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La calurosa acogida del primer volumen de Lo que Einstein le contó a su cocinero y el infinito campo que la alimentación abre a la investigación científica han llevado al autor a escribir esta segunda entrega. Tal vez el lector se pregunte qué motivos llevan a un profesor de química a escribir sobre alimentación. Tan sólo uno: la buena mesa despertó su curiosidad desde el primer contacto que tuvo con ella, que no fue en el regazo de su madre, sino bastante más tarde, a lo largo de su época universitaria. Durante más de siete años, Robert L. Wolke escribió una columna quincenal llamada «Food 101» en The Washington Post y aprendió a detectar qué es lo que necesitan saber los cocineros. En su libro responde con un lenguaje cotidiano y sencillo a más de 150 preguntas que le formularon lectores de todo el mundo. Para satisfacer su curiosidad, ha añadido un apartado llamado «Ciencia al margen», que complacerá a aquellos que solicitaban explicaciones más técnicas. No es un privilegio frecuente para un autor estar en contacto directo con una parte de sus lectores y poder escribir teniendo en cuenta sus necesidades y preocupaciones, cosa que representa uno de los grandes aciertos de esta obra. A diferencia del libro anterior, que se centraba en alimentos concretos como el azúcar, la sal y las grasas, el presente volumen divide los alimentos en ocho categorías principales: bebidas, productos lácteos y huevos, hortalizas, frutas, cereales y carbohidratos, pescados y mariscos, carne, y hierbas y especias. A continuación, el lector encontrará un capítulo dedicado a los utensilios de cocina y, finalmente, una serie de añadidos destinados no tanto a satisfacer el paladar del sibarita como la curiosidad del lector.
(Sigue en la segunda solapa.)
Sobre este y sus anteriores libros, h a n dicho: «Para acceder a tan sólo una pequeña muestra de las revelaciones que el profesor Wolke tan clara y concisamente presenta en este libro, lo más habitual habría sido tenernos que pasar un largo y frío invierno arrodillados sobre cristales rotos frente a las puertas del escondrijo de algún brujo. Sin embargo, lo único que hay que hacer aquí es preguntar "por qué" y abrir el libro al azar por cualquiera de sus páginas. No encontrará el momento de dejarlo.» ALTON BROWN, presentador del programa de televisión Good Eats, de la Food Network «Bob Wolke es una de esas inusuales personas que aúnan las cualidades del científico de laboratorio y el buen orador, como si la madre de Albert Einstein se hubiera casado con el padre del cómico Rodney Dangerfield. Está informado, es entretenido, responde con claridad y proporciona amplias y sólidas explicaciones científicas. ¿Quién sino Bob Wolke podría haber hecho que la desnaturalización de las proteínas resulte tan interesante o tan evidente como el vestido que Cher llevó en la gala de los Oscar?» CHRISTOPHER KIMBALL, fundador y editor de Cook's Illustrated «La cultura científica de Robert Wolke es entretenida, pero no sólo eso: es esencial para que podamos mejorar como cocineros, comprar con mejor conocimiento de causa y quitarnos manías a la hora de comer. Con una pizca de su lógica culinaria dejaríamos de perder tantas horas intentando averiguar los tiempos de cocción exactos o las temperaturas "adecuadas" y ahorraríamos dinero en la compra de productos de limpieza inútiles, aceites vírgenes o carne más cara sólo por ser más roja. Este libro no puede faltar en su estantería.» JAMES PETERSON, autor de Sauces y Glorious French Food «Bob Wolke tiene la extraordinaria habilidad de explicar el porqué de nuestro proceder en la cocina con un lenguaje práctico e inteligible, lo que hace que su libro sea útil tanto para el cocinero profesional como para el aficionado.» JOSÉ ANDRÉS, dueño y chef del restaurante Jaleo de Washington
LO QUE EINSTEIN LE CONTÓ A SU COCINERO 2
«Quizá no necesite nunca saber por qué tiñe el bicarbonato de sodio de color azul la col lombarda, pero me alegra saber que puedo hallar la respuesta a esta y a muchas otras cuestiones en el interior de este libro.» BILLYOSSES, repostero de Nueva York «Libros como los de Robert L. Wolke enseñan a los cocineros a seguir evolucionando en unos tiempos en los que la gastronomía parece haberse estancado.» FERRAN ADRIÁ, chef y fundador del restaurante El Bulli, en Rosas, Cataluña «Bob Wolke escribe sobre los cómos y los porqués de la cocina con claridad, humor y pasión. ¿Quién más sería capaz de explicar el braseado o la transferencia térmica a la vez que te arranca una sonrisa?» JACK BISHOP, editor ejecutivo de Cook's Illustrated
ÍNDICE
Agradecimientos
15
Introducción
19
1 ¿Algo para beber?
23
Hielo albino, 25; Té turbio, 26; Verde que te quiero verde, 29; Té de tornasol, 31; Cafeína no, gracias, 33; Té (y café) para dos, 33; ¿Quiere leche?, 35; Nuestros parientes alcohólicos, 38; Sabor amargo, 39; Sulfitos, 42; Una de jerez, por favor, 44; El truco de la cuchara, 48; Guerra entre estados, 50; ¡Y listos!, 52; Agitado y revuelto, 54; Mida su alegría, 55; Síndrome de estrés posgastronómico, 58. 2 En la granja
63
El galimatías de los desnatados, 64; La créme de la créme, 67; El bueno y el malo, 70; ¿Cuán cremoso es el helado cremoso?, 75; Frío frío, 76; Vivir del aire, 77; A la sombra de Filadelfia, 78; Re: Brie, 81; Queso: ¿qué es eso?, 83; De buena hebra, 86; ¿Se le puede llamar queso?, 87; Desglase con clase, 89; Hay huevos y huevos, 92; Los huevos de oro, 96; Gallinas vír-
genes, 97; Yemas gemelas, 99; ¡Que se casca la cáscara!, 100; El remedio de los pesimistas, 101; Huevos equilibristas, 101; Huevos verdes sin jamón, 103; Huevos con personalidad, 106; A darle al merengue, 107; Exagerando un huevo, 109. 3 Lo que el hombre sembrare
111
Colores para el paladar, 112; Cuando el verde pierde el verde, 114; Guerra bacteriológica, 116; Patatas oxidadas, 120; Ruibarbo sobre ruibarbo, 122; Lo que Brutus no sabía, 124; Gas lacrimógeno, 126; Georgia on my mind, 129; Qué amargo ser verde, 131; Leche desparramada, 133; Oda al tofu, 135; Ponga el miso en su vida, 137; El que come fabada lo paga, 140; Remojar o no remojar, 142. 4 Delicias de la huerta
147
Aguacate maduro, gas seguro , 149; Maltratadas pero dulces, 154; Plátanos atómicos, 155;E1 segundo plátano, 155; Aceites y aceites, 158; Grasas trans: ¿me lo trans cribe?, 163; Cuando las grasas buenas se vuelven malas, 169; ¿Es lightel aceite lighfí, 172; ¿Verde aceituna o negro aceituna?, 181; La osmosis es una calle de doble sentido, 182; Pescar calabazas con la boca, 187; Sidra con o sin, 189; Bacanal de abejas, 191; Cuando crudo significa tostado, 194. 5 De los campos de cereales al granero . . 1 9 7
Pegamento de patata, 201; De guisante a guisote, 203; Arroz chino recalentado, 205; Cómo jugar a los palillos, 206; Que no se le pase el arroz, 209; No es oro todo lo que se blanquea, 210; Mezclar y levantar,
212; Ni de Oriente ni de moliente, 212; Inventario de pasta, 213; Por favor, no se coma el colchón, 215; Lo que no engorda también pesa, 216; Vayamos al grano, 217; Tortilla linda, 221; Ni los perros ni los niños ni el azúcar, 223; El cara a cara de la miel y el azúcar, 226. 6 El mar y sus manjares
229
Píntame el salmón, 230; Calibración de atún, 232; Raya por vieira, 235; Huevas limpias, secas y prensadas, 237; La prueba del ácido, 238; Mejillones que caminan por el lado salvaje de la vida, 241; ¿Por qué no? ¡Aféitame con una almeja!, 244; Vieiras de ojos azules, 248; Camuflaje crustáceo, 251. 7 Carnaval para carnívoros
255
La carne y la máquina, 257; ¡Cómo son! ¿Carne marrón?, 261; Arco iris sobre el centeno, 265; Un curado muy florido, 266; Pon la carne a remojar, 269; Elogio del braseado, 276; Que no le amarguen el caldo, 283; Bacterias con armadura, 289; Cómo doblar un hueso, 291; ¿Por qué vino?, 291; A todo gas, o mejor no, 295; Cada leña, un humo, 298. 8 En las especias está la salsa de la vida . . 3 0 3
Quintaesencial pero no esencial, 307; ¡Cómo pican!, 309; ¡No me beses!, 315; Amor verdadero, 318; ¿Botulismo en una botella?, 319; Comprueba esa «esperbia», 321; ¿Cuántas hierbas me caben en una cucharadita?, 322; Especias desaboridas, 324 ; Volkswagens en la despensa, 324; Una botella de humo, 326; Cosa fina, 329; Rallado y apocado, 331; ¿Qué
212; Ni de Oriente ni de moliente, 212; Inventario de pasta, 213; Por favor, no se coma el colchón, 215; Lo que no engorda también pesa, 216; Vayamos al grano, 217; Tortilla linda, 221; Ni los perros ni los niños ni el azúcar, 223; El cara a cara de la miel y el azúcar, 226. 6 El mar y sus manjares
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Píntame el salmón, 230; Calibración de atún, 232; Raya por vieira, 235; Huevas limpias, secas y prensadas, 237; La prueba del ácido, 238; Mejillones que caminan por el lado salvaje de la vida, 241; ¿Por qué no? ¡Aféitame con una almeja!, 244; Vieiras de ojos azules, 248; Camuflaje crustáceo, 251. 7 Carnaval para carnívoros
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La carne y la máquina, 257; ¡Cómo son! ¿Carne marrón?, 261; Arco iris sobre el centeno, 265; Un curado muy florido, 266; Pon la carne a remojar, 269; Elogio del braseado, 276; Que no le amarguen el caldo, 283; Bacterias con armadura, 289; Cómo doblar un hueso, 291; ¿Por qué vino?, 291; A todo gas, o mejor no, 295; Cada leña, un humo, 298. 8 En las especias está la salsa de la vida . . 3 0 3
Quintaesencial pero no esencial, 307; ¡Cómo pican!, 309; ¡No me beses!, 315; Amor verdadero, 318; ¿Botulismo en una botella?, 319; Comprueba esa «esperbia», 321; ¿Cuántas hierbas me caben en una cucharadita?, 322; Especias desaboridas, 324 ; Volkswagens en la despensa, 324; Una botella de humo, 326; Cosa fina, 329; Rallado y apocado, 331; ¿Qué
ha estado fumando?, 333; Cerditos kosher, 334; Tomaré vainilla, 335. 9
La cocina, centro de operaciones
339
En busca de los olores perdidos, 340; Mantequeras faroleras, 343; Santa Lucía nos conserve... los alimentos, 344; ¿Nucleares? No, gracias, 347; Una cuestión básica, 347; Emulsión compulsiva, 349; El calor del hogar, 355; Grills grillados, 359; 2 x 1 = 1,8, 362; Piedra de toque, 364; El método del palillo, 367; Maravillas de silicona, 372; La forma sí importa, 375; La temperatura y el tiempo no esperan, 376. 10 Ñapas para insaciables
383
Cuida lo que dices, 384; Es natural, ¿sí o sí?, 386; Gota a gota , 389; Dulces nubes, 390; El alimento de los dioses, 393; El chocolate se me apelmazó y perdí el temple, 397; Chocolate eflorescente, 401; El impostor, 402. índice analítico
407
AGRADECIMIENTOS
Parafraseando a John Donne, el escritor no es una isla; tiene editores. No todo el mundo sabe que todas y cada una de las palabras que encontramos en los libros o en el periódico suelen pasar antes de ir a imprenta por al menos un par y a veces hasta de diez pares de ojos que las revisan y validan; sus huellas (por mezclar un par de metáforas) no se ven, pero están ahí, desde la primera a la última página. Mientras escribía este y el anterior volumen, saqué mucho provecho de la sabiduría, los consejos y el buen criterio de la editora jefe de W. W. Norton, Maria Guarnaschelli, encarnación del «amor duro», que no se limitó a hacer las funciones de editora una vez tuvo el libro en sus manos, sino que se implicó en el proyecto de principio a fin. Sin su ayuda a la hora de decidir cómo enfocar y estructurar la información, este libro no habría sido posible. Mi agradecimiento también para el ayudante más perspicaz y competente de Maria, Erik Johnson, por coordinar los numerosos procesos que intervienen en la publicación de un libro, entre ellos perseguir al autor para que cumpla con los plazos. Entre los eficientes profesionales de W. W. Norton que convirtieron mi manuscrito en un libro, dirigidos por el presidente Drake McFeely, el editor jefe Star Lawrence y la directora ejecutiva Nancy Palmquist, están la diseñadora Barbara Bachman, el autor de la portada y las solapas John Fulbrook III, la directora de arte Georgia Liebman, la directora editorial Jeannie Luciano, el director de imprenta Andy Marasia, la directora de producción Anna Oler, el director de ventas Bill Rusin y la editora de proyectos Susan Sanfrey. Las ilustraciones son obra de dos artistas autónomos de mucho talento, Alan Witschonke y Rodney Duran. Gracias a todos ellos.
Siento un especial afecto por la ultrameticulosa correctora K a f y a Rice. Gracias a que ha mantenido los ojos bien abiertos y a su dominio del lenguaje (¿quién sino me habría escrito un párrafo entero para justificar un c a m b i o de coma?], el texto ha quedado i n m a c u l a d a m e n t e sintáctico, o sintácticamente inmaculado... Y no se crean que es lo mismo: ella habría sacado a relucir la diferencia. Me sigo sintiendo en deuda con mi agente literario, Kthan Ellenberg, que hace tiempo me animó a escribir el que después seria mi primer libro de la serie «Lo que Einstein..,». El volumen que tiene entre las manos es el cuarto de lo que un día pensé que sería u n a trilogía. Hasta ahora no había dado las gracias por escrito a las personas que a lo largo de los años catalizaron mi metamorfosis de químico en escritor. Por ayudarme a dar mis primeros pasos en el periodismo, le estoy agradecido a N a n c y B r o w n , editora del el periódico de la Universidad de Pittsburgh, que me pidió que escribiera una columna cuando ni siquiera me sabía capaz de hacerlo.
The ¡Universiry Times,
Estoy en deuda con Mark Nordenberg, antiguo d e c a n o de la Facultad de Derecho v hoy rector de la Universidad de Pittsburgh, por ver en mí a un escritor y pedirme que redactara perfiles de a l u m n o s destacados en la revista de estudiantes de la Facultad de Derecho. Siempre recordaré al fallecido rector de la Universidad de Pittsburgh Wesley Posvar, por reconocer la utilidad del h u m o r c o m o instrumento para levantar la moral en la universidad y por a n i m a r m e cada año a pronunciar mis satíricos monólogos en la junta anual. En estos últimos siete años largos, las jefas de la sección de gas* tronomía del Washington Post, Nancy McKeown, Jeanne McManus y Judy Havermann, me han concedido el privilegio de escribir para el augusto periódico, cuyos brillantes y curiosos lectores me han proporcionado la materia prima para este libro. ¿Quién iba a decirme que llegaría hasta aquí en aquel semestre en que a s i s t í a l a s clases de periodismo del incomparable A. H. Lass en el instituto de Fort H a i l t o n ? Un abrazo especial para Paula Wolfert. que creyó en mí cuando todavía era un periodista gastronómico en ciernes, que me alentó y me ayudó con sus inesdmables consejos.
Y, por supuesto, mi agradecimiento a mi esposa y coautora de este libro, Marlene Parrish, que merece toda mi admiración no sólo por el trabajo que ha realizado con las recetas sino también por soportar mi ausencia durante los muchos meses en que me he encerrado a trabajar frente Al ordenador.
INTRODUCCIÓN
El volumen que tiene entre las manos es el segundo dedicado a la comida y el cuarto de lo que se ha convertido en mi colección de libros titulados en honor a Einstein. Cuando empecé con el primer título no me imaginé que le seguirían otros. Tampoco planeé mi trayectoria profesional. En cada disyuntiva me limité a seguir los consejos de Yogui Berra y así, afrontando una disyuntiva tras otra, pude trabajar como maestro e investigador en el campo de la química nuclear, redactar libros de texto, ocupar un cargo directivo en la universidad, ejercer de periodista y escribir libros de divulgación, que es a lo que me dedico ahora. Hace unos años dejé el mundo académico para dedicarme en exclusiva a la escritura, por la que siento tanta pasión como por la ciencia y la enseñanza. Los libros de esta colección que tiene a Einstein como protagonista son el resultado. Pero ¿qué lleva a un profesor de química a escribir sobre alimentación? Un motivo: la buena mesa despertó mi curiosidad desde el primer contacto que tuve con ella, y no fue en el regazo de mi madre, sino veinte años después, cuando fui a la universidad. En la Facultad de Economía Doméstica de la Universidad de Cornell (hoy la Facultad de Nutrición) había una cafetería en la que los estudiantes de cocina vendían a precio asequible para el bolsillo universitario los productos que elaboraban durante el curso. El menú incorporaba alimentos que no había visto nunca, preparados con el mimo y la dedicación que sólo la posibilidad de sacar un excelente podían inspirar. Tal vez estaba predestinado a conciliar algún día mi afición por la ciencia, la enseñanza, la escritura y la alimentación entre las cubiertas de un libro. La fortuna me sonrió definitivamente el día en que me casé con mi quinto amor (por orden cronológico, no por prioridad): Marlene Parrish, crítica gastronómica Y apasionada por..., bueno, por todo lo que a mí me apasiona.
EN 1935, cuando Albert Einstein entró por primera vez en su cocina del número 112 de Mercer Street, en Princeton, Nueva Jersey, vio lo que cabe suponer: un horno. Pero no se quedó ahí; sabía que lo que estaba viendo era también un aparato que transformaba la energía química de la madera o el gas en energía térmica para la cocina. Percatarse de ello no le impidió disfrutar, faltaba más, de los placeres que esta le ofrecía, pero sus conocimientos le permitirían a buen seguro condimentar la cena con aderezos que a otras mentes menos científicas pasaban inadvertidos. El tópico reza que la cocina es química. Y así es, pero en los fogones intervienen otras ciencias: la física explica la transmisión del calor, la mecánica actúa cada vez que batimos un huevo o emulsionamos una salsa, la microbiología está detrás de la fermentación, la anatomía determina la carne, la ingeniería nos proporciona los utensilios y la tecnología nos permite producir y envasar comidas preparadas, sin olvidar la agronomía y la ganadería que de antemano se practican en los cultivos y las granjas. La ciencia culinaria no es una pura cuestión de química. Se alimenta de muchas otras disciplinas que no se cuecen precisamente en el puchero. Este libro se adentra, por tanto, en el mundo de los cultivos y las granjas, el mercado y la cocina en busca de la verdad, y lo hace de la mano de un científico que desde luego no es ningún Einstein pero que siente curiosidad por todo y la imperiosa necesidad de compartir la dicha del saber con los demás. La calurosa acogida del primer volumen de Lo que Einstein le contó a su cocinero y el infinito campo que la alimentación abre a la investigación científica me han llevado a escribir esta segunda parte. A diferencia del libro anterior, que se centraba en alimentos concretos como el azúcar, la sal y las grasas, el presente volumen se divide en ocho categorías de alimentos principales: bebidas, productos lácteos y huevos, hortalizas, frutas, cereales y carbohidratos, pescados y mariscos, carne y hierbas y especias. A continuación dedico un capítulo a los utensilios de cocina y cierro el libro con una serie de añadidos destinados a satisfacer, no el paladar del sibarita, sino la curiosidad del lector. Al igual que en el libro anterior, mi mujer, Marlene, ha elaborado y probado una y otra vez más de una treintena de recetas tentadoras y accesibles que trasladan los principios científicos al «laboratorio» del hogar.
He vuelto a utilizar las preguntas que me formulaban los lectores del Washington Posten mi columna «Food 101». Reflejan, por tanto, las inquietudes de cocineros y consumidores de carne y hueso, a menudo abrumados por la cantidad de productos y etiquetas que compiten por captar su atención en el variopinto mercado alimentario actual. No es un privilegio frecuente para un autor estar en contacto directo con una parte de sus lectores y poder escribir teniendo en cuenta sus necesidades y preocupaciones. Una de las decisiones más difíciles que deben tomarse al abordar la escritura de un libro de divulgación científica es el grado de especialización de las explicaciones técnicas. Una excesiva especialización ahuyenta a los lectores con menores conocimientos científicos. Sin embargo, no creo que se corra el mismo riesgo si se escribe para personas con la formación científica mínima que se enseña en la mayoría de escuelas, aunque reconozcan que de aquella época «no se les haya quedado gran cosa». Escribo, por tanto, para este último colectivo de lectores sin disculparme por ello, pues científicos, ingenieros y cocineros profesionales me han dicho que incluso ellos han aprendido con mis libros anteriores. Para este público lector, echo mano de mis trucos de profesor para dar a las explicaciones un enfoque novedoso que incite a la reflexión. Enseñar a través de un libro (he aquí mi propósito) no es como enseñar en un aula. En el libro, cada epígrafe de pregunta-respuesta puede leerse por separado y plantea un problema sin resolver que requiere explicación. En cambio, la ciencia es un continuo; no se presenta en compartimentos estancos. Por este motivo, al explicar un concepto, a menudo he necesitado recordar en pocas líneas otro concepto anterior con el que guardaba una estrecha relación. De lo contrario, la lección habría dejado lagunas por cubrir y no habría cumplido su función. Queda advertido el lector de que lo hago a propósito. Es uno de mis trucos de profesor. He explicado todos los conceptos sin emplear tecnicismos, valiéndome siempre que he podido de símiles y metáforas extraídas de la vida cotidiana. No obstante, he indicado entre paréntesis los términos científicos cuando venían al caso para dar opción al lector a relacionar los conceptos con otras lecturas y, si lo desea, ampliar la información con bibliografía más técnica. Creo que las palabras, simples símbolos que designan conceptos, se suelen entender mejor cuando se sabe de dónde proceden.
Por este motivo, he indicado la etimología de algunos términos científicos que de otro modo podrían intimidar al no iniciado. En el presente volumen he dado a la ciencia más peso que en el anterior, pues cada vez son más los gourmets aficionados y profesionales ávidos de saber científico. He concentrado los detalles más técnicos en despieces que he llamado «Ciencia al margen», que el lector podrá leer o pasar de largo según su interés. No leerlos no hará perder a nadie el hilo del texto, ya que los epígrafes de pregunta-respuesta están pensados para que funcionen como unidades independientes e incluso se puede abrir el libro por cualquier página, elegir uno al azar y leerlo. «La mejor salsa del mundo es el hambre», dijo Miguel de Cervantes en Don Quijote de la Mancha. Pues bien, entonces el humor es el mejor digestivo. Soy de la opinión de que casi todos los temas y las situaciones resultan más agradables al paladar y más fáciles de digerir si se aderezan con humor. Si nos lo podemos pasar bien con la alimentación y la cocina, también podemos y deberíamos hacerlo con la ciencia. Siendo de este parecer, no he podido resistirme (mucho) a echar mano de la ironía siempre que lo he considerado oportuno, aun a riesgo de contrariar a quienes detestan los juegos de palabras. Desperdigadas por el libro como setas (¿ortigas?) el lector encontrará también definiciones extraídas del «Ficcionario del gourmet». Al fin y al cabo, para disfrutar de la comida, a veces hay que echarle un poco de salsa.
* Este libro es totalmente natural y no se ha ensayado en animales.
Capítulo 1 ¿ALGO PARA BEBER?
¿Cuáles son las dos primeras frases que te dice un camarero cuanto te sientas en un restaurante? La primera: «Hola, me llamo Juan/Lucía y soy su camarero o camarera.» Y la segunda: «¿Le traigo algo para beber?» Hasta ahora he reprimido mis ganas de contestar: en primer lugar, «Encantado de conocerle. Yo me llamo Bob y soy su cliente»; y después, «Gracias, pero he venido principalmente a comer». Admito que sería útil saber el nombre de la persona que te atiende para llamarle a voz en grito desde la otra punta de la sala: «¡Eh, Juan/Lucía, aquí!» Pero sería grosero. (La temporada que viví en Puerto Rico descubrí que allí podías llamar al camarero con un enérgico «¡Pst!», que aunque se oye al otro lado de la sala no molesta a los demás clientes. Es bastante eficaz y no está nada mal visto. Como norteamericano recomiendo encarecidamente a mis compatriotas que pidamos permiso a los Garantes de las Buenas Maneras y que adoptemos esta práctica en nuestros bares y restaurantes.) Siempre he sospechado que mucha gente responde a la pregunta de «¿Le pongo algo para beber?» pidiendo el primer líquido que les viene a la cabeza, sea un vermú o un bitter, una limonada o la recurrente Coca-Cola light, simplemente porque eso es lo que se espera de ellos. Quizá teman decir «Sólo agua, por favor», porque tienen pavor a la pregunta que seguirá, «¿De botella o de grifo?». Esta pregunta le obliga a uno a desplegar todas sus armas con el ardor con que un cura esgrime el crucifijo para protegerse del vampiro, sólo que en este caso no hay vampiro, sino el riesgo de que lo tachen a uno de agarrado.
Reflexionar sobre la bebida nos obliga a dejar de lado el significado que tan a menudo se da a «beber» en nuestra sociedad. Cuando alguien propone «ir a beber algo» rara vez se refiere a un zumo de zanahoria; se da por supuesto que se refiere a alguna bebida alcohólica. Y cuando se dice de alguien que «bebe demasiado», sabemos que el problema no es que sea adicto a los batidos. Sé que no hace falta que les explique la diferencia entre comer y beber, entre alimento sólido y bebida. Sin embargo, me gustaría poner todo sobre la mesa para verlo con distancia y objetividad, como si fuéramos extraterrestres recién aterrizados de un planeta en el que toda la comida fuera gaseosa y se inhalara por la nariz. Beber es «comer» líquidos en vez de productos sólidos o semisólidos. Los alimentos sólidos los ingerimos por la boca, hincándoles el diente o llevándonoslos hacia dentro con cuchara o tenedor. En cambio, los líquidos los sorbemos, aunque sea de un vaso. (Pensadlo.) Antes de tragar un alimento sólido, hay que masticarlo y mezclarlo con saliva hasta ablandarlo; si no, no baja por la trampilla. Los líquidos, sin embargo, superan la trampilla sin necesidad de someterlos a tratamiento previo. Cuando hablamos de bebida, nos referimos fundamentalmente a agua. Todas las bebidas que consumimos contienen un 90 % de agua, el líquido universal de la Tierra, indispensable para que haya vida. La Coca-Cola y la Pepsi contienen un 89 % de agua en peso; la leche y el zumo de naranja, un 88 %; el café y el té, más de un 99 %. En los vinos el contenido medio de agua se sitúa alrededor de un 87 %, mientras que en el whisky de 40°, como contiene otro líquido en cantidades importantes, el alcohol etílico, alcanza tan sólo un 67 %. ¿Cómo ingiere nuestro organismo todos estos líquidos? Justo detrás de la boca, en la faringe, se abren dos conductos: la tráquea, para respirar, y el esófago o garganta, para comer y beber. Al tragar líquidos o semisólidos corremos el riesgo, por lo tanto, de que se vayan «por el otro agujero» y quede obstruido el canal por el que entra y sale el aire. Para evitarlo, la naturaleza nos ha dotado de una serie de complejos reflejos musculares, con válvulas o esfínteres que, al abrirse y cerrarse, conducen la comida y la bebida hasta el estómago a través del esófago e impiden que baje por la tráquea o que suba hacia las cavidades nasales (excepto en los niños cuando se echan a reír mientras beben leche).
Tras fustigar al lector con obviedades para extraterrestres recién aterrizados, daré comienzo a este ágape literario ofreciéndole varias cosas «para beber»: Hielo albino
Alguien de mi familia (sospecho quién fue) guardó una botella de plástico medio llena de Coca-Cola en el congelador en vez de en el frigorífico. Cuando la descubrí un par de días más tarde, me sorprendió ver que se había congelado formando un mosaico de cristales de hielo blanco con un líquido marrón de fondo. ¿Porqué la cola congelada no era marrón, como el líquido original? Veamos qué le pasó al refresco a partir del momento en que el pillín de la casa lo guardó en el congelador, probablemente con la torpe intención de mantenerlo fresco y burbujeante hasta que le apretara de nuevo la sed. Todos los líquidos se solidifican -es decir, se congelan- cuando bajan de una determinada temperatura. El agua pura se congela a 0 °C, pero un refresco no es, ni mucho menos, agua pura. Contiene aromas, ácido fosfórico, colorantes y edulcorantes: azúcar, jarabe de maíz o edulcorantes artificiales. Aun así, en una botella la inmensa mayoría de moléculas son de H 0. Cuando se enfrían y alcanzan la temperatura de congelación, se unen y forman una red sólida, tridimensional y geométricamente uniforme que es lo que conocemos como hielo. En estado sólido las moléculas de agua quedan tan bien amarradas a su sitio que separarlas resulta muy difícil. Esto explica que el hielo (¡sorpresa!) sea mucho más duro que el agua en estado líquido. Con todas las moléculas de otras sustancias pululando alrededor, a las de agua les cuesta más encontrarse entre sí para unirse y formar los cristales de hielo. Por este motivo, para que el refresco se congele debe llevarse por debajo de los 0 °C que necesita el agua. Y al final lo hace. Llega un momento en que las moléculas de agua se apaciguan y se asientan en un lugar cómodo desde el que van apartando a las moléculas extrañas, por lo que el hielo que forman es relativamente puro. Esto explica que sea blanco. Las «moléculas marrones» se han quedado atrás. 2
Los témpanos de hielo del Ártico casi no tienen sal por la misma razón, aunque se hayan formado con agua de mar. Té turbio
Recién hecho el té me sale con un aspecto claro y apetecible, pero en cuanto lo meto en el frigorífico se vuelve opaco. ¿A qué se debe? ¿Cómo puedo evitarlo? Las hojas de té contienen taninos, unas sustancias químicas que le dan al té gran parte de su sabor y textura, y en particular ese toque astringente que tiene y que te hace arrugar los labios. Salvo que el agua esté demasiado fría o sea ligeramente alcalina,* los taninos se disuelven y forman una solución transparente. Esta se vuelve turbia cuando, al enfriarse el té, algunos de los taninos abandonan la solución (se precipitan) en forma de partículas sólidas. La turbidez también aparece cuando algunos taninos reaccionan con la cafeína del té. Los taninos los encontramos en mayor o menor medida en la mayoría de plantas, pero donde más abundan es en las agallas del roble (malformaciones del árbol), en algunos corchos, maderas y raíces y en la cáscara de los frutos secos. Todos los taninos son solubles en agua, pero la cantidad en que pueden hacerlo por volumen de agua (su solubilidad) depende de la temperatura del agua y de su grado de acidez o alcalinidad. Cuando para preparar un té cargado se utiliza agua caliente (paso previo habitual a la elaboración de un té con hielo), esta absorbe casi todos los taninos de las hojas. En el momento en que se enfría la solución añadiendo cubitos de hielo, no todos los taninos pueden permanecer disueltos; los que dejan de hacerlo quedan como partículas sólidas en suspensión y le proporcionan al té ese aspecto turbio característico. * En química, lo contrario de un ácido es una base. Los ácidos y las bases se neutralizan entre sí. Como «base» y «básico» pueden significar muchas cosas en el lenguaje común (más de una docena de significados entre el sustantivo y el adjetivo), en este libro emplearé los términos «álcali» y «alcalino» en vez de «base» y «básico». Ahora bien, estrictamente hablando, el término «álcali» debería reservarse para bases muy fuertes como el hidróxido de sodio (lejía) y el hidróxido de potasio.
Los taninos se disuelven mejor en soluciones ácidas. Si se le añade zumo de limón al té, las partículas sólidas de taninos se disolverán y la solución recuperará la transparencia. El té también se enturbia si se prepara con agua dura -es decir, agua que contenga sales de calcio o magnesio disueltas-, ya que los taninos reaccionan con los minerales y forman unos compuestos químicos insolubles que quedan en el té en forma de residuos. Si no tuviera otra opción mejor que utilizar agua dura, pruebe a añadir un chorrito de zumo de limón al té. O pruebe otro tipo de té, porque algunos, como el Assam o el Darjeeling, contienen más taninos que otros, como el Ceylon, y se enturbian con más facilidad. Ciencia al margen
¡Salve la piel! Las palabras tanino y ácido tánico se utilizan a menudo indistintamente, pero nunca en boca de un químico u otros seres quisquillosos. El ácido tánico es un compuesto químico concreto: un penta-m-digaloilglucosa de alto peso molecular, es decir, ácido galotánico, con la fórmula C H Ü 4 6 . En cambio, por taninos se entiende otra clase de compuesto químico vegetal que casualmente contiene ácido tánico. Si se les suele llamar «taninos» en general no es por su semejanza química con el ácido tánico (pertenecen principalmente a lo que se conoce como polifenoles), sino porque vienen empleándose desde tiempos prehistóricos para curtir la piel (tan en inglés], es decir, para transformar la piel animal en cuero con el fin mejorar su durabilidad y su resistencia al calor, al agua, a las bacterias y a los hongos. Los polifenoles transforman la piel animal en cuero reaccionando con las proteínas de la piel y formando sustancias adherentes insolubles que sueldan las fibras de proteínas entre sí. La mayor dureza y sequedad del cuero lo hacen más resistente y duradero que la piel sin tratar. «Curtirse» uno mismo la piel para ponerse moreno (también tan en inglés] es otra cosa bien distinta. No se recomienda remojar la piel con té fuerte ni con extracto de agallas de roble hervidas, sino exponerse a la luz solar para que la piel produzca el pigmento oscuro conocido como melanina. Las mal llamadas cremas autobronceadoras (no se broncean 7 6
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a sí mismas; broncean la piel de quien se las aplica) suelen contener dihidroxiacetona o DHA, un producto químico incoloro que, al reaccionar con los aminoácidos de las células más superficiales de la epidermis (capa córnea), da lugar a varios productos de reacción oscuros.
Mi
Chai-
Chai significa «té» en muchas partes de Asia, de donde procede la planta. El consumo de té se extendió por toda Asia por tierra y después conquistó Europa (Inglaterra sobre todo) por mar. Cuando los navios de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales importaron el té de China a Europa en el siglo xvn, los holandeses sustituyeron la palabra dialectal china t'e por tee y los ingleses adoptaron la forma tea. En Asia, el té se transportaba por rutas terrestres y pasaba por algunas regiones en las que al té lo llamaban ch'a (el nombre de la planta en mandarín) o chai. En la actualidad, aquellos cuyos ancestros obtuvieron el té por vía terrestre siguen llamándolo chai; entre aquellos a quienes les llegó por mar, se conoce como té. ü como Paul Revere dijo: «Chai si fue por tierra y té si fue por mar». Existe una variante india de chai: un té dulce y especiado que se toma con leche y que cada vez cuenta con más adeptos en todo el mundo. En Estados Unidos es tan corriente que puede consumirse en cualquier Starbucks e incluso comprarse en tetrabricks en supermercados. 2 tazas de agua 2 cucharaditas de té suelto o 2 bolsas de té 1 ramita de canela de unos 5 cm 1 vaina de cardamomo, ligeramente triturada 1 clavo pequeño entero 1 rodaja de jengibre pelado, del tamaño de una moneda 2 tazas de leche entera, leche de soja o leche de arroz Miel al gusto 1. Coloque todos los ingredientes excepto la miel en un cazo y llévelos a ebullición a fuego lento. Deles vueltas durante unos 3 minutos, hasta que alcancen la consistencia deseada y las especias suelten sus aromas.
2. Cuele la mezcla en dos tazas y añada miel al gusto. El chai es mejor cuanto más fuerte y dulce sea. A algunas personas les gusta echarse leche una vez han colado y endulzado el té.
Verde que te quiero verde
De un tiempo acá se habla mucho del té verde. Pero ¿acaso no es verde todo el té? ¿Hay plantas de té con hojas de otro color o que se recojan cuando las hojas han perdido el verdor? Además, el otro día compré té verde y me pareció más bien negro; de verde no tenía nada. Todos los tés vienen de una misma y única planta: Camellia ninensis, cuyas hojas presentan ciertamente un color verde clorofila mientras la planta está viva. Sin embargo, existen tres tipos de tés en función del tratamiento a que se someten las hojas: verde, que se consume principalmente en Extremo Oriente; negro, el preferido por los británicos y otros occidentales; y oolong («dragón negro» en dialecto chino), cuyo sabor se encuentra a medio camino entre uno y otro. Aparte de estos tres, se utiliza un apabullante sinfín de nombres para referirse a los tés según su procedencia, el tamaño de las hojas o los aromas que se les añaden, como jazmín, bergamota (en Earl Grey) y flor de azahar. En todos los casos, se arrancan las hojas de la planta y se dejan secar hasta que pierden la humedad, normalmente aplicándoles aire caliente o a la manera tradicional, exponiéndolas al sol. A partir de ese momento, las hojas de té verde, negro y oolong siguen caminos distintos. A las hojas destinadas a venderse como té verde se les aplica un chorro de vapor o se tuestan en planchas de hierro con el fin de desactivar las enzimas celulares de la planta (véase «¿Qué es una enzima?», pág. 30). De este modo, se evita la fermentación a la que se somete a los tés negro y oolong. Las hojas de té verde se secan hasta conseguir una humedad de un 3 %; después se machacan o se muelen. En el caso de los tés negro y oolong, las hojas se dejan marchitar y se enrollan en una máquina enroscadora que las retuerce has-
ta abrir las células; el objetivo es exponer el interior de la hoja al oxígeno y a la vez liberar una enzima (polifenol oxidasa) que oxida los taninos de polifenólicos. Entre los productos de las reacciones de oxidación encontramos unos compuestos naranjas, rojos y amarillos llamados teaflavinas y tearubiginas, que le dan al té nervio y color. A este proceso de oxidación se alude, de manera casi universal pero equívoca, con el nombre de fermentación. Ahora bien, no intervienen ni levaduras ni bacterias; se trata de un proceso puramente químico, no biológico. La diferencia entre el té oolong y el té negro estriba en cómo se desarrolla la oxidación, ya que dura unas horas en el caso del té negro y sólo media hora en el té oolong. Esto explica que con el té verde se obtenga una infusión de color más claro que con el té negro: hay menos teaflavinas y tearubiginas. En última instancia, el sabor del té no depende sólo de cómo se tratan las hojas, sino también de cómo y dónde crece la planta, el clima local, la temporada en que se recogen las hojas y la posición de las hojas en la planta. Por cierto, si espera que me enzarce en una disertación sobre las supuestas ventajas del té verde para la salud, me temo que le decepcionaré. Sólo sé lo que he leído y la opinión que he extraído de mis lecturas es que las perspectivas son alentadoras pero que el jurado todavía no ha llegado a un veredicto unánime. Al parecer, el té verde podría ser bueno para la salud porque sus polifenoles no se han oxidado y, además, tienen propiedades antioxidantes: evita que se liberen los radicales libres que se generan con la edad y las enfermedades en el cuerpo. Yo bebo té cada mañana en vez de café. Ciencia al margen
¿Qué es una enzima? Las enzimas han sido objeto de tantos malentendidos como los manuales de instrucciones de los vídeos. Todo el mundo sabe que su papel es esencial para los seres humanos, pero ¿qué son exactamente? ¿Están vivas, como las bacterias? No. Son compuestos químicos, casi todas ellas proteínas, que aceleran las reacciones químicas comple-
jas consustanciales a los senes vivos, tanto vegetales como animales. En otras palabras, son catalizadoras, sustancias que agilizan las reacciones químicas pero que no se consumen en el proceso. Sin ellas, la química de la vida sería insoportablemente lenta o incluso inexistente. Cada molécula de enzima ejerce su función catalizadora con su parte activa, que reacciona con algún compuesto químico concreto llamado sustrato; de este modo, permite al sustrato participar en procesos químicos vitales a miles o millones de veces la velocidad normal. Las moléculas de cada tipo de enzima tienen una forma exclusiva, por lo que sólo pueden reaccionar con un sustrato concreto y catalizar un determinado tipo de reacción química. Existe, por lo tanto, una enzima diferente para cada una de las centenares de reacciones químicas que son esenciales para la vida de las plantas y los animales. Tanto la disolución del dióxido de carbono residual liberado por nuestros tejidos en el torrente sanguíneo como el proceso inverso por el que se convierte en gas para poder eliminarlo espirando por los pulmones son, por ejemplo, procesos vitales absolutamente indispensables. Sin embargo, si no fuera por la enzima anhidrasa carbónica, estos procesos se desarrollarían con tanta lentitud que moriríamos en el intento. La anhidrasa carbónica los hace diez millones de veces más rápidos. Cada molécula de anhidrasa carbónica ejerce su función catalizadora sobre un millón de moléculas de dióxido de carbono por segundo. Los nombres de las enzimas se forman añadiendo el sufijo -asa a la descripción de lo que hacen. La enzima del té se llama polifenol oxidasa porque oxida los polifenoles. Si existiera algo así como una enzima que acelerara el esmaltado de la cerámica, es probable que se llamara esmaltasa de cerámica.
Té de tornasol
¿Por qué se vuelve más claro el té cuando le añado limón? Mi abuela solía echarle una pizca de bicarbonato y obtenía un té tan oscuro como el brandy ¿Qué sabía ella que yo no sepa? ¿Está seguro de que no era brandy? ¿No estaría la abuela aficionándose a echar un trago de la tetera?
Está bien, creeré a la abuela. Aquí va lo que sucedía en las tazas. ¿Ha oído decir alguna vez que se va a someter a algún político a la prueba del tornasol para averiguar su posición sobre un asunto concreto? Pues bien, el tornasol es un tinte que se obtiene de los liqúenes; se vuelve rosa en medios ácidos y azul en los alcalinos. A diferencia de los políticos, el tornasol no se anda por las ramas y te indica enseguida si una sustancia es árida o alcalina. El tornasol es lo que los químicos llaman un indicador ácidobase. Algunos de los taninos del té también lo son; adquieren un color en un medio ácido y otro en un medio alcalino. El zumo ácido del limón tiñe los taninos del té de amarillo, mientras que el bicarbonato de la abuela los tiñe de marrón rojizo. Otro indicador ácido-base es, por ejemplo, el pigmento de la col lombarda, un colorante alimentario natural del grupo de las antocianinas. Las antocianinas dan color a numerosas flores y frutas, como las manzanas, las ciruelas y la uva. El color de la principal antocianina de la col cambia en función de la acidez o la alcalinidad del medio en el que esta se encuentre. De rojo intenso en medios muy ácidos pasa a púrpura en medios neutros (ni ácidos ni alcalinos) y adquiere tonos de azules a verdosos a medida que aumenta la alcalinidad. La col resulta más apetitosa a la vista si tiende a rojo, por lo que a menudo se cocina con manzana, que es ácida. Para contrarrestar el dulzor de la manzana se le puede añadir un chorrito de vinagre, que potenciará su color rojo, antes de servir. Ciencia al margen
El misterio del tornasol ¿Por qué cambian de color los indicadores ácido-base? El ácido tánico, por ejemplo, es lo que los químicos llaman un ácido débil; en otras palabras, lo contrario de un ácido fuerte. (¿Ve qué sencilla es la química?) Las moléculas de un ácido débil constan de dos partes: un ion de hidrógeno (átomo de hidrógeno de carga positiva) y un anión (un átomo o grupo de átomos de carga negativa). Llamaremos «H» al ion de hidrógeno y «A» al anión; para referirnos a ellos cuando coincidan en la molécula de un ácido, diremos «HA».
La A de la molécula del ácido tánico es la que tiene color. Cuando la abuela le añade bicarbonato al té, al ser alcalino, se traga parte de la H del ácido y deja varias A libres, lo que lo tiñe de oscuro. En cambio, al echarle zumo de limón, que es ácido, el té se llena de nuevas H, que se combinan con muchas de las A; al unirse a ellas, contrarrestan sus efectos, por lo que el té se aclara y el marrón se vuelve amarillo. Los taninos se utilizan como tinte desde tiempos antiguos. Lo aprendí de mi abuelo, un inmigrante ruso. Lucía una espléndida barba blanca, pero llevaba siempre el bigote teñido de amarillo de tanto beber té.
Cafeína no, gracias
Bebo bastante té, pero estoy intentando controlarme con la cafeína. ¿Sirve de algo utilizar tazas más pequeñas? Si coloco una bolsa de té en una taza pequeña y otra en una taza grande, las lleno las dos hasta arriba con agua hirviendo y las dejo reposar cinco minutos, ¿contendrá la taza más pequeña menos cafeína? Buen intento, pero no. La cafeína es muy soluble en agua: en una taza de agua hirviendo se pueden disolver hasta 150 gramos. Sin embargo, en una bolsa de té no hay tanta cafeína, ni siquiera una milésima parte de esa cantidad. El agua absorbe toda la cafeína de la bolsa de té al cabo de un minuto más o menos. Por lo tanto, da igual si la taza es grande o pequeña: el té la chupará. Más le vale beberse la taza grande; por la misma cantidad de cafeína, le durará más la bebida. Té (y café) para dos
Yo bebo té y mi novio toma café. En cuanto el agua rompe a hervir, él retira el cazo del fuego para echarse el agua en la cafetera de filtro. A mí me gusta dejar que hierva más tiempo, porque creo que para preparar un buen té el agua debe estar más caliente. Sin embargo, él me dice que por mucho que la deje al fuego no se calentará más. ¿Es cierto?
Usted tiene razón en lo que respecta al té y él tiene parte de razón sobre lo del agua, pero sólo en parte. De todas formas, creo que podremos resolver el problema sin que tengan que hervir el agua en cazos diferentes. La mayoría de entendidos en té dice que, para extraer la cantidad justa de aroma de las hojas de té negro u oolong, el agua debe estar lo más caliente posible. Ahora bien, por mucho que se proponga calentar el agua, su temperatura no subirá nunca por encima del punto de ebullición: 100 °C (menos un grado o dos en función de la altitud y el clima). El agua rompe a hervir y se evapora en el momento en que sus moléculas acumulan suficiente energía para superar la presión atmosférica de la superficie y escapar al aire. Si alguna molécula acumula más energía de la necesaria, se lleva consigo esa energía sobrante al dispersarse. El agua no aprovecha la energía excedente sino que se pierde en el aire, por lo que no aumenta de temperatura. Su novio se anota un tanto, pues, en este extremo. Ahora bien, las burbujas del agua engañan. A veces, cuando empiezan a subir las primeras burbujas grandes a la superficie para liberar su vapor, el agua todavía no hierve del todo. Para preparar un té negro u oolong, hay que seguir calentando el agua hasta que borbotee con furia. Si utiliza un hervidor, deberá esperar a que silbe al máximo volumen durante al menos unos segundos (y la cocina se le llene de perros extraviados). Para el té verde, las reglas cambian. Según los entendidos, la infusión debe prepararse a temperaturas más bajas, de entre 74 y 82 °C; a mayor temperatura se oxidarían, parece ser, sus valiosos polifenoles {véase pág. 33). El café es una taza de té bien distinta, por decirlo de alguna manera. No es conveniente utilizar agua que hierva demasiado, porque el vapor se lleva muchos de sus componentes aromáticos volátiles, mucho más abundantes en el café que en el té. (Nadie dice: «Despierta, que ya huele el té».) De ahí que el café preparado por el método más directo y rudimentario de hervir los posos en un cazo con agua resulte más apto para la batería del coche que para el desayuno. El mejor café se prepara, en mi opinión, con las cafeteras de filtro y las de pistón. En las primeras se coloca el grano recién molido en un filtro cónico de papel y se vierte agua caliente, que cae por la misma gravedad. En las segundas, de uso muy extendido en Fran-
cia, se echa agua caliente sobre los posos de café en un recipiente cilindrico alto, se deja reposar durante unos tres minutos y con un pistón perforado se empuja el «lodo» hacia abajo. Cualquiera que sea el método utilizado, si el agua no está lo bastante caliente no extraerá los cientos de compuestos químicos que posee el café, todos ellos sensibles al calor, al aire y a la interacción con el resto de compuestos. El tipo y la cantidad de compuestos que asomarán en su taza dependerán de diversos factores: la clase de café, la proporción de café y agua, el tamaño de las partículas tras la molienda, la capacidad de mezcla de la cafetera, la temperatura del agua y el tiempo que el agua permanezca en contacto con los posos. No obstante, podemos decir que la temperatura óptima del agua para preparar café se sitúa, en general, entre los 88 y los 93 °C; en otras palabras, lo mejor es que el agua esté «a punto de romper a hervir». Así pues, para arreglar su pequeña trifulca doméstica, le recomiendo que caliente el agua hasta que hierva bien, apague el fuego y rápidamente vierta el agua en la tetera precalentada, con el té, suelto o en bolsa, ya en el interior. A continuación, cuente hasta diez para que el agua se enfríe lo justo y pásele el cazo o el hervidor a su novio, para que pueda prepararse su café. ¿Habría dado Salomón con una solución mejor? ¿Quiere leche?
Me gusta tomar el café con algo de leche, pero también me gusta beberlo muy caliente. Sé que la leche lo enfriará, pero ¿cuándo debo echarla? ¿En cuanto sirva el café o justo antes de bebérmelo? ¿Cómo se mantendrá más caliente? ¿Hay alguna diferencia? Dudo que los filósofos griegos le dedicaran mucho tiempo a esta cuestión (sobre todo porque no tenían café). Es una pregunta difícil, por no decir trascendental. Podría determinarlo con un termómetro de precisión, pero tendría que utilizar exactamente las mismas cantidades de café y leche y el mismo tipo de taza, partir de la misma temperatura inicial, etc., etc. De todas formas, llevar a cabo un experimento científico bajo control estricto en la cocina tiene sus inconvenientes, así que resolvámoslo pensando.
Si todos los demás factores coincidieran, cabría pensar que ambos procedimientos llevarían a la misma temperatura final, porque estaríamos combinando x calorías de calor del café con y calorías de calor de la leche, lo que daría un total de X + y calorías en la mezcla, independientemente del camino que hubiéramos seguido. (Sobre el uso de la palabra «caloría», véase el cuadro de la pág. 38.) Lamentablemente, según la Ley de Wolke de la Perversidad universal, «los demás factores nunca coinciden». Se prepare un café solo o con leche, lo tendrá en la taza un rato hasta que se lo beba. En ese tiempo se enfriará, porque al estar más frío el aire que el líquido de la taza el calor fluirá del líquido al aire. El calor siempre fluye de una sustancia más caliente a otra más fría con la que está en contacto. Sin embargo, hay dos diferencias importantes entre el café con leche y el café solo: 1) la taza de café con leche contiene un poco más de líquido, la leche que se le ha añadido, y 2) el café con leche está más frío que el café solo. La primera diferencia implica que el café con leche, por su mayor volumen, tardará más en enfriarse. Es decir, necesita eliminarse más calor para reducir su temperatura en cierto número de grados. (Una bañera de agua tarda más en enfriarse que un cubo con agua de la misma bañera a la misma temperatura.) La segunda diferencia provoca el mismo resultado: el café con leche, al estar ligeramente más frío, se enfriará más despacio que el café solo, pues cuanto menor es la diferencia de temperatura entre un objeto caliente y su entorno más lento es su enfriamiento. Echar la leche al principio vuelve a ser esta vez, por lo tanto, la opción ganadora. Mi consejo es que eche la leche lo antes posible. Podrá beberse el café con uno o dos grados más y estoy convencido de que vivirá mejor por ello. Siento gran alborozo en anunciar que este problema fue objeto de un minucioso experimento científico llevado a cabo por el estudiante universitario Jonathan Afílalo y publicado en el Dawson Research Journal of Experimental Science en la primavera de 1999. Esta extraordinaria revista publica artículos sobre investigaciones originales y de calidad profesional realizadas por estudiantes universitarios del Dawson College de Montreal, en Quebec. El experimento de los estudiantes llegó a la misma conclusión que antes expuse, tal y como puede observarse en las curvas de enfriamiento que calcularon y que se observan en el gráfico de más arriba. En la curva 1, la leche se añadió dos minutos después de echar el
café, mientras que en la curva 2 no se añadió hasta pasados diez minutos. En el gráfico se observa cómo la temperatura de la curva 1 se mantuvo un grado y medio por encima de la temperatura de la curva 2. Echar la leche pronto mantiene, en efecto, el café más caliente. Ciencia al margen
A enfriar se ha dicho Cuanto más alta es la temperatura de un objeto, antes pierde el calor por radiación. Así reza la Ley de Stefan-Boltzmann. Además, cuanto mayor es la diferencia de temperatura entre dos objetos contiguos (como el café y el aire, por ejemplo), con más rapidez pierde el calor el más caliente frente al más frío, por conducción. Lo dice otra ley: la Ley del Enfriamiento de Newton. Ambas leyes se apoyan en precisas fórmulas matemáticas, pero no veo motivo para sobrecargar esta página incluyéndolas. Volveré sobre la Ley de Newton en el capítulo 9.
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TIEMPO TRANSCURRIDO TRAS ECHAR EL CAFÉ (MINUTOS)
Enfriamiento de una taza de café cuando se le añade leche a los dos minutos (curva 1) y cuando se le añade leche a los diez minutos (curva 2). Añadirle la leche antes permite beber el café más caliente.
Cuando una caloría no es una caloría Existe una diferencia entre lo que un químico y un nutricionista llaman una caloría. La caloría del químico es la cantidad de energía calorífica que se requiere para aumentar la temperatura de un gramo de agua en un grado centígrado, mientras que la caloría del nutricionista, la que aparece en los libros de dietética y las etiquetas de los alimentos, es la cantidad de energía calorífica que se requiere para aumentar en un grado centígrado la temperatura de mil gramos de agua, es decir, de un kilogramo. La caloría del nutricionista, pues, equivale a mil veces la del químico, para quien en vez de una caloría representa una kilocaloría o kcal. Este libro me pone en un aprieto, pues soy un químico que escribe sobre comida para lectores que pueden abarcar ambas disciplinas. Por coherencia, y salvo que indique lo contrario, utilizaré la palabra «caloría» con el sentido que le da el nutricionista. Espero que mis colegas químicos sepan perdonarme. En muchos casos, empleo la palabra «calorías» para referirme a una cantidad indeterminada de energía calorífica, en cuyo caso la dicotomía entre químico y nutricionista no importa. Para aquellos químicos a los que mis palabras no hayan servido de consuelo, ahí va una dosis de kilos para que los inserten delante de la palabra «caloría» cada vez que se topen con ella a lo largo del libro: kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo. [Nota para quienes utilizan el Sistema Internacional de Medidas: una kilocaloría nutricional, kcal, equivale a 4,19 kilojulios o kJ.)
Nuestros parientes alcohólicos
Sé que existen el alcohol etílico, el alcohol metílico y el alcohol desinfectante. ¿Cuáles son comestibles o bebibles y cuáles no? ¿Se parte de alcoholes iguales antes de modificarlos o añadirles otras sustancias? No. Aunque pertenezcan a la misma familia química, existen grandes e importantes diferencias entre los alcoholes, y saberlo le puede salvar la vida.
Los alcoholes son una amplia familia de compuestos químicos orgánicos (que contienen carbono) emparentados por dos motivos: sus moléculas poseen uno o más grupos hidroxilo (OH) y reaccionan con los ácidos orgánicos para formar unos compuestos químicos conocidos como ésteres. Los científicos lo clasifican todo, desde los animales a los compuestos químicos, en función de sus características comunes. Puede tratarse de características sin ningún interés práctico e incluso inducir claramente a error a quienes no forman parte del gremio de la «ciencia. No se asuste, por lo tanto, si descubre que la berenjena (Solanum melongena) y las patatas (Solanum tuberosum) pertenecen! a la misma familia botánica que la mortífera belladona (Solanum dulcamara), o que las langostas y las cochinillas coinciden en la familia de los crustáceos. ¿Acaso hay alguien que no tenga parientes raros? Ahí está mi tío León, sin ir más lejos. (Mis disculpas a He nny Youngman.) Entre los alcoholes pasa algo parecido. Incluyen el alcohol metílico, CH3OH, muy venenoso, también conocido como metanol o alcohol de madera; el menos tóxico alcohol isopropílico, C H OH, también conocido como isopropanol o alcohol desinfectante; y el alcohol etílico, C H OH, también conocido como etanol o alcohol de gramo, todavía menos tóxico, pero aun así potente. Están, además, alcoholes que nunca imaginaríamos que son alcoholes, como el colesterol, C H OH, y el glicerol o glicerina, C H (OH) . (Como habrá observado, los químicos añaden a todos los alcoholes el sufijo -ol.) No se deje engañar, por lo tanto, por la palabra «alcohol» pensando que todo lo que lleve ese nombre será un producto quíímico relativamente inofensivo. Es mucho peor estar muerto que borracho. 3
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FICCION ARIO OEL GOURMET
Nervio gustativo: pasión por gustarlo todo
Sabor amargo
En la etiqueta de las cervezas dice que están elaboradas con «lúpulo de Ua mejor calidad». ¿Qué es el lúpulo?
El lúpulo es una flor seca que se extrae de una planta del mismo nombre, conocida por los botánicos como Humulus lupulus, una cepa alta y trepadora de la familia de las cannabáceas. Proporciona a la cerveza su suave sabor amargo a la vez que contrarresta el dulzor de la malta. Le da también un toque herbáceo y un aroma agradable, según la fase del proceso de elaboración en la que se añada al mosto de fermentación. En Bélgica, los brotes primaverales del lúpulo se cocinan y sirven como los espárragos y se consideran una exquisitez. Hay varios aspectos del lúpulo en los que merece la pena detenerse. Para empezar, existen lúpulos de sexo masculino y lúpulos de sexo femenino. Desde hace unos mil años las flores hembra más desarrolladas se utilizan para dar sabor a bebidas y tónicos por sus valiosas resinas. Curiosamente, las plantas hembra crecen mejor cuando no hay machos a su alrededor, ya que sus flores no echan semillas ni se reproducen. Como la mayoría de fabricantes de cerveza prefieren los lúpulos sin semillas, no suelen cultivar machos. (No es mi intención aquí poner a los machos de otras especies en entredicho.) Casi todas las propiedades del lúpulo, desde las sedantes hasta las diuréticas y las afrodisíacas, se han atribuido a la planta hembra, y su uso para la elaboración de elixires y brebajes de todo tipo se remonta a tiempos inmemoriales. No me extrañaría nada que su sabor amargo hubiera contribuido en gran medida a arraigar esa vieja creencia de que una buena medicina ha de saber forzosamente mal. ¿Guardan relación las conocidas propiedades sedantes del lúpulo con la modorra que le coge a uno después de beber cerveza? Nadie sabe a ciencia cierta responder a esta pregunta. Cada litro de cerveza contiene entre 8 y 15 gramos de lúpulo, pero cinco o seis veces más alcohol, que también es un sedante. No sabremos en qué grado induce el sueño el lúpulo hasta que no se realice un experimento que compare los efectos de cervezas con alcohol y sin alcohol pero con la misma cantidad de lúpulo. (¿No hay por ahí ningún estudiante en busca de ideas para el proyecto de fin de curso?) El lúpulo es un ingrediente esencial de la cerveza, y no sólo por su aroma y amargor. Precipita las proteínas del mosto, por lo que aclara la cerveza; además, posee propiedades antibióticas que mejoran su conservación. Entre los más de 150 compuestos químicos
identificados en su aceite esencial encontramos unos llamados isohumulonas (terpenos) que son fotosensibles. En contacto con la luz blanca o ultravioleta, se descomponen en radicales libres muy activos (véase pág. 172); estos reaccionan con el azufre de las proteínas que contiene la cerveza y producen unos compuestos olorosos llamados tioles, que los sentidos del gusto y el olfato humanos detectan en concentraciones de unas pocas partes por billón. Su estructura química es similar a la del compuesto de tiol que transportan las mofetas en las glándulas y que les ha merecido su fama de antisociales. Con exponer la cerveza 20 minutos a la luz basta para que adquiera un sabor que recuerda al hedor de la mofeta. De ahí que la cerveza se envase en latas o en botellas de color ámbar que no dejan pasar la luz. Para evitar disgustos, le recomiendo que no la deje reposar en el vaso demasiado rato; bébala tan rápido como pueda. FICCIOIMARIO DEL GOURMET Lúpulo: ni pérrulo ni zórrulo
Capullos de la planta del lúpulo (Humulus lupulus]. Los lúpulos son un ingrediente esencial de la cerveza.
Pan de cerveza Si es de los que cree que la cerveza sirve sólo para beberla, pruebe a elaborar este tipo de pan. Su sabor varía según la cerveza que utilice. La receta la he probado con una cerveza negra de Pittsburgh bastante fuerte, la Penn Pilsner Darle. Recomiendo comerlo recién hecho. 3 tazas de harina con levadura preparada 3 cucharadas de azúcar 1 lata o botella de cerveza (330 mi), preferiblemente no light 1.
2.
Coloque una bandeja de hornear en el tercio inferior del horno y precaliéntelo a 175 °C. Elija un molde para pan de 22 x 12 x 7 cm y engráselo para evitar que se pegue la masa. En un cuenco grande, mezcle bien el harina y el azúcar. Añada poco a poco la cerveza sin dejar de remover la mezcla con una cuchara de madera hasta que desaparezcan todos los grumos de harina seca. (No lo bata más de lo necesario o el pan quedará duro.) La masa debe quedar pegajosa. Traspásela al molde y extiéndala hasta llenar todos los rincones.
3.
Hornee la masa entre 50 y 60 minutos o hasta que, al pinchar hasta el fondo el centro del pan con una varilla, esta salga completamente seca. La costra superior del pan quedará estriada.
4.
Desmolde el pan, colóquelo sobre una rejilla de horno y déjelo enfriar 1 hora. Use un cuchillo de sierra afilado para rebanarlo. La costra debe quedar crujiente y el interior, tierno y esponjoso.
SALE 1 BARRA DE PAN
FICCIONARIO DEL GÜURMET Levadura: los reclutas de la legión
Sulfitos
¿Por qué dice en tantas etiquetas de vino «contiene sulfitos»? A mi marido le han dicho que es alérgico a estas sustancias, pero cuando
preguntamos en la bodega nos dijeron que todos los vinos contienen sulfitos de manera natural. ¿Porqué, entonces, la advertencia? En el café no dice en ningún lado «contiene cafeína». Los sulfitos -que no deben confundirse con los sulfatos- son una familia de sales químicas derivadas del dióxido de azufre (S0 ). Se forman durante la fermentación del vino a partir de los compuestos de azufre naturales de la uva, por lo que es natural e inevitable encontrarlos en los vinos al menos en una pequeña cantidad. Por otro lado, desde hace miles de años se añade al vino sulfitos (o el gas de dióxido de azufre que se desprende al quemar azufre) para evitar que se oxide y decolore. Los sulfitos matan, además, a las bacterias dañinas y a las células de levadura silvestre de las prensas de uva, lo que permite a los organismos fermentantes «amansados» empezar su tarea biológicamente limpios. Sin el efecto protector de los sulfitos añadidos, los vinos resultarían imbebibles al cabo de uno o dos años, un problema menor para vinos jóvenes como el Beaujolais, pero una tragedia para otros como el Burdeos que necesitan tiempo para envejecer. Alrededor de una de cada diez personas desarrolla alguna alergia a los sulfitos, que pueden incluso provocar un ataque de asma en personas asmáticas. Los alérgicos deben evitar alimentos que contengan cualquiera de las sustancias siguientes: dióxido de azufre, bisulfito de potasio, metabisulfito de potasio, bisulfito de sodio, metabisulfito de sodio y sulfito de sodio. Observe que, salvo el dióxido de azufre, lo que le dará la clave es el sufijo -ito del nombre químico. Al igual que con cualquier producto que se ingiere, no es una cuestión de que los sulfitos sean buenos o malos. Ninguna sustancia química es «segura» o «peligrosa» en sí misma; todo depende de la dosis. En Estados Unidos la cantidad máxima de sulfitos que puede contener por ley el vino es de 350 partes por millón (ppm), aunque la mayoría de vinos a los que se les ha añadido sulfitos contienen tan sólo entre 25 y 150 ppm. Según la ley federal, a partir de 10 ppm, debe indicarse en la etiqueta que el vino «contiene sulfitos».* 2
La directiva europea 2003/89/CE, reglamento 1991/2004, establece la obligatoriedad de incluir la mención «contiene sulfitos» en la etiqueta de todos los vinos Procedentes de la Unión Europea embotellados a partir del 25 de noviembre de Y que contengan más de 10 mg de sulfitos. (N. de la T.)
Cuando vaya a la bodega o a la vinateca, pida un vino sin sulfitos añadidos. Su marido puede probarlo y comprobar si la pequeña cantidad de sulfitos naturales que contiene el vino también le causa o no reacción. Y, por cierto, cuando alguien dice que algo «huele a azufre» es probable que nunca estudiara química. El azufre, que aparece en la Biblia con el nombre de «piedra inflamable», es un elemento sólido inodoro, pero muchos de sus compuestos huelen a rayos. Cuando se quema, huele a dióxido de azufre. Una de jerez, por favor
¿Qué hace que sea tan especial el jerez, hasta el punto de que se le considere una categoría concreta de vino? ¿Es la uva, la región, el método de elaboración? Las tres cosas, pero sobre todo el método de elaboración. Existen unas cinco mil variedades de uva que podrían utilizarse en denominaciones de origen de todo el mundo: cerca de un centenar de appellations d'origine en Francia y setenta y cuatro en California, por ejemplo, por no citar las de Australia, Chile y muchos otros países productores de vino. Multiplicadas por diez años, por poner un tope, tenemos que podría haber más de 37 millones de botellas de vino decente, además de un número incalculable de botellas de vino de mesa. A menudo me pregunto cómo puede alguien decidir, ante tanta variedad, cuál es el vino más adecuado para una comida. ¡Y es que para guardar todas estas botellas necesitaríamos una bodega del tamaño de la Antártida! Sin embargo, sí podría decir algo sobre el jerez, pues conozco el único lugar del mundo en el que se produce, la ciudad de Jerez de la Frontera y sus alrededores, a un par de horas en coche de Sevilla, en la provincia de Cádiz. Allí me sumergí metafórica y casi literalmente en jerez visitando las bodegas de Williams & Humbert, productores de Dry Sack, Pando, Canasta Cream y muchos otros vinos de jerez y brandies. Es posible que se pregunte de dónde sale un nombre tan poco español como Williams & Humbert o cómo es que en el mundo anglosajón tenga una traducción tan arraigada como sherry. Algunas de las empresas de jerez establecidas en la región jerezana fueron
fundadas por empresarios británicos que exportaban el vino a Inglaterra, que desde siempre ha gustado del jerez seco como aperitivo y del dulce para acompañar los postres. Sherry fue la palabra con la que los ingleses se refirieron desde el principio al vino de Jerez. ¿Qué tiene, pues, de especial este vino? El consejo regulador de la región mantiene un control estricto sobre su producción y etiquetado. Para acogerse a la denominación de origen «Jerez-Xérés-Sherry» debe emplearse la variedad palomino o bien otras menos comunes como Pedro Ximénez o moscatel, cultivadas en el triángulo formado por las ciudades de Jerez de la Frontera, Sanlúcar de Barrameda y El Puerto de Santa María. (El consejo regulador se guarda bien de dejar fuera al Estado de California.) Esta pequeña región posee un microclima único con influencias del océano Atlántico, los ríos Guadalquivir y Guadalete y los vientos húmedos y cálidos del norte de África. Es probable que a la uva el carácter se lo den sobre todo los suelos de albariza calcáreos y casi blancos de la región, con una capacidad desacostumbrada para absorber y retener tanto el aire como el agua. No cabe duda de que muchos grandes vinos proceden de microclimas y suelos excepcionales. Sin embargo, lo que distingue a los vinos de Jerez de los demás es el especial proceso de ensamblaje y envejecimiento que se sigue para su elaboración. Una vez prensadas las uvas, el mosto se introduce en enormes cubas de acero inoxidable y se deja fermentar entre cuarenta y cincuenta días a temperatura controlada, hasta que el contenido de alcohol sube a entre el 11 y el 13 %. El vino joven resultante se pasa entonces a barricas de roble americano con capacidad para 500 litros y se deja envejecer. Entonces llega el momento de decidir si el vino es más adecuado para la elaboración de fino seco o de un oloroso dulce, las dos grandes categorías en que se divide el jerez. Los finos incluyen los manzanillas y los amontillados, mientras que entre los olorosos encontramos los cortados y varias mezclas de Pedro Ximénez, una variedad de uva muy dulce. Los vinos destinados a convertirse en finos se encabezan (se fortalecen añadiéndoles alcohol) hasta que alcanzan una graduación alcohólica del 15 %; los olorosos se encabezan hasta el 17 %. Lo que explica la diferencia entre unos y otros es que la flor, una p a de levaduras naturales locales que se forma en la superficie, no sobrevive a concentraciones alcohólicas superiores al 15 %. Para dquirir su ligereza y sabor característicos, los finos deben envejeCa
a
cer hasta el final bajo una capa de flor. Los olorosos, en cambio, se crían sin esta capa, de modo que el aire los oxida y los vuelve más oscuros, les da más cuerpo y un aroma más fuerte; de ahí su nombre. Los amontillados empiezan envejeciéndose con flor pero después se encabezan hasta que alcanzan una graduación alcohólica del 17 % que mata la flor. Durante el envejecimiento el vino se mezcla siguiendo un método exclusivo del jerez llamado sistema de soleras y criaderas. Consiste en hacer correr el vino por una escala de varias filas de botas, de manera que cuanto más cerca del suelo están las botas más antiguo es el vino que contienen. De las botas más viejas, la solera, se saca un tercio del vino para embotellarlo. El espacio libre dejado se repone con vino de la fila superior (primera criadera), que a su vez se rellena con vino de la siguiente (segunda criadera), y así sucesivamente hasta llegar a la última, que se rellena o «refresca» con vino joven. El nombre de «criadera» viene de «criar»; se refiere a las botas en las que se crían los vinos más jóvenes. «Solera» alude al suelo de piedra sobre el que descansan las botas que contienen el vino más maduro, listo para embotellar. El ciclo tarda años en completarse, ya que entre cada extracción de vino de la solera pasan varios meses. Los vinos jóvenes se nutren de la personalidad de los más viejos, lo que permite al producto final conservar sus extraordinarias propiedades durante décadas. Y eso es lo que hace que el jerez sea tan especial. \ SEGUNDA > CRIADERAS PRIMERA
EMBOTELLAMIENTO
Proceso de ensamblaje y envejecimiento del jerez. Se extrae parte del vino de las botas superiores (criaderas) y se introduce en las inmediatamente inferiores, que contienen vino más antiguo. El vino de las botas que reposan en el suelo (solera) es el que se embotella.
FACCIONARIO DEL GOURMET Amaretto: una ópera de Verdi
Pollo al ajillo dorado al jerez Cada vez que nuestra amiga Janet Mendel, autora de varios libros de cocina, nos invita a Bob y a mí a comer a su casa en el sur de España, nos prepara este plato. Se necesita una sartén de hierro colado de unos 30 cm de diámetro para dorar el pollo y una botella de oloroso seco, un jerez semidulce. En la mesa el pollo lucirá un lustroso color caoba. No tema utilizar todo el ajo que se indica en la receta. Al cocinarlo, se suaviza el sabor y se vuelve ligeramente dulce. Vierta abundante jugo de cocción -una deliciosa salsa de aceite de oliva, jerez y ajo- sobre las raciones de pollo. 1 kg de muslos de pollo (en una sartén de unos 30 cm de diámetro le cabrán unos 4 muslos grandes y 3 patas) Sal kosher y pimienta recién molida 1 cabeza de ajos (unos 15 dientes grandes) 1 / de taza de aceite de oliva virgen extra 3 1/
taza de jerez semiseco, amontillado u oloroso seco 2 cucharadas de brandy o coñac español, opcional 2
1. Pase el pollo por agua fría para limpiarlo y séquelo con papel de cocina. Salpimiéntelo por ambos lados. 2. Aplaste ligeramente los dientes de ajo con el filo de un cuchillo grande para romper la piel. Separe 8 y déjelos sin pelar. Pele el resto y córtelos en láminas más o menos uniformes. 3. Caliente el aceite de oliva en la sartén mencionada a fuego medio. Añada las láminas de ajo y sofría de 1 a 2 minutos, hasta que estén doradas. Retírelas de la sartén con una espumadera, colóquelas sobre papel de cocina para que chupe el aceite y resérvelas. Suba el fuego, añada el pollo cortado y tríalo (cubriendo la sartén con una tapa antisalpicaduras, si tiene una) durante 15 minutos. Dé la vuelta al pollo cuando lo considere conveniente y asegúrese de que queda dorado por ambos lados. Añada los dientes de ajo sin pelar, el jerez y el brandy. Mantenga el fuego a intensidad media-alta, de 8 a 1Q minutos, dando vuel-
tas los trozos de pollo de vez en cuando, hasta que el liquido se haya casi consumido y el pollo vuelva a crujir. 6. Pase el pollo y el ajo a un plato calentado previamente en el horno y rocíelo con su jugo. Decore el plato con el ajo frito que reservó. SALEN 4 RACIONES
El truco de la cuchara
Una amiga vino a verme a Inglaterra. Bebimos champán, pero no nos acabamos la botella. Me sugirió que, antes de guardarla en el frigorífico, introdujera una cuchara de plata en el cuello de la botella con el mango hacia abajo. (Lo había visto en algún programa de la tele.) Lo crea o no, al día siguiente el champán conservaba sus burbujas. ¿A qué se debe? ¿Serviría también un tenedor? Sí, un tenedor serviría igual. Y también un cortaplumas. O una varita mágica, para el caso, pues la cuchara no tuvo nada que ver. El truco de la cuchara es pura superchería. O patrañas, paparruchas o como prefiera llamarlo. El champán no pierde las burbujas tan pronto como la cerveza o los refrescos, simplemente. Aunque no le hubiera puesto la cuchara, al día siguiente lo habría encontrado igual de espumoso. Lo único que influyó es que metiera la botella en el frigorífico, porque el dióxido de carbono, al igual que cualquier otro gas, se disuelve y permanece disuelto mejor cuanto más frío está el líquido. Para que el gas se escape del líquido, las moléculas gaseosas deben dar con una mota microscópica de materia (punto de nucleación) para congregarse y acumularse a su alrededor y formar una burbuja. El champán y el cava auténticos se conservan mejor una vez abiertos porque son muy límpidos y no contienen casi ninguna mota. Cuando en la etiqueta indica que se han elaborado siguiendo el método clásico o champenois, significa que se han clarificado mediante una operación conocida como degüelle: se deja reposar la botella bocabajo hasta que todos los sedimentos se posan en el cuello y luego este se congela para poder retirar los sedimentos extrayendo el hielo en el que han quedado atrapados. La
cerveza no se clarifica tanto, por lo que suele perder las burbujas en menos tiempo. Para conservar mejor el champán de un día para otro, guárdelo en el frigorífico con un tapón que cierre bien (olvide la cubertería). Nunca se sabe: quizá tenga algo que celebrar por la mañana. En cuanto al tapón: puede gastarse hasta unos 20 euros en una de esas tiendas para borrachínes... ay, quería decir «amantes del vino». El tapón ceñirá la botella por el labio al que estaba sujeta la cápsula de alambre y, al enroscarlo, el disco de goma se a m o l d a r á a la boca. Le irá muy bien para contener la presión de la botella en el caso de que le interese agitarla, pero en circunstancias menos extremas puede prescindir totalmente de él. El labio y la cápsula de alambre se colocan para contener la fuerte presión del gas acumulada durante la fermentación del caldo. De ahí el típico fogonazo que se produce al descorchar la botella. Sin embargo, una vez abierta, la presión desaparece. Si la guarda en el frigorífico y no la agita, cualquier corcho o cierre servirá para que no pierda el gas. (Una nota al pie: un grupo de científicos de la Universidad de Stanford descubrió en 1994 que el vino espumoso conservaba más tiempo sus burbujas si la botella abierta se guardaba sin tapón; no obstante, tuvieron que catar muchas veces el vino para llevar a cabo este largo experimento y es posible que sus observaciones fueran producto, por decirlo de alguna manera, de una excesiva alegría.) Ciencia al margen
Póngale un corcho ¿Por qué tienen esa forma tan rara los corchos de champán? Parecen champiñones con faldas... Cuando se introducen en la botella, poseen la misma forma cilindrica que los corchos utilizados para los vinos no espumosos, sólo que son más grandes. Un tapón normal se fabrica con un diámetro de 24 mm; para introducirlo en el cuello de botella, de 18 mm de diámetro, se comprime con una máquina taponadora. (El corcho se comprime bastante bien.) En cambio, para el champán y el cava se fabrican tapones de 31 mm de diámetro que se introducen en cuellos de 1 7 , 5 mm y
se deja un tercio del tapón fuera (la «cabeza») para poder tirar de él y abrir la botella. En cuanto deja de estar constreñida, la base del corcho, suave y húmeda, se expande y recupera el diámetro original. [El corcho también es bastante elástico.) La compresibilidad y elasticidad del corcho que se emplea para el cava o el champán es fácil de comprobar. Sumérjalo en agua durante unos días para ablandarlo y verá cómo recupera su forma cilindrica original y su longitud total. Obtendrá el mismo resultado si lo ablanda calentándolo en el microondas durante un par de minutos. (Advertencia: No haga la prueba en un microondas total o prácticamente vacío. La radiación, al no ser absorbida por comida ni agua, puede rebotar contra el generador de las microondas -el magnetróny dañarlo. Coloque un vaso de agua junto al tapón de corcho.)
Guerra entre estados
Siempre me he preguntado por qué se habla de bourbon de Kentucky y whisky de malta agria de Tennessee. Ningún otro Estado norteamericano parece haber patentado un tipo de licor. ¿Qué los hace diferentes? ¿Por qué no pueden elaborarse esos mismos productos en otros estados? Lo que los diferencia es en gran parte el orgullo local. Pueden elaborarse whiskies idénticos en cualquier parte, pero no pueden llevar el nombre de estos estados a menos que se hayan elaborado en ellos. Empecemos por ver qué es el bourbon. Su definición se recoge en la Ley de Seguridad Interior de 2002 de la Oficina Federal de Impuestos y Comercialización de Tabaco y Alcohol (TTB, en sus siglas en inglés), nacida de la escisión de la ridicula Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego (ATF). Según esta definición, el bourbon es un whisky puro (sin mezclar) con un máximo de un 80 % de alcohol por volumen; se elabora con una mezcla fermentada formada por al menos un 51 % de maíz y se envejece hasta una graduación alcohólica máxima del 62,5 % en barriles nuevos de roble carbonizado. Sin embargo, en la práctica, la mayoría de bourbons se destila a un 60 % de alcohol y se embotella con una graduación de entre el 40 y el 50 %. Además, para su elaboración se emplea en-
tre un 65 y un 75 % de maíz, así como pequeñas cantidades de otros cereales como cebada, centeno o trigo. Según la TTB, la palabra «bourbon» no debe utilizarse para licores destilados producidos fuera de Estados Unidos. Sin embargo, no cita ningún estado en sus reglamentos más que para incluir la norma, más que razonable, de que sólo podrá etiquetarse como «bourbon de Kentucky» el elaborado en Kentucky. En Estados Unidos existen unas 162 destilerías productoras de bourbon; la mayoría, pero no todas, se encuentran en ese Estado. ¿Qué ocurre con el whisky Jack Daniel's de Tennessee? ¿Es bourbon? Si nos ponemos estrictos (y mejor será que lo haga porque los ánimos están muy caldeados en torno a esta cuestión), la respuesta es no. Jack Daniel's encaja en la definición de bourbon que establece la ley en todos los aspectos -se elabora principalmente con maíz, se envejece en barriles nuevos de roble carbonizado y se mantiene dentro de los límites de graduación alcohólica fijados-, menos en uno: en su elaboración se da un paso más. Tras destilarlo y antes de envejecerlo, el whisky se filtra a través de un carbón de azúcar y jarabe de arce en un proceso que Jack Daniel's bautizó con el nombre de «suavización con carbón» pero que oficialmente se conoce como «proceso del condado de Lincoln». Esta es la única diferencia entre Jack Daniel's y el resto de consagrados bourbons. Jack Daniel's se vanagloria de ser un whisky de malta agria, pues parte de la mezcla utilizada en el proceso de fermentación procede de los restos de una fermentación anterior. Sin embargo, este procedimiento se utiliza en casi todos los bourbons y otros whiskies que se producen en la actualidad, por lo que en sí mismo no explica el aura de misticismo que rodea al bourbon. FICCION ARIO DEL GOURMET Bourbon: apellido real en inglés
Salsa barbacoa Jack Daniel's para costillas Sería una pena no aprovechar una botella de Jack Daniel's más que
Para
echar unos tragos, pues le da un toque delicioso a esta salsa.
Por cada par de costillares pequeños, necesitará una taza de salsa
barbacoa. Puede guardar la otra taza para acompañar un pollo a la pa-
milla durante la semana. Verá cómo esta salsa acaba formando parte de su lista de salsas barbacoa favoritas. 1 taza de ketchup 1/4 de taza de whisky Jack Daniel's Etiqueta Negra 1 / de taza de melaza oscura 4 1 cuchara sopera de salsa 1 cuchara sopera de zumo 1 / cucharadita de pimienta 2 1 / cucharadita de mostaza 2 1 diente de ajo majado
Worcestershire de limón recién exprimido recién molida seca __
Mezcle todos los ingredientes en un cazo pequeño y llévelos a ebullición a fuego medio alto. A continuación, baje el fuego al mínimo y cueza la mezcla durante 10 minutos removiendo de vez en cuando. SALEN 2 TAZAS DE SALSA
¡Y listos!
En una fiesta por el Derby de Kentucky unos amigos sirvieron unos julepes de menta. Me di cuenta de que, al poco de mezclar los ingredientes del cóctel, en el exterior del vaso se formaba una capa de hielo. Sé que en una copa de Tom Collins, por ejemplo, se forman gotas de agua, pero nunca había visto que se enfriaran tanto como para helarse. ¿Qué tiene de especial el julepe de menta? Pregúntele a cualquier acérrimo sureño y le dirá que ¡ m u c h í s i m o ! Bebidos al ritmo como se despachan en el sur, en una calurosa tarde de estío bajo un perfumado magnolio en flor, pocos cócteles son tan refrescantes como un julepe de menta, o más insidiosamente embriagadores. Su sugerente dulzor oculta el hecho de que se trata de puro bourbon. Pero igual de embriagador (para algunos de nosotros) es descubrir por qué se forma el hielo en el vaso. Preparar un julepe de menta es tan sencillo como m a c h a c a r hojas de menta con azúcar en una taza o mortero de metal, a ñ a d i r
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hielo picado y regar la mezcla con un generoso chorro de bourbon. Si en vez de bourbon echáramos sólo agua, enseguida se equipararían la temperatura del agua con la del hielo. La temperatura resultante sería una en la que ambos pudieran coexistir sin que se derritiera todo el hielo ni se congelara toda el agua (alcanzándose, pues, el equilibrio térmico). Como bien habrá supuesto, sería la temperatura a la que se congela el H 0, que sería de 0 °C. Sin embargo, el bourbon, pobrecito, contiene alcohol aparte de agua. El alcohol (ayudado por el azúcar) disminuye el punto de congelación del H 0, del mismo modo que el anticongelante disminuye el punto de congelación del refrigerante que utiliza el radiador del coche. Al ser más bajo el punto de congelación, se reduce también la temperatura a la que agua y hielo pueden coexistir, que coincide. Para poder coexistir, el hielo y el líquido deben alcanzar este menor punto de congelación o temperatura derritiendo parte del hielo, un proceso que absorbe calor y enfría la mezcla. Se trata del mismo fenómeno por el que, mediante una mezcla de hielo y sal, se reducía la temperatura en las antiguas cámaras frigoríficas para helar la crema de helado. La sal actuaba reduciendo el punto de congelación como el alcohol en el julepe. El alcohol del bourbon puede enfriar tanto el contenido de la copa que, en un día húmedo, puede que la humedad del aire no sólo se condense en el exterior de la copa sino que incluso se congele y forme una capa de escarcha. Un Tom Collins no se enfriará tanto como para que la humedad se congele, porque contendrá tan sólo unos cubitos de hielo y el alcohol no podrá reducir demasiado el punto de congelación. En cambio, en una copa de julepe el hielo picado ocupa una superficie enorme sobre la que promover el equilibrio térmico, lo que permite bajar la temperatura a gran escala. La mejor manera de presentar los julepes de menta es sirviéndolos en copas de plata de ley (no chapadas en plata) en vez de en vasos. El vidrio es mal conductor del calor (y del frío), pero la plata de ley contiene un 92,5 % de plata, el metal que mejor conduce el calor. Como norteño, no me atrevo a aventurar ninguna receta del coctel. Además, si en el sur de Estados Unidos hace mucho más calor que en el norte es justo porque los sureños andan siempre enzarzados en discusiones sobre cómo debe prepararse. Busquen al gun coronel de Kentucky (no, a ese no, que murió) y pregúntenle. 2
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Agitado y revuelto
Estuve hablando con unos amigos sobre cómo enfriar bebidas con cubitos de hielo, si había que agitarlos o revolverlos, qué cantidad de hielo había que poner y cómo quedaba más o menos diluida. Uno dijo que lo mejor era utilizar mucho hielo para enfriar antes la bebida y que no se diluyera tanto. Yo le respondí que quizá se enfriaría antes, pero que quedaría igual de diluida: tal vez perdería menos agua por cubito, pero la cantidad de hielo derretido sería la misma en total. Cualquier pista será bienvenida. Estoy con su amigo. Para empezar, cuanto más frío esté el hielo mejor, pues antes se enfriará el líquido. Además, no es necesario que los cubitos se deshagan para refrescar la bebida; enteros también cumplen su función. Entre dos sustancias en contacto, el calor fluye automáticamente de la más caliente a la más fría. En el caso que nos ocupa, el calor del líquido fluye hacia el hielo o, si se prefiere, el hielo absorbe el calor del líquido. Cuanto más frío está el hielo de buen principio, más calorías consigue restar al líquido antes de alcanzar la temperatura de fusión/congelación (0 °C) y empezar a derretirse. Por lo tanto, si se sirve a una temperatura suficientemente baja (bastante por debajo de los 0 °C), el hielo apenas se derrite y se evita que la bebida quede diluida. En segundo lugar, cuanto más hielo mejor. Si se sirve mucho hielo en el vaso, el líquido se escurre entre los huecos que dejan los cubitos entre sí. En estos huecos se forman capas muy finas de liquido en las que el contacto térmico con la superficie del hielo resulta más eficiente, por lo que el líquido se enfría antes que si sólo formara capas más gruesas. En otras palabras, cuantos más cubitos se sirven, mayor es la superficie de hielo que puede intercambiar calor con el líquido. Se consigue, una vez más, enfriar antes la bebida y mantener el hielo intacto (a no ser que se deje en el vaso d u r a n t e demasiado rato). El mejor truco para enfriar la bebida se podría, por lo tanto, resumir así: «Póngale mucho hielo y déjelo poco tiempo». Pero hablábamos de cubitos, no de hielo triturado. Con el hielo triturado aumentan tanto la superficie de contacto y la eficiencia del intercambio térmico que el hielo empieza a derretirse y a diluir la bebida casi antes de que se la lleve a la boca.
Por desgracia, la mayoría de bares no sirven el hielo muy frío. Muchas veces lo dejan calentándose en la cubitera durante horas, donde se va acercando cada vez más a la temperatura de fusión; esto hace que pierda capacidad para enfriar y apenas lo sirven empieza a derretirse y a diluir la bebida. No obstante, el hielo no se derrite nada más alcanzar la temperatura de fusión. Cada gramo de hielo necesita absorber su correspondiente dosis de calorías -0,080 calorías, su calor de fusión- para descomponer su estructura sólida y entrar en estado líquido. Así pues, aunque no esté muy frío, el hielo ayudará bastante a refrescar la bebida, sólo que se derretirá más y se diluirá antes. Lo que hay que hacer es evitar que el camarero remueva el martini durante demasiado rato (y, sobre todo, ¡que ni se le ocurra agitarlo!). El problema del martini es que queremos que se diluya un poco (resulta demasiado fuerte al paladar sin un 10 % de agua añadida), por lo que hay que encontrar el punto de equilibrio entre la cantidad de hielo, la temperatura y el tiempo que se remueve. Por eso mucha gente estropea los martinis, que en principio deberían ser la bebida más fácil de preparar del mundo. Mida su alegría
Bebo con moderación. Me suelo tomar una copa de vino con la comida y una o dos en situaciones sociales. Eso es todo. Sin embargo, en las fiestas de verano, entre que vas picoteando y charlando, es fácil dejarse llevar y en más de una ocasión he acabado bebiendo más de la cuenta, pasándome del límite que soy capaz de tolerar y, mucho me temo, del que son capaces de tolerar los demas. Sé que cada persona es diferente, pero ¿existe alguna manera de calcular los efectos que cada cantidad de alcohol puede tener en una persona? Al haber pasado varias décadas en la universidad (no, no me costó tanto licenciarme; trabajé como docente), he oído hablar más de una vez de esas fiestas a las que los estudiantes se refieren como farras». O sea, fiestas en las que el alcohol corre como el agua. Ahora bien, los estudiantes no tienen el monopolio de agarrarse monas, sea queriendo o sin querer. Para los que dejamos atrás esa época de nuestras vidas, los esporádicos excesos en días de
fiesta pueden tener consecuencias más siniestras, pues ya no tenemos la opción de tambalearnos simplemente hasta nuestro cuarto y dejarnos caer sobre la cama hasta el día siguiente. La mayoría de las veces tenemos que conducir de vuelta a casa y, por muy sensato que nos parezca ahora hacer esta reflexión, poco ayuda la sensatez si después se conduce bajo los efectos del alcohol. Según un estudio promovido por el Departamento de Seguridad Viaria de Estados Unidos en el año 2000, la capacidad de conducción empieza a deteriorarse con concentraciones de alcohol en sangre de tan sólo 0,02 g/ml, una cuarta parte de la tasa de alcoholemia máxima permitida, que se sitúa en 0,08 g/ml.* La pregunta es cómo podemos regular nuestra ingesta de alcohol para alcanzar el grado de embriaguez 1 (relajación y simpatía) sin saltar a los grados 2 (verborrea y desinhibición), 3 (descoordinación física y arrastre de las palabras), 4 (falta de control y contención), 5 (aletargamiento y sopor), 6 (vértigo), 7 (coma) y 8 (muerte). La respuesta es descorazonadora, pero no porque no podamos regularlo, sino porque el método para hacerlo no es del todo fiable. Intervienen demasiados factores que pueden confundirnos. Entre las muchas variables que influyen en nuestra reacción a una cantidad dada de alcohol se encuentran la genética, el metabolismo (normalmente más rápido en la mujer que en el hombre), el peso y el historial de consumo alcohólico de cada uno (las personas acostumbradas a beber «aguantan» más). Por encima de todas estas variables está la manera como se consume esa cantidad de alcohol: si se diluye con un refresco, si se bebe a secas o con comida y cuánto se tarda en ingerirla. Cuanto más diluido esté el alcohol, con más comida se acompañe y más se espacie su consumo, menores serán sus efectos. El factor principal es la cantidad total de alcohol etílico que se consume. La proverbial lamentación «Pero si sólo me tomé dos copas» puede significar cualquier cosa. En el Reino Unido, por «unidad de alcohol» se entiende cualquier bebida que contenga 8 gra* En Europa la alcoholemia se mide en gramos de alcohol por litro de sangre. El límite legal estadounidense del 0,08 g/ml equivaldría a 0,8 g/1, que es el límite que todavía se aplica en algunos países europeos. En España, la tasa de alcoholemia máxima permitida se redujo de 0,8 a 0,5 g/1 en 1998. (N. de la T.)
mos de alcohol puro. En Estados Unidos, se supone Que una «copa» contiene entre 12 y 15 gramos de alcohol puro, mientras que en Japón se necesitan 20 gramos para merecer la calificación. Sin embargo, nunca verá en la etiqueta de una cerveza, un vino o un licor que contenga «tantos gramos de alcohol». ¿Qué efecto tendrán en usted estas cantidades de alcohol? Hasta que no le lleguen a la sangre, ninguno. Por este motivo el grado de alcoholemia se calcula a partir de la concentración de alcohol en sangre o CAS: el número de gramos de alcohol por 100 mililitros de sangre. La CAS no se mide directamente en la sangre (salvo en la autopsia), sino a través del aliento, ya que el alcohol pasa de la sangre a la respiración a través de los pulmones. El alcohol está unas 2.100 veces más concentrado en la sangre que en el aliento, por lo que los alcoholímetros se regulan para que den la lectura correcta de concentración en sangre. El alcohol ingerido se diluye uniformemente en el agua de todo el cuerpo; un 80 % de la absorción tiene lugar en el estómago y el 20 % restante en el intestino delgado. La CAS dependerá, por lo tanto, de la cantidad de agua que contenga la persona en el cuerpo: cuanta más agua haya en el torrente sanguíneo, menos se concentrará una misma cantidad de alcohol y menores serán sus efectos fisiológicos. Una vez más, cada persona es diferente, pero en promedio los hombres tienen un 58 % de agua en peso y las mujeres un 49 %, mientras que en sangre un 80,6 % es agua tanto en hombres como en mujeres. Echando cuentas con la calculadora a partir de estas cifras y teniendo en cuenta que la densidad de la sangre es de 1,06 gramos por mililitro, me sale que por cada 10 gramos de alcohol puro absorbido por un varón de 77 kilos, la CAS aumenta en 0,019. En una mujer de 55 kilos, la misma cantidad de alcohol Puro aumenta la CAS en 0,032. Por lo tanto, para superar la tasa de alcoholemia máxima de 0,080 permitida en Estados Unidos, el hombre necesitaría beber 42 gramos de alcohol puro, mientras que a la mujer le bastaría con ingerir 25. Redondeando las cifras, esto se traduce en (elija su veneno): Licores de 40° (40 % de alcohol): 140 g para un hombre de 77 kg y 85 g para una mujer de 55 kg. Vinos de 13° (13 % de alcohol): 400 g para un hombre de 77 kg y 225 g para una mujer de 55 kg.
• Cerveza de 5 (5 % de alcohol): 1.050 g para un hombre de 77 kg y 625 g para una mujer de 55 kg. o
Estos cálculos son muy aproximados, no sólo por lo diferente que es cada persona sino porque se basan en una absorción total e inmediata del alcohol, sin tener en cuenta su posible prolongación debido a la ingesta simultánea de alimentos, el incesante procesamiento del alcohol en el hígado o la eliminación de alcohol a través de la orina a lo largo de la fiesta. Nos hallamos ante un complejo mecanismo de absorción y eliminación. Aun así, lleve la cuenta de los gramos que consume y básese en las cifras anteriores, adaptándolas a su peso corporal y consumo de alimentos y sabrá, grosso modo, dónde está «su límite». Le interesa, por supuesto, dejar de beber mucho antes de llegar a ese límite. Soy consciente de que no debe de ser fácil llevar la cuenta de los gramos mientras se canta el «Cielito lindo» con la pantalla de una lámpara por sombrero. Sin embargo, sea hombre o mujer, grandullón o pequeñín, bebedor habitual o social, puede hacer esto: cada media hora en punto, deténgase y observe su comportamiento desde fuera, tomando distancia. En cuanto vea que se encuentra en el grado de embriaguez 2, o como mucho en el 3, diga adiós a las copas y coma más. Es la mejor garantía para volver a casa sin perder la reputación. Síndrome de estrés posgastronómico
He oído hablar de muchos trucos para eliminar las manchas de vino tinto de los manteles y la ropa. Los más habituales son el agua con gas y la sal, pero he probado con ambas y ninguna me ha dado buen resultado. Tiene que haber algo que funcione. ¿Sabe de algo? En cuanto se enteran de que soy doctor en química, muchos de mis conocidos me piden consejo sobre cuestiones tan profundamente científicas como esta. (¿Para eso me pasé veinte años estudiando?) Pero está bien. Abandonaré mi rol de escritor que escribe sobre la comida y la bebida que nos metemos en la boca para hablar de la que se nos escapa de ella y aterriza donde no nos lo esperábamos.
Cuando un comensal torpe derrama una copa de vino tinto sobre el mantel de la anfitriona, de todas partes surgen voces que gritan: «¡Trae un poco de bicarbonato!», «¡Echa vino blanco por encima!», «¡Consigúeme el vinagre!», «¡Tapa la mancha con sal!» Todo sugerencias bienintencionadas, pero inútiles. Si echa sal, para lo único para lo que le servirá es para chupar el líquido suelto por absorción capilar, algo que también conseguiría con arena. Sin embargo, si hubiera secado la mancha nada más derramarse el vino, no habría quedado líquido suelto sobre el mantel, y eso es precisamente lo primero que debe hacerse ante cualquier mancha. En cuanto a los tres líquidos recomendados -agua carbonatada, vino blanco y vinagre-, lo irónico es que son todos ácidos y, por lo tanto, podrían acentuar la mancha en vez de disimularla. Veamos por qué. Los pigmentos del hollejo de la uva, pertenecientes a una familia de colorantes químicos alimentarios conocida como antocianinas, actúan como indicadores ácido-base (véasepág. 32). Se vuelven rojos en medios ácidos y lila claro en medios alcalinos. Añadirle un líquido ácido a una mancha de vino, ya de por sí ácido, no hace más, tal vez, que diluir la mancha, efecto que también se lograría con agua. Siempre me he resistido a creer en la eficacia del agua carbonatada, cuyas bondades se han proclamado a bombo y platillo por encima de las de cualquier otro remedio. No veía ninguna razón química por la que debiera funcionar, así que decidí probarla yo mismo. (El problema es que la gente va diciéndole a los demás que una cosa sirve para esto y lo de más allá sin tomarse la molestia de comprobar si es cierto.) Primero intenté eliminar una mancha de vino fresca de un mantel blanco de algodón utilizando un agua con gas sin ningún añadido, lo que los químicos conocen como ácido carbónico. Al ser un ácido, no se comió el color rojo de la mancha de vino. Luego probé con agua de sifón a la que se había añadido un poco de bicarbonato de sodio (bicarbonato de sosa) y, en algunos una pizca de citrato de sodio. Ambos compuestos químicos reducen la acidez, pero descubrí que esta agua todavía era algo ácida que no modificaba el color de la mancha. Mi gozo en un pozo. Y con mío el de los numerosos defensores de este cacareado remedio. Bueno, ¿entonces qué funciona? Hace unos años, unos investigadores de la Universidad de California de Davis -el profesor de
enología Andrew L. Waterhouse y su alumna Natalie Ramírez- probaron una serie de productos, algunos de elaboración casera y otros que se podían encontrar en el mercado. Algunos quitamanchas para vino fallaron estrepitosamente. Sin embargo, obtuvieron buenos resultados con una mezcla a partes iguales de solución de peróxido de hidrógeno al 3 % y una marca de lavavajillas líquido, aunque los resultados variaron en función del tipo de tejido y la antigüedad de la mancha. No es cuestión ahora de que se ponga a preparar este potingue y de que se lo guarde para casos de emergencia; de todas formas, no se le guardaría bien. Eso sí, el peróxido de hidrógeno del experimento de Davis me puso sobre la pista. Los peróxidos son lejías, aunque mucho menos potentes que la lejía de cloro, que eliminaría la mancha pero también se comería el color del tejido. Son lo que los fabricantes de detergente llaman «lejías color»; oxidan las sustancias químicas de color y las transforman en formas incoloras. Decidí probar varios productos nuevos que contuvieran percarbonato de sodio -un complemento, lo llaman, de carbonato de sodio (sosa) con peróxido de hidrógeno-, y que salieron a la venta a raíz de los experimentos de Davis. Descubrí que estos productos hacían milagros con las manchas de vino tinto. Probé tres de los productos de percarbonato que vendían en mi supermercado: Oxi Clean, Clorox Oxygen Action y Shout Oxy Power. Extendí los polvos blancos sobre el algodón manchado de vino, los rocié con agua hasta empaparlos y los dejé actuar durante unos diez minutos. Mientras esperaba observé cómo el carbonato de sodio, muy alcalino, azulaba la mancha y cómo después actuaba el peróxido de hidrógeno eliminando casi por completo el color azul. (Shout Oxy Power actuó con más rapidez que los demás.) Luego metí la ropa en la lavadora, con percarbonato incluido, y la lavé con detergente. ¡No quedó ni rastro de las manchas! Por tanto, lo que debe hacer es leer las etiquetas de los quitamanchas o detergentes que vendan en su supermercado. Si dice «percarbonato de sodio», compre el producto y téngalo a mano. También le servirá para eliminar muchas otras manchas. El sifón resérveselo para el whisky. Descargo de responsabilidad por cobardía: eliminar una mancha puede ser difícil y no siempre dará los resultados esperados,
pues entran en juego la naturaleza y la antigüedad de la mancha y el tipo de tejido y su color. En mi caso, los experimentos los llevé a cabo en tejidos de algodón blanco con manchas de vino merlot recientes. No utilice nunca productos quitamanchas -ni siquiera el explicado en estas páginas- sin probarlos antes sobre alguna parte no visible de la prenda o el mantel. Ciencia al margen
Secuestradores de electrones En química, «oxidación» se aplica a un tipo de reacciones mucho más amplio que la simple interacción de una sustancia con oxígeno. En un sentido más general, se refiere a cualquier reacción en la que un átomo o molécula pierde electrones. El peróxido de hidrógeno y otros peróxidos son agentes oxidantes capaces de robar electrones a moléculas de muchos otros tipos de compuestos químicos. Ahora bien, cuando los compuestos químicos tienen color es porque sus electrones absorben determinadas longitudes de onda o colores de la luz solar (una mezcla de todas las longitudes de onda visibles) que se posa sobre ellos y reflejan el resto hacia nuestros ojos. Lo que vemos, por lo tanto, no es más que luz reflejada en la que faltan un par de los colores incidentes. Por ejemplo, el pétalo de un narciso absorbe algunas de las longitudes de onda azules de la luz solar y refleja luz en la que falta azul, por lo que la vemos amarilla. Decimos, en consecuencia, que el narciso echa flores «amarillas». Pero si un agente oxidante secuestrara los electrones que absorben la luz azul, el color amarillo desaparecería. La flor se blanquearía.
Cómo eliminar una mancha reciente de vino tinto
Anticípese a la desgracia. Hágase con un producto de limpieza que contenga percarbonato de sodio y guárdelo en la cocina. En los supermercados se venden varias marcas, todas ellas de polvos de lavar de color blanco.
Siga estos pasos: 1. Sirva el vino y la comida. Disfrute de ambos y de las risas. 2. Observe con horror cómo uno de sus invitados derrama el vino tinto sobre el mantel. 3. Seque la mancha con papel de cocina sin dejar pasar un segundo mientras calma al malhechor diciéndole que no se preocupe y se lo imagina ardiendo en el infierno. 4. Extienda polvos de lavar con percarbonato sobre la superficie manchada. 5. Rocíelos con abundante agua (utilizando un pulverizador) hasta que se forme una plasta. 6. Espere 10 minutos para que actúe la plasta mientras da conversación a los comensales y sigue imaginándose al malhechor ardiendo en el infierno. 7. A la primera oportunidad, llévese el mantel e introdúzcalo en la lavadora, con la plasta de percarbonato incluida. 8. Lave el mantel con la cantidad de detergente que utiliza normalmente.sus pensamientos retorcidos. 9. Confiese
Capítulo 2 EN LA GRANJA
La granja es el origen de todo. La tierra. Los cultivos. El suelo. Hace unos nueve mil años, cuando los humanos empezábamos a complementar nuestra existencia de cazadores y recolectores con la domesticación de los animales y la agricultura, sembramos las semillas (nunca mejor dicho) de la agricultura y la ganadería modernas. Aunque seguimos cazando y recolectando en los mares (véase cap. 6), la principal fuente de alimentación del hombre sigue siendo la agricultura, cultivar la Madre Tierra para cosechar sus frutos y criar el ganado. Existen muchos tipos de granjas. La inmensa mayoría se dedica al cultivo de cereales (véase cap. 5), como el arroz, el maíz y el trigo con que se sustenta casi toda la población del mundo. Otras cultivan fruta (cap. 4) y ese cajón de sastre al que llamamos hortalizas (cap. 3). Finalmente, están las que crían aves de corral y ganado para aprovechar su carne (cap. 7), leche o huevos. Este capítulo se centra en esto último: los productos lácteos de las granjas. En ellas se obtienen dos productos que son la base de la subsistencia animal: el huevo y la leche. Uno da la vida y la otra ayuda a mantenerla. Los consumimos tal cual o bien los transformamos en productos como mantequilla y queso valiéndonos de métodos mecánicos, químicos o biológicos, y luego los incorporados a cientos de platos de todo el mundo. Hay un enigma que me ha rondado la cabeza durante años, pero sigo sin haber descubierto la solución: ¿por qué hablamos de Productos lácteos y huevos como si existiera una relación tan evidente entre ellos como entre las frutas y las hortalizas o entre la carne y el pescado? Echando un simple vistazo a los dos animales
en cuestión hasta el observador más despistado se daría cuenta de que las vacas y las gallinas tienen muy poco en común. A pesar de todo, a continuación contribuiré a perpetuar la asociación entre «productos lácteos y huevos» abordándolos en el mismo capítulo. El galimatías de los desnatados
Siempre había comprado leche descremada, pero hace poco me pasé a la desnatada porque era más fácil de encontrar. Como no me gustaba tanto y mi nieto, cuando venía a casa, no quería ni olería, cambié a otra baja en grasa. Desde entonces no dejo de preguntarme cuál es la diferencia entre estos productos. La leche descremada de antes era blanca inmaculada y el borde que tocaba con el vaso se veía traslúcido. ¿Por qué ya no se encuentra esa leche? Cuando alguien te pregunta «¿Quieres leche?» entran ganas de responderle «¿Te importaría ser más concreto? ¿Te refieres a leche cruda, leche pasteurizada, leche homogeneizada, leche esterilizada, leche entera, leche descremada, leche con un 2 % de grasa, leche con un 1 % de grasa, leche desnatada, leche evaporada, leche condensada o suero de leche?» Si las vacas llegaran a sospechar el lío que montamos los humanos con su don divino, se subirían por las paredes. Ahora bien, seguro que piensa que sabe qué es la leche. ¿Lo sabe? Según el Código de Reglamentos Federales de Estados Unidos, Título 21, Volumen 8, Capítulo I, Apartado 1240, Subapartado A, Sección 1240.3 (j), Número 13, la leche es «la secreción láctea obtenida de uno o más animales productores de leche sanos, como la vaca, la cabra, la oveja y la búfala de agua, e incluye, entre otras, la leche desnatada, descremada, la nata o crema de leche, la leche en polvo, la leche en polvo desnatada, la crema de leche en polvo, los productos lácteos condensados o concentrados, la leche fermentada o acidificada, los productos lácteos...» y la lista se prolonga con otras ochenta y ocho palabras. (¿Burocracia? ¿Qué burocracia?) Ahora que sabemos de qué estamos hablando -siempre es bueno empezar por ahí-, vayamos al meollo del asunto. Me ceñiré a la «secreción láctea» de la vaca (género Bos), suponiendo que
sabrá a qué me refiero sin necesidad de recurrir a un zoólogo ni consultar el Código de Reglamentos Federales. La sociedad contemporánea parece haber llegado a la conclusión de que los 8 gramos de grasa que contiene un vaso corriente de leche entera constituyen una grave amenaza para nuestra supervivencia en el planeta. En consecuencia, nuestros mercados ofrecen una apabullante variedad de leches con un contenido de grasa cada vez menor. En otros tiempos más simples, la leche, entera y sin homogeneizar, se «descremaba» retirando los glóbulos grasos que subían a la superficie y formaban lo que llamábamos «la nata», como si la leche y la nata fueran dos productos distintos entre los que no había término medio. Sin embargo, en la actualidad, encontramos tanto leche como nata con diferentes grados de grasa. En la sección de lácteos del supermercado la oferta es abrumadora. Existen productos de todo tipo en función de su contenido en grasa, que según el Código de Reglamentos Federales de Estados Unidos, Título 21, Volumen 8, etc., se reduce «modificando la composición química y física de la leche, la nata o el suero mediante enzimas, disolventes, calor, presión, enfriamiento, vacío, ingeniería genética, fraccionamiento u otros procesos similares, [o] añadiéndoles o quitándoles la grasa de la leche o agregándoles ingredientes seguros y adecuados que mejoran las proteínas, las vitaminas o los minerales del producto». Pero todo eso ya lo sabía, ¿no? ¿Qué ha de hacer el consumidor? Por suerte, lo que la industria láctea dio, el gobierno quitó. En Estados Unidos la Agencia Federal de la Alimentación y el Medicamento (FDA) ha resuelto el galimatías reduciendo la oferta a tan sólo cuatro categorías de leche y seis de nata, incluidos dos tipos de nata agria, en función de su contenido en grasa. En la tabla 1 se muestran las diferentes categorías con los gramos de grasa y las calorías correspondientes a cada una de ellas. Estos datos, extraídos de la Base de Datos de Composición Química de los Alimentos elaborada por el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, que analiza la práctica totalidad de los alimentos que existen en el mercado y hace una media de su composición, pueden variar en función de la marca. Tenga en cuenta que, aunque cada gramo de grasa equivale a 9 calorías, el número de calorías de un producto lácteo determinado no equivaldrá necesariamente a los gramos de grasa que contiene multiplicados por 9; también tienen calorías las proteí-
ñas y los hidratos de carbono. Además, como los diferentes tipos de leche no se distinguen sólo por su contenido en grasa, el número de calorías por taza no tiene por qué subir o bajar en función de la cantidad de grasa. En la tabla vemos cómo eliminando casi toda la grasa de la leche entera el número de calorías por taza sólo se reduce de 149 a 86, lo que supone un pobre ahorro de 63 calorías. En cambio, cambiar un tipo de nata por otro puede llegar a suponer una diferencia de hasta 500 calorías. Una taza de nata líquida espesa para montar proporciona dos tazas de nata una vez montada, todo un alivio para quienes miden su sentimiento de culpa basándose en el volumen. La segunda taza no es más que aire: tiene cero calorías. Despojar la leche del sabor que le proporciona la grasa no es el único crimen que perpetramos, ni siquiera el peor. Para muestra, un botón. A la leche entera le quitamos un 60 % de agua, la enlatamos y la llamamos leche evaporada (19,1 gramos de grasa y 338 calorías por taza). La grasa de la leche la dejamos ahí, salvo en las inevitables versiones de leche evaporada desnatada o semidesnatada. La leche evaporada desnatada (¿o debe decirse descremada?) contiene, por ejemplo, 0,5 gramos de grasa y 200 calorías por taza. La leche condensada edulcorada (26,6 gramos de grasa y 982 calorías por taza) es leche evaporada mezclada con un 45 % de azúcar. Y la lista sigue. La leche descremada que compraba antes seguramente sigue existiendo, sólo que escondida detrás de alguno de sus «alias» más modernos. Tabla 1
Leches y natas comerciales Gramos de grasa por taza
Calorías por taza
LECHE Leche entera
8,15
149
Leche semidesnatada o baja en grasa (2 %)
4,69
Leche semidesnatada o baja en grasa (1 %)
122
2,59
Leche desnatada, sin grasa
0,40
102 86
NATA Nata para montar espesa Nata para montar ligera Crema de cocina ligera, crema líquida Half & half [mitad crema mitad leche) NATA AGRIA FERMENTADA Normal Desnatada
88,1
821
73,9 46,3 27,8
698 468 315
48,2 29,0
492 327
La créme de la créme
¿Qué diferencia hay entre los diferentes tipos de nata que se ofrecen en las tiendas: nata para montar espesa, nata para montar líquida, nata ligera, etc. ? La nata se obtiene de la leche, añadiéndole más grasa de origen lácteo (también conocida como grasa de mantequilla, porque se utiliza para hacer mantequilla) de la que la vaca pone. En otras palabras, se retira cierta cantidad de la parte no grasa y acuosa de la leche original (que se convierte en «leche descremada») para hacerla más espesa y darle una textura suave y untuosa en la boca. ¿Cómo? Bueno, si se deja reposar un rato la leche entera y no homogeneizada, la gravedad se encarga de todo. Al ser más ligera (menos densa) que el agua, la grasa sube a la superficie y flota, lo que permite retirar esa capa más espesa que conocemos como nata. En las granjas los glóbulos grasos se separan de la leche de manera mucho más rápida y eficaz. Para ello utilizan unas separadoras centrífugas, conocidas como desnatadoras, que hacen girar la leche entera a miles de revoluciones por minuto como si fueran lavadoras enloquecidas. La capa acuosa más densa sale despedida hacia fuera con más fuerza que la grasa y acaba ocupando las partes más externas del tambor de la centrifugadora, mientras que los glóbulos grasos menos densos se quedan en el centro. Mediante una serie de paletas cónicas se van recogiendo los diferentes productos según su densidad, es decir, según su porcentaje de grasa. El contenido de grasa de los diferentes tipos de nata que se comercializan está regulado. La nata espesa, o nata para montar es-
pesa, es sin duda la créme de la créme, ya que es la que contiene mayor cantidad: entre el 36 % y el 40 %; las natas para montar ligeras contienen entre un 30 % y 36 %. Por debajo de un 30 % ya no sirven para montar. En las natas líquidas, o cremas de leche, la grasa láctea se sitúa entre el 18 % y el 30 %. En el mercado anglosajón encontramos también la half & half, que se supone que está hecha con la mitad de leche y la mitad de crema. Sin embargo, no hay que tomarse esta definición al pie de la letra, ya que su contenido en grasa depende de lo densa o ligera que sea la mitad de la crema. Puede contener entre un 10,5 % y un 18 % de grasa. Como el nombre que aparece en las etiquetas de los productos puede variar, a la hora de comprar fíjese en el contenido de grasa que indica el envase.
Pequeña desnatadora manual para separar la nata de la leche. La nata sale por uno de los tubitos de la izquierda y la leche por el otro. (Ilustración cedida por Hoegger Goat Supply).
Almohadas de caramelo
Estos caramelos blandos, con forma de pequeña almohada, son una adaptación de una receta manuscrita de la pintora norteamericana Mary Cassatt (1844-1926), que aprendió a prepararlos en la época en que ella y el pintor impresionista Edgar Degas recibían a sus invitados en París. Los recetarios de Mary Cassatt se perdieron y esta es la única receta que nos ha llegado. Cuando se inauguró el Hotel Renaissance de Pittsburgh, el servicio de habitaciones colocaba estos caramelos caseros recubiertos de cacao bajo la almohada de cada huésped. [Cassatt nació en Allegheny City, Pennsylvania, ahora parte de Pittsburgh.) Siga la receta al pie de la letra. Si hace demasiado calor en la cocina, los caramelos se ablandarán y deformarán. Para que conserven su forma conviene prepararlos en una habitación más fresca. Si le gusta el dulce de leche, le encantarán estas almohadas. 170 g de chocolate semiamargo 1 1 / 2 tazas de azúcar glas 6 cucharadas de mantequilla sin sal 1 taza de miel 1 taza de nata espesa 1/
4
de taza de cacao en polvo, sin azúcar añadido
1. Engrase ligeramente el mármol, una superficie de granito o una bandeja del horno que no sea de Teflon o materiales parecidos. 2. Ralle el chocolate con un rallador grueso manual en un cuenco mediano o un molde para tarta. 3. Coloque el chocolate rallado y todos los ingredientes restantes, excepto el cacao, en un cazo pesado de tamaño mediano y mézclelos con una cuchara de madera. Lleve la mezcla a ebullición a fuego medio-alto removiendo de vez en cuando y déjela hervir hasta que alcance los 115 °C (en un termómetro de cocina para dulces). Le llevará unos 10 minutos. 5. Vierta con cuidado la mezcla caliente sobre la superficie engrasada, sin extenderla, y déjela enfriar. Con una espátula, forme cuatro bolas con el caramelo y espolvoréelas ligeramente con el cacao en polvo. Forme cilindros de unos 2,5 cm de diámetro, vuelva a espolvorearlos con el cacao y coló-
quelos en una bandeja de horno cubiertos con film transparente. Refrigérelos durante varias horas o hasta el día siguiente, hasta que queden duros. 7.
Retire el film transparente y corte los cilindros en porciones de 2,5 cm de ancho con un cuchillo. Al utilizar el cuchillo, los bordes se hundirán y darán al caramelo forma de almohada. Guarde los caramelos en una lata o caja de caramelos, dispuestos uno encima de otro, y ciérrela bien.
8. Conserve los caramelos en el frigorífico hasta que los vaya a servir. Aguantarán bien una semana. Para servirlos, coloque cada pieza sobre papel de caramelo o bandejitas de papel de aluminio. SALEN 4 8
CARAMELOS
El bueno y el malo
Entre los ingredientes que se indican en la etiqueta del yogur natural figura la pectina. Si le añaden pectina para que espese, ¿no lo convierten más en una gelatina que en un yogur? En principio, y en muchos países del mundo, el yogur es algo muy simple. Se elabora añadiendo ciertas cepas de bacterias vivas beneficiosas a la leche de vaca, cabra u oveja. Las bacterias se alimentan de la lactosa (azúcar de la leche), que metabolizan en ácido láctico y otros compuestos químicos de sabor interesante; algunos de ellos (entre ellos los ácidos) coagulan o cuajan la proteína de la leche, que adquiere la textura de una espesa gelatina. Ahora bien, en la moderna industria alimentaria actual nada es nunca tan sencillo. La leche entera, con toda su grasa intacta, produce un yogur espeso y compacto. Sin embargo, existe una gran demanda de yogur desnatado entre los consumidores, por lo que para evitar que les salga un producto demasiado líquido o aguado los p r o d u c t o r e s suelen añadir algún espesante o estabilizador: extractos secos lácteos, pectina (un hidrato de carbono hidrosoluble que se o b t i e n e principalmente de la fruta) o un poco de gelatina. El yogur se elabora en Europa del Este y Oriente Medio d e s d e hace siglos, pero su implantación es relativamente reciente en Esj
tados Unidos, donde se ha hablado mucho de los beneficios que aporta a la salud, la figura y el bienestar y que todavía están por demostrar. Los fabricantes de yogures libran su particular batalla por reducir las calorías utilizando leche desnatada para elaborar sus productos, con el objetivo de incluir en la etiqueta esas palabras que tanto gustan a los consumidores. Pero como a muchos consumidores no les gusta el sabor del yogur natural, la mayoría de yogures se adulteran con azúcar o frutas en conserva que, de todos modos, acaban sumando en la cuenta de calorías. Comer yogur, ¿ayuda a bajar peso? Por supuesto, si se come en sustitución de las comilonas de jornalero de mediodía y las golosinas de media tarde. Pero olvídese de los sugerentes adjetivos de los envases y fíjese en la tabla de información nutricional que impone la ley: ahí encontrará el número real de calorías que contiene cada yogur. Entre los miles de especies de bacterias y mohos que existen encontramos, como en las viejas películas del oeste, tipos buenos y tipos malos. Los tipos malos nos ponen enfermos, pero a los buenos los aceptamos de buen grado y los empleamos para producir un sinfín de alimentos maravillosos, desde el yogur hasta cientos de quesos, cervezas y vinos. Para elaborar un yogur, lo primero que hay que hacer es matar a todas las bacterias patógenas (las de sombrero negro, muy pequeño) que acechan en la leche. Una pasteurización ordinaria, que consiste en calentar la leche a 72 °C durante 15 segundos o a 63 °C durante 30 minutos, serviría para conseguir los efectos deseados, pero los fabricantes de yogur suelen aplicar temperaturas más altas: 95 °C durante 10 minutos u 85 °C durante media hora. Con una temperatura más alta espesan el producto, ya que se coagulan algunas de las proteínas de la leche. Una vez pasteurizada, la leche se deja enfriar hasta los 43 °C, una temperatura cómoda y agradable en la que pueden desarrollarse a gusto los tipos buenos. Las bacterias de sombrero blanco utilizadas en la elaboración de yogures son Lactobacillus bulgaricus (LB) y Streptococcus thermophilus (ST), que se mezclan en igual proporción. (También se pueden utilizar otras bacterias, como Lactobacillus acidophilus.) El LB y ST mantienen una relación simbiótica única. Ambos se alimentan de la lactosa de la leche, pero el LB además descompone las proteínas en aminoácidos (los componentes de las proteínas) y péptidos (dos o más aminoácidos unidos entre sí) para que pueda
alimentarse de ellos el ST. A cambio, el ST produce dióxido de carbono, que estimula la proliferación de LB. Entre los principales aromas químicos que producen estas bacterias se encuentran el ácido láctico, el ácido acético (ácido del vinagre) y el acetaldehído, un compuesto con sabor ácido, a nuez o manzana verde, que también se crea durante la fermentación del vino y la cerveza. Los ácidos láctico y acético, entre otros, son los responsables de espesar la leche y dar al yogur su textura cremosa. En una ejemplar muestra de ingratitud, la mayoría de fabricantes de yogur matan con calor a las bacterias en cuanto han acabado su trabajo y han dado al producto el sabor y la textura adecuados. El producto que resulta de este proceso es lo que se conoce como «yogur pasteurizado después de la fermentación». Hay quien cree que ingerir bacterias vivas protege la salud, pero todavía no se ha demostrado científicamente que sea así. De todas formas, si prefiere yogures cuyas bacterias estén vivas y coleando, compruebe que en la etiqueta diga que contienen probióticos o fermentos activos. Esto significa que, en el momento de producirlo, el yogur contenía un mínimo de 10 millones de bacterias por gramo, lo que equivale a 1.250 millones de bacterias en una tarrina de yogur convencional. Unas cifras que no dejan indiferente. No se deje engañar por las etiquetas de yogur que digan «elaborado con fermentos activos». ¿Cómo no iban a estar vivas las bacterias durante la elaboración? De no haberlo estado, la leche no se habría transformado en yogur. La cuestión es si siguen vivas en el momento en que se compra el yogur y se come. Es posible que las personas con una ligera intolerancia a la lactosa y problemas para digerir productos lácteos acepten mejor el yogur, porque las bacterias engullen la mayor parte de la lactosa de la leche. Si se ingieren vivas, es posible que puedan sobrevivir en el aparato digestivo y seguir consumiendo lactosa. No obstante, no se trata más que de una hipótesis sobre la que todavía no se ha investigado suficiente. FICCION ARIO DEL GOURMET
Péptido: joséptido
Ciencia al margen
Micelas, no túcelas En la transformación de la leche en yogur, los ácidos producidos por las bacterias actúan sobre la proteína de la leche, principalmente caseína, haciendo que sus micelas, unos glóbulos minúsculos muy dispersos, se junten y formen un cuerpo compacto. Las bacterias se han de dejar actuar un tiempo hasta que se alcanza el grado de acidez adecuado. En el caso de la caseína, se necesita un pH de 4,6, conocido como punto isoeléctrico, en el que las micelas se unen porque pierden las cargas eléctricas que hacen que se repelan. Cuando se alcanza la acidez adecuada, se ve cómo la leche se coagula o cuaja y se forma el suero. Luego, a partir del cuajo, el suero y las grasas, las bacterias crean una masa homogénea de textura suave y compacta.
Queso de yogur
Si le gusta el yogur pero prefiere texturas más sólidas, puede escurrir el suero y hacer queso de yogur, un queso semiblando ideal para untar y puede mezclarse con especias para potenciar el sabor. También puede tomarse como postre, con un chorrito de miel y galletas saladas. 2 tazas de yogur entero o parcialmente desnatado (no utilice yogur desnatado con un O % de materia grasa) polvorear 1. Coloque un colador fino o un escurridor forrado con varias capas de gasa de quesería sobre un cuenco y vacíe en él el contenido de las tarrinas de yogur. 2. Guarde el colador o escurridor con el cuenco en el frigorífico y deje escurrir el yogur entre 2 y 24 horas. Cuanto más tiempo lo deje, más espeso saldrá. Puede desechar el líquido que cae en el cuenco. 3. El queso acumulado en el colador o escurridor, con una consistencia a medio camino entre la leche agria y el queso fresco de cabra, debería estar lo suficientemente espeso como para poder untarlo. SALEN 2 TARRINAS
Nata agria casera Puede preparar nata agria en casa utilizando los «bichos buenos» del suero de la leche: Streptacoccus lactís, S. cremoris y S. diacetylactis, a los que puede añadir unos cuantos Leuconostoc para mejorar la calidad [y el sabor]. Estas bacterias se alimentan de la lactosa de la nata, lo que les permite producir un ácido láctico con agradables notas agrias. Aunque puede obtener el suero de leche desnatada o semidesnatada, le saldrá una nata mucho más espesa y contundente si libera las bacterias en una nata rica en grasa. A diferencia de la nata agria que se vende en los supermercados, la que se elabora en casa sirve también para montar, siempre y cuando esté hecha con nata entera. Al montarla tenga la precaución de no batirla en exceso, ya que podría convertirla en mantequilla. Con nata agria casera montada o sin montar por encima, las tartas de fruta y muchos postres de chocolate quedan deliciosos. La nata pasteurizada elaborada al estilo tradicional se espesa en 24 horas y tiene un agradable toque ácido, mientras que la ultrapasteurizada tarda un poco más y su textura es más suave. Ambas se conservan en el frigorífico un mes; con el tiempo, la nata agria gana espesor y sabor. 2 tazas de nata espesa 5 cucharaditas de suero de leche 1.
Mezcle la nata y el suero de leche en un tarro de vidrio con tapón de rosca. Tápelo y agítelo durante 1 minuto.
2.
Deje reposar el tarro a temperatura ambiente durante 24 horas hasta que el líquido espese y adquiera consistencia de nata agria. Si la temperatura ambiente es muy baja, es posible que tenga que esperar entre 14 y 24 horas más.
3.
Antes de consumirla, refrigérela al menos 24 horas para que adquiera más sabor y consistencia. Cuanto más tiempo la deje, mejor.
SALEN 2 TAZAS
EN LA GRANJA
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¿Cuán cremoso es el helado cremoso?
El otro día compré helado cremoso y lo metí en el congelador. Al día siguiente me llevé una sorpresa, porque estaba duro como una piedra, como cualquier otro helado. Pensaba que los helados cremosos, como los de yogur, tenían una composición especial que mantenía siempre esa agradable y voluptuosa textura que a mí tanto me gusta. ¿Qué pasó? Como aficionado a los helados cremosos (sobre todo de chocolate), he hecho la prueba dos veces. En ambas ocasiones, medí la temperatura del helado nada más entrar en el coche clavando uno de esos termómetros de «lectura instantánea» en el centro de la tarrina y esperando unos cuantos «instantes» a que me diera la lectura: -10 °C y-9 °C. Luego, tras dejar un par de días las tarrinas en el congelador, y reducir su contenido para realizar varios «experimentos científicos» después de comer, la temperatura de ambas había disminuido a -18 °C. Al igual que en su caso, mi helado se había puesto duro como una piedra. Los helados cremosos no son, pues, más que crema de helado servida a temperaturas más altas que los helados convencionales. Nos gustan, no sólo por su textura más blanda, sino porque nuestros paladares aprecian mejor su sabor gracias a su mayor temperatura. En el helado cremoso de vainilla de la marca Dairy Queen figuran los siguientes ingredientes: grasa láctea y leche desnatada, azúcar, jarabe de maíz, suero, mono y diglicéridos, aromas artificiales, goma guar, polisorbato 80, carragenato (los tres últimos son espesantes) y palmitato de vitamina A. La grasa láctea, el ingrediente principal, es evidentemente la misma que lleva la mantequilla, y la mantequilla se endurece a temperaturas bajas porque se cristaliza más la grasa {véase pág. 89). Los mono y diglicéridos se comportan de manera similar a las grasas enteras de la mantequilla (triglicéridos); la goma guar y el carragenato, ambos espesantes, también se endurecen al bajar la temperatura. No debe extrañarnos, por lo tanto, que el llamado helado cremoso esté blando recién comprado pero que se endurezca en el congelador. Las máquinas de helado cremoso dispensan un sinfín de productos diferentes, desde helados de crema bajos en calorías hasta
helados de leche (que contienen engañosamente menos leche que crema de helado), helados de yogur o natillas heladas. Con aire de que todo lo pueden, escupen todo tipo de cremas envasadas como si nada. Las mezclan y enfrían, ajustando su temperatura y viscosidad, y ofrecen multitud de sabores, que incluso combinan en un mismo producto para aquellos clientes vacilantes que no acaban de decidirse por el chocolate o la vainilla. (A mí, desde luego, no me pasaría.) Cada marca ofrece, además, productos con diferentes contenidos de grasa. Las natillas heladas son las más cremosas y, por lo tanto, las que más engordan. (Nada sale gratis.) Suelen contener un 10 % de grasa y como mínimo un 1,4 % de yema de huevo en polvo. Los helados clásicos llevan todavía más grasa. Según la normativa norteamericana, los helados sin trocitos (por ejemplo nueces o caramelo) deben contener al menos un 10 % de grasa láctea; los de la marca que suena falsamente a sueca contienen un 16 %.* FICCION ARIO DEL GOURMET
Mascarpone: chicle afrodisíaco
Frío frío
¿Refresca comer helado cuando hace calor? La gente parece pensar que sí. En verano, en la heladería de mi barrio siempre hay gente haciendo cola para comprarse un postre bien fresquito después de comer, pero a la que llega septiembre no se ve ni un alma. Sin embargo, la respuesta a su pregunta es no. Al fin y al cabo, somos criaturas de sangre caliente con el termostato regulado a * La legislación española distingue en la Reglamentación Técnico-Sanitaria del Helado de España entre helado crema, helado de leche, helado de leche desnatada, helado, helado de agua y sorbete. El helado crema, helado de leche, helado de leche desnatada y helado deben contener una materia grasa mínima del 8 %, 2,5 %, 0,3 % y 5 %, respectivamente; para el helado de agua, la normativa fija un extracto seco total mínimo de un 12 % y, para el sorbete, un 15 % mínimo de frutas. (TV. de la T.)
37 °C y comer algo frío no nos hará cambiar. Nuestra temperatura corporal se regula mediante un mecanismo puramente superficial: la evaporación de la transpiración de nuestra piel, que con un poco de suerte se acelera si corre algo de brisa. Sería mucho más efectivo embadurnarnos de helado que comérnoslo. Según mis cálculos, al derretir un cubito de hielo de unos 2,5 cm y-18 °C en la boca, sólo se absorben 1,3 calorías de calor. Distribuida por todo el cuerpo, la pérdida de calor reduciría la temperatura corporal de una persona de 70 kilos en 0,004 °C. Los perros se refrescan jadeando y sacando su larga y húmeda lengua para que se evapore la saliva. Puede probarlo si quiere; seguro que le refresca más que un cucurucho de helado. FICCION ARIO DEL GOURMET
Isla flotante: accidente geográfico provocado por el calentamiento del planeta
Vivir del aire
Me dejé medio cuenco de helado fuera de la nevera toda la noche y, al derretirse, no quedaba más que un cuarto de cuenco. ¿Por qué encoge tanto? Porque la mitad es aire. La normativa establece que la crema de helado no debería «inflarse» en más de un 100 % al insuflarle aire. Cuando se infla en un 100 %, es decir, cuando se dobla el volumen de la crema de helado original, la mitad del producto es aire. ¿No sabía que el 50 % del helado puede llegar a estar formado por aire? Pues así es. La cantidad de aire varía mucho de un helado a otro y no se considera una trampa, ya que el aire hace que la crema resulte más esponjosa. Sin él, las barras de helado serían como ladrillos de mantequilla congelada. Con más de la mitad de aire, nos parecería demasiado aguado y de mala calidad. La legislación española establece que el helado que se vende en las tiendas, sea cremoso o duro, no debe pesar menos de 430 gramos por litro. Pese un litro de su helado preferido. Si pesa
unos 750 gramos, contiene un 25 % de aire; si pesa menos de 430 gramos y en el envase dice «helado» en vez de «mousse», «espuma» o algo parecido, llame a la policía. FICCION ARIO DEL GOURMET
Sorbete:
trago moderado
A la sombra de Filadelfia
En la tienda de delicatessen del barrio me distraje contando las variedades de queso que había, más de una veintena, e imagino que habrá cientos de variedades más en todo el mundo. Pero hay dos tipos de queso que me recuerdan a mi infancia y que destacan sobre los demás: el cottage cheese y el queso para untar. De niña no comía otra cosa. ¿Qué los hace tan diferentes?¿Son inventos americanos? Ambos están muy arraigados en Estados Unidos, pero sólo uno es un invento americano. El queso para untar y el cottage cheese tienen en común con el francés Neufchátel y otros parecidos que no se curan ni maduran. Con un ácido (normalmente ácido láctico) se cuaja leche o una mezcla de leche y nata, se separa la cuajada del suero y ya se puede comer. El cottage cheese es un tipo de requesón, probablemente el queso más sencillo donde los haya, y se produce en todo el mundo. A juzgar por el nombre -cottage significa «casita de campo» en inglés- es un queso de origen rural, aunque no se sabe a ciencia cierta por qué se llama así. También recibe nombres como cuajada, queso fresco o queso blanco; es a la vez el bonnyclabber irlandés, o el Schmierkase, «queso para untar» en holandés de Pensilvania, que puede escribirse de diferentes maneras. * Dialecto alemán que hablan los descendientes de los colonizadores de lengua alemana del siglo XVII en algunas zonas de Pensilvania, Ohio e Indiana y en el Estado canadiense de Ontario. Se le llama «holandés» por confusión entre la palabra inglesa Dutch, que significa holandés, y la palabra alemana Deutsch, que significa alemán. La mayoría de hablantes de este dialecto son amish o menonitas. (N. de la T.)
El cottage cheese es muy popular en Estados Unidos, donde se comercializó por primera vez a principios del siglo xx. Se elabora añadiendo un cultivo de Streptococcus lactis a la leche desnatada o semidesnatada pasteurizada. Estas bacterias se alimentan del azúcar de la leche y producen ácido láctico, de efectos coagulantes. También se suele añadir otro cultivo bacteriano, Leuconostoc citrovorum, que no da lugar a ácido sino a componentes aromáticos. Se deja fermentar durante varias horas; después se cuece la cuajada y se escurre parte del agua, con lo que se obtiene un montón de grumos de cuajada sueltos, es decir, el requesón. Cuanta menos agua se deja al escurrir el cuajo, más seco quedará el queso resultante. Al ser bastante húmedo (contiene hasta un 80 % de agua), el cottage cheese caduca enseguida. Cualquier bacteria nociva que se acerque encuentra en él un excelente caldo de cultivo, por lo que conviene guardarlo en el frigorífico. Una tarrina de 226 gramos de requesón con un 2 % de materia grasa tiene 203 calorías; la misma cantidad de requesón con un 1 % contiene tan sólo 63. En ambos casos las proteínas ascienden a 28 gramos, es decir, al 12,4 %. Se considera un alimento de régimen: es rico en proteínas y bajo en grasas e hidratos de carbono. Lo del queso para untar es otra historia. En este caso, sí se trata de un invento americano, como habrá deducido por el hecho de que sólo parece haber una marca en el mercado, la que lleva el nombre de la ciudad de Filadelfia, en el Estado de Pensilvania. Según Kraft Foods, empresa propietaria de la marca, el queso para untar se inventó en 1872 en una granja de Chester, en el Estado de Nueva York. En 1880 un distribuidor neoyorquino lo patentó con el nombre de Philadelphia porque en aquella época la ciudad tenía fama por la calidad de sus productos. (Al parecer, otros quesos americanos similares, como el de Pittsburgh, no daban la talla.) En la actualidad, el queso para untar contiene un 33 % de materia grasa como mínimo y una humedad máxima del 55 %. En el caso de la marca Philadelphia ingerimos un 34,9 % de materia grasa y 810 calorías por tarrina de 226 gramos. Ahora bien, su exclusiva y cremosa textura no se consigue así como así. Se utilizan varios aditivos, entre ellos el alginato cálcico, un espesante que se extrae de algas marinas; el garrofín, procedente de la semilla del algarrobo; la goma tragacanto, que se obtiene de varias plantas asiáticas
y del este de Europa; y la goma guar, extraída de la semilla de un arbusto leguminoso. La suavidad tiene su precio. FICCION ARIO DEL GOURMET Tragacanto: profesor de espanto
Tarta de queso con crujiente de galleta Esta suave y cremosa tarta de queso se hace con los ojos cerrados y nunca se agrieta al hornearla. Acompáñela con frutos del bosque, coulis de ruibarbo (pág. 123) o almíbar. Recomiendo utilizar el queso clásico de la marca Philadelphia; no utilice la versión light. BASE CRUJIENTE: 10 galletas de trigo integrales alargadas 1 cucharada de azúcar 2 cucharadas de mantequilla sin sal, fundida RELLENO: 3 tarrinas de queso para untar (de 2 2 6 g cada una), a temperatura ambiente 4 huevos grandes, a temperatura ambiente 1 cucharadita de extracto de vainilla 1 taza de azúcar Una pizca de sal DECORACIÓN: 2 tazas de nata agria (no light) o dos envases de 4 5 0 g 1 cucharada de azúcar 1 cucharada de extracto de vainilla 1. 2.
Introduzca una bandeja a media altura en el horno y precaliéntelo a 190 °C. Engrase un molde de aro. Para preparar la base, triture las galletas con un robot de cocina o introdúzcalas en una bolsa de plástico bien cerrada y péseles por encima el rodillo. Cuando tenga el equivalente a una taza llena de migas, deposítelas en un cuenco pequeño. [El resto puede dese-
1 - 1 u r - Í A ^ I M^J/AS 1 ta 1
charse.) Añada el azúcar y la mantequilla, mezcle los ingredientes con un tenedor y humedezca bien todas las migas. 3. Extienda la pasta en el molde repartiéndola uniformemente y prensándola ligeramente con las yemas de los dedos, a fin de crear una base de 1 centímetro de grosor para la tarta. Guárdela en el frigorífico mientras prepara el relleno. 4. Para preparar el relleno, en un cuenco grande, bata el queso durante 1 minuto con el turmix a potencia entre media y alta. Añada los huevos, la vainilla y el azúcar y bata la mezcla durante otro par de minutos o hasta que adquiera consistencia cremosa. 5. Vierta la masa sobre la base crujiente de galleta y coloque el molde sobre una rejilla o bandeja de horno para que no se desestabilice. Hornee durante 35 minutos. 6. Para preparar la decoración, en un cuenco mediano, mezcle la nata agria, el azúcar y la vainilla con una espátula de goma hasta que obtenga una crema suave. 7. Saque la tarta del horno. Puede que esté algo blanda por el centro. Extienda la capa decorativa por encima con una cuchara sopera, empezando por los bordes y avanzando hacia el centro, hasta que quede bien repartida y la tarta esté totalmente cubierta. Vuelva a colocar la tarta en el horno unos 5 minutos. 8. Cuando saque la tarta del horno, déjela enfriar en el molde, sobre la bandeja de horno. Cúbrala con film transparente y refrigérela durante al menos 6 horas o hasta el día siguiente. 9. Para servir, despegue la tarta del aro del molde con ayuda de un cuchillo y retire el aro. Corte la tarta en porciones triangulares. SALEN
12 PORCIONES
Re: Brie
¿A qué se refiere el porcentaje que sale en la etiqueta del queso brie? Muchas veces he visto en el supermercado queso en cuya etiqueta dice, por ejemplo,«Brie 60 %». Se refiere al porcentaje de materia grasa que tiene el queso, pero expresado en lo que los químicos llaman su peso en seco, es decir,
el porcentaje de materia grasa que quedaría una vez eliminada toda el agua. En su ejemplo, el célebre y antiguo queso blando francés del siglo VIII, que adopta el nombre de la región de Brie, situada al este de París, se elabora con una mezcla de leches y natas con diferente proporción de grasa láctea. En la mayoría de quesos, la cantidad de materia grasa se indica en el envase a través del porcentaje de grasa láctea que contiene el queso una vez deshidratado. La proporción de agua en los quesos puede variar incluso en lotes diferentes de un mismo queso. Por lo tanto, al indicar el porcentaje de materia grasa del queso -el número de gramos de grasa por cada 100 gramos de queso-, se nos plantea el siguiente dilema: para calcularlo ¿debemos utilizar 100 gramos de queso hidratado o deshidratado? Obviamente, obtendremos un resultado más preciso y significativo si eliminamos la cantidad variable de agua e indicamos el porcentaje de materia grasa que contiene el queso en seco. Para ello, se calienta una muestra de queso en un horno de laboratorio para eliminar toda la humedad hasta casi dejar sólo proteínas y grasas secas. A continuación, se pesa la grasa y se calcula el porcentaje de materia seca que representa, que será superior al porcentaje de materia grasa del queso al natural (sin deshidratar). Pensemos, por ejemplo, en un queso brie que tenga un 20 % de agua. Si deshidratamos 100 gramos de este queso, nos quedarían 80 gramos de materia seca. Si en estos gramos hubiera 40 gramos de materia grasa, en la etiqueta constaría que el queso contiene un 50 % de materia grasa (40 gramos de 80). Ahora bien, son 40 gramos de grasa en lo que antes eran 100 gramos de queso al natural, sin deshidratar. Por lo tanto, el porcentaje de grasa que contiene el queso al natural es, en realidad, del 40 % (40 gramos de 100). El sistema utilizado para indicar la materia grasa no es una artimaña para exagerar la cantidad de grasa que contiene el queso. Como el agua atrapada en los alimentos varía tanto de una muestra a otra, los nutricionistas suelen deshidratarlos para calcular su composición según su peso en seco. Es también la manera habitual de expresar la composición de muchos otros productos con cantidades de agua variables.
¿Agua mineral?
Los fabricantes de algunas sales marinas para gourmets (léase «caras») se jactan de que su producto contiene tantos «minerales saludables» que el cloruro de sodio representa sólo el 85 %. La trampa está en que la sal no se ha secado del todo, de modo que el 15 % restante es casi sólo agua. En seco, sus sales contendrían más de un 97% de cloruro de sodio, la misma cantidad que cualquier otra sal apta para el consumo humano.
Queso: ¿qué es eso?
Estoy aprendiendo a elaborar queso casero. Para hacer camembert, utilizamos Penicillium candidum (o alguna otra forma de penicilina); se lo añadimos a la leche o bien rociamos la superficie del queso. Mi madre es alérgica a la penicilina, pero nunca ha sufrido reacción a este camembert. ¿A qué se debe? Y otra cosa: la normativa exige utilizar leche pasteurizada o curar el queso durante al menos sesenta días. Sé que la pasteurización acaba con bacterias malas como la listerioris o la brucelosis (a la que mi abuela se refería como fiebre ondulante), pero el curado ¿acaba también con ellas? ¿Cómo? En primer lugar, conviene aclarar algunas cuestiones terminológicas. Confunde la enfermedad con la bacteria que la causa, el medicamento con el moho y el moho con la sustancia alergénica, es decir, la sustancia que dispara la reacción alérgica en algunas personas. Pongamos cada cosa en su sitio: • Penicilina es el nombre del medicamento. • Penicillium es el nombre latino del género de moho a partir del cual se obtiene el medicamento. • Listeriosis y brucelosis son enfermedades causadas por bacterias, no las bacterias mismas. El medicamento. La historia, tantas veces contada, de ese maravilloso remedio conocido como penicilina, se remonta a 1928. Por aquel entonces, un médico bacteriólogo escocés llamado Alexander
Fleming que trabajaba en el hospital St. Mary de Londres se tomó unas vacaciones. A su regreso unas semanas más tarde, descubrió que se le habían colado varias esporas de Penicillium notatum en el laboratorio y que se habían posado en un cultivo de Staphylococcus aureus, una bacteria patógena. (Se dice que Fleming descuidaba bastante su laboratorio y muchas veces dejaba incluso las bandejas de cultivos sin tapar, en contacto con el aire.) Se dio cuenta de que la bacteria se resistía a crecer cerca de donde lo hacía la colonia de hongos, de lo que dedujo que el moho de Penicillium liberaba algún tipo de sustancia antibacteriana. Bautizó esta sustancia con el nombre de «penicilina», por lo que se le otorgó el premio Nobel en 1945. (Moraleja para aspirantes a premio Nobel: descuidad el laboratorio y alargad al máximo las vacaciones.) En la actualidad, la penicilina se fabrica a gran escala «criando» esporas de Penicillium chrysogenum, mucho más prolíficas que las de P. notatum a la hora de segregar penicilina. Se las alimenta en cubas de acero con los «residuos de maíz», ricos en hidratos de carbono y nitrógeno, obtenidos al moler el cereal para la elaboración de almidón. Es importante entender a qué es alérgica su madre y a qué no. Es alérgica a la sustancia química penicilina (de fórmula R-C H N 0 S, en la que R puede corresponder a varios conjuntos de átomos posibles), no al hongo P chrysogenum. Los hongos Penicillium utilizados en la elaboración del queso no producen penicilina, por lo que no representan ningún peligro para los alérgicos al medicamento. El moho. Lo forman hongos que se reproducen en materia orgánica húmeda. Como bien saben los micófilos (amantes de los hongos), los hay buenos y malos. Incluso entre las especies de Penicillium algunas producen toxinas que convierten los alimentos en incomestibles o peligrosos. El moho verde azulado que hace que los alimentos pasados adquieran ese aspecto de comida para perros, por ejemplo, es un Penicillium, pero la penicilina no. Tire toda la comida enmohecida y cualquier producto que haya estado cerca y al que hayan podido llegar las esporas transportadas por el aire. ¡Que su cocina no se parezca al laboratorio de Fleming! En la elaboración del queso se utilizan diferentes especies de Penicillium, o bien se inyecta un cultivo de moho en el queso (queso curado desde dentro) o bien se recubre el exterior con el moho (queso curado desde fuera). El moho le confiere al queso aromas 9
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agradables y lo reviste de una suave «pelusa». Las especies más utilizadas son P camemberti en el camembert; P. glaucum en el gorgonzola; P candidum en el brie, el coulommiers y otros quesos de cabra franceses; y P roqueforti en el roquefort, el queso azul danés y el Stilton. La bacteria. También las hay, cómo no, buenas y malas. Entre las de sombrero negro más comunes, son patógenas la Listeria monocytogenes y varios tipos del género Brucella. Los síntomas de infección por estas bacterias reciben el nombre de listeriosis y brucelosis, respectivamente. La brucelosis se conoce también como fiebre de Malta, fiebre mediterránea, fiebre de Chipre, etc. en alusión a los lugares del mundo en los que las diferentes especies de Brucella han causado más estragos. (El nombre de fiebre ondulante se debe a las oscilaciones de temperatura que sufre el paciente mientras dura la enfermedad.) En el entorno húmedo de las granjas lecheras y las queserías pueden proliferar tanto las bacterias de Listeria y Brucella como otros bichos patógenos tipo Campylobacter jejuni, varias especies de Salmonella y la incluso más conocida Escherichia coli 0 :H . El queso. En Estados Unidos hace más de cincuenta años que la Agencia Federal de la Alimentación y el Medicamento (FDA) exige que todos los quesos que se vendan en el país, sean nacionales o importados, cumplan al menos una de las tres condiciones siguientes: 1) que la leche utilizada en su elaboración se haya pasteurizado calentándola a 63 °C durante 30 minutos o a 72 °C durante 15 segundos; 2) que el queso se haya sometido a las mismas condiciones de pasteurización o 3) que se haya curado el queso durante al menos sesenta días a una temperatura de como mínimo 1,7 °C. Un curado más prolongado, como el que se utiliza para elaborar quesos duros tipo gruyere o cheddar, aumenta la acidez del suero y seca más el queso, y en condiciones ácidas y en ausencia de agua a muchas bacterias les resulta imposible multiplicarse. En cambio, en los quesos blandos, que no se curan durante tanto tiempo, no se puede correr el riesgo de utilizar leche sin pasteurizar. En los últimos años, la FDA ha insinuado que podría prolongar o eliminar la opción de curar el queso durante sesenta días, es decir, que podría prohibir la distribución de cualquier queso, curado o no, elaborado con leche sin pasteurizar o cruda, con el argumento de que algunas bacterias de Listeria y E. coli han sobrevivido a 157
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ese periodo mínimo de curado. (La segunda opción, pasteurizar el queso una vez hecho, es inviable en la mayoría de casos.) Muchas voces se han alzado contra este globo sonda desde diversos sectores: los fabricantes y exportadores de queso europeos, que utilizan leche cruda para muchos de los productos de los que se sienten más orgullosos: los queseros artesanos norteamericanos y los amantes de la comida natural, muchos de los cuales creen que la pasteurización resta sabor al queso y que, en cualquier caso, la infección por Listeria es muy poco común. (De los pocos centenares de muertes causadas por listeriosis cada año en Estados Unidos es difícil determinar cuántas se deben a la ingesta de queso en mal estado, pues los alimentos que más se contaminan de Listeria suelen ser otros, en especial los perritos calientes, los embutidos y el pollo, y en muchos casos no se consigue identificar el foco.) ¿Puede todavía comprarse queso hecho con leche sin pasteurizar? La respuesta es sí, se vende en muchos mercados legalmente. En las etiquetas dirá que se ha elaborado con leche no pasteurizada, aunque no cabe duda de que algunos fabricantes harán trampa curando sus quesos menos de los sesenta días estipulados. ¿Se llegará a prohibir algún día cualquier tipo de queso no pasteurizado? Si se hace será, figuradamente, por encima del cadáver de miles de amantes del queso. De buena hebra
¿Qué le da al queso de hebra su particular textura? ¿Por qué se deshilacha? El queso de hebra es una nueva forma de mozarella, un queso blanco, blando y elástico. La mozzarella americana, elaborada con leche de vaca, es la hermana pobre de la italiana (mozzarella di búfala), procedente de la región que ocupa la tibia de la península italiana. La mozzarella di búfala se fabrica con leche de búfala de agua. Este animal, de origen asiático, fue introducido en Italia en el siglo vil y es totalmente diferente de su homónimo de las llanuras norteamericanas, que en realidad tiene poco de búfalo. La mozzarella italiana tradi-
cional es infinitamente más jugosa, cremosa y delicada que la versión de leche de vaca elaborada en Estados Unidos, donde la pizza se ha convertido en su hábitat natural. Ya lo dice la canción: «De la leche, la cuajada; de la cuajada, el quesillo». La mozzarrella no es una excepción; para hacerla, se coagula la leche y se separa la cuajada (la proteína y las grasas) del suero (el líquido acuoso restante). La cuajada se mezcla entonces con un poco de suero caliente, se estira y se trabaja hasta obtener una pasta suave y gomosa. Para convertirla en queso de hebra, la cuajada se funde calentándola a 75 °C; luego se estira como si fuera un caramelo masticable, pero en una sola dirección, para que las moléculas de proteína de la leche (caseína) queden alineadas y den al queso su estructura direccional. Este queso se vende en barritas cilindricas con forma de puro que se deshilachan como si se pelara un plátano, tirando de largos hilos fibrosos que parecen, de ahí su nombre, hebras. Por qué existe este queso, no lo sé. Quizá porque los niños se entretienen jugando con él. O porque se puede consumir como tentempié, como una barrita de cereales de régimen. DICCIONARIO DEL GOURMET
Suero: sustento del rey Asuero
¿Se le puede llamar queso?
En el supermercado venden muchos tipos de queso procesado. ¿En qué se parecen a los quesos tradicionales? ¿Contienen queso «natural»? ¿En qué proporción? Además de los cientos de quesos tradicionales que se elaboran desde hace más de mil años en las diferentes partes del mundo, en la actualidad tenemos la ¿suerte? de poder añadir un amplio surtido de sabores de queso, naturales o artificiales, a nuestros platos y aperitivos. Decenas de productos industriales con queso (que a menudo dejan bastante que desear) nos tientan desde los anaqueles refrigerados de los supermercados. La mayoría contiene queso «de verdad», pero poco tiene que ver con el verdadero queso.
La principal ventaja de los llamados quesos procesados es que, a diferencia de muchos quesos tradicionales, se funden y mezclan con facilidad. Esta maleabilidad se consigue añadiéndoles emulsionantes o batiéndolos mucho antes de que lleguen a su cocina para que queden suaves. Clasificarlos no es fácil, como puede imaginar, pero en Estados Unidos la Agencia Federal de la Alimentación y el Medicamento (FDA) ya se ha puesto manos a la obra. Estas son las categorías definidas por este organismo, organizadas en orden decreciente en función de su parecido al histórico y venerado concepto de queso. • Queso procesado pasteurizado: mezcla de dos o más variedades de queso calentada a una determinada temperatura a la que se añade un emulsionante e ingredientes opcionales como agua, sal o colorante para dar lugar a lo que la FDA ha bautizado con el apetitoso nombre de «masa plástica homogénea», con al menos un 47 % de grasa láctea. Se le puede añadir nata o grasa para que sea más fácil de fundir, pero debe contener como mínimo un 51 % de queso. • Alimento de queso procesado pasteurizado: queso procesado pasteurizado con ingredientes añadidos como nata, leche entera, leche semidesnatada, suero de manteca o suero de leche que reducen el porcentaje de queso que contiene el producto final por debajo del 51 %. Puede contener emulsionantes como fosfatos, citratos o tartratos, pero debe contener como mínimo un 23 % de grasa de origen lácteo. • Crema de queso procesado pasteurizado: alimento de queso procesado pasteurizado que contiene edulcorante y estabilizantes o espesantes como la xantina o el carragenato. Debe contener un 20 % de grasa de origen lácteo como mínimo. • Producto de queso procesado pasteurizado: cualquier producto de queso pasteurizado con menos de un 20 % de grasa de origen lácteo. • Queso vegetal: elaborado con aceite vegetal y sin contenido de grasa láctea mínimo establecido. Las cremas de queso para mojar (o dips) son un ejemplo. El ingrediente más abundante en estos productos es, después del suero de la leche, el aceite de colza y tienen menos de un 2 % de grasa láctea.
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• Plasta naranja: no es ninguna categoría de queso oficial, sino el aspecto de la masa viscosa que le echan a los nachos, las patatas fritas y los perritos calientes en sitios en los que nadie me verá comer. ¿Y se supone que los consumidores han de creerse que están comiendo simplemente queso? Desglase con clase
Después de sofreír la carne, desglaso la sartén con vino o caldo para hacer la salsa; sin embargo, por mucho que la reduzca, me suele quedar demasiado líquida. Para evitarlo, sigo la costumbre francesa de «acabar» la salsa añadiéndole una «nuez» de mantequilla; la bato ligeramente y consigo que espese como por arte de magia. Lo he intentado con otros tipos de grasa, como aceite de oliva, y no me funciona. ¿Por qué funciona con la mantequilla? Llamar grasa a la mantequilla es como llamar champiñón a una trufa. La mantequilla es un producto único, no sólo por su historia y reconocido sabor, sino también por su composición; de ahí que funcione. Al contener bastante agua, sus efectos se alejan de los de las grasas, lo que le permite, por ejemplo, ligar una salsa o hacer espuma al calentarla en una sartén. Explicaré estos dos fenómenos más tarde, pero antes ahondemos un poco en este derivado lácteo. La mantequilla es una compleja mezcla de grasas (un 80 % en Estados Unidos y un 82 % en Europa por ley) y agua (entre el 16 % y el 18 %) con un 1 % o 2 % de proteínas y, en el caso de ser salada, entre un 1,5 % y un 3 % de sal, que potencia su sabor y evita que se ponga rancia. Se le suele añadir un pigmento amarillo anaranjado liposoluble, sobre todo en invierno, pues al no alimentarse tanto de pastos verdes ricos en caroteno la mayoría de vacas producen una grasa más pálida. El pigmento, utilizado también para dar color al queso, se conoce con el nombre de achiote y se extrae de las semillas del árbol Bixa orellana, que crece en Sudamérica. En general las grasas y el agua nunca se mezclan, pero en la mantequilla la materia grasa y el líquido acuoso de la leche (la grasa de mantequilla y el suero) forman una masa aparentemente homogénea. A escala microscópica, veríamos que el agua se reparte
uniformemente en forma de glóbulos minúsculos (de menos de 0,005 milímetros) en un mar de grasa semilíquida como si se tratara de pepitas en un postre de gelatina. La unión tan estable de dos líquidos que no suelen mezclarse normalmente recibe el nombre de emulsión {véase pág. 348). La mantequilla es una emulsión de agua en aceite. El hecho de que la mantequilla esté hecha con nata, una emulsión de estructura opuesta, encierra una aparente paradoja. La nata está formada por glóbulos de grasa microscópicos dispersos en un líquido acuoso, por lo que constituye una emulsión de aceite en agua. Al batir la nata para convertirla en mantequilla, la acción mecánica revienta los glóbulos microscópicos de grasa, que primero se unen en cuerpos del tamaño de un grano de arroz y después, una vez estrujados y trabajados, en una masa uniforme que contiene glóbulos microscópicos de agua. Ahora bien, se dirá, la mantequilla es una grasa más bien sólida, no un aceite líquido. Pues bien, es ambas cosas a la vez. Por una razón: en química, la palabra se utiliza tanto si la sustancia es sólida como líquida a temperatura ambiente. Además, en la mantequilla, la grasa de la leche se presenta parcialmente como grasa libre blanda y casi líquida y parcialmente en forma de cristales sólidos. Cada mantequilla se bate a diferente temperatura y luego se enfría y templa de forma distinta (al igual que hacen los pasteleros con el chocolate para controlar sus cristales de grasa, como se explica en la pág. 397); esto hace variar su proporción de grasa libre y cristales y, por lo tanto, su grado de solidez. De ahí que encontremos desde mantequillas muy blandas que se untan fácilmente hasta mantequillas que destrozan la tostada. Pasemos a las bestezuelas. El azúcar de la leche (lactosa) representa para diversas especies de bacterias, algunas buenas y otras malas, una fuente de apetitosos víveres. A la mínima oportunidad, las bacterias proliferan en la nata. A las malas se las deja fuera de combate mediante la pasteurización; a las buenas se las ayuda a prosperar sometiéndolas a temperaturas templadas y procurándoles alimento para que produzcan derivados de delicioso sabor. Estos dos procesos tienen consecuencias importantes en la mantequilla. En Estados Unidos, toda la nata utilizada para elaborar mantequilla comercial se debe pasteurizar previamente a 74 °C durante 30 minutos, un proceso que según los entendidos imparte un lige-
ro sabor cocido que la distingue de la mantequilla casera no pasteurizada. En el mejor de los casos, aunque no suele ser lo más habitual en esta parte del mundo, la nata se madura (o se agria) añadiéndole bacterias, normalmente cepas de Lactococcus y Leuconostoc, que producen ácido láctico y diacetil. El ácido láctico le da a la mantequilla un toque agradable, pero es el diacetil, una sustancia química, el que aporta el sabor característico. Por desgracia, la mayoría de grandes productores estadounidenses (capaces de producir más de 3.500 kilos de una vez) se saltan el periodo de maduración para ahorrar tiempo. A estas alturas habrá imaginado que la mantequilla se espuma en la sartén porque, al calentarla, el agua que contiene se evapora; el ruido lo hacen las burbujas de aire al abrirse camino hacia arriba. A pesar de su alto contenido en agua, la mantequilla caliente no salpica tanto en la sartén como otras grasas en presencia de agua, sino que simplemente forma una espumilla alrededor de los alimentos. Esto se debe a que el agua no reposa en la mantequilla en forma de gotas sino de microscópicos glóbulos independientes; las gotas se convertirían en grandes bolsas de vapor que explotarían en contacto con la grasa caliente y, al arrastrarla consigo, salpicarían. Pasemos ahora a su pregunta: ¿cómo homogeneiza y espesa la mantequilla una salsa? De dos maneras. En primer lugar, la materia grasa de la mantequilla absorbe la grasa de la sartén mientras el agua absorbe el vino o el caldo, en lo que podríamos llamar una especie de armonía conyugal. Ahora bien, el matrimonio no duraría mucho si la mantequilla no contuviera una pequeña cantidad (un 0,24 %) de lecitina, un emulsionante. Las moléculas de un emulsionante estabilizan las mezclas adhiriéndose al mismo tiempo a las moléculas de grasa y a las de agua (véase pág. 351). Una vez convertido en una emulsión de grasa y agua, el contenido de la sartén se vuelve obviamente más espeso, brillante y untuoso que el líquido más diluido obtenido al echar el vino o el caldo. Desde Escoffier, ningún chef francés olvida ligar sus salsas con une noisette de mantequilla. FICCION ARIO DEL GOURMET
Acidófilus: el Escoffier de la cocina griega
Hay huevos y huevos
Hay tantos tipos de huevos en mi supermercado que no sé cuáles comprar. Todos parecen pertenecer a la categoría A, supongo que la de mejor calidad, pero ¿cómo puedo saber qué tamaño tienen y si son más o menos frescos? Los huevos se clasifican en categorías A, B o C en función de su calidad y no tanto de su frescor. Para conseguir la categoría A, deben tener una cámara de aire de como máximo 6 milímetros de altura (4 milímetros si se les añade la mención de calidad «extra»), y una cáscara regular y limpia con muy pocas rugosidades o asperezas; al romperse el huevo sobre una superficie lisa, la yema debe permanecer turgente y firme en el centro de la clara, que a su vez debe ser firme, transparente y espesa. Las categorías B y C han de cumplir requisitos similares pero más laxos. Al freírlos o escalfarlos pueden no presentar tan buen aspecto, ya que las yemas quedan algo aplastadas y las claras un poco más viscosas, pero si no se van a comer enteros el aspecto carece de importancia y se pueden utilizar perfectamente. En España, la categoría de calidad de los huevos debe indicarse claramente al consumidor incluso en los vendidos a granel (mediante un cartel en el punto de venta o una nota entregada en el momento de la compra). Los de la categoría A se dividen, además, en supergrandes (XL), grandes (L), medianos (M) y pequeños (S). El peso por huevo será de 73 gramos o más, de 63 a 73 gramos, de 53 a 63 gramos y de 53 gramos o menos, respectivamente. Salvo que se indique lo contrario, en todas las recetas, incluidas las de este libro, se utilizan huevos grandes. Si solamente tiene huevos medianos, calcúlelo así: cuando se necesiten uno, dos o tres huevos grandes, utilice el mismo número de huevos medianos; si se indican cuatro, cinco o seis huevos grandes, añada uno mediano. ¿Sólo tiene huevos supergrandes? Cuando sean uno, dos, tres o cuatro huevos grandes, le sirve el mismo número de supergrandes; cuando ya sean cinco o seis, utilice uno menos de los supergrandes. O bien olvide todo lo dicho y utilice un cuarto de taza de huevo batido por cada huevo que indique la receta. Lo siguiente que hay que saber es si son frescos. Al igual que muchas otras cosas en las que no nos gusta pensar, la yema del huevo tiende a colgar con la edad. La clara se debilita (como el ca-
Esquema simplificado de un huevo de gallina: 1) cascara, 2) membrana, 3) cámara de aire, 4) albúmina fluida, 5) albúmina densa, 6) yema y 7) chalaza. (Extraído de Zdzislaw E. Sikorski, Chemical and Functional Properties of Food Components, CRC Press, 2002, y reproducido con la autorización del autor.)
bello) y se enturbia (como la vista), mientras que la cámara de aire se hincha (como...¡mejor me callo!). Sin embargo, de estos detalles no nos damos cuenta hasta que no compramos y rompemos el huevo. En los cartones de los huevos debe constar la fecha de embalaje, que casi siempre suele coincidir con la fecha de puesta. También debe figurar la fecha de consumo preferente, que no debe exceder los treinta días y que se indica mediante la frase «Consúmase preferentemente antes del» seguida del día y el mes. Los huevos deben conservarse en un compartimento cerrado del frigorífico y no en esas bonitas hueveras descubiertas cortesía del fabricante que se colocan en la puerta. Para los fabricantes de frigoríficos las bandejas de las puertas serán ideales para ahorrar espacio, pero para la conservación de los huevos dejan bastante que desear, ya que en ellas la temperatura es más alta y cambiante. En el frigorífico, los huevos se conservan hasta cuatro o
cinco semanas después de la fecha de envasado sin perder apenas sabor ni textura. Manténgalos en el cartón para evitar que absorban los olores del frigorífico; la cáscara es porosa, por lo que puede dejar pasar olores desagradables. La mayoría de huevos que se venden al público se pintan con una fina capa de aceite para sellár los poros; esto reduce la pérdida de humedad, evita que las bacterias se adueñen de la cáscara y prolonga la vida útil del huevo. Bizcocho de naranja fresca Una de las ventajas del huevo es que se pueden separar la clara y la yema para aprovechar sus propiedades por separado. En la receta que viene a continuación, las yemas sirven para ligar la masa, aportar grasa, color y un sabor intenso, mientras que con las claras batidas se consigue una textura ligera y esponjosa. Este bizcocho, de textura delicada y aspecto imponente, es todo un clásico para cuando se tienen invitados. Los pasteles esponjosos se caracterizan por ser dúctiles y ligeros. Todos tienen una cosa en común: llevan claras de huevo bien batidas, de las que depende su esponjosidad. Importante: no engrase nunca el molde de un bizcocho. Si lo ha utilizado para hornear un pastel y lo había engrasado, séquelo frotando a fondo antes de volverlo a utilizar. El bizcocho precisa de unas paredes limpias y secas para que la masa pueda adherirse a ellas. Este tipo de pasteles suelen tener una textura y un sabor tan agradables que se suelen comer sin glaseado, lo que los hace todavía más ligeros. No obstante, un poco de azúcar glas espolvoreado por encima no hace daño. Si lo desea, puede preparar el bizcocho con antelación; se conserva durante dos días a temperatura ambiente, cinco días en el frigorífico y hasta dos meses en el congelador. No obstante, debe tener la precaución de sacarlo unas horas antes de servirlo para que esté a temperatura ambiente. ¿Le ha sobrado bizcocho? (No caerá esa breva.) Sírvalo a rebanadas para desayunar pasándolas un instante por la tostadora. 6 claras de huevos grandes 1 3/4 tazas de harina de repostería 1/
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cucharadita de sal
1 1/2 tazas de azúcar
6 yemas de huevo grandes Aceite de naranja, opcional* 6 cucharadas de zumo de naranja recién exprimido 1 cucharada de ralladura de naranja fresca Azúcar glas para espolvorear, opcional 1.
En un cuenco mediano, deje las claras de huevo durante 1 hora para que estén a temperatura ambiente.
2.
Mientras tanto, coloque la bandeja del horno en el nivel inferior y precaliéntelo a 175 °C. Tenga un molde con aro de unos 25 cm a mano.
3. Tamice la harina y la sal con un colador fino o cedazo y reserve la mezcla en un cuenco de tamaño medio. 4. Con la batidora a velocidad media, monte las claras de huevo a punto de nieve. Añada poco a poco media taza de azúcar sin dejar de batir. Sabrá que las claras están listas cuando al levantar lentamente las varillas de la batidora la espuma forme suaves crestas. Resérvelas. 5. En un cuenco grande, bata las yemas a velocidad alta e incorpore poco a poco la taza de azúcar restante hasta obtener una pasta espesa de color alimonado. Le llevaré entre 5 y 8 minutos. Añada si desea 1 o 2 gotas de aceite de naranja (un pequeño toque que da grandes resultados) y bata de nuevo para que se mezcle bien. 6. Cuando retire las varillas de la batidora, agítelas para despegar la yema que se haya adherido y siga adelante con la receta utilizando varillas manuales y una espátula de goma. 7.
Añada el zumo y la ralladura de naranja a la yema de huevo y mézclelo bien. A continuación, añada la harina con sal y bata la mezcla hasta que se formen grumos blancos.
8. Incorpore una tercera parte de las claras para aligerar la yema y mézclelo todo moviendo las varillas o la espátula de arriba abajo. Después añada la mitad de las claras restantes, mézclelas, y finalmente incorpore el resto. Vierta con cuidado la masa en el molde y hornéela entre 35 y 40 minutos o hasta que haya subido el bizcocho, esté dorado por arriba y la varilla especial para estos menesteres salga limpia después de pinchar en el centro. 1 0 . Si el molde tiene patas, colóquelo bocabajo sobre la rejilla del horno; si no, sobre el cuello de una botella. No se preocupe: el
bizcocho no caerá. Déjelo colgando durante 1 hora hasta que se enfríe por completo. 11. Coloque el molde sobre la superficie de trabajo. Con una espátula metálica, despegue el bizcocho del molde con cuidado y transfiéralo a una fuente. Sírvalo solo o espolvoréelo con azúcar glas. Para cortarlo, utilice un cuchillo de sierra. SALEN 1 2 PORCIONES
* El aceite de naranja se vende en la zona de productos para repostería de algunos supermercados y en tiendas especializadas de utensilios de cocina.
Los huevos de oro
En un conocido restaurante de comida biológica dicen utilizar huevos rubios fecundados por ser los «huevos más nutritivos que existen». ¿Está comprobado científicamente? Por desgracia, no. Le aseguro, respaldado por muchos otros estudios que se han publicado sobre los huevos, que no hay diferencias de sabor ni de valor nutritivo entre los huevos rubios y los blancos. Al igual que las personas de piel morena tienen hijos de piel morena, las gallinas de pluma marrón ponen huevos de color marrón. Entre las ponedoras de huevos de color marrón o rubios están, en Estados Unidos, la Plymouth Rock listada o las razas cruzadas de Red Rock, mientras entre las ponedoras de huevos blancos encontramos la Leghorn blanca. La Columbian Rock, con plumas blancas y negras, es una de las excepciones a la regla; en algún momento del pasado debió de lanzar una moneda genética al aire y decidir que pondría huevos rubios. El color de la yema depende de la dieta de la gallina: las dietas ricas en trigo producen yemas de color amarillo limón, mientras que si predomina la alfalfa las yemas adquieren un tono amarillo más anaranjado. Entonces, ¿por qué son más caros los huevos rubios? Porque suelen proceder de especies de mayor tamaño que consumen más
pienso y ponen huevos más grandes. Podríamos aventurar también que la gente que compra huevos rubios cree que son mejores porque paga más por ellos. Hay quien cree que los huevos fecundados son más saludables porque tienen una «fuerza vital» no presente en los alimentos «muertos». No expresaré mi opinión sobre este extremo. Me considero una persona muy tolerante y abierta de miras que no juzga a los demás y que opina que todo el mundo tiene derecho a pensar lo que quiera. Por más absurdo que sea. FICCIONARIO DEL GOURMET
Huevo estrellado: el resultado de ir pisando huevos
Gallinas vírgenes
Mientras preparaba el desayuno el otro día, casqué un huevo y observé que en la yema tenía un punto rojo que parecía sangre. Lo tiré, pero ¿podría habérmelo comido? ¿Qué era ese punto rojo? No significa que el huevo esté fecundado, así que por mucho que se siente encima no conseguirá incubarlo. Las gallinas ponedoras que nos suministran los huevos no han visto ni mucho menos «cortejado» un gallo en su vida. Todo esto tiene una sencilla explicación: las ponedoras no son criadoras (es decir, cluecas). Los puntos rojos son, en efecto, sangre. Aparecen cuando se rompe un vaso sanguíneo en la superficie de la yema durante la formación del huevo o en la pared del oviducto. Los huevos con manchas rojas no llegan ni al 1 %. En los controles rutinarios con ovoscopio, en los que se hace pasar los huevos ante un potente foco para examinarlos por dentro a contraluz (antiguamente se hacía a la luz de una vela), se detecta y descarta la mayoría de ejemplares con puntos rojos. Sin embargo, es inevitable que alguno se escape y llegue al mercado. Estos huevos son perfectamente aptos para el consumo, aunque las leyes judías prohiben su consumo por considerar Que no son kosher.
Crema de vainilla instantánea al estilo inglés Este truco me lo enseñó Jerry Traunfeld, chef del Herbfarm de Seattle. Cuando empezó como repostero en el Stars, el restaurante de Jeremiah Towers de San Francisco, se veía obligado a preparar litros de crema de vainilla cada día. Pasó mucho tiempo así antes de poder dedicarse a crear pasteles, me explicó, así que ideó una manera segura y rápida de prepararla que consistía en invertir la receta tradicional. En vez de añadir yemas de huevo a leche hirviendo, se echa toda la leche hirviendo de golpe directamente sobre las yemas ligeramente calientes. Y ya está. La leche las cuece al instante sin peligro de que cuajen. Al introducir una cuchara y sacarla, queda recubierta de crema, señal de que está hecha. Al enfriarla en el frigorífico, todavía espesa más. Quizá le resulte difícil de creer, hasta que lo pruebe. Esta crema, conocida como crema inglesa, se parece a las natillas y resulta deliciosa tanto fría como caliente para acompañar tartas o estrúdel de manzana, pasteles de chocolate, bizcochos de jengibre, puddings o incluso frutas al horno. Si lo desea puede sustituir la vainilla por una cucharada de Gran Marnier o Cointreau o convertir la crema en un ponche de huevo añadiendo nuez moscada recién molida y ron. 6 yemas de huevo grandes, a temperatura ambiente 1/
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de cucharadita de sal
2 tazas de leche entera 3/4 de cucharadita de extracto de vainilla PARA EL PONCHE: 1 cucharada de ron o más según prefiera 1.
Caliente un cuenco mediano colocándolo bajo el grifo de agua caliente y después séquelo. Deposite en él las yemas de huevo e introdúzcalo en otro cuenco de mayor tamaño lleno de agua tibia. (El objetivo es simplemente quitar el frío a las yemas.)
2.
Antes de ir al paso siguiente, saque el cuenco con las yemas del agua y colóquelo sobre un paño de cocina liso y húmedo. Así evitará que le resbale por la mesa de trabajo cuando empiece a batir.
3. En un cazo mediano, mezcle el azúcar, la sal y la leche. Cueza la mezcla a fuego medio sin dejar de remover hasta que el azúcar se haya disuelto y la leche rompa a hervir. 4.
En cuanto hierva y crezca la leche, retire el cazo del fuego, vierta rápidamente la leche sobre las yemas, bátalas con brío durante los 3 o 5 primeros segundos y siga después removiéndolas con suavidad hasta que hayan absorbido toda la leche (lleva unos 15 segundos). Siga removiendo lentamente con cuidado de que no entre el aire durante otros 10 segundos, para que se mezcle bien. Las yemas quedarán cocidas sin necesidad de ponerlas más al fuego.
5. Añada la vainilla. 6. Cuele la crema a través de un colador fino para eliminar los hilos gruesos de la clara (chalazas) que mantienen la yema sujeta en el centro del huevo, deje que se enfríe en el frigorífico hasta inmediatamente antes de serviría. Cuanto más tiempo la deje, más espesará. SALEN 2 TAZAS DE CREMA O 4 VASOS PEQUEÑOS DE PONCHE
Yemas gemelas
¿Cómo se forman los huevos de doble yema? ¿Le restan espacio las yemas a la clara o se trata de huevos más grandes? En general, las yemas son más pequeñas y los huevos más grandes. Entre un 3 % y un 5 % de los huevos de gallina presentan dos yemas. Algunas gallinas, condicionadas por sus genes y la forma de sus oviductos, parecen especializarse en producir este tipo de gemelos. Cuando aparece un huevo de doble yema en un cartón de huevos normales es porque alguien ha cometido un error, y no ha sido la gallina, sino los inspectores de la granja. Todos los huevos se inspeccionan a contraluz antes de su comercialización; con esta técnica se pueden descartar los de doble yema y reservarlos para otros usos. Si se encuentra un huevo de doble yema, puede usted comérselo sin problemas. En realidad, la novedad ha hecho que estos
huevos estén muy buscados y que los productores no den abasto. Fríalo, con la sartén por el mango. ¡Que se casca la cáscara!
Hace poco leí que añadiendo sal al agua antes de hervir un huevo se evitaba que se resquebrajara la cáscara. Lo he probado tres veces y funciona. ¿Qué fenómeno químico lo explica? Ningún fenómeno químico lo explica, porque no es cierto. La sal (cloruro de sodio) no afecta a la cáscara de huevo (carbonato de calcio), ni química ni físicamente. La cáscara del huevo se resquebraja si está fría al entrar en contacto con el agua caliente debido al brusco cambio de temperatura. El calor dilata la cáscara a gran velocidad y de manera desigual, pues su grosor varía en unas zonas y otras. Este calentamiento desigual provoca unas tensiones que pueden llegar a fracturar la cáscara por las partes más finas. (Si sostiene un huevo a contraluz, observará que la cáscara presenta a menudo pequeñas fisuras, aunque a simple vista parezca intacta.) El huevo también puede romperse si la bolsa de aire que tiene en la punta se expande con demasiada rapidez sin dar tiempo a que el aire se escape por los poros de la cáscara. Como medida de precaución, perfore la punta del huevo con una chincheta para que, al calentarse, el aire pueda escapar sin causar estragos. Para hervir huevos sin que se resquebrajen, evite sumergirlos fríos en el agua hirviendo. Póngalos en el cazo con agua fría y cuézalos hasta que el agua empiece a hervir. En cuanto vea las primeras burbujas, baje el fuego y deje que se cuezan lentamente. Según el tiempo que los deje, le saldrán más o menos hechos: 1 o 2 minutos bastan para los huevos pasados por agua; para los huevos duros, deberá esperar entre 12 y 15 minutos. ¿Cómo se explica entonces su caso? Con el debido respeto, tres pruebas no constituyen un experimento científico. ¿Se habrían resquebrajado los huevos si no hubiera puesto sal? Imposible saberlo. Repita el experimento con un centenar de huevos, hirviendo la mitad con sal y la otra mitad sin sal. Cuente el número de fisuras que aparecen en cada caso y tráigame el informe de laboratorio el jueves que viene.
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¡Pero alto ahí! En lo de echar sal al agua para hervir los huevos hay gato encerrado. Siga leyendo. El remedio de los pesimistas
Varias personas me han dicho que, añadiendo unas gotas de vinagre al agua donde se van a hervir los huevos, se evita que se resquebraje la cáscara. ¿Es verdad? ¿Cómo es posible? No, no es verdad, lo que me libra de responder a la segunda pregunta. El ácido acético del vinagre coagula la proteína del albumen (clara de huevo) que escapa del huevo resquebrajado. Se trata del mismo efecto que los ácidos tienen en general sobre las proteínas. Si se echa sal sucede lo mismo. Por lo tanto, añadir vinagre, zumo de limón (ácido cítrico) o sal al agua es la precaución que toman los pesimistas, seguros de que se les resquebrajarán los huevos, para evitar que se disperse la clara. Los ácidos y la sal contienen las fugas, pero no las evitan. Recurrir a ellos es como intentar tapar el agujero de un dique con los dedos. Huevos equilibristas
¿Por qué a veces se pelan tan bien los huevos duros y, en cambio, otras veces parece que la cáscara esté pegada con pegamento? Una vez hechos, enfríelos enseguida con agua fría del grifo. La clara se encoge y se despega de la cáscara, lo que permite quitarla mejor. (Esta medida también evita que la yema se vuelva verde, tal y como se explica en el epígrafe siguiente.) Los huevos muy frescos cuestan más de pelar, porque la clara tiende a adherirse a la membrana que recubre la cáscara por dentro. A medida que pasan los días, la membrana se retrae y la clara se pega menos. Por lo tanto, reserve los huevos más frescos para otras elaboraciones y utilice los firás viejos para hacerlos duros. Por cierto: conserve los huevos duros en el frigorífico. Lo más fácil es volverlos a colocar en la huevera junto con el resto de huevos crudos, pero ¿cómo se distinguen? Fácil. Coloque el huevo so-
bre el mármol de la cocina y hágalo rodar sobre sí mismo. Si se resiste está crudo, pero si rueda como una peonza está duro. El efecto se ve con más claridad si se hace girar el huevo sobre su base. Otra opción es marcar los huevos duros escribiendo «HD» a lápiz sobre la cáscara, pero ¿dónde está la gracia? Ciencia al margen
Jugar a rodar el huevo En un huevo crudo, la yema y la clara son líquidas y retozan tímida pero libremente en el interior de la cáscara. Al rodar el huevo, se resisten a moverse en el primer giro; es decir, tienen inercia, la voluntad de permanecer inmóviles aunque se les empuje con una u otra fuerza. Lo explica la Primera Ley de Newton sobre el movimiento: una yema de huevo en reposo permanecerá en reposo hasta que se agite con más fuerza que la clara. (Estas no fueron sus palabras exactas.) Al aplicar una fuerza giratoria a la cáscara del huevo, la fuerza no se transmite por igual a la clara; sería como intentar jugar a billar con una bola blanca llena de líquido. Los contenidos del huevo intentan permanecer inmóviles y no responden al movimiento enseguida, así que parte de la fuerza que invertimos en hacer girar el huevo se pierde. El huevo nunca girará tan rápido como esperamos. En cambio, en los huevos duros, los contenidos sólidos transmiten la fuerza a toda la masa del huevo, que gira aprovechando todo el impulso que le aplicamos. ¿Quiere divertirse más a costa de la física de los huevos? Si hace girar el huevo sobre su base, comprobará que gira más rápido que sobre el costado. El principio es el mismo que el de las patinadoras sobre hielo, que giran más rápido cuando juntan las piernas y aprietan los brazos contra los costados (los acercan al eje de rotación). El impulso del cuerpo (o impulso angular) es proporcional a la velocidad de giro (o velocidad angular) y la distancia media entre las diferentes partes del cuerpo respecto al eje de rotación (su radio de giro medio). La patinadora debe mantener el impulso total (es decir, un impulso angular constante); de este modo, al juntar los brazos y las piernas y reducir el radio de giro, la velocidad aumenta. En el caso del huevo, el radio de giro es inferior si gira sobre la base que si gira sobre el costado, por lo que va más rápido.
Huevos verdes sin jamón Siempre he evitado los huevos duros que presentan un extraño color verdoso o grisáceo en la yema, pero tengo un hijo de cuatro años y hemos leído muchas veces el cuento «Huevos verdes con jamón» del Dr. Seuss. Los huevos de Juan Ramón tienen las yemas verdes. ¿No se está enseñando a los niños cosas que deberían evitar? En la portada del ejemplar que tengo en casa son verdes tanto las yemas de los huevos como el jamón, así que el buen doctor debió de querer decir «huevos verdes con jamón verde» en vez de «huevos verdes con jamón».* En cualquier caso, le recomiendo que no coma jamón verde bajo ningún concepto (lea la página 281 en su lugar) y limitaré mis comentarios a las yemas. ¿Qué provoca ese color negro verduzco en las yemas de los huevos duros? Esta pregunta se ha hecho y respondido muchas veces, pero no me importa volver sobre ella. El color es inocuo. La sustancia que lo provoca no es tóxica, pero aunque lo fuera su presencia es insignificante. Con el tiempo, la proteína de la clara, que contiene azufre, se va descomponiendo y produce una pequeña cantidad de sulfuro de hidrógeno, un gas cuya fórmula es H 2 S y que huele a mil demonios. El calor acelera esta descomposición; a la temperatura a la que se hierven los huevos se produce doscientas veces más sulfuro de hidrógeno que a temperatura ambiente. El gas se dispersa por todo el huevo y, al alcanzar la yema, que contiene un poco de hierro, reacciona con este metal y produce sulfitos de hierro, el FeS y el Fe2S3, conocidos como sulfito ferroso y sulfito férrico, respectivamente. El sulfito ferroso es de color negro marronoso, mientras que el férrico es verde amarillento. Et voilá! Ahí tenemos esa yema que parece que esté sucia. El color exacto dependerá del volumen de aire que tuviera el huevo en el interior, pues en presencia de aire el negruzco sulfito ferroso se transforma (se oxida) en óxido férrico, de color verdoso. Los huevos menos frescos contienen más aire, por lo que la yema tiende a presentar un color más verdoso.
* El autor hace un juego de palabras con el título original del cuento «Green Eggs and Ham», en el que el adjetivo green podría modificar tanto a eggs como a ham. (N. de la T.)
Cuanto más tiempo se calienta un huevo y más sulfuro de hidrógeno se genera, más gas se concentra en la superficie de la yema y más verde y oscura se vuelve. Si en vez de hervir los huevos para hacerlos duros se dejan cocer con el cazo tapado a una temperatura ligeramente inferior a la de ebullición, esos pocos grados de menos reducirán enormemente la producción y dispersión del sulfuro de hidrógeno. Una vez hechos, no hay como enfriar los huevos con el agua fría del grifo para detener esas afeadoras reacciones químicas en plena faena. Si su hijo quiere un huevo verde al gusto de Juan Ramón, cómprele un huevo de casuario. El casuario es un pájaro grandote e inofensivo de Australia que pone unos huevos de 9 a 14 centímetros y más de medio kilo de peso. La cáscara es bastante verde, aunque confieso que no puedo responder de cómo será por dentro. Ciencia al margen
A propósito de los huevos podridos El albumen, o clara del huevo, está formado por un 88 % de agua y un 11 % de proteínas. De estas, alrededor de una docena, la más abundante es la ovalbúmina (54 %], una de cuyas grandes moléculas contiene más de tres mil átomos. Entre ellos sólo seis son de azufre. Sin embargo, esa diminuta cantidad de azufre puede acabar provocando muy mal olor si se convierte en sulfuro de hidrógeno o H2S, un gas que puede resultar tan venenoso como el cianuro de hidrógeno, HCN, utilizado en las ejecuciones. Por suerte, el sulfuro de hidrógeno huele tanto y tan mal que cualquier persona advertiría su presencia mucho antes de que se acumulara en el aire a concentraciones dañinas. Dejaría vacío un auditorio antes que una soprano sin oído. Los libros de texto de química insisten en decir que el sulfuro de hidrógeno desprende un olor que recuerda a los huevos podridos, pero pondría la mano en el fuego a que las personas que han olido un huevo podrido no llegan ni a una persona entre diez mil, salvo que sean pésimos artistas de vodevil. Y si alguna vez lo huele, entonces sabrá a qué huele el sulfuro de hidrógeno, porque lo provocará precisamente esta sustancia. De hecho, gran parte del aroma y el sabor de un huevo duro, incluso fresco, se deben a una pequeñísima cantidad de sulfuro de hidrógeno.
¿Cómo se pudren los huevos? Al contrario de lo que se suele creer, no pasa porque el huevo haya entrado en la edad geriátrica. Los huevos viejos no se pudren. Les sucede lo que a un soldado viejo: se van consumiendo hasta desaparecer. Para comprobar este fenómeno, introduje un huevo sin cascar en un cajón de mi escritorio, a temperatura ambiente y durante unos seis meses, medio esperando que en cualquier momento el hedor del sulfuro de hidrógeno me echaría del despacho. Sin embargo, no pasó. Cuando por fin me decidí a cascar el huevo, la clara y la yema se habían encogido y convertido en una masa gelatinosa que ocupaba tan sólo una quinta parte del interior del huevo. El resto estaba lleno de aire fresco, sin rastro de olor a sulfuro de hidrógeno. Puede que el huevo muriera por viejo, pero no llegó a pudrirse. Un huevo se pudre por lo mismo que cualquier otra materia orgánica: por la acción de bacterias que lo van minando. En la cascara no había fisuras por las que pudieran entrar las bacterias, así que el huevo no se contaminó ni se pudrió. A pesar de la porosidad de la cáscara, que la hace claramente vulnerable a una invasión bacteriana, los huevos tienen otros mecanismos de defensa. Los huevos frescos poseen, en primer lugar, una película protectora llamada cutícula. Las dos membranas internas que protegen la cáscara constituyen una segunda línea de defensa. La tercera barrera la pone el albumen, que también tiene propiedades antibacterianas; entre otras cosas, contiene la enzima lisozima, que lucha contra las bacterias disolviendo sus paredes celulares. (La lisozima, presente en las lágrimas, también protege los ojos de las infecciones.) Otra historia más sobre huevos reacios a pudrirse. Hace poco tuve el discutible privilegio de examinar un huevo duro hervido hacía cuatro años y decorado como huevo de Pascua. Parece ser que, por alguna disparatada razón, mi querida mujer, Marlene, le había prometido a su nieto Oscar de cuatro años que lo guardaría hasta el día que fuera a la universidad. Óscar ha cumplido ahora ocho años. El huevo había permanecido todo este tiempo en nuestra nevera sin yo saberlo. Cuando Oscar vino a vernos hace poco, preguntó por él y Marlene se lo sacó. Aunque no me gustaría comérmelo, seguía siendo bastante inofensivo, lo que demuestra una vez más que sin bacterias ni condiciones que favorezcan su proliferación los huevos no se pudren. Ya veremos en qué estado está el día en que Oscar empiece la universidad en el año 2018.
Huevos con personalidad
¿Por qué al pelar un huevo duro aparece un hoyuelo tan pronunciado en una de los extremos? En los huevos de gallina se forma en la base una pequeña bolsa de aire bajo la cáscara. El objetivo de esta bolsa es que el polluelo pueda respirar mientras se abre camino hacia el exterior en el día de su nacimiento. Como la cáscara es porosa y permeable a los gases, el aire exterior penetra en el interior del huevo y recicla el de la bolsa. Con el tiempo el contenido del huevo se encoge y se separa de la cáscara, con lo que entra más aire y la bolsa crece. Un huevo fresco se hunde al sumergirlo en agua; sin embargo, a medida que pierde frescor y el aire del interior aumenta, la base empieza a hacer las veces de flotador. Llega un momento en que el huevo pasado flota totalmente. Al cocer un huevo, el calor hace que el aire de la bolsa se expanda y que su presión aumente. La clara, mientras sigue siendo líquida, no entra en la bolsa debido a la presión. Una vez cocida, se solidifica alrededor de la bolsa, y de ahí el hoyuelo. Aclaremos otra cosa, por cierto. Esos gruesos filamentos de clara que unen la yema con las membranas de las puntas (véase pág. 93), y que se aferran a la yema al separarla de la clara, no son un embrión en ciernes. Reciben el nombre de chalazas, una palabra que en griego significa inexplicablemente «granizo», y sirven para mantener la yema en el centro de la clara. En los huevos frescos se ven más porque son más gruesas y no es necesario quitarlas, a no ser tal vez que vaya a preparar un suflé o una crema de huevo y quiera evitar a toda costa que se formen grumos. Algunos consejos sobre huevos duros La American Egg Board, asociación que agrupa a los
productores
de huevos en Estados Unidos, recomienda el siguiente método de cocción para los huevos duros: «Coloque en un cazo los huevos sin que se amontonen. Cúbralos con agua de grifo de manera que el nivel de agua los sobrepase en al menos 2 , 5 centímetros. Tape el cazo y caliéntelo a fuego fuerte hasta que el agua rompa a hervir. Apague el fuego. En caso necesario, retire el cazo del fogón para
evitar que el agua siga hirviendo. Deje reposar los huevos en el agua caliente sin quitar la tapa. Bastarán 15 minutos si son huevos grandes, 12 si son medianos y 18 si son supergrandes». Tómeselo cum grano salís. Como expertos en huevos de todo un país, los miembros de la American Egg Board se ven obligados a dar unas instrucciones que le sirvan al cocinero medio. Y es fácil ahogarse en agua, aunque sólo tenga 15 cm de profundidad. Los huevos presentan tamaños y grados de frescor diferentes y su t e m p e r a t u r a varía a la hora de ponerlos en el cazo, por lo que puede que no alcancen la t e m p e r a t u r a de ebullición en cuanto el agua empiece a hervir. Además, cada fogón y cada cazo requiere un tiempo distinto para llevar el agua a ebullición. Y, una vez apagado el fuego, el agua se mantendrá más caliente durante más tiempo en un cazo de hierro y porcelana que en uno de aluminio. Marlene no considera fiables las recomendaciones oficiales por estos motivos. ¿Qué recomienda ella? Siga las instrucciones anteriores hasta que hierva el agua, pero no apague el fuego; bájelo y deje que los huevos se cuezan a fuego muy lento. Empiece entonces
a contar. Básese en los tiempos que dan los productores como guía, pero básese en su propia experiencia; usted sabe mejor que nadie cómo son sus fogones y su cazo, qué tamaño de huevos suele consumir, cómo enfría su frigorífico y cómo le gustan los huevos duros. Vale la pena que sacrifique unos cuantos huevos experimentando. Sólo así descubrirá cuál es la mejor manera de hacerlos para que le queden a su gusto. Una vez lo sepa, anótese los tiempos de cocción en un pedazo de papel y péguelo en el interior de la puerta de un armario de la cocina. A partir de ahí los huevos le saldrán siempre perfectos... perfectos para usted.
A darle al merengue ¿Las claras de huevos pasteurizados sirven para hacer merengue? Lo intenté una vez y, al no ser una excelente repostera, el resultado no fue el esperado. Además, estaba lleno de pequeños grumos pegajosos. Me pregunto si la pasteurización puede afectar a las claras hasta el punto de que sea imposible hacer merengue.
A cualquier mortal le cuesta alcanzar la perfección, pero con un poco de paciencia es prácticamente seguro que llegará a conseguirlo. Los huevos se pasteurizan con la cáscara para eliminar el riesgo de contaminación por Salmonella enteritidis y otras especies de salmonela que se alojan, entre otros sitios, en las aves, la carne y otros productos cárnicos, la leche cruda y las yemas de los huevos crudos (por lo general no afectan a las claras). A una temperatura mínima de 71 °C estas bacterias mueren, pero creo necesario advertirle de que utilizar yemas de huevo crudas para elaborar mayonesa o cualquier otro aderezo para ensalada comporta sus riesgos. Si ha logrado montar las claras, habrá podido comerse el merengue sin peligro, aunque haya utilizado huevos sin pasteurizar. Por dos motivos: utiliza sólo las claras y además las cocina. Los grumos pegajosos no eran más que clara de huevo mal batida. Es un problema habitual en los huevos pasteurizados, ya que las claras no se montan con tanta facilidad: el suave calentamiento al que se las somete durante la pasteurización desnaturaliza o «cuece» la proteína parcialmente. Los huevos se pasteurizan calentándolos en agua. Manteniendo una temperatura durante cierto tiempo se mata cualquier bacteria de salmonela sin cocer el huevo. No obstante, en los huevos pasteurizados la yema queda un poco más espesa y la clara, algo más opaca. Se cocinan igual que los huevos no pasteurizados, pero las claras se resisten a la hora de montarlas debido a la desnaturalización o reestructuración de la proteína, por lo que cuesta más obtener una espuma consistente y copiosa. Con huevos corrientes tardará entre uno y tres minutos en montarlas a punto de nieve; con los huevos pasteurizados, en cambio, puede llegar a tardar hasta diez. Por lo tanto, para que le salga un delicioso merengue sólo le falta una cosa: tesón. * Cuando se somete una proteína al calor o a un ácido, se modifica la estructura alargada y espiral de sus moléculas; se despliegan o «deconstruyen» y después se encogen y se tensan como si fueran cintas de goma llenas de nudos. Esta reestructuración molecular recibe el nombre de desnaturalización. En este libro me referiré a menudo a ella como la «reestructuración» de las moléculas de proteína. (TV. de la T.)
EN LA ERANJA | 109 Exagerando un huevo
Siempre había pensado que los huevos milenarios eran cosa de leyendas hasta que vi unos a la venta en un mercado chino. ¿Cómo sabían los habitantes del siglo xi que querríamos comprarlos en el siglo xxi? ¿Dónde los han guardado todos estos años? ¿Lo dice en serio? Los huevos milenarios (pidan en chino) son una leyenda que cuesta explicar sin que se le escape a uno la risa. Otros chinos menos inspirados los llaman huevos de cien años. Lo cierto es que tan sólo tienen unos cien días: una antigüedad que le aseguro que puede ser igual de terrible. Veamos cómo se preparan. Compre huevos de pato frescos. Sin pelarlos, envuélvalos con una pasta de sal, limo (lo puede conseguir en un centro de jardinería), cenizas de pino de la chimenea (o, en su defecto, cenizas de carbón de la barbacoa) y té negro bien fuerte. Luego rebócelos con paja de arroz o incluso hierba y entiérrelos en el jardín durante unos tres meses. Al desenterrarlos, lávelos y pélelos. Se sirven con salsa de soja y jengibre rallado como aperitivo, aunque el verde oscuro de la yema y el ámbar negruzco de la clara hacen que no entren mucho por los ojos. Lo sé de buena tinta. Hace varios años, en un barco taiwanés con el que recorrí medio mundo, el capitán me invitó a su camarote. Tenía su cocinero particular, que preparó una pasmosa variedad de exquisiteces chinas de lo más insólito (para mí): sopa de aleta de tiburón, pepino de mar, tripas y ovarios de cerdo y uno de esos huevos de edad incierta. Tenía un astringente sabor a queso, la textura cremosa de un aguacate, la yema de color negro verdoso y la clara llena de motas azules, negras y ámbar. No estaba tan mal, pero no creo que pudiera comerme uno con el desayuno cada día. Fíjese que sólo me he permitido un juego de palabras con la palabra «huevo» en el título. Claro que podría haber roto el huevo y haber recurrido a otros juegos de palabras que me habrían ido a huevo, pero entonces el lector habría llegado hasta aquí pisando huevos y no es cuestión de explotar a la gallina y que me suceda como al campesino de Esopo.
Ciencia al margen
¿Mejorando con la edad? Los cambios que experimenta el «huevo milenario» se deben principalmente al limo y a las cenizas de leña, ambas sustancias muy alcalinas. (El limo es óxido de calcio, CaO, y las cenizas contienen carbonato de potasio, K 2 C0 3 .) Con el tiempo, estas sustancias alcalinas se filtran a través de la cáscara y reaccionan con las proteínas de la clara, modificando sus moléculas de manera similar a cuando se cuece el huevo. En la yema se producen entretanto las reacciones químicas que se suelen dar en huevos digámosles «maduros», lo que da lugar a sustancias químicas como los aldehidos y las acetonas, causantes de los sabores más fuertes.
Capítulo
3
LO QUE EL HOMBRE S E M B R A R E .
... eso cosechará. No querría ponerme demasiado bíblico, pero permítanme que arranque este capítulo con una versión actualizada del Génesis. Al principio hubo un descomunal Big Bang. Nueve mil millones de años más tarde exactamente (creo que fue un martes), Dios creó la Tierra. Y la Tierra estaba confusa y vacía. Y Dios dijo: Júntense en un lugar las aguas de debajo de los cielos y aparezca lo seco, y así fue. Y a lo seco llamó Dios tierra. Pero la tierra no era lo que nosotros llamamos hoy tierra. No era suelo. Era roca fundida (magma), que dos mil millones de años más tarde se enfrió y se convirtió en roca sólida. En aquella época no había nadie por ahí que pudiera quejarse, pero lo cierto es que sobre la roca es imposible cultivar algo. ¿Cuándo apareció, pues, el suelo? ¿Cuándo pudieron nuestros ancestros empezar a sembrar, segar y comerse la cosecha? Pasaron los eones y las rocas envejecieron y se descompusieron tanto por motivos físicos como químicos. Empecemos por los físicos: las rocas se dilataban en las estaciones cálidas y se contraían en las frías, lo que causaba la aparición de grietas y fisuras. El agua que se filtraba a través de las grietas se helaba en las estaciones frías siguientes y, al expandirse bruscamente, partía las rocas. Al mismo tiempo, los glaciares arañaban a su paso la superficie de las rocas, por lo que producían polvo, y el viento y el agua acentuaban su erosión física, descomponiéndolas en fragmentos de roca cada vez más pequeños, primero en cantos rodados y después en granos muy finos. Mientras tanto, las reacciones químicas que se producían con el agua del suelo y el dióxido de carbono de la atmósfera transfor-
maban los minerales de la roca creando minerales nuevos, rocas más blandas y compuestos solubles que los ríos y arroyos transportaban a otros lugares. Llegó un momento en que la «tierra seca» de Dios se había convertido en pequeñas partículas de grava, arena, cieno y arcilla desperdigadas por toda la superficie de la Tierra. Constituían lo que hoy conocemos como el suelo. Cuando sobre este lecho rico en minerales empezaron a crecer y morir plantas, la materia orgánica sirvió de abono al suelo, cada vez más fértil para el cultivo. Esto hizo que posible que en los dos últimos millones de años de la historia de nuestro planeta apareciera la agricultura. La variedad de alimentos que cultivamos en el suelo de la Tierra depende sólo del clima y de la oportunidad que hayamos tenido de cultivarlos. En el capítulo anterior analizamos los productos de un tipo de granja: la de productos lácteos. En los capítulos siguientes nos centraremos en las frutas y hortalizas y en los cereales, que ocupan un lugar especial en el panteón de la subsistencia humana. Recorramos primero los campos de labranza y analicemos algunos de los cientos de alimentos vegetales que alegremente englobamos en la categoría de «hortalizas». Colores para el paladar
Cada vez que paso por la sección de verduras del supermercado me quedo impresionado con la variedad y la vivacidad de los colores, sobre todo de los verdes, los rojos, los naranjas y los amarillos, de las frutas y las hortalizas. Si no es muy complejo, ¿podría explicarme qué sustancias químicas producen esos colores y qué finalidad tienen? Frutas y hortalizas componen un colorido caleidoscopio: rojo en tomates, sandías, fresas y remolachas; naranja en naranjas, boniatos, calabazas, albaricoques y mangos; amarillo en limones y zumos; morado en uvas, ciruelas y coles; y verde en judías y verduras de hoja. Esta variedad de colores se produce gracias a varias sustancias fitoquímicas que se pueden clasificar en tres grandes grupos: clorofilas, carotenoides y flavonoides. Estas últimas se dividen a su vez en antocianinas y antoxantinas.
Por sustancia fitoquímica (del griego phyton, que significa «planta») se conoce a cualquier compuesto químico producido por una planta. En los últimos tiempos los forofos de la comida sana se han apropiado del término para referirse a cualquier sustancia química vegetal -aparte de las proteínas, los hidratos de carbono, las grasas, los minerales y las vitaminas, todos de gran valor nutritivoque consideren «buenas para la salud». Entre ellas se incluyen los pigmentos rojos, naranjas, amarillos, verdes y azules de las frutas y las hortalizas, cuyos beneficios para la salud son efectivamente bien conocidos. Ahora bien, ¿acaso no son también sustancias fitoquímicas la nicotina y la cocaína? La clorofila no necesita presentación. Cada una de las moléculas de este compuesto verde contiene un átomo de magnesio. Si algo hemos aprendido de la clorofila es que no es fácil mantener el verde. Al reestructurarse (desnaturalizarse) por acción del calor, sus moléculas liberan los átomos de magnesio; esto transforma la clorofila en feofitina y pirofeofitina, responsables de los apagados colores oliváceos que nos indican que una verdura se ha cocinado demasiado (véase pág. 114). Los carotenoides oscilan entre los amarillos y los naranjas y rojos. El betacaroteno naranja se convierte en vitamina A al metabolizarlo. Sin los carotenoides muchos productos perderían su atractivo: desde las zanahorias hasta el maíz, los melocotones, los cítricos, los zumos de frutas, el pimentón dulce, el azafrán, los tomates, las sandías o la uva tinta. Estos tres últimos, en especial los tomates, contienen un carotenoide liposoluble llamado licopeno, un antioxidante que se ha intentado vender como posible preventivo contra el cáncer de próstata. Las antocianinas son pigmentos hidrosolubles que se encuentran en la uva, los frutos del bosque, las ciruelas, la berenjena, la col, las cerezas y las hojas de otoño. Aunque presentan colores morados o azules en entornos alcalinos, se tornan rojas en medios ácidos. Unos de los pigmentos menos comunes en los alimentos son las betalaínas, de intenso color rojo e hidrosolubles. Se encuentran en la remolacha; si se corta a rodajas antes de cocerla, la remolacha pierde gran parte del pigmento porque se disuelve en el agua. En cambio, si se cuece entera y sin pelar, se mantiene tan desafiantemente roja como Fidel Castro. ¿Y qué motivos tiene la Naturaleza para pintar todas estas frutas y hortalizas de colores tan bonitos? No lo hace sólo para com-
placer a los pintores de bodegones. Los colores vivos atraen a los animales, que se comen las plantas para beneficio mutuo. Los animales aprovechan las saludables propiedade s antioxidantes con que la Naturaleza ha dotado a muchos dé los compuestos químicos que dan color a las plantas, y estas se benefician de que los animales polinizan las flores y esparcen sus semillas. FICCION ARIO DEL GOURMET Ciruela Claudia: romana muy ne cia
Ciencia al margen
Los tomates son rojos; las violetas., azules El característico color rojo de los tomates, a menudo atribuido al licopeno, se debe en realidad a una mezcla de pigmentos carotenoides, entre los cuales el licopeno es simplemente el m á s abundante. El color de la fruta no se correlaciona siempre con la cantidad de carotenoides, y mucho menos con la cantidad de licopeno. La cantidad de licopeno de un tomate no se puede deducir, por lo tanto, a partir de su rojez. De todas formas, todos los tomates constituyen una buena fuente de licopeno. Para justificar el título, me veo obligado a explicar que el azul de las violetas y el rojo de las rosas se deben, en ambos casos, a una antocianina que es un indicador ácido-base [véase «El misterio del tornasol», pág. 32). Esta antocianina presenta color rojo en los pétalos de rosa, ligeramente ácidos, y color azul en los de la violeta, ligeramente alcalinos.
Cuando el verde pierde el verde
¿Por qué al cocinar las verduras me salen con es e color tan apagado? El color verde de las plantas y las algas se debe a una milagrosa molécula llamada clorofila que absorbe la energía de la luz solar y la utiliza para convertir el dióxido de carbono y el agua en glucosa y
oxígeno. Las plantas pueden aprovechar la glucosa directamente como energía para crecer o polimerizarla (enlazar miles de moléculas de glucosa) y, de este modo, formar almidones que almacenan para el futuro. Como los animales obtienen su vitalidad de hidratos de carbono del azúcar y el almidón de las plantas, la molécula de clorofila puede considerarse la principal fuente de vida del planeta. Sin embargo, la clorofila no siempre está de parte del hombre, la única especie que cocina las verduras para ablandarlas. Al cocer las verduras, la clorofila se convierte en una sustancia química llamada feofitina y el color verde se torna de un caqui apagado y poco apetitoso. Cada molécula de clorofila está formada por un conglomerado de átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno llamado porfirina, con un átomo de magnesio enterrado en el centro. Ahora bien, la clorofila no es un único compuesto químico. La hay de dos tipos, que los químicos, en un alarde de erudición, han bautizado con los nombres de clorofila a y clorofila b. La clorofila a es verde azulada, mientras que la b es verde amarillenta. La proporción de una clorofila y otra (normalmente la a dobla o triplica a la b) determina la tonalidad de verde de cada planta. Al cocer judías verdes, guisantes, coles de Bruselas, brécol o espinacas, el calor modifica primero la forma de las moléculas de clorofila (se isomerizan). Si la verdura resulta ser ligeramente ácida, que suele ser lo habitual, los átomos de magnesio salen expulsados y se sustituyen por un par de los numerosos átomos de hidrógeno que contiene el ácido. Como consecuencia, la clorofila se transforma en feofitina: la a se convierte en una feofitina verde grisácea, mientras que la b se convierte en una de color verde oliva. Como la clorofila a suele predominar y se transforma con más rapidez que la clorofila b, las verduras nos suelen quedar de color verde grisáceo. Al ver que los ácidos ponen en marcha reacciones de conversión de la clorofila, algunas personas han caído en la tentación de añadir un pellizco de bicarbonato de sosa (bicarbonato de sodio) al agua de cocción para volverla alcalina. Sin embargo, la alcalinidad ataca a los hidratos de carbono complejos que permiten a las células vegetales mantenerse unidas, por lo que lo único que se consigue es cambiar la fealdad por la pastosidad y añadirle un dudoso plus: el sabor jabonoso del bicarbonato.
Hay otra curiosidad química que afecta a la cocción de las verduras verdes. Las sales de sodio, magnesio y calcio inhiben las reacciones de conversión de clorofila. Al parecer, a los átomos de hidrógeno les cuesta más atravesar las membranas celulares y expulsar a los átomos de magnesio. Por lo tanto, si se añade una pizca de sal (cloruro de sodio) al agua de cocción o se utiliza agua dura (con sales de magnesio y calcio), las verduras retienen mejor el color verde. En la práctica todo esto se traduce en que, cuanto menos se cueza una verdura, menos clorofila se transformará en feofitina. En un estudio, se coció brécol durante cinco y diez minutos; en el primer caso perdió el 17,5 % de su clorofila, mientras que en el segundo llegó a perder el 41,1 %. Guerra bacteriológica
¿Cuál es la mejor manera de lavar las frutas y hortalizas para asegurarse de que no queden gérmenes ni restos de pesticidas o insecticidas? No es nada personal, pero ¿no nos estamos convirtiendo en una sociedad un poco paranoica? En las droguerías y supermercados responden a nuestros miedos (¿o los alimentan?) atiborrando los escaparates de jabones, pulverizadores, geles, lociones, toallitas húmedas, desodorantes y enjuagues para protegernos de los gérmenes. Los anuncios de televisión nos infunden pavor insinuando que en nuestras tazas de váter puede haber un germen o dos esperando la menor oportunidad para atacarnos. (A ver, y lea lo que viene a continuación a voz en grito, ¿dónde si no se supone que han de vivir esos pequeños pobres gérmenes?) Cunde lo que a mí me gusta llamar una «histeria por las bacterias». ¿Qué tiene esto que ver con la comida? Haciendo una búsqueda en los mensajes sin leer de mi bandeja de entrada (el lector me perdonará, pero le aseguro que intento leerlos todos) detecté 130 correos en los que aparecían las palabras «gérmenes» o «bacterias» y 195 con alguna palabra relacionada con «peligro», en referencia a la contaminación alimentaria. A veces parece que haya más gente que teme la comida que gente que la disfrute. ¿Nos estamos dejando llevar por la microfobia, la misofobia, la toxicofobia y la sitofobia? (Véanse las definiciones más adelante.)
En general, evito escribir sobre salud porque no soy microbiólogo, nutricionista ni médico. Sin embargo, dedicaré unas líneas a los posibles patógenos y toxinas que podemos encontrar en los alimentos, en particular en las frutas y las hortalizas. Al fin y al cabo, es inevitable que hayan entrado en contacto con suelos llenos de microorganismos y posiblemente con tratamientos químicos agrícolas como herbicidas o insecticidas, por no mencionar los abonos y otros fertilizantes «naturales» empleados en el cultivo de alimentos orgánicos. En el mercado norteamericano existen varios productos para lavar lechugas, cebolletas, tomates y manzanas, entre otras frutas y hortalizas, que en teoría eliminan tanto las bacterias como cualquier sustancia química tóxica. En otoño de 2000, Procter & Gamble lanzó un producto llamado Fit Produce Wash, pero enseguida lo retiró y vendió la fórmula a HealthPro Brands. Costaba 5 dólares la botella de 225 miligramos (no me extraña que no se vendiera) y contenía agua, ácido oleico, glicerol, alcohol etílico, aceite de pomelo, hidróxido de potasio, bicarbonato de sosa y ácido cítrico. ¿Por qué estos ingredientes? El glicerol, el alcohol y el ácido oleico se supone que servían para disolver y eliminar sustancias químicas como los pesticidas, normalmente insolubles en agua. El hidróxido de potasio atacaba las ceras, que en caso de haberlas se utilizan legalmente para proteger algunas hortalizas como los pepinos y resultan inofensivas. Que yo sepa, el bicarbonato y el ácido cítrico sólo servían para reaccionar entre sí y emitir dióxido de carbono, ya que así producían burbujas y daban la impresión de que el producto hacía milagros. Mientras escribo esto sigue habiendo otro producto a la venta en el mercado norteamericano. Se trata de Bi-O-Kleen Produce Wash, que no «contiene ingredientes animales» (¿debería?) y se ha fabricado «sin causar daño a ningún animal» (vale, ¿pero mata a los pobres bichos?). Está hecho con «extractos de lima y limón, extracto de semilla de pomelo, agentes tensiactivos de coco, aceite de naranja prensado en frío y agua filtrada pura». No sé si hará algo esta mezcla tutti-frutti aparte de parecer apetitosa, pero los «agentes tensiactivos de coco» son un producto químico sintético (muy poco natural) llamado cocoil isetionato de sodio, un detergente que echa mucha espuma empleado en jabones y champúes. Este producto tiene otros gemelos. Veggie Wash se vende como producto «no tóxico, no humeante, no peligroso, no cáusti-
co e hipoalergénico» (esperemos que tampoco sea radiactivo ni explosivo). Organiclean contiene un «agente tensiactivo aniónico derivado del coco», que es muy probable que sea el mismo cocoil isetionato de sodio de antes. Los fabricantes de los tres productos sostienen que para lavar frutas y hortalizas resultan más eficaces que el agua de grifo. Sin embargo, la mayoría de expertos dice que lo mejor sigue siendo colocar la fruta y la verdura bajo el chorro de agua del grifo. El agua arrastrará cualquier partícula de tierra adherida a las hojas y es ahí donde probablemente se esconderán, de haberlas, las bacterias dañinas. El agua no las matará, pero llegado el caso tampoco lo harán los productos antes señalados. Si lo hicieran, podrían dejar residuos tóxicos (para los humanos) en los alimentos. Además, si mataran a los microorganismos tendrían que garantizar que no resultan dañinos para la salud humana superando las pruebas correspondientes y registrarse en la Agencia de Protección Medioambiental como pesticidas. (¡Qué ironía!) Por lo tanto, los limpiadores para verdura que se venden en el supermercado son meros limpiadores, no desinfectantes. Sobre todo le limpian a uno el dinero del bolsillo. Para las frutas y hortalizas con piel, como manzanas, tomates, peras, melocotones, pepinos, limones y naranjas, una buena manera de eliminar cualquier contaminante es echar unas gotas de lavavajillas líquido, frotarlas con un cepillo enérgicamente y aclararlas luego con agua abundante. Esta práctica resulta especialmente recomendable con los limones y las naranjas si se va a aprovechar la piel para hacer ralladura. Una de las mejores maneras de eliminar las bacterias de los productos de la tierra, que utilicé mientras vivía en Sudamérica, es lavarlos en agua con lejía comercial: una cucharadita de lejía de cloro (hipoclorito de sodio) por cada cuarto de litro de agua. Como podía haber bacterias en la misma agua, dejaba la solución de lejía reposar durante varias horas antes de utilizarla para lavar frutas y hortalizas, una precaución innecesaria en lugares en los que el agua de grifo es segura. En 1996 un equipo de expertos en nutrición de la Universidad de Nebraska-Lincoln inventó otro método seguro y simple para deshacerse de las bacterias. Consistía en rociar la fruta y la verdura con una solución de agua oxigenada (con una concentración de un
, u n c OCIVIDI-lttHt. . .
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3 % tal como la venden en las farmacias) y después con vinagre de vino blanco, o a la inversa. Al mezclarse los dos líquidos sobre los alimentos, reaccionan y liberan oxígeno, lo que mata los gérmenes. Los residuos de agua oxigenada sobre la lechuga se descomponen enseguida, aunque si no lo hicieran no dejarían ningún sabor. El vinagre sí puede dejar restos, pero sirven de aliño. Tanto el método con lejía como el de vinagre y agua oxigenada sirven también para desinfectar tablas de cocina y otras superficies de trabajo, una vez fregadas con detergente y estropajo. Si la lejía deja olor a cloro en la tabla de cocina, utilice vinagre para matar el olor. Hablando de detergentes, en el supermercado se venden muchos desinfectantes multiuso que sirven desde para fregar los mármoles de la cocina hasta para limpiar el cuarto de baño entero. Ahora bien, donde no deben acabar es sobre nuestra comida. Contienen cloruro de alquil dimetil bencil amonio, un potente catalizador que acelera enormemente la descomposición de los ésteres y las amidas, importantes componentes en todos los organismos vivos, desde microbios a seres humanos. En dosis altas este compuesto químico nos mataría, pero en los desinfectantes comerciales se presenta en concentraciones de tan sólo el 0,2 %. De todas formas, no es recomendable utilizar estos desinfectantes para limpiar superficies que entran en contacto con los alimentos, como las tablas de cocina. Se me olvidaba: las definiciones. Un microfóbico es alguien que tiene un miedo excesivo a los gérmenes; el misofóbico, a la suciedad o la contaminación; el toxicofóbico, a ser envenenado; y el sitofóbico, a la comida y al mismo acto de comer, probablemente porque ya es misofóbico o toxicofóbico. Encontrará una lista de otras fobias en www.phobialist.com, salvo que sea logisomecanofóbico, en cuyo caso nunca averiguará lo que es la logisomecanofobia. FICCIÜNARIO DEL GOURMET
Cardo borriquero: jinete poco agraciado
Patatas oxidadas
Las patatas que más me gustan son las de la variedad Yukon Gold, pero es imposible comprar unas que no tengan la pulpa llena de esas manchas violáceo-grisáceas que parecen óxido. Si se las quito con el cuchillo, sólo puedo aprovechar las patatas para hacer puré. Preferiría no tener que practicar intervenciones quirúrgicas. ¿A qué se deben esas manchas? ¿Por qué se dan más en las patatas amarillas? Las patatas de piel y pulpa amarilla como la variedad que menciona, al igual que la col, las cebollas y el arroz amarillo, deben su color a unas sustancias químicas llamadas antoxantinas. Las antoxantinas reaccionan con los residuos metálicos que contienen estos productos, como el hierro o el aluminio, volviéndolos de color gris azulado. Un cuchillo de acero al carbono puede provocar el mismo efecto, por lo que para cortarlos conviene utilizar cuchillos de acero inoxidable. Algunas variedades de patata con menos antoxantinas no presentan tantas manchas. Las antoxantinas también oscurecen si las patatas no se guardan en un lugar fresco. Por lo tanto, si encuentra manchas en patatas recién compradas, busque un supermercado en el que las conserven a menor temperatura. Hablando de antoxantinas (esto no es algo que se oiga decir cada día), en las zanahorias también las encontramos en pequeñas cantidades y su color depende de la presencia o ausencia de iones metálicos (átomos de metal con carga) de, por ejemplo, hierro o aluminio. La gente que prepara pasteles de zanahoria en moldes de hierro o aluminio a veces se encuentra con la sorpresa de que las zanahorias se han puesto verdes. Al igual que con las patatas amarillas, el producto de la reacción de las antoxantinas de la zanahoria con el hierro o el aluminio también puede ser azul. ¿Y qué nos da el azul combinado con el amarillo de las zanahorias? ¡Verde! Puré de patatas a la española Al sofreír ajo en aceite de oliva, el ajo se suaviza y el aceite se
aromatiza.
Si va a preparar esta receta para una buena multitud, siga esta fórmula-
¿scrvicDr-fAKHt. . . I 1 S 1
por cada 2 tazas de puré de patatas, añada de 2 a 4 cucharaditas de aceite virgen extra, 2 dientes de ajo sofritos, 1 / 2 cucharadita de sal gruesa, 1 / 2 cucharadita de pimentón dulce, V ^ d e cucharadita de comino molido, Ve de cucharadita de pimienta de cayena, 2 rodajas de beicon y 1 cebolleta. Sírvalo con pollo al ajillo dorado al jerez [pág. 47). Las sobras de puré están deliciosas al día siguiente: basta recalentar el puré, aplastarlo para darle forma de tortita y acompañarlo de un huevo frito. 4 patatas grandes de piel amarilla y pulpa amarilla o blanca, para hacer 4 tazas de puré 1/4de taza de aceite de oliva virgen extra (o más, según prefiera] 4 dientes de ajo 4 lonchas de beicon 1 cucharadita de sal gruesa 1 cucharadita de pimentón dulce 1/
2
cucharadita de comino molido
1/
2
cucharadita de pimienta de cayena
2 cebolletas (tanto el bulbo como el tallo), cortadas en rodajas muy finas 1.
Haga el puré: si utiliza patatas de pulpa blanca, coloque la bandeja del horno a altura media. Precaliente el horno a 2ÜO °C. Pinche las patatas con un tenedor, colóquelas sobre la bandeja y hornéelas durante 1 hora, hasta que se pinchen fácilmente con un cuchillo. Si utiliza patatas de pulpa amarilla, pélelas, córtelas en pedazos de unos 2,5 cm y cuézalas a fuego lento en agua salada entre 12 y 15 minutos o hasta que estén blandas y se pinchen fácilmente con un tenedor. Cuando las patatas del horno estén listas, sáquelas, córtelas en dos a lo largo, pélelas y resérvelas en un cazo. Cuando estén listas las patatas cocidas a fuego lento, escúrralas y déjelas en el cazo. Mientras se hacen las patatas, eche el aceite de oliva en una sartén pequeña y sofría el ajo a fuego medio-bajo hasta que adquiera algo de color. Retírelo del fuego antes de que se dore del todo. En una sartén mediana, fría el beicon a fuego lento hasta que quede crujiente. Corte las lonchas en pedacitos de medio centímetro.
• Añada el aceite de oliva y el ajo, la sal, el pimentón, el comino y la Pimienta de cayena sobre las patatas calientes. Aplástelas con un pasapurés manual para obtener un puré grueso [véase pág. 201).
5.
Sirva el puré en un plato calentado previamente en el horno. [0 preséntelo de nuevo en la piel de la patata.] Adórnelo por encima con el beicon y las cebolletas.
SALEN 4 RACIONES
Ruibarbo sobre ruibarbo
Un amigo biólogo me dijo que el ruibarbo es venenoso. Yo le contesté que no es cierto, pues llevo años comiendo tarta de ruibarbo y sigo vivo y coleando. ¿Quién tiene razón? Ambos. Todas las partes del ruibarbo (Rheum rhaponticum) contienen cierta cantidad de ácido oxálico y de su progenie química, las sales de oxalato, que van de un 0,1 % a un 1,4 %. Esto es lo que le da ese extraordinario punto astringente que en los pasteles se suaviza con azúcar. Tanto el ácido oxálico como los oxalatos son, en efecto, venenosos. Durante la Primera Guerra Mundial, cuando en Gran Bretaña escaseaban la fruta y la verdura frescas, se dieron varios casos de personas envenenadas por haber ingerido hojas de ruibarbo, la parte de la planta con mayor concentración de ácido oxálico. Ahora bien, tiene motivos para seguir discutiendo con su amigo biólogo, pues es obvio que los tallos, que es la parte que lleva años comiendo en tarta, contienen mucho menos ácido oxálico que las hojas. Además, si bien no hay duda de que el ácido oxálico es tóxico, no está tan claro que el ácido oxálico fuera el único responsable del envenenamiento de las personas que se comieron las hojas de ruibarbo. El concepto de «venenoso» es, por supuesto, relativo: que algo sea tóxico o venenoso depende de en qué cantidad se ingiera. La col, las espinacas, los tallos de remolacha, las patatas y los guisantes también contienen pequeñas cantidades de ácido oxálico, y los tallos de ruibarbo, aunque contienen más, se consideran igualmente inocuos. En cuanto a las hojas de ruibarbo, con su mayor concentración de ácido oxálico, habría que comer hasta 4,5 kilos para alcanzar la DL50, es decir, la dosis letal que causaría la muerte al 50 % de los seres humanos que la ingirieran.
Por tanto, siga comiendo tallos de ruibarbo. ¡Y gracias! Cuantos más coma, menos quedarán para mí. Los odio. FICCION ARIO DEL GOURMET Ruibarbo: barbudo ruin
Goulis de ruibarbo Al contrario de lo que algunas personas creen, el ruibarbo no es una fruta. Esta falsa creencia nace de su utilización para hacer tartas parecidas a las de frutas. Son de principios de temporada y suelen compartir tartas y otros postres «a medias» con las fresas. En esta receta en que se utiliza como salsa, su acidez contrasta con el dulzor de postres como la tarta de queso (pág. 80). Cuando vaya a comprar, elija los tallos más rosas. 4 5 0 g de ruibarbo (unos 6 tallos, cada uno de unos 30 cm de largo) 1 taza de azúcar 1/
4
de vaso de agua
1. Corte el ruibarbo en trozos de 1 cm. Llenará unas 4 tazas. 2.
Introduzca el ruibarbo, el azúcar y el agua en un cazo mediano a fuego medio-bajo. Cúbralo y deje cocer lentamente durante unos 20 minutos, o hasta que los tallos estén tiernos y jugosos.
3.
Quedará una mezcla muy acuosa. Deje enfriar los tallos en la misma agua de cocción. Separe una taza, pásela por la batidora y reserve el puré en una jarra. Repita la operación con el resto, de taza en taza. Cuando haya batido todo el ruibarbo, guarde la jarra en el frigorífico hasta que vaya a utilizarlo. El coulis se conserva aproximadamente una semana.
SALEN 2 TAZAS
Lo que Brutus no sabía
He leído muchas veces que tal fruta o verdura contiene tal o cual mineral: hierro, potasio, etc. Dado que muchas de esas frutas o verduras se pueden cultivar casi en cualquier sitio, eso debe de significar que todos los terrenos, incluido mi jardín, deben contener al menos algún resto de esos minerales. ¿Es así? ¿Qué pasaría si plantara espinacas, ricas en hierro, en un terreno en el que no hubiera hierro?¿Crecerían? ¿Tendrían poco hierro pese a lo que dicen las tablas de nutrición? Vayamos por partes. Si consulta la Base de Datos de Composición Química de los Alimentos del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (www.nal.usda.gov/fnic/foodcomp/Data/SR17/sr17.html), se llevará una sorpresa: las espinacas no son especialmente ricas en hierro. De hecho, contienen menos hierro que la mayoría de cereales de desayuno, una cuarta parte de la que contienen las almejas crudas y más o menos la misma cantidad que las alubias o el cerdo enlatados (sin contar la lata). Esta es la historia de cómo el hierro se cruzó en la vida de las espinacas. A finales del siglo xix, unos científicos alemanes descubrieron que las espinacas contenían tanto hierro como la carne: unos 3 mg por 100 gramos o 30 partes por millón. En el informe en el que describían su descubrimiento alguien se equivocó al poner la coma, de modo que parecía que las espinacas tuvieran diez veces más hierro del que tienen en realidad. El error se corrigió cuarenta años más tarde, pero para entonces Popeye ya había adoptado la espinaca como alimento energético. Al fin y al cabo, el hierro es un metal duro, ¿no? Si Brutus hubiera sabido que las latas de espinaca de Popeye no eran más que un farol... E ironías de la vida, el cuerpo no absorbe el hierro de las espinacas, sea mucho o sea poco, pues esta verdura contiene también una pequeña cantidad (1 %) de ácido oxálico, que transforma el hierro en una sal insoluble, el oxalato ferroso. Así pues, a nuestro metabolismo sólo le llega una parte de la modesta cantidad de hierro que contienen las espinacas. ¿Qué pasaría si plantara espinacas en un terreno con insuficiente hierro? Es muy poco probable, porque las plantas sólo necesitan hierro en cantidades mínimas y el hierro es un elemento muy abundante y extendido que constituye el 5 % de la corteza terrestre.
Sin embargo, en el caso hipotético de que lo hiciera, las espinacas crecerian pero con síntomas de sufrir deficiencias nutritivas, como le pasaría a cualquier persona a la que le faltara alguna vitamina. Las plantas utilizan el hierro para sintetizar la clorofila, así que las hojas no serían verdes, sino de un color amarillo enfermizo. FICCIONARIO DEL GOURMET Suflé de espinacas: la cena preferida de Olivia
Ciencia al margen
El desayuno de las plantas Las plantas en general están formadas casi exclusivamente por compuestos de carbono, hidrógeno y oxígeno, unos compuestos a los que los químicos se refieren como orgánicos y que no tienen nada que ver con lo que llamamos «comida orgánica». Por otro lado, las plantas necesitan diecisiete elementos químicos inorgánicos, los minerales, que son sus nutrientes esenciales. En suelos agrícolas deben estar presentes todos estos minerales, sea de manera natural o a través de fertilizantes. Seis de los diecisiete elementos son los llamados macronutrientes -potasio, nitrógeno, fósforo, azufre, magnesio y calcio-, que las plantas necesitan en grandes cantidades. Sin cualquiera de ellos, crecen enfermas o ni siquiera crecen. Los otros once elementos esenciales -hierro, manganeso, cinc, cobre, molibdeno, cobalto, níquel, sodio, boro, cloro y silicio- se conocen como micronutrientes, pues las plantas los necesitan en cantidades ínfimas. La presencia de estos elementos en la Tierra no es tan homogénea, lo que explicaría parte de las diferencias que presentan cosechas de productos en teoría idénticos. Cuando decimos que el suelo contiene un elemento concreto que la planta puede absorber y utilizar, no queremos decir que esté presente en su forma elemental, es decir, en forma de átomos libres y no combinado en compuestos con otros elementos. Si están presentes, forma parte de algún compuesto. El hierro, por ejemplo, no lo encontramos en el suelo en forma de metal, sino en compuestos mezclado con oxígeno y otros elementos (es decir, oxidado).
Sin embargo, cuando entre los ingredientes de los cereales de desayuno encontramos «hierro reducido» significa sorprendentemente que está presente en forma de pequeñas partículas de hierro metálico. («Reducido» significa en química lo contrario de «oxidado».) Descuídese. Después de desayunar, no tendrá que mantenerse alejado de los imanes: las minúsculas partículas de hierro se disuelven enseguida en el ácido clorhídrico del estómago.
Gas lacrimógeno
He leído muchísimas recomendaciones sobre cómo pelar y cortar cebollas sin que te lloren los ojos, pero ninguna me ha funcionado. ¿Conoce algún truco, aparte de comprar cebollas dulces o cebollas «que no pican», que no dejan el mismo regustillo que las otras? Lo que me hace llorar a mí es toda la desinformación que existe en torno a las cebollas, sobre todo en lo referido a lo que causa la irritación ocular y la diferencia entre cebollas dulces y normales. La sustancia química de las cebollas que dispara la secreción de las lágrimas (el lacrimógeno) no es, como se ha escrito hasta la saciedad, el ácido pirúvico. Este ácido tampoco «proviene del azufre del suelo», como también se ha dicho a menudo, ya que no contiene azufre. El lacrimógeno tampoco es ácido sulfónico o sulfuroso, ni ninguno de los compuestos químicos a los que se suele echar la culpa. De hecho, ni siquiera es un ácido. Es un compuesto de azufre llamado sulfóxido de tiopropanal, también conocido como tiopropanaldehído-S-óxido, al que de ahora en adelante me referiré como compuesto L, por el ser el gas que provoca las lágrimas. Aunque saberlo no le cambiará la vida, ya viene siendo hora de aclarar otra cuestión. A ello. Mucha gente parece pensar que la sustancia química que irrita los ojos es la misma que da a la cebolla su característico sabor picante y penetrante. Pero el compuesto L no es el principal responsable de que la cebolla pique. De hecho, las cebollas más fuertes no son siempre las que hacen llorar más. Explicaré de forma simplificada las complejas reacciones químicas que se producen al cortar una cebolla.
El compuesto T de gas lacrimógeno y los compuestos astringentes no existen como tales en una cebolla entera. Se forman cuando, al comer o masticar la cebolla, se parten las células y se liberan la enzima aliinasa (A) y un grupo de compuestos conocidos como sulfóxidos de S-alqu(en)il cisteína (S), que hasta entonces habían permanecido aislados unos de otros. Al entrar en contacto, estas sustancias reaccionan entre sí y producen el gas lacrimógeno: A + S = L. La aliinasa activa otras reacciones que producen una mezcla de amoniaco, ácido pirúvico y ácidos sulfénicos inestables. Los ácidos sulfénicos provocan otra reacción de la que salen los compuestos astringentes que dan sabor a la cebolla, principalmente los alquiltiosulfinatos. La cantidad de ácido pirúvico que se forma en las dos últimas reacciones se suele utilizar como referencia para determinar su grado de astringencia, pero sólo porque es estable y fácil de calcular en el laboratorio. El ácido pirúvico no es en sí responsable de la astringencia de la cebolla. Pasemos a continuación a lo que Dave Letterman llamaría la sección de «los trucos tontos de la cebolla»,* precauciones de las que se suele decir que evitan que te lloren los ojos. Los comentarios entre paréntesis la darán una idea de lo fiables que son estos trucos. • Corte el tallo antes que la raíz. (Cualquier cebolla con un mínimo coeficiente intelectual recordará el orden en que debe dejarse cortar y lo cumplirá.) • Corte la cebolla bajo el chorro de agua del grifo. (Cuando los vapores de la cebolla vean el agua correrán hacia el desagüe para ahogarse, aunque esté al otro extremo de la cocina.) • Sostenga una cerilla de madera con los dientes. (Si muerde la cabeza de la cerilla no llegará a notar nunca cómo le pican los ojos.) • Mantenga un trozo de pan en la boca. (Y asegúrese de masticarlo con ganas para que la cebolla se dé cuenta de que está ahí.) * David Letterman es un conocido presentador norteamericano de la cadena CBS. En su programa, Late Show with David Letterman, incluye una sección humorísti-
ca en la que personas y animales presentan todo tipo de trucos tontos. (TV. de la T.)
• Póngase lentillas para proteger las córneas. • Si lleva lentillas, quíteselas porque los vapores irritantes podrían introducirse por detrás y las lágrimas no podrían expulsarlos. • Sumerja la cebolla en agua mientras la corta. Puede llenar el fregadero y sumergir la cebolla en el agua o ponerse las gafas de buceo y llevarse el trabajo a la piscina. (Este método debería funcionar, aunque tiene el pequeño inconveniente de que los trozos de cebolla se le podrían ir flotando antes de que llegara a recogerlos.) Seamos serios, amigos. El método más práctico y eficaz de todos es (¡música, maestro!): enfriar las cebollas en el frigorífico durante un par de horas antes de cortarlas. La menor temperatura enlentece la reacción química que produce el gas lacrimógeno y se reduce la presión de saturación (la tendencia del gas a flotar en el aire). Aun hay un método mejor: aprender a cortar la cebolla lo más rápido y bien posible, como los cocineros profesionales, para que los gases irritantes no tengan tiempo de llegar a los ojos. Algunos libros de recetas explican cómo hacerlo. Recuerde que, si utiliza un cuchillo muy afilado, se romperán menos células y se desprenderá menos gas lacrimógeno. Y, hablando de cuchillos afilados, todo el mundo cree que su afilador de cuchillos especial es el mejor, hasta el punto de que a veces, discutiendo sobre cuál es el mejor método para afilar un cuchillo, incluso los cocineros profesionales han utilizado como argumento la calidad de su afilador. En mi opinión, no hace falta ni mucho menos comprarse el afilador más caro y sofisticado del mercado. El afilador que se muestra en la ilustración de la página siguiente es barato y funciona de maravilla; después basta con pasar un par de veces el cuchillo por un afilador manual para eliminar cualquier ondulación microscópica que haya podido dejar el afilador. FICCION ARIO DEL GOURMET Cebollón: especie de gran tamaño de la familia de la merluza
Un eficaz y barato afilador de cuchillos fabricado por la casa finlandesa Fiskars. Las ruedas abrasivas, colocadas ingeniosamente en ángulo, eliminan una cantidad mínima de metal. Se vende con el nombre ASPEKT en IKEA.
Georgia on my mind
¿Por qué son mucho más dulces las cebollas de Vidalia' que las demás? El terroir o terruño. Dejen que me explique. Las cebollas de Vidalia no son las únicas cebollas suaves que existen. Y fíjense que no digo «dulces» sino «suaves»: no contienen más azúcar que otras cebollas; simplemente contienen menos compuestos astringentes y lacrimógenos. En el caso concreto de las cebollas de Vidalia, ciudad situada en una planicie costera del sur de Georgia, se ha atribuido su suavidad * Cebolla híbrida suave y dulce, de piel marrón y carne blanca, que se produce en el Estado norteamericano de Georgia y cuyo uso está muy extendido en Estados Unidos. (N. de la T.)
al escaso azufre que encontramos en los suelos de marga arenosa de la zona. Como los compuestos astringentes y los que hacen saltar las lágrimas son de azufre (véase pág. 127), se supone que las plantas en cuya dieta ha faltado este elemento luego lo producen en menor cantidad. Si las plantas son de una especie y variedad determinadas no es por el suelo, el clima ni las condiciones de cultivo, sino porque los genes de sus semillas le marcan las proteínas, enzimas y hormonas que debe producir, sin que el agricultor pueda hacer nada para evitarla. Las cebollas de Vidalia, por ejemplo, pertenecen a una variedad llamada gránex amarilla. Se trata de una cuestión hereditaria y, como todo el mundo sabe, las características de un organismo dependen tanto de la herencia como del entorno. En las frutas y hortalizas influyen multitud de factores medioambientales, que pueden provocar diferencias muy sutiles entre unas y otras: la cantidad de nutrientes del suelo; la composición y el drenaje del suelo, su microflora y microfauna; la proporción de arena, roca y arcilla; la pendiente del terreno; la temperatura de cultivo; la pluviometría, el viento y la incidencia del sol. Influye, en definitiva, todo el microentorno de la planta, incluida la fase de la luna en el momento de la siembra. (No es ninguna broma: se dice que los vinateros que practican la llamada vinicultura biodinámica esperan a la luna nueva para retirar los posos del vino. Como la luna llena hace subir la marea, creen que también hace subir los posos y que, por tanto, evita que se asienten. ¿No es de lo más lógico?) Los vinateros franceses asocian todas estas variables y factores imponderables (normalmente sin incluir las fases de la luna) al concepto de terruño, al que les gusta rodear de cierta mística y en el que también cabe la saludable costumbre gala de encogerse de hombros ante lo que no sabemos explicar. Ahora se ha puesto de moda hablar del terruño de casi todas las frutas y hortalizas, pero el terruño no tiene nada de trascendental: se refiere sólo a una región o territorio agrícola y no es más que la suma de las peculiaridades de un entorno de cultivo concreto. Cualquiera que haya viajado a Francia sabe que al otro lado de cada colina o en cada curva del camino puede haberse conjurado un microclima muy distinto. Volvamos a las cebollas de Georgia, donde Vidalia se ha convertido en una marca registrada reconocida por el Departamento de Agricultura de Georgia y donde una ley estatal establece los re-
quisitos que deben cumplir las cebollas para merecer la etiqueta tan celosamente protegida. Una agresiva campaña de marketing animaba a los norteamericanos a comérsela «como si fuera una manzana» (¿qué interés tendríamos?, me pregunto) y contribuía así a «dorar» la cebolla, por decirlo de alguna manera. Nadie podrá negar que la economía y la política son fundamentales para el prestigio de la cebolla. No sería la primera vez que un productor lleva a otro a juicio por considerar que sus cebollas «son más Vidalia» que las del demandado. Evidentemente, en la homologada y casi santificada región del sudeste de Georgia, donde veinte condados producen las famosas cebollas Vidalia, no hay dos hectáreas de tierra que contengan idéntica cantidad de azufre. El azufre no puede ser, por lo tanto, el único factor. Ante la falta de pruebas científicas creíbles, prefiero zanjar la cuestión con un je ne sais quoi. Lo diré en otras palabras: creo en el terroirismo. FICCION ARIO DEL GDURMET
Al baño María: a María le conviene pasar por la ducha
Qué amargo ser verde
A veces el pepino me sabe amargo. ¿Por qué? ¿Afecta a la salud el compuesto que provoca ese amargor? ¿Es peligroso? Los pepinos llevan cultivándose miles de años y, al igual que muchas plantas comestibles, se han mejorado mediante cruces que han potenciado sus cualidades y limado sus asperezas. Las recetas antiguas a menudo incluyen un paso para desamargar el pepino, como por ejemplo poner las rodajas en remojo con un poco de sal. (Dudo que funcione.) Sin embargo, las variedades actuales casi nunca amargan, salvo por la piel, que puede pelarse. Parte del sabor de los pepinos se debe a unos compuestos ligeramente amargos que se conocen con el nombre de cucurbitacinas. Si el calor, el clima seco, los insectos o las enfermedades le hacen la vida imposible al pepino mientras madura en la planta,
las cucurbitacinas se atrincheran y su concentración aumenta, tanto en la carne como en la piel. El amargor es la voz de la Naturaleza que nos advierte diciendo: «No me comáis u os arrepentiréis». Los alcaloides, por ejemplo, un tipo de sustancias químicas en su mayoría tóxicas que encontramos en algunas plantas, tienen sabor amargo. No obstante, nadie morirá por ingerir la cucurbitacina que se puede llegar a acumular en un pepino. Si le sale uno amargo, atribuyalo a la mala suerte y busque otro que pasara menos penurias. Con los pocos pepinos amargos de hoy, lo que se suele hacer es cortarlos en rodajas y salarlos, pero no para quitarles el amargor, sino para darles una textura más crujiente. Coloque las rodajas en un cuenco y sálelas, cúbralas con una capa de cubitos de hielo y guárdelas en el frigorífico durante aproximadamente una hora. La sal absorberá el agua atrapada entre las células del pepino y endurecerá su estructura. Lave las rodajas para quitar la sal antes de servirlas. Si con este truco se consigue un pepino más crujiente, poniendo las rodajas en remojo con agua y sal se consigue lo contrario: el pepino absorberá el agua y se ablandará o estropeará. Se producirá por osmosis, pues el agua pasará del medio menos salino al más salino. Cuando las células del pepino entran en contacto con sal sólida, liberan parte de su agua; sin embargo, cuando entran en contacto con una solución salina bastante diluida, parte del agua de la solución penetra en ellas. (Para más información, véase «Osmosis», pág. 184). La piel del pepino no es completamente impermeable a la humedad, por lo que debe protegerse con algún recubrimiento impermeable para evitar que con el tiempo la fruta se seque y se arrugue. Algunos productores los rocían con ceras comestibles que prolongan la vida del producto. Los pepinillos en vinagre no se enceran porque para encurtirlos el líquido debe penetrar en la carne. El pepino inglés, mucho más largo y delgado, tiene mucha más piel por la que perder agua y la protección de cera resulta insuficiente; de ahí que se suela enfundar en plástico. FICCIONARIO DEL GOURMET
Rúcula: sonido que sale de la bocina de un Ford T
Leche desparramada
¿Por qué la leche de soja rebosa en cuanto hierve? En una de mis recetas dice que tengo que hervirla, pero sólo puedo hacerlo si la caliento a fuego muy lento. ¿Qué explicación química tiene este fenómeno? A menudo me pregunto cómo se ordeñarán las semillas de soja, ¿soy el único? Disculpe. La leche de soja se obtiene remojando, hirviendo, moliendo y exprimiendo las semillas de soja. El líquido que se obtiene se llama «leche» por su color blanco, pero tiene tanto parecido con la leche de vaca como con la leche de magnesio. Es, sin duda, una alternativa tentadora a la leche de vaca. Contiene más proteínas y menos grasas (y también menos calcio) y no tiene colesterol ni lactosa, una ventaja para los millones de personas que no toleran esta sustancia. Enriquecida con calcio y vitaminas, puede utilizarse para alimentar a bebés alérgicos a la leche de vaca. La leche de soja, sin embargo, no puede sustituir en todo a la leche natural, ya que ni tiene el mismo sabor ni puede utilizarse siempre en las mismas recetas culinarias. Por un motivo: al moler los granos de soja se libera una enzima, la lipooxigenasa, que cataliza la oxidación de los ácidos grasos insaturados en unos compuestos de desagradable sabor. Aunque a los consumidores asiáticos no parece molestarles este efecto, para la mayoría de paladares occidentales la enzima se desactiva calentando la «leche» a una temperatura ligeramente inferior a la de ebullición durante un tiempo que va de los 15 a los 20 minutos. Esto nos lleva de nuevo a los fogones. Las plantas contienen unas sustancias químicas emparentadas con el azúcar llamadas glucósidos, que cumplen varias funciones. Algunos de los glucósidos de la soja reciben el nombre de saponinas (del latín sapo, que significa «jabón»), pues forman espuma de jabón al hervir. Las saponinas son las culpables de que tenga problemas a la hora de hervir la leche de soja. De todas formas el calor •as destruye, por lo que aplicado con suavidad durante un rato reduce la tendencia de la leche a formar espuma: de ahí que necesite cocer la leche a fuego lento antes de intentar hervirla.
Un pudding indio muy poco indio Un pudding indio es como una suave polenta con sabor a bizcocho de jengibre. Los colonizadores de Nueva Inglaterra del siglo xvm se referían al maíz del Nuevo Mundo con el nombre de «maíz indio» y el pudding elaborado a base de harina de maíz pasó a llamarse «pudding indio». Ni los norteamericanos nativos ni los colonizadores tenían semillas de soja, por supuesto, pero la leche de soja con vainilla funciona muy bien en lugar de la leche corriente en esta receta. Si en vez de utilizar leche o crema de leche ligera fundimos y mezclamos helado de leche de soja con los demás ingredientes del pudding, el resultado es tan bueno o incluso mejor que el de las recetas tradicionales, •e todas formas, la receta también queda sabrosa con leche de vaca o helado de leche de vaca. Si guarda el pudding en el frigorífico para el día siguiente, ganará consistencia y el resultado será delicioso. Puede servirlo tanto frío como caliente, y comérselo incluso para desayunar. 4 tazas de leche de soja con vainilla V3 de taza de harina de maíz amarilla 1 cucharada de mantequilla sin sal 1/
2
taza de melaza oscura
1 cucharadita de canela molida 1/
2
cucharadita de jengibre molida
1/
2
cucharadita de sal
1/
2taza
de helado de soja y vainilla, fundido
Helado de soja y vainilla para acompañar 1.
Coloque la bandeja en la parte baja del horno y precaliéntelo a 1 5 0 °C. En un cuenco pequeño, mezcle una taza de leche de soja con la harina de maíz y déjelo reposar para que se asiente. En un cazo mediano, caliente 2 tazas de leche de soja a fuego medio-alto hasta que se formen burbujas en los bordes. Eche poco a poco la mezcla de harina de maíz en la leche caliente. Baje el fuego a intensidad media y cueza los ingredientes sin dejar de remover durante 10 minutos. La mezcla estará bastante líquida.
3.
Añada la taza de leche de soja restante junto con la mantequilla, la melaza, la canela, el jengibre y la sal, y remuévalo todo hasta
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que se funda la mantequilla. La mezcla seguirá estando bastante líquida. 4.
Introduzca el pudding en una cacerola de 1,5 litros sin engrasar. Hornéelo, sin tapar, durante un par de horas. Sobre el pudding se formará una fina costra ligeramente oscura.
5. Retire el pudding del horno y mézclelo con el helado fundido, removiendo con brío para que no queden grumos. Vuelva a introducirlo en el horno y hornéelo durante otros 30 minutos, de nuevo sin tapar. 6.
Deje enfriar el pudding sobre la rejilla del horno durante un par de horas. Al enfriarse, espesará y a su alrededor se formará una costra fina. Justo antes de servirlo, remuévalo para que la costra se mezcle con el resto. Sírvalo tibio y con cuchara, en platos de postre, y acompáñelo con una bola de helado de soja y vainilla.
SALEN 8 RACIONES COMO MÍNIMO
Oda al tofu
En mi supermercado parece haber muchas variedades de tofu. Sé que está hecho de soja, pero ¿a qué se debe tanta variedad? Se empieza cuajando la leche de soja y después se manipula el cuajo de diferentes maneras. Para coagular las proteínas de la leche de soja se pueden utilizar diferentes ácidos, enzimas, bacterias y sales. Estas sustancias deshacen las largas y helicoidales moléculas de la leche, que se vuelven a unir entre sí como si fueran peldaños de escalera (enlaces cruzados) para formar una red sólida y fuertemente entrelazada que se separa del líquido. Al igual que en la leche animal cuando se coagula, las proteínas forman el cuajo, que es lo que se utiliza Para hacer tofu. La leche corriente se suele coagular con cuajo, membrana que recubre el cuarto estómago de los terneros lactantes y que contiene una enzima que digiere las proteínas: la renina o quimosina. (Se Preguntará cómo se descubrió esta técnica, ¿no? Pues siga leyendo.) El resto del animal se acaba aprovechando como «ternera de
leche». El cuajo se fermenta entonces con hongos o bacterias, se deja madurar y se convierte en queso. Aunque sea apócrifa, la historia del descubrimiento del cuajo se remonta a los tiempos bíblicos; en aquel entonces, el vino, la leche y otras bebidas básicas se transportaban en recipientes hechos con la piel de estómago limpia de terneros y ovejas. Quizá alguna vez alguien no se.esmeró lo suficiente al limpiar el estómago de algún ternero y, al transportar la leche en una travesía por el desierto, los restos de renina hicieron que cuajara. Luego, con la ayuda de las bacterias que flotaban en el ambiente, la leche fermentó et uoilá, ¡se descubrió el queso! La leche de soja se suele cuajar con ácidos o sales, no con renina. Los japoneses han utilizado tradicionalmente un residuo amargo y salado llamado nigari, que se obtiene durante la fabricación de sal marina. El nigari no contiene cloruro de sodio (está formado principalmente por cloruro de magnesio) y es el residuo que deja el agua de mar al evaporarse. Hoy se emplea sobre todo sulfato de calcio. Después, la leche cuajada se prensa en bloques llamados tofu. Los puristas insisten en aclarar que el tofu no es el «cuajo» de las semillas. En japonés al cuajo se le llama oburo y no se considera que es tofu hasta que se ha prensado para desechar el suero, es decir, el líquido que quedó tras coagular la leche de soja. Según la presión y la duración del prensado, el tofu adquiere una consistencia u otra. Hay desde tofus blandos a tofus duros o extraduros. El tofu blando cortado a dados se puede utilizar en las ensaladas, mientras que el duro es ideal para freír. El tofu es la arcilla para modelar de la cocina: se puede aplastar, mezclar, moldear y cortar con diferentes formas y tamaños para elaborar casi cualquier tipo de plato, desde aliños de ensalada a salsas, salteados o fritos. Además, absorbe casi como por arte de magia los sabores de cualquier alimento con el que se cocine. A diferencia del queso, que llega a la mesa tras haber sido atacado por voraces hongos y bacterias y cuyo largo curado pone muchas veces a prueba nuestro olfato, el tofu es un producto delicado y perecedero. Se vende envasado al vacío, en recipientes de plástico con agua, en envases esterilizados o a granel. El «tofu sedoso», suave y cremoso, se elabora con un m é t o d o más parecido al del yogur que al del queso. En vez de coagular la leche de soja y colar el suero, se añade una sustancia química llamada glucodeltalactona (GDL), producto de la acción de una enzima (glu-
cosa oxidasa) sobre la glucosa. La mezcla se introduce en los envases en que se venderá el tofu en los supermercados y se calienta suavemente a una temperatura de entre 79 °C y 91 °C durante una hora más o menos. El calor hace que la GDL se convierta (hidrolice) en ácido glucónico, que espesa las proteínas hasta formar un gel homogéneo y sin suero. Puede comerse con cuchara, como si fuera un yogur o una natilla.
Ponga el miso en su vida Me encanta cómo sabe la sopa de miso de los restaurantes japoneses, pero no sé lo que es el miso. ¿Se puede comprar y experimentar con él en casa? Claro. El miso, también llamado «pasta de soja fermentada», es uno de los productos más versátiles que se pueden encontrar en el mercado japonés y coreano. Se vende solo, para cocinarlo en casa, o incorporado a sopas, aliños de ensalada y salsas. El miso se empieza preparando igual que la leche de soja y el tofu: se ponen semillas de soja en remojo, se cuecen al vapor y se muelen o pican con el cuchillo. Después se sala bien la soja y se le añade cierto
hongo, llamado Aspergillus oryzae en latín, koji en japonés y «cierto hongo» en español; se puede hacer con la soja tal cual o mezclada con arroz, cebada o garbanzos. (El hongo es el mismo que los japoneses utilizan para preparar sake.) Si se elabora al estilo tradicional, la mezcla se deja fermentar durante dos o tres años, hasta que se obtiene la intensidad de sabor y el color deseados. En la actualidad, se acelera el proceso aplicando calor y otras técnicas. La función de la sal es evitar que otros microorganismos con peores intenciones estropeen la mezcla mientras Aspergillus, al que la sal no molesta, hace su trabajo. Hay m u c h o s tipos de miso según el sabor (salado, dulce o agridulce), el color (marfil, café e incluso marrón oscuro) y la textura (suave, cremoso o grumoso). Los cocineros profesionales se lo pa-
san en grande experimentando con todas estas variedades de miso, así que usted también puede hacerlo. Pruebe el shiro, un miso ligero, o aka, uno más fuerte y oscuro. Una vez descubra el miso, se convertirá en un habitual en su cocina. Al tener un sabor tan intenso, conviene contrarrestarlo con otros ingredientes. Acompáñelo con una vinagreta y sírvalo con es-
párragos, alcachofas o una ensalada de la huerta. O prepare una sopa de miso añadiendo una cucharada o dos en un caldo de verdura con fideos udon. Perca americana con miso glaseado Uno de los misos que más encontramos en Occidente es una variedad espesa de aspecto parecido a la mantequilla de cacahuete que se vende con diferentes tonos de marrones, desde los más claros a los más oscuros. Es un condimento salado y sabroso, y potencia el sabor de sopas y marinadas. Al ser tan espeso, el miso debe rebajarse siempre con algo de líquido antes de ponerlo en el plato. Puede encontrarse en cada vez más supermercados y en los colmados asiáticos. Con esta receta puede utilizar miso de cualquier color. Tommy Klauber, chef y propietario del restaurante Pattigeorge de la ciudad de Longboat Key, en Florida, sirve este plato cuando quiere entusiasmar a los críticos gastronómicos. Como siempre tiene langosta a mano (¿quién no?), utiliza consomé de langosta como caldo de cocción. Nosotros nos conformaremos con mirin y sake. Tendrá que marinar el pescado durante al menos 2 horas o durante toda la noche antes de asarlo al grill. Tenga el aliño vegetal preparado antes de empezar a cocinar el pescado. MARINADA: 6 cucharadas de miso blanco o amarillo 1/3 de taza de azúcar 1/4 de taza de mirin (vino dulce de arroz japonés utilizado para cocinar) 1/4 de taza de sake 4 filetes de perca americana o bacalao fresco de 1 7 0 g y unos 2 o 2 , 5 cm de grueso cada uno ALIÑO: 1 cucharada de aceite de cacahuete 1/
2
cucharadita de aceite de sésamo tostado
1 taza de cada uno de los siguientes ingredientes cortados en juliana: zanahoria, hinojo y pimiento dulce rojo
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CALDO DE COCCIÓN: 1 taza de agua 3 cucharadas de mirin 2 cucharadas de sake 1. Prepare la marinada: en un cuenco pequeño, bata el miso, el azúcar, el mirin y el sake hasta que obtenga una pasta suave. Introduzca la pasta en una bolsa de plástico de un litro con cierre hermético. Añada los filetes de pescado, girándolos para que queden cubiertos por ambos lados, cierre la bolsa y guárdela en el frigorífico de 2 a 4 horas o hasta el día siguiente. 2.
Prepare el aliño: en una sartén grande, caliente a fuego lento el aceite de cacahuete y el aceite de sésamo. Añada la zanahoria, el hinojo y el pimiento dulce rojo y sofríalos durante 5 minutos, hasta que queden blandos pero no dorados. Resérvelos.
3.
Saque el pescado y la marinada del frigorífico un rato antes para que estén a temperatura ambiente. Precaliente el grill.
4.
Retire los filetes de pescado de la bolsa y, sin quitarles la marinada que haya quedado adherida a la carne, colóquelos en una bandeja honda para horno de unos 20 cm de longitud o en un molde para tarta pequeño. Distribúyalos de modo que le quepan bien sin que tenga que amontonarlos y deseche la marinada que sobre.
5.
Prepare el caldo de cocción: caliente el agua en el microondas junto con el mirin y el sake durante 1 minuto. Vierta el caldo de cocción en la sartén de modo que los filetes queden cubiertos hasta más o menos un tercio de su altura, unos B o 7 cm. De este modo, el pescado se cocerá ligeramente mientras se dora al grill.
6. Dore el pescado al grill de 5 a 6 minutos hasta que esté opaco por el centro: sabe mejor con el centro poco hecho y tierno. 7.
Sirva los filetes en platos hondos grandes calentados previamente en el horno. Rocíe cada plato con 1 / 4 d e taza de jugo de cocción y adórnelo con las verduras cortadas en juliana.
SALEN 4 RACIONES
El que come fabada lo paga
Cuando iba al instituto, en clase de biología me enseñaron que las legumbres son plantas como la alfalfa y las judías que «fijan» el nitrógeno absorbiéndolo de la atmósfera y liberándolo en la tierra para que lo utilicen las plantas. Sin embargo, la experiencia me ha enseñado que legumbres como la judía también liberan otro tipo de gas: el que nos regalan después de comérnoslas. ¿Hay alguna manera de «fijar» este gas para evitar sus desagradables consecuencias? Bueno, una cosa que puede hacer es reducir la cantidad de alfalfa que incluye en su dieta. No obstante, entiendo que pedirle que también deje de comer todas las demás legumbres, como los guisantes, los cacahuetes, las lentejas y las innumerables variedades de judías que hay en el mercado, sería demasiado. Nos encontramos ante una de esas cuestiones que nos obligan a plantearnos si los beneficios compensan el mal trago que hay que pasar. Las plantas leguminosas son aquellas cuyas semillas se crían en vainas. Desde el punto de vista nutritivo, las legumbres (nombre que reciben las semillas) son ricas en proteínas y contienen muchos de los aminoácidos esenciales, aunque no todos. El problema es que también contienen algunos hidratos de carbono complejos (oligosacáridos de la familia de la rafinosa, entre otros) para cuya digestión los humanos carecen desgraciadamente de la enzima necesaria. Digo «desgraciadamente» porque esos hidratos de carbono pasan directamente del estómago y el intestino delgado al intestino grueso, donde las bacterias los devoran produciendo varios gases: dióxido de carbono, hidrógeno y metano, todos ellos inodoros, sazonados con el maloliente sulfuro de hidrógeno y otros compuestos de azufre llamados mercaptanos. Estos gases, presentes ya en nuestras partes pudendas, salen del cuerpo por la salida más cercana. Por desgracia, ninguno de los métodos recomendados para evitar ventosidades se ha revelado infalible: ni el de lavar y escurrir las legumbres varias veces antes de hervirlas, ni el de cocinarlas con un sinfín de hierbas o especias (como el epazote)" que supuesta* Hierba de la especie Chenopodium ambrosioides, de hojas olorosas y flores pequeñas, que crece silvestre en el continente americano y en algunas zonas de Europa. Es un ingrediente principal de la cocina mexicana. (TV. de la T.)
mente amortiguan el gas. Siguiendo quizá la filosofía de que la mejor defensa es una buena ofensiva, hay quien dice que, cuantas más legumbres se coman habitualmente, como en países donde son un alimento básico, menos peligro se corre de quedar en evidencia. Puesto que hay tantas legumbres diferentes como personas, sería difícil llevar a cabo los experimentos científicos controlados que se requerirían para establecer la eficacia de estos métodos y estrategias. Habría que calcular la ingesta de legumbres de numerosas personas en diferentes condiciones y medir el volumen de sus proyecciones gaseosas. Yo, como científico, no me ofrecería como voluntario para realizar el experimento. No obstante, al igual que sucede con muchas otras prácticas populares que carecen de base científica, la gente cree lo que quiere creer. ¿Y quién va a oponerse? Una manera de defenderse de estas armas químicas de erupción masiva es tomar algún producto que contenga la enzima digestiva que a nosotros nos falta: la alfagalactosidasa. Otra medida que al parecer funciona en mucha gente son unas cápsulas de carbón vegetal, que al ingerirlas adsorben el gas del intestino. (Sí, «adsorben» con «d», no «absorben» con «b». Las moléculas gaseosas penetran en los granos de carbón, muy porosos, y se adhieren a sus grandes paredes interiores. Este fenómeno recibe el nombre de adsorción.) Tanto los productos que reducen la flatulencia con alfagalactosidasa como las cápsulas de carbón vegetal pueden comprarse sin receta médica. Vale la pena probarlos en caso de emergencia; por ejemplo, si le ha dado por desayunar las sobras de fabada de la noche anterior y ha de ir a misa. Al fin y al cabo, no hay mucho que pueda hacer más que dejar que la naturaleza siga su curso y decir: «¿Yo? ¡No!» Ciencia al m a r g e n
Fijación del nitrógeno (que no está obsesionado) Como elemento esencial de los aminoácidos, la base de las proteínas, el nitrógeno es imprescindible en todos los seres vivos, tanto en el reino vegetal como en el animal. En la Tierra encontramos una cantidad casi ilimitada de moléculas de nitrógeno (N 2 ) en la atmósfera; de he-
cho, el 80 % del aire está compuesto por este gas. Ahora bien, el enlace entre los dos átomos de nitrógeno de N2 es muy fuerte y las plantas no tienen suficiente con la energía de la fotosíntesis para separar los átomos y crear proteínas con ellos. En un sorprendente caso de simbiosis, las plantas leguminosas y unas bacterias del suelo llamadas Rhizobium se han puesto de acuerdo para sacar ambas tajada. La bacteria produce una enzima que moviliza la energía necesaria para romper el enlace N = N y liberar los átomos de nitrógeno para convertirlos en amoniaco, NH 3 , y nitratos. La mayoría de nitratos son solubles en agua, por lo que penetran en el suelo y son absorbidos por las raíces de las plantas. El amoniaco también se disuelve en el agua del suelo formando sales de amonio. De este modo, las plantas pueden utilizar tanto los nitratos como las sales de amonio como materia prima en sus fábricas de proteínas. [Un fertilizando muy rico en nitrógeno es el nitrato de amonio NH 4 N0 3 .) En terrenos silvestres, las llamadas bacterias fijadoras de nitrógeno contribuyen con tan sólo unos 2,25 kilos de nitrógeno por acre al año. Sin embargo, en cultivos de leguminosas llegan a producir más de un centenar de kilos por acre al año. La colaboración entre las bacterias y las plantas se produce de la siguiente manera. Cuando las bacterias de Rhizobium invaden las raíces de una planta leguminosa, esta responde formando nodulos, pequeños santuarios cargados con provisiones para las bacterias (jugos ricos en azúcar). Al entrar en los nodulos, las bacterias se dan el gran banquete y, en agradecimiento, producen sales de amonio y nitratos. Una planta de judías corriente produce poco menos de un centenar de nodulos; una planta de soja, varios centenares. En una planta de cacahuete, sin embargo, el número de pequeñas fábricas de fertilizante puede rebasar el millar.
Remojar o no remojar
Tal como le explicó mi abuela, mi madre me explicó a mí que, al poner los garbanzos secos en remojo, siempre había que añadir una pizca de bicarbonato al agua. Sin embargo, nunca me explicó por qué. Así que ahí va mi pregunta: ¿por qué?
Siempre hay que hacer lo que dicen las madres. A mí, cuando era pequeño, mi madre me dijo (¡no me lo invento!) que, si entraba con las botas de lluvia en cine, perdería vista. Una vez olvidé quitármelas y ahora llevo gafas. Pongámonos serios: el consejo de su madre es algo más racional. Si los compramos secos, los garbanzos son unos granos duros muy difíciles de ablandar. En muchos países del sur de Asia, Oriente Medio y el Mediterráneo, de los cuales es posible que fuera su abuela, existe desde hace tiempo la costumbre de dejar los garbanzos en remojo toda la noche antes de cocinarlos. También se descubrió que añadiéndoles un poco de bicarbonato se acorta el tiempo de remojo y de cocción necesario para ablandarlos. Ahora sabemos que los álcalis, como el bicarbonato de sosa, atacan las fibrosas pieles de celulosa de las legumbres y aumentan su permeabilidad al agua. En otras culturas se utilizan otros álcalis (lejía, carbonato de potasio, cal) para separar la corteza celulósica de los granos de maíz y producir masa harina, la pasta utilizada para hacer las tortillas mexicanas. (Véase «Tortilla linda», pág. 221.) También sabemos que una pizca de bicarbonato de sodio ayuda mucho, sobre todo si los garbanzos se dejan en remojo en agua dura: el bicarbonato elimina el calcio y el magnesio del agua, por lo que evita que estos formen compuestos duros e insolubles entre las pareces celulares de la legumbre, lo que dificultaría la hidratación de los granos. Sin embargo, mucho bicarbonato de sosa sería contraproducente, ya que ablandaría demasiado los garbanzos y estropearía su textura, por no hablar del sabor jabonoso y salado que dejaría. Pero ¿es realmente necesario dejar los garbanzos o cualquier otra legumbre seca en remojo antes de cocinarlos? La deshidratación, obviamente inventada muchos siglos antes que las latas, no es más que un método para conservar los garbanzos y las demás legumbres. Sigue utilizándose por cuestiones prácticas de envasado y porque permite que duren más. No obstante, muchas legumbres se venden hoy cocidas y listas para comer, envasadas en lata o en botes. Sobre esta cuestión se ha escrito -y discutido- casi tanto como sobre las elecciones presidenciales al Congreso de Estados Unidos del año 2000, y en mi opinión en ambos casos en vano. La pregunta de si hay que remojar o no las legumbres no tiene una respuesta fácil.
El motivo por el que se empezó a poner las legumbres en remojo fue, sin duda, que se reducía el tiempo de cocción y, por lo tanto, se ahorraba el preciado combustible. Hoy en día, la mayoría de nosotros no tenemos que cortar leña para cocinar y la misérrima cantidad de gas o electricidad que nos ahorramos poniéndolas en remojo importa poco en nuestra despilfarradora sociedad. Puesto que con el remojo perseguimos lo mismo que con la cocción -ablandar las legumbres para poderlas comer-, se trata de decidir cómo queremos repartir el proceso: dando más o menos peso al remojo preliminar o a la cocción a fuego lento. Los tres factores que determinarán nuestra decisión son el tamaño de la legumbre, la temperatura y el tiempo. • Tamaño: Las lentejas enanas y los guisantes pequeños, sobre todo los partidos, tienen más superficie que peso o volumen (es decir, una elevada relación superficie-volumen), por lo que el agua encuentra mucho espacio por el que abrirse paso hacia el interior. Como se hidratan enseguida durante la cocción, no tiene mucho sentido darles un empujón inicial dejándolas en remojo. Los garbanzos, sin embargo, tienen una menor relación superficie-volumen y al agua le cuesta más penetrar en su interior. Con estas semillas casi inexpugnables, un remojo previo en agua fría puede atajar el tiempo de cocción a un número de horas razonable. • Temperatura: A altas temperaturas el agua impregna las semillas deshidratadas con mayor rapidez, por lo que una hora de cocción a fuego lento resulta mucho más productiva que una hora en remojo. Comparando la velocidad de difusión del agua, calculo que con una hora de cocción a fuego lento se obtiene la misma hidratación que con 3 horas de remojo en agua fría. Así pues, si para cocer unos garbanzos deshidratados se necesitan 5 horas de cocción a fuego lento, para reducir el tiempo a 4 horas habría que ponerlos antes otras 3 horas en remojo. • Tiempo: Hay que tener en cuenta cuánto tiempo tenemos y de qué tipo, es decir, tiempo presencial (cocción) o no presencial (remojo). Resulta tentador tirar del remojo porque se puede hacer mientras dormimos, pero abusar del remojo en detrimento de la cocción puede afectar al sabor final.
Hay que dejar suficiente tiempo de cocción para que las legumbres ablandadas absorban los sabores de los ingredientes que les acompañan en la olla y, al revés, para que los ingredientes de la olla absorban el sabor de las legumbres. Se ha desperdiciado mucha tinta intentando responder a preguntas como si el remojo afecta a la textura final de las legumbres, si hay que salarlas y si hay que hacerlo antes o después de cocerlas, o si al dejarlas en remojo pierden sus nutrientes y sabor o si se eliminan los oligosacáridos responsables de los gases. De ser afirmativa la primera respuesta, sería mejor no dejarlas en remojo; de serlo la última, convendría hacerlo. Los estudios demuestran que, cuando se dejan en remojo, el agua absorbe pequeñas cantidades tanto de oligosacáridos como de tiamina (vitamina B,), por lo que pierden propiedades nutritivas, pero también su capacidad para emitir gases. Por un lado o por otro, siempre se pierde. No obstante, cocer legumbres no es como lanzar cohetes al espacio ni dedicarse a la neurología (o algo parecido). Durante siglos y siglos la manera de cocerlas ha ido cambiando en las diferentes culturas, sin mucha base científica, así que mi consejo es que las cueza como dicte su cultura. Y si se va a sentir mejor «honrando a su madre», no se lo piense dos veces: hágale caso y ponga los garbanzos en remojo.
Capítulo4 DELICIAS DE LA HUERTA
En las páginas de sus obras, William Shakespeare empleó las palabras fruta o frutas 122 veces. En las páginas de la Biblia, en su versión autorizada del rey Jaime I de Inglaterra, las palabras fruta o frutas aparecen 361 veces. Y actualmente, en las etéreas páginas de Internet, las encontramos 20 millones de veces. Metafóricamente hablando, decimos que algo es «fructífero» o que «ha dado fruto» si es rentable o ha dado buen resultado, mientras que un esfuerzo fallido lo calificamos de «infructuoso». ¿Por qué nos fascinan tanto las frutas? La palabra «fruta» viene del latín fructus, que significa «disfrute», en lo que podría ser una alusión al dulzor de la fruta madura. Fuera de Asia y las islas del sur del Pacífico, de donde procede la caña de azúcar, no se conoció ninguna fuente edulcorante aparte de la miel hasta tiempos posbíblicos. Puede que nuestra pasión por la fruta tenga motivos más profundos. En botánica se define fruto como el ovario maduro de una planta con flor cuya finalidad es contener, nutrir y en última instancia dispersar las semillas de la planta. El fruto es, por lo tanto, el objetivo último de la planta, una expresión tangible de su intención de procrear. Es un símbolo de vida, esperanza y aspiración. Ahora bien, ¿qué es en realidad una fruta? No es fácil responder a esta pregunta. Enfrentarse a la tarea de clasificar las partes que conforman las 270.000 especies de plantas conocidas en un pequeño número de categorías requiere un esfuerzo descomunal. Sin embargo, con su afición por clasificar las cosas atendiendo a sutilezas de forma y función, la mayoría de botánicos distinguen tres tipos básicos de frutos en función de cómo se han formado a partir del ovario de la flor: frutos simples, agregados y múltiples. Exis-
i *-»a i
ten otras clasificaciones. Pregúntele a dos botánicos cualesquiera y obtendrá tres respuestas diferentes. Nosotros nos ceñiremos a la triple distinción entre frutos simples, agregados y múltiples, y no se sorprenda si ve el nombre de algo que no habría clasificado como fruto, incluidos los frutos secos. (Los cacahuetes, aunque también son fruta, no son frutos secos.) • Un fruto simple es el que se desarrolla a partir de un solo ovario de una planta y puede ser carnoso o seco. Entre los frutos simples carnosos están las llamadas bayas y drupas. Las bayas incluyen el aguacate, el pimiento, el arándano, la uva, el pomelo, la naranja e incluso el tomate y el plátano. (Sí, según los botánicos, los plátanos son bayas. ¿Alguien se atreve con una tarta de plátanos del bosque?) Las drupas, en las que la capa interna (el endocarpio) de las paredes del ovario (el pericarpio) se endurece y forma el hueso o pepita, también se conocen como frutas con hueso. Son, por ejemplo, el albaricoque, la cereza, el coco, la oliva, el melocotón, la ciruela e incluso las vainas de cacao de las que se extrae la semilla para hacer chocolate. Entre los frutos simples secos encontramos las legumbres (judías, guisantes, cacahuetes), los frutos secos (bellotas, avellanas, nueces) y los cereales (maíz, arroz, trigo). Sí, los cereales son frutos, pero como son tan esenciales para la dieta humana les dedico un capítulo aparte (véasecap. 5). • Un fruto agregado, como la zarzamora o la frambuesa, se desarrolla a partir de varios ovarios de una misma flor creando un conjunto de pequeñas drupas semejante a un racimo de uvas en miniatura. (En términos botánicos, la zarzamora y la frambuesa no son bayas como, por ejemplo, los plátanos. ¡Ahí es nada!) • Un fruto múltiple, como la piña, se desarrolla a partir de los ovarios de muchas plantas que forman una inflorescencia. Pero ¿dónde está la indiscutible favorita, la fresa? ¿Y la manzana curalotodo? A estas alturas no le desconcertará saber que la fresa no es una baya. Ahora bien, tampoco es un fruto simple, agregado o múltiple. Las fresas son, junto con lo que se conoce c o m o pomas (manzanas y peras), frutos accesorios, es decir, frutos que
DELICIAS DE LA HUERTA
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no se desarrollan a partir del ovario sino de otras partes de la planta. El lector puede respirar tranquilo: dejaremos esta cuestión para otra ocasión. ¡Y ahora basta de botánica! ¡Sigamos con la gastronomía! FICCIONARIO DEL GQURMET
Aguacate: suspenso en natación
Aguacate maduro, gas seguro
Cada vez que leo en el periódico que hay una nueva fruta en el mercado la compro, pero luego muchas veces no sé qué hacer con ella. ¿Cómo se sabe si una fruta está madura o si se deteriorará enseguida o mejorará con el tiempo? No es fácil. Las transformaciones químicas que tienen lugar durante la maduración de la fruta son bastante complejas y, en muchas frutas, la diferencia está casi sólo en cuándo se producen las reacciones. En todas las frutas, hay un momento en el que las reacciones de maduración alcanzan su máxima intensidad y tras el cual se inicia la senescencia (deterioro) que lleva a su descomposición. Es el designio de la Naturaleza: a todos nos llega la hora, polvo eres y en polvo te convertirás. El problema es saber cuándo alcanza la maduración su máxima intensidad. En ese momento la fruta tendrá buen color (de verde habrá pasado a amarillo-naranja o a rojo-azul), estará blanda y su sabor será el óptimo, pues tendrá menos ácidos y más azúcares (excepto en limones y limas) y se habrán producido varias sustancias aromáticas y saborizantes. Sin embargo, acertar cuándo está más madura la fruta es como intentar saber cuándo han alcanzado su máximo los valores en Bolsa. Por un motivo: la fruta se elige en la tienda al cabo de un tiempo de haberse recogido del árbol o la mata, sin saber cómo estaba en ese momento ni qué ha pasado desde entonces. El equivalente en Bolsa sería comprar una acción en función del valor que tenía la semana anterior.
Los aguacates no empiezan a madurar hasta que no se recogen del aguacatero, así que no tema al comprarlos si están duros como una piedra. La mayoría de frutas, sin embargo, están mucho más buenas si se dejan madurar del todo en la planta hasta el momento en que están a punto de caer. Es la manera que tiene la Naturaleza de tentar a los animales: coméoslas mientras estén bien maduras, les dice. Así consigue que esparzan por ahí sus indigestas semillas. Lo más útil es aprender a discernir qué frutas siguen madurando una vez recogidas del árbol y qué frutas no. Si no siguen madurando, no podrá hacer nada con la fruta que se lleve a casa; debe comprarla totalmente madura (necesitará suerte si no tiene cerca un mercado de productos frescos) y guardarla en el frigorífico para que se conserve bien, pues las bajas temperaturas retrasan las reacciones de senescencia. Con las frutas que siguen madurando una vez recogidas del árbol la cosa cambia. Si las compra poco maduras, en casa puede hacer lo siguiente para ayudarlas en el proceso: exponerlas a un gas llamado etileno, es decir, eteno, H C = CH , una hormona que acelera el proceso de maduración. No solemos imaginar que un gas pueda ser una hormona, pero el etileno lo es porque, al igual que el resto de hormonas, resulta efectivo en pequeñas cantidades de menos de una parte por millón. ¿Cómo se obtiene el etileno? Se obtiene de las mismas frutas. Muchas desprenden gas etileno en el momento en que alcanzan el punto óptimo de maduración, antes de que dé comienzo la senescencia. Reciben el nombre de frutas climatéricas, pues su producción de etileno alcanza un climax y después decae. (Si cree haber detectado cierto paralelismo con la disminución de hormonas femeninas que se producen en la menopausia, también llamada climatérica, ha dado en el clavo.) Cuando una fruta climatérica todavía está verde, se puede acelerar su maduración con el etileno de otra fruta que emita etileno o incluso con el etileno que emite ella misma (evitando que se disperse en el aire), lo que la estimulará para seguir produciendo etileno. En jerga química, este tipo de reacciones autoinducidas reciben el nombre de autocatalíticas. En las frutas cuya producción de etileno no aumenta y desciende durante la maduración, llamadas no climatéricas, la exposición al gas influye menos. Por lo tanto, lo que debe saber es qué fru2
2
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tas son climatéricas, para exponerlas a etileno y acelerar su maduración. El etileno se lo proporcionarán otras frutas climatéricas que todavía lo estén produciendo. Vayamos por pasos. Primero, eche un vistazo a la tabla 2 de la página 152 para averiguar a qué categoría pertenece la fruta en cuestión. Si está en la lista de fruta no climatérica, quizá consiga que se ablande un poco y que pierda el color verde, pero no espere que madure más antes de que empiece a echarse a perder. Guárdela en el frigorífico para que al menos se conserve como está. Si está en la lista de fruta climatérica, déjela a temperatura ambiente. Para acelerar el proceso, coloque un par de piezas en bolsas de papel, sin amontarlas, y perfore el papel para que respiren. Las bolsas atraparán parte del etileno que emitan las frutas, pero no todo, y de este modo se acelerará la maduración. El etileno pesa menos que el aire, por lo que una parte se escapará por los agujeros de la bolsa; no pasa nada, porque para que se produzcan las reacciones no se necesita más que una parte de etileno por un millón de partes de aire. No utilice bolsas de plástico; podrían concentrarse demasiado etileno y humedad, lo que sobremaduraría y estropearía la fruta. Recuerde que una mayor maduración no comporta necesariamente un mayor dulzor. La fruta se ablanda y a veces gana sabor, pero entre las frutas climatéricas más comunes sólo la manzana, el plátano, el mango y la pera se vuelven más dulces una vez recogidas de la planta. Si le corre mucha prisa, introduzca en la bolsa alguna fruta que produzca mucho etileno, como la manzana, el plátano o el maracuyá (el rey en producción de etileno). Compruebe el estado de la fruta cada 10 o 12 horas; de lo contrario, puede que se encuentre con la desagradable sorpresa de que se le ha podrido alguna pieza. Eso de que «una manzana mala pudre una tonelada» quizá sea algo exagerado, pero si la «mala» sigue emitiendo copiosas cantidades de etileno acabará estropeando todas las manzanas de la cesta. El peligro se multiplica si la manzana mala se encuentra debajo de las demás, ya que el etileno, al ser más ligero que el aire, irá subiendo y afectando a su paso a todas las demás manzanas. ¿Cómo evitan entonces los productores de manzanas que se Pudran los miles de toneladas de fruta que cosechan en septiembre Y que no despachan al mercado hasta como mínimo enero? Las guardan en cámaras frigoríficas a temperaturas entre -0,6 y 2,2 °C
Tabla 2 Frutas
que
m a d u r a n t r a s la recolección y
f r u t a s que
no
NO MADURAN TRAS
SIGUEN MADURANDO TRAS LA
LA RECOLECCIÓN
RECOLECCIÓN
(no climatéricas)
(climatéricas)
Cereza
Manzana
Cítricos [naranja, limón, lima, pomelo)
Albaricoque
Pepino
Arándano
Uva
Higo
Piña
Guayaba
Granada
Melón amarillo
Frutos del bosque (mora, frambuesa, fresa]
Kiwi
Sandia
Melón Galia
Aguacate Plátano
Mango Nectarina Papaya Maracuyá Melocotón Pera Caqui Plátano macho Ciruela Membrillo Tomate
para retrasar las reacciones de maduración. (Haga lo mismo en casa para que se mantengan maduras sin pasarse.) Otra medida que adoptan, más importante, es controlar la cantidad de oxígeno y dióxido de carbono de las cámaras para que, además de despren-
der etileno, las manzanas «respiren» oxígeno y «exhalen» dióxido de carbono. Esta «respiración» se mantiene en todas las frutas y verduras una vez cosechadas. Puede inhibirse bajando la temperatura de las cámaras y reduciendo la cantidad de oxígeno y aumentando la de dióxido de carbono (un método que, como no habrá imaginado, también inhibiría la respiración humana). En el sector agrícola, este método recibe el nombre de almacenamiento en atmósfera controlada.
C i r u e l a s p a s a s e s c a l d a d a s a la italiana Las ciruelas pasas italianas, blandas y de color púrpura oscuro, tienen un ligero punto de dulzor. Si se dejan un tiempo a temperatura ambiente apenas aumenta su dulzor, pero si se cuecen en almíbar su color y sabor se intensifican y se vuelven de color carmesí y agridulces. Puede comprarlas en el mercado entre finales de verano y principios de otoño. Son exquisitas, tanto por su sabor como por su aspecto, y puede servirlas solas o con helado de vainilla. 4 5 0 g de ciruelas pasas italianas 1 taza de azúcar 1 taza de agua 1 rama pequeña de canela, de unos 5 cm de largo 1 cucharadita de extracto de vainilla 1.
Lave las ciruelas y pártalas por la mitad, sin pelarlas. Deshuéselas.
2.
En un cazo grande lleve el azúcar, el agua y la ramita de canela a ebullición a fuego medio y cueza durante 5 minutos, removiendo a menudo, hasta disolver el azúcar y obtener un almíbar líquido.
3.
Añada las ciruelas partidas, baje el fuego y cuezalas poco a poco durante 3 o 4 minutos hasta que estén tiernas, rociando con una cuchara las ciruelas de vez en cuando con el almíbar y volviéndolas una vez durante todo el proceso. Añada la vainilla.
4.
Sirva las ciruelas calientes o frías con el almíbar.
SALEN UNAS 8 RACIONES
Maltratadas pero dulces
¿Por qué de las frutas saben más dulces las partes picadas que las otras? Mírelo así: si se liara a dar golpes en un laboratorio y reventara todos los botes de productos químicos, es posible que entre los esparcidos por el suelo se produjeran extrañas reacciones químicas. ¿Verdad que esto no le sorprende? Pues las plantas están hechas de pequeños «botes de productos químicos» bien envasados e impecablemente organizados llamados células. Cuando se daña una fruta, las células se rompen y los productos químicos de su interior, antes separados unos de otros en diferentes partes de la célula, se esparcen y se mezclan. Si se golpea o corta una manzana, una pera o un aguacate, por citar algunos ejemplos, la pulpa dañada no tarda en oxidarse y ponerse marrón. Las responsables de la oxidación son unas enzimas llamadas oxidasas de polifenol, liberadas de su cautividad al romperse las paredes celulares; reaccionan con los fenoles de la fruta, un amplio grupo de compuestos antioxidantes que dan sabor, color y muchas otras propiedades a las plantas comestibles, y tras sufrir varias transformaciones químicas producen una serie de moléculas de gran tamaño (polímeros), en su mayoría de color marrón. Este proceso, llamado pardeamiento enzimático -para diferenciarlo tanto de la caramelización como de las reacciones de Maillard (véanse págs. 279 y 280)- puede reducirse desactivando las enzimas con calor o ácido. En otras palabras, cocine esas manzanas cuanto antes o rocíelas con limón o lima, que son las sustancias más ácidas que tenemos en la cocina, incluso más que el vinagre. En vez de destruir la enzima oxidativa, se puede cortar el suministro de oxígeno a las células, cubriendo por ejemplo la superficie cortada de la fruta con film transparente. Otra opción es rociarla con algún compuesto químico que frene la oxidación, como dióxido de azufre, ácido ascórbico (vitamina C) o ácido cítrico (en forma, una vez más, de zumo de limón). En algunas frutas, las reacciones de pardeamiento provocadas por estas enzimas producen azúcares dulces. En cambio, en otras como las manzanas, se generan ácidos o sabores amargos. Así pues, no maltrate la fruta para volverla más dulce. La fruta luce y sabe mejor si se la mima.
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Plátanos atómicos
Puestos a comerse un plátano, ¿cuál tiene más calorías, uno dulce o uno insípido? Los plátanos se vuelven más dulces cuando maduran, pero ¿producen más calorías por estar ahí sin moverse? ¿Generan energía? Ha respondido a su propia pregunta. Sí, producen calorías y las calorías son energía. La energía puede generarse a partir de la transformación de otras formas de energía (térmica, mecánica, eléctrica, etc.) o a partir de la materia mediante la fórmula E = mc . Si un plátano pudiera convertir la materia en energía, como el uranio, podríamos fabricar bombas atómicas con ellos. Me imagino lo que piensa: más azúcar, más calorías. ¿No? Pero ¿de dónde sale el azúcar? Cuando la fruta madura, los almidones se descomponen en azúcares y tanto el almidón como el azúcar -todos los hidratos de carbono comestibles- nos dan las mismas 4 calorías de energía por gramo al metabolizarlos. Simplemente se intercambian las calorías. No importa si las moléculas de azúcar siguen unidas en forma de moléculas de almidón o si vuelan libres como pájaros. Por lo tanto, para hacer funcionar una central nuclear no nos servirían los plátanos maduros, a no ser que utilizáramos un montón y los quemáramos. Esta tarea, por otro lado, no nos resultaría nada fácil, porque la pulpa del plátano está compuesta por un 75 % de agua. Aunque los secáramos antes, sólo obtendríamos 400 calorías por medio kilo de plátanos quemados. Nada que ver con el carbón, una cantidad similar del cual libera 3.000 calorías, o con el uranio, en el que la producción de calorías se dispara a 21 millones. El único déficit energético que podríamos resolver con plátanos sería el de un atleta cansado; dándole un racimo de plátanos recargaría pilas a razón de 27 gramos de hidratos de carbono por plátano. 2
El segundo plátano
Compré unos plátanos verdes y grandes en un colmado sudamericano y los dejé en la repisa de la ventana de la cocina para que madu-
raran. Cuando se pusieron amarillos, intenté comerme uno, pero estaba duro y sabía a cal. ¿Qué clase de plátanos eran? No eran plátanos corrientes, sino plátanos verdes o macho, una fruta tropical emparentada con el plátano -ambos de la especie Musa-, pero con muchos más almidones y mucho menos azúcar cuando están maduros. También se conocen como plátanos para freír, lo que nos da una pista de por qué no deben comerse crudos. Los plátanos macho forman parte de la alimentación básica en África y sobre todo en Sudamérica, donde se los conoce simplemente como «plátanos». En Puerto Rico, por ejemplo, se sirven como aperitivo en forma de tostones (rodajas de plátano verde majadas, fritas y salteadas con ajo) o arañitas (tortas fritas de plátano rallado). Cuando están maduros y blandos, los plátanos macho reciben el nombre de «amarillos»; se utilizan con mantequilla, azúcar moreno y canela para hacer un postre caribeño similar a otra receta muy popular en Estados Unidos llamada Bananas Foster. (Véase la receta siguiente.) Por cierto, el truco de colocar la fruta en la repisa de la ventana carece de fundamento. Se hace porque es un sitio en el que siempre da el sol, pero la fruta, una vez recogida, no necesita la luz solar para madurar. Plát:anos
Byczewski
Si se le empiezan a poner feos los plátanos y no tiene tiempo de hacer un bizcocho, puede optar por lo fácil: rehogarlos en la sartén. Un postre sencillo, pero muy poco valorado. Si prefiere algo más elaborado, puede preparar el postre estrella de Nueva Orleáns, el Bananas Foster. El licor de plátano potencia el sabor de la fruta. Se cuenta que, en 1 9 5 1 , a üwen Brennan, propietario del célebre restaurante Brennan's de Nueva Orleáns, le pidieron que propusiera un postre original para el reportaje de una revista. El chef, Paul Blangé, creó el Bananas Foster, cuya fama supera hoy a la del restaurante. Pero ¿quién era Foster? Richard Foster era amigo y cliente habitual de Brennan's y Brennan le puso el nombre al postre en su honor. Corre el rumor de que un amigo todavía más cercano a Brennan, Flawiusz
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Byczewski, se suicido tras perder los derechos sobre el nombre. Es falso, pero hemos querido rendirle homenaje poniendo su nombre a esta versión del postre. 2 cucharadas de mantequilla sin sal 1/4 de taza de miel 1/4 de cucharadita de nuez moscada recién rallada 1/4 de cucharadita de jengibre molido 2 cucharadas de licor de plátano, opcional Zumo de limón recién exprimido, al gusto 4 plátanos firmes y maduros pelados y cortados a lo largo en cuatro Helado de vainilla o de nueces de pacana para acompañar 1/
1.
4
de taza de ron moreno
En una sartén de unos 30 cm de diámetro, derrita la mantequilla a fuego lento. Añada la miel, la nuez moscada y el jengibre y remueva con una cuchara hasta que la miel esté líquida y los ingredientes se hayan mezclado bien. Añada el licor de plátano, llévelo a ebullición y cueza a fuego lento durante 2 minutos. (Puede preparar esta salsa con antelación y recalentarla antes de seguir adelante.)
2.
Pruebe la salsa. Si la encuentra demasiado dulce, añada unas gotas de zumo de limón.
3.
Añada los trozos de plátano a la salsa y cuézalos a fuego lento durante unos 3 minutos hasta que empiecen a ablandarse, echándoles de vez en cuando salsa por encima y girándolos para que se hagan por ambos lados. No los haga demasiado.
4.
Entretanto, disponga unas bolas de helado en 4 cuencos o platos
5.
Caliente el ron en el microondas unos 30 segundos y a máxima
hondos. potencia en un recipiente de vidrio adecuado. Rocíe los plátanos con el ron, aléjese ligeramente por precaución y prenda el ron con una cerilla. 6. Cuando se reduzca la llama, saque los plátanos de la sartén y colóquelos alrededor del helado. Rocíe el helado con abundante salsa caliente y sírvalo inmediatamente. SALEN 4 RACIONES
Aceites y aceites
¿Podría explicarme en qué se parecen químicamente los aceites comestibles (de oliva, girasol, etc.) y los aceites no aptos para el consumo humano como, por ejemplo, los lubricantes? ¿Hay alguna propiedad química que determine que una sustancia es «aceite»? Sólo una: en ambos casos se trata de líquidos con moléculas poco sujetas entre sí que resbalan al tocarse, lo que explica que ambos sean deslizadizos. Desde un punto de vista químico, sin embargo, son bastante diferentes. Le confesaré una anécdota embarazosa. Hace muchos años di clases de química en español (¡qué jeta la mía!) en una universidad de Venezuela. Me valí de las cuatro palabras de español que recordaba de mis tiempos en el instituto y que había mejorado con unas cuantas estancias en México y un semestre de residencia en Puerto Rico. Un día en clase me quedé perplejo al ver que, cada vez que decía «aceite» para referirme al producto de la industria petrolera venezolana, se desataba una ola de murmullos y risitas en el aula. «Aceite» era la traducción que mi diccionario me daba para «oil». Un estudiante se apiadó de mí y en un aparte me explicó que «aceite» se reserva sólo para aceites comestibles, sobre todo para el de oliva. Debería haber empleado la palabra «petróleo». ¡Resulta que me había pasado el rato disertando sin darme cuenta sobre cómo los venezolanos extraen el aceite de oliva del suelo! En Estados Unidos utilizamos una sola palabra para referirnos a ambos conceptos, «oil». (Años más tarde un español me replicó que el petróleo refinado utilizado para lubricar motores u otras máquinas sí se llama «aceite», o al menos en España.) El petróleo es un amasijo de cientos de hidrocarburos -compuestos formados exclusivamente por carbono e hidrógeno-; los hidrocarburos se pueden separar por destilación o descomponer y refinar para fabricar cientos de productos, que van desde la gasolina a la vaselina, por no mencionar los miles de sustancias petroquímicas sintéticas que pueden producir los químicos a partir de la materia prima. La función de los hidrocarburos en los seres vivos es mínima. Podríamos decir que el petróleo está formado por materia vegetal y animal muerta. Para nuestro metabolismo digestivo los aceites derivados del petróleo resultan, por lo tanto, inertes; no pueden di-
gerirse. El aceite mineral, un derivado del petróleo muy purificado, por ejemplo, sale del cuerpo tal como entra, pues al lubricar el aparato digestivo actúa como laxante. Aunque los aceites comestibles que obtenemos de las plantas contienen pequeñas cantidades de hidrocarburos, están formados principalmente por triglicéridos. Las moléculas de los triglicéridos son muy similares a las de los hidrocarburos, pero además de largas cadenas de átomos de carbono e hidrógeno cada molécula de triglicérido contiene seis átomos de oxígeno en un extremo. Un cambio en los componentes o la estructura de una molécula, aunque sea mínimo, puede modificar completamente sus propiedades químicas y fisiológicas. Los triglicéridos son, junto con las proteínas y los hidratos de carbono, uno de los tres compuestos alimenticios esenciales para la vida, tanto en su forma líquida (aceites) como en su forma sólida (grasas). En el cuerpo se descomponen para generar energía, pero ingeridos en exceso se convierten en lo que se conoce con el poco decoroso nombre de michelines o flotadores. Los millones de litros de aceite con que aliñamos o cocinamos en todo el mundo deben refinarse previamente para que sean más puros y aceptables para nuestros quisquillosos paladares.* Estos son los tratamientos con que se pule el aceite vegetal antes de venderse en las tiendas con la etiqueta de «100 % natural» o «puro 100 %»: • Para empezar, la mayor parte del aceite se obtiene prensando las semillas en unas máquinas llamadas prensas extrusoras, con capacidad para estrujar, por ejemplo, hasta 30 toneladas de semillas de girasol en un solo día. Las extrusoras son prensas de tornillo que se sirven de la fricción y la presión para extraer el aceite de las semillas. La fricción les permite calentar la pasta de aceite y la pulpa a temperaturas de entre 60 °C y 99 °C. No obstante, también hay extrusoras enfriadas por agua que se utilizan para elaborar aceiEn Estados Unidos se consumen, según el autor, 5.300 millones de litros de aceites de cocina al año (cuyo valor asciende a 33 millones de barriles de petróleo). En España, según datos facilitados por la Asociación Nacional de Industriales Envasadores y Refinadores de Aceites Comestibles (ANIERAC, el consumo anual de aceites de cocina envasados se sitúa alrededor de las 800.000 toneladas. (N. de la T.)
tes «prensados en frío», preferidos por los defensores de la comida natural y de los productos crudos. El método de extracción más utilizado consiste en disolver las semillas en hexano, un hidrocarburo líquido volátil que disuelve el aceite y que después se elimina evaporándolo a 100 °C. Como el hexano hierve a tan sólo 69 °C, no debería quedar ni rastro de él en el aceite acabado, pero a menudo se detectan residuos de hasta 25 partes por millón. De ahí que las tiendas de dietética presuman de vender aceites vírgenes o prensados en frío que no han entrado en contacto con hexano. Se trata de aceites más caros, porque son más difíciles de obtener; el hexano permite extraer mucho más aceite de las semillas que el prensado. Después el aceite crudo prensado o extraído puede desgomarse añadiéndole pequeñas cantidades de agua o ácido cítrico, que precipitan unas sustancias químicas gomosas llamadas fosfolípidos. A continuación, se trata con un álcali (normalmente hidróxido de sodio o lejía) para eliminar cualquier residuo de fosfolípidos, proteínas y compuestos mucilaginosos, y sobre todo para neutralizar cualquier ácido graso que se haya liberado, pues podría impartirle al aceite un sabor desagradable. La reacción del álcali con los ácidos grasos produce jabón (sí, jabón), que se elimina lavando el aceite con agua caliente. Si el aceite presenta un color desagradable, se blanquea, y no con un blanqueador cualquiera, sino con una gravilla de arcilla o carbón activo que absorbe las moléculas de impurezas pigmentadas. Si quedan olores desagradables, el aceite se desodoriza destilándolo al vapor en el vacío. El vacío (que no es más que una baja presión atmosférica) reduce el punto de ebullición del agua y, por tanto, la temperatura del vapor, lo que evita someter el aceite a temperaturas demasiado elevadas que pudieran dañarlo. Con la desodorización también se elimina cualquier plaguicida u otros productos químicos que hayan podido utilizarse en los olivos. Para acabar, hay aceites que también se «fraccionan», «desceran» o «winterizan» enfriándolos para helar cualquier residuo de grasa y filtrarlo. Esto evita que el aceite se enturbie
si se almacena a temperaturas bajas. Hay quien guarda el aceite de oliva virgen extra en el frigorífico para evitar que se ponga rancio; algunos expertos rechazan este método, pero en mi opinión no le hace ningún daño al aceite. Ahora bien, el hecho de que se enturbie, no quiere decir que esté malo. El aceite se aclarará a temperatura ambiente en cuanto la grasa solidificada se funda. ¿Son perjudiciales todos estos tratamientos? Podemos referirnos a ellos como «refinado» o «purificación» del aceite. Hoy día el término «refinado» está estigmatizado hoy en algunos círculos, que consideran que cualquier intervención humana o tecnológica en la naturaleza y la alimentación es algo artificial y probablemente peligroso. Sin embargo, los aceites crudos, prensados u obtenidos por extracción de semillas como de girasol, cártamo, cánola* o cacahuete, contienen muchas impurezas que podrían afectar a su sabor, color y propiedades de cocción en caso de no eliminarse: fragmentos de semillas, residuos de plaguicidas, residuos metálicos, fósforo, cera, ácidos grasos libres, clorofila, carotenoides y otros pigmentos y olores. Si no se utilizaran aparatos ni procesos químicos para purificar los aceites vegetales, dudo que los encontráramos apetecibles y en la mayoría de casos incluso comestibles. En pocas palabras, «refinado» significa «purificado». ¿Qué hay de malo en ello? El aceite de oliva constituye un caso aparte. Al extraerse de la pulpa y no de las semillas, no es más que puro zumo de fruta, por lo que puede consumirse tal y como sale de la prensa. De hecho, el mejor aceite de oliva virgen extra se embotella sin siquiera filtrarlo. FICCIONARIO DEL GOURMET
Aceite de palma: soborno
El aceite de cánola es un tipo de aceite de colza canadiense cuya composición de ácidos grasos se ha modificado mediante técnicas de selección de cultivo tradicionales. Su nombre procede de can-oil, aceite canadiense. (TV. de la T.)
Buñuelos
belgas
Para freir podemos utilizar casi cualquier aceite de cocina. Freír los alimentos es la mejor técnica para que nos queden crujientes y dorados por fuera y tiernos y sabrosos por dentro. Descubrí que los postres y la bollería frita no se limitaba a los donuts cuando todavía era (relativamente) joven. Visité a unos amigos en Bélgica y me invitaron a probar buñuelos de fruta. Habían cortado dados de fruta [de casi cualquier clase), los habían rebozado en harina y cerveza (¡mmm, esa cerveza belga!), y los habían frito y espolvoreado con azúcar glas justo antes de servirlos. Esta receta es ideal para quienes huyen de la masa de levadura pero no le temen a los fritos. La pasta choux o pasta de buñuelos es una de las masas pasteleras más fáciles y seguras de preparar. En vez de hornearse para hacer lionesas, se vierte en aceite caliente, donde se hincha y se dora. Para servirlos, eche un chorro de almíbar de fruta en un plato de postre y coloque encima tres buñuelos espolvoreados con azúcar glas. 1/
2
taza de agua
4 cucharadas de mantequilla sin sal, a temperatura ambiente Una pizca de sal 1/
2
taza de harina de trigo
2 huevos grandes, a temperatura ambiente 1/B
de cucharadita de aceite de naranja o 1 cucharada de ron
moreno, opcional Aceite vegetal para freír Azúcar glas para espolvorear 1.
Mezcle el agua, la mantequilla y la sal en un cazo mediano, caliéntelo y, cuando hierva, retírelo del fuego. Añada toda la harina de una vez y remueva enérgicamente hasta que la masa se despegue de las paredes del cazo y se pegue como una bola a la cuchara. (Si no se forma una bola enseguida, caliente el cazo a fuego lento y bata fuertemente la masa durante unos segundos.) Deje enfriar un poco la masa.
2.
Añada los huevos de uno en uno, batiendo cada vez la masa a conciencia hasta que quede suave y brillante antes de añadir el si-
guíente huevo. Incorpore el aceite de naranja o la cucharada de ron opcionales y bata de nuevo. 3.
Llene un wok, una sartén recia o una freidora con unos 4 dedos de aceite y caliéntelo a 1 8 0 °C. Para saber si el aceite está listo, fría primero un solo buñuelo; eche una cucharada de masa, fríala y a continuación eche el resto.
4.
Fría los buñuelos por tandas, echando cucharadas de masa en el aceite caliente. Vuélvalos para que se hagan por los dos lados, queden dorados por fuera y hechos por dentro. Suelen tardar unos 2 minutos por cada lado. Finalmente, colóquelos sobre papel de cocina para que absorva el aceite.
5.
Sírvalos calientes y espolvoreados con azúcar glas.
SALEN UNOS 20 BUÑUELOS DEL TAMAÑO DE UNA PELOTA DE GOLF
Variación:
buñuelos al h o r n o
Si teme los fritos, puede preparar los buñuelos al horno. Precaliente el horno a 1 9 0 °C. Con una cuchara reparta las bolas de masa sobre una bandeja de horno sin engrasar, dejando al menos 5 cm de separación entre cada bola. Hornéelas durante 30 minutos hasta que se hayan dorado. Déjelas enfriar un poco para poder sacarlas de la bandeja sin quemarse; rebane cuidadosamente la parte superior, como si abriera una tapa, y vacíelas hasta extraer toda la masa cruda que haya quedado en el interior. Déjelas enfriar sobre la rejilla del horno. Rellene los buñuelos vacíos con helado, nata dulce o crema pastelera. Vuelva a colocar las tapas y espolvoree con azúcar glas antes de servir. SALEN UNOS 1 4 BUÑUELOS RELLENOS DE UNOS 5 CM CADA UNO
Grasas trans: ¿me lo trans cribe?
Me hago un lío con las grasas trans. Hace poco leí que las grasas hidrogenadas, las parcialmente hidrogenadas y las fraccionadas eran todas trans. Luego compré una tarrina de margarina en la tienda de productos orgánicos del barrio en la que decía que no contenía grasas trans.
Sin embargo, cuando me fijé mejor en la etiqueta, descubrí que contenía aceite fraccionado. Así que yo me pregunto: ¿Los aceites fraccionados se consideran trans? ¿ Qué diferencia hay entre aceite fraccionado y aceite hidrogenado? ¿Qué implica el«parcialmente» en la fórmula? Existe mucha confusión en tomo a los ácidos grasos trans o «grasas trans». Y le diré, si me permite el cumplido, que su grado de confusión es uno de los más exacerbados con que me he encontrado. En Estados Unidos, el pánico empezó a cundir entre el público el 11 de julio de 2003 cuando la Agencia Federal de la Alimentación y el Medicamento (FDA) aprobó una «ley definitiva» sobre el etiquetado de los alimentos que contienen ácidos grasos trans. La ley decía así: «En esta ley definitiva y dado el estado de la ciencia actual, la FDA exige que se indique obligatoriamente en la etiqueta la cantidad de ácidos grasos trans que contienen los alimentos, incluidos los suplementos nutricionales» (Atención a la información: se «exige» y «obligatoriamente». No me extrañaría nada que su inclusión también fuera «forzosa» e «imperativa».) La ley debería entrar en vigor el 1 de enero de 2006, unos trece años después de que el Center for Science in the Public Interest disparara la alarma por primera vez al alertar de los peligros de los ácidos grasos trans. Consuela pensar que el Gobierno está ahí al pie del cañón.* Hoy en día no pasa un día sin que oiga a alguien por la calle preguntarle a otro: «Pero a ver, ¿qué es eso de un ácido graso trans?» Por eso estoy aquí. Soy doctor en Filosofía y no doctor en Medicina («no un doctor de verdad», como solía puntualizar mi tía en cuanto se le presentaba la oportunidad), así que no es mi especialidad hablar de las consecuencias que los ácidos grasos trans tienen para la salud; sólo puedo decir que parecen aumentar el colesterol total de la sangre, subiendo el colesterol malo (LDL) y disminuyendo el bueno (HDL), favorecen la aparición de obesidad y diabetes y, según O. J. Simpson, son los auténticos asesinos de su ex mujer. (Esto último, evidentemente, era una broma.) * La legislación española obliga, por el Real Decreto 1334/1999, de 31 de julio, por el que se aprueba la Norma general de etiquetado, presentación y publicidad de los productos alimenticios, a acompañar los aceites y las grasas hidrogenados con el calificativo de «hidrogenado» o «hidrogenada» en la etiqueta. (N. de la T.)
La presencia de ácidos grasos trans (en adelante los llamaré «AG trans») en los alimentos no obedece a las leyes de la naturaleza. Sólo algunas plantas los contienen en pequeñas cantidades, como las granadas, la col y los guisantes, y en el caso de la carne y la leche de los rumiantes -vacas, ovejas y cabras- constituyen entre el 3 % y el 5 % de sus ácidos grasos. Se generan en grandes cantidades durante la hidrogenación artificial a que se somete los aceites vegetales para espesarlos y transformar el aceite de soja líquido, por ejemplo, en una margarina fácil de untar. Todos los alimentos en cuya lista de ingredientes figura «aceite vegetal [o cualquier otro] parcialmente hidrogenado» contienen, por lo tanto, AG trans. Y puede dar por seguro que todos los productos de picapica que se venden en el supermercado los tienen a montones. Para entender los AG trans conviene digerir primero un poco de química. Incluyo esta información en un apartado aparte que he titulado «Moléculas desviadas», en la página 167. Podría compararse con lo que en los libros de texto se suelen llamar «lecturas complementarias» y que nadie lee. Si lo lee o no, eso ya es cosa suya. T r u c o p a r a evitar los t r a n s Cuanto más blanda es una margarina, menos se ha hidrogenado y menos cantidad de ácido graso t r a n s contiene. Ahora bien, a mí no me gustan las margarinas demasiado blandas, casi líquidas; me gusta que sean sólidas y fáciles de untar. Para solucionar el problema, compro una margarina sin grasas t r a n s (según la etiqueta) y la guardo en el congelador; de este modo, se endurece y adquiere la textura ideal para untarla sobre el pan.
Con o sin etiqueta, ¿cómo podemos saber dónde se esconden los AG trans? La respuesta no le va a gustar, porque las grasas parcialmente hidrogenadas, cargadas de grasas trans, se atrincheran en casi todo lo que más nos gusta comer: margarina, pasteles y galletas industriales, donuts, natas, salsas instantáneas, preparados instantáneos para postres, patatas fritas y pizzas congeladas, barritas de pescado y fritos precocinados, de los que no se escapa ninguno.
Los restaurantes que presumen de utilizar sólo «aceite vegetal puro» evitan mencionar que el aceite puede llegar a contener hasta un 40 % de AG trans. Si entra a hurtadillas en la cocina, quizá se encuentre con la sorpresa de que, antes de derretirlo, era semisólido. La consistencia semisólida indica que se trata de aceite hidrogenado, es decir, que se le ha insuflado hidrógeno sometiéndolo a una temperatura y presión altas. (Podría ser que la masa semisólida blanca que viera en el restaurante fuera manteca, pero eso sería ya otra historia.) Para complicar más las cosas, también pueden formarse pequeñas cantidades de AG trans al freír los alimentos debido a las altas temperaturas que se alcanzan, por lo que podemos producirlos en casa. No hay que perder la esperanza. La cantidad de AG trans que se forman durante la hidrogenación de los aceites depende de la temperatura, la presión del gas hidrógeno, el tiempo de exposición y muchos otros factores. Ahora que las autoridades empiezan a ponerse duras, puede jugarse lo que quiera a que los fabricantes de comida envasada moverán cielo y tierra para conseguir las mismas propiedades grasas de sus productos pero con un contenido mínimo de AG trans. Nada les complacería más que rubricar el envase con la frase «No contiene ácidos grasos trans» o «No contiene grasas trans». Sin embargo, el hecho de que en la etiqueta de un producto diga que «no contiene ácidos grasos trans» no significa que no los tenga. La normativa norteamericana permite incluir la divisa siempre y cuando el producto contenga menos de 0,5 gramos de AG trans por ración. Insistir en que no hay ni una sola molécula de AG trans en un alimento sería de ilusos e imposible de llevar a la práctica. «No contiene ni un solo ácido graso trans» debe interpretarse, por tanto, con manga ancha. En cuanto a los aceites fraccionados, no tema. El fraccionamiento no tiene nada que ver con los AG trans. Sirve sólo para eliminar algunas de las grasas más saturadas y con mayor punto de fusión con el fin de evitar que el producto espese o se congele si se guarda en lugares fríos.
Ciencia al m a r g e n
Moléculas desviadas Las moléculas de las grasas (triglicéridos) contienen tres moléculas de ácido graso unidas a una de glicerol (glicerina). Los tres ácidos grasos pueden ser indistintamente saturados, monoinsaturados o poliinsaturados, y son los responsables de que las grasas resulten perjudiciales para la salud (en adelante me referiré a ellos con las siglas AG). Los AG están formados casi exclusivamente por largas cadenas de átomos de carbono con átomos de hidrógeno que sobresalen como pelillos de oruga. En una molécula de AG saturado, cada átomo de carbono se une a dos átomos de hidrógeno y formando la siguiente cadena: - CH a - C H 2 - CH 2 - CHS -, etc. (donde C representa el átomo de carbono, H representa el átomo de hidrógeno y - representa el enlace químico entre los átomos de carbono.) En cambio, en un AG insaturado, la cadena contiene a veces dos átomos de carbono seguidos que sólo tienen un átomo de hidrógeno cada uno, de modo que queda de la siguiente manera: - CH 2 - CH = CH C H 2 - , etc. Al unirse entre sí, los dos átomos de carbono del centro malgastan el doble de su capacidad para formar enlaces, lo que les deja sin capacidad para unirse a otros dos átomos de hidrógeno. La unión entre los dos átomos de carbono recibe el nombre de doble enlace y se indica con el símbolo =. Cuando se produce un solo doble enlace en una molécula de AG decimos que es monoinsaturado; si se producen dos o más, tenemos un AG poliinsaturado. En un AG insaturado los dobles enlaces hacen que la cadena, en vez de ser recta, gire o se desvíe. Las moléculas desviadas no pueden acercarse tanto entre sí como las moléculas dispuestas en línea recta, por lo que quedan más sueltas y hacen que las grasas insaturadas sean más líquidas y viscosas que sólidas y compactas. Existe otro factor todavía más importante que las propiedades físicas de las grasas: en la mayoría de procesos biológicos la forma de las moléculas tiene una influencia decisiva. Cuando metabolizamos las grasas, las moléculas desviadas del AG insaturado resultan más saludables que las de los AG saturados, debido en gran parte a su forma. A los fabricantes de comida les interesa convertir las grasas líquidas insaturadas en grasas semisólidas que se adapten mejor al gusto de
los consumidores. Aplicando hidrógeno a alta presión y calor -hasta 1Q,5 km/cm 2 (10 atmósferas) y 2 2 0 °C-, fuerzan la incorporación de dos átomos de hidrógeno al doble enlace. En otras palabras, hidrogenan el AG insaturado para hacerlo más saturado. Ahora bien, si saturaran todos los dobles enlaces de un AG poliinsaturado, se endurecerían demasiado, como la cera de una vela, y resultarían incomibles. Esto explica que los aceites vegetales líquidos estén sólo parcialmente hidrogenados. Sólo se introducen átomos hidrógeno en una parte de sus dobles enlaces. Además, el proceso de hidrogenación es imperfecto en sí mismo, por lo que de todos modos sería muy difícil conseguir una hidrogenación completa. Aquí entran los AG trans. Durante la hidrogenación, algunos dobles enlaces esquivan a los dos nuevos átomos de hidrógeno desplazándose a otra parte de la cadena. (El doble enlace migra.) Lo más probable es que los dos átomos de hidrógeno originales, señalados con un círculo en la ilustración, que pueden estar situados a un mismo lado del enlace en una posición cis, salten a lados opuestos y se dispongan en trans. Los saltos de átomos de hidrógeno se pueden producir incluso sin migración del doble enlance, ya que por naturaleza la forma trans es más estable que la forma cis. (Cis y trans proceden del latín y significan «en este lado» y «al otro lado», respectivamente.)
H
H
— c—c H
H CIS
H
—C H
H
fi H
/ H
C — C -- C — C — C — H
trans
H
H
¿Qué sucede, por tanto, si los átomos de hidrógeno cambian de posición cis a trans? Las dos moléculas resultantes (llamadas isómeros) poseen el mismo número de átomos de cada tipo, pero sus formas son diferentes. Las moléculas cis conservan la forma desviada de un AG insaturado normal, mientras que las moléculas trans recién formadas quedan más rectas, de modo que se parecen más a un AG saturado. Y ahí está el problema. Todos sabemos que los AG saturados disparan el colesterol, y los AG trans, con su forma similar, no son una excepción. El cuerpo los procesa como si fueran un tipo más de AG saturado, con todas las consecuencias negativas que esto comporta para la salud. Pero eso no es todo. Los AG trans tienen algunos dobles enlaces, por lo que pueden constar como AG insaturados en la información nutricional de la etiqueta. No obstante, puede que cuando lea esto las autoridades sanitarias obliguen ya a indicar en la etiqueta los AG trans por separado.
Cuando las grasas buenas se vuelven malas
Últimamente he leído y oído muchos rumores sobre lo fácil que es que el aceite vegetal se ponga rancio y lo perjudicial que esto puede resultar para la salud. Tengo entendido que los aceites se ponen rancios o se oxidan cuando se los expone al calor, al oxígeno o ala luz, ya que liberan radicales libres que causan estragos en el cuerpo. ¿Cómo se puede evitar la oxidación de los aceites? La palabra «rancio» se utiliza para muchas cosas y procede del latín rancidus, que significa «fétido» y «maloliente». En química no tiene un significado explícito. Se utiliza alegremente para referirse a cualquier cosa que huele y sabe mal, aplicado sobre todo a grasas muy Pasadas. Para evitar la rancidez tiene varias opciones. Pero antes aclaremos los problemas que plantea su pregunta, porque la oxidación no es la única manera en que puede estropearse el aceite. Las grasas y los aceites se ponen rancios al reaccionar con oxígeno (rancidez oxidativa) o con agua (rancidez hidrolítica). Además, cuando el aceite se calienta a altas temperaturas, como sucede al freír los alimentos, se producen unos cambios químicos perversos.
Veamos qué pasa, en pocas palabras, cuando las grasas se desmelenan: • Rancidez oxidativa: afecta principalmente a grasas que contienen ácidos grasos insaturados. Con ayuda del calor, la luz, los residuos metálicos y ciertas enzimas, los ácidos grasos insaturados reaccionan con el oxígeno del aire y producen unos peróxidos muy reactivos y radicales libres que, como usted dice, causan estragos en el cuerpo. [Véase«Radicales rompehogares», pág. 172.) No se sabe a ciencia cierta si los radicales libres permanecen en el aceite hasta el momento en que los consumimos, con los riesgos que ello comportaría para la salud, es discutible. Sin embargo, muchos de los productos de las reacciones provocadas por los radicales libres que sí permanecen son unas sustancias químicas malolientes llamadas aldehidos y acetonas, lo que hace que ingerir aceites rancios no resulte como mínimo agradable. Muchos aceites vegetales contienen unos antioxidantes naturales -que acaban con los radicales libres- llamados tocoferoles; sin ellos, no se mantendrían frescos tanto tiempo. Las grasas animales, como en su mayor parte contienen ácidos grasos saturados, no tienden tanto a ponerse rancios. Esto explica que la manteca, por ejemplo, aguante una eternidad sin ponerse rancia. Por lo tanto, para impedir la rancidez oxidativa debe proteger el aceite vegetal del oxígeno, el calor y la luz, pues alimentan las reacciones de los radicales libres. Guarde la botella bien cerrada en un lugar fresco y oscuro. Si no la utiliza a menudo, no descarte la opción del frigorífico. Al ser una mezcla de grasas con diferentes temperaturas de congelación (solidificación), es posible que algunas se congelen en el frigorífico, pero volverán a su estado líquido en cuanto la botella recupere la temperatura ambiente. • Rancidez hidrolítica: se produce por hidrólisis, la reacción de una grasa saturada o insaturada con agua, favorecida por el calor y unas enzimas llamadas lipasas. Cuando el agua reacciona con la grasa, la molécula de grasa se divide en una parte de glicerol y otras de ácido graso. Los ácidos grasos libres suelen oler bastante mal, sobre todo los ligeros (de
I 171 molécula pequeña), pues consiguen flotar fácilmente en el aire y llegar a nuestras narices. El ácido graso ligero y maloliente que más encontramos en la mantequilla cuando se pone rancia es el ácido butírico, que acostumbra a habitar axilas desaseadas. La mantequilla es presa fácil para la rancidez oxidativa e hidrolítica. Para la primera, porque el 32 % de sus ácidos grasos son insaturados; para la segunda, porque contiene un 18 % de agua en forma de gotas microscópicas que se reparten por toda la matriz de la grasa. Por lo tanto, para evitar que la mantequilla se ponga rancia, conviene protegerla del oxígeno y sobre todo del calor, que acelera el proceso tanto oxidativo como hidrolítico. Basta con envolverla con film transparente que no deje pasar el aire y guardarla en el frigorífico. • Rancidez de los fritos: cuando se fríe un alimento en aceite muy caliente, el agua que tiene en la superficie (todos los alimentos la tienen) puede reaccionar con la grasa, hidrolizarla y liberar sus ácidos grasos. Los ácidos grasos libres se acumulan a medida que usa el aceite, y más si lo reutiliza varias veces, lo que estropea el sabor de los alimentos. Pero eso no es lo peor. Cuando los ácidos grasos se separan de una molécula de grasa, lo que queda en la molécula es el glicerol. A medida que aumenta la temperatura, el glicerol se descompone en un gas acre muy irritante que responde al acertado nombre de acroleína. Al mismo tiempo más o menos, se descomponen también los ácidos grasos y producen humo. Cuanto más se calienta la grasa, más ácidos grasos libres tendrá y menos temperatura necesitará para producir humo. Si se reutiliza muchas veces el aceite de freír sucede lo que conocemos como polimerización: los ácidos grasos libres se unen en grandes moléculas que oscurecen y espesan el aceite hasta que adquiere casi la textura de un jarabe. De esta historia sobre fritos se desprende una moraleja: para reducir la producción de ácidos grasos de repugnante sabor, de un humo asfixiante que tapona nuestros pulmones, de la acroleína que hace llorar los ojos y de otros compuestos que podrían resultar cancerígenos, utilice el aceite de freír una o dos veces como máximo. Para no echarlo por el fregadero, puede guardarlo en botes o latas vacíos, congelarlo y tirarlo al contenedor con el resto de residuos sólidos.
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Radicales rompehogares Los electrones, y en esto no se diferencian de las personas, sienten la necesidad imperiosa de emparejarse. Un radical libre es un átomo o grupo de átomos con uno o más electrones desparejados, o sea, uno o más electrones que se han quedado sin pareja. [«Radical libre» tiene etimológicamente el significado químico, y no político, de complejo e inútil.) En cuanto se les presenta la oportunidad, los radicales libres se comportan como el mujeriego que va por ahí rompiendo matrimonios y le roban un electrón a otra molécula con electrones felizmente emparejados. Esta segunda molécula se convierte entonces en un radical libre con un electrón desparejado, por lo que buscará una tercera molécula a la que robarle uno de sus electrones y así sucesivamente. Esto puede desencadenar una larga sucesión de cientos o miles de reacciones químicas cuyo propósito es un intercambio de parejas pero que, en nuestro cuerpo, pueden perturbar el funcionamiento químico de nuestras células modificando la estructura de las moléculas. Las reacciones en cadena de los radicales libres se contrarrestan con unas sustancias químicas llamadas antioxidantes, moléculas que donan electrones a los radicales libres para saciar su sed de encontrar pareja. (Los antioxidantes se convierten también en radicales libres cojos de electrón, pero no son tan destructivos o «radicales» como los radicales cuya sed ayudan a calmar.) Los antioxidantes que donan electrones son los aditivos alimentarios butilhidroxianisol (BHA) y butilhidroxitolueno (BHT) y las vitaminas A, C y E.
¿Es light el aceite light?
Aparte de las calorías, ¿qué diferencia el aceite de oliva l i g h t * del aceite de oliva corriente? * Su comercialización está muy extendida en Norteamérica. Es aceite de oliva refinado corriente pero con menos aceite virgen extra añadido. El aceite de oliva vU gen de menor calidad o lampante se refina para comercializarlo, ya que de lo contrario no sería apto para el consumo. Después, para darle color, sabor y olor se
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Alto ahí. El aceite de oliva light no contiene menos calorías que otros aceites de oliva ni tampoco, dicho sea de paso, que otros aceites comestibles. El aceite es aceite, todos los aceites son grasas y todas las grasas aportan unas 9 calorías de energía por gramo. Los fabricantes de productos alimentarios emplean la palabra light para referirse a cualquier cosa, incluso aunque no sea nada. Sin embargo, con el aceite de oliva basta con mirar la botella para comprobar que en este caso light se refiere al color, y casi seguro también al sabor.' En la cocina los aceites vegetales se utilizan básicamente para sofreír, freír y aliñar ensaladas. Su utilidad en la cocina es, pues, principalmente física, no química. Al freír cualquier alimento, por ejemplo, el aceite actúa como un líquido inerte que nos permite cocinar con gran rapidez a una temperatura mucho más elevada que la del agua hirviendo. En las ensaladas, ayuda a que el aliño se adhiera a los ingredientes; «corta» el ácido; absorbe otros sabores, como el del ajo o las especias, y confiere a la ensalada una textura untuosa, suave y fluida. Estas propiedades son en gran parte físicas, no químicas, y cualquier aceite sirve, incluso los más insípidos, como los de cánola o maíz. Es fácil que, sin darnos cuenta, caigamos en la tentación de valorar el aceite por sus propiedades físicas más que por su sabor. Así sucede en Estados Unidos, donde muchos consumidores prefieren los aceites más insípidos, y si encima tienen poco color (como mucho un amarillo pálido), todavía mejor. A fin de satisfacer a los consumidores norteamericanos, los productores de aceite de oliva fabrican un aceite descolorido y desodorizado. Para rebajar el color del aceite, que para empezar no suele ser de muy buena calidad, adsorben las sustancias pigmentadas con arcilla fina; para desodorizarlo (el olor forma parte del sabor), le aplican vapor a altas presiones, como se hace con los aceites de semilla refinados. (Véase «Aceites y aceites», pág. 158.) Es una pena, porque los aceites de oliva naturales, cuyo color oscila entre el amarillo y el verde grisáceo, poseen una extraordinasuele añadir un 20 % de aceite virgen extra y se comercializa como aceite de oliva corriente. Al aceite de oliva light, en cambio, se le añade menos del 4 % de aceite virgen extra. (N. de la T.) ' Además de ligero, light significa en inglés «claro», aplicado al color, y «suave», aplicado al sabor. (TV. de la T).
ria variedad de intensos sabores y aromas con aplicaciones diversas muy apreciadas en la cocina. A diferencia de la mayoría de los demás aceites de cocina, el de oliva mejora con su sabor cualquier alimento que se cocine o se aliñe con él. Es un ingrediente en sí mismo, no un simple medio para potenciar el sabor de otros ingredientes. De ahí que la mayor parte de la cocina mediterránea, que utiliza casi exclusivamente aceite de oliva, sea tan sabrosa. (El ajo también ayuda.) El sabor del aceite de oliva, como el de los vinos, depende del país de origen, la variedad de la fruta (se cultivan unas cincuenta especies diferentes), el suelo y el clima, el sistema de cultivo de los olivares, el momento en que se recolectan las aceitunas y el tratamiento que se les da. Entre las notas de sabor predominantes encontramos las afrutadas, verdes, oleosas, grasosas, dulces, amargas y astringentes. La química de los aceites de oliva puede abordarse desde al menos dos puntos de vista: su composición general y los compuestos que les dan sabor y aroma. Sin ánimo de abrumar al lector con una relación exhaustiva de términos polisilábicos y fórmulas, me gustaría destacar algunas de las sustancias que más influyen en las propiedades que tanto valoramos de los aceites de oliva. Al haber tanta variedad, no disponemos de análisis con cifras exactas de la cantidad de ácidos grasos que contienen, pese a las cifras supuestamente precisas que se citan en muchas publicaciones de alimentación. La cantidad de ácido oleico, por ejemplo, oscila entre el 55 % al 83 % en los distintos aceites de oliva. Pese a todo, y sin que deba tomárselo a pies juntillas, en la tabla 3 se indica la cantidad media de ácidos grasos que suelen contener. No se ha incluido otra docena de ácidos grasos presentes en menor proporción. Al estrujarlas para extraer el aceite, las aceitunas liberan unas enzimas (lipooxigenasas) que oxidan algunos ácidos grasos poliinsaturados y producen gran variedad de compuestos aromáticos volátiles, como los aldehidos, los ásteres y los alcoholes. En los aromas de las olivas se han identificado más de un centenar de compuestos volátiles y los químicos saben cómo se forma la mayoría de ellos. La acidez del aceite -es decir, el porcentaje de moléculas de ácido oleico libres que se han separado de las moléculas de grasa- ha generado mucha polémica. Es fácil de calcular y durante mucho tiempo los inspectores de calidad se han basado en ella para determinar la calidad del producto. En teoría, cuanto más ácido libre
Tabla 3 Contenido medio de ácidos grasos en los a c e i t e s de oliva
%
NOMBRE
SATURACIÓN*
Oleico
Monoinsaturado (18:1)
75,5
Palmítico
Saturado (16:0)
11,5
Linoleico
Poliinsaturado (18:2)
7,5
Esteárico
Saturado (18:0)
2,5
Palmitoleico
Monoinsaturado (16:1)
1,5
Gamma-linolénico
Poliinsaturado (18:3)
1,0
Araquídico
Saturado (20:0)
0,5
* Véase «Cadenas de ácido graso», pág. 177.
contenga el aceite, más tosco será el sabor y peor la calidad. En octubre de 2003, la Unión Europea redujo la acidez máxima de sus aceites de oliva virgen extra de 1,0° a 0,8°. Sin embargo, recientemente se ha comprobado que la acidez y la calidad del sabor no siempre guardan una relación directa. Según la normativa de la UE y el Consejo Oleico Internacional, estas son las características que deben cumplir los aceites de cada categoría, que aquí se ordenan de mayor a menor calidad: • Aceite de oliva virgen extra: es un aceite de oliva virgen (véase categoría siguiente) que cumple unos requisitos de composición y sabor muy estrictos. Es lo mejor de lo mejor. Se obtiene de aceitunas impecables prensadas inmediatamente después de la recolección, pues el sabor se deteriora enseguida, y se envasa sin aplicarle calor ni vapor. Condensa todo el sabor y el aroma de la variedad de oliva de la que está hecho y debe contener menos de un 0,8 % de ácidos grasos libres. A veces se dice que está «prensado en frío», pero esta expresión se utiliza cada vez menos por su falta de sentido: las prensas de aceite de oliva no necesitan enfriarse y se calientan muy pocas veces, sino nunca. • Aceite de oliva virgen: debe fabricarse con un 100 % de aceite de oliva de una o varias variedades. Para su obtención sólo se pueden aplicar el prensado, el lavado, la decanta-
ción, el centrifugado, el filtrado y procesos que no modifiquen su estado natural. No se le pueden añadir aditivos, colorantes, saborizantes ni ninguna otra sustancia extraña. • Aceite de oliva puro o 100 % aceite de oliva: es aceite de oliva virgen mezclado con aceite de oliva refinado, es decir, aceite que se ha tratado con vapor para eliminar sabores desagradables y ácidos, pero que no contiene más ingredientes que los derivados de la oliva. • Aceite de oliva light o extra-light es una mezcla de aceite de oliva virgen con otros aceites muy refinados a los que se ha sustraído el color, los sabores desagradables y, de paso, los sabores agradables. • Aceite de orujo: la recurrente frase de que el aceite virgen extra procede de la primera prensada es un dislate. Las olivas se prensan sólo una vez, pero después todavía se puede extraer entre un 4 % y un 10 % de aceite de los restos de pulpa, pieles y huesos de aceituna, que reciben el nombre de bagazo u orujo. Tratando el bagazo con presión, calor y disolventes químicos, se obtiene un líquido: el aceite de orujo. Su calidad es tan baja que en muchos colmados y supermercados ni siquiera lo venden. Esto nos lleva de nuevo a su pregunta. (¿Recuerda cuál era?) Una vez filtrado, purificado, decolorado y prácticamente desolivado el aceite de oliva para hacerlo light, ya casi no queda nada de los saludables compuestos que le dan sabor y aroma. En lugar de utilizar un aceite despojado de cualquier vestigio aceitunístico, le animo a experimentar con los numerosos aceites de oliva que se venden en el mercado hasta que descubra los que más le gusten. No hay mejor criterio para elegir aceite: haga caso a su paladar. Algunos chefs y cocineros creen que el aceite de oliva es demasiado bueno para desaprovecharlo en los fogones. Otros sostienen que, como no puede beberse, tampoco sirve para cocinar. También se habla de si emplear un buen aceite de oliva virgen extra para freír o sofreír es malgastarlo o no. Excepto para freír, en mi caso prefiero aceite virgen extra tanto para cocinar como para aliñar los platos. Para freír en aceite de oliva (los norteamericanos no lo hacemos mucho, pero los españoles sí) utilizo un buen aceite de oliva virgen. Fíjese en la etiqueta, pregunte en la tienda o busque en la página web del fabricante para averiguar con qué variedad de oliva se elabora cada
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aceite. La variedad picual se mantiene extraordinariamente estable a las altas temperaturas que alcanza el aceite mientras se fríe. Tenga el aceite siempre a mano, pero no demasiado cerca de los fogones. El calor estropea los aceites de cocina en general, sobre todo el de oliva, pues su alto porcentaje de ácidos grasos insaturados se oxida con mayor facilidad que los ácidos grasos saturados de muchos otros aceites vegetales. La luz, al igual que el calor, también es enemiga del aceite de oliva y otros aceites vegetales. Por este motivo, la mayoría de aceites de oliva se venden en botellas de color verde o ahumado. Habrá leído millones de veces (incluso en unas cuantas páginas atrás en este mismo libro) que el aceite se debe mantener en un lugar «fresco y oscuro», pero tampoco debe llevar esta recomendación al extremo. «Fresco y oscuro» no significa que tenga que guardarlo en un frigorífico que no abra nunca o cuya luz interior no se encienda. «Fresco» es un término relativo y debe interpretarse en el sentido de «no caluroso». Por «oscuro» tampoco debemos entender «negro como la noche». El aceite sufre a causa de los intensos rayos ultravioletas de la luz solar, así que lo que hay que hacer es protegerlo de la luz solar directa. Por la luz incandescente no debe preocuparse, ya que no tiene suficientes rayos ultravioleta como para resultar perjudicial, a no ser que su cocina parezca un quirófano. Los fluorescentes, en cambio, sí emiten una cantidad importante de rayos ultravioleta, por lo que no debería tener el aceite en su radio de alcance. FICCIONARIO DEL GOURMET Caroteno: el té no es caro, en indio
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Cadenas de ácido graso Los números entre paréntesis indicados en la columna central de la tabla 3 de la página 1 7 5 expresan de manera abreviada la estructura molecular de los ácidos grasos. El primer número (16, 18, 20) alude al número de átomos de carbono de la cadena molecular. El número que sigue
a los dos puntos corresponde al número de dobles enlaces
[véase «Mo-
léculas desviadas», pág. 167] de la molécula. «O» indica que se trata de una molécula saturada; «1» es una molécula monoinsaturada; «2» o un
número mayor se utilizan para las moléculas poliinsaturadas. Por ejemplo, la molécula de AG monoinsaturado del ácido oleico (18:1) se representaría de la siguiente manera (donde «O» significa átomo de oxígeno):
CHg — CHg — CHg — CH — CH — CH - CH - CH CH = CH — CHg — CH — CH — CH — CH CH — CH — C — OH. 2
2
2
2
2
2
2
2
—
2
—
2
2
II
O Observe en la tabla 3 que casi el 80 % de los ácidos grasos del aceite de oliva son monoinsaturados y que casi el 10 % son poliinsaturados. El aceite de oliva se considera beneficioso para la salud por el hecho de ser tan insaturado. Ahora bien, recuerde que existen muchos tipos de aceite de oliva. La cantidad de ácidos grasos saturados de los aceites de oliva puede ir del 8 al 26 %; la de los monoinsaturados, del 53 al 87 %; y la de los poliinsaturados, del 3 al 22 %. Además de las grasas, los aceites de oliva contienen otras sustancias químicas saludables en pequeñas cantidades. Entre los antioxidantes están los polifenoles, los tocoferoles -como la vitamina E- y el betacaroteno, que ayuda al cuerpo a producir vitamina A. En las últimas décadas se han dicho muchas tonterías sobre las grasas buenas y las grasas malas, así que no me arriesgaré a aventurar ninguna teoría, pues me la podrían desmontar antes de que estas palabras lleguen a imprenta. Sin embargo, a estas alturas sí puedo decir, sin riesgo a equivocarme, que nos encontramos, una vez más, ante una historia de buenos y malos: los ácidos grasos saturados y trans
[véase pág.
163) son los malos; los insaturados, sobre todo los
monoinsaturados, son los buenos. Continuará.
Brioche de limón Que los celadores del brioche me perdonen, pero se hace con aceite de oliva y no con mantequilla. Se aromatiza con ralladura de naranja y limón, se hace al horno y sale esponjoso y sabroso.
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En muchas recetas de brioche, la masa debe aumentar dos veces su volumen y reposar toda la noche en el frigorífico. En esta versión la masa es muy fácil de preparar; puede hacerse con el robot de cocina y no es necesario dejarla reposar toda la noche para que suba. También puede mezclarse a mano en un cuenco grande, sin necesidad de trabajarla. Para cortarlo en rebanadas, hornee la masa en un molde para pan; si prefiere el clásico brioche, utilice un molde aflautado para bollería. Sírvalo solo o tostado con mantequilla y mermelada (por ejemplo, la Conserva de fresas de la página 185). Los brioches del día anterior puede aprovecharlos para hacer tostadas o pudding. 1 1/2 cucharaditas de levadura en polvo 3 cucharadas de leche entera tibia 1/
4 de taza de azúcar 2 tazas de harina de trigo 3 huevos grandes, a temperatura ambiente Ralladura de 1 naranja Ralladura de 1 limón 3/4 de cucharadita de sal
6 cucharadas de aceite de oliva virgen extra de sabor suave 1. Engrase un molde para pan (23 x 8 cm) o un molde para brioche (con 1 litro de capacidad) con un poco de aceite o antiadherente. 2. Eche la levadura en el vaso del robot de cocina y añada la leche tibia junto con un poco de azúcar, 1 / 3 de taza de harina y 1 huevo. Pulse el robot unas 8 o 1G veces hasta obtener una masa cremosa y, con una cuchara, empuje hacia abajo cualquier resto que haya quedado adherido a las paredes del vaso. 3. Eche el resto de la harina sobre esta masa, pero sin mezclar. Tápelo y déjelo reposar hasta que vea que se empieza a formar una espuma y que la levadura se ha puesto en marcha. Según las condiciones de la cocina, puede tardar entre 15 minutos y 1 hora. Añada los otros 2 huevos, el resto del azúcar, la sal y la ralladura de naranja y limón. Encienda el robot de cocina y bata la mezcla de 10 a 15 segundos o hasta que la masa haya adquirido consistencia de bola. Sin apagar la máquina, vierta un chorrito de aceite por el alimentador; debe de ser muy fino, para que la masa no se deshaga ni pierda la forma de bola. Al girar, la masa irá incor-
porando el aceite que caerá por los bordes del vaso. Es una masa agradecida; le quedará pegajosa, fresca y cremosa. 5. Vierta la masa en el molde y llénelo hasta un tercio. Aunque en los brioches tradicionales se suele abrir un corte en la parte superior, esta estorba si se prepara en forma de barra para después cortarlo en rebanadas, así que prefiero saltármelo. B. Deje reposar la masa hasta que suba y ocupe todo el molde. Según la temperatura de la cocina, esto puede llevar de 1 a 2 horas. Una vez haya subido, la masa será muy ligera y ocupará tres veces su volumen inicial. Precaliente el horno a 19Q °C unos 15 minutos antes de que esté lista la masa. 7. Hornee el brioche durante unos 3Q minutos o hasta que se dore. 8.
Retírelo del horno y déjelo enfriar en el molde sobre una rejilla de horno durante 5 minutos. Sáquelo del molde y déjelo enfriar completamente sobre la rejilla antes de cortarlo en rebanadas.
SALE 1 BARRA
E l a c e i t e d e oliva c o m o s u s t i t u t o de la mantequilla en los p o s t r e s El aceite de oliva puede sustituir a la mantequilla en muchos panes y postres. Sin embargo, como la mantequilla tiene sólo un 80 % de grasa, la cantidad de aceite de oliva que debe utilizar es menor. Lo demás no cambia. Utilice las equivalencias que se indican a continuación. (Algunas cantidades se han redondeado, pero las diferencias son mínimas e insignificantes pues el contenido de agua de la mantequilla también varía.) MANTEQUILLA
ACEITE DE OLIVA
1 cucharadita [33 g)
3/
1 cucharada (14 g) 2 cucharadas (28 g]
2 1 / 4 de cucharaditas 1 1 / 2 cucharadas
1/4 de taza (55
g) de taza (75 g) 1 / taza (115 g) 2 2 / de taza (150 g) 3 1/
3
4
de cucharadita
3 cucharadas 1/ 4 de taza 1/
4
1/
2
de taza más 2 cucharadas taza
3/ 4 de taza (170 g)
1/
2 taza
1 taza (225 g)
3/
4
más 1 cucharada
de taza
Fuente: Bertolli Lucca
¿Verde aceituna o negro aceituna?
Durante años me habían dicho que el color verde o negro de las aceitunas dependía del momento en que se recogían del árbol. Luego un amigo de California me explicó que se recogían al mismo tiempo, pero que se trataban deforma distinta. ¿Quién tiene razón? Vivir en California no convierte a nadie en experto, salvo quizá en política surrealista. Pero, al igual que en la política, ambas partes tienen algo de razón. Las aceitunas constituyen una fuente de aceite insólita, ya que la mayor parte de aceites vegetales se obtienen de las semillas de la fruta y no de la pulpa, como en el caso del aceite de oliva. Al madurar, las aceitunas pierden su color pajizo y se vuelven verdes, liláceas y, finalmente, negras. La transformación de verde a negro se produce a lo largo de unos tres o cuatro meses. Así pues, usted gana la primera vuelta: las aceitunas se pueden recoger en cualquiera de estas fases (excepto cuando todavía son de color pajizo), según se destinen a la elaboración de aceite o a su consumo en la mesa. («¿Pueden comerse las aceitunas con los dedos?», le preguntaron a Henry Morgan. «No, los dedos deben comerse por separado», respondió el corsario.) Las olivas liláceas suelen producir aceite de mejor calidad que las negras totalmente maduras. Pero su victoria sobre su compañero es tan hueca como una aceituna sin hueso, pues algunas aceitunas «negras» y «maduras» de California se recogen cuando todavía están lilas y se ennegrecen con un álcali, aire o compuestos de hierro [véase más adelante). En el árbol las aceitunas no maduran todas al mismo tiempo, por lo que siempre se pueden recoger aceitunas en diferente fase de maduración. El principal problema de los agricultores tal vez sea decidir cuál es el momento óptimo para recogerlas de modo que tengan el grado de maduración adecuado para el uso al que es-
1 B2 I LO QUE Ell\l&¡ I tlIN Lt L_rLJIN 1 LJ « ^ww.. -w. tán destinadas. Con el paso de los años, cada país y región ha desarrollado y cultivado un estilo propio de elaborar el aceite, de ahí que sean distintos los aceites griegos de los italianos o incluso los aceites de las diferentes regiones de Italia. A lo largo de la historia -y con ello quiero decir durante miles de años-, las aceitunas se han recolectado a mano, una a una o con una especie de peine que se pasa por las ramas. También se han utilizado otros métodos, como golpear las ramas con varas para que la fruta caiga del árbol. La recolección manual sigue muy extendida hoy en día, aunque en España, el principal productor de aceite de oliva del mundo (gran parte del aceite de oliva etiquetado como italiano sale de España y se embotella en Italia), vi unos imponentes tractores que agarraban los troncos de los árboles con una abrazadera y los sacudían sin compasión, de modo que las aceitunas más maduras y las menos tenaces caían sobre unas redes extendidas alrededor del árbol. Las aceitunas de mesa se deben procesar de un modo u otro; no se pueden comer directamente del árbol porque contienen un compuesto fenólico amargo llamado oleuropeína. Para eliminar esta sustancia, las aceitunas son sometidas a una fermentación microbiana o se remojan en una solución fuertemente alcalina, como el hidróxido de sodio (lejía). En California, las aceitunas semimaduras de color lila verdoso se sumergen en una serie de diferentes soluciones de lejía de concentración decreciente, aclarándose y aireándose tras cada remojo. Este tratamiento, complementado a veces con la adición de un compuesto de hierro llamado gluconato ferroso, ennegrece completamente las aceitunas, tras lo cual se envasan para la venta. La segunda vuelta la gana, por lo tanto, su amigo de California, que quizá se refería a esta técnica de ennegrecimiento que, como muchas otras costumbres californianas, no se practica en ningún otro lugar del mundo. En Grecia y Turquía, todo hay que decirlo, se utiliza un procedimiento similar para teñir de negro tizón olivas completamente maduras. La osmosis es una calle de doble sentido
Intenté hacer conserva de fresas hirviendo primero la fruta. Pensaba que podía añadir el azúcar después, pero me quedó todo hecho una plasta. ¿Qué falló?
Falló la osmosis. Falló en todos los sentidos. Cuando dos soluciones acuosas con diferente concentración de azúcar (por poner un ejemplo) se encuentran divididas por la pared celular de una planta, las moléculas de agua de la solución más diluida atraviesan espontáneamente la pared para incorporarse a la solución más concentrada y rebajan su concentración, es decir, la diluyen. Este fenómeno se conoce con el nombre de osmosis. Al cocer las fresas en agua corriente sin añadirle azúcar, las moléculas de agua empezaron a penetrar en las células de la fruta, que ya tenían algo de azúcar disuelto, pero llegó un momento en que las células se llenaron y, al no poder asumir más agua, reventaron. Una vez rotas, las células perdieron su firme estructura celular y se volvieron pastosas. Si hubiera hecho al revés y hubiera cocido la fruta con mucho azúcar -más del que contiene la fruta-, las moléculas de agua habrían escapado de las células y se habrían incorporado a la solución de azúcar del exterior. Las células se habrían encogido como globos deshinchados, pero no habrían reventado, sus paredes celulares habrían quedado más o menos intactas y habrían conservado su agradable textura. Las fresas no se habrían ablandado tanto. El azúcar también reafirma las células de la fruta aunque estén deshinchadas, ya que reacciona con las proteínas de las paredes celulares. La osmosis es el proceso natural por el que el agua de una solución poco concentrada (de azúcar, sal, etc.) atraviesa una pared celular o cualquier otro tipo de membrana para incorporarse a una solución más concentrada y diluirla. (Véase «Osmosis» en la página siguiente.) Sin embargo, a los productores del sector agroalimentario a menudo les interesa aumentar la concentración de las soluciones, es decir, eliminar su agua; todo lo contrario de lo que se logra con la osmosis. Para conseguirlo, invierten el proceso de osmosis forzando el traspaso del agua de una solución diluida, a través de una membrana, a una solución más concentrada. Este proceso, conocido como osmosis inversa, se provoca aplicando una fuerte presión de hasta 70 kg/cmr que contrarresta la presión osmótica natural e invierte el flujo del agua. Veamos un ejemplo. Antes, el suero acuoso que se obtenía al fabricar queso se consideraba superfluo y se desechaba, con lo que
se contaminaba el medio ambiente. En la actualidad, mediante osmosis inversa, el agua se elimina y la proteína se vende al sector alimentario como «suero en polvo» o «concentrado de proteína de leche», que después vemos en la lista de ingredientes de alimentos procesados. La osmosis inversa también sirve para purificar agua. En este caso, el agua limpia «expulsada» del agua sucia es, por supuesto, el producto deseado. Ciencia al m a r g e n
Osmosis En una solución de agua y azúcar, hay tanto moléculas de azúcar como moléculas de agua. Si no hay demasiadas de azúcar (es decir, la solución está diluida], las de agua pueden golpear libremente las paredes del recipiente sin que apenas interfiera el azúcar. Imaginémonos ahora que, en vez de las paredes de un recipiente, se trata de las paredes de la célula de una planta, permeables al agua. Muchas de esas moléculas de agua conseguirán pasar al otro lado. En cambio, si la solución estuviera muy fuerte de azúcar (estuviera concentrada), las moléculas de azúcar se interpondrían con firmeza y las moléculas de agua no atravesarían tanto las paredes celulares. Por lo tanto, si tenemos una solución diluida a un lado de la pared celular y una solución concentrada al otro, pasarán más moléculas de agua de la solución diluida a la concentrada que a la inversa, como si se ejerciera una presión equilibrante (presión osmótica] que las forzara a avanzar en esa dirección. La fuga de moléculas de un lado a otro continuará hasta que la solución concentrada se haya diluido y haya alcanzado el mismo grado de dilución que la solución diluida.
* Para mayor simplicidad, he dibujado la membrana como si tuviera agujeros grandes por los que cabrían las moléculas de agua pero no las de azúcar. En realidad, los mecanismos por los que las membranas de los animales y las plantas sólo dejan pasar el agua e impiden el paso a otros tipos de moléculas son más complejos y, en muchos casos, ni siquiera se conocen bien.
Solución diluida
Molécula de agua
Solución concentrada Membrana __
Molécula de azúcar
Solución de azúcar diluida (a la izquierda de la membrana permeable al agua) y solución de azúcar más concentrada (a la derecha de la membrana). Al haber más moléculas de agua en la solución diluida (izquierda) que en la concentrada (derecha), ambas tienden a equilibrarse (presión osmótica) haciendo que las moléculas de agua de la solución diluida atraviesen la membrana para incorporarse a la solución más concentrada (de izquierda a derecha).*
Conserva de fresas En el mercado sólo se encuentran fresas del país durante unas semanas a finales de primavera. Aproveche cuando sea la temporada para comprar todas las que pueda. Elija fresas pequeñas pero maduras y en perfecto estado. Con esta receta, que alterna periodos de reposo con breves periodos de cocción, obtendrá una conserva de intenso color rojo y fresco sabor. En la preparación de conservas, mermeladas y gelatinas, es básico respetar las proporciones de los tres ingredientes principales: pectina de la fruta, azúcar y ácido [zumo de limón). La gelatina se forma gracias a la reacción del ácido con la pectina, por lo que si faltara cualquiera de los dos ingredientes obtendría un jarabe en vez de la gelatina. Si no se pone suficiente azúcar, la gelatina sale dura, mientras que
si se pone demasiada, queda floja. Las cantidades deben, por tanto, calcularse bien. Para que resulte más fácil, en esta receta hemos indicado la cantidad de azúcar y fresas por peso y no por volumen. 1 kg de fresas 9 0 0 g de azúcar 1 /4de taza de zumo de limón recién exprimido 1. 2.
Lave las fresas y córteles el rabito. Deje las más pequeñas enteras y parta por la mitad las más grandes. Separe 9 0 0 g de fresas y colóquelos en un cazo grande de acero inoxidable o en una olla recia para conservas. (Yo utilizo una de hierro colado esmaltado de la marca Le Creuset Dutch Oven.) Incorpore el azúcar y, con una espátula de goma, mézclelo con cuidado con las fresas. Deje reposar durante 4 horas, removiendo de vez en cuando.
3.
Caliente a fuego medio hasta que hierva, añada el zumo de limón y cuézalo a fuego fuerte durante 12 minutos. Tape y deje reposar en un lugar fresco durante toda la noche.
4.
Por la mañana, caliente la mezcla de fresas a fuego fuerte y, en cuanto empiece a hervir, bájelo. Retire las fresas con una espumadera, escurriéndolas bien, e introdúzcalas en botes esterilizados de 2 5 0 g. Llene los botes sólo hasta la mitad. Escurrirlas bien es importante, porque si entrara demasiado líquido en los botes la gelatina se diluiría demasiado.
5.
Hierva el jarabe que ha quedado en el cazo hasta que espese o hasta que alcance una temperatura de 107 CC en un termómetro de cocina para postres. Para saber si está hecho, llene una cuchara sopera con jarabe y luego sujétela horizontalmente en el aire sobre el cazo; el jarabe debería desprenderse de la superficie de la cuchara a «capas».
6. Vierta el jarabe caliente sobre las fresas y llene los botes hasta arriba, dejando sólo 1 cm de espacio hasta el borde. Limpie los bordes de restos y cierre los frascos con tapas herméticas con banda de goma y anilla metálica. A medida que llene y cierre los frascos, colóquelos bocabajo y déjelos enfriar. SALEN B FRASCOS
Pescar calabazas con la boca
Estoy preparando la fiesta de Halloween y me gustaría organizar el tradicional juego de pescar manzanas con la boca. ¿Debo comprar algún tipo determinado de manzanas?¿Todas flotan? Aunque la mayoría flota, hay manzanas que nadan mejor que otras. Compre una muestra de distintas variedades unos días antes de la fiesta y pruébelas. Así podrá comprar para la fiesta las que más floten. Si le pide a sus invitados que pesquen con la boca manzanas que se hunden hasta el fondo, no la verán precisamente como una anfitriona que se preocupa por sus invitados. No es fácil averiguar de antemano si un objeto flota o no flota en el agua. Para saberlo, hay que probarlo. En el programa de televisión The Late Show with David Letterman, un par de atractivas modelos lanzaron varios objetos en una cisterna de agua después de que Dave y su compinche Paul Shaffer hubieran especulado sobre si se hundirían o flotarían. Inspirándome en su pregunta, pero sin la suerte de poder reclutar a las modelos, decidí jugar yo mismo a «¿Flotará o se hundirá?». Me dirigí al supermercado y, para consternación de la cajera, compré una pieza de cada fruta y cada verdura que me interesaba probar. («¿Qué es esto?», me preguntaba a menudo. Y yo siempre le respondía: «Colinabo», y parecía quedarse satisfecha.) Ya de vuelta en casa, llené el fregadero de la cocina con agua y, entonando mi particular tatatachán, fui lanzándolas una a una en el agua y anotando los resultados en mi libreta de experimentos científicos. Aquí presento, pues, por primera vez en los anales de la ciencia gastronómica, los resultados de mi investigación. Flotan: la manzana, el plátano, el limón, la cebolla, la naranja, el nabo, la pera de la variedad Bartlett, la granada, el colinabo (a duras penas), el boniato (a duras penas) y el calabacín. Se hunden: el aguacate (a duras penas), el mango, la pera de la variedad Bosc, la patata y el tomate cherry. A casi todos los sujetos de mi experimento les costó decidirse por flotar o hundirse. Su indecisión es comprensible, pues están todos compuestos por agua en su mayor parte. Según la Base de Datos de Composición Química de los Alimentos elaborada por el Departamento de Agricultura de Estados Unidos (2003), la parte comestible de mis sujetos -la pulpa- está compuesta entre un 73 %
y un 95 % por agua. Lo lógico, por tanto, es que tiendan a quedar en suspensión. De hecho, tal y como indiqué más arriba, algunos de ellos a duras penas flotaban o se hundían. Recuerde que las cifras del Departamento de Agricultura se calculan sobre la media y que la muestra recogida en mi supermercado fue aleatoria. Cada variedad de manzana o (como descubrí en mi experimento) de pera podría dar resultados diferentes. Con todo, las probabilidades de que compre manzanas que floten para Halloween son muchas. Todo esto me ha hecho pensar en la importancia de la densidad en la cocina. La densidad mide la relación entre el peso de una sustancia y su volumen y puede expresarse en kilos por metro cúbico. ¿Se acuerda de Arquímedes, aquel señor que salió de la bañera dando brincos y que, desnudo y chorreando, recorrió las calles de Siracusa gritando «¡Eureka!» (que en griego quiere decir «¿Quién me ha robado la toalla?»)? Pues Arquímedes descubrió el principio por el que un objeto flota o no en un líquido. El principio de Arquímedes dice que «todo cuerpo sumergido en un líquido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de líquido desalojado». Tal vez así es como lo «aprendimos» en la escuela, una formulación que arroja menos luz que una luciérnaga con abrigo. ¿Cuántos de nosotros (incluidos los profesores) lo entendimos? Confieso que en mi caso no lo entendí hasta que no desentrañé yo mismo el misterio, si bien lo hice vestido y seco. Ahí va mi versión, resumida en un párrafo. Imaginémonos que estamos jugando a pescar calabazas con la boca. Sumergiremos una calabaza de unos 40 centímetros de diámetro, lo que supone un litro de volumen, en una bañera llena de agua. Un litro de agua debe apartarse para hacer sitio a la calabaza. El agua desplazada no tiene más remedio que dirigirse hacia arriba -no tiene espacio en ninguna otra dirección-, así que el nivel del agua sube. No obstante, el agua tiene ahora en su interior un hueco del tamaño de la calabaza y el agua desplazada siente la necesidad de volver a bajar, atraída por la fuerza de la gravedad, y llenarlo. Lo único que puede hacer para conseguirlo es empujar la calabaza hacia arriba para deshacer el hueco con cualquier fuerza o peso que pueda reunir; para un litro cúbico de agua, necesita un peso de unos 27 kilos. Si la calabaza de un litro cúbico sólo pesara, por ejemplo, 22 kilos, la empujaría hacia arriba (la reflotaría) con los 5 kilos de fuerza que le sobran y la expulsaría del agua. En otras
palabras, la calabaza flotaría. En cambio, si la calabaza pesara 32 kilos, sobrepasaría los 27 kilos de flotabilidad y se hundiría. Conclusión: Los objetos cuya densidad es menor a la del agua (de 1.000 kilos por metro cúbico) flotan; los objetos cuya densidad es mayor, se hunden. (En realidad, una calabaza de 40 centímetros de diámetro pesa unos 18 kilos, así que flotaría.) ¿Qué implicaciones tiene esto en la cocina? Pondré dos ejemplos. Los gnocchi y los raviolis se hunden al sumergirlos en agua hirviendo porque su densidad es superior a la del agua. Sin embargo, en contacto con el agua caliente sus gránulos de almidón se hinchan y van perdiendo densidad, hasta que llega un punto en que se vuelven menos densos que el agua. En ese momento avisan de que ya están hechos subiendo a la superficie. La densidad de un objeto puede disminuir bien porque pierde peso, bien porque aumenta de volumen. Cuando una persona aumenta de peso y gana volumen, pierde densidad, pues la grasa es menos densa que el músculo. Saque sus propias conclusiones. Otro ejemplo: cuando freímos buñuelos, echamos cucharadas de masa en una buena cantidad de aceite caliente. La bola de masa es menos densa que el aceite, por lo que flota. A medida que se dora por abajo, la base del buñuelo pierde agua, ya que se evapora con el calor, y se vuelve menos denso. Al ser menos denso por abajo que por arriba, acaba girando, como vuelca un barco que transporta demasiada carga, y de este modo se dora por el otro lado. La primera vez que observé este fenómeno me quedé atónito, no menos de lo que me habría quedado si hubiera visto una tortilla darse la vuelta sola al estar hecha por un lado. FICCION ARIO DEL GOURMET Colinabo: el marido de la coliflor
Sidra con o sin
¿Podría explicarme qué diferencia hay entre el zumo de manzana, el zumo de manzana natural y la sidra de manzana? ¿Son idénticos desde el punto de vista nutritivo?¿Se pasteurizan?
Depende de dónde viva. En Estados Unidos, zumo de manzana y sidra de manzana suelen referirse a lo mismo, el líquido que se obtiene al exprimir manzanas. Sin embargo, en la mayor parte de países, la sidra es zumo de manzana fermentado para producir alcohol, como se hace con el zumo de uva para producir vino. Los norteamericanos nos referimos al zumo de manzana fermentado con el nombre de sidra «fuerte» para distinguirla de la sidra «dulce», no fermentada y sin alcohol. Eludiremos esta ambigüedad utilizando la terminología internacional: si no está fermentado, lo llamaremos zumo de manzana; si lo está, hablaremos de sidra. La palabra «sidra» y sus variantes son muy antiguas y originalmente se referían a cualquier bebida alcohólica elaborada a base de fruta. Como todas las frutas poseen almidones y azúcares susceptibles de fermentar, y como para fermentarlas basta con dejarlas en algún lugar y esperar a que las levaduras que transporta el aire caigan sobre ellas, el mundo ha desarrollado una increíble variedad de bebidas alcohólicas. El zumo de manzana puede embotellarse turbio, con partículas de fruta en suspensión, o después de filtrarlo. La decisión obedece tan sólo a una cuestión de gustos. Al igual que en muchos otros alimentos, con la palabra «natural» en la etiqueta de un zumo, el fabricante puede estar refiriéndose casi a cualquier cosa. En el caso del zumo de manzana, puede que esté diciendo simplemente que no está filtrado. La normativa norteamericana no obliga a pasteurizar el zumo de manzana, pero muchas marcas se tratan con calor para evitar que fermenten. En los zumos no tratados con calor, la etiqueta debe incluir la advertencia «consérvese en frío», por lo que la ausencia de advertencia le indica que el zumo se ha pasteurizado. Si deja un zumo de manzana sin pasteurizar en el frigorífico una vez abierto, observará cómo a las dos semanas fermenta y empieza a burbujear. En ese estado no conviene beberlo, pues no sabemos qué cepa o qué cepas de bacterias están provocando la fermentación, y el burbujeo nos indica que se están alimentando del azúcar, produciendo dióxido de carbono y alcohol y multiplicándose como microbios, nunca mejor dicho. En cuestiones de reproducción, el conejo no le llega a la bacteria ni a la suela de los zapatos. (Es una manera de hablar, pero ahora intente no imaginarse a la bacteria con zapatos y al conejo intentando llegarle a la suela... ¡Qué va! ¡Es imposible!)
Desde el punto de vista nutritivo, algunos zumos de manzana, sobre todo los pasteurizados, se suelen enriquecer con vitamina C. El fabricante se lo indicará en la etiqueta. Bacanal de abejas
¿Puede aclararme la diferencia entre las diferentes bebidas alcohólicas derivadas de la manzana? He oído hablar de la sidra fuerte, el vino de manzana, el brandy de manzana y el applejack. ¿Son todos iguales? Difieren principalmente en los ingeniosos métodos que se han inventado para alcanzar a su graduación alcohólica. El zumo de manzana se puede fermentar de manera natural dejándolo reposar sin taparlo para que las células de levadura que transporta el aire caigan en él. Estas microscópicas plantas unicelulares se alimentan de los azúcares de la fruta, a los que convierten en alcohol etílico (alcohol de grano). No se necesitan muchas células de levadura para que la rueda empiece a girar; cuanto más se alimentan, más se reproducen, por lo que en tan sólo un par de días se convierten en voraces máquinas tragaazúcar. Pero cuando se agota el azúcar, la comilona se acaba y queda una concentración de alcohol parecida a la de la cerveza, de un 5 % aproximadamente. El líquido resultante recibe el nombre de sidra. Los humanos no tenemos el monopolio del alcohol. En mi casa tenía un manzano que cada otoño dejaba caer sus manzanas sobre el camino de entrada. Las manzanas se rompían y desprendían jugo, que no tardaba en fermentar. Las abejas acudían a sorber el dulce jugo alcohólico, se emborrachaban y se revolcaban por el suelo delirantes. Me divertía mucho observar aquella bacanal apícola, si no fuera porque después tenía que llamar a muchos taxis para que las devolvieran al panal sanas y salvas. (¡Si bebes, no vueles!) En las regiones productoras de sidra de Inglaterra, Francia y España (el sur de Inglaterra, el norte de Francia y la región española de Asturias), donde los manzanos prosperan mejor que las viñas, es habitual consumir sidra en vez de vino, tanto para beber como para cocinar o preparar marinadas. Las características de la sidra varían tanto como las de los vinos. También se maridan con los ali-
mentos según su acidez, sequedad y frutosidad, características todas ellas que dependen de la variedad de manzana y del proceso de fermentación utilizados. La sequedad de una sidra depende de la cantidad de azúcares de la manzana que se han convertido en alcohol durante la fermentación. Cuanto más azúcar se ha consumido, más seca será la sidra. La sidra asturiana, muy seca, por ejemplo, puede sustituir perfectamente a un vino blanco seco en casi todas sus aplicaciones. Las sidras espumosas o efervescentes, al igual que los vinos espumosos, se embotellan antes de que finalice la fermentación. Un ejemplo muy preciado es la sidra francesa o cidre. Tanto si es espumosa como si no, tiene una graduación alcohólica que oscila entre 2 y 5 grados solamente. Para conseguirlo, se detiene la fermentación mediante pasteurización o añadiendo dióxido de azufre. Todo se complicó cuando los humanos descubrieron lo que le sucedía al zumo de manzana cuando fermentaba y se propusieron aumentar su graduación en honor a Dionisos. Añadieron más azúcar, alimento para la levadura, y con el tiempo introdujeron la sidra en barricas para que absorbiera los taninos de la madera, con lo que ganó complejidad y sabor. El alcohol subió a 10 o 12 grados, como en el vino. Así surgió el vino de manzana. ¿Le parece poca graduación? Pues espere y verá. Destile el vino de manzana, como en las destilerías de brandy destilan el vino de uva: hierva el líquido y enfríe los gases de evaporación para condensarlos y convertirlos de nuevo en líquido. Como el alcohol se evapora antes que el agua, los gases de evaporación y, por tanto, el líquido condensado (brandy) tendrán más alcohol que el líquido inicial (vino). Laird & Company, el principal productor de brandy de manzana, destila la sidra hasta obtener 80 grados de alcohol, la rebaja con agua a 65 y la envejece en barricas de roble quemadas. El resultado es brandy de manzana. Al embotellarlo, ajusta la graduación a entre 40 y 50 grados y lo etiqueta como applejack, aunque estrictamente hablando, y según la Oficina Federal de Impuestos y Comercialización de Tabaco y Alcohol, se trata de brandy. El calvados francés, epónimo del departamento 14 de Normandía, se elabora de manera parecida destilando el vino de manzana dos veces. En la primera destilación se obtiene una graduación alcohólica de 28 a 30 grados y en la segunda se aumenta a 72; después se rebaja a entre 40 y 43 grados para hacerlo más bebible.
La palabra «brandy» viene del holandés brandewijn, que significa «vino quemado» (que no significa más que «destilado»). En Francia se conoce como eau de vie, literalmente «agua de vida», el aguardiente español. Supongo que es una cuestión de prioridades. Ciencia al m a r g e n
Cuando canto mi canción, ¡hic!, me gusta tomar mis copas... En el siglo xvm, los colonizadores norteamericanos de Nueva Inglaterra inventaron un ingenioso método para aumentar el contenido alcohólico del vino de manzana sin las complicaciones del alambique. Dejaron las barricas de vino a la intemperie durante el frío invierno de Nueva Inglaterra y las superficies se helaron. El agua se congela a O °C, mientras que el alcohol etílico no se congela hasta que la temperatura no desciende hasta - 1 1 7 °C, por lo que el hielo que se formó en la superficie no era, en realidad, más que agua relativamente pura. Los astutos nuevos ingleses retiraron y desecharon el hielo para comprobar después que el líquido de la barrica tenía más alcohol y sabor a manzana. Lo llamaron applejack. Incansables pero sedientos, tuvieron la suerte de que una ola de frío les permitió disfrutar de varias noches seguidas a - 2 9 °C, con lo que obtuvieron un applejack de 27 grados. Con esta graduación alcohólica tenían suficiente combustible para calentarse durante todo el invierno hasta que llegase la primavera.
Salsa de sidra Esta salsa casa igual de bien con los sabores del cerdo asado como con los de un bizcocho de jengibre recién salido del horno. Puede prepararla con zumo de manzana o con sidra. Si opta por la bebida alcohólica, parte del alcohol quedará en la salsa. 1 taza de sidra o zumo de manzana 1/3 de taza de azúcar moreno bien apelmazado 1 cucharada de mantequilla sin sal 1 cucharada de zumo de limón recién exprimido
Una pizca de clavo molido 1 cucharada de maicena 1 cucharada de agua 1.
En un cazo con capacidad para un litro, mezcle la sidra o zumo con el azúcar moreno, la mantequilla, el zumo de limón y los clavos. Caliente a fuego medio, removiendo de vez en cuando, hasta que hierva fuerte. Deje hervir durante 3 minutos o hasta que se haya reducido ligeramente. 2. En un cuenco, mezcle la maicena con el agua y viértala en la sidra caliente. Siga cociendo sin dejar de remover durante 1 o 2 minutos hasta que la salsa haya espesado. Sírvala caliente. SALE 1 TAZA GENEROSA
Cuando crudo significa tostado
Me gusta comprar anacardos sin tostar en las tiendas de comida sana. Los trituro y los mezclo con leche, pues queda muy sabrosa. Sin embargo, mi hija vino del colegio el otro día diciendo que los anacardos contienen una sustancia muy corrosiva y tóxica y que no debemos comerlos nunca crudos. ¿A eso le llaman comida sana? Los suculentos «frutos» del árbol tropical del anacardo, Anacardium occidentale, tienen el tamaño y la forma de una pera. No son sólo comestibles, sino también deliciosos. Sin embargo, como se estropean enseguida, no es habitual encontrarlos lejos del árbol. Tuve la suerte de probarlos cuando vivía en Venezuela, donde los cultivan y los llaman merey. Unida al extremo inferior de la pera pende una nuez con forma de riñon (que en botánica sería propiamente la fruta), protegida por una doble cáscara. Entre las dos capas de cáscara se esconde una resina fenólica gomosa que contiene, entre otros, ácido anacárdico y cardol. Estos dos compuestos químicos son corrosivos y venenosos y, si se ingirieran, causarían llagas en la boca. Las sustancias venenosas deben retirarse, por supuesto, antes de comerse el fruto seco. Para ello, se tuesta con la cáscara en acei-
te caliente, lo que tiene un doble efecto: por un lado, elimina las resinas y, por otro, debilita tanto la cáscara que permite romperla después a mano con un mazo. Este rudimentario método sigue utilizándose aún hoy en el siglo xxi. Tanto la cáscara como las sustancias químicas corrosivas han desaparecido cuando los anacardos llegan a las tiendas. En esta fase se pueden comer sin peligro y se venden como «anacardos crudos», pese a que ya se han tostado a entre 185 °C y 190 °C. Los anacardos envasados se suelen tostar de nuevo a 163 °C, lo que los ablanda, aviva su color e intensifica su sabor a mantequilla. Los restaurantes que sólo sirven alimentos crudos y los forofos de este tipo de alimentación, que sostienen que la comida no debe superar nunca los 48 °C, incluyen a menudo los anacardos «crudos» y la mantequilla de anacardos «crudos» en sus recetas. O se engañan a sí mismos o no saben que, mucho antes de que llegaran a sus manos, los anacardos se tostaron a una temperatura muy superior a la que consideran aceptable.
Fruto con forma de pera del árbol tropical de anacardo, Anacardium
occidentale. La parte comestible de la «pera» se conoce con el nombre de merey en Venezuela, cajueiro en Brasil y marañón en casi todo el resto de Sudamérica. La «nuez» de anacardo (en botánica, la fruta) se esconde en el interior del apéndice con forma de riñon que cuelga de la pera.
Capítulo 5 D E LOS C A M P O S D E C E R E A L E S AL GRANERO
Puede que parezca extraño que después de dedicar dos capítulos a los cultivos agrícolas que nos proporcionan las frutas y las hortalizas, me ponga ahora a hablar sobre el cultivo de la hierba. Y no me refiero a lo que algunos lectores estarán pensando. Tampoco me refiero a los cientos de kilómetros cuadrados de moqueta verde con que rodeamos nuestras casas y que plantamos, regamos, abonamos, salpicamos, acicalamos y cortamos para recolectar un par de centímetros de vez en cuando y después deshacernos de la cosecha. (¡Qué inútil eso que llamamos césped!) Por no hablar del derroche de los campos de golf, sobre todo en las regiones que más agua necesitan. No, por «hierba» me refiero a las hierbas de cereales, la familia de plantas que, más que ninguna otra, alimenta el mundo. También se las conoce como grano y sin ellas no disfrutaríamos de las semillas comestibles de fécula que tanto apreciamos: el trigo, el arroz, el centeno, la avena, la cebada y el maíz. Además de ser la base de la alimentación de la mayor parte de la población mundial, estas seis plantas alimentan al ganado y a las aves, que las transforman en carne. Los cereales son el cultivo más antiguo de la humanidad, y aún hoy siguen siendo el más importante. Con toda probabilidad el trigo llegó el primero. Sigue cultivándose por extenso, con una producción anual mundial de 556 millones de toneladas en 2003. Le superó el arroz, con 589 millones de toneladas, un 90 % del cual se cultiva en Asia. Sin embargo, el cereal que se lleva la palma es el maíz, con 638 millones de toneladas cultivadas ese mismo año. Los demás cereales (cebada, centeno, avena y sorgo), conocidos como de grano grueso, sumaron en total 242 mi-
llones de toneladas. (Fuente: Base de datos FAOSTAT de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación.) La característica nutritiva más importante de los cereales es su almidón. El almidón es, por supuesto, un hidrato de carbono, igual que su principal componente, el azúcar. Los hidratos de carbono serán los protagonistas de este capítulo. Desde un punto de vista químico en vez de agrícola, podría haber elegido para encabezarlo un título más amplio, aunque también más académico, del tipo: «Los hidratos de carbono». A ellos me referiré, pues, procedan de los cereales, de las legumbres o, en el caso de la miel, de los insectos. Aclarado cuál es mi punto de partida, prepararé al lector con un apunte de «Ciencia al margen» sobre las propiedades químicas de los hidratos de carbono. Como todos los demás apuntes de esta serie, lo puede ojear, leer en diagonal u obviar.
Ciencia al m a r g e n
Nanocurso sobre hidratos de carbono Las moléculas de los hidratos de carbono -azúcares y almidones- pueden contener desde dos a cientos o incluso miles de moléculas de glucosa unidas entre sí. Cuando las moléculas de glucosa por molécula pasan de unidades a decenas o centenares, cruzan la delgada línea que separa a los azúcares de los almidones. Monosacárídos: su nombre procede del griego mono, que significa «uno», y sakcharon, que significa «azúcar». Un monosacárido es una unidad de azúcar básica cuyas moléculas es imposible descomponer (por hidrólisis) en azúcares simples. Son las moléculas de hidrato de carbono más pequeñas que existen. Los más habituales son la glucosa, la fructosa y la galactosa. [Véase tabla 4, pág. 20Q.) La glucosa es el producto final de la descomposición de todos los hidratos de carbono y nos da energía. Puede entrar directamente en el torrente sanguíneo. Disacáridos: el azúcar de mesa, la sacarosa, es un disacárido («dos azúcares»); sus moléculas están formadas por una molécula de glucosa y otra de fructosa, el azúcar simple y muy dulce que contienen las frutas. En contacto con un ácido o la enzima invertasa, la molécula de sacarosa se descompone en una mezcla formada por la misma
cantidad de glucosa que de fructosa que recibe el nombre de azúcar invertido. Sorprendentemente, el azúcar invertido endulza más que la sacarosa, porque la fructosa es más dulce que la sacarosa. Este fenómeno ilustra un principio químico fundamental: las propiedades de un compuesto químico (como la sacarosa, por ejemplo) pueden ser muy diferentes de las de la mezcla de sus componentes (una mezcla de glucosa y fructosa, por ejemplo). Un ejemplo obligado en los libros de texto es el cloruro de sodio (sal de mesa), que nos comemos impunemente pese a estar compuesto de un metal que en contacto con el agua explota (el sodio) y un gas venenoso (el cloro), Otros disacáridos son la lactosa, que se encuentra sólo en la leche de los mamíferos, y la maltosa, que se forma al maltear los cereales, es decir, al empaparlos en agua hasta que germinan, una práctica habitual en la elaboración de cerveza y whisky escocés de cebada, Oligosacáridos: su nombre procede del griego oligos, que significa «pocos», y son moléculas de hidratos de carbono compuestas por menos de 10 unidades de monosacáridos. Suelen clasificarse como azúcares, no como almidones. Los oligosacáridos de 3 y 4 unidades rafinosa y estaquiosa (fíjese que todos los azúcares terminan en -osa) están presentes en las legumbres, pero el ser humano no los digiere. En su lugar, se los comen las bacterias que anidan en los intestinos y, como muestra de ingratitud, nos obsequian con los gases que asociamos a las legumbres. Polisacáridos: para acabar están los polisacáridos («muchos azúcares»), también llamados hidratos de carbono complejos o almidones, cuyas moléculas pueden contener desde unas 40 a miles de unidades de glucosa. Si en vez de unirse en cadenas rectas se unen en cadenas largas, reciben el nombre de amilosas; si crean ramificaciones, se llaman amilopectinas. Al tener diferentes formas, sus moléculas imparten diferentes propiedades a los alimentos. La mayoría de almidones vegetales contienen tanto amilosa como amilopectina. Otros polisacáridos cuyo nombre tal vez haya visto en las listas de ingredientes de las etiquetas de muchos productos son las dextrinas, residuos moleculares que se desprenden de moléculas de polisacáridos de mayor tamaño, como si fueran las ramas muertas de un árbol, cuando estas otras moléculas de polisacáridos se descomponen en agua. Muchas personas, vencidas por la pereza de articular una palabra de cuatro sílabas, hablan de si la comida tiene estos o aquellos «carbos».
Las dos formas que adoptan las moléculas de almidón. Arriba: estructura lineal de la amilosa. Abajo: estructura ramificada de la amilopectina. Cada hexágono representa una unidad de glucosa. Las moléculas de hidratos -de carbono, claro- pueden ser de distintos tamaños y complejidad, hasta el punto de que pueden llegar a estar formadas por miles de unidades de glucosa. Cuando alcanzan determinado tamaño, nuestro cuerpo es incapaz de digerirlas, así que atraviesan el aparato digestivo sin aportarnos calorías ni nutrientes. En la fecunda literatura sobre dietas para perder peso, se alude a las moléculas digeribles más pequeñas -los azúcares y los almidones- con la poco rigurosa expresión «hidratos de carbono netos». Al metabolizarlos, nos proporcionan cuatro calorías calorías por gramo.
Tabla 4 C o m p o s i c i ó n de los azúcares y los almidones NOMBRE
OTROS NOMBRES
MONOSACÁRIDOS QUE CONTIENE
DÓNDE SE ENCUENTRAN
MONOSACÁRIDOS
Glucosa
Dextrosa, azúcar sanguíneo
Uvas, sangre
Fructosa
Azúcar de la fruta
Fruta, miel Leche, sesos
Galactosa DISACÁRIDOS
Sacarosa
Azúcar de caña
Una de glucosa Caña de azú+ una de fructosa car, remolacha de azúcar, arce
Lactosa
Azúcar de la leche
Una de glucosa + Leche una de galactosa
Maltosa
Azúcar de malta
• o s de glucosas
Cereales germinados
Muchas de glucosas
Todas las plantas
Muchas de glucosas
Cereales
Muchas de glucosas
Cereales, patata
POLISACÁRIDOS
Celulosa Dextrina
—
Almidón
F I C C I O NA R I O
D E L
G O U R M E T
Azúcar invertido: ¡uy!, se me cayó el azucarero
Pegamento de patata
Cada vez que hago puré de patata, me sale diferente y el problema es que a veces me queda muy pegajoso. ¿Qué hago mal? A priori el puré de patatas parece el plato más sencillo de preparar del mundo: sólo hay que hervir las patatas y aplastarlas. Sin embargo, las patatas contienen principalmente almidón, por lo que gran parte del resultado depende de cómo se comporte este hidrato. La carne de patata está formada por células vegetales. En el interior de las células hallamos miles de gránulos de almidón, pequeños envoltorios donde la plata almacena las moléculas de almidón que fabrica durante la fotosíntesis. Debido a la textura gelatinosa de estas moléculas, los gránulos actúan como bolitas de pegamento. Al calentarse la patata en un medio húmedo, los gránulos absorben el agua y se hinchan. Algunos acaban reventando y derramando su pegamento interior; pierden su estructura granular y se gelatinizan. (Véase «De guisante a guisote» en la página 203.) Pero todavía no está todo perdido. Si el almidón gelatinoso derramado queda atrapado en el interior de las células, las patatas se salvan, pues la estructura celular las mantiene firmes. En cambio,
si empieza a aplastar las patatas, las células se abren, el almidón escapa y estropea el puré con su pegamento. En mi opinión, los mejores pasapurés son los que tienen una placa con orificios rectangulares. En vez de aplastar la patata, la cortan haciéndola pasar por los orificios, como los prensaajos. Debe moverlos hacia arriba y hacia abajo, nunca hacia los lados, ya que al desplazarse rompería más granos de almidón. Es el problema que presentan los pasapurés de varillas en zigzag; a causa de su forma redondeada, las varillas pisan las patatas de lado. Tampoco debe utilizar nunca un robot de cocina. Sus afiladas cuchillas rebanan los granos de almidón hinchados y liberan mucha gelatina. Aparte de todo lo dicho, algunas patatas son más adecuadas para hacer puré que otras. Con las de piel roja y textura cerosa, queda un puré que parece de cera. Lo mejor es utilizar variedades de patata especiales para puré (como las Russet o Yukon Gold), cuya estructura celular le da una agradable textura farinácea. Si además son de color amarillo intenso (como las Yukon Gold, véase pág. 120), sus invitados pensarán que el puré lleva más mantequilla de la que le haya puesto en realidad.
Pasapurés de la marca OXO. Al moverlo hacia arriba y hacia abajo, corta la patata haciéndola pasar por sus orificios rectangulares, pero no la aplasta. El puré queda grueso y no se pega.
Cómo hacer el puré de patata Corte las patatas en dados de unos 2 , 5 cm y cuézalas a fuego lento durante 10 minutos, sin dejar que el agua hierva del todo. De este modo, los granos de almidón se hincharán pero no se romperán. Luego escurra las patatas y déjelas enfriar para que los granos vuelvan a endurecerse. Antes de pasarlas por el pasapurés, cuézalas de nuevo a fuego lento para que se acaben de hacer; le han de quedar tiernas, pero no pastosas. Escúrralas bien y páselas por el pasapurés. Los gránulos de almidón, al haberse endurecido, no derramarán su pegamento con tanta facilidad como habrían hecho sin la precocción y el enfriamiento.
De guisante a guisote
¿Por qué me queda hecha un mazacote la sopa de guisantes si la guardo en el frigorífico? Luego no me queda más remedio que añadirle mucha agua y batirla para que se mezcle y se diluya. De lo contrario, me resulta imposible comérmela con cuchara. Antes de responder a su pregunta, ¿no le ha picado nunca la curiosidad de saber por qué la sopa de guisantes se hace siempre con guisantes partidos en vez de enteros? A mí sí. Al fin y al cabo, una vez reducidos a potaje, ¿a quién le importa si empezaron siendo bolitas enteras o si, por el contrario, una tribu de elfos se dedicó en la fábrica a partirlos por la mitad con minúsculos machetes? A decir verdad, el guisante partido es una variedad concreta de guisante cuyo nombre técnico es guisante forrajero, procedente del sudoeste asiático y uno de los cultivos más antiguos del hombre. Posee una frágil membrana que hace que se parta por la mitad al secarlo. Esta facilidad para dividirse recibe en mineralogía el nombre de exfoliación. (¡Y ahora concéntrese en lo que estaba diciendo!) Todos los guisantes son variedades de Pisum sativum. Los guisantes forrajeros no deben confundirse con los guisantes verdes comunes, que suelen venderse frescos y en la vaina, para que las abuelas los pelen sentadas junto a la lumbre o, mientras conserven su frescor y lozanía (los guisantes, no las abuelas), comerlos ente-
ros, vaina incluida. Los franceses sienten predilección por unos guisantes enanos frescos a los que llaman imaginativamente petit pois o «pequeños guisantes». La solidificación de la sopa no es un fenómeno exclusivo de los guisantes. Se debe al almidón, que los guisantes poseen en grandes cantidades. Pasaría lo mismo con cualquier sopa o salsa preparada con ingredientes ricos en almidón, como las salsas espesadas con harina de trigo o maíz, si después las guardara en el frigorífico. Adquirirían la misma consistencia espesa y gelatinosa imposible de malear. Explicaré de forma simple qué es lo que sucede. A la luz de un microscopio de baja potencia, el almidón presenta un conjunto de cápsulas translúcidas redondas u ovaladas de tamaño variable llamadas gránulos. En el interior de cada gránulo descansan millones de pequeñas e invisibles moléculas de almidón, dispuestas de manera relativamente organizada. Al calentar los alimentos en agua, los gránulos de almidón se dispersan en el líquido, lo van absorbiendo poco a poco y se hinchan. Los gránulos hinchados empiezan entonces a rozarse unos con otros, como peces sobrealimentados en un estanque falto de espacio, lo que aumenta la viscosidad o el espesor de la sopa o la salsa. Algunos gránulos llegan incluso a reventar y derramar su contenido, lo que acentúa todavía más su consistencia pastosa. Este fenómeno suele recibir el nombre de gelatinización. Los platos con almidón gelatinizado pueden comerse sin problemas mientras están calientes. La suave y fina textura de una bechamel espesada con harina es, por ejemplo, uno de los grandes placeres de la gastronomía. Sin embargo, cuando se dejan enfriar las sobras en el frigorífico, se producen dos fenómenos: primero, la gelificación (no gelatinización) y, segundo, la retrogradación. (La gelatinización -transformación en gelatina- se produce durante el calentamiento, mientras que la gelificación -formación de gel- se da durante el enfriamiento posterior.) Al empezar a enfriarse el producto, durante la gelificación, las moléculas de almidón refugiadas en el interior de los gránulos hinchados se calman gracias al descenso de la temperatura. (Todas las moléculas reducen su velocidad cuando baja la temperatura.) Al ir más lentas pueden acoplarse, entrelazarse y formar una malla en la que queda atrapada mucha agua. Esta malla, una masa semisólida cargada de líquido, se llama gel. A medida que el gel se va enfrian-
do se van formando más enlaces de almidón, con lo que la malla crece, se refuerza y libera parte del agua atrapada en un fenómeno que se conoce como sinéresis. En ese momento la sopa o la salsa «llora» y emergen a la superficie pequeñas lágrimas de agua. Al cabo de las horas de enfriarse, las moléculas de almidón están tan fuertemente entrelazadas que ya no pueden dispersarse en el agua. Aunque añada agua a la salsa o a la sopa para rebajarla, la espesa y pegajosa masa de almidón se resistirá a ceder y a recuperar su consistencia anterior; en su forma de gel, a las moléculas de almidón les resulta imposible separarse y dejar espacio al agua para después nadar libremente en ella. El almidón, en resumidas cuentas, ha retrogradado -retrocedido- a una forma insoluble. Puede añadirle agua y batirlo enérgicamente sobre el fuego, pero no volverá a recuperar la suavidad que tenía cuando estaba recién hecho. No desespere. Me han dicho que la tradicional sopa de guisantes holandesa, erwtensoep o snert, se prepara a propósito el día antes y se guarda en el frigorífico. Al día siguiente, al recalentarla, queda tan dura que hasta se puede clavar en ella la cuchara sin que se caiga. Cuando gran parte de tu país se encuentra por debajo del nivel del mar, imagino que tienes que idear alguna manera de entretenerte.
Arroz chino recalentado En los restaurantes chinos sirven raciones demasiado grandes, por lo que muchas veces acabo llevándome las sobras a casa en una bolsita. El problema es que el arroz se pone duro y se descohesiona; una vez en casa, no se parece en nada al arroz blando y meloso del restaurante. Se me ocurrió que quizá se deshidrataba, pero al añadirle agua se volvía pastoso. ¿Cómo puedo hacer que recupere su agradable textura? Sé a qué se refiere. El camarero le pregunta: «¿Quiere llevarse también el arroz?» Y usted responde: «Sí, por favor», mientras piensa para sus adentros: «En realidad no, pero ya lo he pagado y no quiero que piense que no respeto el alimento más representativo de su tierra natal». Y así, dos o tres días más tarde, sigue debatiéndose entre comérselo o tirarlo a la basura.
En el frigorífico, el arroz sí se deshidrata ligeramente. La prueba está, como puede comprobar, en que se seca más la capa externa de las sobras que el interior. No obstante, la principal causa de que se seque es que el almidón del arroz ha sufrido una reversión (retrogradación) y ha vuelto al estado sólido e insoluble en agua que tenía cuando estaba crudo. En el almidón del arroz se producen los mismos dos procesos que se producían en la sopa de guisantes y en todas las salsas y jugos espesados con harina o maicena: la gelificación y la retrogradación. (Véase «De guisante a guisote», pág. 203.) Reemplazar el agua atrapada durante la retrogradación no es fácil, aunque si recalienta el arroz en un poco de agua recuperará su suavidad. Personalmente, no intento ablandar las sobras de arroz; prefiero pasarlas por la sartén y comerme el arroz frito.
Cómo jugar a los palillos
A los chinos les gusta el arroz más meloso y no tan suelto como a nosotros, porque así es más fácil comerlo con palillos (o eso dicen, porque a mí me cuesta igualmente). Pero ¿cómo lo hacen?¿Utilizan un arroz especial o es la manera de cocinarlo? Es el tipo de arroz. Sígame y le revelaré un antigua técnica china -bueno, una moderna técnica occidental- para utilizar los palillos. En la actualidad se conocen decenas de miles de variedades de arroz, pero por deferencia a nuestra salud mental dividiremos el arroz en tres categorías: de grano corto (menos de 5 mm), semilargo (de 5 a 6 mm) y largo (de 6 a 7 mm). En los últimos años, en Estados Unidos se ha puesto de moda un arroz italiano llamado arborio, una variedad de grano semilargo con gran capacidad de absorción. Es rico en amilopectina [véasela ilustración de la página 200) y sus moléculas ramificadas atrapan y absorben el agua con gran rapidez. Puede fácilmente absorber tres veces su volumen de caldo, lo que lo hace ideal para el risotto. Para la paella, que no necesita quedar tan melosa, lo mejor es arroz de grano corto que contenga menos amilopectina, como el arroz de Valencia o el arroz bomba. En Estados Unidos también han calado otras variedades exóticas como el arroz jazmín y el basmati, de Tailandia e India, res-
pectivamente. El arroz jazmín, de grano largo, es muy aromático. El basmati también es aromático {basmati en hindú significa «fragante»), con sabor y aroma a nuez. Los productores norteamericanos, sin embargo, se han apropiado de variaciones genéticas muy parecidas a estas dos variedades asiáticas, por lo que ver la palabra jazmín o basmati en el paquete no es garantía de que se trate del producto auténtico importado de Tailandia o de la India. Una empresa tejana llamada RiceTec intentó incluso comprar la patente del nombre «basmati» en 1997, pero su petición fue desestimada en cuanto el gobierno indio empezó a moverse. En el Reino Unido, en cambio, este término sólo puede aplicarse al arroz aromático de grano largo que crece en India y Paquistán. Los arroces chino y japonés son de grano corto y ricos en moléculas ramificadas de amilopectina, lo que los hace muy melosos cuando se cocinan. En cambio, el arroz americano, de grano largo, posee más moléculas de cadena recta o amilosa, que no atrapan tanta agua. Al cocinarlo, queda suelto y esponjoso. Tras su retrogradación (véase pág. 204), con un poco de calor y agua recupera su agradable textura con mucha más facilidad que el arroz chino. Pasemos ahora a su perplejidad ante la destreza china. Mientras que a los asiáticos les encanta emplear los palillos para comer el arroz, a los occidentales se les cae a menudo el alma a los pies cuando se ven sin tenedor. Para la mayoría de nosotros, los palillos son la peor de las torturas chinas. Que te claven astillas de bambú bajo las uñas duele, sí, pero al menos no te mueres de hambre. Soy uno de esos insufribles petimetres occidentales que siempre usan palillos cuando van a un restaurante chino o japonés con el pretexto de que así la comida «sabe mejor». Todavía peor: soy de los que se llevan consigo sus propios palillos de marfil. Y es que por azares de la vida se me da bien manejar los palillos y me gusta lucirme. A aquellos a los que no se les da bien puedo echarles una mano. Olvídense de las instrucciones sobre cómo manejar palillos impresas sobre los salvamanteles de los restaurantes; para lo que sirven, podrían estar en chino. Hay una manera mucho más sencilla de disfrutar de la comida china o japonesa con aplomo. El secreto de este savoir-faire reside en utilizar una simple y pequeña goma elástica. Con una goma, puede transformar esas infernales varas de madera en un práctico cubierto que hasta los dedos más torpes sabrían manejar.
Me encantaría decir que descubrí esta técnica hace unos años cuando viajé por el Lejano Oriente, pero no sería cierto. En aquel viaje me limité a observar cómo mis compatriotas norteamericanos probaban más maniobras de las que aparecen en El arte de la guerra de Sun Tzu, en lo que parecía un intento de arrimar cachitos de comida a la zona bucal. En China y Taiwán vi a algunos de mis desesperados colegas sostener los palillos a 2 centímetros de la punta creyendo que, al disminuir el efecto palanca, los controlarían mejor. (Falso.) En Japón los palillos solían acabar en punta, por lo que no tardaron en pinchar la comida para solucionar el problema. Ver a mis amigos, esclavos del tenedor, intentando comerse unos escurridizos fideos fue, por otro lado, un espectáculo de lo más divertido. No sé por qué no se me ocurrió el truco de la goma elástica durante aquel viaje. Me lo enseñó el camarero de un asador samurai japonés, aquí en Estados Unidos. (Véaseel siguiente recuadro «Cómo utilizar palillos chinos sin ser chino».)
F I C C I O NA R I O
D E L
G O U R M E T
Paella: no pa él
Cómo utilizar palillos chinos sin ser chino Saque los palillos del envoltorio de papel por un extremo sin romper el papel. Alise el papel y enrósquelo como si fuera un rollo de papel de cocina. Sostenga los palillos en paralelo y atraviese el rollo de papel entre los dos, a unos 2 centímetros del extremo superior. Sin separar los palillos, ligúelos con una goma elástica haciéndola girar a su alrededor justo por encima del rollo de papel. Cuando le quede poca goma, dele una o dos vueltas sobre los extremos del rollo para que no se escape hacia abajo, y punto. Et voilá! (0 su traducción al chino.) Ya tiene un par de pinzas dotadas de muelle, tan fáciles de sostener como un lápiz. Apretando con el pulgar y el índice, podrá pellizcar cualquier pedazo de comida que se le antoje. Cuando el pedazo alcance la boca, afloje los dedos y los palillos se separarán, listos para volver al plato.
Manera fácil de utilizar los palillos
La próxima vez que acuda a un restaurante chino o japonés, llévese una goma elástica. Dejará impresionado al petimetre (¿a mí?) de la mesa de al lado.
Que no se le pase el arroz
En una receta leí que debía utilizar arroz sancochado. ¿Cómo se hace el arroz sancochado? Sancochándolo. Ahora en serio: sancochar es dar un primer hervor a un alimento sin dejar que se cueza del todo. En guisos de arroz con ingredientes que tardan menos en cocer, las recetas recomiendan a veces dar un primer hervor al arroz para que después todo se acabe de hacer al mismo tiempo. Cuando se cosecha el arroz, los granos van envueltos en una cáscara protectora incomestible que se elimina en el molino arrocero. Bajo la cáscara aparece una fina piel de salvado que se deja en el arroz integral y se retira, por abrasión, para obtener arroz blanco. El salvado le da al arroz integral su característico color marrón y sabor avellanado. Además de ser más duro, el arroz integral tarda más en cocer. Antes de descascarillar el arroz, se suele someter a una fuerte presión de vapor, un procedimiento al que los productores arroceros llaman vaporizado. Además de ablandar la cáscara, el vapor
hace que los nutrientes del salvado penetren en los granos blancos de almidón o endosperma. En el mercado encontramos marcas de «arroz vaporizado», pero este vaporizado no sustituye al sancochado de la cocina, ni puede compararse con él en el sentido de que no ahorra tiempo; el arroz vaporizado no deja de estar «crudo» y puede incluso tardar más tiempo en cocer que un arroz al que no se ha dado un primer hervor. En cuanto al arroz rápido o instantáneo, se trata de arroz precocido que se ha cocido del todo y que después se ha deshidratado, para los que andan realmente apurados de tiempo. FICCIONARIO DEL GQURMET Sancocho: cerdo muy virtuoso
No es oro todo lo que se blanquea
¿Qué diferencia hay entre la harina banqueada y la harina sin blanquear? ¿Por qué cuesta más la segunda que la primera? ¿Me cobran un suplemento por no blanquearla? La harina de trigo tiene de por sí un color ligeramente amarillo porque contiene pigmentos carotenoides, unos compuestos naturales amarillos y naranjas que encontramos en muchas frutas, hortalizas y cereales. (El famoso pigmento de la zanahoria, el caroteno, es la madre de todos ellos.) Sin embargo, hay personas menos tolerantes con los colores que usted a quienes no les gusta que la harina sea amarilla. La excepción que confirma la regla es la sémola con la que se elabora la pasta. Contiene más carotenoides que otras harinas de trigo, pero no se suele blanquear. Con su color amarillento, la pasta atrae más a la vista que si fuera blanca y además da la impresión de que tiene mucho huevo. Cuando se le da la oportunidad, la harina de trigo se blanquea sola. A medida que envejece y en contacto con el aire, los pigmentos se oxidan y se transforman en compuestos incoloros. Pero para que envejezca se necesita tiempo y el tiempo vale dinero. Esto explica que la harina «sin blanquear», es decir, blanqueada de manera natural porque se ha dejado envejecer, sea más cara.
Los fabricantes de harina pueden simular los efectos del tiempo añadiendo un agente oxidante, como el bromato de potasio (con el que la harina se broma), el dióxido de cloro o el peróxido de benzoilo. El blanqueamiento de la harina no responde sólo a cuestiones estéticas. La masa que se obtiene con harina blanqueada, sea al natural o con agentes oxidantes, proporciona un pan más fino y con mayor volumen, y los panaderos sostienen que al amasarla resulta más maleable. Además de amortiguar el color amarillo de la harina, la oxidación elimina unas sustancias químicas que contienen azufre (tioles) y que interfieren en la formación de gluten, una proteína pegajosa y elástica de la masa que atrapa las burbujas de gas y confiere al pan su liviana textura. A algunas personas les preocupan los intimidantes nombres y propiedades de los blanqueadores químicos. Sin embargo, una vez han acabado el trabajo, desaparecen; se transforman en sustancias inocuas. El dióxido de cloro es un gas que se disipa, por lo que no deja ni rastro en la harina, mientras que los restos de peróxido de benzoilo se descomponen con el calor del horno. Después de reaccionar con los carotenoides y los tioles de la harina, las 50 o 75 partes por millón de bromato de potasio añadido se convierten en bromuro de potasio, una sal totalmente inofensiva. Los panaderos llevan ochenta y pico años utilizando bromato de potasio y hasta ahora no se habían detectado nunca residuos de esta sustancia química en el producto final. Sin embargo, los químicos cuentan hoy en día con sistemas de análisis tan sensibles -capaces de detectar en muchos casos hasta la mil millonésima parte de un gramo- que se ha comprobado que en productos de panadería elaborados con harina bromada pueden quedar restos de bromato en cantidades muy mínimas. Los instrumentos de detección actuales son tan sensibles que se pueden encontrar restos de casi cualquier sustancia química en casi cualquier producto, un hecho que gran parte del público no entiende. El descubrimiento de que un alimento contiene una «sustancia tóxica XYZ» genera temores infundados. Pero todo puede ser tóxico o inocuo dependiendo de si sobrepasa o no cierta cantidad. A pesar de todo, al descubrirse que en grandes cantidades el bromato provoca cáncer en ratas y cundir el pánico entre muchos consumidores, la industria panadera, tras consultarlo con la Agencia Federal de la Alimentación y el Medicamento, ha dejado de uti-
lizarlo por voluntad propia. Canadá y Reino Unido han prohibido por completo su uso. A propósito: la afirmación de que el blanqueamiento de la harina destruye su vitamina E es tan verdadera como vacua, ya que la cantidad de vitamina E que contiene la harina de trigo es insignificante. FICCIONARIO DEL GOURMET Cuscús: pareja de cuses
Mezclar y levantar
En una receta me piden que utilice harina preparada, pero no la encuentro en los supermercados de mi zona. ¿Se puede preparar en casa? Por supuesto. La harina preparada no es más que harina con levadura y sal incorporadas. La venden en la mayoría de grandes superficies, pero si quiere prepararla en casa sólo tiene que añadir 1 cucharadita y media de levadura y media cucharadita de sal por cada taza de harina de trigo corriente o harina de panadero y mezclarlo todo bien. La mejor manera de mezclar la harina es utilizando un batidor a baja potencia. Ni de Oriente ni de moliente
¿Qué es el trigo sarraceno? ¿Puedo hacer pan con harina de trigo sarraceno? No, por dos motivos: el trigo sarraceno no es trigo y, aunque lo fuera, su harina no serviría para hacer pan. El grano de trigo sarraceno, también conocido como alforfón o trigo negro, kasha en Europa del Este y sayraisin en Francia, es la semilla de la planta Fagopyrum esculentum, que no está emparentada con el trigo ni con ningún otro cereal. Su forma tetraédrica (como una pirámide con cuatro lados triangulares igua-
les) recuerda a la del hayuco y, al igual que el trigo, la avena o la cebada, está protegido por una cáscara. Las semillas se pueden moler para obtener un grano grueso, que a su vez se puede moler para conseguir harina. Esta harina, mezclada con la de trigo, es con la que se elaboran crepes de trigo sarraceno, pero sola no sirve para hacer pan. Al mojarla apenas forma gluten, la proteína elástica que atrapa las burbujas de gas y le da al pan su porosa y esponjosa textura. La harina de trigo sarraceno con agua cuesta mucho de cohesionar, aunque los japoneses consiguen hacer con ella sus fideos soba. FICCIONARIO DEL GOURMET
Gluten: persona que come demasiado y con ansia
Inventario de pasta
¿Hay algún motivo para utilizar un tipo de pasta en vez de otro, como tallarines en vez de espagueti, por ejemplo? A mí me da la impresión de que, cuanto más alta sea la relación entre la superficie y el volumen de la pasta, mejor absorberá la salsa y más sabrosa quedará. ¿Por qué utiliza entonces la gente pasta con otras formas? ¿La relación entre la superficie y el volumen? Apuesto a que es usted ingeniero. Le aseguro que la casi infinita variedad de formas de pasta alegra la vista y proporciona diferentes sensaciones al paladar. Además, hay pastas que son más adecuadas que otras con según qué salsas. No se trata de que la pasta absorba la salsa a través de su superficie; ni la pasta es tan absorbente ni las salsas tan líquidas. Debo concederle, sin embargo, que hay salsas más adherentes que se pegan a cualquier tipo de pasta, independientemente de su forma, de modo que, cuanta más superficie tenga la pasta, más salsa se pegará. Ahora bien, el secreto está en la capacidad que tiene una ración de pasta para envolver e incorporar la salsa en el plato y para retenerla cuando se enrolla con el tenedor o, en el caso de las formas
más pequeñas, cuando se recoge con la cuchara. Esta capacidad depende de principios mecánicos y de adherencia. La mayoría de salsas tiene tropezones en mayor o menor grado. Los espacios en los que pueden aposentarse esos tropezones -los huecos que se abren en la maraña de pasta- difieren mucho en función de si las pastas son alargadas como los espaguetis o tallarines, tubulares como los penne y rigatoni, o de formas especiales como los conchiglie (conchas) y farfulle (lazos). Una montaña de espaguetis gruesos dejará más huecos que una montaña de espaguetis delgados, evidentemente, pues estos podrán acoplarse mejor. Por lo tanto, conviene elegir un corte de pasta y una salsa que combinen. Los fusilli (resortes), por ejemplo, se adaptan bien a las salsas con tropezones; los tubos más largos, como el rigatoni, funcionan bien con salsas de carne; los fettuccine, en cambio, prefieren salsas pegajosas que cubran la superficie de los lazos, como la salsa a base de crema de leche y queso parmesano que se emplea en la receta de fettuccine Alfredo. Los espaguetis son tal vez los más versátiles, aunque cuando son muy finos, como los de cabello de ángel o capellini, es preferible preparar salsas líquidas que se distribuyan bien por la montaña de pasta por acción capilar. Unos capellini con salsa Alfredo se quedarían pegados al plato como una gran masa de barro. En la tabla 5 de la página siguiente se indica con qué salsas recomienda combinar algunos cortes de pasta la empresa italiana Barilla Alimentare S.p.A., con sede en Parma. Si quiere ver imágenes de estos cortes, visite la página web www.professionalpasta.it; encontrará una lista de 822 cortes de pasta, desde los abissini a los zituane, así como información sobre cualquier cosa que le llame la atención sobre cómo se fabrica la pasta. Muchos de los nombres de la lista, no obstante, son variaciones dialectales regionales de un mismo corte. No se amedrente. La unidad de policía encargada de velar por el respeto a los principios básicos de la pasta anda corta de fondos y efectivos, así que nadie le reprenderá por probar combinaciones disparatadas de pasta y salsa. ¡Mangia! FICCION ARIO DEL GOURMET
Tallarín: ebanista
Tabla 5 Tipos de pasta según su forma y salsas recomendadas TIPO DE PASTA SEGÚN FORMA
SALSA IDÓNEA
Capellini / cabello de ángel
Mantequilla y queso, mantequilla con hierbas frescas aromáticas, salsa de pescado
Coditos
Ensaladas, queso (macarrones con queso), salsas a base de aceite, mantequilla, tomates, verdura
Fettuccine
Salsas blancas, salsas con carne, verduras o nata con queso
Tallarines
Pesto, dados de tomate, salsas a base de aceite, salsas de pescado
Orzo (con forma de Sopas, minestrone o salsa de nata líquida con granos de arroz) verduras Rigatoni
Salsas con carne, verduras, salchicha o hechos al horno en un molde
Tirabuzones
Ensaladas de pasta, salsas de tomate ligeras, salsas de nata líquida, carbonara (huevo y beicon)
Espagueti
Salsa de tomate con albóndigas, dados de tomate, salsas a base de aceite, salsas de pescado
Macarrones
Salsas con tomate fresco y verduras, salsa de estriados carne o pescado, salsas picantes
FICCION ARIO OEL GOURMET Rigoletto: un tipo de pasta
Por favor, no se coma el colchón
Si me preparo un batido mezclando fruta con leche, yogur o lo que sea, ¿se pierden los efectos beneficiosos de la fibra por pasar la fruta por la batidora? No. Por mucho que la bata, la fibra seguirá teniendo su efecto. En el contexto de la alimentación, la palabra «fibra» lleva a muchas confusiones, ya que enseguida nos vienen a la cabeza imágenes como una cáscara de coco o el relleno de un colchón. Sin em-
bargo, la fibra alimenticia no se llama así por su textura. Se refiere, en general, a unos compuestos de los alimentos de origen vegetal que el organismo es incapaz de digerir por falta de la enzima adecuada, por lo que no aportan energía y atraviesan el aparato digestivo sin transformarse (su principal virtud). Pese a que la fibra no tiene valor químico ni nutritivo, la necesitamos para transportar los alimentos por esa planta de procesamiento a la que llamamos tubo digestivo. Se ha descubierto que la fibra alimenticia, presente en las frutas, las hortalizas y los cereales pero no en los productos de origen animal, reduce el riesgo de sufrir enfermedades como el cáncer de colon, aunque hay quienes lo han puesto en duda. Con todo, la fibra es una de las principales razones por las que comer frutas y hortalizas es tan importante para la salud. En los alimentos encontramos fibras solubles en agua e insolubles y los nutricionistas recomiendan comer de los dos tipos. Las solubles, principalmente pectinas y gomas, las aporta la fruta y gracias a ellas espesan las gelatinas de fruta. La manzana ácida, la manzana silvestre, la ciruela ácida, la uva Concord, el membrillo, la grosella espinosa, la grosella roja y el arándano son especialmente ricos en peetina. Las fibras insolubles más comunes son la celulosa y la lignina, el aglutinante que une las fibras de celulosa que forman la estructura sobre la que se sustentan las paredes celulares de las plantas. Algunas termitas son capaces de digerir y aprovechar la energía de la celulosa y la lignina, pero el organismo humano no está preparado para ello. En cambio, a las termitas se les da fatal jugar al Scrabble. FICCION ARIO DEL GOURMET
Gelatina: la « G » que usaban los romanos
Lo que no engorda también pesa
El otro día me fijé en la información nutricional de los cereales del desayuno. Pensaba que, por definición, la fibra es indigerible y que, por tanto, no tenía calorías. Sin embargo, en la caja incluía la fibra dentro de los hidratos de carbono. ¿Cómo es posible?
La fibra alimenticia es totalmente o casi totalmente indigerible. Como usted dice, es una de las características que la definen: la fibra es una parte de los alimentos que no nos da vitaminas ni minerales, ni siquiera calorías. Desde un punto de vista químico, los compuestos de fibra de las plantas se clasifican como hidratos de carbono complejos, lo que explica que se contabilicen con los hidratos de carbono en la etiqueta. A veces en la información nutricional se distingue entre fibra soluble e insoluble, pero ninguna de ellas aporta en cualquier caso ninguna caloría. Los «otros hidratos de carbono» que se indican son los azúcares, los alcoholes edulcorantes (véase pág. 224) y, como su nombre indica, otros hidratos de carbono, principalmente almidones. Todas las cantidades suman para obtener el número de gramos de hidratos de carbono «total». Sin embargo, los únicos hidratos de carbono que aportan calorías son los digeribles: los azúcares y los almidones. Si resta los gramos de fibra a los gramos de hidratos de carbono, tendrá el número aproximado de gramos de hidratos de carbono con valor nutritivo; multiplicando por cuatro calorías cada gramo debería obtener el número aproximado de calorías que se atribuyen a los hidratos de carbono en la tabla. Digo «aproximado» porque puede que haya otros hidratos de carbono ocultos. En la información nutricional de muchos alimentos se omiten, por ejemplo, los alcoholes edulcorantes: glicerol, manitol, sorbitol, inositol y xilitol (y cualquier ingrediente acabado en -ol). Estos alcoholes se utilizan como edulcorantes en pequeñas cantidades, pero su metabolización no es tan completa como la del azúcar, por lo que aportan menos calorías. FICCION ARIO DEL GOURMET
Repollo: el más pollo de los pollos
Vayamos al grano
¿Me puede explicar la diferencia entre todos los productos de maíz que se pueden comprar en el supermercado? Hay harinas de maíz amarillas y blancas, gruesas y finas, molidas en molinos de piedra
o de acero, por no mencionar la maicena y la polenta o sémola de maíz. ¿Qué debo utilizar para hacer pan de maíz? ¿Y magdalenas? ¿ Y polenta? ¿ Tiene alguna importancia? Sí, tiene importancia, no tanto por la composición de la harina como por su textura. Todos los productos que menciona se obtienen de ese cereal del Nuevo Mundo increíblemente versátil y apreciado en todo el planeta al que llamamos maíz, nombre que deriva del indio taino del Caribe mahiz. Cada grano de maíz es una semilla compuesta por tres partes básicas: una capa exterior dura (pericarpio), formada en su mayor parte por celulosa indigerible; una pulpa harinosa (endosperma), que alimenta la semilla cuando brota (germina); y un embrión (germen), situado en el centro de la semilla, que se convierte en una nueva planta si se dan las condiciones adecuadas para su germinación y que contiene aceite, la principal reserva energética de la semilla. Con los granos de maíz se puede obtener una sorprendente variedad de productos según como se muelan. Para clasificarlos podemos atender, por ejemplo, a qué parte del grano de maíz se conserva. El harinoso endosperma se utiliza siempre, mientras que a veces la cascarilla y el germen se retiran. La maicena, o harina fina de maíz, se obtiene de secar y moler sólo el endosperma. Las harinas y sémolas de maíz también se pueden distinguir por su textura, es decir, por el mayor o menor grosor de la molienda. Hay, por supuesto, harina fina, como también la hay gruesa. Después está la media, que ni es tan fina ni tan gruesa. Tradicionalmente, el grano de maíz se molía en molinos de piedra impulsados por agua. Por nostalgia a veces se incluye en el paquete de harina la absurda puntualización de que el grano se ha molido en molino de piedra tradicional. Esta harina tiene algo más de valor nutritivo y sabor que otras harinas, pues conserva parte de la cascarilla o salvado desmenuzados en la molienda, así como parte del germen con su aceite. Sin embargo, el aceite la convierte pre-
cisamente en una harina perecedera. Si se almacena a temperatura ambiente, enseguida se pone rancia; si se refrigera, aguanta un par de meses. La harina de maíz actual se produce en su mayor parte prensando los granos de maíz entre enormes rodillos de acero, que dan a los copos una forma más afilada que los molinos de piedra. El producto prensado, o maíz laminado, sólo contiene el endosperma rico en almidón; la cascarilla y el germen se reducen a la mínima expresión, lo que alarga considerablemente la vida de la harina si se conserva en envases herméticos y en lugares frescos. Si en la etiqueta no dice que la harina esté hecha en molino de piedra, estará laminada. (Para rizar más el rizo, el grano de maíz no se lamina, sino que se prensa.) Una vez descascarillado y desgerminado el grano, sea por métodos mecánicos o con productos químicos como cal o lejía, el endosperma se lava y se seca; en ese momento, se convierte en polenta. Luego se puede moler o prensar hasta obtener unas partículas bastante gruesas, la sémola de maíz. Esta sémola recupera su agua al hervirse y se utiliza mucho como desayuno en determinados lugares del mundo, como puede ser toda la zona sur de Estados Unidos. ¿Con qué producto debe prepararse para cada receta o plato? Los estadounidenses sureños insisten en que su tradicional pan de maíz debe elaborarse con harina blanca al molino de pierda, gruesa o media según las preferencias de cada uno. Los norteños no son tan quisquillosos e incluso se atreven a combinar la harina de maíz con la de trigo y azúcar para conseguir hacer un pan «más tipo pan», pues a la harina de maíz le falta el gluten que le da al pan su maleable textura. La polenta se suele preparar con harina de maíz amarilla gruesa o fina, ya que al hervirla se transforma, de todos modos, en una masa homogénea. ¿Es necesario que diga que la harina de maíz amarilla se obtiene de maíz amarillo y la blanca de maíz blanco? (Disculpas, no pude resistirme.) FICCIONARIO DEL GOURMET
Polenta: temporada de máxima polinización en la que ios alérgicos deben tomar especial precaución
Polenta: dos maneras de prepararla En casa hay quien no se atreve con la polenta porque, preparada al estilo tradicional italiano (añadiendo harina de maiz al agua hirviendo sin retirarla del fuego y sin dejar de remover), exige del cocinero demasiada atención. A su abuela italiana le sorprenderá, pero hay maneras más sencillas de prepararla. Puede utilizar una olla con doble fondo o bien el horno. Obtendrá una polenta espesa y suave, nada granulosa. POLENTA AL BAÑO MARÍA: 4 tazas de agua 1 cucharadita de sal 1 taza de harina de maíz amarilla, gruesa o fina Mantequilla al gusto 1.
Ponga 2 1 / 2 tazas de agua a hervir en la parte superior de la olla
2.
En un cuenco mediano, mezcle la harina de maíz con la taza y
de doble fondo y sálela. media restante de agua. Añada esta pasta al agua hirviendo y remuévala bien. Baje el fuego a intensidad media sin dejar de remover hasta que rompa a hervir. 3.
Pase la mezcla con el agua hirviendo a la parte inferior de la olla. Tápela y cocínela, dándole vueltas de vez en cuando, hasta que quede suave y espesa. Añada mantequilla al gusto.
SALEN UNAS 4 TAZAS O RACIONES
POLENTA AL HORNO: 2 cucharadas de aceite de oliva 2 tazas de harina de maíz amarilla 6 1 / 2 tazas de agua 1 V 2 cucharaditas de sal 1.
Precaliente el horno a 2 0 0 °C y engrase un molde de unos 20 x
2.
En un cuenco grande, mezcle el aceite de oliva, la harina de maíz,
3 0 cm. el agua y la sal.
3.
Pase la mezcla al molde e introdúzcalo con cuidado en el horno (se derrama fácilmente).
4.
Hornee sin tapar durante 45 minutos. Dele vueltas con un tenedor o una cuchara de madera para mezclar bien los ingredientes y que le quede una masa suave. Hornee durante otros 5 minutos o hasta que suba ligeramente.
SALEN UNAS 8 TAZAS O RACIONES
Variaciones de la receta Polenta con gorgonzola: sirva varias cucharadas de polenta hecha y blandita en un plato calentado previamente en el horno. Abra un hueco en el centro y rellénelo con 3 cucharadas de mantequilla sin sal y 85 g de queso gorgonzola desmenuzado. Varíe las cantidades en función de la cantidad de polenta que haya preparado. Tostones de polenta al grill: coloque la polenta hecha y blandita en un molde cuadrado de unos 20 cm 2 , previamente engrasado, y extiéndala bien para formar una capa de poco más de 1 cm. Refrigérela. Sáquela del molde y extiéndala sobre la superficie de trabajo; córtela en cubos o en rectángulos y dispóngala sobre una bandeja de horno engrasada. Pinte los cubos o rectángulos con mantequilla derretida y tuéstelos a la parrilla, volviéndolos una vez, de modo que queden crujientes y dorados por ambos lados. Sobras de polenta: coloque la polenta hecha y blandita en un molde para pan previamente engrasado. Alise la superficie con una cuchara de madera, cubra el molde con film transparente y refrigérelo. La polenta fría está deliciosa con el desayuno. Córtela a rebanadas, fríalas con mantequilla o aceite y aderécelas con un chorrito de jarabe de arce.
Tortilla linda
En mi supermercado venden dos tipos de tortillas mexicanas: de harina y de maíz. Me imagino que las primeras son de harina de trigo corriente, pero las segundas dice en la etiqueta que están hechas con
«masa harina», que según me han dicho es un tipo de harina que se obtiene del maíz. ¿Me podría explicar de qué están hechas y por qué, entre sus ingredientes, figura la cal? Acierta con lo de las tortillas de harina. Para ser exactos deberían llamarse tortillas de harina de trigo, pues hay muchos tipos de harina procedentes de gran variedad de cereales como la cebada, el centeno y el arroz. Ahora bien, en México es muy difícil encontrarlas. Las tortillas de harina de trigo son una invención de Tex-Mex. En inglés, a las tortillas de harina las llaman flour tortillas. Flour («harina») viene de la palabra flower («flor»), metáfora utilizada para referirse a la mejor parte de algo, como la flor de una planta o, en términos culinarios, la mejor parte del cereal. Las partes de supuesta peor calidad, como la paja y el salvado del trigo y la cascarilla del maíz, se desechan en teoría. En español, la expresión «masa harina» tampoco indica de qué tipo de harina se trata; por suerte, en los envases a veces se emplea el término más explícito «harina de maíz», para distinguirla de harina de trigo. En fin, dejémonos de clases de lengua. Para retirar la cascarilla de celulosa de los granos de maíz y desgerminarlos, se remojan en una solución de agua con álcali. Los ácidos pueden ser sustancias químicas muy potentes, pero los álcalis también. Un ejemplo es el hidróxido de sodio (NaOH), conocido por otros nombres como sosa cáustica o lejía. Es tan potente que se emplea para desatascar tuberías: disuelve hasta los pelos y la grasa. (Convierte la grasa en jabón, pero eso, nunca mejor dicho, es harina de otro costal.) En México, los granos de maíz se tratan con cal, mucho más suave que la lejía pero capaz igualmente de abrir las cascarillas de celulosa y dejar al descubierto el endosperma de almidón. La cal se utiliza con esta finalidad desde hace miles de años, tanto en México como en el resto de Centroamérica. Luego el grano descascarillado se lava, se seca y se muele o se prensa para obtener la masa harina. Con las finas partículas de masa harina y una habilidad asombrosa, las mujeres mexicanas preparan unas tortas finas de forma perfectamente circular. Después las tuestan en una plancha entre 30 y 60 segundos por cada lado y las sirven, todavía calientes, a los afortunados mexicanos, a los que no se les ocurre probar esas imitaciones de fábrica planchadas y enrolladas a máquina con las que a menudo nos conformamos los gringos. El principal problema de
estas imitaciones comerciales es que, para que sea fresca, una tortilla debe conservar más o menos un 40% de humedad; al envasar, congelar y transportar las tortas, ese nivel de humedad es imposible de mantener en la versión mecanizada. Ciencia ai margen La piedra caliza, las conchas marinas, el coral, la creta, el mármol, las cáscaras de huevo, las perlas, las estalactitas y las estalagmitas tienen una cosa en común: contienen en su mayor parte un compuesto químico muy versátil y abundante llamado carbonato de calcio (CaC03). El 7 % de la corteza terrestre está formada por este compuesto, en particular los 32 kilómetros más superficiales. Si se calienta entre 8 2 5 °C y 9 0 0 °C, se descompone en dióxido de carbono (C0 2 ) y óxido de calcio o cal (CaO). La cal se ha empleado durante siglos en la fabricación del mortero, el vidrio y muchos otros materiales de gran utilidad. Al mezclarse con agua, la cal forma hidróxido de calcio, Ca[0H) 2 . Este compuesto, también conocido como agua de cal o cal apagada, es muy alcalino, aunque no tanto como la lejía. Para tratar el maíz, los aztecas recurrían a un material alcalino todavía más fácil de obtener: las cenizas de la leña. Todos los materiales de origen vegetal, incluida la madera, contienen potasio (la «potasa» de los fertilizantes] y las cenizas que dejan al arder son ricas en carbonato de potasio, una sustancia alcalina. Los aztecas no sabían nada de todo esto, pues la química no empezó a enseñarse en las escuelas hasta quinientos años más tarde. Quién sabe cómo se les debió de ocurrir cocer el maíz en agua con cenizas.
Ni los perros ni los niños ni el azúcar
Me sorprende que haya tantas comidas preparadas que lleven azúcar. ¿Creen los fabricantes que la única manera de conseguir que algo sepa bien es endulzarlo añadiendo azúcar? A todo el mundo le gusta el azúcar y eso influye mucho seguramente en el hecho de que esté presente en tantos alimentos proce-
sados. Algunos cereales de desayuno, por ejemplo, contienen una sorprendente cantidad de azúcar si uno se para a pensar. Para calcular la cantidad de azúcar de los cereales (o de cualquier otro alimento industrial), busque en la información nutricional de la etiqueta el número de gramos de azúcar por ración, divídalo por el número de gramos de cereal (o de cualquier otro alimento industrial) por ración y multiplíquelo por 100. Descubrirá, sin ir más lejos, que el All-Bran Plus de Kellog's tiene un 45 % de azúcar y Nestlé Fitness un 39 %. Fíjese que en la tabla de información nutricional «azúcares» aparece en plural. El plural se refiere no sólo a la sucrosa de la caña de azúcar (que figura como «azúcar» en la lista de ingredientes) sino también a otros azúcares que están presentes en los alimentos de forma natural, como la lactosa de la leche, la fructosa de la fruta y la glucosa, la maltosa y la fructosa de cualquier edulcorante derivado del maíz que se haya utilizado. Además del azúcar (sucrosa), busque por tanto ingredientes como fructosa, maltosa, lactosa, miel, jarabe de maíz, jarabe de maíz rico en fructosa, melaza o zumos de fruta concentrados. El «jugo de caña evaporado» no es más que un eufemismo que cuelan los fabricantes de productos de «comida sana» en la etiqueta para evitar la temida palabra «azúcar». Huelga decir que el jugo de caña evaporado es puro azúcar. Luego están los alcoholes edulcorantes (polioles) que, pese a su sabor dulce, en química no se clasifican como azúcares. El glicerol (glicerina) entra en esta categoría. Sus moléculas presentan las características tanto de un azúcar como de un alcohol; aportan entre la mitad y un tercio de las calorías del azúcar, ya que se convierten en glucosa muy lentamente y a veces escapan por el extremo meridional del tubo digestivo antes de que el organismo las haya metabolizado. Si se comen en exceso, pueden tener como consecuencia un efecto ligeramente laxante. Como los alcoholes edulcorantes no estropean los dientes ni disparan el azúcar en sangre, se utilizan con frecuencia para fabricar caramelos y chicles sin azúcar. Los verá indicados aparte en la lista de ingredientes: sorbitol, xilitol, lactitol, manitol, maltitol. (Busque el sufijo -itol.) En Sudamérica, la hoja dulce de la estevia se emplea desde hace siglos para endulzar la yerba mate. En Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea, en cambio, no está permitido incluirla en la
comida: es natural, no cabe duda, pero no se ha demostrado que sea segura. (Irónicamente, sí se vende en las tiendas de «comida sana» como suplemento alimenticio.) Aunque los sudamericanos no se hayan extinguido por consumir refrescos endulzados con estevia, las autoridades sanitarias argumentan que, si en Estados Unidos y Canadá se levantara la prohibición de utilizar esta planta como aditivo alimentario, los norteamericanos, forofos como son de los refrescos azucarados, la consumirían en cantidades enormes. Y las consecuencias de atiborrarse de limonadas y naranjadas cargadas de estevia todavía no se han estudiado. Otro edulcorante bastante utilizado en la Edad Media, pero sobre todo por los romanos, era el azúcar de plomo, una sustancia química de sabor dulce y muy venenosa que los químicos conocen como acetato de plomo. Los romanos utilizaban vasijas forradas con plomo para hervir las uvas prensadas y el vino viejo agriado. El vino agriado (oxidado) contiene ácido acético y cualquier estudiante de primer año de química sabe que el ácido acético mezclado con metal de plomo se transforma en acetato de plomo. Todos los compuestos de plomo son venenosos, pero el acetato es uno de los pocos que además es soluble en agua... y en vino. Esta técnica permitía, pues, volver a endulzar el vino pasado, pero también se podía producir azúcar de plomo para endulzar otras bebidas y alimentos. El recetario más antiguo que existe, De Re Coquinaria (Sobre cocina), escrito por el gourmet romano Marcus Gavius Apicius en el siglo i, contiene algunas recetas que incluyen el azúcar de plomo entre sus ingredientes. El envenenamiento por plomo es acumulativo y causa diferentes trastornos que pueden ir desde la gota a la infertilidad y la locura. Los patricios romanos eran los que más aprovechaban los vinos y los alimentos endulzados con plomo, así que fueron también los más afectados. Julio César sólo tuvo un hijo (ilegítimo) y no fue porque no lo intentara (era bastante mujeriego). Su sucesor, César Augusto, fue al parecer completamente estéril, fuera con esposa o con concubina. Hoy en día el azúcar clásico -sacarosa pura, sea de caña de azúcar o de remolacha de azúcar- desempeña muchas funciones en los alimentos aparte de endulzarlos. Gracias a él, el pan, las galletas y otras masas quedan más tiernos y esponjosos; estabiliza la espuma, como la de las claras de huevo, por ejemplo; acentúa otros sabores, y se carameliza al calentarlo, lo que permite dorar algunos
alimentos e impartirles un característico sabor agridulce a caramelo. Además, sirve de conservante, sobre todo en mermeladas y otras conservas de fruta. Según W. C. Fields, alguien que odia a los perros y a los niños no puede ser tan malo. El azúcar tampoco lo es. FICCIONARIO DEL GOURMET
Melaza: me pide matrimonio
El cara a cara de la miel y el azúcar
Muchos forofos de la comida sana ensalzan las virtudes de la miel por ser el edulcorante más natural, saludable y nutritivo de todos, sobre todo comparado con el azúcar refinado. Sin embargo, tengo entendido que los bebés no deben tomarlo. ¿No es algo contradictorio? No sé qué quieren decir con «más natural», a no ser que alguien sepa de algún buen motivo que explique por qué el azúcar de caña y las remolachas de azúcar son menos naturales que la miel. ¿Quizá porque no los producen insectos peludos? Desde un punto de vista químico, sí son bastante diferentes. La caña de azúcar y las remolachas de azúcar están cargadas de sucrosa, mientras que los azúcares de la miel son básicamente fructosa (39 %), glucosa (31 %) y maltosa (7 %), y sólo el 1,5 % es sucrosa. (Véase tabla 4 de la pág. 200.) La miel contiene también un 4 % de hidratos de carbono y pequeñas cantidades de minerales, vitaminas y enzimas. El resto (17 %) es en su mayor parte agua, lo que la convierte en una solución sobresaturada de azúcares. En otras palabras, en la miel hay más azúcar disuelto en el agua del que el agua suele aceptar, de modo que con el tiempo el azúcar sobrante se va «desdisolviendo» y separando en forma de cristales (es decir, se va granulando). El proceso de cristalización lo empieza principalmente la glucosa. A mí me encanta la miel granulosa, porque está crujiente. Si se guarda a entre 10 °C y 21 °C se acelera la cristalización; a temperaturas más altas, se detiene. A partir de ahí ya es cosa de cada uno.
Entre las enzimas que contiene la miel está la invertasa, que convierte la sucrosa en una mezcla de glucosa y fructosa, o azúcar invertido. (Vease «Nanocurso sobre hidratos de carbono», pág. 198.) Otra enzima que hallamos en la miel es la amilasa, que descompone el almidón en unidades más pequeñas. La miel contiene, además, pequeñas cantidades de todas las vitaminas B y de vitamina C, así como los minerales potasio, calcio, fósforo, sodio y trazas de otros. La buena fama de la miel como alimento saludable hay que atribuirla, sin duda, a estos componentes menores y a sus flavonoides antioxidantes. La práctica médica ha atribuido a la miel numerosas cualidades terapéuticas y antibacterianas. Además, la miel es mucho más interesante que el azúcar corriente, pues ofrece una fascinante variedad de sabores en función de los bares de néctar locales que frecuenten las abejas. Lamentablemente, al ser un medio anaeróbico (sin oxígeno), la miel es un excelente caldo de cultivo para Clostridium botulinum, la bacteria que fabrica la toxina botulínica, un veneno mortal. Las abejas pueden recoger esporas de C. botulinum mientras buscan comida (las esporas se reproducen en el suelo) e introducirlas en la miel. Los humanos adultos, como tienen el sistema inmunitario completamente desarrollado y bacterias en el intestino que destruyen las esporas, las toleran en cierta cantidad, pero los bebés de menos de un año no pueden defenderse de ellas y pueden contraer botulismo infantil. Ocurre muy pocas veces, pero ¿para qué arriesgarse? No vale la pena. Además, como me dijo una fuente, lo más probable es que su bebé ya sea una dulzura. FICCIONARIO DEL GOURMET
Botulismo: enfermedad que lleva a comprar botas compulsivamente
Capítulo
B
EL M A R V S U S M A N J A R E S
Salvo excepciones menores y contadas, en el planeta sólo hay dos medios en los que pueda prosperar la vida: el aire y el agua. Nosotros, los Homo sapiens, somos uno de los millones de especies vegetales y animales que prosperan en el aire, y puede que haya otras tantas especies o más que habitan en el agua y que todavía están por descubrir. De las especies que viven en el aire pocas sobreviven sin agua, y al revés sucede con las especies (conocidas) que viven en el agua: pocas sobreviven sin aire, sobre todo sin oxígeno y dióxido de carbono. Ahora bien, en cuanto nos fijamos en la alimentación humana se acaba la simetría entre unas especies y otras. Como especie que vive en el aire, el ser humano ha explotado su entorno natural: primero, recolectando las plantas y cazando los animales que la Naturaleza le proporcionaba; después, cultivando y criando las plantas y los animales que más le gustaban. En el mar sigue en la fase de la caza, aventurándose sobre la superficie oceánica para pescar lo que encuentra, y hasta hace muy poco tiempo no empezó a criar algunas de sus especies preferidas mediante la acuicultura. Entre las especies acuáticas preferidas por el ser humano figuran decenas de peces vertebrados y algunos invertebrados, como los moluscos (almejas, ostras, mejillones, vieras, calamares y pulpos) y crustáceos (langostas, cangrejos, gambas y cigalas). Este capítulo pretende llevarse al lector a una expedición de pesca. Intentaremos pescar o atrapar tan sólo una pequeña muestra de los pescados, moluscos y crustáceos preferidos por el hombre y los examinaremos uno a uno.
FICCIONARIO DEL GOURMET
Mojarra: especie de pez luna recién pescado y todavía mojado
Píntame el salmón
Como chef y apasionado por la nutrición, me pregunto lo siguiente: a la luz de toda la polémica que se ha desatado en torno a los tintes que se utilizan en el salmón de piscifactorías para darle su color rosado, ¿se le ha ocurrido alguna vez a alguien emplear licopeno, la sustancia fitoquímica roja que tienen los tomates y que se dice que es buena para la salud, en su lugar? Me veo obligado a eludir su pregunta por dos motivos: 1) no sé la respuesta y 2) no me va a arrastrar hacia la batalla que enfrenta a los productores de salmón de piscifactoría, los pescadores de salmón salvaje y los ecologistas. No obstante, si me permite un batiburrillo de metáforas, me arriesgaré a caminar por la cuerda floja, aunque sea sobre un campo de minas, y lanzaré algunas perlas. La experiencia nos ha enseñado a los consumidores a esperar que el salmón tenga un agradable color rosa anaranjado. El tejido muscular del salmón salvaje puede ir desde colores rojos intensos en el salmón rojo a rosas pálidos en el salmón real o el salmón Chinook. Los colores se deben a que el pez se alimenta de pequeños camarones, una especie de crustáceos que reciben el nombre de krill y que contienen un compuesto carotenoide de color rosa llamado astaxantina. Los flamencos salvajes (no los que pululan por los jardines) son rosas por el mismo motivo. Los carotenoides, pigmentos químicos responsables de algunos de los bellos colores con que nos alegra la vista la Naturaleza, se encuentran en las plantas y, a través de la alimentación, en muchos animales. Se han detectado más de seiscientos tipos de carotenoides distintos, en flores, frutos, hortalizas y pájaros. El salmón criado en cautividad no tiene mucho acceso a los pigmentos carotenoides del krill; se alimenta con una dieta artificial a la que se añade un colorante, ya sea astaxantina u otro carotenoide autorizado por la FDA, como la cantaxantina. (Este último, por extraño que parezca, se vende también como bronceador.) La astaxantina le da al salmón un tono algo más rojizo que la cantaxanti-
na; de hecho, las piscifactorías eligen el tono que le quieren dar al pescado escogiendo los alimentos a partir de una paleta de colores. El 23 de abril de 2003 un despacho de abogados de Seattle interpuso tres demandas contra las cadenas de supermercados Kroger, Safeway y Albertson's exigiendo que indemnizaran con millones de dólares a todos los consumidores (y entre ellos, como no, a los propios abogados) que habían comprado salmón criado en cautividad durante los cuatro años anteriores; acusaba a los supermercados de no haber informado a sus clientes de algo tan turbador como que el salmón llevaba un colorante artificial. Las familias de aquellos consumidores, que debieron de morirse de vergüenza al descubrir que habían consumido salmón teñido, merecían una buena compensación, ¿no creen? Por suerte, el tribunal no lo vio así y las demandas fueron desestimadas. (Espacio para insertar su chiste sobre abogados favorito.) Hay otras cuestiones menos frivolas que deberían preocuparnos más con relación a la cría de salmón en cautividad, como si la población de salmón salvaje corre peligro de extinguirse, si los salmones que escapan de las piscifactorías se cruzarán con los criados en libertad en detrimento de la diversidad genética, si los salmones encerrados y amontonados en redes contaminan su medio con parásitos y enfermedades, o si las jaulas de piscifactoría están contaminadas con cualquiera de las doscientas sustancias químicas sintéticas industriales de bifeniles policlorados (PCB), probablemente cancerígenos, que aunque dejaron de fabricarse en 1997 siguen pululando por el medio ambiente. Y, por cierto, su sugerencia de alimentar a los salmones con licopeno en vez de con astaxantina es probablemente imposible de llevar a la práctica, salvo que consigamos que los salmones coman tomates, en los que el licopeno es el pigmento predominante. Quizá valdría la pena intentarlo. Salmón salvaje crujiente A los grandes cocineros les gusta cocinar el salmón salvaje de la manera más simple. Lo mejor, advierten, es no saturar el pescado con salsas e ingredientes exóticos. Basta con condimentarlo y cocinarlo hasta que quede ligeramente opaco por el centro. Esta receta al hor-
no triunfa en casa. A Bob le encanta porque queda la piel crujiente y no para de recordarme que, además, contiene todos los saludables ácidos grasos omega 3. 2 cucharadas de aceite de oliva 4 filetes de salmón real salvaje de 170 a 2 2 5 g, con la piel Sal y pimienta recién molida 1. Precaliente el horno a 135 °C. 2. Caliente el aceite de oliva en una cazuela antiadherente que pueda ir al horno. Añada los filetes, con la piel hacia abajo y, en cuanto se ampolle la piel, al cabo de 1 minuto más o menos, traslade la cazuela al horno y déjela entre 8 y 12 minutos para que el salmón se haga ligeramente. 3. Retire la cazuela del horno y dé un golpe de fuego unos 2 minutos, hasta que se dore la piel y quede crujiente. Para que quede al punto debe estar poco hecho. Sirva el salmón con la piel hacia arriba. SALEN 4 RACIONES
FACCIONARIO DEL GQURMET
Salmón salteado: salmón robado de una piscifactoría
Calibración de atún Me encanta el sushi, sobre todo el nigiri, de atún claro. Ahora bien, a veces el atún crudo presenta colores diferentes, desde rosa a rojo oscuro; hasta ahora no le había dado demasiada importancia, pero el otro día leí un artículo en el periódico que decía que el atún crudo se trata con monóxido de carbono para darle un color rojo claro, aunque no sea fresco. ¿El monóxido de carbono no es venenoso?
Sí, si se cumplen las condiciones adecuadas, o más bien desafortunadas, sí lo es. Pero no en el caso de atún tratado con monóxido. Antes de nada me gustaría aclarar, para los no iniciados, que el rabil o atún claro, que en la carta puede aparecer con el nombre de
maguro, el nombre genérico del atún en japonés, no es lo mismo que el jurel, una especie de pez amarillo, ni que toro, el apreciado y grasoso vientre del atún rojo. El sushi de nigiri es un filete de pescado crudo servido sobre un cojín de arroz avinagrado. En Estados Unidos, ingresan cada año en la sala de urgencias de los hospitales miles de personas intoxicadas por monóxido de carbono. Unas doscientas mueren por inhalar el monóxido de carbono desprendido por aparatos que funcionan con gas en lugares mal ventilados, como hornos, cocinas económicas, calentadores de agua y estufas, y muchas otras por inhalar el gas del tubo de escape de sus coches en lugares cerrados. El monóxido de carbono es un gas muy tóxico, porque entra en el torrente sanguíneo a través de los pulmones y desplaza al oxígeno de la oxihemoglobina, con lo que destruye su capacidad de aportar oxígeno a las células del organismo. Huelga decir que, a falta de oxígeno, los órganos con mayor probabilidad de fallar son el corazón y el cerebro. Todos los aparatos que funcionan con combustible a base de carbono, incluidos los coches de gasolina, los hornos de gas, los calentadores de queroseno e incluso las parrillas de carbón, emiten monóxido de carbono, pues el combustible no arde del todo. El proceso de combustión es de por sí ineficiente. En vez de arder hasta transformarse enteramente en dióxido de carbono, C0 (dos átomos de oxígeno por cada átomo de carbono), parte de los átomos de carbono del combustible no encuentran un segundo átomo de oxígeno y acaban formando monóxido de carbono, CO. Por ello no deben utilizarse nunca esta clase de aparatos en un lugar cerrado: al acumularse el inevitable CO, puede llegar a alcanzar concentraciones mortales. Cuando consumimos atún crudo que ha sido expuesto a monóxido de carbono, la cosa cambia. El gas no se respira y, para el caso, ni siquiera se ingiere. Los gases son efímeros; el monóxido de carbono no se queda en el pescado una vez ha cumplido su función de aclararlo. La FDA ha clasificado el atún tratado con monóxido de carbono como un producto «generalmente reconocido como seguro», ya que los residuos de monóxido de carbono en el pescado son inexistentes. Pero ¿por qué había de hacer un productor algo tan estrafalario como exponer el pescado a un gas venenoso? Siga el rastro del dinero. El rojo del atún fresco recién cortado adquiere un tono ma2
rronoso muy poco apetecible al cabo de los días. A los consumidores no les gusta el pescado marrón y prefieren pagar más por uno que sea rojo y parezca fresco. Al atún se le aplica monóxido de carbono como si fuera carmín, por razones estéticas. La carne del atún, al igual que la de muchos animales terrestres, contiene mioglobina, una proteína pigmentada que almacena el oxígeno en el tejido muscular. La mioglobina cambia de color en función de la cantidad de oxígeno disponible. El rojo violáceo y oscuro del atún recién cortado se debe a la desoximioglobina, que en contacto con el aire se transforma primero en la roja oximioglobina y después en la marrón metamioglobina. Esto obliga a los proveedores de atún a suministrarlo a los restaurantes de sushi nada más salir de la barca, cuando todavía conserva la oximioglobina. El monóxido de carbono frustra estos cambios de color desplazando al oxígeno de las moléculas de oximioglobina (como hace en las moléculas de oxihemoglobina de la sangre) y convirtiéndolo en un compuesto muy estable: la carboximioglobina, cuyo color se asemeja al de la sandía. Así se evita que la oximioglobina llegue a oxidarse y convertirse en metamioglobina. Los cosmetólogos del atún pueden comprar el monóxido de carbono en bidones de acero inoxidable, como muchos otros gases, pero también lo pueden obtener de manera mucho más barata: quemando leña. El humo de la leña contiene monóxido de carbono gracias a que, como se ha explicado antes, el proceso de combustión resulta incompleto. Las diminutas partículas que le dan al humo su color gris se pueden filtrar junto con las sustancias químicas alquitranadas que le dan sabor, con lo que resta una mezcla de gases -dióxido de carbono, monóxido de carbono, nitrógeno, oxígeno y metano- que forman un humo insípido. Este humo no puede ser peor que el «humo entero» que se suele utilizar para ahumar el pescado u otras carnes. Aun así, según la FDA, los alimentos tratados con humo insípido no pueden etiquetarse como «ahumados», ya que carecen del sabor ahumado que en tal caso se esperaría de ellos. La ironía de toda esta historia reside en que el color del atún no guarda relación directa con su buen o mal estado. El color de la mioglobina empieza a cambiar mucho antes de que el pescado haya empezado a deteriorarse. La asociación del color rojo con su frescor es producto de la imaginación humana. ¿Hay, pues, algún problema con el atún tratado con monóxido de carbono? No, si lo que preocupa es que constituya algún peligro
para la salud. Ahora bien, siempre habrá algún pillo que retocará el color del pescado para disimular que no está fresco, lo que constituye un delito. Además, un estudio del Departamento de Ciencia Alimentaria y Nutrición Humana de la Universidad de Florida demostró que el proceso de degradación del pescado tratado con monóxido de carbono continúa sin que la carne pierda su color intenso, una trampa que podría, como sirenas embaucadas, conducir a los confiados consumidores al desastre. Ante la posibilidad de que los productores de atún engañen a los consumidores, algunos países prohiben que el pescado se trate con monóxido de carbono. En Japón, conscientes del problema debido al uso generalizado del sushi, vedaron su utilización en 1997, y la Unión Europea hizo lo propio a principios de 2004. Como consumidor, actúe en función de la confianza que le merezca la fuente. No coma pescado crudo más que en establecimientos de sushi que merezcan su confianza, y no sólo por problemas relacionados con el monóxido de carbono. Los restaurantes que nunca venderían pescado pasado o contaminado tampoco venderán pescado pasado o contaminado retocado. El atún fresco tiene un sabor limpio, una textura relativamente firme y, por supuesto, no desprende ningún olor, independientemente de cuál sea su color. En caso de duda, cierre los ojos y deje que la boca y la nariz le sirvan de guía. Recuerde que el color del atún claro puede variar; tiende a rosa en las piezas más pequeñas y a rojo intenso en las más grandes. Una vez más el color no es, por lo tanto, indicativo de su frescor. Si el pescado presenta un artificial color a sandía, es probable que se haya tratado con monóxido de carbono o humo filtrado. Sin embargo, si está fresco y limpio, no tiene por qué suponer ningún peligro para la salud. Raya por vieira
Llevo toda la vida oyendo decir que a veces, en el mercado, te venden vieiras que no son vieiras, sino pedazos de raya u otros pescados. ¿Es cierto? No puedo decir que no se haya hecho nunca, pero dudo que se haya hecho muy a menudo. Y no me cabe duda de que pocos de
nosotros seguiríamos frecuentando una pescadería o restaurante del que se hubiera descubierto que hacía trampa de este modo. Hubo un tiempo en que la raya se vendía como pescado barato, pues los pescadores la capturaban por accidente mientras buscaban presas más lucrativas (la llamada «captura incidental»). Pero aquello se acabó. Hoy la raya ha dejado de ser tan barata y el crimen no resultaría tan rentable como antes. Otra razón mejor para no creerse esta leyenda urbana es que por el centro de la aleta de la raya se extiende la delgada lámina de un cartílago plasticoso. Una «vieira» con una capa de plástico en el centro no engañaría a nadie. Es cierto que, si es muy grande (una raya común puede llegar a pesar hasta 90 kilos), se puede filetear en dos, por debajo y por encima del cartílago, con lo que se podrían cortar «vieiras» bastante gruesas y convincentes. Sin embargo, hay maneras más fáciles de timar unos cuantos dólares. (Si algún día decide falsificar una vieira, vigile con los diminutos, casi microscópicos dentículos que presenta la raya en la piel. No pican, pero pinchan y son muy molestos. No me pregunte cómo lo sé.) Hay muchos tipos de rayas, un término que engloba varias familias de peces planos que habitan en el fondo marino y que, como los tiburones, tienen cartílago en vez de huesos. Las que supuestamente se utilizan para suplantar a las vieiras no son más que una clase de rayas; la familia de las rayas (Rajidae) abarca desde la más común en la cocina europea (Raja batís) a las rayas látigo, con su cola venenosa, o las mantas raya gigantes, que pueden pesar hasta 1.300 kilos. Tienen el cuerpo plano y alas de bordes estriados que ondulan con elegancia para desplazarse. Son comestibles, pero no entrarían en la mesa de un sibarita. Aunque las cortaran con un cortagalletas cilindrico para que parecieran vieiras, no engañarían a nadie que hubiera probado la raya. El sabor y el color se parecen, pero la textura no tiene nada que ver. La agradable y hebrosa textura de la raya se asemeja más a la del cangrejo que a la de la vieira. Recele de cualquier vieira que parezca deshacerse en hebras o a capas. Y, por cierto, esos «monederos de sirena» rectangulares, huecos, negros y coriáceos que arrastra el mar hasta la playa, o que a veces aparecen enredados entre las algas, son cáscaras de huevo de la raya. Cada cáscara aloja dos huevos y se abandona en cuanto nacen las crías.
FICCION ARIO DEL GOURMET Manta rayas: lo último en ropa del hogar
Ciencia al margen
Rayas en hielo Con tanta superficie en las alas, las rayas comerían el riesgo de perder toda el agua de sus tejidos en el agua más salada del mar, que la absorbería por osmosis. Para protegerse de esta posible deshidratación, en sus fluidos corporales posee una elevada concentración de una sustancia química muy soluble que contiene nitrógeno: la urea, C0(NH 2 ] 2 . (Sí, primero se descubrió en la orina, pero se produce sintéticamente.) La urea se descompone en dióxido de carbono y amoniaco, por lo que las rayas, incluso las frescas, suelen oler a amoniaco, lo que en otros pescados puede ser indicio de que se han estropeado. El olor a amoniaco se puede eliminar sumergiendo el pescado en cualquier ácido, como zumo de limón o vinagre, refrigerándolo o, mejor aún, guardándolo en hielo hasta que toda la urea ha desaparecido.
Huevas limpias, secas y prensadas
Mi tía me trajo bottarga de Sicilia. Sé que se trata de bottarga porque lo dice el paquete, pero el resto está en italiano y, por no parecer desagradecida, no pregunté cómo se preparaba. Sé que son huevas de algún pescado, pero están duras como una piedra. ¿Qué es y qué puedo hacer con ella? Podría decirle que son huevas de pescado de roca, por lo duras, y quedarme tan ancho, pero no lo haré. La bottarga son huevas secas saladas de atún mediterráneo (el tonno italiano) o de lisa (mugine). La bottarga di tonno (también conocida como uovo di tonno o huevas de atún) y la bottarga di mugine son especialidades de Sicilia y Cerdeña, las dos principales islas italianas del Mediterráneo, y se consideran una exquisitez en toda Italia.
La bolsa que contiene las huevas se retira nada más pescar las hembras. Luego las huevas se lavan, se salan, se prensan -normalmente entre dos planchas de mármol o madera- y se secan -normalmente al sol, durante uno o dos meses. Al final del proceso parecen tablillas de madera de color ámbar oscuro y con una consistencia lo suficientemente sólida como para gratinarse como si se tratara queso parmesano. La sal contribuye a secarlas, ya que chupa el agua de las huevas prensadas, cuya clara y grasa hacen que se adhieran entre sí. La bottarga de atún tiene un diáfano y fuerte sabor salado, mientras que la de lisa es algo más suave. La mejor receta que puede hacer con ella es también la más simple: espagueti a la bottarga al estilo de Cerdeña. Una vez cocidos los espagueti, añádales un chorrito de aceite de oliva virgen extra, ajo picado, perejil y pimienta de cayena. Mézclelo todo bien, ralle un poco de bottarga y espolvoréela por encima antes de servir. Recuerde que la bottarga es un condimento, bastante salado y con sabor a pescado, así que con un poco tiene bastante. FICCIONARIO DEL GOURMET
Mero: un pescado muy modesto
La prueba del ácido
Siempre he sentido curiosidad por el ceviche, un plato de pescado sudamericano. Según los libros, para «cocinar» el pescado basta con marinarlo en zumo de lima. ¿Se considera realmente que está «cocinado» o sigue crudo? Casi siempre que algún gastrónomo habla del ceviche, acompaña el texto con la explicación gratuita de que el zumo de lima tiene sobre la proteína los mismos efectos que el calor, por lo que el pescado «se cocina». ¿Que «se cocina» quiere decir que realmente se cocina? Y si las comillas no son necesarias, ¿por qué demonios las utiliza todo el mundo? Es un círculo vicioso, en el que unos se citan a los otros. Digamos que «cocinar» significa únicamente someter a calor,
mientras que «crudo» significa que no está cocinado y, a partir de ahí, usted elige. Antes de servirle un minicurso sobre las propiedades químicas de la proteína, permítame de todas formas obsequiarle con un pequeño aperitivo. El ceviche se prepara con trocitos de varios tipos de pescado de agua salada, o de vieiras u otros mariscos, o de calamar o pulpo. Estos trocitos se marinan en zumo de lima durante varias horas en el frigorífico y después se les echa un poco de aceite, cebolla y otras verduras picadas y especias. El plato se sirve frío. Si se utiliza pescado fresco -como debe ser sin ningún género de dudas-, puede marinarse durante cinco o seis horas sin problema; la acidez de la lima (pH alrededor de 2,2) retrasa la proliferación bacteriana. El ácido cítrico del zumo de lima transforma las proteínas del pescado desnaturalizándolo. Las moléculas de proteína, normalmente de forma helicoidal, se desenrollan y despliegan hasta adoptar formas menos intricadas; la forma de las moléculas, sobre todo de las proteínas, determina sus propiedades físicas y químicas, por lo que pierden su naturaleza original, es decir, se desnaturalizan. Y, sí, el calor utilizado en la cocina también desnaturaliza. Sin embargo, los ácidos y el calor no son los únicos medios por los que se puede desnaturalizar la proteína. Una alta concentración de sal, incluida la de mesa o cloruro de sodio, por ejemplo, puede hacerlo. También el aire, como cuando se forman burbujas al batir la nata. Incluso los álcalis, lo contrario de los ácidos, y las bajas temperaturas, lo contrario del calor, tienen poder para hacerlo, aunque sea menos frecuente. La analogía entre marinar y cocinar se produce porque el calor es el desnaturalizante de la proteína más conocido en la cocina. Para desnaturalizar o desenrollar moléculas de proteína no hace falta gran cosa, porque los enlaces que las mantienen dobladas y enrolladas no son muy fuertes. La evolución arroja algo de luz sobre este hecho. A lo largo de miles de millones de años, las proteínas se han ido especializando en ciertas funciones en determinados seres vivos, por lo que no necesitan mantenerse estables en condiciones que difieran enormemente de las que predominan en los organismos a los que sirven. El músculo animal suele tener sólo una ligera acidez, mientras que la temperatura corporal suele ser relativamente baja, sobre todo en las especies marinas. En consecuencia, las proteínas de la carne y el pescado se pueden desesta-
bilizar sometiéndolas a una acidez o temperatura superior a la de los músculos del animal. Esto explica que, al preparar el ceviche, la proteína del pescado se pueda desnaturalizar con un ácido tan suave como el del zumo de lima o incluso con la temperatura del frigorífico. Los diferentes métodos de desnaturalización se complementan y potencian. Por ejemplo, cuanto más fuerte es el ácido al que se somete a la proteína, menor es la temperatura que se necesita para desnaturalizarla por calor. Así, la carne o el pescado marinados en zumo de lima o limón (ácido cítrico), vinagre (ácido acético) o vino (principalmente ácidos tartárico y málico) requerirán menos tiempo de cocción que la carne o el pescado no marinados. Si prefiere explicarlo diciendo que el ácido ha «cocinado» parcialmente la carne, adelante. Una vez se han desenrollado y desplegado por cualquiera de estos procesos de desnaturalización, las moléculas de la proteína pueden volver a transformarse. Si las condiciones cambian, pueden volver a enrollarse y recuperar su forma original o una forma parecida. Sin embargo, no suele suceder, porque al desenrollarse o desnudarse, por decirlo de alguna manera, las moléculas proteínas exponen partes de sí mismas que hasta entonces habían permanecido ocultas entre los pliegues, y esas partes pueden reaccionar con otras sustancias químicas de alrededor que cambien su forma de manera más o menos permanente. Otra cosa que puede suceder es que las partes recién destapadas se enlacen entre sí y formen enlaces cruzados, con lo que se crea una especie de malla más firme en la que las moléculas se entretejen. Por eso, al cocinar un pescado o marinarlo en zumo de lima para preparar ceviche, adquiere una consistencia más dura. También se vuelve más opaco, pues los rayos de luz no consiguen penetrar la densa malla de moléculas de proteína entrelazadas. (Lo mismo sucede con las proteínas de la clara de huevo; al cocinarla pierde su transparencia y se vuelve blanca opaca.) En según qué condiciones, las moléculas desplegadas acidificadas también pueden unirse y coagular la proteína, como cuando el ácido láctico desnaturaliza la caseína de la leche y se forma el cuajo. ¿Por qué son entonces los ácidos tan importantes en la cocina? Por un lado, todos los alimentos, sean de origen vegetal o animal, son por naturaleza ligeramente ácidos o alcalinos (pero ni ácidos ni alcalinos), por lo que la química de los alimentos, incluida la quí-
MOMMCO I (¿41 mica del proceso de cocción, es muy sensible a la más mínima variación de la acidez. El grado de acidez (expresado con un pH entre 0 y 7) desempeña, por lo tanto, un papel fundamental en muchas de las transformaciones químicas que tienen lugar cuando cocinamos. En cambio, la alcalinidad (un pH de 7 a 14), la antítesis de la acidez, apenas tiene relevancia en la cocina. Las sustancias químicas alcalinas, muy extrañas en la comida, suelen tener efectos nocivos sobre los alimentos y rara vez se utilizan. La Naturaleza se ha asegurado de que así sea dotando a las sustancias alcalinas de un sabor amargo y jabonoso. Los ácidos, por el contrario, confieren a la comida un punto astringente muy apreciado por nuestro paladar. ¿Qué hay de la salud? Las temperaturas de cocción destruyen las bacterias y la mayoría de esporas, y el ácido hace lo propio en la superficie de los alimentos. Sin embargo, los parásitos que merodean por el interior de la carne, que la temperatura del congelador y el calor de la cocción sí eliminan, no mueren con el ácido. Con todo, como no me cansaré de insistir, si prepara pescado fresco y controlado comprado en pescaderías de confianza, ni el sushi ni el sashimi ni el ceviche deberían de suponer ningún problema para la salud. Basta con no comprar el pescado al señor que se pasa por el pueblo con la furgoneta. Mejillones que caminan por el lado salvaje de la vida
He comido muchas veces mejillones en restaurantes y los he disfrutado, pero las pocas veces que he intentado hacerlos en casa me han salido granulosos y fibrosos. ¿Cómo debo limpiarlos? Puede que comprara mejillones de roca en vez de mejillones de cultivo. Los granos eran probablemente de arena, mientras que las «fibras» debían de ser restos de las barbas del mejillón, que en los de cultivo se retiran antes de distribuirlos a los mercados. Los mejillones no hurgan en la arena como las almejas, no sellan sus conchas entre sí como las ostras ni nadan libremente por el mar como las vieiras. Se amarran a algún objeto estacionario mediante el biso o barba, un matojo de filamentos duros que fabrican expulsando una proteína líquida que se endurece en contacto con el agua del mar y que se adhiere a casi cualquier superficie con más
fuerza que el Super Glue. De hecho, es tan adherente que los científicos han intentado reproducirla en el laboratorio con el fin de utilizarla para cerrar las incisiones practicadas en el quirófano. Los mejillones se cultivan bajo el agua colgándolos de cuerdas de cáñamo en España, de postes de bambú en Tailandia, en tableros de roble en Francia y en largos tendederos (como calcetines de gigante suspendidos de cuerdas de tender submarinas) en Suecia y Canadá, o criándolos en el fondo marino en zonas poco profundas en los Países Bajos y en Maine, Estados Unidos. En estos emplazamientos apenas absorben arena. Antes de enviarlos al mercado, se les recortan las barbas a máquina, aunque a unos cuantos a veces hay que arrancárselas. Por lo demás, para lavar los mejillones de cultivo no hace falta más que aclararlos con un poco de agua fría. Los que aparezcan abiertos de par en par y se resistan a cerrarse aunque los golpee con fuerza con otro mejillón, están muertos y debe desecharlos. Para el cultivo del mejillón en fondos marinos, se a va unas zonas seleccionadas donde crecen mejillones azules de roca, se extraen los más jóvenes y se esparcen de forma bastante disgregada en parcelas arrendadas en el fondo marino. Al no tener que competir por la comida en la jungla del oceáno, en estos nuevos emplazamientos consiguen crecer de 5 a 7,5 cm en periodos de 18 a 24 meses. Para alcanzar este tamaño en su hábitat de origen, necesitan entre 7 y 8 años. (Si sobreviven a los patos, a los cangrejos, a las estrellas de mar y a los humanos, los mejillones viven de doce a trece años; algunos alcanzan incluso los cincuenta.) En los mejillones de cultivo, mimados y regordetes, la carne llega a suponer el 25 % del peso del molusco con su concha, mientras que en los de roca la carne rara vez supera el 15 %. Al vivir anclados, los mejillones se alimentan de lo que las corrientes oceánicas les acercan. Al igual que las almejas y las ostras, se alimentan absorbiendo a todas horas el agua del mar y filtrando las partículas de plancton. Un mejillón azul corriente, de unos 5 cm de largo, puede llegar a filtrar de 38 a 57 litros de agua al día. En este proceso, sin embargo, también puede atrapar bacterias y otros microorganismos tóxicos. Por este motivo son tan peligrosos los mejillones criados en aguas contaminadas; las bacterias se acumulan en el interior del mejillón como la porquería en la bolsa de un aspirador. Los mejillones de cultivo se crían en aguas sometidas a un estricto control.
Existen diecisiete especies de mejillón comestible conocidas en el mundo. La más común es la del mejillón azul o mejillón atlántico (de color negro azulado), Mytilus edulis, que se cría principalmente en las aguas de Maine y la isla Príncipe Eduardo del Canadá. En el Estado de Washington se cultiva una especie similar, Mytilus troesselus. No obstante, de mayo a julio, lo más probable es que el mejillón azul esté dedicando toda su energía a desovar, lo que los debilita, los hincha y disminuye su calidad. Por suerte para los mitilófilos, el mejillón rubio o mejillón mediterráneo, Mytilus galloprovincialis, que se cultiva en la Costa Oeste, desova en enero y febrero, por lo que puede comerse en verano. Es suave, dulce, gordo y blandito; en condiciones óptimas, puede medir hasta 17 cm de largo y contener hasta un 60 % de carne en peso. Otra clase de mejillón de cultivo que también se encuentra ahora con mayor facilidad en Estados Unidos es el mejillón verde, Perna canaliculus en Nueva Zelanda y Perna viridis en el sudeste asiático. Los moluscos del género Perna tienen sólo un músculo, el abductor, que mantiene unidas las dos valvas de la concha, mientras que los del género Mytilus tienen dos. Los mejillones verdes, de entre 7,5 y 10 cm de largo, lucen un asombroso color verde esmeralda, pero su carne suele ser del típico color crema o anaranjado. (Los machos tienden al color crema, mientras que en las hembras predomina el color naranja.) Al transportarse en cámaras de congelación, los mejillones verdes pueden comprarse a lo largo de todo el año. Mejillones al vapor con mayonesa de ajo Es difícil encontrar recetas más fáciles que esta. Eche los mejillones en una cazuela caliente y remuévalos hasta que se abran y absorban su propio jugo. Y eso es todo. Resultan deliciosos mojándolos en mayonesa de ajo al pimentón. Sírvalos como aperitivo o como cena ligera, con crujiente pan de payés para mojar en su sabroso caldo. 1 kg de mejillones Pimienta recién molida 1 o 2 limones, partidos por la mitad Mayonesa de ajo al pimentón (véase pág. 354)
1.
Caliente una cazuela grande a fuego fuerte durante unos 2 minutos. Para saber si ha alcanzado la temperatura adecuada, eche unas gotas de agua; si las gotas se desperdigan y saltan en el fondo de la cazuela, está lista.
2.
Deseche los mejillones que no se cierren con un golpecito y añada el resto en la cazuela. Con una espátula o una cuchara grande de madera o acero inoxidable, dé vueltas durante 4 o 5 minutos, hasta que se abran y liberen su jugo. Hágalo con brío, para que todos los mejillones pasen en la parte de abajo el mismo tiempo que los demás. Cuanto más ruido hagan las conchas al golpear contra el fondo y las paredes de la cazuela, mejor. Ese delicioso sonido suena a música celestial en oídos de cualquier amante del marisco.
4. Cuando todos los mejillones se hayan abierto e hinchado -deseche los que no se hayan abierto-, salpimiéntelos y repártalos con su jugo en 2 fuentes grandes o 4 cuencos pequeños. Coloque medio limón en cada fuente o cuenco para que los comensales puedan exprimir su zumo al gusto sobre los mejillones. Sirva mayonesa de ajo al pimentón en salseras individuales para mojarlos. SALEN 4 RACIONES DE APERITIVO 0 2 PLATOS PRINCIPALES
¿Por qué no? ¡Aféitame con una almeja!
¿Se comen las navajas? ¿Por qué se llaman así? Sí, se comen, rebozadas y fritas o como buñuelos. En Estados Unidos son mucho más difíciles de encontrar que en muchos países europeos. No se llaman así por ser afiladas (aunque lo son), sino porque la forma de su concha recuerda a las antiguas navajas rectas de mango curvo: dos conchas curvas y alargadas, unidas por el borde curvo exterior y con los extremos abiertos, para que la almeja se pueda asomar y hacer todo lo que necesita hacer una almeja. La leyenda popular dice que los indios nativos de Norteamérica se afeitaban con las conchas afiladas de otra especie de almeja, la almeja americana (Mercenaria mercenaria). La suave y perlada capa interna (nácar) de estas conchas suele producir bellos reflejos
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violáceos. Se tallaban para fabricar cuentas tubulares y hacer ab lorios, que después se utilizaban como wampum, moneda de can bio, en el comercio con los colonos holandeses e ingleses. (La información anterior no guarda relación con las navajas y incluyo sin coste adicional para el lector.) En Estados Unidos, la navaja del Atlántico (Ensis directus) pu< de llegar a medir hasta 25 cm de largo. La navaja del Pacífico (Sil qua patula) es más corta y recia. Ambos tipos pasan su vida en 1 arena o en el fango en las zonas de marea baja de bahías poco prc fundas; se aguantan verticales, con el pie hacia abajo y «el otro e> tremo» (no tienen cabeza) hacia arriba. Los dos extremos sobresale de la concha tubular y se abren, por lo que las navajas no aguantai mucho tiempo en buen estado; deben cocinarse vivas y frescas. Al igual que en todas las demás almejas, el «pie» no sirve par caminar; sirve para cavar. La navaja alarga el pie (es decir, su exea vadora) para hundirlo en el fango, luego engrasa la planta y lo re trae hacia la concha; así se va clavando en el suelo en lo que serí; la aplicación perfecta de la Tercera Ley de Newton: cuando un ob jeto tira hacia arriba siempre hay otro que empuja hacia abajo (nc son las palabras exactas de Isaac Newton). Intente, si no, tirar de una navaja hacia arriba. Esos diablillos cavan en la arena con tal rapidez que es imposible seguirlos y se aferran con tanta fuerza que, aunque consiga agarrar alguno, antes romperá su frágil concha que lo despegará del fango. Por eso es difícil encontrar navajas en la pescadería. Una lástima, porque están muy buenas. Por otro lado, cualquier deliciosa especie que haya conseguido burlar nuestros intentos de diezmar su población merece todos mis respetos. Paella para principiantes La paella parece muy difícil de preparar, pero en realidad no se trata más que de seguir una sencilla serie de pasos. Este método paso a paso es para principiantes. Más adelante, puede experimentar todo lo que quiera, pues la paella no es tanto un plato como un mejunje con una base de arroz y marisco, aves o conejo o todo a la vez. Todo depende de en qué parte de España se prepare. La característica principal de la paella es, con todo, su arroz azafranado.
Haga los preparativos en una sartén grande, a ser posible negra de hierro colado. Como principiante estará más familiarizado con el manejo de la sartén, que además es más manejable en los fogones que la paella. Media hora antes de que lleguen sus invitados, encienda el horno, monte los ingredientes en la paella y hornee el plato hasta cocer el arroz. Esta receta está pensada para una paella de unos 35 a 40 cm de diámetro. Bob y yo la compramos en Valencia, cuna de la paella de marisco. ¿Por qué ese tamaño? Porque no cabía más grande en la maleta. 24 almejas pequeñas 12 mejillones 5 5 0 g de gambas medianas De 5 a 6 tazas de caldo de pollo Un buen puñado de hebras de azafrán 2 2 5 g de chorizo De 6 a 8 muslos de pollo, con su piel Sal y pimienta recién molida 1 / de taza de aceite de oliva aproximadamente 3 1 cebolla grande picada fina 1 pimiento rojo picado fino 1 pimiento amarillo picado fino 6 dientes de ajo picado ? cucharadita de pimentón 1 taza de tomates cherry maduros, agujereados con un cuchillo 1 taza de guisantes congelados, descongelados 2 tazas y media de arroz de grano corto, preferentemente de la variedad bomba Rodajas de limón para adornar Mayonesa de ajo al pimentón (pág. 354) para acompañar
Preparativos: 1.
Deseche las almejas y los mejillones que no se cierren fácilmente con un golpecito. Friegue el resto con estropajo bajo el grifo, colóquelos juntos en un cuenco y guárdelos en el frigorífico. Pele las gambas y reserve las cáscaras; después, desvénelas [retire la vena negra del lomo), colóquelas en un cuenco aparte y refrigérelas.
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2.
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Para potenciar el sabor del caldo, sofría las peladuras de las gambas en una sartén con un poco de aceite de oliva durante unos 8 minutos o hasta que se pongan rojas. Añada 1 taza y media de caldo de pollo y cuézalas a fuego lento durante otros 5 minutos. Cuele el caldo y deseche las peladuras.
3.
Aplaste las hebras de azafrán entre dos cucharas o con los dedos hasta obtener media cucharadita de polvo de azafrán. Échelo, junto con unas cuantas hebras enteras, al caldo caliente para que absorba el sabor, y añada caldo de pollo hasta completar 5 tazas. Reserve una taza de caldo y déjela cerca por si necesita echar mano de ella.
4.
Corte el chorizo en trozos de unos 10 cm y cuézalos a fuego lento en agua durante unos 15 minutos. Déjelos enfriar y córtelos en rodajas de un dedo más o menos. Resérvelos.
5.
Escurra el pollo y séquelo con papel de cocina. Salpimiéntelo. Caliente el aceite de oliva a fuego fuerte en una cazuela de hierro colado o en una paella. Sólo necesita cubrir el fondo de la cazuela o paella con una fina capa de aceite. Una vez caliente, añada el pollo y dórelo por ambos lados durante 15 minutos, de modo que le quede sólo medio hecho tirando a hecho. Páselo a una fuente y resérvelo.
6.
En el mismo aceite, sofría la cebolla y los pimientos a fuego mediobajo durante unos 10 minutos, hasta que se ablanden sin llegar a dorarse. Añada el ajo y el pimentón y cocine los ingredientes durante otros 2 minutos, pero no deje que se doren los ajos. Añada los tomates cherry y súmele otros 2 minutos. Deje enfriar el sofrito y resérvelo.
Para acabar el plato: 1.
Unos 35 minutos antes de servir la paella, coloque la bandeja del
2.
Extienda el sofrito en la paella para que cubra bien todo el fondo.
horno lo más baja posible y precaliente el horno a 2 0 0 °C. Distribuya el arroz sobre las verduras y mézclelo bien para que se empape de aceite. 3.
Caliente las 5 tazas de caldo en un cazo hasta que hierva. Ponga la paella a fuego medio-alto y vierta el caldo hirviendo sobre el
arroz y las verduras. Lleve el arroz a ebullición, baje el fuego y cuezalo a fuego lento, sin remover, durante 10 minutos. 4. Apague el fuego. Añada el chorizo y empújelo hacia dentro; luego, las gambas y, finalmente, las almejas y los mejillones con la cascara hacia abajo. 5. Si queda espacio, añada los muslos de pollo; de lo contrario, colóquelos en una bandeja pequeña y áselos en la parte superior del horno mientras la paella se acaba de hacer en la parte de abajo. 6.
Deposite con cuidado la paella en el horno de 10 a 12 minutos. Compruebe cómo está. Si el arroz parece demasiado seco, añádale parte del caldo reservado; no lo remueva. Cuando esté hecha, los moluscos se habrán abierto totalmente, las gambas estarán rosas y el arroz ligeramente crujiente. Si es necesario, déjelo en el horno otros 3 minutos.
7.
Retire la paella del horno. Esparza los guisantes descongelados por encima. Cubra la paella con un paño de cocina o con papel de aluminio y déjela reposar durante 5 minutos para que el arroz acabe de absorber el líquido restante y quede tierno. Este paso es muy importante.
8. Adorne la paella con rodajas de limón y colóquela en el centro de la mesa para que cada comensal se sirva. Si no le cupieron en la paella, reparta los muslos de pollo y haga circular la mayonesa. SALEN DE 6 A 8 RACIONES
Vieiras de ojos azules
En un garito de pescado me dijeron que la ley obligaba a sumergir todas las vieiras en una sustancia química para que se conserven durante más tiempo. Aunque el tratamiento no sea perjudicial para la salud, me sorprende que impongan una medida como esta sólo por este motivo. ¿Es fiable la información que me dieron?¿Existe esa ley? De paso, ¿podría explicarme la diferencia entre vieiras gigantes, secas y mojadas? En primer lugar, no vuelva al «garito de pescado» en el que le dijeron que la ley les obligaba a poner en remojo las vieiras. Es un dis-
parate. Ahora bien, antes de que le explique por qué, veamos a q se refieren todos esos adjetivos marisqueros. Hay quien cree que una vieira es un trozo de marisco blanco p recido a esas golosinas que llamamos nubes. Falso. Es como llam bistec a una vaca. Por «vieira» nos referimos a un bicho que CÍ nunca vemos entero. Los pescadores desbullan la mayoría de vi< ras en alta mar en cuanto las pescan y se deshacen de todo men de ese músculo enorme y blanquecino que acaba vendiéndose i nuestros mercados. Se trata del músculo abductor de la vieira, qi lo utiliza para cerrar el par de valvas de la concha, de forma simil a la del símbolo de la petrolera Shell Oil. Otros moluscos bivalvi (con conchas de doble pieza), como las almejas, las ostras, los be berechos y la mayoría de mejillones, cuentan con dos músculos al ductores, pero las vieiras sólo tienen uno y es a lo Schwarzenage Los norteamericanos suelen desdeñar el resto del animal, peí todo en él es comestible (excepto la concha, por supuesto). Prui belas crudas si tiene ocasión. Enteras y crudas resultan más dula que una almeja y carecen del fuerte sabor a azufre de las ostras. Es sí, asegúrese de que son totalmente frescas, es decir, de que no llt ven mucho más de un día fuera de aguas limpias y controladas. LE vieiras se estropean enseguida, incluso antes que la mayoría d mariscos, pues las valvas de la concha no cierran de forma hermí tica. La mayoría de bivalvos se pescan del mar perfectamente CÉ rrados, por lo que permanecen vivos y frescos, mientras que la vieiras mueren al poco de sacarlas del agua; además, al estar abiei tas, son una clara invitación a las bacterias. Las dos especies más vendidas en Estados Unidos son la vieir americana y el peine caletero. La vieira americana (Placopecte. magellanicus) es las más grande: salen entre 45 y 65 unidades, sil concha, por kilo; tiene 2,5 centímetros o más de grosor y se extrae de conchas de entre 20 y 30 cm de ancho. El peine caletero (Argo pecten irradians) es más pequeño, tanto por el músculo (de 130 ¡ 200 unidades el kilo) como por la concha (de 5 a 7,5 centímetros) En el mercado se encuentran a veces unas vieiras muy chiquitínas de las que salen más de 150 unidades por kilo; se conocen comc peine percal (Argopecten gibbus). Muchos pescaderos desconocer estas sutilezas marcadas por la biología y la geografía y las llamar de una manera u otra según el tamaño o cómo tengan el día. En teoría las vieiras gigantes (22 o menos unidades por kilo) nc se dragan del mar sino que las pescan unos buzos a mano. Su ex-
traordinario tamaño, su escasez y su elevado precio hacen que sólo se encuentren en restaurantes de lujo. En la práctica no es cierto que todas las vieiras gigantes se pesquen a mano. Con su enorme músculo abductor, las vieiras cierran con fuerza sus valvas para darse impulso y escapar de los peces predadores y las estrellas de mar. (El fondo marino es una jungla.) Son capaces incluso de dirigir el agua que bombean en una dirección u otra para moverse hacia donde quieran, aunque suelen hacerlo hacia adelante, expulsando el agua por la charnela. ¿Le parece raro? Pues escuche esto. Muchas vieiras tienen los ojos azules. No me lo invento. Ningún otro bivalvo tiene ojos y mucho menos unos ojitos azules como los de la vieira. Si mira en el interior de la concha, verá dos hileras de ojos diminutos, unos cincuenta o más, que le devuelven la mirada desde la «cara» del animal o «manto». Aunque las vieiras no pasarían una revisión óptica como la nuestra, distinguen los cambios en la intensidad de la luz y saben que, cuando algún extraño eclipsa su puerta, es momento de escabullirse. Una de mis experiencias más emocionantes (ya saben, necesito vivir la vida) ha sido vadear entre vieiras vivas en las aguas poco profundas del cabo Cod y ver cómo escapaban a toda velocidad en cuanto mi sombra caía sobre sus conchas. (Las de ellos y las de ellas, porque la mayoría de vieiras son hermafroditas.) En Europa no se descartan las huevas rojas de la hembra; se sirven con el músculo abductor acompañadas con una salsa de nata líquida y tostones de pan en un plato que se conoce como coquilles St. Jacques. Los músculos de vieira tienden a secarse y perder peso, con lo que aumenta el número de unidades que caben en un kilo y pierden valor. Para evitarlo, los mayoristas e incluso las tripulaciones de los pesqueros que recorren largas distancias las conservan en agua fresca o en una solución de tripolifosfato de sodio para que se mantengan húmedas. Como la carne de la vieira suele estar saturada por el agua salada del mar, el agua menos salada del remojo penetra en su interior por osmosis. El tripolifosfato de sodio ayuda a la vieira a conservar esa agua. Cuando se someten a este proceso reciben el nombre de vieiras mojadas o procesadas, para distinguirlas de las secas. Las vieiras mojadas, al estar cargadas de agua, pesan mucho y deberían venderse más baratas. (Consumidor, tome nota.) Las distinguirá porque son muy blancas, ya que el fosfato las blanquea y
pierden su color marfil crema o rosa natural; además, descansarán amontonadas en un líquido lechoso y pegajoso. Si las sofríe el resultado será espantoso; soltarán toda el agua en la sartén y se cocerán en vez de dorarse. ¿Qué dice la normativa? En Estados Unidos la FDA supervisa su contenido de agua. En el agua del mar, las vieiras poseen entre un 75 % y un 80 % de agua. Si al venderlas poseen más del 80 %, se exige indicar en la etiqueta el porcentaje de agua que se ha añadido y, en su caso, que se ha tratado con tripolifosfato de sodio. El máximo es un 84 %; si poseen más agua no pueden venderse. Y aquello de que la ley obliga, nada de nada. El problema es que la etiqueta se coloca en los cajones de venta al por mayor, por lo que el consumidor no llegar a ver esta información en el mercado. Lo mejor es comprar las vieiras en una pescadería de confianza, en la que sepa que no le van a vender unas que han estado en remojo a precio de vieiras al natural. ¿Para qué pagar más por el agua? Camuflaje crustáceo
Cuando compro gambas, a veces están grises y a veces rosas, como si las hubieran cocinado. ¿Son menos frescas las rosas? No, son simplemente de especies diferentes. Algunas son más rosas y otras más grises, aunque hayan estado arrastrándose por el lodo oceánico. En cambio, al cocinarlas, tanto unas como otras se vuelven rosas. Este color está previamente en la concha, pero oculto bajo colores más oscuros que se descomponen con el calor de la cocción. Las gambas de aguas menos profundas, o al menos en el caso de la gama del Atlántico, presentan un color más o menos pardusco para camuflarse en la arena. En aguas profundas, donde predomina una luz azulada, pueden permitirse ser rosas; los pigmentos rojizos no reflejan apenas la luz azul, por lo que no se ven. Salvo que viva junto a los muelles en los que se descargan las gambas, lo más probable es que siempre haya comprado gambas frescas congeladas nada más salir del barco y transportadas así al mercado, aunque a veces se congelan incluso en el mismo barco. En el mercado las cajas de gambas que se sacan a la venta se van
descongelando, pero una vez descongeladas, al igual que muchos otros mariscos y pescados, se estropean enseguida. Por suerte, todos tenemos un detector ultrasensible que nos avisa de que se han estropeado: la nariz. Si nota cualquier olor que no sea el de la fresca brisa oceánica, plantéese cambiar el menú de la cena. Antes de comprar las gambas, no sea pudoroso y pida que le dejen oler una de cerca. (Una vez un pescador del muelle de Marsella casi me corta el cuello indignado cuando me vio acercarme un calamar a la nariz para olerlo. No había caído en la cuenta de que estaba tratando directamente con el pescador, recién bajado del barco. ¡El calamar no podía ser más fresco!) Langostinos salteados con crujiente de pan Esta receta tiene mucho éxito en los restaurantes italianos de estados Unidos, donde la llaman Shrimp Scampi (o Scampi Scampi en italiano). Los langostinos se sofríen con ajo y se cubren con una crujiente capa de pan rallado. Puede rallar el pan si lo prefiere, pero a mí me gusta utilizar un pan rallado muy crujiente de la cocina japonesa llamado pariko. REBOZADO: 1 cucharada de mantequilla sin sal V4 de taza de pan rallado grueso o panko LANGOSTINOS: 3 cucharadas de mantequilla sin sal 1 cucharada de aceite de oliva virgen extra 4 5 0 g de langostinos, pelados, sin cola y desvenados 4 dientes de ajo grandes, cortados a rodajas Sal kosher Pimienta recién molida 1/
4 de taza de vino blanco seco 2 cucharadas de perejil de hoja plana, fresco y picado 2 cucharadas de zumo de limón recién exprimido Cuñas de limón para adornar
1.
Prepare el crujiente de pan: caliente la mantequilla en una sartén pequeña a fuego medio. Cuando esté caliente, añada el pan rallado y remuévalo hasta que se dore. Retire enseguida la sartén del fuego y resérvela.
2. Prepare los langostinos: caliente la mantequilla y el aceite de oliva en una sartén grande a fuego fuerte. Cuando la mezcla empiece a burbujear, añada los langostinos y sofríalos sin dejar de remover durante 1 minuto. Añada el ajo y sofríalo durante otro minuto, hasta que las gambas se hayan vuelto opacas y rosas. No deje que el ajo se dore. Salpimiente al gusto. 3.
Reduzca el fuego a la mitad y añada el vino. Llévelo a ebullición, baje el fuego al mínimo y cueza durante 2 minutos. Retire la sartén del fuego. Esparza por encima el perejil picado y riegue con el zumo de limón; después muévalo para que se mezcle bien.
4.
Reparta los langostinos en platos individuales y espolvoréelos con el crujiente de pan. Sirva de inmediato. Sirva cuñas de limón por si alguien se quiere añadir unas gotas.
SALEN 4 RACIONES DE APERITIVO Q 2 PLATOS PRINCIPALES GENEROSOS
C a p í t u l o ~7 CARNAVAL PARA CARNÍVOROS
En Estados Unidos se consumen cada año alrededor de 21 millones de toneladas de carne de buey, ternera, cordero y cerdo y alrededor de 16 millones de toneladas de aves. Según las estadísticas del Departamento de Agricultura, en 2001 el americano medio consumió 28,5 kilos de buey; 23,4 kilos de cerdo; 0,8 kilos de ternera y cordero; 35,3 kilos de pollo, y 8,1 kilos de pavo, todo ello calculado a partir del peso de venta en mostrador una vez quitada la grasa. En total, más de 90 kilos de carne por hombre, mujer, niña, niño y bebé del país, incluidos los vegetarianos. Europa no se queda atrás. El consumo de carne de buey, ternera, cordero y cerdo se sitúa en torno a los 26 millones de toneladas; el de carne de pollo, en torno a los 8 millones. Sólo las cifras ya le hacen a uno sentirse lleno. Técnicamente, la palabra «carne» se refiere al tejido muscular de cualquier animal, incluidos el pescado y el marisco. Pero ya fuimos de pesca en el capítulo anterior, así que en este nos limitaremos a los animales de dos o cuatro patas, es decir, a las aves y a la carne «roja». Los productores quieren que nos refiramos al cerdo como la «otra carne blanca», porque no es tan roja como la de buey o cordero. El color del cerdo se debe a su pereza. Este animal es inactivo por naturaleza (a nadie se le ocurriría intentar dormirse contando cerdos en vez de ovejas), así que su músculo apenas contiene mioglobina, el compuesto rojo en el que se almacena el oxígeno (véase «¡Cómo son! ¿Carne marrón?», pág. 261) y que otros animales acumulan en sus músculos para satisfacer demandas repentinas de energía. Además de músculos de movimiento y locomoción, la mayoría de animales poseen huesos para sostenerse en pie y órganos inter-
nos que resuelven los procesos vitales. Por tanto, en este capítulo no hablaremos sólo de la carne en sí; también explicaremos cómo se utilizan los huesos para hacer caldo y nos detendremos, aunque sólo sea brevemente, en una parte comestible pero tan poco apreciada como son las tripas. En el mundo hay diferentes actitudes hacia la carne: el tipo de carne que se consume y cómo y cuándo se come. En Estados Unidos, la carne roja procede casi exclusivamente de tres mamíferos: las vacas, las ovejas (corderos) y los cerdos. A un norteamericano le fascina, para su mayor o menor consternación, enterarse de que hay culturas en que se come otro tipo de mamíferos (como cabras, conejos, camellos, caballos, ballenas y perros), y no digamos ya cuando oye hablar de pueblos que comen anfibios o reptiles (ranas, lagartijas, cocodrilos y serpientes) o incluso insectos (saltamontes y larvas). Al mismo tiempo, hay culturas a las que repugnan al menos dos o tres de las carnes preferidas por los occidentales: la ternera, prohibida para los hindúes, y el cerdo, prohibido para los judíos y los musulmanes. Una parte importante de los católicos se abstienen de comer cualquier tipo de carne en viernes, mientras que los vegetarianos la rechazan siempre, es decir, las 24 horas del día, los 7 días de la semana y las 52 semanas del año. Con todo, la carne se considera el plato principal en muchas mesas del mundo; se consume con asiduidad en los países más ricos y cuando se puede en los más pobres. Los pueblos que viven de la leche y la lana que les procura el ganado no se pueden permitir sacrificar sus preciadas terneras para darse el capricho de una hamburguesa. Veamos a grandes rasgos de qué está compuesta la carne y qué le ocurre cuando la cocinamos. El músculo de un mamífero está formado, ¡sorpresa!, por células musculares, también llamadas fibras musculares. Estas células, delgadas y alargadas, contienen varios núcleos cada una y se agrupan en haces protegidos por una membrana elástica (sarcolema), como un puñado de espaguetis crudos embutidos en una manguera. Estas «mangueras» rellenas de fibra, todavía bastante paralelas entre sí, se amontonan como troncos de leña para dar consistencia al músculo, lo que explica la textura fibrosa o «granulosa» de la carne. El tejido muscular se compone principalmente de proteína. En un solomillo, por ejemplo, el 57 % del peso seco es proteína, mien-
tras que, según cómo se limpie la carne, la grasa constituye alrededor del 41 % restante. Las moléculas de pro teína, principalmente actina y miosina, se encuentran en los filamentos más pequeños de las células musculares, llamados miofilamentos. Cuando el sistema nervioso les envía una señal de movimiento electroquímica, estas moléculas de proteína se unen (forman un enlace cruzado) en moléculas más cortas y comprimidas que hacen que los miofilamentos y, por tanto, el músculo entero, se contraigan. Pasemos ahora a la cocina. Cuando cocinamos la carne, lo primero que sucede es que las moléculas de proteína se desnaturalizan o transforman. Con la agitación provocada por el calor, se desenrollan y se agrupan para formar enlaces más compactos. Esta agrupación, conocida como coagulación, tiene varios efectos. Por un lado, la coagulación revuelve los haces de fibra perfectamente alineados del tejido muscular, con lo que la estructura celular de la carne se vuelve más confusa, aleatoria y rígida. Por otro, la estructura más compacta de las nuevas proteínas hace que los jugos (el músculo se compone de un 65 % a un 75 % de agua) salgan expulsados y que la carne se seque. Esto explica que el bistec quede duro y seco cuando se hace demasiado. Si se hace poco, sin embargo, las ventajas son numerosas: la carne queda tierna, mejora su sabor, mejora su aspecto y es más segura gracias a que con la temperatura se matan los microorganismos. Finalmente, llega la hora de trasladarnos a la mesa. La carne es una magnífica fuente de proteínas de gran calidad, que contienen los aminoácidos esenciales, así como de grasas, con sus valiosos ácidos grasos. Además, es rica en hierro y vitaminas A y B. Empuñe, pues, el cuchillo de carne y vamos allá. La carne y la máquina
Soy un inveterado lector de etiquetas de alimentos. Antes veía a menudo la expresión «pollo separado mecánicamente» o «ternera separada mecánicamente», en perritos calientes y otros productos de carne industriales. Siempre me llamó la atención, pero ahora que me he decidido a preguntar qué significa ya no lo veo en las etiquetas. ¿Qué es, o qué era, la carne separada mecánicamente y por qué han dejado de hacerla?
El Servicio de Inspección y Seguridad Alimentaria (FSIS, en sus siglas en inglés) del Departamento de Agricultura de Estados Unidos lo ha prohibido en reacción a la enfermedad de las «vacas locas». La carne separada mecánicamente es la que se ha separado del hueso con una máquina, y no a cuchillo por el hombre. La primera vez que vi las palabras «ternera separada mecánicamente» en una etiqueta me dije «¿Y qué te esperabas, bobo?» (No soporto dirigirme a mí mismo con esta falta de respeto.) «¿Acaso te imaginabas a los trabajadores de matadero con sus batas salpicadas de sangre cortando toda la carne que compras a golpe de machete? ¿Creías que sería como cuando nuestros ancestros prehistóricos cazaban un mamut?» La verdad es que sí y, de hecho, gran parte del trabajo se hace así. La diferencia es que ahora las máquinas ayudan a los trabajadores de matadero con batas salpicadas de sangre a sacar la carne que queda adherida a los huesos después de que los humanos hayan cumplido su parte con el cuchillo. Aunque la mayoría de nosotros no pensemos mucho en ello, la carne empieza con la matanza en la planta de envasado, a la que más bien deberíamos llamar planta de descuartizamiento. (El eufemismo «envasado» empezó a utilizarse en tiempos coloniales, cuando el cerdo se salaba y envasaba en bidones para transportarlo por barco.) Una vez sacrificado el animal y eliminada la sangre -procedimientos que la industria prefiere nombrar con los delicados términos de «inmovilización» y «desangrado»-, lo que antes era el músculo esquelético se ha convertido oficialmente en carne. (El músculo esquelético es el que está unido al esqueleto, por distinguirlo del músculo que forma parte del sistema circulatorio, como el corazón.) En las canales no todo es carne; también contiene órganos internos, huesos, cartílagos, tendones, ligamentos, grasa y piel, que deben extirparse en las siguientes fases del «despiece». Esta parte se realiza en su mayor parte con sierras y cuchillos afilados, que manejan directamente los trabajadores de la planta de envasado. Primero se parten las canales por la mitad con una sierra eléctrica y después los trabajadores separan con cuchillo lo que se conoce como cortes o divisiones de la carne; en el caso de la ternera, los principales son: solomillo, lomo, cadera, tapa, contratapa, espaldilla, aguja, morcillo, pecho, aleta, pescuezo y rabo. Hay cortes más pequeños o secundarios, que a su vez se dividen en los cortes
de bandeja que se venden en los supermercados. Aun así, queda mucha carne desaprovechada en los huesos y ahí es donde entran las máquinas, capaces de deshuesar casi todo lo que resta. Existen dos tipos de máquinas que recuperan la carne, según si se muelen los huesos antes o no: los sistemas de separación mecánica de la carne (SMC) y, desde la década de 1970, los sistemas avanzados de recuperación de la carne (SMCA). En los SMC, los huesos se muelen o aplastan primero para después extraer los tejidos blandos (músculo y grasa) a alta presión mediante una especie de tamiz que los separa de los fragmentos de hueso, cartílago, ligamentos y tendones. Se obtiene así una pasta o masa que se aprovecha para mezclar y hacer perritos calientes, salchichas, hamburguesas, relleno de pizzas o tacos y otros productos cárnicos industriales similares en cuya etiqueta debe indicarse que contienen «carne separada mecánicamente». En los SMCA, los huesos no se aplastan. Se introducen enteros en la máquina y, una vez se les han arrancado, raspado o afeitado los trocitos de carne, salen intactos. El Departamento de Agricultura de Estados Unidos permite que esta carne se etiquete simplemente como «carne». Puede contener pequeñas partículas de hueso del tamaño de un grano de sal de mesa, que son las que aportan la mayor parte del calcio que figura en la tabla de información nutricional de muchos productos cárnicos industriales. De ahí que haya tantos productos que nos sorprendan con su elevado contenido de calcio. Al surgir la enfermedad de las vacas locas (encefalopatía espongiforme bovina o EEB), primero en Gran Bretaña en la década de 1980 y después en Estados Unidos, el Departamento de Agricultura estadounidense obligó, a partir del 3 de marzo de 2003, a analizar muestras de carne de ternera para detectar cualquier resto de tejido de médula espinal o cerebro, que es donde se sitúan los priones que transmiten la enfermedad en los animales enfermos.* * La Unión Europea empezó a exigir la toma y el análisis de muestras para prevenir la enfermedad de las vacas locas en el Reglamento n.° 999/2001, aprobado el 22 de mayo de 2001, por el que se establecen disposiciones para la prevención, el control y la erradicación de determinadas encefalopatías espongiformes transmisibles. Entre los materiales considerados de riesgo en la carne de bovino este reglamento establecía, además del cerebro y la médula espinal, todo el cráneo, la cabeza, la columna vertebral, las amígdalas y los intestinos. (N. de la T.)
Los priones son unas partículas proteicas muy desconcertantes. No tienen ADN o genes con los que replicarse y no están vivos, pero pueden provocar enfermedades en animales y humanos. Además, no se pueden desactivar, por ejemplo, con ácidos o temperaturas altas, condiciones extremas que suelen afectar a los ácidos nucleicos de los microbios y los virus. Cuando afecta a los humanos, la enfermedad transmitida por las vacas locas se llama enfermedad de Creutzfeldt-Jakob (ECJ). El 30 de diciembre de 2003, el Departamento de Agricultura anunció (a) que la carne separada mecánicamente mediante sistemas avanzados (SMCA) no podía contener ninguna parte del sistema nervioso central (como las células nerviosas situadas junto a las vértebras), de modo que la prohibición no se limitaba sólo al cerebro y la médula espinal; y (b) que se prohibía utilizar carne separada mecánicamente (mediante SMC) en la alimentación humana por la mayor probabilidad de que contuviera fragmentos de tejido del sistema nervioso central. Esto explica que ya no vea en las etiquetas la carne separada mecánicamente mediante SMC. Las máquinas permiten evidentemente vender más carne, así que los envasadores de productos cárnicos las emplean. Ahora bien, las ventajas de utilizar las máquinas que da el Instituto Norteamericano de la Carne (AMI, en sus siglas en inglés) en su página web (http://www.amif.org/FactSheetAdvanced MeatRecovery.pdf) son bien distintas: «Para deshuesar la carne a mano se deben realizar cortes repetitivos con un cuchillo, lo que puede provocar en los trabajadores lesiones por la continua repetición de un movimiento. Reduciendo el deshuesado manual (utilizando sistemas avanzados de recuperación de la carne), se protege a los empleados». Consuela saber que las empresas cárnicas se preocupan tanto por las manos de sus empleados. Si se dedica a escrutar las etiquetas de la sección de cárnicos del supermercado, quizá haya visto alguna vez que algunas salchichas cocidas contienen «carnes varias». Con este eufemismo se indica que se ha utilizado desde cualquier parte a la totalidad del músculo no esquelético del animal: corazón, cerebro (excepto cerebro de vaca), intestino grueso (mondongo), bazo (pajarilla), páncreas y glándulas del timo (molleja), riñones, hígado, labios y lengua. En los perritos calientes, las salchichas y otros productos cárnicos de origen desconocido podemos encontrar todavía otras partes
de animales: sangre, tuétano, mejillas y otros residuos de la cabeza (rostrera), pies o pezuñas (manos de cerdo), rabo (rabo de buey), estómago, pulmones (bofe o liviano), intestino delgado (tripa de embutir), piel (cortezas de cerdo), paredes del estómago (tripas) y testículos (criadillas). Observe cómo el número de eufemismos aumenta con la impudicia de los órganos. Como me dijo una vez mi padre cuando era pequeño, «Del cerdo se aprovecha todo menos el gruñido». Pasé años preguntándome qué parte del cerdo sería el gruñido. ¡Cómo son! ¿Carne marrón?
En la zona de productos cárnicos envasados de mi supermercado han puesto un cartel para tranquilizar a los clientes. Nos aseguran que al abrir un paquete de carne picada es normal que, aunque esté roja por los bordes que se ven a través del envoltorio de plástico, descubramos que por el centro está marrón. El cartel también dice que, al hacer la hamburguesa, toda la carne recupera el color rojo. ¿Por qué se pone marrón la carne del centro? ¿Por qué recupera el rojo después? ¿De verdad lo hace? Escribí algunas líneas sobre esta cuestión en un epígrafe del mismo título en mi libro anterior, Lo que Einstein le contó a su cocinero. Sigo recibiendo cartas de consumidores preocupados por el paliducho color de la carne de hamburguesa, así que volveré sobre el tema, pero ahondando más en los detalles que la última vez. El síndrome de la carne marrón nos ha preocupado a los consumidores desde que el carnicero del barrio, que picaba la carne ante nuestros propios ojos, nos servía desde el mostrador de su carnicería cubierta de serrín. En los supermercados de hoy la carne se pica en algún lugar oscuro «de la trastienda» o incluso llega picada desde algún otro lugar; después se envasa en bandejas de plástico y se sella con una película plástica transparente. Puede que la carne que compre lleve languideciendo en la cámara frigorífica del supermercado uno o dos días; si luego todavía pasa algún otro día en su nevera, es posible que al abrirla la parte central se haya puesto de un color marrón grisáceo que no invite demasiado a comerla.
¿Rocían la carne con algún tinte rojo? No. ¿El color marrón significa que la carne se ha estropeado? Tampoco, a no ser que huela mal. En ese caso, se habrán apoderado de ella los microbios o la grasa se habrá puesto rancia. La carne marrón, por tanto, puede comerse sin problemas siempre y cuando no huela mal. El proceso químico por el que la carne -de cualquier tipo- se afea es algo complicado; de hecho, lo que llamamos «carne roja» no tiene nada que envidiarle al camaleón. En pocas palabras: la tonalidad de la carne la marca en gran parte la proporción de tres proteínas de distinto color, como si fueran las tonalidades con que juega un pintor para darle al cuadro el color deseado. Las tres proteínas son la desoximioglobina, que le da a la carne recién cortada un intenso color rojo purpúreo; la oximioglobina, de color rojo claro tirando a rosa; y la metamioglobina, de color marrón grisáceo. (Hay otros tipos de mioglobina, pero estos son los tres principales.) Estas tres sustancias químicas pigmentadas se encuentran en equilibrio dinámico, es decir, que son intercambiables. Su proporción en cualquier momento dado depende de la cantidad de oxígeno, enzimas y antioxidantes disponibles, pero ninguna de ellas influye en el sabor o en el estado de conservación de la carne. Es todo una cuestión puramente estética. El cerdo y la ternera no contienen mucha mioglobina, pero el buey sí. Los supermercados intentan que la conserve durante el máximo tiempo posible en forma de oximioglobina, ya que la mantiene roja y agradable a la vista del cliente. Pero ¿cómo? En primer lugar, para que la violácea desoximioglobina de la carne fresca se convierta en oximioglobina roja o metamioglobina marrón se necesita oxígeno. Cuál se impondrá depende de la cantidad de oxígeno que le llegue a la carne. En envases herméticos, al no haber prácticamente oxígeno, la carne conserva el color violáceo de la desoximioglobina. Envasarla al vacío solucionaría el problema si no fuera porque a los consumidores no les gusta la carne violácea, sino roja. El vacío se utiliza muy poco, por lo tanto, en la venta de carne fresca (no curada) al por menor. Para que la sustancia química que predomine sea la metamioglobina marrón debe haber oxígeno, pero sólo en cantidades muy pequeñas. Esto explica que la carne de buey expuesta al aire libre en la carnicería o el supermercado presente un intenso color rojo en la superficie, provocado por la oximioglobina, y que se vaya po-
niendo marrón poco a poco por las zonas de abajo desprovistas de oxígeno. En muchos comercios minoristas, la carne se envasa en rígidas bandejas de plástico protegidas con una película transparente que deja pasar el oxígeno, generalmente de cloruro de polivinilo. La superficie se mantiene roja y agradable porque recibe abundante oxígeno, pero el oxígeno no llega hasta abajo del todo. Cuanto más abajo está la carne, más marrón se pone. Por cierto, ¿se ha fijado en esas almohadillas absorbentes que colocan debajo de la carne en las bandejas y que a veces están empapadas? No están ahí para que la carne esté más cómoda. Su función es absorber la humedad, lo que en jerga cárnica serían los jugos. Estos jugos los va exudando la carne durante el tiempo que permanece en la bandeja y se llevan parte de las proteínas y los nutrientes hidrosolubles, con lo que menoscaban su sabor y valor nutritivo. Para evitar este efecto indeseado elija las bandejas con las almohadillas más secas, no caladas de jugo rojo. Si la almohadilla está seca, los jugos siguen en la carne, que es donde le interesa que estén. Algo de razón tiene su supermercado cuando dice que la carne volverá a ponerse roja cuando la desempaquete a temperatura ambiente (la refrigeración enlentece el proceso). La metamioglobina reacciona con el oxígeno y vuelve a convertirse en oximioglobina, pero lo hace poco a poco y nunca del todo, ni aunque se extienda la carne formando una capa muy delgada para que entre en contacto con la máxima cantidad de oxígeno posible. Huelga decir que desde el punto de vista de la higiene ni siquiera es buena idea. Recuerde que, al cocinar, la carne se pondrá marrón de todas formas, así que ¿para qué tanta preocupación? Al aplicar calor en la cocina doramos la carne gracias a las reacciones de Maillard (véanse págs. 277 y 278), pero además facilitamos la transformación de la oximioglobina en metamioglobina. Un segundo factor importante en el paso de rojo a marrón en la carne de buey es que ambas proteínas, tanto la desoximioglobina como la oximioglobina, contienen un único átomo de hierro enterrado en lo más hondo de sus enormes moléculas globulares. El átomo de hierro se suele encontrar en lo que los químicos llaman forma reducida o ferrosa. En el momento en que ese átomo de hierro se oxida o pasa a su forma férrica, las moléculas de proteína pierden su color rojo o violáceo y se vuelven marrones. Las enzimas antioxidantes de la carne suelen evitar que esto suceda, pero si se
guarda la carne durante demasiado tiempo, aunque sea en cámaras frigoríficas, la actividad de las enzimas disminuye y se facilita la aparición del color marrón. Este pardeamiento producto del envejecimiento, que suele venir acompañado de un sabor desagradable, es en el que piensa la gente en cuanto ve carne marrón. Sin embargo, como hemos visto, el pardeamiento también puede deberse a una inocua falta de oxígeno en la carne fresca. A la carne no le pasa nada malo hasta que las bacterias se apoderan de ella, pero para entonces es probable que también se haya apoderado de ella el mal olor. Deje que la nariz le haga de paraguas. (No es mi intención ofender a ningún narizotas.) Cuando las bacterias se instalan en la superficie de la carne, antes, durante o después de la operación de picarla, se producen otras reacciones que también la hacen volverse marrón y estropearse. Ahora bien, además de transformar la oximioglobina roja en metamioglobina marrón, las bacterias pueden transformar esta metamioglobina en colemioglobina y sulfomioglobina, que son de color verde. Y, como bien sabrá, cuando la carne está verde hay que salir corriendo. Al convertir la metamioglobina en sulfomioglobina, las bacterias desprenden sulfuro de hidrógeno, un gas de olor muy desagradable. Si es de los que no se fían, abra un pequeño agujero en la bandeja de la carne en cuanto salga del supermercado y huélala. En el caso de que esté en mal estado, estará a tiempo de volver a entrar en la tienda y descargar allí toda su indignación. En un supermercado de calidad vigilarán bien la carne picada expuesta y sólo picarán y sacarán la carne que vaya a venderse. Así se aseguran de que la carne que se vende siempre esté roja gracias a la oximioglobina. A la que pasa un tiempo y la carne empieza a perder su intenso color rojo los clientes la rechazan, aunque no esté marrón por vieja sino por falta de oxígeno. Al comerciante no le queda más remedio que rebajarla para venderla, lo que puede convertirse en una ventaja para clientes despiertos o con presupuesto ajustado. Al sector cárnico le interesa, evidentemente, reducir al mínimo estas pérdidas económicas derivadas del cambio de color de la carne. Como medida de prevención, con frecuencia se suministra vitamina E, un antioxidante, al ganado antes de enviarlo al matadero. Los antioxidantes evitan que los átomos de hierro de las moléculas de mioglobina se oxiden y adopten forma férrica.
No obstante, la industria todavía debe resolver lo que se ha convertido en un desesperante problema económico para los ganaderos: estos cargan con el coste de alimentar al ganado con piensos enriquecidos con vitamina E, mientras que los beneficios se los llevan los minoristas con el aumento de las ventas. En mi opinión se reduce a una cuestión de mala suerte, y no dejaré que me quite el sueño. Tal como funcionan las cosas, este problema se solucionará seguramente el día en que algún gigantesco grupo agroalimentario se haga con todo el proceso y produzca desde la granja hasta las bandejas para vender la carne en el supermercado. Desde la cuna hasta más allá de la tumba, por decirlo de alguna manera. También podríamos imaginarnos las cosas de otra manera: que aumentara el número de pequeños ganaderos autóctonos y la carne fuera más fresca y pareciera más fresca y no se tuviera que transportar a miles de kilómetros ni hubiera que manipular su color a la hora de ponerla a la venta. Por soñar que no quede.
DICCIONARIO DEL GOURMET
Mioglobina: no Tuoglobina
Arco iris sobre el centeno ¿Podría explicarme qué son esas irisaciones que se ven en el rosbif, la carne de lata y el jamón? ¿ Tengo motivos para tener miedo? Si consigo superar el asco, ¿me puedo comer la carne sin peligro? Llevo años sin probar un bocadillo de carne o de embutido. Usted se lo pierde. No hay nada como un bocadillo hecho al estilo neoyorquino, con pan de centeno y relleno de carne de lata cortada a lonchas finas, bien repleto de grasa. Pero las modas en alimentación acostumbran a oscilar de un extremo al otro, así que según sean las grasas o los hidratos de carbono lo que haya caído en desgracia mientras lea estas líneas, habrá quien le aconseje que se pida el bocadillo o bien sin la carne o bien sin el pan. Centremos nuestra atención en la carne irisada. La irisación o arco iris que a veces ve en las lonchas de carne no es una capa de
viles hongos o de materia en descomposición. Es solamente un efecto óptico. Se produce tanto en carnes curadas como el jamón o la carne cocida de lata como en carnes sin curar como el rosbif o el cerdo cuando se cortan en lonchas. La carne, o el músculo animal, está formada por miofilamentos, pequeñas hebras de proteína. Estas se agrupan en haces paralelos llamados miofibrillas, que a su vez se unen para formar las fibras que conforman el músculo. Al seccionar los miofilamentos con un cuchillo afilado o un cortafiambres en un determinado ángulo, las puntas diseccionadas, comparables en tamaño a las longitudes de onda de la luz, pueden hacernos ver espejismos. Una posible explicación es que las puntas translúcidas desdoblan (refractan) las ondas de luz en dos direcciones, un efecto óptico que recibe el nombre de birrefringencia o doble refracción. Las dos ondas refractadas se cruzarían entonces en su camino hacia el ojo y se descompondrían en los colores del arco iris. También podría ser que la irisación de la superficie de la carne se debiera a una difracción. Las puntas de las miofibrillas, al estar tan apretadas, descompondrían la luz en lo que se conoce como red de difracción. En cualquier caso, entre los colores que se ven predomina el verde porque el ojo humano es muy sensible a este color. Es todo muy inofensivo. Un curado muy florido
¿Por qué las carnes curadas como el jamón dulce, la carne de lata o los perritos calientes tienen ese color rosa tan intenso? «Curar» un alimento significa tratarlo para evitar que se estropee y, de este modo, conservarlo para poder consumirlo más adelante. (Es curioso que el «curado» prevenga en vez de tratar el problema.) Antiguamente para curar los alimentos se ahumaban, desecaban o salaban. Cuando llegaron la refrigeración y el envasado mecánico, estos métodos que intensificaban el sabor perdieron su razón de ser y empezaron a probarse otras técnicas de curado basadas en la utilización de sustancias químicas. Las carnes curadas con sal común (cloruro de sodio, NaCl) tienden a adquirir un color gris tirando a marrón poco apetecible, pero
hace unos cien años se descubrió que si a la sal se le añadía salitre (nitrato potásico, KN0 ) la carne adquiría un agradable tono rosáceo. Actualmente sabemos que lo que sucedía era que los microorganismos de la carne reducían el nitrato potásico a nitrito potásico (KN0 ) y que el nitrito le daba ese color, así que apenas utilizamos salitre, sino que añadimos nitrito potásico o sódico directamente a la sal. Los nitritos, al reaccionar con la mioglobina y formar nitrosomioglobina, le dan a la carne un toque ácido y un color apetitoso. También evitan que se ponga rancia y desarrolle olores y sabores desagradables antes de que la lleguemos a consumir. Sin embargo, la función más importante de los nitritos es inhibir el crecimiento de bacterias patógenas como Staphylococcus aureus y Clostridium botulinum, responsables del botulismo. En la utilización de nitrito no todo es «de color rosa». Además de matar a la bacteria botulínica, en dosis de unos 20 miligramos por kilogramo de peso corporal el nitrito también mata a los humanos. Por suerte, gran parte del nitrito que se añade durante el curado se descompone al cocinar el alimento. El Departamento de Agricultura de Estados Unidos ha fijado en 70 partes por millón la cantidad máxima de nitrito residual que puede contener cualquier producto cárnico final, sea crudo o cocido.* A este nivel, una persona de 68 kilos debería comer 19,5 kilos de producto de una sola vez para alcanzar la dosis letal de nitrito. Eso es mucha mortadela. Lo malo es que los nitritos de la carne curada pueden reaccionar con las aminas de los aminoácidos al calentarse la proteína cárnica y formar unos compuestos químicos llamados nitrosaminas. Se ha comprobado que muchas nitrosaminas provocan cáncer en animales de laboratorio y es probable que también resulten cancerígenas para las personas. En el caso del beicon el problema se acentúa, pues las altas temperaturas a las que se cocina facilitan la formación de nitrosamina, por lo que la cantidad máxima de nitrito permitida en el beicon es inferior a la de otras carnes curadas. 3
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* La Unión Europea fija la cantidad máxima de nitrito potásico residual en productos cárnicos no tratados con calor, curados o desecados, en la Directiva 95/2/CE del Parlamento Europeo y del Consejo relativa a aditivos alimentarios distintos a los colorantes y edulcorantes. La cantidad residual de nitrito que pueden contener estos alimentos en el punto de venta al consumidor final es de 50 mg/kg. (N. de la T.)
Algunos de los alimentos que consumimos contienen pequeñas cantidades de nitrosamina de forma natural. Las bacterias de nuestra boca también pueden generarla, ya que transforman el nitrato, presente en muchas verduras, en nitrito, que luego reacciona con las aminas de las proteínas vegetales y forma nitrosaminas. Otra posible fuente de nitrosamina son los jugos gástricos del estómago, de elevada acidez, que la producen al reaccionar con una gran variedad de alimentos que contienen aminas. También está presente en pequeñas cantidades en la cerveza y el tabaco. Estos datos pueden infundir cierto miedo, pero no deje ahora de comer carnes curadas para evitar los nitritos y las nitrosaminas: no siempre es posible comer carne fresca y algunos productos cárnicos deben curarse para poderlos distribuir a gran escala. La reducida y regulada cantidad de nitrito que contienen compensa con creces si nos protege del riesgo de intoxicación por botulina. De todas formas, no le conviene tentar al diablo fumándose un par de paquetes de cigarrillos mientras dilapida 19 kilos de salchichas curadas y ayuda a bajarlas con unos cuantos litros de cerveza. En pocas palabras: si viaja a Alemania, evite la Oktoberfest. FICCIOIMARIO DEL GOURMET
Chorizo curado: ladrón rehabilitado
Ciencia al margen
Mortadela al rojo vivo Los nitritos curan la carne transformándose (reduciéndose] primero en óxido nítrico (NO] por la acción lenta de los antioxidante naturales (también conocidos como agentes reductores] de la carne; el óxido nítrico se une entonces a la mioglobina, el principal pigmento de la carne roja, y forma nitrosomioglobina, de color rojo todavía más intenso. Al cocinar la carne o ahumarla con calor, la nitrosomioglobina se convierte en nitrosohemocromo [disculpen tantas sílabas), que da a todas las carnes curadas su característico color rosa. Para que la carne desarrolle antes el color, los productores del sector cárnico le añaden un agente reductor como el eritorbato sódico, una
forma (un isómero] de la sal sódica del ácido ascórbico o vitamina C. Verá el eritorbato sódico o el ácido eritórbico en la lista de ingredientes de muchas carnes curadas, como el jamón, la mortadela, las salchichas, los perritos calientes y el beicon. Los agentes reductores utilizados para curar la carne poseen un segundo efecto colorante. La mioglobina de la carne se puede presentar en varios colores: violáceo, rojo intenso o marrón [véase. «¡Cómo son! ¿Carne marrón?», pág. 261], Los agentes reductores tiñen los pigmentos marrones de rojo, ya que hacen pasar los átomos de hierro de las moléculas de mioglobina de un estado (oxidación férrica] a otro (oxidación ferrosa], Esta pequeña modificación de los átomos de hierro basta para que el marrón de las moléculas de mioglobina se transforme en rojo vivo.
Pon la carne a remojar
Soy profesora de cocina y autora de varios libros de recetas, pero tengo una pregunta: ¿por qué algunas recetas dicen que la carne se debe marinar sólo durante una o dos horas? Si tengo un cerdo a la naranja, un pollo al ron y un cordero a la cerveza, por ejemplo, a mí me resulta más práctico (yendo con prisas como voy) marinar los platos durante todo el día o toda la noche. Como sabe, marinar (del latín mare, que significa «mar») es dejar la carne blanca o roja y el pescado en remojo en un líquido antes de cocinarlos con vistas a mejorar su sabor o a que queden más tiernos. Sin embargo, es imposible establecer unas normas generales para la marinada por varios motivos. El tiempo de remojo depende del tipo y la acidez de la marinada y del tamaño, la forma y la textura de la carne, entre otros factores. Desde que una ninfa llamada Tetis sumergió a su hijo Aquiles en el río Éstiges para que fuera inmortal, los baños curativos o reparadores han cautivado a la humanidad en su ansia por dar con remedios fáciles y rápidos. Innumerables balnearios y establecimientos de baños termales de todo el mundo aprovechan esta ansia para desplumar a sus clientes. Por haberlos hay «baños terapéuticos» de barro, puré de pepino o piedra japonesa, pero lo cierto es que un buen remojo en un baño caliente, cualquiera que
sea su composición (dentro de lo razonable) y aunque sea de lo más sencilla, siempre sienta bien y el cliente se va contento. Por desgracia, las causas de nuestras enfermedades están muy por debajo de la piel y no basta con remojarnos en «elixires» curativos; la piel no es como el papel secante que todo lo absorbe. Ello no ha impedido a múltiples fabricantes de ungüentos, bálsamos y linimentos proclamar que sus productos «alivian el dolor penetrando profundamente en la piel» o cosas parecidas. Como mucho irritan la piel, de modo que la circulación sanguínea local aumenta para intentar contrarrestar la irritación y la zona se calienta. Ya que hemos entrado en el terreno de los tratamientos de dudosa eficacia, déjenme decir que los campos magnéticos sí penetran en las personas. ¿Y qué? Eso de que hay vendas y almohadillas imantadas que curan es una bobada. Si despotrico contra los remedios de los curanderos es porque remojando la carne, si me permiten esta sacrilega caracterización del cuerpo humano, no se actúa mucho más allá de su superficie. Y lo mismo sucede si marinamos la ternera, el cerdo, el pollo o el pescado. Claro que no se nos ocurriría nunca marinar a un cerdo entero, con piel y todo, como hacemos con las personas. Las marinadas no imprimen su sabor a toda la carne porque no consiguen penetrar suficientemente en ella, aunque se le haya retirado la piel. Actúan sobre todo en la superficie. Los ingredientes no penetran más que unos milímetros, en función de la densidad y la textura de la carne, el corte, su frescor, grosor y temperatura. Las carnes fibrosas o «filamentosas», como la falda de ternera, sin embargo, permiten a través de los capilares que se abren entre las fibras que la marinada penetre hacia el interior, sobre todo si la carne está cortada en trozos pequeños, a contraveta y con mucho ángulo. El ángulo acentúa las oberturas de los resquicios capilares, como si se sesgara una pajita en diagonal, de modo que la obertura circular se convierte en un óvalo de gran superficie. Para probar algunas de estas ideas, corté un filete de falda de ternera en tiras de poco más de 1 cm de ancho por 5 cm de largo en el sentido de las vetas. Después corté las tiras a contraveta con un cuchillo muy afilado para abrir el máximo número posible de pasajes sin aplastar sus extremos. Puse los trozos de carne en remojo a temperatura ambiente durante diferentes periodos de tiempo hasta un máximo de una hora, para lo que utilicé un falso marinado a base de agua, vinagre y un colorante verde alimentario. 2
Transcurrido el tiempo previsto, retiré la carne y la fui cortando a lonchas muy finas para comprobar hasta dónde había penetrado el color verde. En ningún caso había superado el par de milímetros. Sin duda parece que los efectos de la marinada son como los de las aguas «curativas» de los balnearios, meramente superficiales, aunque es posible que si se marina la carne durante mucho más tiempo se consiga que los líquidos penetren más adentro. Mi único experimento no permite aventurar una teoría. Como ya he dicho en otros de mis artículos anteriores, «es necesario seguir investigando para establecer si estos resultados se pueden generalizar a otros sistemas» (en otras palabras, «necesito más financiación»). Dicho esto, la carne marinada tiene una larga tradición y la gente seguirá marinando mientras siga viendo en esta técnica una utilidad. No cabe duda de que le imprime sabor a la superficie de la carne y que afecta a la cocción, así que seguiré adelante con mis explicaciones. Eso sí, el lector está avisado: no cabe esperar demasiado de ella. Los marinados que dan sabor, a diferencia de los que ablandan la carne, se preparan con gran variedad de aderezos que se añaden a un líquido o mezcla de líquidos. Son frecuentes los de vino condimentados con hierbas, especias u otros ingredientes saborizantes, en la esperanza de que la carne los chupe y le den sabor al cocinarla. Cuanto mayor sea la superficie de la carne, más posibilidades habrá de que el marinado afecte a su sabor. Por lo tanto, la marinada da mejores resultados si la carne se corta en filetes muy finos o en pequeños dados que si se dejan los filetes enteros. A partir de cierto tiempo, prolongar el remojo no se traducirá en una mayor penetración del líquido en la carne; como mucho intensificará el sabor en la parte externa. Al contrario de lo que se suele creer, pinchar la carne con un tenedor para abrir paso a la marinada no sólo no sirve de nada sino que además resulta contraproducente. Las perforaciones se cierran casi inmediatamente debido a la elasticidad de la carne, pero después, al cocinarla, pueden abrirse por efecto del calor y permitir que se escapen los jugos. En cambio, si en vez de pincharla se abre o cincela con un cuchillo, la superficie de carne que se expone a la marinada crece y se potencia el sabor. En las marinadas utilizadas para ablandar la carne dura se necesita siempre un ácido, pues los ácidos desarticulan (desnaturalizan) las proteínas del tejido muscular. En las carnes fibrosas el
tiempo de marinada disminuye con el tamaño y la forma del corte, aunque en general se necesita más tiempo para ablandarlas que para darles sabor. Cuanto más ácida sea la marinada, antes se ablandará la carne. Para potenciar su acidez se utiliza yogur, suero de leche, cerveza, zumo de tomate, vino, zumo de naranja, vinagre, zumo de limón o zumo de lima. También se suele añadir algún aceite, ya que las carnes duras tienden asimismo a ser magras y secas. (La jugosidad de la carne se debe tanto a la grasa como al agua.) Las vinagretas tienen efecto doble; mientras que el vinagre ablanda la carne, el aceite y el aderezo potencian su sabor y la hacen más jugosa. Pero ¿durante cuánto tiempo debe marinarse la carne? Esa es la gran pregunta. Con todas estas variables, es imposible establecer una regla universal. Si nos remitimos a la sabiduría popular, sin embargo, tenemos que la mayoría de pescados son tiernos y porosos, por lo que basta con marinarlos de 10 a 15 minutos. Para los pescados de carne más compacta, como el atún y el salmón, se necesita el doble. El pollo se deja entre 2 y 4 horas si se le retira la piel y hasta 6 horas en caso contrario. La ternera y el cerdo oscilan según el corte entre las 4 y las 8 horas, es decir, toda la noche. Deje la carne durante mucho más tiempo en la marinada y el ácido trasfigurará las moléculas de proteína, aglutinándolas y condensándolas, con lo que la superficie de la carne se endurecerá. La lección es clara: si marina por la noche, no deje que se le peguen las sábanas. Y no espere milagros. Para que la carne quede tierna se ha de comprar ya tierna o guisarla a fuego lento durante mucho rato. A pesar de todo, la primera ley de la marinada es «Siga la receta». Antes de publicarlas, las recetas se prueban una y otra vez hasta que salen perfectas, o al menos así se hace en cualquier receta que se precie. El tiempo de marinado es un ingrediente más, como la cantidad de cebolla o ajo picados, así que no se debe jugar con él. (Con una salvedad: en mi opinión, siempre se puede echar más ajo.) Para marinar la carne, lo más práctico es introducirla en una bolsa de plástico con cierre de cremallera hermético y vaciar el aire antes de cerrarla para que las superficies entren más en contacto con la marinada. Utilice o no este método, deje la carne marinando en la nevera por seguridad. Si después quiere aprovechar el jugo de la marinada para guisar o para rociarlo sobre la carne mientras la asa en el horno, reserve una parte previamente, pero no se sirva del
que ya haya utilizado para la marinada. La carne cruda alberga bacterias patógenas hasta en las mejores casas, así que deséchelo todo. Ciencia al margen
Que no le sorban los sesos Existen varios aparatos de vacio en el mercado que se supone que aceleran el marinado e incluso algunos productores cárnicos los utilizan, pero son una engañifa. En teoría, hay que introducir la carne en una cámara hermética y extraer todo el aire accionando una pequeña bomba manual o eléctrica. La idea es que, al succionar todo el aire de los poros y las rendijas de la carne, estos absorben la marinada mucho más rápido, «en minutos y no en horas». Nunca me lo crei. Piense en ello sólo por un momento. Al succionar el aire de las rendijas, estas no se abren; se cierran, como si se utilizase una bomba de vacío en una manguera. Además, al haber el mismo grado de vacío [presión de aire] en toda la cámara -en la carne y en el espacio de alrededor-, no hay ninguna fuerza que impela al líquido a desplazarse de un sitio a otro. Es como esperar que el agua fluya a través de la manguera sin aplicar ninguna fuerza que la empuje, como la gravedad o un cambio de presión. ¿Qué dicen los estudios? L. L. Young y D. R Smith, del Servicio de Investigaciones Agrícolas del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (Poultry Science 83: 129-131, 2003), marinaron 256 medias pechugas de pollo durante 30 minutos, al vacío y sin vacío. Descubrieron que el vacío aumentaba ligeramente la absorción de la marinada (en un 1D % aproximadamente, según un estudio anterior del mismo equipo), pero que «la marinada ganada se perdía durante la cocción o incluso antes». Su conclusión fue, en resumidas cuentas, que: «En las condiciones evaluadas en este estudio, el vacío no parece ofrecer ninguna ventaja real frente a la marinada sin vacío». Decidí hacer mis propios experimentos para ver si descubría qué le sucedía realmente a la carne. En vez de gastarme el dinero comprando un marinador, me fabriqué uno casero con una botella de vidrio transparente y uno de esos tapones VacuVin que llevan una bomba para extraer el aire de las botellas de vino medio vacías y que en teoría impide que el vino se oxide si no se consume hasta al cabo de varios días.
(No he comprobado la efectividad del VacuVin con el vino, pero tengo mis dudas de que lo conserve mejor. Lo utilizo porque así me da la sensación de que me estoy valiendo de la tecnología más avanzada.) Introduje un poco de falso marinado (agua, vinagre y colorante verde) en la botella, añadí trocitos de falda de ternera, coloqué el tapón VacuVin con la bomba manual y extraje el aire. [Una bomba puede reducir la cantidad de aire que contiene un recipiente, pero no puede crear un vacío total, es decir, un espacio sin ningún tipo de aire. Las bombas reducen la presión del aire y crean un vacío parcial.) Al extraer el aire, me sorprendió ver que los trozos de carne subían hasta flotar en la superficie del marinado. Cada vez que accionaba la bomba, de los trozos de carne salían burbujas minúsculas; estas se adherían a la superficie de la carne y la empujaban hacia arriba como si fueran diminutos chalecos salvavidas. [Las burbujas eran demasiado pequeñas para superar la adherencia a la carne, provocada por la tensión superficial, y ascender solas a la superficie.) ¡Entonces era eso! Al succionar el aire, los poros y las rendijas de la carne se vaciaban y, en vez de abrirse, se cerraban, como había predicho. Realicé varios experimentos consecutivos y, en todos ellos, volví a dejar que entrara el aire al cabo de como mínimo 5 minutos de marinada. Las burbujas desaparecieron casi del todo, pues la presión del aire superaba entonces a la de su interior, y los trozos de carne enseguida empezaron a precipitarse hacia al fondo. Ahora bien, ¿se precipitaban porque habían perdido las burbujas o porque pesaban más debido al marinado que había entrado en sus rendijas, absorbido como si se hubiera estado estrujando una esponja bajo el agua y de repente se hubiera soltado? ¿Había servido el vacío, a fin de cuentas, para absorber el marinado? Retiré la carne del marinado y la corté en filetes muy delgados con una cuchilla de afeitar. No quedaba ni rastro del marinado verde en la carne, aunque el tejido conjuntivo de la superficie se había teñido. ¿Debe, pues, comprarse un marinador al vacío? No. Aunque quedara algo de marinado en la carne al deshacer el vacío, es probable que se perdiera al cocinarla, independientemente del tiempo que la hubiera tenido marinando. Los investigadores del Departamento de Agricultura de Estados Unidos tenían razón. No deje que le sorban los sesos con un marinador al vacío.
Fajitas de falda de buey marinada
La falda, que separa el pecho de la cavidad abdominal del animal, tiene un fuerte sabor a carne de buey. Al ser una carne magra, fibrosa y bastante dura, da buenos resultados marinarla. «Fajita» viene de «faja pequeña» y alude a la manera como se envuelven la carne y los demás ingredientes con la tortilla de harina. El plato se puede acompañar con tacos, frijoles negros calientes o una ensalada de frijoles negros fría. 2 2 2 1 2
cucharadas de aceite de oliva cucharadas de zumo de lima recién exprimido dientes de ajo, picado grueso chile jalapeño, sin semillas ni venas, picado grueso filetes de falda de buey pequeños o 1 grande, de unos 900 g en total 2 cebollas suaves grandes, cortadas a rodajas 12 tortillas de harina de trigo o de maíz, de 20 cm de diámetro Sal gruesa y pimienta recién molida Guacamole para acompañar Salsa para acompañar 1.
En una batidora o pequeño robot de cocina, mezcle el aceite de oliva, el zumo de lima, el ajo y el chile jalapeño. Bata los ingredientes hasta hacerlos puré. Coloque los filetes en una bandeja resistente a los ácidos o en una bolsa de plástico con cierre de cremallera. Unte la carne por ambos lados con el marinado, cubra la bandeja o cierre la bolsa y déjela reposar en la nevera de 2 a 8 horas. Sáquela antes de cocinarla para que recupere la temperatura ambiente. 2. Encienda el grill o la parrilla y precaliente el horno a 15Q °C. 3. Ase las rodajas de cebolla al grill y déjelas en el horno para que se mantengan calientes. Envuelva las tortillas en un paño de cocina ligeramente humedecido, colóquelas en un molde para tarta o en una bandeja e introdúzcalas en el horno para que se calienten y humeen. 4. Cocine la carne al grill, girándola una vez, durante unos 5 minutos por cada lado o menos para que le quede al punto tirando a poco hecha. Retírela y déjela reposar durante al menos 5 minutos sobre una tabla de madera.
5. Con el cuchillo inclinado, conté la carne a contraveta en lonchas muy finas. Salpimiéntelas (con sal gruesa, pues le da un toque crujiente a la carne]. 6. Los comensales pueden componer las fajitas a su gusto. Basta con sostener la tortilla con una mano e irle añadiendo tiras de carne, un puñado de cebollas asadas, una cucharadita de guacamole y otra de salsa. Luego se acaba de enrollar la tortilla y se come con la mano como un bocadillo. SALEN 4 RACIONES
Elogio del braseado
Conozco casi todas las técnicas de cocción: hervido, cocción a fuego lento, cocción al vapor, asado al horno, sofrito, freidura y asado a la parrilla. En algunos se cocina sobre un fondo o en agua y en otras se cocina en seco, pero no me queda muy claro cómo se hace el braseado, que parece que combina ambos métodos. ¿Qué significa brasear exactamente y qué ventajas tiene frente a las demás técnicas de cocción? El braseado es una técnica magnífica para entender qué significa cocinar sobre un fondo o en agua y qué significa cocinar en seco. Se pueden brasear tanto la carne roja como la blanca, el pescado y las verduras, pero en este apartado sólo hablaré del de las carnes. Me gusta definir el braseado como un proceso en dos pasos: en el primero, se dora la carne para potenciar su sabor y, en el segundo, se guisa a fuego lento para que quede más tierna. El resultado es un guiso o fricasé tierno, jugoso y sabroso. Sin el paso inicial se pierde todo un conjunto de sabores. A pesar de ello, muchos gastrónomos describen el braseado aludiendo sólo a la cocción a fuego lento de los alimentos sobre un fondo, sea en cazuela de barro o en una marmita o brasera. En estos casos, la carne no se dora antes de guisarla porque la pieza de vajilla no está pensada para soportar las altas temperaturas que se precisan para marcarla. Se podría marcar en una sartén y después desglasarla con parte del líquido que se añadirá a la olla, pero esto significaría renunciar a una de las ventajas de guisar directamente en la olla: no limpiar sartenes.
Llame como llame al braseado, puede incluir el primer paso de dorar la carne o saltárselo; muchas recetas se lo saltan con excelentes resultados. «Brasear» viene de las brasas o ascuas sobre las que antiguamente se colocaba la brasera o con las que se envolvía la marmita para guisar a fuego lento la carne y las verduras y preparar un fricando, una blanqueta o un estofado. Hoy braseamos para conquistar cortes de carne como el pecho, la espaldilla, la falda, la babilla, la contratapa o la cadera, que de otro modo quedarían duros e insípidos. Fijémonos primero en el marcado de la carne. Irlanda y los Apalaches comparten una canción popular que dice «negro es el color del cabello de mi amada». Bien, pues marrón es el color de muchos de nuestros amados alimentos. Nos gusta que la carne esté dorada por fuera, del mismo modo que nos gusta que también sea dorada la costra del pan (no empleamos el prosaico adjetivo «marrón» sino el romántico «dorada»). Si el pan está tostado nos sabe mejor y preferimos un bistec a la plancha antes que un bistec cocido. El pardeamiento logrado mediante la aplicación de calor se utiliza desde antiguo para potenciar el sabor de los alimentos. En el braseado, si nos saltamos este primer paso y nos limitamos a cocer la carne y las verduras a fuego lento, perdemos gran parte del sabor en el resultado final. En la primera fase del braseado, se dora la carne calentando un chorrito de aceite en una cazuela, que después taparemos, y marcando la carne por ambos lados. Al marcar la carne, se produce una compleja serie de reacciones químicas responsables de darle el color marrón, que se conocen como reacciones de Maillard, en honor a Louis Camille Maillard (1878-1936), el químico (obviamente) francés que describió este paso inicial como la reacción de un azúcar reductor -como la fructosa, la lactosa, la maltosa o la glucosa- con una proteína. La primera reacción de Maillard se produce concretamente entre una parte de la molécula de azúcar (su grupo carbonilo) y una parte de la molécula de proteína (un grupo amino de uno de sus aminoácidos). Tras esta primera fase, sigue una compleja serie de reacciones, algunas simultáneas y otras consecutivas; el resultado es un cóctel de compuestos químicos finales, muchos de ellos polímeros de color oscuro y la mayoría aromáticos y con mucho sabor, aunque también hay algunos amargos o, por desgracia, mutagénicos, que aumentan el riesgo de sufrir daños genéticos heredables.
Aquí es donde nuestra explicación de las reacciones de Maillard debe detenerse, como en otros libros no dirigidos a químicos profesionales especializados en alimentación. Las reacciones son tan complejas que los químicos todavía están intentando aislar e identificar todos los compuestos intermedios y finales que intervienen, de los que hasta ahora se han aislado e identificado más de doscientos diferentes. De poco serviría que les guiara hasta la mitad del camino hablándoles de las glicosilaminas, las desoxiosonas y la reestructuración de Amadori y que luego los dejara abandonados en una especie de tierra de nadie donde la pista se difumina hasta desaparecer. La mayoría de químicos se escaquean (y yo con ellos) aludiendo simplemente a unos compuestos de nitrógeno de color marrón oscuro que se obtienen al final del proceso y que se llaman melanoidinas, del griego melas, que significa «negro» o «muy oscuro». Pasemos ahora a la segunda fase del braseado, donde añadiremos un poco de líquido -caldo, vino, sidra o cerveza- a la carne dorada y, si el plato lo pide, a las verduras que también habremos dorado aparte. Aquí es donde el braseado se desmarca del estofado; al brasear utilizamos muy poco fondo, mientras que al estofar la carne y las verduras quedan totalmente cubiertas. A medida que cocemos a fuego lento los ingredientes del braseado, el agua se evapora, se condensa en la tapa de la cazuela y cae en forma de gotitas para volver a incorporarse al fondo, rociando continuamente la carne justo por debajo de la temperatura de ebullición. Esta combinación de calor y humedad transforma las principales proteínas de la carne, el colágeno, en gelatina. El colágeno constituye entre el 20 % y el 25 % de las proteínas en los mamíferos. Se aloja principalmente en el tejido conjuntivo: las envolturas de las fibras musculares y los duros tendones y ligamentos que sujetan los músculos esqueléticos a los huesos. Tal y como sugieren los lugares donde reside, el colágeno es responsable de que la carne sea dura. Sin embargo, al calentarlo largamente en un ambiente húmedo -como hacemos en el braseado-, las moléculas se modifican. Partiendo de una estructura de triple hélice, parecida a una trenza de tres fideos, se desenrollan y se descomponen en varias espirales pequeñas y aleatorias, en un montón de resortes diminutos. Estos son las moléculas de gelatina, mucho más blandas que las de colágeno. Las moléculas de gelatina tienen la prodigiosa capacidad de atrapar entre sus rizos muchas veces su peso en agua.
¿Quieren pruebas? En las instrucciones de una caja de gelatina corriente leo que hay que añadir dos tazas (237 gramos) de agua a tan sólo 8 gramos de gelatina del paquete (el resto es azúcar). Aun así, toda el agua -treinta veces el peso de la gelatina- se absorbe para formar un gel que, al enfriarse, adquiere consistencia semisólida. Al brasear, capturamos en los platos lo mejor de dos mundos. El resultado son unos suculentos platos dorados, de sabor reforzado por las reacciones de Maillard y ablandados por la gelatina, que ninguna otra técnica nos permitiría obtener.
Estructura de triple hélice de una molécula de colágeno. Al aplicarle calor y humedad, las hebras se desenrollan y descomponen en pequeñas espirales o moléculas de gelatina.
Ciencia ai margen
Cómo marcar la carne según Robert Existe mucha confusión entre el pardeamiento de Maillard y el pardeamiento del azúcar o caramelización. Tanto el grupo carbonita de una molécula de azúcar como el grupo amino de una molécula de proteína son necesarios para que tenga lugar el pardeamiento de Maillard. El calor acelera las reacciones de Maillard, también conocidas como reacciones de azúcar-amina, pero estas pueden producirse a temperaturas de tan sólo 50 °C e incluso desencadenarse lentamente a temperatura ambiente, como cuando los alimentos se ponen marrones por viejos. En cambio, al dorar el azúcar puro o de otros hidratos de carbono a temperaturas superiores a unos 120 °C -en ausencia de un ácido amino u otro compuesto de nitrógeno- tienen lugar unas complejas reacciones químicas completamente diferentes llamadas caramelización. A muchos chefs parece encantarles esta palabra y la emplean sin dis-
tinción para referirse a cualquier alimento que se dora al cocinarlo. Sin embargo, la carne roja y la blanca, el pescado, las verduras y otros alimentos proteínicos no caramelizan; simplemente se doran. Quizá no suene tan sofisticado como decir que se caramelizan, pero es la manera precisa de describir lo que les sucede. Existe un tercer tipo de pardeamiento en la cocina, el pardeamiento enzimático, provocado por las enzimas de los alimentos. Al cortar una pera o una manzana, la superficie se pone marrón debido a las enzimas que liberan las células rotas de la fruta.
FICCION ARIO DEL GOURMET Ragú: nombre de una emisora de radio catalana
•ssobuco Uno de los mejores y más deliciosos ejemplos de cómo el colágeno de los duros tejidos conjuntivos que envuelven los huesos se transforma en una gelatina suave y blanda al aplicarle calor en un entorno húmedo. Utilice la olla más pesada que tenga, a ser posible de hierro colado esmaltado. Cuando compre la ternera, asegúrese de elegir huesos cuyo interior esté blando y lleno de tuétano. No todos los huesos cumplen este requisito. Proporcione a cada comensal un cuchillo pequeño y estrecho para que pueda vaciar el hueso y comerse el cremoso tuétano (un tenedor para caracoles también sirve). Untado en tostada con un poco de sal y pimienta, es una delicia. Sirva las piernas de ternera con Polenta al horno (pág. 220) y pan de payés bien fresco. 4 a 6 piernas de ternera, con hueso y mucha carne, de unos 225 a 3 4 0 g cada una y unos 5 cm de grosor taza de harina de trigo aproximadamente 4 cucharadas de aceite de oliva Sal y pimienta recién molida 1 filete de anchoa 1/
2
4 dientes de ajo cortada en láminas
2 zanahorias pequeñas peladas y cortadas en rodajas finas 1 cebolla cortada en rodajas finas 1 tallo de apio cortado a dados 2 taza de vino blanco seco 1 / taza de tomate triturado 2 1/
GREMOLATA: 2 cucharadas de perejil fresco picado 1 diente de ajo picado 1 cucharada de ralladura de limón Sal y pimienta recién molida 1. Precaliente el horno a 160 °C. 2. Enharine las piernas de ternera por ambos lados y sacúdalas para eliminar el harina sobrante. Caliente a fuego medio una olla grande, cubierta con tapa, durante 1 minuto. Añada 2 cucharadas de aceite de oliva y 2 piernas de ternera y dórelas durante 4 o 5 minutos por cada lado y salpimiéntelas una vez doradas. No llene demasiado la olla. Cuando estén hechas, retírelas y repita los mismos pasos con las otras 2 piernas. En total necesitará entre 15 y 20 minutos para tener doradas las 4 piernas. 3. Añada las 2 cucharadas de aceite de oliva restantes y el filete de anchoa, y aplaste el filete una vez en la olla para que se mezcle con el aceite. Añada el ajo, las zanahorias, la cebolla y el apio, baje el fuego a intensidad media-baja y sofría las verduras, removiendo de vez en cuando, durante unos 10 minutos hasta que estén blandas. 4. Distribuya las piernas de ternera sin que se amontonen sobre las verduras. Mezcle el vino con el tomate triturado en un cuenco pequeño y rocíe con la mezcla la carne y las verduras. 5. Tape bien la olla y colóquela en el horno. Déjela entre 1 hora y media y 2 horas, hasta que la carne esté tierna y se desprenda del hueso y los jugos se hayan reducido. Si la carne se secara mientras la olla está en el horno, añádale un poco de vino o agua. 6. Para preparar la gremolata: justo antes de servir la carne, mezcle el perejil, el ajo y la ralladura de limón en un cuenco pequeño. 7. Disponga la carne en una bandeja previamente calentada en el horno y tápela para que no se enfríe. Hay quien prefiere pasar la salsa por el chino, pero también hay a quien le gusta con las verduras tal
y como sale de la olla, así que pásela por el chino o no según prefiera. Añada la gremolata a la salsa, corríjala de sal y pimienta y caliéntela a fuego medio en un cazo durante un par de minutos. 8.
Riegue la carne con la salsa y sírvala de inmediato.
SALEN 4 RACIONES GENEROSAS
Ciencia al margen
¿Por qué se dora la carne? Cuando doramos un filete en una sartén o a la parrilla, ¿por qué se dora y no se pone, por ejemplo, de color verde o rojo? En primer lugar, recordemos que el color marrón no es más que un amarillo intenso. Lo que hacemos en realidad es «amarillear intensamente» los alimentos, es decir, utilizamos el calor para crear altas concentraciones de compuestos químicos amarillos. Dicho esto, ¿por qué amarillo? Una sustancia se ve amarilla cuando de todos los colores del espectro de la luz solar, lo que llamamos «luz blanca», absorbe principalmente la luz azul. Si se le elimina parte del azul, en la luz reflejada que ven nuestros ojos aumenta el color complementario, el amarillo. ¿Por qué, entonces, absorben los alimentos «dorados» sobre todo la luz azul? (Sígame; nos estamos acercando.] Cuando una molécula absorbe una partícula de energía luminosa visible (un fotón), es el electrón el que hace el trabajo y, como contrapartida, el que pasa a un estado superior de energía; se le empuja escaleras arriba, por decirlo de alguna manera. Entre los electrones de las distintas moléculas los hay más o menos selectivos con la cantidad de energía que absorben: el número de escalones que están dispuestos a ascender y, por lo tanto, la energía luminosa que están dispuestos y pueden absorber. En esto se basa la teoría cuántica. Los compuestos químicos poliméricos producidos en las reacciones de Maillard y en la caramelización están formados por moléculas de gran tamaño que tienen sus electrones bien sujetos y que, en consecuencia, absorben principalmente los fotones de luz de más energía. De todos los colores que percibe el ojo humano, el de energía más alta es el azul; al absorberlo, la luz que queda se ve amarilla o, si es más intensa, marrón.
Que no le amarguen el caldo
En los libros de receta dice que para hacer caldo se debe empezar siempre poniendo los huesos y las verduras en agua fría, porque el agua fría absorbe más su sabor. A mí me parece un poco extraño. ¿No se disuelven mejor la mayoría de sustancias en agua caliente que en agua fría? Sí, así es. Basta con ver lo sabroso que le quedaría el caldo si probara a dejar los ingredientes en remojo durante horas en agua fría, sin cocerlos a fuego lento. O si intentara preparar una taza de té con agua fría (dejándolo reposar un tiempo razonable, claro). Aunque pensándolo otra vez, será mejor que no lo pruebe. ¿Ha oído hablar del sun tea, un té «natural» y «ecológico»? Se prepara introduciendo bolsas de té en una jarra de agua fría y dejando la jarra al sol durante varias horas. Pues bien, si contiene materia orgánica, el agua tibia - d e hasta 79 °C- constituye un excelente caldo de cultivo para las bacterias. Por mucho que digan de los «calientes y delicados rayos del sol» no le añaden a la infusión más que poesía. Para evitar cualquier problema, prepare siempre el té con agua caliente a más de 91 °C. Los libros de receta explican cómo hacer el caldo - u n agua concentrada con el sabor extraído a huesos de carne o espinas de pescado y verduras-, pero lo que casi nunca revelan es por qué se ha de seguir cada paso. La opción es comprensible, porque el objetivo de los libros es ayudar al lector en la cocina para que haga bien los platos. Sin embargo, todos recordamos mejor los pasos si tienen sentido para nosotros que si nos los dictan mediante una mera sucesión de órdenes del tipo «haz esto, no hagas lo otro». Si entiende las razones por las que debe seguir una instrucción, que es lo que espero que le ayude a conseguir este libro, tal vez la próxima vez no necesite siquiera consultar el recetario y pueda aventurarse solo. Los caldos se dividen en caldos oscuros, en los que los huesos y quizá las verduras se doran al horno antes de meterlos en la olla, y en caldos blancos, que no es que sean blancos, sino que no son marrones. Los caldos de ternera se acostumbran a preparar oscuros; los de pollo y verduras, en cambio, tienden a ser blancos. Asar los huesos antes de cocerlos imprime al caldo unos sabores inconfundibles gracias al pardeamiento o las reacciones de Maillard, unas reacciones químicas que se producen entre las pro-
teínas y los hidratos de carbono de los restos de carne y de cartílago adheridos a los huesos (véanse las págs. 276 a 277). Sin el pardeamiento de Maillard, no encontraríamos estos sabores en el caldo. Los demás sabores pueden desarrollarse igualmente al calentar el agua y cocer los ingredientes a fuego lento. Echemos un vistazo a las instrucciones que se suelen dar para preparar un caldo. •
Coloque siempre los huesos y las verduras en el agua mientras todavía esté fría. La afirmación de que el agua fría «absorbe mejor el sabor» induce a error. No es que el agua absorba más compuestos saborizantes que el agua caliente, sino que si se sumergen los huesos y las verduras directamente en agua caliente algunas de las proteínas que le dan sabor al caldo serían más difíciles de absorber durante el tramo final de la cocción. Por tanto, el caldo sale más sabroso si no se calienta el agua antes de introducir los ingredientes.
A continuación, el porqué. Al calentar las proteínas, estas se modifican (se desnaturalizan). Sus moléculas helicoidales se desenrollan y se vuelven a unir en estructuras más compactas y enmarañadas, y al agua le resulta más difícil absorber las moléculas saborizantes de estas estructuras coaguladas que de las proteínas originales. Por lo tanto, para potenciar al máximo el sabor, nos interesa que las moléculas de proteína no se reagrupen demasiado pronto. Si se empieza con los huesos y las verduras en agua fría, las proteínas hidrosolubles (algunas son solubles en agua y otras no) tendrán tiempo de sobra para disolverse en el agua antes de que el proceso de desnaturalización las vuelva insolubles e inaccesibles. Además, mientras la temperatura del agua se mantiene baja, algunas impurezas hidrosolubles indeseadas, como las de la sangre, también tendrán tiempo de disolverse en el agua, con lo que luego, al subir la temperatura, se coagularán. (Ya sabe que para eliminar una mancha de sangre de la ropa hay que lavarla con agua fría, ya que el agua caliente «fijaría» la mancha coagulando las proteínas.) A medida que se calienta el agua, se van coagulando poco a poco todas las proteínas indeseables y formando partículas de porquería relativamente grandes. Entretanto, parte de la grasa de los
huesos se derrite y sube a la superficie. En su ascenso, la grasa se topa con las partículas de proteína coagulada, las recubre y las arrastra consigo como si fuera un flotador salvavidas, de modo que en la superficie se va formando una capa de espuma que después puede retirar del caldo, espumándolo. En cambio, si se empieza con agua caliente, las impurezas de proteína se coagulan a mucha más velocidad y forman partículas de porquería más pequeñas que ni se separan del líquido ni se dejan arrastrar por la grasa que sube. Se mantienen suspendidas en el caldo y lo enturbian. (Una excepción: muchos chefs, por motivos que ellos sabrán, prefieren esperar a que el agua esté caliente para añadir las verduras.) •
•
No añada más agua que la que necesite para cubrir los huesos. El exceso de agua da como resultado caldos menos sabrosos; nos interesa que los sabores estén bien concentrados. La falta de agua, en cambio, dejaría al descubierto algunos huesos y no sólo perderíamos su sabor -el agua sólo absorbe el sabor de lo que está sumergido en ella- sino que esos huesos se secarían, se oscurecerían y teñirían el caldo, un problema si queremos preparar un caldo blanco. Para mantener el nivel de agua adecuado, se debe ir reponiendo el agua que se evapora durante la cocción. En cuanto el agua rompa a hervir, baje el fuego inmediatamente y siga cociendo el caldo a fuego lento, sin que hierva. ¿Por qué debe cocerse el caldo a fuego lento sin dejar que hierva? La razón principal es que la agitación del agua cuando hierve rompería los grumos de proteína coagulada y recubierta de grasa y los descompondría en diminutas partículas que nos impedirían espumar el caldo, así que nos volvería a quedar turbio.
Los caldos de buey y ternera requieren más tiempo de cocción (de 6 a 8 horas), porque los huesos son bastante grandes y sus compuestos saborizantes no se dejan absorber fácilmente por el agua. Por esta razón, conviene cortar los huesos en trozos de 7 a 10 centímetros. Los caldos de pollo, al contener huesos más pequeños, basta con dejarlos entre 3 y 4 horas al fuego, mientras que para los de pescado y verduras basta con sólo 30 o 45 minutos. El objetivo es extraer el máximo sabor de los ingredientes y convertir en gelatina la
mayor cantidad de colágeno del tejido conjuntivo posible, ya que la gelatina le da al caldo más cuerpo y lo hace más suave. Ahora bien, si se deja el caldo al fuego durante más tiempo de la cuenta, algunos compuestos saborizantes empiezan a descomponerse o degradarse (sobre todo en el caldo de pescado, cuyas proteínas musculares son menos estables que las de los animales terrestres). En los restaurantes el caldo se deja cocer durante mucho tiempo, entre 6 y 8 horas, y luego se sigue reduciendo un rato más después de colarlo. Sin embargo, para cantidades más modestas como las que se preparan en casa, 3 o 4 horas deberían de bastar. Este tiempo es el ideal para conseguir un buen equilibrio entre la gelatina generada y el sabor que retiene el caldo. Si se deja menos tiempo, el caldo sale diluido y menos sabroso. •
Desespume el caldo a menudo. Como hemos visto, la espuma que se forma en la superficie está formada principalmente de proteínas insolubles coaguladas. No matará a nadie, pero resulta desagradable. Si la deja en el agua durante todo el tiempo de cocción, las proteínas se volverán todavía más compactas y acabarán formando unas sucias motas grises, muchas de las cuales se pegarán a las paredes de la olla a la altura del nivel del agua creando un cerco de suciedad parecido al que con el tiempo deja la espuma en la bañera (y perdonen la metáfora).
Desespume el caldo con un colador fino o una espumadera. No utilice cucharas de ningún tipo: las ranuradas dejan escapar la grasa por las ranuras y las soperas se llevan, además de la espuma, la sabrosa capa de grasa que flota sobre el caldo, de la que ya se ocupará más tarde. La malla de la espumadera debe ser fina y llevarse sólo la espuma. Transcurrido el tiempo de cocción pertinente, retire los huesos y las verduras con una cuchara (ahora sí, ranurada) y cuele el caldo a través de varias capas de gasa. Se preguntará: si al final vamos a colarlo, ¿a qué venía tanto lío para evitar que se pusiera turbio? Ni varias capas de gasa consiguen detener las diminutas partículas (partículas coloidales) que enturbian el caldo. •
Enfríe el caldo enseguida. El caldo resulta tan apetitoso para las bacterias como para los humanos. Es, valga la re-
Espumadera de malla fina de acero inoxidable, imprescindible para desespumar el caldo sin llevarse a la vez la sabrosa capa de grasa que flota en la superficie. De la casa Calphalon.
dundancia, un excelente caldo de cultivo bacteriológico. Si se deja enfriar poco a poco, puede pasar demasiado tiempo en la franja de temperaturas que favorecen la proliferación de las bacterias, entre los 4 °C y los 60 °C. [Véase también «Bacterias con armadura», pág. 289.) Los restaurantes colocan las ollas de caldo caliente en profundos fregaderos con buenos desagües en los que dejan circular el agua fría. En casa puede colocar la olla en el fregadero y llenarlo con agua fría hasta el mismo nivel al que llega el caldo (si se pasa, la olla tenderá a flotar); remueva el caldo de vez en cuando y renueve el agua en cuanto se caliente. •
Refrigere el caldo u n a vez colado y enfriado y retire la grasa solidificada de la superficie. Esto no se hace sólo por la habitual fobia a las grasas, sino porque al solidificarse la grasa atrapará los restos oleosos que se le hayan escapado al espumar el caldo. (Los verá colgando de la base del pastel de grasa.) De todas formas, no olvide que la grasa es sabrosa; no sea despiadado: quizá le interese dejar algo de grasa, sobre todo si se trata de caldo de pollo.
Haga lo que haga, no meta el caldo en la nevera antes de enfriarlo. Una olla caliente posee muchas calorías de calor, así que ca-
lentará y echará a perder toda la comida que tenga guardada. Enfríe la olla como se explica más arriba o divida el caldo en varios recipientes, ciérrelos herméticamente y déjelos enfriar por separado antes de introducirlos en la nevera. Se enfriarán mucho antes que si espera a que se enfríe la olla entera, pues la superficie de contacto con el aire es mucho mayor. Finalmente, congele el caldo en raciones para recurrir a él cuando lo necesite, sea para dar más sabor a sus sopas o salsas o para preparar platos que requieran mucho líquido como el risotto.
Ciencia al margen
Temblores que cuecen Una olla cuece a fuego lento cuando sólo se ve subir alguna burbuja de vez en cuando. Las burbujas son pequeñas bolsas de vapor de agua creadas en el fondo de la olla, donde la temperatura es más alta. Del fondo suben hacia la superficie, pero la mayoría se enfría y se convierte de nuevo en líquido antes de llegar arriba. Las únicas bolsas que pueden considerarse «burbujas auténticas» son las que consiguen abrirse camino hasta el final. En algunos libros de cocina se intenta definir esta técnica como aquella en la que el agua se mantiene a una temperatura concreta, a menudo muy dispar de un libro a otro, y que se situaría algo por debajo de los 100 ºC. Ahora bien, la temperatura exacta de una olla que cuece a fuego lento depende de las características del fogón, de la olla y de los ingredientes, por no mencionar la altitud a la que se encuentre la cocina y el clima. (A presiones barométricas bajas, el agua hierve a menor temperatura.] Además, si el objetivo es que cueza a una temperatura determinada, ¿en qué punto medimos su temperatura? ¿Cerca del fondo, donde está más caliente? ¿O más arriba, donde está más fría? Olvídese, pues, de intentar cocer el caldo a una temperatura concreta y fíjese en las burbujas; si sólo sube alguna de vez en cuando a la superficie, señal de que está haciendo lo correcto. Los cocineros franceses distinguen entre cocer a fuego lento las sopas o los estofados que contienen ingredientes sólidos y cocer a fuego lento líquidos como el agua, la leche o salsas diluidas. En el primer caso utilizan el verbo mijoter, pero cuando de la superficie del líquido
que llena la olla no despunta ningún pedazo de carne ni ninguna verdura se produce un visible fenómeno previo a la aparición de burbujas al que los franceses llaman frémir, que significa «temblar» o «tiritar». Si clava la mirada en el agua de una olla mientras la calienta, comprobará que, antes de que empiecen a aparecer las primeras burbujas, la superficie del agua tiembla. Algunos dicen que el agua sonríe. El temblor se debe a las corrientes de convección, columnas de agua caliente que se abren camino a través de zonas de agua más fría, liberan parte de su calor al aire en cuanto llegan a la superficie y, al enfriarse, vuelven a caer hacia el fondo. Las suaves perturbaciones que provoca el cambio de dirección de estas columnas de agua en la superficie del líquido crean un efecto de vaivén. Los huevos pasados por agua se pueden cocer por frémissement en vez de mijotement, pues quedan completamente cubiertos por el agua. En ese caso la temperatura media sería ligeramente inferior a la que cocerían los huevos de dejar que aparecieran las pequeñas burbujas.
Bacterias con armadura
¿Por qué hay que tomar tantas precauciones enfriando el caldo para evitar que aparezcan bacterias peligrosas? Al fin y al cabo, lleva cociendo más de una hora. ¿No se ha esterilizado? ¿No basta con dejarlo tapado mientras se enfría para que no se dejen caer por ahí nuevas bacterias? Por desgracia, no. No todas las bacterias mueren a 100 °C. Algunas sobreviven gracias a una capa protectora que las vuelve invulnerables; hablamos de las esporas. La mayoría de especies de bacteria se reproducen por fisión binaria, de modo que cada organismo se divide en dos organismos nuevos. Esto les permite multiplicarse exponencialmente. Una vez empiezan a multiplicarse, el número de bacterias no tarda nada en situarse en 5.000, 10.000, 20.000, 40.000. Doblan su población cada diez minutos y el alimento les llega para congregarse hasta mil millones de bacterias en cada mililitro de sopa o caldo. En condiciones desfavorables para su proliferación, e incluso en medios muy hostiles, algunas especies de bacterias (y hongos)
capean el temporal adoptando la forma de esporas, donde permanecen dormidas, y entonces resultan indestructibles. Protegidas en sus duras y rugosas armaduras, las esporas son capaces de sobrevivir a las más infaustas condiciones: al agua hirviendo, a la inanición, a la sequedad, a la congelación, a la luz ultravioleta, a sustancias químicas corrosivas e incluso al heauy metal. En cuanto las condiciones mejoran, como al enfriarse el caldo y recuperar una temperatura agradable para multiplicarse, las esporas salen de su estado y se convierten en nuevos organismos que empiezan a reproducirse como si nada hubiera sucedido. Un género patogénico de bacteria que forma esporas y que es fácil de encontrar en el suelo, el agua y los intestinos de las personas y los animales es el Clostridium, sobre todo el de la especie C. perfringens, causa habitual de intoxicaciones alimentarias. Otro mucho menos común es el de la especie C. botulinum, que produce la toxina botulínica, uno de los venenos más potentes que se conocen. Las bacterias de Clostridium no necesitan oxígeno para sobrevivir; donde no sobreviven es en el aire, así que el interior de una olla de caldo es para ellas un lugar ideal para desarrollarse. Para matar esporas, se necesitan temperaturas bastante superiores a los 100 °C. Por este motivo, el material médico y quirúrgico se esteriliza en un autoclave, una especie de horno a presión. Cuanto más alta la presión, más temperatura necesita el agua para hervir. Los hornos a presión y los autoclaves son recipientes cerrados en los que se acumula la presión de vapor del agua hirviendo para subir el punto de ebullición a unos 141 °C, temperatura a la que muere la mayoría de esporas. He viajado a bastantes países en los que mi estómago de norteamericano no estaba acostumbrado a las criaturillas que se instalaban en los alimentos de la zona y a las que, por tanto, era vulnerable. Siempre que podía me decantaba por los fritos, que además suelen ser lo más rico para picar. El aceite, al freír a 177 °C, no deja apenas títere con cabeza. Los contenidos de una lata ofrecen a las esporas de Clostridium un excelente entorno libre de oxígeno en el que desarrollarse. Por este motivo, después de llenarlas y sellarlas, las latas se esterilizan calentándolas en hornos u ollas de alta presión a temperaturas de 116 °C a 141 °C. Si la lata no queda bien esterilizada y sobreviven bacterias, al multiplicarse desprenden gas hidrógeno y hacen que la lata se abulte. Por tanto, si aprieta una lata y ve que alguno de sus
extremos (la parte más frágil) se abulta o incluso se comba sólo ligeramente, guárdesela para practicar lanzamiento de pesos en el prado más cercano.
Cómo doblar un hueso
Mi madre me enseñó desde pequeña que añadiendo al caldo un poco de ácido -zumo de limón, vinagre o vino- se lograba que los huesos soltaran más calcio. ¿Es cierto? Sí, pero sólo hasta cierto punto. Los huesos son una combinación de dos tipos de sustancias: 1) proteínas y células blandas y orgánicas, parcialmente absorbidas por el agua mientras el caldo se cuece a fuego lento, y 2) un mineral duro e inorgánico que apenas se disuelve y que no aporta ningún sabor. El mineral de los huesos, también presente en los dientes, es básicamente un compuesto de fosfato cálcico llamado hidroxiapatita, que como el dentista le dirá enseguida es atacado por los ácidos. (En las caries, los ácidos los producen las mismas bacterias.) Salvo que el ácido sea muy fuerte, necesitará mucho tiempo para disolver una cantidad importante del fosfato cálcico de los huesos del caldo. El poco ácido, relativamente débil, del zumo de limón, el vinagre o el vino no absorberá mucho calcio, ni con varias horas de cocción a fuego lento. No obstante, si quiere pasar un buen rato, pruebe el siguiente experimento: sumerja un hueso de pollo cocido y limpio (el del muslo sirve) en una jarra tapada de vinagre sin diluir y déjelo en remojo durante cuatro o cinco semanas. El ácido del vinagre disolverá gran parte de la dura hidroxiapatita, de modo que lo que le quedará será básicamente materia orgánica blanda. Luego podrá sorprender a sus amigos doblando el hueso de pollo como si fuera de goma, pues será muy maleable.
¿Por qué vino?
Querría saber si la siguiente afirmación es verdadera o falsa: «Cocinar con vino potencia el sabor de un plato, porque el alcohol disuel-
ve y libera compuestos saborizantes que no se disuelven en agua». He oído esta afirmación y otras parecidas en varios sitios, pero soy química y no me cuadra. Los chefs con los que he hablado aceptan esta idea y le dan crédito. De buenas a primeras parece tener sentido, pues hay muchas sustancias solubles en alcohol que no se disuelven en agua. A pesar de todo, es falsa. El verdadero motivo por el que empleamos vino en la cocina es mucho más simple: un buen vino contribuye con su sabor al plato. No tiene nada que ver con la disolución de otros compuestos saborizantes. La afirmación falla en lo siguiente: en una mezcla de alcohol y agua, como es el caso del vino, ni el alcohol ni el agua actúan como alcohol y agua en estado puro; se comportan como una mezcla de alcohol y agua, y las propiedades de una mezcla pueden diferir bastante de las de cada uno de los líquidos que la componen. Una mezcla de alcohol y agua en igual cantidad, por ejemplo, es dos veces y media más viscosa (densa) que el alcohol o el agua en estado puro. Esto se debe a que las moléculas de alcohol y las moléculas de agua se atraen entre sí y se unen para formar lo que se conoce como enlaces de hidrógeno. No pueden desplazarse libremente como hacen las moléculas del alcohol o el agua puros, que tienen menos trabas para moverse. Las propiedades de la mezcla, incluido lo que puede o no puede absorber, varían según el porcentaje de alcohol. El hecho de que una sustancia se disuelva en agua o alcohol puros no significa que se vaya a disolver en cualquier mezcla de alcohol y agua. ¿Hablamos sólo de teorías? No. Yo mismo hice un experimento para comprobarlo. Las semillas de bija, también conocidas como achiote, se extraen del arbusto tropical de hoja perenne Bixa orellana. Están recubiertas por un aceite pastoso que contiene un pigmento carotenoide de intenso color naranja amarillento llamado bixina, que se disuelve en aceites y alcoholes pero no en agua. La bixina de la bija se utiliza como colorante en alimentos grasos como la mantequilla, la margarina y los quesos procesados. Como se ve muy bien, en este experimento la aproveché para simular que se trataba del compuesto saborizante soluble en alcohol de un alimento. Introduje veinte semillas de bija en cuatro tubos de ensayo, cuatro en cada uno, y añadí una cucharada (15 mi) de uno de los si-
guientes líquidos en cada uno: agua, un chardonnay de 13°, un vodka de 40° y alcohol etílico puro de 95°. Dejé los tubos reposar a temperatura ambiente durante varios días, agitándolos de vez en cuando. Resultado: ni el agua ni el vino presentaron por su color signos de haber disuelto algo de bixina; el agua seguía siendo transparente y el vino conservaba su color de vino blanco. El vodka se había vuelto ligeramente amarillo, pues había disuelto un poco de bixina, mientras que el alcohol puro de 95° había adquirido un intenso color amarillo. En conclusión, el vino -incluso sin diluir- no disuelve o «libera» la bixina soluble en alcohol de las semillas. La concentración de alcohol debe ser alta, de como mínimo un 40 %, para que la absorción de bixina sea perceptible. Sin embargo, estas concentraciones de alcohol no se alcanzan nunca mientras se cocina. Cuando se añade medio vaso de vodka a un litro de salsa, la concentración de alcohol se reduce a tan sólo un 5 %, con lo que resulta incluso inferior a la del vino sin diluir, que como vimos en el experimento no absorbía bixina. Ahora bien, todo ello ocurría a temperatura ambiente. ¿Qué ocurre cuando sometemos los alimentos a las temperaturas de cocción? Aunque la mayoría de sustancias aumentan su solubilidad cuanto mayor es la temperatura, los enlaces de hidrógeno siguen cursando su efecto. El alcohol puro sí absorbe más compuestos solubles en alcohol al calentarse, pero el vino no. Así pues, la teoría de que «el vino absorbe sabores» sigue haciendo aguas, por decirlo de alguna manera. Con todo, el alcohol del vino puede contribuir con otros sabores además de los propios. Durante la cocción, el alcohol reacciona químicamente con los ácidos de los alimentos y produce unos compuestos aromáticos afrutados llamados ésteres. Para comprobarlo, llene una botella de alcohol etílico desnaturalizado (a la venta en ferreterías y tiendas de pintura) y vinagre (ácido acético), tápela bien y agítela con brío durante varios minutos. Luego abra la botella con cuidado y huélala: además de los olores del alcohol y el vinagre, detectará las notas afrutadas del acetato de etilo, uno de los ésteres que dan aroma a la piña. En la olla, el alcohol reacciona también con sustancias oxidativas y produce aldehidos, los compuestos responsables del sabor de
la almendra, la canela y la vainilla. Tanto los ésteres como los aldehidos aportan sabores que no estaban presentes en los ingredientes originales. Además, al contrario de lo que se suele creer, el alcohol nunca se evapora del todo, así que le sobra tiempo para participar en todas estas reacciones químicas mientras se cuecen los alimentos. Disfrute, pues, del coq au vin y del boeuf Bourguignonne. El vino potenciará su sabor de diferentes maneras, pero no espere que «absorba» o «libere» los sabores solubles en alcohol de los ingredientes. Ahora que lo pienso, ¿para qué nos interesa absorber los compuestos saborizantes de los alimentos? Si están ahí, en la carne, en los tropezones o en la salsa, ya los notaremos cuando mastiquemos.
Ciencia al margen
Solventes, solutos y solvatación Para que una sustancia soluble (un soluto] se disuelva en un líquido como el alcohol (un solvente), las moléculas del solvente deben rodear a todas las moléculas del soluto (solvatarlo) como si fueran pirañas hambrientas y engullirlas. Sin embargo, cuando el alcohol está mezclado con agua, los enlaces de hidrógeno entre un líquido y otro dificultan a las moléculas de alcohol la solvatación de las moléculas del soluto. Esto explica que las mezclas de alcohol y agua no consigan disolver con la misma eficacia lo que disuelven el alcohol y el agua en estado puro. Por otro lado, cuanto menos alcohol contenga el agua, más se debilita su capacidad para solvatar. Si añadimos medio vaso de vino de 12 o a un litro de caldo de cocción, por ejemplo, la concentración de alcohol se reduce al 1,5 %. Las moléculas de agua sobrepasan en número a las moléculas de alcohol en una proporción de casi 200 a 1, por lo que quedan tan pocas moléculas de alcohol que no pueden agruparse alrededor de las moléculas de soluto y solvatarlas. Demasiadas moléculas de agua les barran el paso.
CARNAVAL PARA CARNIVOROS
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A todo gas, o mejor no
Fui al supermercado a comprar una parrilla de barbacoa para el jardín y no sabía si decidirme por una de gas o por una de carbón. Cada vez que preguntaba a alguien, me daba una respuesta diferente, decantándose por una u otra opción sin aceptar una opinión contraria. ¿Puede darme algún consejo objetivo? Intento no entrar en política ni en ningún otro tipo de polémicas, pero ante una cuestión tan importante y dos candidatos tan opuestos no puedo resistirme a expresar mi opinión: ¿es mejor el gas o el carbón? Mi postura es clara. Apoyo sin reservas la opción del carbón. Atención: las opiniones que expresaré a continuación son incendiarias. El lector las lee bajo su propia responsabilidad. Hoy en día si se tocan las parrillas es fácil quemarse (un mal intento de juego de palabras). Tengo once libros de recetas a la parrilla en las estanterías, pero todos tienen la picardía de pasar por alto dos aspectos importantes: que una parrilla y una barbacoa no son exactamente lo mismo y que no todos los combustibles se crean de la misma manera. Conscientes de que casi nadie sabe la distinción entre parrilla y barbacoa, las editoriales incluyen recetas de ambos tipos en los libros para atraer a cuantos Escoffiers aficionados puedan. Como un 70 % de las «parrillas de barbacoa» (expresión que no hace más que sumar confusión) que se utilizan en Estados Unidos funcionan con gas, los escritores se callan su secreta pero unánime convicción (que sólo admitirían bajo juramento) de que el carbón es indudablemente mejor que el gas. Un escritor no se puede permitir perder a una parte importante de sus lectores potenciales, muchos de los cuales han tirado la casa por la ventana para comprar una de esas mastodónticas parrillas de gas, de acero inoxidable y con ruedas, equipadas con todo lo imaginable menos con control de crucero y sistema de posicionamiento global. En una parrilla, los alimentos se colocan a varios centímetros de un combustible que no desprende humo y que arde a temperaturas muy altas, de entre 260 °C y 540 °C, y se asan en un plis pías. Filetes de carne, costillas de cordero, hamburguesas, kebabs, salchichas, pollo, pescados y gambas son los alimentos que más se suelen asar a la parrilla.
En una barbacoa, en cambio, los alimentos se asan durante varias horas a temperaturas más bajas, de entre 150 °C y 180 °C o incluso menos, y se colocan en un cajón o espacio cerrado sobre fuego (normalmente) humeante. Imagínese a unos cuantos hombres con sombrero de vaquero asando costillas de buey o de cerdo, paletilla de cerdo o falda de buey aderezados con salsas de receta secreta: eso es una barbacoa. Yo me limitaré a hablar de parrillas. Existen tres tipos de combustible: piedras de carbón vegetal, briquetas y gas. •
Piedras de carbón vegetal: si se calienta sin presencia de oxígeno (en un proceso llamado destilación destructiva), la leña no arde sino que se descompone. Primero pierde el agua; los hidratos de carbono (principalmente celulosa y lignina) empiezan luego a descomponerse en alcohol de metilo (conocido, en consecuencia, como alcohol de madera), ácido acético, acetona, formaldehído y muchos otros humos y gases. Al final, lo único que queda son las piedras de carbón vegetal.
La humanidad lleva al menos cuatro mil años fabricando carbón a partir de la madera para utilizarlo como combustible en la cocina. Al contrario de lo que se rumorea a menudo, el carbón no fue inventado por Henry Ford. Y eso no es todo: tampoco inventó ni la leña ni el fuego. (Pero siga leyendo.) El carbón vegetal que se vende hoy en día, que conserva la forma de los trocitos de leña con los que se fabrica, arde a altas temperaturas de manera limpia, sin desprender apenas humo. Por este motivo lo voto (y bajo mano la mayoría de expertos en parrillas) como el mejor combustible posible para utilizar en la parrilla. Como el combustible de toda la vida no hay ninguno. •
Briquetas: las briquetas -y no las llamo briquetas de carbón porque contienen muchísimas otras sustancias aparte de carbón- tampoco las inventó Henry Ford. Las inventó y patentó Orin F. Stafford, profesor de la Universidad de Oregón; después, Ford, pensando siempre en cómo hacer dinero, se sumó al carro y montó una fábrica de briquetas a gran escala, lo que le permitió transformar los serrines y las virutas que generaba la planta de Fords T en un producto rentable.
Al principio las briquetas se fabricaban con carbón en polvo, prensado y ligado con almidón. Actualmente, el proceso se ha complicado. Según una publicación de la Kingsford Products Company del año 2000, heredera de la empresa de carbones Ford, sus briquetas contenían carbón vegetal, lignito (un carbón mineral marrón y blando), carbón mineral (grafito), piedra caliza (que forma esa bonita capa de ceniza blanca), almidón (como aglomerante), bórax (que facilita la extracción de las briquetas del molde), serrín (para facilitar la ignición) y nitrato de sodio, que libera oxígeno al calentarse y acelera la combustión. Personalmente, preferiría no asar mis filetes sobre las brasas de un carbón mineral cargado de alquitrán ni sobre almidón, bórax o serrín. •
Gas: las parrillas de gas modernas utilizan metano (gas natural, CH4) O propano (C3H8), cuyas moléculas no contienen más que átomos de carbono y de hidrógeno. En ello radica precisamente la diferencia entre el carbón y los combustibles gaseosos: en la presencia de átomos de hidrógeno. Al arder, el carbón produce sólo dióxido de carbono (y algo de monóxido de carbono), mientras que el metano y el propano desprenden tanto dióxido de carbono como vapor de agua. Si sostiene un plato de vidrio transparente sobre una llama de gas, verá cómo se entela con agua condensada.
Cada molécula de propano quemada produce cuatro moléculas de agua. En una parrilla de gas convencional que consume unos 10 millones de calorías por hora, se libera un litro y medio de agua cada hora. Por tanto, la carne se cuece al vapor por debajo, sin alcanzar las temperaturas a las que llega con el carbón de combustión seca. No sorprende que no le salga tan dorada, crujiente y sabrosa como le sale con el carbón. Caso cerrado. Los expertos en asar a la parrilla distinguen entre dos técnicas: asado directo, en el que la carne se coloca directamente sobre las brasas, y asado indirecto, en el que las brasas se apilan a un lado. En el método directo, el calor alcanza la carne tanto por convección (a través del aire caliente que sube) como por radiación (mediante rayos infrarrojos). En el indirecto, como la carne no está
justo encima de la fuente de calor, el calor le llega básicamente por radiación. (El tercer sistema de transmisión del calor, la conducción, apenas entra en juego cuando se asa a la parrilla.) La carne no se calienta tanto si se asa por el método indirecto, por lo que tarda más. Si se tapa la parrilla, el aire caliente que sube de las brasas queda atrapado y circula por todo el espacio libre, con lo que crea una especie de horno de convección. Añada unas cuantas astillas de madera húmedas y podrá ahumar la comida al mismo tiempo. ¡Huy! En el último párrafo he pasado de la parrilla a la barbacoa. Es fácil saltar de un sistema a otro, porque puede utilizarse el mismo equipo para ambos y poca gente -incluidos los fabricantes de los equipos- se molestan en hacer esta distinción verbal.
Cada leña, un humo
Mis vecinos se compraron un ahumador. Parece un enorme huevo verde, de casi un metro de alto, que se sostiene sobre el extremo más delgado. Lo utilizan para ahumar carne y pescado con diferentes tipos de leña según el sabor que le quieran dar. ¿Cómo es posible que el humo de la leña cocine y dé sabor a la comida? Como no fui termita en mi vida anterior, no puedo decir cómo saben las leñas en sí, pero como las quemamos y, efectivamente, nos comemos su humo, sí puedo hacer algún comentario al respecto. El enorme huevo verde de sus vecinos se llama así, Enorme Huevo Verde, traducción literal de la marca Big Green Egg. Se trata de un horno kamado, palabra derivada del japonés antiguo mushikamado, que significa «aparato para cocer el arroz al vapor». El mushikamado es una urna de barro refractario, hueca y con forma de huevo que se utiliza suspendiéndola por la tapa sobre un fuego de leña. El arroz se cuece por la acción del calor, pero además adquiere un interesante sabor ahumado. A principios de la década de 1960, un avispado piloto norteamericano llamado Richard Johnson descubrió el mushikamado en Japón y decidió que con unos cuantos arreglos los norteamericanos podrían también utilizarlo en los jardines de sus casas para cocinar y ahumar sus alimentos. Más de cuarenta años después, su empresa, la Kamado Corp., sigue fabricándolos en Sacramento, California, y muchos otros lugares. Patentó la marca Kamado, con «K»
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mayúscula, así que los demás fabricantes, entre ellos la empresa que fabrica el Big Green Egg, vende su producto como «kamado», con «k» minúscula. En el mercado norteamericano se encuentran de ahumadores de todo tipo, con forma de bidón de petróleo, de caja de hierro rectangular o de lo que quiera: de hecho, de cualquier cosa en la que se pueda atrapar el h u m o de los troncos o astillas de leña para que entre en contacto con la comida. Hay incluso personas a las que apasiona tanto la idea que han adaptado sus parrillas de carbón o hasta sus viejas neveras. Las comidas ahumadas que más triunfan son la trucha, el salmón, la falda de buey, la paletilla de cerdo, el pavo e incluso verduras como las patatas y los tomates. La temperatura se mantiene entre los 52 °C y los 104 °C y los alimentos se cocinan poco a poco; de este modo, además de ablandar las carnes duras (excepto en el caso del pescado, que se cocina enseguida), da tiempo para que se impregne el sabor del humo. Si se toman ciertas precauciones, los alimentos también se pueden ahumar en el interior de la casa, en el horno o en una fuente para horno especial con parrilla. (Desconecte el detector de incendios y vigile todo el proceso. Cuando acabe, no olvide volver a conectar el detector.) Hablamos del llamado ahumado en caliente. A entre 52 °C y 104 °C, los alimentos no sólo chupan algo de sabor a humo sino que además se cuecen. En las plantas y tiendas de ahumados también se emplea el ahumado en frío (véase pág. 326), donde la temperatura de alimentos como el beicon no sube de los 32 °C a 38 °C. A menudo se utiliza asimismo el humo líquido (véase pág. 326). Uno de los primeros métodos de cocción inventados por el hombre consistía en colgar la carne sobre un fuego de leña, encendido en un hoyo cavado en el suelo. El objetivo era cocinar la carne aprovechando el calor del fuego, pero como donde hay fuego hay humo, por invertir el viejo dicho, los efectos del humo eran inevitables. Un efecto importante, aunque no entendido hasta una época más moderna, es que el humo actúa como conservante matando a los microorganismos responsables de que se estropeen los alimentos. Llegó un momento en que el humo se convirtió en el instrumento buscado y la práctica de ahumar los alimentos para conservarlos, en particular los jamones, se extendió por todo el mundo. Actualmente, los productores distribuyen sus productos al consumidor en mucho menos tiempo y la conservación prolongada de
los alimentos ha perdido la importancia de antaño. Además, tenemos las neveras y cámaras de refrigeración, que no eliminan los organismos patógenos pero retrasan su multiplicación. Ahora podemos ahumar los alimentos en casa por el simple hecho de que nos gusta cómo saben. Y, sí, las diferentes leñas - d e aliso, manzano, cerezo, nogal, arce, roble y pacano- imparten diferentes sabores con su humo. Al fin y al cabo, si todas las leñas tuvieran idéntica composición química y produjeran humos idénticos, no existirían árboles distintos. Las leñas blandas, como la de pino, abeto o pícea, no sirven para ahumar porque contienen demasiada sabia y resina y producen un humo tiznado nocivo. Fíjese en la llama azulada de sus fogones o del grill del horno. No produce nada de humo. Esto se debe a que el gas recibe tanto oxígeno que arde completamente. Se transforma todo, casi todas sus moléculas, en varios productos gaseosos invisibles: dióxido de carbono, monóxido de carbono y vapor de agua. En cambio, cuando arde la madera o casi cualquier otro combustible, las reacciones de la combustión casi nunca se acaban de completar. La madera es un sólido, así que sus moléculas no consiguen mezclarse libremente con el oxígeno del aire. El combustible, falto de oxígeno suficiente, no arde del todo y deja ir diminutas partículas medio quemadas y todavía sólidas que se suman a la vorágine de la llama; entonces suben con los demás gases y forman una nube negra o gris, que es lo que conocemos como humo. Si queremos que la leña desprenda mucho humo al arder, lo mejor es ahogarla parcialmente reduciendo el oxígeno que tiene a su alcance. Para ello, basta con sumergir la madera en agua durante aproximadamente una hora antes de quemarla; en cuanto alcance el punto de humo, empezará a arder sin llama e impartirá a los alimentos unos sabores únicos imposibles de conseguir por cualquier otro medio. Y ahora las malas noticias. Hasta conseguir la combustión completa -que, recuerde, la leña no consigue nunca-, se forman cientos de compuestos químicos intermedios que acaban en el humo. Entre ellos, el formaldehído, el ácido fórmico, los fenoles, el benceno, la quinoleína y muchos otros compuestos químicos. Algunos de ellos, por si fuera poco, son cancerígenos. Los peores son los hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAP), entre los que se incluye uno altamente cancerígeno, el benzo(a)pireno o B(a)P. Las moléculas planas del BP o B(a)P se deslizan entre las hélices de las moléculas
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de ADN y, me permitiré el tecnicismo, las escacharran. Como consecuencia puede aparecer un cáncer. El célebre tamarugo, de sabor inconfundible, es una madera resinosa y su humo se encuentra, según los estudios, entre los que más HAP contienen. ¿El sabor, pues, a qué precio? La primera vez que comí un bistec ahumado con leña de tamarugo en Arizona, me quedé extasiado. ¡Estaba de muerte! (Esto iba para mis lectores jóvenes.) A partir de aquel día no pasé a alimentarme sólo de bistec ahumado con tamarugo (ni de ningún otro tipo de bistec, dicho sea de paso), pese a que un riesgo es un riesgo, no una certeza. Pero aunque doblara mi riesgo de sufrir un cáncer por HAP, a día de hoy sigo pensando que comerme aquel bistec valió la pena. Las estadísticas me llevaron hace más de veinte años a dejar de fumar tabaco, pero sólo a diario. Por el mismo motivo, no veo por qué no habría de darme el lujo de comer salmón ahumado de vez en cuando. Como dijo Voltaire, «la moderación es el placer de los sabios».
El Big Green Egg, o enorme huevo verde, aparato que se utiliza para ahumar, asar a la parrilla o a la barbacoa, es una adaptación del horno japonés kamado. (Por cortesía de The Big Green Egg.)
Ciencia al margen
Los ladrillos y el mortero de los árboles Los cientos de compuestos químicos que contiene el humo de la madera proceden de la combustión de dos de sus principales ingredientes: la lignina y la celulosa. La lignina es un grupo de compuestos poliméricos (con moléculas de gran tamaño) que pega las paredes de celulosa de las células vegetales como ladrillos, lo que aumenta la fortaleza, dureza y rigidez de la madera. Sin ella, los árboles se doblarían como postes de teléfono de goma. Los principales compuestos del humo de la madera que impregnan los alimentos con su sabor se deben a la combustión de la lignina. Se trata de los compuestos fenólicos siringol, guayacol y sus derivados. Al arder la celulosa, en cambio, se crean unos compuestos volátiles llamados ciclopentenonas, que imprimen notas de caramelo al sabor ahumado.
Capítulo 8 EIM LAS ESPECIAS ESTÁ LA SALSA DE LA VIDA
Intente adivinar la cocina de qué país utiliza más las siguientes especias y condimentos. Las respuestas se indican a pie de página; no mire. 1. Curry
(a) China
2.
Harissa
[b) Francia
3.
Hierbas de Provenza
(c) Hungría
4.
Ketjap manís
(d) India
5.
Miso
(e) Indonesia
6.
Mole
(f) Italia
7.
Paprika
(g) Japón
8.
Pesto
(h) México
9.
Pimentón
10. Anís estrellado
(i) España (j) Túnez
Si obtiene 7 puntos o más, se confirmará mi teoría: la gastronomía de las diferentes etnias, naciones y regiones se caracteriza en gran parte por el uso que hacen de sus especias, hierbas y condi mentos. Las especias amplían la variedad de la vida culinaria de todo el mundo. Pero, ¿qué diferencia hay entre una especia y una hierba? Am bas se obtienen de las plantas y, con muy poca cantidad, dan mu cho sabor a los alimentos. Este paralelismo hace que la mayoría de las veces no se distingan en la práctica, pues para el cocinero es mucho más importante saber cómo saben y cómo se utilizan que conocer sus particularidades botánicas. Sin embargo, existe una
diferencia bastante clara (aunque a menudo se desfigura) entre las hierbas y las especias. La palabra «hierba» viene del latín herba, que significa «briza verde». Para el botánico, «hierba» se refiere a las partes blandas no leñosas de las plantas. En lenguaje común, hablamos de hierbas para referirnos a hojas de plantas que se utilizan para dar sabor o aroma a la comida o por sus propiedades medicinales. Además de en la cocina, las hierbas se han utilizado a lo largo de la historia en ceremonias espirituales y como remedios supuestamente curativos. La avalancha actual de «remedios» y suplementos herbáceos no es más que la última ofensiva de la industria de los curalotodos. Por algún motivo, mucha gente cree que si es una «hierba» es «natural» y, por ende, sano. («Mire, Sr. Sócrates, bébase esta taza de té de cicuta; es un suplemento de hierbas totalmente natural.») La palabra «especia», en cambio, no tiene carácter científico; es el cajón de sastre con el que se alude a cualquier materia vegetal, exceptuando normalmente las hojas, que dé sabor y aromas a la comida. Proviene del latín species, que significa «mercancías varias», y originalmente se empleaba para referirse a los bienes y las mercancías que se importaban de Oriente, entre los que las especias desempeñaban un papel importante. Las especias pueden ser raíces, rizomas, cortezas, semillas, frutos o flores, aunque lo más habitual es que se trate de semillas. Las hierbas tienden a ser verdes y bastante suaves; las especias, marrones, negras o rojas y de sabores más fuertes. Como la mayoría de especias proceden de regiones tropicales y las hierbas suelen crecer en climas templados, las diferencias culturales y lingüísticas complican su identificación. En inglés, por ejemplo, utilizan la palabra española «cilantro» para referirse a la planta del cilantro y sus hojas, pero a las semillas las llaman «coriandro». Sería bonito pensar que la Naturaleza puso ahí todas esas sustancias botánicas aromáticas y sabrosas para nuestro puro y simple deleite gastronómico. Pero ¿quiénes nos creemos los Homo sapiens que somos? Debe de haber alguna otra causa evolutiva por la que las plantas han desarrollado las sustancias químicas con que nos deleitan las hierbas y especias. Pues sí, y es esta. Para reproducirse, la mayoría de plantas dependen de la polinización de las abejas y otros insectos, a los que deben atraer me-
diante argucias tanto físicas como químicas. Los colores de las flores son su principal arma física, pero la química es igual de importante. Muchas plantas han desarrollado unos compuestos químicos aromáticos que se conocen como aceites esenciales (véase «Quintaesencial pero no esencial», pág. 307), una de cuyas características principales es que son muy volátiles, es decir, enseguida se evaporan. (No está de más recordar que las flores y los perfumes suelen servir también de preludio en la reproducción humana.) Otras plantas contienen compuestos químicos de sabor u olor desagradable para ahuyentar a los depredadores, lo que no ha impedido a los humanos emplearlas en la cocina en pequeñas cantidades y encontrarlas agradables. La mayoría de hierbas y especias de uso culinario pueden dividirse en tres grandes familias de plantas: •
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La familia de la menta (Lamiaceae), a la que pertenecen la albahaca, el tomillo, la mejorana, el romero, la lavanda y la nébeda. La familia del perejil (Apiaceae), que nos da el anís, el eneldo, el cilantro, la alcaravea, el comino, la venenosa cicuta (¡cuidado!) y verduras y hortalizas de sabor tan característico como la zanahoria, el apio, la chirivía y el hinojo. La familia de la mostaza (Brassicaceae), que incluye el rábano, el rábano picante y muchas verduras, como el brécol, las coles de Bruselas, la col, la coliflor, la col rizada, el colinabo, el nabo y la colza; las hojas de todas estas verduras tienen notas de pimienta, aunque no se suelen utilizar como hierbas para dar sabor o aroma.
Hay un género aparte, el Capsicum, perteneciente a la familia Los «capsicums» son las más especiadas de todas las especias e incluyen, por ejemplo, las temidas guindillas o chiles del Nuevo Mundo. Puesto que las hierbas y especias que se utilizan en todo el mundo para darle un toque distinto a los alimentos superan el centenar, me limitaré a hacer un recorrido general y a destacar unos cuantos aspectos. No obstante, si desea información sobre hierbas o especias, cualquiera que sea, vaya a http://www.ang.kfunigraz.ac.at/~katzer/engl/, una página web multilingüe creada con evidente pasión por Gernot Katzer, de la Universidad de Graz, en Austria.
Solanaceae.
F I C C I O N ARIO D E L G O U R M E T Mejorana: me gusta más Ana
Monstruitos de chocolate a la pimienta Azúcar, flores y muchos colores es lo que contienen estas espectaculares galletas. Su atractivo: su monstruoso tamaño, un toque de pimienta negra al paladar y el gusto picante final de la pimienta de Cayena. Quedan como esas enormes galletas que se exhiben en las pastelerías y las cafeterías a precios escandalosos. No hace falta moler la pimienta negra en casa; las pimientas gruesas que se venden en el supermercado ya sirven, pues tienen el tamaño de grano adecuado. Fíjese que utilizamos aceite de oliva en vez de mantequilla. Para racionar la masa de las galletas, lo mejor es emplear una cuchara de helado con resorte. 2 tazas de azúcar granulado 4 de taza de aceite de oliva suave 4 huevos grandes 3/
2 cucharaditas de extracto de vainilla 2 1 / 3 tazas de harina de trigo 3/
4 de taza de polvo de cacao sin azúcar, de preferencia holandés 2 cucharaditas de levadura 2 cucharaditas de pimienta negra gruesa 1/
2
cucharadita de sal
1/2 cucharadita de pimienta de Jamaica 1/4 de cucharadita de canela 1 taza de azúcar glas aproximadamente 1. Precaliente el horno a 175 °C y engrase dos bandejas o moldes para galletas. 2. En un cuenco grande mezcle el azúcar granulado y el aceite de oliva. Añada los huevos y la vainilla y bátalos. En un cuenco mediano mezcle bien la harina, el cacao, la levadura, la pimienta, la sal y las especias; no es necesario pasar la mezcla por el tamiz. 3. Añada los ingredientes secos a la mezcla de huevo de una sola vez y remuévalos con una cuchara de madera hasta que no se vea ningún grumo de harina seca.
4. Extienda el azúcar glas en un plato de sopa. Lo necesitará cuando haya dado forma a las galletas. 5. Nota acerca de la forma de las galletas: para medir el volumen de la cuchara de helado, llénela de agua y luego vacíela en un medidor. Necesita 60 mi de masa por cada galleta. Si no tiene una cuchara de helado, utilice 1 / 4 d e taza. Al haber aceite en la receta, la masa no se le pegará a las manos ni a los utensilios. Para obtener galletas más pequeñas, haga bolas con la masa aproximadamente del tamaño de una nuez grande. 6.
Para dar forma a las galletas, llene la cuchara de helado hasta la medida indicada y vacíela sobre el azúcar glas. Ayudándose de dos cucharas o de los dedos, gire la bola para cubrirla toda de azúcar y después colóquela en la bandeja del horno. Deje un espacio de entre 5 y 8 cm entre cada galleta.
7.
Hornéelas entre 12 y 15 minutos o hasta que se agrieten por arriba y estén duras. Retírelas del horno y déjelas enfriar en la bandeja durante un par de minutos; con una espátula colóquelas sobre una rejilla y deje que se enfríen del todo.
SALEN 1 B GALLETAS GRANDES
Quintaesencial pero no esencial
Se oye hablar mucho de aceites esenciales, tanto cuando se habla de especias como de productos hidratantes para la piel y productos de aromaterapia. ¿Qué tienen de esenciales?¿Son como los aminoácidos esenciales que debemos incluir en la dieta? No, en absoluto. «Aceite esencial» es un nombre desafortunado. No es un aceite en el sentido químico; a veces ni siquiera tiene consistencia aceitosa. Tampoco es esencial porque sea imprescindible. Los responsables de imagen de empresas de aromaterapia y cosmética aprovechan la confusión para vender sus aceites esenciales como si fueran sinónimo de salud y belleza. El adjetivo «esencial» alude únicamente al hecho de que se trata de la esencia aromática -el alma concentrada, si lo prefiere- de la planta.
Los aceites esenciales en estado puro se obtienen por destilación de vapor (se hierve en agua la planta machacada y luego se condensan los vapores de aceites y de agua) o por extracción en grasa fría (enfleurage), grasa caliente (maceración) o disolventes orgánicos volátiles que se eliminan por evaporación. Para que nuestros sentidos perciban un aceite esencial como sabor o fragancia, debe contener moléculas pequeñas y ligeras (con pesos moleculares inferiores a 300 o 400) que floten en el aire para que nos lleguen a la nariz. Al ser transportadas por el aire, estas moléculas pueden entrar por las vías nasales superiores, ya sea directamente por la nariz o a través de la boca cuando comemos una especia. Una vez en las vías nasales, entran en contacto con receptores olfativos y estos activan unas células nerviosas que generan unas señales; la corteza cerebral interpreta estas señales olfativas junto con las señales gustativas enviadas por las papilas gustativas, lo que crea esa sensación general a la que llamamos sabor. Aunque solemos localizar el sabor en la boca, entre el 70 % y el 85 % del sabor de los alimentos lo detectamos en realidad mediante el sentido del olfato. Muchos aceites esenciales están formados por unos compuestos químicos llamados terpenos, un tipo de hidratos de carbono insaturados. Entre ellos encontramos, por ejemplo, el mentol, en la esencia de menta; el limoneno, en la esencia de naranja y limón; y la zingerona, que le da al jengibre un punto picante. La palabra «jengibre» procede de singivera, en la lengua pali de los budistas, que a través de un tortuoso camino evolucionó primero hacia el griego zingiberi y después hacia el latín zingiber. El nombre de la especie es Zingiber officinale. Por si se lo estaba preguntando, el jengibre no tiene nada que ver con la ginebra, cuyo origen es totalmente diferente. La ginebra debe su nombre a su principal componente aromático, la baya de enebro, genever en lengua holandesa. Un profesor de medicina de la Universidad de Leiden, en Holanda, inventó la famosa bebida «con fines medicinales» en el siglo xvii.
FICCIONARIO DEL GOURMET
Aceite esencial: tres en uno
¡Cómo pican!
Siempre me he preguntado por qué a los alimentos que llevan especias como pimienta negra, jengibre o guindilla y que pican, queman o astringen, les aplicamos adjetivos como picantes, especiados o punzantes. ¿Las sustancias químicas que producen estas sensaciones son las mismas? No, cada compuesto químico produce un efecto sensorial distinto. (Véasela tabla 6, pág. 312.) Las cosas quedarían mucho más claras si utilizáramos los adjetivos con propiedad, porque cada una de estas sensaciones es distinta. Aplicamos picante, especiado, punzante, áspero, astringente o ácido indiscriminadamente a casi todo. Las guindillas, el jengibre, la mostaza, el rábano picante y el wasabi son todos distintos; a mí me gusta decir que son punzantes -del latín pungere, que significa clavar, perforar-, pero en grado distinto. Picante, aplicado a una especia, puede significar desde que tiene un agradable sabor acre y pica ligeramente hasta que nos quema cuando nos la llevamos a la boca. Sin embargo, las especias picantes hacen mucho más que «picar» o «quemar». Al igual que todos los demás alimentos, tienen sabores complejos. Los diferentes tipos de guindilla, que solemos diferenciar en función de si pican más o menos, imparten a nuestros platos notas terrosas, afrutadas, ahumadas, dulces o florales que los hacen únicos. La cocina mexicana juega de maravilla con las guindillas, a las que llama chiles, y aprovecha todo su sabor. Veamos, uno por uno, los diferentes «picantes» que tenemos. La pimienta negra procede de la planta Piper nigrum, que en latín significa literalmente «pimentero negro». Cuando se recogen las bayas casi maduras del arbusto y se dejan secar al sol, las enzimas las vuelven negras y las transforman en los granos de pimienta que conocemos, de sabor ligeramente punzante. Las pimientas verde y blanca proceden de la misma baya, sólo que se recogen y se tratan de forma distinta. Los granos verdes se recogen cuando están blandos, antes de que maduren, y se secan o encurten en salmuera o vinagre; se pueden utilizar en lugar de las alcaparras (y a menudo se confunden con ellas). Los granos blancos se recogen ya maduros, cuando se han puesto rojos, pero se deja que fermenten. La fermentación los ablanda, lo que permite retirar la cáscara y quedarse con la semilla pálida del interior.
Otra opción es retirar la cáscara de los granos negros ya secos con una máquina y aprovechar la semilla blanca. Una vez secos, los granos blancos son menos atractivos que los negros, pero nos sacan de apuro si no queremos manchar de motas negras una salsa blanca. El compuesto químico punzante de la pimienta es la piperina, el principal ingrediente aromático que liberan los granos de pimienta cuando se rompen. A medida que este sabroso aceite se evapora, la pimienta molida pierde garra. Esto explica que en las recetas se recomiende utilizar pimienta recién molida. Pasemos a los temidos pimientos picantes que descubrieron en el Nuevo Mundo Colón y otros exploradores españoles (sí, ya sé que era italiano, pero la factura se pagaba con pesetas españolas). Esos pimientos no tenían nada que ver con la pimienta, pues no se sacan de la planta Piper nigrum. Pertenecen a la familia de plantas Solanaceae, en concreto a variedades de Capsicum annuum. El cínico pensará que los exploradores los llamaron pimientos porque, al ser la pimienta una especia muy preciada en Europa en aquella época, una pequeña tergiversación de la realidad les permitiría venderlos mejor. Pero lo cierto es que los exploradores también los llamaron chiles y ajíes, sus nombres en azteca y taino, y desde entonces nadie sabe muy bien cómo llamarlos. Hagamos un repaso rápido a la situación actual. En España, a los capsicums se les sigue llamando pimientos -pimientos picantes o guindillas-, mientras que en México se sigue empleando la palabra chile. En cambio, en otros países sudamericanos se refieren a ellos como ajíes, que no tiene nada que ver con ajo. Los británicos transformaron chile en chilli y los norteamericanos le quitaron una «1», así que dicen chili, y se reservan la palabra pimiento para otra especie de capsicum, lo que en español llamamos pimentón, aunque a veces escriben pimento. Ahora bien, pimento no debe confundirse con pimenta, el árbol del que se extrae la pimienta dioca o pimienta de Jamaica, en inglés llamada allspice («todas las especies») por saber a una mezcla de clavo, canela y nuez moscada. ¿Me sigue? Los aceites esenciales de este tipo de pimientos -los picantescontienen unos compuestos químicos (alcaloides) llamados capsaicina y dihidrocapsaicina, así como otros compuestos de la misma familia llamados capsaicinoides. El sabor punzante y la quemazón se deben a ellos. Un 80 % de los capsaicinoides se en-
cuentran en el interior de la placenta, los nervios carnosos que sujetan las semillas a las paredes, y no en las mismas semillas como se suele creer. Cuando los cocineros raspan las semillas con una cuchara o cuchillo, eliminan sin querer a los verdaderos culpables: los nervios. Los capsaicinoides no tienen olor, y no los captamos ni con el olfato ni con las papilas gustativas; los sabores de los frutos de capsicum se deben en realidad a otros compuestos químicos, como en otros frutos no picantes. Pese a que ni los olemos ni saboreamos, los capsaicinoides estimulan las terminaciones nerviosas de la piel y las membranas mucosas, en especial las del nervio trigémino, cuya función consiste, entre otras cosas, en transmitir las sensaciones de dolor y calor de la cara, la boca y la nariz al cerebro. Así pues, el cerebro nos convence de que estos frutos «queman» e incluso nos hace sudar cuando nos los comemos. ¿Cuánto pica un pimiento picante? Las especies de capsicum se clasifican a menudo por el grado en el que pican, expresado en unidades Scoville. En 1912, el Dr. Wilbur Scoville, un farmacéutico norteamericano, inventó la Prueba Organoléptica de Scoville para establecer cuánto picaban los pimientos picantes haciéndoselos probar a un panel de catadores. Se los daba a probar molidos y disueltos en agua azucarada, cada vez más diluidos, hasta que llegaba un momento en que los catadores dejaban de notar el picante (¿capsaicina homeopática?). El número de veces que necesitó diluirlo es el número de unidades Scoville con el que se expresa el grado de picante de cada pimiento. Las especias que se obtienen del pimiento dulce o pimiento verde son capsicums sin capsaicina; obtuvieron una puntuación cero en la escala de Scoville. En el extremo opuesto, la sensación de quemazón de la capsaicina no desapareció hasta que no se alcanzó un factor de dilución de unos 16 millones. La puntuación de los chiles anchos mexicanos osciló entre 1.000 y 2.000; la de los jalapeños, de 2.500 a 5.000; y la de la pimienta de cayena, de 30.000 a 50.000. Los habaneros, de entre 200.000 y 300.000 unidades Scoville, se clasificaron los primeros y durante años han disfrutado del prestigio de ser los chiles más picantes del mundo, pero recientemente fueron deshancados del podio por el Capsicum annuum var. aviculare o tepín, un diminuto pimiento silvestre (de medio centímetro de largo) que crece en las montañas del norte de México. Scoville no llegó a verlo.
De todas formas, el picante de los pimientos varía en función de las condiciones de cultivo, por lo que citar unidades Scoville exactas y discutir sobre quién consigue comerse el más picante -insondable motivo de orgullo entre los que presumen de ser los mejores comedores de chile- no sirve de nada. Los pimientos y las pimientas no son las únicas especias de armas tomar cuyos aceites esenciales, gracias a una combinación de compuestos químicos punzantes, le dan a los alimentos una gracia especial. En la tabla 6 se indican los compuestos químicos responsables de que varias especias sean picantes. Las más picantes, dicho sea de paso, son las de la familia de la mostaza, las Brassicaceae. No hace falta que memorice los nombres de la tabla 6; no se los preguntará nadie. Fíjese, no obstante, en que los isotiocianatos son los principales compuestos químicos de la familia de la mostaza. Se forman al cortar o machacar las semillas o raíces de la planta y romperse las células; una enzima de una parte de las células reacciona con unos compuestos de azufre hasta ahora situados en otra parte y forma el isotiocianato (Tio- en el nombre de un compuesto químico indica que las moléculas contienen uno o más átomos de azufre). El isotiocianato de alilo es el ingrediente que tanto pica en el rábano picante, la semilla de mostaza, el wasabi, y el ingrediente principal del aceite de mostaza, que se usa en cantidades mínimas para cocinar, sobre todo en los platos fritos de la cocina china. Tabla 6 C o m p u e s t o s p i c a n t e s d e las e s p e c i a s NOMBRE DE LA ESPECIA
FAMILIA DE LA PLANTA
COMPUESTO QUÍMICO PICANTE
Clavo
Syzygium aromaticum
Myrtaceae (familia del mirto)
Eugenol
Baya de enebro
Anethum graveolens
Apiaceae (familia del perejil)
Carvona y limoneno
Jengibre
Zingiber officinale
Zingiberaceae (familia del jengibre)
Zingerona y gingeroles
Rábano picante
Armoracia rusticana
Brassicaceae (familia de la mostaza)
Isotiocianato de alilo
Semilla de la mostaza
Brassica júncea (o Sinapis alba)
Brassicaceae [familia de la mostaza]
Isotiocianato de alilo y p-hidroxibencil isocianato
Rábano rojo
Raphanus sativus
Brassicaceae (familia de la mostaza)
4-metiltio-trans-3butenilisotiocianato
Wasabi japónica
Wasabla
Brassicaceae (familia de la mostaza]
isotiocianato de alilo e isotiocianato de sec-butilo
P e s e a las h i s t o r i a s d e t e r r o r q u e c i r c u l a n p o r I n t e r n e t , e l a c e i t e d e m o s t a z a n o e s t á r e l a c i o n a d o q u í m i c a m e n t e c o n e l gas m o s t a z a - q u e d e h e c h o n o e s u n gas, s i n o u n l í q u i d o o l e o s o q u e s e p u l v e r i z a - , u t i l i z a d o c o m o a r m a q u í m i c a p o r los a l e m a n e s e n l a S e g u n d a Guerra Mundial. Se le llamaba gas m o s t a z a p o r q u e d e s p r e n d í a un fuerte olor acre e irritaba la piel c o m o un antiguo aposito de m o s taza. Huelga decir q u e la irritación p r o v o c a d a p o r el gas m o s t a z a es i n f i n i t a m e n t e peor: m a t a en vez de curar.
¡ A r d e n las b o c a s ! Los capsaicinoides de los pimientos picantes estimulan las mismas terminaciones nerviosas de nuestra boca que el calor; sin embargo, como no generan calor real, beber agua fría para calmar una boca sublevada no sirve de nada. Los aceites de capsaicina no son muy solubles en agua, aunque sí se disuelven en alcohol. Pero, ¡ay!, la cerveza, con sus 5°, no contiene alcohol suficiente y no alivia la quemazón de la lengua. En cambio, por suerte, el tequila (con sus 40° o más) da mejores resultados, así que si le van las comidas picantes es muy probable que le sea útil tenerlo a mano. La leche y la nata agria funcionan mejor que el tequila: sus moléculas de proteína (en su mayor parte caseína] se sienten atraídas por los aceites y los arrastran, de forma similar a como el jabón arrastra las manchas de grasa. Si lo de cambiar el tequila por leche no le acaba de convencer (¡Ay, caramba!), masque un pedazo de pan o de tortilla mexicana para que arrastre y absorba el aceite de la lengua. La cerveza bébasela de todas formas. Total, ¿quién necesita una excusa?
Ciencia al m a r g e n
¿Hace calor? El subjetivo método inventado por Wilbur Scoville para determinar el grado de picante pierde terreno frente a otros más científicos. Mediante una técnica conocida como cromatografía líquida de alta resolución, los químicos de hoy calculan la cantidad de capsaicina y de otros compuestos relacionados -dihidrocapsaicina, nordihidrocapsaicina, homocapsaicina y homodihidrocapsaicina- que contiene un pimiento picante. La capsaicina y la dihidrocapsaicina representan entre el 80 y el 90 % de los capsaicinoides de los pimientos picantes. En estado puro, Wilbur atribuyó a estos dos compuestos 16 millones de unidades Scoville, mientras que los otros tres se quedaron en sólo 9.000.
B o n i a t o s c o n chiles No todos los chiles o pimientos picantes crecen igual, ni siquiera los de una misma variedad. Si le salen demasiado suaves y quiere darle más garra al plato, añádale pimentón picante seco hasta que esté a su gusto. Disfrutará de un plato muy especiado y picante. Puede preparar los pimientos y los boniatos de antemano; luego, bastará con que se ponga manos a la obra 12 minutos antes de servir. Los boniatos son un excelente acompañamiento para el pollo al horno. En el improbable caso de que queden sobras, recaliéntelas al día siguiente para desayunar y acompáñelas con huevo frito o escalfado. 2 boniatos grandes, refregados pero no pelados 1 cucharada de aceite de oliva 1 cucharada de mantequilla sin sal 1 cebolla pequeña picada fina 1/
2
1/
pimiento rojo pequeño picado fino
2
1/
4de
pimiento verde pequeño picado fino taza de chile picado (ancho, serrano, poblano o jalapeño), sin rabo ni semillas Sal kosher Pimentón picante seco, opcional
1. Caliente agua caliente en un cazo con un poco de sal. Añada los boniatos enteros, cuezalos a fuego lento durante 10 minutos y escúrralos. Estarán bastante duros. (No se le ocurra partirlos por la mitad ni cocerlos durante más tiempo o le quedará todo hecho una pasta.) 2. Cuando se hayan enfriado un poco y pueda manipularlos con las manos sin quemarse, pélelos, córtelos en láminas a lo largo y después corte las láminas en dados de medio centímetro. Podrá llenar aproximadamente tres tazas. 3. En una sartén grande, caliente el aceite de oliva y la mantequilla a fuego medio. Sofría la cebolla y todos los pimientos, sin dejar de remover, hasta que se ablanden. Añada los boniatos y sofríalos durante otros 10 minutos hasta que estén bien tiernos y dorados, agitando la sartén de vez en cuando para girarlos. 4. Sazone al gusto con sal kosher y, si es necesario, con pimentón picante seco. Sirva caliente. SALEN 4 RACIONES
¡l\lo me beses!
Probé por primera vez la sopa de ajo en México, donde la servían todavía humeante en una cazuelita de barro en la que echaban un huevo crudo justo antes de llevarla a la mesa. Me sorprendió -y me sigue sorprendiendo ahora que me la preparo en casa- que, con tantos ajos como se le echa, tenga un sabor tan suave y diferente al del ajo crudo o sofrito. ¿Qué hace que, al cocerlo a fuego lento, el ajo se vuelva tan «manso»? Lo mismo sucede con el otro pariente ahuyenta-besos del ajo, la cebolla. El sabor de la sopa de cebolla a la francesa no se parece en nada al de la cebolla cruda o frita. La causa hay que buscarla en las diferentes reacciones químicas que se desencadenan a temperatura ambiente, a la temperatura del agua hirviendo y a las altas temperaturas que se alcanzan cuando freímos los alimentos. El ajo y la cebolla crudos apenas tienen aroma hasta que se cortan o mastican y se rompen sus células, lo que permite a una enzi-
ma y a una sustancia química (un precursor) que hasta entonces habían permanecido aislados entrar en contacto y reaccionar químicamente. Al reaccionar producen los compuestos olorosos y de fuerte sabor que tan bien conocemos. Sin embargo, en agua caliente estos compuestos químicos heptasílabos (alquiltiosulfonatos) se transforman en oros compuestos polisilábicos: propil y propenil di- y tri- sulfitos y tiofenos. Estos son algunos de los compuestos que dan sabor a las sopas tanto de ajo como de cebolla. En cuanto a los fritos, mejor no pregunte. A las altas temperaturas que se alcanzan se producen decenas de compuestos químicos, sobre todo los numerosos compuestos aromáticos, sabrosos y amargos que se generan con las reacciones de Maillard (véanse págs. 277 y 278). Veamos qué les sucede a las cebollas cuando las sometemos a técnicas de cocción más agresivas. El ajo se comporta de forma muy similar. Las cebollas secas y crudas están formadas por un 37 % de azúcar y un 8 % de proteínas, por lo que se doran en parte gracias a las reacciones de Maillard o de azúcar-aminoácidos. No obstante, casi todos los cocineros dicen que al dorar las cebollas en una sartén las «caramelizan». El motivo quizá haya que buscarlo en las tres diferentes etapas por las que atraviesa esta singular hortaliza cuando la cocinamos, según si la hacemos sudar, la doramos o la freímos. •
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Hacer sudar la cebolla: la hacemos sudar cuando la cortamos o picamos y la rehogamos a fuego muy lento en una sartén con un poco de mantequilla o aceite, tapando la sartén con papel parafinado (o una tapa). El calor evapora parte del agua del interior de las células de la cebolla (compuesta por un 89 % de agua). La presión de vapor las revienta y libera sus jugos, de modo que se cuecen a fuego lento y al vapor. La cebolla se ablanda y se vuelve translúcida (otra consecuencia de la fragmentación de la estructura celular), pero la retiramos del fuego antes de que se dore. Los compuestos de fuerte sabor iniciales se habrán transformado en los compuestos de sabor más suaves que asociamos con la sopa de cebolla. Dorar la cebolla: si en vez de rehogarla tapada la sofreímos sin tapar, los jugos desprendidos por las células enseguida se evaporan y la temperatura aumenta de 100 °C hasta qui-
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zá los 149 °C; a esta temperatura se desencadenan rápida mente las reacciones de Maillard. El hecho de que alguno de los productos de estas reacciones sean dulces es tal vez una de las razones por las que a los cocineros les gusta alu dir a este proceso con la azucarada expresión de «carameli zar». Sin embargo, no caramelizan la cebolla, sino que la ablandan y la doran hasta darle el color del caramelo, sin llegar realmente a «pardearla». Con la esperanza de desterrar la palabra «caramelizar» con relación al proceso de sofreír ligeramente la cebolla, insisto en que se utilice la palabra «dorar». Aunque tenga menos si labas, lo que pierde en grandilocuencia lo recupera en pre cisión. Freír la cebolla: si seguimos adelante, el señor Maillard nos va y lo que nos queda es la típica y clásica cebolla frita de color marrón e intenso sabor.
Por lo tanto, si dora la cebolla para darle un agradable colorci to y un suave sabor dulce, no la está caramelizando. A no ser, claro está, que le añada un poco de azúcar para potenciar y acelerar la aparición del color. Ojalá no vuelva a oír o a leer que alguien «cara meliza» la cebolla o, para el caso, cualquier otro alimento que se dore al sofreírlo. Salvo que se trate de azúcar. Nota: Sé de sobras que estoy librando una batalla perdida. Diga lo que diga este químico, los cocineros seguirán hablando de cebo lias caramelizadas, carnes a la parrilla caramelizadas, fondos cara melizados y lo que sea caramelizado siempre que se ponga marrón. A pesar de todo, lo intento y eso me hace sentir mejor. El Químico Todopoderoso de los Cielos me lo agradecerá.
Ciencia al margen
¿Cuánto ajo? Cuando se corta, maja o mastica un diente de ajo, las células se rompen y se libera una enzima (aliinasa) situada en las vacuolas; esta enzima reacciona con un compuesto precursor (aliina), que se encuentra en otra parte de la célula, y produce dialil tiosulfinato (alicina) y otros
tiosulfinatos, los principales compuestos que le dan olor y sabor al ajo. Hasta hace relativamente poco (1993) se pensaba que los compuestos olorosos eran el dialil disulfuro y otros polisulfuros, pero se ha demostrado que no eran más que productos de la descomposición de los tiosulfinatos y que se creaban involuntariamente en el laboratorio debido a las altas temperaturas alcanzadas con los métodos utilizados. (Uno de los principios de la investigación científica dice así: al realizar un análisis, hay que asegurarse de que el procedimiento no modifica lo que se intenta analizar.) Al cortar el ajo más menudo o majarlo, se rompen y se abren más vacuolas, así que se libera más aliinasa y se forman más tiosulfinatos, lo que le da un sabor y un aroma más fuertes al plato. Lo mismo sucede al cortar o picar la cebolla, en la que el proceso se inicia con la misma enzima, la aliinasa, aunque los compuestos que después le dan sabor y olor son otros [véase «Gas lacrimógeno», pág. 126). Así pues, cuando en una receta le pidan que machaque el ajo, lo pique o lo corte a láminas, preste atención. De lo contrario, puede que el plato le salga más fuerte o más flojo de lo que esté buscando.
Amor verdadero
Me encanta el ajo y lo utilizo de todas las maneras: asando dientes o cabezas enteras al horno, cortado, picado, majado, prensado... según el plato que vaya a preparar. Sin embargo, de vez en cuando, empleo ajo en polvo para darle un toque a las sopas, a los estofados o a la judía verde en el último momento. Sé que un sibarita se tiraría de los pelos, pero una emergencia es una emergencia. ¿Hago mal? Comparto su pasión por el ajo. En mi primera cita con la que hoy es mi mujer Marlene, una auténtica gourmet, no me preguntó por mi religión, sobre política ni sobre mis ingresos. Casi lo primero que me preguntó fue: «¿Te gusta el ajo?». Sin dudarlo respondí: «El ajo es lo mejor que tenemos para demostrar que Dios existe». Y desde entonces hemos cocinado para siempre felices y comido perdices. En primer lugar, el ajo en polvo no es un buen sustituto del ajo fresco porque, en el proceso de deshidratación y molienda, pierde
gran parte de sus sabores volátiles. Ahora bien, como usted dice, una emergencia es una emergencia. No se lo contaré a nadie si me guarda el secreto: yo se lo echo a las palomitas de maíz. El ajo deshidratado se inventó por el mismo motivo que otras especias y hierbas secas: para conservar durante más tiempo un producto perecedero. En las fábricas donde se produce el ajo en polvo, abren las cabezas para separar los dientes, los machacan y separan las pieles arrastrándolas con un chorro de aire. Luego secan los dientes pelados, retiran cualquier piel que haya quedado adherida y los muelen. Gran parte del ajo en polvo se trae de la India y de China, donde tanto el ajo crudo como la mano de obra de las fábricas de ajo son bastante baratos. Ahora bien, el ajo pierde mucho «encanto» entretanto. El que se vende en polvo no está ni mucho menos a la altura del fresco.
¿Botulismo en una botella?
He oído a gente advertir contra el aceite de ajo, pero nunca he sabido exactamente por qué. Mi pregunta es la siguiente: ¿es cierto eso que dicen de que el aceite de ajo es peligroso? Hemos de saber diferenciar el aceite de ajo, el aceite esencial de la planta de ajo, Allium sativum, del aceite al ajo, un aceite vegetal comestible (normalmente de oliva) al que se ha dado sabor a ajo. El aceite puro de ajo es, en efecto, una sustancia nociva que no se ingiere nunca per se. Uno de sus principales ingredientes es el trisulfuro de alilo, una cucharadita del cual acabaría con la mitad de las personas que se atrevieran a probarlo (a la otra mitad se le quemaría el esófago). Por mucho ajo que comiéramos, no nos acercaríamos ni por asomo a esta cantidad, como tampoco se nos acercaría nadie en kilómetros a la redonda si llegáramos a hacerlo. El aceite puro de ajo destinado a fines no alimentarios (es un eficaz antibacteriano, antifúngico e insecticida) se obtiene, como la mayoría de aceites esenciales, por destilación de vapor. Se hierve en agua la planta prensada y después se condensa la mezcla de vapores de agua y de aceite, de modo que los líquidos forman dos capas separadas. Dicho esto, pasemos a la pregunta: ¿son peligrosos el aceite de oliva o cualquier otro aceite vegetal al ajo? Depende de cómo se
elaboren. Quiera o no quiera, si le añade dientes de ajo al aceite, pelados o sin pelar, enteros o picados, y los deja macerar durante semanas a temperatura ambiente, sí, estará flirteando con el botulismo. La bacteria letal Clostridium botulinum vive en el suelo y en los sedimentos de arroyos y lagos, entre otros sitios. No se desarrolla en condiciones de extrema sequedad ni en el aire, pero prolifera en entornos húmedos y anaeróbicos, es decir, sin aire. Estas son precisamente las condiciones que se dan en la superficie de los dientes de ajo macerados en aceite. Muchos libros sostienen que las bacterias de C. botulinum se pueden matar calentándolas durante 10 minutos a más de 79 °C o al menos inhibir en un medio ácido con un pH inferior a 4,6. Es cierto, pero sólo las bacterias vivas; si hay esporas durmientes, pueden sobrevivir durante largos periodos de tiempo en condiciones de lo más desfavorables, al aire, a la sequedad y a las altas temperaturas. De hecho, los 79 °C pueden servir como tratamiento de shock más que otra cosa y animar a las esporas a germinar con más ganas. Para matar a las esporas hay que someterlas a 121°C durante varios minutos, método con el que se esterilizan las latas de conserva. En casa, esta temperatura se puede alcanzar en el horno o en una olla a presión. Hervir o cocer a fuego lento los alimentos no las remata. De todas formas, la ejecución de las bacterias y de sus esporas puede no bastar o incluso llegar cuando ya es demasiado tarde, pues lo que resulta mortal no son las bacterias en sí mismas, sino una neurotoxina que producen al multiplicarse. La toxina botulínica es uno de los venenos más mortíferos que se conocen. Casi todos los libros insisten en que la toxina no se elimina al cocinar los alimentos con calor. Pero no se trata más que de una simplificación bienintencionada para evitar disgustos. La toxina se desestabiliza con el calor, pero todo depende de qué entendamos por «cocinar» los alimentos. Varios estudios científicos de la década de 1970 demostraron que la cantidad de toxina, el tipo de alimento y el pH afectan de manera diferente a la desactivación de la toxina. Así pues, lo más prudente es, en efecto, dar por supuesto que no se puede eliminar «cocinando». Los síntomas por intoxicación botulínica recibieron el nombre de botulismo después de que varias personas murieran en Alemania a finales del siglo xviii por haber consumido salchichas conta-
minadas. Botuluses salchicha en latín. La incidencia del botulismo es mínima; en Estados Unidos se producen entre diez y treinta ca sos al año, por lo que no se podría decir que haya una plaga de bo tulismo galopante. De todas formas, puede darse el caso de que en una cabeza de ajo aniden esporas de C. botulinum; escondida bajo las pieles, encuentran un lugar en el que resguardarse del aire hasta que se las sumerge en un medio anaeróbico como el aceite Allí, las esporas podría activarse y librarse a una orgía reproductiva aun a la temperatura de la nevera. No conviene, por tanto, tentar a destino intentando hacer un aceite al ajo en casa. Los aceites al ajo comerciales suelen acidificarse con vinagre para contener el creci miento de las bacterias. Sin embargo, acidificar un sólido en aceite no es tan fácil y puede jugarnos malas pasadas, así que no es reco mendable hacerlo en casa. ¿Aun así quiere intentarlo? Para el aventurero, ahí va mi conse jo: prepárelo con sólo una pequeña cantidad de aceite de oliva y ajo picado, manténgalo en la nevera y, en cualquier caso, no lo guarde nunca más de una o dos semanas.
Comprueba esa «esperbia»
A veces las recetas indican que se añada una especia o una hierba principio de la cocción y, a veces, casi al final, cuando ya lleva mu cho rato haciendo chup chup. ¿Importa realmente? ¿Por qué? Sí, importa. La cantidad de sabor que aporta una especia o una hierba de pende de la cantidad de aceite esencial que contiene, no de la can tidad de especia o hierba ni de su peso. Las hierbas y especias pi cadas o molidas - p a r a no tener que repetir «hierbas y especias otras once veces más en esta sección las llamaré «esperbias»-; 1as esperbias picadas o molidas, como iba diciendo, liberan enseguida sus aceites con el calor de la cocción, ya que disponen de mucha superficie por la que dejar que se evaporen dichos aceites. Por este motivo conviene añadirlas hacia el final, y no nada más empezar a cocinar, a no ser que queramos que la cocina huela mejor de lo que sepa la comida. Las esperbias enteras, en cambio, como los granos de pimiento o las hojas de laurel, liberan sus esencias poco a poco por lo que se añaden al principio.
Como la mayoría de aceites esenciales son volátiles, las esperbias pierden su efectividad con el tiempo, ya que poco a poco los aceites se van evaporando. Las esperbias frescas dan, pues, mucho más sabor que las viejas. Por otro lado está el calor que, aunque sea poco, favorece la evaporación de los aceites, por lo que conviene conservarlas en lugares frescos. Las molidas, por su parte, pierden fuerza mucho antes que las de grano u hoja enteros. En el caso de la nuez moscada y la pimienta negra, es especialmente importante comprarlas en grano y molerlas justo antes de utilizarlas. Las guindillas, en cambio, se mantienen picantes aun deshidratadas y molidas, pues la capsaicina, su materia picante, no es muy volátil; de ahí que sea imposible saber si son muy picantes o poco con sólo olerías. Le sorprendería saber cuánto nervio pierden las esperbias en menos de un año, sobre todo las molidas. Huela las que guarde en la cocina; si recuerda que olían mucho más cuando las compró, repóngalas con otras frescas. Un truco muy útil es ponerles etiquetas con la fecha de compra. Compruebe también de vez en cuando si conservan sus vividos colores. Las hierbas de hoja verde como el estragón o el romero se decoloran con el tiempo, al igual que especias rojas como la pimienta de cayena, el pimentón dulce o el pimentón picante. Algunos fanáticos de las esperbias (¿esperbívoros?) llegan incluso a guardarlas en el congelador. No se me ocurre motivo alguno por el que este truco no debiera de funcionar.
FICCIONARIO
DEL GOURMET
Cebollino: hijo tonto de la cebolla
¿Cuántas hierbas me caben en una cucharadita?
En muchas recetas te dicen que añadas hierbas frescas, como el orégano, el tomillo, el perejil, etc. Pero a veces sólo tengo a mano hierbas secas. ¿Existe alguna regla de oro que me permita calcular la cantidad de hierbas secas que necesito para utilizarlas en lugar de las frescas?
Por desgracia, no existe ninguna regla de oro, porque hay muchas diferencias entre unas hierbas y otras. No obstante, le explicare algunas cosas que quizá le sirvan de guía. Recuerde que no es la cantidad de especia o hierba fresca o seca lo que determina el sa bor que damos a los alimentos, sino la cantidad de aceites esen cíales que contienen, pues es ahí donde se encuentra el sabor. Las hojas de las plantas herbáceas contienen entre un 80 % y un 90 % de su peso agua. En 100 gramos de hoja con un 80 % de agua sólo 20 gramos son de materia seca, por lo que las hierbas secas re sultán cinco veces más potentes que las frescas. Si utilizáramos hierbas secas, por tanto, necesitaríamos sólo una quinta parte del peso que necesitaríamos si fueran frescas. En una hierba formada por un 90 % de agua, sólo el 10 % sería materia seca, por lo que solo deberíamos añadir una décima parte de hierba seca. Ahora bien todo esto suponiendo que lo único que se ha perdido durante el proceso de deshidratación es el agua, no los aceites volátiles,lo cual es mucho suponer. El problema surge cuando en la cocina calculamos la cantidad de hierbas por su volumen, con cuchara o cucharilla, y no por peso. El volumen depende de la forma que tienen las hierbas, sean frescas o secas: hojas enteras, hojas arrugadas, trozos picados, polvos, etcétera. Esto hace que sea difícil establecer una relación en tre peso y volumen. Por tanto, a no ser que lleve las hierbas a un laboratorio para que analicen su porcentaje de aceites esenciales y luego las pese, no existe ninguna regla de oro que le permita calcular qué volumen de hierbas secas necesita en lugar de las frescas. No obstante, si se decide por las hierbas secas y no puede per mitirse los precios del laboratorio ni esperar los treinta días para que le den los resultados, pruebe a incluir entre una y dos cuartas partes de la cantidad de hierba fresca indicada en la receta. Si hace lo contrario, sustituir la hierba seca por hierba fresca, duplique o cuadruplique la cantidad, evidentemente. La mayoría de las vecces funciona. Al final resulta que había mentido. Sí existe, pues, una regla de oro. Ahora ya la sabe.
Especias desaboridas
Me sorprende que la mayoría de especias y hierbas de bote que venden en el supermercado no lleven fecha de caducidad en la etiqueta. ¿Cuánto tiempo se conservan? Y otra pregunta. En nuestra casa de veraneo hiela gran parte del año. ¿Sobreviven a las temperaturas de congelación? No se puede establecer una fecha de caducidad fiable, pero mi consejo es que compruebe en qué estado están sus hierbas y especias una vez al año. Las hierbas y especias de bote están totalmente deshidratadas y la mayoría de bacterias causantes del deterioro de los alimentos no sobreviven sin agua, así que si cierra bien los botes le durarán eternamente sin estropearse. Además, los alimentos totalmente deshidratados no se pueden congelar, pues lo que se hiela en los alimentos es el agua. El frío del congelador no afectará al buen estado de las hierbas y las especias; al contrario, las bajas temperaturas retrasarán la evaporación de los compuestos aromáticos y alargarán, por tanto, su vida útil. Aun así, las especias secas languidecen con el tiempo. Las hierbas frescas, no deshidratadas, contienen aceites esenciales en diferentes partes de las hojas, como en las cavidades intercelulares, en células de aceite especializadas, en conductos de resinas y aceites, en las glándulas o en los capilares. Al deshidratarlas, sin embargo, como se rompe la estructura celular, los aceites se acercan a la superficie y desde ahí pueden escapar con más facilidad. La próxima vez, antes de volverse de las vacaciones en la casa de veraneo, someta a sus hierbas y especias a la prueba del olfato. Extraiga un pellizco de cada bote y desmenúcelo con los dedos. Anote en una lista las que no huelan como en el verano anterior para acordarse de traerse un bote nuevo la próxima vez y reponer el viejo.
Volkswagens en la despensa
Unos bichos habían invadido mi pimienta de cayena y, al ponerme a cocinar, se pusieron a nadar en el cazo como si nada. ¡No podía creerme lo que veían mis ojos! ¿Habían invadido el maíz, el pimentón dulce o cualquier otra especia más suave? ¡No! ¡Sólo la pimienta de cayena! ¿Cómo aguantaron el picante?
Este caso no es más que otro ejemplo de las diferencias biológicas que existen entre las especies animales, que pueden ser enormes. Y es que no podemos esperar que los parásitos se comporten como humanos sólo porque a veces los humanos se comporten como parásitos. El «calor» que nos hacen sentir la cayena y otras guindillas procede de unos compuestos químicos llamados capsaicinoides [véase pág. 310). En los humanos y otros mamíferos, estos compuestos irritan las membranas mucosas de la boca (y otras membranas mucosas al cabo del rato, pero no entraremos en detalles). La sensación de «calor» que nos invade se debe principalmente a la estimulación del nervio trigémino, que también reacciona ante el dolor y el calor. Aunque no soy neurólogo entomólogo (¿lo es alguien?), me jugaría mi jalapeño a que los insectos carecen de nervio trigémino. Sus antenas, por otro lado, reaccionan a estímulos que los humanos no podemos ni concebir, así que no deberíamos sentirnos demasiado superiores en el ámbito de lo sensorial. Entre los insectos que infestan las especias y otros alimentos deshidratados encontramos bastantes especies diferentes. Deshágase de cualquier especia en cuanto vea que está infestada por algún insecto; de lo contrario, antes de que se quiera dar cuenta, los nuevos huéspedes se habrán adueñado de la cocina, o incluso de toda la casa. Una vez me encontré unos escarabajos del tabaco (Lasioderma serricorne) dándose un festín en un paquete de galletas saladas importadas. Para deshacerme de ellos me las vi y me las deseé, porque tienen alas y se pusieron a volar por toda la casa. Se lo comen casi todo, incluido, efectivamente, el tabaco; son de color marrón amarillento, de unos tres milímetros de largo, y son la viva imagen, créalo o no, del escarabajo de Volkswagen. Hoy en día muchas de las especias importadas se irradian antes de distribuirlas para matar a los insectos y sus huevos. Como precaución, a mí me gusta guardar todas las especias de importación que compro en el congelador durante tres o cuatro días. Las temperaturas del congelador acaban con los huevos de los escarabajos, pero pueden no afectar a otras especies, así que tampoco se lo tome como una solución definitiva.
Escarabajo del tabaco, Lasioderma serricorne, es una plaga habitual en las despensas. Se alimenta del tabaco seco, las encuademaciones de los libros y las hojas de las plantas. Las larvas también se comen los cereales, el jengibre fresco, las uvas pasas, los dátiles, la pimienta negra, el pescado desecado y las semillas.
Una botella de humo
En la etiqueta de la salsa barbacoa pone que contiene «humo líquido». ¿No se trata de un oxímoron? Espere un momento a que me beba un vaso de hielo líquido, con cubos de agua sólida flotando para mantenerlo frío. ¡Ah! ¡Qué bien, qué refrescante! Pasemos ahora a su pregunta. Aunque suene un poco descabellado emplear este término, el h u m o líquido es un producto legítimo y útil. Nos permite impartir a los alimentos un sabor ahumado sin necesidad de salir al bosque a cortar leña y encender la hoguera para ahumarlos con el humo. El ahumado es uno de los varios métodos que se empleaban antiguamente para curar o conservar los alimentos, sobre todo las carnes y el pescado, pues eliminaba los microorganismos patógenos. A lo largo de la historia encontramos también otros métodos: el secado (como en el caso de la cecina); la salazón (piense, por ejemplo, en el bacalao), y el encurtido (como en el caso de los encurtidos, y valga la redundancia). El secado funciona porque las bacterias necesitan la humedad para sobrevivir; la salazón, porque la sal absorbe el agua de las células de las bacterias y las deshidrata; y los encurtidos, porque las bacterias no sobreviven en entornos ácidos como el vinagre. En cuanto al ahumado, el secreto está en que el humo contiene muchos compuestos químicos bactericidas.
Nuestros ancestros descubrieron estos métodos empíricamente por supuesto, mucho antes de que se supiera de la existencia de los microorganismos patógenos. El humo de la leña puede resultar mortal para las bacterias pero, como muy bien saben los bomberos, en grandes cantidades también puede matar a los seres humanos. Expuestos a una pe queña cantidad de humo, sin embargo, nos encantan tanto su aro ma como su sabor, y si no acuérdese del olorcito de la hoguera en una noche de invierno o del rico sabor de la trucha ahumada. Aho ra bien, el humo está compuesto por una mezcla de gases caliente: y de partículas microscópicas en suspensión, tan difíciles o más de atrapar en una botella que el genio de una lámpara mágica. El sec tor alimentario sorteó esta dificultad inventando el humo líquido y además de añadirlo en comidas preparadas lo vende embotella do con diferentes aromas -pacana, tamarugo, nogal americano manzano-, para que cada cual pueda utilizarlo en su casa. En las plantas de ahumados tradicionales, la carne se colgaba del techo en una sala y a través de unos conductos se hacía llegar el humo de una hoguera encendida con serrín húmedo. En las plantas modernas, la densidad del humo, la temperatura y la humedad se controlan cuidadosamente para conseguir los efectos deseados. En la actualidad, el ahumado se obtiene de dos formas: en frío, en el que la comida se mantiene entre los 32 °C y los 38 °C, o en caliente, en el que alcanza los 93 °C como mínimo y se cuece parcialmente. Algunas carnes procesadas se ahuman en caliente, por lo que se consideran cocidas (como la mortadela); otras se ahuman en frío y se venden crudas (como el beicon). Los jamones ahumados pueden cocerse o no; en cualquier caso, en la etiqueta lo indica. En el caso de las salchichas es muy difícil establecer una clasificación. Puede utilizarse carne picada fresca o curada (con nitritos, por ejemplo); una vez embutida se puede cocer, ahumar, secar o fermentar, indistintamente, aunque no es indispensable. Colgados en cintas transportadoras para protegerlos de las bacterias, los perritos calientes, por ejemplo, se suelen curar, cocer y ahumar, mientras que el salami italiano se cura, fermenta y seca. Las salchichas de cerdo frescas, en cambio, ni se curan ni se ahuman. También se ahuman las verduras, con resultados que hacen la boca agua. En el pueblo de La Vera, en Extremadura, vi cómo secaban a la vez naves enteras de dos plantas llenas de pimientos rojos de Capsicum annuum. Estos pimientos, que se utilizan para hacer
pimentón, se apilan sobre unos emparrillados de madera, y a unos metros por debajo, esparcidas sobre el suelo de cemento, arden las brasas de roble. Una vez secos y ahumados, los pimientos se muelen para obtener la sedosa y rojiza especia, con su fascinante sabor ahumado. Según el «calor» que desprenda cada cosecha de pimientos, el pimentón será picante o dulce. (Un apunte de historia: aunque los pimientos de capsicum del Nuevo Mundo exportados por Colón fueron bien recibidos tanto en Europa como en Estados Unidos, fueron los húngaros quienes supieron cazar la oportunidad al vuelo. Parece ser que los húngaros empezaron a utilizar la paprika, por la que todavía se les conoce hoy en día, después de que Carlos V de España le enviara un poco de pimentón a su hermana, la reina María de Hungría; a la reina le pareció una especia maravillosa y corrió la voz. No está de más decir, no obstante, que la paprika húngara carece del sabor intenso y almizclado del pimentón español, pues los pimientos se secan sin ahumarlos.) Al final, gran parte del humo de las plantas de ahumados acaba inevitablemente saliendo por la chimenea y contaminando la atmósfera. La actual concienciación de la sociedad en torno a los problemas del medio ambiente hace que hoy día cualquier humo desprendido a la atmósfera desate las iras de los ciudadanos, de ahí que se inventara el humo líquido. Para fabricar aromas de humo líquidos, primero se genera humo natural quemando astillas o serrín húmedos. La humedad ahoga el fuego privándolo parcialmente de oxígeno, lo que intensifica al máximo la producción de humo. El humo se canaliza entonces hacia unos condensadores refrigerados, donde muchos de sus compuestos químicos (en el humo de la madera se han identificado cientos de ellos) se condensan en un líquido marrón, que después se purifica para eliminar cualquier compuesto indeseado o tóxico. El resultado se suele mezclar con ácido acético (vinagre) y se puede añadir ya a la salsa barbacoa. La Agencia Federal de la Alimentación y el Medicamento (FDA) no permite etiquetar como ahumado ningún alimento que no se haya expuesto directamente a humo natural de leña. Cuando en la etiqueta de un perrito caliente sólo dice «con sabor ahumado» es porque se ha rociado o empapado con humo líquido. Seguro que al leer estas líneas todavía sigue dándole vueltas a lo que dije antes de que el humo tiene componentes tóxicos y pre-
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LJfc LA VIU/J.
I 329
guntándose si los alimentos aromatizados con humo líquido son peligrosos para la salud. ¿Qué quiere que le diga? Pongámonos en el peor de los casos: yo le digo que no son peligrosos, así que usted se come unos cuantos, pero luego le entra dolor de cabeza. Un abogado oportunista le dice: «Podemos ganar el caso». Nos demanda, a mí y a la empresa alimentaria, llena el jurado de afectados de migraña y saca dos millones de dólares de la empresa y otros 500 dólares de los raídos bolsillos de este escritor. El abogado se embolsa un millón y medio y sale corriendo tras otra ambulancia, mientras que a usted, tras pagar las costas judiciales, le queda justo lo que vale el paquete de aspirinas. ¿Vale la pena correr el riesgo de decir que los alimentos ahumados no son peligrosos? Quizá sí. Correré el riesgo. En las pequeñas cantidades en que se encuentran en los alimentos con sabor ahumado, los compuestos químicos del h u m o líquido purificado no son peligrosos. Lo dicen los de la FDA. Demándeles a ellos. El humo gaseoso natural, sin embargo, es algo muy distinto. La descomposición de la madera (y del tabaco, los filetes de carne a la parrilla y las hamburguesas) provocada por las altas temperaturas, llamada pirólisis, puede producir un compuesto muy cancerígeno, el 3,4-benzopireno, y otros hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAP). Ninguno de estos compuestos químicos se ha detectado en productos comerciales ahumados con humo líquido purificado. Es más, el humo líquido, al igual que su cofrade gaseoso, contiene bactericidas y antioxidantes, como ácido fórmico y compuestos fenólicos, que pueden incluso resultar beneficiosos para la salud.
Cosa fina
Un amigo que regenta un restaurante japonés me dijo que la pasta verde que te sirven en los restaurantes (incluido el suyo) no es realmente wasabi, sino una salsa de rábano picante teñida de verde. ¿Se estaba excusando por no tener él la salsa auténtica? No, le decía la verdad. Yo también tengo un amigo que es dueño de un restaurante japonés y me confió lo mismo. Cuando pedimos sushi en un restaurante japonés, la mayoría de nosotros reconocemos los condimentos que nos sirven en el
plato. Por un lado, una maraña de finas rodajas de jengibre en vinagre, que se pone para que uno se limpie el paladar entre bocado y bocado; por otro, un pegote verde de infernal «wasabi». El jengibre es auténtico, pero el wasabi, probablemente no. Fuera de Japón, la mayoría de gente no ha tenido nunca la oportunidad de probar el producto auténtico. ¿De qué está hecha, pues, esa bola de pasta verde que nos ponen en los restaurantes de sushi del barrio? De una mezcla de rábano picante, mostaza, almidón de maíz y tintes azules y amarillos que se vende en polvos y que, mezclada con agua, se convierte en una pasta espesa. Póngase más de una gota en la lengua y le despejará hasta los senos carotídeos. No exagero: se le saltarán las lágrimas y prácticamente le hará estallar la cabeza. El wasabi auténtico, en cambio, tiene un sabor sorprendentemente delicado. Se obtiene de un tallo subterráneo de color verde o rizoma que responde a diferentes nombres botánicos, como Wasabia japónica o Eutrema japónica. Su aspecto no es precisamente agradable. Por los lados le salen unas raíces largas y filamentosas y, aun después de limpio, parece un boniato desgreñado. Es extraordinariamente difícil de cultivar; sólo crece en aguas heladas y en condiciones muy concretas. En todo el mundo no lo cultivan más que unos cinco productores. Cuesta entre 20 y 85 dólares el medio kilo (entre 15 y 70 euros) si se compra al por mayor, y unos 110 dólares (90 euros) si se compra a un minorista. De ahí la dificultad para encontrarlo fuera de Japón. Aun así, yo tuve la suerte de encontrarlo. Andy Kikuyama, dueño de KIKU, un restaurante japonés de Pittsburg, nos preparó una cata comparativa a Marlene y a mí. Colocó dos platillos en la mesa: a la izquierda, una bolita del sucedáneo verde azulado que todos conocemos; a la derecha, una bolita de wasabi auténtico, de un pálido color verde amarillento. A simple vista no se distinguía cuál era cuál. Hundimos la punta de un palillo chino en el platillo de la izquierda y nos llevamos un trozo minúsculo a la boca. La textura era algo arenosa, como de tiza, y picaba tanto que no notabas ningún sabor. Luego probamos el auténtico. Tenía la textura de una verdura finamente rallada. Su sabor recordaba un poco a nuez, con un toque dulzón. La sensación de calor, inmediata y nítida, te golpeaba sólo un instante, pero no te quemaba durante un rato como las guindillas; enseguida cedía y daba paso a un suave sabor a verdura
muy agradable que hasta las personas más reacias al picante podrían disfrutar. «A los norteamericanos les gusta utilizar mucho más "wasabi" que a los japoneses. Parecen preferir el puñetazo a la sutilidad», dice Andy. «En el restaurante tenemos de los dos tipos, pero con sashimi -rodajas finas de pescado crudo, normalmente de jurel, pargo y platija- siempre servimos el wasabi auténtico. Con platos de muchos sabores, como con fideos soba fríos u otras formas de sushi más complejas, servimos la variante de rábano picante, pues al mezclarse con la salsa de soja la sutileza del wasabi auténtico se perdería.» Luego explicó que el wasabi no se utiliza nunca para cocinar, porque pierde su sabor al calentarlo. (Yo añadí que los isotiocianatos, los fuertes compuestos químicos del wasabi, no resisten bien el calor, pero no estoy seguro de que Marlene y Andy me escucharan.)
Rallado y apocado
En casa seguimos la tradición de que mi marido ralle los rábanos picantes (la tradicional hierba amarga) para la cena de nuestra Pascua judía. Pero cada vez que prepara este delicioso condimento tiene que aguantar una fuerte irritación de los ojos y la nariz, y lo que es peor, al cabo de un par de días el rábano se suaviza y pierde garra. ¿Qué podemos hacer para que se mantenga picante y fuerte durante los ocho días que dura la Pascua judía y no tener que rallar el rábano cada día? El compuesto acre y lacrimógeno que contiene el aceite esencial del rábano picante rallado se llama isotiocianato de alilo, popularmente conocido como aceite de mostaza (también se encuentra en las semillas de mostaza negra). Se forma cuando, al rallar el rábano, se rompen las células de la planta, que liberan una enzima llamada mirosina y un compuesto llamado sinigrina. Cuando estas dos sustancias, antes separadas la una de la otra en diferentes partes de las células, entran en contacto en presencia de agua, reaccionan y formar el isotiocianato de alilo. Una vez producido el aceite, empieza a evaporarse y a desprender un gas muy fuerte. Se trata, no obstante, de un gas poco estable que se disipa al cabo de diez o veinte minutos.
Conserve el rábano rallado en la nevera en un bote que cierre herméticamente para retener los gases y evitar que se desprendan tan rápido. También puede mezclar el rábano rallado con grasa de pollo (conocida como schmaltz), otro alimento básico de la Pascua judía. Al refrigerarlo, la capa de grasa solidificada impedirá que se evaporen los compuestos que hacen que el rábano sepa a picante. O mejor aún. Ralle el rábano y empápelo con vinagre, tal como hacen los productores de rábano. El ácido inhibe la reacción que produce el isotiocianato de alilo desactivando la enzima mirosina en la superficie de las tiras. Luego, al masticar el rábano, se rompen más células, por lo que se libera más enzima y el picante renace, aunque no sea cristiano.
Guacamole de wasabi Aunque consiguiera hacerse con wasabi auténtico, sería una lástima desaprovecharlo en esta receta; quedaría diluido entre los demás ingredientes. Compre, pues, una pasta de «wasabi» corriente, hecha con ingredientes frescos, y jengibre encurtido en vinagre. También puede utilizar wasabi en polvo, que se vende en latas, y recomponerlo con agua. En mi opinión, la pasta wasabi que se compra en tubos de plástico varía mucho de calidad. El wasabi pierde garra si se deja reposar demasiado tiempo, así que prepárelo sólo con una hora de antelación aproximadamente. Sirva el guacamole con wonton frito o triángulos de tortilla como aperitivo antes de cualquier menú de inspiración asiática. 1 aguacate Hass grande y maduro Zumo de 1 lima (1
1/
2
cucharadas aproximadamente)
1 cucharadita de pasta de wasabi 1 cucharadita de jengibre encurtido picado, opcional 1 diente de ajo pequeño, majado y picado Una pizca generosa de sal kosher 1 cebolleta picada (tanto la parte blanca como la verde) 1 cucharada de cilantro fresco picado 1.
Parta el aguacate por la mitad desde la punta y retire la semilla. Con un cuchillo de mondar dibuje una cuadrícula en cada mitad realizando cortes profundos a lo largo y a lo ancho. Con una cu-
charilla vacíe la carne cortada del aguacate en un cuenco mediano y añádale el zumo de lima. 2. Con un tenedor o unas varillas de batir, aplaste el aguacate hasta obtener una masa grumosa. Añádale la pasta de wasabi, el jengibre, el ajo y la sal y mézclelo todo bien. (Advertencia: el wasabi y el aguacate son del mismo color, así que asegúrese de que lo mezcla bien; no creo que a nadie le gustara encontrarse por sorpresa con un pedazo de puro wasabi.) 3.
Corrija de sal y wasabi hasta que esté a su gusto y añada la cebolleta y el cilantro.
SALE 1 TAZA APROXIMADAMENTE
¿Qué ha estado fumando?
Tengo un pequeño molinillo de café eléctrico y lo utilizo para moler especias secas tipo granos de mostaza o de pimienta, pero me ha pasado algo extraño. Un día molí unos clavos y en la tapa de plástico del molinillo me han quedaron unas marcas; además, se han ablandado los bordes. Y ni siquiera consigo eliminar el aroma de los clavos. ¿Tienen los clavos enteros algún extraño efecto corrosivo? Sí, lo tienen. El clavo es tal vez la especia aromática más fuerte que existe; contiene hasta un 20 % de un aceite esencial con un dulce e intenso sabor picante. Originario, curiosamente, de la Isla de las Especias, hoy parte de Indonesia, el clavo son los capullos secos de las flores de un árbol tropical perenne llamado Syzigium aromaticum. Los capullos están compuestos de tallo y cabeza y su forma recuerda a un clavo; de ahí su nombre. En Estados Unidos es frecuente verlos clavados en el jamón. (Odio hincar el diente en uno.) Como es lógico, los clavos contienen aceite de clavo, cuyo principal ingrediente químico es el eugenol, al que los químicos se refieren con su nombre de pila: 2-metoxi-4-(2-propenil)fenol. Puede que el dentista se lo haya aplicado a algún diente como analgésico o antiséptico.
También es posible que alguna vez haya fumado cigarrillos con aroma de clavo, como hice yo en Yakarta y en Bali. Estos cigarrillos, llamados kreteks, se fabrican con un tercio de clavos molidos; el resto es tabaco. Los indonesios sienten tal pasión por los kreteks que consumen aproximadamente la mitad de la producción mundial de clavo. El eugenol es un fenol, y los fenoles tienen propiedades ácidas y corrosivas. En su caso, el eugenol invadió, disolvió y ablandó la tapa de plástico del molinillo, probablemente hecha de polimetacrilato de metilo o Lucita. Por lo que desde ese momento, el aroma quedó incrustado para siempre. Me temo que a partir de ahora el molinillo le servirá sólo para el clavo. Compre otro para moler otras especias menos rapaces y lávelo bien después de cada uso antes de moler en él café. La mayoría de especias no le dejarán su sabor impregnado en el molinillo.
Cerditos kosher
En la Bretaña vi unos saleros de cerámica que se supone que protegen la sal de la humedad y la mantienen seca, a pesar de que están abiertos por arriba para que se pueda introducir una cuchara o los dedos y sacar la sal que se necesite. ¿A qué se debe? Este tipo de saleros de cocina, comunes en Francia e Inglaterra, se llaman «cerditos». Su forma - u n achaparrado cilindro vertical con un codo en ángulo recto- recuerda a esas anchas bocas de ventilación de los barcos que algunas personas confunden con sirenas de niebla. Los cerditos se fabrican con cerámica o terracota y no se esmaltan por dentro, lo que los mantiene porosos. Los poros abiertos los dotan de una enorme superficie por la que adsorber el vapor de agua. Las sales marinas que se recogen en la Bretaña precisan particularmente de este efecto deshidratante; si no se refinan suelen acumular humedad, pues contienen pequeñas cantidades de cloruro de calcio, un compuesto higroscópico, es decir, que absorbe la humedad del aire. En otros países, como Estados Unidos, a la sal común se le añade un agente deshidratante, para que «cuando llueva, diluvie».
Y, sí, estos cerditos sirven también para la sal kosher.
Cerdito de cerámica que se utiliza como salero, para almacenar la sal y servirse. Gracias a la superficie porosa y sin esmaltar del interior, absorbe la humedad y mantiene la sal seca.
Tomaré vainilla
De unos años acá han subido mucho los precios de los productos que contienen vainilla, desde las ramitas mismas hasta el extracto de vainilla de Borbón, de Madagascar. Con estos precios mucha gente se inclina ahora por la vainilla mexicana. ¿Es natural o artificial? Es tan barata que me imagino que debe de ser artificial. Sus sospechas están bien fundadas. La vainilla natural siempre ha sido cara, porque arrebatársela a la naturaleza es una tarea ardua que lleva mucho tiempo y porque crece en tierras lejanas. Al igual que el cacao, los anacardos y el café, está sujeta a los caprichos de la naturaleza y a las leyes de la oferta y la demanda. Estas cuatro deleitables delicias proceden de latitudes tropicales, donde cada tanto las tormentas diezman las cosechas y hacen subir los precios en todo el mundo. No sabría explicar cómo funciona la economía (a veces creo que nadie sabe), pero sí puedo decir algo sobre la vainilla auténti-
ca, sobre cómo se diferencia de los sucedáneos y sobre qué contienen o qué les falta a los productos mexicanos. Empecemos por la vainilla auténtica. Las ramitas no son ramitas; son vainas fermentadas y secas de las dos especies de orquídea trepadora, Vanilla tahitensis, nativa de las islas del Pacífico, y Vanilla planifolia, de México. Los aztecas de México fueron los primeros en maridar el sabor de la vainilla con el de las semillas de otra planta oriunda de la zona, a la que conocemos como chocolate. (¡Eso sí que es un matrimonio celestial!) Los conquistadores españoles se inventaron la palabra «vainilla», el diminutivo de vaina, en alusión a la forma de la especia. En la actualidad, unas tres cuartas partes de la producción mundial de vainilla es de la variedad V. planifolia mexicana, pero se cultiva en las islas de Madagascar, Comores y Reunión del océano índico. A principios del siglo xix, estas islas vivían bajo el reinado de los Borbones franceses y su vainilla sigue conociéndose como vainilla de Borbón. La orquídea de vainilla echa las flores de una en una. La flor se abre por la mañana y se cierra por la tarde; si no se poliniza, al día siguiente cae muerta de la planta. Para que albergue el codiciado fruto, debe polinizarse por la mañana de su día de gloria. ¿Cómo consiguieron entonces las plantas de vainilla reproducirse y sobrevivir durante miles de años antes de que los humanos intentaran cultivarlas? Los intentos de cultivar vainilla fuera de México fracasaron durante unos trescientos años, hasta que se descubrió que una pequeña abeja del género Melipona, que sólo se encuentra en México, se había encargado de polinizar las plantas en silencio, como acostumbran a hacer las abejas. Hoy, casi todas las flores de vainilla, tanto de México como de Madagascar, son polinizadas a mano por el hombre, que con una fina vara de madera introduce el polen en cada flor en el momento adecuado. Ninguna abeja había sido nunca tan meticulosa. (¿Empieza a entender por qué es tan cara la vainilla?) Cuando las vainas de vainilla alcanzan unos 20 centímetros de largo, se recogen y se secan al sol entre 10 y 30 días, cubriéndolas por las noches para que suden y fermenten. Al cabo de este tiempo desarrollan su magnífico sabor y aroma. En el aroma de la vainilla se han identificado alrededor de 170 compuestos químicos diferentes, aunque la mayor parte del aroma procede del compuesto fenólico vainillina. Por suerte o por
desgracia, según se mire, los humanos podemos fabricar vainilla con m u c h a más rapidez que las plantas sintetizándola a partir de eugenol, el principal ingrediente aromático del aceite de clavo, o de guayacol, un compuesto químico que se encuentra en una resina de árboles tropicales. También se puede fabricar con lignina, componente estructural de las plantas leñosas y subproducto del proceso de fabricación de papel a partir de la pulpa de la madera. En países como Estados Unidos y Canadá, este método ha dejado de utilizarse por sus elevados costes medioambientales. La vainillina sintética es el principal ingrediente de la vainilla artificial o de imitación, mucho más barata que el extracto de vainilla natural y para nada un mal sucedáneo, a u n q u e carece de la complejidad de sabores de la vainilla natural. Si se utiliza como saborizante en alimentos envasados, figura en la etiqueta como sabor artificial (véase, no obstante, «Es natural, ¿sí o sí?», de la pág. 386). Las vainas de vainilla también se venden enteras en botes herméticos que evitan que se sequen o que pierdan su bouquet floral. Deberían ser oscuras y blandas, como el regaliz, ni demasiado duras ni demasiado coriáceas. La mayor parte del sabor se concentra en las miles de semillas casi microscópicas de la vaina y su alrededor, que quedan expuestas al cortar la vaina longitudinalmente. Raspándolas con la punta de un cuchillo, las semillas se pueden añadir a cremas de huevo, salsas y masas. A pesar de lo dicho, las vainas raspadas también contienen mucho sabor. Si las introduce en un tarro de azúcar, lo cierra bien y lo deja descansar durante un par de semanas, obtendrá un azúcar avainillado que podrá añadir también, por qué no, a cremas de huevo, salsas y masas. El extracto de vainilla es mucho más cómodo de usar que las vainas enteras. En su inimitable estilo burocrático, la Agencia Federal de la Alimentación y el Medicamento (FDA) define el extracto puro de vainilla como «la solución en alcohol etílico acuoso de los principios sápidos y odoríferos extraíbles de las vainas de vainilla». Para etiquetarse como tal, debe contener un 35 % de alcohol por volumen (cuanto más alta es la concentración de alcohol, más concentrado está el sabor sutil de la vainilla) y haberse elaborado con al menos 100 gramos de vainas de vainilla por litro. Se puede suavizar con azúcar y otros ingredientes, como glicerina o glicol de propileno, pero si se le añade vainillina sintética debe etiquetarse como aroma de vainilla de imitación.
Pasemos finalmente al hermano mexicano de la vainilla. México dejó de ser el principal productor de vainilla a raíz de la revolución de 1910, en que quedó destruida la mayor parte de las plantaciones de vainilla del golfo. No obstante, su fama pervive y es muy habitual ver en las tiendas «extracto de vainilla» mexicano. Ahora bien, en México las leyes de etiquetado son bastante laxas, así que puede que, en vez de «extracto de vainilla», uno compre un aroma de imitación hecho con vainillina. O peor todavía. Algunos productos de vainilla mexicanos y caribeños pueden contener cumarina (1,2-benzopirona), que se extrae de las semillas del haba tonka, Dipteryx odorata o cumarú. La cumarina posee un fuerte aroma parecido al de la vainilla, pero es tóxica; se vende con el nombre de warfarina como matarratas, pues diluye la sangre de modo que las ratas envenenadas se desangran por dentro hasta morir. También se utiliza para fabricar la cumadina, un anticoagulante que se administra a pacientes con cardiopatías. En Estados Unidos se prohibió el uso de la cumarina como aditivo alimentario en 1954. La moraleja de todo este asunto es la siguiente: vaya con cuidado si compra líquidos «de vainilla» procedentes de México o el Caribe. En el mejor de los casos se tratará de imitaciones hechas con vainillina sintética y, en el peor, contendrá cumarina. En teoría se impide importar productos que contengan cumarina, pero a veces algunas partidas consiguen esquivar los controles.
Capítulo 9 LA C O C I N A , C E N T R O DE OPERACIONES
Se le llame como se le llame (cocina, fogones, hornillo, etc.), y esté donde esté (en la casa, restaurantes, barcos, trenes de mercancías, de pasajeros o incluso al aire libre bajo cualquier tipo de cubierto), se trata de un lugar dedicado a la crucial tarea de preparar comida, ya sea para una única persona o para un regimiento. Sus requisitos mínimos son unos pocos recipientes como sartenes o cazos de metal o barro, una fuente de calor y, quizá, algún cuchillo. Todo lo demás es superfluo. Y las cocinas de hoy en día son el ejemplo ideal del culto a lo superfluo. Tenemos frigoríficos, encimeras eléctricas, de gas y de inducción, microondas y hornos de convección, robots de cocina, batidoras, utensilios antiadherentes... bueno, sólo tiene que echar un vistazo a su alrededor para ver lo afortunados que son los cocineros de nuestros días. La evolución de la cocina ha sido imparable. Pero del mismo modo que conviene tener en buen estado los utensilios necesarios para preparar distintos tipos de alimentos, también hay que saber utilizarlos adecuadamente. No hay nada más frustrante para el artesano que tener que reparar una herramienta antes de utilizarla por primera vez. ¿Se están quedando mates los utensilios de aluminio por culpa del lavavajillas? ¿Exhala el frigorífico olores desagradables? ¿La mantequilla se estropea en la mantequera? ¿Cocina su horno los platos asados más rápido o más lento de lo que indican las recetas? ¿Las pizzas le quedan blandas y los pasteles hechos un desastre? Todo depende de cómo utilice su repertorio de utensilios, aparatos, aparatejos, herramientas y artilugios sin fin. Trátelos con
comprensión y respeto, ya que, como dijo Emerson, «si no utilizas las herramientas, ellas te utilizarán a ti». O, parafraseando a su insigne discípulo, Henry David Thoreau, te conviertes en la herramienta de tus herramientas. FICCIONARIO
DEL
GOURMET:
Microondas: rizos de bebé
En busca de los olores perdidos
Siempre tengo un frasco de bicarbonato abierto dentro de la nevera para que absorba los olores. Últimamente he visto en los supermercados que se comercializa un nuevo tipo que asegura ser aún más eficaz, aunque en la etiqueta dice que sólo contiene puro bicarbonato. ¿Cómo es posible que el bicarbonato absorba los olores y por qué el nuevo es más eficaz? Como cualquier «amo de casa» que se precie, he conservado religiosamente un frasco abierto de bicarbonato en el frigorífico y doy fe de que nunca he notado malos olores. También debe de haber funcionado para mantener alejados a los tigres, porque nunca en mi vida he visto a uno rondando mi cocina mientras el bicarbonato ha permanecido en el frigorífico. ¿Sería posible que nunca hubiera visto un tigre porque vivo muy lejos de la India y que el frigorífico no oliera porque soy un maniático de los malos olores y siempre lo estoy limpiando? ¡No, hombre, no! Al menos para los fabricantes de bicarbonato y para todos los expertos en cuestiones domésticas del mundo occidental que aseguran fuera de toda duda que el bicarbonato absorbe los olores. (De los tigres no dicen nada.) ¿Existe alguna prueba sólida de que el bicarbonato realmente funcione, por lo menos en cuanto a lo que a los olores respecta? Ninguna que yo conozca. Aun así, la teoría es, sin duda alguna, la siguiente. El bicarbonato es bicarbonato de sodio puro (NaHC0 3 ). Reacciona frente a ácidos y bases, es decir, con sustancias químicas tanto ácidas como alcalinas (el ion de bicarbonato es anfotérico), pero es veinte veces más activo con los ácidos, lo que echa por tierra la
teoría de su supuesta capacidad de eliminar olores. Si una molécula maloliente de ácido se posara sobre la superficie del bicarbonato sería neutralizada, convertida en sal (como la esposa de Lot) y atrapada para siempre. Eso es cierto. No hay duda sobre el hecho de que el bicarbonato engulle los ácidos... siempre que se le dé la oportunidad. Y ése es precisamente el quid de la cuestión. ¿Cómo se logra que los ácidos entren en contacto con el bicarbonato y, en cualquier caso, para qué cazarlos? Pero empecemos por el principio. ¿Por qué son los ácidos los supuestos causantes del mal olor? La respuesta tiene mucho que ver con la leche estropeada. En los años en que no existían sistemas de refrigeración permanente y, sobre todo, antes de que se implantara la pasteurización, la leche se estropeaba enseguida, no sólo a causa del crecimiento de las bacterias, sino también porque la grasa de la leche se descompone en ácidos grasos, principalmente butírico, caproico y caprílico. El ácido butírico es el principal responsable del olor a mantequilla rancia; el caproico y el caprílico, por su parte, reciben el nombre del olor al que recuerdan: caper, que en latín significa «cabra». ¿Me sigue? De modo que si usted es de los que dejan leche de hace un mes en el frigorífico durante semanas mientras disfruta de los lujos de su apartamento en régimen de multipropiedad, por decir algo, la mayoría de moléculas de ácido graso sin duda acabarán alcanzando el frasco de bicarbonato abierto, caerán en él y serán neutralizadas. Resulta, sin embargo, que no todas las partículas de olor que contaminan el interior del frigorífico son ácidos, ni siquiera bases (álcalis); desde un punto de vista químico, puede tratarse de cualquier cosa. Así que afirmar que el bicarbonato absorbe los «olores» en general es distorsionar a conveniencia los principios de la química. Veámoslo de otro modo. Los olores no son más que conjuntos de moléculas gaseosas que flotan en el aire y llegan a nuestra nariz. Cada molécula tiene su propia identidad química y genera una serie de reacciones químicas concretas al entrar en contacto con otras sustancias químicas. Ninguna sustancia química, bicarbonato de sodio incluido, puede por sí sola reaccionar con todos o cualquiera de los gases que provoquen malos olores y neutralizarlos. Incluso en el caso de los olores de tipo ácido, la especialidad del bicarbonato, hay que tener en cuenta que la pista de aterrizaje de las partículas de olor es de apenas unos centímetros cuadrados (la
abertura del tarro o de la caja) situados en un lugar al azar en el interior del frigorífico, de casi 0,6 metros cúbicos (573.547 cm 3 ). No puede decirse que sea un sistema especialmente eficaz para atrapar las partículas de olor. El frasco no atrae los olores, como muchas personas piensan. No tiene ningún poder de atracción, a pesar de estar descubierto. El nuevo artefacto que vio en el supermercado es un producto de nombre rimbombante de la marca Arm & Hammer llamado «Fridge-n-Freezer Flo-Thru Freshener» (literalmente, que refresca el ambiente del frigorífico y el congelador mediante la circulación del aire), un paquete de bicarbonato normal y corriente al que se le pueden extraer los lados, pensado para que las moléculas gaseosas puedan llegar mejor a él gracias a la «circulación» que se produce a través de unas láminas porosas internas de papel. La verdad es que suena muy bien, pero esta caja, «especialmente diseñada para exponer una mayor superficie de bicarbonato que otras marcas», lo único que hace es dejar al descubierto otros tantos (escasos) centímetros de bicarbonato. Además, el aire del interior del frigorífico no «circula» a través del paquete: no hay ningún ventilador que lo introduzca por un lado y posteriormente lo expulse por otro. Eso sí, del concepto publicitario no tengo queja. Resumiendo, como dice en la página web de Arm & Hammer: «La capacidad de eliminación de olores del bicarbonato Arm & Hammer es legendaria». En eso, en lo de la leyenda, sí que estoy de acuerdo. ¿Qué sucede con las moléculas de olor que no absorbe el bicarbonato? Sólo hay una sustancia fácil de encontrar capaz de engullir todos los olores de forma indiscriminada: el carbón activo. No se trata de una sustancia química que valga para todo; simplemente tiene la propiedad física de fijarse a los olores, pero no depende en absoluto de cuestiones químicas. Los gases se dirigen hacia su enorme red interior de poros microscópicos, donde quedan atrapados a causa de un fenómeno llamado adsorción por el que las moléculas se adhieren a la superficie a través de lo que los químicos llaman fuerzas Van der Waals. El carbón se elabora calentando madera, cáscaras de frutos secos o de coco, huesos de animales u otros materiales que contengan carbono en ambientes sin oxígeno, de modo que en realidad no llega a arder pero sí se eliminan las sustancias que no sean carbono. A continuación se activa tratándolo con vapor a altas tempe-
raturas, un proceso que acaba de eliminar cualquier sustancia restante distinta del carbono. El resultado es la formación de microestructuras extremadamente porosas en el interior del carbón, hasta el punto de que un solo gramo puede contener hasta 2.000 m 2 de superficie interna. El carbón activo (el mejor es el que se elabora con cáscaras de coco) se encuentra en droguerías, ferreterías y tiendas de electrodomésticos o de animales. Distribúyalo en un molde para pasteles profundo y déjelo en el frigorífico oliente durante un par de días. No utilice briquetas o carbón de barbacoa; contienen otras sustancias como serrín y el carbón no está reducido a polvo ni activado. En realidad, sólo hay un método infalible para que el frigorífico huela bien y se resume en tres palabras: prevención, prevención y prevención. Tape todos los alimentos que refrigere, en especial los que más huelen como la cebolla, en recipientes herméticos. Compruebe con frecuencia que no se hayan estropeado, sobre todo los más dados a ello, y deséchelos. Si vierten o salpican algún líquido, séquelo de inmediato. Limpie el frigorífico a fondo. Sí, ya me figuro que lo hace, pero más a menudo. ¿Y qué hacer si se fue la electricidad mientras estaba de vacaciones y toda la comida que había en el refrigerador se estropeó, hasta el punto de que podía olerse de camino del aeropuerto a casa? En primer lugar, mis más sinceras condolencias. Ni el carbón ni el bicarbonato servirán de nada en estos casos. Tampoco maldecir contra la compañía eléctrica. Prepárese una bebida fuerte, vaya a la página web sobre desastres de la universidad de Louisiana (http://www.lsuagcenter.com/Communications/pdfs_bak/pub25 27Q.pdf) y siga las instrucciones.
Mantequeras faroleras
A la mantequilla guardada en una mantequera de cristal y colocada en el compartimento especialmente reservado situado en la puerta de la nevera le sale alrededor una capa de color amarillo oscuro y sabor ligeramente rancio. ¿Existe alguna manera de evitarlo? Parece que da por sentado que su forma de proceder es la correcta. Pues lo cierto es que el peor sitio para conservar la mantequi-
lia es precisamente la mantequera, y el peor lugar donde guardarla es, en concreto, el compartimento reservado para tal fin en la puerta del refrigerador. Las mantequeras se inventaron para mejorar la utilización de la mantequilla, no su conservación. Al no ser herméticas, la superficie de la mantequilla queda expuesta al aire, se oxida y adquiere ese sabor a rancio. Los compartimentos «especiales» para la mantequilla que se encuentran en las puertas deberían prohibirse. Muchos de ellos están dotados de un pequeño mecanismo que mantiene una temperatura ligeramente superior a la del resto del frigorífico para que la mantequilla pueda untarse mejor. Por desgracia, las temperaturas superiores sólo aceleran el proceso de oxidación de la grasa. Yo guardo la mantequilla en el congelador, bien envuelta en film transparente. Cuando la saco está dura como la piedra, pero con un cuchillo afilado corto la porción que necesito y enseguida se calienta y ablanda.
Santa Lucía nos conserve... los alimentos
Siempre me he preguntado por qué algunos alimentos se estropean tan rápido aunque estén refrigerados y otros en cambio parecen durar para siempre aunque no se conserven en frío. La mostaza o el ketchup aguantan semanas fuera de la nevera aunque estén abiertos, y el queso, la miel o la mantequilla de cacahuetes se conservan bien a temperatura ambiente durante más tiempo incluso. ¿Existe alguna regla general para saber cuánto podría durar un alimento? Ojalá la vida fuese así de sencilla. No existe una única pauta general que sirva para todos los alimentos que consumimos, un número casi infinito de combinaciones de proteínas, hidratos de carbono, grasas y minerales distintos que conforman nuestra dieta omnívora. Cuando una comida se estropea puede deberse a bacterias, mohos o levaduras, al calor, a la oxidación causada por la exposición al aire o a las enzimas presentes en los mismos alimentos. Las enzimas de la fruta, por ejemplo, tienen un único cometido: acelerar la maduración y, en última instancia, la descomposición. Una cosa es cierta: todos los alimentos acaban por estropearse, pudrirse, descomponerse, desintegrarse, desmoronarse, volverse
rancios o simplemente ponerse hechos un asco. Es la ley de la naturaleza. Polvo eres y en polvo te convertirás. Las proteínas se vuelven blandas, pastosas, pútridas y verdes, los hidratos de carbono fermentan y se agrian, las grasas se vuelven rancias. El ketchup y la mostaza se conservan durante más tiempo porque llevan un ácido que inhibe el crecimiento de los microbios (vinagre) y no contienen grasas ni enzimas activas. La batalla de la conservación de los alimentos ha llevado a los humanos a cocinarlos, ahumarlos, secarlos, acidificarlos, salarlos o endulzarlos y, gracias al invento del norteamericano Clarence Birdseye, a congelarlos en las últimas décadas. Durante un viaje a Labrador como comerciante de pieles, Birdseye observó cómo los nativos congelaban el pescado y la carne para consumirlos posteriormente. Se dio cuenta de que cuando se congelaban rápidamente en invierno, en vez de lentamente como en los meses menos fríos, los alimentos conservaban una textura, sabor y color mejores al descongelarse. En 1925, presentó su «máquina de congelado rápido» y dio el pistoletazo de salida a la industria de los congelados. En la actualidad, la empresa Birds Eye Foods asegura ser la principal empresa norteamericana procesadora de verduras congeladas. La congelación preserva los alimentos porque el agua congelada impide actuar a los microorganismos responsables del deterioro, que no pueden multiplicarse. La refrigeración, a diferencia de la congelación, ralentiza su formación, pero sólo hasta cierto límite. En un refrigerador doméstico típico, diez mil bacterias se convierten en diez mil millones en sólo unos días. Por eso se le añaden conservantes, unas sustancias químicas que prolongan la vida de los alimentos preparados... y la de quienes los comen. Sí, los conservantes son sustancias químicas. Y también son aditivos porque, obviamente, se han añadido a posteriori (la sal, el azúcar, las especias, las vitaminas, etc.). En pocas palabras: sin los conservantes la mayoría de alimentos se estropea. A pesar de todo nos dejamos encandilar por las etiquetas de los alimentos que aseguran que «no contiene aditivos ni conservantes». Algún día me gustaría leer también en esas etiquetas: «Se estropeará en cuanto llegue a casa». ¿Qué son exactamente esas sustancias químicas? Pueden dividirse en cuatro grupos.
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agentes antimicrobianos
Los impiden el crecimiento de bacterias, mohos y levaduras. Entre ellos se encuentran el dióxido de azufre y los sulfitos que se emplean en las frutas, zumos de fruta, vinagres y vinos; el ácido sórbico presente en los quesos; el propionato de calcio y de otros tipos utilizado para impedir la aparición de moho en el pan y en otros productos cocidos; y el benzoato de sodio y otros benzoatos empleados para evitar la proliferación de hongos en bebidas, conservas de fruta, quesos, encurtidos y muchos otros productos. Los benzoatos están presentes de forma natural en los arándanos, y los propionatos en las fresas, manzanas y quesos. Los impiden la oxidación producida por el aire y que provoca que las grasas, sobre todo las insaturadas, se vuelvan rancias. Destacan nuevamente los sulfitos, el butilhidroxianisol (BHA), el butilhidroxitolueno (BHT), la butilhidroxiquinona terciaria (TBHQ), el ácido ascórbico (vitamina C) y el propilgalato. Se utilizan en las patatas fritas de bolsa, los frutos secos, los cereales y las galletas saladas. Los ralentizan el proceso de degradación de los alimentos debido a las reacciones provocadas por las enzimas. Los sulfitos (una vez más) evitan estas reacciones en algunas frutas secas como las pasas o los orejones de albaricoque. Los ácidos, como el ascórbico y, en el caso del zumo de limón, el cítrico, desactivan las enzimas, incluida la fenolasa, responsable de que las manzanas y las patatas se empiecen a poner negras nada más cortarlas. Los también llamados agentes quelatantes, se encargan de los átomos de metal residuales, de hierro o cobre, por ejemplo, que catalizan (aceleran) las reacciones de oxidación y provocan la decoloración. El agente quelatante más utilizado es el EDTA o ácido etilendiaminotetraacético. Destacan también los polifosfatos y el ácido cítrico.
antioxidantes
inhibidores de enzimas
secuestrantes,
Desde luego, algunos de las anteriores sustancias químicas tienen nombres casi imposibles de pronunciar, pero, en contra de la opinión de algunos, eso no hace que sean malos. Se añaden en pequeñísimas cantidades, reguladas por la FDA, ¡nadie se los come a cucharadas!
Si no quiere ingerir alimentos con conservantes, no tendrá más remedio que visitar directamente las granjas o mercados rurales cada día para abastecerse de carne y otros productos frescos. Y también elaborar en casa la nata, conservas, encurtidos, quesos, vino, patatas fritas, cereales y aceite de oliva... eso sí, consumiéndolos en breve para que no se estropeen. ¡Ah! Y bienvenida al siglo x v i i i .
¿Nucleares? No, gracias
Cuando viajamos al extranjero y regresamos a Estados Unidos no nos dejan entrar plantas ni alimentos por motivos de salud pública. ¿Estos productos no se esterilizan al pasar a través de los escáneres de rayos X del aeropuerto? No. Los sistemas de seguridad basados en rayos X de los aeropuertos no son, ni de lejos, lo bastante potentes para matar insectos, parásitos, etc. Las radiaciones que se utilizan para esterilizar y preservar los alimentos son millones de veces más elevadas.
Una cuestión básica
Me pregunto por qué los utensilios y recipientes de aluminio se decoloran y se corroen cuando los meto en el lavavajillas. Recuerdo un colador de aluminio que se me estropeó poco después de estrenarlo. ¿A qué se debe? ¿Es porque el agua o el jabón son ácidos? No, no se trata de ácido. Todo lo contrario en química: se debe a un álcali, que los científicos suelen llamar con más propiedad base. La mayoría de detergentes para lavavajillas, a diferencia de los que se utilizan para lavar a mano, contienen un compuesto muy alcalino, el carbonato de sodio, conocido desde hace mucho tiempo como sosa para lavar, y que nada tiene que ver con el bicarbonato de sosa, que es bicarbonato de sodio. Los agentes químicos alcalinos son necesarios en los lavavajillas porque se comen la grasa y la transforman en jabón. El jabón es un tipo de sustancia química que se forma por la acción de los álcalis sobre las grasas. Los detergentes, por su parte, son compues-
tos sintéticos más modernos especialmente diseñados para otorgarles la capacidad limpiadora del jabón, lo que no impide que muchas personas sigan llamando hoy en día «jabón» a los detergentes. Permítanme un inciso. Solemos pensar que si una sustancia ataca y disuelve un metal necesariamente debe ser un ácido. Normalmente es cierto; un ácido lo suficientemente potente podría zamparse un camión y escupir los neumáticos. Pero el aluminio es un metal poco común que se ve atacado tanto por ácidos como por álcalis (es anfotérico). De modo que el carbonato de sodio que contiene el detergente para lavavajillas, al ser una sustancia alcalina, sí ataca al aluminio; en el mejor de los casos, corroe la superficie y le quita brillo, dejándola completamente mate. Por este motivo muchos fabricantes de utensilios y recipientes de aluminio de calidad recomiendan no limpiarlos en el lavavajillas. Y lo que es aún peor, algunos detergentes para lavavajillas contienen hidróxido de potasio (potasa cáustica) o hidróxido de sodio (lejía), sustancias alcalinas mucho más potentes que el carbonato sódico y que, literalmente, se comen los utensilios de aluminio. Probablemente fueron los causantes de que su colador de malla de aluminio se convirtiera en un aro de baloncesto. Si, a pesar de todo, quiere seguir lavando los recipientes de aluminio en el lavavajillas, estudie las etiquetas de los distintos detergentes y elija uno que no contenga ni hidróxido sódico ni potásico ni carbonato sódico. Tenga por seguro que existen. Además, en el lavavajillas se produce un segundo fenómeno que afecta al aluminio si está en contacto con otros utensilios de metal, que muy probablemente serán de acero inoxidable. Siempre que dos metales entran en contacto, en este caso aluminio y, esencialmente, hierro, al estar inmersos en un líquido electroconductor, se produce una reacción eléctrica (en realidad, electrolítica) que ataca a uno de los dos metales (el aluminio dentro del lavavajillas) y lo corroe superficialmente haciendo que quede mate. Así que si insiste en lavar los recipientes y utensilios de aluminio en el lavaplatos, asegúrese de que no están en contacto con ningún otro metal.
I
Ciencia al margen
¡Al ladrón! Por motivos demasiado complejos para exponerlos aquí, los átomos de hierro retienen sus electrones con mucha más fuerza que los átomos de aluminio (el hierro es más electronegativo que el aluminio). Así pues, si los dos metales se tocan estando inmersos en un líquido electroconductor (electrolito), como sucede cuando el detergente para lavavajillas se disuelve en agua, los átomos de hierro robarán electrones a los de aluminio. Ese transferencia de electrones crea un flujo de corriente eléctrica y el electrolito completa el circuito. Los átomos de aluminio que han perdido electrones (cationes de aluminio) tienen que recuperarlos a toda costa y para ello reaccionan con cualquier elemento que pueda proporcionárselos. La superficie del aluminio, pues, reacciona con los electrones negativos (aniones) de la solución y desarrolla una capa mate formada por un compuesto del aluminio, normalmente óxido de aluminio.
Emulsión compulsiva
Me hago un lío con las emulsiones. Según algunas recetas emulsiono los ingredientes, pero en realidad lo único que hago es mezclarlos. ¿Hay algo que se me esté escapando? No, pero comparto su frustración. La palabra «emulsionar» se utiliza a menudo erróneamente como sinónimo de mezclar o espesar. Pero no tiene nada que ver. Las cartas de los restaurantes muestran especial predilección por llamar emulsión a cualquier salsa espesa, pero no se trata de emulsiones. Los expertos en cocina aseguran espesar las salsas con un roux, pero no es cierto. Numerosas sustancias, como la mantequilla, la maicena, la gelatina, la pectina, las okras, el huevo o el plátano triturado, sirven para espesar sopas, natillas, mermeladas, jugos de cocción o salsas. Pero al usarlas no se emulsiona nada. Una emulsión es una mezcla entre dos líquidos que no se pueden mezclar normalmente, en la que uno de ellos queda suspendido en el otro en forma de minúsculas gotas.
El ejemplo prototípico de este fenómeno es la mayonesa, donde logra vencerse la aversión mutua que se tienen el aceite y el agua (esta se encuentra en el vinagre, el zumo de limón o la clara del huevo) a través de dos procesos: la fuerza bruta que se les aplica al batirlos y la acción de un elemento químico especial llamado emulsionante. Sólo cuando se dan estas condiciones físicas y químicas sobre la mezcla de agua y aceite podrán mantenerse unidos los ingredientes en forma de emulsión. Como en esa cita a ciegas que inevitablemente se sufre en algún punto de la vida, no existe ninguna fuerza de atracción entre las moléculas de agua y las del aceite. Así que aunque se agite sin parar una botella llena de aceite vegetal y vinagre hasta que parezcan haberse combinado homogéneamente, antes o después, normalmente antes, volverán a separarse en dos capas distintas. En otras palabras: no se conseguirá estabilizar la emulsión. Como mucho logrará una suspensión coloidal; es decir, el aceite se habrá separado en moléculas tan pequeñas o glóbulos que se mantendrán suspendidas en el vinagre debido al constante bombardeo de moléculas de agua en todas direcciones. Pero será un matrimonio destinado al fracaso. No importa lo fuerte u obstinadamente que se mezcle una vinagreta: los glóbulos de aceite volverán a unirse unos con otros hasta formar una capa homogénea y separada. De nuevo estaríamos hablando de una emulsión no permanente. Sin embargo, podemos frustrar la reunificación de los glóbulos de aceite añadiendo un ingrediente llamado agente emulsivo o, simplemente, emulsionante. Los emulsionantes están formados por moléculas parecidas a serpientes de largas colas lipófilas (es decir, a las que les encanta el aceite) y cabezas hidrófilas (atraídas por el agua). Las colas lipófilas se adentran en los glóbulos de aceite y dejan fuera sus cabezas hidrófilas, que emergen como clavos tachonados. Estos «clavos» atraen una capa de moléculas de agua gracias a sus cargas positivas y negativas y a las ligeras cargas, también ligeramente negativas y positivas, de las moléculas de agua (que son dipolares). La capa de moléculas de agua resultante oculta, por decirlo de alguna manera, las moléculas de aceite como si fueran hidrófilas y evita que otras moléculas de aceite se les unan. El emulsionante recubre de agua todas las moléculas de aceite y evita que se reunifiquen aunque choquen unas con otras. Quedan en suspenso, independientes. En este caso sí hablamos de una verdadera emulsión.
¿Dónde podemos encontrar esos agentes secretos conocidos como emulsionantes? Uno de los más efectivos es la lecitina, una sustancia química semejante a las grasas que contiene fósforo (es decir, un fosfolípido) y que se encuentra en la yema de huevo. En un extremo, la molécula contiene fósforo y es hidrófila, mientras que en el opuesto es lipófila. En el caso concreto de la mayonesa, sus moléculas emulsionan el aceite y el vinagre y crean una salsa homogénea y estable.
Las moléculas emulsionantes permiten que el agua y el aceite sean compatibles. La parte de las moléculas que tiene forma de zigzag es lipófila (le atrae la grasa) y penetra en el glóbulo de aceite dejando las cabezas lipófilas al descubierto, lo que convierte la superficie del glóbulo en hidrófila.
Puesto que la mayonesa se elabora con una pequeña cantidad de vinagre o zumo de limón (agua) y una gran proporción de aceite (unas ocho veces más), puede costar creer que todo ese aceite se haya emulsionado en tan poca cantidad de agua. Ello lleva a muchas personas a pensar que la mayonesa es una suspensión de gotas minúsculas de agua en el aceite en vez de una suspensión de gotitas de aceite en agua. Lo cierto es que son tantos los glóbulos de aceite que no quedan suspendidos en el vinagre como los que se recubren de una capa de agua, muy fina; sucede, pues, como en un cubo lleno de guisantes húmedos, que tienden a juntarse a conse-
cuencia de la tensión superficial del agua. Eso explica que la mayonesa sea tan espesa. También es cierto, sin embargo, que una suspensión de gotitas de agua en aceite -lo contrario a la mayonesa- se consideraría igualmente una emulsión. La mantequilla y la margarina, por ejemplo, son emulsiones de agua en aceite. Cuando elaboramos mayonesa manualmente con unas varillas de batir debemos incorporar el aceite en la mezcla del vinagre y el huevo muy lentamente para asegurarnos de que todo el aceite que añadamos se reduzca rápidamente a glóbulos de tamaño coloidal. Si se echa demasiado aceite de una vez, las gotas empezarán a unirse y a ascender a la superficie, donde formarán una capa de aceite homogénea, por lo que la salsa no saldrá bien. Transcurrido cierto tiempo sí se puede añadir el aceite más rápidamente, ya que las gotitas de mayor tamaño se verán rodeadas de inmediato por millones de glóbulos coloidales ya recubiertos de emulsionante que las aislarán unas de otras y las mantendrán separadas hasta que adquieran por sí solas el tamaño coloidal. Cuando se prepara mayonesa con la batidora se puede añadir un poco de aceite directamente a la mezcla de vinagre y huevo justo antes de poner en marcha el aparato. Las cuchillas de la batidora son mucho más rápidas que las varillas y en un visto y no visto disgregan los glóbulos de aceite hasta que alcanzan el tamaño coloidal, tan rápido que no tienen tiempo de unirse. Los aliños comerciales y otros alimentos contienen una amplia variedad de emulsionantes que mantienen la compleja mezcla de ingredientes (hidratos de carbono, grasas, proteínas y agua) en forma estable. Algunos emulsionantes que aparecen en las etiquetas de los productos son los mono y diglicéridos, ésteres de poliglicerol, ésteres de propilenglicol y ésteres de azúcar de ácidos grasos. Sin olvidar, naturalmente, la lecitina. Los alimentos a menudo se espesan con sustancias como gelatinas, almidones o féculas. Destacan el alga agar, la acacia, la xantina y el carragenato. Sin embargo, los espesantes no tienen nada que ver con los emulsionantes. Actúan haciendo que la parte acuosa se vuelva tan viscosa que impide a las gotas de aceite más grandes ascender y fusionarse en una capa homogénea. Cualquier viejo truco es bueno para «ligar» los alimentos. ¿Quién querría comerse un charco aceitoso plagado de grumos aguados?
FICCION ARIO DEL GOURMET Holandesa: semana dedicada a Holanda en el Corte Inglés
Ciencia al margen
¡Menuda mezcla! En la cocina se realizan infinidad de mezclas de ingredientes; las emulsiones no son más que un tipo concreto. Una combinación de partículas sólidas, como por ejemplo harina con sal y pimienta o una mezcla de especias secas, constituye una mezcla física simple. Sin embargo, cuando los ingredientes son líquidos, las mezclas resultantes entran en varias categorías. •
Solución: constituye la más homogénea de las mezclas. En ella, las distintas moléculas o iones (átomos o grupos de átomos con carga eléctrica] de una sustancia se dispersan y disponen junto a los de la otra sustancia, molécula tras molécula. Algunos ejemplos son el alcohol o el azúcar disueltos en agua: sus moléculas se mezclan junto a las del agua codo con codo, y eso que no tienen codos. Otro ejemplo sería el compuesto colorante rojo propio del tomate, el licopeno, al disolverse en el aceite. Como habrá observado, el aceite (u otras grasas) de las recetas que llevan tomate se vuelve rojo debido a la absorción del licopeno.
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Suspensión coloidal: muchas otras mezclas de alimentos son coloides o suspensiones coloidales; en ellas, las partículas invisibles (aunque más grandes que las moléculas) de una sustancia, de un tamaño que va de una millonésima a una milésima de centímetro, quedan suspendidas en la otra sustancia, normalmente un líquido. Las partículas se mantienen en suspensión a pesar de la fuerza de la gravedad porque son bombardeadas, de continuo y por todos los flancos, por las moléculas de la sustancia donde se han dispersado. Los líquidos internos de las células animales y vegetales son partículas de proteínas coloidales suspendidas en soluciones acuosas.
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Emulsión: las emulsiones se parecen a los coloides. En ellas, que se forman gracias a la intervención de un agente emulsionante, los glóbulos de un líquido, de un tamaño ligeramente superior a los glóbulos propios de la suspensión coloidal, quedan suspendidos en
otro líquido con el que en circunstancias normales no se mezclarían. Algunos de los ejemplos más conocidos en la cocina son la mayonesa o la salsa holandesa.
Mayonesa de ajo al pimentón El pimentón, una especia ahumada típica de España, aporta un sabor sutil a madera y humo a la mayonesa de ajo. Es un acompañamiento clásico de la paella (pág. 2 4 5 ] que también resulta sabrosa con los mejillones al vapor (pág. 243). Puede utilizarse para mojar palitos de verduras crudas o servirse con otros pescados al vapor, especialmente bacalao fresco. Si le parece demasiado fuerte, pruebe con un aderezo hecho a partes iguales de aceite de oliva y cacahuete. Si prefiere una mayonesa a las finas hierbas añada media taza de hierbas frescas picadas (perejil, cebollino, perifollo y estragón) en el paso 2, en lugar del ajo. El mejor sistema para incorporar las hierbas a la emulsión es utilizar una batidora. 1 huevo grande 1 cucharadita de pimentón 1/
2
cucharadita de mostaza seca
2 cucharadas de vinagre de vino, jerez o manzana 1 taza de aceite de oliva extra virgen suave 1 diente de ajo grande picado grueso 1.
Casque el huevo directamente en el recipiente de la batidora. Añada el pimentón, la mostaza, la sal y el vinagre. Incorpore un cuarto de taza de aceite. Cubra el recipiente y ponga en marcha la batidora a baja velocidad.
2.
Quite la tapa y añada inmediatamente el aceite restante formando un chorrito continuo. No tenga prisa. Cuando haya incorporado todo el aceite, agregue el ajo (o las hierbas). Siga batiendo durante un minuto más o hasta que adquiera una textura uniforme.
3.
Deje reposar la mayonesa en la nevera durante al menos 1 hora antes de servir para que los sabores se suavicen y mezclen. Con-
sérvela en la nevera un máximo de 4 días. No sirva la mayonesa fría, ya que el aceite de oliva pierde buena parte de su sabor. SALE 1 TAZA Y MEDIA
El calor del hogar
La temperatura del horno es muy fácil de controlar, ya que en los mismos mandos se indican numéricamente los grados. Pero, ¿y las encimeras? Yo tengo una de gas y los controles sólo marcan tres posiciones: mínima, media y máxima. Dos de los fogones calientan un número de calorías por hora más rápido que los otros dos; a potencia media calientan más que los otros dos a máxima potencia. Antes tuve una encimera eléctrica y tenía marcadas las mismas tres posiciones, pero los tiempos de cocción eran totalmente distintos a los de la cocina de gas que tengo ahora. ¿Existe algún estándar de la industria que unifique las temperaturas de los fogones? Por desgracia, no. Lo único constante que parece haber son los dibujos de una llama más grande o más pequeña en los mandos, que indican mayor o menor potencia. En mi cocina de gas, entre la posición mínima y la máxima hay otros ocho números, del 2 al 9, pero no tienen nada que ver con la temperatura. Los fuegos dibujados, números o palabras no aluden a la temperatura sino al ritmo al que genera calor el fogón. Existe gran confusión entre los conceptos de calor y temperatura en el mundo de la alimentación, así que no voy a desaprovechar esta oportunidad para aclarar tan candente cuestión. En primer lugar, el calor y la temperatura son dos cosas distintas. El calor es una forma de energía, distinta de la gravitatoria, la eléctrica, la cinética (es decir, la correspondiente al movimiento) o la nuclear. Se trata, de hecho, de la forma última de energía en la que se convierten todas las demás al degenerarse. [Véase «La ecotasa», pág. 358). Al cocinar se utiliza el calor para provocar cambios físicos o químicos con los que esperamos mejorar los alimentos y hacerlos más tiernos, digeribles o sabrosos. No debería sorprender a nadie
que cuando un alimento (o cualquier otra cosa) absorbe el calor pasa a estar más caliente; es decir, sube su temperatura. ¿Pero qué es la temperatura? En realidad nada más que un sistema de medición inventado por el hombre basado, entre otros, en grados Celsius o Fahrenheit (véase «El embrollo de °C y °F», pág. 357), para establecer cuánta energía calorífica contiene una sustancia. Volviendo a la cocina, se producen cambios cuando los alimentos alcanzan determinadas temperaturas; es decir, cuando absorben suficiente calor en función de su tamaño. Podría decirse que la temperatura mide la concentración de calor en una sustancia. De modo que es la temperatura de la comida, no la del fogón (con o sin llama) situado debajo de la sartén o la olla, lo que importa a la hora de cocinar. El fogón no es más que un medio para trasladar el calor a los alimentos, sin que importe qué temperatura alcance en el proceso. Podríamos colocar un atizador de los que se utilizan en la chimenea al rojo vivo debajo de la sartén, si quisiéramos, pero no sería precisamente muy eficaz para calentar los alimentos. ¿Entonces por qué decimos que un fogón, según en que posición esté, calienta más que otro? No es más que una forma de hablar; en realidad no queremos decir que la temperatura sea superior, sino que el calor que genera sale a mayor velocidad en un fogón que en otro, lo que aumenta a su vez la temperatura de los alimentos y la rapidez de la cocción. En vez de «mínimo»o «máximo», pues, sería mejor que en los botones de las cocinas dijera «rápido» o «lento». Las cocinas, ya sean de gas o eléctricas, indudablemente proporcionan calor a distintos niveles. Normalmente se mide en calorías por hora, pero no es más que una unidad que mide la energía calorífica. Lo realmente importante de una encimera es la cantidad de calorías que genera por minuto o por hora. El número de calorías producidas por hora es un buen indicador de la rapidez a la que es capaz de calentar y cocer los alimentos. Una vela, por ejemplo, genera unas 1.250 calorías en unas cuantas horas, una cantidad a todas luces insuficiente, si se me permite decirlo, para cocinar los alimentos con rapidez. A la mayoría de personas, entre ellas los vendedores de electrodomésticos y autores de libros de cocina, parece darles pereza decir «calorías por hora» o bien no saben cuál es la diferencia, de modo que emplean, como en la pregunta formulada, esta unidad de medida como si sirviera para indicar la velocidad a la que calientan los fogones. ¿Qué se le va a hacer?
Una encimera doméstica eléctrica o de gas puede producir entre 2.250 y 3.750 calorías por hora en posición máxima. Consulte el manual que se le entregó con la encimera o póngase en contacto con el fabricante para preguntarle cuál es el rendimiento de los distintos fogones. Así sabrá cuál calienta más (¡perdón!, quiero decir cuál es el más rápido). A la hora de cocinar, lo que realmente importa es el tiempo que tardan los alimentos en alcanzar la temperatura óptima de cocción y lo estable que puede mantenerse esa temperatura en los diferentes niveles de potencia. Los indicadores de los mandos de los fogones no son demasiado fiables, ya que la mayor parte del calor se desaprovecha elevando la temperatura de la cocina, independientemente de la cantidad de calorías por hora que generen. Con la experiencia se acaba sabiendo grosso modo cuál de los fogones o los niveles de la encimera que nos han tocado en suerte es más adecuado para cada caso. Sin embargo, los buenos cocineros observan continuamente la comida durante la cocción y adaptan la cantidad de calor (y la posición del fogón) en consecuencia. La vida es dura.
El embrollo de °C y °F En 1 7 1 4 , un soplador de vidrio y aprendiz de físico alemán llamado Gabriel Fahrenheit ( 1 6 8 6 - 1 7 3 6 ) inventó un aparato capaz de indicar lo caliente o frío que estaba un objeto en función de hasta dónde subiera o bajara el nivel del mercurio situado en el interior de un tubito de vidrio. Para ponerle números al asunto, decidió que debería haber 1 8 0 «grados» entre el punto de congelación y de ebullición del agua. A continuación preparó el mejunje más frío que pudo (una mezcla de hielo y cloruro de amonio) y le asignó una «temperatura cero». Cuando introdujo el invento en agua congelada, el mercurio alcanzó una temperatura 32 grados superior. Puesto que el agua tenía que hervir necesariamente a 1 8 0 grados de esa temperatura, estableció el punto de ebullición en 2 1 2 grados. Y así es como estos dos números imposibles, 32 y 2 1 2 , pasaron a formar parte de la vida de los anglosajones. Seis años después de que Fahrenheit en persona se enfriara a la temperatura ambiente, un astrónomo sueco llamado Anders Celsius
( 1 7 0 1 - 1 7 4 4 ) decidió que sería más cómodo que hubiera sólo 1 0 0 «grados» entre los puntos de ebullición y congelación del agua, que situó en 1 0 0 y O grados, respectivamente. Así creó lo que se conocería como escala Celsius. Siempre que puedo hago campaña por un método poco conocido pero muy sencillo de conversión entre temperaturas expresadas en grados Celsius y Fahrenheit. (Sí, es cierto, sale en todos mis libros. ¡Y lo seguirá haciendo hasta que todo el mundo lo domine!) Olvídese de las complejas fórmulas que aprendió en el colegio (Añadir -¿o era sustraer?- 32 antes -¿o era después? +- de multiplicar -¿o era dividir?- por 5 / 9 -¿o era 9 / 5 ? ) Mi sistema es el siguiente, sencillo donde los haya: 1) Añada 40 al número que quiera convertir (a °C o °F). 2) Multiplique o divida el resultado por 1,8. 3) Reste 40 al resultado. Y ya está. Lo único que hay que recordar es que en la escala Fahrenheit los números son siempre mayores que en la escala Celsius, de modo que para convertir de °C a °F se multiplica por 1 , 8 y para convertir de °F a °C se divide por 1,8. Ejemplo: 2 1 2 °F + 40 = 2 5 2 2 5 2 / 1 , 8 = 140 1 4 0 - 4 0 = 1 0 0 °C Bueno, este ejemplo tampoco era gran cosa, ¿verdad?
Ciencia al margen
La ecotasa El calor, la energía que utilizamos al cocinar, es la más universal de todas. Todas las otras formas de energía (química, cinética, eléctrica, nuclear) acaban degenerándose y convirtiéndose en calor, que es como la energía de último recurso. Cuando las reacciones químicas liberan energía, el movimiento se ralentiza, la bombilla convierte la energía eléctrica en luz o los átomos de uranio convierten la masa en radiactividad y calor, nunca se puede aplicar un factor de conversión 100. La ineficiencia parece regir el universo. Parte de la energía per-
dida o reconvertida acabará «desperdiciándose» y convirtiéndose en calor. Podríamos considerar el calor, por lo tanto, como una ecotasa que grava la conversión de la energía, una comisión como la que las casas de cambio restan al convertir de una divisa a otra. La mayoría de formas de energía puede domesticarse. Por ejemplo, la cinética se «porta bien» cuando un camión se mueve en línea recta por un autopista; la eléctrica, cuando el movimiento de electrones se controla mediante un circuito; y la nuclear, cuando se genera a partir de una controladísima división de los átomos. Sin embargo, el calor es una forma de energía desordenada extrañamente rebelde, porque depende del movimiento brusco y aleatorio de átomos y moléculas. La ciencia de la termodinámica ha descubierto que, siempre que una forma de energía (por ejemplo, la energía química del combustible diesel de un camión o el uranio de un reactor nuclear] se convierte en otra, se incrementa el desorden o la aleatoriedad (la entropía) del sistema. Eso es lo que dice la Segunda Ley de la Termodinámica. El universo pierde fuelle a medida que pierde energía y genera desorden. Caos. Así que cuando un tipo de energía se utiliza o se convierte en otro, necesariamente se genera alguna forma de energía más desordenada, caótica, más entrópica. Eso es precisamente el calor. Para más detalles consulte a su especialista en termodinámica.
Grills grillados
Llevo tiempo intentando averiguar cómo funcionan los grills de los hornos. Al parecer son los aparatos menos fiables de cuantos pueblan nuestra cocina. Me he mudado distintas veces y he tenido varios: uno deja deliciosas marcas en las chuletas mientras que otro las cuece al vapor antes de que puedan dorarse. ¿A qué distancia deberían colocarse los alimentos? ¿Qué diferencias hay entre un grill eléctrico y uno de gas? ¿Hay que precalentar el horno? ¿ Y dejar la puerta abierta? No me extraña que no se aclare. De los seis métodos de cocción básicos, cocinar con el grill es el más difícil de controlar. ¿Y cuáles son esos seis métodos?, se preguntará. Pues 1) la inmersión en agua caliente o caldo (hervir, escalfar, guisar); 2) exposición a vapor de agua caliente (cocinar al vapor); 3) inmersión en
aceite caliente abundante (freír); 4) cocción por contacto con una superficie de metal caliente (saltear, sofreír, dorar, tostar); 5) exposición a aire caliente (hornear, asar) y 6) exposición a radiaciones infrarrojas. En esta última categoría entran los grills. (No me opondré: añada la absorción de microondas a la lista si lo desea.) Quizá piense que el grill de su horno poco tiene que ver con las radiaciones infrarrojas, pero tenga en cuenta que las moléculas de cualquier objeto caliente, como una llama o el elemento metálico del grill, emiten radiaciones infrarrojas, un tipo de energía electromagnética que otras moléculas pueden absorber para, a su vez, calentarse. Si pasa cerca de una fuente de calor, como un horno a máxima temperatura o incluso una encimera no apagada, notará el calor de las moléculas en la cara. Por eso cualquier método de cocción en el que participe el calor (¿y en cuál no participa, si no es, vale, en los microondas?) cuece el alimento, ni que sea parcialmente, a causa de las radiaciones infrarrojas enviadas. Los grills cocinan casi exclusivamente por infrarrojos. La fuente de calor, ya sea una resistencia eléctrica al rojo vivo o un fogón alargado con llama, no entra en contacto con la comida, sino que la baña, o más bien inunda, con sus intensas radiaciones. Estas radiaciones, absorbidas por la capa superficial del alimento, hacen que su temperatura ascienda a entre 320 °C y 370 °C y lo doran rápidamente. Cuando se le da la vuelta a la comida, sucede lo mismo por el otro lado. En la posición grill de los hornos eléctricos sólo se calienta el elemento superior, por lo que los alimentos deben situarse cerca. En algunos hornos de gas, el quemador del grill se coloca en la parte inferior y sirve también para calentar el horno, por lo que los alimentos deberán colocarse aún más alejados y, normalmente, dentro de algún tipo de bandeja. En el colegio nos enseñaron que el calor sube, ¿verdad? Entonces, ¿cómo es posible que se pueda cocinar debajo de la fuente de calor? Ejem. Discúlpenme, pero el calor no sube. El calor procedente de un objeto puede ir hacia arriba, hacia abajo o hacia los lados y siempre se dirige hacia otros objetos más fríos con los que pueda entrar en contacto. Lo que la gente quiere decir en realidad es que el aire caliente sube. El aire caldeado se expande y pierde densidad, lo que hace que flote hacia arriba atravesando aire más frío y más denso, como si fuese una burbuja de aire dentro de agua. Las parrillas, en las que cocinamos los alimentos situándolos encima de los carbones encendidos o la llama de gas, también son
un tipo de grill, ya que no es el aire caliente lo que los cuece sino principalmente la radiación infrarroja. No obstante, a causa sobre todo del humo del carbón y los jugos que caen en las brasas y se evaporan, este tipo de grill aporta a los alimentos sabores muy distintos en comparación con los grills propios de los hornos. Cocinar con grill es una buena opción en el caso de carnes tiernas, aves y pescado, ya que es un método que alcanza altas temperaturas, seco y rápido. Las carnes menos tiernas suelen requerir un tiempo de cocción más prolongado y conviene regarlas continuamente para lograr ablandar el colágeno del tejido conjuntivo. Los filetes o bistecs y otras carnes rojas son ideales para el grill, mientras que el cerdo, el pollo y el pescado se tienen que vigilar constantemente para evitar que se sequen. La principal cuestión a la hora de cocinar con grill es la distancia a la que la carne debe colocarse respecto a la resistencia o la llama de gas, ya que unos pocos centímetros pueden marcar una gran diferencia de temperatura. La distancia depende del tipo de carne y su grosor, de su contenido en grasa y, sobre todo, de las peculiaridades del grill en cuestión. Como ya ha podido comprobar, el grill de su horno es distinto del de su madre o su vecino. Todos son distintos. Como pauta general, sin embargo, la carne debería colocarse a entre 7,5 y 15 cm de la fuente de calor. Los trozos finos pueden colocarse relativamente cerca, pero los gruesos deberán situarse a cierta distancia para que puedan cocerse sin chamuscarse. ¿Y la puerta? ¿Debería dejarse abierta? En los hornos eléctricos normalmente sí, tanto para evitar que el aire caliente se acumule y hornee los alimentos como para dejar escapar el humo. En los hornos de gas con grill de llama en la parte inferior, se cierra la puerta porque las llamas consumen el humo; si se dejara abierta, por otra parte, el suelo de la cocina acabaría hecho un desastre, lleno de grasa. ¿Hay que precalentar el horno? No es necesario, aunque he conocido a tantos partidarios del «precalentar, siempre» como del «precalentar, nunca». Lo más aconsejable (de hecho, lo único aconsejable) es seguir al pie de la letra las instrucciones sobre el uso del grill del manual de instrucciones suministrado con el horno. Los fabricantes realizan numerosas pruebas para determinar las condiciones de cocción idóneas para los distintos tipos de carne. Si es una de esas personas que lo tira directamente a la basura o que no lo encuentra nunca (¿ha probado en el cajón de sastre?) puede solicitar al fabricante que le envíe gratuitamente otro ejemplar.
Recuerde que es importante utilizar la bandeja recoge grasa suministrada con el horno, y no crea que con una sartén vieja o un recipiente de cualquier tamaño los resultados van a ser los mismos. Personalmente, cuando cocino un pollo en mi horno eléctrico utilizando la bandeja adecuada a la altura recomendada, sin precalentar el horno, dejando la puerta abierta y siguiendo los tiempos de cocción indicados, el resultado es excelente, aunque a mí me parezca que la carne está demasiado cerca de la resistencia o la puerta demasiado abierta. Hay que hacer caso de los fabricantes. Al fin y al cabo son los que mejor conocen sus productos.
2 x 1 = 1,8
Las instrucciones del microondas indican cuánto tiempo se necesita para recalentar una ración de tal o cuál alimento. Pero a menudo tengo que calentar dos o más porciones a la vez. ¿Debería multiplicar los minutos de cocción por cada una de las raciones que voy a calentar? No. Calentar dos porciones de un alimento requiere menos del doble del tiempo necesario para calentar una. Los distintos alimentos absorben las microondas a diferentes niveles. El agua y las grasas las absorben de forma eficiente, mientras que las proteínas y los hidratos de carbono apenas llegan a hacerlo. Por eso cada comida necesita un tiempo de cocción concreto. Además, el generador de microondas, el magnetrón, modifica la potencia en función del volumen o carga de la sustancia absorbente (léase alimento) colocada en el interior del horno. Existe una manera muy simple de considerar el problema que plantea. Digamos que la comida que calienta absorbe (y convierte en calor) un porcentaje determinado de las ondas lanzadas por el magnetrón. Pero cuando hay dos raciones en el microondas, ninguna de ellas queda expuesta a la totalidad de las ondas enviadas por el magnetrón; cada una recibe únicamente lo que la otra no ha absorbido, las sobras. Queda claro que se necesitará más tiempo para calentar dos porciones que para calentar una, pero ¿cuánto más? Para ahorrarle los cálculos aritméticos, lo plantearé de la siguiente manera: si una de las porciones absorbe el 40 % de las microondas a las que está expuesta, sólo se necesitarán un 25 % más
para calentar dos en vez de una. Este incremento del tiempo de cocción no siempre será del 25 %, sino que depende de los distintos alimentos y su apetito a la hora de absorber las microondas. He hecho algunas pruebas al respecto en mi microondas «inteligente», que dispone de ciclos preprogramados para cocinar y calentar los alimentos. Cuando selecciono «calentar una bebida», por ejemplo, el horno primero me invita a que pulse un botón para seleccionar la cantidad de líquido que quiero calentar. A continuación, pone en marcha el programa apropiado para la cantidad indicada. Cronometré lo que duraba cada ciclo y he aquí los resultados: media taza requirió 30 segundos, una taza 50 segundos, una taza y media 70 segundos, y dos tazas 90 segundos. Como puede verse, la primera media taza necesitó 30 segundos, pero cada media taza adicional sólo requirió 20 segundos más. Las dos tazas tardaron sólo 1,8 veces el tiempo necesario para calentar una sola. Otro ejemplo: para una unidad de «patatas asadas» (en realidad no se asan, pero servirá), el horno calcula cuatro minutos y medio, a los que añade 3 minutos y 10 segundos por cada patata adicional. Dicho de otro modo, dos patatas tardan sólo 1,7 veces lo que tarda una; tres patatas, 2,4 veces, y cuatro, 3,1 veces. Como todavía no se han inventado los microondas omniscientes que conozcan todos los tipos y cantidades de alimentos posibles, todo lo que podemos hacer es calcular a ojo. Para calentar dos raciones debería calcular, al menos inicialmente, una vez y tres cuartos el tiempo necesario para una sola. Si dobla el tiempo sólo conseguirá calentar en exceso la comida, que salpicará o quedará seca. Lo mejor es ser un poco conservador: siempre estamos a tiempo de darle al botón una vez más.
Ciencia al margen
¿Mande? Los hornos microondas son ingenios muy complicados que sólo comprenden en realidad los ingenieros eléctricos que los diseñan. El anterior análisis, basado en el porcentaje constante de energía en forma de microondas absorbida por cada porción, no es más que una simplificación de andar por casa. Pensé que el lector no querría meterse
en cuestiones como la impedancia de carga, la resonancia de cavidad o las constantes de pérdidas. Tampoco yo, por la sencilla razón de que no las entiendo.
Piedra de toque
Donde vivo acaba de abrir hace poco una pizzería que lo ha importado todo de Italia, desde el mobiliario, hasta el horno de ladrillo, hasta Roberto, el dueño, que para más señas dispone de un diploma de pizzero expedido en Nápoles. Él atribuye la inconfundible calidad de sus pizzas al horno de ladrillo. También conozco a algunos cocineros domésticos que juran sobre su piedra para pizzas y panes. ¿Qué hay de cierto en todo ello? Y, si lo hay, ¿qué hace que los ladrillos o las piedras de cocer sean tan especiales? Es cierto. AI cocinar un pan o una pizza sobre una superficie de piedra como un horno de ladrillo o uno de esos accesorios planos de piedra para el horno llamados piedra para pizza, la masa queda realmente más crujiente y tostada que si se cociera sobre una bandeja o recipiente de metal. Y si las paredes del horno también son de piedra o ladrillos, tanto mejor. Los primeros panaderos no tenían más remedio que construir los hornos con los materiales a su alcance, como las piedras o los ladrillos hechos con arcilla. Hoy elaboramos el pan en hornos de acero «mejorados» y tecnológicamente muy avanzados. E, irónicamente, el pan no queda como antes ni por asomo. Los ladrillos y las piedras tienen unas propiedades especiales que hacen que funcionen especialmente bien: su gran capacidad calorífica y el alto nivel de emisividad. La capacidad calorífica es un término técnico que indica la cantidad de calor que puede acumular una sustancia. Si tiene una capacidad calorífica alta, podrá absorber gran cantidad de calor sin que su propia temperatura ascienda en exceso. Esta resistencia a dejarse llevar por la temperatura externa actúa en dos frentes: durante el calentamiento y durante el enfriamiento. Una vez ha subido la temperatura de la sustancia, esta se resiste a enfriarse tanto como a calentarse en su momento, de forma que conserva la temperatura durante bastante tiempo.
Las piedras y los ladrillos tienen capacidades caloríficas más altas que los metales. Aunque sean del mismo grosor, una base de horno de arcilla refractaria tiene una capacidad calorífica que dobla la del hierro y multiplica por 2,5 la del cobre. Una vez ha alcanzado la temperatura deseada (y eso sí puede tardar), conserva bien el calor, se mantiene a una temperatura uniforme y resiste bien los cambios de temperatura, aunque se coloque encima la masa relativamente fría. Nótese también que cuanto más grande sea el material utilizado, mayor será su capacidad de retención del calor, del mismo modo que en una jarra grande cabe más agua. Los grandes hornos de ladrillo de gruesas paredes siempre han sido apreciados por sus excelentes propiedades de horneado. A escala más pequeña, es lo mismo que sucede con una sartén pesada y gruesa, capaz de mantener la temperatura constante mejor que una fina. Los ladrillos, la arcilla refractaria y las piedras presentan una segunda ventaja, aún más importante, respecto al metal: su emisividad, enormemente superior. La radiación infrarroja (llamada vulgarmente «calor») en un horno es absorbida por las moléculas de los materiales a los que alcanza, que la reemiten en su mayor parte de forma casi instantánea. En algunas sustancias, en especial los metales, gran parte de la radiación absorbida se disipa antes de poder reemitirse. Sólo un porcentaje de la radiación (un 16 % en el caso de un horno de paredes de acero inoxidable) se reemite enseguida al entorno inmediato: el aire del interior del horno (de modo que, técnicamente, la emisividad de una superficie de acero inoxidable es de 0,16). El resto permanece en las paredes del horno y se pierde, a efectos de cocción, a excepción de la radiación que de forma lenta e ineficaz logra llegar de nuevo al aire del interior del horno. De lo dicho se desprende que, a la misma temperatura, una piedra emite más radiación infrarroja que un metal. Y puesto que la radiación infrarroja no penetra más allá de la superficie de los materiales, cuanta más choque con la masa del pan o de la pizza, más crujiente y tostada quedará su superficie. Por lo tanto, la próxima vez que se prepare una pizza en casa o que recaliente u n a servida a domicilio, o también cuando hornee una barra cualquiera de pan, colóquela sobre una piedra de pizza precalentada. Si la piedra no está vidriada será más porosa, por lo que tendrá la ventaja adicional de absorber el vapor gene-
rado por la parte inferior de la masa, manteniéndola seca y haciendo que resulte aún más crujiente.
Ciencia al margen
Capacidad calorífica y emisividad •
Capacidad calorífica: pensemos en el agua, una sustancia que nos vendrá muy bien como ejemplo porque la tenemos a mano y además tiene una capacidad calorífica relativamente alta. Cuando calentamos agua estamos bombardeándole calorías, lo que hace que suba su temperatura. La temperatura es una forma de medir lo rápido que se mueven las moléculas. Dado que las moléculas de agua se mantienen tenazmente unidas entre sí [por la atracción dipolo-dipolo y los enlaces de hidrógeno], resulta relativamente difícil estimularlas para que se muevan más rápidamente. Para ello tenemos que añadir una caloría (nutricional) entera de calor para conseguir aumentar la temperatura de un kilogramo (un litro) de agua en un solo grado Celsius. (Es decir, el calor específico del agua es una caloría por kilogramo por °C.] Y al revés, para poderse enfriar, el agua se ve obligada a liberar gran cantidad de calor (esa misma caloría nutricional por kilogramo] para poder reducir su temperatura en 1 °C. Un par de conclusiones a propósito de lo explicado en el párrafo anterior: 1) se tarda «siglos» en lograr que un recipiente lleno de agua empiece a hervir y 2) las grandes masas de agua, como los grandes lagos o los océanos, moderan el clima de los alrededores al no enfriarse ni calentarse tan rápido como la tierra.
•
Emisividad: en cualquier entorno que supere los • grados absolutos de temperatura (es decir, en todos] existe radiación infrarroja que recorre el espacio. Cuando la radiación choca con una superficie, sus moléculas la absorben en parte. A continuación dan muestras de contener más energía moviéndose más aguadamente: enrollándose, girando y dando volteretas como una clase de párvulos hiperactiva después de haber bebido Coca-Cola. Cada tipo de molécula se mueve u oscila de una manera concreta que depende de las características de la energía que es capaz
de absorber [dicho de otro modo, las distintas moléculas tienen distintos espectros de absorción infrarroja). Tras absorber la energía irradiada, las moléculas «excitadas» se calman y reemiten una parte. Algunas moléculas la reemiten casi en su totalidad, mientras que otras retienen una parte y la convierten en energías de distinto tipo. Se considera que las sustancias que reemiten el 1 0 0 % de la energía absorbida tienen una emisividad 1,0 (son lo que en jerga científica se llama radiador de cuerpo negro). Por lo general, los metales tienen una emisividad muy baja porque sus electrones sueltos pueden absorber la energía como esponjas. El aluminio, por ejemplo, reemite sólo el 5 % de las radiaciones infrarrojas que chocan contra él, y el cobre menos aún, un 2 %. Por el contrario, algunos materiales como la piedra o los ladrillos reemiten prácticamente toda la energía que absorben: 9Q % los ladrillos oscuros, 93 % el mármol y 97 % las baldosas; es decir, sus emisividades llegan a 0,90, 0 , 9 3 y 0,97, respectivamente. Ello se debe a que las moléculas de esas sustancias están fijadas a la posición que ocupan y no pueden retener la energía girando y oscilando. Estos materiales desperdician muy poca energía infrarroja: reenvían la práctica totalidad de la radiación que choca contra ellos hacia los alimentos.
El método del palillo
¿Por qué las instrucciones de los preparados para pasteles y otros postres dicen que hay que bajar la temperatura unos grados si se utiliza una bandeja o un molde de pírex en vez de metal? No todos los paquetes de preparado en polvo para pasteles lo indican. Tras examinar detenidamente los interminables pasillos repletos de mezclas para pasteles en mi supermercado (un nivel de ocupación de estanterías sólo superado por los cereales de desayuno) descubrí, como esperaba, una profusión de instrucciones y recetas en las que se especificaban tiempos de cocción y temperaturas muy distintos para todo tipo de tamaños, formas y materiales de recipientes. Y eso sin tener en cuenta a los pobres que viven a mu-
cha altura, a los que se recomienda cambiar casi todo, desde el tiempo y la temperatura hasta las cantidades de harina y agua. La necesidad de cambiar el tiempo de cocción y la temperatura en función del tamaño y la forma del recipiente es fácil de explicar. Es una cuestión de relación entre la superficie y el volumen. Si se distribuye el mismo volumen de masa para pastel en un molde ancho, se expone una mayor superficie al calor del horno (o una relación elevada de superficie por volumen) y el pastel se cocerá antes, mientras que si se vierte la mezcla en un recipiente más estrecho la superficie que quedará expuesta al aire caliente será más pequeña. Tampoco podemos olvidar el material con el que está hecho el molde. En mi periplo por el supermercado, vi que con las típicas bandejas de aluminio casi todas las instrucciones recomendaban precalentar el horno a 180 °C. La recomendación para los moldes y las bandejas de color oscuro era de 160 °C en numerosas cajas. Muchas otras indicaban 180 °C para las bandejas de pírex, pero otras tantas recomendaban la misma temperatura tanto para recipientes metálicos como para los de pírex, sin mencionar los de color oscuro. Incluso había un fabricante, sin duda el más pasota, que decía simplemente «180 °C (cualquier recipiente)». ¿Qué se supone que debemos hacer? Me acusarán de echar por tierra el principio fundamental de la retórica y, en general, de la enseñanza, pero tengo que admitir de buen principio que ninguna de las recomendaciones sirve para nada. Eso sí, antes le pediré al sufrido lector que me acompañe en las explicaciones científicas que subyacen a cada una de esas recomendaciones.
• Color del recipiente: los moldes de aluminio más o menos brillante o de acero inoxidable obviamente reflejan más la luz visible que los anodizados o antiadherentes de color oscuro. Puesto que toda la luz que recibe un objeto debe ser absorbida o reflejada, las superficies oscuras absorben más que las brillantes. La luz adicional que absorben los moldes oscuros hace que se mantengan más calientes que los brillantes, incluso a la misma temperatura de horneado. (De hecho, los humanos nos vestimos de colores claros en verano y oscuros en invierno para controlar mejor el calor corporal.)
Pero ¿qué luz hay en el interior oscuro de un horno? La radiación infrarroja, a la que mucha gente llama «luz infrarroja», aunque no sea visible para el ojo humano. Las superficies oscuras absorben más radiación que las brillantes o las de colores claros. Este fenómeno tiene especial importancia: cuando los objetos absorben la radiación infrarroja, se calientan mucho más que si sólo absorbieran la luz visible. Por eso un pastel estará listo antes en un recipiente oscuro que en uno claro y por eso algunos fabricantes recomiendan bajar y compensar la temperatura del horno.
• Material del recipiente:
un molde fino de metal de cualquier color transmite eficazmente el calor del horno hacia la masa. Sin embargo, los recipientes de pírex son muy malos conductores térmicos y se resisten a transmitir el calor generado por el horno al contenido del recipiente. Esto nos deja dos opciones: hornear rápido a altas temperaturas u hornear más lentamente, a temperaturas más bajas. De ellas la más conveniente es la segunda, ya que el calor del horno necesita tiempo para penetrar a través del vidrio hasta la masa. La diferencia entre los distintos materiales no es abismal ni mucho menos; bastará con bajar ligeramente la temperatura o aumentar ligeramente el tiempo de cocción (como, de hecho, se indica en algunas de las etiquetas).
Y ahora, lo prometido. Como he apuntado antes, todas estas cuestiones realmente no tienen importancia. Los hornos domésticos no son los aparatos calibrados al milímetro que se utilizan en los laboratorios de los fabricantes, donde una legión de técnicos de laboratorio analiza exhaustivamente cuáles son las mejores condiciones de cocción de sus preparados para garantizar que en casa el cocinero reciba las aclamaciones de la familia y corra al supermercado a comprar más. En la vida real, la temperatura de los hornos puede presentar variaciones de hasta 15 °C respecto a la temperatura que indican, por lo que la polémica sobre si se debe hornear a 165 °C o 180 °C en la mayoría de casos no tiene sentido. Así que utilice los moldes que tenga por casa y, por supuesto, seleccione la temperatura recomendada. Eso sí, encomiéndese a su santo preferido, porque después de tanta deliberación sobre el material del recipiente, la temperatura del horno y el tiempo de cocción, debo decir que en la etiqueta de todos los postres preparados
que he visto el fabricante acaba admitiendo que los pasteles estarán listos sólo cuando «parezcan» listos y se introduzca un palillo y este salga limpio. De eso se trataba, después de todo.
Ciencia al margen
Cómo funcionan los hornos La temperatura suele considerarse la principal variable a la hora de determinar cuánto va a tardar un horno en cocer tal pastel o alimento. Sin embargo, aunque es un aspecto vital, no es más que uno de los factores que hay que tener en cuenta. Incluso a la misma temperatura, la cantidad de energía calorífica que un alimento recibe puede ser distinta de la que absorbe. Por «temperatura del horno» nos referimos a la temperatura del aire que se encuentra en el interior del aparato, que es la que se regula con el correspondiente mando. Ahora bien, una vez se ha alcanzado una determinada temperatura, existen tres modos por los que el calor puede transmitirse a los alimentos: por conducción, por convección y por radiación. •
Conducción: cuando dos sustancias a diferentes temperaturas entran en contacto, como el aire caliente del horno y la superficie de un alimento, el calor pasa de la más caliente a la más fría mediante un proceso llamado conducción. Del mismo modo que el agua siempre fluye hacia abajo si se le da la oportunidad, el calor siempre tiende a fluir hacia donde la temperatura es más baja. La energía calorífica es conducida del aire al alimento a través de choques moleculares directos. Las moléculas de aire caliente se mueven más rápidamente que las frías de los alimentos (así se define precisamente la temperatura, como el valor medio de la energía cinética, o de movimiento, de las moléculas) y, al chocar con ellas, las aceleran, como cuando la bola blanca golpea contra las otras en el billar, y por tanto las calientan. Sin embargo, la conducción es muy poco eficiente. Las moléculas de aire están separadas entre sí años luz, relativamente hablando, por lo que las posibilidades de que lleguen a chocar contra la superficie de un pastel o un asado son remotas. La conducción fun-
ciona bastante bien cuando entran en contacto dos objetos sólidos -por ejemplo, al tocar con las manos las asas de una olla-, pero no entre el aire y cualquier otro objeto. Se puede meter la mano dentro de un horno a 95° durante varios segundos sin miedo, ya que el ritmo de conducción de calor del aire a la piel es extraordinariamente lento. Pero no intente introducir la mano en agua a la misma temperatura. Y es que el agua es mucho mejor conductora del calor que el aire, pues sus moléculas están mucho más juntas. ¿Por qué los metales son los mejores conductores que existen? En casi todos los demás materiales, los electrones atómicos forman parte de moléculas independientes, pero en los metales los electrones pertenecen a todos los átomos a la vez. Podemos imaginarnos los átomos de metal como si formaran una gran nube de electrones compartidos. Cuando el metal entra en contacto con las moléculas agitadas de una sustancia caliente, esa nube de electrones se encarga de transmitir rápidamente la agitación -el calor- al resto de la superficie del metal. Es un caso de conducción del calor. En el horno, son mucho más significativos los otros mecanismos de transmisión del calor: la convección y la radiación. •
Convección: las condiciones variables que se dan dentro del horno, como las inevitables diferencias de temperatura entre un lugar y otro, hacen que el aire se mueva. Las «bolsas» de aire más caliente suben, mientras que las más frías descienden, de modo que circulan y crean una corriente de convección. Esta corriente potencia la eficiencia en la transmisión del calor entre el aire y los alimentos, puesto que incrementa los puntos de contacto existentes entre las moléculas de los alimentos y las de aire caliente del interior del horno. Los hornos de convección le sacan el máximo partido a este fenómeno mediante un ventilador que fuerza la circulación del aire interno (o externo e insuflado al interior del horno), lo que transfiere mejor el calor y acelera la cocción. Si se dispone de un horno de convección en vez de uno normal, conviene reducir la temperatura que indica la receta en unos 15 °C.
•
Radiación: el tercer fenómeno por el que los alimentos se calientan en el interior del horno es la absorción de radiación. La resistencia del horno (o llama de gas) y las paredes y la base del horno están calientes, por lo que también se calienta el aire interior,
y los objetos calientes irradian radiación infrarroja. En realidad, todos los materiales, a cualquier temperatura, emiten parte de su energía en forma de radiación infrarroja. [Véase «Capacidad calorífica y emisividad», pág. 366.) Cuanto más calor acumule un objeto, más radiación infrarroja emitirá. Cuando la radiación procedente de las paredes del horno y el aire caliente alcanzan los alimentos, las moléculas de estos la absorben y empiezan a moverse más enérgicamente. Dicho de otro modo: se calientan. La radiación infrarroja no equivale a calor, como se dice en muchos libros de ciencia, sino que se trata de radiación electromagnética, como la de radios, radares y microondas, pero con una longitud de honda concreta, capaz de ser absorbida por la mayor parte de las moléculas, que captan la energía y se calientan. Yo llamo a la radiación infrarroja «calor en tránsito», porque la emiten los cuerpos calientes y viaja a través del espacio, pero no se transforma de nuevo en calor hasta ser absorbida por otro cuerpo.
Maravillas de silicona
Cada vez veo más utensilios de cocina, como espátulas o paletas para pastelería, de silicona. Pero lo que más me sorprende son los moldes y bandejas que parecen, a la vista y al tacto, de goma, pero que pueden soportar temperaturas de hasta 260 °C. ¿Cuál es el secreto? El secreto, como podría haber dicho Julio César, es que cualquier goma se divide en tres partes. O, si se prefiere en un lenguaje más moderno, que aquello a lo que llamamos goma por cualquier otro nombre no funcionaría tan bien en el horno. Lo intentaré de nuevo. Existen tres tipos básicos de goma, procedentes de tres tipos de plantas distintas: la goma natural o caucho, que se obtiene del látex o savia de un árbol tropical llamado Hevea brasiliensis-, la goma sintética, que procede de otro tipo de plantas, las químicas, y la goma silicónica, que proviene de una planta química distinta. Las dos últimas han sido como un sueño para los químicos, que durante años han intentado reproducir algunas de las propiedades únicas del caucho y mejorar otras.
DuPont comercializó por primera vez el neopreno, un tipo de goma sintética, en 1931 y, desde la década de 1940, General Electric y Dow Corning vienen fabricando numerosas gomas silicónicas. Estos dos productos inventados por el hombre heredaron el desafortunado nombre de «goma» o «caucho» del material natural, que fue bautizado así por el químico y clérigo inglés Joseph Priestley en 1770, tras descubrir que, si no borraba los pecados, como mínimo sí servía para las marcas dejadas por los lápices. Para complicar más las cosas, recientemente la palabra «silicona» se ha implantado, por decirlo de alguna manera, en el imaginario colectivo en un contexto concreto: el aumento mamario. Sin embargo, las siliconas conforman una familia de compuestos químicos muy versátiles y con cientos de aplicaciones posibles. En cuanto a sus aplicaciones culinarias, las láminas de silicona reforzada con fibra de vidrio para cocinar Silpat, un producto francés, llevan utilizándose en la cocina profesional desde 1982. Estas láminas no han llegado a nuestras cocinas hasta hace poco, pero lo han hecho en multitud de formatos. En la actualidad, los moldes y bandejas se fabrican en su totalidad con silicona, no sólo el revestimiento. La silicona no tienen nada que ver con Silicon Valley, donde se encuentran las empresas tecnológicas por excelencia y cuyo nombre no procede del silicio, material conductor utilizado en dispositivos electrónicos de todo tipo. Las siliconas son compuestos químicos que, como las gomas o cauchos naturales y sintéticos, están formados por polímeros. Los polímeros son moléculas formadas por largas cadenas de miles de moléculas más pequeñas unidas unas a otras. Las moléculas de silicona tienen una «columna vertebral» formada por átomos de silicona y oxígeno que se alternan y a los que se han unido varios tipos de átomos de carbono e hidrógeno. Dependiendo de la longitud de las cadenas y de las características de los grupos que las acompañan, las siliconas pueden ser líquidos (se utilizan en líquidos de frenos y aerosoles impermeabilizantes), geles (implantes mamarios), grasas (lubricantes y barras de labios) o elastómeros, unos materiales de aspecto gomoso que se emplean para fabricar pelotas de goma, juntas de frigorífico o, en la actualidad, moldes y bandejas para el horno. Los productos para cocinar de silicona tienen unas propiedades muy útiles. Para empezar, la silicona es un material de naturaleza translúcida, de modo que se le pueden incorporar los colores más variados y llamativos (algunos fabricantes de utensilios de co-
ciña comercializan productos de silicona rojos o azules). Las bandejas elaboradas con este material pueden resistir temperaturas muy elevadas sin fundirse (sin que sus moléculas se disgreguen) porque las moléculas son muy largas y están firmemente entrelazadas, como un plato de espaguetis fríos del día anterior con salsa pegajosa. Esto permite pasarlas directamente del refrigerador al horno, o al revés, sin miedo a que se resquebrajen; las moléculas, que también son flexibles por separado, están tan firmemente fijadas en su posición que el material apenas puede contraerse o expandirse durante los cambios de temperatura. Las siliconas no absorben las microondas pero, como todos los utensilios diseñados para los hornos microondas, suben de temperatura al estar en contacto con los alimentos calientes. Además, son químicamente inertes, lo que permite lavar las bandejas directamente en el lavavajillas, ya que no se ven afectadas por los detergentes cáusticos. También son materiales no reactivos, lo que explica que sean más o menos antiadherentes; los pasteles y magdalenas se despegan fácilmente (la mayoría de veces) porque los recipientes son maleables y se pueden forzar manualmente. Pero no utilice los moldes para hacer gelatina o aspic: la silicona es un aislante térmico y, al colocarlos sobre agua caliente, no sale gelatina. ¿Alguna desventaja? Al ser aislantes eléctricos (una de las principales aplicaciones de las gomas silicónicas en otros ámbitos), pueden cargarse de electricidad estática y llenarse de polvo en el armario entre usos. Además, su maleabilidad a veces puede jugar malas pasadas, por ejemplo al llevar un molde o una bandeja llena de masa de pastel al horno. Lo mejor sería hacerlo sobre una placa para horno sin bordes que luego sirva para deslizaría hasta el interior del horno. Una advertencia: como con todo en esta vida, existen diferentes calidades de bandejas y moldes de silicona. Recuerde que la silicona no está formada por una única sustancia química. La empresa Dow Corning, la casa inventora del gel de silicona para implantes de mama, fabrica decenas de formulaciones distintas de silicona con diferentes propiedades que otros fabricantes utilizan para moldear sus productos. Algunos no resisten tan bien el calor como otros, así que c o m p r u e b e en la etiqueta a qué temperatura máxima pueden exponerse. Normalmente resisten entre 230 °C y, como en el caso de los salvamanteles de silicona, 360 °C.
La forma sí importa
Las recetas dicen siempre que debemos cocinar tal o cual alimento a una temperatura y durante un tiempo determinados. Después nos indican que, cuando esté prácticamente hecho, comprobemos si está en su punto, pero por lo que he podido comprobar pocas veces lo está. ¿No debería proporcionar el autor de la receta tiempos de cocción más precisos? La respuesta, así, a lo bruto, es no; influyen demasiadas variables incontrolables. La vida es así de cruel: cuando una receta dice que tienes que cocinar tal alimento durante «x horas a la temperatura y» en realidad no es más que una orientación, un cálculo de buena fe. Es lo que a los duendecillos que experimentaron con la receta les fue bien, pero no tiene por qué funcionar en su caso. En el mundo real las cosas son, por desgracia, distintas. Con la excepción probable de los laboratorios de investigación de alimentos, no existen las cocciones estándar, ni los recipientes estándar, ni una altura en el horno estándar, ni una temperatura estándar cuidadosamente calculada. Todos los factores anteriores pueden variar y producir resultados distintos aunque todos los demás se mantengan constantes. Pero como dice la Ley de Wolke de la Perversidad Universal, «los demás factores nunca coinciden». Nadie se atreve a ir por el mundo diciendo que un asado de carne de ternera o de cerdo o un pollo o un pavo deben cocinarse durante tantos minutos por cada 100 gramos de peso a una temperatura determinada. Aunque la Ley de Wolke fuera falsa y las cosas que pueden fallar fueran bien por una vez, es decir, si todos los demás factores se mantuvieran constantes como por arte de magia, hay una variable sobre la que no existe control posible: la forma del animal o de la pieza de carne. No se trata de peso, sino de forma, de la superficie que queda expuesta al calor del horno. El calor sólo puede alcanzar los alimentos a través de su superficie, por lo que cuanto mayor superficie tenga el alimento en relación con su peso, más rápido se cocerá. Veamos un ejemplo. Si asáramos dos trozos de carne del mismo peso (o sea, del mismo volumen), uno de ellos con forma de cubo y el otro esférico, la pieza cúbica expondría al calor un 24 % más de superficie que la es-
férica. No es más que geometría, pura y dura. Si le apetece puede experimentarlo en su propia casa. Yo, por mi parte,
Nunca vi un pavo cúbico Ni espero verlo jamás, Pero puedo asegurarle de súbito Que un 24 % más rápido, sin duda, se asará. Otro ejemplo. Imagine que cortamos el asado cúbico por la mitad, de cara a cara (no de vértice a vértice). Su superficie expuesta aumentará un 33 %, por lo que las dos mitades deberían de tardar teóricamente un 33 % menos en asarse que la pieza entera. Así que la próxima vez que prepare un asado, ya sabe, ¡no se olvide del compás y realice un estudio volumétrico exhaustivo de la pieza de carne!
La temperatura y el tiempo no esperan
Pongamos que quiero asar un trozo de carne en el horno a 80 °C durante 24 horas. ¿Utilizaría menos gas o energía eléctrica que si disminuyo el tiempo a 3 horas y aumento la temperatura a 190 °C? ¿Y6 horas a 120 °C? Puede parecer una pregunta enrevesada, pero es la que me hizo la conocida escritora y experta en alimentación Paula Wolfert mientras preparaba su libro The Slow Mediterranean Kitchen: Recipes for the Passionate Cook (La cocina mediterránea lenta: recetas para cocineros apasionados). Su planteamiento era que una cocción lenta puede contribuir a que las carnes sean más tiernas, jugosas y sabrosas, lo que sería imposible si se cocinase a mayor temperatura. Y, como suele ser la norma, no iba desencaminada, como de hecho demuestran las recetas de su libro (¡aunque ninguna llega a las 24 horas!) Siempre me ha parecido una simplificación excesiva decir que el tiempo y la temperatura de cocción son inversamente proporcionales, es decir, que se pueden lograr los mismos resultados, o parecidos, a altas temperaturas y corto plazo que a temperaturas más bajas y a largo plazo. Se trata de un concepto desafortunado que sólo sirve para temperaturas y tiempos de cocción muy determinados, ya que cocinar no se limita simplemente a insuflar calo-
rías a un alimento. Así pues, como reza el clásico del jazz, lo importante no es lo que se hace, sino cómo se hace. Cuando hablé con Paula sobre este asunto, el mundo estaba inmerso en una de sus crisis energéticas periódicas. A ella le preocupaba que cocinar a baja temperatura durante bastante tiempo consumiera más energía que hacerlo en poco tiempo a temperaturas elevadas. El enigma me fascinó y acepté gustoso el reto. Sin embargo, en vez de resolverlo por la vía empírica como en otras ocasiones -lo que me habría obligado a encerrarme en la cocina durante días con todos los aparatos eléctricos apagados a excepción del horno (¡jamás pensé que tuviera tantos!), anotando los resultados del contador eléctrico-, decidí adoptar la vía teórica e intentar resolver la cuestión matemáticamente. Y esto es lo que sucedió. La cocción en el horno puede dividirse en dos fases desde el punto de vista del consumo de energía: el precalentamiento hasta llegar a la temperatura deseada y el mantenimiento de la temperatura alcanzada. Naturalmente, cuanto más alta sea la temperatura que se quiera alcanzar, más energía se necesitará para precalentar el horno. La diferencia de consumo entre precalentarlo a una temperatura u otra dependerá de las características del horno. En ambos casos el tiempo necesario para lograrlo es muy breve en comparación con el tiempo de cocción total, por lo que probablemente podríamos prescindir de esta diferencia. No obstante, los menores tiempos de precalentamiento que se requieren en las cocciones lentas a baja temperatura sí se traducen, evidentemente, en un menor consumo de energía. Durante la cocción, el horno tenderá a enfriarse constantemente perdiendo calor a su alrededor, pero cada vez que la temperatura baje de determinado nivel, el control automático del horno disparará el mecanismo de generación de calor (a partir de energía eléctrica o gas) y el horno recuperará la temperatura perdida. A lo largo del tiempo necesario para asar la carne, el total de energía empleada debería de ser, por lo tanto, el mismo que el total de la energía perdida por enfriamiento. Si seguimos esta premisa, podríamos saber cuánta energía consumimos en cada una de las dos fases de cocción calculando la pérdida energética por enfriamiento. El tiempo de enfriamiento medio (en calorías por hora) multiplicado por el número de horas de cocción debería proporcionarnos la cantidad total de energía aplicada.
Para los cálculos me basé en la Ley del Enfriamiento de Newton (sí, Isaac Newton, el mismo que vestía y calzaba), que establece que el índice de enfriamiento de un cuerpo caliente es proporcional a la diferencia de temperatura existente entre el cuerpo y su entorno. En este caso el «cuerpo» era el aire del interior del horno, y los alrededores, el aire de la cocina. (Las paredes del horno frenan la transferencia de calor, pero no modifican la cantidad total de calor que al final se transfiere.) Dado que todos los parámetros de transmisión del calor difieren en cada caso, me resulta imposible calcular la pérdida de energía en términos absolutos. Sin embargo, según la Ley de Newton, sí puedo calcular el tiempo de equilibrio: el número de horas de cocción a baja temperatura en el que el consumo energético se iguala con el de la cocción a alta temperatura. Si cocináramos a baja temperatura más allá de ese punto, acabaríamos utilizando más energía que si siguiéramos el método de cocción rápida. Veamos el resultado de los cálculos. (Los adictos a las matemáticas encontrarán más detalles en el apartado «(Advertencia: matemáticas a la vista)», pág. 379.) En el primer supuesto que propone Paula Wolfert en su pregunta, la cocción lenta de un asado a 80 °C, el punto de equilibrio energético se sitúa en unas 9 horas. Por tanto, si asamos la carne durante 24 horas a esta temperatura, el uso de energía será sensiblemente mayor que si la asamos durante 3 horas a 190 °C. En cualquier caso, 24 horas a 80 grados no deja de ser un ejemplo excesivo y, nunca mejor dicho, un tanto trasnochado. En el segundo supuesto, el punto de equilibrio energético del método de cocción lenta a 120 °C ronda las 5 horas, mucho más cercano a las 6 horas que propone Paula al final de la pregunta, así que ¡ánimo, Paula!, la reserva estratégica no peligra con tus guisos. En resumen: cocinar despacio no tiene por qué requerir más energía que hacerlo con rapidez, siempre y cuando la temperatura que utilicemos no sea excesivamente baja. El umbral de lo factible se sitúa quizá entre 105 °C y 120 °C, pero si el consumo energético no le preocupa tanto le recomiendo encarecidamente que se suelte la melena y haga todo tipo de pruebas a partir de 75 °C, temperatura suficiente para matar la mayoría de gérmenes. Como recomienda Paula Wolfert en su libro The Slow Mediterranean Kitchen: marque o dore superficialmente la carne al principio para dar
cuenta de los gérmenes superficiales antes de bajar la temperatura del horno hasta el nivel deseado.
Ciencia al m a r g e n
(Advertencia: matemáticas a la vista) Para comparar los métodos de asado rápido (r) y lento [I] de una pieza de carne hasta llegar a un grado determinado de cocción, deberemos considerar la cantidad total de enfriamiento del horno durante la cocción rápida (durante h horas a T grados] y la cantidad total de enfriamienr
r
to del horno durante la cocción lenta (durante h horas a T grados). t
:
Para obtener el número de horas de cocción lenta cuyo consumo de energía es igual al del método rápido, equipararemos los dos niveles de enfriamiento y calcularemos h¡, el tiempo de equilibrio del método de cocción lenta. Para ello partiremos de la Ley del Enfriamiento de Newton, que se expresa así:
-dT/dt = k(T-T ,) ambiente
donde
T es la temperatura del horno, t el tiempo y T
ambiente
la tempe-
ratura ambiente de la cocina. La constante k depende del horno utilizado y se considera coincidente en ambos métodos de asado. Si las fluctuaciones de temperatura del interior del horno son relativamente pequeñas en comparación con las temperaturas del horno en sí, y si los sucesivos periodos de enfriamiento son relativamente breves en comparación con el número de horas de cocción, podemos acercarnos al diferencial de enfriamiento dividiendo la diferencia de temperatura entre el tiempo de enfriamiento. Por otra parte, consideraré que los tiempos totales necesarios para que se complete un ciclo de calentamiento/enfriamiento en ambos métodos de cocción son, cuando menos, comparables. El método de asado lento, aunque más prolongado, requiere menos ciclos de recalentamiento a causa de su enfriamiento más lento, lo que justifica en parte esta decisión. Todo esto nos da la siguiente ecuación:
h, = h (T -T ) / (T,-T r
r
anbientente
ambiente
.)
Traducido a palabras, el número de horas de cocción lenta necesarias para consumir la misma energía que con la cocción rápida es igual al número de horas de cocción rápida multiplicado por la diferencia entre la temperatura del horno y la temperatura ambiente en la cocción rápida, dividido por la diferencia entre la temperatura del horno y la temperatura ambiente en la cocción lenta. No importa que las temperaturas se expresen en grados Fahrenheit o Celsius, ya que lo único que cuenta son las diferencias de temperatura. Volviendo a los ejemplos de Paula, si con el método rápido tardamos 3 horas en asar la carne [hr = 3) a una temperatura Tr = 190 °C, el tiempo de equilibrio h¡ para la cocción lenta a una temperatura T¡ = 90 °C deberá ser necesariamente de 8,6 horas. Para asar lentamente a la temperatura T,= 120 °C, el punto de equilibrio energético se sitúa, en cambio, en 5,1 horas. No entiendo por qué Paula decidió no incluir estos cálculos en su libro.
Pierna de c o r d e r o asada lentamente al estilo Paula W o l f e r t , glaseada al a r o m a de granada y c o n g u a r n i c i ó n de cebolla r o j a y perejil La cocción a bajas temperaturas deja la carne poco hecha y tan tierna que se deshace. Primero se dora la pierna en el horno caliente y, a continuación, se baja la temperatura a 110 °C. La cocción se prolonga hasta que la temperatura interna de la carne alcanza unos 55 °C. Antes de trincharla, hay que dejarla reposar y dejar que su temperatura suba lentamente hasta unos 60 °C; la carne quedará poco hecha y muy jugosa. Al trinchar la carne, conviene empezar por la parte más estrecha y cortar de forma perpendicular al hueso principal. Para que quede tierna, lo mejor es cortar en la dirección de las vetas. Sirva esta pierna de cordero de inspiración turca con la tradicional guarnición de cebolla roja y perejil. 1 pierna de cordero sin deshuesar (de aproximadamente 2,5 kg) 2 cucharadas de concentrado de granada o melaza 1 / de taza de agua 3 1 1 / 2 cucharadas de aceite de oliva virgen extra
1 / taza de cebolla picada fina 2 4 dientes de ajo grandes majados 2 cucharaditas de concentrado de tomate 1 cucharadita de pimienta cayena molida, preferentemente de Aleppo o Turquía Una pizca de azúcar Sal y pimienta negra recién molida 1 taza de caldo de pollo o vegetal 1 a 2 cucharadas de mantequilla sin sal
Cebolla roja y perejil para elaborar la guarnición receta más adelante)
[véase
la
1. Entre cinco y seis horas antes de servir la pierna de cordero, recorte la grasa sobrante, de modo que sólo quede una capa de aproximadamente medio centímetro. En un cuenco grande y profundo diluya el concentrado de granada en agua. Incorpore, sin dejar de remover, el aceite de oliva, la cebolla, el ajo, el concentrado de tomate, la cayena y el azúcar. Bañe con la mezcla resultante la pierna de cordero, por los dos lados, y déjela marinar durante un par de horas (máximo tres) a temperatura ambiente, dándole la vuelta una o dos veces. 2. Unas tres horas antes de servir, coloque una rejilla en el tercio inferior del horno. Precaliente el horno a 2 3 0 °C. 3. Coloque la pierna de cordero, con la parte más grasa hacia arriba, en una parrilla sobre una plancha engrasada. Salpimiente generosamente la carne e introdúzcala en el horno. Reduzca inmediatamente la temperatura del horno a 120 °C. Deje que la pierna se ase durante una hora y tres cuartos y riéguela con los jugos ocasionalmente durante este tiempo. Dele la vuelta y siga regando mientras la carne se asa otra media hora o hasta que la temperatura interna de la carne alcance unos 55 °C. 4.
Retire la pierna de cordero y colóquela sobre una tabla para poderla trinchar. Cúbrala por encima con papel de aluminio y déjela reposar durante un cuarto de hora o veinte minutos. (Durante este tiempo, la temperatura interna de la carne ascenderá a aproximadamente 60 °C). Entretanto, desgrase el jugo que se haya acumulado en la bandeja. Vierta el caldo, ponga la plancha a fuego medio y remueva para rascar y despegar los trocitos ma-
rrones que hayan quedado adheridos a la base. Deje hervir hasta que la salsa se reduzca y se espese. Corríjala de sal y manténgala caliente. 5.
Trinche la carne, sírvala con la salsa y acompáñela con la guarnición de cebolla roja y perejil.
SALEN DE 6 A 8 RACIONES
Guarnición de cebolla roja y perejil 2 cebollas rojas picadas finas 1 cucharadita de sal gorda 1/
2
taza de perejil de hoja plana fresco y picado
1 cucharadita de bayas de zumaque* Reboce la cebolla roja en la sal gorda y frote los granos para que penetren en los trozos de cebolla. Déjela reposar durante 5 minutos. Lávela bajo el grifo con agua fría y séquela concienzudamente. Mezcle la cebolla con el perejil y el zumaque. Sírvalo antes de media hora. SALE 1 TAZA APROXIMADAMENTE
* El zumaque es una baya no venenosa que se utiliza para condimentar platos, a los que aporta un sabor original y penetrante a limón. Lo encontrará molido en herboristerías o en especierías. Si hay de varios tipos, elija el de mejor calidad, que procede de Jordania. Para que no pierda sus cualidades, consérvelo en el congelador.
Capítulo ñapas
para
1 0
insaciables
La costumbre de darle a alguien un regalo para complementar pervive de una forma u otra en todas nuestras sociedades. En restaurantes y taxis pagamos sin pensarlo una propina además de la cuenta. Y, por motivos que nunca he conseguido entender, a los trabajadores de muchas empresas -pero, por desgracia, no a los de las universidades- se les da de vez en cuando un extra llamado bonificación. (¡Como si fuera lo más normal!) Antes de que aparecieran los supermercados, por el precio de doce huevos te llevabas trece. Este aumento del 8,33 % en el producto entregado en una compra -acompañado, como pensará el escéptico, del consiguiente aumento enmascarado en el precioera una inteligente manera de vender más huevos aprovechando que el concepto de docena estaba muy arraigado en la mente del consumidor. Si al comprar una docena de huevos te llevas trece, no sólo te llevas un huevo de más, sino que además tienes la impresión de que ese huevo te está saliendo gratis. Es una docena amañada, como yo la llamo, pero seguro que hace a los clientes sentirse bien. A veces los restaurantes sirven algún capricho al final al que invita la casa, y que no aparece ni en la carta ni en la cuenta. El objetivo es el mismo: hacer que el cliente se sienta bien. (En Latinoamérica lo llaman ñapa, u n a palabra criolla que en el pasado se utilizaba para referirse a algo que el comprador añadía gratuitamente a la compra del cliente para animarlo a regresar en el futuro.) Cada vez que me sirven algún obsequio de la casa en un restaurante, mi cinismo se esfuma y pienso «¡Oh, qué amable por su parte!». En honor a la tradición (y porque no se me ocurría sitio mejor), he decidido incluir unas cuantas ñapas en este último capítulo
para aquellos lectores de curiosidad insaciable; cuestiones varias sobre lengua, cocina y ciencia con las que pondré la guinda final a este festín divulgativo que espero que haya sido de su agrado. Parafraseando un célebre y agramatical eslogan de la televisión norteamericana, «a nadie no le gusta el chocolate». Así, y puesto que empezamos este ágape juntos con algo para beber, lo acabaremos con dos postres de chocolate que confío que le dejen un sabor de boca duradero y agradable.
Cuida lo que dices
Apreciado Dr. Wolke, ¿podría escribir algo sobre la utilización incorrecta de términos técnicos relacionados con la comida? Su lector incondicional, R. L. Wolke. Será un placer. Gracias por proporcionarme una excusa para hacerlo; de lo contrario, hablar sobre lenguaje en un libro sobre ciencia gastronómica podría haber parecido fuera de lugar. La lengua es para mí uno de nuestros más preciados tesoros, así que agradezco la oportunidad que me brinda su pregunta para responder y aclarar algunos conceptos. Soy de esa clase de personas que, en los restaurantes, primero se lee la carta en busca de errores ortográficos y después piensa lo que quiere. Este epígrafe no va sobre ortografía, pues a cualquiera se le puede escapar un gazapo, pero comentaré uno contra el que sí tengo queja. La palabra restaurador no lleva «n», ni en español ni en el francés restaurateur. En el siglo xvm, antes de que la palabra empezara a aludir al dueño de un establecimiento en el que servían comidas, los franceses la empleaban para referirse al posadero que regentaba una posada junto al camino. Los viajeros podían descansar allí con sus caballos y a veces comer algo, normalmente un plato para recobrar fuerzas o restaurant, una buena escudilla de sopa, por ejemplo. El cocinero, que a menudo era el mismo posadero, tenía el honor de llamarse el restaurateur, es decir, el restaurador. Sólo un error ortográfico más (no puedo resistirme): la seta shiitake se escribe con dos íes. Con una sola i se transforma en una malsonante expresión en inglés que podría dar a los anglosajones una idea muy equivocada de lo que se está sirviendo en el restaurante.
Pasemos ahora a un par de confusiones que me sacan de mis casillas. Sé que por mucho que diga no evitaré que los conceptos y términos siguientes se utilicen mal, pero es mi deber moral aclararlos; se lo debo a mi amor por las lenguas. Lo llamaré, pues, el apartado de las causas perdidas.
• Fuego fuerte: los cocineros utilizan a menudo la expresión «cocinar a fuego fuerte» cuando en realidad quieren decir «cocinar a altas temperaturas». Entiendo que sea cómodo decir «Cocine tal y cual a fuego fuerte (o bajo)» para decir que se cocine a mucha (o poca) temperatura; el objetivo es, en realidad, aplicar una mayor (o menor) temperatura a los alimentos. Se trata de un problema de precisión provocado por la confusión entre calor y temperatura.
Veamos cuál es la diferencia entre calor y temperatura. Una olla de sopa caliente puede estar a cierta temperatura, es decir, contener cierta cantidad de calor por gramo. Cuando se saca una cucharada de sopa de la olla, la sopa está a la misma temperatura en la cuchara que en la olla, pero en la cuchara el calor es mucho menor porque contiene mucha menos sopa.
• Derretir: ¿cuántas veces ha oído decir que el azúcar se derrite en el café caliente? Pues no es cierto.
Derretirse es convertirse un sólido en líquido como consecuencia del calor. Ni el té ni el café están lo suficientemente calientes como para derretir el azúcar. Cada sólido tiene su punto de fusión, la temperatura a la que se produce la transformación de sólido en líquido. El hielo se funde a 0 °C; la sal (cloruro de sodio), a 801 °C, y el hierro, a 1.538 °C. Para derretir el azúcar (sucrosa) en una sartén se necesitan 177 °C, la temperatura que se alcanza al caramelizar el azúcar o hacer dulce de cacahuete u otros caramelos, pero en agua caliente el azúcar no se derrite, porque no sobrepasa los 100 °C. •
Disolver: el azúcar y la sal no se derriten en el café o en el caldo, sino que se disuelven (del latín dissolvere, que significa fragmentarse). Las estructuras cristalinas del azúcar y la sal en estado sólido se desintegran o fragmentan; como
resultado, liberan una serie de fragmentos submicroscópicos (moléculas o iones) que nadan libremente entre las moléculas de agua. En el agua, el azúcar y la sal no se convierten en grumos fundidos, como cuando se funden por acción del calor; permanecen invisibles y disueltos, «en solución». No se le ocurra escribirme ahora para decirme que derretir aparece definido en su diccionario como «1. cambiar de estado sólido a liquido, normalmente por medio del calor» y «2. disolver, desintegrar». Los lexicógrafos compilan algunos diccionarios con el claro propósito de reflejar el uso cambiante de la lengua, no de dictaminar lo que está bien y lo que está mal. Este trabajo recae muchas veces sobre puristas como yo.
Es natural, ¿sí o sí?
En la lista de ingredientes de muchos alimentos envasados dice que llevan «aromas naturales», pero luego, en la tabla de información nutricional, no aparecen. ¿Qué añaden y por qué no están obligados a decir de qué se trata en la etiqueta? ¿Se trata de sal? ¿De enzimas? ¿De qué se trata? El adjetivo «natural» no aporta mucha información. Mi profesor de química solía rechistar diciendo que todo en la Tierra es natural. Este profesor de químico está de acuerdo. Si no es natural, ¿qué es? ¿Supernatural? Mi diccionario da quince acepciones del adjetivo «natural», desde «no adoptado» (para el padre de un niño) hasta «ni sostenido ni bemol» (para una nota musical). Su confusión es perfectamente... natural. Muchos consumidores parecen creer que natural es sinónimo de bueno o saludable, por oposición a cualquier cosa elaborada o procesada por los humanos. Sin embargo, la naturaleza oculta en los alimentos numerosos compuestos químicos decididamente antipáticos. Muchos de los compuestos químicos responsables del sabor natural de algunos alimentos, presentes en minúsculas cantidades, resultarían tan tóxicos en cantidades mayores que no se autorizarían nunca como aditivos.
La amigdalina, por ejemplo, un glucósido «natural» presente en los huesos de albaricoque y melocotón, reacciona con una enzima del estómago y produce ácido prúsico (cianuro de hidrógeno), el gas letal empleado en la ejecución de criminales convictos. Un derivado de la amigdalina similar, el laetrilo, se utiliza como cura contra el cáncer en algunas clínicas de medicina alternativa. Sin embargo, él hecho de que la Asociación Norteamericana de Lucha contra el Cáncer haya declarado que se trata de un fraude no ha disuadido a muchos norteamericanos de viajar a México para someterse a «tratamiento». El ácido prúsico también se halla en el tubérculo de la mandioca, conocido por otros nombres como raíz de yuca o tapioca. Antes de rallar el tubérculo para convertirlo en harina u otros productos, es imprescindible lavarlo a fondo para eliminar el veneno. En las calles de Venezuela compré más de una vez a unos niños tortas de pan de yuca, secas y crujientes, de 45 centímetros de diámetro, confiando que las habrían lavado bien, y de momento sigo vivo. Para limitar el uso indiscriminado del adjetivo natural en las etiquetas de los productos, en Estados Unidos la Agencia Federal de la Alimentación y el Medicamento (FDA) ha establecido una definición, al menos en el contexto de los aditivos saborizantes. El ubicuo «totalmente natural», que los fabricantes emplean para vender desde productos cosméticos a detergentes para el cuarto de baño (¡santo cielo!, ¿quién querría utilizar un detergente artificial para el cuarto de baño?), no está regulado y probablemente es imposible hacerlo, pues los fabricantes pueden referirse con él a cualquier cosa que les interese, incluso aunque no sea nada. La definición oficial de saborizante natural publicada por la FDA en el Código de Reglamentos Federales (21CFR101.22) está formada por más de un centenar de palabras y cubre meticulosamente cualquier laguna jurídica imaginable. Hasta los mejores abogados se deben de ver obligados a estrujarse el cerebro las 24 horas del día para entenderla, incluso a u n q u e sepan qué significan las palabras «hidrolisato» y «lisis enzimática» que aparecen en el articulado. Un saborizante natural se define, simplificando, como una sustancia extraída, destilada u obtenida por cualquier otro método de materia vegetal o animal, sea directamente de esta materia o después de haberla asado, calentado o fermentado. Fíjese que la «materia animal» está incluida en la definición, una revelación que im-
pactará a los vegetarianos hasta lo más profundo de sus zanahorias y hará a quienes siguen la tradición kosher de separar la carne y los productos lácteos acudir corriendo a su rabino en busca de consejo. Los animales, sin embargo, son tan naturales como las plantas, ¿o no? Otro detalle importante es que los sabores naturales no tienen por qué venir del alimento al que están dando sabor. Un saborizante químico natural, por ejemplo, derivado del pollo - q u e no ha de saber necesariamente a pollo- se puede emplear como aditivo en una lata de ravioli de ternera. Para saborizante artificial, la FDA da una definición más directa: la de cualquier sustancia que no encaje en la definición de saborizante natural. Lo irónico del caso es que, pese a ser descaradamente artificiales, los saborizantes químicos sintéticos se aceptan en todas las dietas restrictivas, desde la vegana hasta la kosher, pues no son ni animales ni vegetales. (No encontrará ningún precepto religioso o filosófico que diga algo en contra de la 2,6-dimetilpiracina, el principal saborizante químico artificial del chocolate.) Nuestro aparato digestivo, por otro lado, no reconoce como comida la mayoría de compuestos químicos que forman los aditivos, tanto naturales como artificiales, por lo que no los metaboliza. Esto explica que no aparezcan en la tabla de información nutricional: no son nutrientes y sólo están presentes en cantidades mínimas. No siempre se tiene en cuenta que todos los aditivos que dan sabor, naturales o artificiales, los fabrica el ser humano. Para fabricar un sabor artificial, un químico especialista en sabores (un saborista) ha de seleccionar y mezclar en el laboratorio la cantidad justa de los compuestos químicos adecuados y simular un sabor natural. Para fabricar un sabor natural, alguien debe extraer y destilar o concentrar, en otro laboratorio o fábrica, los compuestos saborizantes de algún animal o planta en estado crudo. Menos atención se presta incluso al hecho de que, en muchos casos, los saborizantes químicos fabricados por el hombre son idénticos a los que nos proporciona la naturaleza. Por ejemplo, uno de los saborizantes químicos principales de los plátanos es el acetato de isoamilo, que se puede producir por síntesis y utilizar como sucedáneo (bastante mediocre) del sabor a plátano. No obstante, en la mayoría de casos, los sabores naturales son mucho más complejos. En el sabor de los mangos se han identificado unos treinta y siete compuestos químicos diferentes; en el
aroma del café, más de ochocientos. Para imitar el efecto de estos sabores naturales en el paladar, el saborista debe mezclar más de una docena de compuestos químicos, pues ninguno da en el clavo por sí solo. Un caso interesante es el de la vainilla, muchos de cuyos sabores naturales proceden del 2 % de vainillina que contiene. La vainillina es mejor conocida entre los químicos por su nombre de pila, 4-hidroxi-3-metoxi benzaldehído. Si se extrae junto a otros sabores naturales en alcohol, el producto puede etiquetarse como extracto puro de vainilla, un saborizante «natural». En cambio, si el producto contiene vainillina sintética, que puede fabricarse mediante diferentes métodos, debe etiquetarse como vainilla de imitación. De todas formas, tome nota: si al fabricar la vainillina de síntesis, además de combinar los compuestos químicos en el laboratorio, se deja que las bacterias fermenten ácido ferúlico, un compuesto químico obtenido del maíz o el arroz, el resultado sí se puede etiquetar como sabor natural de vainilla. ¿Por qué? Porque la fermentación se considera un proceso «natural». La vainillina obtenida por fermentación es, con todo, idéntica a la fabricada en el laboratorio. Pero vayamos a lo que, a fin de cuentas, interesa a los cocineros: ¿el sabor artificial de vainilla sabe igual de bien que el sabor natural? Pues bien, los jurados de cata organizados por la revista Cook's Illustrated a lo largo de varios años prefirieron el sabor imitación de vainilla que el producto natural. Ahí tiene.
Gota a gota
He observado un curioso e interesante fenómeno en los cartones de leche y zumo de naranja. Una vez vacío las «últimas» gotas, siempre puedo esperar un rato, volver a intentarlo y sacar un poco más de líquido. ¿Cómo se explica? Así que usted también se ha dado cuenta... Sucede al «vaciar» cualquier tipo de envase, incluidas las cocteleras y las botellas de vino. No le había prestado mucha atención a este fenómeno, pero su pregunta me ha llevado a investigar y a descubrir a qué se debe. Lo que sin duda sucede al «vaciar» el líquido es que una parte topa en las paredes del envase con asperezas o puntos que no se
dejan mojar. Estas asperezas o puntos frenan el avance de pequeñas gotas de líquido, que quedan atrapadas mientras el envase permanece invertido. Al volver a ponerlo boca arriba, las gotas caen de nuevo hacia abajo. Hallan el camino despejado, pues ya lo habían recorrido antes de quedar trabadas, y se reúnen con las demás en el fondo. Todas juntas forman un charco, que pesa más que cada gota por separado, así que cuando se vuelve a invertir el envase avanzan en bloque por las paredes sin que las detengan las asperezas. Espero que sea más feliz ahora que sabe la respuesta. Yo lo soy.
Dulces nubes
Me llaman la atención las nubes. Ya de pequeña me preguntaba cómo se habría inventado esta golosina dulce y esponjosa de textura tan extraña. ¿Es muy antigua? La versión moderna nació hace sólo unos cien años, pero los antecedentes de esta vieja golosina se remontan a varios miles de años atrás. El mágico material de la nube, también conocida como jamón, se obtiene de la planta malvavisco (Althaea ojficinalis). De hecho, en México se la conoce por este nombre. Las raíces del malvavisco contienen una savia dulce y gomosa que lleva utilizándose unos cuatro mil años en repostería, aunque también se ha empleado como remedio por sus supuestas propiedades medicinales. A finales del siglo xix, los fabricantes de caramelos no daban abasto ante la enorme demanda de malvavisco, así que inventaron un sucedáneo elaborado a base de azúcar, almidón y gelatina. En la actualidad, la mayoría de nubes se fabrican con jarabe de maíz, azúcar, almidón modificado y gelatina. (El almidón modificado es un almidón tratado química o físicamente para mejorar sus propiedades a efectos de su utilización en la industria; se puede modificar, por ejemplo, para que se mezcle o espese en agua fría.) Lo que más seduce de la nube es su singular textura esponjosa, que no se encuentra en ningún otro alimento. Para conseguirla, se bate con fuerza una mezcla de jarabe de maíz, azúcar, agua y gelatina a una temperatura alta (116 °C) hasta que se obtiene una espuma cuyo volumen dobla o triplica el de la masa original. Al enfriarse la mezcla y espesar la gelatina, quedan atrapadas numerosas
burbujas microscópicas. El resultado es una espuma sólida cuya densidad corresponde tan sólo al 35-45 % de la del agua. Técnicamente, una espuma es una suspensión de burbujas gaseosas en un líquido. Las burbujas son tan diminutas (de tamaño coloidal) que nunca emergen a la superficie, sino que permanecen suspendidas en el líquido. Con frecuencia, seguimos llamándola espuma aunque el líquido se haya solidificado o evaporado, como sucede con las nubes, la espuma de poliestireno (comercializada con la marca Styrofoam) y los merengues al horno. Las espumas se pueden estabilizar con agentes emulsionantes como el jabón o determinadas proteínas, es decir, se puede evitar que las burbujas de aire se unan para formar burbujas de mayor tamaño. En alimentación se prefieren los estabilizadores de proteína: la gelatina, la caseína de la nata montada y las albúminas de las claras de huevo utilizadas en el merengue cumplen esta función. Las nubes suelen tener forma de cilindro, con unos 2,5 centímetros de diámetro y otros tantos de largo. Esto tiene una explicación. En las fábricas de nubes la espuma líquida se hace pasar a través de un largo tubo de 2,5 centímetros de diámetro mientras se enfría; el churro que va saliendo por el otro extremo del tubo se corta después en trozos de aproximadamente la misma longitud. La textura de las nubes se controla ajusfando la proporción de los ingredientes y el batido. De este modo, se consiguen desde nubes semilíquidas hasta otras más gomosas y maleables que se pueden hasta recubrir de chocolate, pero que nunca son tan blandas como uno espera. Si ha llegado hasta aquí, se estará preguntando qué pasa cuando clavamos una nube en un pincho y la tostamos al fuego de la hoguera. ¿Me equivoco? El calor desprendido por el fuego derrite la gelatina y carameliza el azúcar, lo que produce una sustancia pegajosa caliente con sabor a caramelo que «yinyanea» la boca con calor y dulzor. Ahora bien, como en toda cuestión culinaria, hay dos maneras de tostar una nube y sólo una es correcta. Método incorrecto: sostenga la nube directamente sobre la llama hasta que prenda y deje que arda hasta que le quede crujiente y negra por fuera. No se amilane por el hecho de que la costra esté formada por una mezcla de carbono indigerible y alquitranes amargos e incontestablemente cancerígenos. Método correcto: espere a que se apague la llama y sólo queden las brasas; sostenga la nube a bastante altura y vaya girándola has-
ta que se dore suavemente y por todos lados por igual. (La paciencia es la madre de la ciencia.) Si prende, sople enseguida para apagar la llama, déjela enfriar unos segundos y siga tostándola. Con los boy scouts aprendí que había unas largas ramitas verdes que no prendían y las íbamos a buscar. Hoy en día, en Estados Unidos, hasta se pueden comprar paquetes de pinchos de la marca Smorstix para tostar las nubes. Según el fabricante, están «fabricados al 100 % con abedul del papel sin tratar, sin aditivos, suciedad ni mugre» y permiten tostar las nubes con conciencia medioambiental en vez de «pisotear el sotobosque y dañar los árboles y los bosques» en busca de ramitas. ¡Ay, qué fue de aquellos tiempos de mi infancia políticamente incorrectos! Una curiosidad sobre el origen del nombre de esta marca. Smorstix viene de s'mores, un postre que preparaban tradicionalmente las Girl Scout en Estados Unidos. Según la receta de un manual de chicas scout de 1927, había que introducir dos nubes tostadas y una tableta de chocolate entre dos galletas; el calor de las nubes derretía el chocolate y el relleno se volvía todavía más pegajoso. Para aquellos que no tienen acceso a una barbacoa o a una hoguera, he creado los volcanes de nube (esta vez he sido yo, no le echen la culpa a Marlene). Es la alternativa casera a las nubes tostadas al aire libre.
Volcanes de nube Estos deliciosos dulces de nube, crujientes por fuera y blandos por dentro, no tienen igual en el mundo. Prepararlos y ver cómo se hacen es, además, de lo más divertido. Luego podrá presumir ante sus amigos. 6 nubes grandes [no las miniatura] 2 cucharaditas de azúcar glas aproximadamente 1.
Coloque las nubes en un plato apto para microondas; dispóngalas en círculo, verticales y bien separadas, como si fueran los menhires de Stonehenge.
2. Caliéntelas en el microondas a máxima potencia, observando cómo se hinchan y doblan o triplican su tamaño. Detenga el microondas cuando se hundan por la parte de arriba como si les hu-
biera salido un cráter de volcán de color marrón, tras un minuto y medio más o menos. (El tiempo depende de la potencia del microondas.) 3.
Retire el plato con cuidado (puede que queme), colóquelo sobre la mesa de trabajo y deje que se enfríe del todo; las nubes se desinflarán y caerán.
4.
Retire cada «volcán» del plato (se pegará bastante), moje la base en azúcar glas y colóquelo en un plato o bandeja para servirlo. Quedará crujiente como un merengue por fuera y gomoso por dentro, con una capa de azúcar caramelizado en el centro, como si fuera una nube tostada al fuego pero invertida.
Su aspecto tal vez no sea espectacular, pero una vez los pruebe seguro que querrá repetir.
Ciencia al margen
Cómo se forman los volcanes de nube En el interior de la nube, la energía de las microondas transforma el agua en vapor, que primero hincha la nube y luego, cuando se sobrepasa el límite de elasticidad de la gelatina, escapa a través de un agujero que forma en la parte de arriba. Entretanto, el azúcar empieza a caramelizarse por acción del calor. La deshidratación es la primera fase en la compleja serie de reacciones químicas que dan lugar a la caramelización, así que el azúcar deshidratado del interior es lo primero que se carameliza. Las partes externas de la nube, saturadas todavía con vapor, no se caramelizan, pues necesitan más tiempo que el indicado en la receta. Al enfriarse la nube, el vapor se condensa y la espuma se desmorona.
El alimento de los dioses
Últimamente las tiendas de alimentación de lujo traen barras de chocolate de diferentes países. Algunos de mis amigos hablan sobre
las propiedades de los diferentes chocolates y las comparan como si se tratara de vino. Sobre todo hablan de los «porcentajes», pero ¿a qué se refieren esos porcentajes? Tampoco acabo de comprender los ingredientes que figuran en el envoltorio. Si me diera algunas pistas, quizá podría ser tan esnob como mis amigos. Los norteamericanos no parecieron enterarse hasta hace unos años de que existen otros tipos de chocolate aparte de las típicas barritas o golosinas de chocolate con leche; ahora se han dado cuenta de que una buena tableta de chocolate, a diferencia de las chocolatinas, les ofrece todo un nuevo mundo de sabores por descubrir. Las tabletas de chocolate negro, del país y exportadas, han invadido los anaqueles de los supermercados. Entre los sibaritas, las catas de chocolate amenazan con relevar a las catas de vino como actividad lúdica y educativa. Las listas de ingredientes de los envoltorios de chocolate son, efectivamente, bastante confusas, pues la mayoría de los ingredientes no se mencionan por su nombre. Analicemos a fondo, por lo tanto, los contenidos de una buena barra de chocolate negro. El chocolate se obtiene de los granos de cacao, las semillas de la fruta del árbol tropical Theobroma cacao (Theobroma significa literalmente «alimento de los dioses», nombre elegido a todas vistas por algún chocófilo taxonomista). Los mayas y aztecas ya empleaban el amargo grano de cacao, pero sólo como especia. Fue a su llegada a Europa cuando empezó a endulzarse con azúcar. El porcentaje indicado en el envoltorio alude a la cantidad de grano de cacao empleado en la fabricación de la tableta, es decir, al contenido de cacao auténtico. Los granos de cacao naturales contienen un 54 % de grasa y un 46 % de materia vegetal sólida y dura. El porcentaje del envoltorio de una tableta de chocolate corresponde, así pues, a la suma de la grasa (llamada manteca de cacao) y los elementos sólidos. El resto de la tableta se compone casi exclusivamente de azúcar: alrededor de un 25 %, por tanto, en una tableta del 75 %. Cuanto más alto sea el porcentaje indicado en el envoltorio, menos dulce, más amargo y más complejo será el sabor. Entre los ingredientes menores, que no suelen estar presentes en más de un 1 %, están la vainilla o vainillina (un sabor artificial) y la lecitina, un emulsionante que se obtiene de la soja y que le da al chocolate una consistencia más suave y cremosa.
Estos son, resumiendo, los tres principales ingredientes del chocolate y sus sinónimos. Indico en negrita los términos que prefiero (y espero que el m u n d o los adopte tal cual o sus traducciones).
• Licor de chocolate, cacao, torta de cacao, pasta de cacao o
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licor de cacao: todos estos nombres se refieren a la materia prima del chocolate, las semillas de cacao molidas. Se habla de pasta o licor porque la fricción de la molienda derrite la espesa grasa, así que se obtiene una pasta marrón refulgente. El porcentaje de licor de chocolate de una tableta corresponde al de chocolate propiamente dicho. Manteca de cacao: grasa del grano de cacao. La palabra «manteca» no tiene connotaciones tan negativas como la palabra «grasa», pero no se deje engañar; en este caso, no viene de la vaca. Ni siquiera de una vaca marrón. Cacao, elementos sólidos del cacao o sólidos del cacao: partes marrones y sólidas del grano de cacao, que se muelen para obtener el polvo de cacao.
Y eso es todo. Sólo tres personajes en el elenco: el chocolate puro, las grasas y los sólidos. Separando la manteca y los sólidos, se pueden mezclar con azúcar en diferentes proporciones para obtener diferentes variedades de «chocolates». El chocolate sin edulcorar o chocolate amargo no es más que licor de chocolate vertido en moldes y solidificado al enfriarse. La Agencia Federal de la Alimentación y el Medicamento (FDA) fija su contenido de grasa entre el 50 % y el 58 %; teniendo en cuenta que los granos de cacao al natural contienen un 54 % de grasa, esto da al.fabricante un 4 % de margen para ponerle más o menos. Además de un 54 % de grasa, el licor de chocolate contiene un 17 % de hidratos de carbono, un 11 % de proteína, un 6 % de taninos y un 1,5 % de teobromina, un suave estimulante alcaloide similar a la cafeína. También contiene menos de un 1 % de feniletilamina, un estimulante algo más fuerte parecido a la anfetamina al que en algunos círculos llaman speed o anfetas. En menor proporción encontramos polifenoles, unos antioxidantes que contrarrestan el efecto nocivo de los radicales libres, y anandamida, de la familia del tetrahidrocannabinol (THC), el ingrediente activo de la marihuana. Insisto: estas sustancias químicas fisioló-
gicamente activas y psicoactivas se encuentran en cantidades minúsculas; en cualquier caso, el «colocón» que provocan es breve y muy poco sonado. Antes de verterlo en el molde de la tableta, el chocolate deshecho se acostumbra a conchar. El conchado consiste en amasar y remover el chocolate en cubas calientes entre dos y seis días para que se mezcle y tengan lugar las reacciones químicas deseadas, se desarrollen los sabores, se evaporen el agua y los sabores desagradables (como el del ácido acético), y el azúcar se descomponga en partículas más finas para suavizar su textura. En las primeras mezcladoras se utilizaban unas cuchillas con forma de concha; de ahí el nombre. Las fábricas de chocolate pueden extraer la grasa del cacao puro separándola de los elementos sólidos. A los sólidos desgrasados se les suele conocer correctamente con el nombre de cacao, y así es también como se venden. A menudo el fabricante añade a la mezcla final una parte de la grasa separada con el fin de ajustar la suavidad y el punto de fusión de la tableta. Como esta manteca de cacao añadida modifica la proporción de un 54 % de grasa y un 46 % de sólidos, se suele incluir aparte como aditivo en la lista de ingredientes. El porcentaje del envoltorio incluye esta grasa añadida. Fíjese que no he hablado ni de la leche, ni de los sólidos de leche ni de la leche descremada como ingredientes. El motivo (y sé que levantaré ampollas diciéndolo) es que no considero que el chocolate con leche sea chocolate. Es una golosina. El chocolate con leche tiene tanta leche y tanto azúcar que el porcentaje de cacao puro puede llegar a quedarse en un mero 10 %, el mínimo que exige la normativa para que se pueda considerar chocolate. Un buen chocolate negro contiene entre el 65 % y el 85 %. La suavidad de una tableta de chocolate, que depende del contenido de grasa, es más buscada en algunos países que en otros. En la Europa continental, la gente prefiere chocolates muy suaves, con partículas de azúcar de menos de 2 micrones (2 diezmilésimas de centímetro), mientras que los británicos los prefieren más granulosos, con partículas de azúcar de 10 micrones (10 diezmilésimas de centímetro). A casi nadie le gusta el chocolate con partículas sólidas de más de 15 micrones (15 diezmilésimas de centímetro). En 2003, a resultas de una desavenencia entre Bélgica, Inglaterra, Francia y Alemania, en la que no faltaron las nerviosas aportaciones de Suiza, la Unión Europea permitió sustituir hasta un 5 %
de la manteca de cacao con otras grasas vegetales. Esto explica que muchos de los mejores chocolates negros europeos presuman de su alto contenido de cacao imprimiendo el porcentaje de cacao en letras grandes en el envoltorio. Si de verdad le interesa mejorar su esnobismo, pruebe todas las tabletas de chocolate negro que encuentre (o que se pueda permitir, pues no son baratas). El porcentaje de licor de chocolate le servirá al principio como baremo para saber si prefiere el chocolate más dulce o más amargo. Luego especialícese en los de ese porcentaje y siga probando tabletas para descubrir la dureza, el sabor y la textura que más le gustan. Apréndase los porcentajes de cacao y los países de origen de varias tabletas y, en cuanto se le presente la oportunidad, hable de ello recurriendo a los términos que aparecen en las revistas de vinos (bouquet, fruta, posgusto y otros similares). Finalmente, recuerde utilizar a menudo la palabra «cacao». Si sigue estos consejos, será tan buen esnob en cuestión de chocolates como cualquier otro de sus amigos.
El chocolate se me apelmazó y perdí el temple
Como repostero, conozco todas las técnicas de manipulación del chocolate. Sé cómo evitar desastres como que el chocolate se apelmace o pierda el temple, o que quede demasiado duro o demasiado blando para introducirlo en el molde o pasarlo por una manga pastelera. Gracias a mi formación y mi experiencia, sé a qué temperatura exacta debe darse cada paso, etcétera, pero me gustaría saber algo más.sobre el porqué de estas técnicas. El chocolate es un producto difícil de trabajar debido a su compleja composición, principalmente porque está formado por varias grasas diferentes. Las tabletas o pastillas de chocolate que su proveedor le hace llegar a la cocina contienen partículas microscópicas de cacao y azúcar suspendidas en un mar de grasa o manteca de cacao solidificada. La grasa es la que causa los principales problemas, ya que está formada por al menos seis compuestos químicos diferentes -grasas con temperaturas de cristalización diferentes- y hay que conseguir que cristalicen todos menos uno. A estos malabarismos con la temperatura se los conoce con el nombre de
templado. La tabla 7 muestra con qué se han de enfrentar los chocolateros. En la tabla se indican las seis grasas presentes en el chocolate, ordenadas de mayor a menor temperatura de cristalización. ¿En qué consiste la temperatura de cristalización? Pensemos en ese líquido que conocemos como agua. Al enfriarlo a 0 °C, cristaliza en lo que llamamos hielo, pero si lo calentamos por encima de los 0 °C los cristales se derriten y pasan a estado líquido. La temperatura mágica es tanto la temperatura de cristalización como la temperatura de fusión del H 2 0. Las temperaturas de cristalización de la tabla corresponden, pues, al límite aproximado por debajo del cual las grasas cristalizan en formas que les son propias, y por encima del cual se funden y transforman en líquido. De las seis formas de cristal (polimorfas), sólo la número V reúne todos los requisitos que buscamos en el chocolate: brilla y, al solidificar, queda crujiente, pero al mismo tiempo se derrite en la boca porque nuestra temperatura corporal de 37 °C excede en unos grados su temperatura de cristalización (o fusión), que se sitúa en 34 °C. ¿Cómo nos deshacemos de las otras formas de cristal que no nos interesan? En primer lugar [véasee 1 gráfico de la pág. 400), calentamos el chocolate a unos 50 °C, con lo que se derriten todos los cristales. A continuación, lo enfriamos reduciendo la temperatura a unos 27 °C para que cristalicen las formas IV, V y VI. Finalmente, volvemos a subir poco a poco la temperatura a 32 °C para que se derritan los cristales de forma IV, lo que en teoría nos deja en estado cristalizado las formas V y VI únicamente. Digo en teoría porque la forma VI tarda días o semanas en cristalizar, por lo que en realidad sigue sin estar cristalizada. Al final de este proceso, por lo tanto, nos quedamos tan sólo con los cristales de la forma deseada número V. Tenemos, pues, el chocolate templado para que pueda trabajarlo en condiciones óptimas. Si al trabajarlo lo calienta o enfría demasiado, el chocolate pierde el temple (y de paso usted el suyo). En ese caso, no le quedará más remedio que repetir todo el proceso de templado. Si en vez de utilizar el chocolate para decorar pasteles lo empleamos para cocinar, una de las complicaciones más exasperantes con que nos podemos encontrar es que se nos apelmace: el chocolate pasa de pronto de ser un líquido suave y viscoso a convertirse
en un oscuro mazacote lleno de grumos. El desastre puede deberse a varios motivos, aunque lo más común es que se deba a la presencia de una pequeña cantidad de agua. Paradójicamente, añadiéndole una cantidad importante de agua o de un líquido acuoso como la nata, el chocolate no se apelmaza; se mezcla con el líquido acuoso como si estuvieran hechos el uno para el otro. Los motivos, a continuación. Un chocolate bien templado está formado por numerosas partículas microscópicas de cacao (y azúcar, si es semiamargo) suspendidas en una bañera de grasa. Las partículas de cacao y azúcar no atraen a las grasas (no son lipófilas); en cambio, sí atraen al agua (son hidrófilas). Al añadir aunque sólo sea unas gotas de agua, las partículas se cacao las atraen hacia sí y, al mojarse, se apelmazan y forman grumos. Muy poca agua basta para mojar un montón de partículas diminutas; se escurre entre ellas formando una fina película y las une mediante atracción capilar. Si remueve el cazo, todo el chocolate fundido acaba solidificándose y convirtiéndose en una espesa y dura bola que no sirve para confeccionar bombones ni coberturas de pasteles. Con el chocolate deshecho es importante, por lo tanto, evitar cualquier contacto con el agua, incluido el vapor condensado en ollas de doble fondo. Hoy en día muchos reposteros funden el chocolate en el microondas para esquivar el peligro. Sin embargo, aunque parezca extraño, una gran cantidad de agua no apelmaza el chocolate. Si ha levantado alguna vez castillos en la arena de la playa, sabrá que con unas gotitas de agua los granos de arena se sellan y forman una masa compacta que impide que el castillo se venga abajo. En cambio, cuando entra una ola, la gran cantidad de agua separa los granos de arena y desintegra el bloque. Esto explica que en la receta de ganache de la página 404 pueda añadir una taza entera de nata al chocolate deshecho sin que se apelmace. El hecho de que la nata montada espesa contenga alrededor del 38 % de grasa no afecta.
Tabla 7 Los seis cristales de la mantequilla de cacao FORMA
TEMPERATURA DE CRISTALIZACIÓN
CARACTERÍSTICAS
VI
36 °C
Temperatura de cristalización máxima. Máxima estabilización. Formación lenta (semanas). Espeso, duro
V
34 °C
Forma más deseable Buen brillo, crujiente
IV
28 °C
Características intermedias
III
26
CC
Características intermedias
II
21 °C
Características intermedias
1
17 °C
Temperatura de cristalización mínima. Mínima estabilización. Menos espeso, se desmigaja más. Blando, no crujiente
Templado del chocolate. El chocolate debe calentarse primero a 50 °C para que se derritan todas las formas de cristales, luego enfriarse poco a poco a 27 °C y, finalmente, recalentarse hasta los 32 °C, para que se derritan todas las formas de cristales excepto la V, que es la que nos interesa. [Véase tabla 7.) (Las temperaturas son aproximadas.)
Decoración de pasteles Al verter el chocolate fundido con una manga pastelera sobre un pastel (o sobre una hoja de papel parafinado para extraerlo después), nos interesa que se endurezca, no que quede líquido y se esparza. Antes de verterlo, apelmácelo a propósito ligeramente. Añádale agua gota a gota, con cuidado y sin dejar de remover, hasta que vea que empieza a espesar; si no está seguro de haber echado la cantidad adecuada de agua, extraiga una muestra de chocolate; debería endurecerse enseguida, sobre todo si la refrigera entre 3 y 5 minutos.
Chocolate eflorescente
Observando una caja de bombones me di cuenta, al cabo de unos meses, de que se había formado una fina capa blanca alrededor del chocolate. Sin embargo, sólo había pasado en los bombones de chocolate negro; los de chocolate con leche estaban intactos. Me pregunto por qué. ¿ Tiene alguna explicación química? ¿Al cabo de unos meses, dice? En mi casa, las cajas de bombones duran con suerte una semana. La película blanca se llama eflorescencia y surge por las variaciones de temperatura, así que mucho me temo que cometió el crimen de no almacenar correctamente el chocolate. La eflorescencia no es moho y es perfectamente inofensiva. Sólo afecta al aspecto del chocolate y en parte a su textura. El chocolate con leche suele contener sobre un 70 % de leche en polvo y azúcar, y sólo un 12 % de licor de chocolate, por lo que no se pone blanco con tanta facilidad como el chocolate negro, que puede llegar a contener hasta un 75 % de licor. Existen tres tipos de eflorescencia en el chocolate, según si la provocan las grasas, el azúcar o el envejecimiento. La eflorescencia grasa se produce cuando, al haber demasiado calor, parte de las grasas líquidas migran a la superficie, donde forman cristales relativamente grandes que reflejan la luz. El chocolate no se debe almacenar nunca en lugares que alcancen más de 27 °C; la temperatura ideal para conservarlo es 17 °C.
El azúcar causa eflorescencia si se humedece el chocolate o se almacena en un lugar húmedo. La humedad disuelve parte del azúcar de la superficie, donde permanece en forma de cristales sólidos una vez se evapora el agua. En chocolate viejo, el fenómeno se debe a que al pasar el tiempo se han podido desarrollar los cristales grasos de la forma VI (véase pág. 398). Estos gruesos y enormes cristales malogran la suave textura del chocolate, que puede llegar a desmigajarse. Si se le cae una tableta de chocolate por detrás del asiento del coche, se olvida de ella y no la descubre hasta dos años más tarde un día limpiando el coche, observará que... ¡Agh! Mejor no sigo. La visión es escalofriante. La mejor manera de evitar la eflorescencia es comerse el chocolate lo antes posible. Ahí queda mi método.
El impostor
En las tiendas de dietética he visto que venden tabletas de chocolate hechas de algarrobas, supongo que para evitar las grasas y la cafeína del chocolate corriente. ¿Qué son, exactamente, las algarrobas? El «chocolate» de algarrobas, también conocido como algarrobina, es un ejemplo de cómo somos capaces de convertir lo sublime en ridículo. Para empezar, el chocolate de cacao no contiene, al contrario de lo que se suele pensar, mucha cafeína. En una onza de chocolate sin edulcorar encontramos una media de 23 miligramos de cafeína, poco si lo comparamos con los más de 100 miligramos que puede llegar a contener una taza de café. Además encontramos, eso sí, 376 miligramos de teobromina, un alcaloide de la familia de la cafeína pero con menor poder estimulante. El árbol leguminoso del algarrobo (Ceratonia siliqua), también conocido desde tiempos bíblicos como el árbol de la langosta, crece en climas semitropicales bastante áridos como California, Florida y el Mediterráneo oriental. A sus vainas se las conoce asimismo con el nombre de pan de San Juan, pues la Biblia dice que Juan Bautista sobrevivió en el desierto alimentándose de «langostas y miel». Pese a la preocupación de la Biblia por las langostas (la palabra aparece 29 veces en la versión autorizada del rey
Jaime I), es más probable que Juan mascara semillas de algarrobo que insectos. El garrofín, o goma de semilla de algarrobo, aparece en la lista de ingredientes de muchos alimentos y se trata de un espesante polisacárido insípido y mucilaginoso. Se emplea para espesar postres congelados, productos lácteos de cultivo, queso crema y otros alimentos. En contacto con otras gomas vegetales, como la xantina y el carragenato, forma un gel rígido, por lo que casi nunca se emplea solo. ¿Qué tiene que ver todo esto con el chocolate? El árbol del algarrobo produce unas vainas largas y comestibles con semillas, las algarrobas; estas vainas se secan y muelen para obtener un polvo marrón y dulce (contiene sobre un 40 % de azúcar) sin apenas grasas. A alguien se le ocurrió la idea, no muy brillante, de utilizar este polvo, la algarrobina, como sucedáneo del chocolate. Al no tener grasa, su textura resulta arenosa y granulosa, por no decir que carece del más mínimo sabor. ¡Olvídelo! Y con esto llegamos a los postres de este festín de conocimiento en el que nos hemos embarcado. Concluiremos, pues, con la receta de dos platos dulces, uno clásico y otro más innovador y, desde luego, poco convencional. El clásico es una ganache, en la que se mezclan los dos ingredientes más suculentos de nuestro epicúreo repertorio: el chocolate y la nata montada. Este matrimonio entre dos grasas, manteca de cacao y crema de leche, no es para los que gustan de una carta ligera. De todas formas, pocas veces la verá con su nombre en la carta, ya que lo más habitual es que se esconda tras el glaseado o el relleno de un pastel o incluso de una trufa. En cualquier caso, se trata de una crema de chocolate, pero no una crema cualquiera, sino de la crema de las cremas. El postre menos convencional consiste en un sándwich de chocolate. Sí, un sándwich, con pan y todo. Cuando le apetezca darse un gusto para el alma, prepárese esta réplica al biquini inventada por los dioses del cacao. Lo tendrá hecho en un momento. No me gusta nada cuando los camareros te dicen «Espero que le guste», pero qué le vamos a hacer: ¡espero que les guste!
Ganache La ganache es una mezcla de chocolate fundido y crema de leche espesa caliente que se bate hasta que queda muy suave. La proporción de los ingredientes varía; a partes iguales queda muy bien y la proporción es fácil de recordar. A menudo se deja enfriar y se le da forma de bolas para hacer el relleno de las trufas. En esta receta la verteremos tibia sobre un pastel; el objetivo es formar una suave y brillante cobertura de chocolate que nos sabrá a gloria. Para un pastel de una capa de entre 20 y 23 cm de diámetro, necesita una taza de ganache aproximadamente. Si le sobra, puede utilizarla para bañar unas peras al horno, helado o cualquier otro postre. Guardada en la nevera en un recipiente bien cerrado, se mantiene hasta dos meses, aunque hace falta fuerza de voluntad para no írsela comiendo a cucharadas. 8 onzas de chocolate semidulce o semiamargo, rallado 1 taza de nata espesa 1.
Ponga el chocolate rallado en un cuenco mediano que sea resistente al calor. 2. En un cazo pequeño, caliente la crema de leche y, en cuanto rompa a hervir, viértala sobre el chocolate. Bata la mezcla hasta que haya fundido todo el chocolate y obtenga una crema suave. Déjela enfriar ligeramente. 3. Coloque el pastel de 20 a 23 cm de diámetro sobre una bandeja de horno forrada con papel para horno o aluminio. Vierta la ganache tibia por encima y extiéndala con una espátula de metal de modo que el pastel quede todo cubierto, por la parte de arriba y por los lados. Déjelo reposar durante otra hora, más o menos, antes de servirlo. SALE 1 TAZA Y MEDIA
Sándwich de chocolate Este sándwich resulta delicioso y sorprendente como postre, merienda o incluso desayuno. Podría decirse que es producto del matrimonio semiincestuoso entre dos primos transatlánticos, el sándwich de queso norteamericano y el pain au chocolat francés. Este último clásico de la repostería francesa se prepara envolviendo batons de chocolate en rectángulos de hojaldre. Bob y yo preferimos utilizar chocolate negro, pero puede sustituirlo por chocolate con leche si lo desea. 2 cucharaditas de mantequilla sin sal, a temperatura ambiente 2 rebanadas de pan blanco o de masa fermentada, de 1 cm de grosor aproximadamente 1 onza de chocolate semiamargo, rallado en virutas gruesas 1.
Ablande la mantequilla y unte las rebanadas por una cara. Coloque una de ellas, con la cara untada hacia abajo, en el centro de una sartén antiadherente fría. Esparza el chocolate por encima con cuidado, dejando unos 6 mm de margen por los bordes. Coloque la otra rebanada encima, con la cara untada hacia arriba, para obtener un sándwich.
2.
Caliente la sartén a fuego medio-alto. Aplaste el sándwich colocando encima algún objeto plano y pesado, como un plato pequeño, y tuéstelo durante 2 o 3 minutos hasta que la rebanada de abajo se dore un poco. El chocolate debe deshacerse ligeramente, no rebosar por los lados. Vuelva el sándwich y tuéstelo durante al menos otros 2 minutos, para que se tueste por el otro lado.
3. PARA
Pase el sándwich a un plato, córtelo en cuartos y sírvalo caliente. 1
0
2
NOTA BENE: N O
PERSONAS,
DE S O B R A S
he utilizado la palabra «abanico» en todo el libro.