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Spanish Pages [110]
Jon Sobrino
Liberación con espíritu Apuntes para una nueva espiritualidad Sal Terra
TlresenciaA
Colección PRESENCIA TEOLÓGICA
JON SOBRINO
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LIBERACIÓN CON ESPÍRITU APUNTES PARA UNA NUEVA ESPIRITUALIDAD
Editorial SAL TERRAE Santander
ÍNDICE Págs. PRESENTACIÓN
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INTRODUCCIÓN: La importancia actual de la vida espiritual
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1.a Parte: LIBERACIÓN CON ESPÍRITU 1. 2. 3. 4. 5. 6.
Presupuestos y fundamentos de espiritualidad Espiritualidad y liberación Espiritualidad y teología Perfil de una santidad política Espiritualidad de la persecución y del martirio Lo divino de luchar por los Derechos Humanos 2.a Parte: DIMENSIONES DE ESPIRITUALIDAD
7.
La significación actual del Reino de Dios anunciado por Jesús Evangelización y seguimiento de Jesús El conflicto en la Iglesia
8. 9.
© 1985 by Jon Sobrino San Salvador (El Salvador) © 1985 by Editorial Sal Terrae Guevara, 20 - 39001 Santander
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3.a Parte: FUENTES DE ESPIRITUALIDAD
Con las debidas licencias
10.
Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-0730-3
23 35 59 99 109 127
Dep. Legal: BI-2.263-85
Gráficas Ibarsusi, S. A. - Camino de Ibarsusi, s/n - 48004 Bilbao
11. 12.
El martirio de las religiosas norteamericanas Maura, Ita, Dorothy y Jean La esperanza de los pobres en América Latina Qué Cristo se descubre en América Latina: hacia una nueva espiritualidad
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PRESENTACIÓN
En este libro recogemos una serie de artículos ya publicados en los últimos cinco años. No se trata, estrictamente hablando, de un bro sobre espiritualidad, ni menos sobre espiritualidades concreta Se trata, más bien, de exponer el núcleo de lo que sería toda espiri tualidad y mostrar su necesidad en el mundo de hoy: vivir con un de terminado espíritu para ser creyente o, simplemente, un ser humano En un mundo de tanto cambio, tanta crisis, tantos retos, y tantas pro mesas también, no basta con doctrinas e ideologías. Se necesita es ritu para dominar y orientar la vida y la historia; para que éstas sea en último término promesa, más que absurdo o puro devenir; genere esperanza, más que desesperación o resignación; alienten a una práctica transformadora, más que a la pasividad o al egoísmo. En nuestra opinión, por lo tanto, la temática de estos artículos responde a una necesidad real. Desde América Latina, esto se con creta en imbuir de espíritu la práctica de la liberación. Esta ofrece cauce necesario, justo y bueno, pero que tiene que ser llenado con e píritu para subsanar las limitaciones de quienes la practican (pues s guen siendo seres humanos), para potenciarla y para que en ella se potencie también el sujeto liberador. En Europa, J. B. Metz llamó l atención hace ya tiempo sobre la necesidad de unir mística y polític En América Latina se ha hablado de la necesidad de la contemplación en la liberación (L. Bojfjy de la contemplación en la acción po la justicia (I. Ellacuría); en este libro hablamos de santidad política de liberación con espíritu, pero la intuición es la misma: la unifica ción de espíritu y práctica. Sin espíritu, la práctica está siempre am nazada de degeneración; y sin práctica, el espíritu permanece vago indiferenciado, muchas veces alienante. Este libro se sitúa dentro de una serie de publicaciones de teolo gía latinoamericana en los últimos años. Todas ellas debieran bas tar para eliminar las sospechas que sobre dicha teología se han la zado, sobre todo en la Instrucción vaticana sobre algunos aspectos la Teología de la Liberación. Tengan o no fortuna estos intentos d esclarecimiento, lo que no se puede negar con honradez es que esa
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PRESENTACIÓN
teología se preocupa de la espiritualidad como de una dimensión de la teología tan primigenia como su versión a la práctica. Así lo dijo G. Gutiérrez hace quince años y así se ha ido explicitando ahora. La teología vive, antes que nada, de una práctica y de una espiritualidad. Esa práctica no es otra cosa que el seguimiento de Jesús en nuestra historia, y esa espiritualidad no es otra cosa que la actualización del espíritu de Jesús. Así se puede resumir lo que pretenden mostrar estas páginas. Digamos, para terminar, que lo que haya de iluminador en ellas, el autor lo ha encontrado en el pozo del que hay que beber, como dice G. Gutiérrez: en ese pozo que los pobres del continente y quienes les acompañan han llenado de tanta entrega, de tanto amor, de tanta sangre..., del espíritu de Jesús. Algo de eso se recoge en la tercera parte de este libro: el amor de la sangre martirial y la esperanza de los pobres. Allí se describe la realidad de la liberación con espíritu. Lo que se dice antes sólo pretende poner en palabra esa realidad. Por ello, nuestro agradecimiento a todos los que con su vida y su muerte han ido llenando el pozo del que otros podemos beber para seguir a Jesús y encaminarnos hacia Dios. San Salvador Septiembre de 1985
Introducción LA IMPORTANCIA ACTUAL DE LA VIDA ESPIRITUAL* La vida espiritual es algo tradicional en la Iglesia y en la vida religiosa. Sea cual fuere su última esencia y sean cuales fueren sus prácticas, la vida espiritual es «tradicional», porque se nos entrega de generación en generación; y en esa entrega se presupone su obvia importancia y necesidad. No es de extrañar, por lo tanto, que periódicamente nos recuerden esta importancia y necesidad. El P. Arrupe, por ejemplo, insistía constantemente en la necesidad de mantener y acrecentar el vigor de la fe —otra forma de mencionar la vida espiritual en un nuevo lenguaje—, porque, sin él, nuestro trabajo apostólico carecerá de su última raíz y se verá amenazado desde dentro. La tradición secular de la vida espiritual y el recordatorio periódico de su importancia deberían llevarnos a tomarla en serio. La experiencia acumulada de siglos no suele engañarse en cosas de esta naturaleza, sobre todo cuando se trata de realidades que atañen a la constitución de la persona y de grupos de personas, pues en ellos persisten ciertas constantes a lo largo de la historia, aun cuando ésta cambie. A mi entender, todos intuimos —sean cuales fueren nuestra comprensión de la vida espiritual, nuestras prácticas y nuestras críticas a determinadas concepciones y prácticas— que este tema es de suma importancia y decisivo para la vida cristiana. Pero, por otra parte, la mera repetición de la importancia y necesidad de la vida espiritual y sus prácticas no genera por sí misma y * Este trabajo reproduce, con algunos retoqu.es, el artículo «La vida espiritual en las comunidades religiosas», publicado en Diakonía 17 (abril de 1981), Managua, pp. 9-22. Anteriormente había sido presentado en una reunión de superiores de la Provincia Centroamericana de la Compañía de Jesús. Aunque sus destinatarios inmediatos son los religiosos y religiosas, creemos que puede introducir a la problemática de la espiritualidad de todos los cristianos comprometidos con la liberación.
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necesariamente una vida espiritual vigorosa. Como suele ocurrir con frecuencia, la verdad genérica sobre la vida espiritual no se hace real si no se historiza. Y para historizarla es necesario que lo que hay de eterna verdad en la importancia y necesidad de la vida espiritual surja siempre de nuevo desde una determinada situación histórica, que la vida espiritual se muestre eficaz para vivir como cristianos y como religiosos y, en último término, que la vida espiritual sea eficaz para transformar la realidad secular circundante en la dirección del reino de Dios. A mi entender, algo de esto es lo que está sucediendo ahora. Existe un nuevo interés por la vida espiritual, existe un replanteamiento al menos de su importancia y existen nuevas realizaciones. Pero el hablar de nuevo sobre la vida espiritual no surge primordialmente por pura fidelidad formal a la tradición secular —aunque se intuya en ello una profunda verdad—, sino por fidelidad a la propia situación, que vuelve a plantear una vez más, y desde dentro de sí misma, el problema de la vida espiritual. Es significativo, por ejemplo, que la teología de la liberación, más interesada en un principio en la práctica de la fe, esté poniendo énfasis en el tratamiento de temas espirituales como la oración, la contemplación y, en general, lo que se puede denominar una espiritualidad de la liberación. Lo que a continuación pretendemos ofrecer es, más que una consideración teórica de lo que es la vida espiritual, una descripción reflexiva de lo que ha ocurrido en los últimos años, para encontrar aquellas raíces históricas que hacen replantear la realidad de la vida espiritual y su configuración concreta en la actualidad. Antes de comenzar esa reflexión digamos, sin embargo, qué entendemos por vida espiritual, aunque no demos una definición o descripción muy analítica. Podríamos comenzar diciendo que vida espiritual no es otra cosa que vida con espíritu y, más en concreto, vida con el espíritu de Jesús. Esta afirmación puede parecer excesivamente simple o puramente nominalista o tautológica. Pero si no damos por supuesto que ya sabemos cristianamente qué es vida y qué es espíritu y la relación entre ambos, entonces, al ahondar en estos dos elementos, podremos avanzar un poco en la comprensión histórica de la vida espiritual. La importancia de este enfoque consiste en no comprender la vida espiritual a partir de sus prácticas específicas, por importantes y necesarias que sean, sino a partir de algo más abarcador, como es la
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vida misma, de la cual las prácticas espirituales son expresión y para la cual son iluminación y motivación. 1.
La lección de los años setenta: la relación entre vida espiritual y vida histórica
Si comparamos la vida de los cristianos y la vida religiosa en la actualidad con la de hace diez o quince años, no se puede negar que se ha operado un gran cambio y que éste ha alcanzado a la vida espiritual. Los años setenta fueron decisivos en este aspecto. Lo que estaba en juego, en mi opinión, fue la discusión sobre si existen cauces automáticos y autónomos de la vida espiritual o si éstos deben existir en un cauce mayor y más primigenio, que podemos denominar vida, vida histórica, vida cristiana. Lo que en cualquier caso se quiso enfatizar es la necesidad de la 'vida' real para la vida 'espiritual'. 1.1. Como fenómeno general, podemos afirmar que los cristianos y religiosos más impactados y consecuentes con el Vaticano II y Medellín comenzaron a sospechar de la concepción mecánica de la vida espiritual a partir de sus mecanismos específicos. Por una parte, se dio una búsqueda de nuevas formas y prácticas espirituales más acordes con la nueva situación. Por otra parte, se dio un mayor o menor abandono, que en algunos casos llegó hasta el desprecio, de las antiguas prácticas y su teología subyacente. Pero, en cualquier caso, se hizo hincapié en lo que hay de vida histórica y vida real en la vida espiritual. Y desde ahí se replanteó en serio el significado último de la vida cristiana y su estructura fundamental. No podemos ahora alargarnos en repetir lo que es de sobra conocido. Pero sí es conveniente recordar el redescubrimiento de las características fundamentales de la 'vida' cristiana. Se recalcó en esos años la necesidad ineludible de encarnación en la realidad centroamericana, no sólo a niveles culturales, sino a niveles sociales, donde más claramente aparecía la miseria, la opresión, la injusticia y la represión a las que están sometidas las mayorías centroamericanas. Esa encarnación puso a los cristianos y a los religiosos en contacto más o menos inmediato con los pobres reales, y ellos se convirtieron en el 'lugar' de la vida cristiana. Se tomó además la opción por los pobres, formulada diversamente. Pero lo importante de esa opción es que la vida cristiana fue comprendida como práctica servicial a los pobres, que cada vez más fue vista como práctica desde los pobres. La práctica del amor, especialmente en la forma de justicia (acompañada,
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por lo tanto, de la denuncia del pecado estructural y de la búsqueda de transformaciones estructurales) se convirtió en el contenido fundamental de la vida cristiana. Por último, este tipo de encarnación y de práctica acarreó, en mayor o menor grado, la persecución, que es a la vez muestra de la solidaridad con el pueblo oprimido, criterio de verificación de la encarnación y de la práctica del amor e ingrediente, históricamente necesario, de la vida cristiana. Lo importante de esa década fue, por lo tanto, el redescubrimiento de la vida real de las mayorías pobres y el redescubrimiento evangélico de que a ellos se dirige la buena noticia. Los pobres, así entendidos, se convirtieron en el 'lugar' de toda vida cristiana y de toda vida religiosa. Y, lo que es más importante para nuestro tema, se descubrió que ése era también el lugar para la vida espiritual. Lo que añada o matice el adjetivo 'espiritual' al sustantivo 'vida' no puede ser ya comprendido ni realizado desde otro lugar que no sea la vida histórica. Dicho brevemente, la intuición que fue imponiéndose es que sin 'vida' histórica y real no podía haber vida 'espiritual'. Esta convicción fue iluminada por una nueva lectura de la Escritura y numerosas afirmaciones de documentos eclesiales. Causó gran impacto la intuición profética de que «conocer a Dios es practicar la justicia», la intuición evangélica de que el horizonte último de la autocromprensión y práctica de Jesús era el reino de Dios, como realidad incipientemente histórica y no sólo transcendente, y el recordatorio de Mt 25 como último criterio para la fe cristiana. También Medellín formuló la misma tesis de fondo y recordó la afirmación de Pablo VI: «para conocer a Dios hay que conocer al hombre». La Congregación General XXXIII recordó a los jesuítas que su misión fundamental es «el servicio de la fe y la promoción de la justicia». Todas estas formulaciones y otras elaboradas por la teología tienen algo en común. Por una parte, reconocen la bipolaridad de la totalidad de la existencia cristiana. Existe en ella un elemento histórico: el reino, la justicia, el conocimiento y servicio al hombre. Y existe el elemento transcendente: Dios, el conocimiento de Dios, la fe en Dios. Por otra parte, se reconoce que el elemento transcendente no es directamente accesible, sino a través de su mediación histórica. Creemos que en esta intuición hay algo irrenunciable, y que es irrenunciable en nombre de la misma fe. Y creemos también que esta intuición es históricamente irreversible para muchos cristianos y religiosos, al menos en un futuro inmediato. Sean cuales fueren los problemas teóricos y prácticos que suscitó esta nueva comprensión y
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práctica de la totalidad de la fe, algo importante quedó en claro: no se puede confesar a Dios sin trabajar por su reino; no se puede confesar a Cristo sin el proseguimiento histórico de Jesús. Formulado en los términos que ahora nos interesan: no puede haber vida 'espiritual' sin 'vida' real e histórica; no se puede vivir 'con espíritu' sin que el espíritu se haga 'carne'. 1.2. El mero hecho de optar por la vida histórica, tal como la hemos descrito, y vivirla realmente, es ya una expresión del espíritu y, por ello, la vida histórica no es puramente histórica, sino que de alguna forma es ya vida 'espiritual'. No debemos olvidar que, según la fe cristiana, el Espíritu es dador de vida, el Espíritu envía a proclamar la buena nueva a los pobres, el Espíritu promueve la palabra profética, el Espíritu da la fortaleza para mantenerse en la persecución, etc. Una vida histórica encarnada, en favor de los pobres y mantenida en la persecuión, es ya vida 'espiritual'. Pero, por otra parte —como lo reconocieron los pioneros de la teología de la liberación—, la práctica de una nueva vida histórica no soluciona automáticamente lo que está implicado en el adjetivo 'espiritual', aunque proponga el cauce estructural para poder solucionarlo correctamente. En mi opinión, dos tipos de experiencias y constataciones históricas han motivado a volver a profundizar en lo que debe haber de 'espiritual' en la vida histórica. Por una parte, la honrada constatación de que también los cristianos y religiosos que optaron por un nuevo tipo de vida histórica permanecen sujetos a la tentación y el pecado. Y por otra parte, porque, aun dentro del cauce irrenunciable de la nueva vida histórica, el Espíritu de Dios sigue pronunciando nuevas palabras, nuevas exigencias. No se le puede poner límites a priori a su voluntad ni acallar arbitrariamente el 'más' que surge siempre desde dentro de la historia. Creo yo que quienes han vivido con mayor honradez el proceso de los años setenta han reconocido también que siguen sujetos a la fragilidad humana; que el mismo cauce elegido, aunque necesario y correcto, genera también su propia concupiscencia, como se puede notar, por ejemplo, en las tentaciones de protagonismo, en alardear de superioridad ética o en creerse inmunes a la tentación y el pecado. Además, el mismo cauce elegido muestra dificultades estructurales como las de compaginar eficacia y gratuidad, lucha y magnanimidad, justicia y compasión, equidad y perdón. Nada de esto, en mi opinión, ha quitado validez y necesidad a la opción fundamental y a la intuición de que no hay vida espiritual sin
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vida histórica. Pero ello ha hecho también formular honradamente la pregunta por el espíritu con que hay que vivir y dar vida. Según esto, me parece que hay tres cosas importantes que constatar. En primer lugar, ha cobrado mayor importancia analizar no sólo la práctica de Jesús, sino también el espíritu de esa práctica, como aparece programáticamente en el sermón del monte. En la primera bienaventuranza queda claro que el principio material de la espiritualidad es la pobreza real, tal como aparece en la versión de Lucas. Pero es importante no olvidar la versión de Mateo, que habla de espíritu, no para volatizar la pobreza real, sino —en la feliz reformulación de I. Ellacuría— para ser pobres con espíritu. En la última bienaventuranza queda también clara la verificación histórica de la vida espiritual, que no es otra cosa que la persecución que sobreviene a la práctica de la justicia. Pero si estas bienaventuranzas aparecen como evidentes en nuestra situación, hay también una recuperación de lo que se contiene en las otras, del talante espiritual cristiano explicitado en las entrañas de misericordia y en la construcción de la paz. Y sobre todo, creo yo, está bien formulado ese talante en la bienaventuranza que habla de los limpios de corazón porque ellos ven a Dios, es decir, de quienes no están apegados a sí mismos (ni siquiera egoístamente a las causas por las que luchan), de quienes tienen ojos limpios, los que buscan la verdad, los castos en el sentido más profundo del término. Ellos son los que, dentro de la historia, se colocan siempre delante de Dios para escuchar su palabra, mayor que cualquier palabra que nosotros podamos pronunciar, aunque sea correcta. Tomadas las bienaventuranzas en su conjunto, nos presentan al hombre que no sólo ha hecho una opción y se ha comprometido con la historia correctamente, sino al hombre con espíritu. En segundo lugar, ha ido creciendo la convicción de lo que podríamos llamar la 'eficacia de la santidad'. Es evidente que el compromiso con los pobres exige y busca la eficacia histórica. De ahí la insistencia en la liberación, en la promoción de la justicia, en la participación en procesos liberadores y, en casos límite, en procesos revolucionarios. Pero, sin negar nada de esto, se ha ido viendo también que la vida con espíritu, la santidad, tiene su propia eficacia histórica. Esto no se ha descubierto por especulaciones a priori, sino por constatación histórica. Por poner un solo ejemplo significativo, recordemos el caso de Mons. Romero. No hay duda de su compromiso histórico. Pero su inmenso influjo social y la eficacia de su práctica no pueden ser comprendidos sin su propia santidad personal. La con-
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clusión es que una vida histórica 'con espíritu' no sólo no aleja a los cristianos de los problemas reales, sino que los hace más eficaces para la liberación de los pobres. Por último, creo que se ha recobrado la convicción de la necesidad de explicitar la vida con espíritu en prácticas espirituales. Ha aparecido de nuevo su necesidad, pero no sólo por consideraciones a priori, sino porque así lo exige la vida real y porque ésta se hace menos cristiana cuando faltan aquéllas. En un sentido se ha hecho verdad que la realidad conlleva su propia exigencia de explicitarse a los niveles de sentido y, a la inversa, que, cuando no se explícita, se puede dudar de que exista la tal realidad. Pero, además, ha aparecido la necesidad de la explicitación espiritual, tanto para la iluminación como para la motivación de la vida histórica. No podemos entrar ahora en la discusión teórica sobre qué es lo que tiene supremacía según la fe cristiana: la vida o su explicitación, el modelo de 'contemplativus in actione'od de 'contemplata alus tradere'. Personalmente, creo en la última supremacía de la vida sobre su explicitación. Pero, por otra parte, no podemos negar que existe al menos una dialéctica entre vida con espíritu y explicitación del espíritu con que se vive. En este sentido, las prácticas de espiritualidad, aunque no gozan de autonomía con respecto a la vida histórica, son necesarias, porque son eficaces para vivir la vida con más espíritu. Por todo ello, aunque algunas prácticas puedan o deban ser abandonadas y otras modificadas, ha aparecido la necesidad de ellas, sobre todo de aquellas que tocan las últimas raíces de la vida cristiana, como son la eucaristía, la oración, los ejercicios espirituales, el discernimiento, etc. En resumen, creo yo que la gran lección de la década de los setenta para la vida espiritual es doble. Por una parte, la absoluta necesidad de vida histórica para que pueda existir vida espiritual. Este logro es el más novedoso y es fundamental desde la fe cristiana. Es por ello también irrenunciable, y en buena medida es irreversible para muchos cristianos y religiosos. Y por otra parte, la necesidad de vivir la historia con espíritu cristiano, que nos sigue juzgando aun dentro del cauce correcto de la vida histórica y, sobre todo, sigue exigiendo, de una forma siempre nueva y mayor, profundizar en la historia cada vez más cristianamente. Dicho de forma gráfica, se trata de comprometerse históricamente en la construcción del reino de Dios y así acceder a Dios, y de ser hombres de corazón limpio para ver a Dios y así construir su rei-
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no. O, dicho de otra forma, se trata de hacer lo que hizo Jesús y hacerlo cada vez más como lo hizo Jesús, sin que esto suponga ningún fundamentalismo, precisamente porque se trata de vivir según el Espíritu de Jesús, que, por una parte, nos remite a él, a lo suyo concreto, a su memoria peligrosa y, por otra, abre nuevos caminos, nuevas interpelaciones, nuevas mediaciones históricas. 2.
Importancia de la vida espiritual en la actualidad
En la actualidad, como decíamos al principio, existe una nueva preocupación y un renacimiento de lo que hay de 'espiritual' en la vida de los cristianos y religiosos. Por una parte, la misma vida religiosa posee sus propias exigencias, que no se resuelven automáticamente por haber elegido un nuevo cauce de vida histórica, aunque éste proporcione profundo sentido a la vida religiosa. Sin embargo, permanece la problemática típica de la vida religiosa: la disponibilidad de la obediencia, la entrega y soledad del celibato, el abajamiento de la pobreza, lo que posibilita y condiciona la vida comunitaria, etc. Todas éstas son realidades con sus propias posibilidades y sus propias dificultades, que necesitan espíritu para que éstas se superen y aquéllas produzcan frutos. Ahora, sin embargo, queremos concentrarnos en las realidades históricas en que se viven la fe y la vida religiosa en Centroamérica y que sólo pueden ser vividas cristianamente con espíritu. Mencionamos las que nos parecen ser más importantes, aunque su importancia varíe según la situación de los diversos países. 2.1. La persecución es una realidad bastante generalizada que exige un espíritu de fortaleza. Todos conocemos la represión del pueblo que se ha dado y se sigue dando en muchos de nuestros países. Cuando los cristianos y los religiosos se han solidarizado en verdad con el pueblo, también a ellos les ha sobrevenido la persecución. Es ésta una de las formas eficaces a través de las cuales los religiosos y las comunidades religiosas deben hacer opciones últimas, arriesgadas y difíciles. La disponibilidad a la persecución y, sobre todo, a mantenerse firmes en ella no es algo fácil ni evidente, no se deriva de la inercia de la vida religiosa ni de sus principios genéricos. Significa volverse a lo profundo de la vida cristiana, al principio fundamental del amor cristiano, a la disponibilidad de dar de la propia vida y aun la propia vida.
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En esta situación de persecución se necesita espíritu, el espíritu de Jesús en el huerto y el espíritu del buen pastor, dispuesto a no abandonar a las ovejas cuando sobreviene el peligro. Tanto para mantenerse personalmente en la persecución como para mantener a quienes trabajan o dependen de nosotros, se necesita un especial espíritu de fortaleza, se necesita la fuerza del espíritu, mayor que los miedos y temores. Se necesita oír en medio de la fragilidad la palabra reconfortante de Jesús: «No temáis: Yo he vencido al mundo». Y se necesita creer hasta el final la palabra definitiva de Jesús: «Nadie tiene más amor que el que da la vida por los hermanos». Vida 'espiritual' significa hoy, por lo tanto, vida con espíritu de fortaleza. 2.2. Las nuevas situaciones por las que pasan nuestros países requieren un discernimiento profundo y exigen un espíritu de búsqueda de la verdad. Esto es de suma importancia teo-lógica. Los nuevos procesos de liberación, las luchas revolucionarias, las nuevas sociedades no capitalistas que están surgiendo o que se vislumbran, la reconstrucción de los países, son tierra nueva también para los religiosos, y en ella hay que aprender a vivir como hombres, como cristianos y como religiosos. Surgen entonces preguntas serias. ¿Cómo encarnarse en procesos liberadores y revolucionarios? ¿Cómo apoyar lo que tienen de justo y bueno? ¿Cuál debe ser nuestro aporte más importante y específico? ¿Cómo mantener la sana autonomía y la especificidad nuestra? Para responder a todas estas preguntas los saberes previos no bastan, ni siquiera los saberes cristianos y los que provienen de nuestros carismas. Nos encontramos simplemente ante una nueva historia y, por ello, ante una nueva palabra de Dios. Para no ignorar o desvirtuar la novedad de la historia y, sobre todo, para discernir la voluntad de Dios en ella se necesita espíritu, corazón y ojos limpios que no retengan la verdad ya sabida, sino que busquen en verdad la voluntad de Dios. Vida 'espiritual' significa, entonces, vida con un apasionado espíritu por la verdad. 2.3. La situación histórica de nuestros países cambia, y cambia en cosas fundamentales, lo cual exige un espíritu de fidelidad. La historia dura y trae consigo novedades. Si es cierto, como decíamos antes, que hay que encarnarse en cada situación histórica, tal cual ella llega a ser, no es menos cierto que la encarnación no se realiza de una vez para siempre, sino que hay que estar siempre dispuestos a una nueva conversión.
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Los últimos diez años en Centroamérica son un ejemplo de lo que han cambiado la sociedad y la Iglesia y de la necesidad de sucesivas conversiones. Incluso cuando ha triunfado un proceso revolucionario, como en Nicaragua, la historia no se estanca, sino que surgen nuevos problemas y exigencias. Y si miramos la historia para el futuro, nadie puede predecir lo que sucederá dentro de diez o veinte años. La disponibilidad a una continuada encarnación, a la honradez con la historia tal cual ésta llega a ser, exige la indiferencia y disponibilidad que nos exigía S. Ignacio de Loyola. Exige la fidelidad a Dios también a través de lo desconocido de la historia, la disponibilidad a abandonar la casa paterna, como Abraham, y a «caminar humildemente con tu Dios», como decía el profeta Miqueas. Vida 'espiritual' significa, entonces, vivir la historia con espíritu de apertura, de disponibilidad, de fidelidad. 2.4. Quisiera mencionar, por último, un fenómeno extendido dentro de la Iglesia y de la vida religiosa. Se trata de la división en diversos grupos, cada uno de los cuales quiere reivindicar para sí el ser la verdadera Iglesia o el ser la forma verdadera de vida religiosa. Creemos que esta cuestión sólo la zanja en último término (y exige, por ello) el espíritu de santidad. No es infrecuente que unos quieran mostrar su verdad apelando a la pura ortodoxia, mientras otros —con mayor razón, en mi opiniónapelan al evangelio y a la teología más acorde con él. Unos apelan al poder de la autoridad para dilucidar los problemas, y otros apelan al poder de la razón teológica. Así, los primeros repiten que la verdadera Iglesia es la Iglesia institucional, con su jerarquía, su doctrina, etc., mientras que los segundos afirman que la verdadera Iglesia, sin negar nada de lo anterior, es la Iglesia de los pobres. No quisiera negar la importancia de la argumentación teológica para dilucidar el problema de la verdadera Iglesia. Lo que quisiera añadir es que, en último término, el verdadero poder de cualquier grupo eclesial que reclame para sí el ser verdadera Iglesia no es otro que la santidad. Sólo con santidad se gana a largo plazo la batalla de la verdadera Iglesia, aunque se pierda a veces a corto plazo, como lo muestran las vidas de muchos santos y fundadores de órdenes religiosas. Quien de veras ame hoy a la Iglesia, quien desee su renovación, quien pretenda ayudarla en la actual situación de confusión y división, tiene que estar dispuesto a dar el testimonio de la santidad. Sería erróneo confundir amor a la Iglesia con defensa a ultranza de la insti-
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tución y de la ortodoxia. Pero sería también insuficiente, aunque no erróneo, mostrar el amor a la Iglesia sólo a través de una correcta argumentación teológica. Y lo que decimos de la Iglesia sirve también al interior de la vida religiosa, en la medida en que existe confusión y división. En último término, sólo la santidad se impone por sí misma, y sólo la santidad ilumina con credibilidad la verdad de la argumentación. Por ello, en la actual situación de la Iglesia, vida 'espiritual' significa espíritu de santidad. 2.5. Estas son algunas de las realidades actuales que exigen una vida 'espiritual'. En teoría, son realidades cuyas exigencias pueden ser formuladas umversalmente: fortaleza, discernimiento, fidelidad, santidad. Pero la situación actual las hace evidentes o más evidentes y, sobre todo, exige un contenido concreto. La conclusión es la importancia de vivir con espíritu, tanto por necesidad como por buscar eficacia histórica. A nivel argumentativo, quizá no se pueda decir mucho más, ni es éste el momento de elaborar teóricamente esa necesidad y esa eficacia. Si ha quedado bastante clara la necesidad de la vida histórica para la vida espiritual, crece también la convicción de la necesidad de vivir con espíritu, precisamente cuando más se ahonda en la vida histórica. A veces es difícil poner en palabras en qué consiste ese espíritu. Quizá sea más fácil señalar su ausencia. Pero tampoco se puede negar que, en presencia de hombres y mujeres con espíritu, aun sin poder definirlo adecuadamente, notamos algo nuevo. Notamos que su vida histórica, su opción por los pobres, su lucha por la justicia, su compromiso con procesos liberadores y revolucionarios, tienen algo de especial que, lejos de apartarlos de la historia, otorga a su vida una profundidad y una calidad especiales. Y si es difícil definir la vida con espíritu, no lo es apuntar a personas concretas o a grupos religiosos que lo poseen y lo manifiestan. Mons. Romero fue un hombre con espíritu. Comunidades de religiosas entre campesinos, comunidades de base, hombres y mujeres que trabajan desinteresadamente, con gran entrega y generosidad, con humildad y disponibilidad, nos dicen mejor que muchas palabras lo que significa vivir la historia con espíritu.
1.a Parte:
LIBERACIÓN CON ESPÍRITU
1 PRESUPUESTOS Y FUNDAMENTOS DE ESPIRITUALIDAD * Vamos a exponer en este capítulo la estructura de la espiritualidad de la liberación, dejando para otro momento sus contenidos más concretos. Hay que partir del hecho de que existe una práctica cristiana de la liberación y que, por lo tanto, existe también algún tipo de espiritualidad que sustenta esa práctica, aunque esto último no haya sido tan explícitamente tratado por la teología como lo primero. Al hablar del seguimiento de Jesús, de la escucha y puesta en práctica de la Palabra de Dios, de asumir la situación, la causa y el destino de los pobres, ya se han hecho importantes afirmaciones sobre la espiritualidad cristiana que informa la práctica de la liberación. Pero quizá no se haya explicitado todavía la estructura de la espiritualidad como tal. Para llevar a cabo esa tarea, comencemos diciendo que espiritualidad no es otra cosa que el espíritu del sujeto, personal y grupal, en cuanto relacionado con la totalidad de la realidad. Esta afirmación es sumamente formal, pero con ella se quieren decir dos cosas importantes: la primera es que la espiritualidad no es una actividad absolutamente autónoma del sujeto, sino relacionada; y la segunda es que esa relación con la realidad no es regional ni se refiere sólo a otras realidades espirituales, sino a la totalidad. Insistir en la relacionalidad de la espiritualidad con la totalidad de la realidad nos parece importante subrayarlo, porque, por una parte, es ésta una intuición que subyace a la práctica de la liberación y, por lo tanto, a su espiritualidad; y, por otra parte, se trata de evitar la ten* Este trabajo fue publicado, bajo el titulo «Espiritualidad de Jesús y de la liberación», en Christus (diciembre 1979-enero 1980), pp. 59-63, número monográfico dedicado a la Espiritualidad de la Liberación. Aquí aparece retocado.
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tación (frecuente en el planteamiento de la espiritualidad, como lo demuestra la historia) de dejar a la realidad abandonada a sí misma, con los resultados consiguientes de evasión alienante de lo histórico, paralelismo sin convergencia entre vida espiritual y acción histórica, acomodo sutil a lo que la historia va dando de sí —permaneciendo así detrás de la historia—, o la no menos sutil huida a la anticipación escatológica, que también deja atrás la historia. Para evitar esas tentaciones y avanzar en la comprensión de la espiritualidad hay que plantearse, entonces, cuál es la correcta relación del espíritu del sujeto con la realidad. Vamos a exponer las exigencias mínimas de esa relación, que se convertirán en presupuestos de espiritualidad, necesarios, por lo tanto, para cualquier espiritualidad; y además, en fundamentos sobre los que edificarla si el espíritu del sujeto se mantiene fiel a la dinámica interna de esos presupuestos. Estos son en concreto: 1) la honradez con lo real, 2) la fidelidad a lo real, 3) corresponder a y dejarse llevar por el «más» de lo real. Estas tres actitudes básicas se pueden convertir también en mediaciones de la relación con Dios, por lo cual los presupuestos y fundamentos son también teologales. Estos presupuestos se han redescubierto con más claridad desde la práctica de la liberación; y esto, a su vez, ha facilitado redescubrirlos en la vida, práctica y destino de Jesús. Por eso, más a modo de ilustración que de estricta argumentación, aludiremos a Jesús y a la práctica de la liberación. 1. La honradez con lo real Lo que queremos afirmar con esta expresión viene descrito admirablemente (de forma negativa en un primer momento) en el famoso pasaje de Rom 1,18 ss.: «La cólera de Dios se revela contra la impiedad e injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia». La primera y fundamental condena de Dios se dirige al hecho primario de la negación que el sujeto hace de la verdad de la realidad, a la deshonestidad con lo real. Esa deshonestidad no consiste meramente en un error noético sobre la verdad de las cosas, sino que consiste en hacerlas injusticia, en violentarlas en su propio ser, en no ser honrado con ellas. Y de ahí se deriva un triple hecho: 1) se priva a las cosas de su propio significado, de su capacidad de ser sacramentos de transcendencia y de desencadenar historia; 2) se priva al propio sujeto de la capacidad de conocer adecuadamente la realidad, pues su corazón «se entenebrece»; 3) lleva a la negación práctica de Dios, a no reconocerlo como el
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fundamento de lo real y del propio espíritu del sujeto. Con esa deshonestidad fundamental hacia lo real se imposibilita la primera relación correcta entre sujeto y realidad y, por lo tanto, se imposibilita la espiritualidad. Esta debe comenzar, pues, a la manera inversa: con un acto de profunda honradez hacia lo real, reconociendo en un primer momento las cosas tal cual son. Naturalmente que lo dicho hasta ahora es en exceso abstracto y podría aducirse que a ese nivel no existe una dificultad especial para la espiritualidad. Las cosas, sin embargo, no son así. Por poner un importante ejemplo, podemos preguntarnos cómo se trata histórica y teológicamente la creación. En muchos lugares, del primer mundo sobre todo, la verdad de la creación suele ser descrita con el lenguaje universalizante de la «humanidad» o, peor aún, del «hombre moderno», como si así se describiese adecuadamente la realidad de la creación actual, de tal manera que los logros y los problemas de la creación fuesen los del mentado hombre moderno. Teológicamente, se suele analizar la creación, con razón, como acción de Dios, como dato importante tanto para la teo-logía como para la antropología, como inicio del plan salvífico de Dios, que se irá desarrollando en la historia hasta conseguir la plenitud. Sin embargo, la comprensión de la creación actual simplemente como «humanidad» u «hombre moderno» enmascara su más profunda realidad. La humanidad es la «inmensa mayor parte de la humanidad», que poco tiene que ver con el hombre moderno. Y la precipitación teológica en el tratamiento de la creación puede pasar por alto lo primero que dice la creación de Dios: la vida de los hombres. Reconocer la verdad de la creación, hoy, debe tomar otro rumbo en ese primer momento fundamental de honradez. Por fríos y pocos teológicos que parezcan los datos de las estadísticas, hay que tenerlos en cuenta, y por ahí hay que empezar. La humanidad hoy está sometida a la pobreza, a la violencia institucionalizada, en muchos casos a la muerte lenta o violenta. Dicho teológicamente, la creación de Dios está amenazada y viciada. La proto-logía, no sólo la escato-logía, sigue siendo problema fundamental. Además, como esa realidad no es simplemente natural, sino histórica, debida a la acción de unos hombres contra otros, la realidad es pecado, negación absoluta de la voluntad de Dios, gravísimo pecado y fundamental pecado. Reconocer así las cosas es acto de la inteligencia, pero de un inteligir correcto y convertido que pone el interés previo al conocer al servicio objetivo de la realidad y no del sujeto, que se traduce en ne-
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cesarías ideologías, pero no en provecho propio, sino de la realidad. Lo que la teología dialéctica (K. Barth sobre todo) afirmaba del conocimiento humano como posibilidad (y, para él, realidad) de defenderse contra Dios, se debe afirmar también del conocimiento de la realidad. Hay un modo de conocer que es para defenderse de lo real; el modo correcto es para defender a lo real, a sus intereses objetivos, y por ello se necesita conocerlo objetivamente. Esto es lo que queremos afirmar al hablar de honradez con lo real. Pero esa honradez primaria abarca no sólo el primer momento noético —que implica también lo ético del sujeto—, sino el momento de corresponder a la exigencia que proviene de la misma realidad. Cuando no se la aprisiona con la injusticia, de ella misma surge un incondicional «no» y un incondicional «sí». El no de la realidad es a su misma negación, a la ausencia, carencia y aniquilación de vida; en terminología bíblica, al pecado por antonomasia: el no al fratricida Caín, el no a la opresión en Egipto, el no de los profetas a los que venden al justo por un par de sandalias. No hay teología o teodicea subsecuente que pueda acallar o relativizar ese no primario de la realidad, sean cuales fueren otras exigencias de la realidad. En la realidad actual, la no-vida de las mayorías no puede ser condonada por nada. El sí que exige la realidad es un sí a la vida y, como la mayoría de la creación está sometida, ese sí a la vida debe ser un sí a devolver la vida; es un sí, por lo tanto, no sólo a la vida, sino a dar vida. La misma realidad es la que exige, por lo tanto, lo que de forma genérica se puede llamar el amor; sólo que la honradez con lo real exige una primera caracterización del amor como aquella praxis, dirigida a dar vida a las mayorías, que puede denominarse «justicia». De aquí se deduce que una espiritualidad basada en la honradez con lo real no debe ser obviamente alienante —lo cual sería una contradicción en sí mismo—, pero tampoco debe ser una espiritualidad que precipitadamente adecúe sin más espiritualidad y amor (aunque formalmente sea correcto) sin comenzar y mantener aquella forma de amor que exige la realidad mayoritariamente: la justicia. Todo esto lo ejemplifica Jesús. Jesús fue honrado con ese primer dato de la realidad imperante también en su tiempo. La creación de su Padre Dios aparecía viciada, la mayoría de sus contemporáneos no eran el hombre viviente, gloria del Dios vivo. Y esa honradez es la que proporciona lógica teológica a muchas de sus palabras y acciones, pasadas por alto con frecuencia por ser, en apariencia, insufi-
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cientemente profundas para decirnos algo importante de Jesús en cuanto Cristo. Jesús sintió compasión por las muchedumbres y sus necesidades reales, exigió a sus discípulos que les diesen de comer, pidió el pan cotidiano, defendió a quienes por hambre comían de un campo ajeno, curó sin más a enfermos haciendo caso omiso de prescripciones que aparentemente apuntaban a áreas más elevadas de la vida de los hombres, como la cúltico-religiosa. Cierto es que Jesús no redujo su actividad salvadora a ese ámbito; pero no es menos cierto que no se desentendió de él, que lo cultivó explícitamente y que, incluso cuando ofrecía la plenitud de la salvación que se extiende a otros ámbitos de la vida, no lo ignoró o minusvaloró. También Medellín, la teología de lá liberación y la práctica de la liberación parten del mismo acto de honradez con la realidad latinoamericana. Aunque la explicitación teológica se haya llevado a cabo fijándose más en el seguimiento de Jesús, en los pasajes de Mt 25 y Le 4,18 ss. o en el éxodo, en el fondo hay todavía una lógica más profunda. La insistencia en la activa solidaridad con los pobres de este mundo no proviene sólo del seguimiento de Jesús (o no, al menos, en el sentido de que esa exigencia sea una exigencia 'arbitraria' de Jesús, de modo que, si no la hubiera mencionado, dejaría de ser exigencia). Proviene de la profunda honradez con la realidad latinoamericana, que encuentra una profunda coincidencia con la exigencia de Jesús y por ello, además, ambas cosas se iluminan mutuamente. Este es el primer presupuesto de la espiritualidad: la honradez con lo real. Sin él, vano será intentar edificar una espiritualidad. Encontrar en concreto cuál es la realidad objetiva puede ser aleatorio. Pero la actitud de intentar encontrarla es básica, así como la disposición a la conversión, para ver la realidad tal cual es. En América Latina se cree que se da esa actitud y que han sido los pobres los que la han posibilitado, tanto objetivamente (pues desde abajo y desde la periferia se conoce mejor la verdad de las cosas que desde arriba y desde el centro) como subjetivamente (pues los pobres tienen la capacidad de convertir la mirada del sujeto hacia su mundo y de des-interesarlo de sí mismo para captar los intereses de la realidad). 2.
La fidelidad a lo real
Por honradez hacia lo real, hay que actuar sobre ello en la doble línea enunciada: negar su negación y alimentar su positividad. Pero ello tiene dificultades y costos, y por esa razón la primera honradez con lo real debe convertirse en mantener esa honradez, en ser fiel a la
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realidad, sea cual fuere el lugar hacia el que la primera honradez nos lleve. Esa fidelidad es el segundo presupuesto de la espiritualidad. Es experiencia histórica, acumulada y actual, que la respuesta correcta hacia lo real, el amor en todas sus formas y mucho más en su forma de justicia, no siempre tiene éxito y, con frecuencia, a quien quiere propiciar la vida le espera el dar de la propia vida o aun la propia vida. El dar la vida luchando contra el pecado pronto se transforma en tener que cargar con el pecado, lo cual destruye también al que quiere dar vida, y le lanza además la pregunta de si es verdad que es posible dar vida. En esta situación es comprensible la tentación de abandonar la dirección de la primera respuesta honrada hacia la realidad o de declararla simplemente ilusoria. Surge entonces la tentación de infidelidad hacia lo real. El mantenerse fiel a la realidad en esta dimensión básica que estamos analizado es lo que ejemplifica el siervo de Yahvé. Si se toman en conjunto los cuatro cantos del siervo, se observa cómo es su primer juicio sobre la realidad: una realidad oprimida; cómo es su primera respuesta honrada a esa realidad: implantar el derecho y la justicia. Pero la lección del siervo es que se mantiene en esa honradez sin dejarse desviar de su camino por la trágica sorpresa de la negatividad, que le aniquila a él mismo y, peor aún, a su causa honrada. Sin embargo, se mantiene fiel hasta el final, obrando desde dentro de la realidad, sea cual fuere el destino al que sea conducido. No hay aquí antropología o teología positiva, sino sólo negativa, pero eficaz: a pesar de todo, lo único que no se puede hacer es dejar de ser honrado con la realidad. Esta honradez mantenida hacia lo real es lo que ejemplifica Jesús de un modo cabal; y no sólo principalmente porque en teologizaciones subsecuentes se le declarase el siervo por antonomasia, sino porque así lo muestra su vida histórica. Jesús comienza con una actitud positiva: «El reino de Dios se acerca», y a su servicio pone todo lo que es y tiene. Pero pronto sobreviene la trágica sorpresa. Lo que es buena noticia para los pobres encuentra resistencia y oposición; lo que debiera ser acogido con entusiasmo y agradecimiento es visto como mala noticia por los poderosos; lo que es gracia es interpretado como amenaza y ataque. Jesús se mantiene a pesar del ataque a su causa y, después, a pesar del ataque a su propia persona. Esa fidelidad de Jesús es lo que describe admirablemente la Carta a los Hebreos cuando menciona la obediencia de Jesús, sus gemidos y lágrimas, su permanecer fiel hasta el fin, a pesar de la oscuridad que le so-
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breviene sobre su causa y la amenaza a su persona. La Carta se recrea en llamar a Jesús el hombre fiel. También en la práctica de la liberación existe esa fidelidad. Se ha dicho que, propiamente hablando, no puede haber una teología del cautiverio, pero sí la que se hace desde el cautiverio (L. Boff) mientras éste exista, pues es parte de la realidad y, dentro de él, hay que ser honrados con ésta. Los abundantes mártires de América Latina dan buena prueba de esa fidelidad. Buscan y trabajan por la liberación, pero no se desentienden de ella cuando sobreviene lo negativo y son fieles a ella dondequiera que les conduzca. La fidelidad a lo real, como segundo presupuesto de espiritualidad, no es otra cosa que mantener la primera honradez dentro de lo que en la historia hay de negativo y cargando con ello, aun cuando así aparezca un cierto no-saber que oscurece el primer saber y aparezca el poder de la negatividad que cuestiona la primera esperanza. Lo único que se sabe es que hay que mantenerse fieles y seguir en la historia tratando siempre de transformarla en positivo. Esa fidelidad a lo real es lo que ejemplifica la cruz de Jesús. Aun cuando no perciba el advenimiento del reino de-Dios, sino todo lo contrario, y del Padre sólo oiga su silencio, Jesús sigue siendo fiel, sigue encarnado en la historia que quiere transformar, aunque ahora se le transforme en cruz para él. El silencio de la cruz es el silencio de Dios y de la historia; pero Jesús lo mantiene, pues forzar una palabra distinta sería deshonestidad; y aceptando ese silencio y cargando con él se mantiene en fidelidad hacia lo real. 3.
Corresponder a y ser llevados por el «más» de la realidad
La historia no es sólo negatividad; por tanto, no exige fidelidad ante lo que tiene de oscuridad y de costos. Pablo afirma también que la creación vive de la esperanza de su propia liberación de toda servidumbre y corrupción. En la misma realidad hay algo de promesa y de esperanza no acallada por la experiencia de siglos. La misma realidad, a pesar de su larga historia de fracasos y miseria, plantea siempre de nuevo la exigencia y la esperanza de plenitud. Siempre surge un nuevo éxodo, una nueva vuelta del exilio, una liberación del cautiverio, aunque éstas no sean tampoco nunca definitivas. Siempre encuentra un portavoz, un Moisés, un nuevo Moisés que anuncia una nueva tierra y un nuevo cielo, una vida más humana, un homo vivens. La honradez con lo real es entonces esperanza, exigida por la dirección que la realidad quiere tomar. Pero es una esperanza activa,
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no sólo expectante; un ayudar a que la realidad llegue a ser lo que quiere ser. Eso es el amor. Esperanza y amor son dos caras de una misma moneda: la convicción, puesta en práctica, de las posibilidades de la realidad. Ambas cosas se alimentan mutuamente. El que el mundo llegue a ser un hogar para el hombre (E. Bloch) sólo se espera en la medida en que el hombre pone manos a la obra de construir ese hogar. El que el mundo tenga vida sólo se espera dando vida al mundo. Esa tarea de humanizar al hombre, de que el hombre viva, no es sólo una arbitraria exigencia, ni siquiera el más excelso de los mandamientos, declarado por Jesús o por cualquier otro, como podría haber sido no declarado. Es la sintonía más acabada con la realidad. Por ello, el humanizar al hombre, el amor, es la suprema tarea que se justifica por sí misma, que no tiene límites en sí misma. Esperanza y amor son las formas de corresponder a lo que de «más» tiene la realidad y, por ello, de hacerle justicia, de ser honrados y fieles con ella. Esto habrá que concretarlo de diversas maneras, y de diversas maneras lo concretaron Jesús y la práctica de la liberación. Pero estas concreciones no deben ocultar el meollo de la cuestión: esperanza y amor son el modo como el sujeto corresponde al «más» de la realidad que busca siempre su propia plenitud. Desde aquí se puede comprender lo más profundo de la persona y actividad de Jesús. Junto a sublimes afirmaciones cristológicas, pueden parecer poco profundas otras afirmaciones neotestamentarias: la que le presenta, por ejemplo, como el hombre de la misericordia o como el que, simplemente, «pasó haciendo el bien». Pero aquí se encuentra el meollo de su propia espiritualidad. Sistemáticamente, puede decirse que Jesús se dedicó a humanizar a los hombres, a realizar lo que posteriormente afirmarían los cristianos de que la gloria de Dios es el hombre que vive. Su punto de partida fue el vivens pauper, el que el pobre viva, y desde ahí ofreció también la vida a todos (en el caso de los opresores, llamándolos a la conversión), y a todos —incluidos los pobres— les ofreció verdadera vida, exigiéndoles que fueran pobres con espíritu. Pasar haciendo el bien es el modo de corresponder a la creación en lo que ésta tiene de «más». Sólo que Jesús, como otros, descubrió que, para que la historia dé más de sí, el sujeto tiene que dar de sí mismo y a sí mismo. El mandamiento del amor, preconizado e ilustrado cabalmente por el propio Jesús, y su exigencia de ser «para» los demás, no puede ser interpretado sólo sapiencialmente («no hagas a los demás lo que no quieres para ti») ni sólo antropológicamente (como el modo de que el sujeto llegue a sí mismo), sino como correspon-
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dencia a lo más profundo de la realidad, a ayudarla a que llegue a ser más. El «para» de la vida de Jesús no es sólo condición de posibilidad para futuras soteriologías, sino más bien, primigeniamente, la afirmación sobre lo que significar vivir, sintonizar con la creación de Dios. Esta misma esperanza que brota de la realidad y la respuesta práxica de ayudar a que haya vida, es lo que está en el fondo de la práctica de la liberación o, al menos, en sus mejores intentos. Y por ello puede haber una auténtica espiritualidad de la liberación, porque ésta no será algo superimpuesto ideológicamente al mismo hecho de la práctica liberadora, sino el mismo espíritu de dar vida. Esa práctica sintoniza con la realidad, y por ello también —a pesar de las graves dificultades de la liberación—, la esperanza de los pobres no decae. Si desde el cielo y la tierra actuales se puede hablar de un nuevo cielo y una nueva tierra, es porque esa esperanza surge desde el mismo proceso liberador, aunque esto sólo pueda ser comprendido y formulado desde dentro de ese mismo proceso y no al margen de él. Al operar sobre la realidad tratando de dar vida, crece la convicción del «más» de la realidad. Con ese «más» hay que ser honrado, a pesar de la negatividad que le es también inherente. Ese corresponder al «más» de la realidad en esperanza y amor es el tercer presupuesto de espiritualidad. En cuanto correspondencia, expresa lo que en la espiritualidad hay de respuesta a la exigencia por parte de la realidad. Pero hay más que eso. La misma realidad posibilita realizar esa exigencia. En este sentido, el sujeto es también llevado por la realidad, y ese ser llevado es don de la realidad, mediación de la gratuidad. 4.
La experiencia de Dios
Este enfoque de la espiritualidad no ha pretendido plantear ni resolver la casuística de las diversas formas y métodos de espiritualidad. En sentido estricto, tampoco ha elaborado una espiritualidad cristiana y ni siquiera —lo cual puede parecer más chocante— se ha mencionado la relación personal del hombre con Dios. Sólo se han mencionado los presupuestos de espiritualidad y, en este sentido, de toda espiritualidad humana. Sin embargo, la insistencia en esos presupuestos nos parece importante para no plantear la espiritualidad en un círculo puramente espiritual, sin mediación de la realidad, sin dar un rodeo a través de la realidad histórica. La trampa de evitar ese rodeo ya la desenmascaró Jesús claramente en la parábola del buen samaritano.
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Pero, aunque no se haya explicitado desde el Dios cristiano, ya se ha dicho algo importante de ello. En primer lugar, el mero hecho de elegir esos presupuestos y no otros corresponde a una visión cristiana de la realidad. Que la realidad no sea sólo negatividad, sino también promesa, por ejemplo, depende de una determinada visión de Dios. Pero más de fondo, al enunciar esos presupuestos hemos hablado también de las mediaciones de la revelación y comunicación de Dios y del modo fundamental de responder y corresponder a esa revelación y comunicación. La honradez y fidelidad hacia la realidad no es sólo el presupuesto para una experiencia espiritual de Dios, sino su materia propia, fuera de lo cual e independientemente de lo cual no se capta la revelación ni se responde a ella. Esto responde, positivamente, a la tan repetida estructura histórica de la revelación de Dios, bien en sus orígenes, en el decurso de la historia, en la encarnación del Hijo e incluso en el final escatológico. Y responde, negativamente, a la advertencia paulina: sin honradez hacia lo real, las cosas no son ya lo que son para nosotros y pierden su carácter sacramental revelador y, por lo tanto, no puede haber una experiencia de Dios ni por el lado del objeto (Dios que ya no se revela en la realidad) ni por el lado del sujeto (el corazón entenebrecido del hombre al hacer violencia a la realidad). El problema de la espiritualidad no es otra cosa que la correspondencia a la revelación de Dios en la historia real. El que a ésta se la considere dogmáticamente como clausurada en Cristo no significa que la experiencia espiritual de Dios se haga al margen de la historia actual; sigue presuponiendo más bien que Dios se sigue manifestando en ella. La revelación de Dios en el pasado, comprendida simplemente como «depósito», sólo posibilita una doctrina sobre Dios, pero no garantiza una experiencia de Dios. Para ello se necesita que Dios se siga manifestando. Pero eso, hoy como en el decurso de la revelación bíblica, sólo se realiza en la historia real. Por ello, la honradez y fidelidad hacia lo real no son sólo presupuestos, sino también fundamentos de espiritualidad en lo más fundamental de ésta. Permiten seguir oyendo a Dios en la historia y expresan la realización fundamental de la respuesta a su palabra. Estos presupuestos son, por lo tanto, fundamentos de una espiritualidad radicalmente antropológica, pero también radicalmente teologal. Presentan cómo debe relacionarse el hombre con la historia, pero, a través de ello, cómo debe relacionarse con Dios y con lo personal en Dios.
Esta es la espiritualidad teologal de Jesús. La Carta a los Hebreos lo explícita muy claramente unificando su experiencia histórica y teologal, su misericordia y su fidelidad. Dicho sistemáticamente, en Jesús aparecen aunadas la fidelidad al reino de Dios y al Dios del reino, su práctica histórica y su experiencia del Padre. En la práctica de humanizar a otros, aparece Jesús como el hombre ante Dios; en la práctica de hermanar a otros, aparece como el Hijo ante el Padre. El es el hombre espiritual. Llama a Dios «padre» y en ello muestra su explícita relación de obediencia y confianza con él; pero «le invoca como 'Padre' en una acción histórica liberadora» (Ch. Duquoc). Parafraseando a Pablo, podemos decir que, si sobre gentiles y judíos se ha revelado la cólera de Dios contra quienes aprisionan la verdad en la injusticia, sobre Jesús se ha revelado la gracia de Dios, porque hizo justicia a la realidad. Por ello aparece en Jesús, por una parte, la verdad de Dios: cómo ve Dios al mundo y qué quiere Dios de este mundo; y, por otra, la verdad del hombre: cómo ve el hombre a Dios y cómo debe realizar su voluntad y relacionarse así con Dios. La honradez con lo real y con aquello hacia lo que ésta nos lleve es, pues, necesaria para la espiritualidad y para la experiencia de Dios. Quien se relaciona correctamente con la realidad —sin entrar ahora a discutir la teoría de los cristianos anónimos— está correspondiendo a Dios objetivamente y Dios se le comunica, aunque de forma no temáticamente refleja. Quienes creen que en Jesús ha aparecido la gracia y la verdad pueden y deben tematizar esa correcta relación con la realidad como relación con Dios, como experiencia de Dios y como gracia de Dios. Esta honradez con la realidad latinoamericana, la fidelidad hacia ella en medio de sus costosas exigencias, la esperanza y la práctica del amor mantenidas para que los dolores de parto se conviertan en el gozo de la nueva vida, la experiencia de gratuidad, no sólo de cargar con esa realidad, sino también de ser llevados por ella, nos parecen los presupuestos últimos de la espiritualidad de la liberación. Como en este continente se explicitan desde Jesús y desde Dios, son también fundamentos últimos de espiritualidad cristiana. Estos deberán ser siempre cultivados en la dirección de la plenitud cristiana —como aparecerá en otros artículos de este libro—, pero son necesarios, pues sin ellos no puede haber espiritualidad cristiana de la liberación, y son fructíferos, pues desde ellos pueden crecer el hombre espiritual y los pueblos con espíritu cristiano.
2 ESPIRITUALIDAD Y LIBERACIÓN * Para muchos cristianos la liberación histórica de los pueblos oprimidos es absolutamente necesaria y justa; la práctica de la liberación es por eso mismo justa y necesaria. Afirman además esos cristianos que en el compromiso personal y comunitario con la liberación recobran y potencian el sentido de su vida; más aún, que la práctica de la liberación se les ha convertido en mediación principal, y para algunos quizá la única, de su experiencia personal con Dios. Desde esa práctica releen la totalidad de la Escritura y en ella encuentran la centralidad de la liberación, tanto como manifestación de la voluntad de Dios hacia los oprimidos como en cuanto exigencia a propiciarla para quienes creen en él. Liberación, por lo tanto, es una realidad central en la que se unifican lo histórico y lo personal, la exigencia del presente y el origen normativo de la Escritura; la liberación no supone entonces ningún problema para esos cristianos, sino que más bien encuentran en ella la solución actual a lo que de problema hay o puede haber en su ser hombres, creyentes y cristianos. Pero no ocurre necesariamente lo mismo con la espiritualidad. Para algunos cristianos comprometidos con la liberación, la espiritualidad posee la misma obvia necesidad que aquélla; pero para otros no es tan obviamente necesaria y puede seguir siendo vista con recelos y sospechas. En este preciso contexto queremos presentar la realidad, necesidad e importancia de la espiritualidad. Pero antes de abordar el tema queremos hacer algunas aclaraciones previas. 1) Nos vamos a concentrar en la espiritualidad y no tanto en la práctica de la liberación; damos por supuesta la necesidad de una liberación histórica que incluye muy principalmente la transformación estructural de sociedades opresoras, la necesidad * Publicado en Sal Terrae LXXII/2 (febrero de 1984), pp. 139-162.
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de una lucha por la justicia y las formas políticas de esa lucha; suponemos también el tratamiento bíblico y teológico de esa práctica. 2) Al concentrarnos en la espiritualidad lo hacemos no de forma genérica, sino en relación con la práctica de la liberación; es decir, la espiritualidad que una práctica de la libertad exige y propicia. 3) El tratamiento de la espiritualidad será hecho de forma programática y sintética, intentando descubrir sus últimas raíces y su contenido fundamental, no sus detalles o sus manifestaciones articuladas en las llamadas 'espiritualidades' en plural. 4) Digamos, por último, que este análisis de la espiritualidad, aunque expresado en forma conceptual, se hace en base a lo que hacen y dicen los cristianos comprometidos con la liberación en Centroamérica y especialmente en El Salvador, lo cual encuentra también algún paralelismo en lo que hacen y dicen algunos no creyentes. Según esto, dividimos este trabajo en las siguientes partes: 1. La espiritualidad y su problemática.
1.
2.
Necesidad e importancia de la práctica de la liberación para la espiritualidad.
3.
Necesidad e importancia de la espiritualidad para la liberación.
4.
La espiritualidad de la liberación como acceso a Dios.
La espiritualidad y su problemática
1.1. En América Latina la espiritualidad ha estado presente, de hecho y de derecho, en el origen de los procesos de liberación; y la historia posterior no ha hecho más que mostrar su necesidad e importancia. Ya en los comienzos se dijo que la práctica de la liberación no sólo necesita de categorías teóricas (teológicas y científicas), sino de «una actitud vital —global y sintética— que informe la totalidad y el detalle de nuestra vida» (G. Gutiérrez). Repasando años después la práctica de la liberación, se ha constatado que «detrás de toda práctica innovadora de la Iglesia, en la raiz de toda teología verdadera y nueva, se esconde latente una experiencia religiosa típica» (L. Boff).
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Esa actitud y esa experiencia están relacionadas históricamente con la práctica de la liberación, por supuesto. Pero esa relación no es mecánica, sino complementaria y respetuosa de ambas dimensiones. Lo que históricamente ha hecho recalcar la necesidad de algo más que la pura práctica es, creemos, que desde el principio no se ha tratado de una pura práctica de la liberación, sino de la liberación de los pobres; y este añadido, lejos de ser rutinario o secundario para una práctica de liberación, le es esencial, le pone determinadas condiciones y la engloba más claramente en algo que no es la pura práctica. Los pobres no son sólo los beneficiarios de la liberación, sino que en su mero estar ahí son para el creyente el lugar histórico de Dios. Por eso, «lo que sustenta la práctica y la teoría (teológica) liberadoras es una experiencia espiritual de encuentro con el Señor en los pobres» (L. Boff). El correlato a los pobres es liberación histórica, pero evangélicamente es el reino de Dios, totalidad más abarcadora que la absolutamente necesaria liberación socio-económica. 'Pobres' dice, por lo tanto, liberación totalizante, integral en el lenguaje eclesial, exigencia a cultivar diversos ámbitos de la liberación, todo lo cual exige una práctica muy llena de espiritu para hacer avanzar siempre las liberaciones históricas hacia la plenitud del reino de Dios. Los pobres, como se repite, deben ser los gestores de su propia liberación; lo cual, si se toma absolutamente en serio, confronta con el escándalo de que la liberación pasa también por la debilidad, con el escándalo del siervo de Yahvé. Creer en el potencial liberador de los pobres y no sólo trabajar para ellos reclama una fe que no genera por necesidad la misma práctica. Esos pobres, por último, deben ser liberados de su pobreza material injusta, pero deben crecer ellos mismos hasta llegar a ser los «pobres con espíritu» (I. Ellacuría), según la síntesis sistemática de las bienaventuranzas según Mateo y Lucas. En la teoría teológica latinoamericana, por lo tanto, la práctica de la liberación no sólo no excluye otras dimensiones de la existencia humana como experiencia religiosa, actitud vital, espíritu en una palabra (además de la consabida necesidad de análisis teóricos), sino que las reclama. Estas realidades no entran en la teología por la puerta falsa, voluntarista o idealistamente, ni por pura fidelidad formal a una tradición que nos ha legado el mundo de lo espiritual; entran en la liberación con pleno derecho y con creciente necesidad. En el fondo, creemos, porque 'los pobres' son una realidad que pone en cuestión y moviliza la totalidad del ser hombre y del ser cristiano, y no sólo su dimensión práxica. Y esto, que es verdad en la teoría de la li-
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beración, lo viven en la práctica los sujetos liberadores. Ellos son los que necesitan y producen espiritualidad, sea un Mons. Romero, sean los cristianos de las comunidades o refugios, los que viven en zonas conflictivas o incluso los que combaten. 1.2. Para otros cristianos, sin embargo, espiritualidad puede ser todavía una realidad sospechosa; ocuparse de ella no pareciera tener mayor significado, a no ser para asegurar que no se use de ella alienantemente. Esta actitud puede deberse a varias causas: 1) La espiritualidad no sería más que el reflejo subjetivo de lo que de hecho acaece en la práctica de la liberación; y, en cuanto buena, se desprendería cuasi mecánicamente de la misma práctica, aunque se reconociese un mínimo de decisión espiritual para comprometerse en ella. La espiritualidad no poseería ninguna entidad propia notable, sobrevendría por añadidura a la práctica de la liberación y no se necesitaría ningún especial cultivo de ella. 2) La espiritualidad tiende a poseer su propia autonomía con respecto a la práctica de la liberación, tendencia que lleva a insalvables dualismos y, en último término, a la alienación. 3) En ambientes más secularizados puede resultar difícil la espiritualidad como explicitación también de la relación personal con Dios. En tales ambientes la relación con Dios, en cuanto problematizada, puede realizarse honradamente en la respuesta a la voluntad de Dios de trabajar por su reino; pero quizá sea más difícil explicitar al Dios del reino, quien es algo más que una exigencia ética de justicia o un impulso hacia la utopía. Abordar el tema de la espiritualidad significa, sin embargo, abordar en serio la realidad de Dios como quien es también persona y Padre, configurador de un reino para sus hijos, pero dialogante también con ellos. 1.3. Las dificultades expuestas están presentes ambientalmente, con mayor o menor intensidad, según personas, grupos y lugares. La respuesta a las dificultades no creemos que se dé al nivel de la pura aclaración del concepto de espiritualidad, sino en la misma realidad. Si la espiritualidad se da en la práctica de la liberación, es que es posible; si con ella la práctica de la liberación se potencia, es que no es alienante, sino positiva; si sin ella la práctica de la liberación degenera, es que es necesaria. Sin embargo, es importante aclarar mínimamente lo que se entiende y no se entiende por espiritualidad, para eliminar al menos dificultades innecesarias.
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Por espiritualidad no entendemos el sustrato genérico de 'espiritualidades' o 'prácticas espirituales', vistas con gran frecuencia como mecanismos para la santidad, de modo que la 'espiritualidad' fuese algo opcional para el hombre común y el cristiano corriente y sólo necesaria para avanzar en la perfección. Tampoco entendemos el modo de ponerse directamente en contacto con el mundo espiritual, como si eso fuese posible al margen de lo histórico concreto. No entendemos, por último, que la espiritualidad pueda constituirse a sí misma a través de determinados mecanismos para poder ser aplicada después a cualquier situación o práctica del cristiano, como si éstas últimas fuesen indiferentes a la constitución misma de la espiritualidad y su contenido fundamental. Pero, dicho todo esto, no se puede negar que el hombre es también espíritu y que los grupos humanos poseen analógicamente su propio espíritu; que existe el ámbito del espíritu; que la espiritualidad le es tan inherente al hombre como su corporeidad, socialidad o praxicidad. Es cierto que el espíritu del hombre está referido a lo material e histórico, que esto último condiciona su espiritualidad. Pero no es menos cierto que el hombre está referido a ello con libertad y creatividad, que tiene que configurar lo material e histórico, y que esa configuración no le es dictada mecánicamente por aquello. Referido a la liberación, esto significa que la liberación ofrece un material y un cauce al espíritu del hombre, que le impone ya la materia sobre la cual debe actuar; pero, por otra parte, que el espíritu del hombre tiene que informar la liberación, debe proporcionarle una determinada dirección, suministrarle unos contenidos, propiciar unos valores para promoverla y para que estén presentes en el mismo proyecto de liberación. 1.4. Estas afirmaciones apriori se ven constatadas aposteriori en los procesos concretos de liberación, tal como se van desarrollando y no sólo como se han pensado. El espíritu es necesario en la práctica de la liberación. a) En Centroamérica, las condiciones objetivas para originar una práctica de la liberación estaban dadas desde hace tiempo, mientras que las condiciones subjetivas se han dado recientemente. Pudiera argüirse, por lo tanto, que la decisión por la liberación como acto del espíritu se ha producido cuasi mecánicamente. Pero, en realidad, eso sólo muestra que el espíritu está referido a las condiciones históricas objetivas, pero no mecánicamente determinado, pues, entre otras
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razones, no todos se han decidido por la liberación. El decidirse por la liberación es ya un acto del espíritu, propiciado por la conciencia ilustrada de su necesidad y posibilidad, pero no forzado por ella. Es también acto del espíritu mantenerse en la práctica de la liberación, con sus exigencias de fortaleza, creatividad, esperanza y disposición a dar la vida. El contenido de la práctica ayuda a que se generen esas actitudes, pero no las garantiza automáticamente. b) La práctica de la liberación, aunque justa y buena, es también algo creatural, con posibilidades positivas —como se analizará más adelante—, pero sometida también a la limitación y a la pecaminosidad, siendo ésta no sólo la pecaminosidad general, sino aquella específica que le es propia a esa práctica. También la práctica de la liberación está amenazada de generar subproductos negativos que no se remedian desde la misma práctica, sino desde un espíritu consciente a hacer contra esos subproductos. Entre las tentaciones más comunes a esa práctica justa, tal como lo avisó Mons. Romero y como lo reconocen los cristianos comprometidos, están las siguientes: 1) Excesivo protagonismo de un determinado grupo liberador en contra de otros, o de todos ellos en contra de otros grupos que trabajan por la liberación, pero no a la manera de aquéllos; todo lo cual, por una parte, genera desunión y merma eficacia a la práctica y, por otra, genera una conciencia de superioridad ética que tiende a afirmar la bondad de lo que se hace por el mero hecho de que lo haga tal o cual grupo. 2) Paulatina suplantación de lo popular, de las mayorías populares a las organizadas, de éstas a sus cuadros y de éstos a las dirigencias, lo cual —aunque históricamente inevitable y necesario para la eficacia de la lucha— tiene el peligro de distanciamiento del pueblo real, de sus necesidades y sufrimientos concretos, y de sacrificarlo al pueblo ideal pensado. 3) Absolutización de un mecanismo de práctica liberadora según la coyuntura (social, política o militar), con la consecuente reducción de la totalidad de la vida del pueblo a uno de sus ámbitos, absolutizando uno de ellos, como si de la plenitud de uno de ellos se siguiese automáticamente la plenitud de los otros. 4) Manipulación de lo religioso más allá de su legítima utilización, dada la convergencia entre liberación y evangelio, lo cual violenta la dimensión religiosa histórica de los pueblos y priva además de la importante motivación religiosa para la liberación. 5) Dogmatismo en el análisis, en la interpretación o en la simple constatación de los hechos, de modo que confirmen postu-
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ras e intereses previos y no se sometan aquéllos a la verificación de la realidad. 6) Ambigüedad en el uso del poder, con su tendencia innata a la autoafirmación y no al servicio, a convertir su uso necesario en mística del poder, a abusar de él. Evitar todos estos subproductos negativos en la práctica de la liberación es cosa de espíritu y de mucho espíritu. c) Ese espíritu es también necesario para dar una determinada dirección a la liberación y generar valores específicos, personales y estructurales. Esa dirección puede denominarse, en el lenguaje de los documentos eclesiales, la liberación integral, terminología quizá fría y de resonancias doctrinarias, pero que alude a que la liberación, por su esencia, debe apuntar a la totalidad, tanto en el proyecto final que se vislumbra como en las liberaciones parciales que se intentan durante el proceso. Esa totalidad significa, a un nivel ético-religioso, propiciar valores como la solidaridad, la reconciliación, la misericordia, que acompañen y potencien la liberación; a nivel antropológico significa propiciar las diversas manifestaciones del espíritu en la creatividad de la cultura, el arte, la celebración, la amistad, el amor, etcétera. Esto significa abrir la liberación a la utopía y a la transcendencia. Sólo en la utopía se da la reconciliación plenificante de todos los elementos dispares de las liberaciones históricas, que tan difícilmente se emparejan en la historia: lo personal y lo estructural, verdadera lucha y anhelo de paz, justicia y perdón, triunfo y reconciliación, etc. Mantener la liberación abierta a la utopía no es cosa mecánica, sino del espíritu. Plantarse siempre desde lo histórico concreto ante la utopía, para que ésta juzgue y anime, no es cosa fácil, sino que debe ser hecha conscientemente, con gran desinterés y esperanza. 7.5. Esta descripción sistemática de lo que ocurre en los procesos de liberación muestra que el espíritu es necesario para iniciarse en la práctica de la liberación y mantenerse con fidelidad a sus exigencias fundamentales, para superar los inevitables subproductos negativos que amenazan aun a una justa liberación, para mantenerla siempre abierta a la utopía. La realidad muestra además que ese espíritu hace más eficaz la práctica de la liberación, aun cuando en un primer momento la atención explícita a ese espíritu pudiera parecer que merma energías a la práctica que busca la liberación política.
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Con esto no se niega en absoluto que en la liberación exista la exigencia absoluta y urgente de liberar a los pobres, entendidos aquí en su sentido primigenio de pobres socio-económicos, y de revolucionar las estructuras socio-económicas y que, por lo tanto, tenga necesariamente un fuerte ingrediente de lucha política. Se afirma simplemente que lo político no lo es todo ni en el proyecto ni en los medios de la liberación; que para abrir la liberación a su plenitud e incluso para asegurar ese núcleo socio-económico y para dar eficacia a la lucha política, se necesita espíritu. De esta forma se puede plantear la relación entre práctica y espiritualidad. La liberación necesita de práctica y de espíritu; ambas cosas, por su esencia, no son antagónicas, sino complementarias. Dicho negativamente, espiritualidad sin práctica de liberación es hoy puramente genérica, evangélicamente imposible e históricamente alienante; práctica de liberación sin espíritu es genéricamente buena, pero concretamente amenazada de degeneración, empequeñecimiento y pecado. Dicho positivamente, la espiritualidad necesita práctica de liberación para que el espíritu tenga el cauce y el material correcto en el cual realizarse evangélica y relevantemente en la historia actual; la práctica necesita espíritu para mantenerse como práctica de liberación de los pobres, hacerse creativa y potenciadora de una liberación cada vez más abarcadura. De esta forma se declara también cuál deba ser la actitud y la intención al plantear el problema de la espiritualidad con relación a la liberación. No bastaría un tratamiento de la espiritualidad que desde un principio fuese receloso y estuviese a la defensiva, aunque largas experiencias hagan esta actitud comprensible; no bastaría con proponer la liberación como remedio para la espiritualidad y su tendencia alienante. La espiritualidad debe también ser abordada con una actitud y una intención positivas, creyendo que el espíritu evangélico potencia y sana la práctica de la liberación. Esto es lo que deseamos esclarecer en los dos apartados siguientes desde el punto de vista explícitamente cristiano.
2.
Necesidad e importancia de la práctica de la liberación para la espiritualidad. La fundamental espiritualidad teologal
La práctica de la liberación es necesaria para la vida cristiana y, por lo tanto, para su espiritualidad fundamental. Sin una clara opción
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por las mayorías pobres, sin un compromiso con su liberación, el amor cristiano no sería hoy posible. Aunque el amor, como quintaesencia de la vida cristiana, tiene otras manifestaciones que la práctica de la liberación, si ésta no es incluida y hecha central, aunque sea analógicamente, difícilmente se podrá hablar de amor. No vamos a insistir, pues, en la necesidad de esa práctica, que damos por sentada. En lo que queremos insistir es en la importancia de la práctica de la liberación para que pueda desarrollarse hoy una espiritualidad cristiana fundamental. Queremos afirmar que por su propia naturaleza, y no sólo intencionalmente, la práctica de la liberación confronta hoy al cristiano con realidades últimas a las que el espíritu debe responder con ultimidad. Que lo haga de una u otra forma no es programable; pero que es confrontado con la ultimidad de la realidad y de sí mismo, es evidente. Por eso hablamos de espiritualidad fundamental teo-logal, aunque sólo al final mencionaremos explícitamente a Dios. Esa ultimidad le viene a la práctica de ser una práctica de liberación de los pobres. A través de ella se le exige al hombre que se defina con respecto a la verdad, al amor y a la esperanza; se le ofrece al hombre la posibilidad de enfrentarse con lo último de forma verdaderamente última, histórica y evangélicamente. Si su respuesta es positiva, el hombre deja de ser seguidor de sí mismo para hacerse seguidor de Jesús; deja de ser el hombre carnal para hacerse el hombre espiritual. 2.1. Los pobres y empobrecidos de este mundo son en su misma realidad la pregunta más radical por la verdad de este mundo, y también la respuesta más correcta a esa pregunta. De los pobres de este mundo se puede decir con razón que tienen una esperanza y que luchan por su liberación. Esto es cierto, pero no hay que precipitarse. Son, en primer lugar, pobres, piltrafas y desechos de la humanidad, crucificados lentamente por las estructuras de este mundo y violentamente cuando las resisten. Los pobres muestran que la realidad de este mundo es pecado; y que aunque el pecado no sea lo único, sin ver la realidad como flagrante pecado no se ha atinado a descubrir su verdad. Dicho teológicamente, los pobres muestran que la creación de Dios está amenazada y viciada, que los ídolos de la muerte campean por este mundo como sus verdaderos dioses. Y esto es tanto más verdadero porque los pobres son, cuantitativamente, mayoría en la humanidad, aunque sólo de vez en cuan-
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do algunos de ellos llaman la atención de la opinión pública; y porque, cualitativamente, su pobreza llega a extremos espantosos de miseria, de tortura y de muerte. Esta realidad es la que en sí misma se presenta como pregunta para el hombre y a la que tiene que responder con un profundo acto de honradez, que es acto de su espíritu. Se le pregunta al hombre, en primer lugar, si ve la realidad así o de otra manera; pregunta nada retórica, porque esta realidad, precisamente en cuanto es pecado, tiende a ocultarse a sí misma, a relativizarse, a hacerse pasar por algo secundario y provisional con respecto a los logros de la humanidad en general. Esa realidad exige una primera toma de postura del hombre, más allá de reconocerla como tal. Hacia fuera, exige que sea dicha y denunciada: la denuncia profética. Pero también es pregunta para el mismo hombre, por su participación en ese pecado de la humanidad; es la exigencia a la primera gran conversión. Al hombre se le dice que los pobres de este mundo no son productos casuales, sino producto de las acciones de otros hombres. La frase de Pedro: «Vosotros asesinasteis al justo» (Hech 2,23), la frase del Génesis: «¿Qué has hecho de tu hermano?» (Gn 4,10) son preguntas por la última verdad de uno mismo. Reconocer la verdad de la realidad y estar dispuesto a reconocer la propia verdad es la primera exigencia al espíritu, que los pobres presentan con ineludible claridad. Este reconocer la verdad es a la vez conversión, pues también el conocimiento humano tiene su propia concupiscencia para no ver las cosas como son, para tenerlas cautivas, para dominarlas con el propio interés (Rom 1,18). 2.2. Los pobres y empobrecidos de este mundo plantean al hombre la pregunta por su ubicación en este mundo y por su respuesta al mismo. La ubicación del hombre en el mundo ño es cosa secundaria y accidental, pues en ello le va su capacidad de conocer y actuar correctamente. Para conocer la verdadera realidad hay que estar cabe ella, y estando ajeno a ella el hombre tiende irremediablemente a figurársela falsamente y manipularla. En el lenguaje cristiano, estar en la realidad no es cosa simplemente de estar en algún lugar o de querer estar en el lugar correcto; es la decisión positiva de llegar a estar donde se debe estar. Este llegar a estar es algo activo; como se dice transcendentalmente de Cristo que devino carne humana; y, más concretamente para nuestro propósito, que «siendo rico se hizo pobre»
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(2 Cor 8,9). Esta disponibilidad activa a encarnarse en lo pobre de este mundo, que eso pobre impregne hábitos y actitudes, dirija el conocimiento y el interés, supone una fundamental decisión del espíritu. Poca duda cabe de que los pobres de este mundo, y captada su pobreza desde la encarnación entre ellos, reclaman un gran acto de amor hacia ellos. Esa es la única respuesta correcta y honrada hacia su realidad. Y el contenido concreto del acto de amor está guiado por la miseria y opresión que debe ser superada y por la vida de los pobres que debe ser fomentada. No hay duda, pues, que el amor correcto hacia los pobres tiene que ser la lucha por su liberación, que pasa primigeniamente por la liberación a los niveles más elementales en que se juegan la vida y la muerte de los pobres. La frase del Éxodo: «Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado el clamor que le arrancan sus capataces; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa» (Ex 3,7 s) sigue siendo el paradigma transcendental de la respuesta correcta a la realidad de los pobres. No hace falta, pues, insistir en la necesidad de la justicia estructural, de un amor eficaz, con todas sus mediaciones socio-políticas, para conseguir su liberación. Pero aquí nos interesa recalcar, aunque sea teóricamente conocido, lo que ese amor liberador significa para el mismo hombre que se decide por la liberación. Por el amor el hombre se des-centra, encuentra su realización en la entrega al otro. El amor liberador al pobre, por su propia naturaleza, exige una radical entrega, y es por ello mismo una radical pregunta por el des-centramiento del hombre. Esto significa muy concretamente que, en la práctica de la liberación, al hombre se le pregunta si en verdad es el dolor del 'otro' lo que quiere superar y si es la liberación del 'otro' lo que busca. El pobre es de tal manera un 'otro' que exige absolutamente la ex-centridad del hombre; que, en la práctica de la liberación, sea realmente esa liberación la que se busca, y no directamente (aunque sea de modo sutil) el sentido de la propia vida, aunque de hecho se encuentre ese sentido en la práctica de la liberación. El pobre es el que de manera muy eficaz le pone al hombre ante la alternativa de elegirse a sí mismo o elegir a 'otro', de aceptar o no frases evangélicas tan sencillas como aquella que afirma que «más feliz es el que da que el que recibe». La liberación de los pobres radicaliza la ex-centricidad del amor hasta el radical olvido de uno mismo. Ese olvido hay que cultivarlo
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para que en la misma práctica no se introduzca de nuevo el 'yo', sino que sea guiada por la liberación del 'otro' pobre. Ese olvido es exigido muy realmente porque, por su propia naturaleza, la liberación de los pobres conlleva amenazas y persecuciones que ponen en peligro al 'yo', y conlleva la posibilidad nada remota de tener que renunciar absolutamente a uno mismo. La muerte y el martirio son realidades con las que tiene que contar un amor liberador. Ser consecuentes con la práctica de la liberación significa entonces para el hombre aceptar lo que no es tan evidente, pero en cuya aceptación o rechazo se va constituyendo el hombre mismo: que para encontrar la vida hay que perderla (Me 8,35) y que «nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). La liberación de los pobres, por lo tanto, exige amor; pero lo exige con una radicalidad que no es conseguible a partir de la pura intención amorosa ni de la pura práctica en cuanto tal. Esta lo propicia; pero realizarlo es de nuevo cosa del espíritu. 2.3. Los pobres y empobrecidos de este mundo confrontan al hombre con la esperanza o, por el lado contrario, con la desesperanza, la resignación o el cinismo. Por una parte, las liberaciones históricas que ya se han dado, aunque imperfectas o amenazadas, muestran que la liberación (o algún tipo de liberación) es posible; en procesos de liberación se celebran triunfos parciales y se desarrollan nuevas formas de vida social más justas y humanas; algunas teorías científicas pronostican el triunfo inexorable de las revoluciones y el advenimiento de una sociedad que sea en verdad un hogar para el hombre. Pero, por otra parte, no todos los procesos de liberación tienen éxito, ni los que lo tienen dejan de estar amenazados externa e internamente; a niveles socio-económicos no se puede negar que el futuro de la humanidad es sombrío, que no parece que se acerca el reino de Dios, sin mencionar el fantasma de posibles cataclismos nucleares. ¿Tiene entonces sentido la esperanza y de dónde se alimenta? ¿No es mejor abandonarla como ilusión, necesaria quizás antropológicamente, pero ilusión al fin? Creemos que es la práctica de la liberación la que hace que estas preguntas sean radicales, y que son los pobres los que mantienen la esperanza como verdadera esperanza, es decir, en lo que ésta tiene de positivo, de realista y de escandaloso. «La esperanza de los pobres no perecerá» (Ps 9,19), dice el salmo, y así es. Los pobres, aquellos para quienes sobrevivir es su máxima ta-
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rea y morir su destino más cercano, tienen y mantienen la esperanza. Esta se alimenta de triunfos parciales y de solidaridades concretas, pero sus raíces tienen otra savia. No es que desdeñen, cuando los conocen, análisis científicos sobre el triunfo de una revolución; pero no basan en ellos su esperanza. Esta es un acto primigenio de confianza en la realidad, a pesar de todo, explicitado como confianza en un Dios Padre. «Que el reino de Dios se acerca» (Me 1,14), que «habrá un nuevo cielo y una nueva tierra» (Apoc 21,1), son para ellos expresiones de esa esperanza primigenia. Es el modo que tienen de afirmar que en el fondo de la realidad existen la justicia y la bondad, que a pesar de todo el bien es más originario y más poderoso que el mal. Más aún, aceptan en su misma realidad, y a veces en palabra, que la verdadera salvación pasa también por su propia crucifixión, que quien da verdadera esperanza es el siervo de Yahvé. Nada de esto les quita ánimo para trabajar activamente por la liberación, como el ungido de Yahvé que traerá la liberación, la buena noticia, el derecho y la justicia; pero aceptan el escándalo de que ese siervo pase por la cruz y lo integran en su esperanza. Esa esperanza de los pobres no es ulteriormente analizable, pero ahí está. Y es una pregunta por la propia esperanza radical de quien se compromete con la liberación. Cómo responda éste con toda seriedad a esa pregunta, puede variar; pero los pobres sirven al menos para des-centrar la pregunta por la propia esperanza. Por qué se mantiene la esperanza en la práctica de la liberación no se puede contestar a priori. Pero quizá pueda decirse que la esperanza vive en último término del amor. Quien ama radical y desinteresadamente a los pobres de este mundo, ha hecho algo absolutamente bueno, acogido para siempre por la historia. Quizá desde ahi no pueda afirmarse más que una teología negativa de la esperanza: que es mejor sufrir por amor a los pobres que lo contrario; que nada se puede hacer mejor que dar una esperanza a los pobres. Los primeros cristianos lo decían de esta forma: «¿Quién os hará mal si fuereis celosos promovedores del bien?» (1 Pe 3,13). Poner en palabra positiva la esperanza, la convicción de la supremacía del amor y de la justicia, no es fácil. Pero esa convicción siempre va unida al amor. Pablo dice que «con los que aman a Dios, él coopera en todo para su bien» (Rom 8,28). La resurrección, máximo símbolo de la esperanza cristiana, no dice otra cosa que la supremacía del amor y de la justicia. Quien se entregó totalmente a los pobres, quien no se guardó nada para sí, ni siquiera su confiada relación con el Padre, quien murió
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solo y crucificado por amor, hizo lo absolutamente bueno, y eso ha sido recogido por Dios para siempre. La práctica de la liberación confronta al hombre con la esperanza. De los mismos pobres puede aprender que, a pesar de todo, es más juiciosa que lo contrario. Con ello se confronta con la verdad más última de la realidad. Cómo responda, no se puede programar. Pero si responde en esperanza, está diciendo que el misterio último de la realidad —lo exprese con símbolos bíblicos o de cualquier otra forma— es misterio de bondad y de salvación. Enfrentarse así con la realidad es de nuevo un acto del espíritu. 2.4. La práctica de la liberación de los pobres es ya en sí misma gran expresión de amor y, por ello, gran expresión de espíritu. Cuando a esa práctica no se le ponen límites, entonces confronta al hombre con realidades sumamente importantes. Le confronta afondo con el mismo amor, y también con la verdad y la esperanza. Por ello es cauce que exige y propicia una espiritualidad fundamental en el hombre. Decimos que es espiritualidad fundamental, porque exige del hombre una honradez fundamental con la realidad; que es una espiritualidad última, porque el hombre tiene que habérselas con realidades realmente últimas, como la vida y la muerte, la justicia y la injusticia, el dar vida a otros y el dar la propia vida; que es una espiritualidad cristiana, porque el hombre tiene que vérselas en directo con la ultimidad del otro, del pobre, con su vida y su muerte, desde las cuales plantea también su propia ultimidad, el sentido de su propia vida; es una ultimidad que des-centra verdaderamente al hombre. En este sentido, la práctica de la liberación presta un gran servicio a la espiritualidad fundamental del hombre, pues le hace confrontarse a fondo consigo mismo, decidir libremente sobre sí mismo, hacerse de una y no de otra manera. El hombre de la práctica de la liberación se hace, si es fiel y consecuente con la dinámica de esa práctica, el hombre de la verdad, el hombre del amor absoluto y desinteresado, el hombre de la esperanza. Teóricamente, ese hombre pudiera llegar a serlo a partir de otras prácticas que no fuesen las de la liberación; en la historia actual, sin embargo, sin que exista un núcleo de amor liberador en otras prácticas, difícilmente el hombre llegará a ser un hombre con espíritu; y, positivamente, la práctica de la liberación ha propiciado ese tipo de hombres.
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A esa espiritualidad fundamental la denominamos teologal, porque, aunque no hayamos todavía explicitado la relación del hombre con Dios, la honradez con la verdad, la entrega absoluta en el amor y la esperanza que no muere son las mediaciones a través de las cuales el hombre accede al misterio último de la realidad. 3.
Necesidad e importancia de la práctica de la espiritualidad para la liberación. El talante espiritual cristiano
La práctica de la liberación propicia una espiritualidad fundamental. Lo que queremos añadir ahora es que existen otras actitudes y valores espirituales, a los que en su conjunto denominamos «talante espiritual», que aseguran, configuran y potencian la espiritualidad fundamental y la práctica de la liberación. Ese talante espiritual lo vamos a describir, de nuevo, no en abstracto o de forma general, sino en cuanto relacionado a la liberación de los pobres. Es un talante espiritual para que la lucha justa por la liberación sea buena y cada vez «más» buena, para abrirla cada vez más al reino de Dios y sus valores específicos. Veámoslo de forma programática destacando algunos de esos valores tal como lo propone Jesús en el sermón del monte, que comienza —y no casualmente— con la bienaventuranza a los pobres, de modo que es de nuevo una práctica de liberación en favor de los pobres la que posibilita y exige ese talante. 3.1.
Los limpios de corazón son lo que ven a Dios Esta limpieza de miras es la que mantiene al hombre siempre y duraderamente abierto a la verdad, aun después de haber captado la verdad fundamental de la historia, sin dominarla ni manipularla, sin engañarse sobre sí mismo ni sobre los procesos de liberación, sin caer en la tentación de adecuar propaganda con verdad. Muy en concreto, significa la duradera actitud de discernimiento y de conversión, nunca asegurada aunque se haya dado la primera gran conversión a la liberación. Esa limpieza de corazón es la profunda castidad del conocimiento y de la voluntad para no buscarse a sí mismo ni imponer las propias ideas ni mantener los propios intereses en la liberación.
Los misericordiosos son los que comienzan y se mantienen en la lucha de la liberación partiendo de un gran acto de misericordia hacia el dolor real de los pobres.
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Sin duda, ese dolor causa indignación y cólera hacia los opresores, como la causó en los profetas y en Jesús. Pero no es la cólera el primer motor de la acción, sino la misericordia de Jesús, «misereor super turbas» (Me 6,34). Esa misericordia es la que debe informar incluso la denuncia profética, la cual no es mitigada por aquélla —como lo muestra el caso de Mons. Romero—, pero se convierte en gran acto de amor, para los pobres en primer lugar, pues se hace por defenderlos, y para los opresores en segundo lugar, como llamada a la conversión, buena noticia «sub specie contrarii». Históricamente significa que en las luchas por la liberación se siga manteniendo el dolor de los pobres como algo último que debe ser eliminado; que no se comprenda fácilmente como costo social para el triunfo de la liberación —aunque ese costo es en buena medida inevitable—. Significa que, en las estrategias y tácticas de la liberación, las alianzas y las divisiones, se tenga también en cuenta lo que todo ello va a producir de agrandamiento o disminución del dolor de los pobres. La misericordia, lejos de ser un sentimiento puramente psicológico y afectivo al que unos estarán más inclinados caracteriplógicamente que otros, es estructuralmente la forma de expresaeque en el inicio y en la continuación de la lucha por la liberación está un gran amor por el pueblo pobre. Los que buscan la paz son aquellos que no han hecho de la lucha un fin último, ni depositan en ella toda su confianza, ni la han convertido en mística; sino los que simultanean la trágica necesidad de la lucha con el ardiente deseo de paz. Históricamente significa que, aun en tiempo de lucha y de guerra, buscan humanizar los conflictos, conducir la guerra de la forma más humanamente posible, fomentar simultáneamente todos los otros medios pacíficos para solucionar los conflictos. En lenguaje bíblico, son los que desean sustituir las espadas por los arados; y propiciar que, incluso cuando suenen las espadas, los arados trabajen la tierra. Los que saben perdonar son aquellos que no quieren cerrar absolutamente el futuro del adversario. Más que un acto de la psicología —con dificultades comprensibles, aunque admirablemente realizado por muchos pobres cristianos—, es la actitud de reconocer en el adversario la posibilidad de humanidad, incluso que algo poseen de ella, aunque la lucha tienda a cegar en este aspecto. Históricamente significa la disponibilidad al diálogo, necesario en ocasiones por cálculos políticos, pero necesario más de fondo por la necesidad de poner ya gran-
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des o pequeños signos de reconciliación, sin la cual ningún triunfo es duradero y ninguna sociedad se humaniza. Los pobres, por último, son los que creen que en la debilidad hay también fuerza, que la pobreza es el lugar del espíritu. Los pobres materiales (en la versión de Lucas), llenos de espíritu (en la versión de Mateo), son los que luchan contra una pobreza que es miseria injusta, pero que ven en la pobreza también algo humanizador, porque se opone a la deshumanizadora riqueza y al deshumanizador poder, porque apuntan a una sociedad que podría ser descrita como «la civilización de la pobreza» (I. Ellacuría), en la que se supera la miseria, pero en la que la austeridad hace que todos puedan compartir y que no se deshumanicen los hombres por el desenfrenado consumismo. Históricamente significa que en las luchas de la liberación hay que volver una y otra vez a los pobres como realidad fontanal del espíritu. En el fondo, que la lucha por la liberación sea para ellos y de ellos. 3.2. En el Nuevo Testamento aparece otro elemento del talante espiritual que impregna toda la espiritualidad fundamental y las actitudes del sermón del monte: la gratuidad. Mucho se exige del cristiano en el Nuevo Testamento y se le pide que ponga a producir todo lo que tiene; y sin embargo —en frase dura—, se dice que después de haber hecho todo no nos consideremos más que como 'siervos inútiles'. Positivamente, todo el NT está transido de la idea de que la iniciativa de todo lo bueno tiene su origen en algo y en alguien anterior al hombre; más aún, que algo se nos ha dado, no sólo como don, sino como capacitación para que seamos don para los otros. La gratuidad es tal vez la realidad más difícil de conceptualizar y de poner en palabra; pero algo se puede decir de ella y de su importancia para la práctica liberadora a partir del hombre agraciado. La lucha por la liberación exige gran entusiasmo, pero la gratuidad prohibe la hybris, la sensación de superioridad ética —peligrosa no porque no pueda ser objetiva, sino al convertirse en automática justificación de todo lo que se haga de forma distinta a lo que hacen aquellos sobre los que uno se cree superior— y el culto a la personalidad o a las personalidades. La gratuidad recuerda que en todos hay limitación y pecado y que, en palabras de González Faus, hay que hacer la revolución como un perdonado. La experiencia de gratuidad supone agradecimiento y la respuesta agradecida potencia el espíritu y la práctica, pues del agradecimiento brota la generosidad en la entrega —aunque siempre pueden ser peligrosos los entusiasmos de los 'con-
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versos'—, la libertad del espíritu y el gozo de haber encontrado la perla preciosa y el tesoro escondido. La gratuidad es creativa y fructífera. Pero de nuevo surge la pregunta por su origen, tanto más difícil de determinar cuanto más intangible es su realidad. Teológicamente, todo don proviene de lo alto, de la bondad del Padre celestial. Pero históricamente tiene su mediación en los pobres. Ellos mismos reconocen que «algo se les da dado»; en formulaciones de gran raigambre bíblica, reconocen que ellos, los que antes no eran, ahora son; que los que no eran pueblo son ahora pueblo y en camino de hacerse pueblo de Dios. En palabras trágicas y profundas de un campesino de Aguilares, se dice: «Antes moríamos, nos mataban, y no sabíamos por qué. Ahora, tal vez todos vamos a morir, pero estamos conscientes de que morimos por un pueblo. Y eso, cabalmente, es bien distinto». Y esos pobres en su totalidad, como pueblo de pobres con fallos y errores, pero con mayores valores, se han convertido en don y gracia para quienes quieren acompañarlos, defenderlos y luchar junto a ellos. La experiencia es aquí universal. No todo lo que son y hacen los pobres es evangelio; pero mucho de lo que son y hacen lo es. En cualquier caso, es muy cierta la afirmación, no por repetida menos verdadera, de que los pobres nos evangelizan. Y «evangelio», también para nosotros, tiene su sentido primigenio: una buena noticia que Dios, en su bondad, se decidió a comunicar y a presentizar. Esa buena noticia es la que se nos ha dado; y en cuanto es recibida como don, configura en lo más profundo de su espíritu a quien la recibe, tanto para aceptarla agradecido como para ponerla a producir. 3.3. De este talante espiritual —la actitud de las bienaventuranzas y la gratuidad— pudiera decirse que es sublime, pero idealista; más aún, tendente a la alienación otra vez. Desde la realidad quisiéramos responder que no es idealista porque exista; más aún, su conceptualización se ha hecho a partir de la realidad y dudamos que pudiera haber sido hecha sin esa realidad, aunque sus «conceptos» estén en la Escritura. Es, sí, un ideal; no alcanzable, por lo tanto, en plenitud. Pero por ello mismo lo denominamos talante espiritual; no porque «espiritual» signifique aquí pura interioridad, en oposición a historia, sino porque es fruto y expresión del espíritu; y es el espíritu el que una y otra vez propone el ideal sin dejarnos pactar con lo fáctico. Tampoco es alienante ese talante espiritual si acompaña a la espiritualidad fundamental, si talante espiritual y espiritualidad fundamental surgen de, se encarnan en y configuran la práctica de la libe-
ración. Además, y esto sólo cabe constatarlo, cristianos con ese talante han potenciado los procesos de liberación, y así lo reconocen incluso revolucionarios no creyentes. Ninguna duda cabe de que Mons. Romero, eximio ejemplo de talante y espiritualidad, potenció las prácticas de liberación, denunciando sus fallos y cultivando sus logros. No es infrecuente que grupos revolucionarios pidan de los cristianos simplemente que lo sean y que lo sean de la manera descrita. Porque una revolución necesita espíritu y, cuanto más profunda sea y a más ámbitos de la vida se extienda, necesita más espíritu. 4. La espiritualidad de la liberación como acceso y encuentro con Dios Digamos, para terminar, una palabra sobre la relación entre la espiritualidad descrita y la relación del hombre con Dios. Esa espiritualidad no es algo posterior a una fe en Dios y a un contacto con Dios ya constituidos con anterioridad, aunque en el inicio de la práctica de la liberación esté ya actuando algún tipo de fe y experiencia de Dios. Es más bien la realización histórica de la fe como acceso a Dios y como contacto con Dios. Sobre esta problemática quisiera hacer algunas breves reflexiones desde la espiritualidad.
4.1. La espiritualidad descrita posee las dos características que, dialécticamente unidas, configuran el acceso del hombre a Dios el hacerse afines a Dios y el caminar hacía Dios. El hombre de la verdad, del amor y de la esperanza se va haciendo en la historia afín a Dios. Al Dios de la verdad se accede por afinidad, reconociendo, sin someterla, la verdad de las cosas; denunciando con claridad el pecado; manteniendo la limpieza de corazón para ver la verdad cambiante de los procesos y proyectos. Al Dios de la creación, de la vida, de la justicia y de la liberación se accede por afinidad en la práctica de dar vida y propiciar la justicia. Al Dios Padre bondadoso y misericordioso, con más ternura que una madre, se accede en la compasión y en la misericordia. Al Dios encarnado, increíblemente cercano a los pobres y oprimidos en el escándalo de la cruz, se accede por afinidad en la encarnación entre los crucificados de la historia, en la persecución, en la entrega de la propia vida con y por ellos. Al Dios de la esperanza, de la cercanía del reino, de la resurrección, del nuevo cielo y la nueva tierra, se accede por afinidad en la terquedad de la esperanza en, a través y en contra de la historia.
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^ Espiritualidad es afinidad con ese Dios; es estar junto a él, estanci° f t r a b a j a n d o e n l a historia como él. Es la realización de la exigenundamental de Jesús, que no es sólo exigencia ética ni propuesta P ra almas piadosas, sino paradigma del ideal de todo hombre: «Sed «s d"05* d d t 0 d ° ° 0 m 0 CS b u e n o v u e s t r 0 P a d r e d e l cielo)> ( M t 5 ' 4 8 ) ; tu rH 8 e n e r ° S 0 S C ° m 0 v u e s t r o P a d r e e s generoso» (Le 6,36). EspiriCOm afinidad c o n D i o s es imitar e n la historia la de D ° santidad ios tal como se ha revelado: no como lejanía de lo profano, sino ^omo cercanía absoluta salvadora. Todo ello lo propicia la liberación os Pobres, el amor real, eficaz y desinteresado a los pobres. Esta primera afinidad con Dios propuesta en la Escritura: conocer a os es practicar el derecho y la justicia hacia el pobre y desvalido, or otra parte, esa afinidad con Dios no es nunca posesión de ' p u e s e ste sigue siendo misterio insondable e inmanipulable. Acer a Dios es ir hacia Dios dejándole ser Dios, y la espiritualidad es e o verdadero camino a Dios. La realidad de Dios como misterio e impone al hombre en cualquier ámbito de su existencia y desde aIqmera que sea el punto de partida de su caminar. Pero desde la liración de los pobres, ese dejar a Dios ser Dios tiene formas especícas que recalcan lo que hay de camino y no de posesión; dialécticas e buscan ser reconciliadas, pero que sólo «caminando» encuentran ^ conciliaciones parciales. En esa experiencia de no conseguir la sin«s y de tener que intentarla constantemente, es como experimenta ombre históricamente que ponerse en contacto con Dios tiene que * r caminar hacia él. Hay que caminar hacia Dios porque en la liberación no se da en m e n t 0 del camino la reconciliación perfecta entre lucha y paz, t ° s ícia y reconciliación, eficacia y gratuidad. Hay que caminar pore n o se sab e el día ni la hora de la liberación, aunque sea fuerte la es Peranza Dicho de forma programática, porque la liberación supone p . a conc iliación de un doble movimiento: lucha decidida contra la reza opresora y movimiento al empobrecimiento. e r o ad emás, hay que caminar a Dios porque él mismo nos atrae c a fuerza d r e] e la utopía, que no soluciona todos los problemas ni «a f'V1Za " a d a d e l o c o n c r e t o , pero que se nos presenta como promed e ' ^ R ™ s a l v í f i c o ' m °tor desde el futuro para que la historia dé más CSe c a m i n a r e$r)SI > e n 1° Que tiene de limitado y en lo que tiene de ^ Peranza, es como se experimenta que Dios es mayor, que es Dios. ) v ^ P ^ u a l i d a d de ese caminar es reproducir en la historia lo que en s na y de misterio, lo que en su santidad hay de transcendente, ju
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pero no como distanciamiento que separa, sino como ideal que atrae. Por eso la espiritualidad se dirige hacia ese Dios, hacia esa utopía de la que una y otra vez hay que echar mano como de la reserva de la historia; en último término, para que cada vez la verdad, el amor y la esperanza sean mayores, para que la liberación sea cada vez más profunda y más integral. 4.2. Una espiritualidad que es acceso a Dios posibilita también el encuentro con Dios en la historia, la relación personal con él. Que Dios es una realidad personal con quien se puede y debe entrar en contacto, es evidente en toda la Escritura. La historia de Jesús y la aceptación creyente de Jesús como el Hijo son la forma cristiana de decir que Dios es personal, aquel cuya palabra hay que escuchar, cuya voluntad hay que cumplir, en quien se puede confiar y descansar, con quien se puede dialogar y a quien se puede amar, porque él ha amado primero a todos y a cada uno de los hombres. Desde la espiritualidad descrita se puede concretar un poco la experiencia personal de Dios. Afirmar en la esperanza que en el fondo de la realidad existen la bondad, la justicia, la misericordia y el amor, es una forma de decir que ese fondo de la realidad tiene un carácter personal. Experimentar que ese fondo de la realidad llama individualmente y con una voluntad concreta, de modo que los llamados tienen cada uno un nombre propio y que lo que tienen que hacer lo deben discernir, no simplemente deducir de principios universales, es una experiencia de que el fondo de la realidad no es sólo la realidad en profundidad, sino la realidad como algo personal, alguien que llama y cuya voluntad concreta hay que descubrir y realizar. Quizá lo más característico de la espiritualidad descrita para comprender la personalidad de Dios está en la experiencia de que los pobres son también realidades concretas personales, con nombres propios; con sufrimientos y esperanzas generalizables, sí, y, por ello, como realidad estructural, pero con sufrimientos y esperanzas inintercambiables. El mundo de los pobres está hecho de cada uno de los pobres concretos. Y esa experiencia del hombre concreto es la que sugiere lo concreto de Dios como su correlato. Cuando la correlación transcendental entre Dios y pobres que aparece en toda la Escritura es captada desde lo concreto, personal e intransferible de cada uno de los pobres, entonces también la experiencia de Dios tiene el momento concreto y personal.
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Con estas reflexiones no se pretende demostrar, por supuesto, la personalidad de Dios, sino apuntar a sus mediaciones desde una espiritualidad de la liberación. De hecho, la teología de la liberación habla de «encuentro» con Dios, y los sujetos liberadores afirman que lo realizan. Ese encuentro con Dios en los pobres tiene muchos elementos: exigencia a la conversión y a la práctica liberadora, al discernimiento de los signos de los tiempos, a un gran amor. Pero también el matiz de encuentro personal. Eso es lo que ocurre en la interioridad del hombre cuando se decide por la liberación, se explicita en la oración personal y comunitaria, se celebra en la liturgia y en las reuniones de las comunidades. En el fondo, es la síntesis que aparece en el éxodo, en los profetas y en Jesús: que a Dios se le experimenta como iniciador de la liberación, pero también como quien hace una alianza con su pueblo que llega hasta el corazón del hombre. Liberación dice afinidad y camino a Dios; alianza dice encuentro con Dios. Hablar de Dios, el inefable, no es fácil. Todas las palabras humanas defraudan y los conceptos no sirven adecuadamente. Lo que hemos querido decir es que una espiritualidad y un talante propiciados por la práctica de la liberación permiten (y en muchos casos exigen) hablar así de Dios. De ese Dios se dice en último término que es Padre, realidad personal en quien se puede confiar y paradigma de bondad para la práctica de la liberación; y de ese Padre se dice que sigue siendo Dios, misterio último, cuya palabra novedosa y creativa hay que escuchar y poner por obra siempre de nuevo, y hacia quien caminamos en la historia, encontrándonos con él, pero sin poderlo poseer. 5.
Conclusión
Muchas otras cosas pudieran y debieran decirse de la espiritualidad en relación con la liberación. Pudiera haberse explicitado más claramente desde la cristología, aunque todo lo dicho se basa en el liberador Jesús. Sin duda, es necesario explicitar la espiritualidad de la liberación al nivel eclesial: la espiritualidad de los diferentes carismas y funciones, la espiritualidad de unificar el cuerpo eclesial para hacer la liberación más eficaz, por una parte, y de mantener la tensión entre institución y carisma y los conflictos intraeclesiales, por otra; la espiritualidad de la solidaridad entre las diversas iglesias y grupos, tan propiciada por la liberación, de modo que todos den y reciban. Debieran mencionarse también algunos problemas específicos que exigen espiritualidad: pertenencia a grupos y partidos políticos y revolu-
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cionarios y lealtad al evangelio y a la Iglesia; el problema límite de espiritualidad y violencia. Hemos preferido, sin embargo, abordar la espiritualidad desde sus raíces y en sus contenidos fundamentales antropológicos y teo-logales. La conclusión es que liberación y espiritualidad no se excluyen, sino que se reclaman mutuamente como práctica y espíritu. Esa dualidad unificada expresa la totalidad del hombre y corresponde a la totalidad de la realidad, vista desde la revelación; la cual siempre aparece también como dualidad unificada o unidad dual: liberación y alianza en el Éxodo, reino de Dios y Dios del reino en Jesús. En la actualidad es lo que ha redescubierto la Iglesia latinoamericana: lucha por la liberación de la pobreza injusta y apertura confiada en Dios (Medellín, Pobreza de la Iglesia, n. 5; Puebla, nn. 1161, 1149). Es lo que se ha impuesto en la vida religiosa, configurando sus tradicionales espiritualidades: la unificación e inseparabilidad de fe y justicia en las dos últimas congregaciones generales de los jesuítas; el anuncio de la buena nueva y el trabajo por la justicia y la paz, en palabras del nuevo General de los dominicos. En el fondo, es lo que se afirma en la impresionante síntesis que hace el profeta Miqueas sobre la realidad humana: «Se te ha declarado, oh hombre, lo que es bueno, lo que Yahvé reclama de ti: tan sólo que defiendas el derecho y ames la lealtad, y que camines humildemente con tu Dios» (6,8). Muchos cristianos han hecho esa síntesis. Terminamos con unas palabras de Mons. Romero, eximio ejemplo de práctica y de espíritu, de lucha por la justicia y de fe en Dios. Su ejemplo muestra también que esa síntesis se puede hacer no sólo personal, sino también institucionalmente; que la síntesis que se hace en lo más profundo de la persona puede expresarse a través de y potenciar la dimensión «profesional» de la persona; en el caso de Mons. Romero, del «ministerio arzobispal». La necesidad de la práctica de la justicia le fue absolutamente clara: «Ante un mundo que necesita transformaciones sociales evidentes, ¿cómo no les vamos a pedir a los cristianos que encarnen la justicia del cristianismo, que la vivan en sus hogares y en su vida, que traten de ser agentes de cambio, que traten de ser hombres nuevos?» (3.12.78). Y la fundamentación última de esa práctica es que: «Nada hay tan importante para la Iglesia como la vida humana... sobre todo de los pobres y oprimidos» (16.3.1980). Aceptó con escalofriante clarividencia y fortaleza las consecuencias históricas de esa opción: «Me alegro, hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida por tratar de
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encarnarse en el interés de los pobres» (15.7.1979). «Sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo» (15.7.1979). Todo ello lo asumió personalmente como arzobispo, cristiano y salvadoreño: «Mi posición de pastor me obliga a ser solidario con todo el que sufre y a 'acuerpar' todo esfuerzo por la dignidad de los hombres» (7.1.1979). Su martirio lo previo como último servicio a la liberación: «Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la liberación de mi pueblo y como un testimonio de esperanza en el futuro» (marzo, 1980). Nada de esto le separó, sino que le acercó inmensamente a Dios; en la fe en ese Dios vio más bien que el hombre llegaba a serlo: «Ningún hombre se conoce mientras no se haya encontrado con Dios... ¡Quién me diera, queridos hermanos, que el fruto de esta predicación de hoy fuera que cada uno de nosotros fuéramos a encontrarnos Dios...!» (10.2.1980). Y desde esa práctica y desde esa fe pudo mantener la esperanza de su pueblo, con palabras que en otros pudieran parecer doctrinarias o propagandísticas, pero que en Mons. Romero resonaban como salidas desde lo más profundo de la realidad de Dios y de los hombres: «La necesidad, entonces, de algo transcendental, de algo que venga de fuera, se hace sentir. Y esta Jerusalén destrozada brillara con la aurora que será el mismo Dios. Dios se encarnará en las entrañas de Jerusalén. ¡Cómo no nos va a llenar de esperanza también, hermanos, cuando miramos que nuestras fuerzas ya no pueden; cuando miramos a la patria como en un callejón sin salida; cuando decimos: aquí la política, la diplomacia no pueden, aquí todo es un destrozo y un desastre, y negarlo es ser loco! ¡Es necesaria una salvación transcendente! ¡Sobre estas ruinas brillará la gloria del Señor» (7.1.1979). «El grito de liberación de este pueblo es un clamor que sube hasta Dios y que ya nada ni nadie lo puede detener» (7.1.1980).
3 ESPIRITUALIDAD Y TEOLOGÍA * En la actualidad, el tema de la espiritualidad ha recobrado un inusitado interés, pero no sólo en la Iglesia ni sólo, como era usual, entre quienes en ellas se dedican a la «perfección», sino, antes que nada, en el mundo. La historia actual, con sus crisis, cuestionamientos, posibilidades y exigencias de construcción de un futuro humano, interpela a los hombres y a la humanidad como tal. Esta interpelación puede ser desoída, manipulada o pervertida; pero, para los más lúcidos, vuelve a sonar la pregunta acerca de lo que son y lo que deben ser, acerca de lo que esperan y lo que pueden esperar, acerca de lo que hacen y lo que deben hacer; desde la misma historia surge la llamada a responder por la verdad de la historia y por la propia verdad, a configurarla sin dejarse dominar por ella ni deslizarse pasivamente por ella. Esta es tarea perenne, pero inevitable y urgente en momentos de crisis y de des-quiciamientos, cuando los antiguos quicios no aguantan ya el peso del edificio. Crear nuevos quicios sobre los que la historia gire, y gire bien, y en la que los hombres puedan volver a vivir como seres humanos, supone muchos elementos. Pero el integrarlos todos ellos adecuadamente no es sólo cosa de ciencia o de ideología, sino cosa de espíritu. A ese «ser-humano-con-espíritu», que responde a lo que la realidad tiene de crisis y de promesa y que unifica los diversos elementos de la realidad para que ésta sea, en definitiva, más promesa que crisis, es a lo que llamamos «espiritualidad». Esta descripción de la espiritualidad puede parecer excesivamente vaga, pero es importante para poner en la pista correcta al hablar de ella y para no reducirla, consciente o inconscientemente, a algo regional ni reducir su ámbito a lo inmaterial o interiorista.
* Publicado en Revista Latinoamericana 1984), pp. 195-224.
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También en la Iglesia surge con fuerza la pregunta por la espiritualidad. Esto se debe a que la Iglesia participa —lo quiera o no— en la historia actual y sus exigencias, y a que dentro de la misma Iglesia se ha producido un desquiciamiento con la novedad del Vaticano II y Medellín. No se puede negar la existencia de nuevos elementos doctrinales, teológicos, pastorales y litúrgicos junto a los que la tradición ha transmitido; no se puede negar que la síntesis —en teoría y mucho más en la práctica— tiene sus dificultades y que se ha realizado de diversas maneras, que en unos está más presente el gozo de lo nuevo para integrar en ello lo antiguo y en otros la añoranza de lo antiguo ante el temor de lo nuevo. El mosaico eclesial, hecho de tantas piezas y de tantos colores, se desperdigó y hay ahora que volver a rehacerlo. Ante tarea tan exigente y los peligros que puede conllevar, se puede optar por una reconstrucción en base a la seguridad doctrinal y a la imposición administrativo-jerárquica; pero, aunque doctrina y administración sigan siendo necesarias e importantes, no es ésta la forma adecuada de reconstruir el edificio. Para ello se necesita espíritu, y mucho espíritu, que sintetice creativamente los diversos elementos de los que está hecha la Iglesia: transcendencia e historia, ministerio jerárquico y pueblo de Dios, fe y práctica, etc. Por ello hay en la Iglesia, entre los más lúcidos y conscientes, no sólo interés, sino una verdadera y clamorosa demanda de espiritualidad. Con ello se está afirmando la imperiosa necesidad de ser y saberse creyentes y pueblos cristianos en el mundo de hoy, sacramento de salvación en el mundo. Cómo realizar eso es cuestión de espíritu, y por ello se busca aquella espiritualidad que sintetice el ser hombres y el ser creyentes, el salvar y ser salvados, el servir a Dios y remitirse a Dios. Por estas razones fundamentalmente, pero también por otras más específicas, se ha suscitado también en la teología un serio interés por la espiritualidad. En este proceso, que dura ya varios años, se comenzó por constatar que una teología doctrinal puramente explicativa y deductiva no era ya adecuada al estallido de la realidad en la historia y en la Iglesia, pues ese estallido remitía a los hombres a lo que es pre-doctrinal y globalizante. Una teología puramente doctrinal se hizo irrelevante; e incluso la verdad que proclamaba para mantener la identidad de la fe se convirtió en verdad genérica, pero no en la verdad concreta que toda teología basada en el presupuesto de la continuada acción de Dios debe elaborar. El repartir la identidad y la relevancia de la teología entre los tratados dogmáticos por una parte, y
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los de moral, pastoral y espiritualidad por otra, no resolvió el problema, porque éste no consistía en la organización formal de los contenidos de la teología, sino en el talante que la informa en su totalidad. En este contexto, la renovación de la teología ha consistido no sólo en dedicar atención a contenidos olvidados, sino en tratar aquellos que por su misma naturaleza comunican un determinado espíritu. Por mencionar un importante ejemplo, el reino de Dios como realidad objetiva y sus correlatos de esperanza utópica y práctica transformadora como realidades subjetivas, se han hecho, cada vez más, contenido y talante de toda la teología. El cambio fundamental no consistió en añadir el 'reino de Dios' a otros contenidos ya sabidos, sino en la exigencia objetiva al sujeto de la teología de analizarlo con un espíritu nuevo correspondiente al objeto y a ofrecerlo con espíritu a sus destinatarios. En esto está el cambio fundamental con respecto a una teología puramente doctrinal; el quehacer teológico debe estar todo él transido de esperanza y de exigencia de práctica cristiana, tanto cuando se habla explícitamente del reino de Dios como cuando se habla de otros contenidos. Al asumir un talante esperanzado y práxico, la teología se fue haciendo ya teología espiritual. Lo que ha ocurrido después es que la misma teología se ha hecho consciente de su estatuto espiritual, por acción u omisión. Está tratando temas convencionalmente espirituales, pero, sobre todo, está reconociendo la necesidad de que debe ser hecha con espíritu y con el Espíritu de Dios para comunicar espíritu y el Espíritu de Dios. Por recordar algunas afirmaciones de teólogos europeos más lúcidos, ya en 1969 Urs von Balthasar, hablando precisamente de la incipiente teología política, la reinterpretaba como redescubrimiento de la «espiritualidad bíblica», y añadía: «No cortemos las alas a una generación que ha tenido la sensibilidad para descubrir como insoportable la separación entre teología y espiritualidad, entre contemplación y acción, entre Iglesia y mundo»1. K. Rahner, aludiendo al ejemplo de Sto. Tomás, abogaba por superar «aquella horrible división que se puede observar, en la teología posterior, entre teología y vida espiritual»2. J. B. Metz, promotor de la teología política, ha hablado de la «mística y la política del seguimiento»3. Estas citas son 1
«Teología y Espiritualidad», en Selecciones de Teología XIII (1974), p. 142. «Significado actual de Santo Tomás de Aquino», en VV.AA., Teología y mundo contemporáneo (edit.: A. Vargas-Machuca), Ed. Cristiandad, Madrid 1975, p. 36. 1 Zeit der Orden? Zur Mystik und Politik der Nachfolge, Freiburg 1977. (Trad. cast.: Las órdenes religiosas, Ed. Herder, Barcelona 1978). 2
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sólo indicativas, pero muestran la necesidad de integrar la espiritualidad en la teología como una de sus dimensiones esenciales. Esto es también lo que ha sucedido y está sucediendo en la teología de la liberación (TL). Es evidente que, desde sus orígenes, esta teología profesa un talante utópico y práxico de parcialidad hacia los pobres, pues desea ser y tiene su razón de ser en la liberación integral de las mayorías pobres. Pero esto no ha sucedido reductivamente, como acusan algunos, sino en complementariedad con el talante espiritual. «Desde los primeros pasos de la teología de la liberación, la cuestión de la espiritualidad (precisamente el seguimiento de Jesús) constituyó una profunda preocupación»4. Una cosa es que la TL no explicitase en sus inicios una espiritualidad —aunque tampoco hayan faltado trabajos sobre ella, ya en los comienzos5— y otra cosa es que no naciera con un talante espiritual. Claramente se dijo que para la liberación no bastan las categorías puramente teóricas: «Es necesaria una actitud vital, global y sintética, que informe la totalidad y el detalle de nuestra vida: una espiritualidad6. En los orígenes está presente el «encuentro con el Señor» en los pobres y la «vivencia de gratuidad»7. El que en el origen de la TL haya espíritu y espiritualidad fue una necesidad, comprensible por lo dicho anteriormente, pues se trataba de hacer una nueva síntesis creativa del ser cristiano ante la novedad del continente latinoamericano: lo insoportable de lo antiguo y la aparición de lo nuevo con fuerza incontenible. Lo que estaba en el origen se ha ido explicitando cada vez más de forma teológica. Por citar sólo dos ejemplos, en 1979 siete revistas latinoamericanas publicaron simultáneamente un número monográfico sobre «Espiritualidad de la Liberación»8. Como se dice en la presentación, se trata «de un fenómeno que ha estado pervadiendo la vida cristiana de los cristianos comprometidos en la renovación de esta tierra crucificada. Sólo una 'espiritualidad' es capaz de dar razón de la dinámica del cristianismo latinoamericano y de su fecundidad 4 G. GUTIÉRREZ, Beber en su propio pozo. En el itinerario espiritual de un pueblo, C. E. P., Lima 1971, p. 254. 5 Véanse los trabajos, ya desde el inicio de la Teología de la Liberación, de S. Galilea, A. Paoli y E. Pironio. 6 G. GUTIÉRREZ, Teología de la Liberación, C.E.P., Lima 1971, p. 254. 7 Ibid., p. 256. 8 Las revistas son: Diálogo (Guatemala), Christus (México), Mensaje (Santiago de Chile), Revista Eclesiástica Brasileira (Petrópolis, Brasil), Páginas (Lima), Estudios Centroamericanos (San Salvador), Sic (Caracas).
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creciente»9. En 1982 se publicó en Costa Rica el libro Espiritualidad y liberación en América Latina10, en el cual doce autores expusieron los diversos aspectos de la espiritualidad de la liberación. En un apéndice se aducen 74 títulos aparecidos sobre espiritualidad desde la perspectiva de la liberación. En la introducción vuelve a repetirse que la temática de la espiritualidad «nace como consecuencia de una vida comprometida en la praxis liberadora de y desde el pobre»11; y, a la inversa, que éste es «el lugar desde el que se vive la experiencia de Dios y la vida según el Espíritu»12. La TL, por lo tanto, se ha ido haciendo cada vez más también teología espiritual. La espiritualidad le es una dimensión tan primigenia y necesaria como la liberación, y ambas se reclaman mutuamente. Así lo reconocen muchos en la actualidad,13 aunque desafortunadamente no lo haya observado la Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación. Creemos además que la espiritualidad se está comprendiendo no sólo como una dimensión de la teología, sino como dimensión integradora de toda ella. Redescubiertas y asumidas por la TL las dimensiones de corporeidad, socialidad, praxicidad y utopicidad del hombre, se las desea integrar a todas ellas en la espiritualidad. Con ello no se hace más que proseguir la intuición paulina de presentar al hombre nuevo como el hombre espiritual. Espiritualidad aquí poco tiene que ver con inmaterialidad o con regionalidad de la vida cristiana; tiene que ver con toda ella. «Hombres espirituales, desde el punto de vista cristiano, son aquellos que están llenos del Espíritu de Cristo y lo están de una manera viva y constata9
Por ej., en Christus 529/530 (1979-1980), p. 56. Edit.: Eduardo Bonín, San José de Costa Rica 1982. 11 Ibid., p. 11. 12 Ibid., p. 13. 13 J. ESPEJA ha escrito recientemente «Liberación y Espiritualidad en América Latina», separata de la revista Páginas (julio 1984), donde presenta toda la teología de la liberación desde la espiritualidad, aduciendo para ello 223 citas textuales de teólogos latinoamericanos. En otro libro reciente, Vida y Reflexión. Aportes de la teología de la liberación al pensamiento teológico actual (Lima 1983), G. MUGICA reconoce la espiritualidad en el método: «El método teológico: una cuestión de espiritualidad» (pp. 21-43), y autores de varios continentes relacionan explícitamente la T. L. con la espiritualidad: «Exigencias de una nueva espiritualidad» (pp. 163-248). No hay que desdeñar que la revista Concilium pide a teólogos latinoamericanos aportes sobre espiritualidad, martirio, santidad..., como es el caso del número monográfico de marzo de 1983; ni hay que olvidar que en la obra colectiva Conceptos Fundamentales de la Pastoral (Madrid 1983) el tema de la espiritualidad se le haya pedido a un autor latinoamericano: I. Ellacuría. 10
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ble, puesto que la fuerza y vida de ese Espíritu invade toda su persona y toda su acción»14. Con esto tiene que habérselas la teología, con presentar esa síntesis cristiana y con propiciarla. Lo que pretendemos hacer a continuación es: 1) presentar la espiritualidad de la TL a propósito del libro de G. Gutiérrez Beber en su propio pozo, y 2) reflexionar sobre la TL como una teología espiritual. 1.
La espiritualidad de la TL: «Beber en su propio pozo»
Este último libro de G. G. es importante. Por su autor en primer lugar, pues G. G. está siempre atento al desarrollo de la TL y, lo que es más importante, al desarrollo de los procesos de liberación, de la vida de la Iglesia y de la relación de ambas cosas con la TL. Es importante también porque esclarece, aunque sea de forma indirecta, el debate sobre el principio inspirador y determinante de la TL. Y es importante por el tema: la espiritualidad. En el libro se ofrece una síntesis de la propia teología espiritual de G. G., la cual recoge las reflexiones de otros autores. De esta síntesis se dice que es provisional (p. 139), no sólo por lo que de teóricamente puede tener de inacabada, sino por la naturaleza misma del asunto, pues la espiritualidad, por definición, está siempre remitida a la historia real y su novedad. Como toda síntesis, ha necesitado tiempo. G. G. afirma que el tratamiento explícito de la espiritualidad en este libro es «el pago de una vieja deuda» (p. 11). Y si no se ha hecho antes, no es sólo porque la TL dedicó sus primeros esfuerzos teóricos al esclarecimiento de su propio título, es decir, de la naturaleza de la liberación y de la teología, sino por la misma naturaleza del asunto. La espiritualidad es algo real que necesita tiempo para constituirse en su realidad y no sólo en su conceptualidad; la TL, por otra parte, reflexiona sobre lo real en la medida en que va ocurriendo, aunque doctrinalmente pueda poseer conceptos previos a la realización. Por ese doble motivo, el tratamiento teológico de la espiritualidad ha necesitado tiempo; pero por ello también, como dice acertadamente P. Trigo, «no se trata, pues, de ideología,... sino de teoría (es decir, comprensión de una praxis)... Por eso el libro no pudo ser escrito antes»15. Como contrapartida a la tardanza se ofrece la realidad de la espiritualidad y un lenguaje teórico-real y no sólo teórico-conceptual. 14 15
I. FXLACURIA, op. cit., p. 302. «G. Gutiérrez: 'Beber en su propio pozo'», en Sic (marzo de 1984), p. 122.
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Esto es lo que se indica con claridad en el título, importante y sugerente como todos los de G. G.: Beber en su propio pozo. Más allá de la belleza de la expresión, hay que comprenderlo bien, pues en ello está en juego el contenido, el método y el talante fundamental del libro. La afirmación fundamental es que en América Latina existe un pozo con agua de vida, que lo han ido llenando con su fe, con su esperanza, con su compromiso y su gozo, con sus lágrimas y su sangre muchas veces, los cristianos del pueblo pobre que se han comprometido con la liberación. Porque existe ese pozo de vida cristiana, puede haber espiritualidad; porque esa vida cristiana es novedosa, puede haber una nueva espiritualidad; y porque muchos beben de ese pozo —los mismos pobres en primer lugar, pues es su pozo, y quienes se han acercado y comprometido con ellos—, hay una espiritualidad. Por esta razón, el libro no es, como ocurre con frecuencia, un libro sobre la historia de espiritualidades del pasado, sino sobre la realidad actual de la espiritualidad. Por ello también su método es fundamentalmente narrativo. Aunque el libro esté estructurado de forma sistemática, en su nervio es teología narrativa; sistematiza teóricamente lo que narra y narra lo que existe. Como lo que existe es un pueblo con fe, esperanza y caridad, el talante del libro es gozoso; ofrece una buena noticia. Habla de espiritualidad no sólo en el contexto de sus costosas exigencias, sino como invitación a realizarla, a recobrar así la más profunda identidad del ser hombre y del ser cristiano. La espiritualidad es presentada como síntesis de la vida cristiana y en relación esencial a la liberación. No entra, pues, por la puerta falsa en la teología, sino con todo derecho. En el libro aparece con claridad que no puede haber espiritualidad sin liberación, lo cual está en la intuición original de la TL. Lo que se explícita ahora más detalladamente es que no puede haber liberación total sin espiritualidad, y que ésta potencia a aquélla. Veamos ahora de forma sistemática lo más importante del libro, aquellos aspectos ya tratados por otros autores latinoamericanos (lo cual muestra que la espiritualidad es algo ya adquirido en la TL) y especialmente los más novedosos del libro de G. G. 16 16 Seria muy prolijo cotejar las afirmaciones de G. G. con lo que ya han dicho otros teólogos latinoamericanos. Por ello mencionamos aquí algunos escritos más representativos de la espiritualidad. (No mencionamos, por lo tanto, otros escritos sobre «liberación», «pobres», «Dios», «Iglesia de los pobres», «Cristo liberador»... que realmente expresan y han preparado la explicitación de la espiritualidad, pues
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LIBERACIÓN CON ESPÍRITU
Espiritualidad como totalidad de vida cristiana e histórica
Si en algo se insiste en la TL, es en que la espiritualidad es totalidad en el sujeto, personal y grupal, remitido a la totalidad de la historia. No es fácil por ello comenzar a hablar de espiritualidad. En el libro de G. G. se ofrecen dos puntos de partida unificados que permiten dos marcos teóricos unificados para comprender la dimensión de totalidad de la espiritualidad. Estos son la irrupción del Señor, que invita a y exige un seguimiento, y la irrupción del pobre, que invita a y la Hsta sería interminable). Entre ellos pueden verse: FREÍ BETTO, «Oracáo na acao. Contribuicao á espiritualidade da libertacáo», Suplement CEI n. 18, Río de Janeiro 1977; «La oración, una exigencia (también) política», en Espiritualidad y Liberación en América Latina, pp. 15-26; L. BOFF, La experiencia de Dios, Bogotá 1977; «Contemplativus in liberatione», en Christus 529/530 (1979-1980), pp. 6468; Via Crucis de la justicia, Paulinas, Madrid 1980; Vida segundo o Espirito, Ed. Vozes, Petrópolis 1982; A. CUSSIANOVICH, «Praxis de liberación. Camino de santidad», en Diakonia 6 (Managua 1978), pp. 70-79; «Espiritualidad cristiana y liberadora», en Christus 531 (1980), pp. 12-16; I. ELLACURIA, «Fe y justicia», en Christus (agosto y octubre de 1977), pp. 26-33 y 19-34; «Las bienaventuranzas como carta fundacional de la Iglesia de los pobres», en VV. AA., Iglesia de los pobres y organizaciones populares, San Salvador 1979, pp. 105-118; «Espiritualidad», en VV.AA., Conceptos Fundamentales de la Pastoral, Madrid 1983; S. GALILEA, Espiritualidad de la liberación, Santiago de Chile 1974; «La liberación como encuentro de la política y de la contemplación», en Concilium 96 (1974), pp. 313-327; «La espiritualidad de la liberación como espiritualidad política», en Christus 499 (1977), pp. 29-32; La religiosidad popular como espiritualidad, Madrid 1979; Espiritualidad de la liberación según las Bienaventuranzas, Bogotá 1979; «El rostro latinoamericano de la espiritualidad», en Christus 529/530 (1979-1980), pp. 69-72; Renovación y espiritualidad, Bogotá 1981; J. B. LIBANIO, «Acción y contemplación en nuestra situación conflictiva», en CIS 25 (1977), pp. 57-71; Discernimento espiritual: reflexoes teológico-espirituais, Sao Paulo 1977; J. H. PICO, «La oración en nuestra situación conflictiva», en CIS 25 (1977), pp. 57-71; Discernimen1980), pp. 85-92; «El martirio hoy en América Latina», en Concilium 183 (1984), pp. 335-344; P. RICHARD, «La ética cristiana como espiritualidad liberadora en la realidad eclesial de América Latina», en Cristianismo y Sociedad 69-70 (1981), pp. 51-59; «Espiritualidad para tiempos de revolución. Teología espiritual a la luz de San Pablo», en Espiritualidad y Liberación en América Latina, pp. 87-101; J. SOBRINO, «Espiritualidad de Jesús y de la liberación», en Christus 529/530 (1979-1980), pp. 59-63; «Experiencia de Dios en la Iglesia de los pobres», en Cristianismo y Sociedad 63 (1980), pp. 87-101; «Perfil de una santidad política», en Concilium 183 (1983), pp. 335-344; «Espiritualidad de la persecución y del martirio», en Misiones Extranjeras 75 (1983), pp. 315-328; «Espiritualidad y liberación», en Sal Terrae LXXII (febrero de 1984), pp. 139-162; P. TRIGO, «Espiritualidad y cultura ante la modernización», en Christus 529/530 (1979-1980), pp. 73-77. Habría que añadir además los numerosos escritos sobre la vida religiosa y su espiritualidad.
ESPIRITUALIDAD Y TEOLOGÍA
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exige la liberación. Cuál sea la reacción entre ambas experiencias y totalidades, qué prioridad lógica tenga una sobre otra, se irá analizando después. Lo importante ahora es ver desde el principio ambas cosas en unidad, aunque metodológicamente haya que tratarlas por separado. 1.1.1. El seguimiento de Cristo. «Seguir a Jesús define al cristiano. Reflexionar sobre esta experiencia es el tema central de toda teología» (p. 11). Con estas palabras comienza el libro, y a ellas regresa para definir la espiritualidad. El seguimiento no es algo regional o ascético, como si Jesús, sus actitudes, sus prácticas y sus virtudes fuesen algo a imitar una vez ya constituido el sujeto cristiano. La verdad es más bien la contraria. Seguimiento de Jesús es sinónimo de totalidad de vida cristiana; y, por la propia naturaleza de ser seguimiento y no pura imitación, es el proceso de llegar a realizar la vida cristiana. Desde estos dos aspectos, totalidad y procesualidad, se define la espiritualidad como «un caminar según el Espíritu de Cristo» (pp. 59,73,85). Esta definición es explicitada de forma trinitaria en el capítulo II: «Encuentro con Cristo, vida en el Espíritu, ruta hacia el Padre, son, nos parece, las dimensiones de todo camino espiritual según la Escritura» (p. 58). Este enfoque trinitario de la espiritualidad tiene importantes consecuencias. Formalmente se dice no sólo que la espiritualidad es, sino que tiene que ser, un caminar en la historia. Para ello se nos ha dado la normatividad fundamental de Jesús y se nos abre el futuro del Padre, pero entre ambas cosas existe un caminar, procesual y cambiante, en el Espíritu. De ahí se sigue que espiritualidad no puede ser simple imitación de lo ya dado y prescrito a priori, sino algo siempre a rehacer; que a la espiritualidad le compete por esencia la novedad, aunque ésta haya de ser juzgada según el espíritu de Jesús; que esa novedad está relacionada con la novedad de la historia, antes que ser novedad biográfica en el sujeto, porque en esa historia sigue actuante el Espíritu de Dios que se manifiesta en los signos de los tiempos. Espiritualidad no es otra cosa que participar en la historia de Dios mismo, en cuanto éste la ha asumido en Cristo y en el Espíritu, y hacerla según Dios. En esto consiste el 'seguimiento' de Cristo. Pero el enfoque trinitario tiene también consecuencias para el contenido fundamental de la espiritualidad. Indudablemente, hay que analizar en detalle quién es ese Dios trinitario y cuál es su voluntad para la historia. Pero se puede decir a priori —y mucho más teniendo en cuenta la situación del continente latinoamericano— que ésa es la
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vida. El Padre es el origen y plenifícador de la vida; el Hijo es el que ha venido a traer vida y vida en plenitud; el Espíritu es señor y dador de vida. Que Dios sea vida y que la propicie trinitariamente es fundamental para la espiritualidad. En América Latina esto se traduce, como veremos, en la voluntad de Dios de propiciar la vida de los pobres. Baste recordar aquí la conocida frase de Mons. Romero: Gloria Dei vivens pauper. Lo que G. G. añade también desde el principio, tal como lo ha elaborado la TL, es que la voluntad de Dios para la vida se realiza en presencia de la muerte y de una voluntad de muerte; el Dios de la vida coexiste con las divinidades de la muerte, y ambos están en pugna. Esto pone a la espiritualidad desde el principio ante una alternativa fundamental. El cristiano está ante dos caminos, «uno que está marcado por la muerte (el pecado y la ley), el otro por la vida (la gracia y la libertad)» (p. 109); ante ellos debe optar, «entre la opción por la muerte o por la vida discurre la existencia humana» (p. 109); y según esa opción se decide la propia vida del hombre, «caminar según la carne... conduce a la muerte... caminar según el Espíritu conduce a la vida» (p. 93). Espiritualidad es, pues, caminar, pero con un contenido fundamental: propiciar la vida y, así, vivir en presencia de otra alternativa: dar muerte y, así, morir. Plantear así la espiritualidad es muy importante. Negativamente, para terminar con la consciente o inconsciente comprensión de la espiritualidad como si ésta se constituyese en el ámbito de lo espiritual incorpóreo y su alternativa fuese la materialidad. La alternativa en la que se constituye la espiritualidad no es la de alma y cuerpo, espíritu y materia, sino la de vida o muerte (p. 111). Positivamente, se esclarece en lo fundamental qué significa «caminar según el Espíritu» (p. 85). Significa vivir según el «principio de dinamismo y de vida» (p. 98), que es el amor (cfr. capítulos II y III). Significa optar positivamente y en contra de su contrario, «la vida según el Espíritu (es)... de acuerdo con la vida, el amor, la paz y la justicia —los grandes valores del Reino de Dios— y contra la muerte» (p. 111). Significa asumir el hecho central pascual de la fe cristiana, «dar testimonio de la vida implica el paso de la muerte» (p. 73). Este es el gran marco teológico de la espiritualidad. Dentro de él habrá que condiderar muchas otras cosas, pero no a la inversa. Espiritualidad es vida cristiana en totalidad, vida en la realidad trinitaria de Dios a la manera histórica. Es éste un enfoque de la espiritualidad estrictamente teologal. Lo que está en juego es una verdadera teolo-
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gía de la historia, de la cual la espiritualidad no es sino la repercusión en el sujeto. 1.1.2. El encuentro con el Señor en el pobre. Por lo dicho, es evidente que la espiritualidad necesita historia concreta, porque la historia de Dios es concreta. Por lo que toca a América Latina, se ha presupuesto ya que Dios está pasando novedosa y poderosamente por esta historia. Pero así ha sido siempre en el surgimiento de las grandes espiritualidades. «Toda gran espiritualidad está ligada a los grandes movimientos históricos de una época» (p. 45), movimientos que en un primer momento no son o no tienen por qué ser intraeclesiales, sino históricos (p. 48). Esto es importante recalcarlo, y G. G. lo hace con claridad. Desde la estructura teológica de la espiritualidad se sabe que ésta debe historizarse, pero no se sabe cómo debe ser esa historización. Una vez historizada la espiritualidad, ésta se podrá comparar con la estructura de toda espiritualidad; una historización adecuada, además —que es lo que está ocurriendo ahora—, ayudará a redescubrir las dimensiones de toda espiritualidad. Pero antes de que eso ocurra, algo debe acaecer en la historia. Así se explica que en la historia de la Iglesia haya habido y haya tenido que haber diversas espiritualidades, diversas síntesis del caminar en el Espíritu. Lo que diferencia a esas espiritualidades no son, por lo general, sus elementos formales (encuentro con el Señor, caminar en el Espíritu, ruta hacia el Padre), sino el núcleo alrededor del cual se construye un camino espiritual» (p. 135). «Una determinada espiritualidad significa siempre una reordenación de los ejes fundamentales de la vida cristiana partiendo de una intuición central... Lo que establece la diferencia entre una espiritualidad y otra no está en los ejes mencionados, que son normalmente los mismos, sino en el orden nuevo que se crea entre ellos, en el modo de hacer la síntesis. Y esto viene de la experiencia, que da origen a un camino espiritual» (p. 135). Esta experiencia es en América Latina el encuentro con el Señor en los pobres. G. G. recalca que el hecho mayor de la historia del continente es la «irrupción del pobre» (p. 12) en un continente cristiano. Esta intuición original de la TL la aquilata, como veremos. Pero veamos antes lo esencial de esa irrupción como capacitante para una experiencia de totalidad. Los pobres de América Latina son en primer lugar y estructuralmente hablando los que viven «en tierra extraña» (p. 20), frase bíblica que se les aplica en totalidad, porque su extraña-
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miento se extiende a toda su realidad, y también de manera específica, porque su pobreza proviene del extrañamiento de la tierra, que sólo pertenece a Dios, por causa de estructuras injustas (p. 23). Y esos pobres son realidades también concretas y particularizadas, lo cual recuerda G. G., de manera todavía más expresiva que Puebla, al hablar del «interminable desfile de las miserias de los pobres». «Mil pequeñas cosas: carencias de todo tipo, abusos y desprecios sufridos, vidas torturadas en busca de trabajo, increíbles maneras de ganarse la vida o más exactamente un pedazo de pan, rencillas mezquinas, separaciones familiares, enfermedades inexistentes ya en otros niveles sociales, desnutrición y muerte infantil, pago injusto por sus productos o mercaderías, desorientación total en cuanto a lo que es más necesario para ellos y sus familias, delincuencia por abandono o desesperación, pérdida de valores culturales propios» (pp. 171 s). Estos son los pobres reales, sujetos de un activo empobrecimiento, y por ello «víctimas» (p. 23), y de un empobrecimiento tal que «la pobreza significa muerte» (p. 21). Muerte física y real, en primer lugar, pero muerte más abarcadora, «muerte cultural, porque el dominador busca el aniquilamiento de todo lo que da unidad y fuerza a los desposeídos, para hacerlos así presa más fácil de la maquinaria opresiva» (P- 21): Esta pobreza sigue siendo lo más flagrante en América Latina, pero no lo más novedoso. En el continente existe también «el canto de los pobres» (p. 35). La novedad consiste en una nueva conciencia, en «un pueblo que empieza a percibir las causas de esa situación de injusticia y busca sacudirse de ella» (p. 37); en sus propias realizaciones de solidaridad, amor, oración, etc. (pp. 37-44); en un pueblo que posee su propio espíritu y que, como su fruto más maduro y desconcertante, posee la alegría. La alegría de los pobres, tema que G. G. ha analizado con agudeza, es la señal de la gran novedad. «El pueblo pobre y creyente nunca ha perdido su aptitud de festejar, de celebrar a pesar de sus duras condiciones de vida» (p. 173). Pero ahora su alegría es más consciente, porque ha pasado la prueba; es alegría en medio del sufrimiento, la pobreza y la represión consciente. Si se mantiene la alegría, es que hay una gran esperanza (p. 172) y ésta es más fuerte que la pobreza y el sufrimiento. «Lo que se opone a la alegríaes la tristeza, no el sufrimiento» (p. 172). Este abunda, pero aquélla no se ha apoderado de los pobres. Por eso este pueblo puede cantar, y en ello muestra que tiene su propio espíritu.
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La irrupción del pobre de la manera descrita no es un hecho más, sino lo que descubre la verdad de toda la historia desde su reverso, lo que muestra el necesario hacia-dónde de esa historia y la necesidad de una praxis transformadora. En el pobre aparece el universal concreto con fuerza para que aparezca la totalidad o, al menos, con más fuerza que la que poseen otros universales concretos. Por esa razón, la irrupción del pobre puede ocasionar una experiencia espiritual totalizante. Sería un error considerar la pobreza • sólo como dato fáctico material, socio-económico, con capacidad quizá de poner en movimiento las capacidades analíticas, éticas o práxicas del sujeto. La irrupción del pobre puede poner en movimiento a todo el sujeto, le atañe en totalidad; exige y permite que se responda con totalidad y por ello permite y exige una experiencia espiritual. Debe quedar claro que lo que se llama material en la pobreza es algo más que material; es la vida y la vida del otro lo que está enjuego. Por tener que ver con la vida y con la vida del otro, se puede tener una experiencia espiritual del pobre. «No es mi cuerpo, sino el cuerpo del pobre —el cuerpo débil y desfalleciente del pobre— el que hace entrar lo material dentro de una perspectiva espiritual» (p. 154 s). Por otra parte, porque el pobre irrumpe con su propio espíritu, es no sólo cuestionamiento, sino invitación. La irrupción del pobre exige una respuesta liberadora, pero es también don y gracia para mantener la esperanza, para proclamar un sentido para la historia, absolutamente cuestionable para quien la ve desde la pobreza que genera, pero esperanza mantenida por aquellos que menos debieran tenerla. Y de esa irrupción del pobre se dice que es mediación del encuentro con el Señor. Bien sea, pues, que la realidad latinoamericana sea vista desde Dios y su voluntad, bien sea que sea vista desde la irrupción del pobre, aparece como lo que atañe en totalidad al espíritu del hombre, como lo que exige un poderoso acto de su espíritu y como lo que lo posibilita. El seguimiento de Jesús cobra hoy sus características concretas desde la irrupción del pobre, exige caminar con ellos y ser para ellos. Por su parte, la irrupción del pobre vuelve a iluminar la realidad de Dios como Dios de la vida, y el caminar en el Espíritu como el propiciar la vida. 1.2.
La experiencia de Dios
En el origen de toda espiritualidad hay siempre una experiencia espiritual (pp. 14,16,59,61,83) que es descrita como «un encuentro
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con el Señor y su voluntad» (p. 61). En esa experiencia se encuentra la voluntad de Dios, que consiste en hacer su reino, y se encuentra al Dios que quiere un reino; el hombre es cuestionado en ese encuentro en lo que debe hacer y en lo que él es. G. G. asienta cuál es la voluntad de Dios: «Dios quiere la vida de aquellos que ama» (p. 49), con la conclusión: «Liberar es, en definitiva, dar vida. Toda la vida» (p. 14). Pero recalca que el mismo Dios se ha hecho presente. «La irrupción del pobre en la sociedad e Iglesia latinoamericana es, en última instancia, una irrupción de Dios en nuestras vidas» (p. 49). Veamos el análisis de la experiencia del encuentro con Dios mismo. En el origen de la experiencia espiritual existe un encuentro con Dios que G. G. describe, en la más profunda tradición bíblica, como algo personal, gratuito y exigente. «Encontrar al Señor es antes que nada ser encontrado por El... En ese encuentro descubrimos dónde vive el Señor y cuál es la misión que nos confía» (p. 63). Ser encontrados por el Señor es la experiencia del amor de Dios, más aún, la experiencia de que el amor es la realidad que nos descubre lo que somos y nos capacita para serlo. El que Dios haya salido a nuestro encuentro, simplemente porque nos ama, es lo que hace que nos encontremos con él y como él es, y es lo que hace que podamos definirnos a nosotros mismos como quienes somos para salir al encuentro de los otros. «La gratuidad marca nuestras vidas de modo que somos llevados a amar y a buscar ser amados gratuitamente» (p. 165). Esa experiencia de ser encontrados por Dios es insustituible y tiene carácter fundamental y fundante. No es algo que acaece sólo en los inicios de la espiritualidad, sino algo a lo que hay que regresar, como el apóstol Juan recordaba su encuentro con Jesús —«eran las cuatro de la tarde»—, como las comunidades cristianas recordaban a su primera comunidad (cfr. Hech 2,41-47), como San Ignacio de Loyola recordaba a Manresa como a «su Iglesia primitiva» (p. 83). A ello hay que volver, porque de ello se vive; esa experiencia proporciona la dirección fundamental al proceso espiritual y «es fuente de una gran libertad» (p. 83). La experiencia de Dios es, pues, fundamental y de ella depende la profundidad de la liberación emprendida. Lo que G. G. añade vigorosamente en este libro es que de esa experiencia de Dios depende también la posibilidad de encontrar realmente al pobre, de dejar que el pobre irrumpa realmente en nuestras vidas. Ya se ha mencionado antes la unidad diferenciada de experiencia de Dios y experiencia del pobre, de modo que ambas se refuerzan dialécticamente. G. G. profundiza ahora en uno de los polos de la
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dialéctica y expresa su absoluta necesidad; sin verdadero encuentro con Dios no hay verdadero encuentro con el pobre. Y es importante recordar que la necesidad de profundizar en la experiencia del encuentro con Dios proviene de la misma realidad de los procesos de liberación, lo cual, además, es garantía de su dirección cristiana, porque retorna a y profundiza en sus orígenes. Con toda claridad lo dice G. G.: «Se comprendió a partir de ese texto (Mt 25,31-46) que el encuentro con el pobre a través de obras concretas es paso obligado para el encuentro con Cristo mismo. Pero se fue entendiendo igualmente que el encuentro verdadero y pleno con el hermano requiere pasar por la experiencia de la gratuidad del amor de Dios. Se llega así al otro, liberado de toda tendencia a imponerle una voluntad ajena a él y desprendido de uno mismo, respetuoso de su propia personalidad, de su necesidad, de sus aspiraciones. Si el prójimo es camino para llegar a Dios, la relación con Dios es la condición del encuentro, de verdadera comunión con el otro... La experiencia de la gratuidad del amor de Dios —dato primero de la fe cristiana— no sólo no se sitúa como en un paréntesis histórico, sino que da al devenir humano —y desde dentro— su total significación» (p. 169). Lo mismo repite desde la observación histórica. «La práctica de estos años ha mostrado que el acercamiento al mundo del pobre debe ser hecho sin triunfalismo de ninguna clase» (p. 189), sino más bien «demanda una gran dosis de humildad» (p. 189). Esto es lo que en lenguaje evangélico se denomina «infancia espiritual», definida como la «actitud de apertura a Dios, la disponibilidad de quien todo lo espera del Señor» (p. 189). Y G. G. añade con claridad: «Tal vez anteriormente fuimos más sensibles a la relación que anotábamos páginas más arriba: sólo se vive el despego a los bienes de este mundo (lo que representa un aspecto de la pobreza espiritual) en la inserción en medio de la pobreza. Percepción que sigue siendo válida, por cierto: pero a ella se añade otra más honda aún: sólo desde la infancia espiritual es posible comprometerse verdaderamente con los pobres y oprimidos de nuestro subcontinente» (p. 190). Estas palabras son notables, pudieran parecer incluso desconcertantes proviniendo de la TL; pero son evangélicas y responden a la propia experiencia desde dentro de los procesos de liberación. Con ellas no se niega en absoluto la importancia decisiva del encuentro
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con el pobre ni la exigencia de liberación; todo lo contrario. Tampoco se cae con ellas en un dualismo de Dios y pobres, transcendencia e historia, recibir el don de Dios y realizar sus exigencias. Tampoco se propone, estrictamente hablando, una cronología de la experiencia espiritual, como si lo primero fuera asegurar la experiencia de Dios con mecanismos absolutamente autónomos y, una vez realizada, acercarse al pobre. Lo que hay aquí es una reorganización lógica de los elementos de esa experiencia. Precisamente porque por la propia naturaleza de la liberación hay que ir en verdad al pobre y liberarlo en verdad de su pobreza, hay que asegurarse de que es el pobre al que se ha encontrado y es su liberación lo que se pretende. Para ello se ofrece la lógica de la revelación de Dios. Para realizar el amor a los hermanos hay que tener experiencia del Dios que nos ha amado primero. En la experiencia del ser amados por Dios se sabe lo que es el amor a los hermanos, aunque históricamente tenga que haber también experiencia del amor humano para poder hablar con sentido del amor de Dios. Lo que sencillamente quiere decir G. G. es que «todo comenzó con Dios» y que eso tan absolutamente simple debe ser mantenido para que todo prosiga según Dios. Quien realmente se sabe amado por Dios, mejor amará al hermano; quien ha sido purificado en su mirada por Dios, con más limpieza verá el mundo del pobre; quien más ha experimentado la misericordia y el perdón de Dios, más misericordioso y comprensivo será con el pobre; quien ha captado que Dios es amor y puramente amor, con mayor desinterés y eficacia buscará la liberación del pobre. La experiencia de Dios ni presupone ni propicia el salirse de la historia, sino que exige y anima a introducirse más y mejor en ella, pero según Dios. De lo que se trata es de hacer realmente la experiencia de Dios, que no debe confundirse con sus mecanismos convencionales, aunque pueda expresarse en ellos, y que se verifica cuando el hombre se parece más a Dios. Esa experiencia de Dios ocurre cuando ocurre; pero cuando el hombre se ha encontrado con Dios, ha sabido que Dios le ha salido al encuentro y le ha remitido de nuevo a la historia, entonces todos los elementos de su experiencia se organizan de una manera precisa que puede describirse así: «La alegría provocada por la presencia del amor de Dios ensancha el corazón para la acción de gracias y para la acogida a los demás. Por ello en ese cántico (el Magnificat) se entrelazan la confianza y la entrega a Dios con la voluntad de compromiso y cercanía a sus predilectos: los humildes y hambrientos» (p. 191).
ESPIRITUALIDAD Y TEOLOGÍA
1.3.
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Incorporarse a la espiritualidad del pueblo
En el apartado anterior se ha mencionado la dimensión personal, de encuentro y experiencia de Dios, de la espiritualidad. Pero esto no significa ni espiritualidad individualista ni elitista, a las que se analiza y cuestiona (pp. 25-32). La espiritualidad debe ser más bien popular, en un sentido bien preciso. Indudablemente, tanto en materia de espiritualidad como en otras muchas, hay figuras señeras que en un determinado momento expresan una determinada espiritualidad, y la historia de la espiritualidad suele reducirse normalmente a su estudio. Pero tanto en el AT como en el NT como en la realidad latinoamericana los pueblos y las comunidades son los primeros sujetos de espiritualidad. Esto es lo que se indica en el subtítulo del libro: «En el itinerario espiritual de un pueblo». En el libro se recuerda la ejemplaridad del éxodo y de la comunidad primitiva cristiana para la espiritualidad. Lo que da sentido en el éxodo a la obra de Dios y a la obra protagonizada por Moisés es la liberación de todo un pueblo y la alianza con todo un pueblo. «Salir de Egipto es romper con la muerte (eso es lo que esclavitud y carencia significan) para ir al encuentro con Yahvé y convertirse en su pueblo» (P- H4). Ese protagonismo histórico y teológico del pueblo, que debiera ser evidente a priori desde la revelación, es lo que está recobrándose en América Latina. «Hay una historia que ha comenzado a ser forjada por los pobres y desposeídos, los privilegiados del Reino» (p. 20). Y esa historia es la que exige y está propiciando una nueva espiritualidad que tiene como sujeto al pueblo. «Las luchas del pueblo pobre por la liberación representan una afirmación de su derecho a la vida, puesto que la pobreza que sufre el pobre significa muerte, muerte prematura e injusta. Desde esta afirmación de la vida, los pobres del subcontinente intentan vivir su fe, reconocer el amor de Dios y proclamar su esperanza. En el seno de esas luchas, llenas de avatares, el pueblo oprimido y creyente se hace cada vez más agente de una manera de ser cristiano, de una espiritualidad. Dejará de ser consumidor de espiritualidades (valiosas sin duda, pero que corresponden a otras experiencias y a otras metas), porque va forjando un camino propio para ser fiel al Señor y fiel a las vivencias de los más pobres» (p. 48). Esto es algo nuevo y constituye la superación del elitismo en materia de espiritualidad: «que el sujeto de la experiencia que abre la
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ruta a una espiritualidad es un pueblo entero y no una persona aislada» (p. 50). Sin duda, existen personas que expresan con más brillantez y claridad la espiritualidad, pero ésta no es en último término su propia creación, sino expresión y síntesis más acabada de lo que existe en la realidad de los pueblos y de las comunidades. De ahí se sigue una consecuencia que G. G. expresa con vigor: «Para muchos cristianos en América Latina actualmente, la posibilidad del seguimiento de Jesús se juega en su capacidad para incorporarse a la experiencia espiritual del pueblo pobre. Esto les exige una conversión profunda: se trata de hacer suya la experiencia que los pobres tienen de Dios y de su voluntad de vida para todo ser humano (...)». «Esa nueva realidad invita a salir de un mundo familiar y frecuentado, y lleva a muchos a releer la propia tradición espiritual. Se trata, sobre todo, de hacer nuestros el mundo del pobre, su manera de vivir la relación con el Señor y de asumir la práctica histórica de Jesús. De otro modo se discurrirá por una senda paralela a la emprendida por el pueblo oprimido y creyente. Se intentará entonces establecer algunos puentes para ligar esas rutas diferentes: compromiso con los explotados, relaciones de amistad con algunos de ellos, celebrar la eucaristía con las comunidades populares, etc. Esfuerzos meritorios, sin duda, pero insuficientes, porque esos vínculos no eliminan el paralelismo mencionado. Ahora bien, la experiencia espiritual que vive el pueblo pobre es demasiado profunda y englobante para merecer sólo ese tipo de atención. Todo lo demás es quedarse a mitad de camino» (p. 51). Este párrafo es importante. Teóricamente, no deberá causar sorpresa, pues en la revelación de Dios su correlato es, ante todo, un pueblo, al cual desea liberar y con el cual desea establecer una alianza: «Yo seré tu Dios y tú serás mi pueblo»; de la Iglesia se dice que es ante todo «pueblo de Dios»; sobre la fe se dice que «la universalidad de los fieles no puede fallar en su creencia» (LGn. 12); de la propia liberación se dice que los mismos pobres deben ser sus agentes primarios. El «pueblo», en cuanto comunidad dentro de la cual vive, cree y realiza su vida cristiana la persona individual, es una dimensión esencial en la comunicación de Dios a los hombres y en la respuesta de los hombres a Dios. Esto no hace desaparecer lo personal-individual ni en el ser amados y exigidos por Dios ni en su respuesta a Dios, pues cada hombre tiene un rostro concreto ante Dios, y la aceptación y la respuesta de la fe no pueden ser delegadas en otros. Pero todo ello acaece dentro de un pueblo y de tal manera que —cristianamen-
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te— la apertura al pueblo, la disponibilidad a dar, a recibir de él y dentro de él, es esencial a la constitución del creyente también en cuanto creyente personal-individual. Esto debe extenderse también a la espiritualidad. No se trata de exigir imposibilidades psicológicas o sociológicas para aquellos que no son históricamente pueblo pobre, que deben afrontar crisis desconocidas para el pueblo (la de la Ilustración, por ejemplo) y que tienen responsabilidades específicas por el determinado lugar que ocupan dentro de la sociedad y de la Iglesia. De lo que se trata es de tomar en serio la intuición original de una Iglesia de los pobres: que el pueblo pobre es su centro de inspiración en lo doctrinal, teológico, práxico y —ahora— también en la espiritualidad. Se trata de que la espiritualidad del pueblo pobre, lo fundamental de su fe y de su esperanza, sus valores espirituales concretos, su generosa entrega por amor, configuren la espiritualidad de todos y le den su dirección concreta, aunque en el modo de realizarla nadie pueda prescindir de otros condicionamientos y otras posibilitaciones. Parafraseando las conocidas palabras de Mons. Romero, dice G. G.: «A esto hemos sido llamados, a resucitar con el pueblo en materia de espiritualidad» (p. 53). En esto está enjuego la tesis fundamental del libro tal como aparece en su título: «La fe y la esperanza en el Dios de la vida que anida en la situación de muerte y de lucha por la vida que viven los pobres y oprimidos en América Latina: ése es el pozo en que tenemos que beber si buscamos ser fieles a Jesús» (p. 54). 1.4.
La espiritualidad de la liberación y sus rasgos concretos
Hasta ahora se ha analizado la estructura fundamental de la espiritualidad y sus dos condiciones principales: que sea teologal y que sea popular. Queda por describir sus contenidos concretos, es decir, no ya qué es espiritualidad, sino quién es el hombre espiritual, el pueblo espiritual, atendiendo tanto a lo que dice la revelación como a la realidad histórica. Elegir una formulación sintética de esa realidad no es fácil, por la diversidad de elementos que comporta la espiritualidad y porque, una vez formulada, puede ser discutible teóricamente en cuanto a formulación sintética. G. G. se decide por la siguiente formulación: «Libres para amar» (p. 137), pues «toda espiritualidad es un camino ofrecido para el mejor servicio de Dios y de los demás: libertad para amar»
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(p. 135). Desde el principio hay que notar la raigambre neotestamentaria de esta formulación, pues en el NT espíritu y libertad se dan la mano. Lo que enseguida hay que añadir es que la libertad del hombre espiritual debe ser entendida bíblica y no liberalmente. El hombre libre es el hombre liberado de sí mismo, pero no para sí mismo, sino para el otro. El «para» que une a la libertad y al amor pudiera interpretarse equivocadamente como si se pudiera ser libre 'para' varias cosas. Neotestamentariamente, el 'para' de la libertad sólo se puede relacionar con el amor a los demás, a través de lo cual el hombre se recobrará a sí mismo y será también para sí mismo, pero no en directo, sino a través del rodeo del para-los-demás. Eso es lo que gráficamente expresa G. G. al elegir dos citas neotestamentarias para ilustrar la libertad para amar: «Siendo yo libre del todo, a todos me esclavicé» (1 Cor 9,19), afirma Pablo: «Nadie me quita la vida, soy yo quien la entrega» (Jn 10,18) (p. 140), afirma Jesús en el evangelio de Juan. Libertad del sujeto y sujeto que se entrega por amor son correlativos; ese sujeto libre es el hombre espiritual. Esta síntesis del hombre espiritual es lo que G. G. ve que es realidad en América Latina, con mayor o menor perfección y definitividad, pero con suficiente realidad como para poder hablar de una espiritualidad realizada. «La verdad es que el contacto cotidiano con las vivencias de algunos, la lectura de textos de muchos, así como el testimonio de otros, nos convencen de la hondura de la experiencia espiritual que se vive en el presente entre nosotros» (p. 143). Se trata entonces de describir qué son esos hombres y mujeres espirituales. Para ello G. G. analiza cinco rasgos concretos de espiritualidad que describen la libertad para amar. «Conversión: exigencia de solidaridad» (p. 144); «Gratuidad: clima de eficacia» (p. 161); «Alegría: victoria sobre el sufrimiento» (p. 171); «Infancia espiritual: condición del compromiso con los pobres» (p. 183) y «Comunidad: desde la soledad» (p. 191). Los títulos y la dialéctica interna que reflejan están cuidadosamente elegidos. Se trata con ello de dar cuenta de los rasgos fundamentales de la espiritualidad de manera que, en su conjunto, describan su totalidad; pero se trata también de mostrar la conciencia que se tiene de esa totalidad, no sólo por acumulación de rasgos, sino manteniendo la difícil dialéctica entre todos ellos y dentro de cada uno de ellos. «Importa no aislar los elementos, porque sólo así se puede percibir lo que tienen de propio esos rasgos» (p. 143).
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La lectura de esta parte del libro (pp. 137-202) no puede ser sustituida por el análisis, pues, por definición, se narra aquí la realidad del hombre y del pueblo espiritual. Nos reduciremos a algunas reflexiones que puedan acompañar esa lectura. En la selección y formulación de los rasgos del hombre espiritual, G. G. insiste en qué consiste la síntesis y cómo se realiza. Hay rasgos que apuntan más bien a lo que es el hombre espiritual en cuanto liberado de sí mismo (conversión, gratuidad, alegría, infancia espiritual, soledad ante Dios) y hay rasgos que apuntan más bien al hombre espiritual en cuanto liberador (solidaridad, eficacia, sufrimiento, compromiso, comunidad), aun cuando no sea tan simple adjudicar los diversos rasgos a los dos aspectos del hombre espiritual. Pero lo fundamental que se quiere decir es que la verificación histórica de que existe un hombre liberado es si produce frutos para la liberación, y que éstos serán más profundos y duraderos en la medida en que provengan de un hombre liberado de sí mismo. Aunque de todos o casi todos estos rasgos haya tratado ya la TL, existe una relativa novedad en el tratamiento y énfasis que se pone en la necesidad de la propia liberación para la liberación del otro. La insistencia no sólo en la primera conversión, sino en la necesidad de un proceso de conversión dentro de la liberación, de la infancia espiritual, de mantener la alegría y la soledad ante Dios, etc., son realidades a tener en cuenta explícitamente, a cultivarlas, a no ignorarlas, ni pensar que se pueden deducir quasi mecánicamente de la acción liberadora. La realidad y la necesidad de estos rasgos del hombre liberado se han ido redescubriendo y realizando dentro del mismo proceso de liberación y se han vuelto a releer en los orígenes de la fe y en la tradición espiritual de la Iglesia. Con ello hay un reconocimiento in actu no sólo de la necesidad formal de volver a las fuentes, sino de su verdad y eficacia. Se reconoce la sabiduría cristiana fundante en la revelación de Dios y la sabiduría acumulada a lo largo de la historia de que el hombre, aunque remitido necesariamente a una historia concreta, necesita en cualquier concreción la liberación de sí mismo. Se reconoce que el Espíritu de Dios actúa en dar vida y en introducir en la verdad tal como va apareciendo en la historia, pero también en liberar al hombre de sí mismo, en sacarlo de sí mismo. Se reconoce la necesidad de la purificación del hombre de sí mismo. Y, por ello, se aducen ejemplos de otras épocas de la historia, los cuales se siguen considerando importantes a pesar de que su praxis del amor sea dis-
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tinta a la actual. Si se toman en serio las referencias que hace G. G. a San Francisco de Asís, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, San Ignacio, etc., se comprende la decisiva importancia que otorga a que el hombre se libere de sí mismo para ser el hombre espiritual. Pero el ideal del hombre liberado es exigido en el fondo para que sea mejor liberador, que sea libre para amar. Con ello se mantiene y se potencia la intuición original de la TL. La nueva espiritualidad nace «en el contexto de la lucha por la liberación en vista al amor y la justicia» (p. 141). Y este contexto historiza novedosamente los rasgos perennes de la liberación de uno mismo. La conversión debe realizarse ante el propio pecado y ante el pecado del mundo (p. 147) con la crudeza con que se le ha descrito antes, un pecado que da muerte. Ante ese pecado hay que examinarse personalmente, por la connivencia con él o por las omisiones que lo dejan intacto (p. 146 s). La experiencia espiritual de la conversión se realiza también entonces en presencia de la miseria de los pobres, del pecado del mundo. «Tal vez por mucho tiempo esa perspectiva no estuvo presente en el tratamiento del tema en la literatura espiritual; hoy no es posible, sin embargo, dejarla de lado. El encuentro con el Señor en lo más hondo de cada uno no excluye, exige más bien, saber encontrarlo en el fondo de la miseria en que se halla el pueblo pobre de nuestros países» (p. 149). Conversión supone pecado, y pecado supone ofensa a Dios y ofensa al pueblo pobre; conversión es, entonces, volver a Dios y volver al pueblo pobre; y esto último exige «una conversión más radical para entrar en otro universo, el mundo del pobre» (p. 149). El volverse al pueblo pobre es solidaridad con ellos y amor a ellos. G. G. insiste de nuevo en que se trata de verdadero amor a seres humanos concretos: «sin amistad, sin cariño, sin ternura —¿por qué no decirlo?— no hay verdadero gesto solidario» (p. 157). Pero insiste en que ese amor debe ser proporcionado a la opresión de que se quiere liberar; debe ser amor social y eficaz, pues aunque existen los pobres tomados individulamente, existe todo un mundo de pobres, mayoritario y aterrador. «Amar a alguien implica amarlo igualmente con su textura social» (p. 152). De ahí que la solidaridad y el amor tengan que analizar las causas de la pobreza y de la muerte, «descubrir los mecanismos sociales que hacen del obrero y del campesino personas marginadas» (p. 148), como dice citando a Mons. Romero. Y todo ello porque el amor desea ser eficaz. Aquí ofrece G. G. una fina fenomenología del amor y desenmascara los peligros e insuficiencias del amor presentes en las espiritualidades. Para el amor no
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basta con la intención amorosa que no analiza los resultados objetivos del amor (p. 161), ni basta con una realización del amor llevada a cabo para cumplir con el «deber» a priori de amar (p. 162). El amor tiene más bien que responder a las necesidades objetivas de los pobres y desvivirse por solucionarlas. «La preocupación por la eficacia es una manera de expresar el amor por el otro» (p. 162). En este contexto hay que entender lo dicho antes sobre la gratuidad como característica del hombre espiritual. Con ella y en ella hay que vivir, porque así es la comunicación de Dios con el hombre y así debe realizarse nuestro propio amor a los otros. Pero ese clima de gratuidad nada quita de urgencia a la eficacia del amor. «La gratuidad del don del Reino no la suprime, la exige más bien» (p. 162). G. G. enfatiza la necesidad de soledad interior, tema bíblico por excelencia en lo que tiene de positivo —el desierto como el lugar de la experiencia de Dios— y en lo que tiene de trágico, como la soledad de Jesús en el huerto y en la cruz o las lamentaciones de Jeremías; tema clásico también de la espiritualidad de los místicos, tema del existencialismo y de la teodicea. G. G. no disimula su necesidad para la constitución del hombre espiritual liberado; pero, de nuevo, la historiza desde la liberación. «Esta experiencia de soledad adquiere rasgos propios en nuestra situación» (p. 192). «El paso por la vivencia dolorosa y honda de la soledad» (p. 191) que le compete a todo ser humano y a todo cristiano es, en primer lugar, «el paso por lo que se ha llamado i a noche oscura de la injusticia'» (p. 192). Esta produce soledades menores, aunque dolorosas, en quienes practican la liberación: amenazas, ataques de los poderosos cuestionados, aislamiento por fidelidad a un nuevo camino de solidaridad con los pobres, desconfianzas dentro de la misma Iglesia (p.193). Pero no son la soledad mayor. Esta la constituye la sensación de impotencia ante «la situación de pobreza y explotación de los pobres» (p. 193), la interminabilidad de sus sufrimientos, lo oscuro del túnel, el elevadísimo costo humano de sus luchas, etc. Esa soledad ante la historia y ante Dios es la que haría razonable la pregunta por la teodicea; pero por ella hay que pasar. Hay que mantener el grito de Jesús, «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», cuando «solamente queda la convicción de hacer la voluntad del Padre y de servir al pueblo pobre» (p. 194). Soledad aquí no significa individualidad ni menos aún volverse a uno mismo, buscar refugio en uno mismo, preocupación narcisista por uno mismo. Es más bien honradez ante y dentro de la historia de la injusticia y honrada pregunta a Dios. G. G. no escamotea este as-
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pecto del hombre ni con fáciles doctrinas ni con esperanzas baratas; exige más bien que sea asumido y afirma que sólo así se constituye el hombre espiritual. Lo que añade es que esa soledad, y debido a esas causas, es lugar de oración y condición de verdadera comunidad. «La confianza en Dios y en la comunidad eclesial se presenta entonces, aunque la luz todavía no aparezca» (p. 195). Quien es capaz de vivir esa soledad, quien es purificado por ella, recibe el don de la confianza y de la comunidad. Bellamente dice G. G.: «El paso por la experiencia de soledad lleva a un hondo vivir en comunidad. Efectivamente, lo hemos notado ya, la soledad de que hablamos es algo muy distinto al individualismo. Este tiene mucho de repliegue intencional e interesado para mantenerse en las aguas tranquilas de la privacidad. A ella vendrán otros, quizás, a tocar a la puerta, y se les abrirá como quien hace un favor. Se añade entonces, graciosamente, una vertiente comunitaria a una existencia cristiana ya autosuficiente» (p. 196). Realidad novedosa y masiva, cruel y esperanzadora, es la persecución y el martirio en América Latina. «En toda espiritualidad hay siempre una dimensión martirial» (p. 174) y la hay también en la latinoamericana. Pero, de nuevo, no sólo porque lo material en cuanto testimonio y en cuanto seguimiento de un Señor crucificado deban seguir siendo exigidos a priori, sino por la realidad concreta de América Latina. «Defender hoy el derecho de los pobres a la vida, en América Latina, lleva fácilmente al sufrimiento e incluso a la muerte» (p. 173). El hecho como tal es evidente, aunque su interpretación debe ser cuidadosa. Por una parte, no se debe glorificar el hecho hasta tal punto que haga ignorar el gravísimo pecado que expresa y supone. El martirio cristiano expresa una muerte mucho más generalizada, estructural y lenta, pero real, de pueblos enteros crucificados y de muerte violenta de quienes defienden el derecho de los pobres. No se puede, pues, olvidar «la crueldad que rodea ese hecho y, por lo tanto, el rechazo que deben producir las condiciones que dan lugar a esos asesinatos» (p. 175). Algunos temen incluso que el énfasis en lo martirial introduce un dolorismo en la fe cristiana que le es contrario a su último fundamento y su última meta: la resurrección. Pero el martirio sigue siendo una realidad cuyo hecho no se puede negar, así como la exigencia en principio de dar la propia vida para la vida de los pobres. Y cuando de hecho ocurre, entonces aparecen también los hombres espirituales, los libres para amar, los que «dan su vida por su fe en el Dios de la vida y su amor por los depoja-
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dos» (p. 174). Entonces ocurre también algo improgramable que es mucho más que un producto del movimiento compensatorio o hacer de la necesidad virtud: surge la alegría pascual (p. 177) y la esperanza que se apoya «en el testimonio de los que han sabido entregar sus vidas» (p. 159). Ni la alegría es gozo inconsciente ni la esperanza es optimismo barato. Ambas se producen porque los mártires crean el verdadero clima del amor, ejemplificado en ellos mismos e imbuido en otros por ellos. Y en ese clima surge la convicción profunda de que la muerte no tiene la última palabra, aunque para que surja la vida haya que pasar por aquélla. De la manera escandalosa que aparece en el siervo de Yahvé, en Jesús crucificado y en las primeras comunidades cristianas, cuyo destino es la persecución, surge una y otra vez la pascua y la experiencia pascual: «voluntad de vida para todos desde la alegría, después de la experiencia del dolor y la muerte» (p. 181). Hombres espirituales, comunidades espirituales, pueblos espirituales, son los que están dispuestos —dicho con la mayor sencillez— a rehacer la pascua de Jesús en y por causa de la situación histórica del continente y a rehacer, por ello también, la vivencia teologal de Jesús en la cruz y de los mártires, y a rehacer la vivencia de quienes se encontraron con el resucitado y le siguen encontrando en comunidades y pueblos crucificados. Todos estos rasgos, que sintetizan y desembocan en una espiritualidad pascual, no son otra cosa que la santidad cristiana. Espiritualidad es en último término santidad. La fe del pueblo y la TL han revalorizado la santidad, adjetivándola a veces —como cuando se habla de «santidad política»— para que la misma terminología de santidad no induzca a reduccionismo o malas interpretaciones, pero proponiéndola como la sustancia de toda vida cristiana. Esto es lo que en último término tienen que ofrecer las comunidades y el pueblo pobre, y ésa es también su arma más poderosa para convencer a otros y defenderse de ataques. 1.5.
Un modelo teórico de espiritualidad
Toda gran espiritualidad tiende a formularse en un modelo teórico sintético que dé cuenta de los elementos dispares y complementarios, del momento subjetivo y objetivo del hombre espiritual, de su relación con lo transcendente y con lo histórico. Esas síntesis acaecen cuando ha habido suficiente realidad de espiritualidad y suficiente reflexión para poder ofrecerlas como algo «dicente», expresivo. Así, por mencionar algunos ejemplos importantes, se ha formulado el
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ora et labora de los primeros monjes, el contemplata aliis tradere y el in actione contemplativus. G. G. no los analiza teóricamente en su libro ni elige uno de ellos para organizar conceptualmente la espiritualidad que propone ni ofrece su propia formulación sintética. Aparte del talante de modestia que recorre todo el libro, el autor piensa sin duda que, para reformular un nuevo modelo teórico, se necesitaría más reflexión y tiempo; que, por el momento, más que acuñar nuevas formulaciones —y petrificarlas quizás— es importante mantener la espiritualidad abierta a las nuevas posibilidades y exigencias de la historia, que pudieran llevar a una nueva reformulación. Pero, aunque G. G. no analiza ni propone nuevas síntesis teóricas, puede ser útil indagar las condiciones que pondría a tales síntesis. La primera sería dar primacía a la totalidad sobre sus partes, de modo que lo histórico (seguimiento, caminar, pueblo en búsqueda) y lo transcendente (de Jesús, en el Espíritu, hacia Dios) se remitiesen mutuamente. Quiza la realidad del «reino de Dios», frecuentemente mencionada en el libro, pudiera desempeñar el papel de la totalidad en la que se desarrolla y a la que sirve el hombre espiritual. La segunda sería la superación, no anulación, de la división entre lo espiritual y lo material, de modo que ambas dimensiones se remitiesen mutuamente en el hombre espiritual: la tendencia a espiritualizar lo histórico y a historizar lo espiritual. Así, por ejemplo, la realidad histórica del pobre es algo que no sólo debe ser analizado y respondido de acuerdo a su materialidad, sino algo de lo que se debe tener una experiencia espiritual, algo que puede irrumpir en nuestras vidas y hacerse así mediación de la experiencia de Dios. Por otro lado, la experiencia espiritual del encuentro con Dios o de ser encontrados por Dios incluye por su propia dinámica, no sólo como raciocinio o conclusión heterogénea, salir al encuentro de la pobreza histórica y remediarla. La tercera sería el énfasis en lo procesual de la espiritualidad. Esto es lo que recalca G. G. al mencionar el 'caminar' en el Espíritu y al proponer como modelo la 'senda' espiritual de los místicos. Procesualidad significa que la espiritualidad necesita tiempo para constituirse, tiempo en que coyunturalmente puedan aparecer diversos énfasis, tiempo para recogerlos y complementarlos, de modo que lo que se formule como modelo teórico de espiritualidad llegue a ser producto más que inicio. Por último, y a diferencia de los modelos mencionados formulados en singular, la espiritualidad debe mencionar al sujeto colectivo (cosa que de alguna forma estaría también presente en
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los modelos anteriores, pues lo que expresaron y produjeron fueron órdenes religiosas y no sólo individuos) y, sobre todo, al sujeto popular, como se ha indicado. Según esto, algo se puede decir de la postura del libro de G. G. hacia los modelos mencionados, los cuales han analizado otros más explícitamente17, y sobre lo que podría ser su pronto modelo. Como modelo teórico, sería inadecuado presentar la totalidad de la espiritualidad por la adición del ora «et» labora, así como la prioridad lógica concedida a la contemplación en el contemplata aliis tradere sin dialéctica. El primer modelo no recalca la unidad y el segundo no recalca la mutua referencia entre contemplación y acción. Positivamente, para G. G. espiritualidad es libertad para amar; el amor, por lo tanto, es su finalidad y lo que unificaría los diversos elementos de la espiritualidad. El amor presupone, incluye y propicia la contemplación; pero en sí mismo es más una acción. En este caso el momento de la acción no está separado de ni subordinado a ni es sólo consecuencia del momento de contemplación. Desde este punto de vista, G. G. parecería acercarse más al modelo teórico del in actione contemplativus, que cita en la página 170. Contemplación y acción se remiten mutuamente, la contemplación es «demanda y elemento vivificador de una acción histórica» (p. 170), pero la acción es también lugar para la contemplación. El in actione contemplativus supone actuar sobre la historia con amor y encontrar a Dios en todas las cosas (p. 166). No se trata ahora de hacer coincidir o alejar más o menos la espiritualidad descrita en el libro de los modelos tradicionales de espiritualidad. De lo que se trata es de unificar los momentos duales de toda espiritualidad de la manera más adecuada a la espiritualidad real de América Latina. En nuestra opinión, el modelo de G. G. habría que buscarlo en la línea de lo que ha formulado de forma estrictamente teologal sobre la relación entre hombre y Dios: «A Dios se le contempla y se le practica»18; «el misterio de Dios vive en la contemplación y vive en la práctica»19. En esta afirmación no desaparecen los momentos de contemplación y acción, ni desaparece la diferencia entre Dios y hombre; pero esas diferencias se relacionan entre sí de una manera específica. Contemplación y acción no son momentos 17
Cfr. L. BOFF, Contemplativus in liberatione, p. 65; I. ELLACURIA, Fe y justicia, p. 32. 18 El Dios de la vida, Lima 1981, p. 6. 19 Ibid., p. 7.
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con objetos distintos, como si la contemplación se dirigiese a Dios y la acción fuese sobre el mundo; a uno y el mismo Dios hay que contemplar y practicar, y de ahí —desde Dios— la unificación profunda de ambos momentos. Por otra parte, también el mundo es objeto de acción y de contemplación. Contemplar a Dios es, concomitantemente, contemplar el mundo con los ojos de Dios, y practicar a Dios es hacer el mundo según la voluntad de Dios. Los momentos de contemplación y acción no se diversifican, por lo tanto, porque uno remita a Dios y el otro al mundo; tanto Dios como el mundo son objeto de contemplación y acción. No se puede buscar ahí, por lo tanto, la dualidad más primigenia de la que vive la espiritualidad. Esta hay que buscarla en la relación del hombre con Dios. En ella hay el momento de iniciativa de Dios, de gratuidad, y el momento de respuesta del hombre. El hombre espiritual se constituye cuando mantiene esas dos dimensiones de gratuidad y de respuesta tanto en la contemplación como en la acción; pues tan gratuito es el ver como el hacer, los ojos nuevos como las manos nuevas, el dejarse encontrar por Dios como el dejarse enviar por Dios; y tan respuesta es el aceptar a Dios como el accionar sobre el mundo. El hombre espiritual se constituye en unidad cuando acaece con éxito la manifestación de Dios al hombre, manteniendo la dualidad de gratuidad y de respuesta. En esta dirección, creemos, iría el modelo teórico de espiritualidad de G. G., dentro del cual se subsume la diferencia entre contemplación y acción, pero en una diferencia más originaria, la de gratuidad y respuesta, que permite una unidad más plena. Este modelo de espiritualidad estrictamente teologal es lo que de forma sencilla propone G. G. al final del libro: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (p. 204) o, como traduce la Biblia española: «Sed buenos del todo, como es bueno vuestro Padre del cielo» (Mt 5,48). El hombre espiritual es el hombre divinizado a la manera histórica. En concreto, para América Latina, el hombre espiritual es el que ve al pobre con los ojos de Dios y hace con el pobre lo que hace Dios. Y al ver así el mundo y relacionarse así con el mundo, el hombre se relaciona con Dios por afinidad. Lo que añade G. G. es que en el origen de todo está Dios: quien se ha dejado contemplar por Dios y quien ha dejado que Dios opere en él, puede contemplar unificadamente a Dios y al mundo y puede amar unificadamente a Dios y al mundo. Este enfoque no elimina las diferencias con que tiene que vérselas la espiritualidad (contemplación y acción, relación con Dios y relación con el mundo), pero la integra en otra más abarcadora y
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fundamental: recibir y dar, gratuidad y respuesta. Esta diferenciación y su unificación no son especulativamente recuperables, porque expresan el designio misterioso de Dios: él ha decidido amar a los hombres y con la radicalidad con que aparece en Cristo. De ahí que, visto desde el hombre, lo más importante que tiene que integrar es su condición de agraciado y agraciante, todo ello a través de sus dimensiones contemplativa y práxica. En el fondo, todo el libro de G. G. no dice sino que muchos cristianos en América Latina han sido agraciados por Dios y que se han convertido en gracia para otros. 2. Espiritualidad y teología El libro de G. G. es un libro sobre espiritualidad y que trata teológicamente sobre espiritualidad. Con ello se constata la importancia de la teología para la espiritualidad; el análisis teológico es útil e importante para esclarecer lo que es la espiritualidad. Pero en el libro se afirma también la proposición inversa: la importancia de la espiritualidad para la teología, para su constitución y su relevancia. «El nivel de la vivencia de la fe sostiene el de la inteligencia de la fe... La firmeza y el aliento de una reflexión teológica está precisamente en la experiencia espiritual que la respalda... Una reflexión que no ayude a vivir según el Espíritu no es una teología cristiana. En definitiva, toda auténtica teología es una teología espiritual. Esto no enerva su carácter riguroso y científico. Lo sitúa» (p. 60 s). Y refiriéndose más en concreto a la TL, afirma: «El hablar sobre Dios (teo-logía) viene después del silencio de la oración y del compromiso... Nuestra metodología es, a decir verdad, nuestra espiritualidad» (p. 203 s). Que la TL es una teología espiritual es una intuición que se ha abierto paso en nuestros días. Así lo reconocen muchos desde fuera, y así lo reconocen los propios teólogos de la liberación. L. Boff afirma que «lo que sustenta la práctica y la teoría (teología) liberadoras es una experiencia espiritual»20. P. Richard afirma que «nuestra teología es fundamentalmente una teología espiritual»21. Estas afirmaciones son conocidas, pero exigentes; ponen serias condiciones a la teología y al quehacer teológico. Exigen una experiencia espiritual previa a la teología como acto segundo; pero exigen que la misma teología sea hecha con espíritu y que comunique espíritu, que sea toda ella espiritual. Contemplativas in liberatione, p. 64. Espiritualidad para tiempos de revolución, p. 87.
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Qué significa una teología toda ella espiritual, es decir, que no sólo presuponga una experiencia espiritual ni que sólo trate temas convencionalmente espirituales, es lo que queremos aclarar a continuación. En nuestra opinión, esto supone que: 1) se haga con y comunique espíritu en todas sus dimensiones y contenidos, y 2) que en su totalidad ilumine, unifique y anime a la constitución del hombre y del pueblo espiritual. Lo primero quiere decir que el mismo quehacer teológico y sus contenidos sean elaborados con espíritu y con el espíritu adecuado a ese quehacer y a esos contenidos. A nivel formal, la teología en cuanto logos debe ser esclarecedora de la verdad, debe usar un logos histórico, hermenéutico y especulativo, y debe hacer uso del instrumental bíblico, filosófico, histórico, etc. Pero ese logos es verdaderamente espiritual cuando en verdad ilumina; pues no es lo mismo tratar las cosas sólo científica y doctrinalmente que iluminarlas realmente; no es lo mismo hablar sobre muchas cosas que dejarlas hablar. Cuando ocurre esto último, entonces la teología en cuanto logos está hecha con un espíritu adecuado y comunica luz; sus contenidos no sólo son registrados en el conocimiento de su destinatario, sino que son integrados por él en su espíritu. A nivel de contenidos, por poner algunos ejemplos, la teología trata sobre la esperanza, la práctica de la justicia, la gratuidad, etc. Pero no es lo mismo reducirse a agrupar, ordenar y explicar conceptualmente los contenidos de la fe que versan sobre la esperanza, la justicia y la gratuidad, que presentarlas de tal manera que ya inicialmente muevan y animen a la práctica, generen esperanzas y comuniquen gratuidad. Cuando esto último ocurre, la teología se ha hecho con espíritu y ha comunicado espíritu. Una teología espiritual no significa, por lo tanto, ignorar las exigencias de su propio quehacer ni suplirlas voluntaristamente con un lenguaje espiritualista o emocional. No se trata de eso. Se trata de que el quehacer y sus contenidos estén imbuidos del espíritu que les es propio. Que esto ocurra, en el fondo sólo se puede verificar aposteriori. Pero es importante recordar la exigencia. No cabe duda de que muchas teologías actuales desearían honradamente iluminar los contenidos de la fe para el mundo actual; pero unas logran iluminarlos de verdad y otras no, aunque escriban largos tratados sobre ellos. Muchas teologías desean enfatizar la esperanza, la práctica de la justicia, la gratuidad; pero unas generan esas realidades y otras no, aunque hablen larga y extensamente de ellas. De lo que se trata en una teología espiritual es, por lo tanto, de que se realice la tautología pri-
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migenia de que la teología sea palabra dicente; es decir, que la palabra posea su propio espíritu. Lo segundo quiere decir que una teología toda ella espiritual debe propiciar ánimo para la vida cristiana, dar vida —como se le atribuye al Espíritu— y unificar todas sus dimensiones y contenidos. Para ello debe remitirse a una experiencia espiritual originante —como la que describe G. G., por ejemplo—, mantenerla y abrirla siempre a la historia. Esta experiencia exige a priori y ciertamente a posteriori en el mundo de hoy, en América Latina y en el primer mundo, que la teología sea toda ella, en la elaboración de todos sus contenidos y en su propio quehacer, una teología teologal, popular y creatural. 2.1.
Una teología teologal
Esta tautología nos parece importante recordarla y recalcarla, sobre todo en la actualidad. Se trata, dicho gráficamente, de que la teología sepa qué hacer con Dios. Para ello no basta que la teología hable acerca de Dios, sino que tiene que dejar hablar a Dios, mover a que el hombre hable con Dios y remitir al hombre a Dios; en una palabra, que Dios sea una realidad para la teología y una realidad en acción. Esto significa, en primer lugar, que la doctrina teológica sobre Dios y la doctrina sobre cualquier contenido teológico ayuden realmente a hacer la experiencia de Dios. En este sentido, una teología teologal debe ser mistagogia, introducción en la realidad de Dios como él es, misterio transcendente inmanipulable y Padre cercano bondadoso y salvador. La doctrina sobre Dios debe ser de tal manera que respete su misterio e introduzca en él; que deje a Dios ser Dios; que integre la cuota de no saber para saber realmente a Dios. Y, como contrapartida antropológica, que disponga a la oración, a la apertura a su palabra, a descubrirla y aceptarla, por novedosa que sea, en los signos de los tiempos y en los llamados al corazón del hombre. Pero debe también comunicar el contenido de ese misterio: el amor de Dios. Debe presentar a un Dios que es Padre cercano, bueno y salvador, que es en verdad Buena Noticia —recordatorio aparentemente superfluo, pero absolutamente necesario. Y, como contrapartida antropológica, que disponga al encuentro gozoso con ese Dios, a la confianza y a la esperanza. Al presentar a un Dios transcendente, pero que es Padre bondadoso y cercano, y a un Padre bondadoso que sigue siendo transcendente y misterioso, la teología debe ayudar a que el hombre y los pueblos se encuentren con Dios,
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encuentro personal que no puede ser sustituido por ninguna doctrina ni por ninguna cultura. Significa, en segundo lugar, que una teología teologal debe desarrollar una teologia de la historia, pues ésta, como la espiritualidad, es necesaria cuando la misma historia entra en crisis, se disgregan sus elementos anteriores y se necesitan nuevas síntesis. Además de las teologías de la historia bien elaboradas, la misma adjetivación de Dios y de Cristo la supone ya. La conciencia de la presencia de Cristo en las primeras comunidades o su espera inminente como el que ya viene y la puesta en suspenso de la parusía representan diversas teologías de la historia; lo mismo que el señorío triunfante de Cristo en una concepción eclesial de cristiandad y el humilde seguimiento de Jesús hacia el futuro absoluto de Dios. En América Latina, relacionar a Dios con liberación y cautiverio es ya en germen una teología de la historia. Esta no se ha desarrollado todavía; pero la insistencia en el Dios de la vida —que la creación llegue a ser—, en el Dios de la liberación —que el pecado sea superado—, en el Dios crucificado —la absoluta solidaridad de Dios con los oprimidos de este mundo— y en el Dios que resucita a Jesús —la esperanza inconmovible de los pobres— ofrece sus elementos más importantes. Ofrece al menos ver la verdad de la historia desde Dios, proporcionarle su dirección más fundamental hacia la vida, otorgar sentido a quien se introduce en la historia desde su verdad para liberarla. Y, como contrapartida antropológica, la teología de la historia debe ofrecer y exigir al hombre qué hacer con esa historia, de modo que la praxis no sea sólo una exigencia ética, sino teologal: hacer la historia según Dios. En tercer lugar, una teología teologal tiene que ser trinitaria en su quehacer y en sus contenidos. Dios es de tal manera que no se le puede conocer sólo como pura alteridad con respecto al hombre, aunque lo sea infinitamente. El hombre tiene que encontrarse con Dios e introducirse en la realidad de Dios; eso es lo que posibilita y exige la realidad trinitaria de Dios. Por ello la teología debe presentar a Dios como a quien se accede de diversas formas necesariamente complementarias: en la práctica del seguimiento de Jesús, en el caminar según el Espíritu, en estar ante Dios con gratuidad como el origen absoluto y el caminar hacia Dios con esperanza como el futuro absoluto. Tiene que presentar el problema o el misterio de Dios no sólo en la correlación intelectualista de verdad de Dios y razón del hombre, ni sólo en la correlación existencialista de sentido de Dios y decisión del hombre, sino en la correlación más amplia del saber, esperar y practi-
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car, dentro de lo cual, si se hace como Jesús y con el espíritu de Jesús, puede irse iluminando (u oscureciendo) el misterio de Dios. Esa síntesis la puede ir haciendo la teología conceptualmente al mostrar cómo se remiten unos conceptos a otros según la revelación de Dios. Pero una síntesis dicente presupone que ya se ha hecho de alguna forma en el mismo quehacer teológico, en la unificación de su talante intelectual, esperanzado y práxico. De esa forma la teología puede ayudar a que se realice la unidad en la que el saber, el esperar y el hacer se relacionan y se remiten mutuamente y, así, a responder y corresponder al Dios trinitario. Una teología es toda ella espiritual, en cuanto teologal, cuando desde la experiencia de Dios y la ubicación en la historia de Dios propone esa experiencia y cómo hacer la historia según Dios. Se trata de que la teología ayude a responder y a corresponder al Dios que está pasando hoy por la historia. Si la teología no ayuda a que el espíritu del creyente esté a la altura del paso de Dios por la historia, hará muchas otras cosas buenas, pero no la fundamental y la más urgente hoy. 2.2.
Una teología popular
La teología debe hacerse dentro del pueblo de Dios y para el pueblo de Dios. De nuevo, es importante recordar y recalcar esta conocida verdad. Se trata de que la teología sepa qué hacer con el pueblo de Dios. No basta para ello con tratar del pueblo de Dios como un contenido de la teología, ni basta con recordar genéricamente que todo el pueblo de Dios es el sujeto de la fe y que no puede fallar en la verdad de la fe (LG 2). Se trata de que la teología provenga de e introduzca en la realidad del pueblo de Dios y en la realidad de su fe, ilumine y anime al pueblo de Dios. Esto no significa ignorar el cierto elitismo profesional del quehacer teológico, sino imbuir de espíritu popular ese quehacer sin dar la sensación de que el teólogo estuviera más allá de ese pueblo o fuera una especie de super-cristiano al que debiera referirse el pueblo de Dios, pero no a la inversa. Indudablemente, la teología puede y tiene que cumplir con algunas funciones específicas suyas, como la de articular la fe del pueblo de Dios con la revelación, la tradición y el magisterio, por una parte, y con la situación histórica y sus ideologías por otra; adelantar sospechas sobre peligros de ideologización de la fe de ese pueblo, prever problemas futuros para esa fe y prepararla a dar respuestas adecuadas, etc. Todo eso debe hacer la teología, pero
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ello no la exime de remitirse al pueblo de Dios y a su fe para su constitución. Esto quiere decir que la teología debe tomar seriamente en cuenta y usar como una de sus fuentes de conocimiento la fe realizada del pueblo de Dios. En cuanto ésta es respuesta a la actual manifestación de Dios, ilumina lo que es la fe y lo que es Dios. Se trata de que, dentro del círculo entre revelación y fe, ambas se iluminen mutuamente. Por ello, para la teología son importantes los testimonios de la fe, no sólo en cuanto presentan una realidad que puede ser «doctrinizada», sino en cuanto realidad que remite a la realidad de Dios. Estos testimonios pueden ser los de figuras señeras, pero también los de todo un pueblo o aquellos en quienes mejor se expresa la fe del pueblo de Dios. Por ello, como hace G. G. en su libro, hay que argumentar con los testimonios de la fe en la Escritura y en la tradición de la Iglesia, pero también con los testigos de la fe en el presente, con lo que son y dicen los santos y los mártires en la actualidad, con lo que son y dicen las comunidades y los sacerdotes, religiosas y obispos que están en contacto con ellas. Esos testigos expresan los verdaderos y actuales problemas para la teología, integran en sí mismos lo que se debe mantener desde el origen de la fe y lo que hay de novedoso en la respuesta de la fe, ayudan a redescubrir mejor lo que está en el origen de la fe y apuntan a nuevas síntesis que la teología deberá elaborar. El pueblo de Dios en América Latina y en muchas otras partes del mundo es un pueblo de pobres; por ello la teología debe ser popular, no sólo formalmente, en cuanto remitida al pueblo de Dios, sino, más concretamente, en cuanto remitida al pueblo pobre, el destinatario y correlato primario de la revelación de Dios. Entonces la teología se hace verdaderamente popular, histórica y teológicamente. Esto significa que la teología se hace parcial en cuanto a su ubicación y finalidad, pero que alcanza así también su verdadera universalidad. Pero entonces también —como Mons. Romero lo decía refiriéndose a la misión evangelizadora de la Iglesia— la teología concreta novedosamente sus contenidos y redescubre los que siempre han estado en la revelación. No se puede valorar suficientemente la importancia del pueblo pobre para que la teología haya redescubierto contenidos teológicos tan importantes como el pecado que da muerte, la idolatría, la liberación, el evangelio como buena moticia, las bienaventuranzas y malaventuranzas, la actividad de los profetas de Israel, la denuncia de la injusticia, la relación entre práctica de la justicia y conocimiento
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de Dios, el decisivo pasaje de Mt 25, etc., etc.; y para concretar otros contenidos que ya se han revalorizado en otros lugares, pero que el pueblo pobre ha llenado con nuevos elementos, como el discernimiento de los signos de los tiempos; la concepción de la Iglesia como Iglesia de los pobres (la cual asomó, pero no cuajó todevía, en el Vaticano II); el seguimiento de Jesús pobre; la cercanía a Jesús como el hermano mayor; el siervo de Yahvé como individuo y como todo un pueblo crucificado; la resurrección de Jesús como esperanza indestructible de los oprimidos; el Dios de la Vida, defensor y abogado de los pobres; el Espíritu de Dios, capaz de dar vida, de hacer que quienes antes no eran sean ahora personas con dignidad y pueblos conscientes; el reino de Dios como utopía transcendente, pero como realidad histórica a construir, sin que la reserva escatológica relativice por igual todas sus expresiones históricas, etc., etc. Este pueblo pobre de Dios en América Latina y en el tercer mundo se ha convertido en una carta de Dios a los hombres, a la Iglesia y a la teología por lo que son y padecen, por lo que hacen y creen. Indudablemente, no todo lo que ocurre dentro del pueblo de Dios es ya automáticamente manifestación de Dios y respuesta correcta de la fe; el mismo pueblo lo sabe, y por ello una de sus actividades más frecuentes es el propio examen y la petición de conversión. Indudablemente, también la teología tiene que seguir teniendo en cuenta el polo originante de la revelación y de la fe, la Escritura; debe atender a la tradición y a lo que dice el magisterio sobre la novedad que va descubriendo y expresando el pueblo de Dios; debe tener en cuenta el diálogo intrateológico y el diálogo con las ciencias, filosofías e ideologías. Pero si la teología no recurre también y principalmente al lugar de la realización de la fe del pueblo pobre, estará mutilada, se hará una y otra vez abstracta y elitista —ahora en el sentido peyorativo del término— y se privará de una insustituible fuente del conocimiento teológico. También la teología debe tomar seriamente en cuenta «el potencial evangelizador de los pobres» (Puebla, n. 1147); debe beber de su pozo, cuyas aguas iluminará y purificará, pero que no puede crear ni sustituir por medios puramente teológicos. Esta teología popular es espiritual, porque está imbuida del espíritu del pueblo de Dios, con lo cual la teología se hace solidaria y real. Una teología aislada del pueblo de Dios —y más si es contraria al pueblo de Dios—, que se alimente sólo de sí misma, dará la sensación de irreal, aunque diga cosas verdaderas, y dará la sensación de impotencia para superar esa irrealidad. Su superación acaece cuando la
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teología se hace en verdadera solidaridad con el pueblo de Dios, no sólo para estar a su servicio, sino dejándose inspirar por él. Entonces posee el espíritu del pueblo de Dios, en el que vive el Espíritu de Dios, Que una teología espiritual sea popular quiere decir que esté a la altura del pueblo de Dios y del Espíritu que vive en él. 2.3.
Una teología creatural
Una teología espiritual debe ser hoy, y sobre todo hoy, una teología verdaderamente creatural, abierta al mundo y a sus problemas, al hombre en general y al ser-hombre del creyente. No debe sacar del mundo, sutil o burdamente, al creyente, y debe estar en disposición de apelar incluso a no creyentes o al menos a aquellos realmente interesados en hacer del mundo un mundo más humano y en vivir con sentido su propio ser-hombres. Esto significa que la teologia no debe comunicar la sensación de que el problema del ser-hombre ya está resuelto en principio y que lo que a ella le compete es una realidad, la cristiana, que le sería sobreañadida al ser-hombre del hombre. Indudablemente, la teología tiene que repetir que el verdadero ser-hombre ha aparecido en Cristo, y no puede renunciar a esta gozosa y escandalosa afirmación. Pero debe recalcar eficazmente que la fe cristiana remite al creyente a su serhombre y a la solidaridad con los hombres reales, con sus problemas y esperanzas reales. Esto significa, por una parte, que la teología debe ser hecha con humildad y sin triunfalismos entre y ante los hombres de hoy. Con humildad, porque la teología no sabe en lo concreto mucho más que los demás hombres, por tener una doctrina muy elaborada. Sabe —y cree— del amor de Dios y que en Jesús se ha manifestado el camino, la verdad y la vida. Esto le ofrece un modo fundamental de cómo ubicarse en la historia y la dirección que debe tomar la historia y por la que debe trabajar. Pero no le ahorra pasar por los interrogantes concretos de los demás hombres, por la búsqueda de soluciones concretas; no le ahorra hacerse las preguntas que se hacen los hombres honrados por el sentido de la historia, por un mundo actual donde la pobreza aumenta cuantitativamente y produce cada vez más millones de pobres, etc. La teologia, con todo su aparato, pasa también por la soledad de que habla G. G. Y sin triunfalismos, porque la teología no es la única fuente del conocimiento de Dios en la Iglesia y porque ni siquiera la Iglesia en donde se hace teología es el único lugar de la manifestación de Dios. Así lo decía con claridad Mons. Romero: «La
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Iglesia cree que la acción del Espíritu que resucita a Cristo muerto en los hombres es más grande que ella misma. Más allá de los límites de la Iglesia hay mucha fuerza de la redención de Cristo; y los intentos libertarios de los hombres y de los grupos, aun sin profesarse cristianos, son impulsados por el Espíritu de Jesús»22. La teología debe analizar lo que ocurre en la historia, las ideologías, los movimientos sociales, «para purificarlos y animarlos e incorporarlos... en el proyecto global de la redención cristiana»23, como añade Mons. Romero; pero sin erigirse en arbitro distanciado e infalible, condenando a diestra y siniestra, como ocurre a veces, sin analizarse a sí misma, sin caer en la cuenta de que, de hecho, a veces es culpable de aquello mismo por lo que critica al mundo. También la teología tiene su propia pecaminosidad, tiene la concupiscencia a absolutizarse. Y por ello la teología tiene que pasar por la conversión, examinarse a sí misma y dejarse verificar si en verdad es una teología para los hombres o para sí misma. Esta humildad de la teología es la que le permite ser creatural, cercana a los hombres reales y solidaria con ellos, lo que le permite hablarles desde cerca y no desde la distancia presuntuosa, con lo cual muchos hombres, en el primer mundo sobre todo, se han desentendido de la teología y de la fe. En solidaridad con los hombres de hoy, una teología creatural es, en primer lugar, honrada con la realidad tal cual es, de ella obtiene su agenda y no a la inversa, y por ella es movida a revisar sus contenidos, aunque la alejen de los ya poseídos. La honradez con lo real le es absolutamente necesaria para ser teología en solidaridad con los hombres de hoy, pero también por su presupuesto último, pues si se hace violencia a la verdad de las cosas, como nos avisa Pablo, éstas ya no manifiestan a Dios, y el corazón del hombre, la luz de la teología, se entenebrece. Y junto con la honradez, la fidelidad a la realidad y a sus exigencias. La teologia debe acompañar a la realidad y no pretender anacrónicamente lo contrario. Indudablemente, debe discernir con los demás hombres cómo y hacia dónde la historia da más de sí; dicho teológicamente, cómo y hacia dónde la historia se hace más historia de gracia y menos historia de pecado; pero debe evitar dar la impresión de que, suceda lo que suceda en la historia, su verdad permanece intocada por la historia. En lo fundamental, esto es cierto; pero desentenderse de la historia 12
«Iglesia y organizaciones populares» (Tercera Carta Pastoral), en VV.AA., La voz de los sin voz, San Salvador 1980, p. 113. 23 Ibid.
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sería ser infiel al presupuesto teológico del paso de Dios por la historia. Una teología hecha en verdad en solidaridad con los hombres de hoy, a la manera indicada, le permite al menos la posibilidad de hablarles y de que éstos la escuchen. Entonces es cuando la teología puede decirles con credibilidad que el verdadero ser-hombre es ser creatura de Dios, puede ofrecerles el camino de Jesús como la realización del ser-hombre; que ese camino para nada los separa de la historia real, sino que los sumerge —más y mejor, según la fe— en ella. Esta teología creatural desempeña entonces el papel de lo que tradicionalmente se ha llamado teología fundamental. Esta se ha llevado a cabo de diversas formas, según los diversos retos para la fe, en diferentes épocas y lugares. En la actualidad la teología se hace teología fundamental cuando se convierte en invitación y promesa. Ambas deberán contar con alguna racionalidad apriori, pero la racionalidad que ofrece esta teología creatural es a simultaneo, en la realización de lo que se ofrece. Si la teología se hace con la humildad y solidaridad descritas, posee ya una cierta credibilidad; si ayuda a realizar la esperanza, si puede presentar testigos de ella, si ella misma es testimonial, entonces puede quizás invitar a los hombres a recorrer el camino de Jesús y llegar así a ser hombres. Para analizar una teología toda ella espiritual, se deberían haber analizado otras muchas cosas, quizá más importantes. Nos parece, sin embargo, que una teología hecha radicalmente desde Dios, desde los pobres del pueblo de Dios y en medio de los hombres, tiene espíritu, está hecha y se ofrece con espíritu. En definitiva, esto lo hemos deducido, más que elucubrado, de las reacciones a la TL. No son sólo ni principalmente un determinado método o unos contenidos novedosos los que explican el serio interés por esta teología, sino que, al poner el dedo en la llaga de la realidad (Mons. Méndez de Almeida), al ofrecer la fe y el compromiso reales de miles de cristianos, ha tocado también el espíritu de muchos hombres. Muchos agradecen sinceramente el haberse reencontrado como creyentes y como seres humanos, el haber podido reconstruir el mosaico desperdigado de su fe y de su vida. Una teología espiritual supone y expresa el paso del Espíritu del Señor por los corazones y por la historia. Muchos creen que eso es lo que está ocurriendo en América Latina, y reconocerlo así es ya un
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poderoso acto del espíritu. G. G. lo menciona en su libro; habla del tiempo propicio (p. 36) y concluye: «Algo nuevo está naciendo, en medio de muchos y diversos sufrimientos, en América Latina. Eso es lo que ha llevado a hablar de un kairós, un tiempo propicio. Un momento en el que el Señor toca a las puertas de la comunidad eclesial que vive en el subcontinente y la invita a abrirle para cenar con ella (cf. Apoc 3,20)» (p. 203).
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PERFIL DE UNA SANTIDAD POLÍTICA * 1. Relación entre santidad y política La expresión santidad política i puede parecer todavía hoy una expresión desconcertante por relacionar dos realidades que se presumen normalmente separadas de hecho y de derecho, y es una expresión ambigua mientras no se concretice qué se entiende por ambas cosas. De forma muy general, pero suficiente para este trabajo, entendemos por santidad una realización notable de la fe, de la esperanza y, sobre todo, de la caridad y de las virtudes que genera el seguimiento de Jesús. Entendemos por política aquella práctica dirigida a transformar estructuralmente la sociedad en la dirección del reino de Dios, en que se haga justicia a las mayorías pobres y oprimidas y en que éstas encuentren vida y salvación histórica. Relacionar ambas cosas supone una doble novedad. La primera consiste en presentar un nuevo ámbito para la santidad como posible y necesario. A lo largo de la historia de la Iglesia se ha presupuesto que ese ámbito es la ascesis personal, la contemplación, el ejercicio de la caridad en su forma asistencial o promocional. En la actualidad, debido a la toma de conciencia de la miseria y opresión de las mayorías y a los procesos de liberación que se han desencadenado en el Tercer Mundo (con sus analogías en el Primer Mundo en resistencia a las dictaduras, en esfuerzos de democratización, etcétera), el ámbito de lo político aparece para los cristianos como ámbito para la san* Publicado en Concilium 183 (marzo de 1983), pp. 335-344, número monográfico dedicado a «El martirio hoy». 1 Sobre la temática general de este artículo, cfr. L. BOFF, La fe en la periferia del mundo, Sal Terrae, Santander 1981, pp. 209-262; véase también el número monográfico dedicado a «Espiritualidad de la liberación», en Christus 529/530 (México, 1979-1980), pp. 529 s.
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tidad, que no excluye otros posibles ámbitos, pero que se ofrece como una posibilidad e históricamente como una necesidad, según los signos de los tiempos. La segunda novedad, más reciente y surgida de la propia experiencia del compromiso político de los cristianos, es que no se trata ya de relacionar sólo fe y política, cristianismo y política, de analizar su compatibilidad teórica, la exigencia del compromiso político en nombre de la fe, sino de relacionar santidad y política. Esto se debe, creemos, a una doble constatación: a) para mantener una vida cristiana política no basta con la lucidez teórica sobre su posibilidad y legitimidad, sino que se necesita la realización notable de valores específicamente cristianos; b) una realización santa de la acción política es necesaria para evitar los subproductos negativos inherentes a ésta e incluso para potenciarla en su eficacia histórica. La política ofrece hoy, por tanto, una materialidad para la santidad, y la santidad permite una acción política más humanizadora para quien la realiza y para el proyecto político que se impulsa. Esto es lo que pretendemos mostrar a continuación, a partir de la realidad existente de este tipo de santidad y no sólo de un análisis meramente conceptual. 2.
Una santidad que exige la política «Una religión bien profundizada conduce a los compromisos políticos y tiene que crear conflictos en un país como el nuestro, donde impera la injusticia social» (Mons. Romero, 15-2-1980)2.
1. El desarrollo de la santidad cristiana presupone siempre que es respuesta a la voluntad de Dios. Esta puede ser diferenciada con relación a las personas concretas, pero debe incluir esencialmente lo que es clara voluntad de Dios en un determinado momento de la historia. En la actualidad, como lo recuerdan Medellín y Puebla, esa voluntad primaria de Dios es que las mayorías pobres tengan vida, que «construyan casas y las habiten, planten viñas y coman de sus frutos» (Is 65,21); negativamente, que desaparezcan la miseria y opresión de millones de seres humanos, la constante privación de su dignidad, la espantosa violación de sus derechos, las masacres, éxodos masivos, 2 Mons. Romero elaboró su pensamiento sobre este punto en «La dimensión política de la fe desde la opción por los pobres», publicado en J. SOBRINOI. MARTIN BARO-R. CARDENAL, La voz de los sin voz, San Salvador 1980, pp. 183-193.
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capturas, torturas y asesinatos. La respuesta a esa voluntad primaria de Dios es un específico tipo de amor a los hombres que no agota otras formas del amor, pero que es irreductible a aquéllas: amar a los hombres más privados de vida y trabajar para que lleguen a tenerla; en palabras de Mons. Romero, «defender lo mínimo, que es el máximo don de Dios: la vida». A ese amor, que es a la vez respuesta a la voluntad de Dios y al ingente dolor de la humanidad actual, es al que llamamos amor político. Ese amor político tiene unas características específicas que lo diferencian de otras formas del amor. En primer lugar, supone una metanoia para ver la verdad del mundo tal cual es, en las manifestaciones visibles de la muerte y sus causas estructurales, que se ocultan y buscan ocultarse, para ver en esa muerte generalizada el hecho mayor y el problema más grave de la humanidad, lo que más cuestiona el sentido de la historia y del hombre, para no aprisionar la verdad de las cosas con la injusticia (Rom 1,18). Supone las entrañas de misericordia ante el dolor no acallado ni acallable de las mayorías oprimidas, el «misereor super turbas» de Jesús. Supone la conciencia de responsabilidad ante la pregunta «¿qué has hecho de tu hermano?» (Gn 4,9 s) y de corresponsabilidad hacia su suerte y destino; en esta corresponsabilidad, además, puede el hombre llegar simplemente a serlo recobrando su dignidad en la participación del dolor de la humanidad. El amor político busca ser eficaz. Debe ser, por ello, proporcionado a la muerte que se quiere erradicar y a la vida de los pobres que se quiere implantar. Para entender la eficacia que se busca hay que tener en cuenta en primer lugar a los destinatarios de ese amor. Estos son los pobres considerados como colectividad, grupo o clase social; en cualquier caso, no es el individuo pobre, sino la polis, el mundo de los pobres. Son, además, los pobres materiales; lo que hay que erradicar, por tanto, no es sólo la indignidad interior a la que están sujetos, sino la pobreza material. Además, los pobres, a causa de los poderosos y en contradicción con ellos, son dialécticamente pobres y, por su misma existencia, conflictivos3. El amor político que quiere transformar la situación de esos pobres debe tener sus mecanismos específicos, distintos de los de otras formas del amor; debe buscar una eficacia estructural. Para ello debe denunciar la opresión y desenmascarar sus causas estructurales, abo1
Cfr. I. ELLACURIA, «Los pobres, lugar teológico en América Latina», en Diakonia 21 (Managua 1982), pp. 41-57.
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gar por sus derechos básicos, humanos, sociales y políticos, propiciar los cambios estructurales «urgentes y audaces», como decía Pablo VI. j> Debe ver además en los pobres no sólo a los destinatarios de una acción política benéfica, sino también —sobre todo en los actuales momentos de muchos países del Tercer Mundo— a los gestores de su propio destino como pueblo, quienes luchan por su liberación, llevan la mayor carga en esa lucha y la orientan objetivamente a la creación de una nueva sociedad. Por esa razón, el amor político debe también llevar a participar —aunque las formas puedan ser diversas— en la lucha de los pobres, que alcanza el nivel ideológico y social, pero también el nivel político y —en casos verdaderamente límite— el militar4. 2. Ese amor político es la materia fundamental de la santidad política. Pero además, la práctica del amor político ofrece un cauce estructural que propicia virtudes específicas, más difícilmente conseguibles en otros cauces. Propicia una ascesis específica que remite a la ascesis fundamental cristiana: la kénosis y el abajamiento al mundo de la pobreza y de los pobres, como despojo de uno mismo; la ascesis necesaria para la denuncia y el desenmascaramiento, para mantener la paciencia histórica y la solidaridad con los pobres. Propicia el crecimiento de una fe y una esperanza maduras que, de mantenerse y crecer, lo hacen desde el lugar que supone para ellas su máxima tentación. Propicia la creatividad cristiana (pastoral, litúrgica, teológica, espiritual), que se genera desde el abajo de la historia. Propicia, sobre todo, quasi ex opere operato, la persecución. La profecía de Jesús se cumple en esto inexorablemente. Un amor político, a diferencia de otras formas del amor, desencadena el específico sufrimiento de la persecución por parte de todos los poderes de este mundo. No cualquier tipo de cristianos, pero sí los cristianos políticos, son atacados, difamados, amenazados, expulsados, capturados, torturados y asesinados. Esta persecución verifica que ha habido un amor fundamental; mantenerse en ella significa un notable ejercicio de la fortaleza cristiana y un notable testimonio de la fe. Si la persecución lleva a ofrendar la propia vida, si en esa ofrenda está presente el amor a las mayorías pobres que originó todo el proceso del amor político, entonces la ofrenda de la vida se convierte en martirio. Con ello se da el testimoCfr. cartas pastorales de Mons. Romero en La voz de los sin voz (cit.), pp. 93-172; para su tratamiento de la violencia, cfr. ibid., pp. 113-119, 156-159, 435-445.
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nio del mayor amor a los pobres y se testimonia también objetivamente al Dios de la vida. Su muerte es por causa de la justicia; pero, explíc^a o anónimamente, por causa de la justicia de Dios. Por ello se debe hablar de martirio. Una cosa es, ciertamente, que todos y cada uno de los que han caído o han sido asesinados por causas políticas sean perfectos en todos los órdenes de la vida cristiana; pero otra cosa sería negar el amor fundamental y mayor en quienes dan la vida. Como decía monseñor Romero a propósito de un sacerdote asesinado: «Para mí que son verdaderamente mártires en el sentido popular. Son hombres que han predicado precisamente esa incardinación con la pobreza. Son verdaderos hombres que han ido a los límites más peligrosos, donde se puede señalar a alguien y se termina matándolos como mataron a Cristo» (23-9-1979)5. La masividad de estas muertes es, en último término, lo que no sólo permite hablar apriori de la posibilidad de una santidad política, sino lo que fuerza a hablar de ella a posteriori. Si tanta sangre derramada de obispos, sacerdotes, religiosas, catequistas, delegados de la palabra y también de cristianos que son campesinos, obreros, sindicalistas y combatientes, no convenciera de que lo político es un ámbito propio para la santidad; más aún, de que en la actualidad la santidad pasa normalmente por lo político, no habría discurso teológico capaz de convencer de ello6. Pero quien no se convenciera, al menos ante algunos casos evidentes, tampoco podría interpretar la muerte de Jesús como la muerte del justo, sino que sólo le quedaría la alternativa de interpretarla como la muerte de un blasfemo y subversivo, tal como deseaban los poderosos de su tiempo. 3. Esta santidad política es la que hoy da estructuralmente testimonio de la santidad de Dios en su formalidad encarnatoria. Dios es el misterio santo y, en cuanto misterio, el que siempre está más allá del hombre y de la historia; de ahí que se haya llegado a definir la esencia de la santidad como separación y distanciamiento de lo profano. Pero desde Jesús esto debe ser corregido. 5
Cfr. J. HERNÁNDEZ PICO, «El martirio hoy en América Latina: escándalo, locura y fuerza de Dios», en Concilium 183 (marzo de 1983), pp. 366-375; J. SOBRINO, Resurrección de la verdadera Iglesia, Sal Terrae, Santander 1981, pp. 177-209, 243-266; «Persecución a la Iglesia en Centroamérica», en Estudios Centroamericanos (ECA) 393 (San Salvador 1981), pp. 645-664. 6 Sobre la problemática de los combatientes como posibles mártires, cfr. J. HERNÁNDEZ PICO, art. cit.; J. SOBRINO, op. cit., pp. 197 ss.
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El Dios que es misterio santo se ha acercado al hombre, ha roto la simetría de ser posiblemente salvación o condenación. Y ese acercamiento es doblemente escandaloso: es acercamiento del misario de Dios y es acercamiento parcial a los pobres y oprimidos. Porque los ama {Puebla, n. 1142), Dios ha salido en su defensa, lucha contra los ídolos de la muerte y se muestra claramente como el Dios de la justicia que quiere en verdad la vida de los pobres. En eso consiste desde Jesús la nueva y escandalosa santidad de Dios: en acercarse salvíficamente a los pobres y llegar a compartir su misma suerte en la cruz de Jesús. Eso es, en último término, lo que hoy dice con más claridad el santo político. Este no pretende más que repetir el gesto de Dios de acercarse liberadoramente a las mayorías pobres y asumir el destino de ese acercamiento. Por esa última razón teológica, la santidad política es una posibilidad e, históricamente, una necesidad. No hay otra manera de decir hoy al mundo que Dios ama en verdad a las mayorías pobres. 3.
Una política que exige santidad «Yo creo, hermanos, que los santos han sido los hombres más ambiciosos. Eso es lo que yo ambiciono para todos ustedes y para mi: que seamos grandes, ambiciosamente grandes, porque somos imágenes de Dios y no nos podemos contentar con grandezas mediocres» (Mons. Romero, 23-9-1979).
1. El ámbito de lo político es necesario para la santidad, pero sigue siendo un ámbito creado; es, por tanto, un ámbito limitado, que ofrece su propia tentación y tiende a su propia pecaminosidad, porque, sobre todo, en él está implicado el uso del poder. Existen limitaciones históricas —no necesariamente éticas— para mantener en un justo proyecto político para los pobres la simultaneidad de revolución y reconciliación, justicia y libertad, nuevas estructuras y nuevos hombres, ideal mesiánico y la realidad que lo mitiga. Existe además, ahora ya al nivel ético, la propia concupiscencia actuante en quien, aun con la intención anteriormente descrita, practica la acción política. Por su misma naturaleza, ésta puede tentar, en mayor o menor medida, a sustituir la liberación de los pobres por el triunfo de lo que se ha convertido en causa propia, personal o grupal, el dolor de los pobres por la pasión que genera la política, el servicio por la hegemonía, la verdad por la propaganda, la humildad por la
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prepotencia, la gratuidad por la superioridad ética. Existe el peligro de absolutizar una de las esferas de la realidad en que más se desarrolla la lucha por la liberación (social, política o militar), abandonando otras esferas importantes de la realidad —también del pueblo pobre— que tarde o temprano se vengan de la absolutización. Existe, por último, la dificultad de mantener el amor político antes descrito hasta sus últimas consecuencias, por los conflictos en que introduce y los riesgos que genera. Esta limitación y concupiscencia del ámbito político para nada quita validez y necesidad a que sea ámbito para la santidad; también los otros ámbitos (ascesis personal, oración, práctica de la caridad) —cosa que no se suele recalcar suficientemente— son limitados y con su propia concupiscencia. Pero apuntan a la necesidad de vivir lo político con espíritu para que el amor político sea y se mantenga como amor y los proyectos políticos liberadores se mantengan siempre abiertos al reino de Dios. 2. Esa necesidad es hoy constatada históricamente; pero no sólo —aunque también— porque la necesidad de espíritu le venga al hombre por el mero hecho de serlo y en cualquiera de los ámbitos de su práctica, sino porque así lo exigen los cristianos que más honradamente practican el amor político. También en la acción política se necesita el espíritu de Jesús y en aquellas áreas que más tienen que ver con lo político. Se necesita la limpieza de corazón para ver la verdad de las cosas, analizar con sinceridad éxitos y fracasos en las luchas y proyectos de liberación, mantener como criterio de acción lo que más convenga a las mayorías pobres, superar la tentación del dogmatismo, tan cercana al quehacer político. Se necesita la búsqueda de la paz aun en medio de la necesaria lucha, sin hacer de la violencia (aun cuando ésta sea justa y legítima) una mística, ni depositar en ella toda la confianza para resolver los problemas objetivos, ni ignorar otros medios de lucha más pacíficos con anterioridad y simultáneamente a la lucha armada. Se necesitan entrañas de misericordia para no relativizar desproporcionadamente el dolor del pueblo y reducirlo a necesario costo social, para no cerrar futuro al enemigo, para no ahogar la difícil posibilidad del perdón y la reconciliación. Se necesita la humildad de saberse en el fondo «siervos inútiles», también pecadores, para mantener la gratuidad en la acción, pedir fuerza en la dificultad y llevar a cabo la liberación como un perdonado.
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3. Ese espíritu es la santidad, que exige la acción política para mantenerse y crecer como amor. Su realización es difícil personalmente y utópica estructuralmente. Pero no por ello esa santidad es idealista; más aún, es eficaz históricamente. Esa santidad en lo político es lo que hoy da testimonio de la santidad de Dios en su formalidad escatológica. El Dios cercano del que antes se hablaba sigue siendo el Dios transcendente a la historia, pero no como puro más allá, sino como principio utópico. En cuanto utopía, su realidad no es nunca adecuadamente realizable; pero, en cuanto principio, inicia realidades históricas. La reserva escatológica no relativiza por igual todas las realidades históricas y todas las acciones políticas, sino que es la verdadera reserva de la historia para que ésta dé más de sí y la acción política tenga siempre un norte hacia donde deba orientarse. El santo político es el que una y otra vez echa mano del ideal del reino de Dios y del Dios del reino para configurar la historia y su propia práctica. A pesar de su dificultad, mantiene siempre la ultimidad de la primariedad de la vida, de la justicia, de la necesaria lucha, de las necesarias revoluciones y reformas estructurales; pero mantiene también la necesidad de la plenificación de la vida, de la verdad y la libertad, de la reconciliación, de cambiar el corazón del hombre. Mantiene además la aún más difícil simultaneidad de ambos tipos de ideales. Esta santidad consiste en repetir en la historia el gesto del Dios, que es santo escatológicamente. Es necesaria para que el cristiano mantenga su especificidad en la acción política, pero también para que ésta sea más eficaz y con más dificultad sucumba a sus tentaciones. A la corta, esta santidad puede parecer una remora, por dedicar energías a lo que no es puramente acción política, y puede parecer idealista por su intrínseca dificultad. Pero a la larga es fructífera también históricamente, como lo demostró ejemplarmente monseñor Romero7. Con su palabra y ejemplo introdujo espíritu en la realidad y en la lucha del pueblo salvadoreño; con ello lo hizo más decidido a su liberación, más eficaz políticamente y más atento a cualquier desviación de la acción política que no tomase absolutamente en serio el beneficio de las mayorías pobres.
7 Cfr. I. ELLACURIA, «El verdadero pueblo de Dios según Mons. Romero», en ECA 392 (1981). pp. 529-554.
PERl-'lL DE UNA SANTIDAD POLÍTICA
4.
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Necesidad e importancia de la santidad política
Los santos políticos son una realidad. Los pueblos que sufren reconocen como santos a quienes por amor se encarnan en lo político, y sólo reconocen como santos de hoy a quienes asumen el riesgo de esa encarnación. Esto se podrá hacer —y la ofrenda de la vida les otorga su última justificación— de diversas formas: en el trabajo pastoral de las cuatro misioneras estadounidenses Maura, Ita, Jean y Kathy, en el trabajo ministerial de monseñor Romero o, en caso límite, en el compromiso explícitamente revolucionario de Gaspar García Laviana. En la actualidad, además, habrá que hablar no sólo de santos individuales, sino de colectividades de pobres, de pueblos enteros que participan de la santidad política cuando luchan por la liberación de los pobres, cuando llenan de espíritu cristiano esas luchas y cuando, en cualquier caso, participan de la suerte del Siervo de Yahvé en su misma materialidad de pueblos crucificados. Esa santidad admite, por supuesto, diversos grados; no tiene por qué coincidir con lo que la Iglesia entiende todavía por santidad en los procesos de canonización, y en el fondo sólo Dios conoce la medida del amor real de estos nuevos santos. Pero nada de ello debe hacer ignorar este hecho nuevo, sorprendente y masivo, ni dejar de valorarlo en toda su importancia. La santidad política es hoy históricamente necesaria para que los pobres capten la buena noticia y la historia se encamine hacia el reino de Dios dando más de sí. Es importante además para la Iglesia misma, para que en su interior recobre la verdad del evangelio y haga de éste fundamento de su misión y para que al exterior tenga y mantenga la credibilidad que, en la humanidad actual, sólo le otorgará un amor eficaz a los pobres. Sólo de esta forma, además, encarará el reto que supone para el futuro de la fe la aparición de otras instancias salvadoras de los pobres que no aceptan o no explicitan al Dios de Jesucristo.
Mantener la santidad política en los dos aspectos considerados y su simultaneidad es difícil. Pero es una necesidad actual y, sin ningún matiz falsamente espiritualista, un don de Dios. Así lo vio monseñor Romero. Unas frases suyas pueden servir mejor que muchos análisis para entender qué es la santidad política, cómo asegurarla y cómo agradecerla:
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«Me alegro, hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida precisamente por su opción preferencial por los pobres y por tratar de encarnarse en el interés de los pobres» (15-7-1979). «Seria triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo» (24-6-1979).
ESPIRITUALIDAD DE LA PERSECUCIÓN Y DEL MARTIRIO * PERSEGUIDOS Y ASESINADOS POR EL REINO DE DIOS EN CENTROAMERICA Nombre
Nacionalidad
Ministerio
Lugar
Fecha
Panamá
09.06.71. 25.06.75.
Héctor Gallego* Iván Bethancourt Jerome Cypher
Colombiano Colombiano Estadounidense
Sac. Diocesano Sac. Diocesano Sac. Franc. Conv.
Guillermo Woods Rutilio Grande Alfonso Navarro Hermógenes López Francisco L Espinoza Ernesto Barrera Octavio Ortiz
Estadounidense Salvadoreño Salvadoreño Guatemalteco Nicaragüense Salvadoreño Salvadoreño
Sac. Maryknoll Sac. Jesuíta Sac. Diocesano Sac. Diocesano Sac. Diocesano Sac. Diocesano Sac. Diocesano
Rafael Palacios Almo N. Maclas Osear Arnulfo Romero Conrado de la Cruz Walter Woerdeckers José M . ' Grau Cirera Cosme Spezzotto Faustino Villanueva
Salvadoreño Salvadoreño Salvadoreño Filipino Belga Español Italiano Español
Sac. Diocesano Sac. Diocesano Arzobispo Sac. Reí. CCM Sac. Reí. CCM Sac. Reí. MSC Sac. Franciscano Sac. Reí. MSC
José Othmaro Cáceres Manuel A. Reyes Ernesto Ábrego* Marcial Serrano Ita Ford Maura Clark .....
Salvadoreño Salvadoreño Salvadoreño Salvadoreño Estadounidense Estadounidense
Sem. Diácono Sac. Diocesano Sac. Diocesano Sac. Diocesano Hna. Maryknoll Hna. Maryknoll
Dorothy Kazel Jean Donovan Silvia Arrióla Juan Alonso Fernández Carlos Gálvez Galindo Marco Tulio Maruzzo Stanley Rotfier
Estadounidense Estadounidense Salvadoreña Español Guatemalteco Italiano Estadounidense
Hna. Maryknoll Misión, seglar Religiosa Sac. Reí. MSC Sac. Diocesano Sac. Franciscano Sac. Diocesano
El Salvador El Salvador El Salvador Guatemala
Carlos Pérez Alonso* John David Troyer Victoria de la Roca Carlos R. Morales López James Miller
Español Estadounidense Guatemalteca Guatemalteco Estadounidense
Sac. Jesuita Sac. Diocesano Hna. Bethlemita Sac. Dominico Hno. La Salle
Guatemala Guatemala Guatemala Guatemala Guatemala
Honduras Honduras Guatemala El Salvador El Salvador Guatemala Nicaragua El Salvador El Salvador El Salvador El Salvador El Salvador Guatemala Guatemala Guatemala El Salvador Guatemala El Salvador El Salvador El Salvador El Salvador El Salvador El Salvador
Guatemala Guatemala Guatemala
26.06.75. 20.11.76. 12.03.77. 11.05.77. 30.06.78. 20.09.78. 28.11.78. 20.01.79. 20.06.79. 04.08.79. 24.03.80. 01.05.80. 12.05.80. 04.06.80. 14.06.80. 10.07.80. 25.07.80. 07.10.80. 23.11.80. 28.11.80. 02.12.80. 02.12.80. 02.12.80. 02.12.80. 17.01.81. 15.02.81. 14.05.81. 02.07.81. 28.07.81. 02.08.81. 17.09.81. 06.01.82. 20.01.82. 14.02.82.
y muchos otros agentes de pastoral y misioneros laicos, delegados y celebradores de la Palabra, catequistas, sacristanes, trabajadores de Caritas y de grupos de derechos humanos; muchos hermanos protestantes, pastores y ministros, diáconos y predicadores; innumerables campesinos, indígenas, obreros, estudiantes, maestros, periodistas, enfermeras, médicos, intelectuales, perseguidos y asesinados por el reino de Dios. * = desaparecido
* Publicado en Misiones Extranjeras 75 (mayo-junio 1983), pp. 315-328.
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1.
LIBERACIÓN CON ESPÍRITU
Una espiritualidad necesaria
Entendemos por espiritualidad de la persecución y del martirio el espíritu con que se deben vivir ambas realidades para que éstas puedan ser afrontadas en su dificultad y para que, cristianamente vividas, puedan generar nuevos frutos de vida cristiana. Antes de desarrollar el tema hagamos algunas breves aclaraciones previas. 1) En este trabajo nos concentramos en el espíritu del sujeto (individual o grupal), es decir, en las actitudes y virtudes subjetivas que permiten afrontar con lucidez y fortaleza la persecución y el martirio y hacer a ambos cristianamente fructíferos. No analizamos, pues, aunque algo mencionaremos, la realidad objetiva de la persecución y el martirio1. 2) Al hablar de espíritu nos referimos, por supuesto, al espíritu cristiano, que en sus líneas generales es ya conocido con anterioridad a la persecución y al martirio, pero que alcanza su plenitud, en cuanto cristiano, precisamente en ambas realidades; se va conociendo en la medida en que se va realizando. 3) Aunque el espíritu sea una realidad del sujeto, aquél está relacionado con la realidad objetiva de la persecución y del martirio. La espiritualidad, por consiguiente, tanto en sus contenidos como en su intensidad, no es totalmente autónoma o intencional, sino que se desarrolla en estrecha relación con su objeto real. 4) Consideramos la persecución y el martirio en unidad. El martirio no es visto como algo puntual, sino como culminación de la persecución, y la persecución es vista como preparación y modo incipiente de martirio. De aquí en adelante hablaremos de la espiritualidad de la persecución. 5) Al hablar de la persecución nos referimos directamente a lo ocurrido en Centroamérica en los últimos años, pero que ha sido y sigue siendo una realidad en muchas otras partes de América Latina y del tercer mundo. Con ello nos referimos sólo a un tipo de persecución, pero que es importante, generalizado y —en nuestra opinión— el que más se asemeja a la persecución a Jesús.
' Para un análisis más elaborado de la persecución y el martirio en su realidad histórica y en su significado teológico, pueden verse nuestros trabajos «Persecución a la Iglesia en Centroamérica», en Estudios Centroamericanos (ECA) 393 (julio 1981), pp. 645-664; Resurrección de la verdadera Iglesia, Sal Terrae, Santander 1981, pp. 177-209, 243-266.
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Hechas estas aclaraciones, lo primero que hay que afirmar de la espiritualidad de la persecución es que es una necesidad, no sólo porque así, en principio, lo afirma el NT, sino porque de hecho existe la persecución como hecho masivo y siguen existiendo sus causas históricas. 1.1. El cuadro presentado al comienzo de este escrito2 habla por sí solo. Si a ello añadimos los sacerdotes, religiosas y religiosos, catequistas y delegados de la palabra y simples fieles cristianos que han sido amenazados, difamados, expulsados, encarcelados y torturados; los templos, residencias privadas, imprentas, librerías, colegios, curias que han sido cateadas, ametralladas, dinamitadas y saqueadas, entonces la persecución y el martirio aparecen como una realidad masiva y cruel, selectiva y a la vez generalizada en los últimos años. Estos hechos, además, no se explican adecuadamente sólo por la deformación o maldad de los perseguidores, sino que tienen causas estructurales que los hacen también necesarios. Una Iglesia fiel a los impulsos del Vaticano II y, sobre todo, de Medellín no tardó en ser vista como una amenaza a los intereses de los poderosos, porque: a) esa Iglesia ha denunciado la injusticia estructural y la violencia institucionalizada y ha desenmascarado —y así deslegitimado religiosamente— los principios económicos, sociales y políticos vigentes; y b) porque ha defendido las esperanzas de los pobres en su liberación y les ha defendido y animado a organizarse para conseguirla. Los poderosos han intentado por diversos medios neutralizar a esa Iglesia o convencerla de su error, haciéndola volver a una misión más espiritualista y defensora del mundo occidental y sus valores religiosos, o propiciando la proliferación de movimientos religiosos alienantes. Pero cuando esto no ha tenido efecto, entonces han pretendido simplemente eliminar a esa Iglesia. De ahí que la persecución no se haya dirigido a todos los cristianos por igual, sino a los que ponen en peligro el status quo. De ahí también que la persecución no haya tomado por lo general la forma de medidas legales contra la Iglesia como institución, a la que siempre interesa tener a favor, sino la forma de medidas fácticas contra sus miembros, lo que permite además negar que exista persecución. 2
Publicado en Carta a las Iglesias (Servicio Informativo del Centro Pastoral de la Universidad Centroamericana, San Salvador), n. 33 (1-16 de enero de 1983), p. 7.
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La misma Iglesia ha comprendido los ataques y asesinatos en las categorías de persecución y martirio por fidelidad a la verdad de la Iglesia, con lo cual se refuerza la necesidad de la persecución si la Iglesia no quiere dejar de ser —cosa que nunca dirá— la verdadera Iglesia de Jesucristo. Así lo afirmaron Mons. Romero y Mons. Rivera en El Salvador y muchos otros obispos; y así lo afirman, sobre todo, los mismos cristianos perseguidos. Puebla habla también de «persecuciones y muertes» (nn. 92, 668, 1138) —presupuestas como algo bueno y provenientes de la misión verdadera de la Iglesia— y aduce como causas históricas «el testimonio de la misión profética, la defensa de la dignidad humana, los compromisos concretos con los pobres» (ibíd.). La raíz última de la persecución está en la solidaridad con los pobres —que son los primeros y más duramente perseguidos—, que lleva a participar en su destino. Así lo dijo Mons. Romero: «La verdadera persecución se ha dirigido al pueblo pobre, que es hoy el cuerpo de Cristo en la historia. Ellos son el pueblo crucificado como Jesús, el pueblo perseguido como el siervo de Yahvé. Ellos son los que completan en su cuerpo lo que falta a la pasión de Cristo. Y por esa razón, cuando la Iglesia se ha organizado y unificado recogiendo las esperanzas y las angustias de los pobres, ha corrido la misma muerte de Jesús y de los pobres» (Discurso de Lovaina, 2 de febrero, 1980). 1.2. Junto a la actual necesidad histórica de la persecución hay que considerar su necesidad teológica a priori, tal como aparece ya en el NT. En el primer escrito del NT, Pablo dice a los atribulados cristianos: «También vosotros habéis sufrido de vuestros compatriotas las mismas cosas que ellos de parte de los judíos; éstos son los que dieron muerte al Señor y a los profetas y los que nos han perseguido a nosotros... Pues sabéis bien que ése es nuestro destino. Cuando estábamos con vosotros os predecíamos ya que nos esperaban dificultades, y sabéis que así ocurrió» (1 Tes 2,14 s.; 3,2 s.). Pronto, pues, quedó establecida la necesidad de la persecución, y además quedó establecida —y con ello radicalmente— a partir del destino de Jesús. Los cristianos serán perseguidos, pues «no está el discípulo por encima de su maestro» (Mt 10,24), «si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,20). Con ello se
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afirma que la fidelidad a Cristo produce la persecución; lo cual quiere decir que en el mismo Cristo existe una conflictualidad también en el presente, que el conflicto no sólo fue el destino histórico de Jesús, sino lo que sigue provocando Cristo después de su resurrección. En breves palabras, se universalizó la conflictualidad de Cristo como «signo de contradicción» (Le 2,34), con lo cual los cristianos no se sorprendieron al menos de sus persecuciones y encontraron la clave teológica para comprenderlas «por causa de Cristo». Pero esta universalización de la raíz de la persecución, el conflicto que el mismo Cristo provoca, no puede hacer ignorar lo que originó la persecución concreta de Jesús ni dejar de considerar ese tipo de persecución como la persecución cristiana por antonomasia ni minusvalorar, por lo tanto, las persecuciones actuales que tienen el mismo origen. Jesús fue perseguido por el anuncio de una buena noticia a los pobres y el servicio a su realización, lo cual le llevó a las controversias, denuncias, desenmascaramientos y anatemas hacia los poderosos y, en definitiva, a ser ajusticiado. De ahí que la primera interpretación histórica de su muerte —antes de otras teologizaciones más universalizantes— fuera hecha a partir del destino de los profetas (1 Tes 2,14); y de ahí también que la misma persecución de los cristianos fuera interpretada a partir de los profetas (Mt 5,12). La persecución fue vista desde la práctica de Jesús en favor del reino, y su necesidad fue vista en la violencia que a ese reino hacen los antirreínos de este mundo. 1.3. Lo dicho hasta ahora muestra que la persecución es un hecho masivo actual y que sus raíces históricas, todavía persistentes, la hacen necesaria si la Iglesia y los cristianos quieren hacer realidad su misión en fidelidad al seguimiento de Jesús y en solidaridad con los pobres. De ahí se deducen ya algunos elementos de la espiritualidad de la persecución, previos en cierto modo al espíritu con que hay que vivir la persecución en sí misma, pero importantes. a) Dado el hecho y las raíces de la persecución, su espiritualidad es en primer lugar necesaria y no optativa, pues la exige en principio el NT, y a posteriori la exige la realidad expuesta: es real y no intencional —como ha podido ser práctica de almas piadosas—, pues no se trata de un deseo sin objeto verosímil, sino de responder a una realidad objetiva, sea deseada o no. Pertenece a esta espiritualidad comprender la persecución como algo importante, central y globalizante. Esta espiritualidad no es, por lo tanto, regional, como si afectase a una entre varias realidades, sino
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central, porque afecta a lo central de la historia y de la fe del cristiano, y globalizante, porque configura la espiritualidad de otras áreas de la vida. Es importante porque afecta al núcleo cristiano de la santidad; no porque se busque la persecución para la propia santidad, sino porque acaece por la solidaridad con los pobres y para su bien. A través de estas reflexiones sólo queremos hacer una afirmación fundamental: la espiritualidad de la persecución es una exigencia de la misma realidad, y por ello a esa espiritualidad le compete la disponibilidad a la persecución. Se trata, por lo tanto, de aceptar en serio la posibilidad y la realidad de la persecución, de alguna forma y en algún grado, como ingrediente esencial de la vida cristiana, de modo que si la persecución no estuviese presente de ninguna forma y en ningún grado, el cristiano y las Iglesias se preguntaran al menos por qué, e hicieran de esa pregunta algo fundamental. b) La persecución no ocurre de repente, sino cuando se han dado pasos previos; en concreto, la encarnación en el mundo de los pobres y su defensa. Condición necesaria para la disponibilidad a la persecución es la disponibilidad a los pasos previos y la lucidez para que éstos lleven a aquélla. En esos pasos previos hay una ultimidad no ulteriormente analizable; por otra parte, su motivación es, en definitiva, argumentable, aunque puedan formularse muchos argumentos. Se trata en ellos simplemente de ser honrado con la realidad del mundo, de que el mundo de los pobres exprese la más profunda verdad de este mundo, de que en ese mundo se participe de la verdad de la humanidad, de que defendiendo a los pobres se responda con verdad a la exigencia de la realidad. La espiritualidad de la persecución supone, por lo tanto, tener y mantener esa honradez con nuestra realidad, a pesar de las dificultades prácticas que esa honradez genera —la misma persecución— y de las dificultades que pueden ser expresadas teóricamente, como si la suerte de injusticia, miseria y muerte de la humanidad no fuese ya su dato más llamativo o como si, aun aceptándola, el tratar de remediarla no fuese la más urgente tarea o la que siempre debe ser intentada. Esta actitud de honradez puede ir acompañada también de otras muchas actitudes y motivaciones psicológicas (desencanto de una sociedad burguesa y consumista, ingenuidad, deseo de notoriedad y, tal vez, el deseo de acallar el propio dolor que es producido por el dolor de los pobres, la compasión hacia ellos, etcétera); pero lo fundamental está en la honradez que las subyace. Dicho teológicamente, se tra-
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ta de ser honrados con el primer juicio de Dios, que condena a este mundo de pecado y de muerte, y con la primera voluntad de Dios de liberarlo de la miseria, la injusticia y la muerte. Una espiritualidad de la persecución supone, por lo tanto, la activa disponibilidad hacia ella por honradez básica para con la realidad. Esa honradez es, a su vez, mediación para captar honradamente la realidad de Dios y de Jesús y para responder honradamente a sus exigencias. 2.
Una espiritualidad teologal
Cualquier tipo de espiritualidad debe ser últimamente teologal, porque cualquier realidad que pueda y deba ser vivida con espíritu puede y debe remitir a Dios. Al hablar de la espiritualidad de la persecución, sin embargo, decimos que es teologal en un sentido más preciso. Por la misma realidad del objeto sobre el que conversa, el hombre se ve más directamente confrontado con Dios, a) en lo que éste tiene de ultimidad y b) en lo que en él hay de paradoja y escándalo, aunque, superados éstos, se confronte también con lo positivo de Dios, su bondad y amor. Con esto queremos decir que a la espiritualidad de la persecución le es directamente esencial la realización de las tres virtudes teologales: fe, esperanza y amor. Estas son exigidas para mantenerse en la persecución, y la persecución vivida con espíritu las potencia. 2.1. Por su misma naturaleza, la persecución y el martirio confrontan al hombre con la vida y la muerte propias, con la muerte y las esperanzas de vida de los otros; con lo cual se ve confrontado con cosas verdaderamente últimas. Pero además, en la realidad concreta de la persecución y el martirio, el hombre se ve confrontado con la paradoja de que para dar vida hay que dar de la propia vida y aun la propia vida, y con el escándalo de que, frecuentemente, el dar la vida no genera sin más la vida para otros y, más radicalmente, que al justo le va mal. La llamada pregunta por lo último, por Dios, por el sentido de la vida y de la historia, se impone por sí misma sin necesidad de ser inducida ni reducida a la pregunta por Dios y por lo último que el mismo hombre es por el mero hecho de ser creatura. Y se impone también por sí misma la pregunta por el modo correcto de cómo relacionarse con Dios y con lo último. De la radicalidad de las preguntas se deduce también que las respuestas poseen una especial radicalidad.
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Insistiendo ahora en lo que de paradójico y escandaloso hay en la ultimidad cristiana de Dios, hay que recordar afirmaciones fundamentales del NT con las que necesariamente confronta la persecución y el martirio. En el NT se dice sobre el hombre que es dichoso el pobre, el que llora, el perseguido; que en la debilidad está la fuerza; que la esperanza es contra esperanza; que el que quiera ganar la vida debe estar dispuesto a perderla. Sobre Cristo se dice que fue constituido Señor a través del sufrimiento; que salvó al mundo padeciendo la suerte del siervo, que en la cruz escuchó el silencio del Padre. De Dios se dice que estuvo en la cruz entregando al Hijo, y que sólo al final —es decir, no todavía— será todo en todos. Así podrían ir citándose frases del NT que, si no son las únicas, sí son ciertamente centrales, y al margen de ellas la fe cristiana perdería parte de su originalidad específica; en cualquier caso, son las que resuenan con fuerza en una situación de persecución y martirio, y ante ellas hay que tomar postura. Es cierto que el cristiano que ya posee la fe las puede aceptar de antemano como verdaderas; y es comprensible que el cristiano inmerso en la persecución las complete con otras afirmaciones sobre el poder de Dios acaecido en la resurrección, para que la injusticia y la muerte no aparezcan como sin sentido, pues conducen a la justicia y a la vida. Pero nada de esto quita agudeza a esas frases cuestionantes. Históricamente, porque la experiencia da que no siempre la vida sigue a la muerte. Y teologalmente, porque la fe previa a la persecución puede ser verdadera y totalizante, incluyendo ya, por lo tanto, los elementos de respuesta a las preguntas; pero es una fe genérica con relación a la fe concreta que exigirá la persecución y, en cualquier caso, porque todavía no ha pasado lo que de prueba para la fe hay en la persecución. Es a través de la persecución y el martirio donde se va concretando, y así haciendo real, la fe (o la increencia), donde se va respondiendo positiva (o negativamente) a las preguntas últimas de los hombres por el sentido de la historia, de su vida y de Dios. Por eso la fe es también victoria, lo que llega a ser a través de una prueba. En cualquier caso, las respuestas que se exigen son teologales, positiva o negativamente; y son en verdad totalizantes, porque, por la misma naturaleza de la persecución y del martirio, la entrega que exigen —si la respuesta es positiva— no es sólo el sacrijicium intellectus, sino el sacrijicium vitae. 2.2. Las respuestas a la ultimidad con que confronta la persecución pueden ser variadas. Puede aparecer la resignación, la desespe-
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ranza, el cinismo o, por otra parte, la búsqueda de un optimismo científico que crea haber encontrado la dialéctica infalible para que de la muerte surja vida. Puede aparecer también el carpe diem, el «comamos y bebamos, que mañana viviremos» o cualquier versión del epicureismo. Pero queremos analizar ahora la respuesta creyente. Lo primero que hay que decir de ella es que su racionalidad no es previa a la respuesta, sino que en el hecho de responder se constituye como respuesta, y así afirma su verdad. Aceptar la persecución y el martirio como algo bueno es anterior a la formulación de su racionalidad. Por ello, muchas veces se puede formular esa aceptación en el lenguaje de la teología negativa, afirmando sencillamente «no poder ser de otra manera». En el fondo, ésa es la argumentación de Pedro cuando se dirige a los cristianos perseguidos, aunque en la totalidad del párrafo hay también teología positiva: «¿Quién os hará mal si fuereis celosos promovedores del bien? Y si, con todo, padeciereis por la justicia, bienaventurados vosotros. No los temáis ni os turbéis... Estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza... Que mejor es padecer haciendo el bien» (1 Pe 3, 13-17). Se expresa de esta forma que en último término, y a pesar de todo, mejor es dar la vida que guardársela, más fiel se es a la realidad objetiva y a la propia conciencia subjetiva aceptando la persecución que rehuyéndola. Para ese «no poder ser de otra manera», para esos hombres que hacen el bien y practican la justicia aunque por ello padezcan y, sin embargo, mantienen la esperanza, no hay ulterior justificación. Pero la no existencia de una ulterior justificación se debe no sólo a que el hombre no sabe encontrarla, sino a que el hombre ha tocado el fondo de la realidad y se ha relacionado con la realidad de Dios. Lo que se afirma, al afirmar que no puede ser de otra manera, es la ultimidad del amor, de la esperanza y de la fe. Vivir con espíritu la persecución y el martirio es dar absoluta supremacía al amor, probado en la misma persecución, pero declarado también por ello como algo absolutamente supremo. Ese amor, más allá de los deseos y los cálculos, realizados o fallidos, es lo que genera esperanza de que, a pesar y en contra de todo, el futuro es bienaventuranza. Con ese amor y esa esperanza camina el hombre por la historia, haciendo la experiencia de que con ellos se abre el camino, pero a la vez caminan-
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do hacia un lugar del cual no se está en posesión. Eso es precisamente la entrega de la fe. Amor, esperanza y fe son realidades últimas de los hombres y, por ello, exigidas cuando la persecución y el martirio les confrontan con lo último. Pero, por ser últimas, son también mediaciones de la correcta relación del hombre con Dios, son teologales. Con ese amor se corresponde a la última realidad amorosa y salvadora de Dios, con esa esperanza se acepta el futuro de Dios, con esa fe se respeta el-ser-Dios de Dios. En este sentido afirmamos que la espiritualidad de la persecución es teologal. La persecución y el martirio, por ser realidades en que aparece lo último de forma escandalosa y paradójica, sólo pueden ser afrontados con una espiritualidad teologal. Y ambas cosas, a su vez, posibilitan la realidad y el crecimiento de la relación teologal del hombre con Dios. 3.
Una espiritualidad fructífera
Al mencionar la honradez hacia la verdad, el amor, la esperanza y la fe, hemos mencionado ya la presencia de espíritu en la persecución, y además la presencia fundamental. Quisiéramos describir ahora algunas manifestaciones más concretas de ese espíritu que aparecen dialécticamente como exigidas y posibilitadas por la persecución. No argumentaremos a priori, sino narrando simplemente lo que ha ocurrido en El Salvador cuando la persecución se ha vivido con espiritu. Para ilustrarlo comenzaremos con algunas citas de Mons. Romero, aunque podrían aducirse muchísimas más de él mismo y de otros cristianos. Con esta descripción y lo dicho anteriormente se podrá lograr una visión de la espiritualidad de la persecución. a) Espíritu de fortaleza «Con este pueblo no cuesta ser buen pastor. Es un pueblo que empuja a su servicio a quienes hemos sido llamados para defender sus derechos y para ser su voz» (18.11.1979). «Quiero asegurarles a ustedes, y les pido oraciones para ser fiel a esta promesa, que no abandonaré a mi pueblo, sino que correré con él todos los riesgos que mi ministerio exige» (11.11.1979). «En lo personal, he sentido mucho agradecimiento por una bonita carta de las vendedoras del Cine México. Mandaron una aportación económica según sus pobrezas y dicen: 'Reciba nues-
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tras felicitaciones y que Dios siempre lo ilumine para seguir adelante en su empeño y amor en esta lucha por el pueblo salvadoreño'». Es evidente que la persecución exige fortaleza no sólo para llevar a cabo los duros trabajos del evangelio, sino para realizarlos en medio de una dureza creciente y amenazante en la que al cristiano le puede ir la propia vida. La fuente de esa fortaleza no es otra que la actitud teologal antes descrita; y sin duda lo es el ejemplo de Jesús y de tantos otros mártires. Pero nos referimos ahora a la fuente histórica de esa fortaleza, debido a que la persecución se origina por estar el cristiano con y en favor de los pobres. Esa fuente es la cercanía con los pobres. En el acercamiento a los pobres y en la participación en su destino experimenta el cristiano un gran consuelo que, teológicamente, puede describirse como el haberse encontrado con Dios, e históricamente como el haberse encontrado consigo mismo simplemente como hombre. El participar en el destino de los pobres hace recobrar al cristiano su dignidad humana, escondida o desfigurada en el llamado hombre moderno, competitivo y consumista. Paradójicamente, es la persecución la que descubre al cristiano lo que es la verdadera humanidad y le hace participar en ella; le hace sentirse ciudadano verdadero del mundo de los hombres. Este descubrimiento, paradójicamente gozoso, no es de poca monta; tiene la virtud de centrar el sentido de la vida del cristiano y de mantenerle en el lugar en que empezó a saber quién era. Por otra parte, en ese acercamiento a los pobres ven éstos un sacramento de la cercanía de Dios, lo cual genera una responsabilidad cristiana y eclesial hacia ellos. Tal vez sin saberlo en un principio y sin pretenderlo, los cristianos sienten muy en serio la responsabilidad de estar ahí, entre los pobres, de no abandonarlos a pesar de los costos. Si en esos momentos se retirasen, oirían la aterradora frase bíblica: «por vuestra causa se blasfema el nombre de Dios». Y positivamente sienten también que la presencia mantenida entre los pobres es lo que en último término dará credibilidad a la Iglesia y, más de fondo, a la misma fe, en medio de otras instancias que se presentan como salvíficas. Lo que intuyen los cristianos es que en la cercanía (o alejamiento) de los pobres se está jugando el futuro de la fe. Fortaleza en la persecución se puede traducir como «no abandonar a los pobres en sus sufrimientos», y esos mismos pobres —por lo
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que dan y por lo que exigen— proporcionan la fuerza para mantenerse en la persecución. b) Espíritu de empobrecimiento «A mí me toca ir recogiendo atropellos, cadáveres y todo eso que va dejando la persecución» (19.6.1977). «El día en que las fuerzas del mal nos dejaran sin esta maravilla (la radio), de que ellos disponen en abundancia, y a la Iglesia se le regateara hasta lo último, sepamos que nada malo nos han hecho» (27.1.1980). La persecución es despojo y el martirio es sumo despojo para los directamente implicados. Pero además una persecución duradera y masiva crea un empobrecimiento general que dificulta seriamente la misión de los cristianos, pues les priva de muchos y cualificados agentes de pastoral y del uso de medios y plataformas apostólicas. Además, a medida que se prolonga la persecución, ésta puede perder su rostro espectacular y hacerse rutinaria, con lo que la cruz luminosa se hace anónima. Junto al despojo objetivo aparece, pues, el empobrecimiento subjetivo, como puede verse, por ejemplo, comparando la exultación que la persecución producía en tiempos de Mons. Romero con la relativa resignación con que se vive después de él. Para vivir este empobrecimiento, más doloroso incluso que el sufrimiento de la persecución, hace falta espíritu, sobre todo cuando el empobrecimiento parece conducir al silencio y a la ineficiencia. Es el espíritu necesario para vivir la fundamental ley cristiana, «Cristo, siendo rico, se hizo pobre» (2 Cor 8,9), sin poder elegir siquiera el empobrecimiento que parece enriquecedor, sino aceptando el empobrecimiento que parece empobrecedor. «Sepamos que nada malo nos han hecho», decía Mons. Romero. Este espíritu de empobrecimiento para nada impide luchar contra lo que de empobrecedor hay en él ni esforzarse por hacerlo enriquecedor —como veremos—, ni prohibe la prudencia (Mt 10,16) y la astucia para luchar contra los hijos de las tinieblas (Le 16,8). Pero sí prohibe ver en el empobrecimiento un mal, de modo que la Iglesia rehuyera la persecución que lo produce, aunque adujese para ello que así sería más fuerte y eficaz. Se trata, pues, de aceptar que en el perder hay algo necesario cristianamente, si sobreviene por la justicia del reino, y necesario además para poder ganar la vida. Se trata de evitar la perenne tentación, personal y eclesial, de querer ganar la vida en directo.
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c) Espíritu de creatividad «Si alguna vez nos quitaran la radio, nos suspendieran el periódico, no nos dejasen hablar, nos mataran a todos los sacerdotes y al obispo también, y quedaran ustedes un pueblo sin sacerdotes, cada uno de ustedes tiene que ser un mensajero, un profeta» (8.7.1979).
La creatividad es necesaria para sobrevivir en la persecución, para buscar formas y modos de continuar con la tarea de la Iglesia y de la fe en situaciones difíciles, a veces de clandestinidad o semiclandestinidad. En este sentido es muy cierto que «el sufrimiento precede al pensamiento» (Feuerbach). Pero la creatividad no es sólo necesaria para sobrevivir, sino que los 'sobrevivientes' en la persecución desarrollan una gran creatividad para vivir con más plenitud la vida cristiana. Esto es lo que indica la frase, retórica pero profunda, de Mons. Romero: la exigencia a transformar el empobrecimiento en plenitud. Si nos quitan la radio, decía, «seremos entonces más 'vivientes micrófonos' del Señor y pronunciaremos por todas partes su palabra» (27.1.80). La persecución, de hecho, ha producido una gran creatividad. Produce clarividencia cristiana e histórica, porque, al ocurrirle a los cristianos lo que le ocurrió a Jesús y lo que les ocurre a los pobres del mundo, captan la verdad del evangelio y de la historia. De ahí la creatividad doctrinal en homilías, cartas pastorales, reflexiones de sacerdotes y comunidades, estudios teológicos... Esa creatividad aparece en el mismo hecho de tratar el tema de la persecución y del martirio —temas tan importantes a priori para la fe, pero tan ignorados con frecuencia—; de tratar temas novedosos que surgen paralelamente o en relación con la persecución, como son los derechos humanos, la organización de los pobres, la injusticia, la violencia, etcétera; de tratar, por último, los temas tradicionales de siempre, pero desde una perspectiva nueva que recupera la evangélica: Dios, reino de Dios, Cristo, gracia y pecado, etcétera. Produce también creatividad pastoral y litúrgica, porque la persecución presenta con nitidez las realidades históricas que median las realidades teológicas que deben ser comunicadas y celebradas. La eucaristía —por poner sólo un ejemplo— puede ser celebrada en la pluralidad de sus dimensiones (presencia de Cristo, asamblea reunida a su alrededor, celebración de la esperanza y acción de gracias, recuerdo del sacrificio de Cristo) porque, junto a un crucifijo material y junto a las reliquias de mártires, están presentes los cuerpos de martiri-
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zados, y porque quienes rodean el altar no están allí puramente por obligación, sino por la necesidad de expresar su esperanza y su gratitud a los martirizados testigos de la fe. La persecución exige, por lo tanto, espíritu de creatividad para sobrevivir; pero, más de fondo, produce gran creatividad si se vive con espíritu. Se comprueba entonces con verdad la frase paulina de que en la debilidad está la fuerza; el empobrecimiento es enriquecedor. d) Espíritu de solidaridad «Yo quiero expresar mi solidaridad con los sacerdotes, religiosos y demás agentes de pastoral cuyas vidas están en peligro... Que no se desanimen, que nos apoyemos conjuntamente» (16.9.1979). «Sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el signo de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo» (24.6.1979). «El servicio al Evangelio y la persecución a la Iglesia han tenido como fruto precioso la unidad de la Iglesia... Son innumerables las cartas de solidaridad y de estímulo para seguir viviendo este testimonio... Hemos recibido también adhesiones de muchos hermanos separados de dentro y de fuera del país» (Segunda Carta Pastoral, 6.8.1977). Es evidente que la persecución tiende a unir a los perseguidos para mejor sobrellevarla entre todos; aunque es también claro que la persecución divide a los que quieren mantenerse en ella de quienes la quieren rehuir. Pero, por su misma naturaleza, la persecución hace más solidarios a los cristianos. La persecución, cristianamente vivida, produce además una solidaridad de un orden superior, que va más allá del mutuo consuelo y lleva a igualar a los que son desiguales y a concebir la vida cristiana desde la referencia al otro. En el mismo origen de la persecución está la solidaridad de la Iglesia con el pueblo pobre y sufriente. Se rompe con ello una secular barrera y —aun dentro de las desigualdades sociales, culturales y de funciones eclesiales— se logra una unidad fundamental, al menos en la esperanza de que desaparezca la común persecución y llegue el día de la liberación. La muerte, que iguala a todos, sella esa unidad fundamental. Y la solidaridad con el pueblo es lo que genera unidad dentro de la Iglesia local y solidaridad de otras iglesias con ella.
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Esa primera y fundamental unidad lleva también a captar y apreciar que se trata de una unidad entre quienes son diferentes; sólo que que ahora las diferencias no son para la división, sino para la complementación y el mutuo enriquecimiento. Es un hecho que la persecución ha originado la puesta en común de los diversos aportes de muchos, tanto materiales como pastorales y teológicos; y, más de fondo, ha acostumbrado a los cristianos a saberse remitidos a otros —como algo esencial— para vivir cristianamente. Esto llega hasta los niveles de la fe. Si ésta posee un momento de responsabilidad personal e indelegable, posee también por esencia la apertura al otro, para recibir de su fe y confirmarle en su fe. La persecución origina, por lo tanto, una unidad que es además solidaridad, llevarse mutuamente, lo cual acaece entre cristianos en pequeños grupos, entre toda una iglesia local, entre las diversas iglesias locales y entre las diversas confesiones cristianas. El espíritu de solidaridad es, en el fondo, la actitud y convicción de que el cristiano no va solo a Dios, sino dentro de todo un pueblo. La persecución no hace más que mostrarlo en toda su evidencia. Lo exige para que los cristianos no desfallezcan en la persecución; y lo genera, porque durante y después de la persecución el cristiano se ha acostumbrado a vivir su fe sabiéndose remitido —para dar y recibir— a la fe de otros.
e) Espíritu de gozo «Me alegro, hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida precisamente por su opción preferencial por los pobres y por tratar de encarnarse en el interés de los pobres» (15.7.1979). «Hermanos, ¡qué hermosa experiencia es tratar de seguir un poquito a Cristo y, a cambio de eso, recibir en el mundo la andanada de insultos, discrepancias y calumnias, el perder las amistades y el ser tenido por sospechoso!» (8.7.1979). «Un cristiano siempre debe alentar en su corazón la plenitud de la alegría. Hagan la experiencia, hermanos. Yo he tratado de hacerla muchas veces y en las horas más amargas de las situaciones, cuando más arrecia la calumnia y la persecución. Unirme íntimamente a Cristo, el amigo, y sentir una dulzura que no la dan las alegrías de la tierra. La alegría de sentirse íntimo de Dios, aun cuando el hombre no lo comprenda a uno. Es la alegría más profunda que puede haber en el corazón» (20.5.1979).
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La persecución es una bienaventuranza. «Alegraos y regocijaos» (Mt 5,11), «alegraos y saltad de gozo ese día» (Le 6,22), dice Jesús a los perseguidos. Palabras paradójicas, pero que son verdad. En Mateo y en Lucas se justifica ese gozo con la gran recompensa en los cielos. Pero el gozo está, además, ya presente. Se trata, por una parte, del gozo sereno de saberse en la verdad, de parecerse a Jesús, de estar en una Iglesia verdadera, de haber —porfin—entendido de qué se trata en la fe, de saberse hombre y ciudadano de este mundo sin tener que abdicar de ello para ser cristiano. Se trata del gozo sereno de haber encontrado el sentido de la vida, porque éste nos ha salido al encuentro después, quizás, de años de búsqueda, y del sereno orgullo de ser cristiano, pues al fin hay algo que ofrecer al mundo, con humildad pero sin complejos, y algo con que colaborar a su salvación. Pero se trata también del gozo en sí mismo, de la exultación, que, naturalmente, no está siempre presente, pero que no se puede reprimir en algunos momentos. Hay gozo en las misas por los mártires en que se canta el gloria en presencia de un cadáver; hay gozo al ver crecer en la fe a los pequeños y fortalecerse a los dubitantes, al experimentar la unidad y la solidaridad; hay gozo —lleno de humildad y sin vanagloria— al escuchar el agradecimiento de otros cristianos y hombres de buena voluntad que confiesan haber recobrado la fe o el sentido de su vida en presencia de los mártires de acá. Ese gozo experimentado, recibido más que buscado, es el ciento por uno del evangelio; lo produce el haber encontrado la perla preciosa, porque el evangelio se ha presentado como lo que es, una buena noticia. Esos cristianos no aparecen tristes, aunque sufran; no pueden oír el reproche de Nietzsche de que no parecen hombres salvados. Más bien sorprenden a los de fuera, que esperaban verlos tristes y apesadumbrados y los encuentran serenos y alegres. Y si no hubiera otra prueba de ese gozo, bastaría notar el dolor que han mostrado algunos de esos cristianos perseguidos cuando han tenido que abandonar el país por fuerza mayor. Es señal de que allí está su corazón, porque allí está su tesoro. 4.
Conclusión
Esto es, a grandes rasgos, la espiritualidad de la persecución tal como se muestra en la realidad. La persecución necesita espíritu para ser afrontada, pero produce también espíritu cristiano y lo más fundamental de ese espíritu: cómo relacionarse correctamente, teologal-
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mente, con Dios. Sin duda, la descripción hecha está idealizada, pues no todos posen ese espíritu ni todos lo poseen por igual. Pero no es idealista, pues los rasgos descritos no son inventados, ni podrían haber sido descritos antes de la persecución real. Lo fundamental que ha producido la persecución es el descentramiento de los cristianos y de la Iglesia. No son ya sus propias angustias y sus propias esperanzas el centro de su interés, sino las angustias y esperanzas de otros, de los pobres y oprimidos. En El Salvador no duele la persecución a la Iglesia, sino el ingente y continuado dolor del pueblo. No se espera que vuelva la paz (y los halagos) a la Iglesia, sino la paz y la justicia al pueblo sufriente. El espíritu de 'descentramiento', el olvido de sí mismo, es la forma correcta de corresponder al evangelio y a Jesús. Por ello, según la paradoja evangélica, muchos cristianos perseguidos se han encontrado en verdad consigo mismos y se han encontrado con Dios. A pesar de la tragedia, experimentan que 'algo se nos ha dado'. Y quien ha experimentado la gratuidad tiene fuerza para la fe, para la esperanza y para la caridad.
6 LO DIVINO DE LUCHAR POR LOS DERECHOS HUMANOS * En su formulación, el título que encabeza el presente capítulo es en verdad exigente. Se afirma en él no sólo que la lucha por los derechos humanos es una exigencia ética ineludible para todo hombre, ni sólo que sea una parte muy importante de la misión de la Iglesia y de la praxis de los cristianos, sino que se afirma su dimensión divina, teologal. Si se toma en serio el título, se está diciendo entonces que Dios y la lucha por los derechos humanos están en correlación; que desde Dios se puede comprender y realizar mejor esa lucha; pero también que desde esa lucha por los derechos humanos se puede comprender y corresponder mejor a Dios. Dependiendo de contextos históricos, la formulación del título podría ser vista de diversas maneras. Para unos podrá ser, en el fondo, un nuevo tipo de apologética, cuando tantas otras han fracasado; un nuevo intento de introducir a Dios en la historia, cuando parece que se le ha expulsado de casi todos sus lugares. Para otros será la expresión gozosa de haber encontrado a Dios y a sí mismos en esta historia. La expresión de que en la historia hay lugares de Dios —más allá de su omnipresencia— allá donde se juegan los derechos de los hombres, y de que el hacer historia de una determinada manera —defendiendo esos derechos— es un modo de responder y corresponder a Dios. No niega esto que haya otros lugares de Dios ni otras formas de responder y corresponder a Dios; pero sí afirma que éstos lo son, y que en la humanidad actual —añadimos nosotros— son lugares privilegiados. Aunque la formulación del título no lo diga con esa radicalidad, se trata aquí nada menos que del problema clásico y perenne
* Publicado en Sal Terrae LXXII/10 (octubre de 1984), pp. 683-697.
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de lo que hay de divino en la historia y de la divinización del hombre1. En este capítulo adoptamos la segunda óptica, aunque creemos que, de hecho, recoge también la primera; no tanto porque se intente un nuevo tipo de apologética conceptual, sino porque se ofrece una mystagogia en el misterio de Dios. El tema puede enfocarse de dos formas. Una —la más fácil en la actualidad, por lo abundantemente claro que lo ha expresado la teología bíblica— sería mostrar cómo la revelación de Dios exige absolutamente la lucha por los derechos humanos. Bastaría enumerar cómo Dios sale en defensa de los derechos de los oprimidos, de los huérfanos y de las viudas, de los pobres; cómo esa defensa recorre todos los estratos del AT y del NT; cómo es esencial para comprender a Dios y principio hermenéutico de todo lo que se dice de Dios; cómo está en el núcleo de la fe en Dios, según la conocida palabra de Yahvé: 'practicar el derecho y la justicia, eso es conocerme'. La conclusión que de aquí se deriva es evidente: para el creyente en Dios, la lucha por los derechos humanos es una exigencia ineludible. Pero este enfoque, aunque correcto, no dejaría de ser doctrinal de arriba abajo, de lo que ya se cree saber acerca de Dios a lo que se debe realizar. La otra forma de enfocar el problema es a la inversa: cómo la lucha por los derechos humanos nos introduce en la realidad de Dios y del Dios de la revelación cristiana; cómo esa lucha no es sólo práctica ética exigida por Dios, sino práctica que nos introduce en la realidad de Dios. Nos decidimos por este enfoque, porque la lucha por los derechos humanos no es sólo algo que debe ser comprendido desde una doctrina acerca de Dios ya sabida, sino algo que puede ayudar a comprender y constituir esa misma doctrina. La lucha por los derechos humanos es una realización in actu de la fe en Dios, y desde la realización de la fe siempre se comprende mejor al Dios en quien se cree. Hay que añadir también que la realización de la fe —en este caso la lucha por los derechos humanos— es lo que devuelve el carácter primigenio de 'palabra' a la revelación de Dios; de modo que dentro de la realización de la fe es como tiene sentido último cristiano apelar a la Escritura. Esta se convierte no sólo en fuente de citas para apoyar una doctrina —sobre los derechos humanos o sobre cualquier
' Sobre el tema ha escrito recientemente I. ELLACURIA: «Historicidad de la salvación cristiana», en Revista Latinoamericana de Teología (San Salvador) 1 (1984), pp. 5-45.
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otra cosa—, sino en exigencia e interpelación, pero también en lucidez, ánimo y bienaventuranza. 1.
Lo 'santo' de la lucha por los Derechos Humanos
Quizá podemos comenzar con esta sencilla pregunta: ¿hay algo santo en el mundo de hoy? La palabra 'santo' tal vez no diga mucho en algunos ambientes, y parece demasiado cercana al lenguaje religioso de lo 'divino' como ayuda para explicar éste. Pero puede poseer todavía su propia eficacia, pues lo 'santo' no es sólo un sustitutivo de lo último o lo absoluto, sino que implica también salvación para quien responde y se introduce en ello. Por eso podemos preguntar de nuevo: ¿Hay algo que se presente como lo último e inmanipulable, que exija al hombre con ultimidad, pero que se presente también como promesa y plenificación? ¿Hay algo que le impida relativizar todas las cosas por igual, aunque quizá no sepa teóricamente por qué no deba relativizarlas? ¿Hay algo que le exija en totalidad, que le recuerde que —a pesar del ideal consumista y de bienestar creciente, de centrar la vida para su provecho, como se da por supuesto en muchos lugares del primer mundo— existe lo otro y el otro, y no sólo como dato fáctico, sino como aquello en relación a lo cual el hombre va a llegar a sí mismo? ¿Hay algo que impulsa a ir más allá del propio yo y de los yos grupales, aunque fuesen buenos, como la familia, el partido, el país, la propia Iglesia? A lo largo de la historia, siempre ha habido eso que hemos llamado lo santo, de forma religiosa o secular; y eso ha dependido de épocas y lugares, aunque se pueda buscar un sustrato común. En la actualidad no parece caber duda de que la defensa de los derechos humanos se presenta para muchos como algo santo, con ultimidad, exigencia y promesa de salvación. Ciertamente lo es en los países del tercer mundo y lo es también, de diversas formas, en los del primer mundo. Lo que queremos analizar de forma más bien fenomenológica es por qué y bajo qué condiciones la lucha por los derechos humanos se presenta como algo santo. 1.1.
La santidad de la vida de los pobres
En la actualidad existe una formulación y una doctrina sobre los derechos humanos. No es pequeño mérito haber llegado a conceptualizarlos y unlversalizarlos, a hablar del derecho a la vida, a la libertad, a la dignidad y tantos otros que los acompañan. Pero esto toda-
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vía no introduce en lo fundamental, porque previa a la doctrina y a su fundamentación filosófica o teológica está la realidad, y previo a lo universal está lo concreto. Para comprender esto, nada mejor que volver al origen histórico del derecho. «Cuando en la historia humana se ideó la función de un juez o lo que después llegó a llamarse juez, fue exclusivamente para ayudar a quienes, por ser débiles, no pueden defenderse»2. La idea del derecho surge pues, históricamente, no en presencia de la pura naturaleza humana, sino en presencia de su debilidad; y ésta no sólo como limitación de la naturaleza humana, sino como indefensión ante la amenaza de otros. Y esa indefensión, de nuevo, no versa sobre cualquier cosa, sino sobre algo fundamental: el mismo hecho de vivir, de poder dominar la vida a sus niveles elementales. Por ello prosigue la cita anterior: «Cuando la Biblia habla de Yahvé 'Juez'... piensa en... salvar de la injusticia a los oprimidos». El derecho surge cuando se capta que en la vida oprimida del otro hay un radical no-deber-ser y hay una exigencia primaria de su defensa. Por ello también en el mismo origen del derecho hay una parcialidad hacia el pobre, porque de lo que se trata es de salvarle eficazmente. Por ello, cuando se pensaba en la utopía de un rey justo que impartiese el derecho, así se concebía esa justicia: La 'justicia del rey'... no consiste primordialmente en emitir un veredicto imparcial, sino en la protección que el rey hace que se preste a los desvalidos, a los débiles y a los pobres, a las viudas y a los huérfanos»3. Sin duda, mucho se han complejizado las cosas desde estas primeras reflexiones de los pueblos antiguos; mucho se han fundamentado y catalogado los derechos humanos. Pero su fuente sigue estando en ese hecho primigenio y en esa continuada experiencia histórica: para muchísimos hombres y mujeres, vivir es una pesada carga y una difícil tarea, porque otros se lo impiden. Y aquí sí hay algo que se impone como último, si no se diluye bajo el lenguaje universalizante de los derechos humanos. Está la ultimidad del pecado histórico, que amenaza y aniquila la vida, y la ultimidad de quienes desean vivir. El 'derecho' a la vida no es algo añadido a la naturaleza del hombre —aunque se pueda interpretar así y pueda fundamentarse teóricamente desde una concepción de la persona humana—, sino que es otra forma de afirmar la ultimidad de la vida. 2
J. P. MIRANDA, Marx y la Biblia, Sigúeme, Salamanca 1972, pp. 140 ss. J. JEREMÍAS, Teología del Nuevo Testamento, vol. 1, Sigúeme, Salamanca 1974, p. 122. 3
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La realidad que originó históricamente el derecho no ha desaparecido. En varias zonas del mundo la vida está ahora suficientemente asegurada; pero no para la mayor parte de la humanidad. Los mecanismos que amenazan la vida de las mayorías han cambiado con relación a los pueblos antiguos; pero sus consecuencias no. Por eso es importante volver hoy también al origen del derecho como defensa de la vida amenazada. Las estadísticas sobre el hambre, la desnutrición, la mortalidad infantil, el desempleo en los países del tercer mundo, son bien conocidas. Esto no hace más que definir nuestro mundo como un mundo de pobres, como aquel mundo en el que los pobres están esperando todavía la aparición de «un rey justo» que les dé protección contra los modernos mecanismos de empobrecimiento y de muerte. Hablar de los derechos humanos tiene que comenzar por el derecho a la vida de los pobres4. Y de esa vida decimos que es santa. Parafraseando con libertad la conocida descripción de R. Otto de lo santo como «lo fascinante y tremendo», podemos preguntarnos si hay algo más tremendo y sobrecogedor, algo que haga temblar más que la situación de pobreza y cercanía a la muerte de los pobres de la humanidad. Las estadísticas no sobrecogen ya, pero debería seguir sobrecogiendo la visión de los niños famélicos de Biafra, de miles de haitianos o de indios durmiendo en las calles, por no añadir los horrores que acaecen a los pobres cuando luchan por liberarse de su pobreza, a los torturados, a los descabezados, a las madres que llegan a un refugio con su niño muerto en los brazos por no haberlo podido alimentar en la huida y ni siquiera haberlo podido enterrar, y tantos otros horrores. Pero esa vida es también fascinante, atrae y embelesa, saca a uno de sí mismo y se presenta como lo simplemente bueno. Si se prescinde de todo matiz puramente sentimental y emotivo, si se prescinde de toda actitud paternalista con que a veces se mira a los pobres, se puede preguntar si hay algo más fascinante que la sonrisa de los niños pobres que simplemente desean vivir; la organización de los pobres, 4 Esta es la intuición fundamental del tratamiento de los derechos humanos en América Latina: ver los derechos humanos desde el derecho a la vida de los pobres, y no a la inversa. Desde una experiencia cristiana, lo recalcó admirablemente Mons. Romero en su conocida frase: «En mi país se mata cruelmente. Los pobres están siendo asesinados, los campesinos torturados, día tras día, con la más extrema violencia. Es preciso defender lo mínimo, que es el máximo don de Dios: la vida».
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en lo grande y en lo pequeño, para vivir; la dignidad que recobran cuando deciden tomar en sus manos su propio destino; el orgullo que sienten cuando se han comprometido e incluso han dado su vida por la vida de un pueblo pobre; la alegría que sienten cuando han dado pasos, pequeños o grandes, por esa misma vida. La experiencia de lo santo está aquí historizada, pero está. Existe lo tremendo, lo que sobrecoge; pero no sólo porque nos hace pequeños ante lo que es mayor, sino porque empequeñece, empobrece y da muerte a los hombres y porque es pregunta a nosotros mismos sobre si empequeñecemos, empobrecemos y damos muerte. Pero existe también lo fascinante, lo que atrae, lo que está ante nosotros como don: la vida y la esperanza de vida. Para quienes vivimos en este mundo de pobres y ante este mundo de pobreza, la vida amenazada de los pobres y su esperanza de vida se presenta como algo último y radical, como lo absolutamente otro que es exigente y salvífico. Es exigente, y esa exigencia no puede ser relativizada en nombre de ninguna ideología. Pero es también salvífico; es invitación a introducirnos en la vida real de la humanidad, a participar en la verdad de la humanidad, en sus horrores y en su esperanza. Y en eso se intuye que hay salvación, pues es la forma de llegar hoy a ser un ser humano, a participar simplemente en la vida. Que la vida de los pobres ha aparecido como algo santo, es una experiencia que han hecho muchos en el tercer mundo, y también en el primero. En la humanidad de hoy, esa vida de los pobres sigue siendo el analogatum princeps de los derechos humanos. Esto no quita, por supuesto, que haya otros derechos humanos y que se presenten también como algo santo. En el primer mundo se defienden los derechos humanos individuales que versan sobre su libertad y dignidad. En la actualidad se defiende el derecho no ya a la vida, sino a la existencia de la humanidad ante una posible confrontación y destrucción nuclear. La defensa de esos derechos es necesaria una vez que la subjetividad del individuo irrumpió también con fuerza irreversible y una vez que una catástrofe nuclear es una trágica posibilidad. Pero queremos insistir en que el derecho humano fundamental sigue siendo el derecho a la vida amenazada de pueblos enteros que configuran la mayor parte de la humanidad, y que ese derecho fundamental debe ser también tenido en cuenta por quienes defienden legítimamente los otros derechos, para que en esa defensa aparezca tam-
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bien la experiencia de lo santo5. Si así no fuera, la defensa de los otros derechos humanos tiene el peligro de degenerar en un egocentrismo comprensible, pero egocentrismo al fin, que anularía lo santo de la experiencia. Esto es así porque, en primer lugar, los pobres cuya vida está amenazada son gran mayoría en la humanidad, pueblos enteros crucificados lenta o violentamente. Siguen siendo el hecho mayor de la humanidad y para toda la humanidad, y por ello siguen siendo el gran 'otro' para todos los hombres, ya vivan en el tercero, en el segundo o en el primer mundo. En segundo lugar, porque el primer mundo es corresponsable en muy buena parte de esa situación de la humanidad, de modo que la pobreza del tercer mundo esté ahí para él no sólo como exigencia primaria de defender su vida, sino como exigencia de reparación, exigencia reduplicativa. En tercer lugar, porque el derecho a las libertades individuales no debe hacer ignorar que ese mismo derecho está mucho más conculcado en el tercer mundo, tanto por lo que toca a la libertad de los individuos como a la libertad e independencia de los pueblos como tales. Por último, porque el derecho a la paz (en este caso a evitar un confrontamiento nuclear entre las dos superpotencias) no debe lograrse a costa de guerras regionales de ambas superpotencias en los países del tercer mundo. Bien está recordar y alegrarse de que no haya habido tal confrontación en los últimos cuarenta años; pero sería muy grave ignorar todas las guerras que en ese tiempo se han desarrollado en el tercer mundo. Con esto no queremos, por supuesto, minusvalorar lo que hay de amenaza a la vida y a la libertad en el primer mundo. Sólo queremos añadir que, para que en ello se dé la experiencia de lo santo, los derechos que se defienden deben ser vistos en relación con el derecho a la vida de los pobres como el derecho mayor de nuestro tiempo. 1.2.
La santidad de luchar por la vida de los pobres
Ante la realidad descrita, poca duda cabe sobre cuál deba ser la respuesta correcta: la defensa de la vida de los pobres. Y, de nuevo, esa defensa se presenta como algo santo. Unos, como Rutilio Grande, pueden hablar de «la causa más noble de la humanidad»; otros hablan de «la santidad de la revolución». Pero, se formule como se formule, se quiere expresar con ello que en la defensa de la vida de los pobres el hombre llega a sí mismo. Evidentemente, esto se aplica también análogamente a los grupos cuya vida está amenazada aun en países de abundancia o relativa abundancia.
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La vida de los pobres le atañe al hombre con ultimidad, y con aquella ultimidad que evoca sus raíces fundamentales, reconocidas teóricamente, pero fácilmente ocultables por el propio interés. La vida de los pobres hace más difícil el ocultarlas y más fácil el promoverlas. A la vida de los pobres amenazada, el hombre debe corresponder con misericordia y con profecía. Misericordia quiere decir verdadera com-pasión, no sólo lástima; y cuanto mayor sea la pasión, mayor debe ser la misericordia. Profecía quiere decir denuncia y quiere decir verdad. Denuncia de los horrores y de las causas de la muerte; y denuncia porque es verdad. La vida amenazada de los pobres muestra la verdad de toda la humanidad; verdad que, por ser pecado, busca ocultarse activamente. La vida de los pobres le confronta al hombre consigo mismo en esas dos fundamentales dimensiones de su realidad: la corresponsabilidad con el otro y la honradez con la realidad. Y aunque ambas cosas pueden generarse ante otras realidades históricas, la vida de los pobres las exige con gran ultimidad y las propicia con gran eficacia. Por ello, ponerse honradamente delante de los pobres es un primer inicio de humanización del hombre. Quien capta así la verdad de la realidad es inmediatamente exigido a defenderla. La exigencia de la vida de los pobres no es una entre muchas exigencias para el sujeto, sino exigencia primaria y fundamental, sin la cual las otras exigencias se desvirtúan y con la cual todas las demás recobran sentido pleno. Cómo haya que defender esa vida, con qué mediaciones, es algo a discernir. Pero ciertamente es lo que se le exige a la dimensión ético-práxica del hombre. Y quien responde positivamente experimenta también su propia humanización. Pero la defensa de los pobres es también, como se dice en el título de este capítulo, «lucha». Esto es importante explicitarlo para tener lucidez sobre lo que es la vida y su defensa y para comprender mejor la «santidad» de esa vida y esa defensa. Defender la vida de los pobres no es sólo apartarlos de la muerte, sino luchar activamente contra la muerte. Es lucha, porque la amenaza a la vida de los pobres no proviene de causas meramente naturales, sino de una voluntad (personal y, sobre todo, estructural) de dar muerte. Existen divinidades históricas de la muerte que dan muerte y necesitan de víctimas para subsistir. Con ello, la defensa de la vida se presenta como elección entre dos alternativas irreconciliables: la vida y la muerte. Y por ello, quien defiende el derecho a la vida se enfrenta automáticamente a los poderes de este mundo, que obran activamente contra la vida.
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Este hecho primario, tan atestiguado en la historia de la humanidad y tan central en la revelación, significa que en la defensa del derecho a la vida está en juego la propia vida de quien los defiende. Aparece entonces la posibilidad de dar de la propia vida y aun la propia vida. Y en este momento se plantea lo que hay o no de santo en esa defensa. Se plantea, subjetivamente, la alternativa entre ser y hacerse un ser humano desde sí y para sí o desde otros y para otros. Se presenta, objetivamente, la alternativa entre ver la realidad como absurdo, promesa falaz o macabra exigencia, o verla como promesa de vida a pesar de todo. Muchos ven así las cosas y defienden y luchan por la vida de los pobres. Saben que en ello les va en juego la propia vida y, sin embargo, están dispuestos a darla y la dan. De esta forma están afirmando in actu que es verdad que hay algo de tremendo, pero también de fascinante, que les atrae hasta la entrega de sí mismos, y que en ello encuentran plenitud y salvación. Al defender la vida de los pobres saben que se entroncan en la vida y que, incluso cuando la dan, han alcanzado la plenitud de su propia vida. El descentrarse de tal manera por la vida de los pobres y alcanzar así la propia vida es la experiencia subjetiva de lo santo. Al nivel de formulación, quizá no se pueda avanzar mucho más; las palabras pueden parecer insuficientes; las teorías que muestran científicamente que ése es el precio necesario, pero eficaz e infalible, para lograr la vida de las mayorías, son más voluntaristas que científicas. Quizá sólo quede el lenguaje de la teo-logía o de la antropo-logía negativa: que el dar la propia vida por la vida de los pobres es mejor que su contrario; que por no hacerlo se ha viciado absolutamente la propia vida, porque no se ha correspondido a las exigencias de la vida. Positivamente, en ideologías seculares y ciertamente en la Escritura, esto se ha dicho con una palabra: el amor. El defender la vida de los pobres es amor; el defenderla aun a costa de la propia vida es amor en ultimidad. Y aquí se hace presente la intuición que recorre la historia de la humanidad: el que vive en el amor, vive.
2.
Lo divino de la lucha por la vida de los pobres
La breve fenomenología sobre la santidad de la vida de los pobres y su defensa se ha hecho sin referencia explícita al lenguaje cristiano. De hecho, esa santidad puede expresarse secularmente, como en la esperanzada formulación de E. Bloch: «que el mundo llegue a ser un
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hogar para el hombre». Pero puede y debe ser dicho en lenguaje estrictamente cristiano. Todo lo dicho antes es evidente en el AT y en el NT, en épocas de la historia de la Iglesia —por ejemplo, en la defensa del indio latinoamericano por los obispos del siglo XVI—, en mucha de la teología actual y en varios documentos recientes del magisterio eclesial. Lo que aquí nos interesa reflexionar es que no basta con llamar 'divina' a la defensa de la vida de los pobres porque así lo exige una doctrina acerca de Dios; que ni siquiera basta —aunque esto es sumamente importante— llamarla divina porque responde a las exigencias de Dios; sino que además esa defensa nos hace afines a la misma realidad de Dios. No hay en esto nada de prometeico; se trata simplemente de reflexionar, desde la defensa de los derechos humanos, sobre el tema de la divinización del hombre; o, dicho en forma más sencilla, tomar en serio aquellas palabras de Jesús: «sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Le 6,36), «sed buenos del todo, como es bueno vuestro Padre del cielo» (Mt 5,48). Para ello es muy importante escuchar la voluntad de Dios, pero quizá sea más radical ver la actuación del propio Dios, último principio hermenéutico de interpretación de su voluntad. Según la revelación, la vida de los pobres es santa porque Dios está en ellos. La cercanía de Jesús a los pobres hace de éstos un lugar de Dios. Y para que no quepa duda, se dice que el Hijo del hombre está en los hambrientos y sedientos, en los desnudos, en los enfermos, en los forasteros (Mt 25). De la forma más radical se dice que Dios estaba en la cruz de Jesús, el justo muerto por los pecadores; e históricamente, en el defensor de la esperanza de los pobres, muerto por los poderosos. Dios está presente y muy presente en los pobres; está escondido y está crucificado, pero está. Cierto que está presente de otras importantes formas: en la eucaristía, en la oración de las comunidades, en los pastores... Pero esas otras presencias ni anulan ni minusvalorizan la anterior. Desde el decisivo punto de vista de la salvación de los hombres, del reaccionar a esa presencia de Dios en los pobres se dice que es lo fundamental y decisivo. Y según la revelación, Dios es defensor de la vida de los pobres. Dios sale de sí mismo, se revela, cuando oye el clamor de los oprimidos y decide liberarlos. Dios defiende al pueblo oprimido, al que, en los profetas, llama «mi» pueblo. Dios se acerca en su reino para los pobres en el anuncio de Jesús. Esta correlación entre Dios y los pobres, entre vida amenazada de los pobres y su defensa por parte de
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Dios, es esencial en la Escritura6. No quita esto la universalización de la relación entre Dios y los hombres y entre Dios y plenitud de vida; pero esta universalización presupone aquella concentración, y no a la inversa. Así se ha mostrado Dios y no se puede ir más allá de ese mostrarse suyo. Por ello, el introducirse en la correlación entre Dios y los pobres es divino. Así lo ha dicho admirablemente Puebla: «(Los pobres) hechos a imagen y semejanza de Dios para ser sus hijos (...) esta imagen está ensombrecida y aun escarnecida. Por eso Dios toma su defensa y los ama» (n. 1142). Así lo dijo Mons. Romero de forma pastoral y profética: «Nada hay más importante para la Iglesia como la vida humana, como la persona humana. Sobre todo, la persona de los pobres y oprimidos, que —además de ser humanos— son también divinos» (16.3.80). En medio de la barbarie, de la suma pobreza y de la muerte de los pobres reafirmó proféticamente la correlación entre Dios y los pobres: «Esa sangre, la muerte, toca el corazón mismo de Dios» (16.3.80). La vida de los pobres y su defensa es entonces fundamental en la revelación de Dios y en la respuesta a esa revelación. Es un mínimo o un máximo, según se mire. No lo es todo, pero es fundamental. Recordemos primero por qué no lo es todo, ya que esto es de lo que se avisa como sumamente peligroso para quienes prosiguen este camino. No lo es todo para los mismos pobres, porque ellos también son limitados y pecadores, aunque con ese pecado de debilidad que en el evangelio se perdona, se comprende misericordiosamente y se distingue claramente del pecado fundamental de la opresión; porque, liberados de alguna forma de su pobreza, pueden convertirse en pequeños opresores; y porque, en cualquier caso, Dios desea para ellos la vida en plenitud, vivir también de la palabra de Dios y no sólo de pan. No hay, pues, idealización a priori de la vida de los pobres, aunque hay que añadir que son también ellos en numerosísimas ocasiones los que, careciendo de vida material, son los mejores ejemplos de espíritu cristiano, de fe y de esperanza, de entrega y de fortaleza, de reconciliación y de perdón.7 6
Véase, por ejemplo, VV.AA., La justicia que brota de la fe, Sal Terrae, Santander 1983. 7 Para un análisis de la realidad de los pobres, cf. I. ELLACUR1A, «Las bienaventuranzas como carta fundamental de la Iglesia de los pobres», en Iglesia de los pobres y organizaciones populares (Mons. O.A. Romero ed.), San Salvador 1978, pp. 105-118; «Pobres y Pueblo de Dios», en Conceptos Fundamentales de
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No lo es todo para los que defienden la vida de los pobres, porque esa defensa, aunque sumamente necesaria, urgente, buena y justa, es también hecha por hombres y puede introducirse en ella la hybris humana; necesita en su realización que sea hecha con el espíritu de Jesús, con el espíritu de las bienaventuranzas, con el talante de gratuidad; porque la defensa de la vida es lucha, y la lucha siempre tiende a generar subproductos negativos; porque la vida se extiende a otros niveles que no son el estricto nivel de supervivencia. De nuevo, no hay idealización a priori de la defensa de la vida de los pobres; aunque, también de nuevo, son muchas veces los que la llevan a cabo los mejores ejemplos de esa vida en plenitud con fe y esperanza, con oración y liturgia, la cual presuntamente quisieran mutilar8. Debe, pues, quedar claro que la voluntad de Dios y la realidad de la actuación de Dios desea la vida de los pobres en un contexto de vida en plenitud; desea la liberación de los pobres en un contexto que culmina en la alianza con ellos; desea la liberación de un pueblo en el contexto de que se vaya haciendo pueblo de Dios, en el que cada hombre pueda tratar al otro como hermano y a Dios como Padre. Todo esto es verdad y es claro. Pero para nada oscurece la evidencia de lo otro. Mientras la vida de los pobres está amenazada, Dios sale en su defensa; y esa defensa no es relativizada a medida que vaya revelándose también como padre y plenificador. Hay algo absoluto en la muerte de su creación ante lo que Dios reacciona siempre con ultimidad. Más aún, en la Escritura la misma revelación de la plenitud de Dios se va desplegando desde el hecho fundamental de su solidaridad y defensa de los pobres de su pueblo. El mismo Dios se va mostrando como es en plenitud, no ignorando esa primera solidaridad y defensa, sino en fidelidad a ella. Por esta razón, la defensa de la vida de los pobres es una necesidad para la experiencia del Dios cristiano y una óptima posibilidad Pastoral, Madrid 1983, pp. 786-801, 840-859; G. GUTIÉRREZ, La fuerza histórica de los pobres, Lima 1979. 8 Sobre este punto se ha reflexionado abundantemente en América Latina en los últimos años en relación al tema de la espiritualidad. Cf. L. BOFF, «Contemplativus in liberatione», en Christus (México) 529/530 (1979), pp. 60-62; S. GALILEA, «El rostro lationamericano de la espiritualidad», ibid., pp. 69-72; J. HERNÁNDEZ PICO, «La oración en los procesos latinoameriocanos de liberación», ibid., pp. 93-95; G. GUTIÉRREZ, Beber en su propio pozo, CEP, Lima 1983; I. ELLACURIA, «Espiritualidad», en Conceptos Fundamentales de Pastoral, Madrid 1983, pp. 301 309; J. SOBRINO, «Espiritualidad y liberación», en Sal Terrae 849 (febrero 1984), pp. 139-162.
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para que se desarrolle en plenitud esa experiencia si se mantiene la fidelidad a lo que la originó. Por ello la defensa de la vida de los pobres es también mistagogia en el misterio de Dios. Quien defiende la vida de los pobres con misericordia, con verdad y profecía, con solidaridad y responsabilidad, con entrega y con esperanza, está rehaciendo a la manera histórica la misericordia y la ternura de Dios, la verdad y el amor de Dios, la propia entrega de Dios hasta el final en la cruz de Jesús. Cuando proclama a Dios como el Dios de la vida y de la liberación9, no lo hace desde fuera o en base sólo a una doctrina, sino desde dentro de esa historia de Dios mismo. Eso que le hace afín a Dios lo sitúa también ante Dios y su misterio. El Dios crucificado en los pobres es lo que en último término mueve a conversión, a la primera gran conversión, para ver y actuar de manera radicalmente distinta, y a las sucesivas conversiones que va exigiendo la defensa de la vida. El Dios presente en los pobres aparece como don y gracia, con la ultimidad del don de la vida misma y con el agraciamiento para defenderla y llegar así a vivir. Ante este Dios surgen también las preguntas fundamentales por uno mismo, por la vida y por Dios. Estas preguntas se rumian y se contestan en la oración y en la liturgia, en la soledad del corazón y en la objetividad de la historia. Aparece la gran pregunta por el futuro y por la esperanza. Nada hay de ingenuo en esa pregunta: «Hace tiempo que siento la desaparición de pueblos enteros como un absurdo misterio de la iniquidad histórica que convierte mi fe en abatimiento. Señor, ¿por qué los has abandonado?» (Pedro Casaldáliga). Y, sin embargo, la vida de los pobres mantiene la esperanza. Se cree en el Dios de la utopía y de la resurrección, se cree en el Dios de quien Mons. Romero dijo: «La gloria de Dios es el pobre que llega a vivir». En la defensa de la vida de los pobres se mantiene la esperanza en Dios y en la plenificación final. Quien lucha por la vida se encuentra con Dios en la historia y se encuentra ante Dios en la historia. Por eso se puede hablar de lo divino de luchar por los derechos humanos. Pero esto ocurre cuando ocurre. No basta con recordar una doctrina de los derechos humanos por una parte y una doctrina sobre Dios por otra; ni siquiera basta con mostrar la congruencia conceptual de ambas doctrinas. La lucha 9 El «Dios liberador» y el «Dios de vida» se han convertido en fórmulas poderosas para confesar la fe en Dios. Cf. VV.AA., La lucha de los dioses. Los ídolos de la opresión y la búsqueda del Dios liberador, San José de Costa Rica 1980; G. GUTIÉRREZ, El Dios de la vida, Lima 1981.
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por los derechos humanos se muestra como divina cuando se realiza y cuando, a la base de esos derechos y de esa lucha, está la vida de los pobres de este mundo. Por ello no es de extrañar que en muchos haya crecido y se haya cristianizado su fe en Dios cuando se dedican a defender esa vida, ni que en otros —menos dispuestos ambientalmente a aceptar a Dios— haya surgido con fuerza de nuevo la pregunta por la fe y por Dios e incluso que hayan respondido positivamente a esa pregunta. Y todo ello, no porque la lucha por la defensa de la vida suministre nuevos conceptos a la inteligencia para aceptar a Dios, sino porque en su realización aparece mejor la verdad del hombre y la verdad de Dios. Así entendida, a la lucha por los derechos humanos se le puede llamar divina. Y esto —digámoslo en una breve palabra final— es importante para la Iglesia y en la Iglesia. Que la Iglesia debe luchar por ellos es una exigencia evidente; pero, por todo lo dicho, es también un modo importante y esencial para la misma fe de la Iglesia, es decir, para su identidad, y para su relevancia histórica. Esto significa que no basta con que la Iglesia tenga una doctrina sobre los derechos humanos, ni siquiera sólo que la predique; más peligroso sería que esa predicación se fuera convirtiendo en mera ortodoxia, tranquilizando así la conciencia ante la falta de praxis eclesial de los derechos humanos. No basta, aunque la Iglesia tenga también derecho a ello, con que la Iglesia exija 'sus' derechos humanos dentro de la sociedad (derecho a la educación, a la libertad de expresión, etcétera). En sentido estricto, tampoco basta con que los cristianos dentro de la Iglesia exijan sus propios derechos, tan urgentes y necesarios según el espíritu del Vaticano II, y tan necesaria su realización para que la Iglesia pueda hablar con credibilidad de los derechos humanos fuera de ella misma. Para que la lucha por los derechos humanos sea en verdad eclesial, no debe perder nunca de vista su raíz teologal. Es decir que, antes de nada, hay que luchar por los derechos de los otros y de esos otros que son los privilegiados de Dios, los pobres de este mundo. Cuando eso ocurre, entonces la doctrina eclesial sobre los derechos humanos puede iluminar realmente; la Iglesia puede exigir con credibilidad los que crea ser sus propios derechos humanos; quienes dentro de la Iglesia luchan por los suyos propios, lo harán no ya en directo para sí mismos, sino para mejor servir al mundo de los pobres y para mostrar que en la comunidad eclesial pueden ser una realidad. De esta forma, la lucha por los derechos humanos y la defensa de la vida de los pobres se convierten en actual y eficaz sacramento de salvación.
2.a PARTE:
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LA SIGNIFICACIÓN ACTUAL DEL REINO DE DIOS ANUNCIADO POR JESÚS * Hoy es de sobra conocido que Jesús de Nazaret no se predicó a sí mismo, sino el reino de Dios. Ese dato central de la predicación y actuación de Jesús ha ido cobrando relevancia creciente y decisiva en la fe y práctica de los cristianos y también en la teología. En este capítulo no pretendemos exponer de nuevo lo que el reino de Dios significó para Jesús, sino reflexionar sobre la importancia que tiene el reino de Dios predicado por Jesús para la fe y práctica cristianas en la actualidad. Presuponemos, por lo tanto, como ya conocidos los datos fundamentales: que Jesús anunció su venida, que en un principio creyó próxima; que nunca define lo que es, sino que habla del reino en forma de parábolas, que su contenido es utópico, como de diversas formas lo anunciaban anteriormente la profecía y la apocalíptica, pero que en esa utopía se espera la renovación del hombre, de las relaciones entre los hombres y de todos ellos con Dios; que esa utopía se anuncia especial o únicamente a los pobres; que Jesús no sólo habló sobre el reino, sino que desarrolló una actividad y una práctica al servicio de ese reino, y proclamó exigencias también a sus oyentes; que por el servicio al reino pronto entró en conflicto con los poderosos, lo cual le ocasionó la persecución y la cruz. Supuestos estos datos de lo que en el pasado significó el reino de Dios para Jesús, queremos preguntarnos ahora por la importancia que tiene para la vida cristiana en la actualidad el hecho de que el Jesús histórico anunciase ese reino, pusiese su vida al servicio del rei* Publicado en Iglesia Viva 105/106 (1983), pp. 361-377 (número monográfico dedicado a «La fe en Jesús hoy»).
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no y, a través de ello, dejase entrever algunos elementos importantes de la utopía del reino. Para comprender lo que aquí está en juego podemos hacer las siguientes preguntas, sólo en apariencia retóricas: ¿Sería igual nuestra fe en Jesús si éste, aun siendo confesado como Hijo de Dios, no hubiese anunciado el reino? ¿Sería igual nuestra fe en Dios si éste, además de ser el Padre de Jesús, el que le resucita de entre los muertos, no fuese también el Dios que quiere la vida justa de los pobres y les anuncia a ellos una buena noticia? ¿Sería igual nuestra vida cristiana, la fe, la esperanza y la caridad, si su correlato fuese simplemente «Dios» y no también el «reino de Dios»? Puesto en forma teórico-teológica, ¿no es el reino de Dios predicado por el Jesús histórico un dato real, sí, de su vida histórica, pero provisional para la fe y en el fondo superfluo una vez que Jesús es confesado como el Cristo, Dios es confesado como el Dios trinitario y la utopía de la fe es reconocida en la resurrección? La respuesta a todas estas preguntas es un enfático no, a nuestro entender. Ni la fe sería igual sin el reino de Dios ni sería cristiana si se hiciese de él y del Jesús histórico algo provisional. Ya en los comienzos de la Iglesia surgió esa problemática, a la que se respondió afirmando la identificación de Cristo con Jesús, del resucitado con el crucificado, y editando evangelios que hacen de Jesús y del reino algo central. A nivel teórico podría decirse que las preguntas están sustancialmente resueltas. Pero hay que tener en cuenta, sobre todo, una gran constatación. Cuando los cristianos han recobrado eficazmente el reino de Dios —como ha ocurrido en los últimos veinte años—, su fe no es igual, se hace novedosa y creativa y, además, se torna más evidentemente evangélica, más cristiana. Y si en pura teoría sería discutible determinar qué es «más» cristiano, en la práctica no se puede negar que los cristianos se sienten más cristianos porque han recuperado valores fundamentales de la fe y han cristianizado mejor valores tradicionales de la fe. En cualquier caso, no se puede negar que para quienes observan hoy la vida de la Iglesia los cristianos se parecen más a Jesús. Que orientar la fe según el reino de Dios tiene un gran potencial para la fe y la vida cristiana es algo que históricamente no se puede negar. ¿Por qué, pues, recordarlo? En primer lugar, porque no es fácil mantener una fe orientada según el reino de Dios. A nivel de teoría y práctica eclesiales, no es fácil mantener la ultimidad del reino de Dios con respecto a la Iglesia, pues el reino la juzga y relativiza, aun-
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que también la anime y le proporcione la dirección correcta a su misión. El reino descubre la comprensible, pero real y realizada concupiscencia eclesial hacia la propia absolutización, como lo muestran los intentos de desvirtuar el Vaticano II, Medellín y Puebla. El reino, además, exige una práctica eclesial que lleva a serios conflictos y persecuciones, hacia lo cual la Iglesia reacciona no pocas veces con temor paralizante o dando preferencia al instinto de conservación. En segundo lugar, porque se necesita esclarecer algunas preguntas, formuladas teóricamente pero con grandes consecuencias prácticas. Esto es lo que intentamos hacer a continuación, eligiendo sólo tres de ellas: 1. Se dice que el reino de Dios, no es algo específico de la fe bíblico-cristiana, sino patrimonio de la humanidad utópica, y que hay que analizar, por lo tanto, la significación de lo que el reino tiene de no-especificidad. 2. Se dice que, en cuanto utopía, al reino se le corresponde en la esperanza, y que hay que analizar, por lo tanto, su relación con la fe y con la práctica de la caridad. 3. Se dice —y aquí con más razón— que la espiritualidad cristiana se deriva del seguimiento de Jesús y de la relación de Jesús con el Padre, y que hay que esclarecer, por lo tanto, lo que el reino de Dios exige y aporta a la espiritualidad. 1.
El Reino de Dios y el ser-hombre del cristiano
Se ha dicho con razón que el reino de Dios, en cuanto expresión simbólica de una utopía deseada, no es algo específicamente bíblico ni de Jesús. Esto es verdad, pero lo importante es la conclusión que de ahí se deriva para la fe actual. Buscar y mantener lo específico de la fe cristiana es tarea perenne e importante. Pero no quiere esto decir que sea la única forma de encontrar la verdad de la fe ni que la precipitación en esa tarea no tenga serios peligros. Uno de esos peligros es abandonar sutilmente la encarnación de los cristianos en la historia real, en «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres» (GS n. 1). La encarnación de los cristianos en la historia real de los hombres sigue siendo el primer paso lógico de la existencia cristiana, que debe ser siempre de nuevo asegurada y conquistada, que no debe ser nunca dada por supuesta y que —en la práctica— con tanta dificultad se realiza. Precisamente porque el reino de Dios es análogo a otros símbolos utópicos de esperanza de la humanidad, presta un primer gran servicio: retrotraer al cristiano, a la fe y a la Iglesia a la humanidad real, a sus problemas y esperanzas reales. Es
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por ello una de las posibles formas desde la fe, pero eficaz, de afirmar que el cristiano no sólo está en la historia, sino que está compartiendo realmente la historia de la humanidad. Pero el símbolo «reino de Dios» tiene además una determinada concreción de cómo los hombres experimentan la historia y su utopía: en la historia existe el mal, ese mal permanece aun en presencia de los esfuerzos de los hombres por superarlo y, sin embargo, los hombres siguen esperando que exista salvación. En la tradición bíblica y de Jesús —de nuevo, no de forma absolutamente especificante— esa utopía está suficientemente determinada. En primer lugar, el mal cuya superación desencadena la esperanza de una utopía no es simplemente el mal natural, ni siquiera sólo la muerte del hombre como destino natural, sino un mal histórico, producto de la voluntad de los hombres. En segundo lugar, ese mal histórico es fundamentalmente la injusticia, la organización injusta de la vida de los hombres, la opresión de unos hombres por otros; por ello el reino de Dios está asociado al triunfo de la justicia de Dios y a la práctica de la justicia. En tercer lugar, ese reino es pensado parcialmente desde los pobres y para los pobres, aunque la plenitud realizada del reino de Dios pueda alcanzar a todos. Desde los primeros orígenes de esa utopía, el rey justo que se espera es justo porque será parcial hacia los pobres y desvalidos. Estas sencillas observaciones muestran la importancia, también para la actualidad, de mantener como central para la fe el hecho de que Jesús anunciase el reino de Dios. Aunque él nunca diga exactamente qué es, aunque las narraciones evangélicas lo interpreten desde diversos transfondos (desde el transfondo profético, que insiste más en la utopía como triunfo histórico de la justicia, o desde el transfondo apocalíptico, que desplaza hacia el final y escatologiza ese triunfo), aunque Jesús recogiese también tradiciones sapienciales, a pesar de todo ello, sigue siendo de suma importancia el dato fundamental: Jesús se presenta con una utopía para los hombres y, en directo, para las mayorías pobres. De esa forma su mensaje aparece encarnado en la humanidad y él mismo aparece como «verdadero» hombre, por más que después ambas verdades —la del reino y la de su personase irán concretando y mostrando su especificidad cristiana. Dos cosas importantes, al menos, se desprenden para la actualidad del hecho de que Jesús anunciase el reino. La primera es el planteamiento de cuál sea el problema más grave de la historia actual. Este, sin duda, puede ser formulado de diversas formas. Pero, desde el
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reino, éste aparece como el problema de que los hombres vivan; más exactamente, de que lleguen a vivir. Es, por lo tanto, el problema de la justicia, que está detrás de la profecía y de la apocalíptica; el problema de que los grandes marginados y oprimidos de la historia dejen de serlo. Ese problema no es uno entre muchos, sino el problema fundamental, y la actual situación de la humanidad lo sigue haciendo el problema. Surge de la misma entraña de la realidad y no puede ser acallado por nada. Actúa por ello al modo de la teología negativa, como un no-deber-ser absoluto, cuya superación no resuelve adecuadamente los otros problemas de los hombres y de los creyentes, pero sin cuya solución esos otros problemas no se resuelven ni humana ni cristianamente. Una segunda conclusión es que no se puede comprender a Dios sin hacer referencia a su reino; y no sólo haciendo referencia a cómo Dios realiza el reino, si gratuitamente o con la colaboración de los hombres, sino haciendo referencia a su contenido. La utopía del reino puede ser expresada en contextos secularistas sin hacer referencia a Dios. Pero si el reino se formula religiosamente, entonces no sólo se dice algo acerca de la humanidad, sino también acerca de Dios. Decir que Dios es un Dios del reino significa que su realidad se va a hacer presente no sólo a través de los «mediadores», los hombres nuevos que reflejan en su santidad algo de la santidad y realidad de Dios, sino también a través de «mediaciones», de configuraciones históricas de la vida de los hombres en que existe la fraternidad y la justicia. De ahí que Dios sea, muy importantemente también, el Dios de la vida, el Dios de la liberación de aquellos cuya vida está oprimida, el Dios de los pobres. La fe cristiana en Dios no se reduce a esto. Desde Jesús, Dios aparece también como quien libera al hombre de su pecado, de su concupiscencia y de sí mismo, como Padre con quien se entra en una íntima relación personal. Pero sin la realidad del reino tampoco se hace justicia a la realidad del Dios de Jesús. El planteamiento de la historia desde la injusticia y de la realidad de Dios desde la justicia no es suficiente desde todo punto de vista para la fe cristiana, pero es necesario. La apelación a la vida cristiana en plenitud, a la consumación de la justicia en el amor, a la plenificación escatológica y transcendente es, por supuesto, una necesidad cristiana. Pero es una apelación «cristiana» si no se hace precipitadamente. Cuan dificil sea mantener esas elementales verdades lo demuestra la historia actual. Es dificil mantener la opción del Vaticano II de una
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Iglesia en servicio del mundo, la opción de Medellín por la liberación la opción por los pobres de Puebla, la opción por la defensa de la fe v' la promoción de la justicia de la última Congregación General de la Compañía de Jesús. El reino de Dios anunciado por Jesús sirve de permanente y cuestionante recordatorio de estas elementales verdades y de aviso contra las falsas precipitaciones de la fe. El reino de Dios anunciado por Jesús dice en el fondo que el cristiano es, ante todo, un hombre (o mujer) sumergido en la historia real de la humanidad, con el perenne y escandaloso problema de la injusticia, al margen de lo cual no se puede llegar a ser hombre ni cristiano; que el lugar de captar la verdad de la historia y de Dios es el «desde abajo» de la historia, allí donde secularmente se ha generado la utopía del reinoque Dios, la religión, la fe y la Iglesia tienen que ver necesariamente con la vida y la muerte de los hombres, al margen de lo cual ni aparecería su verdad ni se mostraría su credibilidad. Aunque puede parecer extremadamente sencillo, lo que el anuncio del reino ha conseguido en la actualidad es la reconciliación del cristiano con la historia de los hombres, hacerle sentir verdaderamente que pertenece a la humanidad, que puede y debe aportar a esa humanidad desde dentro de ella misma y no desde fuera. Y con ello el gozo, también, de sentirse y saberse verdadero hombre, de no tener que abdicar de alguna forma del ser-hombre para ser cristiano. 2.
El reino de Dios y la antropología teologal: fe, esperanza y caridad
El reino de Dios como utopía supone que no se ha dado en la historia; ciertamente no se ha dado en plenitud, y sus realizaciones parciales están siempre amenazadas. El reino de Dios dice, por lo tanto, relación con el futuro. Lo que queremos analizar es su significación para la configuración fundamental del creyente en su relación con la utopía. Tanto el mismo concepto utópico de reino de Dios como la actitud concreta de Jesús suponen que el futuro no es futuro incierto o ambiguo, en el que se darían simétricas posibilidades para la salvación o la condenación, para la vida o la muerte. El futuro se presenta como lo que todavía no es, pero que será como salvación y plenificación. De ahí que, para corresponder a la utopía del reino de Dios, sea esencial al hombre la apertura confiada a ese futuro. Esa apertura confiada exige la esperanza, que es lo que formalmente relaciona al cristiano con el futuro. Pero exige también una im-
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portante afirmación de/e que se hace ya ahora: en el fondo de la realidad existe lo positivo, por eso la historia puede ser salvación. Estas afirmaciones son conocidas, pueden parecer por ello superfluas, pero son fundamentales para una antropología teologal. Hacia la realidad histórica caben diversas actitudes: la resignación, el escepticismo, el cinismo y la maldición, por una parte; el optimismo ingenuo o basado en cálculos racionales, la fe ciega en el progreso, por otra; y entre ambas, toda la gama de epicureismos de aprovechar la vida en lo que pueda ser aprovechada. El reino de Dios descarta esto último, ciertamente, pero niega también lo primero y exige, por ello, la esperanza; y cualifica lo segundo, afirmando que lo positivo de la historia es Dios. Jesús lo formula de forma religiosa. Lo último de la realidad es la bondad de Dios, más aún, la bondad del Padre, que debe generar confianza. Pero eso último sigue siendo Dios, inmanipulable e indeducible, inasequible, por lo tanto, y no forzable por los meros cálculos humanos y la inercia de la historia. Responder al reino de Dios significa entonces la esperanza y la fe. Pero además —y ese «además» es de suma importancia para comprender el tipo de utopía predicado por Jesús y su significación actual— el reino de Dios exige un fundamental cambio en los hombres que, en lo sustancial, es la práctica de la caridad. La esperanza entendida de forma puramente conceptual no hace referencia, ni para afirmar ni para negar, al cambio que se debe operar en quien espera, a no ser el cambio de no esperar a esperar. La esperanza puede ir, por lo tanto, unida a la pasividad o a una actividad sólo interior, sin relación con lo que de exterioridad tiene el reino de Dios. Pero no es ésa la esperanza que exige y desencadena el reino de Dios anunciado por Jesús. Es un dato muy importante que Jesús sirvió él mismo a la venida de ese reino y que exigió de sus oyentes cambios radicales en presencia de esa venida. Por lo que toca al mismo Jesús, hay que recordar en primer lugar la misma actividad del anuncio del reino; anuncio que en-sí mismo es ya una importante actividad en servicio del reino, la cual habría sido superflua, al menos lógicamente, si el reino había de venir con o sin el anuncio de Jesús. Pero además, Jesús predicó sobre el reino en parábolas para esclarecer aspectos fundamentales, aunque nunca lo defina. Más importante aún, Jesús tuvo una actividad no sólo en palabras, sino en obras con relación a ese reino. Realizó milagros y exorcismos, tuvo comidas con pecadores y desclasados socialmente para presentizar de forma simbólica, pero presentí-
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zar al fin y al cabo, algún reflejo histórico del reino. Más aún, su actividad fue, muchas veces formalmente, una práctica regida por la utopía del reino: el triunfo de la justicia sobre la injusticia. No es importante ahora reflexionar sobre si Jesús tuvo alguna comprensión estructurada sobre las causas estructurales de la injusticia y los medios de su superación, si tuvo mucho o poco éxito en esa empresa. Lo importante es que su defensa activa de los pobres, su denuncia y desenmascaramiento de los poderosos fue realmente una práctica social que tendía a la transformación de la sociedad en la dirección de la utopía del reino. Más allá de su comprensión refleja y de la intencionalidad subjetiva de su actitud, el conflicto en que entró Jesús con los poderes sociales, políticos, religiosos y económicos, y su destino final de cruz, muestran que su actividad fue objetivamente una práctica que incidió en la sociedad de su tiempo, y que lo que le guiaba en esa práctica era su ideal del reino. Para el mismo Jesús, al menos, el reino de Dios no fue sólo un símbolo utópico de esperanza, sino también una utopía por la que algo —y, en definitiva, todo— hay que hacer. Algo semejante puede decirse de sus oyentes. En presencia de la venida del reino, Jesús siempre exige algo, aunque conceptualmente pueda quedar a veces ambiguo si lo exige porque o para que el reino se haga presente. De todos sus oyentes exige la conversión interior; de la mayoría de pobres y oprimidos exige que la conversión pase precisamente por la esperanza en Dios, que acepten que las posibilidades de Dios son mayores que sus propias posibilidades y sus seculares experiencias históricas desgraciadas, lo cual, aunque sea un acto interno del hombre, posee ya históricamente un gran potencial de sub-versión externa; exige también frutos externos de conversión que, aunque pequeños en relación a la utopía del reino, son elementos que contribuyen a su presencia. Pero junto a éstas aparece positivamente la exigencia del amor como vida acorde con los ideales del reino, con la fraternidad; ese amor es muchas veces exigido de acuerdo con las necesidades históricas de los pobres y, en cualquier caso, Jesús opera un proceso de ilustración sobre el amor, para que no se reduzca a lo que convencionalmente se pensaba que era, sino dándole una ultimidad que relativice cualquier otro principio de cumplimiento religioso y desenmascarando falsos planteamientos de la ultimidad del amor (como aparece en el juicio final y en la parábola del buen samaritano). A algunos de sus oyentes exige además un seguimiento que es explícitamente servicio al reino como el del propio Jesús.
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Las exigencias de una práctica formalmente mesiánica, dirigida a transformar la sociedad de pecado en el reino de Dios, no aparece tan clara y explicitamente, pero no quiere eso decir que objetivamente no existan esas exigencias. En las denuncias a los opresores está implícita la exigencia de que los poderosos organicen la sociedad de forma distinta y contraria; la subversión de valores y la contraposición de pobres y ricos en las bienaventuranzas y maldiciones apuntan a una nueva forma de relaciones entre los hombres; la llamada al seguimiento en los momentos finales de su vida implica también el tomar no cualquier cruz, sino aquella que se deriva irremediablemente de una práctica mesiánica y no de una actividad cualquiera. Es difícil, por lo tanto, sistematizar la actuación de Jesús y las exigencias a sus oyentes en un único apartado y encontrar una relación nítidamente lógica entre, por una parte, el reino de Dios y, por otra, la actividad de Jesús y las exigencias que dirige a sus oyentes. Pero creemos que lo dicho es suficiente para llegar al menos a esta conclusión: «reino de Dios» no es sólo un símbolo utópico al que se responde adecuadamente sólo en la esperanza; es también un símbolo ético que exige cambio de actitudes y conducta; y es, por último, un símbolo práxico que exige una determinada actividad: la vida en el amor, dicho de forma genérica, y la práctica de la caridad en lo que tiene de práctica, de transformación de la injusticia histórica en relaciones justas entre los hombres. El reino de Dios, para la actualidad, significa una forma de concretar la tríada teologal fe-esperanza-caridad; pero de forma que éstas y su mutua relación se hagan hoy más evidentes como forma fundamental del ser cristiano, más capaces de unificar lo que en ellas hay de transcendente y de histórico, más relevantes y, por ello, también más creíbles en la actual situación de la humanidad. En cualquier caso, hay que constatar que allí donde se anuncia hoy el reino surgen la fe, la esperanza y la caridad de una forma nueva, creativa, evangélica, difícilmente conseguible a partir de otra realidad cristiana. Esto es especialmente verdad entre cristianos del tercer mundo y quienes se asemejan a ellos. Si en un primer momento el redescubrimiento del reino de Dios anunciado por Jesús supuso una recuperación correcta de la esperanza cristiana —y de ello da testimonio mucha de la teología europea después del Vaticano II—, en la actualidad, y sobre todo en el tercer mundo, el reino de Dios ha servido para la recuperación de la práctica de la caridad en la construcción del reino.
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Recordar algo tan sencillo: que la vida cristiana es esperanza, que incluye una visión de fe sobre la historia y que es concomitantemente —y en el fondo preponderantemente— práctica de la caridad, es una segunda causa importante de que en la actualidad se siga anunciando el reino de Dios. 3.
La espiritualidad posibilitada y exigida por el Reino de Dios
Entendemos por espiritualidad vivir en la historia, hacerla y padecerla según el Espíritu de Dios que está entre nosotros. La espiritualidad en concreto no es otra cosa que realizar la fe, la esperanza y la caridad; pero realizarlas en lo concreto de la historia, tal como el Espíritu lo va posibilitando y exigiendo. Ese Espíritu es inagotable y no se le puede poner un cauce preestablecido, ni siquiera sólo el cauce del reino de Dios. En la actualidad se constata que los cristianos que se orientan según el reino de Dios buscan también explícitamente una espiritualidad que haga presente a Dios como Padre, y de ahí el renovado énfasis en temas espirituales como la oración, el espíritu de las bienaventuranzas, la santidad del hombre nuevo, etcétera. No queremos deducir, por lo tanto, toda la espiritualidad cristiana a partir del reino de Dios ni hacer juegos conceptuales para que toda ella tenga como única fuente el reino. Pero, por otra parte, es innegable que el anuncio del reino ha generado hoy una fuerte espiritualidad, con elementos que difícilmente se consiguen sin mencionar el reino. Desde esa constatación vamos a enumerar algunos elementos de espiritualidad que lógicamente exige el reino y fácticamente ha desencadenado el anuncio del reino. 3.1.
La terquedad de la esperanza
El reino de Dios, tal como lo anunció Jesús, no ha llegado. Vistas las actuales perspectivas de la humanidad, quizá todavía se aleje más si aumentan la pobreza y la injusticia en el mundo. Si, a pesar de todo eso, existe la esperanza, ésta sólo puede ser una esperanza mantenida y dialéctica. La esperanza cobra el matiz paulino de ser «contra esperanza» no sólo por la oscuridad que envuelve todo futuro, sino por la miseria del presente. Sin embargo, esa esperanza existe. En algunas de sus manifestaciones —como a veces entre los pobres del tercer mundo- puede parecer ingenua. Pero no lo es, es una esperanza crítica y dialéctica en contra de la miseria, y es sobre todo una esperanza
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mantenida no de forma mecánica, como pura extrapolación del deseo de cambio. Una razón ilustrada puede preguntarse cómo es posible esa esperanza después de veinte siglos y aconsejar mejor la esperanza que los cálculos humanos den de sí o, por otra parte, una ilustrada resignación. Un cierto tipo de teología puede aconsejar también una apocalíptica consecuente, dejando para el final y sólo para el final el triunfo de la justicia. Pero allá donde se sigue anunciando que el reino de Dios está cerca, allá donde se anuncia el reino como buena noticia a los pobres, ocurre de nuevo el escandaloso milagro de la esperanza. La sentida cercanía de Dios se traduce en esperanza para el presente histórico. El anuncio del reino exige hoy ese tipo de esperanza, pero también lo posibilita con una eficacia difícilmente conseguible de otra forma. 3.2.
La aceptación de la creaturidad
El reino de Dios, por ser utopía, nunca es adecuadamente realizable ni conceptualizable. Si se le considera ya realizado, es que se ha absolutizado una realidad humana y, en este sentido, se la ha idolatrizado; si se le considera conceptuable adecuadamente, es que se le quiere manipular. Enfrentarse al reino de Dios significa entonces la humildad de la creatura que acepta su condición limitada y su limitado saber. Pero, por otra parte, tampoco se puede decir que nada refleje el reino de Dios o que todo lo refleja o deja de reflejar por igual, a lo cual apuntaría una cierta interpretación de la reserva escatológica. El reino de Dios no es tan indiscernible como eso. Por ello, enfrentarse con el reino de Dios supone también la capacidad de la creatura para buscar activamente, discernir y construir lo que en un momento dado más parece acercarse al reino. Lo que está detrás de este planteamiento es un rechazo a romper la tensión inherente al ser creatura, ruptura que con frecuencia se plantea como la alternativa del todo o nada. Pero la creatura ni es todo ni es nada, ni es el creador ni es pura nada; es creatura. Aceptar a fondo el ser creatura es toda una espiritualidad que prohibe tanto la hybris como la autodestrucción, y exige tanto la humildad, como la activa responsabilidad. De ahí que la espiritualidad creatural exija ese camino intermedio en el saber y el hacer entre el todo y nada, que se traduce en el activo discernimiento de buscar y concretar formas de construcción del reino; más en concreto, nuevas formas de la caridad, sea ésta asistencial, promocional o estructural.
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Esto que hemos llamado la espiritualidad creatural puede ser exigido por otras realidades de la fe, pero lo concreta muy evidentemente el reino de Dios. Este es el que exige afrontar creaturalmente la realidad de la Iglesia y de la sociedad, ambas también realidades creadas. Ninguna de ambas cosas son el reino de Dios, por más que perviva la tentación de hacer de la Iglesia, si no ya en la teoría, sí todavía en la práctica, un sustitutivo del reino; y hacer de la llamada civilización occidental, si no el reino de Dios, sí su lugar natural. Pero tampoco se puede caer en el extremo opuesto, como si cualquier configuración de la Iglesia o de la sociedad fuese igualmente cercana o lejana al reino. No es lo mismo una Iglesia que se presenta como realmente servidora, que defiende los derechos de los pobres y participa en sus causas, que otra que eficazmente se absolutiza a sí misma, relativiza o ignora el mundo de los pobres o abandona el mundo a su miseria. No es lo mismo una sociedad en que esté asegurada la vida de los pobres y sus derechos fundamentales, que otra en que no lo están. El ver las cosas y a sí mismo creaturalmente, el actuar sobre las cosas y actuar uno mismo creaturalmente, es una exigencia del reino de Dios para que éste, en cuanto utopía, siga siendo el sin-lugar, pero haciéndole lugar en la historia. 3.3.
La óptica de la parcialidad
La fe cristiana hace afirmaciones universales sobre Dios, Cristo, los hombres, la salvación, etcétera. Pero es bien sabido que la universalización es precedida de una concreción determinada y aun escandalosa. El Hijo se hace hombre, pero asumiendo lo que en la carne hay de pobreza y debilidad histórica; el Padre ama al Hijo, pero lo entrega a la cruz; Dios resucita a los muertos, pero resucita primigeniamente a un muerto crucificado. La correlación Dios-hombre, unlversalizada con razón por la lógica de la fe, es precedida siempre por una correlación mucho más concreta. Una espiritualidad cristiana debe tener siempre presente aquellos puntos de partida parciales que permiten después la universalización, pero sin los cuales ésta no es cristiana. A esto llamamos la óptica de la parcialidad. El reino de Dios exige y posibilita muy eficazmente esa óptica parcial al aparecer en correlación con los pobres. Desde ellos y para ellos ha aparecido la utopía del reino; Dios es de ellos por el mero he cho de ser pobres. De esta forma, los pobres son lugar teológico, y su
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aporte específico es el de ofrecer la parcialidad de la óptica. Desde ellos se descubre la verdad de las cosas, la verdad de Dios, del pecado, de la gracia, de la liberación, etcétera. Desde ellos se puede discernir y evaluar las realizaciones de los hombres, cuando éstos las llaman «reino de Dios» o su equivalente. Desde el reverso de la historia aparece la verdad de la historia. Pero, además, los pobres tienen un potencial histórico y teológico de alteridad muy importantes para la experiencia de gratuidad. Por su realidad histórica son un «otro» cualificado, mediación de lo que en Dios hay de «otro» y mediación histórica, sobre todo, de lo que en Dios hay de «totalmente» otro. La sorpresa y escándalo que ocasionó la actividad de Jesús se debió precisamente a que su anuncio y servicio del reino tomó como destinatario cualificado a los pobres y despreciados y los puso en correlación con Dios, lo cual muestra, indirectamente al menos, la dificultad de aceptar la alteridad de Dios. Pero precisamente esa alteridad del pobre es la que posibilita experimentar el sentido de la propia vida como proveniente de otro y, así, gratuito. Y cuando los pobres, en sus propias realizaciones, en lo que posibilitan —exigiéndolo por su propia realidad— de entrega, de servicio, de amor, de martirio incluso, se convierten en el lugar de ser y hacer el bien, entonces su ser otro es también fuente del bien; el sentido del estar remitido al otro va acompañado de la experiencia de que se nos ha dado algo bueno. Quizá pueda parecer muy sencilla esta formulación, pero es fundamental: existen lugares históricos que son fuente de bien con capacidad para hacernos buenos. Pero, recordémoslo, esos lugares son parciales. 3.4.
El talante del hombre del Reino
Ese reino para los pobres exige y posibilita un talante específico que también puede ser promovido en nombre de otras realidades de la fe, pero que con frecuencia ha sido ocultado o hecho pasar a segundo plano. Nos referimos aquí a algunas actitudes fundamentales y a algunas formas de reaccionar hacia los problemas básicos de los hombres, que no infrecuentemente han ignorado los creyentes, pero que han vuelto a salir a la luz con el anuncio del reino de Dios, sin que ahora la apelación a «Dios» los mitigue, precisamente porque es un Dios «del reino». El talante de los hombres del reino está descrito en las bienaventuranzas y el sermón del monte. Pero nos concentramos aquí en algunas actitudes que, en algún sentido, son incluso previas a las biena-
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venturanzas. Son éstas la misericordia hacia las grandes masas que sufren pobreza, opresión y represión, que debe llevar ciertamente a una práctica de su superación, pero que debe ser en primer lugar mantenida como algo último y no trivializada en nombre de la escatología o de la plenitud de vida cristiana. Se trata simplemente de recobrar y, sobre todo, mantener aquella actitud primigenia de Jesús del misereor super turbas. Nos referimos también a la indignación que produce en todo hombre de buena voluntad ese sufrimiento y opresión, que lleva —como a Jesús— a la denuncia, el desenmascaramiento y la maldición de los responsables, pero que no infrecuentemente ha sido ignorada, suavizada o combatida en nombre de otros principios de la fe. Nos referimos, por otra parte, al gozo de anunciar un reino que es buena noticia para los pobres y al gozo que produce el gozo de los pobres cuando la oyen, la entienden y la celebran; al gozo también de haber encontrado en ese evangelio, en esa buena noticia, una perla preciosa, un tesoro escondido, por el cual se vende todo y se entrega todo. Estas actitudes fundamentales (misericordia, indignación, gozo —por mencionar sólo algunas—) dan nuevo rostro a la práctica de la fe; la insertan, por un lado, en la comunidad de hombres de buena voluntad, con lo cual los cristianos no aparecen en el fondo como seres extraños, ajenos al mundo real y con reacciones distintas a las de otros hombres que buscan el reino; y la insertan, por otro lado, en lo más profundo del evangelio. Ese talante ha sido redescubierto eficazmente al anunciar el reino y trabajar por él. Esto no ha separado a los cristianos de los demás hombres y, sobre todo, ha presentado a los cristianos como portadores de un evangelio, de una buena noticia para otros, y como portadores gozosos ellos mismos, no tristes o sólo a la defensiva.
sustancial, aquello que da muerte a los hombres, en formas estructurales —injusticia estructural, violencia institucionalizada— o en forma rápida, a través de la represión. La santidad que propicia el reino tiene muy en cuenta el que hay que luchar contra ese pecado. De nuevo, no quiere esto decir que del mero luchar contra el pecado del mundo, sin cultivar explícitamente otras tareas de la santidad, vaya a surgir ésta mecánicamente. Pero tampoco quiere decir que pueda haber santidad al margen de esa lucha decisiva contra el pecado, sino que esa lucha puede generar un tipo de santidad difícilmente conseguible de otras formas. En concreto, es la lucha contra el pecado y en favor del reino lo que exige la fortaleza en presencia de los riesgos y lo que origina la persecución de todo tipo y la muerte en cruz, todo lo cual asemeja a Jesús en punto fundamentalísimo. Si esta lucha, además, está impregnada de amor a los pobres, si su horizonte es en verdad el que el reino de Dios llegue a ser y Dios se haga más presente en nuestra historia, entonces las abundantes muertes que ocurren hoy son martirio, testimonio de amor y del mayor amor, y testimonio también de fe en un Dios del reino. La disponibilidad a dar de la propia vida y aun la propia vida por amor es parte central de la espiritualidad cristiana. Pero, en el contexto del reino, esa disponibilidad no es puramente idealista ni puramente intencional; debe ser una disponibilidad real, porque la persecución y la muerte es una posibilidad real, como lo atestigua la historia reciente. El anunciar hoy con toda seriedad el reino de Dios, el trabajar por él con toda seriedad, ofrece un cauce estructural para la santidad y para aquel aspecto suyo que siempre se ha visto como el decisivo: el martirio por amor.
3.5.
4.
La santidad por el Reino
La santidad cristiana no es otra cosa que parecerse a Jesús. Santo es el que reproduce de la mejor manera posible la totalidad de Jesús. El anuncio y la práctica del reino no son la totalidad de Jesús ni, consiguientemente, lo único que puede originar santidad. Pero exige y posibilita un punto sumamente importante de esa santidad. El reino no es sólo utopía que se espera y por la que se trabaja, sino algo que es esperado y que hay que construir en contra de realidades históricas, en contra del pecado objetivo. Ese pecado es, en lo
Una palabra final: Reino de Dios y resurrección
Después de la resurrección de Jesús, éste es confesado formalmente como el Cristo, y desde ahí ocurren algunas transmutaciones importantes para el reino de Dios como símbolo de la utopía. La buena noticia pasa a ser el mismo Cristo, crucificado y resucitado; la Iglesia pasa a convertirse de alguna forma en la comunidad en que se expresa la plenitud del reino en la historia; la resurrección se va convirtiendo en el símbolo de la utopía cristiana. Este desarrollo es en sí legítimo, al menos en parte, pero con auténticos peligros de no man-
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tener en la totalidad de Jesu-Cristo la mutua referencia entre Cristo y Jesús; más en concreto, de que en la tensión fueran desapareciendo «Jesús» y el «reino de Dios», esencial en y para Jesús. El hecho de que los evangelios se editasen después de la resurrección es quizá la forma más radical de superar en principio ese peligro. Y en los evangelios, como se sabe, el reino de Dios ocupa un lugar central. En principio, por lo tanto, el reino de Dios debiera ser también en la actualidad importante, aunque la resurrección de Jesús añade nuevos elementos para la fe. Pero además de seguir siendo importante por principio, el reino de Dios sigue siendo importante porque lo que encierra ese símbolo utópico no es sin más intercambiable con lo encerrado en el otro símbolo utópico, la «resurrección». Se les podría hacer intercambiables de una manera puramente conceptual, pero eso sería forzarlos teóricamente y, sobre todo, seria ignorar que, incluso en cuanto formulaciones de la utopía, desencadenan diversas, aunque complementarias, actitudes y comportamientos. La resurrección de los muertos es fundamental para la fe, porque implica el triunfo final de Dios y desencadena una esperanza radical. Apunta a que ya en la historia hay que vivir de acuerdo con la plenitud de la resurrección y con la garantía de que el hombre nuevo es posible. Pero esta fundamental verdad para nada quita importancia al reino de Dios, pues la resurrección, por su misma naturaleza, apunta más a la escatología, mientras que el reino de Dios apunta a cómo ir haciendo ya lo escatológico y cómo encaminarnos hacia ello. Por decirlo brevemente, en la resurrección se sanciona de manera definitiva que Jesús es «el» hombre; pero la verdad de ese ser hombre sólo aparece en la historia de Jesús; en la resurrección se sanciona que en el amor y en la entrega de Jesús aparece el verdadero hombre, pero la estructura fundamental de ese amor y esa entrega aparece en Jesús; en la resurrección se afirma que habrá nuevos cielos y nueva tierra —siendo Cristo resucitado su primicia—, pero en el reino de Dios predicado por Jesús aparece a la manera histórica lo fundamental de esa novedad y la exigencia no sólo de esperarla, sino de construirla; en la resurrección aparece cómo Dios plenifica la historia y reconcilia lo que en la historia parece irreconciliable, pero en el anuncio del reino aparece cómo ir haciendo la historia cada vez más plena, manteniendo precisamente los polos de aquello que históricamente es difícilmente conciliable: justicia y misericordia, indignación y
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perdón, gratuidad y eficacia, universalidad y parcialidad desde los pobres, estructura y persona, etcétera. Con el «reino de Dios» y su significado para la actualidad ocurre algo semejante a lo que ocurre con Jesús. Es cierto que Jesús no es otro que Jesu-Cristo, pero siempre que en la historia se ha querido revalorizar realmente la totalidad de Jesucristo, los cristianos se han vuelto hacia Jesús de Nazaret, desde grandes santos como Francisco e Ignacio, hasta los sencillos campesinos de hoy en América Latina. La predicación de un Jesu-Cristo que es Jesús de Nazaret tiene siempre una fuerza especial y desencadena historia cristiana. Lo mismo ocurre con el reino de Dios. Su anuncio posee un vigor especial, desencadena una esperanza radical y una práctica según el seguimiento de Jesús; y eso ocurre en el fondo porque el reino de Dios es la utopía de Jesús. Esto para nada quita importancia a la utopía de la resurrección como plenificación final. Pero el reino historiza y no sólo escatologiza la utopía; dice al hombre no sólo que hay una utopía, sino qué hacer y cómo habérselas con ella; apunta a la utopía transcendente, pero señalando también el camino hacia ella, que no es otra cosa que los perseverantes intentos de hacer realidad en la historia ese mismo reino. Curiosamente, ese reino de Dios nunca deja al hombre en paz, pues nunca se realiza en plenitud, sus realizaciones parciales son provisionales y los cristianos deben comenzar siempre de nuevo a construirlo. Y, sin embargo, en eso encuentra el creyente el profundo sentido de su vida y la verdadera paz en la historia. Ese forcejeo histórico es lo que, a pesar de todo, da mayor convicción al símbolo utópico de la resurrección final, en que Dios será todo en todos. Esa exigencia de historizar la utopía, tal como hemos intentado describirlo, y la estructura fundamental de su historización, es lo que da valor permanente al reino de Dios y lo que hace que, allá donde se anuncie con vigor evangélico, los cristianos y las Iglesias se renueven.
8 EVANGELIZACION Y SEGUIMIENTO DE JESÚS * 1.
Relación entre evangelización y seguimiento
Toda la vida cristiana y la vida de todos los cristianos debe ser jvangelización; más aún: en ello consiste la identidad y razón de ser de toda la Iglesia1. Por otra parte, toda vida cristiana consiste en configurarse a la imagen del Hijo o, dicho de forma historizada, en el seguimiento de Jesús, que después de Pascua comenzó a ser «expresión absoluta de la existencia cristiana»2. Evangelización y seguimiento son, pues, dos dimensiones que competen a toda vida cristiana por el mero hecho de serlo. Son además, cada una de ellas, dimensiones totalizantes en la vida del cristiano y por ello deben coexistir de manera relacionada, no sólo fáctica y yuxtapuesta. En general, puede decirse que para evangelizar cristianamente es necesario el seguimiento, y que éste desemboca necesariamente en la evangelización. Esta relación general entre evangelización y seguimiento, sin embargo, no es suficiente para esclarecer un tema de tan amplio alcance como podría ser el de la identidad del evangelizador hoy. Por evangelizador se entiende aquí no simplemente el cristiano, sino todo aquel dotado de una vocación y un carisma que le exigen y capacitan para la tarea específica de evangelizar, y que configuran la totalidad de su vida personal y profesional. Desde este punto de vista, no basta con enunciar la coincidencia de evangelización y seguimiento en todo cristiano, sino que hay que esclarecer si el seguimiento se ordena (y cómo lo hace) a la evangelización; qué es lo que hace posible al evangelizador en cuanto tal el seguimiento, más allá de su exigencia y bondad para el evangelizador en cuanto cristiano. * ' 2
Publicado en Sal Terrae LXX1 (febrero 1983), pp. 83-93. Cfr. Evangelii Nuntiandi, n.° 15. HENGF.L, M., Seguimiento y carisma, Sal Terrae, Santander 1981, p. 128.
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En su forma general, la respuesta a esta pregunta es obvia. Desde un punto de vista histórico, es claro que Jesús llamó a unos hombres a seguirle para enviarlos a anunciar la buena noticia del Reino de Dios, es decir, para evangelizar. El «ven y sigúeme» tiene su razón de ser en hacer «pescadores de hombres». El seguimiento no tiene una justificación en sí mismo —aunque la llamada sólo se justifique por sí misma—, sino que está justificado por el hecho de ordenarse a la evangelización; y a la inversa, ésta presupone el seguimiento como la forma de vida adecuada para su realización. Desde un punto de vista sistemático, es claro que Jesús es reconocido después de Pascua como el «primer evangelizador»3 y que toda su realidad —hechos y palabras, práctica y oración, acción y destino, muerte y resurrección— es vista como evangelizadora4. El evangelizador de hoy debe, por tanto, reproducir la evangelización de Jesús y como la llevó a cabo Jesús. Este «reproducir» es el concepto sistemático de seguimiento, que va más allá de lo dicho explícitamente en los textos evangélicos acerca del mismo, pero que es necesario para comprender el significado del seguimiento para la evangelización. Lo que pretendemos a continuación es exponer algunos rasgos del seguimiento de Jesús —tomado el seguimiento tanto en su sentido estricto como en su sentido amplio de «reproducir» la vida de Jesús— que iluminen la evangelización, teniendo en cuenta algunos problemas más actuales, sobre todo para quienes evangelizan en situaciones del Tercer Mundo o afines a ellas. Queremos también relacionar el seguimiento con el contenido fundamental de la evangelización: el anuncio e inicio de la buena noticia, bien sea que ésta se formule desde Jesús como el Reino de Dios que se acerca a los pobres, bien sea que incluya —postpascualmente— a Jesús en esa buena noticia. No nos detendremos, sin embargo, tanto en el análisis del contenido de la buena noticia cuanto en la formalidad misma de que evangelización es comunicación de una buena noticia. 2.
Comunicar la buena noticia como verdad
El evangelizador comunica una buena noticia que es verdad, pero no una verdad cualquiera, sino la verdad de Dios. Anuncia que el Reino de Dios se acerca; que en Jesús, Dios se ha acercado a los 3 4
Evangelii Nuntiandi, n.° 7. Cfr. ibid., nn. 8-12.
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hombres; que Dios es amor y ama a los hombres. Esa verdad, por ser en último término de Dios, no puede ser adecuadamente comunicada como pura doctrina o como una de las verdades plurales del depósito de la fe, por muy importantes que sean por otros capítulos la formulación y tradición doctrinales de la buena noticia. Se trata más bien de una verdad que es y sigue siendo la verdad fundamental para la historia y la vida de los hombres. Dejar que la buena noticia sea la verdad de Dios es la primera tarea lógica del evangelizador. Si no lo hace, la buena noticia degenera en una doctrina que empequeñece a Dios y su buena noticia; degenera en ideología, en la cual se introducen intereses personales o eclesiales, pero no necesariamente los intereses de Dios; y degenera en propaganda, en competencia con otras buenas noticias. Al mismo tiempo, la buena noticia, por ser de Dios, presenta una verdad utópica, nunca adecuadamente realizable y, por ello, necesitada siempre de mediaciones y concreciones. Reino de Dios, amor, justicia, constituyen una verdad última, pero sólo pueden existir como verdades parciales cuya verdad de fondo hay siempre que buscar para poder presentar históricamente la buena noticia. El evangelizador se encuentra, por lo tanto, con que posee una buena noticia que comunicar, pero cuyo contenido siempre se le escapa, por ser mayor que sus propios pensamientos y que cualquier doctrina, amenazada también siempre por la manipulación y la ideologización y, por otra parte, siempre necesitada de concreciones. Enfrentarse con ese problema no es sólo cosa de formación teológica, pastoral o catequética; es cosa, en último término, de enfrentarse con la verdad de Dios, descubrirla en su manifestación continuada a lo largo de la historia e intentar concretarla para esa historia. Aquí se le presenta al evangelizador la exigencia objetiva del seguimiento de Jesús como constante búsqueda y acogida de la verdad de Dios tal como va apareciendo. En Jesús puede verse cómo su evangelización no se hace de una vez por todas, como si desde el principio Dios del Reino y Reino de Dios fuesen contenidos ya sabidos de una vez para siempre, sino que se va haciendo en honradez con Dios, tal como se le va manifestando, y en fidelidad a Dios cuando su voluntad exige cambios y rupturas en la evangelización. Paradójicamente, podrá ver también en Jesús el no-saber, las dudas y tentaciones acerca del modo de evangelizar: si desde el poder o desde el servicio crucificante; el preguntarse por el día de la venida del Reino; el escuchar la palabra del Padre y también su silencio. Pero a
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través de estas experiencias negativas podrá captar el inmenso amor de Jesús a la verdad de Dios, que le permite comunicar la buena noticia como verdad de Dios. El evangelizador debe seguir a Jesús en su amor a la verdad de Dios, que históricamente supone un proceso de aprendizaje y concreción de esa verdad. Así se irán concretando también para el evangelizador las verdades genéricas (Dios, Reino de Dios, Cristo) con que comienza su actuación; se irán haciendo reales para él y podrá comunicarlas como verdad a otros y no sólo como doctrina aprendida y asegurada que tiene que ser, a su vez, aprendida y repetida por otros. Dicho gráficamente, el evangelizador tiene que aprender de Jesús su propio aprendizaje acerca de Dios y el Reino de Dios. De esta forma comunicará la buena noticia no como algo que en último término es suyo, sino como algo que proviene realmente de Dios. Expresar históricamente esa «proveniencia» sólo puede realizarse en el aprendizaje constante y humilde de la verdad de Dios.
3.
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quedado una vez más como pura promesa, afín tal vez a los más profundos deseos de los hombres, pero sin fuerza suficiente para romper la ambigüedad histórica de toda promesa transcendente. Jesús quiso dejar bien claro que Dios había roto definitivamente la simetría de poder ser salvación o condenación, padre amoroso o juez implacable, cercanía o distanciamiento. Para ello, el anuncio del amor de Dios tuvo que ir unido necesariamente a los gestos históricos de ese amor; el anuncio de la cercanía de Dios tuvo que ir unido a la real presentización de Dios entre los hombres. «Pasó haciendo el bien» no es sólo un sumario de la actuación ético-personal de Jesús, sino también un sumario de su tarea evangelizadora. El evangelizador debe seguir a Jesús en ese hacer el bien. La propia palabra del anuncio es ya un hacer, pero debe estar, además, conscientemente ordenada a otros haceres, a través de los cuales los hombres puedan captar que en verdad hay una buena noticia de Dios que, por ser de Dios, no es sólo ofrecida, sino que es eficaz, capaz de transformar la miseria de la realidad personal e histórica.
Comunicar la verdad como buena noticia
El evangelizador comunica una buena noticia que, desde Dios, debe ser buena realidad. No se trata sólo de anunciar, sino de iniciar, de hacer presente el amor de Dios a los hombres. Se podría discutir teóricamente si en la división del trabajo eclesial al evangelizador sólo le compete el anuncio, dejando la realización de la buena noticia para otros. En la práctica no es ni puede ser así. Además del ejemplo de Jesús, que luego veremos, la actual situación exige que la palabra del evangelizador sea creíble, lo cual sólo se logra haciendo realidad el contenido de esa palabra. En la actualidad, en muchos lugares la palabra del evangelizador no goza ya de una credibilidad apriori por el hecho de ser palabra religiosa o de la Iglesia; además, la buena noticia del evangelizador entra en competencia con otras muchas ofertas salvíficas seculares. La credibilidad le es hoy muy necesaria, pues, al evangelizador. Y en último término, esa credibilidad sólo se consigue poniendo por obra el contenido de la buena noticia. El evangelizador debe seguir a Jesús en el poner en obra la buena noticia. Como es sabido (y hoy enormemente valorado), Jesús evangelizó en palabra y en hechos; en predicación, por una parte, y en milagros y exorcismos por otra. Esto último no sólo fueron cosas buenas que hiciera Jesús «además» de predicar, sino cosas exigidas por el contenido de su predicación y sin las cuales la buena noticia habría
4.
La parcialidad de la buena noticia
Tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento es claro que la buena noticia es parcial, que tiene como destinatarios privilegiados a los pobres. Así ha ocurrido y así es intrínsecamente verosímil, si en verdad Dios quiere manifestar su amor a los hombres. Sería una especie de absurdo que Dios se mostrase como amor a la humanidad y no se fijase en un mundo mayoritariamente pobre, en esa parte mayoritaria del mundo que no suele recibir buenas noticias y vive peores realidades. Que Dios muestre creíblemente que es amor y que tiene una buena noticia es algo que tiene que pasar necesariamente por las mayorías pobres, si es que el amor de Dios ha de ser creíble. Esa parcialidad de la buena noticia está vigente hoy como ayer, e históricamente quizás más vigente hoy si es cierto que la humanidad está hoy produciendo más pobres cuantitativamente. A esta parcialidad de la buena noticia corresponde en el evangelizador su actitud y su realización del abajamiento, lo cual remite de nuevo al seguimiento de Jesús. Jesús se abajó doblemente en su encarnación transcendente y en su encarnación histórica en el mundo de los pobres. Nada hay para el evangelizador que pueda suplir ese abajamiento si quiere anunciar la buena noticia a los pobres, si quiere mostrar algo tan absolutamente
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simple, pero tan absolutamente fundamental como que Dios ama a los hombres en los más profundos abismos de su pobreza y miseria, acercándose a ellos y haciendo así creíble su amor. El evangeiizador debe rehacer la encarnación de Jesús y concebirla como un proceso de encarnación que genera su propia dinámica. En el mundo de los pobres debe compartir su inmenso dolor, la miseria que clama al cielo, la crucifixión lenta o violenta de millones de seres humanos; debe, al igual que Jesús, comenzar por el misereor super turbas, sin dulcificar ni ideologizar con nada el dolor de los pobres y sin hacer de ello algo en último término secundario con respecto a su tarea evangelizadora, o solamente provisional, como estadio previo a una existencia más verdadera. Mientras exista —y luchando contra él—, ese dolor posee su propia ultimidad para el evangeiizador. Esa profunda misericordia debe transformarse en activa defensa de los pobres, lo cual lleva —como sucedió con Jesús— a la controversia, a la denuncia y al desenmascaramiento de quienes hacen pobres a los pobres. Esa dimensión beligerante de la misericordia nada tiene que ver con odios, revanchismos o desahogos coléricos; es más bien fruto del amor a los pobres y modo real de comunicarles que Dios está realmente con ellos. Esa activa misericordia es la que, por su misma dinámica, lleva al conflicto con los poderosos de este mundo, a la persecución y a la cruz. El evangeiizador, como Jesús, va dejando su propia vida en la tarea evangelizadora, pero no sólo por el desgaste que cualquier tarea conlleva, sino porque la persecución le es inherente a la evangelización. El anuncio del Evangelio lleva consigo sus propias tribulaciones, porque siempre produce una reacción en su contra. Reacción que puede llevar —y no es ésta una rara excepción en algunos países del Tercer Mundo— al martirio, como expresión del mayor abajamiento del evangeiizador y de su máximo acercamiento a los pobres. La parcialidad del amor de Dios a los pobres es lo que exige el abajamiento del evangeiizador y las consecuencias descritas. Eso no es otra cosa que reproducir el camino de Jesús. Quizá el evangeiizador no sospeche en un primer momento que ése deba ser su camino, pero lo cierto es que éste tendrá inexorablemente mucho de persecución y de cruz. Su consuelo más profundo, en medio de ese sufrimiento, será que no existe otra forma de hacer presente y creíble el amor de Dios a los pobres que no pase por mostrar su cercanía a ellos, hasta los más profundos abismos de su pobreza, su miseria, su represión y su crucifixión. Al evangeiizador le toca generar, mediante su abajamiento, la convicción en los pobres de que «Dios está con nosotros».
EVANGELIZACION Y SEGUIMIENTO DE JESÚS
5.
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El talante evangélico del evangeiizador
Con esta expresión redundante o tautológica queremos expresar que el evangeiizador debe comunicar la buena noticia con el convencimiento profundo de que el acercamiento de Dios es en verdad buena noticia para los hombres y para los pobres. Talante «evangélico» significa comunicar la buena noticia realmente como «buena» noticia y, por ello, comunicarla con gozo, no sólo por obligación. Ello no significa la necesidad de una determinada psicología (alegre u optimista, por ejemplo), ni significa tampoco ignorar la cruda realidad histórica o los fracasos históricos de la evangelización y del evangeiizador. Significa que el evangeiizador transmite gozosamente lo que debe ser gozo para los hombres; y que para él, personalmente, el Evangelio se hace carga cada vez más ligera, aunque históricamente sea cada vez más pesada. Ese talante está expresado en la relación de Jesús con Dios, a quien no solamente escucha para conocer y cumplir su voluntad, sino que además le llama «Padre», «Abba». Con esa palabra, Padre, expresa Jesús su convicción indestructible de que Dios es bueno, de que se acerca al perdido, al pobre, de que su amor no es sólo justicia, sino también ternura. Quien, como Jesús, está convencido de que así es Dios, comunica en su evangelización la inconmovible convicción de que Dios es bueno para los hombres, de que con Dios el hombre vive más plenamente y se humaniza mejor que sin El. La evangelización se realiza entonces no como obligación —aunque sea obligación exigida por Dios—, sino como necesidad intrínseca del evangeiizador, que pone en palabras, con la necesidad del agradecimiento y el gozo de haber encontrado la perla preciosa, lo que lleva en su corazón. Ese talante evangélico puede ser difícilmente realizable hoy en determinadas situaciones. Por razones de secularidad ambiental, la evangelización se convierte a veces en intentos apologéticos de salvar lo que todavía puede ser salvado de la fe. El mismo evangeiizador puede tener sus propias dudas sobre Dios y su realidad salvífica. En otros lugares el evangeiizador puede sentir una especie de complejo de inferioridad ante otros movimientos salvíficos seculares, en comparación con los cuales no tiene oro ni plata que ofecer para la transformación de la sociedad, y tiene que escuchar de ellos la a veces justificada acusación de que la evangelización ha sido opio alienante. Cómo puede conseguir el evangeiizador ese talante evangélico es algo que, a fin de cuentas, constituye un don de Dios para él mismo.
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Pero al menos debiera estar convencido de la necesidad de dicho talante para la eficacia de su evangelización. Debiera estar convencido de que Dios no está en competencia con el hombre, de que el llamado progreso humano puede hacer mucho para que el hombre tenga su necesaria autonomía, pero que ésta no garantiza necesariamente su humanidad. Positivamente, debiera estar convencido de que Dios es bueno, humanizador, plenificador del hombre y que, por esa razón, el mensaje evangélico es «buena» noticia. Debiera poder repetir convencidamente aquellas palabras de Mons. Romero: «¡Quién me diera, hermanos, que el fruto de esta predicación de hoy fuera que cada uno de nosotros fuéramos a encontrarnos con Dios...!» (10-2-1980). Para la salvación que se realiza en ese encuentro no hay sustitutivo. Ese específico talante evangélico tiene hoy, además, su propia eficacia, sobre todo entre los pobres del Tercer Mundo. Con él se mantiene su esperanza. Aunque la esperanza de los pobres vaya y deba ir articulada con signos históricos de esperanza (liberaciones parciales, toma de conciencia de los pobres, su progresiva organización, etcétera), existe para los pobres que son cristianos una garantía de orden distinto para su esperanza: que Dios está con ellos. De este modo superan un cierto tipo de orfandad, superación que puede parecer un bien mínimo en algún sentido, pero que es un gran bien en otro sentido. Sabiéndose con Dios, se mantiene su esperanza histórica. Pero, para mantener en los pobres esa convicción, el evangelizador debe comunicar realmente a Dios como quien es bueno para los pobres. Lo que hemos llamado talante evangélico no es, pues, una tautología estéril, sino una necesidad para el evangelizador y para la eficacia de la evangelización. 6. Las exigencias del seguimiento y la buena noticia Hasta ahora hemos recordado algunos rasgos de Jesús que debe re-crear el evangelizador. Con ello hemos pretendido iluminar la importancia del seguimiento de Jesús, en sentido amplio, para la evangelización. Pero también las exigencias concretas de su seguimiento, tal como aparecen en los textos referidos a dicho seguimiento, tienen que relacionarse esencialmente con la evangelización. La llamada al seguimiento es para la evangelización; las exigencias radicales de vida son para mejor evangelizar; pero, además, el contenido de esas exigencias ilumina desde dentro el contenido mismo de la evangelización.
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El «dejarlo todo» por el Reino transmite a los destinatarios de la evangelización la incondicionalidad de la buena noticia, el hecho de que ésta es verdaderamente una perla preciosa que, una vez encontrada, relativiza absolutamente todo lo demás. El «no echar la vista atrás» y seguir hasta elfinalexpresa la ultimidad de la buena noticia. El «no poder servir a Dios y a las riquezas» manifiesta la exclusividad de la buena noticia —el Dios celoso de cualquier otro dios—, su conflictualidad con cualquier otra noticia que pretenda hacer pasar por Dios lo que no lo es, la parcialidad del camino de la pobreza y de lo pequeño. El «ven y sigúeme» comunica la gratuidad indeducible de la buena noticia, que proviene de Dios, que se presenta como invitación —si bien exigente— y no producto de la lógica de los hombres. Estas actitudes se le exigen al evangelizador para seguir a Jesús; pero, realizándolas, no sólo sigue a Jesús, sino que, al ponerlas por obra, ilumina importantes formalidades de la buena noticia: su incondicionalidad, su ultimidad, su exclusividad, su gratuidad... El evangelizador que sigue radicalmente las exigencias de Jesús encuadra su anuncio en un contexto que lo hace más inteligible para sus oyentes. Su propia vida de seguimiento no es sólo algo previo para mejor evangelizar, sino que se convierte en explicación del anuncio. De alguna forma —como Jesús en plenitud— se convierte él en buena noticia, porque manifiesta el amor de Dios y su radical proveniencia del mismo Dios. El evangelizador sigue a Jesús; pero la razón última de su seguimiento, como la razón última de la vida de Jesús, es hacer presente a Dios e iniciar su Reino. 7. La espiritualidad del evangelizador El evangelizador no es el poseedor de la buena nueva, ni siquiera en sentido estricto; tampoco es, por decirlo de manera un tanto provocativa, su primer destinatario. Es servidor radical de la buena noticia. No quiere esto decir, naturalmente, que no haya buena nueva para él. Es experiencia repetida que quienes evangelizan a los pobres se encuentran a su vez evangelizados; que, al comunicar la buena nueva a los pobres, éstos se la devuelven, el evangelizador conoce más y mejor lo que él mismo anuncia y su existencia encuentra sentido y significado. Para la existencia personal y cristiana de los evangelizadores es de suma importancia ser evangelizados, ser también ellos —a través del «rodeo» de los pobres— destinatarios de la buena noticia. Pero nada de ello impide que, formalmente y en directo, el evangelizador
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sea servidor de la buena noticia a los demás, aunque en su conciencia concreta se entremezclen los dos aspectos de servir a la buena noticia y ser servido por ella. Pero, para la espiritualidad del evangelizador, es de suma importancia recalcar su aspecto «servicial». Los pobres no están ahí para servir al evangelizador (aunque de hecho lo hagan), sino para ser servidos por él. En este profundo sentido, tiene que reproducir el evangelizador el rasgo característico de Jesús: «No he venido a ser servido, sino a servir». En medio de consuelos o desconsuelos, en medio del júbilo cuando la evangelización tiene éxito y los pobres conocen los misterios del Reino, o en medio de la duda, la soledad y el fracaso, expresados en la crisis galilea de Jesús o en las confesiones de Jeremías, el evangelizador sólo tiene una cosa que hacer: ser fiel y constante servidor de la buena noticia. Tiene que tomar muy en serio la advertencia de Pablo, «¡Ay de mí si no evangelizare...!», como su mayor tentación. La paradoja de la relación entre evangelizador y buena noticia para él mismo, está admirablemente expresada en otra expresión paulina: «Quisiera ser anatema por la salvación de mis hermanos». Lo que aquí hay de exceso retórico expresa cabalmente hasta qué punto la evangelización es servicio a los otros. Sólo quien realiza esto, quien se olvida de sí mismo hasta ese punto, recobra la buena noticia. El total y desinteresado servicio al Evangelio se convierte en Evangelio para él. Esta descripción del evangelizador y de su espiritualidad «servicial» puede asustar con razón. Pero el susto debe atribuirse no a la evangelización, sino al realizarla según el seguimiento de Jesús. Así fueron su misión y su camino histórico; pero así también nos hizo presente el Reino de Dios, la salvación de Dios. Nuestra diferencia con Jesús es que él fue el primero en recorrer ese camino y, por ello, lo hizo en irrepetible soledad. El evangelizador de hoy no está solo. No se le ahorran ciertamente las mismas dificultades por las que pasó Jesús, pero vive de la esperanza que Jesús ganó para nosotros en la cruz. Desde entonces, el servicio al Evangelio tiene su propio gozo y su esperanza indestructible. Me parece que se pueden aplicar sobre todo al evangelizador unas recientes palabras de Karl Rahner cuando habla del Evangelio como de una pesada carga ligera: «Cuando uno carga con ella», dice, «ella carga con uno; y cuanto más tiempo viva uno, tanto más pesada y más ligera llegará a ser». Ese es el camino que se abre al evangelizador cuando prosigue el camino de Jesús.
9 EL CONFLICTO EN LA IGLESIA * 1.
Conflicto externo e interno
El conflicto fundamental y necesario para la Iglesia es el conflicto externo con el mundo de pecado que le sobreviene a la Iglesia cuando es fiel al evangelio. Así ocurrió desde los orígenes, y el conflicto pronto se tradujo en enfrentamiento y persecución. El NT reconoció la realidad y la necesidad de tales conflictos y persecuciones (1 Tes 3,24) y teologizó la citada necesidad a partir del destino de Jesús (Mt 10,24 s.; Jn 15,18.20) y de los profetas (Mt 5,11 s.). El presupuesto teológico de este conflicto es que el evangelio es buena noticia, pero es también espada de dos filos (Hebr 4,12), signo de contradicción (Le 2,34), alternativa excluyente entre el verdadero Dios y los ídolos (Mt 6,24). Nos centramos ahora, sin embargo, en el conflicto dentro de I a Iglesia, desde el punto de vista de la unidad de la Iglesia. Conflicto es> entonces, aquello que en un momento determinado hace peligrar ° desaparecer la unidad eclesial. Visto desde la unidad, el conflicto s&' pone, en un primer momento, una limitación y hasta un mal para & Iglesia. Pero puede ser también un bien si el conflicto es la forfl19 histórica (desagradable, pero necesaria) de conseguir una mejor ufl1' dad eclesial, basada en una mayor verdad y en una mayor santid»"' Desde este segundo punto de vista, el presupuesto básico del confl>c to intraeclesial sigue siendo el mismo que el del conflicto extraed e ' sial: el evangelio, que divide también a la Iglesia. Históricamente, es evidente que siempre ha habido conflictos & interior de la Iglesia ya desde sus orígenes, y debido a múltiples c3 u sas. Ya en tiempo de Jesús se suscitaron conflictos entre éste y stJ discípulos (Me 8,31 ss.) y entre los discípulos entre sí (Le 22,24* Publicado en Christus (México 1983), donde se ofrece una serie de «conc tos útiles» de teología; de ahí el carácter sintético y conciso de este capitul0'
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DIMENSIONES DE ESPIRITUALIDAD EL CONFLICTO EN LA IGLESIA
En la Iglesia primitiva existieron conflictos entre los cristianos provenientes del judaismo helenista y del judaismo autóctono (Hech 6,1), entre Pedro y los judeocristianos (Hech 11,1 s.), entre Pablo y los cristianos de Corinto (1 y 2 Cor), entre Pedro y Pablo (Gal 2,11), por citar sólo algunos ejemplos. A lo largo de la historia, incluso cuando en lo sustancial ya se había constituido la norma eclesial, han existido conflictos y enfrentamientos dentro de la Iglesia que a veces han culminado en la separación de la comunidad eclesial (cisma, herejía, etcétera), pero que con frecuencia han persistido dentro de la misma Iglesia. En la actualidad, sobre todo después del Vaticano II, han surgido varios conflictos o han aflorado los que estaban latentes. Existen tensiones eclesiales, enfrentamientos, protestas reivindicativas, denuncias proféticas; en América Latina se habla de magisterios paralelos, de una «iglesia popular» opuesta a la Iglesia oficial... (sin detenernos ahora a analizar la realidad de tales afirmaciones). Esas tensiones suelen enfrentar a veces a diversos estamentos eclesiales, pero —y quizá sea esto lo más típico del conflicto actual— recorren transversalmente los diversos estamentos eclesiales: obispos, sacerdotes, religiosos, laicos. Dado el hecho del conflicto, su valoración global suele ser también diferente; lo cual, a su vez, es causa de mayor conflicto. Para unos, el conflicto es sustancialmente un mal, cuya última raíz está en el pecado, según el antiguo adagio «ubi peccatum, ibi multitudo» (donde hay pecado hay división). Para otros, el conflicto puede provenir de una mayor fidelidad al evangelio, y se recuerda cuan frecuentemente los santos han puesto a la Iglesia en situación de conflicto. De ordinario, sólo la historia posterior suele mostrar si un determinado conflicto ha sido positivo o negativo para la Iglesia y su unidad, aunque en su origen existan elementos de pecado o de santidad o una mezcla de ambos.
2.
La diversidad dentro de la Iglesia como condición del conflicto
La diversidad dentro de la Iglesia, como en cualquier otra sociedad de hombres, posibilita la contemplación y el enriquecimiento de la Iglesia, pero también el conflicto y la división. Analizaremos ahora la diversidad dentro de la Iglesia, pero no sólo como diversidad fáctica, sino como diversidad asumida y querida por la Iglesia, sin la cual dejaría de serlo.
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2.1. La decisión de la Iglesia primitiva de ir a los gentiles supuso una decisión fundamental de ser una Iglesia universal, sin poner ningún tipo de límites a esa universalidad. Con ello estaba confesando in actu la paternidad universal de Dios y el señorío universal de Cristo. Pero con ello introdujo también, geográfica e históricamente, una gran diversidad en la Iglesia: diversidad de pueblos, razas, culturas, clases sociales... Con ello aceptó también la posibilidad de que la Iglesia fuese adoptando formas históricas —no teológicas— diversas: Iglesias de varones y de mujeres, de célibes y de casados, de pobres y de ricos, de los centros de poder y de la periferia. La decisión de la Iglesia de estructurarse deforma orgánica y jerarquizada introdujo también la diversidad de funciones y carismas y la diversidad de la jerarquía y los fieles, de la Iglesia docens (que enseña) y la Iglesia discens (que aprende). Junto a estas diversidades queridas por la Iglesia, existe otra diversidad evidente que le es exigida por el mismo Dios: la diferencia entre Dios y la Iglesia. Entre Iglesia y palabra de Dios persiste una diversidad nunca eliminable, lo cual ha sido recogido por la propia Iglesia a la hora de autocomprenderse, al confesar que ella es depositaría y servidora de la palabra de Dios, pero no su dueña. Dios es mayor que la Iglesia en su totalidad, y mayor que cada uno de sus miembros y de sus estamentos. Su voluntad puede hacerse presente en los signos de los tiempos y a través de sus profetas, dentro o fuera de la Iglesia (y, dentro de ella, en cualquier lugar). Con esto se da la posibilidad de diversidad en los lugares teologales. La valiente aceptación de la Iglesia de ser realmente una Iglesia universal, cultural, social y teologalmente, el enfático rechazo a convertirse en secta cerrada y selectiva, es también la condición de posibilidad eclesial del conflicto. 2.2. La diversidad está dentro de la Iglesia, es querida por ella y le es exigida; sin ella, la misma Iglesia desaparecería, aunque persista siempre la tentación del uniformismo. Esa diversidad es la que posibilita el enriquecimiento de la Iglesia; pero, históricamente, también el conflicto y la desunión, debido a otra decisión fundamental de la Iglesia —obvia, pero que debe ser repetida— de admitir en su seno a creaturas, estructuralmente limitadas pero abiertas al más, capaces de pecado y también de santidad. En cuanto limitados, no es fácil para los miembros y estamentos de la Iglesia compaginar las diversidades; en cuanto pecadores, tienen siempre la tentación de absolutizar su propia diversidad o, más
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DIMENSIONES DE ESPIRITUALIDAD
grave aún, buscar la propia identidad en oposición a la identidad de otros. Pero también en cuanto creaturas, los miembros y estamentos de la Iglesia pueden sentir la necesidad de mantener su diversidad por responsabilidad ante su conciencia y ante Dios; y en cuanto santos, deben mantener esa diversidad para que se cumpla la voluntad de Dios y crezca de esa forma la Iglesia. Dada la diversidad en los miembros y estamentos de la Iglesia, es comprensible que el conflicto exista en la Iglesia. Y dada la forma diversa, pecaminosa o santa, de realizar esa diversidad, el conflicto puede ser expresión de un mal o de un bien, por difícil que sea a veces separar con claridad los dos elementos, y por doloroso que sea el conflicto en cualquier caso. 3.
La raíz actual del conflicto y sus manifestaciones
Las raíces subjetivas del conflicto han estado siempre presentes y lo siguen estando; se las debe tener en cuenta, por lo tanto, al analizar el actual conflicto. Pero, en la actualidad, la raíz fundamental del conflicto está en la novedosa voluntad de Dios para la Iglesia, expresada en el Vaticano II y en Medellín. 3.1. El Vaticano II y Medellín representan una novedad epocal, sólo comparable, según K. Rahner, a la decisión de la Iglesia de ir a los gentiles. Esa novedad en sí misma, aun antes de analizar sus contenidos concretos, supone una quiebra histórica de tal envergadura que es comprensible la diversidad de reacciones: rechazo craso o sutil, aceptación entusiasta... y, en cualquier caso, la diversidad de ritmos en su comprensión e implementación. El Vaticano II y Medellín desean sin duda la unidad de la Iglesia. Pero su tratamiento de la Iglesia versa sobre realidades fundamentales anteriores a la unidad y a partir de las cuales haya que construir ésta. Es comprensible, por lo tanto, que esa novedad haya causado serios conflictos —de lo cual nos ocupamos ahora, y no de los inmensos beneficios para la Iglesia—, debido a sus declaraciones sobre la misión de la Iglesia hacia el mundo y su constitución interna como pueblo de Dios. a) La identidad de la Iglesia es comprendida a partir de su misión; y ésta, a su vez, como servicio salvífico al mundo, concretizado cada vez más como servicio preferencial a los pobres. Se da aquí, por lo tanto, una revolución copernicana: la Iglesia está para servir y no
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para ser servida; para anunciar e iniciar el reino de Dios, sin ser ella adecuadamente ese reino; para presentizar el amor de Dios, pero teniendo también que buscarlo, a veces fuera de los límites de la Iglesia. Esa novedad es difícil de integrar en la totalidad de la Iglesia —K. Rahner comentó que tardará un siglo—, no sólo por la dificultad teórica y la aceptación del no saber (después de siglos de saberlo prácticamente todo), sino por la conversión que exige. Se trata, en el fondo, de que también la Iglesia acepte para sí misma que el modo de recobrar su propia vida es entregándola. Esta novedad es sin duda causa de graves conflictos internos, según como unos y otros estén dispuestos a esa conversión. Pero además, la implementación de la misión de la Iglesia lleva a ésta a encarnarse en el mundo real, en el que se da el mayor conflicto y la mayor división: la pobreza y la opresión, la vida y la muerte de los hombres, realidades excluyentes e irreconciliables que claman por una solución. Si la Iglesia reaccionase con una única postura ante ese mundo, no habría problema formal de división eclesial, aunque habría que preguntarse, naturalmente, si su reacción unitaria era la correcta. Lo que ocurre, sin embargo, es que, al ir la Iglesia a un mundo dividido, ese mundo se introduce en la Iglesia y la divide. Es un hecho que, a pesar de que las directrices universales de la Iglesia ofrecen una perspectiva suficientemente coherente acerca de lo que hay que hacer y cómo hay que encarnarse en el mundo, los diversos miembros de la Iglesia (fieles, sacerdotes y obispos) reaccionan diversa y aun contrariamente ante el pecado del mundo: unos exigen un pluralismo tal que, en la práctica, no alcanza los mínimos exigidos por la gravedad de la situación y por la opción por los pobres; otros se desentienden de ese mundo, abandonándolo a su miseria. Aquí está hoy, sin duda, la mayor fuente de conflictos intraeclesiales en la actitud de la Iglesia ante un mundo dividido. Y ese conflicto no puede desaparecer fácilmente, porque su raíz —la opción por los pobres— es querida por Dios. Dios quiere —y así lo repiten los documentos de la Iglesia— que la Iglesia se encarne en el mundo de pecado y en ese mundo haga una opción. Cuando la Iglesia, por último, sirve al mundo haciendo una real opción por los pobres, entonces entra en conflicto con los poderes de este mundo; la Iglesia sufre la persecución y el martirio. Este hecho causa, a su vez, un nuevo conflicto entre quienes ven en la persecución y el martirio una verificación de la verdadera Iglesia o, en cualquier caso, algo que no se debe rehuir por fidelidad a la misión, y en-
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tre quienes sutil o burdamente desaconsejan los riesgos de la persecución, o porque ven en ésta un debilitamiento de las estructuras de la Iglesia, necesarias para una acción eclesial más eficaz en el futuro, según se dice, o por el comprensible miedo que causan la persecución y el martirio, aunque no se confiese. Aparecen entonces las discusiones sobre la participación de los sacerdotes en la política, la determinación de quién es verdaderamente mártir, el peligro de las ideologías, etcétera; problemas todos que exigen ciertamente un tratamiento teológico y eclesial, pero que no pocas veces expresan más el miedo a la persecución que la generosidad en el servicio de la Iglesia. Mientras éste sea el conflicto del mundo y sea ése el mundo al que debe servir la Iglesia, el conflicto dentro de la Iglesia será siempre una posibilidad real. Es el mismo Dios el que plantea a la Iglesia una misión que sólo puede realizarse en un contexto conflictivo y excluyeme, y dentro del cual la Iglesia debe hacer una opción: el servicio al Dios de la vida, en contra de los ídolos de la muerte. El pecado será entonces la causa última del conflicto, pero no sólo ya por la pecaminosidad subjetiva de los miembros de la Iglesia que les mueve a defender e imponer sus puntos de vista, sino por la pecaminosidad objetiva, mucho más fundamental, de un mundo de pecado que se introduce en la Iglesia. b) La comunidad Iglesia es comprendida fundamentalmente como pueblo de Dios, con lo cual al interior de la Iglesia se da preferencia a la totalidad sobre sus partes (sin mencionar ahora la preferencia teologal que debe darse a los pobres en la Iglesia). Esto ha supuesto un cambio teórico en la comprensión de las relaciones de los miembros de la Iglesia a su interior. En la práctica ha originado un ambiente eclesial en que se ha revalorizado la necesaria complementariedad de los carismas y funciones, la búsqueda conjunta de la voluntad de Dios, la fe de todo el pueblo «desde el obispo hasta los últimos fieles seglares» (LG n. 12), el diálogo, la comunión y la participación como modo de trato fraternal y de resolver las tensiones, la validez y necesidad de la opinión pública en la Iglesia, etcétera. Todo ello ha creado un nuevo y positivo ambiente eclesial, pero también serias dificultades. En esta concepción eclesial, el garante último de su dirección y unidad es el Espíritu, aunque la jerarquía tenga funciones de dirección y de unidad. Acostumbrarse a ese estilo eclesial más pneumatológico no es fácil, pues significa la pérdida de cierta seguridad, al no sobrevalorar antiguos mecanismos eclesiales que la proporcionaban; significa la aceptación de cierto no-saber en
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presencia del Espíritu y la más radical necesidad de la fe en el sorprendente Espíritu de Dios; significa acostumbrarse a la verdadera libertad del Espíritu, que prohibe tanto el autoritarismo y el uniformismo como una concepción liberal de la libertad; significa reconocer honradamente que la superioridad teológica que históricamente se ha dado a unos sobre otros en la Iglesia (a la jerarquía sobre los fieles, a los célibes sobre los casados, a los varones sobre las mujeres, a las Iglesias del centro sobre las de la periferia, etcétera) no es fruto del Espíritu, sino de determinados condicionamientos sociológicos, y también del pecado. En este nuevo ambiente eclesial, el mismo enfoque del conflicto eclesial y el modo de resolverlo causan nuevos conflictos internos. Para unos, todo conflicto es peligroso y malo, porque va en detrimento del prestigio y la eficacia de la Iglesia; para otros es expresión de la sinceridad del diálogo y una de las formas, históricamente necesaria, de que avance la Iglesia. Unos, sobre todo cuando los conflictos duran largos años, favorecen fuertes medidas administrativas para zanjarlo; otros siguen favoreciendo el paciente diálogo. Unos presuponen que la solución al conflicto es fácil en principio, pues en la Iglesia existe un solo Dios, un solo Señor, un solo Espíritu; otros ven precisamente en ello la mayor dificultad, pues aunque la confesión verbal de la fe y, en menor medida, la comprensión de esas fórmulas pueda realizarse de forma unitaria con relativa facilidad, sólo con gran dificultad se alcanza la unidad en la realidad de la fe. La unidad en Dios, en Cristo y en el Espíritu es aquello por lo que hay que trabajar y a lo que se llegará al final; pero no el punto de partida real de la unidad. 3.2. En la actualidad, la toma de postura ante el Vaticano II y Medellín y, más en concreto, la toma de postura eclesial ante los nuevos problemas del mundo y de la Iglesia, de acuerdo o no al espíritu de ambos, sigue siendo la raíz fundamental del conflicto eclesial, aunque éste se muestre en conflictos plurales concretos y vaya acompañado de la limitación y pecaminosidad humanas. Algunos, aunque sean pocos los que lo afirmen explícitamente, han mostrado rechazo ante el Vaticano II y Medellín, y los han acusado prácticamente de degeneración eclesial. Otros han exagerado el énfasis en su novedad, han extrapolado su espíritu para intereses personales, han enfatizado con razón la necesaria historización de la fe y de la Iglesia, pero sin ponderar suficientemente los aspectos transcendentes y tradicionales.
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Estas exageraciones de un lado y de otro sin duda causan conflicto y hay que apuntarlas a los fallos personales. Pero lo más conflictivo está o en mantener honradamente la novedad fundamental del Vaticano II y Medellín o en un proceso de involución en que ambos sufran la muerte de mil cualificaciones. Signos de involución al nivel de la relación de la Iglesia con el mundo serían: a) el que la Iglesia se redujera a juzgar desde fuera el pecado del mundo, de unos y otros, sin reconocer su propio aporte histórico a ese pecado; b) el que la Iglesia dejase de encarnarse en el mundo real, aunque apelase para ello a más altas misiones espirituales o a que esa encarnación pondría en peligro a la misma Iglesia-institución y la privaría de poder ejercer un mejor y más duradero servicio al mundo; c) el que la Iglesia rehuyera la eficaz opción por los pobres, la parcialidad, la misión salvadora y los riesgos que ello conlleva, aunque apelase a la voluntad salvífica universal de Dios y a una liberación que debe ser ciertamente integral y no reduccionista; d) el que la Iglesia decidiese de antemano qué situaciones y qué sociedades son más aptas para su misión y ofrecen un lugar más connatural para la Iglesia, si ésta opta, por ejemplo, por la llamada sociedad occidental; e) en suma, el que la Iglesia dejase de ser por esencia servidora del mundo e intentase regresar al pasado. Signos de involución al nivel de la realidad interna de la Iglesia serían: a) el regreso a una concepción piramidal de Iglesia que, teniendo en cuenta la legítima estructura jerárquica, ignorase eficazmente la realidad aún más fundamental de ser pueblo de Dios, con el peligro de absolutismo jerárquico; b) el ignorar o relativizar la especificidad de grupos eclesiales y de iglesias locales, sus aportes específicos no sólo culturales, sino al nivel de la fe, la esperanza y la caridad, al nivel de creatividad pastoral, litúrgica y teológica; c) el abandonar el principio de la solidaridad eclesial, de llevarse mutuamente, de dar y recibir, de enseñar y aprender unos de otros, entre las diversas Iglesias y entre los diversos estamentos de la Iglesia; d) el abandono o minusvaloración del diálogo para buscar conjuntamente la verdad, esclarecer situaciones ambiguas o interpretaciones en pugna; e) la creación de un clima de desconfianza en el que el hecho mismo de plantear los problemas eclesiales con honradez conllevara sospecha o persecución. Es sin duda difícil determinar con toda exactitud cuándo se ha procedido según el espíritu del Vaticano II y Medellín, y de ahí la necesidad de discernimiento, de evaluación periódica, incluso de casuís-
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tica. Pero no es difícil observar las grandes líneas de actuación, unas que buscan la fidelidad y otras la involución. En esa tensión creemos que está estructuralmente la más aguda raíz del conflicto al interior de la Iglesia. 4.
Espiritualidad del conflicto
Entendemos por espiritualidad del conflicto el vivirlo con espíritu cristiano; más en concreto, el fomentar aquellas actitudes que son exigidas en general por la fe, pero que aparecen como más evidentemente necesarias por la realidad concreta del conflicto. a) Como el conflicto es una realidad dentro de la Iglesia, la primera exigencia cristiana es encarnarse en él. Esto supone la honradez fundamental de reconocerlo y no suavizarlo, de reconocer y recordar que la Iglesia es a la vez santa y pecadora, «la casta meretriz»; y, por otra parte, la fortaleza para encarnarse en lo que de desagradable, doloroso y, a veces, injusto tiene esa situación. Esa encarnación concreta puede generar, y en cualquier caso exige, importantes actitudes cristianas. Exige el amor a la verdad, que puede llevar a tener que «obedecer a Dios antes que a los hombres»; la fe sólo en Dios, cuyo Espíritu dirige en último término a la Iglesia, sin que los hombres de la Iglesia podamos sintetizar y resolver adecuadamente los conflictos; la esperanza utópica en la unidad de la Iglesia, la cual, aunque no sea plenamente posible en la historia, mueve a trabajar por el incremento de la unidad. b) El conflicto, aunque inevitable, debiera ser resuelto. Esto supone una espiritualidad que busque en primer lugar el planteamiento correcto de las raíces del conflicto, es decir, que busque la verdad más que la defensa de la propia verdad; y que presuponga que la unidad de la Iglesia se basa en la verdad más que en medidas administrativas. En cuanto a los modos de afrontar el conflicto para solucionarlo, supone una espiritualidad del diálogo honrado, abierto a las razones de la otra parte y creyendo que puede haber verdad en esas razones; se opone, por lo tanto, al uso del puro poder, bien sea el poder de la autoridad, el poder de la presión social o incluso el solo poder de la razón —cuando ésta es usada más como presión que como modo de convencer— como modo último de solucionar conflictos. Esta espiritualidad supone, finalmente, la santidad como último y más definitivo medio de que se imponga la verdad dentro de la Igle-
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sia, aunque —como lo demuestra la historia de muchos santos— tarde años en llegar. El conflicto, además de intentar ser resuelto, debe ser fructífero. Ello exige una espiritualidad de creatividad que intente siempre hacer complementario y enriquecer lo que en un primer momento aparece como opuesto; que intente hacer fructíferas las tensiones estructurales al interior de la Iglesia, sobre todo la de institución y carisma, compaginando eficacia y verdad, para que la eficacia se base cada vez más en la verdad y la verdad cobre cada vez más cuerpo institucional y, de ese modo, sea más eficaz. c) El conflicto, por su propia naturaleza, lleva a ver la limitación y el pecado en el otro. Una espiritualidad del conflicto supone, sin embargo, que uno mismo se examine de su propia limitación y pecado y, de ese modo, el conflicto se convierta en ocasión para la propia conversión. De esta forma, además, existirá una garantía de que en el conflicto no se busca la propia verdad, sino la verdad; y el ejemplo de la propia humildad puede ayudar también al mismo proceso de conversión en el otro. A esta genuina humildad corresponde también el dejar que la historia posterior vaya mostrando en qué lado ha estado la mayor verdad; la disposición, por lo tanto, a dejarse verificar por los hechos, a cambiar si es necesario; en cualquier caso, a no mantener dogmáticamente lo que en un momento se creyó, incluso con buena voluntad, que era la verdad. Los criterios de verificación los porporciona en último término el mismo Espíritu de Dios en la actualidad. Pero pueden ser descritos desde el evangelio: el anuncio de la buena noticia a los pobres, asumir su defensa y su destino. De esta forma, la Iglesia se va pareciendo más a Jesús en su vida y en su muerte, va obteniendo más credibilidad ante los pobres y los preferidos de Dios y va creciendo en santidad, cuya última verificación es la persecución y el martirio por amor. d) El conflicto, por último, como toda realidad creada, remite a la pregunta por el amor. Sería una redundancia hablar de una espiritualidad del amor, pero es útil hablar de una espiritualidad del amor conflictuado. Dentro y fuera del conflicto, el miembro de la Iglesia debe tener un gran amor a Dios y a Jesús, a los pobres y al reino de Dios. Por ese amor evangélico el cristiano debe estar dispuesto al
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conflicto, y no puede renunciar a aquél a pesar de que genere conflictos. Pero el conflicto, por su misma naturaleza, lleva a la pregunta por el amor al adversario e incluso al enemigo. Ese amor no significa no hacerle frente, pero prohibe la absolutización del otro como enemigo, cerrarle absolutamente todo futuro. Remite, por último, al amor a la Iglesia, precisamente cuando en ella existen los pecados y escándalos que causan conflicto. Un amor conflictuado a la Iglesia está lejos de todo romanticismo y triunfalismo, pero debe existir, aun con grandes tensiones. Por amor a la Iglesia habrá que denunciar sus fallos cuando son graves y escandalosos. Podrán llegar momentos en que habrá que decir con Guillermo de Auvernia, obispo de París, «¿quién no llamará a esta horrible imagen más bien Babilonia y desierto que ciudad de Dios?». Pero por amor también, y con gozo, habrá que alegrarse de cuando ha hecho presente el evangelio de Jesús, en los grandes santos conocidos y en los innumerables desconocidos, en momentos privilegiados y heroicos y en la cotidianeidad de la caridad. En cualquier caso, es en la Iglesia donde se sigue anunciando el evangelio de Jesús; así nos ha llegado a nosotros como evangelio. Y es también en la Iglesia, en medio y a pesar de tantas deficiencias y pecados, donde cada uno vive su fe apoyándose en la fe de otros. Por ello debe haber un agradecimiento fundamental a la Iglesia, el cual —aunque el amor no se nutre de razones— puede ser la razón fundamental para amarla. Y por ello no es ninguna rutina afirmar que los conflictos dentro de la Iglesia pueden provenir del amor a la Iglesia y que esos conflictos se pueden y deben vivir con amor.
3. a PARTE
FUENTES DE ESPIRITUALIDAD
10 EL MARTIRIO DE LAS RELIGIOSAS NORTEAMERICANAS MAURA, ITA, DOROTHY Y JEAN * En presencia de los cadáveres de Maura, Ita, Dorothy y Jean hemos sentido lo que tantas otras veces desde el asesinato de Rutilio Grande, hace ya casi cuatro años. Los mártires fueron entonces un sacerdote jesuíta, amigo y compañero, y dos campesinos de Águilares. Los mártires son ahora dos hermanas de Maryknoll, una hermana ursulina y una promotora social de la diócesis de Cleveland. Entre ambos martirios, una interminable lista de sacerdotes, seminaristas, estudiantes, campesinos, maestros, obreros, profesionales e intelectuales. Aunque la muerte se ha hecho ya triste compañera del pueblo de El Salvador, cada vez que nos reunimos a despedir a nuestros mártires y testigos dé la fe surgen los mismos sentimientos. Por una parte, indignación y tristeza, y la oración del salmo: «¿Hasta cuándo, Señor?». Por otra parte, la decisión yfirmeza,y la promesa del Señor: «Alégrate, Jerusalén. La liberación está cerca». Esta vez, sin embargo, nadie podía ocultar una sensación nueva y distinta. Desde el asesinato de Mons. Romero, nunca se ha producido una conmoción semejante ni dentro ni fuera del país, nunca ha habido un repudio tan universal y nunca ha existido la sensación de que se ha colmado ya la paciencia de Dios y de que estos martirios son preanuncios de la liberación cercana. Los 300 sacerdotes y religiosas que nos reunimos en el Arzobispado oímos la voz de Mons. Rivera, que sonaba nueva y distinta, de* Publicado en Estudios Centroamericanos (ECA) 387/388 (enero-febrero 1981), pp. 51-53. Las cuatro misioneras norteamericanas fueron asesinadas el 2 de diciembre de 1980.
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nunciando, desenmascarando y responsabilizando a los cuerpos de seguridad y a la Junta demócrata cristiana. La verdad volvía a resonar limpia y clara. Y con la verdad, la fortaleza y la decisión cristiana de permanecer unidos junto al pueblo masacrado, aunque de nuevo la Iglesia caminase hacia la cruz. Se repetía la primera pascua cristiana. El horror, el abandono y la soledad de la cruz de Jesús llevaron a sus discípulos a esconderse en el cenáculo. Pero el espíritu de Jesús, más fuerte que la muerte, abrió las puertas, y de allí salieron confortados y decididos a predicar la resurrección y la vida, a anunciar la buena noticia del reino de los pobres. El Arzobispado se convirtió en un nuevo cenáculo. Allí se hizo presente el Dios de la vida, más fuerte que la muerte, que la opresión y la represión, más fuerte que nosotros mismos y nuestros propios miedos y temores. Allí se hizo presente la paradoja cristiana en presencia de los cuatro cadáveres. En verdad, donde abundó el crimen y el pecado sobreabundó la vida y la gracia. Ciertamente, esta última pascua que celebramos ha tenido algo especial. Con este asesinato se han rebasado las fronteras de la iniquidad, se han roto las reglas del mal. Aun quienes en El Salvador hemos visto ya todo y ninguna barbarie nos sorprende, nos hemos sentido sobrecogidos. De nuevo sentimos que han asesinado al justo y al inocente. Pero esta vez el Cristo que ha muerto han sido cuatro mujeres, religiosas y norteamericanas. Y por ello, la negrura del crimen va acompañada de una especial luz. El Cristo muerto son cuatro mujeres. En el mundo y en la Iglesia en que vivimos, los protagonistas son los hombres. Todos somos iguales y diferentes ante Dios; pero ni la igualdad ni la diferencia la encontramos fácilmente en nuestra historia. Estos cuatro cadáveres, sin embargo, algo nos dicen de ello. Hombres y mujeres son oprimidos y reprimidos en El Salvador; hombres y mujeres han elevado su plegaria a Dios para que oiga los gritos que les arrancan los explotadores; hombres y mujeres se han decidido a la lucha por la liberación; y hombres y mujeres han caído en esa lucha. Ahí se da, en el sufrimiento y en la esperanza, la más profunda igualdad. Las cuatro hermanas se han unido al pueblo salvadoreño al unirse a la mujer salvadoreña. La mujer es procreadora de la humanidad, pero es también creadora de humanidad de una forma específica suya, con la finura de su servicio, la entrega sin límites y el contacto afectivo y efectivo con el pueblo y la compasión que no racionaliza el sufrimiento de los pobres. La mujer es creadora de fortaleza que no
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abandona al que sufre, como no abandonaron a su pueblo las cuatro hermanas, a pesar de las serias amenazas. La mujer es más indefensa físicamente, y ello resalta y desenmascara más la barbarie de su asesinato y la sencillez y gratuidad de su entrega. El Cristo muerto son cuatro religiosas. Cuando hoy se habla tanto de renovación de la vida religiosa en El Salvador y en otras partes, cuando tanto se discute del carisma y de los votos, estos cuatro cadáveres nos muestran lo fundamental de lo que hoy significa una vida consagrada a Dios. Sin grandes aspavientos, sin declaraciones grandilocuentes, nos muestran cómo han discernido lo fundamental de cualquier carisma religioso: el servicio. Las religiosas, hoy, se han ido desplazando paulatinamente hacia los lugares más perdidos, allá donde otros no pueden o no quieren llegar; se han acercado de verdad a los pobres de los barrios marginados, a las zonas obreras y, sobre todo, a los campesinos. Consagración a Dios significa hoy servicio y entrega a sus pobres. Calladamente, también han ejercido su carisma profético de la vida religiosa, denunciando con su presencia y actuación el instalamiento de otros sectores de la Iglesia, el alejamiento del pueblo cristiano de altos jerarcas y, sobre todo, el pecado que da muerte al pueblo salvadoreño. Por ello han sufrido el destino de los profetas y han compartido la misma suerte del pueblo: el martirio. Con ello, también las religiosas tienen sus representantes entre los mártires que mueren entre todos los grupos sociales que han optado por los pobres. El Cristo muerto son cuatro norteamericanas. Los Estados Unidos son omnipresentes en El Salvador. Existen hombres de negocios y expertos militares; existe una embajada en la que se decide el destino de los salvadoreños sin preguntarles a ellos qué es lo que quieren. Existen armas de fabricación norteamericana y helicópteros desde los que se bombardea y persigue a la población civil. Pero existen también cristianos norteamericanos, sacerdotes y religiosas, que nos han traído lo mejor de los Estados Unidos: la fe en Jesús, no en el dólar; el amor al hombre, no al designio imperialista; el anhelo de justicia, no la explotación. Con estas cuatro norteamericanas, Cristo, aunque vino de fuera, no fue un extranjero en El Salvador, sino que pronto se hizo salvadoreño. Con ellas se hermanaron la Iglesia de El Salvador y la Iglesia de los Estados Unidos, según la fórmula cristiana de ayudarse y llevarse mutuamente, no de imponer, chantajear con la ayuda económica o infantilizar con el paternalismo. El Salvador les dio a las cuatro her-
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manas los ojos nuevos para ver el cuerpo crucificado de Cristo en su pueblo y las manos nuevas para curar sus heridas. Los Estados Unidos nos han dado cuatro mujeres que abandonaron su patria para dar con sencillez y para dar hasta su propia vida. Lo que ha unido a estas dos iglesias, lo que hace que las diversas iglesias vayan construyendo la única Iglesia extendida por todo el mundo, son los pobres y el servicio hacia ellos. Es muy conmovedor escuchar de Peggy Healy, hermana de Maryknoll y amiga de las hermanas asesinadas, que los altos dignatarios enviados por Cárter a El Salvador no deben ir sólo a investigar la muerte de cuatro ciudadanas norteamericanas, sino el genocidio de 10.000 salvadoreños. Hoy, como ayer, no existe ninguna otra fórmula cristiana para construir la Iglesia ni para unificar a las diversas iglesias extendidas por el mundo que salirse de sí mismas y dedicarse a los otros, a los más pobres, a los oprimidos, a los torturados, a los desaparecidos, a los asesinados. Cuando existe esa actitud, la Iglesia de El Salvador sólo puede dar la bienvenida a los cristianos de la hermana Iglesia de los Estados Unidos. Y cuando esa actitud lleva hasta el martirio, sólo puede agradecerlo desde lo más profundo de su corazón. Maura, Ita, Dorothy y Jean son el Cristo muerto hoy. Pero son también el Cristo resucitado, que mantiene viva la esperanza de la liberación. Su asesinato ha conmovido e indignado al mundo. Pero a los cristianos este asesinato nos dice también algo de Dios, porque esas mujeres nos dicen algo de Dios. Los cristianos creemos que la salvación nos viene de Jesús, pero quizá sea éste el momento de tomar en serio lo que en la teología se ha dicho de forma en exceso espiritualista y académica: que la salvación pasa también por una mujer, María, la Virgen de la Cruz y del Magníficat. La salvación nos viene por todos los hombres y mujeres que aman más la verdad que la mentira, que están más dispuestos a dar que a recibir, que tienen el supremo amor de dar la vida más que guardársela para sí. Ahí se hace presente Dios. Por ello, aunque estos cuatro cadáveres llenan de dolor e indignación, nuestra última palabra tiene que ser: gracias. Con Maura, Ita, Dorothy y Jean, Dios pasó por El Salvador.
11 LA ESPERANZA DE LOS POBRES EN AMERICA LATINA * Al hablar de la esperanza de los pobres en América Latina, me voy a reducir a la esperanza que tienen los pobres en países como El Salvador y Guatemala. Hago esto por la evidente razón de que es lo que mejor conozco y porque ese conocimiento directo me parece, al menos cristianamente, necesario para hablar de la pobreza y, sobre todo, de la esperanza. Esta reducción metodológica tiene sus desventajas para este congreso, pues la pobreza y esperanza que voy a describir y sobre las que voy a reflexionar son distintas de las existentes en España y en el primer mundo en general; más aún, incluso en América Latina suponen ahora un caso límite. Pero tiene también sus ventajas, pues, aunque voy a presentar situaciones limitadas y límite, éstas se asemejan más a lo que ocurre en una gran parte de la humanidad actual y, según entiendo, también esta dimensión universal de la pobreza y de la esperanza se quiere tener explícitamente presente en este congreso. Quisiera hablar de la esperanza de los pobres en América Latina de forma teológica, pero a partir de su realización. No se trata, por lo tanto, de partir de conceptosfilosóficos,bíblicos o teológicos, aunque éstos sean sin duda necesarios para presentar la realidad de forma reflexionada y, en el caso de la reflexión teológica, además, para obtener algún criterio de lo que se entiende cristianamente por pobreza y esperanza. Se trata de partir de la realidad, lo cual, si es importante en el caso de la pobreza para que su trágica radicalidad no desapa* Ponencia presentada en el II Congreso de Teología y Pobreza, «Esperanza de los pobres, esperanza cristiana», celebrado en Madrid del 5 al 12 de septiembre de 1982. Fue publicada en Misión Abierta 4/5 (noviembre de 1982), pp. 112-123. Se han omitido las últimas páginas del artículo, a fin de evitar repeticiones en este libro.
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rezca tras el concepto, más importante es en el caso de la esperanza, verdadero milagro cuya existencia y contenidos nada evidentes sólo pueden ser constatados a posteriori con asombro y agradecimiento. Quisiera, por lo tanto, hacer un poco de «teología narrativa» reflexionada. La realidad tal como acaece es, por supuesto, condición de posibilidad de que esa teología sea narrativa; pero, más de fondo, es también condición de posibilidad de que sea simplemente teología, si es que se toma absolutamente en serio que Dios se sigue manifestando continuada y actualmente en eso que acaece. Se comprenderá entonces que mis palabras tienen una relativa importancia, pero no una importancia decisiva, pues de lo que se trata en el fondo es de que la realidad de los pobres, su esperanza y su pobreza, tomen la palabra, y que a través de ellas se haga presente la palabra de Dios. Como última aclaración introductoria, quisiera decir que al presentar la esperanza de los pobres no pretendo presentar una realidad de la cual se puede tener una noticia y aumentar así el acervo de conocimientos, ni mucho menos presentarla para que verifique tesis filosóficas o teológicas, como si los pobres y su esperanza estuvieran ahí para ilustrar las teorías de Bloch o Moltmann o las de la teología de la liberación. Los pobres están ahí no para aumentar o confirmar nuestros conocimientos, sino como una realidad que forcejea por dejarse oír, por tomar la palabra, como un gran clamor al que no se hace justicia sólo en la disposición a registrarlo, sino a corresponderlo. Me parece muy importante captar la realidad de los pobres como forcejeo de la realidad por darse a conocer. Ese es el significado profundo de lo que ha ocurrido en este congreso y en otros similares: que personas de El Salvador, Guatemala, Nicaragua, Bolivia y Perú piden con insistencia —y a veces mendigan— que se les dé un poco de tiempo para hablar de la realidad de sus países. No debe interpretarse este hecho, hoy tan repetido, desde la psicología de quienes os visitan, sino desde la realidad de sus países. Captar la realidad de esos países es a la vez urgencia y compulsión a hablar de ellos. A esa clamorosa realidad sólo se puede responder adecuadamente, a mi entender, si es captada como interpelación y buena noticia. Esa realidad, por sí misma, es la mediación de la primaria interpelación de Dios: «¿Qué has hecho de tu hermano?». Pero es también, paradójicamente, una buena noticia, algo que a nosotros y a vosotros puede dar una esperanza (que muchas veces buscamos en vano) en la ilusión de un hombre «total» y no en la utopía de un hombre «nuevo»,
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convertido y abajado a la pobreza, pero lleno también de dignidad, entrega y esperanza. Quizá, en el fondo, sea ésta una seria dificultad para captar la realidad de los pobres en América Latina, pues, aunque en el primer mundo hay muchos deseos de que las cosas mejoren, puede ser también que un escepticismo de fondo nos haya cerrado a esperar una buena noticia de verdad, y mucho más una buena noticia de Dios. Esa esperanza de los pobres, que es interpelación y buena noticia, es lo que quiero describir teológicamente a continuación, para reflexionar después sobre sus raíces teologales y eclesiales. 1.
La realidad de los pobres en América Latina
Ya en el primer congreso describió Ignacio Ellacuría en profundidad lo que son los pobres en América Latina como realidad histórica, socioeconómica y dialéctica, teológica y política. No es necesario repetir su exposición; pero sí me parece conveniente señalar algunos puntos fundamentales para que cobre fuerza la ulterior e increíble afirmación de que esos pobres tienen esperanza. El pobre defiende lo mínimo: su vida amenazada En este congreso se ha hablado de la pobreza en España, y desde el primer día se la ha enfocado desde lo socioeconómico. Esto me parece un acierto, pues es la pobreza socioeconómica la que explica muchos otros fenómenos que acompañan a la pobreza. Sin embargo, hay que ser también conscientes de que la pobreza, aun la socioeconómica, por ser una realidad histórica, sólo puede ser asumida en un concepto de forma análoga, que a veces raya en el equívoco. La pobreza en América Latina es una realidad socioeconómica, pero es una pobreza tal, una miseria que llega a tales límites, que lo que hemos oído aquí sobre las bolsas de la pobreza en España, o incluso sobre el paro actual, no sirve para introducirnos en el tema de los pobres en América Latina. Dicho de forma sistemática, la pobreza en el primer mundo se comprende por el distanciamiento, mayor o menor, de ciertos niveles de bienestar ya alcanzados y, cuando la situación empeora, se siente como retroceso de esos niveles. El polo referencial de la pobreza, sin embargo, se expresa de forma positiva: un grado de bienestar ya alcanzado y posible. En América Latina, sin embargo, el polo referencial al que más espontánea y obviamente remite la pobreza no es algo
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positivo, sino algo sumamente negativo: la muerte. Pobreza es una miseria que acerca realmente a la muerte; pobres son aquellos cuya máxima tarea es simplemente sobrevivir, aquellos cuya vida está realmente amenazada por las estructuras socioeconómicas. Dicho teológicamente y teologalmente, la pobreza en América Latina significa que la creación de Dios está realmente amenazada, que el primigenio plan de Dios para los hombres no sólo no se cumple a cabalidad o con algunas limitaciones, sino que está pervertido, pues son inmensas mayorías aquellas para quienes está en juego simplemente su ser-creado. Quizá, para entendernos, podamos hacer la siguiente reflexión. En el primer mundo existe hoy una honrada y comprensible angustia ante la posibilidad de una hecatombe nuclear. Esa angustia tiene la particularidad nueva de que se refiere no a algunas áreas de la vida de los hombres, sino a la posibilidad de que este mundo dejase de existir. Dicho teológicamente, esa angustia está al nivel de la creación, y no ya al nivel del bienestar o del progreso. Pues bien, desde esa experiencia actual del primer mundo habría que partir quizá para comprender lo que es pobreza en el tercer mundo. Naturalmente que en el tercer mundo la amenaza a la creación no se ha sentido por amenazas nucleares ni se piensa aquélla imaginativamente a través de destrucciones apocalípticas. Pero la cotidiana miseria que da muerte lenta y eficaz a miles y millones de seres humanos significa realmente una hecatombe, el viciamiento de la creación de Dios. Por esa razón se repite en el tercer mundo que la pobreza es expresión y producto del pecado, porque es negación absoluta de la primigenia voluntad de Dios. Y por esa razón también, se dice que el pecado es verdaderamente mortal, porque la negación de la voluntad de Dios se manifiesta en que haya muerte, y en esa muerte objetiva revela el pecado su más profunda esencia. Esto es lo que entendemos por pobreza en América Latina. No podemos extendernos ahora en analizar sus causas estructurales, que teológicamente son los ídolos —capitalismo absolutizado, doctrina de la seguridad nacional—, ni los rostros concretos de los pobres, que son las víctimas que esos ídolos exigen para subsistir. Pero quizá se comprenda un poco la suma importancia y necesidad de que los cristianos y las iglesias tomen absolutamente en serio esa pobreza y trabajen por su superación eficaz. En las sobrias pero profundas palabras de Monseñor Romero: «es preciso defender lo mínimo, que es el máximo don de Dios: la vida».
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Crucificados por ser pobres Esta descripción de la pobreza, que es sumamente trágica, se torna, sin embargo, suave en algunas situaciones como las de El Salvador o Guatemala en la actualidad. La pobreza descrita no es un fenómeno natural de mera carencia, sino un fenómeno histórico de empobrecimiento. La pobreza es entonces dialéctica: hay pobres porque hay ricos, y hay ricos porque hay pobres. Esta dialéctica estructural se torna altamente conflictiva cuando los pobres toman activa conciencia de ella y se organizan social y políticamente para luchar contra la estructura injusta. Cuando esto ocurre, la estructura —los dioses de la muerte— se vuelven de nuevo contra los pobres y acaece la represión. La muerte lenta, como destino histórico de los pobres, se torna en muerte violenta para los pobres que quieren dejar de serlo. La pobreza adquiere una nueva relación con la muerte; los pobres son asesinados, y son asesinados por ser pobres. Quizá sea importante recalcar esta elemental verdad. La actual represión se dirige a los pobres porque se los ve como peligrosos; pero la raíz última de su peligrosidad está en su ser pobres. Por eso se reprime a los pobres-queluchan o, preventivamente, a los pobres-para-que-no-luchen, pero, en definitiva, a los pobres. Lo que queremos afirmar entonces es que las nuevas formas de muerte de la represión competen a los pobres por serlo. Según esto, pobres no son sólo ya aquellos cercanos a la muerte, los campesinos sin tierra, los niños que mueren por desnutrición porque las madres no pueden amamantarlos. Pobres son además, y definitivamente, los 35.000 salvadoreños asesinados, la mayoría de ellos a manos del ejército y cuerpos de seguridad; los 40.000 que murieron durante la revolución nicaragüense; los miles y miles de guatemaltecos asesinados desde 1954. Pobres son los masacrados en el río Sumpul, El Mozote, Panzós, los torturados, los desollados, los que aparecen con sus rostros corroídos con ácido, los decapitados en serie, los cadáveres que aparecen en cementerios clandestinos —descubiertos por el sobrevolar de las aves de rapiña—, los cadáveres aún agonizantes que aparecen en el carro de la basura. Estos son los consumadamente pobres, aquellos para quienes la muerte violenta consuma su muerte lenta. Si la primera pobreza era un viciamiento de la creación, esta segunda y definitiva pobreza es, en palabras de Monseñor Romero: «el imperio del infierno». Si las estructuras injustas oprimen lentamente, ahora «han convertido un pueblo en una cárcel y en un lugar de tor-
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tura» (19 de junio de 1977). Esto es lo que obligó a Monseñor Romero a reinterpretar su ministerio arzobispal desde la muerte: «A mí me toca ir recogiendo atropellos y cadáveres» (ibid.), y lo que ha obligado recientemente a Juan Pablo II, en carta del 6 de agosto de 1982 a los obispos de El Salvador, a recordar las «brutales represiones» que se llevan a cabo en nombre de la doctrina de la seguridad nacional. La analogía de la pobreza se ensancha trágicamente. En lenguaje teológico, el pobre se convierte en el siervo sufriente de Yahvé. Como aquél, los pobres han intentado implantar el derecho y la justicia entre las gentes; y como a aquél, les sobreviene el destino de muerte. Los pobres terminan hoy sin rostro ni figura humana, de quienes se aparta la mirada porque dan repugnancia; son empobrecidos y aniquilados por el pecado de los poderosos y cargan sobre sí literalmente con ese pecado; muchísimas veces van al matadero —recuérdense las masacres— como la oveja que no tiene voz ni para quejarse; son, además, tenidos y enterrados como malhechores, subversivos, hombres sin Dios, con lo cual se consuma la muerte hasta de su dignidad y se pervierte absolutamente su realidad. Los pobres son hoy, pues, los pueblos crucificados.
2.
La realidad de la esperanza de los pobres en América Latina
La pobreza descrita es real, y por ello escandalosamente trágica y cuestionante. Sin embargo, esos pobres tienen esperanza, y ello es escandalosamente sorprendente. A pesar de largos años de opresión y represión, a pesar de que una mirada macroestructural amenaza con mayor pobreza al Tercer Mundo, los pobres son hoy en América Latina pobres esperanzados, y esa esperanza es una de las características esenciales que cualifica su pobreza, sin la cual, por lo tanto, no se comprende adecuadamente a los pobres. Ya Medellín afirmó la coincidencia de pobreza y esperanza, pero elevó además ambas cosas a la categoría de signos de los tiempos, es decir, manifestación clara y densa de la actual voluntad de Dios, al margen de la cual vano será buscar su voluntad en otras manifestaciones. Afirmó la ingente miseria, producto de la injusticia, que clama al cielo; pero añadió «el anhelo de emancipación total, de liberación de toda servidumbre, de maduración personal y de integración colectiva» (Introducción, número 4), que calificó como «un evidente signo del Espíritu», «las huellas de la imagen de Dios en el hombre»
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(ibid.). También Puebla describió la pobreza como el más devastador y humillante flagelo del continente, pero añadió también —aunque quizá no con tanto vigor como Medellín, por la situación de un mayor deterioro en el continente— las aspiraciones sentidas de los pobres latinoamericanos. En cualquier caso, se refirió a ellas de forma indirecta, pero dramática, en el conocido texto sobre el clamor de los pobres. En Medellín, dijo, el clamor pudo haber parecido sordo; «ahora es claro, creciente, impetuoso y, en ocasiones, amenazante» (n. 89). Estos textos, a los que se podrían sumar muchos otros del Antiguo y Nuevo Testamento, muestran que tanto en la pobreza como en la esperanza se da una absolutez para la fe y para la Iglesia, pero muestran también que existe una correlación cristiana entre pobreza y esperanza, de tal manera que se podría preguntar uno si el título de esta ponencia, «Esperanza de los pobres», no es una tautología, al menos desde el punto de vista cristiano; si puede haber una esperanza cristiana que no sea de los pobres, como si la esperanza cristiana fuese una realidad ya constituida en sí misma, de la cual participasen —aunque diversamente— pobres y ricos; si no se da en la esperanza de los pobres el analogatum princeps de la esperanza cristiana, en la cual pueden participar otros en la medida en que participan de la pobreza de los pobres; si, a la inversa, puede haber pobres cristianos que, en cuanto tal, no tengan una determinada esperanza; si esa esperanza no es una de las importantes manifestaciones de espíritu con que los pobres deben vivir cristianamente su pobreza, de modo que se realice la síntesis evangélica —no ahistóricamente espiritualista— de «pobreza espiritual». Desde este punto de vista, queremos describir brevemente la esperanza de los pobres como espíritu que surge de un lugar determinado —la pobreza descrita— y para vivir cristianamente, accionar y reaccionar cristianamente ante esa pobreza. Queremos describir la esperanza desde su relación formal con el futuro, pero también desde su eficacia para el presente de los pobres. Esperanza sobria: ¡Vivir! La esperanza de los pobres apunta, en primer lugar, a un futuro que es captado a la vez como don y promesa, por una parte, y como exigencia de acción por otra. Dicho formalmente, esa esperanza consiste en que lo que durante mucho tiempo ha parecido imposible se ofrece ahora como posibilidad; dicho desde su contenido, esa espe-
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ranza consiste en la vida. Es difícil poner en abstracto lo que en este contexto significa «esperanza de la vida», pero quizá nos ayuden aquellas palabras del tercer Isaías cuando narra la utopía de Dios: «Edificarán casas y las habitarán; plantarán viñas y comerán de sus frutos. No edificarán para que otro habite, ni trabajarán para que otro coma de sus frutos». Esta esperanza concreta de los pobres no consiste en el deseo material de tener más ni tampoco en el puro deseo subjetivo de ser reconocidos en su dignidad de personas. Creemos más bien que es una esperanza originaria y originante, previa a la consabida distinción entre el ser y el tener —distinción que pueden hacer los que ya tienen suficientemente—, esperanza en la que «el ser» reclama, para serlo, casa y trabajo, y en la que «el tener» no está todavía orientado al consumismo y a la tendencia opresiva, sino a la constitución del ser con dignidad. Esa esperanza de la vida es la novedosa convicción de la posibilidad de llegar a ser hombres y mujeres, verdaderas creaturas de Dios y no víctimas seculares de los ídolos, de poder vivir en una sociedad no estructurada según lobos y corderos. En este cambio de perspectiva, aparentemente tan simple, se expresa la esperanza de los pobres; la historia no es ya para ellos simple fatalismo, sino promesa con posibilidades. Captar la historia como promesa ha llevado de hecho a los pobres a reaccionar y a actuar ellos mismos. El descubrimiento de las posibilidades de la historia ha sido a la vez el descubrimiento de sus propias posibilidades y de la necesidad de poner ellos manos a la obra. La esperanza de los pobres es, por lo tanto, activa, que ha llevado a su organización al nivel social, político, eclesial y, en casos límite, también militar. Es una esperanza dialéctica y conflictiva, pues es esperanza contra el presente y contra el pasado —a diferencia de otras esperanzas en el primer mundo, que ven en un pasado reciente un paraíso perdido—, y es esperanza que lucha por destruir las raíces profundas de la pobreza y de la muerte, en contra de quienes las quieren mantener. Es una esperanza sobria, aunque pase por momentos eufóricos, y persistente, porque aprende también a no confundir las posibilidades de la historia con una inminente parusía. Es una esperanza en la liberación de los pobres, realizada sustancialmente por los mismos pobres. Esto es lo que recoge, aunque de forma dramática y manipulable, el ideal de la «revolución»: es la puesta en acción de la esperanza de los pobres.
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Un espíritu nuevo: Esperar «siendo» Esta nueva esperanza deja ya ver sus frutos en el presente, de forma modesta a veces, ambigua y limitada ciertamente, pero real. «Antes estábamos como dormidos; ahora estamos despiertos. Antes moríamos y ahora también. Pero ahora sabemos por qué morimos. Y eso, cabalmente, es muy distinto», decía un campesino. Ese antes y ese ahora implican un cambio, una metanoia para los pobres mismos, no necesariamente en su situación de pobreza, pero sí en el espíritu con que la viven. En primer lugar, han recobrado la conciencia de su propia dignidad y de su propia valía ya ahora; han hecho el gran descubrimiento de encontrarse con ellos mismos y entre ellos mismos como personas y sujetos de su historia, no como cosas y objetos del destino de otros. Parafraseando la Carta a los Romanos, podemos decir que Dios ha llamado a los pobres a la existencia, y quienes antes no eran, ahora son. Por eso la esperanza de los pobres es ciertamente, como se ha dicho en este congreso, un esperar actuando, pero es también —y novedosamente— un esperar siendo. Ese ser realmente en y a través de su ser pobres es la perla preciosa que, una vez encontrada, transfigura ya el presente. En segundo lugar, los pobres apuntan ya ahora a una nueva sociedad con dos características fundamentales. La primera es, por supuesto, la superación del egoísmo como principio de actuación y de la insolidaridad, no fraternidad, injusticia; en una palabra, como configuración de la sociedad. La segunda, más paradójica en un primer momento, pero no menos importante y necesaria, es la configuración de una sociedad basada en vivir pobre, aunque no miserablemente; una sociedad que tiene realmente en cuenta los escasos recursos para todos, pero que procura repartirlos y no deslizarse por la pendiente del tener y del consumismo. Las realizaciones de estos ideales son por necesidad modestas, pero se dan en campos de refugiados, en comunidades de base, en zonas controladas. En tercer lugar, los pobres viven la extraña mezcla que se propone en el sermón de la montaña: difíciles condiciones materiales y bienaventuranza. Que ambas cosas puedan ya coincidir es cosa de vivir las condiciones materiales con un determinado espíritu. A pesar del fuerte dolor, que produce llanto y lamentos, no es frecuente que los pobres se entreguen a puras lamentaciones estériles. En medio del dolor hay con frecuencia gozo sereno; hay tiempo incluso para la alegría, para celebrar los triunfos del pueblo o la cotidianeidad de la vida
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y sus trabajos; alegría en las celebraciones litúrgicas, en las que se pueden mezclar cosas tan dispares como recordar a los caídos y celebrar una boda o el nacimiento de un hijo. Hay solidaridad entre los pobres, mutuo dar y recibir lo que se tiene, con mucha frecuencia lo muy poco que se tiene. Hay tiempo para rezar por los vivos y por los muertos, para pedir a Dios cantando que se acerque el día de la liberación. Hay tiempo para agradecer la solidaridad de otros, las visitas y ayudas de quienes se les acercan. Hay incluso tiempo para el perdón a quienes han asesinado a sus familiares. Todo lo que se ha descrito está, naturalmente, idealizado; pero no es una descripción idealista, pues hay mucha realidad detrás de la descripción. Lo que interesa recalcar es que los pobres esperanzados hacen ya fructífera su esperanza y, sin caer en la espera de fáciles mesianismos ni en la resignación, viven ya con un diferente espíritu. Y si no hubiese ninguna otra prueba de esta afirmación, piénsese en la cruel y masiva represión para exterminarlo. A pobres resignados y sin esperanza no se les asesina si no suponen ningún peligro. Pero si se les sigue asesinando tan masivamente, es que los pobres siguen siendo un peligro; y si se asesinan tan cruelmente, es que hay que atemorizarlos, es decir, no sólo acabar con su vida, sino con su espíritu. Pobres con espíritu, pobres con alegría, que saben llorar, pero también cantar, que saben enterrar a sus muertos, pero también celebrarlos como mártires, son un inmenso peligro para los opresores. Y si son peligro, es porque en medio de la pobreza mantienen vivo el espíritu. Confianza en el Dios de los pobres Puede extrañar el que no hayamos mencionado todavía la esperanza transcendente de los pobres y que el análisis anterior no lo hayamos encuadrado en el consabido esquema de esperanza histórica y esperanza transcendente. La razón es que, a mi entender, esa división no es excesivamente útil para captar la novedad de la esperanza de los pobres. La gran mayoría de los pobres de América Latina son cristianos; creen por ello en la esperanza transcendente, y así lo manifiestan en las abundantes eucaristías por sus muertos y sus asesinados. Al nivel religioso-ideológico, esa esperanza está asegurada. La novedad, creemos, consiste en que ahora esa misma esperanza transcedente está englobada en una esperanza primigenia, una metaesperanza, si se
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quiere, de la cual tanto la esperanza histórica como la transcendente son dos momentos distintos, pero complementarios. La esperanza histórica, en cuanto que para estos pobres es en verdad novedad, milagro y escándalo bienaventurado, es mediación de lo que en la esperanza transcendente hay de nuevo, prodigioso y escandalosa bienaventuranza. Y a la inversa, la esperanza escatológica, por ser formulación radical de la esperanza, es la que otorga radicalidad a la esperanza histórica y la que se hace presente en el gozo y la libertad con que se viven ya situaciones históricas extremadamente dolorosas y esclavizantes. Eso que hemos llamado metaesperanza se ha hecho realidad, creemos, por el descubrimiento que han hecho los pobres del verdadero Dios como un Dios de los pobres. En ese Dios confían absolutamente. Cuando se da esa confianza, existe la esperanza; y cuando esa confianza se deposita realmente en Dios, de por sí no dice límites, y es por ello con naturalidad una esperanza histórica y transcendente. 3.
La raíz teologal de la esperanza de los pobres
La raíz de la actual esperanza de los pobres es compleja y variada. En América Latina se han dado las condiciones subjetivas para que los pobres puedan pensar en serio su liberación y también, en parte, las condiciones objetivas para que pongan manos a la obra. A ello han cooperado sin duda diversas ideologías, con sus análisis científicos y con la fe, al menos implícita, que está detrás de ellas. Un análisis completo de la esperanza de los pobres debe incluir, por lo tanto, el estudio de la realidad social, económica y política, y también de la conciencia colectiva de los pobres. Aquí queremos reducirnos, sin embargo, a la raíz religiosa de esa esperanza, que, si durante años y siglos ha estado latente o se ha mostrado más bien como resignación, se presenta ahora con claridad y fuerza por haberse hecho más explícitamente evangélica y cristiana. En el fondo la esperanza de los pobres vive de una nueva relación y una nueva correspondencia con Dios, y por ello la denominamos estrictamente teologal. Por ello también la esperanza es un momento de la relación teologal que debe ser comprendido en relación con los otros dos momentos de la relación teologal: la fe y la caridad. Descubrimiento de la cercanía de Dios: Encarnación Los pobres de América Latina tienen fe en Dios; tienen fe en Dios en cuanto ellos son pobres y desde ahí creen en un Dios de los
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pobres. Esa fe no es una de tantas fes, sino aquella en que se revela 1 forma originaria en que Dios se relaciona con los hombres: a travé de los pobres. En esa fe se hace presente la parcialidad constitutiva de Dios hacia los pobres, hacia todo lo que es pequeño, despreciado oprimido y reprimido, como aparece abundantemente en el Éxodo' en los profetas y en Jesús, y como admirablemente ha afirmado Puebla: por el mero hecho de ser pobres, y previamente a cualquier otra consideración, «Dios los defiende y los ama». Los pobres se saben en esa correlación originaria con Dios y captan lo que en esa relación es primero: Dios tiene una buena noticia para ellos, una promesa plenificante. Sin duda captan también las exigencias de Dios a ellos; pero lo primero que captan es que el modo de relacionarse Dios con ellos es comunicándoles una esperanza. Esa esperanza es lo primero que suscita la revelación de Dios a ellos, el volcarse Dios hacia ellos. El Éxodo dice que Dios ha decidido liberarlos; Jesús comienza anunciando la buena noticia del reino de Dios para los pobres; la resurrección de Jesús afirma que hay justicia y, por ello, esperanza para los crucificados. Fe en Dios y esperanza no son, por tanto, dos magnitudes lógicamente separables, sino que la segunda expresa la forma primera de la fe en Dios que tienen los pobres. Si esa fe-esperanza se ha hecho realidad en los pobres, no es sólo porque por su religiosidad hayan creído siempre en «Dios», en una realidad última, sino porque ese Dios se les ha hecho creíble, y eso ha ocurrido en último término porque lo han visto cercano a ellos. No basta una fe genérica en Dios para generar esperanza, ni basta siquiera admitir el poder de Dios ni sus promesas. Algo distinto a los atributos genéricos de la divinidad es necesario. Eso distinto, que es además la característica fundamental del Dios cristiano, es lo que eficazmente han redescubierto los pobres: la cercanía de Dios. Dios da esperanza porque es creíble, y es creíble porque está cercano a los pobres. Aquí es donde se torna sumamente importante la figura de Jesús, el Hijo, pero también el hermano cercano. Jesús es comprendido como el poder de Dios, y es comprendido también como quien plantea serias exigencias a la hora de emprender su seguimiento. Pero, con una cierta anterioridad lógica, es comprendido como el acercamiento de Dios al mundo de los pobres. De ahí que sea decisiva la encarnación de Jesús. Los pobres captan por connaturalidad lo esencial del mensaje neotestamentario: que Jesús se ha encarnado no en cualquier mundo, sino en el mundo de los pobres; que ha tomado no cual-
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quier carne, sino la carne débil y frágil; que ha defendido no cualquier causa, sino la causa de los pobres; que ha corrido no cualquier suerte, sino la suerte de los pobres. Los pobres captan lo que dice la Carta a los Hebreos: que Jesús no se avergüenza de llamar hermanos a los hombres; y lo pueden captar porque, en un primer momento al menos, por sus propias condiciones históricas, tampoco ellos tienen por qué avergonzarse de llamar hermano a Jesús. Esa cercanía de Dios que es Jesús, ese compartir de verdad la realidad y la suerte de los pobres, es lo que hace creíble a Dios y sus promesas. Cuanto mayor es el grado de cercanía de Dios, mayor su credibilidad y mayor la esperanza. Por ello, cuando los pobres oyen y entienden —lo que para la razón que no es pobre sigue siendo escándalo o puro antropomorfismo— que Dios entrega al Hijo, que el mismo Dios está crucificado, entonces se hace real, paradójicamente, su esperanza. Los pobres no tienen problemas con Dios. La pregunta clásica de la teodicea o el ateísmo de protesta —que tan razonablemente plantean los que no son pobres— no es problema para los pobres, quienes, en buena lógica, serían los que deberían plantearlo. Los pobres no creen en un Dios milagrero ni en un Dios tapaagujeros ni en un Dios aguafiestas, como con tanta razón desenmascaró Bonhoeffer. Creen, sí, en un Dios que tiene una buena noticia para ellos, y le creen porque pronuncia esa buena noticia desde ellos. Su fe en Dios no es ingenua, aunque las expresiones externas de esa fe pudieran parecerlo. Es una fe profundamente dialéctica, pues creen en un Dios liberador y en un Dios crucificado. Mantener ambas cosas es lo que mantiene la tozudez de su esperanza. El amor a Dios en el amor martirial a los hermanos Por la fe, los pobres han comprendido que Dios es en directo para ellos; pero por esa misma fe han captado que ellos no son para sí mismos. A la esperanza, que responde a la buena noticia de Dios para ellos, va unida la caridad como modo de corresponder a la misma realidad de Dios. Esa práctica de la caridad toma diversas formas, unas más estructurales, como son las diversas formas de lucha por la liberación, y otras más inmediatas, como son atender a las múltiples necesidades de los mismos pobres. Lo importante, sin embargo, es recalcar que la práctica de los pobres incluye activamente al «otro», a ese gran «otro» que son la misma mayoría de pobres, y a la totalidad de la sociedad, por cuya construcción luchan. Esa refe-
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rencia al otro es lo que hace que su trabajo, sus luchas, sean formalmor. Es evidente que la realización concreta de ese amor va acompañada de yerros y pecados, que cuando se llega a estadios de ucha revolucionaria aparecen muchos subproductos negativos, históricamente inevitables. Pero sería un grave error desconocer que 0 que ha movido a tantos pobres a trabajar y a luchar es el amor a s us hermanos. La esperanza que Dios ha suscitado en ellos se ha toro e n activo amor para los otros. Entre las manifestaciones de ese amor no puede silenciarse la generosidad sin límites en la entrega, que ha llevado tantísimas veces a a entrega de la propia vida. Por mucho que haya que interpretar esa entrega también a partir de la psicología social, de cierto elemento de «desesperación» q u e haría verosímil lanzarse a la muerte, no puede esconocerse el amor existente en el hecho masivo de miles de mártires. La explicación teológica de esas muertes es sencilla: muchos pores entregan su vida para que los otros tengan vida. Con ello reprob e n e l Sesto de Jesús y su vida se hace realmente teologal; corresponden a la realidad amorosa de Dios. E1 martirio, por ser expresión y producto del amor, produce esper ^anza. Surge de nuevo la gran paradoja de que la esperanza brota de a C1 uz n o " ' Por lo que ésta tiene simplemente de negatividad, sino por s er la máxima expresión de amor. Los abundantes martirios hacen MUe los pobres vivan hoy rodeados de «una gran nube de testigos», y P°r ello su fe no se tambalea; pero hacen también que se mantenga la speranza -ciertamente contra esperanza-, pues en último término ta surge de la convicción inconmovible de que nada hay más real y as fructífero que el amor. La esperanza de los pobres surge y se antiene, en último término, de la santidad de su propia vida, de la ^•actica del amor, tantas veces atestiguada y verificada por el martiL a es Peranza de los pobres no es, por lo tanto, una dimensión de s°" u vida que brote y crezca autónomamente -aunque sus condicios materiales hagan razonablemente el que tengan esperanza o cai^ n en l a desesperación-, sino en la medida en que exista la fe en un 1Q s de los pobres y una práctica de la caridad en favor de esos mismos pobres. mente a
12 QUÉ CRISTO SE DESCUBRE EN AMERICA LATINA: HACIA UNA NUEVA ESPIRITUALIDAD * Me han pedido que les hable del Cristo que se descubre hoy en América Latina y que relacione ese descubrimiento con una nueva espiritualidad. Ambas cosas me parecen importantes. La primera, porque presupone que algo nuevo se ha descubierto de Cristo en América Latina y que eso nuevo, escandaloso por una parte, es una buena noticia para los creyentes en Cristo, que exige y cuestiona, pero que anima y alegra a la vez. La segunda, porque relaciona conocimiento de Cristo con espiritualidad, el saber acerca de Cristo con la apropiación personal de ese saber, con la vida de la fe. Y en el deseo de explicitar esa relación aparece, creo yo, la necesidad sentida de que la teología, en este caso la cristología, esté al servicio de una espiritualidad, y que ésta sea parte integrante del conocimiento cristológico. A esas dos preguntas voy a intentar dar una respuesta; respuesta breve, por la escasez de tiempo, pero que vaya a lo fundamental. Para comprender la respuesta hay que tener en cuenta, sin duda, lo que mis compañeros en esta «mesa redonda» dirán sobre la situación de América Latina y de sus Iglesias, pues dicha realidad se ha convertido en principal principio hermenéutico del conocimiento de Cristo. Por otra parte, tal como lo han pedido, voy a intentar presentar la figura de Cristo y la espiritualidad de manera que puedan decir algo importante a la Iglesia europea. Me voy a centrar, por lo tanto, en * Texto de una charla pronunciada el 9 de enero de 1984 en una mesa redonda sobre «¿Futuro de la Iglesia europea? Habla América Latina», organizada por el Centre «Cristianisme i justicia». Publicado en catalán en el cuaderno n.° 3 de dicho centro; y en castellano, en Diakonia (29 de marzo de 1984), pp. 47-63.
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aquellos puntos que, por su capacidad de cuestionamiento y de ánimo, puedan aportar algo a las Iglesias de la vieja Europa. 1.
La figura de Cristo en América Latina
Hablar de un descubrimiento de Cristo en América Latina o en cualquier otra parte significa que ese Cristo se ha escondido o, más exactamente, que nosotros, los creyentes lo hemos escondido, bien porque poco a poco lo hayamos identificado con nuestras tradiciones, que lo inmovilizan y le privan de su eterna novedad, bien porque —y éste sigue siendo el problema de fondo— intuyamos que el verdadero Cristo es siempre un reto, y en este sentido también una amenaza al hombre concupiscente, que intenta siempre fabricarse sus propios cristos, pero a quien le cuesta oír con oídos honrados la verdad de un Cristo que va más allá, y muchas veces en contra, de sus expectativas y sus intereses. Descubrir a Cristo en América Latina no ha significado otra cosa que re-descubrir al Cristo de los evangelios, a ese Cristo que no es otro que Jesús de Nazaret, tal como nos lo narran los evangelios. Sin duda ninguna, ese re-descubrimiento tiene sus dificultades técnicas para encontrar a ese Jesús, entregado ya a nosotros en narraciones de fe; y sin duda ninguna también, ese Jesús tiene que ser presentado a través de mediaciones. Pero lo fundamental es volver a Jesús de Nazaret, y a ese Jesús han vuelto muchos cristianos latinoamericanos. Una vez re-descubierto ese Jesús, nos podemos preguntar por qué ha sido posible ese re-descubrimiento; y la respuesta es, de nuevo, de suma importancia. En América Latina, ese re-descubrimiento no ha sido debido, en lo fundamental, a la investigación teológica, sino a que el evangelio ha re-encontrado su propio lugar, el lugar en el que debe ser leído y desde el cual se hace transparente. Ese lugar es el mundo de los pobres. Pobres y evangelio son correlativos, se remiten el uno al otro. Cuando se separan, el evangelio tiende a convertirse en puro texto, susceptible de ser convertido en pura doctrina, en el que se estudiarán los textos que apoyen una doctrina sobre Cristo. Pero cuando se aunan pobres y evangelio, entonces lo que se dice de Cristo en los evangelios apunta en verdad a lo que de Cristo hay en Jesús, entonces aparece el verdadero Jesús portador de una buena noticia a los pobres y convertido él mismo en buena noticia. Desde los pobres se recobran los nuevos ojos para leer el evangelio y comprender al Jesús de los evangelios; desde los pobres —si se nos permite una cho-
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cante frase— se supera un cierto analfabetismo de no saber leer el evangelio. El re-descubrimiento de Cristo se ha debido, pues, a que ha sido encontrado en la relación entre Jesús y los pobres actuales, mediada por el mensaje de buena noticia de Jesús a los pobres de su tiempo. De este Jesús de los evangelios se ha escrito largamente de modo que no es necesario repetir en detalle lo que él fue, dijo, hizo y padeció. Queremos ahora presentar algunas características formales de cómo es captado ese Jesús en América Latina, que las elegimos y enfatizamos porque quizá no estén hoy tan presentes en otros lugares. Esas características de la captación de Jesús creemos que son sumamente importantes, porque hacen que unos mismos contenidos evangélicos, que pueden ser leídos en muchos otros lugares, tengan una interpretación concreta y distinta y una gran fuerza transformadora para quien los lee. a) La primera característica de Cristo es que es captado como un Jesús cercano. «Cercanía» es, sin duda, una categoría teológica y cristológica de primera magnitud; el dogma de la encarnación no hace más que sancionar la absoluta cercanía de Dios a los hombres en Cristo. Pero una cosa es aceptar ese dogma de la fe, y otra muy distinta es hacer de esa cercanía algo central en la propia fe vivida. En América Latina se cree en un Jesús cercano a nosotros, porque, en primer lugar, se le ve como cercano a su propia realidad. ¿Qué queremos decir con esto? Que Jesús es visto como quien se acercó a la realidad de su tiempo y al hecho mayor de esa realidad: las mayorías pobres, oprimidas, sin dignidad. Más aún, es visto como quien hizo de esa cercanía el criterio de toda su actuación. Desde ahí se comprenden sus juicios sobre la realidad opresora de su tiempo, la necesidad de poner en palabra esa trágica realidad, denunciarla y desenmascararla, y también a sus responsables. Esa cercanía a la realidad es la que le llevó a conmoverse en sus entrañas ante el sufrimiento de la gente, a salir activamente en su defensa, a entrometerse en los conflictos, a ser perseguido y crucificado. «Cercanía» no es, pues, una categoría abstracta, sino bien histórica; es la encarnación consecuente en su propio mundo de opresión, la honrada visión de ese mundo y la misericordiosa reacción ante los oprimidos de ese mundo. Por esa su cercanía a su mundo, Jesús es hoy también sentido como cercano por los pobres de América Latina. La distancia hermenéutica la salvan los pobres latinoamericanos con toda sencillez:
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un Cristo esencialmente cercano a su propio mundo es automáticamente comprendido, aceptado y querido por los pobres del mundo de hoy. De esta cercanía de Jesús se deducen algunas consecuencias para la captación de Cristo. En primer lugar, los pobres de hoy ven en el proceso de acercamiento de Jesús a los pobres de su tiempo el modo como Jesús se fue haciendo hermano de los pobres, realmente participe de una humanidad hecha en su inmensa mayoría de pobres; por eso los pobres de hoy pueden llamarle hermano —del cual dirán además que es el hermano «mayor»—, pero en primer lugar hermano, alguien como ellos. Entienden muy bien la afirmación de la Carta a los Hebreos de que Jesús no se avergüenza de llamar hermanos a los hombres. En segundo lugar, el Cristo que es Jesús posee una intrínseca credibilidad por su cercanía. Sea cuales fueran los problemas acerca de la «verdad» de Cristo, su credibilidad está asegurada, porque mantuvo su cercanía a los pobres hasta el final. En este sentido la cruz de Jesús es vista como el máximo símbolo del acercamiento de Jesús a los pobres y, por ello, lo que le otorga la máxima credibilidad. En tercer lugar, Jesús y el evangelio se hacen latinoamericanos. Con ello queremos decir que se supera la impresión de que el evangelio ha venido a América Latina desde fuera y se mantiene de algún modo desde fuera. No es que los pobres de América Latina no acepten la universalidad de la Iglesia, ni que en ella existan centros eclesiales o teológicos geográficamente distantes de América Latina. Se trata de que el evangelio les habla directamente; de que no es necesario —aunque siga siendo una realidad, también positiva en parte— que el evangelio venga filtrado e interpretado desde otras partes. Por sentir a Jesús cercano, sienten que Jesús es de ellos y que ellos pueden y deben leer el evangelio. De esta forma se consigue algo de suma importancia: la posibilidad y realidad de ser auténticamente latinoamericanos en cuanto creyentes, el que no tengan que pedir prestada de algún modo su identidad evangélica, siendo y permaneciendo latinoamericanos. b) La segunda característica de Cristo es que es captado como un Jesús liberador. No es esto un tópico de moda ni algo introducido por la teología de la liberación que lo repite oportune et importune; es más bien algo esencial al re-descubrimiento del Jesús de los evangelios. Liberación —en su formulación como redención y salvación— es de nuevo una categoría teológica fundamental. Lo que ha ocurrido en América Latina es que se la ha historizado y comprendido desde sus raíces bíblicas, y de esta forma es captada espontáneamente como
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buena, justa y necesaria por los pobres de América Latina. Si algún pasaje bíblico ha impactado y llegado hasta el fondo del corazón de los pobres, es el conocido de Le 4,18-19: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres. Me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor». Desde este pasaje fundamental entienden otros muchos pasajes centrales que dan una esperanza a los pobres el que el reino de Dios se acerque al fin, el que los pobres son dichosos porque de ellos es ese reino. Esta liberación anhelada, reconocida por Medellín como presencia del Espíritu y signo de los tiempos, se convierte en elemento esencial para comprender a Jesús. Ven en él al anunciador y realizador de la liberación, quien pone en palabra el contenido de su esperanza y dedica su vida al servicio de que se haga realidad. Aunque no es fácil sistematizar cómo ven a Jesús como liberador, podemos decir que lo ven como quien les libera en lo más profundo de su corazón; les libera de su angustia, su resignación, su individualismo, su desesperación. Ven en Jesús a quien les comunica una fuerza interior que les cambia, personal y grupalmente, de hombres atemorizados en hombres libres, libres para esperar, para unirse, para luchar. Ven que hoy también se repiten aquellas escenas de curaciones: en contacto con Jesús, los enfermos dejan de serlo; y Jesús les da la razón: tu fe te ha salvado. Ven en Jesús a aquel que lleva una práctica destinada a la transformación de una sociedad opresora en una sociedad de fraternidad y justicia, de acuerdo con el ideal del reino de Dios. Las mediaciones de esa práctica fueron, en Jesús, sobre todo su palabra; pero esa palabra no fue sólo doctrina o anuncio, sino también práctica. La palabra de Jesús denunciadora y desenmascadora es vista como condena social, tanto de una sociedad teocrática organizada alrededor del templo como de una sociedad impuesta por la fuerza desde Roma, \apax romana. El que Jesús muriese crucificado, condenado como blasfemo y subversivo, es en América Latina —donde tantos son asesinados también como blasfemos y subversivos— la prueba más fehaciente de que Jesús buscó una transformación de su sociedad; de que su amor no estaba dirigido sólo a los pobres o ricos individuales, sino a las mayorías pobres; de que su amor fue, por lo tanto, también un amor político, liberador.
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Por último, Jesús es visto como quien opera una profunda liberación en la misma noción de Dios. Los pobres en América Latina —por su tradicional cultura religiosa, pero también por el esclarecimiento que ha operado su fe— no plantean el problema de Dios puramente a partir de su existencia o no existencia, sino a partir de la alternativa entre el verdadero Dios y los ídolos. Así lo ven en Jesús. Este esclareció en qué consistía el verdadero Dios, desenmascarando los ídolos. Estos son verdaderas divinidades, muy realmente existentes, que oprimen y dan muerte a los pobres, justificándolo en nombre de la divinidad. Para Jesús, el verdadero Dios es el Dios vivo que quiere la vida de los hombres, vida que deberá ser en abundancia, pero que comienza con que haya pan, casa, salud y educación. El que Dios sea verdaderamente un Dios de vida, el que la gloria de Dios sea el hombre (más bien, el pobre que vive, como parafraseó Monseñor Romero a Ireneo), el que Dios sea un Dios del Éxodo que baja del cielo a liberar a su pueblo, el que Dios tome partido en los profetas por aquellos a quienes llama «mi pueblo» en contra de sus opresores, el que Dios quiera acercarse en un reino para los pobres, todo ello lo han captado eficazmente los pobres de América Latina al re-descubrir a Jesús. Ese Jesús sigue siendo hoy captado y querido como liberador; sigue generando dignidad entre los pobres, lo que les posibilita y mueve a organizarse como pueblo y pueblo de Dios; sigue generando compromiso, generosidad, lucha y entrega sin límites por la liberación de los pueblos; sigue generando la esperanza de que la liberación vendrá, aunque las dificultades sean ingentes y el reino de Dios no llegue cuando uno lo desee ni con la plenitud utópica deseada. c) La tercera característica de Cristo es que es captado como un Jesús presente en la historia actual. Esta actual presencia de Cristo es de nuevo una categoría teológica fundamental, aunque haya estado más presente en la espiritualidad y en la piedad que en la cristologia propiamente dicha. Con ello queremos decir que el presente de Cristo no ha influido mucho en su conocimiento, con e! riesgo de reducir las fuentes del conocimiento de Cristo a textos escritos del pasado, de modo que para conocerle haya que volver fundamentalmente al pasado. Que esto sea necesario es evidente (para no caer en ilusiones, entre otras cosas). Pero el movimiento unilateral al pasado para conocer a Cristo tampoco hace plena justicia al Jesús de los evangelios, de quien se dice de diversas formas en los otros escritos del NT que sigue presente.
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En América Latina, la actual presencia de Cristo es sumamente importante para los cristianos y también para la teología. No se trata, por supuesto, de «inventar» a Cristo desde el presente, pero si de entrar «en contacto» con él en el presente, por mucho que haya que cualificar cuidadosamente qué significa ese contacto. En cualquier caso, se quiere decir que el conocimiento de Cristo no se adquiere sólo desde su pasado, sino también desde su presente. El Espíritu de Cristo, los signos de los tiempos en que Cristo se hace hoy presente, son sumamente importantes para conocerlo, recalcando, por supuesto, que no se trata de cualquier espíritu, sino del Espíritu de Jesús, que no puede sino re-crear en nuestra historia la historia de Jesús, brevemente esbozada. En concreto, esa presencia de Cristo es vista hoy en América Latina en la dialéctica de encontrar al Cristo presente y de trabajar para hacerlo presente. Parte esencial de esa presencia se descubre —dicho sin ninguna rutina, sino con la absoluta seriedad de nuestra actual situación, como lo afirmó Mons. Romero— en que los pobres de este mundo están y se saben completando en sus cuerpos lo que falta a la pasión de Cristo. Que sufren una inmensa pasión es evidente; que en esa pasión se sepan completando la de Cristo es uno de los modos de llegar a saber realmente sobre Cristo. Pero, por el otro lado, son y se saben también corresponsables del actual señorío de Cristo, es decir, implantadores ya en esta historia de los signos del Cristo resucitado: la esperanza que no muere, el servicio desinteresado, la libertad y el gozo. De esta forma, los creyentes son y se saben cuerpo de Cristo hoy en la historia; y desde ese cuerpo van conociendo mejor a su cabeza. Desde esa participación en la realidad de Cristo celebran su presencia en la eucaristía, en la reunión y oración de los creyentes, en la solidaridad —la gran solidaridad con todo un pueblo sufriente y las pequeñas solidaridades de la vida cotidiana de las comunidades. La presencia sacramental de Cristo la aceptan y se la apropian en la fidelidad al mandato de Cristo en su última cena: «Haced esto en conmemoración mía»; y de nuevo se junta la presencia de Cristo con el presentizarlo en la historia: la fidelidad en partir el pan y consumir el vino —la propia entrega— y la fidelidad en compartir el pan y beber juntos de una misma copa —hacer que Cristo llegue a ser señor de esta historia. La presencia actual de Cristo es tomada, por último, absolutamente en serio según las palabras de Mateo en la parábola del juicio
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final: «Lo que hicisteis con estos más pequeños conmigo lo hicisteis». Cristo sigue presente hoy en nuestro mundo de forma privilegiada en los pobres. No es que todo el Cristo esté en los pobres, ni que sólo en los pobres de este mundo esté Cristo. Pero en ellos está, y esa su presencia en los pobres hay que tenerla en cuenta con absoluta necesidad. Cristo está hoy presente, escondido y sin rostro, por una parte, en el dolor de los pobres; y está también salvíficamente presente para todo aquel que se acerque a los pobres para liberarlos. Estas breves reflexiones sobre la actual presencia de Cristo y las diversas formas de entrar en contacto con él no pretenden, por supuesto, sustituir el pasado de Jesús de Nazaret. Lo que se quiere indicar —y en cualquier caso, así sucede en América Latina— es que el conocimiento de Cristo se va desarrollando dialécticamente entre lo que de él sabemos a través de los evangelios y lo que de él captamos en el presente. Ambas cosas se van esclareciendo mutuamente, y a través de ambas cosas se va captando más y más quién fue y quién es Jesús. d) Una última característica de Cristo, resumen en cierto modo de todas las anteriores, es que es captado como un Jesús que es buena noticia. Con ello queremos decir que se descubre realmente al Cristo de los evangelios; pero no ya sólo históricamente, en cuanto que los evangelios son fuentes para conocer la historia de Jesús, sino sistemáticamente, en cuanto que «evangelio» y «buena noticia» son sinónimos. Este re-descubrimiento debiera ser el más evidente, pero no ha sido el más frecuente. Por múltiples razones, el evangelio se ha convertido en material para probar una determinada teología o para sustentar un dogma, lo cual es legítimo y necesario; pero con ello ha sido usado no en su forma original, como buena noticia. Ambientalmente, también es frecuente que se aborde el evangelio sólo para defenderlo de quienes atacan su verdad, es decir, apologéticamente; tarea pastoralmente necesaria cuando un ambiente secularizado, por ejemplo, la impone, pero tarea que pone al evangelio a la defensiva y le priva de su fuerza original de ser una buena noticia. Esta óptica evangélica del evangelio, valga la necesaria redundancia, es la que han redescubierto los pobres de América Latina. Jesús es portador de un evangelio, de una buena noticia. Sus palabras y sus obras son esa buena noticia. Jesús es quien dice «el reino de Dios se acerca», «dichosos vosotros, los pobres, porque vuestro es el reino de Dios»; el que, cuando enseña a orar, comienza con otra gran noticia: tenemos un Dios que es Padre y que es Padre común, y por eso de-
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cid: «Padre nuestro»; el que al hombre apesadumbrado le dice: «no temas, vete en paz»; el que al pecador angustiado le dice que el mayor gozo de Dios es que los pecadores se le acerquen confiadamente como a un Padre. Ese Jesús, portador de una buena noticia, es visto él mismo como buena noticia para los pobres de hoy, es el gran don de Dios a este mundo. Por ello los pobres de América Latina pueden repetir en verdad la afirmación paulina de que «ha aparecido la benignidad de Dios», o la afirmación de Juan de que «ha aparecido la gracia y la verdad», o pueden desarrollar sus propias formulaciones, llamando a Jesús «liberador». Lo importante de estas formulaciones es que Jesús es visto como una buena noticia. Y de ahí se deduce que la captación de un Cristo así produce gozo. Ciertamente los cristianos latinoamericanos saben de las costosísimas exigencias de Jesús —no hace falta recordar los miles de campesinos, obreros, estudiantes, religiosas y religiosos, sacerdotes y obispos que han derramado su sangre por ese evangelio y ese Cristo en América Latina—, pero poseen también el gozo y el agradecimiento de haberse encontrado con Jesús. Por ello el evangelio se les convierte en carga, pesada y ligera a la vez, pero también en aquella perla preciosa y aquel tesoro escondido por el que vale la pena venderlo todo. 2.
Hacia una nueva espiritualidad
Ese Cristo así captado es también un Cristo «vivido» en el seguimiento de Jesús. Y en eso está la base de la espiritualidad, nueva o antigua, según se mire. La espiritualidad fundamental no es otra cosa que el ejercicio del espíritu exigido por el seguimiento de Jesús y propiciado a su vez por ese seguimiento. No es ésta una espiritualidad «regional» que intente reproducir tal o cual rasgo de Jesús, tal o cual actitud o práctica de Jesús. Es una espiritualidad fundamental para confrontarnos con nuestra propia historia actual como Jesús se confrontó con la suya; es una espiritualidad teo-logal para confrontarnos con lo último de la historia y, así, con lo último de Dios, para afrontar la vida y la muerte, para luchar en favor de una y en contra de la otra, para estar disponible a dar de la propia vida y aun la propia vida en favor de la vida de los otros; es una espiritualidad cristocéntrica, al hacer todo eso con el espíritu de Jesús, con el talante y a la manera de Jesús. Espiritualidad es, entonces, el ejercicio del espíritu en el hacerse hijos en el Hijo, como dice Pablo.
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a) Cuáles son los rasgos concretos de esta espiritualidad, se desprende en buena parte de lo ya dicho sobre Jesús. En su origen está el acto del espíritu de enfrentarse con la verdad de este mundo, descubrirla, afirmarla y denunciarla como gravísimo pecado, y hacerlo todo ello desde los pobres. En su desarrollo, consiste en sentir una gran misericordia por los pobres de este mundo que haga optar eficazmente por ellos, defenderlos, luchar con ellos por su liberación y convertirnos nosotros mismos en buena noticia para ellos; consiste, por otra parte, en mantenernos fielmente en esa primera opción cuando las consecuencias son duras y costosas; en introducirnos y mantenernos en los conflictos que esa opción genera inevitablemente; en estar disponibles y sufrir todo tipo de persecuciones que los poderes de este mundo llevan a cabo contra los pobres y contra quienes se solidarizan con ellos; en permanecer fieles hasta el fin, cuando la opción por los pobres exige la renuncia de uno mismo y hasta la propia vida. Este núcleo fundamental de la espiritualidad significa orientar la propia vida no alrededor y en favor de uno mismo, del propio grupo o la propia Iglesia, sino alrededor de los pobres de este mundo, quienes descentran verdaderamente al propio yo personal o grupal. Es la espiritualidad exigida por el servicio consecuente al reino de Dios, al cual hay que servir; mediación muy eficaz de la exigencia cristiana del amor, de que hay que servir y no ser servido. En palabras más actuales, es la opción de vivir para que exista justicia para los pobres de este mundo; para que la vida llegue a ser; para que esta humanidad, que muy mayoritariamente produce muerte, lenta o violenta, produzca vida. A estos niveles la espiritualidad no parece ser muy sofisticada, no parece adentrarnos todavía en lo que tradicionalmente se ha considerado como la finalidad de la espiritualidad: la santidad. Sin embargo, es el primer paso, absolutamente necesario, para una vida verdaderamente humana, para una vida cristiana y para una vida santa. Esa espiritualidad es la que nos hace afines a ese Dios de la vida, de la liberación, de la justicia, que quiere la vida de su pueblo. Es reconocer que en la vida de los pobres de este mundo hay algo de último y de santo, en cuyo servicio vamos nosotros mismos alcanzando lo que en verdad es último también para nosotros, y fuera de lo cual será inútil buscar la ultimidad de nuestra propia vida, del sentido de nuestra propia vida y de nuestra esperanza.
de Jesús. La opción por los pobres puede ser llevada a cabo de diversas formas, pero cristianamente debe reproducir aquellos valores, aquellas actitudes, aquellas virtudes, si se quiere, realizadas y exigidas por Jesús. Se trata, por lo tanto, de reproducir el espíritu fundamental de Jesús al servicio del reino de Dios y el modo de llevarlo a cabo, el talante de Jesús en su servicio al reino. Esto parece programáticamente en muchas de las exigencias de Jesús, en el sermón del monte y especialmente en las bienaventuranzas. Ahí se nos dice cómo debe ser el seguidor de Jesús que lucha por la justicia. La espiritualidad exige el empobrecimiento, la tendencia al propio vaciamiento y a la renuncia, aceptando que en esa debilidad hay un tipo de fuerza que no se alcanza de ninguna otra forma, y que ese empobrecimiento es lo único que puede sanar la concupiscencia inherente al uso del poder, por otra parte necesario. Exige el corazón limpio, la castidad profunda para reconocer las cosas como son, sin manipularlas en favor propio, sin ceder al dogmatismo siempre deshumanizante que quiere hacer coincidir la realidad con las propias ideas e intereses. Exige la búsqueda de la paz en medio de la lucha, a veces de la lucha armada, para que la violencia, trágicamente necesaria y legítima en ocasiones, no se convierta en fin en sí misma ni, menos aún, en mística salvífica. Exige la búsqueda de la reconciliación y del perdón, no sólo como actitudes puramente psicológicas a veces difícilmente alcanzables —aunque haya ejemplos conmovedores de ello—, sino como actitud de no cerrar para siempre el futuro al adversario y de reconocer que puede existir también en él lo positivo. Exige la actitud de gratuidad, tan difícilmente conceptualizable, que por una parte nos hace reconocernos como «siervos inútiles» y, por otra, hace que la práctica tenga el vigor de quien se siente agradecido; en cualquier caso, es la experiencia de gratuidad la que sana la hybris inherente a cualquier proyecto humano, por bueno y justo que sea. Exige la actitud de gozo en medio del dolor, al saber que siempre podemos dirigirnos a Dios como Padre en la oración, en la eucaristía, en las celebraciones de la vida cotidiana, de la solidaridad, de los triunfos parciales. Exige, por último, mantener el espíritu de la utopía, depositar la confianza en un futuro que será salvífico, que mueve siempre a que lo alcancemos, aunque no lo podamos alcanzar, a que intentemos reconciliar siempre lo que en la historia es difícilmente reconciliable: lucha y paz, justicia y perdón, nuevos hombres y nuevas estructuras.
b) Esa actitud fundamental en favor de la vida de los pobres debe ir acompañada también de un determinado espíritu semejante al
c) Este esbozo de espiritualidad es evidentemente cristológico, acorde con el Cristo que se ha ido re-descubriendo; pero es también
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teologal. Con ello queremos decir que la realización de esa espiritualidad es camino a Dios y encuentro con Dios en la historia. La llamamos también teologal, porque esa espiritualidad versa sobre aquellas realidades últimas que pueden mediar (o impedir) ese camino y ese encuentro. Y creemos que poseen una ultimidad muy radical, porque, aunque formalmente recogen la ultimidad con que todo hombre, en cualquier tiempo y lugar, tiene que enfrentarse, históricamente plantean con gran claridad y crudeza la vida y la muerte como cosas últimas, y exigen una respuesta ante esa vida y esa muerte. Por esa razón, aunque esa espiritualidad es cristiana por ser cristológica, es también fundamentalmente humana, pues retrotrae al cristiano a las realidades y exigencias fundamentales para todo hombre: ser corresponsales o no de esta humanidad sufriente que mantiene siempre de nuevo una esperanza de vida. Esta espiritualidad descrita es la que plantea al espíritu humano las preguntas que surgen de la misma realidad, las preguntas por la esperanza, por el amor y por la fe. ¿Tiene realmente sentido la esperanza para la humanidad? ¿Es verdad que el amor es el más profundo acto del hombre? ¿Es cierto que en lo más profundo de la realidad existen el bien y la verdad? Creemos que la espiritualidad descrita, precisamente por poner en contacto al hombre con aquella realidad y aquella práctica en donde literalmente se juega la vida y la muerte de los hombres, es la que hace a esas preguntas inevitables y radicales. La respuesta a esas preguntas puede ser variada y, según sean, se responderá de una u otra forma el problema teologal, el problema de Dios. En presencia de la realidad sobre la que versa esta espiritualidad no es insensato que el hombre suspenda su juicio o que niegue la última bondad de la realidad; no le faltan experiencias históricas para esa actitud. Otros, sin embargo, responden positivamente. Unos lo harán sin mencionar explícitamente a Dios; otros lo mencionan explícitamente. Los creyentes que practican esa espiritualidad quizá no puedan decir con palabras por qué deben mencionar a Dios; quizá sólo puedan decir, a la manera de la teología negativa, que más verdadera es la esperanza que la resignación, que mejor es el amor que el egocentrismo, que en el dar la vida por amor han realizado el acto más humano, que algo existe en el fondo de la realidad que se hace siempre promesa de justicia, de verdad y de paz, que mueve siempre hacia adelante. De hecho, los creyentes mencionan a Dios, le llaman Padre y le dejan seguir siendo Dios, misterio insondable. Lo importante a recordar es que eso lo hacen a través de la realización de la
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espiritualidad descrita. Esta debería ser, en pura lógica, la mayor dificultad para aceptar a Dios en presencia de la tremenda injusticia; pero ésta es, de hecho, la que hace posible nombrar a Dios como Jesús y experimentar la propia vida como un caminar con Dios y hacia Dios. Eso ocurre de hecho, y no se puede ir más allá del hecho para buscar una explicación; pero ese hecho muestra que la espiritualidad que surge de un seguimiento de Jesús en servicio de un reino para los pobres es espiritualidad en el sentido más profundo de la palabra, porque pone en juego todas las energías del espíritu, responde a los más graves desafios a ese espíritu y también a las mayores esperanzas de realización de ese espíritu. Para terminar, digamos también, aunque sea de paso, que este aspecto teologal de una espiritualidad del seguimiento de Jesús es la forma real de aceptar in actu la transcendencia de Cristo —tema que no hemos mencionado antes—. En América Latina, los cristianos muestran que creen en Jesús como el Cristo no sólo porque formulan y confiesan su divinidad —cosa que, por lo demás, hacen sin dificultad—, sino porque dan ultimidad al seguimiento de ese Jesús, y eso automáticamente es dar ultimidad al mismo Jesús, desde el cual van enfrentando con ultimidad la ultimidad de sus vidas y de la historia.
3.
Significado para las Iglesias europeas
Todo lo que hemos dicho sólo puede ser ofrecido, en último término, como una realidad que es cuestionamiento y buena noticia para los que estamos en América Latina y para los cristianos de Europa: es verdad que existe ese descubrimiento de Cristo y esa espiritualidad. Muchas veces preguntan en Europa qué hacer, cómo desarrollar en Europa las comunidades de base, la opción por los pobres, la teología de la liberación. Para esas preguntas no hay respuestas que actúen como recetas, y menos de parte de los latioamericanos, que hemos intentado aprender a ser cristianos dentro de una realidad concreta, a no intentar precipitados universalismos y menos aún colonialismos cristianos y teológicos, de los que tanto han padecido las Iglesias del Tercer Mundo. No se trata, pues, de proponer ni menos imponer recetas. Pero algo se puede proponer desde la propia experiencia. Más que los productos terminados, eclesiales o teológicos, quisiera proponer la raíz de todos ellos: encontrar aquel lugar en el que el evangelio muestra su propia creatividad y crece como árbol frondoso. Ese lugar, ya está dicho, son los pobres de este mundo.
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Manteniendo esa correlación entre evangelio y pobres se descubre a Cristo, crece la espiritualidad, se mantiene el misterio de Dios como salvífico y crece también una Iglesia de los pobres, tema éste que no hemos desarrollado. Buscar en Europa esa correlación entre evangelio y pobres es cosa vuestra. Yo sólo quisiera, para terminar, hacer algunas sugerencias que quizá puedan ser de utilidad en esa búsqueda. Vista la Iglesia europea en su totalidad, con las novedades que después mencionaremos, me parece importante, en primer lugar, terminar con algunos presupuestos, comprensibles históricamente, pero teológicamente inadecuados. Hay que terminar con la confusión teológica de que Europa, por haber sido el centro geográfico desde el que se ha transmitido el evangelio, sigue siendo el centro teológico de la fe, de la Iglesia y de la teologia. A nivel histórico, hay que terminar con el presupuesto de que el hombre europeo es simplemente el hombre universal, afirmación empíricamente falsa y teológicamente inadecuada si se quiere hacer comprender la fe desde y para ese hombre, y desde ahí para todos los hombres. A nivel teológico, hay que terminar con el presupuesto (permítasenos decirlo con claridad) de que Europa seguiría siendo el lugar privilegiado de Dios, desde el cual Dios llega a las otras partes del mundo, desde el cual hay que reflexionar sobre Dios para toda la humanidad, de modo que incluso el problema europeo de Dios deba ser el problema universal de Dios. Mientras se presuponga, consciente o inconscientemente, que las Iglesias y la teología europeas tienen el monopolio sobre Dios, poco se avanzará. Con esto estoy proponiendo un acto de humildad a las Iglesias europeas, para que acepten que no son sin más el centro de la fe; más aún, para que acepten lo que de silencio de Dios hay en sociedades orientadas hacia el progreso unilateral, la abundancia y el consumismo —aunque la actual coyuntura europea haya ensombrecido esos ideales—, para que no fuercen una palabra de Dios allá donde no la haya, ni presupongan que esa palabra se ha hecho patrimonio perenne de las Iglesias europeas. Esta humildad es un momento de empobrecimiento, necesario y también fructífero. También me parece importante terminar con una actitud inadecuadamente pluralista, según la cual las Iglesias europeas aceptarían —o «tolerarían»— lo que ocurre en las Iglesias latinoamericanas, pero no estarían realmente abiertas a escuchar lo que allí ocurre ni a aprender de cuanto bueno allí ocurra. Ya hemos dicho que no se trata de volver a un universalismo uniformista en la Iglesia; pero en una Igle-
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sia en verdad «católica», todas las Iglesias locales deberían estar abiertas a lo que ocurre en las otras como momento esencial de su propia localidad; deberían estar abiertas a escuchar otras voces, otras experiencias, otras teologías, otros compromisos, otros martirios que vienen de América Latina; así como las Iglesias latinoamericanas deberían también estar abiertas a lo que Europa ofrece de evangélico. Esta humildad y esta apertura me parecen condiciones previas, históricamente muy necesarias por la actual situación de las Iglesias en Europa, para encontrar de nuevo el lugar del evangelio. Qué es lo que vaya a surgir positivamente de esas actitudes, dónde y cómo se encuentra ese lugar, es cosa vuestra, como antes he dicho. Pero sí me parece que algo positivo está surgiendo, tal como yo lo capto. En Europa hay muchos grupos cristianos, en los que participan también sacerdotes y obispos, que tratan de descubrir cuál es el pecado fundamental europeo (tarea trágica, pero necesaria, porque apunta al mundo de los pobres), cuáles son las dimensiones locales e internacionales de ese pecado, con lo cual —de nuevo de forma trágica— se abren a la universalidad del pecado y así, a la universalidad de los pobres de este mundo. Desde la captación de ese pecado, muchos grupos cristianos tratan de realizar su fundamental conversión, la cual, por una parte, supone el integrarse en verdad en esta humanidad actual, sentirse seres humanos corresponsables con los sufrimientos y las esperanzas de las mayorías pobres de este mundo; y, por otra parte, lograr una nueva óptica desde los pobres que abra los ojos al evangelio. Hay muchos grupos cristianos también que hacen contra el ideal incuestionado de una sociedad consumista y de abundancia, que practican la austeridad como testimonio personal contra una sociedad deshumanizante, pero también como testimonio contra una sociedad injusta, y en favor de una nueva sociedad basada en una «civilización de la pobreza» (I. Ellacuría), que nada tiene que ver con la miseria, pero que es vista como la única forma en que resulta viable el ideal de la fraternidad. Hay muchos grupos cristianos que se comprometen en las luchas cruciales de nuestro tiempo, la lucha por la paz y la lucha por la justicia, en sus propios países y en el Tercer Mundo. Hay muchos cristianos que desarrollan una activa solidaridad con los pueblos e Iglesias de América Latina, ayudando moral, económica, política y cristianamente, abiertos a recibir lo que les dan aquellos pueblos y aquellas Iglesias. Estos grupos, organizados en comunidades o parroquias, en comités de solidaridad o en agrupaciones de teólogos,
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están mostrando creatividad en la liturgia y en la teología, en la pastoral y en la solidaridad. Esta creatividad es para mí un signo claro de que el evangelio ha encontrado su lugar también en Europa. Esos grupos corren riesgos, y a veces sufren algún tipo de persecución; y cuando esto se da, es que verdaderamente se han encontrado con el evangelio. La Iglesia europea no impone ya por su masividad y por su abundancia de medios materiales e intelectuales; pero está presente de forma aparentemente más humilde y más evangélica. Hace ya muchos años, K. Rahner hablaba de una Iglesia de la diáspora como futuro de la Iglesia; con ello predecía lo que hoy es una realidad: que la Iglesia no se va a mantener incuestionada ni su fe va a ser aceptada ambientalmente. De ahí sacaba la conclusión de que el futuro de la Iglesia estaba en grupos de cristianos con fe consciente. Lo que quisiera añadir es que «diáspora» puede sonar a grupo pequeño, retirado; mientras que a mí me parece que estos grupos descritos son también «levadura», lo cual supone esperanza. Cuál sea el futuro de la Iglesia europea, como pregunta el título de esta mesa redonda, no puedo responderlo. Pero, desde América Latina, creo que la Iglesia europea, como cualquier otra Iglesia, tendrá futuro en la medida en que se integre de verdad en nuestra humanidad actual, humanidad hecha de millones de pobres que sufren y que quieren vivir; que mantienen su fe y su esperanza, que no dejan de intentar su liberación; que, en lenguaje evangélico, esperan y trabajan por el reino de Dios. A veces se dice que las Iglesias de América Latina tienen una gran ventaja sobre las europeas, porque allá esa realidad de la humanidad aparece más patente y es más fácil, por ello, insertarse en ella. Ventaja trágica, ciertamente, pero que se ofrece a todos: hacerse corresponsables del futuro de esta humanidad de pobres. Cuando esto ocurre, la vida recobra su sentido y hasta su gozo; el evangelio es buena noticia; Cristo vuelve a ser el Jesús de Nazaret. La vida de los creyentes se hace seguimiento de Jesús en el mundo de hoy. Ese seguimiento no va acompañado ya del viejo triunfalismo eclesial, sino de la sobriedad basada en la verdad. La vida se hace un caminar con profundo sentido, no porque los cristianos tengamos ya soluciones para todo, sino porque, objetivamente, sabemos la dirección hacia la cual nos movemos: el reino de Dios; y subjetivamente, porque nos ponemos al servicio de la vida. El futuro de la Iglesia depende de que se decida a hacer lo que decía el profeta Miqueas: «practicar el derecho y la justicia y caminar, sin triunfalis-
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mos por una parte, y sin complejos de inferioridad por otra, sino humildemente, con tu Dios». Haciendo el reino de Dios, como Jesús, vamos hacia ese Dios. De esta forma, los creyentes y las Iglesias asumen su corresponsabilidad humana y viven el gozo de su fe.