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Spanish Pages 240 [138] Year 2010
LAS BONDADES DEL PESIMISMO y el peligro de la falsa esperanza
Roger Scruton
Traducción de Gonzalo Torné Revisada para esta edición. Título original: The uses of pessimism and the danger of false hope. Publicado en inglés por primera vez por Atlantic Books Ltd. el año 2010. Traducido por Gonzalo Torné, y revisado. Esta es la primera edición en Chile, 2018 por Fundación para el Progreso. Edición a cargo de Fernando Claro V. Diseño y Diagramación: María Luisa Mira © Roger Scruton, 2010. Primera vez publicado por Atlantic Books Ltd. © De la traducción, Fundación para el Progreso. ISBN: 978-956-9225-14-7 N° de Propiedad Intelectual: A - 288478 Las opiniones expresadas en el presente documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no necesariamente representan las de la Fundación para el Progreso, ni la de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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ÍNDICE PREFACIO ..................................................................................................... 4 I. LA PRIMERA PERSONA FUTURA................................................................. 8 II. LA FALACIA DEL MEJOR CASO POSIBLE ................................................... 15 III. LA FALACIA DE LOS NACIDOS EN LIBERTAD ........................................... 28 IV. LA FALACIA DE LA UTOPÍA ..................................................................... 39 V. LA FALACIA DE LA SUMA CERO............................................................... 48 VI. LA FALACIA DE LA PLANIFICACIÓN ........................................................ 58 VII. LA FALACIA DEL ESPÍRITU EN MOVIMIENTO......................................... 75 VIII. LA FALACIA DE AGREGACIÓN .............................................................. 89 IX. DEFENSAS CONTRA LA VERDAD ............................................................ 97 X. NUESTRO PASADO TRIBAL .................................................................... 113 XI. NUESTRO PRESENTE CIVIL ................................................................... 118 XII. NUESTRO FUTURO HUMANO ............................................................. 132 REFERENCIAS............................................................................................ 134
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PREFACIO En este libro examino el optimismo en la forma que Schopenhauer llamaba «perverso» o «sin escrúpulos» (bedenkelos), y muestro el rol del pesimismo conduciendo los asuntos humanos, al reestablecer en ellos el equilibro y la sensatez. No comparto la melancolía comprehensiva de Schopenhauer ni la filosofía de la renuncia que se derivó de ella. No tengo ninguna duda que San Pablo tenía razón al recomendar la fe, la esperanza y el amor (ágape), como las virtudes que dirigen la vida hacia un bien superior. Pero tampoco tengo dudas de que la esperanza, separada de la fe y sin ser templada por la evidencia histórica, constituye un activo peligroso, y amenaza no solo a quienes la abrazan, sino a todos aquellos que quedan al alcance de sus ilusiones. Al principio, así nos lo cuentan los viejos mitos, los únicos mortales sobre la tierra eran los hombres, justamente a quienes Prometeo les entregó fuego para desafiar a Zeus. En venganza, Zeus creó la primera mujer, a quien entregó en matrimonio al hermano de Prometeo. Su nombre era Pandora -la que lo da todo-, y como regalo de matrimonio Zeus le regaló una caja con una instrucción: no debía abrirla nunca. Ella finalmente cedió a su curiosidad y la abrió, liberando sobre el mundo la muerte, la enfermedad, la desesperación, la malicia, la vejez, el odio, la violencia, la guerra y el resto de maldades que conocemos. Pandora cerró la caja y un regalo se quedó dentro: la esperanza, el único remedio, pero también el flagelo final. Mi preocupación, en primera instancia, es con ciertas falacias que parecen justificar la esperanza, o que, en apariencia, hacen más llevadera la decepción. Mis ejemplos provienen de áreas muy diversas, pero comparten una característica común: todos revelan, en el corazón de su optimismo sin escrúpulos, un error tan obvio y deslumbrante que solo alguien dominado por el autoengaño podría ignorarlo. Y es justamente contra este autoengaño hacia donde está dirigido el pesimismo. Un estudio acerca de las bondades del pesimismo revelará un rasgo todavía más interesante de la naturaleza humana: los errores más obvios son los más difíciles de rectificar. Pueden implicar errores de razonamiento, pero su causa yace más profundamente que en la razón: en necesidades emocionales, que se defenderán con todas las armas que encuentren a mano antes de renunciar a la tranquilidad que entregan sus ilusiones, obtenidas sin el más mínimo esfuerzo. Uno de mis propósitos es rastrear estas necesidades emocionales hasta su fuente prehistórica y mostrar que la civilización siempre estará amenazada, desde su interior, por patrones de creencias y emociones que quizás en el pasado le fueron útiles a nuestra especie pero que ya no lo son.
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La creencia de que los seres humanos pueden prever el futuro o dominarlo para su propio provecho, no debería siquiera sobrevivir a una lectura atenta de la Ilíada, y menos todavía del Antiguo Testamento. El hecho de que lo hagan es un ponderado recordatorio de que el argumento de este libro es completamente inútil. Uno puede divertirse o incluso estar de acuerdo con él, pero no tendrá influencia sobre ninguna de las personas a las que están dirigidos. Las irracionalidades que exploro están, como dicen los «neuronerds», hard-wired, completamente insertadas en el córtex humano y no pueden contrarrestarse con algo tan amable como una argumentación. El tema de la irracionalidad colectiva de la humanidad no es nuevo y cabe preguntarse si es que hay algo que pueda añadirse al gran análisis que ya hizo el poeta escocés Charles MacKay en 1852, titulado Extraordinary Popular Delusions and the Madness of Crowds. El estudio de MacKay respecto de las profecías, supersticiones, cazas de brujas y cruzadas es un siniestro recordatorio de que todas las cosas que él describe sarcásticamente han continuado con la misma periodicidad y con peores consecuencias desde que se publicó el libro. MacKay creía que la humanidad había entrado por fin en un periodo de conocimiento científico, en el que las masas se dejarían dirigir por los expertos que antes hubiesen sido quemados en la hoguera. Nada pudo estar más lejos de la verdad. Los grandes movimientos de masas como el comunismo, nazismo y fascismo, que las falsas esperanzas transformarían en ejércitos armados, no tardaron en aparecer en el horizonte. Y el ascenso de los expertos científicos aportó con lo suyo para renovar la imagen de las cazas de brujas y genocidios del siglo veinte como decisiones racionales, cuya legitimidad había sido probada por la ciencia. La «liquidación de los Gulags» estaba justificada por la «ciencia marxista», las doctrinas racistas se presentaron como eugenesia científica y el «Gran Salto Adelante» de Mao Zedong se respaldó como la simple aplicación de las leyes probadas de la historia. Por supuesto, esta ciencia era una farsa: pero eso solo demuestra que, cuando triunfa la irracionalidad, lo hace en nombre de la razón. En un estudio más reciente, Scared to Death, Christopher Booker y Richard North han estudiado los pánicos que se han extendido por el mundo civilizado en las dos últimas décadas. Estos pánicos muestran el otro lado del optimismo inescrupuloso: el igualmente inescrupuloso pesimismo que aparece cuando la falsa esperanza pierde fuerza. Todo esos —desde la histérica creencia que pronosticaba que dos millones de británicos iban a morir por culpa de la variante humana de la enfermedad de las vacas locas hasta la visión apocalíptica del calentamiento global; desde el miedo a que todos los computadores del mundo fuesen a apagarse al llegar el nuevo milenio hasta las campañas contra el plomo en el petróleo o a favor de los fumadores pasivos— ha sido presentado como 5
«ciencia». Todas ellas han ignorado la evidencia y los argumentos existentes solo por defender una conclusión ya predeterminada, la que es aceptada porque le otorga dirección y fuerza al movimiento de las masas de los justos, quienes se reúnen para lograr expulsar al demonio de nuestras vidas. A los que cuestionan, o se resisten, se les señala como chivos expiatorios; la caza de brujas contra estos escépticos va de la mano con la adoración de héroes tipo Al Gore, quienes son los que señalan el camino hacia la salvación. Y cuando el pánico termina, la multitud se dispersa sin haber conseguido ni alivio ni conocimiento, solo la disposición para prontamente volver a entrar en pánico. En otros dos estudios recientes —How Mumbo-Jumbo Conquered the World de Francis Wheen, e Imposturas intelectuales, de Alan Sokal y Jean Bricmont— intelectuales indignados han señalado cómo el sinsentido se ha instalado en el corazón del debate público y la academia. Este sinsentido es parte de las bases de la irracionalidad en las que se fundan los planes y esquemas que dibujan los optimistas para mantener su vitalidad. El sinsentido confisca el significado. Así se pone a la verdad y la falsedad; la razón y la irracionalidad; la luz y la oscuridad en pie de igualdad. Es un movimiento en defensa de la libertad intelectual que, según los optimistas, consiste en la libertad para creer en cualquier cosa siempre y cuando te sientas mejor por el mero hecho de creer en ella. De hecho, algunas de mis observaciones han sido anticipadas por estos respetables autores. Pero mi propósito difiere del suyo. Mi tema no es tanto la «masa enloquecida» sino más cercano a las maquinaciones del individuo: aquel que, atribulado por las imperfectas obligaciones contenidas en las costumbres, el sentido común y la ley, busca otra clase de futuro, en donde ya no se exigirán estas viejas formas de compromiso. Los optimistas inescrupulosos creen que los problemas y los desórdenes del género humano pueden ser superados por alguna clase de ajuste a gran escala: basta con preparar un nuevo acuerdo, un nuevo sistema, y las personas serán liberadas de su prisión temporal hacia un reino de éxitos. Por consiguiente, cuando se trata de ayudar a otros, todos sus esfuerzos se sitúan en el esquema abstracto para la mejoría de la especie, y nunca en la virtud personal que podría habilitar a cada cual para acometer la pequeña parte que le corresponde a cada humano para mejorar la suerte de sus compañeros. La esperanza, en su estructura mental, deja de ser una virtud personal que mitiga los problemas y las tristezas, instruye en la paciencia y el sacrificio y prepara el alma para el agape. Por el contrario, se convierte en un mecanismo para transformar los problemas en soluciones y la tristeza en entusiasmo, sin detenerse a estudiar la acumulación de evidencia relativa a la naturaleza humana que nos dice que la única mejora que está bajo nuestro control es la mejora de nosotros mismos. 6
Durante años me he beneficiado enormemente de mis conversaciones con Bob Grant, que leyó una versión temprana de este libro e hizo muchas críticas y sugerencias útiles. También debo agradecer a todos aquellos que han sido un ejemplo, siguiendo las reglas del agape, esforzándose en amar a las personas como seres humanos, sin esperar que ellos se conviertan en algo distinto. Quiero destacar a Gladys Sweeney y sus estudiantes del Instituto para las Ciencias Psicológicas, Ian Christie, Jonathan Ruffer, Helena Pěchoučková, mi hermana Elizabeth, y, por encima de todos, a mi esposa Sophie, que ha tenido que lidiar con un asunto particularmente duro y todavía se las arregla para sonreír. Sperryville, Virginia, Mayo de 2009.
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I. LA PRIMERA PERSONA FUTURA Cada avance científico es celebrado por quienes reconocen su utilidad y también suele ser deplorado por aquellos que no le ven ninguna. La historia no registró las protestas que acompañaron a la invención de la rueda, pero sí las que acompañaron a la invención de los ferrocarriles. Para el gran crítico y filósofo social John Ruskin los ferrocarriles suponían un cruel ataque contra la tranquilidad rural, destruían el sentido del lugar, propiciaban el desarraigo de las comunidades establecidas e invadían el paisaje campestre con unas fealdades de acero y expansión urbana. Los ferrocarriles nos movilizaban a todos, cuando el verdadero sentido de la vida consiste en quedarnos tranquilamente en el sitio al que pertenecemos. Suponían, resumiendo, el final de la civilización tal como Ruskin la conocía1. Pero por pintoresco que nos parezca ahora el sincero grito de protesta de Ruskin, lo cierto es que la construcción de los ferrocarriles en Inglaterra fue influenciada por sus diseños expresados, una y otra vez, en sus escritos, y en particular, en Stones of Venice; hoy miramos los ferrocarriles con una intensa nostalgia, como símbolos de paz, espacio y distancia. Una de las más famosas invocaciones a la vida rural en inglés —Adlestrop, del poeta Edward Thomas— describe una tranquila estación vista desde un tren. Y las campañas contra el automóvil proponen a los ferrocarriles como el medio ideal —el más seguro, respetuoso con el medio ambiente, estéticamente agradable— para recorrer un continente de punta a punta. La protesta de Ruskin contra los ferrocarriles ha perdido su fuerza persuasiva. Pero ilustra un tema importante y recurrente en los anales del progreso humano. Para Ruskin, los ferrocarriles amenazaban una de las anclas de nuestro universo moral, la tierra misma: la tierra que nos proporciona el alimento que comemos, los líquidos que bebemos y las piedras con las que construimos; la tierra que crea las distancias entre nosotros y también los beneficios de establecernos juntos, codo a codo. Cuando construimos algo deberíamos tratar a la tierra como un lugar para asentarnos, en el que nuestras vidas encajaran sin traumas, sin dolor, como las de los peces en el agua. El argumento es similar al de los ecologistas contemporáneos cuando protestan de que, al explotar la tierra para nuestros efímeros propósitos, tratamos como un simple medio lo que debería ser respetado como un fin: nos inmiscuimos y modificamos algo que debería tener un valor inalterable para nosotros, un espacio en donde nuestros experimentos antropológicos se detienen. Como Ruskin, el pesimista moderno nos urge a considerar qué nos ocurrirá cuando se alteren las antiguas restricciones, sean abolidas las viejas limitaciones y cuando la manera tradicional de afrontar el mundo sea remplazada por la ilusión de su dominio. 8
En su novela Erewhon, publicada en 1872, Samuel Butler describe un país imaginario en el que todas las máquinas están prohibidas. Los habitantes se proveyeron en su momento de relojes, motores a vapor, bombas mecánicas y grúas y del resto de artefactos que podían admirarse en las grandes exposiciones de la Inglaterra victoriana. Pero, a diferencia de los contemporáneos victorianos de Butler, habían percibido el terrible peligro que esos artefactos suponían. Descubrieron que las máquinas estaban siempre mejorando. Nunca, jamás, daban un paso atrás, no retrocedían hacia las imperfecciones que ya habían superado. 2 La siguiente máquina era siempre mejor, más versátil y mejor adaptada a su utilidad que la anterior. Inevitablemente, el proceso de mejora iba a continuar hasta que las máquinas no necesitasen ya a los humanos para nada; hasta que fuesen capaces de producirse y reproducirse a sí mismas. En este punto, como todas las criaturas que obedecen a la ley de la evolución, las máquinas quedarían atrapadas en una lucha de vida o muerte con sus competidores. Y su único competidor iba a ser el hombre. Por consiguiente, en previsión de que las máquinas pudiesen destruirlos, los habitantes de Erewhon las destruyeron. El miedo de los erewhonienanos no era absurdo: fue anticipado por los ataques a las máquinas de los ludistas de principios del siglo XIX en Inglaterra y que volvió a manifestarse con agraristas como Hugh Massingham, Gustave Thibon o Wendell Berry. Pero su premisa fue poco convincente, por lo menos para los lectores de Butler. La idea de una máquina que se reproduce a sí misma le pareció, a la mayoría, una simple fantasía literaria. Sesenta años después Aldous Huxley publicó Un Mundo Feliz, el retrato de otro país imaginario, en el que los humanos son producidos como se hace con las máquinas, siguiendo las especificaciones establecidas por la política oficial. La inteligencia, los intereses, los placeres y las penas son controlados, o bien genéticamente o bien mediante un condicionamiento posterior, y todos aquellos aspectos de la mente humana en los que las excentricidades, los compromisos, las emociones profundas y el resto de viejas virtudes tienden a echar raíces, son deliberadamente bloqueados para impedir que se formen. Y si los humanos pueden ser producidos como se producen las máquinas, en fábricas dirigidas por humanos, ¿por qué no pueden producirse las máquinas como son producidos ahora los humanos, por autoreproducción? El futuro previsto por Huxley supuso un gran avance respecto del de Butler, ya que entroncaba con cosas que estaban sucediendo de veras en el mundo circundante. Desde 1931, cuando el libro se publicó, los avances en genética, robótica y computación nos han situado cara a cara con la posibilidad de que los seres humanos puedan escapar de las limitaciones que han circunscrito sus vidas hasta hoy. El futuro «poshumano» promete una mejora corporal y poderes mentales, inmunidad ante las enfermedades y la decadencia personal e, incluso, el triunfo sobre la muerte. Y muchos argumentan que no tenemos otra elección 9
que abrazar esta condición: ocurrirá de todos modos, aunque solo sea porque la biología y la tecnología médica están moviéndose en esa dirección. ¿Por qué no aprender a controlar el futuro? ¿No vaya a ser que acabe, como en la distopía de Huxley, por controlarnos él a nosotros? Ha aparecido, en consecuencia, una nueva clase de optimismo que aboga por la transformación del ser humano, que emergerá después de un millón de años de incompetencia humana para meter de vuelta los desastres en la caja de Pandora. En la celebrada obra The Makropulos Case, versionada en ópera por Janáček, Karel Čapek explora la mente de una mujer que ha ingerido el elixir de la vida eterna y ha vivido durante 400 años, disfrutando muchas veces de las cosas que los hombres aspiran: placer, poder, influencia y amor. Pero todas esas cosas se han debilitado con la repetición, su corazón se ha endurecido ante cualquier afecto natural y al haberse convertido en inmortal, contempla la fragilidad y el ansia de sus amantes mortales con una actitud de frío y cínico disgusto. Su vida está despojada de amor, no porque ella no pueda ofrecerlo, sino porque no puede recibirlo. Toda entrega, cualquier rendición, toda posibilidad de sacrificio se han desvanecido de su mente, y solo resiste el vacío placer de su longevidad. De repente se da cuenta de cuán profunda es su infelicidad, decide rechazar el elixir y permite que la muerte cobre su deuda. En ese momento vuelve a ser humana, y adorable. La moral explícita en The Makropulos Case está implícita en el arte y en la literatura desde hace siglos. Poesía, drama, relato y música nos enseñan que la mortalidad está entretejida inexorablemente en el esquema humano de las cosas: nuestras virtudes y nuestros afectos son las virtudes y los afectos de unas criaturas mortales; todas las cosas que nos empujan a apreciarnos los unos a los otros, a sacrificarnos, a llevar a cabo gestos sublimes y heroicos, se predican sobre el supuesto de que somos vulnerables y transitorios, con solo una fugaz influencia sobre las cosas de este mundo. Acerca de este tema, Leon Kass, el biólogo y filósofo americano, ha argumentado respecto de lo que él llama las «bendiciones de la finitud»: la conexión íntima entre las cosas que valoramos y la precariedad de la vida. 3 Todas estas reflexiones son rechazadas por los abogados de la poshumanidad futura. Ray Kurzweil, su portavoz más activo, ha predicho la emergencia dentro de cuarenta años de una «singularidad», un punto en el que la tecnología habrá ido tan lejos que sobrepasará la naturaleza humana.4 Las especies «transhumanas» resultantes serán el producto de sus propias decisiones y disfrutarán de poderes que los simples humanos no han conocido jamás. El propio Kurzweil es un ejemplo: avanza con fervor hacia ser el futuro übermensch (superhombre) y sus avatares generados por un computador que avanzan hacia los límites remotos del ciberespacio. En uno de los escenarios de Kurzweil, el mundo es salvado de unos nano-robots auto-replicantes por uno de los avatares 10
del computador, llamado Ramona. Y Kurzweil no muestra ninguna alarma, ni ningún descontento, ante la idea de un mundo en el que el hombre sea desplazado de esta manera por sus propias creaciones ficticias. En esa época feliz la gente será indistinguible de la información contenida en sus cerebros, la que podría ser inmortalizada en algún benigno computador central para ser luego descargada en un cyborg cualquiera para darle otro aspecto. La premonición de Huxley acerca de los efectos de la anticoncepción y la ingeniería genética fueron increíblemente visionarios. Pero no nos preparó para los transhumanistas, para quienes todos los desarrollos inquietantes de las nuevas tecnologías son avances científicos que solo la tosca terquedad de algunos podría impedir que se conviertan en avances en libertad, felicidad y poder. Huxley y Čapek intentaron demostrar que la fuente más importante de valor humano, y lo que más que cualquier cosa justifica que pasemos un buen tiempo por aquí, es la capacidad de amar. Y es posible que esta capacidad sea la primera víctima de un mundo transhumano, ya que será un mundo donde los seres humanos no tendrán la necesidad de estar con los que aman mientras viven y por los que se afligen cuando mueren. Mientras las preocupaciones de los pesimistas siguen siendo las mismas, los avances que las originan van cambiando. Ruskin pensó que los ferrocarriles iban a poner las relaciones, la tranquilidad, la confianza y el amor en peligro; Huxley pretendía proteger el amor y la lealtad de la libertad sexual y la ingeniería genética; Čapek advirtió la necesidad de protegerlas de la longevidad excesiva y, por consiguiente, del progreso médico; y los pesimistas de hoy ven el amor y la lealtad como las primeras víctimas de Internet. Cada aceleración del optimismo vuela en una nueva dirección. Y cada vez se hace una llamada a respetar los límites y las restricciones sin las cuales el amor y la confianza morirán. Cada vez, además, los espléndidos nuevos mundos están más próximos a la realidad que les inspira. Muchos creen que el futuro de Kurzwiel ya está casi entre nosotros, mientras la red global enhebra sus hilos en el interior de cada cerebro humano. En el futuro de Kurzweil las personas mutan en avatares que se contemplan entre sí desde la glacial vacuidad del ciberespacio. Esto ya está sucediendo, lo sabemos por Facebook, Myspace y Second Life; al poner una pantalla entre nosotros y los demás, mantenemos el control sobre lo que en ella aparece, evitamos el encuentro real; impidiendo a los otros el poder y la libertad de desafiarnos en nuestra naturaleza más profunda para llamarnos a tomar la responsabilidad de ser uno mismo, ante uno y los demás. La esfera de la libertad es una esfera de responsabilidad en la que la gente sacrifica parte de su libertad a cambio de rendir cuentas por su uso. El cibermundo, por consiguiente, nos recuerda que la libertad estará más amenazada cuanto más avancen las nuevas tecnologías. Aunque la libertad es un ejercicio del «yo», solo toma cuerpo por medio del «nosotros»; lo que no puede esperarse es 11
que la gente sea libre y asuma su responsabilidad en un mundo donde el «nosotros» es solo imaginario y donde ya no existan vínculos personales. La libertad en la distopía de Huxley no era más que la ilusión de libertad; y con la pérdida de libertad viene la pérdida del compromiso y del amor. Los transhumanistas prometen alegremente un futuro como el de Huxley, en el que la libertad, el amor y el compromiso han desaparecido, pero cuya pérdida no será advertida por la nueva raza de transhumanos «supernerds». Pero la libertad, el amor y el compromiso son esenciales para nuestro proyecto. Otro trabajo de ficción distópica toca este punto con más fuerza y bastante antes que Butler. Cuando Mary Shelley preparaba la creación del solitario monstruo de Frankenstein, vio que si el monstruo iba a ser una réplica humana, además de su apariencia física y sus instintos animales, debería ser como nosotros en otras facetas. Debería ser capaz de sentir esperanza y desesperación, admirar y despreciar, amar y odiar. Y en su historia el monstruo se vuelve malvado, como tú y yo podríamos volvernos malvados, no porque esté predispuesto a volverse así, sino porque él recorre el mundo buscando amor y nunca lo encuentra. Por decirlo de alguna manera, dentro del monstruo estaban programadas aquellas capacidades morales y emocionales que son el núcleo de la libertad humana. No es que Frankenstein tuviera que implantar en el monstruo algún destello de trascendencia para dotarlo con algo de libertad. Con el habla viene la razón, con la razón la responsabilidad, y con la responsabilidad todas esas emociones y estados de la mente que son el sentimiento real de libertad. En el conflicto entre los optimistas y los distópicos nosotros encontramos una disputa más profunda acerca del lugar que debe ocupar el futuro en nuestro pensamiento. Como agente racional veo el mundo como un teatro de acciones en el que yo y mis objetivos toman un lugar preferente. Actúo para incrementar mi poder, para adquirir los medios con los que conseguir mis objetivos, para atraer a los otros a mi lado y trabajar con ellos con el propósito de superar los obstáculos que me obstruyen. Esta actitud favorable a nuestro «yo» está implantada en estratos muy profundos de la mente. El «yo» se lanza hacia el futuro y reafirma sus prerrogativas. Es infinito en ambición y no reconoce límites, solo obstáculos. En caso de emergencia el «yo» toma el mando y aprovecha todo lo que puede aumentar su poder o ampliar su influencia. Todo lo que la ingenuidad humana pueda descubrir será alegremente utilizado; se calculará el costo y el beneficio, pero nada nos parecerá inamovible y cualquier obstáculo será considerado un estorbo. El optimista se aventurará con arrojo hacia el ciberespacio igual que hacia el mundo de la ingeniería genética, viendo las oportunidades para incrementar el poder e influencia de lo individual, y descuidando las constantes de las que, al final, dependemos si es que queremos que la vida tenga sentido para nosotros. Es así como Mustapha Mond, en la ficción de Huxley, celebra el mundo que él controla; uno en el que todos los obstáculos para la felicidad, incluida la naturaleza 12
humana, han sido superados, y en el que todos los deseos son satisfechos, ya que el deseo y el objeto deseado se manufacturan juntos. Y aún así, es un mundo que no nos concierne y del que nosotros nos apartamos con aprensión. Y lo mismo puede aplicarse al cibermundo de Kurzweil, un mundo conscientemente creado como una ilusión, comprado a costa de las únicas cosas que realmente valoramos. Detrás de todos nuestros proyectos, como un horizonte contra el que están proyectados, existe otra, y bastante diferente, actitud. Yo soy consciente de que pertenezco a una especie que tiene un lugar en la naturaleza. Soy consciente de que dependo de los otros de tantas maneras que me es imperativo conseguir su aprobación. Mientras que la actitud propia del «yo» persigue cambios y mejoras, para superar los retos que propone la naturaleza, la actitud propia del «nosotros» busca estabilidad y acomodo, allí somos uno más en el mundo y entre otros como nosotros. Las cosas que amenazan nuestra necesidad de adaptación, destruyendo nuestro medio ambiente, neutralizando la naturaleza humana o erosionando las condiciones bajo las cuales es posible la libre cooperación, despiertan en nosotros un profundo sentimiento de malestar, e incluso de sacrilegio. La actitud propia del «nosotros» reconoce límites y restricciones, límites que no podemos transgredir y que crean el marco que dota de sentido a nuestra esperanza. Además, se mantiene apartada de los objetivos del «yo»: está preparada para renunciar a sus propósitos, por preciosos que sean, a cambio de los beneficios que ofrecen, a largo plazo, el amor y la amistad. Se necesita una postura abierta a la negociación con el otro y que no busque compartir los objetivos, sino las restricciones. Es una actitud finita en ambición, fácil de reorientar y está preparada para intercambiar incrementos de poder e influencia a cambio de bienes más gratificantes como los afectos sociales. El optimista protestará argumentado que la naturaleza humana no se queda quieta. Incluso sin la ingeniería genética y la realidad virtual, la actitud del «yo» persigue sin descanso el camino de la invención, y al hacerlo cambia radicalmente el centro y el objetivo de la conducta humana. La naturaleza humana es plástica, y no necesitaba de la biotecnología ni de Internet para persuadirnos de ello: seguramente no es plausible decir que el ser humano de hoy, elevado a una condición material de abundancia, amortiguado contra los desastres que para nuestros ancestros fueron parte del costo normal de estar vivo, es la misma clase de ser que pintó los murales en las cuevas de Lascaux. Al contrario, el nuevo ser humano está en camino de controlar las fuerzas que controlaban a nuestros ancestros: enfermedades, agresiones, incluso el ataque de la mismísima muerte. Incluso podría alcanzar un tipo de inmortalidad, como sugiere Kurzweil, almacenando la información contenida en su cerebro en una computadora, que podrá ser descargada en los cyborgs del futuro. 13
Por contraste, relatos como los de Mary Shelley, Huxley y Čapek nos recuerdan que nuestros conceptos morales están enraizados en la actitud del «nosotros» que está amenazada por la imprudente persecución del poder. Cuando nosotros imaginamos situaciones que implican una remodelación de la naturaleza humana de manera que todos esos rasgos que la moral se encargaba de regular —agresión, fragilidad, mortalidad; amor, esperanza, deseo— o desaparecen o se les quita su valor, entonces hacemos aparecer mundos que no podemos comprender y que de hecho no nos conciernen. Lo que al optimista le parece una ganancia de libertad, el pesimista lo ve como una pérdida. Si nosotros, como el salvaje de Huxley, fuéramos sumergidos en esas aguas imaginarias, deberíamos sentirnos tan desconsolados como él: no estaríamos entre amigos, sino entre máquinas. La disputa entre los optimistas sin escrúpulos y los distópicos no desaparecerá, pero se renovará incesantemente, cada vez que a unos se les ocurran nuevos futuros y los otros sientan el llamado a detenerse para renovar el pasado. En cada emergencia, y en todos los cambios que alteran las viejas rutinas, los optimistas esperan poder manejar las cosas en su beneficio. Son tan proclives a consultar el pasado como un batallón que lucha por su vida en una ciudad se siente inclinado a proteger los monumentos. Solo se esforzarán para estar en el bando victorioso y para encontrar el camino hacia ese futuro donde la luz del «yo» siga brillando. La actitud del «nosotros», por el contrario, es más circunspecta. Interpretan las decisiones humanas como situadas y moldeadas por el lugar, el tiempo y la comunidad; por la costumbre, la fe y la ley. Nos insta a no lanzarnos siempre hacia la corriente de las cosas, sino a permanecer al margen y reflexionar. Enfatiza las restricciones y los límites y nos recuerda la imperfección humana y la fragilidad de las comunidades reales. Sus decisiones toman en cuenta a otras personas y a los tiempos pasados. En sus deliberaciones los muertos y los que todavía no han nacido tienen una voz equivalente a la de los vivos. Y su actitud hacia aquellos que dicen «siempre adelante» e «insiste» consiste en responderles: «recuerden que ya tenemos bastante con los problemas de cada día». No respalda un pesimismo absoluto, sino la dosis ocasional de pesimismo, con la que se pueda atemperar las esperanzas que, de otro modo, podrían arruinarnos. Es la voz de la sabiduría en un mundo de ruido. Y por esa razón, nadie les escucha.
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II. LA FALACIA DEL MEJOR CASO POSIBLE Let him in whose ears the low-voiced Best is killed by the clash of the First, Who holds that if way to the Better there be, it exacts a full look at the Worst, Who feels that delight is a delicate growth cramped by crookedness, custom and fear, Get him up and be gone as one shaped awry; he disturbs the order here. Que aquel a cuyos oídos el susurro de lo Mejor es asesinado por el choque de lo Primero, Quien sostiene que la mejor manera de Ser, exige una mirada llena de lo Peor, Quien siente que el deleite es un crecimiento delicado manejado por lo torcido, la costumbre y el miedo. Simule que se ha ido como una forma malévola. Aquí perturba el orden «In Tenebris» de Thomas Hardy
El poeta e historiador Robert Conquest declaró que existían tres «leyes de la política», la primera de estas era que todo el mundo es de derecha en las materias que conoce y domina bien.5 Por «ser de derecha» se refería a mirar con recelo toda novedad y muestra de entusiasmo, y a ser respetuoso con la jerarquía, la tradición y las leyes establecidas. Según Conquest, es una señal de ignorancia preferir la originalidad antes que las costumbres y las soluciones radicales a la autoridad tradicional. Por supuesto que necesitamos la originalidad, tal como necesitamos soluciones radicales cuando las circunstancias cambian radicalmente. Pero necesitamos esa clase de cosas cuando las condiciones son excepcionales y era, precisamente, contra el ánimo de ver a todos los casos como casos excepcionales contra lo que Conquest nos alerta. Conquest escribió como un conservador en un clima académico dominado por la izquierda política. Su propia carrera se arruinó por proponer argumentos pesimistas contra el comunismo, en una época en la que los optimistas habían escogido el comunismo como la raíz de sus esperanzas.6 Pero a lo que Conquest se refiere es muy importante. Cuando atañe a nuestras propias vidas, a las cosas que conocemos y que hemos conseguido gracias a nuestra capacidad y comprensión, adoptamos un punto de vista mesurado. Llamar a este punto mesurado «de derecha» o «conservador» es, por supuesto, hacer un supuesto relativo a la política que muchos rechazarían. Pero la cuestión sigue ahí. La matrona que conoce su trabajo respeta las soluciones que ya han sido probadas 15
por las generaciones que la precedieron; reconoce a quienes tienen autoridad e instintivamente obedece su consejo. Ella contrasta sus ideas con la sabiduría acumulada de la tradición y, si se arriesga, es porque el problema que tiene delante carece de un precedente claro, se preocupa de calcular el costo del fracaso y se asegura de que sea asumible. Una persona así no es pesimista, quizás se le puede llamar optimista con escrúpulos; se trata de una persona que calcula el alcance de un problema y que consulta el conocimiento acumulado y a la autoridad con el propósito de solucionarlo, recurriendo solo a la iniciativa propia y a la inspiración cuando no puede encontrar otra guía. Cuando se trata de lo que más conocemos, de las relaciones que más queremos, nuestra actitud es así, escrupulosa. Hemos aprendido qué conocimientos adquiridos podemos usar y sabemos dónde buscar una guía y asesoramiento. Y cuando somos débiles o cometemos un error, nos esforzamos por ser mejores. Somos plenamente conscientes que solo somos uno entre muchos en nuestra área de conocimiento, estamos preparados para diferir de los que tienen más conocimientos y experiencia, somos respetuosos con el conocimiento acumulado y confiamos más en él que en los escasos aportes que podemos hacer por nuestros propios medios. Solo con un sentido cultivado de la primera persona plural podemos desplegar el conocimiento que constituye nuestra posesión personal más fiable. Este optimismo escrupuloso también conoce la utilidad del pesimismo y al momento de planificar utiliza una buena dosis de él. Nos incentiva a calcular el costo del fracaso, imaginar el peor caso posible y a arriesgarnos siendo completamente conscientes de que lo que ocurrirá si, al final, los riesgos que hemos tomado rinden lo esperado. El optimista sin escrúpulos no actúa así. Da saltos con el pensamiento que no son saltos de fe sino rechazos a reconocer que la razón le ha retirado su apoyo. No considera la posibilidad de fallar ni tiene el valor de imaginar el peor escenario. Al contrario, se caracteriza por lo que yo llamo la «falacia del mejor caso posible». Incitado a elegir bajo condiciones inciertas, se imagina el mejor resultado y asume que no necesita considerar otros. Se vuelve un devoto de ese resultado y olvida calcular el costo del fracaso e, incluso —y este es el aspecto más pernicioso— incita a atribuir esos costos a otros. La «falacia del mejor caso posible» es coincidente con la mentalidad del apostador. Alguna vez se ha dicho que los apostadores son personas que toman riesgos y que esto, por lo menos, es en parte digno de admirar: que tengan el coraje de arriesgar lo que poseen en el juego que les atrae. La verdad es que es justamente lo contrario. Los apostadores no son personas que asuman riesgos de ninguna manera, ya que entran en el juego con la única expectativa de ganar, arrastrados por sus ilusiones y disfrutando una irreal sensación de seguridad. Ellos no creen que estén asumiendo ningún riesgo, simplemente creen estar encaminados a un objetivo predeterminado gracias a la cooperación de la totalidad 16
de sus facultades y la buena suerte que Dios les ha concedido. Han evaluado el caso más favorable, en el que la buena fortuna está asegurada gracias a su magistral tirada de dados, el resultado al que tienden inexorablemente. El caso menos favorable, en el que ellos y su familia se arruinan, es una eventualidad de la que no pueden ser culpados, se trata de un golpe del destino que se verá compensado por un éxito futuro, un fracaso que es, a su vez, una fuente de placer, pues hace ese triunfo cada vez más inevitable. Este es el temperamento descrito por Dostoyevski en The Gambler, su propio temperamento, con el que se devastó a sí mismo y a su familia. Y es el temperamento con el que actúa el optimista sin escrúpulos en todas las esferas de la vida. Tenemos un ejemplo más revelador en el actual crunch del crédito. Muchos factores conspiraron para provocar esta crisis, pero no necesitamos investigar mucho para descubrir que la «falacia del mejor caso posible» está en el corazón de ella. Las primeras señales se advirtieron en el Community Reinvestment Act, aprobado como ley por el presidente Carter en 1977. Este obligaba a los bancos y a otros prestamistas a ofrecer hipotecas en función de «las necesidades de crédito de las comunidades» en las que ellos operaban y, en particular, de las necesidades de familias pobres y minorías. Para ser más claro, se les emplazaba a dejar de lado los análisis normales a realizar a la hora de otorgar un préstamo (asegurar que se devolverá la deuda) y a ofrecer los créditos siguiendo con una lógica de política social y no de los negocios. El razonamiento que operaba detrás de esta regulación es un impecable ejemplo del optimismo que solo considera el «mejor caso posible», según la cual los grupos desfavorecidos deben ser elevados al reino de los dueños de una casa propia, dando así sus primeros pasos para cumplir el sueño americano. Todo el mundo se beneficiaría y nadie más que los bancos que ayudasen a sus comunidades a florecer. Por supuesto los bancos que habían presionado para ignorar las viejas demandas de prudencia y que habían prohibido por ley consultar el peor escenario posible, terminaron acumulando cada vez más deudas de mala calidad lo que llevó a la «crisis hipotecaria subprime» del 2008. Otros, mientras tanto, habían empezado a transar esas deudas en los mercados secundarios. Después de todo, el «mejor caso posible» les decía que una hipoteca, al estar asegurada con una casa, que suele ser la mejor inversión de toda persona, es imposible que deje de pagar los intereses. Y además una hipoteca a tasa de interés fija se puede vender, y obtener una ganancia, cuando la tasa de interés cae por debajo de la tasa fija antes establecida. El peor caso posible —tan obvio que nadie se molestó en recordarlo— dice que, cuando los tipos de interés caen, la moneda pierde su valor y los plazos fijos serán cada vez más difíciles de pagar. Y la buena deuda se vuelve mala, por mucho que esté invertida en una casa que la avale. 17
Alguien podría argumentar que aquí el error no se debe al optimismo, sino a la visión poco realista de la naturaleza humana que subyace. Me parece, sin embargo, que el error es más profundo. Hay un tipo de adicción a lo irreal que alimenta a las formas más destructivas del optimismo: un deseo de suprimir la realidad como premisa desde la cual debe partir la racionalidad práctica, para ser reemplazarla por un sistema de ilusiones serviciales. El «futurismo» es así. La estimulante descripción de las posibilidades del futuro que podemos encontrar en los escritos de Buckminister Fuller7 y Ray Kurzweil, y en las fantasías de los transhumanistas y los «cibernerds», debe su atractivo a la irrealidad que acerca a la mente del lector. En estos escritos vemos el profundo atractivo del tiempo futuro. Al sustituir el «es» por el «será» facilitamos que lo irreal se imponga a lo actual y que mundos sin límites anulen las limitaciones que conocemos. La misma adicción a la irrealidad la encontramos en la actitud hacia el crédito. Una pequeña dosis de pesimismo debería recordarnos que, cuando la gente financia el consumo presente solicitando préstamos que pagarán en el futuro, están tratando con un activo irreal —la promesa de producción futura— y que un millón de contingencias podrían ocurrir y entorpecer su aparición. Además, una economía basada en el crédito depende de una confianza compartida en la naturaleza humana y en el poder de las promesas en circunstancias que mantener estas últimas está siendo menos valorado, precisamente, porque la gente ha adquirido el hábito de posponer el pago de sus deudas. En estas circunstancias es que una curiosa ilusión domina los acontecimientos. La gente olvida que el mundo de las finanzas es un mundo integrado por seres humanos, seres con debilidades morales y que persiguen sus propios intereses y, lo percibe, por el contrario, como un mundo compuesto por gráficos e índices, figuras que a su vez representan participaciones, tasas de interés, monedas, cosas que pueden ser negociadas a cambio de energía humana, pero que en sí mismas son meras abstracciones cuyo valor económico depende únicamente de la confianza que las personas depositan en ellas. La bolsa adquiere, en esta manera de pensar, el carácter de un gran dibujo animado, en el que las cosas se mueven en la pantalla, animadas con vida propia, aunque la propia pantalla no sea más que una proyección lejana de las acciones y los deseos de la gente. La verdad moral fundamental que una pequeña dosis de pesimismo hubiese convertido en crucial para todas las tomas de decisiones, es que el crédito depende de la confianza, que la confianza depende de la responsabilidad y que, en una economía de crédito en la que la gente busca disfrutar ahora y pagar después, la responsabilidad se está menguando constantemente, gota a gota, en un sistema cuyo mecanismo depende de ella para seguir funcionando. Por supuesto, si el costo cayese directamente sobre el culpable y los intereses del crédito se aseguraran mediante una fuerte ley de quiebras, no existiría ningún motivo para que la confianza se escape del sistema. Pero las leyes 18
de quiebras se han debilitado y es sencillo conseguir un crédito, justamente para aprovechar los beneficios de corto plazo que entrega una economía donde prevalece la «falacia del mejor caso posible». Es obvio que una economía así no puede durar; pero mientras dure, será una fiel aliada de las ilusiones que la impulsan. De «las ilusiones monetarias» que los gráficos y los números, con su fascinación y magia, ejercieron sobre las personas, encontramos testimonios desde hace siglos. Como el apostador, el especulador observa la realidad como un supersticioso, animado por fuerzas que tienden hacia su propio beneficio para proporcionarle placer y abundancia aquí y ahora y nunca contrasta la jugada inteligente con el costo. Uno de los roles históricos del profeta ha sido prevenir contra este tipo de ilusiones que se retroalimentan y enfrentar a las personas cara a cara contra la irrealidad de sus esperanzas cuando estas esperanzas se transcriben en formas de fortuna monetaria. Mahoma fue un profeta de esta clase y su objeción hacia pedir intereses sobre préstamos es nada más que una repetición de una antigua hostilidad contra el dinero y sus encantos. Mahoma no puso objeciones contra el préstamo ni el prestamista, ni contra el mecanismo de la deuda —porque estas son actuaciones de las que la moral establecida puede beneficiarse, ya que se basan en un fondo de confianza compartida — lo que Mahoma objetaba era el crecimiento de lo que se podría llamar el «estado irreal». Le parecía que uno no contribuye a la economía simplemente siendo propietario de cosas. Una comunidad progresa porque los bienes se producen y se distribuyen entre todos y porque cada persona puede satisfacer sus necesidades contribuyendo con su trabajo. Además, supongamos que se permite cobrar intereses sobre los préstamos: ¿no se está propiciando una extraña y espectral economía en donde la gente intercambia deudas? ¿John le presta a Bill para luego vender la deuda de Bill a Henry obteniendo una ganancia? ¿Qué clase de comercio es este, en el que la materia básica es simplemente un estado de cuentas con una cifra negativa? Además, John puede asegurar la deuda en caso de que Bill no pague y, así, pase lo que pase, él tendrá de nuevo su capital y ganancia lo que, a su vez, implica que utilizó el capital con el único propósito de obtener una renta del trabajo de Bill. Para el profeta este procedimiento es similar al trabajo del diablo: hacer que todo el proceso productivo dependa del intercambio de bienes irreales y, todavía peor, apropiarse de la voluntad de Dios al asegurarse contra los fracasos. Los seguros fueron prohibidos por los primeros juristas islámicos, al mismo tiempo que prohibían cualquier préstamo que supusiera una renta sobre la producción de otro en lugar de una oferta de pago diferido por un servicio. La ley islámica ha ido más lejos, al incluso rechazar el reconocimiento de los derechos o los deberes de las empresas, que son —desde el punto de vista moral— simples ficciones. Por lo tanto, no ha aceptado jamás la idea de una 19
«compañía de responsabilidad limitada», que de nuevo se parece demasiado a un instrumento para evadir la responsabilidad. Después de todo, ha sido este riesgo limitado el que ha permitido a directores de empresas a arruinar a los empleados y accionistas de ellas mientras ellos eran recompensados con bonos millonarios. No existe un ejemplo más vívido de «estado irreal». Para los devotos partidarios del islam estamos siendo testigos, con el descalabro de Wall Street, de la repentina desaparición de un sueño. Los argumentos económicos de Mahoma son imperfectos. El interés es la compensación por el riesgo de otorgar un préstamo y, por lo tanto, el precio apropiado del dinero. La empresa de responsabilidad limitada no es, o no debería ser, un instrumento para blindar a los directivos de cualquier riesgo, sino que un instrumento para que ellos rindan cuentas a los accionistas. Es también un instrumento efectivo, habiendo sido el responsable del crecimiento de las grandes economías comerciales de Holanda e Inglaterra durante el siglo XVII. Todas las cosas contra las que el profeta despotricó esconden un buen uso que las vuelve apropiadas, incluso las aseguradoras. Sin embargo, tenía razón al sospechar que también se les podía dar un mal uso: un mal uso en el que los especuladores escondieran el peor caso posible. Y lo esconden por su adicción a lo irreal y, en particular, por esas ilusiones que sugieren que siempre podrás transferir a otro el costo del fracaso. Los profetas son pesimistas sistemáticos: consideran las imperfecciones del mundo humano como definitivas y se ofrecen a reemplazarlas con otra clase de esperanza irreal: en el caso de Mahoma, la esperanza de un paraíso celestial concebido con infantilismo, que está incluso provisto de más ilusiones que el mundo inferior. Al recomendar la utilización del pesimismo no pretendo avalar este sinsentido o argumentar a favor del pesimismo sistemático que alimenta a muchos de los profetas del Viejo Testamento, pese a la abundante sabiduría presente en sus textos. Sin embargo, merece la pena reflexionar sobre los consejos de Mahoma. Son los consejos de alguien que —precisamente porque ha puesto sus ilusiones en otro mundo— percibe la realidad de este mundo con mucha mayor claridad. Nos habría advertido contra la delirante proliferación de riesgos que aparecen cuando las personas no se vinculan personalmente con las responsabilidades de sus fracasos y piensan que pueden asegurarse contra cualquier riesgo —dejando de lado la evidencia de que las compañías aseguradoras pueden quebrar como cualquier otra y que serán más propensas a la quiebra mientras mayor riesgo les transfiramos—. Y podría haber señalado que es esta costumbre de burlar la voluntad de Dios _de pensar que podemos transferir el costo del riesgo que asumimos a otros_ la que nos lleva a la demente idea de que cuando todo se desplome el gobierno se interpondrá para salvarnos. ¿Es que los gobiernos no fracasan? ¿Es que no son los gobiernos los más propensos a fracasar y más aún mientras más dinero le piden a los 20
contribuyentes? Seguramente importe bien poco que su manera de pedir dinero sea coactiva y que se puedan hacer los tontos por un buen tiempo tapando sus hoyos financieros. Al final este mercado que crece amparado en irrealidades se detendrá y entonces todo el mundo mirará lo que tiene en ese momento en sus manos habiéndolo comerciado con sus vecinos durante todo este tiempo para finalmente descubrir que es solo un pedazo de papel en el que apenas hay escrita una promesa vacua. No hay mucha diferencia de carácter entre Mahoma y John Maynard Keynes, el frívolo esteta, amante de Lytton Strachey y Duncan Grant, líder luminoso de los Apóstoles de Cambridge que tuvo una gran influencia sobre las políticas económicas de la primera mitad del siglo XX. Mahoma advirtió contra los intereses y los aseguradores porque cada préstamo cultiva una deuda para el futuro cuando el futuro no pertenece al hombre, sino a Dios. Keynes elige el punto de vista contrario para pronunciar su declaración más famosa: «en el largo plazo todos estaremos muertos». En otras palabras: cuanto más podamos postergar el futuro menos tendremos que rendir cuentas de él. Ante una recesión económica, los gobiernos deberían estimular la demanda embarcándose en proyectos a gran escala que proporcionen trabajo a millones de personas para que estas, a su vez, puedan gastar su dinero aquí y ahora, creando así más demanda que, a su vez, creará más trabajo que, a su vez… ¿Esto se trata de otro ejemplo de «ilusiones monetarias» contra las que protestan los profetas? ¿Es de nuevo una construcción de promesas sobre promesas que lo único que hacen es transferir las responsabilidades de manera que nadie sea finalmente responsable? Justo eso es lo que sugeriría una dosis de pesimismo natural. Pero Keynes no veía las cosas así. Los gobiernos pueden estimular la demanda pidiendo prestados recursos contra su propia reputación y no hay nada con mejor reputación que un gobierno. Cuando llega el momento de pagar, el gobierno puede salir de nuevo a pedir más recursos y así, sucesivamente, delegando sus obligaciones a las generaciones futuras, quienes, después de todo, no serán parte del largo plazo en el que nosotros existamos. Y lo más extraño es que un gobierno que le roba a las futuras generaciones para conseguir los votos de las generaciones actuales resulta ser perfectamente aceptable, mientras que Bernard Madoff tiene que enfrentar muchos años en la cárcel acusado de hacer lo mismo. El contraste entre el punto de vista religioso de Mahoma, basado en la eterna responsabilidad de todos nosotros aquí y ahora, no podía ser más revelador. Para ser justo, Keynes pretendía que sus recomendaciones fuesen seguidas solo en casos de emergencia y nos advirtió acerca de la degradación de la moneda que acabaría por ocurrir si que fuese llevado a cabo de manera común. Pero el énfasis puesto en su The General Theory of Employment, Interest and Money respecto del rol e importancia del gobierno a la hora de estimular la demanda salió victorioso.8 El gobierno 21
americano está pidiendo prestados trillones de dólares a futuros contribuyentes con el propósito de mantener el actual comercio de lujo, todo comprado a crédito por personas que no consideran que el crédito es una deuda que debe pagarse, sino que simplemente como una manera de corresponder a los tontos que los ofrecen. Y los gobiernos de todo el mundo están siguiendo su ejemplo. Hay quienes argumentan que la adopción de las ideas de Keynes durante el New Deal causó que la Gran Depresión se profundizara y retrasó durante veinte años la recuperación de las economías occidentales, haciendo la guerra inevitable debido a que Alemania eligió la vía rápida para salir de la recesión.9 No sé hasta qué punto la teoría es cierta. De hecho no sé si nada que diga algún economista sea cierto, pero casi todos ellos argumentan como si los sujetos de su disciplina no fueran seres humanos, sino «maximizadores de beneficios», gente completamente inmersa y dominada por la actitud del «yo», que actúa según los principios del costo y beneficio y que nunca se preocupa por distinguir entre lo real e irreal; entre las maneras correctas e incorrectas de comportarse; y entre las actitudes responsables e irresponsables para el presente y el futuro de los otros. Una buena dosis de pesimismo de seguro debería advertirnos el peligro de semejante tipo de ciencia. Sus resultados rara vez generan consensos entre sus estudiosos y las recomendaciones que salen de ella parecen depender más de las posiciones políticas de quienes las proponen que de un adecuado método de estudio. Habiendo dicho todo esto, debería añadir que considero el pesimismo sistemático de profetas como Jeremías no menos ilusorio ni menos lesivo contra el sentido común que el optimismo sin escrúpulos contra el que arremeten. No interpreto la crisis crediticia como una refutación de los principios de libre mercado, ni como una «crisis del capitalismo» o como la caída de la economía global. La veo simplemente como la demostración de cómo las cosas se nos van de las manos cuando las maneras falaces de argumentar asoman en la política. El libre mercado y la toma de riesgos, que es esencial en el mundo de los negocios, son beneficios humanos, manifestaciones ejemplares de nuestra racionalidad colectiva y, si están atemperados por una dosis de pesimismo, son muy superiores a todas las alternativas conocidas. Establecido en medio de las restricciones que definen el «nosotros», el mercado proporciona la única solución pacífica al problema de la coordinación en una sociedad de extraños. Esto, sin embargo, es un tópico al que volveré cuando me refiera a la «falacia de la planificación» y a la «falacia de la suma cero». Más útil a esta altura hacer un retrato del optimista escrupuloso y de las utilidades hacia los que deberían ir las tendencias pesimistas. Los optimistas con escrúpulos saben que viven en un mundo con limitaciones, que alterar esos límites es difícil y que las consecuencias de hacerlo son impredecibles. Ellos saben que es mucho más sencillo ajustarse ellos mismos que destruir las restricciones bajo las que viven, y que deben trabajar 22
continuamente, no solo por su propia felicidad y de la de aquellos que aman y que dependen de ellos, sino también por la actitud del «nosotros» que respeta las constantes de las que dependen nuestros valores y hace todo lo que está en su mano para preservarlos. Como cualquier otro ser racional los optimistas escrupulosos son personas que asumen riesgos. Esto no significa que sean apostadores ni que se engañan a sí mismos con ficciones de su propia e inexorable buena suerte. Al contrario, asumen riesgos como parte de su deseo de conseguir cosas, calculando siempre el costo del fracaso y evaluando el peor escenario posible. Reconocen que los riesgos pertenecen tanto a la escuela del razonamiento práctico como a la oportunidad de mejorar las cosas. Los principios bajo los que actúa son dos: son libres de actuar y son ellos mismos los responsables de lo que ocurra. De manera que evalúan cada situación que aparece estableciendo suposiciones realistas acerca de los otros y se esfuerzan por cumplir y honrar sus compromisos y pagar sus deudas. En la crisis que estamos viviendo ahora, a estas personas no les va a ir necesariamente mejor que a sus contemporáneos con menos escrúpulos o que a aquellos que se sienten más inclinados a las profecías. Como el resto de nosotros, han sido tentados por la burbuja accionaria; por los bancos y prestamistas con sus promesas de crédito infinito y su determinación de esconder el costo a largo plazo. Han encontrado en la economía global oportunidades para asumir riesgos respaldados por toda la información disponible. Pero por otro lado sabían una cosa que todo el mundo hacía lo posible por ignorar: cuando por todas partes se tienta a las personas a tomar deudas, se está generando un creciente y eventual rechazo mundial a pagarlas, que la honestidad se aprecie cada vez más como una debilidad y que con el tiempo se adopte la costumbre de pagar un crédito contrayendo otro. En algún momento la confianza sobre la que se construyó esto se acaba y todo se derrumba hasta convertirse en polvo. Lo más importante de todo es que los optimistas escrupulosos se esfuerzan por aplicar sus esperanzas lo mejor que pueden en cosas que conocen y comprenden, en las personas que sienten más cercanas y en las pequeñas escalas de afectos sobre las cuales se sostiene nuestra felicidad. Ellos saben que son vulnerables, como todo el mundo, a los sucesos públicos y externos, y que deben prepararse para afrontarlos. Saben que pertenecen a una comunidad, a un país y a una especie, lo que supone participar en las decisiones colectivas que adoptamos para sobrevivir. Pero su pesimismo les dice que la mayoría de las comunidades no mejoran cuando se acogen a esperanzas infundadas, que trabajar a pequeña escala es la mejor ruta hacia la paz y la conciliación y que esa esperanza desarraigada es una amenaza para el futuro de la humanidad tan grande como los peligros que nos acechan. También les dice que la libertad supone responsabilidades y que una sociedad donde las personas intentan eludir 23
continuamente los costos de sus errores es una sociedad donde el «yo» prevalece sobre el «nosotros». Por paradójico que parezca, estas personas son más propensas a exhibir su espíritu público, su patriotismo local y sus más profundos impulsos de agape a sus vecinos que aquellos que se entretienen en base a esperanzas exultan tes acerca de la naturaleza humana. Los optimistas que han transferido su esperanza, con todas sus fanfarrias victoriosas, a la esfera de las cosas necesarias, también han aliviado la necesidad de tomar decisiones personales. Su pensamiento es el mismo que el apotegma de Shelley: «¡Un hombre, oh, no hombres!», al que ellos añaden los planes, esquemas y reformas que han concebido para abolir las viejas restricciones e imperfecciones. Al fin y al cabo, es precisamente para liberarse de las preocupaciones que los optimistas piensan de la manera cómo lo hacen. Han abolido los sentimientos del «nosotros» con sus aprensiones y temblores, y han diseñado un mundo para un «yo» universal: un «yo» que de al guna manera se ocupa de todas las cosas. No hay ninguna necesidad de ser voluntario en un hospital o en un club de jóvenes, unirse al servicio de rescate u organizar una fiesta, cuando todos los problemas han sido solucionados por una planificación central. Si los optimistas terminan involucrándose, rara vez es para ofrecer su tiempo y su energía a personas que conocen o a causas locales, sino para hacer campaña a favor de algún tipo de alteración a gran escala del esquema de las cosas; una transformación redentora cuyas consecuencias ellos mismos desconocen tanto como los demás. El pesimismo juicioso nos enseña a no idealizar a los seres humanos, para así perdonar sus errores y podernos esforzar en privado para enmendarnos. Nos enseña a limitar nuestras ambiciones en la esfera pública y a mantenernos receptivos a las instituciones, costumbres y procedimientos donde las imperfecciones se enmiendan y los errores se confiesan, antes que proponer un arreglo perfecto. La peor clase de optimismo es la que animaba a Lenin y a los bolcheviques, la que les llevó a creer que ellos habían puesto a la humanidad en el camino que conducía a la solución de problemas remanentes de la historia y también a destruir todas las instituciones y procedimientos que servían para corregir los errores. Esta máquina incapaz de recibir críticas, comentarios y perfeccionamientos duró, y esto es una realidad, por setenta años. Pero antes de que el tiempo la rompiese, murieron seis millones de personas como resultado de la locura y la maldad bajo la cual fue programada y la sociedad que sobrevivió podría decirse que era (y es) la más desmoralizada que el mundo ha conocido. El problema del optimismo revolucionario lo trataré varias veces en los capítulos siguientes. Sin embargo, merece la pena detenerse ahora a reconocer una consecuencia de las falacias que estaré exponiendo y que existe con el propósito de proyectar esperanzas hacia afuera, dentro de la esfera pública. Quienes construyen su estilo en base a estas falacias consiguen una validación y 24
serenidad gratis, que nunca podrían alcanzar si invirtiesen sus esperanzas en ellos mismos y en las cosas respecto de las que ellos pueden actuar con una comprensión adecuada. Así, cuando se ponen en cuestión estas falacias, los optimistas tienden a liberar una gran cantidad de ira defensiva. Más que examinar sus creencias y arriesgarse a tener que corregirlas, envían contra los críticos unos anatemas casi religiosos, del estilo de los que surgieron de las plumas de los revolucionaros franceses y rusos y que han tenido efectos tóxicos en el debate moderno. Los críticos de los optimistas sin escrúpulos no solo estarían equivocados, sino que son seres diabólicos, interesados en destruir las esperanzas de toda la humanidad y en reemplazar la bondad de nuestra especie por un cinismo cruel. No deberíamos sorprendernos entonces al analizar los grandes conflictos que han estropeado el mundo desde la Ilustración, al descubrir que los optimistas han ido mucho más lejos que los pesimistas en sus expresiones de ira, y que los grandes crímenes —incluido el Holocausto y el Gulag— deberían ser, al final, anotados a la cuenta de aquellos que se han emborrachado de falsas esperanzas. De aquí en adelante ofreceré algunos ejemplos que ilustran lo que tengo en mente, pero sé que con ellos no convenceré a los optimistas. Es una de las más extraordinarias características de las mentes optimistas es que no pueden aceptar ninguna responsabilidad por los efectos causados por sus creencias ni reconocer los peligros a los que sus falacias han guiado. Simplemente no hay manera de que las falacias que examino en este libro sean liberadas de las mentes que ha caído en ellas. Se trata de un misterio, pero espero que en el curso de mi argumentación pueda arrojar alguna luz sobre él. Lo mínimo que puedo decir es que las falacias de las que me ocuparé no son errores que pueden ser corregidos, sino puertas que se cierran detrás de quienes entran por ellas y que los retienen para siempre en la oscuridad. ¿Pero no es parte de la naturaleza humana esperanzarse de esta manera y desear más allá de las limitaciones de la vida privada y de los sencillos estímulos de una vida a pequeña escala y acotada? ¿No tenemos religiones que siempre se han alimentado con esta esperanza? ¿No es este el mensaje de San Pablo, que fe, esperanza y amor se elevan y caen juntos, así que para actuar como debemos en relación con nuestros vecinos, deberíamos también acompañarles en sus esperanzas? Es verdad que las religiones de la tradición de Abraham ofrecen esperanza: prometen una manera de comportarse que te liberará seguro de la prisión de este mundo hacia la vida eterna y las condiciones arduas que proponen para la vida de aquí están compensadas por la recompensa infinita del más allá. Pero el efecto del optimismo a esta escala no es distinto al efecto del pesimismo moderado. El mensaje, tal y como lo entiende el creyente corriente, es que el Reino de Dios no es de este mundo, que debemos actuar en esta vida con la precaución que nos sugieren nuestros instintos, y que cualquier intento de construir el cielo en la tierra sería tan presuntuoso como irracional. Somos 25
administradores de la tierra y de la fragilidad de nuestra naturaleza, y al proyectar entonces nuestras esperanzas a la esfera celestial donde esas esperanzas no dañan, somos capaces de adoptar acá la actitud del «nosotros, que es la única salvaguarda conocida para nuestros activos colectivos aquí abajo. De hecho, es bastante discutible que una de las funciones de la religión sea neutralizar el optimismo. Al trasladar nuestras esperanzas más especulativas desde la arena de la acción mundana hacia una esfera que no podemos al terar, una fe trascendental nos libera de la necesidad de creer que somos capaces de propiciar cambios radicales. Ofrece una salida hacia el pesimismo, un proceso del que también somos testigos en las religiones primitivas, con su énfasis en la piedad, en el cuidado en los asuntos mundanos y en el peligro de anticiparse a la voluntad de los dioses. La «Piedad» como Santayana señala: «es el espíritu del conocimiento de su encarnación».10 Está «más estrechamente vinculada con la costumbre que con el pensamiento» y quien carece de estas habilidades está desenraizado, vaga «de sitio en sitio, es un exiliado voluntario, siempre quejumbroso, siempre preocupado, siempre solo». Yo espero que hacia el final de este libro, el lector reconozca la verdad de la observación de Santayana. Los optimistas sin escrúpulos, cuya terca mirada reconoce solo obstáculos y nunca restricciones, están solos en el mundo. Su alegría es epidérmica, una máscara que oculta un profundo desasosiego, no vaya a ser que la tabla de las ilusiones deje de sostenerles. La principal utilidad del pesimismo es retirar esta postura solitaria y colocarla en la verdadera primera persona del plural. Los escrupulosos que atemperan la esperanza con una dosis de pesimismo son aquellos que reconocen límites y no solo los obstáculos. Hay cosas que ellos no considerarán y cosas que ellos no pueden hacer, ya que esas cosas amenazan el marco exigido por la responsabilidad individual y por las normas consensuadas de la comunidad. La actitud del «nosotros» observa nuestros planes y esquemas desde un punto de vista exterior adoptando, a menudo, una posición irónica hacia las aspiraciones humanas y considerando los objetivos sociales más importantes como impredecibles consecuencias de nuestros acuerdos más que como objetivos comunes compartidos. Esta última característica es quizás la contribución más distintiva de la actitud basada en el «nosotros» y es algo que me va a ocupar en varias ocasiones en los próximos capítulos. Las personas con escrúpulos no interpretan el orden social como un objetivo impuesto y obtenido gracias al esfuerzo colectivo encaminado hacia una dirección sino como algo que aparece gracias a una mano invisible, resultado de combinaciones y acuerdos que nadie había previsto. Aceptan el mundo y sus imperfecciones, no por que no puedan mejorarse, sino porque muchas de las mejoras que importan son más una consecuencia de nuestra cooperación más que de objetivos buscados. Reconocen que la mano invisible produce malos y buenos resultados y que existe una necesidad de guía y 26
liderazgo para sortear con éxito las emergencias. Pero también reconocen que la sabiduría rara vez está contenida en una sola cabeza y que es mejor consagrarse a las costumbres que han sido legitimadas por el tiempo antes que a los planes de los radicales y activistas. Por supuesto, personas así tienen mala prensa, porque la prensa está dominada por radicales y activistas.
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III. LA FALACIA DE LOS NACIDOS EN LIBERTAD El Contrato social de Rousseau anuncia de manera grandilocuente que el hombre nace libre pero que en cualquier parte del mundo se encuentra cubierto de cadenas. Si Rousseau era o no un optimista es todavía hoy una cuestión de debate entre los expertos; si creía o no una sola palabra de lo que escribía será siempre una incertidumbre; y tampoco será dirimido nunca si su apelación a la honestidad en Las Confesiones es una protesta excesiva. El Contrato social acaba justificando las cadenas cuya existencia empieza lamentando y su apasionada defensa de la libertad fue utilizada para justificar la tiranía de los revolucionarios. Pero una cosa está clara: Rousseau suministró el lenguaje y las líneas de pensamiento que permitieron introducir un nuevo concepto de libertad humana, de acuerdo con el cual la libertad es lo que queda cuando retiramos todas las instituciones, restricciones, leyes y jerarquías. Sus seguidores creían que esta libertad, una vez obtenida, derivaría en la felicidad y en la hermandad del género humano, y no en esa «guerra de todos contra todos» que Hobbes había señalado como el auténtico «estado de naturaleza». Fue la línea de pensamiento de Rousseau la que condujo a la siguiente declaración de Mirabeau, quien murió antes de verla refutada: «La libertad general rescatará al mundo de las absurdas opresiones que atenazan a la humanidad. Dará paso a un renacimiento de la hermandad universal sin la cual cualquier beneficio público o privado es demasiado incierto y precario». Un tiempo después, Robespierre establecería lo que él mismo llamó «el despotismo de la libertad», cortando cualquier cabeza que presentase alguna objeción. El total de muertos, de acuerdo con el historiador francés René Sedillot, ascendió a dos millones en una Europa que, mientras tanto, se estaba embarcando en varias guerras que destruirían las esperanzas de las mentes más razonables de la época.11 No es mi intención sugerir que los origenes de la Revolución Francesa se encuen tran en una falacia, eso sería simplificar un inmenso acontecimiento al nivel de la caricaturización. 12 Pero la conformidad de los revolucionarios frente a la devastación que causaron se hizo fácil gracias al gratis optimismo de su filosofía. Y esa filosofía no dio un solo paso atrás, ejemplo extraordinario del optimismo sin escrúpulos al que me he referido en el capítulo anterior y de su habilidad para creer lo imposible pese a encontrarse cara a cara con la adversidad más evidente. La idea misma de libertad como condición natural de un género humano que solo desea la eliminación de las instituciones, las estructuras y las jerarquías para alcanzarla, ha ido ganando peso en la política, la educación y la filosofía del arte desde entonces hasta el momento presente. Alimentó la revolución sexual, la «revolución relevante» en la educación y los movimientos 28
sociales de 1968. En este capítulo me refiero a uno o dos ejemplos con la intención de identificar ciertos ámbitos donde una pequeña dosis de pesimismo habría podido corregir una vasta y dañina equivocación. Pero primero es necesario identificar la falacia; aclarar por qué los seres humanos no nacen libres. Instituciones, leyes, restricciones y disciplina moral son una parte de la libertad y no su enemigo, liberarse de ellas acabaría rápidamente con la libertad. Este punto se ha hecho ver de varias formas y en todos los tonos a lo largo de la historia, pero tal vez nunca de forma tan persuasiva como lo hizo Hegel, cuyos complejos argumentos pueden simplificarse así.13 Vamos a imaginar un mundo donde la gente se encuentra en un estado natural, sin leyes o normas sociales, cada uno bregando por su cuenta en una competición por los recursos vitales. Es tentador considerar este estado como una condición de la perfecta libertad: no hay restricciones de orden social ni leyes ni hábitos, y el deseo del individuo es la única autoridad que gobierna los actos que debe acometer para lograrlo. Sin embargo, el estado natural contiene a otros individuos, igualmente entregados a la persecución de sus metas y luchando en la misma competición por los recursos del mundo. La existencia de los otros es la restricción principal de la acción, y la ausencia de leyes no me libera de dicha restricción, sino que por el contrario me obstaculiza con mayor firmeza el camino en cada cosa que hago. Inevitablemente, lo que yo quiero, en el estado natural, será también querido por mis rivales; porque no hay nada que determine nuestros deseos más que esta naturaleza humana que compartimos. Estaré compitiendo con el otro por lo que deseamos, y en condiciones de escasez, donde solo uno de nosotros puede poseerlo. Esta competición adoptará la forma de una guerra. Habrá «una lucha de vida o muerte», en palabras de Hegel, por los recursos que ambos necesitamos. Hay dos maneras de resolver semejante lucha: o una parte mata a la otra o una de las dos se rinde. En el primer caso no hay un cambio básico de la situación. El victorioso triunfa obteniendo lo que quiere y queda a la espera del siguiente conflicto mortal donde de nuevo pondrá a prueba su poder. En el segundo caso, sin embargo, la situación de fondo cambia. Una de las dos partes en conflicto ha demostrado que prefiere la vida a la libertad y que está preparada para abdicar de su voluntad en caso de conflicto. En otras palabras, adopta la posición de un subordinado e implícitamente confiere al otro el estatus dominante. El conflicto entre ellos, en lugar de resolverse con muerte, se resuelve con una nueva forma de relación humana: la de la dominación. Un atávico residuo de esta relación existe en todos nosotros, como la traza genética de una antigua y ya superada estrategia adaptativa. Somos testigos de esta actitud en los niños, que se ponen a gritar por lo que quieren, se pelean con los otros que quieren lo mismo y resuelven sus conflictos, si no hay un adulto interviniendo, en el marco de una relación de poder, con una parte embistiendo y la otra cediendo. 29
Hegel describe la relación de amo y esclavo como una clase de relación en que la libertad se ha perdido y la han perdido ambas partes porque ninguna de las dos la posee realmente. La «libertad» disponible en un estado de naturaleza es una ilusión; una mera falta de restricción, pero sin la seguridad ni el reconocimiento que dota a la libertad de sus atribuciones humanas distintivas. Es la libertad del «yo» irredento, que puede rondar a voluntad, pero que no tiene capacidad para comprender el valor de estar en un sitio u otro, de obtener una cosa en lugar de otra, ya que no tiene sentido real del «nosotros» que podría acotar sus objetivos. Él, el supuesto amo, es un ser sin conciencia de sí mismo, un ser en su «inmediatez», que desea cosas pero que no tiene ninguna noción de su valor. La libertad auténtica implica no solo hacer lo que quieres, sino valorar lo que obtienes. Implica planear, aspirar, tener motivos para la acción y conseguir lo que te habías propuesto. Y el pensamiento dominante en Hegel es que todos esos rasgos son esencialmente rasgos sociales de la voluntad: dependen de las relaciones humanas en las que nuestras acciones y emociones son arropadas, cuestiones que no están disponibles fuera del contexto provisto por las reglas y costumbres de una comunidad articulada a través del lenguaje y por las restricciones reconocidas por todos los participantes, gracias a las cuales, además de perseguir nuestros deseos también comprendemos que debemos muchas veces renunciar a ellos. Hegel ilustra esta idea mediante un examen crítico de la relación amoesclavo. Supongamos que una parte tiene control sobre la otra, de manera que puede gastar sus propias energías en satisfacer lo que desea. ¿Qué concepto tendrá del valor de las cosas que recibe? Que yo quiera algo no es garantía de su valor: no lo es, a no ser que tenga sentido de mi propio valor, como un ser cuyo derecho a existir es plenamente aceptado y cuyos deseos y necesidades son reconocidas como legítimas. El amo puede reclamar esta clase de reconocimiento de su esclavo, pero ¿tiene algún medio para averiguar si lo está recibiendo? Ordenar a otro que te reconozca y te respete es fácil si uno ha conseguido una posición de mando. Pero el respeto que se ordena no es un respeto real: solo si se da libremente constituye un reconocimiento del derecho legítimo. Y el esclavo no está en una posición de dar libremente lo que su amo le ordena. El esclavo tampoco es respetado por su amo, quien adopta una actitud puramente instrumental hacia ese ser que tiene bajo su yugo. Sin embargo, el esclavo dispone de otra vía para obtener el respeto, que es la vía del trabajo. Actúa en el mundo e imprime su voluntad en el producto. Obtiene a través de su actividad una conciencia afinada del valor de lo que hace. Ve el resultado de su trabajo como mi trabajo. Hace el mundo a su propia imagen, aunque no sea para su propio uso. La conciencia de sí mismo crece, y aunque el amo le trata como un ser inferior, tiene un sentido creciente de su valor propio como un fin para sí 30
mismo. Su esclavización exterior enmascara una libertad interior que crece con el ejercicio de sus poderes creativos. El pensamiento original de Hegel sostenía que la libertad interior del esclavo en lazaba con una laxitud interior del amo y que el desarrollo de la tensión en el interior de la relación provoca que el esclavo, gracias al poder y el conocimiento personal que ha obtenido a tra vés del trabajo, reduzca al amo a una posición de servidumbre, revirtiendo su estatus; un proceso dialéctico ilustrado por Strindberg en Miss Julie y por Robin Maugham en su novela The Servant, convertida en una famosa película por Harold Pinter y Joseph Losey. Esta reversión del conflicto sirve para perpetuarlo. La relación amo-esclavo subyuga a ambas partes bajo la regla del interés personal, y priva a ambas de la libertad en su sentido genuino. La libertad genuina emerge solo cuando el «yo» es trascendido y el conflicto se resuelve con un reconocimiento mutuo. Cada parte renuncia a la lucha de vida o muerte que los ha mantenido esclavizados y respeta la realidad de la voluntad del otro. Los consiguientes beneficios no son ordenados sino pedidos y la condición para recibirlos es la voluntad de dar cuando a uno le toque dar. En estas nuevas circunstancias cada parte respeta la voluntad y la autonomía del otro, renunciando a la vía coercitiva y reconociendo una justa exigencia de respeto por parte del otro. Esta es la condición que Kant resumió en su teoría del Imperativo Categórico: la condición de «respeto por las personas», en la que la gente trata a los otros como fines en sí mismos y nunca solo como medios. En estas condiciones la gente es genuinamente libre, pues reciben el reconocimiento y el respeto que les habilita para comprender el valor de las cosas a las que aspiran; están en diálogo con otros seres racionales, y a través del diálogo construyen el concepto de una razón válida para la acción, una propuesta legítima, y una meta que merece ser perseguida. El precio de esta libertad es el precio de la reciprocidad. Debo reconocer los derechos y demandas de los otros si deseo tener derechos y expresar mis propias demandas. Y como ser libre debo rendir cuentas a otros y puedo ser llamado a justificar lo que hago. Rendir cuentas y la reciprocidad informan de los modos y maneras de nuestra sociedad humana y son el fundamento sobre el cual se construye la paz y la felicidad. En cuanto somos capaces de reconocer esta situación también debemos reconocer que las leyes, las costumbres, las instituciones y las restricciones convencionales se funden en la propia naturaleza de la libertad. Ambas son el producto y el canal de nuestros acuerdos recíprocos. Asimismo, no están arbitraria o infinitamente ajustadas a nuestros deseos, sino que tienen una lógica y estructura propias. En el orden social fundamentado sobre el reconocimiento mutuo la gente preserva sus propios objetivos y sus propias esferas de acción. Sus relaciones están gobernadas por restricciones, no por propósitos compartidos o agendas impuestas. Así, por lo tanto, los resultados 31
resultan impredecibles y son guiados por una mano invisible que normalmente los apartará de acuerdos que no se pretende establecer. Esta es una situación bastante diferente a la de dominación, donde una parte planea, decide y ordena lo que va a suceder. Pero, como argumento en el capítulo sexto, es una falacia pensar que una sociedad gobernada por planes y órdenes directas ha de estar en mejor situación para que puedan ser predichos o, en cualquier caso, garantizados, los resultados que se persiguen. En realidad, solo en una sociedad gobernada por «la mano invisible» se puede alcanzar la auténtica igualdad: no una igualdad en la pobreza, la influencia o el poder, sino una igualdad de reconocimiento, en la que cada individuo está protegido por sus derechos y es soberano en la esfera que le contiene. Este libro no es el lugar más apropiado para desarrollar toda la ramificación filosófica de este argumento. Pero es importante advertir su mensaje central. La vida es valiosa porque «nosotros» somos valiosos. Nuestro valor consiste en nuestra libertad y todo lo que con seguimos mediante su uso apropiado, en particular el ordo amoris, el orden del amor, que existe solo donde las personas se confrontan desde posiciones de responsabilidad. La libertad es genuina solo cuando está atada a las leyes y a las instituciones que nos hacen rendir cuentas al otro, que nos obligan a reconocer la libertad de los otros y también a tratar a los otros con respeto. Semejantes leyes e instituciones tienen su núcleo en la moralidad universal; la «ley natural» de los juristas romanos y de santo Tomás de Aquino, la «ley moral» de Kant o la «regla dorada» de las enseñanzas cristianas, que nos dice que tratemos al resto como nos gustaría que nos trataran a nosotros. También toman forma gracias a la experiencia histórica y evolucionan a lo largo del tiempo como respuesta a las tensiones y conflictos de las sociedades humanas. Dicho de otro modo, la libertad pertenece a los individuos solo en virtud de su pertenencia al «nosotros». Así que no nacemos libres: la libertad es algo que obtenemos. Y la obtenemos mediante la obediencia. Solo el niño que ha aprendido a respetar y a tratar con deferencia a los otros puede respetarse a sí mismo. Ese niño es el que ha internalizado las reglas, las costumbres y las leyes que delimitaban las fronteras del mundo público. Los niños egoístas que ignoran esas fronteras son muy comunes en el mundo público, pero no tienen conciencia de que el mundo es público, un lugar compartido con otros y que conseguir su respeto y su afecto es el premio a un buen comportamiento. No son libres en este mundo y los obstáculos que otros ponen en su camino son una fuente de rabia y alienación. Los niños bien educados han adoptado como propias las restricciones que posibilitan la libertad y esta libertad es inseparable de la importancia que el espacio público y el respeto tienen para que se puedan desarrollar sus propios proyectos y objetivos.
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Todo esto debería ser obvio, pero mucha gente parece incapaz de aceptarlo. Quizás el ejemplo más vívido lo encontramos en la revolución que barrió las escuelas y departamentos de educación durante los años 50 y 60 y que nos indicó, enarbolando la autoridad de una sarta de pensadores desde Rousseau a Dewey, que la educación no debía fundamentarse en la obediencia y el estudio, sino en la expresión de la personalidad y en el juego. Era un pensamiento que servía para liberar a los niños de las restricciones del aula y del currículum tradicional, y les animaba a expresar sus poderes naturales y creatividad para que crecieran en libertad y adquiriesen el conocimiento antes por la exploración y el descubrimiento que por el viejo «la letra con sangre entra».14 Un ejemplo claro de esta falacia se encuentra en el informe del Consejo Central de Educación, elaborado durante la época de Lady Plowden, comisionado por el Ministerio de Educación, y que se presentó como una guía de referencia para la escuela primaria.15 El crecimiento de la «educación» como un campo indepen diente de estudio, y la legislación que compilaron en su día aquellos nuevos profesores no espe cializados, produjo un nuevo tipo de «experto», cuyo vínculo con las teorías optimistas no estuvo, como norma, atemperado en ningún caso por una experiencia prolongada en las aulas o avalada por ninguna reserva especial de sentido común. Fue a través de los «educacionistas» que la ideología de los «nacidos en libertad» encontró su canal de influencia más potente. Nada benefició más a los profesores en su nuevo cargo de cuidadores infantiles de la nación que las conclusiones del Informe Plowden, que «certificaba» la educación como un proceso de libre exploración y desarrollo personal, en el que el profesor no debe adoptar el papel de experto, de figura ejemplar o de autoridad, sino la de consejero, compañero de juegos y amigo. La intención general del Informe es sugerir que los métodos tradicionales «disciplina, estudio e instrucción» no tienen ningún valor; de hecho, que enseñar no es un rol del profesor. Nos advierte que «un profesor que confía únicamente en la instrucción le quitará las ganas de aprender a los niños». La tarea del profesor es atender a cómo el niño se expresa, estimulando y no controlando, una respuesta que está más allá de cualquier juicio o reproche. Si algo va mal, el niño no puede ser culpado y mucho menos castigado. Tampoco puede ser culpado el profesor ya que su rol ahora es poco más que el de un iniciador o guía. Los únicos agentes a los que podemos culpar son «la sociedad» y sus jerarquías, y las «condiciones de privación», para las que la escuela debe ofrecer un remedio. En los países donde semejantes abstracciones sean consideradas responsables del fracaso escolar, solo el Estado podrá proporcionar un remedio. La solución que se adoptó apenas se reveló el Informe Plowden fue exactamente la misma que incentiva la «falacia del mejor caso posible» en el campo económico: subsidiar el fracaso y transferir recursos desde los que hacen un buen uso de ellos a los que no. 33
Resumiendo, la «falacia de los nacidos en libertad» conduce después de varios pasos naturales hacia dos de las más importantes doctrinas contenidas en el Informe Plowder y que desde entonces se han convertido en dos pilares fundamentales de la política educativa de este país: la doctrina en la que ninguna parte del proceso educativo (ni un alumno, ni un padre, ni un profesor) puede ser culpado de un fracaso; y la doctrina que sostiene que el Estado debe invertir en el fracaso más que en el éxito. Por supuesto, los problemas de la educación no pueden ser solucionados con una fórmula; y menos todavía cuando se exige por ley que los niños abandonen las distracciones que ofrece la TV, internet y los móviles durante todas las horas del día para asistir al colegio. Sea como sea, es una característica singular de la «falacia de los nacidos en libertad» no considerar nunca las críticas que han vuelto insostenible su actitud para las personas moderadamente pesimistas. Incluso si ignoramos los argumentos de Aristóteles acerca del papel de la imitación, la disciplina y el hábito en la formación del carácter; a los filósofos medievales (cuyas recomendaciones facilitaron fundamentos indispensables para el sistema educativo moderno); a todo lo dicho por Hugo Grocio, Calvino y Kant en relación con el vínculo interno entre libertad y ley; a cualquier teoría que no ponga la idea de libertad en el centro de su argumento; incluso si hacemos todo eso, una dosis de pesimismo todavía debería inducirnos a pensar que la libertad, aunque valiosa en sí misma, no es un regalo de la naturaleza, sino el resultado de un proceso educativo, algo que debemos obtener por medio de la disciplina y el sacrificio.16 El por qué esta pequeña dosis de pesimismo nunca está disponible en las mentes de aquellos que persiguen la causa de la «liberación» es una cuestión que perturba, a menudo, a las mentes de las personas contemplativas, tal como afectó a Burke en sus Reflections on the French Revolution. Mientras las instituciones de la monarquía francesa eran destruidas una a una, y de sus ruinas se elevaba, en lugar de la prometida liberación, una rápida expansión de terror, no se les ocurrió a los jacobinos ningún remedio mejor que cortar más cabezas. Cada acto que evidenciaba que la destrucción del orden era también una pérdida de libertad fue interpretado en el sentido opuesto, como una prueba de que las cosas aún no habían ido todo lo lejos que debían ir. Así fue como la destrucción fue alimentando más destrucción hasta que, con el golpe de Estado de Napoleón, todo este lamentable proceso llegó a su fin y alcanzó una nueva forma de orden civil, pero impuesto desde arriba y con la ayuda de un aparato militar nacional. La Revolución Francesa es la vívida imagen cómo las falacias del optimismo se renuevan a sí mismas. Este gran acontecimiento, que debería haber refutado la «falacia de los nacidos en libertad» para las generaciones siguientes, ha sido desde entonces reinterpretado como un heraldo de la liberación de la humanidad de manos de sus opresores. La exactamente misma falacia puede ser leída en las siguientes llamadas a la revolución procedentes por los marxistas, 34
Lenin, Mao, Sartre y Pol Pot, para todos ellos la Revolución Francesa fue un paso hacia el camino de la emancipación. Y aunque Marx era el heredero intelectual de Hegel, y pese a que desarrolló una filosofía que respetaba las instituciones y las leyes como soluciones válidas a los conflictos humanos, nunca dejó de creer en la libertad original, una libertad que volvería a ser conquistada al final de la historia, cuando se alcanzase el «comunismo pleno» que iba a suponer la disolución natural del Estado y de las instituciones. La Revolución Francesa es solo uno de los múltiples eventos históricos que nos muestra que los movimientos de liberación, cuando logran destruir el Estado, nos llevan primero a la anarquía, después a la tiranía y, finalmente, dan paso al terror totalitario. Pero la historia no ofrece aprendizajes para los optimistas sin escrúpulos. Ellos creen que en todas las ver siones previas de sus proyectos se entrometió un error fatal: una conspiración que usurpó el proceso de liberación y lo dirigió hacia otro destino. Esta salida para evitar cualquier refutación es sostenida todavía con más firmeza y claridad por la «falacia de la utopía» y la «falacia de la suma cero» que discuto en los capítulos siguientes. Por raro que parezca, la destrucción y vejación de la vida humana como resultado natural e inevitable de la filosofía del «nacido en libertad», son negadas por el observador optimista; negadas no porque no hayan observado las pruebas sino por que son inobservables. Tuve la oportunidad de ser testigo de esto en París en 1968, cuando mis contemporáneos levantaron barricadas, destrozaron coches y tiendas, avasallaron policías y se vistieron con los uniformes obligados de la marcha del nuevo proletariado. Todos los participantes con los que traté en los évènements de mai se definieron como maoístas, cargaban consigo el Libro Rojo en sus bolsillos, y consideraban la Revolución Cultural del Proletariado de Mao como el modelo de sus propias acciones. Se enfrentaban al Estado «fascista» de De Gaulle y a las instituciones «burguesas» en las que se sostenía. En realidad, De Gaulle representaba a un partido que había alcanzado el gobierno en unas elecciones, y las instituciones de la República Francesa habían sido reformadas y suavizadas por casi dos siglos de historia desde que Napoleón las impuso; los maoístas en cuestión habían disfrutado de una libertad, educación y prosperidad que habría sido inimaginable en la China de Mao. Pero todos estos hechos no tenían significado alguno para los soixante-huitards. Las decenas de millones de personas muertas por Mao Zedong y los inexpresables sufrimientos que él mismo le infringió a los campesinos cuyos intereses decía defender, eran cuestiones simplemente inobservables. Un ligerísimo vistazo de la información disponible habría bastado sobradamente para demostrarle a cualquiera las auténticas dimensiones del terror que el maoísmo había desplegado por toda China, pero no había forma de obtener un aval para enseñárselo a nadie. Los documentos e informes eran obra de «agentes burgueses»; los refugiados de China se limitaban 35
a confirmar la denuncia de Mao de que «elementos reaccionarios estaban conspirando para deshacer el trabajo de la Revolución y del Gran Salto Adelante»; los medios de comunicación burgueses formaban parte de la falsa conciencia que reinaba en la sociedad burguesa con el propósito de impedir que los ciudadanos se diesen cuenta de hasta qué punto eran esclavos; ¿acaso debía sorprender a alguien que los burgueses viesen la Revolución Cultural con pánico y que temieran que pudiera esparcirse por el mundo? De esta índole eran las únicas respuestas razonadas que obtuve en aquellos días cuando protesté ante la destrucción que mis contemporáneos participaban enardecidos a diario. En el capítulo siguiente intento dar una explicación parcial a todo esto, en términos de otra profunda aberración mental que llamo la «falacia de la utopía». Pero, aunque pueda ser explicada después, el fracaso de la razón mientras duraron los disturbios de 1968 fue completamente obvio para cualquiera que los viviera de cerca y hubiese tenido un pesimismo suficiente que le permitiese reconocer la locura humana. En cierto sentido, la «revolución» de 1968 fue un fracaso. Ninguno de los mo vimientos situacionales, anarquistas o de nueva izquierda, obtuvo el poder, y las instituciones de las democracias occidentales se mantuvieron más o menos en su sitio. A otro nivel, sin embargo, la revolución obtuvo un triunfo rotundo. Muchos de los que tomaron parte en ella ocuparon después cargos políticos de alto nivel — como Oskar Fischer, Rudy Dutschke y Peter Hain— o fueron parte fundamental de la revolución cultural siguiente, que iba a dominar los departamentos de humanidades de todas las universidades a lo largo y a lo ancho de Occidente. Esta revolución cultural ha adoptado muchas formas como deconstructivista, feminista, contra-cultural, o posmodernista, pero en todas sus manifestaciones mantiene muy viva en su agenda la «liberación» del estudiante de las estructuras opresivas del currículum tradicional y también de las instituciones sociales que de forma encubierta auspician dicho currículum. 17 En el corazón de los nuevos curriculums de humanidades, por lo tanto, podemos encontrar la «falacia de los nacidos en libertad», fresca y creativa, alentando a la destrucción de cualquier práctica en la que se incluyan la jerarquía, la disciplina y el orden, prometiendo constantemente la «liberación» del «ser real» que vive en nuestro interior. Pero la falacia no solo queda con finada a los círculos académicos. Al contrario, su gran influencia en nuestro tiempo se puede apreciar en el desarrollo de las nuevas y optimistas versiones de la psicoterapia; versiones que esquivan completamente aquellas sombrías reflexiones respecto de la culpa y el conflicto contenidas en la obra de Freud y sus discípulos inmediatos, y que en su lugar enfatizan el rol de las instituciones a la hora de oprimir y confinar el yo. 18 Durante los años 60 se alzó una psicologia de la liberación cuyo tema principal era la libertad natural y la autenticidad del ser, y el papel de las instituciones en la 36
supresión de la libertad al tipificar las protestas en contra de esta restricción como «enfermedad mental». La inspiración fue la Histoire de la folie à l'âge classique de Michel Foucault (1961), que argumenta que el loco es «otro» en lo que llama «edad clásica» por que señala los límites de la ética imperante y se separa de sus demandas. Hay una forma de desdén virtuoso en su rechazo de la convención. De todos modos, debe ser traído al orden. Por medio del confinamiento, a la locura se le somete a a la razón, que en sí misma debe ser entendida como un instrumento de dominación en las manos de la clase burguesa en auge. El loco es ahora definido por aquellos a los que amenaza, vive bajo su jurisdicción y es confinado por sus leyes. La implicancia es que la locura es una categoría inventada cuyo propósito no es ayudar al loco, sino encerrarlo y reimponer el orden moral al que el loco está cuestionando. El siguiente paso es, por supuesto, sugerir que es un derecho cuestionar ese orden, que su locura no es más que una imposición de los otros, y que la auténtica cura será liberarlo de las restricciones de forma que pueda disfrutar la libertad atávica cuya llamada ha escuchado. Un exponente destacado de esta terapia liberacionista era R.D.Laing, que tomó de la revolución cultural francesa el criticar a las instituciones «burguesas» en el nombre de la libertad que supuestamente aquellas negaban. No existe en ningún caso la enfermedad mental, argumentaba, simplemente es una disposición de cierta gente a describir a otros como afectados por ella.19 Etiquetas como «esquizofrenia» son realmente armas de una guerra de opresión, cuyo propósito es desenterrar instituciones difuntas como la familia contra la presión de una libertad que no pueden superar. «Familias, escuelas, iglesias, son los mataderos de nuestros hijos», escribió. «Universidades y otros espacios son las cocinas. Como adultos, al casarnos y al hacer negocios, nos comemos el producto».20 Laing y su colega Aaron Esterson adoptaron el punto de vista de Foucault que defendía que la familia burguesa crea la locura como una forma de destruir la libertad original que la amenaza. El «esquizofrénico» es el individuo que está intentando aferrarse a su autenticidad, su autónoma intimidad, contra las ataduras impuestas por la familia y sus demandas autoritarias. Los resultados de esta aplicación tan particular de la «falacia de los nacidos en libertad» ha subsistido entre nosotros durante cuarenta años. Una dosis de pesimismo habría hecho descarrilar el largo tren de sufrimiento que ha acompañado a la «revolución» laingiana; sufrimiento de pacientes, de sus familias, e incluso de la comunidad, que ha tenido que vivir con políticas que en algunos países (notablemente en Estados Unidos) han pedido a sus hospitales soltar a sus pacientes por las calles. Una particular consecuencia —explorada y deplorada por Frederick Crews— ha sido la invención del «síndrome de memoria falsa» y el supuesto proceso en el que las «víctimas» traen de vuelta a la esfera de su memoria los traumas de abuso infantil reprimidos de los que jamás se han recuperado. 21 De este modo, muchos jóvenes resentidos han llevado a sus 37
padres ante los tribunales e incluso los han logrado enviar a prisión, por episodios enteramente ficticios de abuso sexual. Esta locura también procede de la «falacia de los nacidos en libertad», que supone que la psique turbada ha acabado así por culpa de los otros y que todos los niños, completamente libres, expresarán su libertad en plenitud por las vías de la creatividad. De hecho, presupone que las facultades de los niños están ya desarrolladas desde una edad temprana, siendo capaces así de recordar episodios que ocurren durante las primeras semanas de su vida; una suposición compartida por Freud en su teoría de la experiencia infantil y que recientes avances neurocientíficos han descubierto que es insostenible. El «síndrome de falsa memoria» es también una prueba clara del espíritu venga tivo que se desata cuando el optimismo sin escrúpulos debe encarar los hechos. Debido a que tiene que ser cierto que «los niños nacen libres», cualquier signo que muestre que la libertad y la autonomía no se han conseguido, debe ser culpa de otros; y, en particular, la culpa debe caer sobre aquellos más cercanos al niño, los que han tenido la oportunidad de dirigir su desarrollo. En este sentido, la «falacia de los nacidos en libertad» alimenta otra falacia crucial del optimismo, la falacia que analizo en el capítulo cinco y que tiende a interpretar las relaciones humanas como juegos de «suma cero».
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IV. LA FALACIA DE LA UTOPÍA Las dos falacias que he expuesto son tan obvias y tan fáciles de evitar que a primera vista parece increíble que haya gente que todavía caiga en ellas. Aun así, las encontramos en la raíz de nuestros movimientos políticos y sociales y han creado el mundo en que vivimos. La segunda de ellas la —«falacia de los nacidos en libertad»— ha dominado el pensamiento educativo a lo largo de todo el siglo XX. ¿Cómo se explica esto? Creo que esta pregunta se puede responder solo si estudiamos un poco más los escudos y armas con las que se protegen los optimistas sin escrúpulos en su guerra contra la realidad. Vale la pena seguir la sugerencia de que aquí no estamos luchando solo contra algunos errores puntuales de razonamiento, sino contra una proyección mental, una que misteriosamente es del todo indiferente a la verdad. La sugerencia es que la «falacia del mejor caso posible» y la «falacia de los nacidos en libertad» pertenecen ambas a lo que el filósofo húngaro Aurel Kolnai ha llamado la mente utópica; una clase de mente forjada por una moral particular y una necesidad metafísica, que la conduce a la aceptación de absurdidades no a pesar de su absurdidad, sino debido a ella. Según Kolnai la mente utópica es el misterio central de nuestros tiempos. Subyace bajo las políticas de masas del nazismo y el comunismo; ha infectado el estudio de la cultura y la sociedad; y sus sueños son continuamente reciclados como «soluciones para problemas que ellas mismas crean». 22 La descripción de Kolnai de la mente utópica está próxima a la que Eric Voegelin dio para el «gnosticismo», término con el que Voegelin se refería a la tendencia de plasmar directamente lo trascendental sobre lo real, para exigir que el «fin del mundo» se desencadenase aquí y ahora.23 Voegelin considera el gnosticismo como la herejía religiosa principal contra la que el cristianismo ha batallado desde la misma cruz. Y no hay duda de que hay una tendencia en el interior de cada religión a abrazar el absurdo como estrategia para hacer olvidar el mundo y sus imperfecciones. Una explicación de la existencia de la utopía, por lo tanto, puede consistir en considerarla un residuo de la herejía en un mundo sin religión. Pero en el mejor de los casos sería una explicación parcial ya que se limita a trepar hacia el absurdo por medio de otro absurdo. Aunque no todo lo que Kolnai dice en su interesante análisis es persuasivo, tiene razón en una cosa, y es que los utópicos no se destacan solo por creer por un conjunto de creencias que el resto de nosotros somos incapaces de compartir. Ellos ven el mundo de forma completamente diferente. Son capaces de ignorar o desechar los hallazgos de la experiencia o del sentido común y colocar en el centro de cada deliberación un proyecto cuya absurdidad consideran no tanto como un defecto, sino como un reproche contra quien lo proponga. Este marco 39
mental ha jugado durante dos siglos un papel determinante en la política europea y en ningún caso la experiencia de los desastres que ha provocado ha tenido el menor efecto frenando nuevos reclutas. Los millones de muertos o de personas esclavizadas no sirven para refutar una utopía, sino que son la mera prueba de las diabólicas maquinaciones que se anteponen en su camino. Esta «inmunidad ante la refutación» es a lo que me refiero con la «falacia de la utopía», y vale la pena explorarla como uno de los curiosos caminos del optimismo, uno que apunta a una explicación profunda de por qué, en el alma humana, la irracionalidad es tan interminablemente renovable. Karl Popper señaló que el elemento distintivo de la pseudo-ciencia era su negativa a ser refutado, ya que la refutación es el esqueleto del método científico, la manera cómo los seres racionales negociamos con la vida, «de manera que mueren nuestras hipótesis en lugar de nosotros», según su famosa frase.24 Pero la inmunidad utópica a la refutación es, a mi modo de ver, una inmunidad de un tipo más profundo que el que Popper en su día designó como propio de las pseudociencias. Pues coexiste con el hecho de saber que la utopía es imposible. Imposibilidad e irrefutabilidad pasean de la mano sin avergonzarse. La «falacia del mejor caso posible» aparece cuando, ante una elección importante, la esperanza prevalece sobre la razón. Son visiones utópicas las que se refieren a un estado futuro en el que los conflictos y los problemas de la vida humana han sido resueltos por completo, en el que la gente vive en comunión, unidad y armonía y en el donde todo está ordenado de acuerdo con una única voluntad, la voluntad del ente social: la «voluntad general» de Rousseau, que podría ser también describirse, siguiendo el lenguaje del capítulo uno, como un «“yo" colectivo». Las utopías relatan la caída del hombre pero al revés: la inocencia y la unidad llegarán al final de las cosas y no al principio; aunque también haya una tendencia a describir el final como una recuperación de la inocencia original. Kolnai describe la tendencia utópica como un «anhelo de una unión sin tensiones entre el valor y el ser». 25 El deseo de una «solución final», no solo a un problema sino a todos los problemas, de manera que, sea lo que sea, la solución que se adopte sea compatible con los deseos de cada persona. Todo lo que crea tensión y conflicto debe ser eliminado. Las utopías difieren según las respectivas explicaciones que dan respecto del conflicto. Para algunas de ellas, los conflictos vienen del poder y la utopía debe alcanzar un estado en el que nadie tiene más poder que otro; para otras el conflicto viene de la desigualdad y la utopía debe alcanzar un estado de completa igualdad; para otras el conflicto todavía viene de la propiedad privada, y solo será superado en un mundo donde impere la propiedad comunitaria. Hay también utopías concebidas según las líneas raciales, como el «Reich de los mil años» nazi, que iba a desencadenar un estado de pureza racial, retirando de escena a todos los elementos que pudiesen enturbiar la 40
imagen. Para los utópicos de la Revolución Francesa la utopía iba a desencadenar un estado de «libertad, igualdad y fraternidad», un slogan que ilustra la «falacia de agregación», que explico en el capítulo ocho. En cualquier caso, la utopía, sea cual sea la versión, se concibe como una unidad del ser, en la que los conflictos no existen porque las condiciones que los crean ya no tienen razón de ser. Y constantemente las condiciones que propician los conflictos son descritas de una manera que autoriza el uso de la violencia; la violencia necesaria para confiscar la propiedad, para reforzar la igualdad, para eliminar el poder, para destruir las intrigas, conspiraciones y razas alienígenas que impiden que la utopía llegue. Lo importante de una utopía es, sin embargo, que no puede llevarse a cabo. No pueden existir situaciones extremas como a las que ellos aspiran y es un reconocimiento profundo o subliminal que los utópicos rara vez hagan una descripción realmente crítica del estado que tienen en mente como objetivo. Karl Marx reclamaba haber pre sentado un socialismo «científico» en oposición a uno «utópico». La «ciencia» consistía en «las leyes motrices de la Historia», establecidas en El Capital, de acuerdo a las cuales el desarrollo económico conlleva sucesivos cambios en la estructura de la sociedad, permitiéndonos así predecir que un día desaparecerá la propiedad privada. Tras un periodo de vigilancia socialista —la «dictadura del proletariado»— el Estado «se desvanecerá» y no habrá ni ley ni necesidad de ella, y toda posesión y propiedad será comunitaria. No habrá división en el trabajo y cada persona vivirá con todas sus expectativas y necesidades satisfechas, «cazando por la mañana, pescando por la tarde, llevando a pastar al ganado en la noche y juntándose a hacer critica literaria después de la comida», según se nos dice en La Ideologia Germana. Afirmar que esto es más «científico» que «utópico» parece, retrospectivamente, poco más que una broma. Las observaciones de Marx respecto de la caza, la pesca, las actividades del campo y los debates literarios son su único intento de describir el mundo sin propiedad privada, y si alguien pregunta quién te da el arma o la caña de pescar, quién organiza las salidas de caza, quién mantiene los cobertizos y el sistema de riego, quién produce la leche y cría los terneros, quién publica la literatura... se encontrará con que sus preguntas son «irrelevantes, van más allá del asunto», asuntos que deberán ser acometidos en un futuro en el que ahora no corresponde pensar. Preguntarse acerca de la gigantesca organización necesaria para que estas actividades propias de la clase alta sean posibles, en una situación social en la que no hay ley ni propiedad y donde, por lo tanto, no hay cadenas de mando, son cuestiones demasiado triviales para que se les preste atención. O la verdad son demasiado serias para ser consideradas y es mejor pasarlas por encima. Pues se necesita una mínima voluntad crítica para reconocer que el «comunismo pleno» de Marx incluye una contradicción: es un estado en el que todos los beneficios del orden legal están presentes aunque no haya ley y en el que todos los productos de la cooperación social existen, aunque no haya nadie 41
que disfrute de los derechos de propiedad privada que normalmente son la principal razón para producirlos. Este no es más que un ejemplo del carácter contradictorio que tienen todas las uto pías de nuestro tiempo. Quienes las defienden rara vez describen esta contradicción y sobre vuelan evasivamente su naturaleza mientras denuncian y critican las realidades que impiden su consecución. Un caso ejemplar es Sartre quien, en sus últimos escritos, desplazó notoriamente su discurso hacia las utopías revolucionarias, al contrastar la «serialidad» (mala) de la Francia «burguesa» con la «totalización» (buena) del futuro revolucionario.26 Para Sartre la utopía es la tanto tiempo anhelada «unidad de los intelectuales con la clase trabajadora», para la que no es capaz de ofrecer una descripción más exacta que esta: «una totalización concreta constantemente des-totalizada, contradictoria y problemática, nunca cerrada sobre sí misma, nunca completada, pero aun así una experiencia única».27 Es en el nombre de la utopía, asi descrita (y descrita explícitamente como contradictoria en esta masturbación mental evasiva), que Sartre justifica toda la violencia de la revolución y acepta, con notable diligencia, la necesidad revolucionaria de un Estado totalitario. Sartre es un buen ejemplo de tantos otros utópicos que han dominado la vida intelectual en Europa durante el siglo XX. Igual que Marx, Sartre negaba ser utópico y, como hizo Marx, no dio más que una casi nula y contradictoria visión de ese futuro con el que decía estar comprometido por completo. Saltó en defensa de los movimientos revolucionarios y perdonó tanto la violencia represora como la esclavitud en términos jacobinos. En una antologia pu blicada poco después de la muerte de Sartre, Marc-Antoine Burnier compiló la mayoría de las locuras revolucionaria de Sartre.28 Uno lee con lúgubre incredulidad cómo estas apoyan regimenes genocidas que unen a intelectuales y proletarios en espacios reeducativos para que agoten miserablemente sus últimas horas. «Por medio de documentos irrefutables, hemos sabido que hubo campos de concentración en la Unión Soviética», escribió Sartre, veinte años después de que la verdad fuera de sobras conocida, al menos para todos aquellos que estuviesen dispuestos a reconocerla. Y aun así nos insta a «juzgar el comunismo por sus intenciones y no por sus actos», como si las acciones y los actos estuvieran tan desconectadas en las tiranías como en la mente de un intelectual de cafetería. Respecto de todas las campañas que la Unión Soviética ini ciaba contra Occidente, sin importar el daño que causaban a la vida y a la felicidad humana, Sartre se tomaba el lado soviético o, como mucho, criticaba a la Unión Soviética utilizando un lenguaje que reiteraba sus tonteras. Como ya he sugerido, forma parte del atractivo de las utopías el hecho de que nunca puedan llevarse a cabo. Aquellos que se casan con la utopia son conscientes de que las soluciones finales no están disponibles, que el conflicto y la competición son rasgos esenciales de las sociedades humanas, y que todos los 42
intentos de conseguir una unidad permanente de intenciones, o la absoluta igualdad, son incompatibles con las leyes que posibilitan que llevemos una coexistencia pacífica con los demás. Los utópicos deben, por tanto, vivir en una situación de alerta constante, batallando contra los enemigos de la utopía, sabedores de que es una lucha que nunca acabará. En otras palabras, la utopía existe como un gran signo de negación, un gran rifiuto, que debe clavarse sobre cualquier cosa y que debe ser utilizado para ordenar y autorizar cualquier forma de violencia.29 Así, la «falacia de la utopía» convierte al ideal en algo inmune a la refutación. Nunca tendremos que renegar de nuestros postulados utópicos porque la utopía es en sí misma inalcanzable y que, por lo tanto, jamás podrá comprobarse que es falsa. Nos sirve para condenar de manera abstracta todo lo que nos rodea y así el creyente puede justificar cualquier intento de tomar el control. Muchas personas cuyos pensamientos están gobernados por la «falacia del mejor caso posible» son pragmáticos que no pretenden reformar por completo la sociedad, solo pretenden mejorar la posición que ocupan en ella. Sin embargo, la «falacia de los nacidos en libertad» conduce naturalmente hacia una dirección utópica, pues establece demandas radicales en relación con la condición humana y utiliza esas demandas para desestabilizar las formas y convenciones del modo vigente de vivir. Al identificar la esencia de la humanidad con la libertad, y a la libertad con épocas anteriores a Adán y Eva, se insta a las personas a destruir las «estructuras» que bloquean el camino hacia la recuperación de la inocencia original. Se da curso, por tanto, a la misma tendencia totalitaria que en las doctrinas igualitarias de los marxistas. Más encima, se dirige naturalmente, por esta vía, hacia la «falacia de la utopía». El ideal es contradictorio y además no puede satisfacerse. ¡Por eso mismo nunca podemos refutarlo! Nunca podremos calificar nunca una situación real como la consecución de esa libertad primigenia, de manera que nadie estará en posición de defender lo que ha logrado o de condenar lo que han logrado otros. El ideal permanece suspendido para siempre en el horizonte de nuestra experiencia, impoluto e intacto, proyectando juicios sobre todos los temas de actualidad, como un sol al que no podemos contemplar directamente, pero que crea una sombra sobre todo lo que ilumina. La crítica más importante que se le puede hacer a este sistema de pensamiento, me parece, no es el hecho de que sea contradictorio, aunque lo sea, sino que, por perseguir una solución simple y completa a los conflictos humanos, una solución única que elimine para siempre el problema, destruye las instituciones que nos ayudan a resolver nuestros conflictos de uno en uno. Volveré sobre este punto en el capítulo seis, pero merece la pena mencionarlo ahora, debido a que es un aspecto que ya señaló Burke en su gran ataque a la utopía de los revolucionarios franceses, como también lo hicieron, en un tono más sobrio, 43
Châteaubriand y Tocqueville. 30 Las soluciones a los conflictos humanos se revisan caso a caso y se adoptan en base a casos de precedentes, a las costumbres y a las leyes. La solución no se ajusta a un plan, un esquema o una utopía, es el resultado de una infinidad de acuerdos y negociaciones que han sido preservadas en la ley y en las costumbres. Rara vez vemos las soluciones de antemano, sino que se van acumulando mientras dialogamos y negociamos. La solución es un logro de la actitud del «nosotros», que se despliega gracias a las reglas del entendimiento mutuo. Y es precisamente este depósito, que está vivo en las costumbres y en las instituciones, lo que los utópicos pretenden destruir. Así es como deberíamos entender los sucesos de 1968, sucesos que irreversible mente cambiaron el paisaje cultural y político de Europa y América, y que dieron paso a una especie de nihilismo institucionalizado. Los activistas de 1968 no se preocuparon demasiado de mejorar el mundo. Su utopía estaba enteramente sustentada en la negación, y ese es el carácter —insisto— que adopta la utopía en todas sus formas. El ideal se confecciona para destruir el mundo actual, y la «liberación» de las estructu ras que se exigió en 1968 estaba fundada en una contradicción similar a la «concreta totalización continuamente des-totalizada» de Sartre. Está resumida en el slogan il est interdit d'interdire (prohibido prohibir), una prohibición de imposiciones impuesta, cuyo objetivo es imposible de definir. ¿Convierte esto a los soixante-hui tards en pesimistas? Decididamente no. A mi modo de ver eran los menos escrupulosos de los optimistas —no tuvieron ningún escrúpulo para atacar las «estructuras» y muy optimistas para haberlo hecho convencidos de que así promovían su propio bien y el de los demás—. Como todos los optimistas de esta calaña, era imposible razonar con ellos. No se podía decir nada que se enfrentase contra su ideal, porque su ideal estaba más allá de la refutación, protegido por su imposibilidad. Resumiendo, un objetivo imposible de alcanzar, escogido por su abstracta pureza capaz de conciliar las diferencias, superar los conflictos y fundir el género humano en una unidad metafísica que no puede cuestionarse ya que jamás se pondrá poner en práctica. Todos los crímenes que se van cometiendo en el camino se justifican como defensas contra las desviaciones, perversiones o traiciones contra el ideal. Además, de manera un tanto extraña, el ideal se reivindica en nombre de los desastres que se comenten al intentar implantarlo. El crimen y la destrucción se justifican como etapas en el camino hacia un bien incuestionable. Así, el ideal se vuelve tan puro como se pretendía. Quienes creen que pueden refutarlo recurriendo a los hechos, es evidente que están guiados por «conciencias falsas» y se equivocan al no ser capaces de ver el mundo bajo la luz del utópico sol que alumbra a los demás. El término «falsa conciencia» proviene de Marx y Engels, pero se aplica al pensamiento revolucionario francés, quienes vieron en toda oposición a sus ideas la señal inequívoca de estar en presencia de 44
un enemigo del pueblo, tal como actuaron los soixante-hui tards al rechazar cualquier crítica, calificándola de ideología «burguesa» o de pertenecer a lo que Foucault llamó la episteme de la clase dirigente. 31 Pero la «falacia utópica» también revela algo importante acerca del optimismo, en su forma más extrema y comprometida. Para la persona que confía en que la solución a todos los problemas vendrá de una solución única y final, la realidad se presenta sin esperanzas ni soluciones. La realidad debe ser forjada en un nuevo molde, con nuevas formas de gobierno y poderes de largo alcance. Así que detrás de la utopía avanza otro objetivo: el de vengarse de la realidad. Si los utópicos llegaran al poder, la tremenda inestabilidad de su objetivo que per manecería todavía fuera del alcance, les empujaría a buscar en el mundo real el complot o la conspiración que estaría evitando la consecución de sus metas. Esto es, a mi modo de ver, el rasgo más notable de los Estados totalitarios: la constante e implacable necesidad de una clase a la que hacerla víctima suya, la clase formada por quienes bloquean el camino de la utopía e impiden su realización. En cada experimento totalitario, por lo tanto, encontramos que el primer acto del poder centralizado consiste en señalar a ciertos grupos de la sociedad que merecen ser castigados. Los jacobinos señalaron en primer lugar a la aristocracia, para más tarde ampliar los cargos a una difusa casta de émigrés, cuya presencia invisible dio pábulo a una exterminación y oleada de asesinatos totalmente arbitraria. Los nazis señalaron a los judíos, a causa de su éxito material y por lo sencillo que resultaba caracterizarlos como «los otros». Los comunistas rusos empezaron con los burgueses, pero tuvieron la fortuna de tener a mano otra clase más artificial para victimizar: los kulaks, una clase de propietarios que habían sido generados por el Estado y que, por tanto, eran fáciles de destruir por el propio Estado. Mientras duró el espectáculo de los juicios en Moscú, cada semana se inventaban grupos que pudieran satisfacer el papel de víctima sacrificial, así como exige la «falacia de la utopía». Una función de la ideología utópica es relatar una historia elaborada sobre el grupo víctima, mostrándolo como algo infra-humano, que ha obtenido injustamente grandes beneficios y que merece de manera intrínseca ser castigado. Como demuestro en el siguiente capítulo, los esquemas del optimista sin escrúpulos rápidamente se vuelven en contra de aquellos que disienten de ellos. Y la marca más visible de disidencia es la capacidad de fijar la mirada en la cruda realidad y, sin embargo, prosperar. De este modo, las ideologias totalitarias dividen invariablemente a los seres humanos en inocentes y culpables. Tras la apasionada retórica del Manifiesto Comunista, tras la pseudo-ciencia de la teoría de la plusvalía y tras el análisis de clases de la historia humana, hay una única fuente de carácter emocional: el resentimiento contra quienes se sienten a gusto en el mundo ordinario, el mundo del compromiso humano, el mundo del «nosotros», que bloquea el paso al «yo» trascendental de la revolución. Para destruir a esta gente es necesario establecer 45
un núcleo militarizado en el Estado, ya sea un partido, un comité, o simplemente un ejército que no se preocupe lo más mínimo en disfrazar sus propósitos militares. Este núcleo dispondrá de poder absoluto y operará fuera de la ley. La ley será reemplazada por una versión tipo Potemkin, que será invocada siempre que sea necesario para recordar a la gente el orden supremo que rige su existencia. Esta ley Potemkin no será una tímida abstracción disuasoria, como sucede con la ley en las sociedades civilizadas, que existe precisamente para minimizar su aplicación. Esta ley será importante y omnipresente en la sociedad, y será invocada y enarbolada constantemente para imbuir todos los actos del partido dirigente con un aire incuestionable de legitimidad. La «vanguardia revolucionaria» será más pródiga en formas legales y estampas oficiales que el régimen que desplace, sea el que sea, y los millones de personas enviadas a la tumba garantizarán un impecable documento que sirva para indicar que su fin ha sido decretado oficialmente y decidido con justicia. De este modo el nuevo orden será internamente alegal y, al mismo tiempo, actuará enteramente protegido por la ley.32 La vanguardia empieza señalando a un culpable como objetivo, ya sea un grupo, una clase o una raza. Este será un grupo marcado por su éxito, cuyos frutos serán retirados, destruidos o repartidos entre los vencedores. Los miembros del grupo serán humillados o reducidos a una condición animal, de manera que se pueda observar su naturaleza original. Así, los Gulag y los campos de exterminio emanan naturalmente de esta estructura de poder. Los campos convierten a sus internos en basura humana y les demuestran el escaso valor que tenían antes de disfrutar de los privilegios. El impulso utópico no descansa cuando sus víctimas han sido privadas de sus bienes materiales, sino hasta privarles de su humanidad para demostrarle a todo el mundo que nunca hubo una razón real que les permitiera poseer lo más mínimo de los recursos de la tierra y que su muerte debe ser tan lamentada como la muerte de cualquier otro gusano. Un buen ejemplo de este proceso es el trato humillante que recibió María Antonieta, reina de Francia, que fue acusada de todos los crímenes, incluyendo el incesto, con el objeto de presentarla como un ser excluido de cualquier manifestación común de humanidad.33 Esta humillación de las víctimas es también una prueba de la bondad trascendental que estas estaban intentando bloquear. De algún modo, algo que tiene más que ver con la religión que con la política, las víctimas sacrificadas purifican la imagen de la utopía; y esta purificación debe ser eternamente renovada. 34 Un rasgo propio de la «falacia utópica» es no permitir el derecho a réplica. Aquellos que tratan de impedir que avance a la utopía llevan en el rostro la marca de culpa: es debido a su mera existencia que se retrasa la consecución de ella. Los utópicos creen esto a pesar de que en lo más hondo de sus corazones saben que las utopías por su propia naturaleza han de «retrasarse» permanentemente. 46
La separación entre la acusación y la culpa se estrecha. De ahí la importancia de los nuevos (y con frecuencia inventados) crímenes, que implican más una condición existencial que un acto específico de mal comportamiento. «Eres judío/burgués/ kulak», «Bueno, sí, lo admito», «Bien. ¿Cuál es tu defensa?». Sea como sea, el partido que go bierne fundamentado en una utopía nunca se sentirá cómodo en el mundo que consiga crear. Estará como el puritano, definido por H.L Menc ken, sujeto «al pavor de que alguien, en algún sitio, pueda estar feliz». Sospechará que la refutación de la utopía ya ha sido descubierta. En algún lugar la gente está viviendo a la antigua, soltando su energia, disfrutando de sus logros, alcanzando la paz y felicidad que en principio solo podía disfrutarse en ese futuro irreal cuando todos los conflictos sean superados y el género humano fundido en un solo cuerpo. El partido gobernante buscará sin descanso los primeros brotes de toda industria, los primeros frágiles asomos de propiedad, los tímidos intentos de las personas de progresar juntos en sus «pequeñas secciones». Nunca tendrá la certeza de que los émigrés, judíos, burgueses, kulaks o quien sea, hayan sido finalmente destruidos y serán perseguidos por la sensación de que por cada muerto hay otro que lo sustituye. El partido se verá forzado a perseguir no solo la libre economía sino también los clubes, sociedades, escuelas e iglesias que habían sido ,hasta el momento, los instrumentos naturales de reproducción de la sociedad. En resumen, la utopía, una vez en el poder, se moverá desde su posición original hacia un Estado totalitario. Por supuesto, los utópicos originales morirán, la mayoría atrapados por la maquinaria que crearon para destruir a otros. Quizás un par muera por causas naturales, y esa es una de las lecciones más placenteras de la historia reciente: descubrir que pocos son capaces de evitar una muerte violenta. Quizás la maquinaria funcione con un piloto automático, con su software osificado en su hardware. Este es el estadio final del totalitarismo, una etapa no lograda por los jacobinos o los nazis, pero sí alcanzado en nuestros días por los comunistas. En esta situación, que Vaclav Havel definió como «postotalitaria», la máquina se gobierna sola, nutrida por su propia destilación impersonal de la idea original. La gente aprende a «vivir dentro de la mentira», según palabras de Havel, y soportan la vejación diaria con rutinario consentimiento, pagando su tributo a la máquina y esperando que alguien, en algún sitio, descubra cómo desconectarla.35 El extremo totalitario no es la única ni tampoco la normal consecuencia de la «falacia del mejor caso posible» ni de la falacia de los «nacidos libres». Pero su presencia subliminal conecta con otra falacia que ahora trataré, una que ilustra cuán delgada es la línea divisoria entre la esperanza inescrupulosa y el vengativo deseo de destruir las esperanzas del «enemigo».
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V. LA FALACIA DE LA SUMA CERO No son solo los utópicos los que se evitan decepciones buscando al «enemigo dentro». Cuando los optimistas comprometidos se ven obligados a encarar un fracaso —ya sea el fracaso de sus planes sobre ellos mismos o para la mejora de la condición humana— se pone en marcha un mecanismo de compensación, diseñado para proteger el proyecto que consiste en encontrar a la persona, la clase social o la entidad que lo ha frustrado. Y a esta persona, clase o entidad se la señala y se la condena basándose en los signos externos de su éxito. Si yo he fracasado es porque alguien ha tenido éxito en mi lugar —esta es la mejor manera de pensar como estrategia para mantener intactas mis esperanzas —. Y esta tiene incluso su equivalente entre los utópicos, quienes saben que sus esperanzas son imposibles, pero las persiguen por esa misma razón. También ellos tienen la necesidad de castigar a un mundo que ha florecido dejándolos de lado, cuyo éxito interpretan como una reprimenda frente a su fracaso destruyéndolo. Este pensamiento puede ser expresado de otro modo: toda pérdida implica que otro gana. Todas las ganancias son pagadas por los perdedores. La sociedad es por lo tanto un juego de «suma cero», en el que los costos y beneficios se contrapesan y donde cada éxito de los triunfa dores supone la derrota de los perdedores. Esta «falacia de la suma cero» ha sido la raíz del pensamiento socialista desde los escritos de Saint-Simon, pero solo se ha convertido en un clásico después de que Marx formulase la teoría de la plusvalía. Dicha teoría pretende demostrar que el beneficio del capitalismo es robado directamente de la fuerza de trabajo. A causa de que todo el valor se originaría en el trabajo, una parte de ese valor que es producido por el trabajador lo adquiere el capitalista en forma de «utilidad» (o «plusvalía»). El trabajador es compensado con un salario suficiente para «reproducir su capacidad de trabajo», pero el capitalista retiene la «plusvalía». En resumen, todo el beneficio que queda en manos del capitalista es una pérdida infringida al trabajador; una confiscación de «horas de trabajo no remunerado». Esa teoría no tiene muchos seguidores hoy día. Independientemente de lo que pensemos del libre mercado, al menos nos ha persuadido de que no todas las transacciones son juegos de «suma cero». Los acuerdos consensuados benefician a ambas partes: ¿por qué debería nadie intervenir en ellos? Y eso es tan cierto en términos de salario como lo es en cualquier otro contrato de venta. Por otro lado, la visión de la «suma cero» sigue siendo un componente potente del pensamiento socialista y un recurso fiable y ya utilizado frente a todos los desafíos planteados por la realidad. Para ciertos temperamentos, la derrota nunca es una derrota provocada por la realidad, sino que una derrota causada por otra gente 48
que normalmente actúa agrupada en calidad de miembros de una tribu, clase, conspiración o clan. Así es como se sustenta la eterna queja de los socialistas, que nunca admitirán que los pobres se benefician de la riqueza de los ricos. La injusticia, según los socialistas, queda probada de manera concluyente por la desigualdad, así que la simple existencia de una clase acaudalada justifica un plan de redistribución de sus activos entre los «perdedores» —un plan que es un ejemplo de la falacia que exploro en el siguiente capítulo—. No todos los optimistas son socialistas. Sin embargo, cuando los planes se frustran, siempre puede uno encontrar consuelo en la «falacia de la suma cero», que sostiene que donde hay un fracaso hay siempre alguien que se está beneficiando de él. Tal vez el terreno más importante donde en los últimos años ha estado operando esta falacia es el de las relaciones internacionales y, en particular, en la percepción de las relaciones entre el mundo desarrollado y el mundo en vías de desarrollo, y vale la pena considerar este ejemplo ya que ilustra con claridad cómo y en qué circunstancias se pone en marcha la «falacia de la suma cero». El proceso empezó con las secuelas que dejó la Segunda Guerra Mundial, después de que los poderes occidentales perdiesen sus posesiones coloniales o estuviesen en proceso de deshacerse de ellas. El término «Tercer Mundo» o Tiers Monde fue introducido por el demógrafo y economista Alfred Sauvy en 1952 y posteriormente fue politizado por Nehru con la intención de exigir una identidad internacional común para todos aquellos países poscoloniales que pertenecían a cualquiera de los dos bloques antagonistas de la época.36 Desde entonces el Tercer Mundo ha sido tratado como una entidad única y sus desastres económicos y sociales han sido atribuidos al relativo éxito y tranquilidad de los países occidentales. El «tercermundismo» ha emergido como una filosofía sistemática de excusas para la conducta criminal de los regímenes poscoloniales. Según los «tercermundistas», los países que habían sido colonias dependientes de los poderes europeos solo necesitan ser liberadas de las relaciones poscoloniales de dependencia y proveídas de una cuantiosa inyección de capital como compensación a todos los sufrimientos padecidos durante la dominación colonial, y solo así «despegarán». Algunos, realmente, llegaron a despegar — sobre todo India, Malasia y los «tigres asiáticos»—. Pero muchos no lo consiguieron pese a la inmensa inversión propiciada por una política optimista e, igualmente, la tarea del «tercermundismo» fue acusar de manera sistemática a los poderes occidentales del fracaso. El informe Brandt de 1980 identificó el problema en los términos familiares a la «falacia de la suma cero».37 El «sur» (así se denominó el área en donde se había fracasado) se estaba quedando atrás porque le faltaban recursos y no alcanza el ritmo de gasto del «norte». La solución estaba inspirada en Keynes: «una transferencia de recursos de norte a sur». Esta transferencia, según 49
argumentaba el informe, estimularía el desarrollo de los países empobrecidos y mantendría su capacidad de gasto, asegurando así la supervivencia de un sistema internacional que dependía, a fin de cuentas, de su habilidad y voluntad para comerciar. Los radicales rechazaron el informe Brandt al considerarlo una prueba del cinismo intrínseco del capitalismo internacional, que siempre propone reformas por su propio interés y solo por vías que puedan garantizar la persistencia de la desigualdad de la que depende.38 Los optimistas normales lo aceptaron, consideraron que contenía la solución a un problema que, al menos pacíficamente, no podía ser resuelto de otro modo. En 1971 se proclamó una nota de cauto pesimismo. P.T.Bauer y Basil Yamey argumentaron que una transferencia de recursos hacia el Tercer Mundo era negativa para ambas partes y que solo servía para perpetuar las tiranías locales y para retirar los incentivos locales que generan crecimiento económico. 39 Según sus propias palabras: «respaldar a los dirigentes en función de la pobreza de sus gobiernos es recompensar de forma efectiva las políticas que justamente han causado su empobrecimiento». El gran pesimista Elie Kedourie, iraki de naci miento, fue más lejos, y argumentó que «las luchas de liberación nacional», cuando tienen éxito, no marcan el inicio sino el fin del crecimiento económico y la extinción de los beneficios concedidos por la administración colonial.40 Los argumentos que adelantaron estos últimos pensadores quizás no coincidan del todo con la verdad, pero el desarrollo de la historia ha contribuido a que en general se hayan aceptado sus premisas y la valiente defensa de estas tesis realizada por Dambisa Moyo les ha hecho ganar adeptos.41 Lo importante, sin embargo, es que incluyen un rechazo de la «falacia de la suma cero» y el reconocimiento de que el ganancia de una persona o país no implica necesariamente una pérdida para otro. Por otra parte, durante los últimos años del milenio, los «expertos» en economía del desarrollo se sintieron muy proclives a defender el tercermundismo. Consideraban que los países en desarrollo iban a progresar y buscarían la ayuda de los países ricos o que si no lo lograban así se debía al legado que les dejó el colonialismo, que inhibió el desarrollo de las industrias y mercados indígenas. No sorprendente que ambas consideraciones fuesen adoptadas por líderes africanos como Robert Mugabe, que tendían las manos para recibir subsidios mientras al mismo tiempo culpaban del empobrecimiento de su gente al legado de los poderes coloniales. El hecho de que los subsidios fuesen a cuentas en bancos suizos de las que solo los líderes africanos podían retirar dinero no les pareció a los expertos algo particularmente importante. Lo que les importaba era la explicación del fracaso. La «falacia de la suma cero» vino al rescate, no solo de Mugabe y de los otros de su calaña, sino también de los entusiastas que les habían dado apoyo. El fracaso en África se debía al éxito de algún otro lado. La pobreza poscolonial de África era el resultado directo de las riquezas que los poderes europeos habían 50
adquirido por medio de las colonias. De este modo se perpetuaba la doctrina que sostenía que los pueblos de África no necesitan leyes, instituciones y educación en el sentido en que los regímenes coloniales (de la manera que fuese) le habían procurado, sino simplemente dinero, que serviría de compensación por los activos y bienes que los colonizadores habían requisado. Una perspectiva completamente inversa se hizo ortodoxa. Los países occidentales dejaron de proveer a África de lo único que le podía ser provechoso —llamémosle una forma de gobierno— y pasaron a suministrarles el único bien que podía garantizar la ruina del continente —llamémosle dinero—. Un dinero que solo podía gastarse en Occidente y que iba a respaldar elites corruptas, al mismo tiempo que destruía los incentivos económicos de las economías locales. El tercermundismo es uno de los muchos ejemplos en los que la «falacia de la suma cero» ha sido utilizada para culpar a la riqueza de la pobreza y así utilizar a ambas para defender diversas ilusiones políticas y proveerlas de un «enemigo» útil. De hecho, quizás el rasgo más interesante de la «falacia de la suma cero» es su habilidad para apoyar la trasferencia de resentimientos. Si me insultas, tengo una queja contra ti: quiero justicia, revancha o al menos unas disculpas y un intento de enmendar lo hecho. Este tipo de agravio es entre tú y yo, y nos podemos arreglar si se dan los pasos necesarios. La manera de pensar basada en la «falacia de la suma cero» no opera así. No empieza por una ofensa, sino que con una desilusión. Así, luego, busca en su entorno algún éxito que contraste con esa desilusión y aplica sobre él su resentimiento. Y solo entonces intenta demostrar que la causa de su fracaso es precisamente el éxito ajeno. Aquellos que han invertido sus esperanzas en algún estado futuro en el que lograrán la bendición divina, a menudo, acaban llenos de resentimientos que van arrastrando, dispuestos a cargarlos y achacárselos a cualquier satisfacción ajena, obligando a los que han tenido éxito a sentirse culpables de su fracaso que de otro modo sería inexplicable. Estas quejas que transferimos a otros son habituales entre los adolescentes, quienes, en su lucha por librarse de su familia, la Iglesia y la escuela, se resienten frente a cualquier signo de orden que se les haga, indistintamente de qué o quién la realice. En el mundo de la política internacional, sin embargo, descubrimos que estas amarguras transferibles suelen enfocarse en un objetivo común, a saber, Estados Unidos de América, cuyo éxito en muchas esferas atrae toda suerte de hostilidades por parte de aquellos paises que han fracasado en su propio ámbito. Me parece a mí que este es uno de los motivos (aunque, como argumentaré después, no el único) del antiamericanismo que ha imbuido nuestro tiempo. Como mayor economía del mundo, máximo poder militar, fuente de la mayor masa de fe, esperanza y caridad, Estados Unidos, lo más grande en todo lo que se imagine, se presenta como un objetivo para el resentimiento: está manifiestamente «pidiéndolo a gritos». El resentimiento que 51
nace en lugares lejanos, incluso entre personas que no tienen ningún contacto con esos Estados Unidos, se transfiere por lo tanto rápidamente a él, objetivo demasiado grande y prominente como para pasar desapercibido. Y la «falacia de la suma cero» les ayuda a reforzar el argumento. Los griegos creían que si alcanzaban un nivel muy claramente por encima de la mediocridad que toleraban los dioses para los humanos, provocarian la furia divina, esa era la falta llamada hybris. Debido a esta creencia es que los griegos disfrutaban de un resentimiento sin culpa. Podían enviar a un gran hombre al exilio, o conducirlo a la muerte, seguros de que actuando así satisfacían la voluntad y el juicio de los dioses. Así se explica cómo el general Arístides, que había sido en gran medida el responsable de la victoria griega sobre los persas en Maratón y Salamina, y al que apodaban «el Justo» en honor a su comportamiento ejemplar y a su conducta generosa, fue condenado al ostracismo y enviado al exilio por los ciudadanos de Atenas. Se dice que un votante iletrado que no conocía a Arístides se le acercó y dándole su tabla de voto, le pidió que escribiera en ella el nombre de Arístides. Este preguntó si Arístides le había hecho algo malo. «No», fue la respuesta, «y ni siquiera lo conozco, pero estoy cansado de oir cómo lo llaman por todas partes el Justo». Al oír esto, Aristides, con gran sentido de la justicia, escribió su propio nombre en la tablilla. El antiamericanismo no tiene la ex cusa religiosa que hacía las cosas tan fáciles al resentimiento ateniense, pero tampoco lo necesita. Gracias a la libertad americana cualquier mal comportamiento en Estados Unidos puede ser descubierto y difundido sin obstáculos. Los antiamericanistas pueden desenterrar cualquier crimen y añadirlo a la lista. Y ya que el resentido se abstiene de compararse con quien está denigrando no necesita darse cuenta de que su resentimiento le acusa a él mucho más que a Estados Unidos. Allí donde aflora el antiamerica nismo encontramos amargura transferible que impide al resentido examinarse a sí mismo. El antiamericanismo de los eurócratas está directamente relacionado con el fracaso de la Unión Europea a la hora de imitar la inspiración y la lealtad que une al pueblo americano y nada que ver con la actividad de Estados Unidos en el mundo. El antiamericanismo de los socialistas está directamente relacionado con la refutación que el ejemplo estadounidense ha hecho de su filosofía y nada que ver con los males del capitalismo reinante. Sobre esta materia encontramos pocos textos de literatura marxista más cómicos que los escritos por la escuela de Frankfurt en el exilio — especialmente los de Adorno y Horkheimer, que llegaron a California para encontrarse con una clase trabajadora que no estaba alienada—. Adorno se puso manos a la obra para disipar la ilusión, produciendo miles de hojas de rimbombantes sinsentidos para demostrar que el pueblo americano estaba tan alienado como el marxismo exigía que estuviesen, y que su alegre y vitalista música era un commodity convertido en «fetiche» que expresaba la profunda 52
situación de esclavismo a los que los sometía la máquina capitalista.42 De este modo, Adorno rescató a toda una generación entera de marxistas, enseñándoles cómo culpar a Estados Unidos por ser un sitio mejor de lo que su teoría permitía. El antiamericanismo siempre en cuentra nuevos adeptos y las amarguras que los inspiran se renuevan constantemente. El antiamericanismo de los islamistas está direc tamente relacionado con la estabilidad que dis frutan los americanos y que ha desaparecido del mundo musulmán, y nada que ver con los males del jahiliyyah americano.43 De hecho, la mayoría de musulmanes de Estados Unidos viven en términos pacíficos con personas que no comparten su fe y están felices de reconocerse como americanos. Esta constatación es tan vejatoria para un islamista como lo era la visión de una clase trabajadora no alienada para Adorno. Es así como islamistas expresan su resentimiento hacia el Gran Satán con un antagonismo sin límites que va incluso más allá del de Adorno. Pero a pesar de que la mayoría de las quejas de los islamistas se han centrado en Estados Unidos, desde que empezó su enconamiento global, han transferido ese resentimiento también a hindúes, judíos, heréticos, apóstatas, gobiernos democráticos, comunidades pacíficas, pasajeros en autobuses y trenes, ciudadanos que han vivido por el sharia e incluso a los monjes que velaban por ellos (la historia de Tibhirine en Algeria).44 Han puesto en la mira de su objetivo tanto a los críticos del islam (Theo Van Gogh, Ayaan Hirsi Ali) como a sus amigos (Naguib Mahfouz) e, incluso, a quien ha gritado con voz potente, y cargada de razón, que el islam es una religión de paz (Tariq Ramadan) mientras te retaba a demostrar lo contrario.45 Han amenazado al infiel con la condena mientras sunies y shiitas multiplicaban los daños para ganarse el derecho a una sucesión que no tiene ningún sentido en el mundo en que vivimos hoy. El islamismo ilustra a la perfección cómo, al transferir el resentimiento, se puede evitar el costo de afrontarlo, que no es otro que el reto espeluznante de conocerse a sí mismo. Esto no significa que los islamistas radicales nunca tengan razón en sus acusaciones. Dan en el clavo tan frecuentemente como lo hace Chomsky, y el efecto es similar. Y cuando lo hacen, es fácil estar de acuerdo con ellos. ¿Quién de entre nosotros está completamente de acuerdo con el mundo made in América? ¿Quién de nosotros no desea que se tapone algo la promiscua máquina cultural americana? Pero esa no es la cuestión. Una pequeña dosis de juicioso pesimismo bastará para recordarnos que existe una conexión orgánica entre la libertad y su abuso, y que esa promiscuidad es el precio que pagamos por tener libertad política. Los musulmanes quieren esa libertad tanto como nosotros: para obtenerla, millones de ellos migran desde los países donde el islam es soberano hacia zonas donde no lo es siendo, Estados Unidos el paraíso final. Esa es la fuente de la amargura. El islam radical está fuera del mundo actual: interpreta la revelación y la ley como algo eternamente fijo, incapaz de adaptarse, y la sola existencia de gente que vive satisfactoriamente de acuerdo con otros códigos y 53
otras aspiraciones es motivo profundo de ofensa y genera una tentación irresistible. Es por esto que los islamistas hacen demandas radicales imposibles de satisfacer y cuyo propósito no es el diálogo, sino una manera de afirmar su identidad. Y ahí, me parece, radica la naturaleza de la mayor parte del antiamericanismo en su forma actual: es una antipatia existencial que no puede ser apaciguada por ninguna reforma ya que no se tiene relación alguna con su real problema: su resentimiento, el reconocimiento invertido de su fracaso. Las amarguras transferibles que han escogido a Estados Unidos como objetivo están provocando una serie de alianzas incongruentes que serían cómicas sino fueran manifiestamente destructivas. El radical ex-alcalde de Londres, Ken Livingstone, cuya visión global del mundo es una «coalición arcoíris» de resentimientos, dio la bienvenida con los brazos abiertos tanto a Hugo Chávez, el presidente de Venezuela, como a Sheik Yousef Qaradawi, el clérigo egipcio radical que ha proclamado la destrucción de Israel; abrazó además tanto a los activistas de la liberación gay como a los mulahs, que desean ejecutarlos; todo esto, convencido de que su compartida antipatía contra los valores occidentales era motivo suficiente para crear una causa común. La posición de los izquierdistas europeos está, de hecho, fraguada en esa paradoja, están aliados contra la «enfermedad americana» con gente que podría, en cualquier momento, señalarlos luego a ellos mismos como objetivos. Como sabemos de la experiencia de los nazis y soviéticos, estos resentimientos transferibles pueden cambiar su objetivo en cualquier momento y lo mejor de todo es que tienden a volverse los unos contra los otros. La gente prudente se preguntará si es mejor vivir en un mundo de resentimientos transferibles. Quizás no estén de acuerdo con Nietzsche en que el ressentiment es la base de nuestras emociones sociales, pero reconocen su omnipresencia actual y su tendencia a alimentar ilusas esperanzas y a propagar venenos sociales amparados en la «falacia de la suma cero». Me parece que no existe una mejor utilidad para el pesimismo juicioso que para enfrentarnos a esta falacia y así impedir que eche raíces en espacios donde envuelva a nuestras emociones más básicas de espuria credibilidad. Y esto es urgente por que la «falacia de la suma cero» parece emerger de manera espontánea en todas comunidades modernas donde la competencia y la cooperación están presentes. La «falacia de la suma cero» ha tenido una importancia similar a la «falacia de los nacidos en libertad» al momento de justificar políticas revolucionarias. La Revolución de Octubre en Rusia no solo señaló como objetivo al gobierno de Kerensky. Su objetivo fue perseguir a todos los exitosos, a todo quien hubiese hecho carrera consiguiendo logros por encima de sus contemporáneos. En cada campo y cada institución, aquellos que estaban en lo más alto fueron identificados, expropiados, asesinados o enviados al exilio, con Lenin supervisando personalmente la deportación de los individuos que él mismo consideraba que 54
eran los mejores».46 Esta actitud, de acuerdo con la «falacia de la suma cero», era la manera de mejorar las condiciones del resto. La fijación de Stalin con los kulaks ejemplifica el mismo tipo de mentalidad, así como también la de Hitler contra los judíos, cuyos privilegios y propiedades, en su cabeza, habían sido comprados a costa de la clase trabajadora alemana. La explosión del sen timiento anti-burgués en la Francia de posguerra que propició la escritura de obras como el Saint Genet de Sartre o el Segundo Sexo de Simone de Beauvoir, seguía la misma lógica y se incorporó a la filosofía de los soixante-huitards. Incluso fuera del contexto de la revolución, el pensamiento de «suma cero» ha tenido una influencia decisiva a la hora de apoyar falsas esperanzas. Un ejemplo contundente es la extendida creencia de que la justicia y la igualdad son lo mismo. Muy poca gente cree que sea una injusticia en sí misma el hecho de que Jack tenga más dinero que Jill. Pero si Jack pertenece a una clase con dinero y Jill a una clase sin dinero, el pensamiento «suma cero» parte inmediatamente a persuadir a la gente que la clase de Jack se ha hecho rica a expensas de la de Jill. Este es el ímpetu que anima la teoría marxista de la plusvalía. Pero es también uno de los principales móviles de las reformas sociales de nuestro tiempo, un móvil que está minando los auténticos reclamos de justicia y situando a unos espurios sustitutos en su lugar. No importa que Jack haya trabajado para obtener su propia riqueza y que Jill se haya quedado simplemente por ahí flojeando; no importa que Jack tenga talento y energía, mientras Jill no; no importa que Jack merezca lo que tiene mientras Jill no merece nada: para los igualitaristas la única cosa importante es todo ese asunto de la «clase» y de las desigualdades «sociales» que de ella se derivan. Conceptos como derecho y retribución se salen del marco de consideración y los objetivos solo se definen sobre la base de la igualdad. El resultado en la política moderna ha sido la emergencia de una idea completamente nueva de justicia: una que tiene poco o nada que ver con el derecho, la retribución o la recompensa y que está efec tivamente desprendida de todas las acciones y responsabilidades de los individuos. Este nuevo concepto de justicia (que, insisto, no es en abso luto un concepto de justicia) ha gobernado las reformas educativas de las sociedades occidentales, en particular en Gran Bretaña, donde los resentimientos largo tiempo acumulados han encontrado su voz en el Parlamento y se han proyectado sobre las escuelas, su principal objetivo. Merece la pena insistir en este ejemplo, porque ilustra hasta qué punto es casi imposible escapar del pensamiento de la «suma cero» cuando las falsas esperanzas y las quejas se alimentan mutuamente. Yo crecí en un contexto de pobreza y mis padres no tenían ni la habilidad ni el deseo de gastar dinero en mi educación. Pero tuve la fortuna de conseguir un lugar en nuestro instituto secundario de excelencia local y así consegui abrirme camino hacia la Universidad de Cambridge y a una carrera académica. Mi instituto, como tantos, se había modelado al estilo de las escuelas públicas, adoptando su 55
currículum, estilo y algunas de sus formas. Pretendía proveer a sus alumnos de las mismas oportunidades que habrían tenido si sus padres hubiesen sido ricos. Y funcionó. Aquellos afortunados que pudieron entrar en el Real Instituto de Enseñanza Secundaria High Wycombe recibieron una educación tan buena como la mejor que había disponible y la prueba de ello es que muchos de nuestros ex alumnos eran fellows en Cambridge, solo superados en número por ex-alumnos de Eton. No era un asunto de justicia ofrecer esta oportunidad a los jóvenes pobres, ni habría sido una injusticia no hacerlo. La existencia de las escuelas de enseñanza secundaria de excelencia se perfila a partir de una larga tradición de instituciones de caridad (mi escuela había sido fundada en 1542), que terminó por incluirse en el sistema estatal de educación. El problema es que un procedimiento que permite el éxito de algunos alumnos es inevitable que suponga el fracaso de otros: justo lo que sostiene la «falacia de la suma cero». Un procedimiento así, por lo tanto, genera una educación de «dos niveles», con los triunfadores disfrutando de todas las oportunidades y los fracasados quedándose marginados y «marcados de por vida». En otras palabras, el éxito de algunos se paga con el fracaso de otros. La justicia requiere que las oportunidades sean igualadas. Y así nació el movimiento de la educación comprensiva, además de la hostilidad contra agrupar alumnos y los exámenes con el propósito de evitar que el sistema educativo esta tal produzca y reproduzca «desigualdades». Es fácil asegurar la igualdad en el campo de la educación: basta con retirar todas las oportunidades de progresar de manera que ningún niño consiga aprender algo. Y el observador cínico estará de acuerdo en que esto es justo lo que ha sucedido. No está entre mis propósitos promocionar este cinismo, pero ha sido expresado muchas veces desde que Anthony Crosland y Shirley Williams, ministros de educación de gobiernos laboristas, se propusieron destruir las escuelas secundarias de excelencia.47 Deseo simplemente ofrecer un impresionante ejemplo de cómo funciona la «falacia de la suma cero». Un sistema que ofrecía a niños de familias pobres una oportunidad de avanzar por los méritos de su talento o de su esfuerzo fue destruido, sin más, por la simple razón de que distinguía a los que triunfaban de los que fracasaban. Por supuesto, es una tautología decir que cualquier examen distingue el éxito del fracaso y que la abolición de esa distinción no tiene nada que ver con la exigencia de justicia. Sin embargo, el nuevo concepto justicia «social» vino por el rescate de los igualitaristas y los facultó para dirigir su malicia hacia los que habían tenido éxito imponiendo una tasa de justicia en nombre del interés de los demás. Una dosis de realismo nos habría ayudado a recordar que los seres humanos somos distintos y que un niño puede fracasar en una cosa y triunfar en otra. Solo un sistema educativo diverso, con exámenes rigurosos y bien diseñados, permitirían a los niños desarrollar su pericia, su habilidad o su vocación 56
hacia el campo que les resulte más natural. El pensamiento de la «suma cero», que considera que el éxito educativo de un joven se logra a costa del fracaso de otro, fuerza a niños a amoldarse a un formato que le es ajeno. El niño que fracasa en latín tal vez sea bueno en música o en metalurgia; el que fracasa en su acceso a la universidad quizás sea un excelente oficial militar. Todos sabemos esto, y una verdad tan aplicable a los procesos educativos como a los mercados es que ambos no son juegos de «suma cero». Sin embargo, son tratados como si lo fueran en función de todas las falsas esperanzas puestas en la utópica idea de la «educación para la igualdad». La rutina de los políticos y expertos educacionales se ha concentrado en perseguir los espacios de excelencia —Oxbridge, escuelas públicas, institutos de secundaria, escuelas corales— y en encontrar maneras de penalizarlos o cerrarlos. La falacia nos dice que así se beneficiarán otros y que finalmente tendremos un sistema educativo que se adapte a los requisitos de la «justicia social». En el último capítulo planteo de manera más profunda la cuestión de como una persona prudente puede vivir en el mundo como lo encontramos hoy —donde el resentimiento nos asedia desde todos los flancos y en el que los logros y libertades que disfrutamos en Occidente se han convertido en el objetivo de una nueva y radical desilusión—. Pero antes de volver a este tema, quedan algunas pocas falacias más que necesito analizar para que el lector pueda disponer de una imagen más completa de los abundantes recursos intelectuales en los que las personas pueden apoyarse, para reorganizar la realidad de manera que encaje en la horma de sus esperanzas, y evadir así la compleja tarea que su razón les asigna: reorganizar sus esperanzas para que encajen en la realidad.
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VI. LA FALACIA DE LA PLANIFICACIÓN La «falacia de la planificación», como la «falacia de la suma cero», no es una propiedad exclusiva de los optimistas y se manifiesta siempre que la actitud del «yo» prevalezca sobre la actitud del «nosotros». Es la respuesta y solución natural a problemas colectivos en la mente de quien no reconozca que las soluciones consensuadas a estos no son, por regla, impuestas sino descubiertas, y que se descubren con el paso del tiempo. La «falacia de la planificación» consiste en creer que podemos avanzar colectivamente hacia nuestros objetivos adoptando un plan común y trabajando en función de él bajo el liderazgo de una autoridad central, como el Estado. Es la falacia de creer que las sociedades pueden organizarse como los ejércitos, es decir, según un sistema de órdenes top-down (donde la autoridad mana de arriba hacia abajo), y de responsabilidades bottomup (que mana de abajo hacia arriba), con el propósito de asegurarse que son muchos los que trabajan de manera coordinada según el plan dispuesto por unos pocos. Esta falacia ha sido muy tratada en la esfera económica por Mises, Hayek y otros miembros de la escuela austríaca, y merece la pena escuchar de nuevo sus argumentos antes de analizar sus otros ámbitos de aplicación. Estos argumentos empiezan con el «debate del cálculo» que Mises y Hayek desarrollaron como respuesta a las propuestas socialistas a favor de una economía central planificada. Las respuestas de los austríacos se fundaron en tres ideas principales. Primero, la actividad económica de cada persona depende del conocimiento que tenga de los deseos, las necesidades y los recursos de las demás personas. En segundo lugar, este conocimiento está disperso en la sociedad y no es propiedad de ningún individuo. En tercer lugar, en el marco de un libre intercambio de bienes y servicios, la vía de acceso a este conocimiento no es teórica, sino práctica: el mecanismo de precios. En una economía libre, los precios son la solución a las incontables ecuaciones simultáneas que coordinan la relación entre la demanda individual y la oferta disponible. Cuando los precios están fijados por una autoridad central, ya no pueden ser indicios de la escasez de un producto ni de la cantidad demanda por él. En casos así se destruye la más crucial clave interpretativa de la economía, que en una economía libre todos poseen. Así, cuando los precios se fijan la economía o colapsa con colas, escasez y saturaciones que reemplazan el orden espontáneo o es reemplazada por los mercados negros en donde los bienes y servicios se intercambian a precios reales —el precio que la gente está dispuesta a pagar por ellas—.48 Estos fenómenos están ampliamente confirmados por las experiencias de las economías socialistas aunque, de todos modos, el argumento en contra de ella no es empírico sino a priori. Está basado en conceptos filosóficos en relación a la información 58
socialmente generada y socialmente dispersa. Es, en efecto, una defensa de la razonabilidad del «nosotros» frente a la mera racionalidad del «yo» colectivo — una defensa que fue desarrollada en otros términos por Burke cuando defendió la tradición contra la «razón» de los revolucionarios franceses, y por Michael Oakeshott cuando defendió la asociación civil contra la «empresa asociativa» en función de planes y objetivos impuestos—.49 El punto importante del argumento es que los precios pueden llevar consigo información confiable solo en una economía libre. Es solo en las condiciones establecidas por el libre intercambio cuando los presupuestos de los consumidores alimentan un proceso epistémico, como podría llamársele, que sintetiza en la forma de precios la solución colectiva a su problema económico compartido —el problema de qué producir y qué intercambiar por eso—. Todos los intentos de interferir en este proceso, controlando el precio o la cantidad ofrecida de un producto, conducirán a una pérdida de conocimiento económico debido a que ese conocimiento nunca estará contenido en algún plan, sino que solo en la actividad económica de agentes libres que producen, comercian e intercambian sus bienes de acuerdo con las leyes de la oferta y la demanda. La economía planificada, que ofrece una distribución racional en lugar de la distribución «aleatoria» del mercado, destruye la información de la que depende el funcionamiento correcto de una economía. Revienta, por lo tanto, su propia base de conocimiento. El proyecto se presenta como algo racional, pero no es racional en absoluto, ya que depende de un conocimiento solo disponible en condiciones que destruye. Un corolario a este argumento es que el conocimiento económico, del tipo del que contienen los precios, está en el sistema, se genera gracias a la libre actividad de incontables agentes racionales, y no puede reducirse a un juego de propuestas o en un paquete de medidas inventadas por una máquina resuelveproblemas. Como los austríacos posiblemente fueron los primeros en darse cuenta, la actividad económica responde a la peculiar lógica de la acción colectiva: la respuesta de una persona altera la información de otra. Desde esta idea nació la teoría de juegos, desarrollada luego por Von Neumann y Morgenstern para explicar el funcionamiento de los mercados, pero que ahora es una rama de las matemáticas que se aplica a todas las áreas de la vida, tanto social como política. También podemos aplicar este contundente argumento a otras esferas como, por ejemplo, para justificar tanto la aparición de las leyes como fruto del trabajo de las common-law courts, como la aparición de un sistema de salud como fruto de fundaciones y hospitales privados. En cualquier esfera donde tengamos intereses compartidos y la necesidad de cooperar, existe una diferencia entre el orden que genera la planificación y el orden generado por una mano invisible. Muy raramente, y en casos muy especiales, el orden planificado responde o a lo que busca o a los principios elementales del razonamiento práctico colectivo. Sin embargo, nuestro mundo está sujeto, de manera incesante, a los planes de los 59
burócratas y de los idealistas que suponen que pueden mostrarnos los objetivos colectivos, para luego establecer los medios para conseguirlos. Es precisamente al momento de contemplar estos planes cuando una dosis de pesimismo es más que necesaria, y sirve para señalar que ningún plan puede funcionar demasiado tiempo si la gente es libre para desobedecerlo; y que cualquier plan fracasará si su ejecución depende de la información que él mismo destruye. La Tercera Ley Política que acuñó Conquest nos dice que la manera más simple de explicar el comportamiento de cualquier organización burocrática es asumir que está controlada por sus enemigos. Es la más clara manera de describir el resultado habitual de la «falacia de la planificación»: los objetivos que busca nunca se van a lograr y en poco tiempo pasarán a ser completamente irrelevantes para quienes estén a cargo de conseguirlos. Es obvio que la «falacia de la planificación juega un importante papel en la clase de utopía que describí en el capítulo cuatro. Pero de ninguna manera se limita solo a los utópicos. Probablemente la mayor aplicación de la «falacia de la planificación» en nuestro mundo hoy, y la estupidez institucionalizada de mayor alcance del mundo actual, sea la Unión Europea, un ejemplo soberbio de cómo los planes descarrilan cuando ellos mismos destruyen la información que necesitan para tener éxito. En 1950 parecía razonable, incluso imperativo, aproximar los países europeos para prevenir las guerras que habían estado dos veces a punto de destruir por completo el continente. En este contexto la nueva Europa era un plan completo: eliminaría las fuentes del conflicto europeo y situaría en el primer plano del orden continental la cooperación en lugar de la rivalidad. Los arquitectos del proyecto europeo creían que el medio más efectivo de crear la unidad que buscaban era mediante una estandarización impuesta por una autoridad central, con el objetivo, a largo plazo, de la unificación. Este objetivo se invoca en todos los documentos políticos existentes, como un acontecimiento inexorable: en nombre de una «unión todavía más estrecha» se justifica cualquier ley o regulación como un paso necesario para el desarrollo del plan. El resultado es que los países europeos están hoy atrapados en una red de regulaciones en constante proceso de expansión que, al imponer atroces políticas fiscales y sociales por todo el continente, erosionan las ventajas económicas de las que Europa, gracias a su infraestructura y capital social, podría disfrutar. El régimen de estandarización acompaña una nueva forma de pseudogobierno al que no se le pueden exigir responsabilidades. Decisiones clave son tomadas por pequeños comités liderados por políticos nacionales. La tarea de traducir estas decisiones en reglas las asume un poderoso centro administrativo donde nadie tiene ninguna noción acerca de cómo podría llevarse a cabo el plan. Al mismo tiempo, cada Estado miembro recibe el encargo de hacer cumplir las reglas y de asumir los gastos. Y todo este proceso surrealista se desarrolla bajo la jurisdicción de una Corte cuyo objetivo último es conseguir una «unión todavía 60
más cercana» que hace ya mucho tiempo que dejó de ser una meta realista y no puede ser rectificada de ninguna manera, porque ella misma estructura y define la propia naturaleza del plan. Nuestro continente se encuentra en una situación crítica, una crisis que afecta a su economía, a su sociedad y a su cultura. Las economías están siendo principalmente estatales, por lo que se han comprometido a suministrar planes de pensiones y programas de bienestar que no pueden seguir financiando; recibimos oleadas de inmigrantes que pertenecen a minorías adversas a las libertades elementales sobre las que se han construido nuestros sistemas políticos y que no aceptan la jurisdicción territorial vigente; estamos perdiendo la moral judeocristiana y la herencia espiritual y cultural de ella, en la cual se fundan nuestros sistemas educativos y leyes. Ante esta sucesión de crisis y otros malos eventos, el viejo proyecto de la integración me parece, de hecho, una evasión, un truco de nuestros políticos para mantenernos alejados del debate real con soluciones ilusorias mientras confian que los problemas algún día desaparecerán. Ya vimos esto al ser testigos de inútiles titubeos con los que la Unión Europea respondió a la catástrofe de Bosnia. Y lo vemos en la vacua estrategia antiterrorista de la Unión Europea, cuya propuesta más concreta es crear un «léxico no-emotivo» para discutir el problema. Lo vemos también en la respuesta que la Comisión le dio a Rusia cuando esta cortó el gas a sus vecinos y que fue a «completar el mercado único energético», nada menos que construyendo más interconectores. Todas las regulaciones y dictámenes parecen ir a la deriva en un continente demente. Sin embargo, es un resultado previsible teniendo en cuenta la naturaleza del plan y su método top down de aplicación. Los efectos de la «falacia de la planificación» se aprecian mejor estudiando los intentos de contrarrestar su efecto centralizador. Estos intentos se centran en el término «subsidiariedad», una palabra que se incorporó al Tratado de Maastrich y garantizaba la soberanía local. Se trata de un término que proviene del pensamiento social católico romano y cuyo sentido ac tual proviene de la encíclica del papa Pío XI de 1929. 50 De acuerdo con Pío XI, «subsidiariedad» significa que las decisiones deberían ser tomadas siempre desde el nivel más bajo, por los grupos y comunidades que van a encargarse de gestionar las consecuencias de ellas. El término fue adoptado por Wilhelm Röpke, el economista alemán que se exilio en Suiza huyendo de la Alemania nazi. Röpke se quedó sorprendido e impresionado al descubrir una sociedad que era en muchos sentidos opuesta a aquella de la que había escapado.51 Vio que la sociedad suiza está organizada «desde abajo hacia arriba» y que resolvía sus problemas a nivel local, mediante la libre asociación de ciudadanos en sus «pequeñas secciones» sobre las que Edmund Burke había hecho una apasionada defensa deplorando la dictadura «desde arriba hacia abajo» propia de la Revolución Francesa. Subsidiariedad, 61
para Röpke, era el derecho de las comunidades locales para tomar decisiones por sí mismas, incluida la de someter un problema a consideración de un foro más amplio. La subsidiariedad supone un freno absoluto a los poderes centralizadores permitiendo su involucramiento solo cuando se le pide expresamente. Es una buena estrategia para conciliar una economía de mercado con las lealtades locales y el espíritu público, que de otro modo corren el riesgo de erosionarse. La subsidiariedad es el nombre que se le aplica a una economía que antepone el «nosotros» al «yo», y reconoce que el orden económico y social surge de los acuerdos entre particulares en el mercado y no por, ni para, cumplir objetivos de un plan impuesto. La Unión Europea no emplea el término «subsidiariedad» para referirse a los medios mediante los cuales el poder se transfiere desde abajo hacia arriba, sino a aquellos mediante los cuales se distribuyen desde arriba. Es la Unión Europa, y sus instituciones, quienes deciden dónde empiezan y dónde acaban los poderes subsidiarios cambiando las palabras que otorgan poder por aquellas que lo quitan, de manera que el término «subsidiariedad» convierte la idea de gobierno descentralizado en un misterio. Para los eurócratas, los gobiernos nacionales son autónomos solo hasta el nivel «subsidiario», siendo las instituciones europeas las únicas facultadas para determinar cuál sería ese nivel. Esto es precisamente lo que exige la «falacia de la planificación»: todas las decisiones son legitimas, salvo aquellas que operan contrarias al plan. Y solo los guardianes del plan saben qué decisiones son esas. Entretanto, el objetivo del plan se pierde totalmente de vista: ¿Quién sabe cómo conseguir una «unión todavía más próxima», el marco litúrgico de todos los documentos de la Unión Europea? ¿Qué pinta tendrá si la logramos? ¿Seguirán deseando promoverla sus más ardientes defensores cuando la vean cara a cara? No existe respuesta más convincente que decir que se puede lograr con más leyes, más gobierno y más poder centralizado. El resultado es una pérdida de información a gran escala —información concerniente a las necesidades y los deseos de sus ciudadanos—, sobre la cual debería depender el plan. El plan destruye sus propias fuentes de información. Sin aventurarnos demasiado lejos en teoría política, no sería exagerado decir que, si hay una razón por encima de cualquier otra para vanagloriarse de la civilización europea, la encontramos en la emergencia del Estado de derecho, donde la ley se alza por encima de sus legisladores y, de hecho, les exige responsabilidades por lo que sea que hagan. El «imperio de las leyes, no del hombre» no fue una innovación teórica de John Adams sino que un ideal ya defendido en la Política de Aristóteles, ya implícito en el Institutas y el Digesto de Justiniano, y al que los pensadores del Renacimiento y la Edad Media volvieron una y otra vez. 62
Precisamente por esta razón es que la ley, en Europa, ha estado en conexión con la soberanía nacional. La ley, para nosotros, es la ley de la tierra. Y aunque muchos de nuestros sistemas legales deriven en gran medida de lo que fue, originalmente, la jurisprudencia original de la Ley Romana, han evolucionado de manera diferente en diferentes lugares, incorporando los legados de cada historia nacional. No deberíamos olvidar que las leyes que sobreviven en cualquier Estado no son las que se aprueban en tiempos de guerra o emergencias, sino aquellas que nacen en tiempos de paz. Los sistemas legales de Europa contienen en su interior —y sobre todo en lo que atañe a la asociación civil— el legado de la paz y la fórmula para reestablecerla después de cualquier conflicto. Interferir en su eficacia o eliminar sus cláusulas con decretos que no están a la altura de las profundas bases que las fundamentan, supone poner en peligro la fuente más importante de estabilidad de las comunidades europeas. Y es precisamente esta forma de cómo del proyecto europeo se enfrenta a la ley, donde la «falacia de la planificación» se ha mostrado más destructiva. El common law en Inglaterra funciona de acuerdo a la racionalidad colectiva que Hayek llama «cataláctica»,52 aquella que no es impuesta desde arriba por un organismo ejecutivo, sino que se construye desde abajo mediante el paulatino descubrimiento de soluciones concretas a conflictos humanos reales, para luego derivar de ellas, mediante la doctrina de los precedentes, un sistema de reglas legales. Nuestra ley está vinculada a la soberanía porque incorpora las soluciones que las Cortes ofrecen en nombre de ella; puede esquivar decretos injustos mediante las «doctrinas de equidad», que producen esos maravillosos constructos intelectuales como la confianza, la propiedad ventajosa y los mandatos judiciales que —al parecer de algunos— serían los elementos responsables de la prominencia de Inglaterra en el mundo de las finanzas. Es de mil maneras como el common law se resiste a la dictadura e, incluso, a pesar de que es una regla del common law que las Cortes apliquen todos los estatutos de acuerdo con «la voluntad del Parlamento», son las Cortes, y no el Parlamento, las que discernirán. Además, el enraizamiento en el common law de la voluntad de buscar constantemente soluciones, propicia una respuesta inmediata a las injusticias, volviendo completamente innecesarias las regulaciones «desde arriba hacia abajo». Por ejemplo, la responsabilidad sobre los bienes, administrada en los sistemas continentales por una extensiva regulación era, hasta la entrada en la Unión Europea, regida en la ley inglesa por el caso Donoghue contra Stevenson de 1932: en este caso una persona se enfermó luego de tragarse una babosa que estaba dentro de una ginger beer legalmente producida por una empresa. El caso demostró que el common law no es, como en la ley romana, caveat emptor sino más bien caveat vendor: hace al vendedor responsable de cuidar de sus clientes, a quienes les ofrecerá sus productos. 63
Los poderes legislativos que se le confirieron al Consejo de Ministros mediante el Tratado de Roma no pretendían, al momento de conferirseles, que terminasen generando semejante tal diluvio de decretos, al nivel de convertirse en los responsables de la mayoría de las regulaciones adoptadas por las asambleas y los Parlamentos de los Estados miembros. Sin embargo, eso fue lo que ocurrió y, no debería sorprendernos, el common law no calza estas pseudo-leyes promulgadas de manera mecánica. Va totalmente contra el núcleo de la jurisprudencia inglesa creer que un decreto de Bruselas forma ya parte de la ley de la tierra, incluso antes de ser discutida en el Parlamento o refrendada en las Cortes. Las leyes de los Estados europeos fueron descubiertas, como el common law, en las complejidades de los conflictos sociales, o fueron adoptadas por asambleas electas tras una discusión abierta y después de las deliberaciones públicas de los comités. En todos los sistemas legales nacionales se ha intentado encajar la ley a lo que cada país percibe como sus necesidades sociales, solicitando el consentimiento del pueblo no ley por ley, sino caso a caso, a través del trabajo de las Cortes. Por el contrario, el Consejo de Ministros emite sus decretos después de unas discusiones secretas, basadas en informes y propuestas de los burócratas de la Comisión que, a su vez, se guían por principios que no limitan sus límites legislativos ni están claramente estipulados ni públicamente debatidos. Así, bajo la doctrina de la «competencia compartida», se sostiene que donde la Unión Europea y un Estado miembro tienen el mismo derecho a legislar en relación a cierto ámbito, el derecho del Estado miembro deja de tener validez tan pronto como la Unión Europea decide ejercer su competencia. El problema yace en la propia estructura de la Unión Europea. Las leyes promovidas por una regulación de la Unión Europea no solo son adoptadas por las legislaciones de los Estados miembros, ellas son subsumidas bajo los tratados y por lo tanto se las considera irreversibles. La norma básica de cualquier trabajo legislativo que los errores pueden corregirse está completamente ausente en el proceso legal europeo. Al mismo tiempo, la Corte Europea de Justicia, que se supone dirime acerca de todos los conflictos creados por la legislación europea, se la elige expresamente para avanzar en el proyecto de «una unión todavía más cercana», de manera que, en todos los casos de conflicto en donde se necesita tomar una decisión judicial discrecional o innovar, se inclinará a favor de este principio rector. Esto es, de hecho, requerido por la doctrina de la Unión Europea: demandar una «sincera cooperación mutua» de las instituciones de la Unión. La cualidad de irreversible de las legislaciones de la Unión Europea ya está implícita en el término —el acquis communautaire— que se usa para describirla. Este término denota un cuerpo entero de leyes, políticas y prácticas que han evolucionado en el seno de la Unión Europea; pero se refiere especialmente a esas leyes y procesos en los que el aparato central ha adquirido los poderes previamente ejercidos por los Estados miembros, y que desde ese momento solo 64
serán ejercidos por la Unión. Solo con el Tratado de Maastrich de 1992 la expresión se convirtió en parte de la terminología oficial, pero el acquis llevaba años demostrando que existía. Este es el logro más auténtico y duradero de la Unión, que obliga a los Estados miembros a aceptar todas las medidas centralizadoras previas y las futuras y, al mismo tiempo, excluye implícitamente la repatriación de cualquier poder otorgado a ella. Las leyes escritas, regulaciones y procedimientos del acquis suman ahora más de 170.000 páginas; muy pocos expertos conocen al menos una mínima parte e ir, página a página, examinando las miles de turbias regulaciones y las, frecuentemente malvadas, confiscaciones de autoridad democrática supone asistir a un proceso de intromisión que roza la locura. Esta impresión la tienen tanto los que creen en el proyecto de una «unión todavía más cercana» como los que defienden la subsidiariedad. Casi todo el mundo parece estar de acuerdo en que algo ha ido mal; que se ha puesto en marcha una maquinaria a la que le faltan los dispositivos fundamentales para funcionar adecuadamente. Si miramos hacia atrás, hacia los tiempos de la Revolución Rusa y todos los desastres que salieron de ella, desde la liquidación de los kulaks pasando por el genocidio ucraniano y el pacto nazi-soviético, hasta los estertores finales del Gulag, seguramente nos preguntaremos qué tuvo que pasar para que cada error fuese seguido de uno todavía mayor. La respuesta es sencilla. Al abolir todas las instituciones que obligaban al Partido y a sus miembros a rendir cuentas de sus actos, Lenin destruyó los medios mediante los cuales podían rectificarse los errores. Su Estado unipartidista, gobernado por planes impuestos desde arriba, era una máquina que no recibía ninguna noticia del resultado de sus operaciones y que apenas se puso en marcha ya estaba fuera de control. Algo similar ha pasado en la Unión Europea. Por supuesto, los objetivos son menos innobles y los resultados más benignos, pero la institución carece de medios para rectificar los errores y es muy difícil que las personas que toman las decisiones se hagan responsables por ellas. El acquis es una buena prueba de esto, está siempre creciendo y nada que esté en ella se puede revocar.53 Por idiota que parezca que la Unión Europea asuma una competencia que sería mucho mejor que gestionase cada Estado miembro, ya no hay vuelta atrás. Algunas regulaciones son tan ridículas que pueden provocar las carcajadas de toda la Unión Europea, pero carcajadas que resuenan en el vacío ya que no encuentran respuestas. Un vacio lúgubre yace en el corazón del proceso europeo, un vacío hacia el cual constantemente las personas lanzan preguntas y del que jamás aflora ninguna respuesta. Las leyes que, una vez aceptadas, quedan registradas en un tratado son muy diferentes a las que salen luego de pasar por una asamblea legislativa corriente. Cuando una asamblea nacional aprueba una mala ley, la próxima asamblea puede corregirla. No existe un procedimiento diferente para deshacer 65
más que rehacer el proceso que lo generó. Pero la peculiar naturaleza de la ley europea prohíbe este simple proceso de rectificación. Cuando se aprueba una ley se la retira de toda esfera de discusión amparada por los Tratados de la Unión. Como ningún Estado miembro tiene la energia para cuestionar esos Tratados por la aparición de pequeñas regulaciones o costos financieros grandes pero abordables, las malas leyes permanecen en los libros, enterradas en las 170.000 páginas del acquis communautaire. Estas leyes, que atan las manos de los Estados europeos están erosionando la competitividad de Europa en el mundo y han terminado por llevar el proceso legislativo al descrédito. En algún momento el hábito de desobedecer se volverá tan común entre los europeos que obedecerán a la Comisión Europea tanto como ella rinde cuentas respecto de la responsabilidad de sus decisiones. Cuando eso suceda la Unión Europea habrá llegado a su final, pero antes de que llegue ese momento es posible que se haya producido ya el colapso que tantos especialistas ya han predicho. Sería una política mucho más inteligente escuchar ahora mismo a los pesimistas y abandonar los planes para conseguir una «unión todavía más cercana». Como lo ilustró Lenin, la peor forma de gobierno no es la que comete más errores, sino la que, mientras los comete, es incapaz de corregirlos. Cuando los poderes del gobierno están bien divididos y cuando los políticos que representan la soberanía pueden ser expulsados mediante el voto, los errores pueden encontrar remedio. Pero supongamos que las instituciones de gobierno funcionasen de manera que la concentración de poder fuese irreversible de manera que las competencias adquiridas por el ente rector no pudiesen ser devueltas nunca. Supongamos también que quienes gobiernan no puedan ser echados por una votación popular, se reúnen en secreto y no ofrecen minuta alguna que informe cómo tomaron las decisiones. ¿Es posible que, en tales circunstancias, se dieran las condiciones en las que los errores pudiesen rectificarse o apenas confesarse? Si observamos los pronunciamientos públicos de la Comisión Europea trataremos en vano de buscar algún indicio de contrición o arrepentimiento. Después del rechazo que los franceses y holandeses manifestaron en referéndum al Tratado Constitucional, la Unión Europea y el gobierno de Francia abrieron varios sitios web diseñados para demostrar que desde el principio se había consultado a los ciudadanos sobre todas sus decisiones. Pero esas webs son un manantial inagotable de propaganda ajustada al «eurolenguaje» que funciona con la misma clase de hermetismo inexpresable que Orwell aplicó a su «neolenguaje». El voto negativo del pueblo irlandés al Tratado de Lisboa implica una petición de reponer el voto popular de vuelta. Si analizamos los tratados de la Unión Europea y la propaganda que los envuelve, solo encontraremos imperativos, esquemas temporales, declaraciones sobre lo que debe lograrse y cuándo, y prácticamente ninguna llamada a la consideración popular y al debate público. En resumen, la Unión Europea no tiene un plan B ni 66
se ha provisto de un sistema para revertir las decisiones que toma. No hay manera legal de darle voz al «nosotros» para frenar el torrente de decretos que proceden de un «yo» colectivo enloquecido. La «falacia de la planificación» conduce a otra: la dispersión de los problemas. Para avanzar hacia nuestro objetivo colectivo debemos enfocar cada asunto desde el mismo punto central: si surge un problema lo resolvemos promulgando una regulación. Pero solucionar un problema causa otros problemas que como pertenecen a otro ámbito o al futuro no son considerados por la máquina legislativa. Además, nada de lo que el plan autorice puede ser revertido. Así es como nos endosan la Directriz de Unión Europea para el Equipamiento de Protección Personal 89/696, que exige que las botas Wellington se vendan con un manual de usuario de 24 páginas en diez idiomas, dando consejos sobre sus riesgos, las condiciones para guardarlas, su esperanza de vida, las maneras de lavarlas, y nos informa de su resistencia a la electricidad, climas fríos y al aceite (aunque no al agua). También aconseja a los usuarios probarse las botas antes de utilizarlas e, incluso, se nos informa de la cantidad de energía que pueden absorber. Los productores de las botas deben probarlas dos veces al mes en laboratorios homologados por la UE para atestiguar que cumplen con los estándares. Y así podríamos seguir. Esta idea de gobernar «desde arriba hacia abajo» implica que los instrumentos legales, ya sean regulaciones, decisiones o directrices, sean preparadas por un ejército de burócratas que trabajan en el interior de la Comisión Europea y no por los representantes electos de cada pueblo. Estos burócratas no sufren ninguna penalización por sus errores, son unos desconocidos y los ciudadanos que sufren sus decisiones no pueden echarlos de sus cargos. Su negocio es regular; si alguna vez se decidiera que no se necesitan más regulaciones ya no los necesitaríamos más que para supervisar los decretos ya establecidos. De este modo, siguiendo la lógica de la Ley de Parkinson — confirmada por la teoría de la Elección Pública que describe la búsqueda de rentas por medio de regulaciones o posiciones de privilegio—, 54 los burócratas buscan expandir el alcance y el número de sus productos tanto como sea posible, y de aumentar el número de ayudantes que le contribuya en esta tarea. La imparable naturaleza de la regulación europea se refuerza por dos factores más. El primero, la ausencia de cualquier limitación constitucional sobre qué puede o no puede ser objeto de regulación. Muchos asuntos fundamentales para la identidad de la cultura local y nacional de Europa ya han sido objeto de regulación central y la máquina legislativa es tal que el escrutinio de los parlamentos nacionales pueda que sea completamente ineficaz a la hora de evitar que la regulación salga adelante. Un caso ejemplar es la abolición de los pesos y medidas tradicionales británicos mediante un decreto desde Bruselas. Costumbres fundamentales de las transacciones del día a día, de la historia y de la cultura del 67
pueblo británico, fueron abolidas sin titubeos por burócratas que no escucharon ninguna protesta, ya que escuchar protestas no forma parte de su trabajo. Es así como también, desde el 2010 va a prohibirse el comercio de bienes que no utilicen medidas métricas en la Unión Europea. Esta regulación hará imposible a las marcas británicas comerciar con sus productos en muchos países angloparlantes (Estados Unidos, por ejemplo) donde funcionan todavía las medidas imperiales, a no ser que las empaqueten en formatos separados, lo que supondría un costo imposible de asumir para muchos negocios pequeños y una afrenta impertinente a las costumbres consolidadas en la historia nacional. De manera similar, las medidas «sanitarias y de seguridad» han destruido los mercados locales, han esparcido plásticos no degradables por todo el medio ambiente y han impedido que los pequeños agricultores de Rumania pudiesen vender sus propios productos en las puertas de sus campos porque las regulaciones de la Unión Europea insisten en que los productos agrícolas solo se pueden vender empaquetados (si esta última regulación fuese seguida al pie de la letra, supondría el final de la agricultura tradicional rumana y el sometimiento de ese todavía hermosísimo entorno rural a la agroindustria. Un triste hecho para los campesinos, que fueron la espina dorsal del país en los años de Ceauşescu y también el objetivo de sus demenciales y diabólicas aplicaciones de la «falacia de la planificación»). En cualquiera de sus formas la planificación tiene una peligrosa tendencia a ignorar cómo, por culpa de la ley de las consecuencias no intencionadas, la solución a un problema puede ser el inicio de otro. En una legislatura electa y responsable, con comités abiertos y transparentes, y un escrutinio completo y transmitido por la prensa, las voces externas a la cámara pueden advertir acerca de los efectos colaterales de una ley y exigir que se tomen en cuenta. Esto no ocurre cuando las regulaciones se imponen siguiendo un plan. Dos ejemplos de largo alcance nos servirán para ilustrar lo que quiero decir. Desde 1996 la Unión Europea ha emitido varias directrices respecto de la calidad del aire, limitando el tamaño y la cantidad de las partículas de polvo que pueden haber en él. Estas directrices, integradas en la ley holandesa en el 2001, requieren concentraciones de polvo tan bajas que no se pueden cumplir en un país tan densamente poblado como Holanda, donde, en cualquier caso, la sal marina y las nubes de suciedad constituyen en 55 por ciento del polvo contenido en la atmósfera y donde los dos tercios del restante viene desde el exterior en corrientes de aire. Pero nada de esto importa, la ley es una realidad y ha detenido toda clase de proyectos arquitectónicos, desde carreteras y parques industriales, hasta viviendas en el centro de Amsterdam, ya que los niveles de polvo ambiental sobrepasan los permitidos en zonas donde viven y trabajan personas. Estudios epidemiológicos indican que, gracias al polvo atmosférico, «la esperanza de vida de miles de personas puede reducirse como máximo de unos pocos días a unos pocos meses». Pese a esto, el Comisionado Medioambiental, Stavros Dimas, insiste en 68
llevar a cabo regulaciones más restrictivas, que deben ponerse en marcha entre 2010 y 2015, con el argumento de que un retraso en la consecución de los objetivos «sería estar jugando con la vida de las personas». El hecho de que jugar con la vida de las personas pueda ser no construir sus viviendas o no generar la industria necesaria para emplearlos, parece no ser un problema: esos problemas tienen que ver con otro departamento, y la esencia de la regulación burocrática es actuar de problema a problema, sin atender al conjunto, y sin que se le pueda exigir una responsabilidad. El segundo ejemplo tiene que ver con la directriz europea emitida en respuesta al leve riesgo que existe de que animales enfermos entren en la cadena de la comida humana y que obliga a que todas las matanzas se hagan en presencia de un veterinario cualificado, que debe inspeccionar a cada animal en cuanto llega al matadero. No hay evidencia de que la presencia de un veterinario, en circunstancias normales, sea necesaria ni efectiva (no soluciona el problema cuando los animales llegan ya infectados al matadero). Sin embargo, la directriz fue emitida y promulgada en la ley británica, con consecuencias desastrosas. El título de veterinario no es fácil de obtener en Gran Bretaña, por lo que los veterinarios piden altísimos precios para estar ahí. Pequeños mataderos en todo el país se vieron, por lo tanto, forzados a cerrar, porque sus márgenes de utilidad son tan estrechos como sus campos. El efecto de esta directriz en la agricultura, en la vida económica y social de las comunidades agricultoras, y en la viabilidad de los pequeños campos ha sido devastador. En lugar de viajar quince minutos para llegar a un matadero local, los rebaños deben ahora viajar tres o cuatro horas hasta una gran planta de procesamiento que disfrute de la presencia de un veterinario permanente. Los ganaderos orgullosos de sus animales y que se han ocupado de ellos durante dos o más inviernos se sienten incómodos al tener que separarse así de ellos y los animales sufren enormemente. Este daño a la relación entre el ganadero y su ganado tiene efectos adversos incluso sobre el paisaje. En cuanto es incapaz de responsabilizarse por la vida y la muerte de sus animales, el ganadero deja de ver el interés en un negocio del que saca tan poco provecho económico. Los pequeños campos que dieron personalidad al paisaje inglés están ahora desapareciendo y siendo reemplazadas por agroindustrias o centros de equitación sin estética, y ha sido la Unión Europea la que ha contribuido a este declive de manera nada desdeñable. Como si estos costos a largo plazo no fueran suficientemente malos, los británicos han tenido también que soportar el costo a corto plazo de la fiebre aftosa, que en el pasado habría sido contenida sin problemas en la localidad donde hubiese aparecido. En su última aparición, la enfermedad fue difundida por todo el país debido al traslado de animales a diferentes mataderos. El resultado fue la ruina, no temporal sino total, de la ganadería. 69
Políticos elegidos por elecciones habrían tomado en cuenta no solo el pequeño riesgo provocado por semejante directriz, sino que también los enormes riesgos para la comunidad de agricultores y ganaderos de que desaparezcan los mataderos locales y para los animales al hacerlos viajar mucho, habrían tomado en cuenta la industria de la producción a pequeña escala de alimentos y las ferias de carne, y así podríamos seguir. Y tendrían un importante motivo para pensar acerca de todo esto: su deseo de ser reelegidos. Como seres racionales reconocerían que los riesgos no surgen de átomos individuales, sino que de organismos complejos formados por el constante flujo de eventos. Y sabrían, en el fondo de sus corazones, que no hay práctica más arriesgada que dispersar los riesgos para olvidarlos. Incluso los burócratas, en su vida privada, harían lo mismo. Ellos también son seres racionales y saben que los riesgos deben ser asumidos y sopesados a diario. Sin embargo, cuando los burócratas legislan para otras personas y no sufren ningún costo personal cuando se equivocan, inevitablemente, al descubrir un problema, lo aíslan y buscan un principio único y absoluto para resolverlo. Frente a regulaciones absurdas e intrusivas, es normal y entendible una reacción demandando mayor «responsabilidad» a quienes las hicieron y a quienes empujan constantemente hacia el viaje sin destino significan y tienen como lema estos documentos oficiales. Y claro, si pudiéramos exigir responsabilidades sobre cada aspecto del proceso europeo, muchas de las justificadas quejas de los europeos tendrían respuesta. Pero ¿qué es la responsabilidad y quién la tiene? Un oficial es responsable de sus acciones de servicio solo si quienes a los que sirve pueden reaccionar frente a sus abusos. Y es esto lo que precisamente les falta a las instituciones europeas, levantadas a una velocidad perentoria y sin haberse preocupado de conseguir su aceptación popular. Un excelente ejemplo es la propia Comisión: ningún contador ha sido capaz de aprobar cuentas de ella sin reservas durante los últimos doce años; la evidencia de corrupción masiva y negligencia es impresionante y el descontento popular al respecto es constantemente recordado en la prensa. Sin embargo, la consecuencia de esto ha sido censurar a un contador y perseguir a los «soplones» que se han atrevido a dar información sobre la Comisión fuera de sus muros fortificados. Es cierto que apenas explotó el escándalo todos los comisionados dimitieron. Sin embargo, luego de un tiempo volvieron a designarse, ya que tanto la dimisión como el nombramiento eran cuestiones que dependían de ellos y los ciudadanos no tenían ni voz ni voto en el asunto. Este episodio, que a simple vista podría parecer la prueba de que los comisionados son, de algún modo, responsables, es de hecho la prueba evidente de lo contrario: nadie los controla salvo ellos mismos. En la raíz de la «falacia de la planificación» está el problema identificado hace dos milenios por Juvenal: ¿quis custodie ipsos custodes? 70
Y aquí nos damos cuenta de por qué el llamado «déficit democrático» de las instituciones europeas es un rasgo que forma parte de su misma construcción. Las instituciones se crearon de manera que podían recibir influencias desde abajo, pero solo podían ser controladas desde arriba. La responsabilidad, por el contrario, presupone influencia desde arriba y que se controle desde abajo: que el control lo ejerzan las personas cuyos intereses son buscados y quienes tienen la última palabra para expulsar a quienes no estén haciéndolo por ellos. La auténtica subsidiariedad significa que todos quienes delegan parte de sus poderes a alguna Corte superior o Parlamento, retengan la capacidad de expulsar a quienes abusan del poder concedido. Esta facultad está presupuesta en la idea moderna de ciudadanía, donde los poderes gubernamentales han sido conferidos gracias al consentimiento de los ciudadanos, y un consentimiento que puede reversarse en la siguiente elección. Esta clase de control desde abajo (que es lo que entendemos, o deberíamos entender, por democracia) no se logra fácilmente y en Europa solo se alcanzó al final de un largo y doloroso proceso de construcciones nacionales. El Estado-Nación ofrecía a sus miembros una lealtad común y una manera de comprender su unidad que hizo que el proyecto de elegir y echar a sus representantes se volviese entendible para el ciudadano corriente. Gracias a la lealtad nacional los ciudadanos fueron capaces de situar su religión, su familia y sus redes personales como base de la política, y a hacer causa común con gente desconocida para elegir a su gobierno. Fueron capaces de adquirir la extraña costumbre —desconocida en la mayor parte del planeta— de considerar que personas despreciables y por quienes nunca votarían, tenían igual el derecho a gobernar. Unidos por la nacionalidad y confiando en el proceso político que otorgaba el control último a los ciudadanos, los miembros del Estado-Nación han sido capaces de crear instituciones que mantienen a sus líderes y representantes sujetos a rendir cuentas por cualquier cosa que afecte al interés común. El EstadoNación es la expresión no planeada y el resultado de un proceso consensuado. Por eso ofende tanto a las personas que viven de un plan. Me he concentrado largamente en la Unión Europea ya que es un claro ejemplo del hecho de que, a nivel social el resultado de un plan nunca puede ser previsto, y de que la persecución del plan trae consigo una especie de voluntaria ceguera a la realidad. Pero, ¿cuál es la alternativa cuando las sociedades entran en los conflictivos y catastróficos períodos como los que destruyeron la paz europea? Seguramente, en ese caso, lo más razonable sería apuntar a un orden social basado en restricciones y no en objetivos. En este contexto los pensadores medievales escribieron sobre la «ley natural»: son las restricciones que a todos nos guían siempre y cuando permitamos a la voz de la razón resonar en nuestros asuntos, y estemos preparados para renunciar a nuestros objetivos en obediencia a ella. Hugo Grocio confiaba en convertir esta ley natural en un sistema de jurisdicción internacional que llevaría toda beligerancia a desaparecer al 71
proveernos de un estándar internacional para regir los asuntos entre países, facultándolos para resolver sus disputas de manera pacífica. Kant reformuló la idea en los términos de su «imperativo categórico», que no nos dice a qué deberíamos apuntar, sino solo que debemos evitar. Debemos actuar basándonos en «la máxima de una ley universal» —esta regla kantiana es el equivalente a la «regla dorada», judía y cristiana, que nos dice que tratemos al resto como nos gustaría que nos tratasen a nosotros—. El imperativo categórico nos proporciona un test por el que nuestros principios y objetivos han de pasar antes de adoptarlos. No determina qué principios y objetivos deben ser esos, pero establece las restricciones y las barreras que deben enmarcar nuestro camino hacia ellos. Así se establecen los fundamentos de la cooperación entre los seres libres y racionales, y nos aseguramos que, al actuar jun tos, nadie quedará subordinado a la actitud del «yo» de ninguna persona o grupo particular, sino que siempre obrará siguiendo la actitud del «nosotros». La existencia pacífica en una sociedad de extraños nunca se consigue mediante un propósito común o un plan comprehensivo, sino a par tir de las restricciones «laterales» que protegen a cada persona de los propósitos y planes de los demás. Esto mismo es válido para los problemas entre países, que coexisten pacíficamente cuando obedecen las restricciones de la ley internacional. La coexistencia pacífica no está, sin embargo, asegurada por un propósito común o un plan comprehensivo, y si hoy tenemos paz en Europa no es gracias a ningún plan sino a pesar de él. A esto se refería Burke, aunque en términos algo distintos, cuando atacó el pensamiento que se agitaba detrás de la Revolución Francesa. Los revolucionarios, argumentaba Burke, se guiaron por una «doctrina armada» que anteponían para justificar todas sus acciones destructivas. Todo estaba subordinado al gran plan, al establecimiento de una sociedad donde reinase la «libertad, la igualdad y la fraternidad»; unos objetivos cuya increíble vaguedad sirvieron para ocultar la profunda contradicción existente entre ellos. Si las personas tienen libertad, la utilizarán a su manera, lo que conducirá a la desigualdad. Si las personas tienen que ser iguales entonces es imprescindible suprimir su libertad. Ante esta disyuntiva los revolucionarios optaron por abolir la libertad y establecieron una nueva desigualdad: la que dividía al país entre quienes tenían poder político (y que eran los amos) y quienes no lo tenían (y que se convirtieron en sus esclavos). Burke vio en esto la consecuencia inevitable de todo énfasis revolucionario puesto en la razón, entendida como la persecución racional de un plan supremo y transversal. En lugar de esta razón, Burke defendía la tradición, que él entendía como una forma de racionalidad que se manifestaba en soluciones que perduraban en el tiempo, que se han alcanzado luego de ensayos, errores y consensos a lo largo del tiempo, y gracias a la cooperación entre los individuos. La «razón» de los revolucionarios era la voz de un «yo» colectivo que se oponía a la tradición del «nosotros». 72
La tradición no forma parte de un plan de acción, pero aflora desde la cooperación social a través del tiempo. Esta clase de tradición se apoya en las restricciones morales de las del tipo de la «ley natural», restricciones dentro de las cuales la colaboración entre extraños para su propio beneficio es posible. Como en el caso del mercado, estas restricciones producen un beneficio que es en parte epistémico: nos ofrecen conocimientos que han superado la prueba del tiempo y que permiten solucionar conflictos y reestablecer los equilibrios sociales después de cualquier disturbio local. Siguiendo reglas y costumbres tradicionales nos proveemos de un conocimiento práctico que será especialmente útil al aventuranos en lo impredecible; es el conocimiento necesario para saber cómo comportarnos con los demás y para asegurarnos su cooperación al momento de buscar nuestros objetivos. Para decirlo de otro modo, la tradición (y el common law como un reflejo fundamental de ella) condensa en ella los frutos de una larga historia de experiencia humana: nos provee de un conocimiento que no puede contenerse en una fórmula ni puede ser confinado en una única cabeza humana, sino que está disperso en el tiempo, en la experiencia histórica de una comunidad que evoluciona. Así como los precios de mercado condensan en ellos la información que está dispersa en la sociedad contemporánea, las leyes condensan la información que está dispersa en el pasado. Para expresar las ideas de Burke en un lenguaje moderno y alejado de la majestuosidad del tiempo al que pertenecen: el conocimiento que necesitamos ante las situaciones imprevistas que nos plantea la vida humana no está contenido ni puede derivarse del conocimiento de una sola persona, ni puede ser deducido a priori de las leyes universales. Este conocimiento nos es legado por la costumbre, las instituciones y los hábitos de pensamiento que se han ido formando a través de generaciones, gracias al ensayo y al error no planificado de personas, muchas de las cuales han muerto en el proceso. Y esto me lleva nuevamente, como conclusión, a la teoría austríaca del mercado teo rizada por Hayek. En ella está implícita la idea de que el libre intercambio y las costumbres pueden justificarse exactamente en los mismos términos. Ambas son indispensables síntesis del conocimiento social que necesitamos, uno operando sincrónicamente y el otro diacrónicamente para traer al presente las experiencias de muchísimos e indeterminados otros, y respaldarnos en las decisiones que hemos de tomar, aquí y ahora. Hayek califica el libre mercado como parte de un orden espontáneo más amplio apoyado en el libre intercambio de bienes, ideas e intereses —el «juego de la catalaxia», le llama—. Pero a este juego se juega a través del tiempo y, adaptándolo al pensamiento de Burke, los muertos y los que aún no han nacido también son jugadores, que se manifiestan mediante las tradiciones, las instituciones y las leyes. Quienes creen que el orden social requiere que el mercado se restrinja 73
están en lo cierto, pero en un verdadero orden espontáneo las restricciones ya están ahí, en forma de costumbres, leyes y moral. Si estas cosas tan beneficiosas decaen, entonces no habrá manera, de acuerdo a Hayek, de que la legislación pueda reemplazarlas, porque o aparecen espontáneamente o no aparecen. Y la imposición de decretos para conseguir una «buena sociedad» destruye lo que queda de la sabiduría acumulada que es la única que puede hacer posible una sociedad así. No es, por tanto, sorprendente que los pensadores conservadores británicos Hume, Smith, Burke y Oakeshott no vieran tensiones entre la defensa del libre mercado y la visión tradicional del orden social, ya que todos ellos pusieron sus esperanzas en los límites espontáneos que el consenso moral de la comunidad aplica a los mercados. Quizás este consenso se esté rompiendo y quizás sea en parte como resultado de la interferencia estatal y es claramente improbable que podamos repararlo con ella. Es precisamente el éxito de la «falacia de la planificación» levantando enormes maquinarias de poder e influencia, corriendo descontroladamente hacia el futuro, lo que ha conducido a la erosión de un consenso que situaba un genuino «nosotros» en el centro de la política.
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VII. LA FALACIA DEL ESPÍRITU EN MOVIMIENTO Alabé antes a Hegel por su reconocimiento res pecto de la libertad como un don que es natural, sino que un artefacto construido por nosotros gracias a nuestra sociabilidad común. Pero Hegel legó al mundo —sin haber pretendido hacerlo— una manera de pensar que es tan falaz como aquellas que él atacaba, y que ha tenido una profunda influencia en los incautos entusiasmos que han puesto nuestro mundo «patas arriba» en el último siglo. Esta forma de pensar sostiene que la historia exhibe un desarrollo continuo, un desarrollo que corre en paralelo al desarrollo espiritual del individuo hacia la plena auto-conciencia y al desarrollo de la sociedad hacia la constitución de un Estado objetivo y gobernado por leyes. Cada período histórico, según los hegelianos, supone un estadio en el desarrollo espiritual de la humanidad; un particular «espiritu del tiempo» o Zeitgeist, que aparece como común denominador de todos los productos culturales contemporáneos y que, al ser intrínsecamente dinámico, transforma todo lo que hereda y para luego desaparecer cuando termina su proceso. La filosofía histórica de Hegel era un intento de dar sentido a un sorprendente y misterioso fenómeno: el avance de las sociedades occidentales y la emergencia gradual de individuos libres como foco y raison d'être del Estado moderno. 55 Mucho de lo que escribió fueron descabelladas especulaciones, pero mucho más fueron reales conocimientos y templados análisis. El problema radica en el concepto de Zeitgeist que, en Hegel, se conecta con una sutil teoría de procesos temporales y la «objetivación» (Entäusserung) del espíritu colectivo. En las manos de pensadores menos sutiles la idea del «espíritu del tiempo» se vulgarizó hasta convertirse en un arma retórica con la que justificar cualquier innovación en todo ámbito, y con la que racionalizar todo el repudio al pasado. El Zeitgeist es la raíz conceptual de la filosofía del progreso y ha tenido un impacto en la vida política e intelectual moderna en un nivel bastante desproporcionado considerando su plausibilidad. Ha levantado una falacia interesante, cuyos resultados se pueden observar por todas partes en la vida política e intelectual del mundo moderno. Llamo a esta falacia como la del «espíritu en movimiento»: la falacia de asimilar todo lo que está pasando en el mundo que habitas, incluidos tus propios proyectos, al «espiritu de los tiempos». Incurres en la «falacia del espíritu en movimiento» cada vez que interpretas las acciones libres de los individuos como una consecuencia necesaria de los tiempos en que vivimos. No solo es una falacia porque niega la libertad humana, también lo es por dos razones más. Primero, porque aplica una metodología para entregarle un sentido hoy y en el futuro, al pasado. Segundo, porque implica una comprensión del progreso derivada de la ciencia a la generalidad de la cultura humana. 75
La «falacia del espíritu en movimiento», en su manera más habitual, se deja notar en la historia del arte hegeliana. A partir de la filosofía de la historia de Hegel y de sus textos póstumos sobre estética, emergió un influyente movimiento en las universidades de habla alemana que periodizaron la cultura occidental. Grandes pensadores como Jakob Burckhardt y su pupilo Heinrich Wölfflin intentaron comprender la civilización europea como una sucesión de movimientos en el mundo de las ideas, cada uno de los cuales imponía sobre su tiempo correspondiente, una cierta unidad de perspectiva y una inspiración para el arte y la literatura. Así fue como Wölfflin intentó dar sentido al arte y la arquitectura de la Europa del siglo XVII, que vivió una rápida transformación de la gramática clásica y las sólidas y terrenales formas del Renacimiento, hacia las danzantes y paradisíacas iglesias de Borromini, las gesticulantes esculturas de Bernini y los dramáticamente oscuros cuadros de Rubens y Caravaggio. A Wölfflin le parecía que esta transición de formas cívicas hacia dramas personales podía encontrarse en la pintura, es cultura y arquitectura de la mitad del siglo XVII, y no solo en Italia, sino que también en Francia y Alemania. Tal como Burckhardt había justificado la idea del Renacimiento mostrando cómo sus principios fueron desplegados por todas las artes y ciencias del siglo XV italiano, Wölfflin se propuso apuntalar la idea del Barroco mediante una síntesis similar de todas las esferas relevantes de la expresión cultural. 56 Así fue inventada la categoría del Barroco que, por su amplitud y generalidad, nos ha sido útil en el valioso propósito de facilitarnos, a nosotros, que miramos siempre hacia atrás desde nuestra posición de ventaja, sabedores de lo que vino después y lo que hubo antes, a darle sentido a todo el periodo. Wölfflin conectó el Barroco con la Contrarreforma religiosa y con los grandes conflictos políticos y religiosos que estaban fragmentando la Europa de la época. Era consciente de que estaba siendo influido por la filosofía de Hegel al creer que cada civilización avanza periodo a periodo, como un organismo que pasa de un estadio de desarrollo a otro durante su ciclo de vida. Tan influyente fue este método de periodización que ahora el término «Barroco» se aplica hoy a todo lo que pasó en el mundo de la cultura europea durante el siglo XVII e inicios del XVIII, de manera que, por ejemplo, a Milton se le considera un poeta barroco. De hecho, la categoría de Barroco se ha establecido en la musicología como una etiqueta bajo la que pueden reunirse a Vivaldi, Bach y Couperin como sucesores de la polifonía del Renacimiento y como precursores del «estilo clásico». Un estilo que durante un tiempo fue también llamado Rococó considerando que en la música, tanto como en la arquitectura, era el sucesor del Barroco con la misma lógica inexorable según la cual un Zeitgesit colectivo es sustituido por el siguiente. Está muy claro que esta manera de pensar sobre el arte y cultura resulta útil al enfatizar las conexiones y unidades entre las diversas formas artísticas, pero también es pródiga en establecer conexiones forzosas. Es claro también de que 76
es esencialmente una forma retrospectiva de pensamiento. Depende desde el punto de vista desde donde se mire el pasado, el cómo se pueda ver formado por diferentes altitudes, profundidades y fronteras cuyas sombras y continuidades solo se pueden percibir desde una distancia suficiente. Esto consiste en ordenar diversos y muchas veces conflictivos sucesos en función de intereses actuales en teorías que serían incomprensibles para los habitantes de aquel pasado; y presupone que esta perspectiva histórica solo es accesible para los estudiosos que se consideren a sí mismos como «posteriores» a sus objetos de análisis. Suponer que puedes mirar el tiempo presente con este esquema mental, que puedes explorar «lo que el Zeitgeist necesita hoy», e incluso proyectar esa exploración hacia un futuro incognoscible, es incurrir en una peligrosa falacia; peligrosa porque supone limitar tu libertad y considerar lo que es enteramente accidental como si fuese algo del espectro de la necesidad. Para decirlo de otra manera: la periodización del tipo que se aplica a la historia del arte no es el primer paso hacia una teoría científica. No se podrán encontrar «leyes de movimiento» universales aplicables a todas las culturas, pese a que Hegel estaba convencido que dichas leyes podían descubrirse. Es un ejercicio que el filósofo kantiano Willhelm Dilthey llamó Verstehen, y que nosotros podríamos denominar «entendimiento humano», la clase de entendimiento que empleamos los unos con los otros mediante el diálogo razonado. Es una clase de entendimiento que respeta la libertad del objeto que estudia. Sin embargo, al encontrarse dirigido hacia el pasado y al subrayar su carácter histórico, sus hallazgos adquieren un aire de incuestionabilidad. Después de todo, el pasado ha pasado; no puede ser cambiado. Y si avanzamos rápidamente hacia el presente con nuestros anteojos de historiadores pegados a la cara, nos sentimos inducidos a pensar exactamente igual cuando se trata del ahora: que todo lo que hacemos lo hacemos de manera inevitable, obedeciendo al movimiento de un espíritu que nos arrastra a todos. Esta falacia es agravada por el mito del «progreso». En la esfera de los avances científicos es innegable que hay progreso: es decir, cada generación se construye partiendo del conocimiento adquirido por su predecesora y uno a uno los secretos del universo son desvelados y explotados. Por supuesto que no hay ninguna razón para asegurar que este proceso vaya a seguir así para siempre, y es bastante posible imaginar que un día las instituciones educativas dejen de explicar con claridad los avances científicos para el común de las personas. Pero dejando de lado estas eventualidades, está en la naturaleza de la ciencia progresar y que este progreso se traduzca en logros tecnológicos que en su debido momento influyen sobre las condiciones y expectativas sociales de la gente. Por otro lado, es una falacia creer que esta clase de progreso existe en las esferas donde no se construye en base a acumulaciones previas de conocimiento. 77
Es cuestionable, por ejemplo, creer que hay un continuo progreso moral avanzando a la misma velocidad que el científico; y aún más cuestionable es creer que hay un progreso artístico o espiritual en paralelo. Ningún poeta desde Homero lo ha superado, y en las artes, en el pensamiento religioso y en la especulación filosófica, es tan fácil encontrar tanto una mejora como un empeoramiento de una generación a otra. Incluso la alta cultura, que contiene una clase de conocimiento, no maneja la clase de conocimiento que se acumula de manera lineal y ordenada. Es una especie de sabiduría, no experiencia, acerca de concepción imaginaria de la condición humana, antes que la búsqueda científica de teorías que expliquen esa condición. Hay un lugar, sin embargo, donde la confianza en el progreso se filtra hacia un territorio venenoso: la política. Las instituciones políticas, legales y administrativas están cambiando constantemente para responder a los intereses y a los argumentos de quienes están sujetos a ellas. Y en algunos lugares y épocas estos cambios han parecido progresivos: la emancipación avanzó paso a paso mientras que los poderes monárquicos y eclesiásticos se retiraban, empujados por la corriente de la soberanía popular. Esta es una historia que puede narrarse de muchas maneras y no es mi propósito en este libro dar cuenta de ello, solo mencionar que el punto es que así como hay muchos aspectos del orden político que admiten cambios progresivos, no todo cambio es positivo, y ningún cambio progresivo ocurre sin que antes se establezca un intrincado acuerdo y un equilibrio entre diversos intereses que se confrontan. La emancipación política del sujeto ordinario y la transición de sujeto a ciudadano, ciertamente ocurrió en el Estados Unidos del siglo XVIII. Fue proclamado por la Revolución Francesa, pero también bloqueado por ella. Y los progresos vigentes en todo el mundo durante el siglo XIX sufrieron un abrupto final en la Rusia de 1917, en Alemania veinte años después y en el este de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. De ningún modo puede afirmase que este proceso de emancipación fuese inevitable ni que haya sido dirigido por los inexorables cambios que provoca el Zeitgeist, ni tampoco que ha sido articulado por la lógica dialéctica —la lógica de sucesivas preguntas y respuestas— que los hegelianos pretenden ver en los movimientos históricos. Hay pensadores como Francis Fukuyama que ven desde la Ilustración un progreso continuo en las relaciones de poder y subordinación que culminará en un respeto e igualdad homogénea que supondrá el «fin de la historia».57 Pero la tesis solo parece plausible si nos concentramos en un estrecho rango de ejemplos y solo si ignoramos cómo muchas veces la igualdad de respeto se ha conseguido, precisamente, prescindiendo del respeto. Reconozcamos al menos que el progreso en la esfera política es tan incierto como discutible. Cambios ocurren —a veces de peor a mejor, a veces de mejor a peor—, pero es solo de forma retrospectiva, a la luz de la historia social y cultural, que podemos hablar de un Zeitgeist involucrado en este u otro suceso a 78
través del cambio o desarrollo. Llegó un momento, a mediados el siglo XIX, cuando la idea del progreso empezó a reinar en política, y cuando los descubrimientos científicos estaban destruyendo todas las creencias establecidas y aumentando extraordinariamente las capacidades humanas, que se volvió popular la idea según la cual habiamos entrado en una nueva era: la modernidad. Éste fue el momento en que la «falacia del espíritu en movimiento» empezó a proliferarse. En todo ámbito se sostenía que debíamos mantenernos comprometidos con el espíritu de los tiempos y que defender las viejas costumbres, los viejos valores o las viejas prácticas, ya fuese en política, en las relaciones sociales o en la expresión artística, era simplemente comportarse como «reaccionario», era ser incapaz de entender de las leyes del desarrollo histórico y rechazar el «nuevo amanecer» que aparecía frente a nuestros ojos. Éste era el mensaje político y moral que transmitían los utilitaristas británicos, los positivistas franceses y saint-simonianos y las juventudes hegelianas. Sería justo decir que la creencia en un espíritu en movimiento mediante el cual la humanidad desarrollaría un siempre creciente conocimiento, competencia y dominio sobre la naturaleza, se convirtió, durante el siglo XIX, en la superstición dominante, y una superstición que tuvo unas consecuencias particularmente devastadoras en Rusia, como nos informó, entre otros, Dostoyevski. Y la superstición ha sobrevivido hasta nuestros tiempos en las panaceas de los utópicos, en la temeraria retórica de los globalizadores y en el futurismo sin escrúpulos de los transhumanistas. La falacia aquí subyacente de mirar retrospectivamente lo que todavía no ha ocurrido se convirtió en parte integral del pensamiento progresista no solo político, sino también artístico. El resultado es una paradoja: creer en fuerzas históricas que nos liberan, pero mediante leyes que nos atan. Esta paradoja es familiar desde Lenin y Mao, quienes nos exhortaron constantemente a hacer en libertad lo que ellos consideraban estábamos obligados a hacer. Igualmente familiar es lo destructivo del resultado de cuando las personas creen que están excusadas, por las «leyes del movimiento» histórico, de no poder evitar hacer lo que están haciendo. Más interesante para nosotros hoy en día es, sin embargo, el efecto que tiene esta falacia en la práctica del arte y la arquitectura. Durante más de un siglo la ortodoxia ha sido dar por hecho que las obras artísticas debían ser nuevos puntos de partida: no solo debían ser originales sino también debían ofrecer, de alguna manera, un reto, sacudir y desafiar de quienquiera se le cruzase. Que los críticos se equivocaron al rechazar a Manet y al arte abstracto es obvio, pero estos episodios se pueden considerar como aberraciones. En la mayoría de los casos las obras de arte nuevas y originales reciben un justo aprecio por parte del público; pensemos en las masas reunidas en el funeral de Beethoven, o en las recepciones de T. S. Eliot, Henry Moore y Picasso. No es normal para un artista ser exitoso siendo escandaloso, iracundo o desafiando a su audiencia. Tampoco se había considerado antes que la 79
originalidad fuese un derrocamiento radical de las convenciones previas o un punto de partida completamente nuevo y una transgresión a las normas estéticas. Michelangelo, en su interior de la Biblioteca Laurenciana de Florencia, desafió la sintaxis de la arquitectura clásica, pero de una forma que resultaba interesante e inteligible para aquellos acostumbrados al estilo de Brunelleschi, y empleando el vocabulario clásico y sus proporciones, así como su material de base. El resultado fue deslumbrante para sus contemporáneos, pero también inmediatamente popular. Mozart, por contraste, adoptó para sus cuartetos de cuerda el idioma perfeccionado por Haydn y apenas se separó de él. Pese a todo, como el propio Haydn reconocía, sus obras se encuentran entre las producciones musicales más originales jamás compuestas. A pesar de todo, se ha convertido en un lugar común defender todo nuevo punto de partida en el mundo del arte, de la música y la arquitectura, sin importar lo vacía u ofensiva, con la banal referencia a la «resistencia» que supuestamente han encontrado los grandes artistas en cualquier período. Los collages vacíos de Gilbert y George, la cama sin hacer de Tracey Emin y los tiburones en formol de Damien Hirst son celebrados como originales experimentos que merecen los más elevados elogios. Ningún crítico se atreve a sugerir en este clima que tal vez sean tan insignificantes como aparentan, por miedo a ser agrupados con aquellos que excluyeron a Manet del Salón, o con los que se rieron de La consagración de la primavera. Todos estamos familiarizados con esta retórica, y la facilidad con la que gestos ofensivos son re-etiquetados como ideas originales para encajar así en la estética imperante. Detrás de todo esto creo que pode mos encontrar la «falacia del espíritu en movimiento», ya que nos dicen que intentar adherir a estándares y normas establecidas por las generaciones precedentes es un comportamiento reaccionario, un ejercicio de «nostalgia» o una «imitación». No hay vuelta atrás, ya que es imposible pertenecer a un tiempo pasado, solo puede imitarse ese pasado de una manera gregaria, insincera, sin naturalidad. El Zeitgeist que nos gobierna es el que está en acción ahora. El arte real debe estar vinculado al Zeitgeist y si nos conmociona, eso es solo porque el futuro impacta a quienes no están preparados para él, y a quienes no reconocen su carácter necesario. La paradoja está en que la libertad y la transgresión, supuestos signos del auténtico artista moderno, dependen por completo de una ley inevitable que los uniformiza en la ortodoxia. Los auténticos artistas modernos pertenecen a su tiempo, y es el tiempo el que dicta lo que deben hacer. Desde semejante falacia de pensamiento ha brotado mucho arte trivial pero también el gran arte, que siempre ha trascendido la ortodoxia para justificarlo de manera de establecerse como una autoridad por encima de la teoría y sus defensores. Por ejemplo, la falacia del Zeitgeist fue utilizada para justificar la música de Berg, Webern y Schoenberg, pero el uso de la falacia no invalida sus 80
obras. Lo que es objetable es utilizar la falacia como lo hace Adorno: para crear una ortodoxia crítica que vigile y avise de todos los experimentos contrarios o distintos al orden imperante, que inmediatamente dejarían de ser experimentos, ya que serían la voz indudable de la historia.58 Esa ortodoxia vuelve redundante cualquier intento de hacer una crítica auténtica. Es más, incentiva una muy mala sustitución del espíritu crítico. Si una obra es difícil, ofensiva, impactante o sacrílega, debemos admirarla; si está guiada por las viejas normas y costumbres debemos desatenderla. Esa regla tan simple hace que para los críticos sea más fácil el ejercicio de su profesión, y que solo puedan equivocarse por inclinarse en exceso hacia el futuro. Convierte el arte y la composición en algo sencillo, permite a los candidatos incompetentes desatender la belleza y las maravillas obtenidas con esfuerzo por sus contemporáneos calificándolas de meras imitaciones; así fue como Adorno desatendió a Sibelius, Vaughan Williams, e incluso a Stravinsky, tildándolos a todos de proveedores de fetiches musicales. Una dosis de pesimismo nos recuerda que el gran arte no es fácil de alcanzar, que no hay una fórmula para producirlo, y que la creatividad solo tiene sentido si hay reglas que la limiten. Esas reglas no son arbitrarias o inventadas, tal como la armonía tonal ha evolucionado mediante el diálogo entre artista y el público a través de los siglos. Es el producto resultante del gusto, los logros de una comunicación exitosa que conduce a una sostenida tradición de disfrute artístico. Las reglas pueden romperse pero deben primero ser interiorizadas. Respetamos la ruptura de reglas de Schoenberg en Pierrot Lunaire, en parte porque quien las rompía era el compositor de Guerrlieder y Verklarte Nacht. No respetamos la ruptura arbitraria de reglas por al guien como Tracey Emin que da la impresión de no haberlas sabido dominar jamás. La «falacia del espíritu en movimiento» debe su atractivo a su vacuidad: se puede utilizar para justificar cualquier cosa, para evadir cualquier crítica aunque esté bien fundamentada, y para laurear con vacuos honores cualquier chistoso acto de desafío que pueda presentarse como nuevo. Envuelve las intervenciones más arbitrarias en un especial halo de necesidad, y de ese modo neutraliza la crítica antes de que esta pueda pronunciarse. Y, al mismo tiempo, daña la causa por la tradición (contra la que es levantada) y la causa por el talento individual (a la que se propone superar). Desde Schoenberg y Eliot a Massiaen y Matisse, los grandes modernistas no tenían tiempo para pensar que el arte moderno era fácil y que renegaba de la característica sin la cual la originalidad sería imperceptible: el establecimiento de una continuidad real con los maestros del pasado. Los grandes modernistas, también hasta cierto punto infectados por la falacia del Zeitgeist, sin embargo, sintieron que su libertad tenía que ser justificada, es decir, tenía que ser justificada perteneciendo al pasado, no solo ignorándolo o desafiándolo. La auténtica historia del artista moderno es la historia que contaron los grandes modernistas. Es la historia contada por T.S. Eliot en sus ensayos y los Cuatro 81
Cuartetos, por Ezra Pound en los Cantos, por Schoenberg en sus escritos críticos y en Moisés y Aaron, por Rilke en los Sonetos a Orfeo y por Valéry en El cementerio marino. Y no vieron como objetivo del arte moderno el romper con la tradición, sino que, recapturándola, en circunstancias en las que el legado histórico había obviado. Esta historia no ve el paso del presente, sino que el presente en su realidad, como el lugar que tenemos, cuya naturaleza debe ser entendida en términos de una continuidad. Si la modernidad debe reelaborar las formas y los estilos artísticos no es para repudiar la vieja tradición, sino para restituirla. El esfuerzo del artista moderno consiste en expresar realidades que no han sido tratadas ni encontradas anteriormente y que son especialmente difíciles de capturar. Pero esto solo puede hacerse fundado en todo nuestro bagaje cultural y aplicándolo sobre el presente, para mostrárnoslo cómo realmente es. Para Eliot y sus colegas, por tanto, no podía haber auténtico arte moderno que no fuese al mismo tiempo una búsqueda de la tradición: un intento de capturar la naturaleza de la experiencia moderna poniéndola en relación con las certidumbres de una tradición real. La muestra más ilustrativa de la «falacia del espíritu en movimiento» la encontramos en la arquitectura moderna y en sus defensores. Por «arquitectura moderna» no me refiero a obras maestras que, desde Frank Lloyd Wright a Louis Khan, se han ganado su sitio entre los grandes iconos de nuestro tiempo. Me refiero al moderno vernáculo, compuesto por cortinas de piedra o bloques horizontales, sin molduras, sombras u ornamentos, sin fachadas articuladas, erigidas como adversarios ya familiares en nuestras calles, ciudades y pueblos; el estilo «caja de zapatos» que antes podías ver en los suburbios y que ha empezado a colonizar el centro de nuestras ciudades. Los defensores de esta clase de modernidad cotidiana dominan nuestras escuelas de arquitectura. Rechazan los órdenes clásicos: columnas, arquitrabes y molduras. Rechazan la memoria de los griegos y del Gótico. Rechazan la calle como el espacio público primario y la fachada como el aspecto público de un edificio. Rechazan las normas escritas y no escritas que en el pasado dieron forma al tejido urbano. Rechazan estas cosas con el argumento de que son residuos de «otro tiempo», que de aplicarse ahora serían meras imitaciones, despojadas de autenticidad, lo que los modernos llaman «pastiche» o «imitación». La historia ha decretado su fin, contemplamos un nuevo amanecer y con él, una nueva arquitectura, con materiales y métodos que pertenecen al espíritu de los tiempos. Los teóricos predominantes de la modernidad, Le Corbusier, los constructivistas rusos, Walter Gropius y Hannes Meyer, sostenían que ellos eran pensadores arquitectónicos en la tradición de Vitruvio y Palladio. Sin embargo, las ridiculeces que dijeron sobre arquitectura (si lo comparamos con lo que han escrito los revivalists, por ejemplo, Alberti en sus Diez libros sobre Arquitectura, Ruskin en Piedras de Venecia y en Los Siete Faros de la Arquitectura y Viollet-le-Duc en sus 82
dos volúmenes de conferencias), revela que esta aseveración no es más que una impostura. Los pioneros de la modernidad fueron activistas sociales y políticos, que deseaban apretar el desordenado material humano que constituye una ciudad en una utópica camisa de fuerza. La arquitectura para ellos era una parte de un nuevo plan absoluto e integrador. El proyecto de Le Corbusier de demoler todo París al norte del Sena y sustituirlo por altas torres de cristal era supuestamente una emancipación, una liberación de las viejas ataduras de la vida urbana. Esas sucias y promiscuas calles y avenidas iban a ser reemplazadas por hierba y árboles, espacios abiertos donde el ser humano, recién salido de la higiénica botella de cristal en la que habría pasado la noche, podía caminar bajo el sol tranquilamente en paz consigo mismo. El hecho es que, sin embargo, Le Corbusier nunca se preguntó si la gente quería vivir dentro de esa utopia, ni se preocupó por cómo iba a transportar allí a las personas. La historia (observada desde la perspectiva del proyecto de la modernidad) exigiría su presencia, con eso bastaba. Esta manera de pensar incurre en muchas de las falacias que ya hemos discutido en este libro. La «falacia del mejor caso posible» ha tenido una influencia particularmente poderosa en el pensamiento arquitectónico desde los primeros días de la Bauhaus, cuyos militantes mostraban un notable rechazo a contemplar las posibles consecuencias negativas de sus estupendos proyectos de vivienda. El conocimiento acumulado por constructores y planificadores de siglos anteriores fue sistemáticamente dejado de lado para dejar paso a la fuerza proporcionada por la visión del «mejor caso posible». Luz, aire y verdor reemplazarían a las sucias calles y a las apestosas avenidas. Nadie se preocupó de pedir su opinión a los simples mortales sobre su deseo de intimidad, de vida urbana, de oscuridad, o sobre las puertas por los que durante generaciones habían mostrado su amor. No solo en Europa y América se ha sufrido la implacable marcha de los arquitectos modernistas. Cuando Mohamed Atta tomó el control del Vuelo 11 de American Airlines que terminó en la torre norte del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001, estaba expresando sin vacilaciones su resentimiento contra todo lo que aquel edificio simbolizaba: el triunfo del secularismo material, el éxito y prosperidad de Estados Unidos, la tiranía de las altas finanzas, y la soberbia de la ciudad moderna. Pero estaba tam bién expresando su rencor contra la arquitectura moderna, ya expresada en su tesis de Master en la escuela de arquitectura de la Universidad de Hamburgo. El tema de dicha tesis era la vieja ciudad de Aleppo, destruida por el presidente sirio Hafiz al-Assad en su cruel guerra de exterminio contra la Hermandad Musulmana, pero dañada aún más por los rascacielos baratos que han destruido los perfiles originales de las calles y que se elevaban muy por encima de las finas torres de las mezquitas. Esta basura modernista era, para Atta, un símbolo de la apostasía del mundo moderno, y de su brutal desatención hacia la ciudad musulmana. 83
Las viejas ciudades de Medio Oriente, registradas en las deliciosas acuarelas y dibujos de Edward Lear, eran lugares donde comunidades estrechamente unidas de ciudadanos se inclinaban a la sombra de sus mezquitas, donde los minaretes apuntaban al cielo en una constante actitud de oración. Eran lugares donde se trabajaba con respeto a la piedad y donde sus románticas avenidas, patios y bazares (el telón de fondo habitual en los cuentos árabes, desde Las mil y una noches hasta las novelas de Naguib Mahfouz) siguen ocupando un lugar inamovible en las preferencias de los musulmanes, especialmente entre aquellos que, como Atta, se sienten caminando entre extraños al enfrentarse al cemento de la ciudad occidental moderna. Las viejas ciudades de Medio Oriente son muy diferentes hoy: sus mezquitas están patéticamente oprimidas entre grandes rascacielos, precarios bloques de apartamentos ocupan los antiguos patios, y los pasadizos son separados por las autopistas. Y, aunque las causas de este desastre social y estético son muchas, y entre ellas está la superpoblación, es innegable que la arquitectura moderna merece anotarse una parte de la culpa porque se nutre directamente de ese deseo de «moverse hacia adelante con los tiempos» que es la única alternativa en la mente del burócrata de Medio Oriente a la mirada sumisa que hasta el pasado más reciente había sido su norma de conducta. El demencial plan de Le Corbusier para Argel fue el primero en sugerir que las antiguas ciudades musulmanas podían ser enteramente reformadas, desatendiendo absolutamente las necesidades sociales y espirituales de sus residentes para así pasar a formar parte del mundo moderno. Aunque solo una parte del plan terminó por ejecutarse, el plan en sí mismo sigue siendo estudiado con asiduidad en las escuelas de arquitectura como una de las grandes «soluciones» a un problema que no existía antes de que Le Corbusier diese con su solución: el «problema» de cómo juntar a la gente en una ciudad y permitirle que se mueva en su interior, convirtiéndola en un símbolo de la nueva era del auto motorizado. La solución de Le Corbusier fue trazar autopistas en el aire y apretujar a los ciudadanos en bloques de apartamentos construidos debajo. Los antiguos hogares y corredores urbanos serían demolidos y enormes torres serían dispuestas delante del océano, empequeñeciendo a mezquitas e iglesias. El plan fue rechazado por el alcalde electo de la ciudad, lo que llevó a Le Corbusier a pedirle al gobernador no-electo del Département que desautorizara al alcalde. «El plan debe llevarse a cabo», escribió. «El plan está bien. Proclama una realidad de la que no se puede dudar». Y cuando dirigió la comisión del gobierno de Vichy sobre edificación nacional en 1941, Le Corbusier insistió que sus planes respecto de Argel fuesen el punto principal de la agenda.59 La naturaleza congestionada de la ciudad musulmana es el subproducto natural de una forma de vida. Patios y pasadizos expresan el alma íntima de la comunidad, una comunidad que se detiene de pronto a rezar cinco veces al día, 84
que se define por su obediencia y sumisión, y que se retira al hogar familiar cuando las cosas se ponen difíciles. Autopistas y torres enormes son construcciones que asfixian a la ciudad musulmana y expulsan a sus hijos lejos de sus fronteras, donde, como Atta, claman venganza contra las actitudes de la modernidad que les ha desenraizado. Aun así, el Zeitgeist exigía la destrucción de estas ciudades y para ellas no había ninguna defensa posible. Los países musulmanes tampoco son unos pobres inocentes, al contrario, lo más deprimente ha sido su febril apuro por aceptar la «falacia del espíritu en movimiento», a adoptar los símbolos de la modernidad, y a definir la modernidad según las innovaciones que han convertido a las ciudades norteamericanas en desiertos inhabitables. No fue un asesoramiento racional sobre las necesidades energéticas de Egipto lo que llevó a la construcción de la Presa de Aswan y a la consecuente inundación de una preciosa área rica en antigüedades. Fue la misma superstición historicista que había llevado a Pevsner a acabar con el gótico victoriano, a la rabia de Le Corbusier contra la antigua Argel, y a la erección en Londres de la absurda Millenium Dome. De hecho, si buscamos explicar el islamismo extremo, un buen sitio por el que empezar sería este: la adopción oficial por parte de los burócratas de una falacia que niega la legitimidad de la fe y de una forma de vida que intrínsecamente mire hacia el pasado. El islam no acepta que podamos movernos con los tiempos y ni siquiera considera que haya tiempos con los que moverse. Sobre el rostro de todo el mundo islámico encontramos escrito el doloroso conflicto entre burócratas modernos moldeados por la «falacia del espíritu en movimiento», y comunidades para las que el espíritu dominante es eterno, inamovible, omnisciente y existe fuera de tiempo, ajeno a los cambios. Y cuando los musulmanes se vuelven islamistas, en parte es porque han adoptado la falacia de sus burócratas oponentes, de manera que perciben el mundo y su historia como una manifestación de un espíritu rival en movimiento. Los edificios clásicos y góticos nos hablan de otra época, en la que la fe, el honor y la autoridad se erigían con orgullo y sin auto-burla en las calles. Para los modernos esos estilos y materiales ya no podían seguir siendo utilizados con sinceridad, ya que nadie creía en esos viejos ideales. La edad moderna era una edad sin héroes, sin fe, sin tributo público a algo que fuese más elevado o más digno que el hombre común. La modernidad necesitaba una arquitectura que reflejase su visión moral, una sociedad sin clases en la que todas las jerarquías habían desaparecido, una sociedad sin valores absolutos, solo relativos. Necesitaba por lo tanto una arquitectura sin ornamento y sin ninguna pretensión de grandeza más allá del alcance de los seres mortales, una arquitectura que utilizara materiales modernos para crear un mundo moderno. Las palabras clave de esta nueva arquitectura eran «honestidad» y «función». Siendo honestos, se infería, los edificios podían ayudarnos a serlo también nosotros. Las nuevas ciudades de vidrio, cemento y parques serían ciudades sin ninguna pretensión 85
social, donde la gente podría vivir en ejemplar uniformidad y donde serían premiados con el respeto y la igualdad. Era la ciudad que el Zeitgeist estaba exigiendo. Paradojalmente, sin embargo, el arquitecto que iba a crear la nueva ciudad anti-heróica no tardaría en convertirse en un héroe. Con la modernidad el arquitecto empezó a ser visto como Titán, capaz de manipular vastas estructuras y espacios gigantescos. El arquitecto iba a reemplazar el lamentable esquema de las calles y las avenidas —el esquema propiciado por la mano invisible—, por uno nuevo, perfectamente planeado, un monumento a la mano visible que lo estaba creando. Esta visión del arquitecto está ya en The Master-Builder de Ibsen, y ganó popularidad gracias a la novelista y filósofa Ayn Rand en su sorprendente libro Atlas Shrugged («La Rebelión de Atlas»). La ciudad moderna empezó como una ciudad sin monumentos y no tardaría en convertirse en un monumento en sí misma —y en un monumento a su arquitecto—. Y ningún lector de Le Corbusier puede dejar de ver las señales de esta egomaníaca concepción de la arquitectura en todo lo que escribió. Esta misma egomania es visible en las formas y escalas adoptadas por los «arquitectos estrella», como Richard Rogers y Norman Foster, a quienes les han dejado a sus anchas nuestras ciudades. También es la razón principal por la que mucha gente detesta sus edificios: ahí, ante nosotros, está la actitud del «yo», exhibiendo su triunfo ante un damnificado «nosotros». Una de las características más notables del movimiento moderno en arquitectura ha sido la venenosa habilidad con la que se creó un espacio para sí mismo. Los que se enfrentaban a él eran calificados de enemigos, reaccionarios, de nostálgicos que trataban de impedir el necesario avance de la historia. Se exigia que fuesen retirados cuanto antes de sus posiciones de poder y de influencia. Cuando el historiador del arte alemán Niklaus Pevsner y el arquitecto constructivista ruso Berthold Lubetkin trajeron su cruzada a Londres, levantaron sus servicios cual legisladores, desde donde condenaban cualquier construcción que no hubiese sido concebida como una ruptura radical con el pasado. Ambos escapaban como refugiados de la modernidad en su versión política —el nazismo en el caso de Pevsner, el comunismo en el de Luberkin— pero trajeron con ellos las actitudes censoras de los regímenes de los que habían escapado. Nada era más asqueroso a sus ojos que el hechizo de una escuela neoclásica o de un banco del gótico victoriano. Para Pevsner el edificio gótico de las Cortes en Arthur Street, que es la pieza central del barrio legislativo de Londres y un símbolo adecuado de la justicia common law y de su trabajo diario de reconciliación, era un edificio mediocre, inconsecuente, cuyos pináculos de fantasía y columnas de mármol lejos de ser agradables y elevadas, eran, simplemente, pretenciosas. Al contrario, la estación de metro en Arnos Grove, con su plano muro de ladrillos y sus desagradables ventanas de marcos metálicos, era el presagio del futuro y de 86
un mundo mejor donde la vida moderna sería representada con honestidad y abiertamente aceptada. Ante este ataque ideológico, conducido con todo el aparato de la academia alemana, una confianza hipnótica en el futuro y en el hombre nuevo que debía nacer, la gente perdió el apoyo de su pesimismo salvador. Asi, optaron por renunciar a analizar los argumentos de los modernos y de sus defensores. Olvidaron que hay un montón de dinero en juego en la demolición de las viejas calles para construir nuevos blocks de edificios en cada cuadra, y que ese dinero no lo habían creado nunca los arquitectos del pasado, así como tampoco la mujer corriente se había hecho rica con la prostitución ni el hombre de negocios común con el contrabando: en otras palabras: la cultura y la moralidad les habían bloqueado el camino. Hay poderosos intereses creados disfrazados debajo de la tesis que los parámetros estéticos deben estar moviéndose continuamente al ritmo que marca el Zeitgeist. Dejando al margen a los vándalos y los aprovechadores, si preguntásemos a la gente corriente cómo debería ser diseñada su ciudad —no para su bien privado, sino para el bien común— obtendríamos un sorprendente nivel de acuerdo, así como ha sucedido de manera ejemplar a lo largo de los siglos. Los ciudadanos han llegado a acuerdo, por ejemplo, en la escala: ningún edificio demasiado grande en los barrios residenciales, ninguna construcción demasiado alta o inmensa o prominente en lugares públicos. Están de acuerdo en la necesidad de que se construyan calles, y puertas y ventanas abiertas a las calles. Están de acuerdo en que los edificios deberían seguir los contornos que trazan las calles, y no cortarlas para apropiarse de espacios que eran públicos y permeables. Están de acuerdo en que la luz debería ser baja, discreta y, de ser posible, montada en estructuras estables. Están de acuerdo en que hay materiales más nobles, humanos, y otros más alienantes; están incluso de acuerdo sobre detalles como las molduras, los marcos de ventanas o los adoquines del pavimento apenas se dan cuenta de que son cuestiones elegidas y pensadas en función del bien común y no el privado. El estilo clásico en arquitectura, y en particular, el manual vernáculo y familiar del viejo Manhattan y de Londres en la época del rey Jorge, incorporan esta clase de reflexiones. Bajo sus criterios se han construido tanto las calles de la vieja Éfeso como nuestras abadías y las catedrales góticas. En cierto momento el príncipe Carlos aprovechó la visibilidad de su posición pública para dar voz a estos argumentos y hablar en nombre de la mayoría silenciosa. El establishment de los arquitectos expresó su disconformidad en los términos habituales. Al Príncipe se le describió como un individuo que «vive en otro siglo», como un «reaccionario», como alguien incapaz de entender que «el mundo avanza», como una persona que está «fuera de onda» en relación con los gustos genuinos y «originales» de las personas que «viven y trabajan hoy». La iniciativa personal del príncipe de construir con ayuda del arquitecto Leon Krier, 87
una ciudad que se ajuste a sus criterios en Poundbury, Dorset, se la califica de «pastiche», «Disneylandia», «cursi», propia de un «nostálgico». Todos esos epítetos le llovieron al Príncipe después de su famosa y notable declaración contra los «engrendros» de la modernidad que desfiguran Londres,60 y estos son un buen ejemplo de cómo actúa la «falacia del espíritu en movimiento» y de cómo se utiliza para cercenar una discusión que debería desarrollarse en un debate abierto: el debate acerca de cómo tú y yo deberíamos construir, aquí y ahora. Heidegger, aunque no era muy dado a dar declaraciones lúcidas, hizo una importante contribución al debate cuando afirmó que «solo conseguimos habitar gracias a la edificación».61 Podría haberlo dicho al revés y seguiría siendo verdad: solo cuando aprendemos cómo construir, podemos habitar. Construir y habitar son las dos caras de una misma moneda. La arquitectura es el arte de establecerse. Si tenemos en cuenta esta sencilla afirmación comprenderemos mejor cuán destructiva puede ser la «falacia del espíritu en movimiento» cuando se la importa desde el mundo académico de la historia del arte para convertirla en nuestra guía en el presente. Es el enemigo inevitable del diseño urbano y ha probado serlo. Nadie debería sorprenderse si en nuestras ciudades, sujetas a las normas dictadas por esta falacia, cayeran en una decadencia absoluta. Un enjambre de «yoes» antagonistas ha reemplazado el viejo consenso sobre la ciudad, y el «nosotros» del establecimiento urbano común, en el pasado expresado mediante pasadizos, pasajes, arquitrabes, fachadas y calles, se ha retirado de nuestra vista.
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VIII. LA FALACIA DE AGREGACIÓN Cuando los revolucionarios franceses compusieron su famoso lema Libertad, igualdad, fraternidad se sentían en un estado de exaltación utópica que les impedía ver ningún error. A sus ojos la libertad era buena, la igualdad era buena y la fraternidad era buena, así que la combinación de las tres era tres veces buena. Eso es como decir que como la langosta es buena, el chocolate es bueno y el ketchup es bueno, la langosta cocinada con chocolate y ketchup debe ser tres veces buena. Claro, la cocina estadounidense ejemplifica esta clase de error mediante fórmulas que jamás dejarán de sorprender al paladar europeo. Pero en la esfera política, los errores tienen consecuencias bastante peores que las que puede provocar un plato estadounidense. Los franceses tuvieron que recorrer un doloroso camino antes de descubrir la magnitud del proyecto en el que se habían embarcado. Ni siquiera cuando Robespierre proclamó fanáticamente «el despotismo de la libertad» se les ocurrió a los jacobinos considerar que estaban embarcándose en una contradicción. Solo cuando se pusieron en práctica los tribunales revolucionarios —en los cuales juez, jurado y fiscal eran lo mismo, de manera que el acusado que daba desprovisto del derecho a defenderse—, los más sensatos entre ellos captaron que el objetivo de la igualdad requería la destrucción de la libertad. Las cabezas jacobinas en las que germinó este pensamiento crítico fueron rápidamente cortadas para evitar que la idea diera sus frutos. Desde entonces, una y otra vez, la humanidad ha cometido el mismo error, al defender la búsqueda de la igualdad como la verdadera libertad, y defendiendo la sumisión al Estado como la «liberación» de las masas ante las ataduras de la explotación. Este razonamiento contiene la falacia siempre replicada cuando el deseo de cosas buenas cancela impetuosamente cualquier intento de comprender las relaciones existentes entre ellas. Como la gente aspira a una cosa buena tras de otra, empiezan a proyectar su esperanza fuera de sí mismas imaginando que esta esperanza será satisfecha en un estado futuro de la condición humana. Como resultado añaden un bien tras otro formando siempre creciente lista de deseos. Y como cada bien ha sido arrancado de su contexto original y transferido a un mundo imaginario, terminan deseando objetivos que no se pueden obtener al mismo tiempo. Esta falacia —la «falacia de agregación»— ha jugado un papel muy importante en la evolución del liberalismo, desde su formulación clásica, expuesta por Adam Smith, hasta su versión moderna de alcance global defendida por los intelectuales de la Costa Este de Estados Unidos, y ensalzada por la magistral Teoría de la Justicia de John Rawls. Para nuestros ancestros victorianos un liberal era alguien que valoraba la libertad individual por encima de cualquier otro objetivo 89
social que pudiera ser impuesto por el Estado, eran personas que creían que los individuos resolverían sus problemas mediante el empleo de su innato sentido moral, siempre y cuando el Estado les permitiera ejercerlo. Actualmente, en Estados Unidos el liberal es alguien que defiende la interferencia general del Estado en la actividad económica, en las escuelas y universidades, y en instituciones de la sociedad civil, como el matrimonio o las asociaciones, con el propósito de imponer igualdad. La historia del liberalismo americano ha hecho que nos preguntemos si realmente la libertad y la igualdad pueden ser combinadas de la manera en que tantas personas lo han deseado desde hace siglos. ¿Puede superarse el conflicto entre ambos objetivos? A juicio de Rawls sí es posible. Rawls buscó una respuesta a la cuestión y se convenció de que había resuelto el problema con la ingeniosa fórmula de la «ordenación léxica». La necesidad de libertad debe satisfacerse antes de encarar las cuestiones relativas a la distribución. Sin embargo, la exigencia de libertad se proclama en aras de una libertad igualitaria lo que nos lleva de nuevo al problema. ¿Y qué pasa si resulta que solo podemos hacer que la libertad sea igualitaria acabando con ella? Podemos ver la fuerza de este conflicto en la práctica política. Los ataques a las libertades en países como Estados Unidos se justifican, por norma general, en nombre de la libertad. Por ejemplo, cuando la libertad de un empresario de dar trabajo a quien le parezca es cancelada en virtud de las políticas de «no discriminación», se justifica como un acto de «apoyo» y, por lo tanto, de «liberación» de las minorías antes oprimidas. Si se argumenta que los derechos del empresario están siendo quebrantados por políticas que le conminan a hacer cosas que no haría voluntariamente, la Corte Suprema descubre derechos del empleado que anulan los del empresario. Estos nuevos derechos del empleado no son como los derechos individuales ensalzados originalmente en la Bill of Rights, que eran las libertades auténticas, y que definían la soberanía de la esfera individual. Son derechos grupales; derechos que una persona tiene por el mero hecho de ser mujer, homosexual, por pertenecer a una minoría, o por lo que sea. Podemos apreciar esta tendencia en las disputas relacionadas con la «acción afirmativa». Dos personas, John y Mary, se postulan a una universidad. John tiene mejores calificaciones, pero Mary es nativa americana y es admitida gracias a ese principio. En este caso, los liberales argumentan que Mary tiene una ventaja imbuida en virtud del grupo al que pertenece; un grupo previamente oprimido cuya posición en la sociedad solo puede ser restituido utilizando semejante trato preferencial. Este nuevo tipo de derecho está inventado para justificar la discriminación en el nombre de la no-discriminación. Es una forma de cancelar los derechos individuales en pos del interés de los grupos. Son derechos que van en contra del espíritu original del liberalismo, que pretendía proteger al individuo frente al grupo 90
y garantizar la soberanía individual como eje central de su propia vida, que debía servir de base al orden consensual. Pese a todo esto, los liberales de Estados Unidos no tienen duda que son ellos, y no la oposición conservadora, los auténticos abogados de la libertad individual en el mundo moderno. El deseo de igualdad es, a sus ojos, nada menos que el deseo de hacer accesible la libertad para todos; algo que solo puede lograrse «reforzando» a grupos cuyas desventajas les han impedido hasta el momento conseguir sus objetivos. Y el único agente capaz de llevar a cabo semejante acto de «refuerzo» a gran escala es el Estado, que debe expandirse en concordancia. No me interesa tomar parte en este conflicto. Sospecho que mucha gente se sentirá inclinada a defender ambos lados, reconociendo la dudosa naturaleza de los derechos grupales», mientras, al mismo tiempo, esperan que la posición adversa de las clases minoritarias se mejore por la vía legal y constitucional. Sea como sea, el conflicto ilustra la manera cómo la libertad y la igualdad entran en guerra, y muchas personas toman parte en el conflicto sin reconocer su existencia. Los jueces «liberales» interpretarán la Constitución como sea necesario para propiciar políticas de igualdad. Y lo justificarán argumentando que identifican derechos no contemplados hasta la fecha. De este modo, la regulación económica y el intento de controlar y restringir el impulso social se justificará en virtud de los derechos de aquellos que, si no se hiciese así, sufrirían, sin tener en cuenta los derechos de las personas que soportarán el peso de la regulación. Si las personas, en el ejercicio de su libre elección, abren un club solo para hombres, el Estado puede venir y cerrarlo u obligarles a admitir mujeres porque, los clubes de hombres, que crean redes de influencia para favorecer los intereses de los hombres, infringen el derecho general de las mujeres a «ser tratadas como un igual», un derecho que, de acuerdo con el jurista liberal Ronald Dworkin, es más importante que el derecho al trato igualitario, que es el único derecho en el que los hombres que fundaron el club pueden, en su conflicto contra la ortodoxia feminista, confiar.62 Si la gente no quiere reconocer la legitimidad de las uniones homosexuales, o si intentan excluir a los homosexuales de sus lugares de trabajo o de estudios, entonces el Estado puede dar un paso adelante y forzarles a cambiar su forma de actuar. Porque eso es lo que exige el «derecho a ser tratado como un igual». La «falacia de agregación» ayuda a esta clase de argumentos. Permite a la gente creer que con su comportamiento satisface tanto a la libertad como a la igualdad. No es necesario examinar cómo un objetivo desplaza al otro porque están convencidos que todas las acciones suman a favor en el cómputo final. Al avanzar en la causa de la igualdad sienten que están propagando la libertad, en eso consiste extender los derechos. Así es como puedes ser un liberal y abocarte a destruir las libertades que consideras que bloquean el camino de la igualdad. Y el Estado es el más poderoso de los instrumentos jamás concebidos para llevar 91
esta tarea a cabo. El Estado puede apropiarse de los activos y bienes de las personas más prósperas y redistribuirlos entre quienes, de otro modo, fracasarían en la vida. Puede impedir la formación de redes exclusivas y jerarquías y, en general, controlar las asociaciones, para proteger a aquellos que quedan excluidos. Así, en nombre del «trato igualitario», podemos imponer cualquier forma de trato no igualitario y quedarnos convencidos de que seguimos defendiendo, al mismo tiempo, los derechos y las libertades de las personas. De todos modos, hay otro aspecto que debemos contemplar. Muchos igualitaristas se sienten cómodos con la «falacia de agregación» porque les permite creer que al perseguir la igualdad persiguen también la libertad en su forma más verdadera. Admiten que la libertad individual es el bien definitivo, pero interpretan la libertad de una manera nueva, imbuida de la «lucha» por la igualdad. Las libertades defendidas por los conservadores e individualistas son, a ojos de los igualitaristas, formas de «dominación», métodos con los que una persona puede ejercer su poder sobre otra. Están, por lo tanto, descritas falsamente como libertades. La verdadera forma de la libertad supondría arrancar de raíz toda dominación. Y la dominación se manifiesta de muchas formas, incluyendo las estrategias en las que las personas intentan controlar a otros por medio de la costumbre y la ley. Así, mientras hace campaña para la expansión del Estado en la esfera pública, el nuevo liberal hará también campaña para la exclusión del Estado en la esfera privada, argumentando que los individuos deberían ser «liberados» de cualquier intento de imponer la moral por medio de la ley, o de privilegiar por norma cualquier forma de vida. Cuando Adam Smith puso la libertad en el centro de su teoría de la economía moderna, fue muy claro en establecer que la libertad y la moral son las dos caras de la misma moneda. Una sociedad libre es una comunidad de seres responsables, unidos por las leyes de afinidad y por las obligaciones del amor familiar. No es una sociedad donde la gente se encuentra desposeída de cualquier restricción moral, ya que eso es precisamente lo opuesto a una sociedad. Sin restricción moral no puede haber cooperación, ni compromiso familiar, ni proyectos a largo plazo, ni esperanza de tener un orden económico, ni para qué hablar de un orden social. Aun así, aquellos que se describen como «liberales» pretenden retirar las restricciones morales de la ley y de cualquier otro lugar desde donde podrían convertirse en firmes puntos de apoyo para los principios de la sociedad. Con frecuencia estos liberales son inmorales en materia sexual y creen que el Estado no debe imponer mediante la ley, o la educación pública, una visión del orden moral o satisfacción espiritual. Esta óptica se ve fortalecida por la «falacia de los nacidos en libertad», que ya discutí en el capítulo tres, y que proporciona una posición exculpatoria en todo lo concerniente a la moral, facilitando la transferencia de responsabilidades al Estado. De esta forma se organiza la nueva agenda liberal: el Estado controla todos los aspectos de la vida 92
pública mientras otorga una libertad absoluta en la esfera privada. Si es que una sociedad constituida así podrá sobrevivir y reproducirse es todavía una pregunta abierta, a la que un pesimista solo puede dar una respuesta negativa. Aun así, la habilidad de los reformadores liberales para ignorar los signos de la decadencia social, y seguir presionando en la dirección que marca su agenda, es una excelente prueba de que viven en un mundo de falsas esperanzas. Encontramos otro ejemplo en las políticas de inmigración que los países occidentales adoptaron en los años sesenta y que ninguna persona instruida en las verdades elementales del pesimismo habría jamás respaldado. Cualquiera que haya estudiado el destino de los imperios, y la dificultad de establecer una jurisdicción territorial sobre comunidades que diferían en religión, lenguaje y hábitos maritales, sabe que la tarea es básicamente imposible y que supone un riesgo constante de fragmentación, tribalismo o guerra civil. Destapando la olla de los imperios multiétnicos y multiculturales —por ejemplo, el Imperio Otomano o la Yugoslavia comunista— se ve enseguida cómo emergen ríos de sangre y destrucción. Existen soluciones, por supuesto, y recursos diplomáticos, como los que practicaban con eficacia los libaneses hasta que Hafiz el-Assad intentó imponer el imperio sirio.63 Pero los consabidos resultados de la pacificación humana nos advierten sobre los peligros de unir culturas dispares en un mismo territorio. La respuesta optimista a los problemas producidos por la inmigración masiva fue la política del multiculturalismo. Cada cultura, argumentaban sus defensores, es un bien en sí mismo. Cada una tiene algo que ofrecer, sean los alegres festivales hindúes, los carnavales de los indios occidentales, las familias cerradas de los musulmanes o la silenciosa industria de los chinos. A cada cultura se le debe ofrecer el máximo espacio para crecer y auto-realizarse, para proveer a sus miembros de los frutos de la cooperación social, y para disfrutar del apoyo de un sistema educativo que se niegue a dictar lo que puede pensarse, hacerse o decirse, un sistema educativo que más bien está esperando la orientación de las familias que se acogen a él. Para ofrecer espacio a las culturas minoritarias, la cultura mayoritaria debe marginarse. No se puede seguir permitiendo que los contenidos del currículum escolar sean destacados por la cultura dominante, y cualquier sugerencia que invite a dar prevalencia al lugar en el que estamos, por encima del lugar del que vienen los inmigrantes, debe ser cuidadosamente extirpada del programa. La falacia aquí es flagrante. Todas las culturas otorgan beneficios a las personas que han crecido en ellas, y las culturas que han sobrevivido al examen de los tiempos son una buena prueba de ello. Pero eso no significa que todas estas formas culturales, bondadosas en sí mismas, puedan sumarse. Al contrario, según quedó patente en la historia de India bajo la dominación de los mogoles o en la actual historia del subcontinente indio, la presencia en un mismo espacio de 93
dos formas de vida opuestas ha sido una fuente constante de inestabilidad que lleva a particiones y conflictos civiles, y amenaza continuamente con violencia al país entero. Si hoy, relativamente hablando, hay paz en la India, es gracias al esfuerzo concertado de hindúes y musulmanes de dejar sus diferencias de lado para crear otra cultura; una cultura cívica superior, en la cual el territorio, la ley y la política institucional son las líneas definitorias de la lealtad civil. Esa cultura es la que nosotros heredamos en Gran Bretaña cuando terminó la Segunda Guerra Mundial. Estaba basada en la identidad nacional, en una herencia específica cristiana y, por encima de todo, en el marco legal y político que había convertido las libertades elementales algo accesible para el sujeto ordinario. Aunque la Iglesia Anglicana había retenido su centralidad política y social, nuestras escuelas estaban llenas de inconformistas, judíos y agnósticos humanistas. La cultura pública británica era, digamos, deudora de la Cristiandad, y deudora también de la Ilustración. Su aspecto más importante estaba contenido en las virtudes de la ciudadanía, el patriotismo y la obediencia al Estado de derecho. Y todas ellas eran celebradas en nuestros libros de historia, en la literatura infantil y en el currículum escolar. Decir que Gran Bretaña era «monocultural» es confundir la naturaleza de la cultura nacional, que es siempre una conjunción sincrética de elementos de origen patrio e importados. El currículum escolar del que disfruté en los cincuenta y principios de los sesenta no era de ningún modo «etnocéntrico»; ni estaba tampoco centrado en la experiencia imperial británica, a pesar de lo importante que era la guerra en nuestras clases de historia. Nuestro currículum prestaba atención a los autores clásicos griegos y latinos; a la literatura medieval y del Renacimiento en inglés; a la Biblia hebrea y la Biblia histórica, así como a los héroes y dioses de Grecia y Roma. Tuvimos una buena dosis de literatura continental, tanto francesa como alemana, y T. S. Eliot estaba de algún modo en el aire (había sido, durante un breve período, profesor en mi escuela primaria), alentándonos a leer todas las notas al pie de página presentes en La tierra baldía: desde el estudio sobre cultos vegetales medievales de Jessie L. Weston hasta la Bhagavad Gita. En lo que respecta a las creencias básicas, eran escasas e imprecisas. Se suponía que si no éramos judíos éramos cristianos. Pero más importante que cualquier doctrina teológica o práctica ritual era el llamado carácter, que se demostraba en las relaciones honestas y abiertas con los demás, en la libertad de pensamiento y en una detallista atención a las obligaciones. Nuestra cultura era la del «inglés respetuoso con la ley». Y los pocos muchachos de extracción india que había en nuestras aulas no mostraban el menor reparo. El multiculturalismo no reemplazo ese currículum; simplemente lo destruyó ya que los defensores del multiculturalismo no tenían ni la más remota idea de lo que realmente significaba ese término. Creían que las «otras culturas» eran inherentemente buenas y que, por lo tanto, podíamos hacerles un espacio, 94
sumándolas una a una al currículum, de manera de estar constantemente mejorándolo. Pero una cultura no se enseña así. Incluso si los antropólogos tienen la capacidad de saltar de una cultura a otra, después de echar un vistazo general a cada una, son capaces de hacerlo porque tienen una visión externa. Pero lo que valoramos en una cultura es su visión interna, la visión de sus participantes, cuyas emociones, compromisos y objetivos son nítidos porque están inmersos en una manera compartida de vivir, en cuyas condiciones se han incubado todo el conjunto de rituales y símbolos propios.64 La visión interna puede ser enseñada, pero solo mediante un proceso de aculturación, en el que una cultura es impuesta como «nuestra». La aculturación es muy útil como precursor de la actitud del nosotros; aquello que nos hace posible vernos como uno entre muchos, con un destino compartido. En este sentido uno no puede aprender muchas culturas. Lo mejor que puedes hacer es aprender una forma de síntesis pública de la cultura que compartes con tus vecinos y de la cultura privada que existe en cada casa. Eso es exactamente lo que nuestro currículum «monocultural» impartía: una cultura pública de buen comportamiento y lealtad nacional compartida, dentro de la cual las variaciones privadas podían buscar, y encontrar, un hogar. Era un instrumento de paz entre extranjeros, una manera de vincular las diferentes formas de vida que florecen en suelo británico al territorio que comparten. Y todo lo que el multiculturalismo ha logrado es desestabilizar esa cultura pública compartida, acabar con su legitimidad y nuestro respeto para poner en su lugar un gran y vacío bostezo. A los jóvenes de las minorías que andan buscando un lugar en el orden social circundante y cuyas esperanzas dependen en gran medida de conseguir formar parte de él, se les niegan los medios con los que podrían acceder a un «nosotros» distinto al que les recuerdan en su familia, un «nosotros» que a menudo se expresa en términos idílicos y bien poco realistas, un santuario que un día abandonaron y al que un día deberán volver. Sospecho que los peligros de esta situación se han vuelto evidentes incluso para los optimistas que la crearon. Nadie debería realmente sorprenderse de que los jóvenes musulmanes que se volaron por los aires en Londres en el verano del 2005, matando a cincuenta personas inocentes, fueran ciudadanos británicos, crecidos y educados en Inglaterra de extracción inmigrante. Estos jóvenes son los primeros resultados de la locura multicultural, educados para concebir el orden circundante como algo a lo que ni pertenecen ni podrán pertenecer, cuya visión cultural viene de una negación radical de todo lo que su país podría ofrecerles. Esto me lleva al punto de mi discusión. Nuestras sociedades han entrado en un período de inestabilidad y amenaza. Han llegado hasta aquí conducidas por maneras de pensar que son claramente irracionales y compulsivas. Las falacias involucradas en esos sistemas de pensamiento pueden exponerse con mucha facilidad pero, sin embargo, siguen vigentes. ¿Qué deberíamos hacer para protegernos de las falsas esperanzas que promueven los impostores, y poder 95
encontrar esperanzas auténticas? Esta es la cuestión a la que dedico los tres últimos capítulos, y empezaré por analizar algunas de las estrategias mediante las cuales la verdad ha sido, y será, sistemáticamente excluida de todo debate.
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IX. DEFENSAS CONTRA LA VERDAD Los pesimistas excesivos, cuyo pesimismo priva al mundo de tener un aspecto feliz, y quienes rechazan celebrar cualquier cosa incluso ad portas de su propia extinción, son caracteres poco atractivos —poco atractivos para los otros y también para sí mismos—. La gente verdaderamente alegre, sin embargo, los que aman la vida y se sienten agradecidos por el regalo que la propia vida supone, necesitan una buena cantidad de pesimismo, suministrado en dosis suficientemente chicas de manera que sea digerible, pero a su vez lo suficientemente astuto para atacar las tonteras que los rodean que, de otra manera, envenenarían sus alegrías. Así, recularán frente a las falacias que he revisado en este libro y buscarán debilitar su influencia en quienes hayan caído en ellas. Se sentirán perturbados por el espectáculo de las falsas esperanzas y querrán traer las verdaderas, como la esperanza y caridad, a la tierra y vestirla de humanidad. Reconocerán la actitud del «yo» como lo que es, un intenso deseo de reconstruir el mundo de manera que quede al completo servicio de un ego débil y carente de autoconocimiento. Buscarán entonces un mundo en el que la actitud del «nosotros» pueda crecer, trayendo consigo así el bienestar de una genuina sociedad y la libre asociación de seres razonables. Dicho de otro modo, la gente verdaderamente alegre se compromete a defender las verdades de las que los optimistas inescrupulosos se alejan. Nos llaman a comportarnos con los demás con responsabilidad y rindiendo cuentas, e insisten en que el costo de cada riesgo debe asumirlo quien lo toma. Insisten en que, de cara al futuro, la perspectiva del «mejor caso posible» sea equilibrada considerando también el peor. Frente a las locuras a gran escala, reclamarán por una sabiduría a escala pequeña. Cuando se enfrenten los planes comprehensivos para una mejora general de la especie humana y los consiguientes ataques a la tradición, autoridad y orden en cualquiera de sus formas, reclamarán restricción y cautela, con la esperanza de proteger el espacio en el que la actitud del «nosotros» florece. Pero si es que alguien amplifica el pesimismo y priva al mundo de su alegría, esto será debido a los optimistas, incapaces de renunciar a sus ilusiones. Más que retrasar sus pasos para darse la oportunidad de descubrir las falacias que han engendrado sus creencias, los optimistas atacarán a sus críticos con un veneno contra el que no es fácil encontrar un antídoto. Y después volverán a sus esquemas y teorías con un renovado entusiasmo, convencidos de que el error está en que no han ido lo bastante lejos y que lo que se necesita es más planificación, más liberación y más progreso -—y más ejecuciones—. Ciertas estrategias son habituales a la hora de defenderse y vale la pena examinarlas, ya que muestran las maneras mediante las que los seres humanos conspiran para evitar la verdad, siempre que esa verdad exija un cambio doloroso 97
para sus rutinas. Primero encontramos la estrategia de pasarle la responsabilidad a otro, cambiar el onus (del latín: carga), la carga de la prueba. El sentido común sugiere que, cuando propones una gran innovación, prometiendo inmensos beneficios, la carga de la prueba está en ti, en demostrar que lo que dices es factible y que los beneficios pueden ser reales. Sin embargo, el optimista inescrupuloso se enfrenta siempre imperturbable a las críticas con la misma estrategia: transfiriendo la carga de la prueba. Le dice al pesimista: «tú sabrás, eres tú quien debe probar que las costumbres y tradiciones que condeno contribuyen realmente en algo al bien común». Por supuesto, el sentido común también dice que la costumbre que ha sobrevivido al exigente juicio del tiempo tiene mucho que decir: no es disfuncional. Pero eso no satisface a los optimistas, que insisten en que les muestres de manera concluyente que los procedimientos tradicionales son más beneficiosos que los que promete su «mejora». La transferencia de la carga de la prueba ha sido utilizada con mucha efectividad en los debates sobre el aborto y el divorcio. Aquellos que dijeron que facilitar el divorcio amenazaba la estabilidad del matrimonio y los intereses de los niños fueron retados a demostrarlo, y también a refutar el argumento expuesto por sus oponentes: que el divorcio fácil aseguraría que los buenos matrimonios durarían y que los malos rápidamente llegarían a su fin. ¿Cómo puede demostrarse algo así? Privando el sentido común y la costumbre se podrá demostrar cualquier cosa y ninguna, dependiendo de cuál sea tu punto de partida. Donald Dworkin nos dijo que es carga del que se opone al «derecho» de abortar el demostrar que el daño que se hace al permitirlo es superior al daño que se provoca en la salud mental de las mujeres a las que se les prohíbe.65 Por supuesto que esto no puede ser demostrado anticipadamente; incluso de manera retrospectiva, después de ser testigos de la escala genocida que están tomando los abortos en Estados Unidos, y la actitud de desentendimiento absoluto que prevalece hoy entre los padres, es tentador señalar que no era necesaria ninguna prueba. Los optimistas inescrupulosos nos dicen que es tarea de quienes defienden las viejas costumbres maritales el probar que el matrimonio gay amenaza un bien social establecido, y no para quienes proponen esta innovación el demostrar que al aplicarse no le hará daño al matrimonio. Todos los conservadores han tenido que lidiar con la transferencia de la carga de la prueba, lo que efectivamente le ha dado una ventaja las innovaciones, sin importar lo injustificadas y desestabilizadoras que fuesen. Los residuos de la razonabilidad colectiva presentes en la costumbre, la tradición y el common law, donde las soluciones a incontables conflictos y dificultades han sedimentado fértiles suelos de precedentes, se convierten en nada ante las innovaciones que proponen nada más que la esperanza y la excitación de sus defensores. Así el «yo» acaba con el «nosotros» sin que se produzca ninguna batalla. 98
Pero hay otras defensas que tam bién han sido importantes a la hora de asegurar a las ideas optimistas contra la duda. Considero cuatro: la falsa experiencia, la transferencia de culpa, el hermetismo y los chivos expiatorios. Daré ejemplos de cada estrategia con el propósito de ilustrar los principios generales implicados. Aunque los ejemplos pertenezcan a nuestro tiempo, no debe pensarse que haya algo nuevo en el fenómeno que ilustran. Sabemos que Apolo, al dotar a Casandra del don de la profecía, también la castigó por rechazar su amor asegurándose que, al mismo tiempo, nadie creyese nunca en sus advertencias. También ese fue el destino de los profetas del Antiguo Testamento. Por muy cautos que sean los pesimistas, siempre se las verán con estrategias diseñadas para frustrar y ridiculizar sus advertencias, y solo en situaciones muy extrañas los vemos triunfar a través del sentido común. La causa de estos continuos fracasos es el tema del capítulo siguiente pero los ejemplos que siguen servirán para ilustrarlo. Empecemos por la falsa experiencia. La estrategia consiste en inventar expertos, respaldados por todo un aparato de academicismo, investigación y publicaciones «revisadas por pares», que provistos de una agenda y conceptos hacen virtualmente imposible ponerles palos en sus ruedas. Es una estrategia muy antigua que se inicia en los orígenes de la universidad moderna de las comunidades cristianas y musulmanas de la Edad Media. La teología —que es una disciplina muy distinta en la Universidad Al Azhar de El Cairo a la que se enseña en la Universidad Católica de Milán— fue la disciplina fundacional de nuestras universidades. Produjo grandes obras de filosofía, historia y estudios bíblicos. Pero fue, y es, completamente fraudulenta. El propósito de la teología ha sido generar expertos en asuntos para los que no teníamos expertos, a saber, Dios. Desde cada particular versión teológica se elevan las conclusiones preconcebidas de la fe: conclusiones que nadie cuestiona pero que están rodeadas de academicismo ficticio y asegu radas contra la exigencia de pruebas. No deberíamos rechazar la centralidad de la teologia en la antigua universidad; dio frutos en filosofía, literatura y ciencias naturales de los que todos deberíamos sentirnos agradecidos. En la Summa de Tomás de Aquino vemos cómo el intento de asegurar la fe contra la duda produce la más majestuosa exploración de la duda en todos sus aspectos, y una brillante exposición de los aspectos más relevantes de la condición humana. No podemos decir lo mismo de las materias que hemos visto nacer últimamente desde el mismo principio de la duda: estudios sobre las mujeres, estudios de género, estudios sobre gays o estudios sobre la paz, todos diseñados para cubrir una conclusión preconcebida con una montaña de pseudo-academicismo. Quizás la disciplina más influyente e interesante de nuestro tiempo ha sido la llamada «educación». Fue inventada como una disciplina académica con el propósito de respaldar la nueva visión de la escuela como un lugar donde se producia igualdad social, en vez de un lugar 99
donde se reproducía el conocimiento. Los expertos en educación sabían, supuestamente, todo sobre psicología, filosofía y sociología de la educación y sobre el auténtico —y hasta el momento incomprendido— significado de la educación en nuestro mundo moderno. Pero no se les exigió tener ningún conocimiento de primera mano de ninguna materia, y menos todavía una calificación competente en alguna disciplina ya reconocida. Pese a ser absolutamente incapaces de entrar en una clase e impartir los conocimientos que los alumnos vienen a adquirir, eran «expertos» en todos los procesos de la enseñanza. Cuando había que tomar decisiones sobre la escolaridad, el currículum y la formación del profesorado, era a los «educacionistas» a quienes se les consultaba —generalmente personas que incapaces de dominar el conocimiento en alguna materia decidieron aprender cómo enseñarlo—. Su agenda era uniformemente igualitaria, centrada en el niño y, al mismo tiempo, totalmente aversa al conocimiento, y es gracias a los educacionistas que la «falacia de los nacidos en libertad» penetró en los fundamentos de la reforma educativa que sacudió Gran Bretaña, Europa continental y Estados Unidos. El hecho de que los educacionistas no fuesen doctos en nada de real importancia nunca se consideró una desventaja. Al contrario, liberaba sus mentes para lograr la, por lejos, mayor tarea de retirar del currículum todos los obstáculos a las falsas esperanzas que habían sido instalados allí por las generaciones anteriores de estudiosos: estorbos como el latín, el cálculo, el contrapunto o la historia nacional, materias que a mí si me enseñaron en el colegio y que han sido efectivamente borradas del currículum escolar. La experiencia inventada ha sido igualmente útil apoyando las falsas esperanzas que han acompañado a la revolución sexual. Hace poco, en Inglaterra, un bebé de dos años, conocido como Baby P., murió después de ocho meses de tortura sistemática procurada por su madre y su novio. Los trabajadores sociales y pediatras habían tenido el caso en sus carpetas, pero habían sido incapaces, o desganados o legalmente incompetentes para actuar. Las agresiones que sufrió el niño fueron tan horripilantes que el caso apareció en múltiples titulares y el juicio y la condena de la madre y de dos hombres por haber «causado o permitido» la muerte de Baby P. se convirtió en el drama nacional del día. Sin embargo, en todas las discusiones el tema principal era el del abuso infantil, y los expertos sugirieron que se podía diagnosticar como primer paso para superarlo. Estos expertos tienen el poder de aconsejar a las Cortes, y de emitir órdenes para retirar a los niños del cuidado de sus padres y enviarlos a una lista de espera para ser adoptados o a instituciones protegidas por el Estado. La primera reacción al caso de Baby P. fue que estos expertos estaban sobrecargados de trabajo y con falta de recursos, dando a entender que la sociedad necesitaba más expertos como ellos. Se trataba de un caso de «abuso infantil», concepto en función del cual se 100
ha construido una enorme burocracia por todo el mundo occidental y que inmediatamente sugiere una condición social y psicológica tan compleja, que solo los expertos son capaces de abordarla para, finalmente, obtener todo el apoyo de la opinión pública y maquinaria gubernamental. Lo que se necesita, insistían los expertos, es más de los nuestros, más planes, más supervisión, más sistemas de prevención contra este desorden mundial que se articule mediante la intervención de un Estado benevolente. En realidad, lo que Baby P. necesitaba era un padre. Y hubiese bastado una dosis mínima de pesimismo para darse cuenta. La Family Education Trust ha demostrado que los niños tienen treinta y tres veces más posibilidades de sufrir graves abusos y setenta y tres veces más posibilidades de sufrir un abuso mortal en hogares formados por una madre que comparte vivienda con un novio o padrastro que en una familia intacta.66 Los padres, instintivamente protegen a sus hijos. Los novios, para los que el hijo de otro hombre es un rival, instintivamente los atacan. Si pensamos de esta manera no estamos confrontando a uno de los prejuicios fundamentales de nuestro tiempo: las nuevas formas de vida doméstica definidas por el divorcio fácil y la revolución sexual son inalterables y no pueden cuestionarse. El abuso infantil no es un desorden social universal para el que la burocracia estatal y sus expertos son la cura. Es el resultado directo de la deslegitimación de la familia, comúnmente desacreditada por esos expertos. Y el papel del Estado en la disolución del vínculo matrimonial ha sido de complicidad al fomentar con los planes de bienestar los tipos de familias incluso los que incluyen tener un novio o varios en casa que ponen en peligro a los niños. Pero todavía hay más, gracias a los expertos es práctica habitual entregar la custodia a la madre, privando al niño de su protector natural. Todo lo que he escrito en este párrafo podría ser criticado como el prejuicio de un viejo decrépito y atacado por ser demasiado ácido, discriminatorio y opresivo por todos los expertos a los que se ha designado para dirimir estos asuntos. Pero si uno examina la experiencia de estos expertos descubrirá una mezcla de sociologia amateur, dogmas de izquierda y una rutinaria retórica antifamiliar.67 Aún así, el informe del gobierno en el caso de Baby P., dirigido por Lord Laming, perpetúa la visión de que, si existe un problema, la solución pasa por recapacitar los servicios de protección del menor, quienes arreglarán todo con el nuevo conocimiento y un mayor financiamiento. La verdadera causa del problema, que es la erosión de la familia a manos del Estado, ni siquiera puede mencionarse. La corrección política no es la única razón de esta respuesta. La estrategia de la transferencia de la culpa también cumple con su papel en la trama. Los optimistas inescrupulosos, cuando se enfrentan a un obstáculo real que frena sus planes, nunca, por regla, culparán las fuerzas que crearon el obstáculo sino que cualquier cosa que pueda ser realmente modificada. Así allanan el camino a las mejoras. No es fácil restituir la institución familiar; no es fácil, sin llegar a la 101
confrontación, penalizar a las madres solteras, a los padres que abandonan a sus hijos o a los incivilizados que tratan a los niños de cualquier manera. Pero sí se pueden cambiar los servicios sociales, sí se puede exigir más y mejores «expertos», sí se pueden incrementar los fondos y reasignar recursos. Que esto no mejore nada ni entregue un bien concebible no es el punto: la cuestión es satisfacer el más importante principio burocrático gubernamental, sintetizado en la orden: «no te quedes ahí, ¡haz algo!». La estrategia de la transferencia de la culpa queda mejor ilustrada, sin embargo, con el ejemplo de una crisis anterior, una que incentivó la creación del Movimiento Pacifista, seguramente una de las causas más interesantes de optimismo fuera de lugar en la historia moderna. Este movimiento no es nuevo. Fue anticipado por la Peace Pledge Union, fundada por Dick Shephard, canónigo de Saint Paul, en 1934, que operó como la principal fuerza de obstrucción al rearme británico ante la amenaza de Hitler. La Unión promovió la idea de que la causa principal de la guerra era que nos estuviésemos preparando para ella. Bastaba con cambiar nuestra manera de comportarnos, evitar los gestos belicosos y demostrar hasta qué punto estábamos predispuestos al amor y a la paz, para que las hostilidades se desvaneciesen. Este ejemplo paradigmático de visión optimista debería haber sido refutado por la guerra que estalló a continuación, pero ha regresado continuamente para infectar los ojos de las personas que siempre miran hacia delante y ven constantemente las amenazas del mundo moderno. Su más reciente e impresionante manifestación fue la «paz ofensiva» lanzada por la Unión Soviética en 1980, poco después de la invasión de Afganistán. Mediante organizaciones como el Transnational Institute en Amsterdam y el World Council of Churches en Praga, la KGB utilizó los movimientos pacifistas existentes para orquestar una respuesta favorable a esta estrategia soviética. Retener su poder en la zona era vital para la estrategia soviética de subyugar a Europa y evitar el despliegue de los misiles Cruise, que iban a ser la piedra angular de la defensa de la OTAN contra la invasión. Sin entrar en los aciertos y errores de la respuesta de la OTAN y las políticas seguidas por la CND (Comisión para el desarme nuclear) y su derivación más circunspecta, la END (Campaña europea para el desarme nuclear), debemos reconocer la importancia de la estrategia de transferir la culpa para todos los movimientos pro paz. Incluso el más inescrupuloso de los optimistas era consciente de que las protestas que organizaba la CND (como el campamento pacifista de mujeres en Greenham Common, una de las bases elegidas para el despliegue de los misiles Cruise) hubiesen sido imposibles en el Imperio Soviético, donde cualquier disidente era instantáneamente eliminado. Todo el mundo era consciente que era inútil culpar a los líderes soviéticos; no porque no hubiera que culparlos, sino que porque la culpa no servía para nada cuando se dirigía a una máquina que había cancelado ab origine la posibilidad misma de criticar. Aun así, 102
el deseo de culpar permanece, y con él, la esperanza de que la culpa serviría para alterar las cosas y evitar la amenaza de la guerra. Se presentó una solución nítida: culpar a quienes pretendían defendernos del enemigo. Así se abrió paso una doctrina que sostiene que las guerras son causadas por las armas, y que al armarnos para prevenir los ataques nos estamos exponiendo a muchos más peligros que si nos limitásemos a sostener un ejército de caballería ceremonial. Esa era la doctrina del movimiento pacifista, ampliamente adoptado por la izquierda. Coincidía con la doctrina oficial soviética, según la cual en cualquier guerra en la que hubiera comunistas implicados, quienes se resistiesen contra la toma de su poder, eran los agresores. Este movimiento revivió una cultura de la capitulación no muy diferente a la que había emergido en respuesta al rearme de Hitler. Incentivó iniciativas como el movimiento por los «estudios de la paz»: una estrategia de falsos expertos que tenía como objetivo todos los colegios y universidades de toda Europa Occidental, con el propósito de presentar la doctrina fundamental sobre la que el movimiento se erigía: que intentar disuadir de un ataque es en realidad una invitación a que se realice. Este era el principio fundacional de una disciplina académica. Como sabemos, el movimiento pacifista no funcionó y la estrategia de disuasión del presidente Reagan ayudó a hacer colapsar la Unión Soviética y a la liberación de la Europa del Este. Pero la estrategia de transferir la culpa permaneció intacta y ha permanecido muy activa alimentando desde entonces toda clase de espurio optimismo. Es otra de las raíces del antiamericanismo contemporáneo, que prospera en gran medida porque en todos los conflictos en los que Estados Unidos se ve involucrado, es el único receptor de críticas. Esta es la razón por la cual, después de los ataques del 11/9, hubo una inmediata explosión de culpa dirigida a Estados Unidos. Todo el mundo sabía —y la naturaleza de los ataques lo demostraba suficientemente— que Al-Qaeda no es una organización con la que se pueda dialogar o que sea proclive al examen de conciencia y a arrepentirse de sus actos. Existe para reclutar resentimiento y dirigirlo contra su objetivo habitual: aquellos que se sienten como en casa en el mundo y disfrutan de los frutos que ellos, los resentidos, no han podido cosechar. ¿Para qué juzgar a esta organización o incluso hacer juicios morales? No, mejor nos volvemos contra Estados Unidos y nos preguntamos qué ha hecho ese país —a través de su increíble éxito— para merecer esos ataques. Inmediatamente después de la destrucción de las Torres Gemelas, Ward Churchill escribió un ensayo en el Daily Camera, titulado Some People Push Back, en el que tomaba prestada una frase previamente utilizada por John Zerzan en su justificación de los aleatorios asesinatos del Unabomber. La frase era «pequeños Eichmanns», usada para comparar a las 3.000 personas que murieron de manera atroz en el atentado a las Torres Gemelas con el comandante en jefe de un campo de concentración nazi, que fue capturado y llevado a juicio en Jerusalén. El artículo fue 103
naturalmente objeto de gran controversia. Pero muchos se apresuraron a justificar la descripción, e insistir en que se limitaba a subrayar la culpabilidad intrínseca de Estados Unidos. Los ataques, aunque lamentables, eran el resultado inevitable y previsible de la política estadounidense. Y al describir a las víctimas como «pequeños Eichmanns» Churchill simplemente enfatizaba el papel desempeñado por las instituciones financieras en la maquinaria imperial americana. La predisposición a transferir la culpa hasta este punto se apoya en la actitud que Nietzsche calificó de ressentiment. Cuando suceden cosas malas, especialmente cuando me pasan a mí, ya tengo un móvil para buscar a la persona, grupo o colectivo que me las ha causado y a las personas que me las provocaron. Y la «falacia de la suma cero» entra al juego para sugerir que la prueba de la culpa de una persona o clase está precisamente en su éxito. En cada conflicto, por tanto, deberíamos culpar al bando que tiene alguna ventaja. Esta estrategia es particularmente provechosa en el caso de Estados Unidos, donde una comunidad dinámica, disfrutando de una prensa libre y un continuo debate público, tolera un nivel de crítica que no se conoce en ninguna otra parte del mundo. No deberíamos sorprendernos de que sea el antiamericanismo la reacción inmediata a cualquier conflicto en el que esté involucrado Estados Unidos, y que sus manifestaciones más virulentas se produzcan en su propio territorio. Mientras más se ataque a Estados Unidos, más será atacada por sus críticos internos. Solo la reducción de Estados Unidos a la pobreza e impotencia, podrían finalmente silenciar a personas como Howard Zinn y Noam Chomsky: no porque ese sea su propósito, sino porque entonces la culpa será redundante. No menciono a estos dos pensadores solo por su enorme influencia en los últimos años, sino porque también ilustran cómo transferir la culpa, en general, y en la versión antiamericana en particular, ha sido útil defendiendo cualquier falsa esperanza de toda refutación. Durante los primeros años de la década de los sesenta, la visión revolucionaria, que se construye sobre las falacias que he expuesto en esta obra, disfrutaba de un prestigio sin precedentes entre los intelectuales. Bastaba con incluir en el prefacio de tu obra una alusión crítica al estalinismo, para que muy pocos disintieran del resto del trabajo, por muchas idioteces que contuviese acerca de la emancipación del proletariado, la putrefacción del Estado o la «dominación» burguesa. Lee los escritos de Sartre contenidos en Situaciones, que coincidieron con la guerra de Vietnam, y enseguida percibirás la utilidad del antiamericanismo en permitirle, a este gran pensador, a hacer oídos sordos a toda la historia de las doctrinas revolucionarias que defendía. Algo parecido ocurrió después con el desastre de Camboya cuando Chomsky —un pensador tan importante a su manera como Sartre— fue capaz de afirmar que los informes sobre las atrocidades de Pol Pot eran invenciones del New York Times. Durante aquellos cruciales años, en los que la amenaza comunista era, de hecho, más alarmante, con la Unión Soviética y China 104
fomentando desórdenes civiles y reventando gobiernos en Asia, África y el Medio Oriente, y un época en que solo Estados Unidos luchaba por detener lo que hubiese sido un desastre mundial, los intelectuales de Occidente disfrutaban una orgía de antiamericanismo y sus líderes eran agasajados allá donde decidían hablar —y en ningún lugar eran más halagados que en las universidades de Estados Unidos—. No digo que sus críticas fueran por completo erróneas. Al contrario, a menudo daban en el clavo. Pero esta veracidad ocasional era un efecto lateral que no tenía conexión directa con su propósito oculto, que no era descubrir la verdad acerca de nosotros, sino ocultar la verdad sobre nuestro enemigo. Los antiamericanistas no reconocían ningún punto de vista que se les opusiera, no reconocían ninguna virtud en el sistema político americano que, de hecho, les permitía criticarlo desde dentro, mientras disfrutaban de cada privilegio sin nunca invitar a sus oponentes a debatir. Su propósito era ocultar las verdades acerca de las políticas revolucionarias, el socialismo, los movimientos de liberación y las tácticas terroristas, verdades que, de haberse conocido, habrían justificado muchas de las intervenciones que Estados Unidos trataba de llevar a cabo. La tercera estrategia para evadir la verdad ha tenido tal impacto en las universidades que las auténticas preguntas que debería encarar hoy la sociedad moderna rara vez son debatidas a nivel académico. La estrategia no consiste en defender la posición de uno, sino en ocultarla detrás de una ciudadela fortificada de sinsentidos, diseñada para acusar al crítico de ser un ignorante o de no tener recursos ni pericia lógica suficiente. Por supuesto, el sinsentido ha encontrado un hogar en la academia casi desde los tiempos en que Platón la fundó. Sin embargo, también desde esa época, fue objeto de sátira: desde las incoherencias académicas de Abelardo y Averroes hasta las de Schopenhauer y Lewis Carroll, todas han sido objetos de sátira desde la misma academia, tanto como nos burlamos hoy nosotros. En los sesenta, sin embargo, un nuevo tipo de sinsentido apareció en escena, promovido por unos gurús radicales, y pensado para que lo consumiesen las juventudes revolucionarias. Este nuevo estilo de sinsentido fue casi instantáneamente adoptado por los profesores —que no estaban dispuestos a ser superados en ánimos revolucionarios por sus estudiantes — y tuvo un papel preponderante en la composición del currículum posmoderno. Desde ese momento, los más impresionantes embrollos intelectuales han sido acogidos y propagados por las universidades y, al presentarse como «de izquierda» en lo que respectaba a sus implicancias, se han situado al margen de cualquier crítica. Como la mayoría de revoluciones, esta empezó en París. Los jóvenes revolucionarios que yo conocía en 1968 estaban obsesionados con Louis Althusser, cuyo Pour Marx se lee ahora como una invocación litúrgica al Demonio, 105
compuesta por alguien que está extrayendo frases incomprensibles de una traducción más bien pobre de El Capital. He aquí un pasaje representativo: Esto no es solo su situación en principio (la que se ocupa en la jerarquía de instancias en relación a la instancia determinante: en sociedad, la economía); ni es solo su situación de hecho (si es que, en la fase bajo consideración, es dominante o subordinada) sino la relación de esta situación de hecho con esta situación en principio, esto es, la íntima relación que hace de esta situación de hecho una variación de — «invariable»— la estructura, dominante, de la totalidad.
Todo Pour Marx está compuesto con bloques similares de vacios fortificados. No es sorprendente que los discípulos de Althusser solo se pusieran de acuerdo en el título: Althusser estaba definitivamente para Marx, y no en contra de él. ¡Claro! Si hubiera estado contra Marx, habría sido tratado con el escarnio que merecía. Pero se le consideró una autoridad fundacional del nuevo currículum y el debate sobre su obra se convirtió en un imperativo. Su incomprensibilidad era una garantía de su relevancia. ¡Solo alguien que había «visto a través de toda pretensión» podía escribir así! Siguiendo los pasos de Althusser, un torrente de jerga incomprensible empezó a fluir desde el útero de la historia, que en aquella época estaba situado en el diario de la «Rive Gauche», el Tel Quel. Este diario publicaba ensayos de Derrida, Kristeva, Sollers, Deleuze, Guattari y miles de escritores parecidos, todos productores de basuras de pensamientos, de los cuales solo un aspecto se podía entender claramente: su carácter de revolucionarios subversivos. Su estilo profético, donde las palabras son lanzadas como hechizos más que como argumentos, inspiró a innumerables imitadores en los departamentos de humanidades a lo largo y ancho del mundo Occidental. ¡Por fin todo el mundo podía ser un pensador! Ya no era necesario tener una idea propia o haber estudiado cómo expresar un pensamiento auténtico con palabras adecuadas. Podías, simplemente, escribir así: Dentro de esa economía conflictual de discurso colonial que Edward Said describe como la tensión entre la panóptica y sincrónica visión de dominación —la solicitud de identidad, inmovilidad—, y la contrapresión de la diacronía de la historia —cambio, diferencia—, el mimetismo diferencial representa un compromiso irónico. Adaptando la formulación de Samuel Weber sobre la visión marginalizadora de la castración...
O así: La evocación del «presente» como espacio es la posibilidad del imperativo utópico del no-lugar-(particular), el proyecto metropolitano que puede suplementar el intento postcolonial en la catexis imposible de la historia vinculada a un lugar como el tiempo perdido del espectador... 106
Estas dos citas de personas que ocuparon puestos distinguidos en universidades Ivy League ilustran bien lo que se ha convertido en lingua franca de las humanidades: tonterías adornadas con indirectas. En su obra Imposturas intelectuales, Alan Sokal y Jean Bricmont han dirimido algo de este sinsentido.68 Pero ha sido inútil. Ni siquiera el artículo falso publicado por Sokal en Social Text, deliberadamente diseñado para exponer lo fraudulento de este nuevo idioma subversivo, ha alterado lo más mínimo el paisaje intelectual. El sinsentido se ha ido apilando hasta alcanzar una altura y acumular un grosor que no podemos hacer tambalear a golpes de pala, por fuerte que se aplique. En cualquier caso, Sokal y Bricmont, que se consideran personas de izquierda decepcionadas por la traición intelectual a sus creencias, no creen que esa jerga sea la esencia del izquierdismo. La mejor manera de crear una ortodoxia de izquierda en la academia es fortificar la posición de izquierda con una armadura de sinsentido: que sea imposible siquiera la crítica. Me parece que autores como Derrida, Kristeva, y algunos de sus sucesores como Luce Irigaray y Helene Cixous, deberían ser leídos simplemente como autores de izquierda. Y sus sinsentidos, citados y puestos a pie de página en miles de publicaciones académicas —siendo la Modern Language Review la más influyente de todas—, han invadido en cantidades demenciales todos los espacios libres del currículum académico. El resultado de este esfuerzo por impregnar la academia de izquierdismo ha significado un desastre intelectual, un desastre comparable con el incendio de la biblioteca de Alejandría, o el cierre de las escuelas en Grecia. Y el desastre continúa. Los jóvenes tienen hoy en día muy poco tiempo para aprender «teorías» de la burocracia parisina; pero sus profesores mayores, que han hecho su carrera con los artículos de Derrida sobre la imposibilidad del significado y el lenguaje de la metáfora (sí: literal!), o con la no menos importante prueba de Irigaray que demuestra que E = MC2 es una «ecuación sexualizada», no tienen nada más que ofrecerles. La verdad, la validez y el conocimiento fueron extraídos del currículum por los textos sagrados posmodernos. Y tras ese sinsentido yace la eterna y siempre dañina promesa de liberación: no solo de la verdad o la razón, sino de cualquier manera de pensar que eleve la comunidad humana por sobre uno mismo. Se trata de uno de los ejemplos más interesantes de falsa esperanza que han aparecido en los últimos tiempos. Los académicos en humanidades han aprendido de sus mentores franceses que hay una manera de escribir que será considerada «profunda», siempre y cuando sea a) subversiva y b) ininteligible. Mientras el texto se pueda leer de manera que esté contra el statu-quo de la cultura y la sociedad de Occidente, atentando contra la autoridad y la verdad, no
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importará si es una estupidez. Al contrario, es una prueba de que este texto opera en un nivel de profundidad que lo vuelve inmune a la crítica. No solo la izquierda moderna ha recurrido a la estrategia del hermetismo para proteger sus ilusiones. La disciplina teológica original era pródiga en sinsentidos, y la ciencia hermética de la alquimia promovió una versión secularizada que Ben Jonson satirizó en The Alchemist. Cada vez que objetivos imposibles y doctrinas increíbles se apoderan de la psiquis humana, ofreciendo esperanzas espurias y soluciones ficticias, el espíritu de las estupideces bate las alas esperando su momento. Todas las revoluciones se aprovechan de ella y no hay religión que no tenga místicos compañeros de viaje cuyo rol no sea más que hacer el mensaje totalmente ininteligible. Pero las religiones tienen otra y más efectiva defensa: acusar de herejía para luego aplicar los castigos correspondientes. Aunque no solo las religiones se defienden así, y es bueno terminar este capítulo ofreciendo algún ejemplo moderno, ya que conecta con el gran silencio que rodea a las comunidades modernas, cuyos problemas más importantes ni siquiera pueden discutirse. «El ser humano no puede soportar demasiada realidad», dijo T.S. Eliot. No es una de sus mejores frases, pero la usó un par de veces —en Asesinato en la catedral y en Cuatro cuartetos— y en ambos textos su prosaica sonoridad refuerza su sentido, recordándonos que nuestras exaltaciones son inventadas y muchas veces preferimos inspirar fantasías a asumir los hechos. Enoch Powell no era muy distinto, y su fantasía sobre Inglaterra le empujó a dirigirse a sus compatriotas como si todavía disfrutaran de los beneficios de la educación clásica y la cultura imperial. Cuán absurdo parece, retrospectivamente, acabar un discurso —ofrecido a los conservadores de Birmingham en 1968— advirtiendo contra los efectos de la inmigración descontrolada con una cita oculta de Virgilio: «A medida que miro adelante», dijo Powell, «me lleno de aprensión. Como los Romanos, tengo la sensación de estar viendo espumas de sangre en el Río Tiber». Estas palabras fueron dirigidas a una Inglaterra que había olvidado la historia de la Eneida tanto como cualquier otra historia tejida mientras ejerció de «dulce, justo, e infantil amo» del mundo, tomando prestada la iluminada frase de Santayana.69 Es difícil sorprenderse de que las palabras de Powell fueran instantáneamente transformadas en «rios de sangre», y quien las dijo fuese de inmediato considerado un demente peligroso. Aun así, el discurso de Powell y la reacción que desencadenó, merecen ser analizadas aquí, ya que ilustran cómo, en momentos de tensión, cuando las ilusiones de los optimistas están en peligro de ser refutadas, aquellos quienes están criticando pasan a ser inmediatamente simplemente unos enemigos. Ya no son personas que argumentan desde una posición rival. Es quien sobresale del pueblo y debe ser entonces sacrificado. Es el chivo expiatorio, cuya ruina significará felicidad, tanto como mis ilusiones son invulnerables debido a que son compartidas. 108
Es, de hecho, la Sibila de Cumas la que lanza su profecía en el libro VI de la Eneida, y aunque ella describe los problemas que vendrán con la inmigración, se refiere a los problemas que sufrirán los inmigrantes. El inmigrante en cuestión —Eneas— viaja a Italia a la cabeza de una comitiva, llevando a sus dioses locales y un derecho divino de residencia. Si su intención de establecerse no debe ser obstaculizada por lo que si eso significa «guerras, horribles guerras», tendrá que ser. Los inmigrantes modernos no suelen, en general, comportarse tan mal. No necesitan hacerlo. Sin embargo, como Eneas, nuestros inmigrantes vienen con sus dioses locales y con la intención inquebrantable de procurarse un hogar. Y si a sus dioses no les gustan sus rivales nativos, pronto se lo harán saber a todo el mundo. Las predicciones hechas por Powell en su discurso, relativas al equilibrio demográfico, el aumento de los guetos en las ciudades industriales y el crecimiento del resentimiento entre la clase trabajadora nativa, se han cumplido.70 Su sibilina profecía se quedó corta la verdad. Muchos europeos ven ahora los atentados de Madrid y Londres y el asesinato de Theo van Gogh como un aperitivo de lo que está por venir. Ahora es evidente que, en el debate sobre la inmigración, en un momento en el que todavía se podía hacer algo, Enoch Powell estuvo mucho más cerca de la verdad que aquellos que inmediatamente limita ron el debate a condenar el «racismo» y la «xenofobia» de Powell y de todos los que pensaban como él. Así era como, sin embargo, los liberales ignoraban el racismo y la xenofobia de los recién llegados, es decir, una conciencia liberal que nunca ha sido capaz de entender que el liberalismo es un estado mental inusual. Cuando Powell hizo su discurso muchos políticos británicos habían sido educados en la tradición de la Biblia y los clásicos Griegos y Romanos; podrían haber discutido la profecía de Powell en base a los hechos si hubiesen considerado algo que debían saber: que los recién llegados a Gran Bretaña no iban a estar familiarizados con los valores liberales y que se iban a encerrar en sus propias comunidades, recelosos con la cultura que los recibía y ansiosos de protegerse a sí mismos y a sus niños de su influencia. Ante semejantes verdades manifiestas nuestra clase política recurrió al «doblepensamiento» —como George Orwell llama en 1984 a la técnica de dar por correctas dos premisas contradictorias—. Como la reina de Through the Looking Glass, que practicaba el arte de creer seis cosas imposibles antes del desayuno, aceptaron la premisa de que los píos musulmanes de las tierras interiores de Asia producirían niños leales al secular Estado europeo. Este escape de la realidad no es un rasgo nuevo de la vida política. Siempre es más fácil dejar un problema a tus sucesores que encararlo tú mismo, y cuando el problema se vuelve intratable el «doblepensamiento» no tardará en borrarlo, tal como Hitler fue borrado de la mente de los que creían en la política de la conciliación y tal como desaparecieron los Gulags del mapa político de los pacifistas. No creamos, por ejemplo, que presidentes estadounidenses no son 109
más realistas que el resto de nosotros. Cuando la embajada de Estados Unidos en Teherán fue invadida y varios ciudadanos americanos fueron tomados como rehenes, el presidente Carter decidió no darse cuenta de que aquello era, ciertamente, de facto y, probablemente, de jure, una declaración de guerra. Seguramente ese fue el error más costoso de Estados Unidos en Medio Oriente, del mismo modo que haber silenciado a Enoch Powell ha resultado ser mucho más costoso que cualquier otra política doméstica de posguerra en Gran Bretaña, ya que el problema de la inmigración solo ha podido discutirse ahora, cuando ya es muy tarde para hacer algo o para limitarlo solo a quienes vengan con el espíritu real de respetar las leyes nativas. Por supuesto, Powell también estaba huyendo de la realidad, la realidad de la sociedad británica de 1968. Su invocación a Virgilio cayó en oídos sordos, o al menos en oídos que solo se activaron al oír «sangre». Su puntillosa sintaxis, haciendo eco de los salmos del Libro de Oraciones y rica en alusiones a una historia que era públicamente recordada, como mucho, e incluso solo como objeto de ridículo, le hizo parecer un paterfamilias en alguna obra edwardiana, pavoneándose al frente del escenario mientras su desobediente hija coqueteaba disimuladamente por detrás. La verdad, según creia Platón, es el verdadero objeto de la filosofía, pero es la retórica y no la filosofía la que mueve a la gente. ¿Cómo entonces podemos proteger a la gente de los errores fatales que, por ejemplo, empujaron a Atenas a entrar en conflicto contra Esparta, o los errores que, mucho más tarde, llevaron a los alemanes, hipnotizados por Hitler, a una guerra igualmente suicida? Platón quería que los filósofos fueran reyes, pero tampoco creía que fueran a escucharle: las palabras de los filósofos sonarían extrañas y ambiguas, y su mirada estaría alejada del presente y de sus apremiantes exigencias, dirigida más bien hacia la estratósfera de las verdades eternas. Aun así, entre los dispositivos retóricos que son necesarios para gobernar, todavía podemos distinguir las mentiras nobles de sus negaciones innobles. La mentira noble es una no-verdad que expresa una verdad, el mito que mapea la realidad. Es así como Platón justificaba las historias de los dioses y sus orígenes. Estas historias inspiraban a la gente a vivir tan cerca de la fuente de las cosas como fuera posible, y a descubrir por sí mismos las virtudes que existen únicamente cuando encontramos la manera de creer en ellas. En el esquema platónico de las cosas la visión de Powell sobre Inglaterra podría interpretarse como una mentira noble. Estaba exhortando a sus compatriotas a vivir por algo, y ese algo era la imagen ideal de su país formada por el mito, al estilo de Hesiodo. La Inglaterra del sueño de Powell se forjó de escrituras heroicas y costumbres inmemoriales, de ritos sagrados y oficios solemnes cuyos significados eran inescrutables desde cualquier punto de vista externo al contexto social que los definía. Al ajustar su visión en estos términos, el pueblo británico de algún modo se estaría perfeccionando, y ejerciendo su 110
derecho a tener una visión ancestral de su territorio. Además de esta noble visión, no obstante, se les ofreció también una mentira innoble. La emergente comunidad multicultural no iba a dejar espacio para una lealtad común o una historia compartida: iba a privar al pueblo británico de su herencia cultural, política y geográfica. Sin embargo, se les dijo que el proceso no iba a perjudicarles, que incluso iban a mejorar sus vidas porque inyectaría energia, variedad y juventud a una vieja isla. Era imposible discernir si Powell con sus duras maneras, su mirada fija e inexpresiva y su sintaxis ancestral creía de verdad en el país que describía. Al final, sin embargo, su sinceridad y motivos se volvieron irrelevantes. Powell había jugado el papel de los profetas del Viejo Testamento, un papel que resonaba incluso con su nombre y que le convirtió en el personaje ideal para convertirse en un buen chivo expiatorio.71 Así, el acoso a Enoch Powell en frentó a un carácter honesto que lo hizo callar frente a conciencias satisfechas, haciendo caso omiso a las preocupaciones que había generado con su discurso. Los que estuvieron a la cabeza de la caza de brujas eran las voces confortables del establishment liberal, personas que habían sentido una visceral estocada en lo más profundo de su ser al escuchar los dichos de Powell. Necesitaban convertir a Powell en la víctima de un sacrificio, no porque amenazase sus intereses, sino porque amenazaba algo mucho más importante: sus ilusiones. Esto ilustra un aspecto más general del asunto. El sacrificio ritual puede provocar un efecto de redención y de renovación, pero solo si la víctima ha desafiado el orden divino de las cosas. Su castigo se interpreta como si viniera de una esfera superior, ordenado por el dios cuya norma se ha desafiado y que actúa para dar cuenta de su existencia y de la fuerza de su justicia.72 Este es el aspecto del sacrificio ritual que ha sobrevivido hasta nuestros días, y del que fuimos testigos en los juicios de Moscú y en las «luchas» de la China maoísta, donde las víctimas confesaban con entusiasmo sus faltas antes de ser ejecutados como si fuese por voluntad propia, igual que el toro sacrificial de los griegos, que supuestamente inclina la cabeza en reconocimiento de su culpa justo cuando el hacha está a punto de caer. El caso de Powell ilustra otra estratagema rebelde a la verdad: acusar a la víctima de promover el odio del que es objeto. Quienes acusaron a Powell sabían que había odio en la atmósfera, pero se convencieron de que ellos no eran los responsables. Actuaban precisamente para «depurar» el odio que su víctima había introducido. Lo acusaban utilizando la etiqueta más dañina que podían encontrar: la de «racista», que se ha convertido en nuestros días en un equivalente a la «bruja» en el Salem del siglo XVII. En todas las causas a las que se adscriben los optimistas sin escrúpulos se tiende a acusar a los oponentes de promover el «odio» y de esgrimir el «discurso del odio» aunque en realidad estos 111
adversarios sean el objetivo del odio y no sus promotores. En Estados Unidos quienes se oponen al matrimonio gay reciben regularmente e-mails amenazantes que los acusan de propagar el «odio».73 Dudar de la equivalencia entre el sexo gay y el matrimonio heterosexual es respaldar la «homofobia», el equivalente moral del racismo que condujo a Auschwitz. Del mismo modo, la crítica pública del islam y los islamistas es un síntoma de «islamofobia», que hoy en día, según la ley belga, ya es un crimen. Y ahora aparecen leyes contra el «discurso del odio» en las legislaciones de muchos países europeos, de manera que discutir sobre los temas importantes para nuestro futuro se ha convertido en un crimen. El punto importante aquí no es si las actitudes a las que se acusan son correctas o incorrectas, sino el hábito, cada vez más extendido, de atribuir al acusado el odio del acusador. Este mecanismo está hundido en una capa profunda de la psique humana y, como han documentado MacKay y otros autores,74 se pone en funcionamiento en cada caza de brujas. Así, aunque los ejemplos que he dado en este capítulo son controvertidos e incisivos, es importante tomarlos en cuenta porque nos instruyen en cómo funcionan hábitos defensivos que siguen todavía vigentes en nosotros. Ahora, como en el pasado, estos hábitos sirven para distraer nuestras decisiones colectivas del escepticismo razonable que es necesario, con el único objetivo de infiltrarnos falsas esperanzas. Y no son solo los optimistas los que se permiten estos gustos. Cada vez que un tipo de vida se haya construido sobre falsas o cuestionables creencias, las defensas psíquicas que he estudiado en este capítulo aparecerán en rescate de los creyentes. La historia de todas las religiones es una buena prueba de ello. Incluso las cosmovisiones pesimistas tienden a defenderse de los desafíos con estrategias similares. Los creyentes más fervorosos del calentamiento global y de la catástrofe del cambio climático exhiben los mismos rasgos, recurren a falsos expertos, incurren en cazas de brujas contra los que disienten, como Bjorn Lomborg, y emplean los sinsentidos para aparentar profundidad.75 No hay nada nuevo ni sorprendente en esta dinámica. La ciencia, según expuso ampliamente Thomas Kuhn, prefiere hacer cualquier ajuste para salvaguardar su paradigma antes que cambiarse a uno nuevo.76 Pero sea como sea el cambio termina ocurriendo, y la refutación sigue siendo el instrumento que promueve el cambio científico. Las defensas que he analizado en este capítulo han sido diseñadas precisamente para arrancar una creencia del espacio del debate y la refutación para trasladarlo a un falso paraíso. Y no hay cielo que parezca más a salvo de las tormentas intelectuales que el cielo de las falsas esperanzas.
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X. NUESTRO PASADO TRIBAL Una vieja estratagema de la filosofía, puesta en práctica con excelentes resultados por Bodin, Hobbes, Locke y Rousseau, es el experimento mental que imagina a los seres humanos emergiendo de un «estado de naturaleza» para después juntarse y coordinarse a través de un contrato que establece las instituciones de gobierno. El Contrato social ha tenido una influencia desproporcionada en relación con su plausibilidad histórica, ya que nos permite representar las obligaciones de la sociedad civil como si tuviesen un inicio y pudieran ser completamente explicadas en términos contractuales. Sin embargo, como Hume y Hegel, por caminos bien distintos, han señalado, la habilidad para establecer un contrato presupone capacidades como el uso del lenguaje, y un sentido de obligación y reconocimiento del otro que no existe en el «estado de naturaleza», que solo se originan junto al comprehensivo «nosotros» propio de una sociedad civil. Los relatos filosóficos tradicionales sobre nuestros orígenes son mitos; maneras con las que nuestra condición civilizada vuelve a interpretar la prehistoria, para preguntase por el aspecto que tendríamos si lográsemos retirar todas nuestras instituciones civiles. En vez de construir un «estado de naturaleza» imaginario, propongo pensar en términos más científicos acerca de lo que realmente ocurrió durante los primeros años de nuestra especie, cuando la destreza de pensar fue adquirida y luego tan beneficiosa para nuestros necesitados ancestros. Hay que observarlos en esos tiempos de adversidad. Intentaré imaginar cómo eran las cosas cuando la gente todavía no había salido de sus grupos tribales para formar sociedades organizadas de extraños, cuando los contratos y las negociaciones eran cuestiones desconocidas. Consideren, entonces, una pequeña tribu de cazadores recolectores que se ha trasladado a un nuevo territorio en busca de comida. No tienen leyes y todos los conflictos se resuelven gracias a la intervención del jefe, que ocupa ese cargo después de haber demostrado su fuerza. Es la clase de jefe que la gente busca para que les guíe y lidere, y como sus vidas dependen completamente de él, ante cada emergencia le obedecerán sin pensarlo. Y las emergencias no tienen que ver solo con animales salvajes, escasez de alimentos o inclemencias del tiempo, sino que también, y más importantes, con tribus competidoras, una de las cuales intenta apoderarse del mismo territorio de caza. Esta situación no tiene nada que ver con el «estado de naturaleza» descrito por Hobbes, y tampoco apreciamos la clase de «nobles salvajes» que describía Rousseau. Pero es así como han descrito a nuestros ancestros del Pleistoceno quienes se han dedicado a estudiar la evidencia. Dadas estas circunstancias, tiene poco sentido lo que hacen quienes observan desde fuera de nuestra condición social e incentivan que sean 113
decisiones colectivas y la reflexión, las que definan qué es lo estable e inalterable en la naturaleza humana. No existe la seguridad ni el tiempo de ocio que posibilitarían la formación de leyes e instituciones como consecuencia de acuerdos humanos. Las decisiones tomadas por la tribu las toma el jefe, cuyo «yo» es, al mismo tiempo, el «nosotros» de la comunidad. En todas las contiendas y salidas a cazar, el liderazgo del jefe es decisivo y la comunidad perdura en la medida que obedece a su voluntad. Quienes plantean preguntas incómodas no son útiles para una comunidad que está involucrada en una lucha de vida o muerte, cuyo éxito depende totalmente del poder de decisión y certidumbre del líder. El pensamiento del líder es el pensamiento de la tribu, y frente a los conflictos con sus enemigos, la tribu necesita una cosa por sobre todas: la convicción de que tendrán éxito. Un jefe que duda está destinado a desaparecer. Solo el que ignora el riesgo, y marca con audacia su territorio se convertirá en un líder de confianza, y esa es la idea de líder que se inscribirá en el cerebro de los sobrevivientes. Lo que en nuestras circunstancias podría ser criticado como la «falacia del mejor caso posible» será, en estas condiciones primitivas, un hábito indispensable de la mente. En una lucha de vida o muerte no hay tiempo para considerar el peor caso posible: o tienes éxito o mueres; apuntar hacia el mejor escenario es el único curso de acción coherente, y prepararse para la peor opción es prepararse para la nada. La solución para cada problema estratégico es la confianza, y quienes le recuerdan a la tribu la idea del fracaso, que es extinguirse, no añaden nada más a la sabiduría colectiva que el miedo paralizante de la muerte. La tribu actuará como un simple «yo» colectivo, concentrando todas las cosas a un solo objetivo: el territorio, intentando además constantemente incrementar su área de dominio y disminuir la de sus rivales. Están motivados por un miedo primordial hacia los límites impuestos por los otros. La tribu no es, por lo tanto, en ningún grado libre como, gracias a las costumbres y las instituciones, somos nosotros libres; todavía no tiene la capacidad para entrar a negociar con sus rivales, o para resolver las discusiones mediante leyes y tratados. Ambas cosas llegarán más tarde, después de que se haya superado la lucha de vida o muerte; de manera parecida al camino que imaginó Hegel. Esto significa que la tribu verá con incomprensión el orden consensuado: lo único que conocen son las órdenes del «yo» singular, un «yo» internalizado por cada uno de sus miembros y que deviene la conciencia colectiva de la comunidad. El residuo de esta situación, en las mentes de las personas que han nacido en comunidades civilizadas, está, sin duda, en la raíz de la «falacia de los nacidos en libertad»: la idea de una condición original libre de los problemas que trae el compromiso, las instituciones o la ley. En esa edad inocente no había ninguna actitud del «nosotros» que cancelase al «yo» primordial del conflicto tribal, para así poner en su lugar la negociación y la responsabilidad. Había una pureza inocente y un motivo claro. 114
Por supuesto, esta condición original no era de libertad sino de sumisión, pero una sumisión sin las ataduras de la ley y el compromiso, una inocencia primordial en la que no podía surgir jamás la responsabilidad. Las luchas de vida o muerte son juegos de «suma cero», y todas las cosas que afecten los intereses colectivos de la tribu se verán en esos términos. Mi pérdida es la ganancia del otro, y su pérdida es mi ganancia. Todavía no ha aparecido la situación en la que yo me beneficio del beneficio ajeno, y en la que podemos extender acuerdos que son buenos para todos los que participan. En la lucha original, por lo tanto, el pensamiento de «suma cero» será la norma. Esto es verdadero no solo en las relaciones con el enemigo, sino también en cuestiones de control doméstico. En la distribución del botín, mi ganancia es siempre la pérdida de otro, y la división de las presas será una cuestión de alta importancia para cada miembro de la tribu. Quien consiga más —ya sea por fuerza o como una recompensa— impone una carga a los otros. Y esta será la norma para todos los repartos que se produzcan en una sociedad de cazadores-recolectores, en las que el producto no es manufacturado, sino que encontrado. Los antropólogos han resaltado algunas veces las condiciones igualitarias de las sociedades cazadoras-recolectoras.77 Dudo que tales especulaciones sean una explicación suficiente para demostrar que pensasen así, igualitariamente. No obstante, podemos suponer que en la condición de cazadores-recolectores, el pensamiento de la «suma cero» sería la norma para todos los conflictos, fuesen externos o internos, y que esto afectaría al orden social de la tribu. Cuando la primera persona del plural es absorbida por el «yo» del líder, la respuesta inmediata a los peligros es confiar en un plan colectivo. El plan exige un objetivo (un territorio, una presa, etc.) y una estrategia para conseguirlo juntos. Esta será la manera normal de pensar de toda la tribu, ya sea se esté acabando la comida o estén amenazando los rivales. No hay descanso ni momentos para el ocio ni tampoco para la mano invisible, rara vez se encontrarán soluciones consensuadas que, además, por su propia naturaleza serán ineficaces contra las emergencias. Lo que para una comunidad sedentaria y respetuosa con la ley es la única vía hacia la toma racional de decisiones, para la tribu asediada supondría un camino seguro hacia el desastre. Por lo tanto, la mentalidad planificadora será el único recurso para la tribu que esté luchando por su supervivencia. Será igualmente inevitable, dadas las circunstancias, el hábito de acumular bienes. La perspectiva de largo plazo que permite a la gente contrastar un bien con otro, escoger entre bienes y reconocer la naturaleza parcial de todas nuestras satisfacciones, no estará disponible. Como en una guerra, cada objetivo conseguido es un punto a favor de la salvación colectiva, y en cuanto la tribu se fije en algo que valga la pena perseguir, lo añadirá a la agenda común. Un «principio de agregación» gobernará entonces todas las elecciones colectivas y lo 115
que, bajo nuestras circunstancias, empuja hacia una falacia destructiva, será la manera normal de avanzar por cualquier territorio que se aparezca. La tribu primitiva tiene una clara concepción de las necesidades que rigen todo lo que hace. Su travesía por este mundo es una continua huida de la muerte, la enfermedad y el hambre, donde el bien se encuentra siempre delante de ellos, y el mal atrás. Es inevitable que el «yo» colectivo adopte este punto de vista unidimensional de su destino, que se vea a sí mismo dirigido por fuerzas con las que es desea ble alinearse. Hay un «espíritu en movimiento», un destino inexorable, que gobierna el mundo, y el plan válido es aquel que se alinea con la voluntad de ese espíritu. Alentarlo es la característica principal de las religiones tribales, y la paradójica creencia de que nuestras decisiones deben coincidir también con la fuerza del destino, será omnipresente. Naturalmente, pese al rigor de las circunstancias, siempre quedará algún espacio para la disensión y el escepticismo. La tribu contará con profetas que le advertirán contra los peligros de lanzarse en una estampida incontrolada hacia el futuro, intentarán moderar el pensamiento unidimensional del líder y reconocerán la fugacidad de los objetivos alimentados por la ansiedad de la tribu. Todas las dudas y los traumas de la tribu serán arrojadas contra estos profetas. Todos estos conflictos que han sido suprimidos por necesidad ya que no existen instituciones que permitan a la gente comentarlos públicamente y resolverlos, serán atribuidos a los profetas; será identificado como un afuerino y no merecerá disfrutar de los beneficios de pertenecer a la tribu. Pondrá a disposición de la tribu una valiosa oportunidad de realizar un sacrificio libre de culpa. El profeta ha perdido el derecho a vivir y cuando sea ejecutado la tribu se purgará de sus dudas y vacilaciones, quizás en el altar de ese dios que representa el «espíritu en movimiento» que guía las auténticas intenciones del «yo» colectivo. René Girard postuló algunos de estos mecanismos como las fuentes de las que deriva el sentimiento de lo sagrado.78 Una sociedad sin una ley ni instrumentos para la negociación puede verse dividida por conflictos, ya que rivales poderosos se imitan mutuamente tanto en apetitos como poderes. Al chivo expiatorio, víctima sacrificial, se le escoge porque se presentó fuera del orden social: él es el individuo al que todos tenemos derecho a matar y cuya muerte no reiniciará el ciclo de venganzas ya que toda la comunidad coincide en el mismo deseo. Pero no necesitamos volver a Girard para reconocer que cuando el optimismo forzado es la única garantía de supervivencia para la tribu, es necesario que aparezca un chivo expiatorio cuya muerte limpiará las dudas acumuladas. Mi descripción de la comunidad primitiva es especulativa y poco detallada, pero me parece que posee el halo de la verdad y nos lleva a algo bastante parecido a una conclusión deprimente: las falacias que he identificado en este libro como las demencias más arraigadas de nuestro tiempo, no son nuevas adquisiciones para el repertorio de la locura humana, sino que residuos de los 116
honestos intentos de nuestros antepasados por hacer las cosas bien. Representan procesos de razonamiento que terminaron seleccionados en la lucha de vida o muerte de la que, eventualmente, emergieron las sociedades organizadas. De ahí que no sea una sorpresa si, hoy, estas maneras de razonar aparecen por defecto cada vez que las presiones del futuro nos aprietan. Esta es claramente parte de la explicación del hecho, por otra parte extraordinario, de que la actitud de los optimistas inescrupulosos no pueda rectificarse con argumentos; de que se armen con impenetrables defensas frente a la verdad; y de que tomen para su propio provecho cualquier esfera de influencia que esté disponible, de manera de convertir en algo muy peligroso el mero hecho de cuestionar sus ideas. A la luz de esta argumentación se puede pensar que, después de todo, el pesimismo no tiene ninguna utilidad, que el intento de insertar el precioso virus de la duda en el sistema acorazado e inmune de la ideologia progresista está condenado al fracaso. En lo que sigue, sin embargo, intentaré demostrar que hay, de hecho, motivos para esperanzarse. El optimismo de la clase que yo he criticado en este libro se esfuerza para defenderse a sí mismo contra las nuevas realidades pospleistocénicas. Es la otra cara de una especie de desesperación existencial, un anhelo de alejarse de las complejidades de la gran sociedad contemporánea hacia las simplicidades originales de la tribu. Pone de manifiesto una clase de desconfianza en la humanidad, una incapacidad para asumir que ahora podemos rebasar nuestra naturaleza original y crear un flexible, razonable y caritativo «nosotros», que no es un «yo» colectivo después de todo, sino el resultado genuino de la libertad individual. Pero esta desconfianza es infundada. El mundo es, de hecho, un lugar mucho mejor de lo que están dispuestos a admitir los optimistas: por eso el pesimismo es tan necesario.
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XI. NUESTRO PRESENTE CIVIL El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz grande. Sobre los que habitan en la tierra de sombras de muerte resplandeció una brillante luz. Isaías 9:2
Los psicólogos evolutivos han intentado persuadirnos de que la clave de la psiquis humana es la adaptación. Al considerar que esos misteriosos rasgos de la mente humana como el altruismo, la fidelidad sexual y el amor por la belleza son adaptaciones al medio que favorecen la reproducción de nuestros genes, entendemos mejor su origen y naturaleza, y podemos quedarnos satisfechos y concluir que, como otros animales, somos, en palabras de Richard Dawkins, «máquinas de supervivencia» al servicio de nuestros genes. No digo que esto sea enteramente falso. Sin embargo, induce a una gran confusión ya que presupone que el comportamiento del oficial que salva a sus tropas lanzándose contra una granada, es comparable al comportamiento de una abeja en una colmena, que pierde su vida al clavarle su aguijón a un intruso. Todo lo que es singular en la motivación humana —la conciencia de la muerte, el reconocimiento del otro, la superación del miedo, los actos de sacrificio personal— queda fuera, además del raciocinio, la educación moral y conciencia social que implantaron esa motivación en el alma.79 Incluso si lo que los psicólogos evolutivos llaman altruismo no fuese el resultado de una adaptación y hubiese desaparecido del resto de especies, los seres humanos lo seguirían exhibiendo. Seguirían haciendo sacrificios, vivirían por otros, seguirían obedeciendo la ley del agape, que ha sido implantada en ellos por la razón y que no requiere ninguna base biológica para ser real. Esto es así porque las comunidades humanas evolucionan de manera distinta que los grupos, los rebaños o las colonias de animales. Evolucionan como sociedades de seres racionales, vinculados entre sí por la responsabilidad mutua, la amistad y el respeto. Resuelven sus conflictos no solo mediante el poder y la intimidación, sino que también mediante la negociación, el compromiso y la ley. En cierto estadio del desarrollo de sus capacidades racionales, nuestros antecesores dejaron de vagar en busca de sustento y se asentaron para crearlo. La transición de cazador-recolector a agricultor fue quizás la mayor transición que nuestra especie ha hecho jamás. Y en las tenues sombras de los registros ancestrales, podemos todavía vislumbrar el precio que nuestros antepasados pagaron. Dios prefirió la sabrosa ofrenda de Abel que el fruto de Caín y, por resentimiento, Caín asesinó a su hermano. El primer asesinato fue cometido por un agricultor, uno que había rechazado el vínculo de la hermandad y abjurado del «yo» colectivo de la tribu cazadora, uno que había empezado a vivir de otra manera, negociando con 118
sus vecinos, delimitando su parcela y defendiendo sus fronteras. El asesinato del hermano simboliza una culpa primigenia: la culpa del individuo que ha dado la espalda a la tribu. Este fue el real pecado original. Y no quedó sin castigo. Caín fue expulsado por Dios: su asentamiento fue desmantelado y Dios le dijo: «un fugitivo y un vagabundo serás en la Tierra» (Génesis 5:12). En el trasfondo de esta historia presentimos una crisis prolongada. No solo el pecado de abandonar la tribu, sino la incertidumbre del asentamiento, desde el momento en que una nueva raza de agricultores es desenraizada y expulsada. Un nuevo mal ha entrado en el mundo, un mal desconocido por el cazador-recolector: al poseer algo de tierra corres el riesgo de perderla. El Antiguo Testamento está invadido en cada página por esta clase de oscuridad, y los campos, viñedos y aldeas que han disfrutado durante un breve lapso de la protección de Dios, son destruidas una por una. Y, aun así, a través de esta oscuridad penetran, de vez en cuando, los rayos de luz. Desde las profundidades de la desesperación, desde donde escriben los profetas y hablan los salmos, miramos arriba y vemos la ciudad resplandeciente sobre la colina. La ciudad también puede ser destruida, y los asaltos y las masacres de los que el Antiguo Testamento da testimonio son numerosos y horribles, pero la ciudad permanece como símbolo, un lugar donde el asentamiento es permanente, donde se puede confiar en la ley y donde la paz está asegurada. El exilio de Babilonia es el exilio de la ciudad verdadera: la ciudad que era nuestra, en donde refugiarse y un templo para nuestro Dios. En la impresionante obra The Origin and Goal of History, el filósofo Karl Jaspers describe lo que llama la «edad axial»: el período entre el 800 y el 400 a.C. donde, simultáneamente y sin comunicación aparente, diferentes comunidades humanas emergieron de la oscuridad hacia la propia conciencia y el sentimiento de libertad. Los poemas homéricos, los filósofos pre-socráticos, los profetas del Antiguo Testamento, los Upanisads, Lao-Tzu, Confucio y Buda: todo pertenece a la edad axial de Jaspers, y ejemplifican el mismo despertar espiritual, del que se da una esquemática explicación en términos de competición entre Estados, pequeños y emergentes. En todos los registros que Jaspers menciona vemos las marcas de la misma transición: desde tribus ambulantes hasta los individuos libres; desde clanes y hermanos de sangre hasta vecinos unidos por la ley; desde una vida de emergencias a una existencia establecida, donde las palabras y los rituales se emplean al servicio del infinito, de lo que se puede confiar y de la verdad. En otras palabras, vemos la transición que los psicólogos evolucionistas no son capaces de ver, el paso de los cazadores-recolectores a los agricultores, y de los colectivos tribales a las comunidades de individuos libres. Esta es una transición que ocurrió gracias a la auto-conciencia que se despertó en el género humano, un proceso en el que nuestros genes tuvieron un papel secundario. Descríbanla, si quieren, como una adaptación, pero recuerden que no hay 119
entonces ninguna explicación a cómo se produjo, solo una explicación a por qué no se esfumó. La ciudad entró en el alma del género humano, y proporcionó una nueva perspectiva sobre el otro y sobre los conflictos que acarrea la competencia. La ciudad no es una comunidad de hermanos: no es una tribu o un clan, sino un asentamiento, y si se quiere dividir en zonas hay que recurrir a las parroquias o distritos, como las contradas que compiten en el Palio de Siena, o a los gremios y a los negocios, retratados tan festivamente por Wagner en el último acto de Los maestros cantores de Núremberg. La ciudad es una comunidad de vecinos que no necesariamente se conocen entre sí, pero cuyas obligaciones provienen de su asentamiento. Un vecino, de acuerdo con la etimologia anglo-sajona, es alguien que «construye al lado». Los ciudadanos se han asentado unos al lado de otros, y están unidos entre sí por los múltiples acuerdos, tácitos y explícitos, que regulan las relaciones diarias entre ellos. La ciudad es el símbolo y la realización de la nueva forma de razonabilidad que emerge cuando la tribu es finalmente superada. Cuando discutía la teoría austríaca del mercado he destacado la similitud entre esa teoría y el acercamiento a la tradición que fue articulada originalmente por Burke en sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa. Ambos argumentos dependen de la idea que las soluciones racionales para los problemas sociales quizás evolucionen, y que las soluciones son sensibles a la información y a los deseos de los desconocidos. Esta información sería destruida por los planificadores que planifican «desde arriba hacia abajo», ya que lo hacen en función de resultados no predichos ni tampoco predecibles y sin la información que podría influenciar estos resultados en función del bien común. Para Burke, la principal gracia de la tradición era un estado mental que él llamaba «prejuicio», y que él en tendía como una forma de razonamiento que evolucionaba desde la experiencia acumulada de las generaciones pasadas. El prejuicio esquiva las soluciones demasiado abstractas y sirve como barrera contra la ilusión de que podemos reinventarlo todo de nuevo según un plan trazado por alguna ideología racional. El prejuicio no es irracional: al contrario, marca el camino hacia la racionalidad colectiva. Por el contrario, el plan racional, que señala un objetivo colectivo donde no caben objetivos inherentemente anhelados, y que no puede adaptarse a los cambios en los deseos y necesidades de los individuos, será siempre insensato tanto en su ejecución como en su objetivo. La planificación puede ser una respuesta adecuada para las situaciones de emergencia o en conflictos de «suma cero», como las guerras, pero no puede resolver los conflictos diarios de una sociedad civil, ni proporcionarle un objetivo al gobierno. Estos argumentos, que proveen de base intelectual a cierto conservadurismo, no son meras movidas dentro del debate político. Señalan la emergencia, en sociedades históricas, de una nueva clase de racionalidad colectiva: no la del «yo» del líder y sus planes, sino la racionalidad del «nosotros» 120
en una comunidad consensuada. Es a esta racionalidad del «nosotros» a la que se refieren los pesimistas prudentes cuando intentan neutralizar el daño que provocan las falsas esperanzas. Y aunque, como ya argumenté en el capítulo nueve, el género humano ha heredado feroces, y a menudo espeluznantes, métodos defensivos contra quienes pretendían aguijonear sus ilusiones, la tendencia más importante de nuestra civilización, su rasgo definitorio, es darle a la gente esa oportunidad. La apertura de la comunidad a la duda y el titubeo, la concesión de una voz al profeta: esos son los principios de la sabiduría. De esta situación emerge una nueva forma de organización donde la ley descubierta reemplaza las órdenes, donde la negociación reemplaza a la dominación, y donde el libre intercambio reemplaza la distribución centralizada. Así es el orden de la ciudad, un orden que combina la libertad individual con una genuina primera persona plural. Es vulnerable al regreso súbito de la actitud del «yo» y también al frenesí de los resentidos y sus «falacia de la suma cero», como hemos podido apreciar abundantemente en los últimos tiempos. Pero el orden de la ciudad también tiene la habilidad de mantenerse firme gracias a las costumbres y a las instituciones de toda comunidad libre. Me parece que nuestra confrontación actual con los islamistas debe hacernos abrir los ojos a que hay algo precioso en juego, y que esta cosa preciosa es la facultad de vivir juntos como extraños en una comunidad libre, y que para sobrevivir no necesita someterse ninguna tribal «desde arriba hacia abajo». En conclusión, merece la pena estudiar los rasgos distintivos, tanto institucionales como individuales, que posibilitan que vivamos los unos junto con los otros en libertad, sin la necesidad de depositar nuestras emociones sociales en falsas esperanzas que tan frecuentemente han acarreado desastres para el género humano. El orden de la ciudad no es el mismo de la familia. Es el orden de una «sociedad civil». No nos asegura que sus habitantes vayan a ponerse de acuerdo fácilmente, ni tampoco que aspiren unidos hacia un objetivo puntual. Ve a las personas como irreparablemente distintas entre sí, pero, sin embargo, capacitados para vivir en paz y de adaptarse mediante consensos y acuerdos. Sobre estos cautelosos fundamentos se ha levantado la concepción moderna de ciudadanía, de acuerdo con la cual la ley es legitimada por el consentimiento de quienes deben obedecerla. Este acuerdo se concreta en un proceso político mediante el cual todos los individuos participan en la promulgación de la ley. El derecho y deber a la participación es a lo que nos referimos con «ciudadanía», y la distinción entre comunidades políticas y religiosas se aprecia mejor si contrastamos las comunidades políticas compuestas por ciudadanos con las comunidades religiosas compuestas por sujetos que se han «sometido» (ese es el significado original de la palabra islam). Y si queremos una definición simple de sociedad civil, lo recomendable sería empezar por el concepto de ciudadanía. La ciudadanía es lo que millones de inmigrantes andan buscando por todo mundo: un orden que les 121
dé seguridad y libertad a cambio de consenso, un orden que no esté basado en la sumisión sino en el asentamiento. La comparación con el islam es pertinente. Durante sus años de declive, el Imperio otomano hizo constantes esfuerzos para importar la idea europea de ciudadanía y sociedad civil, y con ello introducir los códigos de leyes hechas por humanos de manera de reemplazar la ley que todavía estaba adherida al ulema, los académicos y juristas de las mezquitas —el ulema es la ley divina de orden, descubierta en los cuatro pilares legítimos: el Corán, la sunna, el consenso de escolásticos y la analogía—. Tras el colapso del Imperio, Atatürk destronó el ulema y creó la Turquía moderna: un Estado secular, gobernado por una ley secular. Reformas similares se adoptaron por todo Medio Oriente, pero los islamistas nunca lo aceptaron. Su filosofía ha sido la de la Hermandad Musulmana y la de su líder intelectual, Sayyid Qutb quien, en su gran libro sobre el Corán80 y en Milestones, un escrito más breve y más polémico, argumentó que la voluntad de Dios, así como es revelada en el Corán y en la vida del Profeta, es la única fuente legítima de ley y que cualquier expresión de autoridad secular es ilegítima. De manera que el Estado-Nación, con su soberanía puramente territorial, no tiene autoridad sobre quienes pretende gobernar. La visión de Qutb ataca directo al núcleo de la sociedad civil porque niega la legitimidad del asentamiento, hace insignificante el territorio y construye las leyes con la visión «desde arriba hacia abajo», desde una única fuente de autoridad: un «yo» supergigante, un «yo» de Dios. Va de la mano con retirarse de la sociedad civil y del libre consenso para dirigirse a los vínculos imperativos tribales. Así, defiende la Hermandad (ikhwân) la alternativa única y verdadera a la nacionalidad y el Estado-Nación. El deseo de hermandad se asocia con la creencia de que la tribu y la familia son las fuentes auténticas de sucesión legítima, una creencia que ha causado todos los ismos que el islam ha padecido. No debemos considerar que la asociación entre el gobierno y ley de orígen divinos, el orden tribal y el atractivo de la hermandad sea algo meramente accidental: los tres suponen una involución hacia la comunidad de cazadoresrecolectores que describí en el capítulo anterior. El conflicto entre Caín y Abel, cuyas secuelas están diseminadas por todo el Antiguo Testamento, todavía está presente en el Corán. La larga experiencia de los asentamientos refuerza la idea de que la ley no es un sistema de dominación que reina sobre una sociedad humana desde una estratósfera divina, sino que el residuo de acuerdos humanos. La ley no nos dice qué hacer, sino que lo que no debemos hacer; nos deja libres para perseguir nuestros propios objetivos, dentro de las restricciones que representan el consenso con nuestros vecinos. Su autoridad no deriva de Dios sino del hombre, y su jurisdicción está definida dentro de un territorio compartido, y no por la fe, la 122
familia o la tribu. Tal era la concepción de la ley que nació en la polis griega y que los juristas romanos convirtieron en un sistema universal. Todo esto debería ser evidente para los ciudadanos británicos y americanos, que han gozado de los inestimables beneficios del common law, un sistema que no ha sido impuesto por ningún poder soberano, sino que ha sido edificado en las Cortes, a través de sus intentos de impartir justicia en conflictos individuales. Nuestra ley es un sistema bottom-up, que emana desde abajo hacia arriba y que se dirige al soberano en el mismo tono de voz con el que se dirige al ciudadano, es decir, insistiendo en que es la justicia, y no el poder, lo que prevalecerá. Así, ha sido evidente desde la Edad Media que la ley, incluso dependiendo del soberano para que sea impuesta, también puede deponer al soberano si es que éste intenta desafiarla. Este rasgo del common law va de la mano con su habilidad para encontrar soluciones creativas a los problemas y conflictos sociales, y de una manera sensible a los deseos y necesidades de los individuos. El common law es tal vez el más vívido ejemplo que tenemos del triunfo de las soluciones razonables sobre las urgencias instintivas. Una sociedad de personas asentadas se mantiene unida tanto por el territorio compartido como por la religión y, de hecho, eventualmente, en el tiempo la religión decline o se fragmente, aunque sin dañar el Estado de derecho. Las órdenes de Dios son importantes, pero no son consideradas como suficientes para el buen gobierno de las sociedades humanas: se las ve como restricciones, como ya analicé en el capítulo seis. Las leyes morales y espirituales gobiernan la vida moral, pero no regulan la sociedad, que debe entenderse como la asociación de los individuos libres, cada uno de ellos con sus propios objetivos particulares. Las leyes morales y espirituales deben ser sustituidas por otra clase de ley, una que dé respuesta a las formas cambiantes del conflicto humano. Esto lo dejó bien claro Jesús en la parábola sobre los tributos («Dale a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios»), y la doctrina papal de las «dos espadas»: las dos formas de la ley, humana y divina, sobre las que se sostiene el buen gobierno.81 La ley que nuestras Cortes hacen respetar requiere del consenso de todas las partes y someterse a la jurisdicción secular, y trata a todas las partes como individuos responsables, que actúan libre mente por si mismos. La ley existe para resolver conflictos entre seres libres, y no para guiarlos a la salvación. El contraste entre el orden de la ciudad y el orden de la tribu va entonces acompañado de otro, del contraste entre la jurisdicción territorial y la jurisdicción divina. Los sentimientos cívicos marginan las lealtades de la familia, la tribu y la fe, y pone ante la mente del ciudadano, como foco de sentimiento patriótico, no una persona o un grupo sino un lugar. Este lugar es la ciudad y su territorio, definido por su historia, su cultura y la ley que lo han hecho nuestro. La lealtad territorial está compuesta por la tierra, en conjunto con la narración que nos da cuenta de su 123
posesión. Así era la lealtad de los ciudadanos griegos a la polis; y así ha sido la lealtad de los europeos a la tierra donde nacieron. Es esta forma de lealtad territorial la que ha permitido a la gente de las democracias occidentales vivir los unos junto a los otros pese a las radicales diferencias de fe, y sin que existan entre ellos vínculos de familia, un reinado o costumbres muy arraigadas en el tiempo que sustenten la solidaridad mutua. Así se funda la sociedad de extraños que viven en paz y superan sus diferencias mediante los consensos. No es posible imaginar una solución de convivencia mejor para una humanidad imperfecta. Ciertamente, se trata de un arreglo que se puede perfeccionar, pero tal cual como puede empeorar. Sin embargo, las alternativas radicales invariablemente terminan por destruir los fundamentos del «nosotros» y sitúan un tiránico «yo» en su lugar. En el Muqaddimah —el prólogo a su historia universal— el polímata tunecino del siglo XIV, Ibn Khaldun, sostiene que el orden de la ciudad es esencialmente frágil, destinado a desplomarse bajo el efecto del ocio y la lujuria, y a perder la capacidad de defenderse contra el orden de la tribu. Las tribus que rodean la ciudad se mantienen unidas por la asabiya, una forma de fuerza prepolítica que une a la tribu de manera parecida a como un tendón (asab) se mantiene unido a una extremidad. La ciudad se mantiene unida solo por las débiles fuerzas de la política, que están sujetas a la corrupción de la lujuria y el interés personal. La teoría de Ibn Khaldun no analiza a la ciudad exactamente así como los occidentales la conocen, aunque sí contiene una seria advertencia que nos puede servir a nosotros, aquí y ahora, Refleja la experiencia de muchos musulmanes, para quienes la lealtad territorial y la jurisdicción secular ha sido frágil y provisional, y que han terminado por volver a su ikhwan tribal y a «la sombra del Corán», donde la sociedad entre extraños les parece una forma de vínculo social demasiado frágil. Esto es seguramente lo que estamos viviendo ahora, no solo en Pakistán y entre los wahabíes de Arabia Saudita, sino también donde quiera que los refugiados del sharia hayan intentado asentarse, propagando su visión de la comunidad trascendental. Y este es un desarrollo que nos concierne profundamente. Al-Qaeda es un producto de las falacias que he descrito en este libro: promete un plan divino, un gobierno top-down (que emana desde arriba hacia abajo) y una visión utópica; y considera el éxito de los otros como una causa suficiente para castigarlos. Se alinea con el «espíritu en movimiento» siguiendo un camino irresistible hacia el objetivo en el que todos los bienes prometidos por el profeta serán concedidos al mismo tiempo, y donde el mundo del compromiso y medias tintas será finalmente superado. Mi propósito es defender el mundo del compromiso y las medias tintas. Han existido muchos intentos de los utópicos y planificadores para destruirlo. Pero el 124
deseo de encontrar soluciones negociadas, el hábito de conceder a los otros la libertad de disentir y de vivir libremente y la deferencia hacia las costumbres establecidas... todo esto, todavía existe. Y está asociado a dos hábitos que son, creo, los regalos más duraderos del asentamiento ciudadano y legado espiritual del estilo de vida europeo: los hábitos del perdón y la ironía. La felicidad no proviene de la persecución del placer, ni está garantizada por la libertad. Viene del sacrificio: ese es el gran mensaje transmitido en todas las grandes obras de nuestra cultura. Es el mensaje que se ha perdido en la batahola de las falsas esperanzas, pero que creo que podría escucharse de nuevo si dirigimos nuestras energías para recuperarlo. Y en la tradición judeo-cristiana el acto primario de sacrificio es el perdón. Aquellos que perdonan sacrifican su resentimiento y renuncian, de este modo, a algo que ha sido apreciado por sus corazones. El perdón significa descender de la postura del «yo» y acogerse a la del «nosotros». Es el motor de nuestra civilización y el hábito que la hace posible. El perdón solo puede ser ofrecido en ciertas condiciones y una cultura del perdón es una que implanta tales condiciones en el corazón. Solo puedes perdonar a los que te han ofendido si éstos reconocen su falta: y el reconocimiento no es simplemente una actitud cognitiva. No se consigue diciendo «sí, es verdad, es lo que hice». Requiere penitencia y expiación. Por medio de esos actos fundamentales el culpable se dirige de nuevo a su víctima y reestablece la igualdad moral que hace el perdón posible. En la tradición judeo-cristiana este proceso es bien conocido, y ha sido incorporado a los sacramentos de la Iglesia Católica Romana, así como a los rituales y liturgias del Yom Kippur. Hemos heredado de esas fuentes religiosas la cultura que nos permite confesar nuestras faltas, recompensar a nuestras víctimas, y a mantenernos unidos para poder rendir cuentas sobre nuestra conducta si esta daña a alguien que ha depositado su confianza en nosotros. Rendir cuenta de manera pública de nuestros actos es una de las manifestaciones de esta cultura heredada, y no debería sorprendernos que sea una de las primeras cosas que desaparece cuando los utópicos y los planificadores toman el control. Tampoco debería sorprendernos que esté totalmente ausente en el mundo de los islamistas, por mucho que el perdón ocupe un importante lugar en la práctica del islam y en la moral del Corán.82 De la cultura del perdón proviene el otro rasgo que nos ayuda a sentirnos como en casa en una sociedad de extraños: la ironía, una facultad que nos permite reconocer la condición ajena de todo, la otredad, incluyéndonos a nosotros mismos. Por muy convencido que estés de lo correcto de tus acciones y de la verdad de tus ideas, la ironía te permite mirarlas como si fueran las acciones y las ideas de alguien diferente y reformularlas: ese es el principio mediante el cual, en nuestros mejores momentos, deseamos vivir. Como demuestran los diálogos platónicos, la ironía era la gracia distintiva de la polis griega. Cierto culto por la ironía pasó de la comedia romana a la literatura medieval, donde encontró 125
una expresión sublime en las obras de Chaucer y Boccaccio. Aunque la ironía no ha sido una ignorada por la literatura del islam, lo sabemos por Las mil y una noches y por la piedad risueña de los poetas sufies, fuertemente censurada hoy en la tierra que la vio nacer. La ironía es diferente que el sarcasmo: es un modo de aceptación, no de rechazo. Y apunta en dos direcciones: gracias a la ironía aprendo a aceptar al otro y, por contraste, mejoro la comprensión que tengo de mí mismo. La ironía no está desprovista de juicio: simplemente reconoce que quien juzga también es juzgado, y juzgado por sí mismo. Y libera el espacio sobre el que una racionalidad colectiva —una que reconoce a los demás incluso cuando no sabe nada sobre sus deseos— puede crecer en el corazón de las cosas. El perdón ofrece la oportunidad de reparar las cosas, de salir del conflicto hacia su resolución y de silenciar el llamado de venganza. En el mundo del ikhwan prevalece una regla distinta: «yo y mi hermano contra mi primo; yo y mi primo contra el mundo», dice el proverbio árabe. Y de esa regla viene el feudo de la sangre, la retirada hacia el interior de la familia y la destrucción del marco público. Encuestas de opinión recientes sugieren que la mayoría de los musulmanes se avergüenzan de la conducta de los islamistas y que están tan deseosos como sus vecinos no musulmanes de encontrar acuerdos pacíficos que permitan vivir en paz.83 De todos modos, la estructura mental pleistocena de los islamistas es indiferente a la opinión pública, y se ha impuesto la tarea —similar a la que adaptaron en 1917 la minúscula banda de los bolcheviques— de destruir completamente cualquier forma asentada de gobierno. El islamista se entrega al terrorismo no porque crea que pueda conseguir algo con ello, sino porque el terrorismo es un refugio donde protegerse de la vida asentada de las ciudades y un regreso al «yo». El terror, por lo tanto, no es una táctica que se emplea para conseguir algún objetivo por el que se esté negociando, es un fin en sí mismo y una fuente de exaltación. Incluso si es que existiese un objetivo, el terror permanece desconectado de él. Y el objetivo es usualmente tan vago y utópico que flota en la irrealidad. No conseguir los objetivos es parte del objetivo; una manera de justificar la renovación constante de la violencia. Los terroristas podrían seguir siendo terroristas sin ninguna causa, o dedicarse a perseguir una causa tan vaga y metafísicamente caracterizada que nadie —y ellos menos que nadie— podría creer en serio que puede llegar a conseguirse. Así eran los nihilistas rusos, tal como Dostoyevski y Turgenev los describieron. Así eran también las Brigadas Rojas italianas y la banda de los Baader-Meinhof alemanes de mi juventud. Como demuestra Michael Burleigh en su magistral estudio «Sangre y Rabia»,84 el terrorismo moderno ha estado mucho más interesado en la violencia que en cualquier cosa que haya podido conseguir mediante ella. Esto quedó plasmado en 126
el profesor de la novela The Secret Agent de Joseph Conrad, quien brinda por «la destrucción de todo lo que existe». El terrorismo está, por lo tanto, directamente relacionado con la «falacia utópica». El carácter indefinido o utópico de la causa implica que todo está permitido mientras se persigue. La causa es parte de una búsqueda de sentido: es el punto álgido de la actitud del «yo», que reconoce al resto de personas como un medio para reafirmarse. Para matar a alguien que no te ha ofendido ni te ha dado motivo alguno por el que deba ser castigado, es necesario que uno se envuelva en alguna clase de ropaje angelical como justificación. Así, la matanza es la prueba de que uno es un ángel. Es la prueba ontológica decisiva. La exaltación que persiguen los terroristas es una exaltación moral, la sensación de estar más allá del juicio humano ordinario, envuelto por una permisividad del tipo que disfruta Dios. Incluso en su vertiente más secular, por lo tanto, el terrorismo implica una ansiedad religiosa, expresa el primigenio deseo de un «yo» colectivo que vive entre sobresaltos, guiado por el «espíritu en movimiento» y sin la necesidad ni la habilidad para comprometerse con los extraños. Por supuesto, los terroristas están rodeados por una sociedad de otro tipo. Viven en medio de una comunidad asentada. Y el terrorista lo siente como un reproche. Es, en cierto sentido, tan difícil para él como lo sería para ti o para mí matar a la inocente Sra. Smith cuando va de compras con sus hijos. Así, por lo tanto, su gran rifiuto nunca empieza de un simple deseo de matar. La Sra. Smith tiene que convertirse en algo más: en el símbolo de una condición abstracta, en la encarnación de un enemigo universal con el que el terrorista está peleando en un conflicto de «suma cero». De este modo, los terroristas preparan doctrinas que suprimen la condición humana de las personas a las que fijan como objetivo. El objetivo es el Gran Satán, manifestado en la Sra. Smith; o es la clase a la que la pobre señora pertenece: la burguesa, por ejemplo, la «clase enemiga», que desempeñó el mismo papel en la ideologia bolchevique que desempeñaron los judíos para los nazis. La Sra. Smith y sus hijos están detrás del objetivo, que es el Gran Satán, la familia burguesa o la Conspiración Mundial Sionista. De manera que cuando la bomba impacta este objetivo hecho de ficciones, el filo y la metralla dañan el cuerpo real y auténtico de la Sra. Smith. Lástima por los Smiths y con frecuencia escucharás a los terroristas haciendo una especie de apología abstracta, diciendo que no fue su culpa que la Sra. Smith haya sido machacada y que la gente real no debería cruzarse con sus objetivos. Los terroristas islámicos actúan animados, hasta cierto punto, por la misma turbulenta búsqueda de la unidad original de la tribu y por la misma necesidad de sentirse moralmente superiores a sus víctimas y, por lo tanto, exculpados por su propia trascendencia. Las ideas de la libertad, la igualdad o el derecho histórico no tienen ninguna influencia sobre su pensamiento y no están interesados en obtener 127
los poderes y los privilegios de los que disfrutan sus objetivos. Las cosas de este mundo no tienen valor real para ellos, y si a veces parecen buscar poder, es solo porque el poder les permitiría establecer el reino de Dios; un objetivo que ellos mismos, como el resto de nosotros, saben que es inalcanzable y que, por lo tanto, están destinados seguir eternamente el camino del fracaso. Su despreocupación por las vidas ajenas calza bien con la despreocupación por su propia vida. Para ellos la vida no tiene ningún valor particular y lo único que tienen en su horizonte es la muerte, lo único que importa: es la trascendencia última, que pondrá fin a este mundo y a las responsabilidades que nos exige con nuestros semejantes. A las personas de sensibilidad liberal les cuesta aceptar que pueda existir un motivo así, prefieren creer que todos los conflictos son políticos, que todo depende de quién tiene poder sobre quién. Tienden a pensar que las causas del terrorismo islamista deben buscarse en la «injusticia social» contra la que protestan los terroristas, y que sus métodos están justificados porque todos los demás intentos por solucionar su situación han fracasado. Esto me parece que es una radical malinterpretación de los motivos del terrorismo en general, y del terrorismo islámico en particular. El terrorista islámico, como el nihilista europeo, está sobre todo interesado en sí mismo y en su condición espiritual, y no tiene ningún deseo real de cambiar las cosas en el asentimiento circundante a cuya dinámica civil no pertenece. Quiere pertenecer a Dios, no al mundo, y esto significa rendir cuentas a la ley de Dios y a su reino destruyendo todo lo que se ponga en su camino, incluido su propio cuerpo. La muerte es su acto definitivo de sumisión: a través de la muerte se disuelve hacia una nueva hermandad inmortal. El terror infringido por su muerte entusiasma al mundo de la hermandad y lanza su devastador golpe contra su rival, el mundo de los extraños, donde la ciudadanía, y no la hermandad, es el principio que los une. «Lo mejores carecen de toda convicción, y los peores / están llenos de apasionada intensidad». Estos famosos versos de Yeats fueron escritos en 1919, probablemente como reacción a la Revolución Rusa y como parte una apocalíptica visión de una destrucción venidera. Pero también pueden ser leídos de otro modo: como una verdad universal. La transición desde la caza al asentamiento permitió la aparición de la mejor comunidad a la que los humanos pueden aspirar: una sin convicciones, donde nadie se cree con el derecho divino o la obligación histórica de hacer la guerra a quien está en desacuerdo con él, una comunidad en la que la ironía florece y donde el perdón tiene una oportunidad. Por supuesto, una comunidad así no tiene una ausencia completa de convicciones: depende de ciertas restricciones, un sentido de vida y de la silenciosa fe que la mantiene con fuerzas en las épocas más difíciles. Sin embargo, siempre esta se opondrá a una «vida de convicciones», donde un compromiso dominante anula con las legítimas dudas, que son a lo mejor que podemos aspirar al preguntarnos sobre el largo plazo de la humanidad. 128
Los peores sujetos son precisamente aquellos que desean barrer la comunidad asentada de extraños e imponer, en su lugar, una «hermandad» ordenada por la divinidad o la clase de unidad de sociedades en guerra. Los mejores son quienes no están demasiado convencidos de nada, o que están convencidos de que las convicciones no deberían importar. Robespierre, Lenin, Hitler, Sartre, Mao y Bin Laden no comparten muchas características, pero están unidos por una cosa: la «apasionada intensidad» con la que exigen convicción y unidad en lugar de asentamiento y duda. Esta es la razón por la que deberíamos reconocer que la confrontación en la que nos vemos envueltos no es política, tampoco el primer paso de una negociación y menos una llamada a que asumamos nuestra responsabilidad. Es una confrontación existencial entre el «yo» colectivo de la beligerancia y el «nosotros» negociador que aboga solo por la política consensuada de la mano invisible. Ver las cosas de esta forma implica considerar nuestra condición humana de manera distinta al optimista o el entusiasta. Implica un intento de comprender la primera persona plural de la que todos formamos parte, y un esfuerzo para dejarles un espacio a los otros con independencia de lo que piensen o hagan con él. Significa dejar de vivir siguiendo esquemas y planes abstractos, dejar de culpar a los demás de nuestros errores y fracasos y dejar de pensar en nosotros como personas inspiradas por alguna clase de inocencia angelical que solo la corrupción de la sociedad nos impide desplegar y disfrutar. Implica una actitud cuidadosa con las instituciones, las costumbres y las soluciones consensuadas. Implica reconocer que es más fácil destruir que crear, y que estaremos más satisfechos de nuestra vida en la tierra si cuidamos nuestra pequeña esquina, y llevamos esa «nuestra» al fondo de nuestro corazón. El contraste que he trazado entre ambas formas de razonamiento, una preparada para casos de emergencia, la otra buscando acuerdos y compromisos, refleja una dualidad fundamental de la condición humana. Las personas pueden unirse a un líder porque persiguen un objetivo, confiados de que recibirán una parte del botín; o pueden cooperar, negociar y comprometerse, creando un espacio público en el que los objetivos se diversifican, los bienes se producen y las relaciones libres nacen. En el mundo de las órdenes y los planes, la vida es barata, como también lo es en tiempos de guerra y como lo era durante la búsqueda original por territorios. En el mundo de la cooperación y compromiso la vida es preciosa: lo es todo para cada uno de nosotros y negociamos para protegerla. Ambos marcos mentales son necesarios para nosotros. Las falacias que he diagnosticado en este libro no lo son porque el pensamiento que ejemplifican sea absurdo, sino porque pretenden aplicar en tiempos de paz y cooperación social, la actitud propia de la guerra. En situaciones de emergencia debemos sustituir los consensos por el mandato, la libertad por la sumisión, y el mercado por la 129
planificación económica; dejamos de lado la historia de la cooperación humana y volvemos a la lucha de vida o muerte con la que empezó nuestro mundo. Y como el camino del compromiso «carece de convicción» mucha gente, en especial los jóvenes, no se siente cómoda en él. Buscan un compromiso que los absorba y que agote sus objetivos individuales; claman por un plan unificador, que les disculpe de la obligación de ser responsables, y por el conflicto de «suma cero» con el enemigo, para sacrificarlo. Así, en medio de una comunidad asentada, se alimentará otra comunidad, más visceral y más unida, que expresará su identidad con una «intensidad apasionada» que tenderá a desahogarse en actos violentos. También en la religión estos dos marcos mentales luchan entre sí, y podemos verlo ejemplificado los dos Testamentos de la Biblia cristiana. El Antiguo Testamento describe las terribles consecuencias de los primeros pasos hacia el asentamiento: tribus en guerra, unidas alrededor de reyes guerreros, luchando por el territorio y robando y matando en nombre del Señor. Los profetas aparecen en este texto para advertir contra la fútil esperanza de la salvación del mundo, pero son derrotados y la locura prosigue hasta que todo queda destruido y lo único que queda son las Lamentaciones de Jeremías. El Nuevo Testamento describe una comunidad asentada, que vive bajo una jurisdicción extranjera que les permite mantener sus costumbres y su ley religiosa. A esta comunidad llega un profeta de nuevo cuño, uno que no solo advierte contra el pecado, sino que se describe a sí mismo como el Camino, la Verdad y la Vida. Predica nuevas formas de pensamiento, nuevos estilos de vida que no responden a un plan o a un orden previo, sino que lo confía todo al amor de Dios y al amor de los vecinos. Aboga por el sacrificio y la compasión, y nos anima a que le pidamos a Dios que perdone nuestras ofensas «así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Este profeta ilustra su mensaje mediante su propio e impresionante ejemplo, que consiste en entregarse a sí mismo en sacrificio y en perdonar a sus torturadores, «porque no saben lo que hacen». Es claramente posible ver en esta nueva actitud de vida religiosa el reflejo de la gran transición que tuvo el razonamiento social, desde el mundo de las órdenes directas del líder, al de las relaciones libres entre personas que, sin tener un propósito unitario, se vinculan los unos a los otros mediante las normas básicas de cooperación. Otras religiones, como el judaísmo, el hinduismo, el confucianismo o el budismo han pasado por la misma evolución y si hoy en día el islam es un problema, es seguramente porque sigue impartiendo las órdenes morales desde arriba hacia abajo, poniendo el énfasis en la sumisión en lugar del perdón como el principal principio cohesivo de la sociedad. El optimismo de los islamistas, muy parecido al que han empleado durante siglos todos los revolucionarios, les permite excusarse de cualquier destrucción en nombre de la necesidad y del plan en el largo plazo. El islamismo ignora los hechos que demuestran que el plan a largo plazo es un absurdo, y que la necesidad de ese 130
plan es una simple ilusión. Deberíamos distanciarnos de estas visiones comprehensivas y concentrar nuestra mente en la imagen de la imperfección humana. Así reconoceríamos que cualquier clase de libertad, felicidad o afecto que podamos conseguir por nuestros propios medios, depende de la cooperación entre personas tan débiles y tan capaces de cooperar como nosotros. En corto, deberíamos poner las auténticas esperanzas en lugar de las falsas esperanzas, la ironía en lugar de la pretensión de unidad, y el perdón en lugar de la sumisión.
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XII. NUESTRO FUTURO HUMANO Tanto los poshumanistas como los distópicos nos dicen que nuestra naturaleza está cambiando. Pero el futuro transhumanismo es celebrado por unos y causa alarma y aprensión en los otros. Los distópicos avizoran un futuro en el que algunos de los más preciosos aspectos de la condición humana —libertad, amistad, amor, infancia— han desaparecido, dejando un paisaje inhóspito sin rastro de nuestros consuelos. Los transhumanos contraargumentan que nosotros ya no nos sentiremos como en casa en ese nuevo mundo, pero tampoco existiremos en él. Seremos reemplazados por cyborgs, diseñados para adaptarse sin esfuerzo a su nuevo medio ambiente, tal cual como nosotros nos adaptamos al nuestro. Los transhumanistas no tienen las mismas preocupaciones que Huxley en Un mundo feliz: ellos no creen que las anticuadas virtudes y emociones por las que se lamentaba Huxley tengan demasiado futuro. Lo importante, nos dicen, es la promesa de incrementar el poder, incrementar la influencia e incrementar la habilidad para vencer a los enemigos de la humanidad en el largo plazo: la enfermedad, la vejez, la discapacidad y la muerte. ¿Pero, a quienes dirigen sus argumentos? Si los dirigen a ti y a mí, ¿por qué deberíamos tomarlos en consideración? ¿Por qué deberíamos trabajar para un futuro en el que no existirán las criaturas como nosotros y en el que la felicidad humana, tal como la conocíamos, no volverá a existir jamás? ¿Y son de verdad males esos que salieron de la caja de Pandora, son realmente nuestros peores enemigos, peores que la falsa esperanza que pelea contra ellos? Los seres civiles que describí en el capítulo anterior dependen para realizarse del amor y la amistad. Su felicidad es indivisible de su libertad, y esta no se puede separar de las restricciones que hacen posible la libertad: la libertad real, concreta, opuesta a la libertad abstracta de los utópicos. Todas las cosas que son importantes para estos seres civiles dependen de su condición mortal y de que puedan resolver sus problemas y vivir en paz con sus vecinos, que lo hacen solo gracias al consenso del «nosotros» que se logra con el compromiso y el sacrificio. Ellos no son, y no pueden ser, la clase de cyborgs poshumanos que se regocijan con la vida eterna, si es que se puede llamar vida a eso. A ellos los mueve el amor, la amistad y el deseo, la ternura hacia los jóvenes y el respeto por la vejez, viven según las reglas del perdón, en un mundo donde se admiten los errores y se confiesan las faltas. Todas sus ideas se predican sobre estas condiciones básicas, y lucharán para mantener en pie el mundo que se ha construido a partir de ellos. Los transhumanistas se regocijan con el tiempo futuro, pero son más evasivos que buenos predictores. Demuestran la misma adicción a la irrealidad que los optimistas inescrupulosos de los que ya hemos hablado en este libro; y el mejor escenario posible se predica basándose en esperanzas tan falsas como 132
cualquiera de las que entretienen a los utópicos. En los escritos de Ray Kurzweil, Max More y Eric Drexler, encontramos la estimulante agregación de muchas de las cosas que ellos imaginan como beneficiosas: el poder, la influencia, vencer la enfermedad y el deterioro.85 Descubrimos la conocida interpretación del ser humano haciendo tabula rasa, que nos dice que podemos abandonar las gracias de la historia y afrontar una nueva clase de libertad, en la que los compromisos y restricciones que previamente nos moldearon puedan dejarse de lado. Existe incluso, creo, un rasgo de la «falacia utópica» en las «predicciones» de Kurzweil, cuyo mundo futuro, en el que las personas se almacenarán como información, supone una confusión radical de la identidad personal.86 Los transhumanistas nos presentan su futuro con urgencia precisamente porque es un imposible. Los transhumanistas podrían parecer tener una manera de pensar muy diferente a la manera tribal del Pleistoceno, esa que imaginé en el capítulo diez. Sin embargo, están capturados por las mismas urgencias colectivas; urgencias que nuestros ancestros lograron superar hasta conseguir asentar la civilización y que persisten hoy con el propósito de des-asentarnos. Los transhumanistas nos muestran un futuro «necesario», determinado por el «espíritu en movimiento» del progreso científico. Ignorar ese futuro no es resistirlo, sino consagrar los recursos limitados de nuestro razonamiento al único ámbito donde pueden desplegarse con éxito: a las realidades presentes donde están contendidas las personas. Más que perdernos en estas esperanzas irreales, por lo tanto, deberíamos reflexionar de nuevo respecto de nuestra naturaleza como criaturas civilizadas, capaces de negociar, y regresar después a la tarea que tenemos al alcance de la mano, que es mirar con ironía y distancia nuestra condición actual y estudiar cómo podemos vivir en paz con lo que encontremos.
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REFERENCIAS 1
Ver Ruskin, J., 1976. «Railways in the Lake District», en The Words of John Ruskin, Cook, E. T. y Wedderburn, A (ed) (39 vols., Londres, 1903-1912), vol., 34, p. 141 2 Rilke en sus Sonetos a Orfeo: «Alles Eworbenes bedroht die Machine... Niegends bleibt sie zurück, das wir sie ein mal entornen... 3 Kass, L., 2002. Life, Liberty and the Defense of Dignity, San Francisco 4 Kurzweil, R., 2005. The Singularity is Near, New York, Penguin. 5 Las otras dos leyes son: (2) cualquier organización no explícitamente de derecha, antes o después, se vuelve de iz quierda y (3) la forma más simple de explicar el comporta miento de cualquier organización burocrática es asumir que está controlada por un puñado de enemigos. 6 La obra magna de Conquest, The Great Terror, fue publicada en 1968 con considerable éxito. Para muchos fue una triunfal reivindicación de su visión anticomunista; para otros la prueba definitiva de que no podía dar clases en la universidad. 7 Ya olvidado, este transhumanista avant la lettre fue la musa de arquitectos progresistas, reformadores sociales y panglosianos durante los sesenta. Ver "Buckminster Fuller", en Scruton, R., 1981. The Politics of Culture and Other Essays, Carcanet Pr., Manchester. 8 Más tarde, economistas académicos han argumentado que el crédito estimula la demanda y que es el primer movi miento de la producción económica, una teoría que invita a hacer intervenciones gubernamentales que solemos asociar a Keynes. Ver especialmente las dos intervenciones de Ben S. Bernanke, presidente electo de la Reserva Federal en 2006: Bernanke, Ben S. y Blinder, Alan S., 1988. «Credit, Money and Aggregate Demand», American Economic Review, vol. 78, no. 2, May; y Bernanke, Ben S. y Gertler,M, 1995. «Inside the Black Box: the Credit Channel of Monetary Policy Transmission», NBER Working Papers 5146. 9 Ver Shales, A., 2007. The Forgotten Man: a New History of the Great Depression, Nueva York, Random House. 10 Santayana, G., 1905. The Life of Reason, London, Scribner's sons. p. 184 Sedillot, R., 1987. Le coût de la Révolution Française, Paris, Librairie Académique Perrin. 11 Sedillot, R., 1987. Le coût de la Révolution Française, Paris, Librairie Académique Perrin. 12 He dado cuenta de la psique del revolucionario francés, de todos modos, en el texto de 1999, «Man's Second Disobedience», en The Philosopher on Dover Beach, 1999, Manchester and South Bend, Indiana. 13 Me refiero a La Fenomenología del Espíritu, capítulo 4, parte 1, y ampliado, en cierto modo, en Kojève, A., 1947. Introduction à la lecture de Hegel, (Ed), Paris. 14 Muchos sitúan el origen de la «educación progresista» en el Émile de Rousseau; el Education and Experience de John Dewey aparecido en 1938 es la fuente de la concepción que distingue la educación tradicional centrada en el profesor y educación progresista centrada en el niño. 15 Children and the Primary Schools: A Report. Research and Surveys, informe del Consejo Central de Educación, presidido por Lady Plowden, Londres, 1967. No debería pensarse que la educación progresista emergió como un movimiento solo en Inglaterra y América. Al respecto de la experiencia francesa, ver Stal, I. y Thom, F., 1985. L'école des barbares, París. 16 Que la lección no fue aprendida ha sido demostrado de manera concluyente por Woodhead, C., 2002, Class War: the State of British Education, Little, Brown, London. 17 Se pueden encontrar los hechos, acaloradamente discutidos, en Collier, P., y Horowitz, D., 1989. Destructive Generation: Second Thoughts about the 60's, New York, Summit 18 No es que Freud debiera ser completamente exonerado. Sus teorías acerca de la sexualidad infantil y la «represión» fueron pivotes fundamentales para establecer las demandas de la 134
psicoterapia de la liberación. Ver Vitz, P., 1977, Psychology as Religion: the Cult of Self-Worship, New York. 19 Laing, R.D. ,1960. The Divided Self, Harmondsworth; Laing, R.D. y Esterson, A., 1964. Sanity, Madness and the Family, Harmondsworth. 20 Laing, R.D. 1971. The Politics of the Family and Other Essays, London, p. 39. 21 Crews, F., 2006. Follies of the Wise: Dissenting Essays, New York. 22 Kolnai, A., 2005. The Utopian Mind and Other Essays, ed. Francis Dunlop, London. 23 Voegelin, E., 1987. The New Science of Politics, Chicago. 24 Popper, K., 1972. Objective Knowledge: an Evolutionary Approach, London, p. 248. 25 Popper, K., 1972. Objective Knowledge: an Evolutionary Approach, London, p. 70. 26 Ver Sartre, J.P., 1960. Critique de la raison dialectique, vol. 1, París. Significativamente el vol 2 de esta obra nunca apareció. 27 Sartre, J. P., 1974. Between existentialism and Marxism, London, p.109 28 Burnier, M.A., 1984. Le testament de Sartre, Paris. 29 «Vidi e conobbi l'ombra de colui / che fece per viltade il gran rifiuto», Inferno, Canto 3. «Vi la sombra del que a través de la cobardía promovió el gran rechazo». No sabemos a quién se refería Dante, quizás a Poncio Pilato. Pero la acusación de cobardia es significativa. 30 Burke, E., 1790. Reflections on the French Revolution; Chateaubriand, F.R., 1833, Mémoirs d'outre Tombe, Book V; Tocqueville, A., 1856, L'ancien régime et la Révolution. 31 Foucault, M., 1966. Le mots et les choses: une archéologie des scienes humaines, París. 32 Whitakker Chambers hizo la misma observación en Witness (New York, 1952) sobre las células comunistas en América y en cualquier parte bajo las órdenes soviéticas. Cualquier crimen podía permitirse, el formulario y el sello eran una parte integral, no había distinción, en último término, entre permiso para hacer algo y la orden de llevarlo a cabo. 33 Ver el trágico relato de la destrucción de la reina en Fraser, A., 2001. Marie Antoinette, Londres. 34 El aspecto religioso de este asunto fue observado por René Girard en La violence et le sacré, París, 1972, y Le bouc émissaire, París, 1980. Los pensamientos de Girard son relevantes para el caso de María Antonieta, y yo vuelvo sobre ellos en el capítulo diez, donde su significado preciso ganará, espero, cuerpo. 35 «The Power of the Powerless», 1978, asequible en varias colecciones recopilatorias de los ensayos de Havel. 36 Sauvy estaba comparando expresamente el Tercer Mundo con el «Tercer Estado» descrito en el umbral de la Revolución Francesa: «car enfin ce Tiers Monde, ignoré, exploité, méprisé comme le Tiers État, veut, luis aussi, être queleque chose». L'Obervateur, 14 de agosto de 1952. 37 Informe de la Comisión Independiente sobre Asuntos de Desarrollo, dirigido por Willy Brandt, publicado en Nueva York, 1980. 38 Ver, por ejemplo, Wallerstein, I. 1974. The Modern World System, Vol 1, Londres y Nueva York. 39 Bauer, P.T. 1972. Dissent on Development, Cambridge, Massachusetts. 40 Kedourie, E., 1984. The Crossman Confessions and Essays, Londres. 41 Moyo, D., 2009. Dead aid: Why aid is not working and how there is a better way for Africa. Macmillan, Londres. 42 Ver Adorno, T.W. ,1991. The Culture Industry: Selected Essays on Mass Culture, ed. J. M. Bernstein, Londres. 43 Palabra islámica para definir la condición de ignorancia espiritual. 44 Ver Kiser, J.W., 2002. The Monks of Tibhrine: Faith, Love and Terror in Algeria, Nueva York. 45 Ver Fourest, C., 2008. Brother Tariq: The Doublespeak of Tariq Ramadan, Londres.
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Para leer el relato de un episodio extraordinario ver el libro de Lesley Chamberlain, The Philosophy Steamer del año 2006. 47 Por ejemplo Kingsley Amis y otros en los «Papeles Negros», unos escritos relativos a la educación de 1969, el primero de los cuales fue Fight For Education, eds. C. B. Cox y A. E. Dyson, Londres. 48 El argumento que he condensado aquí fue detallado en profundidad por Ludwig von Mises en Socialism: An Economic and Sociological Analysis, Londres, 1936 (primero publicado en 1922 como Die Gemeinwirtschaft: Untersu chungen über den Sozialismus), y en los ensayos de Hayek en Individualism and Economic Order, Londres y Chicago, 1948, especialmente los tres ensayos sobre "Cálculo Socialista" re impresos en esa edición. De acuerdo con el fiable think tank Open Europe, el nú- mero de actos legales por la fuerza en la UE ha aumentado de 10.800 en 1998 a 26.500 en 2008; el coste anual de la regulación en el Reino Unido ha pasado de 16,5 billones de libras en 2005 a 28,7 billones en 2008, mientras que el coste acumulado de la regulación a lo largo de 10 años hasta 2008 había sido de 14,8 billones de libras: un 10% del PIB. El 72% de ese coste fue debido a las regulaciones de la UE. Informe publicado en marzo de 2009. 49 El blanco de Burke en Reflections on French Revolution de 1790 era la «doctrina armada» de los Revolucionarios y su concepto de las políticas dirigidas hacia la consecución de un objetivo en aras de la razón. El de Oakeshott en Rationalism in Politics de 1962, era similar. 50 Pio XI, 1931. Divini illus magistri, Vaticano. 51 Röpke, W., 2007. A Humane Economy: the Social Framework of the Free Market, Londres. 52 Hayek, F.A., 1973. Law, Legislation and Liberty, vol I. 53 De acuerdo con el fiable think tank Open Europe, el número de actos legales por la fuerza en la UE ha aumentado de 10.800 en 1998 a 26.500 en 2008; el coste anual de la regulación en el Reino Unido ha pasado de 16,5 billones de libras en 2005 a 28,7 billones en 2008, mientras que el coste acumulado de la regulación a lo largo de 10 años hasta 2008 había sido de 14,8 billones de libras: un 10% del PIB. El 72% de ese coste fue debido a las regulaciones de la UE. Informe publicado en marzo de 2009. 54 Buchanan, J. ,1983. «Rent seeking, non-compensated transfers, and laws of succession», Journal of Law and Economics, Abril, pag 71-85 y Buchanan, J. ,1999. Cost and Choice: an Enquiry in Economic Theory, Indianapolis. 55 Hegel, G. W. F., 1980, Lectures on the Philosophy of History, trans. H. B. Nisbet, Cambridge. 56 Burckhardt, J., 1860. The Civilization of the Renaissance in Italy y Wölfflin, H., 1886. Renaissance and Baroque. 57 Fukuyama, F. 1992. The End of History and the Last Man, Harmondsworth. 58 Adorno, T.W., 2003. The Philosophy of Modern Music, Londres. 59 La historia la cuenta John Silber en Architecture of the Absurd, 2007. 60 Declaración ofrecida en el 150 aniversario del Royal Institute of Bristish Architect, el 30 de mayo de 1984. 61 Heidegger, M., 1971. «Building, Dwelling, Thinking» en Poetry, Language, Thought, New York. 62 Ver la exposición original de Ronald Dworkin, «The DeFunis Case: The Right to go to Law School», en New York Review of Books, Febrero 1976. 63 He examinado este trágico ejemplo en el libro de 1987, A Land Held Hostage: Lebanon and the West. 64 Un punto en común con los escritos de Ruth Benedict, entre otros muchos. Ver de este último autor Patterns of Culture de 1934.
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Ver Dworkin, D., 1992. Life's Dominion: an Argument about Abortion, Euthanasia and Individual Freedom, New York. 66 Whelan, R., 1994. Broken Homes & Battered Children: A study of the relationship between child abuse and family type. Oxford. 67 Baskerville, S., 2007. Taken into custody: The War against Fathers, Marriage and the Family, London. 68 Sokal, A. y Bricmont, J., 1998. Fashionable Nonsense: Post-Modern intellectual’s Abuse of Science, New York. 69 Santayana, G. 1922. «The British Character», en Soliloquies in England and Later Soliloquies, London. 70 Izal Dench, G. y Gavron, K., 2006. Lost Horizons, London, 2006. 71 Ver Girard, R., 1980. Le bouc émissaire, París. 72 Por ejemplo, Penteo en Las Bacantes de Eurípides. 73 Ver la antología de casos reunida por la asociación americana Gaypatriot en su web www.gaypatriot.net 74 MacKay, C. 1852. Extraordinary Popular Delusions and the Madness of Crowds, Londres. 75 Un ejemplo notable de este sinsentido es el así llamado «principio de precaución» que prohibe todo, y por tanto nada, y que justifica ritualmente cualquier miedo que sus defensores tengan. Ver Scruton, R., 2004. «The Cult of Precaution», National Interest, Junio. 76 Kuhn, T. 1962. The Structure of Scientific Revolutions, Londres. 77 Ver por ejemplo Itani, J. 1988. «The Origin of Human Equality», en Chance, M. R. A. 1988. Social Fabrics of the Mind, Londres. 78 Ver de René Girard, La violence et le Sacré, 1972, y Le Boucémissaire, 1984. 79 Ver, por ejemplo, el relato sobre el motivo altruista dado por Ridley, M. 1996. The Origin of Virtue: Human instincts and the Evolution of Co-operation, Harmondsworth. 80 Qutb, S. 1954 en adelante. Fi zilal al-Qur'ân (A la sombra del Corán). 81 He defendido esta posición profusamente en el libro The West and The Rest, del año 2002. 82 Ver, por ejemplo, Corán, 13:22. La intención de esto no es indicar que el mensaje del Corán es idéntico a este respecto al contenido en la tradición judeo-cristiana. Tanto Jesús como el Rabi Hillel situaron el amor y el perdón en el centro de la moral; para el Corán ese lugar central está ocupado por la sumisión. El amor y el perdón son, en todo caso, signos de sumisión, pero no son lo principal. 83 Ver www.WorldPublicOpinion.org. 84 Burleigh, M. 2008. Blood and Range: A Cultural History of Terrorism, Londres. 85 Ver More, M. 1990. Principles of Extropy y Drexler, K.E., 1986. Engines of Creation: The Coming Era of Nanotechnology, Nueva York. 86 Ver Wiggins, D., 2004. Sameness and Substance Renewed, Cambridge, capitulo 7.
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