Llamame Por Tu Nombre


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Llámame por

tu

nombre

Traducción de Guillermo Díaz Ceballos

AL�A e Título original: Call Me By Your Nam © 2007, André Aciman © De la traducción: Guillermo Oíaz Ceballos

© De esta edición: 2008, Santillana Ediciones Generales, S. L. Torrelaguna, 60. 28 043 Madrid Teléfono91 7449 060 Telefax91 7449224 www.alfaguara.sanrillana.es

ISBN: 978-84-204-7389-5 Dep6sito legal: M.

17.282-2008

Impreso en España - Printed in Spain Diseño: Proyecto de Enrie Satué

© Imagen de cubierta: Andrew Davisffrevillion Images

Impreso en el mes de junio de 20 08 en los Talleres Gráficos de Unigraf, S. L., Móstoles, Madrid (España)

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual.

La infracción de los derechos mencionados

�uede ser constitutiva de delito contra la propiedad mtelectual (ans. 270 y ss. Código Penal).

Para Albio, alma de mi vida

Parte 1 SI NO ES LUEGO, ¿CUANDO?

«¡Luego!» U na palabra, una expresión, una actitud.

N unca había escuchado a nadie utilizar «luego»

para despedirse. Me resultó arisco, seco y despectivo, di­ cho con la velada indiferencia de alguien a quien le daría igual no volver a verte o no saber nada de ti. Es el primer recuerdo que tengo de él y aún hoy puedo oírlo . «¡Luego!» Cierro los oj os, pronuncio la palabra y vuelvo a es­ tar en la Italia de hace tantos años, caminando por la ace­ ra arbolada y viéndole salir del taxi con una camisa azulada con un estampado ondulado, con los cuellos bien abier­ tos, las gafas de sol, un gorro de paj a y mucha piel a la vis­ ta. De repente me da la mano, me entrega su mochila, saca el equipaje del maletero del taxi y me pregunta si mi padre esta en casa. ,

Puede que todo comenzase precisamente allí y en

aquel instante: la camisa, las mangas remangadas, los pul­ pejos redondeados de su talón que se escapan de las alpar­ gatas desgastadas, ansiosos por probar la cálida gravilla del

camino que lleva a nuestra casa y preguntando con cada zancada por dónde se va a la playa. El huésped de este verano . Otro pelmazo . Entonces, casi sin mediació n y ya de espaldas al coche, agita el envés de la mano que le queda libre y suel­ ta un despreo cupado «¡luego!» a otro pasaj ero que había en el coche con quien probabl emente hubies e compartido el pago de la carrera desde la estación. Ni siquiera dijo un nomb re o hizo una bromi lla para suavizar la abrupta des­ pedida. Nada. Le despachó con una palabra: b rusca, au-

12 1:. a de que le hubiese podido daz y rranca. N o había form molestar. lfa de noesped·' Observa, pensé yo, así es como se d Con un brusco y cha­ sotros cuando llegue el momento.

pucero «¡luego!». Mientras tanto, tendremos que soportarle durante seis largas semanas. Estaba francamente intimidado. Era uno de los inaccesibles. Bueno, podría intentar que me gustase. Desde u barbilla redondeada hasta sus pulidos talones. y despues,



tras unos días, aprendería a odiarle. . . Ésta era la misma persona cuya foto de la sohcltud había resaltado meses antes como promesa de unas afini­ dades instantáneas conmigo.

Acoger a huéspedes durante el verano era la ma­ nera que tenían mis padres de ayudar a profesores univer­ sitarios jóvenes a revisar un manuscrito antes de su publi­ cación. Todos los veranos durante seis semanas debía dejar libre mi habitación y mudarme a un cuarto del pasi­ llo mucho más pequeño y que había sido de mi abuelo. En los meses de invierno, cuando estábamos en la ciudad, se transformaba en un cobertizo, almacén y ático a tiem­ po parcial, donde se rumorea que mi abuelo, mi tocayo, aún rechina sus dientes en su sueño eterno. Los resid entes estivales no tenían que pagar nada, se les otor gaba un uso libre de toda la casa y podían hacer básica mente lo que les apeteciese siempre y cuando dedicasen más o menos una hora al día a ayudar a mis padres con la correspondencia y papeleos varios. Se convertían en parte de la familia y, des­ pués de unos quince años hacien do esto, nos habíamos acostumbrado a recibir una ton elada de postales y regalos, no sólo en Navidad, sino todo el año, de gente que esta­ ba en deuda emocional con mi familia y que solía desviar

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sus itinerarios cuando venía a Europa para pasarse por B . durante un día o dos con sus familias y darse un paseo nostálgico por sus antiguos refugios. Era común que durante las comidas hubiese dos o tres invitados más, unas veces familiares o vecinos, otras compañeros de clase, abogados, médicos, personas ricas y famosas que se acercaban a ver a mi padre de camino a sus casas de verano. En ocasiones, incluso abríamos nues­ tro comedor a parej as de turistas ocasionales que habían oído hablar de la viej a casa de campo y simplemente deseaban pasarse por allí a echarle una ojeada y se queda­ ban encantados cuando les invitábamos a comer y les pe­ díamos que nos contasen algo de su vida, mientras que Mafalda, a la que se informaba en el último momento, cocinaba su especialidad más novedosa. A mi padre, re­ servado y tímido en privado, lo que más le gustaba era ro­ dearse de valiosos expertos en cualquier campo para man­ tener largas conversaciones en varios idiomas, mientras el caluroso sol estival y unas cuantas copas de rosatello da­ ban entrada a la tarde con su inevitable letargo . Denomi­ nábamos a ese cometido la labor del almuerzo y, al poco tiempo, también se unían a él la mayoría de nuestros in­ vitados de seis semanas.

Quizá todo comenzase poco después de su llegada, durante una de aquellas comidas tremendas, cuando se sentó junto a mí y me di cuenta de que, aparte de un li­ gero bronceado conseg uido durante su breve estancia en Sicilia a comienzos de aquel verano , el color de las palmas de s us manos era igual de pálido que la suave piel de las plantas de los pies, la del cuello o la del envés de sus ante­ brazos, que no habían estado expue stas tanto al sol. Lu­ cían casi de un rosa claro , tan brillante y suave como la sto , parte inferior del estómago de un lagarto . íntimo , c� atIsbo impl ume, como el rubo r en la cara de un atleta o el

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che tormentosa. Me dijo cosas so de la aurora en una no se sabido cómo pregunt�r. bre él que nunca hubie ante aq uellas IntermIna­ Puede que comenzase dur cuando todo el mundo hol­ bles horas después de comer la casa, cuerpos espatarra os gazaneaba en traje de baño por tiempo hasta �ue alguIe� en cualquier lugar matando el a ñ Los panentes, �r�­ sugería ir a las rocas a dar�e un b � gos, colegas, o basI­ mos, vecinos, amigos, amIgos de amI .



.

ar a nuestra camente cualquiera que le apeteciese llam cancha puerta para pedir que le dejásemos utilizar nuestra o de tenis, todo el mundo era bienvenido a gandulear, nadar comer y, si permanecían el tiempo suficiente, a utilizar la

casa de invitados.

o quizá comenzó en la playa. O en la cancha de

tenis. O durante nuestro primer paseo juntos el primer día que estuvo aq uí cuando me pidieron que le enseñase la casa y los alrededores y, una cosa llevó a la otra, me las arreglé para llevarle más allá de las viej ísimas puertas de hierro forjado y llegamos hasta el interminable solar vacío que llevaba hacia las vías del tren abandonadas que solían conectar B. con N. - ¿ Hay alguna estación abandonada en algún lugar. -me pregunto mIentras observaba entre los árboles bajo un sol abrasador, con la intención probable de for­ ;>

,

.

mular una consulta típica que se dueño.

debe hacer al hijo del

-No, nunca hubo una estación. El tren simple­ mente paraba cuando se le solicitaba. Le llamaba la atención el tren; las vías parecían muy estrec�as. Había gitanos que vivían en ellas ahora. Llevan habItando ahí desde que mi ma dre venía a vera­ near aquí cuando e a niña. Los gitano s han transportado � dos vagones descarnlados más hacia el interior. e-Quería ir a verlo?

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-Q uizá luego . U na indiferen cia educada, como si se hub iese per­ catad o de mi inop ortun o entu siasm o por darl e coba y se estuvies e alejando de mí sumariamen te.

Me dolió. En lugar de eso me dijo que quería abrirs e una cuenta en uno de los banco s de B. y luego hacer una visi­ ta a la traduc tora al italian o a quien su editor en Italia

había adjudicado su libro . Decidí llevarle allí e n bici.

La conversación sobre ruedas no mejoraba la que

habíamos tenido a pie. Por el camino paramos a por algo para beber. La bartabaccheria estaba completamente a oscu­

ras y vacía. El dueño fregaba el suelo con un fuerte produc­ to a base de amoniaco. Salimos de allí a toda velocidad. Un

solitario mirlo que descansaba sobre un pino mediterráneo entonaba unas pocas notas que se perdían inmediatamen­ te entre el zumbido de las cigarras. Le di un b uen trago a la botella grande de agua con gas, se la pasé y luego volví a beber. Me eché un poco en la mano y me froté con ella la cara, pasándome los de­ dos por el pelo . El líquido no estaba lo suficientemente frío, ni tenía mucho gas por lo que dej aba una sensación de sed mal aplacada. ¿Qué se podía hacer por allí? Nada. Esperar a que acabase el verano.

y entonces, ¿ qué se hacía en invierno? Sonreí al pensar en la respuesta que estaba a punto

de darle. Él lo pilló al vuelo. y dijo: «No me lo digas: espe­ rar a que llegue el verano, ¿a que sí?» . Me gusta ba que me leyese la ment e. Entenderá la labor del almuerzo antes que much os de los que llegaro n . prImero . . -En reali dad este lugar dura nte el InVIerno se vuelve muy gris y oscuro . Veni mos en Navidad . De lo .

contrario sería una ciudad fantas ma.

16 idad .y que'más hacéis aquí durante la Nav � ber ponche de hu�vo. . aparte de asar castañas y be a nns s ma la mIs stré mo Le � Me estaba vacilando. 3ty ambos nos relmos. que antes. Lo entendió ' no dijo nad . Nadaba. tenIs al gab J yo a . hací qué ntó u . Me preg �. : . � Lela. Paseaba de noche. Corría. Transcnbla musIca. Me dijo que él también salía a corr�r: Por mañ:ma , temprano..' Por dónde se podía hacer ejercIcIo alh? Práctica­ mente sólo yjusto cuando parecía que de nue:,o comenza b� . a gustarme, me dio con un canto en los dIentes: «Qulza __

e

luego».

Había puesto «leer» alfinal de mi lista, pensando que con la actitud testaruda y descarada que había tenido él hasta ahora, leer también hubiese sido lo último de la suya. Una hora después,cuando me acordé de que acaba­ ba de escribir un libro sobre Heráclito y que, por tanto, «leer» sería una parte muy significativa en su vida, me dí cuenta de que debía dar un poco de marcha atrás y hacer­ le saber que mis intereses reales iban muy parejos a lossu­ yos. Sin embargo, lo que me desconcertaba no era tener que hacer elegantes juegos malabares para conseguir redi­ mirme, sino las desagradables dudas que me venían asal­ tando tanto antes como durante nuestra conversación in­ formal junto a las vías del tren y que me hacían creer que continuamente,sin percatarme y sin ni tan siqu iera admi­ tirlo,había estado int�ntando (sin éxito) recu perarle. Cuando me ofrecí (a todos los visitantes les había encantado la idea) a llevarle a San Giac omo y subir andan­ do hasta la parte más alta del cam panario que habíamos apodado algo-por-lo-que-morir, debería haber reacciona­ do mejor que simplemente quedá ndome pasmado sin una res�uesta. Pe sé que le llevaría por allí tan sólo para que � suble�e ypudIese echar un vis tazo al pueblo, al mar, a la eternIdad. Perono. ¡Luego!

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Sin embargo, puede que hubiese empezado mu­ cho después de lo que pensaba, sin que yo me diese cuen­

ta de nada. Miras a alguien, pero en realidad no ves a la

persona, está entre bastidores . O te percatas de su presen­

cia pero no conectas, no «pillas» nad� y antes incluso de percibir su estampa o alguna extraña perturbación, se te

han pasado las seis semanas que tenías y en ese momento,

o ya se ha marchado o está a punto de hacerlo y entonces

te encuentras peleando para poder asimilar algo que, sin tú saberlo , se ha estado gestando ante tus narices y que

muestra todos los síntomas de 10 que comúnmente se de­

nominaría «Yo quiero». ¿ Cómo pude no notarlo?, os pre­ guntaréis. Reconozco el deseo cuando lo veo y así,sin em­

bargo, esta vez, se me pasó por completo. Iba en busca de

la sonrisa maliciosa que arrojase una repentina luz sobre su gesto cada vez que me leyese la mente, cuando lo único que quería era piel, tan sólo piel. Durante la cena de su tercer día allí me dio la sen­

sación de que me estaba mirando fij amente mientras yo

la cruz de Haydn que llevaba tiempo transcribiendo. Ese año tenía dieci­ siete y como era el más pequeño de la mesa y el que me­ nos posibilidades tenía de ser escuchado, había creado el hábito de meter la mayor cantidad de informació n con

exponía Las siete palabras de Cristo

en

el menor número de palabras posible. Hablaba rápido, lo que hacía creer a la gente que estaba siempre nervioso y me trastabil laba con los término s . Cuando terminé de p resentar mi transcri pción , me percaté de una intensa mirada que me llegaba por la izquierda. Me sentí emo­ cionado y halaga do; obviam ente estaba interes ado en mí, le gusta ba. N o había sido tan comp licado al final. Pero cuand o por fin, después de mi turno, me giré para exam i narle y ver su mirada, descub rí un sembl an te frío y helador; algo a la vez hosti l y vitrifi can te que rozaba la crueldad.

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¿Qué había hec ho yo Me desarmó por completo. amabl e ería que volviese para merecer tal cosa? Qu . había hec ho tan solo unos poconmIgo, que se riese como abandonadas, o cuando cos días antes en las vías del tren ' . co pue blo l e unl ra B. que é liqu exp � a quella misma tard e le nal de autobuses de Italia donde la corriera, la línea regIo c�. Se r que lle vaba a Cristo, pasaba de largo sin. para nun al lIbro rió de inmediato al entender la referenCIa velada de Carla Le vi. Me gustaba cómo nuestras mentes parecían trabajar de forma paralela y, de manera instantánea, infe­ ríamos los juegos de palabras del otro, pero al final siem-

� ser

pre nos contenlamos. Iba a ser un vecino difícil. Será mejor que me mantenga alejado de él, rumié. Ypensar que casi me ena­ moro de la piel de sus manos,de su pecho, de sus pies que ,

nunca habían pisado tierra áspera en su vida yde sus ojos que cuando te dedicaban la otra mirada, la de semblante dulce, te portaban el milagro de la resurrección. Nunca era demasiado tiempo el que pasabasmirándo los, sino que necesitabas seguir al tanto para averiguar por qué no po­ días e vitarlo. Debí haberle lanzado una mirada igu al de aviesa. Durante dos días nuestras conversaciones se inte­ rrumpieron de forma repentina. En el largo balcón com ún a las habitaciones de ambos nos e vitába mos por completo: tan sólo unos im­ pro visados «hola», «buenos días», «hace bueno», palique superfici al. Entonces,sin ninguna explicación, retomam os las cosas. ¿Que si quería ir a correr esa mañana? No, la ver­ dad es que no. Bueno, entonces a nadar. Hoyel dolor,las esperanzas,la excitac ión de lo no­ vedoso, la pro mesa de tanta dic ha rondando las pu ntas de ?s dedos,el deambular entre gente que podía llegar a ma­ Interpretar pero que no que ría perder ypor lo tanto debía

:

19 hacer constantes conjeturas, el ingenio desesperado que le . bnnd o a todo el mundo que quiero y deseo que me quie­

ra, las separaciones que intercalo entre el mundo y yo que no son sólo una, sino una serie de capas de puertas desli­ zables de papel de arroz, el impulso por codificar y desco­

dificar lo que ni siquiera estuvo jamás en código. Todo esto comenzó el verano en el que Oliver llegó a nuestra casa. Está grabado en cada canción que sonó aquel verano,

en cada novela que leí durante su estancia y después, en cualquier cosa, desde el olor del romero en los días calu­

rosos, hasta el ruido frenético de las cigarras por las tardes.

Los sonidos y los olores con los que he crecido y que co­ nozco de cada año de mi vida de repente se volvieron en

mi contra y adquirieron un cariz tintado por lo ocurrido aquel verano.

o quizá comenzó después de su primera semana, cuando me sentía contentísimo de saber que aún sabía quién era, que aún no me ignoraba y, por lo tanto, podía permitirme el lujo de cruzarme con él cuando me dirigía al jardín sin tener que fingir que no le veía. El primer día fuimos corriendo hasta B. por la mañana temprano. Y des­ pués todo el camino de vuelta. Por la mañana al día si­ guiente nadamos. A la jornada siguiente, salimos a correr de nuevo. Me gustaba echar carreras a la camioneta del le­ chero cuando aún le quedaba mucho por repartir, y trotar mientras el tendero o el panadero comenzaban a prepa­ rarse para su jornada laboral, me encantaba hacerlo por la orilla y por el paseo marítimo cuando no había ni un alma todavía y nuestra casa parecía tan sólo un espejismo leja­ no. Me deleitaba que nuestros pies se coordinasen, el iz­ quierdo con el izquierdo, y chocasen contra el suelo a la vez, dejando nuestras huellas en una arena a la que tenía la intención de volver y, en secreto, colocar mi pie en el lugar donde él dejó su marca.

20 y nad ar era si �pleEsta alternanci a ent re cor rer rrería tam bIén en .. sidad. ;Co mente su rutl·na en la univer . . se est aba eJe rcItando, Inc lure mp Sie a. eab m bro ?, bat Sab cicio incluso en la cama a so cuando estaba enfermo; had ejer . hab ía dormIdo con .si que de to pun el ta Has a falt a si had . aun �sí se levan ta­ alguien por primera vez la noch e ante s, únICO mom ento ba para trotar prontito por la mañ ana. El un­ . en que no se ejercitó fue cuando le operaron Al preg tarle por qué, me sorpr endió con la respu esta que me ha­ bía prom etido que nunca le iba a incita r a respo nder, co­ mo el muñeco sobresaltado que brinca de una caja con un .

resorte y su siniestra sonrisa . «¡Luego! » Quizá se había quedado sin aliento y n o quería ha­ blar demasiado, o tan sólo quería concentrarse en la nata­ ción o la carrera. O tal vez era su modo de incitarme a ha­ cer lo mismo, de forma totalmente inofensiva. Pero había algo escalofriante y desalentador en la inoportuna distancia que surgía entre nosotros en los mo­ mentos más inesperados. Era casi como si 10 estuviese ha­ ciendo a propósito; dándome más y más coba para des­ pués alejar de golpe cualquier atisbo de amistad. La mirada inflexible siempre volvía. Cierto día, mientras yo practica ba con la guitarra en lo que s e había convertido en «mi mesa» en la parte trasera del jardín j unt� a la piscin a y él estaba tumbado cerca, en la hierba, me di cuenta de ese semblante al momento. Estuvo mirán­ dom e fijamente mien tras me conc entra ba en los trast eos y cuando de repe nte levanté la cabeza para ver si le gusta­ ba lo que estab a tocando , ahí estaba: cort ante , crue l, com o una cuch illa relu ciente que se repl iega just o en el momento en el que la víct ima se percata de su p rese ncia . Me brin dó una son risa insulsa como que rien do dec ir,

para qué ocultarlo.

Aléjate de él. Debió de percatarse de que me hab ía molestado y, . haCIendo un esfuerzo po r retrac tarse, comenzó a hacerme

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preguntas sobre la guitarra. Estab a demasiado en guard ia como para respo nderle con candor. Mientras tanto , el ver que estaba luchando por encontrar respuestas le hizo sos­ pecha r que quizá pasaba algo más de lo que yo mostraba.

-No te preoc upes por explicarme nada. Simplemente tócala otra vez. -Pero si pensaba que la odiabas . -¿Odiarla? ¿Qué te hizo pensar eso? Discutimos un rato. -Venga, tócala otra vez. -¿La misma? -La misma. Me levanté.y entré en el salón. Dej é las puertaven­ tanas abiertas para que pudiese escucharme tocar el piano. Me siguió hasta la mitad del camino y tras apoyarse en el

quicio de la ventana de madera, me escuchó durante un rato. -La has cambiado. N o es la misma. ¿Qué le has hecho ? -Tan sólo la he tocado de la manera en la que lo hubiese hecho Liszt si hubiese experimentado con ella. -Sólo tócala, por favor. Me gustaba la manera con la que fingía estar mosqueado. Así que comencé a tocarla de nuevo. Después de un rato: -No puedo creer que la hayas vuelto a cambiar. -Bueno, pero no demasi ado. Así es como Busoni la hubies e tocado si hubies e alterado la versión de Liszt. -¿Puedes, por favor , tocar a Bach como lo escribió el propio Bach? . . nI á QUIz rra. guita para bió -Pero él nunca lo escri siqui era lo escrib iese para clavic émbalo . De hecho no es­ tamos seguro s de que sea de Bach. -Olvida que te lo he pedido . o -Vale, vale . N o hace falta que te exasperes tant reticente -dije. Era mi manera de mos trar una fingida y

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de conformidad-o Esto es Bach transc rito sin influe ncias ado Busoni o Liszt . Es de un Bach muy joven .y está dedic a su hermano. Sabía perfectame nte qué fragmento de la pieza le iba a conmover la primera vez que 10 tocase y todas las de­ más veces que lo oyese. Se lo estaba enviando como un pe­ queño regalo pues en realidad iba dedicado a él, como señal

de algo muy bonito en mí que no hacía falta ser un genio para reconocer y me impulsa ba a imprimirle una cadenci a prolongada. Sólo para él. Estábam os -y él debió de haber reconoci do las señales mucho antes que yo-ligando.

Aquella misma tarde escribí en mi diario: Esta ba exagerando cuando dije q ue crela q ue odia bas la pieza. Lo

que querfa decir era que crela q ue me odiabas a mi. Tenia la esperanza de que me convencieses de lo contrario; y lo hiciste,

durante un rato. ¿Por q ué mañana por la mañana ya no

me

lo creeré?

Así que éste es también él, me dije después de ver cómo se transformaba de hielo a luz del sol. Podía haberme preguntado asimismo si yo era igual de variable.

PD: No estamos compuestos para un solo instrumen­ to; ni yo, ni tú. Estaba dispuesto a etiquetarle como alguien difícil e inalcanzable con q uien no tenía nada más que hacer. Dos palabras suyas y veía cómo mi apatía llorosa se trans­ formaba en un jugaré a lo que tú quieras hasta que me pi­ das que pare, hasta la hora de comer, hasta que la piel de mis dedos se caiga una capa tras otra, porque me gusta ha­ cer c�sas para tí, haría cualquier cosa por tí, tan sólo pro­ nunCIa la palabra, me gustaste desde el primer día e inclu­ so cuando congeles mis renovadas propuestas de amistad, nunca olvidaré que tuvo lugar entre nosotros esta conver-

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saci ón y que hay formas más fáciles de recu perar el vera no en plena torme nta de nieve.

Lo que se m e olvid ó resal tar en esa promesa es que . . el hIelo y la apatía tIene n man eras de trun car instantánea­ mente todas las treguas y los propó sitos firmados en vera­ nos anterIores. Entonces llegó aquella tarde, un domingo de j ulio, en que nuestra casa se vació de repente y nosotros éramos los únicos que quedábamos allí y el fuego me quemaba las entrañas, pues «fuego» era la primera palabra y la más sim­ ple que me vino a la mente en aquel preciso momento en que intenté darle sentido a todo ello en mi diario. Esperé y esperé en mi habitación inmóvil sobre la cama, en un esta­ do de trance, lleno de temores y expectativas.

N o era una

llama de pasión, ni un fogonazo de rabia.sino algo parali­ zante, como el fuego de una bomba de racimo que ab­ sorbe todo el oxígeno a su alrededor y te dej a j adeando porque parece que te han dado una patada en tus partes y una aspiradora te ha succionado cualquier materia viva de tu interior y te ha secado la boca y esperas que nadie hable pues tú no puedes y rezas para que no te pidan que te muevas porque tu corazón se ha atascado en un latir tan rápido, que antes escupiría trozos de cristal que dejar que alguien circule por sus estrechos pasillos. Fuego como el miedo, como el pánico, como un minuto más así y me muero si no llama a mi puerta. He aprendido a dej ar las puertaventanas entreabiertas y a tumbarme en la cama con el bañador puesto y todo mi cuerpo ardiendo. Fuego como una plegaria que reza por favor, por favor d(me que me equivoco , d(me q ue me lo he imaginado todo y yo tam­ poco soy real para tf, y si para tr la realidad es esto, enton­ ces eres el hombre más cruel que existe. Así, la tarde en la que por fin entró en mi cuarto sin llamar, como si hubie­ se respondido a mis oraciones y me preguntó que por qué no estaba con el resto de la gente en la playa y todo lo que pude pensar en decir, aunque no tuve las agallas de ver-

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star contigo . Para est� conti �o, Ol ibalizarlo, fue un para e . . ban"" ver eon o SIn . durante el resto del año . Hazme En tu cama, que es la mía . ro y ve. . as . Arrástrame . Sólo pregúntame SI qUIe 1o que qUler

es dec ir no . rás lo que respondo, pero no me dej ndo y dime que aquella noch e no estaba soña

rta y

o a mi pue cuando escuché un ruido en el rellano junt que había supe de repente que había alguien en mi cuarto, alguien sentado al pie de mi cama, venga a pens �r, p nsar



' y pensar y que súbitamente comenzó a venu hacIa mI y se tumbó, no junto a mí , sino sobre mí, mientras yo me ten­ día sobre la tripa y que me gustó tanto que, en lugar de arriesgarme a hacer algo para demostrar que me había des­ pertado y con ello hacer que cambiase de opinión y se fue­ se, fingí estar completamente dormido y pensando que no era un sueño, no podía serlo. pues las palabras que me lle­ gaban mientras apre taba mucho mis ojos eran: Esto es como volver a casa, es como volver al hogar tras muchos años viviendo entre troyanos y lestrigones, como volver a un lugar en el que todos son como tú, donde la gente te entiende y sabe de tí; volver a casa como cuando todo se derrumba y te das cuenta de que durant e diecisiete años

has estado to queteando las comb inacio nes erróneas. y fue cuando decidí expresar sin menearme, sin mover un solo músculo de mi cuerpo, que estaba dispuesto a ceder si me empujabas, que ya me había rendido, que

era tuyo, todo

tuy'0 a pesar d que de repen te hubieses desaparecido y pa­ � reClese demaSIado cierto como para

ser un sueño, aunque

estUVIes . e convencido de que todo lo que deseaba a partir de aquel día era que me volvieses a hac er exactamente lo mI. smo que experimenté mientras dormía.

.

Al día siguiente estábamos j ugando un partido de tenIS a �obles y durante un tiempo mueno , cuando be bía­ mos la lImonada de Mafa lda, puso el brazo que ten ía libre

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sobre mis hombros y con delicadeza apretó mi carne con su pulgar y su índice, como imitando un amistoso abrazo ma­ sajeador; todo resultaba tan de amigotes. Sin embargo, yo me encontraba tan embelesado que me deshice de su brazo pues un segundo más y me hubiese desarmado como uno de esos muñequitos de madera cuyo cuerpo quebradizo se derrumba en cuanto se acciona el resorte principal. Sor­ prendido, se disculpó y me preguntó si me había tocado al­ gún nervio o algo así, que no tenía intención de hacerme daño. Debió de haberse sentido muy mal al pensar que me había hecho daño o me había tocado de una forma equivo­ cada. Lo último que deseaba era desanimarle. Con todo, se me escapó algo como «no me ha dolido» y hubiese zanjado así la cuestión. Pero tenía la sensación de que�i el dolor no había provocado tal reacción, entonces, ¿cuál era la explica­ ción para justificar que le quitase de mis hombros de forma tan brusca delante de mis amigos? Así que imité la cara de alguien que se afana en reprimir, sin éxito, una mueca de dolor. Nunca se me había ocurrido pensar que lo que me había producido pánico cuando me tocó fuese lo mismo que asusta a las vírgenes cuando las toca por primera vez la persona que han elegido: descubren sensaciones que no sabían que existían y que producen placeres muchísimo más perturbadores que los que se consiguen en solitario. Él parecía sorprendido por mi reacción, pero hizo todo lo posible para demostrar que me creía mientras yo fingía el dolor de mis hombros. Fue su forma de dejarme escapar y de disimular que no se había dado ni pizca de cuenta del extraño matiz en mi reacción. Cuando más tar­ de supe lo meticulosamente mordaz que era su habilidad para identificar señales contradictorias, no dudé de que tuvo que haber sospechado algo entonces. . e ­ ponl a estab e -m rarlo -Espera, déjame mejo � Rela­ do a prueba y comenzó a masajearme el hombro-o jate -me dijo delante de los demás.

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-Pero si me estoy relajando. -Estás tan rígido como este banco. Toca esto -le más cerca de dijo a Marzia, una de sus amigas que estaba nosotros-o Es todo nudos. Noté sus manos en mi espalda. -Mira --dijo mientras presionaba la palma abier­

ta con fuerza contra mi espalda-, ¿lo notas? Debería rela. Jarse mas. -Deberías relajarte más -repitió ella. ,

Quizá en este momento, al igual que en muchos otros, ya que no sabía hablar en clave, no supe qué decir en absoluto. Me sentí como un sordomudo que no sabe ni siquiera utilizar el lenguaje de signos. Tartamudeé todo tipo de cosas para no decir lo que estaba pensando. Hasta ahí llegaba mi código. En cuanto conseguí respirar lo su­ ficiente como para pronunciar unas pocas palabras, pude más o menos salir del atolladero. De otra manera, el silen­ cio entre ambos me hubiese delatado, por lo que cualquier cosa, incluso el más absurdo disparate, era mejor que el si­ lencio. El silencio me ponía en evidencia. Sin embargo, lo que probablemente me delatase incluso más fuesen mis intentos por superarlo delante del resto. El desánimo personal debió de aportarme algo cer­ cano a la impaciencia y a la rabia contenida. Que él hu­ biese pensado que iba dirigido contra él no se me había ni pasado por la cabeza. Quizá fuese por razones similares el que yo aparta­ se la vista cada vez que me miraba: para ocultar las presio­ nes de mi timidez. Que él hubiese encontrado mi desdén ofensivo y, de vez en cuando, cargado de hostilidad tam­ poco se me pasó por la cabeza. Tenía la esperanza de que no hubiese visto en mi reacción exagerada algo que no era. Antes de apartar su bra­ w, sabía que me había rendido ante su mano casi hasta tum­ b�me s bre ella, como si le dijese -al igua l que le había � Oldo deCir a muchos adultos cuando a algu ien le daba por

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hacerle un masaj e en los hombros al pasar por detrás- no pares . ¿ Se habría dado cuenta de que estaba dispuesto , no sólo a rendirme, sino también a amoldarme a su cuerpo? Éste fue el sentimiento que aquella noche también trasladé a mi diario: l o denominé «el desvanecimiento». ¿Por qué me había desfallecido? ¿Y era tan fácil que ocu­ rriese, tan sólo debía tocarme en algún punto para que me volviese discapacitado y perdiese toda voluntad? ¿Era esto a lo que la gente se refería cuando afirmaban derretirse co mo la mantequilla? ¿ y por qué no iba a demostrarle lo mantecoso que podía ser? ¿Tenía miedo de lo que pudiese ocurrir? ¿O me asustaba que se pudiese reír de mí, decírselo a todo el mundo o ignorarlo todo con la excusa de que aún era muy j oven como para saber lo que estaba haciendo? ¿ O quizá fuese porque con todo lo que él ya sospechaba, al igual que haría cualquiera en su lugar, estaría dispuesto a actuar en consecuencia? ¿Quería que actuase? ¿ O prefería una vida repleta de anhelo siempre y cuando ambos mantu­ viésemos activa esta partida de ping-pong: no saberlo, no saber que lo sabe, no saber que sabe que lo sabe? Tan sólo calla, no digas nada,y.si no puedes decir «sí» , tampoco di­ gas « no», df «luego». ¿ Es ésta la razón por la que la gente dice «quizá» cuando quieren decir «sí» , con la esperanza de que creas que es un «no» mientras que lo que en realidad significa es «por favor, p regúntamelo una vez más, y des­ pués otra vez» ? Recuerdo aquel verano,y no puedo creer que, a pe­ sar de todos y cada uno de mis esfuerzos por vivir con «el fuego» y « el desvanecimiento» , la vida aún me ofreció grandes momentos. Italia. Verano. El sonido de las cig�­ rras a primera hora de la mañana. Mi habitación. Su habI­ tación. El balcón que dejaba fuera el resto del mundo. La suave y perfumada brisa que ascendía por las escaleras des­ de el j ardín hasta n uestra habitación. El verano en que aprendí a amar la pesca. Porque él lo hacía. Adorar el co-

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os, a � erá­ rrer. Porque él lo adoraba . Idolatrar a los pulp paJa ros clito, a Tris tán. El verano en que escuchab a a los por los cantar, olía las plan tas y sentía la hum edad trepar. e­ pies en los días calurosos y, debid o a que I�is sentid os . � tab an siem pre alerta, los notab a autom atlcam ente dIrI­ giéndose hacia él. Podía haber negado tantas cosas: que deseaba to­ carle las rodillas y las muñecas cuando lucían al sol con aquel viscoso lustre que he visto en tan poca gente; que me encantaba cómo sus pantalones de tenis cortos blancos parecían poseer, de forma permanente, el color del barro y que mientras transcurrían las semanas se convirtió en el color de su piel; que su pelo, cada día más y más rubio, atrapaba al sol antes incluso de que saliese del todo; que su camisa azul ondulada se volvía más ondulada cuando se la ponía en días borrascosos en el patio junto a la piscina, con la promesa de impregnarse de un aroma a piel y sudor que me la ponía dura con tan sólo pensarlo. Podía haber negado todo esto. Y haberme creído mis mentiras. Pero fue el collar con la estrella de David y una mezuzá de oro que llevaba al cuello lo que me dijo que había en él algo más fascinante de lo que yo esperaba, algo que nos unía y me recordaba que, mientras todo a nuestro al­ rededor conspirab a para que fuésemos los seres más dis­ tantes del mundo, esto trascendía cualquie r diferencia. Me percaté de la estrella de manera inmediata el primer día que estuvo con nosotro s. Y desde aquel instante supe que lo que me descon certaba y me hacía anhelar su amis­ tad con la esp eranza de no hallar jamás la excusa para que no me gustase era mayo r de lo que cualq uiera de los dos podría esperar del otro, más gran dios o y por lo tanto me­ Jor que su alma, mi cuerpo o la prop ia tierra. Mirarle fija­ mente al cuel lo con la estre lla y el revelado r amu leto era como obs ervar algo eterno, ancestral, inm ortal en mí, en él, en ambos, que sup licaba por ser reav ivado y substraído de un sueño mil enario.

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Lo qu� me desconcertó fue que no pareció impor­ tarle o no se dIo cuenta de que yo tamb ién llevaba uno. Al igual que tampoco le interesó o se percató de las múltiples ocasi ones en que mis ojos deambularon por su bañador en

un inten �o por vislum brar el conto rno de la marca que nos convIerte en herma nos hebreos en el desierto.

A excep ción de mi famili a, él era probablemente el único j udío que había puesto el pie en B. Pero a diferencia

de nosotro s, lo hacía patente desde el primer momen to. No éramos unos j udíos que llamasen la atención . Practi­

cábamos nuestro j udaísmo como la mayoría de la gente en el resto del mundo: baj o la camisa, no oculto, pero sí bien guardado. «Judíos muy discretos» , usando las palabras de

mi madre. Ver a alguien proclamando su judaísmo colga­ do del cuello como hizo Oliver cuando cogió una de las

bicis y se dirigió hacia el pueblo con la camisa abierta nos chocaba, puesto que nos indicaba que podíamos también

hacer 10 mismo y salirnos con la nuestra. Intenté imitarle en varias ocasiones. Sin embargo estaba demasiado cohi­

bido, como alguien que intenta actuar de forma natural mientras camina desnudo por un vestuario cuando al final

en 10 único que se fij a es en su propia desnudez. En el pueblo, intenté hacer alarde de mi judaísmo con unas si­ lenciosas fanfarronadas que no surgen tanto de la arro­ gancia como de una vergüenza reprimida . Él no. Aunque

esto no significa que él nunca pensase acerca de su ser judío o acerca de la vida de un j udío en un país católico. En ocasion es hablába mos sobre este tema en particular durante aquellas largas tardes cuando ambos dejábamos de lado el trabaj o y disfru tábam os charla ndo mientras el resto de la casa y los invitados se habían retirado a sus res­ É pectivas habitaciones para descansar unas horas. l había vivido duran te el tiemp o sufici ente en pequeños puebl os de Nueva Inglaterra com o para sabe r lo que significaba ser un judío que está de sobra. Pero el j udaísmo nunca le preo­ cupó de la mism a form a que a mí, ni la ofuscació n meta

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mundo era un tem a recuL! • a con uno mis mo o con el Ilslc , mlsesa prom a tácit la a rgab albe a uier siq rrente para él. Ni ora. Y quizá es por eso por tica sobre la hermandad redent ser judío y no tenía que lo que no se sentía incómodo por la misma forma s, estar hurgando en ello a todas hora de an que de­ que los niños se manosean las costras que dese con­ saparezcan. Él llevaba bien ser judío. Estaba a gusto sigo mismo, al igual que se contentaba con s� cuerp�, con , su apariencia, con sus reveses, con su selecclon de lIbros,

música, películas, amigos. No le importaba perder su pre­ ciada pluma Montblanc. «Me puedo comprar otra exacta­ mente igual.» Se sentía a gusto también con las críticas. Le mostró a mi padre unas páginas de cuya autoría se enor­

gullecía. Mi padre le indicó que su acercamiento a Herá­ clito era brillante pero necesitaba más concreción y aceptar la naturaleza paradójica de los pensamientos del filósofo, no simplemente explicarlos. Le parecía bien consolidar cier­ tas cosas, le gustaban las paradojas. Volvimos a la mesa de dibujo que también le parecía bien. Invitó a mi joven tía a una conversación Íntima a medianoche mientras daban una gita, un garbeo, en nuestra motora. Ella lo rechazó. Pero no pasaba nada. Lo intentó de nuevo unos días más tarde,

volvió a ser rechazado y le quitó importancia. A ella tam­ bién le pareció bien y, si hubiese permanecido otra semana con nosotros, probablemente hubiese aceptado salir a me­ dianoche a dar unagita por el mar que a buen seguro hu­ biese durado hasta el amanecer. Solamente en una ocasión durante sus primeros días allí, tuve la sensación de que este chico de veinticuatro años, erco pero acom odado, tranquilo, al que todo le resbalaba, � Imperturbable e incorruptible, a quien le pare cían bien tan­ tas cos en la vida, era, de hecho, un anali � zador de personas . y SItuaCIones, frío, sagaz y siem pre en alerta máxima. No había nada impremeditado en lo que decía o hacía. Era ca­ paz de observar a través de todos, y podía hacerlo precisa­ mente porque lo primero que bus caba en la gente era lo que

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había visto en sí mismo y no deseaba que los demás lo vie­ sen. Era un gran j ugador de póquer, lo que escandalizó a mi madre el día que se enteró, que solía escaparse al pueblo un par de noches a la semana a «echar unas cuantas manos». Por este motivo, para nuestra completa sorpresa, había insistido

en abrirse una cuenta bancaria el mismo día en que llegó. Ningu no de nuestros residentes se había hecho nunca una

cuenta bancaria. La mayoría no tenía ni un centavo . Ocurri ó durante una comida en la que mi padre invitó a un periodista que se había interesado por la filo­ sofía en su j uventud y quería demostrar que, a pesar de no haber escrito nunca sobre Heráclito, aún podía debatir so­ bre cualquier cosa bajo el sol. Él y Oliver no hicieron bue­ nas migas . Más tarde, mi padre comentó que era «un hombre muy ingenioso y también muy inteligente», a lo que Oliver le interrumpió diciendo «¿De verdad lo crees, Pro?» , sin darse plena cuenta de que a mi padre, pese a ser de trato fácil, no siempre le gustaba que le contradijeran y mucho menos que le llamasen Pro, aunque no le dio más imponancia. «Sí, eso creo» , insistió mi padre. «Bueno, no estoy muy seguro de estar de acuerdo. Le encuentro un poco arrogante, soso, patoso y ordinario. Utiliza demasia­ do el humor y tiene un gran vozarrón -Oliver imita la seriedad del hombre-, y gesticula de forma ostentosa para atraer a su audiencia puesto que es incapaz de defen­ der una postura con palabras. Lo de la voz es exasperante, Pro. La gente se ríe con su humor, pero no porque sea gra­ cioso sino porque telegrafía su deseo de ser gracioso . Su humor no es más que una forma de ganarse a la gente que no puede convencer. »Si te fijas en él mientras estás hablando, siemp re mira para otro lado , no te escuch a, solamente tiene g�nas de decir cosas que ha ensayado cuando tú hablabas y tIene que soltar antes de que se le olviden » . e intui r la forma de pens ar de e·Cómo podí a nadi a · otro sin que éste estuv iese ya famil iarizado con l a mIsm

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ía alguien percibir tan tos gi­ forma de pensar? ¿Cómo pod iese util izad o con ros enrevesado s en otro s si no los hub anterioridad? iLo que me chocó no fue sólo su asom brosa habil añas y res­ dad para leer a la gente, pa�a rumiar en sus e�tr . su SIno , Idad onal su pers de Isa preC ción gura catar la confi yo capacidad para intuir cosas de la forma exacta en la que lo habría hecho . Al final, esto fue lo que me acercó a él con una fuerza que iba más allá del deseo o la amistad o la atracci ón de comp artir la mism a religió n. « ¿ Por qué no

vamos a ver una peli?», soltó una tarde mientra s estába­ mos todos j untos sentados , como si de repente hubiese caí­ do en la solución de lo que podría haber sido una aburrida tarde en casa. Acabábamo s de dejar la mesa de la cena en

la que mi padre, como solía hacer últimamente, me había estado animando a intentar salir con amigos más a menu­ do, sobre todo por las tardes. Casi lindaba con un sermón. Oliver era aún novato entre nosotros y no conocía a nadie en el pueblo por lo que yo le debí de parecer tan buen com­ pañero de película como cualquier otro. Pero había hecho esta pregunta de una forma demasiado despreocupada y espontánea, como si quisiese hacernos saber a mí y a todos los demás que estábamos en la habitación que no le inte­ resaba demasiado ir al cine y que por lo tanto podía que­ darse perfectamente en casa y revisar sus manuscr itos. La inflexión indiferente de su propue sta, sin embargo, fue un guiño enviado a mi padre: sólo fingía haber tenido esa ocurrencia; de hecho , sin dej ar que yo lo sospe chase , esta­ ba contin uando con el consej o de mi padre en la mesa y se ofrecía a buscar mi propio ben efic io. Sonreí, no por el ofrec imien to, sino por el truco de dob le filo. Inmediatam ente pilló mi sonr isa. Y tras ha­ berla entendi do, me la devolvió, casi hac iéndose burla a sí . mIs mo , con la sensaci ón de que si me dab a algún ind icio c? n el que yo pud iera des cifrar su tram pa, ent onces esta­ na confesando su culpab ilidad; y aun así , negarse a con fe-

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sarlo una vez que le dejé claro que lo había pillado le con­ denaría todav ía más. Por lo que sonrió para demo strarme que sabía que le había pillado pero tamb ién para revelar­ me que era alguie n lo sufici entem ente buen o como para confesarl o y no obstan te poder ir a disfrutar del cine jun­

tos. Toda esa situación me excitó. O quizá esa sonrisa fuese su manera de afrontar mis ataques, como si se tratase de una insinuación tácita de que, a pesar de haber sido sorprendido mientras inten­ taba aparentar una completa naturalidad ante su ofreci­ miento , él también había encontrado algo en mí por lo que sonreír, en concreto el placer astuto, enrevesado y cul­ pable que experimentaba al descubrir tal multitud de afi­ nidades imperceptibles entre ambos. Puede que nada de eso existiese y que yo me lo hubiese inventado todo. Pero los dos sabíamos lo que había visto el otro . Aquella tarde, mientras nos dirigíamos en bici a los cines, yo iba -y no me preocupé por ocultarlo- montado en el aire. Así que, tras tantas perspicacias, ¿no se habría per­ catado de lo que significaba que me hubiese escabullido de su mano de forma tan brusca? ¿Ni tampoco que me in­ clinase sobre su brazo? ¿No sabría que no quería que me dejase marchar? ¿No sintió que cuando comenzó a darme el masaje, mi incapacidad para relajarme era mi último re­ fugio , mi última defensa, mi definitivo pretexto, que no me habría resistido ni por lo más remoto del mundo, sino que era una resistenci a falsa, que era incapaz de resistirme y que nunca iba a querer resistirme a pesar de lo que me hiciese o me pidiese que hiciera? ¿No sabría que, mientras estaba sentado en la cama aquella tarde de domingo en la que no había nadie en casa más que nosotro s dos y le vi entrar en mi habitación para preguntarme por qué no es­ taba con los demás en la playa y decidí no abrir la boca para respon der usando tan sólo un encogimiento de hom­ bros, fue simple mente para no mostra rle que no era cap � de recaba r el suficie nte aire como para hablar , y que SI

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sonido iba a ser para que se conseguía pronunciar un solo ento, una c�sa u otra? me escapase una confesión o un lam ía conseguido hacer­ Nadie jamás, desde mi infancia, hab la alergia», dij� por me pasar un trago así. «Tengo una ma mente la misma. fin. «Yo también», me contestó. Probable viejo osito de Volví a encogerme de hombros. Recogió mi l alg peluche con una mano, se inclinó hacia é y le �usitó. d en el oído. Después, tras girar la cabeza el OSitO haCia mi y modificando su voz me preguntó:



-¿Qué ocurre? Estás enfadado.

Para entonces ya debía de haberse percatado del bañador que llevaba puesto. ¿Lo llevaba más bajo de lo que rige la decencia? -¿Quieres ir a nadar? -preguntó. -Quizá luego -le respondí yo, haciendo uso de su palabra, pero intentando hablar lo menos posible para que no se diese cuenta de que estaba sin aliento. -Vamos ahora. Extendió la mano para ayudarme a levantar. Se la cogí y ocultándole el lado de la cara que daba a la pared para evitar que me viese le pregunté: -¿Debemos hacerlo? Esto es lo más cerca que jamás he estado de decir­ le quédate. Quédate a mi lado. Deja que tu mano vuele hacia donde desee, quítame el bañador y tómame, no haré ningún ruido, no se lo diré a nadie, sabes que la tengo dura y si no lo sabes cogeré tu mano, me la meteré ahora mismo dentro del bañador y dejaré que introduzcas todos los dedos que te apetezca dentro de mí. ¿No se habría enterado de nada de esto? Dijo que iba a cambiarse y salió de la habitación. « e veo ab jo.» Cuando me miré la entrepiern a me perca­ � te, para mi asombro, de que estaba húmeda. . e'Lo habría VIS�O e'p. S eguro que sí. Es por eso por lo que quería que f�ese os a la playa. Es por eso por lo que se fue de mi ha­ bltaclOn. Me golpeé la cabeza con el pulío. ¿Cómo podía

!

??

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haber sido tan descuidado, tan inconsciente, tan estúpido? Por supuesto que lo había notado .

Debía aprender a hacer lo que él había hecho . Encogerme de ho mbros y no preocuparme del fluido preseminal. Pero ése no era yo . A mí nunca se me hubie­ se ocurrido decir «¿Y qué más da si lo vio?». Y ahora él lo sabe.

Lo que

se me había ocurrido pensar es que al­ guien de los que vivían bajo mi mismo techo, que j ugaba a las cartas con mi madre, que desayunaba y comía con no­ sotros, que recitaba por pura diversión las oraciones de ben­ nunca

dición hebreas en las cenas de los viernes, que dormía en una

de nuestras camas, usaba nuestras toallas, compartía nuestras amistades, veía la tele con nosotros durante los días de lluvia cuando nos sentábamos en el salón tapados con una manta porque hacía un poco de frío y nos sentíamos tan cómodos todos apretujados escuchando el repiqueteo de la lluvia con­ tra los cristales, que a alguien más en mi mundo más cerca­ no le pudiese gustar lo mismo que a mí, querer lo mismo que yo, ser quien yo era. Nunca se me hubiese pasado eso por la cabeza ya que aún estaba bajo la ilusión de que, salvo lo que leía en los libros, infería por los rumores u oía por cu­ riosidad en algunas conversaciones subidas de tono, nadie de mi edad podría querer ser hombre y mujer a la vez, con hombres y mujeres . Había deseado a otros chicos de mi edad con anterioridad y me había acostado con chicas. Sin embargo, hasta que él se bajó del taxi y se adentró en mi ho­ gar, nunca me habría parecido ni tan siquiera remotamente factible que alguien tan contento consigo mismo hubiera querido compartir su cuerpo tanto como yo anhelaba ofre­ cer el mío. Con todo eso, dos seman as después de su llegada, todo lo que quería cada noche era que saliese de su habi­ tación, no por la puerta princ ipal, sino a través de las

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��

c n. Quería escuchar cómo puertavent anas de nuestro ba sus alpargatas en el balse a bría n sus ventanal es, perclbu ventanas, que nunca estacon y después el sonido de mis . entr aba en mI h ab·ltaél s ntra mie rse abri al s, da anca tr ban ido a la cam a, ción desp ués de que todos se hubiesen untar y tras deslizarse bajo las sábanas, desvestirme sin preg que podrí� co nseguir que le desea se más de lo que creía mI querer jamás a algui en, se abriese camino dentro de cuerpo suave y dulcement e, con la cordi alidad que un judío le otorga a otro, y después de haber tenido en cuen­ I

ta las palabras que yo habría estado ensayando durante días, Por favor, no me hagas daño, lo que significa ba, Hazme todo el daño que quieras.

Apenas estaba en mi habitación durante el día. En lugar de eso, los últimos veranos había adecuado una mesa circular con una sombrilla en el centro junto a la piscina del jardín trasero . A Pavel, nuestro anterior inquilino esti­

val, le gustaba trabajar dentro de su alcoba y salía de vez en cuando al balcón para echarle un vistazo al mar o fu­ marse un cigarrillo. Antes que él, Maynard también tra­ bajaba en su cuarto. Oliver necesitaba compañía. Al co­ mienzo compartíamos mi mesa pero con el tiempo se habituó a extender una gran sábana en la hierba para tum­ barse encima , flanqueado por páginas sueltas de sus ma­ nuscritos y lo que llamaba «sus cosas» : una limonada, cre­ ma solar, libros, sus alpargatas, unas gafas de sol, lápices de colores y música que escuchaba sin parar con unos au­ riculares, por lo que era imposible hablar con él a no ser que él habla se contigo antes. En ocasiones, cuan do iba al piso de abaj o por la mañ ana con mi libre ta de apun tes o algún otro libro, él ya estaba espatarrado al sol con su ba­ ñador rojo o amarillo y venga a sudar. Íbam os a correr o a nadar y al volver teníamos listo el des ayuno en la mesa. Luego se hab ituó a dejar «sus cosas» en la hierba y a tum-

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barse j usto en el borde alicatado de la piscina, el lugar que denominábamos «el cielo» , una forma corta para decir «esto es el cielo» , y después de comer solía decir «y ahora me voy para el cielo» añadiendo, como broma interna en­ tre los latinistas , «a turrarme» . Solíamos tomarle el pelo por las innumerables horas que pasaba empapado en lo­ ción solar tumbado en el mismo punto exacto. -¿ Cuánto tiempo estuviste esta mañana en el cie­ lo? -le preguntaba mi madre. -Dos horas sin parar. Pero tengo la intención de volver esta tarde prontito para un aturramiento más pro­ longado . Ir al canto del paraíso también significaba estar tu�bado sobre la espalda en el borde de la piscina con una pierna remoj ada en el agua, escuchando los auricula­ res y con el sombrero de paj a en la cabeza. Ahí estaba una persona a la que no le faltaba de nada. N o entendía este sentimiento . Le envidiaba. -Oliver, ¿ estás dormido ? -solía preguntarle cuando el aire de la piscina se había vuelto aletargado y tranquilo hasta la opresión. Silencio . Luego llegaba su respuesta, casi como un suspiro, sin que se moviese un solo músculo de su cuerpo. -Lo estaba. -Perdona. Podía haberle besado todos y cada uno de los dedos del pie en el agua. Después besarle el tobillo y las ro­ dillas. ¿ Cuántas veces me habría quedado mirándole el ba­ ñador mientras el sombrero le tapaba la cara? No se podría ni imaginar en lo que me fij aba. Otra opción era: -Oliver, ¿ estás dormido? U n largo s ilencio. -No . Pensando. -¿ Sobre qué?

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l agua . Los dedos de los pies salían y ent r�ban d� -S obre una inte rpre taci ón que hiZo He1 degger de un fragmento de He rácl ito . . a O cuando ni yo tocaba la guuarra n1 el escu chab cabe za, los auric�lares , aún con el som brero de paj a en la rom pía el silencio: -Elio. -Dime. - ¿ Qué estás haciendo? -Leer. -No, no estás leyendo. -Pensar, entonces. -¿Sobre qué? Me moría por decírselo. -Es privado -le respondía. -¿Así que no me lo vas a decir? -Así que no te lo vay a decir. -Así que no me lo va a decir -refrendaba, pensativamente, como si le estuviese explicando a alguien algo sobre mí. Cómo me gustaba la manera en la que remachab a lo que yo acababa de repetirle. Me hacía pensar en una ca­ ricia, o en un gesto que es totalmente accidental al princi­ pio, pero que se vuelve intencionado la segunda vez y más aún la tercera. Me recordaba la forma en la que Mafald a me hacía la cama cada mañan a, primero doblan do la sá­ bana de arriba sobre la manta, luego volvién dola a doblar para cubrir la almoh ada que estab a encim a de la mant a y una última cuan do volvía a doblarlo todo sobre la colch a -un a y otra vez hasta que me di cuen ta de que arropados entre todos estos dobleces había recu erdos de algo al mis­ mo tiem po piadoso e indulgente, com o el ben eplácito de un instante de pas ión . El silencio de aquellas tardes era siempre discreto y . . hV1ano . -N o te lo voy a decir -le decía. .

,

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-E� tonces me vuelvo a dormir -expresaba él. Me Iba el corazón a cien. Debía de sospecharlo. Silencio profundo de nuevo. Momentos después : -Esto es el cielo . y no volvía a oírle pronunciar otra palabra en al menos una hora. No había nada que me gustase más que estar sen­ tado en mi mesa escudriñando mis transcripciones mien­ tras él estaba tumbado boca abajo haciendo marcas en las hoj as que le recogía cada mañana a la señora Milani, su traductora en B . -Escucha esto -decía de vez e n cuando mien­ tras se quitaba los auriculares, rompiendo con ello el si­ lencio opresivo de aquellas mañanas estivales largas y so­ focantes-. Escucha esta chorrada -y se ponía a leer en alto algo que no podía creer que hubiese escrito unos me­ ses antes-. ¿Tiene algo de sentido para ti? , porque para mI no . ,

-Quizá lo tenía cuando lo escribiste -le dije yo . Recapacitó un rato, quizá midiendo mis palabras. -Eso es lo más tierno que me ha dicho nadie en los últimos meses -dij o de una forma muy honesta, como si le hubiese sobrevenido una revelación repentina y estuviese otorgando a lo que dije un significado mayor del que yo quise implicar. Me sentí enfermo de forma súbita, aparté la mirada y finalmen te pude murmurar lo primero que se me pasó por la cabeza: -¿ Tierno? -pregunt é. -Sí, tierno . No entendía qué tenía que ver la ternura con eso. O quizá no veía con total claridad hacia dónde se dirigía

todo esto y p referí dejar pasar el tema. De nuevo silencio. Hasta la siguiente vez que abriese la boca. Me encantaba cuando rompía el silencio que exis­ tía entre ambos para decir algo, lo que fuese, o para pre­ guntarme qué opinaba sobre X, o si había oído hablar de

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mi op ini ón s �­ Nadie en l a cas a me pre gun tab a jam ás nta de por qu e, bre las cosas. Si aún no se hab ía dad o cue tión de tiem ­ se la daría muy pron to, era tan sólo una cues el resto de po hast a que él cayese en la � ism a c �enta que , es aba que yo era el bebé de la famIlIa. Y aSI con to�o allI � en su tercera sem ana con noso tros pregunta ndo me SI al­ guna vez había oído habl ar de Atha nasius Kircher, Giu­ seppe Belli o Pau l Celan. -Sí, había oído hablar de ellos. -Yo soy casi una década mayor que tú y hasta hace tan sólo unos pocos días no sabía de la existencia de ninguno de ellos. No lo entiendo. -¿Qué es lo que no entiendes? Pap á es profesor universitario. Crecí sin televisión. ¿Ahora lo entiendes? -¿Por qué no te vuelves a poner con tus ruiditos? -dijo mientras hacía como si estuviese arrugando la toalla y tirándomela a la cara. Me gustaba incluso la manera en la que me regañaba. Cierto día, mientras movía mi cuaderno encima de la mesa, tiré accidentalmente un vaso. Se cayó al suelo. No se rompió. Oliver, que estaba cerca, se levantó, lo co­ gió Y lo colocó, no sólo encima de la mesa, sino j unto a mis papeles . No sabía dónde buscar las palabras de agradeci­ mIento. -No tenías por qué -proferí finalment e. Dejó pasar el suficiente tiempo para que yo registrase que su respuesta no iba a ser fortuita o despreocupada. -Quería hacerlo . Quería hacerlo, pen sé yo. Quería hacerlo, me lo imaginé repit iéndo lo ama­ ble, com placien te, efusivo como solía estar j usto ante s de qu e le sob reviniese el mal humo r. Para m í aq uellas tardes que pasá bam os alred edor de la mesa de madera del jardín con el eno rme parasol . som breando de forma Imp erfecta mis pap eles , con el repiY.

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queteo de los hielos en la limonada, el sonido no muy le­ j ano d � las olas besando las enormes rocas y de fondo, provenIente de alguna de las casas vecinas, una emisora de grandes éxitos repetidos una y otra vez de forma entrecor­ t�da y velada, todas estas cosas quedaron enmarcadas para

SIempre en aquellas mañanas en las que lo único que de­

seaba era que el tiempo se detuviese. Que el verano no ter­ minase j amás , que él nunca se alejase, que la música repe­ tida una y otra vez siguiese para siempre, pido muy poca cosa y j uro que no exigiré nada más en la vida. ¿ Qué es lo que quería? ¿Y por qué no podía saber lo que ambicionaba incluso cuando estaba ya lo suficien­ temente preparado para ser tan brutal en mis confesiones? Quizá lo menos que esperaba que me dij ese fuera que no había nada malo respecto a mí, que no era menos humano que cualquier otro j ovencito de mi edad. Me hu­ biese quedado satisfecho y no hubiese pedido nada más si él se hubiera agachado y recogido la dignidad que había arroj ado a sus pies con tan poco esfuerzo. Yo era Glauco y él era Diomedes. En nombre de algún oscuro pacto entre hombres nos intercambiamos las armaduras, la mía de o ro por la suya de bronce. Un cam­ bio j usto . Ninguno de los dos regateó ni mencionó nada de baratij as ni de extravagancias . La palabra « amistad» me vino a la cabeza. Pero la amistad, como la define todo el mundo , me era ajena, algo improdu ctivo que no me importaba en absoluto . En cambio, 10 que yo había querido desde el momen to en que se baj ó del taxi hasta que nos desped imos en Roma era lo que todos los huma nos suplic an a los demás , 10 que hace que la vida sea vivibl e. Tendría que salir de él prime­

ro. Despué s, posible mente, de mí. Exis te una ley en algún lugar que dice que cuando una perso na está totalmente enam orada de otra, es inevita­ amar ble que la otra lo esté tamb ién. Amo r eh a n � llamato amado» , perdona. «El amo r no exim e de amar a qUIen es

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Só lo tie ne s que aguaro. rn Infe el en a esc c an Fr de p al ab ras fuese Yo la ten ía , aunque quizá .est o . za n ra pe es r ne te y r da . el tie mp o. Es pe rar p �ra sIe m pre . lo que he querido todo o tra baj an do en mI S M ien tras est ab a all í sen tad nda po r la � añ an a, ! o que transcrip cio nes en la me sa redQ era su am Ista d, � l cua l­ hu bie se aceptado fin alm ente nÓ , so­ lon loc le, ver y ez� ca la ar ant ? lev qui er cos a. Tan sólo , hm onada. El;var �a lar, som brero de paja , bañ ado r rOJ o lleg ara el dla vista y enco ntrarte allí, Oliv ero Muy pro nto en que mire y ya no estés más en tu luga r. A última hora de la mañan a, los amigo s y vecino s de las casas adyacen tes normal mente se dej aban caer por aquí. Todo el mundo se reunía en n �estro j ardín y luego

todos j untos nos dirigíamos a la playa cercana. Nuestra casa era la que más cerca -¿ E n que.

-En cosas. En volver a Estado s U nidos . En las clases que tengo que impart ir en otoño. En el libro . En ti. ;> -¿ E n mI.' -¿ En mí? -se burlaba de mi modestia. -¿ E n nad·le mas.;> ,

-En nadie más -se quedó en silencio un rato-. Vengo aquí cada noche a sentarme. A veces me paso horas. -¿Tú solo? Asintió . -N o lo sabía. Pensaba que . . . -Ya sé lo que pensabas . Esas noticias me hicieron muy feliz. Había estado ensombreciendo toda nuestra relación. Decidí no insistir sobre eso . -Este lugar será probablemente lo que más eche en falta -y tras una pequeña reflexión-: He sido muy feliz en B . Sonaba como u n preámbulo de despedida. -Estaba observando aquello -continuó mien­ tras señalaba el horizonte- y pensando que en dos sema­ nas estaré de vuelta en la universidad de Columbia. Tenía razón . Yo me había convencido para no contar los días . Al principio porque no quería pensar en cuánto tiempo se quedaría con nosotros ; después porque no quería afrontar los pocos días que le quedaban a mi lado . -Todo esto significa que dentro de diez días, cuando mire hacia este lugar, ya no estarás aquí. No sé qué voy a hacer entonces. Por lo menos tú estarás en otro sitio, donde no hay recuerdos.

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-Qué cosas piens as a veces -ap retó su hom bro contra el mío-. Te irá bien . -Pu ede que sí. Pero pued e que no . Hem os des­ perdiciado tantos días, tantas semanas. -¿D �sperd iciado ? N o sé. Quizá simpl emen te ne. c sltásemos tIempo para averiguar si esto era lo que que­



namos .

-Alguno de nosotr os hace las cosas difíciles a propósito. -¿Yo? Asentí con la cabeza. -Ya sabes lo que estábamos haciendo hace exactamente una noche. Sonrió. -No sé qué pensar sobre eso. -Yo tampoco estoy seguro. Pero me alegro mucho de que lo hiciésemos.

-¿ Vas a estar bien? -metII una mano en sus pan.... S 1,I estarel b len ' lones-. Me encanta estar aquí contigo. Era mi forma de decir que también estaba sie ' feliz allí con él . Intenté imaginarme lo que estarfeliz a significaba para él: feliz al llegar aquí después de imagi.. narse cómo sería esto, feliz trabajando en el cielo durante las calurosas mañanas, feliz yendo en bicicleta a casa de la traductora, feliz perdiéndo se en el pueblo cada noche y volviendo tan tarde, feliz con mis padres y sus labores del almuerzo, feliz con sus compañ eros de póquer y todos los demás amigos que había hecho en el pueblo y en los alre­ dedores y que yo no conocí a. Quizá me lo dij ese algún día. Me preguntaba cuál sería mi lugar en aquella amalga­

,

-

':'¡ ,

,

ma general. M ientras tanto , maña na, si íbam os a darnos un baño matutino pron to , pued e que me volvi ese a atrap ar el hartazgo y el autorrechazo . Me pregunto si uno se acoS­ que tumbra a eso, ° se le acum ula un males tar ta n grande

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en un b ulto de se encu entran man eras de cons olid arlo istía y corte­ sensaci ones con sus prop ios peri odo s de amn mañ ana sía. O quizá la prese ncia del otro, que ayer por la pues parecía casi un intruso, se convierte en indis pens able a nos protege de nuest ro prop io infier no . Así, la mism perso na que nos causa un torm ento por el día nos alivia por la noche .

A la mañana siguiente fuimos a nadar j untos . Eran poco más de las seis de la mañana y el hecho de que fuese tan pronto aportaba a nuestro ej ercicio una calidad ener­

gizante. Más tarde, mientras él realizaba una versión muy personal de hacerse el muerto, quise agarrarle, como ha­ cen los monitores de natación cuando te sujetan el cuerpo de forma tan suave que parecen mantenerte a flote con tan sólo un dedo. ¿ Por qué me sentía más viejo que él en aquel instante? Quería p rotegerlo de todo, de las rocas , de las medusas ahora que era temporada, de Anchise y su mira­

da lasciva cuando va al jardín a poner los aspersores mien­ tras arranca constantemente malas hierbas, incluso cuan­ do llueve, incluso cuando está hablando contigo , incluso cuando amenaza con abandonarnos, parecía sonsacar cada secreto que creías haber escondido agudamente lejos de su VIsta.

-¿ Cómo estás? -le p regunté, imitando la p re­ gunta que me hizo él a mí ayer por la mañana. -Deberías saberlo. Duran te el desayu no, no me podía creer lo que es­ taba hacien do, pero come ncé a partirle la parte de arriba del huevo pasad o por agua antes de que Mafalda intervi­ niese o de que lo hubi ese destrozado con su cuch ara. No había hecho eso por nadi e en mi vida y aun así, allí estab a, asegurán dom e e que ni un troc ito de cásc ara caye se den­ tro del huevo . El esta ba tan feliz con su hue vo. Cuando Mafald a le traj o su polp o diario, yo esta ba muy con tento



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por él. Dicha dom ésti ca. Simp lem ente porque me dej ó ser s u cum bre la noch e ante s .

Pill é a mi pad re miránd om e mie ntr as term ina ba . de abnr la parte de arri ba de su segundo huevo pasado por agua . -L os norteam erica nos nun ca sabe n cóm o hace r­ lo -dije . -Se guro que tiene alguna mane ra . . . -co mentó. El pie que lleg para quedarse encim a del mío por



. de baJo de la m sa me Indicó que quizá debía dejarlo pues . mI p adre pareCla que se olía algo. «No es tonto», me dijo más tarde mientras nos preparáb amos para ir a B .



-¿ Quieres que vaya contigo? -No , será m ejor pasar desapercibidos. Deberías trabajar en Haydn hoy. ¡Luego! -¡Luego! Marzia me llamó aquella mañana mientras él se preparaba para irse. Casi me hace un guiño al pasarme el teléfono. No había ningún rastro de ironía, nada que me recordase, a no ser que me equivocase, y creo que no era el caso, que lo que había entre nosotros era igual de transpa­ rente que una simple amistad. Quizá primero éramos amigos y luego amantes. Pero entonces quizá sea eso lo que son los amantes en realidad.

C uand o recu erdo nues tros últim os diez días j un­ yu­ tos , veo un baño por la mañ ana tem pran o, unos desa un poco nos lentos, un paseo en bici cleta hasta el pue blo, ia tar e, más de trabaj o en el jardín, com idas , sies tas a med desp ues de la trab aj o por la tard e, quizá algo de teni s, esta r os el am or de cena en la piazzetta y por las noches hacíam des plazarnos �n el tal ma nera que par ecía que pud iése mo s que no hub o nI un tiem po . Al rem em orar eso s días, creo s o me nos q ue pasaba mi nu to , apa rte de la media hora má



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glé para esca parm e co n la traducto ra, o cuando me las arre os j unto s . unas horas co n Marzia, en el que no estuvim - 'Cuándo te enteraste d e l o mío? -le pregunté apre­ cierto día. Tenía la esperanza de que dijese Cuando te té el homb ro y casi te desmayas en mis brazos. 0, Cuando hu­ medeciste el bañador aquel dla que estuvimos charlando en

tu cuarto. Algo por ese estilo . -Cu ando te sonrojaste. -¿Yo? Habíamos estado habland o sobre la traducci ón de poesía; era tempran o, durante su primera semana con no­ sotros. Aquel día comenzamos a trabaj ar más pronto de lo

habitual, probableme nte porque ya habríamos disfrutado de nuestra animada conversación mientras ponían la mesa del desayuno bajo el tilo y estábamos ansiosos por seguir

j untos algún tiempo más. Me preguntó si alguna vez había traducido poesía. Yo le dije que sí y le pregunté si él tam­

bién . Me respondió afirmativamente . Estaba leyendo a

Leopardi y se había topado con algunos versos imposibles de traducir. Habíamos estado departiendo sin darnos cuen­ ta de hasta dónde podía llegar la conversación que había empezado por casualidad, pues mientras ahondábamos en el mundo de Leopardi encontrábamos ocasionalmente maneras de sacar a relucir nuestro natural sentido del hu­ mor y nuestro amor por las payasadas. Traduj imos el frag­ mento al inglés, después del inglés al griego antiguo y des­ pués de nuevo a galimatiasinglés y galimatiasitaliano . Los últimos versos del poema «A la luna» de Leopardi eran tan pervert idos que nos causab an unos ataque s de risa enor­ mes cada vez que repetíamos las palabras sin sentido en italiano, cuando de repente hubo un mom ento de silenc io y al alzar la vista para mirarle me estab a obse rvand o direc­ tame nte con aque lla mirada glac ial y vidr iosa que tanto me descon certaba. Hacía esfu erzos para deci r algo y cuan­ do me p �eguntó por qué sabía tantas cosa s, tuve la pres en­ . CIa de ánImo como para decir algo sob re hab er sido el hijo

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de un catedrático. N o siem pre deseaba chu learme de todo lo que sab ía, sob re tod o con algu ien que me inti midab a tan to. No ten ía nada que apo rtar , nada con lo que defen­ derme, nada con lo que emb arrar el terreno entr e ambos ning ún lugar don de esconderme o don de guarecer me. s � ntía com o una ovej a desamparada en medio de la plani­ . Cie seca y ánda del Seren gueti. Aquel la mirada ya no form aba parte de la conver­ sación, ni siquie ra de las bromas sobre la traducción ; las había suplan tado y se había conve rtido en un tema en sí mismo, a pesar de que ningun o quería, ni se atrevía a sa­ carla a colación . Y sí, sus ojos tenían tal brillo que debía apartar la vista y cuando volvía a dirigirla hacia él, la suya no se había movido y seguía aún clavada en mi cara como

M�

si dij ese Así que habías mirado hacia otro lado y ahora vuelves a mirar, ¿eh? ¿ Vas a volver a apartar la mirada pron­ to?, motivo por el que me veía forzado a quitarla de nue­ vo y fingir que pensaba en algo, y siempre estaba buscan­ do algo que decir, de la misma forma que un pez que se está muriendo a marchas forzadas por el calor en un char­ co cen agoso lucha por salir. Debía de saber a la perfec­ ción cómo me sentía. Lo que finalmente me hizo sonro­ j ar no fue la vergüenz a intrínseca del momento en que me di cuenta de que me había sorpren dido intentando aguant arle la mirada , para despué s escabu llirme con l � s ojos a un lugar seguro ; lo que lo provo có fueron las eXCi­ tante s posib ilidades, con todo lo incre íbles que me resul­ taban , de que quizá le gusta se de la mism a forma que él me gustaba a mí. D uran te sem anas confu ndí su mirada fija con una Era sim­ host ilidad desc arad a. Estaba muy equivocado . ido le aguanplem ente la manera en la que un hom bre tím ta la mirada a otro. dos perAl final caí en la cuenta de que éramos las son as más tím idas del mu ndo . . nCiplO . pn el de des ó cal le que Mi padre fue el ún ico .

'

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- 'Te gusta Leopardi? -le pregu nté para romp er el sil encio pero tambi én para sugeri r que había s ido ese tema lo que me había hecho estar en cierta forma distra í­ do dura nte el alto en la conversac ión.

:

-Sí, mucho . A mí también me gusta mucho . S iemp re supe que yo no hablaba de Leopard i . La

-

cuesti ón es, ¿lo sabía él? -Sabía que te incomodaba, pero quería asegurarme. -o sea, que lo supiste todo el tiempo. -Digamos que estaba bastante seguro .

En otras palabras, había comenzado unos pocos días después de su llegada. ¿Así que había sido todo fingi­ do desde entonces ? Y aquellas oscilaciones entre la amis­ tad y la indiferencia, ¿ qué significaban? ¿ Era n uestra for­ ma de seguirnos de cerca con sigilo mientras negábamos hacerlo? ¿O era simplemente una forma tan astuta como cualquier otra de mantenerno s alej ados, con la esperanza de que lo que sentíamos no fuese más que genuina indife­ rencia? -¿Por qué no me diste alguna pista? -dije. -Lo hice. Por lo menos lo intenté. -¿Cuándo? -Una vez, desp ués de j ugar al tenis. Te toqué. Era mi forma de mostrarte que me gustabas. De la mane­ ra en que reaccionaste me hiciste sentir que te había mo­ lestado. Decidí mantener las distancias.

Nuestros mej o res momentos tenían lugar por las tardes . Después de comer subía las escaleras para echar una siesta j usto cuando estaban a punto de servir el café . Luego, cuando los invitados a comer s e habían marchado ya, o se habían retirado a descansar a la habitación de invi­ tados, mi padre o bien se aislaba en su despacho o se iba a . dormIr un rato con mi madre. Para cuando daban las dos,

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un intenso sile ncio se hab ía apo derado de la casa (p arecla ' que tam b len · ' d e todo el universo) , y era interru mp ido de ez en cua ndo p r el arru lo de las palo mas o por los mar­ � � tIllazos de An chls e trab ajan do , pero con cuid ado de no hacer demasi ado ruid o. Me gustaba escuchar cóm o se afa­ nab a por las tard es e incl uso cuan do ocas ionalme nte me desperta ba con algú n golp e o con la sierra o cuan do en­ cend ía la piedr a de afilar cuchillos todos los miércoles , me qued aba con una sensación de paz y tranq uilidad en el mund o, igual que la que sentir ía años después al escuchar en mitad de la noche la sirena para la niebla en Cape Codo A Oliver le gustaba mantene r las ventanas y las puerta­ ventanas abiertas por la tarde, con sólo las finas cortinas de separación entre nosotros y la vida, pues consideraba un crimen obstruir tanta luz natural y ocultar un paisaje así, sobre todo cuando no lo tenías para toda la vida. Lue­ go , los ondulados campos del valle parecían asentarse so­



bre un creciente manto color aceituna: girasoles, viñedos, algo de lavanda y esos modestos olivos achaparrados y en­ corvados , los viej os espantapáj aros que miraban boquia­ biertos a través de la ventana mientras nos tumbábamos desn udos sobre mi cama, el olor de su sudor que era el olor de mi sudor, a mi lado mi hombre- muj er para quien yo era su hombr e-muj er y rodeándonos por todos los la­ dos la colada de Mafal da y el detergente con aroma a ca­ mom ila, que era el aroma de las tórridas tardes de verano en n uestra casa. Recu erdo aque llos días y no me arrep iento de nada , ni de los riesgos, ni de la vergüenza, ni de la falta to­ or es tal de pers pect iva. Las formas líricas del sol, los e ? � baJO el ln­ campos de plan tas altís imas que se tambaleaban de madera, tens o calo r del med iodía, los cruj idos del suelo strados suave� o el chi rrido de los cen icer os de barro arra las veces de mI me nte sob re la losa de má rmo l que hacía tado , pe�o no me me sita . Sabía que ten íamos el tiem po con . , lgla todo dlf se de n dó ia hac ía atrevía a con tarlo, ya que sab

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aquello, no me preocupaba por leer los mojones. Aquélla fue la época en la que de forma intencionada dej é de arrojar miguitas de pan para la vuelta; en lu?ar de eso, me las comí. Podía resultar ser un completo bicho raro; po­ día cambiarme o arruinarme para siempre mientras que el tiempo y los cotilleos desvelarían todo lo que ocurrió entre nosotros y lo rumiarían todo hasta que no queda­ sen nada más que espinas. Puede que echase en falta ese día, o puede que me fuese mucho mej or, pero siempre sabré que durante aquellas tardes en mi habitación viví mi momento. En cambio, cierta mañana, me desperté y contemplé todo B. cubierto de nubes oscuras y bajas que se movían muy rápido por el cielo. Sabía perfectamente qué presagia­ ba. El otoño estaba a la vuelta de la esquina. Unas pocas horas después, las nubes se habían di­ sipado del todo y el tiempo, como si intentase resarcirse de su pequeña broma, parecía haber eliminado cualquier posibilidad de otoño de nuestras vidas y nos otorgó uno de los mejores días de la temporada. Sin embargo yo había tomado buena cuenta de la advertencia y, al igual que se dice de los j urados que oyen una evidencia inadmisible justo antes de ser puesta en el archivo, me di cuenta de que vivíamos con el tiempo prestado, que el tiempo es siempre prestado y que la empresa de préstamos nos cobra prima j usto en el momento en el que estamos en la peor situación para pagar y necesitamos pedir más prestado. De repente, comencé a hacer fotos mentales de él, a recoger las migas de pan que habían caído de la mesa y las guardé en mi escondrijo y para mi vergüenza, hice una lista: la roca, el muro, la cama, el sonido del cenicero. La roca, el �uro, la cama . . . Ojalá fuese como esos soldados de las pe­ hculas que, cuando se quedan sin balas, arrojan lej os sus armas, como si ya no las pudiesen volver a usar para nada, o como los fugitivos en un desierto que, en lugar de racio­ nar el agua de la calabaza, ceden ante la sed y se la beben

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a trago s y luego tiran la calabaza en cua lqu ier siti o. En lu­ g r de eso , yo almace naba cosas pequeñ as para que, en los dlas de vacas flacas que vendrían, esos bril los del pasado me . devolvIeran el calo r. Comencé, de mala gan a, a rob ar dinero al presente para pagar las deudas que sabía que iban a llegar en el futuro. Esto , sabía, era un crimen tan malo com o cerrar las pue rtaventanas durante las tardes soleadas. Pero también sabía que en el mundo supe rsticioso de Mafalda, anticipar se a lo peor era una forma segura de prevenir que ocurriese. Cuan do fuim os a pasea r una noche y me dij o que p ronto se i ría a casa, me di cuent a de lo inútil que había sido mi supues ta previsi ón. Dos bombas nunca caen en el mismo lugar; ésta, a pesar de todas mis premon iciones" cq¡:�;: lló j usto sobre mi escondite. _ :, '



o liver se iría a Estados U nidos la segunda semana­ de agosto . Pocos días después de que empezase el mes, dij o que quería pasar tres días en Roma y utilizar ese tiempo para trabaj ar en el borrador final de su manuscri­ to j unto al editor italiano. Después, volaría a casa. ¿Quería acompañarle? Dije que sí. ¿Debía preguntar a mis padres antes? No hacía falta, nunca dirían que no. Ya, pero ¿ no deberían . . . ? No deberían. Al enterarse de que Oliver se iba a marchar an­ tes de lo previsto e iba a pasar unos días en Roma mi madre preguntó --con el permiso del cauboi, por supuesto- si yo le quería acompañar. Mi padre no se opuso . . IneceS a ¿Iba ta. male la r hace a ó ayud me re Mi mad tar una chaqueta por si acaso el edito r nos llevaba a cenar? ­ No habría cenas . Además , ¿por qué iba a pedir acompañar cargar sólo les? Aun así, pensó ella, debía llevar una . Quería. edad . Haz con una mochila, viaj ar como lo hacen los de mI vaciar la mo­ lo que qui eras . De todas formas, me ayudó a que no e?trab� chaa y a volver a hacerla cuando quedó claro dos o tres dlas. NI todo lo que que ría meter. Sol amente vas

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Oliver ni yo habíamos precisado acerca de los últimos días juntos. Mi madre nunca sabrá lo mucho que me dolió aque­ llo de «dos o tres días». ¿Sabíamos en qué hotel nos íbamos a quedar? La pensión no sé qué o algo así. No había oído nun­ ca hablar de ella, pero qué iba a saber ella, dijo. Mi padre sí lo sabía. Hizo las reservas él mismo. Es un regalo, dijo. Oliver no sólo empaquetó él mismo su macuto, sino que el día que íbamos a coger el direttissimo hasta Roma se las arregló para que su maleta quedase situada en el lugar exacto de la habitación en el que la había colocado yo el día que llegó. En aquella ocasión había visualizado el mo­ mento en que me devolvería la habitación y ahora me pre­ guntaba cuánto estaría dispuesto a dar con tal de volver atrás en el tiempo hasta aquella tarde a finales de junio, cuando le escolté en la presentación de rigor por nuestras propiedades y cuando, una cosa llevó a la otra, nos acercamos al solar cal­ cinado j unto a las vías abandonadas donde me dio mi pri­ mera dosis de los numerosos jLuego! Cualquiera de mi edad aquel día hubiese ido a echar una siesta antes que caminar hasta los límites más alejados de nuestra propiedad. Obvia­ mente, yo ya sabía lo que estaba haciendo. Toda la simetría, o debía decir vacío, de aquella habitación aparentemente saqueada hizo que se me for­ mase un nudo en la garganta. Me recordaba menos a una habitación de hotel en la que esperas a que el botones te ayude a baj ar las maletas después de una estancia maravi­ llosa que ha tenido que terminar antes de tiempo, que a una habitación de hospital que ha sido vaciada de tus per­ tenenc ias , mientras que el siguien te pacien te, al que aún no han ingresado, aguarda en la sala de emerge ncias de la misma forma que esperaste tú una seman a antes. Esto era una prueb a para nuest ra despe dida defi. . nltlva . C omo observar a algui en con un respirador antes de que lo apaguen días desp ués. Estaba feliz porque me iban a devolver la habitación. En mi/su alcoba, sería más fácil recordar nuestras noch es.

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No, p refe ría man tene r mi cuarto actu al . Así, por lo men os, podía fingi r que aún él estab a en el suyo y si no estaba allí es que todavía estab a fuer a como ocurría fre­ cuen temente dura nte aquellas noches en las que yo conta­

ba los minutos, las horas, los sonido s. Cuand o abrí su arma rio me percaté de que había dejado un bañad or, unos calzon cillos, sus pantal ones chi­

nos y una camisa limpia colgada de una percha . Reconocí la camisa. Ondulan te. y reconocí el bañador. Rojo. Lo re­

servaba para cuando fuese a darse el último baño aquella mañana. -Tengo que decirte algo acerca de este bañador -dije después de cerrar la puerta del armario. -¿ Decirme qué? -Te lo diré en el tren -pero se lo dij e de todas maneras-o Prométeme que me dejarás quedármelo cuan­ do te vayas. -¿Eso es todo ? -Bueno, póntelo m ucho hoy y no nades con él. -Enfermo y retorcido. -Enfermo, retorcido y muy, muy triste. -Nunca te había visto así.

-Tamb ién quiero a Ondulan te. Y las alpargatas. y las gafas. Y a ti . En el tren le hablé sobre el día en que pensamos que se había ahogado y cómo estaba dispuesto a pedirle a mi pa­ dre que reclutara a todos los marineros posibles para bus­ carle y que cuando le encontrasen, encenderíamos una pira en la orilla, mientras que yo cogería un cuchillo de Mafalda para arrancarle el corazón, pues aquel corazón y �q �ella ca­ misa eran todo lo que enseñaría durante toda mI vlda'

l!n

corazón y una camisa. Su corazón envuelto en una camIsa húmeda, como el pez que trajo aquel día Anchise.

Parte 3 EL

SíNDROME D E

SAN CLEMENTE

Llegamos a la estación Termini hacia las siete de la tarde del miércoles. El ambiente estaba muy cargado. Daba la sensación de q ue acababa de pasar un temporal por . ��ma que no habla, sIdo c�paz de llevarse consigo la sensa­ Clon de bochorno que reInaba. El crepúsculo llegaría en apenas una hora y las farolas brillaban coronadas por unos halos densos, mientras que los escaparates parecían estar iluminados y tintados con colores resplandecientes de pro­ pia creación. La humedad se aferraba a todas y cada una de las frentes y las caras. Quería acariciar su rostro. No podía esperar a llegar al hotel para pegarme una ducha y tirarme en la cama, incluso sabiendo que, a no ser que tuviésemos un buen aire acondicionado, no iba a sentirme mucho me­ jor después de la ducha. También me gustaba el ambiente lánguido que se respiraba en la ciudad, como el brazo de un amante cansado y tembloroso apoyado sobre tu hombro. Quizá tuviésemos balcón. Me iría bien uno. Sen­ tarnos en los escalones de mármol frescos y ver cómo se pone el sol en Roma. Agua mineral. O cerveza. y algunos aperitivos para picotear. Mi padre nos había reservado uno de los hoteles más lujosos de Roma. Oliver quiso coger el primer taxi. Yo, en cambio , prefería el autobús. Anhelaba los autobuses atestados. Que­ ría entrar en uno, abrirme paso entre la muchedumbre su­ dorosa mientras él se abría paso detrás de mÍ. Pero tras varios segundos dando saltitos en el interior, deci�imos apear�os. Era dem asiado auténtico, brom eam os. DI marcha arras a través de la aglo meració n furio sa de gente que iba c�mino ndo . de sus casas y que no ente ndí a qué estábamos haCIe

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«E non chiede Me las arreglé para pisarle el pie a una seño ra. tó a los manco scusa, y ni siqui era me pide discul pas», musi de entrar a que se encontraban a su alrededor que acababan empujones en el auto bús y no nos dejaban salir. Fin almen te cogim os un taxi . Al observar el nom­

bre del hotel y escucharno s habla r en inglés , el taxista co­ menzó a hacer unos extrañ os giros . «Inutile prendere tante scorciatoie, no hace falta que tomes tantos atajos. No tene­ mos prisa», le dije en el dialecto roman o.

Para nuestro regocijo, la mayor de nuestras habita­

ciones tenía tanto un balcón como una ventana y cuando abrimos las puertaventanas, observamos cómo las múltiples cúpulas de las numerosas iglesias reflejaban baj o nosotros la luz del sol al atardecer. Alguien nos había enviado un ramo de flores y un cuenco lleno de fruta. La nota era del editor italiano de Oliver: «Ven a la librería a eso de las ocho y me­ dia. Trae el manuscrito. Hay una celebración preparada para uno de nuestros autores. Ti aspettiamo».

N o teníamos ningún plan aparte de ir a cenar y deambular por las calles después. -¿ Estoy invitado yo? -pregunté un poco incó­ modo . -Ahora ya sí -contestó . Cogimos el cuenco de fruta que estaba j unto al te­ levisor y comenzamos a pelarnos higos el uno al otro . Dij o que s e i b a a duchar. Cuando l e vi desnudo, me desnudé de inmediato también. -Sólo un segundo -dije mientras nuestr os cuer­ pos se tocaban . Me encan taba el sudor que eman aba de su cuerpo-. Ojalá no te tuvie ses que lavar . Su olor me recordaba al de Mania y, como d de ella, . tambIén parecía exudar ese aroma a piélago de la orilla du­ rante los días que no hay nada de viento en las playas y todo lo ue puedes oler es el perfume crudo y seco de la arena que­ mandase. Me encantaba el salitre en sus brazos, en sus hom­ bro s, en su esp ina dorsal. Aún eran una novedad para mí.



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-S i no s aco sta mo s aho ra, no ire mo s a la presen­ ., . taclo n del hbro . Aquella s pal abras, dichas durante un éxtasis tal que parecía que nad ie nos lo arre bataría jam ás, me traj e­ ron de nuevo a aque lla habi tación de hotel y a la tarde ca­ luro sa y húm eda, en la que está bam os los dos tota lmen te desnud os apoyand o los brazos sobre el alféizar de la ven­ tana , exami nando aquella pausada e insoportable tarde ro­ mana , ambo s con olor al comp artimento mal ventilado de un tren con destin o al sur que estaría probablemente acer­ cándose a Nápoles y en el que habíamos dormido, mi cabe­

za apoyada en la suya sin ocultarnos de los demás pasajeros . Mientras nos inclinába mos sobre el aire vespertin o, me percaté de que quizá no se nos volviese a presentar algo así jamás y aun así, no me lo podía creer. Él debió de pensar lo mismo, al tiempo que contemplábamos las vistas tan mag­ níficas de la ciudad, fumando y comiendo higos, hombro

con hombro , queriendo hacer algo que marcase un mo­

mento así, y es por eso por lo que, guiado por un impulso que en aquel momento no pudo resultar más natural, de­ jé que mi mano le agarrase el culo y comencé a introducir­ le el dedo corazón mientras me decía «Si sigues haciendo eso, date por seguro que no va a haber fiesta»» . Le dije que me hiciese un favor y que mientras seguía mirando por la ventana se inclinas e un poco hacia delante hasta que, una vez hube introd ucido mi dedo por compl eto, comencé a planear: p uede que empe cemo s pero de ningu na manera vamos a termi nar, luego iremos a ducharnos, saldremos y nos senti remos como dos exhib icion istas, como unos ca­ bles que sueltan chisp as cada vez que se rozan lo más mí­ car­ nim o . Mirarem os las viejas caso nas y querremos acer ina, y nos a todas ; pasarem os j unto a una farola en la esqu por de­ com o un perro, querremos marcarla; desfilaremos . agUj ero el lante de una gale ría de arte y buscaremos el que no hIZO des nudo ,' cruzare mo s las miradas con alguien enc on tra' b am os má s que son reír e n la direcc ión que nos



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esa pers ­ y comenzaremo s a urdi r un plan para desn �dar a � mas hay que es SI os, am a o ella, a o él, na y preguntarle a de una, que si le gustaría tomar la pnm era copa con no.so­ tros , o ir a cenar , o lo que fuese . Enco ntraremo s a CupI do en todos los l ugares de Roma p ues cortam os una de sus



alas para forzarle a volar en círcu los. No nos habíamos duchado j untos nunca. Ni siquiera habíamos estado j untos en el mism o baño. -No te pongas rojo -le dije-, pero quiero mirar.

Lo que vi me movió un poco a la compasión por él, por su cuerpo, por su vida, pues de repente parecía muy frá­ gil y vulnerable.

-Nuestros cuerpos ya no guardarán ningún secre­ to para el otro -dije mientras llegó mi turno y me senté. Él se metió en la bañera y estaba a punto de en­ cender la ducha. -Quiero que me veas tú a mí -dij e. Hizo más que eso. Salió de la ducha, me besó en la boca y observó todo el proceso a la vez que me masaj eaba y me apretaba el estómago con la palma tersa de la mano. No quería que hubiese ningún secreto, ningún fil­ tro, nada entre nosotros. No tenía ni idea de que si solta­ ba las sogas de franqueza que nos ataban más fuerte cada vez que j urábamos mi cuerp o es tu cuerp o era también por­ que me divertía reavivar el pequeño farol de la vergüenza olvidada. Proyectab a un sobrio resplando r precisame nte en el lugar en que una parte de mí hubiese preferid o algo de oscuridad . La vergüe nza llegaba j usto despué s de la in­ medi ata confia nza. ¿ Podría perdurar una vez que se agota­ ba la indecencia y nuest ros cuerp os se habían qued ado sin nuevos trucos? No sabía que hubie se realiz ado la pregu nta, así como no estoy segur o de pode r respo nderl a hoy. ¿ Estáb a­ mos pagando nuestra intim idad con una mon eda errón ea? ¿ O es el producto deseado y da igual dónd e lo en­ cuen tres, cóm o lo cons igas, cuán to pagu es por ello en el

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mercado negro , o gris, o con impuestos, o libre de impues­ tos, o bajo mano, u honradamente? Todo lo que sabía es que no tenía nada más que ocul­ tarle y jc:más me había sentido tan libre o seguro en mi vida. Ibamos a estar j untos y solos durante tres días, no conocíamos a nadie en la ciudad, yo podía ser cualquiera, decir lo que quisiese, hacer lo que file apeteciese. Me sen­ tía como un prisionero de guerra que acababa de ser libe­ rado por un ej ército invasor y que le habían informado de que podía irse a casa, sin ningún papeleo, sin tener que in­ formar sobre nada, sin preguntas, sin autobuses, sin pasar puertas, sin la necesidad de esperar cola para que le diesen ropa limpia, tan sólo comenzar a caminar. N os duchamos. Nos vestimos con la indumentaria del otro. Nos pusimos la ropa interior del otro. Fue idea mía. Quizá todo aquello le aportó una nueva bocanada de tontería, de j uventud. Quizá él ya había hecho algo así años antes y esta­ ba haciendo los últimos pinitos previos a su viaje de vuel­ ta a casa. Quizá estuviese siguiéndome el j uego. Quizá no lo hubiese hecho j amás con nadie y yo había aparecido en el momento j usto. Cogió su manuscrito, sus gafas de sol y cerramos la puerta de la habitación de hotel. Como dos cables activos. Salimos del ascensor. Amplias sonrisas para todos. Para el personal del hotel. Para el vendedor de flores de la calle. Para la chica que trabaj aba en el quiosco de prensa . Sonríe y el mundo te sonreirá. -O liver, soy feliz. Me miró con asombro. -Simplemente estás cachondo. -No , feliz. De camino nos encontramos con una estatua humana de Dante cubierta con un manto rojo, con una nariz agui­ leña muy exagerada y un gesto despreciativo dibujado en to-

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las gafas con dos sus rasgos. La toga y el gorro rojos así com o aportaban una montura de madera extremadame nte gruesa con­ a su ya de por sí severo gesto el aspecto marchito de un fesor implacable . Una mult itud se había aglut inado alrede­ dor del gran bardo que permanecía rígido en la acera, con los

brazos cruzados de manera desafi ante, todo el cuerp o muy tenso, como un hombre que espera a Virgilio o a un autobús atrasado . En cuanto algún turista arrojab a una moned a a un libro antiguo y ahuecad o, él simulab a el aire atontad o de

un Dante que acababa de estar espiando a su Beatriz, mien­ tras ésta paseaba por el Ponte Vecchio, estiraba su cuello vi­ perino y vociferaba como si fuese un actor callejero escu­

piendo fuego,

Guido, vorrei che tu e Lapo ed io

fossimo presi per incantamento, e messi ad un vascel eh 'ad ogni vento per mare andasse a voler vostro e mio. Guido, deseo que tú, Lapo y yo seamos de un encantamiento presos, en un suelto bajel depositados y dirigidos sólo por nuestros pensamientos. Cuánta verdad, pensé. Oliver, deseo que tú y yo y t?dos a los que hemos tenido cariño pudiésemos vivir para sIempre en una casa . . . Tras musitar esos versos en voz baj a, volvía a ad­ . . q �lflf lentamente su actitud resplandeciente y misantró­ pIca hasta que otro turista le echase una moneda.

E io, quando '1 suo braccio a me distese,

ficca i' li occhi per lo cotto aspetto, 51 che '1 viso abb rusciato non difese la conoscenza süa al mio 'ntelletto; e chinando la man o a la sua foccia, risp uosi: «Siete voi qui, ser Brunetto?».

1 97

y yo, viendo que tendíame su brazo, observé el rostro abrasado por completo, sin lograr sus heridas impedirme reconocer al instante a aquel sujeto; y extendiendo hasta su frente la mano, pregunté, « ¿Estáis aquí, señor Brunetto?». La misma mirada despreciativa. El mismo semblan­ te. La muchedumbre se dispersó . Nadie parecía reconocer el pasaj e del «Canto xv» del «Infierno» donde Dante se en­ cuentra con su antiguo maestro, Brunetto Latini. Dos esta­ dounidenses que consiguieron finalmente rescatar un par de monedas de la mochila le echaron a Dante un puñado de moneditas. La misma mirada ceñuda y cabreada:

Ma che ciarifrega, che ciarimporta si l'oste ar vino cia messo l'acqua: e noi je dimo, e noi jejamo, «ciai messo l'acqua e nun te pagamo» . Qué nos importa, por qué nos iba a preocupar si el posadero aguó nuestro vino. simplemente le diremos, y le repetiremos: «T Ú le añades agua y nosotros no pagamos» . Oliver no entendía por qué todo el mundo se había echado a reír ante los desventurados turistas. La razón era que estaba recitando una canción de borrachera romana y, a no ser que la conozcas, no es gracios � . . Le dije que le mos traría un atajo a la hbrena. No le impo rtaba camin ar much o. . . -d 1o larg ino cam el ar tom mos ería deb uizá -Q ,

j o-, no tene mos pnsa . -El mío es mej or -come nté.

1 98

Oliver esta ba nervIO SO e lnS lStl O . nté final-¿ Hay algo que deb ería sabe r? -p regu •







I

me nte.

e la Pens é que era una man era disc reta de darl b a mol es­ opo rtu nida d de com enta rme algo que le esta dría tand o . �· Era algo con lo que no estab a a gusto ? ¿Ten · S ' r que ver con el edito r? ¿Con otra perso na? ¿ � na mI p � senci a? Yo me sé cuida r solo perfe ctam ente SI p refier es lf

por tu cuent a. De repen te se me ocurr ió qué le podía estar mole stand o . -Allí seré el hij o del catedrá tico que se te ha acopl ado . -No se trata de eso, tú, ganso. '� -¿ Entonces que.

Mientras caminábamos me rodeó la cintura con el brazo . -Esta noche no quiero que nada cambie o se interponga entre nosotroS. -¿ Y quién es el ganso? Me observó durante un rato . Decidimos ir por donde había dicho yo , cruzando la píazzetta Montecitorio hacia el Corso. Luego subimos por vía Belsania. -Por aquí es por donde empezó . -¿ E l qué? -Eso.

-¿Y por eso querías venir por aquí? -Co ntigo . Ya le había contado la histor ia. Hace tres años, un joven , probablemente el ayudante del frute ro o un chico de los recados, que baj aba en bicicleta por un cami no muy es­ trecho con el delantal pues to , se me quedó mira ndo a la cara, yo le aguanté la mirada, sin sonreír, con un mat iz de preo cupació n, hasta que pasó de largo. Y lueg o hice lo que esperaba que ot ros icie sen en esos caso s. Esp eré unos se­ . gundo s, y me gué . El había hecho exactamente lo mis mo .



1 99

Yo no p:ocedía de un a familia en la que se hablase con ex­ traños. El, por lo vis to, sÍ. Giró la bic icleta a toda velocidad y ped aleó has ta que llegó a mi altura. Pro n unció unas pocas pal abras par a ent abla r una ágil conversació n. Le re sultaba muy fáci l. Preguntas, preguntas y más pregu ntas con el fin de que fluyese el colo quio , mien tras que yo aún no había podi do deci r ni «sí» ni «no» . Me dio un apretón de manos, pero era claramen te una excu sa para tocarme. Desp ués me rodeó con el brazo y me oprim ió contra él, como si estuvié­ semos contándon os una broma que nos hacía reír y que nos acerca ba más el uno al otro . ¿ Quería que nos viésemos en un cine cercano, quizá? Negué con la cabeza. ¿Quería acom­

pañarle a la tienda pues el jefe es probab le que ya se hubie­ se ido? Asentí. Hizo todo esto sin soltarme la mano, estru­ j ándomela, apretándo me el hombro, cogiéndom e la nuca

con una s onrisa compasiva y condescendi ente, como si ya se hubiese dado por vencido pero no estuviese dispuesto

a rendirse aún. ¿ Por qué no? Siguió preguntándome. Podría haberlo hecho, fácilmente, pero no 10 hice. -He rechazado a tantos . Nunca perseguí a ninguno. -Me perseguiste a mÍ. -Me dej aste.

Via

F rattina, vía Borgogna, vía Condotti, vía de/le

Carrozze, de/la Croce, vía Vittoria. De repente me encanta­ ban todas. Cuando nos acercábamos a la librería, Oliver me dijo que siguies e solo, que debía hacer una ll�mada. od a haber llamado desde el hotel. O tal vez neceSI taba p nvaCI­

� �

dad. Así que seguí cami nand o, me paré en un bar a com­ prar cigar rillos . Cuan do llegué a la librería que tenía una enorme puerta de cristal y dos bustos r� man os de arro sentl ner­ apoyados en dos peanas con apariencia anticuada, puerta e vios. El sitio estab a lleno y a través de la gruesa ' VIS po d la cristal, con uno s ado rnos austeros d e b ronce, se , pare�lan que lo o iend com ltos adu de tío gen un a lumb rar tro de la nenser unos pastelil los de mazapán. Alguien den



?

200

da me vio husmeando por allí y me indicó que entrase. Agi­ té la cabeza, indicándole con el dedo índice que estaba es­ perando a alguien que subía en esos momentos por la calle. Pero el dueño o el asistente, como si fuese el encargado de un club, sin pisar la acera, abrió la puerta de par en par con el brazo extendido y la mantuvo allí, casi ordenándome que entrase.

«

Venga, su, venga», dij o con las mangas de la cami­

sa remangadas hasta el hombro . La lectura aún no había co­ menzado pero la librería estaba llena hasta arriba, todo el mundo fumaba, hablaban en alto, hojeaban las novedades, y sostenían una pequeña copa de plástico con lo que pare­ cía whisky escocés. Incluso la galería del piso de arriba, cuya barandilla estaba cubierta por los codos desnudos y los

an­

tebrazos de varias mujeres, estaba abarrotada. Reconocí

al

autor inmediatamente. Era el mismo que nos había firma­ do a Marzia y a mí un ejemplar de su poemario, Se ¡'amore. No paraba de dar la mano a la gente. Cuando pasó j unto a mí, no pude evitar extender el brazo para saludarle y decirle lo m ucho que había dis­ frutado leyendo sus poemas. ¿ Cómo es que había leído sus poemas si el libro aún no había salido? Alguien más oyó su pregunta. ¿ Me echarían de la tienda por impostor? -Lo compré en la tienda de

B. hace unas semanas

y fuiste muy amable y me lo firmaste. Dijo recordar aquel día. - Un vera jan -añad ió sonoram ente, para que los que estaban a mayor distan cia pudies en oírle. -Tal vez no es un fan, a esta edad es más común llama rlos group ies -añ adió una señora mayo r con bocio y colores chill ones que le hacía n pare cer un tucá n. -¿ Qué poem a te gustó más ? -Alfredo , pareces un profe sor en un exam en oral -b romeó una muj er de treinta y tant os . - ólo quería sabe r qué poem a le gust ó más . No . hago nlngun daño al preguntar, ¿no ? -se que jó en broma con una exaspe raci ón tem blo rosa en su voz.



20 1

D ur�nte un ins tante pen sé que la mu jer que hab ía . salt do en mI defens a me hab ía sacado del apu ro . P ero me , . equIvoque . -B uen o, pues dim e -cont inuó-, ¿cuál es? -El que hab la de la vida en San Clemente. -El qu� habla del amor en San Clemente -me co­ . . rngló pero medItando sobre la profundidad de ambas fra­ ses-. «El síndrome de San Clemente.» ¿Y por qué? -me preguntó, mirándome fijamente. -Por Dios, deja al pobre chico en paz, · vale? Ven

» ' Cómo me prefi eres, hom b re o mUJ er. , me preol gunt ó, c mo si uno p udie se elegi r su cami no en el árb .



filogen ético .

220

»No sabía qué respu esta darle . Dese aba decir que com o am­ le quería intermed io, así que dij e que la quería bos , com o algo entre los dos . »Parecía desc once rtado . »Chic o malo, me dij o , como si por prime ra vez aquell a noche me las hubie se arregl ado para conse guir

asom brarle con algo depravado . »Cuando se levantó para ir al baño me percaté de que era una mujer con un vestido y tacones. No p ude evi­ tar quedarme mirando la preciosa piel de sus lindos tobillos. »Sabía que me había vuelto a pillar y comenzó a reírse de forma j uguetona. »¿Me vigilas el bolso ? , me p reguntó . Debió de pensar que si no me pedía que le cuidase algo, era p roba­ ble que pagase la cuenta y me fuese del bar. »Esto, en pocas palabras, es lo que yo llamo "El síndrome de San Clemente". Hubo un aplauso y fue un aplauso muy sentido y cariñoso . No sólo nos gustó la historia, sino el hombre que la contaba. -Evvíva ílsíndromo dí San Clemente --gritó Straor­

dinario-fantastico. -Síndromo no es masculino, es femenino : la sín­ drome -le corrigió alguien que estaba sentado a su lado . -Evvíva la síndrome dí San Clemente -adamó

otra persona que estaba deseosa de gritar algo . Él, j unto con algunos más, había llegado muy tarde a la cena gri­ tando con un buen acento romano Lassatece passa, déjanos pasar, al dueño del restaurante como forma de anunciar a sus amigos su llegada. Hacía mucho tiempo que todo el mundo había comenzado a comer. Había cogido un des­ vío erróneo con el coche cerca del Ponte Milvio. Después no pudo encontrar el restaurante. Como resultado se per­ dió los dos primeros platos. Ahora estaba sentado al final de la mesa y a él, al igual que a los demás que habían veni­ do con él desde la librería, le sirvieron el último queso que

22 1

que daba. �omp �nsó toda la com ida que se hab ía perdid o con dem asIado vIno . Hab ía escuchado la mayoría del dis­ curso del poeta sobre San Clem ente. -C reo que toda esta clementización -dijo- es encan tadora, aunq ue no llego a comp render cómo tu me­ táfora pued e ayuda rnos a enten der quién es somo s, qué q�eremo s, adónde no � dirigim os de distint a forma que el vIno que estam os bebIen do. Sin embargo, si el trabajo de la poesía, al igual que el del vino, es ayudarnos a ver doble, entonces propon go hacer otro brindis hasta que hayamos bebido tanto que veamos el mundo con cuatro ojos y, si no tenemos cuidado, hasta con ocho. Evviva! -le interrumpió Amanda, brindando con el recién llegado, en un intento desesperado por ha­ cerle callar. -Evviva! -brindaron todos los demás. -Más te vale que vuelvas a escribir otro libro de poemas, y pronto -dijo Straordinario-fantastico. Alguien sugirió ir a una heladería cercana al res­ taurante. No, saltémonos el helado, vayamos a tomar un café. N os apelotonamos en los coches y nos dirigimos ha­ cia el Panteón a través del Lungotevere. En el coche era feliz. Pero seguía pensando en la ba­ sílica y lo parecido que era a aquella tarde en la que una cosa llevó a otra y esa otra a algo totalmen te imprevisto y justo cuando pensabas que había terminado el ciclo, algo nuevo surgía y después algo más, hasta que te dabas cuenta de que era fácil que te encontrases en el punto de partida, justo en el centro de la vieja Roma . Hace un día habíamos ido a na­ dar bajo la luz de la luna. Ahora estábamos allí. En pocos días él se habría ido. Ojalá volviese después de un año. Puse mi brazo sobre Oliver y me apoyé sobre Ada. Me quedé dormido . Eran ya más de la una de la mañ ana cuando llega­ mos al Cafre Sant 'Eustachio . Pedimos café para to dos. Pen­ asé que entendía por qué todo el mundo sen tía total admir -

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ció n por el café de Sant'Eustachio; o qui�á � u� ría pensar que lo entendía, pero no estaba seguro. NI sIquIera estaba seguro de que me gustase. Quizá no le gustase a nadie más, pero se sentían obligados a seguir la opinión general izada y a afirmar que ellos tampoco podían vivir sin él. Había una multitud de bebedores de café, de pie y sentados, por toda la afamada cafetería romana. Me encantaba observar a esa gente tan ligera de ropa tan cerca de mí y compartiendo las mismas cosas básicas: el amor por la noche, el amor por la ciudad, el amor a su gente y un deseo ardiente por copular con cualquiera. Amor por cualquier cosa que previniese la disolución de los grupitos que se habían formado allí. Des­ pués del café, cuando el grupo consideró que debían sepa­ rarse, alguien dijo: «No, no nos podemos despedir aún». Otra persona sugirió un pub cercano. La mejor cerveza de Roma. ¿Por qué no? Así que nos dirigimos por una calle­ juela estrecha y larga en dirección a Campo de'Fiori. Lucia caminaba entre el poeta y yo. Oliver, que hablaba con dos de las hermanas, iba detrás de nosotros. El anciano había entablado amistad con Straordinario-fantastico y estaban ambos dialogando sobre San Clemente. -¡Vaya metáfora de la vida! -dijo Straordinario­ fantastico. -¡Por favor!, no hace falta exagerar las cosas. Que si la clementización por aquí, que si la clementización por allá. Tan sólo era una figura retórica -exclam ó Falstaff, quien probabl emente ya hubiese tenido bastant e de su ahijado para toda la noche. Al percatarme de que Ada iba sola, me quedé rezagado y le cogí de la mano. Iba vestid a de blanco y su piel moren a poseía un brillo que me incita­ ba a tocar cada poro de su piel. No hablamos. Podía escu­ char �ómo sus tacones sonab an contra el pavim ento. En la oscu ndad parecía un espectro . No quería que ese paseo termi nase j amás . La calle . . des � erta y sIlen ciosa era a su vez teneb rosa y los adoq uine s antiguos y desg astado s brilla ban bajo el aire húm edo,

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como si un carro de la antigüedad hubiese vertido el con­ tenido viscoso de una de las ánforas antes de desaparecer bajo la tierra de la antigua ciudad. Todo el mundo había abandonado Roma. Y ahora la ciudad vacía, que ha visto a tantos y los ha examinado a todos, nos pertenecía sola­ mente a nosotros y al poeta que la había moldeado, aun­ que sólo fuese por una noche, con una imagen personal. El bochorno no terminaría aquella noche. Podíamos, si lo deseábamos, haber marchado en círculos y nadie lo hu­ biese sabido, ni le hubiese importado. Mientras caminábamos despacio a través de un la­ berinto de callej uelas poco iluminadas, comencé a plan­ tearme qué tenía que ver con nosotros todo aquello de San Clemente. Cómo avanzamos en el tiempo, cómo el tiem­ po avanza sobre nosotros, cómo cambiamos y cambiamos y volvemos a lo mismo. Puede que incluso se envejeciese y sólo se aprendiese esto . Nada más. Supongo que ésa era la enseñanza del poeta. De aquí a un mes, cuando vuelva de visita a Roma, haber estado hoy aquí con Oliver parecerá un sueño, como si le hubiese pasado a un yo completa­ mente distinto . Y el deseo que surgió aquí mismo hace tres años, cuando un chico de los recados me invitó a asis­ tir a un cine barato conocido por lo que allí ocurría, pare­ cerá igual de incumplido dentro de tres meses de lo que era hace tres años. Llegó. Se fue. No ha cambiado nada. No se había alterado. El mundo no había mutado. Y así todo, nada sería lo mismo. Todo lo que queda es soñar y reco rdar de forma extraña. Cuan do llegamos, el bar estaba cerran do. -Cerramos a las dos. -Bue no, aún tenem os tiem po para bebe r algo. Oliv er quer ía un mart ini, un mart ini americ ano. -Qué magnífica idea -dijo el poet a. -Yo tamb ién -agregó algu ien. En la eno rme gram ola se pod ía oír la canción que j ulio . habíam os estado escuchando durante todo el mes de

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e­ or Al percibir la pala bra « mar tini» , el viejo y el edit pidi ron lo mism o.

-Ehi, taverniere! -gritó F al s taff. El camarero nos dij o que podíamos tomar vino o

cerveza; el barman se había ido pronto aquel día debido a porque su madre había sido llevada grave al hospital don­ de la habían llevado. Todo el mundo contuvo la risa ante la forma de hablar tan incoherente del camarero . Oliver preguntó cuánto costaban los martinis. El camarero chilló la pregunta a la encargada de la caj a. Ella le dijo el precio. -Bueno, entonces, ¿por qué no p reparo yo las be­ bidas y tú nos cobras el p recio que estimes debido a por­

que nos mezclamos nosotros mismos las bebidas que nos

mezclamos? Hubo cierta duda por parte del camarero y de la cajera. El dueño hacía tiempo que se había ido. -¿ Por qué no? -dij o la chica-o S i tú sabes cómo se preparan, foccia p u re adelante. ,

Un aplauso para Oliver, que se abrió camino has­

ta detrás de la barra y, en cuestión de segundos y tras aña­ dirle hielo a la ginebra y un poco de vermú, comenzó a batir de forma vigorosa la coctelera. No tenían aceitunas en la nevera del bar. La cajera vino a asegurarse y sacó un cuenco . -Aceitunas -dijo, mirando a Oliver fijamente a la cara como queriendo decirle' Lo tenías delante de /as na­

rices, si h u bieses mirado. ¿Algo mds?

-Quizá te puedo tentar a que aceptes tomarte un martin i con nosotr os -dij o Oliver o -Esta tarde ha sido una locura. No creo que un trago la haga enloq uece r más. Que sea pequeño. -¿ Qui eres que te ense ñe?

y comen zó a mostrarle los entresijos que tiene pre­

parar un auténtico martini seco. No le impo rtaba hace r de barman para la ayudante del bar . -¿ Dón de has apre ndid o esto ? -le pregunté .

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-C urso de mez cola nzas: Nivel bási co. Cor tesía de Harvard. Durante mis años en la universidad me gana ­ ba la vi a com? barm an los fines de sema na. Luego me c� nvertI en �oclne ro, luego proveedor de cater ing. Eso sí, sIemp re un J ugado r de póque r.



Cada vez que habl aba de sus años universita rios, éstos adquirían una magia intensa e incandescente , como

si pertene ciesen a otra vida, una vida a la que yo no tenía acceso p ues era parte del pasado. Eran una prueba del dis­ currir de su vida, al igual que ahora demostraba su habili­

dad para preparar cócteles, o cuando distingue los Grap­ pas arcanos, o cuando sabe hablar con todas las mujeres, o cuando recibe en nuestra casa sobres cuadrados a su nom­ bre desde todos los p untos del planeta. N unca había envidiado su pasado, ni me había sentido amenazado por él. Todas esas facetas de su vida poseían el mismo carácter misterioso que lo que ocurrió en la vida de mi padre antes de que yo naciera pero que si­ guen resonando en el presente. No envidiaba la vida ante­ rior a mí, ni deseaba viajar atrás en el tiempo al momento en el que él tuvo mi edad. Quedábamos por lo menos quince ahora y ocupá­ bamos una de las mesas de madera rústica más grandes. El camarero dio el último aviso para pedir por segunda vez.

En unos diez minutos, los otros clientes se habían marcha­ do. El camarero había comenzado ya a bajar la persiana de metal debido a porque era ya la hora de cierre para la chiu­ sura. La gramol a había sido desenc hufada . Si seguíamos hablan do, podríamos quedar nos allí hasta el amanecer. -e' Te he escandalizado? -preguntó el poeta . por ' -¿A mí? -pregun té, sin entender muy b len qué de todos los de la mesa debía dirigi rse a mí. . -Alfredo , me temo que sabe más sobre la J uven­ ­ tud corru pta que tú -dijo Lucia-. E un dissoluto assolu como ya hacía to -en tonó con una mano en mi cara, SIemp re.

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ijo -Este poema trata sobre una cosa y sólo eso -d Straordinario -fantastico. -Sa n Clem ente en realid ad trata sobre cuatr o . ·Co mo mín imo ! -r epli có el poe ta. I

El tercer últim o avis o . -Oiga -inte rrump ió el dueño de la librerí a dirigiénd ose al cama rero- , ¿ por qué no d �j a que nos quede ­ mos? Meter emos a la j oven en un taxl cuand o hayam os termin ado . Y pagare mos . ¿ O tra ronda de martin is ?

-Hace d lo que queráis -dij o el camare ro qui­ tándose el delantal. Se había dado por vencido-. Yo me voy a casa. Oliver se me acercó y me pidió que tocara algo al plano. -¿ Qué te apetece? -le p regunté.

-Lo que sea. Ésta sería mi forma de dar las racias por una de g las noches más maravillosas de mi vida. Le di un trago a mi segundo martini, con la sensación de ser tan decaden­ te como aquellos pianistas de jazz que fuman y beben mu­ cho y que aparecen muertos en un callejón al final de cada película. Quería tocar algo de B rahms . Pero el instinto me dictaba que debía interpretar algo suave y contemplativo . Así que me incliné por una de l as variaciones de Gold­ berg que más me tranquilizaban y relaj ab an . Los quince que estábamos allí suspiramos, algo que me agradó , p ues ésta era la única manera que tenía de p agar por aquella noche mágica. Cuand o me pidiero n que tocase algo más, propu ­ se un capricho de Brahm s. Todo s estuvi eron de acuer do en que era una idea magn ífica, hasta que algo se apod eró de mí y, tras tocar la prim era parte del capri cho, sin razón apa�en�e, com encé un stornello, una piez a de cant o popu ­ lar ttalta na. El cont raste cogi ó a todo s por sorp resa y co­ menzaro n a can tar, aun que no al uníson o , ya que cad a

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uno cantaba �l :tornello que conocía. Cada vez que llegá­ bam ? s al estnbtllo, nos poníamos de acuerdo para cantar lo mIsmo, que con anterioridad aquella tarde Oliver y yo habíamos oído recitar a la estatua de Dante. Todo el mundo estaba entusiasmado y me pidieron otra y otra má � . Los stornelli romanos normalmente están un poco subIdos de tono y son muy animados, no como las arias laceradas y descorazonadas de Nápoles. Después de la ter­ cera, miré a Oliver y le dij e que quería salir a respirar un poco de aire fresco . -¿ Qué le ocurre? ¿ No se encuentra bien? -le p reguntó el poeta a Olivero -Sí, sólo que necesita un poco de aire fresco. No . os preocupels . ,

La camarera se agachó del todo y con un brazo le­ vantó la p ersiana. Pasé por debaj o de la rej illa a medio abrir y de repente sentí un chorro de aire fresco en el ca­ llejón solitario . -¿ Puedo hablar contigo? -le pregunté a Oliver. Deambulamos por el callej ó n , al igual que dos sombras en alguna obra de Dante, el joven y el viejo . Aún hacía mucho calor y capté la luz de una lámpara cercana sobre la frente de Olivero Nos adentramos en lo profundo de una callej a extremadame nte silenciosa, luego a otra, como si nos viésemos atraídos por estos pasadizos irreales, mágicos y pegaj osos que parecían conducir a un mundo oculto y diferente, al que se entraba en un estado de estu­ por y asombro . Todo lo que podía escuchar eran los gatos y el chapoteo de un riachue lo cercano . O bien una fuente de mármo l o una de aquella s fontan elle munic ipales tan numerosas que se encon traban en cualqu ier esquin a de Roma.

-Agua -jadeé- o No estoy hecho para los martinis . Voy muy borracho . -No debe rías haber bebido tanto . Primero tomaste whisky , luego vino, Grappa y ahora ginebra.

228

-Ya vale de toda esta contención sexual de la tarde.

-P areces pálido -dij o tras una risa disimu lada. -Cr eo que me voy a poner malo. -El mejor remed io es dej ar que ocurra . I -¿ C omo. '

-Inclínate y métete los dedos enteros dentro de la boca. Negué con la cabeza. -De ninguna manera. Encontramos un cubo de basura en la acera. -Mira, hazlo aquí dentro . Normalmente me resistía a vomitar. Pero estaba demasiado avergonzado como para comportarme como un crío. También me sentía incómodo al hacerlo delante de él. Ni siquiera estaba seguro de si Amanda nos había seguido. -Venga, agáchate. Yo te aguanto la cabeza. -Se me pasará. Seguro que se me pasa -intentaba resistirme. -Abre la boca. Abrí la boca. Antes de que me diese cuenta lo eché todo en cuanto me tocó la campanilla. Era un alivio que me sostuviese la cabeza, y era de un gran coraj e desinteresado hacérselo a alguien que está vomitando . ¿ Lo hubiese hecho yo si le llega a haber pasa­ do a él lo mismo? -Creo que he terminado -dij e. -Asegurémonos de que no va a salir nada más. Como era de esperar, otra arcada sacó más de la comida y de la bebida de la noche. -¿N o masticas los guisan tes? -me pregu ntó . sonne ndo . Me encantaba que me hicie se b romas estan do yo como estaba. -Só lo espero no habe rte man chad o los zapatos .

229

-No son zapatos, son sandalias. Casi nos morimos de la risa. C �ando miré alrededor, me di cuenta de que había . vomlta o J �nto a la estatua de Pasquino. Cómo me gusta­ ba vomItar J usto al Iado de uno de los sátiros más venerados



de Roma.

-Te j uro que había guisantes que ni siquiera habían sido roídos y que podían haber alimentado a los niños de la India. Más carcajadas. Me lavé la cara y me enj uagué la boca con el agua de una fuente que nos encontramos de camIno. .

Justo ante nosotros se apareció la estatua humana de Dante. Se había quitado la capa y llevaba el pelo largo y negro despeinado . Debía de haber sudado muchísimo con ese disfraz. Estaba discutiendo con la estatua de N e­ fertiti que también se había quitado la máscara y tenía el cabello apelmazado por el sudor. -Voy a recoger todas mis pertenencias hoy . Buena suerte y que te zurzan . -Que te zurzan a ti también. Vaffanculo. -Fancu lo tú, e p oi t 'incu lo.

y mientras decía esto, Nefertiti le lanzó un puña­ do de monedas a Dante, que intentó evitarlas, aunque una le golpeó en la cara. «Aaaaaaaaay», chilló. Por un mo­ mento pensé que iban a llegar a las manos. Giramos en un callej ón igual de oscuro, solitario y reluciente y luego a via Santa Maria dell'Anima. Sobre nosotros había una pequeña farola cuadrada incrustada en una esquinita de un edificio. Antiguamente, es probable que hubiese un candil de gas ahí. -El mejor día de mi vida y termino vomitando. No me estaba escuchando. Me empuj ó contra la pared y comenzó a besarme, mientras rozaba sus caderas con las mías y con los b razos casi me levantaba del suelo. Tenía los ojos cerrados, pero supe que había dejado de be-

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er gent e sarme para echar un vistazo alred edor ; pod ía hab upe camin ando por allí . Yo no quería mirar . Que se preoc ­ él. Luego volvi mos a besarnos. Y, con los oj os aún cerra dos, me pareció oír dos voces , voces de ancia nos, gruñe n � do algo pareci do a un «mira estos dos» , pregu ntánd ose SI en los viejos tiemp os se podía haber visto algo así. Pero no

me apetecía preocu parme por ellos . No me impor taba. S i a é l n o le import aba, a mí tampoc o . Podía pasarm e e l res­ to de mi vida así: con él, de noche, en Roma, con los ojos completamen te cerrados , con una pierna enrollada con las suyas . Pensé en volver allí en las siguiente s semanas o me­

ses, pues aquél era nuestro espacio . Volvimos al bar y todo el mundo se había mar­ chado . Ya debían de ser las tres de la mañana, o incluso más. Aparte de por unos pocos coches, en la ciudad rei­ naba un silencio de muerte. Cuando, por error, llegamos a la, habitualmente abarrotada, Piazza Rotonda alrededor del Panteón, ésta se encontraba extrañamente vacía. Había algún que otro turista cargando con unas mochilas enor­ mes, algún borracho y los camellos habituales . Oliver detu­ vo a un vendedor ambulante y me compró un refresco de li­ món. El sabor ácido de los limones era refrescante y me hizo sentir mejor. Oliver compró una bebida de naranj a amarga y una rodaj a de sandía. Me ofreció un mordisco, pero lo rechacé. Era maravilloso caminar medio borracho con un refresco en la mano en una noche tan calurosa como aquélla, a través de las calles de adoquines relucientes de Roma con el brazo de alguien a mi alrededor. Giramos a la izquierda y mientras nos dirigíamos en dirección a la Piaz­ za

Febo, de repente apareció alguien rasgueando una guita­

rra y cantando una canción que no era de rock, sino que al acercarnos nos dimos cuenta de que era una viej a melodía napolitana. Fenesta ca lucive. Me costó un segundo recono­ cerla, pero después la recordaba perfectamente. Mafalda me había enseñado esa tonadilla unos años antes cuando era un niño . Era su canción de cuna.

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Casi no conocía Nápoles y, aparte de ella, su séquito de allegados y alguna pequeña visita allí con mis padres, casi no tenía contacto con ningún napolitano. Sin embargo, los compases de aquella canción tan triste habían conse­ guido despertarme un sentimiento de nostalgia muy fuer­ te por los amores perdidos, por las cosas que se han ido abandonando en el curso de la vida y por las vidas, como la de mi abuela, que habían pasado mucho antes que la mía propia. La copla había conseguido transportarme a un universo pobre y desconsolado de gente simple, como los ancestros de M afalda, desgastándose y apurándose en el pequeño vicoli de un viej o Nápoles cuya memoria que­ ría compartir con pelos y señales con Oliver, como si él también , al igual que Mafalda, Manfredi, Anchise y yo, fuese un compañero del sur que yo me había encontrado en una ciudad portuaria extranj era y que entendía perfec­ tamente por qué el sonido de aquella viej a canción, como una an tigua plegaria de difuntos en la más muerta de las lenguas, podía hacer brotar lágrimas incluso en aquellos que no entendían ni una palabra. Dij o que la canción le recordaba al himno israeli­ ta. ¿O estaba inspirada por el poema sinfónico Moldau de S metana? 0, pensándolo mej or, q uizá fuese un aria del Sonnambula de Bellini. Cálido, pero un poco apagado, dij e yo, a pesar de que la canción le ha sido atribuida a menudo. Estamos clementizando, dij o él. Traduj e las palabras del napolit ano al italiano y luego al inglés para que lo entendiese bien. Trata de un jo­ ven que pasa j unto a la ventan a de su amada , donde la hermana de ésta le dice que Nenn élla ha muerto. De la boca en la que las flores llegaro n a su apogeo, sólo surgen gu­ sanos. Adiós, ventan a, pues mi Nenna no va a poder asoI

marse Jamas. . bo� UIto pOq un y solo estar ía Un turist a, que parec acerco rracho me hab ía oído trad ucir la canc ión y se nos bién al pidié n ome encarecid ame nte que la traduj ese tam •

d

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alemán . De camino a n uestro hotel, les enseñé a Oliver y al germano cómo cantar el estribillo y luego lo repeti­ mos los tres una y otra vez, mientras nuestras voces rever­ beraban en los callejones estrechos y húmedos de Roma a la vez que cada uno destrozaba su propia versión del na­ politano. Nos despedimos del teutón en Piazza Navona. Cuando seguimos hacia el hotel, Oliver y yo cantamos nuevamente el estribillo j untos y en bajo, Chiagneva sempre ca durmeva sola, mo dorme co Ji muorte accompagnata. '

Lloraba siempre porque dormía sola, y ahora duerme entre los muertos. Ahora, con la distancia de los años, p uedo pensar que aún escucho la voz de dos j óvenes entonando esas pa­

labras en napolitan o dirigiénd ose al amanece r, sin darse cuenta, ninguno de ellos, mientras se agarraban y se besa­

ban una y otra vez a través de las calles de Roma, que aquélla iba a ser la última noche en que hiciese n el amor. -Vayamos mañan a a San Cleme nte -dije . -Mañana es hoy -co ntestó .

Parte 4 LUGARES FANTASMAS

Anchise estaba esperándome en la estación. Le re­ conocí en cuanto el tren hizo la prolongada curva j unto a la bahía, aminorando el paso y casi observando los altos cipreses que tanto me gustaban y a través de los cuales siempre había vislumbrado una visión acogedora del mar deslumbrante a media tarde. Baj é la ventanilla y dejé que el viento me refrescase la cara, atisbando muy, muy lej os la pesada máquina del tren. Alcanzar B . siempre me ale­ graba. Me recordaba a las llegadas a principios de j unio después del curso académico. El viento, el calor, el andén gris y centelleante con la antigua caseta del j efe de esta­ ción permanentemente cerrada desde la Primera Guerra M undial, el silencio profundo, todo esto conformaba mi estació n favorita en esta época del año desierta y encanta­ dora. Parecía que el verano estaba a punto de comenzar, las cosas no habían ocurrido aún, mi cabeza todavía estaba zumbando con las últimas empolladas previas a un exa­ men, era la primera vez que veía el mar este año . ¿ Quién es Oliver? El tren se detuvo unos instantes para que se bajasen unos cinco pasaj eros . Tuvo lugar el habitual estruendo que

precedía al traqueteo hidráulico del motor. Después, tan fá­ cil como se habían detenido, los vagones salieron chirrian­ do de la estació n, uno a uno, y se alejaron rodando. Silencio absoluto.

Me mantuve de pie por un instante baj o la voladia za de made ra seca. Todo aquel lo, inclu ida la caseta hech , aIcon tablas , desprendía un hedo r fortís imo a gas olina . qUItra n, pIntur a rancla y pIS. ,

.

.

.

236

y como

siempre: mirlos, pinos, cigarras.

Verano. Casi nunca pensaba sobre el curso siguiente. Esta­ ba agradecido de que, con tanto calor y tanto verano por delante, pareciese estar a meses de distancia. Unos pocos minutos después de mi llegada, el di­ rettissimo que iba a Roma hizo su entrada en el andén de enfrente, siempre tan puntual. Tres días antes, habíamos cogido ese mismo. Recordaba estar observando a través de la ventana y pensando: «En pocos días estarás de vuelta y estarás solo y lo odiarás, así que no permitas que nada te pi­ lle desprevenido. Estate atento» . Había ensayado perderle, no sólo protegerme contra el sufrimiento administrándo­ melo en pequeñas dosis de antemano, sino para, al igual que hace toda la gente supersticiosa, comprobar si mi bue­ na voluntad para aceptar la peor noche no podría persua­ dir al destino para que suavizase su golpe. Como los solda­ dos entrenados para luchar de noche, vivía en la oscuridad con el fin de no quedarme ciego cuando anocheciese. Co­ noce el dolor para mitigarlo. Homeopáticamente. Una vez más, entonces. Vistas de la bahía: comprobadas. Aroma de los pinos: comprobado. Caseta del jefe de estación: comprobada. Vistas de las colinas en la distancia con las que re­ cordar la mañana en que montamos de vuelta de B . y ace­ leramos colina abajo y casi atropellamos a una chica gita­ na: comprobadas. El olor a pis, gasolina, alquitrán y pintura rancia: comprobado, comprobado, comprobado y comprobado. Anchise cogió mi bolsa y se ofreció a llevarla. Le dije que no hada falta; las mochilas están hechas para que solamente las lleve su dueño. No entendió muy bien por qué, pero me la devolvió. Preguntó si ya se había ido el señor Ulliva. -Sí, esta mañana.

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-Qué triste -apu ntó .

-Sí, un poco. -A nche a me duole. Evi té s � mir da . No quería darle pie a que dije se � . nada o a que ni tan sIqu iera sacara el tem a de nuevo. C�and o llegué, mi madre quiso saberlo todo sobr e nues tro viaje . Le dije que no habíamos hecho nada en par. tlcu1 ar, s6 l o vimo ' s el Capi tolio , Villa Borghese, San Cle-

ment e. Por lo demás, simpl emen te camin amos sin rum­ bo. Much as fuentes. Much os lugares nocturnos extraños.

Dos cenas.

-¿Cenas ? -preguntó mi madre con un comedido vescomotenia razón triunfalista-. y ¿con quién? -Gente. -¿Qué gente? -Escritores, editores, amigos de Oliver. Estuvimos fuera toda la noche. -Aún no ha cumplido los dieciocho y ya lidera la

dolce vita -ahí estaba la ironía ácida de Mafalda. Mi ma­ dre estuvo de acuerdo. -Hemos puesto la habitación tal y como la tenías tú. Pensamos que querrías recuperarla. Al instante me puse muy triste y cabreado. ¿ Con qué derecho? Quedaba claro que habían estado fisgonean­ do, j untas o por separado. Siempre supe que tarde o temprano recuperaría mi habitación. Pero tenía la esperanza de que fuese una transición a la vida previa a Oliver más lenta y prolonga­ da. Me había imaginado estar tumbado en mi cama j un­ tando el valor para poder ir hasta su habitación. Lo que no presagié fue que Mafalda ya habría cambiado las sábanas, nuestras sábanas. Mortunadamente, aquella mañana vol­ ví a pedirle que me diese a Ondulante, después de llevarla puesta por Roma durante todo el día. La metí en una bol­ sa de la colada de plástico del hotel y es probable que ten : ga que ocultársela a todo el mundo durante el resto de mI

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vida. Algunas noches sacaré a Ondulante de la bolsa, me aseguraré de que n? se haya contami� ado �o ? el o� or a plás­ tico o el olor de mi ropa, y la acercare a mi, situare las man­ gas a mi alrededor y a oscuras pronunciaré entre jadeos su nombre. Ulliva, Ulliva, Ulliva, era Oliver llamándome por su nombre cuando imitaba la forma de hablar extraña de Mafalda y Anchise; pero también era yo llamándole a él por su nombre, con la esperanza de que me respondiese usando el mío, el cual yo había usado desde él hacia mí y de vuelta a él: Elio, Elio, Elio. Para evitar entrar a mi habitación a través del bal­ cón y darme cuenta de su ausencia, usé las escaleras inte­ riores. Abrí la puerta de mi habitación, dejé la mochila en el suelo, y me lancé sobre la cama cálida y bañada por el sol. Daba gracias a Dios por esto. No habían lavado la col­ cha. De repente me alegraba de estar de vuelta. Podía ha­ berme quedado dormido allí mismo en aquel preciso ins­ tante, olvidando todo lo concerniente a Ondulante, el olor e incluso el propio Olivero ¿Quién puede resistirse a quedarse dormido a las dos o tres de la tarde bajo el sol del Mediterráneo? Debido a mi cansancio, decidí sacar mi libreta más tarde y seguir con Haydn en el lugar exacto donde lo dejé. Era eso o me iría a las pistas de tenis a sentarme al sol en uno de esos bancos cálidos que seguramen te provocarían en mí una sensación de bienestar en todo el cuerpo y es­ peraría a ver quién está preparado para echar un partido. Siempre había alguien. Nunca me había quedado dormido tan serena­ mente en mi vida. Habrá tiemp o de sobra para lamen tar­ se, pensé. Llegarán, seguramente a escondidas, como había �ído que ocurrían estas cosas , y tamp oco habrá forma de h�rarse de ellos. Anticipar la pena para neutralizarla es algo miserable y cobarde, me dije a mí mism o, a sabie ndas de que estaba a punto de practicarlo . ¿ Y qué más da si me so­ brevenían con dureza? ¿Y qué si venían y no me dejaban en



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paz y se quedab n con migo para provoc ar en mí lo mismo que me pro voc o hab erte deseado durant e aquellas noch en las que � arecía que faltaba algo tan esen cial en mi vi que era caSI com o si me ultrajO ase algo de mi cuerpo como . SI p �r d er1 e tiuese algo pare cido a inutilizar un a mano que pU Ieses ver en t das las fotos de la casa, pero que era im­ � � oslb le que volvlese a ser útil j amás? Lo perd iste, como . siemp re supIs te que iba a ocurrir, incluso estabas prepara­ do para ello; pero no puedes soportar vivir con ese que­ branto . Y mante ner la esperanza de no pensar en ello, re­ zar por no soñar con ello, duele igualme nte.

l�

'



De repente, una idea extraña me atrapó: ¿qué ocu­ rría si mi cuerpo -sólo mi cuerpo, mi corazón- le nece­

sitase urgentemente ? ¿Entonces qué debería hacer? ¿ Qué pasaría si por la noche no fuese capaz de vi­ vir conmigo mismo a no ser que él estuviese a mi lado , dentro de mí? ¿ Entonces qué? Piensa en el dolor antes del dolor. Sabía lo que hacía. Incluso cuando dormía sabía lo que estaba haciendo. Estás intentando inmunizarte, eso es lo que haces, chico astuto y soplón, y de esta forma termi­

narás destruyén dolo todo, porque eso es lo que eres, un chico astuto, chivato y despiadado . El sol me pegaba de pleno ahora y amaba al sol con un amor casi pagano por los elemen tos de la tierra. Un pagano , eso eres. Nunca me había dado cuent a de cuánto amab a a la tierra , al sol, al mar. La gente , los objetos e incluso el arte eran secun da­ rios. ¿ O me estab a engañando a mí mismo? A mita d de la tarde me di cuen ta de que esta ba busc ando disfr utan do del sueñ o y no simp lemente estab a a, co mo los un refugio en él. Una siesta dentro de otra siest mejo r? Un sueño s den tro de los sueñ os. ¿ Podía hab er algo nt o éxta­ arreb ato de algo tan maravil loso com o un auté � ser mle rcol es, sis com enz ó a apo derarse de mí. De bía de ado r situ aba su pe­ pen sé, y de hecho lo era , cua ndo el afil enza ba a afil ar toqueño negoci o en nuestro huerto y com



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dos los cuchillos de la casa, Mafalda siempre dándole pa­ lique continuamente a su lado, suj etando un vaso

�e li­

monada mientras que él se empleaba a fondo con la pIedra de amolar. El sonido fricativo y áspero de la rueda cru­ j iendo y chirriando baj o el calor de media tarde enviaba ondas de un sonido maravilloso hasta mi habitación. Nunca había sido capaz de admitirme a mí mismo lo feliz que me había hecho Oliver el día que se tragó aquel melo­ cotón. Por supuesto que me había emocionado, pero tam­ bién me había halagado, como si con aquel gesto hubiese dicho Creo, con cada célula de mi cuerpo, que cada célula

del tuyo no debe morir jamás y si es necesario que m uera, deja que lo haga dentro de mi cuerpo. Había abierto la puer­ ta a medio cerrar del balcón, había entrado y, debido a que en aquella época no estábamos muy habladores el uno con el otro, no preguntó si podía entrar. ¿Qué iba a hacer yo? ¿ Decirle que no podía entrar? Ahí fue cuando levan­ té la mano para darle la b ienvenida y le dij e que hab ía terminado con los p ucheros, que ya n o lloraría más , nunca, y le dej é que levantase las sáb anas y se metiese en la cama. Ahora, en cuanto oía el sonido de la piedra de afilar entre las cigarras , sabía que, o b ien me había des­ pertado ya o aún seguía durmiendo, y amb as cosas esta­ ban bien , soñar o dormir, son lo mismo, me quedo con cualq uiera de ellas . Cuando me desperté eran casi las cinco . Ya no quería j ugar al tenis, al igual que no tenía ninguna gana de trabajar en Haydn. Hora de nadar, pensé. Me puse el ba­ ñador y bajé las escaleras . Vimini se encontraba sentada en el pequeño muro j unto a la casa de sus padres . -¿A qué se debe que vayas a darte un baño? -pre­ guntó . -No sé. Simplemente me apetece. ¿ Quieres venir? -No , hoy no. Me han obligado a llevar este ridículo somb rero si quiero estar fuera . Parezco un bandido mexi­ cano .

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ñar?

-Pancho Vimini. ¿Qué vas a hacer si me voy a ba-

-Te miraré . A menos que me ayudes a sub irme a una de aqu ellas rocas, en cuyo caso me sentaré allí, me mojaré los pies y me dejaré el gorro puesto. -En tonces vamo s.

N unca tenías que pedirle a Vimini que te diese la mano . Te la daba de forma natural, de la misma manera que los ciegos te agarran del codo automáticamente . -Sólo te pido que no andes demasiado rápido -dij o . Baj amos las escaleras y cuando llegamos a las rocas buscamos una que le gustase y la senté allí. Éste era su lu­ gar favorito para estar j unto a Olivero La roca estaba ca­ lentita y me encantaba la sensación del sol en la piel a esta hora de la tarde. -Me alegro de estar de vuelta. -¿ Lo pasaste bien en Roma? Asentí con la cabeza. -Te echamos de menos. - ¿Quiénes? -Yo. Marzia. El otro día vino a ver si estabas. -Ah -dije. -Le dij e dónde habías ido . -Ah . Estab a claro que la niña observaba la reacci ón de mI cara. -Creo que sabe que no te gusta demasiado . No tenía sentido discu tir sobre eso . -¿Y? -le pregunté. , _y nad a. S imp lem ente me da lasn ma. Le dIJe que te habías ido a toda prisa . a por su Esta ba clar o que Vim ini se sent ía halagad .

.

.

prop ia astuc ia. -¿ Te creyo' f. . n do. ne IDln ba esta le no d lida rea En . -Eso cre o .

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te refieres? -Am bos os marchaste is sin decir adiós . -Tiene s razón , eso hicimos. Pero no había mala lntenclon. -B ueno, lo tuyo me da igual. Pero él sí me impo rta. Mucho. '1 -¿ Por que. . decIr por rme perdona Debes Elio? qué, or -¿P esto, pero nunca has sido demasi ado intelige nte. Me costó percatarme de hacia dónde se dirigía con esto. Despué s caí en la cuenta . -Yo tampoco le vay a volver a ver -dije. -No, tú puede que sí. Pero yo no 1 0 tengo tan claro. Sentía cómo me crecía un nudo en la garganta, así que la dejé allí en la roca y comencé mi camino hacia el agua. Era exactamente eso, 10 que había predicho que pa­ saría. Aquella tarde me quedé mirando al mar y por un instante se me olvidó que él ya no estaba allí, que no tenía sentido darse la vuelta y mirar al balcón, donde su imagen no se había desvanecido del todo . Y así con todo, hace apenas unas pocas horas su cuerpo, mi cuerpo . . . Ahora probablemente él ya haya comido por segunda vez en el avión y estará preparándose para aterrizar en el ]FK. Yo sabía que estaba completamente entristecido cuando me besó por última vez en uno de los baños públicos del ae­ ropuerto Fiumicino y que, incluso si en el vuelo las bebi­ das y la película le habían distraído, una vez que estuviese solo en su habitación de Nueva York, volvería a sentirse triste y yo odiaba pensar en que estuviese así, de la misma forma que sabía que él odiaría verme a mí apesadumbra­ do en nuestra habitación, que se había convertido en sólo mía demasiado pronto. Alguien se estaba acercando a las rocas. Intenté pensar en algo que disipase mi pena y me topé con el he­ cho irónico de que la distancia que separaba a Vimini de -¿A qué

.

. ,

24 3

mí era la mis ma que la que me sep araba a mí de 01 lver ' . . S lete año s. e tro de siet e año s , com enc é a pen sar, y de repe nte note com o algo me esta llab a en la garganta . Me s umerg l/ en el agua. F ue desp ués de la cena cuan do sonó el teléf ono . Oliver había llega do perfectamen te . Sí, en Nueva York . Sí, el mism o apar tame nto , la mism a gent e, el mism o rui­ do -desafortunad amen te tenía mos la mism a músi ca en­ trand o por la venta na- puede s oírlo ahora mism o. Puso el auricu lar en la ventan a y nos dej ó disfrut ar del sabor de los ritmos hispano s de la ciudad. La calle ciento catorce, dijo . A cenar con unos amigos. Mi madre y mi padre esta­ ban hablando con él por otros teléfonos desde el salón. Yo

I? �

estaba en el de la cocina. ¿Aquí? Ya sabes. Las típicas cenas con invitados . Se acaban de ir. Sí, aquí también hace mu­ cho , mucho calor. M i p adre esperaba que esto hubiese sido productivo . ¿Esto ? La estancia entre nosotros, le ex­ plicó . Lo mej o r de mi vida. Si pudiese, me subiría al mis­ mo avión e iría con la camiseta puesta, un bañador extra y el cepillo de dientes . Todo el mundo se rió . Con los bra­ zos abiertos, caro. Estuvimos haciéndonos bromas mutua­ mente. Ya conoces n uestra tradición , le explicó mi madre, debes volver, aunque sólo sea unos días . Aunque sólo sea unos días en realidad significa, sólo unos días, no más, pero ella lo había dicho en serio y él lo sabía. AlIora ciao, Oliver, e a presto, dij o mi madre. Mi padre más o menos repitió lo mism o y luego añadió , dunqu e ti passo Elio, vi lascio . Escuc hé cómo colgaban ambo s para asegurarme de . que no había nadie más en línea . Qué discr eto mi padre te lo Sin emb argo , la repe ntina libertad de estar solo an o un que pare cía una barr era tem poral me para lizó . ¿Tuv mí? M e b uen viaj e ? Sí. ¿Od ió la com ida? Sí. ¿ Pen só en �lo pe �sad� hab ía que dad o sin p regu ntas y deb ía hab érm que . mej or ante s de segu ir bom bardeándo le con mas tuv iese mIedo e crees ? » , fue su som era resp uest a como si el a uric ular. Vlque algu ien fuese a cog er accide ntal me nte

«¿!u �

244

mini te mand a recuerdos . Muy enfadada. I ré a comp rarle algo maña na y se lo mandaré por corre o urgen te. Nunc a olvid aré Roma mien tras viva. Yo tamp oco . ¿Te gusta tu habitación? Más o meno s . La venta na da al j ardín ruido ­ so, n unca le pega el sol, casi no hay espaci o para nada, no

sabía que tenía tantos libros , la cama es mucho más pe­ queña. Oj alá pudiésem os volver a empezar de n uevo en esa habitaci ón, dij e. Ambos apoyado s en la ventana por la tarde, rozándon os los hombros como en Roma, todos los días de mi vida. Y los de la mía, dijo él. Camiseta , cepillo de dientes, libreta y me voy para allá volando, así que tam­ poco me tientes. Cogí algo de tu habitación , dij o . ¿ Qué?

Nunca lo adivinarías. ¿ Qué? Averígualo tú solo. Y enton­ ces lo solté, no porque fuese lo que quería decirle, sino porque el silencio entre ambos pesaba demasiado y esto era lo más fácil de deslizar en una pausa: «No quiero per­ derte» . Nos escribiremos . Te llamaré desde la oficina de correos pues allí será más privado. Quizá en Navidad o en el puente de Acción de Gracias . Sí, en Navidad. Pero su mundo, que hasta entonces no parecía más alej ado del mío que el grosor del trozo de piel que en cierta ocasión le arrancó Chiara de los hombros, aho ra se había traslada­ do a años luz de distancia. Para cuando llegue Navidad igual ya no importa. Déj ame escuchar el sonido desde tu ventana una vez más . Escuché un cruj ido. Déj ame escu­ char el sonido que haces cuando . . . Un sonido débil y tí­

mido, debido a que había otros en casa, dij o . Me entró la risa . Aparte de que me están esperando para salir, dijo . Deseaba que nunca hubiese llamado . Hubiese querido oírle pronunciar de nuevo mi nombre . Estuve a punto de pregu ntarle, ahora que estábam os tan alejado s, qué había ocurri do entre él y Chiar a. Tamb ién me olvidé de p re­ guntarl e dónde había dej ado su bañado r rojo . Quizá se le hubi ese olvidado y se lo hubi ese llevado con él. Lo primero que hice tras nuestra conversación te­ lefónica fue ir a mi cuarto para averiguar qué podía haber-

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se llevado para aco rdarse de mí . Al lí pude ver la marca de la pa red . Di os le ben diga. Se ha bía llevado un a po stal an­ tigua enmarcada del mu ro de Mo net que databa del 1 905 o po r ahí . Un o de los res ide nte s am eric ano s ant erio res la hab ía resc ata do de un mercadill o en París hacía dos años y me la hab ía enviado como recuerdo . La pos tal descolo ­ rida fue env iada por prim era vez en 1 9 1 4. En la parte de atrá s hab ía amo nton ados uno s gara bato s colo r sepi a en alem án, que iban dirigidos a un médico de Inglaterra, jun­ to a los cuale s, el estudiante americano me había dedicado unas palab ras en tinta negra : Piensa en mí alguna vez. La foto le record aría a Oliver el prime r día que dije lo que pensaba . O el día que pasamos en bici j unto al muro fin­ giendo no darnos cuenta de su presencia. O aquel día en que decidimos hacer una merienda campestre allí y jura­ mos no tocarnos, para así disfrutar más aún al acostarnos j untos esa misma tarde. Deseaba que tuviese la foto de­ lante de s us ojos todo el tiempo y para siempre, toda su vida, delante de su mesa, de su cama, en todas partes . Ponla a la vista allá donde vayas, pensé. El misterio había sido resuelto, como siempre su­ cede conmigo , mientras dormía aquella noche. No se me había ocurrido hasta entonces . Y así con todo, me había estado mirando fijamente a la cara durante dos años se­ guidos. Se llamaba Maynard. Cierta tarde, sabiendo que todo el mundo debía de estar descansando, había llamado a mi ventana para ver si tenía tinta negra. . o escnb sólo y , o--dij ella sin -M e he quedado con tin ta negra. , , Parecía que él supi ese que yo la usab a. Entro. Solo le enlleva ba pues to un bañador, me acerq ué a la mesa y . fue un tregué el frasco . Se me que do' mIran do, all I' de pie , . S­ I � lla e Aqu lla. bote la ó mom ento extraño y desp ués cogi del bal co ma tarde dejó el tarr ito j usto fuera de la puerta nuevo y m� o Cual quier otra pers ona hub iese llamado de , a qU In tenI yo ces on ent el aqu Por hubi ese dad o en man o.

r

246

ce años. Sin emba rgo no hubie se dicho que n o . En el tran scurs o de una de nuest ras conv ersac iones le come nté algo sobre mi sitio favor ito de las colinas . Nunca había vuelto a pensar en él hasta que Oliver robó la postal. U n rato después de la cena p ude ver a mi padre senta do a la mesa en su sitio habitua l . La silla estaba gira­ da y mirando al mar y en su regazo estaban las pruebas de su último libro . Bebía la usual infusión de té de camomi­

la y disfrutaba de la noche. Junto a él había tres grandes velas de citronella. Había gran cantidad de mosquitos aquella noche. Baj é para unirme a él. Éste era un instante que teníamos normalmente para sentarnos j untos y yo le había dejado un poco abandonado durante el último mes. -Venga, cuéntame cosas de Roma -dijo en cuan­

to me vio listo para colocarme a su lado. Éste era también el momento en que se permitía fumar por última vez cada día. Dej ó a un lado el manus­ crito con un lanzamiento cansado como s ugiriendo un entusiasmado ahora viene lo bueno y p rocedió a encender un cigarrillo con gesto travieso, haciendo uso de una de las

velas de citronella. No tenía nada que decirle . Le repetí lo que le había dicho a mi madre: el hotel, el Capitolio, Villa Bor­ ghese, San Clemente, restaurantes . -Así que comisteis bien . Asentí.

-y bebisteis bien .

Volví a ratificar. -¿ Hicistei s cosas que le hubiese n gustado a tu abuelo ? Me reí. -No , esta vez no . Le hablé del incide nte j unto al Pasqu ino . -Men uda idea lo de vomitar delant e de la estatua que habla . ¿Alguna película? ¿Algún concierto?

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Me empezó a dar miedo que pudiese, quizá, estar di­ rigiéndose hacia algo en particular, sin tan siquiera saberlo. Me percaté de esto porque mientras preguntaba cosas remo­ tamente lej anas al tema, comencé a notar que yo ya estaba usando maniobras de evasión mucho antes incluso de que lo que nos esperaba a la vuelta de la esquina fuese tan siquiera visible. Hablé acerca de las perennes condiciones de sucie­ dad y deterioro de las plazas de Roma. El calor, el tiempo, el tráfico , demasiadas monjas. Esta iglesia o aquélla habían ce­

rrado. Escombros por todos los sitios. Restauraciones cutres. y me quejé de la gente, de los turistas y de los minibuses que dejan y recogen innum erables hordas cargadas con cámaras y Vlseras .

-¿Visteis alguno de los j ardines interiores privados de los que te habl é? ardiSup ongo que se nos pasó visitar alguno de los j nes inte riores privado s de los que nos hab ló. de Gio r-¿ Pre sen tast eis mis resp etos a la estatua dano B run o? -pregunt ó. ito allí también -Cla ro que lo hic imo s . Ca si vom

aquel la no che .

Ro mp im os a reí r. . arn. llo . clg su a a ad cal ra . Ot o pir U n pe qu eñ o res Ah ora. ist ad . , -Co mp art ís un a bo nit a am yo ha bla e qu lo e qu ido ev atr s Es to es m uc ho má

. . , an tic ipado . mI « s � » ar j de de n ió nc te in -Sí -co nt es té co n la al lvies e a la es pe ra de un � tu es si o m co e air el col gado en . Te nI a l a a 1 m en te s up r im i do ln fi fue r. e qu o tiv . ga ne fic at ivo . . qu e.? n SI, ¿y u z vo I m en e rc ib ies es pe ra nza de qu e no pe . fa ngado . te en m te en ar ap y o iv . . ho sti l , evas u el ese a u n h za r aq fu no e qu a dab r ua Tam b ién ag n a m e nud 0 , ta cía ha o m co , e d er m e Sí .y qu é? pa ra re pr en cr ít ico cO � 1 a g n do asia m de o te s er d ro o ind ife ren, s1derars ren tes para co n pa a e qu as m s vo te que tie ne moti '

'



P� :



248

mis amigos . Entonces, añadiría su perogrullada habitual sobre lo raro que era encontrar la amistad verdadera y que, incluso si no puedes soportar a alguien más , aun así, la mayoría tuvieron buenas intenciones y todos tienen algo que aportar. Que si nadie es una isla en sí mismo, que no te puedes cerrar a los demás, que si la gen te necesita a la gente y todas esas cosas . Pero me había equivocado pensando eso . -Eres demasiado listo como para n o saber l o es­ pecial y lo extraño que era lo que compartíais . -Oliver era Oliver -dij e yo como si resumiese así todo . -Paree que e etait lui, paree que e 'était moi -aña­ dió mi padre citando a Montaigne y su recurrente expli­ cación de la amistad que le unía con Étienne de La Boétie. Yo en lugar de eso pensé en las palabras de Emily Bronte: «Porque él es más yo que yo mismo» . -Oliver podía ser muy inteligente . . . -comencé a decir. Una vez más, mi poco sincera subida en la ento­ nación final anunció un pero irrefutable sostenido e invi­ sible entre ambos. Cualquier cosa con tal de evitar que mi padre me llevase por ese camino . -¿ Inteligente? Era mucho más que inteligente. Lo que disfrutabais no tenía nada que ver con la inteli­ gencia y a la vez todo se aguan taba gracias a ella.

Él

era

bueno y ambos os sentíais muy afortunados por haberos encontrado, pues tú también eres bueno . Mi padre nunca había hablado así de la bondad. Me descolocó . -Yo creo que era mej o r que yo, papá. -Estoy seguro de que él diría lo mismo sobre ti , lo que os favorece a amb os . Estaba a punto de golpear s u cigarril lo con el dedo y, al inclin arse hasta el cenic ero , me tocó la mano . . . -Lo que viene ahora va a resulta r m uy difícil -diJ O , alterando la voz. S u tono impli caba: No tenem os

24 9

po r qué hablar de ello, pero no finjam os que no sabemos a lo que me refiero .

La ún ica forma que ten ía de decir la verdad era ha­ blan do de man era abstracta. -N o tem as. To do llegará . Al me nos eso espero . y cua ndo me nos te lo esp eras . La naturaleza tien e mane­ ras extr añas de enc ontrar nue stro s pun tos déb iles. Tan sólo recuerda: estoy aquí. Ahora mismo puede que no quie­ ras sent ir nada . Quiz á nunc a lo deseaste. Y tal vez no sea yo la perso na con la que te apetezca habla r de esto. Pero aprecia lo que hiciste. Me quedé mirán dole. Era el momento en que de­ bía haberle mentid o y haberle dicho que estaba completa­ mente fuera de onda. Estaba a punto de hacerlo. -Mira -me interrumpi ó-. Tuvisteis una amis­ tad preciosa. Quizá algo más que una simple amistad. Y te envidio. En mi situación, la mayoría de los padres ten­ drían la esperanza de que todo se disipase o rezarían para que su hijo pusiese los pies en la tierra cuanto antes. Pero yo no soy uno de esos padres. En tu situación, si hay su­ frimiento, domínalo, y si queda alguna llama, no la apa­ gues, no seas cruel. La ausencia puede ser algo terrible si nos mantiene despiertos toda la noche y ver cómo al­ guien nos olvida antes de lo que hubiésem os deseado no ayuda. N os despren demos de tantas cosas propias para poder curarn os lo más rápido posible que a la edad de treinta ya estam os en bancarrota y cada vez tenem os me­ nos que ofrec er cuand o empe zamo s una nueva re! ación con alguie n. Sin embargo, no sentir nada por mIedo a sentir algo es un desperdicio. No pod ía asim ilar todo aquello . Estaba mudo, asomb rado. -¿ Me equivoco? -preguntó. Negué con la cabeza. ma, s. a cos un a dig te que e am déj � es -Ent onc Iese quedaDe spej ará la realida d. Yo pue de que me hub

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do muy cerca, pero nunca tuve lo que tú has tenido . S iempre hubo algo que me s uj etó o que se interpuso en mi camino . La forma de vivir tu vida es cosa tuya. Pero recuerda, nuestros corazones y nuestros cuerpos sólo nos los entregan una vez. La mayoría no podemos evitar vi­ vir como si tuviésemos dos vidas , una es la maqueta a es­ cala y la otra es la versión final y luego están todas las adaptaciones intermedias . Pero sólo hay una, y antes de que te des cuenta, tienes el corazó n gastado y en lo que respecta a tu cuerpo, hay un punto en el que nadie se fij a en él, y mucho menos quiere acercarse a él . Ahora sien­ tes pena. No envidio ese dolor. Pero sí envidio que p ue­ das sentirlo ahora. Respiró hondo . -Puede que nunca volvamos a hablar de esto. Y es­ pero que no me tengas en cuenta que lo hayamos hecho . Hubiese sido un padre horrible si algún día tú hubieses querido hablar conmigo y yo hubiese dej ado la puerta ce­ rrada o no lo suficientemente abierta. Quería preguntarle por qué lo sabía. Pero luego pensé que cómo no lo iba a saber. Cómo no iba a estar al corriente todo el mundo . -¿Lo sabe mamá? -pregunté. Iba a haber usado el verbo sospechar, pero me corregí. -Creo que no -su voz decía Pero si lo supiese, es­

toy seguro de que su actitud no sería muy diferente a la mía. Nos dimos las buenas noches. Mientras subía las escaleras, me prometí que le preguntaría sobre su vida. Todos habíamos oído hablar sobre las muj eres de s u j u­ ventud, pero nunca había insinuado nada sobre el resto . ¿Era mi padre otra persona? Y si lo era, ¿quién?

Olive r mant uvo su prom esa. Volvi ó j usto antes de . NavIdad y se quedó hasta Año Nuevo . Al princi pio estaba totalmen te desco loca do por la difer encia hora ria. Pens é

25 1

que nec esitab a tiem po. Así que se lo con ced í. Pas aba la mayo ría de las horas con mis pad res, luego con Vim ini que esta ba exci tadísim a por ver que nada hab ía cam biad entre �llos. Co encé a tem er que hub iésem os regresado a l ? s pn � e �os dlas cuan do, aparte de algú n placer en el pa­ . uo , la IndIferen CIa y la evitación eran la norm a . . Por qué sus llamadas telefó nicas no me prepararon para e to? ¿Era yo el respo nsabl e de la nueva situac ión de nuest ra amis­ tad? ¿ Habrían comen tado algo mis padres ? ¿ Había reapa­ recido por mí, o por ellos, por la casa, para huir? Había re­ gresado por sus obras que ya habían sido publicadas en Inglaterra , en Francia, en Alemania y estaban a punto de p ublicarse en Italia. Era un libro elegante y estábamos to­







dos muy contentos por él, incluido el librero de B . , que prometió hacer una presentación durante el verano. «Qui­ zá, ya veremos » , dijo Oliver cuando nos detuvimos allí con n uestras bicicletas . El vendedor de helados había ce­ rrado por la temporada. Así como la floristería y la farma­ cia en la que p aramos aquel día que volvíamos del muro, donde me había mostrado la terrible herida que se había hecho. Todo eso pertenecía a otra vida. El pueblo parecía vacío, el cielo estaba gris. Una noche dio un largo paseo con mi padre. Era muy probable que estuviesen hablando sobre mí, o mis perspec tivas universi tarias, o sobre el ve­ rano pasado , o sobre el libro. Cuand o abriero n la puerta, escuché risas en el pasillo de abajo, mi madre le besó. Un tiemp o despu és alguie n llamó a la puerta de mi habita­ ción, no en las puertavent anas . Esa entrada iba a perm a­ r?» necer cerra da para siem pre, enton ces . « ¿ Quie res habla y pare­ Yo ya estab a en la cama . Lleva ba puesto un j ersey borde d � cía vesti do para ir a dar un pase o. Se sentó en el me deb! la cam a, con la mism a inco mod idad con la que ó n era a ú n de sent ir yo el prim er día cuando esta hab itaci la suya .

. era -Es pro bab le que me case esta pnmav Me que dé petr ificado .

-

lJ O . d"

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-Pero nunca m e comentaste nada. -Bueno, hemos estado a intervalos durante un par de años. -Cre o que es una noticia maravi llosa. Que la gente se case es siempre una buena noticia. Me alegraba por ellos. Las bodas son algo bueno y la enorme sonrisa en mi cara era lo suficientemente ingenua incluso cuando un tiempo desp ués se me ocurrió pensar que esas noticias no p odían presagiar nada bueno para nosotros. -¿Te molesta? -me preguntó. -No seas tonto -dij e yo. H ubo un largo silencio -. ¿Te vas a meter en la cama ahora? Me observó con cautela. -Un rato, pero no quiero hacer nada. Parecía sonar como una versión actualizada y mu­ cho más pulida de aquel Tal vez, luego. Así que habíamos vuelto a lo mismo, ¿ eh? Me entraron ganas de reírme de él, pero me aguanté. Se tumbó a mi lado sobre las mantas y con el j ersey p uesto . Lo único que se quitó fueron los . mocaslnes . -¿ Cuánto tiempo crees que durará esto? -pregunto lfonlcament e. ,

.

I



-No mucho, espero. Me besó en la boca, pero no un beso como el de después de lo de Pasquino , cuando me empuj ó con fuerza contra la pared de

vía S anta Maria dell'Anima.

Reconocí

el sabor de inmediato . Nunca me había dado cuenta de todo lo que me gustaba o de cuánto lo echaba en falta. Había algo nuevo que añadir a la lista de cosas que extra­ ñaría cuando le hubiese p erdido para siempre. Estaba a punto de salir de debaj o de las mantas. -No puedo hacerlo -dij o y se apartó de un brinco . -Yo sí puedo . -Vale, pero yo no .

25 3

Mis ojo s deb iero n de mo strarse com o unas CUCh'lII as a61 1 a d'ISlm as pue s de rep ent e se percató de lo enfadad o que estaba . - ada me gus taría más que qui tarte la ropa y com o mín Imo abrazarte fortísimo . Pero no pued o Puse mis manos alrededor de su cabeza y la ostu ve. -E ntonce s quizá no debe rías qued arte. Sabe n lo nuestro. '





-Me lo había imaginado. -¿Por qué? -Por cómo me hablab a tu padre. Tienes suerte . Mi padre me hubiese enviado a un correccio nal. Le miré: deseaba otro beso. Debía, podía, haberme aprovechado.

A la mañana siguiente, las cosas se habían enfriado oficialmente. Así y todo, aquella semana ocurrió una cosa. Está­ bamos sentados en e! salón después de comer tomándonos un café cuando mi padre sacó un sobre grande en e! que había seis solicitudes con una foto de carné de cada inte­ resado. Mi padre deseaba saber la opinión de Oliver, des­ pués le entregó el sobre a mi madre, luego a mí y más tar­ de a otro profesor que había venido a comer con su mujer, también una profesora universitaria que vino a lo mismo el año antes. «Mi sucesor» , dij o Oliver, cogiendo una de las solicitudes y pasando las demás. Mi padre lanzó de for­ ma instintiva una mirada en dirección a donde yo estaba e inmediatamente la retiró . Exactamente lo mismo había ocurrido casi un año antes. Pavel, el sucesor de Maynard, había vuelto de visita durante la Navidad y tras mirar las posibilidades había re­ comendado uno de Chicago, de hecho le conocía muy bien. Pave! y todos los demás en la habitación se sintieron un poco indiferentes ante un joven doctorando que ense­ ñaba en Columbia y que se había especializado, de entre todas las posibilidades, en los presocráticos. Me detuve

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más de lo necesario en la fotografía que me tocó y noté un alivio al darme cuen ta de que no sentía nada . Al pensar lo ahora , no podía estar más seguro de que todo entre nosot ros había come nzad� en esta � isma habitación durante las vacaci ones de NaVIdad anterIo res. -¿Fue así como me elegisteis a mí? -pregu ntó con cierto candor serio y extraño , que mi madre encont ra­ ba siempre encantador . -Yo quise que fueras tú -le dije después a Oli­ ver aquella tarde, mientras le ayudaba a meter todas sus cosas en el coche justo antes de que Manfredi le acercase a la estación-o Me aseguré de que te eligieran a ti. Aquella noche eché un vistazo por los cajones del escritorio de mi padre y encontré el archivo con los aspi­ rantes del año anterior. Encontré su foto. El cuello de la ca­ misa abierto, Ondulante, pelo largo, un aire de estrella del cine capturado sin querer por el fotógrafo. No me extraña que me llamase la atención. Ojalá pudiese recordar qué sen­ tí exactamente durante aquella tarde de hace un año: una explosión de deseo seguido de un antídoto instantáneo, el miedo. El Oliver de verdad, y todos los subsiguientes con un bañador de distinto color cada día o el que se tumbaba desnudo en la cama, o el que se indinó sobre la barandilla del balcón de nuestro hotel en Roma, se superponían a la primera imagen confusa y conflictiva que me había creado de él tras aquella instantánea. Observé las caras de los demás aspirantes . Éste no estaba mal. Comencé a preguntarme lo que hubiese cam­ biado mi vida si hubiese sido otro el que hubiera venido . Hubiese ido a Roma. Quizá hubies e ido a otros sitios. No h ubiese aprendido nada sobre San Clem ente. Pero hubie se aprendido sobre otras cosas que de esta forma me he perdi­ do y quizá nunca las vea. No hubiese camb iado así, no sería el que soy ahora, me hubiese convenido en otra persona. Me pregu nto quién es hoy esa otra perso na. ¿ Es más feliz? ¿P odría colarme en su vida durante unas horas,

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�nos días y a.creditarlo yo mis mo , no sólo para comprobar SI esta otra vIda es mej or, o para comparar cómo nue stras . vIda s se hab ían distanciado tanto deb ido a Oliver sino ' para co �s�de rar tam bién lo que le diría a este otro yo si fuese a vIsItarle en algu na ocas ión? ¿Me gustaría? ¿Le gus­ taría yo a él? ¿ Ente nder íamo s ambos por qué el otro se había convertid o en 10 que es? ¿Nos sorprendería saber que de hecho ambo s nos había mos topado con un Oliver de una manera u otra, hombre o mujer, y que era muy probable que, sin importar quién hubiese venido aquel ve­ rano, aún éramos la misma persona? Fue mi madre, que odiaba a Pavel y hubiese forza­ do a mi padre a rechazar a cualquiera que recomendase, quien finalmente le dio un vuelco al destino. Puede que seamos unos judíos discretos, solía decir, pero este Pavel es un antisemita y no voy a acoger a otro en mi casa. Recordaba aquella conversación. También estaba impreso en la foto de su cara. Así que también es judío, pensé. y después hice 10 que había querido hacer durante toda la noche en el despacho de mi padre. Fingí no saber quién era ese tal Olivero Esto fue durante las Navidades pa­ sadas. Pavel aún intentaba convencernos para que acogié­ semos a su amigo. Aún no había llegado el verano. Oliver probablemente llegaría en taxi. Cargaría con su equipaje, le mostraría su habitación, le llevaría a la playa a través de las escaleras que dan a las rocas y después, si nos daba tiempo, le enseñaría la propiedad hasta el lugar donde solía parar el tren y le comentaría algo sobre los gitanos que vivían en los vagones con la insignia de la casa real de S�boya a�an­ / donados. Unas semanas después, si teníamos tIempo, Ifla­ mos en bicicleta hasta B. Pararíamos a tomar algo. Le en­ señaría la librería. Luego le mostraría el muro de Monet. Nada de esto había ocurrido aún.

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Tuvimos noticias de su boda al verano siguiente. Le enviamos unos regalos y le incluimos una pequeña fra­ se. Aquel estío pasó muy rápido. A menudo me vi tentado a hablarle de su «suceson> e inventé todo tipo de historias con respecto a mi vecino de balcón. Nunca le remití nada. La única carta que le mandé al año siguiente fue para de­ cirle que Vimini había muerto. Nos escribió a todos mos­ trando su dolor por la pérdida. Estaba de viaje por Asia, así que para cuando recibimos la carta, su reacción por la muerte de Vimini, en lugar de aliviar una herida abierta, parecía hurgar en una que se había curado sola. Escribir­ le sobre ella era como cruzar el último puente entre ambos, sobre todo después de que quedó tan claro que ni tan si­ quiera íbamos a mencionar lo que había existido en su mo­ mento entre los dos, o, lo que es lo mismo, no lo habíamos mencionado aún. Escribir había sido mi forma de infor­ marle sobre la universidad a la que iba a ir en Estados Uni­ dos, por si acaso mi padre, que siempre mantenía una co­ rrespondencia activa con los antiguos residentes, no se lo había dicho ya. Irónicamente, Oliver me contestó a mi di­ rección en Italia, otro motivo más para la tardanza. Después llegaron los años en blanco . Si tuviese que fraccionar mi vida entre la gente con la que he companido cama y dividirlo en dos categorías, antes y después de Oli­ ver, el mejor regalo que me podía otorgar la vida sería poder mover esta línea divisoria hacia delante en el tiempo. Mu­ chos me ayudaron a segmentar mi existencia entre antes de X y después de X, otros muchos me aponaron alegrías y penas, algunos consiguieron desbaratar mi vida, mientras que otros pasaron completamente desapercibidos. De esta manera, Oliver, quien durante tanto tiempo parecía haber sido la piedra angular de mi vida, poco a p oco fue obte­ niendo sucesores que o bien le eclipsaban o le reducían a una simple referencia a pie de página, a una mísera bifurca­ ción en el camino, al diminuto e inhóspito Mercurio cuan­ do mis pasos se dirigían hacia Plutón o más allá. Figúrate,

2 57

sol ía dec ir: en mi época de Ol iver, aún no hab ía conocido a tal � cual perso a. y así todo, la vida sin tal o cual persona � era simp lem ente imp ensable .

Un verano , mie ntras esta ba en Estado s Un idos, nueve afio s desp ués de su últi ma carta, reci bí una llamada telefó nica de mi padre . -N unca adivinarías quié n va a quedarse con no­ sotros dos días. En tu antigua habitación . Y está ahora de pie j usto delante de mÍ. que no.

Por supue sto que ya lo había adivinado, pero fi ngí

-El hecho de que te niegues a decirme que ya lo has adivinado ya me dice mucho ----dijo mi padre entre ri­ sas antes de despedirse. Hubo una lucha entre mis padres sobre a quién debían pasarle el auricular. Finalmente surgió su voz: «Elio » . Podía escuchar a mis padres y varias voces de ni­ ños por detrás. Nadie era capaz de pronunciar mi nombre

de aquella manera. «Elio» , repetí yo para indicar que era yo quien hablaba, pero también para sacar a relucir el vie­ jo j uego que teníamos y demostrar que no había olvidado nada. «Soy Oliver», dij o . Lo había olvidado. -Me han mostrado fotos tuyas. Has cambiado mucho -dijo.

Me habló de sus dos hij os, que estaban en aquel preciso instante j ugando en el salón con mi madre , ocho y seis años, tenía que conoc er a su esposa , está tan conte nto de estar aquí, no me lo puedo ni imagi nar. Es el lugar más de dar a maravillo so del mun do, dije yo, con la intenci ón puedes en­ ente nder que él estab a feliz debi do al lugar. No alabras tend er lo cont ento que estoy de estar aquí . Sus � o a m I madre , sonaban entrecortadas, le devolvió el teléfon ió habl ando que ante s de pon erse a hab lar con migo sigu con él de forma encantadora. ado sin ha bla -Ma s 'e tutto com m osso, se ha qu ed -dij o finalme nte diri gién dos e a mí.

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-Me encantaría estar allí con todos vosotros -res­ pondí, emocionado por alguien en quien ya casi había de­ . jado de pensar. El tiempo nos vuelve unos sentImentales. Quizá, al final es debido a eso por lo que sufrimos. Cuatro años después, al pasar por la ciudad donde estaba su universidad, realicé lo que debía. Decidí hacer acto de presencia. Me senté en una de sus aulas por la tar­ de y después de la clase, mientras guardaba los libros y metía en una carpeta hojas sueltas, me acerqué a él. No te­ nía intención de hacer que adivinase de quién se trataba, pero tampoco se lo iba a poner fácil. Había un estudiante que quería hacerle una pregun­ ta. Así que esperé mi turno. El estudiante acabó yéndose. -Probablemente no me recuerdes -comencé di­ ciendo mientras me miraba con extrañeza, intentando si­ tuarme. De repente se puso a la defensiva, como si se hu­ biese asustado al pensar que me podía conocer de algo que prefería olvidar. Mostró una mirada irónica e inquietante, una sonrisa incómoda y fruncida como si estuviese prepa­ rando algo como Me temo que me estds confundiendo con otra persona. Luego se quedó parado. -Madre mía, ¡Elio! Me dijo que lo que le había despistado era mi bar­ ba. Me abrazó y luego me dio unas palmaditas en mi pe­ luda cara como si fuese más joven que durante aquel vera­ no. Me abrazó de la manera que no pudo el día que entró en mi habitación para decirme que se iba a casar. -¿Cuántos años han pasado ? -Quin ce. Los conté anoche mientras venía hacia aquí -y añadí- : En realidad eso no es del todo cierto. Siempre lo he sabi do. -Así que quince. Pero mírate -dijo- . Mira, va­ mos a tomar algo o a cenar esta noche, o ahora, y así cono­ ces a mi mujer, a mis hijos. Por favor, por favor, por favor.

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-M e enc antaría . -Tengo qu e dej ar algo en mi des pacho y des pués nos vam os. Es un bue n pas eo a través del aparcamie nto . -N o me has ent end ido . Me encantaría , pero no puedo. Ese «no poder» no sign ificaba que no era libr e de . u, SIno que n st ba segu ro de que pud iese sop ortarlo. � � Me muo mIen tras segu ía meti endo los papeles en el maletín de cuero . .

;

-N o me has perdo nado j amás , ¿a que sí? -¿ Perdo nar? No había nada que perdo nar. De hecho, te estoy agrade cido por todo . Sólo tengo buenos recuerdo s. Había oído a la gente decir cosas así en las pelícu­ las . Parecían creérselo. -¿Entonces por qué? Estábamos saliendo del aula y adentrándonos en el terreno del campus donde nos encontramos uno de esos atardeceres otoñal es largos y lánguidos de la Costa Este que proyectan unos tonos anaranjados muy luminosos so­ bre las colinas cercanas. ¿ Cómo podía explicarle, o explicarme, por qué no podía ir a su casa y conocer a su familia a pesar de estar de­ seándolo? Muj er de Olivero Hij os de Oliver. Mascotas de Olivero D espacho, mesa, libros, mundo, vida de Olivero ¿ Qué esperaba? Un abrazo, un apretón de manos, un in­ diferente cuánto tiempo y luego un inevitable ¡Luego! La sola probabilidad de conocer a su familia me alarmó. Era demasiado real, demasiado repentino, dema­ siado en mis narices, no me había dado tiempo a prepa­ rarme. Durante años le había aloj ado en un pasado per­ manente, era un amor pluscuamperfecto, lo había puesto en hielo, llenado de recuerdos y bolas de naftalina como a un obj eto encantado que se había confabulado con el fan­ tasma de todas mis tardes . Le quitaba el polvo de vez en cuando para volverlo a poner en la repisa de la chimenea .

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Ya no perte ne cía al mundo terren al o a la vida. Todo .10 que podía descu brir llegad os a aquel punto � o era a dIS­ tancia a la que se encon traban nuestr os destIn os, Sino lo que me choca ría la canti dad de pérdi da, una pérdi da que no me impor taba analiz ar en términ os abstra ctos , pero



que me dolería al encont rármel a cara a cara, al igual que duele la nostalg ia mucho despué s de que hayamo s dej ado de pensar en las cosas que hemos perdid o y que ya no nos importarán más . ¿ O quizá era que estaba celoso d e su familia, d e la vida que se había forj ado, de las cosas que nunca compar­ tí con él y que desconocía? Lo que él había ansiado, ama­ do y malgastado, y cuya pérdida le había debilitado aun­ que su presencia vital, si es que aún la tenía, yo no había podido hallar ni constatar. N o estuve presente cuando lo consiguió, no estaba allí cuando se dio por vencido. ¿O era todo mucho más simple? Había venido a ver si aún sentía algo , si todavía le quedaba algo vivo . El problema es que no quena que permaneciese as!. ,

.

,

Durante todos estos años, cuando pensaba en él, pensaba en B. o en nuestros últimos días en Roma y todo se resumía en dos escenas: las circunstancias agónicas del balcón y vía Santa Maria dell'Anima, donde me había em­

puj ado contra la vieja pared y me había besado y me había dejado poner una pierna a su alrededor. Cada vez que vuel­

vo a Roma, voy a ese mismo lugar. Aún sigue vivo para mí y resuena con algo totalmen te presente como un corazón robado en un cuento de Poe que aún palpita baj o la anti­ gua pizarra para recordarme que allí había encontrado por fin la vida que me corresp ondía pero que no había sido ca­ paz de conseguir. Nunca pude imaginármelo en Nueva In­ glaterra. Cuando viví en la Costa Este americ ana duran te un tiempo y nos halláb amos a escaso s kilóm etros de dis­ tancia, co tinué imaginánd omel o atrapado en algún lugar . ? de itali a, ureal y espect ral. Los lugares en los que él vivía tamb i én me parecían inani mado s y en cuan to inten taba

26 1

pens ar en ello s , se diluían y se los llev aba la corrien te, no me nos esp ect rale s o irreales . Ah ora, resu ltaba que no sólo los p ueb los de Nueva Inglaterra esta ban mu y vivos, sino que él tam bién . Hace años me hub iese abalanza do sobre él fáci lmente, estuviese o no casado, a no ser que hub iese sido yo, contra todo pron óstico, quie n hub iese sido irrea l y es­ pectral todo el tiempo . ¿ O había venido con un objetivo mucho más ser­ vil? Encontrármelo viviendo solo, esperándome, deseoso de ser llevado de vuelta a B . Sí, las vidas de ambos en el mismo respirador artificial, esperando el momento en que finalmente nos encontrásemos y ascendiésemos j untos al monumento de Piave. y entonces lo solté.

-La verdad es que no estoy seguro de no poder sen­ tir nada. Y si debo conocer a tu familia, preferiría no sentir nada -seguido por un silencio dramático-- . Quizá nunca se fue del todo. ¿ Estaba diciendo la verdad? O era la situación, ten­ sa y delicada, la que estaba haciendo que dijese cosas que nunca llegaría a reconocerme a mí mismo y que aún no podía catalogar como ciertas? -Creo que no se fue del todo -repetí. -Ent onces . . . -dijo él. Era la única palabra que podía resum ir mis inseguridades. Pero quizá �ambién hu­ . biese querid o decir ¿Enton ces? como SI estuvI ese pregun ­ tánd ose qué podía choc arme tanto de que aún le desease después de tantos años. refe­ -E ntonces . . . -r epetí yo, intentando hac er un terce­ renc ia a las penas y sufri mien tos caprichos os de ro que en este caso era yo . puedes ve-Entonc es, ¿ es por eso por lo que no nir a tomar al go ? . 1f a too ued p no que lo por -Entonces es por eso mar al go . -¡Vaya ganso!

262

Había olvid ado por comp leto aquel la palab ra. Llegamos a su oficin a. Me presen tó a dos o tres co­ legas que estab an en el departamen to , sorpr endiéndom e su conoc imien to de cada aspect o de mi carrer a profes io­ nal. Lo sabía todo, se había mante nido al tanto de hasta el

detalle más insign ificante . En ocasion es , había indagado en información sobre mí que sólo podía obtener se con­ sultando en Interne t. Me conmo vió . Había asumid o que me había olvidado por comple to . -Quiero mostrarte algo -dij o .

Su despacho tenía u n g ran sofá de cuero . S ofá de Oliver, pensé. Así que es aquí donde se sienta a leer. Había papeles esparcidos por el sofá y por el suelo , ex­ cepto en una de las esquinas para sentarse que estaba j usto debaj o de una lámpara de alabastro . Lámpara de Olivero Recordaba las páginas tiradas por el suelo de su habita­ ción en B . -¿Lo reconoces? -preguntó . En la pared había una reproducción en color en­ marcada de un fresco mal conservado de una figura mi­ traica con barba. Ambos nos habíamos comprado una la mañana que fuimos de visita a San Clemente. Hacía años que no veía la mía. Junto a ella en la pared, había una pos­ tal enmarcada del muro de Monet. La reconocí inmedia­ tamente. -Solía ser mía, pero ha sido tuya muchísimo más tie mpo que mla. N os pertenecíam os el uno al otro, pero habíamos vivido tan alej ados que ahora correspo ndíamos a otros . .

,

Los únicos pretend ientes de nuestra vida eran unos oku­ pas, unos simp les okup as. -Tie ne una histori a muy larga -dij e. -Lo sé. Cuando volví a enmarcarla vi las inscrip. CIones en la parte de atrás y por eso ahora se puede ver. He p ensado a menudo acerca de este tal Maynard. Piensa en mí alguna vez.

26 3

-Tu pre dec eso r -le dij e para vac ilarle- . N o, nada de eso . ¿A qui én se la darás tú en su m om ento? -Tenía la esp eranza de que uno de m is hijo s pu. dIes e traerla en pers ona desp ués de una estancia allí. Ya he . aña dId o mi pro pia insc ripc ión, pero no puedes verl a. ¿Te vas a que d r en el pue blo? -me preg untó para � cambiar de tema mIen tras se ponía la gabardina. --Sí . Una noch e. Teng o que ver a unas perso nas . . de la unIver sIdad mañan a y luego me voy. Me miró . Sabía que estab a pensando en aquella noche durante las vacacio nes de Navidad y él sabía que lo

sabía.

-Entonce s estoy perdonado . Presionó sus labios en silenciosa disculpa. -Vamos a tomar algo a mi hotel. N oté su malestar. -He dicho a tomar, no a follar. Me miró y se puso roj o literalmente. Me quedé mirándole . Aún era muy apuesto, no había perdido pelo, ni engordado, salía a correr todas las mañanas, con la piel tan suave como antaño. Tan sólo había unas manchas so­ lares en s us manos. ¿ Manchas solares? , pensé, y no pude dejar de pensar en ello. -¿ Esto qué es? -pregunté, mientras le señalaba la mano sin llegar a tocarla. -Las tengo por todos lados. Manchas solares. Me romp ían el corazón y quería besar todas y cada una de ellas hasta que desapareciesen. de -D emas iado sol durante mi j uven tud. Aparte ora� do . que esto no debía llam arte la atención. Esto y mej o tu en­ Dentr o de tres años , mi hij o será tan mayor com ona que eras tonc es, de hech o, él está más cerca de la pers tás de aqu el cuan do estuvim os j untos de lo que tú lo es Elio . No te parec e raro . . t Imos Jun tos. , v estu ndo cua as, llam lo o com 'Así es .



pense . I

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En el bar del viej o hotel de Nueva I nglaterra, en­ contramos un lugar tranquilo con vistas al río y a un enor­ me jardín que estaba completamente en flor. Pedimos dos martinis -con ginebra Sapphire, especificó- y nos sen­ tamos cerca el uno del otro en el asiento con forma de he­ rradura, al igual que los maridos que se ven forzados a sen­ tarse incómodamente demasiado cerca mientras que sus mujeres se empolvan la nariz. -Dentro de ocho años yo tendré cuarenta y siete y tú cuarenta. Cinco después, yo tendré cincuenta y dos y tú cuarenta y cinco . ¿Vendrás entonces a cenar? -Sí, lo prometo. -Así que me estás diciendo que sólo vendrás cuando creas que eres lo suficientemente mayor como para importarte. Cuando mis hij os se hayan ido . O cuan­ do sea abuelo . Me lo puedo imaginar. En aquella tarde, nos sentaremos j untos y beberemos un brandy afrutado fuerte, como el Grappa que solía servirnos tu padre algu­ nas noches. ))Y al igual que hada el señor mayor que se sentaba en la piazzetta mirando hacia el monumento a Piave, charlaremos sobre dos j óvenes que encontraron la verda­ dera felicidad durante unas semanas y que vivieron el res­ to de sus vidas moj ando bolitas de algodón en el cuenco de la felicidad, con miedo a gastarlo , sin atreverse a beber más que un dedal en los aniversarios rituales. Quería decirle que eso parecía que no iba a llegar nunca. No podrán deshacerlo, ni desescribirlo , ni desvivir­ lo o volver a vivir, simplemente está ahí incrustado, como la imagen estática de las luciérnagas sobre un campo estival al atardecer que parecen decir una y otra vez Pod!a haber ido s as!. Pero volver atrás es falso. Pasar página es falso. Mirar hacia otro lado es falso. Intentar reparar todo lo que es falso resulta ser igualmente falso . Su vida es como un eco incohe rente enterrado para siemp re en una cámara mitraica sellad a.

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Silen cio . -Di os, cóm o no s envidi aba n desde el otro lado de la me sa durant e la cen a de la prim era noc he en Ram a -d 1JO" . Nos miraba n el j oven, el viej o, el hom bre , la . mUJ er, tod o s y cada uno de los que estaban a la mesa nos obse rvaban boq uiab ierto s porq ue éram os muy felic es. »Y esa tarde en la que nos hagamos más m ayores, , aun habla remos de esos dos j óven es como si fuesen dos extrañ os que nos encon tramo s en el tren y que admirába­ mos y queríamos ayuda r. Y preten derem os llamarlo envi­ dia, porqu e defini rlo como remordimie nto nos rompería d corazón. De nuevo silencio . -Quizá aún no esté preparado para hablar de ellos como si fuesen unos desconocidos -dije. -Si te hace sentir mejor, creo que ninguno de los dos lo estará nunca. -Creo que deberíamos tomar otra. Accedió sin ni siquiera poner una mísera excusa sobre que tenía que volver a casa. Nos quitamos de encima los preliminares. Su vida, mi vida, a qué se dedicaba, a qué me dedicaba, qué nos va bien, qué nos va mal . Dónde deseaba estar él, dónde yo. Evitamos hablar de mis padres . S upuse que estaba al co­ rriente. Al no preguntarme me dij o que lo estaba. Una hora. -¿ Tu mejor momento? -me interrumpió por fin. Lo pensé duran te un rato. . PrIla de el es s erdo recu ores -Uno de los mej ­ mera noch e, quizá porq ue titub eé demasiado . Pe ro tam a bién Rom a. Hay un lugar en vía Santa Mari a dell 'Anim q ued o que visit o de n uevo cada vez que estoy allí. M � VIen e a la mirándolo durante un tiem po y luego todo me bar me be­ cab eza. Aca bab a de vom itar y de cam ino al í, per o no me sast e. La gen te con tinu aba pas and o por all au n está grab aimp orta ba, ni a ti tampoc o . Aque 1 b es o '

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do allí, meno s mal . Es todo lo que tengo de ti . Esto y tu cam Isa. Lo recordaba. -¿Y tú? -pregunté-. ¿Tu momento? -También en Roma. Cuando cantamos j untos hasta el aman ecer en Piazza N avona .

Se me había olvidado por completo . N o era sim­

plemente una canción napolitana lo que acabamos can­ tando aquella noche. Un grupo de j óvenes holandeses había sacado sus guitarras y estaba cantando una canción de los Beatles detrás de otra y todo el mundo que estaba en la fuente se había unido a ellos y por sup uesto , noso­ tros también. I ncluso Dante apareció de nuevo y comen­ zó también a cantar con su inglés cochambroso . -¿Nos dedicaron una serenata o me lo estoy in­ ventando? Me observó con perplej idad. -Te la dedicaron a ti pero estabas completamen­ te borracho. Al final agarraste la guitarra de uno de ellos y comenzaste a tocar y sin venir a cuento, a cantar. Se que­ daron todos boquiabiertos. Todos los drogatas del mundo escucharon a Handel como ovej itas . U na de las holande­ sas perdió los papeles . Querías traértela al hotel . Ella tam­ bién quería venir. Menuda noche. Terminamos sentados en la terraza vacía de una cafetería cercana detrás de la

piazza, solos tú, yo y la chica, observando el amanecer, cada uno espatarrado en una silla. Se me quedó mirando. -Me alegro mucho de que hayas venido . -Yo también me alegro de haber venido. -¿Pue do hacerte una pregun ta? -dij o . ¿ Por qué d e repente comenc é a estar nervioso ? -Venga. -Si p udieses , ¿volverías a empezar de nuevo ? Me quedé mirándole. -¿Por qué me lo preguntas?

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-P or nada. Responde. -¿Em pezaría de nue vo si pud iese ? Al instante . Pero ya he vivido esto dos veces y estoy a pun to de hacer­ lo otra vez. Sonrió. Era obvio que me tocaba preguntar a mí lo mIsmo, pero no quería que se sintiese avergonzado. Éste era mi Oliver favorito: el que pensaba exactamente igual que yo . -Verte aquí es como despertarse de un coma des­ pués de veinte años. Miras alrededor y te das cuenta de que tu mujer te ha abandonado, tus hijos, cuya infancia te has perdido por compl eto, son unos hombres hechos y derechos, alguno hasta se ha casado, tus padres hace tiem­ po que han fallecido, no tienes amigos, y la carita que te observa a través de unas gafas pertenece nada más y nada menos que a tu nieto, a quien le han llevado allí a dar la bien­ venida al abuelo tras su largo sueño. Tu cara en el espejo es tan pálida tomo la de Rip Van Winkle, el protagonista del cuento de Washington Irving. Pero aquí está el truco: aún eres veinte años más joven que los que se arremolinan a tu alrededor, y por eso puedes volver a los veinticuatro al instante: tengo veinticuatro años. Y si fuerzas la parábola unos cuantos años más adelante, puedes despertarte y ser más joven que mi hijo el mayor. -Entonces, ¿qué nos revela esto sobre la vida que has llevado?

-u na parte de ella, sólo una parte, fue un coma, pero prefiero llamar lo una vida paralela. Suena mej o � . El problem a es que la mayoría hemos tenido, vivido qUIero decir, más de dos vidas parale las. . qUId, a verd la e fues á quiz hol, Quizá fuese el alco ractas, zá no quería que las cosas se volv iesen muy abst ento pre­ pero noté que debía decirlo pues éste era el mom que era para ciso , porque de repente caí en la cue nta de esto para lo que había venido. , la destar gus me que la de a son -Eres la única per ndo esta cosa que pedirme al morir, pues será entonces cua

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llamo mi vida cobrará sentido . Y si me entero de que te

has muerto, mi vida como la conozco, el yo que te está ha­

blando ahora, dej ará de existir. A veces me imagino que

me despierto en nuestra casa de B. , observando el mar, es­

cuchando la noticia de la voz de las propias olas: Murió

an o che. Nos perdimos tantas cosas . Fue un coma. Maña­

na volveré al mío, y tú al tuyo. Perdona, no era mi inten­ ción ofenderte: seguro que lo tuyo no es eso . -No, lo mío fue una vida paralela.

Quizá casi todas las penas que he sentido en mi vida

decidan convergir ahora en ésta. Debía luchar contra ello

.

y si él no lo veía, posiblemente fuese porque era inmune.

Se me ocurrió preguntarle si había leído una nove­

la de Thomas Hardy titulada La bien amada. No la había leído . Es sobre un hombre que se enamora de una mujer que, años después de abandonarle, muere.

Él visita su casa

y acaba conociendo a su hij a, de la que se queda prenda­ do, y tras perderla también, muchos años más tarde, se en­ cuentra con su descendiente, de la que se encapricha. -¿Estas cosas se acaban muriendo por sí solas o algunas necesitan de varias generaciones y vidas para re­

solverse?

-No me gustaría ver a ninguno de mis hij os en tu cama, de la misma manera que no me agradaría que los tuyos, si tuvieses alguno, entrasen en la suya. Nos reímos entre dientes.

-Me pregunto si nuestros padres . . .

S e quedó un rato pensativo, luego sonrió . -Lo que no quiero es recibir una carta de uno de tus retoño s con las malas noticias: Ypor cierto, adjunta en­ contrards una postal que mi padre me pidió que te devolviese. Ni tampo co quiero tener que respon der con algo como :

Puedes venir cuando lo desees, estoy seguro de que le hubiese

gustado que te quedases en su habitación . Prom éteme que eso no pasará.

-Lo prom eto.

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-¿Qué has escrito en la parte de atrás de la postal? -I ba a ser una sorp resa . -S oy dem asiado mayor para sorp resas. Apa rte de . qu � SIemp re llev an un can to afilado para hacer dañ o . No qUIe ro que me hiera n, al meno s tú no . Dim e . -So lame nte dos palab ras . -Déja�e que adiv ine: Si no es luego, ¿cudndo? -H e dIcho dos palab ras. Además, eso sería muy cruel. Pensé por unos instantes. -Me rindo . -Cor cordium, corazón de corazones, jamás le he dicho a nadie algo tan cierto en mi vida. Me quedé mirándole fijamente. Menos mal que estábamos en un sitio público. -Deberíamos irnos . Agarró su gabardina, que estaba doblada j unto a su silla, y comenzó a hacer amagos de levantarse. Iba a acompañarle hasta el vestíbulo del hotel y que­ darme allí de pie mientras él se alejaba. Nos íbamos a des­ pedir en cualquier momento . De repente, una parte de mi vida iba a serme arrancada y nunca me la iban a devolver. -Supón que te acompaño hasta tu coche -le dije. -Supón que vienes a cenar. -S upón que lo hago . F uera, la noche llegab a rápido . Me gustab a la paz y el silencio del camp o con la línea ilumi nada del hori­ . zonte desva necié ndos e y la visión del río oscureciendo otra Cam po de Oliv er, pens é. Las luces j aspea das de la cuadro orill a que b rilla ban sobre el río me reco rdaron al Muy ot� ­ de Van Gogh Noc he estrellada sob re el Róda no. del veran I­ ñal, muy de com ienz o del curs o esco lar, muy pú culo s e llo de San Ma rtín y siem pre durante los cre � estío SIn termI­ dicho verani llo esa mezcla de asu nto s del nte mente la ilunar y de los de eres sin con clu ir y con sta



b

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sión de los mese s por veni r que se disip an en cuan to se pone el sol. . . . . . Inten té imagi narm e su felIz familI a: los hiJOS inmersos en las tareas escolares o volvie ndo a casa del entre­ namien to, seguro que de un mal humor descom unal y con las botas llenas de barro, se me pasaba n por la cabeza todo tipo de clichés . Éste es el chico en cuya casa me hospe­ dé durante mi estancia en Italia, diría él, seguido de los ca­ rraspeos malhum orados de dos adolesc entes a los que no les interesaba ni el chico de Italia, ni la casa en Italia, pero que se morirían del susto al oír, Ah, y por cierto, este hom­ .

bre, que tenía casi vuestra edad entonces y que se pasó la ma­ yoría del tiempo transcribiendo Las siete palabras de Cristo en la cruz, todas las noches se colaba en mi cuarto y follába­ mos como locos. Así que dadle la mano y sed buenos.

Luego, a las tantas de la noche, en el camino de vuelta en coche al Iado del río iluminado de estrellas has­ ta el hotel viejo y cochambroso j unto a la costa de Nueva Inglaterra pensé que tenía la esperanza de que nos recor­ dase a ambos la bahía de B. y las noches estrelladas de Van Gogh y cuando me acerqué a él en las rocas y le besé en el cuello y a la última noche cuando caminamos j untos por la carretera de la costa, con la sensación de que nos habíamos quedado sin milagros de última hora para pos­ poner su marcha. Me imaginé en su coche, pregun tándo­ me quién sabe, querrá él, querré yo , quizá una última en el bar lo decidiese, a sabiendas de que durante toda la cena nos estaríamo s preocupan do de las mismas cosas, con la esperanza de que pasase algo pero rezando para que no. Quizá una última lo decidiese. Podía leerlo en su cara mientras me lo imagina ba mirando para otro lado al des­ corchar una b otella de vino o al cambiar la música , pues él también encontraría este pensam iento corriendo por su cabeza y q uerría saber que se estaba plantea ndo lo mismo p ues, mientras que servía a su mujer , a mí, a sí mism o, cae­ ríamos en la cuenta de que él era más yo de lo que yo lo

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había sido nunca, ya que desde que se convirtió en mí y yo me transfo rmé en él en la cama hace tantos años, iba a se­ guir siendo para siempre, mucho después de que hubié­ semos tomado caminos muy distintos en la vida, mi herma­ no , mi amigo , mi padre, mi hij o , mi marido , mi amante, yo . Durante las semanas que hab íamos estado j untos aquel verano, nuestras vidas casi no se habían tocado, pero habían cruzado a la otra orilla, donde el tiempo se detiene y el cielo llega a tocar el suelo y nos entrega un muestrario de lo que nos pertenecía de forma divina desde que naci­ mos . Miramos hacia otra parte. Nos lo dij imos todo . Sin embargo siempre lo hemos sabido , y no mencionar nada al respecto aho ra lo confirmaba aún más . Habíamos en­ contrado las estrellas, tú y yo . Y esto sólo se consigue una vez.

El verano pasado por fin vino . F ue una visita de una sola noche mientras se dirigía desde Roma a Menton. Llegó en un taxi que se detuvo en la carretera escoltada por árboles , p rácticamente en el mismo lugar en que se había detenido veinte años antes. Surgió del vehículo con un ordenador portátil, una bolsa enorme de deporte y una gran caj a envuelta para regalo . . . -Es p ara tu madre -dijo cuando me VIO mIrarlo. -Será mejor que le digas lo que hay dentro -comenté tras ayudarle a depositar sus cosas en el vestíbulo-. Sospecha de todo el mundo. ., . O. nstecl ent le y te tamen perfec Lo enten dió -¿El viej o cuarto ? -preg unté. -El viejo cuarto -co nfirm ó, a pesar de qU,e �a lo Cos . habíamos organizado todo a través de correos elect rOnl -Pu es el viej o cuart o, que así sea. . " de lS0 N o esta ba dem asiado deci dido a s u b l f al � Ma, " cuan do Manfredl "Y arriba con él , así que fue un al IVIO " nve nI da en b le falda surg ieron de la coci na para dar 1 e 1 a

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cuant o oyero n el taxi. Sus efusiv os besos y abrazos hicie­ ron que se apaciguas e la intran quilid ad que sabía que iba a sentir cuand o se instala se de nuevo en nuestr a casa. Quería que su bienven ida sobreex citada durase la prime­ ra hora comple ta de su estanci a. Lo que fuese para pro­

crast inar nuestro primer cara a cara ante una taza de café donde pronunci ar por fin las dos palabras inevitable s : veinte años. En lugar de eso , habíamos dej ado las cosas en la entrada y teníamos la esperanza de que Manfredi las su­ biera a la planta superior mientras que Oliver y yo dába­ mos un paseo por toda la casa. -Seguro que te mueres de ganas por verlo --dije, refiriéndome al j ardín, la balaustrada y las vistas al mar. Habíamos pasado j unto a la piscina, por dentro del salón donde aún estaba el viejo piano j unto a la ventana y final­ mente volvimos a la entrada donde nos percatamos de que ya habían subido sus cosas. U na parte de mí quería que se diese cuenta de que nada había cambiando desde la últi­ ma vez que estuvo, que el canto delparaíso aún estaba allí, que la verj a que daba a la playa todavía chirriaba y que el mundo era exactamente el mismo salvo las ausencias de Vimini, Anchise y mi padre. Éste era el gesto de bienveni­ da que deseaba ofrecerle. Sin embargo, había otra parte de mí que quería hacerle entender que no tenía sentido in­ tentar recuperar el tiempo perdido pues habíamos viaj ado, habíamos experime ntado demasiado sin el otro como para seguir teniend o muchas cosas en común. Quizá quería que sintiese la punzad a de la pérdida y la congoja . Pero al final y quizá por mero compro miso, decidí que lo mejor era demos trarle que no había olvidad o nada. S ugerí ir al solar vacío que seguía estando igual de chamu scado e im­ pro ductivo que cuand o se lo mostr é dos décad as antes . Casi no había termin ado mi ofreci miento cuand o soltó «Eso ya está muy visto» . Tal vez fuese su forma de decirme que no había olvidado nada tam poco .

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-Qu izá

�.refi � ras qu e no s pa sem os ráp ida me nte po r el ban co -dIJo nen do- . Qu é te apuestas a que ja­ más canc elaro n mi cuen ta. -S i ten em os tiem po y te apetece, te llevaré al cam pan ario . Sé que no has sub ido hasta allí nun ca. -¿Algo-p or-I o-qu e-m orir ? Le devo lví la sonrisa. Se acordaba del nom bre que usábam os para llamarlo . Mien tras pase ábam os por el patio con vistas al ex­ tenso azul, me quedé rezagado y observé cómo se apoyó en la barand illa que daba a la bahía. Ante nosotr os estaba la roca en la que se sentab a por las noches, donde él y Vimini habían pasado j untos

tardes y tardes.

-Ella cumpliría treinta años hoy -dijo. -Lo sé. -Me escribió todos los días. Absolutamente todos. Estaba mirando a su sitio. Recordaba cómo se to­ maban de la mano y se escabullían hasta la orilla. -Entonces un día dejó de escribirme. Y lo sabía. Simplemente lo sabía. He guardado todas las cartas. Le observé con melancolía. -También he guardado las tuyas -añadió de in­ mediato para tranquilizarme, aunque vagamente, sin saber si esto era algo que quería oír. Me tocaba a mí. -Yo tambié n guardo las tuyas. Y algo más. Quizá te lo enseñe. Luego. ¿No se acord aba de Ondu lante , o era demasiado mod esto, dem asiad o cauto , como para demo strar que sa­ a lo bía a la perfe cción a lo que me refería? Volvió a m irar lejos.

una Hab ía vue lto en el día perfecto . No hab ía ni nube , ni una ola, ni una pizca de viento. r. Pero es -Había olvidado cuán to amo este luga a es el paraíso . exactamente así como lo recordaba. A mediodí

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Dej é que hablas e. Me gustab a ver s us oj os obser­ vando el infini to. Quizá él tamb ién estuv iese evita ndo un cara a cara. -¿ y Anchis e? -me pregun tó por fin. -Se lo llevó un cáncer al pobre. Solía pensar que "

"

"

,,

"

,

"

,..,

era muy vleJo y nl slqulera tenIa cIncuen ta anos. -Tam bién amaba todo esto : él, sus inj ertos, su

huerto . -Falleció en el cuarto de mi abuelo . De nuevo silencio. Estuve a punto de decir mi antigua habitación, pero cambié de opinión. -¿Te alegras de haber vuelto ? Supo leer entre líneas mi pregunta antes que yo . -¿Te alegras tú de que haya vuelto? -replicó. Le miré, con la sensación de estar desarmado, aunque no amenazado . Como la gente que se pone roj a fácil­ mente pero no se avergüenza de ello. S abía bien cómo su­ primir ese sentimiento sin que me influyese demasiado. -Sabes que sí. Quizá más de lo que debería. -Yo también. Ahí lo dijo todo . -Ven, te mostraré dónde enterramos algunas de las cenizas de mi padre. Bajamos por las escaleras de la parte de atrás hasta el jardín donde se ubicaba la mesa del desayuno . -Éste era el lugar de mi padre. Lo llamo el lugar fantasma. Mi sitio solía estar allí, si es que aún lo recuerdas -señalé donde solía estar mi vieja mesa j unto a la piscina. -¿Y yo tenía un lugar? -me preguntó con una medi a sonri sa. -Siem pre tendrás un lugar. Quería decirle que la p iscina, el j ardín, la casa, la canch a de tenis, el canto del paraíso, todo aquello sería sie� pre su lugar fantas ma. En vez de eso, señalé al piso de ar nba, a las p uertaventanas de su habitación . Tus ojos es­ tán siemp re allí, quise decirl e, atrap ados en las cortin as

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transparentes, mirándolo todo desde mi habitación en la q �e ya nadie duerme . Cuando hay un poco de brisa y se hInchan, las observo desde aquí o me quedo de pie en el balcón y me sorprendo pensando que estás allí, atisbando mi mundo desde el tuyo , diciendo , al igual que una de aquellas noches que te encontré en las rocas, He sido feliz aqul. Te hallas a miles de kilómetros, pero en cuanto miro estas ventanas pienso en un bañador, en una camiseta col­ gada del tendal , unos brazos apoyados en la barandilla y de repente estás ahí, encendiendo el primer cigarrillo del día, hace hoy veinte años. Mientras aguante aquí la casa, éste será tu lugar fantasma y el mío también . Nos quedamos allí unos instantes, en el lugar don­ de mi padre y yo habíamos hablado en cierta ocasión so­ b re Olivero Ahora nosotros hablábamos sobre mi padre. Mañana, recordaré este momento y dej aré que el fantasma de sus ausencias merodee durante las horas más crepusculares del día. -Sé que él hubiese querido que algo así ocurriese, sobre todo en un día de verano tan espléndido. -Estoy seguro. ¿Dónde enterrasteis el resto de las cenizas? -Por todos los sitios. En el río Hudson, en el Egeo, en el Mar Muerto . Pero es aquí donde vengo para estar con él. No dij o nada. No había nada que decir. -Vamos, te llevaré a San Giacomo antes de que cambies de opinión -dij e finalmente-o Aún tenemos tiempo antes de comer. ¿Te acuerdas de cómo se va? -Sí, me acuerdo . -Sí , te acuerdas -rep etí. ue Me miró y son rió. Eso me anim ó. Tal vez porq sabía que me estab a hacie ndo burl a. ... , Y es ta Veinte años fue ayer , y ayer era esta man ana mañana par ece estar a años luz. de to dO . -Soy co mo tú -dijo-o Me a cue rdo

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Me detuve un instante. Si te acuerdas de todo, quise decirle, y de verdad eres como yo, entonces antes de que te vayas mañana, o cuando estés a punto de cerrar la puerta del taxi, te hayas despedido de todos los demás y no quede nada que decir en esta vida, entonces y sólo en­ tonces, vuélvete hacia mí, aunque sea en broma o como una última ocurrencia que hubiese significado todo para mí cuando estábamos j untos y, al igual que hiciste en aquel entonces, mírame a la cara, aguántame la mirada y llámame por tu nombre.

Índice

Parte 1 SI NO ES LUEGO, ¿CUÁNDO?

9

Parte 2 EL MURO DE MONET

79

Parte 3 EL SfNDROME DE SAN CLEMENTE

1 89

Parte 4 LUGARES FANTASMAS

233