Las Fronteras De La Ciencia


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Michael Shermer nació en Glendale (California)

en 1954. Doctor en Historia de la Ciencia, es profe­ sor del California Institute of Technology, colum­ nista y editor asociado de la revista Scientific Ame­ rican, fundador de la Skeptics Society y de la revista Skeptic, comentarista de ciencia de la Radio Nacional Pública estadounidense, y productor y presentador de la serie Exploring the Unknown para la cadena de televisión Fox. Su primer libro de divulgación cien­ tífica, Por qué creemos en cosas raras ( T r a y e c t o s núm. 105), se publicó primeramente en 1997, enseguida alcanzó gran popularidad y no ha dejado de ree­ ditarse y actualizarse desde entonces. Otras obras suyas son How We Believe: The Search for God in an Age of Science (1999), Denying History: Who Says the Holocaust Never Happened and Why Do They Say It? (2000), Why Darwin Matters: The Case against Creationism (2006) y TheMind oftheMarket: How Biology and Psychology Shape Our Economic Lives (2009). «Lasfronteras de la ciencia es un libro que echa leña al fuego de la discusión y el pensamiento» (Pvblishers Weekly); «Shermer, en este libro tan variado, de­ muestra, siempre atento al interés humano, cómo los rasgos de personalidad de los científicos influ­ yen en sus investigaciones. Una miscelánea que hará las delicias de todos los racionalistas aficiona­ dos» (Booklist); «Ingenioso, inteligente, abierto de miras... el viaje de Shermer a través de las sombras de la ciencia consituye una fascinante expedición mental» (Gregory Benford).

Las fronteras de la ciencia

Las fronteras de la ciencia Entre la ortodoxia y la herejía Michael Shermer Traducción Amado Diéguez

ALBA

Trayectos C olección dirigida p o r I.uis Magrinyá T í t u l o o rig in a l: The fíorderlands of Science. Where Sense Meets Nonsense

© Michaet Shermer, 2001 © de la traducción: Amado Diéguez Rodríguez © de esta edición: A lb a E d it o r ia l , ».i.u. Baixada de Sant Miquel, 1 08002 Barcelona www.albaeditorial.es © Diseño: Pepe Molí de Alba Primera edición: noviem bre de 2010 ISBN: 978-84-8428-590-8 Depósito legal: B-37.699-10 Maquetación: Daniel Tebé Corrección de primeras pruebas: José Carlos Bouso Corrección de segundas pruebas: Lola Delgado Müller Impresión: L ib erdúplex, s.l.u. Ctra. BV 2241, Km 7,4 Polígono Torrentfondo 08791 Sant Lloren^ d ’Hortons (Barcelona) Im preso en E spaña Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de ios titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la repro grafía y el tratamiento informático, y su distribución mediante alquiler o préstamo públicos.

Indice Introducción: líneas borrosas y conjuntos difusos. La demarca­ ción de las fronteras de la ciencia_____________________

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Primera parte: teorías fronterizas_________________________

1. El filtro del saber. En la búsqueda de la verdad, la realidad es lo primero______________________________________ 2. Teorías del todo. Tonterías en nombre de la ciencia________ 3. ¿Sólo Dios puede? La clonación y las fronteras morales de la ciencia________________________ :_________________ 4. Sangre, sudor y pánico. Las diferencias raciales y lo que de verdad significan _______________________________ 5. La paradoja del paradigma. El equilibrio puntuado y la naturaleza de la ciencia revolucionaria_________________

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Segunda parte: pobladores de la frontera___________________

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. El día en que la Tierra se movió. La herejía de Copémico y la teoría de Frank Sulloway__________________________ 7. Una personalidad herética. Alfred Russel Wallace y la fron­ tera entre ciencia y pseudociencia_____________________ 8 . Un científico entre espiritistas. Cómo cruzar la frontera entre ciencia y pseudociencia________________________

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Tercera parte: historias de la frontera______________________

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9. El mito del pueblo perfecto. Por qué es siempre más apetito­ sa la fruta en el siglo íyeno___________________________ 10. El mito de Amadeus. Mozart y el mito del genio milagroso__ 11. Pacto entre caballeros. La ciencia y la gran disputa sobre quién descubrió primero la selección natural-----------------12. El gran fraude del hueso. Piltdown y el carácter autocorrector de la ciencia......................................................................

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Las fronteras de la ciencia

Notas__________________ Bibliografía________________

índice onomástico y analítico

Para David Ziel Shermer, con amor de padre y la esperanza de que encuentres ese exquisito equilibrio entre ortodoxia y herejía, la amplitud de miras suficiente para considerar ideas nuevas y radicales y el escepticismo necesario para que no te engatusen las sandeces, y, en el viaje, descubras el istmo de tu estado medio... En el istmo de un estado medio un ser de sabiduría oscura y tosca grandeza demasiado docto para el bando escéptico, demasiado débil para el orgullo estoico, en medio suspendido; duda entre la acción y el reposo, duda si pensarse bestia o dios; duda por qué optar, si por cuerpo o mente; no ha nacido sino para morir, no razona sino para errar;

[...]

Creado para alzarse y creado también para caer, dueño y víctima de todas las cosas, juez único de la verdad, en el interminable error sumido, gloria, burla y enigma del mundo.

A le x a n d e r P op e, Essay m Man

Introducción: lineas borrosas y conjuntos difusos

La demarcación de las fronteras de la ciencia

Afínales de septiembre de 1999 visité Stonehenge, las majestuosas ruinas druídicas en la campiña del sur de Inglaterra. Es decir, visité Stonehenge... más o menos, porque viajé hasta allí con la imagina­ ción, como parte de un experimento relacionado con un fenóme­ no llamado «visión remota», la creencia de que uno puede, en palabras de mi maestro de visión remota -el doctor Wayne Carr, del Instituto Occidental de Visión Remota de Reno, Nevada-, «experimentar, sentir y ver con detalles muy precisos cualquier acontecimiento, persona, ser, lugar, proceso u objeto que haya existido, exista o existirá». Según el doctor Carr: Históricamente, la visión remota fue desarrollada en el Instituto de Investigación de Stanford por encargo del Ejército y en la Agencia de Inteligenci^del Departamento de Defensa. Fue utilizada en un programa de espionaje secreto durante veinte años. Por eso tan pocas personas habían oído hablar de la visión remota hasta hace unos tres años, cuando el gobierno la dio a conocer a la opinión pública a través de Nightline, el programa de televisión. Los proto­ colos se han ido retinando y ya permiten que los videntes consigan imágenes muy precisas. Se podría decir que la visión remota es prima lejana de otras disciplinas telepáticas, con la diferencia de que está dotada de una precisión extraordinaria y es muy coheren­ te. Una sola sesión puede durar una hora o más. En ese tiempo es posible estar «biubicado» y mantener, con los cinco sentidos, un intenso contacto con el «objetivo». Este puede encontrarse en el pasado, en el presente o en el futuro. Y no se trata de una «red de videncia», sino de una técnica de investigación científica muy seria.1

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Puesto que soy un científico social y un historiador de la ciencia que estudia zonas fronterizas para determinar si son científicas, pseudocientíficas o acientíficas y vi el reportaje de Nightline sobre el programa experimental de visión remota de la CIA (pensado origi­ nalmente para localizar bases militares soviéticas secretas), quería probar. Me matriculé en el seminario de fin de semana del doctor Carr sobre visión remota -«Servicios profesionales de selección de objetivos, consultoría empresarial y privada, y contratación de obje­ tivos. Calidad garantizada»- y me uní a una docena de personas esperanzadas a quienes, según decía el folleto, habrían de enseñar­ nos a descubrir «el paradero y estado de cualquier persona, niño u objeto desaparecidos, potenciales mercados futuros en zonas determinadas, la causa de algún acontecimiento o desastre, posi­ bles diagnósticos médicos, historias familiares y personales y sus hechos, anécdotas y misterios sin resolver, las consecuencias de una decisión personal, la localización de yacimientos de petróleo y mineral», y mucho más.2 Como su nombre indica, la visión remota consiste en sentarse en una sala y «ver» algo remoto, algo que se encuentra fuera del alcance de los sentidos. Algunas personas dicen que los poderes de la visión remota son limitados y otras afirman lo contrario. Jim Schnabel, autor especializado en literatura científica, fue el primer escritor ajeno a este mundillo que dedicó un libro exclusivamente a la visión remota. Schnabel hablaba de la relación de la administración esta­ dounidense con videntes remotos como Russell Targ, Hal PuthofF, Uri Geller, Ed Dames yjoe McMoneagle, que se encuentran entre los más famosos del mundo .3 El volumen recoge numerosas anécdo­ tas que normalmente confirman otras anécdotas que cuentan testi­ gos que creen firmemente en el fenómeno. Por ejemplo: - Un vendedor de árboles de Navidad tuvo una visión remota en la que se adentraba en las dependencias más recónditas de una instala­ ción subterránea y supersecreta de la Agencia de Seguridad Nacio­ nal situada en las montañas de Virginia. - El mismo vidente describió detalles previamente desconocidos

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de otra instalación, esta vez soviética y dedicada a la investigación militar, detalles que más tarde confirmó un satélite espía. - Un vidente del Ejército fue el primer miembro de los organis­ mos de inteligencia estadounidenses que describió el úlúmo subma­ rino soviético de la nueva clase Tifón, y lo hizo mientras éste todavía se encontraba en un astillero protegido y en fase de construcción. - Una mujer de Ohio encontró en una visión el lugar de lajungla de Zaire donde se había estrellado un bombardero soviético, lo cual contribuyó a que un equipo de la CIA recuperase los restos antes que los soviéticos. Yla mujer se ganó los elogios del presidente Cár­ ter: «Entró en trance. Y mientras estaba en trance, nos dio la latitud y la longitud. Enfocamos las cámaras de los satélites a ese punto, y allí estaba el avión»4. En breve comentaremos ciertos inconvenientes de los procedi­ mientos de visión remota que desembocaron en la errónea convic­ ción de que el número de «blancos» era superior al que resultaría del más puro azar. Ray Hyman, profesional de la psicología experi­ mental de sólida formación, experto en protocolos de investiga­ ción y único observador externo a quien la CIA permitió consultar los resultados de los experimentos, llegó a la siguiente conclusión: «Según los parámetros científicos y parapsicológicos normales [...] la visión remota no sólo tiene una base muy frágil sino práctica­ mente inexistente. Da la impresión de que la gran valoración de que goza entre muchos de sus defensores se debe a las afirmacio­ nes extraordinariamente exageradas que se hicieron tras los pri­ meros experimentos y a la subjetivamente atractiva pero ilusoria correspondencia que los experimentadores y las personas que par­ ticiparon en tales experimentos encontraron entre algunos deta­ lles de las descripciones y los lugares que fueron objeto de las visio­ nes»5. Como veremos, estas declaraciones sobre el poder de la visión remota se quedan cortas si las comparamos con lo que se ha dicho en los últimos años e incluso con la siguiente observación de Fem Gauvin, uno de los videntes más valorados por el gobierno:

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Mi mayor preocupación es: «¿Se apoderarán de mí los espíritus del mal? Tal vez, pero estoy capacitado para protegerme» [...]. Otras personas dicen: «Vale, pero protégete con la luz blanca», y cosas así. Y todo con muy buenas intenciones. Y, si yo tengo buenas intencio­ nes, no me preocupa que tú [seductor espíritu del mal] seas una prostituta de la calle 14, porque no quiero tener nada que ver conti­ go... y no tienes la menor oportunidad, y el precio que pongas da igual. Porque yo no quiero. Yo creo que dentro de esta línea de tra­ bajo sucede algo muy parecido.6 Conversaciones tan absurdas como ésta se produjeron a lo largo de veinte años a cuenta del contribuyente con la excusa de que eran necesarias para la seguridad nacional. Y eso que las declaraciones que recojo en estas páginas son relativamente sensatas. En cierta ocasión y en el marco de mi programa semanal de radio Science Talk [Habla la ciencia], que realizaba para la NPR, emisora de la cadena KPCC del sur de California, dediqué una hora a una charla sobre visión remota con uno de sus máximos exponentes en la década de 1990, Courtney Brown, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Emory (aunque no pude presentarle como tal por un acuerdo contractual con Emory por el que Brown tenía prohibido aludir a su cargo cuando hablaba de visión remota). Para este profesor, localizar aviones siniestrados y personas desapa­ recidas es un juego de niños. El persigue peces mucho más gordos, como los que menciona en su libro Cosmic Voyage: A Scientific Discovery ofExtraterrestrials VisitingEarth [Viaje cósmico: el descubrimien­ to científico de los extraterrestres en sus visitas a la Tierra], publica­ do en 1996: marcianos y alienígenas de otros planetas, seres multidimensionales de otras galaxias, líderes espirituales como Jesús y Buda, e incluso al mismísimo Dios (quien, según dice, mora en verdad en cada uno de nosotros). Courtney Brown afirma haber mantenido conversaciones con Jesús sobre la vida en la Tie­ rra y la venidera vida multidimensional. Sin embargo, en sus libros -y también en la charla que tuve con él- insiste en que es un cientí­ fico y en que la visión remota es una ciencia social tan encomiable

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y tan sólida como cualquier otra. De hecho, ha rebautizado el fenó­ meno y lo llama «Visión Remota Científica», o, para abreviar, SRV, en sus siglas en inglés; en la segunda parte de su libro, Cosmic Explo­ rers [Exploradores del cosmos], publicada en 1999, explica en detalle los procedimientos de recogida de datos y los protocolos de la SRV, la forma de identificar las coordenadas del objetivo y la cla­ sificación de los datos por categorías. Según Brown, el fenómeno entra dentro de los conocimientos comprobables. Pero, como veremos, sus protocolos adolecen de tan diversos y graves defectos, que la visión remota no supera ni una sola prueba. Pero, dejando aparte las pruebas, la propia extravagancia del fenómeno debería hacer saltar todas las alarmas. Los siguientes párrafos de Cosmic Explorers son más propios de una película de ciencia ficción de serie B de los años cincuenta que del profesor de una renombrada universidad estadounidense (adviértase el estilo científico y la insistencia en hablar de datos): Al parecer, Buda y la Federación Galáctica están totalmente com­ prometidos en una lucha ardua que tiene todas las características de una contiendatmportante, tal vez de una guerra. Los datos de esta sesión no me permiten constatar si esa lucha es exactamente la misma que la de los reptilianos renegados, pero sospecho que ambos conflictos guardan cierta relación.7 Según mi interpretación de tales datos, parece que los extraterres­ tres reptilianos tienen planes de aprovechar el stock genético de la humanidad para crear una nueva raza parcialmente humana y par­ cialmente reptiliana. Pero de ninguno de los datos de esta sesión se puede deducir qué plan exactamente tienen los reptilianos para la humanidad.8 De mi interpretación de tales datos se desprende que la Federación Galáctica defenderá nuestro derecho a evolucionar como especie, a cometer errores y a aprender de nuestras penalidades. En esencia, tiene pensado dejamos solos, dejar que encontremos nuestro pro-

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pió camino. Respeta nuestra libertad para aprender, para crecer y para errar. Y sospecho que espera con impaciencia, por nuestra capacidad para contribuir a la expansión de la civilización galáctica, el momento en que de nuevo nos elevemos por encima de la super­ ficie de este planeta más sabios, más afectuosos y con un profundo deseo interior de explorar nuestro universo, que va madurando paulatinamente, y de prestarle servicio.9 Con estos antecedentes, imagine el lector con cuántas expectativas acudía yo a mi primera experiencia de visión remota. Puesto que todos los presentes éramos neófitos, el doctor Carr nos explicó que no esperásemos ver, por ejemplo, el lugar donde se encuentra enterrado Jimmy Hoffa o quién mató ajon Benet Ramsey -aquella niña que fue reina de la belleza a la que hallaron muerta en el sóta­ no de su casa- y mucho menos hablar con Buda. Al fin y al cabo era sólo nuestro primer día. Antes teníamos que aprender los princi­ pios básicos. En el atril situado en la parte delantera de la sala, Carr colocó un sobre opaco con la fotografía de un lugar famoso. Nues­ tra tarea consistía en ver el contenido del sobre sin abrirlo. Nuestro anfitrión explicó que no sólo podríamos ver mentalmente el conte­ nido del sobre, sino viajar al lugar de la fotografía por medio de la visión remota, es decir, «verlo con el ojo de la mente». Para conseguirlo empezamos con una serie de breves «planti­ llas» de visión remota que consistían en una lista de términos des­ criptivos seguida de un «ideograma», o dibujo de lo que estábamos viendo. No tenía por qué tratarse necesariamente de un dibujo del objetivo, prosiguió Carr. En realidad, muy probablemente no fuera el objetivo, pero con varias de aquellas listas descriptivas y varios dibujos ideogramáticos podríamos aproximamos al objetivo y qui­ zás, con el tiempo, llegar a concretarlo. Eramos principiantes, nos recordó, y la visión remota era una disciplina muy seria que, en consecuencia, requería una práctica muy seria. Empezamos por la «Fase 1», la de los términos descriptivos. Entre los descriptores primi­ tivos había adjetivos como «duro, blando, semiduro, semiblando, mojado, mullido», etcétera; entre los descriptores intermedios, «natu­

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ral, artificial, biológico, movimiento, energía», etcétera; entre los descriptores avanzados, «construcción, personas, tierra seca, ciudad, movimiento, montaña, agua, tierra mojada, arena, hielo, colinas», etcétera. En la «Fase 2» iniciamos descripciones más detalladas (y las anotamos e hicimos bosquejos) como: Texturas: «suave, blando, brillante, áspero, apelmazado, afilado», etcétera; Tiempo climático: «cálido, fresco, caliente, congelado, glacial», etcétera; Dimensiones: «elevado, bajo, alto, altísimo, hondo, llano, ancho, abierto, grueso, estrecho», etcétera; y Energías: «vibración, pulsión, zumbido, tem­ blor, movimiento, enérgico, penetrante, emanante, que retuerce, que empuja, que tira, de atracción», etcétera .10 Nos dieron instruc­ ciones de dejamos llevar por los términos descriptivos y a mí la últi­ ma lista de descriptores dimensionales me sugirió el objeto remo­ tamente visto de la Figura 1. En mi «Página resumen de la sesión», que se encontraba a con­ tinuación de la página en la que dibujé la Figura 1, escribí: «He empezado con algo sexual y que me excita, tal vez dos personas, pero entonces he cambiado a una estatua, he entrevisto El beso, luego, a vista de pájaro desde más de cien metros de altura [nos dieron instrucciones de movemos alrededor y por encima de nues­ tro objetivo], parecían personas en una especie de monumento, tal vez un parque de Londres, Hyde Park con estatuas, o tal vez en un cine. Muy nebuloso». Continuamos afinando nuestro objetivo y al cabo de una hora, Carr se preparó para revelarnos el contenido del sobre. Antes de hacerlo, sin embargo, recorrió la sala observando cuidadosamente los numerosos bosquejos y descripciones que habíamos hecho. Delante de algunos hizo comentarios muy favorables, a otros les insistió en que éramos principiantes, que no podíamos esperar hacerlo bien el primer día. Tuve la impresión de que mis dibujos y mi explicación le interesaron mucho. ¿Me habría convertido yo en un maestro en visión remota ya en mi primer viaje? Resultó que el objetivo era Stonehenge. Yo ni siquiera me apro­ ximé. ¿O sí? Carr afirmó que yo tenía un gran potencial como vidente remoto porque había visto una estatua en Inglaterra, lo

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Figura 7. Frankenstein, el más paradigmático de los científicos locos. En la pelícu­ la que dirigió James Whale en 1931, el monstruo, interpretado por Boris Karloff, encama todos nuestros temores a que los científicos se extralimiten.

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Sangre, sudor y pánico

Las diferencias raciales y lo que de verdad significan

En Ensayo sobre el hombre, el poeta y ensayista inglés Alexander Pope elucidó los riesgos de especular sobre las causas últimas que se derivan de los acontecimientos inmediatos: En vano el sabio, con mirada retrospectiva, del aparente qué concluiría el porqué, del hecho inferiría la causa y demostraría que lo que por azar ocurrió fue lo que nos propusimos que [ocurriera. Tenía muy presentes estos perspicaces versos de Pope cuando la triste y lluviosa mañana del domingo 5 de marzo del año 2000 empecé a escribir este libro y, al mismo tiempo, observaba cruzar la línea de meta a los atletas de elite que participaban en la maratón de Los Angeles, un puñado de los 23.000 guerreros de fin de sema­ na que aquel día desafiaban a los elementos. Aunque yo había corrido la maratón de Los Ángeles y en cierta ocasión, en el triatlón Ironman de Hawai, otra tras nadar cuatro kilómetros a mar abierto y recorrer ciento ochenta kilómetros en bicicleta, no habría dedicado a los resultados la menor atención de no haber sido porque, a raíz de la lectura de cierto libro que acababa de ter­ minar, que los cinco primeros clasificados compartieran determi­ nada característica no me pasó desapercibido. Esta fue la clasifica­ ción: 1) Benson Mutisya Mbithi, 2:11:55; 2) MarkYatich, 2:16:43; 3) Peter Ndirangu Nairobi, 2:17:42; 4) Simón Bor, 2:20:12; y 5) Christopher Cheiboiboch, 2:20:41'. En la maratón de ese año, los tiempos de los primeros clasifica­ dos no fueron lo más destacable: estaban muy por debajo del récord del mundo y de otros récords (muy comprensible, conside­

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rando en qué condiciones climatológicas corrieron). Lo sorpren­ dente era que todos procedían de Kenia. ¿Coincidencia? No es probable. ¿Significativo? Para algunos, sí; para otros, no; para la ciencia, tal vez. Ese era el tema del controvertido libro que yo aca­ baba de leer: Taboo: Why Black AthletesDomínate Sports and Why We're Afraid to Talk About It [Tabú: por qué los atletas negros dominan el deporte y por qué nos da miedo hablar de ello], de Jon Entine2. No pienso mirar para otro lado y fingir que no era consciente de la polémica que rodeaba la afirmación de que los negros son mejores atletas que los blancos porque se crían de una forma espe­ cial y porque su raza guarda mayor conexión con el surgimiento en África de la especie humana. He sido atleta y aficionado al deporte toda la vida y recuerdo la vitriólica reacción que desataron los extemporáneos comentarios del periodista deportivo Jimmy Snyder, El Griego, en un restaurante a propósito de la crianza de los esclavos negros, que, según él, había potenciado su superioridad física (nada menos que en el Día de Martin Luther King y con las cámaras de televisión presentes): «El negro es mejor atleta porque ha sido criado para que lo sea. Mire, en los días del tráfico de escla­ vos, los propietarios escogían a las negras más fuertes y hacían que las fecundaran para que sus hijos también fueran muy fuertes. Ahí empezó todo». Los negros, explicaba Snyder, podían «saltar más alto y correr más deprisa» porque «tienen los muslos más largos y son más grandes»3. Incluso vi el tristemente célebre programa Nightline de 1987 (que se proponía celebrar que el jugador negro Jackie Robinson hubiera hecho añicos la barrera del color en el béisbol) en el que Ted Koppel preguntó a Al Campanis, directivo del equipo de béis­ bol de Los Angeles Dodgers, por qué entre los altos cargos directi­ vos no había ningún negro. Campanis respondió que los negros tal vez no tuvieran necesidad de ocupar esos cargos. «¿Cree de verdad lo que está diciendo?», insistió Koppel. «Bueno, no quiero decir que les pase a todos -objetó Campanis-, pero desde luego hay muy pocos en determinadas áreas. ¿Cuántos quarterbachs negros hay? ¿Cuántos pitchers negros hay?» Tras continuar con su folklórica lee-

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ción sobre fisiología del deporte, Campanis señaló que en la nata­ ción de élite no hay ningún negro «porque no tienen flotabili­ dad»4. Los blancos tienen capacidad para flotar, los negros para hundirse. Gracias a los esfuerzos de Al Campanis salió a la luz la opinión de muchos blancos sobre los negros, que, aunque generalizada incluso entre personas que no se consideraban racistas, hasta ese momento nadie había expresado con claridad. «Yo nunca he dicho que los negros no sean inteligentes, pero es posible que no quieran ocupar cargos de responsabilidad -prosiguió Campanis-. Sé que han querido ser directivos y que muchos de ellos lo han sido, pero son atletas sobresalientes, Dios les ha dado un gran talento y son personas maravillosas. Tienen el don de poseer una gran musculatura y varias cosas más. Son veloces, por eso hay bas­ tantes jugadores de béisbol negros en las Grandes Ligas.»5 Los negros son rápidos y listos en las bases, pero lentos y torpes en los consejos de administración. Como John Hoberman, catedrático de la Universidad de Texas, explicó en su libro Darwin’s Athletes [Atletas de Darwin] (1988)6, hay muchos negros que suscriben en parte esta tesis. Calvin Hill, jugador afroamericano de los Dallas Cowboys, un equipo de fútbol americano, opina: «En las plantaciones, un negro fuerte se empa­ rejaba con una negra fuerte. A los negros se les permitía procrear por sus cualidades físicas»7. Bemie Casey, también afroamericano, un jugador de los San Francisco 49ers, explicaba: «Pensemos en todo lo que los esclavos africanos se vieron obligados a soportar en este país sólo para sobrevivir. Los atletas negros somos sus descen­ dientes»8. Incluso el progresista adalid del determinismo cultural, Jesse Jackson, en manifestaciones realizadas en 1977 al programa de la cadena CBS 60 Minutes sobre sus planes para escolares negros, argumentó a favor de la tesis de que la herencia es más importante que el entorno (en respuesta a la explicación de los sociólogos del hecho de que los negros obtuvieran peores califica­ ciones académicas que los blancos): «Si nosotros [los negros] podemos correr más rápido, saltar más alto yjugar mejor al balón-

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cesto [que los blancos] con las mismas dietas inapropiadas»... entonces no hay excusa.9 Ya era hora, sostenía Jackson, de que los negros empezasen a vivir según su potencial. Con estos comentarios tanto de blancos como de negros, es comprensible que, como afirma Harry Edwards, especialista en sociología del deporte de la Universidad de Berkeley, algunos negros se sitúen tan rotundamente, y con frecuencia tan errónea­ mente, en el extremo opuesto del determinismo del entorno. El 8 de marzo de 2000, invité a mi programa de radio a Jon Entine, John Hoberman y Harry Edwards. Edwards argumentó que la única razón de que los negros dominen la liga de baloncesto orga­ nizada por la NBA, a pesar de que los blancos tienen oportunida­ des más que sobradas de llegar a la cima, es que en nuestra época el «estilo negro» de juego es más popular que el «estilo blanco», que dominaba en la década de 1950, pero que ningún «estilo» era superior al otro en modo alguno. Larry Mantle y yo, los dos presen­ tadores del programa y entusiastas seguidores del equipo de Los Angeles Lakers, nos dirigimos una mirada cómplice, como dicien­ do que, por supuesto, eso era una soberana tontería .10 En algún punto entre el absoluto determinismo del entorno que defiende Harry Edwards y el radical determinismo biológico de Al Campanis se encuentra la verdad de la causa y el significado de las diferencias entre blancos y negros en el deporte. No obstan­ te, el episodio protagonizado por Campanis resulta muy ilustrativo porque sus comentarios no son los propios de un fanático intole­ rante y rabioso. Al contrario, es directivo de un equipo profesional y durante décadas ha convivido y entablado amistad con algunos de los más grandes jugadores de béisbol negros del siglo xx; sus palabras, por tanto, son emblemáticas de uná actitud compartida por buen número, quizá por la mayoría, de profesionales y aficio­ nados al deporte con suficientes conocimientos para especular, desde cierto darwinismo social, sobre la razón de que los negros dominen en ciertas disciplinas y no otras, y sobre lo que esta cir­ cunstancia nos revela acerca de la condición humana. Pero ¿qué significa que los negros dominen en algunos depor­

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tes y escaseen en los puestos directivos? La respuesta depende de lo que se quiera saber. Yo no tengo la intención de apuntarme a la teoría ni para rebatirla. Al contrario, en este ámbito de investiga­ ción, semejante cuestión suscita nuevas cuestiones e interrogantes y alcanzar conclusiones demasiado rotundas y ambiciosas sería, en el mejor de los casos, muy problemático. La investigación de las diferencias raciales es una ciencia fronteriza: una gran parte de este estudio en particular es ciencia en su sentido más puro, pero la mayoría de las teorías especulativas sobre las causas y sus explica­ ciones son mera pseudociencia. En mi opinión, pues, este ámbito en su conjunto pertenece a los márgenes de la ciencia. Todavía queda mucha labor de investigación y es necesario liberar los datos de la gran carga ideológica que ahora soportan. De lo particular a lo general: ¿es verdad que el deporte está domi­ nado por atletas negros? Si el lector es estadounidense y aficionado al baloncesto, al fút­ bol americano o al atletismo, las diferencias entre blancos y negros le parecerán evidentes y reales. Tendría que estar ciego para no ver el abismo en alguno*de los múltiples canales que emiten deportes las veinticuatro horas del día. Los kenianos dominan en la mara­ tón, pero es muy improbable que veamos a alguno de ellos en la línea de salida de los cien metros. Por otro lado, los negros origina­ rios del Africa occidental dominan en esta prueba, pero es muy raro que, al menos en los próximos años, veamos a alguno de ellos llevarse a casa el automóvil valorado en 35.000 dólares con que se premia al ganador de la maratón de Los Angeles. Y podríamos tener que esperar mucho más para ver a un blanco en el podio. Como Jon Entine documenta exhaustivamente en su libro, en estos momentos «todos los récords del mundo de pruebas de atle­ tismo masculinas están en poder de algún corredor de ascenden­ cia africana», y da la impresión de que el dominio en algunas dis­ tancias en concreto está determinado por el origen ancestral del atleta: los corredores originarios del Africa occidental reinan en las pruebas de entre 100 y 400 metros, los que provienen del norte y

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de la parte oriental de África se imponen en todas las carreras entre 800 metros y los cuarenta y dos y pico kilómetros de la mara­ tón .11 Pero mi primera objeción es la facilidad con la que se pasa de la constatación de que los kenianos dominan en la maratón o los atle­ tas del África occidental en los cien metros a afirmar, como reza el subtítulo del libro de Entine, que «los adetas negros dominan en el deporte». Comprendo el deseo del editor de economizar palabras en la portada y de maximizar las ventas (en realidad, el texto de Taboo está convenientemente lleno de matices y salvedades), pero, simple y llanamente, el hecho es que los atletas negros no dominan en todos los deportes. No dominan en el patinaje de velocidad, ni en el artístico, ni en hockey sobre hielo, gimnasia, natación, saltos de trampolín, tiro con arco, esquí alpino, esquí de fondo, las biat­ lon, triatlón, ping pong, tenis, golf, lucha libre, rugby, remo, piragüismo, halterofilia, automovilismo, motociclismo, etcétera. En mi propio deporte, el ciclismo, que conozco bien porque durante diez años competí en pruebas ultramaratonianas (entre trescientos y cinco mil kilómetros)12, casi no participan negros. ¿Dónde están todos esos esprínters negros originarios del África occidental que podrían dominar el ciclismo en pista? ¿Dónde están todos esos kenianos en las carreras de larga distancia o en las ultramaratones? Escasean en todas partes. En realidad, en más de un siglo de ciclismo profesional, sólo ha existido un campeón negro indiscutible: Marshall W. Taylor, «El Alcalde»; y su reinado se remonta a ¡hace más de un siglo! Empezó a competir en 1896 y al cabo de tres años se había convertido en el segundo atleta negro, en todas las disciplinas deportivas, que conseguía un campeonato mundial, y eso en un momento en que el ciclismo era tan popular como el béisbol y el boxeo. Teniendo en cuenta que había muy pocos coches y el avión no se había inventado todavía, los ciclistas eran los seres humanos más rápidos sobre la faz de la Tierra, y reci­ bían, por tanto, lucrativos premios y bastante más de quince minu­ tos de fama. Taylor fue el primer atleta negro que formó parte de un equipo, el primero que gozó de patrocinio comercial y el pri­

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mero que consiguió varios récords mundiales, incluido el presti­ gioso récord de la milla. Participó en diversas pruebas internacio­ nales y en Francia todavía le consideran uno de los grandes esprínters de todos los tiempos. El hecho de que en Estados Unidos sea completamente desconocido fuera de los círculos ciclistas nos revela la influencia del entorno cultural en el deporte .13 Según la teoría de Jon Entine y otros, no habría motivo para que los negros no dominaran en el ciclismo, pues la exigencia física de este deporte es muy similar a la del atletismo. Ya no hay barreras raciales, como atestigua la amplia gama de colores y nacionalida­ des que hoy caracteriza a los pelotones de Europa y América. El

Marshall W. Taylor, «El Alcalde».

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Figura 8. Marshall W. Taylor, «El Alcalde», el ciclista negro más grande de todos

los tiempos, dominó su deporte entre 1899 y 1910. ¿Qué fue de los grandes ciclis­ tas negros? Emigraron a deportes donde eran bien recibidos. Pocos hombres habrían soportado el racismo como Taylor, ni con tanta nobleza: «A pesar de la acritud cruel de que he sido objeto por parte de los ciclistas blancos, sus amigos y simpatizantes, no les guardo ningún rencor. La vida es demasiado corta para que el corazón de un hombre albergue acritud. Como el difunto Booker T. Washing­ ton, el gran educador negro, tan bellamente expresó: “No permitiré que ningún hombre empequeñezca mi alma y me rebaje consiguiendo que lo odie”». Cortesía de Andrew Ritchie, Majar Taylor: The Extraordinary Career of a Cham­ pion Bicycle Racer [Alcalde Taylor, la extraordinaria vida dé un campeón ciclista], Johns Hopkins University Press.

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doctor Ed Burke, fisiólogo del deporte de la Universidad de Colo­ rado en Boulder, apunta a una razón evidente: «No hay dinero ni publicidad ni programas de apoyo. ¿Por qué iban los atletas ameri­ canos más dotados, a quienes se les ofrecen oportunidades tan lucrativas en otros deportes, a optar por el ciclismo?»14. En Europa, Los padres de las clases trabajadoras introducen a sus hijos en este deporte a edad muy temprana, cuando pueden beneficiarse de las ayudas de que disfruta el ciclismo infantil yjuvenil, antes de que, posteriormente, se conviertan en profesionales y entren definitiva­ mente a formar parte de las clases medias. Pero en Europa no hay tantos negros y Estados Unidos no cuentan con la misma estructu­ ra social. En resumen: en el ciclismo, lo social está por encima de lo biológico. (Después de «Alcalde» Taylor, muchos citan al esprínter negro Nelson Vails, que ganó la medalla de plata de ciclismo en pista en los juegos olímpicos de 1984. Pero no se puede comparar a ambos campeones, porque Alemania Oriental, cuyos ciclistas dominaban en este deporte en la década de 1980 y habían vencido de forma aplastante a Vails y a Mark Gorski, ganador de la medalla de oro, en los campeonatos mundiales del año anterior, boicoteó los jue­ gos de 1984. Después de Vails, Scott Berryman se convirtió en cam­ peón nacional de esprint, y Gideon Massie, un muchacho de dieci­ nueve años, ganó el Campeonato del Mundo Júnior de ciclismo en pista. Ha habido otros casos aislados -Shaums March, campeón de descenso en pruebas de bicicleta de montaña, yJohs Weir, profe­ sional del ciclismo de ruta-, que sólo sirven para llamar nuestra atención sobre la escasez de ciclistas negros.) ¿Dominarían los negros en el ciclismo ceteris paribus? El proble­ ma es que los demás factores nunca son equiparables, así que resul­ ta imposible afirmarlo si el hecho no se produce. No hay motivos, en virtud de los argumentos que planteajon Entine, para pensar que no sería así, porque, por exigencia física, el ciclismo en pista no es tan distinto del atletismo y el ciclismo en ruta no difiere tanto de la maratón. Pero, sencillamente, no lo sabemos y, por tanto, de poco sirve especular. Para empezar, la suposición ceteris paribus

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nunca se sostiene en el prolijo mundo real, de modo que todo el asunto de la raza y los deportes está sembrado de complicaciones y es excepcionalmente difícil afirmar con certeza científica lo que esas diferencias significan en realidad. Sesgo de retrospectiva: ¿es la evolución culpable de que los negros sean mejores atletas que los blancos? Es posible que Tiger Woods sea el mejor golfista de todos los tiempos. Aunque no es un negro «puro», la mayoría, y especial­ mente la comunidad negra, así lo cree; por tanto, bien podría ocu­ rrir que su ejemplo motivase que otros negros iniciaran la práctica del golf. Si eso ocurriera, ¿lo haría en tal escala que los negros aca­ basen dominando en el golf como dominan en el fútbol america­ no y el baloncesto? ¿Cuáles serían las causas de ese hipotético dominio? ¿La imitación de un modelo unida a un impulso cultu­ ral? ¿O llegaríamos a oír que los negros están más capacitados para triunfar en el golf porque la naturaleza les ha dotado mejor para practicar el swing y divisar objetos en movimiento y que ambas cosas se deben a que su linaje se remonta a Africa, patria originaria de la humanidad, al Entorno de Adaptación Evolutiva (nombre que la psicología evolucionista da al Pleistoceno, una de las etapas de la evolución humana)? En psicología cognitiva se habla de sesgo de retrospectiva (o sesgo del historiador), que constituye una de las falacias del pensamien­ to. Este sesgo consiste en que, independientemente de cuáles sean las consecuencias finales de nuestros actos, los seres humanos ten­ demos a mirar en retrospectiva para justificar tales consecuencias mediante un conjunto de variables causales que, presumiblemen­ te, resultan aplicables a cualquier situación .15 En retrospectiva es fácil elaborar condiciones plausibles que nos permitan explicar las consecuencias; es decir, reacomodamos el resultado y somos igual­ mente diestros en encontrar razones para justificar que tal resulta­ do fue inevitable y que no podía ser de otra forma. Consideremos ahora el baloncesto profesional estadounidense. Ahora que se ha convertido en un deporte dominado por negros

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resulta tentador recurrir a especulaciones de tipo darwinista y sugerir que la naturaleza ha dotado a los negros con mayor capaci­ dad para la carrera, el salto, el regate, el giro, el tiempo de perma­ nencia en el aire, y todas las características relevantes en el balon­ cesto moderno. Estaríamos en tal caso a un paso de sugerir, como Jon Entine y Vince Sarich, antropólogo de la Universidad de Cali­ fornia en Berkeley,16 que el origen de esas capacidades naturales está en que, a diferencia de los primeros seres humanos que sur­ gieron en Africa, donde se hicieron bípedos, los que pertenecían a las poblaciones que emigraron a otras zonas del globo fueron per­ diendo sus características puras para adaptarse a otros entornos -por ejemplo: los habitantes de climas fríos desarrollaron torsos más cortos y fornidos (regla de Bergmann) y piernas y brazos más cortos (regla de Alien) - y, a raíz de ello, disminuyó su capacidad para correr y saltar. Los negros africanos, sin embargo, están más próximos al Entorno de Adaptación Evolutiva, de modo que sus capacidades genéticas no están diluidas; son, por tanto, más puros. (En el caso del baloncesto, sin embargo, yo señalaría el notable abanico de tonalidades de piel que uno puede advertir en las can­ chas. Admito que las razas podrían ser conjuntos difusos cuyas fronteras están desdibujadas, pero el interior de los conjuntos representa un tipo que, al menos provisionalmente, puede corres­ ponderse con la etiqueta «blanco» o «negro». Sin embargo, el paso de las diferencias de grupo racial en una cancha de baloncesto a las diferencias evolutivas en el Pleistoceno es muy significativo y es ahí donde interviene el sesgo de retrospectiva.) Pero remontémonos en el tiempo, pensemos en los tiempos en que los judíos dominaban el baloncesto y veamos qué tipo de argu­ mentos se esgrimieron para explicar su superioridad «natural» en este deporte. En las décadas de 1920,1930 y 1940, el baloncesto era un deporte propio de los inmigrantes de clase alta que vivían en las ciudades de la Costa Este y en el que dominaba el grupo étni­ co más oprimido de aquella época: los judíos. Al igual que harían los negros décadas después, los judíos participaban en deportes donde eran bien recibidos. Como Jon Entine relata tan maravillo-

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sámente en Taboo, cuenta Harry Sitwack, gran jugador de la Asocia­ ción Hebrea del Sur de Filadelfia (SPHA, en sus siglas en inglés): «Losjudíos nunca jugaron al béisbol ni al fútbol americano, depor­ tes ya muy saturados. Todos losjudíos jugaban al baloncesto. De los postes de teléfono colgaba una cesta de baloncesto y todos los niños judíos soñaban conjugar en la SPHA»17. La razón es eviden­ te, ¿verdad? Las tendencias culturales y las oportunidades socioeco­ nómicas que formaban un bucle de retroalimentación autocatalítico (autogenerador) motivaron que fueran cada vez más los judíos que se iban integrando en este deporte hasta llegar a sobresalir. Pues no. Como Jon Entine demuestra, según los científicos de la época, los judíos estaban dotados de cualidades que les conferían una natural superioridad: Los autores [de la época] opinaban que los judíos estaban genética y culturalmente constituidos para hacer frente a los esfuerzos y resis­ tencia que requería el juego de la canasta. Sugerían que contaban con ventaja porque los hombres de menor estatura guardan mejor el equilibrio y son más ágiles con los pies. Creían también que te­ nían una vista más aguda, lo cual, por supuesto, contradecía el este­ reotipo de que padecían miopía y tenían que llevar gafes. Y se decía que eran más listos. «Sospecho que la razón de que el baloncesto atraiga tanto a los hebreos, con un pasado oriental tan evidente -escribió Paul Gallico, redactor de deportes del New YorkDaily News y uno de los periodistas deportivos más influyentes de la década de 1930- es que este deporte valora por encima de todo una mente viva y maquinadora, astucia y rapidez, capacidad de fintar, de engañar, y, en general, ser listo, espabilado.»18

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Figura 9. Este cartel de la época refleja el dominio que sobre el baloncesto ejer­ cieron los judíos en la década de 1930. Subraya el «hecho» de que ese deporte requiere «una mente viva y maquinadora, astucia y rapidez, capacidad de fintar, de engañar, y, en general, ser listo, espabilado», rasgos propios de los judíos.

*■

A finales de la década de 1940, los judíos se integraron en otros deportes y profesiones y, como advierte Jon Entine: «La antorcha del atletismo urbano pasó a manos de los inmigrantes recientes, en su mayoría negros procedentes de las agonizantes plantaciones del sur [...]. No pasaría mucho tiempo antes de que el estereotipo del judío de “mente viva” se viera sustituido por el de la “capacidad natura] de los negros para el atletismo”»19. Si hoy fueran los judíos quienes dominaran el baloncesto y no los negros, ¿qué modelos explicativos se estarían elaborando en virtud del sesgo de retros­ pectiva? Si dentro de treinta años son los asiáticos los que contro­ lan el deporte de la canasta, ¿ofreceremos un motivo igual de plau­ sible de su «natural» predominio? ¿Significa eso que, en realidad, los negros no son mejores que los blancos para el baloncesto? No. Yo me quedaría de piedra si

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resultase que el dominio del «estilo negro» al que estamos asistien­ do se debiera a motivos exclusivamente culturales, pero por culpa del sesgo de retrospectiva no puedo estar seguro de que no nos este­ mos engañando. El sesgo de confirmación: ¿por qué las diferencias entre blancos y negros nos interesan tanto? ¿Por qué, parece razonable preguntar, nos interesan tanto las diferencias entre blancos y negros en el deporte? ¿Por qué no nos fijamos en las diferencias entre asiáticos y caucásicos? ¿Por qué nadie ha escrito un libro titulado ¿Por qué los asiáticos dominan en el pingpong y nos da miedo hablar de ello? La razón es obvia: porque a nadie le importa que los asiáticos sean los amos del ping pong. Estamos en Estados Unidos y en Estados Unidos lo que nos impor­ ta son las diferencias entre blancos y negros. Para que el lector se haga una idea: en el Egipto del siglo I a. C. nadie se preguntó si Cleopatra era negra o blanca, sin embargo, en Estados Unidos del siglo xx sí nos hemos hecho esta pregunta .20 El sesgo de confirmación consiste en tender a buscar datos que res­ palden nuestras creencias y a pasar por alto las pruebas que po­ drían refutarlas.21 Es algo que todos hacemos. Cuando un progre­ sista lee un periódico comprueba que los codiciosos republicanos están intentando manipular el sistema para que los ricos sean toda­ vía más ricos. Cuando los conservadores leen el mismo periódico constatan que los progresistas más firmes roban a los ricos sus dóla­ res, que con tanto esfuerzo han ganado, para pagar la asistencia social de los yonquis. El contexto lo es todo y el sesgo de confirmación dificulta que consideremos con objetividad nuestras propias creen­ cias. En efecto, en el ámbito deportivo hay diferencias entre blancos y negros y es posible que se deban a razones físicas reales, pero, como hemos advertido anteriormente, la inmensa mayoría de los deportes no están dominados por negros. ¿Por qué no prestamos atención a este hecho? Porque no nos interesa o porque no apoya nuestra idea preconcebida de la importancia de las diferencias

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raciales entre negros y blancos. De los cientos de deportes popula­ res que actualmente se juegan en todo el mundo, los negros sólo dominan tres: el baloncesto, el fútbol americano y el atletismo. Y ya está. Es esta circunstancia la que arma tanto revuelo. ¿Por qué nos centramos en esos tres deportes? Porque vivimos en Estados Uni­ dos, donde los asuntos raciales, y esos tres deportes, son promi­ nentes. No afirmo que sea científicamente insostenible o moralmente reprobable centrarse en esas diferencias, pero me gustaría saber por qué esas diferencias en particular son tan importantes para algunas personas. Ya, pero ¿no hay gente a la que le gusta más el pudín de chocolate y otra que se pirria por la tapioca? Sí, pero no es lo mismo. Sospecho que el sesgo de confirmación dirige nuestra atención a los detalles que con mayor probabilidad respaldan nuestras creencias previas sobre las diferencias raciales. Consideremos el ejemplo que da Vince Sarich en el artículo que publicó en el especial de Skeptic sobre la diferencia racial en el deporte. Sarich cita la selección de granos de maíz por su alto con­ tenido oleico como ejemplo de la forma en que «la variabilidad genética subyacente « o se ágota». Para Sarich, esta circunstancia favorece su argumento de que en un período breve de tiempo se pueden seleccionar genomas para realizar cambios espectaculares de los rasgos fenotípicos, como ha sucedido con «la triplicación del tamaño del cerebro humano en los dos últimos millones de años». Y señala que en tan sólo cuatro mil millones de años los pue­ blos polinesios emigraron del extremo oriental de Nueva Guinea, donde vivían en pequeñas poblaciones, a islas desperdigadas por todo el Pacífico desde Nueva Zelanda en el sur hasta Hawai en el norte y la isla de Pascua en el este. «Lo cual significa que tuvieron que atravesar miles de millas de océano en noches de un frío géli­ do y en embarcaciones de remos donde la fortaleza física podía constituir una ventaja, lo cual, aparentemente, pudo traducirse en una selección natural de los cuerpos de mayor tamaño (regla de Bergmann) y, por extensión, de organismos con torsos proporcio­ nalmente más grandes»22.

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Pero para establecer una comparación genética, ¿no hay mejor ejemplo que el maíz? Recurramos a un mamífero, a un mamífero corredor: los caballos purasangre de carreras. En este ámbito nos topamos con una prueba que contradice la tesis de Vince Sarich, porque es evidente que, a pesar de los atentos esfuerzos de los cria­ dores de caballos, que gastan millones de dólares para lograr un potro que pueda rebajar uno o dos segundos la marca de sus com­ petidores, la variabilidad genética subyacente de los purasangre desapareció hace tiempo. El Derby de Kentucky es la carrera de caballos más prestigiosa del mundo y se corre desde 1875. (Por cierto, aquel año trece de los quince jockeys eran negros. De hecho, los jockeys negros vencieron en la mitad de las treinta pri­ meras ediciones del Derby.) La primera prueba se celebró sobre una distancia de 2,4 kilómetros, que el ganador cubrió en 2,37 minutos. En 1896 la distancia fue rebajada a la actual, 2 kilómetros, y ganó la carrera Ben Brush, con un tiempo de 2,07 minutos. Como pone de manifiesto la tabla siguiente, en la que figuran los tiempos de los ganadores del Derby de Kentucky a intervalos de cinco años, desde 1950 los caballos no logran bajar de los dos minutos.23 1900 1905 1910 1915 1920 1925 1930 1935 1940 1945 1950 1955 1960 1965

Lieutenant Gibson Agile Donau Regret Paul Jones Flying Ebony Gallant Fox Omaha Gallahadion Hoop Júnior Middle Ground Swaps Ventian Way Lucky Debonair

2,06 2 ,1 0

2,06 2,05 2,09 2,07 2,07 2,07 2,05 2,07 2,0 1 2,0 1 2,02 2 ,0 1

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1970 1975 1980 1985 1990 1995

Dust Commander Foolish Pleasure Genuine Risk Spend a Buck Unbridled Thunder Gulch

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2,03 2,02 2,02 2,00 2,02 2,02

El mejor caballo de carreras de todos los tiempos, Secretariat, es el único purasangre que rebajó la barrera de los dos minutos, ganan­ do la prueba en 1,59,2. Si esto no es un ejemplo de techo de varia­ bilidad genética, no imagino qué pueda serlo. Asimismo, ¿cómo sabemos que los polinesios son seleccionados por la amplitud de sus torsos, es decir, por medio de la regla de Bergmann para los climas fríos o por algún otro factor de selección para los remeros más fuertes? Es imposible saberlo y no lo sabe­ mos. No tenemos ni la menor idea de por qué los polinesios tienen el torso muy ancho. No es una historia sencilla. Sarich podría tener razón, quién sabe, yo desde luego no puedo dar ninguna respues­ ta. Y, en realidad, él tampoco. Es posible que los polinesios inicia­ sen una carrera de apnas (o, en este caso, de brazos) evolutiva en la que la selección no tuviera nada que ver ni con la facilidad para remar ni con las frías temperaturas de Nueva Guinea y que esa carrera les condujese a desarrollar cuerpos con torsos de mayor tamaño, y que los hombres y mujeres con esta característica tuvie­ ran más probabilidades de llegar a Hawai. O tal vez existieran pre­ siones que desembocaron en una selección sexual según la cual, por determinada razón cultural, las mujeres llegaron a preferir a los hombres de brazos fuertes y ancho pecho hasta que entre las tribus polinesias sobrevivieron sobre todo hombres con estos ras­ gos; y luego, más tarde, fueron ellos los que mejor se adaptaron a una larga travesía en embarcación de remos. Pero también es posi­ ble que la selección de los hombres con torsos amplios se produje­ ra de manera accidental (exadaptados) en el momento en que el conjunto de las tribus polinesias necesitaron o prefirieron no pre­ cisamente la anchura del torso, sino otro rasgo vinculado genética­

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mente a él (pleiotropía) ,24Y también es posible que, por imposicio­ nes culturales, porque al mismo tiempo tenían que cargar con sus bebés y con forraje para alimentarse, las mujeres polinesias necesi­ tasen brazos y torsos más fuertes y esto condujo a que todos los polinesios tuvieran la mitad superior del cuerpo más musculosa. O... o... o... ¿Sangre o sudor? £1 debate naturaleza-ambiente en el deporte En mitad de la edición de 1985 de la prueba ciclista interconti­ nental sin paradas Race Across America, atravesaba yo Arkansas cuando las cámaras del programa de la ABC Wide World of Sports se pusieron a mi lado para preguntarme cómo me sentaba ir en ter­ cer lugar, muy destacado del pelotón pero demasiado lejos de los líderes de la prueba. Respondí: «Tendría que haber escogido mejo­ res padres». Estaba citando al renombrado fisiólogo del deporte Per-Olof Astrand, que en un simposio de 1967 declaró: «Estoy convencido de que todo aquel que tenga la intención de ganar una medalla olímpica tiene que escoger a sus padres con mucho cuidado»25. En ese momento me arrepentí de haberlo repetido porque no quería faltarles al respeto a mis padres, que siempre me han apoyado. Pero mi autoevaluación fue correcta, porque yo había hecho cuan­ to estaba en mi mano para ganar la carrera -más de ochocientos kilómetros de entrenamiento a la semana, una dieta muy estricta, entrenamiento con pesas, entrenadores y terapias con masaje, etcétera-, tenía sólo un 4,5 por ciento de grasa en el cuerpo y, a los treinta y un años, era más fuerte y rápido de lo que había sido o vol­ vería a ser en mi vida. Y no obstante era evidente que no ganaría la carrera. ¿Por qué? Porque, a pesar de mejorar al máximo mi ambiente, la capacidad física de mi organismo había tocado techo y no era suficiente para alcanzar a los dos corredores que iban por delante de mí. Esta pequeña anécdota ilustra a la perfección el genuino inte­ rés de la fisiología del deporte por la influencia del entorno y la herencia en la capacidad atlética. Por ejemplo, en 1971V. Klissou-

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ras, especialista en fisiología del ejercicio, afirmaba que entre un 81 y un 8 6 por ciento de la capacidad aeróbica, que mide el volu­ men máximo de oxígeno, depende de los genes. En 1973 este investigador confirmó sus primeros hallazgos en otro estudio que demostraba que sólo entre el 20 y el 30 por ciento de las diferen­ cias de capacidad aeróbica se pueden atribuir al entorno, es decir, al entrenamiento .26 Randy Ice, fisiólogo del deporte y responsable de los análisis realizados a los ciclistas de Race Across America en las últimas die­ ciocho ediciones de la carrera, calcula que la genética determina entre un 60 y un 70 por ciento de las diferencias de capacidad anaeróbica de los ciclistas.27 Otros calculan porcentajes similares para el umbral anaeróbico, la carga de trabajo físico, la relación entre fibras de contracción lenta y fibras de contracción rápida de los músculos, la frecuencia cardíaca máxima y otros muchos pará­ metros fisiológicos que determinan el rendimiento atlético. Dicho de otra manera, las diferencias entre el farolillo rojo del pelotón y Eddy Merckx (el mejor ciclista de todos los tiempos) se deben sobre todo a la biología. Ahora bien, dejemos claro que ni Vince Sarich, nijon Entine por un lado, ni -esperemos- Harry Edwards por otro, afirman que la genética o el entorno determinan por completo la capacidad adética. Evidentemente, se produce una combinación de ambas cosas. La discusión está en los porcentajes y en las pruebas que los justifican, y en la posibilidad de que las diferencias tengan un origen evolutivo. Lo que me sorprendió al leer el libro de Jon Entine y el artículo de Sarich -lo más interesante que se ha escrito a favor del argumento evolutivo- fue la escasez de pruebas irrefutables y su patente necesi­ dad de hacer deducciones y grandes saltos lógicos. Aunque la publicidad ha insistido en que la obra de Entine se propone polemizar sobre la postura que defiende la herencia por encima del entorno, el autor confiesa que incluso en el más claro de sus ejemplos paradigmáticos, el de los corredores de maratón kenianos, no se puede asegurar que sean «grandes adetas de larga distancia por una ventaja genética o porque vivir a gran altitud y

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tener esa forma de vida sean como un programa de entrenamiento de por vida». Es el dilema del huevo y la gallina, admite Entine: «¿Transformó la altitud los pulmones de los corredores kenianos o fue una predisposición genética inducida por la altitud? ¿Se debe a la naturaleza, al entorno [...] o a ambas cosas?»28. A ambas cosas, pero demostrar en qué porcentaje incide cada una es complicado. «La mayoría de las teorías, incluida la genética, cotejan las pruebas circunstanciales con el sentido común, la cien­ cia conocida y el transcurso de la historia -explica Entine-. Que los científicos todavía no puedan identificar qué cromosomas contri­ buyen a qué capacidades atléticas no significa que los genes no desempeñen un papel definitivo.»29 Es evidente, pero el verdadero debate no está en el si, sino en el cómo y en el cuánto. Es a la hora de responder estos dos interrogantes donde la ciencia es débil y nuestros prejuicios fuertes. En su artículo, Vince Sarich compara también distintas medidas morfológicas que diferencian las razas en que se divide nuestra espe­ cie con las de otros primates, y sostiene que, como muchos rasgos morfológicos varían ampliamente tanto dentro de la especie como en la comparación con otras especies, no sería sorprendente encon­ trar diferencias igualmente espectaculares de capacidad atlética den­ tro de la propia especie humana .30 Pero esta argumentación carece de lógica. Dando por supuesto que los datos son precisos y que las medidas del cráneo y del rostro varían entre los grupos raciales humanos tanto o incluso más de lo que varían entre chimpancés y gorilas y entre las distintas familias de chimpancés y las distintas fami­ lias de gorilas, ¿qué conclusiones podremos extraer? ¿Qué tiene eso que ver con la capacidad atlética? ¿Qué tienen que ver las diferencias craneales y faciales entre grupos de humanos y primates con la dis­ tinta capacidad atlética de los humanos? ¿No es posible que determi­ nados rasgos varíen más que otros? Claro que es posible. Saltar de un conjunto de características (rasgos faciales) a otro (capacidad para la carrera) es una forma de razonar especiosa. Asimismo, en el acto de correr se pueden conjugar un conjunto de variables de codificación genética mucho más complicadas que las que intervienen en las

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características del cráneo y los rasgos faciales. La habilidad de correr depende de muchas variables: qué relación de cantidad guardan las fibras de contracción lenta y las fibras de contracción rápida de los músculos, el volumen máximo de oxígeno (el grado de eficiencia del paso del oxígeno de los pulmones a la sangre), la capacidad pul­ monar, al frecuencia cardíaca máxima, el umbral anaeróbico (el cual determina qué nivel de trabajo muscular se puede resistir), las medidas de fuerza y resistencia, etcétera.31 ¿Sabemos que todo esto está codificado en una cohorte de genes de tamaño similar a la que contiene los códigos de los rasgos faciales y craneales? Le hice esta pregunta a Vince Sarich y me respondió: Desde luego, ni yo ni ningún biólogo que conozca podríamos salir en antena y sostener que, desde un punto de vista genético, correr es mucho más complejo (es decir, que en ello intervienen muchas más variables genéticas) que los rasgos faciales o la estructura cra­ neal, o al contrario. No tenemos pistas ni en un sentido ni en otro. Tengo la impresión de que a usted le gustaría contar con apodera­ dos fisiológicos y estructurales de la capacidad de correr, es decir, con características cuya variación esté relacionada con la variación en la capacidad de correr. A mí también me gustaría, pero, si es evi­ dente que esas características tienen que existir, también lo es que no sabemos gran cosa de ellas. Queda mucho para que podamos predecir la capacidad de correr a partir de datos fenotípicos o genotípicos y pedirlos es, en efecto, poner Fin a la discusión negando que, en este momento, haya gran cosa que debatir «desde un punto de vista científico». En lugar de llevarme las manos a la cabeza o de quedarme cruza­ do de brazos, lo que defiendo en mi artículo es que hay que volver al punto de partida, observar los niveles de variación interpoblacional («racial») de los rasgos de los que tenemos datos y comparar las diferencias de la capacidad para correr en ese contexto. Se parece mucho a lo que hizo Darwin cuando observó las variaciones de dis­ tintas especies de animales domésticos e infirió de ellas cómo pudie­ ron producirse los cambios a escala geológica.32

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De acuerdo. Yo no sé y Vince Sarich tampoco. Nadie sabe. Pero, estoy de acuerdo, eso no quiere decir que haya que tirar la toalla. Sin duda, las diferencias entre blancos y negros en algunos depor­ tes están muy influidas por la genética y podrían ser de origen evo­ lutivo. Pero demostraresa suposición es otra historia. Como lo es, para ser justos, demostrar que la incidencia del entorno es total­ mente determinante. Por ejemplo, en mi programa de radio, Harry Edwards argumentó que los kenianos se preparan con tena­ cidad: todos los días se levantan a las cinco de la mañana y salen a correr por montañas de gran altitud. Pero aquí intervienen de nuevo los sesgos de retrospectiva y de confirmación, porque estudiamos al ganador de una carrera para descubrir los componentes de la fórmula de la victoria y prescindimos de todos los demás deportis­ tas que también se levantan a las cinco de la mañana (¡ay, qué penoso recuerdo!) pero no consiguen ganar el oro y de otros gana­ dores que no se levantan hasta las ocho y se limitan a trotar un rato por los prados. Sólo con entrenamiento no se llega a la victoria, pero sólo con genética tampoco. Para ser un campeón se necesitan ambas cosas. Dueño de mi destino Todos somos producto de una historia evolutiva y tenemos un linaje biológico. Modificando la ocurrencia de Per-Olof Astrand: lo cierto es que la selección natural ha escogido muy cuidadosamente a nuestros padres. Pero somos lo que somos porque nuestra consti­ tución biológica interacciona con el entorno. En la teoría podemos separar una cosa de otra gracias al estudio de los gemelos y a la genética del comportamiento; en la práctica no. Incluso los caca­ reados porcentajes estadísticos que se esgrimen para describir las influencias relativas del entorno y la herencia resultan válidos para poblaciones numerosas, pero no para individuos. Ni siquiera el conocimiento completo de una persona nos permite predecir su futuro, porque las leyes que dan pie a las predicciones se basan en poblaciones numerosas.

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Techo potencial

Atleta A Atleta B Figura 10. El atleta A puede ser biológicamente superior al atleta B, pero varia­ bles del entorno como el asesoramiento, la dieta, el entrenamiento y la voluntad de vencer pueden hacer que B derrote a A siempre. Somos libres de elegir las condiciones del entorno óptimas que nos permitan alcanzar nuestro máximo potencial biológico.

El elemento clave es la gama (teposibilidades. La genética conductual la llama gama de reacción genética y está constituida por los paráme­ tros biológicos dentro de los cuales pueden tener efecto las condi­ ciones medioambientales. Todos tenemos un límite biológico: por ejemplo, el tiempo mínimo en que podemos recorrer en bicicleta una distancia de cuarenta kilómetros o cubrir diez kilómetros corriendo. Entre el límite mínimo y el máximo hay toda una gama de tiempos que están determinados por nuestro rendimiento. En la Figura 10, el atleta A goza de una gama de reacción genética más alta que el atleta B, pero ambas gamas se superponen, y es ahí donde pueden incidir factores del entorno como la nutrición, el entrenamiento, el asesoramiento y la voluntad. A puede estar más «dotado» que B, pero eso no significa que siempre lo venza, ni siquiera que llegue a vencerlo una sola vez. Si B maximiza su rendi­ miento y A sólo alcanza el 50 por ciento de su potencial, la ventaja genética no se traduce en victoria. Que el talento dependa exclusiva­ mente de la herencia no implica que el éxito dependa exclusivamente del talento. ¿Por qué ciertos atletas negros dominan en algunos deportes?

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Por el mismo motivo por el que ciertos atletas blancos dominan en otros y ciertos atletas asiáticos dominan en otros distintos, por una combinación de factores biológicos e influencias culturales. No sabemos cómo separar ambas variables, pero contamos con indi­ cios razonables. ¿Qué significan las diferencias? Por mi parte, res­ pondo que, en realidad, se produce una consiliencia de ambas posiciones: tenemos libertad para seleccionar las condiciones del entorno óptimas que nos permitan elevamos hasta nuestro máximo potencial bioló­ gico. En ese sentido, en el deporte, el éxito se mide no sólo por com­ paración con el rendimiento de otros deportistas, sino con relación al techo de nuestras capacidades. Triunfar es hacerlo lo mejor posi­ ble en función de la cota más alta de nuestra gama de posibilida­ des. Vencer no sólo es cruzar el primero la línea de meta, sino cru­ zarla en el menor tiempo posible dentro de nuestra gama de reacción genética. William Ernest Henley lo expresó a la perfec­ ción en Invktus, un poema emocionante: En la noche que me cubre, negra como la pez de polo a polo, doy gracias, sean los dioses lo que sean, por mi alma inexpugnable. Da igual lo recta que sea la puerta, cuán cargado de castigos esté el inventario, soy el dueño de mi destino, el capitán de mi alma.

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La paradoja del paradigma

El equilibrio puntuado y la naturaleza de la ciencia revolucionaria

Cayeron los propietarios, hombres codiciosos arrastrados por su esperan­ za de beneficios. Pero seca tu incipiente lágrima, que tenían cuantiosos seguros. W. S. G il b e r t , ‘TheBab’Ballads, «Etiquette» Stephen Jay Gould puede encontrar significado y metáforas en los más singulares rincones literarios, así que, ¿por qué no recurrir al consejo y consuelo de uno de sus autores de ópera favoritos para explicar el comportamiento de esos ambiciosos propietarios de ideas científicas que en un principio cayeron en el descrédito y luego fueron exonerados por la compañía aseguradora de la ver­ dad? Ahora bien, ¿cómo saber hoy quién será vilipendiado o vene­ rado mañana? Tras citar errores garrafales como el de lord Kelvin, quien «demostró» ei>cierto artículo que los aviones no podrían volar porque son más pesados que el aire, a los aficionados a lo paranormal les gusta decir: «Muchos se rieron de los hermanos Wright». A lo cual los escépticos aficionados a la frivolidad y los gol­ pes de efecto podrían responder: «Ytodos se rieron con los herma­ nos Marx». La cuestión es que las referencias históricas concretas a teorías errónamente descartadas no pueden erigirse en principios genera­ les aplicables a todos los casos de desaire intelectual. Todo ejemplo de rechazo se explica por las particulares contingencias históricas que lo motivaron. Negar la historia no equivale a reivindicar el futuro. Por cada Colón, Copémico y Galileo que tuvo razón, hay un millar de Vielikovski (teoría de los mundos en colisión), Von Daniken (astronautas de la Antigüedad) y Newman (máquinas en perpetuo movimiento) que estaban equivocados. Por eso a los científicos y a los escépticos se les ponen los pelos

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de punta cuando oyen adjetivos como «revolucionario» y «trascen­ dental» o expresiones como «cambio de paradigma», que tan pró­ digamente emplean presuntos pioneros. Sin embargo, invertir el análisis únicamente porque algunos artistas del engaño y la pirueta (y también algunos pensadores honrados) afirmen que el nuevo paradigma no es correcto no significa que todas las ideas nuevas corran la misma suerte que los planetas en colisión, los astronautas de la Antigüedad y la maquinaria en movimiento perpetuo. Hay que examinar todas las afirmaciones, todos los credos. En 1992, la revista Skeptic celebró el 150e aniversario del primer trabajo de Charles Darwin sobre selección natural y el 20e aniversa­ rio del primer artículo de Niles Eldredge y Stephen Jay Gould sobre el equilibrio puntuado, considerando que se trataba de dos paradigmas distintos. Pocos negarían la idea de que la teoría de la evolución por selección natural de Darwin dio pie a un nuevo para­ digma, pero muchos contemplan con escepticismo la posibilidad de que la teoría del equilibrio puntuado merezca el mismo estatus. Teniendo en cuenta que el darwinismo está vivo y muy sano, a comienzos del siglo xxi el mero hecho de considerar la cuestión parece paradójico. El darwinismo desplazó al creacionismo, pero ninguna teoría lo ha sustituido, por lo que no puede haberse pro­ ducido otro cambio de paradigma. Es lo que yo llamo la paradoja delparadigma. Se trata de una falsa dicotomía creada en parte por nuestra suposición de que sólo un paradigma puede regir un ámbito científico en una época determi­ nada y de que los paradigmas sólo pueden reemplazarse uno a otro pero no evolucionar (ni coexistir dentro del mismo campo de conocimiento). Yo sostengo, en cambio, que en estos momentos, aunque el amplio paradigma darwiniano sigue dominando la interpretación de la historia biológica, coexiste con un paradigma subsidiario, el del equilibrio puntuado, y que los dos han modifica­ do los paradigmas imperantes anteriormente (si bien la teoría darwiniana es de mayor alcance que la teoría de Eldredge y Gould), y coexisten ahora pacíficamente compartiendo métodos y modelos que se solapan. La paradoja del paradigma desaparece cuando

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definimos con precisión semántica ciencia, paradigma y cambio de paradigma, y evitamos la falacia «o esto o aquello» (o de la falsa alternativa), cuando nos damos cuenta de que la teoría del equili­ brio puntuado es un paradigma dentro del paradigma mayor de la teoría darwiniana. La ciencia de los paradigmas La ciencia es una forma concreta de razonar y de actuar común a la mayoría de los miembros de un grupo científico, una herra­ mienta para comprender los datos del pasado y del presente. Dicho de manera más formal, la ciencia es un conjunto de métodos cognitivos y conductuales que se propone describir e interpretar losfenóme­ nos observados o inferidos pasados opresentes y cuyo objetivo consiste en ela­ borar un corpus comprobable de conocimiento susceptible de ser confirmado o refutado. Entre los métodos cognitivos se encuentran las corazona­ das, las suposiciones, las ideas, las hipótesis, las teorías y los paradig­ mas; entre los métodos conductuales, la investigación, la recopila­ ción y organización de datos, la colaboración y comunicación con otros científicos, los experimentos, el cotejo de hallazgos, el análi­ sis estadístico, la preparación de manuscritos, la presentación de conferencias y la publicación de artículos y libros. En ciencia existen dos grandes metodologías: la experimental y la histórica. La ciencia experimental (física, genética, psicología experimental) es eso en que la mayoría piensa cuando imagina a unos científicos experimentando con un acelerador de partículas, con las moscas de la fruta o con ratas de laboratorio. Las ciencias históricas (cosmología, paleontología, arqueología) no son menos rigurosas en sus métodos conductuales y cognitivos a la hora de describir e interpretar los fenómenos del pasado y comparten la misma meta de las experimentales: ambas se proponen acumular un corpus de conocimientos comprobables sujetos a confirmación o refutación. Por desgracia, el mundo académico y la opinión pública han establecido un orden jerárquico que se articula en dos direcciones ortogonales: ( 1 ) las ciencias experimentales son supe­ riores a las históricas, (2 ) las ciencias físicas son superiores a las bio­

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lógicas, que a su vez son superiores a las ciencias sociales, y dentro de ambos grupos existe un ránking que va de las ciencias más puras a las que lo son menos (la física experimental ocupa el lugar más alto y las ciencias sociales el más bajo), de modo que nuestra per­ cepción de la forma en que se hace ciencia está distorsionada. En cuanto superemos lo que en familia se conoce como «envidia de los físicos», más profunda será nuestra comprensión de la naturale­ za de la empresa científica. Un elemento común a las ciencias experimentales y las históri­ cas, así como a las ciencias físicas, biológicas y sociales, es que todas operan dentro de paradigmas concretos. En 1962, Thomas Kuhn definió estos paradigmas concretos por primera vez. Según él, son formas de pensamiento que definen la «ciencia normal» de una época, están fundados en «hallazgos científicos pasados [...] y una comunidad científica en particular los reconoce por un tiempo como base de su práctica»1. El concepto de paradigma de Kuhn es el más extendido tanto entre la elite como en los círculos más populistas (incluso los expertos en motivación -por populistas que puedan ser- hablan de cambio de paradigma). No obstante, muchos lo han criticado porque en innumerables ocasiones Kuhn lo emplea sin concreción semántica .2 En 1977, el propio Kuhn amplió su significado y se refirió a «todos los compromisos compar­ tidos por un grupo, todos los componentes de lo que ahora deseo llamar la matriz disciplinaria», pero ni siquiera con esto dio una idea muy cabal de lo que quería decir.3 Por esta falta de claridad y basándome en la definición de cien­ cia que he citado, yo defino paradigma como el(los) marco(s) compar­ tido^) por la mayoría de los miembros de una comunidad científica para describir e interpretarfenómenos observados o inferidos pasados o presentes, y que tiene(n) por meta la elaboración de un corpus verificable de conoci­ mientos susceptible de ser confirmado o refutado. Incluyo la opción singu­ lar/plural y el modificador «compartido por la mayoría» para per­ mitir que paradigmas enfrentados coexistan, compitan y, a veces, sustituyan a los paradigmas antiguos, y para demostrar que un paradigma o unos paradigmas pueden existir incluso cuando

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todos los científicos del ámbito al que corresponde no lo (los) aceptan. De hecho, el filósofo Michael Ruse identifica cuatro usos de «paradigma» en su intento de responder a la pregunta: «¿Es la teoría del equilibrio puntuado un nuevo paradigma?»4. Son los siguientes: 1) Sociológico: se centra en «un grupo de personas que se reú­ nen, tienen la sensación de compartir el mismo punto de vista (tanto si en verdad lo comparten como si no) y, hasta cierto punto, guardan las distancias con otros científicos». 2) Psicológico: las personas que comparten un paradigma ven, literalmente y en sentido figurado, el mundo de forma distinta a las personas que se encuentran al margen de ese paradigma. Se puede establecer una analogía con lo que sucede con el experi­ mento de percepción de figuras reversibles: por ejemplo, en la conocida ilustración mujer anciana/mujer joven, la percepción de la primera impide la percepción de la segunda, y viceversa. 3) Epistemológico: «la forma que uno tiene de hacer ciencia está ligada al paradigma», porque las técnicas de investigación, los pro­ blemas y las soluciones vienen determinados por hipótesis, mode­ los, teorías y leyes. * 4) Ontológico: en el sentido más profundo, «lo que existe depen­ de fundamentalmente del paradigma. En un sentido literal, para Joseph Priestley el oxígeno no existía. [...] Antoine Lavoisier no sólo creía en la existencia del oxígeno, sino que para él era una realidad que el oxígeno existía». Según mi definición de paradigma, el marco cognitivo compar­ tido de la interpretación de los fenómenos observados o inferidos se puede aplicar en los sentidos sociológico, psicológico y episte­ mológico. Emplearla en un sentido plenamente ontológico, sin embargo, conllevaría la arriesgada conclusión de que todos los paradigmas son igualmente buenos porque no es necesario remitir a ningún elemento externo para corroborarlos. La lectura de posos de café y las previsiones económicas, la interpretación de hígados de oveja y los mapas meteorológicos, la astrología y la astronomía, sirven por igual para explicar la realidad si uno acepta

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plenamente el sentido ontológico de paradigma. Pero lo cierto es que no todos los paradigmas son igualmente válidos para com­ prender, predecir o llevar un control de la naturaleza. Por difícil que sea para economistas y meteorólogos comprender, predecir o llevar un control de la economía y del tiempo, su actividad da muchos más frutos que la lectura de posos de café e hígados de oveja. El otro elemento de la ciencia que la diferencia de los demás paradigmas y que nos permite resolver la paradoja del paradigma es que tiene una naturaleza autocorrectora que opera, según la dis­ ciplina de que se trate, igual que la selección natural opera en la naturaleza. La ciencia, como la naturaleza, conserva las ganancias o aciertos y erradica las pérdidas o errores. Al igual que ninguna especie nueva parte de cero, cuando cambia un paradigma (es decir, en las revoluciones científicas) los científicos no abandonan necesariamente la totalidad del paradigma anterior. Por el contra­ rio, lo que ese paradigma tiene de útil se conserva, sólo que se le añaden rasgos nuevos y se ofrecen nuevas interpretaciones. Es lo mismo que sucede con los organismos, que retienen la estructura básica mientras cambian otros elementos. Por tanto, yo defino un cambio de paradigma como un nuevo marco cognitivo, compartido por una minoría en las primeras etapas y por una mayoría en las etapas posteriores, que cambia significativamente la descripción e interpretación de losfenóme­ nos observados o inferidos pasados o presentes, y que tiene por meta la elabo­ ración de un corpus verificable de conocimientos susceptible de ser confirma­ do o refutado. Como el propio Einstein observó sobre el nuevo paradigma de la relatividad (que se añadía a la física newtoniana sin sustituirla): Crear una teoría nueva no es como destruir un viejo establo para eri­ gir un rascacielos en su lugar. Se parece más a escalar una montaña cuando se alcanzan vistas nuevas y más amplias y se descubren rela­ ciones inesperadas entre el punto de partida y su rico entorno. Pero el punto de partida continúa existiendo y lo podemos divisar, aun­ que parece más pequeño y forma una pequeña parte del panorama

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que se abre a nuestros ojos, más ancho ahora tras haber vencido los obstáculos de nuestra arriesgada ascensión.5 El cambio de un paradigma a otro puede indicar una mejora en la comprensión de las causas, la predicción de acontecimientos o la alteración del entorno. Es, en realidad, el intento de redefinir y mejorar un paradigma vigente lo que en última instancia puede conducir a su desaparición o a que acabe coexistiendo con otro paradigma. Esto se produce cuando los datos que el paradigma antiguo no podía explicar encajan en el nuevo paradigma (asimis­ mo, los datos que sí explicaba se pueden reinterpretar). La ciencia permite tanto el crecimiento acumulativo como el cambio de paradigma. Es lo que se llama progreso científico, que defi­ no como el crecimiento acumulativo del sistema de conocimiento a lo largo del tiempo, según el cual y basándose en la confirmación o refutación de conocimientos comprobables, los elementos útiles se conservan y los inútiles se abandonan. £1 paradigma del equilibrio puntuado Sobre los paradigmas se pueden plantear cuestiones de mayor calado: ¿por qué cambian? ¿Quién tiene mayor responsabilidad en el cambio? Thomas Kuhn responde así: «En general, los hombres que inventan un nuevo paradigma o bien son muyjóvenes, o bien son neófitos en el campo de investigación cuyo paradigma trans­ forman»6. Es una reelaboración de la famosa ocurrencia de Max Planck: «Las innovaciones científicas importantes rara vez se abren paso gradualmente, ganando a los adversarios para su causa y con­ virtiéndolos a la nueva idea. Ocurre más bien que los adversarios van muriendo gradualmente y que las nuevas generaciones se familiarizan con la idea desde un principio»7. En su libro de 1996, Rebeldes de nacimiento, el sociólogo Frank Sulloway ofrece pruebas históricas y experimentales de la relación entre edad y buena aco­ gida de las ideas radicales, y vincula receptividad con juventud (véase el capítulo 6 para un comentario más completo)8. En 1972 dos jóvenes neófitos en paleontología y en biología

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evolutiva, Niels Eldredge y Stephen Jay Gould, expusieron la teoría del equilibrio puntuado. Proponían un modelo de cambio evoluti­ vo no lineal: períodos prolongados de equilibrio puntuados por cambios «súbitos», en términos geológicos. En apariencia, esta pro­ puesta contrasta acusadamente con el modelo de cambio lineal y gradual de la teoría de Darwin: transformaciones lentas y paulati­ nas (y tan minúsculas que no se pueden observar) que, transcurri­ do el tiempo necesario, pueden dar lugar a un cambio significati­ vo. Algunos, pues, pueden considerar que este desafío al modelo darwiniano constituye un cambio de paradigma. Michael Ruse opina que la teoría del equilibrio puntuado es un nuevo paradig­ ma «en lo que se refiere al aspecto sociológico», pero le niega expresamente la condición de paradigma en los niveles psicológi­ co, epistemológico y ontológico.9 Ya veremos. Fue Tom Schopf quien dio alas a la teoría del equilibrio puntua­ do cuando, en 1971, organizó un simposio que se proponía inte­ grar la biología evolutiva y la paleontología. El objetivo consistía en aplicar las modernas teorías de cambio biológico a la historia de la vida. Eldredge lo había hecho con anterioridad en un artículo que en 1971 publicó en la prestigiosa revista Evolution y que llevaba por título «The Allopatric Model and Philogeny in Paleozoic Invertebrates» [El modelo alopátrico y la filogenia en los invertebrados del Paleozoico]10. Poco después, Schopf le instó a colaborar con Gould en un artículo que en 1972 aparecería en el volumen Modeh in Paleobiology [Modelos de paleobiología], del que el propio Schopf era editor. El artículo se titulaba «Punctuated Equilibria: An Altemative to Phyletic Gradualism» [Equilibrio puntuado: una alternativa al gradualismo filético]11. Gould explicaba que él había acuñado el término, pero que las ideas le correspondían «sobre todo a Niles» y que, mayormente, él había hecho las veces «de caja de resonancia y de eventual escriba»12. En pocas palabras, soste­ nían que el modelo de cambio lineal de Darwin no daba cuenta de la evidente falta de especies de transición en la historia fósil. El pro­ pio Darwin era muy consciente de esta circunstancia y así lo expre­ só en El origen de las especies: «¿Por qué razón, entonces, no están

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cada uno de los estratos y formaciones geológicas llenos de esos eslabones intermedios? La geología no revela ningún tipo de cade­ na orgánica gradual sutil; y esto, quizá, sea la objeción más impor­ tante que pueda hacerse a mi teoría»13. Desde la publicación de El origen de las especies, la ausencia de for­ mas de transición irrita a los paleontólogos y a los especialistas en biología evolutiva. Ambos colectivos tienden a soslayar la dificultad y la despachan como si se tratase de un accidente de la imperfecta historia fósil. (De hecho, considerando la probabilidad excepcio­ nalmente baja de que un animal muerto escape de las fauces y estó­ magos de los carroñeros y de los consumidores de detritus, llegue a fosilizarse y posteriormente regrese a la superficie por medio de fuerzas geológicas y contingencias que permitan su descubrimien­ to millones de años después, este argumento resulta muy razona­ ble. Lo sorprendente es que muchos fósiles hayan completado este proceso.) Eldredge y Gould, sin embargo, consideran que las lagu­ nas de la historia fósil no constituyen pruebas perdidas de gradualismo, sino pruebas fehacientes de «puntuación». Las especies per­ manecen estables durante tanto tiempo que, mientras dura su estabilidad y en téripinos comparativos, dejan muchos fósiles. El paso de una especie a otra, sin embargo, se produce con relativa rapidez (siempre, por supuesto, a escala geológica), en «una pequeña subpoblación de la forma ancestral» y «en una zona aisla­ da de la periferia», por lo cual apenas quedan fósiles. Es decir, con­ cluyen estos autores, «las lagunas de la historia fósil son expresio­ nes de una realidad, dan fe de la forma en que ocurre la evolución, no son fragmentos de un testimonio incompleto»14. La teoría del equilibrio puntuado es sobre todo la aplicación de la teoría de la especiación alopátrica de Emest Mayr a la historia de la vida. La teoría de Mayr afirma que, en la mayoría de los casos, de las especies vivas surge una nueva especie cuando un grupo peque­ ño (la población «fundadora») se desgaja y se aísla geográficamen­ te (y por tanto reproductivamente) del grupo ancestral. En tanto sigue siendo pequeño y permanece apartado, dentro de este nuevo grupo fundador (el «aislado periférico») los cambios se pue­

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den suceder rápidamente (las grandes poblaciones tienden a con­ servar la homogeneidad genética). Las alteraciones que modifican la especie se producen a tanta velocidad que quedan muy pocos fósiles que den fe de ellas, pero en cuanto se ha producido el paso a la nueva especie, el fenotipo se conserva durante un período con­ siderable, en poblaciones relativamente grandes y que dejan abun­ dantes y bien conservados fósiles (véase la Figura 11). Millones de años después, el proceso se manifiesta en una historia fósil que atestigua principalmente los períodos de equilibrio. Las fases pun­ tuales de cambio sucedieron en lo que se corresponde con las lagu­ nas del registro fósil. Eldredge y Gould afirman en su primer artículo que «la idea del equilibrio puntuado refleja una imagen preconcebida en la misma medida que la del gradualismo filático», y que su interpretación está tan condicionada por sus prejuicios «como lo pueden estar las afirmaciones de los defensores del gradualismo filético». Existe, sin embargo, cierto sentido de progreso del paradigma cuando advier­ ten que «el panorama de equilibrios puntuados es más acorde con el proceso de diferenciación de las especies de la teoría evolutiva moderna»15. No se trata de que ahora podamos pasar por alto las lagunas de la historia fósil, sino de considerar que son datos reales. Por tanto, el gradual «árbol de la vida» que Darwin dibuja en El ori­ gen de las especies parece chocar con el modelo de equilibrio puntua­ do de Eldredge y Gould. Si la teoría del equilibrio puntuado consti­ tuye un paradigma, nos encontraríamos ante un cambio de paradigma y, por tanto, nos veríamos obligados a aceptar la para­ doja del paradigma y a elegir entre dos modelos de cambio evoluti­ vo. En palabras de Gould, la teoría «armó un gran revuelo que todavía no ha cesado, pero que ahora avanza en direcciones más productivas»16. En un principio, afirma Gould, los paleontólogos no repararon en la relación con la teoría de especiación alopátrica porque «no habían estudiado la teoría evolutiva [...] o no la habían aplicado a la historia geológica». La biología evolutiva «tampoco se percató de la relación, sobre todo porque sus espe-

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Figura 11. ¿Paradigmas opuestos o complementarios? A. El modelo gradual: las

especies cambian sus características paulatinamente a lo largo del tiempo (de Moore et al., 1952). B. El modelo del equilibrio puntuado: las especies permane­ cen estables y se producen cambios bruscos (a escala geológica) que dan pie a nuevas especies (de Eldredge y Gould, 1972).

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cialistas no piensan a escala geológica»17. Aunque hoy goza de mayor aceptación, la teoría del equilibrio puntuado recibió críti­ cas rotundas por buenas y malas razones. Entre estas últimas, por ejemplo, está la de «malinterpretar su contenido básico»; asociar­ la con los creacionistas, que la desdibujan para utilizarla contra Darwin y el conjunto de la teoría evolucionista; «y esto me resulta difícil decirlo, pero no podemos olvidarlo: algunos compañeros permitieron que los celos nublaran su buen juicio»18. Natural­ mente, el azote de la crítica pudo deberse también a que Eldredge y Gould estuvieran equivocados, pero tengo la impresión de que hay algo más. Dejando aparte la veracidad de la teoría, la paradoja del paradigma ha forzado a los observadores a juzgar que es total­ mente acertada o totalmente equivocada, cuando resulta evidente que, aplicado a los casos concretos, se pueden observar en ella matices difusos de acierto y error. De hecho, Michael Ruse señala que Eldredge y Gould «han polarizado a los defensores de la evo­ lución de tal forma que la teoría del equilibrio puntuado ha llega­ do a adquirir propiedades paradigmáticas a escala social»19. ¿Por qué puede un paradigma dar pie a una polarización de opinio­ nes? Por esta paradoja no resuelta. Por supuesto, no podemos juzgar un libro por la personalidad de su autor. Como Gould confiesa: «Nadie es menos indicado que su autor para explicar la génesis de una teoría»20. Lo ideal es pre­ guntar a un estudiante nacido dos generaciones después que los autores. Yo encontré ese ideal en el paleontólogo Donald Prothero, científico de fama mundial del Occidental College, que en 1973 era alumno de segundo curso y a quien, en la asignatura de paleontología, le correspondió leer el manual Principies of Paleonlology, de Steven Raup y David Stanley, centrado en las dificultades teóricas de la interpretación de fósiles. ¿Es la teoría del equilibrio puntuado un paradigma? ¿Daba pie a un cambio de paradigma? Aplicando mi definición de ambos conceptos, podemos dividir esta cuestión en varias partes. 1. ¿Ha dado pie el equilibrio puntuado a un nuevo mano cognitivo ?Sí y no. Sin duda, afirma Donald Prothero: según él, antes de la apari­

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ción de la teoría del equilibrio puntuado, «prácticamente todos los manuales de paleontología de la época no eran más que simples compendios de fósiles. En las reuniones de la Sociedad Paleontoló­ gica de la convención de la Sociedad Geológica de Estados Unidos abundaban por encima de todo los documentos descriptivos». Tras la introducción de la nueva idea, proliferaron las revistas teóricas, las publicaciones antiguas pasaron de centrarse en la descripción a interesarse por la teoría, y los congresos de paleontología se llena­ ron de «ponencias pródigas en aparato teórico»21. No, asegura Ernst Mayr, que deja claro que él «fue el primer autor que desarrolló un modelo detallado de la conexión entre diferenciación de especies, escalas evolutivas y macroevolución» y que, por tanto, encuentra curioso «que los paleontólogos no pres­ taran la más mínima atención a la teoría hasta que Eldredge y Gould la sacaron a la luz»22. Mayr recuerda que en 1954 era «plena­ mente consciente de las consecuencias de mi teoría a escala macroevolutiva»; y afirma, citándose a sí mismo, que ya entonces declaró que «en las poblaciones periféricas aisladas en rápida evolución puede encontrarse el origen de muchas novedades evolutivas. Su aislamiento y su tamaño comparativamente pequeño podría expli­ car la evolución rápida y las lagunas de la historia fósil, fenómenos que hasta la fecha dejan perplejos a los paleontólogos»23. En 1999, en una entrevista (tenía 95 años y conservaba un vigor notable) me aclaró a quién corresponde realmente la autoría del paradigma del equilibrio puntuado: Publiqué esa teoría en un artículo de 1954 y la relacioné claramente con la paleontología. Darwin sostenía que la historia fósil es muy incompleta porque algunas especies fosilizan mejor que otras. Sin embargo, a partir de mis investigaciones en las islas de los mares del Sur, deduje que elaborar la historia genética de poblaciones peque­ ñas y aisladas es mucho más fácil porque, al ser tan reducidas, las especies nuevas surgen en menos pasos. Las poblaciones pequeñas y aisladas que experimentan cambios muy rápidos no aparecen en la historia fósil. Esencialmente, mi tesis consistía en que, en el seno de

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las poblaciones fundadoras, los cambios graduales se correspondían con las lagunas de la historia fósil.24 Señalé a Mayr que Eldredge y Gould habían reconocido sus méri­ tos y citado varias veces su libro de 1963, Animal Species andEvolution. Repuso: «Gould fue mi ayudante en Harvard a lo largo de tres años en los que expuse mi teoría varias veces, así que conocía mi teoría a la perfección; y también la conocía Eldredge. De hecho, en su artículo de 1971, Eldredge afirmaba que la autoría me correspondía a mí. Pero ha pasado el tiempo y ya nadie se acuer­ da»25. ¿Ya nadie se acuerda? Todos los profesionales con los que he hablado de la teoría del equilibrio puntuado admiten este hecho y recuerdan el artículo que Niles Eldredge publicó en 1971 en Evolution. Sin embargo, como afirma Donald Prothero, fue el artículo que Eldredge y Gould publicaron conjuntamente en 1972 el que «ha centrado toda la polémica». Incluso Mayr admite: «Tanto si aceptamos mi teoría como si la rechazamos o modificamos de forma importante, de lo que no cabe la menor duda es de que ha tenido una influencia enorme en la biología evolutiva y en la pa­ leontología»26. Este hallazgo histórico nos aporta nuevas pruebas de la natura­ leza social y psicológica de los paradigmas. Hay muchos motivos para que entre el artículo de Mayr (1954) y el de Eldredge y Gould (1972) transcurriera un lapso de dieciocho años y todos tienen que ver con el perfeccionamiento, en fechas recientes, de la moderna síntesis de la biología evolutiva y, desde un punto de vista sociológi­ co, con las personas que defendían la teoría. En una empresa cien­ tífica pura e inmaculada no tendría importancia quién es el autor de un descubrimiento, ni cuándo ni cómo lo hace público. Pero la ciencia no es el proceso objetivo que nos gustaría y estos factores son importantes. 2. ¿Ha sido la teoría del equilibrio puntuado compartida por una mino­ ría en sus primeras etapas y por la mayoría en las posteriores? He nuevo, la respuesta es sí y no. Donald Prothero dice que sí y que los «jóvenes

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inconformistas» que limaron las fauces paleontológicas de la teoría «son ahora hombres de mediana edad» y «enorme influencia que dominan en la profesión»27. Daniel Dennett, Richard Dawkins y Michael Ruse, filósofo, zoólogoy filósofo respectivamente, asegu­ ran que no .28 Dennett llama a Gould «el chico que gritó “¡Que viene el lobo!”» y lo tacha de «revolucionario fracasado» y «refutador del darwinismo ortodoxo»29. Dawkins afirma que la teoría del equilibrio puntuado es «una tempestad en un vaso de agua» y «mala ciencia poética» y dice que Gould menosprecia injustamen­ te las diferencias entre gradualismo rápido y salto macromutacional, que «dependen de mecanismos totalmente distintos y tienen consecuencias radicalmente diferentes para la revisión de la teoría darwiniana»30. Dawkins tiene razón, pero en el artículo original de 1972 de Eldredge y Gould, el equilibrio puntuado no era más que una des­ cripción de gradualismo rápido que en la historia fósil aparece en forma de lagunas. Naturalmente, un cuarto de siglo después, la teoría del equilibrio puntuado ha experimentado una evolución que es obra de los aytores pero, sobre todo, de la opinión pública. (Mi ejemplo favorito proviene de un episodio de Expediente X donde la escéptica Scully intenta explicar a su crédulo compañero Mulder que la explicación racional de la súbita mutación de un hombre al que devora el cáncer ¡no puede ser otra que el equili­ brio puntuado!) Michael Ruse opina que una de las razones de la confusión sobre este punto es que la teoría ha atravesado tres fases: de una descripción de la historia fósil novedosa pero modesta en la década de 1970, a una teoría evolutiva nueva y radical en la década de 1980, para, finalmente, regresar a un nivel más humilde dentro de un modelo jerárquico de varios niveles donde figuran el gra­ dualismo y la puntuación .31 (Tengo que señalar también que nin­ guno de los críticos más ruidosos de la teoría -Dennett, Dawkins y Ruse- son paleontólogos. Si la teoría es de aplicación limitada, no tendría que sorprendernos que no recurran a ella abiertamente quienes trabajan fuera de sus límites.) Michael Ruse quiso hacer un análisis cuantitativo de los textos

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de Gould pasándolos por el filtro del índice de Citas Científicas [Science Citation Index] y llegó a la conclusión de que, fuera de la comunidad paleontológica, «prácticamente nadie (ni siquiera los evolucionistas) basa sus investigaciones en la teoría del equilibrio puntuado de Gould»32. La crítica interpretación de Ruse, sin embargo, no se corresponde con los datos. Ruse empieza hacien­ do recuento del número de veces que Gould cita la teoría en sus trabajos más importantes sobre equilibrio puntuado, entre ellos, el artículo original de 1972; el artículo de 1977 «Punctuated Equilibria: The Tempo and Mode of Evolution Reconsidered» [Equilibrios puntuados: el tempo y el modo de la evolución a exa­ men]; y el artículo de 1982 «The Meaning of Punctuated Equilibrium and Its Role in Validating a Hierarchical Approach to Macroevolution» [El significado del equilibrio puntuado y su función como validador de una perspectiva jerárquica de la macroevolución] (los dos primeros los escribió en colaboración con Niles Eldredge). Entre 1972 y 1994 la cifra total de citas asciende a 1.311, que, como el propio Ruse admite, es muy «res­ petable». ¿Respetable? ¿Comparada con qué? Pues con las veces que la teoría aparece citada en los cuatro libros de Edward O. Wilson: The Theory of Island Biogeography [La teoría de la biogeografía insular], The Insect Societies [Las sociedades insecto], Sociobiology [Sociobiología] y On Human Nature [De la naturaleza humana]. De la comparación, Ruse deduce que «da la impresión de que la teoría del equilibrio puntuado no pertenece a la misma categoría que la biogeografía insular de MacArthur y Wilson o a la sociobiología de este último». Ruse reseña también las citas de la obra de Gould en los artículos aparecidos en dos publicaciones científicas de gran relevancia: Paleobiology y Evolution. Entre 1975 y 1994, en Paleobiology «el 35 por ciento [de los artículos] hacían referencia a Gould, pero sólo el 13 por ciento al equilibrio pun­ tuado y únicamente un 4 por ciento de forma favorable». En Evo­ lution, en el mismo período, «el 9,8 por ciento [de lo publicado] aludía a Gould, pero sólo el 2,1 por ciento al equilibrio puntuado y un exiguo 0,4 por ciento favorablemente». Ruse extrae la

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siguiente conclusión: «Como media, el evolucionista no trabaja mejor con Gould que sin él»33. ¿Qué nos dice este análisis de lo que estamos planteando, de la posibilidad de que la teoría del equilibrio puntuado suponga un cambio de paradigma? En primer lugar, aplaudo el intento de Michael Ruse de cuantificar una valoración subjetiva, esfuerzo prácticamente desconocido en la profesión de historiador. Pero ¿esjusta su comparación? ¿Ha tenido en cuenta todas las variables que podrían explicar las diferencias? No. ¿Ha establecido un punto de referencia desde donde comparar la teoría del equilibrio puntuado con otras revoluciones científicas? No. Comparar la fre­ cuencia con que se citan artículos científicos y libros de ciencia está fuera de lugar porque, con pocas excepciones, casi siempre los libros tienen mayor influencia que los artículos. Y comparar una teoría de ámbito restringido como la del equilibrio puntuado con la biogeografía y especialmente con la sociobiología, que son disci­ plinas muy amplias, no resulta aceptable. El equilibrio puntuado se aplica únicamente a la historia fósil y tiene interés sobre todo para los paleontólogos. La biogeografía no sólo estudia la historia fósil, sino las especies actuales y los procesos de formación de todas las especies, y abarca los estudios llevados a cabo por zoólogos, botáni­ cos, ecologistas, estudiosos del entorno y biólogos de campo. Ade­ más, la sociobiología estudia a todos los animales sociales, desde hormigas a seres humanos y resulta de interés para todo aquel que investiga el comportamiento humano o animal, o lo que es lo mismo, para la mayoría de quienes trabajan tanto en ciencias socia­ les como biológicas, por no hablar del público en general, fascina­ do con todo lo que tiene que ver con la genética. Asimismo, según Prothero, los paleontólogos apenas leen Evolution, porque está esencialmente orientada a la biología molecular, la genética, la genética de la población y otras disciplinas biológicas que tienen poco o nada que ver con el equilibrio puntuado o con los objetos de estudio habituales de la profesión paleontológica. Por último, ¿qué significa que determinado asunto aparezca citado con una frecuencia del 13 por ciento (Paleobiology) o del 2,1 por ciento

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Las fronteras de la ciencia

(Evolution) ? ¿Comparado con qué? Es posible que otras teorías sólo aparezcan mencionadas en Paleobiology un 6 por ciento, o tal vez un 25 por ciento. Sin comparar no hay forma de saber si los porcenta­ jes de menciones de la teoría del equilibrio puntuado de Gould son altos o bajos. Además, ¿no debería incluir este análisis las veces en que aparece citado Niles Eldredge, ya que, al fin y al cabo, fue el autor del documento original? ¿Por qué en esta polémica casi todo el mundo le deja fuera? ¿Tal vez porque Stephen Jay Gould es más célebre y más visible y los objetivos más visibles son los más fáciles de atacar, sobre todo a distancia? 3. ¿Ha cambiado significativamente la teoría del equilibriopuntuado la descripción e interpretación de losfenómenos observados o inferidos? Éste es el elemento más importante de la definición sociológica de para­ digma, pero en este punto de la historia sólo podemos ofrecer una respuesta provisional. Desde luego, Prothero cree que sí y la mayo­ ría de sus colegas paleontólogos coinciden con él. En mi opinión, la cifra que ofrece Michael Ruse -el 13 por ciento de todos los artí­ culos publicados en Paleobiology hacen referencia al equilibrio pun­ tuado- parece más que respetable; parece, en realidad, bastante elevada considerando que muchos de los artículos que publica esa revista no tendrían por qué citar la teoría en ningún momento. Pero, insisto, sin un estudio formal de los paleontólogos profesio­ nales y una comparación cuantitativa con otros paradigmas o revo­ luciones científicas, sin un punto de partida claro y definiciones operativas preestablecidas de los criterios que se están juzgando, no hay forma de saber si ese 13 por ciento es un porcentaje elevado o no. 4. En tanto que paradigma nuevo, ¿ha mejorado el equilibrio puntua­ do el corpus de conocimientos susceptible de ser confirmado o refutado? Es decir, dejando aparte sus elementos cognitivos, su aceptación o rechazo por parte de la historia y los cambios de opinión que se puedan producir, ¿constituye el equilibrio puntuado un modelo adecuado de la naturaleza? Una vez más nos vemos obligados a la más evasiva de las respuestas: depende. Tras su exhaustiva investi­ gación de la bibliografía empírica, Donald Prothero extrae la

La paradoja del paradigma

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siguiente conclusión: «Entre los microscópicos protistas