Literatura y propaganda en tiempo de Quevedo: guerras y plumas contra Francia, Cataluña y Portugal 9783865279774

Análisis de la literatura de propaganda en torno a la guerra franco-española y las rebeliones de Cataluña y Portugal sur

187 82 1MB

Spanish; Castilian Pages 380 Year 2011

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ÍNDICE
PALABRAS PRELIMINARES
INTRODUCCIÓN
I. TIEMPO DE LIBELOS Y CAMPAÑAS DE IMAGEN
II. LA PROPAGANDA O LITERATURA DE COMBATE EN 1635 Y 1640
III. LA GUERRA DE PAPEL
BIBLIOGRAFÍA
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Literatura y propaganda en tiempo de Quevedo: guerras y plumas contra Francia, Cataluña y Portugal
 9783865279774

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Dirección de Ignacio Arellano, con la colaboración de Christoph Strosetzki y Marc Vitse Secretario ejecutivo: Juan Manuel Escudero

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LITERATURA Y PROPAGANDA EN TIEMPO DE QUEVEDO: GUERRAS Y PLUMAS CONTRA FRANCIA, CATALUÑA Y PORTUGAL

MARÍA SOLEDAD ARREDONDO

Universidad de Navarra • Iberoamericana • Vervuert • 2011

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Este libro se enmarca en el Proyecto del Grupo de Investigación GLESOC (930455), Literatura Española del Siglo de Oro.

Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2011 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2011 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net Iberoamericana Vervuert Publishing Corp., 2011 9040 Bay Hill Blvd. – Orlando, FL 32819, USA Tel.: +1 407 217 5584 Fax: +1 407 217 5059 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-549-7 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-615-5 (Vervuert) Depósito Legal: Cubierta: Carlos Zamora Impreso en España

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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ÍNDICE

PALABRAS PRELIMINARES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. Los autores y las obras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I. TIEMPO DE LIBELOS Y CAMPAÑAS DE IMAGEN . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. Libros mentirosos, siniestras relaciones, libelos infamatorios . . . . 2. Contexto histórico de tres guerras: palabras, lenguajes, papeles . 3. Artífices e imágenes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. Campañas de imagen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . II. LA PROPAGANDA O LITERATURA DE COMBATE EN 1635 Y 1640 . . . . . . 1. El concepto y la terminología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Los géneros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Los temas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3.1 La guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3.2. El rey y los otros reyes: Felipe IV, el «revoltoso» Luis XIII y el «tirano» Juan IV . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3.3. La religión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. La variedad de estilos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4.1. Las técnicas literarias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . III. LA GUERRA DE PAPEL . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. La declaración de guerra de 1635 y los textos de réplica . . . . . . 1.1. La Carta al serenísimo, muy alto y muy poderoso Luis XIII, rey cristianísimo de Francia, y otras obras contra Francia de Francisco de Quevedo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.2. La Defensa de España contra las calumnias de Francia y otras obras de José Pellicer de Tovar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.3. El Memorial enviado al rey cristianísimo por uno de sus más fieles vasallos, atribuido a Diego de Saavedra Fajardo . . . . . . . . . 2. 1638. Obras sobre el sitio de Fuenterrabía . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Las rebeliones de Cataluña y Portugal en 1640 . . . . . . . . . . . . 3.1. La Proclamación Católica y las respuestas hasta 1642 . . . . . . .

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3.1.1. La Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa, en ocasión de las alteraciones del Principado de Cataluña…, de Juan Adam de la Parra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3.1.2. La Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña, de Pedro Calderón de la Barca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3.1.3. El Aristarco o censura de la Proclamación Católica de los catalanes, de Francisco de Rioja . . . . . . . . . . . . . . . 3.1.4. La rebelión de Barcelona ni es por el güevo ni es por el fuero, de Francisco de Quevedo . . . . . . . . . . . . . . . 3.1.5. Idea del Principado de Cataluña, de José Pellicer y Tovar 3.2. La rebelión de Portugal y un «manifiesto» inexistente y alevoso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3.2.1. La Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve, de José Pellicer y Tovar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3.2.2. La Respuesta al manifiesto del duque de Berganza, de Francisco de Quevedo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3.2.3. El Apologético contra el tirano y rebelde Berganza…, de Juan Adam de la Parra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. ¿Hacia la paz? Diego de Saavedra Fajardo ante tres guerras: de los Suspiros de Francia a las Locuras de Europa . . . . . . . . . . . . . . . 4.1. Suspiros de Francia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4.2. Locuras de Europa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . BIBLIOGRAFÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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PALABRAS PRELIMINARES

Este libro es el resultado de un curso de doctorado del que guardo un grato recuerdo, por el interés que suscitó entre mis alumnos durante varios años y por las líneas de investigación que abrió para ellos y para mí misma. Es también la consecuencia de una serie de trabajos presentados en congresos, que algunos colegas y amigos me animaron a unificar.Y es, sobre todo, fruto de la reflexión sobre un tiempo, unos autores y un tipo específico de escritura que relaciona la literatura, la historia, la política y hasta el incipiente periodismo del siglo XVII. Quiero agradecer a mis alumnos su curiosidad y su entusiasmo; a mis compañeros del GLESOC su apoyo para la financiación del libro; a tantos colegas cuya sabiduría y erudición me han abierto caminos, y que están citados en estas páginas, su ayuda; y a mi familia, su comprensión, siempre generosa con mi trabajo. Madrid, 6 de mayo de 2010

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INTRODUCCIÓN

El origen de este libro es un curso de doctorado sobre opúsculos políticos de Francisco de Quevedo y Diego de Saavedra Fajardo. Se trataba entonces de analizar un tipo específico de escritura surgido de circunstancias políticas graves: la guerra contra Francia en 1635, o las rebeliones de 1640, o la preparación de la Paz de Westfalia en 1648. La Carta a Luis XIII, de Quevedo, y las Locuras de Europa, de Saavedra Fajardo, por poner dos ejemplos insignes, eran obras de propaganda política que carecían de estudios literarios hasta los años noventa del siglo pasado, y cuyas ediciones eran entonces o poco asequibles, o poco rigurosas. Si esto ocurría con estas obras de dos grandes escritores del Siglo de Oro, que se mencionaban en los manuales como obritas de circunstancias, es comprensible el desinterés por otras tantas surgidas por igual motivo, pero de autoría secundaria o dudosa.Y así fue como el primer corpus se fue ampliando para acoger obras de autores de segunda fila, como el inquisidor Juan Adam de la Parra, muy bien situados en la órbita del poder y movilizados por él con motivo de acontecimientos excepcionales. Aquel primer acercamiento pretendía completar un doble vacío, que no lo era en realidad, porque las obras en cuestión aparecían en los manuales de historia y en los de literatura. Pero los historiadores del reinado de Felipe IV suelen tildarlas de subjetivas y apasionadas, y prefieren el rigor del documento, los textos declaradamente historiográficos, o las obras más reposadas de pensamiento político: textos supuestamente objetivos, dentro de lo que cabe, en una época que no se caracterizaba por la imparcialidad, como lo muestran las historias de Matías de Novoa o de Virgilio Malvezzi. Los historiadores de la literatura del Siglo de Oro, por su parte, consideran menores estas piezas coyunturales, comparadas con la Política de Dios, de Quevedo, o con las Empresas, de Saavedra Fajardo. Ese vacío era, pues, de clasificación y de

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valoración genérica, si es que pueden agruparse bajo un marbete genérico obras muy diversas en su forma, pero unidas por un interés común: la defensa de una idea, de un personaje, o de una decisión política, en un momento concreto de crisis que marca la vida de Quevedo, la de Saavedra Fajardo y la del cronista José Pellicer y Tovar, por citar sólo a tres de los literatos y propagandistas. Sin embargo, el propio término «crisis» resulta ambiguo e impreciso para aplicarlo a la España de la primera mitad del siglo XVII, cuando la voz significaba una reflexión o «juicio que se hace sobre alguna cosa», según el Diccionario de Autoridades (Aut.). Lo que hoy entendemos como una conciencia de dificultad y de perturbaciones puede aplicarse, en general, a la sociedad europea a partir de 16001, y es la que desemboca en la gran crisis de la conciencia europea de 1680, que estudió Paul Hazard. Los textos urgentes y polémicos que nos ocupan se inscriben, pues, en una situación conflictiva general que afectaba con especial gravedad a la sociedad española.Y es que ese sentimiento de alarma ante los cambios políticos y sociales, y ante los conflictos económicos subsiguientes que marcan todo el siglo XVII2, se hace especialmente patente en situaciones de guerra. De ahí que la multiplicidad de frentes bélicos en los que combatía la Monarquía Hispánica3 diera como fruto literario un buen número de obras de rápida concepción, unas espontáneas, otras inducidas, pero todas marcadas por el encadenamiento e interdependencia de tres guerras sucesivas en un tiempo muy concreto: los años treinta y cuarenta del siglo XVII. El «tiempo de Quevedo» a que me refiero es, por tanto, un tiempo flexible, no limitado a la vida del autor.Tan dúctil frente a las periodizaciones como el memorable título El siglo del Quijote4 con el que se superaban fechas convencionales, y se proponía una gran época de la cultura de 1580 a 1680.Y un tiempo tan elástico como el largo periodo que acotó Maxime Chevalier5, para realizar su magistral estudio

1 Según señaló Maravall, 1975, p. 50, que se refiere, a su vez, al concepto de crisis general propuesto por Pierre Vilar. 2 Ver el estudio ya clásico La crisis del siglo XVII, dir. Domínguez Ortiz, 1988; y el más reciente La crisis de la Monarquía de Felipe IV, coord. Parker, 2006. 3 Ver, en general, L’Espagne et ses guerres, 2004. 4 Es el tomo XXVI/2 de la Historia de España fundada por Menéndez Pidal, dir. Jover, 1986. 5 En Quevedo y su tiempo. La agudeza verbal, 1988.

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INTRODUCCIÓN

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sobre la agudeza verbal en el periodo áureo; un periodo que le llevaba desde el siglo XVI español hasta ejemplos de Gracián en El Criticón, o de autores franceses como Tallemant des Réaux, abriendo lo que denominaba «avenidas» por dos siglos de literatura. En nuestro caso, además de flexible, ese tiempo es, modestamente, muy breve: el de la Guerra de los Treinta Años y, muy especialmente, el de la guerra contra Francia (1635-1659), en la que se insertan y de la que dependen, literariamente hablando, las guerras de separación de Cataluña y Portugal; nuestro batallón de escritores participó con sus papeles en los inicios de ambas y por lo que atañe a Quevedo ni siquiera imaginó que el conflicto portugués se saldaría con el Tratado de 1668. Ese corto fragmento del tiempo estético del Barroco, para el que se pueden proponer otras denominaciones derivadas de los conceptos de decadencia y crisis, o de enfoques interdisciplinares y simbólicos especialmente apropiados para lo que hoy entendemos como propaganda6. Nuestro corto periodo de tiempo es literario, en el sentido de que no es matemático y tajante, sino que desborda los veinte años de guerra, pero cohesiona alrededor de ese tema. Por un lado supera los límites cronológicos (entre 1580-1645) de la vida7 de un escritor que escribió sobre todas las cuestiones de actualidad8 de su época.Y, por el otro, agrupa bajo unos hitos temporales a los autores y textos que coinciden con él no sólo en aspectos ideológicos, sino estilísticos y retóricos; apelamos, pues, a un tiempo elástico, marcado tanto por el acontecimiento histórico como por la elocuencia con que se narra, en una época calificada acertadamente como L’âge de l’éloquence9. La literatura de propaganda que estudiamos comprende límites anteriores a 1635, cuando Quevedo ya advertía al rey Felipe IV de la agitación publicitaria en Italia y en Francia; pero continúa con algún escrito de Saavedra Fajardo próximo a la Paz de Westfalia (1648), que Quevedo no llegó a atisbar; todavía rebrota en las últimas obras del más pertinaz de los propagandistas seleccionados, José Pellicer, que publicó en 1650 un epitalamio atípico, el Alma de la gloria de España, del que todavía se ufanaba en su Biblioteca (1671); y llega hasta el fin de la guerra, simbólicamente refle6 Como el de «era melancólica», según Rodríguez de la Flor, 2007, especialmente pp. 31-43. 7 Remitimos a la biografía de Jauralde, 1999. 8 Para ello, ver Ettinghausen, 1994. 9 Fumaroli, 1980.

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jado por Calderón en el auto sacramental El lirio y el azucena, compuesto con motivo de la Paz de los Pirineos (1659). De todo ese periodo nos interesan especialmente los textos en prosa derivados de las tres guerras: obras menores en extensión —por lo que respecta a las de Quevedo, que no a la Idea del Principado de Cataluña de Pellicer— pero no en cualidades literarias. Desde el punto de vista histórico, el primero en dedicar atención a este tipo de escritos fue José M.ª Jover en su 1635. Historia de una polémica y semblanza de una generación10, donde analizó las obras de un grupo de escritores de muy distinta condición (secretarios, consejeros, cronistas, religiosos), que replicaron en nombre de la monarquía de Felipe IV a los escritos franceses y a la propia declaración de guerra de 1635. Su libro tuvo el mérito de sistematizar esos textos polémicos que hoy pueden considerarse una campaña propagandística, en la que participaron escritores muy notables para construir una imagen del poder (el rey, el valido, la monarquía) en un momento calificado entonces por Jover de «cataclismo histórico»11, y considerado recientemente como «la más grave fractura del cuerpo político de la cristiandad»12. Aportación importantísima de Jover fue aplicar, con matices, el concepto de generación de Laín Entralgo para articular a un grupo de escritores en torno a un hecho político grave y analizar la polémica a que dio lugar. Pero más importante aún fue, en su momento, basar su estudio en textos, y no sólo en documentos13. Aquella obra pionera propició análisis posteriores apoyados también en textos literarios, desde un discurso hasta una sátira, especialmente útiles para nuestro objetivo: los de Jover y López Cordón sobre la creación de una imagen en Europa14; los de Zudaire, García Cárcel y Simón Tarrés, sobre la separación de Cataluña15; y los de Bouza,Valladares y Schaub sobre la separación de Portugal16.

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Jover, 1949, sigue siendo imprescindible para la historia polémica. Jover, 1949, p. 15. 12 Rodríguez de la Flor, 2005, p. 46. 13 Así lo ha señalado López Cordón, en el prólogo a la reedición de la obra, 2003, p. 19. 14 Historia de España fundada por Menéndez Pidal, dir. Jover, tomo XXVI, 1986, pp. 357-448. 15 Zudaire, 1964, García Cárcel, 1985, y Simón Tarrés, 1992. 16 Bouza, 2000,Valladares, 1998, y Schaub, 2001. 11

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Al mismo tiempo se iban conociendo cada vez mejor aspectos parciales de la historia de la crisis del siglo XVII, con enfoques muy concretos y especializados, desde los de Sanabre sobre la acción de Francia en Cataluña17 hasta los de Elliott18 sobre la propia revuelta y, especialmente, sobre la biografía del conde-duque. La historiografía francesa, por su parte, se interesa cada vez más por la función agitadora de los libelos en la época19 y por las peculiares condiciones de los historiógrafos en Europa20, lo que supone una manera más literaria de analizar el relato histórico. Esto atañe directamente a las obras de nuestro corpus, porque es sabido que la historia era el género mejor representado en la biblioteca de Felipe IV21, que la leía, la escribía y la encargaba a hombres de letras, por indicación del conde-duque. Ellos eran los artífices no sólo de la historia oficial sino de la historia inmediata y apasionada de un suceso candente, gestando unas obras difícilmente clasificables, que difuminan las fronteras entre la historia y la literatura. Si todavía resuenan las polémicas opiniones de Hayden White sobre la literariedad del texto propiamente histórico22, las complejas relaciones entre el relato histórico y la ficción literaria23 afectan más aún a los textos coyunturales que manipulan hechos recientes y controvertidos (una batalla, un tratado, el texto de una declaración de guerra, la justificación de una rebelión, etc.) en función de intereses políticos. Precisamente por ocupar una tierra de nadie merecen un lugar, tanto en la pequeña historia de las decisiones administrativas y burocráticas — siempre caprichosas y aleatorias— como en la historia política, a la que sirven de documento o testimonio; o en la sociología, que analiza la génesis del campo literario24; y desde luego, en un tipo de literatura política del siglo XVII que estaba anunciando una rama muy nueva y moderna, que es el periodismo25, con un propósito publicitario cuya 17

Sanabre, 1956. Elliott, 1977 y 1990. 19 Remito a Jouhaud, 1997. 20 Ver Grell, 2006. 21 Ver Bouza, 2005. 22 White, 2003. 23 A esta cuestión se ha dedicado el volumen colectivo sobre Narrazione e storia tra Italia e Spagna nel seicento, 2007. 24 Véase la obra de Bourdieu, 1996, traducción española 2002. 25 Ettinghausen, 1993, p. 339, en un artículo sobre «prensa comparada», ya reclamaba un hueco para este tipo de textos, en un concepto más amplio de literatura. 18

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historia es tan antigua como los grandes periodos de concentración de poder26. El propósito de las páginas que siguen es agrupar bajo un mismo enfoque literario los mejores textos de esa generación de 1635, que no se limitó a participar en la polémica de la guerra contra Francia, sino que se aplicó a hacer lo propio en dos polémicas subsiguientes, que correspondían a dos nuevas guerras, surgidas de manera casi simultánea: las de Cataluña y Portugal en 1640. Por eso nuestro análisis acota, deliberada y subjetivamente, un tiempo de libelos (capítulo I), en el que se va configurando una literatura de combate (capítulo II), con la que hacer frente a varias etapas de una guerra de papel (capítulo III) que cerramos con las últimas obras de Saavedra Fajardo escritas en Münster, hacia 1646, poco antes de la Paz de Westfalia. Desde el punto de vista literario resulta de gran interés comprobar la agilidad de las plumas y de la imprenta, una vez conformado el equipo oficial y el propósito propagandístico; frente a la inicial lentitud de la Monarquía Hispánica en la guerra contra Francia, las guerras de 1640 producen una repuesta casi inmediata que casi permite hablar de «polémica universal»27. Igualmente merece destacarse la variedad genérica de estos papeles de guerra como antecedentes de la prensa, en un momento en que las relaciones, las cartas y los informes —manuscritos y más o menos privados— bordean ya la obra periodística28. Los textos que se cruzaron —y que se lanzaron, en el sentido más agresivo del término— entre los distintos bandos implicados en el conflicto bélico son indicio de cambios literarios, pero también sociales. Unos afectan al estatuto del propio escritor en su relación con el poder29; otros, a cierta modernización de costumbres, desde la función del papel y de una mayor capacidad lectora30, hasta incipientes avances, como que una mujer,Ana Caro, se sume a la nómina de propagandistas en sus relacio-

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Para esta idea, ver Pizarroso, 1990; y Elliott, 1985. Bouza, 2008, p. 151. 28 Por ejemplo, Ettinghausen y Borrego, 2001, titularon Obra periodística su edición de las cartas de Andrés de Almansa. 29 Ver Viala, 1985, sobre el «nacimiento» del concepto de escritor profesional. 30 Si creemos el testimonio de Alonso de Castillo Solórzano, en La niña de los embustes,Teresa de Manzanares, que nos describe a una pícara que sabe leer, y a unos bandoleros que lamentan, con frustración y con humor, que Teresa de Manzanares no lleve monedas, sino «dinero en papeles». 27

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nes de fiestas; y algunas novedades, como que el propio Olivares, al entrar en el gobierno, emborronara resmas de papel con informes, consultas y planes del mejor arbitrismo, «hasta que pasó de ser un reformador a un ministro de la guerra» en 163431. La literatura «de circunstancias» no es ajena a esos cambios y estas obras revelan aspectos del gobierno de la Monarquía en el Siglo de Oro que se aproximan a lo que hoy entendemos como campañas de imagen. Esos opúsculos, la mayoría de encargo, que se gestaron con motivo de la declaración de guerra francesa, inauguran un tipo de escritura cuyos rasgos se repiten en las otras guerras a las que Felipe IV y el conde-duque de Olivares hubieron de hacer frente, una especie de guerra total, contra Francia, contra los catalanes, contra los portugueses, además de la que ya antes se libraba en el centro de Europa, y de las repercusiones en las colonias americanas. Si la política es el caldo de cultivo para la polémica32, la percepción de un ataque general e injusto se refleja desde los primeros papeles que responden al Manifiesto de Luis XIII declarando la guerra. Por eso las réplicas y reescrituras españolas del mismo se tiñen de un tono polémico, que se caracteriza por escribir «contra»: contra el enemigo, pero también contra el antagonista convertido en papel, sea declaración, manifiesto, hoja volandera o libro. De tal manera que la movilización de escritores contra Francia trasladó al papel el enfrentamiento armado, en una suerte de guerra escrita que, gracias a la imprenta, utiliza la fuerza de las palabras, su capacidad de persuasión, y la virulencia de sus descalificaciones para destruir o desprestigiar el texto enemigo.Y, al margen de la rentabilidad política de la campaña antifrancesa, lo que resulta indudable es la utilidad práctica de la consolidación de un equipo dispuesto a empuñar la pluma para responder a lo que entienden como un segundo ataque enemigo: la Proclamación Católica catalana, en 1640; y a un tercero, aunque con distintos matices, que es el manifiesto portugués, al que un Quevedo mal informado responde equivocadamente desde su prisión de León. Los avances de la investigación histórica y filológica en los últimos años permiten reconstruir hoy este proceso de escritura en las tres gue-

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Como ya señaló Elliott, 1978-1981, I, p. 115. Ver el estudio de Declercq, Murat y Dangel, sobre la palabra polémica, 2003, p. 17. 32

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rras, a partir de ediciones fundamentales para abordar con rigor las obras: del epistolario y las Empresas de Saavedra Fajardo33 a la última edición de los Avisos de Pellicer34, pasando por los opúsculos de Quevedo debidamente anotados35 y hasta un libelo anónimo y extraordinariamente eficaz que hizo correr ríos de tinta: la citada Proclamación Católica36. Me propongo, pues, analizar una selección de textos escritos por los mismos autores con motivo de los tres problemas bélicos y políticos37, desde el actual interés por los estudios intergenéricos38 y fronterizos39. Y es que, si los tratados políticos de los escritores barrocos son conocidos y apreciados, este subgénero de literatura política del siglo XVII, que es una propaganda muy específica, no ha sido objeto de consideración unitaria40, a pesar de su singularidad. Ésta se debe a que participaron en ella grandes escritores, como Quevedo, Saavedra Fajardo o Pellicer, cuya brillantez estilística destaca por encima de otros tantos, patrocinados también por el poder, pero cuyas obras son exclusivamente testimoniales. La singularidad se acrecienta porque las réplicas de estos

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Citamos las cartas (en adelante, epistolario, por la edición de las Obras completas de González Palencia, 1946, pero tenemos en cuenta también los imprescindibles tres volúmenes de Quintín Aldea, 1986, 1991 y 2008. De las Empresas ha habido excelentes ediciones que han culminado en la de López Poza, 1999, a la que remiten nuestras citas de la obra. El conocimiento y los estudios sobre Saavedra ha crecido notablemente, con motivo del 360 aniversario de su muerte, en 2008. Para las últimas publicaciones, remitimos a las páginas virtuales dedicadas al autor. 34 En adelante citamos los Avisos por la edición de Chevalier y Clare, con nota al manuscrito de Moll, 2002. 35 Siempre remitimos a la edición de las Obras completas en prosa, dirigida por Rey, 2005, III. 36 Nuestras citas del texto se refieren a la edición de Barcelona, Sebastián y Jaime Matevad, 1640, a partir de un ejemplar de la Biblioteca Nacional de España. Desde el año 2003 existe una edición facsímil con excelente estudio previo, a cargo de Simón i Tarrés y Neumann, que desgraciadamente ha tenido escasa difusión. 37 A algunos de ellos he dedicado ya artículos y estudios en los últimos años, que se citan en los capítulos correspondientes. 38 Ver especialmente lo señalado por Ettinghausen, 1995, para la «obra circunstancial» de Quevedo. 39 En el sentido metafórico a que se refiere Martinengo, 2006, p. 11, y ya lo hacía Díez Borque en 1988. 40 Me referí a ello por primera vez en 2008, a propósito del tema religioso.

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autores al manifiesto francés constituyeron sus primeras prácticas en una dedicación continuada a tareas propagandísticas, más o menos oficiales, a lo largo de sus vidas.Y, finalmente, porque las tres guerras se superponen al igual que las relaciones entre los textos: éstos se replican, se desmienten, se citan y se traducen, en una suerte de continuum que muestra el encadenamiento del problema político y que constituye un palimpsesto literario digno de interés. Lo que abordamos es un puñado de escritos de interés literario, algunos ya estudiados individualmente, pero nunca puestos en común como fruto de las tres confrontaciones. A través de ellos se aprecian diversos aspectos y etapas de una guerra de escritos, desde las obras desencadenantes —los papeles franceses que la preparan— hasta las que lanza Saavedra Fajardo en Münster, intentando la paz. Pretendemos destacar la intensidad de la guerra de papeles, atendiendo a ciertos hitos temporales significativos: 1637 (motín de Évora y pérdida de Leucate), 1638 (batalla de Fuenterrabía), 1642 (toma de Perpiñán); fechas y acontecimientos que mencionan los propios escritores y que coinciden con la circulación de una frase o la publicación de una obra. El criterio de selección ha sido, primero, la importancia de los autores, porque rara vez una campaña de propaganda ha contado con escritores de tan primera línea: Quevedo, Pellicer, Saavedra Fajardo, Adam de la Parra, Calderón, Rioja, Palafox y Mendoza,Virgilio Malvezzi, y hasta Baltasar Gracián en algún caso.Y, segundo, su participación continuada en la literatura polémica de los tres conflictos de la Monarquía, lo que reduce la nómina citada a un núcleo central, ya que sólo Quevedo, Saavedra, Pellicer y Adam de la Parra escribieron sobre todos ellos, aunque en muy distintas condiciones. No se trata, por consiguiente, de estudiar la propaganda de las tres guerras, sino sólo las obras que cuatro grandes autores redactaron al respecto, generalmente al declararse las confrontaciones, salvo en Locuras de Europa (¿1645-1646?): en este diálogo literario Saavedra Fajardo presenta un interesante panorama general con la perspectiva de quien lo conocía y lo seguía desde los diez años anteriores. Esto permite abordar el proceso de escritura desde coyunturas muy distintas de los propios autores y sumar a ello las aportaciones singulares de quienes sólo participaron en alguna de las fases de la propaganda de guerra, como Calderón. Ese proceso de escritura difiere desde 1635 hasta 1659 en función de la coyuntura política, naturalmente, pero más aún en función del propio escritor: según que sea embajador en el centro de

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Europa, como Saavedra Fajardo, o un preso político que ha de contentarse con los rumores y escasos papeles que le llegan y que distorsionan su perspectiva, como Quevedo en León. En la elección de autores y obras ha primado un principio de coherencia, porque he pretendido homogeneizar el corpus, y me he limitado, en general, a obras en prosa y monotemáticas. Por lo tanto, salvo algún poema encomiástico, prescindo de otras genuinamente literarias y de mensaje propagandístico más sutil, como, por ejemplo, un amplio grupo de textos que «teatralizan» la historia41: obras de Lope de Vega sobre grandes acontecimientos, como Los ramilletes de Madrid 42, en torno a las bodas reales franco-españolas de 1615, algunas abiertamente propagandísticas43; o comedias sobre famosos hechos de armas, como la batalla de Nördlingen (1634), dramatizada por grandes ingenios, como Calderón de la Barca44, y por otros menores, como Alonso de Castillo Solórzano45, que siempre merodearon alrededor del poder sin lograr situarse en primera fila. Me limito a la propaganda de guerra escrita por autores «oficiales» ya conocidos, pro-españoles o «felipistas»46, aunque ocasionalmente aparezcan entre ellos algunas novedades y excepciones en el punto de vista. Como novedad respecto al corpus oficial, incorporo, siquiera ocasionalmente, a una mujer de la misma generación, Ana Caro de Mallén, relatora de fiestas; y como voces disidentes, o contrapuntos, a un historiógrafo de Francia que defendió a los catalanes, Charles Sorel47, y a dos autores de «manifiestos» bien distintos: el catalán Gaspar Sala y Berart, y el portugués Agustín Manuel y Vasconcelos. Son obligadas, además, algunas referencias a plumas atípicas, precisamente porque no halagan al poder, como Matías de Novoa, siempre crítico con Olivares, o Francisco Manuel de Melo, por ser un portugués que combate en Cataluña.

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Para ello, ver el volumen colectivo, 2001, y especialmente Arellano, Granja y García García. 42 Ver Trambaioli, 2006. 43 Díez Borque, 1977. 44 Ver el estudio de Rull/Torres, 1982. Para la relación historia-política-drama en Calderón, ver Alcalá Zamora y Arellano, con excelente bibliografía, ambos en 2001. 45 Remito a Arredondo, 2006, pp. 35-51, con la correspondiente bibliografía. 46 Esta terminología aparece, por ejemplo, en Salces, 1989, IV, p. 483. 47 En su obra La Deffense des catalans, que citamos a partir de la traducción castellana,Arredondo, 2001.

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Pretendo mostrar a través de todos ellos no sólo la ideología oficial sintetizada, sino también la evolución de la propaganda reflejada en un tiempo y unos autores muy concretos: desde la habitual adulación cortesana hasta la formación de una oficina propagandística específica en tiempo de guerra, pasando por el encargo o sugerencia de participación en una campaña de imagen. Los tres aspectos son etapas de la progresiva politización del campo literario48 que llega a convertir las materias de estado en temas para la historia de la metáfora política49.

1. LOS

AUTORES Y LAS OBRAS

Los autores seleccionados difieren en cuanto a su relevancia literaria, pero coinciden en la representatividad de su posición en la corte: eran secretarios, eclesiásticos, embajadores, cronistas o aspirantes a historiadores, bibliotecarios, consejeros…, en un tiempo en que las funciones de cada cargo no siempre estaban bien delimitadas y las posiciones de privilegio eran efímeras. Es conocido el caso de Quevedo, que pasa de ser secretario real en 1635 a sospechoso de traición y preso en San Marcos de León, en 1639; y el del inquisidor Juan Adam de La Parra, un protegido del conde-duque en 1634, pero también encarcelado en León en 1642. En cambio, Saavedra Fajardo fue diplomático, embajador, y llegó a ser Consejero de Indias. El poeta Francisco de Rioja realizó el catálogo de la biblioteca de Felipe IV, pero además era una de las hechuras de Olivares, que le incorporó a la propaganda política anticatalana, como hizo con dos escritores que narraron el sitio de Fuenterrabía en 1638: el historiador Virgilio Malvezzi, posteriormente embajador, y Juan de Palafox y Mendoza, consejero de Guerra y de Indias, y posteriormente obispo de Puebla de los Ángeles y de Burgo de Osma. En fin, el cronista José Pellicer, que escribió numerosas obras históricas donde la veracidad se desluce por exceso de adulación, es ejemplo significativo de cómo los géneros literarios se adulteran y contaminan en función de las presiones y obligaciones cortesanas. Tan diversas circunstancias marcan literariamente las obras seleccionadas, que poseen el interés añadido de iluminar las biografías de sus autores:

48 49

Ver a este respecto los matices de Blanco, 2007, especialmente pp. 290-291. J.-P. Étienvre, 1998, p. 11.

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poetas, cronistas, tratadistas o satíricos y, además, escritores al dictado del poder en situaciones urgentes. En función de todo ello nuestro corpus está formado por los siguientes autores y obras: — Francisco de Quevedo (1580-1645), el más admirado y el mejor estudiado de nuestro grupo de escritores, de cuya ingente obra sólo vamos a tener en cuenta la faceta propagandística en las tres crisis. Es bien conocida su afición a la política, que vierte en obras mayores y en opúsculos, y sobre la que existe una amplia bibliografía50; también su afán de consejo y advertencia, su deseo de participar en las cuestiones más álgidas de su tiempo, incluso desde prisión; y su interés por la última noticia, que él mismo se encarga de transmitir haciendo de «gaceta» para sus amigos en una intensísima correspondencia51.Todo ello, junto a su gran cultura y sus conocimientos históricos, se aprecia en las tres obras objeto de nuestro estudio, muy distintas en cuanto al género, el estilo y las circunstancias de su composición, pero en las que se aúnan dos actividades de este poliédrico autor, la de historiador y la de libelista52: la Carta al serenísimo, muy alto y muy poderoso Luis XIII, rey cristianísimo de Francia53 (1635), La rebelión de Barcelona ni es por el güevo ni es por el fuero54 (1641) y la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza55 (1641). Las tres obras no sólo representan la opinión de Quevedo ante la guerra contra Francia y ante las rebeliones catalana y portuguesa; indican además la evolución formal de su escritura: desde la primera, que fue un encargo oficial, hasta los dos escritos redactados en la prisión de León56, reveladores de su voluntad de participar en una campaña propagandística de la que ya estaba excluido. De igual manera, en las tres obras se constata la diferencia entre el autor cortesano que bebe de

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Remito sólo a Roncero, 1991, y a Schwartz, 2006. Citamos por Astrana, 1946, pero ver también M. Sánchez, 1994-1995 y 2009, y Crosby, 1998 y 2005. 52 Así lo señaló Riandière, 1994. 53 Citamos por la edición de Peraita, 2005, pp. 251-305, en el ya citado vol. III de las Obras completas en prosa. 54 Citamos por la edición de Urí, 2005, pp. 433-471, en el vol. III de las Obras completas en prosa. 55 Cito la obra por mi edición, Arredondo, 2005, pp. 391-431, en el vol. III de las Obras completas en prosa. 56 Para las circunstancias de estas obras, ver Jauralde, 1982. 51

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la noticia más fiable, y el que ha de conformarse con rumores y textos atrasados o de segunda mano. Por otra parte, estas tres obras, que podemos considerar monotemáticas, se completan con dos interesantísimas piezas satíricas, muy próximas en el tiempo: la Visita y anatomía de la cabeza del cardenal Richelieu57 y La sombra del Mos de la Forza se aparece a Gustavo, preso en Viena y le cuenta el lastimoso suceso que tuvieron las armas de Francia en Fuenterrabía, esta última de autoría dudosa58. Si son bien perceptibles los contrastes entre la Carta a Luis XIII —escrito oficial firmado por un Quevedo, caballero de Santiago— y los dos textos del preso en León, estos dos opúsculos de fiera sátira política son claros exponentes de la riqueza y variedad de interacción entre el poder y la literatura59; como lo es también un texto que sólo citaremos ocasionalmente, el Panegírico a la majestad del Rey nuestro señor don Felipe IV60, aunque sea fruto de la «escritura interesada»61 de Quevedo y de su propia autopromoción. — Juan Adam de la Parra (1596-1643), inquisidor de Murcia y Toledo, autor de una Conspiratio heretico-christianissima (1634) —citaremos por la traducción castellana: Conspiración herético-cristianísima— en contra de las alianzas de la Corona francesa con los herejes holandeses, que le valió la estima de Olivares; posteriormente, de la Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa, en ocasión de las alteraciones del Principado de Cataluña y Condados de Rosellón, Cerdaña… (1640), publicada de forma anónima, y que redactó muy rápidamente para contrarrestar la propaganda catalana; y del Apologético contra el Tirano Berganza y conjurados, arzobispo de Lisboa y sus parciales, en respuesta a los doce fundamentos del Padre Mascareñas (1642), contra la sublevación de Portugal, opúsculo que dedicó al conde-duque de Olivares apenas unos meses antes de que éste lo encarcelara en León. Bastaría este último dato para encarecer el interés por las tres obras62 y por su autor, amigo del poeta y 57

Citamos por la edición de Riandière, 2005, pp. 307-345, en el vol. III, de las Obras completas en prosa. 58 Citamos esta obra por la edición de Buendía, 1979, pp. 1030-1034, en el vol. I de las Obras en prosa. 59 Especialmente cuando se trata de este «infatigable escritor de acción», como ha calificado recientemente a Quevedo C. M. Gutiérrez, 2005. 60 Citamos por la edición de Rey, 2005, pp. 481-495. 61 Ver Fernández Mosquera, 1998. 62 Sobre el autor, véanse Entrambasaguas, 1930 y 1973, y Arredondo, 1999. En adelante citamos por las siguientes ediciones: Conspiración herético cristianísima,

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bibliotecario Francisco de Rioja, y cuyos méritos literarios fueron defendidos por Entrambasaguas, mientras que su caída en el favor del valido ha sido objeto de interpretaciones diversas. En todas ellas se unían su desdicha y la de Quevedo, incluida la de Elliott63, que relacionaba sendas prisiones en León con las mordaces críticas de ambos escritores contra Olivares. Si no terminaba de esclarecerse la detención de Quevedo64, sí que se demostraba la causa de la prisión de Adam de la Parra por sus críticas contra Manuel Cortizos, poderoso judío portugués que había sido nombrado inquisidor. La carta que publicó Elliott, firmada por el presidente interino del Consejo Supremo de la Inquisición, Pedro Pacheco, confirma el previsible celo del inquisidor Adam de la Parra, defensor de los estatutos de limpieza de sangre que vedaban la entrada de conversos en los puestos más notables.Así se desprendía ya de una de sus obras en latín, Pro cautione christiana (1630), que Entrambasaguas creyó perdida, y que descubrió y analizó Domínguez Ortiz65. Este último extremo relaciona, de nuevo, al Inquisidor con Quevedo, cuya Execración contra los judíos66 (1633) respondía a la misma ideología que estaba en el ambiente, sin duda. Así se desprende de un escrito de interés exclusivamente económico, en apariencia, el Comercio impedido (1640), del más que cauto y políticamente correcto José Pellicer; el texto fue sospechosamente retirado de la circulación, probablemente por quejarse de las ventajas comerciales otorgadas a los conversos portugueses. — José Pellicer y Tovar (1602-1679), o José Pellicer de Salas y Tovar —pues indistintamente se firmaba este autor, del que se burló Quevedo por sus muchos apellidos67—, debió de ser uno de los hombres mejor informados de la corte, por su condición de cronista de Castilla y León desde 1629. En 1635 Pellicer estaba bien situado y a punto de obtener

1943; Súplica de Tortosa,Tortosa, Pedro Martorell, 1640 (Biblioteca Nacional de España, R/22735); Apologético contra el Tirano Berganza y conjurados, Zaragoza, Diego Dormer, 1642 (Biblioteca Nacional de España, R/29706(3). 63 Elliott, 1972, aunque éste reconoce que quizá no tengamos nunca certezas. 64 Véase para ello la opinión de López Ruiz, 1980, sobre las relaciones de Quevedo y los franceses. 65 Domínguez Ortiz, 1951. Citamos en adelante por este estudio. 66 Citamos por la edición de Cabo y Fernández Mosquera, 1996. 67 En La Perinola, p. 174: «Quitó a don José Pellicer y Tobar, Salas, Abarca, Moncada, Sandoval y Rojas los cinco apellidos postreros…».

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también el título de cronista de Aragón68, lo que hacía de él la persona más apta para redactar «avisos» basados en las relaciones recién recibidas por el gobierno. Pero además, como hombre de letras y, en especial, comentarista de Góngora, podía aportar una sensibilidad estilística que superaría con mucho a la de otros escritores afines al poder; y esta condición era particularmente útil, no ya para transmitir información, sino para manipularla como propagandista de la Monarquía. Por otra parte, su pedantería y sus plagios le valieron muchas enemistades, como la de Lope, que se burlaba de sus muchas lenguas69; en cambio, cuando Valladares editó los Avisos, en 1790, la nota que precedía al texto destacaba su «vasta erudición» y «la veracidad con que escribió siempre». En los últimos años su ingente obra ha suscitado cierta atención, que ha culminado con la edición ya citada de dichos Avisos, obra que constituye un filón informativo sobre los más variados sucesos. El interés de este autor para nuestro estudio se debe, precisamente, a su doble escritura de la política y la guerra. En la crisis de 1635 Pellicer actúa sólo como propagandista de la Monarquía, lo que implica una visión parcial y unívoca del enfrentamiento entre España y Francia.A ello se refirió sucesivamente en la Defensa de España contra las calumnias de Francia (1635)70 y El embajador quimérico…71 (1638). Pero en las rebeliones de 1640 se solapan los escritos del que ya es avisador, desde 1639, y los del propagandista que escribe la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve (1640), primera obra oficial tras el levantamiento portugués, y la Idea del Principado de Cataluña (1642), lanzada en la segunda fase de la propaganda anticatalana. Lo más notable de esta segunda producción72 de

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Según Oliver, 1995, p. 90 y Apéndice 1, el nombramiento es en 1636. En El Laurel de Apolo, silva VIII, pp. 154-155: «Ya Don Jusepe Pellicer de Salas / con cinco lustros sube al monte, / ya nuevo Anacreonte, / phenix extiende las doradas alas, /que el sol inmortalice: / y pues él mismo dice, / que tantas lenguas sabe, / busque entre tantas una que le alabe». Para la enemistad entre ambos, que compitieron por el cargo de cronista, ver Rozas, 1984, pp. 69-99; y también Iglesias Feijoo, 1983. 70 Citamos por la edición de Venecia, 1635, a partir de un ejemplar de la Biblioteca Nacional de España, 2/28074. Existe actualmente una edición digitalizada a cargo de López Ruiz y López Cruces. 71 Citamos la obra por la edición de Valencia, José Esparza, 1638, a partir de un ejemplar de la Biblioteca Nacional de España, R/17604. 72 Citamos por las siguientes ediciones: la Sucesión…, por la edición de Logroño, Pedro de Mon Gaston Fox, 1641 (Biblioteca Nacional de España, 2/63798); la 69

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Pellicer es que sea capaz de abordar los mismos temas desde un doble aspecto: el más neutro y noticiero en los Avisos, que son secretos, y el más florido y tendencioso en sus obras de propaganda. Ésta es una característica sostenida del polígrafo Pellicer, cuyo prurito de erudición le mueve a reescribirse en distintos tiempos, igual que a citar, traducir o comentar a otros autores: así, en la Defensa de España contra las calumnias de Francia cita la Carta a Luis XIII de Quevedo73, pero cuando vuelve contra Francia, y especialmente contra el poderoso valido, en El embajador quimérico…, Pellicer traduce un panfleto francés que atacaba al cardenal Richelieu y cita su propia Defensa de España…74. — Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648), a diferencia de los altibajos con que se ha enjuiciado a Pellicer, es uno de los autores más sostenidamente valorados hasta el presente75. Es admirado por sus obras de pensamiento político76, especialmente por su Idea de un príncipe cristiano representado en cien empresas (1640); pero es también autor de una literatura propia del diplomático de buena pluma que fue en todas sus misiones77, tanto en Italia como en el centro de Europa: los «tratadillos» de encargo, con los que servía a la política española y de los que se enorgullecía en su correspondencia oficial. Efectivamente, Saavedra, además de excelentes informes y cartas-tratado, desempeña tareas de propagandista desde 1635, cuando publicó anónimamente su Respuesta al Manifiesto de Francia, uno de los textos más notables de la campaña organizada para responder al manifiesto de Luis XIII. La atribución se debe a J. M.ª Jover78, que ya destacaba esta actividad de Saavedra, en paralelo con su tarea diplomática y con sus tratados más ambiciosos. Efectivamente, nadie ha rechazado la autoría, probablemente por las coincidencias ideológicas y formales entre este opúsculo, su obra Idea…, por la edición de Amberes, Jerónimo Verdús, 1642 (Biblioteca Nacional de España, 2/9198). 73 Para las relaciones entre ambos textos de propaganda, ver López Ruiz, 1971 y 1972. 74 Para este caso de intertextualidad, ver Arredondo, 2002. 75 Ha tenido, además, excelentes estudios. Para bibliografía, ver Díez de Revenga, 1984 y 1998, pp. 43-44. Destaco sólo Fraga, 1955; Dowling, 1957; y remito también a la bibliografía citada por López Poza en la edición de las Empresas. 76 Ver, tan sólo, Maravall, 1971; y el estudio de Antón, 1992. 77 Para esta faceta, ver Echevarría, 1984, que menciona, incluso, tareas de espionaje. 78 Ver Jover, 1949, p. 393.

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mayor —las Empresas políticas— y otras obritas anónimas79 —como Suspiros de Francia— que el autor reconoció como suya en carta de 1644. Interesan para nuestro estudio dicha Respuesta al Manifiesto de Francia, o Memorial enviado al rey cristianísimo por uno de sus más fieles vasallos80, los Suspiros de Francia (1643)81 y las Locuras de Europa (¿16451646?)82. Los tres opúsculos de Saavedra Fajardo aportan a nuestro corpus, en primer lugar, el punto de vista de un autor que disfraza su identidad en todos ellos; y, en segundo lugar, el enfoque de un diplomático que escribe casi toda su obra fuera de España, en condiciones muy distintas a las de la camarilla propagandística del alcázar madrileño. Igualmente, tanto los Suspiros de Francia como las Locuras de Europa, la obra más tardía de nuestra selección, junto a su coetánea Corona gótica castellana y austriaca (1646), permiten captar un último estadio propagandístico de los problemas francés, catalán y portugués, insertos en el contexto europeo previo a la Paz de Westfalia que no reflejaban los textos anteriores. Junto a estos cuatro autores que participaron en los tres conflictos, aparecen en concretas ocasiones: — Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), del que es bien conocida tanto la maestría para llevar a escena los acontecimientos históricos, como la contribución a crear una imagen83 de la Monarquía con sus autos y comedias. Calderón reflejó aspectos de la crisis de 1635 en La iglesia sitiada, cuya reescritura84, en textos posteriores, demuestra la poderosa imagen alegórica de «plaza sitiada», que el autor extrapoló a otras situaciones de guerra: concretamente a la guerra de Cataluña, en el auto titulado El socorro general (1644)85. Para nuestro estudio tomaremos en cuenta dos textos de Calderón: el Panegírico al excelentísimo señor

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Ver a este respecto las descubiertas por González Cañal, 1987. La obra fue parcialmente editada por Jover en 1949. En adelante citamos la edición de Madrid, Francisco Martínez, 1635. 81 Citamos la obrita por la edición de Quintín Aldea, 1959. 82 Citamos Locuras… por la edición de Alejandro, 1965. 83 Para más recientes interpretaciones del teatro calderoniano, ver Arellano, 2004; y Fernández Mosquera, 2006. 84 De ello se ha ocupado Baczynska, 2007, pp. 178-192. 85 Ver la edición de Arellano, 2001. 80

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almirante de Castilla86, un notable poema que celebraba el éxito militar del almirante contra los franceses en el sitio de Fuenterrabía (1638), y la Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña (¿1641?)87, un opúsculo en prosa que se redactó, probablemente, a petición del conde-duque de Olivares, aprovechando la experiencia de Calderón como soldado. — Francisco de Rioja (1600-1659), poeta88, bibliotecario del rey y del conde-duque, inquisidor y amigo de Adam de la Parra, y personaje influyente en el círculo cortesano más próximo al valido. Participó, junto a muchos poetas de la corte, en un florilegio en alabanza de Felipe IV, el Anfiteatro de Felipe el Grande, editado por Pellicer, y en la Academia burlesca del Buen Retiro con motivo de las fiestas de 1637. Para nuestro estudio es fundamental su Aristarco o censura de la Proclamación católica de los catalanes89, que se publicó como obra anónima. Sin embargo, era conocida su autoría, revelada, entre otros, por Pellicer, así como el encargo, que se debe al propio Olivares. Se trata de la respuesta más completa al texto catalán, y es alabada por Quevedo en La rebelión de Barcelona ni es por el güevo ni es por el fuero. — Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), hijo natural del marqués de Ariza, desempeñó puestos de importancia en la corte desde que acompañó (1629-1631) como limosnero a la hermana del rey, futura reina de Hungría, hasta ser nombrado visitador, virrey y obispo de Puebla de los Ángeles, en México, y finalmente obispo de Burgo de Osma, donde murió. Fruto de su extraordinaria biografía entre dos mundos90, es una abundante y variada obra que abarca tanto temas espirituales como políticos91 y sociales, y de la que nos interesa su rela86

Citamos por la edición de Wilson, 1969. Citamos por la edición de Zudaire, 1953. 88 Para esta faceta y para detalles sobre la biografía del autor, remito a los que recogen las introducciones de López Bueno, 1984; y Chiapini, 2005, editores de su poesía. 89 Publicado s.l., s.a., pero [1641]. Citamos por un ejemplar de la Biblioteca Histórica Marqués de Valdecilla, actualmente ya digitalizado. 90 Para detalles biográficos remito a la publicación más reciente: Vida de don Juan de Palafox, de Gregorio Argaiz, con introducción de Fernández Gracia, 2000. 91 Aunque no sean obras de propaganda, citaremos también el Diálogo político del estado de Alemania… (1631; ed.Aldea, 1986), el Diario del viaje a Alemania (1631; ed. Arteaga, 1986) y el Juicio interior y secreto de la monarquía para mí solo (ed. Jover, 1950). 87

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ción o historia sobre el Sitio y socorro de Fuenterrabía (1639)92 escrita por encargo del rey Felipe IV. — Virgilio Malvezzi (1595-1654), marqués italiano instalado en Madrid y protegido del conde-duque de Olivares93, del que escribió el Ritratto del privato Politico Christiano (1635), y que compitió con Palafox en cuanto a historiar la victoria de Fuenterrabía, de 1638. Los dos autores ofrecen su particular visión del hecho de armas, con sendos enfoques propagandísticos, pero Virgilio Malvezzi se adelanta en la publicación, y la recoge en La Libra94. — Baltasar Gracián (1601-1658), antítesis del escritor cortesano95 y manipulable, que critica irónicamente en sus cartas ambiciones, vanidades y errores gubernamentales. No obstante, tenemos en cuenta dos de sus relaciones, pese a que no se gestan con propósito propagandístico, sino meramente informativo: primero, la de la entrada solemne de Felipe IV en Zaragoza, con motivo de la jornada de Aragón, en 164296, y, sobre todo, su famosa Relación sobre el socorro de Lérida, fechada en noviembre de 164697. Las dos relaciones informaban a otros jesuitas de ambos acontecimientos relacionados con el frente de Aragón durante la guerra de Cataluña, y dan testimonio sincero de lo que el propio Gracián vivió, lo que sirve de contraste respecto a escritos de encargo. A pesar de ello, sobre la entrada real escribe que fue «célebre», y que los aragoneses gritaban «“¡Viva el Rey nuestro Señor!”, que se hundía el mundo»; y, en cuanto al relato sobre la victoria de Lérida, y su actuación como capellán del Ejército, destaca por el entusiasmo épico y religioso que rezuman sus páginas. — Ana Caro de Mallén, la única mujer de nuestro grupo de propagandistas, de la que existen pocas noticias, a pesar de tratarse de una

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Citamos por la edición de Usunáriz, 2003. Ver Colomer, 2005. 94 Citamos por un ejemplar de la edición de Pamplona, s.a., de la colección Saltillo de la Casa de Velázquez. Pero ver Isasi, 2002, para la complejidad del lanzamiento de la obra. 95 Sin embargo, ver el artículo de Garcés/Laplana, 2002, sobre los deseos de Gracián de salir de Aragón, sus posibles contactos con D. Antonio de Mendoza, y la admiración de éste y de Malvezzi por El Héroe.También de Laplana, 2008, pp. 504-507, sobre las peculiaridades de las «cartas» del jesuita. 96 Citamos por Coster, 1913, p. 704. 97 Citamos por Batllori, 1958, pp. 163-168. 93

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«escritora de oficio», como acertadamente indicó Lola Luna98. Ni siquiera se saben fechas exactas de su vida, pero su nombre y obra aparecen ya en la Biblioteca de Nicolás Antonio. Como escritora especializada en las relaciones de fiestas, interesa su participación en unas fiestas religiosas celebradas en Sevilla, en 1635: Relación de la grandiosa fiesta y octava que en la Iglesia parroquial del glorioso arcángel San Miguel… hizo don García Sarmiento de Sotomayor, Conde de Salvatierra…99; y en las famosas fiestas celebradas en Madrid, en 1637, verdadero exponente de la cultura lisonjera, con su Contexto de las reales fiestas que se hicieron en el Palacio del Buen Retiro a la coronación de Rey de Romanos, y entrada en Madrid de la señora Princesa de Cariñán100.

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Remito al último artículo que dedicó a Caro, publicado ahora en Luna, 1996, pp. 138-157, y a la bibliografía del mismo. Llamo la atención sobre la profesionalidad de la autora y su especificidad femenina, que no es baladí, porque ella misma destaca en la dedicatoria de su Relación… que es «de mujer a mujer», expresión que se repite en un contexto político, refiriéndose a tres reinas, en una carta de Saavedra Fajardo de 1645, como veremos en el capítulo III, apartado 4.Ver también Riesco, 2005, que se refiere a ella como periodista. 99 Citamos por la edición de López Estrada, en su estudio sobre las fiestas sevillanas, 1983, pp. 109-150. 100 Citamos por el facsímil de 1951.

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1. LIBROS

MENTIROSOS, SINIESTRAS RELACIONES, LIBELOS INFAMATORIOS

En 1628, Quevedo advertía al rey Felipe IV, en el Lince de Italia u zahorí español, del peligro que entrañaban los escritos de sus enemigos, en la pugna de las Coronas española y francesa por la influencia en Italia: Debe Vuestra Majestad hacer mucho caso de la malicia de estos libros y discursos que acreditan con su agudeza mentirosa empresas y persuaden atrevimientos, y facilitan y disponen ruinas, y tienen por aplauso la codicia y la ambición… Y aunque las razones son mentirosas, con la sutileza y elegancia, […] hacen padecer la verdad1.

Además de anunciar conflictos que se iban a agravar poco después, el Lince de Italia… señalaba con buena intuición los efectos y el valor de la propaganda. Quevedo, que quería hacerse un hueco en la Corte2, aprovechando su experiencia italiana, mencionaba en su obrita algunos libelos perjudiciales para la Monarquía, como la Pietra del Paragone, de Trajano Boccalini, muy difundidos en Italia. Don Francisco calificaba al autor de enemigo de España, a causa de su admiración por los franceses3; pero no dejaba de admitir que sus opúsculos, siendo obras «mentirosas», contenían «sutileza y elegancia». En suma, reconocía ya la eficacia de los libelos, en una aceptación tácita de los beneficios de la propaganda para la razón de Estado. Una propaganda en la que él mismo iba a participar oficialmente, con motivo de la guerra contra 1

Citamos el Lince de Italia… por la edición de Pérez Ibáñez, 2002, p. 79. A costa de lo que fuera, como indica maliciosamente Matías de Novoa (CODOIN, vol. 69, p. 73). 3 Así lo ha señalado Blanco, 1998. 2

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Francia en 1635; pero también extraoficialmente, en obras destinadas a contrarrestar papeles antiolivaristas: es el caso de El chitón de las tarabillas (1630), donde arremete contra el autor o autores de «libelos infamatorios, sátiras, chistes […]»4 que atacaban el gobierno del condeduque5. Años después, en la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza (1641), Quevedo vuelve a insistir en el poder político de un libro que, según él, abría el camino a la rebelión portuguesa: «Sirvió de prólogo la rebelión de Évora, a que se siguió este libro de don Agustín Manuel de Vasconcelos». En realidad, si bien el motín de Évora de 1637 era, efectivamente, un indicio del problema y del descontento en Portugal, la publicación del libro de don Agustín Manuel, Sucesión del señor rey don Filipe Segundo en la Corona de Portugal, sólo indicaba que la cuestión portuguesa era uno de los temas candentes para el Gobierno de Madrid en 1638-1639, sin que pueda considerarse una declaración explícita que preparara el terreno para la rebelión que se avecinaba. Lo que sí parece indudable es la obsesión de Quevedo por los papeles y panfletos del enemigo, fuera externo o interno, algo extrapolable al resto de nuestros propagandistas. Igual ocurre con Juan Adam de la Parra, que en 1630 redactó en latín una de sus obras más comprometidas, Pro cautione christiana…, y lo hizo «excitado por algunos memoriales en romance que se han divulgado subrepticiamente» (p. 101). La redacción en latín, frente a los memoriales «en romance», es reveladora de la circulación restringida de una obra de tema delicado y espinoso. Efectivamente, el Inquisidor daba cuenta en la dedicatoria al infante D. Fernando, entonces arzobispo de Toledo, de su posición contraria a la posibilidad de suavizar el sistema de los estatutos de limpieza de sangre; y, de paso, declaraba cómo papeles, memoriales e informes creaban opinión para apoyar la ascensión de los conversos por dicha vía. La amenaza del papel como elemento de confusión debía de ser creciente, porque en 1642 Adam de la Parra seguía destacando el peligro de

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Citamos por la edición de Candelas, 2005a, p. 239. Así murmura malévolamente Matías de Novoa: «De aquí le nació grande amistad con D. Francisco de Quevedo, o por miedo al genio satírico o por ver si llamándole iba y acertaba por aquí con el agresor: no surtió a su pensamiento, y el Quevedo, creyendo arribaba a mayor fortuna y que sacaría de aquí otro pellizco de dinero, como le sacó al duque de Osuna, armó un librillo insolente en que satisfacía al Conde o respondía a las calumnias que le cargaban…» (CODOIN, vol. 69, p. 73). 5

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ciertos escritos, como los franceses emanados de Richelieu: «el mayor ministro del Cristianísimo ha confundido con gacetas, diarios y siniestras relaciones» (Apologético…, fol. 2r). También José Pellicer compartía la sensación de agravio por los escritos del enemigo en 1635: «De Ciento pasan los libros o libelos que en odio de nuestra religión, en desprecio de nuestros reinos, en oprobio de nuestros ministros corren por el mundo» (Defensa de España…, «Al que leyere», s.p.).Y en 1642 el mismo cronista, siempre aficionado a alardear de documentación y erudición, recordaba con motivo de la separación catalana los primeros panfletos que sentaron las bases de las ambiciones francesas. Con una imagen similar a la de Quevedo, sobre la relación entre el libro y la guerra, declaraba que los polemistas «Bessiano Arroy» y «Jacques Cassano» fueron «el prólogo de la guerra y las primeras banderas que hizo arbolar Francia para las invasiones que emprendió después» (Idea del Principado de Cataluña, p. 294).6 En 1640 Saavedra Fajardo se quejaba de lo mismo en las Empresas, preguntándose: «¿Qué libelos infamatorios, qué manifiestos falsos, qué fingidos Parnasos, qué pasquines maliciosos no se han esparcido contra la monarquía de España?» (Empresas políticas, 12, p. 289).Y es que, efectivamente, la fuerza de estos escritos polémicos durante la Guerra de los Treinta Años fue tan notable como eficaz.Así lo reconocía en 1639 Gabriel Naudé, cuando afirmaba en Consideraciones políticas sobre los golpes de estado que «la guerra del Palatinado en Alemania y de los Valtelinos en Suiza produjeron una infinidad de libelos tan perjudiciales para unos como beneficiosos para otros»7. Nadie mejor que un escritor para calibrar la incidencia de los libelos en la opinión pública, y nadie más adecuado para redactarlos y contrarrestarlos. Como Francisco de Rioja en España, Naudé era bibliotecario y consejero, en este caso del cardenal Mazarino, y representa un buen ejemplo de cómo los hombres de letras servían doblemente al poder; pues su reflexión política coincidía en el tiempo con sus Recomendaciones para formar una biblioteca. De la misma manera, el historiógrafo de Francia Charles Sorel, autor de la mejor novela de la primera mitad del siglo XVII francés, Histoire comique de Francion, escribe no sólo una historia del reinado de Luis XIII, sino una obrita oportunista y

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Para los textos de Ferrier y Arroy, ver Jover, 1949, pp. 37-71. Naudé, 1998, p. 193.

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panfletaria titulada La defensa de los catalanes, que se publicó en 1642, cuando Cataluña ya se había entregado al rey de Francia. Como señaló acertadamente O. Ranum8, el cargo de historiógrafo equivalía al de un artesano de la gloria del rey, o del poderoso: alguien que puede engrandecer una imagen o un mensaje, e igualmente denigrar la del adversario. Dicho cargo, como el de cronista, que ocupaba José Pellicer, ha de entenderse con arreglo a la imprecisa condición de los hombres de letras en el siglo XVII, y con la percepción que ellos mismos tenían de los contactos entre la política y la literatura. Esas relaciones se estrechan especialmente en un tiempo incierto, «tiempos de conjuraciones y tiranos», según Adam de la Parra en el Apologético… (fundamento X, pp. 79-84), con un presente particularmente efímero y mudable, según una afortunada imagen de Saavedra Fajardo: «la saeta impelida del arco, o sube o baja, sin suspenderse en el aire, semejante al tiempo presente, tan imperceptible, que se puede dudar que antes dejó de ser que llegase» (Empresas políticas, 12, p. 705). Al mismo Saavedra, paradigma del diplomático que sabe aplicar al cargo sus mejores dotes literarias9, le debemos una declaración explícita de su participación en la propaganda y de su reconocimiento del magisterio francés en estas lides. En una carta dirigida a Felipe IV, fechada en Münster, mayo de 1644, don Diego indicaba bien a las claras que, además de ser embajador y plenipotenciario, él llevaba a cabo lo que hoy consideramos una campaña de imagen para enaltecer al rey de España, pacificador y sincero: También me manda V. Magd. que esparza algunos tratadillos que puedan inducir a la paz, deshacer los designios de Francia y descubrir la sincera intención de V. Magd.Y siempre he trabajado en esto, reconociendo lo que mueven y que de ello se valía Richelieu (Epistolario, p. 1383).

Dicha campaña había empezado mucho antes, e iba a la zaga de los papeles del vecino del norte.Y es que, por lo que atañe a Francia, existe una época de los libelos, casi por antonomasia: «le temps des libelles»10 es el periodo de tiempo comprendido entre el final de la Liga y el gobierno personal de Luis XIV. Son años caracterizados por la 8 9 10

Ranum, 1980.Ver también Grell, 2006. Para esta conjunción, ver García López, 1998. Jouhaud, 1997, p. 203.

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extraordinaria proliferación de estos textos, muchos de ellos manuscritos y anónimos, en un momento de gran agitación política y religiosa. Se trata de piezas urgentes, de gran importancia en el reinado de Enrique IV11, a los que se reconoce una notable función: la construcción de símbolos que contribuyeran a la asimilación de las guerras civiles por parte de la generación de franceses del primer tercio del siglo XVII. La diversidad de dichos opúsculos, ágiles y breves, fueran o no oficiales, emanados directamente de uno de los bandos contendientes en las guerras de religión francesas, era un buen sustrato para la posterior producción de libelos en la Francia de Luis XIII y Richelieu. Entonces se trató de utilizar al enemigo externo, especialmente la Monarquía Hispánica, para cohesionar a un país tan recientemente dividido, ya habituado a usar escritos panfletarios y a interpretar símbolos políticos. La actividad de los libelistas designados por Richelieu estaba, pues, previamente entrenada; y también, aunque en menor medida, la de los libelistas franceses de la oposición, los que habían seguido a la reina madre, María de Médicis, en su exilio a Bruselas. Desde allí un Mathieu de Morgues, por ejemplo, pretendía neutralizar la propaganda lanzada por las criaturas de Richelieu en París.Y, a su vez, las obras de Morgues contra los propagandistas de cabecera del Cardenal —Balzac, Scipion du Pleix, Jean Sirmond— servían de acicate o inspiración para ciertos escritores españoles que podían acceder a sus obras. Es el caso del cronista Pellicer y Tovar, que no se dedica sólo a leerlas, sino también a traducirlas y reescribirlas para lanzarlas contra el enemigo común: el cardenal Richelieu. Así ocurrió con El embajador quimérico, basado en L’Ambassadeur chimérique, del que Pellicer pudo conocer una primera versión manuscrita, que posteriormente reelaboró y lanzó en el momento más oportuno12. En ese tiempo de libelos posterior a las guerras civiles, donde Étienne Thuau13 distingue hasta cuatro fases de la propaganda estatal francesa, se percibe también una línea pro-española14 que aprovechaba el descontento existente contra el poderoso Richelieu: empezando por la 11

Así lo ha señalado Turrell, 2005. Ver, para este proceso, Jover, 1949; Gutiérrez, 1977; y Arredondo, 2002. 13 Thuau, 1966: desde 1620 hasta las obras teóricas que apoyan y defienden la política exterior. 14 Para esa línea es fundamental el libro de Schaub, 2004, que marca un periodo cronológico muy amplio, «un largo siglo XVII» (p. 23). 12

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nobleza y continuando por la propia familia del rey, su madre y su hermano, obligados a huir de Francia y ampararse en Flandes bajo el manto protector de la Corona española. Los escritores españoles se sirvieron de esa veta para dividir a los franceses, como leemos en el Memorial enviado al rey cristianísimo…, de Saavedra Fajardo, que informa maliciosamente a Luis XIII de las campañas organizadas por el valido en contra de su hermano, Gastón de Orleans: «no se hacen libelos ni otros escritos públicos en que no renueven la memoria de los pecados de Monsieur y no procuren hacerle más odioso a vuestra Majestad y al pueblo» (p. 31). Sin embargo, ese descontento fue hábilmente controlado por el Cardenal, y sólo a su muerte se desató la rebelión de La Fronda, que dio lugar a una serie de folletos extraordinariamente virulentos contra Mazarino, el nuevo valido, las llamadas Mazarinades15. Para la escritura de propaganda española interesa ese periodo impreciso, desde los años veinte del siglo XVII, que dio lugar en Italia y en Francia a una literatura específica, a la que se refieren nuestros escritores, y en la que se aprecian hitos temporales muy marcados por acontecimientos bélicos o políticos: 1635 y 1640, desde luego, pero también 1638, 1639, 1641 y 1642, fechas de publicación de obras que responden, justifican, amplifican o desmienten dichos acontecimientos. Por lo tanto, la profusión de libelos franceses anterior a la guerra de 1635 abrió una vía por la que discurrieron luego las respuestas españolas, y que se aprovechó muy bien en las rebeliones de Cataluña y Portugal: desde la creación del caldo de cultivo previo hasta la plasmación de una declaración oficial.Así, por ejemplo,Antoni Simón16 ha analizado la labor de círculos eruditos catalanes que recuperaban reivindicaciones pactistas medievales entre los años veinte y treinta, y ha percibido las bases de una ideología nacional en obras de historia de Cataluña del siglo XVI. Ambas reflexiones fueron muy hábilmente utilizadas con motivo de la revolución de 1640, por unos propagandistas bien entrenados y sensibilizados desde las fracasadas Cortes barcelonesas de 1626 y 1632. De igual modo, Schaub17 afirma que de 1580 a 1600 se publicaron en Francia textos hostiles a la anexión de Portugal por Felipe II. Eran obras de clara finalidad política, porque procedían de las facciones

15 16 17

Ver Walker, 1987; y Fragonard, 1989. Simón i Tarrès, 1997. Schaub, 2004, pp. 134-135.

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frustradas, los partidarios del Prior de Crato y los sebastianistas, y ese clima crítico, bien manipulado desde París, contribuyó a lo que iba a ser la restauración bragancista de 1640. Para la Monarquía Hispánica ese tiempo de libelos coincidía con años conflictivos en política interior, porque también existía descontento contra el valido de Felipe IV, el conde-duque de Olivares: entre el pueblo, por la carestía y los impuestos; entre la nobleza, por su omnímodo poder; y entre los reinos periféricos porque desconfiaban del proyecto de la unión de armas, que les forzaba a contribuir con hombres y dinero en las guerras que consideraban sólo de Castilla. Esta mínima enumeración, junto al viejo problema de los Países Bajos, que se arrastraba desde el reinado de Felipe II, marca el contexto histórico y político de la crisis de 1635-1640, que abordamos de forma conjunta18, puesto que, desde el punto de vista literario, los mismos escritores enlazan las guerras que se suceden en muy poco tiempo, relacionan sus orígenes y solapan los argumentos en sus obras. Nuestros escritorespropagandistas reflejan la grave situación, insistiendo unos en aspectos históricos, otros económicos, otros religiosos, pero todos en los políticos y patrióticos, en tanto en cuanto se hacen eco de unas directrices oficiales que les marcan la pauta.Y todo ese conglomerado de sentimientos y argumentos se aglutina a partir de la declaración de guerra francesa, que era previsible, pero que sorprendió en la corte de Felipe IV.

2. CONTEXTO

HISTÓRICO DE TRES GUERRAS: PALABRAS, LENGUAJES,

PAPELES

Por lo que respecta al inicio oficial de la crisis, el 6 de junio de 1635 Luis XIII firmó el Manifiesto de declaración de guerra contra el rey de España, pero tal decisión llevaba tiempo gestándose. Indicios de ello eran los tratados firmados por los franceses con los holandeses en 1624, y el más reciente con los suecos de 1635; en ambos casos Francia se aliaba con los enemigos de las dos ramas de la Casa de Austria. Pero también eran indicio de hostilidad dos textos franceses publicados entre 1632 y 1634: Les Droicts du Roy et de la Couronne de France…

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1640.

Ver la obra colectiva, coord. Elliot, 1992, sobre la crisis de la Monarquía en

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(1632) a reinos, ducados, condados y villas ocupados por príncipes extranjeros, de Jacques de Cassan, y las Questions décidées (1634), de Bessian Arroy. Ambos autores, un teólogo y un jurista, prepararon el terreno y justificaron con sus escritos los planes expansionistas de Richelieu y Luis XIII, o así debió de entenderse en Madrid, a juzgar por las palabras ya citadas de Pellicer en su Idea del Principado de Cataluña. El Manifiesto de declaración de guerra abierta se basaba en los siguientes argumentos19: la ingratitud de España ante la ayuda brindada por Francia con motivo de la tregua con Holanda (1609-1621), los buenos oficios en el comienzo de las revueltas alemanas, la neutralidad en los malos momentos de la Casa de Austria y la moderación tras la batalla de Susa, que no se aprovechó para el paso de los Alpes.Además, el incumplimiento por parte de España de los tratados de Monzón (1626) y de Cherasco (1631), relacionados con puntos estratégicos en Italia: el paso de la Valtelina y la sucesión del ducado de Mantua.También se acusaba a España de intrigar en la política interior francesa en tres casos concretos: ayudando al duque de Lorena (cuyo ducado independiente estaba próximo a los Países Bajos y mantenía buenas relaciones con España); sembrando cizaña en la propia familia real (con la reina madre, con la reina Ana, hermana de Felipe IV, y con Gastón de Orleans, hermano de Luis XIII); y ayudando encubiertamente a los herejes franceses, cuando abiertamente ayudaban a Francia contra ellos. Según el Manifiesto, Francia sufría pacientemente todo ello, hasta que surgió el casus belli: la detención por parte de los españoles de un elector del Imperio, el de Tréveris, uno de los Estados renanos, aliado de Francia, que se veía obligada a protegerlo. Con este motivo se prefería una guerra abierta que continuar una situación humillante para Francia. Tal declaración debió de caer en la Corte de Madrid como un trallazo y produjo un resurgimiento de las posiciones más belicistas en la pugna franco-española por la hegemonía europea. Existen informes de Consejos de 1634 en que ya se trataba de la invasión de Francia, bien por Cataluña, bien por Flandes. Sin embargo, algunas cartas particulares, como las de Quevedo a su amigo don Sancho de Sandoval, en los primeros meses de 1635, revelan que D. Francisco no creía que España se decidiera a dar el primer paso declarando la guerra. La correspondencia de Saavedra Fajardo, por su parte, demuestra cómo se discuten

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Resumimos, según el estudio de Jover, 1949.

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las informaciones que mandaba desde Alemania, que advertían tanto de los planes preliminares franceses como de la revuelta situación de un aliado tan atípico como era el emperador Fernando. Así, por ejemplo, se recoge la votación que tuvo lugar en abril de 1634, después de recibir informes de Saavedra y el conde de Oñate, sobre si «romper» con Francia o intrigar para sembrar el descontento entre el pueblo francés, y mientras tanto prepararse para una guerra casi segura20. Se discute en la misma ocasión sobre la conveniencia de aguantar una paz incómoda, sometida a continuos hostigamientos en los territorios españoles de los Países Bajos y en las plazas italianas, o decidirse a declarar la guerra. Finalmente triunfó el parecer de Olivares, que se inclinaba por seguir presentando a España ante Europa como defensora de la paz —lo que generaría «opinión» favorable— y protectora de la Cristiandad. Pero no sólo por cuestión de «reputación», sino por falta de preparación material para la guerra, porque España no tenía posibilidades de atacar con seguridad de vencer («les podemos dañar poco», Epistolario, p. 1310), mientras calificaba a Francia y a su rey como «pilar único de toda esta conjuración y de las revueltas de toda Europa» (p. 1309). Las palabras de Olivares —opinión, reputación, conjuración— son harto elocuentes, porque las reproducirán posteriormente todos los polemistas en las réplicas al Manifiesto de declaración de guerra. Pero también indican que Quevedo estaba en lo cierto, a pesar de que él formaba parte del bando más belicoso, incluso partidario de que el rey se pusiera al frente de un ejército agresor. Según la misma consulta, que demuestra el poder de las palabras en esta coyuntura pre-bélica, se ordena comunicar al francés que Felipe IV tenía por «rompimiento expreso los esfuerzos con que asiste a Holanda y las demás cosas que obran» (p. 1310). Por tanto, el Manifiesto de Luis XIII desagradó y humilló, porque daba el primer paso; pero lo que sorprendió de él fue la forma: el hecho de que no se hubiera hecho un aviso previo al rey, advirtiéndole de que si continuaban los supuestos agravios se declararía la guerra abierta. Como había ocurrido con la propaganda escrita, Francia se adelantaba a los planes bélicos de Olivares, que todavía no había conseguido reunir las fuerzas necesarias para una invasión. Además, no sólo se for-

20

Ver su Epistolario, pp. 1309-1316, donde se reproducen consultas del Consejo de Estado; también Elliott, 1990, p. 463.

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zaba una postura militar defensiva, sino que el Manifiesto francés lanzaba acusaciones escritas de las que habría que justificarse ante Europa, y que eran las mismas, jurídicamente, que las que se debatieron en el Consejo español del año 1634: falta de respeto a las paces, invasiones de territorios ajenos, incumplimiento del derecho de gentes, colaboración con el enemigo del país antagónico, etc. En el Consejo se expresaron ya los argumentos necesarios para desprestigiar a Francia ante la opinión pública, pero los polemistas deberían, además, rebatir las acusaciones francesas. Estos dos extremos se aprecian en las respuestas de los propagandistas, ya que unas se decidirán por una contestación total a los puntos del Manifiesto, y otras incidirán en aquellos primeros argumentos esbozados por Olivares en la hipótesis de que se optara por el «rompimiento». La respuesta de Saavedra, por ejemplo, desarrollará en 1635 una idea del marqués de los Gelves sobre intrigar entre el pueblo francés, al que se consideraba descontento por tanta guerra, y que, supuestamente, podía ponerse del lado español. Decía así la propuesta: «que sin duda que si viesen armas poderosas de V. Magd. de que ampararse o con que declararse, juzga que lo harían algunos, porque la Francia siempre se ha enfrenado mal y nunca ha estado en mayor opresión» (Epistolario, p. 1314a). A pesar de las campañas de la oposición francesa, esto no sucedió, pero sí ocurrió a la inversa con los catalanes en 1640, que se acogieron a la protección del rey de Francia. En una palabra, la declaración de guerra de Francia suponía para la Monarquía Hispánica una guerra abierta europea, y de ahí que alguno de nuestros propagandistas, como Pellicer y Tovar, lanzaran sus escritos fuera de España para obtener mayor repercusión; o que, años después, aparecieran determinadas obras disuasorias de escisiones y revueltas, por ejemplo, en Nápoles entre 1644 y 164621. Pero esa situación de guerra total que necesitaba argumentos escritos era especialmente difícil de abordar, ya que, en un bando, contendían Francia, Holanda y Suecia, pero el otro, con las dos ramas de los Habsburgo, distaba de ser monolítico, porque el Imperio estaba dividido por cuestiones religiosas. Por otra parte, España pretendía en un principio que la guerra no llegara a los Pirineos y que se invadiera Francia por Cataluña, porque

21

Sobre la importancia de las prensas napolitanas en determinadas fechas, ver Sánchez, 2007, concretamente para 1640, p. 70.

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parecía recomendable incorporar a los catalanes al Ejército para fomentar la cohesión y remediar su natural belicoso. Así opinaba, por ejemplo, Juan de Palafox y Mendoza en 1631, para implicar a los catalanes: […] conveniente parece que sería al servicio del Rey […] el buen uso que se puede dar a tanta gente baldía, de corazones fuertes y arriscados, porque exhausta ya España por los excesivos y precisos gastos de la Monarquía de gente y de dinero, ¿de dónde mejor se pueden conducir españoles y guerreros que de Cataluña, gente descansada con la paz de ciento sesenta años […]? (Diario del viaje a Alemania, p. 42).

Sin embargo, los primeros planes se trastornaron con las separaciones sucesivas de Cataluña y Portugal en 1640. De manera que, si la guerra de 1635 se explica como una etapa de la de los treinta años, la rebelión de Cataluña se inscribe en el contexto anterior, y la revuelta de diciembre en Portugal aprovecha la catalana. La conexión y dependencia de los tres conflictos se subraya en los sucesivos textos de nuestros propagandistas, que los relacionan sin olvidar en ningún caso que la «rebelde» Holanda era una amenaza para Flandes, y también para el comercio marítimo de portugueses y españoles en las Indias. La prosperidad holandesa era evidente, y Tomasso Campanella, por ejemplo, lo había reflejado en sus cambios de bando desde 1620, en la Monarquía de España, hasta 1635, en la Monarquía de Francia, donde destacaba que los holandeses eran instrumento fundamental para el equilibrio de fuerzas y la alternancia en la hegemonía europea. Como Holanda estaba aliada con Francia desde febrero de 1635, los propagandistas de Felipe IV tuvieron siempre muy presente ese peligroso antecedente en el contexto histórico de las rebeliones de 1640. El año 1640, uno de los más desgraciados del reinado de Felipe IV, está marcado por las separaciones de Cataluña y Portugal, que comienzan, respectivamente, con la revuelta de los segadores en Barcelona, el 7 de junio de 1640, día del Corpus, y el 1º de diciembre en Lisboa. Como es sabido22, las rebeliones —alentadas por Francia en ambos casos, según los escritores gubernamentales— tienen su origen en los

22 Remito a las siguientes obras, que son una mínima selección entre los muchos estudios dedicados a 1640: para los orígenes de la revuelta de Cataluña, Elliott, 1977; y para el desarrollo y desenlace Sanabre, 1956, Serra, 1969, y García Cárcel, 1985, vol. II; para Portugal, Bouza, 2000,Valladares, 1998, Schaub, 2001.

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proyectos centralizadores del conde-duque, en la exigencia a los reinos periféricos de proporcionar hombres y dinero, y en la urgencia de su aportación para la defensa de los Pirineos, a partir de 1635. En cuanto a orígenes más concretos, por mencionar sólo aquello que recogen todos los propagandistas, respecto a Cataluña, están las Cortes apresuradas de Barcelona en 1626 y 1632, cuando los catalanes se sintieron vejados en sus privilegios, lo que se agudizó con el controvertido inicio de la guerra por Cataluña23, la cuestión de los alojamientos del Ejército, los desmanes subsiguientes, los reproches entre Barcelona y Madrid durante la campaña de 1637, y la pérdida de la plaza de Leucate. Respecto a Portugal, además del motín de Évora en 1637, ya hubo muestras de descontento en las Cortes de Lisboa de 1619, con motivo del juramento del entonces príncipe Felipe. A pesar del magnífico recibimiento, las Cortes portuguesas reclamaron mayor atención a Felipe III, exigieron la ratificación de los principios agregacionistas de Tomar, hubo algún enfrentamiento entre nobles portugueses y castellanos, y el duque de Braganza, don Teodosio, fue aclamado por el pueblo de Lisboa24. Ese malestar anterior cristaliza en las rebeliones de 1640, como señalan nuestros cuatro principales propagandistas. Para ellos es notorio lo que se ha denominado posteriormente efecto dominó, que sintetizó acertadamente Quevedo en la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza: al establecer los orígenes de la sublevación portuguesa, mencionaba los conflictos de Évora en 1637, «las hostilidades» de Francia y de Holanda, más «el motín de Cataluña», porque en diciembre de 1640 se habían desguarnecido los presidios portugueses para engrosar el ejército desplazado a Cataluña. Efectivamente, la relación debió de ser intensa, porque en 1641 el nuevo rey de Portugal encomendó al jesuita Ignacio Mascareñas una doble misión en Cataluña: ofrecer su amistad a los catalanes, e invitar a los portugueses que servían en el Ejército castellano a que regresaran a su patria. El mismo Mascareñas lanzó en Barcelona uno de los primeros papeles pro-bragancistas, Justicia del ínclito príncipe don Juan IV, al que replicó Adam de la Parra en su Apologético… Para entender ese «género de literatura política»25 surgido en un tiempo de libelos, hay que situarse, primero, ante la magnitud de la cri-

23 24 25

«Imprudente», según Novoa, CODOIN, vol. 77, p. 355. Ver Bouza, 2000, pp. 91-92, 111-112 y 216. Terminología según Jover/López Cordón, 1986, p. 357.

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sis, que exigía una escritura coyuntural. Segundo, hay que considerar que la Monarquía francesa era maestra en estas lides, según apuntó Saavedra Fajardo, y que los franceses divulgaban sátiras antiespañolas desde finales del siglo XVI, cuando Felipe II pretendía el trono francés para su hija Isabel Clara Eugenia, la más importante de las cuales, y la más rica por su valor literario, es la Satyre Ménippée oVirtud del Catolicón de España o Breviario y espíritu de los Estados Generales de 1593, que Quevedo conoció26.Y, tercero, que los rebeldes holandeses se habían adelantado en la divulgación de escritos antiespañoles, con la Apología del príncipe de Orange (1581), uno de los puntales de la leyenda negra. Existía, pues, junto al enfrentamiento armado, una «guerra de opinión»27 entre los distintos países europeos, que muestra el fracaso de la idea europea de Erasmo y el surgimiento de los nacionalismos. Todo ello pesa en la conciencia de nuestros escritores, porque tanto Quevedo como Saavedra se refieren a la obra del padre Las Casas como detonante de la campaña antiespañola. Si el primero denunciaba en un fragmento del Lince de Italia… la propaganda del duque de Saboya, arremete muy especialmente contra el uso de una traducción italiana de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), como ya lo habían hecho los «herejes de Alemania»: a Quevedo le parece evidente la traición del duque de Saboya por autorizar la divulgación de «todas las cosas que escribe fray Bartolomé de Las Casas, obispo de Chapa, execrables, de malos españoles, que contra vuestras órdenes cometieron en las Indias» (p. 78).También Saavedra Fajardo reconoce en las Empresas políticas el daño que hace ese libro, divulgado por los enemigos de la monarquía en las provincias rebeldes: No pudo la emulación manchar su justo gobierno en los reinos que posee en Europa, por estar a los ojos del mundo.Y para hacer odioso su dominio y irreconciliable la inobediencia de las provincias rebeldes con falsedades difíciles de averiguar, divulgó un libro supuesto de los malos tratamientos de los indios con nombre del obispo de Chapa, dejándole correr primero en España, como impreso en Sevilla, […] y traduciéndole después en todas lenguas (Empresas políticas, 12, p. 289). 26 Y una de las mejores sátiras políticas de la literatura mundial, según Mijaíl Bajtín.Ver Riandière, 1985, mi traducción castellana, 1985, y Schaub, 2004, pp. 127-131. Sobre la importancia del género satírico, ver Pérez Lasheras, 1994; y Estudios sobre la sátira española en el Siglo de Oro, 2006. 27 Como acertadamente señaló García Cárcel, 1992, p. 21.

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Aunque Saavedra parece poner en tela de juicio la autoría de Las Casas, es de notar cómo aprecia la función propagandística del libro, porque es «ingeniosa y nociva traza, aguda malicia» (p. 289). Prueba evidente de ello, y también de la función exaltadora de nacionalismos, es que desde Francia, y por las mismas fechas, Charles Sorel se dirigía a los catalanes que ya estaban bajo la Corona francesa, para exaltar su sentimiento nacional, «humillado» por la Monarquía española; y los comparaba con otros vasallos de manera claramente xenófoba: «ni los moros ni los indios han sido jamás tratados por ellos tan bárbaramente» (La defensa de los catalanes, p. 35). La intención del libelo del historiador de Francia se comprende mejor al saber que había preparado otra edición del mismo para acompañar sus advertencias a los pueblos de Flandes: Remonstrances au peuple de Flandre. Así pretendía cubrir dos flancos delicados, vecinos de Francia y vasallos del rey de España, justificando y alentando las rebeliones de catalanes y flamencos contra la Monarquía Hispánica. Hacia 1642 parece que todo servía a los hombres de pluma para minar la moral del enemigo, y el asunto de Flandes empezaba a resultar una carga. Si en 1631 Palafox y Mendoza reconocía que Flandes proporcionaba seguridad a cambio de dinero28, en 1635 Saavedra parece recoger la opinión de muchos españoles, cuando afirma en el Memorial enviado al rey cristianísimo… «que hay mayor razón de decir que España sufre de Flandes, que no que Flandes sufre de España» (p. 16). La eficacia de los mensajes escritos del adversario, que nuestros escritores consideraban falsos e injuriosos, forma parte del oportunismo de las campañas de imagen, que revitalizan o sepultan determinados símbolos.Y así se ha señalado cómo la obra de Bartolomé de Las Casas fue objeto de uso interesado y desigual en Francia, según las diferentes etapas del enfrentamiento franco-español, desde las numerosas ediciones del último tercio del siglo XVI, hasta una de 1697 que «suaviza»29 la dureza del texto. E incluso ha relacionado con los cambios en las relaciones políticas la admiración por la persona y la obra de un defensor del indio, Juan de Palafox y Mendoza, cuya biografía se tradujo al francés en 1690, destacando su celo para proteger a los indígenas de abusos de los colonizadores. De ser así, la utilización o divulgación

28

«Contribuye España a Flandes dinero; contribuye Flandes a España seguridad», Diálogo político del estado de Alemania…, p. 516. 29 Schaub, 2004, p. 135.

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de la leyenda negra tendría que ver con las fases de la pugna francoespañola, cuando Francia recibía complacida a los disidentes, desde la llegada del fugitivo Antonio Pérez hasta la de catalanes y portugueses a partir de 1640. Sin embargo, no hay que olvidar30 que la acogida de los representantes de los dos territorios rebeldes no fue la misma: los catalanes fueron meros huéspedes, frente a la solemne recepción de los embajadores del reino de Portugal, que tenía tras de sí un imperio ultramarino y cuyo rey procedía de la Casa de Braganza. Como dice elocuentemente el título del embajador portugués Antonio Monis de Carvalho, Francia estaba interesada en Portugal31, mientras que recelaba de los fueros catalanes. En suma, cuando se producen las rebeliones de 1640 tanto Francia como España eran conscientes de la fuerza de las palabras, y contaban con un equipo de publicistas organizado, que no hacía sino intensificarse. Así, la guerra de papeles entre España y Francia se incrementó con las revueltas catalana y portuguesa, cuyos dirigentes fueron muy hábiles en el uso de la imprenta para divulgar sus pretensiones políticas. Y a la guerra de las plumas que, además del latín, tenía dos voces y dos lenguas, la española y la francesa, se añadieron sucesivamente la catalana y la portuguesa. La virulencia de las rebeliones exigía prontitud en la difusión de argumentos y ataques, lo que explica la diversidad lingüística y la rapidez de las traducciones. Así, por ejemplo, aunque la mayoría de los impresos de la Guerra dels Segadors se redactaron en catalán, el primero y más importante de los manifiestos, la Proclamación Católica, está escrito en castellano, como corresponde a un texto dirigido al rey Felipe IV por sus todavía vasallos, mientras que el más completo de los rebeldes pro-bragancistas está en portugués: Manifesto do reyno de Portugal (1641), de Antonio de Pais Viegas. A este respecto es de destacar la sensibilidad lingüística, hábilmente conjugada con la política, de alguna de las partes implicadas en las guerras, así como las razones de los rebeldes para expresarse en una u otra lengua: el orgullo, el prestigio o el odio. Se ha citado32 como ejemplo la frase atribuida al cardenal Richelieu y dirigida al primer embajador del

30

Ver Salces, p. 339. Francia interesada con Portugal…, 1644. Citamos por un ejemplar de la Biblioteca Histórica Marqués de Valdecilla (BHFLL 14029). 32 Schaub, 2004, p. 110. 31

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rey Juan IV de Portugal, que declaraba odiar la lengua de Castilla. En efecto, se trata de una anécdota recogida en la Relação da embaixada a França em 1641, de João Franco Barreto33, protagonizada por dicho embajador y por Richelieu, cuando la cuestión de las lenguas era importantísima, porque los embajadores portugueses que buscaban el apoyo de Francia no entendían el francés. Según el relator del viaje, João Franco Barreto: Sabe sua Eminencia a lingoa castelhana tao bem como se fora criado em Toledo; e porque o Monteiro mor a nao fallava, lhe preguntou se a sabia. O Monteiro mór lhe respondeo que sy, mas que nao a fallava, porque era tam grande u odio que aos castelhanos tinha, que nem de sua lingoagem quería usar; ao que sua Eminencia replicou: «No importa, que las lenguas no pelean» (Relação da embaixada…, p. 68).

Sin embargo, el interés de la anécdota ha de extenderse a la actitud lingüística de Ana de Austria, que se comportó en esta ocasión como reina de Francia y no como hermana del rey de Castilla: primero se comunicó con el embajador portugués por medio de intérprete, pero en la segunda entrevista habló al embajador en castellano, lo que él considera «merced y favor» (p. 99).Y el diálogo continúa en castellano, diciendo la reina que no lo hizo antes «porque pensé que me tuviesedes miedo» y contestando el portugués con arrogancia: «A vuestra majestad, como a tan gran Señora e Princesa sí, mas como a castellana no», lo que mereció la siguiente distinción de la reina de Francia: «Considerarades vos que la veniades a hacer [la visita] a la Reina de Francia, y madre del Delfin, y luego se [os] quitara [el miedo]» (p. 100). La escena revela cómo se peleaba con las palabras, de cuya fuerza da muestras la apostilla del relator para explicar la desconfianza previa de su embajador: «considerando a irmaa del Rey de Castelha, a quem aviamos tirado o Reyno de Portugal». Conviene destacar la expresión, porque ese «habíamos tirado» no es inocente en un movimiento nacionalista que usaba con mucho cuidado las palabras, y en el que triunfó, finalmente, el término Restauración, directamente ligado a los derechos del Braganza sobre Portugal. En la misma relación de tan importante viaje portugués a Francia se recoge también la coincidencia de las dos 33

Franco Barreto, Relação da embaixada a França em 1641, ed. C. Roma du Bocage y E. Prestage, 1918.

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embajadas rebeldes a las puertas de París, en marzo de 1641, así como la actuación de los catalanes como intérpretes ocasionales de los portugueses, y cómo pidieron apoyo a estos últimos como «intercessores» con el Rey Cristianísimo (p. 50). Éste es uno de los indicios de la colaboración política y cultural entre Portugal y Cataluña, que Juan IV fomentó y que dio como resultado una actividad inusitada de las prensas catalanas, donde se publicaron textos portugueses y también traducciones, como el Panegírico apologético, del padre Francisco de Macedo. Respecto a la función de las traducciones como vehículo de la propaganda, basta una ojeada a la Bibliografía franco-española (1600-1715) de Alejandro Cioranescu para comprobar la eclosión de traducciones al francés de textos pro-catalanes y pro-portugueses en los años 1640 a 1642, como, por ejemplo, las credenciales de Juan IV a Mascareñas, su emisario ante la Generalitat catalana. Pero este notable fenómeno cultural coincide en el tiempo con datos desconcertantes, entre ellos, la publicación en castellano, y en París, de textos tan políticamente marcados como el del judaizante Antonio Enríquez Gómez: Triunfo lusitano. Recibimiento que mandó hacer su Majestad el Cristianísimo rey de Francia Luis XIII a los embajadores que el rey don Juan IV de Portugal le envió el año de 164134.

3. ARTÍFICES

E IMÁGENES

Tamaña agitación de papel para explicar tantas guerras, y justificarlas debidamente en el ámbito internacional y en el interno exige un equipo que supiera escribir al dictado de los gobiernos respectivos, lo que no era fenómeno nuevo y tenía antecedentes relativamente próximos, en momentos cruciales de la historia europea. Basta recordar el Saco de Roma, en 1527, un hecho histórico que, por su magnitud y por el escándalo que generó en las cortes europeas, mereció los honores de una riquísima transformación literaria. Desde un romance hasta diálogos y versos en distintas lenguas, la historia se ficcionalizó en gran variedad de discursos35, movilizando tanto al ingenio popular en los 34 A esta publicación se refiere Cioranescu, 1977, p. 278.Ver mi artículo «El Triunfo lusitano (1641) de Antonio Enríquez Gómez. Restauración portuguesa, éxito francés y versos españoles», en prensa. 35 Ver sucesivamente, Redondo, 1998;Vian, 1994 y 1996; Redondo, 1999.

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pasquines como a los escritores a sueldo de los países involucrados, para ofrecer las versiones que más les convenían. Lo que hoy llamamos campañas de imagen parte de la manipulación de un hecho o un personaje, y nace de las relaciones entre el arte y el poder, que van creando una red clientelar en torno a cualquier poderoso. En el siglo XVII, empezando por el rey, pero también sus validos y las grandes casas nobiliarias, se repartían favores en función de servicios, lo que dio lugar a interdependencias bien conocidas y analizadas36, con una terminología muy reveladora —«patrón», «hechura», «cliente»— y que afectaron tanto a las artes plásticas como a la literatura37. Desde las labores de mecenazgo —y su correlato en dedicatorias, prólogos, poemas laudatorios o apologéticos, etc.— hasta el reparto de cargos, puede configurarse un equipo fiel y apto para divulgar las imágenes y símbolos más favorables al gobierno, al poder en abstracto, o a la idea de patria, en el caso más noble y desinteresado. La faceta, hoy tan divulgada, de un Felipe II mecenas de las artes y constructor del Escorial puede entenderse como parte de un proyecto para dotar a la monarquía y al rey de una aureola de poder y majestad que maravillara a propios y extraños. En cuanto a Felipe III, su valido, el duque de Lerma, se encargó de fomentar la adulación38, pagada con favores, no sólo en torno al monarca, sino en torno a sí mismo y a los nobles más próximos. Por comparación, el reinado de Felipe II resultaba austero frente a los dispendios propagandísticos organizados por Lerma39. Contra la corrupción subsiguiente quisieron actuar un Felipe IV joven y un Olivares enérgico, pero ambos tropezaron con acontecimientos que los desbordaron en política exterior e interior: empezando en 1621 por la toma de decisiones graves y controvertidas, como la renovación o no de la tregua de los doce años con Holanda (1609-1621); continuando por su choque con la política expansionista francesa, que les obligaba a ir siempre con retraso y a la defensiva; y posteriormente con el descontento de catalanes y portugueses, que impedía realizar la unión de armas, punto clave del programa de regeneración del condeduque, según expresó en el gran memorial de 1624.

36 37 38 39

Ver Feros, 1998. Para ello, ver Sieber, 1998. Ver por ejemplo, Ferrer, 2006. Ver el estudio de Feros, 2002.

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Precisamente para lavar fracasos, o quejas por las guerras continuas, o conspiraciones nobiliarias, el valido proyectó una múltiple campaña de imagen40, que comprendía la construcción del Buen Retiro, la pintura aduladora, y un tipo de literatura que engrandeciera figuras o sucesos y que combatiera infundios del enemigo, extranjero o nacional. Con la perspectiva de nuestro tiempo, la literatura de propaganda sobre las guerras sucesivas de la Monarquía desempeña un papel semejante al del periodismo moderno, que se ha relacionado con «formas nuevas de mecenazgo, público o privado»41. Se trataría de un «periodismo» anterior al nacimiento de la Gaceta Nueva42, cuya finalidad sería más que divulgar noticias rápidas, lanzar mensajes graves y urgentes para formar imágenes a partir de las noticias. De ahí la trascendencia de escoger al equipo adecuado para desempeñar dicha tarea, y de buscarlo entre quienes hubieran contribuido previamente a panegíricos o exaltaciones del poder, bien del rey, bien del valido. Igual que los nobles patrocinaban a secretarios y otras personas afectas, Olivares trataba de elegir a los más capaces de magnificar al rey planeta, y posteriormente designó entre ese núcleo de escritores a los que iban a contar la guerra, escogidos entre una camarilla que fue cambiando a lo largo de su valimiento. Respecto a ese engrandecimiento hiperbólico de la imagen del rey, Elliott propone como fecha probable para la circulación y divulgación del apelativo de «Felipe el Grande» el año 1625, que considera annus mirabilis por las victorias de la Monarquía. Sin embargo, más allá de connotaciones relativas a la guerra, en 1631 se publica un libro que utiliza ya con toda propiedad el sobrenombre, y cuyo título representa el clima pomposo de la sociedad cortesana barroca: es el Anfiteatro de Felipe el Grande. La obra equivale a un monumento poético43 erigido para ensalzar la valerosa actuación de Felipe IV en la fiesta agonal celebrada en Madrid el 13 de octubre de 1631, y significa el colmo de la adulación al monarca, que tuvo la fortuna de matar un toro de un acertado tiro de arcabuz. Pero, además, tiene la particularidad de que en dicho monumento libresco participaron los mejores ingenios de la corte, muchos de los cuales iban a integrar poco después la oficina de propaganda bélica. 40 41 42 43

Ver el imprescindible artículo de Elliott, 1985. Bourdieu, 2002, p. 176, n. 1. Ver la edición de Varela y Hervías, 1960. Citamos por la edición de 1974. La analogía se debe a Blanco, 1998b.

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La obrita posee un extraordinario interés para el estudio de la poesía del siglo XVII, ya que en ella se recogen los elogios escritos por más de ochenta poetas, desde los más destacados (Lope, Quevedo,Vélez de Guevara, Ruiz de Alarcón, etc.) hasta otros poco conocidos (como algunas autoras de las que sólo sabemos el nombre propio: Laura, Narcisa, Elisa). Pero también revela detalles sobre el valor sociológico de la fiesta en sí misma44 y otros relativos a la plasmación en libro de la hazaña real, convertida en gesta por medio de la propaganda. El librito se compuso para exaltar doblemente la acertada puntería de Felipe IV, como se desprende de la censura de Lope de Vega. En ella ya se ponía de relieve la duplicación de la apología: por los poemas encomiásticos y por la meritoria edición de los mismos, «tan doctamente» recopilados por don José Pellicer de Tovar. Efectivamente el cronista de Castilla y León no sólo recogió los textos para su publicación con extraordinaria diligencia (los preliminares están fechados entre diciembre de 1631, y enero de 1632 la fe de erratas), sino que también narraba en prosa el acontecimiento. Su «Noticia del espectáculo de fieras» sirve de preámbulo a los poemas, y es la clave de la interpretación simbólica de la fiesta así como de la majestad y pericia reales; y todo ello precedido por dos dedicatorias —una al rey y otra al conde-duque— más un envío a doña María de Austria, hermana del rey y reina de Hungría, y un prólogo a los curiosos, vinculando la anécdota real con memorables y mitológicos antecedentes. Si la grandeza del espectáculo era previsible, pues se organizó para celebrar el cumpleaños del príncipe Baltasar Carlos, la actuación del rey proporcionaba la ocasión para hacerlo perdurable en forma de libro. En él contrastan la concreción del tema y su ampuloso tratamiento, con una presentación retórica y un desarrollo amplificativo: ochenta y cuatro epigramas, diez espinelas, una silva y tres romances. En el parangón simbólico que el Anfiteatro… establece con la Roma imperial es significativa la participación de algunos de nuestros escritores-propagandistas, con la mención de sus títulos o dignidades: Quevedo (caballero de Santiago), Rioja (cronista de Su Majestad), Pellicer (cronista de Castilla y León), Calderón (sin ningún título todavía) y Saavedra Fajardo (secretario de Su Majestad y su agente en Roma). También lo es el número de sus composiciones, ya que sólo Quevedo

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J.-P. Étienvre, 1999.

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y Pellicer contribuyen con más de un poema en la antología de textos: en ambos casos dos epigramas y un romance. Estos datos parecen útiles para mostrar quiénes estaban situados en la cercanía del poder, y en qué grado. Por ejemplo, en 1631 Saavedra Fajardo estaba en Madrid45 y redactó unas instrucciones o noticias46 sobre las negociaciones en Roma, a petición del marqués de Castel Rodrigo. Incluso puede ser él uno de los dos personajes (el llamado don Diego) que conversan sobre política europea en el Diálogo político del estado de Alemania…, escrito por Juan de Palafox tras su viaje acompañando a la reina María, y en donde se menciona «el toro que mató el Rey el otro día» (p. 511). De la intensa actividad política y literaria de Saavedra en esos años, así como de sus estrechas relaciones con Olivares47, da buena prueba el siguiente fragmento de una carta escrita desde Milán en 1633, que anunciaba el envío de un texto para que el valido lo completara o aprobara: Aquí truje el libro que tengo hecho de la libertad de Italia que contiene las respuestas a muchas calumnias impuestas a los españoles, […] le truje con ánimo de enviar desde aquí una copia con pliegos blancos en medio, para que V.E. advirtiese lo que fuese conveniente, porque pienso será obra del servicio de Su Majestad, si va tan llena de noticias que de ella las tomen los historiadores […] añadiendo V.E. lo que faltare a aquellas negociaciones, le pueda yo estampar o en latín o en italiano y sin nombre (p. 43).

El párrafo demuestra, de nuevo, la importancia que se daba a las «calumnias» del enemigo, así como el tránsito de la «noticia» a la «historia»; pero, además, ilustra sobre los disfraces literarios del embajador, que escribía en varias lenguas y sin nombre, a lo que se debe el actual desconocimiento de tantas piezas salidas de su pluma. También redactaba en latín Adam de la Parra para hacerse entender en Europa, según él mismo afirmaba en mayo de 1634: «ahora he querido ponerlo en latín porque hablo con todos los príncipes de Europa», movido del «celo de la religión o de mi nación» (julio de 1634) para «disuadir algunos príncipes de Europa de cavilaciones de franceses» (17 julio de 1634). Sin embargo, frente a los contactos de Saavedra en

45 46 47

Para más datos, ver el artículo de Díez de Revenga, 1998, p. 53. Están publicadas por Aldea, en la correspondencia, 1986, t. I, pp. 3-12. La recoge Elliott, 1990, p. 479.

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Madrid, el Inquisidor clamaba desde Murcia pidiendo insistentemente noticias con que precisar sus escritos («ciertas relaciones», «relaciones puntuales»), y deseoso de un acercamiento a la corte («es preciso que esté yo ahí»), que sólo logró cuando fue nombrado Inquisidor de Toledo con residencia en Madrid. Las continuas cartas48 de Juan Adam de la Parra entre mayo y julio de 1634 ofrecen también repetidas veces la posibilidad de corregir su Conspiratio heretico-christianissima («pongo toda la obra humildemente a los pies de V.A. para que mande corregir, borrar y enmendar […]»), con tal de que su obra pueda circular «en sazón», pues «para mí es de gran desconsuelo que no se haya de divulgar mi trabajo después del gasto que en él he hecho, movido de ver la religión tan oprimida y las armas de España en tales conflictos» (p. 709). La posibilidad de corregir lo que denominaba el «tratado» se corrobora en una carta del propio Olivares, protector del entonces Inquisidor de Murcia, dirigida al rey en 1634, en la que recomendaba al autor de la Conspiración herético-cristianísima: […] podría hacer una historia digna de toda estimación y ajustar el librillo que ha enviado, que con facilidad se podría enmendar y mortificar a los émulos desta Corona, y particularmente a los franceses, contra quien con grande delgadeza endereza su saeta.49

A pesar de esta opinión favorable,Adam de la Parra no formó parte del equipo de propagandistas de 1635, probablemente porque la «delgadeza» antifrancesa fue considerada demasiado virulenta un año antes de la guerra; o porque su «historia» o «librillo» necesitaba demasiadas enmiendas, ajustándose a las últimas noticias; y, sobre todo, porque el Inquisidor todavía no se hallaba en los círculos próximos al condeduque, que preparaba por entonces su equipo propagandístico. En cambio estaba muy bien situado el Pellicer recopilador de elogios y relator de fiestas. Su multiplicidad de funciones50, unida a su posterior faceta de avisador, le convierte en adelantado del periodismo moderno, en la doble vertiente de la información y la opinión.Y esa ubicuidad tenía gran importancia para el poder en la sociedad barroca, 48 Todas publicadas por Entrambasaguas, 1930. Modernizo la ortografía y la puntuación en las citas. 49 Elliott/De la Peña, 1981, vol. II, p. 185. 50 Destacada, por ejemplo, por Molinié, 2004, p. 326.

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caracterizada por divulgarlo y también ornamentarlo todo. Buen ejemplo de ello, tras la anécdota exagerada del Anfiteatro de Felipe el Grande, es la jura del príncipe Baltasar Carlos, en marzo de 1632, acto que se aprovechaba para pedir un donativo a las Cortes y para el que compuso Quevedo51 unas solemnes octavas. Sin embargo, por esas fechas sitúa Jauralde uno de los distanciamientos de Quevedo con el conde-duque, que trataba de atraerlo proponiendo su nombramiento como secretario real. La escritura de la propaganda está muy condicionada por esos altibajos de las relaciones entre los escritores y el poder, siempre sensible a lo que Pellicer denominó la «carrera de la lisonja»52, con la sinceridad propia de los avisos, que eran secretos. Los elegidos se movían en un ambiente de rumores y quejas por la competencia entre plumas oficiales, hombres de letras bien informados, corresponsales profesionales53, o escritores dóciles que complacen al poder del que dependían. Esto afectaba a la información o celebración de cualquier acto público de las personas reales: un viaje, la relación de unas bodas o de honras fúnebres, las entradas en las ciudades de grandes personajes y sus despedidas, todo ello rodeado de una minuciosa etiqueta. Basta recordar los dobles matrimonios franco-españoles de 161554: merece destacarse a este respecto la sesgada presentación del intercambio de princesas, que Pedro Mantuano realiza en su obra Casamientos de España y Francia, y viaje del duque de Lerma (1618), enfocada a la mayor gloria del valido de Felipe III y a la exaltación de su magnificencia55. La lectura política de dichos actos existe, tanto si se ensalza desmesuradamente algo o a alguien, como si se oculta o disimula. De ahí lo insólito y clamoroso, por ejemplo, de la salida56 desairada de Felipe IV en 1626, tras unas Cortes fallidas de Barcelona, de madrugada y sin el menor boato; aspecto sólo parcialmente subsanado en 1632, cuando el 51

Ver también la función propagandística del acto en Capelli, 2006. La expresión corresponde a la celebración de la victoria de Fuenterrabía en 1639, como veremos. 53 Bouza, 2001, p. 157, califica de «corresponsales profesionales» a Cabrera de Córdoba, Pellicer, Barrionuevo y Almansa y Mendoza. 54 Las celebraciones han sido recientemente analizadas en el marco de la fiesta cortesana por Borrego, 2003, y en cuanto a la participación de Lope por Trambaioli, 2006. 55 Para estos aspectos del duque de Lerma, ver García García, 2003. 56 Esto ha sido analizada por Pérez Samper, 2003, especialmente p. 188. 52

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rey dejó como representante y virrey a su hermano, el Cardenal Infante don Fernando. El siempre crítico Matías de Novoa comparaba distintas jornadas reales, la de Andalucía en 1624, las dos Cortes barcelonesas y la entrada en Lérida en 1644, lamentando el apresuramiento y la falta de espectáculo de las Cortes de Aragón,Valencia y Cataluña, «siendo la primera vez que aquellas coronas esperaban la vista de tan gran rey y tan deseado, que parece no esperaban otra felicidad» (CODOIN, vol. 80, p. 296). En el trance de decidir quiénes escriben la literatura de la guerra, el poder habría de tener presentes la imprecisión de funciones de un diplomático (Saavedra) y de un consejero (lo era Palafox); la utilidad de servirse de un clérigo en guerras que defendían planteamientos religiosos (en 1634 el inquisidor Adam de la Parra, contra los «herejes» holandeses, pero en 1640 el fraile agustino, y después abad de San Cugat, Gaspar Sala i Berart, contra los «sacrilegios» del Ejército Real en Cataluña); la profesionalidad de un cronista, y hasta la impredecible condición de Quevedo, caballero de Santiago, poeta satírico y con aspiraciones de tratadista político. Los candidatos habían de lograr exacerbar un sentimiento colectivo, que en 1634 pretendía sólo defenderse de la campaña previa, y en 1635 hubo de responder organizadamente a una declaración de guerra oficial. Entre el batallón cortesano del Anfiteatro de Felipe el Grande, Pellicer fue seleccionado, junto con Quevedo y Saavedra Fajardo, para responder al manifiesto de Francia; pero, además, debió de participar, como cronista, en las discusiones previas sobre la oportunidad de replicar a los escritos de Jeremías Ferrier, Bessian Arroy y Jacques de Cassan. En 1634 Olivares trataba de adelantarse a la declaración de guerra, según un Papel que dio el Conde-Duque al rey nuestro señor sobre las prevenciones que se debían hacer en toda la Monarquía para su defensa «porque el estado presente es tan apretado que cualquier breve dilación descaminará todo»57.Y la idea de una oficina de propaganda debía de estar en ebullición mucho antes, mientras se sopesaba la conveniencia de corresponder a los textos con los que Richelieu y Luis XIII preparaban el terreno para una guerra abierta. Probablemente el Mars Gallicus58, redactado en latín igual que la Conspiratio heretico-christianissima, proce-

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Elliott/De la Peña, 1981, p. 115. Ver Jover, 1949, pp. 268-270.

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da de un intento surgido en Flandes, ya en 1634, para que la obra tuviera resonancia fuera de España. Sin embargo, el resultado final, fruto de la colaboración entre Roose y Jansenius59, se lanzó en septiembre de 1635, respondiendo a la propaganda previa y también a la declaración de guerra. En principio, se trataba de contrarrestar los infundios de los extranjeros y de informar a Europa de las ventajas y la justicia de la hegemonía española, como defensora de la Cristiandad. Pero tales propósitos hubieron de sintetizarse en respuestas concretas, derivadas de la declaración de guerra del rey de Francia, redactada por uno de los colaboradores más directos del cardenal Richelieu, el padre José. Hasta 1635 no hay datos de la puesta en marcha de una junta específica, integrada, entre otros, según Elliott60, por el licenciado Guillén de la Carrera y Juan de Palafox. Kagan61, por su parte, añade el nombre de Juan Adam de la Parra e incluso apunta que esta junta o comité de historiadores, junto al bibliotecario y «confidente» de Olivares Francisco de Rioja, pudo haber colaborado en la planificación del Salón de Reinos en el Buen Retiro62. Por otra parte, es sabido que también participaron en las respuestas antifrancesas Jáuregui y Céspedes y Meneses, más una pléyade de escritores de segundo orden63 que se sumaron a las plumas cortesanas —Saavedra Fajardo, Quevedo, Pellicer— en una variedad de escritos que oscilan entre réplicas pormenorizadas a todos los puntos del texto francés, como la de Guillén de la Carrera, y otras más literarias y parciales —en el doble sentido de subjetivas y selectivas— de un Quevedo o un Saavedra Fajardo. En esta primera nómina de escritores orquestados por el poder no figuraba todavía Calderón, que no participó directamente en las respuestas a la declaración de guerra, y tampoco un historiador italiano que se sumó en 1636:Virgilio Malvezzi.Y si Gracián aludió a los escritores del círculo de Olivares, especialmente a los historiadores, con el apelativo de «pluma teñida» en El Criticón64, es muy probable que se

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Ver las cartas publicadas por Vermeir, 2006, p. 180. Elliott, 1990, pp. 479-80. 61 Kagan, 2006, pp. 291-292. 62 Kagan, 2008, pp. 101-119. 63 La Tesis de Catherine Dentone, titulada Images de la francophobie en Espagne. L’écriture de la crise de 1635, defendida en Paris-Sorbonne, en el año 2000, añade más de veinte obras al corpus estudiado por Jover. 64 2ª parte, crisis 4ª, ed. 1990, p. 371. 60

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refiriera a este italiano, que se ganó la admiración y la amistad del conde-duque, al que había «retratado» elogiosamente en su Ritratto del privato político cristiano (1635). El caso de Malvezzi, autor también de La Libra (1639), es representativo de esa escritura capaz de amplificar una imagen personal, tanto o más que de defender los puntos de vista de la Monarquía. Frente a las discrepancias políticas de Quevedo, que explican su confinamiento posterior y condicionan sus opúsculos de 1640, Virgilio Malvezzi encarna la escritura no sólo complaciente sino interesada65 que practicaron algunas criaturas del conde-duque, para las que fue un auténtico patrón66. Entre esos autores se eligió a los primeros integrantes de la campaña de propaganda escrita, que fueron sustituidos, o acompañados, por otros en 1640: aquellos que hubieran demostrado lealtad y que escribían a la «devoción» del valido, como revela otro aviso secreto de Pellicer en noviembre de 1640, citando a Guillén de la Carrera, Rioja, Adam de la Parra «y otros que escriben a su devoción» (Avisos, p. 167). Todos ellos —fueran secretarios, consejeros, predicadores, hombres de letras o de pluma— cumplían una función enaltecedora que Saavedra Fajardo parece sistematizar cuando se refiere en las Empresas políticas a las relaciones del príncipe con sus ministros, desde el valido a los consejeros y secretarios. En el Sumario de la obra, el apartado cuarto establece asociaciones tan elocuentes como plásticas: los consejeros son «ojos del ceptro», los secretarios, «el compás del príncipe», «Y unos y otros sean ruedas del reloj del gobierno, no la mano» (p. 182). De manera que los ojos, el compás y la rueda se convierten en instrumentos útiles para el gobierno, como lo son cuantos amplifican o llaman la atención sobre sus acciones, abrillantándolas como si de oro fueran. Me refiero a dos instrumentos, o personajes, fundamentales en la propaganda, que contribuyen decisivamente a la reputación y la honra reales, y que también aparecen en las Empresas: las imprentas y los predicadores. Las imprentas, o «tesorerías de la gloria» (Empresas políticas, 15, p. 314), han de ser favorecidas por el príncipe; pero, respecto a los predicadores, «clarines de la verdad» (Empresas políticas, 55, p. 656), Saavedra recomienda estar alerta.Y es que la primera edición de su obra aparece en 1640, cuando el poder comprueba que los predicadores tie-

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Sobre prebendas y enriquecimiento, ver Delage, 2006, p. 63. Colomer, 1998, p. 380.

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nen gran influencia entre el pueblo: son «como arcaduces por donde entran al pueblo los manantiales de la dotrina, saludable o venenosa, […] como se experimenta en las rebeliones de Cataluña y Portugal» (p. 656).

4. CAMPAÑAS

DE IMAGEN

Hablar de campañas de imagen67 en el siglo XVII requiere, pues, tener en cuenta las circunstancias de una época en la que se divulga todo debidamente manipulado. Este sistema, habitual en sucesos inocuos, se agudiza en tiempo de guerra, porque hasta los gastos, entonces, pueden interpretarse desde un doble ángulo: el dispendio (así parece indicarlo una relación irónica de Gracián en 1642) o el necesario alarde protocolario que aconsejaba Novoa.Todo ello se aprecia en determinadas ocasiones posteriores a la declaración de guerra francesa, como un viaje real, o las fiestas de 1637, o las celebraciones de sonadas victorias, como Fuenterrabía (1638) y Lérida (1646). No parece inocente, por ejemplo, la publicación en 1637 del Viaje, sucesos y guerras del Infante Cardenal Don Fernando de Austria68, bajo cuyo largo título se relataban los éxitos del Cardenal Infante desde 1632, y que culminaban en septiembre de 1636 con la toma de Corbie. La obra consta de diecinueve capítulos, más un colofón que debió de ser decisivo para su publicación en la Imprenta del Reino, titulado «Sucesos de la entrada y progresos del señor Infante en Francia por la provincia de Picardía en tres de julio hasta veinte de agosto de 1636». Efectivamente, si el autor, Diego de Aedo y Gallart, ya dedicaba el larguísimo capítulo III a la crucial batalla de Nördlinguen, esos últimos sucesos se convierten en elemento fundamental para elevar la moral en España y minar la del enemigo francés recientemente derrotado. De ahí la concepción de esas últimas páginas, que comienzan con cuatro líneas de elogio a la «poderosísima» Monarquía de España, y tienen por objeto, como toda la obra, la exaltación oportunista del triunfo de Corbie (muy efímero, porque la plaza fue pronto recuperada), la alabanza de

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Ver el planteamiento de Jover/López Cordón, 1986. Aedo y Gallart, citamos por la edición digitalizada en la Colección Clásicos Tavera. 68

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las tropas —especialmente de los soldados españoles— y la desgracia del pueblo francés y de su rey, sometido a los caprichos belicosos del cardenal Richelieu. La singularidad de estos últimos sucesos frente a los capítulos anteriores se debe también a que en estas páginas se halla el «Manifiesto del serenísimo Infante Cardenal, publicado en Mons», el 5 de julio de 1636, que es toda una declaración explicativa de la invasión de Francia, a consecuencia de la guerra declarada por Luis XIII un año antes, proponiendo al rey francés que castigara «aquellos enemigos domésticos, maquinadores y autores de todas las guerras que de siete a ocho años acá han ensangrentado toda la Cristiandad» (p. 199). Es evidente que la obra representa un claro mensaje a los franceses, también a los vasallos leales de los Países Bajos y, a la par, un halago al Cardenal Infante; y ese triple objetivo hacía aconsejable su divulgación. Si bien la función propagandística de la literatura barroca ha sido señalada por sociólogos e historiadores, conviene insistir en la habilidad del gobierno para amplificar determinados sucesos, y en la colaboración prestada por los escritores afectos. Como ya he analizado69 en otra ocasión, la celebración oportunista de determinados victorias de la guerra se aprecia en conmemoraciones deliberadamente exageradas, como las de la toma de Fuenterrabía en 1638, que culminaron un año después; o marcadamente partidistas y lisonjeras, como las que organizaron catalanes y aragoneses en una iglesia de Madrid en agosto de 1644, tras la toma de Lérida. En este sentido puede entenderse como respuesta a los libelos que preocupaban a Quevedo y Saavedra la campaña de imagen enaltecedora de la Monarquía, que se refleja en los regocijos (populares y cortesanos) por la victoria de Fuenterrabía contra los franceses. Regocijos que, a su vez, indicaban el apogeo de un ciclo festivo del que es buen ejemplo la gran fiesta celebrada en el Buen Retiro en 1637. La finalidad política de las fiestas de 1637 es evidente; se aprecia, por ejemplo, en uno de los muchos actos organizados para la ocasión: la Academia burlesca que se hizo en Buen Retiro a la Majestad de Filipo Cuarto el Grande año de 163770. Como otras academias del siglo XVII, ésta se reunió para contribuir a los festejos, de los más suntuosos de la época, porque deseaban obtener una repercusión internacional en

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Arredondo, 2009. Citamos por la edición de Julio, 2007.

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momentos clave de la guerra con Francia. Durante diez días de febrero de 1637, se celebraron dos acontecimientos relevantes: la noticia de la proclamación (29-XII-1636) como rey de Romanos de Fernando III, cuñado del rey, y la reciente entrada en Madrid (el 16-XI-1636) de la princesa de Cariñán, esposa del príncipe Tomás de Saboya, primo del rey, capitán de los ejércitos en Flandes, y también uno de los artífices del éxito de Corbie. Con la publicidad de tales acontecimientos se pretendía fomentar en el pueblo un sentimiento propicio hacia los aliados de la Monarquía y ocultar las penalidades de tanta guerra. Los dos aspectos se recogen por parte de la relatora de estas fiestas, Ana Caro, en su Contexto de las reales fiestas que se hicieron en el Palacio del Buen Retiro a la coronación de Rey de Romanos, y entrada en Madrid de la señora Princesa de Cariñán. Muy significativamente la autora se refiere a los dobles «aplausos» y «lisonjas» de la conmemoración que su pluma resumía: «Y así de un golpe se logran / Dos gustos en los aplausos, / Dos dichas en las lisonjas […]» (fol. 33). Su Contexto… es, efectivamente, una curiosa composición que consta de tres pomposos discursos en los que priman los elogios a los varios destinatarios de la obra, así como el encarecimiento sobre la riqueza de las fiestas.Tanto la dedicatoria cómplice, de mujer a mujer, a doña Agustina Spinola y Eraso («si no desmerece por obra de mujer, mas cuando le dedico a mujer, aunque tan única», s.p.), como los panegíricos a su esposo, Carlos Strata, o las larguísimas digresiones en elogio del conde-duque son buena muestra de poesía lisonjera y de estilo cultista, que alcanza incluso a la «muy noble, ilustre, insigne, leal y coronada villa de Madrid», a la que se ofrece: «Suplicole, por de mujer, reciba el don afectuoso […] con la disculpa de tan heroicas acciones» (fol. 30).Y ese estilo altisonante, que buscaría alguna rentabilidad o patronazgo, parece estar en consonancia con la grandeza del espectáculo, imposible de asociar a una monarquía en guerra y en crisis. Para la magnificencia del espectáculo no importaban, aparentemente, los altos costes de los festejos, sino que la misma autora destaca, admirada, «Los gastos, las bizarrías / desta Villa» (fol. 35) de Madrid, cuya participación se exalta: «Para aplaudir estas dichas / Toda Madrid se alborota / Toda España se previene, / Todo el Orbe se convoca […]» (fol. 32).Y, de hecho, la última parte de esta relación de fiestas, escrita en romance, se dirige a la villa y corte alabando su esplendidez, ya que en los diez días hubo «costosas / invenciones, toros» y una máscara sufragada por el municipio. Llama la atención en este resumen de los festejos el espacio que la autora dedica a ponderar y

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alabar, más que a describir, la brillantez y el gasto, que impresionarían, sin duda, a propios y extraños.Y esto desde la significativa dedicatoria a doña Agustina, por la grandeza de su Casa y por ser la esposa del banquero genovés Carlos Strata, que recibió al rey en su casa antes de la fiesta; y siguiendo por las octavas dedicadas a la generosa contribución y honores que el genovés hizo al rey. Naturalmente, no falta la dedicatoria al conde-duque en la relación propiamente dicha, compuesta también en octavas. No obstante, debía de haber voces que reprobaran los dispendios soterradamente. Matías de Novoa, por ejemplo, se refiere al Buen Retiro poco antes de narrar la campaña del Rosellón y la pérdida de Leucate también en 1637, y critica los «excesivos gastos […] en lo que no es menester […] ni la obra es heroica, ni asimila en ningún ápice a la maravilla octava […] y fuera tanto más acertado que aquel gasto […] emplearle en pólvora y en salvas antes que en malas tapias y ladrillos» (CODOIN, vol. 77, p. 356).Y es que el historiador de la época más hostil a Olivares reprueba el uso que hacía el conde-duque del Palacio del Buen Retiro71 para su autopromoción, y lamenta que se detrajeran fondos, en cambio, para los proyectos del propio rey, y también para las necesidades de la milicia: […] cuánto mejor luciera allí aquel gasto, […] o a acabar la fábrica maravillosa de Aranjuez, aunque lo más acertado fuera en la guerra, en Flandes, en Italia; y no deja de maravillar que queriendo S.M. acabar la casa de Aranjuez, no le alentaron para ello, ni se tradujeron allí los gastos del Retiro (p. 357). […] fuera tanto más acertado que aquel gasto, […] emplearle en pólvora y en salvas antes que en malas tapias y ladrillos; así supieran los enemigos, como lo supieron antes, que había hombres y consejo en España (p. 356).

Las palabras de Novoa sobre el enemigo, su queja sobre el destino del gasto y la contraposición del «antes» y el presente, distinguen entre un tiempo heroico y los errores actuales.Y ese tiempo anterior está expresado con el tópico del ubi sunt?, la pregunta fatal sobre los españoles de antaño («¿qué se hicieron los españoles que tanto cuidado dieron, no sólo a los franceses, pero a todas las naciones […]?», p. 356), 71

Sobre el palacio, ver el estudio de Brown/Elliott, 1988.

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en un pasado ligado a triunfos épicos que, tratándose de guerras contra Francia, siempre aluden a Roncesvalles. De ahí el amargo contraste entre aquel triunfo español y la derrota de Leucate en 1637: «De esta manera se lamentaban, […] ahogados los corazones de la falta de reputación, y que no se quedase aquel adagio para nosotros que quedó para ellos, y fuese la cosa del Leocata como la de Roncesvalles» (p. 366). Ese mensaje nostálgico y crítico parece contrastar con las fiestas de febrero, sobre las cuales planea, sin embargo, el omnipresente enemigo, al que se desea impresionar con el aparato y la pompa de los espectáculos72. Prueba de ello es la citada Academia burlesca…, dedicada al rey, en la que participan poetas cortesanos del círculo del valido, como Pellicer y Rioja, que actuó como juez del certamen, y en la que Quevedo no asoma73. Uno de los asuntos propuestos en la academia es el vejamen a los enemigos de la Casa de Austria, cuyo resultado son las burlas que se hallan en el Romance dando vejamen a los enemigos de la Casa de Austria en la elección de Rey de Romanos en el señor Rey de Hungría, sin que se nombre a nadie. Esta pieza, que obtuvo el premio en la Academia burlesca…, revela la lucidez irónica del poeta, por cuyos versos desfilan los diversos enemigos, entre los que cabe destacar a holandeses y franceses. Concretamente estos últimos son aludidos en el verso «Mala la hubistes vosotros», uno de los múltiples ecos del romance carolingio «Mala la hubisteis, franceses, / la caza de Roncesvalles». Buena prueba de ese eco son la conocida jácara de Quevedo, La toma de Valles Ronces, la Sátira contra los monsiures de Francia, atribuida74 al autor del Estebanillo González, y unos anónimos versos A la venida del francés osado, transcritos en las Cartas de jesuitas, con motivo del sitio de Fuenterrabía en el verano de 1638: «[…] que los fuertes guipuzcoanos, / imitando el valor del gran Bernardo, / le darán caza como en Valles Ronces»75. Precisamente a la unión de franceses y holandeses alude el mismo romance, cuyo tono burlesco contribuye a depreciar al enemigo, coaligado contra España en un «matrimonio» consagrado por un «cura», «que más que cura / es un dolor de costado»: el cardenal Riche72

Sobre la participación de Calderón en los mismos, ver Brown/Elliott, 1988, pp. 210-214 y 240-241. 73 Jauralde, 1999, p. 742. 74 Ver Cid, 1989. 75 Cartas de jesuitas, MHE, tomo XIV, p. 463. En adelante citamos por esta edición.

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lieu (p. 199), degradado por la dilogía de «cura» y por la irrespetuosa antítesis «cura»-«dolor». Lo festivo de la composición no empaña la memoria de una batalla convertida en tema, como la de Pavía, ni tampoco la asignación de responsabilidades al Cardenal en el enfrentamiento franco-español, en presencia de la princesa de Cariñán, que era francesa. Lo mismo ocurre, aunque con otro estilo, en una de las conmemoraciones religiosas organizadas en recuerdo, si no de victorias, sí de alguna derrota sufrida por la Monarquía española en su defensa de la religión. Las fiestas eclesiásticas de reparación se inscriben en una práctica muy enraizada, capaz de alterar el resultado de una fase de la guerra y convertir la derrota en una manifestación de piedad y devoción colectiva que lavara las impiedades cometidas por el enemigo. Uno de los casos más destacados fue la fiesta celebrada en Sevilla, en desagravio por las profanaciones del Ejército francés en Tirlemont (Brabante), en 1635. La fiesta fue sabiamente relatada por Ana Caro, bajo el título Relación de la grandiosa fiesta y octava que en la Iglesia parroquial del glorioso arcángel San Miguel… hizo don García Sarmiento de Sotomayor, Conde de Salvatierra…76, y se publicó muy pronto, de manera que entre los desmanes de los herejes en Flandes la piadosa reparación en Sevilla y la publicación de la relación apenas transcurren seis meses. López Estrada ya señaló acertadamente el valor político de la obra, que parece haber olvidado la «rota» sufrida por el príncipe Tomás de Saboya, y destaca, en cambio, lo «festivo y solemne» del desagravio español. Por otra parte, la autora dedicaba su obra a los mecenas de la fiesta, condes de Salvatierra, y probablemente hacía méritos para participar como relatora en las posteriores fiestas de 1637. Pero, además, en los últimos versos resumía su objetivo, consagrando la imagen del enemigo-hereje-sectario: «[…] acaba / esta celebre octava / con aplausos tan grandes, / que a saberlos en Flandes / el hereje atrevido, / estuviera corrido / de haber dado motivo con su mano / a aqueste desagravio soberano […]».Y apelaba al rey de Francia para que abandonara su error: «con que el Cristiano fiel es bien que enfrene / su error y su malicia detestable» (p. 136). Los grandes festejos de 1637 nos ilustran sobre la coexistencia de las guerras y la fiesta, y de cómo podía aprovecharse un determinado suce-

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Remito al estudio de López Estrada, 1983.Ver también Baczynska, 2006, que menciona otros desagravios en Granada.

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so para manipular al pueblo. Como en otros aspectos, la corte de Felipe IV sigue en éste la estela de París, donde el entorno del Cardenal construía imágenes antiespañolas muy rentables en tiempo de guerra. Los escritores propagandistas se quejan, por ejemplo, del uso del fuego y de la pintura conmemorativa para intensificar el odio y la burla contra España. Así lo hace Quevedo, que reprueba en 1635 las luminarias con que los franceses celebraron «la rota que el mariscal Xatillon dio al príncipe Tomás» y concretamente el que «luminarias alegres» (Carta…, p. 285) recordaran el saqueo y profanación de la plaza de Tirlemont, por el Ejército francés capitaneado por un «hereje». José Pellicer afirma lleno de orgullo que su Defensa de España contra las calumnias de Francia fue «quemada en la plaza mayor de París por acto de verdugo» (El embajador quimérico…, p. 3).Y en las Cartas de Jesuitas se completa la información: Por el suceso que tuvieron los franceses contra el Príncipe Tomás se hicieron en París luminarias […], y últimamente pintaron en un lienzo grande un español con bigotones muy crecidos y le tiraron con todas las inmundicias de las calles, y no son las de París más limpias que las de acá, y al cabo le quemaron (vol. XIII, p. 210).

En este sentido las celebraciones del socorro de Fuenterrabía en septiembre de 1638 demuestran la duplicación interesada de una celebración: fiesta popular, aparentemente espontánea, y otra cortesana y dirigida, que amplifica y tergiversa el triunfo un año después. Respecto a la primera77, las celebraciones espontáneas y populares revelan la alegría inicial y la explosión posterior, que también hace uso del fuego. En primer lugar, cuando llega el correo, un viernes, los madrileños «le tomaron en hombros y fueron corriendo la calle abajo, con grandes gritos y algazara, diciendo: “¡Viva el Rey de España y el Almirante!”» (Cartas de Jesuitas, vol. XV, p. 22). A continuación el pueblo se presenta en Palacio y se le abren las puertas para que vea al rey, pero se desquita de la inquietud pasada volcándola contra el enemigo, y quemando «cajones y tiendas que hallaron de franceses», que todavía ardían a la mañana siguiente (p. 23).Tres días después el rey y el valido, junto a lo más granado de la nobleza, se dirigen en procesión a Nuestra Señora 77

Ver Arredondo, 2009. A los textos sobre Fuenterrabía me refiero más adelante (capítulo III, apartado 2).

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de Atocha, en la primera conmemoración religiosa, que aprovecha muy bien el conde-duque para lograr un «baño de multitudes»78.Y dos meses más tarde, en noviembre de 1638, se produce otra eclosión de fervor popular, cuando el almirante de Castilla, artífice del triunfo, hizo su protocolaria y bien organizada entrada triunfal en Madrid «aplaudiéndole toda la gente» (Novoa, CODOIN, vol. 77, pp. 634-635). Sin embargo, un año después culmina la función publicitaria con una procesión en reparación de los sacrilegios cometidos por los franceses contra la Virgen de Guadalupe (Cartas de Jesuitas, vol. XV, p. 206), y con la publicación de las dos relaciones más importantes sobre el socorro, la de Virgilio Malvezzi y la de Juan de Palafox.Y es entonces cuando la algazara popular da paso a la fiesta elitista, en la que desaparece, o se escamotea, el protagonismo del almirante de Castilla. La campaña de imagen para entusiasmar al pueblo se ha convertido en un desmesurado halago organizada en torno a Olivares, descrito con detalle por Pellicer en sus Avisos. Éstos recogen las sucesivas «mercedes» del rey al conde-duque, y desembocan en la ceremonia conmemorativa del primer aniversario de la victoria, el 8 de septiembre de 1639, cuando Olivares estrenó la preciosa copa de oro «de peso de dos mil quinientos reales» en la que bebería cada aniversario de la batalla de Fuenterrabía (Avisos, p. 46). En dicha conmemoración cortesana, que se celebra en Palacio, ante «toda la nobleza de España», y partiendo del cuarto del rey hasta el del conde-duque, destaca el carácter simbólico, porque la copa de oro rememora el valor de aquella hazaña. Pero el propio Pellicer informa en el aviso correspondiente de lo artificioso y forzado del acto protocolario, ya que él mismo fue invitado a participar en la alabanza del valido: «Pidiome el Protonotario celebrase esta acción, y por no rehusar la carrera de la lisonja, cuando todos se pasean por ella, hasta los más interesados, envié este epigrama español» (163909-13-03, p. 47). Una vez más el secreto de los avisos complementa las manifestaciones públicas de Pellicer, que debía de cuidar exquisitamente sus relaciones con el poder. El poema dedicado a tan solemne ocasión es el soneto Ya al Júpiter mentido en culto ciego, que magnifica con alusiones mitológicas y retórica culta no sólo la victoria militar («restauración de Europa») sino la grandeza de Felipe IV («Júpiter de España»), que

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Ver Lisón, 2007, p. 10.

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inmortaliza al conde-duque («el más firme Guzmán») con la copa de los dioses. Interesa relacionar cómo en 1639, poco antes de que sea detenido Quevedo en casa del duque de Medinaceli, el cronista de Castilla y León participaba con regularidad tanto en la campaña de imagen patriótica, como en la exaltación del valido. Ambas tareas debían de estar muy ligadas, lo que explica los cambios que sufre la vida cortesana a partir de la caída del conde-duque en 1643, y su reflejo en los halagos literarios. Esto no significa que se descuidara entonces el boato ni la ornamentación literaria, sino que las lisonjas se reparten entre otros personajes de la nobleza, y que la promoción de hechos y personas se diversifica. En realidad las diferencias se deben también a la evolución de la guerra, cuya primera consecuencia es una «época muerta para el Retiro», como señalaron Brown y Elliott (1988, p. 229), con motivo de las ausencias del rey, cuando se llevó la corte tras de sí en la esperanzadora jornada de Aragón. En 1642 Felipe IV se estableció en Zaragoza para rechazar al enemigo, aunque Matías de Novoa se lamentara de que Zaragoza fuera «la plaza de armas de los vicios y las delicias, donde se divertían los hombres que habían de ser la prez de los hechos y de las hazañas» (CODOIN, vol. 86, p. 58). En efecto, una carta de Gracián refiere con cierta ironía la vistosa entrada real en Zaragoza y los gastos consiguientes (Carta sobre la entrada…, p. 704). Pero, al margen del debate sobre entradas protocolarias, tanto la muerte de la reina Isabel, en 1644, como la del príncipe Baltasar Carlos, en 1646, cambiaron el tono pomposo de los fastos por uno más contenido y de distinto enfoque, y esto se aprecia desde 1643. Buena prueba de otro tipo de campañas de imagen atañe a episodios de la guerra de Cataluña, como, por ejemplo, la batalla por Lérida, entre 1644 y 1646. De la toma de Lérida y del perdón general otorgado previamente (en abril de 1644) por el rey a los catalanes rebeldes, hay noticias, por ejemplo, en los Avisos de agosto de 1644. Se refieren a la alegría popular en la Corte (p. 533), aunque la reina trataba de contener el entusiasmo hasta confirmar la noticia; y también a algunas fiestas, como las organizadas por el Colegio Imperial, pero todo ello con «moderación». Sin embargo, en abierto contraste con la reacción espontánea, existen al menos dos manifestaciones cortesanas y lisonjeras de la victoria de Lérida. La primera es una celebración fúnebre: las Exequias reales que Felipe el Grande… mandó hacer en San Felipe de Madrid a los soldados que

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murieron en la batalla de Lérida…79, ceremonia encargada por real decreto, en mayo de 1644, para honrar a los soldados que sirvieron y murieron en la batalla, y compuesta por cuarenta y cinco poemas más una relación en prosa escrita por José Pellicer. En los Avisos de junio se informa del decreto, de que se encarga al duque de Nájera su cumplimiento y al cronista Pellicer de la relación del solemne funeral, que «se está imprimiendo» (p. 517). Dicha Relación es otro monumento literario característico del ceremonial y halago barrocos, que transforma el propósito inicial —honrar a los soldados— en una exaltación de Felipe IV y del duque de Nájera. Por ella desfilan el piadoso rey que encarga las exequias desde Fraga, la reina que las autoriza en Madrid, el Duque que organiza todo en San Felipe, las más altas personalidades eclesiásticas que ofician, y la nobleza que acude al acto religioso.Todo ello en torno a un túmulo majestuoso en cuanto a dimensiones, y espectacular por la mucha «cera» que ardía, las bujías de plata y la «bayeta negra» (p. 498) propia del aparato fúnebre. La función ejemplar del acto, tan grandioso como largo (más de ocho horas), consistía en honrar a los que «sacrificaron las vidas» en Lérida y en «animar a los vivos». Pero sólo al final, cuando el duque de Nájera despidió al «mayor concurso de nobleza que vio Madrid» (p. 499), el pomposo relator menciona a los «soldados de más y menos porte, ya impedidos y ya estropeados» que se quedaron en la iglesia junto al Duque, rememorando la batalla. Sin duda la honra consistía para los soldados en la asistencia al solemne funeral, pero el cronista se recrea en la descripción profusamente adjetivada, en opinar que tamaña ceremonia es propia de príncipes, y en cómo a la contemplación de las honras fúnebres se suma la escritura amplificadora de las mismas: «Así dio fin a su Función el Duque, y principio a los loores debidos a ella, pues los ingenios más famosos […] comenzaron a engrandecerla, si acaso en sus plumas puede ser mayor que en la vista» (p. 499). La cita no puede ser más elocuente respecto al doble mensaje, visual y escrito, y respecto a las intenciones del halagüeño cronista, que encarece la generosidad del rey para con sus soldados, y la del duque por llevarla a cabo con magnificencia. La segunda conmemoración tuvo lugar en agosto: una acción de gracias restringida organizada por catalanes y aragoneses en la iglesia de

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Citamos por la edición de Simón, 1982, pp. 497-499.

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San Martín en Madrid.A ella asisten exclusivamente los de «la Nación»; celebra el obispo de Barcelona, que fue virrey de Cataluña; predica el obispo electo de Solsona (Lérida); se lleva en procesión a la Virgen de Montserrat; y a estos detalles religiosos y regionales se les añade un simbolismo político: la petición a la reina de un retrato del rey «de la misma forma que está en campaña», y que ella prestó para la ocasión «con mucho gusto y agradecimiento». Se trata de una celebración muy oportuna, ya que el acto representaba la lealtad de los catalanes residentes en Madrid; y debió de tener notable repercusión, porque este «lienzo se colgó en la iglesia debajo de un dosel bordado de oro y concurrió mucho pueblo a verle y dél se hacen ya copias» (Avisos, p. 536). A propósito de las copias, no hay que olvidar que se trata del famoso cuadro de Felipe IV vestido de soldado80 que pintó Velázquez en un tiempo récord, en el cuartel general de Fraga; ni tampoco que Quevedo abominaba de la malas condiciones de dicho cuartel en una de las últimas páginas que escribió, para dedicar el Marco Bruto al duque del Infantado81, el héroe de Lérida, que enfermó allí de tercianas, como Su Majestad. De manera que al entusiasmo de las tropas ante la imagen marcial del rey le había seguido la preocupación por su enfermedad, y la alegría por la victoria; y todo ello se rentabiliza muy oportunamente por parte de los leales catalanes de Madrid, que se identifican con la imagen real en la ceremonia de acción de gracias: así se distinguían de la Cataluña rebelde. La función lisonjera de estas conmemoraciones, organizadas para sacar partido de un episodio de la guerra, no tiene parangón con la vibrante exposición de Baltasar Gracián sobre otro hecho de armas: la entrada en Lérida en 1646. Si la carta sobre la entrada en Zaragoza en 1642 desprendía cierto tufillo irónico, su Relación del socorro de Lérida rezuma patriotismo y fervor religioso, como corresponde a la obra de quien fue capellán del Ejército Real, que confortó y confesó a las tropas españolas.A diferencia de éstas, según cuenta Gracián, los enemigos moribundos rechazaban su ayuda espiritual, porque eran «herejes». El jesuita Gracián debió de participar con patriotismo en las trincheras y 80 Sobre este retrato han coincidido en el tiempo tres estudios: Suárez Quevedo y Arredondo en el Homenaje a Julián Gállego, 2008, maestro al que debemos un excelente análisis de dicha pintura; y Guillaume-Alonso, en un congreso celebrado en 2008. 81 Ver la edición de Crosby, 2005, p. 144.

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presenta el triunfo como un «evidente milagro» (p. 167), señalando la parte que se le debe en ello, porque sus arengas lograron la doble motivación de los soldados que luchaban por el rey y por la fe: «¡Viva el rey nuestro señor y la santa fe católica!». El relato de la batalla cumple una función informativa —está escrito a petición de uno de los padres de la Compañía— y se caracteriza por un tono sincero y casi familiar, exento de elogios personales, salvo la muy humana declaración de su propio sacrificio: por lo mucho que había trabajado confesando y predicando, los soldados le llamaban «el Padre de la Victoria» (p. 167). El testimonio de Gracián en 1646 contrasta con el de Pellicer, que practicaba sistemáticamente la adulación, primero al poderoso valido y después a la nobleza más influyente en cada circunstancia. Pero, sobre todo, contrastan los géneros: las cartas personales o los avisos secretos, frente al oportunismo de esa literatura cortesana, muy bien organizada durante el valimiento de Olivares, que protagonizaba o utilizaba algunos fastos para promocionar su propia imagen. De ahí que sean palpables los cambios experimentados en cierto tipo de literatura, informativa y celebrativa, desde 1631, en el Afiteatro…, cuando el conde-duque escudriñaba su entorno en busca de escritores adecuados para sus propósitos, a los años posteriores a su caída, cuando se vislumbraba la urgente situación que precede a la Paz de Westfalia (1648). En los años treinta un Alonso de Castillo Solórzano, por ejemplo, escritor segundón siempre lisonjero con el poder, acariciaba la posibilidad de contribuir a la propaganda escrita con su Epítome de la vida y hechos del ínclito rey Don Pedro de Aragón.Trataría de aprovechar así la preeminencia de su amo, el marqués de los Vélez, que era virrey de Aragón en 1635, cuando fue compuesta la obra. Ésta, que pretendía trasladar a la delicada situación del siglo XVII el buen recuerdo que dejó Pedro III entre los catalanes, se publicó muy oportunamente en 1639; pero el autor no obtuvo rédito alguno, pues su valedor fue derrotado en Montjuich (enero de 1641) y cesó como virrey de Cataluña. En los años cuarenta, tras lo que Olivares designó patéticamente como una «rebelión general», cambiaron bruscamente las cosas: desaparecieron de la escena, primero, Quevedo, en la prisión de León, donde también sería desterrado Adam de la Parra, y luego, el marqués de los Vélez (y con él las esperanzas de su maestresala-secretario), destinadoalejado a Italia. Hasta un cronista oficial, como era Pellicer, quedó relegado en la campaña contra los catalanes y su Idea del Principado de Cataluña no se publicó hasta la segunda fase de la guerra en 1642.

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Y es que las novedades políticas ocasionaron modificaciones: unas en el equipo de escritores, y otras en el tono y el planteamiento de alguno de los propagandistas que se mantuvieron; por ejemplo, Saavedra Fajardo, abiertamente pacifista en vísperas de la Paz de Westfalia82. Sin embargo, pese a los cambios, don Diego seguía hablando de la circulación de libelos franceses contra España. Su diálogo Locuras de Europa, escrito en Münster con una perspectiva europea general, intenta contrarrestar dichos ataques en ese proceso constante de reescritura, que se mantiene años después de las remotas suspicacias de Quevedo, cuando se dolía en La España defendida y los tiempos de ahora (1609) de las «calumnias de extranjeros»83. La campaña de imagen continuó también en los años que antecedieron a la Paz de los Pirineos, que era el resultado de veinticuatro años no sólo de guerras (y espadas), sino de «negociaciones» (y plumas) entre Francia y España84. Esa coexistencia entre guerras, negociaciones diplomáticas, libelos injuriosos y propaganda informativa se percibe en las obras escritas por escritores que practicaban la lisonja y la denigración en un doble ejercicio complementario: alabanza al rey o al poderoso valido, y ataque al enemigo, extranjero o nacional. Efectivamente, aunque Gracián parecía sostener en El Criticón (1651-1653) la antítesis de espada y pluma, ese tiempo de guerras próximo a 1659 era también un tiempo de imágenes escritas.Y es que Baltasar Gracián escribe El Criticón con la libertad propia de sus convicciones morales, y de quien no sigue el dictado del gobierno; por ello se refería a un tópico exculpatorio para los españoles, que no manejaban acertadamente la pluma de la historia, pero superaban a las otras naciones en habilidades militares: Daban en rostro las demás naciones a la española el no haberse hallado una pluma latina que con satisfacción la ilustrase. Respondía que los españoles más atendían a manejar la espada que la pluma, a obrar las hazañas que a placearlas, y que aquello de tanto cacarearlas más parecía de gallinas (p. 368).

82 Ese tono se percibe, en general, en la diplomacia española de la época, según ha demostrado López Cordón, 1996. 83 Ver Roncero, 1991, pp. 78-79, y 1997. 84 Como ha subrayado con acierto Séré, 2007.

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Sin embargo, su declaración ha de encuadrarse en una ficción alegórica y en un capítulo de reflexión crítica sobre cómo escribir la Historia85, género que, a juicio del jesuita, debería estar reñido con la obra de encargo. También Matías de Novoa despreciaba las florituras y los excursos panegíricos de ciertos historiadores, ya que en «cosa tan sagrada» como la Historia «no se ha de inventar, porque de otra manera sería escribir libros de caballerías» (CODOIN, vol. 77, p. 453).Ambas opiniones, que reclaman objetividad histórica, son relevantes para entender ese tiempo de libelos, cuando no siempre se distinguía entre la veracidad de la historia y la ficción o adorno de la misma, ni tampoco entre la disyuntiva de espada-pluma. Por el contrario, a lo largo de las tres guerras se intenta complementar los dos tipos de lucha para defender a la Monarquía, sirviéndose de lo que hoy llamamos propaganda. De todo ello da testimonio un verso muy elocuente de la pieza ya citada de Calderón El lirio y el azucena: «hagamos de la historia alegoría» (v. 246). Si la obra se compuso con motivo de la Paz de 1659 y del matrimonio que en 1660 la sellaba —el de la infanta M.ª Teresa y Luis XIV— la «reescritura poética»86 de esa Historia pasa en este caso por el filtro alegórico del auto sacramental.A diferencia de la literatura denigratoria que subyace en torno a la guerra de 1635, la imagen benéfica del lirio francés y la azucena de los Austrias forma parte de la propaganda positiva, y como tal fue muy bien aprovechada en una coyuntura oportuna. De hecho, la pieza calderoniana fue recuperada para su representación en 1701, con ocasión de la llegada al trono del primer Borbón, Felipe V: Este auto es como se representó en esta Corte en el año de 1701, con la ocasión de haber venido a suceder en estos reinos nuestro católico monarca don Felipe Quinto […] queda como lo escribió don Pedro Calderón para la fiesta del Corpus del año 1660 con el motivo del Tratado de Paz y casamiento de la señora infanta doña María Teresa (p. 52).

Esa recuperación de una pieza literaria —o la reescritura de algunos símbolos en determinadas circunstancias— forma parte no de la historia, sino de la propaganda acerca de dicha historia o suceso concreto.Y eso es lo que practican, quizá sin saberlo, nuestros literatos-propagandistas, movidos por la amenaza de la guerra. 85

Este aspecto fue estudiado por Cepeda Adán, 1986, pp. 607-609, especialmente para Saavedra Fajardo y Palafox y Mendoza. 86 Ver el estudio de Roncero, ed. 2007, p. 34, por cuya edición citamos.

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[…] en España se satisface con la espada a las veras y con la pluma a las burlas. (La sombra del Mos de la Forza se aparece a Gustavo Horn…)

1. EL CONCEPTO Y LA TERMINOLOGÍA Lo que hoy llamamos propaganda, «dar a conocer una cosa con el fin de atraer adeptos o compradores», según el Diccionario de la Real Academia (DRAE), no aparece con tal nombre en los diccionarios del Siglo de Oro; no lo recogen ni el Tesoro de la lengua de Covarrubias, ni el Diccionario de Autoridades. Sin embargo, sí hallamos dos términos muy semejantes en significado: propalar, «divulgar alguna cosa» (Aut.), y publicar, «manifestar alguna cosa» (Tesoro).Tampoco se documenta en el siglo XVII el propagandista o publicista, el encargado de difundir o «esparcir» información, como afirmaba Saavedra Fajardo desde Münster. Pero esto no significa que no existiera la noción de propaganda ni el profesional más adecuado para realizarla, fuera un escritor, un pintor o un funcionario público. Como señala A. Pizarroso, la propaganda política ha existido siempre y se ha ido perfeccionando a lo largo del tiempo, y muy intensamente a partir de la invención de la imprenta. Frente a quienes creen que se trata de un fenómeno propio de las sociedades industriales, Pizarroso afirma que, en el terreno de la comunicación social, la propaganda «consiste en un proceso de diseminación de ideas»1 con fines persuasivos, que es inherente a cualquier organización

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Pizarroso, 1990, p. 28.

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estatal, por muy primitiva que sea.Y ese proceso se apoya, como primeros medios, en la palabra, la imagen y los espectáculos públicos. El uso de la palabra —desde la retórica antigua, la predicación en la Edad Media y en el Renacimiento, y el asentamiento de la prensa periódica en el siglo XVII— nos conduce, de nuevo, a la carta de Saavedra Fajardo a Felipe IV sobre sus variadas funciones como plenipotenciario: «[…] me manda V. Magd. que esparza algunos tratadillos que puedan inducir a la paz, deshacer los designios de Francia y descubrir la sincera intención de V. Magd.». Ese «esparcir» significa divulgar e informar mediante textos explicativos breves —los «tratadillos»— para persuadir al lector. Se trata de «inducir», «deshacer» y «descubrir» para construir la imagen pacificadora de Felipe IV y, además, contrarrestar la intrigante política del rey vecino. Un vecino experto en crear opinión, como no deja de reconocer Saavedra, singularizándolo en el cardenal Richelieu; y como hoy se sigue reconociendo, al afirmar «que la Francia de Luis XIII y Luis XIV es el mejor ejemplo de un aparato del Estado que comienza a preocuparse por el valor de la opinión y que se vale inteligentemente de todos los medios a su disposición como instrumentos de propaganda»2. Efectivamente, la Guerra de los Treinta Años, concretamente la crisis hispano-francesa de 1635 y, tras ella, las separaciones de Cataluña y Portugal, constituye un hito en el asentamiento de la propaganda política, que se convirtió en un arma decisiva para los dos países que combatían por la hegemonía europea.Tanto el testimonio de un autor del siglo XVII como el estudio del especialista contemporáneo nos permiten designar con el término propaganda diversas formas de transmitir propósitos o ideas que emanan del poder y que se plasman en literatura3, artes plásticas4, prácticas sociales, etc. Por lo que se refiere a la literatura, y pese a la distinta terminología, hay muchas formas poéticas y dramáticas5 que obedecen a dichos propósitos, desde las apologías y los panegíricos hasta, en el extremo opuesto, las sátiras e invectivas. Estos textos, a su vez, coinciden en cuanto a los fines con los de ciertas obras de difícil clasificación genérica6, entre la literatura y la historia, sin pre2

Pizarroso, 1990, pp. 85-86. En p. 86 cuantifica en 4.000 los panfletos en tiempos de la Fronda. 3 Basta ver sólo Elliott, 1985 y 1994. 4 Remito a Rodríguez de la Flor, 1999. 5 Lo señaló, por ejemplo, Bonet Correa, 1979. 6 Lo señaló Estruch, 1988, a propósito de la Guerra de Cataluña, de Francisco Manuel de Melo.

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tensiones literarias aparentes, muy coyunturales y orquestadas por los gobiernos respectivos con un interés político específico. Son las que surgen o se incrementan en momentos de crisis, y se denominan historia polémica desde Benito Sánchez Alonso en sus Fuentes para la historiografía española…7, publicística, como un género de literatura política8, y literatura de combate9: aquella que nace con la finalidad no sólo de comunicar unos hechos, sino también de defender una tesis y de neutralizar y rebatir ideas, imágenes o palabras previas del adversario. Las tres denominaciones convienen a las obras que aquí contemplamos, aunque polémica y combate son vocablos especialmente adecuados, porque, además de fines propagandísticos, todas tienen en común su carácter urgente, agresivo y grave.Y es que estas obras se concibieron como armas de papel10 con las que defenderse o atacar al enemigo durante la guerra, bien fuera un enemigo externo, como Francia, bien fueran los hermanos separados, catalanes y portugueses. Precisamente la gravedad de aquellas situaciones explica que, junto a la mera información que ofrecen las relaciones, donde se cuenta con mayor o menor objetividad el resultado de una batalla11, se ponga también en marcha la maquinaria propagandística. En ella se transmiten ideas y valores a los lectores12 por parte de quienes manejan y, además, manipulan la información: por ejemplo, cronistas oficiales, como Pellicer, o escritores afectos al poder, como Quevedo, Saavedra Fajardo, Calderón o Adam de la Parra. El proceso de transmisión dista de ser objetivo y conlleva una selección de la información, que se aprecia muy notablemente en el caso concreto de José Pellicer cuando se cotejan las noticias de las guerras de Cataluña y Portugal que suministraba en sus Avisos, y la reelaboración de las mismas en dos obras de propaganda: Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve (1640) e Idea del Principado de Cataluña (1642). Así pues, lo que transmiten estos textos, por omisión o por amplificación de ideas y datos, y lo más literario de los mismos, es una palabra polémica y hasta panfletaria13, en el sentido ya 7

Sánchez Alonso, 1944. Así en Jover/López-Cordón, 1986. 9 Riandière, 1988. 10 Arredondo, 1998. 11 Ver recientemente Rault, 2002. 12 Aunque el número de los mismos sea hoy incierto, como señaló Elliott, 1985, pp. 38-42. 13 Véanse Declercq/Murat/Dangel, 2003; y Angenot, 1982. 8

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analizado por Marc Angenot para revoluciones y revueltas sociales contemporáneas. El término panfleto —«libelo difamatorio, opúsculo de carácter agresivo» (DRAE)— tampoco se documenta en el siglo XVII, aunque difamar y agredir son verbos omnipresentes en los textos de nuestros propagandistas. En cambio sí existen polémica y polemista, como propios del arte militar, lo que se aproxima a los escritos que vamos a analizar, que participan en una guerra paralela a la que se estaba llevando a cabo en los campos de batalla. La propaganda del siglo XVII es hoy una cuestión interdisciplinar que interesa a la literatura, la historia, la sociología, el periodismo y la política, y existen ya estudios que van completando lo que era un vacío crítico sobre este tipo de obras14. Sin embargo, los enfoques más habituales de los estudiosos se servían de la literatura como fuente para conocer la historia, aunque lo específico de la literatura no es precisamente el documento neutro, sino la ficción artística de la historia para crear imágenes o símbolos. Así quedaban en tierra de nadie una serie de obras, generalmente breves y urgentes, que respondían a necesidades concretas, de gran actualidad en su tiempo, que parten del hecho histórico y lo divulgan debidamente estructurado y «ornamentado», no necesariamente embellecido. Un Gracián, siempre penetrante, distinguía estas piezas rápidas de la verdadera historia, probablemente por la falta de perspectiva para juzgar hechos o personajes muy recientes — hasta que no han transcurrido cincuenta años, se dice en El Criticón (p. 367)—, y desconfiaba de ciertos historiadores, entre ellos los «gaceteros y relacioneros, todos materiales y mecánicos, sin fondo de juicio ni altanería de ingenio» (El Criticón, p. 371). Si las obras sobre las guerras de 1635 y 1640 se hallan a medio camino entre la historia y la literatura es porque a la primera corresponde el dato preciso sobre un tratado determinado, o el rigor al aplicar un argumento de autoridad; y a la segunda las técnicas para lograr el embellecimiento de la obra y la persuasión del lector. El resultado de ese solapamiento son unos textos que no se adscriben claramente a un género, demasiado subjetivos y panfletarios para ser rigurosamente históricos, y demasiado coyunturales para ser plenamente literarios. Los propios autores, cuando los reconocían y los firmaban, se referían a ellos como tratadillos (según Saavedra Fajardo), memoriales, declara-

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Ver la obra coordinada por Egido, 1988, sobre política y literatura.

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ciones, manifiestos, defensas (como la Defensa de España contra las calumnias de Francia, de Pellicer y Tovar), o cartas (como la Carta al serenísimo, muy alto y muy poderoso Luis XIII, rey cristianísimo de Francia, de Quevedo).Y calificaban de libelos —en el doble sentido de «libro pequeño, de corta extensión» y también «denigrativo y perjudicial»— a los de sus adversarios: «De Ciento pasan los libros o libelos […] que corren por el mundo» (Pellicer y Tovar, Defensa de España…). Lo que hoy entendemos por literatura de combate son piezas breves, que nacen en los albores de la prensa15 europea y que desempeñan las funciones de nuestras actuales campañas de comunicación. Son obras desiguales en cuanto a estructura, planteamiento formal y, por supuesto, calidad literaria. Sin embargo, coinciden en la rapidez de su gestación, porque en ello se basa su eficacia; en la relación intertextual con la obra que reescriben16 para rebatirla (sea el manifiesto francés o la proclamación católica catalana); en la repetida incidencia sobre puntos muy concretos (la religión, la ambición del valido francés, la falsedad de los argumentos esgrimidos por rebeldes catalanes y portugueses, etc.); y, en fin, en la manipulación de la Historia.Y es que, frente a la exposición objetiva de una historia común17, las plumas de los propagandistas —españoles, franceses, portugueses o catalanes— tergiversan, silencian o amplifican en función de los respectivos intereses nacionales.A este respecto, una obra aparentemente oscura y sin trascendencia, la del historiador portugués Agustín Manuel y Vasconcelos, Sucesión del señor rey don Filipe Segundo en la Corona de Portugal, publicada en 1639, ejemplifica dos formas de interpretar la historia de la anexión o agregación de Portugal por Felipe II: por un lado, la Sucesión… rebatía al historiador Franchi Conestaggio y, por otro, exponía los hechos históricos bajo el prisma de un portugués próximo a Olivares en la corte de Madrid. La obra fue vista con suspicacia y desconfianza por parte de Pellicer y Quevedo, en las fechas inmediatamente posteriores a la revuelta portuguesa del 1º de diciembre, hasta el punto de creer que el

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Éste es el título, Albores de la prensa, de una obra colectiva concebida para acompañar los dos volúmenes de la edición de Avisos de Pellicer. Dada la demora de la publicación, aprovecho parte de los materiales en este capítulo. 16 Ver, Criticón, 79, 2000, dedicado monográficamente a la reescritura, y también XVIIe siècle, 186, 1995. 17 Como propone Schaub en su innovador estudio sobre la Francia española, 2004, p. 20.

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libro de don Agustín era un manifiesto encargado por el duque de Braganza. Y es que, en el periodo anterior al nacimiento de la prensa periódica, este tipo de escritos pre-bélicos preparaban el terreno para las aspiraciones políticas: junto a los manifiestos oficiales y sus correspondientes réplicas, indican la confianza de los gobiernos en la utilidad de textos rápidos y de género impreciso, que se asemejan al actual periodismo de opinión.

2. LOS GÉNEROS Lo que hoy llamamos propaganda, con cierto matiz despectivo por su partidismo, no es un género en el siglo XVII, sino que se sirve de otros: la epístola, el diálogo, el memorial, el tratado, la relación, el aviso, etc.; e incluso los mezcla y combina para producir un determinado efecto, patente desde los títulos: Conspiración herético-cristianísima, Proclamación Católica, Suspiros de Francia. En el tiempo de guerras que se abre en 1635, los escritores utilizan los géneros literarios como moldes formales para difundir ideas, en una peculiar manera de escribir la historia. Una historia que «no es otra cosa, en su origen, que un fenómeno propagandístico»18; una historia candente y escrita por encargo, equivalente a un periodismo de combate; una historia en curso, que la diplomacia y la propaganda19 podían, e intentaban, modificar, y que algunos autores rebajaban de categoría con diminutivos —los tratadillos— y que otros se jactaban de componer: el Quevedo de 1635 —«la carta que escribí al rey de Francia»— mientras que el Quevedo de 1641, encarcelado en León, se limitaba a comentarios histórico-políticos o glosas que actualizaban y manipulaban la historia20, como la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza, que comenta y replica a la obra de Agustín Manuel de Vasconcelos, y La rebelión de Barcelona…, que acompaña y amplifica al Aristarco… de Francisco de Rioja. Desde el punto de vista genérico, una epístola (la Carta a Luis XIII), un memorial (Memorial enviado al rey cristianísimo…) y un diálogo (Locuras de Europa) difieren, al menos, en la posición del autor, en el

18 19 20

Pizarroso, 1990, pp. 27-28. Véase López Cordón, 1996. Nider, 2007.

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tratamiento del destinatario y en la creación o no de personajes portavoces del tema. Pero todos ellos son escritos circunstanciales concebidos para opinar, influir y aconsejar. Saavedra Fajardo consideraba estas funciones propias de su cargo; y en ellas despuntaba Quevedo, siempre dispuesto a manifestarse, y tan dotado para mezclar géneros21, como incapaz de respetar y cumplir las reglas de uno solo.Ya se ha señalado22 que esto se debe a su genio poético, porque no es un tratadista, ni un arbitrista, ni un político, sino un literato.Y en ello contrasta con otros escritores de nuestro corpus, marcados por su dedicación profesional, en el caso del cronista Pellicer, o por su actividad religiosa, en el de Adam de la Parra. Sin embargo, la variedad de estos textos menores23, donde entran en concurrencia la historia, la literatura y hasta las artes plásticas o la historia del libro, permiten conocer mejor los entresijos del poder en los años 1635-1640. Éste se valía no sólo de escritores24 capaces y leales, sino de la pintura para lanzar mensajes más o menos selectivos sobre la memoria de una batalla25, y de las imprentas para difundir con buen papel un texto grave («marquilla» para los ejemplares de la Carta al rey de Francia, que envía Quevedo a Palacio, Flandes y Alemania), o para conmover a los lectores con las ilustraciones de una portada26. Hablar de lectores27 en el Siglo de Oro obliga a preguntarse por el destinatario, o destinatarios, de esta propaganda. La respuesta no es sencilla, ni siquiera juzgando por el número de ediciones que nos han llegado, puesto que no conocemos las tiradas de cada uno de los textos; son obras coyunturales y, por ende, más perecederas y efímeras que una colección de relatos cortos o un libro de pícaros. Saber cuáles y cuántos eran los receptores reales, es decir, los que compraban, leían u oían leer estos libros —algunos, simples opúsculos— y cómo se difundían para crear opinión ayudaría a comprender la gestación de las obras. La diversidad de las mismas depende de que se pretendiera calar en la

21

Ettinghausen, 1995. Ver Fernández Mosquera, 1998, pp. 64-86 y 69. 23 Para la importancia de los memoriales de Quevedo ver Rey, 1993. 24 Gambin, 2007, p. 406, se refiere a palabras de Gracián a este respecto. 25 Ver sobre la imagen de la guerra, García García, 2006. 26 Civil, 2009, pp. 527-530, ha estudiado su importancia en la Idea del Principado de Cataluña. 27 Ver Chevalier, 1976; y Frenk, 1982. 22

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población, que pagaba con impuestos y con sangre el coste de la guerra, o por el contrario se auspiciaran obras minoritarias, reservadas a los cenáculos y camarillas políticas. El hecho es que las obras oficiales se leían en las cortes enemigas, porque Pellicer presumía en 1638 de que su Defensa de España… había sido quemada en París en la plaza pública, como representativa del enemigo español. El destinatario de la propaganda condiciona el género y la posición del autor desde el mismo proceso de la invención, ya que no es lo mismo dirigirse oficialmente al rey de Francia o al Papa, con todas los requisitos legales y el amparo del poder: es el caso de la Carta a Luis XIII y de la Defensa de España ante las calumnias de Francia; o redactar de forma anónima escritos tan inclasificables como la Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa…, de Juan Adam de la Parra, y los Suspiros de Francia, de Diego de Saavedra Fajardo, asumiendo identidades colectivas caracterizadas por la urgencia y el patetismo. Cabe la posibilidad de que los autores elegidos para las sucesivas campañas se distribuyeran destinatarios y estilos; o que éstos les fueran asignados, junto a los temas o consignas que iban a defender y difundir. En tal caso bien podían plantearse un primer receptor ideal y, a partir del mismo, escoger el género y el estilo de sus respectivas obras, al margen del destino que corrieran en manos de los receptores reales de las mismas. La carta de Quevedo respondiendo al manifiesto de Luis XIII cumple con las reglas de la epístola literaria, con un encabezamiento y una despedida respetuosa, más una serie de apelaciones y vocativos propios de la majestad del destinatario, y un suntuoso ornato cuajado de autoridades. De la misma manera, el inquisidor de Murcia que preparaba la Conspiración herético-cristianísima reclamaba datos para no errar en un texto que deseaba solemne, y que resultó ser un pequeño tratado fallido por anticiparse a la declaración de guerra; por eso se desquitó en 1642, dotando de precisión y autoridad su Apologético…, una invectiva que rebatía minuciosamente los doce argumentos con que otro religioso, el padre Ignacio Mascareñas, defendía el levantamiento de Portugal. Por el contrario, los tres anónimos de Saavedra Fajardo —el Memorial enviado al rey cristianísimo por uno de sus más fieles vasallos, donde oculta su nombre, los Suspiros… con que Francia reclamaba la paz a su rey, y el diálogo a dos voces que denuncia las Locuras de Europa poco antes de Westfalia— se apoyan en los géneros respectivos para lograr sus fines propagandísticos: un memorial anónimo, con una enumeración descarada de errores y reproches «franceses» al rey; una peti-

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ción lírica y lacrimosa para emocionar al mismo personaje; y un diálogo satírico-político destinado, en general, a las delegaciones diplomáticas en Münster, exponiendo el caos de ambiciones, alianzas y fronteras europeas.Tanto la elección del género, como la posición del emisor, que oculta y desfigura su personalidad bajo máscara francesa, en los dos primeros casos, y bajo dos voces inmortales, el dios Mercurio y el satírico Luciano, son lo más adecuado para contribuir a la «guerra sicológica» y sembrar la confusión entre el enemigo. Frente a ese destinatario natural de los opúsculos de Saavedra Fajardo, los autores que firman orgullosamente sus obras han de tener presente también el consumo interno de la propaganda, así como su promoción personal, y de ahí el desliz a los tonos panegíricos, por ejemplo de Virgilio Malvezzi. Deben conjugar en sus textos la eficacia del mensaje, su propio patriotismo —que puede desmerecer la credibilidad— y la apología del poder o poderes que con sus palabras contribuyen a sostener28. La elección del género depende, pues, de muchas circunstancias, y en ocasiones los autores participan en una campaña con dos tipos de escritos: el impreso oficial propio de su cargo y posición —el Quevedo secretario real, el Pellicer cronista— y el anónimo, generalmente más libre. Así ocurre con la anónima Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña, un hermoso dictamen muy bien razonado por el entonces soldado Pedro Calderón; o con tantas sátiras contra el cardenal Richelieu, como la Visita y anatomía…, que no firmó Quevedo, prefiriendo ocultarse bajo el seudónimo de Acnoste. Un caso singular en la pequeña historia de esta propaganda son los dos escritos de Quevedo en León. La Respuesta al manifiesto del duque de Berganza y La rebelión de Barcelona ni es por el güevo… son obras manuscritas que nunca se encargaron al autor caído en desgracia. Sin embargo, ejemplifican tanto la elección obligada de un género como un servilismo ante el responsable de su prisión, el conde-duque de Olivares, a pesar de redactarse bajo seudónimo. Los dos opúsculos no son más que comentarios o glosas a textos previos, y nunca figuraron en el elenco propagandístico lanzado contra los rebeldes portugueses y catalanes; pero revelan la identificación de Quevedo con las tesis de Madrid y,

28

La técnica del encomio no es nueva, por supuesto, ver Delgado/Perea, 2002, especialmente p. 5.

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curiosamente, la posibilidad de que el escritor quisiera utilizarlos para congraciarse con el poder. Evidentemente, la caída del conde-duque no favoreció la publicación de ninguno, habida cuenta de que uno de ellos afirmaba que «el Conde Duque es justo y bueno» (La rebelión…, p. 463), y el otro casi igualaba a Felipe IV y su valido en cuanto a generosidad con los portugueses: «su majestad y su valido desprecian el mayor riesgo por no incurrir en la menor nota» (Respuesta…, p. 419).Así que el autor debió de desentenderse de dos papeles tan coyunturales en los últimos años de su vida. No obstante, el interés de los mismos se debe, entre otras razones, a la elección genérica: el simple comentario de dos obras que quizás tenía a mano en su exilio de San Marcos, y la degeneración burlesca y despectiva que va del comentario histórico a la glosa satírica de un refrán. En el primer caso, Quevedo parece respetar el género de la Sucesión… de Vasconcelos —un tratado histórico al que atribuye la categoría de «manifiesto»—, aunque discrepe del contenido, que rebate detalladamente; pero al mismo tiempo se expresa con cierta prudencia sobre la rebelión portuguesa, de consecuencias todavía imprevisibles. En el segundo, Quevedo lleva a cabo una amplificación del Aristarco… de Rioja, obra a su juicio tan completa que nada más se puede añadir, salvo el tratamiento satírico de la Proclamación… a la que replicaba, y el ataque casi xenófobo contra los catalanes. El valor de los dos opúsculos radica, precisamente, en esa degradación de lo grave a lo burlesco, motivada por la falta de noticias de primera mano y la incertidumbre personal. Este proceder de un autor encarcelado y deseoso de participar con su pluma en momentos cruciales no forma parte de la historia oficial, pero sí de la literaria, ya que los intentos o «borradores» leoneses son literariamente muy notables, y también valiosos en su acercamiento a los dos problemas políticos. Pero es que, además, uno de los aspectos más interesantes de este tipo de literatura es, sin duda, el paso de una escritura secreta, confidencial o anónima, a la definitiva obra oficial que los escritores divulgan con fines propagandísticos; es decir, la transformación del acontecimiento histórico, una mera noticia, en una pieza literaria. En este sentido, lo que afecta a la propaganda es cómo se revisten o se alteran hechos tan graves como el envío de un rey de armas al palacio de Bruselas declarando la guerra, el asesinato del virrey Santa Coloma en Barcelona o la deposición de la duquesa de Mantua, virreina de Portugal. En principio, nuestros cuatro propagandistas partían de las relaciones, que son las primeras fuentes. A ellas debían de sumar sus propias

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averiguaciones, procedentes de comunicaciones particulares —como la red de avisos en que podían estar inmersos— y, por último, las consignas políticas emanadas de la oficina de Olivares, y la información religiosa secreta que poseía la Inquisición. Pero ni siquiera las relaciones eran fuentes objetivas, porque como acertadamente señaló Ettinghausen, en «la prensa del Siglo de Oro no existen las malas noticias»29. Efectivamente, las relaciones manipulaban las noticias a conveniencia del poder, al menos desde el siglo anterior30.Y esto se agudizó con el incipiente periodismo del siglo XVII, que suministraba información de los avatares bélicos en las relaciones, a la que se añadía la opinión en los textos de los propagandistas. Aludir al género de nuestros opúsculos de guerra, donde la opinión manipula la información, implica tener en cuenta el nacimiento de la prensa periódica. Como es sabido, en España es más tardío que en la Francia de Richelieu, que impulsó La Gazette de France (1631), de Auguste Renaudot. Ese nacimiento suele fijarse31 en 1661, con la aparición de La Gaceta Nueva. Pero cada vez son más analizados los orígenes y antecedentes del periodismo, precisamente en los cincuenta primeros años del siglo XVII, cuando las cartas, las relaciones, los avisos y las gacetas están «tratando» las noticias, es decir, las están manipulando. E incluso se afirma ya que la correspondencia de Almansa y Mendoza es una «obra periodística», lo que concuerda bien con el juicio de Maravall32 sobre Almansa como panegirista del sistema. Desde el punto de vista genérico, interesa especialmente para nuestros opúsculos el aviso, que se halla entre la historia contemporánea, la literatura y el periodismo33, y con el que está naciendo una nueva manera de informar34. Si Quevedo se consideraba a sí mismo «gaceta» 29 Ettinghausen, 1996, pp. 51-66, especialmente p. 59. La bibliografía sobre las relaciones de sucesos es ya muy amplia. Cito sólo algunas aportaciones recientes que me han sido especialmente útiles, a partir del estudio ya clásico de García de Enterría, 1973.Y remito al Boletín informativo BORESU, y a la página web del grupo de investigación SIELAE, dirigido por S. López Poza. 30 Ver Redondo, 2005. 31 Sáiz, 1983. 32 Maravall, 1986, p. 85.Ver sobre la evolución de las noticias, relaciones y géneros afines, Seoane/Sáiz, 2007. 33 Ver para ello J.-P. Étienvre, 1996. 34 Clare, 1998, pp. 179-196, especialmente p. 189.Ver, además, la edición de los Avisos de Jerónimo de Barrionuevo, de Díez Borque, 1996.

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informativa para los amigos alejados de la Corte, los datos que poseemos sobre el tratamiento de la información en la época se enriquecen cuando, en mayo de 1639, José Pellicer empieza a enviar a un anónimo destinatario lo que hoy conocemos como Avisos históricos: una recopilación de noticias variadas y de diversa procedencia, redactadas con una técnica casi periodística. Como es sabido, esa escritura se inicia con un extenso primer aviso, el 17 de mayo de 1639, y llega hasta el 29 de noviembre de 1644, caracterizándose por su periodicidad semanal, salvo una larga interrupción: de septiembre de 1642 a julio de 1643. Durante más de cuatro años el cronista y propagandista Pellicer asume una tercera tarea, la de avisador, suministrando semanalmente información extensa y variada, además de mantener una activa correspondencia con otros personajes; en ella se mezclan intereses profesionales y personales, que lo sitúan en una red de comunicaciones nacionales y extranjeras extraordinariamente útil. Lo más notable de esa labor informativa de Quevedo y Pellicer es que en ambos casos proporcionaban noticias manuscritas y privadas, frente a la publicidad de las relaciones, de las que ellos mismos partían, antes de filtrarlas para su concreto receptor y antes de publicarlas, a su vez, en impresos de propaganda oficial. Es un interesante camino que muestra la sinceridad del escritor, la manipulación de la noticia y, de nuevo, la confusión y ambigüedad terminológica. Así, en el epistolario de Quevedo hallamos la identificación entre información y gaceta, cuando se despedía de su amigo D. Sancho de Sandoval en sendas cartas de 1638: «De todo tendrá v.m. gaceta sin intermisión», «De todo tendrá v.m. gaceta siempre» (Epistolario completo, pp. 411 y 412). En cuanto a Pellicer, no parece establecer diferencias entre el aviso y la carta.Tal se deduce de su correspondencia con Miguel Batista de Lanuza, un «verdadero corresponsal y no sólo mero receptor pasivo de los avisos»35 con quien intercambia información, pero también aborda cuestiones particulares, como Quevedo con Sandoval. Así, en carta de marzo de 1641, cuando Pellicer lleva casi dos años redactando sus Avisos, sólo distingue entre la fructífera «correspondencia» con Lanuza y «este género de avisos» (p. 175) con otros destinatarios.

35

Así lo afirma Bouza, 2001, p. 59, que da interesante información sobre la correspondencia de Pellicer y Miguel Batista de Lanuza, hallada en Lisboa.Véase, especialmente, pp. 157-163, y Apéndice, pp. 174-177.

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Aunque los estudiosos distinguen entre gacetas, dedicadas a una pluralidad de noticias, relaciones, que se dedican a una sola, y otro tipo de «prensa» del siglo XVII, los dos escritores confunden términos en su labor de corresponsales que, previsiblemente, no sería neutra ni aséptica. La prisión de Quevedo desde 1639 impide seguir el paso de la noticia manuscrita a la propaganda impresa, pero podemos hacerlo en el tiempo y en el estilo en el caso de Pellicer.Y es que, a pesar de lo que dice a Lanuza, es evidente que aceptó escribir para «otro» destinatario, de cuyo nombre no queda constancia en los Avisos. Éstos carecen de fórmulas de cortesía, habituales en las cartas familiares o amistosas, y también de cuestiones personales, pese a lo cual se intuye una relación de confianza con el receptor, a través de la privacidad de algunas opiniones. Éstas traslucen mayor veracidad en la información que las obras propagandísticas correspondientes y nos permiten captar la trama oculta de las campañas de imagen: cómo y por qué se designaban las plumas oficiales en cada ocasión, los titubeos del poder, el último rumor o chisme de la corte, la autoría de una obra publicada anónimamente, así como el diferente ritmo en la transmisión de noticias durante el siglo XVII, y la consecuente evolución genérica por acumulación de información, desde el manuscrito al impreso, y del libelo al tratado36. Por esta razón la propaganda de las revueltas de 1640 cuenta con una información extraoficial que nos permite comprender las distintas etapas de la misma, desde el otoño de 1640 en los Avisos hasta 1642, cuando se publica la Idea del Principado de Cataluña.Y también percibir a posteriori, como lo hacía Pellicer en 1639, que la declaración de guerra francesa de 1635 era el acontecimiento más grave que iba a condicionar la política de la Monarquía. Efectivamente, el primer aviso que conservamos de 1639 hace hincapié en «la guerra que nos hace Francia», volviendo sobre afirmaciones del mismo autor en 1635, en su Defensa de España…: «Diez años ha que me comencé a lastimar de ver cuán descaradamente Sectarios, Protestantes y Políticos infaman en sus historias, invectivas y apologías la pureza real de España» (prólogo, «A quien leyere», s.p.). Esos diez años de escritos, fundamentalmente franceses, sin contrapartida española cristalizaron en una cascada de publicaciones, que son consecuencia de la noticia de guerra, pero también de cómo los ingenios españoles recordaban los antecedentes de la misma. El breve texto

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Riandière, 1988.

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del manifiesto de Luis XIII era la culminación de un lento goteo de textos concebidos como campaña para deteriorar la imagen de la Monarquía Hispánica, y los propagandistas, sacudidos patrióticamente y espoleados por el poder, respondieron: no tanto para divulgar información, o para matizarla, sino para minar la imagen del enemigo, fuera un poderoso ministro —Richelieu— fuera un polemista a sueldo —Ferrier o Arroy— cuya obra había quedado sin rebatir a su debido tiempo. También Quevedo se refirió en la Carta a Luis XIII a esos diez años de hostigamientos franceses, pero el caso de Pellicer es el más significativo de cómo los escritores españoles próximos al poder sólo esperaban una orden para responder a las provocaciones francesas. En la misma Defensa de España… el autor se lamenta de la negligencia de los ingenios españoles que no habían respondido, cuando hubieran debido «volver por su Patria». Por ello el Pellicer propagandista aplica sus «estudios» y su erudición a la causa común de los españoles, sintiendo que le atañe especialmente como cronista, dado el cúmulo de información que pasa por sus manos: […] yo no cumplía con lo que mi lealtad me dictaba, no procurando ayudar a la causa común,… juzgando por agravio no emplear en abono de mi Patria mis estudios, y más estando yo tan enterado de nuestra justicia y de sus sinrazones, como quien por la noticia que de las cosas de Francia dan las historias pasadas y presentes (Defensa de España…, «Al que leyere», s.p.).

Esos estudios parten de la información previa, acumulada por medio de gacetas o relaciones, y exigen la exhaustividad de un profesional en cuanto a fechas, cifras y antecedentes; pero siempre que los datos favorezcan a su país, a su rey y a su gobierno, lo que significa que la profesionalidad y los estudios nada tienen que ver con la objetividad y que están condicionados por el propósito propagandístico. La dificultad de agrupar genéricamente estas obras tan diversas, surgidas de circunstancias muy concretas, se debe, en parte, a la imprecisión de funciones de sus autores, a la variedad de sus destinatarios (el gobierno, al que hay que complacer, y el enemigo, al que hay que convencer) y a las diferencias de divulgación previsibles entre el texto oficial y el anónimo, en una escritura que pretende influir y confundir en muchas ocasiones. Esto último, junto al componente satírico, aproxima algunos de nuestros textos propagandísticos anónimos o seudónimos a los pasquines, obras no sólo anónimas, sino clandestinas, y destinadas a

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figurar en paredes y lugares públicos. Sin embargo, esta literatura de combate tiene la peculiaridad de emanar del poder, aunque adopte la voz de un «enemigo» que compartía las tesis oficiales, por ejemplo, sobre la guerra y la paz, o los derechos de los rebeldes periféricos.Y es que, frente a la variedad genérica de las obras sobre las guerras contra Francia, Cataluña y Portugal, en todas ellas se repiten como temas recurrentes la antítesis guerra-paz, los alegatos sobre la figura del rey y las relaciones solapadas entre religión y política. 3. LOS TEMAS Los tres temas —la guerra y la paz, Felipe IV frente a Luis XIII de Francia y Juan IV de Portugal, la defensa de la religión— así como la noción del enemigo, sea externo o interno, son puntos comunes a todos nuestros textos, que deslizan, además, consideraciones oportunistas y coyunturales sobre la política y la razón de Estado. A diferencia del tratado político reposado y reflexivo, la literatura de combate es rápida, circunstancial y poco matizada, fruto del apasionamiento que demoniza al enemigo; por eso individualiza a los franceses en Richelieu o desacredita la rebelión catalana identificando a catalanes y judíos, en el opúsculo de Quevedo. Se trata de neutralizar el arma dialéctica del contrario, en un tiempo caracterizado por «el exceso de guerras, de peligros y destierro», como dice el verso de Garcilaso37, cuando los tres reyes, parientes y vecinos, eran también enemigos. 3.1. La guerra ¿Pensáis que hoy la guerra de Alemania no es contra España? […] La felicidad de España es tener apartada la guerra, y comprar la seguridad con su dinero. (Palafox y Mendoza, Diálogo político…, pp. 507-508)

La paz y la guerra son los temas fundamentales de esta propaganda. Como afirma H. Ettinghausen, el tema de la guerra es con mucho el 37

Ver Arredondo, 2002, en la monografía dedicada al amor y la guerra en la época de Garcilaso de la Vega.

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que más frecuentemente se trata en la prensa del Siglo de Oro38. En el caso de nuestros textos propagandísticos, lo hacen a cuatro bandas: Francia-España, en 1635, más Cataluña y Portugal en 1640, pero ampliando sus escenarios y sus destinatarios hasta Italia, los Países Bajos, los cantones suizos y Alemania, donde escribió Saavedra Fajardo sus Locuras de Europa. Bien es cierto que hay que contar con lo reducido del público lector en cada caso y esto contrasta con el deseo de universalidad de un Pellicer, siempre excesivo, que se dirige a «todos los príncipes de Europa», y que da a conocer su Defensa de España… y su Idea del Principado de Cataluña fuera de España. Pero también contrasta con la ambigüedad de algunas declaraciones a favor de la paz, como veremos. En principio, Diego de Saavedra Fajardo es el más «pacifista» de nuestros autores, si se puede aplicar ese término moderno al siglo XVII y a quien defendió la paz en escritos anónimos, revestido de identidades ficticias, mientras sopesaba las posibilidades de hacer la guerra al enemigo en sus escritos oficiales: cartas, discursos o informes. Así, por ejemplo, en el Discurso sobre el estado presente de Europa, escrito en Ratisbona en 1637, se refiere a cómo en «este confuso y peligroso estado de las cosas sería la paz lo que más convendría a todos»39. Sin embargo, no deja de contemplar la utilidad de «fomentar los movimientos de Francia», es decir, de azuzar a sus «malcontentos», convencido de que hay que ejercer una doble presión sobre el enemigo: la «fuerza externa», es decir, la guerra, y las «inquietudes internas», que bien pueden ser conspiraciones, rumores o panfletos oportunamente lanzados. Esas dos visiones de la guerra coinciden en esta frase: «Ya las cosas han llegado a tal extremo que no las puede remediar la fuerza, sino el ingenio; y conviene obrar con la una y con el otro» (Discurso…, p. 1328). Nada mejor que el ingenio del diplomático Saavedra para componer esos «tratadillos» encaminados a conseguir la paz, pero esto para él va directamente ligado con «turbar a Francia», un reino que «no procura la paz, sino encender la guerra» (p. 1383); guerra a la que él mismo se refiere en su Memorial enviado al rey cristianísimo…, demostrando que conoce la opinión de quienes defienden «su poco de guerra» (p. 50). La misma aparente paradoja se da, aunque en menor medida, en Francisco de Quevedo, el más belicoso de nuestros propagandistas en

38 39

Ettinghausen, 1995, p. 87. Citamos el Discurso… por la edición de González Palencia, 1946, p. 1325.

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1635 y 1640. En esas fechas sus libelos hablan siempre de guerra, mientras que en sus tratados más serios, como la Política de Dios…, no falta el elogio de la paz: «Es tan noble y tan ilustre la paz, que tiene por solar el cielo»40. Sin embargo, esta declaración lleva aparejada, a renglón seguido, los argumentos de la guerra justa: «Tan apetecible es la paz, que siendo tan detestable la guerra, se debe hacer por adquirir paz en la religión, y en la conciencia, y en la libertad justificada de la patria» (p. 198). Si retrocedemos desde estas palabras de 1635 hasta 1628, cuando Quevedo advertía a Felipe IV acerca de los peligros de la política italiana, hallamos numerosas alusiones a la guerra, cualquiera que ésta fuese: Ganar Vuestra Majestad más en Italia juzgan los potentados que les está mal; por eso la guerra que en Italia Vuestra Majestad hiciere, ya sea ofensiva, ya defensiva, les ha de ser sospechosa (p. 69). La dolencia, señor, es guerra, y el peligro manifiesto desta dolencia es ser guerra en Italia, donde si vuestra majestad es vencido, la pierde, y donde si vence aún no pierde a los demás (p. 69).

Estas frases, y especialmente la ambigüedad de la última, en el ya citado Lince de Italia u zahorí español, tienen gran interés político y literario, porque Quevedo indica la importancia de Italia en el equilibrio de Europa con una terminología común a todos nuestros propagandistas; así, se refiere a pesos y balanzas, al «gran peso» de «vuestro poderío», en contraste con los potentados que se aúnan para no descompensar «aquellas balanzas», en evidente alusión a las alianzas con Francia de algunos de esos potentados.También Saavedra Fajardo cierra Locuras de Europa con una alusión a los «potentados» de Italia, «dormidos» a pesar de «las cajas y clarines de las guerras» (p. 64).Y la misma idea se hallaba en Céspedes y Meneses, preocupado por la quietud de Italia, pieza importante para la Monarquía Hispánica y muy codiciada por los franceses41. Sobre ello volverá Quevedo en La fortuna con seso y la hora de

40

Citamos por la edición de Crosby, 1966, p. 198. «Nunca en provincia que depende de muchos príncipes fue buena la introducción de novedad, y mucho menos en Italia, donde cualquiera es contrapeso que descompone la balanza» (apud Jover, 1949, p. 208). 41

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todos, al singularizar el difícil equilibrio en la hermosa metáfora del caballo de Nápoles42.Y el italiano Virgilio Malvezzi se mueve también en el mismo campo simbólico en La Libra, cuyo subtítulo es muy elocuente al respecto: «Pésanse las ganancias y pérdidas […]». Si bien todas las obras de nuestro corpus contienen numerosas páginas sobre la guerra y la paz, algunas de ellas son contradictorias, porque no hay que olvidar que son obras gestadas al dictado del poder y que las directrices cambiaban según los avatares de la guerra. Bastan dos ejemplos43 para informarnos de etapas y sentimientos opuestos entre 1636 y 1644: desde la arrogancia que late al designar a España como «Academia de Marte», en Juan Caramuel Lobkowitz, Declaración mística de las armas de España, invictamente belicosas, hasta el lamento por una Europa convertida en «teatro de perpetua guerra», en Nicolás Vernuleyo, Disputa política que consta de seis oraciones en que se trata cómo se ha de hacer la guerra felizmente. Puede ser igualmente mudable el concepto de «plaza de armas», que se traslada, según el momento, de Italia a Flandes, por ejemplo. Saavedra Fajardo, revestido de francés, recomendaba cínicamente Flandes como «plaza de armas» (p. 20) en su Memorial enviado al rey cristianísimo…, de 1635, cuando trataba de evitar una guerra doméstica, dentro de las propias fronteras. La misma que lamentaban después los españoles, cuando los franceses sitiaron Fuenterrabía en 1638, y la que el propio Saavedra aconsejó en 1640, desde la Dieta de Ratisbona, al sugerir contra Francia guerra defensiva y también ofensiva «porque los que hay en aquel reino toleran las imposiciones y el tirano gobierno de Richelieu a título de que mantiene sin guerra el reino. Se solevarán cuando la vean en sus casas»44. Pero también cambia el enfoque sobre el tema de la guerra, según el capricho del poderoso que elegía a sus escritores, y según las circunstancias personales de éstos. Por ejemplo, Adam de la Parra no participó oficialmente en la campaña de la guerra de 1635, pero cinco años después su anónima Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa…fue uno de los primeros opúsculos de propaganda castellana lanzado en la guerra de Cataluña y también fue seleccionado para partici-

42 43 44

Ver para ello, J.-P. Étienvre, 1991. Para los dos textos, remito a Carrasco, 2006. Aldea, 1975, pp. 567-590.

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par con su Apologético… en la guerra de separación de Portugal. En cambio, Pellicer escribió en la campaña de 1635, como correspondía al cronista oficial, pero fue postergado en el primer envite contra los catalanes, según informa en uno de sus Avisos que declara los nombres elegidos. Sin embargo, su Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve fue la primera obra surgida tras el 1º de diciembre portugués, bien es verdad que con escasa información y perspectivas sobre lo que era un levantamiento muy reciente. De ahí la brevedad del texto —que apenas toca los hechos y se remonta a derechos y genealogías— y la prudencia del autor, que lo presentaba ante la Junta de Ejecución. Por lo que respecta a Quevedo, su paso de la condición de secretario real a la de prisionero en San Marcos, a partir diciembre de 1639 repercute en la escritura del que fue propagandista oficial y después es un preso político que no quiere permanecer al margen. Eso explica su copiosa información sobre la guerra en 1635, mientras que el tratamiento del tema en La rebelión de Barcelona… es eminentemente literario, con citas de sus lecturas de cabecera, como la Farsalia. En cambio, el soldado Pedro Calderón defiende la causa de su rey en la Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña con la frescura y convicción de quien ha participado en el inicio de la guerra. En general la mayor riqueza de ideas e imágenes sobre la guerra aparece en los textos de 1635, cuando todos nuestros publicistas, salvo Saavedra Fajardo, son doblemente belicosos. Hay que responder al manifiesto de Luis XIII con palabras y a la guerra con las armas: «A sus ejércitos responderá mi rey con ejércitos.A sus escritos satisfacemos sus vasallos con escritos», dice Pellicer. Quevedo, uno de los partidarios más acérrimos de que España hubiera declarado la guerra antes, no deja de referirse al daño que las palabras pueden causar en la reputación española: «Forzoso es satisfacer, o procurarlo, todas las cláusulas que en el manifiesto publicado contra nosotros pretenden convencernos de culpa» (Carta…, p. 298). Esto sentado, la Defensa de España… y la Carta a Luis XIII coinciden entre sí, y con otros polemistas, en poner de relieve que la guerra declarada por Francia es, primero, injusta, a pesar de que el manifiesto se empeñe en aducir causas, como incumplimiento de tratados, falta de socorros comprometidos, ocupación de territorios, etc. Interesa especialmente señalar que Pellicer y Quevedo denuncian cómo se juega con las palabras en el Manifiesto, e indican que Luis XIII manipula los hechos, cambiándolos de nombre:

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[…] avergüencense sus Ministros de trocar el nombre a las acciones, dando título de ofensas a los que han sido beneficios (Defensa de España…, p. 13). Pudistes, Señor, trocar los nombres a las cosas, mas no el juicio a los que las oyen y vieron (Carta…, pp. 298-299).

También coinciden en afirmar que la guerra es fruto de la ambición francesa, deseosa de ocupar el lugar hegemónico de la Monarquía Hispánica. La Defensa de España… lo declara desde el Prólogo: Largos siglos ha que Francia desea volver a ver en sus sienes la corona imperial de Roma, en sus hombros la púrpura augusta de Alemania, que parece que el cielo va haciendo hereditaria en la cesárea familia de Austria («Al que leyere», s.p.).

Y Quevedo rebusca en los clásicos y en la historia medieval argumentos sobre la hipocresía francesa, su tendencia a la mentira, su impiedad, su ligereza, y todo para concluir que «éstos con los mismos dioses inmortales trajeron guerra» (Carta…, p. 293). Respecto a esa pugna y a la ambición francesa, parece que, entre las disensiones que mantenían los franceses45 «políticos» y los «devotos» sobre la política de Richelieu, la cuestión de la guerra contra los enemigos de Francia —el turco, los herejes y los españoles— estaba muy clara respecto a los dos primeros, por cuestión de religión; pero no obtenía más justificación que la ambición política, respecto a la guerra contra los españoles.Y hacia 1645, cuando Saavedra Fajardo culmina su labor de propagandista, con el diálogo Locuras de Europa, todavía advierte a los potentados italianos sobre la ambición francesa. Esa tendencia del enemigo del norte se había incrementado con la agresiva política del cardenal Richelieu, al que todos los polemistas coinciden en achacar la responsabilidad del expansionismo francés que desembocó en la guerra. Como ya se ha señalado, en la Corte de Madrid se conocían los opúsculos contra el cardenal que salían de Flandes, desde el círculo de la reina madre, María de Médicis, cuyo confesor llevó a cabo una incesante propaganda contra quien consideraba culpable de su exilio. Basándose en ellos, algunas obras de nuestros 45

Ver Schaub, 2004, p. 117.

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propagandistas, como El embajador quimérico… y la Visita y anatomía de la cabeza del cardenal Richelieu, exculpaban al rey de Francia y afirmaban que la guerra contra España era una excusa contra la corrupción interna y se debía a los oscuros designios del ministro. Así, por ejemplo, el último artículo de la Defensa de España…, monográficamente dedicado a Richelieu, establece una relación directa entre él y la guerra, especialmente eficaz en el clímax final de la obra: se vaticina la caída de una Francia ofensiva, y el triunfo de una España que se defiende a sí misma y a la religión. Sin embargo, esto último no significa que en 1635 Pellicer o Quevedo propugnen la paz, sino que exculpan a España de las acusaciones francesas. Esto supone afirmar que Felipe III favoreció la paz durante la minoría de Luis XIII, y que Felipe IV protegió, como buen hijo y cuñado, a la familia real francesa, perseguida por Richelieu. Así que España, que no ha declarado la guerra, puede lícitamente defenderse, como declara Quevedo: Sire, si llamáis tener paz con nosotros hacernos en Flandes una guerra desmentida y, en Alemania, pública, y en Italia, con un amparo mal rebozado, fatigar la cristiandad, ¿por qué llamáis guerra nuestra justa defensa? (Carta…, p. 289).

Parecido argumento se halla en la Defensa de España…, cuando Pellicer rebate la acusación de «usurpar» estados vecinos y afirma que una Francia ambiciosa conspira contra España, mientras que a ésta le basta con «conservar en paz y tranquilidad lo que posee» (p. 48). La aparición en la Defensa de España… y en la Carta a Luis XIII de esa guerra defensiva para conservar territorios no representa una actitud pacifista, sino un argumento contra los pretextos franceses para declarar la guerra. En realidad la propaganda española se declara belicosa, y destaca especialmente la arrogancia de Quevedo y su estilo altisonante: Hoy el rey mi señor, provocado de vuestras armas, os buscará, pues así lo queréis, no con nombre de enemigo. Su apellido será Católico, vengador de las injurias de Dios […]. Militen incrédulos al escarmiento contra los españoles vuestros franceses (Carta…, p. 287).

Éstos son los puntos de vista de los polemistas españoles que firman sus obras, pero las respuestas anónimas al manifiesto francés po-

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dían permitirse otras opiniones, especialmente cuando asumían, disfrazadas, la voz y las quejas del pueblo francés, como ocurre con algunas obras de Saavedra Fajardo, caracterizadas por su pragmatismo. Por ejemplo, el Memorial enviado al rey cristianísimo por uno de sus más fieles vasallos se presenta como la advertencia que un francés se atreve a realizar a su propio rey, que estaba mal aconsejado por Richelieu. Ese «yo» francés y anónimo del diplomático Saavedra convierte dicho Memorial en una respuesta extraordinaria al Manifiesto, por su rechazo a la guerra y a la ruina económica que de ella se deriva. Sin el prurito de erudición de un Pellicer, el anónimo «francés» se expresa con la frescura del que se ve afectado por los problemas domésticos franceses, a los que se suma, además, una guerra abierta contra el rey de España. El punto de vista adoptado marca las diferencias de este texto en su defensa de una paz oportunista, absolutamente interesada para la política española, y ajena a la seriedad y trascendencia, por ejemplo, de los parlamentos del Calderón de 1659 ante la paz franco-española, en El Lirio y el azucena.

3.2. El rey y los otros reyes: Felipe IV, el «revoltoso» Luis XIII y el «tirano» Juan IV Dicho planteamiento resultaba muy eficaz para desprestigiar la imagen internacional de Francia y de su rey, como si fuera débil y estuviera manipulado por su poderoso valido. El Memorial enviado al rey cristianísimo por uno de sus más fieles vasallos pintaba un país oprimido por las discordias internas, la corrupción y la violencia, hasta el punto de que estaba al borde de una rebelión, como la que el manifiesto francés intentaba fomentar entre los vasallos flamencos del rey de España: […] todos los franceses nos hallamos absueltos de la obediencia y fidelidad que debemos a V. Majestad, porque nunca vasallos han sido tan afligidos y violentados como los vuestros, después que el cardenal ha tenido la dirección (Memorial…, p. 15).

Este fragmento, uno de los más notables del texto de Saavedra, permite pasar del tema de la guerra al de la monarquía, íntimamente unido al anterior por el rey que la declara, en este caso el «revoltoso» Luis XIII, según Quevedo; y a partir de él, a las relaciones guerra-rey-pue-

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blo, y a un rey mal aconsejado o halagado46, como aparecen en nuestros opúsculos. Si Quevedo, en la Carta al rey de Francia, afirmaba que «A los reyes no es lícito contradecirlos, mas es permitido (mejor informados) responderlos» (p. 295), Saavedra Fajardo, amparado en el disfraz de súbdito francés, formula opiniones sobre las relaciones entre la monarquía y el pueblo, la concentración de poder y los costes humanos y económicos de la guerra, que no aparecen en las respuestas de sus coetáneos. Así, por ejemplo, el Memorial… pretende frenar la expansión territorial francesa con el argumento de que más valía un poder pequeño, pero unido y bien cohesionado, que el desmesurado de la Casa de Austria.Y además ese «francés» deslenguado rompe el decoro cuando resume los problemas internos que pueden degenerar en «guerras civiles», y afirma con pragmatismo la inoportunidad de una guerra abierta contra España: «parece que el cardenal, por sacar un ojo a España, quiere arrancar el corazón de la Francia» (Memorial…, p. 51). La diatriba contra la guerra, los reproches al rey y las alusiones a conflictos internos tienen especial relevancia si relacionamos este «tratadillo» con los Suspiros de Francia, obra redactada en 1643, poco después de la muerte de Richelieu (diciembre de 1642) y de la caída del conde-duque (enero de 1643). En Suspiros… se finge la voz de Francia (herida y arruinada por los años de guerra), que pide la paz a Luis XIII, ante la oportunidad de enderezar el rumbo de su política, y cambiar la espada por la paz universal. Esa voz francesa se expresa ahora en tono lacrimógeno: «Más con la sangre de mis queridos hijos que con la tinta ha escrito la fama en el papel del tiempo vuestras victorias» (Suspiros…, p. 115). La diferencia de estilo se debe, desde luego, al distinto emisor, que ya no es el vasallo singular, sino todo el país; pero también a otra coyuntura, con Francia y España desangradas por las guerras, y con dos reyes sin validos, abrumados por el peso del gobierno en sendos territorios agitados por conflictos internos. Esto último alteraría la noción de enemigo y su imagen literaria, porque además de Francia existía el enemigo interno desde las rebeliones de catalanes y portugueses.Y permite enlazar los augurios del Memorial…, con los avisos de Suspiros…, cuya defensa de la paz señalaba dos riesgos para Luis XIII: sacar los ejércitos de Francia, y fomentar rebeliones en los vasallos ajenos. Según Saavedra, «en sacando las armas del reino se encen-

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Ver Feros, 1993, p. 107.

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derá en él la guerra civil» (Suspiros…, p. 120), algo que para los franceses estaba entre sus recuerdos recientes. Sin embargo, por mucho que Saavedra se aplicara a tergiversarlo bajo sus disfraces franceses, la evolución de la guerra afectaba menos a Francia que a España, donde ya se sufrían las consecuencias de las rebeliones de 1640. Así, los catalanes pasaron de hermanos a enemigos, como recuerda Pellicer: «ayer amigablemente llamábamos hermanos […]» (Idea del Principado de Cataluña, p. 5). La propaganda apeló en los primeros momentos a la «unión», como hace Calderón, por ejemplo, en la Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña: «nosotros desocuparemos tu tierra gloriosamente ufanos de ver a menos costa de sangre conseguida tu obediencia, cuya unión, paz y concordia será […] eterno olvido de nuestras enemistades» (p. 293). Pero poco después, ya en plena guerra, Francisco de Rioja reprochaba a los rebeldes catalanes que dieran consejos a su rey en la Proclamación Católica: «A los vasallos toca responder al Rey cuando les pregunta, no aconsejarle no consultados, porque no es de las leyes del respeto» (Aristarco…, fol. 61v). Por entonces se había cumplido la política francesa de agitar a los vasallos del rey vecino, y esto obligaba a Saavedra-Francia a retomar algunos argumentos, antes de advertir que «el ejemplo de la una y otra rebelión es dañoso a la fidelidad de vuestros vasallos» (Suspiros…, p. 123). Por eso la situación de Cataluña entregada a Francia y la de Portugal regido por un Braganza dieron lugar a que «Francia» recordara a su rey los inconvenientes de «crecer» mucho: «son tan formidables vuestras fuerzas, que todos se aúnan contra ellas» (Suspiros…, p. 121), «lo adquirido os ha hecho mayor, pero no más poderoso» (Suspiros…, p. 119). Y es que, como insiste Saavedra en las Empresas políticas: «el primer punto de la consistencia de la saeta lo es de su declinación» (p. 705). La misma idea aparece en La rebelión de Barcelona…, cuando Quevedo censura la ambición de Luis XIII, al que ya se han entregado los catalanes y al que califica de «revoltoso del mundo, no señor». La rebelión de Barcelona… se compuso en circunstancias muy distintas de aquel Lince de Italia… que recomendaba al joven Felipe IV una política agresiva. Por eso Quevedo emplea ahora una preciosa metáfora para mostrar que el exceso de territorios apetecidos por Luis XIII: más es desperdicio que poder. No de otra manera el gran raudal de agua sangrado de muchas zanjas, en vez de fertilizar muchas tierras, desvane-

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ciéndose bebido de los rodeos de sus caminos, aún deja quejosa la sed del polvo, y apenas hay lodo donde aguardaban cosechas (La rebelión de Barcelona…, p. 455).

Por último la voz supuestamente francesa y pacifista de Saavedra, además de alertar sobre las consecuencias de las dos revueltas, dirige al «revoltoso» Luis XIII un argumento definitivo, a manera de amenaza, muy representativo de las ilusiones que despertó en muchos españoles la destitución de Olivares y el gobierno personal de Felipe IV: «ha tomado el Rey de España sobre sí todo el peso de la Monarquía» (Suspiros…, p. 121). Las palabras de Quevedo en su Panegírico a la majestad del rey nuestro señor don Felipe IV comparten esas esperanzas: «A la revoltosa Francia la pone en cuidado saber que si hasta ahora ha peleado con los vuestros con vos sustituido, ya vos en persona pelearéis contra ella» (Panegírico…, pp. 493-494). Evidentemente, éste era un mensaje más adecuado para dirigirlo a un destinatario español, que podía lamentar, como decía expresivamente Matías de Novoa, que «la España que poco ha era de un Rey tenía tres» (CODOIN, vol. 86, p. 21). Pero es que toda acumulación de argumentos era poca en el ámbito de una propaganda tan coyuntural que, en Suspiros de Francia, se dirigía a un Luis XIII ya enfermo (murió en 1643), frente a un Felipe IV más joven.Y en 1635 el obsequioso deseo de Quevedo, en la Carta a Luis XIII, recordaba malévolamente al rey francés que no tenía heredero: «Aquel todopoderoso Dios de los ejércitos […] os fecunde en sucesión» (p. 305). De la misma manera, en las revueltas de 1640 la propaganda española oficial intentaba aunar en Felipe IV las facetas de padre y de guerrero. La primera aparece cuando se recomienda a los catalanes en los primeros meses de la guerra: «arrójate a los pies de quien como piadoso Padre te recibirá en sus brazos» (Conclusión…, p. 292); pero también se debatía, como cuestión de fondo, la posibilidad de que el rey se pusiera al frente del ejército, lo que siempre era un estímulo en la guerra, según Quevedo: «Rey que pelea y trabaja delante de los suyos, oblígalos a ser valientes» (Política de Dios…, p. 62). Esa confianza en que el rey tomara las riendas para cambiar el curso de las guerras se aprecia en el Quevedo de León, que no por estar preso deja de ser belicoso.Tanto en el escrito sobre la revuelta portuguesa, como en la sátira contra los catalanes, Quevedo confía en la fuerza de las armas. Sin embargo, los tonos difieren y repercuten en la

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imagen de un rey protector o libertador o guerrero. La temprana redacción (primera mitad de 1641) de la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza, con respecto al levantamiento del 1º de diciembre, permite que la apelación a los portugueses contemple todavía una posible guerra de liberación, siempre que los vasallos vuelvan a su señor natural, frente al «tirano Berganza», como lo llaman Quevedo y los otros polemistas. De ahí que las armas de un generoso Felipe IV sean las de un libertador: Todo esto dispone a que el rey nuestro señor, que con Portugal ha juntado al título de señor obras de padre, tenga en aquel reino pocos quejosos; porque los muchos son opresos, que darán paso al sentir de sus corazones cuando las armas justificadas les abrieren lugar para que respiren (Respuesta…, p. 429).

No así en La rebelión de Barcelona…, compuesta después que la anterior y, sobre todo, al socaire del Aristarco…, respuesta oficial redactada por el bibliotecario del conde-duque, contra el manifiesto catalán: la Proclamación Católica. Ese vínculo intertextual puede explicar la ferocidad del opúsculo, porque Quevedo achaca a los catalanes, entre otras traiciones, el propiciar el levantamiento portugués y aliarse con Juan IV.Y en el colmo de la arrogancia amenaza con una guerra de castigo a los rebeldes. Por eso cierra su escrito con un canto a la guerra basado en dos citas de la Farsalia de Lucano, aplicadas en tono épico a un Felipe IV guerrero, que arenga a sus tropas: Y la majestad del rey nuestro señor dirá a los que confían contra su grandeza en estos rebelados lo que dijo el mismo César:Alegraos, soldados, que os salen al encuentro y se os ofrecen por merced de la fortuna batallas (La rebelión de Barcelona…, p. 470).

Sin embargo, Quevedo no es el único en reprochar la violencia en Cataluña, porque también lo hace el soldado Calderón: «el leal vasallo no tiene jurisdicción para pedir justicia con las armas, que entonces más es tomarla que pedirla» (Conclusión…, p. 288). Habrá que esperar a la segunda etapa de la guerra, cuando en 1642 Pellicer presente a Felipe IV como pacificador, en la Idea del Principado de Cataluña: «gran monarca, enderezador desde el principio de su reinado a dar una segura y tranquila paz a la Europa» («Al que leyere», s.p.).

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3.3. La religión Si el objetivo primordial de los que hoy entendemos como textos propagandísticos es la divulgación de un determinado mensaje, la utilización oportunista de la religión, que no es ajena a los planteamientos políticos en la España del Siglo de Oro, se convierte en tema de nuestros textos.Tanto en la guerra franco-española de 1635 como en las separaciones de Cataluña y Portugal de 1640 se aprecia el uso sesgado de personajes, creencias, acontecimientos y citas religiosas en beneficio de la política, desde los aspectos más elementales, como la transformación de una anécdota en categoría —las profanaciones de Tirlemont o de la ermita de Fuenterrabía— o la conversión de un personaje concreto —el cardenal Richelieu, el hereje catalán Ferrer, el arzobispo de Lisboa— en símbolo de una conducta o de un pueblo, hasta algo más profundo y enraizado en la sociedad cristiana áurea: el enfoque providencialista de la política y de la historia. Sin embargo, la manera de abordar el argumento religioso con fines propagandísticos —con exageraciones y generalizaciones— es un dato relevante para distinguir la propaganda de 1635 de la de 1640. En el primer caso existe una casi total unanimidad entre los escritores españoles, que se sienten defensores de la religión frente al francés impío y hereje. En cambio, en 1640, y especialmente en el enfrentamiento España-Cataluña, los dos bandos se disputan la bandera de la fe cristiana, y la utilizan en sus reivindicaciones políticas, arrogándose una religiosidad que marca la polémica desde el título de lo que suele considerarse el manifiesto catalán: la Proclamación Católica a la Majestad piadosa de Felipe el Grande, rey de las Españas y emperador de las Indias, nuestro señor. Los conselleres y Consejo de Ciento de la ciudad de Barcelona. Es bien sabido que la ideología oficial de la Monarquía estaba muy marcada por la defensa de la religión, como declaraba enfáticamente Pellicer en 1635: Pocas veces se ajustan las materias de estado con las de la religión: que unas miran al celo, otras al interés. Solo la Monarquía Potentísima de España, solo la Católica Majestad de sus reyes, ha podido convenir estos encuentros de la política y el Evangelio (Defensa de España…, p. 1).

Efectivamente, nuestros textos así lo subrayan desde detalles meramente formales, paratextuales y hasta obvios, pero que la propaganda

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utiliza muy interesadamente. Así, por ejemplo, en 1635 los dos grandes reyes enfrentados son el Rey Católico y el Rey Cristianísimo; algunos de los escritores son caballeros de Santiago, como Quevedo, y otros son inquisidores, como Adam de la Parra; la Defensa de España contra las calumnias de Francia va dirigida al papa Urbano VIII; y en 1640 el manifiesto catalán es recogido por la Inquisición, por blasfemo. Por si no bastara, y en lo que respecta a la intervención de la Iglesia en las revueltas catalana47 y portuguesa48, es conocido el papel de agitación llevado a cabo por algunos predicadores desde el púlpito49, bien fomentando el odio al ejército invasor y profanador de iglesias entre el campesinado catalán, bien el mesianismo del pueblo portugués, que asociaba un rey salvador con la dinastía nacional de los Braganza. La propaganda antifrancesa de 1635 se caracteriza por un punto de vista religioso común a todos los textos españoles: éstos no disocian política y religión, consideran escandalosa la lucha entre dos príncipes cristianos y convierten la guerra contra la Monarquía Hispánica en una ofensa contra la religión50. Pero es que ese sentimiento es incluso previo a la declaración de guerra, y así lo demuestra el título de la obrita que se adelantó a la polémica, y que recogía el estado de ánimo en Madrid ante los pactos de Luis XIII y Richelieu con suecos y holandeses: la Conspiración herético-cristianísima del entonces inquisidor de Murcia, Juan Adam de la Parra, que solicitaba información sobre los últimos movimientos del francés, viendo «la religión tan oprimida y las armas de España en tales conflictos»51. Un año antes de la declaración de guerra existía, pues, esa preocupación por las alianzas de Luis XIII con los holandeses, considerados éstos por los polemistas españoles siempre en su condición de herejes. Pero el manifiesto de declaración de guerra francesa52, que convertía en casus belli la entrada de los españoles en Tréveris para apoderarse del

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Ver Contreras, 1984. Bouza, 1986. 49 Ver Negredo del Cerro, 2002 y 2008. 50 Ver, por ejemplo, Dentone, 2005, p. 471. Una primera aproximación a este tema en Arredondo, 2008b. 51 Entrambasaguas, 1930, pp. 708-709. 52 Citamos siempre el Manifiesto del Rey de Francia por la edición de Jover, 1949, pp. 469-477. 48

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arzobispo elector —mero «pretexto»53, según la Defensa de España… de Pellicer— ya incidía en aspectos religiosos, que los propagandistas españoles reducían o hipertrofiaban en las réplicas para excitar a sus lectores, para lavar una imagen o para corresponder a las acusaciones previas. Efectivamente, el manifiesto francés utilizaba las apelaciones religiosas, consciente de que el «reposo de la Cristiandad» (Manifiesto del Rey de Francia, p. 470) se iba a ver turbado. En vista de ello hacía bandera de un acontecimiento secundario, pero susceptible de manipularse: la prisión por parte española de «un Arzobispo Elector del Imperio» (p. 474), que se había puesto bajo protección francesa. Por las mismas e interesadas razones, también las réplicas españolas magnificaron un hecho que se hubiera perdido en el curso general de la guerra, y que era consecuencia de lo anterior: la invasión del Ejército francés, su entrada en Bélgica por la ciudad de Tirlemont, y los veinte días que dedicaron al saqueo y profanaciones de iglesias los soldados del mariscal Châtillon, calvinista, según Céspedes y Meneses, hugonote, según Quevedo, hereje, según Pellicer. Las noticias de Tirlemont, según la relación de Jerónimo Mascareñas54, son lo bastante explícitas como para herir profundamente en sus convicciones religiosas al pueblo español, cuyo rey era el defensor de la Cristiandad.Así se explica que lo ocurrido en Tirlemont se amplificara en un doble sentido: primero, porque no hay réplica al manifiesto que deje de utilizarlo para reprochar a los franceses, y a su rey, la impiedad y la barbarie de su ejército; y segundo, porque llega a convertirse en tema casi único de algunas respuestas, como la de Quevedo.Y es que la propaganda española, ya escandalizada por las alianzas con herejes, aprovechó un hecho concreto para transmitir la impiedad y el sacrilegio cometido por el enemigo; y para proclamar la catolicidad del rey de la Monarquía Hispánica. La Carta al serenísimo, muy alto y muy poderoso Luis XIII, rey cristianísimo de Francia, señala desde el título que se escribe «en razón de las nefandas acciones y sacrilegios execrables que cometió

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El mismo término aparece en las Empresas políticas de Saavedra Fajardo, 1999, cuando este acontecimiento ilustra la malicia y el oportunismo de los príncipes (Empresas políticas, 78, pp. 858-859). 54 Citamos por la edición de 1880, pp. 62-63: «no respetando al Santísimo Sacramento, sacándole de las custodias y echándole por tierra, y lo mismo a las imágenes y reliquias de los santos […]. Quemaron todas las iglesias […] y las formas que había dentro las echaban en los sombreros y daban a comer a los caballos».

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contra el derecho divino y humano en la villa de Tillimon en Flandes, Mos de Xatillon, hugonote, con el ejército descomulgado de franceses herejes» (pp. 267-268). En efecto, Quevedo parece dedicarse casi exclusivamente a lo que más le duele como caballero de Santiago.A diferencia de otras respuestas, la de Quevedo dice despreciar las causas enumeradas en el manifiesto francés, pero sigue contestándolas con displicencia y desorden, bajo las siguientes fórmulas: «Forzoso es satisfacer […] todas las cláusulas» (p. 298), «No quiero alegaros capitulaciones firmadas» (p. 287). Hasta que estas reticencias desembocan en lo que de verdad le conmueve: «Nada de todo esto hirió mi ánimo y arrebató mi pluma […]. Apoderose empero de mi espíritu el saco de Mos de Xatillon vuestro general en Tillimon» (p. 281). A partir de esta declaración, Quevedo lleva a cabo una notable utilización retórica de todo el episodio, que se intensifica tras las expectativas creadas desde el título y sustentadas en la estructura de la carta. Ésta sitúa en el centro la anécdota sacrílega, pero Quevedo no deja de referirse a ella desde el comienzo, de tal manera que esta réplica parcial y selectiva se convierte en un magnífico panfleto, que lanza contra el Rey Cristianísimo la herejía cometida por su ejército, capitaneado por un hereje, ascendido a su alta dignidad por un Cardenal más interesado en la razón de Estado que en la defensa de la fe. El propósito panfletario se apoya en una eficaz organización, desde el relato de los hechos, aparentemente preciso y escueto: «[Xatillon] saqueó el lugar, degolló la gente, forzó las vírgenes y las monjas consagradas a Dios, quemó los templos y conventos y muchas religiosas, rompió las imágenes, profanó los vasos sacrosantos» (p. 281); hasta la interrupción del mismo, para intensificar su patetismo: «Últimamente, ¡oh señor!, ¿dirélo? […] dio en las hostias consagradas a sus caballos el Santísimo Sacramento» (p. 281) Y se amplifica mediante enumeraciones: «que por excelencia se llama eucaristía, bien de gracia, pan de los ángeles, carne y sangre de Cristo, cuerpo real y verdadero de Dios y hombre» (p. 281). La narración progresivamente intensificada concluye con una perplejidad afligida, expresada en preguntas retóricas («¿Qué le dejó esta furia y ejército de demonios que desear más al infierno?» (p. 281); y esto da pie a la extrapolación de los hechos al futuro del rey de Francia, reconvenido y hasta amenazado por el simbolismo del episodio. A partir de aquí, en la más brillante aportación de Quevedo a la polémi-

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ca hispano-francesa, y por ende la más conocida55, se asocia la herética caballería francesa —los caballeros descomulgados— y los caballos alimentados con las sagradas formas —los caballos comulgados—, con la bondad de la mula y el buey que dieron calor al niño Jesús, con dos citas bíblicas sobre nobles brutos (del libro de Números y del de Samuel), y con la leyenda medieval sobre las sagradas formas transportadas por una mula a la iglesia de Daroca; y todo culmina en la cita del Apocalipsis, cuyos cuatro caballos y sus respectivos colores conducen a Luis XIII a la sangre, a la muerte y al infierno. De esta manera el sacrilegio de Tirlemont queda dos veces hipertrofiado: por el simbolismo del caballo, habitualmente asociado a la guerra; y por el de los colores, especialmente del rojo, que indica, además de sangre, el color de la vestidura del valido y el color de la vergüenza (p. 281).A su vez, el bestiario quevediano, siempre brillante, se tiñe de connotaciones religiosas por medio de la cita bíblica. El autor vuelve a manejar ambos procedimientos en las crisis de 1640: en La rebelión de Barcelona… advierte a los catalanes mediante la asociación gallo (franceses)-basilisco-serpiente, reforzada con una cita de los Salmos de David y otra de Isaías (p. 470).Y, en la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza, la última admonición a los portugueses que han cambiado de rey se basa en la antítesis de dos profetas, uno falso, Gonzalo Anes Bandarra, y otro santo y rey, que es David (p. 429). La eficacia de este recurso, que opone «los delirios» de Bandarra a las profecías de David, más la extrapolación del mesianismo portugués al recién elegido Juan IV, se acrecienta mediante un símbolo de la Biblia, en este caso vegetal: en un apólogo del libro de los Jueces se señalaban los riesgos de elegir un mal rey, y Quevedo asocia los árboles bíblicos que buscaban rey con los portugueses; y a su rey, sucesivamente, con la oliva, la higuera, la vid y la zarza espinosa. La aplicación posterior marca las diferencias entre los dos reyes: Felipe IV, pacífico, opulento y útil, frente a un Juan IV peligroso.Y vaticina, en un uso interesado de la profecía, que puede convertirse en arma de guerra del poder56, un Portugal atormentado, con toda una 55

Ver J.-P. Étienvre, 1991. A este respecto, ver, para Portugal y Cataluña, respectivamente, Guerreiro, 2000, y Civil, 2000. Quevedo se sirve de la profecía como amenaza, pero se burla, en cambio, de los milagros y prodigios naturales alegados, por ejemplo, en la Proclamación Católica. 56

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imaginería religiosa: «vosotros tendréis por rey una zarza, y ella en vosotros una corona de espinas» (p. 431). La manipulación de los hechos de Tirlemont no es, sin embargo, un caso aislado de las relaciones política-religión, porque desde el manifiesto francés se establecían múltiples mensajes de este tipo. Un ejemplo bien elocuente es la apelación a los vasallos flamencos de Felipe IV para que permitieran la invasión del Ejército francés, con la seguridad de que Luis XIII ampararía su fe católica (pp. 475-476). Como cabría esperar, los polemistas españoles no desperdiciaron la posibilidad de reprochar la incoherencia de tal promesa, por parte de quien se había aliado con los herejes holandeses.A este respecto merecen destacarse algunos fragmentos del Memorial enviado al rey cristianísimo por uno de sus más fieles vasallos, de Saavedra Fajardo, precisamente porque su voz «francesa» es más laica que la del resto de la generación de 1635. Ello no obsta para que aborde la cuestión religiosa, pero lo hace, sobre todo, para desautorizar al Cardenal-valido. Según ese vasallo «francés» no es creíble la promesa realizada a los flamencos para que se dejen invadir, por dos motivos: el primero, que «Flandes y toda Europa han visto que hemos puesto en pie cuatro o cinco ejércitos […] para autorizar la herejía en Alemania, y dilatar la de los Holandeses, en perjuicio de los buenos cristianos del País Bajo»; y, el segundo, que «en lugar de ahogar esta perniciosa secta dentro de Francia […] el Cardenal […] ha […] entregado el gobierno de nuestras armas a las cabezas desta perniciosa facción» (p. 18). Frente al descaro del anónimo, la Carta al serenísimo, muy alto y muy poderoso Luis XIII, rey cristianísimo de Francia de Quevedo finge tomar en escasa consideración lo que considera una inducción a la rebelión de los vasallos flamencos. Sin embargo, en su argumentación no dejan de pesar conceptos, como lealtad frente a traición, directamente relacionados con la fe católica de los flamencos.Y es que el rey de España sabe que «sus buenos y leales vasallos no le serán traidores, si no es aquellos que primero se determinen a serlo de Jesucristo nuestro señor y de su santa ley» (p. 299). Quevedo vuelve sobre los mismos conceptos en La rebelión de Barcelona…, cuando la inducción a la rebelión en Flandes se ha consumado en Cataluña; y recrimina a los catalanes no sólo que se hayan entregado a Luis XIII, abandonando a su señor natural, sino que hayan convertido el santuario de Montserrat en «sueldo de calvinistas» (p. 455). La contaminación de política y religión persiste cuando Quevedo retoma en la crisis de 1640 la identificación del general Châtillon con

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Judas, el apóstol traidor, para aplicarla al traidor duque de Braganza, tanto en la Respuesta… (p. 424) como en La rebelión de Barcelona… (p. 469).Y esa deliberada confusión se lleva al extremo cuando se recuerde que el traidor Juan IV de Braganza no es ninguno de los dos Juanes, ni el Bautista, ni el Evangelista, como tampoco es cuarto: «Llamose Cuarto por usurpar hasta el número del nombre al mismo señor suyo natural a quien usurpó el reino» (p. 469). Para entonces, hacia 1641, está ya configurado el cliché del francés impío y hereje, que se extiende a quienes se acerquen a su órbita, sean catalanes o portugueses, como el «tirano» Berganza. De la misma manera lo está el cliché contrario, es decir, el de la monarquía defensora de la religión. Por ejemplo,Virgilio Malvezzi, en La Libra (1639), tras alabar a Felipe IV y al conde-duque, afirmaba que la Monarquía española tomaba las armas siempre «para defensa de la Justicia, y de la Religión», como si ambas fueran indisolublemente unidas. Así parecía en septiembre de 1638, cuando los españoles culminaron el socorro de Fuenterrabía y derrotaron a las tropas francesas que la habían sitiado. El acontecimiento fue celebrado, entre otros, por Calderón, que dedicó un Panegírico al almirante de Castilla, artífice del triunfo, en el que destacaba como cualidad del gran militar su «celo religioso». Cuando Calderón se preguntaba: «¿Qué virtudes le dan alto renombre / a un General? Para vencer glorioso / Antes que con la espada con el nombre?» (p. 274), enumeraba seis de ellas, buena prueba de cómo se mezclaba lo religioso y lo profano: ilustre sangre, espíritu brioso, feliz fortuna, prevención prudente, pródiga mano y celo religioso57. Esta última cualidad, entre las muchas que adornaban al Almirante, alude implícitamente a un episodio concreto del sitio de Fuenterrabía58: las profanaciones cometidas por los franceses en la ermita de Nuestra Señora de Guadalupe, los sermones de un predicador calvinista y las conductas irreverentes de los que, en general, son calificados de «hugonotes», «luteranos» y «calvinistas». A diferencia del relato detallado de la victoria, recogido por Matías de Novoa y por Juan de Palafox 57

Para otros aspectos del Panegírico, remito al excelente estudio previo de Wilson, 1969.Volvemos sobre este texto en el capítulo III, apartado 2. 58 En 1640 Calderón recuerda a los catalanes, en su Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña, las semejanzas entre los regimientos franceses de Fuenterrabía y los que estaban ya en el Principado, porque en ambos corría la «doctrina de Lutero».

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y Mendoza, Calderón ensalza en su poema sólo al responsable de la misma, en un típico ejercicio de lisonja cortesana. Si el celo católico es consustancial al estereotipo del militar español, basta para demostrarlo la leve alusión a las profanaciones francesas, aún frescas en la memoria colectiva, e insinuadas bajo la pregunta retórica: «qué enojos / no os cuesta algún insulto, desatando / iras el pecho, y lágrimas los ojos?» (p. 275). Como veremos, Quevedo tampoco desperdició la oportunidad de referirse a la victoria de Fuenterrabía, en un escrito de atribución dudosa, La sombra del Mos de la Forza se aparece a Gustavo Horn…, en el que conviven los detalles religiosos y la sátira contra el general francés, no sólo «herético»59, por supuesto, sino también vencido. La insistencia en profanaciones concretas para desprestigiar al enemigo resulta interesante cuando los hechos se repiten, pero a la inversa: por ejemplo, con motivo de la entrada y alojamiento del ejército de Felipe IV en Cataluña para defender el Rosellón. Una de las quejas recogidas en la Proclamación Católica catalana de 1640 se centraba en los desmanes del Ejército Real, que fue excomulgado por el obispo de Gerona; y muy especialmente en las profanaciones e incendios de iglesias, o como dice el capítulo V, «los agravios sacrílegos ejecutados por los soldados». Dichos agravios religiosos son argüidos con habilidad para reclamar políticamente ante Felipe IV y teñir de connotaciones religiosas acontecimientos tan graves como el asesinato del virrey Santa Coloma, el día del Corpus de 1640 en Barcelona. Esa festividad religiosa ensangrentada propició, probablemente, el enfoque del texto: fue encargado a un fraile, Gaspar Sala i Berart, que desde el título proclama la catolicidad catalana, y la desarrolla en los cuatro primeros capítulos, para desembocar en el quinto, a modo de contraste, en la impiedad del Ejército felipista. Dicho planteamiento sesgado exasperó a otro religioso, el inquisidor Adam de la Parra, que lo percibió desde el eficacísimo paratexto de la obra: las ilustraciones de la portada —con el Santísimo Sacramento— y de la contraportada, con Santa Eulalia, patrona de Barcelona.Así lo manifiesta en su Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa, en ocasión de las alteraciones del Principado de Cataluña y Condados de Rose-

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«Éste es Mos de la Forza, aquel famoso hugonote […], no hay sino que pague el atrevimiento de haber predicado su secta en España y desacato que hizo a las imágenes» (p. 1033).

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llón, Cerdaña…: «a la primera vista pone el Santísimo Sacramento esculpido entre llamas en forma de Cordero, para que el vulgo, llevado de religión, se conmueva piadosamente» (fol. 29r). También indignó al cronista Pellicer, que logró ver la Proclamación Católica antes de que la Inquisición la retirara, y advierte en la Idea del Principado de Cataluña que: «quien viere aquel volumen dedicado a un monarca de España por las cabezas de consistorio tan nombrado como el de Barcelona, en una lámina estampada la sacrosanta efigie del santísimo sacramento de la Eucaristía» («Al que leyere», s.p.), creerá que es un libro sencillo y verdadero. En cambio, otros polemistas ponen en duda la atribución de los incendios al ejército, insinuando que los autores fueron los propios catalanes para poder inculparlo: es el caso de Calderón, en su Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña.Y Quevedo, siguiendo el Aristarco… de Francisco de Rioja60, insiste en la relación motín-devoción religiosa, ironizando sobre el asunto: «No han tenido poca gracia [los catalanes] en achacar su motín a devoción con el santísimo sacramento» (p. 458). Lo más curioso es cómo el mismo capítulo V de la Proclamación Católica utilizaba todavía el sacrilegio de Tirlemont para equiparar dicho escándalo con las profanaciones de los soldados de Felipe IV, que formaban parte de un ejército cristiano; y en el colmo de las paradojas, hasta se cita a Quevedo como auctoritas al respecto: «Grande escándalo fue de la Iglesia, cuando el sacrílego Xatillon dio el pan del cielo a los caballos, (si es así como lo publicó al mundo don Francisco de Quevedo)» (p. 34)61. Quevedo no debió de leer directamente62 la Proclamación Católica, porque no hubiera dejado de mencionar el citado fragmento. Pero sí utilizó, en cambio, el argumento ad hominem para desacreditar definitivamente la piedad de los catalanes, y generalizar a todo el pueblo la herejía de un catalán, Benito Ferrer, quemado en Madrid en 1624. Así el luterano Ferrer, como el mariscal de Fuenterrabía o el hereje Châtillon se incorporan a la propaganda y contagian de herejía a sus pueblos 60 «Dicen que acometieron las banderas reales para vengar al Santísimo Sacramento» (Aristarco…, pp. 60-61). 61 Esta página no aparece en alguno de los ejemplares de la Biblioteca Nacional y probablemente es una de las suprimidas en las ediciones expurgadas. 62 Como ya señaló Ettinghausen, 1989.Ver también Bartolomé Pons, 1984.

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respectivos, siguiendo al gran responsable de la impiedad francesa, según los polemistas españoles: el cardenal Richelieu, tildado de calvinista francés por Quevedo en la Visita y anatomía de la cabeza del cardenal Richelieu, y atacado por Pellicer a causa de su maquiavelismo, su crueldad y su ambición en un extenso artículo de la Defensa de España… y en El embajador quimérico… Buena prueba de cómo la propaganda repite los argumentos personales es que en 1635 se reprochaba al Cardenal que sirviera más a la política que a la religión, y en la crisis de 1640 Pellicer personaliza en Pau Claris, canónigo de la iglesia de Urgel y presidente de la Generalitat, una actuación anticristiana: la responsabilidad de la expulsión «del gran Santuario de Nuestra Señora de Montserrat de los monjes, los legos, ermitaños y escolares de la Corona de Castilla» (Idea del Principado de Cataluña, p. 553). También se carga de connotaciones religiosas la rebelión portuguesa, por la reiterada alusión a la condición clerical de alguna de las figuras claves que apoyaron al nuevo rey desde los primeros momentos.Así ocurre con el arzobispo de Lisboa, don Rodrigo de Cunha, cuyo comportamiento debió de excitar la ira de Olivares63 y de los polemistas españoles tras él. Adam de la Parra, por ejemplo, le concede protagonismo incorporándolo al título de su obra, en 1642: Apologético contra el tirano y rebelde Berganza y conjurados, arzobispo de Lisboa y sus parciales, en respuesta a los doce fundamentos del Padre Mascareñas. Pellicer, al final de la Sucesión de los reinos…, dice que los eclesiásticos prepararon en sus casas la conjura bragancista (fol. 17).Y Quevedo no se olvida del obispo traidor en un brillante párrafo de la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza sobre los apoyos del clero al rey Juan IV: «Si se justifica en la aclamación del estado eclesiástico, mire si es acción de sacerdotes la rebelión; si es de las voces del Evangelio sembrar cizaña; si es de pastor o de lobo alborotar los rebaños».Y desliza una envenenada insinuación, con la antítesis turbante-mitra —«Mire bien si es turbante o mitra la que exhorta guerra contra católicos» (p. 424)— que recupera unas líneas más adelante para intensificar la traición de Braganza, que ha firmado alianzas con los moros, lo que no podrá disimular, según 63 Así se deduce de una carta dirigida a Virgilio Malvezzi: «el arzobispo de Lisboa, segundo don Oppas, también hijo de traidor, y clérigo virtuoso hasta ahora» (Elliot/De la Peña, 1981, vol. II, p. 243). Es muy llamativo, como veremos, que el Quevedo encarcelado coincida con Olivares cuando designa al arzobispo como don Opas (Respuesta…, p. 425).

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Quevedo, «con el crucifijo que trae en las manos el arzobispo de Lisboa!» (p. 425). En este sentido es muy revelador el testimonio del inquisidor Adam de la Parra cuando defiende el partido de Felipe IV y Olivares, mezclando religión y política.Así, en el Apologético… sostiene, primero, que el duque de Braganza ha incurrido en crimen de lesa majestad al proclamarse rey y ha traicionado su juramento a Felipe IV; segundo, que el reino de Portugal corre el riesgo de que se «macule su religión» (fol. 8v); y, tercero, sin percatarse de su propia contradicción personal, que los rebeldes portugueses confunden lo civil y lo religioso. Dicha confusión se plasma en el intercambio de funciones entre Juan IV (el tirano) y, de nuevo, el arzobispo de Lisboa: «no distinguiendo este Tirano el oficio de Príncipe del de sacerdote» (fols. 58-59), igual que el arzobispo, «que se hace Príncipe y dedigna ser sacerdote».Todo ello conlleva que uno y otro sean «verdugos de tantos prelados» (fol. 58v), en notoria alusión a los clérigos que habían permanecido leales a Felipe IV, que estaban encabezados por el más notable de dichos prelados: el arzobispo de Braga e inquisidor general. Por último, nuestros textos ejemplifican las intensas relaciones entre política y religión64 en lo referente al providencialismo de la época, habitualmente atribuido a la mentalidad española, pero que ya aparecía en la declaración de Luis XIII de 1635. Casi al final de la misma, tras enumerar las ofensas previas al rompimiento de la guerra con la Monarquía Hispánica, se asociaba la decisión de declararla con un triple indicio positivo —la derrota del príncipe Tomás, la retirada del duque de Lorena y el naufragio de la Armada Española ante las costas de Provenza— convertido en buen augurio, derivado de la «merced» de Dios, o el «socorro del cielo» (p. 474). Tal interpretación debió de sonar arrogante entre los polemistas españoles, que alardeaban de sus convicciones religiosas. El caso de Quevedo es muy significativo, al plegarse humildemente al designio divino: «No presumimos los españoles que Dios nuestro Señor no tiene culpa que castigarnos» (Carta…, p. 300); pero deduciendo a continuación, con resonancias bíblicas, que tras dicha prueba los españoles recibirían el mismo trato que el pueblo elegido: «el Señor […] nos hará

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Mucho más perceptibles, por supuesto, en el teatro de la época. Un ejemplo calderoniano de estas mismas fechas, en Granja, 1994.

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caminos por los golfos, como hizo a su pueblo después de castigos tan dilatados, para que se ahogase con sus gentes aquel rey que se había deleitado en ellos».También Pellicer afirma que Dios permite el sufrimiento de los suyos para que reconozcan que «las dichas humanas proceden de arriba» (Defensa de España…, p. 167), aunque asocie alguna victoria española con la consecuencia de la ira de divina: «Desta suerte vengó Dios los desacatos, insultos, sacrilegios, impiedades, y supersticiones que hicieron en el saco de Tirlimont» (p. 165). Ese sentimiento partidista de la divina providencia se manifiesta, igualmente, cuando el interés español se disfraza con voz francesa. Así ocurre en Suspiros de Francia, una de las manifestaciones más interesadas de ese providencialismo, cuando Saavedra asume de nuevo una identidad francesa y aprovecha la crisis política, tras la muerte de Richelieu y la caída de Olivares, para pedir al rey de Francia la paz universal. Para lograrlo, una Francia patética y arruinada tras tanta guerra, retuerce la argumentación expuesta en 1635: la misma providencia que entonces favoreció a Luis XIII y castigó a sus enemigos mediante el azote de Richelieu, ahora, tras la muerte del valido, se compadecerá de los españoles que soportaron sus iras: Ya, pues, que Dios ha roto el azote de su castigo con la muerte de su valido, podéis tener cierto que su divina clemencia ha amansado sus iras y que volverá sus ojos misericordiosos a los príncipes que hasta aquí ha castigado y asistirá a sus armas (Suspiros de Francia, p. 119).

Y hasta en Locuras de Europa se atisba el enfoque providencialista, a pesar de las voces paganas de los dos interlocutores del diálogo, Mercurio y Luciano, respecto a cómo la «providencia divina» (p. 53) dispuso los accidentes naturales para favorecer la unión de Cataluña con España, y no con Francia; y lo mismo con Portugal, que compartía con España el comercio, la religión, el clima y hasta los ríos (p. 52). La voz pacifista de Saavedra, supuestamente francesa, se asemeja a la resignación aparente de Quevedo, que acata la voluntad divina cuando apela con halagos a la lealtad a los portugueses, pero brama contra el nuevo rey, el traidor Berganza: Cristianísimo, nobilísimo y hazañosísimo reino es Portugal; puede ser tiranizado, no infiel. No le hemos deseado enemigo, mas, siéndolo, le conocemos generoso. Supo Castilla darle, quiso Dios volvérsele, ha osado

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contradecir su divina voluntad el duque de Berganza. Castilla, que asiste a la de Dios, espera tenerle de su parte (Respuesta…, p. 427).

Esa apropiación interesada de la divina providencia es una interpretación política y subjetiva de la revolución portuguesa por parte de Quevedo, que trasluce sus propios sentimientos como español: un Portugal perdido generosamente en Aljubarrota (1385), con la entronización de la dinastía Avis; recuperado después por voluntad de Dios, tras la muerte de don Sebastián sin sucesor directo, con la anexión de Felipe II; y violentado en 1640 por el rebelde y traidor Juan IV. Pero esa percepción tiene su contrapartida en la propaganda del adversario, por ejemplo, en el elocuente título de un panfleto pro-bragancista, que usa interesadamente las palabras «usurpación», «retención» y «restauración»: Usurpação, Retenção e Restauração de Portugal65. Este primer acercamiento a algunos de los temas que se repiten y se entremezclan en los textos de 1635 y 1640 nos indica cómo los propagandistas de cada bando manejan el lenguaje. En unos casos se apropian de ciertas expresiones —como «ayuda divina» o «celo católico»— para transmitir a sus respectivos pueblos y al resto de Europa que los movimientos políticos de reyes y vasallos se ajustaban a la fe y a la voluntad divina. En otros, se amparan en las palabras —derechos, usurpaciones, manifiestos, guerras justas, defensivas, de liberación o guerras civiles— para conseguir sus fines. Pero en todas ocasiones ajustan el tema a los correspondientes intereses nacionales y someten literariamente los conceptos al estilo.

4. LA VARIEDAD

DE ESTILOS

Lo que distingue a nuestros literatos-propagandistas de tantos de sus contemporáneos que tomaron la pluma en las crisis de 1635 y 1640, y lo que aportan a las polémicas sucesivas es, sobre todo, una cuestión de estilo o de estilos.Todos coinciden en los temas, porque escriben por patriotismo, probablemente sincero; pero además lo hacen al dictado del poder, que les marca las pautas. Sin embargo, la capacidad artística y persuasiva de cada autor se demuestra al distribuir la materia en géne-

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Sobre este texto de João Pinto Ribeiro, ver Schaub, 2001, pp. 80-82.

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ros, al estructurar debidamente el texto y al disponerlo con un determinado estilo. Desde el estilo «aticista» de Malvezzi66 hasta la ampulosidad de Pellicer, la riqueza literaria de estas obras coyunturales consiste en su forma de trasladar al papel un tema político: bien mediante textos selectivos y anecdóticos o, por el contrario, totalizadores y minuciosos. A su vez, la extensión de las obras depende de la reescritura de un papel previo al que nuestros autores rebaten, o con todo detalle, o con deliberada simplificación; del género elegido para ello; y de la ornamentación retórica a la que lo sometan. Así, el estilo oscila entre la gravedad solemne del escrito oficial y el descaro de las obras anónimas o que conocemos bajo seudónimos, algunos tan desconcertantes como los de los «borradores» de Quevedo: el doctor Antonio Martínez Montejano y el licenciado Alonso Pérez Liñares. En el primer caso, el autor «oficial» puede tomarse el tiempo necesario para documentarse y hasta servirse sistemáticamente de amplificaciones que apoyen con datos sus argumentos, que los autoricen con citas y que los refuercen con figuras retóricas. Por ejemplo, buena parte de nuestros propagandistas ornamentan sus obras con alusiones o citas bíblicas, algunas de ellas muy repetidas, como la del Libro de Josué, 10, «Sol, detente sobre Gabaón», que los distintos bandos utilizan para respaldar sus argumentos o para denostar los del contrario.Tanto Malvezzi como Palafox se sirven del episodio, aunque con distinta aplicación: en La Libra, Malvezzi lo actualiza para simbolizar el éxito casi milagroso de Fuenterrabía, con «un Josué» que peleaba (el almirante de Castilla) y «un Moisés» (Felipe IV) que ofrece la plaza en sacrificio (p. 98). Por el contrario, el pragmatismo de Palafox en el Diálogo político del estado de Alemania…, que no publicó, prefiere acompañar las rogativas con las obras: «Cuando Josué detuvo el sol, no le bastara pedirlo para lograr su victoria, si no peleara» (p. 506). Mientras que Quevedo, en La rebelión de Barcelona…, lo usa para tildar de impíos a los catalanes, que lo citaban como prodigio milagroso en la Proclamación Católica: «¿No son ellos los que dicen, y firman […] que […] se paró el sol?» (p. 460), en un contexto abiertamente satírico, marcado por la presen-

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Ver Blanco, 1998, para su comparación con Quevedo; y Delage, 2006, p. 66, que indica cómo, frente al «entusiasmo» de Quevedo, otros autores, como Castillo Solórzano, lo critican encubiertamente.

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cia de la rumorología, «dicen»: «Dicen que lloran las imágenes, y que sudan» (p. 461). En el segundo caso, las obras «anónimas» emanadas del poder, como el Memorial enviado al rey cristianísimo…, la Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa… o la Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña suelen ser breves y de composición rápida para ganar en efectividad; y es que se lanzan contra el texto enemigo al que pretenden neutralizar: pocos meses después de la declaración de guerra francesa y de la publicación de la Proclamación Católica catalana. Precisamente por ello no son obras neutras, ya que su eficacia se basa en el apasionamiento y la virulencia: en ellas la argumentación se reduce a veces al ingenioso juego de palabras, a la descalificación sistemática o el argumento ad hominem; y hasta emplean un deliberado anacronismo reñido con el rigor histórico, pero muy útil para la persuasión. La variedad de estilos procede de los diferentes géneros, que requieren distinta extensión y estructura, y también voces diferentes. Según éstas sean auténticas o fingidas por el seudónimo del autor, o por la pluralidad de personajes tras los que se oculta, el tono general del texto resulta grave, irónico o satírico. El primero exige precisión, argumentos de peso, citas de autoridad (historiadores, filósofos, tratadistas, sentencias de hombres célebres como reyes, militares, santos, personajes bíblicos) y una terminología acorde con la seriedad del problema. Pero en textos anónimos o seudónimos se finge despreciar la obra que se replica mediante diversos procedimientos de refutación, desde la contraaserción y la tautología hasta el deliberado escamoteo de argumentos. Por ello se responde selectiva, despectiva y desordenadamente, centrándose sólo en una parte del tema; así, por ejemplo, cuando el «gentilhombre francés» del Memorial enviado al rey cristianísimo… aprovecha una frase concreta de la declaración de guerra para atacar abiertamente al causante de la misma, el cardenal Richelieu; o cuando la «ciudad leal» a Felipe IV arremete en la Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa… contra Barcelona, sede de la Generalitat que encargó la Proclamación Católica para quejarse del gobierno centralista del condeduque; o cuando todo un país arruinado y ensangrentado por la guerra sólo puede anhelar patéticamente67 la paz en Suspiros de Francia.

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Ver Vilar, 1998, a propósito de esta tristeza estilística.

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Una vez más los dos textos extraoficiales del Quevedo encarcelado ejemplifican esa gradación: primero, el comentario histórico-político, al que se añade más de una puya contra el autor portugués; y después la sátira vejatoria contra los catalanes, parafraseando la irrisoria autoridad de un refrán. Ambos contrastan con las dos obras propagandísticas de 1635: por la deslumbrante creación satírica de personajes con los que jugaba el autor «anónimo» en su Visita y anatomía de la cabeza del cardenal Richelieu; y respecto a la Carta…, por lo breve del texto, lo digno del tono y la selectiva estructura que sitúa en el centro del texto el único tema que conmueve al caballero de Santiago y secretario del rey. En cambio, el Memorial atribuido a Saavedra es más extenso y se permite tantas enumeraciones cuantas razones y sentimientos un francés irónico y sarcástico pudiera compartir. Respecto a las obras de Pellicer, tanto en 1635 como en la década de 1640, revelan al historiador oficial, con su minuciosa insistencia, su acumulación de fuentes, su pretensión de totalidad para descrédito del enemigo y su ampulosidad estilística.

4.1. Las técnicas literarias La extensión de los textos, los géneros, las voces, la estructura…, todo ello dista de ser inocente y forma parte de las técnicas literarias aplicadas por nuestros escritores-propagandistas con el fin de convencer, pero además de seducir o emocionar. En general los textos de nuestro corpus que, en principio, sólo pretendían responder al enemigo-enemigos, lo que hacen es convertir la(s) crisis en literatura, mediante el uso de la retórica como procedimiento de argumentación68. Como los modernos panfletarios, estos escritores del siglo XVII subvierten conscientemente las partes del discurso retórico clásico, mezclando sus aspectos lógicos con los afectivos, para crear un mundo de imágenes que trasciende el dato para formular planteamientos generales y simbólicos. Desde el mismo proceso de invención, que marca el tono, los textos sobre la guerra carecen de objetividad y se caracterizan por la amplificación, la redundancia y la hipérbole; o, al contrario, por la omisión

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Ver Perelman/Olbrechts-Tyteca, 1970, pp. 597-609.

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interesada.Y así la acumulación de argumentos probatorios de una tesis queda viciada por un determinado uso de la cita de autoridad, que, si bien prestigia la obra, difumina también la precisión cronológica. O por el uso tendencioso del exemplum, desde el apólogo al cuentecillo, a la apropiación interesada de un personaje de la antigüedad como modelo para la biografía69.Y en el colmo de acumulación subjetiva y partidista, la combinación de la cultura escrita y el ámbito de la oralidad pueden producir un efecto devastador contra el adversario. Basta recordar el ejemplo de Quevedo, que mezcla autores prestigiosos (clásicos o bíblicos) con refranes y rumores cortesanos sobre «fueros». Como veremos, estos rumores procedían del motín de Évora en 1637, pero él los aplica cuatro años después, en La rebelión de Barcelona…, a manera de guiño cómplice, para acompañar y amplificar las tesis del Aristarco… de Francisco de Rioja. De igual modo, las omisiones y reticencias de Saavedra Fajardo en el Memorial enviado al rey cristianísimo… no tienen otro objeto, tras los reproches anónimos, que invalidar las causas de la guerra, personalizándolas desde el primer alegato pacifista del «vasallo francés» en «aquellos a cuyo cargo está el manejo de los estados», que no pueden cometer «yerro mayor que ponerse en necesidad de tener guerra» (p. 3). En función de estas circunstancias las obras de réplica a la crisis política de 1635-1640 son tan escasamente objetivas, como eficaces para crear opinión en el exterior, y consolidar ideas patrióticas en el interior, habida cuenta de su previsible destinatario doméstico. Si los historiadores y los juristas sentaron las bases para responder, contrarrestar y atacar desde la pugna franco-española de 1635, nuestros escritores de propaganda destacan en la aplicación a sus obras de las figuras de ornato: especialmente comparaciones y metáforas nos ilustran acerca de una imaginería compartida, para crear una determinada emoción, en fragmentos orgullosos, humildes, patéticos o macabros. Respecto a las metáforas, en los textos seleccionados aparece abundantemente la del cuerpo enfermo y sus dolencias, desde el Lince de Italia…, cuando Quevedo ponía al servicio del gobierno su poderoso estilo literario. En aquel pequeño informe el término dolencia era metáfora de una guerra, cuyos orígenes, causantes y desarrollo explicaba en términos de enfermedad contagiosa, con brotes más o menos leves,

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Ver Civil, 1998.

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pero incómodos. Así la amenaza francesa en Italia se introduce por metonimia floral de su monarquía, «las lises», que siembran la inquietud como síntoma, «veneno», en Bohemia y lo extienden con el «contagio» de Venecia, y se manifiesta de manera intermitente y repetitiva en Milán, con una enfermedad menor, el «hipo»: «Señor, Milán es hipo envejecido de los franceses, y la ansia más hondamente avecindada en su corazón». Esa metáfora despectiva y satírica no oculta la enfermedad casi crónica, envejecida, que es la aspiración francesa a territorios italianos, en una guerra encubierta a la que se refiere Quevedo en la Carta a Luis XIII. El campo semántico de la guerra no es el único al que se aplica la metáfora, sino que lo más habitual en el Barroco es la identificación del Estado con un cuerpo enfermo70, cuyos males y remedios aparecen en múltiples ocasiones en nuestros textos. Así, por ejemplo, Saavedra Fajardo la utiliza con brillantez en Suspiros de Francia para producir un efecto patético y, por eso, concibe a todo un país extenuado por los males de la guerra, Francia, que no puede pedir ni reclamar, y sólo puede suspirar y gemir. Pero el mismo autor, consciente quizás de que Francia se perfila como triunfadora hacia 1643, emplea la metáfora en su vertiente más desengañadamente barroca e insinúa maliciosamente la enfermedad que acecha al cuerpo sano, en este caso la fortuna de Francia, aparentemente tan favorable. Así, contrastando la realidad y las apariencias, estaba adelantando la Fronda contra Mazarino: hechura de Richelieu, forastero, y que iba a concitar las iras de la nobleza (p. 119) La antítesis entre la mirada exterior, superficial, y la profunda y penetrante pretende actualizar el descontento de 1635 y las amenazas internas que Saavedra agitaba para turbar a Francia; éstas se presentan ahora como castigo de las guerras que ella misma ha desatado, externas e internas, y Francia es «la juntamente feliz y afligida Francia» (Suspiros de Francia, p. 115). Hacia 1640 no era Francia quien más padecía los males de la guerra, ni su cuerpo el más afectado por la enfermedad, sino que la imagen convenía especialmente a los reinos de la Monarquía Hispánica, a juzgar por las palabras de una carta del marqués de Villafranca al condeduque de Olivares. En ella se trataba de cómo la revuelta catalana podía

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Ver ejemplos en Jover, 1950, especialmente pp. 128-129, ilustrados con un texto de Palafox y Mendoza.

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afectar a un cuerpo enfermo, cansado y con síntomas y achaques diversos; y se optaba por una solución de fuerza o remedio drástico (la entrada del Ejército Real), ya que si se dejaba sin yugo a Cataluña «con el buen ejemplar de catalanes [podrían levantarse] Nápoles y Sicilia (que les duele la cabeza), Lombardía (que está cansada de un ejército) […]»71. La metáfora médica debía de flotar en el ambiente de la época con diversas ramificaciones. Una de ellas aparece cuando Quevedo relaciona en 1635 los males de la guerra con la ambición del cardenal Richelieu. El análisis político de la situación en Francia, y, por ende, en el resto de Europa, se exagera y se literaturiza cuando se procede a analizar su causa, sometiendo a examen médico, o «anatomía», la cabeza del cardenal-valido, aquejada de «morbo regio». La Visita y anatomía de la cabeza del Cardenal es una sátira esperpéntica que no firmó Quevedo, sino que atribuyó al autor francés de la Satyre Ménippée, Acnoste, vinculando así su feroz diatriba contra el Cardenal y la no menos feroz sátira antiespañola, que denunciaba los males políticos de una droga o medicamento, el catolicón español. Las enfermedades, sus causas y sus medicinas son un campo metafórico abonado para narrar las revueltas de 1640, con una representación que se repite en muchos textos: un libro tan perjudicial que se convierte en veneno que todo lo infecta. Es el caso concreto de la Proclamación Católica, que empezó a circular en el otoño de 1640 y en donde se exponían a la «majestad de Felipe IV» las quejas y explicaciones catalanas tras la revuelta del Corpus de Sangre. Para los propagandistas del círculo del conde-duque, el libro no hacía sino intensificar el grave problema catalán, en un texto peligroso que recogió rápidamente la Inquisición, para tratar de impedir, inútilmente, que difundiera y contagiara su «veneno». De ahí que las respuestas al mismo se presenten como triaca o antídoto, especialmente las más tempranas, como la Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa…, una de las más virulentas y apasionadas, si la comparamos, por ejemplo, con la Conclusión… de Calderón de la Barca. En el caso de 1640, la fuerza política de un libro = veneno intensificó el alcance que ya detectaba Pellicer y Tovar en las declaraciones francesas pre-bélicas, fueran papel, libelo o tratado, y que tanto él como Quevedo creyeron percibir, a posteriori, en la Sucesión de los reinos… de Agustín Manuel y Vasconcelos: para ambos

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Apud Zudaire, 1964, p. 407.

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el libro era prólogo-anuncio de la guerra o compañero-bandera de la misma. También es frecuente en nuestros textos pintar la inestabilidad de la política barroca mediante metáforas alusivas al equilibrio, su pérdida y la balanza que lo mide, con ejemplos ya señalados desde el Lince de Italia… a las Empresas políticas de Saavedra Fajardo. Los textos propagandísticos aprovechan para neutralizar los triunfos del enemigo, o sus declaradas aspiraciones, denunciando cualquier exceso que conlleve modificaciones políticas perjudiciales para la Monarquía Hispánica.Y así los excesos por acumulación de territorios no son sólo apropiaciones desleales y revoltosas, sino indicio amenazador de caída o pérdida, porque «un palo largo se rompe antes que otro corto del mismo grueso» (Memorial…, p. 11). De la misma manera hay todo un campo de imágenes negativas para designar la guerra y la ambición política, basado en los fenómenos naturales y accidentes atmosféricos, anuncios de cambios inquietantes en una gradación que va de la nube a la tormenta, a la borrasca y a «los precipicios en que nos arroja» Richelieu, según Saavedra Fajardo, en su respuesta al manifiesto francés.Y en ese campo de la naturaleza se inscriben metáforas animales y vegetales, especialmente elocuentes para una sociedad que debía de asimilar muy bien su simbolismo.Ya se ha indicado la riqueza de lo que he llamado el bestiario de Quevedo, en particular cuando se refiere al caballo, del que se sirve artísticamente en la Carta a Luis XIII, con doble resonancia: la bíblica (con los cuatro caballos del Apocalipsis) y la legendaria (con la mula que transportó las sagradas formas de Daroca).También la serpiente, siempre cargada de connotaciones bíblicas, es uno de los símbolos72 más usados por nuestros escritores-propagandistas para denostar doblemente la Proclamación Católica: por su venenosa mordedura y por lo que el animal tiene de sinuoso, hipócrita y traidor, triple acusación que se vierte sobre el texto. Pero también aparecen frecuentemente en estos textos águilas, leones, gallos, etc., dotados de simbolismo muy claro. La contaminación semántica religiosa aparece, igualmente, en frases bíblicas muy conocidas y ya lexicalizadas, como la de «sembrar cizaña». Quevedo la utiliza en la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza con penetración e ingenio, porque aprovecha la doble fuente religiosa

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Para otros símbolos animales y su interpretación, ver Delpech, 2005.

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—dos parábolas— y, además, las aplica a un mal clérigo: y así quien siembra «cizaña» aparece como antítesis del buen «pastor» que debería cuidar de su rebaño portugués; y todo con el agravante de su elevada jerarquía, que se presenta con la metonimia «mitra». El simbolismo vegetal de la cizaña, muy negativo, se intensifica cuando Quevedo incluye el apólogo del ramno (Libro de los Jueces), a manera de ejemplo ad contrarium.Y es que, al final de la Respuesta…, tras la paráfrasis del texto de Agustín Manuel de Vasconcelos, la conclusión de Quevedo, a falta de datos, sólo puede aportar su enfoque literario sobre el muy reciente levantamiento portugués. De ahí que el preso de León recuerde a los portugueses el apólogo de los leños que buscan rey y, tras muchas dudas, terminan por elegir al peor: en este caso, Juan IV de Braganza, comparado con el ramno o zarza espinosa, cuya peligrosidad se intuye desde las propias espinas. De igual modo, y poco tiempo después, Quevedo reitera el procedimiento en La rebelión de Barcelona… Lo hace volviendo al simbolismo animal, ya que incluye en el texto el apólogo del caballo que pide ayuda al hombre y pierde su libertad, porque lo someterá para siempre, igual que hará Luis XIII con los catalaes que han solicitado su protección. En este caso es posible que resonara en la memoria de Quevedo una imagen muy repetida entre sus contemporáneos: las dos posibilidades de domar a un caballo, con suavidad o con dureza. Aparece en la empresa 38 de Saavedra Fajardo, cuyo mote es «Con halago y con rigor» (Empresas políticas, p. 485), y el autor explica su aplicación política: «Por lo cual es conveniente que el príncipe dome a los súbditos como se doma un potro […], a quien la misma mano que le halaga y peina el copete, amenaza con la vara levantada» (p. 491). Como ya he señalado73, la interpretación política de la imagen se concretó en la rebelión catalana, porque la relación entre el caballo y su domador suponía dos enfoques y dos soluciones del problema catalán. La línea suave aparece en una carta dirigida a Felipe IV por el duque de Nocera, virrey de Aragón, que se servía del apólogo; en un fragmento de la Agudeza y arte de ingenio, donde Gracián elogiaba al duque por su opinión; y en dos citas, de la Historia de Felipe IV, Rey de España, de Matías de Novoa, y de la Historia de los movimientos, separación y guerra de Cataluña, de Francisco Manuel de Melo, que atribuían

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Arredondo, 1998, pp. 149-150.

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al conde de Oñate la comparación entre el caballo desbocado y la «espuela aguda». En realidad, la multiplicidad de alusiones indicaba uno de los problemas latentes, al menos desde las Cortes inacabadas de Barcelona de 1626, como refleja Juan de Palafox y Mendoza al abordar la dificultad de trato con los catalanes, en uno de sus escritos más sinceros: el Diario del viaje a Alemania, de 1631. La obra, como mera reflexión personal, carece de ornato retórico y no aparece en ella la imagen, ni el emblema, ni el apólogo, pero sí un mensaje conciliador de «blandura», que va más allá de la alternancia amor-temor del texto de Saavedra: «Con esta blandura se vence lo inexpugnable al rigor y poco justificado a la fuerza, usa el Rey de la porción más noble que es la clemencia y el agrado» (Diario…, pp. 42-43). Sin embargo, en otro texto privado, o secreto, no deja de emplear el ejemplo del freno del caballo para explicar con la diversidad de caballos, frenos y bocados las diferencias entre los reinos de la Monarquía: «es lo mismo que trocar los bocados y los frenos a los caballos o reducirlos a uno solo, con que éstos se empinan, aquéllos corcovean, los otros disparan y todo se aventura» (Juicio interior y secreto…, p. 147)74. Si tanto el caballo como las cizañas y leños apelan a imágenes fácilmente identificables, no lo son menos los lirios y las lises, ni algunos árboles como los que aparecen en los Suspiros de Francia: el laurel y el ciprés, connotados desde antiguo para acompañar a las victorias y la muerte, en este caso escritas respectivamente con tinta y sangre, en un texto efectista que roza lo patético. O algunos términos, como las «quinas», que designaban las armas de los reyes de Portugal desde el rey don Alonso, y que simbolizaban los escudos azules del reino portugués. El simbolismo propio de la época contamina apasionadamente las obras, marcadas, incluso, por una asociación entre los colores75 y determinados sentimientos, que a veces se encabalgan o superponen. Así, el rojo de la sangre, el rojo de la vergüenza, el rojo del capelo cardenalicio de Richelieu, colocado sobre su «calvina» cabeza, en doble alusión negativa: por la calva y por la protección —o escasa persecución— a los herejes calvinistas.Todo ello es oportunísima construcción literaria contra la cabeza francesa por antonomasia, la que realmente decide y gobierna, o así la quieren presentar al rey Luis XIII los propagandistas

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Sobre estos dos textos de Palafox, ver Civil, 2001, pp. 185-200. Sobre el color blanco de Francia, ver Turrel, 2005.

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de 1635. La satanización del enemigo, que es habitual en textos propagandísticos, se construye en este caso mediante la personalización de la declaración de guerra en el ministro francés, sin perderse por ello otros clichés76 antifranceses (herejes e inconstantes), como los había contra los catalanes y portugueses. Y si se tilda de oportuna, y hasta de oportunista, la literatura de combate, nada tan oportunista como el título de la obra más reveladora del enorme poder de la palabra en la crisis de 1640: la Proclamación Católica a la Majestad piadosa de Felipe el Grande, rey de las Españas y emperador de las Indias, nuestro señor. Los conselleres y Consejo de Ciento de la ciudad de Barcelona. Tan largo título anunciaba uno de los mejores panfletos del siglo XVII, tanto por su concepción, como por su presentación formal y su interesada elocución. La cuidadosa elección de las palabras desde el título —«proclamar», no «exponer» ni «explicar»— indica, más que la voz, el grito, expresión del sentimiento de indignación ante los desmanes del Ejército Real en Cataluña. Indignación y grito tan violentos como los del Gobierno de Madrid ante la revuelta catalana y el asesinato del virrey, a los que se sumó el desconcierto causado por un texto que no justificaba, sino que agravaba la situación. Buena prueba de la finura con que los propagandistas leen ese texto de base para la polémica es el «ciego furor de Cataluña», expresión con la que Calderón contrarresta aquel mensaje, apenas dos meses después, también desde el título: Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña. El poder de las palabras en la propaganda se percibe desde los títulos de los libelos —conspiraciones, conclusiones, defensas, apologías— hasta los textos más serios y graves, como la Idea del Principado de Cataluña, de Pellicer, con aspiración totalizadora, o la Idea de un príncipe político cristiano representado en cien empresas, de Saavedra Fajardo, que pretendía construir para el príncipe heredero las líneas maestras de un edificio en el que cupieran los diversos aspectos de la vida civil. Frente a un propósito reposado y didáctico, como el de un tratado, los términos como proclamación, súplica o suspiros indican que los autores no pretenden sólo informar o enseñar, sino a emocionar y hasta conmocionar en momentos graves.Tanto que las obras se conciben como llamadas

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Para las ideas preconcebidas sobre caracteres nacionales, ver la obra clásica de Herrero, 1966.

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de atención al destinatario, o destinatarios, continuamente presentes en los vocativos de los textos. De ahí la repetición unánime y continua, pero eficaz, de ciertas palabras77, como tiranía —y tirano, aplicado al duque de Braganza— usadas por todos nuestros escritores, siendo la repetición machacona el recurso más elemental para la persuasión, a manera de consigna. Curiosamente, al otro lado de los Pirineos, el historiógrafo de Francia, Charles Sorel, aplica las mismas técnicas cuando reivindicaba los derechos franceses sobre Cataluña, recordando la tiranía que España ejercía sobre el Principado.Y es que en La defensa de los catalanes, un librito muy oportuno publicado en 1642, Sorel utilizaba los argumentos de la Proclamación Católica, que le servía de fuente, cuando en Cataluña ya empezaban a padecerse los estragos causados, entonces, por el Ejército francés. Igual que hacía José Pellicer con los panfletos lanzados por la oposición a Richelieu en Bruselas, los historiadores de Francia se valían interesadamente de las obras de los rebeldes y de la oposición a Olivares, que ellos convertían en argumentos de las suyas propias. De tal manera que las relaciones intertextuales entre las obras de 1635 y 1640 no se limitan a la respuesta polémica, sino que en un buen número de casos pasan por la traducción previa; y eso implica tanto amplificaciones como omisiones más o menos interesadas en los textos del enemigo que sirven de fuente. Con estos recursos literarios se construye una literatura aparentemente menor que surge para apoyar al poder, y que se caracteriza, primero, por la urgencia y aparente concreción con que se concibe; segundo, y generalmente, por la brevedad y la subjetividad partidista en el enfoque;y tercero, sobre todo, por la intertextualidad y, a veces, la reescritura del papel enemigo, nota diferencial de estas obras respecto a otros textos políticos o históricos de la misma época. Esta última característica procede de su carácter polémico, ya que esta literatura surge contra un determinado papel del adversario, sea el manifiesto de Luis XIII, que aglutina a la generación de 1635, sea la proclamación catalana o, en menor medida, los tres textos que analizamos sobre el levantamiento portugués78. 77

Sobre el poder de las palabras en el texto panfletario, ver Angenot, 1982, pp. 93-99. 78 Frente a los textos antifranceses y anticatalanes, no nos ocupamos directamente de la respuesta al manifiesto oficial portugués, sino de papeles previos, en un proceso tan desordenado e ineficaz políticamente, como interesante desde el punto de vista literario.

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La peculiaridad de estas obras literarias es que se basan en la historia, a la que aluden, dando por sabidos aspectos de un contexto general: problemas en Flandes, ambiciones constantes en Italia, pactos o paces anteriores, derechos y conquistas medievales…, viejas reclamaciones exhumadas y agitadas por unos o por otros en un momento de guerra. Por ello cada uno de los contendientes sucesivos —franceses, catalanes, portugueses— manipula el mapa de Europa, el derecho y las historias respectivas en beneficio propio. Pero nuestros escritores-propagandistas no escriben historia, sino que la utilizan para rebatir los papeles del contrario, que, a su vez, ha tergiversado interesadamente papeles previos. De ahí que importe conocer batallas, paces y nombres de personajes, para esclarecer una historia común; y también desvelar la retórica que los artistas de la palabra esgrimen, como un arma, cuando reescriben dicha historia. Al reflexionar sobre el lenguaje político del siglo XX, P. Ricœur afirmaba, que «la retórica constituye un uso frágil del lenguaje […], la construcción hábil de sofismas que apuntan a extorsionar a un auditorio a favor de una mezcla de falsas promesas y verdaderas amenazas»79. Efectivamente, el sofista y el demagogo podían engañar a las masas; pero en el siglo XVII la retórica contribuía a paliar una necesidad de comunicación, que hoy está en manos de la prensa, y que era especialmente útil en tiempo de guerra. Como dijo C. Guillén respecto a Quevedo, que intensificaba el concepto retórico de la palabra escrita80, esa retórica era adecuada para persuadir a los lectores por medio de una historia literaturizada a fuerza de reescribirla.Así lo hacía cada uno de los bandos contendientes, de modo que la intertextualidad de la propaganda en las guerras de 1635 y 1640 resulta un fenómeno comunicativo muy moderno.Y aunque no existan datos sobre la existencia sostenida en el tiempo de una oficina dedicada a contrarrestar los efectos de las guerras, el ejemplo concreto de cuatro de nuestros autores (Quevedo, Pellicer, Saavedra Fajardo y Adam de la Parra), con su conocimiento de los manifiestos del enemigo y su deseo de combatirlos, convierte la comunicación intertextual en una guerra de papel.

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Ricœur, 1997, p. 161. Guillén, 1982, p. 492.

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Mostrándose tan fino vasallo de su rey como historiador, letrado y político… y siendo uno de los personajes a quien más debe España, pues en este siglo ha sido de los que más han peleado con la pluma. (Biblioteca de don José Pellicer de Ossau y Tovar, fol. 165v)

Llamamos guerra de papel al fenómeno literario y propagandístico creado por las obras que acompañan y justifican las guerras de 1635 y 1640, y que surgieron contra escritos previos del enemigo, fuera extranjero o doméstico. Como ya hemos adelantado, los textos que analizamos a continuación no son tratados políticos o documentos rigurosamente históricos, sino textos literarios coyunturales y, generalmente, defensivos: primero contra el manifiesto francés, después contra la proclamación catalana, y por último, contra un manifiesto todavía inexistente, que Quevedo, y quizás también Pellicer, creyó que preparaba el terreno para la rebelión portuguesa del 1º de diciembre de 1640. El caso portugués es, precisamente, la excepción que confirma la literariedad, tanto de los textos como del análisis de los mismos, porque no tenemos en cuenta lo que se considera el manifiesto oficial: el Manifesto do Reyno de Portugal, de Antonio de Pais Viegas, publicado en 1641. En cambio, nos interesa el proceso de escritura común a los cuatro autores principales de esta propaganda, incluso cuando no forman parte de ella: así ocurrió con Juan Adam de la Parra en 1634, con Quevedo a partir de 1639, con Pellicer, postergado en el otoño de 1640, y con Saavedra Fajardo, que aborda las separaciones de Cataluña y Portugal en fecha más tardía, cuando lanza desde Münster Locuras de Europa. Ese proceso demuestra un sentimiento común a todos ellos: la necesidad de combatir con la pluma, un mérito que enorgullece a José Pellicer, como demuestra la cita de su Biblioteca… Y el mismo senti-

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miento revaloriza los textos sucesivos, dotándolos de coherencia y «profesionalidad», si por ello entendemos la especificidad de una escritura.A este respecto, la secuencia temporal y la acumulación de enemigos, o de textos-enemigos, permite agrupar unos escritos que, al margen de sus indudables méritos literarios, no hubieran significado más que indicios de una ambición cortesana, en Adam de la Parra, o de un desahogo en Francisco de Quevedo. De ahí que en el proceso de escritura propagandística analicemos obras que, aisladas, parecerían fallidas: un brevísimo texto de Pellicer, la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve, el comentario de Quevedo a la Sucesión del señor rey don Filipe Segundo en la Corona de Portugal, de Agustín Manuel y Vasconcelos, y la obra más tardía de Adam de la Parra, en respuesta a uno de los muchos textos pro-portugueses, la Justicia del ínclito príncipe don Juan IV…, del padre Ignacio Mascareñas. La suma de las tres arroja una luz diferente sobre la rebelión portuguesa y sus ecos, que llegan desde la Corte de Madrid hasta San Marcos de León, por ejemplo. Una luz que apenas ilustra como documento los hechos recientes, pero que resulta interesantísima para sus orígenes y para comprobar la falta de información y el desconcierto del Gobierno de Madrid: dos lastres que suplen con habilidades propias el historiador y genealogista Pellicer, el brillante literato Quevedo y el inquisidor Adam de la Parra. Los tres debieron de creer que así participaban, una vez más, en otra campaña patriótica que, curiosamente, no tenía texto de base al que rebatir, en los dos primeros casos; por ello el cronista oficial y el preso político miraron al pasado, buscando ese patrón o falsilla previa, que no le faltó al inquisidor dos años más tarde. Precisamente la desinformación, las dudas y los titubeos de la campaña antiportuguesa, mucho más larga y duradera de lo que aquí contemplamos, confirma la conciencia de una escritura publicitaria específica desde 1635, que unifica la contribución de nuestros escritores, aunque pasen los años y cambien los enemigos, los manifiestos y sus propias circunstancias personales. Como vamos a ver, la propaganda de 1635 y 1640 está marcada por el modelo de Richelieu, que Saavedra Fajardo recordaba años después. La campaña de imagen de 1635 se debe al conde-duque de Olivares, que también propició las posteriores obras anticatalanas y antiportuguesas que manejamos, porque casi todas se publicaron durante su valimiento. Sin embargo, la agitación de papeles que acompaña a las tres guerras dura más de esos cinco años y depende, en primer lugar, del curso de las guerras, pero también de las

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publicaciones que las justificaban —no todas producen el mismo efecto, ni surgen con igual rapidez— y de las lecturas y reescrituras que nuestros autores hicieron de ellas. En principio la guerra de papel tiene brotes de especial incidencia, según los acontecimientos bélicos. Así, la campaña contra Francia no se agota en las rápidas respuestas al manifiesto de 1635, sino que reverdece en 1638-1639, con motivo del socorro de Fuenterrabía, un acontecimiento muy publicitado, probablemente porque estaban muy recientes la pérdida de la plaza de Leucate y el motín de Évora, ambos en 1637. Pero también se aviva con la aparición de ciertas obras que desencadenan respuestas inmediatas, como ocurre con la Proclamación Católica, que da lugar a réplicas no sólo ágiles sino brillantes, pese a su anonimato, como la Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa…, de Adam de la Parra, la Conclusión… de Calderón y el Aristarco… de Rioja. De manera que la guerra de papel, aunque acompañe y apoye al enfrentamiento armado, tiene su propio y peculiar ritmo, que aconsejaba, por ejemplo, la publicación en 1642 de una obra de José Pellicer, probablemente terminada mucho antes: la Idea del Principado de Cataluña. Este texto podía iniciar otro sesgo en la propaganda anticatalana, pero también responder a textos posteriores a la Proclamación Católica, no menos virulentos, como los de Martí y Vilademor; o quizás aspiraba a neutralizar victorias francesas recientes, como la toma de Perpiñán. A diferencia de la relativamente escasa1 actividad publicitaria de la Monarquía Hispánica frente a los ataques internacionales —y ya hemos visto que los propios escritores lo lamentaban—, la intensidad intertextual no es casual ni gratuita. Por el contrario, revela una secuencia temporal muy significativa desde el punto de vista literario, porque una cosa es la eficacia publicitaria (el número de obras de esta literatura de combate, o los ejemplares lanzados) y otra la sucesión en papeles de autores que se leen, se traducen, se citan, se copian, se imitan o se responden con mayor o menor agresividad. Esta guerra de papel es un proceso literario denso y a varias bandas, porque se replica al enemigo y se cita o se imita al compatriota.Y es también un proceso continuo, desde 1635 hasta las Locuras de Europa de Saavedra Fajardo, unos diez años después. De ese proceso denso y continuo, con sus peculiaridades e incidencias, son conscientes nuestros cuatro escritores-propagandis-

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Ver, sin embargo, los matices de Bouza, 2008, pp. 26-27.

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tas, que lo sufren o lo experimentan. Empezando por los dos textos redactados por Quevedo en León: ciertamente no se hicieron públicos, pero, sin embargo, demuestran la existencia de dos campañas a las que no fue invitado.Y terminando por Suspiros de Francia y Locuras de Europa: Saavedra compuso ambas obras tras la caída del conde-duque, a cuya aprobación sometía los anteriores tratadillos, y en circunstancias políticas tan distintas que hubo de incorporar en ambos textos mensajes específicos para Cataluña y Portugal. Esa guerra de papel arranca en 1635, con tres obras —de Quevedo, Pellicer y la atribuida a Saavedra Fajardo— que responden al manifiesto en el que el rey de Francia declaraba la guerra. Continúa en 16381639 con cuatro obras muy diferentes —de Calderón, Malvezzi, Palafox, y una atribuida a Quevedo— que celebran la victoria de Fuenterrabía sobre el Ejército francés. Después, con las obras que replican a la Proclamación Católica catalana: dos anónimas de 1640 —atribuidas a Adam de la Parra y Calderón de la Barca, respectivamente—, otras dos de 1641 —el Aristarco… atribuido a Rioja y La rebelión de Barcelona…, manuscrita y firmada con seudónimo por Quevedo— y una de 1642 —la Idea del Principado de Cataluña de José Pellicer—. Casi simultáneamente, con los textos sobre Portugal, desde la obrita de Pellicer, firmada en diciembre de 1640, como respuesta a la rebelión, la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza, manuscrita y firmada con seudónimo por Quevedo en 1641, y el Apologético… de Adam de la Parra, publicada en 1642.Y termina con las dos obras no firmadas por Saavedra Fajardo, que sigue combatiendo contra Francia en los Suspiros de Francia, de 1643, posteriormente reconocida por su autor, y en otros textos menores; y que siembra rumores, opiniones e inquietudes hasta 1645, aproximadamente, en Locuras de Europa. Las diferencias entre las tres campañas de imagen son muy notables y descubren la gravedad de la situación política, pese a que los propagandistas evitan mostrar los puntos débiles de la Monarquía. Pero, desde el punto de vista literario, ofrecen una interesante evolución desde el enemigo único, que lo es por antomasia, Francia, cuyo manifiesto hay que rebatir, hasta un enemigo inesperado, el portugués, que se justifica a posteriori, y una Europa enloquecida, a la que dos voces inmortales — el dios chismoso Mercurio y el satírico Luciano— reprochan irónicamente, desde alguna región del aire, unos desequilibrios causados por los sucesivos enemigos de la Monarquía: Francia, Holanda, Cataluña, Portugal y los inestables potentados de Italia.

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A partir de la constitución de un numeroso equipo movido por el patriotismo y concienciado por el enemigo extranjero, la continuada escritura propagandística de los autores de nuestro corpus evoluciona al volcarse, sucesivamente, no sólo contra el enemigo-hermano, sino también contra el papel emanado del, ahora, enemigo-catalán-rebelde. En el colmo de la identificación entre las armas y las plumas esa escritura desemboca en la creación artificial del supuesto manifiesto portugués, por parte de Quevedo, y en la proliferación de enemigos, auténticos o sospechosos de serlo, a los que se dirige el embajador Saavedra desde la delegación española en Münster. Si la guerra con Francia comienza con la declaración oficial de 1635, la guerra de papel prácticamente no cesa desde entonces, ya que las obras anticatalanas y antiportuguesas no siguen exactamente los movimientos bélicos, sino que obedecen al ritmo de las prensas, muy ágil en ambos casos. Tanto que el cronista José Pellicer prepara en menos de un mes una monografía sobre los legítimos derechos sucesorios de Felipe IV sobre Portugal.Y Quevedo, que seguramente la leyó, debió de entenderla casi como respuesta oficial, cuando probablemente era sólo un documento base en el que apoyar futuras defensas contra los rebeldes. Para la correspondiente campaña de imagen las dos obras apenas tienen entidad, de la misma manera que resultaría políticamente incorrecta, incluso en el fragor de la guerra, la sátira quevediana contra los catalanes, que no se imprimió. Sin embargo, la originalidad de esta guerra de papel procede de ese fenómeno insólito, por lo creativo, que es ajustar una crisis política grave a un proceso de escritura. Como vemos a continuación, esto empieza con las obras antifrancesas de 1635.

1. LA

DECLARACIÓN DE GUERRA DE

1635 Y

LOS TEXTOS DE RÉPLICA

No es éste tiempo de estarse con los brazos cruzados el que puede empuñar la lanza, ni con la lengua pegada al paladar el que puede usar del don de la palabra […] desde hoy todos somos soldados, los unos con la espada y los otros con la pluma. (Antonio de Capmany, Centinela contra franceses, p. 5)

El fragmento anterior forma parte de uno de los muchos opúsculos patrióticos de 1808, cuando en la Guerra de la Independencia se exa-

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cerban los sentimientos antifranceses, como en la guerra de 1635, y buena prueba de la analogía es la reimpresión entonces de la Carta a Luis XIII de Quevedo2. La conciencia patriótica de la generación de 1635 se gesta como reacción contra la declaración de guerra francesa, pero el propósito propagandístico entonces incipiente no hará sino crecer en las dos revueltas de 1640, que se convirtieron luego en guerras fratricidas.Y es que ya en 1634 el conde-duque recomendaba a Felipe IV algún nombre, concretamente el del inquisidor de Murcia, Juan Adam de la Parra, para «mortificar a los émulos desta Corona, y particularmente a los franceses»3. Efectivamente, en los prolegómenos de una guerra abierta, la Conspiración herético-cristianísima del citado Inquisidor se proponía desvelar ante los príncipes de Europa las alianzas, o conspiraciones, de los franceses con los herejes holandeses. Se trataba de utilizar el tema religioso para crear opinión, atacando por un flanco débil a Luis XIII, un rey cristiano que se aliaba con herejes con tal de socavar el poder del Rey Católico, y todo ello filtrado por la óptica y el estilo de un inquisidor deseoso de medrar en la corte. En este sentido, la obrita de Adam de la Parra merece considerarse como antecedente de la campaña de 1635, tanto por su propósito como por su eficaz organización. Sus fines eran abiertamente belicosos, como se comprueba en la Dedicatoria a Felipe IV, instándole a la guerra: «saca tu mano vengadora» (s.p.); y en las palabras del autor a su propio librillo, augurándole el destino reservado a los enemigos: «la ira del galo construye para ti incendios» (p. 7). La obra se estructuraba en dos partes similares en extensión, la primera para exponer la situación de Alemania en 1634, y la segunda dedicada a la «injusticia de las guerras de Francia» y a sus alianzas con herejes, frente a la justa guerra del emperador Fernando en beneficio de la religión. En una situación todavía pre-bélica, la Conspiración herético-cristianísima se adelantaba y defendía la intervención abierta en lo que todavía era una guerra en Alemania, aparentemente por motivos religiosos. Aunque el propio autor reconocía que «antes de la propagación de la obra ya se juzga casi extinguido el fuego» («Advertencia al lector»), el conde-duque ordenó recogerla4.

2 3 4

Así lo ha señalado su editora más reciente, Peraita, 2005, p. 261. Apud Elliott, 1990, p. 479. Elliott, 1990, p. 479.

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Sin embargo, hay que tener en cuenta que, desde un enfoque virulentamente religioso, la obra se gestó para contrarrestar lo que los franceses ya habían lanzado, desde el punto de vista político, con títulos como el del jurista Jacques de Cassan, La recherche des droits du roi et de la couronne de France sur les royaumes, duchés, contés, villes et pays occupés par les princes étrangers (1634). Este tipo de escritos, junto a los que citaba Quevedo en Lince de Italia…, preparaban el terreno a las armas francesas, buscando apoyos a la política expansionista de Luis XIII y Richelieu. En opinión del cronista José Pellicer, estas obras representaban la vanguardia de un ejército: «el prólogo de la guerra y las primeras banderas que hizo arbolar Francia para las invasiones que emprendió después» (Idea del Principado de Cataluña, p. 294). Estas palabras son más que una metáfora y tienen singular trascendencia, porque aparecen en 1642, en la segunda fase de la propaganda castellana contra los catalanes, cuando el cronista todavía recordaba lo que ya denunció con motivo de la guerra de 1635: «De Ciento pasan los libros o libelos que en odio de nuestra religión […], en oprobio de nuestros ministros corren por el mundo» (Defensa de España…, «Al que leyere», s.p.).Y es que la declaración de guerra firmada por Luis XIII en junio de 1635 no sólo dio lugar a una profunda crisis entre España y Francia, sino que movilizó también a un nutrido grupo de escritores y trasladó al papel el enfrentamiento armado. Como se ha señalado recientemente, la Paz de los Pirineos de 1659 no era sólo el fin de una guerra, sino que culminaba un largo periodo de negociaciones5, es decir, embajadas, espionajes y papeles varios entre Francia y España, con altibajos notables. La conocida enemistad6 entre los dos países separados por los Pirineos —enfrentados por políticas expansionistas, pero aparentemente ligados por los matrimonios de sus reyes— se había reflejado ya en muchas obras, algunas con títulos tan reveladores como La Antipatía de Franceses y Españoles (1617), del doctor Carlos García, español exiliado en Francia. Pero el manifiesto del rey de Francia declarando abiertamente la guerra desencadenó en España una violenta reacción contra el enemigo, que se plasmó en escritos urgentes, que pretendían responder a las razones esgrimidas por Luis XIII para justi-

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Séré, 2007. Para esta cuestión, ver los respectivos enfoques de Briesemeister, 2004, y de Bideaux, 1997. 6

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ficar moral y formalmente una guerra entre dos príncipes cristianos y, además, parientes. Como ya hemos indicado, José M.ª Jover fue el primero en analizar sistemáticamente casi una decena de dichos textos, desde el punto de vista histórico, ideológico y político, considerando que expresaban el pensamiento de una generación de españoles marcados por la guerra. Entre ellos había letrados, secretarios, sacerdotes, inquisidores y, en general, hombres de letras unidos por un sentimiento patriótico de indignación ante lo que consideraban falsedades del papel francés. Pero unidos, además, por una campaña orquestado desde el poder, en defensa de la reputación española. Las respuestas españolas al manifiesto francés de 1635 pueden englobarse en el marco más moderno de las campañas de imagen7, y obedecen al intento de crear un equipo de propagandistas oficiales al servicio del rey Felipe IV y de su valido, el conde-duque de Olivares. Este último era consciente de la eficacia de la propaganda francesa auspiciada por su homónimo, el cardenal Richelieu8, que antes de la declaración oficial de guerra encargaba a sus escritores afectos que crearan opinión en la agitada Europa de la Guerra de los Treinta Años. Como vimos al tratar de ese tiempo de libelos, la propaganda del valido de Luis XIII caía sobre un terreno abonado desde finales del siglo anterior, cuando la Satyre Ménippée9 alertaba sobre la pretensión española al trono francés; y expresaba ahora abiertamente las aspiraciones y derechos de Francia, con obras que buscaban en la historia medieval, como la citada de Cassan, los derechos a reinos, ducados y condados ocupados por «príncipes extranjeros»…, evidentemente de la Casa de Austria. En efecto, la utilidad de la escritura para justificar una política, o para denunciarla, se percibía y se padecía en España, pero se practicó con profusión en la larga crisis que se abrió en 1635. Por eso en nuestra selección sobre el amplio corpus de la polémica han primado, más que la exactitud y veracidad de las respuestas, sus componentes casi panfletarios en el sentido de vejatorios para el enemigo.Y frente a una réplica rigurosa y precisa, como la del jurista y consejero real Alonso Guillén de la Carrera, hemos preferido las más literarias del historiador

7 8 9

Ver, por ejemplo, Elliott, 1985. Elliott, 1984. Ver Arredondo, 1985; y Suárez, 2002.

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José Pellicer de Tovar, comentarista de Góngora; del diplomático y tratadista político Diego de Saavedra Fajardo; y de un artista de la palabra, como Francisco de Quevedo.Todas las réplicas españolas al manifiesto francés, al margen de sus diferencias formales, comparten una temática: insisten especialmente en el argumento religioso, en la deslealtad del rey Luis XIII con su propia familia y en su debilidad ante el nepotismo, la ambición y el maquiavelismo del cardenal Richelieu. Pero los textos de nuestros tres autores destacan, primero, por su brillantez estilística, comparados con tantos textos bienintencionados, pero exclusivamente testimoniales10.Y, segundo, porque son sus primeras armas en las respectivas tareas de propaganda política, más o menos oficiales. Esta coincidencia en autores de primera fila parece indicar que sus textos de 1635 no son sólo obras de encargo, sino que proceden de un común convencimiento acerca del peligro francés.Y esa convicción, a su vez, revela un conocimiento previo, y muy vasto en los tres casos, de la política reciente del vecino del norte y también de la idiosincrasia de un pueblo al que nuestros polemistas frecuentemente apelan, compadecen, insultan o, incluso, al que fingen representar. En 1635 las obras de Quevedo, Pellicer y Saavedra Fajardo no sólo testimonian esa francofobia coyuntural, sino también una noción del «enemigo» —historia, economía, facciones cortesanas, descontento popular, etc.— que las capas más altas de la sociedad española debían de compartir. Probablemente a ellas, y quizá a un más amplio consumo interno, irían destinados buena parte de estos escritos polémicos, que explotan sentimientos patrióticos mediante la metáfora, el énfasis y el patetismo. En cuanto al destinatario externo de los textos, el «receptor» por antonomasia sería el rey de Francia, al que dirigen Quevedo su Carta al serenísimo, muy alto y muy poderoso Luis XIII, rey cristianísimo de Francia y Saavedra Fajardo su Memorial enviado al rey cristianísimo por uno de sus más fieles vasallos.Y, a continuación, las cancillerías de una Europa en guerra, que conocía los panfletos franceses previos y, ahora, las respuestas españolas. Esta dimensión europea de la polémica franco-española es uno de sus aspectos más notables, porque pone de relieve hasta qué punto los acontecimientos históricos —como el Tratado de Monzón o la batalla

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La tesis de Dentone, dirigida por J.-P. Étienvre y titulada Images de la francophobie en Espagne. L’écriture de la crise de 1635, Paris-Sorbonne (Paris IV), 2000, analiza desde el punto de vista literario más de veinte obras anti-francesas.

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de Pavía, por ejemplo— se utilizaban como armas arrojadizas, hasta convertir esa historia compartida entre amenaza y modelo11 en un palimpsesto12 reescrito y manipulado con dos colores de tinta. Precisamente para reescribir «a la española» se prepararía Pellicer, por cuyas manos pasaban las noticias oficiales y también los opúsculos franceses de propaganda, que difundían por Europa informaciones sesgadas sobre los supuestos derechos de Francia a territorios «usurpados» por el enemigo. Como Juan Adam de la Parra, cuya Conspiración herético-cristianísima es un antecedente de la campaña, Pellicer se documentaría para neutralizar esa propaganda francesa de la que se quejaba; pero su tarea hubo de posponerse, sin duda, ante la urgencia de responder a un texto muy breve y mucho más contundente: la declaración de guerra firmada por Luis XIII. Frente a la frustración del Inquisidor que reclamaba información desde Murcia, es lógico suponer el orgullo del joven y ambicioso cronista al saberse designado para acometer una labor tan patriótica, de la que se mostraba igualmente satisfecho Quevedo, como se deduce de la carta a don Sancho de Sandoval, en noviembre de 1635: «Con el portador remito a v.m. esa Carta que escrebí al Rey de Francia, respondiendo a su Manifiesto… Es de lo de Marquilla, que imprimí para Palacio y para Flandes y Alemania a las personas reales» (Epistolario completo, p. 367). Las palabras de Quevedo a su amigo manifiestan también su arrogancia y hasta indican los réditos que el entonces secretario de Felipe IV pensaba obtener de su participación en la guerra de papel. Pero, además, coinciden en el tiempo con la fecha de la dedicatoria de la Defensa de España… de Pellicer, lo que permite afirmar la oportunidad del lanzamiento sucesivo y la variedad de géneros de estas obras que forman parte de una campaña propagandística.Y es que, a diferencia de una respuesta rápida, selectiva y breve, como la Carta a Luis XIII, Pellicer debió de preparar su Defensa de España contra las calumnias de Francia muy detenidamente, porque contesta al texto de la declaración de guerra con la extensión de un tratado. 11

Remito a la obra colectiva, coord. por Boixareu y Lefere, titulada La Historia de Francia en la Literatura española. Amenaza o modelo, y a mis dos artículos en la misma, Arredondo, 2009a y 2009b, dedicados a la propaganda de 1635, que son una primera versión de este capítulo. 12 Ver Genette, 1989, porque todos nuestros textos pueden muy bien calificarse de literatura en segundo grado.

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Dentro del previsible reparto de funciones que cada réplica debía de cumplir, la Defensa de España… de Pellicer nacía marcada por un deseo, primero, de divulgación internacional —se publicó en Venecia y contiene unas palabras previas dirigidas a los «Reyes, Príncipes, Potentados, Repúblicas y Señorías» de Europa—; segundo, de erudición, ya que se basaba en los datos acumulados por el cronista oficial, autorizando su texto con un «Catálogo de las Historias» en el que figuran ochenta y dos obras que le sirvieron de fuente; y, finalmente, se dedicaba ni más ni menos que al papa Urbano VIII, presentando su texto en nombre de una España «lastimada» no sólo por el «rompimiento» de la guerra, sino también por la «sinrazón» francesa: «Para el duelo de las armas toma España, como tan católica siempre, a Dios por amparo. Para la contienda de las plumas busco yo por juez a V[uestra] S[antidad]» (p. 3). Desde los preliminares, Pellicer se refiere a quienes le han precedido —«muchos han intentado satisfacer al Manifiesto» («Al que leyere», s.p.)—, lo que puede indicar una gradación temporal y progresiva en una campaña muy bien organizada. La respuesta de Pellicer a la declaración de guerra es más tardía que la Carta a Luis XIII, que él cita entre sus fuentes.Y una obra más reposada permite al historiador hacer acopio de argumentos y autoridades que respalden con datos, cifras y fechas las razones españolas. Sin embargo, la Defensa de España… de Pellicer, que reescribe13 cada fragmento del manifiesto francés para rebatirlo minuciosamente, suscita dudas respecto a su ubicación genérica. El autor denomina «memorial» a su obra, término mucho más adecuado para el texto anónimo y sin aparentes pretensiones estilísticas, atribuido a Saavedra Fajardo. Pero Jover14, que señaló acertadamente los paralelismos entre la campaña de 1635 y el periodismo moderno, relacionaba la Defensa de España… con las cuestiones de actualidad, apuntando la afición del joven cronista por «saltar a la palestra». Efectivamente, así es, pero esta afición era igualmente compartida por Quevedo, cuyo texto, más rápido y apasionado, reúne los requisitos de una carta abierta, en un planteamiento propagandístico moderno. Es probable que la voluntad totalizadora de la Defensa de España… constituya un lastre para lo que hoy consideraríamos imprescindible agilidad

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A esta técnica de Pellicer me he referido en Arredondo, 2000. Ver el análisis de Jover, 1949, especialmente p. 101.

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periodística, entre otras razones, por el tiempo transcurrido desde que se produce la noticia de la guerra, con su correspondiente declaración escrita, y la publicación de la réplica. Pero, en cualquier caso, y a falta de datos exactos sobre el lanzamiento y el número de ejemplares de cada texto, basta comparar las tres obras seleccionadas, entre los muchos papeles que contestaron indignados a la declaración de guerra, para comprender la riqueza y oportunidad de los textos propagandísticos. Buena prueba de su eficacia es que los mismos autores volvieron a tomar la pluma en los conflictos sucesivos.

1.1. La Carta al serenísimo, muy alto y muy poderoso Luis XIII, rey cristianísimo de Francia, y otras obras contra Francia de Francisco de Quevedo El caso de Quevedo es el más singular y el más brillante entre todos los polemistas de 1635, porque puede ilustrar sobre cómo penetra la historia de Francia en un escritor culto, cómo se transforma para construir una determinada imagen y cómo ésta se transmite por una doble vía: la aparentemente digna y solemne de la Carta al rey Luis XIII, y la satírica de la Visita y anatomía de la cabeza del cardenal Richelieu, de algunos poemas francófobos, o de algunos cuadros de La fortuna con seso y la hora de todos. La importancia de Francia en la obra de Quevedo se aprecia en su cultura, en sus preocupaciones políticas y en momentos muy importantes de su biografía15. Sus lecturas francesas, especialmente de historiadores, como Pierre Mathieu16, debieron de ser abundantes, y buena prueba son ciertos títulos de su biblioteca17 y algunas citas que demuestran, por ejemplo, su admiración por Montaigne, al que convirtió en personaje literario de la Visita y anatomía… En cuanto a la política, Quevedo manifestó su preocupación ante la amenaza francesa mucho antes de la crisis de 1635, como hemos visto en el Lince de Italia u zahorí español (1628), donde señalaba que ciertas alianzas francesas podían ser perjudiciales para España. Por la misma época Quevedo desliza

15 16 17

Ver Jauralde, 1999, p. 692. Así lo señaló ya A. Gutiérrez, 1977, p. 257. Maldonado, 1975, pp. 405-428; y también Pérez-Cuenca, 2003, pp. 297-331.

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alguna que otra alusión en El chitón de las tarabillas, a propósito del comportamiento desleal de Francia, que ayudaba a quienes se rebelaban contra la Corona española, argumento sobre el que volverá años más tarde en La rebelión de Barcelona ni es por el güevo ni es por el fuero. Respecto a la información de Quevedo sobre política y libros franceses, debía de ser de primera mano, derivada tanto de su interés por la última noticia de actualidad como del cargo de secretario real que ostentaba desde 1632.Todo ello indica un conocimiento de Francia más que notable, alimentado por los frecuentes contactos que mantenía con algunos franceses en Madrid, hasta el punto de convertirse posteriormente en sospechoso para el conde-duque de Olivares. Así se explicaría la oscura detención de Quevedo en diciembre de 1639 y su encarcelamiento en San Marcos de León, por sus críticas contra el gobierno y por ser correspondiente de franceses18. En este marco, la Carta al serenísimo, muy alto y muy poderoso Luis XIII, rey cristianísimo de Francia es uno de los textos más característicos de esta propaganda y de cómo la historia francesa podía reinterpretarse por un noble español que ni era cronista oficial, como Pellicer, ni un diplomático como Saavedra Fajardo, sino un hombre de gran cultura, cercano al poder, partidario de una política belicista y que escribía desde una doble indignación: por la humillación de que Francia hubiera dado el primer paso en la guerra y porque la justificara faltando a la verdad. A esto último alude Quevedo en la Carta a Luis XIII, cuando reprocha a éste, con la finura de un literato, que el manifiesto juegue con las palabras: «Vos, a la advertencia del rey mi señor llamáis despojo, y al despojo que vos habéis hecho de plazas ajenas llamáis amparo. Pudistes, señor, trocar los nombres a las cosas, mas no el juicio a los que las oyen y vieron» (Carta…, pp. 298-299). En cuanto a la tesis belicista, todavía se percibe tras las separaciones de 1640, en La rebelión de Barcelona…, cuando Quevedo afirma: «El más seguro modo para defenderse del contrario es obligarle a que se defienda. El que acomete sabe escoger para sí, toma la determinación y da el susto al enemigo» (p. 452).

18 Ver la carta ya citada, publicada por Elliott, 1990, p. 540; y la posibilidad de que hubiera participado en una complicada conspiración junto al barón de Pujols, servidor y agente del cardenal Richelieu.Ver también Jauralde, 1999, pp. 759-776; y López Ruiz, 1980.

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Partiendo de estas premisas, la Carta a Luis XIII no es una respuesta completa ni ordenada a cada una de las cláusulas de la declaración de guerra, sino una epístola literaria19 que se sirve de la historia (personajes, batallas, alianzas, tratados) y de la literatura (comparaciones, metáforas, conceptos) para desprestigiar al enemigo, hasta el punto de convertirse en una excelente pieza propagandística o «una digna muestra de libelo político»20. En este sentido nada nuevo aporta a las precisiones de juristas e historiógrafos, pero sí pone de relieve los valores de España (de sus gentes, de su rey, de la Casa de Austria en general) frente a lo que consideraba Quevedo la falsedad, cobardía e impiedad francesas. La Carta a Luis XIII se publicó en Madrid por la Viuda de Alonso Martín y de ella se conservan otras ediciones del mismo año, de Zaragoza y Sevilla. Suele presentarse como un encargo directo de Olivares21, y es, desde luego, una obra oficial y culta, plagada de citas, pese a su brevedad, y que reflejaría en su momento lo que Maravall denominó el compromiso del autor con los intereses de los privilegiados22. Es un texto de composición rápida y de enfoque subjetivo y apasionado, que consta de unas líneas «A quien leyere», una invocatio al rey francés, con el tono de una captatio benevolentiae, y tres partes muy diferentes en extensión: la primera es una exposición, en versión española, de las causas de la guerra (enemistades, incumplimientos, relaciones familiares); la segunda está dedicada a los hechos, ya mencionados, de Tirlemont; y la tercera es la respuesta aparentemente precisa a algunos puntos del manifiesto francés. La obra concluye con una apelación al rey de Francia, exhortándole a la reflexión y proponiéndole para ello una larga cita de la Utopía, de Tomás Moro, que condensa el doble mensaje, político y religioso, de la Carta al serenísimo, muy alto y muy poderoso Luis XIII, rey cristianísimo de Francia. El texto debió de satisfacer al autor, tanto por su innata condición de polemista, como por arrogarse la patriótica misión de responder a la declaración de guerra defendiendo a su rey y a su país.Así puede deducirse de la carta citada a Sandoval, de noviembre de 1635, en la que se trasluce su orgullo: «Con el portador remito a v.m. esa carta que escre19

Ver para el género Martín Baños, 2005. Según Rey en su Introducción a Quevedo, Obras completas en prosa, 2005, vol. III, p. L. 21 Jauralde, 1999, p. 692. 22 Maravall, 1982, p. 75. 20

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bí al rey de Francia, respondiendo a su Manifiesto». Dicha misiva al amigo prueba también la rapidez de Quevedo al contestar, porque la Carta se fecha el 12 de julio, un mes después del manifiesto. Entre otras respuestas la de Quevedo destaca, efectivamente, por su prontitud, y quizá por ello mismo, por ser muy selectiva. Quevedo sólo aborda con detalle un par de cuestiones —las diferencias familiares entre las dos casas reales y el tema religioso—, mientras que se limita a desmentir o a aludir con displicencia a otras causas de la guerra, como los problemas en Italia, las ayudas y socorros prometidos y no enviados, etc.: «Forzoso es satisfacer, o procurarlo, todas las cláusulas que en el manifiesto publicado contra nosotros pretenden convencernos de culpa» (p. 298). Pero esa respuesta aparentemente forzada, que no le impide descalificar al enemigo, destaca, sobre todo, por su tono enfático y por un estilo que oscila entre el respeto que todo noble de su tiempo debe a un monarca y la arrogancia del caballero español que desprecia, como si fueran minucias, algunas de las causas alegadas en el manifiesto. La cortesía de Quevedo hacia Luis XIII, que es alabado por su valor en varios fragmentos del texto, raya casi en devoción, y esto contrasta con las alusiones despectivas y acusadoras hacia el cardenal Richelieu, al que se atribuye la responsabilidad no sólo de la guerra, sino del manifiesto que la justificaba: «El manifiesto que los ministros de vuestra majestad sobrescribieron magníficamente con vuestro soberano nombre» (p. 299). Esa distinción posibilita la admiración de Quevedo por el rey de Francia y establece una distancia entre el destinatario de la carta y el emisor de la misma, español leal, «caballero del hábito de san Jacobo» que le respeta como rey, como cuñado de su propio rey y como cristianísimo defensor de la religión. Precisamente la cuestión religiosa altera esa jerarquía, convierte a Quevedo en consejero y hace que Luis XIII sea «deudor […] del más despreciado español, que soy yo […], en quien sólo asiste, por la piedad de Dios, celo católico» (p. 301); un español que va a prestar al rey francés un gran servicio, porque: «A los reyes no es lícito contradecirlos, mas es permitido (mejor informados) responderlos» (p. 295).Y es que Quevedo finge minimizar las causas de la guerra, sin conceder siquiera importancia a la ambición francesa: «Estas acciones son de moderada hostilidad, y a los reyes persuade a que las ejecuten, o la pretensión o el odio, tal vez el orgullo, y las más la ambición codiciosa de crecerse a costa de sus vecinos» (p. 280). Pero, en cambio, se centra en algo más grave, que presenta como detonante de su escrito, y a lo que dedica

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buena parte del mismo: las matanzas y, sobre todo, las profanaciones cometidas por las tropas del general Châtillon, calvinista, en Tirlemont, el 9 de junio de 1635. Como ya hemos señalado al referirnos al tema religioso, este hecho ocurrido en Brabante tuvo extraordinaria repercusión en toda Europa, pasó a múltiples relaciones y fue mencionado por todos los propagandistas españoles, que lo aprovechan para desacreditar al enemigo; pero Quevedo afirma desde el subtítulo de la Carta que toma la pluma sólo por este motivo: «Escríbela a su majestad Cristianísima […] en razón de las nefandas acciones y sacrilegios execrables» (p. 267).Así Quevedo convierte la anécdota en categoría y estructura su Carta en torno a lo que considera no sólo una herejía, sino un síntoma de la corriente sacrílega que puede arrastrar al cristianísimo rey de Francia. De ahí que la Carta al serenísimo, muy alto y muy poderoso Luis XIII, rey cristianísimo de Francia omita algunos términos del manifiesto, mientras que los sucesos de Tirlemont se magnifican desde el proemio citado, por medio de alusiones sucesivas que convergen en el punto central del escrito, y son posteriormente trascendidos a base de analogías y citas, que simbolizan y amenazan a un tiempo el futuro de Francia y de su rey. Dichas alusiones aparecen tras abordar con reticencia —«No me dio ocasión de embarazar vuestra soberana atención» (p. 279), «Nada de todo esto hirió mi ánimo y arrebató mi pluma» (p. 281)— o con ironía otras cuestiones que también se desarrollan por extenso, como la generosa acogida dispensada por Felipe IV a la reina madre y a Gastón de Orleáns. Este aspecto también fue desarrollado por todos los polemistas, que pretendían responder a las quejas formuladas por Luis XIII contra su cuñado en el manifiesto; pero Quevedo contesta con gran agudeza, comparando el gasto familiar y el gasto bélico: La atención desocupada llegó a sospechar que era estratagema dispararle Francia tan esclarecida familia para consumirle en gastos y sueldos, viendo que expendía en esto más tesoro que en sustentar los ejércitos que vos le ocasionastes con traer los suecos a Alemania y con alimentar sus rebeldes en Holanda (p. 274).

Frente a este elegante desinterés, propio de la magnanimidad del rey español, Quevedo declara que las profanaciones de Tirlemont son escandalosas e intolerables para un católico, y de ahí que su presentación esté cargada de énfasis:

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Apoderose empero de mi espíritu el saco de Mos de Xatillon, vuestro general en Tillimon. […] saqueó el lugar, degolló la gente, forzó las vírgenes y las monjas consagradas a Dios, quemó los templos y conventos y muchas religiosas, rompió las imágenes, profanó los vasos sacrosantos. Últimamente ¡oh señor!, ¿direlo? […] dio en las hostias consagradas a sus caballos el santísimo Sacramento (p. 281).

Las alusiones anteriores desembocan ahora en el sacrilegio cometido por las tropas herejes y en las secuelas e implicaciones del mismo, con deducciones sobre la impiedad de quien consiente tales hechos y con amenazas que recuerdan a Luis XIII que Dios se llama «Dios de venganzas» (p. 282). Desde el punto de vista literario, lo más destacable de la Carta es cómo, a partir de este acontecimiento concreto, Quevedo lleva a cabo una construcción retórica23 encaminada a desacreditar por infiel y hereje no sólo al general Châtillon y sus tropas, sino a toda Francia y a su rey, en imagen generalizadora que volverá a aparecer en otros vituperios contra los franceses. Así, en La rebelión de Barcelona… Quevedo reprocha a los catalanes no sólo que se entreguen a Luis XIII sino también a los «herejes» franceses, designados como «hugonotes» o «calvinistas», cuando señala, por ejemplo, que el santuario de Montserrat se ha convertido en «sueldo de calvinistas» (p. 455). En la Carta la eficacia simbólica se basa en la antítesis «caballos comulgados»/ «caballeros descomulgados»; y se refuerza con un procedimiento muy usado por nuestro autor, que confunde deliberadamente los tiempos: en este caso, el contraste entre un pasado glorioso («La caballería francesa, aclamada hasta hoy por noble y valiente, hoy queda condenada por sacrílega», p. 283) y un presente infame y un futuro apocalíptico en sentido estricto, porque se sustenta en la cita de «la visión de los cuatro caballos escrita por san Juan en el Apocalipsis» (p. 286)24. El escándalo de la profanación, es decir, el que comulgaran los caballos en Brabante, es aprovechado para advertir a Luis XIII, mediante la simbología de los colores de los caballos del Apocalipsis aplicada a su reinado: el blanco de su niñez («la pureza de vuestra infancia», representada en el arco, arma de moderación), el rojo de la sangre (con la 23

En el mejor sentido del término, como lo aplicó Guillén, 1982, pp. 483-506. Para este simbolismo y otros usos del bestiario de Quevedo, ver J.-P. Étienvre, 1991. 24

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espada de la guerra) y el pálido de la muerte y del infierno. Quevedo trasciende así el hecho sacrílego concreto para relacionarlo con la admonición bíblica sobre el caballo rojo y el pálido. El paso siguiente es insinuar a quién representa ese caballo rojo, que llena el reino de sangre, en alusión a Richelieu («Delante de vuestros ojos […] tenéis este color rojo […], desde que os dejáis llevar dél habéis quitado la paz de la tierra», p. 286), y recomendar a Luis XIII que no se suba a los caballos cuyo color es el rojo de la sangre o el pálido de la muerte. De lo contrario habrá de enfrentarse con el rey de España, convertido en paladín de la Cristiandad: «Hoy el rey mi señor, provocado de vuestras armas, os buscará […], no con nombre de enemigo. Su apellido será Católico, vengador de las injurias de Dios, de los agravios hechos a Cristo nuestro Señor en el santísimo Sacramento» (p. 287). El maniqueísmo de esta argumentación, que pinta dos bandos, el de los buenos cristianos y el de los herejes, se sirve, incluso, de la figura de Juana de Arco, virgen y defensora de la religión y de Francia contra los ingleses, frente a la del general Châtillon, flagelo de las vírgenes de Tirlemont.Y esa analogía, que retrocede en el tiempo hasta la historia francesa del siglo XV, que Quevedo conocía bien, se remonta aún más lejos cuando generaliza la tendencia sacrílega de los franceses. Para ello nada mejor que las citas clásicas, con un primer apoyo en la autoridad de Cicerón, «Mas Cicerón no extrañara como yo estos sacrilegios de los franceses», que afirma que «éstos con los mismos dioses inmortales trajeron guerra» (p. 293).Y esto último se amplía, a su vez, con citas de Justino sobre la crueldad francesa y de Julio César, en la Guerra de las Galias, sobre su ligereza de ánimo y escasa perseverancia: «Porque como al acometer la guerra el ánimo de los franceses es pronto, así su mente es blanda y de ninguna manera apta para resistir las calamidades» (p. 302). La censura de un acontecimiento concreto sirve a Quevedo para desacreditar progresivamente a un enemigo (por sacrílego, pero también por cruel y por cobarde), que ya no es singular, sino que es toda Francia, mediante recursos que van de la figura retórica a la cita de autoridad, pasando por el simbolismo animal, anacrónica o despectivamente aplicado. Ese último uso, en el que conviven ironía y amenaza, también se halla en libelos no específicamente antifranceses, pero que sí traslucen la convicción de que Francia es la inductora de graves conflictos para España, como las separaciones de Cataluña y Portugal en 1640. Así se afirma, por ejemplo, en La rebelión de Barcelona ni es por el güevo ni es por el fuero: «La guerra tan injusta que Francia hace hoy a

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toda la cristiandad en esta monarquía, más con cizaña que con valor ni valentía, levantando a Barcelona y a Portugal y asistiéndolos a la traición» (p. 451). Como veremos después, Quevedo vuelve a emplear en esta obra no oficial la simbología inherente a un animal —el basilisco— para amenazar a los catalanes, que cambian a su rey natural por el rey de Francia, un «régulo» («pequeño rey» y «basilisco»), lo que significa o bien una pérdida, o bien un riesgo. Lo que era admonición apocalíptica en la Carta dirigida a Luis XIII, en la obra que quedó manuscrita se convierte en escarmiento satírico contra los catalanes, partiendo de la última formulación del refrán25: «Que será por el güevo y no por el fuero». Y ese huevo —«que, por haberle empollado los franceses, es güevo de gallo (que en latín gallos se llaman), produce un basilisco»—, posteriormente basilisco amenazador, finalmente degenera en chiste tópico, con el triunfo de un español sobre el enemigo francés: «se cuenta […] que, teniendo un español un güevo en la mano para comerle, le advirtieron que tenía pollo; él se le sorbió diciendo:“Vaya antes que llegue a gallo, que será mi enemigo”» (p. 469). En este último caso la función simbólica del animal se refuerza, porque la comicidad del chiste no oculta la generalización simplificadora, pero muy eficaz, de que cualquier «gallo» es sinónimo del enemigo por antonomasia; el procedimiento marca la distancia entre el caballo de la cita bíblica y el pollo del chiste.Algo semejante aparece en los cuadros satíricos de La fortuna con seso y la hora de todos, compuesta hacia 1635, cuando algunos capítulos dedicados a la política italiana denuncian metafóricamente las ambiciones de Francia sobre los dominios españoles. Éstos son representados, por ejemplo, por el brioso caballo de Nápoles y se ven continuamente hostigados, como el corcel, hasta convertirse en un vulgar caballo de tiro, que, pese a numerosos avatares, no ha caído en poder de los franceses. La Fortuna con seso… recoge esa preocupación de Quevedo sobre las aspiraciones francesas, especialmente en una escena muy elocuente acerca de la pugna España-Francia por Italia. En ella «el rey de Francia se fue llegando a Roma con piel de cardenal para no ser conocido, pero el rey de España […], haciéndole la cortesía, le obligó a que, quitándose el capelo, descubriese lo calvino de su cabeza» (p. 677). Al margen de la

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Ver, en este capítulo, el apartado 3 sobre los textos de 1640.

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dilogía burlesca calvo-calvino, que utiliza Quevedo muchas veces, interesa en el pasaje no sólo la identificación entre el cardenal y Calvino, es decir, la herejía (Quevedo coincide con todos los polemistas en condenar las alianzas de Richelieu con los holandeses y con el Turco), sino la deliberada confusión entre Luis XIII y su valido, insinuación maquiavélica que aparece en muchas réplicas al manifiesto de declaración de guerra. Como ya hemos indicado, en la Carta se achacaba a Richelieu, de forma más o menos encubierta, la guerra, la redacción de un manifiesto humillante y falso, y algunos de los reproches «familiares» del rey de Francia; así, por ejemplo, en la metonimia sobre la huida a Flandes de la madre y el hermano de Luis XIII: «la fuga no acusaba corona, sino capelo» (p. 276). Pero, además, Quevedo aprovechaba los panfletos de la oposición francesa que se escandalizaban ante la escasa piedad del valido y denunciaban que primara el pragmatismo político sobre su condición de príncipe de la Iglesia. De ahí la multiplicidad de imágenes que relacionan la religión y la política en la Carta a Luis XIII para simbolizar al cardenal, como el capelo y el color púrpura, o para asociar dicho color a la vergüenza («la vestidura del eminentísimo cardenal vuestro y de Richelieu se pondrá más colorada con la vergüenza que con la grana», p. 281) y, lo que es más grave, a la sangre, como en la advertencia sobre el caballo rojo. Si ésta se basaba en la cita del Apocalipsis, Quevedo utiliza también un fragmento del Libro de los Proverbios para recomendar al rey que abomine de quien sembraba discordias entre parientes. Además de estas acusaciones, los propagandistas de la reina madre atribuían a Richelieu una ambición desmedida, insinuando que tomaba decisiones en nombre del rey, e incluso que pretendía ocupar su puesto, si Luis XIII y Ana de Austria no tenían heredero.A este respecto Quevedo no sólo coincide con los restantes polemistas españoles, sino que trata hábilmente lo que él llama la «maquinación» de «algún ministro vuestro», y relaciona la supuesta «usurpación» del trono con la sucesión y falta de descendencia; aspecto éste fundamental en la monarquía26, por lo cual Quevedo no olvida despedirse obsequiosamente de Luis XIII deseándole sucesión. Y todo ello para contraponer, de nuevo, la generosidad de Felipe IV y la ambición de Luis XIII: éste apelaba a los flamencos en la declara-

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Ver, a este respecto, Schaub, 2004, pp. 249-253, también sobre la sucesión de Luis XIV.

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ción de guerra, induciéndolos a la rebelión, y el rey de España, por el contrario, era capaz de amparar a los leales franceses en «tan abominable traición contra vuestra corona y descendencia» (p. 300). En este sentido la «calvina» cabeza del valido francés en La Fortuna con seso y la hora de todos es mucho más que una burla ocasional o una fijación obsesiva que Quevedo compartía con los españoles de su generación. La confusión del rey de Francia con su ministro, y el hecho de que éste sirviera de máscara al primero, o viceversa, ha de relacionarse, respectivamente, con el pensamiento de Quevedo sobre la función del valido como consejero del rey y con la sátira esperpéntica en torno a la cabeza del ministro francés, en Visita y anatomía de la cabeza del cardenal Richelieu. Las malévolas alusiones vertidas en la Carta sobre el poder del cardenal y su nepotismo aparecen también en dos sonetos27 de tema francés, y demuestran la firmeza de las convicciones de Quevedo, que se expresan por igual en verso y prosa, y que no obedecen sólo a intenciones ocasionales y propagandísticas. Así, en Decimotercio rey, esa eminencia, Quevedo repite algunos de los argumentos que aparecen en la Carta: advierte a Luis XIII de las aspiraciones de Richelieu a la Corona, de cómo ennoblece para ello su ascendencia, una vez que ya «osó coronar su descendencia» y que ha logrado alejar a la familia real. En cuanto al estilo, vuelve a utilizar el simbolismo del color rojo («en él solo se ha visto colorada / la desvergüenza […]» y a jugar con la altura como expresión de nivel jerárquico, como en la Carta, donde el valido estaba peligrosamente enfrente o por encima del rey; ahora las alusiones empiezan en los primeros versos, «[…] esa eminencia / que tu alteza a sus pies tiene postrada», y se consuman en el último «mira que el Cardenal se te levanta». Mayor interés aún tiene el soneto Sabe, ¡oh rey tres cristiano!, la festiva, donde la soltura y familiaridad de Quevedo con el tema hispano-francés se revela en ese adverbio «très» del primer verso, que sustituye al superlativo español «cristianísimo».Y es que, como se indica desde el título, «Figurada contraposición de dos valimientos», el soneto contrasta dos formas de privanza, la de la «púrpura del cardenal» y la de la «oliva» de Olivares, que reflejan una vez más el enfrentamien-

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Para ello, ver López Poza, 2000; y el análisis y edición de los sonetos en Arellano/Roncero, 2001, especialmente pp. 24-27; son los sonetos 20 y 18, respectivamente, de esta edición.

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to franco-español y también la, entonces, amistosa sintonía de don Francisco con el conde-duque. La comparación se estructura simétricamente, con un cuarteto y un terceto para cada monarca, el «tres cristiano» Luis XIII y la «humana deidad» de Felipe IV—aquí en la línea de Felipe el Grande—, y su correspondiente valido: uno ambicioso y guerrero, que deshoja las «lises» de Francia «con las balas», y otro pacífico como el olivo de su nombre, que con su prudencia conseguirá el «laurel» de la paz; pero no de una paz humillante, sino de una paz vengativa, en uno de los muchos matices que el concepto posee en las obras de Quevedo. El poder simbólico de la púrpura, la oliva, la flor de lis francesa y el laurel convierte en literatura el enfrentamiento político de dos grandes potencias y resume en unos pocos versos dos formas de gobierno, personificadas en dos personajes, cuyas imágenes contaminan para bien o para mal a sus respectivos países en tiempo de guerra. Esa capacidad de Quevedo para literaturizar a un personaje histórico tan relevante como el cardenal Richelieu y servirse de él como argumento ad hominem se aprecia especialmente en la Visita y anatomía de la cabeza del cardenal Richelieu, un texto cuya autoría está ya fuera de dudas, tras los estudios de Riandière28. La obra se fecha, según la Dedicatoria, el 12 de octubre de 1635, muy próxima a la redacción de la Carta a Luis XIII y a la declaración de guerra, y constituye el grado máximo de ficción sobre el valido francés, blanco de todos los polemistas, así como la demostración palpable del conocimiento de Francia que tenía Quevedo y de la preocupación política que le induce a lanzar una segunda obra antifrancesa, esta vez anónima y sin respaldo oficial.Y es que, frente al tono respetuoso y grave de la epístola dirigida al rey, la sátira estrafalaria de la Visita y anatomía… podía combatir el problema francés mediante la denigración de quien era el principal responsable, según Quevedo. Para ello el autor se esconde bajo un seudónimo, lo que permite disfrazar su voz, prescindiendo de su condición de noble y de español, ya que el texto está firmado por un tal «Acnoste, autor del libro intitulado Catolicón español, traducido en castellano por Pierres Gemin, francés» (p. 317). Esta autoría francesa ficticia, tan paradójica, más el juego con la «traducción» realizada por otro francés, condiciona todo el texto desde

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Ver los argumentos de Riandière, 2005, y la bibliografía citada en su edición, por la que citamos.

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el título29 y refuerza, de nuevo, la densidad intertextual de la propaganda de 1635.Y es que la autoría, o el seudónimo, no es inocente ni caprichosa, ya que relaciona dos textos satíricos, el Catolicón o Satyre Ménippée30 y la propia Visita y anatomía…, ambos de fuerte calado político y compuestos en dos momentos delicadísimos de las relaciones hispano-francesas: 1593, cuando se reunieron los Estados Generales en París para elegir rey tras la muerte de Enrique III, y 1635. La extraordinaria ocurrencia de Quevedo se intensifica porque el Acnoste de la Sátira Menipea era, en realidad, el seudónimo de un grupo de franceses del partido político, que apoyaban la candidatura de Enrique de Navarra, futuro Enrique IV, y que se oponían a las aspiraciones al trono francés de la infanta Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II, sostenida por el partido devoto. De manera que Quevedo se oculta tras la voz de los políticos para dar mayor fuerza y verosimilitud a su ataque contra el cardenal. Éste es denunciado y satirizado por un francés leal, el mismo que escribió el Catolicón español contra España y que escribe ahora «este tratado del calvinista francés» (p. 319), «desengañado con los tumultos de nuestra Francia, hoy furiosa y espiritada por los demonios naturales que se le han entrado en el cuerpo». La obra es un disparate satírico que se enmarca en una consulta médica para curar los males de Francia causados por una mala cabeza, cuyas anomalías, enfermedades y extravagancias se van a mostrar con la pertinente anatomía. A partir de ahí, el texto recoge los peores infundios puestos en circulación por los enemigos de Richelieu y ya utilizados por Quevedo en otras obras, más una gran cantidad de alusiones a la historia francesa y a su política interior más reciente; todo ello adornado con erudición médica sobre la reputada escuela de Montpellier y refrendado con la autoridad de historiógrafos como Bernard de Girard y Alain de Laval, o de un Montaigne, al que se admite por ser el «oráculo» de los «aforismos de estado», tan necesarios para curar el cerebro —cabeza— del paciente. La aportación satírica quevediana consiste, precisamente, en superar las consabidas acusaciones de corrupción política del valido y en agigantar mediante hipérboles lo que Morgues, y Pellicer tras él, llamaban

29 30

1985.

Arredondo, 2009. Lo señaló Riandière, 1985, vol. III, pp. 258-269; ver también mi traducción,

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«quimeras» (en sus respectivos L’Ambassadeur chimérique… y El embajador quimérico…) para transformarlas en una enfermedad, «el morbo regio», de la que informa el prestigioso anatomista Vesalio. Tamaña construcción alegórico-satírica comparte, pues, el tema y los propósitos antifranceses de la Carta a Luis XIII, de la que se distingue por el estilo. Éste pretende reflejar las discusiones médicas, políticas y religiosas de personajes franceses muy conocidos, más del siglo XVI que de 1635, utilizando con deliberado anacronismo la preocupación política de dos momentos diferentes de la historia francesa y retrocediendo, incluso, a otros más remotos, como los reinados de Carlos el Grueso o Hugo Capeto. Éste último, al que pretendía remontarse la genealogía de Richelieu, da pie a un chiste fácil —«con un capelo era dos Hugos: Hugonote en la religión, y Hugo Capelo en el intento de coronarse» (pp. 331-332)— en donde se juega con capelo-capeto, con la impiedad del cardenal y con sus deseos de ocupar el trono de los Capeto. En otras ocasiones se utiliza el ya citado simbolismo del color, más amplio aquí que en la Carta: lo negro de los lutos que se llevan por culpa del cardenal, lo amarillo de la desesperación que ha causado, «lo pálido del temor de los buenos católicos […] lo bermejo y encendido de las llamas de Calvino y Lutero, lo blanco de los tocados del turco, lo colorado del capelo» (pp. 326-327). Además de la brillantez estilística, basada en lo esperpéntico del retrato del valido francés, la Visita y anatomía… no deja de señalar problemas graves, que ya se reflejaban en la Carta con otro tono, el propio de la publicación oficial y firmada: muy especialmente el propósito de Richelieu de acceder al trono y la ceguera o pasividad de Luis XIII. Ese Acnoste francés plantea dichos problemas y sus consecuencias para Francia, cargando las tintas en un retrato satírico de trazo grueso, frente a las ironías e insinuaciones de Quevedo en la epístola dirigida a Luis XIII. Lo que allí era elegante reticencia española ante la política del enemigo es aquí declaración expresa de un «patriota» sobre los males causados por alguien «que ya no sabía dónde tenía la cabeza», que lee las obras impías de Rabelais y cuya memoria, entendimiento y voluntad se analizan minuciosamente en la visita del médico Vesalio, hasta descubrir «que de su cabeza se derivaba a Francia y a toda Europa la epidemia que se debía llamar armandina» (p. 345). La metáfora del cuerpo enfermo, presente desde la alusión a una medicina, el «catolicón» o ungüento español, y en este caso la peligrosa enfermedad, casi demoníaca, es un veneno que se extiende desde la

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cabeza hacia el resto del cuerpo, es decir, desde lo más alto del estado hasta abajo, lo que lleva a los médicos a interrogarse sobre si la cabeza infectada es o no la del rey. Descartado esto al comienzo de la obra, la anatomía realizada recomienda prevenir el contagio regio o intentar su desengaño, algo especialmente difícil «porque, como vía, oía y entendía y hablaba por aquella cabeza, antes tendría la acusación por injuria propia que por culpa ajena» (p. 344). Tanto la duda de la Visita y anatomía… sobre cuál era la primera «cabeza» de Francia, como la posibilidad de que Luis XIII estuviera afectado y la declaración expresa de que el rey era casi un títere de su valido son aspectos recurrentes del pensamiento político de Quevedo respecto a la política interior francesa. El hecho de que aparezcan, con mayor o menor intensidad, en sonetos, tratados y en obras panfletarias indica que el equipo formado por Luis XIII y su ministro, así como su política expansionista, eran para Quevedo el verdadero origen de la crisis de 1635. De ahí que se aplique a denunciar, como hacía la oposición francesa en el exilio, una colaboración viciada por la confusión de funciones y peligrosa para Luis XIII y su monarquía; y que, por interés propio y tratando de sembrar cizaña, la compare con la relación correcta de Felipe IV y su valido. Si a todo ello se añadía la tendencia belicosa del cardenal y de los franceses en general, la reputación del enemigo quedaba mermada desde la individualidad del gobernante hasta el pueblo menudo. En este sentido, la Carta al serenísimo, muy alto y muy poderoso Luis XIII, rey cristianísimo de Francia, que ya recogía descalificaciones y hasta insultos contra los franceses por guerreros, los tilda también de chismosos, amigos de rumores y hasta de cobardes, por su rápido abandono tras una acometida bélica. Para ello se basaba, de nuevo, en la historia clásica, concretamente en el episodio de los gansos del Capitolio: «De Roma arrojó a los franceses con sus graznidos un ganso; mejor aparato es, para apartarlos de Italia, Lorena, Flandes y Alemania, águilas imperiales y leones de Castilla» (p. 301). Esa aparente contradicción entre belicosos-cobardes indica cómo juega el autor con las citas de autoridad, muy numerosas en el texto, que aplica según sus conveniencias y que en este caso sirven para oponer a la huida francesa el valor de Castilla. Por si hubiera duda, ésta se desvanece en el soneto Pequeños jornaleros de la tierra, de «sentencia alegórica», como dice el título, donde se representa la rivalidad Francia-España mediante el simbolismo animal. Los pequeños jornaleros son las abejas lises, es decir, francesas, que

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«saben hacer panales, mas no guerra», a diferencia del león y el águila, que representan la Monarquía española y el Imperio: la «guerra rigurosa / no codicia aguijones, sino lanzas», y en esa guerra, entendida como el sempiterno enfrentamiento hispano-francés, «hace puntas el águila gloriosa, / hace presa el león sin acechanzas». Todo ello muestra el uso parcial y subjetivo que hace Quevedo de la historia de Francia, que conocía muy bien. A diferencia del cronista objetivo, el literato propagandista manipula la historia y la utiliza de manera panfletaria, desde la selección de acontecimientos, nombrando sólo los que favorecen sus tesis, hasta su presentación —apenas aludidos o, por el contrario, desmesuradamente exagerados— y su demostración mediante citas prestigiosas y solemnes, pero aplicadas extemporáneamente, como la larguísima cita de la Utopía de Tomás Moro, al final de la Carta a Luis XIII31. Quevedo emplea un fragmento de la misma para convencer al rey francés de que no es conveniente anexionar más territorios, cuando, en realidad, nada más contrario al pensamiento político quevediano que la mesura y el pacifismo. Buena prueba de ello es que esgrima con orgullo y como arma poderosa el recuerdo de la batalla más gloriosa para los españoles y más humillante para los franceses: Pavía, dos veces citada en la Carta a Luis XIII. La primera en tono amenazador, porque igual que el emperador Carlos derrotó y apresó a Francisco I, Felipe IV puede vencer a Luis XIII: «provocados a la batalla, procurará nuestra defensa (por toda ley permitida) acompañar la recordación del bosque de Pavía con otro cualquier sitio» (p. 289). La segunda evocando, tras el arrojo, la generosidad española, capaz de liberar al monarca francés: «No teme España en la batalla al rey de Francia cuando da libertad al que prende […] y tuvo piedad de los mismos de quien tuvo triunfo» (pp. 300-301). La selección de acontecimientos para crear una imagen o confirmar la ya existente es un procedimiento habitual para recrear la historia, o para aplicar el mensaje de la misma al momento presente, en recurso habitual a cualquier propaganda. Así ocurre con el poema anónimo, atribuido a Quevedo, Mala la hubistes, franceses, también conocido como La toma de Valles Ronces32, al que ya hemos aludido respecto a la Acade-

31

Fue estudiada por López Estrada, 1967. La autoría fue reconocida por Blecua, que publicó el poema en el Apéndice de su edición de la poesía de Quevedo, 1981.También apoya la atribución Cid, 32

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mia burlesca… de las fiestas de 1637. El poema aprovecha, en una relectura muy propia del siglo XVII, el primer verso de un antiguo romance sobre la derrota de Carlomagno y sus doces pares en Roncesvalles, y lo aplica en clave burlesca a las derrotas de los franceses en la campaña de Picardía de 1636. Quevedo actualiza la historia medieval desde los «doce» (pares) hasta el «trece» (Luis), dando paso a un desfile de personajes (el cardenal infante don Fernando como héroe, Richelieu y Châtillon en el otro bando), que protagonizan episodios bélicos tan desastrosos para los franceses como el de Roncesvalles. En esta ocasión la jácara de Quevedo opera sobre una literaturización previa, igual que ocurre, por ejemplo, con algunos cuadros costumbristas que, en el siglo XVII, se basaban ya en clichés, prototipos o «figuras» satíricas del francés o «gabacho».Así, el capítulo dedicado a tres franceses y un español que coinciden en la frontera de Vizcaya, en La Fortuna con seso y la hora de todos. Los cuatro personajes encarnan los tópicos caracteres nacionales de los respectivos países: los franceses son buhoneros y el español es un soldado de fortuna que va a luchar a Flandes. Pero el genio literario de Quevedo innova: primero, añade a la pintura ya manida un intercambio lingüístico de juramentos en dos lenguas — «per ma fue» (par ma foi) y «voto a tal»— y, segundo, identifica a los tres personajes de baja estofa con «malcontentos» del Gobierno francés. Así puede triunfar sobre ellos la cólera del español, que se manifiesta al final del cuadro, desafiando a los franceses: «los piojos que comen a España por todas partes», que venden peines e introducen «las calvas, porque tuviésemos algo de Calvino», y que está a punto de apuñalar, «tentado de abernardarme y hacer Roncesvalles estos montes» (p. 712). El neologismo creado a partir del héroe hispano Bernardo del Carpio constituye el último y más extremo grado de conversión en literatura, con finalidad vejatoria, de lo que había sido en el pasado una historia compartida de defensa contra los musulmanes, y era en 1635 un enfrentamiento por la hegemonía europea. En esa tesitura el cuadrito satírico recuerda por medio de Roncesvalles, como lo hacían tantos párrafos de la Carta a Luis XIII, dos cualidades sempiternas de los españoles: el valor y la defensa de la religión. Ambas virtudes constituían dos puntales de la imagen de la Monarquía Hispánica que la literatura

1989, al señalar la relación de La Toma de Valles Ronces con la Sátira contra los monsiures de Francia.

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de propaganda de Quevedo no sólo pretendía conservar sino engrandecer. Para ello nada mejor que socavar el poderío francés que la amenazaba con obras sucesivas de distinto tono y estilo, pero con el mismo propósito: descalificar al poderoso valido y al pueblo francés, aunque, aparentemente, se respetara al rey de Francia. Ese propósito es el que mueve a todos los propagandistas españoles, porque, como ya hemos señalado respecto a esta literatura de combate, lo que distingue a unos textos de otros no es la ideología, sino la literariedad al reescribir la guerra de 1635: fuentes utilizadas, estructura de las respuestas al manifiesto de Francia y estilo de las mismas. Los textos de aquella polémica tienen el mismo tema, pero ofrecen múltiples alicientes literarios, en función de las armas que los autores empuñaron, fueran manuscritas o impresas; de los géneros elegidos: cartas, memoriales o tratados; de la retórica con que se revistieron; y de sus vínculos intertextuales, tanto los horizontales que establecen entre sí, como los verticales en su relación con el texto de base.

1.2. La Defensa de España contra las calumnias de Francia y otras obras de José Pellicer de Tovar José Pellicer y Tovar es uno de los autores más notables de aquella coyuntura histórica por el número de obras que aportó a la polémica. Y también lo es de esa forma de escritura, porque representa al modelo de «reescribidor» del siglo XVII.Así lo atestiguan su fama de plagiario y el malicioso sobrenombre de José de Pelliscar y de Tomar. Efectivamente, en el caso concreto de la Defensa de España contra las calumnias de Francia, Pellicer se revela en múltiples sentidos como auténtico «reescribidor»33. En primer lugar, porque no se limita, como Quevedo en la Carta a Luis XIII, a contestar aspectos parciales de la declaración de guerra, sino que la reescribe en su totalidad, desglosándola por párrafos y refutando éstos punto por punto. En segundo lugar, porque para semejante tarea se basa en más de ochenta fuentes declaradas y hasta alguna oculta, como el Manifiesto de España y Francia de Alonso Guillén de la Carrera, con el que coincide sospechosamente en la estructura.

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Ver Walker, 1987. Es también interesante para la relación entre el panfleto político y la reescritura el artículo de Fragonard, 1984

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En tercer lugar, porque seis artículos de la Defensa de España… pasan a la Relación de las trazas de Francia, atribuida erróneamente a Quevedo34. Y, en cuarto y último, porque Pellicer alude a su Defensa de España… en textos inmediatamente posteriores, por ejemplo, en El embajador quimérico… (1638). La Defensa de España contra las calumnias de Francia. Satisfacción a los engaños de su Manifiesto, motivo de los intentos del Rey Cristianísimo, verdad de los designios del Rey Católico en las alteraciones de Europa es la primera de las obras que el cronista Pellicer35 dedicó a la crisis franco-española. Su largo título indica bien claramente su propósito: no sólo responder sino defender a España de las «calumnias» y «engaños» de Francia. La función apologética del mismo, calificando de sincero al Rey Católico y acusando de engañosa a Francia (que no al Rey Cristianísimo), se completa con la dimensión internacional, esas «alteraciones de Europa», que pretende cubrir este escrito, uno de los más extensos y detallados de la polémica. Ese afán de publicidad total, del que carecen la mayor parte de los panfletos españoles, se debe a un cronista oficial muy documentado, que conoce a la perfección la historia francesa, que posee información de primera mano sobre los movimientos recientes y secretos del enemigo, y que alardea de sus conocimientos y de sus fuentes. Precisamente uno de los aspectos más interesantes de esta obra son las circunstancias de su publicación, que marca diferencias con respecto a otros textos de la campaña. La Defensa de España contra las calumnias de Francia se publicó en Venecia, 1635, con una dedicatoria al papa Urbano VIII, firmada con las iniciales del autor (D.I.P.D.T.), un prólogo «Al que leyere» y unas palabras previas a modo de segundo prólogo, dirigidas a los «Reyes, Príncipes, Potentados, Repúblicas y Señorías» de Europa. Esto indica desde el principio la aspiración de llegar a un gran número de lectores, en clara réplica a la amplia difusión del manifiesto francés, que exhortaba a tomar las armas a «todos los Príncipes, Estados y Repúblicas que aman la paz». De dicha primera edición deben de existir aún un buen número de ejemplares36, porque hemos localizado 34

Como demostró López Ruiz, 1971. Para más obras antifrancesas de Pellicer y de otros autores hasta 1640, ver A. Gutiérrez, 1977, pp. 294-297. 36 Ver Arredondo, 2000, p. 49. Como ya indicamos, citamos por un ejemplar de 1635 de la Biblioteca Nacional de España, pero existe ya edición electrónica. 35

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tres en Madrid y uno en París, dato este último que desdora un tanto la declaración de Pellicer, tan ufano, de que su obra se quemara en el país enemigo, como afirma en El embajador quimérico… De lo que no cabe duda, a la vista de estos preliminares, es de que se imprimió fuera de España para captar la atención de tres destinatarios distintos: un Papa francófilo, al que el manifiesto se refería como «testigo» de la buena disposición francesa para la paz y al que Pellicer reprocha suavemente su excesiva «blandura» con la Corona francesa; un público en general, «Al que leyere», que bien podía haber leído panfletos antiespañoles anteriores; y unos dignatarios europeos afectados por la guerra entre las dos potencias, a los que apela el autor, oponiendo la piedad y el celo españoles al interés y la sinrazón francesas, y adelantándoles lo que podríamos considerar la metodología de su obra: Guíenos fiel la verdad, que ella será Madre del acierto, y comencemos respondiendo a las primeras Palabras del Manifiesto Francés, dividiéndole en Artículos, para ir satisfaciendo a cada uno de por sí con mayor claridad, breve y ajustadamente (pp. 4-5).

Como indican las palabras de Pellicer, la estructura general de la Defensa de España… se basa en una respuesta a las palabras del manifiesto francés, reescrito en su totalidad por el cronista a partir de alguna de las traducciones que debieron de circular por la Corte de Madrid, o bien de la propia traducción del escritor, que dominaba la lengua francesa. La Defensa de España… se estructura en cuarenta y seis artículos que replican al Manifiesto del Rey de Francia, fragmentado por Pellicer a su antojo, deteniéndose en los términos que le interesa rebatir. Esa selección de ciertas palabras del manifiesto francés, que enumeraban los «agravios» españoles hasta desembocar en el casus belli, se convierte en una lista paralela de reproches contra Francia, según una interpretación de los hechos desde el punto de vista español.Y es que, efectivamente, la técnica de Pellicer en la Defensa de España…, desde el acopio de fuentes hasta la estructura de la obra y al estilo, demuestra que todo valía en la guerra de las plumas y que el erudito cronista no se limitó a una respuesta concreta sino que la insertó en una larga polémica Francia-España, en la que el panfleto tenía tanta utilidad como el documento histórico para crear opinión. Cada uno de los cuarenta y seis artículos de que consta la Defensa de España… está formado por un fragmento del manifiesto de declara-

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ción de guerra y por la respuesta correspondiente. El criterio de fragmentación es subjetivo, ya que el texto francés carecía de divisiones parciales. Pellicer lo corta en función de la réplica que va a dar a cada artículo, respetando en ocasiones la totalidad de una cláusula y amputando en otras una enumeración, a cuyas partes responde individualmente por medio de una palabra clave, que se convierte en núcleo de sus argumentos. La extensión de los artículos es variable, no sólo por el fragmento seleccionado (de dos a siete líneas en cursiva), sino por la respuesta al mismo, que es también de muy distinta amplitud, porque se responde a las acusaciones francesas contra España con dos tipos de exposiciones: generalistas o monotemáticas. A una intención generalista corresponden, por ejemplo, los artículos I, II y XI, que narran la historia de las supuestas «ofensas» y «odios» denunciados en el manifiesto. Pellicer documenta la pugna entre España y Francia con fechas, nombres, paces y tratados, remontándose, cuando menos, a la época de Carlos V. Sienta así una base general que le permite en adelante cortar el manifiesto francés a su antojo, para desarrollar monográficamente asuntos específicos, como los problemas de Saboya (XIII) o de Alemania (XXIII). O bien, y por el mismo motivo, se reserva una materia aludida en la exposición general y anuncia que la desarrollará más adelante; así ocurre en lo relativo al duque de Lorena, de importancia capital para mostrar cómo trata Francia a los suyos; o igualmente en la fundamental cuestión del elector de Tréveris, casus belli para Francia, aludida tres veces (II-IV) y ampliamente tratada luego en artículos consecutivos (XXXXXXII). El mejor ejemplo de este procedimiento es la alusión repetida al cardenal Richelieu, que es objeto de uno de los artículos más largos al final de la obra. En cuanto a la estructura de cada artículo, suele girar en torno a una palabra clave de cada fragmento del manifiesto, que Pellicer reescribe desde el punto de vista español. Así, por ejemplo, en el artículo I el autor selecciona tres palabras o expresiones: «gracia de Dios», en el comienzo del manifiesto —«Luis por la Gracia de Dios» (p. 5)—, «ofensas» —en cuanto a las «grandes y sensibles ofensas» recibidas por Francia de España—, que Pellicer convierte en la «cosecha de ingratitudes y ofensas infalibles» (p. 5) recogidas por la magnánima España; y «memoria», a propósito de la última oración del artículo: «es cosa inútil renovar la Memoria» de los agravios pasados. Esta última expresión es meramente retórica, porque todo el manifiesto francés es una exposi-

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ción de los supuestos agravios que han desembocado en la declaración de guerra; luego no era cosa «inútil».Y es que la importancia de las palabras y de cómo se juegue con ellas hace pensar en ocasiones que valen más que la razón que las mueve, como es lógico, por otra parte, en dos textos que se sirven de la palabra para justificar los mismos hechos desde intereses opuestos. Además de las palabras clave, los artículos de la Defensa de España… se caracterizan por el orden expositivo, que contribuye a la precisión y a la persuasión. Cada uno distribuye la temática en tres partes al menos, y todos poseen un comienzo especialmente eficaz para rebatir las líneas del manifiesto, y una conclusión sintética que cierra el tema.A veces, sobre todo en artículos muy densos, Pellicer distribuye la argumentación por partes o puntos, que desarrolla sucesivamente y que se cierran con conclusiones parciales. Un procedimiento tan reiterado para organizar la argumentación demuestra que el autor conoce sobradamente los temas que aborda, y que no quiere dejar ningún cabo suelto, ni en cuanto a pruebas y testimonios, ni en cuanto a la forma de exponerlo. A este último respecto, los comienzos de cada artículo son un elemento relevante para el tono general del mismo, dado que siguen inmediatamente a las palabras del enemigo. De ahí que Pellicer despliegue un nutrido abanico de posibilidades para su respuesta defensiva. Las más frecuentes son: negar con más o menos contundencia lo que expone el texto francés; ironizar sobre las palabras del manifiesto; comenzar con una o varias preguntas retóricas, para acentuar la perplejidad ante las propuestas francesas; opinar sobre el fragmento, calificándolo antes de argumentar; iniciar la exposición con una batería de afirmaciones tajantes, a manera de axiomas; o sintetizar el contenido del fragmento, apresurándose a valorarlo. Aunque la extensión de los artículos varíe, como ya hemos dicho, los más amplios suelen hallarse en la primera mitad de la obra, donde Pellicer sienta las bases de la pugna España-Francia, remontándose, por lo menos, al reinado de Carlos V. Se trata de contrarrestar los efectos de las «insidias» vertidas en la declaración de guerra, respecto, por ejemplo, a la ambición española y su aspiración a una Monarquía Universal.Así, el artículo VII de la Defensa de España… se dedica a rebatir la acusación de «usurpar» estados vecinos y, para ello, se hace una morosa exposición de las posesiones de España en Europa y los otros continentes, para concluir que su grandeza supera al Imperio de Roma, que los reyes franceses, y concretamente Enrique II, quisieron «tiranizar» Italia,

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que España ha sido siempre «reino libre» desde que se sacudió la «invasión africana», por comparación a Francia —que «estuvo en poder de los ingleses»— y a otras «menores coronas» (p. 47) que ahora conspiran coaligadas con ella; de ahí que sea Francia la ambiciosa, mientras a España le basta con «conservar en paz y tranquilidad lo que posee». Otras veces se aprovecha una apelación al Papa en el manifiesto para esgrimir el argumento religioso, omnipresente en toda la polémica, y especialmente evidente, por ejemplo, en el artículo XXIX, donde la alianza con los «Holandeses herejes» convierte a Francia en «excomulgada, sospechosa en la herejía, y a lo menos cismática»; y Pellicer no deja de recordar al Papa las muchas veces que los reyes franceses perjudicaron a sus predecesores: «Teodorico prendió al Papa Juan […], Filipo quebró a Urbano Segundo la palabra que le dio en el Concilio de Claramonte […]. Luis Doce trató de deponer a Julio II» (p. 144). Esta acusación de herejía, de poner la razón de Estado por encima de la religión tiene especial relevancia, porque en los dos artículos siguientes se rebate extensamente el casus belli: que España había detenido al arzobispo de Treveris, elector del Imperio y protegido de Francia, por lo que se ve obligada a declarar la guerra tras este último ultraje político y religioso. En realidad, igual que en la Carta a Luis XIII de Quevedo, el argumento religioso campea por todo el texto, pero Pellicer se reviste de ironía al reinterpretar en este artículo las palabras francesas: compara el distinto trato recibido por el arzobispo –«la dulzura y cortesía española», «la severidad y arrogancia francesa»— y afirma la «alegría en verse lejos de las manos de Francia, que pudo llamarse protector suyo con el mismo derecho que serlo del Patriarca de Constantinopla». Esta hipérbole no empaña la solidez de la réplica, que alega cómo la cuestión del elector es un pretexto «en que se conoce el mal ánimo, fraude y artificio francés» (p. 155), porque la decisión de declarar la guerra era anterior, señalándose el día e incluso la hora en que se ajustó la Liga con Holanda; y porque la supuesta protección francesa de la religión no encaja con «apalear sus arzobispos, abofetear sus sacerdotes, arcabucear las custodias, despedazar los relicarios» (p. 154), en alusión a los desmanes «sacrílegos» cometidos por las tropas del mariscal Châtillon, que son el punto central de tantas otras réplicas españolas. La protección al arzobispo, más aparente que real, según Pellicer, se liga en el artículo XXXIII a la condición de «amparo de afligidos», que se arroga Francia en el manifiesto, y que en la Defensa de España… se

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rebate de dos maneras. Primero, reconociendo que en tiempos pasados Francia guerreaba para defender a la Iglesia; pero que «degenera lastimosamente aquel reino» (p. 158), y no sólo se ha aliado con herejes (bajo los reyes Francisco I, Carlos IX, Enrique II, Francisco II, y Enrique IV), sino que ahora declara la guerra «contra un rey católico, hermano y bienhechor suyo». En cambio España sólo milita, «desde Pelayo», por el bien de la Iglesia. Establecida esa diferencia, se cita a los refugiados en Francia, que es «receptáculo […] de cuantos monstros han procreado otras naciones», no sin antes preguntarse: «¿Cuándo se acogió a su abrigo persona que no fuese forajida o sediciosa o alborotadora de reinos […]?» (p. 159). El desfile de «afligidos» y «monstruos», todos enemigos de España —los príncipes de Orange («centellas fatales de la rebelión de Holanda»), el prior de Ocrato («ascua bastarda de Portugal») o Antonio Pérez («llama voraz de Aragón»)—, contrasta con la sobria nómina de las personas reales amparadas por España, entre las que figuran las «expelidas con ignominia de Francia»: María de Médicis, reina madre de Francia, Gastón de Orleans, hermano del rey, y los duques de Lorena. Esa enumeración de ilustres exiliados no necesita calificativos, ni aposiciones, ni valoración ninguna, porque en páginas anteriores ya se habían dedicado los correspondientes artículos a las desavenencias de Luis XIII y su familia; y porque esas discordias y las fugas subsiguientes se atribuyen con más pormenor al cardenal Richelieu, en el artículo XLVI. Precisamente la habilidad propagandística de Pellicer consiste en aludir ahora, desde otro ángulo, a algo ya tratado; así las rencillas de la casa real francesa se agigantan, cuando parte de esa familia se ve obligada al exilio. En realidad, el argumento o los reproches familiares aparecían en el manifiesto francés, como una de las razones por las que Luis XIII se dolía de España. Desde este lado de los Pirineos no hubo polemista que no diera la vuelta a la argumentación: frente a la acusación de que España dividía a la familia real francesa, nada más fácil que achacar al rey de Francia y a las intrigas de su valido tanto la huida a Flandes de la reina madre, como los sucesivos enfrentamientos de Luis XIII y Gastón de Orleáns, casado con una hermana del duque de Lorena. A este último, directamente mencionado en el manifiesto, se refiere el artículo XV de la Defensa de España…, que niega que España lo apoyara cuando tomó las armas contra Francia, y, en cambio, desvela las intrigas de Richelieu contra el duque, tanto por oponerse a la coalición con Suecia, como por rechazar el casarse con su sobrina, Madame Combalet.

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En el mismo artículo, uno de los más feroces contra el cardenal, se menciona también el proyecto de matrimonio de dicha dama con el hermano de Luis XIII, así como las amenazas, extorsiones y venenos que usan los esbirros del valido, la ambición de éste, y hasta se insinúa una relación amorosa entre el cardenal y su sobrina: «mujer que a un tiempo mismo, alternando el amor, es sobrina y dama del que intenta ponella la corona en la cabeza» (p. 92).Así se concluye que el duque de Lorena tiene tantas razones para tomar las armas, «que cada una de por sí diera a la mayor corona título de tirana, injusta y violenta usurpadora de estados y voluntades» (p. 92), con lo que Pellicer convierte a Francia de quejosa en tirana. En cuanto a las desavenencias entre Luis XIII, su madre, su hermano y su esposa, Ana de Austria, aparecen también por doquier. Así, por ejemplo, al comienzo de la obra, en el artículo VI, a propósito de la queja francesa sobre el escaso fruto de los «recíprocos matrimonios» de 1615, que hubieran debido fortalecer los anteriores tratados de paz. Pellicer, como los demás polemistas, aprovecha para devolver el reproche, intensificándolo: no sólo se hace eco de los rumores sobre la pésima relación de Luis XIII y Ana de Austria, sino que la achaca, una vez más, al valido (que buscó «medios y artificios para negarla la permisión de ver a su marido», p. 36), y, por último, la compara con la situación inversa en España, que «ama, adora y reverencia a su católica reina doña Isabel de Borbón» (p. 37); de modo que «quien falta a las obligaciones de hermandad, de amistad, de parentesco, es la Corona francesa» (p. 37). Sobre esto se vuelve en el artículo XVII, dedicado a demostrar que no es España quien siembra la «división» dentro de la familia real, sino Richelieu, que «ha intentado dirimir el lazo real que unió la paz de ambos reinos», que ha entrado en competencia con la reina madre y que fue «el instrumento principal» en las rencillas con el duque de Orleans, porque «siempre las personas reales dan celos a los más familiares cuando están cerca del príncipe soberano» (p. 100). En cambio, España y sus embajadores han actuado con la cortesía y generosidad debidas a la suegra y el cuñado de Felipe IV, acogidos en Flandes. En el caso de Gastón de Orleans, la Defensa de España… menciona, incluso, los consejos y «buenas inteligencias» del Rey Católico; y se ligan, sospechosa y significativamente, con el complot de Gastón de Orleans y el duque de Montmorency, al que Pellicer llama «el mayor soldado de Francia» y cuya muerte en el cadalso endosa al cardenal, que descubrió la «conspiración».

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En líneas generales la Defensa de España contra las calumnias de Francia es mucho más que una respuesta aséptica, porque acumula argumentos y datos para demostrar que las razones francesas son «engañosas, falsas y aparentes» (p. 3) y porque utiliza con habilidad los recursos retóricos para convencer de que las supuestas ofensas que han provocado la guerra son, en realidad, beneficios que los franceses han tergiversado trocándoles el nombre.Y todas esas acciones insidiosas, aunque se hable de la nación, en abstracto, de su parlamento o de sus ministros, casi nunca se atribuyen al rey, firmante del manifiesto, sino a su valido. El último artículo de la obra se dedica monográficamente al cardenal Richelieu, al que Luis XIII encomendaba explícitamente al final del manifiesto la ejecución de los primeros pasos de la guerra. Esto da pie a Pellicer para singularizar en el cardenal la culpabilidad de la guerra, explayándose sobre la vida, la ambición, la falta de prejuicios y el grado de poder acumulado por un eclesiástico en el que ha triunfado la razón de Estado sobre la religión. Este extenso artículo, en el que se exponen sistemáticamente alusiones antes veladas y que insiste sobre aspectos ya desarrollados de la política francesa, es uno de los más subjetivos y apasionados de toda la obra. Perfectamente organizado, comienza por los orígenes del personaje, su ascensión en la carrera eclesiástica, su poder político y sus desmanes contra sus opositores, sus movimientos para turbar el orden europeo y, finalmente, sus aspiraciones insaciables, que amenazan hasta la Corona de Francia. Estas páginas son una mezcla de información objetiva y estilo panfletario: suponen una auténtica diatriba contra el causante de las inquietudes de Europa y de la guerra abierta contra una España ensalzada hasta lo indecible en este clímax final. Pellicer demuestra conocer perfectamente datos de su familia, de su círculo clientelar y de su pensamiento político, y utiliza todo ello como arma de agitación, debidamente adornado con metáforas, largas enumeraciones y amplificaciones, y una adjetivación profusa y descalificadora. Así, por ejemplo, el cardenal es «ministro principal, o por mejor decir, tirano mayor de Francia, escándalo de Italia, cisma de Alemania, cizaña de Holanda […], incendio de su patria, llama de las extranjeras, ruina, estrago, destrozo del cristianismo entero» (p. 188). Este final de la Defensa de España… —y no es casual que así se cierre la obra— indica la importancia que en España se concedía al valido de Luis XIII, hasta el punto de borrar la responsabilidad del rey de Francia, al que se exculpa tácitamente, e incluso se le advierte del riesgo que corre: «Sábese claramente que estas confederaciones con here-

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jes no son hijas de su religión, ni de su celo […] conócese que son hechos del Cardenal duque de Richelieu, que le tiene cogidos todos los pasos al desengaño» (p. 195). Pero, además, ese clímax final demuestra el conocimiento que tenía el cronista Pellicer tanto de la historia pasada como de la más candente y menuda actualidad francesa. Buena parte de los datos en que se basa proceden de las fuentes francesas citadas al comienzo de la obra, y concretamente de la Defensa de la jornada de la reina madre, del «Señor de San German», es decir, de Mathieu de Morgues, confesor y propagandista de María de Médicis, que desde el exilio flamenco lanzaba soflamas contra el cardenal Richelieu y sus escritores a sueldo. Como ya he indicado, esta propaganda de los franceses «devotos» contra los «políticos» era conocidísima en la Corte de Madrid y, en el caso de Pellicer, no sólo leída, sino traducida, copiada y amplificada37, como lo demuestra la que es, cronológicamente, su segunda obra antifrancesa, El embajador quimérico o examinador de los artificios políticos del Cardenal Duque de Richelieu, publicada en 1638 y basada en la francesa del mismo título de Mathieu de Morgues: L’Ambassadeur chimérique ou le chercheur de dupes du Cardinal Richelieu. El panfletista francés arremetía no sólo contra la política internacional del cardenal, sino contra su círculo de propagandistas-panegiristas, cuyas obras pretendía contrarrestar desde el exilio. Así, por ejemplo, se desvelaba el maquiavelismo de la política internacional francesa, con las absurdas embajadas enviadas a distintas cortes europeas por el todopoderoso cardenal, mediante uno de sus plumíferos a sueldo; y se denunciaba que Luis XIII era completamente ajeno al ridículo viaje del embajador, por ignorar la mayor parte de cuanto sucedía en su propio reino. El cronista oficial Pellicer, como tantos otros polemistas españoles, se encontraba hecho parte de su trabajo gracias a estos libelos de la oposición, que debían de llegar rápidamente desde Flandes. Desde allí la reina madre, acogida por el cardenal infante, defendía la buena relación de Francia y la Casa de Austria, por razones de parentesco y de religión, y culpaba de todos los males franceses al ambicioso valido. A diferencia de la reescritura detallada del manifiesto francés para rebatir sus argumentos, en el caso de El embajador quimérico… Pellicer lleva a cabo una interesantísima adaptación de la obra de Morgues. Él mismo

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Para las distintas técnicas, ver mi artículo de 2002.

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lo indica en el prólogo de su tercera obra antifrancesa, El Anti-católico de Estado, de 1639, cuando menciona la fuente («sacado de») y la técnica («amplié»), aunque omita su propia y poco fiel traducción: «salió en mi nombre el Embajador Quimérico, sacado de uno que se estampó en francés y amplié yo». Esto prueba la extraordinaria fluidez con que circulaban los libelos, porque también en El embajador quimérico…, con voz supuesta, aludía a su propia Defensa de España… de 1635, presentada como uno de los escritos de réplica española: […] quemados en la plaza mayor de París por actos de verdugo, como últimamente lo fue la respuesta al manifiesto que publicó para romper la guerra con España […] compuesto por un español y dedicada a la Santidad de Urbano Octavo, en cuyo artículo último escribe la vida y acciones del Eminentísimo sobre todos los mortales.

Ese español era él mismo y, efectivamente, las acusaciones de fondo de El embajador quimérico… son las mismas que las del artículo XLVI de la Defensa de España… Sin embargo, cambia el tono, que ahora es el satírico y deslenguado de Morgues, empezando por la repetida designación de Richelieu como el «Eminentísimo sobre todos los mortales», y que sólo se altera por alguna amplificación erudita de Pellicer, en su adaptación para lectores españoles. Cambian también las circunstancias políticas en 1638, que, como veremos, es un año marcado por el episodio de Fuenterrabía, asediada por los franceses desde junio y liberada en septiembre.Y este detalle revela la fina estrategia de la propaganda, porque Pellicer tiene su obra terminada desde mayo de 1636, según consta en la última página, pero la dedicatoria es de agosto de 1638, fecha en la que convendría agitar los ánimos españoles contra Francia o, en este caso, contra el responsable de la política belicista que inquieta a Europa. La oportunidad del lanzamiento es, pues, innegable, como lo es el servirse de un peculiar intermediario cultural: un exiliado político que ataca al valido con esas diatribas que tanto aprovechan los españoles. De ahí que Pellicer no oculte sus fuentes: éstas revelan que los propios franceses se quejan de las extravagantes decisiones de Richelieu, cuyo poder tiránico amenaza y anula al propio rey: «¿Es posible que estos embusteros, estos quiméricos sin juicio ni sentido gobiernen un estado tan grande, y que no haya persona que se atreva a decir la verdad a tan bueno y cristianísimo rey, que no conocerá el daño hasta que le vea sin remedio […]?» (El embajador quimérico…, p. 42).

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Ante una guerra abierta en diversos frentes, es fácil comprender que Morgues, francés leal a su rey y también a la reina madre, atacara al valido y, si acaso, culpara a Luis XIII sólo de ceguera o ignorancia. Ésta es la respetuosa postura que adoptan muchos de los polemistas españoles, especialmente los que firman sus obras y exhiben con orgullo sus cargos oficiales, y ya hemos visto que también lo hacía Quevedo. Sin embargo, las respuestas anónimas al Manifiesto del Rey de Francia podían permitirse otro tono, especialmente cuando asumían, disfrazadas, la voz y las quejas del pueblo francés lastimado por los desastres de la guerra, como ocurre con algunas obras de Saavedra Fajardo.

1.3. El Memorial enviado al rey cristianísimo por uno de sus más fieles vasallos, atribuido a Diego de Saavedra Fajardo José M.ª Jover38 atribuyó al diplomático Saavedra Fajardo una de las respuestas anónimas al Manifiesto de Luis XIII. Se trata del Memorial enviado al rey cristianísimo por uno de sus más fieles vasallos, cuyo subtítulo indica bien claramente el tema: «sobre la declaración de seis de junio de 1635, que contiene el rompimiento de la guerra contra el rey de España».Y ese tema se plantea como la advertencia bienintencionada que reclamaba el autor de El embajador quimérico…: un francés lúcido y leal se atreve a desengañar a su propio rey, mal aconsejado por Richelieu. Sin embargo, y muy significativamente, ese desengaño se lleva a cabo anónimamente, porque, como señala el opúsculo en su primera página, la «opresión» que padecen los franceses por la «tiranía del Director de vuestra voluntad» es tal que amenaza con «muerte violenta» a quienes se atreven a discrepar y quejarse. Este comienzo indica que, una vez más, el blanco de las críticas y el responsable de una decisión tan grave como la guerra es el cardenal Richelieu39, tildado de vanidoso, embustero, ambicioso, cobarde, impío y otros epítetos no menos insultantes. No obstante, a pesar de las alu38

En su 1635. Historia de una polémica y semblanza de una generación, pp. 512524, Jover editó una parte del Memorial… y justificó la autoría de la obra, sin que la crítica posterior lo haya desmentido, en el capítulo X, «Saavedra Fajardo ante 1635». Citamos por un ejemplar de la edición de Madrid, Francisco Martínez, 1635. 39 Como ya indicó Dowling, 1984, años más tarde Saavedra seguía teniendo bien presente al cardenal.

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siones continuas, este texto es mucho más que un ataque contra el valido: indica el reparto de funciones en las tareas propagandísticas y la asignación a un funcionario cosmopolita de una documentada respuesta «a la francesa».También parecía serlo la Visita y anatomía de la cabeza del cardenal Richelieu, que lanzó Quevedo bajo seudónimo; pero frente al designio monotemático de dicha obra, este memorial no es un texto fantástico, ni ridículo, ni satírico, sino una lista de agravios irónicamente realista y pragmática, lo que podía contribuir a su credibilidad entre el enemigo. Para ello es fundamental esa primera persona narrativa, característica del memorial y de la carta40, que dota de emotividad verosímil la queja de este francés afectado por la guerra. El Memorial enviado al Rey Cristianísimo por uno de sus más fieles vasallos es uno de los muchos textos de réplica al manifiesto francés y, como tal, aparece en algunas de las recopilaciones de época, por ejemplo, en la realizada en la imprenta madrileña de Francisco Martínez, que lo sitúa entre la Carta de Quevedo y la Declaración del Cardenal Infante. El Memorial… consta de cincuenta y cuatro páginas, y va precedido de una advertencia, «El traductor a quien leyere», en la que el traductor afirma la utilidad del texto emanado de «un testigo de Francia» (s.p.). Aunque la obra carece de divisiones o epígrafes, se estructura en tres partes41, bien marcadas por la argumentación sucesiva, y una conclusión. La primera comienza justificando el anonimato por la falta de libertad, y se dedica a responsabilizar a Richelieu de los males que padecen los franceses y que culminan con la declaración de guerra al rey de España. Se trata de una denuncia de los errores y la malicia de Richelieu, a cuyo capricho (p. 3) se atribuye una guerra que el anónimo francés tilda de injusta e inoportuna, y que descalifica con el siguiente sarcasmo: «El fin desta nueva guerra, a lo que dice la declaración que se imputa a V.M., es derramar sangre suficiente para fundar una paz firme y segura» (p. 5). La postura pacífica del autor del memorial arguye diversos argumentos éticos y económicos contra la guerra, entre ellos los parentescos entre las casas reales, la defensa de las monarquías medianas y armónicas, frente al peso de excesivos territorios, como los de la Casa de

40

Ver Arredondo, 1992, sobre las primeras personas de la Carta a Luis XIII de Quevedo y del Memorial… de Saavedra. 41 Según Jover, 1949, p. 397, son dos: una doctrinal y otra más concreta.

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Austria, y la inconveniencia de una peligrosa frontera con los holandeses. Sentadas estas bases, la segunda parte de la obra examina y discute las causas de la guerra —«Vengamos ahora, si sois servido, Sire, a examinar las causas que el Cardenal ha publicado en esta declaración» (p. 22)— no menos de nueve: desde la «antipatía natural» entre las dos naciones, los recelos de política interior francesa, y los choques en Italia (Mantua, Saboya) hasta el casus belli: la toma de Tréveris (p. 38). La tercera parte vuelve, en tono de burla —«este manifiesto es ridículo» (p. 44)—, sobre aspectos ya enunciados, que respondían a los agravios españoles expuestos en la declaración de guerra, a los que el autor da la vuelta —«el cardenal nos hace rarísimos en nuestros discursos» (p. 36)— intensificando las acusaciones contra la ambición del valido francés: «el Cardenal disponía de Francia como de hacienda propia, y […] su mira era perder a V.M. y a toda la Casa Real, y oprimir al Estado» (p. 32). La conclusión de todo ello es una advertencia al rey en la que se mezclan el pragmatismo del consejo y las amenazas sobre un negro futuro, que incluso afectaba a su propia vida, ya que el cardenal planeaba «despacharos al otro mundo» (p. 14). Los consejos finales revelan, una vez más, la inconveniencia de la guerra recién declarada, con matices muy concretos: «No soy tan ignorante que no sepa que muchos afirman que una grande Monarquía como la nuestra siempre debe tener su poco de guerra» (p. 50); pero mejor mantenerla alejada de Francia y en caso de necesidad: «si es necesario que la nobleza siempre tenga algo en que entretenerse, para esto basta que en toda Europa sea escuela militar, como ahora lo es, el País Bajo, sin que se armen generalmente todos los vasallos de un reino contra todos los del otro» (p. 51). E indican un perfecto conocimiento de los males internos, o cuatro «materias de guerras civiles»: éstas afectaban al hermano del rey y la alta nobleza; a la cuestión religiosa, por los «herejes» que Richelieu socorre; a los muchos malcontentos; y, finalmente, a «todo el pueblo, que no espera, ni desea otra cosa, sino ver que alguno quiera levantar el estandarte y bandera de la libertad» (p. 52). El interés de la obra se debe, en primer lugar, al astuto y sutil artificio literario que aporta a la polémica franco-española: no sólo es una obra anónima y, por ende, libre del respeto obligado al monarca, sino que finge ser la traducción española del memorial de quejas de «un gentilhombre» francés «muy bien informado», con lo que resulta un arma valiosa contra Francia, porque las quejas proceden de sus mismas filas. El «yo» francés y anónimo del diplomático Saavedra Fajardo,

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conocedor por experiencia de la política europea, al tanto de la última noticia, y experto en la divulgación de rumores, convierte este memorial en una respuesta extraordinaria a los términos del manifiesto, especialmente por su rechazo a la guerra y a la ruina económica que de ella se deriva. Sin el prurito de erudición de un historiador, el anónimo y pragmático «francés» replica a distintos aspectos de la declaración de guerra con la frescura de quien ya estaba directamente afectado por los problemas domésticos franceses y, ahora, además, por una guerra abierta o un «movimiento general» (p. 53) contra el rey de España. El punto de vista adoptado es el de quien padece desde dentro las «quimeras», «locuras» y ambición de Richelieu, y las denuncia con los mismos argumentos de Pellicer, pero envueltos en un tono de burla — todo el manifiesto «es una cosa de burla» (p. 26), sus razones son «alegaciones imaginarias» (p. 36)—, de ironía —para justificar la guerra, frente a la razón, el «gran disgusto» de Luis XIII: «¡Fuerte y linda manera de justificar una empresa…!» (p. 21)— y hasta de sarcasmo: «En el título que nos da este Manifiesto […] dice que somos el refugio de príncipes desdichados, con que muestra nuestro cardenal el buen humor que se gasta» (p. 41). Los términos quimeras y locuras son especialmente significativos. El primero, como ya hemos visto, procede del texto de Mathieu de Morgues, que los propagandistas oficiales conocían, y Saavedra era uno de ellos, escondido bajo su disfraz.Y el segundo se refiere a los desequilibrios de esa cabeza enferma, según Quevedo, en la Visita y anatomía…, «hombre furioso» (p. 53) en este Memorial…, que bien puede contagiar al rey francés: «Bien enajenado tiene V.M. su entendimiento» (p. 52). Esos desequilibrios dieron como resultado el caos de esa Europa en vísperas de Westfalia, a la que se dirige más tarde Saavedra Fajardo en Locuras de Europa. Tan insólito enfoque resulta muy eficaz para perjudicar a la imagen internacional de Francia y de su rey. Con respecto al monarca, el inicial respeto da paso a un tono cada vez más duro, que convierte el memorial en «aviso» —«he publicado este aviso para que […] llegue a noticia de V.M., que podrá sacar dél grande provecho, así para sí mismo, como para todo su reino» (p. 53)— y «amonestación» para un rey débil e indigno —«jamás hemos tenido ministros que hayan movido a sus señores a ser parricidas, ni usurpar tiránica y inhumanamente los estados de otros príncipes nuestros vecinos» (p. 54)— que parece incapaz de afrontar sus obligaciones: «Si V.M. no despierta esta vez tenga por destruida su corona, y perdidos a los franceses» (p. 52).

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En cuanto a la imagen que el memorial proyecta de Francia, el anonimato de la obra es el primer síntoma del miedo a expresar la disidencia: Francia es un país oprimido por las discordias internas, la corrupción y la violencia, hasta el punto de que está al borde de una rebelión como la que intenta fomentar el propio manifiesto entre los vasallos flamencos del rey de España: […] todos los franceses nos hallamos absueltos de la obediencia y fidelidad que debemos a V. Majestad, porque nunca vasallos han sido tan afligidos y violentados como los vuestros, después que el cardenal ha tenido la dirección. La mayor parte de las provincias deste reino pertenece a V. Majestad por contratos recíprocos, por los cuales se han sometido a vuestra corona con condición de que les guardariades sus privilegios. El cardenal los ha puesto a todos en esclavitud (p. 15).

Igual que en las otras réplicas, también aquí se responsabiliza a Richelieu de un régimen injusto, representado en los conceptos de tiranía y esclavitud, especialmente escandalosos para un rey y un país que pretendían justificar, moral y legalmente, una guerra. Como ya hemos señalado, este fragmento es uno de los más notables de la polémica franco-española y del texto atribuido a Saavedra que, amparado en el disfraz, formula una serie de opiniones sobre las relaciones entre la monarquía y el pueblo, la concentración de poder y los costes humanos y económicos de la guerra, que no aparecen en las convencionales respuestas de sus coetáneos. Así, por ejemplo, se recuerda al rey de Francia que «el intento de la institución de las monarquías no fue dar esclavos a los reyes, sino padres al pueblo y ministros a la ley, y un rey apenas deja de ser justo cuando pierde el derecho de reinar» (p. 16). También se pretende frenar la expansión territorial francesa con el argumento de que más vale un poder pequeño, pero unido y bien cohesionado, que el poder desmesurado de la Casa de Austria: «una mediana monarquía bien gobernada tiene bastantemente lo que ha menester para resistir a las que se extienden más. Un palo largo se rompe más fácilmente que otro corto del mismo grueso.Y los cuerpos grandes se van hundiendo más con el propio peso» (p. 11).Y se afirma que Francia es un estado «pobre y sin jugo» (p. 7), porque «está obligada […] a tener en pie más de diez grandes ejércitos contra los extranjeros, y que ya ni tiene dineros ni modo o medio por donde los pueda tener» (p. 51). En suma, este «francés» bien informado es muy capaz de

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sintetizar los problemas internos que pueden degenerar en guerras civiles, para afirmar con pragmatismo la inoportunidad de embarcarse en una guerra abierta contra España: «puede V. Majestad juzgar si hemos elegido tiempo a propósito para venir a este rompimiento, y si no es verdad que parece que el cardenal, por sacar un ojo a España, quiere arrancar el corazón de la Francia» (p. 51). Esta última frase ejemplifica el tono coloquial de la obra, que se caracteriza por un estilo medio, sin apenas erudición.Así, junto a algunas citas que denotan cultura —el «Bocalino» o la «escuela de Maquiavelo»—, aparecen expresiones burlescas procedentes de la oralidad, lo que no significa descuido42, sino una elección deliberada del autor para penetrar mejor en los destinatarios, fueran españoles o franceses disidentes. El estilo es el propio de la rumorología y de la crítica en conversaciones cenaculares, que el autor acierta a plasmar, pese a la gravedad del tema que trata, amparándose en el anonimato.Así, por ejemplo, la repetida metáfora culinaria: «Para que nos sepa bien la guerra» (p. 24), «mala salsa es para dar buena sazón a este manifiesto» (p. 28); o la confidencialidad del aparente secreto: «diciéndonos a la oreja» (p. 14); o la hipérbole paradójica para acentuar ciertas extravagancias, las de Richelieu, en este caso: «Cree el cardenal que acierta cuando hace alguna cosa extraordinaria. ¡Si dura mucho tiempo en el puesto en que está, introducirá traer guantes en los pies y zapatos en las manos!» (p. 27). Pero también aplicables a temas españoles, por ejemplo, las diferencias entre reinos, que están presentes en el Memorial… (p. 12), a propósito de la unión previsible y defensiva de los distintos cuerpos de la Monarquía; argumento y tono que coinciden con la expresión coloquial de Juan de Palafox y Mendoza, en 1631: «no vendrá bien el sombrero a la mano, ni el guante a la cabeza» (Diálogo político…, p. 512). Por último, el Memorial enviado al rey cristianísimo… posee el interés añadido de que es el primero de esos tratadillos esparcidos por Europa con la intención de turbar a Francia, verdadera obsesión43 del diplomático Saavedra. Así lo admitía en la carta citada de 1644, cuando señalaba que compuso en Madrid «los Suspiros de Francia, que agradaron a V. Magd.» (p. 1383), y otros textos que hoy todavía desconocemos44, y 42 Esto llamó la atención a Jover, 1949, p. 396, como si no se adecuara al pensamiento de Saavedra. 43 Ver Martínez Agulló, 1968. 44 Algunos de ellos recuperados por González Cañal, 1987.

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prometía que «de aquí adelante no tendré ociosa la pluma». Efectivamente, la labor propagandística de Saavedra Fajardo dura al menos diez años, en los que lanza opúsculos anónimos que favorecen los intereses de España y desprestigian la imagen francesa. Como veremos, el autor oculta también su identidad en Suspiros de Francia (1643), obra dirigida a Luis XIII en otro momento de la crisis hispano-francesa, después de la muerte de Richelieu (diciembre de 1642) y de la caída del condeduque de Olivares (enero de 1643).Y también en el diálogo Locuras de Europa (¿1645-1646?), cuando pone en boca del dios Mercurio y del satírico Luciano los males que aquejan a la Europa ensangrentada de la Guerra de los Treinta Años, por la «discordia que suministra Francia» (p. 63), a la que considera «enemiga del reposo común» (p. 53). Más enemiga aún cuando sus ejércitos penetraron en España, como sucedió en 1638, con la invasión por Guipúzcoa y el sitio de Fuenterrabía.

2. 1638. OBRAS

SOBRE EL SITIO DE

FUENTERRABÍA

Y cuando todos estos males se juzgaban menores porque no los veíamos, se nos entraba la guerra por casa. (Sitio y socorro de Fuenterrabía, p. 97)

Estas palabras de Juan de Palafox y Mendoza sirven, primero, para comprender el alarmante sesgo que tomaba la guerra de 1635. Segundo, para justificar la desmedida publicidad de un hecho de armas.Y, tercero, para relacionar esta faceta de guerra doméstica, «en casa»45, que rechazaba el anónimo autor del Memorial…, y que estalló en 1640, a partir de la revuelta de los segadores en Barcelona. Efectivamente, el enfrentamiento Francia-España se agravó notablemente cuando el Ejército francés entró en España y sitió Fuenterrabía en 1638. Por eso la victoria de las tropas de Felipe IV, al mando del almirante de Castilla, don Juan Alfonso Enríquez, supuso un éxito indudable, tanto por el peligro que corrieron los valerosos asediados, como por lo que representaba: una cuestión de reputación, ante la osada invasión de las tropas francesas tres años después de declarada la guerra oficialmente. Como 45

Con este argumento: «pasaremos alegremente quietos y pacíficos en nuestras casas» (Memorial…, p. 20).

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indicaba Palafox en su Sitio y socorro de Fuenterrabía, nadie podía esperar una invasión por el noroeste de España cuando el francés sostenía ejércitos en Flandes, en Italia, en Alemania, en Borgoña, y «cuando Francia estaba tan exhausta de gente como se debe creer del largo tiempo en que en todas partes con desiguales sucesos fomenta y sustenta la guerra» (p. 86). Si ya Saavedra disfrazado de francés se alarmaba ante los diez ejércitos que Richelieu movía por Europa, las palabras de Palafox revelan el punto de vista oficial, errado y desbordado por la ubicuidad del enemigo. De ahí el factor sorpresa, la imprevisión del gobierno, las dificultades para mandar tropas a defender a los sitiados, la variada procedencia de dichas tropas (con aragoneses y catalanes entre ellos) y la conveniencia de divulgar debidamente no sólo el triunfo, sino todo el proceso. La toma de Fuenterrabía fue más que un éxito militar español: representó el fracaso más grave de los franceses en su intento de penetración en España46, y especialmente del príncipe de Condé47, que tuvo que hacer frente a toda una campaña de escritos en su contra. Incluso dio lugar a maniobras por parte de Richelieu, que tomó partido por Condé y que aprovechó para responsabilizar de la derrota al duque de La Valette. En fin, la profusión de relaciones francesas sobre la derrota de Fuenterrabía y el cruce de libelos a favor y en contra de los mandos militares nos indica el valor estratégico de la plaza de Fuenterrabía para Francia, así como la ebullición de papeles y pasquines en el país vecino: eran enviados a Francia por el huido La Valette, desde su exilio inglés, y neutralizados o recogidos por el hijo de Condé, para que no perjudicaran la reputación de su padre. Éste fue acusado de negligente y también de traidor, puesto que se rumoreaba que tenía prevista su fuga y la de su aliado, el obispo de Burdeos. De hecho, su carrera militar quedó seriamente dañada, a pesar de contar con la protección de Richelieu y de que intentara lavar el fracaso en la campaña siguiente, la del Rosellón de 1639. En ese contexto parece lógico que el entorno del conde-duque de Olivares aprovechara para magnificar de forma propagandística un triunfo tan importante, y que utilizara, además, a dos grandes plumas para ello: el marqués Virgilio Malvezzi, consejero de Guerra, y Juan de

46 47

Seré, p. 91. Lo ha estudiado Bitsch, 2008, pp. 337-341.

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Palafox y Mendoza, consejero de Indias. Malvezzi publicó en 1639, con un acrónimo muy evidente, La libra de Grivilio Vezzalmi, traducida de italiano en lengua castellana. Pésanse las ganancias y las pérdidas de la Monarquía de España en el felicísimo reinado de Filipe IV el Grande; y Palafox y Mendoza el Sitio y socorro de Fuenterrabía, que apareció poco después, en el mismo año, sin nombre de autor, y que alude en sus últimas páginas a la obra anterior, breve pero elogiosamente. Estas dos obras son encargos oficiales y destacan por su calidad literaria, muy por encima de las más de veinte relaciones sobre la gesta de Fuenterrabía que recogen Díaz Noci48 y Unsunáriz49. Pero entre las muchas obras50 dedicadas al sitio de Fuenterrabía merecen especial atención dos piezas muy breves: el Panegírico al excelentísimo señor almirante de Castilla51, de Pedro Calderón de la Barca, y La sombra del Mos de la Forza se aparece a Gustavo Horn, preso en Viena y le cuenta el lastimoso suceso que tuvieron las armas de Francia en Fuenterrabía52 atribuida a Quevedo. El interés de ambas se debe, primero, a los propios textos: un digno poema y una sátira feroz e ingeniosa contra el enemigo francés, respectivamente; y, segundo, a la actuación en la Corte de sus autores, en los años 1638 y 1639. Calderón alaba en su poema al responsable militar de dicha victoria, el almirante de Castilla, posteriormente ninguneado por el conde-duque; sin embargo, el propio Calderón colaboró con el valido poco después, durante la propaganda de la guerra de Cataluña, con una obra que apareció sin su firma, cuya autoría revela Pellicer53.Y en cuanto a Quevedo, de ser cierta su autoría sobre un impreso que se divulgó en 163854, nos indicaría,

48

Díaz Noci, 200. Remito a la amplia bibliografía citada por Unsunáriz, 2003, por cuya edición citamos la obra de Palafox. 50 Gracias a la información de Cid he conocido algunas aportaciones en euskera; ver Urgell, 1986; y Arejita, 1983. 51 Citamos por la edición de Wilson, 1969, que partía de un ejemplar, sin lugar ni fecha de impresión, que actualmente se halla en la Biblioteca Tomás Navarro Tomás, ILLA, CSIC, RESC./767. 52 Citamos por la edición de Buendía, 1979. 53 En Idea del Principado de Cataluña. También Pellicer revela en un aviso de 1641, p. 301, su amistad con el conde-duque. 54 Usunáriz, 2003, recoge una serie de obras sobre Fuenterrabía en pp. 37-39, y entre ellas La sombra del Mos de la Forza se aparece a Gustavo Horn…, sin nombre de autor, según la edición de Zaragoza, Hospital Real de Nuestra Señora de Gracia, 1638. 49

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una vez más, su tendencia a participar en asuntos de actualidad55, siquiera con un juguete satírico. Sin embargo, no pueden descartarse tampoco otras conjeturas contradictorias: alguna sugerencia del poder para que ridiculizara a los militares franceses en su cobarde huida tras la derrota o, por el contrario, su toma de partido a favor del almirante, alabado en la obra hasta por sus enemigos. No nos consta la fecha exacta de composición de ambos opúsculos, pero son buen indicio de la agitación de papeles que marca la cronología de la propaganda de guerra en torno a la victoria de Fuenterrabía. Ésta pasó del hecho militar a la relación de sucesos y a las celebraciones festivas, en una maniobra propagandística calificada con acierto por Díaz Noci como la «construcción» de un acontecimiento. La fase más literaria del proceso consistió en trasladar el triunfo al papel de manera artística, superando la mera comunicación de la noticia, en una progresión muy matizada: desde el panegírico del general victorioso (en el poema de Calderón) hasta la ridiculización del enemigo vencido (en el texto atribuido a Quevedo) y la ulterior sustitución del guerrero de Fuenterrabía, el almirante, por el estratega-organizador en la Corte, Olivares: primero en La Libra y después en el Sitio y socorro de Fuenterrabía, en 1639. Los cuatro testimonios se refieren a la victoria de Fuenterrabía, el día 8 de septiembre de 1638, tras un largo sitio que había comenzado en el mes de julio. Dos de ellos tratan el hecho de armas con la perspectiva del cronista, o del relator, en los casos de Palafox y Malvezzi, que suministran muchísimos datos sobre el hecho de armas: cifras, nombres, condiciones atmosféricas, discusiones estratégicas, etc. Pero sus dos obras nos indican también cómo las primeras relaciones noticieras se utilizaron como base informativa para, posteriormente, ocultar o manipular los errores iniciales del Gobierno de Madrid, incapaz de percibir la posibilidad de una invasión por Navarra y Guipúzcoa56. Por el contrario, los otros dos nos ofrecen una cara distinta de la propaganda, bien porque sea extraoficial, en el caso de Quevedo, bien porque sea muy temprana, en el de Calderón; y esto se trasluce en dos obras bien distintas, una burlesca y otra encomiástica y heroica.

55

Como señaló Ettinghausen, 1994. Ver lo que llama Unsunáriz, 2003, pp. 22-23, «dos errores», el de Olivares y el de Richelieu, con la correspondiente bibliografía 56

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Respecto al socorro de Fuenterrabía en 163857, la conmemoración propagandística de esta sonada victoria desborda tanto los habituales regocijos populares como las fiestas cortesanas del siglo XVII. A juzgar por el número y diversidad de testimonios que nos han llegado, bien puede reflejar las estrechas relaciones entre la fiesta y el poder58, en la difícil coyuntura bélica contra Francia, o entre la guerra y la fiesta, ambas debidamente publicitadas, para incorporarlas a la memoria colectiva. En cuanto a las conmemoraciones de un éxito militar, tan sonado como lo fueron en su tiempo Roncesvalles y Pavía, el referente inmediato era la batalla de Nördlingen (1634), continuamente recordada en los años que nos ocupan. A ese recuerdo contribuyeron los relatos del acontecimiento y sus celebraciones, que produjeron un sentimiento de entusiasmo colectivo.Y es que, desde la más modesta relación hasta un relato oficial, como el ya citado que aparece en el Viaje, sucesos y guerras del Infante Cardenal don Fernando de Austria (1637), de Diego de Aedo y Gallart59, o la dramatización60 de la victoria por parte de Calderón y otros ingenios, como Castillo Solórzano, o incluso la solemne acción de gracias madrileña que Antonio de León Pinelo recogió en sus Anales de Madrid desde el año 447 al de 165861, el triunfo del cardenal infante dio lugar a una estela de conmemoraciones muy variada.Todas ellas estaban encaminadas a publicitar y magnificar el triunfo, más o menos artísticamente, como ocurrió con el socorro de Fuenterrabía. De entre esas celebraciones habituales quiero destacar, por las coincidencias con celebraciones posteriores: la entusiasta acogida de los correos enviados para comunicar la victoria; el Te Deum como inmediata fiesta religiosa, tanto en Flandes como en España; y las luminarias como primera fiesta civil en la Corte madrileña62. Son celebraciones inmediatas, populares unas, más cortesanas las otras, pero todas ellas indican la alegría, la fiesta y el agradecimiento por la victoria.

57

A la celebración de victorias militares ya me he referido en 2009c. «Las atenciones de la guerra y los embarazos de la paz tal vez necesitan de respirarse en los ocios y en las fiestas» (Pellicer, Avisos, mayo de 1639, p. 9). 59 El autor dedica el larguísimo capítulo XIII a la batalla.Ya nos hemos referido a dicho texto en el capítulo I. 60 Estudiada por Rull, y Torres, 1982. 61 Citamos los Anales de León Pinelo por la edición de P. Fernández,1971. 62 León Pinelo, p. 299. 58

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Esos sentimientos se incrementan con las celebraciones escritas de la victoria (relaciones, panegíricos, crónicas) que pretenden rememorarla y transmitirla para que quede constancia ejemplar de la misma. Buena prueba de rememoración simbólica del gran éxito militar es el siempre lenguaraz Matías de Novoa, contrapunto de los dos cronistas oficiales de Fuenterrabía. Novoa recuerda Nördlinguen, en su Historia de Felipe IV, como un momento glorioso, cuando los españoles peleaban «por la honra» (CODOIN, vol. 77, p. 361). En cambio, pocas páginas después lamenta que «fuese la cosa de Leocata» para los españoles «como la de Roncesvalles» para los franceses (p. 366).Y, de paso, en una de sus muchas críticas contra el gobierno, tras la pérdida de la plaza de Leocata, en 1637, advierte sobre cómo deberían fortificarse los dos extremos de los Pirineos, por Perpiñán y Fuenterrabía: «Tener ambas fuerzas, la de Perpiñán y Fuenterrabía, reparadas y fortalecidas, es lo que enseña la prudencia militar y política» (p. 367). Las tres batallas —Roncesvalles, Nördlinguen y Leucate— son muy relevantes, porque asocian dos triunfos del pasado contra el francés, uno reciente y otro remoto, y relacionan los dos puntos controvertidos en las decisiones previas sobre cómo, y por dónde, hacer la guerra pirenaica.Y es que en el verano de 1638, sólo un año después de la pérdida de Leucate63, las tropas de Condé sitiaron Fuenterrabía, causando una extraordinaria alarma en la Corte, a pesar de que el virrey de Navarra, el marqués de los Vélez, ya había avisado de la entrada y rápidos progresos de las tropas francesas. En este sentido, es muy significativo el gran número de relaciones sobre el sitio y socorro de Fuenterrabía64, que recogen el estupor inicial, la descripción de la batalla y los posteriores festejos tras la recuperación de la plaza. Indica, desde luego, la magnitud del peligro corrido: la guerra en casa, que dice Palafox, frente a la guerra externa, que él defendía en 163165; y también la necesidad de exaltar el valor español, con vistas a las siguientes etapas de la guerra, porque, según Malvezzi: «la duración de la guerra, volviéndose costumbre, había quitado en 63

Elliott, 1977, p. 318, señaló que, pese a su escasa importancia militar, la derrota significó un cambio en la marcha de la guerra. 64 Lo que asombra a los propios contemporáneos: «son tantas las publicadas que no podré atinar» (Cartas de jesuitas, vol. XV, p. 72). 65 «¡Ay de España cuando tenga la guerra dentro de su misma casa!» (Diálogo político…, p. 510).

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mucha parte la atención y mitigado el ardor militar» (La Libra, p. 68).A tal efecto son notables las páginas dedicadas al valor de los «naturales», uno de los argumentos que explicaban la indefensión de la zona: «el valor heredado con que los navarros, vizcaínos y provinciales pelearon siempre en aquellas fronteras» (Sitio y socorro…, p. 53). Pero indica igualmente la conveniencia de acallar las críticas de una oposición contra Olivares, encarnada no sólo en parte de la nobleza y de un cronista parcial, como era Novoa, sino hasta en voces afectas, pero lúcidas. Por ejemplo, la de Juan de Palafox, en la versión «oficial» de los hechos, que ironiza sobre la fácil entrada de Condé en Pasajes, y cómo se hallaron «buen número de armas, artillería y municiones de guerra […] tan desamparadas en aquellos arenales como si fuera la invasión por Perpiñán» (Sitio y socorro…, p. 91).Y tan lúcidas como bien informadas, según se percibe en una de las cartas de jesuitas que manifiesta la impaciencia ante el socorro de la plaza sitiada, que tardaba en llegar: «nuestra flema es de suerte que nunca llegamos a tiempo» (Cartas de jesuitas, vol. XIV, p. 488). Paradójicamente, los propios guipuzcoanos muestran flema y arrogancia, porque solían celebrar una fiesta de toros «cada año para treinta de junio, sabiendo que había entrado ya el enemigo en la frontera, sin embargo […] corrieron sus toros a vista ya de las banderas francesas» (Sitio y socorro…, p. 95). De estos ejemplos se infiere la importancia de celebrar oficialmente la victoria de Fuenterrabía contándola por escrito. El relator no había de presentarla de manera inocente, sino bien ajustada66 y debidamente manipulada para producir entusiasmo; y más aún cuando eran bien conocidas las dificultades previas para formar un ejército y para acaudillarlo. Respecto al cronista o relator elegido para la versión oficial de la victoria de Fuenterrabía, los Avisos de Pellicer informan en la primavera de 1639 de que Olivares designa a Juan de Palafox y Mendoza (p. 8). Novoa es muy elocuente sobre su figura: «perfecto y cabal» (p. 452), pero susceptible de doblegarse ante el valido; y se extiende a continuación sobre cómo la historia debe usar las fuentes para que lo narrado no se convierta en «libros de caballerías». León Pinelo, por su parte, distingue la «elegante» relación del Sitio y socorro…, sin firma, de La Libra, de Malvezzi; e informa de que el italiano incluyó «las consultas» y

66

Ver Cartas de jesuitas, vol. XV, p. 40, sobre cómo el almirante tardó en ajustar la relación para no provocar recelos entre los mandos militares a sus órdenes.

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documentos relativos a las mercedes propuestas para premiar al valido (Anales de Madrid…, p. 314).Y una vez más las cartas de jesuitas añaden matices a esta competencia de relatores encomiásticos: parece que Malvezzi se adelantó, porque en junio de 1639 su libro, con los citados documentos, ya se vendía «en público y no le valdrá poco a su autor» (Cartas de jesuitas, vol. XV, p. 263); y un jesuita tan singular como Gracián dirá de La Libra, escuetamente: «bravas lisonjas»67. Efectivamente La Libra fue, cronológicamente, el primer relato extenso que se publicó sobre la victoria de Fuenterrabía y constituye una excelente muestra tanto de la autopropaganda olivarista como del oportunismo cortesano del autor. Éste remodela y amplía un texto suyo anterior, una primera versión que, como ya señaló Isasi68, recogía parte de los sucesos del año 1638; y lanza a continuación su relato del socorro de Fuenterrabía, más los citados documentos secretos, que abultan notablemente el volumen. El resultado, publicado en Pamplona, con licencia, sin nombre de impresor y sin año, es, a su vez, distinto de lo que, posteriormente y ya bajo su nombre, se tituló Sucesos principales de la Monarquía de España en el año de mil y seiscientos y treinta y nueve, publicados por la Imprenta Real en 1640, en donde se refiere al sitio de Fuenterrabía «del año pasado» y en el que no figuran ya los citados documentos. El interés de tales manipulaciones se incrementa con las palabras del propio autor, que al final de La Libra se dirige al lector, declarando que corrige las erratas del papel «impreso el año pasado»; que añade «nuevas glorias de la Monarquía»; y advierte que se dilata en el sitio de Fuenterrabía: «Sírvame de excusa la materia tan fecunda y el sitio tan cercano […]. Si hallares alguna diferencia de lo que se publicó a lo que ahora escribo, sigue lo último» (fol. 188). Las «diferencias» son muchas, empezando por el desequilibrio entre los sucesos generales y el relato de Fuenterrabía (fols. 73-105), y continuando con el espacio dedicado a los documentos de interés político, más de diez, que ocupan los folios 105 a 188.Y ello indica que el libro, presentado aparentemente como enumeración general de los sucesos más importantes del año 1638, es, en realidad, una excusa para mostrar la guerra total en que estaba inmersa la Monarquía, y utilizarla como tapadera del empecinamiento de Olivares, al que, según otros textos,

67 68

Citamos por la edición de Coster, p. 700. Isasi, 2002. Citamos por la edición de Pamplona, s.a.

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como el del padre Moret69, se responsabilizaba de la improvisación y consecuente lentitud en el socorro. De ahí que La Libra insista tanto en los detalles de organización, que ocultaban imprevisiones, cegueras y errores, como los señalados por Novoa; y se convierta todo ello en exaltación del valido, que se ha ganado las mercedes del rey. Es muy probable que el libro se compusiera muy rápidamente para añadir al material previo —los sucesos anteriores o estado de la Monarquía en 1638— el «tema» de Fuenterrabía y los documentos secretos. El tema no se refiere sólo al hecho de armas, tan conocido ya por las relaciones, sino a los indicios de invasión, a los problemas y gastos de la formación del ejército y a las continuas amplificaciones y comentarios sobre el socorro. En cuanto a los documentos —cartas del rey, del cardenal infante, informes del Consejo de Estado y de Guerra, del Consejo de Castilla, del Consejo de Cámara y del propio Olivares rechazando los honores, por excesivos— reflejan un largo proceso de manipulación de un triunfo militar: desde la primera carta del rey al almirante de Castilla, insistiendo sobre el socorro a la plaza (el 26 de agosto), hasta los papeles del conde-duque (que fingía rehusar los premios) y del rey (insistiendo al Consejo de Cámara: «Acabad, porque es ya tiempo y ha pasado mucho dél»), en la primavera de 1639, cuando el autor parece dejar el asunto en suspenso: «entiendo que se conformará el Conde» (fol. 185), «siguió su natural el conde duque en resistir a las mercedes, le vencerá acetándolas» (fol. 187), hasta concluir con un doble elogio: «Felicísima Monarquía en que el rey no violenta sino para que se reciban grandes mercedes, y no halla desobediencia sino para no recibirlas» (fol. 188). El propósito de propaganda olivarista explica la ordenada exposición del tema de Fuenterrabía (no de la batalla), marcado por las dudas ante la dificultad de formar un ejército y por la frenética actividad del conde-duque para socorrer la plaza: sus muchas órdenes, sus llamamientos a la nobleza, sus movimientos de tropas y la designación de grandes nombres para su defensa, como el marqués de los Vélez y el marqués de Mortara, junto al almirante de Castilla, a cuyas virtudes dedica Malvezzi pomposas líneas: […] Grande de España, y entre los grandes de los mayores, que proponiéndose por eficaz medio el renombre; y por fin el servicio del Rey, junta

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Ver Usunáriz, 2003, p. 87.

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siempre sus deseos con sus obligaciones, entregado al valor, a la experiencia prometido, afable, espléndido, no envidioso, no arrogante, de ánimo generoso, de sangre real, de gallardas costumbres, liberal, cortés, magnánimo; y lo que vale por todo, de feliz y dichosa fortuna (La Libra, fol. 78).

La exageración en los calificativos y adornos forma parte de las aportaciones de Malvezzi, porque es característica de su estilo. Es también habitual el halago cortesano en una época incierta, con enfrentamientos entre los propios Grandes, así que las lisonjas a la nobleza «que no hubo menester espuelas para moverse» son expresión de la cautela y prudencia del autor con respecto a la poderosa facción ya enfrentada al valido. En cambio, a diferencia del tono grandilocuente de Malvezzi, la voz extraoficial de las cartas de jesuitas complementa la información de los piques entre la nobleza, estando ya la plaza sitiada y esperando el socorro del ejército; hasta se compadece de las dificultades del almirante, si ha «de estar sujeto […] a estos señores» (Cartas de jesuitas, vol. XIV, p. 494); y proporciona un dato con cierto picante sobre cómo una compañía de doscientos hijodalgos que iban a Guipúzcoa se desperdigó en Valladolid, porque algunos de los soldados habían metido en los coches a sus damas y se enfrentaron con su capitán, que se lo prohibía y les decía que «no iban a guerra de entretenimiento, sino muy viva» (Cartas de jesuitas, vol. XIV, p. 498). Naturalmente, los detalles de una narración que, si no era oficial, contaba con las bendiciones y protección del conde-duque, implicaban un enfoque determinado, que en el caso de La Libra se apoya en el estilo y en lo que ya denominó Shaw «la base fideista en la que descansan todos los escritos políticos de Malvezzi»70, es decir, su visión providencialista de la historia. En el caso concreto de Fuenterrabía, no hay que olvidar que la primera celebración de la victoria fue la salida del rey a la iglesia de Nuestra Señora de Atocha, a caballo, de gala y con gran séquito, en un acto público para mostrarse ante el pueblo, acompañado de Olivares, que iba a pie y se mezclaba y abrazaba con la plebe (Cartas de jesuitas, vol. XV pp. 25-26). La relevancia de la acción de gracias pública aprovechaba lo significativo de la fecha: el socorro de Fuenterrabía fue la víspera de la Natividad de Nuestra Señora, el 8 de septiembre, y en la solemne misa de esa víspera el rey había ofrecido a

70

Shaw, 1968, p. XVIII.

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Dios la plaza en sacrificio, con toda resignación, ante la desigualdad de las fuerzas, según detalla Malvezzi. La Libra magnifica el simbolismo religioso de la victoria, la adorna con una imaginería bíblica y presenta a España y a su rey como el pueblo elegido: En tanto que Josué peleaba, levantaba los brazos a Dios un Moisés, porque el acontecimiento fue en el mismo tiempo que el Rey sacrificaba la Plaza al Dios de los ejércitos, que la aceptó propicio, pues se la volvió gloriosa […]. Quien entiende que Dios no pelea hoy, porque no lo ve, es ciego del entendimiento […]. Él ampara los ejércitos del Rey, él les da las victorias, no quiere manifestarse por que resplandezca el valor de la nación española y la prudencia de quien la gobierna […]. Subirá sobre feroz caballo, en blanca vestidura, con estoque rico ceñido […]. Enviará el Ángel a destruir los asirios (La Libra, pp. 98 y 99).

Hay que tener en cuenta que la acción de gracias de septiembre de 1638 celebraba no sólo la recuperación de una plaza sino la reparación de los sacrilegios cometidos por los franceses herejes, concretamente contra la Virgen de Guadalupe.Y un año más tarde (Cartas de jesuitas, vol. XV, p. 206) la imagen de la Virgen se llevó en procesión por Madrid, cuando se preparaba el aniversario del socorro con la fiesta cortesana en homenaje al conde-duque. De manera que en el transcurso de un año se había modificado el enfoque de la victoria, difuminando al artífice militar en beneficio del ministro y organizador.Y a ello contribuyó, sin duda, la publicación oportuna de La Libra con los citados documentos secretos, y con su brillante y ampuloso estilo. El propio Palafox, al final de su obra, se refiere a Malvezzi y a su estilo, sin nombrarlo, en tanto que artífice de los méritos de Olivares: «como ingeniosamente pondera una de las plumas más acreditadas de Europa, que con estilo maravilloso y elegante ha conseguido el aplauso común de las gentes» (Sitio y socorro…, p. 421).Y tal declaración puede servir de contrapunto al estilo «desnudo» y «rústico» (así lo presenta en el prólogo al lector) que Juan de Palafox y Mendoza escoge para su propio relato del sitio y socorro de Fuenterrabía. Sin embargo, la obra de Palafox no es ni una crónica objetiva y escueta de los hechos, ni mucho menos descuidada, sino que aborda el «tema» de Fuenterrabía en toda su extensión, como un cronista culto, con un estilo más llano que el de Malvezzi, pero muy bien medido, y tan pro-

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clive a «los principios programáticos»71 de la Monarquía como el marqués italiano. Como era de esperar en un sacerdote, su obra dedica buen número de páginas al enfoque religioso de la batalla y presenta la victoria como merecido triunfo de las tropas del rey católico contra los herejes franceses. Éstos quedan singularizados en Mos de la Forza, «hereje calvinista», «que mandó que predicase uno de los ministros de su perversa secta diciendo con voces altas “Que moriría ya contento de haber oído dentro de España su prédica”» (p. 198), del que se venga Palafox con una ironía impensable en el grave estilo de Malvezzi, aludiendo a su cobarde fuga: «Y mos de la Forza, por no morir ni contento ni triste, no fue de los últimos que se retiraron a Francia con una fuga tan acelerada» (p. 198).También personaliza en el arzobispo de Burdeos, calificado con ironía de «piadoso arzobispo» que había realizado la «iniquísima empresa» de quemar la flota, siendo una «armada cristiana» (p. 127).Y, por descontado, en el cardenal Richelieu, cuya figura planea sobre toda la fuerza enemiga, por medio de presentaciones muy eficaces para intensificar su imagen negativa, desde la inscripción hallada en un cañón de bronce —«Li Cardenal Rocheliu, ratio ultima regum»— e identificado con la guerra por medio de un arma, para que «de gente en gente vayan bebiendo ese veneno los hombres» (p. 194), hasta su fracaso por la pérdida del socorro enviado a Condé —cuarenta mil libras— que pasa directamente a manos españolas, entre un muy copioso botín; aquí se aprecia la gran satisfacción de Palafox, que aprovecha para generalizar la confusa mezcolanza de políticos y religiosos en el Gobierno de Francia: […] no puede dejar de parecer admirable la anticipada providencia con que tan atento y diligente ministro envió este socorro […] sin haber llegado a los franceses hasta que se la ganaron los españoles.Y no menos es maravilloso el fervor y espíritu con que sigue Francia esta irreligiosísima empresa, pues andan envueltos los arzobispos con los generales, los obispos con los ingenieros, haciendo invasiones en provincias católicas (p. 197).

Sin embargo, el Sitio y socorro de Fuenterrabía no sólo busca el fervor religioso del lector, sino que destaca por el mensaje político que trans-

71

Usunáriz, 2003, p. 42.

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mite, perfectamente acorde con el programa del gobierno, especialmente en lo que se refiere a la unidad e interdependencia de las provincias de la Monarquía, a lo que se refiere Palafox desde el comienzo de la obra: Y porque las dependencias que tienen de unas a otras provincias las armas de Su Majestad […] que no pueden bien manifestarse lo que se obra en España sin saber el estado de la guerra de Italia, Flandes y otras partes, por hallarse unidas y trabadas entre sí como los miembros en el cuerpo, sirviéndose unas a otras para su defensa (Sitio y socorro…, p. 49).

Esta formulación tan acertada de la unión de armas72 explica bien la estructura de la obra, que inserta el tema de Fuenterrabía (amenaza inicial, invasión, sitio, confusión en la Corte, toma de decisiones, aspectos de la batalla hasta la victoria y conclusiones que pueden extraerse de la misma) en los otros problemas bélicos de la Monarquía de Felipe IV en la primavera de 1638. A diferencia de La Libra, que produce un efecto de amalgama de piezas diversas, el Sitio y socorro… se caracteriza por una visión política totalizadora y un orden expositivo que busca la aquiescencia del lector mediante la amenidad, ya que el autor corta el relato a fin de no cansar ni ser monotemático. Pero, para que el mensaje cale, Palafox recoge en un eficaz epílogo, con claridad y concisión, un resumen de los sucesos de 1638, e integra el episodio bélico de Fuenterrabía en el general conflicto franco-español, permitiéndose incluso apelar a la paz, con la generosidad del vencedor: Fácilmente conocerá quien esto leyere cuánto más pesa el esfuerzo de las armas y soldados del rey que el número en que han excedido tanto este año las de sus enemigos […] porque sólo aspiran a la defensa de la religión católica, al castigo de sus rebeldes, al conservar en paz a la Italia, al contener en sus debidos términos a Francia y conseguir con una valerosa y justa guerra una firme y segura paz (Sitio y socorro…, pp. 210-211).

Precisamente la alternancia en la narración de los sucesos de Flandes o de Italia, y lo que pasaba en Fuenterrabía, permite a Palafox abordar uno de los asuntos más delicados, que también tocaba Malvezzi: la

72

Ya fue señalada por Elliott y Stradling, como afirma Usunáriz, 2003, p. 23, n. 48, con amplia bibliografía.

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dificultad de formar otro ejército más73 y de desplazar tropas adecuadas, no soldados bisoños, de una a otra frontera. Esa preocupación se expresa con gran habilidad varias veces desde el inicio de la obra: «En España no ardía la guerra, pero ardía el cuidado de tener empeñadas sus armas el rey en tantas provincias» (p. 53). Ni siquiera se elude la discusión sobre las tropas de Cataluña, a las que se refería Matías de Novoa, aunque se mencione de pasada, junto a la situación de Navarra y Cantabria: «Quedaron del sitio de Leocata en Cataluña nueve mil hombres» (p. 53). Pero será más adelante cuando se aborden las dudas sobre cómo aumentar las tropas próximas a Fuenterrabía: el conseguirlo fue uno de los méritos más destacados, y premiados, entre las decisiones tomadas por el conde-duque; y Palafox no deja de referirse a la importancia de las tropas de Cataluña, la coronelía del conde-duque, en una decisión que presenta como un mérito individual: «Habíanse hecho unos meses antes muy vivas instancias para que […] la mayor parte de la gente que había en Cataluña pasase a Italia» (p. 100), afirmando que el conde-duque se resistió a que saliera de España y la retuvo alojada en Cataluña, a pesar de que «consumía gente y dinero», con lo cual pudo acudir a Fuenterrabía, convirtiéndose en «el principal socorro de la plaza». A diferencia de los halagos ampulosos de Malvezzi, el texto de Palafox se caracteriza por la moderación en la presentación del valido y de los demás miembros de la nobleza que participaron directamente en el socorro, especialmente del almirante de Castilla y del marqués de los Vélez, virrey de Navarra, sintomáticamente unidos en el epílogo de la obra, en una gradación jerárquica prudente y sutil: «el esfuerzo que da a sus vasallos el corazón magnánimo de Su Majestad, la atención y prudencia del conde, el valor y gallarda resolución del Almirante de Castilla y marqués de los Vélez» (p. 209). Dicho tono moderado, que sólo se descompone por algún exceso, o ironía malévola contra el enemigo, distingue los dos textos emanados desde instancias oficiales: el Sitio y socorro…, por orden del rey, según la portada, y La Libra, del conde-duque o de su entorno. Su común origen se demuestra por los documentos a los que ambos autores tuvieron acceso para configurar lo que he denominado el «tema» de Fuenterrabía, y en cuya publicación coinciden: por ejemplo, los reales

73

Ver Solano Camón, 1984.

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decretos para celebrar la victoria y la lista de mercedes concedidas por el rey a la ciudad y habitantes de Fuenterrabía. Sin embargo, el estilo y el enfoque nos indican que sus propósitos son diferentes, porque Malvezzi habla de las «glorias» de la Monarquía, mientras que Palafox califica su texto de «relación» y se apoya en términos como verdad, pureza, entereza, etc., para indicar que evita ornatos y halagos. No obstante, pese a tan encomiable declaración del prólogo, Palafox no firma el Sitio y socorro de Fuenterrabía. Es probable que deseara distanciarse del círculo de halagos cortesanos posteriores a la victoria de Fuenterrabía, porque en carta de 1646 todavía prohibía que se incluyera entre sus obras el Sitio y socorro…74, alegando que se haría posteriormente un volumen con las obras no espirituales. Pero, según la advertencia previa a la edición de 1762, en el volumen X de las Obras completas, no quiso poner su nombre «en atención a salir el escrito en nombre de la Corona Católica».Y es que los desmedidos elogios a Olivares por el triunfo de Fuenterrabía levantaron ampollas, y Palafox probablemente evitaba verse afectado por las disputas entre distintos bandos de la nobleza. Buen ejemplo de uno de ellos es la Respuesta a un libro intitulado «La Libra» del Marqués Virgilio Malvezzi, sobre el buen suceso de Fuenterrabía año de 163875, sin fecha y atribuida al almirante de Castilla, o quizás a alguien de su círculo, que criticaba las «mentiras», las «adulaciones despropositadas», la confusión entre quien daba «las órdenes a distancia» y el general que las ejecutaba; y que, finalmente, se escandalizaba de que documentos secretos fueran «vendidos públicamente como librillos de poca sustancia». Este texto manuscrito, del que desconocemos la fecha, es una capa más de esa guerra de papeles sucesivos, en este caso procedentes de la oposición interna contra el conde-duque. Está escrito con anónima y brillante pluma, para rebatir en siete puntos concretos el planteamiento lisonjero, y aprovecha para denunciar «el artificio y la hipocresía» de quien lo gestó, la «desconfianza del principal interesado […] por si no prosperaba el negocio», e incluso para advertir que los premios podían tornarse en castigos «si la fortuna se volvía contraria».

74

Manuscritos e impresos del Venerable Señor don Juan de Palafox y Mendoza, 2000,

p. 279 75

Como ya indicó Shaw, 1967, el manuscrito se halla en la Biblioteca Nacional de España, ms. 18.660/4.

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Son ya bien conocidos los méritos que se atribuyeron a Olivares y los premios solicitados para corresponderle76, que Malvezzi publicaba en La Libra, pero conviene insistir en ello porque, tras la primera euforia por la recuperación de Fuenterrabía, un año después culmina doblemente la manipulación de la victoria: con la publicación de las dos relaciones o crónicas, más una irritada respuesta a las mismas; y con la restringida fiesta cortesana que ya hemos analizado y que recoge Pellicer en sus Avisos. La cronología de la victoria de Fuenterrabía, en septiembre de 1638, ayuda a seguir el proceso propagandístico hasta convertirse en el «tema» de Fuenterrabía, según las primeras relaciones, las crónicas oficiales y los dos opúsculos, tan distintos, de Calderón y Quevedo. Es bien cierto que, al conocer la victoria, el rey mandó que se felicitara a la duquesa de Medina de Rioseco, esposa del almirante de Castilla, como reconoce Novoa (CODOIN, vol. 77, pp. 634-635); que el almirante hizo una triunfal entrada en Madrid, en noviembre (Sitio y socorro…, p. 204, y Cartas de jesuitas, vol. XV, pp. 108-109); y que fue recibido suntuosamente en Palacio. Pero, en los meses siguientes, los Consejos fueron atribuyendo méritos al conde-duque, el rey proponiendo mercedes para premiarle, y a ello se sumó la publicación por Malvezzi de los distintos documentos y de las respuestas de Olivares.Y todo esto aconsejaría omitir prudentemente, como dice Palafox al final de su obra, las mercedes del rey: […] ha hecho al conde duque por hallarse aun fluctuando entre la liberalidad y grandeza de Su Majestad, la calificación de los Consejos y la modestia singular del valido, que rehusa admitirlas, teniendo por único premio y remuneración el servir a su rey (Sitio y socorro…, p. 200).

Tan largo proceso de rumores y escritos debió de dar lugar a que se formaran dos bandos cortesanos: el del almirante y el del conde-duque. Así parece indicarlo una interesante y enigmática frase de Quevedo en carta a Sandoval, de enero de 1639, el fatídico año de su detención: «El señor Almirante es todo mortificaciones, y todos las sienten […].Yo lo siento por muchas razones más que todos»77. Es posible que el Panegíri76

Ver Elliott, 1990, pp. 525-529. Epistolario completo, p. 412. También cita la carta Sánchez Sánchez, en su reciente edición, 2009, pp. 299-300. 77

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co al almirante de Castilla, de Calderón de la Barca, se inscribiera en uno de esos bandos: el que celebró sinceramente, en un primer momento, la victoria de un gran militar del que, además, su hermano dependía en el ejército. El poema en tercetos canta la grandeza del hecho de armas, que Calderón celebró también en una comedia78, como ya analizó Wilson; después alude imprecisamente a la «envidia» que el almirante provocaba; y, finalmente, anhela su entrada triunfal en Madrid. Son estos últimos versos, precisamente, los que pueden ayudar a fechar el Panegírico… tempranamente, en 1638, como breve pieza de alabanza que acompañara al noble militar: «O, mire el sol con novedad extraña / Triunfales pompas, en España el día / Que entre en su corte el defensor de España. / Mas no, que tanta pública alegría / Aun es bastarda voz de vuestra fama, / Mudo clarín de vuestra bizarría» (vv. 7984, p. 273). Las alegrías públicas acompañaron, efectivamente, la entrada en Madrid del almirante de Castilla en el mes de noviembre de 1638.También se publicaron entonces escritos conmemorativos de la victoria, dirigidos al propio militar y a su esposa, en la línea del habitual halago al poderoso por parte de escritores de su círculo. Así ocurre, por ejemplo, con dos recopilaciones poéticas79 dedicadas al almirante y a su esposa por Alonso Díez de Lugones y Venegas: Consagra a su excelencia el invicto Aquiles español, don Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, y Rinde a la décima musa y cuarta gracia de la ilustrísima señora doña Francisca Luisa Fernández Portocarrero. Además de la desmesura lisonjera (el almirante es el «Aquiles español» y su esposa, la «décima musa y cuarta gracia»), en ambas obras se ensalzan, por medio de romances, décimas y octavas, los méritos del gran militar que supo vencer el cerco de Fuenterrabía, sitiada por «el francés», y comparada, como plaza sitiada, con Numancia. Frente a estos poemas mediocres, los doscientos versos de Calderón en el Panegírico al excelentísimo señor almirante de Castilla son una obra digna y culta, que llama a un Grande «defensor de España», título éste que bien pudo ser el detonante de una contra-campaña: esta vez a favor del organizador, que no defensor de la plaza. A diferencia del relato de la victoria, o del sitio y el posterior socorro, Calderón sólo ensalzaba

78

Ver Wilson, 1969, p. 257. Citamos por esta edición. Hemos consultado las dos obritas, impresas en Madrid, s.n., 1638, en la Biblioteca Nacional de España, signaturas VE/171/37 (1) y (2), respectivamente. 79

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en su poema al responsable de la misma, en un típico ejercicio de lisonja cortesana, pero mesurado y de buen gusto.Y ese responsable representa por su linaje a la más rancia nobleza; ha dado prueba de cualidades guerreras y de generosidad en el reparto del botín; e incluso posee el celo religioso consustancial y esperable en el estereotipo del militar español; para demostrarlo, basta la leve alusión a las profanaciones francesas, aún frescas en la memoria colectiva, e insinuadas bajo la pregunta retórica ya citada: «[…] qué enojos / no os cuesta algún insulto, desatando / iras el pecho, y lágrimas los ojos?» (p. 275). Tamaña variedad de virtudes desfila por los tercetos calderonianos, sin entrar en los prolegómenos del sitio, ni exagerar el odio al enemigo, sino estableciendo un exquisito paralelo entre el «héroe invicto» español y los de la Antigua Roma, que premiaba con coronas a sus mejores guerreros. En suma, el breve poema es un elogio circunstancial y personal del almirante, que Calderón le envía por medio de su sobrino, el duque de Alburquerque, en la dedicatoria. Pero bien pudo tener alguna resonancia en una corte agradecida por verse libre de la invasión francesa y bien dispuesta para conceder las coronas clásicas al artífice del socorro de Fuenterrabía. Tampoco Quevedo desperdició la oportunidad de referirse a la victoria española en Fuenterrabía, tanto en la carta privada dirigida a Sandoval, ya citada, como en el escrito de atribución dudosa La sombra del Mos de la Forza se aparece a Gustavo Horn… Pese a su brevedad, en él conviven las alusiones al triunfo, las ironías contra papeles previos del enemigo, el tema religioso y la sátira contra el general francés, no sólo herético, sino también vencido: «Éste es Mos de la Forza, aquel famoso hugonote […], no hay sino que pague el atrevimiento de haber predicado su secta en España y desacato que hizo a las imágenes»80. Respecto a la carta, ya hemos visto que Quevedo se afligía por las «mortificaciones» que en enero de 1639 padecía el almirante. Pero, además, Quevedo se atreve en la privacidad de la carta, a informar de los movimientos contra el almirante, mientras que en el opúsculo apócrifo no existe alusión alguna a las rivalidades cortesanas. Así, en un párrafo de difícil sintaxis, declaraba a su amigo cómo se le estaba relegando en Consejos y Juntas:

80

Citamos por la edición de Buendía, 1979, p. 1033.

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[…] entre siete que ahora han hecho del Consejo de Estado, que son tres cardenales (Espínola, Sandoval y Albornoz), Melo, Cerralbo, Castrofuerte y Castel Rodrigo, ni fue el uno ni el ocho; y en la junta que se ha formado de Fuenterrabía, en que preside Monterrey, siendo él quien hizo la facción no entra.

Del brevísimo texto La sombra de Mos de la Forza se aparece a Gustavo Horn… se publicó una edición en Madrid, con licencia, por Diego Díaz de la Carrera, en 1638. Sólo consta de cuatro páginas en folio y los dos ejemplares que hemos consultado81, con distinta numeración a mano, hacen pensar que formaba parte de un impreso extenso, más de doscientas páginas en ambos casos. El título completo de la obra rara vez se cita en su totalidad y, sin embargo, es muy esclarecedor acerca de esa guerra de papeles entre Francia y España: Relación y traslado bien y fielmente sacado de una carta enviada a esta corte y tiene por argumento: la sombra de Mos de la Forza se aparece a Gustavo Horn, preso en Viena, y le cuenta el lastimoso suceso que tuvieron las armas de Francia en Fuenterrabía. El mensaje satírico se encuadra, desde el título, en una carta sin destinatario; y ésta, a su vez, responde a un discursillo satírico antiespañol sobre la batalla de Leucate en 1637: Llegó a mis manos, sin nombre y sin autor un discursillo impreso en París […].Tiene por argumento La Sombra del Conde de Cervellón que se aparece a Juan de Vert, prisionero en el castillo real de Bois de Vincenne, dándole cuenta de lo sucedido en la Leocata (p. 1030).

La sombra del Mos de la Forza se aparece a Gustavo Horn…, propiamente dicha, es la réplica antifrancesa a ese escrito, considerado por el anónimo autor como infamante y malicioso, hasta el punto de precisar una respuesta que es un calco, a la inversa, de su burla: Y porque prueba muchas veces el fuego en su casa el que le quiere encender en la ajena y aquél debe temer injurias que las hace, es bien que entiendan que en España se satisface con la espada a las veras y con la pluma a las burlas (p. 1030).

De manera que en tan breve espacio se hallan todos los ingredientes de la guerra de papel comenzada en 1635, continuada con la batalla 81

Biblioteca Nacional de España, signaturas VC/248/40 y VC/1016-2.

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perdida por el general Cervellon, en el frente oriental de la guerra, posteriormente prolongada con la victoria de Fuenterrabía y con sus consecuencias: la deshonrosa huida de los jefes militares franceses (el príncipe de Condé y el arzobispo de Burdeos), y el alma, o la sombra, del mariscal La Forza dialogando, primero, con el barquero Caronte; después, intentando en vano alcanzar los Campos Elíseos; y, finalmente, conducida caprichosamente por el Danubio hasta Viena, para narrar la derrota francesa de Fuenterrabía al general Gustavo Horn, vencido también, en la batalla de Nördlingen. Igual que otros diálogos anónimos y propagandísticos, como el Diálogo de Mercurio y Carón, de Alfonso de Valdés, este opúsculo contiene un mensaje político y religioso, a través de la escena del barquero Caronte que lleva las almas de más de dos mil franceses al fuego eterno. También se sirve de un patrón genérico satírico, el diálogo de muertos, para escenificar cómo la sombra de Mos de la Forza recorre un itinerario acuático y simbólico en su peregrinar desde Fuenterrabía hasta Viena.Y, por último, moviliza una serie de nombres y de elementos mostrencos del tema de Fuenterrabía, para lograr el descrédito del enemigo francés. Entre los primeros, se oponen los valerosos militares españoles —el marqués de Mortara, el almirante de Castilla, el marqués de Torrecusa, don Diego de Isasi— y las cabezas del Ejército francés que se dieron a la fuga (Condé y el arzobispo), o que fueron derrotados (el propio Mariscal), o que son responsables últimos de la pérdida: el cardenal «Rucheli», «eminencia soberana» que «reina en nombre de su amo» (p. 1032). Entre los argumentos repetidos, la burla sobre el cuantioso botín, la generosidad del almirante «que dio toda su plata a las vizcaínas amazonas y cuantos escudos llevaba arrojó al pueblo», el simbolismo religioso por la festividad de la Natividad de la Virgen, y el arrojo de «estos españoles, o por mejor decir, leones». El resultado es un escarnio del ejército francés, que pecó por exceso de confianza, y una desesperación del militar La Forza, que propone a su amigo Horn escribir «una carta al rey Luis» para que no ponga su reputación en manos de «gabachos» y se aleje de «la sombra de Rucheli, pues tan mal le va con ella» (p. 1034). En definitiva, un mensaje literaturizado para disfrute de lectores españoles cultos, que compartirían en los momentos inmediatamente posteriores al socorro de la plaza todos los argumentos y detalles que recogían las relaciones del suceso. Los mismos destinatarios que serían capaces de descifrar las alusiones mitológicas del texto y de relacionar los distintos frentes de batalla:

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desde Flandes, rememorando Nördlinguen, a Fuenterrabía, cuando el éxito del socorro lavaba el fracaso de Leucate y la invasión de Francia por el Rosellón. El texto atribuido a Quevedo, a pesar de su brevedad, es doblemente significativo: en lo político y en lo literario. Desde el punto de vista político revela el oportunismo propagandístico, por la relación que establece entre los tres hechos de armas: Nördlinguen (1634), Leucate (1637) y Fuenterrabía (1638). Dicho oportunismo, probablemente orquestado por el poder, se corrobora por el hecho, que no parece inocente, de que el cronista José Pellicer lance su Embajador quimérico también en 1638. Todo ello muestra cómo se manipulan hábilmente los triunfos y las derrotas. En ese ámbito el Panegírico de Calderón sería el más temprano, y acaso el más sincero, de los textos sobre la victoria de Fuenterrabía. Le seguiría el opúsculo satírico y revanchista de Quevedo, y ya en 1639 las dos relaciones de encargo, de Malvezzi y Palafox. Pero el tema de Fuenterrabía no culmina hasta un año después de la victoria, cuando el episodio militar se convierte en halago cortesano, según destaca en sus Avisos el propio Pellicer, que es invitado a participar en la alabanza del valido: «Pidiome el Protonotario celebrase esta acción, y por no rehusar la carrera de la lisonja, cuando todos se pasean por ella, hasta los más interesados, envié este epigrama español» (p. 47). Se trata del siguiente soneto, que apenas recuerda la batalla por recuperar Fuenterrabía, con el que Pellicer se incorpora al acto protocolario: Ya al Júpiter mentido en culto ciego la vana antigüedad dejó aplaudida la copa, que fingió el garzón de Ida, subió a servirle hasta el dosel del fuego. Al latino mayor del mayor griego, como verdad se veneró leída, de ella la historia se miró vencida, pues no le costó el crédito algún ruego. Mas Homero y Virgilio, ¿qué escribieran, al ver que el alto Júpiter de España eternizó a un Guzmán más firme copa? Sus escritos con ella ennoblecieran, y premio la aclamaran de una hazaña, que fue por él restauración de Europa.

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La victoria militar se ha convertido ya en «restauración de Europa» para un grupúsculo cortesano que literaturiza la guerra.Y es que, desde el punto de vista literario, el año transcurrido, desde el socorro de 1638 hasta la conmemoración palaciega de 1639, se concreta en capas sucesivas de escritura: desde las primeras relaciones noticieras, a La Sombra… satírica contra libelos franceses, y los panegíricos y encargos lisonjeros que desembocan en el grandilocuente soneto de Pellicer: un Felipe el Grande, ahora convertido en Júpiter de España, y un Olivares, el más firme de los Guzmanes, transformado en Ganimedes, a partir de la simbología de la copa de oro. El sitio y el socorro de Fuenterrabía son ya una hazaña casi mitológica, que olvida el peligro real para engrandecer la gloria del rey compartida por su valido. También La Libra de Malvezzi relacionaba el peligro y la gloria, y celebraba el año de Fuenterrabía, que era «el más glorioso desta Monarquía, porque amaneció el más peligroso» (p. 58).Tan peligroso que sólo dos años después un Quevedo encarcelado recordará, bajo seudónimo, en La rebelión de Barcelona…, esa guerra interna que preocupaba a Palafox y los dos extremos de la frontera pirenaica que preocupaban a Novoa. Ante la rebelión de 1640, establece una conexión al comparar maliciosamente, en uno de sus muchos reproches contra la revuelta catalana: «fue gran disposición pelear por guipuzcoanos y no por catalanes» (p. 453). Esa pelea de Quevedo fue, una vez más, sobre el papel, atacando a los catalanes rebeldes representados por un manifiesto, la Proclamación Católica, y siguiendo la estela del contra-manifiesto oficial: el Aristarco o censura de la Proclamación Católica de los catalanes.

3. LAS

REBELIONES DE

CATALUÑA Y PORTUGAL

EN

1640

Señor, cuando parecía a la malignidad ceñuda que la envidia de todo el orbe de la tierra, aunada en motín sedicioso, limaba a vuestra majestad el renombre de Grande…, entonces vuestra majestad se añade el de Óptimo Máximo. (Panegírico a la majestad del rey nuestro señor don Felipe IV, p. 489)

«Al comenzar el año 1640, el más fatal de la Monarquía Hispánica, la situación era ya muy crítica», afirmaba A. Domínguez Ortiz82, mar82

Domínguez Ortiz, 1974, p. 386.

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cando con adjetivación negativa el año de «la separación de Cataluña» y «la sublevación de Portugal», o de las «revueltas en Cataluña y Portugal»83. Es decir, lo que Olivares designó patéticamente como una «rebelión general»84 y que Quevedo, siempre grandilocuente, atribuía a la envidia de todo el orbe, en el panegírico que celebraba el gobierno en solitario de Felipe IV, tras la caída del conde-duque en 1643. La distinta terminología que hoy utilizan los historiadores85 —separación, sublevación, revuelta, rebelión— indica una compleja realidad cuya percepción fue cambiando, entre 1640 y los años sucesivos, según las distintas fases y los distintos bandos de las guerras de Cataluña y Portugal.Así, por ejemplo, F. Bouza86 ha notado la modificación de determinadas expresiones tras el Tratado de Paz hispano-luso de 1668, cuando ciertas palabras utilizadas en el fragor de 1640 resultaban incorrectas por su dureza en 1670: de ahí que «rebelión» se sustituyera por «división».Ya señalaba Jover, en un artículo imprescindible87, que se hacía eco, a su vez, de las palabras de Maravall, lo engañoso de ciertos términos con el paso del tiempo. Efectivamente la diferencia de conceptos (anexiones, agregaciones, separaciones, divisiones, etc.) en un problema político de tal magnitud se reflejó en diversos usos lingüísticos de la época, ya que las revueltas de 1640 movilizaron a gran número de escritores, peninsulares y extranjeros. Y es que a la guerra externa contra Francia, que en 1638 ya había penetrado en España por Fuenterrabía, se sumó el doble enfrentamiento interno contra Cataluña y Portugal en 1640. Como es sabido88, la existencia de tres frentes bélicos dividió al gobierno, desbordado por las necesidades militares y vacilante respecto a la mayor o menor contundencia en el trato a los rebeldes. Estas dis83 Designaciones de De la Peña (pp. 114-116) y Simón Tarrés (p. 432), respectivamente, en Domínguez Ortiz, 1988. 84 Elliott, 1990, p. 561. 85 También Vermeir, 2006, p. 331, distingue las «dos rebeliones» de Nápoles y Sicilia en 1647, y las dos revoluciones en el principado de Cataluña y en el reino de Portugal. 86 Bouza, 2008, p. 133, partiendo de los cambios solicitados por Fernando de Noronha, heredero del conde de Linhares, en el testamento de su padre. 87 Jover, 1950. 88 En líneas generales remito a los estudios de Sanabre, 1956; Elliott, 1977; y García Cárcel, 1985, para Cataluña; y Valladares, 1998; Schaub, 2001; y Bouza, 2000 y 2008, para Portugal.

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crepancias se aprecian tanto en los meros informes burocráticos, como en los papeles más literarios concebidos para crear opinión, y revelan la importancia del lenguaje para designar al enemigo interno. Así, por ejemplo, la postura más belicosa y expeditiva aparece en una carta dirigida al conde-duque por el marqués de Villafranca, en enero de 1641, poco antes de la derrota de las tropas del rey en Montjuich. En ella aparece un símil elemental y crudo, propio del militar partidario de las armas y no de la suavidad contemporizadora: «no quiera Dios que por mascar dos bocados [Cataluña y Portugal] aprisa, juntos se nos atraviesen en la garganta». El marqués expresaba, además, que la rebelión era como una enfermedad contagiosa en el cuerpo de la Monarquía, y podía llegar incluso a las Indias, «compuesta de pícaros y que tratan con extranjeros de buena gana»89. Tratar con extranjeros era lo que ya habían hecho los catalanes con el rey de Francia y, por eso, «la España que poco ha era de un Rey tenía tres», en 1642 (Novoa, CODOIN, vol. 86, p. 21). En efecto, el temor al contagio se percibía hasta en la Nueva España, concretamente en una relación de Palafox y Mendoza, fechada también de 1642, y dirigida al nuevo virrey de México, conde de Salvatierra. El entonces obispo de Puebla expresaba su recelo, en este caso hacia los portugueses, doblemente descalificados en su texto, por traidores y por mercaderes conversos: […] tener atención con los portugueses de estas provincias, no dándoles puestos militares, ni jurisdicción, ni consintiéndoles armas de fuego; pues no sólo han dado cuidado desde el levantamiento de Portugal y traiciones de aquella corona […] [sino] en sustentar sus correspondencias con Holanda y Lisboa, que es el centro único a donde tiran sus líneas, aborreciendo a nuestra fe la mayor parte de ellos, como hebreos, y a nosotros, como portugueses.90

La mención de Holanda, además de indicar los vínculos mercantiles, muestra una nota diferencial de esta segunda oleada de escritos propagandísticos, surgidos de las revueltas de 1640, y es que todos los escritores tienen memoria reciente de las guerras anteriores. Por ello

89

Zudaire, 1964, p. 408. Citamos por la edición digitalizada de la Relación de Juan de Palafox y Mendoza, 1977, pp. 39-68. 90

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establecen las oportunas relaciones políticas y también sus correspondientes expresiones literarias, que son patrimonio común y aparecen en textos muy variados.Así, por ejemplo, en 1631 Juan de Palafox usaba la conocida imagen del cuerpo enfermo de la Monarquía cuando describía Cataluña en su diario: «Es este Principado el brazo de más sangre en el exhausto cuerpo de España» (Diario del viaje a Alemania, p. 41). Pero también se sirve de ella en 1642 el cronista Gil González Dávila, en carta a Juan Francisco Andrés de Uztarroz, estableciendo la analogía entre el el viejo problema de Flandes y el catalán: Señor mío, Cataluña en el juicio de los muy prudentes será el segundo Flandes de España, que acabe con lo poco que queda de sustancia y vida. Teníamos la gota en los pies, la guerra en Flandes, y no hemos podido apartarla de nosotros. Hémosla traído a la cabeza: ¿cuándo sanaremos della?91

Como ya se ha señalado a propósito de la metáfora «conjugar-declinar», aplicada por el propio González Dávila a la crisis de la Monarquía92, los años cuarenta eran tiempos propicios a la creación y lectura de «ficciones políticas», que se perciben en esos géneros imprecisos que contienen la propaganda de guerra. En efecto, por lo que se refiere a las rebeliones de Cataluña y Portugal, la metáfora política se halla por doquier y revela la diferente «acogida literaria» de las dos revueltas entre nuestros escritores: su distinta motivación, sus distintos tiempos y su distinta duración. Esa repercusión literaria de las dos revueltas, que cuentan ya con excelentes panoramas históricos, se percibe muy claramente a través de un testimonio utilísimo para conocer datos y noticias de la época: los Avisos de José Pellicer, que desde 1639 suministra información a un destinatario desconocido, con la relativa sinceridad del texto secreto y la relativa desnudez del relato noticiero. Pero, además de su interés noticiero, ese texto es especialmente valioso para apreciar la progresiva construcción propagandística oficial, a partir de las primeras noticias sobre las rebeliones, y para seguir el curso y la cadencia de las sucesivas reacciones literarias en los autores y textos de nuestro corpus. Los avisos de Pellicer, contrariamente a sus escritos propagandísticos oficiales sobre las rebeliones de Cataluña y Portugal —la Idea del 91 92

Salas, 1936, p. 61. Ver Bouza, 1991.

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Principado de Cataluña y la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve—, no sólo nos muestran la evolución semanal de los acontecimientos, tanto en los frentes de guerra como en las decisiones gubernativas, sino que indican, además, la evolución del propio escritor ante ellos: su sorpresa, su alarma, sus dudas, sus errores, sus cautelas… Junto a la mera información, los avisos de 1639 y 1640 son el germen de las ideas de Pellicer ante las rebeliones de 1640, y bien pueden representar los sentimientos de un español culto y bien informado. Las primeras noticias de las revueltas, muy diferentes en ambos casos, indican una escritura urgente, extraoficial y aparentemente sincera, apenas sin ornamentación retórica, a diferencia de sus obras propagandísticas inmediatamente posteriores. Esas ideas coinciden, hasta cierto punto, con las de los dos textos redactados por Quevedo, encarcelado en León desde diciembre de 1639, aunque éstos son una suerte de desahogo para quien se siente inerme ante su propia situación y privado de la palabra con la que combatió al enemigo francés en 1635. A pesar de su distinta situación, el análisis de las rebeliones de catalanes y portugueses, y el léxico empleado por ambos autores para referirse a ellas coincide muy especialmente cuando atribuyen a Francia93 los problemas internos de la Monarquía. Así, Pellicer considera en el primero de sus avisos, en mayo de 1639, que la guerra de 1635 condicionaba los intereses de la Monarquía: «la justicia o falta de derecho de Francia, que son los exes sobre que se mueve toda esta Monarquía militar y política» (1639-05-17-02, p. l). Y de igual modo, hacia 1641, el Quevedo encarcelado señala que las rebeliones de Cataluña y Portugal se enmarcan en la guerra declarada por Francia, que dicha guerra es «injusta», que Francia la hace «contra toda la cristiandad», representada en la Monarquía española, lo que glorifica a España frente a otras naciones «apestadas de herejía», en alusión a Holanda, aliada de los franceses; y afirma que los catalanes pidieron protección a Francia, que ésta dilató la ayuda y que sólo aceptó a los catalanes para perjudicar a España: Rogaron consigo a Francia, que mostró que los conocía en hacerse rogar para acetarlos. Admitiólos por diversión para nosotros, no por aumento

93

Sigue siendo imprescindible, por su cúmulo de datos sobre la acción de Francia en Cataluña, Sanabre, 1956.

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para sí; que ellos han advertido son más útiles ajenos que propios y enemigos que vasallos (La rebelión de Barcelona…, pp. 453-454).

Precisamente la guerra —sus avatares y su progresión doméstica— es uno de los temas fundamentales de los avisos de Pellicer en 1639, aunque con distintos enfoques: desde los datos numéricos de junio, cuando el autor no discrepa, en principio, de la sangría de una guerra en múltiples frentes: Es de ponderar que, ha más de un siglo, que no se han visto tantos Españoles juntos en campaña. En Navarra llegan á veinte y quatro mil hombres y más de los ocho mil oficiales. En Aragón y Cataluña habrá otros tantos. En Portugal y el Algarve, igual número. En Italia son catorce mil los que contiene el exército del Señor Marqués de Leganés. En Flandes hacen que pasen de ocho mil.Ahora han salido de Cartagena ocho mil á Italia (163906-28-08, pp. 25-26).

Hasta una cierta crítica, meses después, cuando el avisador se muestra perplejo ante la pasividad del Ejército y lanza insinuaciones sobre la responsabilidad de la misma: Estos exércitos armados tienen suspenso el mundo. No veo que se hace nada.Vienen y van correos, y no traen ni llevan cosa de importancia.Y temen todos, con razón, que tan lucidos aprestos se malogren, por los caprichos de las cabezas, que las cortara otro Rey que no fuera tan piadoso, para escarmiento de los demás (1639-09-20-06, p. 49).

Es posible que los dardos contra los «caprichos» de las «cabezas» estén motivados por la larga campaña para recuperar Salces, lo que no se logró hasta enero del año siguiente, cuando las relaciones entre Madrid y Cataluña estaban ya muy deterioradas. La caída de Salces94 en poder de los franceses fue un doble fracaso para Olivares, empeñado en llevar la campaña contra Francia por Cataluña y en implicar a los catalanes en la guerra. Pero esto último parecía cosa natural para Pellicer sólo unos meses antes, cuando se refería a la «lealtad» catalana: «Los Catalanes […] como se esperaba de su lealtad […] han armado doce

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Se produjo el 15-VII-1639. Sobre su importancia, ver García Cárcel, 1985, p. 144.

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mil hombres con que piensan destruir a Francia, si los dexan entrar» (1639-06-28-07, p. 25). En cambio, dicho sentimiento no se percibe con respecto a los portugueses.Y es que, a pesar del tono aséptico del aviso, Pellicer desliza alguna opinión personal recelosa con motivo de unos augurios sobre Portugal: […] se dice que camina apriesa la unión de la Corona de Portugal con la de Castilla, siendo común la naturaleza a ambas naciones.Y que el Señor Arzobispo de Évora vendrá á ser Presidente de Castilla y Portugal. Mucha empresa es para conseguirla así tan fácilmente, por el encontrado natural de Castellanos y Portugueses. El tiempo dirá el suceso (1639-0719-12, p. 33).

En efecto, el tiempo contradijo los rumores de «unión» surgidos con motivo de la Junta Grande que suprimió el Consejo de Portugal. Se confirmaba así la intuición de Pellicer sobre la incompatibilidad de castellanos y portugueses, porque apenas un año más tarde se produjo la separación de Portugal: algo inimaginable para el avisador, pero también para una Corte incapaz de prever las rebeliones de Cataluña y Portugal, a pesar de los respectivos indicios de descontento. Si analizamos los avisos de 1640, tanto el tono como las intervenciones del autor en la información sobre los signos de las revueltas son muy cambiantes, y oscilan entre la objetividad en la transmisión de la noticia y las impresiones de Pellicer sobre la misma. Esto último es doblemente relevante: primero, porque recogían lo que flotaba en la corte y, segundo, porque podían configurar opinión, siquiera en su desconocido receptor y su círculo. Sin que se trate aún de crear opinión, como se pretende en lo que hoy entendemos por propaganda, la escritura del avisador Pellicer evoluciona en 1640 desde la perplejidad a la desolación: la primera, por los sucesos «extraordinarios» (la separación de catalanes y portugueses) y la segunda, por la preocupación que transmite a su destinatario. En marzo de 1640, Pellicer discrepaba respecto a la organización de la guerra, concretamente sobre las levas que se estaban realizando, que le parecían excesivas (1640-03-27-11, p. 108).Tres meses más tarde, en vísperas del Corpus de Sangre, el aviso del 4 de junio narra muy por extenso las «alteraciones» de Cataluña, con detalles significativos, como el levantamiento de Santa Coloma de Farnés contra el alguacil Monrodón, asesinado por la población, y la excomunión del Ejército Real

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por el obispo de Gerona. Pellicer iniciaba la información con los orígenes de lo que para él eran todavía «alteraciones» y lo atribuía al problema del alojamiento del Ejército, contra lo que protestaban los diputados catalanes en carta de mayo: «El origen de las Alteraciones de Cataluña viene dependiente desde que se comencé a aloxar la Gente de Guerra en aquel Principado» (1640-06-04-01, p. 116). La narración de los hechos es completa y precisa, como corresponde a un asunto cada vez más preocupante, y del que correrían por la Corte gacetas o relaciones bien concretas. Pellicer debió de seguir el estilo de las mismas —sin opinar sobre los hechos—, pero califica de «insolencia» la actitud de los «Villanos», las noticias de «malas nuevas», y se refiere con énfasis al diputado militar Tamarit: «una como Deidad de aquella Gente». Aquella gente era la que iba a protagonizar en Barcelona la revuelta del 7 de junio, de la que Pellicer informa cinco días después, recién llegada la noticia a Madrid. La estructura y el estilo de este aviso son muy diferentes del anterior. En primer lugar, porque Pellicer, impresionado por los acontecimientos, empieza por calificarlos («trágicos serán cassi los más de los Avisos de hoy») antes de contarlos.Y, en segundo lugar, porque sustituye la información por su propia opinión, especialmente cuando califica profusamente el hecho más grave de la revuelta, el asesinato del virrey Santa Coloma, representación e imagen del rey en Cataluña: «Hecho atrocíssimo, Impío y Detestable, padeciendo la muerte a título sólo de Buen Vasallo, y finíssimo con su Rey» (164006-12-02, p. 119). Toda esta noticia se caracteriza por un uso muy expresivo del lenguaje, que matiza las informaciones anteriores, porque las «alteraciones» son ahora «sediciones»: «Llegaron las Sediciones de Cataluña al vltimo empeño, o por mejor decir, despeño, que supo inventar el odio y la desesperación» (p. 119). La información de lo sucedido en Cataluña se cierra manifestando la indignación de la corte, que el avisador comparte. Se califica la noticia de «lastimosa», el suceso de «insolencia», y se anuncia que se prepara el «castigo»: «Su Magestad ha manifestado el cuidado i el riesgo con assistir en Persona al Consejo de Estado para buscar medios de atajar tales daños con el castigo» (p. 119). A partir de esta fecha, todos los avisos de 1640 recogen noticias de Cataluña, como corresponde a la gravedad de lo sucedido, y muy pocas sobre Portugal, pero, además, suelen incluir algún comentario de Pelli-

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cer, lo que indica su propia incertidumbre, o su opinión ya formada, pero trascendiendo la mera información: «Todas las Ciudades del Principado se fortifican muy apriesa […], yo no sé qué título se dará a estas Prevenciones. Es verdad que [los catalanes] están con recelo de los aparatos i Gente que de Castilla i Portugal se va moviendo» (1640-07-2408, p. 130). Estos preparativos de guerra entre Madrid y Cataluña hacen que el avisador reflexione sobre la repercusión que este conflicto interno puede tener en la guerra contra Francia. Por eso se congratula de los problemas de Luis XIII con la Gascuña y el Languedoc, que le impiden invadir el Rosellón (p. 130); y, una semana después, recoge el rumor de que «los Amotinados de Cataluña han pedido socorro al Francés» (p. 132). Por supuesto, también deja entrever el debate sobre cómo tratar el problema catalán, si con mano dura, enviando al Ejército, o con soluciones más suaves y políticas, como la propuesta por el duque de Sessa, con la que Pellicer está de acuerdo: «el mejor modo de sosegarlos era que Su Magestad se apareciesse en Barcelona con pocos Criados i a la ligera, mostrando hacía confiança de aquella Nación, como ya Carlos Quinto de los Flamencos.Y a mi voto no era mala traça» (1640-07-31-08, p. 132). Dicha controversia95 aparece igualmente en las obras de Matías de Novoa y Francisco Manuel de Melo, que atribuían al conde de Oñate la defensa de la línea suave y pacificadora, poniendo en su boca un apólogo sobre la relación entre el caballo y el hombre. A esa misma actitud se sumó el duque de Nocera, virrey de Aragón, en una carta dirigida al rey en noviembre, en la que también usaba el apólogo, lo que le valió los elogios de Gracián.Y en 1641 Quevedo todavía recordaba a los catalanes dicho ejemplo96, cuando insinuaba que su nuevo jinete, el rey francés, les privaría de su ansiada libertad. La importancia de ese debate político y la actitud al respecto de la nobleza opuesta a Olivares han sido señaladas por Elliott97 y también

95

Hemos aludido a ella, en el capítulo II, sobre las técnicas de propaganda, a propósito de la utilización de un apólogo. 96 La carta de Nocera está fechada el 6-XI-1640 y los elogios de Gracián aparecen en Agudeza y arte de ingenio. Al apólogo, que también utiliza Quevedo en La rebelión de Barcelona…, me he referido en Arredondo, 1998, pp. 117-151, especialmente pp. 149-150. 97 Elliot, 1977, p. 417.

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por García Cárcel98; pero la transformación del mismo en literatura — fueran imágenes, metáforas, sátiras o manifiestos— es una de las características del conflicto catalán. Efectivamente, éste se agudizó con la publicación de un texto fundamental para la propaganda de 1640: la Proclamación Católica, el escrito que el Consejo de Ciento de Barcelona dirigió a Felipe IV para exponer sus quejas contra la política del conde-duque y ensalzar los méritos y grandezas de Cataluña. Si en octubre de 1640 los avisos de Pellicer sobre Cataluña eran muy concretos en cuanto a la situación de auténtica guerra (1640-10-09-01, p. 152), dicha situación se agravó —se desbarató— con la llegada a Madrid, en ese mismo mes, de la Proclamación Católica: «Acabó de desbaratar todos los Medios de concierto […] un libro impresso […] intitulado Proclamación Católica a la Magestad Piadosa de Felipe el Grande…» (1640-10-23-02, p. 157).A partir de entonces la secuencia temporal de esta propaganda se intensificó, porque el texto de los catalanes fue considerado insolente en Madrid, y empeoró unas relaciones que ya eran críticas. Además, enfrentó de nuevo al gobierno, dudoso sobre si responder o no; y, en suma, el texto catalán contribuyó a desatender el problema portugués. Así parece deducirse de la lectura de los Avisos, porque el levantamiento de Portugal y la proclamación del duque de Braganza como Juan IV, el día 1º de diciembre de 1640, es otra infausta noticia que debió de sorprender al avisador, igual que ocurrió en junio con el levantamiento catalán. O más aún, porque Pellicer había suministrado muy pocas noticias sobre Portugal en el año 1640. El seguimiento portugués en las informaciones semanales de los Avisos oscila entre la citada intuición sobre la incompatibilidad de dos pueblos (julio de 1639) y la declaración patética del levantamiento, un hecho que ya no se califica de «extraordinario» tras lo sucedido en Cataluña. Sin embargo, el avisador no parecía imaginar una rebelión cuando informaba de la movilización de portugueses, que iban a engrosar el ejército dirigido contra Cataluña: «Ocho Mil Portugueses a orden del Señor Duque de Bragança han llegado a la Raya de Castilla, Gente lucidíssima» (1640-06-19-08, p. 122). Ni tampoco las escasas informaciones sobre Portugal reflejaban preocupación: «De Portugal escriven que el Señor Duque de Bragança viene con lucidíssimo Séquito […].

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García Cárcel, 1985, vol. II, p. 151.

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No hay duda de que será con la Grandeça que acostumbra aquella Casa» (1640-09-04-09, p. 142). Pero ese tono cambia en octubre, y prueba de ello es que se califican las informaciones antes de darlas, y que el autor opina abiertamente: De Portugal no hay muy buenos avisos, porque se entiende que los Fidalgos han rehusado no sólo salir al llamado del Rey, pero que han amenacado al primero que salga.Y su fin es derramar entre la Plebe i Pueblo, que es sencillíssimo, que el Rey va con mira de sacar la Nobleca, para quitarles el amparo i oprimirlos luego, cosa que me asseguran tienen creído. Esto se disimula, cediendo al tiempo tan miserable en que nos hallamos; si bien no es creíble, porque yo tengo a los Nobles de Portugal por finíssimos, sobre vanos en el servicio de su Rey (1640-10-16-05, p. 156).

Lo más notable es que Pellicer no siguiera la noticia en avisos sucesivos, pese a tan alarmantes indicios. Es probable que careciera de informaciones de primera mano sobre Portugal, como las que tenía sobre Cataluña, donde combatían su hermano y uno de sus hijos.Y más probable que padeciera la miopía política de la Corte, tan cegada por el problema catalán que no vigiló la conspiración portuguesa. Efectivamente, Bouza99 ha analizado con penetración una revolución que pilló desprevenido al Gobierno de Madrid y cuyo carácter aparentemente improvisado se documenta en dos textos tempranos sobre la misma: el Manifesto do Reyno de Portugal (1641), de Antonio de Pais Viegas, y la Historia del levantamiento de Portugal (1644), del padre Antonio Seyner. En ambos, pese a la distinta adscripción de sus autores, parece sostenerse la tesis de la improvisación, de la falta de preparación, lo que conlleva el traidor disimulo de los conspiradores. Pero no hay que descartar tampoco que Pellicer omitiera deliberadamente información sobre Portugal, porque discrepaba de la política oficial y no se atrevía a manifestarlo, ni siquiera a su secreto destinatario, en tiempos tan alarmantes y confusos. Él mismo reconoce que se «disimula», para no echar más leña al fuego. El hecho es que en los Avisos se pasa sin transición de los malos indicios de octubre a la información consternada del 11 de diciembre: «Havíanse estos Avisos de escribir con sangre, no con tinta, i llorarse antes de referirse, pues no contienen menos que el levanta-

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Bouza, 1991b.

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miento del Reyno de Portugal, coronando por Rey a Don Juan, que ellos llaman el quarto, Duque de Bragança» (1640-12-11-01, p. 169). Tras esta enfática introducción, en la que destaca el ordinal «cuarto» en el nombre del nuevo rey, al que también se refiere Quevedo («el que se llama don Juan el Cuarto […]. Llamose Cuarto por usurpar hasta el número del nombre al mismo señor suyo natural», La rebelión de Barcelona…, p. 469), Pellicer narra la sublevación con la información de que «ahora» dispone: «El Hecho como le cuentan agora passó assí» (1640-12-11-04, p. 170).Y en estilo muy rápido y nada retórico se refiere a los antecedentes, al papel desempeñado por don Duarte, hermano del duque de Braganza, y a cómo éste se había negado a acompañar al rey, lo que parece desmentir las complacientes noticias que él mismo había dado en junio y septiembre. A continuación narra la sublevación, el asesinato del secretario Miguel de Vasconcelos y la responsabilidad que este personaje, hechura de Olivares y odiado en Portugal, podía tener en el levantamiento: «Mataron a Miguel de Vasconcelos, Secretario de Estado i único valido de Su Alteza, a quien atribuyen mucha parte de su levantamiento por su proceder i odio que le teman.Y porque importa saber quién fuesse este Ministro lo diré sumariamente» (1640-12-11-04, p. 170). Esta última frase es llamativa, porque Pellicer dedica un largo espacio a Vasconcelos, a su parentesco con Diego Suárez, «muy valido del Señor Conde Duque i Secretario de Estado de Portugal», y a cómo Suárez «Hizo dar a Vasconcelos la Secretaría de Estado, que dicen que apenas sabía Escribir» (p. 171). El avisador no puede hablar más claro sobre el tándem Suárez-Vasconcelos, a los que Olivares había situado en dos puestos clave, las Juntas de Madrid y Lisboa, respectivamente, que sustituyeron en 1638 al Consejo de Portugal. Su afirmación de que «importa saber» quién era Vasconcelos es lo más que se atreve a decir de un poderoso secretario, al que Olivares había encomendado la aplicación de su política tributaria, tan impopular en Portugal que ya había tenido consecuencias graves, como el motín de Évora en 1637100. Da la impresión de que Pellicer sabe mucho más sobre Portugal de lo que transmiten sus avisos, que sólo en dos ocasiones (10 y 17 de enero 1640) se referían a portugueses que «no eran fieles» (p. 78) y a portugueses «judaiçantes» (p. 81). Esta última acusación tiene mucho que ver

100

Antecedente de la rebelión, según señala Quevedo.Ver Elliott, 1990, p. 515.

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con la publicación en 1639 de su obra Comercio impedido por los enemigos desta Monarquía101, donde Pellicer atacaba a los mercaderes portugueses, sospechosos de judaismo y protegidos por Olivares. Sin embargo, sólo después del levantamiento se atreve a transmitir las noticias oficiales que por distintos correos han llegado a la Corte; y desliza la información sobre Vasconcelos, que, seguramente, sabría mucho antes. Como vemos, la situación en Madrid a finales del fatídico 1640 aconseja cautela al avisador, y también cronista oficial, que aspiraría a defender a la Monarquía amenazada por las dos rebeliones periféricas, como lo hizo en 1635. La misma lectura de los avisos nos indica que Pellicer fue postergado para responder a la Proclamación Católica; y, en cambio, designado para una primera respuesta o declaración sobre la rebelión portuguesa, cuando ésta ni siquiera tenía un manifiesto que la justificara.Todo ello muestra la extraordinaria agitación del Gobierno madrileño, confuso ante los dos problemas internos; pero esto no afecta a la agilidad del equipo de propagandistas, muy notable y prolífica en esta ocasión. Efectivamente102 , en agosto ya se daban instrucciones a Guillén de la Carrera para justificar por escrito las medidas gubernamentales en Cataluña. Sin embargo, constatamos la aparente desatención, por las mismas fechas, respecto al frente portugués, cuya rebelión iba a obtener, paradójicamente, una respuesta inmediata, aunque peculiar: la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve (1640) de Pellicer. Como veremos, tanto el escrito urgente de Pellicer como la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza, de Quevedo, son el doble indicio de las características diferenciales de la propaganda de 1640 respecto a 1635, y también de la antibragancista comparada con la anticatalana. Frente a la multiplicidad de folletos, la mayoría anónimos, que se lanzaron recíprocamente Madrid y Cataluña en los primeros meses de la guerra, destacan como fenómeno publicitario la rapidez y brevedad del texto de Pellicer, y la «respuesta» de Quevedo a un «manifiesto» que todavía no existía.Y ambas obras, tan notables en sus circunstancias como poco documentadas en noticias recientes, contrastan con la fecunda y larga historia de la propaganda cruzada entre España y Portugal hasta el Tratado de 1668103. 101 Manejamos un impreso s.l., s.n., pero 1640, de esta curiosa publicación, sobre la que volveremos al tratar la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve. 102 Como ya indicó Elliott, 1977, p. 447. 103 Para ello ver Bouza, 2008, pp. 141-151 y los dos Apéndices.

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Los textos de nuestros cuatro propagandistas principales, al margen de su eficacia, que es nula en los dos borradores manuscritos de Quevedo, son la parte más literaria de la guerra de papel entre Madrid, Barcelona, Lisboa y París, donde se traducía muy rápidamente en este corto periodo de tiempo: el que va desde octubre de 1640, cuando empieza a circular la Proclamación Católica, hasta 1642, cuando se publican la Idea del Principado de Cataluña, de Pellicer, y el Apologético…, de Adam de la Parra. Se trata de una peculiar construcción intertextual en varias lenguas, que podemos abordar desde las noticias de Pellicer, que él mismo convertirá en propaganda, siguiendo las consignas oficiales; igual que las siguen Adam de la Parra, Calderón y Rioja, cuando replican a la Proclamación catalana, e incluso el Quevedo de León, rebatiendo la Sucesión del señor rey don Filipe Segundo en la Corona de Portugal (1639) y amplificando el Aristarco… para atacar a los catalanes. La diferencia esencial de esta guerra de papel frente al orden lógico (acción-reacción) que había primado en 1635 (manifiesto-réplica) es el apasionamiento propio de los conflictos internos: la visceralidad derivada del componente nacionalista, que agudiza las características literarias por la acumulación de capas sobrepuestas de textos en donde resuenan las voces de la rebelión y las oficiales.Así, el orden temporal sucesivo se difumina en cuanto a nombres y fechas en los primeros escritos de la polémica catalana, porque se solapan los papeles pro-felipistas y procatalanes104. En cambio, puede seguirse a partir de las bien organizadas respuestas oficiales del Gobierno de Madrid a la Proclamación Católica, mientras que resulta tan literario como arbitrario en la réplica de Quevedo a un texto del portugués Agustín Manuel y Vasconcelos: literario, por lo brillante, ingenioso y culto; y arbitrario por considerarlo un manifiesto, siendo anterior al levantamiento portugués. Con notas diferenciales sobre este ritmo de publicaciones propagandísticas destaca Locuras de Europa, donde Saavedra Fajardo retoma preocupaciones anteriores, expuestas, por ejemplo, en Suspiros de Francia (1643): no sólo responde a manifiestos rebeldes, sino también a libelos franceses, y trata las separaciones de Cataluña y Portugal con distancia temporal y espacial, hacia 1645-1646 y desde Münster,

104

Ver Reulas, 1996, que ha estudiado dicha polémica en el marco de la guerra franco-española y a partir de la colección de folletos Bonsoms de la Biblioteca de Cataluña.

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enmarcándolas en la problemática general de las negociaciones previas a la Paz de Westfalia.

3.1. La Proclamación Católica y las respuestas hasta 1642 Acabó de desbaratar todos los Medios de concierto haver enviado después de diversas Cartas i Libelos con voz de Manifiestos… un libro impresso […] intitulado Proclamación Católica a la Magestad Piadosa de Felipe el Grande, donde […] representan a Su Magestad las causas para lo que obran. (Avisos, 1640-10-23-02, p. 157)

Estas palabras de Pellicer son uno de los primeros testimonios acerca de la Proclamación Católica, que el avisador encuadra entre otros manifiestos catalanes, y que contrastan con los textos «oficiales»: «cinco papeles o Manifiestos». Frente a éstos, que hablan «con tanta Modestia de los Catalanes como pudiera un Padre de un Hijo, o un Galán de su Dama», la Proclamación Católica se expresaba «con la mayor desvergüença que han tenido vasallos para con su Rey»; de ahí que fuera la culminación de un goteo de desencuentros y diferencias. Si bien Pellicer precisa que el manifiesto catalán procede de los conselleres y el Consejo de Ciento de Barcelona, es probable que la «desvergüenza» se extrapolara a los catalanes en general, dado lo enconado del conflicto.Así lo hacía, por ejemplo, el conde-duque de Olivares cuando generalizaba en una carta dirigida al cardenal infante, en 1632, tras las Cortes de Barcelona: «esa gente de allí es sin duda dura y terrible»105. Una opinión compartida, años después, por Francisco Manuel de Melo: «Son los catalanes por su mayor parte hombres de durísimo natural»106; pero que tiene su contrapartida en la de Charles Sorel, historiógrafo de Francia y uno de los primeros en calificar la Proclamación Católica de manifiesto. En 1642, éste se preguntaba: «¿Hay alguien que dude de la justicia de los actos de hombres tan virtuosos como los catalanes?» (La defensa de los catalanes, p. 13).

105 106

Elliott/De la Peña, 1981, vol. II, p. 64. Guerra de Cataluña, 1993, p. 90.

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Si seguimos los avisos sucesivos a la aparición del texto, obtenemos información de su recepción y de las respuestas encargadas para contrarrestar al «manifiesto más subversivo y de mayor difusión fuera y dentro de Cataluña»107. La Proclamación Católica108 consta de treinta y ocho artículos o parágrafos, y está dirigida por los conselleres y el Consejo de Ciento de la ciudad de Barcelona al rey Felipe IV. En ella se exponen la versión de las autoridades de Barcelona sobre la revuelta de los segadores el día del Corpus y también las muchas quejas de Cataluña contra la política del conde-duque de Olivares. Dichas quejas se remontaban al proyecto de la Unión de Armas, que pretendía que todos los reinos de la Monarquía debían contribuir a las necesidades y defensa de la misma, se acentuaron a partir de 1635, cuando la guerra con Francia había involucrado directamente a Cataluña en la defensa de la frontera y en el posterior alojamiento y manutención del Ejército. Lo que presenta el manifiesto catalán no es sólo una narración de los hechos recientes sino la justificación de los mismos a causa de agravios y desprecios anteriores, que se sintetizan en esta frase: «Nace todo del odio que contra esta nación se ha declarado» (p. 41). El término odio parece corresponderse con la imaginería desatada por el texto entre los escritores pro-felipistas, que identifican el manifiesto con lo peor de los bestiarios simbólicos: «Seguiré el rastro desta serpiente para que se vean claras las señas de su veneno» (Súplica…, fol. 3v); «A semejante veneno he querido aplicar una verdaderísima triaca» (Idea del Principado de Cataluña, p. 438). La obra fue redactada por el fraile agustino Gaspar Sala i Berart, prolífico y habilísimo propagandista, que lleva a cabo una exposición interesada de todo el tema, amplificando y omitiendo aspectos y detalles, como corresponde a la visión de los hechos que se pretende destacar. Así, desde la portada y el título se apela a los aspectos religiosos de esta proclamación, a los que se dedican los cinco primeros artículos, exaltando la religiosidad catalana; y esto se contrapone a los «agravios sacrílegos del ejército» del rey, en una detenida exposición (hasta 107

Según Zudaire, 1964, que analizó el texto en las pp. 378-384. Citamos por un ejemplar de la edición de Barcelona, Sebastián y Jaime Matevad, 1640. Existe una edición facsímil, de 2003, desgraciadamente muy limitada en cuanto a número de ejemplares, con un excelente estudio previo bilingüe, realizado por Antoni Simón i Tarrés y Karsten Neumann. A él remitimos para detalles de la obra y del autor que no contemplamos aquí. 108

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el artículo XII) sobre lo ocurrido en Cataluña desde la entrada del Ejército, el problema de los alojamientos y la falta de respeto a las constituciones, a pesar de la «fidelidad» (artículo I) y «liberalidad» (artículo VII) de Cataluña, y de su «mucha importancia a la corona de sus príncipes» (artículo XII). El resto del texto se reparte entre la apología de la tierra catalana (su seguridad, la inteligencia de sus habitantes, sus privilegios…) y las advertencias («Los Conselleres […] con entrañas llenas de amor advierten a su Rey», artículo XXI) y consejos («Consejos que los Conselleres», artículo XXXVII) que los conselleres daban a Felipe IV para que cambiara de gobierno, y especialmente de valido. Como resume Pellicer en el aviso citado, «concluyen […] que el señor Conde Duque y el señor Protonotario tienen arruinada la Monarchía» (p. 157). Los Avisos informan sobre la acogida del manifiesto catalán, la confusión que sembró en la Corte, la rápida disposición del cronista Pellicer a responder al mismo y su resquemor por no haber sido elegido…, todo ello en el curso de un mes. Un tiempo de dudas en Madrid, ante el manifiesto catalán y su posible repercusión, desde que en octubre se decide no responder, hasta que se comunica un cambio de estrategia en noviembre: El de la Santa General Inquisición ha mandado recoger la Proclamación Católica, fijando edictos con Censuras i otras penas dentro de seis días.Y Su Magestad ha mandado que no se responda a el Papel.Y aunque Don Josef Pellicer como Cronista Mayor de Aragón havía empeçado, le ordenaron no pasasse adelante (1640-10-23-04, p. 158). Todo es agora tratar de responder a la Proclamación Católica de los Catalanes, i a otros Papeles que han estampado. En esto están ocupados Don Alonso Guillén de la Carrera, del Consejo Real de Castilla, el Doctor Don Francisco de Rioxa, Inquisidor de Sevilla, Cronista de su Majestad, i el Licenciado Don Juan Adán de la Parra, Inquisidor Ordinario, i otros que escriben a su Devoción (1640-11-27-05, p. 167).

A pesar del carácter confidencial de los Avisos, Pellicer no indica quiénes son los «otros» ni tampoco a la «devoción» de quién escriben, en alusión quizá suficiente para su destinatario, al que sí se comunican los tres nombres más importantes de la primera etapa propagandística: Guillén de la Carrera, que ya actuó en 1635; Rioja, inquisidor, hechura de Olivares y bibliotecario del rey; y el inquisidor Adam de la Parra,

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recomendado y luego postergado por el valido en la campaña de 1635, y autor de la Conspiración herético-cristianísima contra Francia. Es de suponer que los dos inquisidores tuvieran mayor acceso a la Proclamación Católica que un cronista civil, si es que, efectivamente, la obra sólo circuló seis días.Y es que, al margen de las presiones políticas, la Inquisición debió de mirar con atención un texto que desde el mismo título planteaba sus quejas al rey en términos de «guerra santa»109. Como ya hemos analizado al exponer el componente religioso de los escritos propagandísticos, la Proclamación Católica insistía en profanaciones muy concretas cometidas por el Ejército Real desde que entró en Cataluña para defender el Rosellón, y posteriormente con motivo del alojamiento de la tropa, centrándose especialmente en los desmanes cometidos en Santa Coloma de Farnés. Concretamente el parágrafo V, dedicado a «los agravios sacrílegos executados por los soldados», se refiere a las profanaciones e incendios de iglesias, que dieron lugar a que el obispo de Gerona excomulgara al Ejército. Dichos «agravios» son argüidos con habilidad para reclamar ante Felipe IV y teñir de connotaciones religiosas acontecimientos graves, como el asesinato del virrey Santa Coloma el día del Corpus de 1640 en Barcelona. Probablemente esa festividad religiosa ensangrentada propició el enfoque del texto por parte del fraile Gaspar Sala, que apela a la religión doblemente, desde el título y desde las ilustraciones de la portada y de la contraportada: el primero proclama la catolicidad catalana y las ilustraciones son, respectivamente, el Santísimo Sacramento y la imagen de Santa Eulalia, patrona de Barcelona. Prueba de que dicho planteamiento exasperó a la Inquisición son las palabras de Adam de la Parra en su Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa…: «a la primera vista pone el Santísimo Sacramento esculpido entre llamas en forma de Cordero, para que el vulgo, llevado de religión, se conmueva piadosamente» (fol. 29r); y también las páginas que faltan en algunos ejemplares de los recogidos para ser expurgados, uno de los cuales compara las profanaciones de los soldados cristianos de Felipe IV con las de los calvinistas del general Châtillon, y menciona a Quevedo en una apostilla manuscrita al margen. También conocemos por los Avisos las fechas en que empezaron a circular dos de las réplicas anónimas y la autoría de las mismas. Así, en

109

Elliot, 1977, p. 379.

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los avisos de diciembre coinciden las noticias de las dos guerras, la de la espada, con el Ejército Real ya en Tarragona, y la de la pluma, con la oportuna publicación de la Súplica de Tortosa: El señor Marqués de los Vélez embió a Barcelona a registrar su título de Virrey de aquel Principado […] hiço el Juramento en Tortosa, a cuya Ciudad ha concedido su Majestad el título de Muy Noble i muy Leal. En su nombre ha sacado el Inquisidor Don Juan Adán de la Parra una Respuesta a la Proclamación Católica de los Conselleres i Consejo de Ciento de Barcelona, donde finge una Súplica que esta Ciudad hace al Rey Nuestro Señor, para que perdone a los Catalanes i los vuelva a su gracia (1640-1204-02, p. 167).

Todo indica que la oficina de propaganda, bien organizada desde 1635, se puso en marcha esta vez prácticamente al mismo tiempo que el Ejército del marqués de los Vélez, pero espoleada, una vez más, por el texto del enemigo, en este caso catalán. Respecto a las dos réplicas, llama la atención la sobriedad con que se informa del texto de Adam de la Parra, si la comparamos con los elogios que Pellicer dedicará en julio a la obra del influyente Rioja: Hase publicado agora un libro intitulado Aristarco, ó Censura a la Proclamación Católica, que escrivieron los catalanes el año passado. Su autor es el Inquisidor Don Francisco de Rioja, Cronista de Su Magestad. Las noticias son bevidas en la Fuente más alta, como tan Confidente del Señor Conde Duque. El libro absolutamente es bueno y de lindo estilo; todo lo que dice es puntual i verdadero, i satisface a las objeciones de los Conselleres y Consejo de Ciento (1641-07-02-07, p. 255).

También cabe destacar en estas palabras el nexo que se establece entre la noticia y su fuente, porque Rioja es uno de los que escriben a la devoción del conde-duque. Por ello se puede interpretar que el término noticia es, en este caso, una información dirigida, probablemente condicionada por el entorno de Olivares, a manera de consigna. Merece atención igualmente la valoración del «lindo estilo», porque el manifiesto catalán dio lugar a réplicas brillantes entre los años 1640 y 1642. En sólo esos dos años se escriben los textos de nuestros propagandistas, relacionados muy puntualmente con la oportunidad o la urgencia de ciertos acontecimientos: el nombramiento de Tortosa como ciudad «leal» y los trágicos sucesos de Cambrils entre noviembre y diciembre

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de 1640; la derrota de las tropas del marqués de los Vélez en la batalla de Montjuich (enero de 1641) y las pérdidas de Monzón y Perpiñán en 1642. El año 1642 es el de la salida del rey para la jornada de Aragón y puede significar un cambio en la campaña propagandística de Cataluña, marcada por el énfasis y la subjetividad, tanto en la Proclamación Católica como en las réplicas de los propagandistas. Como vimos respecto al socorro de Fuenterrabía, hay acontecimientos que repercuten en la población, muy especialmente en las guerras civiles. Así, por ejemplo, la victoria de Lérida en 1646 era «la mayor que han tenido las armas del rey», según Matías de Novoa (CODOIN, vol. 86, p. 271), probablemente porque era una hazaña denodadamente intentada, dado que Lérida era la «llave de Cataluña» (Cartas de jesuitas, vol. XVIII, p. 218)110. De ahí que los hechos de armas marquen hitos en esta propaganda, puesto que condicionan a los escritores, que magnifican o disimulan a partir de las instrucciones del poder. A veces hasta las propias palabras del conde-duque pudieron dejar huella en la escritura de los que escribían a su dictado. Basta ver cómo esas palabras aparecen en textos que son eco de su opinión, vertida, por ejemplo, en algunas de sus cartas sobre el motín de Évora o sobre los conjurados en Lisboa; y, en el frente catalán, muy elocuente sobre generales fracasados111. Por ello ni el autor de la Proclamación Católica, que recibe el encargo de los conselleres, ni los autores «felipistas» que le replican aportan una visión rigurosamente histórica del problema en cuestión, sino un enfoque parcial que se apoya en el estilo y los recursos retóricos para defender sus puntos de vista. Hay que tener presente que los textos que analizamos a continuación corresponden a hombres de letras, cuya palabra panfletaria, por utilizar una vez más la afortunada designación de Marc Angenot, constituye la escritura partidista de una crisis política; una escritura que se caracteriza por la intertextualidad propia de las polémicas en la propaganda, y también propia del Barroco, tanto en España como en Francia.Y es que la repercusión del papel catalán, rápidamente tradu110

Por el contrario, para ver su interpretación en Francia, ver Fragonard, 1998. Por ejemplo, respecto a Juan Cervellón, en la derrota de Leucate, que «mostró una notable falta de sentido» (Elliott, 1977, p. 289); y respecto al marqués de los Vélez, que «nos ha puesto en el más estrecho aprieto que puede ser» (Elliott/ De la Peña, 1981, vol. II, p. 199). 111

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cido112 al francés con el título de Plainte Catholique, se manifiesta hasta el punto de que nuestros escritores castellanos, y también algún francés, no tratan sólo del problema político, sino del texto que recogía la visión «oficial» de las autoridades catalanas sobre ese problema. Efectivamente, al manifiesto catalán se refieren sucesivamente cinco notables escritores españoles, más un historiógrafo de Francia. Esto indica la importancia de la rebelión de Cataluña para ambos países; pero también la función desempeñada por la propaganda orquestada desde el poder —o los poderes— en las distintas fases de la guerra. Cronológicamente, los textos «oficiales» de respuesta a la Proclamación Católica son: — Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa, en ocasión de las alteraciones del Principado de Cataluña y Condados de Rosellón, Cerdaña…, obra anónima, publicada en Tortosa muy rápidamente, en 1640, aprovechando la lealtad a Felipe IV de la ciudad, para crear opinión en Cataluña. — Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña, obra anónima, publicada en Pamplona, 1641, y probablemente compuesta entre los sucesos de diciembre de 1640 en Cambrils, y la derrota de Montjuich en enero de 1641. — Aristarco o censura de la Proclamación Católica de los catalanes, sin nombre de autor ni pie de imprenta, obra del inquisidor Francisco de Rioja sobre el texto de la Proclamación Católica. Es la respuesta más completa y monográfica a todos los artículos del manifiesto catalán, y fue publicada en julio de 1641, según informaciones de Pellicer y según una lacónica carta de Gracián, sin apenas valoración: «Ha salido un Aristarco famoso contra la Proclamación Católica» (p. 701). — La rebelión de Barcelona ni es por el güevo ni es por el fuero, texto manuscrito y compuesto por Francisco de Quevedo, bajo seudónimo, en su prisión de León a finales de 1641, a la zaga del Aristarco… — Idea del Principado de Cataluña, de José Pellicer y Tovar, publicada en Amberes, 1642, con licencia y con dedicatoria fechada en Madrid, en junio del mismo año.

112 Reulas, 1996, p. 96, n. 20, da cuenta de dos ediciones francesas, una portuguesa y otra en flamenco, todas en 1641. Incluso uno de los ejemplares lleva un subtítulo que lo califica de «Livre non moins utile que delectable», según Cioranescu, 1977, p. 283.

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Entre estos textos contrarios a los puntos de vista de la Proclamación Católica nos interesan especialmente dos por sus peculiaridades literarias, en cuanto al vínculo que establecen con el texto de base: La rebelión de Barcelona… y la Idea del Principado de Cataluña, tan diferentes en extensión, estructura y circunstancias personales de sus autores en el momento de la composición.Y a esas dos obras españolas nacidas al socaire de la Proclamación Católica ha de sumarse, por los mismos motivos, la defensa de los catalanes que realiza el francés Sorel, tan coyuntural y subjetiva, a pesar de que su autor era historiador profesional. Los tres textos ejemplifican la repercusión alcanzada por el manifiesto catalán en el breve periodo 1640-1642, y las posibilidades que brindaba a los propagandistas de los dos bandos del conflicto político y bélico. Cronológicamente, la primera obra es La rebelión de Barcelona…, un contra-manifiesto atípico, porque su autor carecía de información precisa sobre la Proclamación Católica, que no debió de llegar a su aislamiento leonés, en el que sólo debió de conocer la respuesta oficial al texto catalán: el Aristarco o censura a la Proclamación católica de los catalanes, publicada en julio de 1641 y cuyo autor era el influyente Rioja, inquisidor y, sobre todo, bibliotecario del conde-duque de Olivares y del rey.A esta circunstancia se debe el que Quevedo responda al manifiesto catalán de forma indirecta, a través de ese texto que expone las tesis oficiales del Gobierno de Madrid. Como se afirma al comienzo de La rebelión de Barcelona…, la obra surge por «acompañar» al texto de Rioja, exageradamente alabado por un Quevedo deseoso de mostrarse leal al poder, y de halagar al conde-duque, al que califica de «recto y bueno» (p. 463). Para hacerlo sólo cuenta con su ingenio, de tal manera que esta peculiar respuesta al manifiesto no aporta argumentos que rebatan sus tesis, sino que es una escritura en segundo grado que se basa, como veremos, en un refrán ridiculizador, en un puñado de citas de autoridad y en un deslumbrante estilo. El resultado es un libelo no sólo contra lo que Quevedo llama el «veneno» de la Proclamación Católica, sino contra los catalanes en general. Éstos son tildados de traidores y cobardes, por su escasa participación en las campañas de Leucate y Salces, únicos hechos que el Quevedo encarcelado conocía bien, porque eran anteriores a su prisión; son ridiculizados por la exagerada defensa y tergiversación de sus fueros; y son acusados de falsa piedad y hasta de herejía, por permitir que sus imágenes religiosas estén «en poder ya de calvinistas, sus más capitales enemigos» (p. 461).

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Naturalmente los «calvinistas» no son otros que los franceses, cuyo ejército, en 1641, ya estaba en Cataluña para combatir contra las tropas de Felipe IV. En cuanto a Luis XIII, como ya hemos visto, Quevedo lo descalifica por ambicioso, anuncia que no logrará sus aspiraciones y, además, advierte a los catalanes contra él: los desprecia como vasallos, los entretiene «por discordes» y podrá causarles la ruina. Este augurio fatal se halla en la última parte del texto, donde Quevedo juega con la manipulación del refrán, «que será por el güevo, y no por el fuero», con el nombre latino de los franceses, gallii, con la sinonimia de «basilisco» y «régulo», y con el significado de este último término, «pequeño rey», título que se atribuye a Luis XIII, nuevo rey de los catalanes. La rebelión de Barcelona… es una obra oportunista en la que Quevedo expresa una confianza ciega en las razones y la fuerza del Gobierno de Madrid.Y es también un insulto a los catalanes, a los que no pretende convencer, sino amenazar por haberse unido a Francia y ridiculizar por la continua apelación a sus fueros. Unos fueros que, según Quevedo, Felipe IV había respetado escrupulosamente, que los propios catalanes han quebrado pidiendo ayuda a Francia y, que, además, tergiversan en su propio beneficio. En sus circunstancias, el Quevedo encarcelado no puede hacer más que arremeter contra el enemigo, mediante este juguete satírico. Con él se suma a la campaña oficial sin haber sido invitado, en la esperanza de poder congraciarse con el valido, aunque reconozca desde el comienzo que contra la Proclamación Católica catalana «se ha dicho lo que basta y sobra». Sin embargo, no debía de ser suficiente para el cronista José Pellicer y Tovar, que publica en la segunda mitad de 1642 su Idea del Principado de Cataluña, un extenso tratado de más de quinientas páginas, dividido en cuatro partes. Pellicer conocía la Proclamación Católica desde que empezó a circular por Madrid; informó de ella al destinatario de sus Avisos; y, como propagandista entrenado en 1635, se dispuso a rebatir el texto de los catalanes. Pellicer posee, por lo tanto, la información que le faltaba a Quevedo y no se halla, como él, separado del poder. Sin embargo, no publica inmediatamente su réplica a la Proclamación Católica, porque el gobierno se lo impide, y cuando finalmente lance su Idea del Principado de Cataluña en 1642, las circunstancias son muy distintas, tanto por la imposibilidad de manejar materialmente la Proclamación Católica como por las diferentes relaciones entre Madrid y Barcelona. En cuanto al primer condicionante, como el manifiesto catalán fue recogido por la Inquisición en Castilla, Pellicer hubo de trabajar sobre

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notas tomadas en 1640, que se centrarían en temas generales, como el de los privilegios, y que hubo de remodelar después.Y hubo de dedicarse a otras cuestiones, unas previas y otras posteriores a la Proclamación Católica, que son su aportación de historiador frente a la labor urgente del propagandista. Esto explica que Pellicer pretendiera con su obra añadir algo más a la polémica anticatalana y, transcurridos dos años desde la publicación del manifiesto catalán y sus primeras réplicas, Pellicer cite a sus predecesores. Por eso menciona en su Idea del Principado de Cataluña algunos de los autores y textos ya citados en los Avisos, añadiendo el nombre de Calderón de la Barca. Pero, más discreto que entonces, o todavía resentido por haber sido relegado, no nombra a Guillén de la Carrera ni a los dos inquisidores, y revela, en cambio, al autor de la Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña: Esto mismo dieron a entender antes que yo tres personajes gravísimos, cuales son el autor del Aristarco o Censura de la Proclamación, el autor de la Súplica de Tortosa (que por haber encubierto sus nombres los callo yo también), y el Maestro Fray Marcos Salmerón […], en su Apología Sacra. Y no menos merece el olvido otro papel que se estampó en nombre de un soldado de Tarragona, cuyo autor es Don Pedro Calderón de la Barca, donde igualó la fuerza de la razón con delgadeza del ingenio («Al que leyere», s.p.).

También el tiempo transcurrido desde el Corpus de Sangre permite que Pellicer utilice un tono poco agresivo, a diferencia de Quevedo en La rebelión de Barcelona…; y que incluso se refiera a la cortesía para tratar a los catalanes de «buenos», esperando que vuelvan a la obediencia de un rey misericordioso, término ya presente en la dedicatoria: «nada diré que no sea dentro de los límites de la cortesía» («Al que leyere», s.p.), «Los buenos y leales (que son muchos) […] contemporizando con la maldad hasta poder sacar el rostro en defensa de su Rey» (pp. 577-578). Por todo ello, los casi dos años que median entre la Proclamación Católica y la Idea del Principado de Cataluña convierten a esta última en una obra más densa que una mera réplica. En ella se hace una historia de Cataluña desde el Medievo; se examinan los privilegios, falseados según Pellicer; se rebaten las tesis de los historiadores y publicistas franceses, y finalmente se replica al manifiesto catalán. El resultado es una de las obras más completas de la polémica Francia-España-Cataluña, en

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la que se manejan un sinnúmero de fuentes para atacar a la Proclamación Católica, descubrir la ambición francesa y tratar de convencer a los catalanes para que salgan de su error. A este último respecto, la obra no generaliza, y distingue entre los catalanes leales y los cabecillas de la rebelión. Contra éstos y sus publicistas sí se emplea a fondo el autor de la Idea del Principado de Cataluña, con argumentos de historiador y con el estilo de quien es uno de los primeros comentaristas de Góngora.Así, desde el comienzo se refiere a las mentiras de la Proclamación Católica, que considera obra «escandalosa, apócrifa y soberbia». Pero se dirige también contra Francia, su rey y sus libelistas. Luis XIII es acusado de «resucitar» los derechos de Carlomagno a todos los reinos de Europa y también de auspiciar dos obras que los apoyaban: la de Bessian Arroy, Questions décidées, y la de Jacques de Cassan, La recherche des droits du Roy et de la couronne de France sur les royaumes, duches, comtés, villes et pays occupés par les princes étrangers. Tan largo título hace exclamar a Pellicer irónicamente que los franceses creen que «toda la Europa» se le ha usurpado al rey de Francia; afirma que Luis XIII reclama unos derechos que han prescrito; y sostiene que puede demostrar que también Felipe IV es el verdadero rey de Francia, como sucesor de Clodoveo y heredero de los derechos de Carlomagno. A ello se dedica en la tercera parte de la obra, aunque advierte de que su rey, a diferencia del francés, no va a reclamar reinos ajenos, porque los españoles anteponen las conveniencias de la religión a las de la política. Finalmente, los dos años transcurridos desde el Corpus de Sangre hasta la publicación de la Idea del Principado de Cataluña habían transformado radicalmente las relaciones entre la Monarquía de Felipe IV y los catalanes. Éstos han pasado de ser vasallos rebeldes, en junio de 1640, a vasallos traidores poco después, cuando piden apoyo y protección a Francia, para convertirse en enero de 1641 en vasallos de Luis XIII. El tono de la obra de Pellicer corresponde a esa nueva situación, con un Ejército franco-catalán que, tras derrotar al de Felipe IV a las puertas de Barcelona, amenazaba ya a todo Aragón. Prueba de la gravedad de la situación en 1642 es que Pellicer recoge alarmado en los Avisos la pérdida de Monzón y la «infelicíssima nueva de la Pérdida de Perpiñán» (1642-09-16-01, p. 405). Esa gravedad fue percibida por el Gobierno de Madrid y motivó la salida de Felipe IV hacia Aragón en abril de 1642. Es muy probable que la publicación de la Idea del Principado de Cataluña de Pellicer esté rela-

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cionada con ella, marcando una segunda etapa de la propaganda castellana, porque la dedicatoria de la obra se dirige a Felipe IV, pidiéndole que honre su contenido e informando de que a su «reducción se encaminan vuestras Reales Armas», en lo parece una alusión a cómo, por fin, el rey se acercaba al frente de batalla. En 1642 Pellicer demostraba con su obra, tanto a los catalanes como, hiperbólicamente, a «toda la Europa», la usurpación del rey de Francia y el escándalo de que unos vasallos cambiaran de bando en pleno curso de la guerra franco-española. Dicha demostración debía de preocupar en Francia, persuadida igualmente de que la situación era delicada y necesitaba justificarse, como lo demuestra el que a finales del mismo año apareciera en París un folleto cuyo largo título es bien elocuente acerca de su oposición a las tesis españolas: La defense des Catalans, où l’on voit le juste sujet qu’ils ont eu de se retirer de la domination du Roy d’Espagne.Avec les droits du Roy sur la Catalogne et le Roussillon, obra firmada por Charles Sorel, historiógrafo de Francia. Las circunstancias que rodean esta publicación merecen cierta atención, porque en el texto de Sorel se menciona como gran victoria francesa la reciente toma de Perpiñán en septiembre de 1642. Nos hallamos, pues, ante una obra urgente, concebida para airear ante los catalanes el triunfo francés en Perpiñán. Con esta defensa se trataría de captar a los catalanes recelosos, aludidos en la primera parte de la obra, y a los que se dirige el autor en la segunda, que es la exposición de los derechos de Luis XIII sobre Cataluña. La defensa de los catalanes113 es una obra de encargo, para aprovechar una coyuntura favorable y disipar la incertidumbre de los todavía partidarios de la Monarquía de Felipe IV; incertidumbre doble, suscitada, desde el punto de vista práctico, por las dudosas mejoras de su adscripción a Francia y, desde el punto de vista moral, por la deslealtad cometida contra su señor natural. La obrita de Sorel mostraría a los disidentes el amparo del rey de Francia en un momento de calamidad, el poderío de un ejército apoyado por dicho rey en el frente de batalla, y les probaría que era un rey legítimo, según los derechos alegados en la segunda parte. Esta obra coyuntural hubo de componerse muy rápidamente para cumplir sus

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Para otras cuestiones que no abordamos aquí, ver Arredondo, 2001; sobre las particularidades de esta polémica y su carácter trilingüe, ver Leroy, 1998; y Arredondo, 1998.

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objetivos. Pero es que esa rapidez beneficiaría también al autor, que todavía no había cumplido con las funciones propagandísticas propias de los historiógrafos de su época y tenía la oportunidad de manifestarse como un patriota, sin entrar en delicadas cuestiones internas de la política francesa en vísperas de la muerte del cardenal Richelieu. En aras de esa urgencia Sorel compone una obrita breve, renuncia a las técnicas habituales en los cronistas, prescindiendo de erudición y autoridades, utiliza fuentes que le sirven de pauta y divide el texto en dos partes: la defensa propiamente dicha y la exposición de los derechos de Luis XIII sobre Cataluña y el Rosellón. La primera parte tiene una fuente declarada por el propio autor: la Proclamación Católica. Sorel se refiere a ella y a su traducción francesa en el prólogo, y afirma que se basa en ese texto para exponer la rebelión de 1640; pero también que lo resume, lo mejora y lo actualiza, porque fue redactado cuando los catalanes estaban aún bajo la dominación española. Efectivamente, Sorel lleva a cabo en la primera parte una exposición selectiva e interesada de las relaciones entre Cataluña y la Monarquía española, procedente de la que hacía el Consejo de Ciento de Barcelona. A ella se añade una somera información sobre las ventajas obtenidas por los catalanes desde su incorporación a la Corona francesa, reducidas a dos episodios favorables: la batalla de Montjuich, en enero de 1641, y la de Perpiñán, en septiembre de 1642. Esta primera parte es de gran subjetividad, primero, por la única fuente; segundo, por las omisiones practicadas sobre el texto de la Proclamación Católica y sobre los hechos posteriores a 1640; y, tercero, por el estilo enfático, que amplifica el texto catalán para ensombrecer el trato dado por los españoles a los catalanes. Igual que ocurría con la relación Morgues-Pellicer en El embajador quimérico…, la obrita de Sorel evidencia una reescritura de obras anteriores. Pero, a diferencia de Pellicer, que se basaba en múltiples textos y documentos, Sorel realiza una exposición rápida, desnuda y condicionada por la premura coyuntural; y reserva los argumentos característicos de un historiador para la segunda parte: los derechos de los reyes de Francia sobre Cataluña, desde Carlomagno. Si en la primera parte manipulaba la Proclamación Católica, en la segunda intenta establecer una línea de derechos y reinados lo más nutrida posible; pero no puede evitar periodos vacíos de derechos franceses, como ya lo estaban en el texto de Jacques de Cassan que Sorel usa como segunda fuente: La recherche des droits du roi et de la couronne de France sur les royaumes, duchés,

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contes… Se trata del mismo texto que tanto exasperaba a Pellicer en 1635, y resulta significativo del nexo establecido en 1642 por dos cronistas oficiales de ambos lados de los Pirineos, con los libelos preparatorios que declaraban las aspiraciones francesas.Y es que, a pesar de que el propósito de la Idea del Principado de Cataluña fuera responder al manifiesto catalán, los aspectos más concretos de la réplica se hallan sólo en el libro cuarto, como veremos; mientras que los anteriores se dedican a cuestiones históricas del problema catalán y, especialmente el tercer libro, a desautorizar a historiadores y polemistas franceses. La breve comparación entre las obras, tan distintas, de estos tres autores —dos historiadores oficiales y un preso político— demuestra hasta qué punto Cataluña era pieza codiciada por España y Francia, cómo la rebelión de los catalanes era un eslabón de esa guerra entre dos monarquías vecinas, que se disputaban la hegemonía europea, y, además, cómo en sólo dos años se había reescrito un conflicto político a tres bandas, en Cataluña, en España y en Francia, a partir del texto catalán de 1640. En Quevedo da lugar a un opúsculo satírico, quizá para congraciarse con el gobierno que lo ha encarcelado; en Pellicer, a un extenso tratado, con el que se desquita de su primera marginación; y, en Sorel, a una obra mixta, entre la apología y el documento histórico, que justifica su cargo oficial. Los tres casos ejemplifican cómo la propaganda manipula la historia en las distintas etapas de la guerra de Cataluña, desde la más virulenta, en 1640-1641, hasta la más integradora en 1646114. La obra de Pellicer formaría parte de la segunda etapa en esta guerra de las plumas, acompañando al Ejército Real y recordando a los catalanes aún leales la legitimidad de su auténtico rey, ahora tan próximo a ellos. Los argumentos para probar esa legitimidad, que Sorel enunciaba en su Defensa de los catalanes, abundan en la Idea del Principado de Cataluña y son fruto de la documentación acumulada por Pellicer. Con ella respondía, por fin, no sólo a los catalanes, sino también a aquella oleada de escritos franceses anteriores a la declaración de guerra de 1635.Y es que, como Quevedo, Pellicer insiste en que la separación de Cataluña está ligada a las intrigas de Francia; pero, como cronista, aporta datos que invaliden no sólo las tesis catalanas sobre el pactismo y los privilegios, sino las francesas sobre los supuestos derechos de Luis XIII a diversos lugares de

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García Cárcel/Nicolau, 1980, han señalado tres etapas: 1640, c. 1643 y 1646.

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Europa; los mismos que el historiador de Francia acumulaba para exhibirlos ante los nuevos vasallos catalanes de su rey. Estos ejemplos explican también las diferencias en las distintas réplicas a la Proclamación Católica: las dos primeras son las más rápidas y locales, lanzadas para cubrir frentes y expectativas concretas: en Tortosa (el inquisidor Adam de la Parra) y en Tarragona-Barcelona (el soldado Calderón); frente a la censura total del papel catalán realizada por el inquisidor más afecto (Rioja), con el tiempo necesario para rebatir completamente los argumentos del Consejo de Ciento; y el monumento historiográfico del cronista (Pellicer), ensamblado durante dos años de información y acopio de variadas fuentes.A diferencia de todos ellos, el Quevedo marginado parece escribir para sí y se adhiere en la distancia a la opinión oficial: primero, parafraseando el Aristarco…; segundo, burlándose de una proclamación leída a ese trasluz; y, finalmente, haciéndose eco de un rumor ya pasado sobre la revuelta portuguesa de 1637, basado en una frase proverbial sobre el huevo y el fuero, para ridiculizar la reclamación catalana. A este respecto, una de las cuestiones más interesantes sobre estas armas de papel es el destinatario de los cinco textos de propaganda, que parece ser, en principio, el pueblo catalán rebelado y muy concretamente la ciudad de Barcelona, a la que todos apelan en algún momento. En una secuencia temporal se trata de persuadir a Cataluña (Tortosa,Tarragona, Barcelona): primero, para que abandone las armas y regrese al seno de la Monarquía (Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa…y Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña), antes de que las tropas castellanas hayan sufrido la derrota de Montjuich (25-I-1641); segundo, para que comprenda el error político de su manifiesto, rebatido punto por punto en el Aristarco… (julio de 1641); tercero, para que reflexione, con argumentos históricos suficientes, y se convenza de la ambición francesa y de la clemencia del rey, que ya se dirige al frente de Aragón (Idea del Principado de Cataluña, 1642); y, cuarto, para que no cometa «locuras», bajo el dominio de Francia, cuando en Münster se ponen las bases para la Europa de Westfalia. Sólo Quevedo toma como pretexto a los catalanes para hacerse eco del Aristarco…, sin el menor propósito conciliador y sin aportar más argumentos al conflicto que la hipérbole de las peores faltas catalanas, denunciadas por los otros polemistas. Esa diferencia de tono indica que el destinatario de La rebelión de Barcelona… no es el pueblo catalán, sino, quizás, el Gobierno de Madrid, ante el cual Quevedo pretendía

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mostrarse como patriota frente a unos «traidores», que se han entregado ya al rey de Francia (23-I-1641). Esto se confirma en el fragmento que dedica Quevedo a elogiar al conde-duque, atacado abiertamente en la Proclamación Católica; y demuestra, además, la interesada selección que realiza sobre el escrito de Rioja, porque no olvida el aspecto que más puede favorecerle. Coincide así con un enfoque clave de la propaganda oficial, representado en nuestro corpus por la Súplica que Adam de la Parra dirige al rey, en nombre de la «leal» Tortosa, cuya última parte rebate las acusaciones de los catalanes contra el valido y el protonotario Villanueva (fols. 92r-102r). Aunque cabe preguntarse por la exacta difusión de los cinco textos de propaganda, su lectura hace pensar que dos de ellos —la Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa… y, si acaso, La rebelión de Barcelona…— parecen destinados al consumo interno del bando castellano, sin descartar que la Súplica se difundiera en Tortosa, donde se imprimió; y sin poder afirmar el alcance real del texto escrito por Quevedo en León; otros dos —Idea del Principado de Cataluña y Locuras de Europa— irían dirigidos a luchar por la imagen de la Monarquía en escenarios internacionales; y sólo la Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña se compone con el propósito deliberado de captar a los catalanes que están al otro lado de las trincheras. Como veremos a continuación en el análisis individual de los textos, los destinatarios y las fechas pueden marcar diferencias, tanto de contenido como de estilo, en la exposición del proceso bélico y en las respuestas al manifiesto catalán.

3.1.1. La Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa, en ocasión de las alteraciones del Principado de Cataluña…, de Juan Adam de la Parra Entre los muchos papeles que generó la guerra de separación de Cataluña, la Súplica de Tortosa es uno de los que menos interés ha suscitado entre los estudiosos. Se trata de un texto anónimo apenas citado115, probablemente por considerar que se trataba de una obra exclu-

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Las páginas que siguen son la actualización de mi artículo dedicado a la obra, en 1999. No modifico el texto, salvo alguna incorporación bibliográfica, y la

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sivamente local, como parece dar a entender su título. Los historiadores que se han ocupado de la guerra de papel desencadenada por los publicistas catalanes y castellanos han reconocido la mayor trascendencia histórica y política de otros dos textos anónimos, que gozaron, además, de extraordinaria difusión: la Proclamación Católica catalana, atribuida a fray Gaspar Sala, y el Aristarco o censura de la Proclamación Católica de los catalanes, atribuido a Francisco de Rioja. Los estudiosos de la literatura, por su parte, han preferido otro texto, La rebelión de Barcelona…, de Francisco de Quevedo. De esta manera, la Súplica de Tortosa quedaba postergada, pese a su indudable interés, entre tantos escritos de ambos bandos, algunos de notable valor literario116, que sus autores decidieron difundir de forma anónima; o entre otros meramente circunstanciales, pero indicativos de la ingente actividad desarrollada por sus autores, que respaldaron con la pluma el enfrentamiento bélico. Como ya hemos visto, de la Súplica de Tortosa existen menciones muy tempranas, procedentes del cronista José Pellicer de Tovar, que se refiere tres veces a nuestro texto: las dos primeras en los Avisos de 1640, y la tercera en el prólogo a su Idea del Principado de Cataluña (1642). La atribución de la Súplica de Tortosa a Adam de la Parra fue aceptada por Joaquín de Entrambasaguas en las «Adiciones» a su conocido artículo sobre el inquisidor117, donde añadía a las obras de éste reconocidas por Nicolás Antonio en la Bibliotheca Hispana Nova, la Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa…, anónima; pero advertía entonces: «no tenemos más noticias de ella ni de dónde pueda hallarse, que lo dicho por Pellicer» (p. 720). Sin embargo, la Súplica de Tortosa ya aparecía en el Manual del librero hispanoamericano118 como anónima, mien-

supresión de notas de carácter general. La Súplica de Tortosa aparece, por ejemplo, en la bibliografía de Historia de Catalunya, dir. P.Vilar, 1989, p. 483, como uno de los «pamflets filipistes»; y también en las notas de la edición de J. Estruch de Francisco Manuel de Melo, Historia de los movimientos, separación y guerra de Cataluña, 1996. 116 Para esta cuestión, ver Colomés, 1968; y Arredondo, 1998. 117 Ver Entrambasaguas, 1930, especialmente pp. 705-720. 118 Palau y Dulcet, vol. XXII, entrada 325530, describe un ejemplar de la Súplica, e informa de que se halla en la Biblioteca Nacional de España. En cuanto a la atribución, Zudaire, 1964, pp. 383-384, se refiere a la publicación entre 1641-1642 de escritos de «Rioja, Adam de la Parra, Calderón de la Barca y Quevedo», sin especificar el título de nuestro autor. García Cárcel, 1985, pp. 152-153 y 186, n. 162, alude a opúsculos castellanos de José González y Adam de la Parra, sin atribuciones concretas; y Elliott, 1977, y 1978-1981, vol. II, destaca los servicios propa-

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tras que la historiografía reciente todavía se refiere a la obra de Adam de la Parra como un opúsculo sin identificar. La obra119, de la que existen actualmente al menos cuatro ejemplares, fue publicada en Tortosa por Pedro Martorell, en 1640. Consta de 121 folios en cuarto, sin preliminares ni colofón, y con errores en la numeración, y lleva un título muy significativo de sus propósitos: Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa, en ocasión de las alteraciones del Principado de Cataluña y Condados de Rosellón, Cerdaña…, para que Vuestra Majestad se sirva, como tan Católico y Magno, perdonar a sus hermanos, admitiéndolos con benignidad a su gracia y en honor de su fidelidad y de Provincias tan leales y de tanta nobleza. La importancia de este texto radica, primero, en su temprana publicación, que lo sitúa entre los escritos castellanos de la primera etapa de la guerra120, junto a la Justificación real, atribuida a Guillén de la Carrera, y La estrecha amistad que profesamos. Es anterior, por tanto, al Aristarco… de Rioja, que suele interpretarse como la respuesta «oficial» a la Proclamación Católica. En segundo lugar, la atribución a Adam de la Parra, esclarece notablemente la interpretación de la Súplica, por la doble condición de su autor, inquisidor y polemista: la primera explica la contundencia y acidez con que se replica a los argumentos catalanes referentes a la devoción religiosa del Principado; y, la segunda, las muchas alusiones del texto al conflicto exterior de la Monarquía, la guerra con Francia, sobre el que Adam de la Parra se había documentado para su Conspiratio heretico-christianissima de 1634. Finalmente, la obra es un buen testimonio de la estrategia propagandística de la camarilla del conde-duque de Olivares, en cuanto a la rapidez y oportunidad para difundir papeles que contrarrestaran los efectos de la Proclamación Católica, rápidamente recogida por la Inquisición, según informó Pellicer al reconocer que sólo la pudo ver

gandísticos del inquisidor, pero referidos a la Conspiración herético-cristianísima (1634) y al Apologético contra el Tirano y rebelde Berganza (1642). 119 Citamos por un ejemplar de la Biblioteca Nacional de España, signatura R/22735. A propósito de los ejemplares, como ya señalé en 1999, pp. 142-143, he localizado tres en la Biblioteca Nacional de España y uno en Barcelona, según el Catálogo de la Colección de Folletos Bonsoms. 120 García Cárcel/H. Nicolau, 1980, p. 56, señalaban tres etapas de la propaganda castellana y situaban en la segunda el Aristarco…, la Idea del Principado de Cataluña, la Conclusión… de Calderón y la Apología Sacra, así como «opúsculos diversos y poco conocidos de José González y Adam de la Parra».

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«en el breve término de las censuras». Es previsible, en cambio, que el inquisidor Adam de la Parra conociera el texto catalán más a fondo, lo que explica la precisión de sus respuestas en la Súplica de Tortosa. En realidad, y a pesar de lo que el título de la obra sugiere, la Súplica no es sólo un memorial que la ciudad de Tortosa dirija a Felipe IV, implorando el perdón para el resto del Principado. Ésa es la excusa que aparece en la portada y que encubre, sólo parcialmente, el principal objetivo de la obra: responder a un papel calificado de «libelo» desde las primeras páginas. La obra se abre con una cita latina de Cornelio Tácito, a la que siguen tres folios a modo de índice, con los títulos de las cuatro partes en que se estructura el texto, y los parágrafos en que se subdivide. Los epígrafes de cada parte son los siguientes: — Primera parte: «De los privilegios, antigüedades y estado que tuvo esta provincia y el que tiene hoy». Diez parágrafos (fols. 5r-28v). — Segunda parte: «De las contrafacciones y novedades que ha habido y por qué causa. Origen de discordias y tumultos». Nueve parágrafos (fols. 29r-59v). — Tercera parte: «Para colorear inobediencias, insultos y contrafacciones de fueros, se finge aprobación y asistencia divina». Nueve parágrafos (fols. 64r-92r). — Cuarta parte: «Respóndese a las calumnias de que se acusa a los mayores ministros». Seis parágrafos (fols. 92r-120r). Como indica el «respóndese» de la cuarta parte, la ciudad de Tortosa no sólo «suplica», sino que contesta a «una Oración que han estampado Conselleres y Diputados, con nombre de Proclamación Católica, dirigida a V.M., en la que se usa de artificios cautelosos» (fol. 5v). En esta declaración del primer epígrafe insiste el anónimo autor, que se sirve hábilmente de una figura retórica, la prosopopeya, y que aprovecha con oportunismo político la lealtad de Tortosa a la Corona tras la sedición del verano de 1640121 ; sobre esa doble base, estilística e ideológica, «finge», como decía Pellicer, interceder por los catalanes, a la par que desacredita la Proclamación: 121 Para la revolución de Tortosa contra el Ejército Real (21-VII-1640), la contrarrevolución (4-IX-1640), la «sensacional repercusión» de esta última en Madrid y Barcelona, y las gracias y títulos concedidos por el rey a los contrarrevolucionarios, ver Sanabre, 1956, pp. 76-77.

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Por estar esta Proclamación fundada en ignorancia, sin orden de tiempos, posponiendo unos y anticipando otros para causar en los ánimos la turbación que pretende […] juzga es de su fidelidad y de beneficio del Principado, antes que tome las armas contra sí mesmo, dar a entender esta ciudad al mundo la malignidad deste libelo (fols. 5v-6r).

Efectivamente, la ciudad suplica a Felipe IV «en la inmodestia de su memorial», pero también «representa a V.M.» que los culpables de la «ruina que amenaza a sus vecinos» son los «Oradores de la tragedia presente» (fol. 6v), razón por la cual se expone en este primer parágrafo el ambicioso propósito de todo el escrito, que puede sintetizarse en cinco puntos:Tortosa «manifestará […] al mundo la malignidad de la Oración […]»; «disuadirá a la plebe rústica […]»; «hará demostración con su ejemplo de sus benévolas entrañas de V.M. […]»; «probará, después de redargüidas las inconsecuencias, que se debe remitir parte de pena a la Provincia […]»; y «desengañará al mundo de que estos tumultos no son entre V.M. y todo el Principado […] y que es culpa singular de aquellos que crecen en la disminución de lo universal, de la plebe y milicia común» (fol. 7). A partir de este momento, el texto se organiza con arreglo a las cuatro partes citadas, pero respondiendo en cada una a capítulos, párrafos y páginas de la Proclamación Católica, con el propósito de rebatirlas o, en el más favorable de los casos, matizarlas. Así, por ejemplo, sobre si los catalanes respetan o no los juramentos: «Sólo se pregunta si es bueno lo que dice el párrafo 27, fol. 115» (fol. 28v); sobre la jornada de Leucate: «Esta entrada [en Leucate] se refuta en el párrafo 9, fol. 49» (fol. 42v); sobre el Corpus de Sangre en Barcelona: «Y en el párrafo 10, fol. 65, se atribuye» (fol. 54v); o, en fin, sobre si es o no lícito que los catalanes tomaran las armas: «Dícese en el párrafo 35, fol. 141, está puesto en armas el Principado» (fol. 87r). En cuanto al contenido de la obra, en las cuatro partes se esgrimen datos y argumentos históricos, jurídicos, religiosos y políticos, semejantes a los que aducirán más tarde el Aristarco… de Rioja o la Idea del Principado de Cataluña de Pellicer. Como es de suponer por la procedencia castellana y aun olivarista del texto, toda la argumentación está encaminada a poner de manifiesto la impecable actuación de la Monarquía y los desafueros cometidos no tanto por el pueblo catalán, como por las autoridades del Principado, y por una «plebe» desinformada y enardecida. En este sentido, la primera parte de la obra se verá

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claramente superada por los argumentos históricos o seudo-históricos que aducirá Pellicer en 1642, mientras que la Súplica de Tortosa es especialmente interesante en cuanto a su insistencia en cuestiones religiosas y políticas. Sobre estas últimas volverá con mayor concreción, y menor extensión, el Aristarco… en 1641, pero coincidiendo con la Súplica en la defensa del valido, aspecto éste que apenas se halla en la Idea del Principado de Cataluña de Pellicer. Respecto a cuestiones de religión, aparecen por toda la obra y no solamente en la tercera parte, cuyo título habla de «asistencia divina». La Súplica de Tortosa está plagada de alusiones religiosas, no sólo por ser la obra de un inquisidor, sino también porque responde a la Proclamación Católica, que mezclaba quejas políticas (caps. XXIII y XXV, referentes, respectivamente, al pactismo y a las «constituciones y privilegios de Cataluña»), reclamaciones contra los «sacrilegios» cometidos por los soldados castellanos (cap.V) y declaraciones sobre la incontestable devoción y piedad catalanas (caps. II, III, IV, dedicados, respectivamente, al culto de la fe católica, la devoción a la Virgen y al Santísimo Sacramento del altar). Esa mezcla de lo sagrado y lo profano se censuraba ya en la primera parte de la Súplica, cuando se rebate la «catolicidad» de que alardeaba la Proclamación Católica como característica del pueblo catalán; el último parágrafo, titulado «Cuando ostentan integridad de Religión se falta a buena Doctrina», no sólo contraargumenta, recordando que en Cataluña han sido supersticiosos, que allí se refugiaron los albigenses, y que los Teólogos predican en los púlpitos «para dorar las inobediencias a la justicia» (fol. 28v), sino que responde irónicamente a otras excelencias y hazañas de que se jactaban los autores del manifiesto catalán: «Ni [se inquiere] a quién se debió el descubrimiento de Occidente, que dicen se hizo desde Barcelona, que fue Colón a su despacho con el Rey don Fernando» (fol. 28v). Las mismas críticas se acentúan en la segunda parte de la obra, dedicada a explicar las supuestas «novedades» que han producido «discordias y tumultos» en Cataluña. Desde el primer párrafo se duda de la catolicidad de la Proclamación Católica, se la fulmina con ironía y sarcasmo, y se responsabiliza a sus autores por haber agitado al pueblo apelando a sus sentimientos religiosos: […] proclama contra el Rey Católico su Señor legítimo y natural […] y para inclinar a lo mismo los reinos de Valencia y Aragón se vale de piedades indiscretas, sin descubrir especies venenosas de sublevación. A la pri-

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mera vista pone el Santísimo Sacramento esculpido entre llamas en forma de Cordero, para que el vulgo, llevado de religión, se conmueva piadosamente; estratagema de que se habían usado en las banderas de los Diputados y Conselleres […] la estampa es de dos diferentes láminas: la del Santísimo Sacramento de madera, la de las armas del Principado de cobre. El autor, o hizo menos aprecio del Santísimo que de las armas […], o trató con más reverencia las armas, pues las estampó a más costa (fols. 29r-v). El título define lo esencial de la obra: Proclamación como Católica contra el Rey más Católico de España; quien niega este renombre lo usurpa, ostentando que sólo a su obra conviene […]. No era necesario pasar más adelante para correr el velo a lo que se simula […], porque ya impelida la Santa Inquisición de la injuria, escándalo, sedición y sacrílega efigie, condenó este libelo antes que se encendiese por él la conmoción, que sin él no se temía (fol. 29v).

Tan larga cita se justifica porque demuestra la importancia que el inquisidor Adam de la Parra atribuye al manifiesto catalán y explica el apresurado interés por divulgar desde Tortosa una réplica que neutralizara sus efectos. La Súplica de Tortosa podía contribuir a borrar, en el territorio por el que se internaba el Ejército del marqués de los Vélez, las acusaciones vertidas contra la política y el Ejército Real. Finalmente, en la tercera parte, se denuncia la manipulación de la fe religiosa y la improcedencia de confundirla con la fidelidad al señor natural; asimismo, con arreglo a la máxima de excusatio non petita, accusatio manifesta, se siembra la sospecha sobre quienes tanto alardean de fe y fidelidad: «que lo sean o no los catalanes [devotos] no es deste caso, donde se trata de fidelidad a Vuestra Majestad, no de observancia de religión» (Súplica, fol. 64v). Este comienzo de la tercera parte da paso a la refutación de las ayudas o intervenciones divinas que alegaba la Proclamación Católica, ridiculizando algunas y mencionando aquéllas que más podían perjudicar la imagen catalana, como la entrada de los segadores en Barcelona «y predicciones de beatas» (fol. 71), sin olvidar la muerte del virrey Santa Coloma: «esto no ha de obligar a que se califique por obra de la mano de Dios un delito tan horrendo» (fol. 77v). Por lo que respecta a los argumentos políticos, se hallan entreverados con los religiosos a lo largo de todo el texto, ya que éste pretende rebatir el planteamiento de la Proclamación Católica y reescribir la historia de la revuelta catalana desde la óptica no sólo realista o castellana, sino olivarista, como lo demuestra la cuarta parte. En ella se exculpa a

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Olivares, aunque la designación «mayores ministros» permita incluir también a Jerónimo de Villanueva, que aparece citado en la conclusión de la obra, como si el autor quisiera congraciarse al final con las tres figuras más poderosas de la corte: el rey, el valido y el protonotario de Aragón. Especialmente interesante es la discusión de las «novedades», «políticas nuevas» y «políticas imaginarias» de que se quejaban los conselleres en el manifiesto catalán (caps. XXX y XXXII) y que la Súplica rebate en las partes segunda, tercera y cuarta. Todas ellas aluden, evidentemente, al controvertido proyecto de la Unión de Armas, promovido por Olivares, que nuestro autor justifica plenamente por la difícil coyuntura, la guerra con Francia, y la situación privilegiada de Cataluña en comparación con otros vasallos de la Monarquía. La cuestión se aborda por primera vez, de manera global, en el tercer parágrafo de la segunda parte, titulado: «Novedades en que da culpa el autor a quien se responde, a quien no la tiene». En este apartado se responde a críticas de la Proclamación Católica referentes a los quintos, el juramento del virrey, los alojamientos, las regalías, etc., y se concluye que no se puede culpar al rey ni al «primer Mayor Ministro», sino a los catalanes, que han abusado de una situación crítica: Estos excesos perpetuados califica el autor de vejaciones padecidas, como si aun en tiempo de tantas guerras no hayan gozado de inmunidades usurpadas, valiéndose de la ocasión de estar Vuestra Majestad con tantas diversiones para introducir y asentar nuevos derechos, sin que en los casos referidos se haya podido experimentar dañada intención del Mayor Ministro, que, conocida la dureza desta gente […] ha templado el justo y natural sentimiento de Vuestra Majestad (Súplica, fol. 39v).

Esta declaración general se enfatiza en el párrafo siguiente, por medio de una sucesión de preguntas retóricas que pretenden contrastar las dos posturas enfrentadas, la de los catalanes y la del «Primer Ministro»: Según esto, ¿quién innova? ¿quién se hace independiente? ¿quién ajusta las acciones a su gusto? ¿quién es irreverente a los fueros? ¿quién retrocede lo ajustado en Cortes? ¿quién se vale de conmoción de términos jurídicos? ¿quién se opone a los intereses universales de la Monarquía? ¿La parte que defiende este autor o el Primer Ministro? (fol. 39v).

No obstante, esta postura declaradamente anticatalana y pro-olivarista se matiza después en los parágrafos cuarto y quinto, donde se ana-

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lizan los hechos pormenorizadamente desde la jornada de Leucate hasta el alojamiento del Ejército en el Principado. Hay, incluso, algunos párrafos conciliadores, en los que se reconoce que los catalanes formaron ejército con Santa Coloma y que «siniestras relaciones» (fol. 46v) informaron mal al rey de cómo colaboraron con dinero y víveres; se admite que los cabos cometieran «contrafacción de fueros», por desatender las «advertidas instrucciones del Conde Duque para que cuidase de las armas y milicia, en tiempo de alojamientos e invernada, el Conde de Santa Coloma» (fol. 47v); se atribuye parte de los desmanes del Ejército a los soldados italianos y a otros soldados forasteros («gabachos, grisones y otros herejes», fol. 48r); y hasta se insinúa la corrupción en algunas esferas organizativas del Ejército, pues los soldados estaban impagados: «por las estratagemas de que usaban para enriquecerse del dinero del soldado, en las levas, provisión y abastos de ejércitos los Togados» (fol. 48r). Pero todos estos «males tan complicados» (fol. 47r) que dan lugar a lo que denomina el autor «la miserable y horrenda tempestad» (fol. 48 r) y que culminan en el Corpus de Sangre no dejan de achacarse a Cataluña, ya en la tercera parte de la Súplica, con sucesivas atribuciones de culpabilidad al virrey, la Diputación y hasta la Provincia, que pidió primero ayuda al Ejército y se negó después a alojarlo: Errores y competencia de los supremos Ministros, no del primer Ministro, que asiste a V.M., a quien los atribuye la Milicia (fol. 50v). […] este recalcitrar de la Provincia, en tan pocos días que faltó el dinero, por los inmensos gastos del sitio, y el apetecer alojamientos los años antecedentes esta Provincia, y ahora resistirlos, descubre la intención y quita la máscara (fol. 54v).

En esta tercera parte, el parágrafo noveno se dedica a responder a la Proclamación Católica respecto a la licitud de que se levantara en armas contra el Ejército Real y a las peticiones de que cambiara a sus representantes en Cataluña y castigara al ejército que se había sobrepasado. Bajo el título «Justicia e inconvenientes de mover armas el Principado y respuesta al papel contrario», se enumeran argumentos que niegan las peticiones del papel catalán; se invalida al Principado para asumir su propia defensa, «porque la escuela militar desta nación no es sufrir, obedecer, perseverar en un sitio» (fol. 86r); se sostiene que el rey no ha

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faltado a la obligación que tiene contraída con sus vasallos; y se opta por una petición de clemencia y de indulto general. Con gran habilidad el autor acentúa el patetismo de la petición con un vocativo («Señor, sea permitido a la fidelidad de Tortosa», fol. 90v), en el que la ciudad apela a la clemencia real para acabar con el estado ruinoso del Principado; pero, en realidad, la demanda parece tener un segundo destinatario, porque Tortosa no deja de introducir un mensaje final dirigido a Barcelona, exponiendo las ventajas de su «quietud» y de la clemencia real: […] no hay ciudad de Europa que tenga las conveniencias que Barcelona en reducirse a quietud. Pues en las mayores borrascas, cuando todos los vasallos están exhaustos y los Príncipes sustentan la guerra con su sangre, sólo ella se está a la mira, aventajadamente mejor que todos, llena de gente que no sólo no contribuye, pero aun gasta en sus usos lo que debía ser patrimonio real; no sustenta Rey, ella se sustenta de la hacienda del Rey. Tiene presidios municionados del sudor y tributos de otros, y se ha puesto a pique de que le falten todas estas comodidades, y de gravar sus vecinos incomparablemente más que lo están otros pueblos; y estando como está en su mano experimentar a V.M. clemente o inclemente, se espera no haría mayores empeños (fol. 92r).

Esa esperanza en la quietud de los ciudadanos de Barcelona, a cambio de la clemencia del rey, debía de pasar, en opinión del autor de la Súplica, por la refutación de las acusaciones vertidas contra el condeduque y sus «políticas nuevas». A este aspecto se dedica monográficamente la cuarta parte de la obra, que presenta la monarquía heredada por Felipe IV bajo la metáfora del «cuerpo cancerado» (fol. 102r) y al valido como al «médico» que aplica los «remedios» necesarios para su curación. Así se da la vuelta al argumento de la Proclamación Católica, que denostaba las «políticas nuevas» de Felipe IV, nunca aplicadas por sus antepasados. En este sentido, el autor de la Súplica difiere de muchos de sus contemporáneos, que recordaban con nostalgia las hazañas y conquistas de Fernando el Católico y Carlos V, y opta por presentar la herencia de Felipe IV en estado ruinoso, endeudado y objeto de las envidias y recelos de los reyes europeos122. 122

Esta visión pesimista del pasado se da también en Pro cautione christiana…, cuando Adam de la Parra expresa que las posesiones americanas eran más nocivas que útiles.Ver Domínguez Ortiz, 1950, pp. 109-110.

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Este planteamiento le permite describir a Olivares como un arbitrista prudente en política interior, que pretendía atraer forasteros, educar a la juventud, favorecer el comercio y la marinería (fols. 95v y 96r), medidas que han tenido que interrumpirse a causa de la guerra. Bajo tal punto de vista, el autor rechaza y devalúa las advertencias de la Proclamación Católica sobre el mal estado de la Monarquía: «Ni era tiempo de dar consejo los lugares rebeldes, con avisos de que estaba a pique de perderse el Reino, ni ellos eran parte legítima, si amenazaba ruina por su parte el edificio» (fol. 96v). Frente a la prudencia del valido, que ha disimulado durante dieciséis años los «excesos y transgresiones» catalanas, se designa al autor del papel catalán con la perífrasis irónica de «curador de todos los reinos» (fol. 101v); se tilda a los catalanes de «alevosos», por contemplar ociosos cómo los franceses amenazan «el edificio tan atentamente delineado de los Reyes Católicos y que tanto costó de asegurar a Carlos V» (fol. 97v); y se lamenta que el papel catalán se queje de lo que no comprende, sin dar un margen de tiempo para que fructifiquen tantas medidas, pragmáticas y leyes: […] arguyen en teórica lo que el Conde ha procurado con celo prudente se pusiese en práctica: que se viese en ellos siquiera alguna leve señal de reconocimiento (fol. 101r). Y como el buen gobernador no ha de mirar al fruto presente, sino a que se logre para los venideros, y cuando se aplica el cauterio duele (que no hay quien coja fruto cuando siembra), llama este gran curador teórica impracticable al bien que no ve y ha de resultar de la medicina política que ahora se aplica […] como se ve el daño del presente, no se alaba, antes se vitupera la providencia que se ha tenido, diciendo se aplican medicinas para cancerar el cuerpo, no para cuerpo cancerado (fol. 102r).

En cuanto a la política exterior emprendida por Olivares, el autor se remonta a la «confederación de príncipes de Europa contra la Casa de Austria en la tierna edad de S.M.» (fol. 97v), y admite que el condeduque ha asumido la tarea más ingrata, para poder formar ejércitos aun a costa del descontento y dolor de los vasallos del rey. Considera que eran «humores tan incurables» (fol. 102v) los que, afectaban a la Monarquía de Felipe IV, que precisaban de un nombre de la talla del conde, capaz de actuar con «sutileza» (fol. 104r) en tantos frentes europeos; se ponen ejemplos de su actividad en asuntos de Alemania e Italia, concretamente en la sucesión de la duquesa de Saboya, y se invalida así la

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propuesta catalana —valorada irónicamente como «bien imaginaria política» (fol. 102r)— de separar las funciones de valido y consejero, porque tamaños problemas requieren «celeridad», término que resulta paradójico, dada la habitual lentitud de la Corte para tomar decisiones: «Cuando el mucho peso de esta monarquía pide con celeridad órdenes inmediatas, si dependiera el Valido del Consejero era preciso atrasarse la ejecución» (fol. 103r). Este último detalle revela la minuciosidad con que se responde en la Súplica de Tortosa a las críticas de la Proclamación Católica contra el valido.Todas ellas le achacaban un desmesurado poder, reflejado en los siguientes puntos: — Un deseo de deslucir en provecho propio la actuación de otros nobles. Esto se rebate aduciendo cómo se han inmortalizado las grandes hazañas en «los salones del Retiro de V.M.» (fol. 113v) —y esto puede interpretarse, como lo ha hecho Kagan, como una participación de la Junta de escritores en la propaganda visual— y distinguiendo con sumo cuidado entre quien realiza la empresa militar y quien la ordena. Tan fino matiz se explica por la alusión al caso concreto del almirante de Castilla, ejecutor material de la toma de Fuenterrabía, que fue celebrada en la Corte con desmesurados halagos al valido.Ya hemos señalado la reacción del entorno del almirante, que todavía duraba en 1641, como prueba que se mencione su nombre también en el Aristarco… Sin duda los autores de la Proclamación Católica conocían bien el clima cortesano y fuerzan a distinguir en las réplicas entre autor material y estratega-organizador, en esa reescritura continua de la propaganda: El Almirante, que fue tan aclamado en el socorro de Fuenterrabía, como quien lo dispuso, reconoce galardones del Conde Duque; y el decir que se debe esta acción al Conde, los Consejos todos lo afirman.Y no se ha de pedir su voto a los Conselleres de Cataluña sobre esto, ni atender a intenciones apasionadas (fol. 117r).

— La postergación de la nobleza catalana, lo que en la Súplica se considera incierto y se refuta en tono despectivo: «siendo así que huían de emplearse en el servicio de V.M. y de ocasiones de merecer, dejando los baluartes por los riscos, las campañas donde se ganan renombres por las Diputaciones donde se componen desavenencias y disensiones civiles» (fol. 117v).

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— El nepotismo en el reparto de cargos o dignidades, que se rechaza, primero, con la enumeración de parientes del conde-duque que sirven al rey, pero especificando que no lo hacen para obtener beneficios; y, segundo, por comparación con la actuación paralela de su homónimo en Francia, el cardenal Richelieu: Para ajustar los catalanes esta queja con otra que se dio al Cristianísimo del Cardenal Richelieu, han hecho cómputo falso, porque los deudos del Conde no ocupan más que los puestos referidos, y las quejas contra el Cardenal en Francia eran que por él faltaban de seis partes las cinco de vasallos, reduciéndose los demás a mendigos (fol. 117r).

— Y, por último, su intervención en las Juntas, superfluas y compuestas por «los más tocados del imán», en opinión de los catalanes. A esta acusación se contesta arguyendo que las Juntas son útiles, porque con ellas se aligeran los negocios y se expresan más opiniones, por supuesto con libertad, según el autor, porque «en las más [de las Juntas] se vota ausente el Conde y en toda libertad, no siguiendo su dictamen» (fol. 120r). Tan encendida defensa de la actuación del valido confirma que la Súplica de Tortosa dista mucho de ser sólo la petición de clemencia que aparenta. Por si todavía quedaran dudas al respecto, la obra se cierra con una conclusión muy breve, pero eficacísima como síntesis de la ideología general. Si la Súplica comenzaba arremetiendo contra la Proclamación Católica porque usaba de «artificios cautelosos» (fol. 6r), se termina manifestando que «está compuesta de equívocos artificiosos» (fol. 120v) y que todos los males de Cataluña proceden del propio Principado y no de las disposiciones del rey, ni de las intervenciones del «Protonotario de Aragón […], que sólo ha tratado de poner en ejecución las órdenes de V. Magestad e instrucciones del Conde» (fol. 120v). Transcribimos a continuación la mayor parte de dicha conclusión, tanto por su valor informativo como por su brillantez retórica, que se apoya en el uso sistemático de la adjetivación para desprestigiar lo que proclamaban los conselleres de Cataluña. Infiérese también ser afectadas las causas de opresiones, sacrilegios, infracción de fueros; inciertos los privilegios, las antigüedades de protección debida a Francia; falsa la corografía; no bien inferidos sus orígenes; violentas las uniones de territorios; las resoluciones de Diputados y Conselleres afectadas; las causas de religión y milagros, para conmover la plebe;

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vagas las recusaciones; siniestras las quejas; impracticables los medios que propone; supuestas las novedades; ignominiosas para el Principado las acciones que atribuye a los extraños; irreverentes los papeles, cartas y memoriales escritos a Vuestra Magestad y caballeros hacendados en su territorio; pérfidos los coloquios con el enemigo y asistencias pedidas; injustas las armas que tomaron en tumulto y de las que se valen para hacer oposición; insuficientes las razones en que fundan su defensa; y aparentes los recursos a la clemencia de V. Magestad (Súplica…, fol. 121r).

Una conclusión tan elocuente como lapidaria demuestra el oportunismo político de la obra, que se presenta como el ruego de una ciudad fiel a la Monarquía, cuando, en realidad, es todo un alegato contra el manifiesto lanzado por los catalanes.Aunque no conozcamos la difusión y la eficacia de la Súplica, es posible que su publicación y su engañoso título se gestaran en un brevísimo periodo de tiempo: entre la contrarrevolución de Tortosa, la circulación por Madrid de la Proclamación Católica, su casi inmediata recogida por la Inquisición y la llegada del marqués de los Vélez a Tortosa… Pero antes, desde luego, de los sangrientos sucesos de Cambrils (13 a 15 de diciembre de 1640), que hubieran invalidado la apelación a la clemencia y confirmado los anteriores desmanes del Ejército Real, a los que se va referir inmediatamente el soldado Calderón de la Barca. La rapidez y el protagonismo de Tortosa son, pues, dos características fundamentales de este texto pro-castellano, pro-felipista y pro-olivarista, pero emanado de Cataluña, que se arroga una función representativa de todo el Principado, desde sus primeras páginas. En ellas Tortosa casi usurpaba las funciones de Barcelona123 —la «metrópoli»— y se erigía en ejemplo palpable de la clemencia real, que ella misma solicitaba para toda Cataluña: Representa a V.M. que, después de haber interpuesto todos los medios que ha podido formar en su imaginación el amor y afecto que tiene al Principado, de cuyo cuerpo se separó, se halla con desconfianza de reducir a los Diputados y Conselleres de la Metrópoli (fols. 5r-v).

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Ver a este respecto la acertada opinión de Querol Coll, 2004, p. 406, sobre los propósitos de sembrar discordia y división entre la Generalitat de Barcelona y Tortosa.

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[Tortosa] […] resignándose a su absoluto albedrío, en nombre de la ciudad Metrópoli […] para que se abstenga del castigo (fol. 6r). Prométese esta ciudad alcanzará para lo restante del Principado lo que experimentó en sí mesma (fol. 6v).

Todo ello confirma la importancia de la obra para la historia de la polémica sobre la guerra de Cataluña. La Súplica de Tortosa y las declaraciones al respecto de Pellicer nos desvelan el ritmo, nada lento en este caso, de la propaganda dirigida por el valido. Un equipo bien adiestrado era capaz de poner en circulación textos sucesivos que rebatieran las quejas catalanas en distintas fechas de la guerra y también de adecuarlos a las distintas situaciones: así, la Súplica se presenta con un carácter intencionadamente local124, el Aristarco… como respuesta más general, y la Idea del Principado de Cataluña como puntualización histórica plagada de erudición. Además, ese ritmo escalonado de los textos y sus distintos enfoques pueden indicar, quizá, que el destinatario de los mismos no era sólo el pueblo catalán, al que había que persuadir, sino un núcleo próximo al monarca, pero distante de Olivares. En este sentido, el anonimato de la Súplica podía ser muy eficaz, porque Tortosa no sólo se pone de parte del rey, a quien se dirige, sino que respalda la política del valido, que en 1640 se sabía ya blanco de las críticas de amplios sectores de la Corte. Por último, el autor de la Súplica se revela como uno de los panegiristas de Olivares, adelantándose, incluso, al que se considera una de sus «hechuras», Francisco de Rioja. Este aspecto posee especial interés para completar la carrera de Adam de la Parra como publicista, que también se adelantó —o más bien, se precipitó— en la polémica contra Francia de 1635, imprimiendo su Conspiración herético-cristianísima un año antes, sin esperar a privilegios ni aprobaciones, lo que le valió la recogida de la obra, pero, a cambio, su traslado desde Murcia a Madrid, en premio a su celo. La Súplica de Tortosa es el eslabón perdido de ese celo olivarista en 1640, con sus más de cien folios de apretada, detallada y oportuna respuesta a los argumentos catalanes, redactada a vuela pluma por un inquisidor que sirve a las más altas esferas del poder político desde el 124

Ver Reulas, 1996, p. 97, sobre diversificación geográfica en el lanzamiento propagandístico.

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anonimato. Pero aunque Adam de la Parra volvió a dar pruebas de ese celo en 1642, dedicando al valido el Apologético contra el tirano y rebelde Verganza y conjurados, arzobispo de Lisboa y sus parciales en respuesta a los doce fundamentos del Padre Mascareñas, y firmando con sus iniciales (L.D.I.A.D.L.P.), la carrera ascendente del inquisidor-polemista se truncó poco después con su encarcelamiento en León, muy cerca de Quevedo.

3.1.2. La Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña, de Pedro Calderón de la Barca La primera referencia que tenemos de esta obra se la debemos, una vez más, a Pellicer, en este caso en el prólogo a su Idea del Principado de Cataluña, cuando revela la autoría de esta obra anónima: «Y no menos merece el olvido otro papel que se estampó en nombre de un soldado de Tarragona, cuyo auctor es Don Pedro Calderón de la Barca, donde igualó la fuerza de la razón con la delgadeza del ingenio» («Al que leyere», s. p.). La atribución fue confirmada por E. Zudaire, que editó el manuscrito de la obra y que señaló posteriormente125 que se publicó en Pamplona en 1641. La incorporación de Calderón al equipo de propaganda es muy significativa porque puede obedecer a esa orden de responder inmediatamente a los escritos catalanes, de la que informaban los avisos a finales de 1640. Calderón no había tomado parte oficialmente126 en la polémica antifrancesa de 1635, pero era persona afecta a Olivares, como se desprende de otro aviso (5-XI-1641, p. 301), que recoge su visita al rey en El Escorial y su regreso a Madrid en el coche del conde-duque. Era, además, un soldado que participaba directamente en la guerra; por tanto, poseía argumentos de primera mano para intentar refutar acusaciones concretas, no sólo de la Proclamación Católica a la que no cita directamente, sino de otros escritos anónimos, como los Apoyos de la verdad catalana…, réplica inmediata de la Justificación real atribuida a Guillén de la Carrera, todos de 1640.

125 Citamos la obra por su edición de 1953; las precisiones en Zudaire, 1964 y 1983, especialmente pp. 334-340. 126 Pero ver Baczynska, 2007, p. 192, sobre su contribución a la imagen de la Monarquía.

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La estancia de Calderón como soldado en Tarragona le permitió, sin duda, conocer con extraordinaria prontitud los papeles que difundía el bando catalán; y su facilidad de pluma logró una respuesta que contrasta con la de otros polemistas por la concisión y rapidez. En efecto, la Conclusión… recoge los sangrientos hechos de la toma de Cambrils por el Ejército castellano (15-XII-1640) y se cierra poco antes de la derrota de las tropas de Felipe IV en Montjuich (26-I-1641), dos hechos de armas en los que Calderón participó, según un memorial posteriormente dirigido al rey127. Para Zudaire, la proximidad de ambos acontecimientos hace pensar que la obra se compuso en ese breve lapso de tiempo, y que podía destinarse a persuadir a las autoridades de Barcelona para evitar la inminente incorporación del Principado a la Corona de Francia. Sin embargo, el final del texto sólo alude, en unas líneas poco claras, a la cercanía del Ejército a la ciudad, lo que era cierto en enero de 1641; y el «soldado del campo de Tarragona» apostrofa a Barcelona para que salga a buscarlo y a rendirse, cuando las tropas se apartan de sus muros: «pues obedeciendo agora conocerán cuantas naciones están a la mira que no ha sido urgente necesidad la que te ha obligado, teniendo el ejército sobre tus muros, sino libre y generosa lealtad ir a buscarlo cuando se aparta dellos» (p. 293). La ambigüedad del fragmento permite interpretar, igualmente, que se apostrofa a esa ciudad que ha vencido en Montjuich con ayuda francesa. Se advierte a Barcelona sobre el peligro de esa ayuda y se insta a que aproveche la inexplicable retirada del Ejército del marqués de los Vélez, para beneficiarse de la clemencia de Felipe IV, tan solicitada en la Súplica como ofrecida en esta Conclusión… En ambos casos la cronología interna de la obra indica una composición en los primeros meses de 1641128. De ser así, la Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña reflejaría, igual que la Súplica de Tortosa, un primer estadio de la guerra de Cataluña, cuando las plumas aún podían apelar a la concordia. Ambas obras son escritos urgentes, dirigidos a una zona concreta del Principado, aquella por la que avanza el Ejército del marqués de los Vélez, del que Calderón formó parte hasta octubre de 1641, en que regresó a Madrid. En este caso se trata de una obra muy breve y eficaz, cuya estructura se asemeja a un resumen dialéctico o a una «conclusión» tras la

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Fue publicado por Wilson, 1971. Así lo afirma García Cárcel, 1982, p. 44.

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defensa de una tesis. El comienzo, con la apelación, o dedicatoria, al Principado de Cataluña, «¡Oh, hasta aquí siempre leal, ilustre Cataluña […]!» (p. 285), y el final, con una exhortación a la ciudad de Barcelona, «Y tú, ilustre Barcelona […]» (p. 292), son las dos partes más enfáticas del texto. Éste se compone de la refutación muy bien ordenada de los cuatro «presupuestos» sucesivamente aducidos por panfletos catalanes (la Proclamación Católica, los Apoyos, la Justificació en conciencia… y un dictamen oficial sobre la legitimidad de tomar las armas los sacerdotes) y la argumentación del «soldado» para exponer su propia tesis contraria. El tema de la obra es esa tesis, es decir, la exposición concisa de su versión del conflicto catalán desde, al menos, la campaña de Salses hasta el presente, rebatiendo las cuatro reclamaciones catalanas fundamentales: el alojamiento del Ejército; el quebrantar los fueros; los incendios, las profanaciones de iglesias y los destrozos causados por el Ejército Real; y, finalmente, los argumentos sobre la toma de las armas por el Principado, aspecto éste del que informaban con escándalo los avisos de Pellicer en noviembre (p. 161), detallando el contenido de un papel titulado Justificación en conciencia de haber tomado las armas el Principado de Cataluña para resistir a los soldados que de presente la invaden y a los demás que amenazan invadirla. La Conclusión… del soldado Calderón es muy precisa en la respuesta a los «presupuestos» de los rebeldes y mezcla a partes iguales las cuestiones políticas y las religiosas. Calderón lamenta los problemas derivados de los alojamientos del Ejército después de la campaña de Salces y utiliza una antítesis para mostrar el cambio experimentado por los catalanes: antes amigos (en la guerra), luego contrarios (en la paz). Emplea un tono amable para justificar la necesidad de alojar el Ejército, lo que no rompe los fueros, ya que se trataba de un caso de extrema necesidad: «alojar su Majestad sus soldados en tus Países no fue romper tus fueros; sí precisa necesidad de alojarlos por entonces, y donde esta razón milita todos los bienes son comunes […]» (p. 286).Y reconoce la participación de los catalanes en la campaña, presentando una identificación entre el Ejército Real y las fuerzas del Principado: «te envía auxiliares ejércitos que te defiendan, tú los admites con leales demostraciones, hasta que dándose las manos su poder y tus finezas, Salses se cobra, el enemigo se ausenta y quedan tus campañas en su primera paz restituidas» (p. 286). De ahí que, una vez expulsado el enemigo común, se interrogue, perplejo: «¿cómo […] tú, a quien con tanto amor, tan a costa tuya acudiste v sustentaste en la guerra, con tanto odio maltratas-

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te en la paz?» (p. 286); y que no comprenda que «aquellos a quien hizo la campaña amigos, hiciese el pueblo contrarios» (p. 286); ni tampoco encuentre argumentos políticos que justifiquen las impacientes alusiones al fuero contravenido, sin dar lugar a la investigación por parte de la justicia de los abusos de los alojados: «solo maravillo que sin dar lugar a la justicia para que castigase de una y otra parte los culpados creciese tanto de la tuya el odio y el rencor» (p. 287). Si el odio al Ejército Real está en la base de los enfrentamientos pueblo-tropa, las acusaciones de tipo religioso incrementan dicho odio y son respondidas por el soldado, distinguiendo «herejías» y «sacrilegios».Ambos conceptos son bien definidos y deslindados: «no constando […] ser el odio y aborrecimiento de la fe, aunque se conozca el sacrilegio, no se convence de herejía» (p. 286).Y se reprocha el acusar a los castellanos de herejes, «siendo notorio cuanto esta la fe en sus provincias establecida, y valerte de los franceses, estando averiguado cuánto está en las suyas alterada»; argumento que se prueba con el ejemplo concreto de Fuenterrabía: «regimientos enteros vimos en Fuenterrabía, y hoy en tu Principado vemos alguno donde constantemente corre la doctrina de Lutero» (pp. 287-288). Toda esta segunda acusación catalana procedía de la atribución al Ejército de los incendios y profanaciones de iglesias, que ya se hacía en la Proclamación Católica. Calderón anunciaba desde el principio que los «interesados» en las «alteraciones» lo utilizaron como pretexto: «con el pretexto de desagraviar sus sagradas reliquias […] era no solo justa, pero santa y católica la guerra» (p. 285).Y más adelante pone en duda la atribución: al Ejército, o a los propios catalanes para inculparlo, sobre lo que insistirá Quevedo, ironizando sobre el asunto. No así Calderón, que compara la religiosidad de las armas castellanas, que combaten por doquier en defensa de la fe, con la dudosa de los catalanes, que «sola una vez que se te ofrece» defenderla llaman en su auxilio a los franceses, enemigos de ella, y que tienen en sus filas «los religiosos, manchados en cristiana sangre las manos […] exhortando la guerra debiendo exhortar la paz como verdaderos apóstoles de Cristo» (p. 288). Como último argumento, se invalida la reacción de tomar las armas para defender la religión, porque el pecado de deslealtad es tan grave como el sacrilegio y «la simulada afectación de celo que publicas no es legítima disculpa de la traición que cometes» (p. 288). Respecto a los desmanes cometidos por el Ejército —«que el ejército de Su Majestad abrasa, roba, forza, despedaza y hace esclavos»—, el

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soldado de Tarragona aduce, por el contrario, que ofrece «paz a cuantos quisieron admitirla» (p. 289); pero no rehuye el relato de «aquel suceso de Cambrilles». Con estilo rápido se refiere a que la plaza se rindió por «necesitada», no por «fina», explica la confusión y desconfianza mutuas entre los rendidos y el Ejército, e intenta disculparlo como «un mal entendido desmán de la fortuna», que dejó «algunos muertos» (Pellicer en los avisos correspondientes habla de miles).Y, por último, contrasta esta carnicería con la equivalente cometida por catalanes en Villafranca del Panadés, donde asesinaron a soldados enfermos —«esto sí que es matar a sangre fría» (p. 290)— y con lo que comienzan a hacer los ejércitos franceses donde se alojan: «empezando a portarse con Cataluña con la libertad que han acostumbrado a cuantas provincias los han admitido» (p. 290). De todo ello deduce el soldado Calderón que ha invalidado el argumento de tomar las armas para la defensa, porque cesando las causas, cesan los efectos. No obstante, dedica muchas líneas a rechazar la supuesta legitimidad, ya que quien ha entrado en el Principado es «tu legítimo señor», no un extraño ni pagano; ni viene a romper los fueros, sino a «mantenerte en su obediencia, paz y justicia», frente a un «ageno dueño», que puede hacer a Cataluña «esclava» porque desconfía de ella. Sin mencionar al rey francés, Calderón anuncia que no respetará los fueros: «¿quién te asegura que fueros inviolables guardados tantos años de la corona de Castilla haya de guardarlos quien por fuerza ha de entrar en su dominio sospechoso viendo que para entregarte faltaste a tu natural señor?» (p. 291).Y que siempre desconfiará de los catalanes por traidores: «el que más interesado abraza la traición aborrece los traidores» (p. 291). Por último, la Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña denuncia la anarquía del Principado, que viva «cada uno a su albedrío», «por las alteraciones que han dado tanta mano al Pueblo» (p. 291), y recuerda que «el leal vasallo no tiene Jurisdicción para pedir Justicia con las armas, que entonces más es tomarla que pedirla» (p. 288). Tras esa exposición polémica, la última parte de la obra pretende hablar del futuro: «No hablemos en lo pasado, que no es posible hacer que no haya sido, sino vamos al presente estado en que te hallas». El autor comienza exponiendo objetivamente la situación, con los dos ejércitos enfrentados, el del rey por tierra y mar, y el de Cataluña «con los franceses que militan a tu sueldo»; pero utiliza un tono entre amenazador y profético, que abunda en los males de la guerra y apela a la

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rendición de una Cataluña en armas, que será acogida por un reypadre-misericordioso. Respecto a la guerra, se aborda como algo inevitable: «es fuerza que se prosiga, porque tú no quieres ponerte en manos de Su Majestad, ni su Majestad ha de querer dejar de cobrar y mantener lo que por tantos títulos es suyo».Y se enumeran los inconvenientes que acarrea, en series de sustantivos muy eficaces: «muertes, hambres, enfermedades, violencias, robos, miserias, etc.», apoyadas con símiles: «siendo teatro tus campañas, donde la fortuna represente tus tragedias» y «serán golpes ejecutados los que hasta aquí han sido amagados solamente»; sin olvidar el argumento económico, muy significativo, porque hasta ahora Calderón no había rozado el tema de las contribuciones para sufragar la guerra, motivo de reproches en otros textos, como el de Quevedo. Ahora augura no sólo la caída del comercio y las comunicaciones, porque «nadie ha de querer venir a hacer empleos entre dos ejércitos», sino también la ruina y las dificultades para obtener recursos: «obligándote a echar nuevas imposiciones y tributos a los que no sabes cómo los admitirán, pues los que no quisieron contribuir a su Rey en limitado tiempo de una necesidad, ¿cómo querrán desde luego entrar contribuyendo a otro?» (p. 292). De ahí que se apele a la «obediencia justa» para «restaurar tantos injustos desafueros» (p. 292), en la seguridad de que el rey, «como piadoso padre te recibirá en sus brazos» (p. 292). No obstante ese padre piadoso es también poderoso, lo que se recuerda, habida cuenta de las «nuevas alteraciones», las de Portugal, que no abruman al rey ni van a impedir sus designios: «porque los grandes Monarcas que a juicio de émulos se ven más apretados, están más poderosos que ninguna de sus Provincias el día que se ve más descansada» (p. 292). La rebelión de los catalanes, con la doble posibilidad de reacción del rey, entre clemencia o castigo, volvía a poner sobre el tapete la propia doble función de dicho rey, especialmente cuando estaba amenazado o «apretado», lo que siempre se minimiza en los textos de propaganda. Sobre este aspecto se insiste de nuevo al final, en la exhortación a la «ilustre Barcelona», a la que se considera el «móvil» de las alteraciones y a la que, tras una captatio benevolentiae que recuerda sus glorias pasadas («de las lealtades en la paz y de las victorias en la guerra»), se insta al «rendimiento» (p. 293), aprovechando la nueva coyuntura: «te es útil aprovecharte de la ocasión, ninguna es como la que hoy te ofrece la suspensión de unas armas (que por nuevos motivos están si no envainadas, detenidas)» (p. 293).

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Lo cierto es que para el Gobierno de Madrid no se trataba sólo de elegir entre dos actuaciones, sino, una vez más, de las dificultades de formar y mover un ejército, lo que se disfraza de suspensión de hostilidades por Calderón y de tardanza clemente por Quevedo. Los «nuevos motivos» como las «nuevas alteraciones» aluden, además de a las dudas del rey y del gobierno, a la sublevación de Portugal, en ese difícil diciembre de 1640; pero el autor aprovecha para presentar una detención forzosa como oportunidad irrepetible para que los hijos díscolos regresen a la obediencia del padre. El apóstrofe final a Barcelona, con la alternancia entre admonición severa y oferta de perdón, es habilísimo, porque se pasa de un discurso en imperativos —considera, escucha, repara, atiende, advierte— a la posibilidad de obediencia voluntaria, con el consecuente desenlace feliz del problema. Efectivamente, el texto termina con un clímax glorioso, en el que parecían encarnarse los principios idílicos expuestos en la Proclamación Católica, siempre que Barcelona optara por una rendición honrosa: […] nosotros desocuparemos tu tierra gloriosamente ufanos de ver a menos costa de sangre conseguida tu obediencia, cuya unión, paz y concordia será inviolable duración de tus fueros, perpetua seguridad de tus provincias, amable quietud de tus vecinos, pacífica fertilidad de tus campiñas, política estimación de tu justicia, próvida conservación de tus comercios […] eterno olvido de nuestras enemistades […], particular obligación de nuestro Rey, y general servicio de Dios, que por siempre sea glorificado (Conclusión…, p. 293).

La Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña es un opúsculo propagandístico modélico por la eficacia de su concepción y de su estilo. Desde el enfoque del texto, con una voz anónima que representa la experiencia del soldado de las tropas del rey, hasta la dialéctica establecida con el adversario-hermano, representado en el íncipit por el Principado de Cataluña y singularizado en el éxplicit por Barcelona, sede de las autoridades catalanas de las que emanan los manifiestos omnipresentes en el texto. Esa dialéctica, con reproches y vocativos continuos («dices en el segundo», «dime, pues», «Redarguirásme ahora»), da viveza y credibilidad a la obrita y sitúa la guerra entre hermanos en un ámbito que permite las exclamaciones y preguntas retóricas a ambos lados de la trinchera. El tono del discurso favorece también su oportunidad, porque el «soldado del

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campo de Tarragona» insiste en que sólo se basa en la «verdad desnuda», sin apoyos retóricos, ni otros Apoyos… de papel, en alusión irónica al título de uno de los libelos, porque su «razón» no precisa de auctoritas: «pues cuando la razón convence es ociosa cualquier otra autoridad» (p. 285).Y, en efecto, el estilo del texto es sobrio, sin afectación y basado en la claridad, con frases medidas y bien ordenadas, fruto de una organización del contenido muy precisa en la que nada sobra. En este sentido, supone una opción muy distinta de la verbosa y altisonante Súplica de Tortosa y también del propósito generalizador e irrebatible del Aristarco…, que le sigue cronológicamente.

3.1.3. El Aristarco o censura de la Proclamación Católica de los catalanes, de Francisco de Rioja Más valiera imitar a los vizcaínos en el valor y sufrimiento del sitio de Fuenterrabía, y a las mujeres que obraron allí con admiración, que quererles competir en ser nobles. (Aristarco…, fol. 47r)

El Aristarco… apareció en julio de 1641, sin nombre de autor ni pie de imprenta, aunque es una obra con impresión bien cuidada129, como corresponde a su procedencia. El autor es el inquisidor, poeta y bibliotecario Francisco de Rioja. Se trata de un texto conocido y citado por los historiadores130, ya que pasa por ser la respuesta emanada directamente del conde-duque, en la que se rebate, punto por punto, la Proclamación Católica. Efectivamente, si esta última fue el desencadenante de una guerra de papeles entre los dos bandos, el Aristarco… obtuvo también mucha repercusión, y su primera consecuencia es la obrita de Quevedo, que siguió su estela inmediatamente. El texto consta de 66 folios, comienza con una suerte de prólogo explicativo de su propósito (fols. 2-3) e incorpora poco antes del final

129 Existen varios ejemplares en la Biblioteca Nacional de España. Actualmente cito por un ejemplar de la Biblioteca Histórica Marqués de Valdecilla, signatura R/261928, ya digitalizado. 130 A él se refieren Zudaire, 1964; y García Cárcel, 1985, aunque no ha sido objeto de análisis literarios.

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(fol. 64v), a manera de apéndice o documento probatorio, una carta de agradecimiento dirigida por los conselleres al conde-duque en el mismo mes de la rebelión. Este detalle demuestra que uno de los aspectos más destacados de esta réplica al manifiesto catalán es el espacio que dedica a rebatir los últimos parágrafos de éste, donde se aconsejaba al rey que cambiara de gobierno. En dicho prólogo el anónimo autor presenta la polémica escrita como un conflicto entre razón y pasión, en el que los catalanes se han dejado vencer por los afectos que han nublado su razón, lo que ha provocado un cambio inexplicable e iracundo, que se refleja en la Proclamación Católica: […] aquel mismo ministro que pocos días antes era grande, capaz, infatigable a sus ojos y a los de la razón, lo juzgaron poco conveniente después, cuando los gobernaba la indignación y la queja. Hicieron un discurso y publicáronlo impreso, encareciendo la fe divina y humana, el valor, la liberalidad y la nobleza del Principado, y acusando las acciones del Conde Duque (fol. 3r).

La obra se estructura a manera de reescritura polémica de cada uno de los artículos del texto catalán, que se comenta y rebate minuciosamente, pero no siempre con la misma extensión ni con el mismo tono, sino que éste cambia y se agría según avanza la obra. La primera impresión que produce su lectura es la indignación progresiva de un autor que declara desde el prólogo su adscripción política y su cercanía al valido, pero que da indicios de objetividad en las primeras páginas y de notable apasionamiento en las últimas. Ese apasionamiento se percibe incluso en la estructura, que evoluciona desde la respuesta monográfica al principio a la acumulativa al final, como indicio de la irritación del autor. Así, por ejemplo, lo habitual en las primeras páginas es la respuesta directa: «En el parágrafo segundo se persuade […]», «En el parágrafo tercero dice la Proclamación […]», «En el parágrafo cuarto se encarece […]», mientras que hacia al final de la obra se funden varios artículos en una sola respuesta. Así ocurre con el parágrafo 25, dedicado a las «constituciones y privilegios», que se rebate con detalle (fols. 42-45v) y que declara al final: «con que queda respondido también el parágrafo 26 y 27»; en los parágrafos 29 y 30, sobre «que son hidalgos los catalanes», que también obtienen una sola respuesta, en la que se aprovecha para comparar la nobleza catalana con la más antigua de la Casa de los Guzmán; y, por último, se da una sola contestación a tres artículos importantísimos, los 36, 37 y 38:

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En el parágrafo 36 se trata de los cargos y descargos del Principado. En el 37 aconsejan los Conselleres que mude de aires el gobierno.Y en el 38 proclaman a su Majestad Conselleres y Consejo de Ciento que no permita que por antojo de vasallos se destruya su patrimonio (fol. 59r).

Francisco de Rioja contesta al mismo tiempo a estos últimos parágrafos de la Proclamación Católica con mucha extensión y con la carta probatoria antes citada, para demostrar que las acusaciones contra el conde-duque eran recientes, falsas e interesadas.Y de esta última respuesta se pasa directamente a una recapitulación final, con los aspectos más destacados de toda la réplica, insistiendo en la falsedad del manifiesto catalán, ya que por un lado van las palabras halagüeñas y por otro los hechos atroces: […] que las alevosías a sus reyes han sido tantas, que sus acciones para con Dios han sido tales, que ni han respetado sus arzobispos, ni sus religiosos con vestiduras sacerdotales, que han violado con muertes las iglesias […].Teniendo estas costumbres y obrando desta manera desacreditan sus palabras (fols. 65r-v).

Y todo ello lo autoriza mediante una de las citas más largas del texto, con unas palabras contra los catalanes del francés Jacques Bonaud en un panegírico latino, que a Rioja se le antojan aptas «para el caso presente», a pesar de su antigüedad, y que aplica a las «inhumanas acciones» de los catalanes para lograr este final enfático: Han negado la obediencia a su Rey y señor natural, Felipe IV el Grande, y se han entregado a Luis Decimotercio, Rey de Francia, y él los ha recibido por sus vasallos.A los heridos del ejército del Rey mataron en los hospitales con horrendas muertes. A la imagen de Montserrat robaron la plata y joyas, y quitaron la corona de la cabeza; a sus monjes desterraron y a sus ermitaños. Publicaron jubileos y concedieron gracias sin ser pontífices. Éstas son las acciones de los catalanes cuando estampan papeles ensalzando su obediencia, su piedad, su religión. Pero Dios, que se ofende tanto de que se le honre con los labios quien siempre le ofende con las obras, les fabricará su castigo en sus acciones (fols. 66r-v).

Como puede deducirse de este desenlace, la estructura de la obra es un puntal para su eficacia, tanto por la claridad de la misma, como por el énfasis progresivo que indica, muy adecuado para lograr la persua-

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sión en lectores tibios del bando catalán, y para entusiasmar a lectores afectos de la Corte o al Quevedo de León. Así, las primeras páginas declaran que es «prudencia» no responder a «calumnias», para, a continuación, tomar la pluma como obligación de vasallo cristiano y responder al papel «que han estampado» los conselleres y el Consejo de Ciento, entrando directamente en el primer artículo del manifiesto, sobre la fidelidad de los catalanes a sus reyes, que se rebate con numerosas citas y con ejemplos de la historia medieval. Esa claridad y precisión de Rioja, que cita con rigor, es uno de los argumentos que arroja contra el texto de la Proclamación Católica, cuyas falsedades y errores censura en varias ocasiones. La primera refiriéndose al artículo segundo, sobre la religiosidad catalana: «las cosas que se escriben en este parágrafo son de tal calidad que si el que escribió el libro […] tuviera más noticia de letras se avergonzara mucho de haberlas escrito» (fol. 8r).Y acto seguido se burla de los autores que acreditan la venida a España de Santiago, lo que sólo se fundamenta «en la tradición», pero sobre todo de quienes lo creen: […] solo están de su parte los que no tienen por inconveniente que los lugares en que nacieron se honren con devaneos, y asienta el autor catalán […] que luego que llegó la fama de Cristo a Cataluña partieron los catalanes a verle, y que lo confirma una medalla hallada en Villafranca de Panadés. ¡Cómo si no se fingieran las medallas y las piedras para fundar intentos particulares! (fol. 8v).

Desde este momento Rioja no cesa de acusar al autor catalán de utilizar fuentes imaginarias, como los falsos cronicones.Así en el párrafo referido a Dextro: «pero si el cronicón que se publica hoy por suyo lo hizo él, de poca gloria puede ser al Principado» (fol. 32r); o en las críticas sobre anacronismo: «que en las cosas de la antigüedad se habla mal con testimonios de hombres modernos, que escriben por conjeturas o por antojo» (fol. 17), «imaginaciones modernas tienen poca fuerza para contrastar lo que escriben autores contemporáneos del caso» (fol. 43r); o de tergiversación deliberada: «Ya se ha visto la poca verdad con que habla el autor» (fol. 19r); o de hipérboles interesadas y del gigantismo de ciertas cifras: «Debe ajustar este escritor lo que dice» (fol. 30v); o de descuidos y ligereza, como el equivocarse de autor y citar un capítulo inexistente (fols. 35r y 36r). En suma, repetidas veces se burla de su ignorancia: «Yo pienso que el autor desta Proclamación sabe historia por las comedias» (fol. 18v).

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Frente al apasionamiento y la falsedad que achaca al autor del papel catalán, Rioja declara basarse sólo en la verdad, sin tergiversar los hechos. Para ello utiliza ejemplos concretos y recientes en su argumentación, porque son fácilmente comprobables. Así, se refiere varias veces a la fidelidad de Tortosa: Yo creo la devoción de los catalanes. Pero en Tortosa, donde pocos quisieron turbar y escurecer la fidelidad y nobleza de aquella ciudad, arcabucearon los catalanes el Santísimo (fol. 15r). […] la fidelísima ciudad de Tortosa, y se puso a los pies del Rey, castigando los pocos que la quisieron apartar de su obediencia, recibiendo honras y comodidades (fol. 50r).

Expone su versión sobre los controvertidos incendios de iglesias: […] la Inquisición de Barcelona, haciendo exacta diligencia, averiguó que el delito que se imputaba a los soldados no era cierto, y no halló que en Río de Arenas ni en Montiró se hubiesen quemado las especies del Santísimo Sacramento (fol. 16r).

Desacredita la información de la Proclamación Católica sobre el asesinato del virrey Santa Coloma: […] y dice el autor del libro que se despeñó el Virrey y que, después de muerto, le dieron dos puñaladas; en que hay que ponderar dos cosas: la primera, la valentía de la gente catalana, que da puñaladas a los muertos; la segunda, la puntualidad y verdad de quien escribe el libro… si esto, que es cosa tan manifiesta, lo refiere como no pasó (fols. 26r-v).

Y, por el contrario, expone su punto de vista sobre «las turbaciones de Vizcaya»: «los vizcaínos, siempre nobilísimos, siempre fidelísimos, castigaron a quien se atrevió a querer hacer disonancia en su antiquísimo curso de obedecer» (fol. 54r). Sin embargo, la proliferación de determinados superlativos —nobilísimos, fidelísimos— indica que el contra-manifiesto de Rioja no es neutral. Por ejemplo, se aprecia su parcialidad cuando se refiere al príncipe de Viana como caso singular de fidelidad y amor a sus reyes, por parte de los catalanes: «a muchos dellos han querido matar a traición y contra muchos se han rebelado […] sólo a don Carlos, Príncipe de

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Viana, porque fue desobediente a su padre, lo quisieron canonizar y le levantaron altar» (fol. 31v). Esto ejemplos muestran que en el Aristarco… se mezclan el tema religioso y el político, igual que en la Proclamación Católica a la que rebate y a la que acusa precisamente de usar la religión como excusa para tapar lo ocurrido en el Principado: […] este escritor solo pretende para disculpa de lo que se obra en el Principado, entender y ponderar su fe, porque a ninguna sombra se disimulan más […] los yerros que a la de la religión […] y […] la muchedumbre que se gobierna por el sonido de las palabras, sin pasar el examen de la verdad, de ordinario se arrebata y conmueve al clamor de la religión (fols. 9v-10r). […] buscan a Dios en cuanto les sirve el buscarle, para conseguir lo que desean. Por esto fingen milagros, para persuadir que está de su parte, y lloran con voces doloridas, publicando incendios de templos y especies del Santísimo […] para concitar la plebe (fol. 22v).

Y la exasperación por la utilización interesada del tema religioso culmina cuando reprocha al autor de la Proclamación Católica presentar la muerte del virrey como castigo divino: «Habla en el parágrafo 11 de la conmoción de los segadores el día del Corpus, y hace castigo de Dios la muerte del Virrey, por la omisión de no haberse castigado los agravios hechos al Santísimo Sacramento» (fol. 25v). En realidad el conflicto político previo subyace en el texto de Rioja, que recuerda varias veces las dos cortes fallidas, los incumplimientos y exigencias de la Diputación, la hostilidad del pueblo hacia los castellanos, el puntillismo y la tacañería en los alojamientos…, y que refleja, en definitiva, la perplejidad del Gobierno de Madrid ante un texto cuya finalidad no alcanzan a comprender. De ahí que el autor se plantee el principio de excusatio non petita, accusatio manifesta, y con varias preguntas retóricas exprese su confusión ante un texto que no sabe por qué se escribe, si los catalanes no se arrepienten: Si […] ni han pedido perdón, ni pretendido escusar la acción como ajena, pero sí imprimen que lo obró la justicia divina, lejos están de confesar que han tenido culpa (fol. 26v). Pues vasallos que le matan al Rey los ministros […] ¿cómo se llaman fieles, cómo cristianos? ¿Cómo piden piedad sin confesar culpas? En cuan-

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tas palabras se vierten en la Proclamación sólo se oye que no vaya ejército a Barcelona, que no se destruyan tales vasallos, pero no se pide perdón, ni aun se finje que algunos pocos se desmandaron contra la voluntad de todos (fol. 61r).

A la perplejidad se añade una serie de reproches políticos. Por ejemplo, la debatida cuestión de las escasas contribuciones del Principado: «cuando el Rey tiene ciudad en su reino que le sirve más en un año que todo el Principado […] en ducientos, ¿para qué es quejarse de los ministros? […] diga Cataluña, siendo tan grande, tan abastecida, tan fecunda de gente como dice la Proclamación» (fol. 20v); su renuencia a participar en los momentos de gran necesidad: «véase si fue lícito, cuando toda la Monarquía estuvo aventurada en el peligro y en el gasto, sitiada Fuenterrabía del francés, que no quisiesen acudir los catalanes, defendiéndose con fueros» (fol. 45r); y cómo, pese a todo, se le ha puesto buena cara: […] habiéndose pasado por esta acción con el mismo semblante que si fuera de gente respetuosa y amiga, cuando vienen enemigos sobre sus tierras, que se ven reconvencidos de su respuesta y de sus leyes, en la necesidad quieren obrar de la misma manera que si estuvieran con suma paz (fol. 45r).

No obstante, el texto manifiesta cómo el gobierno del que es portavoz pierde la paciencia.Y así lo afirma, primero con cierto hastío y después con crudeza, respecto a la gravedad de levantarse en armas: […] verdaderamente querer ajustar a un Rey que tiene tanto a que atender en Oriente y Occidente, en Europa y en África, a que siga las mismas pisadas que un Conde de Barcelona muy desembarazado, ni parece respeto ni prudencia (fol. 27v). En ninguna edad se habrá visto en Castilla, Navarra, Aragón,Valencia, que el reino haya tomado armas contra su Príncipe, sola Cataluña lo ha hecho muchas veces (fol. 54).

La consecuencia de ese estado de ánimo oficial que refleja el Aristarco… es que el reproche político se generaliza en una doble acusación, muy sintomática de la guerra real y de la propagandística: contra los catalanes por lo que han obrado y contra el autor del papel por cómo lo expresa:

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Quiere también el autor de la Proclamación que deba Su Majestad a los condes del Barcelona el ser y la grandeza que tiene.Y como los catalanes han perdido el respeto a su obligación y la obediencia a su Rey, así él ha perdido el decoro que se debe a los libros y a las letras, y déjase ir tras su afecto (fol. 29v).

Uno de los rasgos más destacados del texto de Rioja es la sobriedad de su estilo, su corrección sintáctica, su precisión y su tácito rechazo de la ornamentación estilística, que parece contraponer a la falsedad de la Proclamación Católica, en un contraste entre verdad y retórica: «¿Qué colores retóricos, o qué fuerza de arte bastará a vestir de verdad su intención?» (fol. 51r). Sin embargo, esa sobriedad no significa neutralidad ni objetividad, porque el Aristarco… es una obra partidista en la que todo está medido para apoyar las decisiones gubernamentales y para defender al valido del que emanaban. En este sentido, el Aristarco… cumple con su función de respuesta total, bien documentada y, aparentemente, reposada, a diferencia de los textos coyunturales y «locales» de Adam de la Parra y de Calderón. Los tres autores comparten el punto de vista oficial, el sentimiento de sorpresa ofendida ante el comportamiento catalán y ante el texto que lo sostiene, pero sólo Rioja parece manejar la Proclamación Católica con el tiempo, las fuentes y el respaldo necesario para rebatirla, valiéndose, si no de imágenes y metáforas, de la claridad y limpieza de su estilo. El recurso más habitual es la ironía, que preside todo el texto, dirigida especialmente contra el autor del manifiesto catalán. En otras ocasiones la ironía se vuelca contra sus exageraciones sobre las cualidades de Cataluña y sus gentes: su religiosidad, su fidelidad, su obediencia, su valentía, su liberalidad, etc. Por ejemplo, sobre la utilidad del Principado se manifiesta así Rioja, tras demostrar que no pagan lo que les corresponde y que no aportan capital humano a la guerra: «Que pudiera ser [útil], y debiera ser, ninguno habrá que lo niegue, porque abunda de gente, es fértil y tiene mar […]. Dice el autor que es muy útil a sus reyes, y dice las verdades que suele, porque una cosa es poder ser útil y otra serlo» (fol. 28v). Esa ironía apenas oculta la irritación que ha provocado la Proclamación Católica en el entorno oficial, lo que desemboca a veces en sarcasmo.Así ocurre en uno de los párrafos más duros del Aristarco… sobre la escasa utilidad de Cataluña en momentos difíciles, a causa de unas leyes

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que llegan a ser injustas, como pretende mostrar enfrentando lo que «no puede» el rey y «sí pueden» los catalanes: […] es cosa digna de admiración que el Rey no sea dueño de nada, ni aun de lo que por derecho le toca; ni puede en la necesidad, cuando pierden las leyes su derecho, recibir los soldados con que un vasallo le sirve.Y les es lícito a los catalanes para que no se guarde justicia, para tomar las armas contra su Rey, injuriándolo y amenazándolo por las calles con palabras descomedidas, poner imposiciones al pueblo, hacer contribuir al estado eclesiástico […] y amenazar al Tribunal de la Inquisición (fols. 29r-v).

No obstante, ese estilo aparentemente neutro, sólo fundamentado en la alegación de autoridades, en la exactitud de citas y en la controversia de interpretaciones respecto al texto de base, se sirve de la repetición, el más elemental de los recursos para la persuasión. En el Aristarco… el uso de repeticiones machaconas no es nada inocente, porque revela la insistencia en argumentos de especial valor para el adversario; o, por el contrario, la oportunidad de ridiculizarlos fácilmente. En el texto se dan ambas posibilidades cuando las repeticiones se refieren a falsos milagros y prodigios sobrenaturales, argüidos en la Proclamación Católica para abundar en la religiosidad catalana y en su venganza de los sacrilegios de la tropa. Previsiblemente todo ello emocionaría a lectores comunes y pro-catalanes, pero produce un doble efecto en Rioja: se exaspera el inquisidor y se burla el cronista, poco propenso a falsedades milagreras; de ahí que alegue repetidas veces la hipocresía de la supuesta piedad y la falsedad de los prodigios: Solicitaron predicadores que en sus sermones moviesen la gente a la defensa de sus constituciones, fingieron lágrimas en las imágenes, y todo por levantar el pueblo (fol. 16v). […] comenzaron a publicar los catalanes que lloraban y sudaban las imágenes, como sentidas y fatigadas de su injuria, y que se paró el sol antes de ponerse (fol. 60v).

Y prueba de que el recuerdo es válido es que lo incluye en el resumen final: «han fingido milagros de lágrimas, de sudores de imágenes, y esparcido que el día […] del Corpus se detuvo el sol muchas horas en ponerse, y todo para autorizar sus delitos y atrocidades» (fol. 65r). De igual modo se utilizan largas enumeraciones para producir énfasis por acumulación y contrarrestar en la réplica la acusación relativa a

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las barbaridades cometidas por los soldados alojados: «A muchos de los soldados muertos les sacaban el corazón y lo comían, y las mujeres catalanas se subían sobre las caras de los muertos y los pisaban por indignación y venganza» (fols. 22 r-v). Y algunas antítesis entre Castilla/Cataluña, por ejemplo para responder al artículo 16, sobre la mala información que tenía el rey de las cualidades de Cataluña, según la Proclamación Católica: En las noticias con que se halla Su Majestad, que ha adquirido con propias experiencias, poca necesidad tiene de que le informen […] que bien sabe lo que hacen […] así en la hacienda que le toca, como en el respeto que se le debe […], y compara la adoración de Castilla con la injuria de Cataluña (fols. 33r-v).

Por último, uno de los rasgos más interesantes del Aristarco… es el uso muy hábil y funcional de las autoridades (Desclot, Ramón Muntaner, Zurita…) y las citas, especialmente de la más larga de toda la obra, en su réplica a los parágrafos últimos sobre los responsables de los males de Cataluña, según la Proclamación Católica: el protonotario, el condeduque y sus desbaratadas políticas. En esa cita se ampara el autor para no lisonjear al conde-duque, ya que la alabanza «a persona pública» no «está libre de los peligros de la lisonja».Y deja la palabra a un extranjero, el saboyardo Anastasio Germonio, en una extensa cita latina (fols. 63-64) sobre los muchos méritos de Olivares como gobernante. La desmesurada extensión de la cita corre parejas con una comparación, ya absolutamente desproporcionada, entre el conde-duque y Cataluña. Para Rioja, que anunciaba sus propósitos de defender al valido desde el prólogo, el testimonio de un extranjero es especialmente valioso, puesto que es desinteresado; y más aún si se le añade el testimonio del adversario, o ya enemigo, es decir, la carta en catalán de los concelleres, agradeciendo la acogida prestada por Olivares a su embajador, fray Bernardino de Mayeu: «y los mismos catalanes testifican lo mucho que le deben en la carta que le escribieron en veintisiete de junio deste año cuarenta, que dice así» (fol. 64r). Todo ello muestra la indignación de Madrid no sólo contra las autoridades catalanes sino contra el texto que patrocinaban, porque el escrito no respondía a la expectativa oficial: que se disculparan los catalanes para acogerse al perdón del rey. Por el contrario, el Aristarco… constata en la Proclamación Católica una hostilidad patente entre «caste-

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llanos» y «catalanes». Rioja no contribuye a disipar este sentimiento, sino que su texto revela ya cierta incomunicación desde la historia medieval, porque Gaspar Sala y él parten de otras fuentes, que en el Aristarco… se consideran «fábulas» (fol. 19r) o, simplemente, otra historia: «Con estas noticias encarece el autor de la Proclamación las hazañas de don ramón Berenguer el viejo, diciendo que se resolvió a destruir a toda España […]. Poco sabe este autor de nuestras historias y de las suyas» (fol. 17v). Tan otra es esa historia que el Aristarco… manifiesta su desprecio a esas «leyes» y «constituciones» que obstaculizaban la contribución de los catalanes a las empresas de la Monarquía. Como veremos, Quevedo las designará poco después como «fueros», pues le conviene para la aplicación de un refrán a su Rebelión de Barcelona. Y años después, con la llegada del primer Borbón a España, un apasionado y anónimo lector del Aristarco… asociaba la peculiaridad de Cataluña y su postura contra el rey Felipe V en la Guerra de Sucesión. Éstas son las coplas manuscritas que se hallan en el ejemplar que manejamos, poco antes de un «Viva Felipe V», «Viva el Rey»: Si aqueste autor alcanzara Los años de siete y ocho, Pusiera a los catalanes Otros muchos más elogios. Aquestos grandes traidores Tienen destruida a España, Pues ha sido doce años Una continua campaña. Contra el rey Felipe quinto Tomaron todos las armas, Y han destrozado la paz En los cuerpos y en las almas.

3.1.4. La rebelión de Barcelona ni es por el güevo ni es por el fuero, de Francisco de Quevedo La rebelión de Barcelona ni es por el güevo ni es por el fuero es un opúsculo de Quevedo que todavía suscita ciertos interrogantes. Algunas cuestiones básicas se han resuelto, como la fecha de composición, a

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finales de 1641, según Jauralde131, después de la obrita antiportuguesa, que fue su primer ejercicio literario en León; e incluso la autoría, que fue propuesta por Fernández Guerra y reafirmada con buenos argumentos por Ettinghausen132, es hoy unánimemente aceptada. Pero éstas dan paso a otras más especulativas, como las que conciernen a los propósitos de Quevedo cuando decide escribir esta obra en su prisión de León. Si pretendía, como parecía en principio, halagar al conde-duque de Olivares atacando a los catalanes133, no se explica un seudónimo tan indescifrable y burlón, como el de doctor Antonio Martínez Montejano, natural de una villa desconocida: San Martín de Espuches. Pero si sólo deseaba explayarse, como patriota indignado ante la separación catalana, sobra el fragmento del texto dedicado a la apología del valido. Por otra parte, desconocemos la exacta difusión o el número de copias manuscritas de la obra que pudieron circular; y, por tanto, la eficacia, si la tuvo, del papel anticatalán, que no fue publicado hasta 1851. Por último, sorprende la coexistencia en una pieza tan breve de estilos diversos, que van del énfasis ampuloso inicial al insulto descarado, como si fuera un simple esquema o borrador de un propósito que quedó truncado.Todo ello convierte esta obra menor en una buena muestra de literatura política, entendiendo por tal el tratamiento literario de un hecho histórico —la rebelión catalana— desde la subjetividad de quien lo escribe; y su conversión en un panfleto, a partir de los textos de ambos bandos, y con las peculiares circunstancias de quien era un preso político al que le llegan noticias, libros y rumores de la Corte. Como ya hemos visto, la vocación política de Quevedo se había manifestado con anterioridad, participando en la campaña propagandística oficial de 1635 con su Carta a Luis XIII. Pero, frente a la gravedad de esta obra, o al carácter satírico de su libelo Visita y anatomía de la cabeza del cardenal Richelieu, La rebelión de Barcelona… es un curioso ejemplo de interacción de política y literatura, en unas pocas páginas que mezclan el aroma popular del refrán y el respaldo culto de las auto131

Jauralde, 1982. Una primera versión de este estudio se publicó en Arredondo, 1998, con ocasión de un congreso sobre Literatura y Política. Suprimo algunas notas, actualizo la bibliografía y cito la obra por la edición de Urí, 2005. 132 Fernández Guerra, en su edición de la obra de la Biblioteca de Autores Españoles, y Ettinghausen, 1989. 133 Ver, por ejemplo, Jauralde, 1982, p. 166.

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ridades. Es decir, una escritura sobre otras escrituras previas, que el autor usa como marco (el refrán) y como ornato o apoyo (las citas cultas) para, a su vez, reescribir el Aristarco… y la Proclamación Católica. Y esas escrituras sucesivas de estas dos obras le permiten un ejercicio literario en la línea de los comentarios o paráfrasis, que somete al registro popular del refrán, y al culto de la auctoritas latina o bíblica, gobernado por un consumado manejo de los recursos retóricos. El carácter atenuado de la prisión leonesa, tras la dureza de los primeros meses134, permitió, sin duda, que Quevedo leyera la obra de Rioja, no así la Proclamación Católica retirada por la Inquisición. De modo que La rebelión de Barcelona… es una respuesta incompleta al manifiesto, que destaca por expresar una ideología que coincide con la oficial135, y que exagera ferozmente la nota anticatalana. Pero destaca, sobre todo, porque es un desahogo del Quevedo encarcelado, que aporta su estilo y su palabra al servicio de una determinada política, en una guerra de papeles de la que está apartado. El primer elemento que demuestra la literariedad del texto es su estructura, porque Quevedo declara en la introducción que toma la pluma para acompañar al Aristarco…, la réplica por antonomasia a la Proclamación Católica que los catalanes dirigieron a Felipe IV en septiembre de 1640. Como muy bien señaló H. Ettinghausen136, La rebelión de Barcelona… no responde directamente al manifiesto catalán sino que glosa el Aristarco…, en circulación desde julio de 1641, como informa Pellicer, y que llegaría a León con todas las bendiciones de un escrito oficial. Lo que parece más interesante e insólito es la forma literaria de esa glosa, que no constituye una respuesta política seria y bien argumentada, sino que se rebaja literariamente sometiéndose al esquema del refrán. Respecto a los motivos de Quevedo para optar por ese juego, pueden aducirse, al menos dos: el carácter satírico de su opúsculo, que se burla de la Proclamación Católica (la devoción, la fidelidad, los antiguos privilegios de los catalanes, etc.), y la conexión que establece el autor entre la revuelta catalana de junio, la portuguesa de diciembre y un

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Como ha señalado Jauralde, 1999, p. 779. En cuanto a la interpretación política e ideológica del texto de Quevedo, ver Bartolomé Pons, 1984. 136 Ettinghausen, 1989, p. 272. 135

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primer indicio de ambas: el motín de Évora de 1637. Elliott137 ya se refirió al uso del mismo refrán por el conde-duque de Olivares, con motivo del motín portugués de Évora, que, en principio, era una protesta por el nuevo impuesto del real de agua. Sin embargo, Olivares percibió el carácter político138 del motín, como se deduce de dos cartas en las que aparece el refrán. En la dirigida a su enviado fray Juan de Vasconcellos, Olivares afirmaba su deseo de que no hubiera derramamiento de sangre y declara que la protesta económica es secundaria: «no está en esto el punto, sino en que no es por el güevo sino por el fuero». Cabe la posibilidad de que Olivares lo empleara de nuevo aplicado a la rebelión catalana o que circulara oralmente por la Corte139 hasta llegar a León, donde Quevedo recordaría el motín portugués, dada su sensibilidad para captar rumores. Todo ello pudo influir en la génesis de La rebelión de Barcelona… y más cuando el «refrán» en cuestión, hoy frase proverbial, permitía acercarse desde San Marcos a las tesis oficiales. De esta manera el escrito de Quevedo establece relaciones intertextuales con tres escritos anteriores: el manifiesto catalán, el Aristarco… o respuesta oficial y el refrán «no es por el güevo, sino por el fuero», con el que Quevedo degrada los argumentos de los rebeldes. A este último respecto conviene destacar la importancia del refranero en el texto, porque, en las primeras líneas del mismo, Quevedo promete una segunda parte montada también sobre otro refrán, cuando profundice sobre una cuestión accesoria del asunto: «Lo que hallare saldrá en la segunda parte, cuyo título será otro refrán que se dice “Justicia de catalanes”» (p. 448). Naturalmente, don Francisco no volvió sobre el tema ni sobre este segundo refrán, que sólo he hallado en el Vocabulario de refranes y frases proverbiales de Correas y que debe de ser raro y poco usual, ya que figura sin explicación ni comentario140. Pero es que todavía aparecen dos «refranes» o

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Elliott, 1990, p. 515. Ver Viñas Navarro, 1925, sobre su repercusión en la restauración portuguesa de 1640. 139 La Corte debía de ser un hervidero de noticias y bulos, donde se ponían en circulación palabras y hasta gestos. Para este aspecto, ver Bouza, 2003, especialmente pp. 45-58. 140 Correas, 1967, p. 30. Bartolomé Pons, 1984, pp. l23 y 125, señala que «un leit motiv estructural vertebra la compositio de este libelo: es naturalmente el refrán que completa el titulo», pero se refiere a este segundo como «inventado» por Quevedo. 138

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frases lexicalizadas más. El primero, la locución «de manos a boca»141, para rematar una comparación entre catalanes y judíos (que pecan con la boca), con una costumbre de los ladrones (que roban a tres manos), lo que permite a Quevedo apostillar burlonamente: «No se puede negar que en estas comparaciones de robadores no los he cogido de manos o boca» (p. 462). El segundo, más encubierto y aludiendo — quizás inconscientemente— a la frase proverbial «aquellos polvos traen estos lodos»142, ilustra otra comparación, esta vez entre el poder excesivamente repartido y el agua desperdiciada: «aun deja quejosa la sed del polvo y apenas hay lodo donde aguardaban cosechas» (La rebelión de Barcelona…, p. 455). Lo más relevante, sin embargo, es que el autor estructure su escrito en función del refrán y de las tres posibilidades de tergiversarlo. Así, comienza su alegato asociando maliciosamente el tema de los catalanes y el refrán: «El tema y la tema de los de Barcelona, que podrán más fácilmente negar que son catalanes que no el ser temosos, es el refrán que dice: “No el por el güevo, sino por el fuero”» (pp. 448-450).Y continúa presentando su obra como una demostración de que ese refrán no es aplicable a la coyuntura catalana, porque: «yo les probaré que no es por el güevo ni por el fuero, y últimamente (valiéndome de su intención y de la invidia de los enemigos de España) que será por el güevo, y no por el fuero» (p. 450). Efectivamente, el opúsculo se compone, además de la introducción, de tres partes bien marcadas en sus comienzos y finales con arreglo al refrán143, al margen de su contenido. La primera empieza así: «Que no es por el güevo ni por el fuero, el güevo lo dice; el fuero no tiene qué decir, ni han quebrado el uno ni el otro los ministros de su Majestad» (p. 450).Y desarrolla esta «demostración» por medio de dos subdivisiones que terminan, respectivamente, a manera de conclusión silogística, por «Luego no es ni ha sido por el güevo» (p. 455) y por «Luego no es por el fuero» (p. 457). La segunda de las subdivisiones, que se distingue del resto, es notablemente desordenada. Empieza con el examen del 141

Ver Sebastián de Covarrubias, 1994, s. v. «mano», que da como explicación «in promptu». 142 Recogida por Rodríguez Marín, 1975, p. 38. 143 Ettinghausen, 1989, pp. 274-275, señala seis secciones, de las cuales cinco siguen muy de cerca la argumentación del Aristarco…; y Bartolomé Pons, 1984, p. 124, sólo se refiere a la función vertebradora del refrán.

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libro que contiene el código catalán, con el fin de comprobar si se había o no respetado el fuero; pero el final de la supuesta demostración —el «luego» consecutivo del falso silogismo— no lo es realmente, sino que da paso a más de una página donde los discutidos derechos forales se mezclan con cuestiones religiosas y con la exculpación del condeduque. La tercera y última parte del opúsculo sí que enlaza perfectamente con la promesa inicial de probar que la rebelión catalana responde, en su realidad más oculta y no declarada, a la antítesis del refrán. Por eso el final del escrito desvela el «disfraz»: «Llegado hemos al último disfraz del refrán:“Que será por el güevo, y no por el fuero”» (p. 468). Las manipulaciones de Quevedo sobre la formulación del refrán resultan especialmente patentes en el cambio de los tiempos verbales, ya que la rebelión de Barcelona «no es ni ha sido por el güevo» (p. 455), «no es por el fuero» (p. 457), pero «será por el güevo, y no por el fuero» (p. 468). De manera que el escrito va de un pasado inmediato a un presente y un futuro de probabilidad, que se convierte en presente actual y catastrófico al final: «Este basilisco, el güevo del gallo, por quien ya es el pleito, se le promete al fuero por quien nunca fue» (p. 470). En cuanto a esa página larga que media entre la segunda y la tercera parte del juego de refranes, parece claro exponente del carácter poco trabajado y vehemente del escrito, como si el autor olvidara el propósito que se ha trazado. Efectivamente, nada más concluir la argumentación de que «no es por el fuero», continúa refiriéndose a los privilegios —fueros— catalanes durante todo un párrafo. Sin embargo, ese desorden no es incompatible con la diatriba anticatalana, ya que toda esa página se articula, al margen del refrán, como un violento diálogo entre Quevedo y los catalanes. La oposición entre «ellos» (los catalanes) y «nosotros» (los españoles), patente en la primera parte —«Peleábamos contra los franceses por Cataluña, y los catalanes obligaban a los franceses contra nosotros con no acompañarnos» (p. 452)— se convierte ahora en un «ellos»/«yo» que es la voz del autor respondiendo selectiva e hiperbólicamente a cuestiones concretas de la Proclamación Católica. La fórmula generalmente empleada es «dicen», «dícese», como ya hacía el Aristarco…, a la que contesta un «yo digo» o «Quiero alegar», que en la mayoría de los casos no es sólo el «yo» del autor, sino un «yo» apoyado en un buen número de autoridades: Aristóteles,Tertuliano, Lucano, Félix Ennodio, la Biblia (en tres versiones), Plinio el Joven y, de nuevo, Tertuliano. Todos ellos ratifican las aseveraciones de Quevedo sobre:

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— la supresión de los fueros (Aristóteles); — la imposibilidad de comprobar los sacrilegios de los soldados alojados en Cataluña (Aristarco…); — el falso milagro de pararse el sol el día del Corpus de Sangre (Tertuliano); — las imágenes que lloran y sudan (Lucano); — las exageraciones de los catalanes cuando alaban su país (F. Ennodio); — el conde-duque envidiado por los conselleres (la Biblia); — la crueldad catalana comparada a la de los fidenates (Plinio); — el ingenio diabólico de los catalanes (Tertuliano). Frente a una sola cita de autoridad en los dos primeros fragmentos, la acumulación de autoridades en esta página inconexa y en la tercera parte señala una inflexión de creciente dureza hasta el final del texto. De ahí que el autor se esfuerce por allegar nombres ilustres, aunque a veces las citas resulten anacrónicas (comparación del conde-duque y David), otras inoperantes por lo forzadas (calalanes y fidenates) o virulentamente exageradas, como la de Tertuliano para asociar los ingenios del diablo a los habitantes de Barcelona. Esta última cita debió de ser una perla para Quevedo, porque no sólo la traduce, sino que la glosa valorándola. Pero no con apreciación encomiástica, como, por ejemplo, «es lugar singular», sino aplicándola insultantemente a los barceloneses (ingenios del diablo) y aprovechando la polisemia de «lugar» a su ciudad (lugar poco verdadero): «Este lugar no es tan grande como Barcelona, más es más verdadero, y por corto que es, según viven, viven en el todos los que están en Barcelona» (p. 468). Por el contrario, no se traduce la última cita de Tertuliano, que cierra el opúsculo oponiendo la serpiente que habita en la oscuridad y la paloma que se abre hacia la luz, en imagen del Espíritu Santo. Como desplante final hacia los catalanes, Quevedo no se molesta en traducirla ni aplicarla: «entiéndanlo por sí los declamadores» (p. 471).Tampoco comenta dos apólogos que atribuye, respectivamente, a Aristóteles y a Andrés Arnaud: el del caballo que pide ayuda al hombre y pasa de libre a dominado (p. 458) y el del español que se come un huevo con pollo antes de que éste se convierta en gallo (p. 468). Como en la cita del colofón, lo diáfano de ambos ejemplos excusa a Quevedo de comentarlo, aunque no pueda evitar la breve admonición: «Perdónoles la aplicación, allá se avengan: yo se la cuento fábula, miren no me la vuelvan verdad» (p. 458).

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El uso de las autoridades en este opúsculo revela las diferencias entre las dos primeras partes y el resto de la obra. Las primeras se dedican a probar, respectivamente, que la rebelión catalana no se debe ni a un deseo de ganancia que no se ha logrado («huevo») ni a una recuperación de derechos que no se han perdido («fuero»). Quevedo parece analizar objetivamente los acontecimientos históricos y el libro de las Constituciones, por lo que su sola interpretación —aunque sea falaz— basta. En cambio, tanto la página de transición como la tercera parte del refrán son, respectivamente, elucubraciones deformadas sobre la letra del papel catalán (lo que «dicen» en la Proclamación Católica) e hipótesis amenazadoras sobre el futuro probable («será por el güevo»), necesitadas ambas de un respaldo que las confirme. El propio autor intuye que lucha contra evidencias o contra principios inamovibles. Así, como los catalanes afirman que sus privilegios «habían sido premios de grandes y fidelísimos servicios», Quevedo utiliza a Aristóteles para concluir: «Luego por deservicios e infidelidad se pierde lo que por fidelidad y servicios se gana»; o, como los catalanes se quejan de los sacrilegios de las tropas del rey, Quevedo alega la autoridad más débil de todo el texto (pero políticamente la que podía ser más valiosa para el preso de León), su contemporáneo Francisco de Rioja, el «doctísimo» autor del Aristarco…, que afirma que los hechos no se han podido probar. Con respecto a esto último, llama especialmente la atención la técnica de Quevedo para exculpar al Ejército de un desacato religioso, cuando un hecho semejante centraba buena parte de su argumentación en la Carta a Luis XIII. Si entonces se horrorizaba ante la impiedad de los soldados franceses de Châtillon, hasta el punto de que su Carta se convierte en modélica para lectores de la Proclamación Católica, como ya hemos visto al tratar la temática religiosa, ahora empieza por poner en tela de juicio los acontecimientos con una construcción condicional —«Si sucedió…», p. 459—; continúa con la autoridad del Aristarco…; y, finalmente, apunta si no serían los propios catalanes los causantes del incendio en la iglesia «para desacreditar las armas de su majestad» (p. 459). Recordemos que la Proclamación Católica hacía especial hincapié en la tradicional piedad catalana y en los «agravios sacrílegos» (cap.V) cometidos por los soldados, así que Quevedo, siempre sensible a cuestiones religiosas, echa mano de una batería de recursos retóricos para rebatir la acusación. Lo más significativo es el tono enfático del frag-

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mento y el abuso de la pregunta retórica para exponer ante un hipotético foro su sospecha. Nada menos que ocho interrogaciones se ensartan en una argumentación que pasa de la defensa al ataque: «Adelanto más esto: ¿habrá quien no crea que si sucedió lo que ellos dicen, que no fueron ellos los que lo hicieron […]?» (pp. 459-460). La base en que se sustenta es el caso concreto del catalán Benito Ferrer, que fue ajusticiado en Madrid por calvinista en el año 1624; pero eso permite al autor generalizar la impiedad a todos los catalanes y, aún más, «para que de indicio pase a prueba», confirmarla con uno de los prodigios naturales alegados en el manifiesto catalán, que escandalizaban al autor del Aristarco…: que se paró el sol «por haber cruentado facinerosamente el día del Corpus con la infanda muerte de su virrey» (p. 460). Así que pregunta a su supuesto auditorio: «Pues gente tan descaradamente impía, que da tanto mérito a un horrendo homicidio […] como a Josué […]. ¿Qué no dirá? ¿Qué no habrá hecho?» (p. 460). Buena prueba de la eficacia de las sartas de interrogaciones es que el autor vuelve a utilizarlas en el fragmento dedicado a la defensa del conde-duque y a subrayar la malicia traicionera de franceses y catalanes, apoyándose en sus recuerdos de las Cortes catalanas de 1626: «¿Qué no hizo [Olivares] por disponer su desorden, por digerir su dureza cuando desconocidos cauterizaron su paciencia tantas veces preciosa? […] ¿Cuál malicia no descubrió esto? ¿De qué traición no fue promesa?» (pp. 463-464). Este ejemplo nos permite comprobar cómo maneja Quevedo los recursos retóricos, en un texto que no brilla por la originalidad de sus ideas144 sino por la forma de exponerlas: la riqueza lingüística, la selección de adjetivos, todos halagadores para el Aristarco… oficial —cuya erudición es «docta y verdadera», y su estilo, que ya alababa Pellicer, es ahora «varonil y robusto»—, pero hirientes para los catalanes: «traición inhumana», «horrendo homicidio», «facinerosa condición». A veces el gentilicio «catalanes» se sustituye por perífrasis descalificadoras: «éstos que se mienten vengadores de los lugares sagrados»; o por otras fórmulas más complejas e igualmente negativas, como la designación de Cataluña por medio de un sujeto cuádruple, en una

144

En general son las de todos los llamados «intelectuales orgánicos» de su generación, pero el «conservadurismo» y el «estamentalismo» de Quevedo han sido muy criticados.Ver, por ejemplo, Álvarez Vázquez, 1978.

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enumeración que utiliza la anáfora, el paralelismo, el quiasmo y la relación semántica «contagio»/«peste»: «Esta gente de natural tan contagioso, esta provincia apestada con esta gente, este laberinto de previlegios, este caos de fueros que llaman Condado» (p. 465). En cuanto a la pericia quevedesca para usar ingeniosamente los vocablos, se manifiesta desde los juegos de palabras —«El tema y la tema de los de Barcelona» (p. 448) o «tengan concordia con el enemigo de su señor natural para poder tener discordia con su señor» (p. 456)— hasta las aliteraciones —«más con cizaña que con valor ni valentía» (p. 451), «para que maten sus virreyes a pesadumbres y a puñaladas» (p. 455)— o las simetrías —«el sacrilegio, mandado por decreto, y el sucedido, por desorden» (p. 459). Y destaca especialmente su habilidad para la amplificación, bien como recurso repetitivo, «dar órdenes en todo lo que no pueden ni deben ni entienden» (p. 466), bien como medio para lograr un tono ampuloso.Así ocurre en la introducción de la obra, captatio benevolentiae de un Quevedo que se humilla ante el autor del Aristarco…, que es hechura del conde-duque. La estructura bimembre de la frase inicial se quiebra hacia la trimembración, y se amplifica en comparaciones paralelístícas reforzadas por anáforas: Habiendo visto el Aristarco […] y pesado la grande fuerza de sus razones […] no por crecerle ni añadirle, sino por acompañarle, como el cero, que delante del número no vale nada, como la sombra, que es nada detrás del cuerpo, determiné escribir lo que despreció la severidad de aquella pluma y lo que después de ella […] sobra (pp. 447-448).

Pero lo que más llama la atención, con respecto a las otras obras de nuestro corpus, es la curiosa mezcla de ironía y gravedad, de burla y amenazas, aunque el lector esté preparado para ello desde el título. Reunir en él un asunto político de tal gravedad y un refrán trastocado hacía previsible, en principio, un tratamiento caricaturesco. Hacia esa línea parecen converger los primeros dardos de Quevedo cuando declara en la introducción las manipulaciones del refrán; y los juegos de palabras sobre «fuero» y «huevo» permiten el corolario de imágenes culinarias: «No dirán que escribo desaforadamente, ni que guiso mal

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mi discurso, pues les doy batidos con tres huevos, tres fueros, que son toda su golosina» (p. 450). Son imágenes fáciles de las que el autor no abusa, pues sólo reaparecen en el último «disfraz» del refrán, cuando inserta el apólogo extraído de un epigrama latino de los Juegos de Arnaud: «teniendo un español un güevo en la mano para comerle, le advirtieron que tenía pollo; él se le sorbió diciendo: “Vaya antes que llegue a gallo, que será mi enemigo”» (p. 468). Al chiste le siguen dos expresiones del mismo campo semántico, que redondean el sentido: «aunque les deje con mal sabor» y «maduraron la traición». Lo que sí aprovecha Quevedo en la misma línea de burlas son los adjetivos de color145 como intensificadores. Por ejemplo, para indicar la impresión que le produce la incorporación de Cataluña a Francia, con un uso muy similar al de la Carta a Luis XIII: «Guerra es ésta más colorada con la vergüenza que con la sangre» (p. 451). En este sentido destaca su empecinamiento en nombrar el libro de los fueros catalanes como «libro verde», lo que no hacían ni la Proclamación Católica ni el Aristarco… Naturalmente, Quevedo no deja de sacarle partido, porque juega con la simbología del color para aludir a los fueros marchitos: «Resta hojear el libro verde, si de poco acá no se ha secado, o no le han dado otro color después que se desesperaron» (p. 455).Y para burlarse malévolamente del doble carácter del libro, sagrado146 para los catalanes y desdichado para el resto: «El negro libro verde se vuelve Alcorán» (p. 457). La misma malicia llena de ironía subyace en dos oraciones sustantivadas que recogen en primera persona la voz de los «temosos» catalanes:

145

Para el valor simbólico de los colores, ver también Turrel, 2005, pp. 188-189. La velada asociación entre Libro verde-Corán o catalanes-infieles (judíos, moros, herejes…) se explicita en otros fragmentos: «¿Halló semejante sacrilegio jamás disposición no digo sólo en ánimo castellano, sino en judaizante, moro ni hereje?». La hipérbole xenófoba parece habitual en los panfletos políticos, pero puede haber razones más oscuras para la verde obstinación quevedesca, si atendemos al artículo de Gallego, 1994, sobre el significado de otros «libros verdes»: es probable que al referirse a los privilegios catalanes con el nombre de «libro verde» Quevedo no haga sólo una inocente traducción del Llibre verd, códice del siglo XIV que contenía los privilegios de Barcelona, sino que pretenda asociar la ilustre antigüedad del Llibre verd al descrédito del Libro verde de Aragón, que contenía las genealogías de los judíos aragoneses. Dicho Libro verde… fue retirado de la circulación en 1623, pero todavía hay alusiones al mismo, y al malestar que había producido, en El Criticón de Gracián, que juega, como Quevedo, con la oposición «verde»/«maduro». 146

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No quiero dar lo justo y moderado que me piden y debo, y quiero quitarme y perder muchas veces más, no puede llamarse ahorro, locura sí (p. 455). […] busquéle [al fuero] con miedo de hallarle añadido con el no queremos porque no queremos a quien han introducido en fuero (p. 456).

El recurso a la ironía, patente en las glosas de los apólogos, en las negativas de Quevedo a comentar una cita o en alguna insinuación maliciosa —«No han tenido poca gracia en achacar su motín a devoción con el santísimo sacramento» (p. 458)—, aparece también en algunas comparaciones: Dicen que tienen conde, como el que dice que tiene tantos años, teniéndole los años a él (p. 465) Guardarlos [los fueros] y no de sí para perderlos [con los franceses], no es menor locura que sería en cualquiera guardar su casa de todos para derribarla encima de sí mismo (pp. 456-457).

Pero es que todos los procedimientos empleados para burlarse de los catalanes (a través de lo que dice la Proclamación Católica), de su obsesiva insistencia en los fueros y de sus declaraciones de catolicidad, surgen generalmente en un contexto grave.Así, por ejemplo, cuando se inserta la anécdota de los ladrones de tres manos después de aludir a la hipocresía en un texto bíblico (los catalanes son como discípulos de Caifas); o el cuento del huevo con pollo tras una cita de los Salmos; o la conclusión sarcástica después de comparar el «milagro» catalán (que se parara el sol el día del Corpus) con el bíblico de Josué147 : «Hasta el sol quieren sacar de su curso, sin advertir que el privilegio de pararle le da Dios, y no el Libro verde» (p. 461). O, en fin, la comparación macabra entre Juan IV de Portugal y Juan el Bautista, decapitado por Herodes Antipas, pero relacionado con el 147

El uso de ciertas citas para revestir de simbolismo un suceso se repite con Josué, que aparecía en La Libra y que vuelve a relacionarse con Barcelona en 1652, con motivo de las celebraciones salmantinas por la recuperación de la ciudad: en la Oración a la famosa y célebre victoria… de Plácido Antonio de Haro, se compara la caída de Barcelona ante las tropas de Felipe IV con la de Jericó ante Josué; ver la edición de Rodríguez de la Flor/Galindo Blasco, 1994, pp. 125-134, especialmente p. 133.

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rey portugués por medio de Herodes el Grande «por haber muerto inocentes» (p. 469). Quevedo no distingue entre los dos reyes judíos, porque lo que pretende es responder amenazadoramente a un fragmento de la Proclamación Católica que citaba a Herodes —Antipas— para recordar a Felipe IV el cumplimiento de un juramento148. Si aquél había respetado lo prometido a Herodías, aun a costa de la «inocencia» del Bautista, Felipe IV habrá de respetar los privilegios de Cataluña, cuestión muy discutida por los propagandistas oficiales en casos de «necesidad». La palabra inocencia permite a Quevedo saltar de un Herodes a otro y referirse por segunda vez al episodio de los inocentes. Al principio del texto ya prometía investigarlo burlonamente; pero ahora le depara la posibilidad de recordar a los rebeldes (catalanes y portugueses) que aquel crimen acabó con los inocentes, pero no con el rey contra el que Herodes atentaba. Este fragmento es uno de los más interesantes de la polémica anticatalana, porque Quevedo es el único de nuestro grupo de propagandistas —a excepción de Saavedra, más tarde— en vincular las dos revueltas; precisamente porque no responde sólo a la Proclamación Católica sino que deja correr la pluma con ese pretexto: «Están muy preciados [los catalanes] de que con su levantamiento maduraron la traición en el duque de Berganza, con que juzgan dividen y divierten las fuerzas para su castigo» (p. 469). A estas alturas del texto Quevedo llega ya a un tono casi apocalíptico, que se iniciaba con la última parte del refrán: el fruto del huevo catalán es un basilisco, animal fabuloso y mortífero149. El particular bestiario del opúsculo se concentra en este último fragmento, muy rico en simbología. La única alusión anterior se refería al caballo, en el apólogo ya citado, que advertía a los catalanes de su pérdida de libertad. Ahora se hace desfilar a todo un elenco animal150 (gallo, serpiente, 148

«Menos mal le pareció a Herodes (aunque fue parecer iniquo) atreverse a la inocencia del Bautista, que a la fidelidad de un juramento» (Proclamación Católica, p. 115). 149 Covarrubias en el Tesoro se refiere a esta «especie de serpiente», diciendo que la mencionan Plinio y Lucano, autoridad en la que se basa Quevedo a continuación. 150 Elenco que se suma a la ya analizada simbología del caballo y que también aparece en otros textos panfletarios castellanos y catalanes, que enfrentan, por ejemplo, los «llops y lleons» castellanos y los «molts galls» de Cataluña. Para otros ejemplos, ver García Cárcel, 1985, vol. II, p. 157.

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régulo, pollo, basilisco, paloma), cuyas simbologías mitológicas y bíblicas se superponen a interpretaciones más primarias, como la del pollo inofensivo frente al gallo enemigo, a la par que se juega con el gallus latino de los franceses: El güevo, que en este refrán propio de los catalanes ha estado ocioso, después que, por haberle empollado los franceses, es güevo de gallo […] produce un basilisco.Tal padre dan los autores a esta sierpe habitada de veneno […] de manera que tendrán por rey al régulo (p. 468).

De la advertencia se pasa, pues, al augurio de muerte, porque el régulo (diminutivo del rey, pero también sinónimo del basilisco) al que se han acogido los catalanes «si mira lo que hace, deshace lo que mira» (p. 468). La simbología destructiva del basilisco, fruto del gallo y la sierpe, según Quevedo, culmina con la cita en latín de Tertuliano. En ella se opone la serpiente, tortuosa y oscura, a la paloma, sencilla y abierta hacia la luz: oposición que permite asociar la paloma, imagen del Espíritu Santo, al bando del rey Felipe, frente a la serpiente de los «herejes fabulosos y embusteros». Sin embargo, ese enfrentamiento despoja a la paloma de su imagen pacificadora y más parece protegida por el Espíritu Santo para la guerra. Esto se confirma si retrocedemos a dos citas de Lucano inmediatamente anteriores, que muestran cómo Julio César alardea de su poder en dos circunstancias adversas: la deserción de su ejército y la inminente batalla contra los rebeldes. En este caso Quevedo sí traduce dos hermosas comparaciones de la Farsalia que relacionaban el poder militar con elementos de la naturaleza. En la primera Julio César declara que la fuga de los soldados no le causará perjuicio: «Sería lo mismo que si todos los ríos amenazasen al mar que le negarían las fuentes que vierten en él, siendo así que el mar, como no crece con ellos, sin ellos no menguaría» (p. 469).Y en la segunda dirige una arenga a la tropa, alegando los beneficios de la batalla: Como el viento derramado por el espacio vacío no logra fuerza si no le ocurre selva densa, y como si nada se le opone perece el fuego, así me es dañoso faltarme enemigos; y tengo por pérdida de mis armas si no se rebelan los que puedo vencer (p. 470).

Las dos citas son consecutivas, lo que refuerza el tono belicoso, y se aducen con propiedad para aplicarlas a otra rebelión, la de los catalanes,

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y a otro gran personaje, Felipe IV, prestigiado militarmente por su parangón con Julio César. Sin embargo, la validez de la argumentación decrece si la cotejamos con otra muy similar que usaba Quevedo para demostrar cómo la asistencia del rey de Francia a diversos puntos de la Monarquía Hispánica era más «desperdicio que poder»; y que se cerraba con una comparación basada en elementos de la Naturaleza, como las dos citadas, que hubiera satisfecho a un Saavedra Fajardo, partidario de los poderes medianos: «No de otra manera el gran raudal de agua sangrada de muchas zanjas, en vez de fertilizar muchas tierras, desvaneciéndose bebido de los rodeos de sus caminos, aun deja quejosa la sed del polvo, y apenas hay lodo donde aguardaban cosechas» (p. 455). El mismo razonamiento que permitía sostener que Luis XIII era el «revoltoso» del mundo, pero no el «señor», se aplica al final de la obra para probar, amenazadoramente, todo lo contrario: que, pese a los muchos flancos por donde se desangraba la Monarquía, ésta no perdería un ápice de su fuerza e incluso se crecería, porque frente a la serpiente, la paloma era imagen del Espíritu Santo. Así podemos concluir que Quevedo se deja llevar por la magia de la escritura y se enreda en las palabras, sometiéndolas a manipulaciones y artificios, aun a costa de la coherencia del razonamiento. Si ya se han destacado las relaciones entre lenguaje, retórica y realidad política151, y es sabido el recelo que suscitaban los retóricos entre los filósofos políticos, La rebelión de Barcelona… confirma hasta qué punto el hábil manejo de las palabras puede estar reñido con la verdad y puesto al servicio de una política. A diferencia de la objetividad del cronista o de la reflexión del tratadista, Quevedo escribe casi siempre desde la subjetividad y, en este caso, desde la de un quidam que se suma sin ser invitado a la campaña propagandística que desató la rebelión catalana, y la Proclamación Católica que la explicaba y no la «justificaba» en opinión del gobierno.Alejado de la Corte y en una situación de descrédito personal ante el rey y el valido, la lectura del Aristarco… brindaba a Quevedo la oportunidad de adherirse a la postura oficial. Como la respuesta de Rioja contenía los argumentos necesarios, el opúsculo quevediano sólo añade aquello que contribuya a perjudicar al adversario y a exaltar la política de

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Me refiero a los artículos de Moulakis, 1988, pp. 78-92, y Weber Schafer, 1988, pp. 64-77.

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Madrid. Para lo primero, nada mejor que cubrir de ridículo con un refrán la Proclamación Católica en su vertiente religiosa y legal. Para lo segundo, había que buscar prestigiosos apoyos que engrandecieran a Olivares, convirtieran al rey en héroe militar inexpugnable y presentaran a Francia como intrigante, cosa que ya Quevedo había denunciado. Por todo ello, La rebelión de Barcelona… no es exactamente la respuesta del hombre público a la Proclamación Católica, sino la participación en la campaña anticatalana del hombre de letras que no se resigna al silencio en la prisión de San Marcos. Muy distintas, y matizadas, son las palabras de don Francisco en el Panegírico a la majestad del rey nuestro señor don Felipe IV, escrito en 1643 tras la caída del conde-duque, al que se responsabiliza encubiertamente de la desafección catalana: «Nunca, señor, nunca, los catalanes aborrecieron vuestro justificado señorío, sino los medios que los desesperaban de él; si éstos pudieron desviarlos de vuestra majestad, vos podréis reducirlos» (Panegírico…, p. 494).

3.1.5. Idea del Principado de Cataluña, de José Pellicer y Tovar La Idea del Principado de Cataluña se imprimió en Amberes, con dedicatoria al rey Felipe IV fechada en Madrid, 1º de junio 1642152. A diferencia de un folleto propagandístico de circunstancias, se trata de una obra importante por su extensión y su bien cuidada impresión, que se percibe desde los detalles paratextuales: el título, la portada y sus ilustraciones. Respecto al título, destaca el término idea: «la imagen, representación o memoria de algún suceso que se forma en las potencias», según el Diccionario de Autoridades, o «la imaginación que traçamos en nuestro entendimiento», según el Tesoro de Covarrubias; y destaca también lo informativo y extenso del mismo: Idea del Principado de Cataluña. Recopilación de sus movimientos antiguos y modernos y examen de sus privilegios. Primera Parte, dedicada al Rey… La magnífica portada153 de la obra, con un escudo y el retrato de Felipe IV, cuya simbología pacífi-

152 Citamos por un ejemplar de la Biblioteca Nacional de España, signatura 2/9198, en el que modernizamos la puntuación y también la ortografía y acentuación, salvo para los nombres propios. 153 Como ha destacado Civil, 2009.

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ca154 el propio Pellicer interpreta para sus lectores, ya indica el carácter oficial de este texto complejo y ambicioso. La obra consta de casi seiscientas páginas en octavo, con un colofón y una contraportada ilustrando el lema «Perecer mas no huir», y se estructura en cuatro partes bien diferenciadas, precedidas de una dedicatoria al rey (tres hojas) y un extenso prólogo «Al que leyere» (ocho hojas). El texto en sí se sintetiza en dicho prólogo, que indica la organización del contenido en cuatro libros, cada uno de ellos acompañado de titulillos marginales: Libro primero, de ciento treinta páginas y treinta y ocho epígrafes, que se remonta a los orígenes de Cataluña para desmentir los privilegios alegados en la Proclamación Católica; Libro segundo, de ciento treinta y tres páginas y veinticuatro titulillos, en el que se rebate el pactismo y se documenta que el Principado fue conquistado; Libro tercero, de más de ciento sesenta páginas y treinta titulillos marginales, en el que se rebate a los historiadores y polemistas franceses; Libro cuarto, de más de ciento cuarenta páginas y treinta epígrafes, dedicado específicamente a la revuelta catalana y que empieza por un «juicio» negativo de la Proclamación Católica. El propio autor resume el contenido en ese Prólogo, que indica lo que tiene la obra de «recopilación» total: desde el examen de los privilegios catalanes, la conquista (que no entrega) del Principado, el «señorío» de Francia y su incorporación a España, la Ley Regia y las formas de gobierno en Cataluña y los Condados de Rosellón y Cerdaña…, todo ello entreverado con los derechos del rey, las usurpaciones de Francia, las correcciones a la Proclamación Católica y los «reparos y advertencias a nuestros historiadores y reconvenciones a los autores extranjeros». Sólo con estos detalles se percibe que la Idea del Principado de Cataluña es un texto muy distinto del Aristarco… de Rioja —que puede considerarse un contra-manifiesto, porque replicaba pormenorizadamente a la Proclamación Católica— y, por supuesto, de La rebelión de Barcelona…, que es un comentario de ambas obras: la amplificación de una y la sátira de la otra. Las diferencias se deben a la profesión del autor, cronista mayor, y a la fecha de su aparición, en 1642, en una segunda fase de la guerra y de la propaganda. La Idea del Principado de Cataluña no es ni un comento literario ni una historia de Cataluña, pero posee

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«no hay duda de que el cielo favorecerá los intentos de nuestro gran monarca […] a dar una segura y tranquila paz a la Europa» («Al que leyere», s.p.).

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elementos de ambos, ya que vitupera la Proclamación Católica catalana, utilizando para desacreditarla documentos históricos. Entendida de esta manera, la respuesta de Pellicer es un interesante ejemplo de la literatura de combate y, a la par, de la técnica habitual del escritor, ese pellizcar y tomar155 de aquí y de allá, para construir una obra cohesionada a base de retazos o hipotextos156. El resultado es una pieza de difícil clasificación genérica157, densa y argumentada con profusión, para hacer frente a un tema grave del que Pellicer estaba sobradamente informado, como hemos comprobado por sus avisos. Las numerosas citas de la obra que incluimos a continuación pretenden mostrar no sólo su contenido, que es el previsible en una obra oficial y que ha sido objeto de distintas valoraciones por parte de los historiadores158, sino también su faceta literaria, especialmente notable en la forma y el proceso de composición, por los muchos textos que alude, cita, traduce y refuta. Cuando Pellicer publica la Idea del Principado de Cataluña habían transcurrido casi dos años desde los sucesos del Corpus de Sangre en Barcelona (7-VI-1640), en los que nuestro autor debió de seguir con suma atención los problemas de Cataluña. Así lo atestiguan, por ejemplo, las múltiples referencias en sus Avisos, desde junio de 1640 en adelante, y también los manuscritos de Pellicer que se conservan con apuntes que incorporó posteriormente a su obra159. Y había transcu-

155

Ver mi artículo de 2001, con ese título, que utilizo en parte, y al que remito para ampliar la bibliografía. El responsable del apodo es Cristóbal de Salazar Mardones. 156 Según la terminología de Genette, 1982, p. 13, en la que el texto resultante, o hipertexto, engloba al hipotexto de base, por rechazo, imitación, transformación o cita. 157 Esta indefinición genérica puede aplicarse en el siglo XVII a obras más específicamente históricas, como la Historia de los movimientos, separación y guerra de Cataluña, de Francisco Manuel de Melo; así lo ha señalado Estruch Tobella, 1988. 158 Ver las opiniones recogidas en Historia de España, dir. R. Menéndez Pidal, 1986, vol. XXVI, pp. 636-637 y 492-493, donde se valora la evolución de Pellicer como historiador, y que «no carga la mano contra los catalanes» (p. 618); mientras que García Cárcel, 1985, reconoce en Pellicer «la mejor defensa de los postulados castellanos […] desde supuestos historicistas» (p. 167), pero en 1996 se refiere a su «beligerancia agresiva» (p. 132) respecto a Cataluña. 159 Por ejemplo, el núm. 897 de la Biblioteca Nacional de España contiene unos Desengaños a los pretextos y motivos que han tenido y publicado los inquietos y amotinados de la ciudad de Barcelona; y el manuscrito 11146, un Principio de la conquista de

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rrido mucho tiempo desde 1635, cuando Pellicer se quejaba en su Defensa de España contra las calumnias de Francia de los «libelos» de Jacques de Cassan sobre los derechos franceses a territorios de la Monarquía. Así que ocho años después Pellicer responde al historiador francés, precisamente cuando los supuestos derechos de Francia sobre Cataluña han pasado de ser una estrategia propagandística a convertirse en una realidad: Cataluña ha cambiado de monarca, se ha entregado a Luis XIII en 1641 y ha protagonizado uno de los desgarros más dolorosos de la historia de España, tal y como dan a entender los adjetivos que emplea Pellicer al comienzo de su obra: «Sangrienta narración es la que emprendo, trágica en el argumento, funesta en la escritura» (Idea del Principado de Cataluña, p. 1). El recuerdo de 1635 es, posiblemente, una de las razones de Pellicer para incluir en su Idea del Principado de Cataluña la refutación de la obra de Cassan y, de paso, otra de la misma índole del francés Bessian Arroy160, que también conocía con antelación. A diferencia de otras réplicas concretas a la Proclamación Católica, en este caso Pellicer alude a ambas obras, estableciendo una conexión entre la vieja ambición francesa y la reciente separación catalana: Solo en tiempos de Luis XIII […] se ha desenterrado este cadáver de derechos del sepulcro de las historias, donde apenas se vieran las cenizas. […] [Luis XIII] consintió que el año treinta y cuatro deste siglo Besiano Arroy y Jacques Cassano estamparan los dos volúmenes con los derechos (p. 293).

A su entender, los dos franceses, el uno teólogo y el otro jurista, formaron un equipo y sus respectivos libros representaron «el prólogo de la guerra y las primeras banderas que hizo arbolar Francia para las invasiones que emprendió después» (p. 294). De ahí que el cronista se remonte a los orígenes del problema. Sin embargo, conociendo al personaje, no hay que descartar otras razones e hipótesis maliciosas para explicar su rigor historiográfico: que otros escritores hubieran respondido antes que él, lo que reducía su tarea a copiar, traducir o amplificar

Cataluña, conjunto de notas que parecen responder directamente a párrafos de la Proclamación Católica. 160 Un análisis de las Questions décidées, de Bessian Arroy, en Jover, 1949, pp. 60-64.

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argumentos. Pellicer no borra las pistas, sino que declara muchas de sus fuentes y, concretamente, menciona a Francisco Cipeo161, autor de una réplica a Cassan, y a Jansenio162 y su célebre Mars Gallicus, contestación apasionada a las Questions décidées de Bessian Arroy. Parece que la labor de Pellicer es completar la de sus dos antecesores, aplicándose estrictamente al caso catalán: «Mas ninguno destos dos respondió a lo perteneciente al Principado de Cataluña […] con que viene a ser preciso que yo procure decir algo a este propósito» (p. 293). El «algo» de nuestro cronista son más de cien páginas contra los dos franceses y constituye el aparente toque de novedad y erudición que aporta a las réplicas anticatalanas. Sin embargo, su innovación es sólo relativa, si acudimos a otro de los textos que le han precedido y que él, honradamente, cita: la Súplica de la muy noble y muy leal ciudad de Tortosa, en ocasión de las alteraciones del Principado de Cataluña y Condados de Rosellón, Cerdaña… Como ya hemos visto, esta obra anónima de ciento veintiún folios, publicada en Tortosa en 1640, fue una de las réplicas más tempranas a la Proclamación Católica. Su texto, halagador para con Felipe IV y Olivares, no sólo respondía minuciosamente al manifiesto catalán, como obra del inquisidor Adam de la Parra, que habría podido leerlo, sino que se mostraba muy versado en el conflicto europeo, como correspondía a quien había escrito también la Conspiración herético-cristianísima. Por poner un solo ejemplo, a pesar de su aparente enfoque local, la Súplica cita a «Juan Casano, consejero del Rey Cristianísimo» y lo rebate con argumentos escuetos, pero contundentes. Es probable que desde 1635 circularan por las manos de los propagandistas los libros del enemigo, porque las opiniones y los argumentos son los mismos que amplifica Pellicer en su Idea del Principado de Cataluña, quizá basándose en dicha obra de urgencia de la que también pudo tomar la subdivisión en cuatro partes. Por su extensión y su declaración prologal, la Idea del Principado de Cataluña no es sólo una respuesta a los rebeldes catalanes, ni tampoco una refutación de las aspiraciones expuestas en los textos franceses, sino una reflexión muy oportuna, que relaciona los dos problemas en una fecha 161

«[…] en un tratado a quien dio por nombre Bostezo de Casano cerrado dejó bien asegurado ser delirio francés lo que soñó aquel letrado» (Idea del Principado de Cataluña, p. 27) 162 «[contra Arroy] el doctor Cornelio Jansenio […] en Flandes desató en su Marte Francés los nublados de todos sus argumentos» (Idea del Principado de Cataluña, p. 26).

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clave, mediante un acopio abrumador de documentación. Desde el punto de vista ideológico, lo más interesante de la misma es, primero, comprobar cómo el tiempo transcurrido ha suavizado las críticas, dirigidas no contra los catalanes, sino contra el escrito oficial; y, segundo, que Pellicer integra el conflicto catalán no sólo en la pugna franco-española, sino en un estadio anterior a la misma: la guerra de papel, es decir, la divulgación por parte de Francia de sus aspiraciones europeas, que se materializaron en la declaración de 1635. Prueba del acierto de Pellicer al establecer ese nexo es que, por las mismas fechas, como hemos visto, el historiógrafo de Francia Charles Sorel ultimaba su defensa catalana, basándose también en la exposición programática de derechos franceses de 1634. Pero, además de su valor ideológico y propagandístico, la Idea del Principado de Cataluña posee un notable interés literario, derivado de la forma en que el autor utilizó el material básico. A este respecto, la primera pregunta que cabría formularse es si manejó los documentos de primera mano o si sólo se sirvió de las réplicas. Aunque no caben afirmaciones tajantes, parece lógico suponer que conociera los dos bloques temáticos desde su origen: es decir, los textos franceses de 1634 y el manifiesto catalán de 1640. De la Proclamación Católica Pellicer nos dice expresamente que tuvo ocasión de leerla «en el breve término de las censuras» (pp. 435-436). Pero da la impresión de que su obra debe más a las contestaciones que a los textos originales, ya que pretende, por un lado, completar lo que hicieron Jansenio y Cipeo en el tema francés, y declara expresamente, por otro, quiénes le han precedido en la respuesta al manifiesto catalán: Esto mismo dieron a entender antes que yo tres personajes gravísimos, cuales son el auctor del Aristarco o Censura de la Proclamación; el auctor de la Súplica de Tortosa, (que por haber encubierto sus nombres los callo yo también) y el Maestro Fray Marcos Salmerón […], en su Apología Sacra.Y no menos merece el olvido otro papel que se estampó en nombre de un soldado de Tarragona, cuyo auctor es Don Pedro Calderón de la Barca, donde igualó la fuerza de la razón con delgadeza del ingenio («Al que leyere», s.p.).

El lapso de tiempo transcurrido permite, pues, que Pellicer remita a respuestas ya conocidas163. Pero también que la suya se dirija no sólo 163

Por ejemplo, en la cuestión de la Ley Sálica, remite a Cipeo (p. 355) y a Jansenio (p. 359).

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contra la Proclamación Católica, sino contra escritos catalanes subsiguientes, como la Noticia universal de Cataluña, de Francisco Martí Vilademor164. Pellicer rebate varias veces esta obra, que aparece, por ejemplo, entre los «libelos y apologías» publicados por los catalanes: «[…] los más principales la Proclamación Católica, la Noticia Universal, la Justificación de sus Armas…, sin otros muchos papeles» (p. 134), y como digna compañera de las malicias y fabulaciones de la Proclamación Católica: Extraordinario y jamás platicado es el punto a que agora paso, mas a tanto nos obliga la temeridad y osadía de un letrado catalán, llamado Micer Martí. El cual, por no ser inferior a Fray Sala Berart (a quien atribuyen la compostura de la Proclamación) escribió un tratado que se intitula Noticia Universal, tejiendo su argumento de los cabos más extravagantes que supo ni pudo dar de sí la malicia y la novedad (p. 484).

En suma, dos años después de la rebelión catalana, Pellicer ha acumulado gran cantidad de información de muy diversa índole y se siente inmerso en una polémica historiográfica, que hoy podríamos considerar propagandística y que tiene nombres franceses, catalanes y también portugueses. Así lo prueba la mención que hace de su propia obra, sin duda orgulloso de la misma, en los avisos de septiembre de 1642: «En Zaragoza ha estampado el maestro Fray Francisco Boyl […] un papel exortando a los catalanes a la obediencia. Intitúlase Bocina Pastoril. También don Josef Pellicer ha publicado la Idea del Principado de Cataluña, en respuesta de la Proclamación Católica» (Avisos, p. 405). Pero, además, en la Idea del Principado de Cataluña se refiere a la acogida de otra obra suya anterior, Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve (1641), lo que nos traslada a otra polémicas, otros polemistas y otra revuelta, concretamente la portuguesa. Efectivamente, una de las autoridades alegadas en el Libro cuarto, para argumentar el rechazo de la prescripción de reinos, es Juan Caramuel y Lobkovitz, autor de dos importantes obras de la polémica hispano-portuguesa que cita Pellicer: «Filipo el prudente, rey legítimo de Portugal… y su muy erudita respuesta al manifiesto del reino de Portugal» (p. 327). Pellicer comparte la tesis de Caramuel en contra de lo que sostienen catalanes y portugueses, «porque los reyes están sobre las leyes, que han introducido las pres164

La obra apareció en 1641. Para más información sobre este personaje, ver Antón Pelayo/Jiménez Sureda, 1991, con la correspondiente bibliografía.

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cripciones»; pero sobre todo aprovecha para explayarse en un largo excurso y agradecer a Caramuel que defendiera su Sucesión de los reinos… de los ataques lanzados contra ella, desde Londres, por el portugués Antonio Sousa de Maçedo. Las páginas de Idea del Principado de Cataluña revelan, pues, una auténtica guerra de papel, que no cesa con ella, porque ya Nicolás Antonio, en su Bibliotheca Hispana Nova, documentó su repercusión, citando dos réplicas contra la misma: el Manifiesto de la fidelidad catalana… de 1646 y La ingenuidad catalana de 1649. En cuanto a su género, la Idea del Principado de Cataluña no da la impresión de ser una pieza de propaganda coyuntural, sino que se presenta como seria y rigurosa, tras la virulencia de los escritos urgentes. Así puede deducirse de las alusiones del autor al género de su obra: Este no es panegírico […]. Es una narración tejida de testimonios antiguos y modernos que no admiten más interpretación que el sentido literal, en la forma que suena. La historia, como es hecho, no admite delicadezas que son propias de otras artes o ciencias, donde la delgadeza del ingenio suele convencer al menos sutil, aunque esté de parte de lo cierto («Al que leyere», s.p.).

Pellicer nos pinta una obra estrictamente histórica, objetiva, redactada sin odio y con verdad, porque ésta es la esencia del cargo de «Historiador real mayor y público»: «Ésta es la preeminencia de más calidad en la Historia, hacer relación puntual de los acontecimientos felices, como de los desgraciados […]. Mi intento […] es poner en su lugar la razón y el hecho, libre de pasión y odio» (p. 134). Sin embargo, ese sentido de la historia no excluye que el texto tenga una finalidad propagandística evidente, para neutralizar los perniciosos efectos de la Proclamación Católica. Ésta es atacada irónicamente por Pellicer en cuanto a aspectos formales, como el título («que llamaron Católica…») o su defectuosa composición, en lo que coincide con el Aristarco… («de aquel género de escritos que llama el latino centones y el castellano remiendos», p. 436). Precisamente el propósito combativo y polémico induce a desconfiar de la cacareada verdad histórica de la Idea del Principado de Cataluña, que se ofrece como «triaca» contra un veneno o como corrección a los embustes catalanes que han dejado «perplejos» a los lectores: A semejante veneno he querido aplicar una verdaderísima triaca. No porque espere alumbrar a la ceguedad de muchos, pues para la obstinación

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no hay texto, historia ni aforismo eficaz; mas porque esta semilla haga el fruto conforme a la tierra donde cayere. Los protervos no se enmiendan sino con el cauterio, los reconocidos con la razón se reducen. Así es menester hoy espada y pluma, armas y letras, cánones y cañones (p. 438). [los catalanes] han derramado confusas y emponzoñadas las noticias, alteradas y venenosas las relaciones, indistintas y canceradas las verdades que deben correr puras, sanas y limpias (p. 134).

La Idea del Principado de Cataluña actuará como «contrayerba a la ponzoña de aquella lectura» (p. 135), que parece ingenua, cuando, en realidad, es deliberadamente falsa desde esa portada que indignó al cronista Pellicer. Él mismo era bien consciente del poder de las imágenes, como se demuestra no sólo por la portada de su propia obra, sino por la contraportada de la misma, donde figura su Defensa de España contra las calumnias de Francia, ardiendo en llamas, porque había sido quemada por el enemigo francés. De manera que denuncia el aprovechamiento partidista de la religión por parte de las autoridades catalanas y el autor de la Proclamación Católica: Porque quien viere aquel volumen dedicado a un monarca de España por las cabezas de consistorio tan nombrado como el de Barcelona, en una lámina estampada la sacrosanta efigie del santísimo sacramento de la Eucaristía, y luego tantos folios bañados (al parecer) de lealtad y celo, y tantas márgenes salpicadas de autoridades, de instrumentos y de historias representando servicios, finezas y hazañas, entenderá, sin duda, que no encierra otro misterio que el de una narración sencilla, pura y verdadera.Y es tan al contrario que apenas tiene periodo o cláusula a quien no esté contradiciendo toda la fe de las historias, en lo antiguo y en lo moderno («Al que leyere», s.p.).

Para demostrar la falsedad de la Proclamación Católica, Pellicer traduce y comenta los Privilegios catalanes, tergiversados y manipulados en el manifiesto catalán: He traído a la letra el texto destos Privilegios, porque cuando los catalanes los citan y alegan en su favor los despedazan y cortan, poniendo sólo la cláusula o periodo que puede enlazarse al propósito de lo que intentan probar. No los he visto enteros en ninguno, y no me maravillo, porque como de su contexto se colige lo contrario de lo que prueban, no les ha estado bien el copiarlos (p. 46).

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Y es que, según Pellicer, la Proclamación catalana es tan poco fiable como una novela: […] estando las naciones extrañas adormecidas con el letargo de la Proclamación, que, por haberse divulgado en odio desta monarquía, ha sido una novela dulce para el genio del vulgo, que, siempre engañado, se deja engañar siempre («Al que leyere», s.p.).

Frente a esa obra «escandalosa, apócrifa y soberbia», la suya ha sido objeto de una minuciosa preparación: «Ha sido preciso revolver varias crónicas, averiguar diversos monumentos, registrar diferentes antiguallas y compulsar casi todos los anales de la Europa» («Al que leyere», s. p.). Fruto de la cual son los dieciséis libros que Pellicer dice haber compuesto para «reconvenir» a la Proclamación Católica, aunque decidió suspender la edición completa y dar una oportunidad a los catalanes para que recapacitaran, ya que su Idea del Principado de Cataluña, que es sólo la primera parte, podía bastarles.Y, además, frente a tanto engaño, nuestro autor alardea de su método de trabajo, basado en la verdad —«ha sido y será la verdad y la modestia el mayor realce de mi escritura» («Al que leyere», s.p.)— y de su sobrio estilo como historiador: […] he imitado a los más severos cronistas, escribiendo con pluma de hierro, porque las artes que tienen por objeto la verdad van desnudas como la verdad. Las que tienen por fin la mentira buscan el adorno en la pluma de oro («Al que leyere», s.p.).

No obstante, su «pluma de hierro» se adorna, cuando conviene, con galas retóricas como la abundantísima adjetivación, las comparaciones, la metáfora o la alegoría. Así, por ejemplo, cuando inicia su personal batalla contra Cataluña en el Libro cuarto, y la presenta con terminología guerrera («banderas», «trompas»): Agora quedamos en la campaña con Cataluña sola. Armada de diversos escritos, levantó banderas contra su Rey. Con ellos pretendió honestar su levantamiento. La Proclamación… fue la primer trompa de sus armas. Desta hidra brotaron muchas cabezas; todas, empero, miembros de aquel escandaloso cuerpo, a cuya reconvención reduce todo el argumento de esta obra mía, porque, vencido aquél, han de caer todos los demás, que son arroyos desta venenosa fuente (p. 432).

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Y cuando indica que el verdadero enemigo es un libro y sus capítulos, la Proclamación Católica, igual que hacía en sus Avisos: «Apareció, pues, este monstro de papel y tinta, con treinta y siete cabezas o capítulos, que la razón pudiera reducir a dos solos: fe ciega y obediencia muda» (p. 435). O cuando refuta algún argumento concreto de los catalanes, como el carácter electivo y no hereditario del Principado, mediante una comparación despectiva y catastrofista: Esta es proposición que no merece respuesta, sino lástima. Porque, como el que en un naufragio se siente ir al fondo y, luchando con las bascas y agonía de la muerte, ya casi expirando, se a[s]e de lo que puede, aunque sean navajas y cuchillos que más le ayudan a morir que le libran y guarecen, así semejantes escritores, viéndose naufragar en la cruel tortura de la sedición y el tumulto […] ya ciegos y perdida la tabla de la fidelidad en que escaparon tantos, se abrazan de doctrinas y pretextos falsos para sobredorar su conmoción con palabras afectadas que suenen bien a los autores della (pp. 484-485).

El servicio a la patria ofendida parece autorizar a Pellicer para tratar tan subjetiva y apasionadamente al adversario, cuya sedición-conmoción se equipara con un naufragio, del que pueden salvarse mediante «palabras afectadas». Unas palabras a las que concede gran importancia, sin embargo, porque pueden ocultar la verdad: «porque no engañe la creencia el simulacro de la mentira, adornado con el traje y joyas de la verdad» («Al que leyere», s.p.).Y es que Pellicer se reviste de patriotismo al insistir en lo arduo de su empresa: «me ofrecí a empeño tan sobre mis fuerzas y saber» («Al que leyere», s.p.).Y en su sacrificada y continua labor de polemista165, arrogándose, incluso, el mérito de decidir contestar al enemigo, fuera español o extranjero.Y así, manifiesta cómo sometió al rey su respuesta, aun contraviniendo la costumbre de guardar silencio, porque era «grandeza hacer desprecio de las calumnias»: «servirá esta Idea de memoria de mi celo, en público beneficio de mi patria, que pudiera quedar agraviada del silencio, enemigo siempre de la virtud y hermano de la invidia» («Al que leyere», s.p.).

165 «Yo, que he tenido por único objeto de mis estudios procurar que los émulos desta Corona no eclipsen en esta forma sus incomparables glorias, he dado a entender esto mismo en diferentes libros que he trabajado en su defensa […]. Mas solo yo no basto contra tanto francés, holandés, inglés y de otras provincias» («Al que leyere», s.p.).

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Y encarece su tarea cuando censura la pasividad de los historiadores españoles frente a las publicaciones de sus homónimos galos, lo que ya denunciaba en la campaña de 1635: Desto ha resultado que los franceses, aun antes de la conmoción de Cataluña, publicasen libros en que, a vueltas de varios derechos a los más estados de Europa, han resucitado el de sus reyes a Cataluña […].A lo cual procuraremos responder (p. 267).

Tal cúmulo de declaraciones genéricas, advertencias, reproches, matices y correcciones a otras obras demuestran que la Idea del Principado de Cataluña es una peculiar exposición histórica, en la que el «yo» del autor está siempre presente. Unas veces para lamentar el tema que trata y comparar su labor sobre la conmoción catalana con la de Jenofonte al narrar la ruina de Atenas166; otras, citándose a sí mismo en la cuestión de la Ley Regia167; y en ocasiones, probablemente por un prurito de veracidad, usando como ejemplo preciso de la crueldad catalana la muerte de un compañero de estudios (p. 518). Por último, la presencia autobiográfica continua y la verborrea del autor nos ofrecen interesantes datos sobre cómo se encabalgaba la propaganda de las dos rebeliones. Por ejemplo, cuando Pellicer remite a la autoridad de escritores amigos o próximos, como Caramuel, lo que da lugar a una digresión de autoalabanza del propio Pellicer, despachándose contra el autor portugués que le había calumniado (pp. 327-329). Semejantes personalismos merman el rigor de lo que hoy entendemos por historia, pero no ocultan la organización de tratado histórico que caracteriza al grueso de la obra. Las cuatro partes de la misma son una exposición muy completa de lo que Pellicer denomina la «conmoción» de Cataluña, remontándose a sus orígenes y relacionándola con las aspiraciones francesas a distintos reinos europeos. Dicha materia se distribuye con arreglo a un criterio cronológico desde la funda-

166

«Materia, aunque a la verdad triste y dolorosa, necesaria para el conocimiento de los sucesos desta edad […]. Bien que no con mayor sentimiento refirió Jenofonte el sitio, la hambre y la ruina de Atenas» (Idea del Principado de Cataluña, p. 133). 167 «Yo refiero a la letra todas estas autoridades y otras en libro singular de La Pretensa Ley Regia de Cataluña, escrito en lengua latina» (Idea del Principado de Cataluña, p. 456).

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ción de Barcelona y examen de los Privilegios catalanes (Libro I); los orígenes del Principado y conquista del mismo por los reyes de Francia (Libro II); la refutación de los derechos divulgados por los franceses y demostración de que los reyes de España tienen derecho, no sólo a Cataluña, sino también a la Corona de Francia (Libro III); hasta hilar todo lo anterior con el presente de la escritura, para «desenmascarar» a los autores de la Proclamación Católica y la Noticia Universal… en cuestiones concretas de la historia catalana (Libro IV). Esta última parte se inicia con un severo juicio contra la Proclamación Católica (es falsa, está mal compuesta, es hipócrita, se inventan milagros…); contra la supuesta antigüedad de Cataluña («Escuchóse tarde en las historias el nombre catalán», p. 440); y puntualizando cuestiones relativas a los tributos, los «Usatges», las primeras Cortes, las formas de gobierno y las «grandezas de esta provincia», que las tiene, según Pellicer, por los dones de la naturaleza, la excelencia en los oficios y en las gentes, aunque «no por esto ha de querer el autor de la Proclamación hacer a los catalanes superiores a todo el resto de los esclarecidos españoles» (p. 573).Así desemboca en los tristes sucesos de la rebelión, que han dado lugar a la ocupación francesa, hábilmente descrita en las páginas finales: […] mirando entregada a Barcelona y otros lugares del Principado al Rey Cristianísimo; al marqués de Bressé ejerciendo las funciones de Virrey suyo, y al Mariscal de Odencourt (llamado antes Mos de la Mota) las de Teniente General de sus armas (p. 577).

El conjunto posee un orden y una estructura histórica, que se aprecia desde la síntesis del prólogo, los resúmenes de lo tratado en la parte anterior y anuncio de la siguiente, la distribución del contenido de cada libro en titulillos o epígrafes, y el ingente acarreo de autoridades y personajes varios de la historia antigua, medieval y moderna. Así, por ejemplo, historiadores españoles (como Zurita y Mariana), franceses (como Dupleix o Belleforest), catalanes (como Mieres) y clásicos latinos (como Virgilio y Tácito), además de teólogos, letrados y eruditos, y la autoridad moderna de Juan Caramuel, «gran defensor de España y mío» (p. 327). Pero, a pesar de todo, el rigor histórico flaquea, tanto por la debilidad de algunos argumentos168, como por el sesgo propagandís168

Por poner un solo ejemplo, el alegato de Pellicer contra la Ley Sálica utiliza desde el desprecio (pp. 323-324) hasta argumentos religiosos. Huelga decir que

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tico que domina la Idea del Principado de Cataluña. No hay que olvidar que la obra se publica cuando Felipe IV ha salido de Madrid para la jornada de Aragón, con el fin de «reducir» a los rebeldes catalanes. El término aparece en la dedicatoria, cuando Pellicer pide al rey que honre su «Idea del Principado, a cuya reducción se encaminan vuestras reales armas», y también en los Avisos de marzo de 1642, que transcriben una carta del rey pidiendo ayuda para la «reducción de las provincias y vasallos» que se habían desviado de su obediencia (1642-03-2501, p. 352). En una coyuntura que tantas esperanzas había despertado, las páginas de Pellicer podían ser un apoyo, siempre que acertaran a desprestigiar a los franceses, ya instalados en el Principado; a denunciar a los «movedores» de la rebelión (p. 577); a captar a los catalanes leales; y, por último, a exaltar al rey español, tan misericordioso con sus hijos como respetuoso con los reinos europeos, aspecto éste en el que insiste el autor: «toda esta ostentación de derechos de mi Rey no se encamina a turbar la Europa» (p. 368). Cubrir tantos flancos exigía, además de conocimientos históricos, un cierto oportunismo político para publicar en el momento adecuado una obra polifacética: en apariencia documentada y exacta, destinada a iluminar la confusión de quienes estaban errados; pero compuesta, en realidad, por una taracea de textos hábilmente esgrimidos al servicio de la Corona española en un momento crítico.Tan crítico que para combatir la rebelión de 1640 se apelaba a tiempos remotos y, para convencer a los catalanes, se advierte al resto de los «reinos neutrales» de la ambición francesa. Respecto a ese oportunismo, Pellicer parece abominar de la política, porque al menos en dos ocasiones la política se contrapone a la justicia y a la religión, respectivamente: […] si los letrados de Francia no torcieran el debido sentir de las leyes, y sus ministros no le endulzaran [a Luis XIII] el espíritu con proponerle un derecho a todas las provincias de Europa —que esto de dar ensanches a las Coronas la política es la más dulce música que escuchan los reyes (p. 293).

los polemistas franceses caían también en los mismos defectos, hasta el punto de que Jover, 1949, opinaba que «entrarían, a no impedirlo la pesadez de la forma, en el ámbito de la literatura humorística» (p. 62).

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[los reyes de España] anteponen las conveniencias de la religión a las de la política y se precian de obrar más como católicos que como interesados (p. 392).

Sin embargo, la Idea del Principado de Cataluña obedece a esa concepción de la política como arte de lo posible169, que se funda en un inteligente uso de la palabra para persuadir. Nadie como Pellicer, el experto en lenguas y comentarista de Góngora, para servirse de los vocablos y dar a los catalanes una de cal y otra de arena. Por eso, desde la dedicatoria anuncia castigos para los rebeldes, pero alude también a la misericordia regia; Pellicer no quiere generalizar y distingue tres clases «de conmovidos. Una de la malicia […]. Otra de la ignorancia […]. Y la tercera […] violentada y oprimida» («Al que leyere», s.p.) y también tres clases de castigos: el remordimiento de conciencia, los suplicios extraordinarios y las leyes severas. Por todo ello, el autor expresaba la esperanza de que «los movedores de las alteraciones de Cataluña» se postraran ante el rey «para valerse de vuestra real misericordia, tantas veces reiterada» («Al que leyere», s.p.). En fin, nadie como Pellicer, cronista real y genealogista poco escrupuloso, para hacer pasar por obra histórica su personalísima idea de la Cataluña de 1642, tejida sobre tantas contribuciones parciales. Sólo un historiador impregnado de literatura podía culminar un alarde intertextual tan amplio y ambicioso: con la tardía réplica a la Proclamación Católica, hilvana una obra de propaganda sobre un cañamazo de textos ajenos, para acompañar con su pluma a la armada del rey.

3.2. La rebelión de Portugal y un «manifiesto» inexistente y alevoso […] en apoyar la casa de Berganza y contradecir al Católico rey, nuestro señor, gasta todos los folios y páginas del libro. (Quevedo, Respuesta al manifiesto del duque de Berganza, p. 416)

Como ya hemos visto, la situación en Madrid a primeros de diciembre de 1640 debía de ser de absoluta confusión y el cronista Pellicer, que había callado en los meses anteriores, menciona ciertos

169

Aludimos al título de Moulakis, 1988.

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«recelos» previos en el aviso del 11 de diciembre que da cuenta del levantamiento portugués. La narración se detiene en aspectos anecdóticos, como la extrañeza por no haber recibido un pescado que mandaban al rey desde Portugal para la vigilia del viernes, las advertencias de ciertos «embozados» sobre una próxima decisión de la nobleza portuguesa y la información sobre el secretario Miguel de Vasconcelos como chivo expiatorio de los rebeldes, pero sin entrar en las razones políticas del descontento portugués.Tampoco lo hace en los tres avisos siguientes que cierran el año 1640 y que dan informaciones complementarias sobre el levantamiento y sus consecuencias inmediatas.Tan sólo en el aviso del día 18, y a propósito de las medidas que se van a aplicar contra los rebeldes, Pellicer opina sobre la lentitud de las mismas: «Hácense grandes prevenciones, pero no tan aprisa como era menester» (p. 174). Precisamente la rapidez que echaba de menos, y que será una de las peculiaridades de la propaganda sobre esta rebelión, demuestra que Pellicer ha comprendido la magnitud del nuevo peligro que amenazaba a la Monarquía y que alarmaba en la corte, donde había indicios de violencia, de nuevo según los avisos: «Estas Noches hacen los Alcaldes Guardia a Palacio, i le rondan repartiendo las Horas. El Vulgo dice que es para evitar no le peguen fuego Catalanes o Portugueses, i que desto hay algunos recelos.Téngolo por sin fundamento» (1641-02-12-11, p. 196). El momento era tan crítico que hasta las mentes más lúcidas veían fantasmas. Por ejemplo, el obispo Palafox y Mendoza acusaba en México al virrey, duque de Escalona y marqués de Villena, de tener connivencias con los rebeldes portugueses; y éste, que estaba emparentado con el Braganza, hubo de defenderse mediante un manifiesto exculpatorio redactado en 1641, aunque la denuncia le costó el cargo170.Y, en la Península, quienes estaban alejados de las noticias cortesanas imaginaban enemigos o contestaban a un «manifiesto» que nunca existió: es el caso de Quevedo, que reescribe y rebate la obra de Manuel y Vasconcelos, a la que atribuye la función de declaración o anuncio de la rebelión bragancista. Esa delicada situación explica los silencios de Pellicer en la escritura secreta de los avisos semanales; y también su prudencia, aunque comete algún que otro desliz en ese complicado mes de diciembre. Probablemente un trabajo febril le llevaría a confundir o mezclar los géne-

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Ver todo ello en Jover, 1950, p. 120, n. 23, y Álvarez de Toledo, 2006.

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ros: el secreto de los avisos, donde podía opinar, y la obra oficial y propagandística, donde había de ser cauto.Y es que la propaganda antiportuguesa nos muestra las dos actividades del polifacético autor, que esta vez son simultáneas: la informativa en los Avisos y la propagandística en la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve. Como veremos a continuación, la misma urgencia de esta última obra, terminada el 18 de diciembre de 1640, condiciona su contenido, muy pobre sobre el levantamiento propiamente dicho, porque a Pellicer le faltaban todavía datos. En cambio, la rapidez de la misma permite relacionar su composición con una inquietud anterior al levantamiento, que puede fecharse hacia 1639, cuando se suprimió el Consejo de Portugal; con el sentimiento de violento antiportuguesismo de aquellos años171, en el que participó el propio autor con su Comercio impedido; y con la aparición de tres obras cuyos títulos son muy significativos: Philippus prudens Caroli V imper. Filius, Lusitaniae, Algarbiae, Indiae, Brasiliae legitimus rex demonstratus, de Juan Caramuel Lobkowitz; la obra manuscrita titulada Discurso Iuridicopolitico sobre el derecho que el rey… tiene en el Reino de Portugal, de Diego Manuel de la Huerta; y la Sucesión del señor rey don Filipe Segundo en la Corona de Portugal, de Agustín Manuel y Vasconcelos172, a la que considera Quevedo un «alevoso manifiesto» que preparaba la rebelión del duque de Braganza. Tanto en Portugal como en la Corte de Madrid había intranquilidad173 desde el motín de Évora de 1637, que puso de manifiesto el descontento popular y en tela de juicio la actuación de la nobleza y especialmente del duque de Braganza. Prueba de ello es la coincidencia en el tiempo de las tres obras citadas, que rememoraban el proceso de la sucesión-anexión-agregación de Portugal por Felipe II desde dos puntos de vista: las dos primeras son abiertamente pro-españolas y la tercera es una obra incómoda y ambigua, pretendidamente objetiva, pero que resultaba inoportuna en la complicada tesitura de 1639.Y esa preocupación anterior deja su huella en la obra de dos de nuestros propagandistas —Pellicer y Quevedo— que participaron a su manera en la 171

Elliott, en Historia de España, dir. R. Menéndez Pidal, vol. XXV, 1996, p. 482, se refiere a ello y pone como ejemplo el Comercio impedido de Pellicer. 172 Schaub, 2001, pp. 105-109, menciona informes manuscritos de este autor de la corte de los Braganza, pero naturalizado castellano, uno de ellos fechado en octubre de 1638. 173 Para todas sus circunstancias, ver Valladares, 1998.

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propaganda sobre la rebelión portuguesa. Ésta se inicia, en puridad, con el Manifesto do Reyno de Portugal… (Lisboa, 1641), atribuido a Antonio Pais Viegas y refutado desde el bando español por Juan Caramuel en su Respuesta al Manifiesto del Reyno de Portugal (Amberes, 1641), y constituye una larga polémica en la que merecen destacarse algunos títulos174, como el de Antonio de Sousa de Macedo: Juan Caramuel Lobkowitz… convencido… (Londres, 1642); o el de Antonio Monis de Carvallo: Francia interesada con Portugal en la separación de Castilla, con noticias de los intereses comunes de los príncipes y estados de Europa (Barcelona, 1644). Pero la propaganda hispano-portuguesa sobre la Restauración de 1640 estaba ya anunciada, o condicionada, por las tres obras citadas que reflexionaban sobre la sucesión portuguesa de 1580 con distintos enfoques. Entre todas ellas tiene especial resonancia para Pellicer y Quevedo la del historiador portugués Agustín Manuel y Vasconcelos175, titulada Sucesión del señor rey don Filipe Segundo en la Corona de Portugal, que se publicó en Madrid en 1639, con una dedicatoria muy lisonjera al conde-duque, fechada en diciembre de 1638176. Se trata de una obra extensa (más de cien folios), que revisaba el controvertido proceso de la sucesión al reino portugués tras la muerte (la «pérdida») sin herederos directos del rey don Sebastián (1578) y la de su tío el cardenal don Enrique (1580).Y dicha revisión se llevaba a cabo, según el autor, en el momento preciso, «hoy que se trata tanto del [bien] de Portugal», y por la persona adecuada, un portugués bien instalado en Madrid, que disponía de informaciones que no usaron cronistas anteriores: «o por extranjeros o por mal informados». Así don Agustín Manuel explica el complicado problema sucesorio, los candidatos al trono, las dudas de don Enrique y su propia opinión sobre los derechos de los aspirantes: el bastardo don Antonio, prior de Ocrato, la duquesa de Braganza, doña Catalina, y los de Felipe II, así como el papel de los embajadores de este último durante todo el proceso hasta la «agregación» de Portugal a la Monarquía en 1580. La explicación, que amplificaba y rebatía la obra de otros cronistas, como Franchi Connestaggio o Luis Cabrera de Cór174

Ver Moreno Mazzoli, 1991, pp. 59-62, para obras propagandísticas posteriores a la rebelión de 1640; y los apéndices de Bouza, 2008. 175 Su actitud en los meses siguientes a la Restauración ha sido estudiada por Colomés, 1947; y Caeiro, 1972. 176 Citamos por un ejemplar de la Biblioteca Nacional de España, signatura 2/59044.

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doba, resultaba partidista: pro-bragancista en Madrid y pro-filipina en Lisboa. Pero la obra demuestra, sobre todo, cómo cincuenta años después iba a utilizarse la vieja cuestión sucesoria para justificar la restauración portuguesa, con la entronización de don Juan, el heredero de aquella duquesa de Braganza. Lo que sí indican las tres obras de 1638 y 1639 es que el levantamiento portugués del 1º de diciembre no era una revolución tan desprevenida, ni para los portugueses ni para Madrid, sino que ya existían indicios de descontento a varios niveles, que la revuelta catalana de junio probablemente potenció177. Por ello la reacción escrita al levantamiento fue casi inmediata, con la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve de Pellicer, en un momento de uso muy consciente de la propaganda y en un entorno oficial ya habituado a utilizar la pluma para apoyar o defender una determinada política178. Con la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve se abría una peculiar polémica, que no respondía a ninguna declaración de guerra (como en 1635) ni era una reclamación oficial e institucional (como en la Proclamación catalana), sino que daba el primer paso: aprovechaba la anterior defensa de los derechos sucesorios desde Felipe II a Felipe IV y la aplicaba al reciente levantamiento del duque de Braganza, que había traicionado a este último. La obrita del cronista José Pellicer muestra la eficacia de la guerra de papel179, porque enlaza el levantamiento del 1º de diciembre con la polémica previa, e indica que la propaganda antiportuguesa es muy ágil, adelantándose a las armas reales. El mismo autor que escribía contra el manifiesto francés meses después de su publicación y contra la Proclamación Católica a los dos años tiene preparada en quince días la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve. En esta ocasión el cronista mayor es el escogido, al parecer con todos los beneplácitos oficiales: su obra está dedicada al rey, a través de la Junta de Ejecución (Pellicer incluye los nombres de todos sus componentes en su opúsculo), y está

177

Ver Valladares, 1998, p. 29. Así lo ha estudiado Cardim, 2008, refiriéndose a la interesante e interesada utilización de las imágenes y del protocolo de las exequias del rey Juan IV, que iban a proporcionar una determinada lectura e interpretación de la rebelión portuguesa o de la aclamación de la nueva dinastía. 179 Schaub, 2001, pp. 35-42, se refiere a toda una literatura en torno a la restauración de 1640, como género específico. 178

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fechada —en la dedicatoria y al final de la obra— el día 18 de diciembre, coincidiendo con uno de sus avisos y un día después de la reunión del conde-duque con ochenta portugueses que estaban en Madrid. A ese primer título, que se gestó probablemente por encargo oficial, le sigue cronológicamente el que escribe Quevedo en León, antes de la conjuración antibragancista del verano de 1641, descifrando el libro de Manuel y Vasconcelos.Y en una fase más tardía, en 1642, el del inquisidor Juan Adam de la Parra, que rebate en su Apologético… uno de los primeros «manifiestos» portugueses: el del padre Ignacio Mascareñas.

3.2.1. La Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve, de José Pellicer y Tovar La Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve es una obra muy breve, publicada en Logroño por Pedro de Mon Gastón Fox en 1640. Esta primera edición consta de 22 hojas en cuarto, en papel marquilla, y de ella existe, al menos, un ejemplar en la Biblioteca Nacional de España encuadernado junto a otras obras del autor. La obra se volvió a editar en el mismo lugar y por el mismo impresor en 1641, con algunas modificaciones180: unas son simplemente formales, en las dos primeras hojas, y otras son fruto de la revisión del autor, que firmó el éxplicit el 4 de enero de 1641. El propio Pellicer se refiere en sus Avisos de febrero a una segunda edición ampliada y la distancia temporal entre ambas se refleja en la frase final: «En Madrid, a 18 de diciembre de 1640 la primera vez, y la segunda a 4 de enero de 1641». Ante la escasa información que ofrece el opúsculo, estos pequeños detalles pueden arrojar alguna luz sobre los propósitos del mismo, su destinatario y su divulgación en unos momentos tan delicados. La Sucesión de los reinos… consta de una breve dedicatoria al rey, un cuadro o árbol genealógico de los reyes de Portugal (desde Alfonso VI de Castilla hasta el príncipe Baltasar Carlos), el argumento, el texto de la obra y un apéndice, a manera de conclusión, que aparece sólo en la edición de 1641. La tesis del libro es muy clara: la defensa de los dere-

180

En adelante citamos la obra por esta edición, de la que hay ejemplar también en la Biblioteca Nacional de España, signatura 2/63798.

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chos de Felipe IV a la Corona portuguesa y, por ende, la desligitimación de quien los ha «usurpado» con el levantamiento, es decir, el duque de Braganza; en la obra se le tilda de «hinchado vasallo» (fol. 15r) y se recuerda que no conviene «hacer tan poderoso a un súbdito», porque apetecerá la Corona. Para acentuar la traición del usurpador, dicha tesis se apoya en los muchos «favores y mercedes» (en dinero y títulos) concedidos por los reyes castellanos a la Casa de Braganza, desde Felipe II a Felipe IV, y en un buen número de fuentes y autoridades. En la dedicatoria el autor declara que realiza un «sucinto compendio» de los «notorios» derechos de Felipe IV,y así aparecerá «más atroz y fea la traición de los conjurados en el levantamiento de Don Juan de Braganza». Con la obrita se trataba de apelar a la lealtad de los portugueses en los primeros momentos de confusión para que se mantuvieran fieles a su legítimo señor; y de augurar grandes males a los rebeldes, que verían su país destruido y se encontrarían en absoluta soledad, desamparados por el Papa y por los países extranjeros. Pero la misma precipitación de la obra condiciona su estructura, ya que no se ha publicado todavía un manifiesto portugués al que Pellicer pueda replicar, como había hecho contra Francia o contra Cataluña. De ahí que se aluda en el argumento a los historiadores que le han precedido en la reflexión sobre la polémica sucesoria, como el cisterciense Juan Caramuel («a quien he visto después de impreso este tratado»), y al escrito del portugués Agustín Manuel y Vasconcelos, Sucesión del señor rey don Filipe Segundo en la Corona de Portugal, también anterior al levantamiento, que se encuadraba en la polémica hispano-portuguesa sobre la sucesión al trono de 1580. Para Pellicer, como después para Quevedo, dicho libro apoyaba los derechos de la Casa de Braganza, y quizás ambos se hacían eco de rumores cortesanos. El hecho es que Pellicer designa a la obra de Agustín Manuel con la consabida metáfora del libro como prólogo de la rebelión, convirtiéndolo así en un manifiesto que nunca existió como tal: […] de cuya felonía [la del duque de Braganza] parece fue prólogo el libro que el año pasado publicó, bien a destiempo, un Don Agustín Manuel de Vasconcelos […]. Donde deja tan equívoca la justicia de Castilla, como clara la intención de Braganza, dorando el tósigo y endulzando la ponzoña (Sucesión de los reinos…, «Argumento», s.p.).

La Sucesión de los reinos… es un texto breve, compuesto a los pocos días de la separación de Portugal, que apenas contiene noticias del

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reciente levantamiento, porque todavía se desconocía el alcance del mismo, y que tampoco aporta nada nuevo a la polémica anterior sobre la sucesión de Felipe II al trono portugués181. El autor declara sus propósitos (aparentemente nada ambiciosos), primero en la dedicatoria, cuando afirma que no pretende «justificar los títulos y derechos» de la unión de Portugal, porque no es necesario; y después en el argumento, al afirmar que se basaba en múltiples fuentes, como es habitual en él, desde historiadores (cita siete, entre ellos Cabrera y Franchi Connestaggio) a jurisconsultos (nueve), a la autoridad literaria de Camoens182, que ya se refirió en Os Lusiadas a portugueses traidores, según recuerda ahora Pellicer «hablando de la usurpación del Maestre de Avis: “…que tamben dos portuguezes/alguns traydores ouve alguas vezes”» (Sucesión de los reinos…, «Argumento», s.p.). Siguiendo dichas fuentes, Pellicer parece limitarse a una recopilación de obras anteriores: «Recopílase la calidad del hecho, exprimiendo de todos lo más sustancial y menos prolijo, para igualar la precisión con la verdad» («Argumento», s.p.). Dicha recopilación de los derechos sucesorios españoles se presenta, en momentos tan álgidos, a título informativo, sin ánimo de «justificación», ni de «disputa», porque ésta le parece innecesaria: No se entienda que esta escritura es apoyo de la justificación con que el Rey nuestro Señor posee aquellas Coronas, porque no era necesaria, siendo tan clara […] es sólo un ceñido resumen y compendio que contiene los cabos más principales de las historias portuguesas, para informar a todo género de gentes de los accidentes tan variados que ha tenido aquel reino, entretegiendo a vueltas de los hechos también la eficacia de los derechos, por modo de historia, no de disputa, bien así como acostumbraron varones grandes, que […] mezclan en la narración argumentos de su defensa (fol. 2v).

181 Así lo señaló Jover, 1950b, p. 116, n. 20: «La aportación de Pellicer […] es fundamentalmente de tipo dinástico, jurídico, argumentos bizantinos de genealogistas, que llenan las páginas de nombres propios y de filiaciones». 182 Citado aquí como un portugués que reconoce la traición en sus compatriotas, como lo hacía también Franco Barreto. Sin embargo, el portugués Camoens suele aparecer como figura cumbre de la épica peninsular, sin distinción ni discriminación idiomática y política.Ver a este respecto Vélez Sáinz, 2006, pp. 82-83, donde señala que se le utilizó en la propaganda que ornamentó la entrada oficial de la reina Mariana de Austria en 1649.

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Pero resulta curioso que el polemista Pellicer rechace la disputa, y que alguien tan locuaz declare su propósito de no ser «prolijo», y de hacer un resumen «por modo de historia». Revistiéndose de la gravedad del cronista, el autor parece admitir que, ante acontecimientos recientes, lo único que puede ofrecer en apoyo de su gobierno es el viejo argumento sucesorio condensado o resumido. Por ello la aportación de Pellicer en este opúsculo es su experiencia como genealogista para recordar las obligaciones de los portugueses leales. Ese enfoque dificulta la adscripción genérica de la obra183, pero probablemente se debe a que al autor le faltaba información y le sobraba cautela. Respecto a lo primero, Pellicer anuncia un tratamiento más pormenorizado de la rebelión portuguesa: No trato de los cómplices hasta que esté más deslindada su noticia. Bien que espero saldrán brevemente desembozados los interlocutores desta farsa al teatro de Europa en historia particular que yo escribiré, cuando se vean castigados los rebeldes por las armas de nuestro gran monarca (Sucesión de los reinos…, «Argumento», s.p.).

Y el anuncio se reitera en las últimas páginas de la obra, cuando insinúa la participación del estamento eclesiástico en apoyo al duque de Braganza, porque prepararon la conjura bragancista en sus casas (fol. 17). Éste era uno de los puntos más dolorosos y escandalosos para el entorno de Olivares, por lo que al final de la Sucesión de los reinos… Pellicer opta por el silencio: «Mas esto mejor se pondera con el silencio. Así, remitiéndome a más cumplida historia, alzo en esta parte la mano de la tabla» (fol. 16v). Pero ese prudente silencio fue definitivo y Pellicer nunca escribió la historia completa de la rebelión portuguesa, quizás porque los esperanzados deseos expresados en el argumento no se cumplieron: «confío en Dios ha de ser esta rebelión nube que pasará presto» («Argumento», s.p.). Esa «nube» del propagandista —que no «borrasca» o «tormenta», como en 1635— nos indica la incertidumbre del momento y coincide con el sospechoso silencio de los avisos anteriores a la rebelión. De

183 Prueba de ello es que un lector contemporáneo, Alonso Calderón, calificó el texto de «papel curioso», aunque el propósito fuera evidente: la defensa de las «líneas reales que tuvo para ser Príncipe» de la Corona portuguesa.Ver Bouza, 2008,Apéndice I, p. 162.

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manera que para seguir la evolución ulterior del levantamiento hemos de escudriñar avisos posteriores, porque tampoco la segunda edición de la Sucesión de los reinos… ofrece más noticias. La coincidencia en el tiempo de las dos formas de escritura —la oficial y la privada— permite conocer algunos detalles, porque la prudencia del escritor oficial se torna en preocupación del avisador cuando comunica el éxito de la rebelión del duque de Braganza. En los avisos las noticias van precedidas de un énfasis negativo —«Crecen más i más cada día las malas Nuevas de Portugal i, si todo lo que dicen es cierto, no pueden ser peores» (Avisos, 1640-12-25-01, p. 174)— antes de informar sobre cómo los rebeldes han entrado en Extremadura y que «casi todo Portugal está por el Tirano» (p. 175). A pesar de la previsible sinceridad de esta escritura privada, la información que suministra Pellicer sobre la guerra de Portugal es notablemente más parca que la que daba sobre Cataluña, incluso en los Avisos. De nuevo da la impresión de que Pellicer comparte la opción del gobierno, tan pendiente del frente catalán que desatendió la rebelión portuguesa. Pero tampoco hay que descartar que el avisador se encontrara desbordado por la diversidad de noticias bélicas y diera prioridad a las que le parecían más fiables, que eran las catalanas, ante la confusión de las portuguesas. Sólo así se explica que el Pellicer de la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve, que prometía ser conciso, se explaye, en la segunda edición de la obra, con una noticia de la guerra catalana: la batalla de Cambrils (15-XII-1640). Ésta ya se narraba con pormenor, como corresponde, en los avisos del 25 de diciembre y aparecía también en la Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña, aunque Calderón pasaba casi de puntillas sobre los detalles más sanguinarios. Sin embargo, el relato de la batalla parece un postizo innecesario en la Sucesión de los reinos…, donde se incluye a propósito de los favorables matrimonios propiciados por Felipe IV para los miembros de la Casa de Braganza: concretamente el de doña María Engracia de Portugal con el marqués de los Vélez. Nuestro lisonjero autor amplifica ahora la primera versión, alabando al marqués como vencedor de Cambrils, y de Tarragona en general, y se permite una digresión sobre los hechos de Cataluña, en la que no falta la famosa Proclamación Católica: Doña María Engracia de Portugal, Marquesa de los Vélez, mujer del heroico Don Pedro Fajardo Zúñiga y Requesens, quinto Marqués de los

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Vélez […], cinco veces Virrey de Valencia, Aragón, Navarra y Aragón juntos,Aragón solo y Principado de Cataluña, cuchillo de los sublevados della, cuyos filos y aciertos han empezado a experimentar en Cambriles y Saló. Y después desto escrito se ha conocido su destreza en la reducción de Tarragona y otras plazas de aquella provincia, y esperamos que le asistirá el favor divino para lograr por su medio la pacificación de toda ella y el escarmiento de los que no sólo ensangrentaron la espada en la persona del Conde de Santa Coloma, su Virrey, sagrada por el augustísimo dueño que representaba, sino que la desnudaron contra sus banderas reales, y luego vibraron la pluma escribiendo el atrocísimo libro de la Proclamación Católica, que tan justamente recogió la Inquisición (fol. 13v).

Es evidente que a fines de diciembre lo que preocupaba en la Corte era el frente catalán. Pero es probable que el Pellicer propagandista lamentara haber introducido tales elogios al marqués que, poco después, fue estrepitosamente derrotado en la batalla de Montjuich.Y es que el conde-duque responsabilizó al marqués de los Vélez de la derrota, como se comprueba en una amarga carta dirigida a Virgilio Malvezzi: «hoy, señor marqués, que el de los Vélez nos ha puesto en el más estrecho aprieto que puede ser, no hay conformidad que baste»184. Tras esas palabras innecesarias de la Sucesión de los reinos… el Pellicer avisador informa con precisión y brevedad del fracaso de Montjuich en un aviso de febrero de 1641, según un correo recién llegado a la Corte. Poco después añade muy escuetamente que «el Señor Marqués de los Vélez pide Licencia, i aún dicen va a Roma por Embajador» (Avisos, 1641-02-19-02, p. 197), y a la semana siguiente recoge un rumor contrario a su virreinato en Cataluña, en caso de paz con los catalanes: «por la ojeriça que puede causar ver governarlos el mismo que entró a destruirlos» (164-02-26-01, p. 200). Pero el seguimiento continuado de la información indica que ésta le atañe, porque es posible que los inoportunos elogios tuvieran consecuencias negativas para la difusión de la segunda edición de la Sucesión de los reinos… A este asunto se refiere también el avisador en febrero, tratando la noticia y sus causas como si fuera de gran repercusión: El Papel de la Sucession de los Reynos de Portugal i el Algarve, que publicó Don Joseph Pellicer, Cronista Mayor, haviéndose buelto a impri184

p. 199.

Carta de 10 de marzo de 1641.Ver Elliott/De la Peña, 1978-1981, vol. II,

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mir segunda vez, i más añadido, ha mandado el Consejo Real detenerle, por quanto los Portugueses Assentistas se quejan de qué dice, los llama Cristianos Nuevos, i que, para mantenerlos firmes en la Religión, se les han fiado todos los Efetos de las Rentas Reales. Dará que decir esta Detención, por quanto es cosa tan pública que lo son, que no ha menester Probanza; i aun se dice deve ser traça porque no se publique ni estienda tanto la Justicia del Rey; i que los Portugueses han tomado este Pretexto particular por no tocar en el General (Avisos, 1641-02-13, p. 196).

Al margen de la vanidad de Pellicer, que magnifica cuanto le atañe directamente, sorprende que se refiera a la segunda impresión de su obra cuando no ha informado de la primera, que debió de componerse para una ocasión muy concreta y tendría una circulación muy restringida.Todo hace pensar que la actividad del polígrafo, como la del gobierno, fue extraordinaria en diciembre de 1640. Pellicer no deja de enviar, o fechar, sus avisos ni el día de Navidad; y la acumulación de tareas del cronista-avisador-propagandista pudo repercutir en la doble ligereza, o imprudencia, de excederse en los elogios y de manifestar su pensamiento sobre los asentistas portugueses en una obra oficial. Efectivamente, la segunda edición de la Sucesión de los reinos…, que ampliaba u omitía185 algún párrafo de la primera, amplificaba levemente una de las ventajas concedidas por Felipe IV a Portugal: que el rey «habilitó los hombres de negocios» portugueses para que pudieran «contratar libremente por mar y tierra»; y esto, según opina Pellicer, benefició a Portugal y perjudicó a España: «Aligeró aquella provincia de tantos cristianos nuevos y descendientes dellos que se establecieron en muchos lugares. El daño que han hecho a la religión católica y monarquía de España requiere argumento aparte» (Sucesión de los reinos…, fols. 14r-v). El autor ya se había manifestado al respecto con su Comercio impedido por los enemigos ocultos de la Monarquía…, obra que cita en su Biblioteca de Don José Pellicer de Ossau y Tovar (1671) entre otros libros impresos en 1639, mencionando también una edición en Sevilla, sin nombre de autor. La posterior186 no lleva nombre, ni datos de impresión, aunque el

185 Omitía, por ejemplo, dos líneas respecto a don Duarte, el hermano del duque de Braganza, y su papel en el levantamiento. 186 Citamos por un ejemplar de la Biblioteca Nacional de España, 2/345 94 (6). La obra fue parcialmente reimpresa en Juan Sempere y Guarinos, Biblioteca

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colofón la fecha en Madrid, a 30 de enero de 1640, y su título es: Comercio impedido. Primera proposición. Si es útil a la monarquía de España el comercio con Francia y Holanda y sus aliados, así en el tiempo presente de guerra como en el de paz. Segunda proposición: si conviene castigar conforme a los bandos y leyes destos reinos a los que hubieren incurrido en ellos o indultarlos. Este folleto de apenas 20 folios examinaba detalladamente el espinoso asunto de los mercaderes portugueses conversos, el trato que tenían con el enemigo por sus redes mercantiles y el poder económico que habían alcanzado por los beneficios de sus asientos. Por lo delicado del tema, y habida cuenta de la protección que Olivares prestaba a los asentistas portugueses, el autor ocultaba su nombre en esta especie de informe que se cerraba con la siguiente declaración: Esto me parece y protesto delante de Dios que no me ha movido para la declaración que contiene este papel odio, emulación, deseo de venganza, ni otro respeto que el bien público de la religión católica, del estado y servicio de Su Majestad y bien de sus buenos y leales vasallos. (Comercio…, fol. 18v).

Sin embargo, un año después, en la Sucesión de los reinos… Pellicer parece confundir la escritura libre del aviso y de la obra anónima con las servidumbres de la propaganda oficial.Y esto ya en la edición de diciembre de 1640, amplificada en 1641, afirmando lo siguiente sobre los mercaderes portugueses establecidos en España: «Algo notó el autor del papel del Comercio Impedido. Yo sólo digo que, ingratos a Dios, a su Rey y a su Patria han procurado la ruina de España, y sido causa de cuantas desgracias ha tenido desde la pérdida de la flota, hasta la toma de Arras» (Sucesión de los reinos…, fol. 14v). Con arreglo a lo habitual en nuestro autor, la Sucesión de los reinos… incluía elogios a la nobleza (improcedentes cuando el marqués de los Vélez había caído en desgracia) y, por supuesto, al valido (que era hermano de la nueva reina de Portugal), al que se compara con el más heroico de los Guzmanes: «que renovando la hazaña de su abuelo levantará el puñal hoy este principe, para degollar en aras de su lealtad un mal cuñado, ofreciéndole por víctima a los pies de su Rey, para que pague con la vida su rebeldía y su ingratitud» (fol. 15v). Pero, en camespañola económica y política, III, actualmente digitalizado en Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2006.

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bio, descuidaba la obligada prudencia, como revela el citado fragmento, que traspasa la frontera de lo políticamente correcto en una obra anodina, para mostrar una opinión sincera que molestó a un grupo poderoso. Este aspecto puede explicarse como un desliz debido a la redacción acelerada de la obra; o, por el contrario, como un indicio de confianza en su propio juicio, si el cronista oficial se sentía protegido al escribir «de orden de Su Majestad»; o bien, por la firme convicción, que muchos españoles contemporáneos compartirían, de que el mejor argumento para probar el buen trato de Felipe IV a Portugal era confiar el comercio a los mercaderes portugueses, a pesar de su tufillo converso. El hecho es que, pese a su brevedad, este opúsculo tuvo repercusión y fue atacado por el portugués Sousa de Macedo. El propio Pellicer lo afirma en su obra de 1642, Idea del Principado de Cataluña, donde agradece187 a Juan Caramuel Lobkovitz que defendiera la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve en su Respuesta al manifiesto del reino de Portugal (1642).Y lo recuerda años después en su Biblioteca…, donde pone de relieve la polémica causada por este libro: «Son muchos los que contra Don José y por Don José han escrito sobre el argumento deste libro» (fol. 23v)188. Seguramente el autor exageraba, porque el contenido apenas amplifica lo que ya habían recogido las obras anteriores sobre los derechos sucesorios a la Corona de Portugal en 1580. Sin embargo, Pellicer era el primero que daba un paso más: relacionar las aspiraciones entonces frustradas de los Braganza con la reciente sublevación, para demostrar que ésta no podía basarse en aquéllas.Y lo hacía en un momento incierto, quizá por encargo, probablemente sin imaginar lo que se avecinaba, y cuando se debatía cómo actuar en la Junta de Ejecución, «cuyo instituto es proponer a Vuestra Majestad lo que juzga por conveniente en las prevenciones de la defensa de la Monarquía»

187 Pellicer alaba dos libros de Caramuel: Phlipus Prudens y la Respuesta al manifiesto del reino de Portugal, y en las pp. 327-329 se refiere a la «defensa mía», «pues habiendo escrito contra él y contra mí un Antonio Sousa de Maçedo, en Londres, hablando indignamente del escritor y del escrito»; a continuación se extiende en la acusación de corrupción contra quienes ofrecían donativos para obtener cargos, entre ellos el padre de Sousa. Sobre esto último, ver Schaub, 2001. 188 Citamos la Biblioteca… por la edición de Valencia, Gerónimo Vilagrasa, 1671. Pellicer enumera a quienes atacaron y defendieron su obra: «Enemigos desta monarquía que escriben contra Don José Pellicer» (fols. 164 y ss.).

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(«Dedicatoria», s.p.). En esa coyuntura, y ante la disyuntiva de una doble defensa, con armas o con plumas, el autor de la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve sostiene la necesidad de la propaganda, verdadera guerra de papel en la que se enorgullece de participar: «Y pues la batalla de las plumas ni puede ni debe excusarse, quedaré vano de haberla comenzado contra los rebeldes» («Dedicatoria», s.p.). Poco después lo hizo Quevedo, combatiendo con su pluma a un enemigo de papel: el «alevoso manifiesto» escrito por un portugués que bien podía sustentar la restauración de la Casa de Braganza. A través de los dos textos, el de Quevedo en León y el de Agustín Manuel de Vasconcelos, que él parafrasea, obtenemos una muestra de la lucha con palabras entre españoles y portugueses.

3.2.2. La Respuesta al manifiesto del duque de Berganza, de Francisco de Quevedo Descífrase el alevoso manifiesto con que previno el levantamiento del Duque de Berganza con el Reino de Portugal Don Agustín Manuel de Vasconcelos, Caballero del hábito de Cristus, impreso con título que dice: «Sucesión del Rey Felipe II en la Corona de Portugal» es el largo subtítulo189 de una de las obras menos estudiadas190 de Quevedo. Se trata de una pieza menor191, una más de las obras firmadas con seudónimo (licenciado Alonso Pérez Lyñares) y una más de las redactadas por Quevedo durante su prisión192 en San Marcos de León, entre 1639 y 1643. Sin embargo, esta breve pieza quevediana revela el interés del autor por la actualidad de su 189 Éste era el título desde la edición de don Aureliano Fernández Guerra (1946) hasta la nuestra, Arredondo, 2005, en las Obras completas de Quevedo, a la que remiten las citas. En los tres manuscritos que se conservan en la Biblioteca Nacional de España las portadas dicen: Respuesta al manifiesto del duque de Berganza. Para las peculiaridades del paratexto de esta obra, ver Arredondo, 2009d, y para cuestiones generales, mi primer análisis de la Respuesta…, Arredondo, 2003b, que amplío y actualizo en las páginas que siguen. 190 Ver la edición y estudio de Moreno Mazzoli en su Tesis Doctoral, 1991. 191 Como ya señaló, primero, Fernández Guerra, después Jauralde y Moreno Mazzoli, 1991, que afirma el «valor literario» de la obra: «a pesar de su brevedad, presenta características de estilo que se hallan en las otras obras políticas de más envergadura» (p. 19). 192 Jauralde, 1982, pp. 159-171.

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tiempo193, hasta el punto de sumarse simbólicamente a la campaña contra el levantamiento de Portugal mediante la reescritura194 de lo que él consideraba un manifiesto político; y reincorporándose así a una actividad que cristaliza poco después en La rebelión de Barcelona ni es por el güevo ni es por el fuero. La Respuesta al manifiesto del duque de Berganza puede encuadrarse, por tanto, en el marco de la literatura de combate. Sin embargo, a diferencia de la polémica hispano-francesa o la anticatalana, la obrita sobre la rebelión portuguesa presenta ciertas peculiaridades en cuanto a su gestación y a sus aspectos formales. En primer lugar, el Quevedo encarcelado en León no parte de un texto oficial que justificara el levantamiento del duque de Berganza y su coronación como Juan IV de Portugal. En este sentido la Respuesta… difiere en motivación de la Carta a Luis XIII, que replicaba selectivamente al manifiesto de declaración de guerra del rey de Francia, en la campaña de propaganda orquestada por Olivares en 1635. También se distingue el escrito sobre Portugal de la actitud de La rebelión de Barcelona…, que debió de escribir poco después; en ella un Quevedo oportunista y lisonjero con el conde-duque se sumaba a la polémica Madrid-Barcelona, limitándose a glosar195 el Aristarco… (1641) de Rioja, que rebatía las tesis expuestas en la Proclamación Católica (1640). Por el contrario, la Respuesta… al supuesto manifiesto del duque de Braganza lo que hace es replicar a un texto anterior a la separación de Portugal, argumentando las tesis españolas y adelantándose a otras obras, como las citadas de Caramuel Lobkowitz y Adam de la Parra. Es el Quevedo polemista y deseoso de defender los intereses de la Monarquía el que toma la pluma en solitario, desde León, para opinar sobre la cuestión de Portugal, como lo había hecho desde la Corte para responder a Francia en 1635.Y es el Quevedo deseoso de advertir y aconsejar quien detecta —de ahí el «descífrase» del subtítulo— que las bases ideológicas y jurídicas para el levantamiento del duque de Braganza en 1640 se hallaban en una obra de

193

Ver Ettinghausen, 1994 y 1997, sobre el «cambio de régimen de 1621 y las rebeliones de catalanes y portugueses de 1640». 194 Para este procedimiento, ver Criticón, 79, dedicado monográficamente a la reescritura en la prosa de ideas; especialmente el artículo de Fernández Mosquera, 2000, pp. 65-86. 195 Así lo señaló Ettinghausen, 1989.

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1639, aparentemente inocua196, que bajo el título de Sucesión del señor rey don Filipe Segundo… ocultaba otro fin: «Éste es, claro y no disimulado, de representar por claro y único jurídicamente el derecho —que él llama— en el duque de Berganza al reino de Portugal» (Respuesta…, pp. 393-394). El Quevedo de la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza es un hombre caído en desgracia que no se resignaba a quedarse al margen de los grandes acontecimientos. Es probable que la noticia del levantamiento de Portugal el 1° de diciembre de 1640 llegara a León con retraso, y también que don Francisco careciera de informaciones precisas y rápidas sobre el ulterior desarrollo del problema portugués. De manera que, en su deseo de opinar al respecto, Quevedo no sólo asocia la rebelión del duque de Braganza a los problemas políticos que habían envenenado las relaciones con Portugal, sino también a una obra de carácter histórico sobre la sucesión portuguesa de 1580, que muy bien podía haber leído antes de su encarcelamiento en diciembre de 1639; de hecho, el autor afirma: «Cuando leí esto al estrenarse el libro […]» (p. 400). Por eso, Quevedo examina detenidamente la obra de Agustín Manuel y Vasconcelos, desde el título, la dedicatoria y los preliminares, y coloca a la cabecera de su comentario la frase «descífrole el suceso traidor a la atención leal», indicando lo que es, para él, una traición encubierta. Quevedo se manifiesta no sólo como un patriota español, celoso de que se tergiversen los derechos de Felipe II a la Corona portuguesa, sino como un lector perspicaz, que capta los riesgos de airear los derechos sucesorios de la Casa de Braganza «un año después del levantamiento de Évora» (p. 395)197. Esta doble condición del polemista se aprecia en el texto que, además de una diatriba198 contra Agustín Manuel de Vasconcelos, es también un continuo reproche contra quie-

196 Bouza, 1987, pp. 160-161, califica la obra de Manuel y Vasconcelos de bastante objetiva, lo que le valió a su autor ser tildado de traidor por españoles y portugueses. Por su parte, Moreno Mazzoli, 1991, p. 63, entiende que la obra es de una «audacia asombrosa». 197 Efectivamente el motín de Évora, 1637, motivado por el impuesto del real de agua, era, en realidad, la plasmación de un descontento popular generado por las medidas fiscales de Olivares y suponía una advertencia para Madrid. Para el motín de Évora, ver Elliott, 1990, pp. 514-515; y Viñas Navarro, 1925. 198 Jauralde, 1982, p. 166.

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nes aprobaron199, leyendo mal o sin leerla, una obra tan peligrosa para los intereses de la Monarquía. Es indudable la rapidez de reflejos del Quevedo polemista, si, como se ha señalado200, compuso la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza en la primera mitad de 1641, antes del contragolpe201 de julio, en el que fue ajusticiado Agustín Manuel de Vasconcelos porque el título de su obra —Sucesión del señor rey don Filipe Segundo…— le convertía, a ojos de los portugueses, en traidor a la Casa de Braganza. Es también innegable la originalidad202 en el enfoque de su escrito, ya que es casi el primero en señalar que el libro del portugués preparaba el terreno para el golpe del duque de Braganza, insinuando incluso que detrás de Manuel de Vasconcelos podía existir toda una conjuración, cuando se refiere a «los que le pagaron este embuste» (p. 416). Sin embargo, Quevedo no es el único203 que recuerda en 1641 la Sucesión del señor rey don Filipe Segundo…, de 1639. Como ya hemos visto, el cronista José Pellicer también apuntaba contra el autor portugués en un párrafo muy duro de la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve:

199

Sus nombres aparecen ya en el subtítulo: «[…] aprobado (por el ordinario) por el Doctor Agustín Barbosa […] y, por el Consejo, por el Maestro Gil González de Ávila» (pp. 392-392); y las pullas contra ellos son continuas en las dos primeras partes del texto: «Si le vieron los que le aprobaron, cómplices son con el autor. Si le aprobaron sin verle, reos en sus oficios y fidelidad de ellos» (p. 393). Quevedo achaca cierta complicidad con el autor a su tocayo Agustín Barbosa, por ser portugués; pero le indigna especialmente la negligencia de González de Ávila: «No me espanto que aprobase este libelo por libro el doctor Agustín Barbosa, haciendo como que no lo leía; empero que el maestro Gil González Dávila le aprobase, que es castellano hasta en lo cronista, es lo que me admira.Y es de saber que ahora empezamos a descifrar el par de Agustines» (p. 403). «Quienes han de responder a estas notas son los que le aprobaron: Agustín de Barbosa el portugués trae arrastrando como la soga; a Gil González el ser castellano y cronista de Castilla le arrastra» (p. 407). 200 Véanse Jauralde, 1982, p. 166; y Moreno Mazzoli, 1991, pp. 67-68. 201 Ver Valladares, 1998, p. 39, que se refiere a tres sectores descontentos: la alta nobleza, la Inquisición y la adinerada minoría judeoconversa; y también p. 230, sobre el acierto de Quevedo al mencionar como probables disidentes a los nobles. 202 Véase Moreno Mazzoli, 1991, pp. 64-65, que afirma: «Se necesitaba alguien con la aguda percepción de Quevedo […]. Es irónico que solamente alguien en el campo enemigo». La autora sigue a Caeiro, 1972, que destacaba: «O genio de Quevedo, habituado a ver por dentro as produções literarias e políticas» (p. 82). 203 Ver Valladares, 1998, p. 230.

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No se callan los favores y mercedes que en particular hicieron a la Casa de Braganza, de cuyo seno brotó el régulo, o basilisco, que hoy ha envenenado la nobleza y la plebe hasta coronarse: y de cuya felonía parece fue prólogo el libro que el año pasado publicó bien a destiempo, un don Agustín Manuel de Vasconcelos de la sucesión misma. Donde deja tan equívoca la justicia de Castilla, como clara la intención de Braganza, dorando el tósigo y endulzando la ponzoña (Sucesión de los reinos…, «Argumento», s.p.)

Cabe preguntarse, pues, si Quevedo conoció el opúsculo de Pellicer y, en tal caso, si las insinuaciones contra Manuel de Vasconcelos fueron el origen de la refutación sistemática del libro del portugués, entendido ya como «alevoso manifiesto». Son muchas las diferencias que existen entre la obrita de Pellicer, oficial y genealógica, y el opúsculo de Quevedo, un comentario corrosivo de fragmentos del texto de Vasconcelos. Es posible que Quevedo compusiera la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza sin conocer la obra de Pellicer, porque, de lo contrario, la habría citado como haría más tarde con el Aristarco… de Rioja en La rebelión de Barcelona…, sin desaprovechar la oportunidad de unirse a la propaganda oficial; pero también lo es que la conociera y no le pareciera significativa como para adherirse a ella. Lo que parece probable es que llegara a leerla más tarde e incluso a aprovecharla, al menos en un detalle de estilo, en La rebelión de Barcelona…, que incluye en dos de los últimos párrafos alusiones al levantamiento portugués. En efecto, bien puede proceder del argumento ya citado de la Sucesión de los reinos… la metáfora del régulo o basilisco, que Pellicer aplicaba al nuevo rey portugués y que Quevedo emplea para designar al rey francés, nuevo rey de los catalanes: El güevo que en este refrán propio de los catalanes ha estado ocioso, después que por haberle empollado los franceses es güevo de gallo (que en latín gallos se llaman), produce un basilisco: tal padre dan los autores a esta sierpe habitada de veneno que mira con muertes, de manera que tendrán por rey al régulo (La rebelión de Barcelona…, p. 468).

En cualquier caso, llama la atención la coincidencia204, que hace pensar en el grado de aislamiento de Quevedo durante su primer año

204

Para otras coincidencias entre Quevedo y Pellicer, ver los dos artículos de López Ruiz, 1971 y 1972.

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y medio de prisión.Al parecer205, la dureza de la misma se fue atenuando paulatinamente y Quevedo fue recibiendo poco a poco más libros y más visitas, que le transmitían oralmente noticias sobre los acontecimientos políticos que tanto le interesaban. Es posible que por medio de esa información oral llegara a oídos de Quevedo algún rumor escandalizado procedente de Madrid sobre, por ejemplo, la actitud del arzobispo de Lisboa, favorable al duque de Braganza. Así se explicaría que Quevedo lo designe, en la conclusión de su texto, como «Don Opas», el obispo traidor por antonomasia: «Valerse de Cristo para animar contra él, más allá es de don Opas, que hasta hoy fue el peor obispo» (Respuesta…, p. 425). Así coincidía con Olivares, cuando comunicaba a Malvezzi los nombres de los partidarios de Braganza: «El quinto es el arzobispo de Lisboa, segundo don Oppas, también hijo de traidor, clérigo virtuoso hasta ahora, teólogo bronco, persona sin ingenio, tenaz y ambicioso»206. De lo que no cabe duda es de la interesante red intertextual que se establece entre los textos de Agustín Manuel, José Pellicer y el Quevedo que escribe sobre las dos rebeliones. Pero, al margen de cualquier hipótesis, lo que pudo instar a Quevedo para manifestarse sobre los sucesos de Portugal, antes de hacerlo sobre lo acaecido en Cataluña seis meses antes, es una cuestión práctica. Quevedo debió de tener a su alcance en León el libro de Agustín Manuel de Vasconcelos; y si éste, en la dedicatoria al conde-duque de diciembre de 1638, se manifestaba como un leal vasallo de Felipe IV, después de diciembre de 1640 se había convertido en portavoz del enemigo. Es, pues, una cuestión de oportunidad la que mueve a Quevedo para que supere una etapa de «balbuceos»207 en León y vuelva a tocar un asunto político sin correr ningún riesgo. Lo hizo por el más simple de los procedimientos, ya empleado por Pellicer en la Defensa de España…, por Rioja en el Aristarco…, y al que recurrirá también Adam de la Parra en el Apologético…: contradecir al enemigo, basándose en la reescritura y comentario de su propia obra, pero ridiculizándolo o insultándolo por medio del ingenio y del estilo.

205 Para ello, ver Jauralde, 1999, p. 782; también Sánchez, 1994-1995; y Crosby, 1998, p. 219. 206 Elliot/De la Peña, 1978-1981, vol. II, p. 203, carta de 10 de marzo de 1641. 207 Así lo califica Jauralde, 1982, p. 164.

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En efecto, Quevedo estructura la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza en tres partes bien diferenciadas: una especie de preámbulo (pp. 391-399), en el que resume el contenido de la Sucesión del señor rey don Filipe Segundo… y lanza sus primeros ataques contra quienes aprobaron el libro y contra el autor, del que afirma que «nos ha engañado»; una segunda parte, que es la más extensa (pp. 399-415), formada por quince calas en el texto de Manuel de Vasconcelos, compuesta cada una por la transcripción de un fragmento de la obra, con la foliación exacta, más el comentario de Quevedo; y, una tercera parte, denominada «Conclusión» (pp. 415-431), en la que sólo el primer párrafo obedece a ese nombre y propósito, porque en los restantes Quevedo se olvida del libro al que contesta y nos ofrece su propia interpretación sobre el levantamiento de Portugal. Las dos primeras partes están directamente relacionadas, porque en el preámbulo ya se lleva a cabo una selección de las cuestiones que más indignan a Quevedo en el libro del portugués, cosa que se verifica («Verifique su libro lo que le acuso») en la segunda parte, mediante 15 fragmentos —«textos»— (del folio 11 al folio 104) extraídos de una obra que consta de 108 folios. Dichas cuestiones —desarrolladas con más detalle en la segunda parte— son, básicamente, que el derecho a la Corona portuguesa correspondía en 1580 a la Casa de Braganza, porque así pensó declararlo el cardenal rey don Enrique; que el único derecho que asistía a Felipe II era «la violencia con el ejército» (p. 394); que los emisarios de Felipe II torcieron la voluntad del cardenal rey «con amenazas» (p. 394); y que Felipe II no cumplió nada de lo prometido ni al reino, ni a la Casa de Braganza. Se cierra esta primera parte con una alusión algo oscura a la cuestión del sebastianismo, que Quevedo aprovecha para desahogarse contra los judíos y para desacreditar al nuevo rey («más es sepulcro que sucesor del rey don Sebastián», p. 399), en la primera de las dos únicas menciones del mismo que aparecen en las dos primeras partes del texto. La segunda parte sirve para demostrar lo «alevoso» y traidor del texto de don Agustín Manuel. Para ello Quevedo selecciona los párrafos del libro («texto») que muestran más claramente su inclinación por la Casa de Braganza en perjuicio del rey castellano, y los contesta a continuación por medio de «notas» que desenmascaran al autor, de cuya condición ya ha dado pistas en el preámbulo —«atrevimiento tan descarado» (p. 393), «desvergüenza» y «malicia» (pp. 395 y 396), pero también «maña» (p. 393)— para conseguir que los censores le aprue-

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ben lo que, según Quevedo, es un «libelo» (p. 403). Las notas al texto pretenden desacreditarlo, fundamentalmente, porque interpreta los hechos de manera torcida y partidista, porque usa palabras «preñadas» (p. 402) y porque carece de rigor. La primera acusación afecta a toda la obra, pero especialmente al primer texto, que relata la supuesta intención del cardenal rey de nombrar heredera a doña Catalina, duquesa de Braganza: «Más prisa se dio el autor a referir la determinación, en nombrar por heredera a la duquesa de Berganza del Rey cardenal, que él mismo» (p. 400). El segundo reproche aparece continuamente en las notas, porque Quevedo se muestra especialmente puntilloso con el léxico del portugués, desvelándonos la fuerza que pueden tener las palabras: «Y es más decir “se afirma”, que si dijera “se dice” o “hay quien diga”» (p. 400); «Siempre llama diligencias y inteligencias las que encaminan la causa y la pretensión del Católico, vocablos de la maña y de la violencia» (p. 407); «Y adviértase que no dijo, hablando del rey don Felipe, del derecho que tenía, sino del derecho que decía a la sucesión» (p. 409). En cuanto a la falta de rigor, es achaque frecuente contra quien interpreta a su conveniencia, pero está falto de pruebas: «Insinúa que aún se puede leer la instrucción, y parece que la cita sin nombrar partes» (p. 400); «“Un autor grave” y “hay quien diga” y “afírmase” son autores que tienen la misma autoridad que “el otro” y “cierta persona […]”» (p. 415). Pero también, en múltiples ocasiones, Quevedo prescinde de cualquier argumentación y se limita a descalificar al autor y a su texto en función de la «maldad», el «odio» o la «detestable intención» que ambos revelan contra el rey castellano, tildando las palabras del portugués de «malditas», «veneno» y «peste»: «No necesita de nota la peste con que está escrito» (p. 414). A veces la nota de Quevedo se inicia con un comentario negativo sobre el texto que la precede, lo que condiciona interesadamente el argumento que expone a continuación: «A este libro y a su autor más era menester castigarlos que responderlos. Los delitos se cuentan por las letras» (p. 407). O, por el contrario, la nota se cierra con una apostilla que insiste en la advertencia previa: «Importa esta nota para que se atienda que don Agustín arreboza la intención de lo que aprueba, con la reprensión, y que discurre mal enmascarado» (p. 404). La selección de fragmentos del texto portugués le debió de parecer a Quevedo tan expresiva del nacionalismo de su autor que, en ocasiones, ni siquiera se molesta en rebatirlo, sino que se limita a subrayarlo:

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«Nada refiere a favor del señor rey don Felipe II que no lo contradiga y procure deshacerlo» (p. 408). Para el patriota español que es Quevedo resulta tan evidente que la razón y el derecho están de parte de Felipe II en 1580, que se sirve de un recurso no jurídico, pero demoledor en sus manos, que es la ironía. Ésta aparece por primera vez en el texto, a propósito de la mención al poder de las armas de Castilla, elemento más decisivo para conquistar el trono portugués que el derecho hereditario de Felipe II. Quevedo selecciona dos fragmentos del texto de don Agustín sobre el particular: […] si bien, temiendo [el cardenal rey] sus armas, cuyo estrépito le sonaba casi a los oídos (p. 403). […] y era el texto las armas y las conveniencias de Castilla, siendo el poder en la mayor fortuna la ley que da y quita las coronas (p. 405).

Y contesta ligando dos notas con una ironía continuada, acompañada de hipérbole, pero sin referirse en absoluto a la invasión de Portugal por las tropas del duque de Alba: Ya sacó las armas con estruendo, y se le arrimó en los oídos […]. Más adelante abre toda la boca, y como otros de asco, él de odio echa las entrañas (p. 403). ¿No dije que presto abriría la boca? Ábrela tanto, que se le ve el asadura (Respuesta…, p. 405).

También se replica irónicamente al fragmento que narra el recibimiento que los portugueses hicieron a Felipe II en Yelves, que recoge, malévolamente por parte de don Agustín Manuel, los lamentos de los más viejos del lugar: Los cuales le recibieron como si resucitara un príncipe portugués, cosa que extrañaron los viejos no poco, llorando, en que este fue el primer día en que passaron de hijos a vasallos, y que perdiendo la libertad granjearon una gran variedad de mudanza de estados y virtudes para su posteridad (texto de la Sucesión de los reinos…, p. 412). Si tratara de la entrada de Lucifer con toda la corte de los demonios, no podía decir más (nota de la Respuesta…, p. 413).

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Menos apropiada es la contestación, con ironía macabra, que relaciona las dudas de la nobleza castellana en el momento de la anexión de Portugal, con el deseo de los portugueses de que su rey no fuera extranjero, cosa que no aparece en el fragmento correspondiente de la Sucesión de los reinos… Quevedo cree ver en el texto portugués una advertencia a la nobleza española de 1640 y, por eso, aprovecha para recordar el triste destino del último rey natural y los engaños sucesivos de quienes afirmaron durante años el regreso de don Sebastián: No sé para qué quieren rey de su tierra, si han de dar de él la cuenta que dieron de don Sebastián, a quien llevaron a la muerte entre foliones y guitarras, y muerto pitagorearon vilísimamente con su alma, pasándosela ya al cuerpo de un pastelero, ya al de un galeote, y ya al de un embaidor (Respuesta…, pp. 410-411).

Esta ironía ha de relacionarse con la alusión al sebastianismo de la primera parte, que insinuaba que don Juan IV era tan falso como los anteriores «sebastianes»: «Ya le quisieron resucitar en un pastelero, ya en un enredador, ya en un bergante: asquerosos antecesores de la nueva corona» (Respuesta…, pp. 397-399). Por último, al final de la segunda parte, en la nota al texto decimoquinto, Quevedo no sólo invalida irónicamente las supuestas autoridades en que se apoyaba don Agustín, sino que, además, ironiza sobre las virtudes que éste atribuía al Braganza en 1580, comparándolas con la actuación de su heredero en 1640. De esta manera la nota, con ser muy breve, resulta eficacísima para desprestigiar al autor portugués, tanto por su falta de rigor como por sus desleales intenciones ocultas de enaltecer a la Casa de Braganza. Si don Agustín remachaba las cualidades morales del pretendiente Braganza apoyándose en un dístico latino, sin citar al autor, Quevedo rebaja, primero, el valor de la auctoritas, asociándola con un proverbio; y, a continuación, con la interpretación del mismo muestra el comportamiento inmoral de Juan IV, «su nieto». Además, siempre consciente del poder de la palabra, Quevedo juega con la doble oposición entre «dejar» la Corona y «arrebatarla», y culpas «veniales» y «mortales», intensificadas estas últimas por ser «tantas» y tan «crueles»: Afirma un autor grave, que comúnmente [don Juan de Berganza] respondía a los que le incitaban en sus pretensiones con un dístico latino, que

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en nuestro vulgar quiere decir: no quería la deseada corona que le daban los juristas, si para alcanzarla había de intervenir cualquier venialidad de culpa (texto de la Sucesión de los reinos…, p. 415). […] y sólo es más ridículo el decir era dístico latino, con sus «juristas» y «venialidad». Esto fue, a ti te lo digo, hijuela, óyelo tú, mi nuera.Y así fue que lo que el otro dejaba por una culpa venial, su nieto, sin dístico, lo ha arrebatado, no escrupuleando en tantas, tan mortales y tan mortalmente crueles (nota de la Respuesta, p. 415).

Con esta nota se cierra la segunda parte de la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza, que es la réplica a quince fragmentos de un texto concebido por su autor con pretensiones de historicidad y veracidad, pero que, tras la selección y refutación de Quevedo, ha quedado descifrado como «alevoso manifiesto». A pesar de que la dedicatoria de Agustín Manuel y Vasconcelos, firmada en diciembre de 1638, era abiertamente halagadora con el conde-duque, «estimador de las virtudes», y con Felipe IV208, Quevedo constata las ambiguas intenciones del portugués: «Él lame con lenguas de fuego, que derriten lo que regalan, o hacen ceniza lo que lamen» (p. 407). En definitiva, toda la segunda parte del texto de Quevedo está dirigida a mostrar que la Sucesión de los reinos… ha «derretido» y convertido en «cenizas» el dominio portugués heredado por Felipe IV, en tanto en cuanto dicho texto daba alas a las aspiraciones del heredero de los Braganza, que, en 1641, ya es Juan IV de Portugal. Consumada la intención de responder y de descifrar, Quevedo aborda en la tercera parte de su obra lo que no anunciaba el título: el levantamiento de Portugal en 1640. No se trata ya de escudriñar una obra o de reescribirla para mostrar su alevosía, sino de opinar sobre un acontecimiento político grave, supuestamente auspiciado por dicha obra. De ahí las grandes diferencias entre la conclusión de la Respuesta… y las dos partes anteriores. Si éstas eran el comentario de un texto y aludían a hechos del pasado, la conclusión es la reflexión personal

208 «[…] para obligarle a que como padre, Rey, y señor, use de su magnanimidad, amparando vasallos tan radicados en su Real patrimonio, y tan súbditos suyos en el ánimo, que a no serlo, es cierto que de nuevo se sujetaran a su dominio solo por gozar de tan singular Príncipe, y de tan celoso Ministro como es V.E.» (Sucesión de los reinos…, s.p.).

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sobre un problema no sólo actual, sino con augurios para el futuro.Y si aquéllas eran precisas, porque se basaban en un texto previo, la conclusión es una exposición desordenada en la forma y errada209 en el vaticinio. Lo primero se confirma por la apostilla a un texto que ya estaba terminado, como muestra el manuscrito: a la obra aparentemente cerrado con una cita de un salmo de David y firmado con el seudónimo de «Licenciado Alonso Pérez Lyñares»210, Quevedo le añade un último párrafo («Oigan otra advertencia sagrada los electores, como la oyó el electo, pues necesitan de no menos eficaz medicina», p. 430).Y lo segundo porque el autor se deja llevar por sus deseos y prevé, equivocadamente, una entrada triunfal de las tropas de Felipe IV para liberar a Portugal del «tirano» Braganza: Todo esto dispone a que el Rey, nuestro señor, que con Portugal ha juntado al título de señor obras de padre, tenga en aquel reino pocos quejosos; porque los muchos son los opresos, que darán paso al sentir de sus corazones cuando las armas justificadas les abrieren lugar para que respiren (Respuesta…, p. 429).

Efectivamente en la conclusión, o tercera parte de la Respuesta…, sólo el primer párrafo («Colígese que este autor asienta…», pp. 415416) concluye la refutación del texto de Manuel y Vasconcelos, mientras que los restantes exponen la interpretación de Quevedo sobre el levantamiento de Portugal. Es una interpretación personalísima, porque Quevedo considera que el levantamiento puede ser beneficioso para la Monarquía; y una interpretación ciegamente optimista y proespañola, basada en la «desolación» de Juan IV, que no podrá fiarse ni del pueblo, ni de la nobleza, ni del estamento eclesiástico, y que sólo cuenta con el «horror» y el «espanto» para permanecer en el poder, frente a la «soberana grandeza y benignidad real de don Felipe IV». El segundo párrafo de la conclusión se abre con dos declaraciones interesantes de Quevedo. La primera afirma que el levantamiento, que «a muchos alborotó» (p. 416), se veía venir, señalando varios indicios: «la enemistad nativa» entre portugueses y castellanos, la rebelión de

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Jauralde, 1999, p. 784. De los tres manuscritos que hemos consultado, sólo en el manuscrito 3706 aparece el seudónimo al final del texto. En los otros dos precede inmediatamente al último párrafo. 210

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Évora de 1637, la actitud de don Duarte, hermano menor del duque de Braganza, y el libro de don Agustín Manuel. La exactitud de estas afirmaciones de Quevedo, que, como es lógico, no recogen el descontento de los portugueses con la política de Olivares, contrasta, sin embargo, con la estimación del levantamiento como «inquietud provechosa»: «Los discursos, o cobardes o mal intencionados, lamentan este levantamiento, por ruina de esta monarquía.Yo, al contrario, le juzgo por una inquietud provechosa, que se pudiera haber deseado, y que fuera maña útil la que se adelantara a ocasionarle» (Respuesta…, p. 417). Un Quevedo siempre arrogante y más partidario de atacar al enemigo que de defenderse de él211 matiza, no obstante, sus palabras, que encierran cierta ambigüedad. Para Quevedo el levantamiento exige castigo, aunque se teme que la ocasión («el motín de Cataluña y las hostilidades de Francia y de Holanda») no es la más propicia: «y ésta es de las cosas que el diferirlas suele evitarlas». El castigo que reclama Quevedo acabaría, por fin, con una amenaza latente desde tiempos de Felipe II: la de la Casa de Braganza. El final del segundo párrafo y el comienzo del tercero exponen bien claramente cómo la «clemencia» de Felipe II y los escrúpulos de Felipe IV han privilegiado la situación de los Braganza en Portugal: El señor rey don Felipe II el Prudente, cuando en Portugal conquistó su herencia legítima, pudiendo traerse consigo a Castilla toda la Casa del duque de Berganza —que había sido opositora a aquel reino y pretendídole— la dejó en él preferida, sin comparación, a todas las demás […] y hoy, siendo cosa tan molesta y recelosa, no había ocasión del todo honesta que persuadiese el arruinarla, y menos cuando su majestad y su valido desprecian el mayor riesgo por no incurrir en la menor nota (Respuesta…, p. 419).

Y para recalcarlo Quevedo utiliza el simbolismo del fuego, que es ahora metáfora de la aspiración de los Braganza; un fuego que no se ha extinguido durante el reinado de los tres Felipes: Que fue no apagar el fuego, sin envolverle en poca ceniza, de suerte que, en hallando materia dispuesta en que prender, volviese a los humos

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«El más seguro modo para defenderse del contrario es obligarle a que se defienda. El que acomete sabe escoger para sí, toma la determinación y da el susto al enemigo» (La rebelión de Barcelona…, p. 452).

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de reinar.Algunos exhaló en Lisboa, cuando la majestad de don Felipe III, nuestro señor, juró a su majestad, que Dios guarde, entonces príncipe. Aquella clemencia respectiva del Prudente desde entonces nos ha ocasionado este humo a narices en esta Casa (Respuesta…, p. 419).

Por eso Quevedo considera provechoso el levantamiento, ya que el propio duque de Braganza ha propiciado la ruina de su Casa al rebelarse contra el rey castellano: Hoy el duque de Berganza ha dispuesto para sí lo que aún sus mayores enemigos no supieran rodearle. Engañóse en el trueco de una letra: quiso hacerse rey, hízose reo. Nunca tuviera seguridad la posesión de Castilla sin esta culpa suya; ella es grave, mas preciosa. Lo que hoy tiene más son crímenes y ser disculpa de dejar de ser lo que era. Cuando pensamos que nos debe, le debemos el habernos justificado la desolación suya, en que él solo ha sido artífice (Respuesta…, p. 420).

La paradoja de la «inquietud provechosa» queda así justificada, ya que Quevedo es partidario del «castigo», aunque albergue dudas sobre el momento de su aplicación, para un «reo» que se lo ha buscado, y que, además, se halla sumido en la desolación. Con este término Quevedo da entrada a una exposición sobre los supuestos apoyos del rebelde, augurando que le abandonarán o le traicionarán. Esta exposición empieza refiriéndose al pueblo y a la nobleza, y finaliza con el estado eclesiástico: El pueblo es como el aire, que alienta y no mantiene.Tan grande locura es pensar reinar entre compañeros, que solo intentarlo es mayor. Más quejosos tiene ya de los que le levantaron que de los que él ha derribado (Respuesta…, p. 420). Si se justifica en la aclamación del estado eclesiástico (Respuesta…, p. 424).

Para probar que el pueblo no mantendrá al duque de Braganza, Quevedo expone varios argumentos, como el desamparo que experimentarán los portugueses para defender sus posesiones en Pernambuco y la India Oriental, y los gastos en vidas y haciendas que habrán de hacer por defender el «hurto» de la nueva corona; esto último lo augura con patetismo:

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Empezarán a gastar, por defender su hurto, las vidas y las haciendas. Oirán los lamentos de sus mujeres, verán correr lágrimas de sus ojos y sangre de sus hijos, y ellos de sus padres; sus casas en poder de las llamas, sus mieses segadas del incendio (Respuesta…, p. 421).

Quevedo concluye de todo ello que el pueblo se arrepentirá de haber seguido al nuevo rey y que lamentará haberse dejado engañar por sus promesas. Entre éstas sólo se menciona una, la supresión de tributos, en la única alusión de todo el texto al descontento de Portugal por las medidas económicas de la política de Olivares.Aunque Quevedo no detalla y pasa sobre ascuas, es evidente que se contraponen los «gastos» reclamados por Madrid, que son los de la «paz» y los «gastos» en vidas que acarreará la guerra para sostener al nuevo rey, que son los de la traición: «Él [el duque de Braganza] pudo engañar, con quitar tributos y promesas, al pueblo […] y el arrepentimiento restará cuánto más cuesta mantener su traición sin tributos que la paz con ellos» (Respuesta…, pp. 420-421). Consciente de que la palabra de un castellano puede resultar parcial para los portugueses («Yo admito a los portugueses la excepción de castellano para no dar crédito a mis razones», p. 422), Quevedo se apoya en una larga cita de Cornelio Tácito en la que se contrapone la libertad, ansiada por los tréveros como por los portugueses, a los tributos exigidos por los dominadores: El pretexto es de libertad y nombres halagüeños […]. Nosotros […] sólo os añadimos con el derecho de la victoria lo que pudiese amparar la paz, porque ni puede haber quietud en las gentes sin armas, ni armas sin sueldos, ni sueldos sin tributos (Respuesta…, p. 423).

Todo este fragmento, aparentemente dedicado a advertir al pueblo portugués de los riesgos que entraña la nueva corona, tiene su contrapartida en el aviso al nuevo rey sobre lo mudable del pueblo, que ya se apreciaba al inicio del fragmento. El engaño es recíproco, porque el rey engaña al pueblo con promesas, pero tampoco puede fiarse de él: El pueblo ¿no es el que coronó a don Antonio con tanto alborozo para dejarle con mayor desamparo? ¿No pretendió primero elegir rey, y luego se dejó arrebatar del que ningún derecho tenía? Pues si él consigo no está concorde, ¿quién tendrá concordia con él? (Respuesta…, p. 423).

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La exposición sobre la nobleza portuguesa se realiza también en doble dirección. Primero se advierte a dicha nobleza, halagándola, para insinuar que pueden negar obediencia a quien era tan vasallo como ellos: […] aquel blasón tan magnífico de los fidalgos, que con razón no ceden a alguna grandeza ni de justicia […] y entre ellos tantos en cuyas venas aún hierve […] tanta sangre real, ¿no habrá encendido lo colorado con la vergüenza de hallarse vasallos de quien siempre lo fue y lo es hereditario? (Respuesta…, pp. 423-424).

Y a continuación se previene al rey de una posible traición por parte de los que antes eran sus iguales y después le han besado la mano. Quevedo se sirve del juego de palabras y de la paradoja, para luego ceñirse al caso concreto: […] fiaráse en que le han besado la mano: en mucho menos ha tenido de beso de parte de la boca, que de tapaboca de parte de su mano. Quédese esto a cargo del suceso que descifró esta ceremonia con Cristo: no bese siempre el traidor para vender, sea besado para ser vendido. Si hace causa de que le han jurado por rey, no olvide que son los que con él quebrantaron el que a su Rey y señor natural tenían hecho (Respuesta…, p. 424).

El «si» condicional de esta última oración dedicada a la nobleza inicia un paralelismo estructural con otros aparentes apoyos del duque de Braganza, que Quevedo pretende pulverizar. El primero trata de desacreditar al estamento eclesiástico portugués, apelando a un sentimiento religioso sobre el que volverá más adelante. Es un fragmento muy breve, pero muy duro, en el que empieza por reprochar al clero que siembre cizaña, advierte de que su actitud es propia de infieles, y, finalmente apunta al obispo de Lisboa comparándole con don Opas, el obispo traidor: Si se justifica en la aclamación del estado eclesiástico, mire si es acción de sacerdotes la rebelión; si es de las voces del Evangelio sembrar cizaña […]. Mire bien si es turbante o mitra la que exhorta guerra contra católicos; no se fie en que son insignias diferentes, que turbante revuelto y mitra revolvedora, pues turba la paz, turbante es.Valerse de Cristo para animar contra él más allá es de don Opas, que hasta hoy fue el peor obispo (Respuesta…, pp. 424-425).

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En el segundo fragmento Quevedo denuncia que Juan IV, siempre designado como «el tirano», se haya valido del «horror», el «espanto» y el «miedo» para tomar el poder y mantenerse en él: «Si se asegura en el horror y espanto […] enferma ligadura serán espanto y horror para la obediencia» (p. 425). La crueldad que atribuye Quevedo a Braganza se intensifica por medio de varios procedimientos y así, este argumento, entremezclado con otros, llega hasta el final del texto. En primer lugar, Quevedo se apoya en una cita de Tácito, que relacionaba «inhumanas atrocidades» con «la muerte de insignes varones», asociándola con la muerte de la nobleza portuguesa partidaria del rey Felipe IV y con el caso concreto de don Fernando Mascareñas, conde de la Torre. Dicha nobleza es designada como «tan leales y esclarecidísimos fidalgos», mientras que el «nobilísimo y de siempre gloriosa memoria don Fernando» es desmedidamente exaltado por su lealtad, de la que dio prueba en los primeros momentos del levantamiento y que habría llegado a oídos de Quevedo212. De esta manera, Quevedo aprovecha para hacer de él un vasallo digno de la grandeza de Felipe IV, una sangre que clama venganza y un paradigma de la nobleza lusitana: Con la muerte del nobilísimo […] don Fernando Mascareñas [el duque de Braganza] no hizo sino escribir en la inmortalidad con su sangre el más calificado elogio de la soberana grandeza y benignidad real de don Felipe IV, el rey nuestro señor, pues […] quiso más morir por confesarle por rey que vivir mintiendo este nombre al tirano […]. ¿Cuál otro monarca mereció tener vasallo que, en tal estado y tan a su costa, supiese mostrar igualmente cuánto estimaba serlo de su majestad y no quererlo ser de otro? (Respuesta…, pp. 425-426). […] sea gloriosa vida del muerto, sea infame muerte del matador. Clame aquella sangre, y por ella toda la que está en las venas de Castilla y Portugal (p. 426). Grande esplendor resulta de tal hijo a todo Portugal, confesémoslo: la guerra basta que nos haga contrarios, no envidiosos. Débame esta lisonja la nobleza lusitana (p. 426).

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Sin embargo, el conde de la Torre terminó por rendirse y entregar el castillo de San Juan. Colomés, 1947, ya señaló este dato para probar que la Respuesta… fue escrita en los primeros momentos de confusión.

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Y es que, efectivamente, Quevedo vuelve a halagar a la nobleza en este largo párrafo, como si quisiera atraerla para su causa, valiéndose de dos argumentos. El primero es el ejemplo de Mascareñas.Y el segundo las malas alianzas y socorros que el «tirano» ha establecido con franceses y holandeses (tildados de ladrones), pero sobre todo con los «moros de África». Esto último da pie a Quevedo para enarbolar de nuevo el argumento religioso, con una ironía dedicada al arzobispo de Lisboa, una alabanza al cristianismo de Portugal y, por último, una expresión de providencialismo, basada en la alianza entre Dios y Castilla, a la que espera se sumen los portugueses: ¡Pues llamar los moros de África […] no lo podrá adjetivar con el crucifijo que trae en las manos el arzobispo de Lisboa! Cristianísimo, nobilísimo y hazañosísimo reino es Portugal; puede ser tiranizado, no infiel. No le hemos deseado enemigo, mas siéndolo, le conocemos generoso. Supo Castilla darle; quiso Dios volvérsele; ha osado contradecir su divina voluntad el duque de Berganza. Castilla, que asiste al cumplimiento de la de Dios, espera tenerle de su parte, y que dispondrá que portugueses sean medio en la ejecución (Respuesta…, p. 427).

Da la impresión de que Quevedo se dirige especialmente a los portugueses en esta última parte del texto y, para ello, vuelve a poner de relieve la crueldad de Braganza, ejemplificándola en otro caso concreto y apoyándola en dos citas. El caso es el del secretario de la Junta de Lisboa, Miguel de Vasconcelos. Con buen criterio, Quevedo no dedica ninguna alabanza a esta hechura de Olivares, odiado por los portugueses y asesinado el mismo día de la rebelión. Lo que hace es atribuir directamente a Braganza la mutilación de su cuerpo, realizada por el pueblo, y comparar su crueldad con la de Voleso Mesala, citado por Séneca: «Quien estrenó la corona con la sangre del secretario Miguel de Vasconcelos […] bien compite el blasón cruento y facineroso a Voleso Messalla» (Respuesta…, pp. 427-428). La segunda cita es de Juvenal y trata de «cuán diferentes premios se alcanzan por un mismo delito». Quevedo la desvirtúa al traducirla e interpretarla, y sugiere la horca como «premio» a la maldad del tirano, como si intuyera la proximidad de la conspiración antibragancista de julio de 1641; ésta fracasó y en ella fue ajusticiado Agustín Manuel y Vasconcelos, pero no dejó de mostrar la existencia de sectores «quejosos» del nuevo rey:

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«Aquél llevó por precio de su maldad la horca, éste la diadema». «Éste» dice, parece que le señala; y en Berganza hubo aquel que llevó la cruz, como hay este que lleva la diadema. Mas es de advertir que corona por premio de maldad es horca, como la horca por precio de las virtudes es diadema (Respuesta…, p. 429).

Quevedo prepara así el terreno para oponer a tal crueldad la condición paternal de Felipe IV, justificando sus palabras como una advertencia a los portugueses para que olviden las profecías de Gonzalo Anes Bandarra, cuyo mesianismo hacía de Juan IV el encubierto que liberaría Portugal: «De nadie pretende ser malquisto este discurso, pues aconseja y advierte más que reprende, y sólo desea que, dejando los esforzados y nobles portugueses los delirios de Bandarra» (Respuesta…, p. 429). Con el término discurso Quevedo parece referirse sólo a la conclusión, que tanto se diferencia de las dos primeras partes de la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza. El carácter de advertencia se confirma en el párrafo final («Oigan otra advertencia sagrada los electores»), añadido después de dar por cerrado el texto con una cita de David y la firma con el seudónimo de Alonso Pérez Liñares. Esta apostilla es el último aviso a los portugueses y se basa en la interpretación simbólica de un apólogo procedente del Libro de los Jueces, al que ya hemos aludido a propósito del componente simbólico de la escritura propagandística. Quevedo muestra a los portugueses que han elegido mal rey, como los «leños» que eligieron al «rhamno» (cambronera o espino), después de haber optado por la «oliva», la «higuera» y la «vid». En un mal augurio doble, para los portugueses y para el nuevo rey, se les indica lo que han perdido con su elección —paz, felicidad, opulencia y utilidad— ventajas todas de las que gozaban con el rey castellano: […] teniendo por rey y señor los portugueses a la oliva, en la paz y en la felicidad y en la sabiduría; y a la higuera en la opulencia, riqueza y dulzura; y a la vid en la utilidad, eligiesen por su rey al rhamno […], ignorancia es que excede a los leños en la propia acción. Puedo deciros, oh portugueses, con David […], que pues os arrojasteis a elegir por rey al rhamno […], que vosotros tendréis por rey una zarza, y ella en vosotros una corona de espinas (Respuesta…, p. 431).

Este colofón del texto nada añade a la crueldad del duque de Braganza, anteriormente probada. Su función es esencialmente intensificadora y erudita, en esta tercera parte que acumula ocho citas, frente a sólo una en las anteriores. Sin embargo, lo más interesante del apólogo añadido al

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final de la conclusión es que muestra una coincidencia más entre la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza y La rebelión de Barcelona… Si en el opúsculo anticatalán Quevedo se sirve de un texto previo, cuyas tesis comparte, y sólo añade a su ideología refranes, citas y retórica, la obra sobre Portugal, que no es abiertamente antiportuguesa, contenía ya en germen los mismos procedimientos, aunque con diferente estructura: un texto de base (para rebatirlo); un proverbio («a ti te lo digo, hijuela; óyelo tú, mi nuera»), con los mismos fines ridiculizadores que el refrán; numerosas autoridades para refrendar sus asertos; un ejemplo de conducta personal que se generaliza (la lealtad de Mascareñas, extrapolada a la nobleza lusitana, y la herejía de Benito Ferrer, a los catalanes); y, finalmente, este apólogo amenazador, que se refrenda con una cita de los Salmos. Efectivamente, en La rebelión de Barcelona… Quevedo es igualmente consciente del valor simbólico y aleccionador del apólogo, cuando advierte a los catalanes de que pueden perder su libertad con la «protección» del rey de Francia; y, sintomáticamente, el apólogo del caballo que pierde la libertad va precedido de una mención a Portugal: Engáitalos [el rey de Francia] con el ejemplo de Holanda, y aliéntalos con la traición de Portugal; y cállales el apólogo (de que hace mención Aristóteles en la Retórica) del caballo que, cuando era libre, para defenderse de otros animales que le enojaban, fue a pedir al hombre le viniese a socorrer (Rebelión…, p. 458).

Si bien Quevedo en esta ocasión no se molesta en interpretar el apólogo («Perdónoles su aplicación, allá se avengan»), extrae consecuencias y apostilla con citas, por ejemplo, la imaginería del mundo animal basilisco-serpiente-régulo, como en el apólogo del mundo vegetal sobre la oliva, la higuera, la vid y el «rhamno». Entre dichas citas, de David, Isaías y Tertuliano, interesa la primera por la coincidencia con la Respuesta…, ya que es también una previsión amenazadora, en este caso para el futuro de los catalanes.Tras afirmar que con el rey de Francia los catalanes tendrían por rey al régulo, Quevedo deduce la «ruina» de los catalanes y vaticina el triunfo (con «pisadas y coces») de Felipe IV («un rey que cumple lo que dice») con la cita de David: «David dice […],“andarás sobre el áspid y el basilisco”. Estas pisadas y coces un rey que cumple lo que dice se las promete al basilisco» (p. 468). Esta cita en La rebelión de Barcelona… está, además, muy próxima a los dos párrafos dedicados a la conexión entre las rebeliones de Catalu-

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ña y de Portugal. En ellos Quevedo vuelve, brevemente, sobre algunos argumentos ya expuestos en la Respuesta…, todos ellos dirigidos contra Juan el Cuarto: su crueldad, su traición, su usurpación, su condición de vasallo y sus relaciones con el sebastianismo, en el que confiaban los cristianos nuevos portugueses; éstos son «judíos», según la pluma de un Quevedo que ya se había manifestado al respecto en su Execración contra los judíos del año 1633: «¿quién ha podido ignorar que […] cada letra que dan los asentistas judíos que hablan portugués no es tantas espías como letras[…]?» (Execración…, p. 36). Todo ello muestra la proximidad temporal entre ambos textos, que tienen, sin embargo, tonos tan distintos: con pretensiones de exactitud y rigor, el primero, frente al sarcasmo cáustico del segundo. En ambos casos el Quevedo encarcelado se manifiesta contra enemigos de su rey, pero la Respuesta… concreta esos enemigos, sucesivamente, en don Agustín Manuel y Vasconcelos y el duque de Braganza, mientras que La Rebelión… generaliza en el pueblo catalán. En la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza un Quevedo prudente anuncia en el título lo que parece su única intención, «descifrar»; pero luego no puede dejar de opinar, incluso sobre el error de los tres Felipes, que no neutralizaron a tiempo a la Casa de Braganza. En el segundo opúsculo un Quevedo que ve cómo se alarga su prisión se apoya en la brillantez de su estilo para halagar al valido, incrementando contra Cataluña unos procedimientos ya ensayados contra la rebelión de Portugal. En ambos textos Quevedo se desahoga durante el tiempo infinito de su prisión. Ansioso por opinar, ejercita la escritura para sí, dejándose llevar más por los deseos que por la realidad. En ambos casos se equivocaba tanto con el autor del manifiesto «alevoso» o el heroico Mascareñas como en el servil seguimiento del Aristarco… de Francisco de Rioja, que no le proporcionó beneficio alguno. Pero se equivocaba especialmente al confiar en los derechos y las armas de su rey para sofocar ambas rebeliones, cuyos inicios siguió desde la cárcel, a cuyas batallas escritas se quiso sumar, y cuyos desenlaces no se vislumbraban cuando le llegó la muerte.

3.2.3. El Apologético contra el tirano y rebelde Berganza…, de Juan Adam de la Parra El Apologético contra el tirano y rebelde Berganza y conjurados, arzobispo de Lisboa y sus parciales, en respuesta a los doce fundamentos del Padre Masca-

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reñas213, se publicó en Zaragoza, en 1642. Es un impreso de noventa y ocho hojas, con un título muy indicativo de sus propósitos, que se cumplen con acierto y con orden. Conviene destacar este doble acierto del Apologético…, frente a ciertas críticas sobre la desorganización e ineficacia de la propaganda antiportuguesa. Así, por ejemplo, la observación de Nicolás Fernández de Castro, en su Portugal convencido con la razón para ser vencida con las católicas potentísimas armas de don Felipe IV… (1647), sobre la imprecisión de quienes mezclaban lo civil y lo religioso, o lo jurídico y lo político: Han escrito novísimamente por el derecho de V.M. los juristas como si fuesen teólogos, y los teólogos como si fueran juristas, y los historiadores como si tuvieran una y otra disciplina.Y se andan paseando por el mundo Caramueles con Anti-Caramueles, y defensas de Caramueles, Manifiestos y Anti-Manifiestos, Pelliceres […] y otros libros y discursos deste género214.

El autor señalaba con ironía la circulación de libros y autores, que se leían y se perseguían mutuamente en ese tiempo de libelos; y, efectivamente, los libros y discursos «deste género» configuran lo que Sánchez Alonso designó como historia polémica, es decir, la guerra con armas de papel. Según se deduce de las palabras citadas, esos discursos cumplían una función en la primera de las dos etapas sucesivas para sofocar la revuelta: convencer con la razón y vencer con las armas. En suma, esos escritos apasionados, que se solapan unos a otros y que mezclan argumentos diversos, no están unificados por el género, sino por el propósito propagandístico, que se basa en el poder de las palabras para la defensa de una política. De todo ello es buen ejemplo el libro del inquisidor, pero su caso no es privativo del gobierno de Felipe IV. Si el manifiesto de 1635 estaba inspirado por el cardenal Richelieu y el padre José, y la Proclamación catalana fue redactada por un clérigo, también en el levantamiento portugués hubo muchos religiosos que se manifestaron a favor de la restauración bragancista.Así ocurrió con el autor al que Adam de la Parra replicaba: el jesuita Ignacio Mascareñas215, que fue nombrado

213 Citamos la obra por un ejemplar de la Biblioteca Nacional de España, R/29706 (3). 214 Apud Bouza, 2008, p. 146. 215 Ver la Relación del suceso que el padre Maestro Ignacio Mascareñas… tuvo en la jornada a Cataluña…, que es traducción castellana del padre Rafael Pereira en el

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embajador en Cataluña por Juan IV, llegó a Barcelona en enero de 1641, poco antes de la batalla de Montjuich, y desempeñó un importante papel político entre los portugueses que estaban en Cataluña y formaban parte del Ejército castellano. De manera que el texto del inquisidor es una réplica detallada a la obra escrita también por un religioso, que mezclaba, como él, lo político, lo jurídico y lo teológico en su defensa de los derechos del duque de Braganza, y que publicó en Barcelona en el año 1641: Justicia del ínclito príncipe D. Juan IV, Rey de Portugal, de los Algarves… En el Apologético… Adam de la Parra concede protagonismo al papel desempeñado por la iglesia en el levantamiento portugués y eso, desde el título de su obra, que indica cómo el arzobispo de Lisboa formaba parte de los conjurados. Y nada más revelador que la «respuesta» de un inquisidor que vuelve a prestar sus servicios como propagandista a Felipe IV y Olivares, combinando política y religión contra esta «conjuración», cuando ya lo había hecho en la «conspiración» de 1634 y que había respondido con escándalo a las «impiedades» del manifiesto catalán, que había tenido ocasión de leer como miembro de la institución que lo había recogido. Así, entre otras cuestiones, en el Apologético… sostiene que el duque de Braganza ha incurrido en crimen de lesa majestad al traicionar su juramento a Felipe IV; que el reino de Portugal corre el riesgo de que se «macule su religión» (fol. 8v); y, sin percatarse de su propia contradicción, que los rebeldes portugueses confunden lo civil y lo religioso. Dicha confusión se plasma en el intercambio de funciones entre Juan IV y el arzobispo de Lisboa, «no distinguiendo este Tirano el oficio de Príncipe del de sacerdote» (fols. 58-59), igual que el arzobispo, «que se hace Príncipe y dedigna ser sacerdote», lo que conlleva que uno y otro sean «verdugos de tantos prelados» (fol. 58v), en alusión notoria a los clérigos leales pro-felipistas, encabezados por el más notable de esos prelados: el arzobispo de Braga e inquisidor general.Tras este punto de vista quizás el autor insinuaba que estaba en contra del padre maestro Mascareñas, cuyos «errores» señala, y, además, en contra del papel desempeñado por los jesuitas, que también aparecían, pero muy elogiados, en la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza de Quevedo.

año 1643, en Cartas de jesuitas, vol. XVI, pp. 138-156, y el artículo de Burrieza Sánchez, 2008.

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En cuanto a la estructura, el Apologético… es la reescritura y subsiguiente réplica pormenorizada del opúsculo del padre Mascareñas, que recordaba los derechos del rey portugués y los apoyaba en doce principios, o fundamentos, y en un buen número de autoridades. En este sentido, frente a la imprecisión de la Sucesión de los reinos… de Pellicer —y de otros «pelliceres», como decía con humor Fernández de Castro—, el libro de Adam de la Parra es una escritura «en contra» y tiene un esquema al que someterse: el mismo que Pellicer empleó en su Defensa de España…, Rioja en el Aristarco… y Quevedo en la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza; es decir, la selección o resumen del texto que se rebate (artículo, fragmento, fundamento, etc.) y la respuesta correspondiente. Ésta es, generalmente, más larga, con argumentos, citas, autoridades, reproches, demostraciones de errores y malevolencias del adversario, etc. La obra se compone de un índice muy completo (cinco hojas), la carta dedicatoria al conde-duque (fols. 1-6) y el texto propiamente dicho, con cada uno de los «Fundamentos» (I, II… hasta el XII) y su correspondiente «Respuesta», cuya extensión oscila entre los seis y los once folios. El contenido del Apologético… es de sumo interés, porque permite seguir el enfrentamiento con Portugal en toda su complejidad, desde la reinterpretación del problema sucesorio. Mascareñas se remontaba al mismo, como sus predecesores, y Adam de la Parra le dedica los dos primeros fundamentos: «Transmutaciones del reino de Portugal y controversia de los opositores…» y «De qué naturaleza fue el ingreso del señor Felipe II y en qué se diferenció del de Berganza». A partir del fundamento III, el texto expone el «origen de las adversidades de Portugal y la causa de las guerras presentes», para confrontar dichas adversidades y causas desde el partido portugués y el castellano, respectivamente: convirtiendo las acusaciones en beneficios, los «derechos» del Braganza en «crimen de lesa majestad», demostrando que es «tirano y no intruso» (fundamento IV) y que fue «ilícita la muerte de Vasconcelos y de los nobles» cuando llegó al poder, y, por ende, «que es lícito matar al tirano» (fundamento V). Respecto a esa tiranía, aduce como prueba la muerte de don Agustín Manuel, que fue obligado a escribir un «primer manifiesto», del que se retractó y «por esto lo hizo degollar el tirano» (fol. 43v). Desde la respuesta al fundamento VI, sobre el juramento de fidelidad que el duque prestó y posteriormente incumplió, todas las réplicas se refieren a cuestiones religiosas, en especial a las relaciones entre la monarquía restaurada y la Santa Sede, cuyo recono-

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cimiento Juan IV trataba de conseguir: jurisdicción eclesiástica, nunciaturas, presentaciones de iglesias, religiosidad del pueblo portugués y posible excomunión del «tirano»: «No es de temer del reino de Portugal inobediencia a la Iglesia, aunque se excomulgue al tirano» (fundamento XI, fols. 84-88). La importancia política y propagandística del texto de Adam de la Parra se aprecia ya en la dedicatoria y se confirma en el último apartado de la obra, que responde al fundamento XII con una interpretación del significado de la rebelión de Portugal, inserta en el agitado panorama europeo. Respecto a la dedicatoria al conde-duque, fechada el 28 de febrero de 1642, es consolatoria en los momentos difíciles por los que atravesaba el gobierno y pide patrocinio para el Apologético…, que pretende convencer al «pueblo engañado»: […] espero de la benignidad y grandeza de V. Ex., y de la experiencia que tiene de mi buen celo y sinceridad de corazón, que con agrado le dará patrocinio y favor, pues mi fin no es otro que desengañar al pueblo (en beneficio de la causa pública) y que el enemigo no quede glorioso en la posteridad con el silencio (Apologético…, fols. 1r-v).

Con arreglo a su ya dilatada experiencia, Adam de la Parra sostiene que también ahora hay que responder a los escritos del enemigo, que «Difaman […] con maledicencia» (fol. 1r), intrigan con los demás enemigos de la Monarquía, aludiendo a Francia, a su rey y a su ministro — «el universal perturbador de Europa» (fol. 2r)—, y tienen «al pueblo irritado con engañosas esperanzas». Por eso enmarca su respuesta en un objetivo general, temiendo otras rebeliones, a la vista de las insidias francesas previas y de los papeles de los rebeldes peninsulares: He observado, durante estas guerras, el daño que han hecho manifiestos del enemigo en Norte y Levante.Y hallo que lo que vomitó en sus escritos Verganza con tal irreverencia, corre sin haber quien lo impugne […]. Por eso, con su amparo de V.E. (siguiendo sus dictámenes […]) los descifro y revelo (Apologético…, fols. 4v-5r).

El inquisidor se sirve de una durísima terminología («vomitó») y ofrece su obra para desvelar conspiraciones o designios encubiertos, coincidiendo con Quevedo en el verbo «descifrar». Coincide también con la metáfora de Pellicer, que calificaba la revuelta portuguesa como «nube» pasajera: «Pídense para el consuelo común manifestación de la

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verdad, antes de que padezca Europa otras sublevaciones […] y se desharán los nublados del que ha beneficiado con arte el rumor popular» (fol. 2r). Considera que es su obligación «desengañar al pueblo» para que no culpe a «ministros inocentes» (fol. 5r), para que sepa que no son «tantas las adversidades como les figura el rebelde» y para que participe en la defensa de la Monarquía. Así, «se adelantarán en las guerras […] para recuperar lo perdido, para reducir al inobediente y para conservar lo propio en las partes que ha estado en peligro» (fol. 5r). Por eso insiste en el papel del clero: Ha de ser persuadido, Excelentísimo Señor, en escritos el pueblo, y por aquellos a quien toca la predicación evangélica, para que en las fatigas e inclemencias del tiempo, en la misma dificultad de las cosas, no decrezca el ánimo (fol. 6v).

Y en todo cuanto afecte a la vertiente religiosa del levantamiento, por ejemplo, las alusiones a milagros y prodigios sobrenaturales que respaldaban la entronización de un rey portugués y no extranjero. Este último aspecto brota por doquier en la respuesta de Adam de la Parra; pero la definición de «tirano», y su aplicación a Juan IV, es especialmente elocuente de cómo se imbrican política y religión. Según el inquisidor, don Juan llegó al trono sin ser aclamado por el pueblo, sin ejercer un derecho hereditario y sin señales milagrosas, «pues todo cuanto se ha afectado de milagros y de ángeles solicitadores desta conmoción […] ha corrido a favor del rebelde» (fundamento IV, fols. 40v-41r). Como se deduce de la dedicatoria, este publicista ya entrenado demuestra un perfecto conocimiento del texto que refuta, del levantamiento «rebelde» anterior y de las alianzas de los dos enemigos internos con quienes desde fuera instigan la «desunión» para perjudicar a la Monarquía. Por eso, el último apartado del libro, sobre el fundamento XII del padre Mascareñas, expone un panorama europeo general que muestra cómo Francia fomenta las separaciones («La Francia […] borra con su misma sangre las rayas que en tantas capitulaciones de paz, tregua y matrimonios ha jurado conservar», fol. 90r); recuerda que las «inmensas riquezas y ríos de plata y oro» del Nuevo Mundo (fol. 90r) más han aprovechado a Portugal que a Castilla; y reprocha al propagandista portugués que no se haya informado debidamente «deste estado de los antiguos límites de Europa», o que se haya guiado por los intereses franceses: «Los lugares del Padre Mascareñas mejor se acomodan a

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la inmensa ambición del Cristianísimo, como se ve de las impugnaciones» (fol. 91r). Aplicando las mismas técnicas que ensayó en la Conspiración heréticocristianísima de 1634 y en la Súplica de Tortosa de 1640, Adam de la Parra responde en 1642 al «enemigo», en este caso portugués, pero sin olvidar la ambición de los franceses que divide en miembros dispersos el cuerpo de la Monarquía.Y esas técnicas consisten en el dominio de un léxico con palabras clave para desprestigiar al adversario (tirano, vomitar, veneno, rebeldes, conjuración); en citas y autoridades favorables al punto de vista que sostiene (Franco Conestaggio, fray Juan de Herrera y Caramuel); y en la aplicación de una simbología ya acuñada y familiar a los posibles lectores: «se delineará dónde se han fijado las flores de lises, en que antes no eran reconocidos sino leones y águilas» (fol. 92r). Todo ello, primero, para convencer de la necesidad de mantener unido un cuerpo exhausto, al que puede aplicarse algún «ungüento» curativo, pero cuyos miembros pretenden separarse de la raíz, o la cabeza, que es Castilla: […] que aunque se vea que la cabeza reparte desde el cerebro más a un miembro que a otro, más a Flandes, más a Portugal que a todos, y más a cada uno que lo que le queda de sustancia propia, pero como es raíz de donde se conserva lo universal es necesario por más que se divierta el humor bueno conservar los miembros y la raíz (fol. 90v).

Y, finalmente, para defender a toda costa los derechos y la justicia del Rey Católico, amparo de la religión, como sostiene el Apologético… en su vibrante final, mediante una pregunta retórica y una efectista apelación en segunda persona, dirigida a los enemigos conjurados: ¿Por qué causa Berganza y el Cristianísimo y los demás aliados trabajáis incansables para oponeros a la piedad, al hijo defensor de la Iglesia? ¿Por qué no permitís que posea lo que Dios le concedió? […] por más felices que sean los sucesos de los del partido contrario, por más que se extiendan holandeses, se obstinen suecos, se vea afligido el patrimonio del Rey Católico en Flandes, en Borgoña, en Portugal y en Cataluña, son tales las disposiciones divinas que en la misma adversidad encamina lo próspero y feliz (fol. 98r).

El colofón de la obra demuestra que no es éste un escrito ocasional, sino la expresión de ideas firmes sobre la política de la Monarquía,

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manifestadas por quien llevaba años de servicio continuado a la misma. Prueba de autoconfianza es que Adam de la Parra se atreve a firmar con sus iniciales la dedicatoria —«De V. Excelencia el más reconocido L.D.I.A.D.L.P.»— aunque el texto carezca de marchamo oficial, sin aprobaciones ni licencias. Sin embargo, tan complaciente colaborador de Olivares fue encarcelado por motivos oscuros en San Isidoro de León, en noviembre de 1642, dando pie a que se establecieran analogías entre su destino y el de Quevedo, también preso desde 1639. El primero en hacerlo fue el inquisidor Pacheco, que relacionaba en una carta216 a los dos prisioneros por ser personajes significativos; y que se refería a la conveniencia de alejar de la Corte al inquisidor, acusado de ser el autor de una sátira anónima contra el poderoso banquero converso portugués Manuel Cortizos, nombrado familiar de la Inquisición en septiembre de 1642. Aunque Adam de la Parra lo negó en varias cartas de 1643217, Domínguez Ortiz afirma que, finalmente, fue «víctima indirecta de aquellos conversos que con tanto apasionamiento había odiado»218, según testimonia su primera obra conocida, Pro cautione christiana…, de 1630. Recordemos que fue escrita en latín por cautela, porque en ella el inquisidor discrepaba de los beneficios que se concedían a los judeoconversos portugueses, respecto a los estatutos de limpieza de sangre. Por las mismas fechas, en 1633, lanzaba Quevedo su anatema contra los «judíos».Y en 1641 los reproches contra las ventajas mercantiles obtenidas por los conversos portugueses habían perjudicado la difusión de la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve de Pellicer. De manera que en el Apologético… apenas hay una leve alusión a los comerciantes portugueses que habían consumido la mayor parte de los «tesoros» americanos, aunque la escritura anónima y secreta fuera mucho más lejos, si es que el inquisidor fue el autor de la satírica décima. Para concluir con las peculiaridades de esta primera propaganda antiportuguesa, se aprecia en ella la acumulación de conflictos del gobierno y la suspicacia que de ellos se deriva. Efectivamente, es muy notable que los tres autores que «colaboran» con el poder en las campañas contra Francia, Cataluña y Portugal coincidan en su discrepancia

216 217 218

Ver Elliott, 1972. Fueron publicadas por Entrambasaguas, 1930, ver especialmente p. 717. Domínguez Ortiz, 1951, p. 114.

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sobre el creciente auge económico de los mercaderes conversos portugueses. Pero también que lo hagan literariamente, en el diálogo intertextual de sus respectivos escritos con los textos de base: desde la alusión de Pellicer a la inoportuna obra de Agustín Manuel y Vasconcelos, «prólogo» de la guerra; a su transformación en «manifiesto» descifrado por Quevedo; hasta que, por fin,Adam de la Parra deshizo el error sobre un autor sospechoso para todos, y ajusticiado por el «tirano» Juan IV. En resumen, ni la polémica previa sobre la sucesión de Felipe II ni esta primera fase de la propaganda castellana fueron eficaces para persuadir a los rebeldes portugueses. Pero es indudable que se iniciaba una guerra de papel, con víctimas entre las propias plumas implicadas.A esa guerra se sumó desde Münster don Diego de Saavedra Fajardo, que preparaba allí los tratados de paz.

4. ¿HACIA

LA PAZ?

DIEGO DE SAAVEDRA FAJARDO ANTE TRES SUSPIROS DE FRANCIA A LAS LOCURAS DE EUROPA

GUERRAS: DE LOS

[…] y procurando la paz con medios flojos y indeterminados, llama con ellos la guerra, y por donde piensa conservarse se pierde. (Saavedra Fajardo, Empresas políticas, 60, p. 712)

En 1645 el conde de Peñaranda relevó a Saavedra Fajardo como plenipotenciario en Münster y expresaba con las siguientes palabras, bien elocuentes, la necesidad de una paz a cualquier precio: «Esta campaña de Flandes en que no se puede hablar, nos ha quitado la honra y el crédito y la elección […] y en fin es inexcusable hacer la paz […] bien, o razonablemente, o mal, porque no está el tiempo para deslindar punto por punto»219. En efecto, en los años 1644-1648 el término paz era recurrente en los documentos oficiales, como correspondía a los años de preparación de los futuros Tratados de Westfalia (1648). Pero Saavedra la usó también en su correspondencia desde Münster, en dos de sus «tratadillos» menos conocidos220, fechados entre 1641y 1643, en 219

En Vermeir, 2006, p. 306. Me refiero a los descubiertos por González Cañal, 1987, que propone fecha y lugar de composición, y por cuya edición citamos Noticias del tratado de neutralidad y Carta de un holandés escrita a un ministro de los estados confederados. 220

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Suspiros de Francia (1643) y especialmente en Locuras de Europa, la obra que corrobora la urgencia de la paz para una Europa exhausta por la Guerra de los Treinta Años. Existe, pues, una coincidencia en cuanto a la recomendación sincera del diplomático —sea Saavedra o Peñaranda— y el mensaje pacífico, pero interesado, del propagandista. Los tratadillos que abordamos a continuación corresponden a esta última faceta de don Diego y son obras de gran interés, pese a su carácter coyuntural: en primer lugar, porque coinciden en el tiempo con su obra magna, la Idea de un príncipe político cristiano representada en cien empresas (1640); en segundo lugar, por la excelencia y claridad de su prosa, que destaca en formatos distintos (la carta, el discurso, el diálogo…); y, finalmente, porque demuestran la acumulación de experiencias diversas, políticas y personales, que se cierran con su última obra, publicada en Münster y dedicada al príncipe Baltasar Carlos, igual que las Empresas políticas: la Corona gótica221 castellana y austriaca (1646). Saavedra afirma en la dedicatoria que la obra fue concebida para acompañar o completar la enseñanza de las Empresas políticas, que era «teórica», mientras que la Corona… es «la práctica advertida con las vidas de los señores reyes godos de España» (p.V). Pero tras este planteamiento grave y didáctico no hay que descartar cierta finalidad circunstancial y propagandística, para impresionar a los representantes suecos en Münster. En esos tratadillos que Saavedra Fajardo redacta en condiciones dispares y difíciles se tratan cuestiones concretas en distintas fases de la guerra, considerando los frentes de la misma o los destinatarios más inmediatos: esguízaros, borgoñones, holandeses, franceses, etc. Efectivamente, esos opúsculos —desde Noticias del tratado de neutralidad entre el Condado y Ducado de Borgoña… (¿1641?) y Carta de un holandés escrita a un ministro de los Estados confederados… (¿1642-1643?), hasta Suspiros de Francia222 (1643) y Locuras de Europa223 (¿1645-1646?)— se escriben en Baden, en Münster, en Madrid (Suspiros de Francia) y quizás de camino y en posadas durante sus «continuos viajes por Alemania» (Empresas políticas, p. 172). Pero en todas estas obritas de Saavedra parece que prevalece la petición y defensa de la paz, que le ha valido la consideración

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Cito por la edición de 1887, digitalizada por la Universidad de Alicante. Citamos por la edición de Aldea, 1959, pp. 114-124. Citamos por la edición de Alejandro, 1965.

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de «pacifista», cuando, en realidad, es un relativista o un ecléctico, representativo de un doble cambio: el «técnico», que se está produciendo en las capas altas del funcionariado y la diplomacia en los años de Westfalia224; y el moral o ideológico, por la necesaria acomodación de un diplomático muy experimentado y lúcido al nuevo orden político225. De ahí que la paz que hallamos en los sucesivos textos de propaganda esté filtrada por las voces y la nacionalidad de quienes la solicitan; y matizada por su asociación a tratados previos, neutralidades y treguas. Precisamente el recuerdo de esa casuística, que Saavedra conoce muy bien, permite relacionar estos escritos «pacificadores» con la guerra de papel anterior a 1635, habida cuenta de la importancia de Holanda y el viejo problema de los Países Bajos en los pasos previos a Westfalia que se preparan en Münster. El propio don Diego casi marca una cronología en este tipo de obras, cuando responde a la petición del rey, en la carta ya citada de 1644, sobre su tarea de «esparcir tratadillos que puedan inducir a la paz, deshacer los designios de Francia y descubrir la sincera intención de V. Magd.» (Epistolario, p. 1383).Y afirma que «siempre h[a] trabajado en esto», mencionando lo ya compuesto, si está o no publicado, y el orden sucesivo de las obras: dos tratados «entre esguízaros», la Carta de un holandés a un Ministro de los Estados confederados y los Suspiros de Francia, de los que dice: […] que agradaron a V. Magd., y se sirvió de dar intención que se publicarían, pero hasta ahora no han [s]alido226, y luego que llegué aquí imprimí, en Francfort, una Carta de un francés a otro del Parlamento de París, que remito a don Jerónimo Villanueva, en que se descubre la culpa de franceses en no hacer la paz, y los daños de proseguir la guerra (Epistolario, p. 1383).

Este último título indica que el propósito de Saavedra era sembrar rencillas entre el enemigo para crear opinión: la tarea del propagandista, que acompañaba a las negociaciones del embajador y que corría en paralelo con la lucha en el frente de batalla.También en esta carta de mayo de 1644 se anuncia otro «tratado» enviado a Bruselas para imprimir, «sin autor ni lugar, en el cual están todos los tratados de ligas y confederaciones de Francia con holandeses y sueceses […].Y tengo por 224 225 226

Ver López Cordón, 1996. Me refiero a lo que llamó Maravall, 1971, «moral de acomodación». Enmiendo la transcripción errónea «no han valido», que carece de sentido.

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cierto que será este tratado muy importante para turbar a Francia». A este mismo propósito de turbar, o a desacreditar al enemigo por antonomasia, el francés, está dedicada esa Carta de un holandés… que cumplía a la perfección la primera de las instrucciones de Felipe IV mencionadas en la misma carta: «me manda V. Magd. que procure la unión entre el Emperador y el Imperio, y separar a Holanda de Francia» (Epistolario, p. 1382); y, efectivamente, el «holandés» analiza con penetración, no exenta de cinismo e ironía, la guerra con España, la conveniencia de una tregua y la utilidad de los tratados con Francia.Todo ello prueba la incesante escritura del embajador, que prometía: «de aquí adelante no tendré ociosa la pluma»; y lo cumplió con Locuras de Europa, un diálogo en contra de la guerra, pero gestado para contrarrestar la otra guerra, la de las plumas, puesto que son varios los libelos que dicha obra pretendía refutar. La paz que necesitaba la Monarquía y que el embajador trataba de lograr en Münster aparece por doquier en sus obras; pero la sinceridad de la misma se halla, más que en los tratadillos, en su correspondencia de esta época, o en sus informes oficiales. En noviembre de 1644, por ejemplo, se refiere a los planes franceses: «He entendido de buena parte que franceses han hecho muchas consultas sobre el modo de hacer la guerra en la campaña futura» (Epistolario, p. 1395); y el resultado era: «Que todos sus consejos y fuerzas carguen sobre España, porque les parece que teniendo allí embarazado a V. Magd., todo lo demás quedará flaco; y que si las armas de V. Magd. se vieren libres de las rebeliones de España, causarán muchas dentro de Francia». Se trataba de limitarse a conservar lo ocupado en Italia y Flandes; y, en cambio, de «mantener» un ejército en Cataluña, «divertir con otro» por Fuenterrabía y asistir con «gente» y «cabos» a Portugal. Don Diego reconoce los grandes esfuerzos que van a hacer los franceses, casi exhaustos, pero advierte del peligro subsiguiente: «serán bastantes a poner en confusión con tres guerras por diversas partes a España». Efectivamente, la situación en 1644 es de tres guerras vivas, y esa «confusión» que anuncia el plenipotenciario y que no aparecía en sus escritos anteriores es la que se percibe en su última obra de propaganda: Locuras de Europa. La exactitud de la información de Saavedra se comprueba cotejándola con textos del bando enemigo en las mismas fechas, por ejemplo, con Francia interesada con Portugal227 en la separación

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Citamos por la edición de Barcelona, Sebastián de Cormellas, 1644.

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de Castilla, con noticias de los intereses comunes de los príncipes y estados de Europa (1644), de Antonio Monis de Carvalho. Este secretario de Juan IV en la embajada ante Francia dedica su obra a la regente,Ana de Austria, y defiende la colaboración de Francia y Portugal mediante siete demostraciones (o capítulos). El primero de ellos, que marca el tono general, sostiene que «el poder más eficaz y que se debe emplear contra Castilla y los más aliados que ella gobierna es apretarla toda dentro de España, por las dos partes que la tienen en medio, que es el reino de Portugal y el principado de Cataluña» (p. 20). Saavedra realizaba, pues, un diagnóstico certero y sus últimas obras también apuntan a Francia y la necesidad de sembrar allí discordias, como en 1635; pero teniendo muy presentes las dos rebeliones peninsulares de 1640 y la paz imprescindible para lo que ahora son tres guerras. Por ello los tratadillos de los años cuarenta poseen rasgos comunes: todos son escritos francófobos y posibilistas, pero, además, están marcados por la rapidez con que se suceden los hechos, por la incidencia de algunas sonadas derrotas militares228, y por los llamamientos a la paz formulados en estos textos anónimos por voces distintas. Oculto tras ellas, Saavedra Fajardo presenta a Francia como amenaza para lograrla y pinta las rebeliones de Cataluña y Portugal como grandes errores y fenómenos casi antinaturales, por la dispersión de fuerzas que suponen. En consecuencia, y también en función de los rumores que Saavedra recogía y de los documentos que interceptaba229, los cuatro tratadillos citados coinciden en una visión230 más flexible, menos engolada, más pragmática y menos religiosa (ya que se disfraza, por ejemplo, de holandés) que la de sus compañeros de generación. A este último respecto, y a propósito de la comparación de Locuras de Europa con el Diálogo de Mercurio y Carón de Alfonso de Valdés, se ha señalado acertadamente231 que Saavedra sustituye el concepto de Cristiandad por el de Europa. Pero quizá don Diego estaba recuperando lo que ya otro hombre del siglo XVI, el doctor Laguna, pintaba en su visión desoladora de

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Como, por ejemplo, la de Rocroi, en 1643, que Monis de Carvalho recoge en su demostración VI, como poderosa razón para pedir paz o tregua. 229 Para este aspecto, ver Fraga, 1955, p. 460, n. 863; y la carta de 1644 que menciona «algunas cartas intercetas del embajador de Francia» (Epistolario completo, p. 1383). 230 Ver Rivera García, 2004. 231 Blanco, 1996, p. 62, n. 6.

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Europa heautentimorumene (1543)232. Este discurso, o declamación de tono lastimoso, utilizaba interesadamente la prosopopeya en un difícil momento para el emperador Carlos, como hace Saavedra en Suspiros de Francia.Y este último texto es, precisamente, buen ejemplo de su pragmatismo, ya que Francia-Saavedra implora la paz al rey francés en nombre de su pueblo, tras haber presentado a Francia como obstáculo para dicha paz un Saavedra-anónimo, en Noticias del tratado de neutralidad… y en Carta de un holandés… Las «autorías» fingidas justifican esa versatilidad del autor, que puede parecer contradictorio cuando habla, primero, de neutralidad, después de tregua más o menos larga y, finalmente, de paz universal; y cuando maneja ambiguamente el concepto de un poder fuerte en alguno de los discursos, mientras en otros se va abriendo paso la idea de equilibrio233, con la sustitución de los valores imperiales por los poderes medianos que representará Holanda. Así, por ejemplo, la exaltación de la neutralidad de los Cantones de Esguízaros va acompañada de una lúcida advertencia sobre el peligro de tener a Francia por vecina, habida cuenta de sus aspiraciones al «dominio universal» (Noticias del tratado de neutralidad…, p. 10) y comprobado que los franceses «podrían en una hora turbar toda la unión de los Cantones, y hacelles la guerra con sus mismas fuerzas, como ha sucedido en Cataluña». La Carta de un holandés… incluso llega a preferir la guerra con España, expresada con ironía, porque debilitaba a la Monarquía: «La guerra que nos hacen españoles es muy compuesta y cortés, y más para defenderse que para ofendernos […] Con esta guerra sangramos todas las venas de las riquezas de la Monarquía Española, y con su sangre de oro y plata nos fertilizan y dejan ricas nuestras campañas» (Carta de un holandés…, p. 13). Y es que los males que causaba la guerra se compensaban con los beneficios que reportaba, como la unión de las Provincias, cohesionadas por el odio: «El odio a aquella nación es causa de que se conserven concordes nuestras provincias». Cualquier cosa parecía mejor que consolidar el poderío francés, sus avances en Flandes y la vecindad con las Provincias Unidas: fuera una larga tregua, un tratado o una paz, eso sí, en el momento oportuno, para gozar de los triunfos sin

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Ver la introducción a la edición de González Manjarrés, 2001. Ver López Cordón, 1995.

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arriesgarlos con la ambición: «porque las grandes Monarquías suelen cobrar mayores fuerzas con los achaques». Sin embargo, el mismo holandés desconfía del Portugal rebelde, que defenderá sus posesiones en las Indias mejor que lo han hecho los españoles, porque los «cuerpos demasiadamente grandes», como la Monarquía Hispánica, «se embarazan en su misma grandeza y su peso los oprime» (Carta de un holandés…, pp. 15-16). Así que advierte: «No nos prometamos mucho de la amistad y confederación con aquel reino, que durará lo que durare su rebelión» (p. 15); «no nos engañen los consejos» de quienes desean «que seamos la materia del fuego de la guerra»; y recuerda que «[l]o que pierde Castilla adquiere el Rey de Francia, con que se hace más formidable a nosotros y menos necesitado a nuestra amistad y confederación» (p. 14). La última frase revela la malicia contra Francia, como las muchas que se lanzaron en la campaña de 1635; como la sutil perversidad de comparar al viejo Luis XIII y al joven Felipe IV, en Suspiros de Francia; y como las alusiones a Ana de Austria, la reina de Francia y hermana de Felipe IV (que no recibió234 a Saavedra a su paso por París en 1643, ni tampoco a don Miguel de Salamanca en 1644), inscritas en lo que parece una firme y negativa convicción sobre el gobierno en manos femeninas. Saavedra Fajardo ya pensaba negativamente al respecto en 1631, cuando se expresaba sobre «[s]i conviene a la mujer el Imperio»235; pero en los años cuarenta hallamos una opinión similar en otros dos textos: una carta dirigida al marqués de Castel Rodrigo, en marzo de 1645, con motivo de una tremenda derrota en Bohemia de las armas imperiales, y un fragmento de Locuras de Europa. En la carta Saavedra expresa las dificultades del momento, el desaliento de los imperiales tras haber sido derrotados por los suecos, y propone casi como único remedio una intervención femenina: […] que la Emperatriz y la Archiduquesa, como de motivo propio, escribiesen cartas muy afectuosas a la Reina de Francia, quejándose de que fuese instrumento de la ruina de sus hermanos sin haber recibido dellos ocasión alguna, y que por su causa se perdiese la religión católica en Alemania (Epistolario, p. 1414).

234

Ver Vermeir, 2006, pp. 278-279. Introducción a la política y razón de estado del Rey Católico Don Fernando, 1984, cap.VII. 235

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El interés del curioso pasaje prueba que todo valía en tan apretada coyuntura, pero supera lo anecdótico, cosa que reconoce el propio don Diego: «son ligeros medios, pero eficaces, de mujer a mujer».Y es que, en Locuras de Europa parece que se responsabiliza a un cuarteto femenino del calamitoso estado de Europa: «La mayor desgracia de Europa es haber caído una parte della en el gobierno de mujeres, como vemos en Francia, en Suecia, en Hess y en Piamonte» (p. 61). Pero, en realidad, estas palabras pronunciadas por el dios Mercurio generalizan una crítica concreta dirigida contra Ana de Austria, a la que el satírico Luciano acusaba directamente: «De acero o de diamante debe tener la reina el corazón, pues no le ablandan los trabajos y calamidades de sus hermanos, manteniendo contra ellos una guerra voluntaria, sin moverla a compasión la ruina del mismo reino donde nació» (p. 61). Igual que la frase del «holandés», el contexto antifrancés de las palabras de Luciano y Mercurio justifican el uso del argumento ad hominem —ad mulierem— en el diálogo de Locuras de Europa. Éste rezuma el convencimiento de que los lazos familiares eran inoperantes frente a la razón de Estado, lo que Saavedra exacerba en la propaganda. Pero las palabras de la carta a Castel Rodrigo también demuestran que la reina regente ya había elegido patria, elección en la que primaba su faceta de reina de Francia y madre del Delfín, como ya expresó en 1641 ante los primeros embajadores portugueses236 en París. En cualquier caso, la coincidencia —«en ella era más poderoso el afecto de madre que el del nacimiento» (Locuras de Europa, p. 61)— puede ayudar a proponer 1645 como fecha de composición de Locuras de Europa, donde Saavedra Fajardo aprovecha el anonimato para pintar el afrancesamiento de la reina y así acentuar el victimismo de la Casa de Austria y concretamente de «los españoles». De esta manera intentaba focalizar la culpa de la guerra sobre la ambición francesa y amenazar a Europa con su creciente poderío frente a una «potencia austriaca» (p. 61), que ya está «dividida en dos» (p. 62). Es evidente que existen coincidencias entre la correspondencia, las obras mayores y los opúsculos de propaganda, tanto en los argumentos sobre paz-guerra como en las referencias a las cualidades de Felipe IV (su clemencia, su virtud, su fortaleza) frente a los príncipes extranjeros. Pero interesa destacar la incidencia que tuvieron las dos rebeliones en

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Ver lo ya citado en Franco Barreto, Relação…, 1918, p. 100.

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el curso de la guerra y en los futuros tratados de paz, según traslucen estas obras menores de don Diego: si estaban mínimamente presentes en las Noticias del tratado de neutralidad… y en la Carta de un holandés…, su importancia se intensifica en el texto de Suspiros de Francia y ocupan una buena parte de Locuras de Europa. La organización de una propaganda bien orquestada con motivo de las rebeliones de 1640 y las distintas fases de la misma se confirman al comprobar que la pluma de Saavedra no menciona la Proclamación Católica —tampoco ninguno de los manifiestos portugueses— sino que se reserva para necesidades ulteriores. Saavedra se refiere a las dos rebeliones en 1643, escondido tras la voz de Francia en Suspiros de Francia, e introduciendo después la problemática de Cataluña y Portugal entre las locuras que comete Europa, pero sólo tras la incorporación de los catalanes a las negociaciones de Münster en 1644237. Sin embargo, su seguimiento de las dos guerras peninsulares debió de ser inmediato y completo hasta entonces. Así se desprende del entusiasmo de don Diego ante la victoria de Lérida, expresado en dos cartas fechadas en Münster el 2 de julio de 1644 y dirigidas al rey y al protonotario Villanueva, respectivamente. Ambas testimonian la alegría por lo que se le antoja indicio de «la paz universal» y también indican la habilidad divulgativa del embajador, que manda traducir al tudesco la carta del rey238, como elemento propagandístico. De igual modo, una carta de mayo de 1645 se refiere a las discrepancias sobre las representaciones de catalanes y portugueses en el Congreso de Münster, y don Diego designa al nuevo rey portugués como los propagandistas de Madrid: con el insultante apelativo de «el Tirano de Portugal» (p. 1418). Las diferencias se aprecian, en cambio, en aspectos formales derivados de la diversidad de funciones239 del polifacético autor y especialmente en cuanto al punto de vista adoptado, desde las Empresas (y sus teóricos consejos para formar al príncipe) a los distintos géneros de las obritas de propaganda. El propio don Diego se refiere a ello en la Carta de un holandés escrita a un ministro de los Estados confederados, cuando el «holandés» se disculpa ante su destinatario por haber cambiado de 237

García Cárcel, 1996, p. 133. «Yo he hecho traducir en tudesco la carta que V. Magd. mandó escribir al Consejo de Estado, para que se vea en Alemania la piedad con que reconoce de la mano de Dios los felices sucesos de sus reales armas» (Epistolario completo, p. 1394). 239 Ver Bouzy, 2007. 238

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género, pasando de la carta al discurso: «Paso a paso ha llegado a ser discurso lo que había de ser carta familiar, llevada la pluma del calor de la materia» (p. 15). Lo que más destaca en la tarea propagandística de Saavedra Fajardo es esa capacidad para servir a la política desde escrituras tan distintas. En el Memorial enviado al rey cristianísimo por uno de sus más fieles vasallos, un vasallo francés se oponía a la declaración de guerra de 1635, y tanto en Suspiros de Francia como en Locuras de Europa se sigue sustentando una tesis «pacifista»: la que conviene a España en cada coyuntura concreta de la crisis hispano-francesa, agravada por las rebeliones de 1640. En ambos casos Saavedra oculta también su identidad, para dirigirse a Luis XIII poco después de la muerte de Richelieu (diciembre de 1642) y de la caída del conde-duque de Olivares (enero de 1643), y para divulgar, por boca del dios Mercurio y del satírico Luciano, los males que aquejan a la Europa ensangrentada de la Guerra de los Treinta Años, por la «discordia que suministra Francia» (p. 63). Las ideas son las mismas que en el Memorial…, pero se intensifican y generalizan en los años cuarenta, cambiando las técnicas literarias: frente al irónico vasallo individual, la patética voz de Francia en los Suspiros de Francia y el diálogo satírico en las Locuras de Europa. No obstante, existe una coherencia de estilo entre el memorial anónimo y deslenguado de 1635, y la mordacidad de Locuras de Europa, ya que ambas obras están marcadas por la ironía; así como en el tono grave y sentencioso con que Francia suspira y se queja a su rey, que aproxima Suspiros de Francia a las máximas de las Empresas políticas. En todos los textos que hemos citado se contempla en algún momento lo que se consideraba el poder «monstruoso» de la Casa de Austria240, que Saavedra Fajardo maneja a su conveniencia en la propaganda. El concepto de poder mediano, el de monarquía universal, el engrandecimiento del territorio por conquista… son temas de los libelos que agitan Europa en los años treinta y cuarenta, desde las declaraciones de derechos hasta las usurpaciones de territorios. De manera que los opúsculos de Saavedra inciden en uno u otro, según las fases de una guerra en la que Francia se perfila cada vez más como poder hegemónico, del que deben desconfiar los esguízaros, Holanda, Flandes y Cataluña; o como un país exhausto: esa Francia que advierte a su pro-

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«[…] de diversos y dilatados miembros compuso el monstruoso y universal gigante de su grandeza» (Monis de Carvalho, Francia interesada con Portugal…, p. 8).

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pio rey de los riesgos que corre si sigue el ejemplo de Castilla. En estas obras coyunturales el enfoque de los temas depende de los destinatarios (de ahí el anonimato y las autorías fingidas) y de la difusión que el autor preveía: desde una impresión rápida (Saavedra menciona publicaciones en Bruselas y Francfort) hasta una circulación manuscrita entre los embajadores de Münster o la redacción más sosegada en Madrid. Ambas circunstancias repercuten también en la mayor o menor ornamentación literaria. En cuanto a los temas, Suspiros de Francia engarza la desconfianza expresada en su Carta de un holandés… y las palabras demoledoras de Locuras de Europa, cuando Francia es declarada «enemiga del reposo común» (p. 53). Efectivamente, según advierte Saavedra-Francia a Luis XIII, «son tan formidables vuestras fuerzas que todos se aúnan contra ellas» (Suspiros de Francia, p. 121), de manera que será difícil conservar lo conquistado. Se corre, incluso, el riesgo de perderlo, porque ya señalaban las Empresas políticas que «si no crece el estado, mengua» (60, p. 182), y esto se corrobora en Suspiros de Francia: «Marte no puede mantenerse en un mismo estado. Si no da pasos adelante, los vuelve atrás» (p. 119).A esa advertencia sobre la ambición se suma la distinción entre el rey triunfante y el conquistador: «muchos de vuestros vasallos […] os quieren triunfante y no conquistador» (p. 120).Y también el dudoso interés de retener alguno de los territorios recientemente incorporados: así, por ejemplo, Cataluña, porque: «se consumirán en ella vuestros tesoros reales y la sangre de vuestros vasallos, y nos será tan costosa y de tantos daños» (p. 121), como ha sido Holanda para los españoles. La riqueza de matices en el tema múltiple paz/guerra-poder/ambición se corresponde con el cuidado del estilo, porque Suspiros de Francia debió de beneficiarse de un cierto sosiego cortesano, frente a las zozobras y escaseces que rodeaban a Saavedra mientras escribía su diálogo en Münster.

4.1. Suspiros de Francia Suspiros de Francia se compuso en Madrid durante una estancia de Saavedra Fajardo en la Corte, donde tomó posesión de su cargo de consejero de Indias, en enero de 1643, y donde fue nombrado plenipotenciario para el Congreso de Münster, en la primavera del mismo año. La carta ya citada de mayo de 1644 indica que el rey conoció la

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obrita en forma manuscrita y aconsejaba su publicación. Es, pues, la única pieza propagandística de nuestro corpus reconocida por Saavedra, aunque no se publicara ni firmada ni anónimamente. De hecho no se ha encontrado rastro de su impresión y el texto se creía perdido hasta la edición y estudio de Quintín Aldea. Este detalle llama la atención si lo comparamos con la rápida impresión de los escritos antifranceses de 1635, y puede achacarse, quizás, a la incertidumbre de la Corte madrileña tras la caída del conde-duque, de cuyo equipo dependía el lanzamiento de la propaganda. Todavía estaba Saavedra en Madrid, esperando las instrucciones para su misión en Münster241, cuando llegaron las primeras noticias de la muerte de Luis XIII, en mayo de 1643. Por lo tanto, la composición de Suspiros de Francia puede datarse entre la muerte del cardenal Richelieu (diciembre de 1642), continuamente aludido en la obra, y la del rey francés al que se dirige. A estos datos se unen dos circunstancias nada despreciables para la concepción e interpretación del texto: el cese en el valimiento de Olivares, que se recoge sutil y mínimamente, y la decisión de Felipe IV de gobernar en solitario, lo que dio lugar a enormes expectativas también reflejadas en la obra. Estos detalles incrementan el interés de Suspiros de Francia, que debió de escribirse con sumo cuidado, quizás pensando en un posible destinatario interno y en una circulación cortesana. Suspiros de Francia es un opúsculo en el que se finge242 la voz de una Francia herida y arruinada por los años de guerra, y que pide la paz a Luis XIII tras la muerte de Richelieu. Saavedra opta de nuevo por el punto de vista francés, para divulgar el descontento de la nación entre las propias filas del enemigo, como en el Memorial enviado al rey cristianísimo por uno de sus más fieles vasallos. Pero en esta ocasión no hay reconvención, sino súplica a Luis XIII, ante la oportunidad de enderezar el rumbo de su reinado y cambiar la espada por la paz universal. A diferencia de la ironía del vasallo anónimo en 1635, la nación francesa tras la que se esconde Saavedra Fajardo halaga repetidas veces a su rey, aprovechando la desaparición de su valido, responsable de las guerras y del engaño continuado al monarca. Así, tras la apelación respetuosa al rey, se agradecen las conquistas de su «valerosa espada» (p. 115), para expo-

241

Para estos aspectos, ver González Palencia, 1946, p. 84. Para las técnicas de Saavedra, confrontadas con las de Quevedo, ver Arredondo, 1992; y Díez de Revenga, 1998. 242

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ner sucesivamente a «vuestro natural benigno», «pacífico» y «vuestro claro juicio» los argumentos en contra de las guerras del cardenal: «Corran por cuenta de su memoria disfamada lo usurpado, y por la de vuestra justificación y prudencia […], la capitulación de la paz, si no en todo, en alguna parte» (p. 119). Esa voz francesa que pide algo de paz entre tantas guerras se expresa en tono lacrimógeno, como corresponde a una triste situación, para impresionar y emocionar a un rey que puede acabar con los males de sus vasallos: Postrada a vuestros reales pies, se presenta, o señor, la juntamente feliz y afligida Francia. No admiréis mis lúgubres vestiduras, porque, si bien vuestras empresas gloriosas coronan de laurel mis sienes, es laurel tejido con funestas ramas de ciprés. Más con la sangre de mis queridos hijos que con la tinta ha escripto la fama en el papel del tiempo vuestras victorias (p. 115).

Igual tono se da al final de la obra, que está muy equilibrada en cuanto a su composición y estilo: «Bien sé, o señor, que […] estará muy atenta vuestra prudencia y desvelo» (p. 124). Es al final de Suspiros de Francia cuando Saavedra-Francia se refiere al género de la obra, una «exclamación»243, muy parecida en estructura a una epístola lírica y emotiva, dirigida a un solo receptor con un propósito concreto y sin el menor afán de erudición. La estructura del opúsculo está basada en el uso muy hábil del tiempo, presentando un presente arruinado y lúgubre, causado por ese reciente pasado de guerras y un futuro para el que se suplica la paz, una vez desaparecido su principal obstáculo. El comienzo del texto juega con la paradoja de la «feliz y afligida Francia», que parece «vencedora» cuando en realidad se siente «vencida y esclava».A partir de dicha antítesis, se reconocen los triunfos militares y los males que ocasionan las guerras (muertes, gastos, facciones), pero deteniéndose también en los fracasos, remediados sólo por la asistencia del rey y atribuidos a la protección divina. Se aprovechan dichos fracasos para insistir en la ambición de Richelieu y en las discordias internas que sembró, hasta llegar al presente, que puede ser liberador: «ya, pues…», «Ahora es tiempo». La urgencia y oportunismo de la obra se aprecian en la apelación a un posible cambio de política en el momento presente: «Ya, pues, que

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Una especie de poema elegíaco, según Aldea, 1959, p. 106.

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Dios ha roto el azote de su castigo con la muerte de aquel valido», «ahora es tiempo que conozca el mundo que hasta aquí os han tenido engañado las artes de un ministro» (Suspiros de Francia, pp.1 18 y 119); y a un giro radical que demostraría las virtudes innatas del rey, que había estado equivocado hasta entonces: «razones aparentes vencieron vuestro natural benigno, amigo de la paz y observante de los vínculos del parentesco y de la amistad, y os pusieron la espada en la mano» (p. 118). Este halago al rey, que aumenta la verosimilitud de la voz francesa, permite recoger en la primera parte de la obra los antecedentes del conflicto hispano-francés, como en el Memorial…, pero atribuyéndolos a Richelieu; mientras que en la segunda se advierte de los riesgos que se avecinan si continúa la política agresiva y expansionista. Entre el pasado de Richelieu, el presente y el futuro, Saavedra Fajardo desliza un planteamiento del orden internacional europeo muy completo, pese a la brevedad de la obra, y muy adecuado a los intereses españoles. Por ello no deja de enumerar los éxitos españoles (tomaron «a la Capella, a Corbie, a Chatelet y otras plazas importantes», p. 122), ni de insistir en los recelos crecientes ante el poderío francés (en los Países Bajos, en Italia, en las repúblicas de Helvecia), y minimiza, en cambio, las dos rebeliones ibéricas. Ese futuro que está ahora en manos de Luis XIII, sobre el que amenazaba en 1635 el «fiel vasallo» disidente y exasperado, se presenta aquí en forma de consejo sesudo y respetuoso de la nación —«sabéis bien», «Bien lo habéis podido conocer», «Bien conozco»— que pretende deshacer los falsos presupuestos que ocasionaron la guerra y ofrecer «dictámenes políticos»: el más importante, conservar el poder de la Casa de Austria como fuerza interpuesta entre Francia y los enemigos «herejes del norte». El cambio de estilo se debe al distinto emisor, pero también a la diferente coyuntura, con Francia y España desangradas por las guerras, desaparecidos los respectivos ministros, y con dos reyes abrumados por el peso del gobierno en sendos territorios agitados por conflictos internos. Este último aspecto de política interior representa una innovación de Suspiros de Francia con respecto a los augurios del Memorial…, que vaticinaba enfrentamientos entre franceses, si persistían la opresión y el nepotismo del cardenal. Los avisos continúan en los Suspiros de Francia, como parte del argumento en pro de la paz: «en sacando las armas del reino se encenderá en él la guerra civil» (p. 120); e insisten en el riesgo de fomentar rebeliones en los vasallos ajenos, como alusión a aquella apelación a los flamencos del Manifiesto del Rey de Francia en 1635. Sin

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embargo, por mucho que Saavedra se aplique a tergiversarlo, la evolución del conflicto afectaba mucho más negativamente a España, donde ya se sufrían las consecuencias de las rebeliones de Cataluña y Portugal. En 1643 se había cumplido aquella política de agitación de los vasallos del rey vecino, aunque por el sur y no por la frontera con Flandes; y esto obligaba a Saavedra-Francia a retomar algunos argumentos, antes de advertir que «el ejemplo de la una y otra rebelión es dañoso a la fidelidad de vuestros vasallos» (p. 123). Así, la situación de Cataluña entregada a Francia y de Portugal regido por un Braganza da lugar a que «Francia» recuerde al rey, en la segunda parte de los Suspiros de Francia, los inconvenientes de «crecer» mucho: «lo adquirido os ha hecho mayor, pero no más poderoso» (p. 119); y advierte que tenga presentes los vaivenes de la tornadiza Fortuna: «No os desvanezca la fortuna próspera, porque nunca está la luna más próxima a menguar que en su creciente» (p. 121), «a nosotros nos coge en lo más alto de la rueda de la fortuna y a ellos [los españoles] en lo más bajo, y naturalmente se ha de mejorar en sus vueltas» (p. 122). De esta manera, la voz supuestamente francesa convierte en problemáticas y dudosas las líneas maestras de la política internacional francesa, dirigida contra la Casa de Austria, que era azuzar las revueltas internas: «No fundéis vuestras esperanzas en la rebelión de Cataluña», «no sé si nos convendrá el empeño de mantener continuamente aquella guerra» (p. 121), «No es menos vana la esperanza en la rebelión de Portugal», «quién sabe si para nuestra ruina se levanta aquel poder» (p. 123). Por ello resta importancia a la catalana, puesto que ya hubo otras y se sofocaron con el paso del tiempo: «las de aquella provincia las ha reducido el tiempo a la obediencia»; y, sobre todo, teniendo en cuenta que ha «mudado» el Gobierno de Castilla, que es como explica Saavedra la desaparición de Olivares: «deshechas ya las sombras y recelos que avían concebido de los ministros», con un «ministros» plural que no oculta que se refiere a uno, ya que los catalanes no dudaban de la «benignidad del rey de España, sino porque tenían por enemigos a los que más le asistían» (p. 121). También cuestiona la rebelión portuguesa, primero, porque a lo mejor no prosperaba, «fácilmente se puede apagar por sí misma», como debía de pensarse en Madrid; y, segundo, porque Castilla se liberaría de lo gastado en conservar aquella Corona.Y hasta matiza Saavedra-Francia las informaciones sobre el declive español —«No hagáis mucho caso de las relaciones que vienen de las calamidades de aquella Monar-

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quía» (pp. 121-122)— basándose en dos razones: que tiene muchos reinos y provincias, y «quien tiene muchos vasallos, tiene dinero y fuerzas» (p. 121); y que «ha tomado el Rey de España sobre sí todo el peso de la Monarquía, sin fiar de los ministros, más que aquella parte que les toca por sus puestos; y está resuelto a hallarse presente en la guerra de Cataluña, sin oír más a sus consejeros que hasta aquí se lo han impedido» (p. 122). Este último argumento, indicativo de las ilusiones que despertó en muchos españoles la destitución del conde-duque de Olivares y el gobierno personal del rey244, va precedido de un elogio a esos vasallos de Felipe IV que defendían los Países Bajos; que llegaron cerca de París; que recuperaron Fuenterrabía; que combatían en Italia y que pueden verse enardecidos ahora «saliendo a campaña aquel Rey, mozo, de buena salud y asegurada la sucesión» (p. 123), en un planteamiento progresivo muy eficaz para hilar esa serie de enumeraciones y su consecuencia: «Todo este poder no se puede haber acabado en un año». Es también un planteamiento muy interesante para el propio escritor, que se movía por círculos cortesanos en tiempos de cambios y de necesaria cautela, y que halaga al rey español con la imagen de guerrero, más propia hasta entonces del monarca francés. La brillantez y astucia propagandística para persuadir al rey de Francia de la conveniencia de la paz radica en la comparación tácita entre un Felipe IV «mozo» y un Luis XIII ya enfermo (murió en mayo de 1643) y con un único hijo, a cuya minoría de edad y periodo de forzosa regencia se refiere el epílogo de la obra. Efectivamente, la vejez del rey, que Saavedra Fajardo pintaba en las Empresas políticas como una peligrosa decadencia física e intelectual —«le van faltando las fuerzas, le falta la vigilancia y cuidado y también la prudencia el entendimiento y la memoria, porque no menos se envejecen los sentidos que el cuerpo» (100, p. 1026)—, se insinúa como desventaja para Francia, en una tesitura de mudanza y novedades que lo era también para España: «porque no acaso han faltado a un mismo tiempo en ambos reinos los dos mayores ministros, primeros móviles de sus negocios» (Suspiros de Francia, p. 122).

244 Igualmente se manifiesta Quevedo en la obra con la que abríamos el capítulo dedicado al 1640: el Panegírico a la majestad del rey nuestro señor don Felipe IV: «A la revoltosa Francia la pone en cuidado saber que si hasta ahora ha peleado con los vuestros con vos sustituido, ya vos en persona pelearéis contra ella» (pp. 493-494).

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Como España estaba en su más baja fortuna, no haría más que crecer, mientras que un rey viejo puede ser un obstáculo para Francia si no se capitula la paz a tiempo. Sobre todo si, en el colmo de los mejores augurios saavedrianos, Felipe IV se torna «guerrero y cobra amor a las armas» y en España se crían «cabezas, que es la mayor falta que hoy tienen sus ejércitos» (Suspiros de Francia, p. 123), según se quejaba Olivares en sus cartas245. Como si sus deseos de español fueran a cuajar, Saavedra contempla la posibilidad de una España deseosa de cobrar su «reputación perdida» y una Francia sumida en la consecuente «desesperación».Y reitera en el epílogo el tono lastimoso del íncipit para repetir la petición de Francia: súplica de paz de un país arruinado, desangrado, enfrentado entre facciones, y con grave riesgo de guerra civil. Este último aspecto se presenta como la más convincente de las razones expuestas: […] muevan vuestra piedad estos suspiros y estas lágrimas […] y también os mueva la conservación de esa Corona en las sienes de vuestro querido hijo, el Delfín, porque si en vida no diéreis paz a vuestros Estados […] correrán evidente peligro y se perderá miserablemente lo que con tanto sudor y trabajo ha adquirido vuestra espada (Suspiros de Francia, pp. 123-124).

Para agudizar el patetismo, la futura minoría del Delfín se compara con lo que fue la del propio Luis XIII —interpretada desde la óptica española, como lo hizo Quevedo en la Carta a Luis XIII— a merced entonces de la influencia española por la política de la reina madre, María de Médicis, frente a las actuales rencillas familiares y nobiliarias, varias veces aludidas en la obra, y la hostilidad de la Casa de Austria: «gravemente ofendida España, la cual se valdrá de cualquier movimiento interno para fomentalle y vengarse» (Suspiros de Francia, p. 124). Al comienzo del texto la voz de Saavedra-Francia insinuaba, mediante pregunta retórica, que el pasado valimiento de Richelieu, con sus «artes fraudulentas» en política interior y exterior, había sido instrumento para el «castigo de Europa» (p. 117).Y el final de Suspiros de Francia, con la visión adelantada de lo que iba a ser la Fronda en Francia, está indicando un futuro inquietante: el caldo de cultivo en el que Saavedra Fajardo gestó Locuras de Europa, un diálogo a dos voces

245

Ver la edición de Elliott/ De la Peña, 1978-1981, vol. II, p. 162, n. 6.

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sobre la situación europea, escrito en Münster, una de las sedes de las negociaciones previas a la Paz de Westfalia.

4.2. Locuras de Europa Locuras de Europa debió de componerse hacia 1645-1646, después de la carta de mayo de 1644 donde Saavedra Fajardo confesaba la autoría de Suspiros de Francia. Probablemente el opúsculo se redactó para que circulara entre los representantes de las diferentes legaciones en Münster, con el fin de contrarrestar libelos del enemigo. La obra no se imprimió hasta 1748, pero debió de tener mucha difusión manuscrita246, y las numerosas copias que se conservan demuestran el interés suscitado por su tema247. Sin embargo, también es probable que se compusiera con el fin de presionar a los representantes catalanes y portugueses en Münster, a juzgar por el espacio que en Locuras de Europa se dedica a las rebeliones de Cataluña y Portugal, aunque con distinta intensidad y enfoque. En efecto, desde 1644 las cartas de Saavedra hablan insistentemente de sus contactos con la representación catalana248, concretamente con un catalán descontento y «mal satisfecho del proceder de los franceses» (Epistolario, p. 1395, carta de 9-VII-1644). Sintomáticamente uno de los libelos que se refutan en Locuras de Europa se titula Cataluña francesa, mientras que no hay mención alguna de

246 Para la transmisión de la obra, ver Boadas, 2009, que proponía un texto crítico y anunciaba la edición en el proyecto coordinado por José LuisVillacañas; efectivamente, ya ha aparecido Diego de Saavedra Fajardo, Raiora et minora, con ediciones de opúsculos de Saavedra que, desgraciadamente, no he podido utilizar para este estudio.Ver también López Cordón, 2009, p. 111, donde sugiere que José de Arnolfini pudo conocer Locuras de Europa. 247 No así por sus méritos literarios, porque de este aspecto sólo se ha ocupado Rallo, 1988, en una monografía sobre la prosa didáctica. Efectivamente, a este texto de Saavedra Fajardo se han acercado más hasta ahora los historiadores y los tratadistas políticos (cito sólo Torres Fontes, 1957; Dowling, 1957; Fraga Iribarne, 1955; y Martínez Agulló, 1968), que los estudiosos de la literatura. Así lo señalé en un artículo de 1993, fruto de un congreso sobre literatura y didactismo, que amplío en estas páginas, y al que remito para la bibliografía pertinente. Las aportaciones más recientes son de Blanco, 1996; y García Cárcel, 1996. 248 García Cárcel, 1996, p. 133, señala que Fontanella llegó a Münster en enero de 1644.

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los escritos de propaganda cruzados entre los bandos portugués y castellano. El fragmento que Saavedra dedica a los catalanes revela un momento muy delicado de la guerra de Cataluña y la necesidad de participar en una campaña de imagen que replicara a los libelos difundidos en Münster, que pretendían «granjear los ánimos de los catalanes, haciéndolos franceses» (p. 54), y concretamente a uno: la Catalogne Française, de Pierre de Caseneuve (1644). Bastaría esa intensa guerra de papeles cruzados entre las delegaciones para resaltar el doble atractivo de Locuras de Europa: su tema, que aborda los problemas políticos europeos inmediatamente anteriores a la Paz de Westfalia; y su forma literaria, un diálogo mordaz concebido con un propósito concreto y coyuntural, el de poner de relieve las locuras que se cometen en Europa bajo designio francés. Como la mayor parte de los libelos de Saavedra, Locuras de Europa está marcado por la urgencia política, pero no reñido con el mérito literario, sino todo lo contrario, porque lleva a cabo la conversión de las negociaciones diplomáticas en literatura. No parece casual que Saavedra elija el diálogo, en vez de la carta, el libelo, el discurso o el tratado, ante una situación grave como la que él mismo padecía en Münster. La representación española en el Congreso, de la que Saavedra formaba parte, se hallaba en una coyuntura casi desesperada por su escasez de medios económicos, por el distanciamiento progresivo de los delegados del Imperio y por la arrogancia francesa, que dilataba las conversaciones previas para la paz, tan necesaria como ansiada por los españoles. En semejante ambiente Saavedra utiliza el rumor, las entrevistas personales con otras delegaciones, la captación de amistades en el bando contrario y, naturalmente, también la literatura: literaria es la estratagema de poner en boca de un dios —Mercurio— y de un escritor satírico — Luciano— la exposición —pretendidamente objetiva— de las calamidades europeas, cuando las mismas afectaban a todos y cada uno de los países con representación en Münster, si eran católicos, y en Osnabrück, si eran protestantes. Ya se ha señalado la importancia de la imprenta en los años anteriores a la Paz de Westfalia249, cuando se batallaba en una guerra triple: en el campo de batalla con las armas, en Münster y Osnabrück con medios diplomáticos, y con un verdadero despliegue de papel en toda

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Ya lo hizo Martínez Agulló, 1968, p. 106.

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Europa. La palabra del enemigo, o enemigos, se difundía en folletos anónimos y gacetas250 que Saavedra Fajardo detestaba, porque complicaban sus negociaciones en Münster.Así se entiende que el autor de las Empresas políticas abominara abiertamente de esos «libelos infamatorios» y «manifiestos falsos», y que el Saavedra propagandista de Locuras de Europa lanzara un mensaje panfletario, aprovechando dos identidades ficticias que dificultaban su identificación: ni un francés, ni un holandés, ni un español anónimo, por supuesto. Son sus dos personajes, Mercurio y Luciano, quienes mencionan varios discursos franceses, uno de tema específicamente catalán, a los que Saavedra pretendía neutralizar con su diálogo, utilizando, por ejemplo, una designación irónica contra el «francés discursista». Como hemos dicho, esta actividad formaba parte de su tarea de crear opinión, o esparcir tratadillos, y en estudios sobre la diplomacia secreta en Flandes se menciona, incluso, la posibilidad de que la delegación española en Münster hiciera circular un supuesto informe secreto del Consejo de Estado francés, con el fin de espolear a los belgas contra Francia251. Todo ello indica que estas obritas breves son documentos preciosos para mostrar cómo se imbricaban política y literatura, en un tiempo en que el español Peñaranda pedía una paz «inexcusable» y Saavedra-Francia suspiraba por la paz «en alguna parte». Sin duda don Diego tuvo en cuenta ese clima previo y pudo asociarlo a otros momentos de especial gravedad, y hasta de escándalo europeo, como el Saco de Roma en 1527. En este sentido, Locuras de Europa está en la misma línea que el Diálogo de las cosas acaecidas en Roma o el Diálogo de Mercurio y Carón de Alfonso de Valdés, tanto por su tema político como por su forma dialogística. Si nos atenemos exclusivamente a esta última, la presencia de Luciano como personaje en el texto y el término locura en el título amplían el campo de relaciones. Como ya se ha señalado252, éstas conducen al escritor samosatense

250 A. Gutiérrez, 1977, pp. 259-261, ya se refirió a la difusión en España del Mercure Français. 251 Echevarría, 1984, p. 102, n. 30. 252 Las relaciones con los diálogos de Valdés han sido señaladas por Blecua, 1984, p. 13; Torres Fontes, 1957, p. 45; y Alejandro, 1965, p. 17. En cuanto a la influencia de Erasmo, basta recordar el capítulo XXIII del Elogio de la locura: «La Estulticia, origen de las acciones bélicas». Bataillon, 1966, p. 402, ya calificó el Mercurio y Carón de «alegato diplomático, utopía política, llamamiento lanzado a la

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y a Erasmo, respectivamente; y este último está marcado, en su Elogio de la locura, por el lucianesco Diálogo de los dioses, igual que lo está Saavedra por la obra erasmiana en cuanto al pacifismo, y por ambas en el motivo de los dioses que contemplan los afanes humanos. Por otra parte, mencionar a Luciano conlleva aludir a su caracterización convencional de satírico y relacionar el diálogo lucianesco y la sátira253, dos formas especialmente aptas para temas políticos. De modo que Locuras de Europa demuestra la vigencia del diálogo para la denuncia política en el siglo XVII254 y representa toda una afirmación de conciencia literaria por parte de su autor.Y es que Saavedra Fajardo se sirve del diálogo, como instrumento satírico, para Locuras de Europa y opta, en cambio, en las mismas fechas, por el tratado histórico en la Corona gótica…, obra didáctica dedicada al príncipe heredero. Estas cuestiones genéricas indican una eficaz elección por parte de Saavedra Fajardo, que es un experto en lides propagandísticas y también un escritor brillante, consciente de que el diálogo es una fórmula privilegiada para la comunicación. Pero con posterioridad ha significado o bien rebajar255 la importancia del mensaje de Locuras de Europa, por lo que el texto tiene de «juguete»256, o bien adscribirlo a otros géneros257, primando la gravedad de su tema sobre el tono burlón de algunos fragmentos de la obra. Sin embargo, Locuras de Europa no es una pieza aislada en su producción, porque coincide en el tema con los tratadillos precedentes, y también se relaciona con la obra mayor del autor, debido a su carácter mixto: en ella se mezcla lo grave y la burla,

humanidad». Creo que, salvo la utopía, el resto podría aplicarse igualmente a Locuras de Europa, aunque sea un diálogo más pragmático e inmediato, como señaló Rallo, 1988, p. 87. 253 A este aspecto me referí en 1993, remitiendo especialmente a Schwartz, 1992, p. 28, que ha comparado textos dialogísticos del siglo XVI con «sátiras escritas en diálogo» o con «textos estructurados a la manera de las sátiras menipeas romanas y neolatinas», como los Sueños de Quevedo o la República Literaria y las Locuras de Europa de Saavedra.Véase ahora también la monografía coord. por Vaíllo/Valdés, 2006. 254 Para la evolución del género dialógico, ver, por ejemplo, Gómez, 1992, p. 11. 255 Dowling, 1957, p. 290. 256 Fraga Iribarne, 1955, p. 443, n. 828, opina que Saavedra debió de escribir la obra «para entretenimiento literario». 257 Como propone Torres Fontes, 1957, p. 48: «breve ensayo político sobre el estado de Europa».

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igual que la sátira y la erudición se mezclan en República literaria, y la imagen y la palabra en las Empresas políticas, para intensificar el mensaje por medio de dos registros o códigos. El doble propósito, grave y satírico, está presente en Locuras de Europa, diálogo didáctico que sostiene una tesis —la favorable a los intereses españoles en Münster— y también satírico, por su presencia lucianesca y su sistemática perspectiva antifrancesa. Sin embargo, como veremos a continuación, el esquema didáctico puro, basado en la enseñanza del maestro al discípulo, se quiebra en no pocas ocasiones, al igual que desaparecen en la parte central del texto las gotas de humor y de ironía propias de la sátira. La ruptura de ese esquema y de las expectativas suscitadas al comienzo de la obra puede deberse a las contrariedades que pinta el autor en los preliminares de la Corona gótica…, donde explica su propia frustración ante los tiempos muertos de las negociaciones, siendo tan necesaria y apremiante la paz: «habiendo venido a este congreso de Münster por plenipotenciario de su majestad para el tratado de la paz universal, hallé en él más ociosidad que la que convenía a un negocio tan grande, de quien pende el remedio de los mayores peligros» («Al lector», p. X). Efectivamente, los peligros y las dificultades van ganando peso a lo largo de la obra a costa de la burla inicial, mientras se borran paulatinamente las funciones de los dos personajes, que llegan a compartir opiniones e información en la última parte del texto. Da la impresión de que la urgencia política se impone a la ficción concebida por el autor, que se basa en una acertadísima estructura. Ésta va de lo general (toda Europa en guerra) a lo particular (los diferentes estados) y desde lo alto y panorámico a miradas más próximas, pero insinuando desde el comienzo de la obra las causas y responsabilidades que se confirmarán posteriormente. Así, el diálogo entre el dios Mercurio y el escritor satírico Luciano se celebra en un espacio simbólico, en alguna región del aire entre la tierra y el cielo, evolucionando esa imprecisión hasta el pragmatismo de cada caso: desde el cielo se contempla Europa, luego Münster, donde se decide el destino europeo, y a continuación una serie de países individualizados con un orden determinado, hasta desembocar en Francia, Italia y los Alpes, desde cuyas cimas Mercurio regresará al cielo. En ese orden sucesivo conviene destacar, primero, el cúmulo de alusiones a Francia, mediante perífrasis muy evidentes; segundo, la sesgada presentación de las dos sedes diplomáticas alemanas, relacionándolas con las plumas y los tratados; y, terce-

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ro, la dependencia que se establece entre el fallecido cardenal Richelieu, artífice de la agresiva política francesa, y las rebeliones de Portugal y Cataluña; éstas ocupan un lugar muy destacado en el texto, inmediatamente anterior al de Francia, cuya culpabilidad ambiciosa ya se ha insinuado y que ahora se desarrolla con una exposición pormenorizada. Correspondiendo a esa distribución espacial, el texto comienza con un alegato general contra la guerra total europea, seguido del escepticismo sobre el futuro que se traza en Münster y de las críticas contra los errores o locuras de cada país, causados por Francia y sus aliados. Todos los males se localizan en las dos sedes diplomáticas, porque, según Mercurio, Münster y Osnabrück eran inapropiadas para la paz y más aptas para guerras y conspiraciones: «las fraguas donde se limpian y templan las armas de todo el mundo, y oficinas de ligas, invasiones, sorpresas y usurpaciones» (p. 32). Para él la «paz anda en las bocas, y la guerra en los corazones y en las plumas», así que en aquella oficina Saavedra afila su propia pluma y escribe un diálogo revelador de lo que consideraba «hipocresía» general y especialmente francesa. Esta declaración se realiza abiertamente al comienzo del texto, apoyándose en lo que siembran los papeles franceses: «Publican franceses que ni el Imperio ni España desean la paz, sino continuar la guerra y oprimir a Francia» (p. 33). Esos papeles se explicitan a lo largo del texto, hasta el punto de que se convierten en objeto de comentario entre los dos personajes, que los mencionan en varias ocasiones: «Mejor lo conocerán [los suecos] cuando hayan leído un discurso francés impreso en Holanda» (p. 36), «dice un discurso francés que la República de Holanda […]» (p. 38), «ella [Holanda] está persuadida por el discurso de un francés, intitulado La necesidad de ocupar a Dunquerque…» (p. 39), «otro discurso he visto yo del fin de la guerra en el País Bajo, donde dice otro francés (si ya no es el mismo) […]» (p. 39), «El uno y otro discurso he leído, y también el Consejo del interesado…» (p. 40), «El primer discurso del Aviso desinteresado…» (p. 41). El peso de esos discursos hacia la parte central del texto es tal que se convierte en objeto de contra-argumentación por parte de Mercurio y Luciano, que rebaten los designios de la política internacional a través de la refutación de los discursos sucesivos, considerados «soberbios, impíos y ambiciosos». Esto constituye una primera exposición general de la política europea, que se enlaza con las ambiciones francesas, palpables en la declaración de derechos que venía agitando Europa desde los años treinta; es decir, los mismos derechos que rebatía, por

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ejemplo, Pellicer y Tovar, y los mismos que Saavedra reivindica para la Casa de Austria en su Corona Gótica… A propósito de los oscuros planes franceses sobre Holanda, Luciano desliza una vaga observación sobre «un historiador», lo que permite explayarse a Mercurio acerca de aquellos derechos franceses, y ridiculizarlos: Por la misma razón refiere cierto historiador francés […] […] cuando todos falten, no le faltará el de algún derecho imaginado, pues como los han hallado para pretender el dominio de todo el mundo, le hallarán para pretender aquellas provincias (Locuras de Europa, p. 43).

La insistencia en la política de Holanda es notable: se advierte extensamente a Holanda sobre su peligrosa relación con Francia y la necesidad de «pacificarse» con España, mientras se reprocha al príncipe de Orange que se rebelara contra «su señor natural». Esto induce a pensar que los holandeses son destinatarios privilegiados del texto258, de la misma forma que pueden serlo los portugueses y catalanes, estableciendo así un nexo entre las provincias rebeldes a la Monarquía Hispánica. A este respecto, un parlamento de Mercurio sobre cómo Richelieu «procuró» (p. 50) las rebeliones de Cataluña y Portugal marca una segunda parte de la obra y da entrada a un interesante coloquio en el que se avisa a Portugal para que recele del poder de Holanda en las Indias y para que no se fíe de Francia, que sólo utiliza a Portugal para desgastar a España. En cuanto a Cataluña259, Mercurio y Luciano exponen la falsedad de los derechos260 que Francia alega, remontándose a Carlomagno y Ludovico Pío, y descubren los ocultos designios franceses con respecto a los fueros. Según los dos interlocutores, éstos eran tan celosamente defendidos por los catalanes, como respetados por el rey de España, que «se podía dudar si era señor o ciudadano de Barcelona» (p. 56); sin embargo, no han sido jurados por los reyes franceses, con lo que se augura que Cataluña sólo será una «colonia» de Francia y ésta el «yugo tirano» que ha sustituido a su señor natural. En cuanto al enfoque y función del fragmento sobre las dos rebeliones, llama la atención la extensión y habilidad con que se aborda la 258

Blanco, 1996. Ver el análisis específico de García Cárcel, 1996. 260 Recordemos que esos derechos se defendían por el historiógrafo de Luis XIII, Charles Sorel, en La defensa de los catalanes (1642). 259

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separación de Cataluña, frente a la más elemental de Portugal. Ésta se menciona en primer lugar y se basa principalmente en las críticas a la traición del duque de Braganza y a los errores españoles, por haberle privilegiado y potenciado frente al resto de la nobleza lusa. Como consecuencia de ese planteamiento se afirma que los castellanos le «dieron el manejo de las armas», «le hicieron superior a muchos que con emulaciones se estimaban iguales en la sangre», y el Braganza se ha convertido en un tirano: «luego tiñó el ceptro con la sangre más noble de aquel reino», «Ésos son los primeros pasos de la tiranía» (p. 50). La alternancia de voces establece conexiones entre las revueltas catalana y portuguesa, pero Luciano no deja de recordar, en un largo parlamento, la comunidad de religión y la legitimidad del rey español; ésta se basa en la «sucesión» (que no conquista) del rey Felipe II y en el mantenimiento de los símbolos propios de Portugal, como las quinas. Sobre Cataluña se realiza una exposición muy matizada y aparentemente compartida por los dos interlocutores, en la que se alternan y complementan los dos personajes, explicando lo perjudicial de la rebelión con argumentos de diverso tipo. Desde la geografía261, advirtiendo a los catalanes que su unión con Francia es disparatada: «contra la oposición de la naturaleza y lo dispuesto por la providencia divina, que no acaso la dividió de Francia con los altos muros de los Pirineos y con los fosos del Mediterráneo» (p. 53). A la cuestión de los fueros y derechos, ya que: […] ninguna provincia gozaba mayores bienes ni más feliz libertad que Cataluña, porque ella era dueña de sí misma, se gobernaba por sus mismos fueros, estilos y costumbres […]. [El rey] [n]o la imponía tributos ni la obligaba a asistencias […]. En ella no representaba la majestad del rey, sino la del conde (p. 56).

Y hasta se insinúa que la insistente exhibición de los derechos franceses al Principado tiene que ver con el proyecto de no respetar los fueros: «siendo los reyes de Francia señores directos, y no habiendo algunos dellos confirmado ni jurado sus fueros […] no estarán obligados a su observancia» (p. 54). Además se presenta la situación de Cataluña antes de su levantamiento como casi idílica, porque «vivía en suma 261

Con similares argumentos a los utilizados en la empresa 59, p. 685, sobre cómo conservar estados cohesionados por la naturaleza.

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paz y quietud, teniendo un rey poderoso, más para su defensa y para gozar de su protección […] que para ejercer en ella su soberanía» (p. 56). Por esta razón Saavedra es el único de los publicistas de su generación que utiliza hábilmente el concepto de diversidad de reinos, una monarquía que «se hermosea con la variedad de sus vasallos» (p. 57), frente a una España compacta o uniforme. Para ser más convincente, Saavedra Fajardo encuadra la rebelión de Cataluña dentro de los designios expansionistas franceses; utiliza repetidamente la palabra clemencia para que los catalanes recapaciten: «no es creíble que deje su rey de usar con ellos de su clemencia y cumplirles las condiciones con que volviesen a su obediencia» (p. 58); y les pinta a esa Francia extranjera con los peores tintes: «tan aborrecida dellos [los catalanes] que un francés refiere en el libro intitulado Cataluña francesa… que el francés nacido en el principado aborrece a su padre porque es francés» (p. 53). En cuanto a la exposición sobre Francia, las alusiones a su poder, a su favorable fortuna y a sus diversas guerras planean por todo el texto, pero se llega al fragmento concreto que le corresponde tras abordar la situación en Portugal y Cataluña, así que la información de Mercurio está previamente viciada. Desde el principio Saavedra Fajardo culpabiliza a Francia y a sus aliados de una situación de guerra total («En todas partes vi a Marte sangriento, batallando unas naciones con otras por el capricho y conveniencia de uno solo», p. 30), que desencadena su primer alegato pacifista puesto en boca del dios Mercurio. Éste achaca a Francia repetidas veces las discordias en Alemania, y a continuación en el resto de los países examinados: «Se duelen los franceses y suecos de las calamidades del Imperio, y son ellos la causa; exclaman que desean la paz, ellos solos hacen la guerra; se quejan de la dilación de los tratados, y los embarazan con varias artes» (p. 32). Pero es que en la guerra de las plumas, Locuras de Europa significa un paso más en la estrategia antifrancesa de Saavedra Fajardo, con respecto al Memorial… y a los Suspiros de Francia. De manera que, muertos Richelieu y Luis XIII, el autor encomienda a dos personajes nada graves, el satírico Luciano y el mensajero de los dioses, Mercurio, la denuncia de lo que más puede perjudicar a la Francia de la reina regente y de Mazarino: en política exterior, su ambición, para sembrar la inquietud entre sus aliados holandeses, y el recelo entre catalanes y portugueses; y en el ámbito doméstico, su propia debilidad interna. Respecto a la proyección exterior, reaparecen en este texto los argumentos de las monarquías engrandecidas en exceso y la adverten-

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cia sobre los cambios de fortuna: «no menos peligran las monarquías por el peso de la misma alteza, que por la flaqueza de sus fundamentos» (p. 49), «Tales son las mudanzas de la fortuna y los accidentes de las coronas, que quien hoy es general de los estados podría ser rey dellos mañana» (p. 48). Este mensaje se apoya en una comparación con la Casa de Austria, que permite recordar a los holandeses las apetencias francesas sobre Flandes y demostrar a los portugueses y catalanes leales a Felipe IV el apoyo francés a las rebeliones de Cataluña y Portugal. Este ataque a la imagen internacional de Francia va acompañado de la pintura interna de una nación «afligida» por la guerra, con una clara divergencia de intereses entre el poder y el pueblo, porque «los triunfos son de gloria al príncipe y de tristeza a los súbditos» (p. 60). Como se deduce de esta estructura, Locuras de Europa es un diálogo pedagógico262, que se articula conforme al modelo de preguntas y respuestas, actuando sus personajes, ya conocidos por cualquier lector de la época, como domandadore o discípulo, Luciano, y como informador o maestro, Mercurio. Pero esta primera expectativa no se cumple durante todo el texto, como ya hemos indicado, sino que sufre diversas oscilaciones. Mercurio inicia la exposición a petición de Luciano y, tras la frase «Condesciendo con tu ruego» (p. 30), aborda el tema de las penurias europeas con dos largos parlamentos generales que dan lugar a la aquiescencia de Luciano, primero, y a una pregunta instrumental, después, para que progrese la explicación. El procedimiento se repite al anunciar Mercurio su narración detallada y concreta de lo que ha visto sucesivamente en Polonia, Suecia, Dinamarca, Holanda, Inglaterra, España e Italia: de nuevo dos extensos parlamentos separados por un asentimiento, en el que Luciano demuestra ya poseer información y opinión sobre el asunto. Tras el segundo largo monólogo de Mercurio, Luciano va ganando en dotes dialécticas que, si bien no rebaten la información, introducen argumentos complementarios para profundizar en ella. Así, por ejemplo, cuando Mercurio habla del error de los holandeses, Luciano apunta: «Éste no es el primer error de los holandeses; en otros muchos han caído y caen» (p. 38). Siguen otras dos intervenciones del dios centradas ya en los «ambiciosos desinios franceses» y, a partir de este momen-

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En cuanto a las relaciones autor/lector, sigo la clasificación expuesta por Vian, 1988, pp. 449-494, especialmente p. 473.

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de Luciano («Muy cortos de vista sois los dioses»), Mercurio responde con otra acotación que presenta al malicioso Luciano convencional: ¿Aún no has perdido, oh Luciano, el impío veneno de tu lengua maliciosa?» (pp. 29-30), característica sobre la que se vuelve en la parte central del texto, cuando los dos personajes parecen tratarse como iguales y sostienen opiniones aparentemente contrarias con respecto al príncipe de Orange: «Aunque creo que el Príncipe de Orange atiende a su grandeza, no soy tan malicioso» (Luciano, p. 47), «¡Oh Luciano! Solamente con los dioses eres malicioso, y con los hombres sencillo» (Mercurio, p. 47). Salvo estas mínimas acotaciones, nada más en el texto caracteriza a los personajes, salvo su propio discurso, como si los lectores conocieran sobradamente a ambos, o como si el autor se desinteresara de ellos en aras de su tema. Por lo que respecta a sus palabras, Mercurio se muestra no sólo informado, sino razonador a la hora de presentar los hechos, sus causas y sus consecuencias; y Luciano más breve generalmente en sus intervenciones, pero provocando a Mercurio con preguntas instrumentales para que se explaye y con una cierta tendencia, cuando asiente, a la frase axiomática y generalizadora, como corresponde al personaje experimentado.Tan sólo en una ocasión vuelve a hacer gala de su perfil satírico, a propósito del discurso francés que pide ayuda a los holandeses para la conquista de Dunquerque, cuando replica: «Lo mismo es esa petición que la de aquél que pedía a otro la espada para matalle con ella» (p. 41). A excepción de esta respuesta, la conversación mantiene el tono serio que corresponde al tema, sin caer en digresiones ni divagaciones, con una economía propia de la urgencia política. Sólo al final del diálogo, y una vez abordadas las espinosas y múltiples ramificaciones del conflicto europeo, se recobra la vena coloquial y humorística, junto a detalles del marco espacial.Y es que al término de la conversación Mercurio exhibe su locuacidad proverbial sin necesidad de que Luciano le pregunte como al principio. Sus parlamentos parecen brotar de un afán explicativo nada apresurado, que le lleva a añadir argumentos, poner ejemplos y establecer relaciones de similitud no solicitadas por Luciano. Cuando éste se limita a asentir ya plenamente informado y convencido, Mercurio insiste y se explaya: «Añádese a todas estas razones otra no menos fuerte» (p. 62).Y continúa ejemplificando las locuras con el Ducado de Saboya, lo que le permite aludir al espacio italiano, anunciado al comienzo como el último punto geográfico que había

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contemplado en su «vuelta» por Europa. Por esta razón Luciano cree cerrado el asunto propuesto e inicia la despedida y el agradecimiento por la información, y estableciendo una relación con el marco espacial que abría el coloquio: «No menos has volado con el discurso que con las alas, pues dejándome favorecido con tan varias noticias, has llegado a las cumbres más altas de los Alpes» (p. 63). Dicho marco se refería a lo visto desde «la suprema región del aire», que se clausura en el último parlamento del dios: «Desde aquí veo que la discordia que subministra Francia» (p. 63). Sin embargo, el incorregible mensajero charlatán parece haber olvidado el ruego de Luciano (relatar brevemente lo más notable) y despliega un aspecto del problema europeo que no estaba en el programa, la cuestión suiza, que Saavedra conocía tan bien, aprovechando que Luciano ha mencionado los Alpes. Ante la verborrea de su informador, que abarca desde los Alpes las llanuras italianas, un Luciano sospechosamente reticente y cortés cierra el coloquio, con una nueva alusión a los dos niveles espaciales del marco, la tierra y el cielo: No desciendas a ellas [las llanuras italianas]; porque hallándote tan vecino al cielo, corte tuya, abusaría yo de tu generosa cortesía si, después de haberte dado gracias por lo que con más humanidad de hombre que gravedad de dios me has referido, no te suplicase que vuelvas a tu esfera celestial (Locuras de Europa, p. 64).

El obsequioso interés de Luciano por no abusar de Mercurio puede interpretarse como el engarce estructural con el marco que abría el texto. Pero puede significar, además, un toque irónico: el supuesto maestro se recrea en una exposición que él mismo califica de «prolija» (p. 64), mientras que el discípulo que pedía información suplica ahora que cese la misma. Parece que la malicia lucianesca intuye que no conviene hablar de Italia abiertamente, en los términos tan claros con que se expresa Mercurio. Éste relacionaba a los «dormidos» potentados italianos con la milicia romana que se pervirtió en Francia y que regresó con Julio César para someterse al «yugo de la servidumbre», igual que advertía de la molicie y «delicias» francesas a los esguízaros, como Saavedra Fajardo ya lo hacía en la Carta de un holandés… Quizá es ése el riesgo que acecha a los «potentados» italianos que permanecen pasivos ante el clamor guerrero que los circunda, o así se insinúa en el final del diálogo.

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La ironía subiría de nivel si Saavedra estaba aludiendo a unos potentados concretos, el Papa y Venecia, que habían propiciado el Congreso de Münster, y explicaría la premura de Luciano por cortar la perorata de su interlocutor en un final aparentemente precipitado. A este respecto resulta cuando menos curioso que se hable de «clarines» de guerra, como lo hacía Saavedra en las Empresas políticas cuando designaba al estamento clerical como «clarines de la verdad» (55).Y también lo es que se refiera a Italia bajo la denominación de «potentados», como en Suspiros de Francia (p. 120), donde tildaba de amigo de los franceses al entonces pontífice, Urbano VI, advirtiendo casi proféticamente que su sucesor habría de alzarse contra ellos «si quisiere cumplir con sus obligaciones» (p. 121). Efectivamente, Inocencio X fue más pro-español que su antecesor, pero no debió de llegar al grado de complicidad antifrancesa que Saavedra deseaba y, por ello, puede atisbarse un matiz crítico en la prudente petición de Luciano para que Mercurio no baje a las llanuras de Italia. Estas coincidencias ponen de relieve la comunidad de ideas y de estilo entre Locuras de Europa y el resto de las obras de Saavedra Fajardo, que es capaz de mostrar su amplia visión de la grave situación europea y plasmarla con ironía. En este sentido la reticencia final del diálogo es un recurso más de esta obra, que aúna un tema de alta política y un deliberado propósito literario. Se trataba de mostrar en el escenario europeo los males de una guerra que perjudicaba a España, ocultando una vez más la identidad del diplomático-propagandista. Para ello se vale de dos voces mordaces que denuncian la guerra en un alegato que favorece la causa española, aunque se busque la verosimilitud mediante exposiciones aparentemente neutras. Efectivamente, la impresión que produce el diálogo no delata apasionamiento a favor del país de su autor, sino que éste selecciona argumentos objetivos, algunos de ellos críticos o pesimistas para con la Monarquía española. Por ejemplo, cuando ponen de relieve su fragilidad, ya que es susceptible de quebrarse si falla una de sus piezas: «No advirtieron los castellanos que la rebelión en una provincia suele encender con sus centellas las demás» (p. 51); o cuando afirman la ingenuidad e imprudencia del Gobierno de Madrid respecto a la amenaza portuguesa: «teniendo con poco recato político dentro de aquel reino a quien podía con algún pretexto de derecho aspirar a la corona» (p. 50), «sacaron con inadvertida confianza los presidios de las plazas» (p. 51).

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Igualmente Saavedra utiliza un léxico preciso, una adjetivación concisa y, en suma, un estilo sobrio, en el que todo parece sopesado para cumplir sus fines. En efecto, desde una terminología sumamente dura en lo que concierne a Francia y al príncipe de Orange, a la construcción de frases bimembres y trimembres, a las estructuras simétricas, las analogías y antítesis, o el sabio uso de la amplificatio, todos los recursos coadyuvan al razonamiento y a la argumentación concatenada, para crear la impresión de veracidad y conseguir la persuasión.A dicho efecto contribuye el que Saavedra opte por el monologismo, según avanza el texto, en justa correspondencia con su visión pragmática de los hechos. El resultado es una exposición sin pretensiones eruditas ni apenas auctoritas (se menciona sólo «un historiador francés» o los «historiadores griegos»), que se caracteriza por el tono coloquial. De ahí la insistencia en algunas expresiones repetidas en el texto, desde la burla inicial —«Muy cortos de vista sois los dioses» (p. 30)— hasta la buena vista de Richelieu —«Con bien aguda vista previno Richelieu las discordias y tumultos de Escocia» (p. 50)— y la visión nublada por el afán de poder, refiriéndose al príncipe Guillermo de Nassau —«la ambición de dominar siempre tuvo nubes y cataratas en los ojos» (p. 48)— o por un error torpemente mantenido, en el caso de los catalanes: éstos serían «ciegos e imprudentes» (p. 59), si no negociaran en Münster con su «señor natural», al que Saavedra Fajardo representaba. Junto a estas expresiones ya lexicalizadas aparecen algunas imágenes, como una ya usada anteriormente por el autor, referida a Holanda como plaza de armas: «ha sido Holanda la palestra donde para sus daños futuros han ejercitado los franceses la disciplina militar, y que en ella, como en estafermo, han aprendido, a costa de sus heridas» (pp. 46-47). De ella se deduce la posterior advertencia a Cataluña, cuyo territorio puede seguir el mismo destino, porque «dos reyes poderosos […] batallan sobre su dominio» (p. 56). Las metáforas y comparaciones no son muy abundantes en el texto, pero sí eficaces y nada manidas. Por el contrario, se adecúan a las características de los personajes que las pronuncian, como la duplicación que ensarta Mercurio ante la pregunta de Luciano sobre el esfuerzo bélico de Francia: éste se compara, primero, con un fuego próximo a extinguirse y, después, el dios del comercio lo asocia con mercaderes al borde de la quiebra. De esta manera se refuerza el mensaje sobre el agotamiento del enemigo desde dos campos semánticos: «Ésos son los últimos esfuerzos, semejantes a los de las candelas, que levantan mayor

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llama cuando les falta la sustancia y están más vecinas a extinguirse. Una hora antes de quebrar los mercaderes parecen a todos caudalosos, y roto el banco no hallan dónde cobrar los acreedores» (p. 59). Estos símiles revelan que el estilo medio y la exposición aparentemente aséptica no significan ni descuido retórico ni fría objetividad. Por el contrario, en el texto late la compasión por los vasallos, a quienes duelen guerras, miseria y tributos, frente a la ciega ambición de sus gobernantes.Y esto se subraya con procedimientos tan sencillos como eficaces; por ejemplo, mediante largas enumeraciones, apoyadas en anáforas, sobre los males de la guerra, o con preguntas retóricas que persiguen la aquiescencia emotiva: Consideraba su locura en […] que buscasen nuevas poblaciones los que no eran bastantes a llenar las suyas; que destruyesen y abrasasen las mismas tierras, villas y ciudades que deseaban adquirir; que tantos expusiesen sus vidas, perdiendo con ellas sus mismas posesiones (p. 31). ¿Qué labrador tan descuidado vio en el monte vecino armarse la tempestad que no previniese los daños que amenazaban a su casa? ¿Quién vio vencedor y triunfante al príncipe confinante que no le temiese, y asistiese al oprimido? (p. 35).

Bastan los ejemplos anteriores para mostrar cómo Saavedra Fajardo utiliza hábilmente formas, estructuras y figuras literarias con el fin de divulgar un mensaje político: la hipocresía, la confusión, las ambiciones personales y la torpeza de los países que temían la potencia decreciente de la Casa de Austria, sin percibir la progresiva amenaza francesa. Por eso emplea continuamente en Locuras de Europa la comparación entre los dos poderes hegemónicos y subraya la diferencia entre quienes estaban ya cansados y la pujante y ambiciosa Francia: «Aquellos, cansados ya de dominar, tratan más de conservarse en lo que hoy poseen que en recobrar sus derechos antiguos; y éstos, tan ambiciosos de ensanchar sus confines, que ni la religión, ni la justicia, ni la amistad, ni el parentesco […] detendrá sus vastos desinios» (p. 38). Esto no impide que se recuerde a Francia que puede consumirse por exceso de ambición y que insista en su engañosa fortuna, aparentemente favorable, pero en realidad amenazada: «si bien el que la mirase desde afuera juzgará que goza de buena salud, quien interiormente hiciere anatomía de su cuerpo conocerá que peligrará en sí mismo» (p. 59). La terminología médica y la imagen barroca del Estado como un cuerpo, con sus miembros y sus

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dolencias, conducen a las razones de la enfermedad francesa: «porque la menor edad de su rey, el gobierno de una mujer, el valimiento de un extranjero […], la disidencia de los malcontentos, la diversidad de religión, la falta de gentes y de dinero, y la opresión de los tributos, son achaques que podrán causarle mortales enfermedades» (p. 59). De la misma manera, en una de sus muchas coincidencias, Mercurio y Luciano expresan su inquietante convicción sobre la fugacidad del tiempo y lo perecedero de las ambiciones humanas, y lo hacen por medio de una crítica contra los poderosos. Ésta se basa en la oposición, tan barroca, de la realidad y la apariencia, a partir de la doble cualidad del vidrio, el brillo y la fragilidad: LUCIANO MERCURIO

Los que gobiernan…no consideran los reinos como eternos, y se contentan con que en su tiempo parezcan felices… Sí, pero nunca son más de vidrio que cuando relucen (p. 49).

En suma, todo ello representa una actualización de los argumentos que Saavedra Fajardo lanzaba desde 1635 para manifestar los estragos económicos, humanos y morales de una guerra injusta, que encubría graves problemas internos de los franceses. La construcción de una imagen negativa de Francia es, por tanto, el fruto de una dedicación continuada y coherente, que pretendía minar el poder y la reputación del vecino y enemigo a lo largo de diez años.Y esto trasciende el dato coyuntural para desembocar en planteamientos simbólicos, convirtiendo la crisis de 1635-1640 en literatura, desde el primer alegato pacifista del «vasallo francés» hasta la súplica de «Francia» o el coloquio desengañado y satírico de los dos personajes de Locuras de Europa. Como prometía al rey, la pluma nunca ociosa de Saavedra Fajardo todavía sigue culpando a la belicosa Francia en Locuras de Europa. Pero este texto demuestra hasta qué punto la guerra de papel ha ampliado su escenario, y sus destinatarios, desde los escritos previos a la guerra de 1635 y los folletos sobre los derechos franceses a Cataluña, hasta éstos que, en teoría, «preparan» la paz.A los escritos del enemigo se refiere la Corona gótica… en su dedicatoria «Al lector», cuando Saavedra declara que «habiendo visto publicados algunos libros de pretensos derechos sobre casi todas las provincias de Europa», decidió componer una «historia» para mostrar «los derechos legítimos en que se fundó el reino y monarquía de España».Y efectivamente, entre la gran cantidad de papeles esparcidos por Europa, la obra de Saavedra Fajardo contribuye a esa

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reescritura de los derechos históricos, con la Corona gótica…, mientras que Locuras de Europa intentaba algún tipo de paz, con el oportunismo político de un anónimo. No obstante, aunque en 1646 Saavedra Fajardo terminaba en Münster la dedicatoria de la Corona gótica… con una hermosa exhortación a la paz, ésta todavía tardó en llegar y don Diego no la conoció.Tampoco iba a ser una paz general, sino una serie de paces sucesivas: la que se logró con la firma de los tratados de Westfalia en 1648; con el final de la guerra de Cataluña y la entrada de don Juan José de Austria en Barcelona en 1652; con la Paz de los Pirineos en 1659; y, por fin, con el tratado de paz con Portugal en 1668. Sin embargo, la guerra de papel, que tan bellas imágenes había propiciado en tiempo de guerra, todavía continuaba en la memoria del propagandista más longevo: José Pellicer y Tovar. Éste la recuerda en su Biblioteca…, fechada en 1671, donde se recopilan los muchos libros que había escrito, junto a los elogios y críticas que le habían valido. En la dedicatoria o memorial a la reina Mariana de Austria, el septuagenario Pellicer no olvida lo que considera sus libros más valiosos, que son su participación en lo que él llama «batallas»; es decir, la guerra de papel: «Por lo que corre escrito contra él, se reconoce que no son solos los que pelean los que reciben las heridas, que a los que escriben alcanzan también. Unas son de la espada y el cañón, otras de la tinta y la pluma» (Biblioteca…, fol. 164v). A manera de colofón cabría preguntarse si sirvieron para sus fines publicitarios tantas páginas brillantes y tantos desvelos de escritores de primer orden. Es decir, si las obras que hemos analizado tuvieron o no difusión, aspecto éste bien dudoso y de respuesta negativa en el caso de las dos obras de Quevedo escritas en León. No así en cuanto a tres obritas de Saavedra, porque la primera de ellas consiguió llegar a la imprenta, y los Suspiros de Francia y las Locuras de Europa alcanzarían previsiblemente una difusión manuscrita, gozando de un determinado consumo interno: el cortesano en Madrid y el diplomático en Alemania. En cuanto a si lograron persuadir al adversario, las obras impresas de nuestros propagandistas se conocieron, sin duda, en el campo enemigo, como demuestran los ataques subsiguientes de que fueron objeto. Si en 1635 Pellicer y Tovar se enorgullecía de que su patriótica Defensa de España… se quemara en París por ser española, el mismo autor vuelve a ufanarse en su Biblioteca… de que la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarve fuera ácidamente atacada en Londres por un

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portugués e inmediatamente defendida desde Centroeuropa por Juan de Caramuel.Y también alardea de que Martí y Viladamor («embajador de Cataluña en Francia») lanzara su Manifiesto de la fidelidad catalana y la integridad francesa para contrarrestar la Idea del Principado de Cataluña, con ocasión de la «Dieta de Münster en 1646» (fol. 31r). Son precisamente las palabras de Pellicer el resumen más elocuente de la campaña de imagen propiciada por la Monarquía, porque el cronista mayor todavía recordaba en la dedicatoria a la reina Mariana los muchos servicios prestados. No sólo afirma que fue el primero en defender a su rey y que después otros «siguieron su ejemplo» (fol. 165r), sino que encarece el valor de su escritura militante, impidiendo que la sepulte el olvido: […] y ansí como la amnesia (que es el olvido) de lo pasado con Cataluña, y la paz establecida con Portugal, no estorba agora a los buenos capitanes y soldados que militaron hacia entrambos reinos para representar en sus memoriales, y en las ocasiones de su importancia, lo servido en ellos, en ésta, en que don José Pellicer hace relación verdadera de sus servicios, le es preciso […] no olvidar los de sus batallas […].

Por si alguna duda quedaba, en la última dedicatoria dirigida a la reina en 1673263, unifica esa escritura militante, o literatura de combate, asociando las «ocasiones» (las tres guerras) y los libros que hoy llamamos de propaganda: «Muchos dellos fueron en defensa de sus reales derechos y justificación de sus católicas armas, en las ocasiones del rompimiento de Francia, sublevación de Cataluña y separación de Portugal».

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La Biblioteca fue ampliada con adiciones sucesivas hasta 1676 y esta dedicatoria de Pellicer es para que ampare su Aparato de la Monarquía antigua de España, de 1673, incluido en la Biblioteca…, fol. 180v.

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Vol. 50 TAMAYO DE VARGAS, Tomás: Junta de libros. Edición crítica de Belén Álvarez García. 2007, 775 p., tapa dura, ISBN 9788484891192 Vol. 51 FINE, Ruth; LÓPEZ NAVIA, Santiago (eds.): Cervantes y las religiones. 2008, 824 p., tapa dura, ISBN 9788484893141 Vol. 52 SALVADOR MIGUEL, Nicasio; MOYA GARCÍA, Cristina (eds.): La literatura en la época de los Reyes Católicos. 2008, 304 p., tapa dura, ISBN 9788484893561 Vol. 53 FRADEJAS LEBRERO, José (ed.): Más de mil y un cuentos del Siglo de Oro. 2008, 609 p., tapa dura, ISBN 9788484893820 Vol. 54 MEYER-MINNEMANN, Klaus; SCHLICKERS, Sabine (eds.): La novela picaresca. Concepto genérico y evolución del género (siglos XVI y XVII). 2008, 608 p., tapa dura, ISBN 9788484894223 Vol. 55 ARMAS, Frederick A. de; GARCÍA SANTO-TOMÁS, Enrique; GARCÍA LORENZO, Luciano (eds.): Hacia la tragedia áurea. Lecturas para un nuevo milenio. 2008, 448 p., tapa dura, ISBN 9788484894292 Vol. 56 AREILANO, Ignacio; FINE, Ruth (eds.): La Biblia en la literatura del Siglo de Oro. 2010, 484 p., tapa dura, ISBN 9788484894469 Vol. 57 TORRES OLLETA, M. Gabriela: Redes iconográficas: San Francisco Javier en la cultura visual del Barroco. 2009, 874 p., tapa dura, ISBN 9788484894537 Vol. 58 GARCÍA SANTO-TOMÁS, Enrique (ed.): Materia crítica: formas de ocio y de consumo en la cultura áurea. 2009, 428 p., tapa dura, ISBN 9788484894506

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Vol. 59 FARRÉ, Judith (ed.): Dramaturgia y epectáculo teatral en la época de los Austrias. 2009, 392 p., tapa dura, ISBN 9788484894490 Vol. 60 MADROÑAL, Abraham: Humanismo y filología en el Siglo de Oro. En torno a la obra de Bartolomé Jiménez Patón. Con prólogo de José Antonio Pascual. 2009, 360 p., tapa dura, ISBN 9788484894520 Vol. 61 BLECUA, Alberto; ARELLANO, Ignacio; SERÉS, Guillermo (eds.): El teatro del Siglo de Oro. Edición e interpretación. 2009, 490 p., tapa dura, ISBN 9788484894476 Vol. 62 ARELLANO, Ignacio; STROSETZKI, Christoph; WILLIAMSON, Edwin (eds.): Autoridad y poder en el Siglo de Oro. 2009, 294 p., tapa dura, ISBN 9788484894704 Vol. 63 ARELLANO, Ignacio; MARTÍNEZ PEREIRA, Ana (eds.): Emblemática y religión en la Península Ibérica (Siglo de Oro). 2010, 320 p., tapa dura, ISBN 9788484894742 Vol. 64 RONCERO LÓPEZ, Victoriano: De bufones y pícaros: la risa en la novela picaresca. 2010, 328 p., tapa dura, ISBN 9788484895169 Vol. 65 NÚÑEZ RIVERA,Valentín: Poesía y Biblia en el Siglo de Oro. Estudios sobre los Salmos y el Cantar de los Cantares. 2010, 296 p., tapa dura, ISBN 9788484895312 Vol. 66 DÍEZ BORQUE, José María: Literatura (novela, poesía, teatro) en bibliotecas particulares del Siglo de Oro español (1600-1650). 2010, 158 p., tapa dura, ISBN 9788484895329