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César Domínguez, Haun Saussy y Darío Villanueva
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Introducción a la literatura comparada
Traducción de David Mejía
TAURUS PENSAMIENTO
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El papel utilizado para la impresión de este libro ha sido fabricado a partir de madera procedente de bosques y plantaciones gestionadas con los más altos estándares ambientales, garantizando una explotación de los recursos sostenible con el medio ambiente y beneficiosa para las personas. Por este motivo, Greenpeace acredita que este libro cumple los requisitos ambientales y sociales necesarios para ser considerado un libro «amigo de los bosques». El proyecto «Libros amigos de los bosques» promueve la conservación y el uso sostenible de los bosques, en especial de los Bosques Primarios, los últimos bosques vírgenes del planeta. Papel certificado por el Forest Stewardship Council®
Título original: Introducing Comparative Literature: New Trends and Applications Primera edición: marzo de 2016 © 2015, César Domínguez, Haun Saussy y Darío Villanueva All rights reserved Traducción autorizada de la edición en inglés publicada por Routledge, un sello de Taylor & Francis Group © 2016, de la presente edición en castellano para todo el mundo: Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U. Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona © 2016, David Mejía, por la traducción © 2016, Estudio VACA, por la cubierta Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Printed in Spain – Impreso en España ISBN: 978-84-306-1763-0 Depósito legal: B-2098-2016 Compuesto en Arca Edinet, S. L. Impreso en TA 1 7 6 3 0
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Índice
Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 1. La literatura comparada y el futuro de los estudios literarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. La literatura comparada como teoría interliteraria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Literatura comparada y descolonialidad . . . . . . . . . . 4. La literatura mundial como práctica comparativa . 5. Comparando temas e imágenes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6. Literatura comparada y traducción . . . . . . . . . . . . . . 7. Historia literaria comparada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8. Comparación interartística . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9. El retorno a la literatura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Figuras y tablas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Glosario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Lecturas adicionales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Índice onomástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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uando uno entra en contacto por primera vez con la literatura comparada, en los estudios de grado o posgrado (si no más tarde), tras un largo periodo previo de «lector común» en la propia lengua materna, y de otro tipo de entrenamientos literarios, es bastante acertado decir que para mucha gente la literatura comparada se presenta como un descubrimiento conmovedor, que puede llegar a determinar un cambio en la dirección de sus carreras académicas. A menudo, este cambio tiene lugar, de acuerdo con la organización actual del currículo universitario, mientras se es estudiante. El entusiasmo de este descubrimiento responde a dos hechos. En primer lugar, uno se percata de que existe un mundo más allá de los límites de la literatura «nacional» que compone el grueso de lecturas obligatorias durante las escuelas primaria y secundaria. Y en segundo lugar, uno se da cuenta de que ese entusiasmo por la literatura comparada tiene mucho que ver con que se trata de otra forma de lectura —ni mejor, ni peor, simplemente diferente— que guarda asombrosas similitudes con la forma en que uno lee por diversión. En otras palabras, la literatura comparada ampara científicamente algunas de las intuiciones que tenemos como lectores comunes. Un ejemplo literario puede contribuir a ilustrar bastante bien este punto. En la novela de David Lodge de 1984, El mundo es un pañuelo, el joven académico irlandés Persse McGarrigle afirma que su tesis de maestría trata «sobre la influencia de T. S. Eliot en Shakespeare», a lo que el profesor Dempsey responde «con una fuerte carcajada», «Eso suena muy irlandés, si me permite decirlo» (Lodge, p. 51). La reacción burlona de Dempsey se debe al hecho de que uno espera-
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ría un estudio sobre la influencia contraria —la de Shakespeare sobre T. S. Eliot— dado que un escritor del siglo xx no puede influir en uno que falleció en el siglo xvii. ¿O sí puede? «Bueno, lo que trato de demostrar», dijo Persse, «es que no podemos evitar leer a Shakespeare a través del prisma poético de T. S. Eliot. Quiero decir, ¿quién puede leer hoy día Hamlet sin acordarse de Prufrock? ¿Quién puede escuchar los monólogos de Fernando en La tempestad sin recordar «El sermón de fuego» de La tierra baldía? (Lodge, p. 52)
Mientras que el enfoque de Dempsey se basa en el autor, refiriéndose a que la influencia pasa del escritor actual A al escritor futuro B, el enfoque de McGarrigle se centra en el lector, lo que significa que su experiencia puede moverse en todas las direcciones, incluso en las que son ajenas al proceso creativo. Nuestra mente no puede acercarse a las obras literarias, así como otros artefactos artísticos, como si fuera una tabula rasa; no puede borrar todo el conocimiento, ni los sucesos que tuvieron lugar después de que la obra literaria fuera escrita. Tanto el conocimiento como los sucesos determinarán nuestra lectura, y por lo tanto no podemos leer la obra tal y como fue escrita por el autor, pero tampoco podemos leerla como fue leída por sus lectores más inmediatos. El lector de este libro puede considerar que esto supone una pérdida. Y lo es. Pero también es una ganancia. Ninguno de los dos enfoques —el basado en el autor y el basado en el lector— es mejor o peor en sí mismo, pero uno puede ser más apropiado que el otro para un fin de investigación específico. Lo que es innegable, sin embargo, es que el trabajo de investigación basado en el enfoque del lector replica la experiencia del lector común. El ejemplo de McGarrigle sobre la influencia de Eliot en Shakespeare puede multiplicarse fácilmente. Como los escritos de Jorge Luis Borges son conocidos por ser un reino de paradojas, es comprensible que esa «paradoja de influencias» también llamara su atención. En su cuento/ensayo de 1951, Kafka y sus precursores, Borges argumenta que las obras de Kafka nos ayudan a entender obras de escritores anteriores, hasta el punto de que algunas de estas obras no existirían sin Kafka: «si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. El poema “Fears and Scruples”
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de Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectura de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema. Browning no lo leía como ahora nosotros lo leemos» (Borges, p. 89). Tanto el ejemplo de Lodge como el de Borges tratan de la influencia de un «futuro» trabajo literario (desde el punto de vista del escritor) sobre una obra literaria pasada. Permitámonos reemplazar la influencia —un concepto técnico en los estudios literarios cuyo significado es discutible, como mostrará este libro— por reescritura, en sentido metafórico (cuando leemos a Shakespeare/Browning los reescribimos a través de Eliot/Kafka) y en sentido literal. Borges también imaginó esta paradoja literal en su escrito de 1939, «Pierre Menard, autor del Quijote». El (imaginario) escritor francés de finales del siglo xix y principios del siglo xx, Pierre Menard, aspira a escribir de nuevo Don Quijote, tal y como fue escrito por Cervantes en el siglo xvii. Aunque el Quijote de Menard es una réplica exacta del Quijote de Cervantes —línea por línea, palabra por palabra— no es el Quijote de Cervantes por muchos motivos. Basta con mencionar aquí uno solo. «También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época» (Borges, p. 43). Como lectores comunes, nuestra experiencia lectora está determinada de manera similar a la de Menard. Puede que muchos lectores de este libro no hayan leído nunca el Inferno de Dante, pero muchos habrán jugado al videojuego de acción y aventura El infierno de Dante (nótese cómo el título informa a sus usuarios que el videojuego se basa fielmente en la obra de Dante). Otros no habrán leído ninguna de las novelas de Jane Austen, pero conocen bien sus tramas y personajes gracias a películas basadas en ellas. Y la mayoría de lectores disfrutan leyendo obras literarias que no fueron escritas en el idioma que están leyendo, es decir, están leyendo una traducción (otro tipo de reescritura), y este hecho a menudo pasa desapercibido. Leemos un libro porque algo atrae nuestra atención (tema, argumento, personajes, etcétera) o porque alguien nos lo ha recomendado, y lo leemos en el idioma en que nos sentimos cómodos —que sea nuestro primer o segundo idioma, no importa—. Y los escritores —al menos los buenos escritores— son lectores comunes compulsivos y, por lo tanto, estos tipos de reescrituras impregnan también la textura de sus propias obras.
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El lector habrá notado que hemos utilizado varias veces la expresión «lector común». El lector común es el título de dos colecciones de ensayos de Virginia Woolf. A su vez, Woolf tomó este concepto de Samuel Johnson, quien en Vida de Gray escribe que se alegra de «estar de acuerdo con el lector común; todos los honores poéticos se deben decidir por el sentido común de los lectores, no corrompido por los prejuicios literarios, tras todo el refinamiento de la sutileza y del dogmatismo del aprendizaje» (citado en Woolf, p. 1). Si bien la opinión que sostiene Woolf sobre el lector común es algo elitista —«está peor educado y no ha sido tan generosamente dotado por la naturaleza»—, su caracterización del lector común concuerda bastante bien con nuestro punto de vista: el lector común es alguien «que lee por puro placer, y no para impartir conocimientos o corregir las opiniones ajenas. Está, por encima de todo, guiado por el instinto de crear para sí mismo un todo, a partir de aquellos enseres con los que se va topando» (p. 1). En resumen, el lector común intenta dar sentido a lo que lee, creando «una especie de todo», que se compone de la fabricación de palabras entretejidas en una enciclopedia mental. Es en esa enciclopedia mental donde se hacen las conexiones entre obras literarias, consistiendo la mayoría de estas conexiones en comparaciones entre idiomas, espacio, tiempo, culturas, arte o discursos. Comparando construimos sentido, porque la comparación es una operación cognitiva, y una conexión entre al menos dos elementos transforma ambos elementos. Por lo tanto, una comparación literaria consiste en leer una obra a través de otras obras, y leer esas otras obras a través de la obra en cuestión. El lector de este libro puede tener ya algunas ideas a priori sobre lo que implica la literatura comparada. Una definición estándar dice que la literatura comparada consiste en comparar obras en diferentes idiomas. Si esto es así, ¿cuál es la relevancia de algunos de los ejemplos anteriormente mencionados? En el ejemplo de Lodge se comparaban dos autores que escriben en inglés —Shakespeare y Eliot—. Asimismo, el narrador de «Pierre Menard» compara «dos» obras escritas en español, una del siglo xvii y su réplica del siglo xx. En otros casos se compara una obra literaria con su adaptación a videojuego o película. Solo en el caso del ejemplo de Borges sobre Browning y Kafka estamos ante una comparación entre idiomas, siempre que el lector no lea a Browning en el idioma original y a Kafka en la
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traducción al inglés, o a Kafka en el original y a Browning en la traducción alemana. Por tanto, si nos atenemos a esta definición convencional de literatura comparada como comparación de obras en diferentes idiomas, entonces solo el ejemplo Browning/Kafka podría ser calificado como comparación. La cuestión de cruzar las fronteras lingüísticas estaba implícita en las primeras nociones de la disciplina, ya que se puso el acento en el hecho de que la literatura comparada consistía en el estudio de «las relaciones entre diferentes literaturas» (Texte, p. 253; énfasis añadido), donde «relaciones» se entendía como «influencias», y «diferentes» como «en lenguas distintas». De hecho, esta definición fue incluida en la primera clase de un seminario impartido por Joseph Texte en la Universidad de Dijon, titulado «L’Influence des littératures germaniques sur la littérature française depuis la Renaissance» (La influencia de las literaturas germánicas en la literatura francesa después del Renacimiento), a principios de la década de 1890. Y sin embargo, esta definición también puede incluir comparaciones entre obras en un único idioma (Eliot/Shakespeare y el Quijote de Cervantes/Quijote de Menard encajarían aquí). Porque es a partir de esta noción tan de sentido común —las fronteras lingüísticas— que la literatura comparada plantea sus retos. Si la comparación consiste en leer a través de las fronteras lingüísticas, ¿qué cuenta como lenguaje? ¿Son el español o el inglés del siglo xx idiomas distintos al español o el inglés del siglo xvii? ¿Es la literatura argentina un «todo» literario distinto de otros todos literarios que también emplean el español? ¿T. S. Eliot es un escritor americano o británico? ¿No son también el cine, la pintura, la ópera, los cómics, etcétera, tipos de lenguaje? ¿No podríamos considerar que comparar una novela y una película es leer a través de fronteras lingüísticas? Cualesquiera que sean las respuestas a esta serie de preguntas, la verdad es que la literatura comparada comprimió más y más su definición inicial con el fin de hacerse un lugar entre otras disciplinas literarias. En 1931, unos cincuenta años después de la definición de Texte, Paul Van Tieghem definió la literatura comparada —en el manual más influyente de la disciplina— como «el estudio de las obras literarias de diferentes literaturas a través de sus mutuas relaciones» (Van Tieghem, p. 5); una definición en que el concepto de influencia se entendía como rapport de fait (relación factual), lo que significa, no solo que las influencias se dan entre dos obras (compa-
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ración binaria), sino también que una influencia adecuada exige que el escritor de la «obra B» haya leído la «obra A» (en otro idioma), y la haya integrado en su propia obra. Esta integración la hace visible el comparatista mediante su análisis. Merece la pena mencionar que Van Tieghem admitió que muchos escritores no leían la «obra A» en su lengua original, sino en una traducción, la «leían» a través de las alusiones que incluían otras obras, o en resúmenes de diarios, por mencionar tres tipos de mediación. Esto implica una admisión implícita del escritor como «lector común» y, por tanto, una visión de la literatura comparada como un tipo de réplica científica de la experiencia del lector común. Aunque este asunto no ha sido nunca planteado como definitorio de la literatura comparada, se conserva como concepción habitual de la disciplina. Esto se explicará en mayor profundidad más adelante. Pero volvamos a las restricciones. A finales de los años cincuenta, algunos comparatistas vivieron el largo periodo de acumulación de conexiones binarias, factuales, como una atmósfera asfixiante que había llevado la disciplina a un callejón sin salida o, como se llamó entonces, a una «crisis». En 1958, René Wellek, un académico checo exiliado, formado en la tradición filológica centroeuropea, activo entre los lingüistas de la Escuela de Praga y fundador del Departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Yale, presentó una ponencia titulada «La crisis de la literatura comparada» en la segunda conferencia de la Asociación Internacional de Literatura Comparada. Ese mismo año, el profesor francés René Étiemble, promotor de lenguas y culturas de Oriente Medio y Asia, publicó un ensayo titulado «Littérature comparée ou comparaison n’est pas raison» (Hygiène, pp. 154-173), que sería el prólogo a otro diagnóstico de la crisis de la literatura comparada, su Comparaison n’est pas raison. La crise de la littérature comparée (La comparación no es razón. La crisis de la literatura comparada) (1963). Los efectos del diagnóstico de Wellek fueron inmediatos, y su obra ha sido directa o indirectamente discutida por comparatistas durante la segunda mitad de siglo xx, mientras que la obra de Étiemble tuvo una influencia tardía e inferior. Para Wellek, la literatura comparada sufría una importante crisis porque ni su objeto de estudio (las influencias entre literaturas) ni su método (la comparación) eran específicos de la disciplina. De hecho, Wellek argüía que no había diferencia alguna entre estudiar
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cómo un escritor influye a otro dentro una misma literatura, y estudiar el mismo proceso entre literaturas distintas. Otro exiliado europeo, el judío alemán Henry H. H. Remak, profesor en la Universidad de Indiana, afrontó la crisis de la disciplina ofreciendo una «nueva» definición, que se ha hecho estándar. En su versión corta, dice lo siguiente: la literatura comparada es «la comparación de una literatura con otra u otras, y la comparación de la literatura con otras esferas de la expresión humana» («Comparative Literature», p. 3). Pero, como es evidente, esta nueva definición no aborda ninguno de los dos problemas —objeto y método— sino que expande el campo, desde lo interliterario (la comparación tradicional entre distintas literaturas) a lo interartístico (la comparación de la literatura con otras artes) y a lo interdiscursivo (la comparación de la literatura con otros discursos). Aunque esta nueva definición es generalmente aceptada, se demostró incapaz de resolver la crisis, hasta el punto de que en los últimos veinte años muchos comparatistas conocidos (por ejemplo, Susan Bassnett en 1993 y Gayatri Chakravorty Spivak en 2003) han afirmado que la disciplina ha muerto. El tono de estas afirmaciones es evidentemente provocativo. Lo que se pretende enfatizar es que determinadas formas de practicar la literatura comparada ya no son válidas. Para algunos académicos, como Bassnett, esta invalidez está relacionada con el método (una de las cuestiones señaladas por Wellek) y su solución consiste en diluir la literatura comparada en otras disciplinas (en el caso de Bassnett, en los estudios de traducción). Para otros, como Spivak, el problema está en el objeto típicamente eurocéntrico de la disciplina (la literatura comparada en cuanto comparación de obras de cinco o seis literaturas europeas «mayores» —un asunto abordado por Étiemble—). Las soluciones de ambas consisten en aprender otras lenguas (no de Europa Occidental) y en fusionar la literatura comparada con otros campos (los estudios de área, en el caso de Spivak). Ahora que han pasado diez o veinte años desde que se expidieron estos certificados de defunción, el lector puede pensar que los autores de esta obra son perversos necrófilos con intención de contagiar a sus lectores la atracción hacia el cadáver de la literatura comparada. En cierto sentido, es verdad, pues queremos contagiar al lector nuestro entusiasmo por la literatura comparada. Pero en un sentido más amplio, no lo es, pues nosotros, como muchos aca-
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démicos y estudiantes a lo largo del mundo, no pensamos que la literatura comparada sea una disciplina muerta o moribunda. El hecho mismo de que usted lea este libro apoya nuestro punto de vista. Puede que esté leyendo este libro porque está cursando un seminario de literatura comparada a nivel de grado o posgrado. O puede que haya oído hablar de la literatura comparada y quiera saber lo que es. Si esto es así, este libro cumplirá sus objetivos, siempre que acierte a infectarle con el entusiasmo que alienta la literatura comparada, lo que significaría que, tras leer este manual, estaría dispuesto a leer más libros sobre la disciplina. Para nosotros, el entusiasmo es la combinación de al menos tres factores: la experiencia del lector común, el interés acerca de la diversidad humana y la atracción hacia el riesgo y las crisis. En efecto, la literatura comparada es la réplica, bajo condiciones metodológicas estrictas, de la experiencia del lector común. Es decir, una experiencia lectora que atraviesa todo tipo de fronteras (temporales, espaciales, lingüísticas, culturales, etcétera) para construir significado, lo que en gran medida depende de las comparaciones con otros artefactos, literario-artísticos o no. Respecto a la diversidad humana, ¿existe mayor demostración de la creatividad del ser humano que el número de lenguas que han existido, existen y existirán? Con un material tan frágil y limitado en número como los sonidos, los seres humanos han creado cientos de lenguas para la comunicación, y no satisfechos con eso, han reservado parte de su interacción lingüística para llevar a cabo más experimentos con el lenguaje. En buena medida, esto es a lo que hoy llamamos literatura, así que uno puede decir que la literatura es un metalenguaje, un lenguaje que reflexiona sobre la creatividad del lenguaje. Al igual que no hay grupo humano privado de lenguaje, no existe grupo humano privado de literatura, en el sentido que damos hoy a la palabra. De hecho, los semióticos han discutido que las lenguas son posibles precisamente porque una parte de ellas se reserva para la experimentación metalingüística antes mencionada. No hay literatura sin lenguaje; pero también es cierto que no hay lenguaje sin literatura, es decir, creatividad verbal y reflexión sobre la comunicación. Dicen los semióticos y lingüistas que otro requisito para la existencia de las lenguas es el contacto, o sea que las lenguas evolucionan gracias al contacto con otras lenguas. Y dicho contacto se produce cuando los hablantes mezclan lenguas, algu-
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nos hablantes alcanzan la competencia en varios idiomas, y algunos hablantes (traductores) se especializan en mediar entre las comunidades lingüísticas. No hay lengua que exista en un vacío lingüístico o semiótico. Y esto es igualmente cierto respecto a las literaturas. Las literaturas entran en contacto con otras literaturas, bien porque algunos de sus lectores las han puesto en contacto (un lector bio pluri-literario, el equivalente a un hablante bilingüe o plurilingüe), o porque algún mediador ha estimulado deliberadamente estos contactos (traductores literarios, por ejemplo). Lo que promovió el surgimiento de la literatura comparada como campo de investigación independiente a comienzos del siglo xix fue una conciencia clara sobre la influencia que tenían unas literaturas sobre otras. Sin duda, las condiciones de la emergencia de la disciplina estaban sesgadas culturalmente (la comparación se restringía a literaturas en algunas lenguas europeas), y también nacionalmente (las comparaciones normalmente buscaban refrendar el papel privilegiado de algunos países, debido a su masiva exportación literaria). Pero el entusiasmo sobre la diversidad humana no debería ser una postura ingenua. Como la biodiversidad, los ecosistemas lingüísticos también están en peligro. Según Peter K. Austin y Julia Sallabank, «existen unas siete mil lenguas habladas en el mundo; y [...] al menos la mitad de ellas puede dejar de existir tras pocas generaciones, ya que los niños no las aprenden como primer idioma» (p. 1). Así que es irónico que, mientras que algunos académicos afirman que la literatura comparada está muerta, las lenguas —el material del que se compone el objeto de estudio de la literatura comparada— se están extinguiendo a ritmo alarmante y, por tanto, la disciplina puede encontrarse convertida en una especie de arqueología comparada. Por último, coincidimos con Wellek y Étiemble en que la literatura comparada está en un estado de crisis, aunque por razones distintas a las suyas. De hecho, uno puede decir que la crisis, tal y como la diagnosticaron, ha sido superada más de cincuenta años después. La exploración de nuevas y excitantes direcciones, particularmente los estudios Este-Oeste, ha moderado el eurocentrismo de la disciplina y ha respondido a la crítica de Étiemble. Además, el «nuevo paradigma» de los años ochenta hizo posible una colaboración fructífera entre la literatura comparada y la teoría literaria que resultó en una mejora destacada de su metodología, en respuesta a la crítica de Wellek. Nuestra percepción de la literatura comparada
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como disciplina en crisis se aproxima más a la de Charles Bernheimer, cuando dice, «la literatura comparada es ansiogénica» («Anxieties», p. 1). Para nosotros, la crisis de la literatura comparada no es un aspecto positivo ni negativo, simplemente el resultado de su desarrollo dentro de una inseguridad ontológica, que se debe a su objeto de estudio. La literatura comparada es la única disciplina dentro de los estudios literarios que reconoce, como objeto de investigación, la literatura sin fronteras (en cierto sentido, la Weltliteratur de Goethe). Por una parte, mientras que la historia y crítica literarias tradicionalmente operan dentro de las fronteras nacionallingüísticas y, por otra, la teoría literaria, a pesar de sus objetivos universales, es marcadamente eurocéntrica y monolingüe, la literatura comparada se propone estudiar la literatura mundial. De esta manera, compartimos la visión de Claudio Guillén respecto a la función del comparatista como proyecto: el comparatista actual ha descubierto que el objeto mismo de sus investigaciones puede o debe surgir, como un recién nacido, de su propia experiencia, su iniciativa y su imaginación. A él le toca delimitar un campo de estudio, entre las muchas virtualidades que ofrece la inmensidad de la literatura. [...] Al empezar, [...] el comparatista ya no puede contar sencillamente con unas realidades dadas y visiblemente delimitadas. El objeto de su trabajo, como su definición o su deslinde, resulta ser un proyecto. (Entre el saber y el conocer, p. 103)
La naturaleza problemática de la literatura comparada —desde la perspectiva ontológica (¿Qué es la literatura mundial?) y desde la epistémica (¿Es cognoscible la literatura mundial?), coloca a la disciplina en una posición crítica, constantemente confrontando nuevos problemas— refleja la naturaleza problemática de su metodología. Existen dos visiones opuestas a este respecto. Para algunos académicos, la comparación se acepta directamente qua método. Para otros, como Benedetto Croce o Wellek, en tanto que el método de comparación es compartido por varias disciplinas, no basta para delimitar una disciplina diferente. Nuestra visión es distinta, en tanto que consideramos que la comparación debería ser enfocada desde tres perspectivas diferentes —predisciplinaria, disciplinaria y transdisciplinaria—. Por «perspectiva predisciplinaria» nos re-
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ferimos al hecho de que la comparación es una operación mental que consiste en establecer una correlación intelectual de analogía entre dos (o más) elementos, donde se investiguen las diferencias y las similitudes. La comparación es un acto lógico-formal, una relación dialéctica entre un modo de pensar diferenciador (inducción) y una actitud totalizante que busca lo que es constante (deducción). Implica una manera de relacionarse con el Otro, lo que Guy Jucquois (Le comparatisme) ha llamado décentration (descentración), un cuestionamiento de las certezas y una suspensión de la seguridad. Con «perspectiva disciplinaria» nos referimos a que este método prevalece en algunas disciplinas, como en la literatura comparada, la lingüística comparada, la religión comparada, la filosofía comparada, la anatomía comparada, el derecho comparado, etcétera. Y mediante el término «perspectiva trans-disciplinaria» argüimos que una trans-exploración de problemas compartidos por estas disciplinas sería extremadamente provechosa cuando se refiere a abordar problemas metodológicos y a fomentar la colaboración interdisciplinaria. A pesar del frecuente descargo de responsabilidad («lo que hacemos no es verdaderamente comparar»), nuestro trabajo en este volumen nos ha convencido de que el acto de comparar es fundamental para la investigación literaria internacional. La comparación —no como fin, sino como medio de descubrimiento— nos permite revelar relaciones, diferencias, causas ocultas, cuestiones antes no planteadas. Y cuanto más amplio sea el campo de elementos vinculados por la comparación, más ricos serán los resultados. Es importante señalar que el número de disciplinas comparadas es mayor en las humanidades y en las ciencias sociales que en otras ciencias, lo que destaca la naturaleza multifacética y heterogénea de las creaciones humanas, incluyendo la literatura y el lenguaje. Como en otras disciplinas comparativas, el punto de partida de la literatura comparada es asumir que el fenómeno que se propone explicar es problemático. Una vez más, deberíamos recordar que, a diferencia de otras definiciones de literatura comparada, la de Guillén subraya precisamente la importancia de la palabra problema: «la Literatura Comparada ha sido y es una actividad intelectual caracterizada por el planteamiento de ciertas cuestiones, disputadas o disputables, con las cuales solamente ella [...] está en condiciones de enfrentarse» (Entre lo uno y lo diverso, p. 133). Enfrentando el proble-
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ma con la intención de resolverlo, el comparatista formula una hipótesis de la que pueden derivarse algunas consecuencias. A cambio, estas consecuencias se examinan inductivamente para que el paso de los hechos homogéneos a sus causas opere a modo de lo que Charles S. Peirce llamó abducción. La abducción consiste en «examinar una masa de hechos y en permitir que estos hechos sugieran una teoría. De esta manera, obtenemos nuevas ideas; pero no existe ninguna fuerza en el razonamiento» (C. S. Peirce, «Letter to Calderoni», citado en Nesher, p. 178). La comparación como abducción muestra que las afirmaciones científicas son falibles, pues las pruebas experimentales pueden probar que las consecuencias son falsas. Igualmente, en el caso de la literatura comparada, una hipótesis es siempre provisional, ya que la literatura mundial es un objeto que aún no se conoce. Esta particular combinación de la experiencia del lector común, el entusiasmo por la diversidad humana y el atractivo de crisis hace de la literatura comparada una disciplina exigente y fascinante. Hay un gran mundo literario ahí fuera y, aunque uno trate por todos los medios de aprender nuevos idiomas (vivos y muertos) para poder leer obras literarias en su lengua original, las capacidades humanas son limitadas. Una solución parcial es, claro está, leer traducciones, algo que los comparatistas consideraban anatema, mientras que ahora está ampliamente aceptado que es mejor leer una traducción que no leer en absoluto, por no hablar de que los escritores mismos leen traducciones, y la traducción pone a las literaturas en contacto. Así que «Si parar no podemos nuestro sol, al menos obliguémoslo a correr». Este libro es una introducción a una disciplina exigente y apasionante. En un espacio limitado, hemos tratado de ofrecer una visión general informativa de la disciplina, haciendo hincapié en las nuevas tendencias y aplicaciones. El adjetivo «nuevas» se refiere tanto a los últimos temas discutidos por los comparatistas, como a los métodos que, aun no siendo nuevos en el sentido previo, no son muy conocidos en las universidades globalmente. En los últimos veinte años no se ha publicado en inglés ningún nuevo manual sobre literatura comparada. Hay, por supuesto, algunos libros en los que participan varios autores y exponen sus campos de especialización de manera separada, una señal de la creciente complejidad de la disciplina. Aunque este libro está escrito por tres comparatistas, tra-
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ta de proporcionar al lector una visión coherente de la situación actual de la disciplina y sus futuras aplicaciones. La coherencia no es su única virtud. En ocasiones se han introducido en las notas al final del libro las discrepancias y matices de los autores; tomamos esto como un signo de la vitalidad de la disciplina y de sus dinamismos locales, y no como un inconveniente. Aunque los tres hemos contribuido en todos los capítulos, la responsabilidad principal de los capítulos 1, 8 y 9 es de Villanueva; la de los capítulos 2, 3 y 7 es de Domínguez; y la de los capítulos 4, 5, y 6 es de Saussy. Domínguez tuvo además la tarea de sintetizar los borradores de los tres y de componer el presente prefacio. El libro se divide en nueve capítulos. El capítulo 1 analiza la posición de la literatura comparada dentro de los estudios literarios y revisa brevemente la historia de la disciplina, desde sus orígenes hasta el momento presente. Está directamente relacionado con el capítulo 9 por referirse a la insistencia miope sobre la crisis de la disciplina que debe ser recontextualizada dentro de una crisis más preocupante, la de las humanidades en general y el papel de la educación literaria. Es evidente que la universidad humboldtiana-kantiana está siendo reemplazada en muchos lugares del mundo por lo que podríamos llamar la «universidad corporativa», una institución de educación superior que se organiza en torno a lo que el neoliberalismo clasifica como disciplinas que aportan un beneficio inmediato. Tanto en Canadá como en Estados Unidos, muchos departamentos de literatura comparada han sido cerrados. Y, sin embargo, lo que se ha interpretado como una prueba más de la muerte de la disciplina puede transformarse en una oportunidad única, que la búsqueda de nuevas estructuras de colaboración interdepartamental e interdisciplinaria se convierta en la regla y no en la excepción. Entre el primer capítulo y el último, siete capítulos abordan los siete enfoques que consideramos más relevantes en el momento actual para una sistematización científica de la investigación sobre la experiencia del lector común. El capítulo 2 revisa la teoría del proceso interliterario. Su relevancia se debe al menos a tres factores. En primer lugar, cuestiona la división convencional de la literatura comparada entre dos escuelas —la «francesa» y la «americana»—. En segundo lugar, cuestiona el principio básico de la disciplina, a saber, que el desarrollo literario se detiene ante la división nacional/internacional de conformidad con la división del trabajo entre
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los estudios literarios nacionales y la literatura comparada. El capítulo 3 explora los vínculos entre la literatura comparada y los estudios descoloniales, un campo estrechamente asociado con América Latina que tiene como objetivo mostrar cómo, aunque el imperialismo y el colonialismo puedan estar superados como orden político, el colonialismo sigue activo como el método más extendido de dominación en el mundo. Aunque algunos de los argumentos de los pensadores descoloniales son muy discutibles, opinamos que los estudios descoloniales constituyen una valiosa contribución para continuar el proceso de superación del eurocentrismo en la literatura comparada. Partiendo de la teoría interliteraria, que plantea la literatura mundial como objeto de investigación de la literatura comparada, y de los estudios descoloniales, que desafían el concepto occidental de literatura, continúa el capítulo 4, en el que se discute a fondo el concepto de literatura mundial, incluido el renovado interés en la literatura mundial en los últimos diez años y su reaparición, ya sea como nuevo paradigma de la literatura comparada o incluso como nueva disciplina. Sea como fuere, lo que es innegable es que nuestro interés por la literatura, sea culturalmente cercana o lejana, es temático. Si la literatura consiste en un uso del lenguaje que testifica la creatividad del hombre, su creación está íntimamente ligada al propósito de superar nuestra mortalidad. La literatura trata los temas que nos preocupan como seres humanos a través del tiempo y del espacio; es la forma más perfecta para escuchar a quienes murieron hace tiempo, para redescubrir lenguas extintas, mundos desaparecidos y para descubrir visiones del mundo distintas a la nuestra, que la enriquecerán. Esto es lo que el capítulo 5 tiene como objetivo exponer. El capítulo 6 está dedicado a la traducción, gracias a la cual las obras literarias circulan a través del tiempo y el espacio, las literaturas entran en contacto unas con otras, y los escritores, al igual que los lectores comunes, leen e incluso se entrenan. Una vez que tenemos una idea más clara de esta inmensa red interliteraria, el capítulo 7 aborda la posibilidad de construir historias literarias transnacionales. La historia literaria comparada se ha convertido en el campo más experimental de la disciplina en las últimas tres décadas, y merece ser discutido en detalle debido a la relevancia de su punto de vista alternativo sobre la literatura en el tiempo, en contraste con la restricción típica que responde a las líneas nacionales. Y el capítulo 8 explora el eje interartístico de la literatura comparada que,
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aunque se planteó como novedoso en la definición de Remak, ha contribuido al desarrollo de la disciplina desde su fundación en el siglo xix. Dos secciones siguen al capítulo 9, un glosario de palabras clave de la literatura comparada y una lista de lecturas adicionales. Es evidente que podían haber sido incluidos muchos otros contenidos. Pero este es un manual introductorio que tiene como objetivo proporcionar un enfoque claro y conciso de la disciplina a estudiantes de grado y posgrado que no tienen conocimiento previo sobre literatura comparada (o es limitado), así como a cualquier lector interesado en el tema, y que puede ser fácilmente leído durante el curso de un seminario semestral. Este libro alcanzará su objetivo si consigue demostrar que la literatura comparada no está muerta, y que las comparaciones no son odiosas, pese a John Lydgate. A no ser que se entienda por «odiosas» que las comparaciones conducen a problemas (en el sentido de Guillén), en cuyo caso estaríamos de acuerdo con que las comparaciones son odiosas y, como dice Dogberry en Mucho ruido y pocas nueces, olorosas.
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Agradecimientos
os autores están especialmente en deuda con dos grupos de personas, nuestros colegas de la profesión y nuestros estudiantes. En cuanto a los primeros, destacan tres foros: la Sociedad Española de Literatura General y Comparada, la Asociación Americana de Literatura Comparada y la Asociación Internacional de Literatura Comparada. Igualmente gratificante es el ambiente intelectual de la Academia Europaea y el Stockholm Collegium de Historia Literaria Mundial, así como el Consorcio Hermes para los estudios literarios y culturales. En cuanto a los estudiantes, su entusiasmo y participación en nuestros grados, posgrados y seminarios de doctorado —desde los cursos sobre literatura mundial premoderna y los cursos introductorios, hasta los de literatura comparada, los seminarios monográficos sobre literatura europea comparada, y literatura y cine— son una constante y un desafío refrescante. Nuestra editora, Ruth Moody, nos ha dado el aliento y paciencia necesarios. Por último, pero no por ello menos importante, tanto las actividades como la financiación por parte de la cátedra Jean Monnet «La cultura de la integración europea» (núm. 528689) han sido de fundamental importancia.
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ntes de analizar la realidad de la literatura comparada, debe establecerse su posibilidad. La primera razón para su posibilidad es el hecho de que los seres humanos, de cualquier época, país o cultura, han utilizado el lenguaje. Lenguaje, ¿qué es eso? Aunque en algunos lugares se usen con frecuencia ambas palabras, cabe atribuir significados diferentes a los términos franceses langage y langue (lenguaje y lengua en español). Ferdinand de Saussure lo esclarece en su texto fundacional de la lingüística moderna, Cours de linguistique générale (Curso de lingüística general, publicado por sus alumnos a partir de sus apuntes en 1916). El lenguaje se apoya en una facultad que nos da la naturaleza. Se trata, pues, de esa dotación genética que todos los humanos poseen en virtud de su anatomía y configuración neuronal. De hecho, no se ha encontrado nunca una comunidad humana, por primitiva y remota que fuese, cuyos individuos no se sirviesen de aquella competencia lingüística para comunicarse. Pero para que el fenómeno de la realización lingüística llegue a producirse en plenitud es imprescindible la existencia de la langue, que consiste en un conjunto de convenciones adoptadas por el cuerpo social para permitir el ejercicio de aquella facultad por parte de cada individuo. Estamos, pues, ante un fenómeno complejo. Biología, sociología y psicología a la vez. En todo caso, un hecho que roza el prodigio y que, sobre todo, puede ser calificado como radicalmente igualitario y democrático. Pero una de las expresiones más sublimes del lenguaje humano se da cuando hablantes dotados de una especial sensibilidad y competencia utilizan la lengua para producir una ex-
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presión artística, para «dar un sentido más puro a las palabras de la tribu», como recordaba Mallarmé en su poema «Le tombeau d’Edgar Poe» (La tumba de Edgar Poe). Al ser el lenguaje una facultad universal también lo es su uso estético. Su plasmación se da en lo que desde el siglo xviii varias lenguas denominan literatura1. Lenguaje y poesía constituyen dos poderosos argumentos más a favor de la existencia de una condición humana de alcance universal. En gran medida, tanto Goethe como los padres de la Littérature comparée vienen del espíritu de la Ilustración racionalista, inspiradora, entre otros avances, del reconocimiento de los derechos humanos. A todo ello se añade la capacidad que la mejor literatura tiene de expresar lo más profundo, común o duradero de la experiencia humana, que obedece a pautas constantes, más allá de las naturales especificaciones concretas que de cada pasión, de cada sentimiento o de cada carácter puedan darse en cada persona. Otro tanto cabe decir de la realidad que nos rodea, cuyos cuatro elementos básicos (tierra, agua, aire y fuego) se dan también de modo invariable. Como proponía Aristóteles, el fundamento básico de todas las artes es, así, la imitación, pues los humanos somos esencialmente miméticos (Poética, 1447a12-16 y 1448a1-40)2. Para satisfacer tal pulsión contamos con las artes. Todas imitan; el objeto de su mimesis es el mismo: la realidad natural y la realidad humana. Pero cada una de ellas lo hace con instrumentos diferentes. La que imita mediante las palabras es aquella para la que Aristóteles no tiene un nombre específico (Poética, 1447b9), pero a la que dedica su Poética, el primer tratado teórico sobre la literatura. En mayo de 1827, según cuenta Eckermann (1982), Goethe recibió en su casa al erudito francés Jean-Jacques Ampère y hablaron profusamente de literatura. Hacía pocos meses el escritor alemán había formulado ante el propio Eckermann su convencimiento de que el concepto de literatura nacional ya no tenía sentido y que en su lugar cobraba entidad el concepto de una verdadera Weltliteratur (literatura mundial). De hecho, entre 1827 y 1831 Goethe mencionó con frecuencia el concepto Weltliteratur, que otras veces denomina «literatura mundial universal» o «literatura mundial general». Pero hay una ocasión en que escribe: «europea, en otras palabras, literatura mundial» (Goethe, «On World Literature», p. 14)3. Jean-Jacques Ampère, por su parte, pertenece al círculo de los fundadores franceses de una nueva disciplina en el ámbito de los es-
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tudios literarios, la Littérature comparée, que había comenzado a cultivar entre 1815-1830 Abel-François Villemain. Tenemos, pues, desde el primer tercio del siglo xix, dos conceptos —literatura mundial y literatura comparada— sumamente próximos. El primero de ellos, la Weltliteratur, responde a la visión profética de un poeta que de tal modo definía un nuevo territorio: la literatura sin fronteras. Ese será precisamente el objeto de trabajo de una nueva disciplina basada en un método, la comparación, que por aquel entonces se estaba generalizando también en otros ámbitos científicos, desde la antropología comparada de Wilhelm von Humboldt, que data de 1795, hasta la anatomía comparada de George Cuvier (1800-1805), la embriología de Jean-Jacques M. C. V. Coste y la lingüística comparativa de Franz Bopp, Friedrich Diez, August Schleicher, Kristian Rask o A. W. Schlegel. Aquel concepto está cobrando precisamente ahora, casi dos siglos después, nueva vigencia. Su contenido se revisa periódicamente. David Damrosch (What is World Literature, p. 15) insiste en que se trata en definitiva no tanto de una biblioteca caótica de obras de todas las procedencias cuanto de una red funcional, establecida en el escenario de un concierto universal. Por eso su definición de la Weltliteratur suma tres notas (Damrosch, What is World Literature, p. 281): «una refracción elíptica de las literaturas nacionales», «escritura que gana en traducción» y «no un canon establecido de textos, sino un modo de lectura, una forma de compromiso imparcial con mundos más allá de nuestro lugar y tiempo». Es importante destacar la noción de sistema literario que figura en los planteamientos de Damrosch y está implícita en el pensamiento de T. S. Eliot, la teoría de los procesos interliterarios de Dionýz Ďurišin, en el primer libro de Claudio Guillén (1971), y en los últimos aportes al «nuevo paradigma» de la literatura comparada al que más adelante nos referiremos. Para Damrosch (What is World Literature, p. 173), también «una obra solo tiene vida efectiva como literatura mundial siempre y cuando esté presente activamente en un sistema literario más allá de su cultura original». El espíritu que alentó el nacimiento del comparatismo y pervive en quienes lo practican está en una idea que T. S. Eliot expone en «Tradition and Individual Talent» (Tradición y talento individual, 1920). Según este exalumno de Harvard, universidad pionera en la literatura comparada, existe un orden ideal constituido por todas
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las obras ya producidas que se modifica parcialmente con la aparición de un nuevo texto literario4, pues con él se reajusta no solo el significado de cada creación concreta, sino también el conjunto formado por todas ellas. El pasado influye en el presente de la literatura, pero también sucede lo contrario, tal y como quiere dar a entender el título de nuestra introducción a la literatura comparada. Y si esto es así en cuanto a la dimensión temporal, qué decir de la puramente espacial: es absurdo considerar que la literatura escrita en una lengua y en un país se nutre exclusivamente de sí misma, pues, desde los clásicos grecolatinos, árabes o chinos hasta los escritores contemporáneos de otras lenguas y nacionalidades, todos han estado contribuyendo a cada creación singular, que será medida y valorada fundamentalmente a través de la comparación.
Los estudios literarios
Los estudios literarios resultan de la convivencia y colaboración de cuatro disciplinas: la poética o teoría de la literatura, la crítica literaria, la historia literaria y, por último, la literatura comparada. Mas durante los últimos ciento cincuenta años, la historia de la literatura ha predominado sobre las demás, como fruto preclaro del Romanticismo alemán, muy vinculado a la emergencia del concepto político de nación. Lo cierto es que el nacionalismo literario es a la vez el gran acicate y uno de los mayores frenos para la existencia de la literatura comparada. Porque la historia literaria como disciplina terminó con una concepción anterior en la que no cabía una identificación separada de la literatura en una lengua en relación con la literatura escrita en otras, sino la existencia de un continuum literario que estaba fundado, sobre todo, en la poética y en esa gran teoría de los discursos constituida por la retórica. Existía una literatura, que cobraba diversas manifestaciones en códigos lingüísticos diferentes pertenecientes a una patria común, a un Parnaso de las letras, que la retórica y la poética asentaban en una tradición supranacional, originaria de Grecia y Roma. Como escribe Claudio Guillén (Entre lo uno y lo diverso, p. 49), «la unidad de la Poética triunfaba sobre la diversidad de la poesía». Una vez que se rompe la trayectoria que había representado el predominio de la poética hasta principios del siglo xix, la literatura
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comparada viene a restituir esa continuidad; a recuperarla no a partir de ciertos «universales literarios», sino desde los «particulares literarios» de cada una de las lenguas en su manifestación artística, puestos en común, comparados y evaluados para percibir en ellos semejanzas y divergencias. La literatura comparada es indesligable del conjunto de la «ciencia literaria», así denominada desde la acuñación, hace ya un siglo, de la Literaturwissenschaft alemana. Su marco está en una estructura cuatripartita que tiene como objeto central la literatura, para proyectar sobre ella cuatro impulsos diferentes que han seguido un claro orden de prelación cronológica: una vez que los textos están ahí, lo primero es analizarlos y valorarlos, tarea que emprende en Grecia la crítica literaria presocrática. Cumplida esta operación sobre un corpus suficientemente amplio, se percibirán concomitancias no superficiales sino en profundidad entre varios de ellos, y entonces surgirá la chispa de la generalización y el esbozo de ciertas leyes; es decir, se produce el salto teórico. Luego, cuando se inyecta en una cultura determinada un cierto sentido histórico y, también, se empiezan a construir las unidades políticas a las que denominamos nación, la historia literaria irrumpe con fuerza. La literatura comparada aparece cuando la historia literaria de determinadas naciones empieza a parecer limitada o inadecuada: se considera la historia literaria nacional como un elemento dentro de una historia literaria plural. Decía Eugenio Coseriu que un buen lingüista debía ser a la vez botánico y jardinero, teórico y práctico, rastreador de datos concretos, pero atento a las invariantes que subyacen a ellos. Esto mismo ocurre con el estudio de la literatura: tenemos que atender al texto, desmenuzarlo en cuanto lectores especiales que somos de ellos, pero conviene también que sepamos trascender lo que el poema es en sí, individualmente, para alcanzar una visión de conjunto que enriquecerá, en todo caso, lo que el poema significa. Pero ni la crítica ni la teoría se pueden desligar de la historia literaria y de la literatura comparada. ¿Cómo renunciar a una equilibrada, armónica y fecunda colaboración entre estos cuatro modos distintos de abordar un mismo objeto, que es la literatura? Una teoría literaria que no se base en una crítica analítica suficientemente desarrollada será una teoría endeble; igualmente lo será si no ha abarcado con suficiente amplitud el panorama histórico. Pero lo que aporta la li-
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teratura comparada es una prueba de contraste imprescindible, al multiplicar la secuencia diacrónica en distintos ámbitos lingüísticos, que quedan así simultaneizados. Lo que la literatura comparada en último término viene a darnos es la ratificación de las conclusiones que las otras tres ramas de la ciencia literaria nos proporcionan. La teoría literaria se consolida cuando sus propuestas de invariantes o leyes generales se objetivan en literaturas de varias lenguas y de diferentes tradiciones. La historia literaria de una determinada nación o de una determinada lengua cobra su auténtico perfil de resonancia cuando la ponemos en relación con otras literaturas, y lo mismo ocurre con la crítica literaria, que no puede afinar sus instrumentos de análisis si no cuenta con un panorama que solo la literatura comparada le puede servir.
Orígenes
La literatura comparada fue concebida como una variante de la historia de la literatura desde que empieza a consolidarse hacia las décadas de 1820 o 1830, después de los aportes de algunos precursores como Juan Andrés, el jesuita español autor de una magna obra fundacional, Dell’origine, progressi e stato attuale d’ogni letteratura (1782-1799), que fue visitado en su exilio de Mantua por el propio Goethe. Sus fundadores surgen en Francia, con figuras como el ya citado Abel-François Villemain, quien tras sus conferencias de 1816-1826, entre 1828 y 1840 publica cursos de literatura francesa en donde establece comparaciones de autores y movimientos con otras literaturas y emplea expresamente la acuñación «Littérature comparée»5. Pero en sus primeros escritos estaba ya el germen de la dualidad que nos interesa subrayar ahora, una vez destacada la inicial conexión entre esta disciplina y la historia de la literatura. Villemain, en el «aviso de los editores» del segundo tomo de su Tableau de la littérature au XVIIIe siècle (1827-1828) afirma —traducimos— que «este estudio comparado de las literaturas» es la filosofía de la crítica. Ello equivale a nuestra teoría de la literatura, la continuación de lo que Aristóteles había hecho ya: una Poética, consistente en la formulación de los principios básicos que fundamentan el fenómeno literario. 32
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Definición y utopía Las definiciones de literatura comparada son múltiples, y no han dejado de revisarse continuamente desde que Fernand Baldensperger (1921) abrió la Revue de Littérature Comparée tratando acerca de «la palabra y la cosa». Pero sigue siendo válida la propuesta de Henry H. H. Remak (Stallknecht y Frenz, p. 1), consagrada por Roland Mortier (1981, p. 12) como «la mejor definición de lo que es la literatura comparada» en el noveno congreso (1979) de la Association Internationale de Littérature Comparée/International Comparative Literature Association (AILC/ICLA): La literatura comparada es el estudio de la literatura más allá de los confines de un país particular, y el estudio de las relaciones entre la literatura, por un lado, y otras áreas de conocimiento y creencia, tales como las artes (pintura, escultura, arquitectura, música), la filosofía, la historia, las ciencias sociales, la religión, etcétera, por otro lado. En pocas palabras, es la comparación de una literatura con otra y otras, y la comparación de la literatura con otras esferas de la expresión humana.
Lo sustantivo de esta definición es lo que A. Owen Aldridge (p. 1) destacaba a su vez: «La literatura comparada puede ser considerada el estudio de cualquier fenómeno literario desde la perspectiva de más de una literatura nacional o en conjunción con otra disciplina intelectual o incluso varias». Como la más joven de las disciplinas dedicadas al estudio del aprovechamiento estético de las palabras, la literatura comparada ha sido sensible ante las provocaciones y contradicciones que le han sobrevenido a partir de la historia y la propia evolución dialéctica del pensamiento, las ideologías y la cultura, pero lleva asimismo en su propio seno un germen de tensión difícil de superar. Nos referimos a que la vocación de la literatura comparada presenta unos ciertos componentes utópicos, nacidos de la vastedad del campo que abarca y de las naturales limitaciones humanas con que debemos enfrentarnos a él. No cabe duda de que hay individuos privilegiados a este respecto por razón de su procedencia familiar o geográfica. Hugo von Meltzl, creador en 1877-1879 de la primera revista de la disciplina,
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era un húngaro de lengua alemana que vivió en Transilvania como ciudadano del Imperio austrohúngaro, se formó en Heidelberg y desempeñó cátedra en la Franz-Joseph-Universität de Cluj/Kolozsvár. Similares perfiles internacionales se repiten entre los grandes comparatistas. Desde Louis Betz, que era neoyorquino de padres alemanes, y fue en Zúrich donde estudió y enseñó, hasta Edward W. Said (1999), que en su autobiografía Out of Place nos proporciona todas las claves de su trayectoria personal, la de un palestino nacido en Jerusalén en 1935, desde donde su familia se trasladó al Líbano y en 1948 a Egipto, y más tarde estudió en Princeton y Harvard antes de ser profesor de Literatura inglesa y comparada en Columbia. Muy pronto, sin embargo, surgieron las limitaciones obligadas: el propio Hugo von Meltzl acomodaba su Weltliteratur a un Dekaglottismus: alemán, inglés, español, holandés, húngaro, islandés, italiano, portugués, sueco y francés, amén del latín. Aparte del griego y el árabe, quedan fuera todas las lenguas orientales y africanas, pero también alguna europea con tradiciones literarias ricas. (El ruso fue excluido intencionadamente por Meltzl como reprobación de la censura zarista). Y de hecho, el decaglotismo de la revista que fundó, Acta Comparationis Litterarum Universarum, era más ficticio que real. Porcentualmente, las lenguas predominantes a lo largo de los once años de su existencia fueron el húngaro y el alemán, este último con casi la mitad de sus artículos. Sin embargo, Meltzl defendía la contraposición del «principio de poliglotismo» al «principio de traducción», según la cual «la verdadera comparación es posible solo cuando tenemos frente a nosotros los objetos de comparación en su forma original» (p. 20), prurito que adornará el aura de los «verdaderos» comparatistas hasta nuestros propios debates actuales. En cierto modo, la literatura comparada constituyó desde sus orígenes un tour de force de los estudiosos de la literatura. Un terreno acotado, concebido para el brillo de los happy few capaces de ejercer el más ambicioso de los poliglotismos y acomodar sus mentes a los horizontes más abiertamente cosmopolitas. Pero incluso en el caso de los comparatistas más señeros el reto no deja de constituir una utopía: todas las literaturas de todas las lenguas de todos los tiempos. Con razón pudo achacársele a este planteamiento el calificativo de elitista y eurocentrista. Por otra parte, la literatura comparada incomoda desde su nacimiento a los estudiosos de las historias de
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las literaturas nacionales. Sobre todo si pretendía un estatuto de disciplina independiente (y prestigiosa). Como tal, tenía que luchar contra la hostilidad de los colegas próximos, contra los avatares de la Historia que no dejaban de influir en su trayectoria y, por su característica porosidad intelectual y metodólogica, contra las modas imperantes, contra los distintos paradigmas que se fueron sucediendo en los estudios literarios y humanísticos. Desde sus mismos orígenes, la literatura comparada apunta inicialmente en la dirección de la historia, pero ya lleva en germen una proyección hacia la teoría que, con el tiempo, dará lugar a dos orientaciones. A la primera, desde el punto de vista cronológico, se le atribuye un énfasis fundamentalmente histórico, y presta más atención a los rapports de fait (relaciones factuales), a las relaciones directas o causales entre obras y autores, a la circulación de escuelas, géneros, tendencias, estilos, motivos, etcétera; a la segunda, una inclinación preferentemente teórica. Durante un siglo, aproximadamente, se ha dado el predominio de aquella postura o enfoque que nace de un positivismo desde el que importa ante todo ver la transmisión de temas (R. Trousson 1965; 1976), asuntos, motivos, personajes, corrientes, escuelas, etcétera, de un país a otro, o, mejor, de una lengua a otra, lo que se ha caricaturizado como el estudio del «comercio exterior de las literaturas». El modelo, en este caso, son tesis como la de Fernand Baldensperger (1904) Goethe en France, que tiene sus continuaciones en el Goethe en Angleterre (1920) de J. M. Carré, o el Goethe en Espagne (1958) de Robert Pageard. Frente a ella, la otra orientación atiende, ante todo, a las convergencias, sin necesidad de buscar las relaciones causales. Este enfoque responde a las preguntas causadas por la poligénesis, el hecho de que en distintas partes del mundo haya expresiones literarias extraordinariamente similares sin que necesariamente se pueda confirmar una relación directa entre ellas. Cuando a William Faulkner se le planteaba reiterativamente el tema de su discipulaje y dependencia en relación con James Joyce, pues su técnica narrativa parecía, punto por punto, inspirada en la que el irlandés supo instaurar revolucionariamente en Ulises y ratificar en Finnegans Wake, la contestación del autor de El ruido y la furia siempre apuntaba al reconocimiento de la similitud, pero protestaba porque él había empezado a escribir y a publicar la novela antes
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de haber leído a Joyce. La clave, según Faulkner, residía en que «existe una especie de polen de ideas flotando en el aire, que fertiliza de manera similar a las mentes de diversos lugares, mentes que no tienen contacto entre sí» (Villanueva, pp. 7 y 9). Otro ejemplo de poligénesis se da en el tema del «doble», que se encuentra en mitos y leyendas en todo el mundo. Su abrupto aumento entre principios y mediados del siglo xix (Hoffmann, Poe, Baudelaire, Dostoievski, etcétera) podría ser documentado si se buscaran los vínculos de influencia que conectan a estos y otros escritores, pero para explicarlo o situarlo otro tipo de causas tendrían que ser invocadas: la experiencia de las grandes ciudades modernas, la sensibilidad a la hipocresía y los nuevos discursos del individualismo y el colectivismo, por caso. Las «influencias» y los «paralelos» son hipótesis de trabajo que funcionan para ayudarnos a entender mejor; no tienen nada que hacer si se convierten en dogmas excluyentes.
Avatares históricos
Como ya hemos apuntado, desde sus mismos orígenes es fácil percibir una relación muy directa entre los avatares de nuestra Historia más reciente y el propio desarrollo de la literatura comparada. A partir de mediados del siglo xix se extiende en principio gracias a realizaciones individuales. Además de la tarea de Meltzl y de algunos precursores del siglo xviii como Juan Andrés, en 1849 el discurso inaugural de la Universidad de Dijon corre a cargo de Louis Benloews y se titula «Introduction à l’histoire comparée des littératures» [Introducción a la historia comparada de las literaturas], y en 1886 un irlandés afincado en Auckland, Hutcheson Macaulay Posnett, publica en Londres el primer manual dedicado específicamente al estudio de la literatura comparada, que busca enmarcar la naciente disciplina en el evolucionismo de Tylor y Spencer. Pero será el siglo xx el gran momento de consolidación para la literatura comparada. Es entonces cuando la literatura comparada no solo se convierte en una asignatura en las universidades, sino que se articula institucionalmente mediante la creación de asociaciones nacionales e internacionales. Pero también es de gran importancia el contexto histórico pues, tras la Primera Guerra Mun-
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dial y el Tratado de Versalles, surge el convencimiento de que las heridas del conflicto debían de ser restañadas por medio del mutuo conocimiento entre los pueblos, tarea en la que sus respectivas aportaciones culturales y artísticas resultaban imprescindibles. Podríamos documentar esta apertura hacia la necesidad de un entendimiento intercultural a través de las obras de ciertos comparatistas de entreguerras, como Albert Léon Guérard, prominente activista del gobierno mundial. Entre los escritores conspicuos que trabajaron hacia este ideal se incluyen Romain Rolland, Thomas Mann, Heinrich Mann y muchos otros del campo prosoviético6. Pero al menos en la década de 1930 estas iniciativas de una pequeña élite no tuvieron eco en el público en general, donde dominaban las agendas nacionalistas. Algunas organizaciones para-académicas como el Centro de Síntesis dirigido por Henri Berr, o el Collège de sociologie, o las alianzas de escritores de izquierdas a menudo dirigidas por la Unión Soviética, eran activas pero no arraigaron raíces institucionales. Las expresiones de esta idea de «entendimiento internacional» serían institucionalizadas y se convertirían en moneda común solo tras la Segunda Guerra Mundial en la UNESCO y en los organismos relacionados con ella. En el periodo de entreguerras, las tradiciones de la Völkerpsychologie (la «psicología de los pueblos») estaban sanas y salvas. Y de hecho, la literatura comparada fue por primera vez institucionalmente sólida después de la Segunda Guerra Mundial. Ernst Robert Curtius, Leo Spitzer y Erich Auerbach se formaron como eruditos de estudios románicos; Charles du Bos y Ramón Fernández eran críticos que escribían para revistas. Entre los escritores abundan las paradojas: Ezra Pound, que era de gustos cosmopolitas, se adhirió al fascismo mussoliniano, mientras Eliot, que creía en la canalización de la «mente de Europa», pasó de ser simpatizante de Charles Maurras a un tipo de conservadurismo cristiano. La Segunda Guerra Mundial detuvo temporalmente el progreso de la literatura comparada. El conflicto trajo consigo mucha comparación nacionalista, triunfalista y egocéntrica, concebida para demostrar que el país propio triunfaba sobre los rivales intelectuales. Uno no tiene más que echar un vistazo a las revistas literarias de la época para ver l’esprit germanique (espíritu alemán), der franzözische Geist (el espíritu francés), etcétera, reificados en los actores de la historia. Y tales reificaciones son siempre comparatistas; el Geist ale-
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mán existe en contraste al racionalismo francés, la practicidad anglosajona, o cualquier otro estereotipo del momento. Sin embargo, tales comparaciones dirigidas a consolidar una identidad esencial son inherentemente inútiles. Algunas personas aprendieron esto sin tener que pasar por una terrible guerra. Pero en Estados Unidos, dado el pasado aislacionista del país y su tendencia a «to wash clean», a «limpiar» a los inmigrantes de sus antiguos países, la Segunda Guerra Mundial trajo una nueva oleada de interés sobre las diferencias culturales que podía ser cubierta por la expansión de las universidades, como nos recuerda Robert J. Clements en su investigación sobre el desarrollo de los estudios comparatistas en Estados Unidos. Clements reseña, así, el proceso de cómo tal disciplina llegó a ser expresamente amparada por la UNESCO, que en el año 1976 estableció, incluso, un syllabus o proyecto de plan de trabajo tanto para los estudios doctorales como los posdoctorales. Es obvio que la paz proporciona el ambiente que más favorece los intercambios literarios y estimula el interés por encontrar un continuum entre literaturas pertenecientes a lenguas y naciones distintas. En la segunda mitad del siglo xx, la Guerra Fría tampoco fue favorable para el desarrollo de la literatura comparada, sobre todo en la medida en que frenó este impulso en algunos países tras el Telón de Acero, como Hungría y Checoslovaquia, que habían sido pioneros en el desarrollo de la disciplina. La ruptura de la Unión Soviética y la caída del muro de Berlín a finales de los años ochenta abrió nuevas esperanzas a una Europa integrada económica y políticamente, en la que el reconocimiento de las raíces culturales comunes era clave. (La definición de estas raíces sería probada por la solicitud de Turquía para ser miembro de la Unión Europea). Algo equivalente puede decirse a propósito del auge del interés disciplinar e intelectual por la World Literature previsto ya por Marx y Engels como una de las consecuencias de la globalización económica, cuando en el Manifiesto comunista de 1848 anuncian la emergencia de «una literatura mundial» a partir «de las muchas literaturas nacionales y locales» como un efecto secundario del emergente «mercado mundial» (p. 54). Lo que sí es evidente es que la literatura comparada como disciplina debe abandonar el eurocentrismo como «ideología», a la que se contrapone también ideológicamente el antieurocentrismo. Una
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vez asumida la condición quimérica de una literatura comparada exhaustiva, inclusiva de toda la World Literature, resulta perfectamente legítimo promover el estudio comparatista de la literatura europea como una «regionalización» de aquel vasto campo, iniciativa que César Domínguez (p. 25) vincula con la propuesta de Gayatri Chakravorty Spivak (p. 18) a favor de la adaptación de los «estudios de área» a la «sofisticada tradición lingüística de la literatura comparada».
Avatares teóricos e ideológicos
Entre los elementos desfavorables que la literatura comparada ha experimentado en los últimos treinta años, aparte de la exacerbación de los nacionalismos, hemos de contar con el «multiculturalismo», que llegó a cobrar en algunos ámbitos universitarios un auge extraordinario, más allá de la esfera de la antropología cultural que lo vio nacer. Desde tal perspectiva se propugna una aplicación a lo literario de modelos tomados del imperialismo y la colonización. Así, la cultura occidental adquiere un sesgo de instrumento opresor, fundamentalmente eurocéntrico, sobre otras culturas a las que impuso un canon de valores literarios elitista y clasista. Según quienes así piensan, una literatura es por completo equiparable a otra; lo que ocurre es que la llamada canónica o «clásica» va acompañada de un aparato de poder que minimaliza las manifestaciones locales. En todo caso resulta evidente que la literatura floreció durante siglos antes de que existiera la llamada «cultura occidental», en el chino, japonés, árabe, sánscrito, persa, etcétera. Pues si ninguna sola cultura es por derecho «privilegiada» sobre cualquier otra, y si todas las obras literarias existentes son potencialmente comparables entre sí, la designación de algunas obras como «clásicas», «centrales» o «canónicas» solo puede ser cuestión de políticas culturales, de la acción unilateral por parte de las estructuras de poder que buscan minimizar las expresiones culturales de los «márgenes». Mas, con anterioridad a esta confrontación, desde el seno de la propia literatura comparada aquel equilibrio inestable entre lo propiamente histórico y lo teórico que hemos apuntado ya había precipitado en una crisis. Este conflicto puede decirse que alcanzó el estatuto de lo explícito a raíz de la intervención de René Wellek
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ante el segundo congreso de la AILC/ICLA que tuvo lugar en 1958: «The Crisis of Comparative Literature» [La crisis de la literatura comparada]. Wellek argüía en contra de una versión de la literatura comparada basada predominantemente en la influencia histórica, relegando ese estilo de investigación al «estancamiento y el atraso» de la vida intelectual («The Crisis of Comparative Literature», p. 86). Para evitar ese estancamiento, Wellek proponía a los cultivadores de la literatura comparada, la teoría literaria, la historia literaria y la crítica literaria que el objeto de trabajo debería de ser, justamente, la obra de arte literaria en sí misma, y para ello habrían de enfrentar «el problema de la “literariedad”, la cuestión central de la estética, la naturaleza del arte y la literatura» («The Crisis of Comparative Literature», p. 86). Podría haber parecido, en términos de la polémica de su tiempo, que Wellek acogía el modelo «americano» de la literatura comparada (a diferencia del modelo «francés», más historicista), pero su ubicación del «problema de la “literariedad”» en el centro de la disciplina se remontaba al estructuralismo de los años treinta en su ciudad universitaria, Praga. La vinculación de esta postura de Wellek en 1958 con la fenomenología literaria del discípulo polaco de Edmund Husserl, Roman Ingarden (1931), es fácilmente perceptible, si tenemos en cuenta además la significativa aportación eslava que el propio Wellek hizo a su Teoría literaria de 1949, que había publicado con su colega de Iowa Austin Warren. Pero precisamente vendrá de Francia el apoyo más decidido para la reorientación de la literatura comparada más allá de la exclusiva senda positivista. Se trata de René Étiemble, que en 1963 publica Comparaison n’est pas raison. La crise de la littérature comparée. Su talante es, en este sentido, de verdadera militancia, pues para Étiemble se trata de algo más que de una disciplina literaria, para convertirse en una afirmación política de universalismo y apertura histórica e intelectual. Ideas que, como las de Wellek, siguen teniendo plena vigencia a la hora de reflexionar hoy en día sobre el papel de la literatura comparada en el futuro de los estudios literarios. Para un comparatista de la generación de Baldensperger, el conocimiento práctico del alemán, inglés, español, francés e italiano era suficiente. Ya no le parecía así a Étiemble, pues la ignorancia absoluta del japonés y el ruso la considera de todo punto inaceptable. Sin embargo, no hace ascos, sino todo lo contrario, al papel primordial que las traduccio-
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nes han de tener en su proyecto de un nuevo comparatismo. Pero lo que está claro en su propuesta es su distanciamiento de la literatura comparada positivista y su interés por todo lo referente a los aspectos estéticos, a una estilística integrada, a un análisis comparativo de la métrica y de los símbolos que llevaría inexorablemente a una auténtica Poética comparada que su discípulo Earl Miner (Comparative Poetics, p. 238) acabaría por realizar.
Crisis de la posmodernidad
Al final del pasado siglo Susan Bassnett llega a afirmar que «hoy, la literatura comparada está en cierto sentido muerta» (p. 47). Diez años después, la no menos influyente Gayatri Chakravorty Spivak (2003) llevaba la consumación del proceso al propio título de su libro: Muerte de una disciplina. ¿Había muerto la disciplina? ¿Eran entonces intranscendentes las voces autocríticas e innovadoras de la literatura comparada? Los síntomas que aduce Bassnett para justificar su pesimismo son, por caso, la recuperación de espacio por parte de la literatura inglesa a costa de la teoría en Estados Unidos, el impacto de los estudios culturales, la disminución de cátedras específicas y, en general, los perjuicios causados por el antieurocentrismo propio de las perspectivas poscoloniales y multiculturales. Spivak (Death, p. xii), por su parte, concibe su libro como «el último suspiro de una disciplina moribunda», agonía que atribuye en términos generales a circunstancias y condicionamientos ya apuntados por su colega británica, y aboga no solo por que los comparatistas se atrevan a «cruzar fronteras» sino también por una recuperación de la lectura con sentido (p. 72). Efectivamente, la disciplina comparatista es también una suerte de ideología militante, un sistema de ideas acompañado de una visión amplia de la literatura, el humanismo y la propia historia, pues se ha afirmado que investigando y enseñando las literaturas transculturalmente, los comparatistas tienen como objetivo incrementar el entendimiento mutuo reforzando los valores comunes humanos más allá de las fronteras. En apoyo de esta declaración, la historia de la literatura comparada muestra paralelismos sorprendentes con la historia del derecho internacional, en cuanto a compartir algu-
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nos textos fundacionales, como por ejemplo, las obras de Kant Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht (1784; Ideas para una historia universal en clave cosmopolita) y Zum ewigen Frieden. Ein philosophischer Entwurf (1795; Hacia la paz perpetua. Un esbozo filosófico). En la segunda edición española de Entre lo uno y lo diverso. Introducción a la literatura comparada, Claudio Guillén (2005) refleja hasta cierto punto el pesimismo de Bassnett y Spivak, definiendo la atmósfera que respiran los comparatistas del presente como la generalización del desconcierto, después de que los cuarenta años comprendidos entre 1945 y 1985 representasen una edad de oro para el conocimiento sistemático y el estudio crítico e histórico de la literatura en general, en el contexto de un espacio literario cosmopolita. Sobre todo le alarmaba la politización de las humanidades en términos hasta hace poco desconocidos. Se fija, por caso, en la hegemonía que han ido adquiriendo, en detrimento de los estudios literarios tal y como se concebían tradicionalmente, los estudios culturales y poscoloniales. Pero debe tenerse en cuenta también otro hecho relacionado con la evolución de la teoría literaria sobre todo en Estados Unidos. Con todo el respeto intelectual que merece el pensamiento de Jacques Derrida y alguno de sus seguidores como Paul de Man, no podemos ignorar que el triunfo de la deconstrucción fue negativo para la valoración de la literatura en el conjunto de los currículos académicos, que concebían las letras como un instrumento imprescindible para la formación integrada de las personas en varios ámbitos: el ético, el expresivo y comunicativo, el estético o el enciclopédico. Se consideraba, por lo tanto, que la literatura significaba algo, que poseía un valor canónico en términos de valoración artística y que proporcionaba un cúmulo de informaciones sobre asuntos importantes, que eran pertinentes —incumbentes, diría Northrop Frye (1973)— a la condición humana. La deconstrucción viene a sugerir, por el contrario, que la literatura puede carecer de sentido, que es como una especie de algarabía de ecos en la que no hay voces genuinas, hasta el extremo de que el sentido se desdibuje o difumine por completo. El libro significa, de cierto, lo que el lector quiere que signifique, pero desde este relativismo hermenéutico, que la fenomenología del citado Roman Ingarden explica por la evidencia de que la obra literaria es
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un esquema que debe ser «rellenado» por el lector en sus lagunas, en sus «lugares de indeterminación», todavía queda mucha distancia para llegar a una «hermenéutica negativa» radical, que niega a la literatura la capacidad de transmitir cualquier sentido. Desafortunadamente, tal fue el poso que la deconstrucción fue dejando y tuvo ingratas consecuencias inmediatas en el estatuto de los estudios literarios en el ámbito universitario de las humanidades. Como consecuencia, se produjo un vacío, una suerte de campo calcinado en el que había que sembrar algo nuevo; por ejemplo los Cultural Studies. Una respuesta a tales lecturas reduccionistas ya ha sido sugerida en ciertos textos de Derrida en relación con la literatura comparada, tales como, por ejemplo, «Who or What is compared». Las siete tesis de Derrida son fundamentales para repensar el papel de la literatura (comparada) en las humanidades (Universidad sin condición; ver también Cohen). Pero simultáneamente al auge de estas interpretaciones reduccionistas, y quizá por ellas y por factores externos (las proporciones exactas serán debatidas durante mucho tiempo), la tradición literaria se difumina, pierde su papel central, y junto a ella la tradición académico-filológica de los estudios literarios en los que, como disciplina más joven, se integra la literatura comparada7. Edward Said no tiene, así, inconveniente en reconocer también que el poscolonialismo, los estudios culturales y otras disciplinas similares acabaron por desviar «las humanidades de su legítima preocupación por la investigación crítica de los valores, la historia y la libertad, convirtiéndolas, según parece, en toda una fábrica de especialidades despreocupadas y repletas de verborrea, muchas de las cuales se fundan en la identidad y, con su jerga técnica y sus particulares alegatos, se dirigen únicamente a personas ya convencidas, acólitos y demás académicos» (Said, 2004, p. 14). Por otra parte, está convencido de que «esas variedades de lecturas deconstructivas derridianas» terminan «en indecibilidad e incertidumbre» (p. 66). No debe sorprendernos, pues, la única solución que Said (p. 34) propone en su obra póstuma: «un retorno a un modelo filológico-interpretativo más antiguo y basado más extensamente que el que ha prevalecido en Estados Unidos desde la introducción del estudio humanístico en la universidad norteamericana hace ciento cincuenta años». No se nos oculta la responsabilidad que los excesos teóricos tuvieron en esta debacle, según el diagnóstico que George Steiner
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(1989, p. 7) hace de una cultura académica en la que se registra el predominio escandalizante «de lo secundario y de lo parasítico». Que en Estados Unidos acabó produciéndose una reacción en esta línea por parte de los académicos se puede comprobar, por ejemplo, en documentos como el informe de Karen J. Winkler (1993) «Scholars Mark the Beginning of the Age of Post-Theory» [Los académicos marcan el comienzo de la era de la posteoría], que señala un importante cambio de rumbo8. Este es el escenario en que se produce el informe Bernheimer (p. 5) de la American Comparative Literature Association (ACLA), que es crítico con el cambio deconstructivo de las humanidades. Bernheimer denunció la tendencia que da «prioridad a la teoría sobre la literatura, el método sobre el tema» por la influencia poco favorable de «la aporía inevitable de la indecidibilidad deconstructiva». De la misma manera, Bernheimer deliberadamente dio una imagen muy reducida de la deconstrucción con el fin de que los estudios culturales aparecieran como una salvación. A esta devaluación de la especificidad literaria y la incumbencia significativa de los textos se vino a unir la política del multiculturalismo y su rechazo del canon occidental con la erradicación de los programas de los escritores hasta el momento considerados clásicos, contra lo que levantó su voz Harold Bloom (1994), desenmascarando a la llamada «Escuela del Resentimiento»9. Desde el punto y hora en que «el valor de la obra es percibido como fundamentado principalmente en la autenticidad de la imagen que proyecta sobre la cultura que representa, política y miméticamente» (Bernheimer, p. 8), cada literatura es absolutamente equiparable con cualquier otra, se esencializa en sí misma, sin el reconocimiento previo de ninguna primacía o prevalencia. En consecuencia, se neutraliza cualquier posibilidad de juicio diferenciado y de comparación, y al denostado canon eurocéntrico no se le sustituye por otro formado a partir de las literaturas africanas u orientales. Por esta senda llegamos a otra aporía que se añade a la ya mencionada: «el comparatismo multicultural comienza en casa con una comparación de uno mismo con uno mismo» (Bernheimer, p. 11). Por el contrario, lo que Bernheimer denomina «la ansiedad del comparatismo» ofrece un vasto campo de posibilidades para la aproximación colaborativa entre el más joven de los estudios literarios y las múltiples facetas de los estudios culturales.
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Desde los dos últimos decenios del siglo pasado se viene hablando del «nuevo paradigma» de la literatura comparada, por utilizar el mismo término que, a partir de Thomas S. Kuhn (1962), Pierre Swiggers (1982a; 1982b) y Douwe W. Fokkema (1982) hacen suyo. ¿Podríamos reconocer que aquel «nuevo paradigma» sigue conservando su validez treinta años después de sus primeras formulaciones? Entre aquellas propuestas de entonces se encuentran algunas de indudable valor todavía hoy. Ante todo, la ampliación de la perspectiva del texto literario singular como eje de la literatura. En su lugar debe situarse el sistema de la comunicación literaria, que integra, junto al texto propiamente dicho, las situaciones y determinaciones de su producción, recepción y posprocesado, con los diferentes códigos actuantes a lo largo de todo el proceso. Los aspectos supranacionales de este «sistema literario» serían, pues, el objeto de la literatura comparada. Para ello es preciso, según Fokkema, recurrir a métodos de análisis que complementen las metodologías tradicionales, sobre todo en una dirección psicológica y sociológica, experimental. Hay que reconstruir las diferentes situaciones literarias a lo largo de la historia, y para ello es imprescindible el conocimiento de las reacciones de los lectores, de las que se deducirán los códigos que indujeron a determinados públicos a considerar ciertos textos como literarios y otros no. Para ello, tales códigos deben ser confrontados con códigos de otra índole. De lo que se trata es, en definitiva, de comparar sistemas literarios desde la perspectiva de los efectos que han producido y producen en sus destinatarios; de analizar las condiciones de la producción y la recepción de la literatura en el marco más amplio de una semiótica fundamentalmente pragmática y de la teoría de la comunicación. En cualquier caso, la noción del «paradigma» de Kuhn puede que necesite ajustarse y hacerse más relevante en este terreno, porque, al contrario de las ciencias sociales, los estudios literarios hacen muy poco por explicar y mucho por interpretar (por emplear los términos de Dilthey) y evaluar. La versión literaria del «paradigma» responde a la pregunta «¿Qué es importante?», en vez de a la pregunta «¿Cómo se puede explicar esto?», siendo la «importancia» obviamente más un asunto de consenso que de causalidad; una historia kuhniana de la Literaturwissenschaft acabaría por enfatizar los determinantes sociales incluso más que cuando Kuhn escribió sobre las revoluciones científicas.
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A la luz del planteamiento de Fokkema («La literatura comparada»), resulta inconfundible la estirpe de quienes, a partir del último tercio del siglo xx, vienen contribuyendo desde la teoría a una literatura comparada de nuevo cuño. Estirpe que incluye, tras Viktor Sklovski y Iury Tinianov, a Jan Mukařovský, Felix Vodicka, Hans Robert Jauss, Iuri Lotman, Norbert Groeben, Siegfried J. Schmidt y, muy especialmente, a Dionýz Ďurišin e Itamar Even-Zohar. Es decir, amén del Círculo de Praga, que tan bien supo armonizar el formalismo con la consideración histórica y social de la literatura, representantes conspicuos de la «estética de la recepción» alemana, la Semiótica de la Cultura de Tartu, la pragmática y la teoría empírica de la literatura, y, finalmente, la «teoría del polisistema». En esa misma línea hay que situar la más reciente propuesta a favor de una nueva literatura comparada que viene siendo formulada desde los años noventa, sobre todo por Steven Tötösy de Zepetnek. De hecho, la iniciativa de Tötösy se identifica con el amplio rubro de «The Systemic and Empirical Approach to Literature and Culture» [Aproximación sistémica y empírica a la literatura y a la cultura]. Para Siegfried J. Schmidt, el «sistema literatura» comprende cuatro esferas fundamentales: la producción de los textos, la mediación a que se someten para ser difundidos, su recepción y, finalmente, su posprocesado o transformación en otros productos no literarios. Desde esta construcción teórica y desde cada una de sus esferas es evidente que se puede desarrollar una comparación que ya no sería entre literaturas sino, como Schmidt prefiere, entre «sistemas literarios», constitutivos, como partes de un todo, del sistema universal al que nos hemos estado refiriendo desde el comienzo de nuestro capítulo. Eso es lo que Itamar Even-Zohar ha venido realizando explícitamente desde una visión comparatista con su «teoría del polisistema», tarea en la que le ha secundado eficazmente desde Bélgica José Lambert. Estas teorías permiten estudiar una compleja red de relaciones entre estos factores, que dependen los unos de los otros a modo de estructura, y trabaja con la ayuda de un cuadro de construcciones heurísticas tales como «textos canonizados y no canonizados», «modelos dominantes y dominados», «repertorio», «sistemas primarios y secundarios», «centro y periferia», «intra- e interrelaciones», «producción, tradición e importación» y «estabilidad e inestabilidad»
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del sistema. De esta sucinta enumeración cabe colegir la aplicabilidad de esta teoría al estudio de la interferencia o dependencia entre polisistemas literarios, en lo que no deja de influir la ubicación de los dos investigadores mencionados en ámbitos histórico-políticos —el de Israel y el de Bélgica, respectivamente—, multilingüísticos y multiculturales. Pero también atienden, desde los mismos supuestos, a las relaciones entre sistemas literarios o artísticos y otros sistemas simbólicos, que forman parte de un macrosistema integrador, muy próximo a formulaciones similares de la Escuela de Tartu. En especial, es de destacar la atención que esta teoría presta al complejo pero fundamental tema de la traducción. Un «sistema literario» se define, pues, como un conjunto de autores, obras y lectores relacionados por una serie de normas y modelos comunes que no coinciden necesariamente con los de otros sistemas. Las literaturas dejan de ofrecer así rígidos perfiles nacionales, pues sus fronteras son lábiles a causa de la mayor o menor estabilidad de los propios sistemas. En todo caso, ninguno de ellos existe aislado, pero las conexiones a través del espacio y el tiempo son, en este sentido, muy variables, y proporcionan un campo prácticamente inagotable para una investigación comparatística verdaderamente sistemática. A este respecto, Even-Zohar («Laws», pp. 58-60) propone como hipótesis de trabajo ciertas leyes para la interferencia y las relaciones literarias: que las literaturas nunca están en posición de no-contacto, que la interferencia literaria es casi siempre unilateral y que no va unida necesariamente a interferencias concomitantes de otro orden entre comunidades. La literatura-fuente lo es por razones de prestigio y dominio, y la literatura-receptora acude a aquella en busca de elementos inexistentes en su propio seno. Los contactos de los que se trata pueden establecerse entre un solo sector de ambos sistemas, y luego extenderse, o no, a otros; el repertorio de elementos importados no necesariamente mantendrá las mismas funciones que en la literatura-fuente, y en general la apropiación de los mismos suele llevar emparejada su simplificación, regularización y esquematización. Even-Zohar encuentra en el caso hebreo un campo excelente para contrastar la aplicabilidad de estas leyes, pues a lo largo de la historia sus relaciones de dependencia y simbiosis han apuntado hacia polos distintos, y la literatura yiddish funcionó, hasta época reciente, como «el sistema no canonizado de la literatura hebrea» (Even-Zohar, «Interference», p. 620).
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En tal frente es en el que podría curtirse esa nueva literatura comparada propuesta por Tötösy de Zepetnek, un húngaro que ha pasado gran parte de su carrera en Austria, Suiza y Canadá, y que hoy vive en Estados Unidos, quien no solo ha hecho la formulación general de sus objetivos y perfiles, sino que ha llevado su aplicación a un campo que conoce muy bien por sus orígenes personales: el estudio de la cultura de Europa Central. De todos modos, se percibe una significativa evolución en la perspectiva de Tötösy, que se ha ido inclinando cada vez más hacia los estudios culturales comparados (Tötösy y Sywenky).
Vigencia actual del «nuevo paradigma»
Pero existe otra dimensión del «nuevo paradigma» de la literatura comparada que sigue pareciéndonos indeclinable. Se trata, en síntesis, de abandonar la relación genética causal para justificar cualquier prospección comparatista, y de atenerse a lo dado, a los hechos en sí. Siempre que en dos literaturas distintas, o en una literatura y otro orden artístico, ya sea plástico o musical, aparezca un mismo fenómeno sin que haya mediado una relación de dependencia de una de las partes hacia la otra, entonces siempre asomará un elemento teórico fundamental; es decir, una invariante de la literatura. Jonathan Culler fue una de las voces que terció a favor de las relaciones privilegiadas, aunque no excluyentes, entre teoría literaria y literatura comparada. Casi cuarenta años después, luego de todas las tempestades ideológicas y metodológicas que han afectado a la disciplina obligándola a navegar entre Escila (la deconstrucción y el multiculturalismo) y Caribdis (los estudios culturales y poscoloniales y la globalización), continúa defendiendo «la centralidad de la literatura» y pensando que, en definitiva, se trata de leer textos de variados tipos, pero «leer literalmente» (2006, p. 241). Añade Culler que la investigación en literatura comparada «puede enfocarse en preguntas teóricas sobre los posibles acercamientos a la literatura mundial, sus peligros y virtudes» (p. 246) y suma su autorizada voz a la de otras igualmente positivas ante el futuro de la literatura comparada, como la del propio Haun Saussy (p. 247) —editor del volumen Comparative Literature in an Age of Globalization [Literatura
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comparada en una era de globalización], donde está incluida la contribución de Culler—, al afirmar «como en la teoría, como en la literatura comparada: nuestros triunfos parecen destinados a ser triunfos sin triunfo». Comparative Literature in an Age of Globalization se publicó como encargo del ACLA en 2006. La disciplina es por definición internacional, pero la mayoría de las tormentas teóricas antes mencionadas que han amenazado sus singladuras han tenido su epicentro en Estados Unidos. De hecho, como antecedentes del informe coordinado por Saussy, la ACLA había difundido en 1965 el «Levin Report», en 1975 el «Greene Report» y en 1993 el informe coordinado por Charles Bernheimer: Comparative Literature in the Age of Multiculturalism [Literatura comparada en la era del multiculturalismo]. De «nouveau paradigme» hablaba también el rumano Adrian Marino (Comparatisme, pp. 141-146). Si se trata de «literatura», se implica necesariamente una dimensión realmente universal, mejor que supranacional. El conjunto de todas las literaturas del mundo, grandes y pequeñas, se confunde con «la literatura pura y simple» (p. 144), y solo desde este «approche globale de la littérature» —la «republique mondiale des lettres» de Pascale Casanova— puede surgir una poética sólidamente fundamentada, pues las categorías, los criterios generales y las tipologías son inseparables de lo universal. Una teoría literaria se construye con la ayuda de elementos a la vez generales y generalizadores que denominamos invariantes, pero estos tanto más significativos y válidos son cuanto aparecen en literaturas que no han estado en contacto intenso y habitual entre ellas; por ejemplo, en las europeas y las orientales (Comparatisme, p. 92). Esto mismo es lo que hace Earl Miner desde la perspectiva formal de la poética. Cuando en la literatura china encontramos un tipo de composición lírica que es equiparable a un «alba» románica medieval, entonces sí que podremos proclamar, con toda justeza, que aquello constituye una constante literaria más allá de la contingencia de lo puramente histórico. Miner declara inequívocamente que hay un vínculo íntimo entre géneros y poéticas explícitas sobre el supuesto de que los géneros son idénticos a pesar de sus distintos nombres a través de las culturas: «La tesis de este ensayo es que una poética originativa se desarrollla cuando un crítico o críticos perspicaces definen la naturaleza y condiciones de la literatura en términos del género mejor considerado en el momento. Por “género” se
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quiere decir drama, lírica y narrativa. Estos “géneros fundacionales” pueden llamarse de otras maneras» (Comparative Poetics, p. 7). Pero una variación nominal sencilla es un principio difícil de aceptar para un acercamiento comparatista de los géneros. Recordemos el argumento de la comparatista polaca Stefania Skwarczynska: «No es posible negar que a un europeo le resulte difícil estar de acuerdo con un indio o un chino en cuanto a la naturaleza de los géneros: uno normalmente duda si están hablando de lo mismo» (citado en Navarro, «Un ejemplo de lucha», p. 86). Además, el argumento de Miner se contradice con su propio segundo canon de comparabilidad, pues declara que dos géneros pueden tener funciones idénticas en sus respectivos sistemas literarios. En cualquier caso, parece obvio que es imposible construir una teoría sólida sobre los géneros literarios a partir de obras tomadas exclusivamente de la historia de la literatura europea.
Metodología comparatista
Se le suele achacar a la literatura comparada una cierta indefinición metodológica y reclamarle algunas concreciones a este respecto que a veces los comparatistas no parecen dispuestos a dar. Hemos reconocido ya que el comparatismo, por la inmensidad de las áreas que abarca, tiene un componente de utopía. Ello no quiere decir, sin embargo, que no exista una metodología de la literatura comparada que sea capaz de producir resultados concretos. Manfred Schmeling prestó especial atención a este problema proponiendo varios tipos y estrategias diferentes de comparación. Earl Miner ha elaborado, por su parte, una Comparative Poetics [Poética comparada], concebida como An Intercultural Essay on Theories of Literature [Un ensayo intercultural sobre las teorías de la literatura]. De lo que trata es de comparar las distintas «concepciones o teorías o sistemas literarios» (Comparative Poetics, p. 4), sus géneros y constantes fundamentales expresadas de forma discursiva por creadores y pensadores a lo largo de la historia, tanto en Occidente como en Oriente. No es casual que Miner reconozca como fuentes primeras de su inspiración a dos figuras ya citadas, René Étiemble y René Wellek, ni que dedique su obra, in memoriam, a James J. Y. Liu, el autor de Chinese Theories of Literature [Teorías literarias chinas]. De la enorme utilidad de sus pesquisas puede hablarnos el que Mi-
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ner haya llegado a la conclusión de que la trilogía genérica de lírica-épica-dramática resulta obligada para todo sistema literario, pues la única diferencia entre la tradición europeo-aristotélica y la oriental sino-japonesa es que en la primera la lírica está tan solo implícita en principio, mientras que en la segunda ocurre exactamente lo contrario, porque la poética del drama y de la narración derivan de la de la poesía propiamente dicha. A su vez, Marino (Comparatisme, p. 214) reclama para la nueva literatura comparada un tipo de descripción de los hechos fundamentalmente fenomenológica, esencialista, fiel a la máxima husserliana de «a las cosas mismas» (zu den Sachen selbst) frente a las descripciones superficiales y morfológicas. El análisis de las analogías y las similitudes se hará sin forzar el hallazgo de las relaciones genéticas, como una prueba privilegiada de la existencia de verdaderas invariantes teóricas. En cuanto a los paralelismos, entendidos como fenómenos objetivos, Marino (pp. 224-232) propone que se distingan dos grandes grupos o constantes, que admitan a la vez dos posibilidades en cada caso. Por una parte, los que se pueden explicar históricamente pero sin recurrir a contactos o influencias (a modo de una «poligénesis paralela», como él la denomina), frente a los que deben justificarse del modo contrario, tal y como ocurre con Goethe y Carlyle. El primer modelo de paralelismo se aleja por completo de cualquier interés poligenético o simplemente genético, y actúa en este orden de cosas de modo aparentemente arbitrario, formulando o bien paralelos contrastivos entre autores, obras, hechos literarios de diferentes lenguas y momentos históricos, con el fin de evidenciar particularidades y diferencias, o bien proponiendo, en una dirección opuesta, paralelos generalizadores. Solo el tiempo transcurrido desde el informe de Bernheimer (1993) permite responder con certeza a la cuestión de si la porosidad y maleabilidad de la literatura comparada han jugado a favor de su permanencia como disciplina académica sin desnaturalizarse ante la diversidad y amplitud de los estudios culturales. Y podemos concluir que ha demostrado poseer suficientes recursos como para superar contradicciones, integrar nuevas perspectivas y progresar en el sendero de la interdisciplinariedad.
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Así ha sido en efecto, si nos atenemos al nuevo informe de Haun Saussy (2006). En él se habla sin reserva del «triunfo de la literatura comparada», en cuanto que no solo ha superado las tormentas finiseculares sino que se muestra ahora cargada de legitimación, investida de una sutil autoridad semejante a la del primer violín en una orquesta. Sus departamentos han demostrado una generosa hospitalidad «a las aproximaciones misceláneas, desfavorecidas, obsoletas o demasiado-buenas-para-ser-verdaderas» (p. 34). Su cosmopolitismo de raíz ha contribuido a superar las limitaciones de los estudios culturales y a corregir los excesos eurocéntricos; por lo mismo, ha ayudado a orientar los debates sobre el canon abriéndose a nuevos modelos de canonicidad; y en cuanto a la literatura mundial, más que un rival, se ha convertido en «un objeto, incluso un proyecto, de literatura comparada» (p. 11) como si regresásemos a los tiempos del encuentro entre Goethe y Ampère. Pero el dignóstico de Saussy no resulta ni voluntarista ni aventurado. Tiene recios fundamentos. En primer lugar, por supuesto, algo tan determinante como «la universalidad de la experiencia humana» (p. 12). Y, en segundo término, que «no hay cultura humana que no tenga arte verbal» (p. 17). El terreno que pisa la literatura comparada es tan sólido como el de ese empleo particular del lenguaje para producir belleza y reproducir el mundo y la naturaleza humana al que llamamos literatura. Por eso propugna «la crucial importancia de la literariedad para la disciplina», empeño en el que colaborarán las otras tres ramas de los estudios literarios, pero, sobre todo, y sin menoscabo de la historia y la crítica, la teoría de la literatura: «Todos los que realizaron o aplicaron la teoría se convirtieron en comparatistas» (p. 18). Estudiar literatura es leer atentamente textos —close reading— para descubrir su unicidad estética a partir de su entramado lingüístico. Textos que forman parte de un sistema de acciones en el seno de la sociedad, entre las cuales las principales son la creación y la lectura, pero también interesan las distintas formas de mediación y de transformación del producto literario en otros derivados de él. Esto nos lleva inevitablemente a la consideración de otros discursos y otros códigos, así como del papel que las nuevas tecnologías de la comunicación desempeñan ya no solo en la difusión de la literatura, sino en la transformación de los mismos procesos creativos que la producen, sin ignorar su enorme influencia en la «enciclopedia»
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cultural y el propio ejercicio del «acto de leer» (Iser) por parte de las nuevas generaciones de «nativos digitales» (Prensky). Acaso más que nunca antes, profundizar en el conocimiento del fenómeno literario significa hoy por hoy estudiar textos desde una perspectiva comparatista: hacerlo con la mentalidad, la actitud y la metodología de la disciplina académica que desde hace ya dos siglos se viene denominando literatura comparada.
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2. La literatura comparada como teoría interliteraria
a teoría interliteraria ha sido formulada por el académico eslovaco Dionýz Ďurišin no solo como una disciplina distinta de la literatura comparada, sino también como aquella que con el tiempo la reemplazará. De todos modos, valiente contradicción, titulamos este capítulo «La literatura comparada como teoría interliteraria». Aportaremos la merecida explicación con una breve presentación de esta teoría, una revisión de las contribuciones principales que permiten repensar la literatura comparada, y una discusión sobre algunos de sus principios y de su evolución futura.
L
¿Qué es la teoría interliteraria?
Preguntar qué es la teoría interliteraria —o, empleando su denominación completa, la teoría de los procesos interliterarios— es similar a preguntar qué es la teoría de la relatividad: ¿qué estamos preguntando? Comencemos con la teoría de la relatividad. Las respuestas que adoptan la forma de una definición, por ejemplo: «la teoría de la relatividad (sea general o especial) es…», son inadecuadas, aunque las formule el mismo Albert Einstein: «La teoría de la relatividad especial es una adaptación de los principios físicos a la electrodinámica de Maxwell-Lorentz» (p. 484). Para facilitar la aproximación, sería conveniente reformular la pregunta: ¿qué hace la teoría de la relatividad especial? Originalmente se desarrolló para explicar por qué la velocidad de la luz no varía si la fuente o el observador están en movimiento, puesto que la velocidad de la luz es la misma en to-
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das las direcciones, como bien demostró el experimento de Michelson y Morley en 1887. Por lo tanto, una teoría es la solución a un problema. ¿Y qué problema resuelve la teoría literaria? En el caso específico de los estudios literarios, Jonathan Culler ha defendido que la teoría —teoría a secas o teoría crítica— «no es una descripción de la naturaleza de la literatura o de los métodos más adecuados para su estudio (aunque ambas cuestiones son parte de la teoría)», sino «un conjunto de reflexión y escritura de límites extremadamente difíciles de definir» (Teoría literaria, p. 13). Para Culler, la teoría se define mejor por sus efectos prácticos, es decir, no solo por las soluciones que aporta, sino por su contribución a una nueva concepción del problema mismo: La teoría es, con frecuencia, una crítica belicosa de las nociones de sentido común y, más todavía, intenta demostrar que lo que damos por seguro como «de sentido común» es, de hecho, una construcción histórica, una teoría particular que ha llegado a parecernos tan natural que ya ni siquiera la percibimos como teoría. Al ofrecer una crítica de lo aparentemente razonable y desarrollar la exploración consiguiente de concepciones alternativas, la teoría nos lleva a cuestionar las premisas o los supuestos más básicos en el estudio de la literatura, y perturba todo lo que se puede haber dado hasta ahora por sentado. (Teoría literaria, p. 15).
La teoría tiene, por tanto, muchos significados solapados e incluso contradictorios. En términos generales, una teoría es una solución a un problema bajo la forma de una explicación compleja, especulativa y no evidente. Por ejemplo, lo vemos en cómo se usa el término «teoría» en la expresión «teoría de la relatividad», y existen casos similares en el campo de los estudios literarios. Sin embargo, como señaló Culler, en los estudios literarios, la teoría (crítica) puede referirse a un «género», una «serie no articulada de escritos sobre absolutamente cualquier tema, desde las cuestiones más técnicas de filosofía analítica hasta las diversas maneras en que se ha pensado y se ha hablado de nuestro cuerpo» (p. 14). En el caso de la teoría interliteraria de Ďurišin, el término teoría se emplea en el primer sentido. Antes de preguntarnos qué problema literario aspira a resolver Ďurišin, debemos remarcar un significado implícito adicional —erróneo desde nuestro punto de vista—
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que se vislumbra cuando afirma que «el estudio de la relación de una literatura nacional con otras literaturas, es decir, con el contexto interliterario, contribuye a la formulación de las reglas del proceso interliterario y también, de manera frecuente y casi primordial, al conocimiento del carácter individual y de la naturaleza específica de la literatura nacional» (Theory of Literary Comparatistics, p. 24). Nada que objetar por el momento, pero la confusión llega cuando Ďurišin propone que la teoría interliteraria debe reemplazar a la literatura comparada. «Hemos visto que en este momento es necesario incluir decididamente en la esfera [de la teoría interliteraria] las que hasta ahora han sido consideradas tareas de la comparación literaria» (p. 149). Parece que la compleja y especulativa explicación de Ďurišin del problema le ha llevado a sustituir la literatura comparada con la teoría interliteraria, lo que implica confundir una disciplina (la primera) con una teoría (la segunda). De hecho, Ďurišin está criticando la «división del trabajo» que existe tradicionalmente en los estudios literarios entre lo nacional (filologías nacionales, historias literarias nacionales) y lo inter o supranacional (literatura comparada), puesto que el proceso interliterario no corresponde a ninguno de estos ámbitos. Una disciplina es mucho más amplia que una teoría, es más, la mayoría de las disciplinas incluyen teorías contradictorias. La siguiente analogía puede ser de ayuda: la gravitación se asocia con la disciplina de la física, de la misma manera que la teoría interliteraria se asocia con la disciplina de la literatura comparada. Pero la teoría interliteraria no es toda la literatura comparada, al igual que la teoría de la gravitación no es toda la física. De hecho, dentro de la física existen escuelas de pensamiento para las que la gravitación es un fenómeno insignificante. Dicho esto, regresemos a la cuestión inicial: ¿qué función cumple la teoría interliteraria? ¿Qué problema aspira a resolver? Problema Para la teoría interliteraria el problema se formula en los siguientes términos: «Existe una unidad dialéctica contradictoria que, a través de la tensión entre la historia de la literatura nacional y la historia de la literatura mundial, deviene en una práctica históricoliteraria» (Ďurišin, Notions, p. 14).
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La teoría como explicación del problema La teoría que aspira a dar una explicación a este problema se llama teoría interliteraria o teoría del proceso interliterario, porque el proceso (inter)literario se refiere al «desarrollo, la progresión y las vías de ascenso literario, el crecimiento de la literatura» (Notions, p. 13). Definición de teoría interliteraria La teoría interliteraria es una explicación compleja, especulativa, no-obvia, del proceso (inter)literario. Oscila entre los polos de literatura nacional y literatura mundial, a través de categorías como «comunidades interliterarias específicas, comunidades interliterarias estándar y centrismos literarios» (Notions, p. 14). En nuestras propias palabras, la teoría interliteraria pretende explicar cómo se establecen relaciones entre obras individuales y de qué manera se crean los grupos literarios —de menor a mayor— como consecuencia de estas relaciones, y cómo determinan los rumbos dominantes de la literatura (mundial).
Si entendemos la teoría interliteraria (teoría en el sentido de una explicación especulativa, compleja y no evidente del problema) como una teoría que ha contribuido a nuevos desarrollos dentro de la literatura comparada, el título de este capítulo se debe entender como una de varias maneras en que se formula la disciplina.
La teoría interliteraria como crítica a las nociones de sentido común
Como hemos mencionado, la teoría interliteraria está férreamente asociada con la literatura comparada, aunque esta afirmación exige mayor explicación. El verbo «estar» debería sustituirse por «debería estar», en el caso de que la academia considere (como nosotros) que esta teoría puede contribuir a la literatura comparada. Además, no debemos pasar por alto que, aunque determinadas formulaciones de la literatura comparada tienen un alcance global, otras siguen siendo locales. La teoría interliteraria es un ejemplo de lo segundo. Ni ha sido abordada en manuales occidentales ni ha sido
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influyente en Occidente. Su influencia se limita a su lugar de origen (Eslovaquia y República Checa), con cierta difusión hacia el oeste (Austria), el sur (la antigua Yugoslavia) y el este (Rusia). Que la teoría sea una crítica de nociones previas del sentido común es de especial importancia en el caso de la teoría interliteraria. En muchos manuales de literatura comparada aparece una historia dual de la disciplina, que se compone de dos escuelas consecutivas, la francesa y la americana. Paul Van Tieghem, con su manual de 1931, La Littérature comparée, está considerado la figura clave de la escuela francesa, mientras que René Wellek, con su diagnóstico en 1958 de la crisis de la literatura comparada, y Henry H. H. Remak, que reaccionó en 1961 con su propia definición de la disciplina, figuran como las personas claves de la escuela americana. A pesar de lo pedagógicamente conveniente que resulta, esta visión de la historia de la literatura comparada es muy restrictiva y manifiestamente engañosa. Por una parte, el concepto de escuela da la falsa impresión de referirse a un grupo cohesionado de académicos que comparten principios, teorías y metodologías respecto a la disciplina. Esto está muy alejado de la verdad y, aunque Claudio Guillén ha tratado de mitigar las implicaciones unificadoras del término escuela reemplazándolo por hora (Entre lo uno y lo diverso, pp. 71 y 86), el problema sigue estando ahí. Por otra parte, si uno se toma esta terminología nacional demasiado en serio, tendría que enfrentarse al hecho de que muchos académicos franceses, como René Étiemble, fueron mucho más influyentes en la academia americana que en la francesa; y que Wellek, aunque creó el Departamento de Literatura Comparada en la Universidad de Yale y formó e inspiró a una generación de comparatistas, era un exiliado checo que se había educado en la Universidad Carolina de Praga y había participado en el famoso círculo lingüístico de la capital checa. De hecho, Wellek siempre rehusó la etiqueta de líder de la escuela americana. Y lo más importante, académicos de todos los rincones del mundo, además de Francia y Estados Unidos, han hecho contribuciones sustanciales a la literatura comparada; el propio Ďurišin, eslovaco, es un ejemplo destacado. En sus influyentes obras —Slovenská realistická poviedka a N. V. Gogol [N. V. Gogol y el relato corto eslovaco] (su tesis doctoral) y Problémy literárnej komparatistiky [Problemas del comparatismo literario]— Ďurišin reacciona contra lo que identifica como el principio clave de la literatura comparada de estilo francés (también critica-
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do por Wellek en 1958), a saber, el estudio de la influencia entre obras literarias. A diferencia de Wellek, la crítica principal de Ďurišin no es al «aspecto comercial» de los estudios de influencia, ni el oscurantismo metodológico en el análisis de la influencia dentro de una única literatura (como sucede con la crítica literaria nacional), o entre distintas literaturas (como en la literatura comparada). Lo que Ďurišin impugna es el concepto mismo de influencia. La concepción clásica de influencia sostiene que un escritor reproduce, mecánicamente, algún elemento de una obra previa, de modo pasivo y unilateral. Por el contrario, para Ďurišin, la influencia debe ser reimaginada como recepción, tanto individualmente (puesto que un escritor reescribe creativamente elementos de obras previas), como sistemáticamente (dado que la atracción de un escritor hacia obras específicas de otras literaturas revela algo acerca del estado sistémico, tanto del sistema de envío como de recepción, que no es una cuestión de valor). Los argumentos de Ďurišin sobre la dimensión creativa de la recepción individual allanaron el camino para los Rezeptionsästhetik (estética de la recepción) de Hans Robert Jauss en los años ochenta. Asimismo, sus argumentos sobre las condiciones sistémicas de la recepción fueron decisivos para la teoría de los polisistemas de Itamar Even-Zohar, en circulación desde finales de los setenta. Esta crítica de los estudios de la influencia según la práctica tradicional de la literatura comparada fue posible porque Ďurišin se basó en las lecciones proporcionadas por la Istoricheskaia poetika (poética histórica) de Alexander Veselovsky y los formalistas rusos1. Esta genealogía puede parecer problemática porque Veselovsky fue duramente criticado por muchos formalistas rusos, particularmente por Sklovski. Sin embargo, no debemos pasar por alto el estado de la literatura comparada en tiempos del último estalinismo, cuando se acusaba a la disciplina —y, por tanto, a Veselovsky como su fundador en Rusia— de ser «una tendencia burguesa y cosmopolita en los estudios literarios» (citado por Dobrenko, p. 172). En este ambiente se deshizo Andrei Zhdanov (en 1947-1948) de formalistas como Boris Eikhenbaum, Viktor Zhirmunsky, Vladimir Propp y Grigory Gukovsky, entre otros. Eikhenbaum, por ejemplo, fue condenado por comparar a Proudhon con Tolstoi y estudiar la obra de Lermontov en el contexto del Romanticismo europeo (p. 172). El legado de Veselovsky a los formalistas se matiza más en la obra de Dragan
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Kujundžić, que insiste en que «Veselovsky era una inspiración, así como la figura teórica con la que los formalistas rusos más vehementemente polemizaban» (Kujundžić, p. 7). Algo parecido puede decirse de la relación de Ďurišin con las teorías de Veselovsky. Le inspiraron para desarrollar aún más un modelo de evolución literaria, mediante la identificación de sus deficiencias. La discusión de Veselovsky acerca de cómo los factores sociales condicionan la evolución de la literatura tuvo una importancia clave para Ďurišin, especialmente en relación con lo que Veselovsky llamó psikhologichesky parallelizm (paralelismo psicológico). Con este término, Veselovsky quería decir que ciertas fórmulas verbales esquemáticas son comúnmente empleadas para representar la realidad, y por tanto existe una similitud global de motivos literarios2. En 1929, André Jolles ofreció una explicación comparable en Europa Occidental, sobre la base de lo que llamó einfache Formen (formas simples), incluyendo nueve variedades (cuento de hadas, leyenda de santos, leyenda, mito, acertijo, proverbio, caso, informe y chiste) que trató como elementos fundacionales de la literatura mundial. Pero cuando estas mínimas unidades se combinan en «alta» literatura, en el sentido de la Kunstpoesie (arte literario), las similitudes —afirma Veselovsky— no pueden explicarse en base a la generación espontánea, sino que se deben a los contactos culturales. Hagamos una analogía: la fabricación de recipientes es universal entre las culturas, pero es probable que una tecnología que implica varios factores, como el esmalte de sal aplicado a la cerámica, haya sido un invento pionero de un lugar concreto, que más tarde se ha difundido hacia el exterior desde ese punto de partida.
Sin embargo, para Ďurišin, este punto de vista es demasiado restrictivo, al menos en dos sentidos. En primer lugar, subestima el papel del artista al favorecer un determinismo de la forma sobre la selección y transformación de los materiales. En segundo lugar, no puede explicar las similitudes reales entre objetos literarios de aquellas culturas que no han estado en contacto. Este último punto condujo a Ďurišin a desarrollar un complicado conjunto de «afinidades tipológicas» (similitudes literarias que no pueden explicarse por el con-
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tacto) junto a la rama de «contactos genéticos», que era el área principal del folclore y la mitología comparativos. Para su conjunto de afinidades tipológicas, Ďurišin recurrió al discípulo de Veselovsky, Viktor M. Zhirmunsky, que irónicamente optó por centrarse en este tipo de similitud tras la purga de 1947-1948, con el fin de demostrar que, cuando se comprueba que la literatura rusa comparte algunas peculiaridades con otras literaturas, estas no se deben a la influencia de la segunda sobre la primera, sino a la similitud de instituciones sociales y culturales. Respecto a los formalistas rusos, a Ďurišin le interesa cómo reaccionaron contra alguno de los principios de Veselovsky y, particularmente, cómo amenazaron la imagen tradicional de la evolución literaria como proceso armonioso. Considera esencial la sección dedicada a la influencia de Dostoievski (1821-1881) en Gogol (1809-1852), en la obra de Iuri Tinianov Archaisty i novatory [Vanguardia y tradición], (recordemos que Ďurišin escribió su tesis doctoral sobre la influencia de Gogol en el relato eslovaco realista) porque Tynianov veía la continuidad literaria como «una lucha, una tensión, a menudo entre tendencias de desarrollo contradictorias» (Ďurišin, Sources, p. 53). En resumen, el desarrollo y la crítica de Ďurišin a la investigación comparativa de Veselovsky-Zhirmunsky, y la visión de los formalistas de la evolución literaria, le proporcionaron la base para su teoría del proceso interliterario, que aspiró a rastrear el crecimiento de la literatura nacional hacia la literatura mundial. Contrastando con la entonces ubicua influencia de la llamada escuela francesa de literatura comparada, que se centró en los contactos binarios —privilegiando la obra fuente— Ďurišin puso el énfasis en el proceso creativo individual implicado en la recepción y, con el mismo énfasis, en las causas específicas en que un sistema literario, al importar materiales, es atraído hacia otro sistema, e inversamente, se aleja de otros sistemas de exportación (en esta línea, ver Even-Zohar, «El papel del ruso» y Gamsa). Esta es la razón por la que Jauss (p. 1125) admite el paralelismo de su investigación y la de Ďurišin.
Dos ramas del crecimiento literario
Desde finales de los años sesenta, el objetivo de Ďurišin era formular una teoría general de literatura mundial que implicaba, en pri-
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mera instancia, una crítica sistemática de la llamada escuela francesa de literatura comparada. En contraste con la fórmula dual de escritores/obras «X e Y» o «X en Y» —aplicada por muchos comparatistas (franceses)— entre los que el investigador puede certificar un rapport de fait (relación factual), Ďurišin defiende que las relaciones literarias no se desarrollan entre dos únicos elementos, sino a varios niveles, simultáneamente; por ejemplo, entre el elementofuente, el elemento-receptor, y sus respectivos contextos, o entre los sistemas fuente y receptor, y sus contextos3. La recepción particular de lord Byron en Eslovaquia durante el segundo tercio del siglo xix, por ejemplo, es el resultado de las relaciones interliterarias entre las literaturas inglesa y eslovaca, y entre las literaturas eslovaca y rusa (incluyendo la recepción de Byron por parte de figuras de la literatura rusa). Estas relaciones de nivel múltiple nos proporcionan información acerca de la situación sistémica de la literatura eslovaca en ese momento en particular (Ďurišin, Theory of Literary Comparatistics, p. 114). Además, los rapports de fait pueden explicar las similitudes literarias entre dos obras de literaturas distintas cuando el autor de la segunda obra ha «leído» (un término que necesita mayor profundización) una obra previa de otro escritor y, de alguna manera, la ha incorporado a la suya. Pero ¿qué sucede con las similitudes entre obras cuando el escritor de la segunda no conoce la primera? «El campo del comparatismo literario», dice Ďurišin (aparentemente dejando a un lado su propuesta de reemplazar la literatura comparada por la teoría interliteraria), «consiste en las múltiples relaciones entre fenómenos literarios, frente al contexto de literatura nacional e interliterario, mientras que la orientación del estudio surge de la equivalencia de estos fenómenos» (Theory of Literary Comparatistics, p. 100). Recurriendo a los influyentes trabajos de Zhirmunsky e Irina G. Neupokoeva, y tomando en consideración la crítica de algunas inconsistencias por parte del comparatista checo Frank Wollman, Ďurišin alcanza un modelo binario de relaciones literarias que consiste bien en contacto genético, o en afinidades tipológicas, las dos sendas del proceso interliterario. La contribución específica de Ďurišin incluye, por una parte, una clasificación detallada de las similitudes, y, por otra, una identificación de subtipos de acuerdo con los contextos que explican dichas similitudes. Su modelo se representa en la tabla 1. 63
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TABLA 1. Clasificación de las relaciones interliterarias Sendas del proceso interliterario Relaciones genéticas (de contacto)
Afinidades tipológicas
Contacto externo
Afinidades socio-tipológicas
Contacto interno
Contacto interno directo
Afinidades literario-tipológicas
Contacto interno mediado Afinidades psicotipológicas
Las relaciones genéticas dan nombre a las similitudes que resultan del contacto real entre dos obras de distintas literaturas. Este contacto puede ser externo o interno. Las relaciones genéticas externas incluyen referencias a obras literarias, historias literarias y estudios críticos, es decir, lo que la literatura comparada ha llamado tradicionalmente recepción o Wirkung (efecto, supervivencia), aunque Ďurišin insiste en que, para él, «la recepción significa algo diferente» (Theory of Literary Comparatistics, p. 108n2), refiriéndose a que entiende la recepción como algo activo y creativo. Para Ďurišin, representa este tipo de contacto el segundo capítulo de la obra Štúrovci a Juhoslovania [Los seguidores de Štúr y los yugoslavos], de Zlatko Klátic. En ella se documenta la relación del líder del renacimiento nacional eslovaco, L’udovít Štúr con la poesía épica yugoslava, al igual que las razones por las que se sentía atraído hacia la obra del poeta serbio Branko Radicevic. Contrastando con la propensión que ha mostrado la literatura comparada tradicional hacia este tipo de investigación, Ďurišin considera que solo representa un «acercamiento temprano y empírico al análisis de los frutos del desarrollo interliterario» (Theory of Literary Comparatistics, p. 108). Curiosamente, Ďurišin también incluye las imágenes (en el sentido de estereotipos) como un tipo de contacto externo, dado que pueden condicionar la razón por la que un escritor particular tiene interés en una literatura extranjera. Por su parte, los contactos internos se refieren a la inclusión de un elemento (tema, personaje, estilo, forma, situación, etcétera) de una obra dentro de otra, sea «nativa» o «extranjera»4. Los contactos internos se identifican «mediante la confrontación de fenómenos literarios, es decir, mediante el análisis y comparación de estas unida-
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des histórico-literarias» (Theory of Literary Comparatistics, p. 118). Un ejemplo de contacto interno es la influencia de La dama de las camelias (1848), de Alexandre Dumas hijo, en El idiota (1868-1869) de Fyodor Dostoievski, como verificó M. S. Altman en su estudio de 1963 «Dostoevsky i roman A. Duma Dama s kameliani» [Dostoievski y la novela de Dumas La dama de las camelias]. Los contactos internos pueden ser directos o mediados. Los contactos internos directos suceden cuando el escritor lee la obra en su lengua original, mientras que el contacto interno mediado sucede a través de la traducción, la adaptación interartística o cualquier otra variante de lo que Lubomír Doležel llamaría «transducción» (ver capítulo 6), refiriéndose a la transmisión textual entre medios que siempre implica un cierto grado de transformación5. Un ejemplo de contacto interno mediado sería la influencia de la novela Un de Baumugnes (1929), del francés Jean Giono, en novelistas eslovacos como Margita Figuli y František Švantner, porque, como demuestra J. Števček, la influencia tuvo lugar a través de la novela Kamarát Jašek [Amigo Jašek], de Dobroslav Chrobák. Lo que demuestra que Ďurišin se refería a algo muy distinto de lo que tradicionalmente se entiende por influencia y recepción es su clasificación de los modos en que las relaciones genéticas —externas o internas— pueden expresarse, tal y como muestra la tabla 26. TABLA 2. Formas de recepción interliteraria
Relaciones genéticas
Contactos externos
Formas de recepción interliteraria
Contactos internos
Formas integradoras
Formas diferenciadoras
Alusión
Controversia literaria
Préstamo
Parodia
Imitación
Farsa
Filiación Plagio Adaptación
Traducción
Desde el punto de vista de la recepción como proceso activo y creativo, mediante el cual la parte que provee altera la estructura
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receptiva y viceversa, Ďurišin distingue dos formas de recepción interliteraria: «integradora», cuando la identificación de la obra-receptora con el elemento-fuente prevalece; y «diferenciadora», cuando el objetivo es remarcar la diferencia entre la obra-receptora y el elemento-fuente. Existen seis tipos de recepción integradora. La «alusión» es una simple evocación de la obra-fuente, normalmente «asociada con figuras autoritarias bien conocidas de la literatura mundial» (Theory of Literary Comparatistics, p. 171), mediante la cita directa y los lemas paratextuales o la paráfrasis. El «préstamo» es la inclusión de un tema, imagen, dispositivo artístico, etcétera. La «imitación» tiene un papel estructural más profundo, puesto que su objetivo es introducir afinidades con la obra-fuente o género, para dirigir la evolución del sistema literario en una dirección específica. Para Ďurišin, las innumerables imitaciones que se dan a través de Europa de la obra Leonore, de Gottfried August Bürger, son un ejemplo de ello. La «filiación» se refiere al préstamo o imitación en que interviene el parentesco, étnico o de otra índole, como sucede entre las literaturas ucranianas, eslovacas y checas; esto apunta a la constitución de una comunidad interliteraria (ver más abajo). El «plagio» implica que el interés recae casi exclusivamente en el fenómeno recibido, que adquiere un papel dominante en el proceso de recepción. Y la «adaptación» cubre la translación interlingüística e intermedial7. La primera, o la traducción en sí, representa para Ďurišin «un tipo de recepción interliteraria muy característico y significante» (Theory of Literary Comparatistics, p. 178), y le dedicó su atención, aunque limitadamente, ya que el Centro de Estudios de Traducción estaba en la Universidad de Nitra, bajo el liderazgo de Antón Popovič (ver capítulo 6). En cuanto a la recepción, Ďurišin distingue tres tipos: controversia literaria, parodia y farsa, término que no define. Como su modelo de clasificación es mereológico, estas tres categorías deben ser entendidas como estrategias de diferenciación, de menor a mayor grado, respecto a la obra-fuente. La segunda rama principal del proceso interliterario está constituida por afinidades tipológicas que representan un estadio cercano a la literatura mundial, pues encarnan las leyes generales de la literatura, al no poder ser explicadas mediante el contacto. De acuerdo con su grado de intensidad y condicionalidad, Ďurišin distingue tres categorías: afinidades socio-tipológicas, literario-tipoló-
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gicas y psico-tipológicas. Las afinidades socio-tipológicas se refieren a similitudes que son el resultado de situaciones sociales similares. Un ejemplo es el crecimiento del «realismo crítico» como estilo literario en las literaturas europeas del siglo xx, como consecuencia del rápido crecimiento del capitalismo y sus formas imperialistas (Theory of Literary Comparatistics, p. 200). Las afinidades literario-tipológicas son similitudes literarias que no son atribuibles a ningún tipo de influencia externa. Para Ďurišin, este tipo de afinidad está mejor representada por el análisis de géneros. Y las afinidades psico-tipológicas incluyen similitudes literarias que responden a personalidades autorales similares. El orden en que Ďurišin presenta estos tres tipos de afinidades puede resultar sorprendente, porque aunque la lógica que subyace a la literatura mundial es el grado de proximidad a las normas literarias, el orden opuesto —de las afinidades psicológicas a las literarias— es más evidente.
Un interludio intercultural
En 1958, con ocasión de la Segunda Conferencia de la Asociación Internacional de Literatura Comparada, Wellek diagnosticó que la disciplina estaba en crisis. Tres años más tarde el paciente se recuperó gracias a la redefinición de Henry H. H. Remak: la literatura comparada es «la comparación de una literatura con otra u otras y la comparación de la literatura con otros ámbitos de la expresión humana» (p. 89)8. Fue una solución legítima, al menos en Estados Unidos, pues Remak afirma que su definición es «probablemente aceptable para la mayoría de los estudiantes de literatura comparada en este país», entiéndase «la escuela americana», pero que «será objeto de considerable discusión entre un importante segmento de comparatistas a los que llamaremos, en aras de la brevedad, “escuela francesa”» (p. 89). Al comparar el texto de Remak (1961) con el de Wellek (1958), uno se percata de que el primero ofrece un remedio chocante, ya que la definición de Remak no se ocupa del aspecto central subrayado por Wellek, a saber, que la literatura comparada «no ha sido capaz de establecer un objeto diferenciado y una metodología específica» («La crisis», p. 79)9. ¿Acaso ofrece la definición de Remak alguna solución a estos dos asuntos? De ningún modo.
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Sin embargo, Ďurišin sí abordó el primer problema presentado por Wellek, dado que la teoría interliteraria pretende explicar, como hemos visto, un proceso continuo, no limitándose a lo nacional ni a lo internacional. Es interesante que las propuestas de Ďurišin fueran por primera vez «visibles» para los académicos occidentales a principios de los ochenta, cuando Douwe W. Fokkema («Literatura comparada y el nuevo paradigma», p. 161n20), en una nueva respuesta a la crisis de Wellek, vislumbrara el surgimiento de un «nuevo paradigma» para la literatura comparada (ver capítulo 1) que se materializó en una nueva concepción del objeto de estudio, para la cual, la teoría interliteraria de Ďurišin fue fundamental. Esta nueva concepción consistía en la introducción de nuevos métodos, una nueva visión de la relevancia científica del estudio de la literatura y una nueva visión de su justificación social. El hecho de que Fokkema mencionara las obras de Ďurišin de pasada, en una nota al pie de página, puede explicar, entre otras razones, por qué sus contribuciones ocupan, todavía hoy, un lugar menor en la literatura comparada convencional. Volvamos a la definición de Remak y veamos cómo su solución consiste simplemente en ampliar el alcance de la literatura comparada, del tradicional eje interliterario (la comparación de una literatura con otras) a los «novedosos» ejes interartísticos (comparación de una literatura con otras artes) e interdiscursivos (comparación de una literatura con otras áreas de conocimiento, como la historia, la filosofía, las ciencias sociales, las ciencias, la religión, etcétera). Irónicamente, y aunque Remak afirmó que su definición era «probablemente aceptable para la mayoría de los estudiantes de literatura comparada» en Estados Unidos, los nuevos conatos de resolver la crisis de la literatura comparada consistieron en expandir aún más el eje interliterario en la academia estadounidense a través de lo que se puede llamar tres corrientes consecutivas: estudios poscoloniales (ver capítulo 3), estudios Este-Oeste y literatura mundial (ver capítulo 4). Estas tres corrientes comparten el objetivo de superar el eurocentrismo, un problema que Wellek no menciona, contrastando con las inquietudes de René Étiemble, uno de los académicos destacados de lo que Remak llama, en aras de la brevedad, la «escuela francesa». Aquí queremos enfatizar el papel desempeñado por los estudios Este-Oeste, pues tienen un vínculo directo —aunque inadvertido— con las clasificaciones de afinidades tipológicas de Ďurišin. Como
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hemos visto, Ďurišin considera que las afinidades literario-tipológicas incluyen «fenómenos literarios específicos», que «resultan de las leyes del crecimiento interno, por ejemplo, de los estilos y tendencias literarias y en el análisis final de los constituyentes de la obra de arte» (Theory of Literary Comparatistics, p. 203). Recurriendo tanto a este principio, como a las admoniciones de los años sesenta de Étiemble para superar el eurocentrismo, proclamando que «la literatura, de ahora en adelante, solo puede significar la totalidad de todas las literaturas, vivas o muertas, de las que queda un rastro escrito, o incluso oral, sin discriminación alguna respecto a lengua, política o religión» («Do we have to revise the notion of World Literature?» [¿Tenemos que revisar el concepto de literatura mundial?], p. 96), los estudios Este-Oeste emergieron como eje horizontal para la investigación de afinidades compartidas entre literaturas orientales (principalmente chinas y japonesas) y occidentales. En cierto modo, esto significaba volver al modelo binario de rapports de fait, pero aplicado ahora a obras sin relación histórica o genética10. Numerosos académicos que han trabajado en los estudios Este-Oeste —como Étiemble— o que están muy interesados en las posibilidades del campo, encontraron en Zhirmunsky (una de las principales influencias de Ďurišin) una fuente de inspiración (ver, entre otros, Chadwick y Zhirmunsky). Claudio Guillén, por ejemplo, afirma que quienes cultivan desde hace años estos «estudios de Este/ Oeste son probablemente los más audaces, sobre todo desde un punto de vista teórico» (Entre lo uno y lo diverso, p. 40). Asimismo, Guillén formula en el patrón de su obra su «modelo C» de supranacionalidad, que hace posible «el diálogo entre unidad y diversidad que estimula el comparatismo [y que] se cifra ahora en el encuentro abierto de la crítica/historia con la teoría» (Entre lo uno y lo diverso, p. 97)11. La publicación en 1990 de Comparative Poetics. An Intercultural Essay on Theories of Literature [Poéticas comparadas. Un ensayo intercultural sobre teorías de la literatura], de Earl Miner, representa un hito en la historia de los estudios Este-Oeste, puesto que la comparación binaria entre obras individuales de Este y Oeste se abandona en favor de la comparación de reflexiones metaliterarias fundacionales del Este y el Oeste, como la Poética de Aristóteles, el Arte poética de Horacio, el «Gran prefacio» a Shi Jing (poesía clásica) y el Füshikaden de Zeami (El libro de la transmisión de la flor y el estilo)12. Par-
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tiendo de la investigación de James J. Y. Lui, Miner selecciona como elementos de comparación lo que denomina «poéticas fundacionales explícitas». Una poética es explícita cuando es un texto, similar a un tratado, que versa sobre los principios de la «literatura» —como los arriba mencionados—. Y es fundacional cuando «un crítico o críticos informados define la naturaleza y condiciones de la literatura en términos del entonces más estimado género» (Comparative Poetics, p. 7; véase la conexión con la visión de Ďurišin de las afinidades literario-tipológicas). Comparando poéticas griegas, latinas, chinas y japonesas, Miner concluye que «con una excepción, la lírica es el género fundacional de los sistemas poéticos explícitos del mundo y es la base implícita de los otros» (Comparative Poetics, p. 127). La única excepción es el sistema literario de Occidente, pues su género fundacional es el teatro. En 1991, Miner extendió a la India su conclusión, cuyo género fundacional también es la lírica. En un solo movimiento —la comparación entre poéticas, y no entre obras literarias— Miner alcanzó conclusiones a gran escala sobre cómo funcionan los sistemas literarios a lo largo del mundo, aportó a la literatura comparada un nuevo léxico y encaró un elemento clave para la disciplina: el relativismo cultural. Respecto al nuevo léxico comparativo, Miner reaccionaba directamente frente a uno de los problemas que enunció Wellek en 1958, a saber, la comparación como método. «Quizás el aspecto menos estudiado en literatura comparada es», dice Miner, «qué quiere decir “comparativo” y, justamente, cuáles son los principios o cánones de comparabilidad» («Some Theoretical», p. 135). Miner distingue tres cánones de comparabilidad: alienación, homología y lectura errónea. Por «alienación», Miner entiende «una introducción deliberada de algo emparentado pero no conectado históricamente con el asunto en cuestión» («Some Theoretical», p. 139), por ejemplo: alienar las secuencias del soneto del Renacimiento occidental examinando la integración de las colecciones reales japonesas. «Homología» se refiere al hecho de que «en distintas literaturas y sociedades, elementos diferenciadores pueden desempeñar la misma función y, por tanto, ser comparados» (p. 137), como sucede con el imaginario del drama chino y las tramas de la tragedia griega, cuando se trata de establecer un carácter dramático. Finalmente, «lectura errónea» significa «interpretar un todo complejo a través de un elemento subordinado, en lugar de por su característica dominante» (p. 140). Un ejemplo es leer la lírica como narrativa,
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o la narrativa como lírica. Aquel artículo de 1987, «Algunos temas teórico-metodológicos para la literatura comparada», se expandió en la traducción francesa de 1989. En esta versión, la «alienación» es llamada l’épreuve de l’étranger (la prueba del extranjero), mientras que «lectura errónea» se reemplaza por affinités formelles (afinidades formales), que consiste en tomar como objeto de estudio un fenómeno literario que es formalmente idéntico en más de una cultura, por ejemplo, la antología. Este cambio es relevante, pues Miner afirma que «este tercer método es el que he encontrado más útil» («Études comparées», p. 175). En resumen, como hizo Zhirmunsky antes que él, y Guillén después, Miner halla en las «afinidades formales» («afinidades literario-tipológicas», en términos de Ďurišin) la clave de los universales literarios y, por tanto, da un paso hacia lo que Étiemble llama teoría literaria vraiment générale (verdaderamente general). Esto tiene relación con el relativismo cultural que, en palabras de Fokkema, «consiste en una actitud de tolerancia hacia otros patrones culturales» («Cultural Relativism», p. 240). El relativismo cultural tiene diversos grados y resulta imposible en el más radical, la comparación (de teorías literarias), pues ninguna teoría sería verdadera o falsa. Por lo tanto, es paradójico que en la historia de la literatura comparada el debate acerca de la relevancia de la comparación se haya centrado principalmente en el texto (¿qué elementos textuales garantizan la posibilidad de comparar?), en lugar de en el contexto (¿qué cuestiones de la producción y recepción garantizan la posibilidad de comparar?). En el contexto del anuncio del surgimiento de un nuevo paradigma para la literatura comparada, Fokkema aborda la cuestión de las situaciones comunicativas que garantizan la comparabilidad tomando en consideración la siguiente advertencia: «aunque deseamos respetar el ideal del relativismo cultural, en la práctica, estamos condenados a imponer nuestras propias consideraciones epistemológicas sobre nuestro objeto de estudio. [...] Sin embargo, [...] centrándonos en la situación comunicativa en lugar de en textos individuales, estamos en mejor posición para respetar las normas del relativismo cultural y aquellas de nuestra propia epistemología» («Cultural Relativism», p. 245). Este es el fenómeno que Mary Garrett llama «paradoja metodológica», que significa que, cuando uno estudia otra cultura, dicho estudio comienza dentro de una localización, frecuentemente con
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principios y conceptos ajenos a esa cultura pero familiares para el investigador. Por tanto, siempre existe el riesgo de imponer principios y conceptos externos a la cultura que está siendo analizada. Por esta razón, el concepto de literatura se ha colocado entre comillas: una poética es explícita cuando es un texto similar a un tratado que aborda los principios de la «literatura». En el contexto de las poéticas interculturales de Miner, la proyección del concepto moderno occidental de literatura y los géneros fundacionales, tanto en las culturas occidentales premodernas como en las culturas no occidentales, sigue sin ser discutido. Curiosamente, dicha proyección no es exclusiva de los académicos occidentales. «A diferencia de la escuela “francesa” de estudios de influencia y la escuela “americana” de estudios paralelos (simplificando mucho)», dice James St. André, «la escuela “china” propuso su propia metodología: la aplicación de la teoría occidental a textos chinos» (p. 294). Pero esto no significa, como sucede en el caso de las poéticas interculturales, un ejercicio eurocéntrico per se, ya que «esta metodología, en el mejor de los casos, demostraba tanto una nueva manera de leer textos chinos, como una manera de examinar la exigencia de universalidad por parte de la teoría occidental» (p. 294).
Hacia la literatura mundial
Como señaló Ďurišin desde sus primeras obras en los años sesenta, el fin último de la teoría interliteraria es proporcionar una explicación de la literatura mundial. Esto representa una diferencia clave respecto a cómo se ejercía la literatura comparada hasta ese momento en Estados Unidos y en Europa Occidental. Esto no se debe pasar por alto al aproximarse al reciente resurgimiento de los estudios de literatura mundial en Estados Unidos (ver capítulo 4). «La literatura mundial», dice Ďurišin, «es la categoría última de la investigación literaria. [...] Representa la última categoría y se sitúa en la cima de nuestros principios generales acerca del proceso interliterario» (Notions, p. 25). En cierto modo, Ďurišin estaba regresando a los orígenes disciplinarios de la literatura comparada; y no en Francia, ni más tarde en Estados Unidos, sino durante el último tercio del siglo xix, con un académico irlandés trabajando en Nueva Zelanda, una doble condición periférica en el mundo anglófo-
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no. Hutcheson Macaulay Posnett, siendo director del Departamento de Lenguas Clásicas y Literatura Inglesa del University College en Auckland, publicó en 1886, dentro de la célebre «Serie científica internacional» de la editorial londinense Kegan Paul, Trench & Co. (tras varias fusiones, la actual Routledge), un volumen titulado Comparative Literature donde concibe la comparación como método para distinguir si «el círculo de habla y pensamiento común» es «tan estrecho como una liga tribal», o contiene «muchos círculos combinados en un grupo nacional» (p. 78) o, en su versión máxima, es «literatura mundial», cuya rúbrica es «la ruptura de la literatura con grupos sociales definidos» (p. 236). Para Ďurišin, el proceso interliterario comienza con las literaturas nacionales y continúa hacia la literatura mundial, a través de una serie de fases intermedias, como muestra la tabla 3. En dicha tabla, el uso del término interliterario es inconsistente, ya que puede nombrar tanto el proceso general de la literatura nacional hacia la literatura mundial, como el proceso de la fase intermedia a la literatura mundial. Además, algunas categorías incluyen subcategorías tipológicas (este es el caso de la literatura nacional y las comunidades interliterarias), mientras que otras incluyen ejemplos (centrismos interliterarios) o definiciones claras (literatura mundial). Pero estos no son los únicos problemas. TABLA 3. Las fases del proceso interliterario Literaturas nacionales
Literatura oral de una sociedad tribal Literatura de ciudad-estado Literatura medieval étnica Literatura nacional Literatura étnica moderna
Fase interliteraria
Comunidades interliterarias
Comunidades interliterarias específicas Comunidades interliterarias estándar
Centrismos interliterarios
Centrismo de Europa Central Centrismo de Europa del Norte Centrismo del Sur de Europa
Literatura mundial
Enfoque aditivo Enfoque selectivo Enfoque histórico-literario
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Uno de los puntos más controvertidos de la teoría de Ďurišin es su concepción de las literaturas nacionales como unidades mínimas del proceso interliterario. Parte del problema radica en aplicar el concepto de «literatura nacional» a cinco categorías diferentes. Como las tres primeras categorías —literatura oral de las sociedades tribales, literatura de la ciudad-estado y la literatura medieval étnica— se conciben como tipos de literatura nacional premoderna, y la última categoría —la literatura étnica moderna— hace referencia a la literatura de una comunidad que vive dentro de otra comunidad (por ejemplo, la literatura eslovaca en Hungría), el elemento teleológico de la clasificación es evidente, con la cuarta categoría —literatura nacional— sirviendo como epifenómeno: «El proceso de formación de la literatura nacional sigue en proceso, y no solo dentro de Europa» (Ďurišin, Notions, p. 18). Esta teleología nacional es aún más prominente cuando Ďurišin tilda la literatura nacional de unidad sistémica principal: «Si la unidad sistémica de los componentes, manifestada por relaciones y afinidades, representa lo nacional-literario, entonces aquello que sostiene la interliterariedad consistirá esencialmente en el mismo conjunto de relaciones, expresado sin embargo, por una clasificación sistémica distinta» (Theory of Literary Comparatistics, p. 94). Otra controversia derivada de considerar la literatura nacional como la unidad mínima del proceso interliterario tiene que ver con su homogeneización. Si, como alega Ďurišin, el proceso literario nacional imprime una suerte de unidad a las obras producidas en su seno, entonces aquellos elementos que no han sido asimilados por el canon nacional no pueden pasar a la siguiente fase —la interliteraria— y, por tanto, no pueden formar parte de la literatura mundial. En resumen, la literatura mundial, de acuerdo a esta teoría, solo sería el resultado de un proceso acumulativo e irreversible, a pesar del énfasis de Ďurišin en el cambio (la visión de la continuidad literaria como lucha o tensión, tal y como hemos visto anteriormente).
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El Estado-nación El Estado-nación es una forma de gobierno muy específica consagrada en la historia de Europa (la Paz de Westfalia de 1648 y el Congreso de Viena de 1814-1815 son hitos de este proceso). Su expansión (no existe hoy territorio en el mundo que no sea un Estado-nación, ni siquiera la Antártida) es inseparable del imperialismo europeo y de las olas consecutivas de descolonización; de la revolución americana y la descolonización de América Latina, a las descolonizaciones posteriores a 1945. Paradójicamente, la descolonización de los antiguos imperios europeos se logró apelando a la forma de gobierno europea por excelencia (el Estado-nación). En ese proceso, las literaturas locales, herramientas predominantes para imaginar comunidades nacionales, jugaron un papel evidente en proporcionar a esos estados una nueva identidad (ver Anderson). La palabra literatura, entendida como literatura nacional, es un préstamo léxico-ideológico que se extendió por el mundo en paralelo al Estado-nación. Por ejemplo, el término árabe adab se resemantizó con el significado occidental de literatura durante el Nahda (renacimiento cultural) del siglo xix; el término japonés bungaku se empleó primero para traducir el término chino wenxue (una expresión antigua que, poco más o menos, significaba «examen de documentos») en 1870, en el contexto de la occidentalización promovida por la restauración Meiji. La literatura nacional: de unidad a código Como la gramática para la lengua, las literaturas nacionales son autodescripciones sistémicas, autoorganizaciones que distinguen lo que es sistémico («nativo») de lo que es extrasistémico («extranjero»). Reúnen repertorios y obras de acuerdo a un plan específico que posibilita la existencia de diferentes planes que rivalicen por explicar por qué una serie de obras deben ser consideradas nacionales. Al igual que uno no confunde una gramática con un idioma específico, no se debe confundir una literatura nacional con «X», ni considerar que las literaturas nacionales son unidades mínimas de la literatura mundial13. Las literaturas nacionales, aunque sean dominantes en todo el mundo, no son la única variedad de autodescripción, sea temporalmente (la idea de literatura nacional surge durante los siglos xviii y xix) o geográficamente.
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El primer nivel del proceso interliterario lo representan las «comunidades interliterarias». Como resultado de la relevancia que Ďurišin otorga a la literatura nacional, distingue dos tipos de comunidades, dependiendo de su grado de proximidad a las unidades nacionales. Una «comunidad interliteraria específica» se refiere a la coexistencia de varios sistemas literarios, cuyo nivel de integración es cercano al de las literaturas nacionales14. Para Ďurišin, las literaturas de la antigua Yugoslavia, la antigua Unión Soviética y España son claros ejemplos de estas comunidades específicas en que la propensión a la «unidad histórico-literaria de la literatura nacional» se debe a factores político-administrativos (Notions, pp. 22-23). (Uno se pregunta hasta qué punto este sigue siendo el caso. Existen contraejemplos evidentes, donde una frontera política no garantiza la integración cultural. ¿Acaso en Israel los escritores en árabe y hebreo se consideran parte de la misma «comunidad interliteraria»?). Una «comunidad interliteraria estándar» se refiere a la coexistencia de las literaturas nacionales cuya interacción es el resultado de factores varios —como la etnia (comunidad interliteraria eslava), la geografía (comunidad interliteraria escandinava), la ideología (comunidad interliteraria socialista), o la religión (comunidad interliteraria islámica)— pero su desenlace no es una unidad literaria tan homogénea como la de una literatura nacional. Para las comunidades interliterarias, Ďurišin planificó un trabajo de investigación a gran escala, cuyos resultados están recogidos en los primeros cinco volúmenes de Osobitné medziliterárne spoločenstvá [Comunidades interliterarias específicas]. Publicados entre 1987 y 1993, estos volúmenes representan la alternativa de Ďurišin a las historias literarias patrocinadas por el Instituto Gorki y el Comité de Coordinación de la Asociación Internacional de Literatura Comparada (ver capítulo 7), careciendo ambos, según el académico eslovaco, de lo que considera un requisito clave: «una clasificación de los principios iniciales para una sistematización del proceso interliterario» (Theory of Interliterary Process [Teoría del proceso interliterario], p. 140). Y aun así, como sucede con el uso de «interliterario», tampoco es sistemático el uso de «específico» en «comunidades interliterarias específicas», ya que los volúmenes incluyen capítulos dedicados a las comunidades literarias previamente caracterizadas como estándar.
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Las literaturas de España: ¿una comunidad interliteraria específica? Ďurišin ha afirmado en varias ocasiones que las literaturas de España son un excelente ejemplo de comunidad interliteraria específica. Como hemos mencionado anteriormente, el criterio principal para distinguir entre comunidades estándar y específicas es político-administrativo, porque impone un grado mayor de cohesión. Uno puede preguntarse en qué periodo específico la red de literaturas en España comenzó a ser tan intensa que pasó a constituir una comunidad específica. Ďurišin no dice nada al respecto, lo que resulta en una cosificación de las literaturas en España, como si contribuyeran acrónicamente a una literatura nacional única. Además, la prominencia del factor nacional lleva a Ďurišin a excluir toda referencia a la literatura portuguesa y, sin embargo, varias literaturas dentro de España (catalana, gallega y española) han tenido un alto grado de interacción con la literatura portuguesa en muchos momentos de la historia, hasta el punto de que hay muchos escritores bilingües (el rey Alfonso X el Sabio, Jorge de Montemayor/Jorge de Montemor o Gil Vicente, entre otros) que no encajan del todo en ninguna de las dos historias de literatura nacional (española y portuguesa). En la serie dedicada a comunidades específicas, hay solo un capítulo dedicado a las literaturas de España. Vsevolod Jevgenijevič Bagno afirma que existe una mnohonárodnej literatúry Španielska (literatura española multinacional) constituida por literaturas en español, catalán, gallego y vasco. Es una literatura española multinacional con fronteras claras —aquellas del Estado-nación— en relación con la cual la literatura portuguesa es una especie de satélite cuyo vínculo se deriva de un enlace telúrico con la literatura gallega. Desde este punto de vista, la teoría interliteraria reitera viejos ideologemas de la historia literaria de España, concretamente el particularismo y la excepcionalidad. «La tradición literaria común es una cuestión específica del caso español. De hecho, no ha existido de esta forma en las comunidades de las literaturas eslavas del este y el sur» (Bagno, p. 182). Para una historia literaria que toma como uno de sus puntos de partida teoréticos la teoría interliteraria y, al mismo tiempo, problematiza la constitución de las literaturas en España como comunidad específica, véase A Com-
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parative History of Literatures in the Iberian Peninsula [Una historia comparada de las literaturas en la península Ibérica] (Cabo Aseguinolaza, Abuín González y Domínguez).
El segundo nivel intermedio está representado por los «centrismos literarios», que Ďurišin define como cuerpos regionales mayores que las comunidades, o como comunidades que desempeñan un papel de integración a gran escala, como puede observarse en los «centrismos activos en el mundo literario de África, América Latina y Asia, por ejemplo» (Nociones, p. 24). La integración de las comunidades europeas individuales dentro de un cuerpo mayor (literatura europea) es un ejemplo representativo de lo que Ďurišin llamaría «centrismo europeo». Para elaborar sus ideas sobre este centrismo, Ďurišin hace uso de las discusiones de René Étiemble (Ouverture(s)) y Desiderio Navarro sobre el eurocentrismo, que el académico eslovaco matiza en tanto que percibe el centrismo como una consecuencia del propio proceso literario mundial. Por lo tanto, el papel integrador que desempeñaron los centrismos puede estar correlacionado con comunidades literarias que funcionan como literaturas mundiales reales, en un sentido wallersteiniano. Para investigar el centrismo, Ďurišin reunió nuevos equipos de investigación de acuerdo con los campos de experiencia requeridos: Pospíšil y Zelenka para el centrismo centroeuropeo; Ďurišin y Gnisci para el centrismo mediterráneo. Sin embargo, debido a la muerte inesperada de Ďurišin en 1997, es imposible adivinar qué rutas habrían surgido del estudio tanto de los centrismos como de la literatura mundial desde esta perspectiva. Mientras que las aportaciones de Immanuel Wallerstein en el campo de la economía han jugado un papel clave en el enfoque neoformalista del difusionismo de los géneros de Franco Moretti, su relevancia no ha sido la misma en la conceptualización de la literatura mundial. Wallerstein —un discípulo de Fernand Braudel (ver capítulo 7)— es un especialista en ciencias sociales, conocido por su «teoría del sistema-mundo moderno». Su concepto de sistemamundo se inspira en el de la économie-monde de Braudel. Un siste-
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ma-mundo es mayor que las naciones, pero tiene que ser global; varios sistemas-mundo pueden coexistir. De igual manera, uno puede decir que varias literaturas-mundo (en idiomas globales, como inglés, español, francés, portugués, chino, indostaní, etcétera) coexisten de tal manera que dependen más de recursos internos (obras originalmente escritas en las lenguas globales) que de obras traducidas15. Mientras que literatura mundial se refiere a literatura en el mundo entero, literatura-mundo es un fragmento, el fragmento más grande dentro de la literatura mundial. Aunque Ďurišin no la ha tomado en cuenta como tal en su teoría interliteraria.
Aun así, podemos hallar una pista hacia estas nuevas sendas en dos libros. El sexto volumen de Osobitné medziliterárne spoločenstvá, escrito solo por Ďurišin, ofrece una síntesis terminológica y metodológica del trabajo empírico llevado a cabo en las comunidades interliterarias de diversos lugares, desde Europa Central y del Este, a África, Asia y América Latina. La sección dedicada a las formas principales de interliterariedad merece especial atención, ya que comprende lo que anteriormente hemos visto como formas de recepción interliteraria, ya no entre obras individuales, sino entre sistemas literarios, en modo integrador o diferenciador. A continuación esbozamos algunos ejemplos clave identificados por Ďurišin dentro de los materiales de la investigación a gran escala en las comunidades interliterarias. Plurifuncionalidad (Polyfonctionnalité) Aunque es una característica clave de las comunidades interliterarias específicas, se aplica al proceso interliterario en general. Consiste en un escritor que, dentro de un sistema literario, asume el papel de varios escritores dentro de otros sistemas. Este es el caso, por ejemplo, de Ján Kalinčiak (1822-1871), que en la literatura eslovaca romántica es el equivalente de Alexander Bestuzhev (1797-1837), Mijaíl Zagoskin (1789-1852), Ivan Lazhechikov (1792-1869), Alexander Pushkin (1799-1837) y Nikolai Gogol (1809-1852) en la literatura romántica rusa.
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Complementariedad de la tradición oral (Complémentarité de la tradition orale) Durante algunos periodos, la tradición oral de una nación se convierte en herencia común de toda una comunidad interliteraria. Esto sucedió con las Byliny (baladas) rusas y los Dumy (poemas épicos) ucranianos en la comunidad interliteraria eslava. Incorporación retardada (Incorporation subséquente) Representa un regreso sorprendente a las fases previas del desarrollo literario con la intención de incorporar algunos de sus puntos al actual contexto literario. El descubrimiento en 1795 de Slovo o polku Igoreve (Cantar de las huestes de Ígor o La campaña del príncipe Ígor; finales del siglo xii) provocó un revuelo en la crítica literaria rusa e introdujo una nueva tendencia estética tanto en la literatura rusa como en la literatura mundial.
El segundo libro mencionado es el volumen colectivo Koncepcie svetovej literatúry epoche globalizácie [Conceptos de literatura mundial en la era de la globalización] (Koška y Koprda), que se publicó póstumamente, pero fue planeado por el propio Ďurišin como prueba de su teoría de literatura mundial en relación con la globalización. Proporciona buenas indicaciones sobre cómo la teoría del proceso interliterario era actualizada por Ďurišin de acuerdo con nuevos fenómenos. La última fase del proceso interliterario está representada por la literatura mundial, que para Ďurišin tiene que determinar todas las concepciones y términos de los estudios literarios. Es un fenómeno cambiante, ya que cambia de un periodo a otro, de una literatura a otra, y de un lector a otro. La literatura mundial se define como un sistema estructural de fenómenos literarios que están genética o tipológicamente relacionados (čo je svetová, p. 200). Esta definición epitomiza el enfoque histórico-literario a la literatura mundial, que pretende superar dos enfoques tradicionales (ver tabla 3): el enfoque aditivo, que define la literatura mundial como la mera suma de todas las literaturas del mundo, y el enfoque selectivo, que define la literatura mundial como un conjunto de obras maestras canónicas. čo je svetová literatúra [¿Qué es la literatura mundial?], publicada en 1992, resume tres décadas de investigación en el proceso interliterario desde la perspectiva de la literatura mundial (ver capítulo 4). 80
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La literatura comparada como teoría interliteraria
La teoría interliteraria después de Ďurišin
Hemos visto hasta qué punto es engañosa una historia de la literatura comparada polarizada en dos escuelas: la americana y la francesa. Nuestro objetivo no es proponer una tercera escuela, sino contribuir a una visión más polifacética del campo, que requiere modulaciones de inspección de la disciplina en todo el mundo. La teoría interliteraria de Ďurišin es crucial tanto para ese objetivo como para repensar tendencias futuras. Aunque la teoría de la interliterariedad surgió con la investigación de Ďurišin, su principal representante, esto no significa que sea una empresa individual. Ya hemos mencionado el carácter colectivo de la serie de casos prácticos recogida en Osobitné medziliterárne spoločenstvá, y lo específico que han sido los proyectos de investigación desarrollados por equipos, como sucede con los centrismos de Europa del Este y Central y del Mediterráneo. Además, Ďurišin admitió la importancia que tienen los estudios de traducción para la teoría interliteraria y, aunque dedicó algunos estudios a la traducción, recurrió principalmente a la investigación desarrollada por Antón Popovič y su equipo en Nitra16. La teoría interliteraria se define como un producto colectivo en dos sentidos adicionales. En primer lugar, Ďurišin comprobaba constantemente los resultados de su investigación discutiéndolos con sus colegas, con quienes trabajaba en estrecha colaboración en su institución —el Instituto de Literatura Mundial de Bratislava— o en los centros de investigación en Praga y Moscú. El número especial de 1985 de la revista Slavica Slovaca es un ejemplo clave de esto; en él, trece académicos discuten los puntos principales de la teoría interliteraria de Ďurišin. En segundo lugar, tras la muerte de Ďurišin en 1997, su teoría fue enmendada y expandida por los discípulos y colegas que habían trabajado con él, directa o indirectamente. Ya hemos mencionado el caso de los volúmenes póstumos Il Mediterraneo y Koncepcie svetovej literatúry. Un ejemplo de la riqueza y el extendido atractivo de la teoría interliteraria es el volumen colectivo de 2010 llamado Nuevas comunidades imaginadas (Vajdová y Gáfrik), donde el concepto de «comunidad imaginada» de Anderson se empareja con la comunidad interliteraria de Ďurišin.
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na revisión de los manuales de literatura comparada demuestra que la inclusión de las cuestiones poscoloniales es muy reciente en la historia de la disciplina, tomando en cuenta que el campo de estudios poscoloniales se generalizó tras la publicación de la obra Orientalismo (1978) de Edward Said. La obra de Susan Bassnett Comparative Literature: A Critical Introduction (1993) fue la primera en referirse al «mundo poscolonial», con el argumento de que el campo emergente de los estudios poscoloniales tenía objetivos similares a los de la literatura comparada. Por tanto, inspirándose en las palabras introductorias de Bill Ashcroft, Gareth Griffiths y Helen Tiffin en The Empire Writes Back (1989), comparte que «“poscolonial” [...] es el término más apropiado que ha surgido recientemente [...] para la crítica intercultural (cross-cultural) y para el discurso mediante el que se constituye» (p. 2). Bassnett se pregunta: «¿Qué es esto sino literatura comparada bajo otro nombre?» (p. 10). Uno debe concluir, por tanto, que «la crítica intercultural» es eslogan de ambos campos y, sin embargo, Ashcroft, Griffiths y Tiffin señalan explícitamente que su «libro se ocupa de la escritura de aquellos otrora colonizados por Inglaterra» (p. 1) —escribiendo en inglés, cuestión clave a la que Bassnett no se refiere—. Además, los estudios poscoloniales no son una alternativa excluyente de la literatura comparada. «Deberíamos considerar los estudios de traducción», prosigue Bassnett, «como la disciplina principal de aquí en adelante, manteniendo la literatura comparada como materia apreciable, pero subsidiaria» (p. 161). Semejantes afirmaciones estaban obviamente planteadas para defender un argumento central
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del libro, a saber, «En cierto sentido, hoy la literatura comparada está muerta» (p. 47). A pesar de lo provocadora que resulta la postura de Bassnett, su inclusión de los estudios poscoloniales en un libro dedicado a la literatura comparada estaba en sintonía con el signo de los tiempos. En 1993, en el tercer informe para la Asociación Americana de Literatura Comparada (ver capítulo 1) sobre el estado de la disciplina, Charles Bernheimer también enfatizó que «la literatura comparada debe estar activamente vinculada al estudio de la formación y reconcepción del canon», un objetivo para el que la teoría poscolonial era fundamental («The Bernheimer Report», p. 44). Resulta tentador, y seguramente es correcto, afirmar que los estudios poscoloniales no solo han transformado la literatura comparada, sino que esta también ha tratado de alterar los estudios poscoloniales. Tras diez años de interfertilización, y a diferencia de las definiciones de los estudios coloniales de Ashcroft, Griffiths y Tiffin, Waïl S. Hassan y Rebecca Saunders han hecho un llamamiento a «enfocar comparativamente los estudios poscoloniales», lo que permitiría que «los estudios poscoloniales se movieran más allá del monolingüismo y el estrecho textualismo» (p. 19). Esta es la fundación de lo que Hassan y Saunders han llamado «el proyecto de (pos)colonialismos comparados». Y sin embargo, aunque los estudios poscoloniales han adoptado una base discursiva más amplia, siguen siendo predominantemente monolingües (en inglés). Esto explica, en parte, por qué el presente capítulo se titula «Literatura comparada y descolonialidad», en lugar de «Literatura comparada y estudios poscoloniales». El lector se habrá percatado que «descolonialidad» es una palabra extraña, que no aparece en el diccionario. Como sustantivo, la palabra más cercana es «descolonización», que significa «Supresión de la condición colonial de un territorio» (Diccionario de la lengua española, RAE). Se debe asumir, en primer lugar, que «descolonialidad» tiene un significado distinto a «descolonización» —de no ser así, sería un término superfluo— y, en segundo lugar, que está emparentado con «colonialidad», que a su vez no es lo mismo que colonización. A pesar de estas diferencias, la información cronológica proporcionada por el diccionario de Oxford (Oxford English Dictionary) es extremadamente relevante. El término «colonización» lo empleó por primera vez Edmund Burke en 1770, cuando
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en el Parlamento británico discutía en contra del poder real sin restricciones, en relación con el crecimiento de Inglaterra a través de la conquista. El término «descolonización» lo empleó por primera vez el economista alemán Moritz Julius Bonn en 1938, como resultado de la ruptura del orden imperial tras la «guerra civil» europea (1914-1945). Fue después del proceso de descolonización cuando Erich Auerbach, en 1952, situó el concepto de Weltliteratur de Goethe en la interfaz paradójica de un número creciente de Estados-nación (antiguas colonias) —y, por tanto, un número creciente de literaturas nacionales (ver capítulo 4)— una estandarización, un «proceso de igualación» que «avanza con bastante más rapidez que antaño» (p. 809). El término «des/colonialidad» ha sido acuñado por académicos latinoamericanos —desde sociólogos y filósofos, a antropólogos, semiólogos y críticos literarios— dentro de un proyecto de interpretación crítica de la modernidad. En 1992, el sociólogo peruano Aníbal Quijano publicó un artículo titulado «Colonialidad y modernidad-racionalidad», en el que aparece por primera vez la distinción entre los términos colonización y colonialidad, tal y como lo emplearán más adelante los miembros del «Grupo Modernidad/ Colonialidad»1. Según Quijano, mientras que el colonialismo puede haber terminado como orden político después de las descolonizaciones de 1945, la colonialidad sigue activa como método más extendido de dominación en el mundo. Para Quijano, la colonialidad se refiere a «la relación entre la cultura europea, llamada también “occidental”, y las otras», la cual es una relación de «dominación colonial» (p. 12). Por lo tanto, el término se refiere a una colonización del imaginario de los colonizados desde dentro. Esta colonización se logró principalmente a través de la represión de los modos de conocimiento y significado, imponiendo los patrones de expresión y creencias de los colonizadores (p. 12). Es un proceso en tres fases: primero, la represión que acabamos de mencionar, que resulta en la imposibilidad del colonizado de producir cultura. En segundo lugar, los colonizadores imponen una imagen mistificada de sus patrones de conocimiento y significado, que se diferencia de los colonizados. Finalmente, estos patrones son enseñados, parcial y selectivamente, a algunos colonizados con el fin de incorporarlos a las instituciones de poder de los colonizadores. Este proceso en tres fases resulta en la transformación de la cultura
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europea en un modelo cultural universal, seductor, que hace posible el acceso al poder (p. 12). Uno puede preguntarse cuáles son las diferencias entre pos/ colonialismo y des/colonialidad cuando una definición influyente de la primera enfatiza que es «el prefijo “pos” lo que complica el asunto, porque implica una “secuela” en dos sentidos: temporal, en tanto que posterior, e ideológico, en referencia a la suplantación. Es esta segunda implicación la que los críticos han encontrado cuestionable: si la falta de equidad del dominio colonial no se ha borrado, es prematuro proclamar el fin del colonialismo» (Loomba, p. 7). De acuerdo con Walter D. Mignolo, el principal pensador descolonial, la diferencia estriba en que, mientras «el giro des-colonial [...] es un proyecto de des-prendimiento», «la crítica y la teoría poscolonial son un proyecto de la transformación académica dentro de la academia» («Delinking», p. 452)2. En el concepto de «desprendimiento» Mignolo recurre al concepto de desconexión de Samir Amin, que sigue arraigado al terreno de la economía y la política, y al concepto de desprendimiento de Quijano, incluido en el ensayo antes citado, que introduce el nivel epistémico. «Desprendimiento» significa cambiar «las ideas hegemónicas respecto a lo que son el conocimiento y el entendimiento y, consecuentemente, lo que deberían ser la economía, la política, la ética, la filosofía, la tecnología y la organización de la sociedad» («Delinking», p. 459)3. A esto debemos añadir una doble diferencia cronológica, ya que, mientras que los estudios poscoloniales se han centrado en los últimos tres siglos, la des/colonialidad rastrea sus orígenes en la «colonización cristiana y castellana de las Américas» (Mignolo y Tlostanova, p. 111), lo que supuso cuatro cambios radicales: (I) una apropiación masiva de tierras y una masiva explotación laboral, (II) el establecimiento de instituciones cristianas para controlar la autoridad, (III) control del género y la sexualidad, y (IV) control del conocimiento y la subjetividad. Esto significa que la des/colonialidad no solo precede, sino que —y esto es lo más importante— hizo posible el pos/colonialismo. «Para imaginar el orientalismo en el siglo xviii tienes que tener el occidentalismo como punto de referencia. Y el occidentalismo, en su relación específica al orientalismo, es un invento del siglo xvi», a saber, «la invención europea de las Indias Occidentales tras los “descubrimientos”» (Mignolo, The Darker Side of Western Modernity, p. 56).
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Los cuatro cambios arriba mencionados están en la base de la llamada «herida colonial». La herida colonial Mignolo define la herida colonial como «el hecho de que regiones y pueblos a lo largo del mundo hayan sido clasificados como subdesarrollados económica y mentalmente» («Epistemic Disobedience», p. 3). Dentro de este marco, la pareja «EuropaModernidad» se muestra como el último destino económico y epistémico de la humanidad a través de las sucesivas fases de la cristianización (siglos xvi y xvii), civilización (siglos xviii y xix), modernización (siglo xx) y democratización (mediados del siglo xx y siglo xxi). El control del conocimiento en las colonias implicaba, simultáneamente, la negación de conocimientos y subjetividades en las lenguas «nativas». El objetivo principal de la obra de Mignolo The Darker Side of the Renaissance [El lado más oscuro del Renacimiento] —un libro de 1995 en el que el concepto de «des/colonialidad» todavía no se elabora como concepto clave— es mostrar la colonización cultural de las Américas con relación a, por ejemplo, la escritura (el alfabeto frente a las inscripciones gráficas), la materialidad del libro (el código europeo frente al amoxtli y quipu) y los géneros discursivos (historia frente a toltecáyotl)4. Frente a la dependencia que tienen los teóricos poscoloniales (Edward Said, Gayatri Chakravorty Spivak y Homi Bhabha) de los posestructuralistas (Michel Foucault, Jaques Lacan y Jacques Derrida), los teóricos descoloniales parten de otras fuentes, desde Felipe Guamán Poma de Ayala, Mahatma Gandhi y José Carlos Mariátegui, hasta Aimé Cesaire, Frantz Fanon, Rigoberta Menchú o Gloria Anzaldúa, entre otros. Para Mignolo, el noble quechua Poma de Ayala encarna «la perspectiva fracturada del amerindio subalterno» (The Darker Side of the Renaissance, p. 246). El primer nueva corónica y buen gobierno (1612-1615) es esencial para el giro descolonial, en la medida en que Poma de Ayala hace una dura crítica del dominio español, y contrapone el conocimiento inca y preinca al conocimiento europeo.
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Figura 1 Felipe Guamán Poma de Ayala
¿Dónde debe ubicarse la comparación? Curiosamente, mientras que el concepto de descolonialidad emerge progresivamente en la escritura de Mignolo, las referencias al comparatismo se desvanecen, aunque más lentamente que las referencias a la literatura comparada. ¿Están relacionados estos fenómenos? En su artículo de 1991 «Canon and Corpus» [Canon y corpus], la literatura comparada sigue siendo una disciplina que puede aplicarse a «literaturas» en situaciones coloniales, siempre que se tomen en consideración dos salvedades y se formulen dos preguntas. En cuanto a las salvedades, Mignolo señala que, por una parte, la literatura comparada es una invención europea arraigada en el comparatismo que surgió durante la expansión de los imperios portugués y español, cuando sucedió la transición de las tres lenguas académicas principales (griego, latín y hebreo) a lenguas y literaturas nacionales europeas, como resultado de la configuración de los Estados-nación. Por otra parte, contrario a la localización específica de la literatura comparada (una invención de Europa Occidental), los procesos comparativos son universalmente compartidos por los seres humanos (p. 219). Respecto a las dos preguntas, una transfiguración de la literatura comparada exige, según Mignolo, que uno
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se pregunte: «¿qué puede comparar un comparatista?» y «¿quién está comparando qué y desde dónde?». ¿Acaso estas preguntas no implican otras insinuaciones disciplinarias? De hecho, estas cuestiones son idénticas a las que formula la antropología con relación a sus principios disciplinarios. Tomemos como ejemplo los trascendentes trabajos de James Clifford en torno a cuestiones como antropólogo/informante-«nativo», la ética de comparar grupos humanos, la poética del informe etnográfico «científico», cruces de fronteras y viajes. Un asunto desatendido en la historia de la literatura comparada en la Francia de comienzos del xix es, precisamente, cómo la disciplina halló un nicho académico propio mediante el distanciamiento de la antropología, pero empleando algunos de sus métodos y técnicas. Por otra parte, la literatura comparada construyó un espacio propio restringiendo su corpus a las «literaturas modernas», o como lo expresa Joseph Texte, a literaturas depuis la Renaissance (después del Renacimiento), puesto que fue en el siglo xv y principios del xvi cuando las literaturas individuales se hicieron distintivas, en contraste con el anonimato y la transmisión oral propios de la literatura medieval (véase la coincidencia cronológica con el surgimiento de lo que Mignolo llama occidentalismo). Por otra parte, la oposición entre literatura nacional y extranjera, y la concentración de la literatura comparada en esta última, replican la división laboral de la antropología, mientras que el antropólogo analiza otras comunidades humanas5. La literatura comparada como trabajo de campo Un caso ilustrativo de la olvidada temprana historia de la literatura comparada es el libro de 1848 La Grèce, Rome et Dante. Études littéraires d’après nature, de Jean-Jacques Ampère, de quien son bien conocidas otras obras y su papel clave en la fundación de la literatura comparada (ver capítulo 1). A diferencia de sus discusiones disciplinarias (los subcampos de los estudios literarios, incluyendo la historia literaria comparada) y la investigación comparativa (la inacabada Histoire de la littérature au Moyen Âge), el libro mencionado no ha llamado la atención de los comparatistas. Y en él, sin embargo, Ampère aboga por lo que considera un nuevo tipo de crítica literaria —la critique en voyage (crítica que viaja)— dentro de la literatura comparada. La critique
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en voyage consiste en «comparar el arte con la realidad que la ha inspirado y explicar el arte a través de esa realidad» (p. i). La Grèce, Rome et Dante es la narración de Ampère de su primer viaje a «Oriente» (Turquía asiática) en 1841, junto con el escritor Prosper Mérimée, el arqueólogo Jehan de Witte y el egiptólogo Charles Lenormant. Es una narrativa orientalista típica, en la que Ampère cartografía la división Este-Oeste, discute las influencias del Este en Homero y por primera vez atrae la atención de la crítica francesa hacia la obra de Dante, siempre centrado en el papel del paisaje y en cómo contribuye a comprender las obras literarias. Si la Sorbona abrió por primera vez sus puertas a la literatura comparada en 1832 invitando a Ampère a una conferencia, algo similar sucedió con la antropología, cuya fundación como disciplina está marcada por la creación de la Société Ethnologique en París en 1839. Curiosamente, con la critique en voyage, Ampère replicó en los estudios literarios el rito de paso de la antropología tradicional: el trabajo de campo. Como el antropólogo, el comparatista viaja a otras literaturas (literalmente en el caso del comparatista —en voyage—), las observa (como el antropólogo observa otras comunidades humanas), selecciona informantes (el paisaje, en el caso de Ampère) y escribe un informe «científico» que está principalmente dirigido a la audiencia-fuente. Véase, por una parte, cómo esta variedad de literatura comparada es una parte integrante del proyecto orientalista y, por otra, cómo el viaje y el cruce de fronteras (un leitmotiv en la historia de la literatura comparada) ha resurgido recientemente en la antropología como asunto disputable en relación con, por ejemplo, «el trabajo de campo doméstico». Por no hablar de que el quiasmo queda incompleto si uno no incluye en este retrato que, mientras que la antropología tradicional se ha restringido a las llamadas «sociedades prealfabetizadas», la literatura comparada tradicional se ha restringido a la escritura alfabética de las «sociedades modernas».
El vínculo que establece Mignolo entre la literatura comparada como invención europea, el comparatismo entre las expansiones española y portuguesa y el occidentalismo como condición de posi-
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bilidad del orientalismo también está narrado desde el punto de vista de la historia del comparatismo. Hay que tener en cuenta que ahora hablamos no de la historia de la literatura comparada, sino de la historia del comparatismo como operación mental. De acuerdo a Guy Jucquois (Généalogie), el comparatismo en el pensamiento occidental tuvo tres fases principales de desarrollo que coincidieron, respectivamente, con los sofistas de la antigua Grecia, el Renacimiento y el siglo xix. Mientras que tradicionalmente los orígenes disciplinarios de la literatura comparada se remontan a los comienzos del siglo xix, como descendencia de la tercera etapa del comparatismo (el evolucionismo dominante de esta época fue instrumental para la empresa orientalista), los pensadores descoloniales en general, y Mignolo en particular, señalan la relevancia de la segunda fase en la constitución de la futura disciplina, puesto que fue entonces cuando «el concepto de literatura había sido forjado y consolidado bajo la experiencia de la escritura alfabética» («Canon and Corpus», pp. 223-224). Si la literatura comparada aspira a enfrentarse al rico espectáculo de la pluralidad literaria a lo largo del mundo, su perplejidad está precedida por la etnología comparada, que desde los comienzos del siglo xvi pretendió enfrentarse al rico espectáculo de las diferencias culturales humanas, de acuerdo a las posiciones que «las distintas sociedades humanas habían alcanzado en una escala temporal histórica» (Pagden, p. 24). Aunque los pensadores descoloniales no se basan en los historiadores del comparatismo, llegan a conclusiones idénticas. Para Jucquois, por ejemplo, «el comparatismo es simultáneamente una epistemología, una metodología y una ética», pues «presupone epistemológicamente un distanciamiento metodológico de fenómenos bajo estudio y una implicación ética personal» («Le comparatisme», p. 18). Algunas páginas más adelante, Jucquois señala que «el comparatismo consiste en llevar a cabo, simultáneamente, el estudio del objeto observado y del sujeto observador, y proceder mediante interrelaciones entre ambos para hacer explícitos los vínculos de objeto, sujeto y los contextos socioculturales e históricos» (p. 39). ¿Acaso no es esta afirmación idéntica a las dos preguntas de Mignolo respecto a la literatura comparada? —«¿qué puede comparar un comparatista?» y «¿quién compara qué y desde dónde?»—. Ahora podemos añadir una tercera dimensión a las dos dimensiones de «desprendimiento», esta vez recurriendo a historiadores del comparatismo. Desprendimiento tam-
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bién significa décentration (descentración) —un movimiento más allá de la ego-logía— pues «la diversidad se constituye y es constitutiva de la vida humana, individual y colectiva» («Le comparatisme», p. 29).
Algunas lecciones de filosofía comparada
Una literatura comparada que interpela a las literaturas en situación colonial exige, según Mignolo («Canon and Corpus», p. 238), una «hermenéutica diatópica» como resultado de la asimetría de las relaciones de poder. El concepto de hermenéutica diatópica lo toma de Raimundo Panikkar (también conocido como Raimon Panikkar y Raymond Pannikar), un español especialista en religión comparada y partidario del diálogo interreligioso. La reflexión de Panikkar sobre la filosofía comparada —donde se aloja el concepto de hermenéutica diatópica— será revisada aquí con cierto detenimiento como reconocimiento a la relevancia que tiene para la literatura comparada6 .Regresemos al elemento principal de los estudios des/coloniales. Aunque el imperialismo/colonialismo puede haber terminado, el des/colonialismo revela el lado oculto de la «modernidad» mediante la relación de dominio entre la cultura europea y las demás culturas. Para Panikkar, el comparatismo fue, y sigue siendo, un instrumento al servicio de esa relación de poder (recordemos el papel de la etnografía comparada desde el siglo xvi) porque los estudios comparados «pertenecen al impulso hacia la universalización característica de la cultura occidental» (p. 116). Cuando el control político no es ya posible, el Oeste in/conscientemente logra dicho control mediante la construcción de una representación del mundo global y homogénea —incluido el mundo literario— que reside en la comparación. Las ideas tradicionales de «clásico» y «literatura mundial/universal» son un buen ejemplo, con la mejor parte reservada a cinco o seis literaturas europeas mayores, un «pasillo de la fama» al que otras literaturas tienen denegado el acceso. Por tanto, el hecho de que la literatura comparada emergiera como una disciplina distintiva durante la era imperial tiene relación con la des/colonialidad. Es interesante que Panikkar trace el origen de la filosofía comparada hasta la filología comparada (p. 117), y sin embargo los vínculos entre esta última y la literatura comparada suelen permanecer
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inadvertidos, aunque ambas disciplinas trabajen con algo tan fundamentalmente humano como el lenguaje. Sea como fuere, Panikkar distingue cuatro variedades de la filosofía comparada, según se ha practicado hasta el momento. Primero, «filosofía trascendental», que coloca en una escala universal la variada autocomprensión de las diversas filosofías (p. 122). En segundo lugar, la filosofía «formal» o «estructural», que consiste en un análisis formalizado de patrones comunes en diversos sistemas filosóficos (p. 124). Tercero, la «filosofía del lenguaje», que equipara cada filosofía con el lenguaje en que se expresa (p. 125). Y cuarto, «la filosofía fenomenológica», que consiste en comparar la manera en que un problema filosófico concreto es abordado por varias escuelas filosóficas (p. 126). Similitudes entre la filosofía y la literatura comparadas Aunque hay evidentes solapamientos, existen algunas similitudes entre las prácticas tradicionales de ambas disciplinas. La filosofía trascendental puede equipararse con la literatura comparada eurocéntrica que percibe las literaturas modernas de Estados Unidos y Europa como la mejor versión del arte literario, en relación con las cuales otras literaturas nunca serán coetáneas. La filosofía estructural puede equipararse con una literatura comparada que clasifica las similitudes a lo largo del mundo como contactos genéticos o afinidades tipológicas. Puesto que la filosofía del lenguaje se centra en cómo el lenguaje determina la manera en que se verbaliza un problema filosófico, esta variedad puede ser equiparada a la creciente importancia de la traducción para la literatura comparada (ver capítulo 6). Y la filosofía fenomenológica puede equipararse con el análisis binario tradicional de los rapports de fait o con los estudios Este-Oeste (ver capítulo 2).
Para Panikkar, ninguna de estas variedades de filosofía comparada es consciente de un problema capital, a saber, que cualquier proyecto de filosofía comparada comienza desde una posición filosófica concreta. Esta es la razón de por qué Panikkar aboga por una filosofía «dialógica» o «imparativa» (sic) (del latín imparare, «hablar abiertamente», «negociar»), que consiste en «una postura filosófica
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que se abre a otras filosofías y trata de entenderlas desde la perspectiva inicial —aunque cambia en el proceso—. [...] Debe seguir cultivando una actitud de aprender de todas ellas» (p. 127). La filosofía comparada qua filosofía imparativa está, por tanto, preparada para aprender de cualquier esquina filosófica del mundo, pero sin la pretensión de comparar filosofías desde un punto de vista objetivo, neutral y trascendental» (p. 127). Esta práctica comparativa arraiga en lo que Panikkar llama «hermenéutica diatópica» (el concepto que destaca Mignolo), un método de interpretación necesario cuando la distancia a superar no existe dentro de una única cultura (hermenéutica morfológica) o a lo largo del tiempo (hermenéutica diacrónica), sino «entre dos (o más) culturas que han desarrollado independientemente, en espacios diferentes (topoi), sus propios métodos de filosofar y maneras de alcanzar la inteligibilidad, así como las categorías adecuadas» (Panikkar, p. 130). Ahora podemos regresar a la literatura comparada y ver lo productiva que resulta esta reflexión sobre la filosofía comparada. En efecto, es paradójico que cuando los estudios poscoloniales y descoloniales cuestionan los principios de la literatura comparada, ninguno de estos campos tiene en cuenta el autocuestionamiento que se ha generado desde el seno de la literatura comparada, a saber, los estudios Este-Oeste (ver capítulo 2). Aunque también es verdad que los académicos de los estudios Este-Oeste generalmente tampoco entablan conversación con sus colegas pos-/des-coloniales, al menos en esta área de reflexión disciplinar. La hermenéutica diatópica que Mignolo percibe como crucial para abordar una comparación de literaturas en contextos coloniales ha sido debatida por académicos de estudios Este-Oeste en términos, por ejemplo, de lo que Mary Garrett ha llamado «paradojas metodológicas» (ver capítulo 2), aludiendo a que el investigador no puede evitar su propia ubicación. Y las cinco variedades de filosofía comparada de Panikkar tienen sorprendentes similitudes con las tipologías de aproximaciones al diálogo intercultural mediante la comparación de teorías literarias a lo largo del mundo de Cao Shunqing y Zhi Yu: 1. Discursos diferentes pero temas comunes, 2. Discursos diferentes pero lengua común, 3. Diálogo entre discursos mediante la traducción y 4. Categorías interconectadas y supervivencia de diferentes discursos. La cuarta variedad de Cao y Zhi tiene objetivos idénticos a la filosofía imparativa de Panikkar, es decir, superar las teorías (literarias)
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monológicas por medio de «múltiples discursos de teoría literaria contemporánea» que «sobrevivan al mismo tiempo [...]. Este es un estado radiante en el que los diferentes discursos culturales tienen su propia voz» (p. 102). A este panorama se puede añadir la discusión de Desiderio Navarro contra el eurocentrismo (ver capítulo 2), los argumentos de Roberto Fernández Retamar contra la posibilidad de comprender la literatura latinoamericana cuando se lee desde estándares europeos y la aplicación de Mao LuMing de la distinción lingüística etic/emic a la investigación intercultural, entre otras posibilidades7. Sin embargo, una literatura comparada imparativa sigue en una fase más orientada hacia lo programático que hacia lo analítico. Una importante contribución en la dirección de la literatura comparada imparativa se debe a Lu Xing, que considera muy debatible la aproximación de Charles Taylor a la comprensión intercultural —«lengua de contraste perspicaz»8—. Esta perspectiva busca abrazar los valores de las culturas no occidentales e integrarlas en las occidentales gracias al «contraste perspicaz» que hace visible los significados opuestos entre culturas. Taylor defiende que su enfoque se base en la idea de Hans-Georg Gadamer de Horizontverschmelzung (fusión de horizontes), y reducirá la tendencia a considerar incorregibles otras culturas y así evitar prejuicios de superioridad cultural9. Aunque Lu coincide con estos objetivos, señala que este enfoque puede perpetuar la percepción de la diferencia cultural como algo absoluto. «Un lenguaje de contraste perspicaz tiende a presentar visiones del mundo mutuamente excluyentes entre dos culturas. Consecuentemente, aumenta la percepción de la diferencia, creando barreras e intensificando los estereotipos asociados con las culturas» (p. 91). A diferencia del lenguaje de contraste perspicaz de Taylor, Lu apuesta por «un lenguaje de ambigua similitud», que está basado en el principio de que la invención humana del lenguaje es tanto culturalmente específica como universalmente similar, y de esta manera nuestras percepciones del mundo son simultáneamente diversas y similares (p. 91). A través de la búsqueda de un lenguaje de ambigua similitud, uno verifica que las culturas no son incongruentes ni excluyentes entre sí, y que las categorías no son binarios opuestos. Se establece una base común para la comunicación, la actitud de incorregibilidad se templa y se promueven los intereses interculturales (pp. 91-92). Lu lleva a cabo su búsqueda
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del lenguaje comparando tradiciones retóricas, como muestra esquemáticamente el pasaje siguiente. Los significados de ming, shuo y bian están más relacionados con logos, la palabra que empleaban los sofistas griegos para referirse a las formas de argumentación, discusión, preguntas y respuestas y discursos. Los conceptos de yan y bian pueden parecerse más a la noción griega de rhêtorikê, que incluía el discurso formal y la persuasión con fines políticos. Además, rhêtorikê implica la facultad de inquirir y es la contraparte de la dialéctica. De la misma manera, ming bian está asociada con la habilidad para cambiar actitudes y creencias. Rhêtorikê se refiere al discurso persuasivo empleado en situaciones políticas y judiciales. Igualmente, ming bian apunta a lograr orden y justicia social. Es evidente que la Grecia y la China antiguas compartían ciertas nociones y conceptualizaciones retóricas, incluyendo: percepciones sobre el papel del discurso y el cambio de actitudes y comportamientos como modos de indagación epistemológica e intelectual, e ideas respecto al impacto de la lengua y la moral, y los asuntos políticos y sociales. Estas similitudes existen entre los diferentes sistemas lingüísticos que, cuando se observan superficialmente, parecen tener poco en común. Yuxtaponiendo sus similitudes, se reconocen más elementos en común entre los sistemas retóricos. Respecto a la relación entre rhêtorikê y ming bian, debe apuntarse que ambos no son idénticos. El significado de cada palabra surgió dentro de su propio contexto social, filosófico y lingüístico. (Lu, pp. 92-93)
Otra contribución importante en la dirección de una literatura comparada imparativa —al menos como procedimiento— es la obra de Cao Shunqing The Variation Theory of Comparative Literature [La teoría de la variación de la literatura comparada] (2013). En este caso, Cao comienza haciendo visible su localización etic. A diferencia de la «escuela francesa» y la «escuela americana» de literatura comparada, Cao propone una «teoría en tres fases», a saber, «un tipo de escuela china novedosa y científica», «una innovación teórica y una sistematización de la escuela china confiando en nuestros propios métodos» (Variation Theory, p. 43; la cursiva es nuestra). Desde su comienzo ético, su propuesta avanza de manera émica mediante el desarrollo de un «estudio transcultural sobre la heterogenei-
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dad entre China y la cultura occidental» (p. 43), que resulta tanto en la extranjerización de las teorías literarias chinas como en la sinologización de las teorías literarias occidentales.
Algunas preguntas para una literatura comparada imparativa
Como hemos mencionado, una literatura comparada imparativa sigue en una fase más orientada hacia lo programático que hacia lo analítico. Esta situación está relacionada con otro fenómeno también reseñado: la paulatina pérdida de importancia de la literatura comparada dentro de los estudios descoloniales. Mientras que el comparatismo, qua método, jugó un papel clave en, por ejemplo, la obra de Mignolo The Darker Side of the Renaissance (1995), no tiene papel alguno en sus obras del 2000 y el 2011, tituladas Historias locales/diseños globales y The Darker Side of Western Modernity. Este diagnóstico puede aplicarse a las investigaciones por otros miembros del Grupo Modernidad/Colonialidad. En este momento, puede resultar de utilidad recordar hacia dónde apuntaban los estudios descoloniales para la literatura comparada. Recurriendo a las publicaciones de Mignolo, donde la literatura comparada seguía en el centro del argumento descolonial («Canon and Corpus» y «Los límites»), tres áreas se hacen relevantes: la literatura oral, los artefactos no occidentales y las literaturas emergentes. Antes de evaluarlas es importante señalar que Mignolo restringe estas tres áreas al caso de América Latina desde un punto de vista muy específico: «la falta de una tradición de literatura comparada en América Latina», donde Brasil sería una excepción («Canon and Corpus», pp. 222 y 239n5). Esta afirmación exige mayor clarificación (ver abajo). 1. La literatura oral. «Como resultado de algunas situaciones coloniales específicas, como las de Mesoamérica y los Andes», dice Mignolo, «es posible desafiar al mismo tiempo el concepto de literatura y el concepto de práctica discursiva basada en la escritura alfabética» («Los límites», p. 15). Una de las posibilidades a las que se refiere aquí es la literatura oral. Ya hemos afirmado que la literatura comparada encontró un nicho disciplinario precisamente excluyendo de su corpus la literatura oral, empaquetada bajo la etiqueta
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de «literatura premoderna». Esta exclusión se basaba en la asunción de que la literatura oral no existe en Occidente en la edad moderna (es aquí —no en la «literatura oral», un concepto que Pio Zirimu reemplaza con «oratura»— donde surge el gran oxímoron para las categorías occidentales, ya que la oralidad está en contradicción con la modernidad) o, si existe, es desdeñable. Desde la fundación misma de la literatura comparada, está vigente la distribución del trabajo entre literaturas modernas escritas (depuis la Renaissance) de las que se ocupa la literatura comparada, y las literaturas orales premodernas, de las que se ocupan la antropología, la etnografía, la mitología y los estudios de folclore. Por lo tanto, el reto para la literatura comparada, tal y como lo formulan los estudios descoloniales, es muy relevante. Sin embargo, debería tenerse en cuenta una mutación dentro del estudio de la oralidad, concretamente, el surgimiento de los estudios orales como campo diferenciado que busca, por una parte, proporcionar un panorama global de lo que se llama, generalmente —y paradójicamente, por sus matices resistentes al cambio— «tradición oral» y, por otra parte, para mostrar su vivacidad también en los tiempos modernos y contemporáneos (en cuanto a esta última cuestión, véase, por ejemplo, John Miles Foley, Oral Tradition and the Internet [La tradición oral e Internet]). Podríamos decir que debido al amplio enfoque con relación a las disciplinas y campos antes mencionados, los estudios orales se han constituido como una disciplina equivalente a la literatura comparada para la literatura oral, que Jane Nandwa y Austin Bukenya definen como: «Esas expresiones, sean habladas, recitadas o cantadas, cuya composición y ejecución exhiben hasta un grado razonable el carácter artístico de la observación precisa, de la imaginación vívida y la expresión ingeniosa» (p. 1). Y aunque el comparatismo haya sido fundamental tanto para los estudios orales como para sus predecesores disciplinarios, en gran medida sigue restringido a la composición oral. Consecuentemente, la literatura oral no es solo un desafío para la literatura comparada en los términos que señala Mignolo, sino que la literatura escrita también es un reto para los estudios orales. En esta línea, ha afirmado Foley, el académico de referencia en el campo de las tradiciones orales comparadas, que «el gran modelo divisorio» entre oralidad y alfabetización ensombrece más de lo que aclara. Además, aunque la literatura oral eclipsa mucho a la literatu-
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ra escrita, es innegable que la literatura escrita ejerce de acceso a la literatura oral. Todo esto además del «periodo de interrelación», es decir, la coexistencia de ambas. Por tanto, se podría esperar una fructífera reintegración de la literatura oral dentro de la literatura comparada, una «verdadera literatura comparada», como la llama Lee Haring, puesto que «la literatura comparada, que se basa en la pluralidad de los objetos de estudio y el método analógico, es especialmente relevante para el campo» de la literatura oral (Le Blanc, p. 116)10. 2. Artefactos no occidentales. Igualmente, el fragmento citado de Mignolo presenta otro desafío a la literatura comparada, en tanto que la noción occidental de literatura también necesita «ser revisitada desde el punto de vista del habla y la escritura» («Canon and Corpus», p. 224). Los casos de amoxtli y quipus han sido mencionados anteriormente. Se trata de un campo desconocido de literatura comparada, una situación que puede deberse a los propios términos en que se ha definido el tema. «No se trata de comparar escritores y obras literarias, sino de comparar prácticas semióticas en varias culturas, y también del modo en que se conciben esas prácticas» (Mignolo, «Los límites», p. 15). Esta ausencia en la literatura comparada puede señalar su presencia en otro campo, por ejemplo, en los estudios de medios, a pesar de su inclinación hacia lo pos/moderno y lo popular. Esta distinción, no obstante, replica la oposición tradicional entre contenido y forma, y el argumento de Mignolo puede emplearse, por tanto, como una oportunidad de reintegrar ambos desde la literatura comparada. 3. Literaturas emergentes. Mignolo considera que la necesidad de repensar el campo de la literatura comparada también lo plantean las «literaturas emergentes» («Canon and Corpus», pp. 221-222). Para este concepto, Mignolo recurre a Wlad Godzich, que —según Mignolo— diferencia entre literaturas «que emergen» (Emerging) y literaturas «emergentes» (Emergent). El concepto de literaturas «que emergen» se integra en una perspectiva evolucionista de la literatura, según la cual no estarían «plenamente desarrolladas» todavía. Por su parte, las literaturas emergentes desafían la configuración actual de la literatura comparada y se resisten a ser tratadas como las anteriores. Esta distinción conceptual es sumamente debatible, tal y como demuestran tres hechos: 1. La academia ha empleado ambos conceptos (Emergent/Emerging) indistintamente. 2. La geogra-
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fía de la literatura que emerge/emergente se restringe a una única ubicación (en términos generales, «La literatura del Tercer Mundo» de Jameson). Y 3. Godzich no aporta una definición clara de las literaturas emergentes, salvo decir que «representan una concepción del campo y del objeto diferente de la representada por la expresión “literaturas emergentes” [emerging literatures], frecuentemente utilizada» (p. 19), sea cual fuere esta distinta concepción. El segundo hecho —el geográfico— es especialmente relevante aquí, puesto que una revisión de los estudios acerca de las literaturas emergentes/emergiendo (Galli Mastrodonato; Guillén, «Emerging Literatures»; Grassin; para un enfoque diferente, ver Domínguez) muestra que las lenguas europeas son su medio de expresión en los nuevos Estados-nación, surgidos tras la descolonización de 1945, especialmente antiguas colonias francesas e inglesas. En resumen, la geografía de las literaturas emergentes/emergiendo es la misma de los estudios poscoloniales. A diferencia de la discusión habitual de los estudios poscoloniales, a partir una perspectiva comparativa que surge en los años noventa, hemos decidido explorar las intersecciones entre literatura comparada y estudios descoloniales. Esto no implica una negación de la relevancia de los estudios poscoloniales. Al contrario, los estudios poscoloniales se integran en los estudios descoloniales, de acuerdo al argumento de Mignolo de que la descolonialidad no solo precede, sino que hizo posible el poscolonialismo. Además, un giro del poscolonialismo a la descolonialidad desafía el monolingüismo (inglés) del anterior, que ha sido clave para ulteriores construcciones, como «la ficción inglesa global» y la literatura mundial (en su traducción al inglés). Pero reemplazar un monolingüismo (inglés poscolonial) por otro (español descolonial) es un ejercicio inocente que no queremos repetir11. Sin embargo, es innegable que las lenguas amerindias —basta mencionar aquí solo las lenguas en la base de la argumentación de Mignolo: anáhuac, náhuatl y quechua— no han entrado todavía en el «campo» (en el sentido de Godzich-Mignolo) de la literatura comparada. En consecuencia, tomamos los argumentos descoloniales sobre la subalternización de las lenguas como una posición crítica para el proyecto de una literatura comparada imparativa «aumentada», un proyecto que es más radical que el defendido por los estudios poscoloniales (aún
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arraigado en la fórmula «Europa y el resto») en la línea de la relación que defiende Gayatri Chakravorty Spivak entre literatura comparada y estudios de área. Esta radicalidad no tiene que ver ni con el número y ubicación de las lenguas, ni con la diversidad amenazada de lenguas en la academia —aunque sean también asuntos cruciales—. Tiene que ver con un cuestionamiento autorreflexivo de la literatura comparada en tanto que disciplina que incluya los dos temas ya mencionados (el número y ubicación de las lenguas de prácticas discursivas siendo comparadas, y el creciente monolingüismo de la academia global), así como la descolonización del conocimiento. Este es el proyecto que Dipesh Chakrabarty ha llamado «provincialización de Europa» y Armando Gnisci decolonizzazione europea (descolonización europea), que, desde nuestro punto de vista, no puede pasar por alto el hecho (como ha sucedido) de que la subalternización de las lenguas ha tenido lugar no solo fuera de Europa, sino también dentro de Europa. Pero una literatura comparada imparativa no se detendrá al deconstruir y superar el eurocentrismo, sino que se ocupará de todo tipo de etnocentrismos alrededor del mundo, así como de imperialismos no europeos. Una literatura comparada imparativa que se inspira en los estudios descoloniales debería ser también autorreflexiva acerca de los principios de estos, como lo geográfico (las Américas) y las restricciones cronológicas (fines del siglo xv y siglo xvi) de la colonialidad, su monolingüismo y la negación de los estudios literarios comparativos en América Latina12. A diferencia de la progresiva pérdida de importancia de la literatura comparada dentro de los estudios descoloniales, nuestro sondeo pretende mostrar algunas perspectivas excitantes para futuros desarrollos interconectados. Se puede encontrar una muestra de la vitalidad de estos desarrollos en aportaciones recientes al campo de la literatura comparada inspirada en los estudios descoloniales. Basta mencionar el concepto de «saberes literarios del mundo» de Revathi Krishnaswamy, cuyo propósito es «abrir el canon de la teoría literaria y la crítica a maneras alternativas de conceptualizar y analizar la producción literaria» (p. 408).
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n día de enero de 1827, un envejecido Goethe le comentó a su amigo Eckermann que había estado leyendo una novela china. «Debe ser algo extraño, la verdad», dijo Eckermann. «No tan extraño como puede pensar la gente», contestó Goethe; «los personajes piensan, actúan y sienten como nosotros, y casi sientes que eres uno de ellos, con la salvedad de que entre ellos todo es más claro, más casto y más moral [...]. Veo cada vez más claramente», siguió Goethe, «que la poesía es una posesión común de toda la humanidad [...]. La literatura nacional ya tiene poco sentido; la era de la literatura mundial se cierne sobre nosotros, y todos debemos esforzarnos para acelerar su llegada» (Goethe, Goethes Gespräche mit J. P. Eckermann, pp. 327-329). Recordar este famoso episodio puede ser una oportunidad para preguntarnos «¿qué es la literatura mundial? Pero no en el sentido de buscar una definición, sino de preguntarnos: «¿qué provoca la aparición de la expresión “literatura mundial”?». Podemos empezar enumerando las condiciones. Un poeta alemán nacido en 1749 está leyendo una novela china, o sea, que los traductores han intervenido y las editoriales (en Inglaterra, como es el caso) han debido ver algún beneficio en publicarla. En esa novela, Goethe reconoce una sociedad muy parecida a la suya, o incluso más refinada (cavila que los chinos tienen miles más de esas novelas, «y ya las tenían cuando nuestros antepasados vivían en el bosque»), así que el trabajo de los traductores ha debido ser exitoso en transmitir, o falsificar, maneras de «pensar, actuar y sentir» compartidas por los novelistas chinos y sus lectores alemanes. Este sentimiento de familiari-
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dad provoca que el lector sienta su «literatura nacional» como una limitación de su sensibilidad y abogue por una «era de literatura mundial», de lo que deducimos que tendría que existir ya alguna noción de «mundo», un marco de referencia completo e inclusivo en el que, a partir de ahora, «la literatura» se hace para prosperar.
Variaciones de la literatura comparada
Durante 185 años se ha llamado «literatura mundial» a una manera de pensar la literatura comparada que ha generado, en una concepción del campo de intercambio cultural a nivel mundial, un horizonte para la evaluación literaria, un canon orientado a la lectura y la enseñanza, un programa pedagógico y un campo de investigación. Distintas causas han estimulado el desarrollo de estas variaciones en el tema, así que sería exagerado tomarlas colectivamente, como si tuvieran las mismas referencias e implicaciones; y, como suele ser el caso cuando uno se refiere a la «literatura mundial», las ambiciones anunciadas y nuestro alcance real son dos cosas diferentes. La «literatura mundial» está (como dijo Goethe en 1827) siempre a punto de llegar; es un objeto de deseo, una plenitud futura, un estándar de logro inalcanzable. Cualesquiera que sean los propósitos detrás de su articulación en un momento dado, el concepto de «literatura mundial» ha servido repetidamente para definir vinculaciones entre estudios literarios y aquello que, supuestamente, se sitúa fuera del campo literario —su «mundo», en sentido lógico y formal—. Exigir que se reconozca la «literatura mundial» es decir: «Fíjense en todo lo que nuestras ideas de literatura previas nos han permitido ignorar y ahora superen esos límites». Literatura mundial implica una definición de mundo. (Sobre la historicidad del concepto de «literatura», véase Hoesel-Uhlig; sobre la pluralidad de «mundos», véase Hayot). Goethe empleó la expresión en oposición a la literatura nacional, que había sido formulada como una declaración de independencia cultural, especialmente en la Alemania del siglo xix, respecto a los modelos neoclásicos (principalmente adaptaciones francesas de las artes griegas y romanas). Por lo tanto, un conjunto supuestamente universal de géneros, estilos y normas ya había sido desplazado por la particularidad nacional, y pronto, en la imaginación ansiosa de Goethe, se daría
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paso a la literatura mundial, que no abre un espacio de mismidad, sino de intercambio entre distintas tradiciones. De estas observaciones de Goethe fue la idea de intercambio la que se quedó en las mentes de Marx y Engels, que escribieron en 1848: La burguesía, con su explotación del mercado mundial, ha configurado la producción y el consumo de todos los países a escala cosmopolita. […] Los productos intelectuales de cada nación se convierten en propiedad común. La peculiaridad y limitación nacionales se van tornando imposibles de día en día, y de las muchas literaturas nacionales y locales se forma una literatura mundial. (Marx y Engels, p. 54)
Observemos que, aunque empleen el mismo nombre, Goethe, Marx y Engels describen de manera diferente el proceso. Con el estímulo de una novela china, Goethe reconoce «una posesión común de la humanidad» en la escritura de ficción y en los pensamientos y sentimientos que registra; acto seguido instó a sus compañeros lectores y escritores a aventurarse en esa etapa más amplia y a participar en la elaboración de una literatura mundial. Los autores del Manifiesto comunista ven el ascenso de «una literatura mundial» como una consecuencia de la imposición de la mismidad en el mundo por parte de la «burguesía [...] con su explotación del mercado mundial». Lo que Goethe interpreta como el descubrimiento de una realidad de la naturaleza humana, Marx y Engels insisten en que es un producto de la burguesía. Y donde Goethe anticipa una confluencia de diferencias, Marx y Engels ven obsoletas todas las diferencias «nacionales y locales». Los tres tienen razón, pero con la condición de que aislemos significados ambiguos. La capacidad de crear obras de arte verbal es, en efecto, común a toda la humanidad, aunque no igualmente realizada en cada ser humano, ni igualmente acogida por cada sociedad. Antes de que podamos reconocer la «literatura» de otro grupo humano como una literatura, alguien tiene que hacer la traducción, la mediación o la analogía que forje como literatura una muestra de mero comportamiento. Una obra iroquesa, aunque estuviera repleta de absurdeces, sería un tesoro incalculable; ofrecería un ejemplo único del funcionamiento de
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la mente humana enfrentada a circunstancias que nunca hemos experimentado y bajo la influencia de costumbres y opiniones religiosas totalmente distintas a las nuestras. En ocasiones debemos asombrarnos e instruirnos por la contrariedad de las ideas producidas de este modo [...]. En ese punto debemos aprender no solo a poseer, también a sentir el poder del prejuicio. (Edward Gibbon, «An Essay on the Study of Literature» [Un ensayo sobre el estudio de la literatura] [1761], citado en Reiss, pp. 136 y 137)
Los cuentos de hadas se han contado en todo el mundo durante miles de años, pero solo en los últimos siglos se ha considerado que pertenecían al mismo ente general que los poemas épicos, líricos o el teatro. Cuando se desentierra una nueva civilización y se descodifican sus tablas de arcilla, los académicos han de determinar qué parte del archivo encontrado pertenece a la historia, la ley, la contabilidad, la oración, etcétera, y qué parte es literatura. Si un grupo humano, previamente desconocido, entra en contacto con otra civilización, una parte de sus canciones y leyendas puede convertirse en «literatura» mediante la traducción, la antología y la apreciación. Desde el movimiento Dadá a principios del siglo xx, sílabas sin sentido, billetes de lotería y folletos han sido susceptibles de ser interpretados como literatura, siempre que se copiaran en un texto que iba a ser recibido como un espectáculo artístico. En todos estos actos de apropiación y categorización, un intermediario es esencial: el traductor, el crítico o el antólogo que lleva a cabo el acto de asignar el texto a la esfera del arte verbal. Goethe, en ese gesto de reconocer y dar la bienvenida a novelistas extranjeros como colegas que contribuyen a la literatura universal, se olvidó del traductor, el editor y las otras muchas agencias que allanaron el camino de Pekín a Weimar: económicas, filosóficas, políticas o técnicas. Marx y Engels, que en sus aserciones de que las actividades homogeneizadoras y mundialmente abarcadoras del capitalismo habían generado un nuevo mundo, consideraron que los objetos eran meros incidentes en la historia de la construcción de las redes de intercambio. La «unilateralidad nacional y la estrechez mental», que Marx y Engels perciben como reliquias condenadas, son los mismos bienes que Goethe suponía que escritores y naciones debían traer al festín de la literatura mundial.
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Si el beneficio de ampliar la literatura a la escala mundial fue, para Goethe, el de incrementar la variedad de bienes literarios ofrecidos, Marx y Engels, como muchos economistas desde entonces, interpretaron la supresión de impedimentos al intercambio como un paso hacia la unificación: las virtudes de escala beneficiarían a aquellos que comercian con los artículos que se tasan con mayor facilidad y se intercambian en el mayor mercado posible. Respecto a esta distinción, se puede leer a Goethe como una confirmación oblicua de la tesis de Marx y Engels. Puesto que la obra en la que pudo reconocer los delicados sentimientos de la cultura china era una novela vernácula, un tipo de obra que presentaba menos dificultades para el traductor que, digamos, el verso formal chino, tenía también la ventaja de corresponder a un género familiar para Europa: la novela cortesana. Por eso, para Goethe, comparada con muchos otros tipos de escritura de Asia Oriental, la novela china comenzaba el tránsito hacia la aceptación desde una posición aventajada. (Transcurriría casi un siglo hasta que la poesía china y japonesa pudieran traducirse y presentarse de manera que los occidentales pudieran comprenderla). Un género u obra que no hubiera tenido eco alguno entre los lectores estaría perdida para la literatura mundial —aunque dicho género u obra pudiera potencialmente tener el más alto valor literario para un observador en distinta situación, como el imaginativo Edward Gibbon—. Así, en nuestra revisión de la literatura mundial, basándonos únicamente en las discusiones premonitorias de Goethe, Marx y Engels, vislumbramos la necesidad de entendimiento cuidadosamente diferenciado y contextualizado de: –La facultad de creación artística de toda la especie, comparada con los modos de percepción y ceguera específicas al lugar y momento del receptor; –La perspicacia empática que trasciende épocas y culturas, comparada con la mediación de traductores y la historia literaria recíproca; –La individualidad de obras y culturas, comparada con el mercado de la comunicación. Nunca podemos decir, en el proceso de promoción de una obra hacia el estatus de «literatura mundial», que es solo consecuencia de un factor, en exclusión de su contraparte. 107
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¿Una conversación entre iguales? Para ver una interpretación inconscientemente marxista del concepto de Goethe, setenta años después de su circulación mundial, obsérvese cómo el crítico danés Georg Brandes respondió a la pregunta sobre literatura mundial que le formuló un periódico alemán en 1899. Forman parte de la literatura mundial unos pocos de muchos miles escritores, y unas tantas obras, de cientos de miles. Todo el mundo tiene el nombre y las obras de esos escritores en la punta de la lengua: la Divina comedia no pertenece solo a Italia, ni Don Quijote a España [... Pero] es incuestionable que los escritores de distintos países y lenguas ocupan posiciones muy diferentes en lo que se refiere a sus posibilidades de obtener fama mundial, o incluso un grado moderado de reconocimiento. Los que tienen una situación más favorable son los franceses, aunque la lengua francesa ocupa solo el quinto lugar en términos de extensión. Cuando un escritor ha triunfado en Francia, es conocido en el mundo entero. Los ingleses y los alemanes, que cuentan con un público inmenso si tienen éxito, están en segundo lugar. Solo escritores de estas tres naciones pueden esperar ser leídos en su lengua original por las personas más educadas de todas las naciones [...]. Pero quien escriba en finés, húngaro, sueco, danés, holandés, griego o algo equivalente, evidentemente está muy mal posicionado en la contienda universal por la fama. En esta competición, carece del arma principal, una lengua —que para un escritor es casi todo—. (Brandes, pp. 62-63)
Si el modo en que Goethe imaginó la literatura mundial hacía de ella una conversación entre iguales, con cada tradición aportando su propia personalidad, en los tiempos de Brandes la designación de «una obra de literatura mundial» se confiere solo en la eliminatoria final de la «contienda universal por la fama». Tanto las reglas del juego como la unidad de medida han cambiado: ahora se compite por el reconocimiento, o por la cuota de mercado, y tanto los ganadores como los perdedores son autores. Sin embargo, la palestra no es la misma para todos. Aquellos escritores que emplean una de las pocas lenguas favorecidas tienen una ventaja enorme. El «carácter cosmopolita de producción y consumo» (como dirían
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Marx y Engels) en el «mercado común» es tal que el francés, inglés o alemán ejercen un dominio irreversible. El lenguaje, antiguamente el tejido orgánico que unía al escritor con el público y con la tradición literaria, hoy es en casi todos los casos un pasivo, un síntoma de «la estrechez mental y la unilateralidad de lo nacional». La transición de las «literaturas nacionales» a la «literatura mundial» chirría tanto como aventuraron Marx y Engels. Más de cien años después, los efectos de escala han consolidado el mercado literario. Francia sigue teniendo una posición especial en el arbitraje del gusto (ver Casanova), pero en muchas áreas de escritura otras lenguas han sido desplazadas por el inglés, la única lengua en la que es esencial publicar. Prácticas de reconocimiento literario mundial, como el premio Nobel, confirman al autor, y secundariamente a la nación, como unidades a las que se confiere o se priva de la fama. Y, como en tiempos de Brandes, la justicia cósmica no parece liderar el proceso. Brandes ilustra la dinámica de la fama mundial con dos ejemplos daneses, el primero es Hans Christian Andersen, cuyos «cuentos de hadas han llegado a todas partes a través de su inteligibilidad general» aunque, entre sus compatriotas, fue «intranscendente como pensador y nunca tuvo influencia intelectual». El segundo es Kierkegaard, «el mayor pensador religioso del norte escandinavo [...]. Nadie lo conoce» (p. 65). Un escritor difícil, en una lengua minoritaria, era un caso perdido para Brandes en 1899. En cierto modo, el tiempo, la traducción y el auge de la filosofía existencialista han alterado la balanza desde entonces, y Kierkegaard tiene ahora su lugar en el escenario mundial —pero nunca será un nombre tan familiar como Andersen—. Brandes contrasta la fama mundial con la calidad —su estimación de calidad, claro está—; pero el primer crítico en dar audiencia mundial a Ibsen, Nietzsche, Dostoievski y Kierkegaard merece ser escuchado. La literatura mundial es una clasificación del canon de las grandes obras durante un largo tiempo y a través de muchos cambios de gusto. Estamos acostumbrados a hablar como si la fama actual del escritor frívolo fuera un fenómeno social y la fama futura del escritor oscuro fuera resultado de un juicio literario intrínseco; saber lo que nos gusta, despegarnos de la masa enloquecida —estos son gestos habituales entre intelectuales literarios—. La sociología de la literatura mundial propuesta por Pascale Casanova (discípula de Pierre Bourdieu) no establece esa distinción entre aclamación y va-
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lor. Casanova ve el mundo literario como una jerarquía de universos, donde quienes ocupan el nivel más alto de prestigio también reclaman el lado más ancho de la pirámide. Esto puede dar una imagen de estática dominancia por una minoría. Pero como la literatura siempre está sedienta de novedad, y como la competición entre autores, géneros y estilos es perpetua, los escritores de los márgenes pueden abrirse paso hacia el centro si su forma de lograrlo puede justificarse en los términos (que giran compasivamente) de la estética de los jueces centrales. Los casos de William Faulkner y la ficción latinoamericana son particularmente ilustrativos; ambos son ejemplos de escritura regional elevada a universal mediante la interpretación y la promoción parisina. El enfoque de Casanova en la publicación es valioso como contrapeso a la tendencia de asumir que las reputaciones literarias se crean o se rompen en el aula. Casanova reconcibe la literatura mundial como un conjunto de instituciones y procesos que determinan el devenir de la apuesta de los escritores por la fama. La formulación de David Damrosch —«la literatura mundial es la escritura que gana en la traducción» (What is World Literature?, p. 291)—, igualmente pone más énfasis en la circulación de las obras que en su contenido. Para confirmar su pureza disciplinaria una verdadera teoría sociológica de la literatura tendría que manejar los libros como simples cajas negras, a través de las cuales se lleva a cabo algún tipo de acción social (el verdadero foco de la investigación). (Compárese a Collins para un análisis de la filosofía como un esfuerzo interconectado en todo el mundo). Sin ir tan lejos, los autores que consideran la literatura mundial principalmente como un asunto de circulación son propensos a ver el contenido de las obras como algo secundario a los procesos sociales, aunque sea alegórico y derivable de ellos. Fredric Jameson, en un ensayo muy citado, animado por «la vieja pregunta acerca de una literatura mundial adecuada» (p. 67), sostiene que las ficciones del tercer mundo son siempre alegóricas de los esfuerzos de construcción nacional poscolonial. Franco Moretti, buscando las leyes de la literatura mundial, encuentra que «en las culturas que pertenecen a la periferia del sistema literario [...] surge la novela contemporánea primeramente, no como una innovación autónoma, sino como un compromiso entre la influencia formal occidental (por regla general francesa o inglesa) y los materiales locales» («Conjeturas», p. 68). La novela periférica refleja en su estructura el
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proceso de su construcción; no tiene más sujeto que su relación con el mercado literario mundial. En estos relatos de circulación literaria a nivel mundial, el adentro y el afuera de la literatura son mutuamente transformables; los metadatos (por usar el vocabulario de la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos) y los datos equivalen a lo mismo. «El sistema literario uno y desigual no constituye aquí tan solo una red externa, no se mantiene fuera del texto: está perfectamente embebido en su forma» («Conjeturas», p. 74).
La escuela y la biblioteca
Sin embargo, se abre una brecha entre los patrones de circulación y los objetos que circulan en dos esferas: el aula y la biblioteca. En clase vemos que, aunque el canon de la literatura mundial está en permanente expansión, el número de horas que se le dedican en un semestre, o en una carrera académica, no tienen la misma flexibilidad. Por cada obra que entra, algo debe salir. Como resultado paradójico del ensanchamiento geográfico de la literatura mundial, el número total de autores enseñados decrece, y también la cantidad de contexto —de mundo— que puede ofrecerse (Damrosch, «World Literature»). La literatura mundial, pensada para aumentar el canon, crea un «hipercanon», un número inusualmente pequeño de libros sobre el que se coloca una carga de representación excesivamente pesada: una novela de Rushdie representará a todo el sur de Asia, y una novela de Achebe representará a África, y así sucesivamente en el currículo universitario norteamericano. La globalización eleva a unos cuantos escritores a alturas imprevistas. Y sin embargo, las bibliotecas, como observa Moretti, rebosan libros no leídos. Decimos estudiar «la novela», pero la mayoría estamos familiarizados con no más de un puñado de novelas en las lenguas más accesibles. La inmensidad histórica y geográfica de obras de ficción publicadas nos abruma. Moretti propone lidiar con este enorme archivo dividiendo la labor de la lectura. El crítico o teórico de la literatura mundial dejará de leer obras literarias. Una multitud de lectores, versados en las lenguas y formas locales de las múltiples literaturas, leerán las miles de novelas y escribirán resúmenes, datos sobre la trama e informes. Los teóricos, combi-
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nando los cientos de informes (ya una hazaña significativa de la lectura), estarán en disposición de dilucidar las leyes de la literatura mundial, «sin una sola lectura textual directa» («Conjeturas», p. 67). A Moretti no le preocupa la posibilidad de que estos expertos locales puedan estar equivocados respecto a los textos primarios, y por tanto infectar la elevada discusión (pp. 69-70). El acuerdo de la multitud servirá como prueba de que los análisis son globalmente correctos. Lo que aparenta ser un protocolo de investigación es realmente un experimento social diseñado para reflejar un entendimiento de cómo funciona la literatura mundial. En este modelo, la literatura mundial es un proceso de difusión donde las formas culturales son exportadas de un centro a varias áreas marginales y después reexportadas al centro, tras adquirir nuevas connotaciones en el curso de su estancia. ¿En qué sentido deben —los conocedores, los lectores atentos— informar acerca de las obras de ficción? ¿Acaso los términos (incluso los más abstractos: periodo, forma, secuencia, narrador, autodiégesis, fábula, sjuzhet...) no están cargados de implicaciones? Pero si la prueba de precisión del reportaje local es el grado en que refleja el cuadro general, parece que no hay lugar para las excepciones, salvo el de índices de «unilateralidad nacional» u obstáculos a la circulación. «Literatura mundial» es un concepto que resulta fútil si no se ejemplifica con casos. Sin embargo, cuando empieza a ser entendido, corre el riesgo de llegar a ser rehén de este o aquel acreditado ejemplo. Por lo tanto, la única manera de progresar en la comprensión del fenómeno de «literatura mundial» es seguir añadiendo nociones, permitiendo que anulen o refuercen la influencia que pueden tener en el concepto general. La elección del ejemplo principal de un programa de investigación o de un proyecto docente sobre «literatura mundial» puede ser la intervención más significativa del investigador. Pero ese ejemplo debe seguirse de otros, y cuanto más desafiantes y resistentes sean, mejor. La novela moderna, el ejemplo habitual en torno al cual se teoriza la «literatura mundial», se ajusta al patrón esperado: se origina en Europa, se lleva a África, Asia y Oriente Medio, por burocracias coloniales o por intelectuales reformistas indígenas. Sin embargo, esto es definir la «novela» de un modo llamativamente tautológico. Esto no quiere decir que las largas prosas de China (por volver al
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ejemplo de Goethe) o Japón son necesariamente miembros del mismo grupo que las novelas europeas posteriores a 1750 —esto supondría acabar con la especificidad cultural—, pero la mera existencia de estas ficciones nos invita a repensar nuestras definiciones heredadas, a hacer sitio en nuestra cosmología a estos nuevos planetas, al igual que los intelectuales chinos y japonenses del siglo xix se vieron obligados a considerar la idea de que las gentes de Europa y América habían elaborado —de manera independiente— textos que se leían como un xiaoshuo o un shôsetsu. Otra razón para cuestionar el privilegio de la difusión de la novela europea como caso paradigmático es la alegación de que este patrón de difusión se correlaciona con (o se explica por) la historia económica de los «sistemas-mundo» de Immanuel Wallerstein (ver capítulo 2). El «sistema-mundo» es el tejido gradual de todas las sociedades humanas en una sola red capitalista. Un proceso que comenzó en la Baja Edad Media, con la capitalización de la agricultura, y que ahora alcanza su fin. Si «el mundo» de la «literatura mundial» es el mundo de Wallerstein, tenderá a realizar un seguimiento de los procesos europeos de construcción imperial —ciertamente un capítulo importante en la historia del mundo, pero no del mundo entero—. La historia del sánscrito y del neosánscrito de Sheldon Pollock, de cómo se propagaron por el sureste asiático, incluye los imperios europeos solo como nota al pie y como obstáculo metodológico. La reconstrucción de un sistema-mundo medieval de Janet Abu-Lughod no tiene un «núcleo» hegemónico, sino un «equilibrio relativo de múltiples centros» y «muchas zonas de subsistencia ajenas a los núcleos» (pp. 371-372). Estas dos descripciones están conscientemente diseñadas para contrarrestar el argumento, aparentemente irresistible, de la formación del «mercado mundial» único. Y por supuesto, se puede extraer información acerca de la «literatura mundial» de las historias de Pollock y Abu-Lughod: información que da cuenta de las diferentes interpretaciones de lo que es y hace la «literatura» de manera compleja, persuasiva y explicativa a gran escala. Hay muchas historias del mundo, igual que ha habido muchas redes de creación literaria e influencia. La cuestión es cómo adoptar un punto de vista y no permitir el cierre de los otros puntos de vista.
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Aculturación, transculturación, globalización Los imperios del periodo moderno derivados de Europa fueron diferentes a los imperios anteriores (egipcio, babilónico, persa, chino, romano, maya, mongol, otomano, manchú, etcétera) en sus esfuerzos para presentar su colonización como una «misión civilizadora» que se lograría mediante la educación. Surgió una nueva especialización, la de los oficiales de distrito o gestores medios, que se posicionaban entre los «nativos» y las autoridades metropolitanas; resolvían disputas, desarrollaban proyectos de infraestructura, organizaban servicios públicos, recaudaban impuestos, reprimían rebeliones y enviaban informes sobre las condiciones locales a sus superiores. (Uno de esos mediadores, sir Edward Jones, se topó con el parentesco entre las lenguas de Europa y la India, un descubrimiento que fundó la lingüística comparada del siglo xix). La estrategia frecuente de buscar cooperación con las élites locales resultó en la formación de una clase de «nativos» dotados de autoridad y que debían lealtad tanto a su civilización como a los colonizadores. Los évolués, como llaman los franceses a esta clase de sujetos coloniales educados, estaban en una posición compleja, especialmente cuando muchos de ellos se alistaron en la resistencia en el momento en que la descolonización se volvió un desenlace probable. Estas personas vivían, con mayor o menor comodidad, como intérpretes entre dos culturas. Una nueva disciplina surgió simultáneamente a la expansión europea en América, Asia y África. Primero fue sugerida por escritores como Bartolomé de las Casas, Michel de Montaigne, Denis Diderot y el abate Raynal. A partir de la observación de distintos modos de vida (muchos de ellos en proceso de extinción) y de un escepticismo respecto a la corrección de las maneras europeas, estos escritores bosquejaron un método que se institucionalizaría como antropología cultural (Tylor). Una de las preguntas que debatieron los antropólogos fue si la «aculturación», la plena adopción de una cultura distinta a la de nacimiento, era posible o deseable (Herskovits; Malinowski). Al concienciarse de que los términos «difusión», «asimilación» u otros similares inclinaban el intercambio cultural en una única dirección —haciendo de una cultura la que provee y otra la que recibe—, el etnógrafo, musicólogo e historiador cubano Fernando Ortiz propuso el término «transculturación»: 114
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Entendemos que el vocablo transculturación expresa mejor las diferentes fases del proceso transitivo de una cultura a otra, porque este no consiste solamente en adquirir una distinta cultura, que es lo que en rigor indica la voz anglo-americana aculturation, sino que el proceso implica también necesariamente la pérdida o desarraigo de una cultura precedente, lo que pudiera decirse una parcial desculturación, y además, significa la consiguiente creación de nuevos fenómenos culturales que pudieran denominarse de neoculturación. (Ortiz, pp. 102-103)
Ortiz explicó numerosos fenómenos de la vida cubana, como el fumar puros o las melodías musicales, como consecuencias de la transculturación; y hasta ahora, lo mismo podría hacerse para prácticamente todas las poblaciones del mundo, puesto que los intercambios y la interdependencia no dejan intacta ninguna nación o cultura (para una panorámica de los efectos de la globalización desde 1945, véase Iriye, pp. 681-814). Como insistía Ortiz, es la producción de nuevas prácticas, conceptos, valores e identidades, que no podría haber sido prevista por miembros de las culturas predecesoras, lo que distingue la transculturación. Merece la pena tener en mente el concepto como correctivo a la categorización simplista de obras, autores, idiomas y prácticas como pertenecientes a una u otra cultura. Una visión histórica mayor mostrará a cualquier cultura como emergente de un proceso transcultural, como hacen las obras y géneros literarios. Los comparatistas están mejor situados que los miembros de otras disciplinas literarias para rastrear estas líneas de descendencia mixta (ver Pratt). Con una perspectiva histórica y culturalmente alerta, la literatura mundial no puede, ciertamente, ser confundida con una especificidad cultural media o mínima, ni con una producción cultural dirigida hacia un «mercado mundial» uniforme.
¿El contenido de la literatura mundial?
¿Puede el «sistema-mundo literario» enmarcarse en términos distintos a esos ofrecidos por Goethe, Marx, Brandes y sus más recientes epígonos? Si no es la novela, y no es la expansión europea, ¿cuál puede ser el contenido de la «literatura mundial»? Las considera-
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ciones centradas en diferentes tipos de objeto literario producirán diferentes cronologías, diferentes geografías, diferentes medios de difusión. Tomemos como ejemplo la fábula con animales parlantes: en virtud de su expansión multicultural y su influencia tipológica, las fábulas de animales tienen al menos tanto derecho como las novelas para ser elegidas como fundadoras de la literatura mundial. Una geografía de la literatura de fábulas animales podría centrarse en la antigua India y expandirse hacia Islandia por un lado y hacia Borneo por el otro, envolviendo a Europa como una idea de última hora. Como durante siglos han sabido filólogos y poetas, las fábulas de Esopo son adaptaciones del Panchatantra, como lo son los textos centrales de la literatura árabe y persa. Las traducciones y readaptaciones a lo largo de los años han resultado en una madeja enmarañada de la historia literaria, pero con un hilo conductor reconocible. Se suele decir que la poesía se resiste a la traducción. Pero las formas poéticas son notoriamente contagiosas, especialmente cuando están aliadas con la música. Una historia de la poética con rima final podría comenzar en la antigua China, donde las inscripciones de bronce y los himnos dinásticos del Zhou se fueron inclinando cada vez más (en el periodo de 1200-1400 antes de Cristo) hacia líneas de igual longitud, que rimaban y estaban dispuestas en estrofas de cuatro líneas. El pantun, una forma de poesía densamente alusiva, con versos y rimas recurrentes, parece haber sido llevado, hace siglos, del archipiélago malayo a Madagascar, donde es conocida como hain-teny. Fue retomada por la poesía europea del siglo xix (como pantoum) a partir de las descripciones filológicas. En estas transacciones, es improbable que buena parte del contenido migre con la forma; pero tal vez la forma genera un contenido apropiado en cada nuevo lugar e idioma al que llega. También nuevas formas poéticas son generadas a menudo a partir del contacto entre lenguas (Mair y Mei). Sin embargo, considerar la fábula de animales o la forma poética como el núcleo de la historia literaria mundial significaría descartar las unidades por las que estamos acostumbrados a evaluar la notoriedad literaria: el autor, la obra, la nación. Como en la lingüística, en el folclore o en la mitología comparada, nuestra atención tendría que centrarse en un conjunto de características, siempre en movimiento y en constante cambio. El texto, en estas disciplinas, es solo un índice. La lectura atenta no exagera la exclusividad del tex-
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to, pero busca revelar la importancia de un detalle tomando nota de la recurrencia, la supervivencia o los patrones regulares del cambio. Brandes, al contestar la pregunta acerca de la literatura mundial, pensó «en primer lugar en las obras de los descubridores e inventores de las ciencias naturales. Los escritos de Pasteur, Darwin, Bunsen o Helmholtz ciertamente pertenecen a la literatura mundial; apelan directamente a la raza humana y enriquecen la humanidad como un todo» (p. 62). Estos ejemplos pueden parecer fuera de contexto; de los cuatro, probablemente solo Darwin se lee en la lengua original hoy en día, aunque los descubrimientos de cada uno pertenecen al conocimiento común. Pero en lugar de apoyarse en un precedente idiomático de unos 200 años y de restringir la «literatura» al campo de las belles-lettres, podríamos aprender de la historia de la difusión científica. En efecto, si la circulación es la prueba, las obras de los científicos naturales, cuando se evalúan respecto a la velocidad con que viajan y se hacen un lugar en las culturas y lenguas más remotas, son, como señaló Brandes, el tipo de literatura mundial más exitoso. Este tipo de escritura se ha doblegado a las exigencias de atención de un mercado mundial: estándar en formato, casi anónimas, normalmente escritas en una lengua dominante; los artículos científicos ofrecen poco en términos de color local. (Para observaciones acerca del anonimato de la autoría científica en contraste con la individualidad de la autoría literaria, ver Foucault; pero estas distinciones no son necesarias ni permanentes). Un descubrimiento tecnológico no es importante por su autor, o por su rango de difusión, sino por los efectos que tiene. Tómese en consideración estas tres invenciones desconocidas a los antiguos, y cuyos orígenes son oscuros y sin gloria: la imprenta, la pólvora para cañón y la brújula, que han cambiado la faz del mundo, la primera en las letras, la segunda en el arte de la guerra, la tercera en el de la navegación, de las que se han originado tales comentarios que jamás imperio, secta ni estrella alguna podrá vanagloriarse de haber ejercido sobre las cosas humanas tanta influencia como esas invenciones mecánicas. (Bacon, p. 129)
¿Y si pensáramos la obra literaria como un descubrimiento —incluso como un descubrimiento «mecánico» (o científico)—? Los poemas, los dramas y las ficciones, consideradas como elementos de la
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misma literatura mundial que contiene a Pasteur, Darwin y Edison, comenzarían a parecer algo distinto a los objetos de apreciación estética. Una invención literaria sería reconocible al mismo nivel por su capacidad de ejercer de modelo para la escritura futura (aquí, se le podría dar una forma más específica al modelo de forma importada y contenido local de Moretti, y su crónica de la invención de la historia de detectives tendría un uso más amplio). Podrían servir de pruebas en la exploración de nuevas maneras de ser humano. En cualquier caso, serían percibidas como precedentes útiles para la reiteración —una fórmula que aplicaría también a las formas poéticas transitando las fronteras del lenguaje y la costumbre—. Si el folclore y la mitología nos dan una visión de la literatura mundial como un atlas de temas migratorios, y la historia de los recursos poéticos nos da una visión de la literatura mundial como bestiario de formas migrantes, la migración de uno de estos modelos internacionalmente recibidos combinaría ambas vías. Kenneth Burke concebía las obras de arte como respuestas a determinadas necesidades sociales y cognitivas. Tal vez sea él quien pueda ayudarnos a pensar acerca del mercado mundial de la literatura no solo como un foro donde se intercambian fichas, sino como un lugar donde las necesidades se satisfacen, a menudo por proveedores imprevistos. Una obra como Madame Bovary [...] encarna la denominación estratégica de una situación. Destaca un patrón de experiencia que es justamente representativo de nuestra estructura social, que se repite con suficiente frecuencia, mutatis mutandis, para que la gente «necesite una palabra para nombrarlo» y adoptar una actitud frente a él. Cada obra de arte es la suma de una palabra a un diccionario informal. (Burke, p. 259)
Ver estas «palabras» y sus «situaciones» migrar hacia y desde los límites más lejanos de su difusión en el espacio y en el tiempo exige una mirada especialmente aguda por parte del comparatista. La historia de la literatura debería ser una historia no solo de autores, obras y movimientos, sino del descubrimiento y uso adaptativo por parte de los lectores de tales «equipamientos para la vida».
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egún George Steiner, «la literatura es esencialmente temática». Se refiere a que cualquier obra contiene gran cantidad de alusiones a la literatura previa, una clave para evocar situaciones o experiencias similares; y aprovecha la oportunidad para lamentar la pérdida de cultura y sermonear a la ficción posmoderna por ofrecer «una serie de variaciones sin tema» («Roncevaux», pp. 299-300). Sin embargo, la distinción implícita de Steiner entre literatura y lo que es menos que literatura no puede hacerse sobre la base de referencias temáticas, puesto que la cultura popular está tan cargada de referencias como la poesía más refinada. La película Wall-E (2008), de Pixar, tiene citas y homenajes a 2001 Odisea en el espacio (1968), de Stanley Kubrick, concretamente una cita de la banda sonora de Así habló Zarathustra (1896), un poema tonal escrito en referencia al libro de parábolas de Friedrich Nietzsche (1892) que usaba al viejo profeta Zoroastro como una irónica identidad prestada. La mayoría de los espectadores reconocen al menos parte de esta red de alusiones mientras ven Wall-E, aunque la percepción no llega, en todos los casos, hasta Zoroastro. En otras ocasiones, una estrategia cultural trata de mantener las referencias ocultas. La inmensa fama de Elvis Presley se construye sobre la obra de artistas de blues negros, muchos de los cuales murieron pobres. En la época de la segregación, Presley y su caché eran recibidos donde los desconocidos autores no podían serlo. De esta manera, en una mezcla de adopción y negación, la «música racial» se convirtió en «el rock and roll americano por antonomasia». Nuestro primer contacto con la obra literaria lo marca la identificación del tema. Nos preguntamos: «¿sobre qué trata el libro?».
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Decimos que la Educación sentimental de Flaubert trata sobre las aventuras de un joven ingenuo y egocéntrico en tiempos caóticos —y que El bebedor de vino de palma de Tutuola trata de lo mismo—. (Por supuesto, nunca es exactamente lo mismo, pero se aproximan lo suficiente para establecer una comparación). Aunque los análisis formalistas y retóricos siempre han insistido en el reclamo de que el contenido es irrelevante a la composición literaria, de que el cómo es esencial y el qué meramente accidental, vuelve a brotar la cuestión temática. Aun así, el tema es rara vez lo que hace que una obra literaria sea memorable. En otras palabras, el reconocimiento y la negación del tema siguen las líneas de la distinción entre «literariedad» y lenguaje ordinario.
Malinterpretando los temas
En cualquier caso, incluso la porción de escritura más simple tiene hilos temáticos: argumento, imaginario, estilo, situación. Las unidades temáticas —las llamemos «tema», «mito», «leitmotiv», «símbolo», «imagen», «espejismo» o «dispositivo»— dan cuenta de la coherencia de una obra y la vinculan a otras. El reconocimiento de estas unidades es indispensable a cualquier lectura. Su importancia para la lectura comparada aparece cuando intentamos construir un argumento más ambicioso acerca de su existencia y función. El crítico I. A. Richards, cuando enseñaba literatura en la Universidad Tsinghua de Pekín en los años veinte, asignó a su clase la lectura de la novela de Thomas Hardy, Tess, la de los d’Urberville. La novela es famosa. Tess nace en una familia de granjeros pobres, pero su belleza capta la atención de un terrateniente local que la seduce para poco después cambiar de presa. Ella se casa con otro hombre que, horrorizado al conocer su anterior relación, se niega a que vivan como marido y mujer. Dejando atrás a Tess, se marcha a Brasil para empezar de nuevo. Tess se convierte en la amante del hombre que había causado todos los problemas, pero ante la presión inaguantable provocada por la partida de su marido, apuñala al hombre y es juzgada y condenada por asesinato. Es una novela larga, y a Richards y a su clase les llevó meses terminarla. Y cuando lo hicieron, en palabras de Richards:
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Había leído en alto los pasajes fundamentales tan lenta y elocuentemente como podía. Había trabajado muy duro y, finalmente, llegué al último párrafo que también leí en alto. Llegué hasta el izamiento de la bandera negra, que revela que Tess ha sido ahorcada: «Sobre la cornisa de la torre se fijó un palo alto. Sus ojos estaban fijados en él. Unos minutos después de la hora, algo ascendía lentamente por el palo y se extendía sobre la brisa. Era una bandera negra». En ese momento estalló en mi clase un aplauso espontáneo, el único aplauso que marcó todo el transcurso del curso. No pude terminar la siguiente frase. No pude abrirme paso en el aplauso. Y pensé, esta es la ocasión, así que repartí hojas de papel en ese instante y les hice escribir qué era lo que les gustaba de aquello que acababan de aplaudir. Y en efecto, la gran mayoría ellos estaba de acuerdo. En sus protocolos se entiende lo que fue. Tess había sido una mala hija al principio de la novela. No había tratado a su padre con el respeto apropiado, y habían esperado hasta el final de un largo libro para verla recibir su merecido, y al final del todo, el gran artista, ese gran hombre, Thomas Hardy, se había asegurado de que lo recibía: muerte en la horca, justo lo que merecía. (I. A. Richards, «The Future of Reading» [El futuro de la lectura], citado en Xie, p. 281)
Cómo pudieron los estudiantes no captar la evidente simpatía que Hardy sentía por la heroína, su acopio de circunstancias adversas para hacer comprensible (si no permisible) su crimen. Si uno analiza lo sucedido en este aula de hace años desde el punto de vista de un especialista en ficción inglesa, concluirá que los estudiantes chinos lo han malinterpretado todo. Los temas principales, según su interpretación de la novela, eran contrarios a los temas que Hardy parece haber concebido. Pero si uno analiza la situación desde el punto de vista de los comparatistas, la «mala interpretación» de los estudiantes expresa un fuerte sesgo cultural a través de una interacción con la obra extranjera. Su encuentro con Thomas Hardy, podemos decir, era sobre los deseos, miedos, obsesiones y represiones de dos públicos diferentes. No se trataba solo de no entender el mensaje de la novela, también tenía que ver con lo que los estudiantes consideraban que era una razón para escribir una obra literaria. El significado es contextual1. El objeto «literatura» existe dentro de un contexto. Cuando a una obra escrita, considerando que las historias contadas en modo
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trágico son encuentros más valiosos, se enfrenta un público cuya comprensión está fuertemente influida por historias contadas en modo didáctico, el significado del desenlace de la novela cambia. Así sucede con Tess, que en lugar de ser víctima de sus circunstancias, se convierte en un ejemplo de lo que le sucede a la gente mala. Y por dar un paso más, los contextos no son verdades evidentes. Ningún alumno en la clase de Richards había expresado la teoría de que las novelas deben transmitir una enseñanza moral clara; esa teoría era implícita, por lo tanto, inaudible, aunque dirigía la lectura de los estudiantes de la manera más absoluta. Salió solo a través de la respuesta a una novela de distinta tradición. Y aunque el público chino está entrenado para buscar la armonía entre los desenlaces de las historias y sus pretensiones temáticas, la existencia misma de esta expectativa hace verosímil que, en algún momento, alguien en China haya escrito contra la tradición, parodiando deliberadamente o subvirtiendo la convención didáctica. Si tal obra existe, será efectiva porque desafía su contexto2. La parodia y la subversión son ejemplos útiles para socavar un supuesto de comparación histórica a la antigua, a saber, que la influencia es una cuestión de deuda y de «comercio exterior en la literatura». Bajo esta asunción, la obra influyente es superior a las obras producidas bajo su influencia. Pero considérese M. Butterfly (1988) de David Henry Hwang. Aunque se basa de principio a fin en la ópera de Puccini, Madama Butterfly (1904), es un rechazo violento de todo lo que la obra original da por cierto acerca de los hombres, las mujeres, el este, el oeste, el dinero, el poder, el colonialismo, etcétera. Tratar M. Butterfly como una obra «bajo la influencia» de Madama Butterfly significa no haber entendido nada.
Imágenes nacionales
Cuando las personas de distintas culturas —o, para el caso, de distintos pueblos— están en contacto, son propensas a construir generalizaciones o «imágenes» de la personalidad extranjera. El comparatista francés Marius-François Guyard propuso el estudio de estas «imágenes» (ocasionalmente, espejismos) como labor central de la literatura comparada (Guyard, pp. 118-127). Ciertamente es un área en que la crítica literaria de tópicos manidos puede marcar
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una diferencia social. Joep Leerssen ha propuesto estudiar la estructura generalizada, tal vez general, de las constelaciones de significado que se forman en torno al «carácter nacional» de pueblos vecinos, exóticos y rivales. Entre otras naciones del mundo, se observa que los ingleses han ganado mucho y se han mejorado a sí mismos infinitamente viajando por tierra y mar, de aquellos cuatro ilustres que rodearon el globo terrestre, creo que la mayoría eran ingleses […]. Una cosa de la que disuadiría al [viajero] [… es] el del elogio excesivo y magnificación de su propio país […]. Habiendo cruzado los Pirineos deberá discernir palpablemente [...] la más repentina y extraña diferencia entre el genio y el atuendo de dos personas, aunque distantes, pero por una separación menor, como entre cualquier otra sobre la superficie de la Tierra [...] se diferencian no solo accidental y externamente en su vestimenta y carruaje, en su dieta, sus discursos y costumbres, sino incluso esencialmente, en las facultades mismas del alma, y las operaciones de esta, y en todo lo demás... una es activa y mercurial, la otra es especulativa y saturnina; una rápida y liviana, la otra lenta y pesada; una discursiva y sociable, la otra reservada y considerada; una adicta principalmente al estudio de la ley y los cánones, la otra a la escuela positiva y de la divinidad; [...] una aprehende y olvida rápidamente, la otra hace ambos lentamente, con juicio más abstruso y mejor fijado [...]. Es casi una enfermedad para un francés mantener mucho tiempo un secreto, y todas las drogas de Egipto no pueden sacárselo a un español [...]. Respecto a su genio y atuendo, uno lleva el pelo largo, el otro corto; uno viste leve y abierto, el otro cerrado y cálido [...] uno se pone alegre sin nada, el otro lo lleva debajo; uno lleva capa larga, el otro corta [...] el francés se abrocha hacia abajo, el español hacia arriba [...] uno baraja mejor las cartas, el otro juega con más astucia. (Howell, pp. 15, 19, 30-33)
Desde que Matteo Ricci entró en China, el número de europeos aquí no ha dejado de crecer. Un tal Alfonso Vagnoni no hizo otra cosa viviendo en Nanjing que agitar al pueblo con la religión del Dios del Cielo […]. Tenían reuniones nocturnas y se dispersaban al amanecer. Su religión no es diferente a las sectas [taoístas] del loto blanco y la sin acción.
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Las personas que vienen de Italia son particularmente listas, académicos realizados. Su único propósito es extender su religión; no buscan salario ni ventajas. En sus libros hay muchas cosas con las que nunca nos hemos encontrado, y por eso, por un tiempo, aquellos deseosos de extrañas y nuevas cosas les dieron su aprobación. (Zhang Tingyu, pp. 929-930)
Aunque hay algunos elementos de carácter y maneras nacionales que, más o menos, recorren a los distintos habitantes de esta nación [España], como una cierta apariencia de gravedad y ecuanimidad estable del comportamiento, incluso cuando son más jocosos; aunque prevalece el parecido en gustos, diversiones y pasiones, evidentemente existen distintas razas de personas. [...] Esta Galicia es otro tipo de país, diferente al último, y aunque sea una continuación de la misma cadena de montañas, estas tienen una diferente forma, terreno y composición, y están habitadas por una raza distinta de personas [...]. Estos gallegos parecen en su mayoría pobres y harapientos y son una raza de personas más bien pequeña o baja y guardan un notable parecido con los pastores de algunas provincias francesas. Me imagino que se ven cortos y gruesos por la costumbre de llevar carga sobre la cabeza, particularmente las mujeres, que llevan cargas muy pesadas de esa manera, y a menudo atraviesan los ríos llevando a los hombres sobre sus cabezas en una cesta. (Jardine, pp. 53-55)
A partir de estos ejemplos vemos que el país del autor es siempre el país normal, donde las cosas se hacen correctamente; otras naciones son excesivas y perversas. Al final, estas comparaciones —sin duda el origen de la expresión «comparaciones odiosas»— nos remiten al comparador, y por eso no las tomamos como información relevante acerca de las naciones descritas.
De la similitud a la diferencia
Un género dentro de la literatura comparada busca temas recurrentes o imágenes en las obras de una variedad de tradiciones. Así, el tema del viaje al más allá puede ser un hilo común para vincular
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obras de cualquier número de periodos y culturas. Los pájaros en la literatura mundial, el lamento del amante, el número tres —muchos son los tópicos que pueden conducirnos a un interesante catálogo de ejemplos—. Desde el punto de vista de la similitud, los ejemplos en el catálogo equivaldrían a lo mismo. Pero visto desde la diferencia, es probable que ninguna pareja de ejemplos revelara precisamente el mismo conjunto de significados, las mismas implicaciones, la misma función en la obra en que suceden; y como la literatura es una forma de comportamiento expresivo, la academia debe a sus lectores una explicación del significado de los objetos que estudian. En algún momento, revelar las similitudes entre obras, autores, movimientos, periodos y culturas fue un objetivo importante de la literatura comparada. Esto importaba cuando el chovinismo prohibía una visión más cosmopolita de la creación literaria (como sucedió en la Unión Soviética de los años cincuenta, donde quien escribiera acerca de la influencia de Schiller o Washington Irving en Pushkin tenía asegurada una crítica enfurecida). Todavía importa cuando una tradición nacional eclipsa las novedades de obras de fuera (siempre un peligro para hablantes de la lengua internacionalmente dominante: el inglés, en este momento). Pero una parte de la misión de la literatura comparada es crear un milieu favorable a sus ambiciones cosmopolitas. Una vez que la existencia de paralelos y analogías en la literatura mundial está admitida de manera general, podemos preguntarnos cómo y por qué existen las similitudes. ¿Deben explicarse como préstamos de la misma tradición (como E. R. Curtius mostró sobre muchos temas e imágenes de la Europa medieval derivados de escritores latinos)? ¿Acaso reflejan un núcleo inmutable de la naturaleza humana (como sugieren algunas teorías psicológicas, con su «romance familiar» y sus «arquetipos»)? ¿Acaso están los humanos repetidamente enfrentados con los mismos problemas y por eso idean, una y otra vez, soluciones similares? Algunas colecciones etnográficas están organizadas por áreas geográficas —África en un pasillo, el noroeste pacífico en otro, etcétera—. Este arreglo, que nos suena del Smithsonian o del Museo de Historia Natural, permite al visitante aprehender una cultura como un todo, a través de una selección de objetos. Pero algunas colecciones, notablemente las del museo Pitt-Rivers de Oxford, Inglaterra, están organizadas por tareas. En una misma área el visitante
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puede examinar una docena de tipos de pequeños barcos de distintas culturas. En otra, docenas de guadañas, ruecas o zapatos. Se observa que las necesidades son más o menos las mismas y que se satisfacen usando distintos materiales, empleando técnicas y herramientas diferentes, en condiciones de uso distintas. La literatura comparada puede alternar provechosamente entre los modos culturalmente totalizantes y los funcionales para organizar entre sí las obras de arte verbal en relaciones significativas. Un himno latino de Prudencio aporta información considerable acerca del contexto concreto (religioso, cultural, estilístico, retórico, lingüístico, etcétera) de su tiempo. Pero si se coloca junto a un canto chamánico siberiano, lo que se destacará son sus funciones comunes. Un personaje de Middlemarch, de George Eliot, pasa la vida bosquejando una «llave a todas las mitologías», y se le considera ridículo por ello. Pocos temas o imágenes demuestran tener el mismo significado cuando se encuentran en distintos momentos, lugares o idiomas. La guerra, el amor, la muerte, los viajes —por nombrar algún supuesto universal— nunca reflejan exactamente lo mismo. Más allá de establecer las posibilidades básicas de traducción, el lector intercultural debería sentir que la recompensa está en descubrir lo que es distinto e individual en una obra, no en confirmar lo que comparte con otras. Incluso cuando las palabras son, a todos los efectos, las mismas, el significado emerge de su comprensión de una situación. Un ejemplo puede aclarar este punto. Una de las grandes novelas de China (y del mundo), una amplia crónica familiar a menudo considerada una autobiografía disfrazada, incluye el siguiente pasaje en su comienzo. Después de haber hecho de mi vida un completo fracaso, me encontré un día, entre mi pobreza y mi desdicha, pensando en las compañeras de mi juventud. Mientras las repasaba una a una, examinando y comparándolas en mi mente, de pronto me sobrevino que aquellos lapsos de muchachas —que es todo lo que eran entonces— eran en todos los sentidos, moral e intelectualmente, superiores al «anciano grave y bigotudo» en el que se supone que me he convertido. Darme cuenta me supuso una abrumadora sensación de vergüenza y remordimiento, y por un tiempo me hundí en la más profunda desesperación. En ese momento decidí hacer un registro de todos los recuerdos que pude reunir de aquellos
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días, días dorados en que me vestía de seda y comía delicadamente, cuando todavía anidábamos bajo la protectora sombra de los antepasados y el cielo todavía sonreía sobre nosotros. Decidí decirle al mundo cómo, desafiando todos los intentos de mi familia de criarme adecuadamente y todas las precauciones y consejos de mis amigos, había llegado a este deplorable estado, en que habiendo desperdiciado la mitad de una existencia, me encuentro sin destreza alguna con la que ganarme la vida decentemente. Decidí que por muy desagradables que fueran mis defectos no permitiría, por el hecho de ocultarlos, que esas maravillosas chicas pasaran al olvido sin un homenaje [...]. Puedo carecer de aptitudes literarias y de aprendizaje, pero qué me impide usar discursos inventados y un lenguaje rústico para avivar el relato de mi historia. De esta manera, el homenaje a mis queridas muchachas serviría como fuente de entretenimiento inofensivo y como advertencia a aquellos que estaban en la misma situación que yo, pero aún necesitaban despertar. (Cao Xueqin y Gao E., The Story of the Stone, t. 1, pp. 20-21)
El lector de la traducción no tiene dificultad en seguir el argumento general. Pero a lo que un hombre de mediana edad se refiere precisamente con el término «fracaso» a mediados de la última dinastía imperial de China, solo puede descubrirse con una investigación mayor en el sistema de evaluación, con sus trucos, trampas y consecuencias; este modelo de trayectoria implica, por antítesis tácita, las historias de aquellos que abandonaron o se rindieron y eventualmente se volvieron héroes de la contracultura china —figuras canónicas como Qu Yuan y Tao Yuanming—; y estos distinguidos «fracasos» evocan las carreras igualmente inusuales de las mujeres intelectuales que en el Bajo Imperio escribieron y publicaron, a pesar de no tener esperanza alguna en progresar en ese sistema de evaluación exclusivamente masculino; el cual construye una galería de tipos, imágenes y modelos a través de los cuales el personaje principal de la novela, por toda su individualidad, pasará como estudio de caso comparativo. El lector que carezca de esta información de contexto, indudablemente, puede comprender, seguir y simpatizar con el texto, pero el lector que sepa más, verá más. Y si un lector pretendiera lanzar esta novela china a una comparación global —en un grupo que podría incluir obras de Agustín de Hipona, Rousseau, Proust y Beckett—, la información sobre la China im-
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perial parecería un alboroto de detalles irrelevantes, pero a largo plazo suscribirían una lectura más inteligente y sutil de todas las obras del grupo. Si el significado es contextual, una comparación razonada no será sobre objetos o textos, sino sobre la relación de los objetos a sus contextos, que son los que hacen posible su significado. Incluso cuando comparamos A con B, estamos tratando de descifrar la relación del objeto A con su contexto A’, en relación a la relación del objeto B con su contexto B’. La comparación de la poesía paisajista china con la poesía paisajista británica corre el riesgo de ser aburrida. Pero preguntarse por la función que tiene, o ha tenido, la poesía paisajista china en diferentes momentos de su cultura, y comparar los resultados con las funciones que tiene, o ha tenido, la poesía británica, resulta en un grupo complejo de significados internamente vinculados, de los que pueden surgir sólidas ilustraciones de función y valor, y también de belleza. En estas condiciones, la experiencia de Richards en el aula no puede considerarse un fracaso. Sin embargo, muchos programas de investigación de nuestra área siguen buscando establecer leyes universales, inmutables. En el siglo xix las teorías del ritmo situaban nuestro placer por la poesía en constantes psicológicas; las teorías sociológicas de la literatura intentaban situar cada obra en la evolución de su sociedad como parte de un plan determinista general para el avance de la raza humana, a través de una serie de fases. Hoy, la neurociencia sostiene una tentadora explicación de la literatura a través de la función cerebral (Bortolussi y Dixon; Cooke y Turner; Crane; Hogan; Spolsky; Wolf; Zunshine). Para este tipo de propuestas, mostrar cómo dos cosas son similares es un paso en la senda del progreso. La ciencia necesariamente generaliza y recorta detalles para la elaboración de las leyes de la naturaleza. Los comparatistas ambiciosos, sin embargo, deberían tener cuidado en filtrar las características idiomáticas específicas de un texto con el fin de incluirlo en un esquema determinado. Buscar la similitud empleando la propia similitud como punto de partida para descubrir las diferencias orienta un proyecto comparativo hacia la lectura atenta y, sin embargo, incluye, por la vía de la similitud, la necesidad de alejarse de una mera descripción para dar una explicación. Si he descubierto una similitud, tengo la obligación de explicar por qué es relevante, qué la provoca, qué efectos tiene y qué podemos aprender de ella para futuras observaciones.
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Del mismo modo, una analogía no reduce una cosa a la otra —como sucedería si nuestras preguntas finales fueran «¿es esto lo mismo que aquello?»— sino que pregunta, «¿qué puede esto decirnos de aquello?». La forma de esta segunda pregunta apela al poliglotismo, la multidisciplinariedad, la colaboración académica —las propias dimensiones hacia las que la empresa comparativa es más propensa a inclinarse—.
Temáticas como tematización
Las aproximaciones temáticas a la literatura generalmente tienen que soportar la crítica de que son simplistas y superficiales. Si la literatura consiste en una «forma» que envuelve un «contenido» (como suele decirse), entonces tirar del contenido supone romper la forma, y eso significa abandonar la integridad de la obra de arte. Pero al menos desde Aristóteles, se sabe que se puede hacer una bella obra de arte que represente cosas antiestéticas o desagradables —igual que una persona bella, mal retratada, hace un cuadro feo—. La insatisfacción de la lectura temática es una preocupación para los aspectos de la obra que no pueden inventariarse como «contenido». Pero en respuesta podemos decir que los contenidos de una obra de arte (incluso de un reportaje periodístico) representan una elección, dentro de un conjunto mayor de contenidos potenciales. Un tema es algo que un autor (una tradición colectiva) ha decidido tematizar, es decir, colocarlo en el centro de atención. Cuando John Donne, siempre ingenioso seductor, se lamenta de su inminente partida para el frente con estas palabras: Los viajes largos son largas enfermedades y los barcos son carros para los condenados, sí, los barcos son muertes; ¿no es lo mismo volar hacia otro mundo que morir? Déjame que pelee aquí; en estos brazos permíteme yacer; deja que parlamente aquí, que bombardee, sangre y muera. Tus brazos me aprisionan y los míos a ti; tu corazón es tu rescate, toma el mío por mí. Otros hombres guerrean por ganar su descanso, nosotros descansamos para luchar de nuevo.
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Aquellas guerras ama el ignorante, pero estas el experto; estamos allí siempre debajo y aquí encima. Los ingenios allí desde lejos engendran un temor justo y cierto, nunca hieren aquí ataques, picas, puñaladas ni balas. (Elegías, «La guerra del amor», pp. 99 y 101)
Vemos su decisión de hilvanar el lenguaje militar y el sexual para jugar con nuestra atención: se distrae y nos distrae de la guerra a la que ha sido llamado haciéndola analogía de los ejercicios sexuales que preferiría llevar a cabo; y cuantos más detalles pueda robar del vocabulario de la guerra, más vívida hará la trama sexual: el lector tiene que hacer una pausa e imaginar cuál es el equivalente conyugal de «nunca hieren aquí ataques, picas, puñaladas ni balas». La elección de tratar el amor y la guerra como temas convergentes, y no como excluyentes, es lo que crea el drama, el ingenio y la individualidad del poema. Esto no quiere decir que la combinación de amor y guerra no tuviera precedentes; en efecto, es parte de la literatura europea desde Homero. Donne simplemente resuelve un área del tema que Virgilio o Petrarca habían dejado incompleto. La concepción de Curtius de la historia de la literatura medieval como una serie de expansiones y variaciones de temas clásicos (en el que podría integrarse este texto de Donne) busca estas ocasiones para poder mostrar veinte siglos de literatura europea como una unidad, con un cariño particular y recurrente por el tema de la naturaleza, ya sea en forma de diosa, símbolo del potencial y la fecundidad, o como el paisaje ideal. El lector de Curtius percibe esta insistente elección como la tematización del deseo de plenitud que anima todo el libro. Este tema crítico le da, cuando se compara con otras obras maestras académicas de mediados del siglo xx, un tono arcaico y absurdamente inocente. El material temático, por tanto, no lo constituyen simplemente «las cosas» de las que se hace la literatura, como la arcilla es el material del que se hace la cerámica, pero requiere atención, forja el mundo imaginado como uno hecho de estas posibilidades, implica estructura y consecuencia. De la misma manera que una casa de ladrillo tendrá una forma diferente y se erosionará también de manera diferente a una casa de madera, un poema construido en torno al topos del «amor y la guerra» irá por caminos diferentes a un poema que siga la identificación platónica entre belleza y verdad. Cur-
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tius, al decidir que gran parte de su historia girara en torno a imágenes de la naturaleza, excluyó una posible historia que podría haber dado protagonismo principal a imágenes del artificio, del caos o del conflicto. Además, al menos para las personas modernas, el tema no es solo cuestión de inventario —de lo que está «en» el texto, de lo que «tiene» en común con otros textos—. En un momento autoterapéutico Freud fue incapaz de recordar el nombre de un pintor del Renacimiento italiano porque tenía resonancias dolorosas para él (Freud, pp. 5-11). Mediante el bloqueo de palabras que guardan parecido con términos peligrosos, el inconsciente de Freud pudo mantener la calma. Pero el olvido, como los deslices verbales, tarde o temprano se vuelve obvio y distractor y hace regresar a la conciencia los temas reprimidos. La «atematización» (si podemos llamarla así) de las ideas tabú condujo a que comandaran una parte aún mayor de la mente que si se las hubiera permitido ser reconocidas, ser temáticas. De igual manera, Edward Said centra la atención en algo que los anteriores lectores de Mansfield Park, de Jane Austen, habían considerado poco importante: las referencias «fortuitas» y «pasajeras» al hecho de que sir Thomas Bertram posee una propiedad en Antigua. Austen suele ser tratada como una cronista de salones y sociedades cerradas, muy adecuada para el encantador trato hollywoodiense. Y sus guiños al modo en que sir Thomas gestiona su plantación de esclavos son discretos; pero su misma sensibilidad, a los ojos de Said, asegura que revela el grado en que las plantaciones son obviadas por todos los ingleses de bien: «no importa cuán aislado o insular sea el sitio de Inglaterra (es decir, Mansfield Park), siempre requiere un sustento de ultramar» (Cultura, p. 154). Tras esta relectura, podemos decir que no se pueden enumerar los temas de Mansfield Park igual que antes. Mansfield Park ahora trata acerca de la esclavitud y de la propiedad del ausente, además de los temas convencionalmente reconocidos. La tematización, por tanto, es una operación sobre los significados latentes en el lenguaje, la sociedad o la cultura, realizada por los autores y también por los lectores. El lector atento detecta patrones de asociación o exclusión que dan a los temas de la obra un papel activo en generar nuevos significados. Con este propósito, la lectura temática no puede dejarse de lado como mera Stoffgeschichte positivista.
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i la literatura comparada es un balance del «comercio exterior de las literaturas» (Wellek, «La crisis», p. 79), la traducción es algo de lo que no puede prescindir. Con «comercio exterior» nos referimos especialmente a los préstamos y exportaciones desde y hacia otros idiomas. ¿Un español considera a Borges y Cortázar escritores extranjeros? Suponemos que no; como tampoco quienes leen inglés necesitan la ayuda de un traductor para apreciar la obra de la mayoría de autores australianos o estadounidenses. La mayoría, pero no todos, puesto que en una lengua tan ampliamente difundida, como el inglés o el español, existe un núcleo central de fácil accesibilidad, y varios dialectos regionales, históricos, profesionales, étnicos o de clase. Por la fuerza de la costumbre y la exposición, el inglés de Chaucer es más sencillo para los lectores de hoy que su contemporáneo el Poeta Pearl, y una película rodada en Escocia o Misisipi podría incluir subtítulos para beneficio de una audiencia tal vez acostumbrada a una variedad estándar del inglés. La necesidad de dicha traducción dentro de un mismo idioma nos advierte del hecho de que las fronteras de cualquier idioma no son líneas marcadas, sino zonas grises. «Como no hay fronteras comunes entre idiomas, no [puede haber] subdivisiones [precisas] entre los dialectos de estos idiomas [...]. Desde el momento que hay solo dialectos abiertos, formados por la suma de corrientes [de variación lingüística] en las que participan, no hay lenguajes cerrados» (Saussure, Cours de linguistique, p. 462; la traducción es nuestra). Sin embargo, la literatura comparada siempre se ha considerado a sí misma interesada, fundamentalmente, con las relaciones entre
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literaturas de distintos idiomas. Su principio fundacional es que las tradiciones literarias son diferentes, como lo son los idiomas, y que el acto de comparación conecta sus diferencias, como el acto de traducir conecta las diferencias entre idiomas. Contribuyendo a esta autodefinición de la comparación en cuanto traducción cultural, estuvieron las condiciones políticas del periodo de la formación de la disciplina (comienzos del siglo xix), cuando una «literatura» se suponía patrimonio común de los hablantes de un idioma y por tanto (al menos en aspiración) la herencia cultural de una única nación. (Las carreras de los poetas románticos de las naciones subordinadas —Mickiewicz en Polonia, Petöfi en Hungría— confirman la regla. Consolidaron una herencia cultural para sus nuevos públicos nacionales). Como la mayoría de los universitarios europeos en el siglo xix dominaban dos o tres lenguas (normalmente, la propia más latín y francés, alemán o inglés), se podía esperar que los escritores hallaran por su cuenta sus influencias internacionales. Por ejemplo, en algunos de sus últimos poemas, Shelley imita a Dante en forma y materia; Pushkin reescribe un poema de Horacio; Baudelaire traduce a Poe, De Quincey y Emerson. Hoy, con el crecimiento de la literatura traducida, Coetzee puede escribir una novela acerca de Dostoievski, Octavio Paz puede dedicar poemas a Wang Wei, y las novelas de Haruki Murakami pueden asumir un conocimiento detallado de la Flauta mágica de Mozart y de En la carretera de Kerouac. Este es el cosmopolitismo ordinario de la literatura, ya sea vehiculado por la traducción o por la familiaridad con el idioma original.
La (in)visibilidad de la traducción
Muchas de las obras más influyentes de cualquier tradición son traducciones, no composiciones «nativas». La literatura inglesa no puede imaginarse sin la Biblia del rey Jacobo (1611), Las mil y una noches (traducida en 1706, 1859, 1885, etcétera), Don Quijote (traducido por Shelton, 1612; Smollett, 1755, etcétera), las Historias de los hermanos Grimm (1823) o Rubaiyat de Omar Jayam (traducido por Edward Fitzgerald, 1859, 1868), por mencionar algunas de las obras que se dan por hecho como parte del fondo lingüístico y cultural de todo el que use la lengua inglesa. Las traducciones enriquecen y agrandan todas las culturas.
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Normalmente olvidamos los nombres de los traductores. Si el fin de la traducción es borrarse a sí misma, hacer que la obra traducida aparezca como por primera vez en la lengua de traducción, el olvido es una forma de honrar y reconocer el éxito del traductor, pero a costa de perder la verdadera historia de las obras e ideas en circulación. Lawrence Venuti ha tratado de dar la vuelta a esta costumbre de la «invisibilidad del traductor». Los traductores no son invisibles por naturaleza, pero esperamos de ellos que creen la ilusión de que estamos en contacto directo con el autor: ¿quién no preferiría la compañía de Tolstoi a la de Constance Garnett? Si Constance Garnett se hace demasiado visible, acusamos a la traducción de ser poco idiomática, rebuscada, cargada de errores y paráfrasis. Pero la verdad es que, al leer una traducción de Tolstoi, siempre estamos leyendo el informe de alguien acerca de lo que dijo Tolstoi, formulado en los términos del traductor y en base a las preocupaciones de su época: la Inglaterra victoriana en el caso de Constance Garnett, o los Estados Unidos actuales en el caso del dúo de traductores Richard Pevear y Larissa Volokhonsky. Por tanto, a pesar del sueño de una traducción «definitiva», las traducciones tienen que rehacerse con cada una o dos generaciones. Por qué no honrar, en cuanto artesanía poética, el trabajo de los traductores y situarlo en el centro del escenario, en lugar de detrás de las cortinas. Venuti sugiere que las traducciones deberían «extranjerizar» la lengua en que se escriben, en lugar de «nativizar» los pensamientos y expresiones del autor extranjero. En lugar de «acercar el escritor al lector», los traductores deberían «acercar el lector al escritor», como afirma Venuti reutilizando una formulación del teólogo y traductor alemán Friedrich Schleiermacher (The Translator’s Invisibility [La invisibilidad del traductor], p. 49). Hacer visible la traducción tiene un coste. El lector ya no puede pasar por alto el hecho de que está leyendo un texto mediado, de segunda mano, y esto puede llevarle a cuestionar la precisión de la interpretación o la competencia del traductor, o hacerlo de manera más impaciente que el lector de una traducción fluida, donde la autoridad persuasiva de la escritura barre cualquier atisbo de duda. Aquello que supone una virtud en términos críticos (porque, quién en el frente crítico puede resistir la llamada de hacer visibles los mecanismos de producción) puede ser un retroceso en términos de recepción popular o disfrute estético. Los novelistas que aspiran
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a entrar en el mundo literario angloparlante (al menos, tal y como se configura en la actualidad) tendrían motivos para preocuparse si sus traductores han decidido «extranjerizar» sus obras, puesto que sería un modo seguro de ahuyentar lectores convencionales. Los poetas, cuyos lectores están quizá más preparados para confrontar usos extraños del lenguaje, pueden ser menos sospechosos de elegir poner en primer plano la labor de traducción. Atendamos a la siguiente comparación para un caso con el español como lenguafuente y el chino como lengua-meta: Yi zhong yinhan yanzi de tianmi longzhaozhe yiqie. [Una nublada, fría y malva dulzura lo nimba todo] (citado en Lin, pp. 192-193)
Yi zhen hanai daizhe songzhixiang suifeng chuilai, yi pian qiliang de ganjue. [El viento trae la frialdad con fragancia de pino, provocando la sensación triste] (citado en Lin, p. 193)
Ambas citas corresponden a la traducción del pasaje «Una fría dulzura malva lo nimba todo» de Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. La primera corresponde a la traducción por Ambrosio Wang en 1967; la segunda a Meng Xianchen en 1999. Como indica Chi-lien Li, Wang introduce un elemento léxico ausente en el texto fuente (yin, «nublada»), que constituye la única amplificación traductológica del pasaje. Xianchen, por el contrario, cambia el elemento léxico «frío» por el sustantivo hanqi (frialdad) e identifica «dulzura» con songzhixiang (fragancia de pino), una sensación olfativa. Es notable asimismo que emplee qiliang (triste) para traducir «malva», lo que obedece a que en el mundo sinófono el color violeta está relacionado con la melancolía, marcando así aún más la distancia entre el mundo occidental y oriental (Lin, pp. 194-195).
Transducción
Como habrán sugerido los párrafos previos con sus constantes menciones a intercambios, la traducción es cuestión de sopesar posibili-
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dades, alternativas y consecuencias. Nuestro cometido respecto a la literatura comparada no tiene que ver con la precisión de la traducción, sino con lo que hacen al llegar; cómo una obra (o incluso el rumor de una obra) emociona a los lectores en la lengua de destino. La historia efectiva de, digamos, Gargantúa y Pantagruel —las imitaciones que engendra, el comportamiento literario que autoriza— no depende de la traducción perfecta. Sus secuelas son un tipo de traducción en sí mismas, o mejor aún, una «transducción» (Doležel, «Literary Transduction», pp. 167-168). La transducción da la mejor medida de la influencia de una obra. Una obra con una historia suficientemente larga (por ejemplo, la épica homérica) puede estimular muchas épocas, todas diferentes, de «reprocesamiento». Podríamos decir que estos distintos modos de recepción tardía estaban potencialmente contenidos en las épicas antiguas, pero solo sería una verdad a medias: el potencial tiene que ser activado por tiempos, lenguas, culturas y modos de pensar que los contemporáneos de Homero nunca hubieron imaginado. Traducir es siempre un acto de juicio literario comparativo. Elegir una palabra, un patrón sintáctico, un tono, un género, etcétera, es ofrecer una analogía entre dos campos de cultura y significado. Como cualquier analogía, está condenada a fracasar en ciertos casos. Pero el valor de una analogía está en lo que logra sugerir. Un ejemplo Moby Dick ha sido traducida al francés al menos cuatro veces en los últimos setenta años. La primera versión (1939), por parte del novelista Jean Giono y dos colaboradores, es conocida por ser la más libre, y a menudo también la más breve. Numerosos críticos han acusado a Giono de tomarse libertades con el texto, una queja que ha servido para justificar la producción de más traducciones (en particular las de Armel Guerne en 1954 y la de Philippe Jaworski en 2006). Los lectores impacientes con el estilo de Melville puede que consideren que la versión de Giono supone una mejora sobre la original. Pero si nos fijamos en la famosa frase inicial de la novela («Call me Ishmael» [Llamadme Ishmael]), en la que Giono se aleja ya de la estructura sintáctica inglesa, podemos ver que lo que está en juego no es la literalidad.
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«Je m’appelle Ishmaël. Mettons.» (Melville/Giono 1939: p. 1) Que retraduciríamos como: «Digamos que me llamo Ishmaël». (O: «Por ejemplo»; «¿Por qué no?»).
Con este leve gesto lingüístico, Giono reclama un lugar para la novela de Melville junto a las existentes narrativas, en la tradición francesa del «récit», un género que subraya la voz autorial y plantea la cuestión de la ficcionalidad. El «Mettons» coloca a Melville en compañía de escritores de récit como Gide, Paulhan, Céline, Blanchot y el propio Giono, compañía improbable y transfigurada para el autor americano. Mantener la consistencia con esta decisión genérica puede haber dirigido las otras elecciones de Giono en retratar o alterar el texto de Melville. Y estas decisiones tienen sentido en la presencia implícita de otras elecciones. Se podría imaginar una traducción que buscara emular el estilo y tono de Julio Verne, contemporáneo de Melville. El resultado habría acomodado algunos elementos evidentes de Moby Dick (el relato de aventuras, la fascinación con la tecnología, el personaje prometeico) pero habría obviado muchos otros. Lo que sin duda era lo más importante para Giono era que una traducción al estilo Verne habría tenido poco atractivo en el mundo literario de 1939. Moby Dick habría estado muerta antes de llegar. Pero ¿habría sido más «fiel» una traducción al estilo Verne que una al estilo de Céline? Esto no es realmente una pregunta. Traductores y público no tienen opción de fidelidad, solo eligen entre «formas» más o menos adecuadas. Las traducciones son pastiches. La labor del traductor es proporcionarle un hogar a la obra en el nuevo idioma, y existen muchos tipos de hogares donde elegir.
Ha sido posible repensar ampliamente el campo de los estudios de traducción gracias al trabajo de Itmar Even-Zohar y Gideon Toury sobre el «polisistema literario» como un compuesto de obras, modos y potenciales activos en un determinado momento, en el campo literario de un determinado idioma. Ahora somos capaces de ver validada una obra traducida, no solo por su relación con el original que representa, sino por la referencia a normas de la cultura y lenguaje de destino a los que se incorpora. Desde que el término «intertextualidad» se generalizó en los setenta, los críticos se han
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acostumbrado a decir que el lenguaje es siempre citacional —pero esta tesis tiende a ser articulada en líneas generales (ver Derrida, «Signature événement contexte») en lugar de detallarse—. La traducción brinda la oportunidad de comprobar esta afirmación en contextos particulares. Recientemente, la traducción automática se ha aprovechado de vastas colecciones de material digitalizado para establecer correlaciones entre secuencias en diferentes idiomas y escalas mayores que la palabra individual. Combinar estos tres puntos de vista —una orientación de meta, citacionalidad y correlaciones plurales a gran escala— con ejemplos específicos debería conducir a una mejor comprensión de la traducción, más precisa y culturalmente más sugerente al mismo tiempo. Al describir un texto como un compuesto, una tela de retazos dispuesta de partes de otros textos, solemos recurrir a símiles como el mosaico; pero para representar la doble perspectiva aquí planteada tendríamos que añadir que cada tesela del mosaico conserva una cadena vestigial que la conecta con su anterior hogar en una losa de piedra. Imaginemos que al tirar de las cuerdas pudiéramos hacer que las piezas del mosaico pivotaran entre sus dos contextos. Por muy improbable que sea técnicamente, eso es lo que pretendería hacer una lectura comparada de escritura traducida. Las palabras en el lenguaje de destino se eligen para activar el potencial que el traductor reconoce en el lenguaje original y desea reactivar en los nuevos lectores. Como un actor o un intérprete de una composición musical, el traductor pone voz al texto original, eligiendo una interpretación por encima de las demás. Por tanto, la traducción de Giono del «Call me Ishmaël» enfatiza el dominio del narrador sobre los hechos de la historia, que podrían ser totalmente inventados o arbitrarios, y su conocimiento de que es así; la traducción de Guerne: «Appelons-moi Ismahel», sugiere que el narrador y sus oyentes de alguna manera son conjuntamente responsables de cómo se desarrolla la historia, una implicación que carece de relación con las reglas de género que invoca Giono. Pero otra traducción (digamos, «On m’appelle Ishmaël») puede enfatizar el abandono trágico asociado con el nombre «Ishmaël» y conducir la novela en una dirección diferente. La elección de una sola palabra puede dirigir la «transducción» de una obra. Mediante la elección, el traductor determina aspectos del texto que eran indeterminados en el original. Otro ejemplo: cuando se
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traduce desde una lengua como el chino, donde singular y plural rara vez se marcan, a una lengua indoeuropea, el traductor debe decidir si los objetos nombrados son uno o varios. Por su parte, las lenguas indoeuropeas suelen dejar aspectos ambiguos que necesitan ser especificados en chino (como cuál de los dos hermanos o hermanas es mayor). Por contraste, el inglés americano de mediados del siglo xix y el francés de los años treinta del siglo xx exhiben innombrables paralelos en sintaxis, léxico y campos de referencia cultural, incluso cuando se refieren al argot de caza de ballenas: es decir, las especificaciones por lo general se hacen con anterioridad. Traducir entre idiomas que tienen menos historia en común, o que están más distanciados en otra dimensión del significado, deja más áreas de indeterminación a rellenar por el traductor, probablemente de manera arbitraria. Estas indeterminaciones hacen difícil juzgar la traducción por su precisión (algunas veces puede no haber señal que perderse), pero igualmente dejan el nivel de idoneidad abierto al capricho individual. Si un genio es (como dijo Kant) la creatividad no limitada por las reglas, algunas situaciones no dejan a los traductores más remedio que confiar en el genio.
¿Intraducible?
Llamar la atención sobre el destinatario de la traducción —al efecto que la traducción tiene a su llegada— puede parecer que arriesga el abandono de la responsabilidad del traductor de ofrecer una versión fiel y exacta de la fuente. (Para una mayor exploración de las connotaciones éticas de «fidelidad» y normas relacionadas, consúltese Bermann y Wood). Puede parecer que promete un juego en que el traductor nunca pierde. O, por decirlo con menos optimismo, si la traducción funciona mediante las citas de textos preexistentes y contextos elegidos desde el entorno de destino, parece que, en el último análisis, las traducciones «nativizantes» son las únicas —aunque las «extranjerizantes» son simplemente traducciones «nativizantes» encubiertas (encubiertas en uno de los códigos reconocidos del exotismo vigente en la lengua de destino)—. Pero ¿es imposible que los traductores fracasen? ¿Pueden fracasar las traducciones, no localmente y en el detalle (como cuando se falla en una palabra o una implicación), sino globalmente, cuando dos len-
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guas son profundamente inconmensurables? ¿Acaso no es posible que dos lenguas sean tan diferentes que ninguna traducción, de un idioma al otro, representara con precisión el contenido que traducir? ¿No son determinadas cosas consideradas intraducibles? Y si es así, ¿no debería la literatura comparada, como la teoría de traducibilidad literaria, declararse incapaz de seguir a sus objetos de interés cuando se adentran en este terreno? La palabra «intraducible» se emplea para designar distintas cosas, algunas veces con implicaciones tácitas. Cuando alguien dice que una palabra de un determinado idioma «no puede ser traducida», uno siempre puede preguntarse por qué, y recibir una descripción de los matices, los detalles, las implicaciones que la palabra arrastra en su idioma. La descripción es, entonces, una traducción, o al menos una paráfrasis, por lo que la traducción es posible en cierto grado (cf. Davidson, «A Nice Derangement»; «On the Very Idea»); lo que resultaba imposible era, quizá, la traducción de la palabra extranjera en una única palabra equivalente. De la misma manera, si se dice que un juego de palabras, el título de un libro o un verso, son intraducibles, se puede explicar, aunque no se represente de una manera cuantitativamente análoga al original. Es importante recordar que en la traducción no siempre estamos constreñidos, como lo están los cantantes de ópera, por transmitir un significado en un número determinado de notas. El requerimiento de que una traducción sea externamente equivalente supone una exigencia excepcional para el traductor, aunque algunos son capaces de cumplirla. Pero para la teoría de la traducción, la demanda de equivalencia formal no está suficientemente motivada. Allá donde parece que la inconmensurabilidad supone el mayor peligro —el traducir entre lenguas que comparten poca historia y pocas traducciones anteriores— la indeterminación es también mayor, por lo que es casi seguro que la persona que revele una inconmensurabilidad será la persona que dé los primeros pasos para resolverlo. Traducir la palabra «licor» por «vino» puede ser un error en algunas circunstancias (en el contexto de un bar, por ejemplo), pero puede ser apropiado en circunstancias en que es deseable señalar algo así, como las connotaciones de clase alta de «vino» (ver Liu, The Art, p. 59). Traducirlo por «licor alcohólico no identificado» conserva un grado de indeterminación suficientemente grande para prevenir la incorrección, aunque carecería totalmente de la viva referencia
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del original. Cuando escuchamos hablar de la inconmensurabilidad, suele ser un tema análogo al reemplazo de «vino» por «licor», y la sensación del cliente de haber sido engañado. Pero como señalaría Davidson, el hecho de que hay suficiente concordia en la diferencia entre los dos es una condición previa para que se aclare el problema de la referencia: desacuerdo, no inconmensurabilidad («A Nice Derangement»). La diferencia entre la literatura comparada y la literatura mundial se reduce a la traducción, por lo menos en Estados Unidos. Los estudiosos de la literatura comparada se enorgullecen de leer las obras en su idioma original, tanto por razones de probidad crítica (uno no puede simplemente dar por buena la palabra de un traductor) como por la necesidad de distinguir su empresa de la literatura mundial traducida. Pero la insistencia en el dominio de la lengua cede a los cálculos de lo que es factible o conveniente. En los inicios de la historia del campo, el estándar de conocimiento del lenguaje se mantenía porque la mayoría de los académicos (en todo caso, en Estados Unidos) comparaban obras escritas en las lenguas principales de Europa. El comparatista infrecuente, con interés en el japonés, el chino, el árabe, el sánscrito o similares, habría adquirido las lenguas europeas también. Con la llegada del multiculturalismo en los años ochenta del siglo xx, alentó la crítica de que los requisitos de idioma de la literatura comparada eran geográficamente provinciales e intelectualmente elitistas. Como réplica, figuras importantes del campo recomendaron que las obras en lenguas no-europeas, leídas en traducciones, pudieran incorporarse a los enseres del comparatista («Bernheimer Report», p. 44). Esta solución permitió que el elitismo se ocultara, es decir, se reinscribiera en el programa: había lenguas que merecía la pena conocer y otras lenguas sobre las que merecía la pena saber algo. Una respuesta más completa para el desarrollo desigual de los temas de investigación comparativa, en diferentes áreas lingüísticas y culturales, insistiría en el valor de los textos primarios, en cualquier idioma, y en particular de los textos escritos en las formas más remotas, antiguas, difíciles o institucionalmente fosilizadas de un idioma, puesto que son las que plantean los mayores desafíos para la traducción. Su desafío a la apropiación cultural son incluso mayores. Una novela de Banana Yoshimoto no necesita una mediación extenuante para los lectores norteamericanos —ya se ha adecuado a sí misma—. Un
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himno védico que ha generado una docena de interpretaciones discrepantes a lo largo de los años alejará aún más al lector de la ruta señalada. La literatura mundial a menudo ha afirmado —pour les besoins de la cause— la disponibilidad, es decir, la traducibilidad, de toda literatura para el observador bien situado. Aquellos para quienes la creación en lengua extranjera no es solo un documento de la literatura mundial a la espera, pueden insistir en la irreemplazable poesía del original y su pérdida en la traducción. «Arrancada de su lugar, arrojada a las fauces de la industria cultural global o curso de estudio y sujeta a la transmisión pedagógica por instructores de bajo nivel cultural y nulo conocimiento de la lengua original de la obra traducida; la literatura local o nativa renuncia a las propiedades que la definen, una vez que es exportada y traficada como un artefacto» (Apter, p. 326). Lo que debe ser protegido de «la ofensiva bulímica empresarial para antologizar y curricularizar los recursos culturales del mundo» (p. 3) es lo intrínseco, lo idiomáticamente Intraducible. ¿Qué palabra, en cualquier idioma salvo el ruso, puede sustituir a pravda (pp. 33-34)? ¿Dónde, salvo en Walter Benjamin, podemos buscar el significado de Jetztzeit (p. 66)? Dice Apter que «existe una cualidad de intransigencia semiótica militante unida a lo Intraducible» (p. 34), una cualidad que debería resultar en «una política de la literatura que sea crítica con la gestión literaria global dentro de la educación corporativa» (p. 16). Con la misma justificación, se podría hacer de la traducción el análogo de la apertura cosmopolita, no del vuelo nómada, contra las autarquías tiránicas. Los argumentos que podrían proveer una base, en las negociaciones comerciales de la Unión Europea para la protección del «appellation contrôlée» del champán o Pont l’Évêque, también han sido empleados para afirmar la singularidad de la cultura y sistema político de este o aquel país, aislándolos de la atención de los forasteros. Americano, japonés, alemán, chino, ruso, etcétera, los excepcionalismos tienen un pasado dudoso. Para Apter, el valor de la traducción universal es comercial, y el de la no-traducibilidad es lo contrario: hogar, identidad, lo sagrado. «La dificultad sigue siendo cómo asumir la sacra intraducibilidad sin condescendencia secularista» (p. 14). Pero las mismas consideraciones (algunas veces filológicamente cuestionadas) ofrecidas en nombre del intraducible para demostrar cómo las palabras clave,
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de una lengua y un tiempo particular, permanecen indisolublemente arraigadas a la situación de su surgimiento son, en inglés, francés o cualquier medio, paráfrasis, citas y traducciones. Decir que algo es «intraducible» está muy bien, pero cuando se ha comenzado a explicar por qué es así se está entrando en el área de la traducción. Aceptar la inevitabilidad habría posibilitado una caracterización más precisa de los llamados intraducibles, puesto que no son simplemente términos intrínsecos a una lengua particular. Se llaman así como resultado de los múltiples, no siempre exitosos, actos de traducción; actos que dejan un residuo dispuesto a ser descrito (Cassin). No hay nada sagrado en ellos, si con ese término queremos decir entero e inmune a las labores de sustitución. Quizá la ficción de lo intraducible no debe tomarse como una referencia a lo que no puede ser traducido, sino que oculta una distinción entre lo que no ha sido traducido (todavía o con éxito) y lo que no está siendo traducido; una diferencia al menos abierta al estudio empírico. Cuando aparecen en el texto palabras extranjeras, lo vuelven incorrecto: una mezcla, un múltiplo. El acto que realiza el escritor macarrónico no es la traducción, sino la transcripción, inscripción o imposición, muy diferente a inventarse una palabra nueva. «Paris rawly waking [...] In Rodot’s Yvonne and Madeleine newmake their tumbled beauties, shattering with gold teeth chaussons of pastry, their mouths yellowed with the pus of flan breton» (Joyce, p. 42)1. Las palabras «chaussons» y «flan breton» son aparentemente indisociables de la experiencia parisina que Stephen Dedalus está recordando, y aparecen en francés como sinécdoques de Francia. Citarlas aquí es, precisamente, no una traducción, sino un rodeo de la traducción. No es que no halle equivalente para estos términos, sino que Stephen prefiere no encontrarlo. La no-traducción, el extremo de la «extranjerización», violenta más el lenguaje de destino que la traducción dura. En algunas tradiciones literarias, las mayores influencias las ejerce una obra no nativa que conserva su lengua original, como sucede con el Corán (en árabe clásico) en las culturas persa, turca, urdu y malaya. La literatura europea medieval no puede discutirse sin sus modelos latinos (Curtius). Esta condición, llamada diglosia, asume el conocimiento de al menos dos lenguas cuya relación, mediada por el contexto y la acción social, puede que nunca les permita encontrarse en la misma dificultad. La diglosia sitúa determinadas áreas del
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lenguaje fuera —normalmente, por encima— del habla ordinaria. Si la diglosia estratifica, su contraparte macarrónica instala un carnaval, mezclando lo sagrado y lo profano (Bajtin). Algunas veces, como en Rabelais, la diglosia macarrónica funciona logrando que el lenguaje inferior (el francés) haga un comentario sarcástico respecto al superior (el latín): Et [Pantagruel] trouva la librairie de sainct Victor fort magnifique, mesmement d’aulcuns livres qu’il y trouva, comme Bigua salutis, Bragueta iuris, Pantoufla decretorum, Malogranatum viciorum, Le Peloton de theologie [...] Le moustardier de penitence, Les Houseaulx, alias les bottes de patience, Formicarium artium. (Rabelais, Œuvres, pp. 195-196)
Además [Pantagruel] encontró allí la extraordinaria biblioteca de Sainct Victor, siendo este el repertorio de algunos de sus libros. Primo, Taboa Salutatis. Bragueta Juris. Pantofla Decretorum. Malogranatum Vitiorum. El pelotón de teología. [...] El Mostardón de Penitencia. Los Botines, alias las Botas de paciencia. Formicarium Artium. (Rabelais, Pantagruel, pp. 59-61)
Aquí la lengua vernácula y el latín, vulgar y erudito, se funden con júbilo. Sin embargo, el efecto poético de su combinación depende de que los dos registros se mantengan distinguibles, si no en la página, sí en la mente del lector. La escritura macarrónica acelera el proceso de mezcla presente en todos los idiomas a lo largo del tiempo. El francés y el latín que usaban las casas nobles, los juzgados, las iglesias y las universidades en la Inglaterra medieval calaron en el vocabulario de la lengua común; los chinos adoptaron palabras de vecinos, conquistadores y misioneros budistas; el japonés contemporáneo es muy hospitalario a las palabras de otros lugares. La diglosia mantenida a lo largo del tiempo se convierte en macarronismo, en criollismo (Bernabé, Chamoiseau y Confiant). En efecto, estamos escribiendo estas páginas en un tipo de lengua macarrónica —en un lenguaje enriquecido por préstamos, ecos, calcos y malentendidos del extranjero—. Pensar demasiado tiempo acerca del macarronismo y las causas criollas provoca que uno dude de esas lenguas, que existen esos polos entre los que la traducción presuntamente va a ocurrir. Tal vez existe una
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zona de préstamo mutuo entre cualesquier par de lenguas, una zona donde la traducción es superflua o siempre errónea. Quizá el árabe o el chino puro existen en alguna parte, pero como regiones marcadamente pobres en intercambio semiótico. Si este enfoque de lo macarrónico tiene algún sentido, debemos estar dispuestos a descartar nuestros mapas mentales de lenguas que ocupan, sin diferenciación, un territorio limitado. Más bien, las lenguas están siempre superpuestas, encerradas en luchas por la dominación, fragmentadas y ocasionalmente en armonía musical y política. La existencia de las traducciones nunca debería ser una excusa para mantener el monolingüismo. En el mapa de la literatura comparada, el monolingüismo es una zona en blanco. A través de la atención al multilingüismo, a la mezcla de códigos y la criollidad, los comparatistas pueden hacer de la traducción algo más que un vínculo entre dos zonas en blanco.
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n el siglo xix, en los orígenes franceses de la literatura comparada como disciplina, algunos de sus practicantes abogaban por llamarla «la historia comparada de las literaturas». Jean-Jacques Ampère, por ejemplo, en su discurso en el Ateneo de Marsella, el 12 de marzo de 1830, sostenía que la «ciencia literaria» (la science littéraire) se compone de dos ramas: la «filosofía de la literatura» (philosophie de la littérature), lo que hoy llamamos «teoría literaria», y la «historia de la literatura» (histoire de la littérature) (De l’histoire, p. 7). Respecto a la metodología de esta última, Ampère distingue dos métodos —comparación y filiación—. La comparación es «un método para subrayar los aspectos clave de las obras literarias con la ayuda de paralelismos y contrastes». Por su parte, la filiación es «una unión más estrecha» (un rapport plus intime) por la cual las obras literarias «están vinculadas unas a otras debido a su producción: las obras producen otras obras a través de los siglos» (De l’histoire, pp. 30-31). Una vez que estos métodos son aplicados, la historia literaria deja de ser tanto «un catálogo de publicaciones, como una colección de anécdotas» (p. 14), o una clasificación de escritores y obras según su lugar y su tiempo (p. 33), y se convierte en historia comparada (histoire comparative, p. 8). En términos generales, se podría decir que la descripción de historia literaria de Ampère cubre lo que hoy llamamos «literatura comparada», mientras que la «historia literaria comparada» es un campo específico dentro de esta. Entonces, ¿qué es la historia literaria comparada? En La Littérature comparée (1931), Paul Van Tieghem declaró que el carácter distintivo de la historia literaria comparada, que él llama «historia literaria internacional» (l’histoire littéraire
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internationale), reside en su contenido y organización. Respecto al contenido, la historia literaria internacional desafía los cánones nacionales en la medida en que los escritores considerados «secundarios» en sus tradiciones nacionales pueden desempeñar un papel clave dentro de la escena internacional1. Respecto a la organización, la historia literaria internacional debería adoptar un «orden racional» (un ordre rationnel), que puede provenir de periodos largos (grandes périodes) o de áreas literarias que en una secuencia específica de tiempo contribuyen al desarrollo de un tema, estilo, género, movimiento, etcétera (pp. 205-207). Por desgracia, para Van Tieghem (p. 200), la historia literaria internacional es un campo dentro de la «literatura general» (littérature générale), y no dentro de la literatura comparada2. Más recientemente, Claudio Guillén ha defendido que la «historiología» es un campo de investigación propio de la literatura comparada, ya que «[l]os componentes fundamentales de la historiografía literaria, es decir, las unidades extensas, como los periodos, las corrientes, las escuelas o los movimientos, que permiten estructurarla, haciéndola inteligible, ordenando su devenir temporal, no suelen reducirse a ámbitos nacionales» (Entre lo uno y lo diverso, p. 333). Aunque no ofrece una definición concisa de historia literaria comparada, el siguiente pasaje —atestiguando preferencia por la orientación sistémica— es ilustrativo. La historia literaria comparada busca lo siguiente: «El itinerario temporal de la literatura es un proceso complejo y selectivo de acrecentamiento. Los sistemas literarios evolucionan de una manera singular, que se caracteriza por la continuidad de ciertos componentes, la desaparición de otros, el despertar de posibilidades olvidadas, la veloz irrupción de novedades, el efecto retardado de otras» (Entre lo uno y lo diverso, p. 340). Claramente inspirada por Guillén, Franca Sinopoli (p. 1) da esta concisa definición: «Por “historia literaria comparada” se suele entender una historia que tiene, como objeto de estudio propio, la red de interacciones entre varias literaturas». Tomando ambas definiciones como punto de partida, exploremos la historia literaria comparada refiriéndonos a dos dominios. En primer lugar, y en un sentido más bien general, nos aproximaremos a la historia comparada. Curiosamente, no se han establecido los vínculos entre historia comparada e historia literaria comparada, aunque comparten un único método. Consecuentemente, hay poca conciencia de lo que una puede aprender de la otra. La expli-
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cación puede estar en el hecho de que los enfoques omnímodos a la historia comparada —como los de Karl Marx, Max Weber, Oswald Spengler, Arnold Toynbee y similares— ya no se toman tan en serio como antaño. Sin embargo, formas más matizadas de historia comparada se han hecho populares en los últimos años. En segundo lugar, examinaremos los productos de un activo laboratorio de historia literaria comparada: el Comité de Coordinación para la Historia Literaria Comparada en Lenguas Europeas de la Asociación Internacional de Literatura Comparada (AILC/ICLA). A este apartado le seguirán algunas consideraciones finales.
¿Qué podemos aprender de la historia comparada?
Muchos libros recientes incluyen en su título la frase «historia comparada», como el de Ben-Ami Scharfstein A Comparative History of World Philosophy: From the Upanishads to Kant [Una historia comparada de la filosofía mundial: de los Upanishads a Kant] (1998); The Comparative Histories of Slavery in Brazil, Cuba, and the United States, de Laird W. Bergard [Las historias comparadas de la esclavitud en Brasil, Cuba y Estados Unidos] (2007), o Revolutions in the Atlantic World. A Comparative History [Las revoluciones en el mundo atlántico. Una historia comparada] (2009) de Wim Klooster, entre otros. Curiosamente, ninguna de estas obras explica qué significa «historia comparada». No obstante, los títulos aclaran que una historia comparada, por un lado, abarca un área mayor que la nación (más de un país: el Atlántico, el mundo) y, por otra parte, puede restringirse a una única disciplina o tema (filosofía, esclavitud, revolución), a riesgo de evocar una sensación de vaguedad, seguramente no apropiada. Entre los libros mencionados, Scharfstein realiza un análisis histórico-comparativo dentro de una disciplina —la filosofía— mientras que Bergard y Klooster realizan un análisis históricocomparativo para escribir la historia de un objeto (revoluciones, esclavitud). En este último caso, lo que leemos es una historia comparada como variedad específica de la historia (general). ¿Debe tratarse la literatura como disciplina, u objeto, por su propia versión de «historia comparada»? En primer lugar, vamos a extraer algunas lecciones para la historia literaria comparada a partir de la variante referida a objetos.
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«La historia no puede ser una ciencia», dijo el sociólogo francés Émile Durkheim en 1898, «a menos que dé explicaciones, y no puede dar explicaciones a menos que haga comparaciones» (p. ii). Un defensor de los argumentos de Durkheim, el clasicista Gustave Glotz, hizo un discurso en la Sorbona titulado «Réflexions sur le but et la méthode de l’histoire» [Reflexiones sobre los propósitos y métodos de la historia] con motivo de la inauguración de la cátedra de historia griega en 1907. En su discurso, Glotz defendía que la historia puede experimentar avances extraordinarios, similares a aquellos en otras ciencias, si se aplicara el método comparativo, siempre que se usara con cuidado. Su discurso fue muy influyente para historiadores como Henri Pirenne y Marc Bloch, siendo este último el cofundador de las Escuela de los Annales. Aunque es posible trazar una genealogía mayor de la historia comparada (ver Hannick, pp. 301-321), para los objetivos de esta sección basta con tomar como punto de partida el seminal ensayo de Bloch «Pour une histoire comparée des sociétés européennes» [Por una historia comparada de las sociedades europeas] (1928). Bloch, influido por trabajos en lingüística comparada, distinguió dos maneras que los historiadores tienen para emplear la comparación. Pero antes de entrar en ellas, merece la pena leer la definición de comparación de Bloch ya que, como ya resultará evidente en este punto, no es común lograr una definición precisa y sin ambigüedades. ¿Qué significa comparar en historia general? Elegir dos o más fenómenos que a primera vista parecen presentar ciertas analogías entre sí, dentro de una o varias situaciones sociales; luego rastrear su línea de evolución y advertir sus parecidos y diferencias, y explicarlos todo lo posible. Por tanto, son necesarias dos condiciones para hacer posible una comparación, históricamente hablando: debe haber una cierta similitud entre los hechos observados —un punto evidente— y una cierta disimilitud entre las situaciones en que han surgido (Bloch, p. 45).
Respecto a los usos de la comparación, en primer lugar, se pueden comparar sociedades que están muy alejadas entre sí en tiempo y/o es-
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pacio, como solía hacerse en el siglo xix (por ejemplo, en el emparejamiento cronológico que realiza Giuseppe Ferrari de las sociedades china y europea, o la reconstrucción que hace Bachofen de un matriarcado primordial). Este uso de la comparación, que Bloch ve como característico de la lingüística (general), conduce al estudioso a descubrir «la unidad fundamental de la mente humana» (p. 47). Por otra parte, como defendió el propio Bloch siguiendo la advertencia de Glotz, se pueden comparar sociedades contemporáneas que sean vecinas geográficas y hayan tenido influencia recíproca constante. Este tipo de comparación es característica de la lingüística histórica y, aunque es más restringido, conduce a conclusiones menos hipotéticas, más precisas (p. 47). Bloch nos ofrece algunos ejemplos de cómo se puede aplicar la comparación, en el sentido restringido de Glotz. Veamos uno de esos ejemplos. Bloch observa que muchos estudios referidos a las asambleas generales/provinciales (états généraux/provinciaux) de los siglos xiv y xv han apuntado a identificar la institución de la que provenían. Este objetivo ha sido perseguido mediante investigaciones locales de los orígenes de estas asambleas en Artois, la Bretaña, incluso en Francia entera. Como se trata de un fenómeno general con un alcance europeo (los Stände alemán, los Parliamenti italiano, las Cortes españolas), Bloch concluye que sus orígenes pueden localizarse solo aplicando el método comparativo. «Porque un fenómeno general», dice Bloch, «solo puede producirse por causas igualmente generales» y, por tanto, solo la comparación «podrá seleccionar, de la maraña de causas concebibles, aquellas que ejercieron un efecto general, las únicas verdaderas» (p. 56). La investigación comparada realizada por Bloch —especialmente su libro de 1924 Les Rois thaumaturges, un estudio comparativo de las ideas sobre los poderes sobrenaturales de los reyes de Inglaterra y Francia en la Edad Media— fue muy influyente y condujo a un interés renovado en la historia comparada después de los años cincuenta. Sin embargo, su estatus como subdisciplina de la historia todavía se discute, pues muchos académicos alegan que no existe un método único de comparación. En muchos casos, se considera un género más que un método de escritura histórica, que en el mejor de los casos usa analogías para que no sea necesaria ninguna discusión metodológica previa. Asimismo, la creciente demanda de especialización en la academia parece estar reñida con la amplitud de
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perspectiva que ofrecen las disciplinas comparadas, incluyendo la historia comparada. Pero en aras de la claridad, retengamos esta definición de historia comparada. Definición de historia comparada 1. Una orientación hacia el estudio del pasado, basado en el uso de analogías entre dos o más sociedades o periodos. 2. Una subdisciplina de la historiografía caracterizada por la comparación sistemática de ideas o instituciones, cuidadosamente definidas, en distintas sociedades. 3. Un método específico de explicación histórica en que los desarrollos en una situación social se explican comparándolos a los desarrollos en otras situaciones sociales. (Ritter, p. 55)
Como se ha mencionado en la introducción a este capítulo, los vínculos entre la historia comparada y la historia literaria comparada no se han explorado, a pesar de que la primera ha trascendido a los típicos objetos de la historia general —como la economía, las estructuras sociales, el comercio— alcanzando la llamada «historia intelectual», de la que Les Rois thaumaturges es un buen ejemplo. Y sin embargo, ambas subdisciplinas pueden aprender de la otra. Algunas lecciones de historia comparada 1. La comparación como método puede ser aplicada a diversos objetos, desde états généraux/provinciaux y el uso de monedas de oro, a sistemas de tenencia de tierra y reyes con poderes sobrenaturales. 1.1. Típicamente, estos objetos trascendían las fronteras de cualquier sistema social. 1.2. La comparación no es igual a la yuxtaposición de los objetos de estudio. 1.3. Una historia puede ser comparada aunque trate con un único objeto, si la comparación se utiliza para formular problemas y las explicaciones se prueban comparativamente.
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1.3.1 Cuando se aplica a (al menos) dos objetos diferentes, no hay reglas a priori para determinar lo diferentes o similares que deberían ser estos objetos.
2. A diferencia de la historia comparada del siglo xix («comparación a lo grande»), la historia comparada contemporánea en la estela de Bloch privilegia la comparación de sociedades sincrónicas en contacto, sobre las sociedades que son más remotas espacial y/o temporalmente. 2.1. Se afirma implícitamente que la proximidad temporal y espacial asegura similitud.
3. La historia comparada, aunque inicialmente estaba interesada en destacar las similitudes, se ha orientado progresivamente hacia aquello que hace distintivo un objeto de estudio.
4. La comparación como método es una cosa; la comparación como perspectiva es otra. La comparación como perspectiva desafía la parcialidad etnocéntrica.
5. Aunque el método comparativo puede aplicarse a distintos objetivos y en contextos diferentes, una única lógica subraya estos varios usos —la lógica de la prueba de hipótesis—.
6. La comparación puede aplicarse solo cuando una fase previa ha sido superada, a saber, la fase de recoger cuidadosamente evidencia sobre hechos locales menores. La historia comparada no puede proceder sin estos estudios previos de enfoque local. Por otra parte, la evidencia no puede, por sí misma, forzar conclusiones generales.
Experimentando con la historia literaria comparada En 1964, durante la Cuarta Conferencia de la Asociación Internacional de Literatura Comparada (AILC/ICLA), Jacques Voisine propuso que la asociación debería patrocinar una histoire comparée con enfoque internacional3. Se creó ad hoc un comité: el Comité de Coordinación para la Historia Comparada de las Literaturas en
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Lenguas Europeas, y Voisine fue elegido su primer presidente. Nueve años después, la primera historia literaria comparada fue publicada bajo la tutela de la AILC/ICLA: Expressionism as an International Literary Phenomenon [El expresionismo como fenómeno literario internacional], de Ulrich Weisstein. Cinco décadas después de su creación, la serie alcanza hoy los veintiséis volúmenes, que van desde el Renacimiento hasta los tiempos posmodernos. Debido a su número de volúmenes, alcance geográfico y duración, la investigación llevada a cabo por el Comité no tiene parangón en lo que se refiere a definir la historia literaria comparada. Se trata de trabajos que establecen las directrices de la investigación general llevada a cabo por el Comité, o proporcionan información acerca de proyectos en curso —en ese momento— o facilitan un valioso juicio sobre la literatura comparada como campo de investigación pragmática. En beneficio de la simplicidad, nos centraremos en cinco de estos trabajos. El segundo presidente del Comité, Henry H. H. Remak, fue responsable del «General Preface» de muchos volúmenes de la Historia Literaria Comparada en Lenguas Europeas. Las «dos premisas fundamentales» del proyecto son, de acuerdo con Remak («General Preface», p. 5), por una parte: «que la escritura de historias literarias confinadas a naciones específicas, pueblos o lenguas, debe ser complementada por la escritura de una historia literaria que coordine fenómenos relacionados o comparables, desde un punto de vista internacional». Por otra parte, «que no es posible para un académico escribir historias tan comprehensivas». Tres años más tarde, y en una línea muy similar, el tercer presidente del Comité, Jean Weisgerber, contribuyó a una obra colectiva sobre teoría literaria con un capítulo en que describía los atributos de la historia literaria comparada inspirándose en los volúmenes, ya publicados por el Comité, dedicados a cuatro campos: el expresionismo, el simbolismo, el género en verso entre 1760 y 1820 y las vanguardias (tema del que Weisgerber fue el principal editor). En primer lugar, Weisgerber justifica que el proyecto se restrinja a lenguas europeas basándose en el campo de especialización del equipo, pero rechaza cualquier acusación de eurocentrismo, puesto que el estudio incluye «obras escritas en estas lenguas por africanos y asiáticos» (p. 353). En segundo lugar, describe los elementos clave del proyecto: las historias literarias comparadas no reemplazan, sino que complemen-
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tan las historias literarias nacionales; se desarrollan por académicos internacionales con una formación interdisciplinar; y son eclécticas en su uso de los recursos literarios. Finalmente, Weisgerber afirma que los periodos forman el eje principal del proyecto, aunque algunas áreas están volviéndose prominentes para determinadas historias literarias comparadas, como el África subsahariana, América Latina y el Caribe. Veinte años después, Margaret Higonnet, la séptima presidenta del Comité, respaldó las directrices de Remak, a las que añadió, en una nueva versión del «Prefacio general», el cambio que en 1986 inició una «segunda orientación estructural de la serie», que explora «la importancia de los determinantes regionales, dando lugar a la subserie de África, el Caribe, Europa Central y del Este, Iberia y Escandinavia» (p. x). Otros dos documentos, escritos al mismo tiempo que se desarrollaba la historia literaria comparada, son fundamentales para la asignación de nuevos referentes a la comparación en los proyectos del Comité —comparación referida al movimiento entre pasado y presente, y comparación aplicada a zonas geográficas, aunque la mayoría de historias siguen centrándose en los periodos4—. El primer trabajo es de Mario J. Valdés, y el segundo de Marcel Cornis-Pope y John Neubauer. Mario J. Valdés y Djelal Kadir coeditaron Literary Cultures of Latin America: A Comparative History [Culturas literarias de América Latina: una historia comparada]. Esta historia no fue supervisada por el Comité, pero la mencionamos porque Valdés fue su cuarto presidente. Además, la selección de un área geográfica como objeto historiográfico debe mucho a varias obras de Valdés en las que reflexiona sobre la aplicación de la metodología de Fernand Braudel a la esfera literaria. Para Valdés, la historia literaria comparada es «un estudio interdisciplinar y colaborativo de la producción y recepción de las literaturas, en contextos sociales y culturales específicos, [...] que examina la literatura como un proceso de comunicación cultural dentro de una o varias áreas lingüísticas, sin pretensión de minimizar la diversidad cultural» («Rethinking», p. 75). A pesar del énfasis en la historia literaria comparada, «un hecho relativamente reciente en los estudios literarios» (p. 75), como trabajo en equipo interdisciplinario, esta breve cita hace referencia a dos cambios importantes con relación a los proyectos en curso del Comité: centrarse en el
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lenguaje más que en la literatura (nacional) y entender la literatura como una especie de comunicación cultural. En cuanto a este último, Valdés ve la contextualización social de la literatura como una de las principales consecuencias de la aplicación del modelo «braudeliano» a la historia literaria. «En la historia literaria comparada», dice Valdés, «las obras literarias se refundan como eventos históricos dentro de un contexto cultural dinámico. Este compromiso, por necesidad, reexamina y redefine los puntos ciegos fundamentales de la historiografía, como el espacio cultural, la promoción institucional o la supresión de la literatura y las políticas de participación en el evento literario/histórico. Asimismo, dicho compromiso cuestiona la premisa básica de la narrativa histórica: el marco temporal de la narración y la autoridad narrativa» («From Geography», p. 202). El historiador francés Fernand Braudel fue el líder de la segunda generación de la Escuela de los Annales. A diferencia de Bloch, que entendía la comparación como un fin en sí mismo, para Braudel, la comparación es exclusivamente una herramienta heurística que puede expresar la multiplicidad y riqueza de la experiencia histórica (Gemelli, p. 124). La Méditerranée et le monde méditerranéen à l’époque de Philippe II [El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II] (1949) fue su primer libro, y el más influyente. Para entender por qué Valdés habla de un «modelo braudeliano» de historia literaria comparada, debemos centrarnos en dos elementos de la obra de Braudel. En primer lugar, ¿cómo define Braudel su objeto de estudio? Dice Braudel: «El Mediterráneo no es siquiera un mar, es un complejo de mares» y, por tanto, es inútil «querer escribir su historia lisa y llana, a la manera usual: “nació el día tantos de tantos...”; inútil tratar de exponer la vida de este personaje buenamente, tal como las cosas sucedieron» (El Mediterráneo, pp. 13 y 12-13; «Prólogo a la primera edición francesa»). Esta afirmación, en el caso de Valdés, debe relacionarse con cómo se concibe América Latina: «el referente de América Latina, por débil y difuso, no puede en sí mismo constituir la base de un estudio exhaustivo de la producción literaria de la zona como categoría mundial distinta» («From Geography», p. 203). En segundo lugar, cada uno de los tres volúmenes de El Mediterráneo tiene un nivel distinto de investigación: medioambiental, donde el cambio es casi imperceptible; la larga duración respecto a lo social, económico y la historia cultural,
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donde el cambio puede ser rápido; y los acontecimientos, la courte durée (la corta duración). De la misma manera, Valdés y Kadir organizan su historia de la literatura en América Latina en tres volúmenes, que reflejan los tres niveles de Braudel —configuración de culturas literarias, formas institucionales y modalidades culturales sujetas a la historia—. Asimismo, a diferencia de cómo suele entenderse la comparación en los estudios literarios, es decir, como un método que relaciona objetos en diferentes lenguas, el uso que hace Valdés del término «comparada» en la expresión «historia de la literatura comparada» se inspira en las relaciones temporales de Braudel. Esto es lo que Valdés llama «el desafío de una historia de la producción y la recepción literaria» («Rethinking», p. 76). Es decir, «no hay duda de que el significado de las acciones pasadas deben entenderse en términos de los valores y perspectivas estéticas de su agente, y no en términos de las nuestras, que son muy diferentes. Pero, por otra parte, ignorar los significados de nuestras propias descripciones de los hechos sería simplista» (p. 80). Este es el elemento que Braudel, en el prefacio de su gran historia del mundo preindustrial, llamó «comparada a través del tiempo [...] de la larga duración y de la dialéctica presente-pasado» (Las estructuras, p. 3). Junto a esta dimensión de la comparación, Braudel también consideró hacer su historia «comparada a través del espacio amplio posible, puesto que mi estudio, en la medida en que resultaba factible, se ha extendido al mundo entero, se ha “mundializado”» (p. 3). Este desiderátum puede vincularse al giro espacial de las historias literarias comparadas del Comité. Por su parte, Marcel Cornis-Pope y John Neubauer ven que su primer reto es el de definir una región —Europa Central y del Este— que es mucho más difusa que América Latina. «Lo que podríamos llamar la “orientación a futuro” del término puede ser un activo y no un pasivo. Implica que el concepto de Europa Central y del Este no es geográfico ni político, sino una invención cuya realidad debe ser construida a partir de los elementos lingüísticos, religiosos y étnicos que en el pasado estaban agrupados de manera diferente y que en el futuro podrán ser, en efecto, agrupados de manera diferente a la que proponemos» (Towards a History, pp. 18-19). A continuación, se preguntan si una historia literaria comparada representa un progreso en relación con las historias literarias na-
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cionales. Para Cornis-Pope y Neubauer, es un cambio de paradigma, de perspectiva, más que un progreso o una «mejor» opción. Como la historia nacional, una historia comparada no es menos fundamental en lo que se refiere a imaginar, como en este caso, un área transnacional y, por lo tanto participa en la invención de una región (p. 19). En el caso de Europa Central y del Este, su historia literaria comparada «tendrá sentido si promueve, por poco que sea, la comunicación entre los pueblos» de la región (p. 22). En el resto de su artículo, Cornis-Pope y Neubauer estudian topografías literarias específicas, algunas de las cuales se comentan a continuación.
Algunas contribuciones relevantes del Comité de Historias Literarias Comparadas de la AILC/ICLA
Como ya hemos mencionado, la mayoría de las historias del Comité tienen un enfoque temporal, mientras que el conjunto ahora visto como «subseries regionales» se ha ocupado —y todavía lo hace— del África subsahariana, el Caribe, América Latina (con su estatus específico), Europa Central y del Este, la península Ibérica y Escandinavia. El enfoque temporal, aunque sea dominante, tiene muchas inflexiones: los periodos temporales (1400-1600 para el Renacimiento, 1680-1760 para la modernidad), los géneros y las técnicas durante un periodo específico (teatro romántico, ironía romántica, poesía romántica), y los movimientos y las escuelas asociadas con etapas específicas (simbolismo, vanguardias, modernismo, posmodernismo). Según los «Prefacios generales» de los presidentes del Comité, el proyecto ha tenido como objetivo, desde sus inicios, «fenómenos relacionados o comparables desde un punto de vista internacional» (la cursiva es nuestra); las primeras historias comparadas muestran que «internacional» se entiende como la suma de conjuntos nacionales. De esta manera, tras un capítulo general donde el objeto de estudio es abordado desde una perspectiva internacional (por ejemplo, el expresionismo o el simbolismo), encontramos varios capítulos que tratan el asunto dentro de las fronteras nacionales, como el expresionismo en Hungría o Polonia y el simbolismo en Bélgica o Finlandia. Esto demuestra la fuerza del vínculo con las historias literarias comparadas del siglo xix y principios del xx, a excepción de que la
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unidad mínima ya no son las literaturas nacionales, sino los movimientos nacionales, estilos, etcétera. Por el contrario, estas primeras historias del Comité tienen una característica distintiva que se ha vuelto menos habitual: la atención a los fenómenos artísticos no literarios. Las historias con enfoque temporal del Comité son contribuciones extremadamente valiosas para el desarrollo de la historia literaria comparada; contribuyen a reevaluar el concepto de «periodo literario» y desafiar la proyección de lapsos locales en el campo internacional. Y sin embargo, no han adoptado un léxico propio, que se concretaría en nuevas orientaciones para el método comparativo, superando el trazado de vínculos entre varias literaturas. Esto no significa que las historias de enfoque espacial son una mejor opción. Recordemos cómo Albert S. Gérard (vol. 1, p. 23) justifica su objeto geoliterario, el África subsahariana. El objetivo del proyecto HALEL (Historia de la Literatura Africana en Lenguas Europeas) fue lidiar con la escritura creativa producida en lenguas europeas al sur del Sahara. Sin embargo, este corpus es lo que los matemáticos llaman «conjunto difuso». Aunque geográficamente está bien definido, no existen pruebas objetivas convincentes, ni un consenso incuestionable acerca de qué obras y autores constituyen la «literatura africana».
Una categoría geográfica, el África subsahariana, se ofrece como criterio suficiente para delimitar un corpus literario. Pero hay preguntas fundamentales que quedan sin respuesta, por ejemplo: qué base tiene la categoría geográfica en cuestión, en especial cuando los factores raciales y religiosos juegan un papel en su identificación. En este contexto, África se convierte en un posible choque de civilizaciones: «no parece posible integrar el África mediterránea en nuestra consideración en esta fase: por el momento, parece mejor verla como parte del mundo musulmán. Pero esto no supone pasar por alto que el islam también ha hecho y sigue haciendo profundas incursiones en el África subsahariana» (Gérard, vol. 1, p. 22). Solo el hecho de que no se considerara necesario profundizar más en esta geo-categorización (África mediterránea/África subsahariana) es indicativo de los efectos subconscientes de la metageografía. En este caso, los efectos condujeron a una equivalencia geoliteraria
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donde la identificación de la literatura africana con la producción creativa del África subsahariana depende de la eliminación del componente geocultural del Mediterráneo. A pesar de ello, las historias de enfoque espacial han demostrado estar más dispuestas a la ruptura con las historias comparadas del siglo xix, incluso con las espaciales (como La littérature du midi de l’Europe, de Jean Charles L. Simonde de Sismondi), y ser más propensas a la experimentación. Consecuentemente, han generado un léxico propio de notable riqueza.
Mapas
La literatura comparada en particular, y los estudios literarios en general, muestran poca relación con ningún instrumento espacial básico empleado por otras disciplinas humanísticas (historia, geografía, sociología, etnografía, antropología, lingüística) o por las ciencias sociales, como la cartografía. Esta indiferencia es aún más evidente al considerar cuántas nociones comparatistas primarias revelan un evidente carácter espacial: literatura europea, literatura de la Commonwealth, literatura nacional, literatura mundial o literaturas emergentes, entre otras. ¿Y qué sucede con las historias literarias comparadas de enfoque espacial? La obra Literary Cultures of Latin America: A Comparative History incluye un gran número de mapas, la mayoría concebidos como herramientas para localizar intervenciones militares, lenguas, población, densidad, centros urbanos, etcétera. El apéndice escrito por Hervé Théry («The Main Locations of Latin American Literature» [Las principales ubicaciones de la literatura latinoamericana]) es una excepción, en el sentido de dar mapas literarios. El objetivo de los mapas de Théry es corroborar el concepto de «centro cultural», que otros colaboradores de la historia definen como «polos de atracción magnética de un orden simbólico cultural, ejercido por un doble movimiento (centrífugo y centrípeto) en la región interior de la región de un país determinado, pero en torno a una ciudad eje» (Coutinho y Peralta, p. 310). De los cinco mapas de Théry, nos concentraremos en el Mapa 4, que señala los lugares de nacimiento de escritores que murieron en los «centros culturales» relevantes (p. 175).
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Figura 2. Mapa 4 © Hervé Théry, 1996
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El mapa muestra un archipiélago de centros culturales que coinciden con la red urbana latinoamericana; en este caso, las ciudades de alto nivel: Buenos Aires, Río de Janeiro, México D. F., etcétera. Se observa que los lugares de defunción son menos que los lugares de nacimiento, lo que es resultado de un patrón general de migración del medio rural al urbano, pero también del hecho de que los escritores necesitan mudarse a ciudades específicas para que sus carreras literarias sean exitosas. Asimismo, se muestra que la mayor capital literaria de América Latina es Buenos Aires, puesto que tiene el área de reclutamiento mayor y más diversa, mientras que La Habana y Río de Janeiro son polos magnéticos exclusivamente para escritores nacidos en el Caribe y Brasil, respectivamente. Tras Buenos Aires, la segunda capital literaria latinoamericana es París, y por tanto (confirmando y remodelando una conclusión de Pascale Casanova) «Europa es parte del campo cultural de América Latina» (Théry, p. 170). Este es un buen ejemplo de que la geografía política y la geografía literaria no son siempre idénticas. La literatura tiene su propio funcionamiento, y en su geografía lugares distantes en el orden de lo real pueden ser contiguos en el orden de lo simbólico. Los silencios, que en los mapas son vacíos, pueden ser tan elocuentes como los sonidos. La Patagonia y la Amazonía son los vacíos por excelencia de América Latina en términos de centros culturales. No es ninguna sorpresa, porque la densidad de población es muy baja. Y, sin embargo, «su lugar en la literatura latinoamericana y sus geografías imaginarias crean una bonita paradoja. Las zonas vacías del mapa pueden ser tan interesantes como las áreas de mayor actividad» (Théry, p. 170). Uno puede comparar este caso con el Lejano Oeste y su lugar en el imaginario americano.
Nodos
El informe de Cornis-Pope y Neubauer arriba citado arguye que el concepto estructural de su historia comparada es el nodo, que «adquiere significados diferentes en diferentes partes, correspondiendo a distintas concepciones de la literatura comparada» (Towards a History, p. 35). Existen nodos temporales, topográficos, institucionales y figurativos. En términos generales, un nodo es un núcleo dentro de una red.
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La primera parte del primer volumen de la History of the Literary Cultures of East-Central Europe [Historia de las culturas literarias en Europa Central y del Este] se organiza a partir de «nodos de tiempo políticos», es decir, nodos temporales que comienzan en 1989 y retroceden hasta 1776-1789. Estos nodos pueden ser años individuales, como 1989 (la caída del muro de Berlín); otras veces son un conjunto de años, como 1867, 1878, 1881, que marcan compromisos políticos con un efecto singular o refractivo; 1867 por el compromiso que dio lugar a la monarquía austrohúngara, y 1878 por la ocupación austriaca de BosniaHerzegovina, acontecimientos que fueron cruciales para las personas en la órbita del poder austriaco. Por otra parte, 1881, que fue clave para los Balcanes (la alianza entre Austria, Alemania y Rusia). Dicen Cornis-Pope y Neubauer: «Los nodos temporales son puntos (o “cruces de caminos”) en los que se unen distintas corrientes, sin formar un corazón o esencia de unidad orgánica». Y añaden: «De hecho, las fechas políticas que escogimos tienden a ser momentos de disyunción [...]. Los nodos son entonces, simplemente, momentos históricos (con un cierto “espesor”) que ocasionan narrativas transnacionales cortas e incompletas que difieren de las perspectivas nacionales en los acontecimientos» («Literary Nodes», p. 34). Respecto a las condiciones experimentales de los nodos temporales, los autores se muestran escépticos hacia los periodos literarios tradicionales y su carácter teleológico. Denis Hollier adopta una estrategia similar en su muy imitada A New History of French Literature [Una nueva historia de la literatura francesa] (1989). El libro se compone de 175 ensayos adecuados a años específicos entre 778 y 1989. Sin embargo, los nodos temporales de Cornis-Pope y Neubauer difieren de los de Hollier en dos cuestiones clave. Por una parte, no son años relevantes para una única literatura nacional, sino un trascendente gesto hacia una «inter periodología», tal y como la practicaba Hans Ulrich Gumbrecht en su In 1926. Por otra parte, la secuencia de años sigue un orden «invertido», que resuena al principio braudeliano de comparación como método de entender la dialéctica de pasado/presente, vista desde el presente: 1989, 1956/1968, 1948, 1945, 1918, 1867/1878/1881, 1848, 1776/1789. De los nodos figurativos se ocupa el cuarto volumen: de poetas nacionales e identidad femenina, a forajidos, trauma y mediación. «No vemos las figuras como algo estático, sino como sujetos que entran, crecen, decrecen y se desvanecen del reino literario me-
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diante la canonización, la supresión y la transformación intermedia» (Cornis-Pope y Neubauer, «General Introduction», p. 8). Un nodo figurativo del tipo «forajido» sería Juraj Jánošík, un bandolero cárpato que «no fue más que un héroe regional en Polonia [...], entró en la cultura checa entre el siglo xix y el xx como un símbolo de las afinidades checo-eslovacas, [... y] llegó a ser un poderoso héroe nacional en la cultura eslovaca» (Rassloff, p. 442). Esta carrera transnacional post mortem es una pauta del funcionamiento de la historia intelectual y literaria regional.
Ciudades marginocéntricas
El concepto de «ciudad marginocéntrica» se lo debemos al talento creativo de los editores de la historia literaria comparada de Europa Central y del Este. Son «ciudades nodales multiétnicas que en conjunciones históricas favorables han reescrito el paradigma cultural nacional desde los márgenes, adscribiendo una dimensión dialógica, tanto internamente (en diálogo con otras tradiciones étnicas) como externamente (en diálogo con paradigmas culturales mayores). Son su propia marginalidad, [...] y su composición multiétnica lo que ha permitido a estas ciudades mirar simultáneamente a Este y Oeste, estableciendo un nexo fértil entre tradiciones culturales» (Cornis-Pope y Neubauer, Towards a History, p. 26). Alguna de las ciudades marginocéntricas que se estudian en el segundo volumen son Vilna (Vilnius, Wilno), Chernivtsi (Czernowitz, Cernauti, Czerniowce) y Praga (Praha, Prag). Bratislava (Pressburg, Poszony, Posonium) Pensemos en Bratislava, una ciudad marginocéntrica que no estaba incluida en la historia de Cornis-Pope y Neubauer. Su definición técnica de «marginocéntrica» se ilustra muy bien con una cita de El Danubio de Claudio Magris, que muestra la experiencia del narrador al contemplar el libro Taxa Pharmaceutica Posoniensis, de Ján Justus Torkos, escrito en cuatro idiomas.
En la Mitteleuropa se ignora la ciencia de olvidar, de traspasar los acontecimientos a los documentos y a los archivos; ese manual
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farmacéutico en cuatro lenguas y ese adjetivo, «Posoniensis», me recuerda que en el instituto discutíamos con algunos amigos sobre las respectivas preferencias por uno u otro de los nombres de la ciudad: Bratislava, el nombre eslovaco; Pressburg, el alemán; o bien Pozsony, el húngaro, derivado de Posonium, la antigua avanzadilla romana sobre el Danubio. La fascinación de estos tres nombres irradiaba lo sugerente de una historia compleja y plurinacional, y en la predilección hacia uno u otro de ellos se expresaban, de modo algo infantil, actitudes básicas respecto al Espíritu del Mundo: la instintiva exaltación de las grandes y poderosas civilizaciones que, como la alemana, realizan la gran historia, la admiración romántica por las gestas de los pueblos rebeldes, caballerosos y aventureros como los magiares, o bien la simpatía por lo que es menor y oculto, por los pequeños pueblos que, como los eslovacos, siguen siendo largo tiempo un sustrato paciente e ignorado, una tierra humilde y fecunda que espera durante siglos el momento de su florecimiento. (Magris, p. 204)
Según el concepto de ciudad marginocéntrica de Cornis-Pope y Neubauer, Magris hace visible al lector cómo un manual farmacológico publicado en cuatro idiomas (latín, eslovaco, húngaro y alemán) en la Bratislava de mediados del siglo xviii puede localizar una historia «oculta» (al menos para la historia literaria nacional), la historia de una ciudad multicultural y plurilingüe, un núcleo que encierra una red dentro de sí. Por tanto, mientras que una historia de la literatura eslovaca puede subrayar la relevancia de Adam František Kollár como activista proeslovaco, una historia literaria comparada que examina Bratislava como núcleo marginocéntrico puede recordarnos que su libro De originibus et usu perpetuo potestatis legislatoriae [Sobre el origen y el uso constante del poder legislativo] (1764) fue quemado públicamente en las plazas de la ciudad. Y sin embargo, la motivación por la reforma fiscal por la que aboga el libro no era para asegurar más dinero a María Teresa, sino para frenar la salida migratoria de los siervos de la nobleza, una lucha respaldada por, el cuasi Robin Hood, Jánošík. En cambio, la posición marginal de Bratislava dentro de los dominios de los Habsburgo hizo menos efectivos los intentos de germanizarla de José II.
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Habiendo revisado los pronunciamientos oficiales, los informes de posición y algunas de las contribuciones más experimentales del Comité de Coordinación de AILC/ICLA, podemos sacar algunas conclusiones sobre el estado de la historia literaria comparada. Aunque los volúmenes del Comité no cubren el campo de la historia literaria comparada en su integridad, es innegable que representa la contribución más importante hasta el momento. 1. De acuerdo a la declaración de objetivos del Comité de Coordinación, su labor comparativa concierne a las lenguas europeas, sea en Europa o en otras regiones del mundo. 1.1. Una historia comparada, como la dedicada al África subsahariana, descarta cualquier obra literaria no escrita en una lengua europea.
2. En contraste a lo que sucede con las historias comparadas generales, como las de Bloch y Braudel, el trabajo en equipo se considera una condición sine qua non para la historia literaria comparada.
3. Mientras que la historia general comparada depende de datos proporcionados por la historia local, la historia literaria comparada se plantea como un complemento de las historias literarias nacionales.
4. El eje temporal sigue siendo el dominante como comparación transversal de todas las literaturas. 4.1. Los periodos literarios se convierten en los equivalentes de los objetos estudiados por la historia comparada general. 4.2. Debido a la concentración en las literaturas europeas, los periodos literarios tradicionales, como la Ilustración, el Romanticismo o el Modernismo, conservan su prominencia. 4.2.1. Algunas historias exploran las modulaciones específicas de estos periodos. Esto podría (involuntariamente) conducir a la idea de que las literaturas se apartan de las «grandes literaturas», lo que representaría la regla. 4.3. Algunas historias adoptan etiquetas más abstractas, como los años numéricos.
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5. El espacio ha surgido como nuevo enfoque de la historia literaria comparada, aunque no se identifica con las áreas literarias nacionales, como sucedía durante el siglo xix, cuando la comparación se hacía de manera implícita, sumando literaturas nacionales, una detrás de otra. 5.1. El enfoque espacial ha devenido en un intento de cartografiar las regiones literarias. 5.1.1. Las regiones literarias suelen identificarse con conjuntos internacionales, como el África subsahariana, el Caribe, Europa Central y del Este, o la península Ibérica.
Como se ha mencionado en numerosas ocasiones, las historias literarias comparadas tuteladas por el Comité de Coordinación de la AILC/ICLA no agotan el campo. De hecho, Arturo Casas ha clasificado estos proyectos como uno de los cuatro modos existentes de historia literaria comparada, aunque, como hemos tratado de demostrar, el modelo del Comité de Coordinación es multifacético y está en constante evolución. Los otros tres modelos nombrados por Casas son el interliterario, el sistémico y el subalterno. No hemos incluido el modelo interliterario aquí porque ya lo hemos discutido en el capítulo 2, dado que sus aplicaciones historiográficas son solo una posibilidad dentro de una teoría general, a saber, la teoría del proceso interliterario, que pretende desafiar la división disciplinar implícita en la literatura comparada. Por lo tanto, el lector puede releer el capítulo 2 y explorar lo que ofrece la teoría interliteraria a la historia literaria comparada. Respecto al modelo «Braudel-Valdés», lo hemos discutido como parte del modelo del Comité. Ya hemos mencionado que, aunque el volumen Literary Cultures of Latin America finalmente no fue incluido en la serie del Comité, Valdés fue el cuarto presidente del Comité y escribió el «Prefacio general» para algunos volúmenes. Además, tanto la historia literaria de América Latina de Valdés y Kadir como la historia literaria de Europa Central y del Este de Cornis-Pope y Neubauer forman parte del «Proyecto de Historia Literaria», del que Valdés era el editor general («Preface», p. xiii). Por lo tanto, existen razones a favor y en contra de considerar independiente el modelo «Braudel-Valdés». El modelo sistémico no es menos multifacético que el del Comité de Coordinación. De hecho, la teoría interliteraria de Dionýz
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Ďurišin es una variedad del modelo sistémico, tal y como lo caracteriza Casas en términos de estructuralismo funcional y dinámico (p. 59). Casas incluye, dentro del modelo sistémico, la teoría del polisistema de Even-Zohar, el estudio empírico de la literatura de Siegfried J. Schmidt y los estudios culturales comparados de Steven Tötösy de Zepetnek. Todas estas teorías tienen mucho que ofrecer a la historia literaria comparada, pero ninguna ha producido una historia literaria comparada como tal. El lector encontrará menciones a estas sobresalientes contribuciones en otras partes del libro. El cuarto modelo de Casas, los estudios subalternos, es un caso totalmente diferente. Aunque inicialmente este término se refería a un grupo de historiadores, principalmente indios interesados en «el gran atributo de la subordinación en la sociedad surasiática, se exprese en términos de clase, casta, edad, género o de cualquier otra modo» (Guha, «Preface», p. vii), hoy los estudios subalternos son un propósito académico global, cuya agenda de investigación trasciende las fronteras regionales y disciplinares (ver Chaturvedi). La diferencia que apuntábamos radica en el hecho de que los estudios subalternos pretendían revisar la historiografía de los colonialistas, o neocolonialistas, en la India y Asia del Sur. El libro de Ranajit Guha History at the Limit of World-History [La historia al límite de la historia mundial] (2002) es un ejemplo de la crítica a la racionalidad de la filosofía de la historia occidental. Guha se dirige al «gigante» Hegel y a su proyecto histórico, donde el ascenso de Europa se justifica «racionalmente». Y respecto a la «historia subalterna», sus libros Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India [Aspectos elementales de la insurgencia campesina en la India colonial] (1983) y Provincializing Europe [Provincializando Europa] de Dipesh Chakrabarty son también ilustrativos. A pesar de que los teóricos subalternos han recurrido al lenguaje y la literatura producidos durante la era colonial, una historia literaria subalterna está por escribirse. Hemos discutido esto, así como el caso de los estudios subalternos de América Latina, en el capítulo 3. La historia literaria comparada tiene aún muchos retos que enfrentar. Uno fundamental es abandonar la autarquía presupuesta de las literaturas europeas, aunque advocar la autarquía de las literaturas no europeas no será una buena solución. Los entornos (pos)coloniales son obvios lugares de análisis para los comparatistas literarios y culturales, pero no es la única área en que las pers-
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pectivas comparatistas pueden ofrecer una dimensión de análisis novedosa. Consideremos el caso de los flujos de migración (laboral) global y cómo desafían cualquier intento de tratar las lenguas como idénticas a las naciones y los pueblos. Se estima que la población árabe en Europa alcanza los cinco millones. Consecuentemente, el árabe es «una de las muchas lenguas minoritarias que, junto con las lenguas locales, constituyen el actual “mercado lingüístico” europeo» (Boumans y Ruiter, p. 259). El gallego tiene unos 3,2 millones de hablantes, el galés, cerca de 720.000, como el euskera, lo que los convierte en lenguas «minoritarias» en Europa. Por lo tanto, se podría hablar de literatura «eurábica», si no fuera por el tono radical y xenófobo del término. Análogamente, uno se pregunta cómo sería una historia literaria comparada en Papúa Nueva Guinea, donde se hablan más de ochocientas lenguas. Otra restricción importante que necesita superar la historia literaria es la selección de áreas transnacionales. Las ciudades y las regiones intranacionales se prestan al estudio transnacional, porque tanto las unidades grandes como las pequeñas son objeto de teorización cuando los procesos locales se examinan en una esfera nacional e internacional y se analizan varios niveles de cambio operando en la zona. También hay mucho trabajo que hacer con modelos historiográficos alternativos, superar los periodos literarios eurocéntricos, «arritmias» interliterarias e interartísticas, interperiodología, años literarios, cartografía de las regiones literarias, comparativa histórica de fenómenos literarios tipológicos, estadísticas literarias, inclusión de la oratoria y la traducción, colaboración entre estudios literarios y lingüística (especialmente lingüística comparada y sociolingüística) y humanidades digitales, por mencionar algunas áreas de oportunidad teorética. Ya sea como método o perspectiva, lo «comparativo» en la «historia literaria comparada» debería enfatizar la dimensión narrativa de la historia literaria, una visión con perspectiva, la dialéctica de pasado y presente vista desde el presente y, finalmente, la afirmación de que ninguna historia literaria comparada podría ir más allá de los límites nacionales y representar, adecuadamente, los procesos interliterarios si lo que globalmente se comparte no se contempla desde su idiosincrasia local, regional o nacional. La literatura mundial no es más abstracta que una literatura (trans-)nacional, regional o local. A cambio, estas no son más específicas empíricamente que la literatura mundial. Como ha ad-
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vertido Doreen Massey (p. 129), defender lo contrario sería similar a confundir «la escala geográfica con los procesos de abstracción del pensamiento».
Gibraltar: ¿un lugar para una historia literaria comparada?
Gibraltar es un territorio británico de ultramar situado al sur de la península Ibérica, en la entrada del Mediterráneo. Tiene un área de 6,8 kilómetros cuadrados. Una fuerza anglo-holandesa capturó Gibraltar en 1704 durante la guerra de Sucesión española. El territorio se cedió después a Inglaterra en el Tratado de Utrecht (1713). Su importancia estratégica como puerta del Mediterráneo es evidente. La soberanía de Gibraltar ha sido durante mucho tiempo un importante punto de discordia en las relaciones anglo-españolas. A diferencia de los otros doce territorios de ultramar británicos, Gibraltar es el único territorio «colonial» que queda en la Europa continental, al que se pueden añadir Acrotiri y Dhekelia en la isla de Chipre. En cierto sentido, el estatus de Gibraltar es similar al de los territorios franceses de ultramar, que son una parte integral de la Unión Europea. En lo que a literatura se refiere, Gibraltar es un caso claro de tierra de nadie, o tierra de la literatura nacional de nadie. No existe referencia alguna a la literatura gibraltareña en ninguna historia de la literatura española o inglesa, excepto, en el caso de esta última, como asunto colateral (como una instancia de la literatura poscolonial). De hecho, para el poeta Trino Cruz Seruya, la literatura gibraltareña es una literatura nonata, lo cual es paradójico, dado que la historia de la colonia y su bilingüismo oficial (¿sus habitantes son solo hablantes de español e inglés?) deberían haber favorecido el surgimiento de la expresión literaria. Al aproximarnos a Gibraltar, vemos que la situación es mucho más complicada. Existe una literatura plurilingüe en Gibraltar escrita en inglés, español, criollo (yanito), ladino, maltés y árabe marroquí. Y sin embargo, ha habido pocos intentos de sistematizar la literatura gibraltareña. En la segunda sección de Gibraltar, Eduardo Fierro Cubiella incluye un capítulo dedicado a la literatura, situando su reconocimiento institucional alrededor de 1990, a través de
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una lista de escritores en español (Alberto Pizzarello), inglés (Eric Chipulina, Joseph Patron, Leopold Sanguinetti), o bilingües español-inglés (Mario Arroyo, Luis Bruzon), e inglés-yanito (Elio Cruz). Otra perspectiva interesante es la de Domingo F. Faílde García, que introduce el problema del «reintegracionismo literario», en el sentido de que en su lectura de la poesía en el Campo de Gibraltar (una comarca en la provincia de Cádiz donde los anteriores habitantes de Gibraltar se establecieron en 1713) defiende la necesidad de contrastar las literaturas de ambos lados de la frontera por el papel simbólico que desempeña la colonia británica (señalado en las obras de Diego Bautista Prieto y Lola Peche Andrade). Ninguno de estos enfoques por parte de críticos españoles comparte el marco de Philip Dennis y Anne Taylor (el que se mencionó anteriormente como «colateral»), a saber, la literatura gibraltareña como literatura poscolonial escrita en inglés. De hecho, el poeta gibraltareño en lengua inglesa Leopold Sanguinetti afirmaba que su colección de poemas The Calpean Sonnets [Sonetos de Calpe] (1957) era «una contribución gibraltareña a la literatura de la Commonwealth» (citado en Fierro Cubiella, p. 76). Adoptando el punto de vista geopolítico que hace de Gibraltar «una dependencia británica al lado oeste del Mediterráneo», la clave imperial de Dennis y Taylor (p. 585) sitúa el nacimiento de la literatura de Gibraltar en 1704. En términos lingüísticos, consideran que el español es un instrumento del pasado, mientras que el inglés «se ha convertido en el idioma más usado por los escritores gibraltareños» (p. 586). Como objeto de la historia literaria comparada, Gibraltar demuestra, por un lado, que «lo que infunde vida y carácter propios a la Literatura Comparada» —como dice Claudio Guillén (Entre lo uno y lo diverso, p. 43)— «es un conjunto de problemas con los que solamente ella puede y quiere encararse» y, por otro lado, que la disciplina está siempre en desacuerdo con la simplificación.
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8. Comparación interartística
n el capítulo primero situábamos el fundamento de la literatura comparada en la facultad universal del lenguaje y en su uso estético que constituye la literatura. Mencionábamos asimismo cómo en el origen de las artes está el principio aristotélico de la mimesis, pues la naturaleza humana se nos revela esencialmente mimética. Todas las artes imitan y el objeto de su mimesis es el mismo: la realidad natural y la realidad humana. Pero cada una de ellas lo hace con instrumentos diferentes. Y es aquí donde encontramos de nuevo la razón de ser de los estudios interartísticos como ámbito privilegiado de la literatura comparada. En la imitación encuentra, asimismo, su razón de ser el hecho de que en esta disciplina tenga cabida no solo la comparación entre la literatura de una lengua y las escritas en otras, sino también el estudio de las relaciones entre el arte de la palabra y las demás artes. Refuerza esta universalidad del comparatismo interartístico otro principio aristotélico, el de la catarsis, relacionada con la dimensión psicológica del fenómeno estético, con la emotividad del receptor de la obra artística y los efectos que esta provoca. Ya en 1719 el abad Du Bos, en sus Réflexions critiques sur la poésie et sur la peinture, afirmaba que la fuerza mayor de la poesía y la pintura está en la imitación que hacen de objetos capaces de interesarnos, y por ello los poemas y los cuadros no se puede decir que sean buenos sino en la medida en que nos impresionan y nos emocionan. Theodor Lipps hablaba también de una fusión simpática —Einfühlung— entre obra y receptor, en el marco de una verdadera estética subjetivista válida tan-
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to para la literatura como para las otras cinco artes del catálogo establecido por los clásicos. Ciertamente, estas consideraciones pertenecían tradicionalmente al ámbito de una disciplina filosófica, la estética. La abstracción que la caracteriza no permite descender a consideraciones más puntuales, relacionadas con las distintas técnicas, procedimientos y recursos de cada una de las artes. La imitación de la realidad es común a todas ellas. Cambian, no obstante, las formas que les son específicas. Y es aquí donde entra la comparación como un método imprescindible para una comprensión cabal del fenómeno común de la mimesis en sus distintas expresiones artísticas. En términos actuales, diríamos que cambian los lenguajes, los signos que estudia otra disciplina que en la tradición europea del lingüista ginebrino Ferdinand de Saussure se denomina semiología, y en la estela de Charles Sanders Peirce es precisamente la semiótica. La distinción que este filósofo norteamericano hace entre tres tipos de signos —los símbolos, los iconos y los índices— apunta las formas diferentes con que cada una de las artes imita la realidad. Resulta fundamental, pues, afrontar este campo de estudios interartístico desde la perspectiva de los que AndréMichel Rousseau (1977, p. 50) califica como «un universo global de signos». Hegel, en su Estética, situaba a la poesía (Dichtung) en la cima jerárquica de todas las artes, por delante de la arquitectura, la escultura, la pintura, la música y la danza. La literatura era para el filósofo alemán el arte universal porque la imaginación constituye su elemento propio constitutivo, y la imaginación es la base general de todas las formas del arte y de todas las artes particulares. A propósito de la pregunta que Claudio Guillén (Entre lo uno y lo diverso, p. 124) se hace sobre si hoy por hoy el estudio de las relaciones entre la literatura y las demás artes debe desembocar en el comparatismo literario, Emilia Pantini (Gnisci, 1999) aduce una interesante argumentación. Considera que esta disciplina constituye el ámbito más idóneo para estudiar estas relaciones porque la literatura es palabra y los vínculos entre las artes deben ser verbalizados. Pantini admite que la literatura no es totalizadora, ni puede arrogarse el estatus de un super-arte. Pero a través de la lengua, que es el medio de organización del pensamiento y de la comunicación común entre los humanos, se produce la reflexión sobre todas las artes. A este respecto, la consolidación de esta línea interartística en definiciones de la literatura comparada como las de Henry H. H.
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Remak (1961) o A. Owen Aldridge (1969) que citábamos en nuestro primer capítulo obedece a la reflexión autocrítica que René Wellek (1963) exigió a la literatura comparada en el segundo congreso de la AILC/ICLA. La investigación sobre las relaciones entre las artes entra así en el núcleo de la naturaleza y las tareas del comparatismo literario, pero esta requisitoria de 1958 no constituía una sorpresa viniendo de quien venía. No en vano, el capítulo undécimo de obra tan influyente como la Teoría literaria de Austin Warren y el propio René Wellek había sido dedicado ya en 1949 a la relación de la literatura con las demás artes, y el crítico checo había publicado a poco de su llegada a Estados Unidos un artículo sobre el paralelismo entre todas ellas (Wellek, 1941). Se hizo perceptible, así, desde los primeros años sesenta del siglo xx un considerable incremento de este tipo de estudios. De 1963 data, por ejemplo, un libro fundacional de C. S. Brown, Music and Literature. A Comparison of the Arts; la MLA Bibliography introduce desde entonces este tema como uno de sus «General Topics», y en 1968 se recopila ya A Bibliography on the Relations of Literature and the Other Arts, 1952-1967 (Nueva York, AMS Press). El informe Bernheimer (pp. 41-42) confirma la vigencia de estos planteamientos al afirmar que «el espacio de la comparación hoy en día implica comparaciones entre producciones artísticas normalmente estudiadas por distintas disciplinas», y algo semejante se puede afirmar para los comienzos del nuevo siglo. El nuevo informe de Haun Saussy (Comparative Literature, p. 156) incluye un texto de Christopher Braider sobre «CL and the Visual Arts in Early Modern Studies» [Literatura comparada y las artes visuales en los estudios modernos tempranos] donde se parafrasea el título de un artículo de Erwin Panofsky publicado en 1955, afirmando que la literatura comparada es también una disciplina humanística por su atención no solo a las obras literarias sino también a los «artefactos estéticos» producidos por las otras artes.
La iluminación recíproca de las artes
A este respecto, fue fundamental en su origen la aportación del neoclásico alemán Gotthold Ephraim Lessing con su libro de literatura comparada avant la lettre titulado Laocoonte o Sobre las fronteras de
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la poesía y la pintura publicado en Berlín en 1766. Lessing intenta corregir el «abuso interpretativo», la confusión hermenéutica o «misreading» que se hizo de unos versos de la Poética de Horacio —el 361 y siguientes: ut pictura poesis: erit quae, si propius stes / te capiet magis et quaedam, si longius abstes— al presentarlos como una proclama de la sumisión de la poesía a la pintura. Lessing adopta, por el contrario, una actitud equiparable a lo que denominamos actualmente «estética de la recepción», pues reconoce en el prólogo la similitud de efectos que una obra de pintura o escultura y una pieza literaria pueden producir en un «hombre de gusto refinado». En ambos casos, el artista o el escritor ponen ante nosotros realidades ausentes como si estuviesen presentes, nos muestran la apariencia como si fuese realidad, y por ello nos engañan, pero su engaño nos complace. Por otra parte, Lessing defiende la absoluta autonomía de los medios con que cada uno de estos órdenes artísticos lo consiguen. La pintura y la escultura poseen una marcada dimensión estática, pues trabajan con figuras y colores distribuidos en el espacio, y los signos de que se sirven son «naturales» —iconos, en términos semióticos—, mientras que la literatura es el arte de los sonidos articulados que van sucediéndose en el tiempo y se agrupan para formar las palabras, es decir, signos arbitrarios y convencionales. Para ella es fácil representar acciones, mientras que los pintores tan solo alcanzan a lograrlo pálidamente a través de lo que es el objeto natural de su representación, los cuerpos. Retomando una polémica protagonizada por Johann Joachim Winckelmann en torno al grupo escultórico alejandrino, atribuido a Hagesandro, Polidoro y Atendoro, que representa al sacerdote troyano Laocoonte en trance de sucumbir junto a sus hijos ahogado por dos monstruosas serpientes enviadas por la diosa Minerva, y teniendo en cuenta su relación con el fragmento del segundo canto de la Eneida de Virgilio que describe tan terrible escena, Lessing defiende la autonomía estética con que los escultores trasladaron la escena virgiliana a la piedra. Nada le repugna más, desde el mismo prólogo del Laocoonte, que la confusión entre ambas artes, que la poesía incurra en la «manía descriptiva» y la pintura en «el prurito de la alegoría». Que se quiera forzar el monstruo de «una pintura parlante» y «una poesía muda» (Lessing). Huelga ponderar aquí la trascendencia que este asunto tiene tanto desde un punto de vista teórico o semiótico como desde una
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literatura comparada, comenzando por la distinción esencial que Lessing desarrolla en el capítulo XVI del Laocoonte en la fenomenología de dos formas de expresión estética: la de las artes espaciales (la pintura, pero también la escultura y la arquitectura) y las artes temporales (la literatura, pero también la música y la danza). A principios del siglo siguiente al de las Luces, en plena irrupción del comparatismo como método en los diferentes apartados del saber, Jean François Sobry publicó un Cours de peinture et littérature comparées [Curso de pintura y literatura comparada] (1810). Pero será un discípulo del gran historiador del arte Heinrich Wölfflin, Oskar Walzel, quien en una conferencia programática de 1919 acuñe la expresión que mejor refleja esta modalidad comparatística: «la iluminación recíproca de las artes» («Wechselseitige Erhellung der Künste»), fórmula afortunada a la que ha acompañado también la noción de los «talentos dobles», los creadores que como Miguel Ángel, Blake, Hoffmann, Wagner, Rossetti, Almada Negreiros, Dalí, Pier Paolo Pasolini o Federico García Lorca se han expresado, además de con la literatura, plástica, musical o cinematográficamente.
Las siete artes de la modernidad
Si bien es cierto que por esta senda se puede caer en meros ensayos de paralelismos superficiales, carentes de todo rigor, no cabe duda también de que en la semiótica, entendida como teoría general de los signos, puede buscar el comparatista los instrumentos metodológicos y la precisión conceptual que precisa. En un primer escalón nos encontramos con las comparaciones puramente tematológicas, que no carecerán sin embargo de interés, sobre todo si son trascendidas en la línea marcada por la «iconología» de Erwin Panofsky, heredera de la Filosofía de las formas simbólicas de Ernst Cassirer; igualmente, se nos ofrece el vasto campo que formas mixtas como la emblemática o la ópera suscitan; pero interesan, también, las investigaciones referentes a formas y estructuras, para lo que, además de las aportaciones de Mario Praz y otros, contamos ya con muy interesantes trabajos referentes a la homología entre modelos de composición musical como la sonata, la sinfonía, la fuga o el contrapunto y formas literarias. Es aquí donde, por ejemplo, la relación con el cine
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es uno de los campos más interesantes que la literatura comparada admite y justifica (Brunel y Chevrel, pp. 263-298). Apollinaire fue en Francia uno de los pioneros en el reconocimiento del cine como arte, así como Nicholas Vachel Lindsay en Estados Unidos (The Art of the Moving Picture, 1915). Inicialmente, esta reivindicación se expresaría con cierta timidez, salvo en el caso de Ricciotto Canudo, cuyo «Manifiesto de las siete artes» data de 1911, y de los seguidores de Marinetti, quienes en el número 9 de L’Italia futurista publican en septiembre de 1916 su propio manifiesto «La cinematografia futurista». Ricciotto Canudo (p. 8), además de otros argumentos que traslucen cierta lejana inspiración en aquella dicotomía establecida en el siglo xviii por G. Ephraim Lessing entre las artes espaciales y temporales, se había manifestado al respecto con decisión: «Necesitamos el cine para crear el arte total al que, desde siempre, han tendido todas las artes». En la pantalla, por virtud de la confluencia armoniosa de ciencia y arte se podía por fin «captar y fijar los ritmos de la luz», y esta «boda de las luces y de los sonidos en torno a una incomparable hoguera» representaba para Canudo el mejor emblema de «nuestro nuevo espíritu moderno» (Romaguera y Alsina, pp. 16 y 18). Efectivamente, el cine como la séptima de las artes significa, en todo caso, el punto de encuentro entre las espaciales y las temporales. Posee una poderosa dimensión plástica, descriptiva, que le permite integrar con plena armonía estética elementos pictóricos, escultóricos o arquitectónicos (recuérdese, por caso, la colaboración de arquitectos como Kettelhut, Hunte o Vollbrecht con el director de Metrópolis Fritz Lang), sin menoscabo de su potencial narrativo equiparable al de la novela o el drama, y de la incorporación a la obra de arte fílmico de la música o la danza. Arte, pues, sincrético y moderno, que se enriquece a costa de las seis artes establecidas desde la Antigüedad clásica de las que en cierto modo deviene la más completa y fecunda de las síntesis. Y su privilegio se extiende todavía hoy en la era de los medios digitales según, por ejemplo, Lev Manovich. En 1971, el cineasta Luchino Visconti estrenó su filme Morte a Venezia, basado en la novela de Thomas Mann publicada en 1911 Der Tod in Venedig, pero también en otra de las obras del Nobel alemán, Doktor Faustus, de 1947. El director italiano, que escribió el guion junto a Nichola Badalucco, no solo pone el énfasis, como en la ma-
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yoría de sus películas, en los valores plásticos de las imágenes y los encuadres aportados por la ciudad que pintara profusamente Canaletto, sino que transforma al protagonista de Mann, el escritor Gustav von Aschenbach, en un músico del mismo nombre. En él es patente el trasunto del compositor austriaco Gustav Mahler, cuya música resulta fundamental en el desarrollo de Morte a Venezia. Su banda sonora echa mano del cuarto movimiento de la cuarta sinfonía de Mahler, así como incluye el solo de la contralto titulado «O Mensch» de la tercera sinfonía en una impresionante escena descriptiva de la playa del Lido repleta de familias pertenecientes a la alta burguesía centroeuropea, y el «Adagietto» de la quinta actúa como verdadero leitmotiv a lo largo de todo el filme. Quiere ello decir que las composiciones de Mahler, amén de contribuir a la ilustración musical de Morte a Venezia, intervienen también como un elemento diegéticamente incorporado al desarrollo narrativo de la historia que se nos cuenta, tomada por lo demás con gran fidelidad del texto literario de partida, lo que no le impide a los guionistas añadir un personaje de su creación, el músico Alfred, discípulo de Von Aschenbach como Arnold Schoenberg lo fue de Gustav Mahler.
Transducción, hipertextualidad, posprocesado
Simultáneamente al rodaje de la película de Visconti, el músico inglés Benjamin Britten componía una ópera en dos actos con libreto escrito en inglés por Myfanwy Piper sobre Der Tod in Venedig. Su visión e interpretación de la novela de Mann no estuvo influida por la visión de la película italiana, rigurosamente coetánea de la ópera, a diferencia de lo que sucede con el ballet de John Neumeier estrenado en 2003. Este coreógrafo norteamericano es especialista en llevar a la danza obras literarias teatrales o narrativas. Suyas son las piezas de una serie dedicada a Shakespeare, con ballets basados en Sueño de una noche de verano, Hamlet, Otelo o Como gustéis. También adaptó el Peer Gynt de Henrik Ibsen y en 1995 estrenó en Atenas su versión coreográfica de la Odisea. Estos y otros ejemplos que podríamos aducir hablan de una práctica generalizada entre los creadores que no consiste en otra cosa que en lo que Roman Jakobson («En torno a los aspectos lingüísticos de la traducción») denomina «transposición intersemióti-
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ca de un sistema de signos a otro». Concepto que más recientemente se ha dado en designar mediante el término transducción. Luego de su utilización originaria en el campo de la bioquímica para designar la transmisión de material genético de una bacteria a otra a través de un bacteriófago, en 1986 Lubomír Doležel lo introdujo en su artículo «Semiotics of Literary Communication» [Semiótica de la comunicación literaria] dándole el significado de transmisión más transformación cuando se trata del procesamiento ulterior a la creación de obras literarias. Como Doležel reitera en su Occidental Poetics. Tradition and Progress [Poéticas occidentales. Tradición y progreso], la transducción constituiría hoy por hoy uno de los puntos culminantes de toda semiótica de la comunicación literaria. Como concepto incluiría fenómenos y actividades muy diversas: desde la inserción de un texto en otro texto hasta la transformación del género originario de una obra en otro diferente (la adaptación de una novela en drama, por caso). Pero también la traducción, la paráfrasis crítica y la transducción plástica, musical o fílmica de un hipotexto. Este último proceso resulta especialmente característico y fecundo en nuestra sociedad de la comunicación y la información como luego precisaremos. Complementariamente, correspondió a Gérard Genette el estudio de las diferentes facetas de la transtextualidad en Palimpsestos. Si para el narratólogo francés por hipertextualidad debe ser entendida toda relación que une entre un texto B o hipertexto y otro anterior, texto A o hipotexto, del que se deriva mediante una operación que él denomina transformación, ¿qué otra definición mejor podríamos encontrar para el comercio entre literatura y las otras artes al que nos estamos refiriendo? Pero como ya adelantábamos en nuestro capítulo primero, la Empirische Literaturwissenschaft [Teoría empírica de la literatura], así denominada por Norbert Groeben, considera la literatura en un contexto básico de acciones comunicativas y sociales que comienzan con la creación y la lectura, pero que incluyen también las distintas formas de mediación y de transformación del producto literario en otros derivados de él. Esto no lleva inevitablemente a la consideración de otros discursos artísticos y de los códigos específicos que les pertenecen. En cuanto a la práctica de la transducción característica de la «iluminación recíproca entre las artes», destaca la importancia de
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una fase posterior a la creación, la mediación y la recepción de los textos que otro miembro del grupo alemán nikol («nicht-konservative Literaturwissenschaft», ciencia literaria no conservadora), Götz Wienold, denomina Textverarbeitung, término traducido en algunos casos como «posprocesado» (con un significado muy diferente al empleado en los estudios fílmicos) o simplemente como «transformación de comunicados literarios», en plena coincidencia con la terminología de la hipertextualidad genettiana. Se trata, evidentemente, de las recreaciones, de las lecturas transductoras que del hipotexto literario se hacen en forma de crítica, interpretación, comentario, parodia, resumen, adaptación, cambio de género, paráfrasis, cómic, pintura, escultura, ópera, pieza musical, versión fílmica o televisiva, etcétera. En la concepción del grupo nikol y de su jefe de filas Siegfried J. Schmidt, ese «sistema literario» lo es con todas las consecuencias; es decir, constituye una estructura de condicionamientos por mor de la que cada elemento, fase o agente participa con y depende de todos los demás. El productor —por ejemplo, en el caso antes mencionado, Thomas Mann— es el agente de cuya acción nace como resultado la obra; y por su parte, el transformador, posprocesador o simplemente el recreador es el agente que reacciona a la recepción de la obra elaborando otro producto relativo a ella. Este es el papel de cineastas como Visconti, compositores como Britten o coreógrafos como Neumeier dentro del sistema literario, cuyas respectivas labores resultan así manifestaciones distintas de aquella Textverarbeitung. Creemos imprescindible incluir en el marco teórico de un estudio empírico del sistema literario actual otras actividades de transducción como, por caso, la elaboración a partir de un texto literario de una partitura, una coreografía o un guion audiovisual, así como la plasmación de este hipertexto/hipotexto en un filme, que resultaría, así, a través de un alambicado proceso de posprocesado el hipertexto final cuyo origen estuvo en el primer hipotexto (la obra literaria de partida).
Música y literatura
Una de las últimas glosas que Marshall McLuhan incluye en La galaxia Gutenberg señala que la separación de la poesía y la música se
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reflejó por primera vez en la página impresa. Sería, pues, otra de las consecuencias de la implementación de una nueva tecnología, la de la imprenta de tipos móviles, al servicio de la escritura fonética que había abierto las puertas de la Historia en Mesopotamia 3.500 años antes de Cristo. Antes del alfabeto fonético la comunicación era fundamentalmente oral, y el paso de la tribu a la sociedad civil propiamente dicha no hubiese sido posible sin este nuevo sistema de fijación y transmisión de los contenidos. Como L. Kramer recuerda en su libro sobre el tema, al principio existía la canción, y esta identificación entre música y poesía encuentra su fundamento en que ambas son artes únicamente dependientes de la organización inmediata y tangible del transcurrir del tiempo. En este orden, su fundamento estructural es el mismo, aunque el autor de Music and Poetry reconozca enseguida que no solo se ha avanzado poco en la búsqueda de un método interdisciplinar para su estudio comparativo sino que, hablando con franqueza, no existía ninguno a la altura de 1984, cuando Kramer escribe su tratado. Sin embargo, desde 1972 el libro de Nicolas Ruwet sobre lenguaje, música y poesía aporta un punto de referencia valioso para el estudio analítico de la obra musical y la literaria desde un principio metodológico común. Ruwet parte de un fundamento lingüístico formulado por Roman Jakobson, el de la proyección del eje paradigmático sobre el sintagmático que en el caso de las secuencias poéticas produce una intensa concentración de recurrencias o «couplings». De ahí que los fenómenos de repetición y variación o contraste sean determinantes en toda configuración estructural que tenga, como es el caso de los textos literarios y musicales, un desarrollo en el tiempo, idea que subyace asimismo a lo largo del libro de Brown (1963). En todo caso, la intervención de Steven P. Scher (1980) en el noveno congreso de la ICLA/AILC celebrado en Innsbruck, que incluía un llamamiento al enfoque semiológico de las relaciones entre ambas artes, fue la antesala de una serie de interesantes aportaciones al tema, como las de Isabelle Piette (1987) o Jean-Pierre Barricelli (1988), sin olvidar las compilaciones de Nancy Anne Cluk (1981), Wendy Steiner (1981) y Raphaël Cellis (1982). Pero aquella identificación entre música y poesía no se puede considerar en modo alguno excluyente de la que se da entre música y pintura desde mucho antes de la aparición de la imprenta. Del
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mismo modo que la disposición de las palabras, de las pausas, de los acentos, de los sonidos vocálicos y consonánticos, así como la distribución de las secuencias poéticas en hemistiquios, versos, estrofas o composiciones como el soneto obedecen a principios rítmicos basados fundamentalmente en la repetición y la variación, igualmente se puede jugar con el desarrollo verbal del poema para lograr efectos de armonía plástica y visual. Las frases, los enunciados son líricos en muchos casos por lo sugerente de su significado y por la música que encierran las palabras y el ritmo de su secuencia, pero además la propia distribución del verso y las unidades que lo compongan en la página manuscrita o impresa nos conducen hasta el fenómeno poético que modernamente se ha plasmado en los caligramas de Guillaume Apollinaire: composiciones que además de aportar el significado líricamente coherente de sus palabras buscan una distribución tipográfica que sugiera un dibujo cuyo sentido tiene que ver con lo que el propio texto nos está diciendo, como sucede, por caso, en el poema titulado «Coeur, couronne et miroir» [Corazón, corona y espejo]. Después de los caligramas de Apollinaire se consolidará una tendencia de la misma índole plasmada en la denominada poesía concreta o poesía visual, cultivada por ejemplo por el grupo brasileño Noigandres, inicialmente compuesto por Haroldo y Augusto de Campos junto a Décio Pignatari, autores en 1954 del manifiesto «Plan piloto para la poesía concreta», de la que será activo promotor en Europa el poeta boliviano-suizo Eugen Gomringer, cuyo manifiesto particular se titula «Vom vers zur konstellation». Pero lejos de representar estas tendencias caligramáticas o letrísticas aportes de la poesía de la vanguardia contemporánea, podemos encontrar sus precedentes en lo que los griegos llamaban technopaegnia, es decir, poemas pintados, y los latinos carmina figurata, poemas figurativos. Es muy conocido el poema de Simmias el Rodio que reproduce las alas de Eros, y muchas veces, además, estos verdaderos caligramas clásicos o helenísticos tenían un propósito pragmático, porque eran poemas votivos, auténticos exvotos que se hacían a determinadas divinidades. En todo caso, las relaciones entre palabra poética y música son abordadas ya en las Istitutioni harmoniche (1558) de Gioseffo Zarlino, y los tratadistas contemporáneos las abordan desde tres perspectivas complementarias. La primera tiene que ver con los aspec-
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tos puramente rítmicos y eufónicos. La segunda, con lo que los retóricos denominaban la dispositio de la obra, para nosotros la «estructura», pues existen formas de composición de matriz musical que la literatura puede aprovechar tanto en el caso de la lírica como de la narrativa. Y finalmente, está la problemática cuestión del significado de los signos poéticos y musicales, de las palabras y de los sonidos, que son ambos símbolos arbitrarios y convencionales salvo en el caso de la imitación armónica del sonido de la naturaleza por parte de los músicos, o de las llamadas aliteraciones u onomatopeyas de que pueden hacer uso los poetas. Siendo esto así, la identificación de los signos poéticos y musicales con lo que Peirce define como símbolos no nos impide establecer una gradación diferente ente unos y otros en cuanto a su arbitrariedad, convencionalidad y ambigüedad. La relación entre significante y significado es semánticamente mucho más expresiva en el caso de la literatura que en el de la música. Como recuerda Eero Tarasti (p. 30) parafraseando a Claude Lévi-Strauss, la música es lenguaje sin significado, lo que no implica que carezca radicalmente de él. Muy al contrario, posee una capacidad tan alta de implicar catárticamente al receptor que este proyectará sobre los sonidos que la canción, la sonata o la sinfonía le entregan un significado que no necesariamente será el mismo que les dé otro oyente. Esta interpretación se observará que está muy próxima a la que la fenomenología literaria de Roman Ingarden (1931) nos da acerca del proceso por el que el lector de un texto literario lo recrea en toda su plenitud rellenando, por así decirlo, todos sus vacíos, resolviendo los «lugares de indeterminación» que caracterizan a la obra como el puro esquema de palabras —signos, por otra parte, arbitrarios— que en realidad es. Existe, pues, un amplio margen de discrecionalidad en la lectura que cada uno de nosotros haga de un mismo texto poético o narrativo, al que dotaremos intencionalmente de un significado que nace de nuestra propia sensibilidad, experiencia y enciclopedia cultural. Pero por muy amplia que sea esta discrecionalidad, la literatura siempre quedará muy lejos de la profunda ambigüedad significativa que caracteriza a la música. Muy próxima a esta noción fenomenológica de intencionalidad está lo que François Delalande denomina «conducta de escucha narrativa» que le sirve a Jean-Jacques Nattiez (1990) para justificar la posibilidad de una diégesis y una narrativa musical. Para el investi-
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gador canadiense, si intentamos hablar de relato musical, es a causa de la existencia de la dimensión sintáctica y temporal que la música comparte con la literatura, pero en definitiva es el oyente quien construye un hilo narrativo, si así lo desea, a partir de lo que se le da a escuchar. En consecuencia, una obra musical puede ser el punto de partida de un impulso narrativo, lo cual no llega a constituir por sí solo un relato. Sin embargo, la vinculación más natural y genuina entre música y poesía se da en los orígenes de la lírica, cuando el poema era canción. Ese maridaje nunca dejará de producirse hasta los multitudinarios conciertos de los llamados cantautores, pero tuvo ciclos de especial esplendor como el de la literatura liederista alemana, en cuyo vastísimo corpus destacan, por caso, numerosos poemas de Goethe musicados por Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann o Liszt. Mención aparte, y detallada mucho más allá de lo que el espacio de nuestro capítulo nos permite, merecería el apartado de la ópera, en la que la música establece un fecundo diálogo con el texto teatral entendido a la vez como literatura y como espectáculo. Son de destacar, asimismo, obras musicales que nacen a modo de glosa de poemas, como el «Prélude à l’après-midi d’un faune» de Claude Debussy inspirada en una égloga de Stéphane Mallarmé. Y el recurso a cerrar con máxima intensidad el desarrollo de una gran obra orquestal con la incorporación al clímax sinfónico de un poema selecto está tanto en la novena sinfonía de Beethoven y la «Ode an die Freude» de Friedrich Schiller como en «Eine FaustSymphonie in drei Charakterbildern» de Franz Liszt o el solo de contralto «O Mensch! Gib Acht!» que Gustav Mahler toma de Así habló Zaratustra de Friedrich Nietzsche para ilustrar el cuarto movimiento de su tercera sinfonía. En otros casos, la música aporta un esquema de composición tanto a poetas como a novelistas, tal y como se estudia ampliamente en la compilación de Nancy Anne Cluck (1981). Pensemos, así, en los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot o en novelas de tan patente inspiración musical como La sinfonía pastoral (1919) de André Gide o la posterior (1931) Sinfonía pastoral de Armando Palacio Valdés. Anthony Burgess publica también en 1984 su Sinfonía napoleónica. Una novela en cuatro movimientos, después de que en 1962 hubiese abordado la imitación de la novena sinfonía de Beethoven en su novela La naranja mecánica (1962) llevada al cine en 1971 por Stan-
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ley Kubrick. La Sonata a Kreutzer (1889) de Leo Tolstoi se inspira en la partitura homónima escrita para violín y piano por el propio Ludwig van Beethoven, y esa forma de composición musical rige la concepción de las cuatro novelas amorosas de inspiración modernista del español Ramón del Valle-Inclán Sonata de otoño (1902), Sonata de estío (1903), Sonata de primavera (1904) y Sonata de invierno (1905), así como está en la base de Tonio Kröger (1903) de Thomas Mann o El lobo estepario (1927) de Hermann Hesse. Jean-Jacques Nattiez (Alonso, pp. 119-147) ha analizado en detalle la composición, basada en el modelo de la fuga, de la novela Próximo episodio publicada en 1965 por el escritor canadiense Hubert Aquin, y Leiling Chang (pp. 149-186) la «novela musical» Concierto barroco (1974), cuyo autor, el cubano Alejo Carpentier, reconocido musicólogo, admitía haberla compuesto con la «función tripartita» que está en el origen de la sonata y el concierto, aunque luego ambas formas puedan tener cuatro movimientos. La inspiración musical está muy presente en la profunda renovación de la novela que caracteriza el modernismo internacional al que hay que adscribir a autores ya mencionados como el español Valle-Inclán o el francés André Gide. En el capítulo tercero de la segunda parte de Los monederos falsos (1925), titulado «Eduardo expone sus ideas sobre la novela», este personaje novelista en el transcurso de una conversación sobre Bach con su maestro de música La Pérouse afirma que desearía hacer en narrativa «algo que fuera como El arte de la fuga». Es obligado recordar, a este respecto, otra de las grandes obras del modernismo novelístico, de título ya de por sí harto significativo: Contrapunto (1928) de Aldous Huxley. El relato comienza con un concierto en Tantamount House en el que se interpreta la «Suite en si menor» del propio Bach, y el narrador aprovecha la interpretación simultánea que cada instrumento hace de una misma partitura para teorizar acerca del relativismo de la realidad y el pluriperspectivismo de la novela. Contrapunto se estructura, así, sobre la base del procedimiento musical que le da título, fundido con el de la fuga, y temáticamente sobre las dualidades antitéticas pasión/razón, cuerpo/espíritu que preocupaban entonces a Huxley, muy influido por D. H. Lawrence, para quien la felicidad descansaba en la armonía de ambos elementos. Esta fecunda contaminación musical de la novela, a la que presta asimismo especial atención C. S. Brown (1963), alcanza a autores como
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Milan Kundera en obras como El libro de la risa y el olvido —Kniha smíchu a zapomnĕní, 1979— o La insoportable levedad del ser —Nesnesitelná lehkost bytí, 1984—. Con estos y tantos ejemplos más que podríamos aducir parece cumplirse desde la narrativa contemporánea aquel dictum de Walter Horatio Pater en su libro El Renacimiento (1873): «Todo arte constantemente aspira hacia la condición de la música».
Literatura y artes plásticas. Écfrasis
Plutarco atribuía a Simónides de Ceos la afirmación de que la pintura era «poesía muda» y la poesía «pintura que habla». Analogía compartida en la cultura de Oriente por el poeta del siglo xvii Su Dongpo que, hablando de otro poeta y también pintor de la dinastía Tang (siglo viii de nuestra era), afirmaba: «La poesía de Wang Wei es pintura; / la pintura de Wang Wei es poesía». Es la misma idea convertida en tópico a partir del misreading de G. E. Lessing, según ha estudiado el polaco Henryk Markiewicz (1996). Se trata de comparaciones analógicas que no justifican una equivalencia literal entre los sistemas artísticos de la pintura y la poesía, que son distintos. En el primero de los casos el fundamento está en los iconos, signos que mantienen una relación de semejanza con el objeto o realidad representada. Por el contrario, la literatura trabaja con palabras, que en la consideración de Peirce son signos de índole simbólica, es decir, convencionales. Lessing abordaba el gran tema de las fronteras entre la poesía y la pintura fijándose, paradójicamente, en un grupo escultórico alejandrino que representa el episodio mitológico de Laocoonte y sus hijos en trance de padecer una muerte terrible por obra de la diosa Minerva. Dado que el episodio aparece descrito en el segundo canto de la Eneida de Virgilio, el filósofo alemán plantea las tres opciones posibles a este respecto: que los escultores se inspiraran en el poeta; que, al contrario, Virgilio escribiera a partir de la plasmación plástica; y finalmente, que el poeta y los escultores hubiesen seguido una misma fuente antigua, que el gramático latino Macrobio remontaba al poeta épico griego Pisandro. Ello plantea uno de los asuntos centrales en toda consideración de las transducciones posibles entre las artes plásticas y las creaciones literarias. Nos estamos refiriendo a la écfrasis (Krieger). A partir de
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Dionisio de Halicarnaso, en las retóricas clásicas la écfrasis es una figura retórica equiparada a la hipotiposis y entendida como una descripción vívida e intensa que persigue evidenciar casi visualmente una realidad que se representa y materializa así mediante palabras en el discurso. Tal planteamiento sugiere inmediatamente el reconocimiento de una cierta inferioridad por parte de la literatura frente a las artes plásticas, por ser sus imágenes, los signos que le son propios, de índole artificial o convencional frente a la aparente «naturalidad» de los iconos con que un pintor describe la realidad natural. Con el siglo xviii, sin embargo, este significado experimentó una notable restricción, y écfrasis pasó a designar la descripción literaria de una pieza artística de naturaleza plástica, ya sea escultórica, arquitectónica, un dibujo, un grabado o, principalmente, una pintura. Esto es, como apunta James A. W. Heffernan, la representación verbal de la representación visual. Se suele citar como uno de los ejemplos más logrados de semejante recurso la descripción del escudo de Aquiles en el Libro XVIII, versos 478-608, de la Iliada de Homero. Pero cabe ya considerar desde la propia Antigüedad clásica la posibilidad de una écfrasis inversa, en la que es una pieza o fragmento literario el que es transducido en forma de pintura o escultura. Así, en el Museo Guarnacci de Volterra, que desde el siglo xviii recoge una de las colecciones más importantes de arte etrusco, puede encontrarse una serie de urnas funerarias de alabastro ornamentadas con bajorrelieves de rara perfección, verdaderos cuadros sobre el tema de Ulises, con piezas dedicadas a la aventura de las sirenas (Odisea, canto XII) y otros episodios homéricos. En el ámbito anglosajón, destacan el poema ecfrástico de John Keats «Oda a una urna griega» o los Cuadros de Brueghel de William Carlos Williams, y entre las aportaciones últimas en español a este género mencionaremos, por ejemplo, «Botines con lazos, de Vincent van Gogh» de la escritora argentina Olga Orozco. Pero como ejemplo moderno de la que hemos denominado écfrasis inversa destacaremos el caso de una écfrasis fílmica producida en 1920 de los poemas descriptivos de la isla neoyorquina de Manhattan escritos en el siglo anterior por Walt Whitman. Sus autores fueron dos reputados fotógrafos y pintores, Paul Strand y Charles Sheeler, miembros del círculo neoyorquino de Alfred Stieglitz, que rodaron Manhatta, reconocida como el primer filme vanguardista norteamericano, estrenado en el Teatro Rialto en 1921. Su película
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consiste en una paráfrasis a base de imágenes cinematográficas de doce citas extraídas de Hojas de hierba. A propósito del concepto básico de écfrasis, Michel Riffaterre habla de una mimesis doble en cuanto que el texto ecfrástico representa con palabras una representación plástica. Pero la película de Strand y Sheeler propone una renovadora posibilidad de écfrasis inversa, pues en ella la plasticidad de sus imágenes cinemáticas intenta traducir las imágenes verbales de la poesía de Walt Whitman: Ut poesis, pictura. En suma: Manhatta es un poema visual ecfrástico basado no solo en el poema del mismo título —literalmente Whitman lo escribe como «Mannahatta»—, sino en varios versos de otras composiciones de Hojas de hierba que, con la textualidad de su escritura reproducida en sendas cartelas al comienzo de cada una de las secuencias, conforman el ritmo del filme y le dan su sentido. La elección de los textos y, sobre todo, su disposición tienen, a este respecto, gran relevancia. En cierto modo podemos admitir que este es el guion de una película cuya acción está dominada por la sucesión de doce instantes entre la aurora y el ocaso, entre los que se abren otros tantos vacíos o elipsis. Imágenes de El Quijote No faltan en El Quijote auténticas premoniciones de la fecunda suerte que le esperaba en cuanto a su recepción creativa por parte de los artistas plásticos. Ya al comienzo de su primera salida (Primera parte, capítulo II), el caballero andante proclama: «dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro» (Cervantes, p. 35). De 1614, cuando aún no se había publicado la segunda parte de El Quijote, datan las primeras imágenes conocidas del caballero andante, su escudero y otros personajes de la novela. Todo parece indicar que estas representaciones iconográficas, atribuidas a Andreas Bretschneider, nacen relacionadas con otro de los aprovechamientos tempranos que de las imaginaciones cervantinas se hace enseguida para ilustrar e inspirar los desfiles, pantomimas y gags de las fiestas barrocas. El teatro, otro de los puntales del Barroco como la primera cultura de masas, se hará inmediatamente eco de las ilimitadas
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posibilidades espectaculares de las criaturas cervantinas, y así entre el año de la primera edición de El Quijote y 1608 el dramaturgo valenciano Guillén de Castro se estrenará con una comedia titulada Don Quixote de la Mancha, que en realidad desarrolla exclusivamente la historia de los amores y desamores de Cardenio, Luscinda, Dorotea y don Fernando. La misma historia que interesará al propio William Shakespeare, autor junto a John Fletcher de la pieza Historia de Cardenio, que fue representada dos veces ante la Corte inglesa en 1613 y luego se perdió. Sirvan estos ejemplos para fundamentar los comienzos de la cumplida suerte de Don Quijote sobre las tablas, que nos llevaría también desde los ballets de Marius Petipa, Alexander Gorsky, Nureyev o George Balanchine hasta las óperas de Salieri, Caldara, Paisiello, Mendelssohn, Massenet, Cristóbal Halffter o José Luis Turina, y desde estos espectáculos musicales al aprovechamiento de la inspiración quijotesca en el arte de Euterpe, donde destacará el poema sinfónico Don Quijote estrenado por Richard Strauss en 1898, El retablo de Maese Pedro de Manuel de Falla (1923) y otras piezas de músicos españoles como Jesús Guridi, Óscar Esplá, Gerardo Gombau, Ernesto Halffter y Joaquín Rodrigo. Atención demorada merecen las ilustraciones que han acompañado desde muy pronto las sucesivas ediciones de El Quijote. Las primeras aparecen en la edición alemana de Matthias Götzen impresa en Frankfurt en 1648 y en la traducción holandesa de Jacob Savery, publicada en Dordrecht en 1657, y en la primera edición castellana, ilustrada con dieciséis estampas que Juan Monmartre imprime en Bruselas en 1662. Comienza así una larga serie de écfrasis inversas sobre El Quijote que nos llevarán hasta las brillantes ilustraciones de Salvador Dalí para la edición parisina de Joseph Foret en 1957. El Proyecto Cervantes y la biblioteca Cushing de la Universidad de Texas A&M no descuidan la tradición iconográfica de El Quijote como elemento clave de su canonización como texto y de la transformación de don Quijote como personaje en un icono cultural. Las nuevas tecnologías, aliadas con la red, nos permiten ahora consultar ya en línea (http://www.qbi2005.com/) el QBI (1605-1905), el Banco de Imágenes del Quijote dirigido por José Manuel Lucía Megías, que en su última actualización de finales de 2013 ofrece 550 ediciones y 17.603 estampas.
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Las ediciones ilustradas no constituyen sino uno de los manantiales para lo que enseguida se convertiría en una verdadera cascada iconográfica, que incluirá también óleos y dibujos de Domenicus van Wynen, Fragonard, William Turner, Goya, Leslie, Camille Corot, Honoré Daumier, Paul Cézanne, Pablo Picasso, Paul Klee, Marcel Duchamp, George Grosz, Edward Hopper, Jackson Pollock, fotografías como las que Luis de Ocharán realiza con figurantes seleccionados ad hoc y, cómo no, películas. La plasticidad de los cuadros cervantinos explica la atención prestada a la obra por ilustradores, grabadores, pintores o, incluso, publicistas, pero esta característica sobresaliente, junto al extraordinario dinamismo de su sintaxis narrativa, justifica a la vez la riqueza de adaptaciones cinematográficas de El Quijote con que contamos. Con el precedente de una cinta de unos veinte metros con una breve escena de El Quijote rodada en 1898 por encargo de la casa Gaumont, este feliz encuentro entre literatura y cine tiene su hito fundacional en 1903, momento en el que Ferdinand Zecca y Lucien Nonguet filman para la gran productora francesa Pathé Les aventures de Don Quichotte de la Manche, que se estrenó en Washington. Lógicamente, entre las ciento cincuenta versiones fílmicas y televisivas de El Quijote hay obras de disparejo empeño, muy diferente factura y acierto desigual. Algunas de ellas, con todo, han pasado a la historia del cine. Así, la del expresionista alemán Georg Wilhelm Pabst, producida en 1932, o la de Rafael Gil, de 1948. Es igualmente muy apreciable la película del discípulo de Eisenstein Grigori Kózintsev, superproducción soviética que se rodó en Crimea en 1957. Capítulo especial demanda el proyecto inconcluso del Quijote que Orson Welles, uno de los grandes adaptadores de Shakespeare a la pantalla con su Macbeth expresionista (1948), su Otelo (1952) y Campanadas a medianoche (1966), escribió primero y luego arrastró, sin llegar nunca a terminarlo, hasta su muerte. Por último, resulta especialmente interesante el doble trabajo que el director español Manuel Gutiérrez Aragón realizó a este respecto. En 1991 filmó para la televisión una serie de cinco capítulos de más de cinco horas de duración. Posteriormente, su filme El caballero Don Quijote, de 2002, resume en dos horas los acontecimientos de la segunda parte.
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Fugura 3. Lámina 30. Don Quijote conquista al Caballero de la Blanca Luna
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Precinema Edward C. Riley, autor de una admirable Teoría de la novela en Cervantes, consideraba también que el Quijote es una novela concebida en términos fuertemente visuales, y que las cuestiones fundamentales de percepción visual se plantean dentro de la estructura del libro. Cierto es que no fue Riley el primero en proponer semejantes consideraciones. En 1981, Diane Chaffee estudió las técnicas del retrato, el cuadro, el bodegón y el paisaje puestas en juego por Cervantes, que es finalmente definido como «el pintor de Don Quijote». Repara la autora en lo mismo que Henri Suhamy destacaba a propósito del teatro de Shakespeare, en el que el dramaturgo no desaprovecha ninguna ocasión para destacar como auténticos protagonistas de la escena objetos —instrumentos, utensilios, armas, muebles, documentos, libros, líquidos, joyas, alimentos y ropajes—, cuando no la espectacularidad de los lugares o la visualidad expresionista del aspecto físico de sus personajes: la obesidad de Falstaff, las verrugas y la congestión del rostro en el caso de Bardolph, la delgadez de Pinch o de Cassius, lo cativo de Talbot en Enrique VI y lo imponente de Charles en Como gustéis. Cervantes escritor y pintor de «El Quijote» es también el rubro que encabeza todo un libro posterior de Helena Percas de Ponsetti. El estudio detallado de la écfrasis cervantina le permite hablar de «técnicas pictóricas de la escritura», precursoras en más de un aspecto de las que arrancaron de sus paletas los impresionistas, los expresionistas e, incluso, los surrealistas a lo largo de los siglos siguientes. En todo lo dicho radica ciertamente el origen de la extraordinaria atracción que El Quijote ha ejercido siempre sobre los artistas de la imagen, ya fuesen pintores o cineastas. Si la novela organiza la realidad verbal, y la película hace lo propio con la realidad visual, podríamos aventurar que en El Quijote hay también una deliberada predeterminación verbal de lo visual, y no solo en lo que afecta a las coordenadas puramente estéticas, pictóricas o descriptivas, sino también a las dinámicas, relacionales y cinemáticas. Complementariamente a lo dicho, esta circunstancia facilita también sobremanera la aproximación de guionistas y cineastas al texto de Cervantes, y es el aval mayor que nos autoriza a hablar del precinematografismo de El Quijote.
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El nacimiento del cinematógrafo se produce en torno a los años noventa del siglo xix gracias a un doble desarrollo que se remonta considerablemente en el tiempo. Por una parte está el progreso científico y tecnológico que permite a los hermanos Lumière en Francia, y casi simultáneamente a otros inventores de varios países, construir también máquinas capaces de captar primero, y de proyectar después, imágenes en movimiento. Pero no menor importancia tiene la evolución estética experimentada por las artes espaciales o figurativas y las temporales o narrativas a lo largo de varios siglos. Así, desde su mismo origen el cine incluirá dos dimensiones complementarias: la de una innovación técnica y la de una síntesis nueva de diversas artes. Ricciotto Canudo hablaba, a este respecto, de un «prodigioso recién nacido de la Máquina y del Sentimiento» (Romaguera y Alsina, p. 15). Por esta razón, el término precinema posee también dos acepciones distintas. La más extendida actualmente es la que se refiere al periodo anterior a 1895 y atiende a todos los aparatos inventados a lo largo de los años para animar y proyectar imágenes. En este orden, destaca el invento de la linterna mágica o del «taumaturgo» atribuido al jesuita alemán Athanasius Kircher, que en el libro décimo de su obra Ars magna lucis et umbrae in mundo, publicada en Roma en 1646, treinta años después de la muerte de Cervantes, aborda lo que él denomina «parastática» o «magia representativa», y reconoce los avances en la misma dirección alcanzados por el matemático danés Thomas Walgenstein. Sin embargo, hoy parece ya superada definitivamente la perspectiva solo técnica o mecánica del precinema a favor de una investigación que tenga como horizonte la contextualización cultural e interdisciplinaria de lo que se ha dado en denominar «universo precinematográfico». En él tienen cabida no solo los modos de representación visual y los espectáculos ópticos anteriores a finales del siglo xix, sino también las tradiciones iconográficas, las diversiones populares, el teatro junto a otras manifestaciones escénicas, y, señaladamente, los relatos y la literatura novelesca en general, en el supuesto, además, de que entre todos ellos existieron siempre interferencias y tránsitos de considerable enjundia. Sandro Machetti (p. 33) considera precine «todo aquello anterior al cine y que lo explica», para lo que reclama el concurso de la historia del arte, del teatro, de la literatura y de la cultura en general. En particular, esti-
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ma imposible no integrar la tradición narrativa en una historia de la percepción visual que nos conduzca necesariamente hasta el cinematógrafo. En este sentido, resulta obligado recordar aquí al pionero Paul Leglise (1958), que estudió hace cincuenta años la Eneida de Virgilio como una obra de precinema. Ya en el Congreso Internacional de Filmología realizado en la Sorbona en 1955, el profesor Pierre Francastel había encontrado en obras literarias clásicas claros indicios que hacían presagiar la llegada del cinematógrafo. Se trataba de ciertas formas de comprensión de los fenómenos narrativos y de asociación en las series de imágenes naturales que pasan ante nuestros ojos. Leglise (p. 23) analiza las características del arte visual de Virgilio en la Eneida, obra que en su opinión «sostiene un ritmo fílmico de una extraordinaria y deslumbrante pureza» (p. 25). Este «arte fílmico» de los escritores precinematográficos consiste en pintar cuadros animados, enriquecerlos mediante todos los artificios de la visión, situarlos según planos diferentes y encadenarlos entre sí conforme a una sintaxis artística que asegure la continuidad de la acción con un ritmo agradable a la imaginación visual del lector. No creemos que se deba postular, en modo alguno, el sometimiento del cine a una especie de tutelaje genético por parte de la literatura, más allá de lo que los propios cineastas, desde Griffith y Eisenstein, reconocieron espontáneamente, sino demostrar que cada uno de los dos lenguajes, el literario y el fílmico, aborda la solución de los problemas del relato con recursos fácilmente equiparables. Esta homología tiene su fundamento en la relación natural existente entre la realidad narrable y la perspectiva de quien la observa desde un determinado «punto de vista» (y también «de oído», como ha destacado François Jost en un libro de 1987), y puede luego realizar el correspondiente relato de los hechos y la descripción de paisajes, objetos o personas. Shakespeare Al reto planteado por el análisis sobre la Eneida al que acabamos de prestar atención no dejaron de responder enseguida los estudiosos de William Shakespeare, probablemente el clásico al que el cine deba más, incluso antes en términos cualitativos que cuantitativos. No procede enfrascarnos ahora en la historia de las
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adaptaciones cinematográficas de Shakespeare, ya compendiada por Kenneth S. Rothwell. Mayor interés encierra, en los estudios sobre Shakespeare, la dimensión precinematográfica. Así, en 1960 Henri Lemaitre escribe acerca de lo que él denomina las «orientaciones precinematográficas de la dramaturgia shakesperiana» y René Lalou define al autor de Macbeth, tragedia de la que se registran hasta el momento más de una treintena de versiones, como un verdadero «precursor del cinema». Los estudiosos franceses del precinema se fijan en el Enrique V (1598-1599) como una de las obras de Shakespeare más interesantes a este respecto. En especial, destaca en ella el papel que se le confiere al personaje llamado Coro, que abre la pieza con un interesantísimo prólogo cuyos argumentos principales luego repetirá a lo largo de los actos. Se trata, sustancialmente, de la queja, que el dramaturgo formula expresamente de esta manera, por las limitaciones insuperables que el teatro tal y como entonces se representaba le impone a la hora de presentar cabalmente una historia heroica, llena de escenarios, de acontecimientos y de figuras imponentes. Concretamente, desde el mismo parlamento que abre la función, el Coro ideado por el dramaturgo inglés procura, sobre todo, estimular al público del Teatro del Globo para que supla con su imaginación las carencias de un escenario tan esquemático y austero como lo era también, coetáneamente, el de los corrales de comedias castellanos donde representaban Lope de Vega y los demás cómicos españoles: ¿Puede esta gallera contener los vastos campos de Francia? ¿O podemos apretujar en este cerco de madera nada más que los cascos que espantaron los aires de Agincourt? Ah, perdonad: puesto que una cifra en garabato puede indicar un millón en poco sitio, permitid que nosotros, cifras de esa gran cuenta, actuemos sobre vuestra fuerza de imaginación. (Shakespeare, Texto completo I, p. 1347) Repárese en la sutil argumentación semiológica avant la lettre: el autor se amparará en la convencionalidad del propio lenguaje y en la imaginación de su público para suplir el esquematismo del mundo representado, que en esta obra sobre las batallas armadas y las escaramuzas diplomáticas entre Inglaterra y Francia in-
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cluye escenarios correspondientes a ambos reinos. En los parlamentos del Coro se hace, por cierto, un uso magistral del imperativo, la forma verbal más genuinamente perlocutiva, con mayor voluntad de incidencia en la conducta del oyente. Aquí el destinatario es, por supuesto, el público al que cumple convertir en cómplice activo para la recreación del mundo cortesano y militar del que se trata. En el acto tercero se lee: «coro: Así, con alas de imaginación, vuela nuestra veloz escena, con movimiento tan rápido como el pensamiento» (Shakespeare, Texto completo I, p. 1375). Y en el prólogo al acto cuarto: «seguid sentados y ved, imaginando las cosas verdaderas por lo que sean sus caricaturas» (Shakespeare, Texto completo I, p. 1397). La misma demanda de cooperación activa por parte de los espectadores para que subsanen los vacíos, lagunas e indeterminaciones del texto dramático, que ya no serán tan determinantes en el caso de los filmes, se reitera en el prólogo de La famosa historia de la vida del rey Enrique VIII: «Así pues, por amor de Dios, dado que se os conoce como los primeros y más afortunados oyentes de la ciudad, estad tan serios como queremos que estéis: pensad que veis a las mismas personas de nuestra noble historia, como si estuvieran vivas: pensad que las veis grandiosas y las seguís con el tumulto de la gente y el sudor de mil amigos: luego, en un momento, ved qué pronto este poderío se encuentra en ruina: y si entonces sois capaces de estar regocijados, diré que un hombre puede llorar el día de su boda» (Shakespeare, Texto completo II, pp. 1579). Nada hay que objetar a la consideración de Shakespeare como un «cineasta por anticipación», tal y como hemos visto que lo denomina un crítico (Suhamy, 2002) ya citado. Las cualidades de su escritura teatral así lo acreditan, como también su deseo de superar las limitaciones técnicas y expresivas a las que la escena de su época le sometía en su calidad de autor del Teatro del Globo. En consecuencia, bien podríamos añadir el precinematografismo a los múltiples logros del autor de Hamlet que tan encendidamente vienen siendo ponderados por críticos e investigadores. Y considerar este interesante fenómeno comenzado a estudiar hace ya más de medio siglo a partir de la Eneida de Virgilio como una nueva línea de estudio que viene a enriquecer el tema comparatista de la iluminación recíproca de las artes.
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9. El retorno a la literatura
¿Literatura comparada como «metadisciplina»? Sin necesidad
de volar tan alto, lo que sí podemos defender, a la hora de vislumbrar su papel en el futuro de los estudios literarios, es que «parece seleccionada para convertirse en un arte de lo intermedio, una diplomacia de las disciplinas, un repositorio para las especifidades culturales» (Saussy, «Exquisite Cadavers», p. 20). La apertura optimista hacia un futuro prometedor para la literatura comparada con que acabábamos nuestro capítulo primero puede parecer en exceso voluntarista, dada la encrucijada histórica, económica, tecnológica y social que, en términos globales, vivimos en este comienzo del nuevo milenio. Añádase la intensa percepción de acabamiento, de final de era que, sobre todo en lo referente a la cultura y en particular a la literatura y la tradición humanística, viene imponiéndose desde antes, incluso, de la llamada posmodernidad. En efecto, Nietzsche proclamó la muerte de Dios en 1883 para que el siglo siguiente se hiciera eco ampliamente de su dicterio y adquiriera un signo un tanto mortuorio en el plano filosófico o conceptual. Por su parte, Francis Fukuyama (1998) anunciaría ya en los últimos años de esa centuria el final de la historia, que habría llegado a su culminación gracias a un statu quo supuestamente definitivo basado en la democracia liberal y la economía de mercado, si bien Fukuyama acabaría por matizar sus tesis de entonces admitiendo que la historia no morirá definitivamente hasta que los avances de la biotecnología no consigan abolir los seres humanos como tales para que comience una nueva historia poshumana. Damian Thompson, al estudiar el milenarismo contemporáneo, ha abordado también el fin del tiempo, del mis-
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mo modo que J. H. Plumb había ya analizado la muerte del pasado. Frente a estas magnitudes mortales parece una bagatela la muerte de la novela que lleva anunciándose desde el otro fin de siglo, la muerte de la tragedia que dio título a uno de los libros de George Steiner (La muerte de la tragedia, 1961) o la muerte del autor sentenciada por Roland Barthes en El susurro del lenguaje. En este contexto hemos de encuadrar, como ya citamos en el primer capítulo, declaraciones como las de Susan Bassnett (p. 47) cuando afirma que «hoy, la literatura comparada está en cierto sentido muerta», por razones que ella vinculaba a la disminución de cátedras específicas, la recuperación del predominio académico por parte de la literatura inglesa a costa de la teoría en Estados Unidos, el impacto de los estudios culturales y el antieurocentrismo propiciado por las perspectivas poscoloniales y multiculturales. Igualmente, ya recordamos cómo Gayatri Chakravorty Spivak aludió en 2000, con motivo de sus «Wellek Library Lectures in Critical Theory» de Irvine, a la última boqueada del comparatismo («el último súspiro de una disciplina moribunda»), igualmente como resultado de la consolidación de la era poscolonial en el terreno cultural y social. Diagnóstico poco halagüeño a la hora de pulsar la situación de la disciplina en nuestros comienzos del siglo xxi, semejante al que transmite también la segunda edición española de la introducción a la literatura comparada que Claudio Guillén publicara inicialmente en 1985, cuyo prólogo se titula precisamente «La literatura comparada y la crisis de las humanidades» (Guillén, Entre lo uno y lo diverso). Claudio Guillén transmite así en 2005 una sensación generalizada de desconcierto, debido a la percepción de que la auténtica Edad de Oro del comparatismo representada por los cuatro decenios comprendidos entre el final de la Segunda Guerra Mundial y 1985 había llegado a su fin. Sus ideas a este respecto no están alejadas de las que, por caso, Edward Said (Humanismo, p. 9) expuso en su último libro. Muy otro es, por el contrario, el panorama más esperanzador que se plantea a partir del informe de Saussy acerca de las oportunidades y posibilidades que se abren en nuestra época a la literatura comparada como disciplina académica y campo de investigación. En el plano de la actividad propia de los departamentos humanísticos de las universidades, J. Hillis Miller (pp. 2-3) también llega a anunciar, literalmente, que «el tiempo de los estudios literarios se ha acabado», a causa, primero, de las secuelas de la deconstruc-
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ción en cuyas filas teóricas él mismo había militado, y por la creciente influencia de los «estudios culturales». La Literatura es una categoría que le parece haber perdido progresivamente su especificidad en el campo indiferenciado del «discurso» cultural, de la «textualidad», de la «información» o de otras tipologías. Y su dictamen, no por más cruel resulta menos ajustado a la realidad de las cosas: «la literatura está privada del poder que tendría si se diera por sentado que es una parte íntima de una única cultura homogénea dentro de la que los ciudadanos de una nación dada viven» (p. 4). Como corolario de tantos decesos y extinciones como las que hemos mencionado ya, el profesor de Princeton Alvin Kernan publicaba en 1990 un libro muy comentado: La muerte de la literatura. Kernan justifica cumplidamente cómo y por qué lo que desde el Romanticismo se venía conociendo como literatura está perdiendo sentido, y desapareciendo tanto del mundo social como de las conciencias individuales. Para ello han colaborado tanto elementos endógenos como exógenos, pues Kernan, a estos efectos, considera tan deletéreas para la continuidad de la literatura la televisión como la deconstrucción de Derrida y sus seguidores. La primera, la televisión, lo es como emblema de una revolución tecnológica con la que McLuhan vaticinó el final de la galaxia Gutenberg, sin que el intelectual canadiense llegase a conocer en su plenitud todas las potencialidades de la era digital. Y la deconstrucción, que ha influido espectacularmente el pensamiento literario en las universidades anglosajonas, con su insistencia en postular la vacuidad significativa del lenguaje y los textos ha dejado franco el camino al relativismo literario más radical, a la liquidación del canon, y en definitiva, al descrédito de la literatura que tradicionalmente se había estudiado como una fuente privilegiada de conocimiento enciclopédico y educación estética. Dos scholars de la vieja guardia —ambos apellidados Bloom: Allan y Harold— destacan en la denuncia de este Apocalipsis humanístico, con obras tan significativas como The Closing of American Mind y El canon occidental, respectivamente. Más radical se manifestará, incluso, el crítico norteamericano Sven Birkerts, que en 1994 no había dudado en publicar The Gutenberg Elegies [Elegías a Gutenberg], libro como su título da a entender muy pesimista acerca del futuro de la lectura en la era electrónica. Birkerts ensarta una ristra de cuestionamientos a propósito de cómo las nuevas tecnologías pueden estar distorsionando nuestra
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condición humana, fragmentando nuestra identidad, erosionando la profundidad de nuestra conciencia. Añade, pues, a las amenazas contra el humanismo apuntadas por Guillén, Hillis Miller, Said o George Steiner, otras no menos temibles derivadas de las nuevas tecnologías. Pero el quid de la cuestión no descansa tanto en cómo las nuevas galaxias de la tecnología comunicativa van a acabar con el estado de las cosas en nuestro campo de interés, que es el cultural y el literario, sino en qué medida van a alterarlas más profundamente. No hay por qué dar como inexorable y definitiva la tan jaleada muerte del libro, por más que en los próximos lustros la biblioteca digital conviva o incluso llegue a desplazar a la presencial en la preferencia de los usuarios. Y por la misma lógica, frente a la muerte de la literatura deben interesarnos las posibilidades y límites de la llamada ciberliteratura o, mejor todavía, en qué medida la literatura de siempre está destinada a metamorfosearse por mor de la era digital, hasta convertirse, incluso, en una especia de posliteratura. Alvin Kernan entendía la literatura, en el ya citado libro sobre su muerte, en su sentido más amplio, fácilmente justificable desde la historia de nuestra civilización. Para Kernan, los grandes libros constituyen el sistema literario de la cultura impresa, y en gran medida su poder institucional ha descansado en la fuerza del soporte mecánico que Gutenberg puso al servicio de otra revolución igualmente tecnológica y no menos importante, la de la escritura alfabética descubierta por los sumerios tres o cuatro milenios antes de Cristo. Es importante reparar en cómo ambas tecnologías se necesitan la una a la otra, hasta el extremo de que en China el papel y los tipos móviles estaban inventados desde mucho antes de Gutenberg, pero la imprenta no se desarrolló por culpa de la ausencia de un alfabeto discreto como es el fonético. El sistema de escritura a base de ideogramas y pictogramas allí empleado hasta hoy hacía imposible el aprovechamiento de la máquina, pues los impresores deberían contar con un mínimo de cinco o seis mil tipos para su trabajo.
La galaxia Gutenberg
En este sentido, un discípulo de McLuhan, Walter Ong, destacó complementariamente cómo la segunda revolución mencionada poten-
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ció extraordinariamente la primera, pues la impresión y no la escritura ha sido la que ha reificado la palabra, y con ella la comunicación y la actividad intelectual. Hace ya más de treinta años, cuando los estudios poscoloniales comenzaban su andadura académica, fallecía Marshall McLuhan, un profesor de literatura de la Universidad de Toronto, estudioso, entre otros, de Tennyson, Pope, Coleridge, Poe, Mallarmé, Joyce, Pound o John Dos Passos, que en 1962 publicaba una obra llamada a ejercer una enorme influencia en el pensamiento del último tercio del pasado siglo: La galaxia Gutenberg. Génesis del homo typographicus. Cuando McLuhan acuña ese rubro que tanto éxito alcanzaría, consistente en identificar como galaxia Gutenberg el ciclo de la modernidad marcado por la invención de la imprenta de tipos móviles, deja así mismo implícitamente instaurada la definición de las dos galaxias precedentes, la de la oralidad y la del alfabeto. Y posibilita también que su propio nombre sea utilizado para identificar nuestra época contemporánea en lo que se refiere a las tecnologías «eléctricas» de la comunicación, inaugurada a mediados del siglo xix con la invención pionera del telégrafo, al que vendrán a secundar después el teléfono de Graham Bell, el cinematógrafo de Edison y de los Lumière, la radio de De Forest y Marconi, y finalmente la televisión, que ya está lista en el decenio de los años treinta pero que deberá aguardar al final de la Segunda Guerra Mundial para su difusión universal. En los tres decenios que nos separan de su fallecimiento ocurrieron acontecimientos transcendentales para la historia de la humanidad vista desde la perspectiva que McLuhan hiciera suya. En sus escritos se menciona ya el ordenador como un instrumento más de fijación electrónica de la información, pero lo más interesante para nosotros resulta, sin duda, la impronta profética que en algunos momentos el canadiense manifiesta a este respecto. Así, cuando trata de cómo la nueva interdependencia electrónica recrea el mundo a imagen y semejanza de una aldea global, McLuhan afirma que en vez de evolucionar hacia una enorme biblioteca de Alejandría, el mundo se estaba convirtiendo en un ordenador, un cerebro electrónico, exactamente como en un relato ingenuo de ciencia ficción. Y que a medida que nuestros sentidos han salido de nosotros, el gran hermano va entrando en nuestro interior. Unos pocos años más tarde, en una extensa entrevista con Playboy, McLuhan expresa una premonición referida a los ordenadores
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que habla de lo que en aquel momento no era más que un sueño y, por lo contrario, hoy es la realidad más determinante de lo que, con Manuel Castells, vamos a denominar la galaxia Internet, y que otros como Neil Postman (p. 22) prefieren calificar como «la era de la comunicación electrónica». Según McLuhan, el ordenador sugería la promesa de engendrar tecnológicamente un estado de entendimiento y unidad universales, un estado de absorción en el logos que podría unir a toda la humanidad en una familia y crear una perpetuidad de armonía colectiva y paz. Ese era el uso real del ordenador, en su criterio, y no emplearlo como instrumento del marketing o para la resolución de problemas técnicos (McLuhan y Zingrone). Manuel Castells (p. 31) afirma, por su parte, que a pesar de que Internet estaba ya en la mente de los informáticos desde principios de los años sesenta, para la gente, para las empresas y para la sociedad en general, Internet nació en 1995. Quiere esto decir que cuando cumplimos los cuatro primeros lustros inmersos en la nueva galaxia todavía no podemos dar por superado lo que bien podríamos llamar el «periodo incunable» de la nueva cultura generada por Internet. Mas basta con el tiempo pasado para preguntarnos si se pueden detectar ya o no sus efectos, más o menos evidentes, en la propia condición humana. O en algo menos trascendente pero no carente de interés para nosotros: la pervivencia de la literatura.
Palabra y tecnología. Intermedialidad
Sin entrar en otra dimensión. McLuhan gustaba referirse a los «niños televisivos» como actores de la galaxia Gutenberg, pero nosotros ya habitamos en la galaxia Internet y por eso Nicholas Negroponte emplea por su parte la expresión «niños digitales», antesala de los «nativos digitales» de Marc Prensky que ya están dejando de ser adolescentes. Por más que se calculara que cualquiera de aquellos niños televisivos de McLuhan ingresaba en la guardería con 4.000 horas de televisión a sus espaldas, el pensador consideraba que con ellos seguía siendo enteramente posible una «mezcla creativa» de las dos culturas, la alfabético-gutenberiana y la «eléctrica».
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Mas no nos dejemos llevar por primeros impulsos. La televisión como origen de todos nuestros males no deja de ser un expediente muy socorrido para todo intelectual que se precie, pero en ello no deja de haber una colosal simplificación. De hecho, el fenómeno televisivo ha dado pie a reflexiones de algunos de los pensadores contemporáneos más destacados en el campo de la literatura y de la comunicación. Así, por caso, Pierre Bourdieu (pp. 54-55) advertía desde el Collège de France acerca de cómo la primera televisión de los cincuenta «se quería cultural y se servía de algún modo de su monopolio para imponer a todos productos con pretensiones culturales (documentales, adaptaciones de otros clásicos y debates culturales, etcétera) y formar los gustos del gran público», mientras que la que está barriendo en las parrillas de audiencia desde los noventa «apunta a explotar y a halagar los gustos que seducen a la audiencia más vasta ofreciendo a los telespectadores productos toscos, cuyo paradigma es el talk-show, tranches de vie, exhibiciones sin velo de experiencias vividas, con frecuencia extremas y propias para satisfacer una forma de voyerismo y de exhibicionismo». Sus conclusiones son dignas de tener en cuenta: a la televisión pedagógico-paternalista del pasado la ha sucedido el espontaneísmo populista y «la sumisión demagógica a los gustos populares». Antes que Bourdieu, Raymond Williams, uno de los fundadores del círculo de Birmingham y máximo representante de la sociología marxista que está en la base del llamado nuevo historicismo y los estudios culturales, dedicaba en 1974 un ensayo decisivo a la televisión como tecnología y forma cultural. Lejos del desdén elitista de otros scholars hacia este nuevo hecho comunicativo, Williams, que hizo crítica televisiva entre 1968 y 1972 para la revista mensual de la BBC The Listener, considera que la televisión representa a la vez un poderoso instrumento cultural compartido por las élites y el pueblo, entre lo comercial y lo público, el Estado y el ciudadano. Y rechaza, sobre todo, toda forma de determinismo tecnológico. Los nuevos avances en las infraestructuras de la comunicación no son autónomos, no surgen de desarrollos intrínsecos de las aplicaciones científicas, sino que representan otras tantas respuestas a nuevas necesidades surgidas de los procesos de desarrollo histórico, económico, político, social y cultural. La televisión nace, así, de «un compuesto de invenciones y desarrollos en la electricidad, el telégrafo, la fotografía, el cine y la radio» (Williams, p. 7), pero tam-
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bién resulta del aprovechamiento y transformación de «formas recibidas de otros tipos de actividad cultural y social [...]: el periódico, la reunión pública, la clase educativa, el teatro, el cine, el estadio deportivo, las columnas y carteleras publicitarias» (p. 39). Lo que sí parece obligado para el futuro de la literatura comparada en nuestro tiempo es que eche por la borda el lastre de algunos prejuicios que en algún caso se podrían incluso identificar con el elitismo de los happy few capaces de trascender los límites de una sola lengua y literatura. Así sucede, por ejemplo, con el rechazo a la traduccción como proveedora del acceso a los textos escritos en lenguas inaccesibles o inabarcables, y algo similar cabe decir a propósito del establecimiento de una brecha tajante entre lo popular y lo culto en cuanto a su consideración como objeto de la atención académica. En esta línea hay que encuadrar la creciente importancia que en el seno de la literatura comparada deben tener las relaciones interartísticas, a las que hemos dedicado nuestro capítulo anterior. Se trata de una valoración y de una propuesta a la que el informe Bernheimer (p. 45) había concedido suma relevancia como uno de los pilares inexcusables para los programas graduados de la disciplina: «La literatura comparada debería de incluir comparaciones entre materiales, desde los primeros manuscritos hasta la televisión, el hipertexto y las realidades virtuales. El soporte material que ha constituido nuestro objeto de estudio durantes siglos, el libro, está en el proceso de ser transformado a través de la tecnología informática y la revolución de las comunicaciones. Como lugar ideal para la reflexión multicultural, la literatura comparada debería de analizar las posibilidades materiales de la expresión cultural, tanto fenomenológica como discursiva, en sus distintos contextos epistemológicos, económicos y políticos. Este enfoque más amplio implica estudiar no solo el negocio editorial sino también el lugar cultural y la función de leer y escribir así como las propiedades físicas de los medios de comunicación más nuevos». En la misma línea, y por las mismas fechas, Douwe W. Fokkema («Comparative Literature and the Problem of Canon Formation») propone moderar el literariocentrismo de la disciplina, intensificando la comparación entre creaciones propiamente literarias y la música u otras producciones históricas, filosóficas o legales «como sistemas discursivos semejantes», algo perfectamente compatible con definiciones de la literatura comparada como las de Remak o Aldridge citadas en nuestro primer capítulo.
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No faltan precedentes de cómo aquellas posiciones apocalípticas ante alguna de las revoluciones culturales acabaron siendo desautorizadas por la fuerza de los hechos, y por la capacidad asimiladora de la humanidad en todo lo referente a las nuevas tecnologías, incluidas las que Walter J. Ong atinó a denominar «tecnologías de la palabra». Recordemos, a este respecto, la enemiga de la Academia griega contra lo pernicioso de la escritura. Platón pone en boca de Sócrates, en el diálogo Fedro, o del amor, el relato de su invención por parte del dios Teuth. Cuando expuso su descubrimiento al rey Thamus, ponderando sus beneficios, este se mostró por completo contrario a la innovación, por considerarla sumamente perjudicial para la memoria y, sobre todo, para la verdadera sabiduría, que solo debería aprenderse de boca de los maestros. De la misma opinión era el propio Sócrates, el filósofo ágrafo que creó la mayéutica. El discurso escrito le semejaba algo muerto, no más que un vano simulacro del discurso vivo, el auténtico, «escrito en los caracteres de la ciencia en el alma del que estudia», que podía por ello «defenderse por sí mismo», «hablar y callar a tiempo». Igual que sucediera con la arribada de la escritura, tan denostada por Sócrates, o con el invento de la imprenta —a la que el propio McLuhan, ciertamente muy de pasada, llega a atribuirle el contagio de la esquizofrenia y la alienación como «consecuencias inevitables» de la alfabetización fonética (McLuhan y Zingrone)—, es comprensible que nos hagamos la misma reflexión que se hace Sven Birkerts cuando se pregunta hasta qué punto no estaremos cambiando nosotros mismos y si estos cambios son para bien. Las respuestas que él mismo encuentra son todas ellas negativas y amenazantes. Los medios tecnológicos nos apartan cada vez más de lo natural, nos alienan de nuestro ser fundamental. Una poderosa cortina electrónica se interpone entre cada uno de nosotros, los demás, la naturaleza y, en definitiva, la realidad. Algo semejante lo había denunciado ya Neil Postman (p. 12) en su libro Tecnopoly, que trata de la rendición de la cultura a la tecnología, porque las nuevas posibilidades ofertadas por esta cambian lo que entendemos por «saber» y «verdad», hasta el extremo de alterar las maneras de pensar más arraigadas que dan a una cultura su sentido de lo que es el mundo, de cuál es el orden natural de las cosas, de qué es razonable, necesario, inevitable o, simplemente, real. Postman define Tecnópolis como «un estado de la cultura»
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que representa ni más ni menos que esta busca su legitimación en la tecnología, encuentra en ella su realización y de ella recibe directrices (p. 71).
Oralidad, escritura, imprenta
Parece lógico que de un tiempo a esta parte se haya convertido en una preocupación para intelectuales, humanistas, estudiosos y creadores el futuro de la literatura, entendida tanto en su acepción más general —el conjunto de los saberes transmitidos a través de la letra impresa— como en la variante relativamente reciente que la identifica con los textos de concepción y funcionalidad estética, planteamiento que Florence Dupont ha puesto en muy oportuna conexión con la oralidad y la escritura en otro libro, L’Invention de la Littérature, de indudable interés para el asunto que nos ocupa. Esta autora, al recordar el fundamento estrictamente oral de las grandes aportaciones filosóficas y estéticas de la cultura grecorromana, postula el reconocimiento de una «alteridad fundadora», muy adecuada y conveniente para proyectarnos hacia un porvenir de reinventada oralidad sin romper con nuestro pasado. Para Florence Dupont, el futuro está en el reciclaje de lo escrito, en su transformación en energía viva, recuperando el sentido de la «literatura» griega avant la lettre, que no era otra cosa que un enunciado en busca de una enunciación. El propio McLuhan había destacado ya el renacimiento de la oralidad de la aldea global gracias a la galaxia de los medios de comunicación eléctricos, galaxia a la que finalmente se le ha puesto su propio nombre. Otro libro representativo de lo que nos está pasando surge de la experiencia de Janet Murray, que entró a trabajar como programadora de sistemas en IBM allá por los años sesenta del pasado siglo en tanto no conseguía una beca para doctorarse en literatura inglesa. Alcanzado este objetivo académico, se incorporó finalmente al «Laboratorio para la Tecnología Avanzada en Humanidades» del MIT donde ya profesaba Nicholas Negroponte. Además, la brillante joven filóloga por Harvard que era Janet Murray no solo se encontró en el MIT con la vanguardia cibernética, sino con competentísimos hackers, auténticos magos del ordenador, que entretenían sus ocios con videojuegos o con juegos de rol que, a través de los entornos in-
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formáticos MUDs (Multi-User-Domains), permitían a participantes alejados físicamente compartir un espacio virtual en Internet sobre el cual trazar historias en la que todos participaban. Para Janet Murray la forma más habitual de juego es el agón, o enfrentamiento entre oponentes, y también es la forma narrativa más temprana. El fundamento lúdico del arte, de la literatura, de la ficción y la «voluntaria suspensión del descreimiento», explícito tanto en Schiller como en Coleridge y atribuido a la condición humana más genuina por Huizinga, avala la apasionada defensa de que estamos asistiendo a la «época incunable de la narrativa digital», cuya estética se fundamenta en los placeres proporcionados por historias participativas que ofrezcan una inmersión más completa, actuación satisfactoria y una participación más sostenida en un mundo caleidoscópico. Con ello se consolidará un nuevo género, el ciberdrama, que no será la transformación de algo ya existente sino una reinvención del propio arte narrativo para el nuevo medio digital. La pregunta clave es si será posible un ciberdrama que evolucione desde la mera órbita del entretenimiento placentero hasta el universo eminente del arte. Para Murray, solo será cuestión de tiempo. Analiza también el papel del ciberautor o ciberbardo, que no será ya el emisor de un cibertexto lineal, susceptible de variaciones hermenéuticas por parte de sus lectores, sino poco más que el creador de unos fundamentos esquemáticos y unas reglas para que, sobre ellas, los usuarios elaboren sus propios desarrollos. La actuación primará, pues, sobre la autoría, y estas nuevas manifestaciones carecerán de la fijación, estabilidad, perpetuación en el tiempo e intersubjetividad que hoy caracterizan a la literatura propiamente dicha. También Neil Postman (p. 118) concordaba en que si la imprenta creó nuevas formas de literatura cuando sustituyó al manuscrito, es posible que la escritura electrónica haga otro tanto. En definitiva, tres son los géneros principales que se van configurando en el universo de la ciberliteratura. Amén del ya citado ciberdrama, estaría la narrativa hipertextual, compuesta por un rosario de relatos conectados entre sí mediante enlaces que pueden incluir, incluso, elementos multimedia como el sonido, la imagen fija o la cinemática, e igualmente contamos ya con una fecunda línea de ciberpoesía, poesía electrónica o poesía digital que con frecuencia se adentran en el terreno del diseño gráfico o el arte visual, tal y como ocurría ya con los caligramas o carmina figurata, ya comentados en el capítulo octavo sobre interar-
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tes. Otra cosa muy distinta, sin embargo, es la de la literatura «convencional», por así decirlo, pero escrita ya por nativos o emigrantes digitales y destinada a habitantes de las galaxias McLuhan e Internet. Este nuevo y problemático escenario no puede obviarse a la hora de concluir una revisión sobre el pasado, presente y futuro de la literatura comparada como la que estamos cerrando.
Galaxia Internet
Estamos inmersos ahora en una nueva revolución, la electrónica y telemática de las autopistas de la información y las plataformas digitales, que el autor de La galaxia Gutenberg no pudo vislumbrar, ni alcanzó a vivir, pues se ha desatado a un ritmo frenético precisamente en los dos decenios largos que siguieron a su muerte, sobrevenida el mismo año en que comenzaba la historia de los pecés, los ordenadores personales. Paradójicamente, todo ello ha representado una recuperación de la escritura y de su demanda de visualidad, que eran las grandes sacrificadas en el retorno eléctrico ante la oralidad tribal jaleada por McLuhan. Porque la secuencia de galaxias, como hemos comentado ya, no representa compartimentos estancos y tránsitos irreversibles. Umberto Eco, también con ironía, gusta mencionar, así, que el ordenador viene a representar el monumento a un nuevo sincretismo, pues su aspecto es el del gran enemigo de la cultura escrita, el televisor, pero en su pantalla lo que cada vez se confirma más y más es la presencia de las letras y los números. Ciertamente, la impronta de la voz y la función determinante del oído ahorma de nuevo el siglo xx y el xxi en los que, si reparamos bien en el asunto, la televisión doméstica se construye sobre los cimientos genéricos y temáticos de la radio, hasta el punto de que algunos teóricos de la comunicación hablan a este respecto de audiovisión (Chion, 1993). Pues bien, una regresión semejante está claro que se produce entre la galaxia Internet y la galaxia Gutenberg. No es de extrañar, así pues, que Ted Nelson, uno de los gurús del hipertexto, llame a los ordenadores «máquinas literarias». Cabe pensar, por lo tanto, que si a lo largo de todo este recorrido milenario se han consagrado compatibilidades antes que exclusiones, que si la escritura no arrumbó con la oralidad, ni la impren-
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ta con el manuscrito, el ciberespacio será capaz de integrar todos los procedimientos y recursos que los seres humanos han ido desarrollando a lo largo del tiempo para comunicarse intersubjetivamente, y para transmitir, en condiciones de fiabilidad y operatividad, el acervo de su conocimiento y de su productividad cultural, dimensión en la que lo que denominamos literatura sigue representando un tronco indeclinable. Hoy se puede decir que el libro impreso goza de muy buena salud. Nunca en toda la historia se han escrito, impreso, distribuido, vendido, plagiado, explicado, criticado y leído tantos, sin que por el momento se perciba ningún síntoma de desaceleración en las estadísticas. Y una parte considerable de ellos pertenecen al ámbito de lo que seguimos denominando literatura. Todo ello, junto a la poderosa carga cultural que representan los libros y el arraigo del hábito de leerlos, aconseja prudencia a la hora de proclamar su muerte, y por ende la muerte de la literatura y de su estudio comparativo.
La creación del canon moderno
He aquí una fortaleza difícilmente cuestionable a la hora de imaginarnos el futuro de la literatura en Tecnópolis. Hay más libros que nunca, y ello en un doble sentido. El puramente cuantitativo y material, tal y como apuntábamos hace un momento, pero también en otra clave cualitativa, artística e intelectual. Aunque no se escribiera —hipótesis absurda donde las haya— ni una sola novela, poema, drama, comedia o ensayo más a partir de hoy, la humanidad contaría, gracias al acervo incomensurable de piezas literarias producidas hasta el presente, con sobrada literatura. Semejante hipótesis absurda nos lleva de la mano al gran tema, polémico donde los haya, del llamado canon, idea aplicada a la literatura cuya génesis y crisis estudió Jan Gorak a partir de aproximaciones anteriores a la muy controvertida de Harold Bloom (El canon occidental) como fueron las de Gombrich, Frye, Kermode o Said. Pero como bien suelen advertirnos los teóricos y analistas de las planificaciones estratégicas1, un rasgo considerado como fortaleza en el diagnóstico de una determinada situación corporativa o institucional puede representar a la vez, por paradójico que ello parezca, una amenaza. Y en este sentido lo es el abigarramiento de lo que el
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poeta, ingeniero y ensayista mexicano Gabriel Zaid (p. 52) llama «los demasiados libros», responsables de que, al publicarse uno cada medio minuto, las personas cultas lejos de ser cada vez más cultas lo seamos menos por haber mayor diferencia entre lo que leemos y lo que podríamos leer. Según él, «el problema del libro no está en los millones de pobres que apenas saben leer y escribir, sino en los millones de universitarios que no quieren leer, sino escribir» y propone que el welfare state, el estado de bienestar, debería instituir un servicio de geishas literarias encargadas de leer, elogiar y consolar a esa legión de escritores frustrados por falta de público. Estas ideas de Zaid coinciden con una de las características de Tecnópolis según Neil Postman (pp. 69-70): en este ambiente se corta el vínculo entre información y necesidades humanas; la información aparece indiscriminadamente, dirigida a nadie en particular, con un volumen enorme, a velocidades muy altas y sin relación con ninguna teoría, sentido o necesidad. Estamos inundados de información. Tanto es así que una manera de definir Tecnópolis es decir que es lo que le sucede a una sociedad cuando se han venido abajo sus defensas contra el exceso de información. Tradicionalmente los tribunales, la escuela y la familia eran instituciones para el control de la información. Y por lo que respecta a la literatura, el canon tan denostado de un tiempo a esta parte era, con el soporte fundamentalmente académico, un eficaz medio de poner orden y concierto en la selva de la proliferación literaria. Y como medio técnico para lo mismo, Postman destaca «la pericia del experto» (p. 87), que puede encarnarse tanto en la figura del crítico como en la del investigador y el profesor de literatura. Y esa condición será tanto más eficaz cuanto mayor sea el conocimiento que se tenga de obras escritas en diferentes lenguas, por distintos autores y en varias épocas, desde la Antigüedad hasta la posmodernidad, tarea a la que se dedica expresamente la literatura comparada. Julien Gracq, en su panfleto La Littérature à l’estomac advertía ya en 1950 de algo que no ha hecho sino incrementarse en los últimos sesenta años: lo que denomina «el drama del libro anual» para no prescribir, pues «al escritor francés le parece que él existe no tanto porque lo lean cuanto porque “hablen de él”» (p. 33). El resultado es, en muchos casos, la producción frenética de libros de ficción concebidos para una venta inmediata y masiva, fenómeno favorecido
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por la industria editorial globalizada. Muchos prolijos best-sellers se caracterizan por una paradójica desliteraturización de la literatura. Por su no-estilo, como si una prosa con autoconciencia de sus virtualidades poéticas pudiese convertirse en la gran enemiga de lo que se pretende contar. Sorprenden, a este respecto, las sinceras y reiteradas declaraciones en las que Mario Vargas Llosa se muestra entusiasmado por la caudalosa narratividad del malogrado Stieg Larsson. El Nobel peruano subraya, quizás en exceso, una virtud del popular novelista sueco de la que él también disfruta sobradamente, su desbordada capacidad de narrar, pero que, al tiempo, muy generosamente, no pone en evidencia sus palmarias carencias. En definitiva, intenta convencer de que una novela puede ser formalmente imperfecta y, al mismo tiempo, excepcional. Algo equiparable a la «escritura desatada» que el canónigo toledano le atribuye a los libros de caballería en El Quijote. Por el contrario, la novelística de Vargas Llosa, esa veintena de títulos que van de Los jefes a El sueño del celta, representa un ejemplo asombroso de armoniosa alianza entre la riqueza de las historias contadas y la suntuosidad del discurso en el que se cuentan. Con él no tiene sentido la contradicción que Umberto Eco estableció, allá por los años de La ciudad y los perros, entre cultura popular y cultura de élite. Nadie mejor que Vargas Llosa ha sido capaz de seducir amablemente a una gran masa de lectores contándoles historias llenas de sentido con una prosa tan bella como eficaz, y con un dominio de la estrategias narrativas que, por caso, William Faulkner y otros autores del modernismo internacional del primer tercio del siglo xx instrumentaron para superar otra prodigiosa manera de hacer novela, la del realismo y naturalismo del siglo anterior. Si sumamos los resultados de la actividad pre-, sub-, para- o posliteraria de escribidores como los que Julien Gracq desenmascara y la que también pueden ejercer aquellos otros que, como denunciaba esta vez Gabriel Zaid, escriben sin haber leído nunca, nos sobreviene la avalancha de una que, remedando la famosa expresión de Gianni Vattimo referida al pensamiento, bien podríamos denominar «letterature debole» (literatura débil). Es lo que también podríamos calificar de posliteratura. A este respecto, en el problemático panorama actual de los estudios literarios en particular y humanísticos en general cumple recu-
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perar el sentido de responsabilidad para la función ejercida por el crítico que Terry Eagleton echaba en falta cuando recordaba la situación de partida en el siglo xviii inglés. En vez de la implicación incumbente de los Addison y Steele en la configuración de la esfera pública en la sociedad de la que formaban parte, a finales del siglo xx la crítica literaria o bien era mero asunto académico, como ridiculizaba Steiner, o —lo que resulta todavía peor— formaba parte de la división publicitaria de la industria cultural productora de libros, contribuyendo así indignamente a consagrar como literarios productos que no lo son en modo alguno, sino puras carcasas de escritura que renuncian desde un principio a aquel anhelo del poeta Antonio Machado: la «palabra esencial en el tiempo». Porque otra gran amenaza para el futuro de la literatura bien podría ser la tiranía del público, con frecuencia inducido por una poderosa máquina publicitaria. Ya decía Neil Postman (p. 136) que de igual modo a como los políticos toman decisiones no por su criterio sino por la presión de las encuestas, la literatura popular depende hoy más que nunca de los deseos del público, no de la creatividad del artista. El resultado es una poderosa mediación indeseable de la que resulta la llamada «literatura portátil», la literatura de usar y tirar. Es la literatura como bluff, como timo o como engaño que denunciaba Julien Gracq, una «littérature au culot» o «à l’esbroufe». En cuanto a la destrucción del canon, una de cuyas manifestaciones más deletéreas es precisamente la actitud de quienes escriben sin haber leído nada, Harold Bloom, como es bien sabido, construye sobre la lectura —que para él es siempre un misreading cuando va seguida de la escritura de una nueva obra— toda su teoría literaria, fundamentada en el canon de los libros eminentes que en la historia han sido y siguen siendo. Su escepticismo al respecto de esta pervivencia entre las nuevas generaciones lo sitúa muy cerca de otros apocalípticos. Abrumado por la proliferación de nuevas tecnologías para llenar el ocio, se siente rodeado por los negadores del canon, entre los cuales reconoce incluso a varios de sus discípulos de Yale. Aunque Bloom considere casi imposible la tarea de enseñar a leer, porque —se pregunta— «¿cómo puedes enseñar la soledad?», y la «verdadera lectura es una actividad solitaria» (Bloom, El canon occidental, p. 519), no por ello, en la «conclusión elegiaca» a su polémico libro de 1994, proclama: «Regreso no para deciros qué
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leer ni cómo leer, sino para hablaros de lo que yo he leído y considero digno de releer, probablemente la única prueba auténtica para saber si una obra es canónica o no» (p. 518). Lleva razón Harold Bloom en una de sus convicciones menos pugnaces: la de que no puede haber escritura vigorosa y creativa sin el proceso de influencia literaria, «un proceso fastidioso de sufrir y difícil de comprender», porque los grandes escritores no eligen a sus precursores, sino que son elegidos por ellos. Frente a quienes sostienen que el canon —un concepto religioso en su origen— se ha convertido en una elección entre textos que compiten para pervivir realizada por grupos sociales, instituciones educativas o tradiciones críticas, Bloom insiste en que la clave está en las decisiones tomadas a este respecto por autores de aparición posterior que se sienten elegidos por figuras anteriores concretas. En contra de los partidarios de la idea de que los valores estéticos dependen también de la lucha de clases, Bloom porfía en que el yo individual es el único método y el único baremo para percibir el valor estético, y teme, en definitiva, que estemos destruyendo todos los criterios intelectuales y estéticos de las humanidades en nombre de la justicia social. Pese a sus evidentes excesos, cuando serena sus ínfulas shakesperianas Bloom reconoce lo obvio: es imposible dominar lo que Goethe llamaba la Weltliteratur, y si ello es así, resulta una quimera que un individuo o un grupo de poder imponga un canon de presencias y exclusiones. Nadie posee autoridad para decirnos lo que es el canon occidental, pero tal entidad intelectual y pragmática existe, como fruto de las afinidades electivas de grupos sociales (lo que Stanley Fish llamaba «comunidades interpretativas»), por la acción de los sistemas e instituciones educativas, por la tradición crítica y sobre todo por «la ansiedad de la influencia», la voluntaria adscripción de los literatos al ejemplo y modelo de determinados precursores, tema que Bloom (La ansiedad de la influencia) había estudiado con anterioridad a la publicación de su libro sobre el canon. Por cierto, según Gerald Gillespie («Rinoceronte») la teoría del polisistema bien podría contribuir a un planteamiento no maniqueo de las relaciones literarias internacionales y a la neutralización del antieurocentrismo —el «ritual de la condenación de la contribución europea a los asuntos humanos»— que los multiculturalistas han venido propugnando en los últimos tiempos. Apre-
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ciaciones de esta índole son compartidas por todos los convencidos de que el estudio contrastado de los polisistemas literarios constituye un lugar de transacción y encuentro, hoy por hoy inexcusable, entre la literatura comparada y lo mejor de los estudios culturales.
Literatura y tiempo
En estos y todos los demás argumentos que podemos desgranar acerca de las galaxias de la comunicación, la esencia y la fenomenología de la literatura y su canon, sedimentación de lecturas a lo largo de los siglos, nunca deja de resultar un asunto central la dimensión del tiempo. El tiempo como decantación y perdurabilidad, y por lo tanto agente configurador del canon. El tiempo que tiene que ver tanto con el soporte como con la forma de los mensajes literarios. La oralidad significaba fluencia, flexibilidad y apertura. Fiaba la pervivencia del discurso a la memoria del aedo o del histrión y de sus públicos, generación tras generación. La escritura incrementó la estabilidad de la forma textual y, por ende, su perdurabilidad, lo que pudo redundar en cierto acartonamiento y la posibilidad de la errata o del misreading. Gutenberg significó la proyección ecuménica y la democratización de la escritura y la lectura, así como abrió la caja de Pandora de la mediación económica e industrial del texto literario. Y de nuevo ahora, entre la galaxia McLuhan y la galaxia Internet, resurge la flexibilidad, la labilidad, la apertura hipertextual o, incluso, la interactividad que pone en solfa el concepto tradicional de autoría. En esto último, así como también en la proliferación de los demasiados libros y en la dimensión temporal precaria de lo efímero —la literatura de usar y tirar— podrían acaso encontrarse otros tantos argumentos para aquella muerte de la literatura que proclamaba Alvin Kernan en 1990. Precisamente, la perspectiva intelectual y metodológica que pertenece a la disciplina de la literatura comparada se fundamenta en la amplitud de la consideración temporal (y también espacial) del fenómeno literario, cuyos diferentes productos, diversificados asimismo por razón de las lenguas en que fueron escritos, forman parte de un sistema de relaciones simultáneas, de un sistema estable y dinámico a la vez que posee un sentido propio y lo otorga a cada una de las piezas o elementos integrados en él. Es la literatura sin
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fronteras ni espaciales ni temporales, que trasciende las barreras de los diferentes idiomas gracias a la circulación de los textos, a la traducción y al plurilingüismo de los distintos agentes del propio sistema, en especial los creadores, los mediadores y los receptores. Lo que está en juego, a la vista de todas las circunstancias más arriba apuntadas, es algo fundamental: la pervivencia de la literatura como lenguaje más allá de las restricciones del espacio y el calendario. Esta dimensión de perpetuidad era inherente a lo literario porque conforma la propia textura del discurso, su literariedad, al programarlo, condensarlo y trabarlo como un mensaje intangible, enunciado fuera de situación pero abierto a que cualquier lector en cualquier época proyecte sobre el texto la suya propia, y lo asuma como revelación de su propio yo. En vez de palabra esencial en el tiempo, ahora ¿palabra banal al momento? Una escritura concebida desde la aceptación de su caducidad por parte de su creador, toda escritura «fungible» dejaría, así, inmediatamente de ser literaria, para convertirse en algo completamente diferente, en pasto de una cultura del ocio servida por una poderosa máquina industrial. El riesgo está, por lo tanto, en que se suplante la literatura por algo que no sea sino un remedo de la misma, pese a contar con el concurso de los que en un día fueron escritores y ya son tan solo operarios de una ingente factoría cultural de Tecnópolis. Precisamente a la pregunta de si estaremos asistiendo al nacimiento de la posliteratura, nuestra disciplina de la literatura comparada puede y debe dar respuesta, y ello constituye con toda certeza uno de los retos que nuestra era le impone y para cuya exitosa resolución está suficientemente preparada. Tal planteamiento nos pone ante dos implicaciones de la literatura comparada que no se pueden obviar en el presente y en el futuro: la ética y la educativa.
Lectura y educación
Aquella «lucha de textos» de la que emana el valor literario representa un debate que se produce en los propios textos entre ellos, en el lector, en el lenguaje, en las discusiones dentro de la sociedad. Pero también, y no con menos trascendencia, en el aula. Poesía, novela, teatro y ensayo, al tiempo que nos revelan el sentido genuino de lo que somos y de lo que nos rodea, actúan como
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instrumentos insuperables para la educación de nuestra sensibilidad y para la más correcta formación de nuestro intelecto. En las páginas de la verdadera literatura está, además, la llave insustituible para lograr la competencia cabal en el uso de esa facultad prodigiosa de los seres humanos que es el lenguaje, y para producirnos convenientemente como ciudadanos en el seno de la sociedad. Quiere esto decir que sería profundamente contradictorio que los profesores de literatura fuesen «anticanónicos». No vislumbramos cómo podría suceder tal cosa siendo como son estos investigadores y estudiosos, por devoción y por obligación, lectores incansables. Pero también porque la literatura que sabemos por haberla estudiado está vertebrada sobre una continuidad que desde los orígenes del uso estético del lenguaje, en todas las lenguas y en todas las culturas, nos orienta hasta la última de nuestras lecturas. Como argumentaba el propio Bloom, el canon es el verdadero arte de la memoria, la verdadera base del pensamiento cultural. Del mismo modo por el que parece imposible estudiar la literatura sin referencias de valoración comparativa y sucesividad histórica, resultaría en exceso limitativo reducirse al ámbito de una sola literatura. El ensayo de T. S. Eliot «Tradition and Individual Talent» [Tradición y talento individual] ya citado en nuestro capítulo primero así lo confirma, pues para el Nobel de Saint Louis ningún poeta, ni artista del arte que sea, encuentra su completa significación en sí mismo sino que esta se revela «en virtud de comparación y contraste, entre los muertos». Por todo ello no cabe más que convenir en la actualidad de esta propuesta programática formulada en su informe por Bernheimer («Bernheimer Report», p. 44): «La literatura comparada debería participar activamente en el estudio comparativo de la formación y la reconcepción del canon. También se debería prestar atención al papel de las lecturas no canónicas de textos canónicos, lecturas desde varias perspectivas contestatarias, marginales o subalternas». De la vigencia de este debate sobre el canon en el seno de la cultura en el nuevo milenio nos habla la compilación de Jan Gorak publicada en 2001. En la misma línea, resultan igualmente muy válidos algunos llamamientos que Edward W. Said ha legado a modo de testamento. En su libro póstumo dedica todo un capítulo a propugnar «el retorno a la filología» como camino inexcusable para el fortalecimiento, en nuestro convulso siglo, de una «idea de cultura humanística como existen-
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cia y comunidad compartida» (Said, Humanismo, p. xvi). Para el logro de tal objetivo sigue siendo fundamental la lectura, cuyo ejercicio se puede enseñar y aprender. Lectura, por supuesto, «para buscar sentido» —«reading for meaning»— (p. 70); lectura de textos no solo próximos, lingüística y filosóficamente, sino también los aparentemente más alejados, para lo que, como ya en su día reivindicó Étiemble, resulta imprescindible la traducción como práctica cultural y como objeto, incluso, de investigación por parte de los comparatistas. Frente a nuevos horizontes catastróficos como el que sugiere el concepto de choque de civilizaciones propalado por Samuel Huntington, Said nos recuerda que la palabra Corán significa en árabe lectura, y que la práctica de la ijtihad —la lectura personal y demorada, una especie de close reading— en el contexto del humanismo islámico coincide en su propósito con un compromiso humanista irrenunciable, al que la literatura comparada puede aportar mucho: enseñar cómo leer bien, lo que en estos momentos en gran medida significa tanto como ser partícipe de la tradición literaria propia sin renunciar, sin embargo, a convertirse en asiduo visitante de la cultura del Otro. También George Steiner quisiera ser recordado como un «buen maestro de lectura», al igual que Edward Said, afirmaba, asimismo, poco antes de su fallecimiento que su trabajo como humanista era precisamente la lectura de textos fundamentales, procedieran de donde procedieran. «Lo que yo enseño —concluía Said— es cómo leer». Leer para aprender. Gayatri Chakravorty Spivak (p. 13), por su parte, pese al planteamiento sin tapujos de las dificultades que afronta la que ella misma considera «una disciplina moribunda», aboga no solo porque los comparatistas se atrevan a «cruzar fronteras», a favor de una apertura pluridiscursiva e interdisciplinar, sino también por una recuperación de la lectura con sentido: «Creo que la iniciación en la práctica de la explicación cultural es una especie de entrenamiento en la lectura. Al abandonar nuestro compromiso con la lectura, quebramos la conexión entre las humanidades y la instrucción cultural» (p. 72). Las nuevas galaxias de la información y la comunicación precisan también de nuevas pautas pedagógicas, algunas de las cuales, por otra parte, tienen que ver con una educación para la nueva tecnología. Ese es el gran reto para las generaciones de los que no fueron «niños digitales» porque tal posibilidad era utópica cuando eran chicos, y hoy escriben, enseñan, investigan o gobiernan. La enseñanza
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de la literatura tiene que hacer un esfuerzo constante por recuperar lo que es la base fenomenológica del hecho literario, es decir, la relación del lector con el texto. En el momento en que esa relación se amortigua, o incluso desaparece, entonces cualquier otro intento por perseverar en esta enseñanza resulta absurdo. George Steiner llega a afirmar en 1979 que estábamos ya sobrados de teorías, métodos o nuevas propuestas, pero que «lo que necesitamos son lugares, es decir, una mesa con unas sillas alrededor donde podamos volver a aprender a leer, a leer juntos» (Steiner, «“Critic”/“Reader”», p. 452). Ese «leer juntos» contiene varios decenios después el mejor programa de trabajo para la literatura comparada, y el mejor lema que definiría su funcionalidad. Leer juntos los textos de unas y otras tradiciones, los ejemplos más significativos en cada caso de la literatura mundial. En efecto, quizás el método inmediato y urgente que debe ser rescatado para la enseñanza de la literatura sea el de la lectura: aprender a leer literariamente otra vez. Porque paradójicamente esa competencia se está perdiendo, y existe la contradicción de que las sociedades desarrolladas también lo son en los aspectos educativos y culturales, pero si profundizamos un poco bajo el oropel de la epidermis nos encontramos con que la capacidad de comprensión de los textos complejos por parte de los ciudadanos que salen del sistema educativo es cada vez menor. Y la literatura dejará de existir, al menos con la plenitud que le es consustancial, en el momento en que no existan individuos capaces de saber leerla desde esa complejidad de los dos códigos que la obra literaria incorpora: el código lingüístico y, sobre él, el código especial de convenciones propiamente literarias que deben ser conocidas y que deben ser también practicadas. Pero el escenario más completo y eficaz para leer es el de una literatura sin fronteras, por la que los lectores nos movamos con voluntad comparatística.
Literatura y globalización
Resulta muy significativo, a este respecto, que el concepto de la Weltliteratur formulado inicialmente por Goethe en 1827 esté cobrando precisamente ahora, casi dos siglos después, nueva vigencia. La vertiginosa evolución de la sociedad actual, causada en gran medida por los prodigiosos desarrollos actuales en el terreno de la
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tecnología de las comunicaciones, propicia la transformación del mundo en una verdadera «aldea global» y explica quizá que en el ámbito de nuestros estudios se recupere la perspectiva de la World Literature. Aquella dualidad, tan querida por Claudio Guillén, que se produce entre «lo uno» y «lo diverso» subyace tanto a la constitución norteamericana de 1778 y su lema E pluribus unum, como al Tratado por el que se establece una Constitución para Europa firmado en Roma el 29 de octubre de 2004. Ya en el preámbulo de este tratado se menciona a Europa como «unida en la diversidad», extremo que incluso se recoge en el artículo I, 3 entre los objetivos de la Unión Europea, que «respetará la riqueza de su diversidad cultural y lingüística y velará por la conservación y el desarrollo del patrimonio cultural europeo». Esa noción de unidad respetuosa de la variedad es como un hilo conductor a lo largo de todo el texto constituyente. En la segunda parte, que corresponde a la carta de los derechos fundamentales de la Unión, se le atribuye a esta «defender y fomentar estos valores comunes dentro del respeto de la diversidad de culturas y tradiciones de los pueblos de Europa», respeto que se reitera en el artículo II, 82, y en el artículo III, 280: «La Unión contribuirá al florecimiento de las culturas de los Estados miembros, dentro del respeto de su diversidad nacional y regional, poniendo de relieve al mismo tiempo el patrimonio cultural común». Esta nueva coyuntura histórica de Europa, sometida ciertamente a todo tipo de dificultades y contradicciones, da sentido hoy en día, como doscientos años atrás, a la más joven de las disciplinas que integran los estudios literarios. Bien sabemos, no obstante, que la literatura comparada debe alentar un propósito casi utópico en virtud del cual, abandonado definitivamente el eurocentrismo, asuma como su horizonte la Weltliteratur invocada por Goethe. Más que nunca antes en sus dos siglos de vigencia, es función prioritaria de esta rama de los estudios literarios contribuir al fomento de la recontextualización multicultural de las perspectivas europeas, angloamericanas, orientales y africanas. No descartarlas y abandonarlas, sino cuestionar su dominancia tal y como propone Fokkema («Comparative Literature and the Problem of Canon Formation») en un interesante trabajo sobre la literatura comparada y el problema de la formación del canon. El nuevo escenario de un mundo empequeñecido por los nuevos medios de comunicación, en el que las dimensiones del espa-
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cio y el tiempo han acortado sensiblemente su función antaño casi insuperable de barreras para la interrelación de los individuos, las culturas y los pueblos, ha puesto en circulación un nuevo concepto, el de lo glocal —lo global (diverso) y lo local (uno)—, nacido inicialmente en el ámbito económico del Japón y luego desarrollado por sociólogos como el alemán Ulrich Beck o el británico Roland Robertson. Precisamente, Mary Louise Pratt (p. 64) abogaba hace ya casi veinte años que el comparatismo literario no solo incluía la comparación horizontal, entre «caso A» y «caso B», sino la vertical, «relacionando lo global y lo local». Según ella misma (Pratt, p. 59), no podemos permanecer ajenos a la existencia de tres procesos históricos que están transformando «la manera en que la literatura y la cultura son concebidas y estudiadas en la academia»: la democratización a favor de las minorías, la descolonización y, sobre todo, la globalización entendida como «la integración aumentada del planeta». De todo ello está emergiendo una «ciudadanía global» que supone «la necesidad de gente que tenga una profunda familiaridad con más de una lengua, literatura y cultura» (p. 63). Lo que exige de los scholars estudiar «las formaciones literarias y culturales en relación. Leer “a través de la brecha imperial”, o estudiar la interacción de las formas de expresión hegemónicas o contrahegemónicas, o la interacción de los medios». En todo caso, y sin perjuicio del reconocimiento de las virtualidades de la traducción, la literatura comparada «debería permanecer como el hogar de los políglotas; el multilingüismo y la poliglosia deberían permanecer como su tarjeta de presentación». En la misma línea opera la más rica y fértil orientación de los estudios poscoloniales, cuyos aportes están regidos por una suerte de «análisis de contrapunto» (Said, Cultura e imperialismo, pp. 66-67) que hace justicia a las literaturas periféricas o preteridas. Porque, en palabras del propio Claudio Guillén (Entre lo uno y lo diverso, p. 23), «la mentalidad imperial no solo es política; es cultural, y moralmente coincide con la soberbia. Vivimos en mundos plurales y el gran enemigo es la simplificación. Ninguna visión tiene total hegemonía sobre el terreno que contempla. Ninguna cultura es monolítica. Ninguno de nosotros es solo una cosa». Esta misma idea constituye de nuevo una de las más valiosas líneas de fuerza en el último libro de Edward Said titulado Humanismo y crítica democrática. En él, aboga el comparatista palestino por
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una revitalización de los aspectos más militantes de la literatura comparada, que más allá de sus puros perfiles académicos siempre han estado presentes en la intención de quienes la fundaron y cultivaron, como hemos tenido oportunidad de apuntar ya. Convencido de que el humanismo académico debe añadir a su condición de «territorio teórico» —«una posesión»— una presencia notoria como «práctica en curso», Said (p. 6) propone, en definitiva, que los comparatistas se empeñen en contribuir a «un tipo de humanismo diferente que fuera cosmopolita y estuviera apegado al texto y al lenguaje de tal forma que incorporara las grandes lecciones del pasado» (p. 11).
Ética del cosmopolitismo
Ulf Hannerz, en la misma clave de Robertson o Betz, distingue entre «cosmopolitas» y «locales» y secunda una noción del cosmopolitismo en la que se concede máxima relevancia a la actitud ética de quien como Diógenes se considera «ciudadano del mundo». Para Hannerz (p. 239), «cosmopolitismo en un sentido más estricto incluye una postura hacia la coexistencia de culturas en una experiencia individual [...]. Es una postura intelectual y estética de apertura hacia experiencias culturales divergentes». Es ese cosmopolitismo el que Douwe Fokkema («Comparative Literature and the Problem of Canon Formation») vincula a una de las tareas que los departamentos de literatura comparada nunca podrán desatender, investigar sobre el problemático asunto de la formación del canon, o mejor dicho, en plural, de los diferentes cánones que en distintas partes del mundo cultural sus respectivas comunidades interpretativas elaboran. Cualquiera de estos cánones debe ser entendido como una antología de textos muy conocidos, que se consideran valiosos, se utilizan en los procesos educativos y sirven de referencia constante a los críticos y estudiosos de la literatura. Omite, sin embargo, Fokkema en esta su definición minimalista del canon algo fundamental: que esos textos seleccionados lo son también, y sobre todo, por los propios escritores, que antes de serlo, o al tiempo que lo son, actúan a la vez como diligentes lectores. Y en cuanto a la legítima pluralidad con que hemos de diversificar el concepto de canon, no deja de tener su importancia la valora-
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ción de la capacidad «expansiva» que alguno de ellos ha tenido hasta el extremo de extender globalmente su vigencia en territorios culturales más o menos distintos, dotados incluso de sus propios cánones locales. Las convicciones políticas de Fokkema incluyen un concepto de cosmopolitismo basado en la universalidad de la condición humana, de la ética y de los derechos inherentes a todo ello que le permiten competir con cualquier política reductiva de la identidad, a lo que más adelante hemos de referirnos también. Los seres humanos tenemos algo en común que nos diferencia de los animales, que es el deseo de no depender de las condiciones naturales, biológicas o materiales. Pero no queda del todo descartada la posibilidad de guerras fundamentadas en disputas geopolíticas, económicas o estratégicas, sino culturales, religiosas o identitarias. Guerras, incluso, entre cánones, como apuntaba en 1992 el libro de Henry Louis Gates2. Douwe Fokkema promueve, así, que otra de las funciones de los departamentos de literatura comparada sea enseñar las convenciones de culturas diferentes, de modo que al mismo tiempo que se valoran las considerables diferencias entre la cultura china y europea, por mencionar un caso de marcado contraste, se perciban la universalidad de aquellos elementos coincidentes entre ambas y, en definitiva, se pueda sacar a relucir lo que es verdaderamente específico de cada tradición. Propone, así, que cada departamento, partiendo de sus propios puntos de vista, presente una, o mejor, varias listas de lecturas que deberían estar orientadas, entre otras cosas, por la noción de que la naturaleza humana es única, a pesar de las diferencias de lenguaje, nacionalidad, raza, religión, género, o cultura. En todo caso, los estudios de literatura comparada ya existentes constituyen el marco de referencia doctrinal más apropiado y útil para que las nuevas generaciones identifiquen como su Literatura no solo la escrita en su lengua materna e, incluso, por sus escritores compatriotas, sino con un repertorio multilingüístico de textos eminentes, por otra parte íntimamente relacionados entre sí y partícipes de similares planteamientos poéticos que la teoría describe y explica como verdaderos «universales literarios». Podemos hablar, pues, de una verdadera «lectura cosmopolita» como lo hace Kwame Anthony Appiah Cosmopolitismo. Si su cosmopolitismo consiste en una fórmula tan simple como «universalismo
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más diferencia», la «lectura cosmopolita» es aquella que se recrea en la diferencia. Cuando Appiah (Cosmopolitan Readings, p. 204) añade que «la lectura cosmopolita presupone un mundo en el que las novelas [...] viajan entre lugares donde son entendidas de distintas maneras, porque la gente es diferente y acogen su diferencia» parece estar pensando, sin citarlos, en escritores «globales» como el japonés Haruki Murakami, el anglocaribeño de origen hindú Vidiadhar Surajprasad Naipaul o el albanés Ismail Kadaré. En términos de Stanley Fish, esta lectura cosmopolita consiste simplemente en la multiplicación de las «comunidades interpretativas» actuando simultáneamente, posibilidad hoy factible por la globalización del polisistema literario, por la internacionalización de la industria cultural y la generalizada mediación de los traductores. Ello dará lugar, inevitablemente, a variados misreadings, pero no de otro modo concluía la lectura de una obra por sus primeros lectores vernáculos. Hemos insistido ya en que el compromiso con la universalidad de la condición humana es algo consustancial a la literatura comparada desde la concepción de sus propios fundadores, desde Juan Andrés, Madame de Staël y Goethe hasta Jean-Jacques Ampère, Abel-François Villemain o Hugo Meltzl de Lomnitz, y que cobra renovado valor en la actualidad, en la dirección de un cosmopolitismo entendido como «la ética en un mundo de extraños» de Kwame Anthony Appiah (La ética de la identidad). Porque, en español e inglés, existen dos significaciones de una misma palabra que desde siempre se ha relacionado con la literatura: identidad. Unas veces, quizás demasiadas, se ha primado el significado individualista, según el cual la identidad es, según las acepciones segunda y tercera del diccionario académico, el «conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás» y la «conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta a las demás». A esta conciencia, a veces afirmada con pugnacidad, hay que añadir otra acepción no menos legítima, que apunta hacia «una cercana similitud de afinidad». Identity como cualidad de identical, «similar en cada detalle; exactamente parecida». Tal identificación total nunca podrá darse entre personas como sí puede producirse entre objetos o cosas, pero es innegable la percepción que los humanos tenemos —y que con frecuencia se fortalece viajando o leyendo— de que los grandes asuntos y las grandes pasiones que afectan a nuestra condición más ge-
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nuina, desde el nacimiento hasta la muerte, desde el odio al amor, nos resultan comunes. Esta idea, que demanda todo tipo de matices e inspira simultáneamente una profunda reflexión, se explica perfectamente en estas precisas palabras de la escritora y premio Nobel polaca Wisława Szymborska, con las que concluye su poema «Nic dwa razy» (Nada dos veces): Medio abrazados, sonrientes buscaremos la cordura aun siendo tan diferentes como dos gotas de agua pura. (Szymborska, Poesía no completa, p. 44)
Hay que recuperar, también, la creencia de que la literatura es una institución social y estética de primera magnitud, y que su enseñanza no es un mero adorno que los sistemas educativos se conceden graciosamente para colorear sus cuadros, sino que puede desempeñar un papel insustituible para la formación de los ciudadanos en un sentido plural, democrático y cosmopolita3. A este respecto, es muy probable, como Ed Ahearn y Arnold Weinstein afirman (p. 80), que «la literatura comparada es la única disciplina humanística equipada para alcanzar este reto educativo e ideológico».
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Notas
1. La literatura comparada y el futuro de los estudios literarios
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Sobre los paralelos de «literatura» y «belles-lettres» en otras civilizaciones, véase por ejemplo Miner, Comparative Poetics. 2 Una comparación de poéticas explícitas, es decir, de obras que pretenden explicar cómo funciona la «literatura», como ha hecho Miner, muestra que la teoría literaria occidental es la única en el mundo basada en el género del drama (como en la Poética de Aristóteles) y, de ahí, la relevancia del concepto de mimesis. Las conclusiones de Miner, por supuesto, son debatibles. En cualquier caso, la «imitación» se emplea aquí en un sentido más amplio que el aristotélico e incluye la imitación y la representación de los sentimientos. 3 La equiparación entre Weltliteratur y literatura europea de Goethe es una buena prueba de las limitaciones de su concepto. Aunque el invento del término parece asociado a la lectura de una «novela» china, Goethe termina su discusión colocando a los escritores griegos y latinos en el centro de la literatura mundial. 4 Sin embargo, y muy parecido al caso de Goethe, uno no puede pasar por alto que T. S. Eliot otorga una posición central al poeta latino Virgilio. 5 Tampoco nos podemos olvidar de Mme Staël, que es implícitamente una comparatista a lo largo de De l’Allemagne (1810-1813) aunque no utilice la palabra. 6 El Congrès international des écrivains pour la défense de la culture, que tuvo lugar en 1935 e involucró a muchos de estos escritores, ha sido recientemente conmemorado en la antología de Teroni y Klein. 7 La ideología estética de Paul de Man cuestiona precisamente este papel central del estudio literario y humanístico, un hecho elogiado con alegría por los adversarios de De Man.
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Pero la deconstrucción ha generado mucho más que solo lecturas que producen «indecidibilidad». En relación con ellas están, por ejemplo, el pensamiento de Giorgio Agamben sobre «vida desnuda», la ola de estudios sobre el trauma, el cuestionamiento de la nación en nombre de una «democracia venidera», variantes de estudios sobre ciencias de la comunicación, estudios de los animales, ecocrítica, etcétera, y muchas otras discusiones teoréticas que muchos considerarían oportunas y sustanciales. 9 Más paradojas derivan de la llamada «apertura» del canon. El canon incluye a nuevos escritores, pero la lista no es infinitamente extensible, como apuntó David Damrosch («World Literature»). Irónicamente, el canon posmulticulturalista es en muchos aspectos más limitado que el canon antiguo.
2. La literatura comparada como teoría interliteraria
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Para un resumen escueto pero comprehensivo sobre Veselovsky, ver la presentación de Boris Maslov (Veselovsky, «Envisioning», pp. 439-442). 2 La fórmula básica del paralelismo psicológico la explica Veselovsky en los siguientes términos: «Dos motivos se contrastan; uno hace referencia al otro y viceversa, ambos se iluminan entre sí, pero el motivo relativo al ser humano prevalece» (Poetica, p. 170). Este ejemplo lo da Veselovsky: «Pochylyvsja dub na duba, hil’em na dolynu / Lipše tebe, ljubcju, ljub’ju, jak maty dytynu» [Las ramas del roble se inclinan sobre el valle debido a las bellotas / Te amo mejor, como una madre ama a su hijo] (Poetica, p. 171). 3 La fórmula dual «X e Y» o «X en Y» está mejor ejemplificada por estudios como los de Joseph Texte acerca de la influencia de Goethe y Schiller en el teatro francés del siglo xviii, o el de Jules Claretie sobre la influencia de Shakespeare en Molière. Sin embargo, hay dos hechos que no deben pasarse por alto. En primer lugar, esta fórmula tenía una larga tradición en la academia alemana, especialmente dentro del campo de Stoffgeschichte (historia de la circulación de materiales), lo que muestra, una vez más, lo engañoso que resulta la contraposición entre dos escuelas: la americana y la francesa. En segundo lugar, aunque La littérature comparée (1931) de Paul Van Tieghem vino a representar el manual por excelencia de la «escuela francesa», incluso para Ďurišin, el propio Van Tieghem afirmó que la literatura comparada restringida a rapports binaires (relaciones binarias) era claramente insuficiente: «No es multiplicando el número de este tipo de estudios ni añadiendo sus resultados como puede comprenderse un gran
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fenómeno literario internacional» (p. 170). Esto explica por qué Van Tieghem defiende que la literatura comparada tiene que avanzar hacia la siguiente fase, a saber, la littérature générale (literatura general). 4 Ďurišin cuestiona la «división del trabajo» tradicional entre filologías nacionales y literatura comparada —la distinción entre «dentro» y «fuera»— de acuerdo con su concepción del proceso interliterario como crecimiento continuo. 5 Por eso hemos dicho antes que «leer» dentro del marco de los estudios de influencia exige matización porque, lo que ha sido leído, puede ser una variedad transduccional del original, tradicionalmente privilegiado. 6 «Yo concibo este concepto comparativo [la influencia] como una reliquia desafortunada del método comparativo de “búsqueda de influencia”. El término “influencia” en su sentido original da prioridad al constituyente emisor y suprime o encubre la actividad creativa original del fenómeno literario receptor. En otras palabras, es el resultado de la aplicación directa de la causalidad, donde el fenómeno emisor, en tanto que causa, explica el fenómeno de recepción como resultado» (Ďurišin, Theory of Literary Comparatistics, pp. 159-160). 7 En un artículo de 1985, Ďurišin incluye la adaptación como un subtipo de la imitación, y la traducción como un subtipo de la imitación («Aspects ontologiques», p. 20). 8 La lectura de la definición de Remak (1961) como un remedio para la crisis que sufría la literatura comparada responde a su artículo de 1961 titulado reveladoramente: «La literatura comparada en el cruce de caminos: diagnosis, terapia y prognosis». 9 Con el término «objeto de estudio», Wellek hace referencia a «comercio extranjero», interrelaciones entre dos literaturas en términos de fuente de influencia, que Wellek, por una parte, desprecia, puesto que hace de la literatura comparada «una disciplina subsidiaria que investiga los datos relativos a las fuentes extranjeras y a la fama de los autores» («La crisis», p. 80), y por otra parte, señala que no existen diferencias metodológicas entre comparar obras dentro de una literatura y obras de dos literaturas distintas. 10 Aunque la literatura comparada del siglo xix limitaba la investigación de rapports de fait a conexiones dentro de una única familia cultural o lingüística (principalmente europea), los estudios Este-Oeste también pueden desvelar rapports de fait entre Este y Oeste, más fácilmente en el siglo xx. El ímpetu inicial hacia las comparaciones Este-Oeste, sin embargo, llegó de especialistas del periodo premoderno.
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La definición de Guillén de su «modelo C» de supranacionalidad dice así: «Unos fenómenos genéticamente independientes componen conjuntos supranacionales de acuerdo con principios y propósitos derivados de la teoría de la literatura» (Entre lo uno y lo diverso, p. 97). 12 Hay que hacer hincapié en que la poética comparativa, tal como la practicaba Miner, representa solo una parte de lo que verdaderamente es la comparación Este-Oeste. Comparar obras literarias es un asunto diferente, al igual que la filosofía moral declarada por una persona no es idéntica a su comportamiento diario. 13 A pesar de la importancia de identificar qué entidad es descrita por las literaturas nacionales, este no es un asunto generalmente discutido en literatura comparada. Para una identificación de «X» con la vida literaria, ver Domínguez, «Emergencia literaria». 14 Merece la pena leer la concepción de Ďurišin de las comunidades interliterarias específicas con relación a la idea de Sprachbund («Über die phonologischen») de Jakobson. 15 Una definición estándar de «lenguaje global» acompasa dos factores: número de hablantes y distribución mundial. «Un lenguaje logra un estatus genuinamente global», dice David Crystal, «cuando desarrolla un papel especial que está reconocido en todos los países. [...] Para lograr dicho estatus, una lengua tiene que ser aceptada por otros países en el mundo. Deben decidir concederle un lugar especial dentro de sus comunidades, aunque tengan unos pocos (o ningún) hablante nativo» (pp. 3-4). En el caso de las lenguas mencionadas anteriormente, el inglés, español, francés y portugués pueden ser consideradas actualmente como lenguas globales, mientras que el chino (mandarín) y el indostaní representan grandes fragmentos-lingüísticos con importantes diásporas. El árabe ocupa un lugar intermedio. Para una tipología de unidades literarias que evita la etiqueta de «literatura-mundo», ver Beecroft y el capítulo 4. 16 La academia anglófona ha reunido los estudios realizados por el Gabinete de Comunicación Literaria y Metodología Experimental en Nitra, liderado por Popovič, bajo la etiqueta «Escuela de Nitra» (Mozejko). Esto contrasta claramente con la teoría interliteraria de Ďurišin, que —exceptuando la breve nota de Fokkema— no ha atraído la atención de la academia anglófona. Una razón importante puede ser que Ďurišin, a diferencia del trabajo de Popovič en Canadá, no tenía permitido viajar a países occidentales (Guillén le invitó a una conferencia en la Universidad de Harvard sin éxito). Su participación en las conferencias de AILC/ICLA se restringió a aquellas ocasiones en que se celebraban en países cercanos, como Austria o Hungría.
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Notas
3. Literatura comparada y descolonialidad
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El Grupo Colonialidad/Modernidad está asociado principalmente con la obra de Walter D. Mignolo, Aníbal Quijano y Enrique Dussel. Otros académicos asociados con el grupo son Santiago Castro-Gómez, Fernando Coronil, Eduardo Restrepo, Edgardo Lander, Nelson Maldonado, Zulma Palermo y Catherine Walsh, entre otros (Escobar, p. 203n3). 2 La reducción del poscolonialismo a un proyecto analítico, a diferencia del amplio enfoque des/colonial, que pasa por ser analítico y problemático, es sumamente debatible. 3 La teo-logía es «el marco histórico dominante de conocimiento en el mundo moderno/colonial desde el siglo xvi hasta la primera mitad del xviii» («Delinking», pp. 459-460), es decir, Dios como garante de conocimiento, mientras que la ego-logía sitúa «Al Hombre y la Razón en el lugar de Dios, y centralizan el ego» (The Darker Side of Western Modernity, p. 15). 4 Amoxtli es una palabra anáhuac y náhuatl que se refiere a un objeto que los misioneros franciscanos «leen» como libro. Toltecáyotl es una palabra náhuatl para el artefacto que preserva la tradición cultural de una comunidad. Para la lógica descolonial, ni amoxtli puede reemplazarse por «libro», ni toltecáyolt puede reemplazarse por «historia», puesto que la epistemología occidental se resistiría a libros llamados amoxtli y negaría valor epistémico a toltecáyotl. 5 Chaires de littérature étrangère (Cátedras de literatura extranjera) fue un temprano nombre de la literatura comparada (ver Espagne). Es revelador que, como el antropólogo, el comparatista debe estar familiarizado con la cultura en que se ha producido la literatura destinataria y debe tener un grado de dominio de la lengua, siendo la traducción un asunto problemático para la identidad de la disciplina hasta hace poco tiempo, tal y como plantea la pregunta: ¿puede el comparatista trabajar con traducciones? Estos «efectos negativos» no son ajenos ni a la antropología (un ejemplo es la controvertida mediación de Isabel de Burgos en el testimonio de Rigoberta Menchú) ni a los estudios poscoloniales como implica la pregunta «¿puede hablar el subalterno?». 6 La historia del comparatismo como operación mental y los diversos momentos en que una disciplina comparativa ha emergido nos lleva a la distinción de tres niveles (ver prefacio): 1. Predisciplinaria: la comparación como operación mental, 2. Disciplinaria: una disciplina en que prevalece el método comparativo y 3. Transdisciplinaria: comunicación entre disciplinas comparativas. Curiosamente, la mención habitualmente repe-
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tida de las crisis disciplinarias de la literatura comparada desde la conferencia de René Wellek en 1958 (ver capítulo 1) no ha tomado en consideración ni la perspectiva predisciplinaria, ni la transdisciplinaria. Al leer la discusión de Panikkar acerca de la filosofía comparada, el lector verá cuánto pueden contribuir estas discusiones a la literatura comparada. 7 La distinción ético/émico tiene que ver con el asunto de objetividad en la investigación. Primero se elaboró dentro de la lingüística («émico» deriva de lo fonémico y «ético» de lo fonético), luego fue aplicada a la antropología para describir puntos de vista durante el trabajo de campo. De acuerdo con Conrad Phillip Kottak, «en el campo, los etnógrafos típicamente combinan dos estrategias de investigación, la émica (nativo orientada) y la ética (científico orientada)» (p. 53). Mao defiende que tras una inevitable primera etapa en la que la investigación se basa sobre herramientas ética (conceptos ajenos a la cultura en estudio), se debe proceder a una fase émica, aunque los conceptos de la cultura destinataria siempre serán filtrados por el enfoque etic. También hay que destacar que ni los estudios des/coloniales ni la literatura comparada han integrado los resultados de la retórica comparada (para una lectura introductoria, ver Kennedy). 8 «El lenguaje adecuado en el que podemos comprender a otra sociedad no es nuestro lenguaje de comprensión ni el suyo, sino uno que podría llamarse un lenguaje de contraste manifiesto. Sería un lenguaje en que podríamos formular tanto su modo de vida y el nuestro como posibilidades alternativas en relación con ciertas constantes humanas presentes en ambos. Sería un lenguaje en que las posibles variaciones humanas estarían tan formuladas que tanto nuestra forma de vida, como la suya, serían claramente descritas como alternativas a tales variaciones» (Taylor, p. 125). 9 «Todo presente finito tiene sus límites. El concepto de la situación determina justamente en que representa una posición que limita las posibilidades de ver. Al concepto de la situación le pertenece esencialmente el concepto de horizonte. Horizonte es el ámbito de visión que abarca y encierra todo lo que es visible desde un determinado punto» (Gadamer, p. 372). 10 Curiosamente, la alegación de Haring acerca de una «verdadera literatura comparada» tiene menos que ver con la reintegración de la literatura oral que con aquello que llama la base teórica de la literatura comparada —«antropología de sentido común»— (p. 37). 11 El lector se habrá percatado de que solo hemos mencionado el «español» como monolingüismo descolonial, mientras que los pensadores descoloniales ubican el origen de la colonialidad en las expansiones española y portuguesa de finales del siglo xv y siglo xvi y, por tanto, el papel del
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portugués como nueva lengua hegemónica de la modernidad también debería tomarse en cuenta. Paradójicamente, los pensadores descoloniales solo se ocupan colateralmente de la expansión portuguesa, lo que puede deberse al hecho de que se centran en las Américas (de hecho, en las Américas hispanohablantes) —una restricción muy debatible— mientras que la expansión portuguesa incluyó el océano Índico y el sureste asiático como resultado del duopolio avalado en 1494 por el Tratado de Tordesillas. Además, los académicos lusófonos no se han involucrado en estudios descoloniales, aunque los pensadores descoloniales alegan la influencia del sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos. 12 La apropiación de las teorías poscoloniales por parte de los estudios medievales es un indicativo de un proceso de colonización del que tampoco se ocupan los estudios descoloniales, a saber, la colonización de la premodernidad por parte de la modernidad (para una visión general, véase Lampert-Weissig). La afirmación de Mignolo, sin mayor demostración, acerca de la carencia de literatura comparada en América Latina, a excepción de Brasil, parece deberse más a la falta de información que a una falta real de literatura comparada. Su alusión, por ejemplo, a una «tradición larga y sólida» («Canon and Corpus», p. 239n5) en Brasil, representada por Tânia Franco Carvalhal y Afrânio Coutinho, a pesar de la relevancia de sus aportaciones, pasa por alto las discusiones seminales de latinoamericanistas que, aun deseando aplicar el método comparativo de las literaturas de América Latina, se han sentido incómodos con los principios eurocéntricos de la disciplina. Un ejemplo de ello es la obra de Pedro Henríquez Ureña Las corrientes literarias en la América hispánica.
5. Comparando temas e imágenes
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Una declaración «se hace inteligible solo cuando se sitúa dentro de su contexto situacional [...] la concepción de contexto debe ser ampliada sustancialmente [...]. De hecho debe romper los límites de la mera lingüística y ser llevada hacia el análisis de las condiciones generales bajo las que se habla un idioma» (Bronislaw Malinowski, citado por Ogden y Richards, p. 306; en cursiva en el original). 2 Ejemplos de estas subversivas obras incluyen: Li Yu (atribuido), Rou pu tuan (1657; La alfombra de oración Carnal) y Cao Xueqin, Honglou meng (ca. 1750; La historia de la piedra).
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6. Literatura comparada y traducción
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James Joyce, Ulises, traducción de José María Valverde, Barcelona, DeBolsillo, 2011.
7. Historia literaria comparada
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El siguiente pasaje de la «Literatura mundial» (1899) de George Brandes es ilustrativo: «De todos los escritores de Dinamarca en el siglo xix, solo uno, Hans Christian Andersen, ha adquirido fama mundial. Esto ha provocado gran asombro en Dinamarca. Entre nosotros, Andersen es considerado uno más» (pp. 64-65; ver capítulo 4). 2 La razón está en el hecho de que la literatura comparada se limita, para Van Tieghem, a las conexiones binarias, mientras que la literatura general se refiere a «fenómenos literarios que pertenecen a la vez a varias literaturas» (Van Tieghem, p. 175). 3 La historia literaria comparada no es, por supuesto, una creación de mediados del siglo xx. De hecho, los primeros comparatistas franceses fueron historiadores, de acuerdo a la ya citada definición de la segunda rama de estudios literarios de Ampère. El propio Ampère escribió una inconclusa Histoire de la littérature française au Moyen Âge comparée aux littératures étrangères (1833), cuyo objetivo era evaluar el carácter distintivo de la literatura francesa medieval comparándola con otras literaturas europeas. Una empresa similar llevó a cabo Abel-François Villemain con Tableau de la littérature au Moyen Âge en France, en Italie, en Espagne et en Angleterre (1846), que el autor presentó como «la primera vez que se realiza un análisis comparado de las literaturas modernas en una cátedra francesa» (1: p. i). Estas historias literarias transnacionales tienen como unidad mínima las literaturas nacionales, que se abordan de manera independiente. Por lo tanto, debemos concluir que el acto comparativo es implícitamente exigido a los lectores, que encontrarán las posibles conexiones. Un método diferente —comparaciones sincrónicas interculturales— fue aplicado por los historiadores ingleses, como en The Literary History of the Middle Ages [La historia literaria de la Edad Media] (1814), de Joseph Berington, y View of the State of Europe during the Middle Ages [Panorama del Estado de Europa durante la Edad Media] (1835) de Henry Hallam. Friedrich Schlegel adoptó un modelo intermedio en Geschichte der alten und neuen Literatur (1815).
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Notas
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En 1986 Albert S. Gérard publicó una historia en dos volúmenes dedicada al África subsahariana, y entre 1994 y 1997, A. James Arnold publicó un historia del Caribe en tres volúmenes.
9. El retorno a la literatura
1
En el mundo de la empresa y las grandes corporaciones, existe una herramienta estratégica muy acreditada para conocer la situación real en que se encuentra la organización y tomar en consecuencia las decisiones más oportunas de cara al desarrollo futuro de sus actividades. Se trata del método de análisis swot porque atiende a las Strengths, Weaknesses, Opportunities, Threats detectables en el análisis profundo de la organización. Confiamos en que no se considere como un juego de funambulismo metodológico aplicar semejante recurso a una entidad tan compleja y singular como es la que llamamos literatura. O si preferimos, por usar la terminología de la Empirische Literaturwissenschaft de Siegfried J. Schmidt y el grupo nikol, el sistema literario (literatursystem) entendido como «el ámbito de actuación social literatura» («Der gesellschaftliche Handlungsbereich Literatur»). 2 Henry Louis Gates, Loose Canons: Notes on the Cultural Wars, Nueva York, Oxford University Press, 1992. 3 Estas ideas están ya en la aportación de Mary Louise Pratt al informe Bernheimer (1995) titulada expresamente «Comparative Literature and Global Citizenship» [Literatura comparada y ciudadanía global].
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Figuras y tablas
Lista de figuras
1. Felipe Guamán Poma de Ayala (en el centro) como etnógrafo, interroga a los «nativos» sobre sus historias y leyendas (El primer nueva corónica y buen gobierno) 2. Mapa 4 © Hervé Théry, 1996 3. Lámina 30. © Antonio Carnicero & J. Fabregat: Don Quijote conquista al Caballero de la Blanca Luna, Parte II, I tomo IV, capítulo LXIV, página, 273 (Madrid, Real Academia Española, 1780)
Lista de tablas
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1. Clasificación de las relaciones interliterarias 2. Formas de recepción interliteraria 3. Fases del proceso interliterario
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Glosario
ste glosario proporciona definiciones claras y concisas de algunos conceptos clave de la literatura comparada. Se enumeran solo los conceptos desarrollados desde el campo, sin obviar la relevancia que tienen para la disciplina nociones elaboradas fuera de ella. El propósito de este léxico es proporcionar al lector un mapa conceptual básico de la literatura comparada, sin abarcar las distintas maneras en que se utilizan los términos, su ascendencia y las razones por las que son relevantes para los debates de la disciplina
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Abducción: tipo de inferencia caracterizada por la probabilidad, y como tal, vinculada a la creatividad, pues es responsable de introducir nuevas ideas en la investigación. Afinidad formal: un canon de comparabilidad que consiste en tomar como objeto de estudio un fenómeno literario formalmente idéntico en más de una cultura literaria. Afinidad tipológica: similitud literaria entre (al menos) dos obras que no se puede explicar mediante el contacto. Alienación: un canon de comparabilidad que consiste en introducir algo afín, pero sin relación histórica con el fenómeno investigado. Centrismo interliterario: cuerpos regionales mayores que las comunidades interliterarias o comunidades que juegan un papel integrador a gran escala. Comparación literaria: búsqueda de una relación entre (al menos) dos obras literarias, o partes de ellas, con el objetivo de identificar similitudes y diferencias.
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Comunidad interliteraria: coexistencia de varios sistemas literarios cuyo nivel de integración se debe a factores lingüísticos, históricos, geográficos y/o político administrativos. Conocimiento literario mundial: manera alternativa de conceptualizar y analizar la producción literaria. Contacto genético: similitud literaria que se debe a la conexión fáctica entre al menos dos obras de literaturas distintas. Estudios Este-Oeste: campo dentro de la literatura comparada que investiga las similitudes y diferencias entre las culturas literarias de Oriente y Occidente. Historia literaria comparada: campo dentro de la literatura comparada que consiste en la construcción de narrativas sobre las redes de interacción entre varias literaturas en el tiempo. Homología: un canon de comparabilidad que analiza distintos elementos literarios que realizan la misma función en distintas culturas literarias. Interartes: campo dentro de la literatura comparada que investiga la relación de la literatura con otras artes. Interdiscursividad: campo dentro de la literatura comparada que investiga la relación de la literatura y otros ámbitos de expresión humana. Intermedialidad: este término abarca tanto la interacción de varios medios con una obra como el paso de una obra desde un medio a otro. Literatura comparada: una de las cuatro disciplinas literarias que replican la experiencia del lector común con el objetivo de comprender el funcionamiento de la literatura mundial mediante la abducción. Literatura mundial: históricamente entendido como todas las obras literarias del mundo, el canon de las obras maestras o la red de relaciones genéticas y tipológicas. Poética comparada: campo dentro de la literatura comparada que analiza las similitudes y diferencias entre poéticas explícitas en todo el mundo. Teoría interliteraria: teoría comparatista que aborda el crecimiento literario a través de dos vías principales: contactos genéticos y afinidades tipológicas. Transducción: transformación de elementos literarios cuando se introducen en redes comunicativas. Weltliteratur: concepto acuñado por Goethe para referirse al campo de la interacción literaria que trasciende los límites nacionales y que apunta hacia una comunicación literaria mundial.
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Lecturas adicionales
1. La literatura comparada y el futuro de los estudios literarios
a) What Does the Comparative Do?, edición especial del PMLA, vol. 128, núm. 3, 2013. (Incluye doce contribuciones breves que discuten el intercambio de ideas entre la literatura comparada y otros campos y disciplinas, como los estudios de área, la literatura mundial, el cosmopolitismo, el ecocriticismo, la historia literaria, la traducción, la teoría literaria y los estudios poscoloniales). b) Felski, Rita y Susan Stanford Friedman (eds.), Comparison. Theories, approaches, Uses, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 2013. (Esta obra colectiva reúne dieciséis ensayos que discuten la importancia de una mayor autorreflexión respecto a las políticas y métodos de la comparación, tanto en la enseñanza como en la investigación). c) Behdad Ali y Dominic Thomas (eds.), A Companion to Comparative Literature, Oxford, Wiley-Blackwell, 2011. (Este volumen colectivo reúne varias contribuciones en torno a seis temas: mapas, direcciones teóricas, intersecciones disciplinarias, trayectorias lingüísticas, movilidades poscoloniales y conexiones globales). d) Vega, María José y Neus Carbonell (eds.), La Literatura comparada: principios y métodos, Madrid, Gredos, 1998. (Esta colección reúne fragmentos, desde textos fundacionales de Joseph Texte y Benedetto Croce a obras de comparatistas influyentes como René Wellek, Douwe W. Fokkema o Steven Tötösy de Zepetnek). e) Saussy, Haun (ed.), Comparative Literature in an Age of Globalization, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 2006. (Este es el informe decenal de la ACLA. Incluye contribuciones sobre el estado de la discipli-
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na, principalmente desde una perspectiva estadounidense, aunque sus discusiones son también extremadamente valiosas para otras esferas académicas).
2. La literatura comparada como teoría interliteraria
a) Domínguez, César, «Os horizontes da teoría interliteraria na Península Ibérica: recepción e campo de probas», en Anxo Abuín y César Domínguez (eds.), A Literatura Comparada hoxe, Santiago de Compostela: Universidade de Santiago de Compostela, 2006, vol. 2, pp. 37-65. (Estudio sobre la teoría interliteraria con especial atención por sus aplicaciones en el ámbito ibérico). b) Vajdová, Libuša y Róbert Gáfrik (eds.), New Imagined Communities. Identity Making in Eastern and South-Eastern Europe, Bratislava, Kalligram/ Ústav Svetovej Literatúry, SAV, 2010. (Este volumen colectivo se centra en el proceso de creación de identidad de Europa del Este, Central y del Sur. Se discuten algunos de los conceptos de Dionýz Ďurišin). c) World Literature Studies, vol. 18, núm. 2, 2009. (Este número de la revista publicada por el Instituto de Literatura Mundial de Bratislava incluye contribuciones relacionadas con la teoría interliteraria). d) Koška, Ján y Pavol Koprda (eds.), Koncepcie svetovej literatúry v epoche globalizácie [Conceptos de Literatura mundial en la era de la globalización], Bratislava, Instituto de Literatura Mundial/Academia Eslovaca de las Ciencias, 2003. (Obra colectiva que aborda cuestiones de teoría interliteraria dentro del contexto de la globalización, con especial énfasis en la literatura mundial, las comunidades interliterarias y la recepción). e) Ďurišin, Dionýz y Armando Gnisci (eds.), Il Mediterraneo. Una rete interletteraria/La Méditerranée. Un réseau interlittéraire/Stredomorie medziliterárna siet, Roma, Bulzoni, 2000. (Este volumen colectivo aborda uno de los últimos proyectos de Ďurišin, el estudio de los centrismos literarios, en este caso el Mediterráneo).
3. Literatura comparada y descolonialidad
a) Santos, Boaventura de Sousa, Para decolonizar Occidente: más allá del pensamiento abismal, Buenos Aires, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, 2010. (Aunque Santos no es un pensador descolonial en sen-
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Lecturas adicionales
tido estricto, el Grupo Modernidad/Colonialidad destaca la relevancia de su contribución. En un mundo de injusticias múltiples, Santos llama la atención sobre la «justicia cognitiva», es decir, la falta de reconocimiento de los distintos modos de conocimiento). b) Lander, Edgardo (ed.), La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Buenos Aires, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, 2000. (Volumen colectivo que incluye ensayos fundamentales de Santiago Castro-Gómez, Edgardo Lander, Walter D. Mignolo o Aníbal Quijano, entre otros). c) Mignolo, Walter D., Historias locales-diseños globales: colonialidad, conocimientos subalternos y pensamiento fronterizo, Madrid, Akal, 2003. (Esta obra sigue siendo la contribución más importante a los estudios descoloniales. Aunque no aborda la literatura comparada como tal, sus discusiones de occidentalismo, la relocalización de lenguajes y saberes y pensamiento fronterizo se demuestran fundamentales para abrir nuevas sendas en la literatura comparada). d) Gaonkar, Dilip Parameshwar (ed.), Alternative Modernities, Durham, Duke University Press, 2001. (Los ensayos en esta colección se aproximan a los dilemas de la modernidad desde perspectivas transnacionales y transculturales. La lengua y las lecciones de la modernidad occidental se analizan comparativamente desde las visiones de China, Rusia, India, Trinidad y México). e) Dussel, Enrique, Apel, Ricoeur, Rorty y la filosofía de la liberación, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1993. (En este libro Dussel discute lo que llama la «falacia del desarrollo», es decir, la creencia de que existe una secuencia lineal que se mueve de lo premoderno subdesarrollado a lo moderno, desarrollado e industrializado).
4. La literatura mundial como práctica comparativa
a) Damorsch, David (ed.), World Literature in Theory, Oxford, Wiley, 2014. (Este libro se divide en cuatro partes que examinan los orígenes y formulaciones principales de la literatura mundial, la literatura mundial en la era de la civilización en la edad de la globalización, los debates contemporáneos sobre literatura mundial y versiones localizadas de literatura mundial). b) Domínguez, César y Darío Villanueva (eds.), Literatura mundial: una mirada panhispánica, Ínsula, núm. 787-788 (número monográfico), 2012.
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(Reflexión sobre la idea de literatura mundial desde/en el espacio hispanohablante, con aportaciones de Mario J. Valdés, Djelal Kadir, Walter D. Mignolo o Mariano Siskind, entre otros). c) D’haen, Theo, The Routledge Concise History of World Literature, Londres, Routledge, 2012. (Una visión general informativa y notable sobre la literatura mundial, que rastrea el término desde sus primeras raíces y lo sitúa en un número de contextos relevantes desde el poscolonialismo al posmodernismo). d) D’haen, Theo, David Damrosch y Djelal Kadir (eds.), The Routledge Companion to World Literature, Londres, Routledge, 2012. (Esta obra incluye cuatro secciones clave: la historia de la literatura mundial, la relación disciplinar de la literatura mundial con otros campos, asuntos teóricos relativos a la literatura comparada y una perspectiva global sobre las políticas de la literatura mundial). e) Casanova, Pascale, La República mundial de las Letras, Barcelona, Anagrama, 2001. (Se trata de un estudio de impronta bourdieuana y horizonte galocéntrico que hace una particular propuesta del espacio literario mundial).
5. Comparando temas e imágenes
a) Jockers, Matthew L., Macroanalysis: Digital Methods and Literary History, Urbana, University of Illinois Press, 2013. (Esta obra introduce al lector a la computación literaria a gran escala y al potencial del macroanálisis. Empleando el análisis computacional para recuperar palabras y frases clave y patrones lingüísticos, es posible un nuevo enfoque de los estudios temáticos). b) Zacharasiewicz, Waldemar, Imagology Revisited, Amsterdam, Rodopi, 2010. (Este libro rastrea el surgimiento de los estereotipos étnicos y nacionales en la temprana modernidad y estudia su evolución y múltiples funciones en una amplia gama de textos, desde guías de viajes y diarios a novelas, obras de teatro y poesía, producidas entre los siglos xvi y xvii). c) Naupert, Cristina, La tematología comparatista entre teoría y práctica. La novela de adulterio en la segunda mitad del siglo xix, Madrid, Arco/Libros. (Este libro representa un importante ejemplo de análisis temático Tras una primera sección de índole teórica, se aborda el análisis comparativo del triángulo amoroso en la novela decimonónica).
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Lecturas adicionales
d) Beller, Manfred y Joep Leerssen (eds.), Imagology. The Cultural Construction and Literary Representation of National Characters. A Critical Survey, Amsterdam, Rodopi, 2007. (El libro colectivo más actualizado y completo para el estudio de los estereotipos nacionales). e) Sollors, Werner (ed.), The Return of Thematic Criticism, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1993. (Un libro fundamental para reafirmar la validez del enfoque temático a la literatura. Los ensayos que recoge proceden de tradiciones tan diversas como la teoría cinematográfica rusa, la narratología, la lingüística y el criticismo psicoanalítico, entre otros).
6. Literatura comparada y traducción
a) Moya, Virgilio, La selva de la traducción: teorías traductológicas contemporáneas, Madrid, Cátedra, 2007. (Este libro ofrece una revisión detallada y crítica de las teorías traductológicas más relevantes de la segunda mitad del siglo xx). b) Apter, Emily, The Translation Zone. A New Comparative Literature, Princeton, Princeton University Press, 2006. (Este libro examina el papel fundamental de la traducción en la «invención» de la literatura comparada como disciplina). c) Hurtado Albir, Amparo, Traducción y traductología: introducción a la traductología, Madrid, Cátedra, 2001. (Este manual reúne una revisión crítica de las principales teorías traductológicas, con relevantes incursiones en el ámbito comparatista). d) Ruiz Casanova, José Francisco, Aproximación a una historia de la traducción en España, Madrid, Cátedra, 2000. (Este libro ofrece un recorrido por doce momentos que el autor considera paradigmáticos en la historia de la traducción en el mundo hispánico, desde el siglo xii hasta nuestros días). e) Steiner, George, Después de Babel: aspectos del lenguaje y la traducción, México, FCE, 1995. (Aunque el original en inglés se publicó en 1975, el libro de Steiner sigue siendo un clásico de los estudios de traducción).
7. Historia literaria comparada
a) Cornis-Pope, Marcel y John Neubauer (eds.), History of the Literary Cultures of East-Central Europe: Junctures and Disjunctures in the Nineteenth and
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Twentieth Centuries, Amsterdam, John Benjamins, 4 vols., 2004-2010. (Esta historia comparada constituye un excelente ejemplo de la investigación del campo del Comité de Coordinación de la AILC/ICLA, especialmente respecto al nuevo enfoque regional). b) Cabo Aseguinolaza, Fernando, El lugar de la literatura española, vol. 9 de Historia de la literatura española, Barcelona, Crítica, 2012. (Revisión fundamental de la construcción historiográfica de la literatura española en la que no se desatienden sus dimensiones comparatistas). c) Lindberg-Wada, Gunilla (ed.), Studying Transcultural Literary History, Berlín, Walter de Gruyter, 2006. (Esta obra colectiva reúne contribuciones en torno a las posibilidades de una historia literaria transcultural, los objetos de la historia literaria, el repensar la literatura mundial, la práctica de escribir historia literaria transnacional y translingüística, literatura en circulación y la traducción de culturas y literaturas). d) Manning, Patrick, Navigating World History. Historians Create a Global Past, Nueva York, Palgrave Macmillan, 2003. (Aunque este libro no trata asuntos literarios, resulta una introducción informada a la historia mundial como técnica narrativa). e) Hutcheon, Linda y Mario J. Valdés (eds.), Rethinking Literary History. A Dialogue on Theory, Oxford, Oxford University Press, 2002. (Esta obra colectiva revisa la historia literaria tal y como se ha desarrollado en las últimas dos décadas del siglo xx).
8. Comparación interartística
a) Spurr, David Anton, Architecture and Modern Literature, Ann Arbor, University of Michigan Press, 2012. (Este libro explora la representación y la interpretación del espacio arquitectónico en la literatura moderna, desde comienzos del siglo xix hasta nuestros días, con el objetivo de mostrar cómo se relacionan la producción literaria y la construcción arquitectónica como formas culturales en el contexto histórico de la modernidad). b) Peña-Ardid, Carmen, Literatura y cine: una aproximación comparativa, Madrid, Cátedra, 1992. (Magnífico manual para aproximarse a las relaciones comparatistas teóricas y prácticas entre cine y literatura). c) Chekee, Stephen, Writing for Art: The Aesthetics of Ekphrasis, Manchester, Manchester University Press, 2011. (Este es un estudio general sobre las cuestiones filosóficas y teóricas que surgen del encuentro entre textos
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Lecturas adicionales
literarios y obras de artes. Abarca una amplia gama de escritura y teoría acerca de las relaciones de los textos literarias y las artes visuales). d) Sánchez Noriega, José Luis, De la literatura al cine: teoría y análisis de la adaptación, Barcelona, Paidós, 2000. (Un manual introductorio sobre las adaptaciones cinematográficas de textos literarios). e) Alonso, Silvia (ed.), Música y literatura: estudios comparativos y semiológicos, Madrid, Arco/Libros, 2002. (Esta colección de ensayos interdisciplinarios supone una valiosa introducción a la literatura y los estudios musicales, en la que se cartografía los contornos de investigaciones recientes y se indaga en la influencia mutua entre las dos artes).
9. El retorno a la literatura
a) Ordine, Nuccio, La utilidad de lo inútil. Manifiesto, Barcelona, Acantilado, 2013. (Este libro explora la idea de que las humanidades parecen estar en un perpetuo estado de crisis en el marco de una discusión sobre la in/utilidad de los saberes humanísticos en general y la literatura en particular). b) Pressman, Jessica, Digital Modernism. Making It New in New Media, Oxford, Oxford University Press, 2014. (Este libro examina cómo y por qué algunas de las obras de literatura electrónica online adaptan y aluden al modernismo literario). c) Brown, Garrett Wallace y David Held (eds.), The Cosmopolitanism Reader, Cambridge, Polity, 2010. (Este volumen reúne veinticinco ensayos fundamentales sobre el desarrollo del pensamiento cosmopolita). d) Gupta, Suman, Globalization and Literature, Cambridge, Polity, 2009. (Esta obra presenta una avanzada revisión de la relación entre los estudios de globalización, la literatura y los estudios literarios. Además, trata el impacto de la globalización en la producción y recepción de textos literarios). e) Pozuelo Yvancos, José María y Rosa María Aradra Sánchez, Teoría del canon y literatura española, Madrid, Cátedra, 2000. (Panorama de las principales teorías sobre el canon acompañado de su contraste empírico con los cánones de la literatura española).
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