Los Espiritus De Blackheath Moor 02

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2º Los espíritus de Blackheath Moor Exiliada en Cornualles, Sophie St. Clair sabe que algo no anda bien en el pueblo de Penhollow. Luces misteriosas, barcos fantasmas… ¿están los contrabandistas haciendo nuevamente sus rutas ilegales una vez más? ¿O han regresado los espíritus de los piratas muertos mucho tiempo atrás? Las respuestas la llevarán a enfrentarse con el peligro y el deseo, mientras el torturado Chad Rutherford, conde de Wycliffe, regresa al hogar de su familia cerca de los páramos de Blackheath. ¿Los atraparán para siempre los espíritus de la oscuridad o pueden Chad y Sophie vencer al mal y reclamar su futuro juntos?

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Este libro está dedicado a mis padres, que piensan que soy una escritora fenomenal. ¡Gracias, mamá y papá, por ser mis principales admiradores!

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AGRADECIMIENTOS

Un enorme agradecimiento a toda la gente de NAL, por vuestra increíble acogida, y gracias en especial a mi editora, Ellen Edwards y a su ayudante, Rebecca Vinter, por todo el tiempo y la energía que me habéis dedicado. ¡Sois mi «dream team»! Sin vosotras, bueno, no lo sé...

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PRÓLOGO

Cornualles, 1829 En una negra noche de luna nueva, el Druid’s Lady viró repentinamente a estribor, dirigiéndose a diez nudos hacia la cala rodeada de altos acantilados. Aunque la oscuridad ocultaba la costa en ambas direcciones, alrededor de media docena de antorchas iluminaban una estrecha playa y proyectaban una luz parpadeante sobre las rocosas murallas de la ensenada. En la orilla, justo donde rompían las olas, tres siluetas aguardaban inmóviles en mitad de las sombras. El guardiamarina que observaba desde el alcázar sintió una profunda aprensión, acompasada con el parpadeo de las llamas. Cuando le había preguntado al primer oficial por ese repentino desvío en su regreso a casa desde la costa francesa hacia Penzance, el hombre se había limitado a contestar: —Órdenes del capitán. Mercancías para descargar. El bergantín echó anclas a unos cincuenta metros de la costa. Las sogas de cálamo crujieron cuando, con la polea, los marineros levantaron desde la bodega del barco numerosos barriles de brandy y cajones llenos de delicada porcelana, sedas y una buena cantidad de tabaco. Algunos de los hombres comenzaron a trasladar las mercancías a una barcaza plana, mientras otros esperaban para bajarla al agua. El guardiamarina estimó que tendrían que hacer tres viajes para trasladarlo todo antes de continuar. No respiraría tranquilo hasta que el viento soplara otra vez en las velas del Lady. Con una sonrisa confiada, el oficial se le acercó y le palmeó el hombro. —Relájate, amigo. Ni el mismo diablo podría encontrar esta cala. El barco guardacostas más cercano está a medio kilómetro de distancia, como mínimo. Un grito interrumpió las palabras del oficial. El vigía, en precario equilibrio sobre la cofa de la vela mayor, miraba con el catalejo mientras hacía desesperadas señas hacia el lado del puerto. El guardiamarina miró en esa dirección. Al principio no vio nada más que las negras olas y el cielo de la medianoche. Luego, casi todos al mismo tiempo, los haces de luz de incontables fanales se reflejaron en el agua.

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De proa a popa, el Druid’s Lady se sumió en la confusión. Los marineros de cubierta chocaban entre sí en su apresuramiento para ocupar sus posiciones. Una repentina explosión los tiró al suelo. Al caer sobre la cubierta, el guardiamarina se golpeó la cadera y el hombro. Cuando pudo sentarse, se vio envuelto en una tóxica nube de azufre que dejó a toda la tripulación ciega y envuelta en un asfixiante caos. Una segunda explosión sacudió el barco. Parpadeando por efecto del humo, el guardiamarina pudo ver el lustroso casco de un clíper que brillaba junto al bergantín. Se oyeron bruscas órdenes: el Lady iba a ser abordado. En una desesperada maniobra, el bergantín se lanzó a estribor. Entonces se produjo otra explosión. Los gritos de los hombres se mezclaban con el sonido de las armas y los silbidos de las balas en una y otra dirección. El Druid’s Lady se inclinó peligrosamente hacia el agua. Con el pulso acelerado, el guardiamarina miró hacia el palo mayor del clíper donde una pequeña bandera cuadrada, con una rosa negra sobre fondo carmesí, relucía contra el cielo nocturno. No era la guardia costera. Era el Ebony Rose. Perdió toda esperanza, cuando un atronador disparo reverberó por encima de su cabeza, arrancando una cascada de astillas de madera. Sintió un fuerte dolor en la nuca y todo se oscureció.

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CAPÍTULO 1

Cornualles, setiembre de 1830 Donde el inhóspito páramo de Blackheath Moor se encontraba con la formación rocosa de la costa de Cornualles, Sophie St. Clair apresuraba el paso por un polvoriento camino hacia el único lugar de aquel campo erosionado que le estaba expresamente prohibido. Aquel día, el aire estaba impregnado de una resplandeciente luz que jamás había visto antes de llegar a Cornualles. Era fresca y vigorizante como el agua de manantial en un día de invierno; hacía que los colores brillaran y que todo se viera con mayor claridad... volviendo imposible cualquier intento de pasar inadvertida. Sophie sabía que era una mancha demasiado evidente en el paisaje, pelado de árboles. Una pequeña y oscura figura que avanzaba por el irregular camino bordeado de brezos oscurecidos y grandes extensiones de aulaga. El cielo se veía tan impecable que podía competir con el reluciente azul de la porcelana de Sèvres que su madre tanto apreciaba. Unos minutos antes, después de gritar que se iba a caminar por la playa, se había alejado lo más rápido posible de la casa de su tía Louisa. Con una mano se cogía el ala del sombrero para sujetarlo ante la fuerza del viento y con la otra sostenía la cartera que le colgaba del hombro. Al llegar a una pequeña cima, la vista de cuatro chimeneas de piedra gris y un techo puntiagudo hizo que acelerara el paso. Casi estaba en Edgecombe, una propiedad que se extendía entre las llanuras y el mar, que llevaba ya dos años abandonada, desde la muerte de su anterior propietario. El cuarto conde de Wycliffe había perecido en un trágico incendio que se había iniciado en una de las habitaciones y, aparentemente, su heredero había cerrado el lugar, sin ningún deseo de pasar tiempo allí. El interés de Sophie por la finca no se debía a su historia reciente sino a las leyendas que conectaban Edgecombe con un matrimonio pirata que había usado el lugar como base de operaciones tres siglos atrás. Las leyendas de los Keating habían cautivado su imaginación de niña, y había pasado muchos momentos felices estudiando los detalles de sus hazañas. Pero nunca había pensado que tendría la

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oportunidad de ver en persona aquella laberíntica propiedad. Al menos, no hasta que el incidente del mes anterior alterara el curso de su vida. Su primera visión del lugar había sido poco más que una recortada sombra en el paisaje del atardecer, enmarcado por la ventana del carruaje de su abuelo, que la había llevado desde Londres hasta la puerta de la casa de su tía Louisa. Pero de aquella primera visión conservaba el carácter invitador de los gabletes de piedra que no podía ignorar. —Mantente alejada de allí, chica —le había advertido su tía cuando Sophie mencionó el tema el día anterior—. Ni se te ocurra orientar tus pasos hacia aquellas ruinas. El lugar está abandonado, se cae a trozos. —Desde el camino la mansión parece bastante sólida. Y se ve tan oscura y melancólica, posada con tanta precariedad al borde del terreno. Y su historia... —Es una historia de violencia, ya sea deliberada o no. La mala fortuna pesa sobre ese lugar. Algunos dicen que... —La tía Louisa se inclinó y susurró—: Algunos dicen que una especie de maldición jamás abandona la casa por completo, aunque haya pasado mucho tiempo desde que sus ocupantes se fueron a la tumba. —¿Hablas de maldiciones o de fantasmas, tía Louisa? Sé que se dice que los Keating se aparecen en Edgecombe, pero seguro que tú no creerás en... —Lo que creo que es que hay que evitar ese lugar. Harías bien en olvidarlo cuanto antes. Sophie había intentado hablar con sus primos sobre la casa, pero Rachel, de dieciocho años, repitió las advertencias de su madre y Dominic, dos años mayor, no había hecho más que fruncir el cejo y refunfuñar algo ininteligible antes de alejarse. Las advertencias sólo habían incrementado el deseo de Sophie de ir allí. Al llegar a la verja de entrada, se detuvo ante la puerta de hierro forjado. Estaba cerrada, doblemente asegurada por una cadena pasada dos veces y unida por un candado más grande que su mano. «Prohibida la entrada». El mensaje repetía las palabras de advertencia de la tía Louisa. Los dos pilares de piedra y la alta cerca de granito emitían la misma orden: «No pasar». —No creo —susurró Sophie. La mansión misma era una fortaleza de piedra que se levantaba al final del pequeño camino de acceso y que desembocaba en un patio adoquinado. Un par de imponentes gárgolas protegían cada uno de los lados de un elaborado pórtico, coronado por un arco gótico. Las ventanas estaban cerradas, subrayando el aire de abandono que reinaba en el lugar. Una casa así probablemente tuviera más de una entrada. Sophie empezó a buscar. Más allá del establo para los carruajes, junto al muro que limitaba al sur, descubrió una pequeña portezuela medio escondida tras una maraña de espinos. Se abrió paso entre las punzantes ramas hasta encontrar el pestillo. Allí no había cadenas que le impidieran pasar. Con un emocionado suspiro y decidida a desoír los consejos, entró.

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Un camino de pizarra la llevó hacia un estrecho hueco en el seto recortado, pasó junto al cobertizo de los jardineros y llegó hasta un jardín en terrazas. No lejos de allí se veía un invernadero y una estructura octogonal que parecía una glorieta gigante. La pintura estaba desconchada y dejaba ver la madera de debajo. En el vértice del puntiagudo techo había una veleta en forma de dos espadas cruzadas, coronadas por una vela de barco. Giró, chirriando sobre el eje oxidado. El camino discurría junto a una fuente seca y sobre un puentecillo de madera. Allí, los helechos estaban muy crecidos y las puntas de los juncos impedían ver el estrecho arroyo que corría debajo. Siguió caminando entre árboles frutales y las laderas del jardín. Un par de peldaños daban paso a la terraza, donde unos escalones llevaban hasta las cristaleras de la casa. Sophie subió y se rió para sus adentros de las supersticiones de la tía Louisa. Después de todo, Edgecombe no era más que una casa. Llena de historia y de brumosa leyenda, eso sí. Pero ¿fantasmas? Tomó asiento en el escalón superior, se quitó la cartera del hombro y buscó dentro su pluma, el tintero y su cuaderno de tapas de piel. Se remetió dentro del sombrero un mechón de pelo que el viento le había soltado y dio vuelta a la página. «Una casa en cuclillas al borde del mundo —escribió—, desafía a los elementos, viento, tormentas y mar que la embisten con furia maldita». Bueno. Tendría que cambiar la última palabra, por supuesto. El abuelo St. Clair, dueño y editor jefe del Beacon, uno de los periódicos semanales más populares de Londres, nunca dejaría que se imprimiera así. Igual que nunca había publicado ningún artículo de Sophie bajo su verdadero y femenino nombre. No. Si quería continuar escribiendo ocasionales artículos para el Beacon, debía hacerlo con el seudónimo de Silas Sinclair y, además éstos tenían que ceñirse a los temas que su familia consideraba apropiados para una dama. «Sophie St. Clair, las buenas chicas no plantean preguntas incómodas... Las buenas chicas dejan los reportajes periodísticos a los hombres... Las buenas chicas dedican su tiempo a labores apropiadas para ellas, como el bordado, las acuarelas o tocar el pianoforte... »Sophie, ¿por una vez en la vida no puedes comportarte como corresponde a una dama?» Qué poco le gustaban esas palabras. Aunque llevaba una vida entera tratando de encarnar esas ideas, jamás había pasado de intentos fallidos. Si realmente la curiosidad mata al gato, entonces Sophie había coqueteado con la muerte durante toda su vida. Además, ella no era una dama. No en el sentido estricto. Los St. Clair no podían alardear de títulos y no poseían más tierras que las que habían comprado en los últimos años con la fortuna que el abuelo había amasado con su periódico y algunas inversiones. Su familia era gente trabajadora, y Sophie no se avergonzaba de ello. Con la pluma suspendida sobre la página, contemplaba la casa. Un rápido recuento de las ventanas cerradas indicaba que había unas quince habitaciones, distribuidas a ambos lados de una torre cuadrada que, tres siglos atrás, había sido la fortaleza junto al mar de sir Jack y lady Margaret Keating. Según las leyendas que Sophie había leído de niña, la pareja había dominado los mares durante diez años, desde Cornualles hasta el norte de Francia e Irlanda,

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repartiendo mercancías entre la gente que no podía pagar los impuestos locales. En realidad, sus métodos no siempre habían sido tan inofensivos. Los Keating atacaban con brutalidad a cualquiera que se les enfrentara, buques de la Armada incluidos, y solían lanzar por la borda a sus víctimas, heridas y atadas entre sí. Finalmente, a sir Jack lo abandonó la suerte. Tras su muerte en la costa a manos de la Armada Real, lady Meg había partido en una nave de su propiedad. Se había embarcado en un viaje sin rumbo, arrasándolo todo en alta mar, practicando el asesinato y el pillaje hasta que fue atrapada, juzgada y ahorcada. «Sé una buena chica, Sophie». Oh, muy bien. Ese día intentaría pensar en la arquitectura, no en la historia de violentos piratas. Se puso manos a la obra. «Un adusto centinela cuyos muros de granito parecían surgir de una antigua niebla, con misterios y recuerdos atrapados dentro de cada bloque cincelado...» La arremolinada brisa se detuvo abruptamente siendo reemplazada por una completa quietud que de inmediato a Sophie le pareció... poco natural. Un pesado silencio descendió entre los árboles, mientras los pájaros posados en sus ramas parecían atrapados en un estado de silenciosa expectativa. La atmósfera era inquietante, opresiva. Levantó la mirada hacia la casa. Una nube cubría el sol, sumiendo la piedra y la madera en la penumbra. Sintió un escalofrío y miró con atención. Las ventanas de aquel rincón más alejado, ¿habían estado abiertas todo el rato? Permaneció quieta en el escalón, observando. Esperando... que volviera a soplar el viento, que los serbales, los cornejos y los descuidados árboles frutales volvieran a moverse, que la casa permaneciera tan oscura, vacía e imperturbable como siempre. La mansión no cumplió su parte. Mientras Sophie observaba, una cortina en la ventana abierta se movió un poco hacia un lado y luego volvió a su sitio. Se levantó de inmediato y, sin darse cuenta, se llevó una mano a la boca con lo que el cuaderno se le cayó al suelo. La pluma resbaló por los escalones. El pulso se le aceleró mientras daba unos pasos hacia atrás hasta que el pie le quedó en el aire. Casi se cayó por la escalera, pero gracias a una rápida maniobra recuperó el equilibrio. A toda velocidad, recogió el cuaderno y la pluma, se colgó la cartera del hombro, se irguió y se encontró mirando la cara de un hombre que estaba al otro lado de la ventana. Aunque los parteluces le impedían ver bien, pudo distinguir una mata de pelo claro, cejas oscuras encima de unos ojos agudos y una boca carnosa, que esbozaba un gesto de desagrado. Iba en mangas de camisa y con chaleco; tenía una de las manos cerrada en un puño sobre los botones. La miraba con fijeza, manteniéndola inmóvil, prisionera de una silenciosa batalla escrutadora. ¡Cielo santo, la habían descubierto! Una voz interior la tranquilizó, como una llamada a la lógica. Después de todo, ella era una vecina, o al menos una invitada de los vecinos de aquel hombre. Podía ofrecerle una amistosa disculpa por haber entrado sin autorización y esperar que él, ya fuera un sirviente o un noble, se comportara con amabilidad. O, al menos, tuviera sentido del humor.

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Levantó una mano para saludar, pero ya no lo vio en la ventana. El sol salió de entre las nubes y el viento volvió a soplar, haciéndole oscilar la falda y echándole algunos mechones de pelo sobre los ojos. Volvió a metérselos bajo el sombrero y esperó a que el hombre saliera por la puerta de la terraza. Pasó un minuto, luego otro, sin que se oyera ningún sonido ni una señal de movimiento en la casa. Confusa, Sophie empezó a bajar los escalones, y estaba a punto de irse cuando un impulso la hizo regresar y acercarse a una de las puerta-ventanas más cercanas. Golpeó varias veces en el cristal y dijo: —Buenos días. ¿Hay alguien ahí? Lamento mucho haber entrado sin permiso. Creía que el lugar estaba vacío. Soy la señorita Sophie St. Clair, una invitada de los Gordon, que viven aquí al lado. Quizá los conozca... —Golpeó otra vez—. Quiero decir... ¿no va a salir usted y presentarse como corresponde? Nada. Rodeó la terraza y fue hasta la ventana de la galería. Miró dentro a través del cristal y vio que las paredes estaban cubiertas de libros desde el suelo hasta el techo. También distinguió un sofá, un amplio sillón orejero y un gran escritorio sobre el que había varios libros abiertos. Pero ningún hombre. —Qué grosería tan intolerable. —Se volvió para irse. Al bajar los escalones se dio cuenta de una cosa que la impresionó. Apenas unos momentos antes, las nubes habían tapado el sol, pero en ese instante, al mirar el cielo, vio que no había el menor rastro de nubes en ninguna dirección. Se hizo visera con la mano y miró hacia el horizonte. Un interminable cielo azul se extendía sobre el mar. Siguió adelante y, mientras cruzaba el puente de madera, oyó un sonido entre los juncos que la sobresaltó. No era el movimiento del viento entre las plantas; se trataba de algo más... sólido. Como el frotar de una tela. Sophie se quedo inmóvil, escuchando y mirando nerviosamente a su alrededor. —¿Hay... hay alguien ahí? —preguntó en voz baja. Tenía los nudillos blancos de tanto como apretaba la barandilla. Se inclinó sobre el arroyuelo y escrutó las orillas. Al oír una pisada en la madera, a su lado, se dio la vuelta y no pudo reprimir un grito ahogado. No vio nada, e intentó inspirar hondo antes de salir corriendo. Entonces, con toda claridad, sintió un roce contra el dorso de la mano. No era viento ni una hoja al caer, sino unos dedos —fríos, ligeramente ásperos, como si tuvieran viejas callosidades— y... su nombre le cosquilleó en la oreja. —Sophie... —Se lo considera culpable de los delitos de robo, piratería y asesinato. Es decisión de esta corte que, dentro de dos días, sea ahorcado en el recinto de la cárcel de Truro. Que Dios se apiade de su alma. Chad Rutherford, conde de Wycliffe, miraba con horrorizado pasmo cómo se llevaban al condenado fuera de la sala de justicia, con las cadenas que le sujetaban los tobillos golpeando contra el suelo de madera a modo de muda protesta.

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Giles Watling no había dicho nada. Ni siquiera había parecido alterarse cuando el juez le leyó la sentencia. Pero Chad sí lo había hecho. Para sus adentros, no dejaba de repetirse que aquella condena podía haber sido para él. Incluso sentía que debería haber sido así. —Es un juego de niños, amigo —había dicho Watling el día en que se acercó a Chad por primera vez, casi dos años antes—. Es como esos caballeros que hacen negocios en el Cambio Real. Nosotros conseguimos las mercancías y tú buscas cómo esconderlas, para que podamos venderlas luego en el mercado negro. Son tus conexiones lo que queremos, tus recursos. El resto nos lo dejas a nosotros. Bonito y fácil, y sin despeinarte. «Fácil», había dicho Watling. Chad desconfió de inmediato. —¿De dónde saldrán esas mercancías? —Eso es algo de lo que por ahora no tienes que preocuparte, amigo. Sabemos que necesitas el dinero. Y nosotros te necesitamos a ti. Sí, él necesitaba el dinero. Muchísimo. Meses atrás había heredado un título y unas propiedades asfixiadas por las deudas, gracias a los excesos de varias generaciones de Rutherford. Pero también había sentido la necesidad de ser cauteloso. —¿Quiénes sois? —Nadie que te importe. —Al sonreír, el hedor de los dientes podridos del hombre llegó a Chad—. No estamos hablando más que de un poco de comercio en condiciones, nada por lo que haya que ponerse nervioso. Nuestros colegas de Cornualles estarán agradecidos por la oportunidad de comprar mercancías que sí pueden pagar. Los únicos que pierden en esto son los recaudadores de impuestos. Y éstos son una pandilla de canallas, eso es lo que son. Así que, amigo, ¿estás dentro o fuera? Sí, «comercio en condiciones», así era como lo había llamado. El contrabando de bienes de fuera —brandy francés, whisky irlandés, tabaco, azúcar y algodón americanos— sin pasar por los recaudadores de impuestos, para así evitar el pago de aranceles. La mercancía se llevaría de contrabando a los pueblos de todo Cornualles, donde de otra manera esos lujos quedaban fuera del alcance de muchos. Como todos los tratos que parecen demasiado fáciles, ése había tenido un precio muy alto. La culpa despertaba a Chad en mitad de la noche con el corazón desbocado y todo él bañado en sudor. La desilusión estaba presente en los ojos de su mejor amigo, Grayson Lowell, el primero en descubrir las pruebas de su participación en el contrabando y el primero en insistir que fuera a la justicia para cambiar aquella situación. Sólo el título de Chad y la información que había estado dispuesto a brindar a las autoridades lo habían salvado de la horca. Incluso se había mantenido su nombre en secreto. La mayoría de las pruebas de que disponía el fiscal se atribuían a un testigo anónimo. El nombre de Wycliffe permanecería sin mácula, pero todavía podía perderlo todo por las multas que se le habían impuesto... a menos que consiguieran entregar al líder de los contrabandistas a las autoridades. Un líder que podía ser cualquiera y podía estar en cualquier parte. Chad simplemente no lo sabía. Nunca había estado en contacto directo con ese hombre.

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Mientras el juez, el jurado y los curiosos espectadores salían de la sala, Chad permaneció inmóvil, mirando el estrado de los testigos, ahora vacío, donde Watling había pasado dos días seguidos explicando casi alegremente, con orgullo, los detalles de sus negocios. Detalles que Chad desconocía. Que ni siquiera había imaginado y no deseaba conocer. Barcos hundidos. Tripulaciones asesinadas. Pasajeros arrojados por la borda. Oh, sí, ahora sí sabía cómo se habían obtenido aquellos botines. ¿Comercio en condiciones? Como si con esas palabras se pudiera disfrazar tan diabólicas actividades. Dos días más tarde, alguien llamó a la puerta de la habitación de Chad en la posada donde éste se hospedaba. Saltó de la cama, medio dormido y abrió la puerta. Un mensajero le llevaba la última voluntad de Watling: deseaba hablar con él. Bajo la fría e inquietante luz del amanecer, Chad entró en la hedionda celda con cautelosa curiosidad y puro temor agitándose en su interior. Procurando no respirar la fetidez del aliento del hombre, escuchó lo que Giles Walting quería decirle. —Tengo un mensaje para ti, amigo. Ve a Penhollow, a tu finca de Edgecombe, y espera instrucciones. Él sintió un agudo aguijonazo de dolor en la sien. —¿De quién? ¿Para qué? Ya no estoy metido en esto. Y, aunque lo estuviera, parte del trato era que Edgecombe nunca se usaría como base. Ésa fue la única condición que impuso cuando entró en el negocio del contrabando. La propiedad favorita de su padre, donde Franklin había pasado sus últimos días, no formaría parte de aquello; la memoria de su padre no sería deshonrada. Los contrabandistas habían aceptado usar una playa oculta y alejada, situada en los terrenos de la familia de Grayson Lowell. —El momento de las negociaciones ya ha pasado, amigo. Se terminó en el instante en que testificaste. Es mejor que hagas lo que se te dice. —¿La persona que ha mandado esta orden puede matarme? —No. No te quiere muerto. Todavía no. Eres más útil vivo. Y te conviene cooperar, o tu familia sufrirá. Tu hermana, su marido... —Estiró los labios agrietados en una grotesca mueca y esbozó una sonrisa parecida a las de las calabazas de la Noche de Brujas—. Y no nos olvidemos de tus mejores amigos. Grayson Lowell estaba sentado a tu lado. Y también su preciosa esposa... Chad cogió al hombre del cuello de la camisa y lo levantó, incluso con los grilletes, aplastándolo contra la pared que tenía detrás. —¿De quién es ese mensaje? Dímelo, maldito seas. ¿Qué condenada lealtad puedes deberle ahora a nadie? Pero el canalla se limitó a esbozar su asquerosa sonrisa. La misma que seguiría teniendo cuando subiera los escalones del patíbulo. «Ve a Edgecombe y espera...» Al anochecer del día siguiente, bajo un cielo azul ya casi negro, tachonado de estrellas, Chad llegaba al pueblecito costero de Penhollow, ubicado en el extremo meridional de Blackheath Moor, en la península Lizard, en Cornualles. La pequeña

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aldea estaba expuesta a los vendavales del Atlántico que azotaban la costa casi sin tregua a lo largo del año. Pero el aire estaba extrañamente tranquilo esa noche. Una calma espeluznante parecía haberse adueñado de Penhollow mientras Chad lo cruzaba a caballo. Desde las torcidas chimeneas le llegaba un olor a comida que rivalizaba con el acre olor de la marea. Al llegar a la vía principal del pueblo, una callejuela junto a la que se alineaban unas pocas tiendas y casas, ralentizó el trote de Prince, su caballo. Penhollow nunca había sido próspero, pero gracias a la generosidad de su padre, tampoco había llegado a la indigencia, al menos en los años que Franklin había pasado allí. Chad había visto los registros que conservaba el abogado de la familia. A su derecha había una iglesia relativamente nueva y una escuela, construida, según había descubierto, con fondos de su familia. El pequeño recinto, rodeado por un muro bajo de piedra, parecía bien conservado, pero aparte de esos dos edificios, Chad no pudo ver a su alrededor muchas más pruebas del esplendor de su padre. El pueblo se había levantado casi completamente con granito. La cal con que se pintaban las casas, que normalmente se aplicaba cada año, se veía estropeada por el viento y el clima. Incluso en la creciente oscuridad podían verse más signos de abandono. Maderas astilladas. Tejas rotas o ausentes. Agujeros donde debería haber paja. El chirrido de más de una puerta le hizo darse cuenta de que algunas de las construcciones estaban vacías y abandonadas. La taberna, sin embargo, parecía abierta y las luces del interior se proyectaban como dorados recuadros sobre la calle. Se encorvó sobre la montura para mirar por las ventanas a los hombres sentados a las mesas o dispersos por el bar. Tenían una basta apariencia y eran bastante ruidosos. A Penhollow, al menos, no parecía faltarle ni el whisky ni la cerveza. Al retomar su rumbo por el camino de la costa, Chad sintió un aguijonazo de culpa. Cuando heredó Edgecombe, debería haberse interesado más por aquel pueblo. La decadencia de Penhollow era un reflejo más de su fracaso. La luna iluminaba el camino. En él se veían surcos y huellas de carretas que se alejaban de allí en dirección a las granjas desparramadas por todo Blackheath Moor. Un par de minutos después de dejar atrás la aldea, una fina niebla pareció cubrir el paisaje y tragarse los pasos de Prince. Bajo y tenue, un extraño sonido parecía surgir de la llanura. No se parecía a otros ruidos nocturnos; no eran grillos, murciélagos ni animales revolviéndose en sus madrigueras. Aquello era más bien como un gemido, como ráfagas de viento colándose entre los árboles. Pero en aquel paisaje yermo no había árboles, sólo el brezo oscurecido por la noche en las laderas de las pequeñas colinas. Chad sintió un escalofrío. Detuvo a Prince y prestó atención al sonido. Llanto. Suaves sollozos. Las quedas notas de la voz de una mujer. No podía estar muy lejos, quizá a unos diez metros. Se restregó los ojos para escudriñar la oscuridad más allá del camino. Como surgida de la niebla, una roca reflejó la luz de la luna. Desde más atrás de ésta, se oyó un grito, y Chad espoleó el caballo hacia aquel terreno sumido en la niebla.

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CAPÍTULO 2

Sophie se dio la vuelta en la cama, golpeó la almohada y tiró de las sábanas. Llevaba acostada más de una hora pero sus ojos parecían resistirse a permanecer cerrados. La piel le hormigueaba y el aire crepitaba como si estuviera cargado de electricidad. A su lado, su prima Rachel dormía profundamente. Su cabello negro se extendía sobre la almohada como tinta derramada. Rachel casi siempre se dormía en cuanto se acostaba; ni siquiera la tormenta de días antes había conseguido molestarla lo más mínimo. Sophie se destapó y buscó a tientas su bata. El frío le erizó la piel. En la semana que llevaba allí, no había habido una noche tan fría como aquélla. Incluso a través de las zapatillas, el suelo le helaba la planta de los pies. Fue a la ventana. Más allá del establo y de las demás construcciones, la línea de la costa se curvaba como una lustrosa serpiente contra las olas iluminadas por la luna. Había algo diferente. Pero ¿qué era? Las luces. El muelle de Penhollow estaba al norte, pero esa noche allí reinaba la oscuridad, mientras un dorado brillo parecía emanar del sur de las tierras de sus familiares. ¿Estaría equivocada? Cerró los ojos e intentó imaginar el perfil de la costa. El pueblo, la playa detrás de la finca de sus tíos, los acantilados, Edgecombe. ¡Cielo santo! Si aquel barco llegaba a la ensenada entre la casa y Edgecombe, encallaría contra un saliente rocoso muy pronunciado y peligroso. Miró las luces del barco recortadas contra el horizonte. Mientras observaba, la embarcación se iba haciendo más grande, estaba cada vez más cerca. Con el corazón latiéndole con fuerza, se percató de que alguien había cometido un error y había encendido los faros en el lugar que no era. ¡No entendía cómo había podido pasar algo así! Se volvió hacia la cama. —¡Rachel! ¡Rachel, despierta! La muchacha soltó un murmullo y apretó la cara contra la almohada. Sophie se dio cuenta de que era una tontería despertarla. ¿Qué podía hacer su prima de dieciocho años para solucionar aquello?

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Se ciñó la bata lo mejor que pudo y, sin dejar de temblar, salió del cuarto, cruzó el pequeño rellano y golpeó la puerta de otra habitación. Sin esperar respuesta, abrió y se lanzó dentro con tanto ímpetu que la hoja golpeó contra la pared. —¡Tío Barnaby! ¡Tía Louisa! ¡Despertaos! Va a ocurrir algo horrible. —Pero ¿qué demonios...? —La voz medio dormida de su tía sonó en la oscuridad contrastando con la áspera voz de barítono de su tío. —¿Qué significa este maldito escándalo? —Tío Barnaby. —Sophie se acercó a la cama, le cogió la muñeca y tironeó de él—. Por favor, levántate. Hay un barco que está a punto de naufragar y debemos hacer algo. —Déjame, muchacha —contestó él, tironeando a su vez para liberar el brazo—. Todo ha sido una pesadilla, nada más. Basta de armar tanto jaleo y vuelve a la cama. —Pero no lo entiendes. Debes escucharme. Hay un barco que se acerca a la costa, donde las luces de orientación están todas mal. Lo he visto por la ventana. —Por todos los santos, muchacha. Tus ojos te han engañado. Ahora, vete de aquí y déjanos en paz. —Su tío se puso de costado, dándole la espalda. —Tía Louisa, tú me crees, ¿no es así? Alguien ha cometido un error terrible con las luces del puerto. La mujer se sentó, sosteniéndose las mantas contra la barbilla con una mano y calzándose con la otra la cofia de dormir. —Hazle caso a tu tío, niña. Cornualles es así, la luz de la luna en el agua, los reflejos en la niebla... —Los ojos le brillaban en la oscuridad y Sophie creyó ver miedo en ellos... y urgencia—. La gente de por aquí siempre anda imaginando cosas que no son. Vuelve a la cama y no prestes atención a los tontos fantasmas de la noche. —Oh, pero... —No hay de qué preocuparse. Por la mañana verás que todo está bien. —Su tía se acostó otra vez y se volvió de cara a la pared, pero un ligero temblor en la voz contradecía la seguridad de sus palabras—. Ahora, vuelve a la cama, como una buena chica. Sophie se quedó un momento más, inmovilizada por la indignación y sin dar crédito. ¿Cómo podían volverse a dormir así, sin más? Especialmente cuando las palabras de su tía habían sonado más alarmadas que tranquilas. Alguien tenía que hacer algo, y rápido. ¿Y si despertara a su primo, Dominic? No. Éste no haría más que fruncir el cejo, como había hecho tantas veces desde su llegada. Quizá ella sola no pudiese detener un barco, pero sí podía buscar ayuda en el pueblo, despertar a alguien e intentar que encendieran las luces correctas en el muelle. Se abalanzó escaleras abajo hacia la cocina, donde avivó unas brasas para encender un farol. Luego cogió una capa que colgaba junto a la puerta del jardín, se la echó sobre los hombros y se lanzó al camino.

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El sonido de los sollozos atrajo a Chad y lo llevó hasta la siguiente colina, pero

desde allí el llanto volvía a alejarse. De ese modo iba apartándose cada vez más del camino. Cuando estaba a punto de convencerse de que no había sido más que un engaño del viento y que debía regresar al camino, la niebla se cerró como un puño a su alrededor, envolviéndolo en una espesura en la que era imposible ver nada ni orientarse de ninguna manera. Las estrellas habían desaparecido, la luz de la luna se había apagado, las colinas habían sido absorbidas por aquella especie de nada absoluta. El aire se hizo cada vez más frío, atravesándole la ropa y helándolo hasta los huesos. Los sollozos parecían surgir de todos lados Prince corcoveó, tropezó y volvió a erguirse. Lo único que impidió que Chad se cayera fue su destreza como jinete. Tiró de las riendas y se aferró al animal con las rodillas, inclinándose para decirle unas palabras tranquilizadoras. El caballo se tambaleó otra vez cuando una cara, delgada y pálida, enmarcada por mechones de pelo lacio, apareció entre la agitada niebla. La pequeña figura estaba a un palmo de distancia, prácticamente debajo de los cascos de Prince. Chad se asustó al punto de que casi se cayó de la montura. —¡Cielo santo, mi caballo podría haberte arrollado! —Los latidos de su corazón se fueron calmando poco a poco tras ver que había evitado el accidente. Tiró de las riendas para controlar al alterado animal—. Podría haberte matado. La mirada de aquel rostro se clavó en él, que retrocedió al ver los labios azules, los ojos hundidos y la frente llena de cortes de la figura. Unos harapos mojados que alguna vez habían sido un vestido cubrían un escuálido cuerpo y despedían un amargo hedor a agua marina y algo más: una especie de olor indescriptible que hacía pensar en algo podrido. O muerto. —Dios santo —susurró. La repugnancia absorbió el poco calor que le quedaba en el cuerpo. De repente, una convicción lo asaltó dejándolo sin aliento: aquella criatura no podía estar viva. Nada vivo podía ofrecer un espectáculo tan aterrador. La figura se le acercó y Chad pudo ver los ojos sin vida fijos en él con su mirada vacía. Palabras mudas se formaron en los labios agrietados. A pesar del miedo que sentía, se inclinó para intentar escuchar el quebrado susurro que resonaba en la niebla. —Tantos muertos. Asesinados por la mercancía. La sorpresa lo golpeó como un rayo. No podía fingir que no entendía lo que significaban aquellas palabras. Botes hundidos. Vidas inocentes perdidas. Todo en nombre de los beneficios. Beneficios que en parte él había recibido. —¿Tú estás...? ¿Has... muerto... ? —Apretó los dientes e intentó controlar el temblor de su cuerpo—. ¿Qué quieres de mí? —No puede verme. No puede oírme. —¿Quién no puede?

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—Está sola. Angustiada. Sufriendo. Una ráfaga de viento sopló entre la bruma y dispersó la niebla. Planeando con las corrientes de aire, un búho cayó en picado muy cerca de él, con un ruido terrorífico. Chad se sobresaltó, y cuando volvió a mirar el lugar donde estaba la niña, ésta ya se había ido. Sacudió la cabeza con energía. Mercancía. Gente muerta. Se le cerró la garganta hasta que casi no podía respirar. No, no podía hacer como si no la hubiera entendido. No podía dejar de lado la culpa que esas palabras despertaban en él. ¿Había visto un fantasma o sólo había sido una mala pasada de su conciencia? La verdad se agitaba en su interior. «Tantos muertos». Muertos, si no por su propia mano, sí gracias a su complicidad y a la arrogancia con que había vivido toda su vida, con que siempre se había salido con la suya. Volvió a guiar a Prince, intentando regresar al camino, pero el animal, presa del pánico, tironeaba, se tambaleaba y giraba sobre sí mismo. Una vez más, se olió la fetidez salina del fantasma. Resonó un crujido y, con un relincho temeroso, el caballo se encabritó. —Debes ayudarla. No puede verme. Chad resbaló hacia atrás, cayéndose y golpeándose contra los cuartos traseros de su montura. La caída le pareció eterna hasta que, finalmente, dio con la espalda contra el suelo. El impacto reverberó en todo su cuerpo y le sacudió los huesos. El corazón le latía tan fuerte que parecía que se le fuera a salir del pecho. Se levantó y cogió de nuevo las riendas. —Tranquilo, Prince. No pasa nada, muchacho. Con cuidado puso un pie en el estribo, pero cuando intentó subirse, un golpe en el pecho se lo impidió. Lo intentó otra vez, y un segundo impacto lo derribó. Volvió a dar con sus huesos contra el suelo, y esa vez sintió un intenso dolor en los hombros y la espalda. Jadeante y magullado, se sentó y se frotó uno de los brazos. Con el que todavía podía mover, cogió el estribo que oscilaba y se apoyó en él para ponerse en pie. En la niebla que tenía delante, la cara de la niña volvió a formarse. Su vacía mirada era una acusación cuyo poder aterrador venía de la ausencia total de expresión. Lo miraba como si ya lo hubiera juzgado, culpado y condenado. Chad se obligó a abrir los trémulos labios. —Dime qué deseas que haga. En lugar de recibir una respuesta, una espiral de negrura lo engulló, tragándose todo pensamiento, toda esperanza. Sintió una aguda opresión en el pecho. El dolor y el frío se hicieron insoportables. Abrió la boca para coger aire, pero no lo consiguió. Se estaba muriendo. Deseando morirse. Pidiendo que todo aquello terminara. —¿Puedes entender lo que es el tormento?

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Al abrir los ojos, descubrió que estaba de rodillas, sujetándose la cabeza. El dolor amainó y se redujo a un sordo latido en su interior. Bajó las manos a los costados del cuerpo y se tambaleó hasta ponerse en pie. —Por Dios, ¿es esto morir? La pequeña ahogada se cernió a menos de medio metro de él, que de repente vio que estaba rodeado por una gran cantidad de rostros espectrales, cada uno de los cuales parecía contar la historia de una muerte brutal en el agua. —Para algunos. Para mí. Para ella también. —Entonces, quien quiera que sea ella, ¿también ha muerto? —Señaló las caras que se arremolinaban en la niebla—. ¿Está aquí? —No. Su alma está muriendo. —No te entiendo. Por favor... —Ven. Se volvió, adentrándose en la niebla. Con las acusadoras miradas de las otras apariciones clavadas en su espalda, Chad cogió las riendas y puso un pie en el estribo. Como antes, una fuerza le impidió subirse a la silla. Andando, siguió a la pequeña fantasma y su séquito de truculentos compañeros por el desconocido paisaje. Controló el impulso de retroceder mientras los espectros revoloteaban como sombras por el camino, como desvaídos dedos que surgían de la oscuridad para señalarlo y acusarlo. Una y otra vez oía las mismas palabras: «Todos muertos... Asesinados por la mercancía». ¿Adónde lo estaban llevando? ¿A una ciénaga? ¿A un acantilado? Cegado por la oscuridad, la niebla y sus propias aprensiones, no tenía manera de saberlo. No tenía más remedio que hacer lo que siempre le había costado tanto: someterse al deseo de alguien que no fuera él mismo. Poco a poco, recortado en gris contra la oscura penumbra, apareció el perfil rectangular de una pequeña capilla. Un bosque de lápidas de medio metro de altura, plantadas por doquier y cubiertas de musgo, abarrotaba un lado de la iglesia. Chad se acercó a un hueco en el pequeño muro que rodeaba el cementerio, donde alguna vez había habido una puerta. Llevando a Prince tras él, entró. —¿Qué es este lugar? No recibió más respuesta que el silbido del viento entre las hierbas. No tenía idea de dónde estaba, ni cuán lejos del camino ni en qué dirección. Pensó que tendría que pasar lo que quedaba de noche allí, por lo que ató las riendas del caballo a la verja. —Aquí estarás a salvo, esto es tierra sagrada. Yo tengo mucho que pensar, pero no estaré muy lejos. —Pasó la palma por el morro del animal. Luego, con la sensación de ser el único habitante de un mundo desolado, irónicamente, abandonado por los espíritus que lo habían llevado hasta allí, Chad abrió la pesada puerta de roble de la capilla.

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En algún lugar entre la casa de tía Louisa y el pueblo, Sophie se encontró

deambulando en una marea de niebla, totalmente desorientada. Se detuvo cuando la bruma la envolvió. Algunas afiladas piedrecitas se le clavaban en la suela de las zapatillas y se arrepentía del apresuramiento con que había salido de la casa, que no le había permitido ponerse unas botas. Allí quieta, rogó para que le llegara algún destello del camino. El repique de alguna campana. Cualquier cosa que la ayudara a orientarse. No había nada. Nada que pudiera verse. No se oía más sonido que el distante ir y venir del mar que, atenuado por la bruma, no parecía provenir de ninguna dirección en particular. No conocía muy bien la zona, pero en la última semana había descubierto lo suficiente como para ser consciente de los peligros que albergaba. Un paso en la dirección equivocada podía llevarla a un acantilado, a una peligrosa ciénaga o a la profundidad de los brezales, donde nunca encontraría el camino de regreso. La noche parecía echarle su húmedo aliento. No podía quedarse allí, inmóvil hasta la mañana. Tanteó el suelo a través de la zapatilla. Parecía sólido y firme como un camino. Quizá si avanzaba con mucho cuidado... Al siguiente instante soltó un grito ahogado, tanto de sorpresa como de alivio. En la distancia unos haces de luz perforaban la niebla. Echó a andar en esa dirección, intentando no lanzarse a correr aunque deseara estar cuanto antes en un lugar seguro. Unas paredes de piedra aparecieron de repente de entre la bruma, y en ellas una estrecha ventanita que irradiaba una luz invitadora. Para su sorpresa, vio un caballo dormitando junto a la verja, con el hocico apoyado contra ésta. Cuando se acercó, el animal se movió y resopló, pero parecía más que dispuesto a volver a su siesta. Sophie miró la pequeña construcción, húmeda y reluciente allí donde le daba la luz. Parecía una iglesia. ¿Quién podía haber allí a aquellas horas? Seguro que no sería el párroco. ¿Alguien perdido, igual que ella? O quizá el tipo de persona que no desearía encontrarse en una noche como aquélla. Pero ¿qué alternativa tenía? No podía desandar sus pasos, pues no tenía ni idea de por dónde había llegado. Incluso cuando el sol del amanecer deshiciera aquella desorientadora niebla, temía seguir perdida. No tenía más remedio que ver quién era la misteriosa persona que estaba allí dentro. Chad se sobresaltó. El banco de la iglesia crujió bajo su peso al moverse y el sonido se propagó por la capilla vacía. No tenía intenciones de quedarse dormido, y sólo Dios sabía cuánto habría deseado no haberlo hecho. Aquellos sueños, aquellas visiones... ¿Qué lo había despertado? Tenso y alerta, escuchó. Una húmeda brisa se coló dentro de la nave. Oyó unos pasos y se levantó. Se volvió y miró hacia el pasillo central. Iluminada por la luz de una lámpara, una figura informe se recortaba contra la puerta abierta. —Estoy perdida. —Una voz de mujer resonó contra las paredes de piedra—. ¿Podría ayudarme, por favor? Los latidos de Chad se aceleraron y aquella llamada de ayuda lo devolvió a los horrores de la noche. Se agarró del respaldo de uno de los bancos.

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—Fuera. ¿Cómo osas pisar suelo sagrado? —Yo... lo siento, señor. —La voz se tornó poco más que un murmullo. Se oyó un leve carraspeo y luego, más fuerte y claro—: ¿Es usted el párroco? Si me permitiera quedarme aquí hasta que la niebla se desvaneciera, le prometo que no causaré ningún problema. Debajo de la capucha que ocultaba el rostro de la figura, Chad pudo ver sus ojos, grandes y brillantes a la luz de la lámpara. También las líneas de sus carnosos labios y sus delicados pómulos, los despeinados mechones del brillante cabello. Dios santo, era real. Humana. Viva. Lleno de alivio, se precipitó hacia el pasillo, pero se detuvo de inmediato cuando ella gritó. La vio retroceder, y casi caerse al pisarse la capa en un intento desesperado de poner distancia entre los dos. «Debes ayudarla. No puede verme». ¿Podía ser aquélla la mujer a la que la niña fantasma se había referido? ¿La que estaba sola y sufría? ¿Habría sido conducido a aquella capilla para poder ayudarla? Levantó las manos. —No le haré daño; lo juro. Es sólo que me produce un gran alivio no estar solo en una noche tan extraña como ésta. Por un momento, se sintió tonto, patético por haber admitido su vulnerabilidad, pero la joven no le dio motivos para que se arrepintiera de su confesión. Ella también parecía sentir alivio, un alivio visible en su cara, e incluso se le escapó un sollozo. Como si se hubieran puesto tácitamente de acuerdo, se acercaron el uno al otro. La chica le dio la lámpara, que él dejó en el suelo para luego abrir los brazos hacia ella. Temblando, la muchacha se acercó como si fuera lo más natural del mundo. Apoyó la mejilla contra su pecho, y su entrecortada respiración le traspasó la camisa calentándole la piel de una manera que lo conmovió. —Creía que nunca encontraría el camino... No debería haber salido así... Qué tontería... —Ahora tranquilícese. —Le echó la capucha hacia atrás y le apartó el oscuro pelo de la cara. Se deslizaba como seda por sus dedos y pudo percibir su dulce fragancia. Quienquiera que fuera, de dondequiera que hubiera salido, nunca sabría cuán bienvenida era en aquel preciso momento—. Está a salvo. Aquí nada podrá lastimarla. Con una mano, le levantó la barbilla. Y se quedó sin aliento al verle la cara. Incluso con aquella ropa desaliñada y el pelo alborotado, era hermosa, delicada. Sus labios rosados y carnosos, la nariz pequeña y respingona, las mejillas ligeramente sonrojadas. —Siento haberle hablado con tanta brusquedad cuando ha entrado —se disculpó —. Creía que... Bueno, no importa. El frío se colaba por los pliegues de la capa de ella, pero Chad la tenía deliciosamente estrechada contra su cuerpo. De repente cayó en la cuenta de que no podría resistir tenerla así un momento más sin deslizarle las manos por los brazos y rodearle con suavidad las muñecas.

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—¿Está usted herida? ¿Ha caminado mucho? ¿Qué la ha traído aquí en una noche como ésta? La joven parpadeó sin dejar de mirarlo. Unas espesas pestañas velaban sus ojos, que, de alguna manera, no parecían totalmente ingenuos. Chad sintió una punzada de deseo. —No estoy herida —dijo—. Y no sé cuánto tiempo he estado caminando. La niebla lo confunde todo y yo... Con un suspiro, se movió, pero él la apretó aún más contra su cuerpo hasta que volvió a quedarse quieta. Sin embargo, al cabo de poco, sintió de nuevo su resistencia y agitación. Aunque pareciera menuda bajo todas aquellas capas de tela, era una luchadora, una pequeña valiente. La rodeó con un brazo y la guió hasta el asiento más próximo. —Siéntese. ¿Tiene hambre? ¿Sed? Tengo algunas provisiones fuera, en las alforjas. —Estoy bien. —Esbozó una trémula sonrisa—. Con estar a salvo es suficiente por ahora. Chad le buscó las manos para darle calor, o quizá para calentarse las suyas. Dios santo, poco antes, casi había creído que cruzaba una secreta barrera en la neblina, que había abandonado el mundo de los vivos para entrar en el de los muertos. Pero aquella muchacha, aquel ángel, estaba viva y con sus manos suaves y delicadas y su tranquila franqueza, le confirmaba que todavía formaba parte de la humanidad. —¿Usted también se ha perdido? —Su susurro fue como una caricia que le aceleró el pulso. Él volvió a pensar en el mensaje de la pequeña fantasma. La joven que tenía al lado lo había pasado mal, sin duda. Se había sentido sola y asustada. Pero ¿sufriendo? ¿Su alma agonizaba? Seguro que no. —No estoy menos perdido ahora de lo que lo estaba antes —contestó—. No soy de aquí. ¿Conoce usted este lugar? Ella negó con la cabeza. —También yo estoy de visita en Penhollow. Sólo conozco el camino principal. Si no me hubiera guiado su luz, aún estaría perdida por ahí fuera. Chad pudo notar el escalofrío que la recorrió. Pero lo que a él lo hizo estremecer fueron sus palabras. —¿Mi luz? —Sí, la he visto brillar por la ventana. —Pero mire a su alrededor. ¿Ve alguna luz que no sea la que usted ha traído? Ella giró el cuello para contemplar lo que los rodeaba, y luego el círculo brillante que irradiaba la lámpara. —Eso es imposible. Estoy segura de que he visto una luz.

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—¿Qué demonios hacía deambulando por ahí en una noche como ésta? A ella se le escapó un suspiro. Se soltó las manos y se puso en pie de golpe. —¡Cielo santo! Con toda la confusión y el alivio de haber llegado, casi lo olvido. Necesito que me ayude. Estoy fuera de casa debido a las luces del puerto. No están donde deberían estar y he visto un barco acercarse. —Lo cogió del brazo—. Si nadie hace nada, ese barco se estrellará. —¿Cuándo lo ha visto? —Chad se había puesto también en pie, y la agarraba de las muñecas quizá con demasiada fuerza. Al ver su sorpresa, la soltó y continuó con suavidad—: Dígame qué ha sido exactamente lo que ha visto. Y dónde. —Tal vez ya sea demasiado tarde. He estado perdida tanto rato... —Se pasó la punta de la lengua por los labios—. No podía dormir. Algo me inquietaba, así que me he levantado y he ido a mirar por la ventana de la habitación, que da a la playa. En cuanto lo he hecho, he sentido que algo no iba bien. Las luces del puerto... se habían movido, estoy segura, e iluminaban las rocas frente al mar, donde sobresale en el espigón. Entonces he visto un barco que se acercaba y he caído en la cuenta de que la tripulación seguiría las luces de la costa, convencidos de que se dirigían al puerto de Penhollow y... Por favor, ¡tenemos que hacer algo! —¡Dios santo, sí! Iremos de inmediato. —¿Qué significará eso? ¿Por qué alguien haría algo así? A Chad se le ocurrieron muchas posibilidades, y ninguna de ellas era buena. El hecho mismo de que se le ocurrieran no hablaba muy bien de él. Pero negó con la cabeza: no quería sacar conclusiones apresuradas hasta que supiera más. —Podrían ser varias cosas. ¿Está totalmente segura de lo que ha visto? —Yo... creo que sí. Ahora todo parece tan confuso... —Arrugó la nariz—. Pero sí. Estoy segura de que las luces del puerto estaban apagadas y que alguien había encendido otras. Puedo jurarlo por mi vida. Hizo una pausa, frunció el cejo y se humedeció los labios. —¿Puede haber sido a propósito? He leído sobre cosas así. Hombres malvados que atraen a barcos desprevenidos hacia las rocas, les roban la mercancía y dejan que los pasajeros se las arreglen como puedan. Él se quedó sin aire, como si las especulaciones de la joven, en lugar de palabras, hubieran sido un fuerte golpe que le hubiese dado en el pecho. Por un momento, pensó que le había hablado directamente a su conciencia, a su alma. Pero al ver cómo esperaba su respuesta sin el menor rastro de sospecha o prejuicio, se tranquilizó. —No tiene sentido hacer conjeturas —dijo—. Venga, intentaremos llegar a la costa. La chica miró hacia las negras ventanas. —¿Cómo lo haremos, en mitad de la niebla? —Ha dicho que había visto luz aquí. —Sí, pero...

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—Entonces, debe de ser que la niebla se está despejando, y lo que ha visto habrá sido el reflejo de la luna en los cristales. Si es así, podremos encontrar el camino. — Extendió la mano hacia ella—. Venga. Esta noche no tenemos más remedio que confiar el uno en el otro.

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CAPÍTULO 3

Sophie deslizó su mano en la de aquel completo desconocido sin ningún temor, confiando el uno en el otro, tal como él acababa de decir que debían hacer. Ciertamente era un riesgo. Sin embargo, el instinto y la reconfortante calidez de su palma aquietaron las advertencias que había oído toda su vida. De algún modo, sabía que no le haría ningún daño. De todas formas, creía que estaba equivocado con lo de la niebla. Sabía lo que había visto y estaba segura de que no había sido el reflejo de la luna. O... ¿quizá sí? Al salir de la iglesia la sorprendió descubrir que la bruma se había aclarado. La llanura se extendía en todas las direcciones y se veían destellos de luz sobre un trozo de granito por un lado, un charco de agua por otro. —Parece que tenía usted razón —murmuró—. Aunque esto es de lo más extraño. Hay una gran diferencia entre la luz de una lámpara y el reflejo de la luna. —Aquí en Cornualles, la gente siempre confunde una cosa con la otra. —Estaba a su lado y contemplaba lo que los rodeaba. Era un hombre alto (la cabeza de ella apenas le llegaba al hombro) y de constitución sólida; anchos hombros, cintura estrecha y muslos vigorosos. Su musculatura formaba una fascinante topografía bajo aquellos ajustados pantalones de montar. Pero a Sophie no le había hecho falta verlo para saber que tenía un físico portentoso. Al recordar sus brazos estrechándola, una punzada de algo desconocido la recorrió de pies a cabeza. —Es un fenómeno que tiene que ver con las corrientes de aire que llegan del mar y se mezclan con las brisas de la llanura —continuó. Soltó las riendas del caballo—. Crean una luz única que a veces engaña a la vista. —Sí, mi tía me ha dicho algo parecido, respecto a las luces del puerto. —Se encogió de hombros al recordarlo. —Pero usted no le ha prestado atención. —Llevó el caballo al centro del patio, y le ajustó las riendas y la montura. —No. Porque ella estaba absolutamente equivocada. Y... asustada, me parece.

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Él no hizo comentarios mientras montaba. ¿La creería? ¿Ignoraría lo que decía, tal como habían hecho tía Louisa y tío Barnaby? El caballo dio unos agitados pasos, pero con un par de palabras su amo lo tranquilizó. —¿Ha montado alguna vez atrás? —Le tendió una mano para ayudarla a subir. Sophie sintió que se le aceleraba el corazón. Sí, había montado antes atrás, en Londres; detrás de su padre, de su hermano, su tío Peter. Oh, pero jamás detrás de un caballero rubio, de anchos hombros y hermosas facciones, al que no conocía de nada. Aunque, en realidad, después de aquellos momentos tan íntimos en la capilla, sí que se conocían un poco, ¿o no? Cogió la mano extendida y notó la seguridad de aquella palma grande, cálida y firme... como el resto de su cuerpo. Él quitó un pie del estribo para que ella pudiera apoyar el suyo. Sophie lo hizo, y a continuación se agarró de la montura con la mano libre. Al subirse, le rozó la pierna con el cuerpo y, al sentarse, le presionó la espalda con los pechos. La sensación que la recorrió fue de lo más inquietante. —Prince es un caballo de paso tan firme como pueda imaginar —le aseguró—, pero nada es muy seguro en este terreno. Mejor que me rodee con los brazos. ¡Dios santo! Montar a caballo de aquella manera, detrás de un hombre que no era de su familia, vestida sólo con un camisón y una capa que le venía grande hasta el punto de que se le caía de los hombros... Si aquello hubiera sido Londres, su reputación estaría destrozada para siempre. Pero no lo era. Estaban en los campos de Cornualles, donde tales aspectos no tenían la menor importancia. No podían tenerla cuando estaban en juego tantas vidas; y eso sí que excedía cualquier idea de decoro. Al día siguiente volvería a ser la muchacha discreta que su familia deseaba. Pero aquella noche... Lo rodeó con los brazos y unió las manos sobre los músculos de su duro estómago. Se apoyó contra su espalda, los muslos contra sus caderas, su mejilla... Mantuvo la mejilla apartada pero, oh, cómo hubiera deseado ceder a la tentación de posarla contra él. —Agárrese con fuerza. Sophie suspiró y vio cómo su aliento agitaba las puntas de su pelo dorado. Percibía el suave aroma marino. ¿Olería su piel también como el mar? Él se volvió para hablarle y ella intentó que sus pensamientos no resultaran evidentes. —¿Puede decirme de dónde ha salido usted? —Oh, bueno... la casa de mis tíos queda en el camino principal, a más o menos un kilómetro al sur del pueblo. Es la última propiedad antes de la linde de una vieja finca abandonada que se llama Edgecombe. Él tensó ligeramente el cuerpo. Teniéndolo tan cerca, Sophie lo notó en varias partes del suyo. —¿He dicho algo incorrecto? —Después de todo, no sería el primero que reaccionaba de manera adversa ante la mera mención de Edgecombe.

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—La casa de sus tíos debe de ser, pues, por delante de la que he pasado justo antes de perder el rumbo. —Ella se dio cuenta de que no había respondido a su pregunta, pero que los músculos de su espalda se habían relajado contra su cuerpo—. ¿Ya puede ver algo que le parezca familiar? Sophie miró las pequeñas colinas y la vegetación teñida de plata. —Para mí todo es igual. Él detuvo el caballo de golpe. —Increíble. —¿Y qué? —Se inclinó hacia adelante, y, al hacerlo, su barbilla quedó encima del hombro de él y le rozó la curva del cuello. Hizo un denodado esfuerzo por ignorar la sensación que crecía en su interior. Aquello no se parecía en nada a montar detrás de su padre, de su hermano, ni del tío Peter. —No doy crédito. —Sus palabras de incredulidad interrumpieron sus pensamientos—. No puede ser que la capilla estuviera tan cerca del camino. Sophie miró hacia atrás, esperando ver la silueta de la pequeña construcción, pero no vio más que la llanura vacía. —Qué extraño —dijo, y, confusa, se dio la vuelta otra vez. A lo lejos, el techo de la casa de tía Louisa se veía como una oscura mancha contra la oscuridad de la noche. Estrechó más los brazos alrededor del sólido torso. —Debemos encontrar la manera de bajar a la playa. Creo que hemos de estar muy cerca del lugar donde... debe de haberse hundido el barco. Salieron del camino y avanzaron por la llanura abierta. Luego, dejaron el caballo paciendo a una distancia prudencial y continuaron a pie, cogidos de la mano a sugerencia de él, hasta la cima del escarpado terreno. Desde allí, tanto la casa como el pueblo quedaban ocultos tras el pronunciado ángulo de la costa. A lo lejos, las olas iluminadas por la luna se agitaban dentro y fuera de una estrecha cueva. Una playa no muy grande, de piedras brillantes, se abría en la base del acantilado. A pocos metros, algunas rocas sobresalían del mar, bañadas por la espuma. A Sophie se le encogió el corazón mientras reseguía con la mirada las agitadas aguas. Sin darse cuenta apretaba con fuerza la mano del hombre que tenía al lado. No cabía duda de que ningún barco que hubiera intentado acercarse allí podía haber sobrevivido. Pero al observar con detenimiento la costa en busca de algún rastro de la tragedia, no vio nada, mucho menos los destrozados restos de un barco, ni la palidez de los cuerpos que el agua habría arrojado a la playa. —No lo entiendo. Quizá no estamos en el lugar correcto. Él se aclaró la garganta. —O quizá lo que ha visto no era... La condescendencia que había en su voz la irritó.

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—No me diga que me lo he imaginado. Ni que estaba soñando. —Con una mano, se cerró la capa a la altura del cuello—. Estaba bien despierta. Mis ojos no me han engañado. —Entonces, ¿dónde está ese barco suyo? —No es mi barco. Y ¿cómo demonios se supone que puedo saber qué ha pasado con él? Él se volvió para estudiar con atención la línea de la costa, y levantó la mano libre para señalar un reflejo que brillaba en la distancia, sobre el agua. —Mire allí. Creo que incluso las luces del puerto están donde se supone que deben estar. Sophie apretó los dientes. —No me lo he inventado. —No he dicho que fuera así. —Suavizó su tono de voz. Resultaba sumamente irritante; la trataba como si fuera una niña asustada. Le acarició los nudillos con sus largos dedos—. Estoy seguro de que ha creído que lo que ha visto era real. Ella soltó la mano y se alejó. Al instante, él estaba a su lado. La luz de la luna iluminaba su cejo fruncido mientras volvía a cogerle la mano que ella se había soltado, con una actitud y una seguridad ante las que Sophie no pudo negarse. —No importa cuán sólido pueda parecer este suelo —dijo el hombre—, el menor paso en falso puede hacer caer buena parte del terreno al mar, y a usted con él. Éste no es un lugar para ponerse a bailar, se lo aseguro. Vamos; es hora de que la lleve a casa. —Sí, pero déjeme que le diga, señor... como se llame, que no pensaba ponerme a bailar, ni pedirle ayuda para encontrar el camino de regreso a casa. —El viento le abrió los bordes de la capa. Con la única mano libre que tenía, intentó cerrársela y demostrar cierta modestia—. Puedo volver sola sin problemas. —Eso puede ser, señorita quien sea. —Con un ligero tirón, la hizo quedar frente a él. Una ráfaga de viento abrió de nuevo la capa de Sophie, y dejó al descubierto su camisón de franela y algo del algodón de su ropa interior. Él la recorrió con una mirada ardiente y luego volvió a fijar la vista en su cara lo más rápido que pudo—. Ahora está a mi cuidado y la llevaré sana y salva a su casa. No vamos a discutir esta cuestión. La indignación se apoderó de ella. Sonaba igual que su familia. Tan condescendiente, superior y despótico. Pero los labios de los que habían salido esas palabras... eran tan voluptuosos, exuberantes, tan cálidos y cercanos... Sophie no pudo evitar quedarse mirándole la boca, hipnotizada por lo que parecía ser la única parte suave del cuerpo de aquel hombre; especialmente cuando hablaba con tanta convicción. Tras olvidar la réplica que en algún momento había tenido la intención de darle, levantó la vista hacia sus ojos y se preguntó cómo sería tener aquellos labios contra los suyos. Él le cogió los hombros e inclinó la cabeza hacia ella, como si... como si quisiera hacer aquello en lo que Sophie estaba pensando. Pero se limitó a mirarla fijamente a los ojos y luego negó con la cabeza con un ruido gutural, como si hubiera llegado a alguna

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conclusión negativa acerca de ella que ni siquiera se dignara compartir. Completó el insulto con un gesto inesperado: cogió los bordes de la capa y se la cerró con una familiaridad que de alguna manera la empequeñecía y hacía que se sintiera como una meretriz. Luego le ofreció el brazo. —Vamos, no tiene motivos para enfadarse. Lo que necesita es dormir bien y por la mañana lo verá todo diferente. Demasiado perpleja como para responder, dejó que la guiara de nuevo hacia el caballo y que la ayudara a subir detrás de él. Una vez a lomos del animal, intentó mantener la mayor distancia posible entre ellos, cosa que resultó bastante difícil cuando empezaron a trotar, lo que la obligó a rodearle el torso con los brazos y a sujetarse bien para no caer. Aun así, se las arregló lo mejor que pudo para ir erguida. ¿Qué demonios le había pasado al solícito caballero de la iglesia? Éste había sido respetuoso, incluso cuando la había abrazado. Había mostrado paciencia y preocupación, la había escuchado y estado atento a lo que necesitaba. ¿Cuándo se había transformado en un arisco desconocido, ansioso por librarse de ella? Frustrada, le apretó los puños contra el pecho, pero se dio cuenta de que él no lo notaría. Entonces relajó las manos, y apoyó las palmas abiertas sobre sus firmes abdominales que tanto la habían fascinado. Estaba comportándose como una meretriz y como la mujer caprichosa que su abuelo la había acusado de ser justo antes de enviarla a Cornualles. —No estoy enfadada —mintió, y respiró profundamente para intentar que fuera cierto—. En todo caso, es un alivio para mí haberme equivocado. Está claro que por ningún motivo hubiera querido... Es sólo que no entiendo cómo me ha podido pasar algo así. En aquel momento parecía tan vívido, tan real. Es de lo más extraño. Él detuvo el caballo en seco y se volvió en la montura. Bajo un mechón de pelo caído sobre su frente, el perfil de su recta nariz y la firme línea de su mandíbula se recortaban nítidos contra el cielo nocturno. —Le he dicho que lo olvide. —¿Tengo alguna otra alternativa? Volvió a mirarla, y entrecerró los ojos mientras la contemplaba. De repente, allí, en la claridad de la noche, ya sin la niebla, su cabello rubio y su apariencia aristocrática le resultaron a Sophie de lo más familiares. Antes de que pudiera darse cuenta de por qué, él dijo: —Dice una cosa, pero juraría que hay algo en su tono de voz que indica lo contrario. —¿A qué se refiere? —Me refiero, señorita quien sea, que no haría bien en salir a cazar fantasmas en la niebla. —¿Y si no fueran sólo fantasmas? —Más motivos para alejarse.

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Su advertencia tuvo el efecto opuesto al deseado, porque a ella se le ocurrió algo. —Antes ha dicho usted que el cambio en las luces de la costa podía significar una serie de cosas. Contrabandistas y personas que sacan provecho de los naufragios están entre ellas, ¿no es así? Él tensó la mandíbula. —No tenemos motivos para sospechar nada parecido. —¿Usted cree? He leído bastante sobre Cornualles, y sobre esta zona en particular. Esas luces bien podían indicar actividades de contrabando. Era cierto; un siglo atrás, aquellas aguas eran territorio pirata. Ahora que hombres y mujeres de capa y espada, botas altas y parche en el ojo ya habían desaparecido de los mares, el contrabando había continuado su labor con sutileza y métodos quizá más siniestros todavía. Sophie recorrió con la mirada sus facciones, suaves y pétreas, iluminadas por la luna. Sus rasgos eran duros, pero a la vez contenían una especie de ternura oculta... o eso le había parecido a ella. Sabía lo que había visto aquella noche. Y luego aquel hombre, que le parecía extrañamente conocido, había aparecido como surgido de la misma niebla. ¿Sería uno de los fantasmas que había mencionado? ¿Representaría un peligro para ella? Por una serie de razones, Sophie creía que sí. —Sospecho que sabe más de lo que está dispuesto a revelar. —No hemos encontrado nada fuera de lugar. ¿Acerca de qué quiere que revele algo? —Es usted de lo más sorprendente. Por favor, sigamos adelante. Deseo llegar cuanto antes a casa. —Que es exactamente donde debería estar. Vamos, Prince. Anduvieron en el más tenso de los silencios hasta que llegaron a la puerta de entrada de la casa de la tía Louisa. Sophie se levantó las faldas lista para desmontar sin la innecesaria e indeseada ayuda del jinete. Pero él fue más rápido, y, pasando una pierna por encima de las crines del caballo, se deslizó hasta el suelo. Una vez allí, le cogió la mano, pero no hizo el menor ademán de ayudarla. Por el contrario, la miró fijamente, inmovilizándola, con una expresión que le volvió a dar la sensación de que lo conocía. —Siento haber hecho que se enfadara, pero haría bien en seguir mi consejo. Vuélvase a la cama y olvide lo que ha ocurrido esta noche. Y no le dé más vueltas a las historias de alta mar. —Suélteme la mano, por favor. Hizo lo que le pedía, pero sólo para cogerla con firmeza por la muñeca. No sabía cómo, pero consiguió pasarle el brazo por debajo de la capa y también del camisón, haciendo que el estómago le diera un vuelco. Así sujeta, la levantó de la montura como si no pesara nada, y la dejó en el suelo frente a él, a unos pocos centímetros de su cuerpo, con el caballo como un muro detrás de ella.

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Sophie intentó moverse, pero el hombre le cerró el paso y no cedió un milímetro de terreno. —Dios, es usted preciosa —susurró—. Con la luz de la luna brillándole en el pelo y en esos enormes ojos que tiene. ¿De qué color son? ¿Estaba coqueteando con ella? ¿Creía que porque se habían aventurado juntos por los caminos podía tomarse libertades? O, cielo santo, ¿quizá la había reconocido de Londres y sacaba sus conclusiones a partir de los rumores? Eso era una tontería. Si se hubieran conocido, sin duda Sophie lo recordaría. —No veo qué sentido tiene una pregunta semejante. —Intentó salir del aprieto en que se encontraba, apresada entre el hombre y su caballo, pero él levantó un brazo y apoyó la mano en la montura, dejándola sin escapatoria. —¿De qué color, señorita quien sea? ¿Azules? No, más claros que eso, creo. ¿Grises? —Sí, grises. —Maldijo lo trémula que le sonó la voz y que el pulso se le acelerase —. ¿Satisfecho? Él no respondió. La miró fijamente y le pasó la yema del dedo índice por el labio inferior. El gesto hizo que a Sophie le flaquearan las rodillas, se le cortara la respiración y se sintiera demasiado confundida como para protestar. Se le acercó, tanto que podía besarla. —Prométame que no saldrá a cazar más fantasmas. No es seguro. El aterciopelado murmullo de su voz la hizo estremecer y sintió la imperiosa necesidad de que llegara aquel beso que parecía inminente. ¿Había regresado el amable extraño que había conocido en la capilla? ¿O simplemente estaba jugando de nuevo con ella? Irguió los hombros. —Intento no cometer el mismo error dos veces, pero no veo qué sentido tiene hacerle una promesa cuando lo más probable es que no vuelva a verlo jamás. Los ojos de él parecieron oscurecerse con un indescifrable sentimiento. —Entonces no me haga ninguna promesa a mí. Prométase a sí misma que en el futuro será más cuidadosa, más prudente. La noche esconde muchos peligros, ¿señorita...? —St. Clair —respondió, antes de considerar si era demasiado prudente darle más información a aquel desconcertante desconocido. ¿Su último comentario era para protegerla o para asustarla? ¿De qué? ¿De él? Si quería lastimarla, ya había tenido ocasión de hacerlo. Sin embargo, hacía que se sintiera muy pequeña e indefensa allí a solas con él, en la oscuridad. Resistió la tentación de mirar hacia la casa por encima del hombro, para calcular la distancia que la separaba de la misma. —Mi nombre es Chad —dijo él con suavidad. El sonido de su voz se derritió como miel en su interior. Pero luego, Sophie se dio cuenta de lo que había hecho y se contuvo para no resoplar exasperada: qué grosería

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era presentarse sólo con su nombre de pila. Su falta de decoro la molestó y la hizo preguntarse de nuevo si la consideraría una mujer de mala reputación. De repente, se vio a sí misma con los ojos con que la vería su familia: a medio vestir, con el pelo hecho un desastre, cabalgando pegada a la espalda de un hombre que —era evidente— no le tenía mucho respeto. Se sentirían espantados, escandalizados y decepcionados de ella una vez más. —Le agradezco su ayuda de esta noche, señor. —Pronunció con énfasis la última palabra—. Siento mucho haberlo molestado. Buenas noches. Él arqueó una ceja y resopló en silencio. Dio un paso al costado, cogió las riendas y montó en su caballo. —No ha sido ninguna molestia, señorita St. Clair. Le deseo también buenas noches. Sophie se volvió con la intención de entrar en casa sin mirar atrás, pero algo la hizo detenerse. Había querido acabar con su arrogancia, pero quizá había sido demasiado brusca. Las extrañas circunstancias en que se habían conocido habían creado una natural familiaridad entre los dos, lo que quizá justificara el descaro de él. Sin embargo, se había portado muy bien con ella aquella noche y merecía algo mejor que aquella despedida. Dispuesta a enmendar sus actos, incluso tal vez a decirle su nombre de pila a modo de recompensa, volvió sobre sus pasos. Vio que él ya estaba más allá de la verja, pero no en la dirección que Sophie había supuesto. —¿No regresa usted al pueblo? —No, señorita St. Clair. —Entonces... ¿adónde va? —A Edgecombe, por supuesto. La sorpresa hizo que diera un involuntario y repentino paso hacia atrás. No podía ser una mera coincidencia; no con un nombre tan poco común. Chad... Chadwell Rutherford... quinto conde de Wycliffe. Ahora entendía por qué le había parecido tan familiar. Aquel día en Edgecombe... había sido él quien la observaba desde la ventana. Quien había desaparecido dentro de la casa sin dirigirle siquiera una palabra de cortesía. Boquiabierta, lo vio desaparecer por el oscuro camino.

Un crujido llena el aire cuando la goleta da contra las rocas. El casco se parte con el impacto. Desde la costa, sin poder hacer nada, Chad mira cómo el océano se apresura a cubrirlo todo. Una vez más, la marea empuja el navío contra los riscos. Toda el armazón tiembla. Ve la madera astillada, las velas rasgadas y los mástiles quebrados. Algunos cuerpos se precipitan sobre la borda y caen como sacos de patatas en el agua o con un ruido sordo contra las rocas. Chad sólo podía mirar aquella carnicería, rezar y darle vueltas al porqué y al cómo. ¿Qué endemoniada maniobra había atraído el barco hacia allí?

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La respuesta quemaba entre sus dedos. Horrorizado, vio con sorpresa la antorcha que ardía en sus manos y las otras antorchas que salpicaban la cala. Por Dios y por el mismísimo demonio, lo había hecho él. Con sus propias manos. Asesinados por la mercancía.

Se despertó temblando, con el aire arañándole los pulmones. Sujetaba las sábanas

con fuerza y estaba bañado en sudor. Todo su cuerpo vibraba. Una punzada de dolor le nublaba la vista. Se presionó los ojos con las palmas abiertas e hizo un esfuerzo por dominar el terror que le había producido el sueño, por calmar los latidos de su enloquecido corazón y ver más allá de las espantosas imágenes que todavía tenía ante los ojos. Bajó las manos y se quedó quieto, atento. Buscó con la mirada entre las sombras de su habitación, pues sentía que alguien lo observaba...

¿Había sido sólo un sueño? ¿O un mensaje de la niña que se le había aparecido en Blackheath Moor? El corazón volvía a latirle a un ritmo normal. ¿Qué demonios era lo que había visto la noche anterior? Estaba cansado, extraviado, desorientado por la niebla. Quizá sólo había dado con la capilla, se había quedado dormido y había soñado el resto. Sí, su propia culpa era lo que le había producido aquellas pesadillas. Otra cosa no tendría sentido. Creer que de verdad había visto un fantasma era absurdo. La única cosa verdaderamente fascinante de la noche le había llegado bajo la forma de una encantadora —aunque bastante impulsiva— joven dama, la señorita St. Clair. La calidez de aquellas curvas suyas junto a su cuerpo, la fragancia de su pelo, sus atractivos rasgos y su adorable expresión cuando fijaba la mirada en él... Si cerraba los ojos, Chad podía recordarlo todo con claridad. Casi podía conjurarla. Sentirla. Saborearla. Deseaba haberla besado... aunque fuera sólo una vez... Al recordar su franqueza y la condenada inocencia con que se había aventurado por la llanura oscura y cubierta por la niebla, se estremeció. Él no tenía nada que hacer con una mujer como aquélla. Salió de la cama y se quitó la ropa de dormir. Se vistió y se calzó las botas, pero no se molestó en abrocharse la camisa. Más allá de las ventanas, tupidos nubarrones se cernían sobre el océano. Se podían ver brillar los relámpagos, seguidos de retumbantes truenos. Con piernas temblorosas, cruzó la habitación para abrir una ventana. El cálido aire de fuera llenó la habitación con una opresiva promesa de lluvia. Bajó la escalera de puntillas, como si fuera a molestar a... alguien. —No seas estúpido, Chadwell —se dijo en voz alta—. Si hubiera algo parecido a fantasmas, no cabe duda de que no podrías esconderte de ellos. Ni tampoco podía esconderse de quien fuera que lo hubiese convocado allí. «Vaya a Edgecombe y espere instrucciones». ¿Qué era lo que querían? Watling le había dicho que nadie deseaba matarlo, al menos no de momento. Pero ¿de qué podía servirles Chad a esas alturas, casi sin dinero y con la mayor parte de sus recursos confiscados por la corte?

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Una idea lo asaltó de repente. Había habido más detenciones además de la de Watling. Quizá los demás también estaban presos. El mensaje que lo obligaba a permanecer allí bien podía no ser más que la broma de un criminal condenado, una forma de atormentarlo por haber testificado en contra de ellos. Se estremeció al oír el eco de sus propias pisadas en las losas del vestíbulo. Fue entrando de habitación en habitación y abriendo las ventanas y los postigos, quitando las telas que cubrían los muebles. El movimiento de su propia sombra lo asustó. La casa estaba demasiado silenciosa, demasiado vacía. Cuando su padre murió, Chad cerró la mansión y despidió al personal a los que ayudó a buscar nuevo empleo. No había dinero suficiente ni tampoco motivo para seguir teniéndolos allí. Hacía poco, su abogado había conseguido que un mañoso hombre del pueblo fuera de vez en cuando a la casa para podar los jardines y evitar que ésta cayera en la ruina. Chad se detuvo junto a la chimenea del salón y fijó la vista en el escudo rojo y negro colgado allí desde que él tenía memoria. Cuando su padre compró Edgecombe, había un estoque con una empuñadura inusualmente pequeña cruzada sobre el escudo, como la mitad de una «x». Se suponía que el arma había pertenecido a Meg Keating y se decía que la que faltaba era la de su esposo. Cuando Jack Keating se hundió junto con su barco en la costa de Penhollow, su espada se habría hundido con él. Había sido una de las excentricidades de su padre no reemplazar jamás la espada que faltaba; prefería ver aquella forma asimétrica, como un recordatorio de la turbulenta historia de la mansión. Pero ahora en el escudo no había nada; el estoque de pequeña empuñadura que Chad recordaba tan bien de su niñez había desaparecido. ¿Habría quitado su padre el arma por alguna razón? Parecía muy poco probable. Eso dejaba una única posibilidad: ladrones. La ira se apoderó de él al pensar en unos delincuentes paseándose por la propiedad y, llevándose objetos de valor... Sin embargo, un rápido vistazo por la habitación revelaba que allí seguía la colección de cajas de rapé de oro y marfil de Franklin, un par de jarrones de porcelana china, el reloj de mesa de bronce. ¿Por qué llevarse sólo la espada y dejar el resto de los objetos? Para ver si faltaba algo más, decidió continuar con la inspección de la casa, pero se detuvo en la sala de juegos contigua. En la pared más alejada, una puerta cerrada lo desafiaba a girar el pomo de la misma y entrar; algo que no había sido capaz de hacer en los últimos dos años. La biblioteca; la estancia donde su padre había muerto. Cuando le llegó la noticia, Chad se precipitó a toda velocidad desde Londres, trastornado y horrorizado, presa del remordimiento y con la certeza de que ya era demasiado tarde para cualquier cosa. El recuerdo volvió a él. Las paredes negras, los muebles carbonizados, la sofocante amargura del hollín. Desde entonces, las reparaciones habían borrado las huellas del fuego que le había quitado la vida a Franklin Rutheford, pero no había cantidad de madera ni de pintura capaz de eliminar la angustia que aquella habitación le producía a Chad.

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Cruzó la sala de juegos y se detuvo ante la puerta, con el pomo de ésta en la mano. Se dijo que no era más que una habitación, que el espíritu de su padre no habitaba allí. Que la muerte de Franklin no había sido, en parte, culpa suya. Chad había recibido una carta de él sólo dos semanas antes de que muriera. Querido Chadwell: Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te vi. Ven a Edgecombe tan pronto como puedas. Saldremos de caza, jugaremos al ajedrez, comeremos lo que nos plazca cuando nos plazca y fumaremos en pipa sin parar. Te echo de menos, hijo. Tu padre En aquel momento Londres estaba en su punto álgido y además tenía a aquella actriz a la que Chad había perseguido durante semanas. La mera idea de abandonar todo aquello y exiliarse en aquel remoto lugar perdido en Cornualles... Le había contestado diciendo que le prometía estar allí a mediados de verano. En mayo, su padre había muerto. En otoño de aquel mismo año, tras descubrir que la fortuna que había heredado era demasiado exigua para poder mantener el estilo de vida que tanto le gustaba, Chad había hecho su trato con Watling y había sellado aquel endemoniado acuerdo. Si hubiera estado allí con su padre cuando éste murió... Sintió un regusto a bilis en la boca y se alejó de la puerta. No estaba preparado para enfrentarse a aquella habitación. Dios... todavía no. Medio cegado por los recuerdos, y por las malditas sombras que lo cubrían todo, se abrió paso hasta el vestíbulo. Sentía el aire en los pulmones, un fétido sabor en la lengua. La atmósfera misma de la casa lo aplastaba como un peso. Necesitaba salir de allí, escapar a la sofocante melancolía. Tras abrir las puertas de la terraza con un brusco movimiento que hizo temblar los cristales, salió fuera. El aire salado soplaba contra su cuerpo y le enfrió el sudor que le corría por los costados, debajo de la camisa. La perturbadora carga de la inminente tormenta se dejaba sentir. Experimentó vagas sensaciones, una urgencia creciente, un incierto terror. La ominosa certeza de que fuera lo que fuese lo que tuviera que descubrir allí, que enfrentar allí, debería hacerlo hasta el final. No habría escapatoria: no si deseaba recomponer aunque fuera una pizca de su honor. Podía quedarse sentado en aquella casa, mirando las sombras por encima del hombro, esperando a que algún desconocido enemigo lo atacara... O bien podía intentar descubrir quién lo había hecho ir allí y por qué... y asestar el primer golpe. Las

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misteriosas luces del puerto que decía haber visto la señorita St. Clair... ¿Podían tener alguna conexión? Bajó la pendiente del jardín con paso desesperado hasta encontrarse en el extremo oeste de la propiedad, desde donde contempló la espuma de las olas al romper contra las rocas, casi trescientos metros más abajo. —Anoche no estabas en tu habitación. Sophie se quedó helada al oír la acusadora voz de barítono de su tío. Acababa de salir de la habitación que compartía con Rachel y estaba bajando la escalera cuando el tío Barnaby, a un par de pasos, la interrumpió. Su pelo negro, una masa de enmarañadas ondas que le caían hacia los hombros, le enmarcaban la barbuda cara. Llevaba un sombrero. Por la humedad de los bajos del pantalón y la suciedad de la camisa, Sophie pudo ver que había pasado un buen rato en el campo. Mientras, ella había estado durmiendo, recuperando el sueño perdido a causa de su excursión nocturna. —¿Y bien, muchacha? ¿Dónde te habías metido que no estabas en tu cama? —Yo... ejem... sí. —Respiró hondo—. Después de lo que había visto, no podía volver a dormirme. O de lo que creía haber visto —agregó de inmediato, al ver un ominoso brillo en los ojos de su tío. Al parecer, él tampoco había vuelto a dormirse. De otro modo no podría saber que ella no estaba allí. ¿Qué podía decirle? Estaba fuera de cuestión explicarle que se había perdido mientras caminaba por Blackheath Moor y que había terminado montando a caballo con un desconocido y, peor aún, en camisón. —¿Y? —insistió el hombre con lo que pareció un ladrido. —Y... entonces... fui hasta la playa. —Una verdad a medias al fin y al cabo. Realmente había acabado yendo hasta allí, sólo para darse cuenta de que había cometido un error—. Necesitaba asegurarme de que no era más que una mala pasada que me habían jugado los ojos, tal como tú y tía Louisa dijisteis, y no el trágico accidente que yo me temía. Con la mandíbula tensa, su tío se acercó más a ella. —¿Y qué viste? Sophie podía sentir los latidos de su corazón contra el corsé. Comenzó a negar con la cabeza, más por temor que por no querer dar una respuesta. ¿Por qué su tío tenía aquel aspecto amenazador y enfadado, casi... aterrorizado? Parecía un perro acorralado que ataca por puro miedo, como si todo fuera una posible amenaza. —No... no vi nada, tío Barnaby. Nada de nada. El agua estaba oscura, las luces del puerto estaban donde debían estar. Yo... debí de soñarlo. Él se irguió sin dejar de mirarla con desconfianza. —¿Por qué tardaste tanto en regresar? ¿Cómo sabía el tiempo que había tardado? ¿La habría esperado despierto? ¿La habría oído entrar? No podía evitar preguntarse qué había hecho él mientras tanto.

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—Me quedé dormida —contestó ella—. No sé cuánto rato. —¿En la arena? —Sí, en la arena. En cuanto me desperté, vine hacia aquí. No me di cuenta de que tú también estabas despierto. —Intentó esbozar una sonrisa—. De haberlo sabido, me hubiera ofrecido a prepararte un té. El hombre no respondió. Seguía mirándola con una preocupada cautela y con los ojos medio cerrados por los pesados párpados. Sophie no sabía dónde meterse. Los pasos y la voz de la tía Louisa en la escalera le proporcionaron un gran alivio. —¿Sophie? ¿Ya estás levantada, querida? La cofia de algodón de la mujer apareció primero, inclinándose mientras subía. Luego su cara se hizo visible entre los huecos del pasamanos y se detuvo de golpe. —Barnaby, ¿qué haces de vuelta en casa? Creía que Dominic y tú estarías llevando las ovejas hacia la pradera del sur. —Así es. —Hizo mucho ruido con las botas sobre el suelo de madera al dirigirse a la escalera, desde donde se volvió para hablar con su esposa—. Dile a tu sobrina que aquí no es seguro andar paseando por la noche, sin importar lo que crea haber visto por la ventana... O puede salir lastimada. La tía Louisa y él intercambiaron sombrías miradas. Cuando su marido se fue, la mujer volvió a mirar a Sophie. —Dios santo, Sophie, realmente no es seguro. ¿Saliste anoche? Nunca más debes hacer algo así. —Subió los escalones que le faltaban, se cogió a la barandilla y miró a su sobrina con alarma, y, casi sin aire, añadió—: Prométemelo, Sophie. Prométeme que no volverás a comportarte de manera tan imprudente. Ella se lo prometió, pero la urgencia que había en las palabras de su tía, junto con la severa advertencia del tío Barnaby, le produjeron una gran curiosidad y se preguntó si no encontraría abundantes razones para romper aquella promesa... y pronto.

El convulso viento soplaba por encima del agua, agitándole a Chad el pelo e

hinchándole la camisa como una vela. Con los ojos entrecerrados ante las fuertes ráfagas, intentaba mirar la línea de la costa más allá de los límites de Edgecombe.

¿Qué significaba la afirmación de la señorita St. Clair de que las luces del puerto no estaban en el lugar correcto? Era evidente que ningún barco había chocado contra aquellas rocas la noche anterior. Pero ¿era posible que alguna nave se hubiera acercado, hubiera descargado mercancía ilícita y partido sin ser descubierta? ¿Dónde estaría ahora ese cargamento? ¿Habrían usado su propiedad a pesar de su negativa a permitir semejante insulto a la memoria de su padre? De niño, Chad había recorrido los sótanos y jardines de la casa en busca del legendario túnel que se creía que los piratas habían utilizado siglos atrás. Para su decepción infantil, no había encontrado nada. Desde su atalaya, de privilegiada visión, le parecía que no había ningún sitio donde las aguas estuviesen lo suficientemente calmadas como para permitir que un barco pudiera anclar con seguridad, a excepción del puerto de Penhollow. Quizá desde

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el nivel del mar pudiese descubrir alguna otra cosa. Se inclinó un poco y miró las agitadas olas. Allá abajo, a trescientos metros o más, al final del resbaladizo acantilado había estrechos salientes y afilados riscos. La perspectiva le alteró los sentidos y le nubló la vista. Se mareó un poco, como desorientado... —¿Lord Wycliffe? Con un sofocado grito de alarma, se volvió de golpe, se tambaleó precariamente y se debatió para recuperar el equilibrio.

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CAPÍTULO 4

—¿Señorita St. Clair? Dios santo, ¡no debería sobresaltar así a un hombre! —Lo-lo siento. No quería asustarlo. —¿Asustarme? Casi hace que me caiga por el precipicio. ¿Qué demonios está haciendo aquí? Y, si no le importa, ya puede soltarme. Con el corazón en la boca, Sophie se había abalanzado sobre él cuando parecía que se iba a caer por el acantilado y ahora le apretaba el brazo con ambas manos. —Oh, sí, lo siento. Pero quizá no debería estar tan cerca del borde. En los ojos del conde podía verse la vejación que sentía. Los músculos de su antebrazo se tensaron bajo sus manos. Ella aflojó la presión y dio un paso atrás. —He... venido a agradecerle lo de anoche y a... disculparme. Y... —Su voz se fue apagando, insegura de cómo seguir. —¿Y qué, señorita St. Clair? Su tono de su voz la sorprendió y al ver el enfado reflejado en las hermosas facciones del hombre, deseó haber ignorado el impulso que la había llevado hasta allí aquella mañana. Tan sombrío como la tormenta que se formaba tras él, el conde permanecía en actitud de espera, con los brazos cruzados, una ceja arqueada y una mirada llena de impaciencia. De día, era incluso más impresionante de lo que le había parecido de noche; alto y fuerte, de nariz recta, y pómulos y mandíbula marcados en su atractivo rostro. Tenía los ojos del color del brandy añejo y el pelo rubio, ahora agitado por el viento... ¡Cielo santo!... Llevaba la camisa abierta... Sophie apartó la mirada, pero no sin antes ver un musculoso torso cubierto de vello dorado. —¿Y bien, señorita St. Clair? —Se cerró la camisa y comenzó a abrocharse los botones. Ella se sonrojó e intentó concentrarse. —Le he traído magdalenas.

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—¿Cómo dice? —Magdalenas. Mi tía las ha preparado esta mañana. Ha hecho muchas. Para la taberna. A veces los provee de ellas. No he creído que le importara que me llevara algunas, así que las he cogido del horno y, bueno... aquí están. Dios santo, estaba farfullando como una idiota. Se volvió y retrocedió un par de metros para buscar la cesta que había dejado con prisa al ver que él estaba a punto de caerse. —Son de melaza. —Le tendió la cesta con una dubitativa sonrisa. El viento amenazaba con arrancarle el sombrero de la cabeza. Se lo sostuvo por el ala con la mano libre y levantó la cesta un par de centímetros más—. Son bastante buenas, de hecho. Con el cejo fruncido, el conde se acercó para cogerlas y miró la tela con que las había cubierto y el ramito de brezo silvestre que había puesto encima. Al no verlo sonreír y que su expresión no revelaba más que perplejidad, Sophie pensó que la idea de aquel regalo había sido una tontería. ¿Magdalenas? Deseó no haber añadido aquel detalle del brezo encima. ¿En qué estaba pensando para presentarse allí sin anunciarse, sin compañía y sin invitación? Había considerado la posibilidad de pedirle a su prima Rachel que fuera con ella, pero eso habría significado tener que dar explicaciones sobre su incursión por el campo la noche anterior. Ya era suficientemente malo que los Gordon creyeran que había estado deambulando sola por la playa y que se había quedado dormida. Si encima supieran la verdad... Incluso antes de entonces, Sophie ya había sentido una extraña incomodidad cuando estaba con ellos. Sus conversaciones se interrumpían de repente cuando ella entraba en una habitación; el constante cejo fruncido del tío Barnaby y de Dominic sin motivo aparente; las recomendaciones de que evitara lugares como Edgecombe; advertencias que, hasta el momento, parecían basarse más en un vago recelo acerca de maldiciones y fantasmas que en una evidencia concreta o racional de que la casa pudiera representar un verdadero peligro. El tío Barnaby había querido saber qué había visto desde la playa y pareció aliviado al decirle ella que nada porque se había quedado dormida. Y ver que estaba dispuesta a admitir que el cambio de situación de las luces de la costa seguramente no había sido más que producto de su imaginación. Había más que descubrir en todo aquello; estaba segura. Deseando que el conde dijera algo, lo que fuera, comentó: —Espero que le gusten las magdalenas, lord Wycliffe. Él fijó en ella su inescrutable mirada y contestó: —Así es. Gracias, señorita St. Clair. —Volvió a arquear una ceja—. Entonces sabe quién soy. ¿Es posible que nos hayamos conocido con anterioridad y que yo haya tenido la poca delicadeza de olvidarlo?

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—No, al menos no de manera formal, pero he estado leyendo un poco acerca de Edgecombe. Cuando anoche usted me dijo su nombre de pila, no fue difícil hacer la asociación. Hace mucho tiempo que estoy interesada en este lugar. En su historia, en sus anteriores dueños... Las vicisitudes de los Keating son fascinantes. Me he preguntado si su familia descendía de algún modo de ellos o si habrían comprado Edgecombe después. —No tenemos ningún vínculo con los Keating. —Lo vio tensar la mandíbula. ¿Habría dicho algo inconveniente?—. Mi padre compró la propiedad cuando yo era niño. —Ya veo. —Deseó que la tensión de sus rasgos desapareciera, deseó ver algo de la ternura que le había demostrado en la capilla. ¿Habría soñado esa faceta de él? La firmeza de sus brazos a su alrededor, el calor de su cuerpo contra el suyo... todo eso había sido sólido, real. Sophie no había imaginado todas esas cosas, pero no detectaba ni un ápice de amabilidad en aquel hombre en ese momento. —¿Hay algo que pueda hacer por usted, señorita St. Clair? Una clara despedida. «Vete a casa», le aconsejó una vocecita interior. Pero ¿qué la esperaba allí, entre parientes que parecían tener cosas que ocultar? —Yo... me preguntaba, milord, si sería posible visitar la casa alguna vez. Hoy no, por supuesto. Lo he cogido por sorpresa y no quiero causarle más molestias. ¿Quizá si regresara con mi prima, la señorita Gordon? Él entrecerró los ojos y la miró. —Puede usted ver la casa ahora, si lo desea. Si realmente le importa, quiero decir. Y quizá también se digne decirme cuál es la verdadera razón por la que ha venido. Sophie fue presa de la agitación. —No entiendo qué quiere decir. Por supuesto que yo... —Señorita St. Clair, usted no ha venido solamente a traerme magdalenas, aunque aprecio el gesto. Ni tampoco está aquí para disfrutar de las vistas. Usted quiere algo, y creo tener una ligera idea de qué es. Ahora mismo, le diré que la respuesta es no. —Lord Wycliffe, ¿cómo puede saber por qué he venido? En realidad, Chad no quería saberlo. Simplemente quería que se fuera. O, al menos, que no lo mirara con tanta ingenuidad con aquellos ojos que no eran simplemente grises —ni oscuros y sombríos como las nubes de tormenta que pendían sobre Edgecombe, sino más bien profundos y vívidos como las nubes cuando el sol brillaba detrás de ellas. Maldita muchacha. ¿Por qué no había tenido el buen tino de mantenerse alejada? —No me gustan los juegos, señorita St. Clair. Así que dígame a qué ha venido. —Oh... sí, muy bien. Por favor, milord, necesito su ayuda. «Cielos, no». Ella no debía «necesitarlo». No debía pensar que podía recurrir a él para nada. No era fiable ni leal. No era alguien en quien una joven dama pudiera depositar su confianza. ¿Era posible que no lo viera?

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Supuso que sí. No tenía cicatrices distintivas, ninguna marca que pusiera de relieve que era un delincuente, ningún signo externo que revelara el estado de sus finanzas ni que el mundo estaba estrechándose lentamente a su alrededor. Aquella muchacha sólo veía al noble, un par del reino, un hombre que se suponía de una educación exquisita y con buenas intenciones. Levantó la barbilla y adoptó su expresión más severa. —Entonces, admite usted, señorita St. Clair, que hay un motivo más allá de las magdalenas. —Sí. ¡No! —Suspiró y luego, con más suavidad e intentando recuperar la confianza, añadió—: Sí. —Sería bueno que se aclarara. Echó a andar hacia la casa, rozándola al pasar, pero sin dedicarle siquiera una mirada. Estaba seguro de que lo seguiría y de que en algún momento —próximo—, la explicación llegaría. —Lord Wycliffe, por favor. —Sus faldas se le agitaron en su afán por darle alcance—. Sé que anoche no vimos indicios de un naufragio, pero sé bien lo que vi. No estaba soñando. Él sí que deseaba haberlo soñado todo. Deseó que su presencia allí en aquel momento no fuera más que un dulce sueño, y que le quedaran todavía algunas horas de tregua antes de despertarse y tenerse que enfrentar a la incierta realidad de su vida. —Lord Wycliffe... —La creo —dijo por encima del hombro—. Y, tal como le dije anoche, no vuelva sobre el tema. Ella lo cogió por el antebrazo, que él había dejado expuesto al arremangarse la camisa hasta el codo. De repente, la calidez y la increíble suavidad de aquellos dedos sobre su piel lo sobresaltó. El sueño se volvía sensual, alarmante. Peligroso. Se volvió y la miró a los ojos. La alejaría con su insensibilidad, si era necesario. Antes de que pudiera hablar, ella apartó la mano y dijo: —Hay más. Anoche, mis tíos no dieron importancia a mi alarma. Hoy, al saber que estuve fuera de la casa, esa indiferencia se ha transformado en enfado. Y en miedo, también, me parece. —¿Sus tíos saben que salió de la casa? ¿Y qué explicación les ha dado? —A usted no lo he mencionado. Les he dicho que fui hasta la playa para asegurarme de que todo estaba bien. Lo que me lleva a lo que deseo comentarle. Mi tío me ha preguntado si vi algo. Como si temiera que así fuera. Y como si tuviera algo que esconder. A Chad se le aceleró el pulso. ¿Podía ser que acabara de darle la primera pista para aclarar el misterio que lo había llevado a Edgecombe? ¿Era posible que la familia de ella estuviera involucrada, que formaran parte del mismo grupo de contrabandistas al que él había ayudado?

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Pero no, eso sería demasiado fácil. Sería absurdo pensar que iba a encontrar las respuestas que buscaba tras una sola noche en Penhollow. —Quizá sólo haya imaginado usted el enfado y el temor —sugirió—. Tal vez sólo se trataba de preocupación por su seguridad. —Antes de que ella pudiera decir nada, añadió—: Todavía no me ha dicho qué quiere de mí. —Anoche usted fue la única persona dispuesta a escucharme. Sé que luego dudó de mí, pero... —En realidad, creo que es posible que anoche ocurriera algo extraño. —Se encogió de hombros, se volvió y echó a andar de nuevo—. He venido hasta aquí esta mañana para escrutar la línea de la costa, por si anoche se nos había escapado algo. Juntos, recorrieron el puente, con ella aligerando el paso para poder seguirle el ritmo. Finalmente se colocó a su altura, envolviéndolo en una fragancia floral que le embargó los sentidos. —¿Y qué ha descubierto? —Nada. —Oh. Pero eso no significa que no haya algo que descubrir. Quizá, al nivel del mar... —Yo he pensado lo mismo —admitió Chad y luego se maldijo en silencio por darle ánimos. —Quizá si fuéramos en bote... —Si yo fuera en bote, señorita St. Clair. —Llegaron a los escalones de la terraza y él se detuvo, enfadado consigo mismo por no haber zanjado la conversación antes de meterle peligrosas ideas en la cabeza—. A la primera oportunidad que tenga, alquilaré una embarcación y veré si puedo descubrir lo que esta costa esconde, si es que esconde algo. Usted, señorita St. Clair, se quedará en tierra firme, que es donde tiene que estar. Ella caminó a su alrededor. —Yo soy la que descubrió el incidente. —Eso no cambia nada. No con el mar tan traicionero que tenemos por aquí. —No me da miedo un poco de agua, milord. —Quizá debería dárselo. Quizá debería tener miedo de muchísimas más cosas. «Como ir sola a la casa de un hombre al que no conoce, tan condenadamente inconsciente del efecto que tiene sobre él». Si supiera qué pensamientos, qué urgencias, le despertaba su proximidad, cuán fieramente tenía que luchar contra el impulso de estrecharla entre sus brazos y besarla. Anhelaba encontrar alivio a la agobiante oscuridad en que se había convertido su vida en la dulzura y suavidad de su tentadora piel... En su inocencia y la obstinación, en la imprudente ingenuidad que la había llevado hasta allí. Se apartó el pelo de los ojos. —¿Por qué le importa tanto este asunto? Anoche dijo que sólo está aquí de visita. ¿Por qué involucrarse con cosas que no tienen nada que ver con usted? ¡Maldita sea,

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señorita St. Clair! ¿Quién es usted para investigar los secretos, si es que hay alguno, de un pueblo sin importancia en medio de la nada? —Milord, con el tiempo, he aprendido que nada es intrascendente. No si tiene que ver con la vida y el bienestar de personas inocentes. —¿Y qué hay de su vida? ¿De su bienestar? —Sé cuidar de mí misma. —Entonces, ¿por qué me necesita? La pregunta pareció ponerla nerviosa, pero ese pequeño triunfo se desvaneció cuando Chad se dio cuenta de que era él quien contenía la respiración y deseaba que aquella joven pudiera poseer alguna verdad redentora que lo liberase de su lucha. —Yo no puedo estar en todas partes al mismo tiempo —contestó ella—. Y, dadas mis circunstancias, tampoco puedo moverme libremente por el pueblo, como usted. Le estoy pidiendo ayuda para que sea mi segundo par de ojos y de oídos, milord. No hay nadie más a quien pueda recurrir. Y usted parece un hombre razonable. —Ajá. Desea utilizarme. —Sí. No. —Suspiró y frunció el cejo—. Quiero decir... —Otra vez, gracias por su claridad. —Subió los escalones de la terraza de dos en dos. Ella salió disparada tras él y se detuvo cuando él lo hizo. Estaba sin aire y tenía las mejillas sonrosadas. Chad se preguntó dónde terminaría aquella persecución. ¿Allí? ¿En la casa? Se había ofrecido a mostrársela, pero en ese momento se daba cuenta de que podía ser una mala idea. ¿Cómo podía confiar en sí mismo cuando lo miraba de aquella manera, franca y tan... tentadora? Necesitaba que se fuera. No sólo por el modo en que alteraba sus sentidos, sino porque en algún momento pensó también en los peligrosos hombres que iban tras él. —¿Me ayudará? —preguntó ella. —Señorita St. Clair, usted sólo está empecinada. Yo... Espere un momento. —De repente, se dio cuenta de una cosa. Su manera de ser tan tenaz, tan inquisitiva, tan impulsiva... sólo podía tener una explicación. Dejó la cesta con las magdalenas sobre el muro bajo que rodeaba la terraza—. ¿St. Clair... como la familia dueña del Beacon? ¿Es usted la nieta de Cornelius St. Clair? ¿Es Sophie St. Clair? Una ola escarlata cubrió el rostro de la joven, que separó los labios, los cerró y luego volvió a separarlos con un temblor que a Chad le hizo desear besarla en aquel mismo instante. Pero al cabo de un momento, la mortificación de las facciones de la muchacha desapareció, mostrando una estoica y orgullosa resolución. —Sí.

Sophie experimentó una incómoda sensación y se sintió otra vez expuesta frente

al conde, con la capa abierta mostrando el camisón que llevaba debajo.

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Perdida en uno de los rincones más remotos de Cornualles... y ni así podía escapar al escándalo. Chadwell Rutheford debía de haber oído los rumores en Londres... Y ¿quién no? —Esto explica bastante las cosas —comentó él, esbozando algo que por primera vez se parecía a una sonrisa. Ese gesto hizo que Sophie deseara darse la vuelta e irse. Pero ¿qué ganaría con eso? Su familia la había enviado allí con la esperanza de acallar los rumores, pero su arruinada reputación la había seguido. El conde debía de pensar que era una cualquiera y una desvergonzada; creería que se había ido acercando a Edgecombe en busca de una lujuriosa cita romántica. Pese a la sensación de rigidez que la embargaba, se obligó a hablar. —Le aseguro que sea lo que sea lo que haya oído sobre mí, no tiene nada que ver con la verdad. Él se cruzó de brazos. —Entonces, ¿cuál es la verdad? —No me creería. —Nadie lo había hecho, ni siquiera la gente que decía amarla más que nadie. —Algo sé respecto a los rumores, señorita St. Clair. Sé cómo crecen, se extienden y adquieren vida propia. ¿Estaba otorgándole el beneficio de la duda? ¿Era posible que alguien, finalmente, diera crédito a su versión de lo que había pasado aquella deplorable noche? No se atrevía a mirarlo a los ojos, no fuera a ser que la compasión que creía haber detectado fuera tan pasajera como le había sido la confianza de su familia. Se dio la vuelta y se alejó de él un par de pasos. Sintiéndose acorralada, arrinconada como lo había estado aquella noche, se desató las cintas de su sombrero de seda y paja y se lo quitó. —Fue la noche del baile anual de caridad de los Winthrop. Mi abuelo me había permitido cubrir el evento para el Beacon. Mi tarea consistía en sentarme tranquilamente en un rincón y tomar notas sobre quién asistía, qué ropa llevaba, la cuantía de las donaciones... ese tipo de cosas. Pero yo fui allí con otras intenciones. — Sopló el viento despeinándola, y refrescándole la cara, ardiendo por los abrasadores recuerdos—. Tenía una información de que en la Sociedad de Beneficencia de Winthrop había malos manejos. —¿Qué tipo de malos manejos? —Apropiación de fondos. —Echó un vistazo por encima del hombro—. Por parte de los propios Winthrop. Durante años, habían estado robando a los niños huérfanos, a las viudas y a los hombres heridos en las guerras napoleónicas. Sophie lo oyó acercarse con suaves pasos. —¿Cómo explica esa sospecha que usted terminara en la habitación de sir Henry Winthrop? —La pregunta, formulada en tono quedo, era casi una acusación sin llegar a serlo. Su aliento le rozó la nuca y la hizo estremecer—. Con sir Henry.

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—Mi información, que venía de una de sus sirvientas, era que encontraría pruebas en el escritorio del salón privado de lady Gertrude. Cuando los invitados comenzaron a cenar, yo me escabullí escaleras arriba para buscar. Pero la casa es un verdadero laberinto, y... —Entiendo. —¿Realmente entendería? ¿O eso era lo que diría cualquiera cuando no había nada que decir sobre una situación tan espantosa?—. ¿Y el beso? Sophie se dio la vuelta con un reproche quemándole los labios. Así que los sórdidos detalles también habían trascendido... Se debían de comentar en los salones, las tiendas, los clubes privados de caballeros... Habrían sido la comidilla en White’s. Pero al mirarlo a la cara —aquellos rasgos marcados y sus ojos color coñac— no encontró ni pizca de censura. Sólo vio que tenía la oportunidad de explicar la verdad y que, después de tanto tiempo, alguien estaba dispuesto a escucharla. Le dieron ganas de besarlo sólo por eso. Pero en lugar de hacerlo, dijo: —Cuando me di cuenta de que había entrado en la habitación equivocada, decidí rebuscar un poco por allí. Pero a sir Henry se le había caído un poco de salsa en el pañuelo de cuello y subió a cambiárselo. ¡Oh! Se puso furioso al encontrarme hurgando en sus cosas. Me cogió por los hombros y me sacó a empellones de la habitación, diciendo que iba a llamar a las autoridades de inmediato. En ese momento, varios invitados asomaron por la escalera y, antes de que me diera cuenta... Se le secó la boca al recordar la humillación que había sentido en ese momento. —Me cogió entre sus brazos y me dio una farsa de beso por la fuerza. Detrás de mí, pude oír los ahogados gritos de los curiosos. Fue horrible. Luego me soltó y dijo: «Siento ahora que no tengamos más tiempo, amor. La semana que viene, quizá», e hizo como si ver a toda aquella gente lo sorprendiera y avergonzara. —Maldito sea ese hijo de perra. —La voz del conde estaba teñida por la emoción contenida y a ambos lados de la nariz se le formaron unas tensas arrugas—. Es evidente que sabía lo que buscaba. Poniendo en entredicho su reputación, podía desacreditar con éxito cualquier acusación que hiciera contra él. Quería hacerla quedar como su amante. Por lo que respecta a su matrimonio, todo el mundo sabe que lady Winthrop hace la vista gorda ante los escarceos de su esposo. Está demasiado ocupada con sus propios asuntos. —Cerró los puños con fuerza y luego volvió a abrirlos. —Usted me cree. —No era una pregunta, ni siquiera una afirmación, sino una palpable expresión de alivio. Sophie cerró los ojos para saborear la sensación. Los abrió al notar los dedos de él en la barbilla. El conde la miraba a los ojos con una intensidad que la puso nerviosa e hizo que se preguntara, igual que la noche anterior, si se inclinaría y la besaría. Le acarició el labio inferior con el pulgar, haciéndola arder, temblar. Una miríada de emociones se apoderó de ella, que se quedó inmóvil, plenamente consciente de un deseo... que nunca antes había sentido. Deseo de algo que nunca antes había deseado. Un trueno retumbó en el cielo y el sonido reverberó en su interior, dejándola inquieta. Entonces, él apartó la mano y se irguió cuan alto era. Parecía una torre, inalcanzable y distante.

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—Lo que yo creo, señorita St. Clair, es que no hay una buena razón para que esté en Cornualles y que debería ponerse en contacto con su familia y pedirles que la lleven de regreso a casa. —No lo permitirán. Todavía no. —¿Les ha hablado usted de sus sospechas acerca de Penhollow? Sophie suspiró. —Mi familia jamás me creería. Pensarían que no es más que una artimaña para regresar a Londres. A menos, por supuesto, que encontrara alguna prueba. No pudo evitar sonar ilusionada ni no mirarlo con esperanza. Pero sus hermosas facciones se habían cerrado para ella una vez más, tanto como lo habían estado las ventanas de aquella mansión. El sonido de un nuevo trueno hizo que mirara hacia el mar. —Creo que es momento de que la acompañe a casa, si me permite un momento para ponerme una camisa adecuada y un abrigo. —No hace falta. He cometido un error al venir aquí. Después de lo que ocurrió anoche, creía que usted era la clase de hombre dispuesto a dedicar parte de su tiempo a garantizar el bienestar de otros. Pero veo que mi primera impresión era la correcta. — El día en que fue allí por primera vez, él ni siquiera la saludó; se limitó a apartarse de la ventana, como si no la hubiera visto. Después de todo, era un desconocido. En realidad, Sophie no tenía por qué sentir una decepción tan grande, aunque el sentimiento parecía pesarle sobre los hombros. —Buenos días, lord Wycliffe. No se preocupe, no volveré a entrar a su propiedad.

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CAPÍTULO 5

Al ver a la señorita Sophie St. Clair bajar los escalones e irse, Chad se sintió como un canalla. Dio un paso con intención de disculparse por su abominable comportamiento y preguntarle qué quería decir con lo de «primera impresión», pero rápidamente llegó a la conclusión de que era mejor dejar que se fuera. Más seguro. Para ella. Para él. Si la dejaba entrar en su vida y algo le ocurría... Una pregunta lo torturaba: ¿cuántas víctimas inocentes habría causado su participación en el contrabando? Se prometió a sí mismo que Sophie St. Clair no sería una de ellas, aunque tuviera que amenazarla para mantenerla lejos. Sólo deseaba no tener que llegar a tanto. Su cesta permanecía sobre el muro de la terraza: una sencilla y muda señal que lo acusaba. La tela colocada con cuidado... el ramito de brezo... Si Henry Winthrop hubiera estado allí en ese momento, Chad no estaba seguro de que no le hubiese rodeado el cuello con las manos y lo hubiese estrangulado. Entonces, otro pensamiento lo asaltó. Sir Henry podía ser un estafador y un villano, pero ¿qué pensaría la señorita St. Clair de él mismo si supiera los delitos que había cometido? Con cuidado, quitó el brezo, levantó la tela y sacó una de las magdalenas, todavía tibias, de la cesta. Al percibir el dulce aroma, su estómago gruñó. Mordió el dulce y, de inmediato, escupió en la hierba que había más allá de la terraza un empalagoso trozo de masa a medio cocer. A pesar de todo, esbozó una sonrisa. Sophie debería haber preguntado a su tía antes de saquear el horno. Una hora más tarde, los techos de pizarra y paja de Penhollow aparecieron ante su vista. Al pasar con Prince por el camino del pueblo, había visto un pequeño grupo de gente en el rincón más alejado del patio de la iglesia, a la sombra del santuario. Un montón de tierra reciente se elevaba junto a una tumba abierta. Un ataúd de pino esperaba sepultura. El suave murmullo de la oración del sacerdote le llegaba con la brisa. Era extraño; Chad no oía lamentos, ni veía llorar a nadie. Miró por encima del hombro mientras

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pasaba por allí. Cayeron un par de gotas de lluvia aisladas y el clérigo cerró su libro de oraciones. En silencio, el sombrío grupo se dispersó. De la vez anterior que había ido por allí, recordó que Penhollow no era un gran centro mercantil, ni siquiera tenía tiendas. En los pueblos rurales, la mayor parte del comercio dependía aún de los días de mercado, semanal o mensual, cuando los vendedores ambulantes montaban sus puestos para ofrecer mercancías que los habitantes no podían conseguir de otro modo. Pero él necesitaba provisiones de inmediato y se dirigió al único lugar donde era probable que las encontrara: la taberna del pueblo. Delante de una construcción de dos plantas, de piedra y madera, oscilaba un cartel erosionado por la lluvia y el viento. Una desconchada pintura representaba una gaviota volando sobre un cielo de oscuras nubes y reproducía la vista más allá del cercano puerto. Dejó a Prince al cuidado del mozo de cuadra y entró en la oscura y fría taberna. El murmullo de las conversaciones se elevaba como un zumbido bajo el techo de vigas. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra y pudo ver a un puñado de hombres de ruda apariencia inclinados sobre largas mesas de madera. El sesgado brillo de las lámparas de aceite destacaba los agudos rasgos de sus caras y su piel curtida. Las mangas de las camisas de algodón, remangadas hasta los codos, dejaban ver robustos antebrazos, tras años de recoger redes de pesca e izar velas. Nadie lo miró cuando la puerta se cerró tras él. Caminó entre las mesas, dirigiéndose a la barra. Un hombre sentado cerca levantó la vista y, al verlo, la jarra que tenía a pocos centímetros de la boca se le quedó inmóvil. Casi inmediatamente, la conversación general se interrumpió y se hizo un silencio absoluto. Chad, incómodo, se quedó quieto y se comenzaron a oír sordas exclamaciones. —Por todos los cielos... —No puede ser... —Que los santos nos protejan. —¡Wycliffe! Los parroquianos se pusieron en pie, haciendo chirriar las sillas. Todos menos uno, que miraba en silencio desde un rincón; su calculadora expresión contrastaba enormemente con el desconcierto generalizado. Chad intercambió una inquisitiva mirada con él, pero de inmediato se encontró rodeado por el grupo que se cerraba a su alrededor. ¿Quiénes eran aquellos hombres y por qué demonios estaban tan pasmados por su llegada? ¿Era posible que supieran de su culpa? O... ¿tal vez quien le había ordenado ir a Penhollow estuviera entre ellos? —Soy lord Wycliffe —dijo, medio como explicación, medio como desafío. Si su desconocido adversario estaba allí, Chad quería enfrentarse con él de inmediato, allí y en aquel momento, y terminar con todo aquello. Una silueta inmensa llenó el marco de una puerta interior: era un hombre grande como un oso y con una cabeza calva, lisa como un huevo. Llevaba una bandeja llena de

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jarras de cerveza y, mientras iba hacia la barra, recorrió la tensa multitud con la mirada. En el momento en que vio a Chad, la bandeja casi se le cayó de las manos. —¡Jesús! Él esperó que pasara algo, que alguien se le acercara y le clavara una daga entre las costillas o que le disparara en el vientre. Una señal para él, que esperaba que una mirada o una mano en movimiento le anunciara que sus días en la Tierra estaban contados por haber denunciado a sus cómplices del contrabando. Pero nadie se movió. Nada cambió. Entre las miradas de todos y el inquietante silencio, dio un paso hacia un costado de los hombres que le cerraban el paso y se acercó a la barra. —¿Es usted el propietario? —Jesús —repitió el tabernero, pasándose una mano por la calva cabeza—. Es usted su viva imagen. Entonces comprendió. —Se refiere usted a mi padre. —Sí. —La palabra no fue más que un sonido apenas audible. La puerta se abrió y la débil luz de lo que quedaba de día proyectó la sombra de Chad contra el suelo. —¿Qué demonios es lo que os tiene a todos tan condenadamente silenciosos? — Todas las cabezas se volvieron hacia aquella voz femenina—. Os lo advierto, caballeros, más vale que hoy no haya peleas en mi taberna. La puerta se cerró y el lugar volvió a quedar en penumbra. Desde todas partes, había dedos señalando a Chad. —Es él, Kel. —Ha vuelto. —Ha regresado de la tumba, eso es. El hombre que estaba tras la barra soltó un breve y agudo silbido entre dientes y todos se callaron. Luego, uno por uno desaparecieron en las sombras cuando volvieron a sentarse. La mujer se recogió la falda, dejando ver el brillo de un pesado par de botas negras, se acercó y se detuvo de repente, abriendo los ojos como platos. —¡Dios mío! Sois idénticos. —Se recuperó de la sorpresa y le tendió la mano como lo hubiera hecho un hombre—. Soy Kellyn Quincy. Bienvenido a La Gaviota Pendenciera, lord Wycliffe. Él dudó, desconcertado por la forma en que le ofrecía la mano, como si allí, su título no tuviera ninguna importancia. La mujer arqueó una ceja mientras lo evaluaba con la mirada y le sonreía con sinceridad. Él le dio la mano. —Señorita Quincy.

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—Señora Quincy. Soy viuda. —Ella se la estrechó decidida. —Lo siento... —Ya han pasado muchos años. —Desechó sus condolencias con un gesto de la mano. —Entiendo que usted es la propietaria, señora Quincy. —Lo soy. Llámeme Kellyn. Y siéntese, por favor. —Se apartó el pelo, largo y suelto, de un castaño rojizo tan intenso que rivalizaba con la luz de las lámparas, y le hizo un gesto hacia la mesa más cercana—. Reese —dijo, con la seguridad de quien está acostumbrado a dar órdenes—, una botella de brandy. Del mejor que tengamos. Chad estaba a punto de decir que aquella mesa estaba ocupada, cuando los clientes allí sentados casi tropezaron entre sí en su prisa por levantarse. —Impresionante —no pudo evitar comentar él. Ella encogió los hombros semidesnudos. —Ser la única fuente de buena cerveza y comida decente en muchos kilómetros a la redonda ayuda. ¿Era sólo la comida lo que había hecho que se desvivieran por obedecer? ¿O todavía tenían miedo de que Chad fuera, en realidad, el fantasma de su padre que había regresado como una maldición? Pero, más probablemente, aquella docilidad provenía de una admiración ciega hacia una mujer cuyo descaro le otorgaba un atractivo encanto. Chad no podía negarlo. En circunstancias normales, hubiera considerado a Kellyn Quincy como un agradable desafío, y no sólo por sus atributos físicos. No había necesitado más de unos segundos para reconocer en ella un sólido temple y un espíritu apasionado. En otra época, Chad habría intentado seducirla por el puro placer de hacerlo. Pero en aquellos momentos, Sophie era en la única mujer en la que pensaba. Comparó mentalmente a las dos mujeres y descubrió que prefería con mucho los ojos grises antes que los azules, el cabello castaño antes que el llamativo rojo y una figura esbelta y menuda a aquella otra llena de curvas, que podía intuirse bajo el escote del corpiño. Sin embargo, de momento intentó olvidar a Sophie, y también los remordimientos y el miedo que sentía por ella. Mientras estuviera fuera de su vida, estaría a salvo. Del otro lado de la mesa, Kellyn, con la barbilla apoyada en una mano, lo estudiaba descaradamente. —Eres la viva imagen de tu padre, tal como debió de ser hace veinte años, más o menos. —¿Lo conocías bien? —En cierto modo, sí. —Sonrió al recordar—. Vine a Penhollow y compré La Gaviota hace sólo tres años, pero tu padre era un cliente habitual. Uno al que no le importaba sentarse con granjeros y pescadores.

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Reese, el encargado de la barra, dejó dos jarras de peltre y una botella sobre la mesa. Echó una recelosa mirada a Chad antes de retirarse de allí. Kellyn sirvió en las jarras un brandy con un tono rojo oscuro y levantó la suya. —A la memoria del difunto lord Wycliffe. Chad chocó su jarra contra la de ella y sintió una repentina y sorprendente afinidad con aquella mujer. Animado por el fuerte licor, se armó de valor y preguntó: —¿Te contó mi padre mucho de su vida fuera de Penhollow, quiero decir? ¿Quizá sobre su familia? —He de admitir que ser la propietaria de la taberna local muchas veces me coloca en un lugar parecido al del cura en el confesionario. —Esbozó una traviesa sonrisa en la que no había maldad—. El licor suelta la lengua de los hombres como nada en el mundo. Pero, al igual que un cura, nunca traiciono la confianza de nadie, ni siquiera de un hombre muerto. —Su expresión se volvió más seria—. Puedo decirte que estaba muy orgulloso de ti y que tenía grandes esperanzas puestas en tu futuro. —Esperanzas que fueron devoradas por las llamas —murmuró Chad. Levantó la jarra e hizo girar el brandy. —Sí. —Supongo que sabes por qué aquellas llamas no consiguieron despertarlo. Aquella noche, su padre había bebido. Mucho, por lo que le dijeron a Chad. Su ayuda de cámara fue el primero en oler el humo del fuego que consumió la biblioteca. Mientras que aquél y los demás sirvientes consiguieron sofocar las llamas a tiempo para salvar el resto de la casa, no pudieron hacer nada por Franklin, quien probablemente se asfixió con el humo antes de que el fuego lo devorara. Sin beber, Chad volvió a dejar el brandy sobre la mesa, en tanto las imágenes de su última visita a Penhollow lo asaltaban. Todavía podía oler los restos carbonizados y sentir el gusto amargo del persistente hollín en la garganta. La expresión de Kellyn demostraba compasión, pero no había ni rastro de lástima. —Una de las últimas cosas que me dijo era con cuántas ganas esperaba tu visita aquel verano. A Chad se le encogió el corazón. ¿Por qué no había ido de inmediato al recibir la carta de su padre? Porque entonces aún veía la vida con el irreflexivo entusiasmo de la juventud. Con briosa impaciencia y con la seguridad de que nadie más que él gobernaba su mundo, su vida, su destino. ¡Qué equivocado estaba! Carraspeó y se reclinó contra el respaldo de la silla. —He venido porque necesito provisiones para mi estancia en Penhollow. ¿Podrías ayudarme? Ella sonrió al darse cuenta del brusco cambio de tema. —Lo que necesites.

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—Lo básico. Ten presente que no dispongo de sirvientes. —¿Sin sirvientes? Quizá pueda poner remedio a eso. Mientras tanto, ¿qué te parece carne, algo de pan y té? —¿Puede ser café? Detesto el té. —Creo que tengo un poco que puedo darte. —Heno y avena para mi caballo. —Y un carro de carbón y leña. —Sí, eso ayudaría. ¿Y puedes mandarme también algunas botellas de brandy? Ella frunció la boca mientras lo consideraba. —En estos momentos nos estamos quedando sin licor. Los precios han subido. Quizá cuando llegue el próximo cargamento... Chad se dijo que dejaría una moneda de valor para pagar el brandy que le había servido. —¿Vino pues? —No lo necesitas. —¡Vaya si lo necesito! —Lo que quiero decir —dijo Kellyn con una risita— es que tu padre tenía una bodega bien abastecida. Todo ese vino debería estar allí todavía. La gente de Cornualles puede que tenga fama de contrabandista, pero desde luego no son ladrones. Especialmente cuando se trata de uno de los nuestros. Aquella descarada mención del contrabando irritó a Chad. Pero era evidente que la mujer conocía bien la particular tradición del hogar. Como propietaria de la taberna, era probable que hubiera comprado vino exento de impuestos y brandy traído por los contrabandistas desde Francia, whisky de Irlanda y tabaco de las Américas, al otro lado del océano. Se preguntó si entendería cuál era el coste añadido de todas esas mercancías. —Puedo hacer que el primer envío te llegue mañana por la mañana —dijo Kellyn. Cuando él asintió, ella llamó al tabernero. En la lustrosa frente de Reese se formaron profundas arrugas mientras la mujer le explicaba. —¿Edgecombe? —contestó el tabernero, mientras miraba a Chad con suspicacia — ¿Por qué, en nombre de Lucifer? Kellyn, ¿no sabes que ese lugar está embrujado? Una semana atrás, Chad se habría reído de semejante afirmación, pero en aquel momento, le puso la piel de gallina. Miró a Kellyn, esperando —anhelando— que se encogiera de hombros despectiva, o que pusiera los ojos en blanco. Mientras el hombre se alejaba, la mirada de ella se encontró con la de Chad, y asintió en silencio.

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—Eso es lo que cree la gente de por aquí. Que el espíritu de Meg Keating habita en la casa, mientras que el de su marido navega en un barco fantasma cerca de nuestra costa. ¿Has oído hablar de ellos? —El matrimonio de piratas, sí. Pero nadie ha podido demostrar nunca el vínculo entre los Keating y Edgecombe. Yo mismo lo intenté cuando era niño, pero más allá de una vieja espada que pudo ser de lady Margaret o no, no pude encontrar nada concluyente. Pero ahora la espada había desaparecido y Chad se había preguntado si ese hecho podía tener algo que ver con los hechos más recientes. Contrabando, fantasmas y un estoque desaparecido... dos, en realidad, si se contaba la espada que supuestamente había pertenecido a Jack Keating, y que se había perdido con él hacía décadas. —La gente cree que su violento fin forzó a sus espíritus a vagar por la tierra — dijo Kellyn, interrumpiendo sus pensamientos—. Reclamando venganza. —¿Venganza? Dios santo, sus muertes fueron lo que se merecían, teniendo en cuenta los brutales actos que habían cometido en vida. —Según la leyenda, la pareja no se había ahorrado ninguna crueldad; se decía que habían llegado a atar juntos a marineros heridos y los habían lanzado al mar para que se ahogaran. Jack murió en una de sus naves, el Ebony Rose, durante una escaramuza contra un galeón de la Armada. Eso abocó a lady Meg y al resto de la banda a una asesina búsqueda de venganza, hasta que la atraparon y la ahorcaron. —Hasta ahora no he visto ni rastro de ellos —concluyó Chad. Y esperaba seguir así, que su conciencia no conjurara más espectros acusadores como el que había imaginado la noche anterior, en el páramo. La pequeña aparición parecía tan real... Observó a la mujer que tenía sentada enfrente y se arriesgó a que lo considerara tonto de remate. —¿Tú crees en fantasmas, Kellyn? Esperaba que ella se riera, o que la sorprendiera la pregunta. En cambio, frunció el cejo. —Creo que esos relatos reflejan la fortaleza del espíritu humano, el perdurable deseo de enmendar los errores cometidos en vida. Ésa sí que es una fuerza poderosa. No es algo que se pueda desechar así sin más. Él meditó sus palabras. Con su atrevido comportamiento y su insinuante apariencia, Kellyn encarnaba lo que uno esperaría de una tabernera. Sin embargo, Chad pudo detectar en ella una sagaz inteligencia; una cualidad rara, dadas sus circunstancias. Fuera, figuras cubiertas de negro pasaban a toda prisa por delante de las ventanas bañadas en lluvia que daban al camino. Al recordar al grupo que había visto en la iglesia, Chad comentó: —He visto un funeral de camino hacia aquí. Una ceremonia muy discreta; no había muchas personas. ¿Sabes quién ha muerto? Kellyn negó con la cabeza.

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—Un marinero, por lo visto. Quizá uno de los de la goleta mercante. —¿Y qué ha pasado con el resto de la tripulación? ¿Y con el barco? —Mientras hacía esas preguntas, recorría la sala con la vista, hasta fijarla en el hombre que lo había mirado antes. Por su aspecto, no parecía distinto del resto de los que estaban allí, con su camisa de lana y su barba sin afeitar. Pero había algo en él... Pasaron varios segundos mientras Chad recorría los rasgos angulosos del hombre, su nariz curva como un anzuelo y sus labios pálidos, su mirada especulativa. Algo en su postura, en sus movimientos, incluso en el modo en que llevaba aquella ropa —como si no se sintiera cómodo con ella— evidenciaba un cierto grado de refinamiento del que los demás carecían. ¿O Chad estaría imaginándolo? Finalmente, desvió la vista, convencido sin embargo de que el individuo llevaba un buen rato estudiándolo. ¿Sospecha irracional o un instinto al que debía prestar atención? Le echó otra mirada y tuvo tiempo de ver los ojos oscuros y juntos desviándose de él. Volvió a prestar atención a Kellyn y al asunto del marinero muerto. —¿No se ha averiguado nada del hombre? —No. —Kellyn dio un sorbo a su brandy y esquivó su mirada—. Tan cerca como estamos del extremo de la península, aquí vemos una gran cantidad de restos de naufragios que las tormentas arrastran. —Bajó la voz—. Y cuerpos también. Es un hecho de la vida, me temo. Hacemos lo que podemos. Si conseguimos identificarlos, intentamos ponernos en contacto con su familia. Si no, les damos sepultura. Una tumba pobre, pero es lo máximo que podemos hacer. Chad sintió la quemazón del brandy bajándole al estómago. —Has hablado de tormentas —dijo—. ¿Puede que la culpa de los naufragios sea de algo más siniestro que eso? Volvió a mirar al hombre del rincón, que esta vez no le devolvió la mirada, que mantenía fija en su sombrero de tweed, mientras pasaba los dedos por el borde del ala. —No eres el primero en hacer una pregunta semejante —contestó Kellyn, en un tono tan bajo que Chad tuvo que inclinarse sobre la mesa para entender sus palabras—. Pero es una pregunta que no puedo responder. La estudió largo rato y decidió que seguiría el instinto que le decía que confiara en ella. —¿Has notado cambios en las luces del puerto? La mujer echó una rápida mirada a derecha e izquierda. —¿Por qué lo preguntas? Por más afinidad que sintiera hacia ella, sabía que no era buena idea mencionar el nombre de Sophie. —Es por algo que vi anoche. El muelle estaba a oscuras, pero me pareció ver el brillo de algunas antorchas no muy lejos de mi casa.

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—El irlandés. —¿Quién? —Grady. Un marinero de Kinsale, en la costa sur de Irlanda. Algunos dicen que está loco. Merodea mar arriba y abajo de noche en su velero, aventurándose por zonas que otros marinos evitarían como fuera. —¿Qué hace? —Afirma que los peces que se acercan de noche para alimentarse prácticamente saltan a sus redes. —Suenas escéptica. —No lo sé. Algunos piensan que busca algo. Otros dicen que lo han oído despotricar contra sirenas y otras criaturas míticas. —Pasó un dedo por el borde de su jarra—. No debes preocuparte por él. Es inofensivo. Pero es probable que lo que vieras anoche fuera el fanal de su bote. A menos, por supuesto, que sucediera después de la medianoche. Grady siempre está de regreso en puerto antes de la medianoche. En realidad, Chad no sabía a qué hora había visto Sophie aquellas luces. Las extrañas acciones de un marinero irlandés un poco confuso bien podían explicar algunas cosas... a menos que el marinero en cuestión buscara algo que no fueran peces ni sirenas. Chad le dio las gracias a Kellyn por la hospitalidad y se puso en pie. Echó un vistazo a la mesa del rincón. El hombre y su sombrero de tweed habían desaparecido.

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CAPÍTULO 6

El atigrado animal maulló y salió disparado, convertido en una nube de pelo naranja, cuando Sophie pasó junto a su plato de comida. Ella siguió caminando de prisa, con la esperanza de poder entrar en la casa sin cruzarse con nadie de la familia. ¿Le preguntarían dónde había estado toda la mañana? Una gallina dorada batió las alas y cloqueó molesta cuando cruzó por delante de la puerta del gallinero. La atención de Sophie estaba en otra parte: en unos rasgos perfectamente cincelados, en unos ojos color coñac. Ojos que guardaban secretos inescrutables en sus profundidades y sólo le permitían atisbar fragmentos del hombre que había allí dentro. Aparentemente, había creído lo que ella le había contado sobre Henry Winthrop, que sir Henry y su esposa podían ser capaces de cometer fraude y que el hombre había sido capaz de sacrificar la reputación de Sophie para salvarse a sí mismo. Nadie más había estado dispuesto a aceptar su versión de los hechos. O, si habían sospechado la verdad, como Sophie creía de su madre, seguían culpándola de todos modos por meterse en cosas que no eran asunto suyo. Incluso en aquel momento, sintió amargura al pensarlo. Si las viudas y los huérfanos no podían tener una vida mejor por culpa de un fraude, ¿no era asunto de cualquier ser humano decente? Por un instante, había confiado en descubrir un aliado en el conde de Wycliffe. Sin embargo, al decidir no ayudarla, había demostrado ser tan severo e inhóspito como el paisaje al que su familia la había desterrado. Cuando se acercó al huerto, oyó unas palabras susurradas que salían por las ventanas abiertas de la cocina y se quedó inmóvil. —... No deberías haberla dejado venir —dijo la voz de su tío. —¿Cómo podía negarme? —respondió su tía—. Es evidente que la habrían mandado incluso antes de que llegara la carta de mi hermana. —Podrías haber mandado a esa descarada libertina directamente de vuelta en vez de dejar que el viejo se deshiciera de ella así como así. Ahora es nuestro problema.

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—No hables así de mi sobrina. Además, han mandado una buena suma de dinero para pagar su manutención. Sophie se estremeció al oír un ruido sordo, como de un puñetazo contra la mesa. —No soy un granjero que necesite limosna. Tengo mi propia tierra y puedo alimentar a mi familia sin problemas; además de tener huéspedes si así lo deseo sin la ayuda de nadie. —Oh, no estás contento con nada —lo reprendió su mujer—. Y, de todos modos, mandar a la pobre inocente de regreso sería una horrible afrenta para mi hermana. —Dios nos libre de enfrentarnos a tu familia, Lou. —Bueno, después de todo, no es mi parte de familia la que nos preocupa — respondió la tía Louisa—. Sino los St. Clair. —Unos arrogantes presuntuosos. —resopló el tío Barnaby—. Y ésta es la peor de todos. —No lo es, Barn. Eres un tonto al pensar así. Es al abuelo de ella al que debemos prestar atención. Ése sí que es de temer. Sus periódicos y su fortuna lo han hecho muy poderoso. Pero ya está bien del tema. La muchacha se irá en un par de semanas. —Aún se puede meter en bastantes problemas en ese tiempo. Sophie hervía de indignación. Deseaba entrar a la cocina, decirles que había escuchado cada palabra de su mezquina conversación y luego hacer las maletas e irse sin más explicación. Si supiera adónde ir... —No te preocupes —calmó tía Louisa a su marido—. De ahora en adelante, estaré más al tanto de lo que hace. Es improbable que, mientras ella está aquí, te convoquen otra vez para... —¿Qué demonios estás haciendo? Sophie ahogó un grito y se dio vuelta. Su primo Dominic se acercaba a pocos metros de ella. —¡Oh! —Se llevó una mano al pecho—. Me has asustado. Sólo volvía de pasear. —Estabas escuchando a hurtadillas. No lo niegues. —Muy bien —dijo, encogiéndose de hombros—, no lo haré. Pero ¿crees que es algo inapropiado cuando la conversación trata claramente de mí? Además, he pensado que era preferible quedarme fuera hasta que la discusión llegara a su fin, que avergonzar a tus padres haciéndoles saber cuánto he escuchado. —Te crees muy lista, ¿no es así? —Dio un largo paso en su dirección y Sophie se sobresaltó. Aunque tenía ganas de retroceder, se quedó donde estaba. A sus veinte años, Dominic era alto y de hombros anchos; una versión más joven de su padre, tanto en su cejo constantemente fruncido como en su ofensiva rudeza—. Te crees mejor que nosotros, ¿no es eso? —Yo no creo semejante cosa. —Sin embargo, no pudo evitar mirarlo de arriba abajo como si así fuera. El chico venía de cuidar del ganado, lo que podía notarse en su

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ropa. Aunque fueran prósperos granjeros, los Gordon no eran ni la mitad de ricos que los St. Clair. Los estilos de vida de ambas familias no podían ser más diferentes, pero a ojos de Sophie ninguno era mejor que el otro. Volvió a mirar a su primo a la cara a tiempo para ver no sólo su expresión de ira, sino además, aunque más breve, un destello de humillación por cómo Sophie había mirado su ropa. Si su atuendo, su modo de vida e incluso su familia le daban vergüenza, ¿qué culpa tenía ella? No tenía por qué acosarla, ni Sophie tenía por qué tolerar que alguien pusiera en su boca palabras que no había dicho. Se irguió. —Si hay alguien aquí que se cree mejor que los demás, ése eres tú, Dominic. Desde que he llegado, me has mirado como si fueras superior. Y aunque no entienda la aversión que me tienes, déjame decirte que no es algo que me quite el sueño. Con el corazón desbocado, se abrió paso hacia la cocina. Debajo de la mesa, Heyworth, un pastor escocés demasiado viejo y ciego como para cuidar de las ovejas de los Gordon, lloriqueó y movió la cola a modo de saludo. La tía Louisa estaba junto a los fogones, cortando carne sobre una tabla de madera y poniendo los trozos en una caldera. Sentada a la mesa, Rachel desplumaba una gallina decapitada. Sophie evitó mirarla. En su experiencia, la carne era algo que llegaba a la mesa en fuentes decoradas y cubierta por una sabrosa salsa. —Sophie. —La tía Louisa se volvió hacia ella, apartándose con el antebrazo los mechones de pelo que le caían sobre la frente cubierta de sudor—. No sabía que hubieses regresado. —Ahora mismo, tía. Su prima continuó desplumando al animal y echando las plumas en un cubo que tenía a sus pies, mientras tarareaba una melodía con aire ausente. Sophie no se había dado cuenta de su presencia durante la conversación de sus padres. ¿Estaría la muchacha de acuerdo con ellos? Esperaba que no. No había ni rastro del tío Barnaby. Debía de haber salido por la otra puerta mientras ella estaba hablando con Dominic. Se preguntó si él y la tía Louisa habrían llegado a alguna conclusión a su respecto, si se habrían puesto de acuerdo en algún plan de acción para prevenir los problemas que pudiera causar. —¿Adónde vas cuando paseas, niña? —Tía Louisa se lavó las manos bajo la bomba de agua antes de sentarse a la mesa. —Por el pueblo, sobre todo. He estado observando la arquitectura de las casas y construcciones de la zona. Su tía cogió otro cuchillo y se puso a picar con habilidad una cebolla blanca. —No puedo imaginarme a una muchacha joven como tú poniendo tanto entusiasmo en unas toscas piedras y madera vieja. —Intercambió una mirada con Rachel.

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¿Detectó Sophie algo más que mera curiosidad en la voz de su tía? ¿En adelante tendría que evitar a sus primos por temor a que fueran enviados como espías para ver lo que hacía? Que lo intentaran. Ella no era el único miembro de la familia que guardaba secretos. El tío Barnaby no estaba irritado por la simple intrusión de una extraña en su vida. Tanto sus palabras como las de la tía Louisa indicaban algo más. «Es improbable que, mientras ella está aquí, te convoquen otra vez para...» ¿Para qué? ¿Podía estar relacionado con lo de la noche anterior, con las luces del puerto cambiadas, que tanto la tía Louisa como el tío Barnaby se habían negado a reconocer? Quizá Sophie estuviera confundiéndolo todo, pero no podía quitarse de la cabeza una persistente sospecha. Con un suspiro, abrió un armario y sacó un delantal de una pila de ellos. —¿En qué puedo ayudar, tía Louisa? —Aquí, querida. —Le pasó un colador—. Pela las judías, si quieres. Ella se acercó un recipiente vacío y cogió la primera de las que parecían infinitas vainas. Imágenes de marcadas facciones y elegancia aristocrática llenaron su mente. El conde de Wycliffe podía, a un tiempo, calmar sus miedos y hacerla rabiar, tratarla con el mayor de los respetos a la vez que, de algún modo, despertaba en ella unos anhelos muy poco adecuados para una dama. La idea la alarmó. Él la alarmaba o, mejor dicho, era su propia reacción la que lo hacía. La habían mandado a Cornualles para escapar de un injusto escándalo, y allí estaba, exponiéndose a un escándalo verdadero mientras daba vueltas a la idea de que el conde había querido besarla... y que ella se lo habría permitido... —¡Ay! Lo siento, tía Louisa. —Se inclinó para recoger las judías que se le habían caído al suelo. Si en algún momento quería recuperar la benevolencia de su familia, sería mejor que se mantuviera lejos del conde de Wycliffe. Pero éste le había dado una idea. —Tía Louisa, ¿puedo tomar prestado el bote esta tarde? —¿Para qué lo quieres? —Podría usarlo para dar un paseo. —Y para echar un buen vistazo a la línea de costa entre la casa y Edgecombe. Lord Wycliffe tenía razón: una inspección a nivel del mar podía proporcionar una buena cantidad de información escondida en la base de los acantilados. —Hoy habrá tormenta. ¿No lo hueles en el aire? —Mañana, entonces. —Es demasiado peligroso. —Su tía dio un golpe tan fuerte con el cuchillo que la hizo parpadear a ella y estremecerse a Rachel—. No conoces nuestras corrientes, Sophie. La marea ha arrastrado mar adentro a muchos de nuestros marineros, mucho más robustos que tú. —Pero venir hasta aquí y perderme la vista de la costa desde el agua...

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—Bueno, supongo que si lo deseas. Sophie sintió una pizca de esperanza, hasta que la tía Louisa continuó: —Puede llevarte Dominic.

Después de probar casi cada llave que había encontrado en la antigua oficina del mayordomo, Chad finalmente se las había arreglado para abrir el candado que cerraba las puertas de entrada de Edgecombe. Del otro lado de aquellas puertas estaban las provisiones que había pedido el día anterior. No había rastro de Reese, ni de nadie más; el camino estaba desierto. Cogió las cajas y los sacos y los llevó a la bodega de almacenamiento que había debajo de la cocina. Kellyn tenía razón con respecto al vino. Una de las paredes estaba llena de estantes en los que Chad pudo ver una buena cantidad de los vinos favoritos de su padre, traídos de Francia, España e Italia. Al coger un burdeos, no pudo evitar preguntarse cuántas de aquellas botellas habrían sido compradas gracias al contrabando. Pero desechó la idea. Ni siquiera con sus finanzas cada vez más menguadas, Franklin Rutheford habría recurrido a medios ilegales para mantener su estilo de vida. Cuando el sol empezó a despuntar más allá de los páramos, Chad se fue en dirección al pueblo, montado en Prince. Aquella mañana, la claridad del aire, tan transparente que casi hacía daño en los ojos, sería muy útil para sus objetivos. Dejó el caballo detrás de La Gaviota Pendenciera, le pagó las provisiones a Kellyn e hizo algunas indagaciones. Con la información que necesitaba, bajó caminando con dificultad por el embarrado camino que llevaba al muelle, donde una vigorizante brisa marina le empujó el abrigo abierto a los costados y le llenó la boca de un sabor salado. Aquella atmósfera se hacía más densa a medida que se aproximaba a los embarcaderos. Sintió que se le formaba un inexplicable nudo en el estómago. Nunca había temido al agua, ni para nadar ni para navegar, cosa que le había gustado hacer desde muy pequeño, en la residencia familiar de Grandview, ubicada en una costa menos agitada, al este de la península de Lizard. Las aguas de Penhollow por el contrario no eran muy tranquilas, pero eso no era explicación suficiente para la tensión que sentía crecer en su interior como una marea enloquecida. Al llegar al primer embarcadero, lo comprendió. Un oleaje mugriento, lleno de basura, lamía los pilotes de madera y desprendía un intenso olor. Agua marina rancia. Descomposición salobre. La pestilencia le trajo una imagen, y, con ella, un ramalazo de horror: la pequeña aparecida de Blackheath Moor. Se frotó la cara con las manos abiertas y cerró los ojos para no ver la cegadora luz del sol. Una voz interior volvía a insistir en que no había sido más que su imaginación y no vengativos espíritus que lo perseguían. Sacudió la cabeza con energía y pasó junto a las goletas y barcazas que había allí amarradas. A lo lejos, un velero de una sola vela, de unos tres metros, se balanceaba, tirando de las sogas que lo sujetaban. A bordo, un hombre bajo y fornido estaba

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ocupado arreglando los aparejos. Su roja melena hasta los hombros y una barba que le llegaba hasta el pecho permitieron a Chad identificarlo como el marino que buscaba. —Hola, soy Grady —dijo el irlandés, con las manos quietas sobre los aparejos mientras miraba a Chad con los ojos entrecerrados—. ¿A quién me estoy presentando? —Soy lord Wycliffe y me gustaría contratar sus servicios durante esta mañana. — Le tendió un puñado de monedas. El hombre se inclinó sobre la borda y examinó el pago que se le ofrecía. Una sonrisa mostró unos huecos negros allí donde debería haber habido dos dientes. —Bienvenido a bordo. Grady es su hombre. Según Kellyn, la gente de Penhollow consideraba que el irlandés estaba medio loco, pero la mujer también le había dicho que ningún otro marinero lo llevaría a donde deseaba ir. Sólo Grady osaría ir hasta las corrientes cercanas a los acantilados de debajo de Edgecombe; había ido allí muchas veces sin que nada malo le pasara. La suerte de los irlandeses, quizá. El marinero empezó a remar. Dejaron atrás los atracaderos y entraron en el canal. Levantó los remos e izó la vela. El viento la llenó y el barco salió disparado, cortando las olas como una flecha. Se dejaron llevar por las corrientes del sur, hacia Edgecombe. Chad sacó un catalejo de madera con un borde de bronce del bolsillo. —¿Busca sirenas? —Sentado en la popa del bote, Grady esbozó otra de sus desdentadas sonrisas que hizo que Chad reconsiderara la idea de haber puesto su vida en manos de aquel hombre—. No encontrará ninguna. No de día. —Quisiera saber si sería posible anclar un bote cerca de mi propiedad. —Sabía que la excusa para la salida de ese día sonaría ridícula para cualquiera que supiera algo de aquellas aguas, pero prefería parecer tonto que admitir la verdad: que buscaba pruebas de un cambio en las luces del puerto y rastros de barcos que se acercaran a medianoche. Al menos, hasta que supiera con certeza en quién podía confiar. —Yo le puedo decir la respuesta a eso, amigo. Lisa y llanamente, no. —Me gustaría verlo por mí mismo, si no le importa. —A juzgar por el tamaño de aquella embarcación, Chad no creía que Sophie hubiera confundido sus fanales nocturnos con el brillo de las luces del puerto. E incluso si había sido Grady quien merodeaba por la costa, eso todavía no explicaba por qué el muelle se había quedado momentáneamente a oscuras, si es que tal cosa había sucedido. La joven no parecía la clase de persona que imaginaba cosas o que inventaba historias. Se llevó el catalejo a los ojos y examinó la costa. —Tiene usted que tener mucho coraje, amigo, para quedarse en Edgecombe. —El hombre elevó la voz para que se lo oyera por encima del viento y el oleaje—. Jamás pensé que alguien volvería a vivir allí después de la muerte de su padre, que Dios lo tenga en su gloria. —Se santiguó rápidamente. A Chad se le hizo un nudo en la garganta y bajó el catalejo. —¿Conocía usted a mi padre? El irlandés negó con la cabeza, sacudiendo su enmarañada melena.

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—Sólo su reputación. Llegué aquí después de su muerte. Chad lo miró fijamente. —¿Por qué dice que tengo coraje? ¿Usted también cree que la casa está embrujada? Grady se santiguó otra vez. —Tan seguro como que la luna brilla por la noche, amigo. —¿Por qué? ¿Qué ha visto? —Contuvo la respiración. Si el marinero se pasaba la noche navegando, probablemente supiera algo de las luces del puerto que había visto Sophie. —Sólo sé lo que me han dicho. Voces. Luces en las ventanas a altas horas de la noche. —Grady sostuvo el timón y mantuvo firme la vela cuando sopló una violenta ráfaga. Chad se estremeció. Siempre había creído que las historias de fantasmas de Edgecombe eran ridículas, pero de repente tuvo una sospecha que ya había tenido antes. A pesar de que se había negado a poner la casa a disposición de los contrabandistas, ¿era posible que éstos la hubieran usado igualmente durante los últimos dos años y que para ello propagaran historias de fantasmas? —Me han dicho que usted navega junto a los acantilados de Edgecombe, incluso de noche —dijo Chad—. Si cree que el lugar está poseído, ¿por qué no tiene miedo? —¿No sabe nada sobre los fantasmas, amigo? No revolotean así sin más por el viento. Necesitan un lugar donde echar anclas. Algún sitio familiar, que hayan frecuentado en vida. Normalmente, es una casa en la que han vivido. —¿De verdad? —Sí. Chad pensó en su pequeña fantasma... y en la capilla cercana a la que lo había llevado. Pero aquello no podía haber sido más que un sueño. Miró al marinero. —He oído que alguna gente cree que Jack Keating domina los mares. ¿Qué hay de eso? —Sí, dicen que el Ebony Rose recorre a veces las costas. Pero lo hace sólo después de la medianoche. Verá, a esa hora es cuando el barco del viejo Jack se hundió. Yo tengo mucho cuidado. Siempre me recojo antes de la medianoche. —¿No tiene la curiosidad de saber si la leyenda es cierta? —Yo me ocupo de mis asuntos. Así es como un hombre llega a viejo. Si algo no tiene que ver contigo, tú no tienes por qué entrometerte. Es un consejo sabio, si uno sabe lo que es bueno para uno. ¿Era una observación casual o había una sutil amenaza oculta tras sus amigables palabras? Por un instante, Chad pensó que era lo último, pero en los rasgos de Grady, en aquella piel curtida por el sol, se veía la misma bondadosa indiferencia que cuando se concentraba en los aparejos.

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—¿Cree que los fantasmas de Edgecombe pudieron tener algo que ver con la muerte de mi padre? —Chad no se había dado cuenta del rumbo que habían tomado sus pensamientos hasta que formuló la pregunta. Mientras esperaba una respuesta, se le aceleró tanto el corazón que podía ver cómo se agitaba su camisa. Ni una sola vez desde el incendio había considerado la tragedia como algo que no fuera un accidente. —Oh, ahora sí está claro que no sabe nada de fantasmas, amigo. Ellos no pueden matar un cuerpo. No pueden levantar una pistola ni tirar a alguien por la ventana. —¿Ni pueden encender un fuego? —sugirió Chad en voz baja. —Exacto. —Grady escupió por la borda—. Sólo pueden llevarnos a hacer cosas. Por eso nos acosan. No pueden hacerlo por sí mismos, así que azuzan a los vivos hasta que hacen su voluntad. El barco resiguió la curva de la costa, atravesando la espuma de las olas. Las posibilidades se multiplicaban en la cabeza de Chad. Levantó el catalejo y volvió a mirar. Estaban pasando por un tramo de playa rocosa y lisa, rodeada de dunas. La propiedad de la familia de Sophie estaba justo allí. Cuando rodearon un promontorio enfocó el catalejo en un punto más allá de la playa, hasta ver el acantilado sobre el que Sophie y él habían estado la noche anterior. Afilados salientes de granito se elevaban por encima del agua, impidiendo la entrada, incluso a un bote tan pequeño como el de Grady. Al menos, eso parecía desde donde estaban. Chad necesitaba acercarse un poco más para estar seguro. Una gran ola impactó contra el bote. Al levantar la mirada, lo que vio hizo que el catalejo se le cayera a la cubierta. Se inclinó hacia adelante y se cogió de la borda con las dos manos. La nave tambaleó y otra ola impactó en su costado. —¡Cielo santo! —Sí, tenga cuidado, milord. Ahora estamos en aguas peligrosas. La gente de por aquí llama a esta corriente el «remolino del diablo». Se pone peor cuanto más al sur va uno. Y no le digo nada de lo que hay más allá de Edgecombe. Pronto lo verá. Chad ya podía verlo. Jamás había visto unas olas como aquéllas. Salían de un lado y otro, en diagonal y chocaban entre sí. Parecían levantarse de todas direcciones al mismo tiempo y formaban remolinos que giraban en espiral, originando una feroz succión. Pero aquello no había sido lo que le había hecho soltar la exclamación. En la costa, a unos cincuenta metros de ellos, Sophie se abría camino a lo largo de la orilla del mar, caminando con cautela entre las rocas que formaban un irregular saliente en la base del acantilado. El oleaje levantó un muro de agua más alto que un hombre y lanzó una buena cantidad de ésta contra la escarpada pared y contra... Sophie. Ella se pegó contra el acantilado, sólo para seguir adelante cuando las olas retrocedieron. Chad volvió a soltar una maldición, mientras Grady resumía la situación diciendo: —Esa chica no debería estar ahí. Especialmente ahora, con la marea subiendo. —¿Hasta dónde puede llegar?

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—¿Ve la marca del agua en la piedra? —Dios santo. —Estaba muy por encima de la cabeza de Sophie—. ¿Cuánto puede tardar en hacerlo? —No mucho, la verdad. Media hora, como máximo. Ésa es otra cosa que tienen estas aguas... Chad hizo bocina con las manos y la llamó. Sophie volvió la cabeza y lo vio, pero a tanta distancia, él no pudo distinguir la expresión de su rostro. ¿Se habría dado cuenta de su error? Le dijo a Grady: —Entre. Vamos a buscarla. —No puedo hacer eso ahora. Chad lo miró. —¿Qué quiere decir con que no puede? Gire este maldito bote y entre ahí. El marinero movió los aparejos hasta dejar la vela sin viento. El bote se detuvo y se balanceó como un juguete. Entonces, señaló hacia la costa. —¿Ve aquellas rocas? Destrozarán el casco. Chad supuso que tenía razón. Entre el canal y los acantilados había numerosas rocas que asomaban del agua. Se quitó el abrigo y lo lanzó a la cubierta. A continuación, se quitó las botas. —Espere aquí. Nadaré hasta allí e iré a buscarla. —Pasó una pierna sobre la borda y se deslizó en el agua, procurando inclinar el pequeño bote lo menos posible. Sintió como si millones de agujas heladas se le clavaran en la piel, pero había nadado en aguas más frías de niño. No tocaba fondo y, al cogerse del costado del bote con una mano, una ola rompió contra su cara. Grady se inclinó hacia él. —No podrá traer a la muchacha hasta aquí. No a menos que la desnude y la golpee hasta dejarla inconsciente, para que el peso de la ropa no los hunda y ella no sienta pánico ni se resista. Pero incluso así, la corriente es demasiado fuerte y la marea empuja hacia tierra, directo hacia el acantilado. Si eso no lo atrapa, el «remolino del diablo» lo hundirá. Chad se dio cuenta de lo ciertas que eran aquellas palabras mientras su cuerpo se movía en el agua. Por un instante, dudó de su capacidad para poder esquivar las afiladas piedras que había entre él y Sophie. Pero no tenía elección. Si no llegaba hasta ella y la sacaba de allí, las olas la aplastarían contra el acantilado o se la llevarían mar adentro. Empujó el bote y lo pateó para darse impulso. Los oídos se le llenaron de agua mientras buceaba y dejó de oír el rugido de la marea. Las corrientes lo empujaban de un lado a otro, pero él seguía adelante, haciendo fuerza con los hombros en cada brazada. Abrió los ojos, agradecido por la cristalina claridad del agua, que le permitiría ver las piedras y no darse así de lleno contra ellas. Donde podía, usaba las rocas para impulsarse y avanzar. Una vez, la mano le resbaló de la piedra y un remolino lo hizo girar. Dio con la espalda contra una piedra

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con una fuerza brutal. Desorientado, casi sin aire, debajo del agua buscó con desesperación la claridad del cielo. En su tercer o cuarto giro, lo vio y pataleó con todas sus fuerzas hasta llegar a la superficie y tomar una bocanada de aire. Se llenó los pulmones y volvió a mirar hacia la costa. ¿Dónde estaba Sophie? Seguía apoyada con fuerza contra el acantilado. El viento le alborotaba el pelo y le pegaba las faldas al cuerpo. Trastabilló y Chad sintió un profundo pánico hasta que la vio recuperar el equilibrio. Siguió nadando. Los hombros le ardían y los brazos le temblaban de frío y extenuación. Las corrientes lo lanzaron contra otra roca; notaba la fuerza del agua en cada centímetro de su cuerpo. Un escozor en las costillas le indicó que no sólo se había rasgado la camisa, sino también la piel. La sal se le metía en las heridas, debilitando poco a poco la fuerza que le quedaba. Creyó oír a Sophie gritar su nombre. Luego, una ola se lo tragó y se hundió con ella. Al notar tierra firme bajo los pies se renovó su energía y la esperanza de lograrlo. Se apoyó en el lecho marino y vio que el agua le llegaba al cuello. Avanzó a grandes zancadas, usando los brazos como remos para contrarrestar la marea. Tras él, Grady lo animaba, mientras los gritos de Sophie le llegaban desde la costa. —Regresa, por favor. No quiero que tú... No oyó el resto de sus palabras, concentrado como estaba en llegar a su lado. El agua ya sólo le cubría los pies y las olas rompían cada vez más alto. Muy pronto, el mar llegaría a Sophie a la cintura. Chad estaba cerca. Quizá no le faltaran más de diez metros, aunque probablemente fueran los más peligrosos. Una ola tras otra rompía junto a él y, una vez más, los caóticos remolinos de espuma le hicieron perder el equilibrio. Cayó hacia atrás, y las piernas se le enredaron en las algas. Sumergido, cerró la boca con fuerza y abrió los ojos. Una cara lo miraba fijamente a través del agua. Chad fue presa del terror al creer que Sophie se había caído y que él había llegado demasiado tarde. Su pánico no fue menor al reconocer aquella cara, de una brillante palidez con los ojos hundidos; unos ojos que lo miraban. Unas uñas se clavaron en él y una voz resonó en sus oídos. —Vive... La sorpresa hizo que tragara agua sin querer. Tosió y escupió. Luego, el pañuelo le apretó el cuello, como si alguien lo hubiera cogido por la espalda de la camisa. Sintió que lo arrastraban hacia arriba hasta que asomó la cabeza fuera del agua.

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CAPÍTULO 7

Sophie olvidó su propio miedo y se llevó los puños apretados a la boca mientras observaba al conde luchar por mantenerse a flote entre las olas. Había intentado ayudarla y ahora era él quien necesitaba ayuda. Si se ahogaba, la culpa sería suya. Podía ver sus brazos debatiéndose en el agua, asomando a la superficie entre estallidos de espuma. Luchaba con fiereza como enfrentándose con un enemigo invisible y, de repente, estaba en la parte menos profunda. Sophie no entendía cómo había ocurrido. Era como si el propio océano lo hubiera transportado. Se inclinó para mirarlo, desesperada porque los pulmones de él lograran expulsar el agua mientras se agarraba a una roca con ambas manos. Lo vio toser y echar la cabeza hacia atrás, luego abrió la boca exageradamente para tragar una bocanada de aire. Aliviada, se apoyó de nuevo contra la rocosa superficie que tenía a su espalda. Incluso esbozó una sonrisa cuando el conde consiguió ponerse en pie, y hacer un denodado esfuerzo por mantener el equilibrio antes de levantar la mano. —¡Resiste, Sophie! ¡Ya voy! Cuando por fin llegó, ella se agachó, lo agarró de los brazos y tiró de él para ayudarlo a subir las rocas. Tembloroso, Chad se apoyó contra la pared de piedra del acantilado para recuperar el aliento. Sophie le cogió la mano y se la llevó al pecho. —Lo siento. Ha sido una estupidez por mi parte. Debes de estar furioso. Él sólo dijo una palabra entre los dientes que le castañeteaban. —Sí. Un grito de emocionada alegría les llegó desde el agua. Ella miró el bote que había llevado al conde hasta allí. El marinero los saludó con la mano y Sophie le devolvió el saludo. —Tu amigo parece muy aliviado.

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—Pues no debería estarlo —dijo él. Se irguió, enderezó los hombros y respiró hondo. De repente, a ella le pareció que estaba junto a otro muro de piedra, alto y poderoso, y se sintió a salvo, segura. Hasta que Wycliffe habló de nuevo. —Ahora los dos estamos atrapados. Tal como ha dicho el marino, no hay forma de que pueda nadar de vuelta al bote y mucho menos llevarte conmigo. —Podemos regresar por donde he venido. —Sophie se volvió en aquella dirección pero de inmediato comprendió la imposibilidad de la sugerencia. Las piedras ya estaban sumergidas y la superficie del acantilado se veía brillante y resbaladiza—. Por el otro lado, entonces. Pero la idea no era mucho mejor. Una ola rompió contra sus tobillos. Tenía la falda empapada de rodillas para abajo, lo que la hacía pesada e incómoda. —¿Qué podemos hacer? —Se apartó el pelo que le caía sobre los ojos y rogó que él tuviera una respuesta. —Arriba. —¿Qué? —Quizá no lo había oído bien, pues él todavía tiritaba jadeante a causa del agua que había tragado. El conde levantó sus manos unidas —Sophie no se había dado cuenta de que todavía le cogía la mano— y señaló hacia los riscos. —Tendremos que trepar. No hay otra salida. Una alarma se disparó dentro de ella. Haber estado a punto de ahogarse lo hacía alucinar y ver escaleras donde no había nada. ¿Era posible? —Es demasiado empinado. Nos caeremos y nos mataremos. —No, eso no va a pasar. No es tan empinado. Hay suficiente inclinación y muchos salientes para cogernos y apoyar el pie. Confía en mí, Sophie. He hecho cosas como ésta antes. Muchas veces. Podemos hacerlo. —No. Oh, no, no, no. Yo jamás he... No podría... Él le soltó la mano y la cogió por los hombros. Con un movimiento veloz, la sacudió al tiempo que se le acercaba hasta que sus caras quedaron a escasos centímetros. —Escúchame bien. No tenemos alternativa. El bote no puede recogernos y nosotros no podemos llegar a él. Dentro de unos minutos, la marea habrá cubierto estas piedras y nos arrastrará a los dos mar adentro. Nos ahogaremos, Sophie, a menos que trepemos por aquí para salvarnos. —Yo... oh... está bien. —Ella también estaba tiritando. Miró otra vez hacia arriba. Y más y más y más arriba. —Iré a tu lado y te mostraré exactamente lo que tienes que hacer —dijo él, apoyando las manos abiertas sobre las piedras, preparándose para comenzar la subida. Sophie gimió. —Estás sangrando.

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Le salía sangre del costado y teñía la camisa mojada. Él se la sacó de la cinturilla del pantalón, levantándola para que ella viera la herida. —Parece peor de lo que es. En realidad, es sólo un rasguño. —Oh, pero y la frente. —Allí también tenía una herida abierta y la sangre le resbalaba por la sien hasta la mejilla. Él se apretó el puño de la camisa sobre el corte y luego miró las brillantes manchas con aparente desinterés. —Es imposible que no puedas escalar... —insistió Sophie—. Si pierdes demasiada sangre podrías desmayarte. Y entonces... te podrías caer y... —Sophie. —Le cogió la cara entre las manos. Tenía las palmas mojadas y frías, pero incluso así transmitían tranquilidad. Ella dejó de balbucear y lo miró fijamente a los ojos—. No estoy malherido —dijo—. No me desmayaré y te prometo que ninguno de los dos se caerá. Ahora... —La miró con el cejo levemente fruncido—. Debes quitarte esto. —¿El vestido? —Está empapado. Su peso te arrastrará hacia abajo. —No podría hacerlo. Ese hombre todavía nos mira desde el bote. Él le dio vuelta y, antes de que ella pudiera reaccionar, cogió el vestido y tiró con fuerza. El primer botón saltó, luego los dos siguientes y poco después, todos los demás, en un torrente que cayó entre sus pies al agua. Sophie protestó mientras él, ignorándola, le sacaba los brazos de las mangas y le bajaba el vestido por las caderas. A lo lejos, se oyó la voz del marinero: —Condenada buena idea, amigo. La tela de muselina verde formó un charco sobre las húmedas rocas a sus pies, dejándole pocas alternativas, aparte de abandonar definitivamente el vestido y liberarse las piernas. Una ola rompió contra las piedras sobre las que estaban. El mar les llegaba ya hasta las rodillas y él la sujetó con sus fuertes brazos para que no se cayera. Cuando el agua retrocedió, se llevó con ella el vestido. El verde de la tela y el azul líquido se fundieron de inmediato. —No tenemos mucho tiempo. —La recorrió con la mirada—. Intenta recogerte un poco la enagua con el corsé para que no se te enrede entre las piernas. Con las mejillas ardiendo, Sophie hizo lo que le decía, agradecida porque él estuviera mirando la pared del acantilado en vez de a ella. Se abrazó el cuerpo con los brazos desnudos y lo vio levantar las manos por encima de la cabeza y meter los dedos en los huecos que había en las rocas. Luego levantó un pie hasta una pequeña piedra que sobresalía, se equilibró y subió. —Así. Lento y firme hacia arriba. Inténtalo. Haciendo un gran esfuerzo por ignorar que no llevaba puesta más que la ropa interior, el corsé y una enagua remangada, pasó la mano por la superficie del acantilado. —Oh... y otra cosa, Sophie.

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Su tono la detuvo en seco. —Hagas lo que hagas, no mires hacia abajo. Tampoco hacia arriba, al menos, no mucho más arriba del lugar donde vayas a poner la mano a continuación. Con un breve suspiro, tanteó con la mano derecha una grieta de la piedra. Hizo lo mismo con la otra antes de mirar hacia abajo para ver dónde poner el pie. Dio un paso hacia arriba, luego otro. No estaba mal. Con suerte, hasta sería capaz de hacerlo. Él esperó que ella repitiera el proceso una vez más, elevándose casi medio metro, hasta quedar a su lado. —Eso es lo único que tienes que hacer —dijo, con una sonrisa—. Sigue así hasta que lleguemos a la cima. ¿Cómo lo ves? ¿Lista para hacerlo? —Haces que suene como un desafío. Como si tuviera alternativa. —Sí, incluso podía detectar una pizca de regocijo en sus ojos. —Es un desafío, Sophie. Te desafío a hacerlo. Te desafío a que me demuestres que no temes llevar a cabo una pequeña escalada. Que eres tan capaz como yo de superar este pequeño reto. A menos que, claro, no te atrevas... —¿Cómo dices? —Sintió una punzada de indignación antes de darse cuenta de cuál era su verdadero objetivo. Sí, por supuesto. Aunque con cierto inevitable temblor, esbozó una sonrisa de agradecimiento. Tuvo la esperanza de haberlo convencido, como él casi la había convencido a ella de que podía con lo que tenía delante. —Bien. Entonces, recuerda, lento y firme. No nos detendremos hasta que lleguemos a la cima. ¿Lista? —Lista. —Tanto como podía estarlo, pensó sonriendo para sí misma, con más miedo que otra cosa. Sujetarse, tirar, subir, empujar. Poco a poco, fueron avanzando el uno junto al otro, él esperándola cada pocos centímetros, pues estaba claro que habría podido ir bastante más rápido si hubiera querido. Sophie, agradecida, con la respiración acelerada, ponía toda su concentración y su coraje en la tarea. Cuando se paraba un momento, insegura de dónde poner la mano, él estaba allí para guiarla. Su voz era una presencia amable pero rotunda a su lado. —Sí, ahí. Así es. Muy bien. Ahora aquí... El viento que soplaba desde el agua los empujaba contra el acantilado. Durante los primeros metros, el mar les salpicaba los tobillos. Poco después, se oían las olas rompiendo contra las rocas donde habían estado. Él tenía razón: de haberse quedado un momento más se los habría llevado el agua. Para entonces, era probable que el mar hubiera cubierto ya el lugar donde habían empezado a escalar, pero Sophie no miró ni una sola vez hacia abajo. Nunca cedió a la perversa tentación, porque él le había dicho que no lo hiciera. Y, además, una convicción más fuerte que cualquiera que hubiera tenido jamás se apoderó de ella: la de que mientras siguiera sus indicaciones, los dos se salvarían. —Lo estás haciendo muy bien, Sophie. Ya no queda mucho. —Es un juego de niños —mintió ella.

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Sujetarse, tirar, subir. Interiorizó el ritmo limitándose a mover brazos y piernas pese a que su cerebro parecía incapaz de un pensamiento coherente. «No pienses; sólo trepa». Algo interrumpió su concentración. Con el rabillo del ojo, vio el brillante destello de las alas de una gaviota y uno de los pies le resbaló del hueco donde lo había puesto, desprendiendo un puñado de piedras. Sophie gritó mientras se deslizaba unos centímetros. Intentó sujetarse a la rocosa superficie con todas sus fuerzas. Cuando lo consiguió, sintió que se le había acelerado violentamente el corazón y temió caer al vacío. Intentó recuperar el equilibrio, pero al no tener los pies apoyados, volvió a resbalar de nuevo. Se quedó lo más quieta que pudo contra las rocas y un afilado saliente se le clavó en la mejilla. Casi al instante, tenía junto a ella la cara del conde, fuerte y seguro, tan cerca que podía sentir su aliento en la ceja. —Estás bien. Lleva el pie unos centímetros a la izquierda. —No me puedo mover. —Por supuesto que puedes. Encontrarás un hueco para el pie justo a la izquierda de donde lo habías intentado. Hazlo ahora, Sophie. No podía. Con el viento soplando tan fuerte que parecía que fuera a arrancarla del acantilado, no se veía capaz de moverse ni un centímetro, ni un milímetro en ninguna dirección. La sola idea le daba náuseas. El cielo y la piedra comenzaron a girar. —Sophie. —Ya sin amabilidad, dijo su nombre como si se tratara de una orden—. Levanta el pie y muévelo a la izquierda. Hazlo, Sophie. Ahora. —No puedo... Quiero, Dios sabe que quiero, pero... —Escúchame. Escucha mi voz. No pienses en nada más que en lo que te estoy diciendo. Has llegado hasta aquí, que es más de la mitad del camino. No podemos bajar. Tenemos que subir. Yo voy hacia arriba y tú vienes conmigo. Ahora, levanta el pie y encontrarás dónde ponerlo. Hazlo por mí, Sophie. Sé que puedes. —Qué bien que al menos uno de los dos lo sepa —susurró y movió el pie hacia donde él le indicaba. Encontró el hueco. Él soltó una breve risa. —Ahí lo tienes. Ahora, pon la mano aquí, justo sobre la mía. Y la otra allí, ¿lo ves? —Hizo un gesto con la barbilla—. Bien. No, no te sujetes de las hierbas. No sabes si son firmes. De acuerdo, ahora el otro pie... y arriba. Sí, eso es. Fue guiando prácticamente cada uno de sus pasos, hasta que casi llegaron a la cima, donde las tormentas habían formado una especie de escalones por donde era más fácil subir. Sophie se resistió a la tentación de gatear el resto del camino, a sabiendas de que un paso en falso la haría caer en picado. Pero ¡cómo deseaba tener tierra firme bajo sus pies!, mucho más de lo que jamás había deseado nada. En ese momento, hubiera hecho cualquier pacto a cambio de la certeza de que no cometería errores en el último tramo.

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—Déjame ir primero. —Los sólidos muslos de Chad la rozaron al pasar por su lado, causándole una cálida impresión que no tardó en atravesar su ligera ropa interior de algodón. Desapareció sobre el borde del acantilado y ella sintió un instante de pánico al verse sola, abandonada entre las distantes aguas y el lejano cielo. Luego vio reaparecer su cabeza y sus hombros. Él le tendió la mano. —Cógete. Te subiré así. En aquella parte final, vertiginosa, Sophie cerró los ojos con fuerza y no volvió a abrirlos hasta que su barbilla impactó contra el suelo de la llanura. Sintió el alivio fluir en su interior y se quedó echada en el suelo, con la mejilla contra la hierba y los brazos abiertos, como si abrazara la tierra y le agradeciera... el simple hecho de estar allí, firme bajo su cuerpo. —Lo hemos logrado... oh, cielo santo, lo hemos logrado. No puedo creer que lo hayamos hecho... que yo lo haya hecho. —Las lágrimas caían de sus ojos y rodaban por sus mejillas hasta la hierba. Cerró las manos, cogiendo puñados de hierba, como si no terminara de creer que estaba a salvo—. Gracias, Chad. Gracias. De no ser por tu fe en mí, nunca hubiera podido... —¿Así que ahora es Chad? Algo en su tono, un filo helado que no había oído antes, hizo que levantara la vista. Al ver su aspecto, se sentó alarmada. Sus ojos eran feroces, su mirada enfebrecida en la cara de una palidez mortal. Tenía los labios apretados en una delgada línea. La sangre del corte que tenía en la frente se le había secado en la ceja y le caía ahora por la mejilla. Sophie contempló las manchas de sangre en la camisa blanca de lino. —Cielo santo, lo siento. Estás herido. Será mejor que... Con un rápido movimiento, Chad se arrodilló ante ella, le cogió la cara entre sus trémulas manos y la acercó a la suya. —¿Mi fe en ti? —bramó—. ¿Tienes idea de cuántas veces he sentido que me moría mientras te veía trepar con dificultad por el acantilado? ¿Qué demonios estabas pensando para ir a dar un paseo por ahí abajo? Antes de que ella pudiera recuperarse lo suficiente como para darle una respuesta, él aplastó los labios contra los suyos en un beso salvaje y violento.

La boca de Sophie St. Clair sabía a miedo y a urgencia y a una pasión tan desenfrenada como el embravecido océano. Pero, maldita fuera, él no había tenido intenciones de besarla. No tenía la menor idea de lo que estaba haciendo hasta que sus labios se encontraron con los de ella y un creciente calor le llenó la boca, alternando la dulzura y la ferocidad. Deseó rodar con Sophie por la llanura, abrazándola y besándola hasta quedar exhaustos, temblorosos y sin aire. Por otro lado, quería estrangularla y asegurarse de que jamás volviera a hacer una tontería como aquélla. Apartó la boca y la alejó sin soltarla.

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—¿Cómo has podido ser tan imprudente? ¿Tan insensata? ¿No tienes idea de cómo funcionan las mareas, Sophie? No se están quietas. Se mueven. Cambian. ¿No se te ha ocurrido mirar la marca del agua en las rocas y darte cuenta de que la saliente desaparecería? ¿Es posible que seas tan increíblemente...? Se interrumpió. La había cogido por los hombros y se dio cuenta de que estaba sacudiéndola con cada una de las palabras que le gritaba, para enfatizar el efecto. Ella tenía las mejillas ardiendo, tenía los ojos abiertos como platos y sus labios, enrojecidos por los besos, le temblaban como la hierba al viento. Al verla así, sintió un cosquilleo en su interior que calmó un poco el enfado que sentía. —¿Estúpida? —dijo ella con un trémulo susurro—. ¿Es ésa la palabra que buscabas? —No. —La soltó y volvió a sentarse en el suelo, arrancando un puñado de hierba y arrojándola al aire. No debería haberla besado. Sólo había conseguido que la posibilidad de que ella hubiera muerto fuera mucho más real, mucho más horrorosa—. Por momentos perdía la seguridad de que pudieras lograrlo. Sólo sabía que tenía que empujarte a que lo hicieras. Miró sus enrojecidos ojos. Sus suaves mejillas sonrosadas estaban cubiertas de lágrimas. Su menudo cuerpo se estremeció bajo la ligera tela de algodón que lo cubría. Y aquellos labios... todavía brillantes y húmedos por el breve encuentro con los suyos. Desvió la vista. No quería sentir lástima por ella. No quería consolarla. No quería desearla. Lo que quería era dar rienda suelta a la abrasadora furia que experimentaba por su culpa. No porque casi hubiera muerto ahogado. Ni siquiera por el horrendo espectro que había visto —aunque de hecho no sabía si lo había visto— entre las olas... No. Lo único que quería era despotricar a gritos que sacudieran la tierra, porque en cada centímetro de la escalada por aquel acantilado había tenido el corazón en un puño a causa del miedo a que ella se cayera, ante la posibilidad de verla precipitarse al vacío, hacia una muerte segura, consciente de que él no podría hacer nada para evitarlo. Nada, nada en absoluto... —Lo siento. —Sophie evitaba su mirada y miraba el suelo. Se pasó una mano por los labios—. La verdad es que no sé nada de las mareas. He crecido en Londres. —Incluso el Támesis tiene mareas. —Sí, pero no como éstas. La velocidad de vértigo a que ha subido el agua... Jamás me habría imaginado... —No has respondido a mi pregunta. ¿Qué demonios estabas haciendo? —La tía Louisa no me ha permitido coger el bote. —¿Coger el bote, dices? —Volvió a sentir un arrebato de furia—. Por supuesto que no. Si las corrientes no te hubieran estrellado contra las piedras, se te habría tragado el «remolino del diablo». Tú... —Se interrumpió antes de soltarle un «Tú, chica estúpida». —¿El qué del diablo?

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La miró con verdadero asombro y negó con la cabeza. Cerró los puños con fuerza, como si intentara apretar la frustración que sentía. —¿Nunca te tomas el trabajo de informarte antes? En los ojos de ella brilló un cauteloso desafío. —No me extraña que llegaras a semejante situación en Londres —soltó en voz baja, con deliberación—. Jamás se te ocurrió pararte a considerar el riesgo de lo que estabas haciendo. Sophie retrocedió como si él la hubiera golpeado. Una parte de él se arrepintió de sus palabras en el instante mismo en que las hubo pronunciado. Pero la parte que todavía temblaba al pensar en aquel espantoso coqueteo con la muerte no podía evitar desear castigarla un poco por su absoluta inconsciencia. —Te he dicho que yo inspeccionaría la costa —le dijo a su cabeza gacha y sus hombros caídos. Se estremeció al oír su propio tono, tan gélido como cuando descubrió a uno de los sirvientes robando la plata de la iglesia. Al mirar la pequeña figura acurrucada en la hierba se arrepintió otra vez. Su mención de Londres había abierto una dolorosa herida. Pero luego se la imaginó flotando boca abajo en el agua, con las faldas movidas por las olas y el pelo lleno de algas. —Te he dicho que saldría en un bote y que lo haría solo, que este mar era demasiado peligroso para ti. ¿Qué parte de esto no has entendido, Sophie? Sin levantar la cara más de lo necesario, ella lo miró con los ojos humedecidos. —Demasiado peligroso, demasiado complicado, demasiado impactante... para una mujer. —¿De qué hablas? —Fui yo quien vio las luces, el barco. Tengo todo el derecho del mundo a investigar. Él echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. —Conque estás jugando a ser reportera, ¿no es así? ¿No deberías dejarle eso a tu querido abuelito? —No es así. No estoy jugando a nada. —¿No? Entonces, ¿a qué vienen estas escapadas? —Se puso en pie y le tendió la mano para ayudarla a levantarse. Ella miró la mano y luego a los ojos. —Parecías bastante seguro en ese bote —dijo, con una voz tenue y ligeramente trémula—. No hubiera sido tan peligroso dejar que fuera contigo. Hablas de peligro, pero quizá lo que temes es lo que hubiera podido ver. Algo dentro de él se petrificó. —¿Qué quieres decir con eso? —¿Qué es lo que escondes?

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La pregunta lo dejó un momento sin aliento. ¿Por qué le hacía una pregunta semejante? ¿Qué era lo que había oído de él? ¿O qué había adivinado? Era posible que hubiera visto la culpa que llevaba dentro, sin entender qué significaba. Y quizá fuera buena idea fomentar su desconfianza con el objetivo de protegerla. Volvió a tenderle la mano. —Ven. Es mejor que te lleve casa. Ella frunció la boca, le sostuvo la mirada con los ojos entrecerrados y finalmente aceptó su ayuda para ponerse en pie. —¿Piensas acompañarme? —Su tono daba a entender que creía que se había vuelto loco. —Sí. Aunque tendremos que caminar, me temo. He dejado a Prince en el pueblo. —Piensas acompañarme —repitió ella—, ¿vestida así? Él la miró y se dio cuenta de todo lo que no había visto, cegado como estaba por la furia, la pasión del beso y el pánico ante lo que podría haber pasado. Pero en ese momento sí la vio, entera. Sophie se rodeó el cuerpo con los brazos, para taparse los pechos, cubiertos sólo por una delicada tela, pero no antes de que él pudiera ver los oscuros círculos de sus pezones. Chad contempló la estrecha cintura, ceñida por el corsé, la redondez de sus caderas, sus bien torneadas piernas que sus mojadas enaguas dejaban totalmente a la vista. Algo hirvió en su interior y se dio cuenta de lo que pasaba. Ella también lo entendió y dio un paso atrás. —Ya veo a qué te refieres —dijo él, y, con dificultad, inspiró hondo—. Iremos a Edgecombe. Al menos te podré dar una capa con la que puedas cubrirte. No está muy lejos. Seguiremos por la llanura, evitando el camino. Con suerte, nadie nos verá. —¿Y qué hay de tu amigo? Por un momento, él no supo de quién le hablaba. Luego levantó la vista hacia el bote en el que el irlandés navegaba de regreso al pueblo. —Te refieres a Grady. Le he pagado con generosidad antes. Sólo nos queda confiar en que haya sido lo suficiente como para que se dé cuenta de que debe guardar silencio. Intentaré buscarlo más tarde, antes de que vaya a La Gaviota. Después de eso, caminaron sin hablar, ella en ropa interior y él descalzo. Intentó ayudarla cuando llegaban a terreno irregular, pero Sophie se limitaba a ignorar su mano, se recogía las enaguas y seguía adelante. Sus ojos parecían desprender chispas y sus facciones demostraban determinación y seguridad. Iba un par de metros delante de él, cosa que Chad aprovechaba para observar su curvilínea figura, seguro de percibir el dibujo de unos ojalillos en la prenda interior que llevaba bajo las enaguas. Contempló también el vigoroso balanceo de sus brazos, gráciles como los de una bailarina, y tan delicados que se preguntó cómo habían tenido la fuerza suficiente para escalar aquel acantilado. Levantó la mirada hasta la seductora curva de su nuca y su ondulada columna, que se dibujaba bajo la húmeda tela, y sintió el irrefrenable deseo de recorrer aquella

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línea con los dedos, de acariciar cada tierna elevación de su cuerpo, de explorar su nuca con los labios, mientras enterraba la nariz en su pelo. Esas ideas suponían cruzar una peligrosa línea. Entre sus crecientes deudas, la mancha permanente que pesaba sobre su nombre y el desconocido propósito para el que había sido convocado a Penhollow... ¿qué podía ofrecerle a una mujer como aquélla? De todas las preguntas que bullían en su cabeza, ésa era la más fácil de responder: nada. El mero hecho de estar con ella suponía un riesgo para el bienestar de la joven. En algún momento, quien fuera que le hubiese ordenado ir a Penhollow — alguien que formaba parte de una banda de asesinos— se acercaría a él con demandas que Chad desconocía, y cuya naturaleza no podía más que adivinar. No quería que Sophie estuviera cerca de él cuando eso ocurriera. Cuando llegaron a Edgecombe, la detuvo en la terraza. —Si hay algo que descubrir aquí en Penhollow, insisto en que me dejes ser el primero en hallarlo. La expresión de ella pareció cautelosa, vagamente desafiante, y él sintió una urgencia crecer en su interior. —Comprendo tu pasión por la aventura —dijo—. Resulta que es algo que compartimos. Pero esto es más que una aventura. El paisaje de Cornualles presenta peligros a cada momento, muy a menudo en los lugares más inesperados: ciénagas, neblina, traicioneras mareas... Contrabandistas. Asesinos. ¿Era necesario que pronunciara esas palabras para que ella lo entendiera? Pero hacerlo despertaría sus sospechas. Sophie se preguntaría cómo él, un noble, podía saber tales cosas. Resolvió pues usar un razonamiento simple. —No conoces esta zona. No has empezado siquiera a comprenderla. —¿Y tú sí? —He crecido aquí, así que sí, la conozco bastante mejor que tú. Y no puedes negar que, por el hecho de ser hombre, estoy mejor preparado que tú para enfrentarme a los desafíos que puedan presentarse. Cuando ella arqueó una ceja con indignación, él levantó una mano. —Como tú misma señalaste ayer, tengo mayor libertad para moverme por este pueblo y hacer preguntas. Así pues, lo único que tiene sentido es que me dejes hacerlo. Si acuerdas conmigo poner en primer lugar tu seguridad, te prometo que no te ocultaré nada. Ella se quedó un momento en silencio y entrecerró los ojos. —¿Deseas mantenerme a salvo? —Por supuesto que sí. —¿Y comprendes mi pasión por la aventura? —Así es. Con los brazos cruzados, dio un paso hacia él.

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—Me temo, lord Wycliffe, que no entiende usted absolutamente nada. Admito que hoy he cometido un error casi fatal. Tienes razón acerca de que no conozco esta zona demasiado bien y que no he respetado la naturaleza como debía, que he fallado por no tener en cuenta su fuerza y su poder, pero ése no es un error que piense repetir. Hizo una pausa, frunció los labios y los separó con un sonoro ruido. —Me has salvado la vida y te estoy agradecida por ello. Siento mucho el riesgo que mi comportamiento ha supuesto para tu persona. Pero no es tu deber protegerme. Ya tengo suficiente con un padre que me cuida más de lo que yo quisiera y con un abuelo tan dominante. No necesito más hombres que se crean con derecho a gobernar mi vida. Y, para tu información, no es la aventura lo que me apasiona: es la verdad, milord. ¡La verdad! Un concepto que harías muy bien en incluir en tu propia vida. Ahora, si me prestas una capa, podré seguir mi camino sin causarte más molestias. Tras esas palabras, pasó por su lado y entró en la casa. Maldita mujer. Con su orgullo, sus altivos ideales y su terca negativa a entender lo que le decía, parecía decidida a hacer la situación lo más complicada posible. Si el intento de razonar no había funcionado, no volvería a intentarlo. Si era necesario asustarla, lo haría, aunque se odiara a sí mismo mientras lo hiciera. Con sus últimas palabras resonando en su cabeza, se abalanzó hacia la oscuridad del vestíbulo y la cogió por la muñeca.

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CAPÍTULO 8

—Date la vuelta, Sophie, y mírame. —Con su larga mano le sujetaba el antebrazo con firmeza—. ¿Qué demonios has querido decir con eso? Las sombras cubrían sus cejas y su boca, dejándole sólo los ojos a la luz, clavados en ella con una emoción que la asustó. Deseó soltarse de su mano, poner distancia entre los dos, pero de inmediato se dio cuenta de su situación. ¿Qué seguridad encontraría en casa de aquel hombre, en la helada y sombría Edgecombe, el lugar al que le habían advertido cientos de veces que no fuera? —Dime qué has querido decir con eso de la verdad —insistió él con un tono que no admitía duda—, y con lo de que tengo que incluirla en mi propia vida. La había hecho decir esas palabras con su condescendencia y sus consejos, con su irritante arrogancia. A Sophie le había parecido que sus palabras estaban justificadas. Sin embargo, en ese momento... —Sólo ha faltado que me llamaras mentiroso. —Se inclinó sobre ella, con una tormentosa amenaza ensombreciendo sus elegantes rasgos—. ¿Por qué? Permanecía inmóvil ante la presión de sus dedos, mientras la examinaba de pies a cabeza, y contemplaba su estado de semidesnudez, el movimiento de su pecho, presionando contra la camisola, luchando por respirar aquel aire que de repente se había vuelto denso y sofocante. Sintió una punzada de temor. Allá en el páramo la había dejado sin aliento y la había sorprendido con su apasionado beso. Había sido una especie de castigo. Estaba furioso con ella; la presión de sus labios le habían transmitido la magnitud de su enfado y la habían dejado temblando, confundida y con la sensación de haber perdido el control de la situación. Y, sin embargo..., entre todos aquellos gritos y por debajo de la violencia del beso, Sophie había experimentado una emoción muy diferente... una emoción que se despertó en su interior cuando él le cogió la cara. Pero ¿dónde estaba esa emoción ahora? Chad era como un camaleón, siempre cambiante, mudando de humor. Era como si dos hombres completamente diferentes convivieran dentro del mismo cuerpo. Se quedó muy quieta, sin intentar apartarse. —Me has mentido —dijo ella.

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—Jamás. —Sí. Sobre cuándo llegaste a Penhollow. Dijiste que fue la noche en que nos conocimos, pero ya estabas aquí antes de eso. Te vi. Aquí, en esta misma casa. —Eso es imposible. El genuino asombro que vio en sus facciones hizo que ella dudara por primera vez. Pero al recordar el día del que hablaba, de inmediato descartó la duda. —Yo estaba en el jardín. Y te vi mirando por la ventana de la biblioteca. Él le soltó la mano tan repentinamente que Sophie se sobresaltó. —Estás equivocada. Terriblemente equivocada. Llegué exactamente cuando te dije. Y te aseguro que, aunque hubiera estado antes en Edgecombe, sería imposible que me hubieras visto en la biblioteca. Sonó tan categórico, todavía tan enfadado. ¿Podía ser que estuviera equivocada? —Entonces dime qué sabes de las luces del puerto y del barco que vi. ¿Qué significa todo eso? —No tengo respuestas que darte. Intentaba encontrar algo hoy, cuando las circunstancias me han obligado a dejar de lado esa prioridad y rescatarte. Al parecer, tienes una inclinación a interrumpirme en los momentos más inoportunos. Se refería, por supuesto, a la mañana del día anterior, cuando lo había sorprendido en los acantilados, en el extremo de su jardín. También entonces estaba buscando respuestas. Sophie experimentaba la persistente sensación de que había algo importante que él no le estaba diciendo. ¿Para protegerla? ¿O había otras razones para su reticencia? —Te buscaré una capa —dijo—, o lo que sea que pueda encontrar arriba. —Con un aspecto repentinamente cansado, pasó a su lado y comenzó a subir la escalera. Lo vio marcharse, y a ella misma la sorprendió la prisa que se dio en seguirlo. Era aquella casa. El frío. Las oblicuas sombras y la furia de él todavía flotando en el ambiente. —¿Lord Wycliffe? Chad pareció sobresaltarse al descubrirla tras de sí en la escalera. Se detuvo a mitad de camino y la esperó. Su esbelta figura se recortaba contra la polvorienta ventana que tenía detrás como sobre un borroso arco iris. —No... quería esperar sola —farfulló. Se dio cuenta de lo tonto que sonaba, pero no le importó. Él la miró como si el altercado que había tenido lugar segundos antes nunca hubiera sucedido. —Mi padre tenía aquí un guardarropa completo. Mi madre sólo venía ocasionalmente, pero quizá haya algún vestido. Sophie lo siguió hasta una habitación de muebles oscuros y pesados cortinajes. Al verse de reojo en un espejo, Sophie se alarmó. ¡Cuán escandalizada —así como sorda a sus explicaciones— se quedaría su familia si la veían así! ¡En compañía de un hombre

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en ropa interior! Se lamentarían amargamente de que no fuera la dama que deseaban que fuera. Él abrió las puertas dobles del armario. —Puede que aquí encontremos algo para ti. La habitación estaba oscura y el contenido del armario no se distinguía bien. Sophie fue hasta la ventana y corrió las cortinas. En la distancia, más allá de los jardines, el mar resplandecía a la luz del sol. Se quedó mirándolo y, de repente, se dio cuenta de una cosa: de no ser por el conde, por Chad, en esos momentos ella estaría flotando allá a la deriva, convertida en alimento para las criaturas que vivían bajo aquellas olas. Se dio la vuelta y lo miró a él. Le llamó la atención la forma en que sus hombros llevaban la camisa mientras cerraba las puertas del armario e iba hacia el vestidor. La prenda apenas podía contenerlo especialmente con la tela tirante y rígida por el agua salada. El lino parecía haberse adherido a su cuerpo como si fuera una segunda piel. De repente, se volvió hacia ella y arqueó una ceja, como para darle a entender que la había descubierto mirándolo, aunque su expresión permaneció impasible, neutra. Sophie parpadeó y buscó desesperadamente algo que decir. —¿Ésta era la habitación de tu padre? —De mi madre. Eso la sorprendió. Fue hacia la cama y se apoyó en uno de los sólidos postes tallados de oscura caoba. No había nada femenino en aquella habitación. —No me extraña que tu madre no viniera mucho por aquí. Es un lugar absolutamente masculino, ¿no es así? Supongo que a tu padre le gustaba venir aquí a cazar, a disfrutar de la tranquilidad y a estar solo. —Espera aquí mientras busco en las otras habitaciones —dijo, con una cortante mirada. Tensando los labios, desapareció por el pasillo. Ella suspiró y se sentó en la cama a esperarlo. El lecho era muy tentador. Sin importarle el polvo que cubría la colcha, se acostó. En la cabecera había una pila de almohadas. Cogió una de las de encima, la dejó en el suelo y apoyó la mejilla en otra de las de abajo, relativamente limpia. Las piernas le temblaron de fatiga y le dolía la espalda. Sintió los párpados muy pesados. Pensó en todo lo que había escalado, en el miedo que había sentido... se habían salvado de una buena. Cerraría los ojos sólo un momento. Cuando volvió a abrirlos, las estrellas brillaban tenues sobre ella tras un velo de nubes. Sentía cómo el agua helada se colaba por su cuerpo, como un niño impaciente que le tironeara de la falda, del pelo. Flotaba a la deriva en medio del vasto y negro océano, sin más puntos de referencia que las lejanísimas luces del puerto. Presa del pánico, intentó sentarse, pero la marea se la tragó.

Chad casi abandonó la búsqueda después de abrir un guardarropa vacío en la

tercera habitación donde lo intentaba. No se molestó en mirar en el antiguo dormitorio de su padre ni en el que él había elegido para quedarse. Pero en la sexta y última

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habitación se encontró con un pequeño surtido de vestidos que estaba bastante seguro de que no habían pertenecido ni a su madre ni a ninguna otra mujer que él conociera. Al contemplarlos, tuvo una vaga sensación de incomodidad. Su madre no había sido tan alta como para llevar aquellos vestidos. Ni eran el estilo de los que le encargaba a su modista personal. Recorrió las muselinas baratas y el satén, mirando cada vestido con creciente resentimiento. La sensación que tenía en ese momento se parecía al mareo producido por el brandy malo y los cigarros pasados. Fue hasta el tocador y revisó los cajones. No había mucho en ellos. Cintas y horquillas para el pelo, medias y ligas, un chal con un colorido bordado, una turbia botella de cristal con una esencia demasiado basta como para ser de su madre. Pateó el taburete y se vio reflejado en el espejo, respirando con dificultad y apretando los dientes. Acompañado de su perro de caza favorito, Franklin Rutheford solía abandonar Grandview a caballo con la excusa de que necesitaba pasar una o dos semanas en Edgecombe para relajarse, cazar y fumar en pipa sin molestar a su esposa. La madre de Chad jamás se quejaba. Siempre se despedía de su marido con una serena sonrisa y sus más sinceros deseos de que disfrutara de sus días en soledad. De joven, Chad había acompañado a su padre en muchos de esos descansos, pero a medida que habían ido pasando los años, las visitas se fueron haciendo menos frecuentes. Él había tenido remordimientos por eso, pero ahora se preguntaba si su padre se habría sentido aliviado, feliz por poder estar a solas con... su amante. O una prostituta, a juzgar por los vestidos. Miró el guardarropa y luego se sentó en el borde de la cama y hundió la cabeza entre las manos. ¿Marianne Rutheford habría adivinado la verdad? ¿O Franklin había sido un marido fiel hasta después de la muerte de su esposa, víctima de fiebres, seis años antes? Por Dios, Chad rogó porque así fuera. Pensar en su padre como el tipo de hombre capaz de traicionar a su esposa le dolía demasiado. Lo mismo sentía ante la idea de que su madre lo hubiera sabido y aceptado. Pero ésas eran respuestas que jamás tendría. Si hubiera estado más cerca de su padre en aquellos años finales y no hubiera mantenido aquella indiferente (aunque cordial) distancia entre los dos, quizá Franklin hubiera confiado en él. Una dura verdad lo alcanzó como si se tratara de un brutal golpe. Jamás había conocido verdaderamente a su padre, ni como hombre ni como el amigo que podría haber sido para él. Si Chad se hubiera dignado pasar más tiempo con él, para bien o para mal, al menos hubiera entendido qué era lo que lo inspiraba, lo que lo motivaba. ¿Qué lo había llevado a beber tanto brandy la noche en que las llamas no habían conseguido despertarlo? Chad sintió un frío dolor en el pecho que parecía llegarle al alma. Se cogió a uno de los postes de la cama y se aferró a él para no caer al suelo. El pasado no podía cambiarse. Pero sí de ese día en adelante; podía ser un hombre mejor. Pensó en Sophie y el dolor menguó. Sophie con su corsé y su enagua y su sedoso cabello castaño sobre la cara. Sophie, pequeña, vulnerable y valiente. Lo bastante

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valiente como para enfrentarse a él. Para llamarlo mentiroso porque, por alguna razón, creía que lo era. Casi estaba contento de que ella lo creyera así. La mayoría de las mujeres que conocía estaban siempre de acuerdo con todas sus opiniones, con todos sus deseos. No porque lo tuvieran en alta estima, sino porque era el conde de Wycliffe, con su título y sus propiedades y, al menos ellas lo suponían de ese modo, su riqueza. Un excelente partido para la afortunada dama que finalmente pudiera atraparlo. Volvió al armario. Tenía que haber algún vestido... Sí, el de satén verde musgo de mangas cortas abullonadas y falda plisada. Era el más decente de todos. El color no era tan distinto del que Sophie había perdido en el mar y, con suerte, su familia no notaría la diferencia. Se colgó el vestido del brazo. —Creo que he encontrado algo apropiado... —Se interrumpió cuando, al entrar en la habitación en la que la había dejado, la vio en la cama con dosel. Estaba de costado, con la mejilla apoyada en la almohada, los ojos cerrados y los labios ligeramente separados. La enagua se le había enredado en las rodillas y dejaba ver las medias y los zapatos llenos de sal, estropeados aunque no alcanzaban a rebajar la tersura de sus piernas, el tentador contorno de sus tobillos y sus delicados pies. Pero al mirar un poco más arriba, un anhelo desenfrenado se apoderó de él. Sus turgentes pechos asomaban por el borde de su ropa interior, y el valle entre ellos era una profunda promesa de sedoso calor, un paraíso de lujuria. Su deseo se enardeció. Se acercó a la cama y se quedó de pie junto a ella. Era toda dulzura, calidez, suavidad... y sensuales curvas. Podía oír su respiración, y los breves suspiros que de vez en cuando se ahogaban en su garganta, como si estuviera soñando. Ella sí era un sueño y Chad no podía quitarle los ojos de encima. Quería tocarla, acariciar cada centímetro de su piel, deseaba quitarse la ropa y quitársela a ella, tomarla en sus brazos y olvidarlo... todo. Debía de estar exhausta. Por supuesto que lo estaba. Después de subir por aquel acantilado tan peligroso con tanta valentía, sólo había conseguido que él se desquitara con ella. Sí, Sophie los había puesto a ambos en peligro, pero él debería haberse mostrado más paciente. No debería haberle gritado como lo había hecho. Y, ahora se daba cuenta, tampoco debería haberla cogido con violencia por la muñeca. Al acercarse, le pasó un dedo por las marcas rosadas que le había dejado en la piel. O quizá no la hubiera cogido tan bruscamente; quizá su piel fuera muy suave y demasiado delicada. Tal vez fueron aquellas marcas o el simple hecho de que ella durmiera tan apaciblemente bajo su techo, bajo su protección, lo que transformó la lujuria inicial en una profunda y sobrecogedora ternura. —Imprudente Sophie —susurró—, que bajas la guardia conmigo. Al quitarle los zapatos y dejarlos cuidadosamente en el suelo, sintió un nudo en la garganta. La miró un momento más, permitiéndole a sus ojos el placer que le negaba a sus manos; unas manos que no la merecían. Luego rodeó la cama y se sentó en la silla llena de cosas que había frente a la ventana, desde donde podía mirarla dormir.

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La pequeña, de no más de seis años, iba de la mano de Chad mientras recorrían el camino. Ella hablaba mucho y tiraba de la mano de él cuando se rezagaba mirando algún detalle de alrededor. —¡Ven, ven! —lo urgía. Llevaba el brillante cabello color caoba peinado con raya en medio, y trenzas sujetas con dos lazos azules que combinaban con sus ojos. Ella le sonrió y comenzó a caminar más de prisa, obligándolo a dar pasos más largos—. Si no nos apresuramos, llegaremos tarde. —¿Tarde para qué? —preguntó Chad, intentando adivinar adónde se dirigían y quién era la niña. Y por qué parecía conocerlo y confiar tan ciegamente en él. —Oh, ya lo sabes, tonto. —No, no lo sé. Pero quizá quieras ser una buena chica y decírmelo. Era una niña preciosa, con una naricilla respingona, un montón de pecas y unos ojos grandes y radiantes. —Hoy es mi cumpleaños. Y no podemos llegar tarde a mi fiesta. —¿Y dónde es tu fiesta? —Oh, ya lo sabes. —No lo sé. —Al llegar a la cima de un promontorio, un amplio paisaje se abrió ante ellos, bordeado en la distancia por una sucesión de colinas rocosas—. ¿Está lejos? —No, tonto, ya casi hemos llegado. —Y ¿quién eres tú? ¿No me dirás tu nombre? —Oh, no deberías molestar a una señorita el día de su cumpleaños. —Se soltó de su mano y siguió caminando alrededor de él. Chad se mareó un poco al intentar seguirla en su enloquecida carrera. La niña salió del camino y un momento más tarde volvió con un ramo de rosas—. Para ti. Él cogió las flores de sus manos tendidas y miró hacia los suaves tonos púrpura y marrón de las hierbas, sin ver nada parecido a los capullos rojo sangre que ella le había dado. —¿Dónde has encontrado rosas? —Las rosas son mis favoritas. —Acercó su pequeña carita a la de él y su alegría y su risa se transformaron en una oscuridad vacía, una insondable desesperación—. Ella debería enterrarme con rosas. Chad percibió el olor a mar. Dio un salto hacia atrás con el corazón latiéndole desbocado. —Llegaremos tarde —susurró la niña—. Demasiado tarde. —Miró al cielo que, de repente, había perdido su brillo. En ese momento se oyó un lejano trueno—. Viene una tormenta. ¡Corre! Y salió disparada. Su falda rosa y sus enaguas, blancas como la nieve, se movían mientras la pequeña corría, no por el camino, sino por mitad del páramo lleno de piedras. Chad se lanzó tras ella, gritándole que se detuviera, corriendo a toda velocidad en un desesperado intento por darle alcance, de frenarla antes de que... No sabía antes de qué. Sólo sabía que debía alcanzarla. Empezó a llover, una lluvia torrencial que lo empapó de inmediato. Las gotas se le metían en los ojos. Levantó una mano para apartar el agua y, cuando volvió a mirar, la niña había desaparecido.

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La sensación de pánico le cerró la garganta. Avanzó con furia, patinando hasta detenerse al borde del promontorio. ¿Dónde estaba? ¿Se había caído? Enjugándose los ojos del agua de lluvia, la buscó entre las agitadas olas, esforzándose por encontrar algún destello de color rosa en aquella furiosa negrura. Sintió una ráfaga de aire helado y el aliento se le congeló en los labios. De algún modo —no sabía cómo— bajó el acantilado, aterrizando ileso al pie del mismo. Las olas le mojaban los zapatos, los tobillos, atrayéndolo, empujándolo hacia adentro. Dios, ¿dónde estaba la niña? ¿Dónde? Un delgado brazo asomó del agua. Luego, otro. Desesperada, luchaba por mantenerse a flote sobre la marea. En la superficie asomó la cabeza. Sus labios se abrieron para coger aire, pero volvió a hundirse. Chad se lanzó al agua agitada, enfrentándose a su potencia y dejando que lo arrastrara. Casi había llegado. La tenía tan cerca. ¡Espera, pequeña! Ella volvió a salir y la impresión de verla lo dejó sin habla. Marchita, sin vida, había perdido todo el color y tenía los labios azules y el vestido hecho jirones. Y sus ojos, aquellos ojos radiantes, lo miraban vacíos, produciéndole desesperación y un remordimiento sin esperanza. Abrazó el cuerpo inerte. Las pocas fuerzas que le quedaban se le escurrían en aquel maligno mar, pero Chad se las apañó para llevar el cuerpo hasta la costa, animado por un único propósito: no dejaría que el mar se la llevara. No lo permitiría. Estaba temblando, debilitándose, el cuerpo se le deslizaba... La abrazó. Las lágrimas le nublaban la vista y le ocultaban lo que tenía alrededor, la tormenta, las olas, todo menos aquellos ojitos. Aquellos serios ojos grises... La niña ya no tenía los ojos azules. Y tampoco era ya una niña. Un alarido de incredulidad y rabia surgió de lo más profundo de sí mismo, del corazón, del alma. Era Sophie quien estaba en sus brazos, era a Sophie a quien estrechaba contra el pecho, era por ella por quien lloraba, un llanto feroz que se abría paso entre el rugido de las olas y la violencia de los truenos.

Sophie se despertó. Oyó un grito y, al incorporarse, se llevó las manos a la garganta. Tosió agitada hasta recuperar el aliento... Sentía como si el aire se hubiese vuelto pesado, como si en lugar de aire fuera gélida agua marina. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado? Temblaba de pies a cabeza, dando patadas para liberar las piernas de las faldas y tratar de comprender las imágenes que todavía podía ver en sus ojos. A su lado, el colchón se hundió bajo el peso de alguien que subía a la cama. Un par de brazos la estrecharon y notó una solidez familiar contra su mejilla mientras una profunda voz le murmuraba al oído: —¿Sophie? ¡Oh, Dios! Sophie. Estás viva. Estás bien. La desesperación hizo que el abrazo de Chad fuera estremecedoramente intenso. La forma en la que la estrechó contra su cuerpo y la apretó contra él, cómo le recorrió las cejas, las mejillas y el pelo con la boca, un reguero interminable de besos... la demostración de un frenético alivio. Ella sintió la misma desesperación cuando Chad

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dejó de abrazarla y besarla. Sophie también se había abrazado a él con todas sus fuerzas enterrando la cara contra el agitado pulso de su cuello. Ambos temblaban violentamente, y el corazón les latía de tal modo que podían sentirlo contra el pecho. Se estrechó contra Chad, buscando su calor y dándole el suyo. Como aquella noche en la iglesia. —Qué sueño tan horroroso... —dijo él. —El mío también —susurró ella—. Un sueño horrible. Ni siquiera puedo comenzar a describirlo... —Tú te ahogabas... —Tú intentabas salvarme... —Había una tormenta... —Olas aterradoras... —Pronunciaron estas últimas palabras al unísono, y, de repente, cada uno se dio cuenta de lo que el otro decía. Se sentaron y apartaron, mirándose inmóviles. La ferocidad que había en los ojos de Chad contradecía la suavidad de su tacto mientras le acariciaba los brazos desnudos. —No es posible. Ante sus caricias, a ella se le erizó la piel. Lo que cada uno describía... Él tenía razón, no era posible. Y sin embargo... —Hemos tenido el mismo sueño —susurró Sophie, sujetándole los brazos con las manos. —¿Cómo es posible? —Chad intentaba encontrar una explicación lógica, al igual que ella. Pero no la encontraron. Sólo existía la energía que había entre los dos, el ardor en los ojos de él y la necesidad que impulsó a Sophie a volver a sus brazos. Chad la estrechó con firmeza y la habitación pareció darle vueltas cuando la empujó contra el colchón y le cubrió el cuerpo con el suyo. Con los labios rozó desesperadamente el borde de su camisola, buscando sus pechos y llenándoselos de urgentes besos. Una y otra vez, pronunció su nombre con sus húmedos labios y la fiera violencia de su lengua. Mezclado con un creciente alivio, el deseo floreció dentro de ella, crudo y poderoso. —Venías a buscarme. —Lo tenía abrazado, necesitaba sentir la cálida certeza de su cuerpo contra el suyo—. Estabas allí, y yo sabía que me salvarías. Sabía que no iba a morir. —Yo creía que era demasiado tarde. —Su susurrada confesión se le ahogó en la garganta—. Condenadamente demasiado tarde. Lo intentaba, pero... —Tranquilo ya ha pasado. Sólo ha sido un sueño. Nada más que un sueño. — Sophie le pasó las manos por el pelo, cogiéndole un mechón y tirando de él hasta que levantó la cabeza y sus labios se encontraron. Llamas de anhelo estallaron en su interior, encendiendo sus pezones y la unión de sus muslos.

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—Sólo un sueño —repitió él—. Gracias a Dios. —La besó y estrechó entre sus brazos con una fuerza que la alarmó. Sin embargo, aquella desesperada muestra de alivio la remitía al hombre que había conocido en la capilla, en el páramo, el que la había abrazado, consolándola, cuando la vio entrar y la protegió de la fantasmagórica noche y su embrujada neblina. A través de la enagua y la camisola, el tacto de sus manos le incendiaba la piel. Se sorprendió a sí misma abriendo las piernas para Chad mientras éste avanzaba hacia sus partes más íntimas. La manera en que la tocaba parecía ser perfecta, la adecuada en cada uno de los centímetros de piel que exploraba. Una cinta se desató y sus pechos fueron cubiertos por las anhelantes manos masculinas. Ella ahogó un grito cuando él prodigó suaves caricias a sus pezones. La dulce agonía liberó un torrente de deseo, una sensación física y al mismo tiempo una profunda emoción. Y algo más... Una urgencia no sólo de tomar algo, sino también de compartir aquel increíble placer, tal como habían compartido el terror del sueño. Metió las manos debajo de la camisa de él. Se le cortaba la respiración con cada pequeño descubrimiento que hacía con sus trémulos dedos: las duras líneas de su pecho, el fascinante dibujo de los músculos de su espalda, la estrecha y firme curva del trasero bajo los pantalones. Las manos de Chad, mucho más grandes, la recorrían asimismo entera: los pechos, los muslos, el trasero, transmitiéndole la fiebre de sus palmas abiertas. El deseo crecía, se hacía frenético. Al llegar a la línea de vello que desaparecía por la cintura del pantalón, Sophie se detuvo. ¿Se atrevería a seguir? El murmullo de placer de Chad la animó a deslizar los dedos por debajo de la tela. Oh, no había nada blando en aquel hombre, nada más que aquellos labios con los que le pellizcaba suavemente la piel. Era sólido y tan rígido como el paisaje de Cornualles. Pero lo que la fascinó más que nada fue aquella aterciopelada rigidez latiéndole en la palma de la mano. Un gruñido de placer creció en su pecho mientras él le besaba un pezón, describiendo círculos precisos con la punta de la lengua. Sophie cerró más la mano alrededor de su miembro y su profundo gemido despertó en ella un anhelante deseo que demandaba ser satisfecho. Lo soltó y, con ambas manos, le desabrochó el pantalón. Su dureza se elevó, golpeándole el vientre. Él llevó la boca desde su pecho hacia sus labios, transmitiéndole su pasión con un profundo e insaciable beso. Tenía las enaguas en la cintura mientras él la acariciaba entre las piernas, enviando ondas de calor a través de su delicada ropa interior. Bajó una de las manos por sus muslos, mientras con la otra se abría paso entre sus piernas, separándoselas, y acariciando la húmeda tela. Espasmos de placer se apoderaban de ella, llegándole en potentes oleadas que hacían que la sensación fuera cada vez más intensa. —¿Deseas esto, Sophie? —Yo... «Debes ser una buena chica, Sophie. Una verdadera dama».

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Se quedó inmóvil. Oh, Dios, ¿es que nunca se liberaría de la censura de su familia? ¿Por qué entonces? No estaban allí; no entendían —ni podrían entender— las circunstancias que la habían llevado a entregarse en brazos de Chad. Habían sido ellos quienes la habían abandonado, quienes la habían desterrado. ¿Por qué permitía que siguieran imponiendo condiciones en su vida? Cerró los ojos, inclinó la cabeza y lo besó. —Sí. Te deseo. —Y yo a ti. Pero abre los ojos, Sophie. Mírame. —Cuando ella lo hizo, la contempló largamente, con las manos quietas entre sus piernas. Poco a poco, el deseo que se había reflejado en su cara con tanta claridad dio paso a una expresión de remordimiento—. No debemos. Está mal. Jamás me lo perdonaría. Ella sintió que se le paraba el agitado corazón. ¿Había percibido su inexperiencia y eso le había provocado un repentino cargo de conciencia? ¿O había sido su entusiasmo lo que le había cohibido? En medio de su mezcla de confusión y ardiente deseo, apareció la respuesta, simple y llana. Allí, en aquel momento, incluso sin que nadie los viera, su reputación estaría arruinada, mancillada. Quizá nadie lo supiera nunca, pero ella sí lo sabría. Sabría cuán lejos estaría de ser una verdadera dama. La vergüenza se apoderó de ella, que tuvo ganas de escabullirse de allí y morirse. Se cubrió los pechos con las manos e hizo ademán de sentarse, pero Chad se lo impidió. Le apartó las manos y la besó con una consoladora suavidad. —Hay otras maneras... —susurró. La recorrió delicadamente con los labios, comenzando por los pechos y bajando por los costados, rozándole el vientre. A medida que iba trazando su húmedo sendero por su cuerpo, Sophie se dejaba ir un poco más, relajándose y entregándose al éxtasis. Cuando llegó a su entrepierna, se la besó, se la mordisqueó con suavidad y le pasó la lengua por encima, con ella temblando ante su tacto. Le sujetó las caderas y la levantó, acercándola al calor de su boca. Succionaba y apretaba los labios contra la sensibilizada piel de su sexo, moviendo con delicadeza la punta de la lengua sobre él, transmitiéndole su calor. A medida que la recorría, Sophie sintió un acelerado fuego en su interior. Se dejó ir, transportada por crecientes oleadas de puro placer, cada vez más intenso, hasta llenar el aire con sus gritos, mientras su cuerpo se agitaba y temblaba como la marea rompiendo contra los acantilados en mitad de una tormenta. Pasaron varios minutos hasta que su acelerado corazón se calmó y ella recuperó el ritmo normal de su respiración. Minutos que necesitó para volver a sentirse parte del mundo físico y dejar de ser una extática conjunción de pasión y sensaciones. Chad se tumbó a su lado, la rodeó con sus brazos y la movió encima de su cuerpo. Hundió las manos en su pelo, todavía húmedo, y se lo retiró. Sophie se estremeció, se incorporó un poco sobre él y lo miró. La había llevado a extremos de placer que ella jamás había imaginado. El hecho de saber que Chad no compartía ese placer no había disminuido el suyo, o al menos no había empañado ni un ápice el estallido que se había apoderado de ella.

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—¿Por qué te has privado tú? La respiración de él le movía suavemente el pelo. —¿La verdad? Sophie asintió. —No tengo la menor idea. —Recostó la cabeza en las almohadas y se puso un brazo sobre los ojos. ¿Ya no la deseaba? Impulsada por la necesidad de saber, deslizó una mano hasta su entrepierna. Por un instante, sus dedos se toparon con un pétreo calor. Después, él le cogió la mano y se la apartó. —No me tientes, Sophie. Hoy ya has sido bastante osada, tentando al mar. La advertencia se le clavó como una aguja en la conciencia y sintió que Chad se alejaba un poco de ella. Levantó la cabeza y miró la firme línea de su mandíbula, sus labios apretados. Todavía tenía el antebrazo sobre los ojos... ocultando sus pensamientos. Tuvo un extraño presentimiento, algo muy distinto a la tierna pasión que había experimentado momentos antes. Deseaba complacerlo, ahuyentar el sombrío humor que se había apoderado de él y volver a ver su infrecuente sonrisa. —En el futuro seré más cuidadosa y no andaré tentando la suerte otra vez. —Mejor así. —Se apartó el brazo de la cara, la cogió por los hombros y la bajó hasta apoyarle la espalda en el colchón. Se tumbó de lado junto a ella. —Recuerda esto: cada vez que te pones en peligro, me pones en peligro a mí. Porque yo intentaré estar allí. Donde sea que tu estés, sea cual sea la tontería que se te ocurra, estaré junto a ti. O, si tengo suerte, un paso por delante. Entre los brazos de aquel desconocido, con los puños cerrados en sus hombros, lo miró a los ojos y se estremeció ante la ferocidad de su promesa. Una promesa que contenía el discordante tono de una amenaza. ¿Lo hacía a propósito? ¿Aquella severidad era para convencerla por su propio bien o pretendía disuadirla para que no interfiriese más en sus asuntos, y con los asuntos de Penhollow? Había querido hablarle de la conversación que había escuchado el día anterior entre sus tíos. Pero en ese momento lo pensó mejor, cuando las insidiosas sospechas que había tenido respecto a él resurgían de nuevo. Su negativa a aceptar que estaba en la casa el día en que ella lo había visto... sus impredecibles cambios de humor... su repentino recelo... Sophie se resistía a dudar de él, se resistía a creer que pudiese estar escondiendo algo. Chad se apartó un poco y se sentó. Ella se levantó a su lado, con los pechos expuestos a través de la camisola abierta. Tenía los pezones rosados, como exaltadas gotas, después de sus caricias. Cogió los lazos de la prenda y se cerró el escote. —Tal como te he dicho —dijo ella con suavidad—, te agradezco lo que hoy has hecho por mí, pero no necesito otro...

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Él la atrajo hacia sí, le cubrió un pecho con la mano abierta a través de la tela y le dio un beso que la dejó sin aliento. —Sé que no soy tu padre, Sophie. Ni tu abuelo. Nunca seas tan tonta como para creer algo así. Cielo santo, no, no lo creía en absoluto. Se lo había dejado perfectamente claro con sus actos.

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CAPÍTULO 9

De pie en el campo, Chad miró a Sophie hasta que ésta llegó al camino y desapareció en la casa de sus tíos. Se quedó un momento más, como si así pudiera ver en el interior de la vivienda y saber si había podido entrar sin problemas, sin que ningún miembro de la familia le preguntara por su larga ausencia o por el vestido que llevaba puesto. No había nada que él pudiera hacer para mejorar la situación. Si apareciera en la casa, sólo conseguiría empeorar las cosas. Ahora, su principal objetivo era encontrar a Grady a tiempo de llenar su callosa mano de suficientes monedas como para que no anduviera hablando por ahí de la dama en ropa interior que había escalado los acantilados con el conde de Wycliffe. Se encaminó hacia el pueblo, todavía alterado por el desastre que había estado a punto de ocurrir unas horas antes. La escalada, el sueño, y, lo que era aún peor, lo cerca que había estado de convertirse en el villano que le robara a Sophie su inocencia. Había querido enterrar sus miedos y su culpa en su dulce carne virginal y buscar el perdón en sus inocentes ojos grises. De haber hecho algo así, se habría convertido en un ser infame, mucho peor que todos los Henry Winthrop del mundo. Era consciente de que, al enfriar su pasión de repente, la había herido. Sobre las sábanas desordenadas y envuelto en su cálido perfume, había simulado ira y desaprobación para mantenerla alejada... alejada de las investigaciones de las malditas luces del puerto y también alejada de sí mismo. Mejor que ella lo creyera caprichoso a que pensara que era un canalla. Mejor que fuera libre para alejarse de él y buscar en otro lugar un hombre que realmente la mereciera. Se detuvo a la entrada del pueblo, con la inquietante sensación de que estaba siendo observado. El viento se paró de repente y los pájaros se quedaron en silencio. El paisaje mismo parecía tenso, como a la espera de algo... Esta última idea le devolvió un mínimo de sensatez, mientras, tras echar un rápido vistazo a su alrededor, se aseguraba de que no lo acechaba nadie, ni vivo ni muerto. Desechó las aprensiones y reanudó la marcha. Recuperó a Prince del establo que había detrás de La Gaviota Pendenciera, junto con el abrigo y las botas que había dejado en el fondo del bote de Grady.

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El irlandés le aseguró que, después de que él se fuera, había estado pescando y que no había hablado con nadie. Chad le dio una libra para asegurarse de que el hombre mantuviera su silencio respecto a lo que había visto. Chad se puso las botas de inmediato, feliz de poder quitarse el par que había encontrado en la habitación de su padre y que le apretaban los dedos. Su siguiente parada fue en la casa del párroco, en la parte alta del camino. Al recorrer con Prince la senda adoquinada y cubierta de musgo, se fijó en la inusual cantidad de tumbas recientes que salpicaban el camposanto. La mayoría de ellas estaban en la parte de atrás, la zona de los pobres, según le había dicho Kellyn. La tumba más nueva era del día anterior, un montículo bajo con una cruz de madera clavada. Al llegar al pequeño establo, Chad desmontó. En la parte trasera de la vivienda, el hombre que había oficiado el funeral estaba en cuclillas entre las bien delineadas hileras de un huerto. Él lo saludó desde donde estaba y el párroco levantó la vista, se quitó el sombrero y se secó el sudor de la frente con la manga. —Un momento, si me permite. —Con un par de tijeras de podar, cortó una planta y la echó a un canasto que tenía junto a las rodillas. Las mezcladas esencias de las hierbas frescas se notaban en el aire. —Mi verbena ha llegado hoy al punto de perfecta madurez —comentó el hombre —. Hay que cosecharla antes de que bajen las temperaturas. Mientras Chad esperaba, observó con atención el pequeño complejo parroquial que su padre había fundado. Consistía en la iglesia, que también se usaba como escuela, y una modesta vivienda. Ambos edificios estaban hechos de imponentes bloques de granito y protegidos de los vientos oceánicos con macizos tejados de pizarra. Aquellas estructuras resistirían tanto al paso del tiempo como al azote de los elementos, a diferencia de su padre, que había sucumbido a ambos. El repentino silencio de las tijeras devolvió su atención otra vez al párroco. Éste se puso en pie y el sol resplandeció en sus gafas de montura de plata. —Bienvenido a la iglesia de St. Brendan. ¿En qué puedo ayudarlo? Cuando su mirada se encontró con la de Chad, el hombre se quedó repentinamente inmóvil, con los ojos abiertos como platos. Dejó caer las tijeras al suelo, se llevó una mano al pecho y dio un paso atrás, pisando una de sus bien cuidadas plantas. —Franklin... Varias plantas más sufrieron un poco cuando Chad dio unos apresurados pasos hacia él y le cogió el trémulo brazo para evitar que se desplomara. —Soy Chad, Chad Rutherford. El hijo de Franklin. El hombre tenía los ojos vidriosos clavados en Chad, como si pudiera ver a través de él. Parpadeó varias veces, se llenó los pulmones de aire con una honda respiración y luego lo soltó con lentitud. Se pasó una mano por el escaso cabello oscuro. —Perdóneme... El parecido es...

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—Lo sé. Extraordinario. —Asombroso. Chad le soltó el brazo. —Siento haberlo asustado. Debería haber enviado una nota primero para avisar de mi visita. —No, no, milord. Soy yo quien lo lamenta. Ya había oído que estaba usted en Penhollow, e incluso me habían dicho que era muy parecido a su padre. Pero... —Se le deslizaron un poco las gafas por la nariz pequeña y redondeada como la de un hurón, pensó Chad. Volvió a subírselas y esbozó un intento de sonrisa—. Jamás hubiera imaginado que tanto. Pero perdóneme. Soy Tobias Hall, el párroco de St. Brendan. Chad le dio la mano. — St. Brendan, un nombre adecuado para una iglesia junto al mar. Es el santo patrono de los navegantes, ¿no es así? —Así es, milord. —¿Y diría usted que trae buena fortuna a los de Penhollow? Hizo esa pregunta como parte de una conversación intrascendente, y esperaba una respuesta por el estilo, pero el párroco frunció el cejo. —Me temo que nuestro santo no nos ha otorgado favores más que muy de vez en cuando en los últimos años. Chad señaló hacia el sector de los pobres en el camposanto. —Veo que ayer tuvieron un funeral. ¿Alguna idea de la identidad del hombre? —Pobre alma. No. —El párroco inclinó la cabeza—. ¿Se quedará a tomar el té, milord? Enviaré a mi hombre para que se ocupe de su caballo. Chad se sentó en la modesta sala de estar del sacerdote, mientras éste desaparecía en la habitación contigua para preparar la infusión. Deseó fervientemente haber encontrado al hombre en la taberna en lugar de allí; podrían haber compartido un brandy o una pinta de cerveza en vez de aquel brebaje que aborrecía. Hizo un esfuerzo por sonreír al verlo regresar con una bandeja, que dejó en la mesa, delante de él. Chad se apoyó la taza y el plato en la rodilla. —Ha mencionado usted la verbena, señor Hall. ¿Es usted médico también? —Estudié medicina durante un tiempo en Cambridge, pero pronto descubrí que mi verdadera vocación era la Iglesia. Así y todo, al no haber médico en Penhollow, a menudo atiendo a los enfermos y curo heridas cuando la ocasión lo requiere. —¿Heridas? —En las granjas, pescando... la gente se lastima fácilmente, me temo. —¿El favor inconstante de St. Brendan? —Así es. Mis hierbas ayudan a paliar el dolor y prevenir las infecciones. También cultivo otras para cocinar. Perejil, menta, salvia. ¿Quizá haya notado la menta en su té?

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Eso significaba que Chad debía beber un poco del mismo. Reprimiendo un suspiro, se llevó la taza a los labios. La boca se le llenó de un intenso sabor. Se obligó a tragar y a mostrar una expresión apreciativa antes de cambiar de tema. —¿Hace mucho que está usted en la parroquia? —Alrededor de cuatro años ya. —Entonces debió de conocer bien a mi padre. —Así es, milord. El difunto lord Wycliffe venía aquí a menudo a tomar el té conmigo y a jugar al ajedrez por las tardes. A veces, íbamos juntos a cazar, aunque debo confesar que él cobraba más piezas que yo. Chad sintió una punzada de remordimiento. Su padre había mencionado el ajedrez y la caza en su última carta, con la esperanza de convencerlo de que lo visitara. —Desearía no haber estado fuera cuando él murió —comentó el párroco con un suspiro—. También siento no haber estado aquí para ayudarle a usted cuando vino tras su muerte. —No debe lamentar algo que no podía haber previsto. —Y sin embargo, ¿cuántas veces al día Chad se reprendía por eso mismo: por no haber estado allí cuando debería haber estado, por no haber anticipado el desastre que había ocurrido en su ausencia? —Si le supone algún consuelo, milord, su padre amaba esta parte del país. Sus últimos días fueron felices. ¿Usted... ejem... comparte su entusiasmo por la vida rural? Algo en el tono del hombre impulsó a Chad a preguntarle: —¿Es ése su modo de preguntarme cuánto tiempo me voy a quedar? —Al ver que el blanco semblante del párroco se había puesto escarlata, Chad esbozó una amable sonrisa—. No lo he decidido todavía. Supongo que hasta que los Keating me echen. Hall no le devolvió la sonrisa; de hecho, parecía notablemente incómodo. —Ha hablado usted con la gente del pueblo. —Sí, y sus advertencias me han llamado mucho la atención. Mi familia es dueña de Edgecombe desde que yo era niño, y siempre hemos conocido las leyendas que se cuentan de los Keating. Pero no recuerdo este evidente miedo a los fantasmas que circula ahora entre los vecinos. Es algo que parece haber surgido mucho más recientemente. ¿Puede usted explicarme por qué? El hombre removió el té, haciendo un tenue ruido con la cucharita contra la porcelana. —Aquí en Penhollow, éstos son tiempos de mucha tensión. El funeral que usted ha mencionado... —Kellyn me habló de mareas que provocan naufragios y empujan los cuerpos a la costa. —¿Le comentó cuánto han aumentado estos accidentes en los últimos tiempos? —No, no lo mencionó. ¿Sospecha usted que hay algo más, algo turbio? El párroco dudó, y luego negó con la cabeza.

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—No hay prueba de nada semejante. Las tormentas se producen todo el año. Incluso cuando tenemos buen tiempo, las corrientes que rodean la península son feroces. Quizá vemos más accidentes ahora porque hay más gente que nunca navegando por estos mares. Pero el aumento de las muertes tiene atemorizados a nuestros parroquianos. Quieren algo concreto, algo que puedan rezar por evitar. —¿Como por ejemplo...? —Las luces de un barco fantasma que navega por la línea de la costa en la oscuridad de la noche. A Chad se le erizó el vello de la nuca. ¿Eran esas luces las que había visto Sophie? Pero si los navegantes morían, no era un barco fantasma el que los atacaba, sino uno real y muy sólido. —Señor Hall —dijo—, ¿no es posible que esas historias se inventen con la intención expresa de asustar a la gente para que se dedique a sus asuntos? —Quizá. —Hall evitó su mirada. Chad dejó la taza sobre la mesa e insistió un poco más. —Digamos las cosas claras, vicario, estoy hablando de contrabando. O, más precisamente, de piratería. Pero no de algo que pasó hace trescientos años, sino ahora mismo. —No negaré que nuestros marineros y pescadores se han dedicado a traficar con mercancías sin pasar por la aduana de los guardacostas. Son gente pobre y trabajadora, milord. Difícilmente se los podría culpar de... Chad levantó una mano. —Ni los culpo ni me importa que consigan brandy libre de impuestos. Pero si tales actividades se han vuelto violentas, eso sí me afecta. Y mucho. Hall entrecerró los ojos y lo miró a través de sus gafas metálicas. —No puedo evitar preguntarme por qué un noble como usted querría verse envuelto en algo tan desagradable. Chad abrió la boca pero la cerró de inmediato. ¿Cómo podía explicar que no deseaba verse envuelto sino que, de hecho, ya lo estaba? Él había aportado tanto los fondos como los medios para que los contrabandistas hicieran sus negocios. Había ayudado a bandidos que entraban mercancía al margen de las autoridades aduaneras, sí. Pero ¿había ayudado también a quienes hundían barcos y mataban a sus inocentes tripulantes? ¿Cómo podía explicar que su futuro dependía de que encontrara la información necesaria para echar a aquellos asesinos del negocio de una vez para siempre? —Siento una obligación hacia Penhollow —contestó, lo que era sólo una ínfima parte de la verdad—. Y hacia mi padre, que hizo de este lugar su casa en sus últimos años de vida. Si algo desagradable, como usted lo ha llamado, está ocurriendo en este pueblo, tengo intenciones de descubrirlo. —Milord, está usted aventurándose en terreno peligroso. —Había una especie de advertencia bajo el educado tono de Hall.

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¿El párroco quería decir que Chad se arrepentiría de su curiosidad? Algo semejante podía funcionar con un hombre que tuviera algo que perder. Pero tal como estaban las cosas, Chad perdería mucho más si no tomaba cartas en el asunto. —Lo entiendo, señor Hal; pero no soy de los que se asustan fácilmente, tampoco me mantendré al margen. En el rostro del párroco pareció descorrerse un velo, dejando a la vista una astucia que a Chad le volvió a recordar las facciones de un hurón. —Creo que hay algo que debería ver —dijo el hombre—. Algo que podría resultarle... bastante iluminador.

En cuanto Sophie cerró la puerta de la casa y se volvió, una sombra se interpuso en su camino. —¿Dónde demonios te habías metido? —Con una mirada aterrorizada, Rachel la cogió de la mano y la arrinconó contra la pared del pequeño recibidor. Aquella urgencia desconcertó a Sophie. Su prima, que tenía cuatro años menos que ella, rara vez se metía con nadie, y mucho menos iniciaba ninguna confrontación. De hecho, la amable naturaleza de la muchacha parecía una anomalía en aquella familia. Incluso la tía Louisa, aun sin ser tan maleducada como su esposo y su hijo, había perdido mucha de la amabilidad que Sophie recordaba de otros tiempos. Pero en ese momento no había nada gentil ni plácido en la actitud de Rachel, y eso la puso alerta. ¿Habría estado el hombre del bote contando historias en el pueblo? ¿Historias que, de alguna manera, hubiesen llegado a oídos de sus parientes? Sin parpadear, miró a su prima a los ojos. —He ido al pueblo, y luego he... —¡Chist! —Rachel echó un vistazo por encima del hombro hacia la oscura puerta de la sala—. No es verdad. Eso es lo que todos hemos creído cuando no te hemos encontrado después de desayunar. Pero mi padre ha ido al pueblo esta mañana y ha preguntado por ti. Nadie recordaba haberte visto. Ahora está en la cocina, esperando para hablar contigo. Sophie dio un involuntario paso hacia atrás y apoyó la espalda contra la pared. —El hecho de que nadie me haya visto no significa que no haya estado allí. —Por favor, Sophie, no debes mentir. Mi padre ya está bastante enfadado. —¿Por qué tendría que enfadarse? ¿Qué importancia tiene adónde voy o qué hago? Al oír el sonido de las botas del hombre acercándose, toda aquella confianza en sí misma se desplomó. —Importa, muchacha, porque no estoy dispuesto a tener a una descarada viviendo bajo mi techo, que se pasee por el campo como una vulgar prostituta.

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Tanto ella como Rachel se sobresaltaron con la brusca acusación de su tío. Su cuerpo llenaba todo el vano de la puerta y su pelo y su barba eran una maraña negra que le rodeaba la cara, llena de furia. —¿Dónde te has metido esta mañana? A su lado, Rachel se quedó inmóvil y su semblante palideció. Sophie experimentó una sorprendente urgencia de levantar un brazo para proteger a la muchacha, de esconderse con ella en un rincón. En cambio, hizo acopio de todo su valor e irguió los trémulos hombros con fingida firmeza. —Con el debido respeto, tío Barnaby, no soy una niña. —Él la miraba con ojos llenos de furia pero ella se apresuró a contar su historia, teniendo en cuenta lo que Rachel le había advertido—. Sin embargo, si lo quiere saber, he paseado por la playa hasta muy lejos, luego he subido algunos riscos y he regresado. —Has estado ausente durante horas. Controló su expresión con extremo cuidado. Si el tío Barnaby adivinara aunque fuera una mínima parte de la verdad... El recuerdo de las angulosas facciones de Chad, su cuerpo perfecto y aquellas manos que la inundaban, incluso en aquellos momentos, de un increíble anhelo... pese a haberse despedido con aquel silencio extraño e incómodo. Apretó los labios y se armó de valor para decir otra verdad a medias. —Este entorno es apasionante. Mientras esté aquí, pienso disfrutar de él. Además, estoy trabajando en un artículo sobre Penhollow para el periódico de mi abuelo. El tío Barnaby hizo un sonido parecido a un gruñido y Sophie sintió una pizca de miedo. Con su gran corpulencia, sus rasgos bastos y aquel temperamento del que había visto varias muestras desde su llegada, lo creía capaz de cualquier cosa. Luego, sus ataques de furia no duraban mucho tiempo y, en su mayor parte, se quedaban en inofensivos exabruptos dirigidos a Dominic por cosas nimias. Sin embargo, ella no tenía ninguna intención de poner a prueba los límites de su tío. Éste echó un rápido vistazo a su hija. —Rachel, vete. La muchacha no lo dudó ni un instante antes de escabullirse tras él y desaparecer en la habitación contigua. Entonces, el tío Barnaby se acercó un paso y Sophie dio con la espalda contra la pared, sin la más mínima posibilidad de escapar.

Partículas de polvo bailaban en los rayos de sol que se colaban por las estrechas

ventanas de St. Brendan. Chad parpadeó por el contraste entre brillo y oscuridad hasta que sus ojos se acostumbraron. —Será sólo un momento. —El párroco, que caminaba delante de él por el pasillo, desapareció por una portezuela tras el altar para regresar con una lámpara encendida. La dejó en el suelo y entonces cogió el púlpito con ambas manos y, apoyándose en los talones, empujó el podio de roble. Chad se acercó a él.

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—¿Qué está haciendo? —Milord —dijo Hall, resoplando—, si no le importa, hágase a un lado. Acto seguido, se oyó un sonido chirriante. El vicario dio un último empujón, y, para sorpresa de Chad, el púlpito entero se deslizó hacia un costado. Al instante siguiente, vio que la base estaba encajada en dos guías de madera sujetas al suelo. En medio de ambas, se abría un hueco. —¿Qué demonios? Hall cogió el farol, se puso en cuclillas y lo balanceó dentro del hueco. —Eche un vistazo, milord. Chad se agachó y distinguió una escalera de madera que desaparecía en las sombras. Cuando el párroco bajó un poco la lámpara, pudo ver también un suelo de piedra, algunos tres metros más abajo. —¿Un túnel? —Sí, y una despensa. —¿Con acceso desde el puerto? —Por supuesto. —¿Bajo la iglesia? —La pregunta no necesitaba respuesta. Aquella revelación cambiaba por completo la perspectiva que Chad tenía de Penhollow. Significaba que nadie escapaba a la sospecha, que nadie ignoraba la verdad. Ni el clérigo local. Ni siquiera... Franklin Rutheford, con cuyo dinero se había construido aquella iglesia. Chad se sentó en el suelo, con las dos piernas colgando en el vacío. —¿Mi padre estaba al tanto esto? El párroco asintió. —Pero no debe pensar mal de él, milord. Aunque no lo aprobara del todo, entendía las estrecheces extremas por las que a menudo pasan los habitantes del pueblo. Simplemente, hacía la vista gorda... Era benevolente con esto. —¿Y qué hay de usted? ¿Este tipo de actividad tiene su bendición? —Mi iglesia tiene gastos, reparaciones que los fondos parroquiales no alcanzan a cubrir, por no mencionar las familias pobres que viven de la generosidad de St. Brendan. —Su actitud defensiva desapareció—. Pero no es por esto por lo que le he traído aquí. —No entiendo. Hall señaló hacia el sótano. —Véalo usted mismo. Perplejo, Chad se sujetó a la escalera y bajó. Notó una corriente de aire salado que le enfrió el sudor. Al otro lado de la escalera, la opaca oscuridad se extendía a través de una estrecha abertura enmarcada por vigas de madera. El túnel se curvaba fuera de la vista, presumiblemente hacia el puerto. El espacio estaba vacío. No se veían cajones ni barriles. Chad volvió a subir.

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—Una despensa vacía no explica nada —dijo. —¿Usted cree? Yo diría que la ausencia de mercancías explica muchas cosas. —No hable en clave, señor Hall. —Milord, desde tiempos inmemoriales, los mayores impuestos siempre se les han cobrado a la gente con menos posibilidades de pagarlos, y así ha sido como las familias más pobres han ideado astutas maneras ilegales de evitar morir de hambre. Sin esos medios, muchos no sobrevivirían ni un invierno. —Se quitó las gafas y las miró al trasluz, limpió los cristales y luego volvió a ponérselas. A Chad se le estaba agotando la paciencia. —¿Y eso significa...? —A pesar de sus apremiantes necesidades, nuestra gente está obligada a pagar el precio de los impuestos o se queda sin nada. El contrabando prácticamente ha desaparecido. Nuestros navegantes ya no traen nada por medios ilegales. —¿Y eso por qué? —Porque en los últimos años, casi cada barco que ha intentado traer mercancías a Penhollow ha desaparecido o ha llegado a la costa hecho pedazos. Chad sintió que palidecía. —¿Las autoridades? —No, milord. Definitivamente no se trata de las autoridades. —Entonces... ¿quién? Hall inclinó la cabeza. —Según la gente del pueblo, el Ebony Rose de los Keating.

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CAPÍTULO 10

—Ahora sólo estamos tú y yo, muchachita. Así que presta mucha atención a lo que voy a decirte. Sophie se estremeció al ver el dedo índice del tío Barnaby tan cerca de su cara. Haber escalado el acantilado de repente no le pareció tan peligroso. Ojalá pudiera estar otra vez en campo abierto. O, mejor todavía, en Edgecombe, protegida por la seguridad de los brazos de Chad. Pero entonces recordó cómo aquellos brazos la habían atrapado contra el colchón mientras él le soltaba toda una serie de advertencias. Sus palabras recomendándole que no se pusiera en peligro también habían tenido un tono furioso. Aún podía sentir en los labios la presión de su reprimenda; y bajo la ropa interior los pechos se le erizaban ante el mero recuerdo. Sophie se sintió más sola que nunca, alejada de todo lo que le resultaba familiar, conocido y... seguro. —A mí no me tomes por tonto —le estaba diciendo su tío—. No quiero que la gente ande diciendo por ahí que Barnaby Gordon no puede controlar ni a su propia familia. —Bajó la mano acusadora, pero sólo para cerrarla en un puño y golpearse una pierna—. ¿Qué diría tu altanero abuelo si supiera de los paseítos de su nieta? Oh, Sophie sabía exactamente qué diría su abuelo —y también sus padres— sobre sus recientes escapadas. Bajó la vista. —De ahora en adelante, chiquilla, te ajustarás a mis reglas. Estarás donde yo diga, y cuando y como yo diga. No harás más de las tuyas por ahí. La indignación hizo que se llevara las manos a la boca casi sin darse cuenta. —Quizá ése sea el problema, tío. Hasta ahora, nadie me ha pedido ayuda para nada que no sea pelar los guisantes para la cena. No puedes culparme por intentar llenar las horas con actividades más entretenidas que mirar por las ventanas del salón. Dame algún entretenimiento más provechoso y me pondré a ello con la mejor disposición. El furioso silencio del hombre la hacía sentirse amenazada, aunque nunca le hubiese levantado la mano. A pesar de la vocecita interior que le decía que tuviera cuidado, Sophie lo miró con los ojos bien abiertos, sin parpadear.

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—Por todos los demonios —murmuró él después de un momento—, tienes razón. Aunque no se me ocurre para qué puedes servir. —Dame una oportunidad de demostrarlo. La mueca irónica que su tío esbozó no podría calificarse de cordial precisamente, pero era lo más cercano a una sonrisa que ella le había visto. —¿Has ordeñado una vaca alguna vez? ¿Has recogido huevos? ¿Has limpiado un granero? ¿Has arrancado cardos del pelaje de un cordero? Apuesto a que no puedes cardar lana, ni fabricar hilo con ella. Sophie entrecerró los ojos y levantó la barbilla. —¿Qué te gustaría que hiciera, tío Barnaby? Estoy más que dispuesta a aprender. Y quizá hasta pueda hacer que estés orgulloso de tu altanera pariente de Londres. Repetirle sus propias palabras produjo un efecto por completo inesperado: él relajó un poco su dura expresión de siempre y el cambio dio un aire juvenil a su cara. Sophie pensó que quizá había atisbado el fantasma del hombre que había enamorado a la tía Louisa muchos años antes. Deseó saber qué le había pasado a su tío, cómo se había convertido en aquel bruto malhumorado. ¿Había sido a causa de una vida difícil o bien por el peso de su propia conciencia? Cómo deseó hacerle todas las preguntas que tenía sobre su vida allí, en Penhollow, y preguntarle también por lo que sabía de las luces del puerto. —¿Quieres ocupación, muchacha? —La fría nota de burla en su tono le recordó que no se habían hecho amigos de repente—. Te pondré bajo la tutela de Rachel. Dios sabe que mi esposa lo ha hecho muy mal. Y tras esas palabras, salió por la puerta principal y la dejó pensando en la conversación y lamentando la pérdida de su libertad. En lugar de morderse la lengua, se había mostrado orgullosa. A partir de ese momento, sus días estarían controlados y supervisados. No tendría más remedio que acceder a la idea de Chad, que se había ofrecido a ser sus ojos y sus oídos mientras ella permanecía segura bajo el ala de su prima. Una parte de Sophie ya le echaba de menos, echaba de menos su coraje, su ternura y su capacidad de ayudarla a salir adelante en situaciones extremas. Echaba de menos sus poco frecuentes sonrisas y su hermosa apariencia, así como la sensación que experimentaba cuando lo tenía cerca. Pero otra parte de ella sabía que el hombre que había conocido en la capilla, el que la había animado con paciencia a subir por el acantilado y que más tarde le había despertado una pasión inimaginable, tenía otro aspecto, un lado oscuro. Algo que le había dejado atisbar intencionadamente; de eso estaba segura. ¿Había sido para protegerla o para esconder los secretos que albergaba? Curiosamente, era ese lado enigmático de su personalidad el que más la intrigaba.

Durante los días siguientes, ambas primas limpiaron el huerto de la cocina,

cardaron la lana que la familia reservaba para su propio uso, barrieron los establos, que

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albergaban dos enormes caballos, y metieron largas mechas en la grasa de animal fundida para confeccionar las velas de sebo que quemaban cada noche. Sophie ayudó a preparar las comidas y a limpiar después. Se levantó temprano cada día y cayó rendida en la cama cada noche. Y durante todo ese tiempo no pudo arrancar al conde de Wycliffe de sus pensamientos. Con demasiada insistencia se preguntaba dónde estaría, qué estaría haciendo. ¿Estaría sentado solo y melancólico en aquella casa helada y sombría? ¿Habría hecho algún nuevo descubrimiento en relación con las luces del puerto? Quizá ya hubiera decidido que no habían sido más que imaginaciones suyas y se hubiese dado por vencido. Se arrepintió de no haberle hablado de la conversación de sus tíos. «Es a su abuelo a quien debemos prestar atención. Ese sí que es de temer». Se preguntó qué amenaza podía encarnar el abuelo St. Clair para los Gordon. «Es improbable que mientras ella está aquí te convoquen otra vez para...» ¿Para qué? Si Dominic no la hubiera interrumpido mientras escuchaba a hurtadillas, habría podido enterarse del resto. Quizá así hubiese podido dejar de lado las sospechas que tenía sobre sus parientes. Pero, a juzgar por el modo en que su tío se había comportado con ella a partir de entonces, no creía que eso hubiese sido posible. Al cuarto día, consiguió levantarse lo bastante temprano como para seguir a Rachel al granero, todavía de noche, y recibir su primera lección sobre la recogida de huevos. Esa tarea le supuso una buena dosis de picotazos que las gallinas, histéricas y furiosas, le dieron en las manos. En mitad de la labor pensó que escalar acantilados podía ser una tarea mucho menos peligrosa. —¿Cómo es posible que pongan tantos? Rachel ni siquiera se molestó en responder. Después de que Sophie cogiera el último huevo con un rápido gesto del meñique, regresaron a la cocina, donde se lavaron los nudillos sangrantes. Heyworth las saludó con cariñosos sonidos y luego, cuando Sophie acercó una silla a la chimenea, se arrastró tras ella. Reconfortada por el delicioso calor del fuego, dejó que sus párpados se cerraran. Desde el rincón de la estufa de hierro negro emanaba un olor a comida que hizo que su estómago se quejara. Abrió los ojos de repente, cuando Rachel volvió a ponerle la capa entre las manos. —No podemos dormir todavía, Sophie. Tenemos que entregar los huevos y la leche en La Gaviota Pendenciera antes de que amanezca. Dominic ya tiene el carro cargado y listo y nos está esperando. Ella miró a su prima con cansancio. —¿Haces esto cada mañana? La tía Louisa entró entonces en la cocina. —Será mejor que vayáis a la taberna antes de que empiecen a llegar los primeros clientes. —¿Clientes? ¿A esta hora?

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—Son pescadores —explicó Rachel con una mirada reprobatoria—. Algunos son solteros, y comen algo en la taberna antes de salir al mar para un largo día de trabajo. Sophie nunca había puesto un pie en una taberna, ni había entrado en ningún establecimiento que no fueran los más finos restaurantes de Londres. Una creciente curiosidad la animó a seguir el ritmo de Rachel mientras ésta caminaba pesadamente bajo el cielo ceniciento. Algunos cuervos levantaban el vuelo a su alrededor. En la puerta de la cocina, las recibió un hombre fornido y calvo a quien Rachel se dirigía como tío Reese. Las hizo pasar y les dio una humeante taza de té a cada una. Luego las animó a acercarse a la chimenea mientra descargaba el carro. La cocina, construida con piedra y madera, era lo más primitivo que Sophie había visto nunca. No tenía una estufa en condiciones ni la comodidad de una bomba de agua. Reese regresó y pasó los huevos de las canastas que ellas llevaban a sus propios recipientes, mientras Rachel y él hablaban del tiempo, de los animales de los Gordon y de cómo la humedad reciente afectaría a las cosechas. Al parecer, demasiada lluvia podía dañar el suelo y su prima parecía preocupada. Poco a poco, Sophie dedujo que aquel hombre estaba casado con la hermana del tío Barnaby. Más de una vez, notó que la miraba de reojo, y se preguntó qué historias le habrían contado sobre ella el tío Barnaby, Dominic o incluso aquel marinero, Grady. ¿Pensaría el tabernero que escondía un par de cuernos bajo su sombrero? Fue un alivio ver a Rachel recoger las canastas vacías y despedirse. Sophie siguió a su prima hacia la puerta, y, una vez allí, descubrió el origen del sonido que había estado intentando ignorar desde hacía varios minutos. Una lluvia torrencial había convertido en barro el suelo del establo y había cubierto el paisaje con distintos tonos de gris. —Alto ahí. —La orden, dada por una voz femenina, provenía del otro lado de la sala—. Vosotras dos sois mías hasta que este deplorable tiempo amaine. Sophie se dio la vuelta y vio a una mujer de impresionante cabello rojo y ropa tan masculina que, de inmediato, pensó en los hombres que alguna vez había visto cerca de Covent Garden. —Damas, cerrad esa puerta y acompañadme a la sala común. Reese, tartas de avena, morcillas y una buena cantidad de cerveza suave tibia. Estas dos chicas parecen tan hambrientas y desvalidas como gorriones recién salidos del huevo. —La mujer se volvió y desapareció por la puerta. —No pasa nada porque esperemos hasta que pare de llover —le susurró Rachel a Sophie mientras cerraba la puerta de la cocina—. Mamá querría que lo hiciéramos. En la sala común, se sentaron alrededor de una mesa de roble. Tal como le había sucedido en la cocina, Sophie sintió que entraba en un tiempo pasado. Aspiró el aroma de la cerveza y el vino añejo, los olores de la cocina y el acre humo de la turba que ardía en la chimenea. Experimentó una especie de repentina alegría; era la primera emoción positiva que sentía desde que había llegado a Penhollow que no estaba directamente relacionada con Chad. Lo que a la taberna le faltaba de refinamiento lo tenía de calidez y sólida seguridad, especialmente al mirar las ventanas, surcadas por la lluvia torrencial y empañadas por dentro.

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Rachel estaba presentando a Sophie cuando la puerta de la calle se abrió y entraron cuatro hombres apresurados por refugiarse del aguacero, a los que siguieron casi inmediatamente otros tres, con las capas de hule brillantes de agua. La mujer pelirroja, que insistió en que la llamaran Kellyn en vez de señora Quincy, los saludó calurosamente y repitió sus pedidos a Reese. —¡Qué estupendo! —Sophie no pudo evitar la exclamación al saber que Kellyn era la dueña de La Gaviota Pendenciera—. Nunca había conocido a una mujer que fuera propietaria de una taberna. Ni de ninguna otra clase de negocio, en realidad. Kellyn se rió con suavidad. —No es un gran logro, te lo aseguro. Oh, pues para Sophie lo era, y sintió algo de envidia. La puerta de la calle volvió a abrirse con una ráfaga de viento y entró otro puñado de hombres. Saludaron a las damas y se sentaron a la mesa. Reese regresó con una bandeja llena de humeantes tartas, morcillas que todavía crujían como si estuvieran en la sartén y tres pintas de cerveza tibia. El estómago de Sophie protestó al oler los tentadores aromas. Después de llenarse un plato de comida, dio un sorbo a la cerveza. «Cerveza suave», había dicho Kellyn, lo que significaba que era menos fuerte que la cerveza normal y que no las marearía. La bebida era sabrosa y cálida y tenía un dulce regusto a manzanas. —Esto es maravilloso. Gracias —dijo, y cortó un trozo de morcilla. Kellyn le hizo preguntas sobre Londres, pero la propia curiosidad de Sophie pronto llevó la conversación a lo que consideraba la extraordinaria situación de Kellyn. —¿Has heredado la taberna de algún miembro de tu familia? —En cierto sentido, sí. La compré con el dinero que me dejaron mi abuela materna y mi esposo, que era capitán de barco. Así pues, Kellyn era viuda. Sophie intercambió una mirada con Rachel, cuya sombría expresión revelaba que conocía la triste historia. El sonido de las conversaciones de los hombres que las rodeaban les permitía una cierta intimidad. —¿Puedo preguntar qué le ocurrió a tu marido? Kellyn dejó los cubiertos sobre la mesa. —Rob murió como mueren muchos hombres de Cornualles, a bordo de un barco que naufragó. La mayor parte de su tripulación murió con él. Sophie suspiró. —Lo siento mucho. —El de mi marido no fue el único barco que hundió la tempestad. Muchas mujeres se quedaron viudas ese día. Y otros días también. —Entonces... ¿eso es algo que ocurre con cierta frecuencia por aquí? —Bastante. —Kellyn levantó su jarra, pero no bebió—. Nuestros mares están llenos de peligros.

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La voz de la mujer tenía una débil nota de amargura y Sophie formuló su siguiente pregunta antes de pensar si era una buena idea hacerla. —¿Es verdad lo que he oído de que, incluso en estos tiempos, los navegantes son presa de piratas y vándalos? Kellyn no respondió y Rachel murmuró: —Para vergüenza de Cornualles, recientemente se ha sabido de algunos casos. Nunca se admite de manera abierta, pero tampoco se ignora del todo. —¿Ha pasado en Penhollow alguna vez? Rachel intercambió una cautelosa mirada con Kellyn. Antes de que alguna de las dos contestara, la puerta de la taberna se abrió de nuevo y la lluvia se metió dentro junto con una ráfaga de viento y una figura, con la capa empapada, que entró y cerró de golpe. Sophie sintió que el corazón le daba un vuelco al ver a Chad sacudiéndose el agua de las botas y parpadeando en la penumbra. Lo vio levantar las manos y alisarse el pelo, dejando un reguero de gotas en el suelo. Todo el mundo se calló, y un tenso silencio se apoderó del lugar. Poco a poco, se fueron reanudando las interrumpidas conversaciones y Chad colgó la capa en un perchero que había junto a la puerta, dejando a la vista sus estrechos pantalones de montar y las blancas mangas de su camisa. Sophie notó que una oleada de deseo la embargaba y sintió un calor que no provenía del hogar encendido que tenía detrás. Él miró en dirección a su mesa y al encontrarse con su mirada, la sorpresa se reflejó en su semblante. Su nombre se formó en sus labios y, durante un segundo, pareció que en la sala no hubiese nadie más que ellos dos. —Lord Wycliffe —dijo Kellyn—, ¿qué demonios hace fuera en un día como éste? Se va a poner enfermo. Fuera, el frenético sonido de una campana interrumpió de pronto el monótono rumor de la lluvia. Todos los hombres presentes dejaron de comer, se pusieron en pie y salieron corriendo con inusitada urgencia. Sophie los miró por la ventana; todos iban en la misma dirección: el puerto. Kellyn se precipitó hacia la ventana, miró fuera y luego se volvió y cogió una capa del perchero. —¿Qué pasa? —preguntó Chad. —Problemas en el muelle. —Las facciones de la mujer estaban tensas, tenía las cejas enarcadas y arrugas de preocupación le surcaban la frente—. Reese —gritó al otro lado de la habitación, aunque no hubiera hecho falta, pues el hombre ya había salido de la cocina—. Ve en busca de Tobias —ordenó, y aceleró el paso bajo la lluvia.

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CAPÍTULO 11

—¿Qué clase de problema? —preguntó Sophie. Chad permaneció junto a la puerta abierta, intentando averiguar qué pasaba. Kellyn y Reese ya se habían ido, y alrededor de una docena de clientes habían salido antes que ellos. —Podría ser cualquier cosa —contestó. Se volvió hacia Sophie y se acercó a ella, con ganas de cogerle la cara entre las manos y tranquilizarla, darle seguridad. Pero dejó las manos caídas a los costados, consciente de que aquél no era el lugar para darle nada. Además tal como la propia Sophie le había dicho, protegerla no era su tarea. Ni tenía derecho a preocuparse por ella. Su prima seguía junto a la ventana. Se volvió hacia ellos con los ojos abiertos como platos y el rostro lívido. Las discordantes notas de la campana no parecían presagiar nada bueno. —Ha habido una muerte en el mar —susurró la joven con voz trémula. Su certeza confirmaba el peor miedo de Chad o, al menos, parte de él. En el mar se perdían vidas de muchas maneras. Accidentes, tormentas, enfermedades... ¿Por qué tenía la inquietante certeza de que esa vez no se trataba de ninguna de esas cosas? —Iré a ver qué ha pasado —dijo—. Ustedes dos, quédense aquí. La lluvia le dio en la cara y echó a correr. Una densa muchedumbre dificultaba la entrada al muelle y llegaba hasta la entrada del puerto. Las sogas de un barco estaban siendo aseguradas a los amarres. En cuanto pudo, Kellyn se coló entre la gente y subió al barco. La brillante cabeza calva de Reese se veía moviéndose entre la multitud. A bordo, un pequeño puñado de marinos gritaban y agitaban los brazos. Dispersos por cubierta, otros miembros de la tripulación permanecían de pie, temblando y abrazándose a sí mismos mientras la lluvia se escurría por sus gachas cabezas. A Chad le llamó la atención un gorro de tweed que le resultó familiar. Estiró el cuello y buscó entre la multitud. Se abrió un hueco entre el gentío y pudo ver una nariz aguileña y un par de ojos agudos y muy juntos; se trataba del hombre que lo había estado observando en la taberna.

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La multitud volvió a moverse y el hueco se cerró. Chad empujó para avanzar, pero cuando llegó donde había estado el hombre, éste ya se había ido. Bajo sus pies, la plataforma de madera crujió bajo el peso de tanta gente. Y aún seguían llegando más, estirando el cuello, especulando sobre posibles nombres, haciendo preguntas a gritos o soltando gemidos de terror. —¿Es uno de los tuyos? —Bill... ¿alguien ha visto hoy a Bill? —¿Dónde está mi Stephen? —¿Ha regresado Josiah? El olor de la lana empapada y el pánico se mezclaban con el aroma acre del océano. Chad sintió una intensa náusea, y temió que de algún misterioso lugar emergieran repulsivas apariciones que lo señalaran con sus huesudos dedos. Kellyn bajó del barco al muelle, buscando a alguien entre la multitud. Un momento después, un grito hendió el aire, mientras los brazos de Kellyn rodeaban los hombros trémulos de una mujer. La multitud se movió, se hizo más compacta. Una pareja mayor se abrió paso entre la gente. Gritaron un nombre, Randolph, y Kellyn asintió con solemnidad en respuesta. Los ancianos se apoyaron el uno en el otro, cogidos de la mano. Sin darse cuenta se fueron desplazando hacia un lado del embarcadero, donde corrían peligro de caer, al no tener la barrera de sus vecinos. Un desgarbado joven, todo brazos y piernas, de pelo oscuro y rizado que le asomaba por debajo de la capucha, gritó un tercer nombre: —¿Gregory? —Incluso antes de que le contestaran, las lágrimas bañaron sus pecosas mejillas. Se volvió hacia Chad, lo miró con ojos vacíos y gimió—: Yo debería haber ido con ellos, pero no me lo permitieron. Había estado enfermo y dijeron que no sería más que un estorbo. Salieron a... —Su mirada llorosa se fijó de nuevo en Chad y la cautela lo hizo interrumpirse en medio de su angustia—. Habían salido a pescar, yo debería haber estado allí. Debería haber ido... No, pensó Chad con un profundo terror, no habían ido a pescar. Se habían jugado la vida por una mercancía mucho más valiosa y habían perdido. Un hombre se acercó desde atrás y pasó un brazo por encima de los hombros del joven. —Tranquilo, muchacho. No hay nada que tú hubieras podido hacer. Ha sido la voluntad de Dios. El dolor se apoderó de los presentes como una marea voraz, envolviendo a Chad en su estela. Tres hombres muertos. Tres familias destrozadas. Dedos acusadores de ultratumba lo señalaban, murmuraban su nombre... —Lord Wycliffe, ¿puede decirme qué ha pasado? —La pregunta de Tobias Hall lo despertó de su ensueño y Chad se volvió, intentando controlar su errático pulso. El párroco se le acercó con una bolsa de piel en la mano y una pila de mantas sobre el brazo.

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Él negó con la cabeza. —Sólo sé que tres hombres no regresarán hoy a sus hogares. Kellyn se abrió paso hacia ellos desde el embarcadero. Su mirada apagada contaba una dramática historia. —Podemos usar las mantas, Tobias, pero me temo que tus hierbas ya no servirán de nada. Al oír una voz familiar, Chad escrutó el muelle con la vista. Cerca del camino de entrada pudo ver a Sophie y a su prima. Sophie cogía por la muñeca a la otra muchacha y estaba intentando frenarla. Al verla con la ropa y el pelo mojados por la lluvia, el horror del sueño de la otra mañana volvió a él: su batalla por salvar a la niña vestida de rosa de morir ahogada... y ver a Sophie morir en sus brazos... «Respira. Mantente de pie. Tienes que saber que Sophie está viva y a salvo». —¡Suéltame! —Su prima gritaba para liberarse de las manos de Sophie—. Tengo que ver. Tengo que saber quién es. Chad se abrió paso entre la multitud y se acercó a ellas. —Señorita Gordon, ¿hay alguien por quien quiera usted preguntar? La joven se quedó quieta y lo miró con ojos enrojecidos. —Ian —murmuró. —Entonces puede tranquilizarse. He oído tres nombres, y entre ellos no estaba el de Ian. —¡Oh, gracias a Dios! —A la joven se le doblaron las rodillas y Chad hizo un rápido movimiento para sostenerla. Sophie gritó y se acercó también, pero la chica ya se liberaba de los brazos de él con una creciente determinación tras las lágrimas. —Gracias, lord Wycliffe. Él asintió. —Veré si puedo averiguar algo más. Creo que lo mejor sería que se fueran a casa. Éste no es lugar para ninguna de ustedes. El párroco estaba ya en el extremo del muelle. —Haceos a un lado. Abrid paso —se oyó. En el barco, encima de él, media docena de tripulantes levantaban tres bultos envueltos en mantas desde la cubierta y comenzaban a bajarlos. La multitud se abrió y miró angustiada. Se oyeron murmullos, poco más altos que el sonido de la lluvia y el rumor del océano. —Ha sido Meg Keating. —Y su esposo Jack. —La tripulación fantasma del Ebony Rose... Por Dios, ¿cómo podía aquella gente creer algo semejante? ¿Que los fantasmas habían asesinado a aquellos hombres?

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Cuando la triste procesión pasó por su lado, una mano se deslizó de debajo de la manta y quedó colgando como un pescado muerto enganchado a un anzuelo. Azul. Hinchada. Sin dedos. Un acre sabor a bilis le subió a Chad por la garganta y apretó los puños con fuerza, deseoso, pero incapaz de volverse de espaldas. A su alrededor, las caras de la gente se tornaron borrosas. El puerto, el cielo y el largo casco del barco comenzaron a darle vueltas. Notó cómo las olas rompían contra los pilotes, bajo sus pies, y el balanceo del muelle. Se llevó las manos a las sienes para intentar borrar las imágenes y apartar las palabras condenatorias. «Asesinados por la mercancía». —Chad, ¿estás bien? Sintió una mano en el hombro, una delicada presión, pero con suficiente poder como para anclarlo en el mundo. En medio de las visiones que giraban en su mente, pudo enfocarla y ver la cara de preocupación de Sophie. Haciendo caso omiso de la gente que los rodeaba, lo rodeó con los brazos, consciente de que no debía hacerlo, y dejó que su temblorosa culpa se disipara en la apaciguadora compasión de su dulce cuerpo.

Sophie sabía que estaban dando un espectáculo, aunque fuera uno que pasaría

desapercibido, teniendo en cuenta las circunstancias. Cuando el último de los tres cuerpos envueltos en mantas pasó, apretó la mejilla contra el cuello de la camisa de Chad y le dijo tranquilizadoras palabras al oído. Lo que fuera que se hubiera apoderado de él hacía unos momentos, la había alarmado lo suficiente como para alejarse de Rachel. ¿Qué podía haberlo alterado tanto? Los cuerpos, claro, pero sentía que había algo más. —¿Qué es? ¿Qué ha pasado? —Le pasó los dedos por el pelo mojado, sin brillo y casi rojizo por la lluvia—. Parecía que te fueras a desmayar. —Estoy bien. —Movía los labios contra el pelo mojado de ella. Luego la soltó y dio un paso atrás—. ¿Y tú? ¿La has... visto? —¿La mano? Él bajó la cabeza y asintió. —Ha sido horrible. Todo esto... es como una pesadilla. —Casi como la pesadilla que habían compartido. Se estremeció de terror y de repente, volvía a estar entre sus brazos, con Chad frotándole la espalda y dándole algo de calor en aquel nefasto día—. ¿Quiénes eran estos hombres? —No lo sé. Gente del pueblo. Navegantes. —La apartó de él a la distancia de su brazo y la miró con el cejo fruncido—. ¿Por qué has venido? ¿Por qué no te has quedado en la taberna, como te he dicho que hicieras? A pesar de su actitud, de su tono, Sophie sintió que no había verdadero enfado en sus palabras. —Rachel ha salido corriendo. ¿Qué otra cosa podía hacer más que seguirla?

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Se apartó el pelo mojado de los ojos y buscó a su prima con la vista. La mayoría de la gente había ido hacia el camino, dirigiéndose lentamente al pueblo. El muelle estaba casi desierto. —¿Ves a mi prima? Chad señaló, pero no hacia el camino, sino hacia el muelle. —Está allí. Medio escondida tras la popa de un pequeño barco, Rachel estaba abrazada a un hombre. Sophie se quedó muda de sorpresa. El pelo negro de su prima ondeaba como un estandarte mientras unía sus labios contra los de él, luego la vio apoyar la mejilla contra el amplio pecho cubierto por un oscuro jersey de lana y una capa de hule de pescador. —Ése debe ser su Ian. No tenía idea de su existencia. Jamás me ha insinuado nada al respecto. —¿Le has insinuado tú algo sobre mí? Lo directo de la pregunta la sorprendió. —Por supuesto que no. Pero es diferente. Pobre Rachel, sentir que debe mantener semejante secreto ante su familia. —Sí... —Chad dejó de mirar a la pareja para contemplar algo por encima del hombro de Sophie. Ella siguió su mirada, pero lo único que vio fueron las espaldas de los habitantes del pueblo, alejándose. Cuando se volvió, un gélido destello se había instalado en sus ojos—. Quizá tengan razón en desaprobarlo. Quizá la señorita Gordon haría bien en mantenerse alejada de ese joven. —¿Por qué dices eso? —Sophie buscó la respuesta en su cara. Allí estaba otra vez aquella hermética expresión que convertía sus pensamientos en un misterio. Se estremeció, pero intentó que él no se diera cuenta—. Al menos ha regresado sano y salvo. Chad asintió, ausente, con la atención puesta en algún punto más allá del muelle. —Será inútil que te diga que te vayas a casa, ¿verdad? —Sí, será inútil. —Ven conmigo entonces —dijo, y echó a andar por el camino a paso ligero. Un sombrío grupo de personas deambulaba frente a la taberna. Sophie siguió a Chad, que se abría paso entre la multitud, volviendo sobre sus pasos más de una vez, como si estuviera buscando a alguien. Por las conversaciones de la multitud supieron que Kellyn había insistido en que los cuerpos fuesen depositados en una de las habitaciones de arriba. —¡Grady! —Chad hizo señas a un hombre y Sophie reconoció el pelo rojo y la descuidada barba del marinero que llevaba el bote en el que iba Chad cuando se lanzó al agua para rescatarla. El hombre se acercó a ellos, meneando la cabeza con tristeza.

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—Milord. Señorita. —Su acento lo identificaba como irlandés. Se inclinó respetuoso ante Sophie, pero no dio muestras de haberla reconocido, cosa que ella le agradeció—. Éste es un triste día para Penhollow. —He oído a alguna gente del pueblo mencionar los nombres de los Keating. — Chad bajó el tono de voz mientras hablaba—. ¿Cómo puede creer nadie que semejante atrocidad puede ser obra de fantasmas? El marino se pasó una mano por la barba y se estremeció. —Por la forma en que encontraron los cuerpos. Chad y Sophie intercambiaron una desconcertada mirada. —¿Qué quieres decir con eso? Sophie se dio cuenta de que varias cabezas se volvían hacia ellos. Grady también lo percibió y negó con la cabeza. —Ya he dicho demasiado. Hable con Kellyn y el párroco. Ahora mismo están arreglando algunos asuntos con el capitán del barco. Empezó a alejarse, pero Chad lo detuvo poniéndole una mano en el hombro. —Alguien tiene que notificarlo a las autoridades. Grady dudó, y luego asintió. —Tiene razón, amigo. Yo lo haré. Tan pronto como se aclare el cielo, cogeré mi barquito, iré a Mullion y se lo comunicaré a la guardia costera. Cuando se dio la vuelta para irse, Sophie se interpuso en su camino. —¿Tiene idea de quién puede haber asesinado a esos hombres? —Eso sí que no, señorita. —El hombre hizo otra vez ademán de irse, pero Sophie lo cogió del brazo. —Esa gente parece muy afligida, pero nadie está completamente sorprendido. — Se inclinó más y le preguntó en un susurro—: ¿Ya había pasado algo así antes? ¿A menudo? La mano de Chad se cerró sobre su hombro, aunque él no dijo nada mientras ambos esperaban la respuesta de Grady. —Sí, pero no de este modo. No con este tipo de advertencia. —¿Qué quiere decir? ¿Qué advertencia? El marinero no respondió a la pregunta de Sophie. Encorvó su baja y fornida figura bajo la lluvia y se escabulló entre la multitud, dirigiéndose hacia el camino. Ella siguió a Chad cuando éste entró en la taberna y se encontraron con el párroco justo del otro lado de la puerta, poniéndose la capa. —Den a esos hombres un entierro adecuado —le dijo Chad al vicario—. Yo pagaré los gastos. A Sophie se le hizo un nudo en la garganta. El señor Hall asintió en señal de agradecimiento.

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Cerca del hogar encendido, un puñado de hombres estaban sentados envueltos en mantas, bebiendo cerveza caliente y pasándose una botella de whisky. Kellyn estaba hablando con ellos. —Éste es Daniel —dijo ésta cuando Sophie y Chad cruzaron la habitación y se acercaron. La mujer puso una mano en el hombro del marinero que tenía más cerca—. Es el capitán del barco. Dan, dile a lord Wycliffe lo que me has dicho a mí. El hombre dio un largo trago a la botella que el que tenía al lado le había pasado, se secó la boca y dijo: —Esta mañana, estábamos en alta mar bastante antes del amanecer, pero cuando ha estallado la tormenta, he decidido que sería mejor recoger las redes y regresar. Hemos encontrado a Randolph, Gregory y Peter atrapados en las redes. Las bonitas facciones de Chad se contrajeron con algo parecido al dolor. —¿Han visto algún resto de su embarcación? —No. Los tres tripulaban un pesquero pequeño, a veces con el hermano de Gregory. No hemos visto ningún resto del barco, sólo un pedazo de madera que hemos sacado con los cuerpos. —El capitán se encogió de hombros con tristeza—. Pero ese pedazo podía ser cualquier cosa venida de cualquier lado. —¿Puede estimar cuánto tiempo han estado en el agua? —No soy médico, milord... —Daniel intercambió una mirada con sus compañeros. —El párroco ha dicho que tres o quizá cuatro días —intervino Kellyn. Chad apretó la mandíbula. —Tengo una pregunta más. Me han dicho que puede que esto no haya sido consecuencia de una tormenta ni de un accidente. ¿Puede decirme cómo lo saben? Los hombres de la mesa se encogieron de hombros. El capitán se llevó otra vez la botella a los labios. Luego dijo: —Porque cuando los hemos levantado, los tres cuerpos estaban atados juntos.

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CAPÍTULO 12

—Sophie... Sophie se incorporó en la cama, convencida de que había oído algo, o a alguien. Una voz no más alta que un susurro, pero una cuyo inquietante eco permanecía en el aire. ¿Lo había soñado? Pero entonces sintió también otra cosa, un aliento gélido contra la mejilla, como aquel día en Edgecombe. Eso la despertó por completo. Estaba temblando; las mantas no la abrigaban ni la protegían. Tras echar un vistazo a su lado para asegurarse de no despertar a Rachel, salió de la cama y se acercó a la ventana. Después de los espeluznantes hechos del día, no era sorprendente que tuviera pesadillas. Aquellos hombres... atados entre sí. Se estremeció. Meg y Jack Keating habían hecho cosas tan brutales como ésa con sus víctimas. Pero ¿por qué alguien emularía una crueldad semejante? ¿Qué esperaban ganar con ello? Bajó la vista y ahogó un grito al distinguir movimiento en la playa. Una sombra. El brillo de un rayo de luz reflejado. Apretó la frente contra el frío cristal y se esforzó por ver mejor. ¿Todavía estaría soñando? En silencio, salió de la habitación y, de puntillas, pasó junto a Heyworth, dormido frente a la estufa de la cocina. Estaba corriendo un riesgo espantoso, lo sabía. Y podía estar muy equivocada. Pero, poniéndose una capa sobre el camisón, salió disparada por la puerta de la cocina. Con la luna medio cubierta por la niebla y el pálido perfil de las dunas como única luz para guiarse, siguió la pendiente hacia la playa. La lluvia había cesado y el viento se había calmado, aunque el mar permanecía agitado, con su espuma ennegrecida. Miró hacia la arena en ambas direcciones y no vio a nadie. Sintió una mezcla de decepción junto con la sensación de que estaba cometiendo una tontería. Negó con la cabeza y emprendió el regreso... Pero entonces se topó con un pecho duro como un muro. Una mano le cubrió la boca, ahogando su grito. El corazón le latía con tanta fuerza que parecía que iba a salírsele del pecho, hasta que un aliento cálido y tranquilizador le rozó la frente.

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—Chist. Soy yo. Experimentó un gran alivio. De repente, se sintió débil y asintió, con la mano de Chad todavía en su boca. Él la soltó y dio un paso atrás. Iba todo vestido de negro: camisa, pantalones de montar, botas. Una sombra coronada de oro. Por eso no lo había visto al pasar por las dunas. El deseo se apoderó de ella, y casi se le doblaron las rodillas cuando él le cogió la cara entre las manos. A la luz de la luna reflejada en el agua, pudo ver en su rostro el dolor que ya había visto aquella mañana, ahora junto a una mueca de puro alivio. Se puso de puntillas y apretó los labios contra los suyos, en un beso con el que quería transmitirle que entendía, que sentía lo mismo que él y que aceptaba su pena. —Te he oído llamándome —susurró, a sabiendas de que eso no podía ser cierto de ninguna manera. ¿Cómo era posible que lo hubiera oído desde dentro de casa, sobre el rumor de las olas y el sonido del viento? Sin embargo, cuando había mirado por la ventana, sabía que él estaría allí, esperándola. —Sí... quizá te haya llamado. —Le apartó el pelo de la cara con los dedos abiertos de una forma que la hizo sentirse poseída. En ese momento al menos, era suya—. He de admitir que te he deseado. —La acercó a su cuerpo—. He deseado sentirte contra mí. Deslizó las manos por debajo de su capa y, cuando la estrechó entre sus brazos, Sophie se sintió arder por debajo de la ropa interior. Una vez más parecía que el hombre de la capilla había desterrado al distante desconocido. Una ansia insaciable se despertó dentro de ella, avivando el anhelo de sentir sus labios donde sus dedos la recorrían. —Sophie... tú me haces olvidar. Sólo tú puedes hacerlo. —Le daba suaves mordiscos en el cuello que trazaban un ardiente sendero entre su oreja y su hombro—. Sólo tú me haces sentir completo otra vez. Ella sopesó el significado de aquella desconcertante confesión. Luego, sus pensamientos se ahogaron en besos y en el juego de su lengua. Sus sentidos entraron en perfecta consonancia con él, con todo él. El calor de su boca, el aroma almizclado de su piel, la dureza de su miembro masculino contra las partes más suaves de su cuerpo. El sólido pulso de su dureza contra ella. —Dios —dijo Chad e hizo una pausa para inspirar hondo—, me sienta tan bien acariciarte... Tienes un sabor delicioso. Pero... —La presión de sus labios se atenuó; su cuerpo se alejó un poco—. Perdóname. No debería estar... —No. —Ella le sujetó los brazos y lo besó con más fuerza aún. No quería escuchar lo que fuera que estuviera a punto de decirle. No lo deseaba si creaba una distancia, aunque fuera mínima, entre ellos. —Sophie, no es por esto por lo que estoy aquí. Ella dio un sobresaltado paso atrás. ¿Lo había malinterpretado por completo? Él la cogió por los hombros.

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—No me mires así. ¿Crees que no te deseo? Dios, ojalá no fuera así. Desearía poder borrarte de mis pensamientos. Esas palabras la hirieron, y echó a caminar. —Entonces, hazlo. —Maldita sea. —Él le cogió la mano y volvió a acercarla—. Entonces, ayúdame. Algún día, de alguna manera, te haré mía. Pero no aquí, Sophie. No en la tierra, con arena en el pelo y Dios sabe dónde más. El orgullo de ella probablemente se hubiese disuelto con sus besos o se lo hubiese tragado el mar, porque lo único que se le ocurrió decir fue: —No me importaría. —Maldita sea, a mí sí. Nunca me perdonaría hacerte algo así. —Y, árido y feroz, cubrió su boca con la suya. La pasión del beso no atenuó la dolorosa decepción de Sophie. Si no había ido allí por ella, entonces... —¿Por qué estás aquí, entonces? —Estoy patrullando. Busco las luces que tú viste. —La luz de la luna reflejada en las olas proyectaba formas curiosas en su cara—. Creo que existe una conexión entre lo que viste aquella noche y lo que ha ocurrido hoy. El tiempo que ha pasado entre ambos hechos es demasiado breve como para que pueda tratarse de una coincidencia. Ella se cogió a la suave tela de su camisa negra al recordar los perturbadores acontecimientos de la mañana. —Los Keating solían atar a sus víctimas juntas antes de lanzarlas por la borda. En especial, lady Meg. —Lo sé, pero esto es obra de manos humanas, no de unos fantasmas. —Por supuesto, pero al parecer alguien está usando la leyenda para asustar a la gente. Para evitar que investiguen y den con la verdad. Chad la abrazó. —Mantente al margen de esto, Sophie. Cazar contrabandistas es un juego peligroso. Son demasiado inteligentes, y, para cubrirse las espaldas, son capaces de deshacerse de lo que sea o de quien sea que se interponga en su camino. —No tengo intenciones de interponerme en el camino de nadie. Pero si nosotros... —¡Chist! —Le tapó la boca con una mano. La cogió y se precipitó hacia las dunas, arrastrándola con él. Sophie se quedó unos segundos desconcertada antes de oír lo que lo había impulsado a actuar así: el inconfundible sonido de unos pasos acercándose.

Chad hizo lo posible por amortiguar la caída de Sophie. Luego, rodó para cubrirla, inmovilizándola con su peso para evitar que hiciera cualquier movimiento

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que pudiera delatarlos. Estaban en una depresión entre dunas, camuflados por hierbas y sombras, pero no totalmente fuera de la vista. Si al inesperado invitado se le ocurría mirar en aquella dirección correcta, podía verlos con facilidad. Sólo quedándose completamente inmóviles tenían alguna esperanza de pasar desapercibidos. Más rápido de lo que él esperaba, Sophie contuvo la respiración y parpadeó para darle a entender que lo había comprendido. Sin embargo, Chad no se atrevía a quitarse de encima de ella por temor a que el movimiento hiciera un ruido delator, sobre todo porque el intruso se había detenido a pocos metros de distancia. Chad pudo divisar una figura alta, de anchos hombros, con una descuidada melena de pelo negro que le llegaba a los hombros: el tío de Sophie. Lo había conocido en la taberna aquella mañana, después de que Sophie y su prima se hubiesen ido ya a casa. Barnaby Gordon se quedó junto a la orilla, donde rompían las olas, con los brazos en jarras y mirando el agua agitada. Pasaron unos segundos. Debajo de Chad, los suaves planos y huecos del cuerpo de Sophie encajaban con los rígidos contornos de él. Tenía la capa abierta, esparcida en la arena. A pesar del frío de la noche, el calor que brotaba entre ellos los calentaba con una intensidad que hacía brotar perlas de sudor entre sus cuerpos. El deseo era punzante y lo agudizaba el hecho de que no podían hacer nada para aliviarlo. Los labios de Sophie le rozaron la oreja, y con voz casi inaudible, preguntó: —¿Quién? En la posición en que se encontraba, ella no podía volverse sin mover los hombros. Chad bajó la cabeza hasta hundir la nariz en su pelo suelto. —Tu tío. Sophie frunció el cejo y sacudió ligeramente la cabeza, haciéndole una pregunta muda. A modo de respuesta, él se encogió de hombros. No tenía idea de por qué el hombre había ido allí, completamente vestido, en mitad de la noche, simplemente para mirar el mar. Cuando Chad levantó la cabeza para volver a mirar, vio que el señor Gordon separaba las piernas un poco y se llevaba un catalejo a los ojos. Por el movimiento de su torso, era fácil ver que estaba escrutando el negro horizonte. Apoyado precariamente en los codos encima de Sophie, Chad lo observó durante varios minutos más. Al sentir un leve movimiento a la altura de las caderas, cayó en la cuenta de que probablemente la estaba aplastando. Bajó los brazos y pegó la mejilla contra la de ella. Quizá aquello no aliviara del todo la presión, ya que notó cómo los dientes de ella se le clavaban en la piel en lo que parecía más un reflejo que un deliberado intento de morderlo. Sintió el comienzo de una erección. En cualquier otra circunstancia... Barnaby Gordon se volvió. Plegó el catalejo, se lo guardó en un bolsillo del pantalón y emprendió el regreso a casa. Chad se comunicó con Sophie con la expresión de su cara. Ella contuvo la respiración. Algunos granitos de arena que los pasos del

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hombre levantaron al pasar, fueron a parar a ellos, que no estaban ni a dos metros de distancia. Chad no se atrevía a parpadear, aunque alguno de los granos de arena se le metieron en los ojos. Los pasos se alejaron cada vez más. Finalmente, Chad se levantó sobre los codos otra vez y dejó que Sophie saliera de debajo de él y mirara las dunas. Todavía podía verse la cabeza de su tío a la distancia. Chad se sentó y le ofreció una mano para que ella hiciera lo mismo. Sophie expresó el alivio que sentía con un profundo suspiro. Él la besó. —¿Estás bien? Ella asintió. Chad se frotó los ojos, intentando quitarse los granos de arena. Sophie se apartó el pelo de la cara y se pasó las manos por la melena suelta. Cayó una lluvia de arena. Luego se cogieron de la mano y echaron a andar por las dunas. —¿Adónde va? Chad siguió la línea del brazo extendido de Sophie. Su tío parecía estar rodeando la casa. —Se dirige al camino— dijo ella y salió corriendo. La única forma de detenerla hubiera sido gritarle, pero no se atrevía a hacerlo. Intentó darle alcance. Cuando la atrapó, la sujetó del brazo, pero ella se liberó y siguió adelante. —Sophie, detente —le susurró. —No tenemos tiempo de discutir. No debemos perderlo de vista. Maldita fuera, tenía razón. Mantuvieron una prudente distancia con Gordon, deteniéndose cada cierto tiempo, antes de apresurarse de nuevo para no perderlo. Cuando se acercaban al jardín delantero, lo vieron cruzar la verja que daba al camino. —Va al pueblo —murmuró Chad, pero Sophie negó con la cabeza. Su intuición era correcta. En vez de dirigirse al norte, su tío cruzó el camino y se metió entre los pastos del otro lado del mismo. Sophie hizo ademán de seguirlo, pero Chad la cogió de la cintura y la detuvo en seco. —Estaremos demasiado cerca y ahí no hay dónde podamos escondernos. —¿No deseas saber en qué anda metido? —Los ojos le brillaban de ansiedad y en ellos Chad pudo ver aquella osadía que a veces lo aterrorizaba. —Regresa a casa —dijo—. Yo lo seguiré. Ella volvió a mirar a su tío. —Camina a campo traviesa. Hay otras granjas en esa dirección, aunque dudo que se dirija a hacer una visita amistosa. Ven, podemos quedarnos lo bastante lejos como para que no nos vea, pero sin perderle el rastro. Continuar discutiendo sólo serviría para delatarse, así que, pese a que la situación no le gustaba nada, Chad cogió la mano de Sophie con fuerza y echaron a correr por el camino a cielo abierto.

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Gordon los precedía por los pastos. Los adormilados murmullos de las vacas y el balido de las ovejas ayudaban a cubrir sus pasos. Hacia el norte, se distinguían unos puntos de luz brillando como estrellas en el cielo nocturno, eran otras granjas y refugios de pastores en Blackheath Moor. Pasaron éstos y siguieron adelante con dificultad. Las hierbas desaparecieron y dieron paso al brezo silvestre y las zarzas de la llanura. El rocoso terreno hizo que Sophie se tambaleara y se apoyara en el cuerpo de Chad, y que en más de una ocasión cayera de rodillas cuando las zarzas se le enganchaban en el dobladillo del camisón. Cada vez le costaba más respirar y comenzó a sentir el esfuerzo de la caminata en los pulmones. Pero si bien las rocas y el irregular suelo dificultaban la caminata, aquel tipo de paisaje ofrecía en cambio lugares donde esconderse. Procurando mantenerse agachados y pasando a gatas de una elevación a la siguiente, persiguieron a su tío hasta una solitaria granja escondida al borde de una ciénaga. No quedaba mucho del lugar. Un muro derruido rodeaba un granero en ruinas, un par de cobertizos desvencijados y una especie de refugio de piedra. En el techo del refugio, algunos haces de luz se colaban por los rotos en el techo de paja. Una débil columna de humo salía por la chimenea. Gordon llamó a la puerta dos veces y entró. Sophie hizo ademán de levantarse y alejarse de donde estaban, parapetados tras un saliente de roca, pero Chad la cogió de la capa. —No sabemos si va a venir alguien más. —No lo había pensado. —¿Cuándo aprenderás a reflexionar antes de lanzarte? Ven. Daremos la vuelta y nos acercaremos por detrás. Agachados y ocultos por la vegetación, rodearon la construcción. En la parte trasera no había ventanas, solamente unas pequeñas aberturas en el muro de piedra, a cada lado de la chimenea. Ambas estaban tapadas por dentro con trozos de algodón virgen, seguramente no sólo para evitar la entrada de la húmeda neblina, sino también para mantener fuera a los indeseables. Se acuclillaron junto a la abertura más cercana. —... Sin rastro de ellos. —Era la voz de Gordon. —Ya deberían haber vuelto. —... Las luces... Deben de haberlas visto y se han mantenido alejados... —... Quizá no he visto la señal. —Otra vez la voz de Gordon. En las palabras de los otros había un tono airado. Parecía como si acusaran a éste de algo. De no haber llevado a cabo satisfactoriamente alguna tarea, por lo que Chad podía inferir. Oyó otra vez el gruñido, luego una retahíla de insultos, un forcejeo y un estrépito. Cuando volvieron a oírse las voces, éstas sonaban más tranquilas, pero no menos agresivas. ¿A quién esperaban aquellos hombres y cuál era la señal que el tío de Sophie no había visto? ¿Luces de barcos en el horizonte a medianoche? Contó tres voces en total. Soltaban palabras duras, insultos y groserías. Al oír una referencia a aquella mañana, Sophie abrió los ojos como platos y le hizo una

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significativa seña. Otra palabra llegó desde la abertura; una que hizo que a Chad le diera un vuelco el corazón y se le erizara la piel. Edgecombe. ¿Habían sido esos hombres quienes le habían ordenado que fuera a Penhollow por medio del mensaje de Giles Watling? Echó un vistazo a Sophie, pero no parecía que ella lo hubiera oído. ¿Se habría equivocado? Eso deseaba. Frustrado, contempló el mísero hueco en la piedra. Si pudiera apartar un poco el algodón... Pero no podía arriesgarse a que lo descubrieran, sobre todo, con Sophie allí. Se oyeron pasos dentro, como si el suelo fuera de tierra y, con un crujido, se abrió la puerta del refugio. Chad se puso en pie y espió por un rincón de la casa. Por encima del hombro, respondió a la muda pregunta de Sophie con un asentimiento. Su tío acababa de irse. Ella comenzó a ponerse de pie, pero Chad regresó rápidamente a su lado y le hizo una seña para que se quedara quieta. Volvieron a agacharse junto al hueco. —... Maldito estorbo. —... Deshacernos de él. —Pronto... Con el cuerpo apoyado contra el de él, Sophie abrió desmesuradamente la boca. Chad deseó con todo su ser no haberla llevado allí. La abrazó y esperó, atento a la conversación. ¿Estarían considerando asesinar a su tío? —... Manejarlo yo mismo. —La voz se hizo más profunda—. Esta noche. —No. —La respuesta sonó feroz, gutural—. Todavía no. Luego se oyó el golpe de un puñetazo cerrado contra una mesa. Bajo el brazo de Chad, Sophie se estremeció. Sin pensarlo, él le dio un silencioso beso en el pelo. Por un momento, dudó entre huir de allí lo antes posible, o quedarse para escuchar más, algo que pudiera revelar los planes de los dos hombres. La primera opción pondría a Sophie a salvo; la segunda, quizá implicara la seguridad para ella y su familia en las semanas siguientes. Pero de repente no estuvo completamente seguro de que Gordon fuera el estorbo del que hablaban. Aquellos bandidos habían mencionado luces, unas que habían ahuyentado a quienquiera que fuese que esperaban. Y habían mencionado Edgecombe, donde él encendía luces cada noche. La puerta del refugio se abrió, y unos pasos vacilantes se acercaron hacia donde ellos estaban. En las facciones de Sophie podía verse reflejado el temor. Chad la ayudó a ponerse en pie y la empujó para animarla a andar. Saltó el muro de piedra y la ayudó a hacerlo. Luego, juntos, echaron a correr por el oscuro páramo. No habían dado más de una docena de pasos cuando metieron los pies en el lodo. Se habían topado con una ciénaga. Chad se detuvo, detuvo a Sophie y escucharon con atención para ver si los seguían. A la escasa luz de la luna, sólo pudo ver la sombra

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de un hombre encorvado, que aparentemente hacía sus necesidades junto al muro de piedra. Cuando terminó, se subió los pantalones, se apoyó en el muro y miró el paisaje. Por Dios, pensó Chad, qué momento para ponerse a contemplar las estrellas. Sophie tembló y él se dio cuenta de que si bien sus botas no dejarían entrar el agua, sus zapatitos no serían tan prácticos. Volvió a mirar por encima del hombro y se encontró mirando al hombre directamente a los ojos, iluminados ambos por el brillo de la luz de la luna. Se oyó un grito, pasos y el golpe de la puerta al cerrarse. Chad no siguió mirando para ver qué pasaba. Junto con Sophie comenzaron a abrirse paso por la ciénaga, haciendo mucho ruido. —¡Hay alguien ahí! Los he visto. —Probablemente sea un ciervo. Gordon ya se ha ido. —... No correr ningún riesgo. Sophie comenzó a rezagarse. Su capa, demasiado larga, se empapaba de lodo y la hacía retroceder, hasta que, con un gran esfuerzo, conseguía sacarla de allí. Chad consideró quitársela de los hombros y dejarla en el camino, pero se dio cuenta de que si la encontraban y la identificaban, Gordon sabría quién había estado allí. Pronunció una rápida plegaria de tres palabras —«Por favor, Dios»— para estar tomando la decisión correcta, y cambió de dirección hacia la derecha. De algún modo, Sophie se las arregló para seguirlo. Por un momento, Chad se sintió lleno de admiración por ella. Luego, volvió a sentir miedo puro. Al cabo de unos segundos, pisaron tierra firme de nuevo y sus pasos se redujeron a sordos ruidos, amortiguados por la vegetación. Ahora se dirigían al sur, de regreso a la granja de Gordon. Eso haría que en algún momento tuvieran que atravesar campo abierto, lo que los convertía en blancos fáciles. Sophie también se dio cuenta, lo miró y negó con la cabeza. Se volvieron hacia el este, adentrándose más en el páramo. Tras ellos, en la distancia, sus perseguidores se toparon con la ciénaga; Chad oyó el ruido de sus chapoteantes pisadas. Más adelante, la tierra se elevaba, transformada en una rocosa colina, visible como un recortado volumen contra el cielo nocturno. El optimismo creció en ellos cuando dejaron de oír los sonidos detrás. ¿Sus perseguidores se habían dado por vencidos? Gracias a Dios, Sophie llevaba una capa oscura sobre el camisón blanco y él había tenido la precaución de vestirse de negro. Su única esperanza era que la noche engullera sus figuras lo suficiente como para que aquellos bandidos creyeran que los ruidos procedían de un par de animales. Cerca de donde se hallaban había unas piedras, estaban protegidos por la seguridad del granito. Chad animó a Sophie a seguir. Estaban tan cerca... Una explosión quebró la noche: un destello de luz, un estruendo ensordecedor, el ruido de la piedra al quebrarse. Con el corazón latiéndole a toda velocidad, Chad se lanzó hacia adelante y arrastró a Sophie con él. Tronó una segunda explosión y ella cayó.

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CAPÍTULO 13

—¿Sophie? Oh, Dios, despierta. Por favor, despierta. —Presa de la desesperación, Chad le dio unos suaves toques en las mejillas y luego apoyó las palmas abiertas a cada lado de su cara. La cabeza se le bamboleó como la de una muñeca—. Oh, Dios, Sophie, despiértate. ¿Por qué la había llevado? ¿Por qué demonios? Podía haberla acompañado hasta la granja de su familia y esperar a que Gordon estuviera fuera del alcance de la vista. También podía haberse quedado escondido entre las dunas, sin avisarla de que estaba allí. Sin estrecharla entre sus brazos, sin besarla, sin buscar alivio a su culpa en la dulce tentación de su mezcla de inocencia y pasión. Una pasión que nadie más había despertado en ella. Porque él no podía hacer lo que era correcto. No había podido dejarla en paz. Le pasó una mano por el torso y luego le palpó la espalda, buscando una herida. Volvió a sacar la mano seca, sin sangre, lo que le produjo un leve alivio. Aguzó el oído. Silencio. Le pasó un trémulo brazo por debajo de las rodillas, y el otro por los hombros, e hizo un esfuerzo por ponerse en pie. Con ella en brazos, se tambaleó hasta la sombra de las rocas. Se abrió camino entre el brezo oscurecido por la noche, entre los pequeños arbustos y los matorrales, sobre las rocas, con cuidado de no lastimarla. Mientras escogía con cuidado hacia adónde dar el siguiente paso, estaba atento a la posible persecución y, sobre todo, a lo que más temía: la sensación de cálida humedad filtrándose por la ropa de ella. Su mejilla le golpeaba contra el hombro a cada paso que daba. Sophie tenía los ojos cerrados y las facciones relajadas como si sólo estuviera durmiendo. Como si no estuviera herida. Como si no estuviera muriéndose. «Por favor, Dios». El aire se volvió gélido y una densa niebla emanó de la tierra. Su aliento formaba vapor ante sus labios y Chad tembló de pies a cabeza. El corazón se le aceleró y la piel se le erizó. Estrechó a Sophie contra su cuerpo, dándole todo el calor posible. Se resistió a dejar que la fría niebla se apoderara de ella, como había ocurrido en su primera noche en Penhollow. —No dejaré que te la lleves. ¿Me oyes?

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Sigue. La palabra no era más que un susurro del viento que le echaba su gélido aliento contra la cara. Hizo un esfuerzo por ver y sintió cómo la furia crecía dentro de él. Se aferró a Sophie con todas sus fuerzas. Pero no vio nada en la oscuridad. Ninguna espantosa cara en descomposición, ninguna mirada hueca frente a él. A pocos metros, un agudo chapitel perforaba la niebla. Chad parpadeó, incrédulo ante el testimonio de sus propios ojos, mientras lo inundaba una sensación de alivio. La capilla. Su capilla. De ellos. Era imposible; no podían haber llegado tan lejos en su precipitada huida. Pero los escalones de piedra eran sólidos bajo sus pies mientras los subía, y la puerta era sólida, y crujió cuando la abrió empujando con el hombro. Una vez dentro de la nave, recostó a Sophie en un banco de madera y se arrodilló en el suelo junto a ella. Le apartó un mechón de pelo de la cara. ¿Estaba pálida? ¿Tenía los labios blancos? En la oscuridad, no podía saberlo. Le acercó una mano a la mejilla. Estaba tibia. Le cogió el brazo y se llevó su muñeca a los labios. El pulso era firme, fuerte. Le quitó la capa y le pasó las manos por cada centímetro del cuerpo, por los brazos desnudos, por las piernas. La sentó contra él para asegurarse de que no tenía manchas de sangre en la parte trasera del camisón. Con cada centímetro ileso, su corazón se regocijaba un poco más. Un quejido escapó de su garganta. —Sophie. Oh, gracias a Dios. Estás a salvo. —Su alivio era inmenso, le llenaba el corazón a la vez que le debilitaba los brazos y las piernas, haciendo que se sintiera ligero y se mareara un poco... Y que se sintiera más feliz de lo que nunca lo había sido. La rodeó con los brazos. La meció con suavidad, acariciándole la mejilla hasta que ella parpadeó y abrió los ojos. —¿Qué ha pasado? —Entre la oscura barrera de sus pestañas, su mirada intentó ver dónde estaba—. ¿La capilla? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Chad era incapaz de hablar a causa de la emoción que lo embargaba. En cambio, la besó, bebiendo el dulce sabor de sus labios, llenándose la boca con el calor de su aliento y saboreando la viva calidez de su cuerpo. —Puedo responder a tu primera pregunta —dijo con dificultad, y apoyó la frente contra la suya—. Una vez más, te las has ingeniado para eludir la muerte. En lo que respecta a la segunda pregunta, te juro por mi vida que no puedo encontrar una respuesta. Ella frunció el cejo. —Me he desmayado, ¿verdad? Él asintió. Ella gruñó y se cubrió la cara con las manos. —Nunca antes me había desmayado. Detesto a las mujeres que se desmayan.

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Chad intentó, sin éxito, cogerle la barbilla. Como no le dejaba, se acercó y le dijo al oído: —Nos hemos quedado sin aliento al atravesar la ciénaga. Y luego nos han disparado. Creo que han tirado a ciegas, pero si no hubieras podido seguir adelante, es probable que nos hubieran dado a uno de los dos. —El corazón se le encogió sólo de pensarlo. Ella se apartó las manos de la cara y se estremeció. —¿He perdido la capa en el camino? —No. Aquí está. —Chad cogió la prenda del suelo y la cubrió con ella—. Cuando te has desmayado, he pensado que te habían disparado. Te he traído hasta aquí, sin saber si estabas muriéndote o no. Tenía que verlo... asegurarme... Sophie se disculpó con una sonrisa. —No es que sea la primera vez que me ves en camisón. —Bajo la capa, un violento temblor se apoderó de ella y lo miró implorante—. ¿Podrías hacer una cosa por mí? —Lo que sea. Tendió los brazos hacia él y la capa resbaló, dejando a la vista los tentadores contornos de su cuerpo y las oscuras sombras de sus pezones insinuándose bajo el camisón. —Olvida por un momento que estamos en una iglesia y abrázame, por favor.

No importaba lo incorrecto o inadecuado que fuera, ni cuánto pudiera

horrorizarse su familia, Sophie necesitaba su abrazo. Sentir el latido del corazón de Chad contra su pecho para ahuyentar el frío que se había apoderado de ella.

Antes de que él la despertara había tenido tanto, tanto frío... Había deambulado, perdida y desesperada, buscando una forma de regresar con él, en medio de una confusa niebla. Chad tomó asiento en el banco, la sentó sobre su regazo y la abrazó. Contenta y agradecida, Sophie se estrechó contra su torso. La tela de algodón que la cubría era muy fina, por lo que estaba casi desnuda contra él... Sin embargo, el contacto no era suficiente, necesitaba más de él. Uno a uno, le desabrochó los botones de la camisa y se apretó contra él, anhelando sentir la dureza de sus músculos y la aspereza de su pecho contra su piel. ¿Este deseo hacía de ella una desvergonzada? La idea le pareció absurda. No sintió remordimientos. Sólo aquella desesperada necesidad física de estar cerca de él, de sentirse conectada, de formar parte de Chad. Se acomodó en su regazo y pasó una pierna a cada lado de su cuerpo, rodeándolo. No supo cuánto tiempo permanecieron allí en silencio, sintiendo el alivio que su proximidad les producía. A través de los pantalones, la innegable evidencia del deseo de él latía contra ella e irradiaba una ansia que la llenaba con la promesa de que había algo pendiente entre los dos.

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Era inevitable, pero no sucedería allí. No en aquel lugar. Sophie se apoyó con suavidad contra su hombro y preguntó. —¿Crees que nos encontrarán? Chad negó con la cabeza y le acarició el pelo. —Aquí estamos a salvo. Ella asintió. En realidad, ya conocía la respuesta de antemano. Había algo desconcertante en aquella iglesia, como si no fuera de este mundo; era inexplicable, pero al mismo tiempo, tranquilizador. Ambos lo sabían, incluso aunque no lo comprendieran. —No podemos quedarnos aquí indefinidamente —dijo él—. Esperaremos la primera luz y partiremos hacia Edgecombe. —Pero yo debo regresar a casa. Sintió cómo el pecho de él se endurecía contra ella. —¿Crees que voy a devolverte a esa gente? ¿A ese tío tuyo? —Si hay alguien en peligro, es él. Esos hombres que hemos visto seguramente son criminales y, al parecer, él los ha disgustado de algún modo. Ya has oído que planean deshacerse de él. —No sabemos seguro si se referían a Barnaby. —¿A quién si no? La estrechó más fuerte contra su pecho. —Ahora mismo, no me importa nada saber a quién se referían, mientras tú estés a salvo. —Lo estaré. Nadie sabe que hemos estado allí esta noche. Estaba demasiado oscuro como para que nos identificaran y hemos huido a tiempo. —Se irguió, decidida, pero todavía en su regazo, sentada a horcajadas sobre él—. Si no regresara a casa, levantaría sospechas. ¿Qué pasaría si los hombres del refugio se enterasen? ¿Cuánto tardarían en asociar las dos cosas? —Asumiendo que sean lo bastante listos como para eso... —Nos han disparado. No temen matar. —Precisamente por eso insisto en que vengas a casa conmigo. —Pero ¿no lo ves? Estaré a salvo sólo si regreso antes de que nadie se dé cuenta de que he salido. Y libre para continuar con las investigaciones. —Tú no investigarás nada más. —Su voz era brusca y llena de sentimiento—. Déjamelo a mí. —¿No es tan peligroso para ti como para mí? —Eso no tiene importancia. Percibió la amargura que había en sus palabras, un dejo de desesperación. Los ojos le brillaban mientras miraba fijamente hacia la oscuridad del altar. Sintió que

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volvía a alejarse una vez más. Sin esperanzas de entender por qué, lo cogió por los hombros con tanta fuerza que le pareció que le estaba haciendo daño. —Para mí sí la tiene —contestó ella con contenida emoción. Su mirada ambarina la acarició con tristeza. —No, Sophie. No dejes que te importe tanto. A ella los ojos se le llenaron de lágrimas y se le hizo un nudo en la garganta. Se apartó un poco, dejando que el espacio que había entre los dos se llenara del aire frío, casi tan frío como el abatimiento que se había apoderado de su corazón. —¿Por qué haces esto? ¿Por qué te acercas y después me alejas de ti? —Porque no tengo ningún derecho a acercarme. —Sus facciones expresaron una mezcla de dolor y alivio. —¿Cómo puedes decir algo así? ¿Por qué...? —Una inquietante sospecha hizo que interrumpiera sus preguntas. Intentó deshacerse de la sensación, no pensar mal de Chad, pero una insidiosa duda la hizo estremecer. Mentiras. Medias verdades. Evasivas. Él se negaba a admitir que estaba en Edgecombe el día que Sophie lo había visto mirando por la ventana. No podía evitar preguntarse qué estaba haciendo que no quería que ella lo supiera. Luego, por la mañana, en el muelle, le había parecido compungido por un dolor desesperado y personal, aunque no conocía a ninguna de las víctimas. —¿Qué escondes? —Le cogió la cara entre las manos—. ¿Has hecho... algo... que te da miedo? Por un instante, su sobresaltada reacción la desconcertó. Luego volvió a controlar su expresión y ocultó sus pensamientos tras una inexpresiva máscara. Le rodeó las muñecas y le apartó las manos de su cara. —Sí, tengo miedo. Tú me das miedo, Sophie, con tu precipitada osadía y tu terca negativa a escuchar razones. Esta noche, casi consigues que nos maten. La acusación la dejó sin aliento y se le clavó en el corazón. Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas y se le empañó la vista. Parpadeó para apartarlas, y entonces se dio cuenta de lo que él acababa de hacer. Había eludido su pregunta. Había evitado decir la verdad o reconocer algo sobre sí mismo, volviendo la conversación sobre ella. Sobre sus culpas y sus errores. Como si Sophie no se hubiese abierto ya mucho con él. Como si Chad no supiera más de ella de lo que ella sabía de él. Más evasivas. Más medias verdades. —Estás mintiendo. —Levantó la cara para mirarlo de frente—. No me importa si esto te enfada, porque no tengo miedo de decirlo. Llevas algo encerrado en tu interior y eso está destruyéndote. —Tú no sabes nada de mí. Sophie negó con la cabeza con tristeza.

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—No, pero una cosa sí sé. La noche en que nos conocimos, aquí, en esta misma iglesia, vi quién y qué eres. Un hombre bueno y decente. Un hombre de coraje y principios. Alguien a quien fácilmente podría... Se sintió agradecida por el sollozo que ahogó una confesión de la que luego podría arrepentirse. —Creo que conocí al verdadero Chad Rutheford aquella noche y lo he buscado desde entonces. —¿Has considerado la posibilidad de que, como todo lo demás aquella noche, ese hombre del que hablas fuera producto de la confusa niebla? Ella sintió el impulso de sacudirlo para echar lo que fuera que se hubiera apoderado de él. En vez de eso, se puso en pie y se cerró la capa. —Vuelvo a casa de mi tío —dijo—. No tengo alternativa. Si voy a Edgecombe contigo, eso sólo servirá para despertar sus sospechas. De este modo es más seguro. Chad se levantó también, quedándose junto a ella, alto, melancólico y, aun así, deseable. Sophie se maravilló de cuánto la atraía, de con cuánta intensidad lo deseaba a pesar de la barrera que él ponía entre los dos. Sin embargo, sabía que esa barrera no era tan firme como parecía... sabía que si se movía un par de centímetros, Chad la rodearía otra vez con sus brazos, transmitiéndole su fuerza y protección. Oh, pero no la verdad que bullía en su interior. Resistió el impulso de acercarse y caminó hacia el final del banco. —¿Vienes o me voy sola? Echó a andar por el pasillo, esperando que la siguiera. En la puerta de entrada, se detuvo para ver si iba con ella, pero no oyó nada y abrió el portón para salir. En medio de lápidas inclinadas, volvió a detenerse. ¿Sería capaz de dejar que se fuera sola a casa por aquel desolado páramo? ¿Habría tirado Sophie demasiado de la cuerda? Se volvió al oír un crujido y lo vio de pie en la puerta. Completamente inmóvil, con excepción del pecho, agitado como si hubiera recorrido a toda prisa el pasillo de la iglesia. La contemplaba con una mirada salvaje y furiosa que se clavaba en la oscuridad. Sophie no podía seguir mirándolo, por lo que se volvió y cerró los ojos. El sonido de sus pasos acercándose hizo que se quedara quieta donde estaba. Se le aflojaron las rodillas cuando sintió que le rodeaba la cintura con un brazo, le apartaba el pelo y susurraba contra su nuca: —¿Quieres saber por qué me acerco a ti? Aquí tienes la respuesta. —Presionó su cuerpo contra el de ella, sus firmes planos clavándose en la suavidad de su piel. La energía contenida que hacía que los músculos le temblaran despertó sus sentidos. »No importa lo decidido que esté a ser fuerte, cuando estoy cerca de ti pierdo toda conciencia de lo que está bien y de lo que está mal. —Su murmullo hizo que se le erizara la piel y que sintiera un ardor incontrolable—. Olvido quién soy y qué soy, y quién eres tú y qué eres. ¿Quieres ser osada? ¿Quieres hacerle frente a un hombre como yo? Entonces, ten cuidado. A pesar de mis orígenes, no soy un caballero. Una dama como tú jamás debería confiar en alguien como yo.

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Antes de que Sophie tuviera tiempo de pensar, de decidir si resistirse o consentir, la cogió por los hombros, le dio la vuelta y la besó con fuerza. Con el decidido movimiento de su lengua en su boca, una mezcla de sentimientos se mezclaron en su interior: confusión, sorpresa y un agudo deseo... Toda ella se fundió con él y se rindió sin presentar batalla. Mientras se besaban, se sintió ascender a la gloria al tiempo que la iglesia y el cementerio se desvanecían a su alrededor y la única realidad que existía eran sus bocas unidas, el cálido aliento y la agitada respiración. Luego, Chad deslizó las manos por debajo de su capa, de su camisón, hasta llegar entre sus muslos. Mientras se rendía a la imperiosa tentación de su mano, fue presa de un alucinante temor. No era el temor de perderse, sino el de renunciar a sí misma, entregándose sin pensar en las consecuencias. Unas consecuencias que percibía, temía... y que, sin embargo, desafiaba constantemente. Con la mano libre, él le cogió el pelo y le tiró la cabeza hacia atrás, dejando expuesta la garganta al calor de una ardiente promesa. —Si no estuviéramos en un lugar sagrado, te haría mía en este mismo instante, y te enseñaría un par de cosas sobre el riesgo y la aventura. Entonces, levantó la cabeza, y con mirada irónica, con la vista clavada en la iglesia, dijo: —Padre, perdónanos porque hemos pecado... —No, no lo hemos hecho. —Su voz sonó ahogada. Se sentía aturdida y un poco mareada. Hizo un esfuerzo por tragar el nudo que sentía en la garganta, consiguiéndolo sólo a medias—. Todavía no. —Pero lo haremos. Ambos lo sabemos. Sophie se estremeció ante la verdad de sus palabras. Chad la soltó y, dejando atrás el camposanto, caminaron por Blackheath Moor. Finalmente llegaron a la vegetación, el camino y la granja de sus tíos, donde él la besó rápidamente y desapareció en la noche.

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CAPÍTULO 14

Tras dejar ir a Sophie, Chad esperó en las sombras del camino hasta asegurarse de que ella entraba en la casa sin problemas y luego, al ver que nada perturbaba la tranquilidad de la granja, se volvió y se alejó. La había entregado en manos de su tío, alguien en quien no se podía confiar. Ella aún no lo comprendía. Creía que lo conocía a él, que entendía la clase de hombre que era. Dios santo, no tenía la menor idea de lo cerca que había estado de señalar a quienes les habían disparado esa noche y decir: «Yo he conspirado con desalmados como ellos. Soy uno de ellos». Pero como farsante y mentiroso que era, se había guardado esas palabras, porque una parte de él —quizá la peor parte— no podía dejarla ir. Por ella, deseando esforzarse por merecer algún día un poco de su cariño, se volvió hacia el páramo. Usando las estrellas y los puntos de referencia conocidos para guiarse, se acercó al camino que había recorrido Gordon y regresó a la solitaria granja. Todo estaba oscuro y quieto como en una cripta. Al llegar al muro exterior lo saltó y se acercó a la mayor de las construcciones, un derruido establo con techo de paja. La brisa no le llevaba olor a estiércol, ni el penetrante hedor que transpiran los animales. No los había pues en el establo y no los había habido desde hacia tiempo. Entonces, ¿qué guardaban allí dentro? La pared que tenía delante carecía de ventanas, y no disponía de más aberturas que los huecos de ventilación que había debajo de la paja del tejado. Rodeó la construcción hasta dar con un ancho portón de madera de doble hoja, cerrado con un candado. Con una piedra grande podría romperlo, pero no quería arriesgarse a hacer ruido y que lo descubrieran. Echó otro vistazo alrededor y corrió entonces hacia el refugio de piedra. Se acercó a la puerta con cautela y apoyó la oreja en la misma. No se oía nada. ¿Estarían dormidos o se habrían ido? Intentó abrir el cerrojo, que se le trabó e hizo un ruido que casi le paró el corazón. Conteniendo el aliento, esperó. Luego abrió la puerta unos centímetros y espió por la abertura.

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Olió y escuchó con atención antes de que sus ojos se acostumbraran a la densa penumbra del interior. El lugar apestaba a una repugnante mezcla de whisky agrio y suciedad. La respiración profunda y algún ocasional ronquido indicaban que unos hombres borrachos estaban durmiendo. Poco a poco, se fueron perfilando sus contornos. Uno yacía boca abajo en el suelo, con los pies bajo la mesa de la cocina y la cabeza sobre una bota que hacía las veces de almohada. Cerca de su mano medio cerrada, unos trozos de cristal brillaban a la débil luz que entraba por la puerta medio abierta. La mesa estaba llena de botellas y jarras, algunas tumbadas. Un segundo hombre estaba sentado en una de las varias sillas desparejas, con la cabeza apoyada en la pared y la boca abierta. Aunque lo más prudente hubiera sido irse, Chad se quedó allí, haciendo un esfuerzo por distinguir sus facciones. Le pareció que había algo familiar en ellos. ¿Se los habría encontrado en la taberna? ¿En el muelle, aquella mañana? No podía estar seguro. Miró el color de su pelo, estudió sus rasgos. Sintió un ataque de furia que hizo que le hirviera la sangre. Fueran quienes fuesen, sus sucias manos habían disparado contra Sophie. En aquel momento se sintió capaz de actuar como juez y jurado, de cruzar el umbral y asegurarse de una vez por todas de que aquellos bastardos no volvieran a empuñar una arma. Un pequeño destello sobre la mesa ahuyentó sus pensamientos asesinos. Se le aceleró el pulso, pero dudó, sin dar crédito a lo que tenía ante los ojos. Entró en la casa. El intenso hedor llenó sus pulmones y le pareció que iba a toser, pero hizo un esfuerzo por aguantarse. Moviéndose con cuidado, pasó por encima del cuerpo echado en el suelo de tierra. Resistió el impulso de darle una buena patada y apoyó el pie cerca de la mesa. Cerró los dedos sobre el frío metal. Un ronquido rompió el silencio. Con el corazón acelerado, Chad casi dejó caer el manojo de llaves, que tintinearon en la palma de su mano. Se quedó inmóvil y miró alternativamente a un hombre y a otro. A pocos centímetros de su pie, una mano avanzó, con los dedos abiertos sobre el cristal roto antes de volver a reposar en el suelo. Chad se volvió hacia la puerta. —¿Qué...? —oyó. Se detuvo con un pie en el aire y vio que el hombre de la silla lo miraba. Con el clamor de mil campanas de alarma sonando dentro de su cabeza, Chad le devolvió la mirada, inmóvil, sin respirar, rogando un milagro. La deforme boca musitó otra palabra incoherente y luego se relajó y cerró los ojos. Sin perder un segundo, Chad alcanzó el umbral de dos grandes zancadas y cerró la puerta tras de sí. Con el botín en la mano, se dirigió hacia el establo. Con el pulso acelerado, abrió con las llaves la puerta del mismo y entró. Tenía razón. Allí no había animales. No sabía dónde mirar primero, qué pilas explorar antes. Cajas, cajones, barriles, toneles... Pruebas. Montones de pruebas. Suficientes como para quitar de en medio a aquellos cerdos borrachos por muchos años. Pero ¿por qué motivo? ¿Contrabando? Eso no suponía una gran revelación, excepto porque contradecía lo que el párroco le había dicho respecto a que en Penhollow el contrabando había cesado.

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¿De dónde había salido aquel botín? ¿Y bajo las órdenes de quién había llegado hasta allí? Pensó en los dos hombres dormidos. ¿Aparecerían un día por Edgecombe para darle las instrucciones que el pirata condenado, Giles Watling, le había dicho a Chad que esperara? ¿Cómo encajaba exactamente el tío de Sophie en toda aquella historia? El instinto le decía que los tres cumplían órdenes y que el líder seguía aún oculto. Si avisaba a las autoridades demasiado pronto, su esfuerzo sólo serviría para que el máximo culpable, de los más condenables, volviera a refugiarse en su escondite. Dio media vuelta y cerró las puertas del establo. Luego regresó a la choza. Debía tener mucho cuidado y no dejar rastro de su presencia. Quería que aquellos bastardos se confiaran. Se inclinó sobre el cuerpo tumbado en el suelo y dejó las llaves sobre la mesa. Después partió hacia Edgecombe, donde intentaría idear un plan.

Al día siguiente, después del desayuno, una adormilada Sophie subió al dormitorio y descubrió a Rachel sacando algo de debajo de la cama que compartían. A Sophie casi se le paró el corazón cuando su prima la miró por encima del hombro, mientras sostenía su delicada cara llena de barro. Consciente de que no podía dejar en la cocina la capa embarrada y con restos de vegetación en el dobladillo, Sophie la había escondido bajo la cama, con intenciones de limpiarla y devolverla a su sitio a la primera ocasión. Una ocasión que, al parecer, no se le había presentado. —¿Adónde has ido esta noche? —le preguntó Rachel. Un rubor culpable cubrió las mejillas de Sophie, hasta que recordó que tenía delante a una chica cuatro años menor que ella, una que no sólo tenía sus propios secretos, sino que, además, era hija de un hombre que tenía tratos con criminales. —No podía dormir, así que he salido a caminar. Su prima se puso en pie, con la capa en la mano. —¿Dónde? ¿A campo traviesa? Sophie tragó con dificultad. —Por supuesto que no. He tomado un atajo por uno de los corrales de ganado. Lo siento. La limpiaré y, si es preciso, compraré otra. Rachel pasó la mano por la tela estropeada. —Todavía está húmeda. Una caminata por un corral de ganado no explica que esté mojada. —He llegado hasta la playa. Debo de haberme acercado demasiado al agua. ¿Qué importancia tiene? ¿A qué vienen tantas preguntas? —De inmediato, se arrepintió de sus palabras. Hubiera sido mejor dejar correr el tema. Cogió la capa de brazos de su prima. —Un buen cepillado quitará la mayoría de las manchas —dijo con falsa resolución—. Si no, estoy segura de que tu madre sabrá cómo solucionarlo.

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—Tal vez podríamos preguntarle a mi padre. —No. —¿Por qué no? —Porque te lo estoy pidiendo. No lo hagas. —Respiró profundamente y miró a Rachel. La aprensión ensombrecía sus rasgos. ¿Era posible que su prima dudara? ¿Podía Sophie esperar lealtad de ella frente al propio padre de la muchacha? —Estoy preocupada por ti, Sophie. Estoy... —¿Estás qué, Rachel? ¿Asustada? Lo estás, ¿no es así? Lo veo en tus ojos. —No seas tonta. —La chica parpadeó y desvió la vista—. No hay nada de lo que deba tener miedo. Simplemente, no quiero volver a verte metida en líos. La referencia al escándalo de Sophie en Londres hizo que ésta levantara un poco la barbilla. —¿Acaso soy la única con inclinación a meterse en líos? Había llegado el momento de Rachel de irritarse. —¿Qué quieres decir? —Me refiero al pescador que estabas tan desesperada por encontrar en el muelle ayer. Un joven bastante fornido, con el pelo color arena. ¿Cuál era su nombre? ¿Ian? Derramaste unas cuantas lágrimas por él antes de saber que estaba a salvo, aunque no le hiciste mucho caso cuando luego regresamos a la taberna y estuvisteis rodeados de gente otra vez. Ni él a ti, ahora que lo pienso. Un sonrojo de culpa inundó el rostro de Rachel. Fue hacia la ventana y le dio la espalda. —Ian y yo no hemos hecho nada malo. Es sólo que... mi padre no lo aprueba. Todavía no. Mi madre lo sospecha, pero sólo Dominic sabe que Ian y yo nos vemos a escondidas. Y tú, por supuesto. —No se lo diré a nadie —prometió Sophie—, pero seguramente no esperarás a tener la aprobación de tu padre. No si amas a ese joven. Rachel no respondió. Furiosa, Sophie se acercó a ella, la cogió por el hombro e hizo que se diera la vuelta. —¿Por qué no me respondes? ¿Vas a dejar que tu padre te robe la felicidad? ¿Te sentarás en esta casa a cardar lana en silencio el resto de tu vida? Su prima se soltó de ella. —Cardaré lana y la teñiré, la hilaré y la ovillaré, porque todo eso forma parte de mis deberes. Mi primera obligación es con mi familia, no conmigo misma. El pesar que había en su voz sofocó la furia de Sophie y se le clavó en la conciencia. Si ella hubiera pensado como su prima, quizá se hubiera esforzado más para que el incidente en casa de los Winthrop no hubiera sucedido. Pero no había sido así. Había puesto sus ambiciones ante todo y el resultado había sido desastroso.

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Cogió las manos de Rachel, normalmente tan firmes cuando llevaba a cabo sus labores, pero que en ese momento temblaban y sudaban. —Lo siento. No era mi intención menospreciar tu vida; te aseguro que no. Lo único que siento hacia ti y hacia todo lo que haces aquí es respeto. Era la pura verdad. ¿Realmente había creído que Rachel era dócil y que le faltaba ambición? Con toda su reticencia, su prima poseía una fortaleza que Sophie nunca podría temer. Era la clase de sentimiento que hacía que la joven pusiera las necesidades de otros por encima de las suyas sin lamentarlo. Más calmada, llevó a Rachel con ella hasta la cama, donde se sentaron. —Nuestras vidas han sido muy diferentes. Quizá yo no entienda, no pueda entender del todo, cómo ha sido la tuya, pero me gustaría hacerlo. Si me dieras la oportunidad. Su prima se encogió de hombros y esbozó una triste sonrisa. —Nuestras madres son hermanas, pero tan distintas como pueden serlo estos páramos de una calle de Londres. La tuya se casó con alguien rico y privilegiado; la mía, en cambio, rodeada de dificultades. Pero mi padre la había cortejado y ella se enamoró de él. Todavía lo ama... —Sí. Puedo verlo. —A su modo, la tía Louisa y el tío Barnaby compartían cierta clase de ternura. ¿Su madre amaba a su padre? Sophie jamás se lo había planteado. De repente, descubrió que no sabía la respuesta. —Mis padres han cambiado mucho con el tiempo —añadió Rachel—, en especial en los últimos años... Le dio la sensación de que había dicho demasiado, y se quedó callada. —¿Qué ha pasado en estos últimos años? —preguntó Sophie—. ¿Qué ha cambiado? ¿Ya no son felices? —«¿Ha sido desde que tu padre se involucró con criminales?» Como si tuviese ganas de huir, Rachel miraba la puerta de la habitación con ansiedad. Su prima le estrechó la mano. —Lo siento. No es algo en lo que deba entrometerme. La joven la miró con cara de preocupación. —Prométeme que harás lo que mi padre te diga y que no te meterás en líos. Prométemelo, Sophie, y no le diré lo de la capa a nadie. Si alguien pregunta, diré que la he ensuciado yo. Pero júrame que no andarás husmeando más por ahí. Sus últimas palabras no fueron más que un susurro pronunciado con ansiedad y Sophie supo con certeza que las advertencias de su prima no eran mera preocupación por su bienestar. La muchacha sabía algo, quizá más de lo que su familia suponía. ¿No eran siempre los más callados los que conocían los secretos mejor guardados? Quizá Rachel supiera dónde había ido su padre la noche anterior y por qué. Cuánto anhelaba Sophie olvidar sus modales e interrogar a su prima. Sin embargo, sabía que no conseguiría nada presionándola. Aquella fortaleza que había

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percibido momentos antes le serviría para callar las respuestas hasta que la propia Rachel estuviera preparada para darlas. Del mismo modo, Sophie sabía que no podía engañar a la joven con una mentira. —No es que quiera crear problemas ni remover cosas pasadas —dijo—, pero soy quien soy. Mi familia tenía la esperanza de que, estando aquí, se calmara mi tendencia a meterme donde no me llaman. Me temo que no es así. —De hecho, no. Se equivocaron al decidir enviarte a Penhollow. —Su prima se puso en pie y se encaminó hacia la puerta—. Terriblemente equivocados. —Rachel, espera. —Cuando ésta se detuvo, con la mano en el picaporte, Sophie se bajó también de la cama—. No puedo prometerte que no me meteré en líos, pero lo intentaré si tú me prometes algo a cambio. —¿Sí? —Jamás renuncies al hombre que amas, incluso aunque tu padre no lo apruebe. La joven se limitó a mirarla, luego se volvió y salió de la habitación.

Debajo de la casa, al nivel de los cimientos de Edgecombe, Chad bajó el farol e iluminó el suelo de piedra y cerámica mientras se abría paso por el helado sótano. Una a una, revisó las despensas de carne y productos lácteos, los armarios del hielo y del carbón y, al final del corredor encalado, la bodega de vinos de su padre. Mucho tiempo atrás, en su afán infantil por la aventura, correteaba por aquellos sótanos, esquivando a los ocupados sirvientes mientras buscaba el legendario túnel de los Keating. No había encontrado nada. Su padre se había reído de su decepción y le había dicho que si aquellos piratas habían construido realmente un túnel, no tendría un acceso tan evidente como para que pudiera encontrarlo un niño. Al recordar lo que el párroco le había mostrado bajo el púlpito, Chad hizo una inspección más a fondo. Empujó los armarios y las estanterías para ver si se desplazaban. Dio golpecitos en el suelo con el pie. Si aquellos hombres de la granja abandonada habían hablado de Edgecombe —y Chad podría jurar que lo habían hecho —, entonces tenía que haber un túnel... en alguna parte. Simplemente, no había otro modo de llevar la mercancía desde el mar, no había otra vía para cruzar los acantilados desde la costa de más allá del puerto. La granja de los Gordon... Había descartado esa posibilidad. Era cierto que la playa y el terreno inclinado ofrecían un acceso fácil desde la orilla, pero también era demasiado visible, tanto desde el pueblo como desde el camino como para ofrecer privacidad para alguien que descargara una mercancía ilegal desde un barco. En cuanto Grady regresara de Mullion, Chad intentaría volver a mirar la línea de costa desde el mar. Hasta entonces, sin embargo... había bajado al sótano. Las botellas de vino brillaban en la sombra. Chad dejó el farol al suelo y pasó la mano por las húmedas paredes, empujando. A la vista y al tacto, todo parecía tan sólido como la roca con que había sido construido. Cogió el farol y echó a andar, con intenciones de continuar su inspección en el sótano de la lavandería. Un susurro como de brisa lo hizo detenerse.

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Se volvió con lentitud, y, girando despacio sobre sí mismo, escudriñó el juego de luces y sombras en los muros y las botellas. Al percibir de nuevo el débil susurro, volvió la cabeza a la izquierda, hacia un hueco que alguna vez se había usado para almacenar barriles, pero que ahora estaba vacío. Con el corazón acelerado, se arrodilló para examinar las baldosas de cerámica. Con la palma de la mano, empujó hacia abajo y luego lateralmente. Como una sólida unidad, las baldosas se movieron un poco, todas a la vez. Se agachó más, y, acercando el farol, pudo distinguir los ínfimos huecos que había alrededor de las baldosas centrales, y que formaban un cuadrado de aproximadamente un metro de ancho. Una trampilla. Lo embargó una honda emoción. Volvió a sacudir las baldosas y se dio cuenta de que necesitaba una herramienta para hacer palanca y levantarlas. Recordó las pinzas y punzones que había en la cámara del hielo y se puso en pie. Desde el corredor del sótano oyó un ruido sordo que venía del cielorraso abovedado que tenía encima. Se quedó quieto, con la cabeza levantada para escuchar mejor. Lo oyó otra vez. Alguien estaba arriba, en la cocina. ¿Sophie? Casi a la vez que se le ocurría esa respuesta, se dio cuenta de que no tenía sentido. No después de lo que habían vivido en la capilla. Chad había hecho todo lo posible por advertirle que se mantuviera lejos de él; prácticamente la había amenazado, y después había reforzado sus amenazas aprovechándose de ella y manoseándola. No, seguramente no era Sophie. Entonces... «... Deshacernos de él... Pronto...» ¿Los hombres de la granja? Con el pulso acelerado, cogió una botella de vino del estante más cercano y se dirigió a la escalera. Al llegar arriba, se detuvo para escuchar. La puerta, parcialmente abierta, le daba una reducida visión de la despensa. No vio a nadie, pero oyó movimiento en la cocina contigua. Apretó los dedos alrededor del cuello de la botella. Los pesados pasos del individuo lo sorprendieron, lo mismo que el crujido de las puertas de los armarios. ¿No era un asesino, pues, sino un ladrón? Pero no por eso era menos peligroso. Empujó un poco la puerta para abrirla y se quedó helado cuando los goznes chirriaron. Una gota de sudor le resbaló por la ceja. Al ver que nadie se acercaba a investigar, se pasó una manga por la frente, apoyó la palma abierta contra la puerta y dio un paso decidido. El estrépito sugería que el intruso estaba hurgando en el cajón de la cubertería, justo a la derecha de la puerta de la despensa. Chad escuchó con atención, a la espera de indicios de un segundo individuo, pero no oyó nada. Levantó la botella por encima de la cabeza y puso un pie en el umbral. Con un alarido, dio un salto y entró en la cocina. Oyó un chillido y vio una borrosa ráfaga en movimiento. Una taza le pasó volando por encima del hombro y se estrelló contra la chimenea de ladrillo que había detrás de él. Chad alcanzó a distinguir

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un par de ojos desorbitados, una mata de pelo entrecano y un par de manos nudosas. Luego, arremetió contra el intruso.

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CAPÍTULO 15

Chad embistió contra la delgada y encorvada figura estrellándolo contra un mueble. El aparador que había encima tembló a causa del impacto, una copa cayó al suelo y se hizo añicos. La cubertería también cayó con estrépito. Chad empujó al hombre contra el mueble, clavándole los angulosos hombros contra el mismo. La cara demacrada del intruso se había quedado congelada en un gesto de temor, mientras miraba fijamente la botella que Chad sostenía en la mano. Con la otra mano, le apretaba el cuello. —¿Quién eres y qué demonios quieres? —El hombre se esforzó por hablar y Chad aflojó un poco su presa—. ¿Quién eres? —repitió —N-Nathaniel. Él contempló sus aterrorizadas facciones y sus ojos abiertos como platos. Lo poco que quedaba de resistencia en el intruso desapareció y Chad concluyó que quienquiera que fuera el tal Nathaniel, no representaba una amenaza para nadie. El pobre estaba muerto de miedo. Lo soltó, dejó la botella en la mesa y se apartó de él. —¿Qué estás haciendo aquí? Nathaniel se incorporó con torpeza y señaló con un dedo torcido la cocina de hierro fundido. —Preparo el desayuno. Chad vio una sartén sobre los fogones. A su lado, una cafetera borboteaba y emitía vapor. En la pequeña mesa de trabajo que había junto al fuego, aguardaban una jarra de leche, varios huevos y una loncha de tocino. —¿Te ha enviado Kellyn? —Ha dicho que tenía que cocinar y limpiar, cuidar del caballo y cualquier otra cosa que milord necesite. Chad escudriñó las curtidas facciones de Nathaniel y el desconcierto que ensombrecía sus ojos castaños. El hombre se cogía las manos, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro con incertidumbre.

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El gesto lo conmovió. Para la edad que Nathaniel parecía tener, no era más que un niño. Chad le sonrió para tranquilizarlo. —¿Has venido a ayudarme, pues? —Sí, ya he recortado un poco las plantas. —¿Recortando? ¿Eres el jardinero que ha contratado mi abogado? La respuesta a esa última pregunta fue una mirada de confusión. Nathaniel se encogió de hombros. —Hago la poda y la limpieza. —Frunció el cejo y dio un paso atrás, golpeando con las botas las puertas del armario—. Sólo de día. Por la noche no es seguro. Al ver su agitación, Chad levantó las manos con gesto tranquilizador. —Eso está muy bien, Nathaniel. No te pediré que vengas de noche, y siempre me aseguraré de que te puedas ir antes de que oscurezca. ¿Has convenido alguna paga con Kellyn? El hombre se encogió de hombros. —Bueno, ya lo hablaremos. —Una repentina sospecha le hizo preguntarle—: Nathaniel, desde que has llegado a Edgecombe, ¿has visto a alguien en la casa o en el resto de la finca? Con los ojos exageradamente abiertos, negó enfáticamente con la cabeza. —No he visto a nadie. —¿Estás seguro? —Nadie. —Volvió a chocar las botas contra el mueble. En opinión de Chad, había contestado demasiado rápido. Como si alguien le hubiera dado instrucciones para que dijera eso. Pensó que era improbable que pudiera obtener información útil de él e hizo un gesto hacia la cocina. —Puedes continuar con el desayuno, Nathaniel, y luego ponlo todo en el calentador. Me gusta el tocino crujiente. Mientras tanto, voy a volver a bajar un rato. —No hay que bajar nunca —alcanzó a oír que el hombre murmuraba a su espalda. Chad se volvió. —¿Quién te ha dicho eso? ¿Kellyn? Nathaniel se limitó a mirarlo fijamente, y sus apagados ojos eran un misterio. —¿Chad? ¿Estás aquí? El eco de su grito sorprendió a Sophie, mientras el absoluto silencio de la casa le producía un estremecimiento. Fue hacia la escalera, puso un pie en el primer escalón y miró hacia arriba. —¿Chad? Soy Sophie.

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¿Estaría en su habitación? El deseo se mezcló con la aprensión. La última vez que había subido aquella escalera había experimentado un placer prohibido en brazos de Chad. Algo que podría haberse repetido la noche anterior, si hubiesen estado en cualquier otra parte que no fuera la iglesia. ¿Había cometido un error al ir allí? ¿El error de estar sola en aquella casa desierta... con él? Un deseo punzante se apoderó de ella, que recordó la esencia, el sabor, el calor del tacto masculino sobre su piel desnuda. Al mismo tiempo, un perturbador miedo de algo que no podía nombrar le advertía que fuese cautelosa. «Ten cuidado... no soy un caballero». Oh, eso era lo que él quería hacerle creer, y quizá hubiese en ello algo de cierto. Pero Chad ocultaba algo más. Algo que lo asustaba... y temía que ella descubriera... Pero no era por la seducción por lo que había ido allí, ni para preguntarle por los secretos que guardaba. Lo volvió a llamar una vez más, luego se alejó de la escalera y eligió una dirección al azar. Entró en el salón, amplio, elegante de una manera masculina, pero no vio ni rastro de Chad. Al pasar a la siguiente habitación, se topó con una puerta cerrada y una vez más el corazón le dio un vuelco. ¿Era posible que aquélla fuera la habitación desde la que él la había espiado la primera vez? Apoyó la oreja en la madera, pero no oyó nada. Golpeó y lo llamó de nuevo. Echó un rápido vistazo sobre el hombro, giró el pomo, miró en su interior... y ahogó un grito. El día en que había visto a Chad allí, había cruzado luego la terraza y mirado por la ventana. Dentro había visto muebles, muchísimos libros y todos los indicios de que alguien utilizaba aquella habitación como biblioteca. Pero ahora las librerías estaban vacías y no quedaban libros. Pasó la mano por el estante desnudo que tenía más cerca, se sopló el polvo de los dedos y se acercó a la ventana que daba a la terraza. Los postigos estaban cerrados. Los abrió y luego volvió a cerrarlos. Sí, aquélla tenía que ser la habitación. La irregularidad de los cristales volvía borrosos los jardines, pero podía entrever bien las descuidadas hileras de perales, los cornejos y los serbales nativos, más silvestres. Aquel día, Chad la había mirado fijamente, un tiempo suficiente como para recordarla. Sin embargo, cuando se encontraron en la capilla, no pareció reconocerla y después negó haber estado allí. ¿Por qué? La forma de la ventana le llamó la atención. Retrocedió para estudiar los parteluces con forma de diamante y el alféizar de piedra. Recordaba con exactitud los detalles. La ventana sobresalía, no estaba pegada a la pared, como en aquel momento; se proyectaba con gracia por debajo de la vertiente de pizarra que le servía de tejadillo. Oyó un susurro tras ella que la sobresaltó. Se volvió, esperando ver a Chad, pero la habitación estaba vacía, con los estantes extrañamente desnudos. Se estremeció. —Asssesssinnnato.

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Giró sobre sí misma y miró hacia la ventana; allí no había nada más que el paisaje, los árboles y setos que se movían con la brisa marina. A toda velocidad, Sophie volvió sobre sus pasos y regresó al vestíbulo. —Chad... ¡oh! Se llevó una mano a la boca, pero no a tiempo de ahogar un gemido. Emergiendo de las sombras de un comedor formal, una figura alta, delgada y encorvada avanzaba hacia ella. A medida que el hombre se alejaba de la luz, sus rasgos se ensombrecían. Sophie sólo podía distinguir un oscuro par de ojos y una adusta boca. Con el corazón en la boca, retrocedió hasta la curva de la escalera. Echó un rápido vistazo a la puerta y evaluó sus posibilidades de huida. Podría hacerlo, pero él la atraparía con facilidad en el patio de acceso. Levantó la barbilla e impostó su tono más altivo. —¿Quién es usted? ¿Dónde está lord Wycliffe? —Soy Nathaniel. —No hizo ningún movimiento hacia ella—. Milord está abajo. —¿Abajo dónde? ¿En la cocina? ¿En la bodega? ¿En una tumba recién cavada? —Dígame exactamente dónde está lord Wycliffe —dijo—. Ahora. Y no me diga simplemente «abajo». El hombre encogió sus angulosos hombros bajo un viejo abrigo de tweed. —No sé. —¿No sabe o no me lo quiere decir? —Su reticencia la golpeó como una ráfaga de brisa marina—. ¿Le ha pasado algo? ¿Qué hace usted aquí? —Preparar la comida, cuidar del caballo, podar el jardín... Sophie parpadeó. —¿Qué? —El caballo necesita avena y que lo cepillen. —Comenzó a alejarse. Sus aprensiones dieron paso al puro desconcierto. Se apartó un paso de la escalera. —Dios santo, ¿es usted su sirviente? La cara del hombre reflejó cautela antes de responder: —De día. Sólo de día. El extraño comentario le produjo curiosidad. —¿Por qué sólo de día? ¿Qué pasa después del anochecer? Nathaniel frunció el cejo. —Milord me ha prometido que me podré ir antes de que oscurezca. —Ya veo. Bueno, si se lo ha prometido, no hay nada de que preocuparse. —Ya sin temor, pasó junto al desconcertado sirviente y entró en el comedor—. Supongo que

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por aquí llegaré a la escalera de servicio y podré bajar a la cocina, ¿me equivoco? ¿Es allí donde encontraré al conde? Nathaniel no respondió. Cuando Sophie estaba en medio de la habitación, un débil temblor sacudió el suelo bajo sus pies. Por encima de la mesa, la lámpara de araña tintineó. —¿Qué demonios? Sintió otro temblor y luego se hizo la calma. Nathaniel permanecía en el vano de la puerta, tras ella, con las manos sujetas a cada lado del marco. —No es seguro. —Recorrió la habitación con la vista y puso los ojos en blanco—. Debo irme. Antes de que ella pudiera decir nada, se había escabullido por la puerta de la terraza y se había marchado. El silencio la rodeó. Chad seguía allí abajo... en algún lado. Se obligó a caminar, a pesar de lo mucho que le temblaban las piernas. Pasó por una serie de habitaciones vacías hasta encontrar el pasillo de servicio y la escalera. Finalmente, llegó a un fregadero, donde una pila de sartenes y platos goteaba en el escurridor, junto a la bomba de agua. Al no ver signos de nada extraño, entró en la cocina, donde el aroma del tocino frito impregnaba el aire. —¿Chad? —Carraspeó y habló más alto—. Tu sirviente me ha dicho que podía encontrarte aquí. Por favor, no me asustes. Qué estúpida era; era evidente que él no haría algo así. La puerta de una de las despensas estaba entreabierta, y más allá del umbral, una serie de escalones de piedra desaparecían en la oscuridad. Se inclinó y lo llamó de nuevo. Sus palabras volvieron en forma de un eco que le retumbó en el estómago. —Supongo que voy a tener que bajar —murmuró, temblando—. Aunque al menos debería poder ver dónde piso. Se volvió hacia la cocina y cogió un farol del alféizar, que encendió con unas astillas que había junto a los fogones. Luego regresó a la escalera, armándose de valor para bajar. El frío sótano fue lo primero que la recibió. La luz del farol se reflejaba, trémula, en las paredes blanqueadas y el techo abovedado, proyectando sombras que bailaban en las aberturas de las distintas salas y las despensas. Se asustó de sus propios pasos, que retumbaban con sonoridad en el suelo de baldosas y piedra. El pasillo desembocaba en una bodega, dentro de la cual su farol desprendía haces de luz de numerosas botellas. Como no vio allí a Chad, se volvió para irse. —Sophie. —¿Chad? —Dio una vuelta completa. No se movió nada en la habitación, ni le llegó ningún sonido desde el pasillo. Quizá sólo hubiese sido el frufrú de sus faldas. Inclinó el farol y, en un rincón, vio un hueco en sombras. En el suelo de baldosas había una especie de agujero.

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Acercó la luz a la abertura. Una serie de escalones que parecían tallados en el lecho de roca bajaban hasta un suelo de tierra. Se le aceleró el pulso. ¿Un túnel que llevaba al mar? —¿Chad? Por favor, respóndeme si puedes oírme. El eco le devolvió sus palabras, que se perdieron luego en el vacío. ¿El retumbar que había oído desde arriba quería decir que estaba herido? Con el farol sujeto en una mano, se recogió las faldas y bajó hacia un lugar más frío, más húmedo y extremadamente más oscuro. Se le puso la piel de gallina. El suelo se inclinaba vertiginosamente hacia abajo. Después de varios minutos de recorrer un estrecho túnel, sospechó que ya no podía estar debajo de la casa, sino en algún lugar bajo los jardines, bajo los árboles, el césped, la tierra y la roca. Como en una tumba. El túnel se estrechó y avanzar se volvió dificultoso. Del suelo se desprendían piedras sueltas y a su alrededor oía un sonido de tierra deslizándose y agua que goteaba. Se le dobló el tobillo al pisar una irregularidad y tropezó con una pila de rocas. Se sujetó apoyando la palma en la húmeda pared; cuando recuperó el equilibrio, levantó el farol. Medio metro más adelante, un muro de piedra y maderos rotos le bloqueaba el camino. Levantó más la luz. Pedazos de la roca que alguna vez constituyó el techo del túnel se perdían en la oscuridad. Su agitado corazón se paralizó. Luego se llenó los pulmones de aire y llamó a Chad con todas sus fuerzas, hasta que un súbito temor la hizo callar. Miró con atención el túnel sobre su cabeza. ¿Era posible que el sonido produjera más derrumbes? Tenía que correr el riesgo. Buscando a tientas, encontró una piedra que le cabía en la mano. Rogó no estar cometiendo un terrible error y golpeó la piedra contra otra un poco más grande. Después de unos momentos, paró y se quedó completamente quieta, mientras escuchaba con atención. Como si llegara desde una gran distancia, resonaron unos débiles golpes. Con ansiedad, volvió a golpear su piedra, un poco más fuerte. Tres golpes, luego una pausa, seguidos de tres golpes más. Oyó que se repetía la misma secuencia, atenuada y débil, desde el otro extremo del túnel. Con la emoción, perdió toda cautela y se abalanzó sobre las piedras, trepando con los escombros que los separaban. —Chad, soy Sophie. ¿Puedes oírme? ¿Estás herido? —No... creo que no... —Con los dientes apretados, Chad se sentó. Sintió un profundo mareo. Oyó que Sophie volvía a llamarlo y comprendió que su respuesta había sido muy débil como para que pudiera llegarle a ella. Tomó aire y gritó: —Estoy bien. No lo estaba. El tobillo derecho le dolía muchísimo y unas piedras se le clavaban en la parte posterior de las piernas. Se llevó la mano a la sien e hizo un gesto de dolor. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?

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De repente, le vino un recuerdo, y al hacer un brusco gesto de repugnancia, chocó contra el muro de roca que tenía al lado. Había llegado a un lugar obstruido por los restos de un derrumbe que parecía haber ocurrido tiempo atrás. Pero encontró un hueco y se había abierto paso a través de él. Con el farol en la mano, había conseguido pasar ya las tres cuartas partes del cuerpo cuando el sedimento comenzó a ceder. Se las había arreglado para salir a tiempo, antes de que el hueco se cerrara. De haber sido un poco más lento, se habría quedado sepultado. Había aterrizado de cabeza en el suelo del túnel, y el farol se había estrellado y se había hecho añicos, pero no sin que antes pudiese vislumbrar el lugar un instante. Ahora, aunque no podía verlos en la oscuridad, podía sentir la presencia de dos esqueletos a poca distancia. —Sophie —gritó—. Acerca tu farol al derrumbe todo lo que puedas, e intenta encontrar un hueco. Cuando lo hizo, pequeños haces de luz se colaron a través de los escombros. Cerca de él, en el suelo, brilló un objeto metálico. Chad lo cogió, y se encontró cerrando la mano alrededor de la empuñadura de una espada. Se la acercó y, cuando examinó los detalles, la reconoció, impresionado. El arma parecía vibrar con un frío temblor en la palma de su mano. ¿O no era más que su propia reacción ante el hallazgo? —Creo que he encontrado un hueco —dijo Sophie—. ¿Lo ves? Llegaré hasta ahí. Intenta cogerte de mi mano. Él bajó la espada. —No, Sophie. Aparta un poco el farol y aléjate. —Por favor, no seas ridículo. ¿Puedes llegar solo hasta donde yo estoy? Al darse cuenta de que ella no le haría caso, buscó las rendijas por las que entraba luz y se arrastró hasta la más grande. Metió el brazo por ella hasta que se le trabó el hombro. Con los dedos alcanzó a tocar la suavidad de Sophie, su calidez, su esperanza. Ella entrelazó los dedos con los suyos y, por un loco momento, Chad creyó que podría sacarlo de allí como por arte de magia. No podía verla y, sin embargo, su imagen llenaba sus ojos: su cara, su sonrisa, sus ojos grandes e inteligentes. Lo embargó un sentimiento de entusiasmo y determinación. —Sophie, aléjate. Tengo una idea, pero tengo que hacerlo desde mi lado. Cogió la espada con ambas manos y la clavó en el hueco. El acero chirrió contra las piedras haciéndole temblar los brazos. Sin embargo, el resultado fue mínimo; tan sólo algunas piedras y restos de sedimentos cayeron al suelo. —Hazlo de nuevo —lo urgió ella. El chirrido del acero resonó en el túnel. Lentamente, Chad fue quitando tierra y piedras, ensanchando el hueco. Mientras lo hacía, temía que tanto movimiento y ruido pudiera producir otro derrumbe y que Sophie resultara herida, pero no tenía más remedio que continuar. Sin un farol, no tenía ninguna posibilidad de alcanzar el otro extremo del túnel. En una oscuridad tan completa, deambularía a ciegas, quizá se topara con otra montaña de escombros o con un desnivel en la tierra, o podría equivocar el camino y perderse en un laberinto sin salida.

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—¡Puedo verte! —El grito de triunfo de Sophie retumbó del otro lado del muro de escombros—. Intenta pasar por aquí. —Retrocede. —Con la espada en la mano, se metió por la abertura, apenas lo bastante ancha como para que le cupieran los hombros. Se le rasgó la camisa y se arañó la piel con una afilada piedra. Contorsionándose con dificultad, se esforzó por ir hacia la luz de Sophie y hacia sus palabras de aliento. Perdió el impulso. Se había quedado atorado. Metido a presión. Atrapado en un muro de rocas que amenazaba con aplastarlo, y dentro del cual no podía mover ni los brazos ni las piernas, no podía avanzar ni retroceder. La desesperanza se apoderó de él, hasta que una fuerza llegada desde atrás, como un empujón, lo impulsó hacia adelante.

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CAPÍTULO 16

—Chad, ¿estás herido? ¿Puedes estirar la mano hasta mí? A Sophie se le cerró la garganta, presa de un repentino terror. ¿Por qué se había detenido? Extendió los brazos hacia él para ayudarlo, tal como él la había ayudado a ella la noche anterior. Su cabello dorado brilló a la luz del farol y sintió un gran alivio. Después vio un hombro. Luego, un brazo extendido por encima de su cabeza, tendiendo un objeto hacia ella. El sonido del metal resonó contra la piedra. Chad resopló. ¿Qué era lo que llevaba en la mano? Obtuvo la respuesta cuando lo vio entregarle la empuñadura de un estoque. Perpleja, cogió el arma y la dejó en el suelo. —Ahora, cógeme las manos —le pidió exhausto, casi sin fuerzas— y tira. Sophie lo hizo. Tiró como si le fuera la vida en ello, como si la de él y todo lo que quería en el mundo dependieran de ella. Estaba empleando la misma fuerza sobrehumana que había necesitado para subir por el acantilado y para huir por el páramo de los hombres que los perseguían. Sacarlo de allí se parecía a lo que Sophie suponía que era el esfuerzo de un parto, con los mismos ingredientes. Dolor. Dificultad. Miedo. Sudor. Poco a poco, con su ayuda, Chad se las arregló para pasar el cuerpo por el hueco, cuyos ásperos bordes le lastimaban la piel. La cabeza y los hombros asomaron. Y con un último tirón, Sophie consiguió hacerlo caer del lado de ella abrazado a su cintura. Su peso le hizo perder el equilibrio. Juntos, cayeron sobre las piedras, en un lío de brazos y piernas. Sophie estaba medio encima de él y algunas piedras se le clavaban en el muslo. Notaba su sólido torso pegado a su cuerpo y una mano enredada en un mechón de su pelo. Las lágrimas le inundaban la cara y le había mojado el hombro de la camisa, donde tenía apoyada la mejilla. No sabía por qué lloraba. Aparte de una buena cantidad de heridas menores, Chad parecía estar bien. Y ella también. En realidad, aquello no había sido nada comparado con la huida de la noche anterior, en medio de la oscuridad. Pero seguía llorando de todos modos. Sintió la respiración de él contra la nuca.

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—¿Estás bien? Sintió que le entraban unas incontrolables ganas de reír. Hundió la cara en la camisa de él y la mantuvo allí hasta que cesaron las carcajadas. Suavemente, él se apartó de ella, se puso en pie y la ayudó a levantarse. Luego le cogió la cara entre las manos, la miró fijamente y le sonrió. —Estás como yo me sentía anoche, cuando me di cuenta de que no te habían disparado. Sophie respondió con una mezcla de risa y sollozo, un estallido de lágrimas. Chad se las enjugó con una manga. Ella señaló a su alrededor. —¿Es un túnel de contrabandistas? —Si lo era, no se ha usado desde hace mucho tiempo. —Con la punta de la bota, pateó una piedra suelta—. No he sido yo quien ha causado el derrumbe; yo sólo he despertado su ira. —Sacudió la cabeza y miró por encima del hombro izquierdo—. Salgamos de aquí, por favor, y luego te lo explicaré todo. —Por mí, nos podemos ir ahora mismo. Cogió el farol. Chad empuñó la espada y, con ella en la mano, parecía un guerrero que regresara de la batalla, con la camisa rota y ensangrentada, y una de las mangas descosida, dejando a la vista profundas heridas en el brazo. Su imagen del soldado se extendía también a su cara, con sus facciones petrificadas y un brutal cansancio en los ojos. Además, cojeaba, parecía no poder apoyar bien el tobillo derecho. Sophie echó un rápido vistazo a su vestido de muselina y vio en él húmedas manchas que brillaban a la luz del farol: sangre de Chad. En lugar de sentir repulsión, presionó con una mano sobre una de las manchas y experimentó una extraña sensación: la de que su sangre siempre los uniría, con un vínculo que sobrepasaría cualquier cosa que les deparase el futuro. Se le aceleró el corazón. Un vínculo con Chad, con el hombre con quien había escalado acantilados, huido de las balas, desafiado derrumbes... y que había despertado en ella sensaciones extremas y extraordinarias. Sí, la idea de estar con él le producía una euforia de lo más gloriosa. Pero aquel hombre también tenía otro aspecto, uno rodeado por secretos y oscuridad, escondido tras unos muros impenetrables que no le permitiría franquear, sin importar cuánto lo intentara. Y ella no era el tipo de mujer que dejaría de intentarlo, que se conformaría con la parte limitada e incompleta que él le ofrecía. En realidad, Chad no le había ofrecido nada. A pesar de las cosas que habían superado juntos, y de lo que habían compartido, Sophie no debía olvidar que él no le había hecho ninguna promesa. No había mencionado ningún futuro común, en ningún sentido. Aunque a veces, a causa de la intimidad que habían vivido en tan poco tiempo, hacía que se sintiera como si lo hubiera hecho.

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Miró con resentimiento sus anchos hombros y, sí, la firme curva de su trasero, y lo siguió por el túnel y los escalones. Después de darle la mano para ayudarla a subir a la bodega, se detuvo a examinar las botellas que había en el estante más cercano. Sin soltar la espada, cogió una botella y continuó. Antes de llegar a la puerta, miró la botella, se la metió bajo el brazo y cogió otra. —¿Vas a decirme de qué va todo esto? —preguntó Sophie, señalando el arma. —Después de que me beba una buena parte de este vino. Los dos parpadearon al salir a la brillante luz de la cocina. Ella se estremeció al ver la cantidad de sangre que le manchaba la camisa de lino. —Voy a curarte las heridas. —Abrió un cajón al azar, con la esperanza de encontrar trapos. Chad le cogió la muñeca y, con la cadera, cerró el cajón. —Después. Me escocerá menos tras un poco de vino. Hurgó en los armarios en busca de copas y un sacacorchos. Le dio las primeras a ella, cogió las botellas y la espada y se encaminó hacia la habitación contigua, cojeando un poco. Por la gran mesa de roble y los bancos arrimados a los lados, se deducía que aquél había sido el comedor de los sirvientes. Chad se sentó a horcajadas en el extremo de un banco y dejó las botellas y la espada sobre la mesa. —Pásame el sacacorchos. —Apartó la silla de su lado y dio unas palmadas en el asiento—. Ponte cómoda. Quizá pasemos aquí un buen rato. Se inclinó sobre la mesa y no dijo nada hasta que se hubo tomado dos copas enteras de vino de Burdeos y llenado una tercera. Sophie, mientras, fue bebiendo pequeños sorbos de la suya. Luego se encontraron bebiendo a la par. El incipiente dolor de cabeza que había sentido desde que entró en el túnel, desapareció. Se sintió el cuerpo más liviano, y la mente más sosegada. Por primera vez en varias semanas, sintió el alma liberada. Con la barbilla apoyada en la mano, miró a Chad llevarse la copa a los labios y siguió con la mirada el camino del vino por su garganta al tragar y el marcado ángulo de su nuez moviéndose bajo la piel. Llevaba las mangas hechas jirones y manchadas de sangre, remangadas hasta los codos, lo que dejaba a la vista los cardenales de sus antebrazos. Volvió a mirar sus hermosas facciones —el bello arco de las cejas, la firme línea de su nariz—, y su boca, aquella devastadora curva plena de ternura. Sintió encenderse un fuego en su interior. Era tan guapo. Tan masculino. Tan perfecto. ¿Por qué demonios no podía tener una relación con aquel hombre? Después de varios tragos más, no podía recordar las razones. Al oírlo dejar la copa en la mesa, las recordó de repente. Y se estremeció al darse cuenta de cómo se había distraído, avergonzada de haber albergado anhelos tan inadecuados, cuando debería haberse concentrado en el bienestar de él. Chad se pasó el dorso de la mano por la boca y la miró fijamente.

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—Por un lado, estoy agradecido de que hayas venido hoy, pero, por el otro, te rompería ese delicado cuello que tienes. Se inclinó hacia ella, poniéndole la mano abierta contra la clavícula, acariciándole la garganta con el pulgar mientras con sus largos dedos le rozaba la nuca. —¿Qué demonios estabas pensando para venir aquí sola después de lo ocurrido anoche, por no mencionar que te has metido en un túnel en el que no tenías la menor idea de lo que había? —¿Vas a reprenderme por salvarte el maldito pellejo? —No. —Le puso la mano en el hombro y la sacudió con delicadeza—. Voy a reprenderte por arriesgar el tuyo. —Ah, otra vez con eso. —Sí, eso mismo. —La sacudió de nuevo—. ¿Acaso puedes negar la temeridad de tus actos? —No han sido más temerarios que los tuyos. ¿Qué estabas pensando tú al meterte en ese túnel solo? ¿Qué habría pasado si no hubiera estado empeñada en encontrarte? Créeme que he pensado en desistir más de una vez. —Se estremeció al recordar el susurro que la había asustado. Había sonado tan similar a la voz de él... pero era imposible que lo fuera—. ¿Crees que tu sirviente hubiera ido a buscarte? —¿Nathaniel? Dios, no. —Apartó la mano de su hombro, cogió la copa y bebió un largo trago—. Anoche nos dispararon. ¿No crees que eso implica que hay que tener un poco de cuidado? Por no mencionar el riesgo que corres al poner a prueba los límites de tu tío cada vez que te escabulles de la granja. —Las amenazas del tío Barnaby son pura bravuconería. Ahora me doy cuenta. Su relación con esos hombres es una prueba de que tiene más que esconder de lo que tengo yo, y que no se atrevería a llamar la atención de mi abuelo, a hacerme daño ni a delatarme. Además, es precisamente por lo ocurrido anoche por lo que he venido. Él bajó la copa tan rápidamente que casi se echó encima el líquido escarlata. —¿Has descubierto algo? ¿Ha ocurrido algo más? —No, nada de eso. Pero mis tíos se han ido de Penhollow esta mañana, inmediatamente después del desayuno. Han dicho que iban a Mullion por asuntos de la granja y que no regresarán hasta bastante tarde. —¿A Mullion, dices? —Sí, incluso es posible que pasen allí la noche. —Sophie se inclinó hacia adelante —. Dominic estará ocupado con los animales durante horas, y he pensado que podríamos aprovechar la oportunidad para registrar la granja e intentar averiguar qué esconde mi tío. Yo podría distraer a Rachel mientras tú... —Se interrumpió y le echó un rápido vistazo—. Oh, olvídalo. Estás sangrando y cojeas. Así no puedes ir a ningún lado, y mucho menos a husmear en casa ajena. —Al menos no de día. —Chad arqueó las cejas mientras sopesaba la posibilidad —. Dices que no volverán hasta tarde. Si te las puedes ingeniar para distraer a tus dos primos, podría ir a ver. Aunque dudo que Gordon almacene cosas ilegales en su propiedad. Para eso tienen aquella choza en medio del páramo.

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—¿Cómo lo sabes? No hemos... —Yo sí. Después de acompañarte a casa, regresé allí. El establo está lleno de mercancía. Ilegal, sin duda, porque no se me ocurre ninguna razón lógica para almacenar productos legítimos en otro lugar que no sean los propios almacenes del puerto de Penhollow. La primera frase había llamado demasiado la atención de Sophie, y casi no prestó atención al resto de lo que Chad dijo. Lo miró con los brazos en jarras. —¿Y tú me llamas imprudente a mí? Al ver la expresión combativa en el rostro de él, se dio cuenta de que no ganaría nada empezando una discusión. En lugar de indignación, sintió una tierna gratitud. Qué hombre tan bondadoso... Por supuesto que había regresado solo, para no exponerla al riesgo de que le dispararan otra vez. Al parecer, sus pensamientos podían leerse en su cara, porque Chad frunció el cejo y se sirvió más vino. Sophie cambió de tema. —Puede que el tío Barnaby no tenga un alijo de bienes robados en la granja, pero bien puede ser que posea el equipo necesario para desviar a los barcos del puerto por la noche. Estoy segura de que tiene algo que ver con aquellas luces que vi en la costa. Lo que ocurrió anoche me convence más todavía. —Debo aceptar que puede que tengas razón. —Entonces, deberíamos... Se sobresaltó cuando él golpeó la mesa con la copa. Salpicó vino en su camisa y en el vestido de ella. Luego se llevó la otra mano al pelo y la cerró en un puño. —¿No puedes dejar las cosas como están por una vez? No hay nada que nosotros tengamos que hacer. No había ni una pizca de ternura en su arrebato, sólo pura furia. Sophie sintió resentimiento y frustración, y refrenó su impulso de responder. Pasaron unos momentos de tenso silencio, durante los cuales sólo se oía el agitado sonido de su respiración. El receloso desconocido había vuelto y, una vez más, ella sintió que la alejaba de él. Con un suspiro resignado, Sophie se puso en pie y dijo con suavidad: —Voy a curarte esas heridas. Quítate la camisa.

Poco después, Sophie volvió de la cocina con paños y una palangana llena de

agua. Chad no se había quitado la camisa. No había hecho más que rumiar y beber vino, y preguntarse si ella dejaría de investigar alguna vez.

No había reconocido a los hombres que estaban en la granja abandonada la noche anterior, pero estaba bastante seguro de que pertenecían a la misma banda de contrabandistas con la que había tenido que ver los últimos dos años. Y algún día no muy lejano, su líder iría a por él, bien para implicarlo más todavía, bien para hacerle pagar haber testificado en contra de sus secuaces. Dios santo, ¿qué pasaría si ése era el día, mientras Sophie estaba allí?

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Mientras ella dejaba la palangana y los paños en la mesa, él cogió la botella y se sirvió lo que quedaba de vino en la copa. —Ahora no. —Sí, ahora. —Ella se inclinó y comenzó a desabrocharle la camisa. El contacto de sus dedos hizo que inspirara profundamente, lo que le hizo sentir agudas punzadas de dolor: de intenso deseo de ella; anhelo de tenerla, de poseerla entera aun sabiendo que no la merecía. Cerró las manos sobre las suyas. —Yo lo haré. Sophie asintió, con las mejillas sonrosadas. Su rubor fue subiendo de tono a medida que él se quitaba la camisa y la dejaba sobre el banco que tenía al lado. Notó el aire fresco en los rasguños de los hombros, los brazos y el pecho. Por contraste, la mirada de ella lo hacía arder. —Cielo santo. —Frunció el cejo, humedeció uno de los paños, lo estrujó y se lo acercó a Chad a las costillas. Él se estremeció de dolor, silbando entre dientes—. Lo siento —susurró Sophie. Le limpiaba las heridas con manos delicadas y compasivas. Su piel lastimada se estremecía donde el paño la tocaba, pero el contacto de sus dedos le producía una insoportable sensación de placer. Sus repetidas disculpas por hacerle daño lo conmovían. El deseo se mezclaba con el dolor formando un solo sentimiento, una única resolución. La cogió por la muñeca. —Basta. —Siento hacerte daño, pero no querrás que se te infecte, ¿verdad? —Tenía el paño suspendido en el aire, y algunas gotas de agua cayeron en los pantalones de él. A Sophie le ardieron las mejillas y sus ojos reflejaron sus mismas desenfrenadas emociones. —Qué me importa la infección. Tú serás mi perdición, Sophie St. Clair. Le tiró del brazo y la sentó en su regazo. Ella gritó, pero él ahogó la queja de inmediato al cubrirle la boca con la suya. Sintió una ligera resistencia antes de notar sus dedos por el cuerpo, mientras toda ella se fundía contra él. Sophie abrió los labios y le devolvió los besos, jadeando y respondiendo exactamente con la misma pasión. Sintió la presión de su intenso deseo contra los pantalones, una tumultuosa necesidad intensificada por la mezcla del dulce sabor de su boca con el vino que había bebido. Estaba ebrio: ebrio de anhelo, de impaciencia por estar dentro de ella. Sabía la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto, pero deseaba la felicidad que había vislumbrado desde la primera noche en la capilla. Y ahora no estaban en una capilla. Aquello era Edgecombe, donde él era el amo y señor. —Debo decirte esto al menos una vez. —Abrió la boca contra su barbilla, mordisqueándosela, pasando la lengua por la suave línea de su mandíbula hasta que ella tembló—. Aquí no estás a salvo, Sophie. No lo estás conmigo. Vete ahora si lo deseas, pero hazlo rápido.

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—Siempre estás diciéndome que me vaya. Que me ponga a salvo. —Le pasó la lengua por la ceja, dejando un húmedo y ardiente rastro—. ¿No te has dado cuenta de que la seguridad no me atrae en absoluto? Las palabras desaparecieron en el compartido calor de sus bocas, se disiparon entre sus agitadas lenguas. Chad sentía un intenso ardor donde ella lo tocaba, una creciente necesidad que lo dejaba sin aliento se había apoderado de sus sentidos. Dada la ardiente pasión que bullía en su interior, Sophie estaba coqueteando con un peligro mucho mayor que cualquiera de los que habían enfrentado juntos. Acantilados, balas y derrumbes. Peligro, pasión... una tentación inevitable. —Que así sea, pues. —Estrechándola entre sus brazos, se puso en pie. Ella se sujetó a él, rodeándole la cintura con las piernas. Chad avanzó hasta que el trasero de Sophie dio contra el borde de la mesa. Luego la apoyó y le levantó las faldas hasta los muslos. Un entrecortado «sí» avivó su lujuria y le aceleró el pulso. ¿Correcto e incorrecto? Tenerla, hundirse en ella, enterrar su rígido miembro en su deliciosa piel le parecía completamente correcto. En medio de aquella locura que lo consumía, lo único que en aquel momento le parecía razonable era desabrocharle los botones del vestido y bajárselo hasta dejar sus pechos expuestos. Sujetó sus senos con la palma de sus manos, y miró sus pezones erizados de pasión, anhelando que los tocara, que los besara. La recostó sobre la mesa, donde ella se apoyó en los codos, con la cabeza hacia atrás, el cuello expuesto, los pechos erguidos, como hermosas colinas del páramo. Chad se inclinó sobre ella, tomó un pezón con la boca y lo lamió, tiró de él, succionándolo. Sin delicadeza. Aunque sus escrúpulos lo urgían a contenerse, los gemidos de placer de Sophie lo persuadían de lo contrario. Con la experimentada habilidad del seductor que una vez había sido, le desabrochó el corsé, sacándoselo y arrojándolo al suelo. Ella lo sujetó de la nuca y lo apretó contra su cuerpo. Sonrió mientras Chad se acercaba a sus labios, y siguió sonriendo cuando sus lenguas se embarcaron en una dulce batalla, al tiempo que metía los dedos en la cinturilla de sus pantalones. Lo miró fijamente a los ojos mientras le desabrochaba uno a uno los botones, y esa deliberación hizo que a él se le aflojaran las rodillas y se le endureciera todavía más el miembro. Sus sexos se encontraron, el de él, abultado y palpitante, el de ella, recubierto de tela de algodón humedecida por el deseo. La estancia donde estaban, hasta aquel momento sumida en una niebla de pasión, recobró sus formas habituales. Algo en la conciencia de él lo alertó. —Sophie, no podemos. Aquí no. Ella lo desafió con una sonrisa seductora. —¿Dónde, pues? —Arriba. —Le besó los pechos—. En mi cama. Sophie negó con la cabeza, con las manos cerrándose la camisola abierta. —Demasiado lejos. Demasiado tiempo para pensar. En el camino se te ocurrirán una docena de razones por las que no deberíamos hacerlo.

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—Quizá sea lo que debemos hacer: pensar. —No. —Ella enlazó los tobillos a su espalda abrazándolo delicadamente con sus piernas y acercándolo. La tenue tela de algodón que los separaba no impedía que el calor de Sophie lo inundara. Presionó los labios contra su oreja y, tras lamérsela, susurró—: Juntos hemos desafiado balas y las fuerzas de la naturaleza. No necesitamos almohadas ni camas. Y en ese momento, supo que tenía razón. Toda su vida había sido un temerario, sin jamás encontrar a nadie que estuviera a su altura. No hasta que Sophie St. Clair se había abierto paso entre la niebla y había entrado en su vida, armada con poco más que un imprudente coraje y un corazón entregado sin condiciones. Sí, finalmente había encontrado a alguien como él y eso lo aterraba... le daba una lección de humildad... y lo llenaba de una sobrecogedora necesidad de creer que quizá, algún día, de alguna manera, la merecería. Le acarició con ambas manos el alborotado cabello que le caía sobre la cara, y se lo dejó suelto sobre los hombros y la mesa, en una oscura y sedosa maraña. —Tienes razón. No necesitamos almohadas ni camas. —Empujó la punta de su miembro contra ella, disfrutando del temblor que eso le provocó—. Sin embargo, insisto en que los tengas. Dedicó un momento para subirse los pantalones a las caderas. Después, cogió a Sophie en brazos, decidido a llevarla escaleras arriba.

La joven cerró los ojos y hundió la cara en el cuello de él. Un miedo que la

mareaba se apoderó de ella mientras subían. —Chad, tu tobillo. —Ahora no me duele, te lo aseguro.

Sophie no entendía cómo podía ser, pero la firmeza con que la sostenía y la seguridad de su paso le garantizaba que llegarían a salvo. Jamás la dejaría caer. ¿No lo había demostrado ya, más allá de toda duda? Al pasar por el comedor, Chad se preguntó fugazmente dónde podría estar su sirviente, pero lo único que oyó fue el eco de sus apresurados pasos y el frenético ritmo de su respiración. Cruzó las habitaciones a toda velocidad y subió la escalera. Una vez arriba, abrió una puerta empujando con el hombro y la depositó con suavidad en el centro de una cama con cuatro postes. Él estaba sobre ella, con su pelo dorado y sus perfectas facciones, tan masculinas. El brillo del sudor acentuaba su belleza; podía ver su pecho, ancho, musculoso y cubierto de heridas, agitándose con su respiración. —Hemos llegado y no he cambiado de idea. —En su voz había un peligroso tono, como una advertencia del más allá—. No se me ha ocurrido ni una sola razón por la que no debiéramos seguir adelante. —A mí tampoco. —Extendió los brazos hacia él, que tardó un segundo apenas en quitarse las botas, desabrocharse los pantalones y sacárselos. A Sophie se le cortó la respiración ante la primera imagen que tenía de Chad completamente desnudo. Por su

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mente pasaron palabras como «roca», «piedra» y «granito», pero las consideró inadecuadas para lo que veía. Allí estaba, sin ropa y erecto, sin el menor indicio de timidez. Se acercó a la cama y la abrazó. Su miembro cálido le latía como algo vivo entre los muslos. —Hay que quitarte esto. —Le bajó las enaguas y luego tiró de las cintas de su ropa interior. Entre los dos, se la deslizaron por las piernas y la lanzaron al suelo. Chad pasó los labios donde había estado la tela, incendiando la sensible carne entre sus piernas y provocando pequeños temblores en su interior. Sophie hundió los dedos en su pelo, siguiendo el ritmo de sus caricias. De su boca entreabierta escapaba jadeo tras jadeo. Se retorcía de placer y sentía punzadas como rayos de placer, cuando él le cogía los pechos y cerraba los dedos en torno a sus pezones. Sophie gritó y, de repente, tuvo su boca sobre la suya, suave, fundiéndose con ella, consumiéndola. —Cariño —susurró sin apartarse—, esto te va a doler y será irrevocable. ¿Estás segura? Ella cerró los ojos con fuerza en respuesta al irresistible placer y luego volvió a abrirlos. Su cara era lo único que veía, aquella tierna expresión en sintonía con su alma. Sus palabras resonaron en su cabeza: «Esto te va a doler...» ¿Cómo lo sabía? ¿Cómo podía estar tan seguro? Oh, sí, lo estaba. Lo había notado en su voz, lo había visto en la alegría teñida de pesar que brillaba en sus ojos. Nunca antes nadie había demostrado tener tanta fe en ella. Tomó aire e hizo una pausa para aquietar el caos de sentimientos que se agitaba en su interior. Deseaba asegurarle que su respuesta era fruto de la sinceridad y no una reacción apresurada debida al fuego de la pasión. Le cogió la cara con las manos. —Jamás he estado más segura de nada. Un gemido de deseo brotó de lo más profundo de él y el ansia se apoderó de ella, de cada parte de su ser. Chad se le colocó encima. —¿Confías en mí? —preguntó. La respuesta le salió del corazón. —Oh, sí. —Entonces sujétate bien, mi Sophie. Su nombre todavía resonaba en sus oídos cuando él se deslizó en su interior con una ternura que ella jamás habría imaginado. Penetró en ella, la hizo suya. Sophie le rodeó la cintura con las piernas, enlazando los tobillos y apretando fuerte, tal como le había dicho que hiciera. Poco a poco, sintió que se abría a él, que su imposible grosor avanzaba dentro de ella y la llenaba. Y luego... el freno de una barrera. —No debes detenerte.

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—No podría aunque lo intentara. Retrocedió y retiró su miembro hasta casi salir de ella. Luego bajó la cabeza y le metió la lengua en la boca en un beso que imitaba el acto del amor. Sophie recibió su lengua y la aceptó, tal como su cuerpo recibiría su miembro. Chad volvió a empujar y ella sintió la ruptura, la pérdida del himen. Se quedaron quietos. Las lágrimas que le caían de los ojos le inundaron las orejas. Se aferró a él, sin saber qué vendría a continuación, pero completamente entregada. Chad comenzó a moverse con lentitud. Abrió los ojos y los fijó en los de ella. Entre la pasión y el dolor que sentía, Sophie consiguió esbozar una sonrisa. Para él. Por aquel don que se habían entregado mutuamente. En los ojos de Chad brilló el éxtasis y el alivio. Aceleró sus movimientos, que se hicieron más intensos, arrastrando los pensamientos y las sensaciones en una violenta oleada. Al darse cuenta de que el dolor, o buena parte de él, había desaparecido, Sophie se movió con él, balanceando las caderas para recibir sus embestidas. Separó los tobillos y deslizó las piernas hasta apoyar los pies en el colchón. Arqueada hacia él, con fuerza, se frotaba contra su cuerpo, ayudándolo a que la llenara. Uno y otro avanzaban y retrocedían a la vez, como la marea contra la costa, hasta que Chad se movió dentro de ella con la fiereza del «remolino del diablo». —Ahora relájate, mi amor. Entrégate al placer. Entrégate a mí por completo. Con esas palabras, algo en el interior de Sophie estalló en miles de fulgurantes astillas que arremetían en oleadas. Mientras experimentaba un placer sostenido, él la llenó con su simiente, con una palpitante ternura. De lo más profundo de su ser brotaron unos gemidos que se convergieron con los roncos gritos de él. Sus cuerpos latieron y se retorcieron al unísono hasta que terminaron de dar y recibir todo lo que tenían. Hasta que los contornos de la cara de Chad se hicieron borrosos tras las lágrimas de ella... Lágrimas que se mezclaron con las que caían de los ojos de él. Exhaustos y satisfechos, se tumbaron de costado, abrazándose y se quedaron dormidos, con el miembro de él todavía en su interior.

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CAPÍTULO 17

Chad se despertó sobresaltado. No había dormitado más que un par de segundos, pero no tenía la menor intención de dormirse. La verdad era que tener a Sophie dormida contra su hombro era una tentación casi irresistible de hacer lo mismo. Descansar y olvidarlo todo, excepto la increíble alegría que ella había traído a su vida. Pero dormir suponía soñar, y los sueños traían demonios. Y quizá Sophie compartiera otra vez el horror, tal como les había pasado la última vez que se habían quedado dormidos juntos. Y Chad no podía permitir que eso ocurriera. La absoluta confianza de Sophie era una lección de humildad para él. Le había dado su virginidad, su corazón. ¿Qué pasaría con aquella confianza si supiera la verdad de lo que había dicho, si se diera cuenta de que se había entregado a un hombre que estaba muy lejos de merecerla? Alguien que era culpable de las mismas cosas que habían estado investigando los últimos días. El corazón se le encogió ante la sobrecogedora y dolorosa emoción que experimentó; algo que no tenía derecho a sentir por una mujer que no podía reclamar como propia. Y, sin embargo, lo había hecho, y no sentía el menor arrepentimiento por ello. Sophie no durmió mucho antes de que Chad oyera sus suaves murmullos contra su piel. Su cuerpo cálido se estremeció, lo que despertó el deseo de él de nuevo. No arrebatador y urgente, como antes, sino lánguido y sensual, como un animal que se desperezase al sol. Sophie abrió los ojos y lo abrazó. Su sonrisa era una tentación. Cuando pasó una pierna por encima de su cadera, Chad se deslizó entre sus muslos. Después de hacer el amor, ella estaba húmeda y lista, no había riesgo de que la lastimara otra vez. La movió con suavidad, con las manos abiertas contra su trasero para presionarla bien contra sus caderas. Sólo cuando la había llevado hasta el éxtasis y la había dejado sobre la cama, permitió que el predador que tenía dentro satisficiera su ansia. Luego, se llevó las manos de ella a la boca y le besó los dedos uno a uno, consciente de que quizá jamás estaría satisfecho. La deseaba, la necesitaba toda para él. Tal vez ése fuera el motivo por el que había hecho la única cosa que no había hecho nunca antes. Y no sólo una vez, sino dos.

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Con la experiencia que tenía, conocía por lo menos media docena de métodos para prevenir el embarazo: condones, lavajes con hierbas, retroceder... Ah, sí, Chad siempre había confiado en esa última estrategia cuando no tenía ninguna de las otras a mano. Era la más fácil, aunque fuera la menos placentera, y tuviera fama de ser poco fiable; para él siempre había funcionado. En todo caso, ninguna amante ni mujerzuela había llamado nunca a su puerta con un niño en brazos. Ese día no había tenido ninguna precaución. Y lo que más lo inquietaba era que no estaba nada preocupado. Muy al contrario, la idea de que sus actos tuvieran como consecuencia un hijo le producía una extraña sensación de euforia. «Dios santo». —¿Qué pasa? —preguntó Sophie. Él negó con la cabeza y le besó la punta de la nariz. —Nada. Espera aquí. Ante su mirada de desconcierto y un cierto enfado por una reacción tan intempestiva, Chad se puso los pantalones y se lanzó escaleras abajo, en dirección a la cocina, donde vertió agua limpia en la palangana que ella había usado antes. Recogió la ropa desparramada por el suelo y se la echó al hombro. Un brillo metálico hizo que volviera a la mesa. Cogió la espada y, tal como le había sucedido en el túnel, el arma tembló en su mano con una inquietante energía. La sensación le recorrió el brazo y le alcanzó el pecho, como si una fría mano se cerrase sobre su corazón. Envolvió la espada con su camisa, se la puso bajo el brazo y, llevando la palangana con agua, regresó junto a Sophie. Cuando ella se dio cuenta de lo que él pretendía hacer, se tapó con las sábanas hasta la barbilla. —Yo me ocuparé de eso. No necesitas hacerlo tú. Pero él humedeció un paño y se sentó a su lado en la cama. Y la distrajo con un beso mientras apartaba la sábana a un lado. —No tienes nada que esconder de mí. Jamás. —Oh, pero... —Al ver las rojizas manchas oscuras que le cubrían los muslos, se sonrojó de inmediato. Hizo ademán de volver a taparse con la sábana. —Basta. —Chad puso la mano deliberadamente en una de las manchas—. ¿No te das cuenta de lo hermoso que es esto para mí? ¿De lo hermosa que eres tú? Especialmente ahora que eres mía. Oh, por favor... no llores. No lo haré si no quieres. No era mi intención que te sintieras mal. Su silencioso sollozo se convirtió en una risa. —No me has hecho sentir mal en absoluto. Podría llorar desconsoladamente ahora mismo y no tendría la menor idea de por qué. ¿No te parece absurdo? —No. —Le pasó el paño húmedo por el muslo y la limpió con suavidad. Con un suspiro y los ojos llenos de lágrimas, ella abrió las piernas, en otro gesto de entrega y

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confianza que hizo que a él se le encogiera el corazón—. Lo que hemos hecho nos une, Sophie —susurró—. Nos une como no puede unirnos nada más en el mundo. Cuando acercó la mano a su sexo, ella se la cogió. Las lágrimas magnificaban sus adorables ojos grises. —¿Cómo lo sabías? Después de la debacle en el baile de los Winthrop, corrieron horribles rumores sobre mí en toda la buena sociedad londinense. La gente decía que era una perdida, una desvergonzada... una prostituta. ¿Cómo podías estar tú tan seguro de que...? Chad no pudo evitar soltar una breve carcajada. —Nadie que te conozca podría creer algo tan absurdo como eso. Yo jamás lo he creído. —Volvió a mojar el paño y salpicó un poco alrededor. Después besó a Sophie con suavidad—. Desde el momento en que te tuve entre mis brazos en la capilla, supe qué clase de mujer eras. Y he intentado no desearte. Mantenerme a distancia. —¿Por qué? Con la respuesta ahogada en la garganta, Chad sintió una punzada de miedo. Miedo de su tenacidad, de su insaciable deseo de descubrir siempre la verdad. Su inquisitiva mirada se clavó en él. Después parpadeó y se recostó sobre las almohadas, estirando su cuerpo desnudo de una forma que hizo que Chad se sintiera muy incómodo con la ropa puesta. —No importa —dijo—. No tengo ganas de discutir. Ahora no, por favor. Él sintió un palpable alivio. —Me había olvidado por completo de eso. —Señaló la espada que Chad había dejado en la cómoda. La camisa que la cubría se había caído y el arma había quedado a la vista—. ¿La has encontrado en el túnel? Él la cogió y la sostuvo entre las manos, sintiendo de nuevo la sutil vibración. —No es lo único que he encontrado en ese túnel. También había dos cuerpos, esqueletos cubiertos con los harapos de lo que alguna vez debió de ser su ropa, no muy lejos de la espada. —¡Qué espanto! —Sophie se estremeció—. Y allí estabas tú, atrapado con ellos. — Se sentó y se inclinó para tocar los adornos que cubrían la empuñadura del arma. —Lo extraño es que —dijo él— esta espada es casi la réplica exacta de la que solía estar en el escudo que hay abajo, en el salón. —¿Solía estar? Chad asintió. —Al parecer ha desaparecido. No sé si mi padre haría algo con ella o si la han robado. Ella se acercó para examinar más de cerca la empuñadura. —Dios mío. ¿Sabes qué es esta espada? —Sólo sé lo que me han dicho. Según la leyenda, los Keating tenían estoques idénticos, hechos a medida para que encajaran en sus manos a la perfección. Esta

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empuñadura es grande, debía de ser la de Jack, sólo que tendría que haber desaparecido con él y su barco. La sorprendida mirada de Sophie se encontró con la de él. —¿Es posible que alguno de esos esqueletos sea... el de Jack? —Dios santo. Si es así, eso significa que regresó aquí antes de morir. —Dio la vuelta a la espada, haciendo un esfuerzo por ignorar la vibración que notaba en las manos y las muñecas—. Supongo que es posible que lograra escapar del barco antes de que éste se hundiera, y que alguien lo persiguiera hasta la boca del túnel. Debieron de dispararse mutuamente, haciendo que el techo se derrumbara. Y ellos murieron allí, atrapados. —Pensar que Jack pudo haber estado sólo algunos pisos debajo de Meg, incapaz de llegar hasta ella y sin que ella lo supiera jamás. —Sophie se estremeció. —Así y todo, ya sabes que las leyendas crecen y adquieren vida propia. Las espadas pudieron ser de cualquiera en cualquier momento de la historia de Edgecombe. —En cualquier momento, no. —Sophie cogió el arma de sus manos, sosteniéndola con aire reverente. De inmediato, su expresión cambió y lo miró perpleja —. Qué sensación tan extraña... —¿Tú también la notas? —Tan peculiar... —Sacudió la cabeza, como si quisiera deshacerse de una idea absurda—. Es una espada ropera1.Hecha en España, probablemente de acero toledano, a juzgar por lo poco combada y oxidada que está, después de tanto tiempo en un húmedo túnel. —Frunció el cejo y murmuró—: Quizá el acero está reaccionando a los metales que hay en las rocas de la caverna y por eso... —¿Por qué estás tan segura de que es eso? ¿Cómo la has llamado? —Espada ropera. Mira la empuñadura, ¿ves cómo esas delgadas bandas plateadas trazan un decorativo diseño? Es un dibujo antiguo, pero aun así constituye una protección eficaz para la mano. Las espadas roperas fueron de las primeras con protección de Europa. Los recubrimientos curvos no se inventaron hasta cien años después. —Levantó la vista y se encontró con la mirada de Chad—. Esta espada proviene de mediados del siglo dieciséis. Que es exactamente cuando vivieron los Keating —concluyó. —¿Y cómo demonios sabes tú todo eso? Apartándose la melena, se movió hasta el extremo de la cama, se bajó y se acercó a la ventana. —Sé mucho de bastantes cosas. Es consecuencia de trabajar en un diario. — Mientras levantaba la espada para examinarla a la luz, Chad aprovechó la oportunidad para estudiar su exquisito cuerpo desnudo. Sin darse cuenta de que la estaba contemplando, Sophie giró la espada.

1 En castellano en el original. (N. de la t.)

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—¿Puede que lo sea? ¿Es posible que sea la de Jack y que la que haya desaparecido sea la de Meg? Tendría sentido, y estaría relacionado con todo lo que está ocurriendo ahora, ¿no? Él se levantó de la cama y fue hacia ella. —No veo la relación. ¿Qué diferencia supone de quién fueran esas espadas, o si los Keating vivieron en esta casa o no? No estoy buscando piratas del siglo dieciséis; busco contrabandistas aquí y ahora. No estarás insinuando que los fantasmas de los Keating andan sueltos. —Fue a coger el arma, pero Sophie la apartó. —No digas tonterías —contestó ella. Frunció el cejo un instante—. Pero ¿qué pasa si hay una conexión? ¿No es posible que los incidentes de ahora sean continuación de la piratería que iniciaron los Keating, retomada de generación en generación durante todo este tiempo? —Eso es un disparate, y tú lo sabes. —¿Ah, sí? Pues para mí tiene sentido. Necesitamos volver a ese túnel y ver hasta dónde llega. —No si ponemos en riesgo tu vida. O la mía. —La cogió por los hombros y se la acercó. Sus sonrosados pezones le rozaron el pecho y él se esforzó por controlar el deseo—. Es demasiado peligroso. Además, si alguien ha estado llevando mercancías de contrabando a través de Edgecombe, no pueden haberlo hecho por ese túnel. Al menos, no desde hace bastante tiempo. Tenía la esperanza de que su entusiasmo menguara. Pero por el contrario, sus ojos grises se iluminaron de emoción. —Según las leyendas, los Keating construyeron un laberinto de túneles. Es probable que haya otra entrada en algún lugar en la misma propiedad o cerca de ella. Quizá en la granja... —Demasiado tierra adentro. —Entonces necesitamos volver a buscar en la línea de la costa. —Se llevó un dedo a los labios. Labios que él debería haber tenido el buen tino de acallar con besos, para evitar que hiciera planes que podían llevarla a la muerte—. No puedo creer que todo esto sea sólo una increíble coincidencia. Chad deseó fervientemente que así fuera, deseó que aquellos hombres que habían visto la noche anterior no tuvieran ninguna relación con Edgecombe... ni con él. Pero sabía que era inútil hacerse ilusiones. Mientras la observaba cavilar sobre los estoques, los túneles y las antiguas leyendas piratas, los remordimientos se hacían cada vez más profundos en su alma. En su corazón. Si hubiera tomado otras decisiones dos años antes. Si... —Chad. —Sophie estaba mirando por la ventana. La luz de fuera recortaba las delicadas líneas de su perfil, las invitadoras curvas de sus pechos. Tenía una mano posada sobre el cristal, con elegancia, y la que sostenía la espada, caída a un lado del cuerpo. Fue hacia ella, sin distinguir nada más que la acostumbrada vista de los jardines, el páramo y el mar.

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Sophie señaló con un dedo. —El invernadero. Chad volvió a mirar, pero no vio allí nada destacable; ni siquiera a Nathaniel. —Estamos buscando otra entrada del túnel, una que esté en uso hoy en día. —Lo miró y vio la tensión de sus rasgos—. Tal como has dicho, los Keating tenían espadas idénticas. Chad, mira la veleta del techo del invernadero.

En cuestión de minutos, estaban los dos vestidos y fuera de la casa, armados con

una azada, un farol y un pequeño saco de lienzo que contenía pedernal, un eslabón y un yesquero. Se había levantado una tenue brisa que esparcía intermitentes gotas de lluvia. Sophie se había metido el vestido por la cabeza, sin molestarse en ponerse también el corsé ni la enagua y la ropa interior le molestaba mientras bajaba a los jardines. Las lluviosas ráfagas penetraban la delicada tela de muselina y el frío se mezclaba con la emoción y la hacía temblar. Se apresuró para alcanzar a Chad, que avanzaba con largas zancadas, hasta que él se dio cuenta y aminoró la marcha. Sentía tirones en el interior de los muslos a cada paso que daba, un agudo recordatorio de lo que habían hecho y de cómo había cambiado su vida. Irrevocable, había dicho él. Sí. Y aunque quizá eso le diera la razón a su familia, que la creía una inconsciente y una precipitada, no se arrepentía de un solo momento en sus brazos. Ni de permitirse amarlo. ¿Chad la amaba? Conociéndolo como lo conocía, creía que sí, que la amaba, o que, al menos, la había amado con cada caricia y cada centímetro de piel que le había tocado. ¿Duraría este sentimiento? Había dicho que haber hecho el amor los unía como no podía hacerlo nada más. Pero cuando ya no corrieran ningún peligro, cuando ya no sintiera esa necesidad de protegerla, ¿buscaría su propia libertad? Se apartó el pelo de la cara cuando se acercaban ya al invernadero. Sobre el techo inclinado, la veleta, con sus dos espadas cruzadas y una vela encima, chirrió, pues el viento la hacía girar. Sophie tocó el hombro de Chad para que se detuvieran y se lo señaló. —¿Todavía crees que todo es pura coincidencia? Las luces del puerto, el barco que se acercaba, la mercancía que has encontrado escondida en la granja abandonada... y no nos olvidemos de los pobres marineros asesinados de la misma manera que lo hacían los Keating. Como él no respondió, ella se adelantó y cogió el picaporte. La puerta estaba atascada; tembló dos veces por la fuerza de sus empujones y luego se abrió de golpe. El viento empujó la hoja, amenazando con estrellarla contra los cristales de la pared exterior. Chad se movió rápidamente para atraparla antes de que eso sucediera y puso los ojos en blanco ante la innecesaria prisa de Sophie. Pasó junto a ella y entró en la estructura octogonal.

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Poco quedaba de las plantas que alguna vez habían florecido allí. Los maceteros estaban vacíos, excepto por algunos restos de ramas y raíces. Sophie frunció la nariz al percibir el pútrido olor de vegetación en descomposición. Chad se volvió para estudiar la puerta tras ellos. —He de admitir que la abertura es lo bastante amplia como para entrar y salir con facilidad. Ella asintió. Entonces, Chad miró el suelo. Los maceteros eran más grandes alrededor del invernadero y eran más reducidos de tamaño a medida que se acercaban a la estatua de la sirena que había en el centro. En medio, las pequeñas islas estaban cubiertas de piedra. —Busca la trampilla —murmuró Chad como para sí mismo. —¿Cómo dices? —En la bodega, la puerta del túnel estaba escondida bajo unas baldosas que no eran del mismo tipo que el resto del suelo. Jamás me había dado cuenta hasta que... — Se interrumpió mientras daba unos golpecitos con el pie a la base de la maceta más cercana—. Si aquí hay algo que encontrar, mi intuición me dice que estará exactamente ante nuestras narices. Rodeó los estantes de las plantas, golpeando con la azada innumerosas losas. Buscaron hasta que el sol se abrió paso entre las nubes e inundó las ventanas del invernadero. Allí dentro, la temperatura subió hasta el punto de que Sophie sintió la espalda cubierta de sudor. —Esto se está quedando sin aire como una catacumba. —Con una sonrisa, señaló la sirena tallada en mármol—. No me extraña que lleve tan poca ropa. Inclinado como estaba sobre el suelo, Chad se quedó inmóvil. Sophie lo miró desconcertada mientras él se erguía lentamente y contemplaba la estatua con expresión alarmada. —En la mayoría de los invernaderos, ¿no debería haber una fuente? —No podría asegurarlo. En casa sólo teníamos uno pequeño. Quizá el arroyo no esté lo bastante cerca como para abastecer una fuente. Chad dejó caer la azada y se acercó hasta llegar a la cola curva de la sirena. —Igual que el púlpito. —¿Qué púlpito? —En el pueblo, el párroco me mostró cómo su púlpito se desplaza hacia un lado y da paso a un túnel. —No lo entiendo. —Sophie se apresuró por el pasillo hasta llegar a su lado—. ¿Los contrabandistas están usando un túnel justo en mitad del pueblo? ¿Debajo de la iglesia de St. Brendan? —No. Al menos, no los contrabandistas que estamos buscando. El túnel debajo de la iglesia era uno que usaban los marineros y pescadores que de vez en cuando importaban mercancías de Francia. Pero los hombres que vimos anoche son de una clase de contrabandistas mucho más peligrosa, y sus métodos, claro está, peores. —

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Esperanzado, se puso de rodillas frente al pedestal de la estatua—. Ayúdame a empujar —añadió, levantándose y cogiendo el borde superior del soporte. Sophie fue a su lado, juntos empujaron con fuerza. Para sorpresa de ella, se oyó un chirrido y el pedestal se deslizó sobre las baldosas del suelo. Su sorpresa se multiplicó cuando, al mirar hacia abajo, vio un hueco casi idéntico al que había en la bodega. —Aquí lo tenemos —dijo Chad, cuyos dedos temblaban sobre la base de mármol —. Cogeré el farol. Mientras lo hacía, Sophie echó un vistazo al techo abovedado del invernadero, pensando en el diseño de las espadas cruzadas de la veleta que tenían encima. —Es casi como si los Keating estuvieran intentando enviarnos un mensaje. ¿Cómo has encontrado la entrada del túnel de la bodega? Se diría que habría que buscarlo a gatas, y sabiendo dónde mirar. Él apoyó el farol junto al agujero y se agachó. —Un raro golpe de suerte, supongo. —Sacó el pedernal, el eslabón y el yesquero de la bolsa que había llevado. Golpeó el pedernal, pero no consiguió producir ninguna chispa. Lo intentó otra vez sin éxito. Después del tercer intento, tiró el pedernal contra el suelo y un trozo del mismo salió volando. —Maldita porquería. —Déjame a mí —dijo Sophie. Chad se encogió de hombros, dubitativo, y finalmente le pasó el eslabón y el pedernal. Ella consiguió encender algunas chispas, que prendieron el yesquero, y en pocos instantes se había hecho la luz. Ante su actitud reacia, Sophie le sonrió y cerró el farol para que la pequeña llamita no se apagara. Notó que el pulso se le aceleraba mientras sostenía la luz sobre el hueco. —Tenemos que ver adónde nos lleva, ¿no es así? Él le cogió el farol y contestó: —Creo que debería hacer esto solo. —Chad, por favor... —Ya has visto lo que ha ocurrido en el otro túnel. —Sí, que podrías haber muerto por cometer la tontería de aventurarte allí abajo solo. Si yo no hubiera llegado cuando lo he hecho... Él levantó la mano libre y le cogió la barbilla. Le rozó los labios con el pulgar, evocando en ella el sensual recuerdo de sus besos. —Me has salvado, y te estoy muy agradecido. Pero las cosas podrían haber sucedido de una forma muy diferente. Podría haberse derrumbado más parte del techo y... Se interrumpió, dejó el farol en el suelo y, bruscamente, la atrajo hacia sí. —Maldita sea, Sophie, mareas, acantilados, balas... no quiero volver a ponerte en peligro. Por favor, déjame tener la tranquilidad de saber que no te ocurrirá nada.

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Ella apoyó la mejilla contra su camisa. —Pero ¿y si te pasa algo a ti? Chad apretó los brazos, aprisionándola contra la solidez de su cuerpo. Los puntos donde se tocaban latían con una necesidad creciente, frenética. La presión de sus labios le llenó la boca con su sabor, y con un calor que denotaba urgencia... y temor. —Es mi tarea, Sophie. No la tuya. Debes permitirme que lo haga solo. A ella se le encogió el corazón. ¿Aquella ansiedad de él era consecuencia del sexo, de que ella le hubiese entregado su virginidad hacía tan poco? ¿O la preocupación que Chad sentía provenía de un sentimiento más duradero? —Te esperaré en la casa —dijo ella. —No. Vuelve a la granja de tus tíos y espérame allí. Esta noche, llevaremos adelante tu plan de registrar la casa. Sintió que él aflojaba el abrazo y quiso estrecharlo un momento más con toda su fuerza. Pero en vez de eso, dejó que los cuerpos se separaran. —Buscaré a tu sirviente Nathaniel antes de irme y lo enviaré aquí para que esté atento. No creo que el invernadero lo asuste tanto como el sótano. Chad le rozó la mejilla con los dedos. —Sí, envíalo aquí. O mejor todavía, pídele que te acompañe a ti primero y después dile que venga al invernadero. Una vez más, una emoción ya familiar para Sophie brilló por un momento en el fondo de los ojos de él. La aprensión creció dentro de ella con la fuerza de una tormenta. —Ahí está otra vez. El miedo. Puedo verlo. —Sí, tengo miedo. Igual que lo tenía anoche y también esta mañana. Me aterroriza que alguien pueda hacerte daño o algo peor. —La cogió por los hombros, casi clavándole los dedos en la carne. No quiero sentir este miedo ni un momento más. Por eso quiero que te vayas a casa. —No —contestó ella—. Ésa no es la clase de miedo de la que estoy hablando, y creo que lo sabes. El abatimiento se apoderó de ella. Después de lo que habían hecho, de todo lo que habían compartido, Chad todavía mantenía la distancia, se negaba a ser completamente honesto. Podía verlo en su cara y la cruda realidad le causó dolor, del mismo modo que había sentido la pérdida de su virginidad. Había recibido ese dolor con alegría. Pero sentía que este otro le desgarraba el corazón. Lo cogió por las mangas de la camisa. —Has dicho que hacer el amor nos había unido. Mírame a los ojos, entonces, y pídeme que confíe en ti. —Sophie... No daría marcha atrás. Si él escondía algo horrible en su interior, sin importar lo oscuro o impactante que pudiera ser, ella debía saberlo.

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—Dime si puedo confiar en ti con mi vida, mi corazón y todo lo que tengo. Si puedes decir esas palabras, estaré encantada de hacer lo que me pides. —Ve a casa, Sophie —susurró Chad. Deslizó las manos de sus hombros, recorriéndole los brazos, para luego dejar caer los suyos a los costados. —No puedes decirlo, ¿verdad? No puedes darme esa seguridad. —Lo soltó. Sus manos, su corazón, toda ella lo dejó ir mientras daba un paso atrás. El hombre que había conocido en la capilla... que le había salvado la vida tantas veces... y que había tomado su virginidad con una sobrecogedora ternura... a ése podía amarlo con todo su ser. Pero ese hombre no era todo Chad Rutherford. Existía otra parte de él, distante, aislada, oculta en las sombras. Y ese otro no era de ella, y jamás lo sería. —Si veo a Nathaniel le diré que venga —dijo y se dio la vuelta para irse.

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CAPÍTULO 18

A través de las ventanas del invernadero, Chad contempló a Sophie alojarse por el sendero del jardín y le costó toda su fuerza de voluntad no salir corriendo tras ella. ¿Qué podría decirle? Con su silencio le había mentido, había negado algo que ella percibía muy claramente en él, aunque le faltaran elementos que le permitieran entender lo que veía. Con cada día que pasaba, Edgecombe se volvía un lugar más peligroso. Tarde o temprano, las personas que le habían ordenado que fuera allí le comunicarían lo que querían. Había sido una locura arriesgarse a que ella estuviera tanto rato en casa. Cuando le había dicho que hacer el amor los había unido como ninguna otra cosa podía hacerlo, se lo había dicho de corazón. Pero algún día, quizá pronto, Sophie sabría que había forjado ese extraordinario y sagrado vínculo con un criminal, con la clase de villano de la que él afirmaba querer protegerla. La verdad la horrorizaría, no solamente por lo que había hecho en el pasado, sino también por dejar que creyera que era un hombre honesto. Alguien que merecía aquello tan precioso que le había quitado. Más bien se lo había robado con mentiras. Podía haber aprovechado la oportunidad que ella acababa de darle para contárselo. Sacarlo todo y afrontar las consecuencias, permitirle darle una bofetada, o que lo insultara tanto como quisiera, o que lo mandara al infierno. Pero no había tenido valor de verla alejarse para siempre, de estropear la felicidad de haberle hecho el amor. Probablemente, él mereciera ese dolor, pero ella no, en particular, no ese día. Sintió una opresión en el pecho mientras la miraba subir los escalones y desaparecer en la casa. Bien. Encontraría a Nathaniel y se iría a la granja de sus tíos, que era donde debía estar. Estaría más segura allí. Su tío podía no ser el mejor de los hombres, pero Chad no lo creía capaz de hacer daño a un miembro de su familia. La gente de Cornualles era feroz cuando se trataba de proteger a los suyos. Se disponía a regresar al túnel, cuando vio una encorvada figura salir del establo y salió disparado a su encuentro.

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—Nathaniel —gritó. El sirviente se detuvo con expresión perpleja. —Tengo una invitada —dijo Chad cuando le dio alcance—. La señorita St. Clair. Quiero que la esperes en el vestíbulo y que la acompañes a su casa cuando se vaya. ¿Puedes hacerlo? —Sí. El caballo está cepillado. Acompañaré a la dama. —Asegúrate de que llegue sana y salva. Después, puedes irte a casa tú también, aunque ella te diga que regreses a Edgecombe. Hoy no te necesitaré más. Sin decir nada, el hombre desapareció. Chad regresó al invernadero y, farol en mano, descendió hacia el túnel. Con la sensación de que los eventos de la mañana se repetían, avanzó lentamente por la creciente oscuridad. Intentando amortiguar sus pasos, se inclinaba al caminar, listo para correr si fuera necesario; si descubría que no estaba solo, o si las maderas que sostenían el techo cedían repentinamente. Aquella mañana, podía haberse quedado sepultado vivo en una tumba en la que ya había dos almas. Sophie lo había salvado, pero ¿qué podía pasar ahora, en ese túnel? Si se quedaba atrapado, ¿qué gritos del pasado escucharía resonar en las paredes? ¿Los de unos piratas desesperados y agonizantes? ¿Los de sus víctimas? ¿Era posible que sus propios gritos de arrepentimiento se mezclaran con los de ellos hasta alcanzar los vientos oceánicos, en alas de los cuales asustarían a la población en mitad de la noche? Caminando con dificultad, había recorrido ya mucha más distancia en el otro túnel. Cincuenta metros, cien. Perdió la cuenta de sus pasos. Sin el farol, la oscuridad sería absoluta. Incluso con el escaso brillo de esa luz, los muros y el techo, cerrados en torno a él, parecían querer tragárselo. Un rancio olor a agua salada le llegó desde más adelante. Había llegado a asociar ese olor con la muerte, y con la horrible imagen de una niña ahogada que volvía para pedirle ayuda. Una vez más, recordó el otro túnel, y el extraño y tenue sonido que había llamado su atención hacia la trampilla oculta. Sophie le había preguntado cómo había encontrado aquella entrada, pero en realidad, no lo sabía. Desde aquella noche en Blackheath Moor, había intentado convencerse de que había soñado con la pequeña fantasma. Pero más de una vez en los últimos días, había tenido la sensación de que lo guiaba una fuerza inexplicable. La misma que lo había llevado hasta la capilla la noche anterior, con Sophie en brazos. La que lo había ayudado a salir del agujero entre las piedras. Se había quedado trabado y, de repente, había sentido salir como si algo lo empujara... ¿Era posible que aquella niña fantasma fuera real? ¿Era posible que ella lo guiara? Pero ¿con qué objetivo? Se detuvo a mitad de un paso, al ver unas formas agachadas una docena de metros más adelante. El corazón comenzó a latirle desbocado, mientras una de las formas parecía moverse. No le llegaba más sonido que el distante rumor del mar y, a medida que se acercaba, se dio cuenta de que las formas eran bultos, y el movimiento había sido una ilusión creada por los erráticos haces de luz de su farol. Siguió adelante y estiró para quitar una tela que cubría una pila de cajas. Un tirón de otra tela reveló una serie de barriles apilados contra la pared. El pulso se le aceleró.

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A lado y lado, vio numerosos bultos de diversos tamaños que llenaban el túnel, dejando un espacio entre ellos lo bastante ancho como para que pasara un hombre a la vez. Si el contrabando en Penhollow había cesado, tal como había afirmado el párroco, aquéllas eran demasiadas mercancías. ¿Cuánto tiempo llevaría allí todo aquello? ¿Lo habría descargado el barco que Sophie había visto a medianoche, y la inesperada llegada de Chad a Edgecombe había frustrado el transporte de las mercancías tierra adentro? Cuando se había metido en el contrabando, parte del trato había sido que Edgecombe no se usaría. Qué tonto había sido al creer que se respetarían sus deseos. Como si los hombres con los que había tratado tuvieran idea del honor o jugaran limpio. Se le ocurrió una cosa que le cerró la garganta. ¿Lo sabía su padre? ¿Había dado su autorización, tanto para allí como para el sótano de debajo de la iglesia? ¿O quien estuviera usando aquel túnel sólo lo había hecho después de la muerte de Franklin? Entonces le surgió otra duda, una que ya se le había ocurrido días antes, pero para la que no había encontrado suficientes argumentos. ¿La muerte de su padre había sido causada por un accidente relacionado con el excesivo consumo de alcohol, tal como indicaban los informes, o se había tratado de algo más siniestro? Se agachó para acercar el farol a las letras impresas sobre una de las cajas. «Chateauroux», ponía. Los nombres de otras ciudades francesas figuraban en las cajas y barriles que lo rodeaban. ¿Todo aquello era fruto del contrabando con Francia, siguiendo las viejas prácticas de Cornualles o se había conseguido por medios más violentos? —Asesinados por la mercancía. Se puso en pie de golpe al oír el susurro. Con el farol en alto, miró hacia el túnel, buscando... ¿un fantasma? Bajó la luz, a sabiendas de que era una tontería creer eso, pero incapaz de deshacerse de la sensación que le había puesto la piel de gallina. El lejano sonido de las olas le llegaba desde más allá del botín amontonado; siguió las vueltas y revueltas del túnel hasta llegar a una cala natural. El agudo sonido del viento pasaba por encima del agua hasta estrellarse en el acantilado. El olor a mar se hacía más intenso, más acre. El brillo fuera hizo innecesario el farol. Lo dejó y continuó andando. Al doblar un saliente rocoso vio media docena de antorchas apagadas apoyadas contra el muro de la cueva. Cogió una y percibió el olor a aceite de su carbonizado extremo. ¿Eran aquéllas las luces que había visto Sophie? Siguió adelante hasta llegar a una gran roca. A su lado, había un rompeolas natural que describía una curva hacia los acantilados, formando una minúscula rada que podía servir como escondite para los barcos que cruzaran las aguas del canal. A continuación de esa ensenada, había una estrecha playa de piedras. Donde la cala se abría al ancho mar, las traicioneras corrientes del «remolino del diablo» agitaban las aguas. Semejante marea haría que la mayoría, pero quizá no todos los navegantes, se mantuvieran lejos de allí, con lo que la rada sería muy segura para fines

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clandestinos. Lo bastante segura como para esconder un bote pequeño, como el que Chad tenía ahora delante y que había provocado en él un alud de preguntas. Encadenada a un gancho clavado entre las rocas del rompeolas, la embarcación de Grady se balanceaba entre las olas.

Sophie no quiso mirar la cama de Chad mientras volvía a ponerse las enaguas, el corsé y de nuevo el vestido. No quería enfrentarse al desorden de sábanas y cubrecama que habían sido testigos del vínculo más profundo y la confianza más genuina que jamás había compartido con otro ser humano. Y, aunque habían sido más gloriosos de lo que habría podido imaginar, ni ese vínculo ni esa confianza habían durado más que la menguante luz dorada de un atardecer. La verdad que la perseguía desde el invernadero cubría su corazón como una mortaja. Hacer el amor no los había acercado más de lo que lo habían estado antes, no había eliminado ninguna de las melancólicas sombras que tan a menudo se interponían entre los dos. Chad seguía con la misma enigmática fachada de siempre, protegiendo su interior tras una especie de acantilado que ella no podía penetrar ni escalar. La amarga constatación la dejaba desolada y hacía que se preguntara cómo era posible que hubiera entregado tan alegremente su virginidad a alguien de quien sabía tan poco. ¿Qué era lo que Chad escondía? ¿A qué le temía? ¿O, simplemente, no sentía por ella lo mismo que ella sentía por él? Quizá pudiera sentirlo... si dejaba de alejarla. Volvió a pensar en los últimos acontecimientos... y de repente se dio cuenta de algo que la hizo sentarse de golpe en la cama. Sus momentos oscuros siempre habían surgido como respuesta a las indagaciones de ella relacionadas con las luces del puerto, barcos misteriosos y sus sospechas de que hubiese contrabando allí en Penhollow. Chad había encontrado el túnel bajo las bodegas de Edgecombe, pero se negaba a explicar cómo. ¿Era posible que supiera de antemano la ubicación de aquel otro túnel en el invernadero y sólo fingiera haberlo descubierto ese día para engañarla? Por otra parte, seguía negando haber estado en la mansión el día que Sophie lo vio por primera vez. Levantó la vista y contempló su reflejo en el espejo del vestidor. Su semblante, que en la última hora había perdido brillo y había adquirido una notable palidez. ¿Era posible que... estuviera involucrado...? No. De ninguna manera. Mientras se abrochaba el vestido con los brazos en la espalda, negó con la cabeza con vehemencia. ¿Cómo podía pensar semejante cosa de un hombre que había despertado en ella la pasión más tierna y abrasadora? No podía pensar mal de él y no lo haría. Si Chad ocultaba secretos, debería confiar en que tendría buenas razones para hacerlo, razones que en algún momento le explicaría, siempre y cuando ella siguiera teniendo fe en él. Poniéndose en pie, contempló de nuevo su reflejo y se sintió desfallecer. Su vestido mostraba claros signos de haber estado tirado en el suelo. Tenía el pelo

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enmarañado y la mitad de la melena le caía suelta por la espalda. Definitivamente, no podía regresar en ese estado a casa de sus tíos. Recordó que Chad había encontrado un vestido para ella después de su aventura en el acantilado, y salió del dormitorio para dirigirse a las otras habitaciones, con la esperanza de encontrar algo parecido al tocador de una dama, con lo necesario para arreglarse un poco. Lo halló en una habitación tapizada de carmesí intenso con detalles dorados. En el tocador había horquillas para el pelo y una cinta. Se pasó las manos por el pelo para aplacárselo un poco, y, sentándose ante el espejo, se lo peinó con la misma sencillez con que lo había hecho por la mañana. La curiosidad la llevó a abrir otros cajones. Encontró en ellos medias de seda, ligas de brillantes colores y un chal con un elaborado bordado. Si aquélla no era la habitación de la madre de Chad, ¿de quién eran aquellas horquillas? Fue al guardarropa. Haciendo caso omiso de una insistente censura ante su fisgoneo, abrió las puertas. Allí dentro colgaban varios vestidos. A medida que iba mirándolos, arqueó una ceja, impresionada por la variedad. Los había de telas chillonas que le parecieron de mal gusto. Otros, estaban completamente pasados de moda. De hecho, las mangas abullonadas y las enaguas acolchadas databan de una época muy antigua, de cuando los Tudor gobernaban Inglaterra y los piratas navegaban por los mares. La idea la sobresaltó. Pasó un dedo por los detalles del brocado. No se trataba de reliquias de los días de Meg Keating. Las telas eran demasiado nuevas. Aquellos vestidos eran de confección reciente, hechos con la intención de imitar una moda antigua. No podía imaginar por qué, a menos que quien los usara conociera la historia de Edgecombe y le gustara disfrazarse, algo que sería muy raro en una condesa. ¿Una amante, tal vez? Quizá el difunto conde de Wycliffe y su amante se divertían con extrañas fantasías en aquella aislada mansión. O... Apretó los puños y cerró los ojos, pero no pudo impedir que se le ocurriera la espantosa posibilidad de que, aquel día, ella se hubiera convertido sólo en una conquista más del actual conde de Wycliffe. Dios santo, no podía ser... Quería preservar aunque sólo fuera una pequeña parte de la alegría de aquel día antes de quedarse sin nada... aparte de la certeza de que había hecho el tonto. Sin embargo, por más que lo intentara, no podía eliminar por completo la sospecha que aquellos chabacanos vestidos habían despertado en ella. —Usted no puede estar aquí. Con un grito ahogado, cerró las puertas del guardarropa de golpe y se dio la vuelta. Nathaniel estaba en el umbral. Sophie se llevó una mano a la garganta. —Me ha asustado. No sabía que estaba en la casa. ¿Qué hace aquí arriba? —Buscando a la señora. Milord dice que debo acompañarla a su casa. —Ya veo. —Aquel hombre la ponía nerviosa, pero estaba bastante segura de que era inofensivo. Echó un vistazo a la puerta cerrada del armario—. Nathaniel, ¿cuánto hace que trabaja usted en Edgecombe?

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—He podado, he cepillado el caballo y ahora cocino. —¿Sabría por casualidad quién usaba esta habitación? ¿Tal vez un pariente? Él se encogió de hombros, pero podía verse un dejo de ansiedad en sus angulosas facciones. —No tiene nada que temer —dijo ella—. Es simple curiosidad. ¿Ha tenido el conde alguna... dama que lo visitara aparte de mí? El hombre encorvó aún más sus desgarbados hombros. —Pequeñas rosas —susurró. Su mirada revoloteaba erráticamente, como si viera cosas invisibles para Sophie—. Nadie sabe lo de las rosas. Sólo yo. —¿Qué pasa con las rosas, Nathaniel? —Las rosas se han ido. Todas. Sus desconcertantes palabras y su mirada desenfocada la asustaron. Parecía en otro mundo, perdido en sus propias fantasías. Si ya no podía razonar con él, ¿qué sería capaz de hacer? —Está bien, Nathaniel. No hace falta que pensemos en eso. —Muertas y enterradas bajo tierra. —De repente, volvió la cabeza hacia ella con un brusco gesto, mirándola con aguda intensidad—. Las pequeñas rosas se han ido para no regresar nunca. —Por supuesto que regresarán. Plantaremos más. —¡No! El grito la hizo moverse. Lo esquivó, salió disparada por el pasillo y se lanzó escaleras abajo. No aminoró el paso hasta que cruzó los límites de Edgecombe. Entonces echó una mirada atrás, para asegurarse de que el sirviente no la había seguido. Se detuvo para tomar aliento antes de continuar. Una tenue neblina cubría el campo, suspendida sobre las tierras más bajas, envolviendo el paisaje en una bruma sorda y extendiendo una fantasmagórica calma. La fría llovizna le entumecía la cara y las manos, pero estaba agradecida de poder culpar al tiempo de su apariencia desastrada. Como un insistente recordatorio de lo que había hecho —de lo que había entregado—, los muslos le escocían a cada paso que daba. No había lluvia que pudiera lavar su malestar, ni aligerar el peso de las dudas que se habían apoderado de ella. ¿Chad había llevado adelante una farsa, no sólo ese día, sino todo el tiempo? Tras doblar un recodo del camino, quedó a su vista la granja de sus tíos. —¡Sophie! ¡Sophie, ven, rápido! Rachel estaba en la puerta de entrada, haciéndole señas con los brazos. Al segundo grito, Sophie salió corriendo. —Son Dominic e Ian —dijo su prima en cuanto ella llegó a su lado—. Les ha ocurrido algo. Ya deberían haber vuelto. Oh, Sophie, ya ha pasado más de una hora. ¿Dónde pueden estar? Si algo malo les ha pasado será mi culpa. Sophie le puso una mano en el hombro.

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—Tranquilízate y dime por qué crees que les ha ocurrido algo. —Porque he enviado a Dominic a buscar a Ian. —Pero ¿tu padre no se opone a...? —Sí, pero ya sabes que se ha ido con mi madre a Mullion. Entonces, he pensado que... —Cogió a Sophie por el brazo y echó a andar en dirección al pueblo—. Sé que les ha pasado algo. No puedo dejar de pensar en aquellos pobres marineros muertos, atrapados en las redes de la goleta. Apurando el paso para seguir el frenético ritmo de Rachel, Sophie creyó entender lo que pasaba. Con sus padres lejos, su prima había planeado encontrarse con su pretendiente. Pero la cita no había tenido lugar. —Lo que sea que los haya detenido, estoy segura de que no tiene nada que ver con lo que ocurrió ayer. En ese sentido puedes estar tranquila. Ya sabes cómo son los chicos. Probablemente, ahora mismo estén en la taberna de Kellyn, junto al fuego, hartándose de tortas de avena y cerveza. —No. Ian no. Después de recibir mi mensaje, no hubiera perdido ni un momento. Sophie no pudo evitar sugerir: —Quizá Dominic no le haya entregado tu mensaje. —Por supuesto que lo ha hecho. Me lo ha prometido. Puede que mi padre no apruebe a Ian, pero Dominic sí. Son muy amigos. Sophie no dijo nada, pero no le cabía la menor duda de que su hosco primo era muy capaz de romper una promesa, incluso una hecha a su hermana. Como si pudiera leerle el pensamiento, Rachel se irritó. —Ya sé que Dominic y tú no os tenéis mucho cariño. Y que quizá te haya dado buenos motivos para ello. Es tan parecido a mi padre... No serías la primera persona a la que no le cae bien. Pero en el fondo de su corazón es un hombre decente, y me quiere. Si le pasara algo por mi culpa... —No le ha pasado nada. Estoy segura de que los dos están bien. Rachel se mordió el labio. Caminaron en silencio bajo la tenue pero persistente lluvia. El humo de las chimeneas del pueblo apareció ante la vista de las muchachas, elevándose como oscuros hilos que bordaran las nubes. Un movimiento en mitad del páramo, a varios metros de distancia, llamó la atención de Sophie. Suponiendo que sería un venado, se sorprendió al ver que un hombre se materializaba de entre los espesos vapores de la niebla. Con paso vacilante, se dirigía hacia el camino. —¡Es Ian! —Rachel salió corriendo. —Rachel, detente. —A esa distancia, y con la lluvia y la niebla, era imposible que la muchacha pudiera identificar al individuo con seguridad. Con chubasquero y una sencilla ropa de lana, podía ser cualquier rufián borracho después de pasar la noche entera en la taberna de Kellyn. O alguien más peligroso todavía. Sin embargo, Sophie se dio cuenta al instante de que, si se hubiese tratado de Chad, ella habría reconocido cada línea y cada plano de su figura, la forma de sus hombros, la manera de moverse, incluso a docenas de metros de distancia.

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El instinto de su prima no la había engañado. A medida que se acercaban al joven pescador, éste se tambaleó hacia adelante y cayó de rodillas. No se dio de bruces contra el suelo porque se abrazó a la cintura de Rachel, que llegó justo a tiempo. Apoyó la mejilla contra ella. Tenía un ojo visiblemente hinchado, en medio de una masa de colores horribles. —¡Ian! ¿Qué te ha pasado? Él tardó un momento en responder. Apretaba con fuerza la capa de Rachel y cuando ella intentó levantarle la cara, él le besó las manos y cerró el ojo sano. La joven se agachó frente a él. —Por favor, dime qué ha pasado. —Nos han atacado. Dos tipos. Uno tenía un revólver, el otro un cuchillo de pesca como los que usamos para limpiar los peces. Nos han arrastrado hasta el páramo. A Sophie se le revolvió el estómago. Dos hombres. El páramo. Se inclinó para preguntar: —¿Quiénes eran? ¿Los conoces? Ian asintió con la cabeza. —Los he visto antes. En el pueblo. Vienen a veces los días de mercado, y van al Gaviota a beber una pinta. Pero no sé quiénes son. No son de Penhollow. No son como el resto de nosotros. Rachel le cogió la cara con suavidad, se la levantó y ahogó un grito al verle el ojo morado. —Yo estoy bien —la tranquilizó—. Pero Dominic... —¿Dónde está? —Donde nos dejaron. No podía moverlo yo solo. Rachel, iban a por él; estoy seguro. Cuando les he preguntado qué querían, me han dado un culatazo en la nuca por respuesta. La joven le pasó los dedos por el pelo, pero retiró la mano en seguida cuando él se estremeció de dolor. —Tienes un chichón del tamaño de un huevo de cuervo. —No importa. Dominic nos necesita. —Llévame con él. ¿Puedes caminar? —Cuando Ian asintió, Rachel lo cogió de los antebrazos y lo ayudó a ponerse en pie. Se tambaleó y ella entonces lo sujetó por la cintura—. ¿Está muy lejos de aquí? Él señaló hacia una escarpada colina, unos cuatrocientos metros más allá del camino, donde unos serbales se inclinaban por efecto del viento. —Más allá del promontorio. Rachel se volvió hacia Sophie con una fortaleza y calma admirables.

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—Ve a por el párroco. Dile que han herido a mi hermano y a Ian. Pídele que venga en su carruaje y guíalo hasta el otro lado de aquella colina. ¡Apresúrate, por favor!

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CAPÍTULO 19

A través de la llovizna, Chad galopaba sobre Prince hacia el pueblo, salpicando barro al virar hacia St. Brendan. Con el cuello del abrigo levantado para protegerse, el sirviente salió del establo para coger las riendas del caballo. —¿Está el vicario en casa? —preguntó Chad mientras desmontaba. Sin esperar respuesta, se dirigió hacia la casa. —Así es, milord —gritó el hombre a su espalda—. ¿Desea que lo anuncie? —Ya me anunciaré yo mismo, gracias. —Pero no está solo... A Chad no le importaba si en ese momento el párroco estaba con el mismísimo arzobispo de Canterbury. No quería anunciarse porque tenía intenciones de no darle ni un segundo para pensar antes de soltarle el aluvión de preguntas que llevaba. Como amigo de su padre, Tobias Hall seguramente sabía mucho más de lo que había estado dispuesto a decirle la última vez que lo había visto. Como por ejemplo, ¿cuánto sabía Franklin Rutheford en realidad del contrabando en Penhollow? Tolerar que hubiese un túnel bajo la iglesia era una cosa, pero los pasadizos debajo de Edgecombe eran otra muy distinta. Chad entró en la pequeña casa. —¿Hall? Necesito hablar con usted. —Lo que vio en el salón lo dejó estupefacto —. Sophie, ¿qué estás haciendo aquí, en casa del vicario? Allí sola, temblando y medio jadeante, cubierta por una capa mojada, se la veía pálida y desvalida. De una zancada, Chad cubrió la distancia que los separaba y le cogió las manos; las tenía frías y temblaban entre las suyas. Ella parecía estar a punto de decir algo, pero se calló. Debía de estar pensando en las últimas palabras que se habían dicho en el invernadero. El recuerdo lo avergonzaba. Había sido la primera vez que Sophie había hecho el amor... y él también. Con ella no había sido una mera distracción, como con otras mujeres que había llevado a su cama a lo largo de los años. Con Sophie, sólo había habido pasión y una profunda convicción de estar haciendo lo correcto.

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Y así y todo, no había sido honesto y su ocultación de la verdad se había instalado entre los dos como una espada de doble filo. Con una extraña sensibilidad, Sophie percibía sus secretos, lo suficiente como para preguntarle abiertamente por ellos. Su negativa a contestar la había lastimado; con sólo mirarla en ese momento podía ver cuán profunda era la herida. Pero ¿cuánto más gravemente la habría lastimado con la verdad? —Ya tengo las vendas, las tablillas y las hierbas medicinales. —El párroco entró a la sala llevando una bolsa de piel. Su mirada pasó de Sophie a Chad y luego a sus manos entrelazadas. Un leve fruncimiento de su pequeña nariz de hurón delató su sorpresa. —Lord Wycliffe, no sabía que estaba usted aquí. ¿Ha venido a ayudar? Chad supuso que, con el vicario mirándolos, debería haberle soltado las manos a Sophie. Pero se las apretó aún más. —¿Ha ocurrido algo malo en la granja? —En la granja no, pero han atacado a mi primo Dominic. —A ella le temblaba la voz—. Y también al joven pescador de Rachel, Ian. Ha ocurrido en el páramo, cerca del camino. —¿Están heridos? —Ian está dolorido y lleno de golpes. —Arrugó la frente—. Todavía no sé nada de Dominic. He dejado a mi prima y a Ian atendiéndolo y yo he venido directamente hacia aquí. —¿Sabes quién lo ha hecho? Ella abrió sus ojos inmensos, tempestuosos, como platos y negó con la cabeza. —Iré con vosotros —dijo Chad, y los siguió hacia el patio, donde los esperaba el carruaje. Mientras se disponían a partir, se oyó una voz desde el camino. Kellyn cruzó el jardín de la iglesia, con su llameante pelo rojo cubierto por un grueso chal que le tapaba también los hombros. Excepto por eso, parecía tan inmune al mal tiempo como un experimentado marinero de cubierta. —Tobias, antes de irte, ¿te importaría darme unas ramitas de salvia? Nos hemos quedado sin esta hierba y Reese está guisando... —Se detuvo y los miró. A Chad sobre Prince, al párroco y Sophie a través de la ventanilla mojada del carruaje—. ¿Qué ha pasado? Hall abrió la puerta del vehículo. —Ha habido otro ataque, esta vez en tierra firme. El chico de los Gordon y su amigo, Ian Rogers. Vamos hacia allí para atenderlos. —Cielo santo. —Kellyn metió la cabeza en el carruaje para hablarle a Sophie—. ¿Rachel y tú estáis bien? —Las dos estamos bien. No estábamos con ellos cuando ha ocurrido.

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—Gracias al cielo. —Kellyn soltó un suspiro de alivio—. Le diré a Reese lo que ha pasado. Es tío de Rachel y de Dominic —le explicó a Chad—. Os veremos en la granja dentro de un rato. Mientras se volvía para irse, algo impulsó a Chad a llamarla. Desmontó y le dijo a Sophie y al párroco: —Vayan delante. Los alcanzaré en un momento. —Sophie lo miró con desconcierto, pero no dijo nada, y el vicario golpeó el techo para que el sirviente se pusiera en marcha. —Te acompañaré a la taberna. Tengo una pregunta que hacerte. —Kellyn y él echaron a andar juntos, un poco encorvados para protegerse de la lluvia. Prince los seguía de cerca—. Es sobre Grady. Recogiéndose las faldas, Kellyn dio un largo paso para salvar una pequeña corriente que discurría al borde del camino. —Ayer se fue con el bote a Mullion, ¿no? —dijo ella. —¿Eso es lo que te dijo a ti también? No lo entiendo, y esperaba que tú pudieras darme una explicación. Grady no puede haberse ido navegando a Mullion. Su bote está atado en una cala, no muy lejos de Edgecombe. —Odiaba por igual cualquiera de las posibilidades que se le habían ocurrido al ver la embarcación en la boca del túnel: o el afable marinero se había topado con los criminales o, por desconocidas razones, jamás había tenido intenciones de ir a Mullion—. ¿No te mencionó ningún cambio de planes? Kellyn se detuvo en seco y lo miró a la cara. —A mí no me dijo nada. ¿Cómo sabes tú eso? —Lo sé porque he visto el bote. —La sorpresa que vio en sus pálidos ojos azules le recordó que si ofrecía mucha información, sólo suscitaría más preguntas... preguntas que no deseaba responder. Tras él, Prince resopló y Chad le pasó la mano por el hocico mojado—. Lo vi desde el acantilado, pero estoy seguro de que era el suyo. —En serio. ¿Desde el acantilado? —Llegaron a la puerta de la taberna y ella se cobijó bajo el tejadillo del segundo piso—. Ya te he dicho que Grady está medio chiflado. Estaré atenta a lo que hace y te lo diré si me entero de algo. ¿Era el marinero corto de luces y por eso constituía un blanco fácil para alguien que quisiera lastimarlo, o era más astuto de lo que todos suponían? Frustrado por la falta de respuestas, Chad asintió a modo de agradecimiento y volvió a montarse en el caballo. Mientras lo hacía, vio cómo una cara que lo miraba fijamente desde las ventanas superiores. Se le erizó el vello cuando reconoció un par de ojos muy juntos encima de una nariz aguileña. —Kellyn, espera. Casi desde dentro de la taberna, la mujer se volvió. Él señaló hacia arriba con la barbilla. —¿Quién es ese hombre que está ahí, en el salón? Uno que se viste como un pescador, pero se comporta como si no lo fuera. Kellyn echó un vistazo al edificio.

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—No se me había ocurrido pensarlo. En realidad no sé quién es. Se llama John Hayes, y llegó con los del mercado hace un par de semanas. —¿Qué hace aquí? —Lo contratan como marinero. A veces hace algunos trabajos en las granjas. —Se encogió de hombros—. Supongo que debe de estar escondiéndose de alguien. No sería el primero. Pero paga lo que consume, así que yo no hago preguntas. Chad se puso en marcha con la sensación de que el hombre seguía allí, con la mirada clavada en su espalda. —Tiene el brazo fracturado y, al parecer, también varias costillas rotas —dijo el párroco—. Tenemos que llevarlo a casa inmediatamente. Aquí no me atrevo a tocarle el brazo. Arrodillada sobre el brezo mojado, junto a Dominic, Sophie sostenía la mano de Rachel, sintiendo el convulso temblor de los dedos de la muchacha cuando el vicario dio su diagnóstico. Ian se agachó al otro lado de su amigo, mirándolo angustiado. Tenía el ojo más morado que antes y un tono purpúreo estaba aflorando sobre el labio superior. Entre las manos, apretaba un gorro de lana verde que había recogido del suelo. —Lo envolveremos en esas mantas y lo levantaremos hasta el asiento del carruaje. —El señor Hall hizo bocina con las manos y llamó a su sirviente, que esperaba en la base del peñasco—. Trae el vehículo hasta aquí. Un momento más tarde, pudieron ver el carruaje zarandeándose sobre el irregular terreno del páramo. A Sophie se le aceleró el pulso al ver a Chad a caballo detrás del coche. Se puso en pie, alejándose un poco de su primo. Mientras lo miraba desmontar, sintió un aguijonazo de culpa y pensó que quizá había sido demasiado dura con él en el invernadero, exigiéndole cosas que no tenía derecho a reclamar. ¿Eran asunto suyo sus secretos, si realmente los tenía? Quizá sólo se lo hubiese imaginado todo. Una mirada cautelosa en sus ojos, un malentendido sobre cuándo había llegado a Penhollow... ¿era suficiente evidencia como para no confiar en él? Pero mientras lo miraba acercarse a ella, sus dudas persistían. No había negado sus acusaciones. Sólo le había pedido que se fuera a casa. —¿Cómo está? —preguntó Chad cuando llegó a su lado. La lluvia le aplastaba el pelo y hacía que la camisa blanca se le viera casi transparente, dejando vislumbrar la suavidad de su piel y la fuerza de sus músculos. Sin chaqueta ni pañuelo al cuello, no parecía un conde nacido para una vida de lujo y privilegios, sino un gallardo bribón medio salvaje, que hubiese pasado toda la vida entre los páramos y acantilados de Cornualles. A ella le dio un vuelco el corazón. Tragó y carraspeó para controlar el temblor de su voz. —El señor Hall dice que tiene el brazo roto. Y también algunas costillas. Además de la cara llena de cardenales.

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—Dios. —Chad apretó los puños y la mandíbula—. Cuando descubra quién lo ha hecho, me ocuparé de que lo paguen caro. Detrás de ella, Dominic gimió. —Está recuperando la conciencia —dijo el párroco. Chad cogió a Sophie de la mano. ¿O había sido ella, como un gesto instintivo que había nacido en los últimos días y se resistía a morir? Sin soltarse, se acercaron a los demás y Sophie se arrodilló junto a su prima. Los hinchados y pálidos párpados de Dominic temblaron y luego se entreabrieron apenas. Tenía los labios partidos y le sangraban. —¿Rachel? —Aquí estoy. —La muchacha le puso una mano en el hombro con suavidad. —¿Estás... ellos han...? —Cerró los dedos alrededor del dobladillo de su falda. —Estoy bien —contestó su hermana, y le pasó la mano abierta por la ceja—. Estaba en casa, esperándoos, como te había prometido. —¿Ian? —Se pondrá bien. Dominic asintió débilmente. Soltó la falda y la mano le cayó al suelo. —Señorita St. Clair —dijo el vicario—, por favor, busque el frasco más pequeño que hay en mi bolsa. El que contiene un líquido marrón. Sophie hurgó entre sus cosas hasta encontrar la botellita con tapa de corcho. El párroco le indicó a Rachel que levantara la cabeza de su hermano, descorchó el frasquito y lo acercó a los labios de Dominic. —Bebe esto. Te aliviará el dolor. Por toda respuesta, el joven arrugó la frente llena de cardenales y apretó los labios. Rachel se inclinó sobre él y su pelo suelto le enmarcó el rostro. —No seas tonto, hermanito. No es momento de gestos heroicos. Bébetelo ahora. A Sophie se le encogió el corazón al ver el valiente humor de la muchacha y el esfuerzo que Dominic hacía por sonreír. La sonrisa se convirtió en una mueca de dolor, que se acentuó aún más cuando se tragó el mejunje del vicario. En menos de un minuto, su cabeza cayó en brazos de Rachel. —Dios santo, Hall —masculló Chad entre dientes—, ¿qué demonios le ha dado? —Una mezcla de láudano y raíces de valeriana. Con esta dosis, se podría dormir a un caballo. Ahora, llevémoslo al carruaje y vayamos a casa antes de que se enferme aquí bajo la lluvia. Cuando llegaron a la granja, los hombres trasladaron a Dominic a la sala y lo acostaron en el sofá. A lo largo del camino, había gruñido un poco, pero afortunadamente no había recuperado la conciencia en ningún momento. —Le tendremos que quitar la chaqueta y la camisa —dijo el párroco, tomando las riendas. Dejó su bolsa de piel en la mesa y sacó vendas, una tablilla y más hierbas.

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A Sophie se le revolvió el estómago sólo de pensar en lo que vendría. Su hermano una vez se había dislocado el hombro. Se estremeció al recordar su grito cuando el médico le tiró el brazo para encajárselo. Miró al vicario a los ojos. —¿Le dolerá mucho? —No debería sentir nada. Lord Wycliffe, ¿podría ayudarme? Chad cruzó la habitación y se puso al lado del hombre. —¿Qué necesita que haga? —Manténgalo quieto mientras recoloco el hueso fracturado. —Hizo un gesto para que Chad se inclinara sobre Dominic y le sostuviera los hombros contra el sofá—. Y si alguien desea rezar una oración, puede pedirle al Todopoderoso que guíe mis manos. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hice esto. Sophie elevó una rápida y silenciosa plegaria. Dominic gruñó cuando el señor Hall le pasó los dedos por el brazo hasta encontrar la fractura. Tras el sonido que hizo el hueso astillado al encajarse, soltó un descarnado alarido y luego volvió a caer en la más profunda inconsciencia. Sophie sintió que se mareaba. Rachel se enjugó las lágrimas con la manga y cogió un rollo de vendas. —Gracias al cielo que ha terminado —le dijo al señor Hall—. Lo ayudaré a vendarle las costillas.

Reese y Kellyn llegaron a la granja de los Gordon poco después, y escucharon

con calma la poca información que Ian podía dar acerca del asalto. Su descripción de los dos atacantes encajaba bastante bien con lo que Chad recordaba de los dos hombres de la granja abandonada. Cada detalle que corroboraba lo que ya sabía, aumentaba su convicción de que no se trataba de un hecho aislado, sino que formaba parte de una ominosa red que se extendía alrededor de Penhollow, de aquellas personas y de él mismo. Kellyn sirvió una ronda de brandy de la botella que ella y Reese habían cogido de la taberna. —Bebamos. Nos hará bien. Sentado en un rincón, Ian bebió con lentitud. El párroco tomó un pequeño sorbo y luego continuó buscando más hierbas en su bolsa. Sophie y su prima fruncieron la nariz, pero bebieron pequeños tragos. Temblando, Rachel dejó su vaso y volvió a la silla que había colocado al lado de su hermano. Sophie fue entonces a la cocina. Con su vaso de brandy intacto, Chad la siguió.

La observó mientras ella preparaba el té. Al llegar a la casa, se había puesto ropa seca: un vestido azul claro de muselina que acentuaba la redondez de su pecho y la agraciada curva de sus hombros. Unos pechos que él había besado... hombros que había acariciado... ¿Había sucedido aquella mañana? Sintió en sus entrañas el anhelo de cogerla entre sus brazos, inclinarla y cubrir sus labios con los de él; pero no con un beso teñido con la desesperada incertidumbre

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del futuro sino con uno lleno de risa y de la irreflexiva y simple felicidad de dos personas que están hechos el uno para el otro. En la calidez de aquella cocina, sus mejillas habían recuperado el brillo y sus labios habían perdido la palidez que tenían en el páramo. Era un recuerdo que de ahora en adelante lo perseguiría, porque sabía que su aspecto se debía a él. En ese momento, se la veía... bella, elegante y calmada. Se le representó una repentina imagen, una de una condesa de pelo oscuro y ojos grises, sonriendo a su lado. Era un sueño vano al que era mejor que no se aferrara. El perro de la casa, un pastor escocés viejo y barbudo, que había estado dormitando en un rincón cerca del hogar, cojeó hacia él y, con un gemido inquisitivo, le apoyó el morro en la rodilla. Chad acarició al animal entre las orejas y tomó una decisión. Sólo descubriendo los secretos de Penhollow podía garantizar la seguridad de Sophie. En su investigación lo había hecho todo mal: había actuado con sigilo, había andado husmeando, había hecho preguntas que jamás llegaban al punto que le interesaba ni le daban las respuestas que necesitaba saber. El tiempo de las sutilezas se había acabado. Unos minutos después, cuando el párroco anunció que regresaba a su casa para preparar más medicinas para Dominic, Chad lo siguió hasta el carruaje. —Hall, una palabra, si me lo permite. En privado. Le acompañaré de regreso a la vicaría. La escasa luz del día teñía las nubes a poniente con un tono amarillento que se reflejó en las gafas del párroco mientras éste abría la puerta del carruaje. Chad metió su largo cuerpo en el pequeño espacio, que aún parecía más pequeño por la evidente incomodidad del otro hombre. El señor Hall estaba sentado rígidamente contra el respaldo y sostenía nerviosamente la bolsa de las medicinas con ambas manos. El carruaje comenzó a moverse, saliendo al camino con dificultad. Sin ningún preámbulo, Chad dijo: —¿Cuánto sabía mi padre acerca del contrabando en Penhollow? El párroco estaba visiblemente agitado, y no precisamente por el traqueteo de las ruedas del vehículo. —Sólo lo que le dije. Lo entendía y hacía la vista gorda. —¿Está usted seguro? El sótano bajo St. Brendan no es el final de la historia; todo lo contrario. ¿Qué hay de los túneles de debajo de Edgecombe? ¿Sabía que existían? ¿Eran utilizados con su consentimiento? —¿Túneles? ¿Debajo de Edgecombe? —No juegue conmigo, Hall. Con todas las leyendas que circulan en este pueblo sobre los Keating, lo que le digo no es ninguna novedad. ¿Qué sabe usted de los pasadizos que hay debajo de la finca y qué era lo que sabía mi padre?

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La frente del vicario se cubrió de gotas de sudor. Abrió la boca, la cerró y luego volvió a abrirla. —Pero... eso no son más que cuentos. Nadie lo sabe con certeza... —Yo sí. Los he visto. —Vio el temblor en la mejilla del hombre y el movimiento de su nariz—. ¿Está usted escondiendo algo? ¿Protegiendo a alguien? ¿Lo han amenazado, le han dicho que era mejor no hablar de estos asuntos? —No, nada de eso. —La cara de Hall reflejaba resignación mientras miraba por la ventanilla del carruaje. —El silencio de Penhollow es un silencio impuesto por medios mucho más sustanciales. Los tres marineros de ayer, el ataque a Dominic e Ian, no son hechos aislados. —Entonces, ¿por qué demonios no hacen algo? ¿Por qué no avisar a las autoridades? —¿Las autoridades? —El vicario escupió las palabras—. Aparecen periódicamente para inspeccionar nuestros almacenes, para ver si escondemos algo. Cuando sólo encuentran mercancía legítima, consideran que han hecho un buen trabajo. En lo que respecta a los naufragios de los barcos, culpan a las tormentas y menean la cabeza al escuchar las historias de barcos fantasma que circulan por el pueblo. En los casos en que hay heridos, como Dominic hoy, los oficiales hablan de ánimos enardecidos y se niegan a interferir. —¿Interferir? Por Dios, ¿y es a eso a lo que llaman administrar justicia? —Me temo que sí. Esto no es Londres. Excepto para cobrar los impuestos que la corona cree merecer, esta parte del país hace mucho tiempo que ha sido abandonada a su propia suerte. Chad se apoyó en el respaldo del asiento. —Pues eso está a punto de cambiar. Las autoridades no pueden ignorar a tres hombres atados entre sí y lanzados por la borda para que se ahogaran. Y aunque los almacenes de Penhollow puedan estar limpios de mercancías de contrabando, los túneles que hay debajo de Edgecombe y la granja abandonada del páramo no lo están. Alguien es responsable y ya es hora de descubrir de quién se trata. El carruaje cogió un bache del camino y al párroco le castañetearon los dientes. Chad lo miró, preguntándose hasta qué punto podía confiar en aquel ministro de la Iglesia de hablar suave y sabiduría médica. Hall había sido amigo de su padre, o eso afirmaba. —Usted conocía a mi padre. ¿Era frecuente que bebiera hasta emborracharse? —No, milord, por lo que yo había visto, no. Pero ¿quién puede decir con certeza qué hacen los hombres en la intimidad de sus hogares? Chad lo pensó. —Quizá no podamos saberlo, pero podemos suponerlo. —¿Qué quiere decir?

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—Nada seguro. Pero entre las historias de espíritus y barcos fantasma, alguien está llevando adelante un engaño que no hace más que debilitar al pueblo. Un engaño que parece centrarse en Edgecombe. Me pregunto si es posible que mi padre se opusiera a esos planes y fuera necesario deshacerse de él. El sonido de su propia voz al pronunciar esas espantosas palabras horrorizó a Chad. Si hubiera estado allí cuando debería haberlo hecho, ¿habría podido evitarse la tragedia? —Dominic está despierto. Al oír el anuncio de Ian, Sophie envolvió el asa de hierro de la tetera con un paño de cocina y la llevó al salón. Desde que habían llegado con el herido, había preparado incontables tazas de té; era una tarea que le mantenía las manos y la cabeza ocupadas, mientras Rachel e Ian velaban al joven. Intercambió una mirada con Kellyn, que se había quedado en la casa cuando Reese había regresado a La Gaviota Pendenciera. —¿Cómo puede estar despierto? El párroco ha dicho que dormiría varias horas. Que lo que le había dado podría dormir a un caballo. —Está aturdido —contestó Ian—, pero calculo que el señor Hall ha subestimado a este caballo en especial. En ese momento vieron a Dominic que intentaba sentarse, mientras su hermana se lo impedía. —Deja de ser tan terco —ordenó Rachel, con una autoridad que desconcertó una vez más a Sophie. Su prima, tan callada, no dejaba de sorprenderla. Dominic refunfuñó por lo bajo. Todavía tenía los ojos casi cerrados a causa de la hinchazón, además del labio inferior roto y la piel llena de cardenales. Rachel le apoyó las manos contra los hombros. —Con tanto movimiento aflojarás los vendajes y las costillas se te soldarán torcidas. ¿Es eso lo que quieres? Él intentó apoyarse en el codo sano, pero la tablilla del brazo fracturado le hizo perder el equilibrio y se lo golpeó con el respaldo del sofá. Una dolorosa expresión le frunció el semblante y se le escapó un ahogado grito. Con el labio superior cubierto de sudor, cayó de espaldas sobre los cojines. —Las costillas... no se sueldan torcidas —susurró con los dientes apretados. Sus palabras sonaban espesas y entrecortadas, como si tuviera la boca llena de algodón. Igual que con su hermana, Sophie sintió una renuente admiración por su testaruda resistencia. —Te aseguro que sí se sueldan torcidas —intervino Kellyn mientras servía agua de una jarra de loza en una taza de barro. Se la dio a Rachel, que la acercó a los labios de su hermano y le sostuvo la cabeza mientras bebía. Él murmuró un agradecimiento y ella le pasó un paño húmedo por la frente. —¿Sabes qué querían esos hombres? —preguntó Ian, agachándose junto al sofá.

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Dominic asintió y luego negó con la cabeza. Ian miró a Rachel con expresión preocupada. —Quizá no esté del todo despierto. La paliza y la medicina del señor Hall... —Puedo oírte... aunque no pueda... verte... así que no... hables como si yo no estuviera presente. —El pecho de Dominic se veía agitado por el esfuerzo de decir cada una de esas palabras. Se dio un golpe en la pierna con la mano sana—. Me han amenazado... Si mi padre o yo alguna vez volvemos a... Ian y Rachel intercambiaron una mirada. —Si tú o nuestro padre, ¿qué? —preguntó ella con suavidad. —No tenía sentido —dijo Dominic—. Nos han acusado... de espiar. Han dicho... que si lo hacemos otra vez... ellos... nos matarán a los dos. Sophie sintió que un grito estaba a punto de salir de su garganta, pero consiguió detenerlo a tiempo, mordiéndose los labios. Con piernas temblorosas, pasó junto a Kellyn y se acercó al sofá. Rachel había palidecido, pero permanecía inmóvil junto a su hermano. Movió apenas la cabeza para echar una sombría mirada a Sophie. Ésta se irguió, sobresaltada. —Dios santo —susurró Sophie—. Ni siquiera estás impresionada. Tú sabes de qué está hablando, ¿no es así? El silencio de Rachel hizo que la cogiera por los hombros. —Tú sabes quiénes son esos hombres, y estoy segura de que sabes también qué hacía tu padre anoche en los páramos. Dominic levantó la cabeza de los cojines y clavó en su prima la mirada más fulminante que pudo a través de sus párpados hinchados. —¿Qué sabes tú de... adónde fue nuestro padre anoche? Sophie se dio cuenta de que había hablado de más. Pero incapaz de retirar lo que había dicho, le devolvió la mirada, desafiante y dijo: —Lo seguí. Rachel se puso en pie de golpe. —Sophie, ¿en qué demonios estabas pensando? —Creo que es hora de que los secretos familiares salgan a la luz —dijo ella. Irguió la barbilla—. Supongo que algo ha pasado aquí desde que vi aquellas luces del puerto. Vuestros padres fingieron ignorancia, pero fue una representación muy poco verosímil. Sea lo que sea lo que hayáis hecho, ¿no os parece que es momento de aclararlo todo y de hacer lo correcto? Dominic apretó el puño de su mano sana. —¿Por qué no se lo preguntas... a tu amigo el conde? —Dominic —le advirtió su hermana. —Sí, yo sé dónde estabas... cuando desaparecías hasta tarde —insistió él—. Te he visto recorrer el camino de Edgecombe... en más de una ocasión, incluida esta mañana.

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Adelante, Sophie, pregúntale al conde lo que sabe. Te aseguro... que es más de lo que nuestro padre y yo podemos decirte. —Di lo que estás insinuando —exigió ella. —Quiero decir... que si nuestro padre y yo esperamos las señales... y encendemos las antorchas para guiar a un barco cuando viene... el conde hace algo mucho peor. Él ayuda a financiar ese barco... y la mercancía robada que trae. —Ya basta. —Rachel se interpuso entre Sophie y Dominic—. Esta conversación se ha acabado hasta que mamá y papá regresen. Sophie la ignoró. —Estás mintiendo —le dijo a Dominic, pero el temblor de su voz delataba su falta de convicción. Temblaba y sentía que el rubor la inundaba, que se le dormían los dedos y se le congelaba el corazón. Quería creer que su primo hablaba por despecho o todavía confuso por la medicación del párroco, pero su insinuación era como un eco de su propio temor desde el episodio del invernadero. Secretos... Negaciones... No. Todo su ser se resistía a creer que Chad pudiera estar involucrado en cualquier tipo de actividad ilegal que pudiera perjudicar a gente inocente. Quizá escondiese algo en su interior, alguna oscuridad que ella podía vislumbrar a veces en el fondo de sus ojos, pero era imposible que aquellas amables manos pudieran volverse despiadadas de repente; no podía haberle entregado su virtud a un villano. Rachel hablaba, pero Sophie no podía escuchar nada de lo que decía, más allá del zumbido de la sangre en sus oídos. Necesitaba encontrar a Chad y saber la verdad, por la fuerza, si hacía falta. Huyó de la sala y salió tropezándose, medio ciega de miedo y recelo y con una obstinada resistencia a ceder ante cualquiera de las dos cosas.

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CAPÍTULO 20

—Beba esto antes de irse. El párroco le puso a Chad una taza de infusión en las manos y se quedó mirándolo expectante hasta que él bebió un sorbo a regañadientes. Deseaba irse de allí y regresar con Sophie, pero el vicario le había hecho una petición que demoraba su partida. —Bébaselo todo, milord. No puedo permitir que caiga enfermo. Quédese junto al fuego mientras preparo más hierbas para Dominic. —Hall agitó las brasas ardientes de la chimenea hasta que aparecieron las llamas. Luego echó un leño más—. Estoy en deuda con usted por acceder a llevarle la medicación. Dígale que iré a verlo a primera hora de la mañana. El hombre regresó a su minúscula cocina, dejando a Chad solo en la sala. Tragó otro amargo sorbo de la infusión e hizo una mueca. —¿Qué ha puesto en esta pócima, Hall? —Aquilea, matricaria... es una infusión para prevenir resfriados y fiebres. —Correré el riesgo —musitó Chad por lo bajo. Una maceta que había en un estante junto al escritorio le pareció un buen lugar para su objetivo. Echó un rápido vistazo por encima del hombro y derramó el líquido que le quedaba en la taza en la planta—. Lo siento, amiga. Esto te matará o te hará invencible. —Aquí está. —El párroco reapareció con un frasquito en la mano—. Cuando Dominic despierte, su hermana debe hacer que se lo beba todo. Lo ayudará a dormir durante la noche. Haré que mi sirviente lo lleve en el carruaje. —Y mañana, usted mismo acompañará a la señorita St. Clair y a su prima a Mullion, ¿no es así? —Chad le recordó lo que le había pedido cuando llegaron a la vicaría—. Después de lo que ha ocurrido estos últimos días, quiero que las dos jóvenes se vayan de aquí lo antes posible. Hall aceptó, pero miró a Chad burlonamente, sin duda preguntándose por su interés por una mujer a la que apenas conocía. Cuando Chad llegó a la granja de los Gordon, ya había oscurecido y una ligera llovizna le mojó la cara en cuanto se apeó del carruaje. Al otro lado del camino, la envolvente neblina cubría ya los pastos.

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Dentro de la casa, encontró el salón extrañamente vacío, excepto por Dominic, que dormía. Fue hacia la cocina, donde Kellyn estaba de pie junto a los fogones. Se dio la vuelta con una cuchara de madera en la mano. —Me había parecido que había oído entrar a alguien. —¿Dónde están todos? —He mandado a Rachel arriba para que descanse mientras Dominic duerme. Ian está fuera, en el granero, haciendo alguna de las tareas que han quedado pendientes durante el día. Cuando no dijo nada más, la aprensión se apoderó de él. —¿Dónde está Sophie? Kellyn lo miró un momento. En su cara se reflejaba la preocupación. —Tienes muy mal aspecto. Dio unos golpes con la cuchara en el borde de la olla, la dejó en la encimera de madera y fue hacia la mesa. Cogió una copa con una mano y la botella de brandy con la otra, sirvió una pequeña cantidad y se la dio a Chad. —Toma, parece que lo necesitas. Si no supiera qué ha ocurrido, creería que tú también has sido víctima del ataque. No es así, ¿verdad? Él supuso que haberse salvado de milagro de quedar sepultado vivo en un túnel debía de haber dejado alguna huella en su apariencia. —No como tú crees —murmuró, y se bebió el brandy de un trago—. Ahora, ¿dónde está Sophie? —Estoy segura de que está bien. Siéntate y te contaré lo que ha ocurrido aquí mientras tú no estabas, aunque he de admitir que no estoy segura de haberlo entendido todo. Dominic ha lanzado algunas acusaciones... sobre ti. Chad soltó una maldición por lo bajo. —Dime exactamente qué ha dicho.

Sophie se detuvo, insegura, porque la niebla se había hecho más espesa a su

alrededor. Se había dirigido por el camino hacia el pueblo, creyendo que encontraría a Chad en la vicaría, o de regreso a la granja. Pero la oscuridad había caído a una velocidad sorprendente, aumentada por la espesa niebla. Su ropa seca estaba mojándose bastante de prisa, y sus pies chapoteaban dentro de sus botas. Desorientada, miró el cielo sin estrellas, la creciente niebla, la total ausencia de señales familiares en el paisaje. La granja debía de estar todavía a la vista, una masa oscura enmarcada por el brillo grisáceo del mar. Pero ambas cosas habían desaparecido. Había salido de la casa, desesperada por encontrar a Chad y escuchar de sus propios labios que Dominic desvariaba, que él no tenía nada que ver con el contrabando ni con el asesinato... y tampoco con las luces del puerto cambiadas de

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sitio. Que era un hombre bueno y decente, y que ella no había sido una tonta al depositar su confianza y su corazón a su cuidado. Pero entre la prisa y la agitación, de algún modo había perdido el rastro del camino embarrado y se había internado en el páramo. Con creciente pánico, oía el balido de las ovejas y el mugido de las vacas. Aguzó el oído para captar el distante tañido de los cencerros, pero sólo oyó un inquietante silencio. La niebla, las sombras y la vastedad del cielo y el páramo se fundían en un gigantesco vacío del que Sophie era el centro. El miedo olía a la turba mojada por la lluvia, a aire salado y al fétido estiércol que cubría las ciénagas. Se abrazó a sí misma y se volvió intentando calcular por dónde había llegado, luego echó a andar. Asustada y temblando, avanzó hasta toparse con un muro bajo de piedra que rodeaba un bosque de lápidas.

Un parpadeo en las sombras empujó a Chad a trepar por la ladera, cogiéndose de las raíces y piedras que sobresalían de la hierba para abrirse paso. De vez en cuando, se ponía en pie con dificultad entre los pedruscos y los arbustos, arañándose con las zarzas, pero sin aminorar la marcha ni un segundo. Sintió un aguijonazo en el costado. Gritó el nombre de Sophie, pero no recibió más respuesta que el eco de su propia voz que el páramo le devolvía. ¿Por qué no respondía? ¿Era posible que se hubiera alejado tanto del camino en tan poco tiempo? Quizá no había sido Sophie lo que había visto, sino una mata que se agitaba con las ráfagas de viento. Tal vez ya había regresado a la casa y en ese instante estaba sentada en la cocina, disfrutando de una taza de té. No. La conocía. Ella no ignoraría las acusaciones de Dominic. La estarían royendo por dentro y la harían buscar respuestas, se las exigiría con la misma tenacidad con que se había comportado desde que la había visto por primera vez aquella noche en la capilla. La capilla. Allí la encontraría; pudo sentirlo en su alma. Pero ¿dónde era «allí»? Siempre donde ellos la necesitaran. El suelo saturado de agua le succionaba las botas, y se detuvo. El cansancio de la carrera lo había dejado sin aliento y se sentía mareado... En torno de él, el páramo daba vueltas. Con el rabillo del ojo, alcanzó a ver el borde de un vestido que desaparecía detrás de un inclinado serbal. Salió corriendo, pero se tambaleó violentamente y cayó de rodillas en medio de un charco de agua. Se llevó las manos a los ojos al sentir un repentino e intenso dolor. Cuando los abrió, tenía frente a sí una cara asolada por la muerte y la descomposición. Parpadeó y la cara desapareció. ¿La había imaginado... de nuevo? Se puso lentamente en pie y se esforzó por controlar el desbocado latido de su corazón. ¿Qué era lo que había visto? ¿Lo que lo había llevado a la capilla no una sino dos veces y le había mostrado la entrada al túnel bajo las bodegas de Edgecombe? —¿Existes? —murmuró en voz alta. Y luego, echó la cabeza hacia atrás y gritó—: ¿Eres real? ¿Me has guiado todo este tiempo? Entonces, guíame ahora. Ayúdame a encontrar a Sophie.

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El aire se volvió gélido como la escarcha. Un haz de niebla trazó un círculo, dentro del que se materializó un lánguido rostro. La visión lo impactó y la convicción que había tenido toda la vida de que los fantasmas no existían se hizo añicos. —Ayúdame. —Su ruego formó volutas de vapor ante sus labios—. Está perdida y debo encontrarla. La pequeña fantasma inclinó su desfigurada cara hacia él y lo contempló con sus cuencas vacías. —La amas. —Dios, sí. —A mí también me amaban. Muchísimo. —Su voz vibraba como los brezos al viento —. Y, sin embargo, he muerto. Se me ha tragado el mar. El instinto le decía que siguiera buscando a Sophie, pero no podía ignorar la pena de la pequeña aparición. —Dime qué te ocurrió. —Papá me había llevado con él. Era mi cumpleaños. Nos fuimos a Francia. Fuimos al mar y yo morí. —Sí, pero... ¿cómo? —Vino una tormenta. El barco comenzó a zozobrar. La gente subió en los pequeños botes de emergencia... y remaron y remaron para salvar la mercancía. Todavía había gente a bordo. Y yo gritaba y gritaba. No vino nadie. Ni siquiera papá. Las olas se tragaron... el barco. —¿Qué gente? ¿Quién salvó las mercancías y dejó que murieras? Ella esbozó una triste sonrisa y él cayó de rodillas al imaginar lo horribles que debieron de ser sus últimos momentos. —Lo siento. Te habría salvado si hubiera podido. Si lo hubiera sabido. —Puedes salvarla a ella. El mal la está matando. Le está matando el alma. —Haré cualquier cosa que deba hacer. Pero ayúdame. Llévame donde está. A la capilla. Estoy seguro de que está allí. La niña negó con la cabeza. —Por ahora está a salvo. —No entiendo. ¿Cómo es posible que esté a salvo? —Hay otra. —¿Otra qué? —gritó Chad, presa de la frustración—. ¿Qué es lo que intentas decir? —Ella no puede verme. Ni oírme. Su alma está muriendo. Debes ayudarla. —¿A quién debo ayudar? —Se puso en pie, manteniéndose firme a pesar del temblor que lo recorría entero—. Haré lo que sea que me pidas. Sólo dime quién es ella. —Mamá.

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—Eso no es suficiente. Podría ser cualquiera. ¿Cómo se llama? ¿Cómo te llamas tú? —Dio un paso hacia adelante, penetrando en la gélida niebla—. Maldita sea, no te vayas todavía. Pero el espectro se desvaneció. El brillo de la luz de la luna atravesó las nubes, iluminando brevemente las inclinadas laderas, los peñascos de ladrillos y la cresta de un solitario chapitel. —¡Sophie! Su figura, envuelta en una capa, estaba reclinada sobre la barandilla de hierro. Aliviado, corrió entre las lápidas. Ella no se movió, y apenas levantó la cabeza mientras lo miraba a través del pelo mojado que le cubría la cara. Chad cayó de rodillas a sólo un paso de Sophie y la estrechó entre sus brazos, alegrándose de que no ofreciera resistencia. Su boca se encontró con la suya y la devoró, deliciosa como una cálida bendición. Ella lo peinó con la mano abierta, y los pequeños tirones de pelo lo anclaban al mundo, lo reconfortaban. La besó una y otra vez, succionó sus labios y su lengua hasta que sintió que se asfixiaba en el alivio de haberla encontrado. La estrechó todavía más fuerte y deseó despertarse en sus entrañas. Incluso allí. Incluso en aquel momento. No podía abrazarla sin desear todo de ella, sin anhelar el refugio de estar en su interior. Se apartó un poco sin soltarla. —¿Qué haces aquí fuera? ¿Por qué no has entrado para guarecerte de la lluvia? Las preguntas le salieron con brusquedad, tenía la voz crispada por el horrible miedo a perderla o por haber creído que ya la había perdido. —No podía entrar sola, sin ti. —Notó sus sollozos en el pecho y le llegaron a lo más profundo del alma—. Este lugar es nuestro, aquí siempre hemos estado a salvo. —Estás a salvo; te lo juro. —¿Lo estoy? —Se alejó con los ojos llenos de un desaliento que a Chad le paralizó el corazón, la respiración, la circulación de la sangre. Sophie dejó caer los brazos y apoyó la espalda contra la puerta de la capilla con un ruido sordo que retumbó dentro de él—. Dominic ha dicho... —Lo sé. Kellyn me ha explicado lo de sus acusaciones. Puedo explicarlo. —¿Puedes? —Respiró hondo—. ¿Cuántas veces te he rogado que hicieras exactamente eso? Que explicaras tus repentinos cambios de humor y tus silencios, y la oscuridad que tan a menudo te ensombrece los ojos. Siempre me has alejado. Por mi seguridad, decías. —Era por tu seguridad. Debes creerme. —¿Debo? —Se puso en pie. En sus ojos se veía una pizca de esperanza luchando por abrirse paso entre la furia que sentía—. Dime que puedo confiar en ti. Dime que no he sido una tonta al creerte hasta ahora. —No eres una tonta, Sophie. —Intentó acercarse a ella.

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—¿No lo soy? —Pasó al lado de él y bajó los escalones. Luego se volvió y lo miró, con los puños apretados—. Dominic ha dicho que tú conocías a aquellos bandidos de la granja. Y que no sólo has ayudado a financiar el barco que yo vi aproximarse a la costa aquella noche, sino que además eres en parte responsable de la mercancía robada que contenía. En contraste con la oscuridad circundante, sus mejillas bañadas en lágrimas brillaban con una palidez espectral y sus ojos lo desafiaban, indignados, ardiendo con un brillo feroz. Su Sophie se había ido, se había desvanecido como un espectro. La mujer que había estado en sus brazos, la bella y sonriente condesa que había imaginado en la cocina de la granja, ya nunca sería suya. Alejándose de la entrada, se llenó los pulmones con el húmedo aire de la noche. —Dominic estaba equivocado cuando ha dicho que conocía a esos hombres — explicó, abatido—. Jamás los había visto antes. Ni puedo identificar el barco que viste, ni a los hombres que lo tripulaban. He tratado con un número limitado de contactos, que es el modo en que se aseguran de que nadie sabe tanto como para desmontar la operación. Se acercó a ella, deteniéndose en seco al ver la mezcla de repugnancia y alarma en su cara mientras retrocedía. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón para asegurarle que no representaba ninguna amenaza. —Pero sí, es posible que haya financiado ese barco. Durante dos años, después de heredar un título casi en bancarrota, puse mis almacenes y mis propiedades a disposición de los contrabandistas. Los proveía de fondos para sobornar a los inspectores para que certificaran la documentación de los cargamentos y no reflejaran el destino de entrega, para que hicieran la vista gorda cuando el contrabando o las mercancías robadas se metían en los depósitos, junto con las cargas legítimas. Ella frunció el cejo. —¿Y los naufragios? Se refería a los hundimientos deliberados de barcos. «Asesinados por la mercancía». La culpa latía en las sienes de Chad, produciéndole mareos. —Sí —susurró—. Eso también ocurrió, aunque yo no haya participado ni, en su momento, supiera nada. —Se llevó el puño cerrado al pecho—. Lo juro. —Dios mío. —Su ronco susurro le congeló el alma. Y allí estaba, la mirada que más temía, el odio escrito en el férreo brillo de sus ojos. Se acercó a ella. —Sophie... —No. —Dio otro paso atrás. De sus labios escapó una amarga risa—. Cada vez que me acercaba demasiado a un descubrimiento, tú llegabas para rescatarme, o eso creía. En realidad, sólo estabas distrayéndome. Oh, qué molestia debo de haber sido para ti. —Habría dado mi vida por protegerte. Todavía daría mi vida por ti. —No quería tu vida. Sólo tu corazón.

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Si pudiera decirle que su corazón ya era suyo y que siempre lo sería... Pero ¿qué ganaría ofreciéndole algo que despreciaba? Un sombrío silencio se instaló entre los dos. El aire se enfrió, el cementerio se volvió borroso, y, por un momento, Chad temió que hubiera regresado el fantasma. Pero por el temblor de sus manos supo que no era que la temperatura exterior hubiera bajado, sino que un frío gélido crecía en su interior, comenzando por sus extremidades y recorriéndole todo el cuerpo. Sophie caminó entre las tumbas, se detuvo y se volvió a mirarlo. —Los túneles estaban demasiado bien escondidos para que alguien simplemente tropezara con ellos. Debías de saber dónde estaban. Supongo que pensarías que, si me los mostrabas, podrías seguir usándolos con la excusa de que estabas investigando. —Te juro que antes de hoy no sabía dónde estaban, ni siquiera que existieran. Los he encontrado porque... me han guiado a ellos. —¿Quién? No creo que haya sido Nathaniel. —Un fantasma. Por su expresión, supo que había sonado a locura. Y ¿cómo podía ser de otro modo? Chad no creía en fantasmas, o no lo había hecho hasta esa noche. Pero al rememorar todo lo que había pasado desde su llegada a Penhollow, era la única explicación que tenía sentido. Desesperado, se pasó los dedos por el pelo. —La noche que nos conocimos, un fantasma me guió por el páramo hasta esta capilla. Él, ella en realidad, evitó que me ahogara el día que escalamos el acantilado. Fue ella quien me llevó hasta el túnel que hay bajo la casa y la que me ayudó a salir del hueco que abrí entre los escombros del derrumbe. Sophie lo miraba fría como la niebla. Bajo su silencioso escrutinio, Chad ardía, se retorcía, se sentía morir. —Mentiroso. —Tenía los ojos llenos de lágrimas, de amargura—. Y pensar, que Dios me perdone, que hoy me he entregado a ti. Me he perdido por una mentira, por un placer ilusorio que, como una tonta, he creído que podía ser real. Esas palabras le llegaron al alma. El trémulo movimiento que percibía por debajo de su capa anunciaba que estaba a punto de huir. Antes de que Sophie pudiera dar un paso más, sintió el instinto frenético y obstinado de no renunciar, de salir tras ella. Sabía que debía dejar que se fuera; que estaría mejor sin él. Sin embargo, por encima de una lápida, le cogió la muñeca y la detuvo. —Mis sentimientos por ti son reales, Sophie. Jamás dudes de eso. —No pueden serlo, porque el hombre en el que creía no es real. Si hay algún fantasma por estos páramos, ése eres tú, engañándome con una ilusión. —Forcejeó para liberarse, pero él la sujetó con fuerza. La lápida era una especie de barrera entre los dos, que evitaba que se acercara o que la estrechara entre sus brazos. —El hombre que hoy te ha hecho el amor sí que existe; te lo juro —dijo. Sintió un insufrible dolor de cabeza, pero hizo lo posible por ignorarlo y encontrar las palabras justas. Palabras verdaderas, aunque ella no las aceptara—. Ése era yo, Sophie, un

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hombre real, no un fantasma. Me arrepiento de las cosas que he hecho, de los delitos que he cometido. He venido a Penhollow a remediarlo. A intentar descubrir el nombre del individuo que está detrás de todo esto y detenerlo de una vez por todas. —¿Por qué debería creerte? —Su voz sonaba distante, y retumbaba en sus oídos con un timbre lejano. —Lo siento... estoy tan arrepentido... de que tú te hayas visto atrapada en medio de todo esto. He intentado alejarte. —El dolor se expandía dentro de su cabeza. Parpadeó y levantó la mano que tenía libre para enjugarse el helado sudor que le bañaba la frente—. He intentado alejarme de ti. Pero no he podido... yo... —¿Qué te ocurre? Las palabras ondulaban como si fueran pronunciadas bajo el agua. La imagen de Sophie se hizo borrosa y todo se oscureció. Chad se tambaleó. Para no caer, se cogió del borde de la lápida. Soltó a Sophie, pero ella no se fue. Aunque parecía dispuesta a hacerlo, lo miraba con incertidumbre. Él cerró los ojos e intentó recuperar el equilibrio. Los abrió al sentir una suave presión en los hombros. Sus manos. Sujetaba con fuerza el áspero granito de la lápida. De un modo suave pero al mismo tiempo firme, el contacto de Sophie lo ayudó a intentar superar aquel inesperado malestar. El dolor menguó y comenzó a volver en sí. —¿Te sientes mal? —le preguntó ella con reacia pero genuina preocupación. ¿Todavía le importaba? ¿Era eso posible?

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CAPÍTULO 21

Sophie estaba aturdida por todo lo que había ocurrido los últimos días. Muerte. Pistolas. Túneles. Ataques. Y en ese momento aquella horrible confesión de Chad y sus inverosímiles explicaciones. Escucharlas fue como sentir una marea mortal que arrastraba la tierra firme bajo sus pies y la dejaba a la deriva. El conde de Wycliffe, un noble de Inglaterra... ¿contrabandista? ¿Un delincuente tan indigno de confianza como aquellos rufianes de la granja abandonada? Y, encima de todo, aquella ridícula historia de fantasmas; como si sus malvadas acciones fueran responsabilidad de una mano ajena y no de la suya propia. ¿Cómo podía haberse equivocado tanto con él? Cuando notó que sus hombros se relajaban, apartó las manos y se alejó, con el temor de que el mero contacto la hiciera vulnerable, una vez más, a sus mentiras. Algo en su interior se marchitaba y sentía un intenso remordimiento. Le había entregado su virginidad a un hombre que, a pesar de sus declaraciones, sólo quería jugar con ella. La humillación le daba ganas de llorar desconsoladamente, pero se resistía a derramar una sola lágrima más. Sintió el viento en las mejillas. Con los puños cerrados, se enjugó los últimos rastros de humedad, agitó la cabeza, irguió la barbilla y lo miró. —Hablas de fantasmas —dijo finalmente—, pero todo lo que me has dicho, cada momento que hemos compartido, no han sido más que espectros de la verdad. Quizá la culpa haya sido mía. Tienes razón. Tú has intentado alejarme más de una vez y yo no he prestado atención. Creía en un sueño y me resistía a despertar. Pero ahora estoy bien despierta. Y por primera vez te veo como eres. Con rápidos pasos se encaminó hacia el extremo de la hilera de lápidas y miró hacia el páramo. Sintió que se acercaba a ella y se maldijo mentalmente por sentir aquella angustiosa ternura que parecía existir por voluntad propia. Incluso en aquel momento, Chad despertaba su más profundo ser femenino. Dio un respingo al sentir sus dedos en la nuca. —No te alejes de mí, Sophie.

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Oyó la nota de ruego que había en su voz, un hilo de esperanza. Incapaz de resistir, lo miró por encima del hombro. Parecía que la vida estuviese abandonándolo y por un momento la duda la aplastó. ¿Era posible que ella no le importara y aun así se lo viera tan agitado, tan desesperado? —Hace frío —dijo Sophie—, y no ganamos nada quedándonos en este lugar abandonado. —Mientras tú y yo estemos aquí juntos no está abandonado. —Se acercó a ella hasta que quedaron el uno frente al otro. Le tocó la mejilla y el tacto de sus dedos le encendió la piel—. ¿Puedes negar la magia que rodea esta capilla? Siempre está donde la necesitamos, sin que sea siempre exactamente en el mismo sitio. Ella se llevó una mano a la cara, como si quisiera borrar el vivo deseo que había despertado su contacto. —Los páramos son confusos y engañan la vista. Esta capilla no se mueve como si fuera algo vivo, como una criatura benévola que atendiera nuestros deseos. —¿Crees que no? Desearía con todas sus fuerzas poder creer en aquella posibilidad, pero la lógica le decía que no podía dar crédito a semejante idea. —Hoy te he lastimado —susurró él—. Dios, no sabes cuánto lo siento. Esta mañana ha significado más para mí... —No te atrevas a hablar de esta mañana. —Se le encogió el corazón y cerró los ojos con fuerza para no verlo... y para deshacerse del deseo devastador que la poseía al mirarlo. Incluso después de las horas que habían pasado, el dolor le aguijoneaba los muslos, con agridulces punzadas que le recordaban la pasión que sentía por él, el modo en que lo había sentido dentro, imposible y milagrosamente. —Sophie, yo... —¿Tú qué? Dilo ya. Separó los labios —aquellos labios sensuales y aterciopelados— y respiró. Pero cuando ella creía que iba a decir algo, sólo dejó escapar un bronco suspiro. La habitual sombra le cubrió los ojos, encerrando una vez más sus pensamientos y convirtiéndolo en un extraño. Ella ahogó un sollozo, pero no antes de que éste le llegara a la garganta. —Quisiera regresar a la casa de mis tíos. —Sí, los dos tenemos que regresar a la granja de tus tíos. Sophie abrió la boca para decirle que allí no era bienvenido pero Chad levantó una mano para anticiparse a sus palabras. —Tu primo ha admitido que él y su padre están involucrados en el contrabando de Penhollow y bien puede ser que tengan las respuestas que estoy buscando. Mi intención es esperar hasta que tu tío regrese y averiguar lo que sabe. De un modo u otro acabaré con esto, Sophie, y voy a comenzar esta misma noche. Antes de que pasen

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más días, los hombres que han atacado a Dominic, y más importante, su líder, serán detenidos. O muertos. Y yo... Se interrumpió, pero esas palabras le dieron a Sophie la inquietante impresión de que había querido decir que su adversario moriría... o moriría él. —Lord Wycliffe, por favor, entre en casa. No le hará ningún bien quedarse ahí fuera con el aire húmedo de la noche. Con un gesto tan vacío como una tumba recién abierta, Chad le sonrió a Rachel a modo de agradecimiento. La muchacha le hacía señas desde la puerta de la cocina para que entrase, pero él no hizo ademán de acceder a su invitación. No quería ofender más a Sophie con su presencia. Su confesión la había lastimado tan definitivamente como definitivo para ellos había sido hacer el amor. ¿Tendría que haberse mordido la lengua y mantener la verdad oculta? El deseo de hacer retroceder el tiempo y borrar aquel momento de honestidad le traspasaba el pecho. Pero ¿cómo podrían haber seguido viviendo con un puñado de mentiras entre los dos? El hombre que era, antes de ir a Penhollow, habría podido. Pero ya no era aquel bribón temerario, joven e inconsciente. Ahora comprendía, y demasiado bien, lo que era la responsabilidad, las consecuencias y el precio de las propias acciones. No sólo en términos de coste externo: perder su fortuna, sus privilegios, su libertad. Eso podía afrontarlo. Pero el coste interior era otra cosa: el honor, la dignidad, el amor... En aquellos últimos momentos en la capilla, Sophie lo había desafiado a que hablara sin tapujos. Y, Dios santo, había estado muy cerca de hacerlo y de soltar todo lo que había llegado a sentir por ella. Qué irónico que fueran esos mismos sentimientos los que lo habían obligado a morderse la lengua. Sin nada que ofrecerle en la vida más que apuros económicos y un honor mancillado, no había tenido alternativa. Rachel, que había vuelto a desaparecer en la cocina, volvió al umbral y le entregó una botella y un vaso. —Kellyn ha dejado esto antes, ha dicho que le haría bien. Tome un poco ahora. Ayudará a evitar que coja un resfriado. Esbozó una irónica sonrisa al pensar cómo se parecía al párroco en su modo de hablar. De que sus preocupaciones fueran tan simples. Se acercó a la entrada y aceptó lo que le ofrecía, agradeciéndole su amabilidad. El mundo de la muchacha también cambiaría pronto, y quizá no en un buen sentido. Si su padre se negaba a cooperar, probablemente acabaría en prisión, dependiendo de cuál fuese su participación en el círculo del contrabando. Cambiar las luces para guiar una embarcación ilegal hasta la costa era una cosa. Chad tenía la esperanza de que ni Gordon ni su hijo tuvieran nada que ver con el hundimiento intencionado de barcos. Dejó el vaso en el umbral, cogió la botella y cruzó el jardín. Desde el establo se oía el suave relincho de Prince y desde el gallinero adormilados cloqueos. El balido distante de las ovejas llegaba desde el otro lado del camino. Con la esperanza de que los Gordon llegaran pronto, se llevó el brandy a los labios, tomando un pequeño trago.

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Luego, en un arrebato de frustración, lanzó la botella contra el muro lateral del granero. El alcohol no le haría bien, ni lo ayudaría a olvidar ni uno solo de sus demonios. Ni los que tenía en su alma, ni a la pequeña fantasma que ahora habitaba en su vida. Ella le había encargado que protegiera a alguien, pero ¿a quién? No era a Sophie. La niña se lo había dejado claro esa noche. ¿Por qué aquella aparición no podía decirle simplemente lo que necesitaba saber? El brandy resbalaba en gruesas gotas ambarinas por la blanqueada pared del granero, mientras los trozos de cristal brillaban en el suelo. Dio la espalda al desorden y se metió las manos en los bolsillos. Se estremeció al sentir una corriente de aire frío y una incontenible desolación. Proteger a alguien sin nombre, desenmascarar a un villano desconocido, evitar que otras personas fueran víctima de los crímenes de la piratería: su vida se había llenado de tareas imposibles, una tras otra. Al oír el sonido de unas ruedas, corrió hasta el patio que había junto a la casa. Un carruaje tirado por dos grandes caballos entraba desde el camino. Los Gordon finalmente habían regresado. En cuanto Barnaby Gordon bajó del asiento del vehículo, Chad se precipitó hacia él. Su repentina aparición arrancó un agudo alarido a Louisa Gordon, cuya pálida cara destacaba entre los oscuros pliegues de un chal. Su marido se volvió hacia Chad. —¡Por todos los cielos! —Tengo preguntas para usted, Gordon. El hombre entrecerró los ojos con incrédula expresión. —¿Lord Wycliffe? ¿Qué demonios hace usted aquí? ¿Y a estas horas? —He ayudado a traer a su hijo herido desde el páramo, ésa es la respuesta. Su esposa se apeó del vehículo. —¿Han herido a Dominic? —Lo han atacado. Los amigos de su esposo. —¿Qué amigos, Barn? —La mujer se ajustó el chal bajo la barbilla—. ¿De qué habla? —Que me condenen si lo sé. —Oh, y vaya si lo condenarán. Nos condenarán a los dos. —Con una mezcla de furia y culpa, Chad se volvió hacia el hombre, más alto y casi dos veces más ancho que él. Valiéndose de la ventaja que le daba el efecto sorpresa, le cogió un brazo, se lo retorció a la espalda y lo empujó contra el cobertizo, con tanta fuerza, que los goznes de las puertas cerradas chirriaron por el impacto. —¿Quién le dijo que cambiara las luces del puerto? —preguntó—. No lo niegue, su hijo ya lo ha admitido. Quiero nombres, Gordon. Y quiero saber qué otros delitos ha cometido por dinero.

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Mientras le hacía esas preguntas, oyó una conmoción tras él; el golpe de la puerta de entrada contra la pared al abrirse, luego pasos y un alboroto de voces que se acercaba. Una mano lo cogió de la manga. —Deje a mi padre en paz. Las palabras de Rachel traspasaron su furia, y Chad la miró a los ojos, grandes y asustados, y decidió que, al margen de lo que Gordon hubiera hecho, Chad no podía amenazarlo ni golpearlo como hubiera querido frente a su hija y su esposa. Aflojó la presión con que lo sujetaba, pero no lo soltó. Ian apareció tras el hombro de Rachel y Louisa Gordon se sumó a las súplicas con su aguda voz, creando una irritante armonía con las bajas maldiciones que murmuraba su esposo. Desde la casa llegó un grito. —Ya voy, padre. —Era Dominic. Estaba en el umbral, sosteniéndose de la jamba de la puerta para no caer. —Vuelve dentro —gritó su hermana—. Oh, ¿pero qué te has creído? —Con la falda ondeando tras de sí, cruzó el patio hacia él. Sophie apareció también en la puerta y Chad lamentó de inmediato haber perdido los estribos y provocado aquella escena. No quería que ella estuviera en medio; no quería lastimarla más. Con estoica expresión, salió fuera, rodeó la cintura de Dominic con un brazo y le puso la otra mano bajo el codo sano. Él no parecía haber notado su presencia. —No dejes que ese sinvergüenza te intimide, padre —gritó. Chad se volvió con furia y Gordon aprovechó para soltarse. El granjero corrió hacia la casa en una inesperada carrera. —Ella tiene la culpa —dijo y señaló a Sophie con un dedo—. La señorita engreída, que mete la nariz en los asuntos de todo el mundo. El grito de alarma de ella puso a Chad en movimiento, antes incluso de saber cuál era la intención de Gordon. Corrió hacia él, le cogió el brazo por atrás y, a causa del impulso, ambos perdieron el equilibrio. El golpe contra el suelo casi le hizo perder el conocimiento. Gordon aterrizó encima de él. Soltó un gruñido, pero se recuperó rápidamente. Antes de que Chad pudiera liberarse de su peso y ponerse en pie, el otro lo paralizó sujetándolo por los hombros. Los ojos del granjero echaban chispas, en medio de su cara, enmarcada por su pelo negro. Aunque estaba en clara desventaja, Chad miró al hombre con la misma furia. —Deje que me levante y escuche lo que tengo que decir. He venido a Penhollow a descubrir la identidad del responsable que hunde barcos a propósito, asesinando a inocentes. Sophie no tiene nada que ver con eso. Pero creo que usted sí, ¿me equivoco, Gordon?

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Sintió que la presión en los músculos del hombro se aflojaba un poco cuando el hombre echó un vistazo a su hijo. —¿Qué le has dicho, muchacho? Chad aprovechó su momentánea distracción para cogerle ambos brazos a la vez, ponerse en pie y, con el impulso, tirarlo al suelo. Le puso una rodilla en la columna, al tiempo que le retorcía el brazo a la espalda. El hombre no dejaba de intentar soltarse. Chad volvió a tirarle del brazo. —¿Quiere que se lo rompa? Gordon gruñó, pero negó con la cabeza. —Entonces, cálmese. Usted es más corpulento que yo, pero yo tengo mucha experiencia en boxeo y lucha de mis días de universidad. ¿Le parece que pongamos mis habilidades a prueba? El otro cesó de forcejear. —Bien. Voy a dejar que se ponga en pie. Pero recuerde: esto es entre usted y yo. Deje a Sophie fuera del asunto. El granjero apoyó su barbuda mejilla contra el suelo y dijo: —¿Ahora es Sophie? ¿Qué es ella para usted? Chad prefirió ignorar la pregunta. Soltó a Gordon y éste se puso en pie. ¿Qué podía decir? Ni siquiera él sabía qué era ella para él. El hombre se apartó el enmarañado pelo de los ojos, rezongando mientras su esposa lo ayudaba a ponerse en pie. —Siempre fisgoneando. Si la muchacha no aprende rápido cuál es su lugar, no acabará bien. —Y si usted no confiesa y me ayuda, Gordon, terminará ajusticiado, colgando de una soga. Rachel y su hermano dejaron escapar un grito. Louisa Gordon miró a Chad con resentimiento. Él señaló hacia la casa con la barbilla. —Los quiero a todos dentro. Ahora. Le indignó que todos esperaran la aprobación de Gordon para entrar. Las preguntas de Chad tuvieron que esperar, hasta que la tía de Sophie terminase de lamentarse, consternada, del mal aspecto de su hijo, le examinara la cara y el brazo roto, lo llevara al sofá, lo cubriera con varias mantas, consolara a su hija, preguntara por la salud de Sophie y preparase té. Heyworth se subió al sofá, ocupando bastante espacio al tumbarse junto a Dominic, al que olió y lamió el brazo herido. El animal parecía ejercer un poder calmante sobre el joven, porque éste no interrumpió a Rachel mientras les explicaba las circunstancias del ataque a sus padres. Ian, mientras tanto, callado, procuraba pasar inadvertido, en el rincón más alejado de la sala. Al final, se retiró a la cocina. Chad había olvidado que el joven

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pescador no era bienvenido en aquella casa, especialmente por parte de Barnaby Gordon. Sophie también mantenía las distancias, sentada sola en un sofá de madera arrimado contra la pared más lejana, junto a la chimenea. Chad deseaba ir a su lado, cogerla entre sus brazos y pedirle perdón por todos los errores que había cometido. Le atormentaba una pregunta: ¿todo habría sido diferente si hubiera sido honesto desde el principio? En el primer momento en que salió el asunto del contrabando —la primera noche, cuando recorrieron la costa para buscar su misterioso barco—, ¿debería haberle confesado las razones que lo habían llevado a Penhollow y todo lo que había precedido a su llegada? En ese caso, ella habría huido de él tan rápido y tan lejos como hubiera podido. Pero al menos, Chad no tendría que vivir ahora con la funesta carga de su engaño. «Me he perdido por una mentira, por un placer ilusorio que, como una tonta, he creído que podía ser real». Esas palabras lo atormentaban como el despiadado castigo que merecía. Se concentró en Gordon y en el único asunto que todavía estaba en sus manos rectificar. —¿Quién le pagó para que cambiara las luces de la costa? ¿Los hombres de la granja del páramo? —No le digas nada, padre —balbuceó Dominic, mientras le rascaba la cabeza a Heyworth. El corpulento granjero cruzó la sala y se sentó en una silla que acercó al sofá. Acarició la frente de su hijo con su manaza, un tierno gesto de afecto que contrastaba con la ruda apariencia del hombre. Ver eso hizo que subiera un poco en la estima de Chad, devolviéndole la esperanza de que quizá sus esfuerzos no fueran en vano. Pero como Gordon permanecía en silencio, Chad señaló el sofá. —Dos desalmados le han dado una paliza a su hijo. ¿Y si la próxima es su hija? ¿O su esposa? El hombre palideció. Posó sucesivamente la mirada en cada miembro de su familia, incluso en Heyworth, y luego frunció el cejo. —¿Continúa sin decir nada? —Junto con la furia y la impaciencia, Chad sintió una intensa punzada de dolor en la cabeza. La sensación era similar a la de un rato antes, en la capilla. Dispuesto a no mostrar ningún signo de debilidad ante el granjero, apoyó las manos en el reposabrazos de la silla de Gordon y apretó los labios en un gesto de ira con el que pretendía ocultar su malestar. —Usted tiene tratos con asesinos, señor Gordon. —Se mordió el labio para contener el dolor—. Este ataque contra Dominic sugiere que ahora los consideran a los dos un lastre. Y ya sabemos cómo se deshacen de los lastres esos canallas. El granjero lo miró y enarcó sus espesas cejas. —Dígame, su señoría, ¿cómo es que me he convertido en un endemoniado lastre? No era yo quien estaba espiando anoche. Ni mi hijo tampoco.

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—No, fue Sophie. —Dominic señaló a su prima. —Y yo —dijo Chad rápidamente. Al notar que el dolor cedía, se incorporó. —Maldita sea. —El hombre se puso rojo de furia. Se levantó, Chad retrocedió un paso y el perro soltó un aullido. —¿Vamos a luchar otra vez, Gordon, o ha decidido colaborar? —Cuando el otro hizo un sonido gutural, Chad dijo—: Anoche le vi observar el mar con su catalejo; por lo que pude escuchar en la destartalada granja del páramo, esperaban el regreso de un barco, ¿no es así? —Eso no es asunto suyo. —Díselo, padre. —Rachel se acercó a ellos—. Lord Wycliffe, a lo largo de los años, en este pueblo todos se han beneficiado de las mercancías traídas desde Francia y más allá. El contrabando es una forma de vida para nosotros y siempre lo ha sido. —Sí, señorita Gordon, pero las circunstancias han cambiado un poco últimamente, ¿no es así? —Sí —susurró ella—. Ya no es contrabando sino algo mucho más siniestro. —Se volvió hacia su padre—. Debes decirle a lord Wycliffe todo lo que sabes. Por nuestro propio bien. Gordon se reclinó en la silla, estiró un brazo, cogió la mano de su hija y le acarició los nudillos, enrojecidos por el trabajo diario en la granja. Suspiró, y el sonido del aire sonó como el de una ráfaga marina contra los acantilados. —Mi hijo y yo recibimos dinero por estar atentos a las señales de los barcos en el horizonte. Tres luces, seguidas de dos y luego cuatro. Después de la medianoche y sólo los días de luna menguante, cuando el cielo está más oscuro. Nos turnamos para vigilar. Cuando llega la señal, él o yo vamos con nuestra barquita por la costa encendiendo una hilera de antorchas. —En la ensenada que hay junto a Edgecombe. Gordon asintió. —¿Ha entrado usted por el túnel para ver adónde lleva? —le preguntó Chad. —Dios mío, no. Hacemos sólo lo que se nos dice. Vamos, encendemos las antorchas y nos marchamos. Los barcos atracan y mandan una embarcación más ligera a la costa con la mercancía. La descargan, la tripulación apaga las antorchas y vuelve a esconderlas en la cueva antes de zarpar otra vez. Frotándose la barba del día, Chad se preguntaba si el hombre estaría diciendo la verdad. —¿Está diciéndome que nunca ha sentido la tentación de regresar después y examinar la mercancía? ¿Quizá de quedarse con una cosita o dos? Una sombra cayó sobre la cara del granjero. —¿Tentado? Sí. Pero ¿lo bastante tonto como para timarle a un timador? — Gordon negó con la cabeza—. ¿Cuánto tiempo cree que habría vivido de haber metido mano en alguno de esos botines?

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Detrás de él se oyó un leve exabrupto que llamó la atención de Chad. Sophie cruzó la sala, barriendo el suelo con sus faldas. —«Es la luz de la luna en el agua. Vuelve a la cama. No pasa nada». ¿Cómo me habéis podido decir semejantes mentiras? —Se volvió para mirar a su tía—. Tía Louisa, ¿cómo has podido? —Lo siento, niña. Sólo intentábamos protegerte. —Protegeros vosotros, querrás decir. —Parecía tranquila, con los dedos entrelazados remilgadamente y la cabeza un poco ladeada. Pero Chad podía ver la tormenta en aquellos ojos grises y sentir la furia que se apoderaba de ella en intensas oleadas—. Intentabais proteger vuestras mal obtenidas ganancias —continuó en voz baja—. No me extraña que no me quisierais aquí. No me extraña que le temáis a mi abuelo. ¿Os imagináis cómo se verían vuestras caras culpables en la portada del Beacon? Rachel soltó un grito ahogado. A pesar de los golpes, Dominic frunció un poco el cejo. Chad se acercó a Sophie y le tocó el brazo. Ella dio un respingo y volvió su tempestuosa mirada hacia él, pero Chad se negó a moverse. No podía, una vez que había sentido el calor de su piel en la palma. Los dedos se le cerraron alrededor de su brazo como si tuvieran vida propia. —Están haciendo un esfuerzo por cooperar. No creo que sea un buen momento para amenazarlos con tu abuelo. —¿Amenazarlos? —Miró a cada uno de sus parientes—. Quienes han asesinado a esos marineros para llenarse los bolsillos han sido hombres a los que vosotros habéis ayudado. ¿Por qué lo has hecho, tío Barnaby? ¿Cómo has podido? —Creía que se trataba del mismo contrabando de siempre. —Gordon se cruzó de brazos, como si así pudiera protegerse—. He hecho lo que se me ha dicho y me he ocupado de mis asuntos. Cuando quise darme cuenta de que se trataba de algo más que los impuestos de la corona, que había vidas en juego, ya era demasiado tarde para echarse atrás. Ya sabía demasiado, dijeron. Sophie miró a su tío un momento más y luego desvió su acusadora mirada hacia Chad. No dijo nada, y no hacía falta que lo dijera. Como su tío, él se había llenado los bolsillos ayudando a asesinos. Igual que Gordon, ignoraba la verdad, pero eso no lo disculpaba. Debería haber averiguado de qué iba exactamente el asunto antes de meterse en aquello. En cambio, se había dejado seducir por la tentación del dinero fácil. Era igual de culpable; tan culpable como los hombres que blandían las armas y disparaban contra otros. Con estupor, se dio cuenta de una cosa. Podía ayudar a arreglar las cosas, pero nunca podría olvidar el papel que había desempeñado. Quizá era eso lo que su pequeña fantasma había intentado decirle la noche en que había llegado a Penhollow: «¿Puedes entender lo que es el tormento?». Dios santo, sí. El tormento era saber que jamás podría escapar a lo que había hecho. Era ver la herida en los ojos de Sophie y saber que era él quien se la había causado.

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Ella volvió a mirar a su tío. —¿Cómo podíais apagar las luces del puerto sin que nadie en el pueblo supiera que erais vosotros quienes lo hacíais? ¿O estáis todos en el mismo secreto? —Yo nunca he apagado las luces del puerto. Ya te lo he dicho. Dominic y yo sólo esperamos las señales y encendemos las antorchas cerca de Edgecombe. Eso es todo. —Entonces, ¿quién se ocupa de las luces del embarcadero? El granjero se encogió de hombros. —Yo recibo órdenes de Joshua Diggs y de Edward Wiley, los hombres a los que fui a ver anoche. Había un tercero, Giles Watling. Pero ahora está muerto. —Sí, yo vi a Watling la mañana que murió. —La revelación de Chad pareció sorprender a Gordon—. Tenía un mensaje para mí. Dijo que tenía que venir a Penhollow y esperar que se pusieran en contacto conmigo. ¿Sabe usted algo de eso? El hombre dejó de fruncir el cejo y su rostro reveló incertidumbre. —¿Van a contactarme o a matarme? —insistió Chad—. ¿Quizá sus amigos Diggs y Wiley? Gordon se encogió de hombros. —Su llegada a Edgecombe ha interferido con sus planes. —Sí, ya me he dado cuenta. ¿La presencia de mi padre en la casa también interfería con sus planes? —Una creciente rabia hizo que a Chad le temblara la voz—. ¿Fue necesario deshacerse de él? La cara del granjero demostró genuina sorpresa. —A su padre lo mató un incendio. —Quizá. —Chad reprimió su intenso deseo de golpear algo—. Diggs y Wiley tendrán su merecido, pero en definitiva no es a ellos a quien busco. Deme un nombre y yo haré todo lo que esté en mi mano para que nadie vuelva a lastimarlo ni a usted ni a su familia. Gordon desechó la afirmación con un cínico gruñido y se frotó la barba. —No puedo decirle lo que no sé. Es probable que quienquiera que sea que esté a cargo de todo ni siquiera sea del pueblo. Podría estar en cualquier parte a lo largo de la costa. —Pero entonces ¿para qué querían que viniera a Penhollow? —Chad caminó arriba y abajo de la habitación y pensó en todo lo que sabía hasta el momento, que era bastante poco. Alguien lo quería allí, aunque todavía no se había puesto en contacto con él. Pero, su presencia parecía suponer un gran inconveniente para el resto de los involucrados en el círculo de la piratería. Aquello no tenía sentido. Sin embargo, no dudaba que fuese verdad que Gordon no sabía quién era el responsable máximo. Además de Giles Watling, Chad tampoco sabía más nombres. Volvió a pensar en el asunto de las luces del puerto. Cualquier habitante del pueblo podía tener acceso rápido y fácil al embarcadero por la noche, pero ¿quién podría haberse escabullido sin que nadie lo supiera?

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Sintió un mareo al darse cuenta de otra cosa. Mientras la sensación se apoderaba de él, se llevó una mano a la sien y dijo: —¿Qué hay de Grady?

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CAPÍTULO 22

—¿El irlandés? —preguntó el tío de Sophie a punto de echarse a reír—. Está loco de atar. —¿Lo está? —respondió Chad—. ¿O eso es lo que él quiere que la gente piense? El tío Barnaby se puso serio, pero al instante hizo un ademán con la mano y soltó un desdeñoso resoplido. —Ustedes han ido hoy a Mullion. —La voz de Chad adquirió un tono acusador —. ¿Por qué? —Para negociar la venta de algunos de nuestros corderos antes de que llegue el frío. —La tía Louisa tendió las manos hacia él—. ¿Para qué otra cosa íbamos a ir? Chad se volvió hacia ella. —¿Y se han encontrado allí con Grady? Partió hacia Mullion ayer para informar de las muertes de los tres marineros a la guardia costera. —Cielos, no... no lo hemos visto. —La mirada nerviosa de la tía Louisa se dirigió a su marido y luego otra vez a Chad—. Pero Mullion es una población más grande que Penhollow. Seguramente, no nos hemos cruzado con él. Había algo en el comportamiento de su tía que hacía que Sophie se preguntara si la pareja escondía algo más. —¿Estás segura, tía Louisa? El tiempo de los secretos se ha acabado ya. —No hemos visto al irlandés —afirmó la mujer sin parpadear. —Y supongo —dijo Chad sin levantar la voz— que ninguno de ustedes sabe por qué un hombre que afirma que zarpa hacia Mullion dejaría su barco atracado en la entrada en la que usted, Gordon, enciende las luces por la noche. El tío Barnaby se puso en pie. —No sé qué es lo que quiere decir con eso, pero juro por la vida de mis dos hijos que no sé dónde está el irlandés ni su condenado bote. Y si lo tiene amarrado en una entrada al sur de aquí, que me condenen si sé por qué.

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Pasaron varios momentos en los que ambos hombres se miraron el uno al otro, como dos toros a punto de embestirse. Sophie temía que volvieran a las manos, hasta que la tensión visible en el cuerpo de Chad se relajó. —Quizá sea un tonto, pero le creo. Él y el tío Barnaby llegaron a una incómoda tregua y, como un par de conspiradores, comenzaron a hacer planes para atrapar a los villanos de la granja abandonada. Chad insistía en que podían obtener información de ellos. Gordon estaba de acuerdo, aunque sostenía con obstinación que no era asunto de un conde participar en un enfrentamiento como ése. Sugirió, en cambio, pedirle ayuda a su cuñado, el fortachón y calvo Reese. Chad se mostró reacio a la primera de las ideas, pero estuvo de acuerdo en que los acompañara el tabernero de La Gaviota Pendenciera. Mientras los hombres discutían y hacían sus planes, Sophie miraba a Chad con atención. No estaba bien; podía apostar su vida en ello. Hacía un enorme esfuerzo por ocultarlo, pero ella detectaba mínimos detalles que otros no notarían: la somnolencia que le nublaba los ojos, la palidez de su piel, el ligero temblor de sus dedos, que por lo general eran firmes como los peñascos de granito del páramo. Ya había mostrado síntomas de malestar antes, en la capilla, y dos veces más en la casa. Pero no sólo era algo físico. Pensó en las muchas veces en que sus rasgos se habían puesto tensos de repente sin razón aparente. Los demás no lo notaban, ni podrían haber sospechado nada, pero ella sí. Había visto signos de angustia en él antes, como cuando había nadado en el «remolino del diablo», empujado por las olas contra las rocas, o cuando se había abierto paso por el hueco de las piedras del derrumbe. Aunque ahora no estaba metido en problemas de ese tipo, Sophie sabía que algo lo aquejaba. Era incapaz de dejar de mirarlo y desentenderse. Incluso aunque intentó convencerse de que su preocupación era la normal de una persona cualquiera por otra, un dolor en el pecho le corroía. La asediaba del mismo modo que el constante deseo de coger su cara entre las manos y besarlo. Qué tonta era cuando se trataba de ese hombre. En algún momento, pasada la medianoche, su tía sugirió que descansaran un poco antes de que los hombres pusieran en marcha sus planes al amanecer. Ian se había quedado dormido en una silla en la cocina, con la cabeza sobre los brazos apoyados en la mesa. Sophie le había dado un codazo para despertarlo, pero él sólo había soltado un gruñido y había vuelto a dormirse, con la habilidad de un buen marinero para hacerlo en cualquier postura y en cualquier lado. Mientras el tío Barnaby ayudaba a Dominic a ponerse en pie y subía la escalera con él junto con los demás, Chad se acercó a Sophie. —Tan pronto como amanezca, el párroco te llevará hacia el norte en su carruaje. —¿Hacia el norte? ¿Por qué? Él parpadeó con dificultad y frunció la nariz. —Iréis a Mullion. Desde allí puedes coger un transporte hasta Helston y luego a donde desees. Ella hizo un esfuerzo por mantener una expresión impasible, que no dejara entrever sus emociones. Tendría que estar contenta de abandonar aquel lugar: un lugar

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donde jamás había querido estar. Y feliz de dejar a un hombre que, a pesar de sus desvergonzadas confianzas, seguía siendo poco más que un desconocido. Sin embargo, la idea de continuar con su vida sin él la hacía sentir un profundo vacío y el presentimiento de que el futuro no le depararía ni un solo momento auténtico. —¿Por qué quieres deshacerte de mí? —Intentó que sus palabras tuvieran un tono arrogante que escondiera el temblor de su voz—. Especialmente ahora, cuando no corro ningún peligro aquí, en la casa de mis tíos. ¿O hay más secretos que prefieres que no descubra? —Maldita sea, Sophie, no te pido que confíes en mí. Sólo quiero verte lejos de aquí, ¿tanta importancia tienen las razones? —Se enjugó la frente con la mano—. No hay un solo lugar seguro en Penhollow. Llévate contigo a tus primos y a tu tía. Debes de tener otros parientes. Os proporcionaré los pasajes que necesitéis. —Yo personalmente no me voy a ningún lado —dijo Dominic, con un pie en los escalones y apoyado en el tío Barnaby. Se cogió de la baranda, se irguió y añadió—: No pienso dejar a mi padre. Éste negó con la cabeza. —¿De qué crees que puedes servir aquí, chico, en el estado en que estás? —¿Me obligarás a marcharme? Su padre soltó un profundo suspiro. —No, hijo, supongo que no. Quédate si quieres. Eres un hombre adulto y puedes hacer lo que tu conciencia te dicte. —Entonces me quedo. —Yo también —dijo la tía Louisa, unos pasos más atrás. —Entonces, yo no pienso irme de aquí. —Rachel bajó la escalera enfrentándose a la censura de los otros. —No seas tonta, niña; tú te irás con Sophie —contestó su madre. —Es mejor que estés lejos de aquí, por el momento —estuvo de acuerdo su padre. —Sí, sería una tontería que te quedases, estúpida descarada. —Una media sonrisa cariñosa quitaba hierro a las palabras de Dominic. Su hermana seguía en la escalera, unos peldaños por encima de ellos, con los brazos cruzados y los pies bien plantados en el suelo. —No veo por qué yo sería tonta o estúpida por hacer exactamente lo que vosotros tres queréis hacer. Formo parte de esta familia y no pienso abandonaros. El sereno coraje de la muchacha despertó la admiración de Sophie, que se sentía llena de orgullo por sus obstinados parientes. Aunque jamás lo hubiera imaginado, se dio cuenta de que echaría de menos a los Gordon, incluso al hosco Dominic y a su rudo tío. La de ellos era una fuerza nacida del paisaje rocoso que los rodeaba y del

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infatigable mar. Sin embargo, lo que había ocurrido aquel día demostraba que no eran invencibles, que eran tan vulnerables como cualquiera. Por el bien de su prima, tan valiente y amable, sabía qué era lo que debía hacer. Se encaminó hacia la escalera y le cogió a Rachel la mano. —Creo que tú y yo debemos irnos. Ésta no es mi batalla. Ni tampoco la tuya. La joven se soltó. —No me marcharé. Mi familia me necesita. —Por supuesto que te necesita —contestó Sophie con toda la suavidad de que fue capaz—. Pero si nos quedamos aquí, no seremos más que un estorbo. Mientras tu padre y Chad estén ocupados intentando atrapar a los asesinos, ¿no crees que sería mejor que no tuvieran que preocuparse por nuestra seguridad? Parte de la rebeldía de Rachel desapareció. —Oh, no lo había pensado así. —Miró a su padre con incertidumbre. —Tiene razón, muchacha —dijo éste. —Por favor, Rachel, hazles caso y vete. Todas las cabezas se volvieron hacia la puerta de la cocina, donde un desgreñado Ian miraba fijamente a la joven, con una fiera expresión ardiéndole en los ojos. Sophie se quedó sin aliento. Conocía aquella mirada, la había visto en los ojos de Chad cuando éste había entrado en su cuerpo y la había hecho suya. Pero en el rostro de éste había visto también otra mirada, ensombrecida por los secretos y la culpa. Deseó que su prima jamás tuviera que ver una mirada semejante en su joven pescador, ni que sufrir el dolor que traía aparejado. —Por favor, Rachel —insistió él con un susurro. Y cuando ella asintió, a Sophie le dio un vuelco el corazón por el palpable cariño de la pareja, pero también experimentó un aguijonazo de envidia. Barnaby Gordon no aprobaba el amor de Rachel por Ian, pero allí estaba el joven, dispuesto a enfrentarse por ella a la furia de su padre. Si Chad poseyera el mismo sereno coraje, podría haberle ahorrado al menos el dolor de sus mentiras. Y el dolor de amarlo.

Sophie se estremeció en el frío del amanecer. Tenía las maletas listas, esperando junto a las de Rachel que las subieran al carruaje del párroco tan pronto como éste llegara. Mientras los demás terminaban de comerse el desayuno preparado con prisa por la tía Louisa, ella permaneció sola en la playa, envuelta en las alargadas sombras de las dunas. Indómitas olas rompían contra la playa y levantaban espuma que le salpicaba el vestido y las mejillas. Pero no se molestaba en enjugarse la humedad de la cara, sino que dejaba que se mezclara con las lágrimas que no podía contener.

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Al partir, tenía la sensación de que todo se acababa, y no era capaz de afrontarlo. Si pudiera convencer a su corazón de lo que su mente ya sabía, que Chad Rutheford no era el hombre que ella había conocido en la capilla de Blackheath Moor, noble, honrado y sincero... Se preguntaba si la niebla lo habría hecho aparecer como una ilusión o si ella se había engañado a sí misma, a consecuencia de la soledad y del anhelo de encontrar algo emocionante y que valiera la pena en aquel desolado paisaje. Quizá aquello no fuera culpa de él. —Sabía que te encontraría aquí. Se estremeció al oír el aterciopelado tono de su voz, pero no dio la espalda al agitado mar. Que la hubiese encontrado no la sorprendía. Chad se había quedado a dormir en la granja la noche anterior, en el sofá que Dominic había dejado vacío al subir a acostarse. Sophie se había escabullido hacia la playa por la mañana, con la intención de evitar discusiones y súplicas inútiles pero, al parecer, él no iba a dejar que se fuera sin despedirse. Ella habría preferido que se hubiera ido a Edgecombe o a cualquier otra parte, donde fuera con tal de no tener que soportar el incontenible deseo que su presencia despertaba en ella. El recuerdo de cada beso, de cada caricia —y el doloroso anhelo que le provocaban—, la perseguirían el resto de su vida. ¿Por qué no podía irse de allí y dejarle un momento de paz? —Sophie, yo... quería... Sintió el calor de su mano en la nuca. Dio un paso más hacia ella hasta que su pecho se topó con su espalda, incendiándola por dentro. Sophie se tambaleó y se volvió para mirarlo a la cara. Iba en mangas de camisa y el viento le pegaba la tela al pecho. —¿Qué? —preguntó—. ¿Disculparte? —Lo haría, si fuera posible. Pero sé que he perdido tu confianza, probablemente para siempre. —La brisa le apartó el rubio pelo de la cara, dejando a la vista una cicatriz que le cruzaba la sien. Sus ojeras parecían un reflejo de la penumbra que las nubes producían en el agua. El tono apagado de su cansada voz parecía un eco de las incesantes olas. No estaba dispuesta a demostrar compasión, ni a que viera la angustia que la embargaba, por lo que miró en otra dirección, siguiendo el vuelo de un petrel que bajaba en picado al agua. —¿Cómo puedes hablarme de confianza? Yo he confiado mucho en ti. Muchísimo. ¿Por qué no has podido hacer tú lo mismo conmigo? —Si te hubiera dicho la verdad desde el principio, ¿lo habrías comprendido? ¿Me hubieras perdonado? —La ley juzgará y perdonará o no tus faltas. Pero tus mentiras y lo que has robado... todo eso, para mí, es imperdonable. —¿Robado? —Arqueó la ceja con desconcierto—. ¿Eso no es también asunto de la ley? —Me refiero a lo que me has robado a mí. —El corazón. La virginidad. Aunque, en realidad, él no le había robado nada. Ella se había entregado con alegría e ilusión.

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En su interior sintió crecer una trémula certidumbre: que si permanecían mucho más tiempo en aquella playa, se acercaría otra vez a él, caería en sus brazos y le entregaría su corazón y todo su ser. —Soy un canalla, Sophie. Y sí, te he robado aquello de lo que mi vida carecía: tu coraje y tu valor, tu terca y dulce obstinación en hacer lo correcto, sin importar el precio, poniéndote incluso en peligro. —Levantó los brazos como si fuera a estrecharla, pero los dejó caer—. No es extraño que no pueda resistirme a ti. Había suavizado la voz hasta convertirla en apenas un murmullo que la acariciaba y la torturaba a un tiempo. Se permitió mirar sus ojos color coñac, suponiendo que vería en ellos sombras y oscuridad pero sólo vio angustia. Se arrepintió profundamente de haberlo hecho, pues temió ahogarse en aquellos ojos si continuaba mirándolo. Desvió la vista hacia el mar. —Por favor, créeme cuando te digo que jamás he querido hacerte daño —susurró él a su espalda. —Si al menos no me hubieras mentido, quizá pudiese encontrar alguna forma de salvar la distancia que nos separa. Pero incluso cuando finalmente has confesado tus tratos con contrabandistas y criminales, has mentido otra vez. La rodeó para mirarla de frente. —Anoche te lo dije todo. Te juro que no omití nada. —No es lo que hayas o no omitido —replicó—, sino lo que has incluido. Chad negó con la cabeza, desconcertado. —¿Qué? Con rabia creciente, Sophie se cogió las manos para no ceder a la tentación de asirlo por los hombros y sacudirlo. —Fantasmas. Tu ridícula explicación de que un fantasma te había guiado por Penhollow, diciéndote lo que debías hacer. Supongo que lo siguiente será que un fantasma te ha obligado a violar la ley. Quizá fuesen fantasmas los que asesinaron a aquellos marineros. —Dios mío, no. Los errores que he cometido sólo son culpa mía. Y en cuanto al asesinato, no cabe duda de que es obra de manos humanas. —¿Y qué hay de tus manos? ¿A quién habrán herido? ¿A quién habrán...? No podía decirlo. Había confiado en aquellas manos con cada milímetro de su cuerpo; su tacto la había elevado a cimas de éxtasis inimaginables. ¿Eran también capaces de matar? —Te juro que jamás le he hecho daño a nadie. Mis delitos han sido de complicidad, he facilitado algo que no comprendía del todo. Y por no haber dedicado tiempo a entender las repercusiones del contrabando, pensar que a veces se sacrificaban incluso vidas, jamás podré librarme de mi culpa. —Estás haciendo muchas aseveraciones. Desearía poder creer en tu sinceridad... —Y una parte de ella temía estar haciéndolo, entregándose otra vez y dejando que la manipulara.

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—Al menos, cree en esto —dijo él—: el fantasma es real. Yo también me negué a creerlo, pero después de lo que vi y sentí anoche antes de encontrarte, no tengo más remedio que dar verosimilitud al espectro que ha guiado mis pasos desde que llegué a Penhollow. Ésa es la razón por la que quiero que te vayas con el párroco, para no tener que preocuparme por tu seguridad. Ese fantasma me ha encargado una misión y debo quedarme y llevarla a cabo. ¿Más mentiras, incluso entonces? Dolorosa, insoportablemente, su corazón se volvió de hielo. —Debes de creer que soy la persona más tonta del universo.

Sophie pasó junto a Chad para irse. Sin pensar lo que hacía, corrió tras ella y la

cogió por los hombros. —Suéltame.

—Todavía no, Sophie. No puedo dejar que te vayas con todo lo que nos queda por decirnos. —Quizá jamás pudiese dejarla ir. Esa idea lo aterrizó. Había tenido relaciones con incontables mujeres a lo largo de los años, había compartido la cama con muchas de ellas, pero las olvidaba muy rápido cuando se iban. Pero en cambio con Sophie, la única mujer a la que más le valía olvidar, la única que debería olvidarlo a él también, no podía hacerlo. Jamás podría merecerla, y la vida que alguna vez podría haberle ofrecido —la de una condesa, rica y respetada— nunca existiría. Pero pese a todo ello, no podía soltarla y dejar que se fuera. Ni tampoco que lo hiciera convencida de que no había habido ni un instante de honestidad entre los dos, que había jugado con ella todo el tiempo. —Piénsalo —le rogó—, y verás que estoy diciéndote la verdad. Ayer por la mañana, cuando me abrí paso entre los escombros del túnel, me quedé atascado sin remedio. Sin embargo, una fuerza me impulsó, liberándome. —Tuviste suerte. —Tuvimos ayuda. La mañana en que nadé hacia ti contra la corriente desde el bote de Grady, me quedé sin fuerzas para nadar. Me hundí. Creí que iba a ahogarme, pero fue como si algo o alguien tirase de mí hacia arriba. Ella comenzó a relajar la tensión de los hombros. —Vi cómo luchabas con las olas... —Eso es. Me hubiera ahogado sin ayuda, pero al parecer, alguien me necesita con vida. —Y aquel día en Edgecombe... y la otra noche, cuando oí que me llamabas desde la playa... —En sus ojos podía verse la lucha contra la duda que se libraba en su interior. Mudas preguntas se formaban en sus labios, unos labios que Chad se moría por besar. Pero de repente se cerraron con terca resolución—. No puede ser verdad, es imposible. Los fantasmas no existen. —Si no puedes creer lo que te digo —dijo él—, entonces cree en esto.

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Incapaz de resistir un minuto más la tentación, la acercó contra él, estrechándola entre sus brazos y sujetándola hasta que dejó de resistirse. Apretó su cuerpo contra el suyo y una necesidad primaria estalló en su interior. Inclinó la cabeza y presionó los labios contra los suyos como si quisiera devorarlos, devorarla. A través de la ropa, podían notar cómo sus corazones latían al unísono. El aliento de ella lo llenó y el dulce sonido de sus gemidos viajaba por sus bocas unidas y retumbaba en su interior. El sabor de la sal se colaba entre sus besos, pues había lágrimas también, tanto de ella como suyas. Una sola palabra reverberaba dentro de él y la fuerza de esa palabra hizo que diera un paso atrás en la arena sin dejar de estrechar a Sophie, todavía besándola. —Irrevocable —dijo contra sus labios—. Lo nuestro no ha terminado. Ella se apartó e inclinó la cabeza para mirarlo. Por un instante, Chad pudo ver el desconcierto en sus ojos. Después, retiró las manos de su nuca y lo empujó por el pecho. —No. Sin soltarla, él la sostuvo a la distancia de su brazo. —Sabes que es verdad. Sophie se enjugó las lágrimas con las manos. —No quiero que sea verdad. —¿Te estoy reteniendo contra tu voluntad? Ella frunció el cejo y lo miró con una pizca de rencor. Pero como no ofrecía resistencia, Chad volvió a acercarla contra sí, besándole las cejas, las mejillas. No lo rechazaba, sino que permanecía completamente quieta, excepto por la agitación de su pecho al respirar y el temblor de su cuerpo entre sus brazos. —Déjame ir. —La súplica, estrangulada por las lágrimas, fue poco más que un susurro. Sin embargo, no hacía nada por escapar de él, como si no encontrase la fuerza para llevar a cabo lo que su voluntad le ordenaba—. ¿Acaso no lo ves? Sin confianza no puede haber amor. Todo ha terminado. Chad sintió como si ella le hubiera arrancado el corazón del pecho, y se obligó a abrir los brazos al tiempo que daba un paso atrás. —Entonces vete, Sophie. Pero ten la seguridad de que algún día, cuando sea libre, tú y yo volveremos a encontrarnos. Ella no respondió. Se recogió las faldas y pasó a su lado, luego se detuvo de repente entre las dunas, siempre de espaldas a él. —Cuando vayas tras esos hombres... ten cuidado. No dejes que te maten. Después prosiguió hacia la casa.

Menos de una hora más tarde, Chad cruzaba el páramo inundado por la lluvia, con los dedos entumecidos en torno a la culata de una arma que Gordon le había dado.

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Aunque no podía ver a los otros, sabía que no estaba solo. La cabeza calva de Reese y la despeinada de Barnaby habían desaparecido momentos atrás detrás de la colina que quedaba al oeste. Ian había dado toda la vuelta para subir desde el sur, y Chad esperaba al norte, mientras que, al este, la niebla del páramo completaba el círculo que habían formado en torno a la granja. Cuando el borde del techo de paja apareció a su vista, se agachó entre la vegetación a la espera de la señal de Gordon. De acuerdo con el plan, el granjero se acercaría primero a la casa para confirmar que Diggs y Wiley estaban allí, y buscaría alguna manera de apartarlos de las armas antes de dar la señal para que los demás entrasen corriendo. Chad no quería que Barnaby Gordon hiciera el trabajo que le parecía que tenía que hacer él. Su tarea y su riesgo; el que hubiera deseado y merecido asumir. Pero el hombre conocía a los bribones, mientras que la aparición de Chad los pondría en guardia de inmediato. Igual que en la playa un rato antes, las sombrías nubes se cernían sobre el páramo, dejando algunas lluvias ocasionales. Chad esperaba, intentando ignorar el ligero mareo que sentía desde la noche anterior. Sophie ocupaba todos sus pensamientos. Había sido tan categórica al negarse a creer en sus palabras sobre la pequeña fantasma... aunque no podía culparla por eso. Creer en su afirmación suponía aceptar algo que contravenía todas sus creencias. ¿Cómo podía esperar que hiciera eso por el hombre que acababa de confesar que había cometido los mismos delitos que habían estado investigando? Sin embargo, en su negativa había una pizca de duda, como si también ella hubiera tenido experiencias raras. ¿Qué había dicho? ¿Que lo había oído llamarla desde la playa? El débil rumor de un trueno retumbó entre las nubes y Chad sintió una repentina punzada de dolor. «Maldita sea». Creía que el malestar había desaparecido. Apretó los dientes, intentó respirar y pensar qué había comido el día anterior y aquella mañana. No se le ocurrían muchas cosas, más allá de los intentos de la señora Gordon de servirle té con tortas de avena. ¿Cómo podría haber comido, viendo que el plato de Sophie permanecía intacto, y sabiendo que había huido de la casa ante la perspectiva de tener que encontrarse con él? El dolor volvía, acompañado de un intenso latido en la sien. Quizá debería haberle pedido al párroco una de sus infusiones medicinales, como la que le había preparado para prevenir el resfriado... Aquella asquerosa infusión. Hall había insistido en que se la bebiera. El hombre y sus hierbas... «El difunto lord Wycliffe venía aquí a menudo a tomar el té y a jugar al ajedrez por las tardes». El vicario también había dicho que no estaba en el pueblo cuando Franklin Rutheford murió. Le dijeron que su padre estaba borracho la noche en que el fuego acabó con su vida... pero Chad jamás lo había visto más que un poco alegre por el alcohol, e incluso no muy a menudo. ¿Por qué de repente habría de excederse así?

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Chad recordó todos sus encuentros con Tobias Hall. Éste parecía muy interesado en saber cuánto tiempo pensaba quedarse en Penhollow... La posibilidad hizo que se pusiera en pie de golpe. ¿Podía ser que la presencia de Chad en Edgecombe fuera un inconveniente para el párroco... tal como quizá lo había sido la presencia de Franklin? El señor Hall, con sus modales suaves y sus hierbas medicinales... en aquel mismo momento estaba llevándose a Sophie y a su prima lejos de Penhollow. Sujetando la pistola con fuerza, Chad describió un gran arco por el páramo mojado para evitar que lo vieran desde la granja. Mareado, ya fuera por el malestar o por puro pánico, caminaba con los dientes apretados e intentando apresurarse. Desde detrás de un saliente, Reese asomó la cabeza y lo contempló boquiabierto mientras se acercaba. —¿Qué demonios hace? Barnaby estaba a unos diez metros de distancia, dirigiéndose ya a la granja. —Gordon —susurró Chad—, ¡deténgase! El granjero no lo oyó y continuó caminando. Con sus gruesas manos empuñando el rifle, Reese salió de su escondite. —¿Se ha vuelto loco, milord? Sin detenerse, Chad corrió hacia Gordon, mientras Reese se lanzaba tras él con torpeza. Impactó contra la espalda de Chad y lo tumbó contra el suelo, ensuciándolo de barro y casi haciéndole perder el sentido con el golpe. —Hará que nos maten a todos. —Suélteme. Tengo que detenerlo. Puede que su hija y su sobrina estén en peligro. —¿Qué demonios sucede? —Para enorme alivio de Chad, Gordon se había dado la vuelta y los miraba fijamente—. ¿Se ha vuelto loco? Casi estaba a la vista de la granja. ¿Qué pasará si me han visto o lo han oído? Él salió de debajo de las enormes piernas del tabernero y se puso en pie. —Esos bribones pueden esperar. Sophie y Rachel pueden estar en peligro. —Están con el párroco. —Sí, y acabo de darme cuenta de que puede que él sea la persona que buscamos. Reese se sentó, quitándose la hierba húmeda y la tierra de la calva cabeza. —¿Tobias? ¡Bah! Si le tiene miedo hasta a su propia sombra. Gordon coincidía con esa apreciación. —¿Es realmente así? ¿O eso es lo que quiere que todo el mundo piense? Creo que es posible que usara sus hierbas para envenenar a mi padre antes de intentar quemar Edgecombe. Ambos hombres intercambiaron miradas incrédulas. En la voz de Gordon sonó una nota de incredulidad.

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—¿Qué demonios le ha hecho pensar algo así? —Porque ha intentado envenenarme a mí también. Anoche. Me preparó una taza de infusión e insistió en que me la bebiera. No bebí lo suficiente como para que me matara, pero me está produciendo un enorme malestar. —Podría estar usted enfermo, y que eso haga que se le ocurran ideas tan descabelladas. —¿Está usted dispuesto a correr el riesgo? Su hija y su sobrina están con él en este momento. Esa frase los puso en movimiento. En cuestión de segundos, fueron a buscar a Ian, que se quedó estupefacto, y echaron a correr por el páramo.

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CAPÍTULO 23

El carruaje del párroco se bamboleaba como un pequeño bote en una tormenta mientras avanzaban por la embarrada carretera. Junto a Sophie, en el asiento más estrecho, Rachel iba cogida de la puerta para sujetarse. Del otro lado, el señor Hall iba agarrado a la correa. Rachel miraba el paisaje mojado que pasaba por la ventana. —¿Estamos haciendo lo correcto, Sophie? —Por supuesto que sí —respondió ésta con más bravuconería que convicción. Desde su confrontación con Chad, no habían dejado de temblarle los dedos. Ni había podido borrar aquella palabra de sus pensamientos: «irrevocable». ¿Realmente se había atado a Chad, a través de su cuerpo y su corazón, de ese modo? Una parte de ella que todavía experimentaba indignación rechazaba la idea. Pero el resto de su ser se estremecía de necesidad y expectativa. «Tú y yo volveremos a encontrarnos». ¿Cuánto tiempo pasaría hasta ese momento? ¿El necesario para que sanaran las heridas? ¿Sanarían alguna vez lo suficiente como para que ella volviera a confiar en Chad? A medida que la distancia entre ella y Penhollow era mayor, no era la decepción, las mentiras ni los delitos que él había cometido lo que ocupaba sus pensamientos. Ni tampoco la furia, la indignación ni el alivio de haber escapado finalmente lo que la hacía estremecer. Lo que recordaba era su ternura, su amabilidad, el coraje que había tenido al arriesgar su vida, más de una vez, para salvarla. Recordaba también la emoción de sentirlo dentro de ella, el glorioso dolor de cuando la hizo suya. Eran esas cosas, junto con la desesperada súplica que había visto en sus ojos y el temblor en su voz cuando intentaba despedirse, lo que la obsesionaba en ese momento. En la playa, Sophie había creído que sus mentiras siempre se interpondrían entre los dos. Pero ¿realmente había mentido? ¿O simplemente no había podido decirle la

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verdad? ¿Cómo hacía uno para admitir ante otra persona cosas de las que uno mismo se avergonzaba? Inmediatamente después de esa pregunta, vino otra: ¿había comenzado ya a perdonarlo? Las voces de sus compañeros de viaje la llevaron de vuelta al presente, a los cerrados confines del carruaje que viajaba en dirección al norte. —Sin duda ambas están haciendo lo correcto —les aseguró el señor Hall—. Lo único sensato que podían hacer. —No me gusta el plan que han tramado mi padre y lord Wycliffe, de enfrentarse con aquellos hombres. —Rachel frunció el cejo—. Cuando pienso en lo que esos monstruos le han hecho a Dominic... Sophie le apretó la mano. —Todo saldrá bien. Ian y Reese también van con ellos. Eso hace que sean cuatro contra dos, y los cuatro son hombres muy fuertes. Otra vez era pura bravuconería lo que había en sus palabras, junto con un aguijonazo de culpa. No podía evitar pensar que, en parte, el afán de Chad por atrapar a los contrabandistas tenía que ver con el deseo de demostrarle su valía. Por más enfadada que estuviera, por más que la hubiesen herido sus mentiras, no quería que volviera a arriesgar su vida. No por ella. Ni por nada en el mundo. El carruaje pasó por un bache, lanzando a Sophie hacia el lado del párroco y a Rachel contra la portezuela. La ventanilla que tenía a su lado se abrió un par de centímetros, dejando entrar una ráfaga de lluvia y viento. —Sophie. Se sobresaltó y miró a su alrededor. —Señor Hall, ¿ha dicho algo? —No, señorita St. Clair. ¿Están ustedes bien? —Sí, gracias. —Rachel cerró la ventanilla. El cristal impedía la entrada del viento pero no el murmullo que Sophie seguía oyendo. —Te necesita. El corazón le dio un vuelco. —¿Alguno de ustedes ha oído eso? —¿Oír qué, prima? —Rachel la miró a los ojos—. ¿El sonido de un trueno, quizá? Sophie se irguió para escuchar mejor, con las manos firmes en el asiento. ¿Estaban sus sentidos jugándole una mala pasada, como la mañana en que se había metido en los jardines de Edgecombe o como la noche en que oyó a Chad llamándola, estando ella en su habitación en casa de sus tíos? A través del guante, notó como si le rozasen el dorso de la mano. —Las respuestas están en Edgecombe. Él te necesita allí. Se quedó helada. ¿Quién le hablaba? ¿Su conciencia? ¿Su corazón?

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—¿Qué sucede, querida Sophie? —Rachel la cogió por la muñeca—. Dios mío, estás temblando. Y pálida como un fantasma. —Lo siento, me ha parecido oír... —Luchará por ti, Sophie. Una corriente de energía le recorrió los brazos, erizándole la piel. Miró a su prima boquiabierta. —Tienes que haber oído eso. —No oigo nada más que la lluvia y el rumor de las ruedas del carruaje, Sophie. —Por sí mismo no luchará lo suficiente. Sin ti, puede que muera. Ahogó un grito y alcanzó a pronunciar una orden. —Demos la vuelta. —¿Señorita St. Clair? —Que su cochero dé la vuelta ahora mismo, señor Hall. Voy a regresar a Penhollow. Rachel apretó los labios y la observó. —Creo que debe hacer lo que dice, vicario. ¿Qué sucede, Sophie? ¿Qué pasa? —Quizá nada. Quizá todo. —No sabía cómo explicarse sin que pensaran que había perdido la cabeza. Quizá fuera eso. Quizá deseaba tan ardientemente creer en Chad, que estaba imaginando cosas. Pero... Aquel día, en los jardines de Edgecombe, cuando lo había visto por primera vez por la ventana, también oyó una voz cuando cruzaba el puente, como si le hubieran susurrado al oído. Y había notado el tacto de un dedo en la mano. Igual que hacía un momento. Chad... Le había mentido. Pero cada vez que lo había necesitado, cada vez que su vida estaba en peligro, había estado allí, dispuesto a interponerse entre ella y el peligro. Y ahora él la necesitaba. —No lo puedo explicar. Lo único que sé es que tenemos que regresar. A Edgecombe. De inmediato. —¿A Edgecombe? —dijo el párroco—, cielo santo eso sería de lo más insensato, señorita St. Clair. Ella hizo caso omiso y golpeó el techo como señal para el cochero. Cuando los caballos se detuvieron de repente, se inclinó sobre Rachel, bajó el cristal y gritó: —Dé la vuelta. Vamos a regresar. El párroco la cogió por el brazo. —Señorita St. Clair, debo insistir en que olvide esa tontería. Vamos a ir a Mullion, como le hemos prometido a lord Wycliffe, y no hay nada más que hablar. Ella lo miró, arqueó una ceja y se volvió hacia su prima. Sin palabras, Rachel asintió.

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—Señor Hall, o le ordena al cochero que dé la vuelta o la señorita St. Clair y yo nos bajaremos y regresaremos a Penhollow andando.

Chad sintió que le faltaba el aire cuando por fin avistaron la granja. Louisa

Gordon estaba en la puerta. Incluso antes de que cruzaran el camino, ella les gritó haciéndoles señas con los brazos en alto.

—El carruaje del párroco... —Señaló con un brazo extendido—. Ha ido en esa dirección. Su marido recorrió a la carrera los últimos metros que los separaban. —¿Han ido hacia el sur? Chad jadeaba para recuperar el aliento. —¿Cuánto hace que han pasado? —Menos de diez minutos. —La voz de la mujer delataba su nerviosismo. Señaló en dirección a Edgecombe—. ¿No os los habéis cruzado por el camino? Barnaby se pasó una manga por la frente sudada. —Por Dios, ¿por qué habrían de dar la vuelta y por qué continuarían luego hacia el sur? Sin esperar respuesta, Chad saltó por encima del muro de piedra y se lanzó hacia el establo. Al notar su cercanía, Prince estiró el cuello por encima de la media puerta de su cuadra y soltó un resoplido de reproche. —Siento haberte dejado solo tanto tiempo. —Chad le pasó una mano por el cuello, cogió las bridas que colgaban de un clavo y las deslizó por la cabeza del caballo —. No hay tiempo para silla, muchacho. Nos necesitan en Edgecombe, y rápido. Como si pudiera leerle el pensamiento, el animal salió de la cuadra. Una vez fuera, Chad montó a pelo sobre él y notó la impaciente ansiedad de Prince en sus trémulos costados. —Gordon y Reese, síganme cuando puedan. Ian dio un paso al frente. —¿Y qué hay de mí? Chad entendió la urgencia que había en su expresión y percibió su nervioso balanceo mientras esperaba su respuesta. Hubiera preferido mandar al muchacho a un lugar seguro en vez de involucrarlo más todavía. Mientras las posibilidades de lo que podía encontrar en Edgecombe se multiplicaban en su cabeza, se le ocurrió una idea. —La mayoría de los barcos pesqueros a esta hora ya han zarpado pero ¿podrías conseguir algún tipo de nave y una tripulación? Ian echó un vistazo a los otros dos hombres y después volvió a mirar a Chad. —Puedo intentarlo, pero... —Pues hazlo y luego baja por la costa. Busca con atención una entrada estrecha, en la roca, justo al norte de Edgecombe y acércate lo máximo que puedas. —Con esas

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últimas palabras, espoleó a Prince. El caballo se lanzó al galope mientras Chad añadía, gritando por encima del hombro—: Venid armados y preparados para la lucha. «Las respuestas están en Edgecombe. Él te necesita allí». Con Rachel y el párroco pisándole los talones, Sophie abrió una de las puertas de entrada de la mansión, cuyos goznes chirriaron. Incluso desde el camino, el lugar transmitía un aire de abandono. Al entrar, los rodeó un profundo silencio, y caminaron cautelosamente de puntillas, avanzando por la fría oscuridad del vestíbulo. Rachel iba cogida del borde de la chaqueta de viaje de Sophie, y cuando ésta se detuvo de golpe cerca del pie de la escalera, su prima chocó con su espalda. —Lo siento. —Parece que no hay nadie. —El párroco permanecía en el umbral—. Creo que deberíamos irnos. Sophie trató de contener la irritación que le producía aquel hombre. —¿Chad? ¿Nathaniel? ¿Hay alguien ahí? —¡Chist! —El vicario tembló tan violentamente que se le cayeron las gafas de la nariz—. ¡Señorita St. Clair! Le agradecería que no gritara. —¿A quién teme despertar, señor Hall? ¿A los fantasmas? —En serio, señorita St. Clair... —Les he pedido que esperaran en el carruaje —dijo Sophie—, pero han insistido en venir conmigo. Si tienen miedo, no me ofende ni me molesta que se queden esperando en el patio delantero. —No, Sophie, nos quedaremos. ¿No es así, señor Hall? —Rachel recorrió con la mirada las sombrías paredes y la polvorienta escalera—. Quizá ahora nos digas por qué era tan importante que viniéramos aquí. Ella deseó saber qué decir. No tenía más que las advertencias de una voz incorpórea y su incapacidad de negar sus sentimientos por un declarado bribón. —Quedaos aquí —dijo—. Yo voy a ir hasta la biblioteca, que es la habitación más alejada del ala norte. Desde allí podré oírlos, y vosotros a mí. Sólo será un momento. —¿Qué quieres descubrir? —A pesar de la fe que Rachel había depositado en ella durante todo el viaje, en la voz de la muchacha podía oírse una nota de desconcierto. —La verdad, espero. Sobre Chad, la casa y el pasado... muchas más cosas. Su prima no le hizo más preguntas. Se sentó en la escalera, acomodándose para esperar con los codos en las rodillas y la barbilla entre las manos. Un objeto oscuro en la mano del párroco hizo que Sophie se parase en seco. —Señor Hall, ¿qué demonios tiene ahí? —Un seguro, señorita St. Clair. —Una pistola no es un seguro. ¿De dónde la ha sacado?

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—Del bolsillo, por supuesto. Lord Wycliffe me ha encomendado la responsabilidad de asegurar su bienestar. Y yo siempre asumo mis responsabilidades con la más absoluta seriedad. —Bueno, bien, pero guarde eso. —Agitó la mano señalando la pistola. —No puedo protegerlas a usted y a la señorita Gordon con el arma en el bolsillo. —Ni cometer un trágico error y dispararle a lord Wycliffe o a su sirviente. —Oh, yo... Sí... quizá tenga usted razón. —Bajó el arma. Sophie se encaminó hacia el ala norte. Ante la puerta de la biblioteca, la voz de la razón la advirtió de la locura de sus intenciones. ¿Qué esperaba descubrir allí? ¿La verdad? ¿Acerca de qué? Su tío y Dominic habían encendido las falsas luces del puerto. Chad había admitido su participación en el contrabando. En cuanto a los tres pobres marineros asesinados en el mar, Chad y su tío estaban intentando descubrir a los culpables. ¿Qué quedaba, pues? —Sophie, ¿me oyes? Dio un respingo al oír la voz de Rachel. —Sí, te escucho. Todo va bien. No tardaré más de un par de minutos. Abrió la puerta y entró. La biblioteca estaba como la última vez que la había visto, con los estantes vacíos, sin más muebles y con la amplia ventana que daba a los jardines. Una ventana plana, no un mirador, como le había parecido desde el jardín aquel primer día. «Recabar los hechos y dejar que la conclusión se forme como deba, sin intervenir en el resultado». Ése era el consejo que su abuelo siempre daba a los periodistas. Pero ¿qué hechos podía recabar en una habitación vacía? Cerró la puerta tras de sí, fue hacia la ventana y apoyó las palmas en el marco de la misma. Las retiró de inmediato con un grito ahogado cuando la madera le quemó la mano. No tenía marcas en la palma, pero las imágenes de las llamas se elevaron ante sus ojos. Podía oír los crujidos y oler la piel quemada. Por algunos instantes, se debatió contra el impulso de correr a reunirse con Rachel y el señor Hall y alejarse lo más posible de los secretos de Edgecombe. Pero la voz le había dicho que allí encontraría las respuestas. Se mordió el labio, se armó de valor y tendió las manos hacia el frío cristal. Instantáneamente, las llamas brotaron de nuevo a su alrededor. Se mantuvo firme, sin dejar de repetirse que no era más que una ilusión. Se obligó a mirar por encima del hombro la habitación en llamas. Una hoguera devoraba las estanterías. Los libros ardían y se desencuadernaban, las páginas se dispersaban por el aire como un enjambre de luciérnagas. Un infierno engullía los muebles. Mientras Sophie miraba horrorizada, las vigas del techo cayeron en una lluvia de brasas. Los paneles de cristal de la ventana estallaron contra sus palmas a causa del calor. Los parteluces de plomo se fundieron. La mampostería se desmoronó. Las manos se le quedaron negras, espantosas. El pelo le crepitaba y la ropa se le adhería a la piel.

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Entre las furiosas ráfagas de fuego, una voz susurró: —Asesinato. Sophie consiguió reprimir un grito y se aferró a lo poco que le quedaba de sentido común. Una cara apareció ante su vista, un rostro inquietantemente familiar y lleno de agonía. Con sorpresa, se dio cuenta de que los rasgos que una vez había confundido con los de Chad no eran de éste, sino de aquel otro hombre. Un hombre mayor que se parecía mucho a su hijo. Él levantó una mano y señaló algo. —Asesinato... —dijo. Entre las feroces llamaradas se formó otra cara, distorsionada por el calor y medio oscurecida por una melena alborotada. Por entre los despeinados mechones, Sophie pudo ver un par de ojos, sobrecogedores en su malevolencia, que la miraban. Ella dio un paso atrás con todas sus fuerzas, y consiguió liberarse del incendio. Otra vez la rodeaba la habitación silenciosa y vacía. La ventana que tenía delante seguía intacta. Aunque la sensación permanecía en sus dedos, las ilusorias llamas no le habían hecho ningún daño. En alarmante contraste con el ardiente calor, un aliento frío le rozó la nuca. Ahogó un grito al tiempo que se volvía. —¿Lord Wycliffe? —Sophie.

Nubes bajas cubrían el paisaje y engullían las cimas de los lejanos peñascos.

Chad sólo había cabalgado unos minutos desde la granja de los Gordon cuando sintió que el malestar se apoderaba de él. Para ganar algunos preciosos segundos, se había lanzado a campo traviesa, con la intención de atajar y salir a poca distancia de Edgecombe, pero no podía encontrar el camino. Donde éste debería estar sólo había una extensión de páramo, vacía y neblinosa. Espoleó a Prince. Aunque hubiese perdido el camino si continuaba en dirección al sur, los tejados de Edgecombe aparecerían a la vista en algún momento. Al salir de una maraña de ramas y brezales, un tejón se cruzó en su camino. El caballo dio un respingo y retrocedió. Sin silla de montar, Chad sintió que se deslizaba por el lomo del animal. Se aferró con fuerza con las rodillas y se inclinó sobre el cuello de Prince para recuperar el equilibrio. —Tranquilo, muchacho, tranquilo. El caballo se sacudió e, incluso con las cuatro patas en el suelo, siguió temblando frenético. Levantó las orejas mientras sacudía la cola nerviosamente. Chad acortó las riendas y lo espoleó con los talones. —Vamos. Sophie nos necesita.

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Prince se tambaleó, dio un paso al costado y soltó una coz con las patas traseras. Un repentino olor a mar cruzó el páramo. Aunque la lluvia había amainado, negros nubarrones cubrían el cielo. Animó a su montura a avanzar, pero el caballo dio dos pasos y se detuvo al toparse con un sólido muro. Chad desmontó e intentó guiarlo a pie. No podía ver nada más que el páramo cubierto de niebla, y de repente, su barbilla se topó con una gélida barrera. Intentó atravesarla, pero sólo consiguió dar un traspié hacia atrás. —¿Qué pasa? —gritó—. ¿Vas a detenerme ahora, justo cuando ella más me necesita? Esperó una respuesta con los sentidos alerta, la piel erizada y los nervios vibrándole con impaciente energía. Junto a él, Prince lo miraba con ojos vidriosos. —Demonios, maldita sea. —Consideró la posibilidad de sacar la pistola, pero no serviría de mucho. Con creciente furia, buscó entre la niebla—. Muéstrate y acabemos con esto. —Por aquí. La voz parecía surgir del mismo páramo, de la interminable maraña de helechos y brezos que lo cubría. La brisa se volvió gélida. Prince relinchó, una especie de gemido de angustia. Al oír el triste sonido, Chad se volvió. Una pequeña figura transparente ondeaba a pocos metros. Chad contuvo el impulso de gritarle a la pequeña fantasma y se esforzó por hablar en un tono tranquilo. —¿Qué quieres de mí? —Ven. La niña salió corriendo, con una telaraña de harapos flameando tras ella. Sus pies no hacían ruido ni levantaban salpicaduras del empapado terreno. Chad la siguió, guiando a Prince a pie. Tenía la mirada clavada en ella, temiendo perderla en la niebla. Nunca se le había aparecido de ese modo, tan insustancial como el vapor. Su carrera terminó ante un pequeño muro de piedra. —¿La capilla? No puede ser... Oscurecían el chapitel un montón de nubes y los rincones de la estructura también parecían suavizados por la neblina, fundiéndose con el paisaje. Incluso las lápidas se veían vaporosas, como si no fueran sólidas. La urgencia que sentía fue reemplazada por el desconcierto de encontrar el sitio en aquel estado, y en un lugar improbable. —Me necesitan en Edgecombe. ¿No lo entiendes? Ella levantó sus ojos vacíos hacia él, inmovilizándolo con la intensidad de la mirada. Señaló hacia la hilera de lápidas con un delgado brazo. Chad sintió una aprensión que le produjo un estremecimiento. —No. Ella no está ahí. La niña señaló con un dedo descarnado.

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—¿Quieres que vaya al cementerio? —preguntó él. Maldijo entre dientes, dejó a Prince fuera del muro y pasó por donde alguna vez había habido una portezuela. El magro bosque de lápidas que lo rodeaba parecía flotar sobre la tierra. Era una ilusión producida por la niebla, lo sabía, pero... —¿Qué es este endemoniado lugar? —Mi hogar. —¿Tu hogar? —Volvió a mirar hacia las lápidas—. ¿Tú estás enterrada aquí? —Ella ya no cuida mi tumba. Nadie cuida mi tumba. Me han olvidado. —No está aquí en realidad, ¿verdad? —dijo, comprendiéndolo de repente—. La capilla, el camposanto, existen en algún otro lugar, pero de algún modo has hecho que aparecieran aquí, en Blackheath Moor. ¿Es eso? El viento le echó algunas gotas de lluvia a los ojos, se las enjugó, y cuando volvió a abrirlos, el pulso se le aceleró con lo que vio. Se arrodilló y se inclinó para tocar la escultura de la lápida de granito que tenía delante. Capullos de rosas. Siete. —Ella me enterró con rosas. Ya se lo había dicho en un sueño. Una niñita con trenzas y un vestido rosa, metiéndole prisa para llegar a tiempo a su fiesta de cumpleaños. Lo llevó al mar. A Sophie, que se ahogaba entre las olas. Allí estaban aquellas rosas, esculpidas para señalar su tumba. Chad se cogió a los bordes de la piedra e inclinó la cabeza para leer la inscripción. 6 de mayo de 1819 – 13 de mayo de 1826 Amada hija Ellie Rose Quincy —Dios santo. Ahora entiendo. Tú eres... Levantó la visita y se encontró con que la pequeña fantasma ya se había ido. En su lugar había una oscuridad más densa que la sombra. La nada, irradiando desesperanza y pura y fría desesperación. —Ellie Rose, vuelve. ¿Dónde están Sophie y Rachel? ¿Está tu madre con ellas? Están en grave peligro. ¿Puedes ayudarme... por favor...? Vuelve... —¡Lord Wycliffe! Al oír el grito, se puso en pie. A su alrededor, las lápidas cayeron como piezas de dominó hasta desaparecer en la tierra. El bajo muro de piedra se desvaneció y la brillante capilla desapareció con un fulgor final. En el ondulado terreno donde habían estado las lápidas, la brisa peinaba el brezo y la vegetación marrón y verde pálido del páramo. El camino hacia Edgecombe se veía a pocos metros de donde estaba. Gordon y Reese aparecieron a caballo, en medio de la niebla que estaba desapareciendo. —¿Qué le ha pasado? —gritó Gordon—. ¿Se ha caído del caballo?

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Por el modo en que lo miraban, Chad supo que ninguno de ellos había visto nada anormal, sólo a él, de rodillas en la hierba mojada, rodeado por kilómetros de páramo desolado. Negó con la cabeza, cogió las riendas de Prince y se subió de un salto al lomo del caballo. —¿Y por qué está aún aquí, hombre? —La exasperación de Gordon era evidente —. ¿Por qué no está ya en Edgecombe buscando a las muchachas? Él ignoró la pregunta. —Reese, ¿has visto a Kellyn esta mañana? —Temprano, en la taberna. —¿No la has visto desde entonces? —No. ¿Por qué? —Porque tengo motivos para creer que ella también puede estar en peligro. — Espoleó a Prince y salió al galope, confiando en que los dos hombres lo siguieran.

Al oír su nombre, Sophie se volvió y se llevó instintivamente una mano a la

garganta. Las horribles imágenes ya no ocupaban la habitación vacía, pero el horror de la muerte de lord Wycliffe permanecía. El corazón le latía con fuerza y, al volverse, se encontró con una figura conocida en la puerta.

—¡Kellyn! Cielo santo. —Se llevó una trémula mano al pecho—. Por Dios, por un momento he creído que... —¿Que habías visto un fantasma? Un brillo en los ojos azules de la mujer le indicó que conocía la verdad. —¿Cómo sabías que diría eso? Kellyn inclinó la cabeza. —Porque no me sorprende. Esta casa late con los ecos del pasado. —Tú también lo sientes. Pero... ¿por qué estás aquí? —Esbozó una trémula sonrisa—. No es que no me alegre de verte... —Siento haberte asustado. Como Chad está ocupado, he pensado que estaría bien venir a ver a Nathaniel. Trabaja duro, pero necesita que le estén un poco encima. —¿Está aquí? Lo he llamado al llegar, pero no me ha respondido. —Sí, está abajo, haciendo lo que mejor se le da: cocinar. A veces nos ayuda en la taberna. —Kellyn se alejó del umbral de la puerta y dio un par de pasos dentro de la habitación—. He mandado a tu prima y al párroco abajo a que comieran algo. —¿Ah, sí? —Sophie frunció el cejo. Le parecía improbable que Rachel, e incluso el propio párroco, la hubieran dejado sin decirle nada. —Te has sonrojado —dijo Kellyn—. Espero que no te sientas mal. A Sophie, las palabras le salieron a borbotones antes de que pudiera reprimirlas. —¿Sabías que a lord Wycliffe lo asesinaron?

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Acercándose a ella con profunda preocupación, Kellyn le cogió las manos. —¿Chad ha muerto? —No. Me refiero a su padre. El fuego fue intencionado. Con notable alivio, la mujer soltó a Sophie y negó con la cabeza. —Aquella noche, Franklin había bebido. Se desvaneció y se golpeó con una lámpara al caer. Fue un milagro que no ardiera la casa. Sophie echó un vistazo a la ventana por encima del hombro. —Reemplazaron el viejo mirador cuando reconstruyeron esta parte, ¿verdad? —La mampostería se desmoronó con el calor. ¿Cómo sabes eso? Ella no contestó. No había palabras para describir lo que había experimentado. Sólo Chad lo entendería. Sólo él la creería. —A Franklin Rutheford lo querían mucho en Penhollow —dijo Kellyn—. ¿Por qué alguien desearía hacerle daño, o matarlo? Sophie dudó antes de responder, luego recordó que Kellyn estaba en la casa de sus tíos el día anterior y que los había oído hablar de los hombres de la granja abandonada y de su conexión con la piratería que asediaba Penhollow. —¿Y si lord Wycliffe fue asesinado por los contrabandistas que querían usar esta propiedad como los Keating la habían usado tiempo atrás? —Es una idea descabellada. —Kellyn fue al otro extremo de la habitación, pasando la mano por los estantes de caoba—. El anterior lord Wycliffe adoraba esta habitación. Era su favorita. Le encantaba quedarse frente a esa ventana y contemplar los jardines y el mar, más allá. Continuó con su lento circuito. —«Sus» jardines, «su» vista del mar. Le producía gran placer ser el propietario de todo esto. Como si un individuo pudiera tener derecho a reclamar tales cosas, a quedárselas para él y nadie más. —A Sophie la sobresaltó oír su amarga risa—. A duras penas comprendemos este lugar. Jamás lo apreciamos como lo que realmente es. —¿Qué quieres decir? —Esta habitación y todo lo que destruyó el fuego... nada de eso tiene ninguna importancia. —No... supongo que tienes razón. ¿Qué es una casa, comparada con la vida de un hombre? —No es eso lo que quería decir. —Kellyn continuó paseándose—. Las alas de la casa no son originales. Fueron construidas por propietarios posteriores, aburridos aristócratas a los que les parecía que necesitaban más habitaciones y un elegante salón comedor, salas y bibliotecas. ¿Sabías eso? Desde el otro lado de la habitación Sophie miraba a la mujer, y se dio cuenta de algo que no había observado hasta aquel momento. En lugar de la camisa blanca y la falda a rayas gruesas que constituía su habitual atuendo, Kellyn llevaba un vestido de brocado dorado y rojizo; por debajo del borde

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de la sobrefalda, podía verse una enagua acolchada de satén y unas botas con flecos. Un peto bordado le aplastaba el pecho y se estrechaba en la cintura. Reconoció el vestido de inmediato; estaba en el armario de arriba. Su sorpresa fue en aumento. ¿Había tenido Kellyn una relación tan íntima con el padre de Chad que incluso tenía ropa en su casa? ¿Y una ropa tan extravagante como aquélla? —¿Pasa algo, Sophie? Levantó la vista hasta la cara de la mujer justo a tiempo para percibir su maliciosa sonrisa. —Yo... no. Por supuesto que no. Sólo estaba admirando tu vestido. Es precioso y... único. —¿Te parece? —Una nota de sorna en su voz provocó en Sophie cierta aprensión. Asintió por toda respuesta, confundida por su abrupto cambio. Comenzó a acercarse lentamente a la puerta con intención de ir a reunirse con su prima y el párroco, pero Kellyn dio unos largos pasos hasta el umbral antes de que ella pudiera. —Permíteme que te muestre otra cosa única. Ven. A Sophie no le quedó más remedio que seguirla a la sala de juegos contigua, donde la mujer cogió un objeto de la mesa de juego cubierta de fieltro verde. —¿Sabes qué es esto? Ella abrió los ojos como platos cuando la vio blandir una arma familiar en el aire. —La espada ropera —respondió. —Muy bien. Me impresionas. —Chad la encontró en el viejo túnel, bajo la casa. —Dio un paso atrás, con desconfianza y apoyó la espalda contra la pared—. ¿Por qué la tienes tú? Kellyn esbozó una sonrisa felina. —Él no encontró esta espada en ningún túnel. —Adoptó una postura de esgrimista, hizo un floreo en el aire con el estoque y luego lo levantó en vertical frente a su cara—. Qué equilibrio. La calidad es extraordinaria. Mira la empuñadura. ¿Has visto alguna vez una que encajara tan bien? —Creo que deberías dejarla. Le pertenece a Chad. —Oh, no, Sophie, en eso te equivocas. Esta espada jamás ha pertenecido a Chad. En realidad, tampoco perteneció nunca a su padre. ¿Cómo podría una cosa tan bella pertenecer a un hombre? Sophie sintió que las paredes se cerraban sobre ella, dejándola sin aire. El corazón le dio un vuelco y comenzó a sentir miedo. La empuñadura del estoque parecía hecha a medida para la forma y el tamaño de la mano de Kellyn. Una mano, evidentemente, de mujer. Aquélla no era la espada que Chad había encontrado en el túnel. Era la compañera, la que él le había dicho que había desaparecido de la casa. La que perteneció a la despiadada pirata Meg Keating.

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CAPÍTULO 24

—Ahí está el carruaje del párroco. —Barnaby Gordon extendió un musculoso brazo para señalarlo—. Deben de estar dentro. Con los otros dos hombres detrás, Chad entró a Prince por la verja abierta de Edgecombe. Antes de que el caballo se hubiese detenido del todo, su dueño ya corría por el pario. Se abalanzó hacia la puerta principal y gritó el nombre de Sophie. Una débil voz le respondió. —¿Lord Wycliffe? —¡Rachel! —exclamó, y dio un salto hasta el pie de la escalera. Caída sobre los escalones, la muchacha estiró un brazo hacia la barandilla e intentó sentarse. Se llevó la otra mano a la nuca y gimió. Chad le pasó un brazo por los hombros y la ayudó a levantarse. —No intente moverse muy de prisa. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde están Sophie y el párroco? —Mi cabeza... —Se la frotó un momento e hizo una mueca de dolor—. ¿Dónde estoy? —Está en Edgecombe. ¿No lo recuerda? —Oh... sí. Yo... Los pesados pasos de Gordon interrumpieron sus palabras. El granjero soltó una retahíla de insultos mientras cruzaba el vestíbulo y se arrodillaba a los pies de su hija. —¿Estás bien? ¿Qué te ha hecho ese bastardo, pequeña? Rachel hizo otra mueca de dolor y soltó otro gemido. —Al parecer, la han dejado inconsciente de un golpe —dijo Chad. —Lo mataré —juró su padre. —¿A quién matarás? —preguntó su hija, inquisitiva, y parpadeó varias veces. —Mataré a quienquiera que te haya golpeado, muchacha, a esa persona. —Alguien ha venido por detrás. No he podido ver quién era.

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Reese entró entonces en el vestíbulo. —¿Dónde está el condenado párroco? —preguntó. —¿Sabes dónde han ido él y Sophie? —Poniéndose en pie, Chad echó a andar. Cada minuto era importante: cada segundo que pasaba aumentaba el peligro en que Sophie podía estar. Rachel negó con la cabeza. —Sophie se ha ido primero. Por allí. —Señaló el salón—. Y luego el señor Hall se ha ido hacia allá. —Señaló el comedor—. Hemos oído un ruido y ha ido a investigar. Yo he esperado un rato y después me he levantado para ir tras él. No me gusta estar sola. Pero entonces he oído algo en la escalera. Ni siquiera he tenido tiempo de volverme. He notado un dolor horrible y... y todo se ha vuelto negro. —¿Qué hacía Sophie en el salón? —preguntó Chad. —Iba a la biblioteca. Eso ha dicho. —¿La biblioteca? —Se le hizo un nudo en la boca del estómago—. ¿Qué iba a hacer allí? —Yo... no lo sé. No lo ha dicho. Ella... —No importa. —La dejó allí y corrió al ala norte. La puerta de la biblioteca estaba abierta, pero dentro no había ni rastro de Sophie. Cuando regresaba al vestíbulo, el movimiento de una sombra en la terraza le llamó la atención. Sacó la pistola y se deslizó sigilosamente hacia el umbral del comedor. Miró dentro y vio la puerta-ventana abierta, oscilando. Más allá, una pierna con un pantalón oscuro y un zapato formaban un extraño ángulo sobre las losas del suelo. Chad corrió hacia allá y se encontró al párroco caído boca arriba. Tenía el pelo y la sien derecha ensangrentados. Durante un segundo, lo contempló desconcertado. Si Hall estaba allí, inconsciente, ¿quién tenía a Sophie? Se agachó y tocó el hombro del vicario varias veces. —Hall. Despierte. El hombre abrió los ojos y luego los cerró con fuerza. A continuación se los frotó con una mano y se sobresaltó al llegar a la herida que tenía en la ceja. Con la otra mano palpó el suelo. —Mis anteojos... Chad vio un resplandor que reflejaba el cielo entre los arbustos, cogió los anteojos y se los puso al párroco en la nariz. —¿Qué ha pasado? —El muy sinvergüenza me ha golpeado con la culata de mi pistola —contestó, castañeteando los dientes mientras Chad lo ayudaba a sentarse. —¿Quién? ¿Y dónde está Sophie? —Su maldito sirviente, él ha sido. Al menos, eso creo. Sé que él me ha arrebatado la pistola... el resto es confuso. No puedo sabe qué ha pasado con la señorita St. Clair.

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Chad se puso en pie. —¿Nathaniel lo ha golpeado? —He salido porque me ha parecido oír voces. —Frunció el cejo e intentó concentrarse—. Puede que provinieran de una ventana de arriba, ahora que lo pienso. Yo... no estoy seguro... pero Nathaniel ha salido de detrás de mí. No me ha extrañado verlo, al fin y al cabo, trabaja aquí, de modo que no he creído necesario tomar ninguna precaución. Pero luego se ha abalanzado sobre mí y me ha quitado el arma. He sentido un dolor espantoso. —Hizo una mueca de dolor y se tocó el costado de la cabeza—. Me duele como mil demonios. —Todo esto no tiene ningún sentido. —¿Nathaniel se ha puesto de repente violento? Chad aún recordaba cómo se había asustado como un niño cuando lo vio la primera vez, al toparse con él en la cocina. ¿Alguien le había ordenado a Nathaniel que atacara al párroco? Chad estaba convencido de la culpabilidad de éste. Las hierbas. El veneno. ¿De qué otro modo podía explicarse su malestar? —Esa infusión que usted me dio ayer, ¿qué llevaba? —¿Qué importancia puede tener eso en un momento como éste, milord? ¿Qué hay de la señorita Gordon? —Le han dado un golpe en la cabeza, aunque no tan fuerte como a usted. Responda a mi pregunta. El hombre levantó los dedos y enumeró. —Jengibre, aquilea, matricaria. Y un poquito de corteza de limón. —¿Lo jura? —Sí, como clérigo de la Iglesia de Inglaterra, lo juro. ¿De qué va todo esto? Chad no había imaginado su malestar de la noche anterior ni de aquella mañana. Algo había hecho que se sintiera mal como nunca antes. Y si no había sido la infusión, entonces... El brandy. Pero no, el brandy lo había llevado Kellyn... Y ella lo había dejado específicamente para él, según Rachel. Intentó quitarse la idea de la cabeza. ¿Con qué objetivo iba a querer envenenarlo Kellyn? Ellie Rose, su propia hija, afirmaba que su madre necesitaba la protección de Chad. No tenía sentido, pues, pensar que pudiese ser capaz de algo así. Además, si el brandy hubiera contenido veneno, los demás también habrían sufrido los mismos efectos... a menos que el ingrediente mortal sólo hubiera estado en su vaso. Cualquiera podría haberlo puesto: Reese, incluso Gordon. Por lo que sabía, cualquiera de los dos hombres podría haber querido tenderle una trampa cuando iban a por los bandidos en el páramo. Se le ocurrió una infinidad de posibilidades que lo dejaron confuso, asfixiado por las sospechas. No podía confiar en nadie: ni en el párroco, ni en Nathaniel, ni siquiera en Kellyn. Con la sangre zumbándole en los oídos, se puso en pie.

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—Reese —llamó a través de la puerta abierta. Cuando el hombre apareció, Chad sacó el arma que llevaba a la cintura—. Han atacado al párroco —dijo—. Llévelo dentro y cúrele la herida. —Esto va en contra de su teoría, milord —dijo el tabernero cuando salió a la terraza, Chad lo observó para ver si encontraba algún indicio de traición en él, pero lo único que vio fue a Reese inclinándose para ayudar a Hall a levantarse. Los precedió hacia el comedor y agarró un candelabro de peltre del aparador. Rodeó la mesa y cogió el pedernal y el yesquero de la repisa de la chimenea. —Usted y Gordon, quédense aquí —ordenó, mientras Reese y el párroco entraban—. Atienda a Tobias y a Rachel. —¿Adónde va? Chad se detuvo en la puerta. —Tengo una idea de dónde puede estar la señorita St. Clair. Pero ¿con quién la encontraría? ¿Los bribones de la granja del páramo? ¿Con Grady... o con Kellyn? Sin manera de saberlo, salió a la terraza, bajó los escalones de dos en dos y corrió hacia el invernadero.

En su sueño, Sophie sentía que el mar se agitaba debajo de ella, balanceándola como un pedazo de madera a la deriva. El viento le daba en la cara y sentía que su estómago seguía el vaivén de la marea, mientras la amargura del agua salada se le metía por la nariz y la boca. Sentía un intenso dolor en la nuca. Saber que se trataba de un sueño no mejoraba la situación. Con cada oleada sentía más pánico. ¿Se la tragaría el mar? ¿La devoraría el «remolino del diablo»? ¿Se estrellaría contra las rocas? Chad ya debería estar allí. Debería haberla despertado con un beso, haberla cogido en brazos y decirle unas tranquilizadoras palabras con aquella aterciopelada y dulce voz. Aquella voz que le hablaba directamente al corazón, al alma. En cualquier momento la despertaría con suavidad y harían el amor, enterraría sus miedos en el éxtasis compartido. Con la unión de sus cuerpos y sus corazones, podrían deshacerse de los errores, de las mentiras y de la furia. En cualquier momento llegaría... Hizo un esfuerzo por conjurarlo. Porque llenara su sueño con su esencia y con su fuerza. Pero seguía sola, completamente sola en aquel mar inmenso y agitado. Oh, pero todo era por su culpa. Ella lo había alejado. Lo había llamado mentiroso. Y, sin embargo, ¿no le había mentido ella también, a su manera, cuando le había dicho que jamás podría confiar en él ni volver a amarlo? —Sophie. Abre los ojos. Por un instante se le paralizó el corazón. Pero no. Aunque era inquietantemente parecida a la voz de Chad, aquélla pertenecía al espíritu de su padre. En la biblioteca, lord Wycliffe había intentado transmitirle un mensaje crucial: que no había muerto a causa del fuego.

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Se esforzó por abrir los ojos, pero sentía que los párpados le pesaban como si tuvieran plomo encima. El dolor de cabeza se hizo más agudo. —Lucha, Sophie. Haciendo acopio de todas sus fuerzas y de toda su voluntad, consiguió abrir un poco los ojos. Vio pasar oscuras nubes sobre ella. Veía como destellos circulares el pecho blanco de las gaviotas. Un muro de granito a la derecha le limitaba la visión. Buscó a tientas algo de lo que cogerse y tocó una tosca superficie de madera. Una astilla se le clavó en el dedo y el dolor hizo que levantara la cabeza. Aquello no era un sueño. El murmullo de unas voces competía con las olas y los graznidos de las gaviotas. Voces que conocía, en las que confiaba. O así había sido. Intentó volver la cabeza; hizo una mueca al sentir el dolor en algún punto debajo del pelo. Veía el cielo enmarcado por tablones de madera y un mástil aparecía y desaparecía de su campo visual. Estaba en el fondo de un pequeño bote. Vio pasar una serie de imágenes en su memoria. El estoque. Una apresurada marcha por los jardines. Un túnel oscuro y sinuoso. Una repentina salida a la luz. Nubes. Olas. Una cara quemada por el sol bajo una cabellera rojiza. El marinero irlandés. Después, había sentido un intenso dolor y todo se había vuelto negro. ¿Lo había soñado? El mensaje que lord Wycliffe había intentado comunicarle en la biblioteca, ¿era verdad o lo había imaginado? El barco se hundió un poco y una figura apareció ante ella. Una figura vestida con seda dorada y rojiza, que la miraba con aire triunfal. Sophie se esforzó por decir una palabra, que fue poco más que un susurro. —Meg.

Chad salió del túnel, la vela parpadeante proyectaba grotescas sombras que bailaban en las esquinas de su campo de visión. A veces le parecía ver a la pequeña fantasma que había llegado a conocer tan bien y otras oía sus pasitos detrás de él. Pero en ese momento no era a los fantasmas a los que tenía que temer. El verdadero peligro estaba en los vivos. Más adelante, se filtraban unos pálidos rayos de luz. Apagó la vela, la dejó y se sacó la pistola de la cintura. Luego se dirigió hacia la boca del túnel, dispuesto a disparar si hacía falta. La abertura en el acantilado formaba un marco irregular alrededor de una escena que le heló la sangre en las venas, porque era todo lo que temía. El bote de Grady ya no estaba amarrado. Aunque la vela permanecía plegada, el pequeño velero subía y bajaba entre las olas, abriéndose paso en el mar contra el empuje de la marea. El irlandés estaba de pie en el centro del pequeño bote, usando un remo para guiarlo entre las rocas de la orilla. Más lejos, en el agua, apenas discernible en el brumoso horizonte, un barco más grande esperaba. En el palo mayor flameaba un banderín rojo y negro. A Chad se le aceleró el pulso y se quedó inmóvil, frenado por lo

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que veía e intentando comprender la situación. Una vez que Grady llegara a mar abierto y desplegara la vela, llegaría al barco en cuestión de minutos. El irlandés se inclinó hacia abajo un momento, y Chad divisó a Kellyn, que había afirmado no saber dónde estaba Grady. Estaba sentada en la proa. Pero ¿dónde estaba Sophie? El barco se balanceó por el empuje de una ola y entonces alcanzó a vislumbrar algo rojizo en la cubierta. ¿Qué llevaba Sophie aquella mañana? Un vestido de viaje. Sí, un vestido de viaje de tela rojiza. Esperó otro momento, deseoso de que Kellyn demostrara que sus sospechas eran equivocadas cogiendo el segundo remo de la cubierta y golpeando con él a Grady antes de lanzarlo al mar. Pero no lo hizo. Estaba sentada quieta, con las manos apoyadas en los asientos que tenía a los costados mientras el bote se balanceaba entre los remolinos. Chad alcanzó a ver a Sophie un par de veces más. A la que el bote avanzaba un poco, las potentes olas lo empujaban otra vez hacia la orilla. Si se apresuraba, podría abordarlos antes de que llegaran a mar abierto. Amartilló su pistola, apuntó y salió de la boca de la cueva. —¡Grady! El hombre volvió la rojiza cara en su dirección al mismo tiempo que Chad sentía un golpe entre los omóplatos. El impacto lo hizo caer de rodillas, y tras un grito que llegó desde el velero, vio una bota que pateaba la pistola que tenía en la mano. Sintió el dolor en los dedos y el arma cayó dando vueltas hasta quedar entre las rocas del rompeolas. Tras una segunda orden, vio pasar unos pantalones. Chad parpadeó y descubrió que le apuntaban con su propia pistola. —Nathaniel, no. El sirviente no dijo nada. Sólo le apuntaba con la pistola y lo miraba a los ojos. Sin embargo, infinitamente peor era que la voz que le daba las órdenes a Nathaniel no era la de Grady sino la de Kellyn. Su amiga. La amiga de su padre. La prueba de su traición golpeó a Chad. —Quiere hacernos daño, Nathaniel —gritó Kellyn—. ¡Debes dispararle para detenerlo! —Tú no quieres hacer eso, Nathaniel. —Chad se esforzó por hablar con la voz más tranquila que pudo—. Kellyn está equivocada. Yo soy tu amigo. Me aseguro de que vayas a casa antes de que se haga de noche, ¿no es así? ¿Haría eso si quisiera hacerle daño a alguien? —Sólo de día. —El hombre se detuvo de repente a un metro de distancia. —Eso es, Nathaniel. Me encargaré de que estés en casa antes del atardecer. — Tendió la mano—. ¿Por qué no me das eso, así no te lastimas? —¡Dispárale, Nathaniel! —No me gusta disparar. —La cara del hombre expresó un claro disgusto—. Me duele en los oídos. No quería que usted apretara el gatillo. Podía lastimar a la dama.

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Él quería gritarle que Kellyn se lo merecería, pero la expresión de Nathaniel se suavizó y entonces Chad tuvo una intuición. —¿Quieres decir a Sophie? Tenías miedo de que hiriera a Sophie si disparaba, ¿no es así? Por eso me has golpeado. —No debe lastimar a la dama. —¿Has atacado al párroco? Nathaniel negó con la cabeza y señaló hacia el bote. —Yo cogí el arma. Él golpeó al párroco. —Bajó la voz hasta que no fue más que un susurro—. Es un hombre malo. —¡Maldita sea, Nathaniel, dispara! —Kellyn hizo un gesto en el aire con un objeto largo que reflejó fugazmente el brillo grisáceo de las nubes. ¿Era el estoque que él había encontrado bajo la casa? Chad pensó en ello un brevísimo instante. Conteniendo la respiración, miró la punta de la pistola. Con el rabillo del ojo, vio que el bote cambiaba de dirección. —Ella viene. —Los torcidos dedos del sirviente se cerraron sobre el arma—. Está enfadada. —Rápido, Nathaniel, dame la pistola. Yo puedo protegerte. El casco rascó sobre las piedras que cubrían la orilla. La roja melena de Kellyn se agitaba como llamas mientras se levantaba. Blandía el estoque en la mano derecha y con la izquierda, se levantó las faldas y se dispuso a bajar del bote. —¡Ya viene! —Nathaniel comenzó a temblar y el arma se le disparó. La explosión retumbó en los acantilados y le hizo perder a Chad el equilibrio. Cayó de espaldas en la superficie pedregosa de la playa y el golpe lo dejó uno o dos segundos sin aliento, hasta que se dio cuenta de que no estaba herido. Que Nathaniel hubiera errado el tiro a tan corta distancia parecía un milagro... uno que no tenía tiempo de pararse a considerar. Se puso en pie... ... Y entonces vio qué era lo que había alterado tanto a Nathaniel y que seguía teniéndolo embelesado. En la boca de la cueva, una pálida luz y una cenicienta sombra se mezclaban y se movían, formando una imagen, tan translúcida que podría haberse confundido con un reflejo del agua. Pero Chad reconoció el tamaño y la forma de la misma. El sirviente permanecía inmóvil, excepto por la trémula sonrisa que se le dibujaba en sus labios. Relajó la mano y se le cayó la pistola al suelo. Chad no perdió tiempo. Se puso en pie y se abalanzó sobre ella. Patinó sobre las rocas húmedas, cogió el arma con las dos manos y luego se levantó. Nathaniel lo miró brevemente, sin el menor interés por el destino de la pistola. —Rosas. Pequeñas rosas. —Dios mío —susurró Chad, atónito—. Tú la conoces.

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Una explosión sacudió la borda de madera debajo de Sophie y el dolor que

sentía en la cabeza pareció multiplicarse por mil. Las voces se acallaron, dejando sólo el sonido del viento y las olas, y el crujido de la madera del bote. Un miedo terrible se apoderó de ella. Chad. Había oído su voz entre las otras. Ahora no había nada más que el amenazador eco de lo que debía de haber sido el disparo de una arma de fuego. Dios santo, ¿le habrían disparado? Se desesperó ante la idea de no volver a abrazarlo y comenzar el proceso del perdón y la reconciliación. De vivir el resto de su vida sepultada por la culpa de una verdad silenciada: que, sin importar lo que hubiera hecho, lo amaba incondicionalmente. Era una carga que no podía llevar. Apretando los dientes y bañada en sudor, luchó con el dolor físico y con su miedo y se deslizó por cubierta hasta que pudo erguirse y cogerse de la borda. Consiguió sentarse y mirar qué pasaba. Las piedras cubrían toda la ensenada a pocos metros del bote. Desde éste, Sophie casi podía tocar las rocas que asomaban por encima del agua, entre las olas. Kellyn iba hacia la costa, usando las piedras como plataformas para poner el pie. El estoque se movía adelante y atrás en su mano y sus faldas de seda ondeaban como velas, tapándole a Sophie la visión. ¿Dónde estaba Chad? Se volvió al oír un ruido a su espalda. El irlandés estaba sentado en la cubierta, usando un remo para estabilizar el bote. Sophie le espetó: —¿Qué quieres? ¿Por qué haces esto? —Porque no pudimos disuadir al conde ni a ti, ni siquiera cuando os dije que iría a Mullion para alertar a las autoridades. —Los ojos azules del marinero brillaron con malicia—. Todo esto es culpa tuya, por entrometerte en asuntos que no te conciernen. Ahora nuestro secreto ha salido a la luz y debemos irnos de aquí. Las autoridades no se atreverán a dispararle a nuestro barco. No con la nieta de Cornelius St. Clair a bordo. —¿Qué barco? —Sophie echó un vistazo al horizonte, donde la imagen de una nave que esperaba la aterrorizó—. Estáis los dos locos. Grady agitó el remo como si fuera a golpearla con él, antes de volver a concentrarse en intentar estabilizar el bote. El cambio que se había operado en su semblante la hizo estremecerse. El hombre compasivo que había conocido en la taberna había desaparecido, dejando en su lugar a alguien irreconocible e inhumano. Volvió la vista hacia la playa. Kellyn saltó a la ensenada, mojándose las botas y el bajo del vestido. De repente, Sophie pudo ver a Chad y sintió un arrebato de euforia. Estaba vivo, junto a Nathaniel, cerca de la boca de la cueva. Ambos estaban de espaldas al agua mientras Kellyn se encaminaba hacia ellos, con la espada levantada ante ella como una serpiente petrificada. —¡Chad! —gritó Sophie para advertirle.

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Él se volvió. Incluso antes de ver a Kellyn, miró a Sophie a los ojos. Incluso a distancia, percibió la emoción que vio arder en sus ojos ambarinos, la fiereza de la promesa que podía ver en su cara: moriría antes que dejar que le hicieran daño. —No. Oh, por favor, no. —Antes de que pudiera decir nada más, él miró a otro lado. Empuñaba una pistola. Al verlo, Kellyn se detuvo abruptamente a varios metros de él. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que pareció un ladrido. —Eras tú. —Sophie oyó que Chad le decía—. Tú y Grady. El contrabando, los asesinatos... Ella levantó la espada y le hizo una reverencia. —¿Sorprendido? Jamás habías imaginado que las órdenes pudieran venir de una mujer, ¿no es así? —Creo que hay palabras que te describirían mejor. —Chad estiró el brazo y adoptó una postura como para ir a disparar. Kellyn se pasó la mano por su llameante pelo rojo. —No lo harás. —¿Quieres apostar? —Tienes una oportunidad, amigo mío. —Se puso en jarras—. A una distancia tan cercana no puedes errar, a menos, por supuesto, que esa conciencia de caballero errante que tienes haga que la bala se extravíe por ahí. Al fin y al cabo, no deberías herir a una mujer. —Ponme a prueba. —Y cuando dispares y falles, tendrás que recargar. Entonces yo correré hacia ti. Así pues... ¿quieres apostar? El ganador se lo lleva todo. Tu amada Sophie contra mi espada favorita. —¿Tu espada? —Sophie oyó el sonido cuando Chad amartilló la pistola. Esperó la detonación pero ésta no llegaba. El corazón se le encogió al reconocer la verdad que había en las palabras de Kellyn. Lo más probable era que Chad no apretara el gatillo, que no pudiera matar a sangre fría, sin importar cuán merecida fuera la muerte de Kellyn. Simplemente, no era de esa clase de hombre. Y por eso había una elevada probabilidad de que no sobreviviera. El espíritu de su padre había intentado explicárselo. Había intentado hacerle entender que sin ella como razón para luchar, Chad se daría por vencido fácilmente y lo matarían. Tenía que llegar a la costa. Miró hacia atrás y vio el otro remo en cubierta. Se deslizó hacia él. —No lo hagas. —Grady sacó el remo del agua. Y, chorreando, lo llevó hacia ella. El instinto le hizo levantar las manos, pero en vez de desviar el golpe, milagrosamente, cerró los dedos sobre el palo de roble. Usando su peso y toda su fuerza, dio un salto que hizo perder el equilibrio al hombre.

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El bote se escoró y una ola se coló por la borda. El irlandés resbaló, y, al intentar no caer, soltó el remo. Sophie no perdió ni un segundo, lo levantó en el aire y le dio en la cabeza con la parte plana. Grady cayó redondo en la cubierta, con un ruido sordo. —Oh... Santo Dios —murmuró, mirando el cuerpo inerte y comprendiendo la resistencia de Chad a disparar—. Espero no haberte matado. —Lo observó hasta que vio que respiraba y que no manaba sangre de su cabeza. Se dio cuenta de una cosa: era imposible que ella sola hubiese podido con aquel hombre. Debía de haber tenido ayuda, una ayuda que venía de una fuente en la que ella no había creído hasta ese día —. Gracias, lord Wycliffe —susurró. El bote estaba ahora a merced del mar, que lo hacía girar lánguidamente. Las olas lo llevaban hacia tierra, después hacia el agua cuando la marea retrocedía. El casco rascaba con las rocas cada vez que se movía. Miró por un costado y calculó que allí no haría pie. Su traje de viaje de brocado la hundiría si intentaba nadar. Consideró la posibilidad de buscar el otro remo, encajar ambos en el soporte y remar, pero cada instante que dudaba se alejaba más de la playa. Además, ella nunca había remado. Tomando una rápida decisión, cogió el remo que tenía, lo metió en el agua y lo encajó entre las piedras. Lo sostuvo con fuerza, luchando por mantener el bote quieto contra la marea. Miró hacia la costa. Chad y Kellyn se miraban el uno al otro, desafiándose. Se habían alejado de la cueva y estaban en la playa de roca, moviéndose lentamente en círculo, caminando alternativamente por las piedras y el agua. —Creía que éramos amigos —dijo Chad, alzando la voz por encima del rugido de las olas. Dio un paso al costado y salió del agua—. ¿Podrías atravesarme tan fácilmente? —Como si fueras mantequilla. —Inclinándose, Kellyn acercó la punta de la espada y la blandió peligrosamente cerca del pecho de Chad—. De todos modos, me pregunto si morirías. Ayer puse suficiente belladona en tu brandy como para matar a un buey. Primero en tu vaso y luego en la botella, una vez me di cuenta de que probablemente nadie más bebería de ella. No tenía sentido matarlos a todos. —Entonces, el granero de los Gordon debe de estar a punto de fallecer en cualquier momento. —Ella le acercó la espada otra vez y él la alejó con el cañón de su pistola—. Me temo que en un ataque de frustración, lancé tu botella contra la pared. —Qué temperamento tan exaltado, cariño. Debes aprender a controlarlo. —Tienes razón. —A pesar del desenfadado tono de sus palabras, cuando Chad quedó frente a Sophie, ésta pudo ver la tensión en su mandíbula—. ¿Usaste belladona también con mi padre? Volvieron a girar. Una sonrisa satisfecha otorgó al rostro de Kellyn una belleza siniestra. —Como un buen muchacho, se la bebió toda. —Confiaba en ti y lo engañaste. —En sus ojos brilló una gélida furia. Señaló con la pistola el vestido que ella llevaba—. Tenías un guardarropa en Edgecombe. ¿Erais amantes? ¿Asesinaste a tu amante, Kellyn?

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—¿Mi amante? —Otra vez aquella risa mordaz y forzada—. Jamás. Lo único que Franklin hacía era llorar por aquel gélido dechado de virtudes que tú llamabas madre. Y lamentarse por la ausencia de su adorado hijo. Sophie se quedó sin aliento al ver el cambio en la cara de Chad. Con la boca entreabierta, mudo de consternación, la luz de sus ojos se apagó en una marea de angustia, y la rigidez de sus hombros desapareció. Horrorizada, vio cómo bajaba la pistola. Los brazos le quemaban de la tensión de luchar contra la corriente. Tenía las manos acalambradas sujetando el remo, y se sentía aterrorizada ante la posibilidad de perder la batalla contra el mar. Pero había otra batalla que se negaba a ver perdida. No ocurriría mientras le quedara vida. —Chad, no debes escucharla —gritó—. Está medio loca. Cree que es la reencarnación de Meg Keating. Y, como Meg, no dudará un instante antes de matarte. O de matarme. ¿Me oyes, Chad? Recuerda las leyendas, las atrocidades que cometió Meg... Ahora Kellyn no dudaría en hacer lo mismo.

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CAPÍTULO 25

¡Sophie! Chad había vuelto a darle la espalda, en medio de la exasperante danza que estaba ejecutando con Kellyn, pero había llegado a ver fugazmente su pálida cara y sus brazos agitándose. Anhelaba ir hacia ella, llevarla a un lugar seguro, pero sabía que en el momento en que se descuidara, Kellyn cumpliría su amenaza de atravesarlo con la espada. Y entonces, ¿qué pasaría con Sophie? Podía poner fin a aquello con sólo apretar el gatillo. Pero por Dios, ¿dispararle a Kellyn? ¿Matar a una mujer? Incluso entonces, sabiendo que había asesinado a su padre y a muchas otras personas, intentaba comprender qué podía haberla llevado a actuar así. Contra toda evidencia, quería creer que nadie era enteramente malvado, y que en algún lugar de su interior todavía existía la mujer bondadosa que había conocido en la taberna. Entonces, cuando volvió a vislumbrar la forma de Ellie Rose, lo comprendió todo. «El mal la está matando. Le está matando el alma. Debes ayudarla». Ésa era la misión que su pequeña fantasma le había encomendado para expiar sus propios delitos. La vida de Kellyn no debía acabar, al menos no hasta que él despertara lo que quedaba de su alma. Sólo entonces, quizá, pudiese liberar a la pequeña Ellie Rose del tormento eterno que sufría. —Tú no eres Meg Keating —le dijo—. Eres Kellyn Quincy, una mujer que una vez tuvo una pequeña hija que murió. La mueca sonriente desapareció de su semblante. Sin previo aviso, se adelantó y le lanzó una estocada. Chad se percató de que no era la espada que él había encontrado en el túnel, sino la que había desaparecido del salón. La que perteneció a Meg. Sophie tenía razón: Kellyn estaba loca. Con rápidos reflejos, dio un salto atrás, pero la punta del estoque le rasgó la camisa y le hizo un tajo a la altura de las costillas. La piel se abrió y la sangre comenzó a empapar la camisa. Detrás de él, Sophie gritó. Quería tranquilizarla, pero no se atrevía a apartar los ojos de Kellyn. Quizá la mujer mereciera morir sin absolución. Furioso, apretó la

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mandíbula, levantó la pistola y dio dos pasos hacia ella. A esa distancia, la bala le atravesaría el corazón. Kellyn le plantó cara. —Adelante, dispara si puedes. —Mamá. Ella ahogó un grito y miró a un lado y otro. Cerca de la boca de la cueva, el tenue contorno de la niña se veía aún más pálido y borroso que en la capilla. Su capacidad de materializarse en el mundo corporal parecía estar llegando a su fin. —Pequeñas rosas. —Nathaniel permanecía apoyado contra el acantilado, con los ojos clavados en la pequeña, con una expresión de infinito cariño—. Dulces pequeñas rosas. Kellyn parecía haberse quedado petrificada, con la mirada perdida y la cabeza inclinada, como si estuviera escuchando. —Ellie Rose, tu madre te necesita. —Chad contuvo el aliento durante un momento eterno durante el cual la pequeña fantasma pareció vacilante. Luego planeó hacia ellos. Con la luz del día se le podían ver mejor los rasgos: los ojos vacíos, la frente lastimada, el pelo revuelto y la ropa hecha jirones. Sorprendido, se dio cuenta de que ya no le parecía repulsiva. Ya la veía como lo que era: una niña arrastrada por la tragedia. Ya no le producía temor. —¡Oh, Dios! —El grito de asombro de Sophie le llegó desde el agua. Chad mismo se asombró de que también ella pudiera ver a la pequeña. Miró el bote. Sophie tenía los ojos abiertos como platos y traslucían miedo. Tenía los nudillos blancos alrededor del remo que sostenía contra la fuerza de la marea. —Ya voy, Sophie —gritó. —Lo sé. Te estaré esperando. Pero primero haz lo que debes hacer. Su convicción, la fe que le transmitía, le dieron fuerza. Su valentía le dio la confianza y supo que, por ella, se impondría. Amaba a Sophie y si la aparición de Ellie Rose significaba algo, era que el espíritu del amor nunca moría, jamás dejaba de luchar. Le dijo a Kellyn: —Tu hija está decidida a salvarte del mal de tus propias acciones. Has oído su llamada. ¿Acaso no puedes verla? —Mi hija está muerta. No hay nada para ver. —¿Estás segura? Pues yo la veo. Sólo tú has cerrado los ojos. Por fuera está asustada y llena de cicatrices. Pero a mis ojos es hermosa, mientras que tú te has vuelto un monstruo oscuro y reseco. Kellyn rió, un sonido que se interrumpió cuando el brillo de Ellie Rose pasó por su lado. La mujer retrocedió y bajó el estoque. Chad comenzó a acercarse a ella, deteniéndose cuando volvió a blandir la espada.

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—Kellyn, tu hija Ellie Rose está aquí —dijo tratando de mostrarse calmado—, y está desesperada por ayudarte. El amor que siente por ti no la deja descansar en paz y está quedándose sin tiempo. Necesita que la escuches. Que la veas y que creas en ella. Que seas su madre otra vez. —No digas tonterías —contestó ella con desdén—. Aquí no hay nada más que aire. —Si miras con el corazón, verás a tu hija. ¿No lo deseas? ¿Una oportunidad más de ver a Ellie Rose? Sólo puedo imaginar lo mucho que la amabas. Cuánto has sufrido por su ausencia. Su amor por ti traspasa todos los límites. No importa lo que hayas hecho, ella todavía te quiere. —Muy conmovedor. ¿Por qué, yo...? —¿Mamá? —Con su mano transparente, Ellie Rose la tocó. Le pasó los dedos esqueléticos a través de la falda carmesí, como si la tela no fuera más sólida que una nube. Kellyn tembló como si alguien la hubiera cogido por los hombros y la hubiera sacudido, y dejó escapar un sonido gutural. —Mamá, te he echado mucho de menos —susurró la pequeña fantasma. —¿La oyes, Kellyn? —Bajando el arma, Chad se acercó a ella. La mujer levantó la espada hasta su pecho y en su boca se dibujó una mueca de desafío. —No oigo nada. —Creo que sí lo oyes. Puedo ver el dolor en tus ojos. —Mamá. Tengo un mensaje para ti. Uno que tienes que escuchar. Kellyn ahogó otro grito y cortó el aire con el estoque, atravesando el espectro de Ellie Rose. Chad retrocedió de un salto, salpicando agua a su alrededor. La mujer movía la espada frenéticamente. —No hay nada... nada... La pequeña se sostenía en el aire, imperturbable. —Sí lo hay, Kellyn —insistió Chad—. Está el amor de tu hija y tu propia necesidad de ser su madre. Con un aullido que parecía salido de la más oscura de las catacumbas, Kellyn describió un círculo con la espada sobre su cabeza y se abalanzó hacia él. Chad saltó a un lado, pero la punta le tocó el hombro, clavándosele y hundiéndose profundamente. Sintió un dolor inmenso en el brazo, en el pecho y en la espalda y cayó de rodillas en las olas, mientras se quedaba sin fuerza en los dedos. Soltó la pistola, que cayó al agua. Con la claridad de una pesadilla, vio desaparecer su única defensa bajo la superficie. Con la cara crispada, Kellyn sacó la espada. De la herida empezó a manar la sangre. En una especie de nebulosa, Chad miraba la hoja, admirando el brillo rojo en el metal. La mujer hizo una mueca salvaje y se dispuso para atacar otra vez.

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El grito de Sophie retumbó en los acantilados y reverberó en el interior de Chad. Cuando la hoja caía de nuevo sobre él, sólo pudo pensar en ella. —Lo siento, Sophie. Lo siento tanto... Desesperado, cayó de rodillas. La espada iba directa hacia él, pero su cambio de postura hizo que Kellyn perdiera el equilibrio y cayera al agua. Chad recobró algo de esperanza. Relegando el dolor a un rincón de su mente, se puso en pie, pasó los brazos alrededor de la cintura de Kellyn y aprovechó una fuerte ola para tumbarla de espaldas. Su ataque la había sorprendido, pero el desconcierto no le duró mucho. Sujetando la espada con las dos manos, intentó clavársela. Sin embargo, Chad la inmovilizó con el peso de su cuerpo, al tiempo que le cogía los brazos. En la lucha por la posesión del arma, ésta se sacudía violentamente sobre sus cabezas. Las olas rompían sobre ellos mientras luchaban, envolviéndolos en una confusión de espuma, brazos y piernas. A Chad le entró agua por la nariz y la boca. Tosió. Kellyn escupió, se atragantó y luchó por respirar. Él sintió que perdía la fuerza de los brazos. «Ellie Rose, háblale. Debes llegar a ella». —Quietos ahí, los dos. Por encima de la brisa y las olas, Chad oyó amartillarse una arma sobre su cabeza. Levantó la vista y vio el cañón de una pistola y, más arriba, la nariz aguileña y el par de ojos muy juntos, astutos, que lo miraban bajo el ala de un sombrero de tweed. Era el desconocido de la taberna que se vestía como un pescador pero se comportaba como si no lo fuera. El hombre que Kellyn había dicho no conocer. —Usted. —Chad maldijo. Se le hizo un nudo en la garganta con un renovado sentimiento de desesperanza. ¿Por qué no había previsto que Kellyn tendría otros ayudantes, además de Grady? Ante su vista apareció una segunda pistola y luego otra más, en manos de dos hombres que rodeaban al primero. Chad casi deseó que le dispararan y le ahorraran la agonía de ver a Sophie correr su misma suerte. —Suelte la espada —dijo el hombre del sombrero— y siéntese despacio, lord Wycliffe. Muy despacio. Él hizo lo que le decía. Esperaba que Kellyn se levantase y lo mirara con una sonrisa burlona. Cuando vio que se quedaba de espaldas, con las olas rompiendo contra sus botas y sus faldas, se dio cuenta de que la pistola del hombre la apuntaba a ella, mientras que uno de sus acompañantes le quitaba el estoque de las manos. Chad no tenía tiempo de pararse a comprender qué significaba aquello. Poniéndose en pie, se lanzó a las olas. Quizá le dispararan por la espalda, pero él iba a ir a buscar a Sophie. De repente fue presa del pánico. El bote ya no estaba varado entre las rocas sino que se había alejado más allá del rompeolas, sin signos de que Sophie estuviera a bordo. Frenético, buscó entre las tumultuosas aguas. Entre las piedras, una rojiza flor se arremolinaba entre las corrientes. El corazón se le paró al verla: era la chaqueta de

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viaje de Sophie. Recordó el terror de su sueño: con ella ahogándose, y muriendo en sus brazos. Bramando su nombre, se sumergió en el agua. —¡Sophie! Como un torturado gemido que saliera de la tierra, el sonido de su nombre se abrió paso entre las olas. «Chad». Antes de quitarse la chaqueta de viaje y de trepar por la borda, había visto cómo Kellyn lanzaba su estocada. Chad había caído de rodillas en el agua. En ese momento, Sophie había saltado de la barca, decidida a ir hacia él. Ahora, al oírlo gritar su nombre, se le llenó el pecho de emoción. Estaba vivo. Vivo y yendo en su busca. Intentó gritar, pero una gran ola le cubrió la cabeza y convirtió su voz en un sonido gutural. Tenía los labios paralizados de frío, y temblaba incontrolablemente mientras el mar la llevaba de un lado a otro. La espuma de las olas la cegaba y le impedía orientarse. Chad gritó su nombre otra vez. Sophie no podía verlo, no podía ver nada, más allá de las agitadas aguas y las amenazantes rocas. —¿Sophie? ¿Dónde estás? Oh, por Dios, respóndeme. —¡Aquí! ¡Chad, estoy aquí! —Se le llenó la boca de agua. Escupiendo y boqueando, agitaba los brazos, buscando algo a lo que aferrarse. Ola tras ola la envolvían en una confusión de mar y cielo. Unos fuertes brazos la rodearon por detrás y le dieron la vuelta. Se sintió estrechada contra la pétrea rigidez de su pecho y apoyó la mejilla en un cuello que sentía otra vez familiar. Sintió una oleada de alivio. Luego oyó un fiero rugido y un desesperado sollozo por encima de la oreja. —Sophie... Sophie... —Repetía su nombre una y otra vez. El agua se elevaba a su alrededor. Chad intentó cogerla en brazos, pero notó la debilidad de su hombro herido. El dolor le alteraba las facciones. Rodeó la cintura de él con un brazo y pataleó hasta encontrar el lecho del agua; apoyó los pies, se irguió y levantó la cabeza para respirar cada vez que avanzaba una ola. Chad la abrazaba con el brazo sano. Y así, apoyándose en la fuerza que le quedaba a cada uno, se abrieron paso entre las olas hasta que pudieron salir del agua y cayeron juntos en la orilla. Ella estaba otra vez en sus brazos, tan estrechamente abrazada que sus palabras le vibraban en el cuerpo. —Creía que te había perdido. Creía... Oh, Dios, ha sido como en la pesadilla. Intentando alcanzarte... y temiendo no llegar a tiempo... Sus palabras cesaron cuando ella buscó su boca con los labios. Chad tenía los labios fríos, y le sabían a sal, sin embargo, cuando los tomó en los suyos, ardieron como

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fuego y despertaron en su interior la certeza de la eternidad, después de creer que iban a perderlo todo. Él se apartó sin soltarla. —¿Estás bien? Sophie esbozó una trémula sonrisa y deslizó la mano de su nuca a su hombro. Él hizo una mueca de dolor. La sangre brotaba y le manchaba la camisa. —Estás malherido. —No es más que sangre. —Con un suspiro, le sonrió—. Un precio bastante barato. —Uno que estabas más que dispuesto a pagar por mi bienestar. —Se le rompía el corazón al darse cuenta de lo equivocada que había estado con él, de la poca fe que había tenido en aquel hombre que una vez tras otra le había demostrado su valía. Sí, había cometido errores, errores graves, pero con ella no había podido ser más noble—. Me equivoqué al juzgarte, al tratarte tan mal. Hice mal en no creer lo del fantasma. Su risa suave la conmovió. —Nada de eso importa. Sophie lo abrazó. Él se aferró a ella con el mismo fervor, y así se quedaron a la orilla del agua hasta que dejaron de temblar. Con suavidad, ella le acercó la mano a la herida. —¿Cómo has conseguido vencer a Kellyn? —Me han ayudado. —Volviéndose, señaló a los tres hombres que rodeaban a la mujer a una docena de metros de distancia. Sophie se aferró a su camisa. —¿Quiénes son? Él se puso en pie, la ayudó a ella a levantarse y luego le rodeó la cintura con el brazo, posesivamente. —Será mejor que vayamos a averiguarlo. Pero no creo que quieran hacernos daño. —Lord Wycliffe —dijo el del sombrero de tweed.—. Soy el inspector John Haversham, de Truro. —Con las botas chapoteando, el hombre le tendió la mano. Chad dudó visiblemente consternado, pero luego se la estrechó. El inspector echó un vistazo a Sophie y se tocó el ala del sombrero. —Señorita St. Clair. Fue el turno de ella de sorprenderse. —¿Cómo sabe usted mi nombre? —Es la nieta de Cornelius St. Clair y se aloja en casa de sus parientes, los Gordon. Dos de los cuales están metidos en serios problemas, especialmente si no acceden a cooperar.

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—Cooperarán —contestó ella rápidamente—. Estoy segura de que lo harán. —Siento mucho que se haya visto envuelta en todo esto, señorita St. Clair. — Haversham asintió respetuosamente—. Eso fue algo que no habíamos anticipado. De haberlo hecho, nos habríamos ocupado de su seguridad. Los compañeros de Haversham apuntaban a Kellyn mientras ésta se ponía en pie. Uno de los hombres sujetaba el estoque en la mano libre. El otro oficial le ató a Kellyn las manos a la espalda. Cuando terminaron con la tarea, hicieron una seña hacia el rompeolas. Los tres miraron hacia allí. Sophie se recogió el pelo mojado sobre un hombro y se escurrió el agua mientras preguntaba: —Inspector, ¿qué diantres está ocurriendo? —Sí, es hora de las explicaciones. He de admitir, lord Wycliffe, que había pensado que el otro día me había descubierto, por el modo en que me miró cuando estaba en La Gaviota. —Sabía que había algo raro en usted. No es un pescador. Se ve por la forma en que se mueve y por esas miradas sagaces suyas. —Tendré eso en cuenta la próxima vez que lleve adelante una investigación encubierta. —¿Una investigación? ¿Quiere decir...? —Sí, señorita. Ya hace semanas que mis hombres y yo seguimos a lord Wycliffe. —La mirada del hombre se volvió hacia Chad—. Lo hemos seguido y nos hemos anticipado a sus acciones. —En más de una ocasión me ha parecido sentir que me observaban. —Cuando Haversham arqueó una ceja, Chad estrechó el brazo alrededor de la cintura de Sophie —. Pero ya testifiqué. Les dije a las autoridades todo lo que sabía. —Eso es verdad, milord, pero no era en usted en quien estábamos interesados. Rápidamente descubrimos que los hombres que nos ayudó a atrapar no eran más que lacayos, como usted mismo. Chad se puso rígido y el contorno de su perfil se hizo más agudo. Sophie lo estrechó discretamente y él dejó escapar un suspiro. —Supongo que tiene usted razón. —Así es, y por eso lo enviamos aquí —dijo el inspector con un sombrío murmullo. El romper de las olas contra la costa fue lo único que se oyó en los minutos siguientes. La cara de Chad se volvió una máscara indescifrable y le clavó los dedos a Sophie en la cintura, aunque ella dudaba de que se diera cuenta. La tensión que había en el aire se hizo tan insoportable que ella rompió el silencio. —No lo entiendo. ¿Qué significa que ustedes lo enviaron aquí? ¿Chad?

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—El mensaje de Giles Watling. —Cerró los ojos y clavó los talones más aún entre las piedras. Luego miró al inspector directamente a los ojos—. Era de parte de usted. Haversham asintió. —Watling no podía o no quería decirme lo que necesitaba saber. Parecía que temiera un castigo más allá de la muerte por traicionar a su líder. —Quizá así fuera, inspector. —Sophie se acercó más a Chad—. Kellyn hizo mucho para difundir la idea de que el fantasma de Meg Keating había regresado. Ella también lo creía, y no dudo que parte de su gente temiera a la maldición de Meg. —Una teoría interesante, señorita St. Clair. Debe de tener razón. —El señor Haversham se caló el sombrero—. Sin embargo, Watling estaba más que dispuesto a entregarle mi mensaje a lord Wycliffe a cambio de mi promesa de que su familia no moriría de hambre en su... ejem... ausencia. —Dios santo —dijo Chad, moviendo la cabeza—. Todo este tiempo he creído que quienquiera que me hubiera citado aquí quería obligarme a volver al contrabando o matarme. Sophie se llevó la mano a la boca para ahogar un grito. —Lo siento, lord Wycliffe. Pero sí, fui yo quien tramó esta patraña. Estábamos bastante seguros de que el líder del círculo operaba fuera de Penhollow, pero el individuo siempre se las ingeniaba para eludirnos. Aposté a que, trayéndolo a usted aquí, obligaría a esa persona a jugar sus cartas y, con algo de suerte, cometería un error. Parece que tenía razón, y estamos en deuda con usted, milord. —Haversham echó un vistazo a Kellyn, sentada en las rocas del rompeolas bajo la vigilancia de los otros dos inspectores—. Ahora entiendo cómo nos engañaron. Jamás pensamos que pudiera ser una mujer. Sophie se soltó de Chad y, con los brazos en jarras, dio un paso hacia el inspector. —¿Cómo puede haber sido tan irresponsable? Podrían haberlo matado. Lo que ha hecho es inconcebible... Desde atrás, Chad le apoyó las manos en los hombros. —Sophie, está bien. —No, no está bien. —Se volvió para mirarlo—. Kellyn casi te mata. Lo he visto desde el bote... Ella... Oh, ¡tu hombro! —Con dedos trémulos y el corazón desgarrado, le tocó la camisa manchada de sangre—. No está bien... —Chist. Ya está. —La rodeó con los brazos, estrechándola mientras ella lloraba contra su camisa. El inspector carraspeó alejándose. Chad le levantó la cara y le dio unos suaves besos que provocaron una tremenda ternura en ella. Las lágrimas le caían aún más rápido mientras él se las enjugaba con el dorso de la mano y luego con suaves besos en las mejillas. —Por favor, no llores, Sophie. Todo ha valido la pena, cada momento. Ella apretó la cara contra el cuello mojado de su camisa.

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—¿Cómo puedes decir algo así? —Porque estás otra vez en mis brazos y... me atrevo a pensar que estás comenzando, quizá, a confiar en mí de nuevo. Y a perdonarme. Entre sollozos, en medio del persistente terror al pensar lo cerca que habían estado de perder la vida, Sophie le rodeó el cuello con los brazos alrededor de su cuello y le sonrió. —Te perdono y confío ciegamente en ti.

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CAPÍTULO 26

La queda declaración de Sophie a Chad le llegó al corazón. Sólo deseaba seguir abrazándola, besándola, deleitándose con la forma en la que se le entregaba. Sin embargo, una parte de él temía creer a sus propios oídos; tenía miedo también de estar dándole demasiada importancia a sus palabras: «Confío ciegamente en ti». ¿Significaba eso que tenía sentimientos más profundos por él? ¿O que sólo estaba sobrecogida por los acontecimientos del día? La habían secuestrado. Acababan de salir arrastrándose del agua, tras salvarse de morir ahogados. Cualquiera de los dos podría haber sucumbido a manos de Kellyn o de Grady. Por supuesto que Sophie se sentía agradecida, inmensamente aliviada por estar a salvo. Pero cuando el tiempo pasara, ¿qué evitaría que la decepción volviera? Pero sus preguntas deberían esperar. Primero tenía que sacarla de aquella tempestuosa playa, debían ponerse ropa seca y comenzar a dejar atrás aquella pesadilla. A lo lejos, una goleta doblaba el rompeolas. Incluso a aquella distancia, el pelo rubio de Ian y su macizo cuerpo se distinguían recortados contra las nubes y las olas. Tras el timón, maniobraba el pesquero junto al bote de Grady, que iba a la deriva. El marinero de cubierta bajó una escalerilla. Dos hombres descendieron por ella mientras otros apuntaban con sus armas. Luego Ian cedió el timón a un camarada de a bordo y bajó también. Sophie se hacía visera con la mano para ver mejor. —Dudo que Grady vaya a darles muchos problemas, incluso aunque recupere la conciencia. —Se mordió el labio sintiendo un poco de culpa—. Le he dado muy fuerte con el remo. —Se lo merecía. —Estrechándola más, Chad le besó la frente. Su intrépida Sophie. —La goleta me recuerda que... Había otro barco que esperaba en el horizonte. — Miró por encima de su cabeza, hacia mar abierto—. Maldita sea. Se ha ido. ¿Kellyn o Grady les habían hecho señas a los tripulantes para que partieran? Lo más probable era que la llegada de la goleta los hubiese ahuyentado.

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—Era donde Kellyn y Grady me llevaban —explicó Sophie—. El irlandés me ha dicho que conmigo a bordo las autoridades no se atreverían a abrir fuego contra el barco, y que así tendrían posibilidades de escapar. —Le apretó el brazo—. Chad, ¿has visto la bandera? Él la miró y le acarició la mejilla. Los dedos le temblaban sólo de pensar en todo lo que habían enfrentado ese día. —Negro sobre rojo. —¿Tú crees que...? —Sí. Es un delirio, pero encaja con la leyenda. —Se suponía que el barco de los Keating tenía una bandera como ésa en el palo mayor: un fondo negro adornado con una rosa roja, un símbolo de sangre y muerte. Se decía que la sola idea provocaba tanto miedo en los marineros, que se rendían sin ofrecer resistencia—. Dios mío, pensar que Kellyn imitaba a Meg Keating hasta el punto de haber mandado fabricar una versión moderna del Ebony Rose. —Tú has llamado a su hija Ellie Rose. —Cuando él asintió, ella continuó—: Ellie Rose. Ebony Rose. Las vidas de Kellyn y Meg están unidas por un nudo imposible, un nudo de muerte. Y me pregunto si... —¿Si? —¿Es posible que las acciones de Kellyn tuvieran algo que ver con la espada que robó del salón? Recuerdas la extraña energía que sentimos en la otra espada. Si esas armas realmente pertenecieron a Meg y Jack, quizá... Chad negó con la cabeza. —No, Sophie. Aunque las espadas puedan tener una cierta energía, un eco del pasado, no creo que tengan el poder de hacer que un individuo actúe en contra de su propia naturaleza. Tú y yo empuñamos la espada de Jack. Los dos notamos la vibración, pero no nos sentimos inclinados a cometer actos criminales de ningún tipo. —Entonces, ¿qué fue lo que empujó a Kellyn a cometer esas atrocidades? —Quizá lo descubramos con el tiempo. Kellyn permanecía sentada en las rocas del rompeolas, encorvada, con la cabeza gacha y las manos atadas a la espalda. Su roja cabellera le caía sobre la cara y los hombros. Al acercarse, Sophie y Chad oyeron el interrogatorio del inspector Haversham. —¿Adónde se dirige su barco? —Al mar —contestó—. Jamás lo encontrará. —Por supuesto que lo haremos. ¿Cuántos tripulantes tiene a bordo? —Una docena. Bien armados y sin miedo a nada. El inspector arqueó las cejas. —Quizá tengan algo que temer cuando sepan que su líder ha sido capturada.

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Kellyn se encogió de hombros y fijó su meditativa mirada en el suelo. Parecía consumida y pálida, una sombra de la vigorosa mujer que Chad había conocido, o que creía haber conocido. —Casi me da lástima —le dijo Sophie al oído. Él la entendía. Incluso después de todo, se le hacía difícil reconciliar la idea de una asesina a sangre fría con la mujer que había conocido en la taberna. Se pararon frente a ella y Chad se pasó la mano por el pelo. —¿Por qué, Kellyn? Ella lo miró. Tenía los ojos vacíos de emociones. —Él se la llevó a Francia. Yo no quería que fuera, conocía los peligros, pero los dos insistieron. Iba a ser especial. Padre e hija. ¿Qué podía hacer una madre? Cedí y fue. —Era para celebrar su cumpleaños —murmuró Chad. Kellyn se estremeció. —¿Cómo puedes saber eso? —Me lo dijo Ellie Rose. ¿Qué pasó después? El rostro de la mujer se contrajo de dolor. —En el viaje de regreso tenían que entrar en Penhollow para descargar una mercancía. Era parte de la rutina de costumbre. Iban a las costas francesas a por mercancía, luego paraban en Penhollow, Mullion, y de regreso a casa en Porthleven. Esa vez, cuando se acercaban a la costa, estalló una tormenta. El barco fue arrastrado a tierra y las olas lo golpearon una y otra vez contra las rocas. Dispararon bengalas... — Se interrumpió con un gemido. Sophie se arrodilló frente a ella. —La ayuda llegó demasiado tarde, ¿no es así? —¿Demasiado tarde? —Kellyn levantó la cabeza de golpe. Su repentina vehemencia hizo que Sophie se pusiera en pie, y que los inspectores levantaran las pistolas—. La gente de Penhollow remó hasta el barco de Rob mientras se hundía. Pero en lugar de salvar a la tripulación y a los pasajeros, llenaron los botes con la mercancía que conseguían salvar de las olas. Sólo cuando satisficieron su codicia comenzaron a rescatar a los que todavía no se habían ahogado. Para entonces, Rob ya estaba muerto. El gélido brillo de sus ojos convenció a Chad de que se hubiera escapado de no estar atada. —Rob Quincy vivió una vida de contrabandista y conocía los riesgos. Sabía que un mal día se le acabaría la suerte. —De repente, desapareció toda su hostilidad y gruesas lágrimas le rodaron por las mejillas—. Pero Ellie Rose... mi inocente Ellie Rose... Si no la hubiera dejado ir... Titubeó y cerró los ojos. —Una semana más tarde, un marinero superviviente me trajo el cuerpo a mi casa. Me dijo lo que había pasado, que había oído sus gritos y sus intentos por llegar a

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ella. Cómo había encontrado su cuerpecito destrozado entre las rocas al día siguiente. Y cómo la gente, malditos sean, volvía la mirada cuando él la llevaba por su abominable pueblo. Apretó la mandíbula y echó un vistazo hacia la goleta y al pequeño bote que Ian guiaba hacia tierra. —El marinero era un irlandés. —Grady. —Las lágrimas brillaban en las mejillas de Sophie. Volvió a los brazos de Chad, y apoyó la cara contra su hombro sano. Él la rodeó con los brazos y hundió la nariz en su pelo, buscando un bálsamo para el horror que describía Kellyn. —Dejé a mi pequeña en el suelo —continuó ésta, con la voz rota de dolor—, la enterré con rosas y juré venganza. —Mamá. —Un fulgor iluminó el aire junto a ella. Los intangibles contornos de Ellie Rose tomaron forma. Ahogando un grito, Kellyn levantó la cabeza y miró a su alrededor. —¿Quién anda ahí? —Es Ellie Rose —contestó Chad—. Eso es lo que he intentado decirte. Ni siquiera la violencia de su muerte ha podido alejarla por completo de ti. Mientras los inspectores observaban desconcertados, Kellyn miró con atención y los ojos se le empañaron de lágrimas. —¿Ellie Rose? Oh, Dios... yo... yo... puedo verte. —Estiró el cuello y forcejeó con las sogas que le ataban las muñecas. —Desátenla —le dijo Chad al inspector. —No creo que sea una buena idea. —Por favor, señor Haversham —le rogó Sophie—. ¿Qué daño puede hacer ahora? Claramente confundido, el hombre sacó una navaja y cortó la cuerda. Kellyn tendió las manos, sollozando, mientras sus dedos recorrían la forma de Ellie Rose. —Mi hijita. Ven a mí. Deseo estrecharte. Sólo una vez. Para sentirte contra mí una vez más y oler el perfume de tu precioso pelo... Oh, daría mi vida por eso. Haversham intercambió miradas de asombro con sus hombres. —Se ha vuelto loca, aunque eso no la salvará de la horca. Esa palabra le puso a Chad la piel de gallina al recordar lo cerca que había estado él de correr la misma suerte. —¿Por qué no nos alejamos? —propuso—. Dejémosle un momento para que se reconcilie con el pasado. Cuando pareció que Haversham se iba a negar, Chad levantó una mano. —Unos minutos, inspector, se lo ruego. Después de esto, creo que estará dispuesta a ir con usted sin ofrecer resistencia, y quizá incluso colabore y les diga dónde está el barco.

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Haversham se encogió de hombros y les indicó a sus hombres que se alejaran. Chad y Sophie los siguieron hacia la boca de la cueva. Chad señaló el estoque en la mano de uno de los policías. —¿Siente usted que le transmite una energía extraña? El hombre contempló el arma y arqueó una ceja. —Está húmeda. Y un poco fría. —¿Nada más? —Cuando el oficial se encogió de hombros, Chad le dijo a Haversham—: Si yo fuera usted, inspector, la pondría donde nadie pudiera encontrarla. —Miró a Sophie buscando su aprobación. Ella asintió y él continuó—: Kellyn la robó de Edgecombe, pero estoy segurísimo de que no la quiero de vuelta. —Ni a su pareja —agregó Sophie, estremeciéndose—. Tenemos otra, una espada casi idéntica en la casa, inspector, y creemos que esas armas pertenecían a Meg y Jack Keating. —No me diga. —Haversham se frotó la barbilla con el dorso de la mano—. Dadas las extrañas circunstancias del caso, lord Wycliffe, creo que necesitaremos las dos espadas como prueba. Pero la ley es la ley. Una vez que terminemos con la investigación, las dos armas deben regresar a usted. —Momento en que las lanzaré al fondo del mar —dijo Chad. —... O las enterrarás en el túnel que hay debajo de la casa —añadió Sophie. Levantó un brazo, lo peinó con la mano y le acarició la curva de la oreja. —Si Meg hubiera encontrado a Jack antes de que muriera, probablemente no hubiera salido a arrasar con todo. Su comentario lo sorprendió. —Y Kellyn no hubiera tenido el ejemplo de Meg para imitar. Dios santo, ¿cuántas vidas podrían haberse salvado, antes y ahora...? —Bueno, nunca lo sabremos —susurró Sophie y se acercó más a él. Chad intentó abrigarla, pero ella temblaba cada vez más. —Inspector, ¿somos libres de irnos? —Por supuesto que sí, milord. Pero no se alejen mucho. Tendremos que interrogarlos. Y también a sus parientes, señorita St. Clair. —¿Y qué hay de ese hombre? —El agente que sostenía el estoque señaló a Nathaniel—. ¿Nos lo llevamos bajo custodia? Chad casi se había olvidado del sirviente, quieto como estaba en la puerta de la cueva, mirando con atónita expresión el suave fulgor que rodeaba a Kellyn. —Señor Haversham, arrestar a Nathaniel sería un error. No ha hecho nada malo. Kellyn ha intentado usarlo contra nosotros. —Es verdad, señor —dijo Sophie—. Es como un niño, y no entiende nada de todo esto. —Oh, sí que lo entiende. —Chad se apartó el pelo mojado de la cara—. Es cierto que no entiende mucho de lo que ha ocurrido, pero al final ha sido capaz de reconocer

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la maldad de las acciones de Kellyn y Grady y ha tenido el coraje suficiente como para desafiarlos y protegernos. Estamos en deuda con él. La cara de Sophie se iluminó de un modo que a él lo dejó sin aliento. —Gracias, Nathaniel —susurró ella. Luego se volvió hacia Haversham—. ¿Podemos llevárnoslo a casa? El inspector asintió y señaló la cueva. —Encontrarán antorchas y medios para encenderlas en la entrada. Llévense una. Y pónganse ropa seca lo antes posible. Chad entró en el túnel, y le dio la mano a Sophie para ayudarla a subir. Una vez junto a él, permaneció un momento rodeándole la cintura con los brazos, transmitiéndole su esperanza en el futuro: un futuro con ella. —Sácame de aquí —dijo Sophie. —Con mucho gusto. Cuando Chad se disponía a encender la antorcha, Sophie llamó al sirviente, que permanecía fuera de la cueva. —Vamos, Nathaniel, es hora de ir a casa. La antorcha se encendió en el instante en que ella decía la palabra «casa», y Chad se preguntó si él podría sentir Edgecombe como tal, como un hogar. Ahora que el peligro había pasado y era libre para rehacer su vida, temía que la mansión quedara como un lugar de tragedia y abandono, con todos los recuerdos de sus errores siempre presentes. Nathaniel entró en la cueva, se volvió y saludó con la mano. —Ahora descansa, pequeña rosa.

Un sonido insistente y discordante —como un chirrido— arrancó a Sophie del

cálido placer del sueño. Con reticencia, abrió los ojos y vio una cabeza negra y el ala gris de una golondrina de mar que salía volando de la cornisa. Un momento después, el vientre blanco del ave se elevaba y alejaba, convirtiéndose en poco más que una manchita en el azul del cielo. Sophie la contempló desaparecer y sintió una profunda decepción. En su sueño, regresaba a Edgecombe y se encontraba con una casa que ya no estaba abandonada ni llena de sombras amenazadoras. La luz del sol se colaba por cada ventana, se oían risas y se podía sentir el comienzo de una nueva etapa en cada rincón de la casa. Lo mejor de todo era la sonrisa de Chad, que la esperaba en la puerta, la abrazaba y le daba la bienvenida. Tentada por volver a la belleza de ese sueño, dejó que los ojos se le cerraran, pero la golondrina marina había regresado y chirriaba junto a la ventana. Con un gemido, Sophie se despertó del todo. Miró por la ventana, con sus cortinas color esmeralda y damasco, y luego el techo, que tenía un adorno de escayola en relieve en el centro. ¿Dónde estaba? Aquélla no era la habitación que compartía con Rachel en la casa de sus tíos.

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Se incorporó un poco, intentando liberarse de las sábanas; eran unas sábanas demasiado finas para estar en la cama de la casa de un granjero. Quizá no hubiera sido un sueño, después de todo. De hecho, estaba en Edgecombe... en la misma cama en la que Chad la había introducido a la pasión por primera vez. Pero ¿dónde estaba él? Y ¿cómo había llegado ella allí? Le volvieron los recuerdos: Kellyn y Grady; la desesperada lucha en la playa; el dolor en los ojos de Chad cuando Kellyn le clavó la espada en el hombro... —¿Chad? —Retirando las sábanas, bajó las piernas al suelo. Llevaba puesto un ligero camisón y nada más. Pero no le importaba: tenía que encontrarlo, tenía que saber que estaba bien—. Chad, ¿dónde...? —Sophie, querida, estás despierta. Ella abrió los ojos como platos al ver a su tía Louisa en la puerta. La mujer la cogió por los hombros con suavidad y volvió a acostarla sobre las almohadas. —Tranquila. No debes levantarte tan pronto. Podrías desvanecerte otra vez. Mientras la tía Louisa le acomodaba las sábanas, Sophie se llevó una mano a la frente. —¿Me he desmayado? —Bueno, mejor sería decir que caíste derrotada por el cansancio. En cuanto te levantaste de la mesa, se te doblaron las piernas. Te hubieras caído y te habrías golpeado la cabeza de no ser por el conde, que te cogió en el aire. Luego, Barnaby te subió por la escalera. ¿No lo recuerdas? —Oh, yo... supongo... Vagamente al principio, los detalles fueron apareciendo en el recuerdo. Después de dejar la playa, Chad, Nathaniel y ella volvieron a la casa, donde se encontraron con los demás, enormemente preocupados: Rachel, el señor Hall, Reese y el tío Barnaby. Ellos respondieron a sus preguntas y olvidaron las aprensiones con una buena comida preparada por Nathaniel. El párroco le curó a Chad el hombro y parecía bastante seguro de que la herida no se infectaría. Ian se les unió brevemente, antes de ir a buscar a la tía Louisa a la granja. Mientras tanto, los inspectores, llevaron a los prisioneros al pueblo para esperar el transporte a Truro. Sophie recordaba todo eso. Pero de lo que había pasado después... —¿Cuánto tiempo he dormido? —Oh, has estado dormida desde ayer por la tarde. Parece que el sueño te ha hecho la mar de bien. —La tía Louisa le llevó una mano a la frente—. Te ha vuelto el color, gracias al cielo. Tu joven muchacho estará feliz de verlo. —¿Mi joven muchacho? —Bueno, sí, el conde. Estaba terriblemente preocupado por ti. Intentó subirte él mismo, pero claro, con la herida que tiene no pudo. Qué barbaridad, todo este asunto. —La mujer cogió una jarra y le sirvió un vaso de agua, alcanzándoselo—. Bebe, querida, pero no muy de prisa. Sophie bebió el agua fría, pero de repente se le hizo un nudo en la garganta.

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—¿Sabes, tía Louisa?, él no es «mi» joven muchacho. Al menos no fuera de los límites de su sueño. Chad la había llevado de la mano mientras recorrían el túnel, pero había ido todo el camino pensativo y en silencio. Entre ellos parecía haberse abierto un abismo. De regreso en la mansión, Sophie esperaba que pudieran encontrar un momento para hablar a solas —había tantas cosas todavía pendientes...—, pero él no había mostrado ningún interés. Ella no lo entendía. Pensaba que había dejado claro cuáles eran sus sentimientos cuando estaban en la playa y... le había parecido que Chad los compartía. Al volver a pensar en sus abrazos, sus besos, el enorme alivio que había en su voz cuando la había ayudado a salir del agua... ¿cómo no llegar a la conclusión de que le importaba? Pero entonces ¿por qué no le había dicho nada? Oh, pero quizá ella no había dejado claros sus sentimientos, o no del todo. Le había dicho que confiaba en él —que confiaba ciegamente—, pero no le había dicho que lo amaba. Pero había otras personas presentes: los policías, Kellyn, Nathaniel. No parecían ni el lugar ni el momento más adecuados. ¿Podía pensar Chad que ella todavía albergaba resentimiento hacia él? ¿Por qué Sophie no le había dicho simplemente lo que sentía? Sonriendo, tía Louisa se sentó en el borde de la cama y le cogió una mano. —¿Así que no es tuyo? ¿Estás segura? Con desazón, ella suspiró. —No veo cómo podría serlo. —Qué extraño, pues, porque ayer se pasó horas sentado en esa silla, sólo mirándote. —Señaló la silla repleta de cosas que había junto a la ventana—. Al final, le tuve que decir que se fuera a la cama; el párroco dijo que necesitaba descansar para recuperarse de lo del hombro. Sin embargo, esta mañana en cuanto ha salido el sol, ya estaba sentado en esa silla, mirándote con atención. La única razón por la que no está aquí ahora, Sophie, es porque lo he obligado a que tomara algo de desayuno. Se ha ido hace unos minutos. A ella el corazón le latía con fuerza. —¿Ha estado aquí todo el tiempo? —Sí. Se sentó y apartó las sábanas. —Necesito algo de ropa. —Te he traído un vestido de casa, pero... —Estoy bien, tía Louisa, te lo prometo. Por favor, ayúdame a vestirme, de prisa. Sophie bajó corriendo al comedor. En la cabecera de la mesa, ante una silla vacía, había un plato de comida intacto. Sólo una taza de café mediada indicaba que Chad había estado allí. Abrió la puerta de la terraza y salió. Una suave brisa sopló entre los cornejos y los árboles frutales. Los graznidos de las gaviotas llegaban desde el agua y

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se mezclaban con el piar de los gorriones y el incesante chirrido de la golondrina de mar. Pero no había nadie en la terraza ni en los jardines. Con la creciente ansiedad de no querer pasar un solo momento más sin hablar con él, volvió corriendo adentro y fue hacia el vestíbulo. —Sophie. Ella se sobresaltó. Chad estaba justo detrás, en la puerta del salón, con pantalones de montar y botas, una camisa de lino remangada hasta los codos, y con el cuello y algunos botones abiertos a causa de los vendajes que tenía en el hombro. Estaba recién afeitado y un flequillo dorado le cubría la frente ocultando las cicatrices. Se lo veía... espléndido. Sophie se quedó sin aliento y lo contempló inmóvil hasta que él dijo otra vez su nombre. La suave caricia de su voz la hizo llorar y correr a sus brazos. Con precaución por su herida, se detuvo justo delante de él, le pasó los brazos por el cuello y le apretó la mejilla contra el pecho mientras la envolvía con su abrazo. Sophie no recordaba ya nada de lo que había querido decirle y sollozaba, envuelta en el calor y la suavidad de su piel. Se abrazaron durante un buen rato, con la cabeza de Chad inclinada sobre la suya, las mejillas apretadas y el latido de sus corazones acompasados. Finalmente, él levantó la cabeza y le sonrió, con los ojos brillantes como un amanecer, llenándola de una sobrecogedora alegría. Luego, buscó sus labios y la besó largamente, como si nunca fuera a tener bastante; continuó besándola hasta que ella se quedó sin fuerza y un calor abrasador la recorrió por dentro; hasta que supo, en lo más profundo de su corazón, que jamás podría dejar que la besara otro hombre. Chad volvió a apartarse, todavía sonriendo. —Esto, Sophie, no es más que el comienzo... si así lo deseas. Ella se estremeció. —Nos hemos dicho tan pocas cosas desde que regresamos de la playa, que tenía miedo de que quizá tú no... —¿No qué? —Una sombra de su antigua severidad regresó. Su voz se volvió áspera—. ¿No querría estar contigo? Vacilante, asintió y susurró: —Sí. —¿Cómo has podido pensar algo así? —Sonaba enfadado. Estrechó los brazos alrededor de ella con fuerza—. Jamás pienses eso, Sophie. Jamás. —Le acarició el pelo y le acercó la cara a la suya—. Vine a Penhollow con la intención de redimirme por las cosas que había hecho, dudando de si esa redención llegaría alguna vez. No estoy seguro de cuándo ha pasado, pero he cambiado por ti. Para ser el hombre que mereces, uno del que puedas estar orgullosa. ¿Lo entiendes? —Oh, sí. Y estoy orgullosa. Muy orgullosa. Él aflojó el abrazo.

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—No te hablé ayer de todo esto porque tenía mucho que pensar. Mi futuro no está en absoluto claro. Mi situación económica todavía es un desastre y me llevará algún tiempo recomponerla. Pero lo haré, te lo prometo. Mientras te miraba dormir, anoche y esta mañana, he comenzado a hacer planes. Con el brazo sobre sus hombros, se encaminó con ella hacia el salón contiguo. —Alquilaré mi casa en Londres y la de Grandview, la residencia familiar de los Wycliffe. Edgecombe será mi hogar durante los próximos años. A medida que hablaba se iba animando cada vez más, mirando a su alrededor como si pudiera ver la mansión no como era en aquel momento sino como sería algún día. —Haré que esta propiedad sea rentable. He pensado que quizá hable con tu tío para ver si podemos mancomunar las tierras y así tener más ganado, tanto vacas como ovejas. Quizá también más cultivos. Y, con los beneficios, podría invertir en alguna empresa pesquera de Penhollow y después, tal vez... Su entusiasmo era contagioso. Ella le cogió la cara entre las manos. —Tus planes suenan maravillosos, pero... bastante complicados. ¿Estás seguro de que puedes lograr todo eso solo? No había intentado esconder su verdadera intención, y la sonrisa se le borraba del rostro mientras esperaba su respuesta, conteniendo el aliento. La expresión de Chad se volvió solemne. —No, Sophie, estoy seguro de que no puedo. Eso es algo de lo que quería hablarte... A ella se le aceleró el corazón. —¿Sí? Él no continuó y Sophie se dio cuenta de que miraba más allá, por encima de su hombro, hacia la habitación contigua. Tenía los ojos muy abiertos y se había puesto pálido. Levantó una mano para señalar la puerta de la biblioteca. —Esa puerta no estaba abierta hace un momento. Ella se volvió. En efecto, la biblioteca estaba abierta, y la sombra de un hombre podía verse perfilada en el umbral. —Lord Wycliffe. —¿Padre? —Sí, Chad, es él. —Sophie lo abrazó por la cintura—. Ahora sé que fue a tu padre a quien vi aquel primer día que vine a Edgecombe, cuando creía que te había visto a ti mirándome por la ventana de la biblioteca. Él me trajo de vuelta aquí ayer. Me dijo que me necesitabas. —Y tenía razón. —Clavó la vista en la puerta, le pasó un brazo por el hombro y se encaminaron juntos hasta llegar al umbral—. Dios mío. El interior estaba como Sophie lo había visto la primera vez que se aventuró en Edgecombe: lleno de muebles y libros, iluminado por la luz de un mirador. En el vano

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de la puerta podía verse la figura de un hombre. Su rostro era muy familiar para Sophie, muy parecido al que tenía al lado, pero más mayor, con algunas arrugas: Chad al cabo de veinte años. Sintió que él se quedaba sin aliento. Tenía la boca abierta, pero no decía nada. Sólo miraba fijamente, con los ojos brillando de emoción. Una repentina sonrisa borró los años de la cara de lord Wycliffe haciéndolo parecer un hermano de Chad. —Lo has hecho muy bien. Sophie sintió el temblor que se apoderaba del cuerpo de Chad. —Gracias, padre. —Ahora, sé feliz. Él se sintió incapaz de hablar, y asintió. —Lo intentaré. —Ámala. —Por Dios que ya lo hago. —Le dio a Sophie un ferviente beso en el pelo. —Cásate con ella. Esas palabras, dichas riendo, agitaban el aire y produjeron una cálida brisa que llegó hasta la cara de Sophie. Chad también la sintió. Se llevó una mano a la mejilla antes de cogerle a ella la barbilla con la misma mano y volverla hacia él. —Eso depende de ella —dijo—. Tiene su propia voluntad, padre, una bastante fuerte, y ha demostrado ser una mujer bastante terca cuando se lo propone. —¿Cómo dices? —pregunto Sophie con fingida indignación, pero luego no pudo evitar sonreír. Sin embargo, sentía que se le paraba el corazón mientras esperaba. Él la cogió por los hombros y se acercó más, ocupando toda su visión con sus anchos hombros, su cuello fuerte y sus bellas facciones. Su aroma especiado se apoderó de sus sentidos. —¿Estás dispuesta a correr el riesgo más grande de todos, Sophie? ¿Puedes amar a un bribón? ¿Amarlo como él te ama a ti: por entero y sin la menor duda? Ella rió mientras se le caía una lágrima. —Me temo que ya llevo un tiempo amando a ese bribón. Porque, verás, para mí siempre serás un héroe. Chad la besó apasionadamente. Luego, con la risa en los ojos y en los labios, miró hacia la sombra. —¿Has oído eso, padre? Este ángel piensa que soy un héroe. Se le borró la sonrisa. Donde había estado lord Wycliffe, en el rincón del mirador, no había más que el reflejo del cielo. Los muebles y los libros habían desaparecido, dejando la habitación vacía. Sin soltar a Sophie, Chad dio un paso adelante y luego se detuvo de manera repentina.

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—¿Padre? Sophie se acercó más a él. —Todo está en orden. Tu padre sabe que ahora todo irá bien. Como la pequeña Ellie Rose, ya puede descansar en paz. Ambos tienen que agradecértelo. Con un gruñido que la sorprendió, la agarró y la abrazó contra su pecho y luego se detuvo con una mueca de dolor. Sophie se apartó. —El hombro. —No es nada. —Has hecho que vuelva a sangrar. Se miró la mancha de sangre en la camisa e hizo otra mueca. —Sí. Me temo que voy a necesitar más cuidados. De por vida. ¿Qué te parece? —Que estás de suerte. —Con el corazón palpitando, se mordió los labios una y otra vez—. Porque tengo una vida entera para darte. Con más cuidado, Chad la rodeó con los brazos. Como si sus besos encendieran una llama en su corazón, supo, con todo su ser, que, sin importar lo que pasara en el futuro, siempre la amaría, siempre estaría allí para protegerla y apoyarla. Un héroe no podía hacer menos.

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