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La senda mutilada_Controversia 21/11/11 18:47 Página 1
Carolina Martínez Pulido es profesora del Departamento de Biología Vegetal de la Universidad de La Laguna (Islas Canarias). Su línea actual de trabajo se centra en la divulgación científica, con especial referencia al protagonismo y las aportaciones de las mujeres en la historia de la biología. En este ámbito ha publicado los libros: También en la cocina de la ciencia (2001), y los editados por Biblioteca Nueva: El papel de la mujer en la evolución humana (2003), Gestando vidas, alumbrando ideas (2004) y La presencia femenina en el pensamiento biológico (2006).
La senda mutilada
en el que, a partir de los últimos resultados logrados en arqueología, primatología, antropología y biología evolutiva, se muestra que las sociedades de primates en general o de humanos en particular han tenido y tienen un comportamiento mucho más rico y diverso de lo que hasta hace pocos años se creía. Curiosamente, las novedades más interesantes de estas disciplinas coinciden en rescatar del olvido y la marginación a las hembras o mujeres, poniendo de manifiesto que se trata de sujetos con un comportamiento activo y que, en no pocos casos, ocupan posiciones centrales o fundamentales en aquellos grupos de los que forman parte.
Carolina Martínez Pulido
E l presente libro constituye una apuesta por construir un relato
Carolina Martínez Pulido
La senda mutilada La evolución humana en femenino
ISBN: 978-84-9940-291-8
9 788499 402918
MINERVA BIBLIOTECA NUEVA
LA SENDA MUTILADA LA EVOLUCIÓN HUMANA EN FEMENINO
Carolina Martínez Pulido
LA SENDA MUTILADA LA EVOLUCIÓN HUMANA EN FEMENINO
BIBLIOTECA NUEVA / MINERVA
grupo editorial siglo veintiuno siglo xxi editores, s. a. de c. v.
siglo xxi editores, s. a.
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ALMAGRO, 38,
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28010, MADRID, ESPAÑA
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Cubierta: A. Imbert Colección: «Estudios sobre la mujer»
© Carolina Martínez Pulido, 2012 © Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2012 Almagro, 38 28010 Madrid (España) ISBN: 978-84-9940-341-0 Edición digital Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
ÍNDICE
Introducción ...................................................................... 1. Objetivo del libro........................................................ 2. Estructura y contenido del libro ................................. Capítulo 1.— La larga lucha contra los prejuicios científicos. Breve recordatorio ............................................................ 1. Introducción .............................................................. 2. La evolución humana: una perspectiva general .......... 3. El androcentrismo ha impregnado la interpretación de los orígenes humanos ............................................ 3.1. El modelo tópico y enrocado del hombre cazador . 3.2. Un modelo insistentemente olvidado: la mujer recolectora ........................................................ 3.2.1. El esclarecedor vínculo madre-cría ...... 4. Los modelos androcéntricos: gigantes con pies de barro frente al diagnóstico de las pruebas ........................... 4.1. La carne en la dieta de los homínidos: un intenso debate ..................................................... 4.2. La importancia del carroñeo: la debilidad de los escrúpulos con sesgo retrospectivo ................... 4.3. El sexo de los fósiles: ¿cómo reconocerlo? ........ 5. Comentario final......................................................... Capítulo 2.— El comportamiento de los primates no humanos: especial referencia a los grandes simios ................ 1. Introducción ..............................................................
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2. Una mirada novedosa sobre la otra mitad de los primates: las hembras ..................................................... 71 2.1. El sorprendente despliegue de comportamientos distintos ........................................................... 72 2.2. Un ejemplo esclarecedor: las comunidades de los bonobos ...................................................... 77 3. La pasividad y el recato femeninos en tela de juicio: una perspectiva crítica desde la biología de la reproducción ...................................................................... 85 3.1. Las ventajas biológicas de la promiscuidad: una herética contundencia evolutiva ....................... 87 3.2. La competencia entre espermatozoides ........... 92 4. Peculiaridades del comportamiento de las hembras ... 96 4.1. La conducta de la hembra y la anatomía del macho .............................................................. 96 4.2. La conducta de la hembra durante los períodos no fértiles: la levedad del mito de su pasividad . 98 4.3. El éxito reproductor y las pruebas de paternidad: ¿confirma el ADN nuestros supuestos? ............ 100 5. Comentario final ........................................................ 107 Capítulo 3.— Aspectos del comportamiento de los homínidos: el estudio de los esbozos de la humanidad .................. 1. Introducción .............................................................. 2. Arqueología y prehistoria: dos disciplinas hermanas .. 3. El Paleolítico: breve visión de aquel tiempo larguísimo .. 3.1. Los primeros pasos de la industria lítica: creatividad para la supervivencia ............................... 3.2. Homo sapiens inventa nuevos comportamientos: respuestas imperativas de complejidad ............. 4. El pensamiento simbólico en nuestros antepasados: aprendizajes del ser en el estar ................................... 4.1. La capacidad de hablar: explosiona la comunicación ............................................................... 4.2. Las primeras sepulturas intencionadas: la muerte como cálculo vital ........................................ 4.3. El arte paleolítico. ¿Cambios en el uso del tiempo y el ocio? ..........................................................
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Índice
4.4. ¿Solo los hombres crearon arte? La infusa masculinidad .......................................................... 5. El simbolismo y el origen del género: un salto en la metafísica primaria .................................................... 5.1. Nuevos aires frente a viejos dogmas: levantando el ancla del simplismo inercial ......................... 5.2. ¿Jerarquías laborales en el Paleolítico? La antesala de la división del trabajo ............................ 5.3. Las mujeres neandertales incluyen y perfilan el alcance de los protagonismos vitales ................ 6. Comentario final ........................................................ Capítulo 4.— Nuestras antepasadas paleolíticas, aquellas desconocidas que fueron marginadas de la acción constructiva ............................................................................. 1. Introducción .............................................................. 2. Un mundo rico en figuras femeninas ......................... 2.1. Numerosas estatuillas, múltiples interpretaciones . 2.2. Rompiendo viejos moldes: la búsqueda de interpretaciones no sesgadas ............................... 2.3. ¿Solo hubo artistas varones? Elegidos sin azar . 3. La tecnología de la cuerda: las fibras delatan que otra vertebración es posible ................................................. 3.1. Los adornos corporales de las estatuillas: nueva lectura de la estética superficial ........................ 3.2. Los ricos yacimientos de Moravia .................... 3.3. Una sorprendente cueva en el Cáucaso ............ 3.4. Las mujeres en las sociedades paleolíticas: ¿pioneras en la producción de la fibra? ................... 3.5. ¿Quiénes fueron los primeros artesanos textiles? Tiempos, habilidades y capacidades ........... 3.6. El matriarcado: breve apostilla sobre una apasionante controversia ........................................ 4. Comentario final ........................................................
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Capítulo 5.— Considerandos sobre las mujeres en los pueblos de tecnología simple .................................................. 215
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1. Introducción .............................................................. 215 2. Las antropólogas hacen oír su voz: los pueblos tribales son altamente diversos ............................................... 2.1. El papel de las mujeres: divergentes miradas que bifurcan la linealidad convencional ............ 3. Sobre una incógnita evolutiva: la larga vida posreproductora de las mujeres ............................................... 3.1. El fin prematuro de la vida reproductora. ¿Y después? ........................................................... 3.2. ¿En qué momento de su evolución alcanzó el linaje humano edades avanzadas? ..................... 3.3. El papel de los mayores en la memoria colectiva y en las prácticas cotidianas .............................. 4. Sobre un tema recurrente: las ventajas de la promiscuidad femenina en el acontecer evolutivo ................. 5. Comentario final ........................................................
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A modo de epílogo: Corregir el relato de un recorrido mutilador ......................................................................... 253 Bibliografía ........................................................................ 257
A las mujeres anónimas que han luchado para que nuestra senda no esté mutilada. A mis queridas sobrinas tucumanas.
Escribo acaso para los que no me leen. Esa mujer que corre por la calle como si fuera a abrir las puertas a la aurora. Vicente Aleixandre
Los hombres son mujeres como las demás. Groucho Marx
Introducción ¿Quién ha erigido al hombre en único juez si la mujer comparte con él el don de la razón? Mary Wollstonecraft
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os estudios sobre los orígenes y la evolución de la humanidad están viviendo una época de gran esplendor. Una de las causas reside en que el material disponible, principalmente los restos fósiles y arqueológicos, no solo ha aumentado de manera considerable, sino que también, gracias a las complejas técnicas modernas, se están reinterpretando sus alcances y significados. Esos enfoques han generado un alud de nuevos y, en algunas ocasiones, sorprendentes resultados. En no pocos casos, los viejos modelos, igual que erosionados castillos de arena, se han desmoronado sin remedio, al tiempo que otras fórmulas analíticas, que aparentemente son más sólidas, surgen para sustituirlos. Una secuencia lógica en el progreso del conocimiento. La cuestión que ocupa el centro de interés de este libro está inmersa en una atrayente efervescencia, hasta tal punto que ha conseguido despertar el interés de un público muy amplio. Cuantiosos libros, revistas y artículos especializados o de divulgación están saliendo a la luz, proyectando el tema desde la vanguardia de investigaciones muy especializadas a los diversos medios de comunicación, y contribuyendo a que proliferen variados debates en múltiples foros. Asimismo, la curiosidad que despiertan los orígenes de la humanidad ha propiciado el éxito de ilustrativas y cuidadas exposiciones en ámbitos muy diver-
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sos, impulsado la fundación de museos específicos provistos de valiosas colecciones y hermosas reconstrucciones de nuestro pasado1, e igualmente ha motivado la creación de grupos de estudio y secciones especiales en los organigramas de academias y sociedades de ciencias biológicas. Con todo, pese a esta «época dorada» que están disfrutando, las investigaciones relacionadas con nuestra evolución aún arrastran ese convencional sesgo sexista que durante siglos ha impregnado al mundo académico y a los modelos que produce. El androcentrismo, esto es, la identificación de lo masculino con lo humano en general, persiste aunque menos extendido que antaño. Una inercia que no ha erradicado el enorme volumen de información que en las últimas décadas se ha incorporado a las diversas disciplinas que se dan cita en el complejo ámbito de la paleoantropología. No se trata de una anomalía marginal. Desde hace ya varias décadas, numerosas estudiosas, apoyadas por un número creciente de investigadores varones, vienen denunciando que gran parte de estos estudios reproducen, incorporan y legitiman con frecuencia la discriminación social de las mujeres. Hasta los años 70 del siglo xx, los especialistas apenas fueron conscientes de que en sus investigaciones habían pasado por alto las actividades de media humanidad. A partir de aquellas fechas, como decíamos, un importante colectivo del mundo académico, integrado mayoritariamente por mujeres científicas, desencadenó una cascada de nuevos trabajos que dejaron al descubierto lo poco sólidas que habían sido muchas de las reconstrucciones de la vida de los humanos a lo largo del inmenso período de tiempo que corresponde a la prehistoria, etapa que abarca desde los orígenes del género Homo, hace unos dos millones y medio de años, hasta que se inventó la escritura, hace unos seis mil años. No obstante, y a pesar de toda esa valiosa labor realizada con el fin de anular los gastados y polvorientos clichés utilizados para reinterpretar el pasado, no podemos confiar con excesivo 1
Sirva a título de ejemplo el recién inaugurado Museo de la Evolución Humana, de la ciudad de Burgos, y sus logradas reconstrucciones.
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optimismo. Borrar para siempre los sesgos androcéntricos que han prevalecido durante incontables generaciones aún requiere un considerable esfuerzo. Estamos ante un arraigado tópico al que cuesta derribar incluso con evidencias empíricas que desafían su continuidad. Es lo que tienen de irracionales los estereotipados modelos convencionales: el discurso machista sigue estando presente en demasiadas ocasiones, pese a su falta de rigor científico. El combate por una visión moderna y no esclerosada exige, entre otras actitudes, la máxima voluntad de divulgación posible entre el amplio público que hoy muestra interés por el tema. En definitiva, es necesario un giro en la percepción del pasado que amplíe y enriquezca el horizonte. La causa femenina equivale a una ley de la gravedad en la evolución humana y en la mentalidad científica. Sostener que «la objetividad es el nombre que se da en la sociedad patriarcal a la subjetividad masculina», como se ha visto obligada a afirmar la ensayista estadounidense Adrienne Rich, debería ser totalmente inadmisible. 1. Objetivo del libro El presente trabajo se inscribe en la apasionante tarea de divulgación de la ciencia. No es un libro escrito por una experta o investigadora que «desde dentro» se dirige al colectivo de especialistas. Es un texto diseñado para un público que no necesariamente está especializado. Se trata de una apuesta por construir un relato con argumentos serios para debilitar la vieja escuela —el «desafío a la ortodoxia»— que sigue empeñada en sostener que el protagonismo de los hombres fue mucho más determinante para el éxito del linaje humano que el de las mujeres. Véase entonces esta publicación como uno de esos pequeños granitos de arena que pretenden recalcar que en el mundo prehistórico no hubo exclusividad de la acción masculina. Creemos que, aunque se proclame hasta la saciedad que es imposible entender los orígenes y el desarrollo humanos sin tener en cuenta a las mujeres, esta tesis todavía no ha sido asumi-
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da por toda la comunidad científica. Por ello, no debe extrañar el imperativo de réplica ineludible que requiere esa pervivencia de vetustos modelos anclados en un considerable número de foros, de los muchos hoy abiertos. Tampoco han faltado en ese exótico arropamiento a «teorías» falsas la beligerante adopción que han hecho para su credo ideológico poderosos colectivos neoconservadores en países como el mismísimo Estados Unidos, en supuestas hipótesis carentes de contrastes empíricos. De ahí que escandalice su vigencia en tan considerable número de foros y tribunas mediáticas. En suma, con este estudio se intenta poner de manifiesto que en el acervo del conocimiento científico es urgente despertar el espíritu crítico de todo lector interesado para que sepa que diversos expertos del pensamiento biológico han pasado por el tamiz de la ciencia moderna los viejos modelos, las evidencias empíricas o las pruebas con patente de autenticidad, y han seleccionado y publicado las que tienen más visos de credibilidad. 2. Estructura y contenido del libro El trabajo se ha estructurado en cinco capítulos que pueden leerse de forma individualizada, aunque se ha procurado secuenciarlos y vincularlos en un hilo coherente. El primer capítulo tiene un carácter claramente introductorio, al intentar mostrar que la ciencia que estudia la prehistoria humana es tributaria de juicios subjetivos que siempre son difíciles de eludir. Prueba palpable es el célebre y androcéntrico modelo del hombre cazador, cuya extraordinaria difusión tanto entre expertos en el tema como a nivel popular ha sido realmente «contaminante». De hecho, pese a que en el presente se dispone de pruebas abrumadoras que muestran que se trata de un modelo científicamente desfasado, aún quedan autores que lo consideran válido. ¿Qué decir de esa situación ajena a toda lógica? ¿Error ignorante o pasión dogmática? Dado el carácter introductorio y generalista del capítulo, el aludido modelo no puede obviarse, aunque para muchos resulte
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ya harto conocido. Servirá de palanca al objeto de referirnos a aquellas tesis que hacen hincapié en que ni el triunfante y agresivo cazador de enormes animales ni la sumisa y pasiva hembra tienen parecido alguno con lo que revelan hoy las últimas investigaciones: los estereotipos sexistas se están literalmente cayendo a trozos. En este mismo contexto, subrayamos el aumento de las dudas acerca del primordial papel de la carne en la alimentación de nuestros antepasados. Su mayor o menor importancia frente a los productos vegetales se ha transformado en un tema más comprometido de lo que habitualmente suele creerse, y el debate sobre la alimentación de los primeros homínidos se ha ido acalorando por momentos. Hoy, son numerosos los especialistas que defienden que una dieta equilibrada entre distintas fuentes alimenticias, y no basada solo en la carne, habría sido más ventajosa para la evolución de nuestro linaje. Así pues, los últimos descubrimientos están contribuyendo a desnudar viejos tópicos, arrojando luz sobre clichés profundamente enraizados que, al primar la importancia de la carne, han magnificado el papel de quienes supuestamente la conseguían. Un correlato cuya secuencia cae como las fichas del dominó si alguna fase adolece de apoyatura sólida. Y esa es la debilidad del relato que se ha padecido en tanto tiempo: darle categoría de lógica irrefutable. En el Capítulo 2 se trata de reflejar que la evolución biológica tiene que ver tanto con los cambios anatómicos, fisiológicos y moleculares como con el quehacer real y cotidiano de los individuos en sus vidas diarias. Dado que la conducta no deja fósiles directos, el esfuerzo por esclarecer las posibles actividades de los antepasados humanos implica necesariamente recurrir a pruebas indirectas. Una de ellas, quizás la más valorada, consiste en observar meticulosa y pacientemente las múltiples facetas de la vida diaria de los grandes simios, nuestros parientes vivos más próximos. El sorprendente abanico de comportamientos distintos que han sido descubiertos en estos animales, sobre todo a lo largo de los últimos años, ha generado no pocos desconciertos. Así, por ejemplo, pese a la fuerte resistencia surgida desde los sectores
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más conservadores, la comunidad científica ha logrado incluir en el debate sobre el comportamiento de los primates no humanos una noción hasta ahora desdeñada: sus sociedades no siempre se encuentran controladas por los machos. En este sentido, lo que fue un punto de partida claramente androcéntrico, ya que consideraba a las hembras seres sumisos relegados a la marginalidad, está ahora dando paso a un novedoso enfoque en el que se muestra la alta frecuencia en que las hembras son activas participantes de las sociedades en las que viven. El Capítulo 3 busca elucidar una interesante cuestión: cuándo alcanzó la humanidad el pensamiento simbólico y, sobre todo, si este tiene alguna relación con la convencional división sexual del trabajo que tanto ha marcado la cultura occidental. Se trata de averiguar —aunque sin entrar en las grandes complejidades que van anexas al tema— si, según los hallazgos recientes de la biología, la paleontología o la prehistoria, las hembras y los machos que convivieron en grupos sociales, clanes o tribus, realizaban tareas diferentes. Esto es, si las actividades usuales se repartían en función del sexo de los individuos. En las interpretaciones más tradicionalistas, las hembras suelen quedar excluidas de la realización de determinadas actividades, e incluso de la posibilidad de utilizar ciertos instrumentos de trabajo. Las tareas más significativas, según la explicación al uso, simplemente se adjudican a los machos, quienes cobran así un dominante protagonismo, aunque en realidad no se sabe con certeza quién pudo haberlas realizado. De hecho, en demasiadas ocasiones la situación se ha resuelto forzando una supuesta semejanza entre la organización de las sociedades del pasado y la de las actuales, aceptando la división sexual del trabajo como un hecho universal. Las afirmaciones en torno a las tareas llevadas a cabo por las mujeres y por los hombres del pasado remoto deben, sin embargo, expresarse con suma cautela. Sacar a la luz su comportamiento y, más aún, intentar definir las actividades propias de cada sexo, si es que las había, es una espinosa reconstrucción, una carrera de obstáculos que suele estar sumida en una espesa niebla impregnada de suposiciones a veces nacidas solo de la propia imaginación de los investigadores. Pese a todo, aun-
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que nuestros antepasados no puedan percibirse con la nitidez deseada, los últimos hallazgos señalan que las mujeres fueron seres con papeles, o roles, muchas veces autónomos, capaces de crear cultura y de ostentar poder. Indicativos todos que apuntan a la necesidad de extremar la prudencia a la hora de adelantar interpretaciones, y no digamos de mantener una versión basada en creencias de la desigualdad. El Capítulo 4 procura exponer que durante la prehistoria prosperó un mundo rico en imágenes femeninas. De aquel tiempo proceden los ejemplos más hermosos de arte antiguo: pequeñas estatuillas que representan a mujeres desnudas o semidesnudas talladas con asombrosa meticulosidad sobre muy diversos materiales. La colección de las célebres estatuillas paleolíticas acredita significados que han generado a lo largo de más de un siglo un agitado debate cargado de discrepancias y desacuerdos. Aunque la polémica aún se mantiene abierta, cada vez son más numerosos los autores que sostienen que esas valoradas tallas paleolíticas podrían indicar que las mujeres tuvieron dedicaciones importantes, quizás centrales, en aquellas lejanas sociedades. El protagonismo no se limitaría, entonces, a los objetivos de supervivencia. Esa producción que encierra metas simbólicas pudo ser relevante en la afirmación del grupo y en su cohesión frente a fuerzas externas. No resulta descabellado afirmar, al hilo de lo expuesto, que en tiempos remotos muy bien pudieron existir culturas más igualitarias de lo que se ha dicho, en las que mujeres y hombres desempeñaban sus actividades conjuntamente, compartiendo el esfuerzo colectivo para la supervivencia del grupo. Día a día crecen las evidencias que muestran que existieron comunidades en las que las mujeres tuvieron compromisos primarios. Nada que ver con los tópicos que tradicionalmente se les ha adjudicado. Todo ello podría sugerir otras interpretaciones. Por ejemplo, las que integran sospechas sobre el domino masculino, un factor que posiblemente no ha sido una condición universal inevitable. Finalmente, el Capítulo 5 contiene una breve referencia a las mujeres de los pueblos de tecnología simple. Desde una perspectiva meramente divulgativa, se intenta poner de ma-
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nifiesto que la antropología fue construida como un cuerpo teórico en función de las actividades de investigadores varones que, al observar los pueblos tribales, concentraron su atención en los miembros del sexo masculino, olvidando o ignorando a la mitad femenina. El resultado ha sido que los estudios etnográficos, igual que tantos otros, han estado durante largo tiempo inmersos en una práctica de la ciencia considerablemente alejada de la neutralidad y la objetividad. Concretamente, a partir de la década de los 80 del siglo xx, en gran medida gracias a la enorme potencialidad de la Antropología de género, se ha podido constatar que los sistemas culturales humanos ofrecen una variación mucho mayor. Según estas nuevas investigaciones, las mujeres no siempre han ocupado un estatus más bajo que los hombres; trabajos de campo meticulosamente documentados han revelado, por ejemplo, la existencia de sociedades donde las mujeres disfrutan del control sexual y económico de sí mismas. En este contexto, debe subrayarse que, de manera semejante a lo sucedido en la primatología o en la arqueología, los resultados más recientes logrados por la Antropología muestran que las sociedades de humanos que pueblan el mundo, como las del resto de los primates, han tenido y tienen un comportamiento mucho más rico y diverso de lo que hasta hace pocos años se creía. Curiosamente, las novedades más interesantes de estas disciplinas coinciden en rescatar del olvido y la marginación a las hembras o mujeres y poner de manifiesto que se trata de sujetos con un comportamiento activo y que, en no pocos casos, ocupan posiciones centrales o fundamentales en aquellos grupos de los que forman parte. Ignorarlas significa mutilar el despliegue real que ha logrado la ciencia.
Capítulo 1 La larga lucha contra los prejuicios científicos. Breve recordatorio Reconocer nuestra propia invisibilidad significa encontrar por fin el camino hacia la visibilidad. Mitsuye Yamada
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esde épocas tan lejanas como la Grecia de Platón y Aristóteles se viene asumiendo que las diferencias naturales entre mujeres y hombres forman parte de jerarquías de desigualdad, de escalas de rango en las que invariablemente lo femenino ocupa un lugar inferior a lo masculino. Coherentes con tales convicciones, la mayor parte de los pueblos del mundo ha asociado las actividades masculinas al poder y al prestigio, asignando a las femeninas la subordinación y baja estima. Estos criterios también han estado presentes a la hora de interpretar nuestro pasado lejano, de tal forma que los esfuerzos de arqueólogos, antropólogos, prehistoriadores o paleontólogos han seguido caminos donde prejuicios y sexismo se dan la mano1. Como resultado, el desequilibrio es flagrante: mientras los hombres aparecen siempre ocupando los lugares 1
Según el Diccionario ideológico feminista de Victoria Sau (1989), sexismo significa el ‘Conjunto de todos y cada uno de los métodos empleados […]
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centrales, las mujeres se encuentran relegadas —si es que están— a una indefinida periferia. Uno de los ejemplos más llamativos es el del insigne naturalista inglés Charles Darwin (1809-1882), quien participó en el esfuerzo colectivo de su tiempo para convertir en «verdad científica» ese prejuicio ancestral de la inferioridad de las mujeres respecto a los hombres. Su pensamiento quedaba claramente reflejado en El origen del hombre (1871), el libro en el que Darwin dedica más espacio a las mujeres. Bajo su poderosa influencia, la evolución de nuestra especie ha sido explicada por la mayoría de las disciplinas científicas desde una perspectiva profundamente discriminatoria y centrada en la figura masculina. Fueron mayoría los estudios, realizados casi siempre por varones, que a lo largo de casi todo el siglo xx (al menos en sus primeros dos tercios) tuvieron como objetivo demostrar «científicamente» que la inferioridad biológica de la mujer era algo natural y no producto de una sesgada perspectiva social. La interpretación sexista de nuestro pasado se ha apoyado en múltiples ocasiones en la generalizada creencia de que las mujeres por el hecho de ser madres son incapaces de realizar otras actividades simultáneamente.
En la actualidad, sin embargo, es cada vez más numeroso el colectivo de investigadores que asume cómo la ciencia, al igual que las demás actividades humanas, ha estado y sigue estando interferida por valores sociales y morales que le restan neutralidad. Concretamente, en lo que al tratamiento de las mujeres respecta, ya no puede negarse que numerosas teorías y prácticas científicas padecen acusados sesgos de género que han dado amparo a notables preconcepciones, es decir, a utilizar criterios y tópicos sociales de diversa índole y a multitud
para poder mantener en situación de inferioridad, subordinación y explotación al sexo dominado: el femenino’.
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de prejuicios2. De hecho, las investigaciones más críticas denuncian que el conocimiento aceptado como riguroso acerca de las mujeres ha estado y está distorsionado por ese discurso androcéntrico donde «el hombre como medida de todas las cosas» (Sau, 1989) se ha erigido en dominante en la cultura occidental. Androcéntrico significa identificar lo masculino con lo humano en general. Es un término frecuentemente utilizado para hacer referencia al perfil sesgado que en tantas ocasiones empaña el conocimiento científico. Podemos detectarlo en los modelos adoptados para interpretar nuestros orígenes, así como en el uso del lenguaje; ejemplo de ello es la amplia aceptación de la palabra hombre utilizada para nombrar a la especie humana en su totalidad o para designar a los miembros del sexo masculino. De esta concepción se desprende la llamada invisibilidad femenina, es decir: las mujeres, salvo cuando se nombran explícitamente, no existen.
Empezado ya el siglo xxi, pese a que los estereotipos sexistas se están desmoronando en las sociedades occidentales ante los rigurosos y encomiables estudios llevados a cabo por gran número de autoras, apoyadas por diversos compañeros varones, el discurso androcéntrico sigue estando presente en demasiadas ocasiones. Por esta razón, consideramos que es necesario seguir denunciado esta situación y proclamar claramente que el papel de la mujer en la evolución humana ha sido, al menos, tan importante como el del hombre. Si todavía quedan algunos foros —de los muchos en los que hoy se debate el tema— que continúan haciendo referencia a los rancios clichés convencionales, es porque aún no hemos logrado dar suficiente difusión a los modelos interpretativos que demuestran la significativa presencia femenina en nuestro pasado. 2 Debemos puntualizar que sexo y género no son sinónimos. Las diferencias de sexo son biológicas, pero el género abarca todos los rasgos que una cultura atribuye e inculca a mujeres y hombres; el género se refiere a la construcción cultural de las características femeninas y masculinas. El concepto analítico de género se introdujo a principios de los años 80.
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En el polémico clima que a veces rodea a los estudios de la evolución humana, hoy destaca un hecho alentador: ya no se trata de un campo de trabajo exclusivo de autores masculinos, aunque muchas veces en los ecos del debate así lo parezca. Una parte importante de las investigaciones publicadas, sobre todo a partir de la década de 1970, ha sido aportada por un considerable número de destacadas científicas. Ellas, con su rigor y constancia, han abierto sugerentes líneas de exploración dentro de un ambiente muy competitivo dominado por los hombres, propiciando un acalorado debate que ha vigorizado la disciplina durante los últimos cuarenta años.
Es propósito de este capítulo internarnos por los caminos de la evolución humana tratando de demostrar que existe otro platillo en la balanza evolutiva, el femenino, y que tenerlo en cuenta ofrece, sin lugar a dudas, una visión mucho más equilibrada, objetiva y racional. En definitiva, una explicación más próxima a los fines de la ciencia que todos queremos disfrutar. 2. La evolución humana: una perspectiva general Las investigaciones sobre los orígenes de la humanidad conforman un campo de trabajo sumamente polémico en el que actualmente participan distintas disciplinas, caso de la paleontología, la primatología, la prehistoria, la arqueología, la antropología o la biología molecular. Sus descubrimientos más recientes han impulsado la emergencia de novedosos modelos de interpretación que, en ciertos casos, han causado verdaderos impactos no solo en la comunidad científica, sino en toda la sociedad, dado el interés general que este tema suele despertar. Es ampliamente conocido que en el siglo xix el naturalista británico Charles Darwin (1809-1882) afirmaba que nuestra evolución no puede contemplarse como un hecho aislado, sino que forma parte de la evolución de los organismos vivos en general y de los primates en particular3. El célebre autor situó 3
Se da el nombre de primates a un conjunto de mamíferos que normalmente viven en los árboles y presentan una serie de caracteres que los iden-
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nuestros orígenes en África, y señaló claramente que en aquel continente los humanos, chimpancés y gorilas habían compartido un antepasado común. No obstante, hasta la década de 1950, la idea de un antepasado humano similar al simio procedente de África no mereció una aceptación mayoritaria por parte de la comunidad académica. En la actualidad, sin embargo, se admite que biológicamente formamos parte de la «rama del árbol» de los simios y que nuestros parientes vivos más próximos son el chimpancé común y el bonobo. El parentesco se ha revelado sorprendentemente próximo, y así lo demuestran las múltiples semejanzas anatómicas, fisiológicas, genéticas o de comportamiento minuciosamente analizadas hasta el presente. No obstante, es obvio que también existen acusadas diferencias. Es cierto que definir lo que entendemos por «humano» no es tarea fácil. Podemos detectar lo que es común y ese conjunto de peculiaridades que nos caracterizan. La marcha erguida, por ejemplo, es una adaptación de los seres humanos, como también lo es el cerebro grande, cuyo tamaño se ha triplicado aproximadamente a lo largo de los últimos tres millones de años4. Otras particularidades de nuestro linaje son tifican; por ejemplo, pies y manos prensiles, uñas en vez de garras, ojos juntos y dirigidos hacia delante. Los primates incluyen a los simios y a los monos que, a su vez, se diferencian principalmente entre ellos porque los primeros carecen de cola (además de otras diferencias como la estructura de la articulación del codo o la presencia o ausencia del apéndice intestinal). Los simios evolucionaron desde los llamados Monos del Viejo Mundo, hace unos 20-25 millones de años. En el pasado, estuvieron representados por gran número de especies, pero en la actualidad la mayoría se ha extinguido. Las especies que hoy quedan son el gibón y el siamang, incluidos en los llamados simios pequeños, y los grandes simios integrados por el orangután, gorila, chimpancé, bonobo y humanos. Excepto la humanidad moderna, que se ha extendido por el planeta, todos los demás viven muy próximos al Ecuador, ya sea en África o en el sudeste asiático y sus islas. 4 Los especialistas en locomoción consideran que la postura erguida y el andar bípedo pudieron haber sido rasgos frecuentes en las selvas africanas, de ahí que posiblemente aparecieran hace más de seis millones de años, la fecha estimada como punto de partida de nuestra historia biológica. Esto significa, y es importante tenerlo en cuenta, que pese a considerarnos simios bípedos, quizás no hemos sido los únicos primates que han caminado sobre las piernas. Uno de los temas que ha suscitado controversias interpretativas.
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la fabricación, uso y transporte de herramientas; en otro plano, hay evidencias sobre la gran expansión geográfica; o sobre el surgimiento del pensamiento simbólico, que incluye el habla o la creación de arte. La separación entre la estirpe de los chimpancés y la de los humanos tuvo lugar hace unos 6-7 millones de años. Por esa época surgieron los primeros simios bípedos que configuraron los estadios iniciales de nuestra evolución. El registro fósil revela que hace unos 2,5 millones de años ya estaban presentes miembros del género Homo, algo más corpulentos que sus predecesores y cuyos cerebros empezaban a hacerse relativamente grandes. Este carácter es, para numerosos estudiosos, lo que marca el verdadero origen de la humanidad.
A lo expuesto hay que añadir que nuestro pasado evolutivo no fue una escala lineal de complejidad creciente que ha ido avanzando desde el primitivo antepasado común con el chimpancé hasta culminar con el perfil de la humanidad moderna. Pese a que esta imagen se ha incrustado en el imaginario colectivo de nuestra época, habiendo alcanzado una amplísima popularidad, la ciencia ha demostrado que sus fundamentos descansan en hipótesis falsas. El registro fósil no puede interpretarse como una sucesión de especies dispuestas en línea recta, sino que, al igual que ha sucedido con el resto de los organismos vivos, el estudio de dichos restos revela que estamos en presencia de un arbusto filogenético profusamente ramificado. En efecto, y sin pretender agobiar al lector con demasiados nombres, hoy se sabe que, tras la separación del linaje evolutivo humano del linaje del chimpancé, surgieron en nuestra genealogía varios géneros, de los que los expertos reconocen siete: Orrorin, Sahelanthropus, Ardipithecus, Australopithecus, Kenyanthropus, Paranthropus y Homo. Cada uno de ellos tiene sus propias especies extinguidas (ver Cuadro 1), configurando todos el mapa del linaje humano, ya sea en línea directa o como ramas laterales. El acta actual del paradigma dominante nos dice que el género Homo se originó África y se extendió por este continente y Eurasia, diversificándose en varias especies. Aunque no existe
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consenso en cuanto al número de especies de Homo que han existido, la mayor parte de los expertos reconoce cinco: Homo habilis, Homo erectus, Homo heidelbergensis, Homo neanderthalensis y Homo sapiens. En un enfoque extensivo, algunos autores admiten la existencia de al menos cinco más: Homo ergaster, Homo antecessor, Homo rhodesiensis, Homo georgicus, Homo floresiensis, e incluso, algunos hablan de Homo pekinensis. En cualquier caso, la única especie que hoy sobrevive es Homo sapiens, que, entroncada en su origen africano, surgió hace unos 250.000 años y empezó a expandirse por todo el planeta unos 50.000 años atrás. La mayor parte de los estudiosos utiliza el término humano para hacer referencia a todas las especies del género Homo. Matizando la clasificación, algunos expertos, como el codirector de Atapuerca y profesor de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, José María Bermúdez de Castro (2010), consideran que al referirnos a nosotros mismos y a todas las especies de nuestra genealogía, el término más preciso que debemos utilizar es el de homínido, aunque tampoco es incorrecto decir que somos homínidos, como es habitual en la divulgación científica más generalizada. Cuadro 1.— La gran diversidad del linaje humano Antigüedad (m. a. = millones de años)
Capacidad craneal
7,0-6,0 m. a.
~350 cc
~6,0 m. a.
---
B. Senut et ál. (2001) Kenia
Ardipithecus* kaddaba
5,7-5,2 m. a.
---
Haile-Selassie et ál. (2002) Etiopía
Ardipithecus ramidus
~4,4 m. a.
350-400 cc
Nombre Sahelanthropus tchadensis Orrorin tugenensis
Australopithecus anamensis
4,2-3,9 m. a.
~400 cc
Distribución geográfica y primera referencia M. Brunet et ál. (2002) Norte de Chad
T. White et ál. (1994) Etiopía M. Leakey et ál. (1995) Kenia
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Cuadro 1. (cont.)— La gran diversidad del linaje humano Antigüedad (m. a. = millones de años)
Capacidad craneal
Australopithecus afarensis
3,9-2,9 m. a.
~ 400 cc
Kenyanthropus platyops Australopithecus bahrelghazali Australopithecus africanus Australopithecus garhi Paranthropus boisei Paranthropus robustus Paranthropus aethipicus
3,5-3,3 m. a.
400-500 cc
4,1-3,9 m. a.
~ 410 cc
~3,0m. a.
~ 400 cc.
~2,5 m. a.
~ 450 cc.
~2,3 m. a.
500-530 cc
~2,0 m. a.
~500 cc
~2,6 m. a.
400-420 cc
Homo habilis
~2,5 m. a.
500-800 cc
Homo georgicus
~1,7 m. a.
600-800 cc
Homo erectus
~1,6 m. a
900-1.200 cc
Homo ergaster
~1,8 m. a.
Homo heidelbergensis
~700.000 años
Homo neanderthalensis
~230.000 años
Homo sapiens
~ 250.000 años
Nombre
Distribución geográfica y primera referencia D. Johanson et ál. (1974) Etiopía M. Leakey et ál. (2001) Etiopía M. Brunet et ál. (1995) Chad R. Dart (1925) Sudáfrica T. White et. ál. (1999) Etiopía M. Leakey (1959) Tanzania R. Broom (1938) Sudáfrica A. Walker (1985) Etiopía y Kenia L. Leakey et ál. (1964) Tanzania A. Vekua et ál. (2002) Georgia E. Dubois (1892) Isla de Java y China
C. Groves y V. Mazak (1975) Kenia y Etiopía O. Shoetensack (1908) 1.100-1.400 cc Europa W. King (1864) 1.300-1750 cc Eurasia y Oriente Próximo C. Linneo, 1758. 1.300-1.500 cc Todo el mundo 800-1.000 cc
Fuente: elaboración propia con referencia de varios autores. * Desde Ardipithecus en adelante, todas las especies caminaban erguidas.
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La Paleoantropología tiene como objetivo arrojar luz sobre los orígenes y la evolución de la humanidad. Su ámbito temporal se remonta desde nuestros antepasados simios de 20-25 millones de años o incluso antes, hasta los humanos modernos, esto es, Homo sapiens. Tales orígenes, no debemos olvidarlo, solo empezaron a analizarse desde un punto de vista científico después de la teoría de la evolución de Darwin (1859). Con anterioridad, nuestra especie no tenía pasado, ya que era producto de la «decretada» creación divina desde la maquinaria de los poderes dominantes. Actualmente, la paleoantropología comprende un amplio campo de estudio interdisciplinar en el que participan la antropología, la arqueología, la primatología o la biología evolutiva, lo que la convierte en una disciplina muy rica, pero también polémica y a veces enfrentada sobre todo a problemas de definición. Esa zona de sombras la vuelve atacable por quienes reivindican certezas al modo de los dogmas medievales.
3. El androcentrismo ha impregnado la interpretación de los orígenes humanos Las múltiples incógnitas que rodean los orígenes de la humanidad se han ido desvelando parcialmente gracias a la interpretación de restos muy antiguos que nuestros antepasados nos han ido legando, constituyendo una legión de pequeñas señales que sirven de guías ante las rutas de un tortuoso camino. Normalmente esos escasos restos consisten en fósiles o herramientas que suelen encontrarse fragmentados, incompletos o altamente deformados en yacimientos mal conservados o semidestruidos. Tales carencias desafían al trabajo de los especialistas, los cuales deben enfrentarse con frecuencia a importantes y a veces insalvables dificultades para certificar la corrección interpretativa. No puede extrañar, entonces, el recurso a la subjetividad, esto es, a los propios prejuicios de los actores que manejan los datos o indicios. Coste que no constituye el mal menor. Un problema primordial consiste en evitar que las realidades culturales contemporáneas del sujeto o equipo de investigadores contaminen la interpretación del pasado. Asunto que, todo sea dicho, es
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consustancial a todas las disciplinas que tratan de reconstruir el pasado sin disponer de inventarios completos con «pruebas contundentes» de lo relevante. Los contextos de alta subjetividad, sin embargo, han sido siempre difíciles de eludir en la ciencia que estudia los antepasados lejanos de la humanidad moderna. Prueba de ello es el célebre y androcéntrico modelo del hombre cazador y el protagonismo sin igual que ha alcanzado, tanto entre los expertos en el tema como a nivel popular. De hecho, pese a que para muchos tal modelo está ya científicamente desfasado, para otros aún es válido y mantiene tal arraigo que, en demasiadas ocasiones, sigue lastrando con distorsiones borrosas el pensamiento colectivo. Por esta razón conviene dedicarle un breve apartado. 3.1. El modelo tópico y enrocado del hombre cazador Mucho antes de que Charles Darwin publicara en 1871 su segunda gran obra, El origen del hombre, ya la sociedad occidental había asumido que los primeros grupos humanos eran cazadores, y que esa tensión entre hombres (porque en su versión no existían las cazadoras) y animales sería la responsable del crecimiento de la inteligencia y del devenir de la humanidad. Siguiendo este razonamiento, la persecución y captura de presas con el fin de conseguir carne, considerada fundamental para la alimentación humana, otorgó a los homínidos machos la capacidad de potenciar el desarrollo de todas las innovaciones morfológicas, tecnológicas y sociales características de la humanidad moderna. Unas correlaciones que por su simpleza hoy serían tachadas de osadas y «heroicas». En el año 2007, los arqueólogos James Adovasio, director del Instituto Arqueológico Mercyhrst de Pensilvania, y Olga Soffer, profesora de la Universidad de Illinois, lo resumían así: «los cazadores —siempre masculinos— provistos de la capacidad de derribar enormes bestias, seguramente habrían tenido el talento necesario para conseguir proteínas más que suficientes con las que alimentarse a sí mismos y a sus familias». Las luchas y tribulaciones de la caza, continúan los autores, excluían
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a las hembras. Consecuentemente, excepto por su capacidad de parir y criar vástagos portadores de las novedades evolutivas que iban surgiendo, ellas fueron marginales en la historia del desarrollo humano. En realidad, y como señalara en 1986 la antropóloga de la Universidad de Alberta (Canadá), Linda M. Fedigan, la visión de la naturaleza humana proporcionada por el modelo del hombre cazador difiere muy poco de la propuesta por Darwin en 1871, y tiene por tanto un sello claramente decimonónico, victoriano y misógino. El concepto de que la caza ha sido el motor del proceso que nos convirtió en humanos ha estado, y en algunos casos aún lo está, firmemente implantado en la mentalidad académica y en el imaginario popular. Incluso hoy, gran número de expertos sigue afirmando que nuestro intelecto, intereses, emociones y hasta la vida social básica, son el producto indiscutible de la adaptación a la persecución y captura de grandes y peligrosos animales. Con igual dogmatismo, hay quienes persisten, inasequibles al desaliento, sentenciando que ha sido el hombre, que no la mujer, el verdadero dinamo o motor del proceso evolutivo. Ese salto argumental podría inducir a la ironía de sostener que la fuerza del «músculo» propició el soft mental de las habilidades adaptativas. Ergo, las carentes de «fuerza» no sumaron «un segundo parto» a la causa de la supervivencia.
La noción de un macho aprovisionador y una hembra dependiente es el resultado de proyectar la ideología de la sociedad moderna a los tiempos pasados. Pese a que ese razonamiento no se sustenta ni refleja los datos científicamente obtenidos, se ha perpetuado en el argumentario al uso debido a la falta de cuestionamientos críticos y de un simple examen más profundo de los hechos. Gracias a innumerables esfuerzos realizados por científicas y científicos procedentes de diversas áreas, ese viejo escenario, aunque con lentitud, ha empezado a moverse y a ajustarse mejor a la información disponible. En un sector cada vez más significativo de la comunidad de expertos, está cobrando fiabilidad y aceptación una novedosa opinión: las cacerías en las que hombres prehistóricos provistos
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de rudimentarias herramientas abatían enormes bestias probablemente nunca ocurrieron en la realidad. Una «heterodoxia» que solo representa lo que estudiosos como Adovasio y Soffer califican de «la parte mítica de la comunidad paleoantropológica». Esos investigadores insurgentes que han tenido la valentía de «revisar» y librar una lucha contra las imágenes estereotipadas de las sociedades arcaicas, hacen hincapié en que no existen suficientes pruebas científicas, ya sean las anatómicas, como la morfología de la dentadura o la corpulencia física; o bien las de carácter cultural, alusivas a la posesión de armas arrojadizas eficaces, que apoyen la existencia en un lejano pasado de poderosos cazadores. El prestigioso paleoantropólogo de la Universidad de Stanford, Richard Klein, en el año 2000 apuntaba que la caza organizada de animales de gran talla únicamente pudo tener lugar cuando se inventaron armas que permitían atacar desde lejos. Y solo hay datos arqueológicos de tales instrumentos a partir de los últimos 50.000 años. Si este razonamiento fuera cierto, la caza evidentemente sería una actividad moderna que no podría explicar nuestro pasado evolutivo, ni mucho menos nuestros orígenes. En esta matización, continúa Klein, es cierto que en restos con alrededor de medio millón de años de antigüedad se han encontrado herramientas de piedra esparcidas entre huesos de búfalos, cebras y otros grandes mamíferos. Algo que para el análisis de las huellas dejadas en esos huesos es muy revelador: «encontramos que las marcas de dientes de carnívoros como hienas y leones eran muy frecuentes, pero las de herramientas de piedra eran raras». Según el citado Klein, «esto sugiere que los carnívoros se llevaron la mayor parte de la carne y los humanos muy poca». Si eso es así, llegamos a la conclusión de que «nuestros antepasados de hace 500.000 o 300.000 años no eran particularmente buenos en la caza ni en el carroñeo». En este sentido, diversos autores vienen indicando —desde hace ya décadas— que muchas de las herramientas que parecen haber sido diseñadas para cazar es posible que se hubieran usado para excavar bulbos o raíces, cortar partes fibrosas de las plantas, machacar frutos secos o actividades semejantes (Longino y Doell,
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1983). ¿Por qué esa fijación en atribuirle poderío exterminador, de primacía gladiadora? Con todo, cambiar los modelos clásicos de interpretación requiere una reevaluación general de ideologías y militancias que poca gente, tanto los especialistas en la materia y los que no lo son, está dispuesta a reconsiderar, y no digamos a asumir. Por ello, aunque no haya evidencias de que nuestros antepasados capturaran enormes animales salvajes, siguen existiendo irreductibles defensores de la caza que hacen públicos sus razonamientos, provistos por lo general de floridos argumentos y de vistosas ilustraciones, tanto en los medios populares como en respetados libros y revistas científicas. El modelo del hombre cazador no solo se ha admitido para interpretar el quehacer cotidiano de las especies pertenecientes al género Homo, sino que también se ha extrapolado para otras más antiguas, como los Australopithecus o los Ardipithecus. De hecho, la idea del macho proveedor, cazador y protagonista de toda nuestra historia evolutiva, ha impregnado profundamente las interpretaciones sobre el modo de vida de todas las especies de homínidos que vivieron en el largo período de tiempo (6-7 millones de años) que va desde los primeros simios bípedos hasta la humanidad moderna.
A la sombra de tan poderosa creencia, transmutada sin pruebas consistentes en paradigma, y de sus fervorosos defensores, en muchas ocasiones ha quedado oculto que hace ya cuatro décadas un grupo de expertas, posteriormente apoyadas por cada vez más colegas varones, empezó a desafiar al todopoderoso «cazador». En esta línea de investigación crítica fueron capaces de proponer y potenciar una tesis alternativa de notable validez: el Modelo de la mujer recolectora. Aunque este modelo ha sido ampliamente estudiado, discutido, mejorado y difundido por numerosas autoras y autores, su divulgación no ha tenido un eco semejante al del cazador. De ahí que esté justificado un breve recordatorio de esos paralelos y desiguales relatos de historias dirigidas a esclarecer las aventuras que tuvieron que afrontar nuestros antepasados.
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3.2. Un modelo insistentemente olvidado: la mujer recolectora Desde la década de 1970, un creciente número de expertas ha logrado hacer oír su voz y enfrentarse con rigor y coraje al sesgo androcéntrico dominante en la paleoantropología. Respaldadas también por algunos colegas masculinos, nadie duda hoy día que no hayan hecho mella en la comunidad científica. Su planteamiento tiene una lógica que sembró dudas en el estado de opinión cautivado por la versión carnívora. Su foco de atención: sugerir que la recolección de productos de origen vegetal por parte de las mujeres debió haber constituido una actividad que proporcionaba recursos alimenticios fundamentales en las sociedades humanas. Demostrarlo, no obstante, ha sido y sigue siendo una tarea difícil, debido a dos hechos: que el papel secundario de las mujeres ha estado tan profundamente incrustado en la mentalidad académica y no académica que todavía perdura con notable vigor; y que la «épica» del proceso de la caza supera en su proeza al poder «blando» de los suministros del reino vegetal. Como se apunta más arriba, disciplinas como la antropología, la arqueología, la paleontología, la primatología, la psicología o la biología evolutiva han servido en todos los casos de paraguas parciales para explicar la vida de los primeros humanos, según modelos que han estado repletos de asunciones sobre los hombres y las mujeres occidentales actuales. Cuando por fin empezó a investigarse con rigor científico la participación femenina en los orígenes de la humanidad, las posturas críticas en torno a la validez del hombre cazador y proveedor se dotaron de serios argumentos y adquirieron una considerable fuerza. Así, vería la luz el modelo de la mujer recolectora, propuesto por un grupo de antropólogas norteamericanas con el objetivo de sacar de la sombra la participación de las hembras en el largo camino que condujo a la humanidad moderna. En 1975, la científica Sally Linton Slocum publicó un notable trabajo titulado La mujer recolectora: el sesgo masculino de la Antropología, que ponía en duda que la caza masculina hubiese
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sido el medio principal de subsistencia de los homínidos. Por tanto, enfatizaba la importancia de la recolección de vegetales por parte de las mujeres5. La trascendencia de este trabajo radica sobre todo en que establecía por primera vez las bases para un examen mucho más detallado del papel femenino en las sociedades del pasado. En el contexto de estos nuevos retos, entre los años 1976 y 1978, vieron la luz los influyentes trabajos de otras dos científicas: Nancy Tanner y Adrienne Zihlman, quienes a medida que avanzaban en sus observaciones, constataron que el papel dominante de la caza se tornaba cada vez más dudoso. Con los datos recogidos a partir de un amplio espectro de ensayos en las líneas de investigación, expusieron una nueva y provocadora tesis: durante el proceso de la evolución, las hembras habían sido contribuyentes fundamentales para la dieta alimenticia y, por lo tanto, activas participantes en la subsistencia. ¿La valorización mayor es el mantenimiento de la vida o el relato de quienes ejercitan el poder en la misma? Según las citadas Zihlman y Tanner, y otros autores, numerosos especialistas con Darwin entre ellos habían pasado por alto que los humanos no pudieron alimentarse solo de carne. Parece lógico deducir que, probablemente, el aporte vegetal fue un componente muy significativo de la dieta. La actividad recolectora, señalaron, no es tarea baladí, ya que requiere una serie considerable de destrezas entre las que se cuenta el buen conocimiento de las plantas, frutos, raíces e insectos, al igual que el uso de herramientas para machacar, abrir o cortar. Asimismo, es imprescindible una buena orientación espacial que permita 5 Tanto en el modelo del hombre cazador como en el de la mujer recolectora, se da por válido que los machos fueran los proveedores de carne y las hembras, de los productos de origen vegetal. Sin embargo, hay que anotar, tal como se discutirá en los próximos capítulos, que en la actualidad este asunto es también debatido. Quizás ambos papeles no estaban tan claramente delimitados y los miembros de ambos sexos podían proporcionar al grupo todo tipo de alimentos. Desde una perspectiva contemporánea, llevada al absurdo, estaríamos debatiendo preferencias gastronómicas de sobredosis con proteínas de origen animal o con dietas de predominancia vegetal. Lo plausible es suponer que el principio de necesidad, sobrevivir, no dejaba lugar a elecciones de gustos, sino de posibilidades de acceso.
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explorar y reconocer con eficacia los territorios apropiados, y estar al tanto de los tiempos de cosecha correctos. No parece, pues, que sea incoherente admitir que en el mundo primitivo la importancia de la recolección tuvo que haber sido, al menos, igual de prolija y estratégica en su logística que la de la caza. Las investigaciones de Zihlman y Tanner llegaron aún más lejos, al sostener que la recolección de alimentos vegetales probablemente habría establecido los cimientos tecnológicos de las sociedades primitivas, esto es, la elaboración de las primeras herramientas. En este sentido, hay que tener en cuenta que el estudio del registro arqueológico disponible no permite afirmar con seguridad la autoría, es decir, quién construyó los utensilios más antiguos descubiertos. Por ende, es imposible y temerario aseverar que las primeras herramientas fueran producidas únicamente por los machos. En la actualidad, son numerosas las expertas, y también algunos expertos, que defienden que las hembras fueron prolíficas fabricantes de útiles. Parece muy poco real, continúan los especialistas, suponer que en los tiempos prehistóricos cada vez que las homínidas necesitasen herramientas tuvieran que pedirlas prestadas a sus compañeros, o se mantuviesen a la espera de ser provistas de instrumental por ellos. Sería más riguroso suponer que ellas, que eran inteligentes y fuertes, fabricasen sus propios utensilios. La lógica del comportamiento instrumental sostiene que quienes se familiarizan con los objetos de interés, desarrollan capacidades suficientes para extraer diseños apropiados a sus mayores aprovechamientos. En el año 2007, los profesores de las universidades de Iowa y Cambridge, Jill Pruetz y Paco Bertolani, publicaron un novedoso estudio sobre un tipo de chimpancés que habitan en la sabana del sureste de Senegal. Durante los 19 días que duró su investigación, estos científicos observaron casi a diario el uso habitual de herramientas para cazar vertebrados, como pequeños lemures, por parte de los chimpancés. Pero lo que llamó la atención de los investigadores fue que entre los fabricantes de utensilios había hembras y chimpancés inmaduros, que hasta el momento se había considerado que carecían de comportamiento cazador. Esta nueva información
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sobre el uso de herramientas por unos parientes tan próximos de los humanos tiene una especial relevancia, no solo porque se ha observado a las hembras fabricando utensilios, sino porque realizan esta actividad con mayor frecuencia que los machos adultos. Investigaciones como la citada fortalecen la hipótesis, defendida por diversas expertas, según la cual nuestras antepasadas homínidas desempeñaron en el desarrollo de la tecnología lítica un papel mucho más significativo que el habitualmente admitido. «Deberíamos replantearnos las explicaciones tradicionales sobre la evolución de estos comportamientos en nuestra propia especie», concluyen Pruetz y Bertolani.
Como cabía esperar, el modelo de la mujer recolectora generó una enorme agitación académica y divulgativa entre la comunidad científica. Dado que esta tesis se articuló en los años 70, ciertos autores incluso pretendieron teorizar sobre su vínculo con el movimiento feminista de esos años. Así, algunos pensadores acusaron al mencionado modelo de constituir un producto del clima social de la época y de estar impregnado de las tendencias de la moda dominantes en los años en que fue propuesto. Por consiguiente, la tesis de la hembra recolectora fue despreciada o ignorada por muchos paleoantropólogos (la mayoría varones), limitándola a un mero contraataque feminista al hombre cazador. Hubo autores que aseveraron que la mujer recolectora no era resultado de una interpretación viable y objetiva de los datos, y por tanto se creyeron con autoridad suficiente como para tachar el modelo de demasiado «ginocéntrico» y «con sesgo femenino», razones que impedían tomarlo en serio. Pero, paradójicamente, al parecer no influía en estas críticas que la tesis del hombre cazador fuese exclusivamente androcéntrica y que no utilizasen datos adecuados que la sostuviesen. Por si no necesitáramos más pruebas de la «historicidad» de los paradigmas, se ve cómo esta «insurgencia» explicativa, al «ruido» de los acontecimientos reivindicativos, se les trata de adherir unos resultados de investigaciones que cuestionan a fondo la silente inercia de un archivo generado al calor de unas ideas tributarias de su propia «historicidad» de condicionamientos.
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No existen datos fidedignos que demuestren que en las sociedades paleolíticas los hombres sustentaban a las mujeres y a las crías. Más bien al contrario, los datos parecen apuntar cada vez con mayor claridad a la autonomía femenina y a su capacidad para alimentarse a sí mismas y a su prole, igual que pasa con el resto de los primates.
El modelo de la mujer recolectora se desarrolló teniendo también en cuenta las mayores necesidades nutritivas de la hembra durante la gestación, la lactancia y la posterior nutrición de las crías con alimentos recogidos del entorno. Se trata de una faceta clave, vital para la especie: el éxito reproductor, que en biología evolutiva tiene la suficiente enjundia como para detenernos en ella, por cuanto trasciende a los estrechos límites de un debate que no es el de la simple dialéctica de sexos. Por ello, escandaliza bastante que se intente viciar esa nueva visión de la biología más científicamente elaborada con el «lastre» de supuestos «no evolutivos». 3.2.1. «El esclarecedor vínculo madre-cría» A lo largo de las últimas décadas un colectivo cada vez mayor de expertos, ha tomado conciencia del profundo alcance que puede haber tenido en la vida de nuestros antepasados la relación que se establece entre las hembras y sus crías, ya que probablemente tal vínculo podría explicar en gran medida el surgimiento de ciertas características propias y exclusivas de los seres humanos. Ya hemos apuntado que, por norma general, la comunidad científica ha aceptado con escasa oposición que características humanas como el andar bípedo, la fabricación de herramientas o el desarrollo del cerebro se vieron notablemente favorecidas gracias al despliegue de estrategias de caza cada vez más eficaces que aseguraban la provisión de carne. Pero también sabemos que las especialistas en el tema han cuestionado seriamente el excesivo escoramiento argumental en ese paradig-
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ma del cazador. Basándose en observaciones y datos obtenidos durante más de treinta años, han sugerido que es muy probable que las homínidas con crías a su cargo desplegasen un complejo comportamiento dotado de una interesante creatividad vital, grupal y evolutiva. Por ejemplo, la hembra primate, a diferencia de otras mamíferas, no deja a sus crías en nidos o cuevas, sino que las transporta consigo constantemente. ¿Un mero cálculo de movilidad espacial y de imperativo en la seguridad? ¿O una elaborada dosificación de esfuerzos incardinados en el marco referencia de un proyecto vital de supervivencia y dominio creciente sobre las incertidumbres de sus entornos? La disminución de la capacidad de asirse por parte de unas crías bípedas, que solo cuentan con dos manos en vez de cuatro al cuerpo materno, probablemente con un pelaje mucho menos tupido que el de sus parientes simios, habría requerido idear nuevas estrategias. Una solución innovadora sería la invención de algún tipo de saco hecho de fibras vegetales que posibilitase sujetar el infante a la madre, la cual podría así conservar las manos libres. Hay quienes alegan que el primer instrumento fabricado por un ser humano no fue una piedra tallada, sino una especie de bolsa o rústico morral utilizado para el transporte6. Por añadidura, se ha observado que las hembras de los demás primates son seres autónomos que conservan gran movilidad, incluso cuando están preñadas o criando, y que se involucran activamente en su supervivencia y en la de sus vástagos. Hay evidencias de que se desplazan para buscar alimentos, utilizan herramientas y despliegan un comportamiento que no se identifica en nada con la tradicionalmente supuesta pasividad y dependencia ante el macho y de sus trofeos de caza7. 6 En el Capítulo 4 se trata sobre la gran trascendencia que probablemente tuvo en la historia de la humanidad la elaboración de objetos a partir de fibras vegetales. 7 Los múltiples estudios hoy disponibles acerca del comportamiento predador de los primates no humanos muestran que los chimpancés ocasionalmente capturan y comen alguna presa animal; sin embargo, se trata de una actividad poco habitual y no es raro que la carne esté ausente en su dieta. Además, las investigaciones recientes revelan que, aunque siempre se ha dado por sentado que la predación es primariamente una actividad de los
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El carácter revolucionario del modelo de la mujer recolectora residió sobre todo en que presentó a las hembras como seres innovadores capaces de contribuir activamente en el desarrollo de la humanidad. Asimismo, debilitó el paradigma del cazador al reconocer que el conjunto madre-cría pudo haber sido un pivote en torno al cual surgieron muchas de las características que nos definen como humanos.
En lo que a la reproducción atañe, tampoco ha de pasarse por alto un hecho significativo que las nuevas investigaciones, sobre todo, han puesto de manifiesto: los cambios anatómicos relacionados con la locomoción bípeda propiciaron lo que se conoce en nuestra historia evolutiva como «el dilema obstétrico». Al mismo tiempo que el andar erguido establecía las limitaciones del diámetro del canal del parto —una pelvis demachos adultos, en algunos grupos de chimpancés se ha observado que las hembras cazan con igual éxito que los machos. Y, pese a que a menudo se asume que las hembras con crías no pueden implicarse en la caza, han sido vistas persiguiendo presas, mientras cargan con su vástago a la espalda. En los demás primates, a grandes rasgos puede afirmarse que la carne es muy poco frecuente en sus dietas, y en lo que a la predación se refiere muestran diferencias entre sexos poco claras. Por ejemplo, los babuinos machos parecen ser más propensos a participar en cacerías, pero también se han divisado hembras babuinas capturando animales. En este sentido, de nuevo nos encontramos con que el comportamiento animal observado depende muchas veces de los prejuicios e ideas preconcebidas ya presentes en el pensamiento del observador (este tema se trata con más detalle en el Capítulo 2). Quizás haya contribuido a confundir esos roles el identificar el porcentaje mayoritario, en una «división del trabajo» de dimensión cuantitativa y cualitativa, con la negación de antemano a las hembras de desempeñar ciertas tareas. Es muy arriesgado inferir que, en comunidades donde prima el «principio de necesidad», haya deliberados propósitos de prescindir de la mitad de «sus fuerzas» ante el objetivo de supervivencia del grupo, en aras de jerarquizar sexos con cometidos. La sinergia, el esfuerzo colectivo de todos los integrantes no es privativo de los escenarios de complejidad. Cuando lo que se juega es la propia existencia vital, parece plausible suponer participación activa antes que pensar en organizaciones preocupadas por formalizar estructuras de poder desiguales al modo de lo que hoy entendemos como tales.
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masiado ancha sería un obstáculo para el desplazamiento—, la fabricación y uso de herramientas iba generando presiones selectivas favorables al aumento de tamaño del cerebro y, en consecuencia, hacia cráneos mayores. La solución de este conflicto consistió en que las crías humanas naciesen en una etapa menos madura que la alcanzada por otros primates8. Pero unos vástagos frágiles y dependientes requerirían un extenso período de atención y cuidados hasta alcanzar el adecuado crecimiento y maduración del cerebro, junto al largo aprendizaje necesario para la amplia socialización de esa prole que forma parte de grupos o clanes altamente organizados9. 8 En las chimpancés, el embarazo dura ocho meses (32 semanas) y las crías nacen con un cerebro cuyo tamaño (128 cc) es de aproximadamente el 33 por 100 del adulto (390 cc). En los seres humanos, por el contrario, el cerebro en el momento de nacer (384 cc) representa solo el 28 por 100 del tamaño definitivo (1 350 cc). Si la cabeza del recién nacido humano fuera proporcional al volumen final, la duración del embarazo debería ser de 16 meses (64 semanas), y el gran tamaño cerebral haría imposible el parto. Las personas nacemos, pues, prematuramente. 9 En relación con el parto, en otras especies del género Homo, es interesante subrayar algunos puntos. En noviembre de 2008, la revista Science publicaba el hallazgo en Afar, Etiopía, de un fósil de pelvis de una hembra perteneciente a la especie Homo erectus (la primera especie que muchos consideran humana) que vivió hace entre 1,8 millones y 160.000 años. Los resultados de su estudio revelan que era mayor de lo pensado hasta ahora, de lo cual se infiere que el tamaño de la cabeza del feto también lo era. Según el investigador Manuel Domínguez-Rodrigo, de la Universidad Complutense de Madrid, este fósil sugiere que probablemente las crías homínidas empezaron a nacer inmaduras hace unos 1,5 millones de años, aunque es posible que no fueran tan indefensas como las de Homo sapiens. Por su parte, la investigadora Ana Mateos Cachorro, del Centro Nacional de Investigación Humana (Burgos), y miembro del equipo de Atapuerca, señalaba en 2009 que el parto de las mujeres de Homo heidelbergensis, de hace medio millón de años, era «más holgado» y por tanto menos doloroso que el actual porque, entre otras cosas, la pelvis de las mujeres de entonces era más ancha que la de las mujeres de hoy. Asimismo, Mateos ha apuntado que el período de la lactancia duraba entre tres y cuatro años, lo que se ha descubierto a partir del esmalte de los dientes de aquella especie. Con respecto a otra especie humana más reciente, Homo neanderthalensis, el equipo de paleoantropólogos dirigido por Tim Weaver de la Universidad de California, ha publicado, también en 2009, que las mujeres
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Otra característica anatómica que debe tenerse en cuenta al analizar el bipedismo en relación con las hembras es que la parte inferior de la columna vertebral femenina ha evolucionado alcanzando más flexibilidad para equilibrar el cuerpo durante la gestación. Esa mayor curvatura en la columna lumbar fue esencial para la supervivencia de las primeras homínidas: podían mantener una actividad normal durante el embarazo. El proceso evolutivo humano no puede entenderse dejando a un lado la anatomía de la hembra, entre otras razones, porque los cambios en su pelvis hicieron posible el espectacular desarrollo de nuestro cerebro.
Es indiscutible que las hembras, las mamíferas en general y las primates en particular, son de gran importancia a la hora de asegurar el éxito reproductor de la especie. Sin embargo, también hay que resaltar que ese no es su único papel. Al igual que los machos, ellas luchan para sobrevivir, buscan alimentos, refugio, se interrelacionan con sus congéneres, evitan a los predadores, etc.; y otra circunstancia vital, entre sus múltiples actividades, se encuentra en la reproducción. Desde el punto de vista evolutivo, el éxito reproductor tiene gran significado (no evolucionan los individuos sino las poblaciones). De ahí que de la eficacia de la hembra en su capacidad reproductora, dependerá en último extremo la supervivencia de la especie. Por ello, y aunque no solo por ello, las hembras son importantes.
neandertales tenían un canal del parto diferente al de las actuales, pero que el nacimiento era, probablemente, igual de difícil que hoy. Para llegar a estas conclusiones, los investigadores estudiaron fragmentos fosilizados de pelvis neandertal y reconstruyeron su canal del parto. Los fósiles utilizados para este trabajo se habían descubierto en la década de 1930 en Tabun, Israel.
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El modelo del cazador, básicamente apoyado en la simple y poco convincente noción de que «los primeros humanos partían a la captura de grandes piezas y dejaban a las mujeres y los niños en casa», se ha convertido para numerosas autoras, y un creciente número de autores, en un modelo con cimientos muy endebles: solo pretende demostrar que el papel secundario del sexo femenino forma parte de la naturaleza desde los comienzos de la humanidad. Continuamente se alzan voces, como la de la antropóloga Linda Fedigan de la Universidad de Alberta, que defienden la necesidad de superar esos estereotipos tan convencionales de la prehistoria y «liberar por fin nuestras mentes de la imagen de las primeras mujeres esperando en cuevas o campamentos la vuelta de quienes les daban de comer». Entre otras razones, porque si hubieran tenido ese comportamiento, simplemente se habrían muerto de hambre.
Es sabido que la existencia de modelos, a modo de hipótesis, es imprescindible para el avance de la ciencia, ya que solo se pueden obtener algunas dosis de conocimiento científico si somos capaces de contrastar tales hipótesis propuestas con nuevos datos y observaciones para validarlas o refutarlas. No obstante, una vez esbozados los contenidos generales de los dos modelos (el del cazador y el de la recolectora), quizás más representativos de los múltiples propuestos para interpretar nuestro pasado remoto, es obligado recordar que ni estos ni algunos otros que no se han tratado aquí dejan de ser teóricamente discutibles. 4. Los modelos androcéntricos: gigantes con pies de barro frente al diagnóstico de las pruebas La interpretación de nuestro pasado evolutivo implica la convergencia en la arena del debate de información procedente de múltiples líneas de trabajo originadas, ya lo hemos dicho, a partir de disciplinas científicas distintas. Pese a las numerosas discrepancias que tal variedad genera, podemos afirmar sin temor a equivocarnos demasiado que todas han adolecido hasta hace relativamente poco tiempo de un sesgo común: visualizan
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los roles femeninos en función de prejuicios y suposiciones sin contextualizar históricamente, ni estar provistos de datos u observaciones fidedignas. Con el fin de documentar e ilustrar tales sesgos, se han recogido en este capítulo dos facetas candentes de la cuestión, aunque existen más. Por un lado, el largamente discutido asunto del papel de la carne en la dieta de los homínidos; y por el otro, algunas de las dificultades que conlleva determinar el sexo de los fósiles que los investigadores con tanto esfuerzo consiguen desenterrar en los yacimientos (Esquema 1). Esquema 1 Muchos estudios evolutivos han estado impregnados de prejuicios El papel de la carne en la dieta de los homínidos y la supuesta dependencia de la hembra La determinación del sexo de los fósiles, con el fin de inferir comportamientos
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Dos ámbitos de trabajo que muestran un claro sesgo androcéntrico
4.1. La carne en la dieta de los homínidos: un intenso debate Antes de adentrarnos en este complejo escenario, señalemos que los modelos vigentes que en la actualidad tratan de explicar la evolución humana tienen como denominador común asumir que el carácter sociable propio de muchos primates llevó desde sus orígenes a los homínidos a organizar su convivencia en clanes o bandas en torno a una especie de «campamento base». Aquí, los miembros del grupo se reunían diariamente y compartían la comida, manifestando de este modo un comportamiento social cooperativo, coherente con el patrón reflejado en
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los restos de algunos yacimientos que sugieren visitas repetidas a un mismo sitio10. A finales de los años 70, un conocido experto, Glyn Isaac, publicó un convincente trabajo que sintetizaba la opinión sobre el tema, por lo que fue ampliamente asumido. El científico sostenía, basándose en sus numerosas investigaciones de campo, que el hecho de compartir comida estuvo ya presente en algunos de los primeros homínidos del este africano. En el modelo de Isaac, los «campamentos» correspondían a lugares fijos de cazadores adonde una parte del grupo (los machos) volvía periódicamente con carne para repartir entre otros miembros (hembras, crías), que se ocupaban de la recolección vegetal. Cabría preguntarse si la inclusión de ese complemento respondía a las carencias de regularidad en la carne o a comprobaciones en las ventajas de complementariedad de ambos tipos de alimentos. ¿Quién acreditaba la bondad de esa distribución?, ¿no es un factor cultural, de elaboración observadora? El modelo del alimento compartido, pese a su amplia aceptación en la comunidad de expertos, ha generado ciertos recelos que llaman a la prudencia porque tiende a presentar un comportamiento casi idéntico al observado en muchos de los pueblos cazadores recolectores en la actualidad. Este hecho llevaría entonces implícito que en condiciones naturales no habría habido cambios desde épocas remotas hasta el presente y que, además, con los homínidos se habría producido un salto notable con relación a la conducta de otros primates que no tienen puntos fijos de reunión, ni comparten en general el alimento. Sobre este interesante tema, el respetado antropólogo Richard Potts, director de antropología del Museo Nacional de Historia Natural, de la Institución Smithsoniana11 (Smithsonian Institution), señalaba en 1988 que la coincidencia espa10
Muchos estudiosos se sienten incómodos ante el término «campamento base» por considerarlo demasiado actual y proponen cambiarlo por otro como «refugio» o «lugar central». 11 La Smithsonian Institution, nombre original, hace referencia a un centro de enseñanza e investigación asociado al complejo de museos más grande del mundo, localizado en Washington D. C. y la ciudad de Nueva York.
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cial podría representar una actividad relacionada no solo con el consumo compartido de productos alimenticios, sino que probablemente los homínidos se congregaban en aquellos lugares donde había mayor disponibilidad de materia prima con la que elaborar los utensilios necesarios para la manipulación de los alimentos. Por ejemplo, para cortar o machacar. En cualquier caso, en este modelo queda claro que el alimento principal, el más valioso que compartían, era la carne obtenida por los machos. No obstante, en los últimos años se han acrecentado las dudas acerca del primordial papel de los productos de origen animal en la alimentación de nuestros antepasados. En la actualidad, su mayor o menor importancia frente a los productos vegetales se ha transformado en un tema más comprometido de lo que habitualmente suele creerse; las dudas emergentes son cada vez más visibles y el debate sobre la alimentación de los primeros homínidos se ha ido acalorando por momentos. En este contexto, los restos fósiles de los primeros homínidos son de gran ayuda para proporcionar algunas pistas acerca de la dieta que acompañó al desarrollo de nuestro linaje evolutivo. Los dientes, por ejemplo, gracias a su notable resistencia a la degradación, constituyen unas piezas muy valiosas. Su tamaño, forma o el grosor del esmalte que los recubre, ofrecen con frecuencia abundante información acerca del tipo de alimentos que ingerían. En el primer antepasado humano reconocido como tal (Ardipithecus ramidus12), que vivía en un bosque húmedo de lo que hoy es Etiopía, se ha detectado que el esmalte de sus dientes estaba dispuesto en una capa relativamente delgada; hecho que hace suponer que su alimentación era rica en alimentos blandos, como frutos carnosos maduros. Según los paleoantropólogos, no hay en la morfología dental de esta especie ningún rasgo que indique un aporte significativo de carne. 12
Ardipithecus ramidus tiene 4,4 millones de años de antigüedad y fue hallado en Aramis, Etiopía. Aunque no es el homínido más antiguo conocido, sí representa al más completo de los primeros especímenes estudiados y se considera una especie esencial en la evolución humana.
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En el caso de la conocida Lucy (Australopithecus afarensis)13, que ya había empezado a explotar los recursos de los bosques secos y aclarados, la dentición muestra un aumento del ancho de los molares y un engrosamiento del esmalte; rasgos que indican una alimentación de origen vegetal en la que los productos duros y abrasivos (frutos secos, raíces y otras partes vegetales subterráneas o fibrosas) han cobrado importancia14. Si consumían carne, probablemente lo hacían de manera ocasional, más o menos como los chimpancés actuales. Estas especies por lo tanto no eran cazadoras, sino vegetarianas. En los primeros representantes del género Homo, los alimentos vegetales siguieron formando parte sustancial de la dieta; aunque algunos de ellos, como señala Bermúdez de Castro (2010), incrementaron el consumo de carne, seguramente procedente de animales matados por ciertos predadores. Con respecto a Homo habilis15 es interesante constatar que no se produjo la reducción del aparato masticador característica de las formas posteriores de Homo. El tamaño de premolares y molares de habilis era, en términos absolutos y relativos, similar al de los australopitecinos. Si la inclusión de carne en la dieta tiene influencia en la reducción del tamaño de premolares y molares, como sostienen algunos expertos, es evidente que el Homo habilis no acusó este proceso, tal vez porque la carne y la grasa de los animales fue solo el complemento de una dieta rica en productos vegetales16. 13 Los australopitecos, que vivieron hace entre unos 2,5 y 3,9 millones de años, figuran entre los primeros fósiles de homínidos descritos en África. En 1925 se publicó el hallazgo de Australopithecus africanus («simio del sur africano») en Sudáfrica; con posterioridad, se han hallado más especies en otros sitios del continente. 14 Unas piezas dentales recubiertas de esmalte grueso sugieren adaptación a una dieta principalmente terrestre, compuesta por alimentos duros que desgastan la dentadura. Por el contrario, el esmalte delgado suele considerarse señal de adaptación a alimentos arbóreos, blandos, sobre todo frutos maduros o tallos tiernos. 15 Homo habilis, de 2,5 millones de años de antigüedad, es considerado por la mayor parte de los expertos el primer representante del género Homo. 16 Para algunos autores, los miembros del género Homo, incluso los más primitivos, ya consumían alimentos variados, lo que representa una ventaja
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Cuando hace alrededor de 1,6 millones de años surgió Homo erectus/ergaster17 con un cerebro claramente mayor, muchos autores consideraron que probablemente se había producido un cambio en la dieta con la incorporación regular de proteínas animales, esto es, de carne. Precisamente, debido a que la alimentación carnívora podría explicar el desarrollo cerebral, ha resultado coherente sostener que los homínidos dotados de un cerebro mayor tendrían también más capacidad para explotar los recursos alimenticios altamente energéticos: los de caza y captura de grandes animales. De de esta manera, habrían conseguido aumentar la densidad de sus poblaciones y un mayor éxito evolutivo. Dicho de otra forma, una de las características más notables del linaje humano es el desarrollo de un cerebro que evolutivamente se ha ido haciendo cada vez más grande —en términos generales, los australopitecos tenían un volumen cerebral de aproximadamente 450 cc, mientras que el cerebro humano actual alcanza una media de 1 350 cc— y, como se trata de un órgano que consume mucha energía, la carne en la dieta parece entonces obligatoria18. Pero las cosas no parecen haber sido tan sencillas. Las nuevas ideas surgidas en los últimos años apuntan, de hecho, en indudable en determinadas circunstancias, pues una especie con una dieta de amplio espectro tiene más oportunidades de sobrevivir que otra con una dieta muy especializada. Los australopitecos robustos (también llamados parántropos), por ejemplo, nunca pudieron abandonar su ecosistema africano porque estaban estrechamente vinculados a una dieta muy uniforme. Las poblaciones de Homo, en cambio, ampliaron sus horizontes en la medida en que fueron capaces de diversificar su dieta. Los cambios estacionales dejaron entonces de ser un problema grave y los homínidos del género Homo, poco a poco, hicieron de casi todas las latitudes y altitudes su ecosistema natural. 17 Homo erectus y Homo ergaster constituyen, según algunos expertos, dos especies distintas (la primera de origen asiático y la segunda africana), pero para otros se trata de la misma especie. Como no existe consenso, hemos optado por referirnos a los fósiles de estos homínidos como Homo erectus/ ergaster. 18 Se ha calculado que si un animal come unos 100 gramos de hojas obtendrá entre 10 y 20 kilocalorías de energía. Si come la misma cantidad de fruta fresca, consigue unas 75 kilocalorías. Pero si fueran 100 gramos de carne, la cantidad de energía ingerida es de unas 200 kilocalorías (Adovasio y Soffer, 2007).
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una dirección distinta: están minando el excesivo protagonismo dado a los productos de origen animal en la nutrición de los homínidos. Por un lado, la adición de carne a la dieta parece haber comenzado con cantidades tan pequeñas que por sí solas no pueden explicar el crecimiento cerebral. Además, se sabe con certeza que la carne no fue la única comida disponible rica en nutrientes para nuestros antepasados: un kilo de nueces, por ejemplo, tiene tantas o más proteínas, grasas y calorías que un kilo de carne (Adovasio y Soffer, 2007). En este sentido, hay que subrayar que cada vez más expertos sostienen que los frutos han sido un componente dietético significativo en la evolución humana. Aunque no pretenden negar la presencia de la carne en la alimentación, sí defienden que esta no ha sido imprescindible en la expansión del cerebro, tal como en un principio se creyó. Dentro de esta línea argumental, Richard Klein (2000) ha afirmado que los bulbos, los tubérculos y otros alimentos vegetales subterráneos podrían haber proporcionado una nutrición igual o mayor que la carne, sobre todo si tenemos en cuenta el esfuerzo y el gasto energético empleados en conseguirlos. La aleatoriedad en la captura se superpone a un gran desgaste en su disponibilidad. Como parte de la dieta, los tubérculos y otras estructuras semejantes son más fiables (hay mayor certeza de obtenerlos) que la comida de origen animal, razón por la que probablemente las plantas fueron un componente imprescindible de la alimentación cotidiana. Según este autor, la dependencia de alimentos vegetales subterráneos habría sido muy significativa sobre todo en los ambientes áridos y sometidos a cambios de estaciones a lo largo del año. A lo expuesto hay que añadir que son numerosos los especialistas que, como la paleoantropóloga y profesora emérita del Colegio Universitario de Londres, Leslie Aiello (2002), defienden que una dieta equilibrada entre distintas fuentes alimenticias, y no basada solo en la carne, sería más ventajosa para nuestros antepasados19. En esta misma línea, Leonard (2003) 19
Aiello y otros autores hacen hincapié en que la digestión de carne produce más calor que la de otras clases de alimentos, especialmente si la carne
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sostiene que nuestra especie no evolucionó para subsistir con un único tipo de dieta. La evolución humana, por el contrario, se ha caracterizado por la diversidad de las estrategias alimenticias desarrolladas con el fin de cubrir nuestras particulares necesidades metabólicas y hacernos más eficaces de cara a extraer energía y nutrientes del entorno. En realidad, desde tiempos pretéritos nos hemos distinguido por la extraordinaria variedad de lo que comemos. Ciertamente, es considerable el número de trabajos publicados que debilitan la hipótesis de que la carne en la dieta homínida tuviera un papel trascendental. Los resultados más solventes inciden en la idea de que es posible el desarrollo de un cerebro grande sin una alimentación fundamentalmente carnívora. Valga citar, por ejemplo, que la arqueóloga Linda Owen, de la Universidad de Tubinga, ha detectado en sus estudios sobre nutrición humana que una alimentación altamente carnívora entre nuestros antepasados resulta no solo improbable, sino incluso peligrosa. Para mantener la maquinaria celular, razona esta experta, los seres humanos requieren energía procedente de carbohidratos, grasas o proteínas, siendo estas últimas las menos eficientes. A diferencia de los animales carnívoros, cuyos sistemas digestivos y metabólicos están adaptados a dietas solo de carne, si los humanos consumiesen más de la mitad de sus calorías en esa forma de alimento, morirían por envenenamiento proteico. Con seguridad, concluye la autora, los productos vegetales tenían que ser una parte muy significativa de la dieta de los homínidos. Estos argumentos, a la luz de recientes investigaciones, se están viendo cada vez más fortalecidos. Por ejemplo, en diciembre de 2009 la revista Science publicaba un trabajo sobre la dieta de los humanos que vivían en África hace 100.000 años. Según el es rica en proteínas y pobre en grasas. También apuntan que la digestión de proteínas requiere gran cantidad de agua, relativamente escasa en la sabana donde habitaban los homínidos. Pero no emplean sus argumentos para sugerir que los primeros humanos carecían de carne en sus dietas, sino que hacen hincapié en las ventajas que ofrecería un equilibrio entre diferentes tipos de alimentos.
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arqueólogo español que firma el artículo, Julio Mercader, de la Universidad de Calgary en Canadá, esa dieta era más rica en productos de origen vegetal de lo que hasta ahora se pensaba. El experto, tras analizar herramientas de hace 105.000 años encontradas en asentamientos de Homo sapiens de Mozambique, señala que contienen trazas de sorgo, un cereal muy común en el continente, lo que indica que los humanos de aquella época no solo se alimentaban de frutos y nueces, sino también de cereales. Al parecer, los descubrimientos de las últimas décadas están contribuyendo a desnudar viejos tópicos, sacando a la luz prejuicios igual de viejos. Tales clichés, profundamente enraizados, han estado primando la importancia de la carne. Ergo han magnificado el papel de quienes supuestamente la conseguían. Un correlato cuya secuencia cae como las fichas del dominó si alguna fase adolece de apoyatura sólida. Y esa es la debilidad del relato que se ha padecido en tanto tiempo: darle categoría de lógica irrefutable. La reiterada insistencia, que todavía perdura entre algunos estudiosos en defender que la dieta de los homínidos consistía en un elevado porcentaje de carne, y que esta era un bien extremadamente apreciado que solo podían conseguir los machos, en realidad solo pretendía sostener y fortalecer el estereotipo convencional del hombre cazador, tantas veces ensalzado y nunca científicamente corroborado. El incardinarse en las coordenadas del modelo social y los valores correspondientes, le atribuía ese privilegio de versión «oficial». Recientes investigaciones desprejuiciadas han cuestionado seriamente ese argumento.
4.2. La importancia del carroñeo: la debilidad de los escrúpulos con sesgo retrospectivo En el estado en que se halla hoy el debate, y a la luz de los conocimientos disponibles, no pocos autores sostienen que los antepasados humanos probablemente encontraron una fuente alimenticia de considerable importancia en los animales gran-
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des muertos, ya sea por lesiones, enfermedades, ahogados o desechados por otros carnívoros. Incluso se alega que es posible que esa importancia se hiciera máxima durante la estación seca, cuando los productos vegetales se vuelven escasos. Y si las cosas ocurrieron de este modo, entonces se podría mantener que los homínidos fueron carroñeros oportunistas20. El carroñeo siempre se ha considerado una actividad mucho menos noble que la caza. Por tanto, durante largo tiempo se prestó poca atención a su posible virtualidad y papel en la alimentación humana. No obstante, a partir de las décadas de 1970 y 1980 esta posibilidad ha ido adquiriendo cada vez más credibilidad, no para todos los investigadores, pero sí para un número significativo de ellos. Es válido suponer que si un poderoso carnívoro deja abandonados los restos de una presa o que si la observación de algún animal herido o moribundo lleva seguirlo hasta que muere, su carne podrá aprovecharse. Uno de los primeros autores en sostener que los homínidos se habrían alimentado de los restos desechados por los carnívoros, o bien muertos por accidente o en condiciones naturales, fue el conocido arqueólogo estadounidense Lewis Binford a comienzos de la década de 1980. Este meticuloso autor defendió que los primeros sapiens y los neandertales contemporáneos dependían del carroñeo para alimentarse de animales grandes, cazando solamente aquellos de menor tamaño. Otros investigadores, como los profesores Robert Blummenschine, de la Universidad de Nueva Jersey, y Patricia Shipman, de la Universidad de Pensilvania, a partir de trabajos realizados sobre marcas y huellas detectadas en restos fósiles recogidos de yacimientos de la garganta de Olduvai21, han llegado a la con20 Se llama carroñero o necrófago aquel animal que se alimenta de otros muertos por depredadores, o que han perecido por causas naturales. Tengamos en cuenta que los grandes carnívoros raramente terminan una comida y suelen dejar restos de los que se aprovechan los carroñeros. 21 La garganta de Olduvai, situada al norte de Tanzania, en el valle del Rift, fue en un lejano pasado un lago. Hoy es un barranco erosionado de unos 100 metros de profundidad. Sus acantilados muestran depósitos que cubren un período que va desde hace unos 2 millones de años en el área más pro-
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clusión de que homínidos antiguos, de hace dos millones de años, fueron más carroñeros que cazadores. En esta misma línea, el paleontólogo español Jordi Agustí, director del Instituto de Paleontología M. Crusafont (Barcelona), sostiene que los miembros de la especie Homo habilis (de 2,5 millones de años) actuaban como carroñeros al menos en determinados momentos del año, sobre todo al final de la estación seca, cuando muchos grandes herbívoros mueren por inanición, incluso sin necesidad de competir con otros carnívoros de talla similar o mayor. «En este sentido, continúa el científico J. Agustí, en las zonas de bosques que, con frecuencia, se abren cerca de los cursos de agua o de los lagos, […] los cadáveres son detectados por los carroñeros potenciales mucho más tardíamente, ya que no existen esos auténticos semáforos vivientes del carroñeo que son los buitres». Los hábitats boscosos de finales del Plioceno ofrecían entonces mejores oportunidades de carroñeo para los homínidos. La profesora de antropología Olga Soffer (1993), a partir de sus estudios sobre el terreno, sostiene que, aun en fechas mucho más próximas que hace dos millones de años, matar animales de gran tamaño era extraordinariamente peligroso. Según la experta, los grupos humanos construían numerosos refugios en las proximidades de las reservas críticas de agua para los grandes mamíferos. Allí tenían la oportunidad de practicar el carroñeo cuando los grandes animales morían por causas naturales, en vez de arriesgar sus vidas tratando de atacarlos con lanzas rudimentarias. La caza a gran escala, afirma Soffer, ha sido un hecho más ocasional que habitual. No obstante, hay que tener en cuenta que el carroñeo no es admitido por todos los expertos. Tal es el caso del paleontólogo Manuel Domínguez-Rodrigo, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, quien mantiene una postura muy disfunda hasta unos 10.000 años en sus estratos más altos. Ha sido considerada un «pastel» de la evolución humana porque sus diferentes horizontes se han revelado muy ricos en restos de herramientas y de fósiles de homínidos. La primera gran investigadora de esta garganta fue la prestigiosa arqueóloga británica, Mary Leakey (1913-1996).
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tinta. Según este científico, que ha trabajado con numerosos restos fósiles en la garganta de Olduvai, los primeros humanos nunca fueron carroñeros y emplearon hábiles estrategias cinegéticas para obtener carne. Este modelo, que se menciona en otros apartados, ha sido el apoyado por la mayoría de los investigadores hasta hace tan solo unas pocas décadas. Ese ha sido el caso de los arqueólogos Mary y Louis Leakey, respetados estudiosos de Olduvai, quienes en los años 60 consideraron que las asociaciones de huesos y útiles líticos de la garganta indicaban que Homo habilis podía haber estado capacitado para cazar, aunque otros arqueólogos interpretaron que las mismas pruebas indicaban que el habilis era solo un carroñero de las presas de otros carnívoros. En suma, la alimentación de nuestros antepasados forma parte de un intenso debate cuyo final todavía está lejos de concretarse. Ciertamente, decidir qué pruebas constituyen evidencias de la caza, en oposición al carroñeo en el registro arqueológico, es bastante problemático. Un considerable número de autores probablemente estaría ahora de acuerdo en que la caza no fue importante para la subsistencia de los australopitecos o del Homo habilis. Admiten que la captura de animales a gran escala, tanto en el número como en el tamaño de las presas, estaba lejos de ser una actividad frecuente en los estadios iniciales de nuestro linaje evolutivo, debido sobre todo a la ausencia de útiles apropiados. Pero no sucede lo mismo con las especies más recientes. El descubrimiento de herramientas especializadas, como las lanzas de madera encontradas en el yacimiento alemán de Shöningen, fechadas en aproximadamente 400.000 años de antigüedad y atribuidas a la especie Homo heidelbergensis (Thieme, 1997), sugieren que para los homínidos de aquellos tiempos la caza era una parte ligada a las estrategias de supervivencia22. No obstante, es muy difícil establecer la importancia de esta activi22
En Shöningen, Baja Sajonia, se encontraron en 1995 ocho lanzas de madera de pino de entre 180 y 250 centímetros de longitud. Se hallaron relacionadas con numerosas herramientas de piedra y varios miles de restos fósiles de caballo, lo que se ha considerado producto de una caza intensiva.
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dad, así como quiénes la practicaban. Probablemente, tanto los hombres como las mujeres heidelbergensis eran fuertes y con la habilidad necesaria para elaborar y manejar estos instrumentos, tal como han revelado estudios recientes que ha sucedido con sus sucesores directos: los neandertales23. Las marcas y otras huellas analizadas sobre restos fósiles de animales que habrían servido de alimento a los homínidos llevan a muchos autores a creer que neandertales y humanos modernos realizaban ambas actividades: cazaban y carroñeaban.
Al hilo de lo expuesto, cabe hacer hincapié en que hasta hace unos treinta años, quizás debido a esa imagen más honorable y distinguida de la caza frente al carroñeo, nadie concebía lo que hoy admiten los expertos: todo carnívoro caza y carroñea. Y, si los prejuicios han podido ocultar esa verdad respecto a los carnívoros actuales, es inevitable pensar en lo que puede haberse encubierto o distorsionado, consciente o inconscientemente, al reconstruir las formas de subsistencia de los extintos homínidos. Ante un clima tan polémico no puede dejarse en el tintero un aspecto esencial: pese a los notables esfuerzos realizados y al importante incremento del registro fósil y del registro arqueológico, aún queda mucho por conocer sobre el modo de vida de las poblaciones paleolíticas. Ello podría explicar, al menos en parte, el porqué de tantos desacuerdos y especulaciones. Pero, asimismo, también debe tenerse presente que los estudiosos se enfrentan a una perenne dificultad: evitar que las propias asunciones culturales interfieran en los modelos propuestos. Dicho esto, queremos ahora dirigir la atención a otra faceta de la evolución humana, quizás no tan conocida como el modelo del hombre cazador y el papel de la carne en la dieta de nuestros antepasados, pero no por ello menos interesante. Se trata de un tema que también ha estado marcado por los pre23
En el Capítulo 3 se hace referencia al posible papel cazador de la mujer neandertal.
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juicios y que tiene que ver con la determinación del sexo de los restos que los científicos extraen de los yacimientos. 4.3. El sexo de los fósiles: ¿cómo reconocerlo? Averiguar el sexo de los fósiles es una tarea que ofrece considerables dificultades. Para llevarla a cabo, los expertos cuentan con algunos parámetros de referencia que pueden ser de utilidad. Se trata de aspectos de la anatomía presentes en los organismos vivos y fósiles y que tienen que ver con el dimorfismo sexual. Tal dimorfismo se refiere a la variación morfológica (como el tamaño corporal, esto es, la mayor o menor corpulencia; o la forma de determinadas partes del cuerpo, como por ejemplo el diámetro de la pelvis), que presentan los miembros de una misma especie según el sexo al que pertenezcan y que, indudablemente, son útiles para diferenciar las hembras de los machos. Tradicionalmente, el dimorfismo sexual se ha considerado una evidencia morfológica primaria del comportamiento social de los homínidos, sobre todo en lo que respecta al sistema de apareamiento, que solo puede conocerse a través de pruebas indirectas, dado que se trata de seres que se han extinguido miles, o a veces, millones de años atrás. Los especialistas han supuesto al respecto que si la diferencia de tamaño entre machos y hembras es grande, ese sistema de apareamiento es poligínico (un macho/varias hembras). Si, por el contrario, el dimorfismo sexual es bajo, han asumido que los individuos formaban parejas monógamas (un macho/una hembra)24. El susodicho modelo del hombre cazador apoya algunas de sus versiones en la idea de que los primeros homínidos presentaban un marcado dimorfismo sexual con respecto al tamaño. 24 El término monógamo, conviene recordarlo, hace referencia a aquellos animales que tienen una única pareja a lo largo de toda su vida. Polígamo, por en contrario, se refiere a aquellos que tienen más de una pareja, e incluye tanto la poliginia (un macho con varias hembras) como la poliandria (una hembra con varios machos).
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El modelo cazador asume que los machos eran notablemente más corpulentos que las hembras, y por lo tanto dominaban sobre ellas con un sistema de apareamiento poligínico. En otras palabras, el alto nivel de dimorfismo sexual supuestamente presente en los australopitecos —que fueron los homínidos más antiguos conocidos hasta la década de 1990— ha servido durante muchos años de base para argumentar que tenían una estructura social en la que un único macho se apareaba con varias hembras (el típico harén). Desde que Charles Darwin publicara El origen del hombre (1871), ha existido un vigoroso debate sobre el significado biológico del dimorfismo sexual en numerosas especies animales, humanos incluidos. Los puntos clave de la discusión son cómo interpretar el grado de dimorfismo de nuestros antepasados y qué inferencias pueden extraerse sobre la evolución de los sistemas de apareamiento y organización social.
El primer paso que los expertos han de dar para precisar lo mejor posible el grado de dimorfismo sexual existente en una población homínida implica disponer de una muestra de fósiles suficientemente numerosa y de una serie de criterios consensuados para determinar el sexo al que pertenecen los diferentes restos. La labor, sin embargo, no es tarea baladí; por el contrario, en no pocas ocasiones se ha revelado como un asunto complejo donde los acuerdos son difíciles de alcanzar. Cuando los investigadores recuperan restos fósiles de un yacimiento, lo primero que suelen hacer para decidir si se trata de un macho o una hembra es analizar el tamaño del cuerpo25. En el caso de los primates, el dimorfismo sexual con relación al tamaño varía notablemente en las distintas especies, tanto en las vivas como en las extintas, aunque por supuesto entre las primeras la corpulencia, u otros caracteres, se determinan con mucha más facilidad que en las segundas. En los simios actua25 El dimorfismo sexual en relación con el tamaño es uno de los componentes principales de la variación morfológica dentro de una especie (variación intraespecífica).
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les, hay especies en las que los machos son más voluminosos que las hembras y otras en las que no es así. Por ejemplo, los gorilas y orangutanes son altamente dimórficos: la más grande de las hembras nunca es mayor que el más pequeño de los machos. Por el contrario, los chimpancés, los bonobos y los humanos actuales son poco dimórficos: las hembras grandes son mayores que los machos pequeños26. En lo que respecta a los primates no humanos extinguidos y a nuestros antepasados, establecer su tamaño corporal es difícil debido principalmente a que en la mayor parte de los casos solo se dispone de restos fósiles escasos y altamente fragmentados. Al medir el grado de dimorfismo sexual en los homínidos, los paleontólogos se han encontrado con serios problemas, sobre todo cuando se trata de formas muy antiguas; incluso hasta las especies con mejores registros fósiles, como Australopithecus afarensis, ofrecen importantes dificultades y han generado intensas discusiones que todavía duran. Cuando a comienzos de los años 70 se encontró el australopiteco que más fama ha alcanzado, Lucy, fue considerado por sus descubridores una joven hembra debido a su pequeño tamaño. Con posterioridad, sin embargo, gracias al hallazgo de más ejemplares, que habían muerto todos juntos como consecuencia de una riada, el análisis de los datos propició el que se encontraron argumentos suficientes para pensar que Lucy muy bien podría haber sido un macho. En realidad, la muestra de fósiles disponible presenta un rango de variación morfológica muy elevado, y esa es la causa de la polémica. Para el equipo que hizo el descubrimiento, los fósiles parecen indicar que los machos eran mucho más corpulentos que las hembras ( Johanson et ál., 1978). Otros especialistas, entre los que se cuenta la prestigiosa antropóloga Adrienne Zihlman (1985), sostienen por el contrario que los fósiles pueden interpretarse de manera 26 Entre los gorilas y los orangutanes, el peso de las hembras puede ser hasta el 50 por 100 menor que el de los machos. En el caso humano, por el contrario, esta relación es como máximo del 15 por 100. Cuando el tamaño es similar, como por ejemplo el simio asiático gibón, se habla de especies monomórficas (Bermúdez de Castro et ál., 2000).
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diferente: las formas más robustas pertenecen a una especie y las más esbeltas a otra. La posición defendida por el equipo de Johanson —el alto grado de variación de Australopithecus afarensis puede explicarse por un elevado nivel de dimorfismo sexual— ha contado con el apoyo de la mayor parte de los expertos, y durante las últimas décadas se ha asumido que esta especie era notablemente dimórfica, más parecida a los gorilas que a los humanos modernos. En los últimos años, no obstante, la polémica ha recobrado fuerzas porque según el profesor de la Universidad de Kent, Philip Reno y su equipo (2003), un estrecho escrutinio del registro fósil sugiere que tal consenso se consiguió a partir de datos con evidentes limitaciones. Los autores señalan, entre otras cosas, que la muestra usada para estimar el dimorfismo es demasiado pequeña. Concretamente, el único punto de referencia para determinar el sexo de los fósiles ha sido el tamaño de algunos restos esqueléticos: los huesos más grandes se han adjudicado a machos y los más pequeños a hembras. Una selección que no ha tenido en cuenta, por ejemplo, que las diferencias de tamaño pueden variar según el entorno. Sin entrar en análisis detallados, cabe afirmar que el trabajo de Reno y sus colaboradores impactó en la comunidad científica porque llegaba a la conclusión de que, en contraste con el beneplácito generalizado, Australopithecus afarensis presentaba solo un ligero o moderado nivel de dimorfismo sexual más semejante al de Homo sapiens y chimpancés que al de los gorilas y orangutanes. Por lo tanto, el diferente volumen corporal entre las hembras y los machos de aquella especie no sería mayor del que se da hoy en día entre nosotros. Pero esta conclusión no ha puesto fin a los desacuerdos. Al contrario, ha encendido las discrepancias porque otros equipos investigadores continúan defendiendo que los australopitecos tenían un elevado grado de dimorfismo sexual, semejante al de los gorilas y orangutanes.
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En la actualidad no existe unanimidad de criterio sobre la magnitud del dimorfismo sexual de los australopitecos. De hecho, determinar el sexo de los fósiles es una tarea peliaguda. Todavía no sabemos con certeza, a título ilustrativo, si la célebre Lucy era en realidad una hembra o un macho.
La polémica se ha acentuado aún más a raíz de un extenso trabajo de investigación, publicado en la revista Science en octubre de 2009, donde se describe la especie Ardipithecus ramidus, de 4,4 millones de años de edad. Aunque es un millón de años más antigua que Lucy, los miembros de esta especie parecen mostrar una diferencia corporal pequeña entre hembras y machos, lo cual restaría credibilidad al dimorfismo elevado entre los australopitecos27. El tamaño corporal, hay que recordarlo, no es el único parámetro que puede usarse para determinar el sexo de los fósiles. Existen además ciertas relaciones métricas en algunas estructuras del esqueleto, como el diámetro de la pelvis, el desarrollo de la órbita supraocular (un engrosamiento óseo a nivel de las cejas), o ciertas características de la dentición, que pueden indicar si se trata de restos de hembras o de machos. No obstante, estos parámetros solo son válidos si se dispone de una cantidad suficiente de fósiles como para hacer comparaciones. A propósito, dado que casi siempre se han recuperado solo restos fragmentarios de los homínidos, las relaciones métricas no suelen ayudar mucho28. 27 En este punto, no obstante, es necesario ser cuidadosos porque en la evolución humana, tal como ha señalado M. Domínguez-Rodrigo (2002), se da la circunstancia de encontrarse homínidos con rasgos modernos y cronologías antiguas, y homínidos con rasgos más primitivos y cronologías más recientes. 28 En general, se admite que la pelvis de una hembra difiere significativamente de la de un macho por su forma y diámetro, pero la situación no es de blanco o negro. La pelvis de una hembra concreta puede estar muy próxima la de un macho y viceversa. Las órbitas oculares, otro caso donde machos y hembras típicamente difieren, ofrecen un problema parecido; no todas las órbitas oculares de las hembras son del tipo femenino clásico; algunas pueden ser más parecidas a las del sexo contrario (Adovasio y Soffer, 2007). Asimismo, otro rasgo estructural estudiado para reconocer el dimorfismo sexual son las diferencias en la dentición; en la mayor parte de los homínidos fósiles, los machos tienen dientes algo mayores que las hembras, aunque a lo
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En lo que al género Homo respecta —considerado descendiente de alguno de los australopitecos que lo precedieron—, hay una tendencia generalizada a asumir que su dimorfismo sexual ha sido bajo, salvo en el caso de sus primeros representantes. En efecto, cuando se hallaron los miembros más antiguos de este género, se detectaron variabilidades de tamaño y se inició el consiguiente debate acerca del posible grado de dimorfismo sexual. Finalmente, el asunto se zanjó proponiendo dos especies distintas: Homo habilis y Homo rudolfensis (Bermúdez de Castro et ál., 2000). Los fósiles de la Sima de los Huesos (Atapuerca, Burgos), de unos 300.000 años de antigüedad y pertenecientes por tanto a una especie mucho más moderna de Homo, Homo heidelbergensis, constituyen una muestra relativamente amplia para estudiar el dimorfismo sexual. Los resultados a los que han llegado los investigadores les permiten asumir que el grado de variación entre los sexos era muy similar, por no decir idéntico, al de las poblaciones humanas actuales. Y, en general, hoy se admite con escasas discusiones que es probable que los niveles de dimorfismo sexual hayan permanecido más o menos constantes en la evolución del género Homo, es decir, desde hace unos 2,5 millones de años hasta el presente29. largo de la evolución esas diferencias han ido disminuyendo. El equipo que describió a Ardipithecus ramidus ha señalado que los colmillos de esta especie son claramente menores que los de los chimpancés, y que probablemente empezaron a reducirse en torno a la evolución del bipedismo. De hecho, los caninos de estos machos y hembras son muy semejantes en tamaño y forma, y, por lo tanto, su utilidad para indicar el sexo es muy limitada. Bermúdez de Castro, por su parte, ha señalado que analizadas 20 poblaciones humanas de todo el mundo, se concluye que el dimorfismo sexual de tamaño para los dientes de las poblaciones modernas es casi inapreciable y claramente inferior al dimorfismo corporal. 29 En 2007, no obstante, se publicó en la revista Nature un polémico artículo, firmado por un equipo de investigadores entre los que figura la reconocida paleoantropóloga Maeve Leakey y también su hija, que describe el hallazgo en Kenia de un cráneo de Homo erectus muy pequeño (el menor de todos los hallados hasta ahora en el mundo). Según estos paleoantropólogos podría tratarse del fósil de una hembra; si fuera así, significaría que el dimorfismo sexual era casi del 50 por 100, comparable a los de los gorilas
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A lo largo de la evolución del género Homo, la mayoría de los especialistas sostiene que el grado de dimorfismo sexual en las distintas especies ha sido bajo y parece haberse mantenido dentro de valores constantes. Si esto fue así, tal conclusión echa por tierra el viejo y encomiado modelo según el cual los homínidos organizaban sus vidas en grupos o clanes donde los machos, dada su mayor corpulencia y fuerza física, dominaban y controlaban a las hembras.
En suma, el nivel de dimorfismo sexual y su relación con el comportamiento sexual configura hoy un debate abierto que en estos últimos años está cobrando una fuerza considerable. Como se verá en los Capítulos 2 y 5, los estudios más recientes, sumados a la reinterpretación de otros anteriores, tienden a rechazar la tesis hasta hace poco dominante (alto dimorfismo = poliginia, bajo dimorfismo = monogamia). Por consiguiente, puede concluirse que la relación entre comportamiento sexual y dimorfismo sexual es cada vez más dudosa. La condición natural en los primates (humanos incluidos) que más peso está cobrando en los modelos modernos es la de un comportamiento sexualmente activo y promiscuo, tanto femenino como masculino, mientras que la monogamia queda relegada a una conducta muy poco frecuente. Son muchos los especialistas que manifiestan serias dudas sobre la existencia de parejas realmente monógamas en la naturaleza. Al igual que los modelos que hablan de la dependencia de una hembra y sus crías con relación al macho proveedor de carne han experimentado un debilitamiento hasta el punto de desmoronarse, otros modelos, esta vez relacionados con el comportamiento sexual de nuestros antepasados, están ofreciendo también claros síntomas de agrietamiento y falta de consistencia.
y mayor que el de los chimpancés. Este aspecto del trabajo, sin embargo, ha despertado poca credibilidad por parte de la comunidad de expertos, los cuales consideran que la interpretación realizada por los autores ofrece numerosas dudas, incluso a pesar de haber sido publicada en una revista de prestigio.
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5. Comentario final La centralidad masculina a lo largo de la evolución humana, que tantos autores han defendido e interpretado como prueba de la dominancia natural de los machos sobre las hembras, es un argumento con cimientos poco sólidos. Ni el triunfante y agresivo cazador de enormes animales ni la sumisa y pasiva hembra parecen tener mucho que ver con lo que revelan hoy las últimas investigaciones. Pocas dudas quedan de que los añejos estereotipos sexistas utilizados para interpretar el pasado se están literalmente cayendo a trozos. A sensu contrario, todo parece indicar que los esfuerzos por conseguir que las especies de homínidos, las ya extinguidas y los primeros representantes de Homo sapiens, puedan encajar dentro del comportamiento propio de la mayor parte de los humanos occidentales modernos solo conduce a extravagantes errores. Resulta poco novedoso, pero es importante recalcarlo, que a partir de los mismos datos los especialistas han planteado hipótesis y modelos de comportamiento notablemente dispares. En el ahora, se vuelve urgente dar a conocer al público en general que numerosos autores han pasado por el tamiz de la ciencia moderna múltiples modelos, seleccionando aquellos que ofrecen más visos de credibilidad y rigor. Confiamos en que los temas resumidos en este capítulo ayuden a recordar que las ortodoxias dominantes pueden tener los pies de barro, sobre todo si se construyen sobre creencias y no evidencias.
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Capítulo 2 El comportamiento de los primates no humanos: especial referencia a los grandes simios La creencia en el valor de la verdad científica no procede de la naturaleza sino que es producto de determinadas culturas. Max Weber
1. Introducción
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os descubrimientos de las últimas décadas han puesto de manifiesto que la evolución tiene que ver con los cambios anatómicos, fisiológicos y moleculares, pero también con el quehacer real y cotidiano de los individuos en sus vidas diarias, esto es, con su comportamiento1. El problema 1 Por comportamiento se entienden las reacciones de un animal en respuesta a las señales que recibe procedentes del medio ambiente. Se trata, por tanto, de la forma más inmediata a través de la cual el organismo interacciona con su entorno. La búsqueda del alimento, el apareamiento, la defensa territorial o la cooperación social son ejemplos de los múltiples tipos de comportamiento que presentan las poblaciones. En este contexto, siguiendo a numerosos primatólogos usaremos los términos vida social o sociedades con respecto a las relaciones grupales y de convivencia entre los grandes simios, aunque debe advertirse que ciertos autores consideran que tales definiciones solo son válidas con respecto a los seres humanos.
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para los estudiosos que procuran desvelar cómo vivían nuestros antepasados radica en que la conducta no deja fósiles directos. Para salvar esta limitación, es obligatorio recurrir a pruebas indirectas. Una de ellas, quizás la más valorada, consiste en observar meticulosa y pacientemente las múltiples facetas de la vida diaria de los grandes simios, los parientes más próximos de la humanidad. Al igual que los especialistas analizan la morfología de los primates vivos para obtener algunas claves que, sumadas a los restos fósiles, permitan imaginar la morfología de los homínidos extintos, asimismo, se espera que el estudio de su conducta facilite algunas pistas sobre los orígenes del comportamiento humano. Con esta metodología es posible proponer hipótesis y modelos evolutivos, pero teniendo presente las serias limitaciones que tales extrapolaciones ofrecen: los simios modernos han tenido tanto tiempo para evolucionar a partir de la población ancestral común como lo ha tenido el Homo sapiens2. De hecho, ninguna sociedad de primates actuales es capaz de clonar la de nuestros antepasados, y, por lo tanto, hay que asumir que la conducta humana tiene raíces en más de una de ellas3.
2 El método comparativo es la aproximación estándar de las ciencias no experimentales, y esto incluye a casi todos los estudios evolutivos. Para ser efectivo, requiere rangos de observación lo más amplios posibles. Cualquier generalización que diga «los primates hacen esto» requiere la observación de un amplio conjunto de animales antes de que sea creíble, y ello especialmente se debe a la enorme diversidad que presentan. 3 Es necesario tener presente que las investigaciones acerca del comportamiento primate tienen interés en sí mismas y no solo por sus posibles semejanzas con los primeros homínidos. Entre otras razones, en la actualidad están cobrando notable importancia porque permiten encauzar los medios para proteger y preservar estos valiosos animales, cuyo peligro de extinción es cada vez más alarmante. Si se quiere evitar su fin, es necesario conocer sus necesidades en términos de espacio, dieta, organización del grupo, etc., y de esta manera mantener o recrear su hábitat natural, ya sea en libertad o en cautividad. La preocupación ha llegado al extremo de insertar en el debate derechos reconocibles a la comunidad y verdades «históricas» que son del reino animal.
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La rama de la ciencia que estudia el comportamiento de los primates se llama primatología, y, aunque es una disciplina científica relativamente joven, fue reconocida como tal en 1960. Hoy representa un ámbito de trabajo pujante, multifacético y pluridisciplinar. Los primatólogos pueden proceder del mundo de la biología, la antropología, la sociología o la psicología. Unos realizan su trabajo en el campo, estudiando la vida de los animales en libertad, mientras que otros investigan en laboratorios diseñando experimentos para explorar la conducta de los primates en cautividad. En un tercer plano, se plantea el reconocimiento existencial y jurídico a sobrevivir y ser tratados con ética civilizatoria.
Los descubrimientos relacionados con el comportamiento primate han generado tal aluvión de resultados inesperados que se está produciendo una profunda modificación en la visión tradicional del mundo primate. Dicho de otro modo, un cambio de paradigma4, por emplear la terminología del reconocido filósofo de la ciencia Thomas Kuhn (1922-1996). En efecto, la perspectiva mayoritaria hasta hace unas décadas mantenía un liderazgo, probablemente debido a los arraigados prejuicios, basado en una concepción androcéntrica y homogénea de la organización de la vida de estos animales (se daba por hecho, por ejemplo, que todas las comunidades estaban dominadas por machos agresivos y violentos, mientras que las hembras eran siempre sumisas y pasivas). Desde hace algunos años, contrariamente, las investigaciones muestran un panorama bien distinto: la vida social de los primates está impregnada de gran riqueza y diversidad. Sabemos que los paradigmas no surgen en el vacío, sino que adquieren su forma sobre la base de las doctrinas científicas dominantes, pero asumiendo también los valores culturales de su tiempo. Así, con respecto al tema que nos ocupa, 4 El término paradigma designa los compromisos y verdades «históricas» que son compartidos por una comunidad de científicos. Se trata por tanto de un conjunto de reglas que «rigen» una determinada disciplina. Estas reglas se asumen normalmente como «verdades incuestionables», porque resultan evidentes para los que están inmersos en ellas.
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en las sociedades humanas tradicionales las mujeres se han considerado dependientes y dóciles, con escasa energía vital y sexualmente pasivas. Esta perspectiva ha constituido, y lo sigue haciendo aún en demasiadas ocasiones, una carga de valores ampliamente admitida que los primatólogos, sobre todo los primeros, transfirieron consciente o inconscientemente a sus observaciones de campo. El resultado ha sido que innumerables prejuicios han distorsionado las interpretaciones sobre el comportamiento de los primates vivos, propiciando modelos que se han vuelto incapaces de asimilar los datos actuales. En el ámbito de la primatología, muchas veces las creencias ya asentadas han ganado prioridad frente a las informaciones procedentes de la investigación empírica. El resultado de esa distorsión acaba por tergiversar considerablemente el sentido de los datos. Como señalaba en el año 2000 el antropólogo Robert Sussman, de la Universidad de Saint Louis (Missouri), la potencial ventana hacia nuestro pasado que nos proporcionan los primates no humanos, puede dejar de serlo y transformarse en un espejo que meramente refleje lo que creemos que somos. Valga a título de ejemplo el célebre modelo del hombre cazador5 que, pese a las numerosas ocasiones en que se ha modificado, repetido y resucitado, no está, ni lo ha estado nunca, sostenido por los datos conseguidos por arqueólogos, primatólogos o etnógrafos. Aclaremos que ese enfoque se ha fundamentado en aquellas observaciones basadas en analogías con algunos simios, selectivamente escogidas porque encajaban mejor en el modelo citado. En opinión de Sussman y de otros autores, ha llegado el tiempo de asumir el buen método científico y limpiar nuestra ventana hacia los comportamientos sociales humanos y no humanos para que la perspectiva deje de ser el borroso espejo de nuestras preconcepciones.
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El modelo del hombre cazador se resume en el Capítulo 1.
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2. Una mirada novedosa sobre la otra mitad de los primates: las hembras El estudio de los animales en relación con su ambiente, en su hábitat natural, se llama ecología del comportamiento. Su principal preocupación es comprender las estrategias de supervivencia y reproducción, o sea, averiguar la manera en que los miembros de una población distribuyen recursos como la comida y el agua, evitan a sus predadores, encuentran pareja, se aparean y reproducen y, en definitiva, equilibran las conflictivas demandas que el entorno en que viven ejerce sobre ellos. Las condiciones ecológicas configuran, pues, una dinámica red de interacciones que si varían influyen sobre todo en las estrategias alimenticias y reproductoras de las hembras y de los machos en la mayoría de los animales. Por lo general, los primates (humanos incluidos) desarrollan una notable adaptación a su entorno: un asunto que conforma la sociabilidad. La vida en grupo parece ser su mejor estrategia de supervivencia6. Los estudios de campo de larga duración, aunque constituyen la aproximación más valiosa al comportamiento primate, suelen ser, sin embargo, fuente de acaloradas discusiones. Una de las razones se debe a las dificultades que acarrea conseguir evidencias empíricas irrefutables. Las observaciones no siempre se pueden respaldar con datos, a menos que se hagan múltiples fotografías o extensas filmaciones, y dado que no es raro que observadores distintos detecten e interpreten las conductas de manera dispar, el tema puede volverse muy polémico, como se verá más adelante. 6
En el mundo natural, la vida social ha evolucionado en incontables ocasiones y muchos tipos de organismos vivos han desarrollado sociedades muy notables. Valga, por ejemplo, recordar el caso de las hormigas, algunos tipos de pájaros, o grandes mamíferos como los elefantes, que organizan sus vidas en complejos grupos sociales. Vivir agrupados significa que hay más competencia para conseguir comida, pero, por otro lado, también hay más individuos que pueden buscarla y cooperar para hacerse con ella. Igualmente, implica mayor protección frente a los predadores; además, aumenta las posibilidades de encontrar pareja. Los primates, en realidad, viven en grupo por gran variedad de razones, siendo las más importantes el apareamiento, la reproducción y la defensa de los predadores.
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En la configuración de la primatología como disciplina moderna, en la década de 1960, las mujeres científicas desempeñaron un papel protagonista, donde muy pronto destacaron algunas pioneras. Recordemos a la célebre científica británica Jane Goodall, precursora en una extraordinaria labor de campo dedicada a observar a los chimpancés en su hábitat natural —inicialmente en el lago Tanganika— y que dura ya más de cuarenta años. A la estadounidense Dian Fossey, consagrada al estudio de los gorilas de montaña en Ruanda, o a la canadiense Birute Galdikas, que ha trabajado intensamente con los orangutanes de Borneo. Sus excelentes resultados no solo abrieron nuevos caminos a los estudios sobre el comportamiento de los primates, sino que su metodología propició el auge que la primatología hoy disfruta. Como ha señalado Carole Jahme (2000), los casos de Jane Goodall, Dian Fossey y Birute Galdikas representan los arquetipos de las primatólogas originales, «ellas se sitúan en los vértices de un triángulo que ocupa hoy un lugar central en la primatología».
2.1. El sorprendente despliegue de comportamientos distintos Como se acaba de puntualizar, los estudios sobre las comunidades de primates en las últimas décadas han generado tal caudal de nuevos conocimientos que nuestra perspectiva sobre la forma en que estos inteligentes animales organizan sus vidas se está ampliando de manera acelerada. Son tantas las novedades, que los constantes hallazgos resultan en no pocos casos asombrosos, especialmente en lo que a la conducta de las hembras se refiere. Conviene reiterar que la mayor parte de las investigaciones sobre el comportamiento primate tuvo en sus inicios un claro sesgo androcéntrico, mostrando la vida de estos animales organizada en sociedades complejas centradas en torno a los machos y sus actividades. Las hembras y los demás miembros de la comunidad —crías, viejos, inválidos— eran figuras periféricas a las que apenas se prestaba atención7. 7
Las primatólogas arriba citadas —J. Goodall. D. Fossey y B. Galdikas— fueron pioneras en los estudios sobre el comportamiento primate,
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En este contexto, los estudios sobre primates, tomados como referente para trazar la trayectoria evolutiva de los homínidos, parecían confirmar que la superioridad y el dominio masculino representa el estado natural de las cosas. Guiados por lo que esperaban encontrar, los especialistas describieron a las hembras como sujetos pasivos dentro de comunidades dominadas por machos dotados de una notable tendencia a desplegar su jerarquía con gran agresividad. Sin embargo, cuando a finales de la década de los 70 un considerable número de investigadoras femeninas se incorporó a los estudios de campo dispuestas a detectar y analizar esas jerarquías de dominancia de los machos y las coaliciones agresivas entre ellos, no percibieron ni unas ni otras. Al contrario, y por sorprendente que al principio pareciera, observaron que muchos eran pacíficos y, a menudo, mostraban diversos grados de subordinación a las hembras. Surgieron así los primeros cuestionamientos y dudas ante esa concepción hasta el momento aceptada como un dogma: en «el orden natural» los machos dominan las relaciones y vidas de las hembras. La participación de las primatólogas en investigaciones de campo de larga duración, tuvo entre sus resultados más significativos la capacidad de realizar correcciones metodológicas a su ámbito de estudio. Detectaron, tras meticulosos análisis, que no todos los observadores utilizaban las mismas técnicas para recoger los datos. La mayoría de ellos registraba principalmente los hechos que más llamaban su atención, como las luchas entre grandes machos y la aparatosidad de su comportamiento, mientras que dejaban de lado otras conductas sutiles y menos ostentosas. No obstante, para que un estudio pueda calificarse de científico, cada animal, ya sea macho o hembra, joven o viejo, escandaloso o tranquilo, debe ser observado durante un lapso de tiempo adecuado y similar. Esta rigurosa advertencia reveló la necesidad de un estándar universal que estableciese protocolos con los mismos métodos para todos los observadores. El mérito de haber introducido pero quienes empezaron a mostrar una perspectiva de género en sus trabajos fueron sus sucesoras en décadas posteriores.
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nuevos y más precisos códigos de observancia y muestreo en primatología se debe y fue producto principalmente de las mujeres científicas8. Puede entonces afirmarse que las primatólogas dieron a conocer las hembras primates a la comunidad académica y también a interesados en el tema y público en general. Sus estudios —aunque no solo los de ellas, ya que se les han sumado numerosos colegas varones— han permitido desvelar que «estas hembras son multifacéticas, competitivas, grandes estrategas políticas, a veces víctimas y a veces dominadoras, pero nunca necias y pasivas» ( Jahme, 2000). Todo ello ha conducido a un inexorable debilitamiento de arraigadas teorías forjadas con base en testimonios sesgados cargados de prejuicios sexistas. Al mismo tiempo, ha potenciado el afloramiento de una visión menos subjetiva acerca de la organización social de las diversas comunidades de primates. En la corta historia de la primatología, tal como lo resumieron en el año 2000 las antropólogas Shirley Strum, de la Universidad de California, y Linda Fedigan, de la Universidad de Alberta, Canadá, se ha producido un desplazamiento desde la visión generalizada de la sociedad primate girando en torno a los machos y basada en la agresión, dominancia y jerarquía, hasta un rango más complejo de opciones fundadas en la filogenia, la ecología, la demografía, la historia social y las casuísticas de los acontecimientos. La imagen actual de las sociedades primates, si nos aventuramos a hacer generalizaciones, mostraría un fuerte contraste con las primeras visiones. Ciertamente, la importancia de las hembras dentro del grupo social obliga a enfatizar otras tácticas distintas de la agresión y, al mismo tiempo, evidencia que la jerarquía puede o no tener un lugar en la sociedad primate y, sobre todo, que los machos y las hembras son igualmente capaces de competir en rango.
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No es baladí recordar que en el imaginario colectivo de las sociedades modernas, sobre todo a través del cine, los referentes de las especies primates han sido asociables, a menudo, con historiales míticos que han calado de manera legendaria en creencias populares.
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En suma, y quizás lo más significativo, en el bullente contexto de los primatólogos actuales la idea de una sociedad primate única se está descomponiendo aceleradamente, mientras cobra fuerzas una organización social mucho más variada de lo hasta ahora admitido. La típica y estereotipada imagen del macho dominante y agresivo rodeado de numerosas hembras con las que se aparea ha perdido protagonismo, desplazada por la pujanza de un nuevo modelo hasta ahora desdeñado: las sociedades primates no siempre se encuentran controladas por machos. No solo la fuerza o el tamaño proporcionan a los individuos capacidad de control, sino también su habilidad para valorar y manipular una situación, o sea, su pericia para desarrollar estrategias de poder y liderazgo en la cohesión del grupo. Esto significa que factores como la edad, el temperamento, la posición en el grupo, la historia de interacciones previas o el contexto social del momento presente pueden desempeñar un significativo papel dentro de la complejidad interactiva de los grupos de primates. Los estudios sobre los primates vivos han estado desde sus comienzos impregnados de preconcepciones relacionadas con nuestra propia visión de la evolución humana. Y ha sido a menudo esta subjetiva actitud la que ha enturbiado la perspectiva de los datos procedentes de diversas investigaciones, llegando hasta el punto de ignorar con frecuencia aquella información que no encaja bien con la teoría establecida.
El varias veces citado antropólogo Robert Sussman (2000), ha denunciado que conceptos complejos de difícil definición como, por ejemplo, la territorialidad, las jerarquías dominantes agresivas, los vínculos permanentes macho-hembra o el dominio de los machos se han interpretado con notable subjetividad. En lo que al territorio respecta, sostiene el autor, hoy resulta bastante evidente que los mecanismos empleados por grupos distintos para distribuir su espacio son altamente variables; pero no solo eso, sino que además la mayor parte de las especies de primates vive en grupos cuyos territorios se solapan y a menudo comparten recursos, por lo que en estos animales
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la territorialidad puede considerarse poco frecuente, y no está nada clara la agresiva defensa de un espacio en exclusiva que normalmente se les ha atribuido. Por otro lado, continúa Sussman, en muchas especies las jerarquías de dominancia son ambiguas o simplemente faltan por completo. Lo habitual es que las jerarquías sean inestables y que, por ejemplo, la correlación entre rango y éxito reproductor resulte mucho más enigmática de lo esperado. Algo semejante sucede con la tantas veces citada dominancia del macho sobre la hembra: un aspecto que se creía un rasgo de alta frecuencia en las sociedades primates, pero que, sin embargo, ahora se revela que raramente está presente. En la misma línea está el supuesto vínculo permanente machohembra que, de hecho, se da en muy pocos casos, pues la mayoría de estos animales tiene un sistema de apareamiento múltiple. Otro aspecto del comportamiento que ha sido objeto de reinterpretación en los últimos años es el de la amenaza de infanticidio. Habitualmente considerado un factor central en las teorías de la evolución social de los primates, a la luz de los datos analizados en las últimas décadas, subraya Sussman, no parece que los machos que matan crías luego se apareen con sus madres; más bien al contrario, esta conducta resulta infrecuente y no se ha podido probar que los infanticidas tengan un éxito reproductor mayor que los que no lo son. En el contexto de estas reveladoras novedades, es oportuno traer a colación en este debate a un simio africano relativamente poco conocido y al que muchos especialistas consideran el pariente más cercano del ser humano: se trata del bonobo, popularmente llamado «chimpancé pigmeo». Las detalladas investigaciones realizadas durante los últimos años en su pequeña comunidad territorial del Congo (África) han proporcionado un caudal de información que puede resultar muy reveladora y de gran ayuda en los esfuerzos por conocer nuestro pasado. Veamos.
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2.2. Un ejemplo esclarecedor: las comunidades de los bonobos A finales de la década de 1980 salieron a la luz las investigaciones del prestigioso primatólogo de origen holandés Frans de Waal, profesor de Psicología y Comportamiento de Primates de la Universidad Emory de Atlanta (EE UU) y director de un centro dedicado a la investigación de primates llamado Living Links Center. Los trabajos de este científico sobre el bonobo o «chimpancé pigmeo» conmocionaron la comunidad de expertos. Contrariamente al cliché siempre esperado, la sociedad de los bonobos se revelaba, ante los sorprendidos ojos de quienes la observaban, nítidamente organizada en torno a las hembras, quedando los machos limitados a ocupar un lugar secundario. Dado que el bonobo es una especie tanto o más próxima a los seres humanos que el chimpancé, los novedosos resultados procedentes del análisis de su comportamiento han adquirido una incuestionable preeminencia. «El comportamiento de un pariente cercano del ser humano [el bonobo] pone en tela de juicio las teorías sobre la supremacía masculina en la evolución de nuestra especie» (Frans B. M. de Waal, 1995).
Los bonobos han sido la última especie de grandes simios descubierta por la ciencia9. En la década de 1920, el anatomista alemán Enrst Schwarz estaba investigando en un museo colonial belga un cráneo que por su pequeño volumen se 9
El término orangután apareció por primera vez en la literatura científica en 1641, pero el animal descrito era en realidad un chimpancé. Durante los siglos xvii y xviii se usaba indiscriminadamente la palabra orangután, que significa «hombre salvaje» u «hombre del bosque», para hacer referencia tanto a los grandes simios africanos —el chimpancé y el gorila— como al asiático —el verdadero orangután—. La palabra chimpancé empezó a usarse en 1738, mientras que gorila se introdujo bastante más tarde, en 1847, aunque este animal ya se había descrito antes bajo otros nombres. En 1780, el holandés P. Camper fue uno de los primeros en distinguir a los simios africanos del simio asiático.
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había adscrito a un chimpancé juvenil. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que en realidad pertenecía a un adulto y entonces declaró haber hallado una nueva subespecie de chimpancé. Poco después, las autoridades en la materia llegaron a una conclusión aún más relevante: se trataba de una nueva especie, y optaron por darle el nombre científico de Pan paniscus, el diminuto o pigmeo10. Los bonobos fueron bautizados chimpancés pigmeos o enanos por los occidentales en la década de 1930, pero no debido a que los animales fueran pequeños por su tamaño, pues no pueden distinguirse de los chimpancés en razón de la talla, sino porque viven cerca de las poblaciones de pigmeos humanos. 10
Los bonobos (Pan paniscus) y los chimpancés (Pan troglodytes) pertenecen al mismo género, Pan, pero a especies diferentes: los bonobos, por tanto, no son chimpancés. Pese a su estrecho parentesco evolutivo, ambos difieren claramente entre sí en caracteres físicos y de comportamiento. Una de las principales diferencias en la apariencia física es que Pan paniscus presenta las extremidades mucho más largas y esbeltas. Cuando está erguido su espalda es recta, se desplaza dando largas zancadas y el aspecto se acerca mucho al de un homínido. Asimismo, sus gestos y expresiones faciales se asemejan a los nuestros, incluso más que los de los chimpancés, gorilas u orangutanes. En libertad, chimpancés y bonobos se alimentan principalmente de frutos, pero mientras estos últimos suplementan su dieta con la médula de las plantas herbáceas, y muy ocasionalmente capturan pequeños animales, los primeros suelen ser más carnívoros. Las plantas herbáceas terrestres tienen un elevado contenido proteico, por lo tanto los bonobos no necesitan consumir carne. No obstante, también comen, aunque muy raramente, insectos, huevos de pájaros, reptiles, musarañas, ardillas o peces. Los chimpancés emplean, además, una amplia gama de estrategias para alimentarse que van desde cascar nueces con piedras hasta atrapar hormigas y termes con ramitas previamente deshojadas, mientras que los bonobos tienen estas habilidades poco desarrolladas en su medio natural (los cautivos, en cambio, aprenden a manejar útiles y se vuelven muy diestros). La vida de los bonobos normalmente transcurre en comunidades grandes, compuestas por múltiples machos y hembras que se escinden en grupos más pequeños para buscar alimentos durante el día. Por la noche se reúnen para dormir en los árboles y protegerse de los predadores. Igual que la hembra chimpancé, la bonobo, que alcanza la madurez completa hacia los 15 años, cría y transporta su retoño durante un período que puede alcanzar los cinco años. La longevidad de los bonobos es incierta, pero a juzgar por la del chimpancé puede ser de más de 40 años en la naturaleza y alrededor de los 60 en cautividad (De Waal, 1995; 1997).
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Una de las razones por las que los bonobos se incluyeron en la literatura científica mucho después que los demás grandes simios puede estar relacionada con que su hábitat se encuentra limitado a una pequeña área geográfica: el bosque ecuatorial húmedo, entre los ríos Congo y Kassi, en la República Democrática del Congo. De hecho, los trabajos de campo con bonobos empezaron a mediados de los años 70, esto es, con una década de retraso frente a los estudios sistemáticos de los chimpancés en libertad, cuya distribución geográfica, valga recordarlo, es mucho mayor ya que se extiende desde Tanzania y Uganda hasta el oeste de África. Pan paniscus, probablemente, no ha abandonado nunca la protección de los árboles. Y, si ese escenario evolutivo de continuidad ecológica corresponde a la realidad, estos simios podrían haber experimentado menos transformaciones que los seres humanos o los chimpancés. Tal cosa significa que tendrían un acusado parecido con el antepasado común de las tres especies. De hecho, en los años 30, H. J. Coolidge (el anatomista estadounidense que dio al bonobo su categoría taxonómica actual) sugirió que el animal podría ser muy similar al progenitor ancestral, ya que su anatomía está menos especializada.
En la actualidad se sabe que las dos especies del género Pan comparten alrededor del 98 por 100 del perfil genético (o sea, de su ADN) con Homo sapiens, lo que los sitúa muy cerca de nosotros. Los expertos asumen que la divergencia entre el linaje evolutivo humano y el linaje del chimpancé ocurrió hace alrededor de seis o siete millones de años, llegando más tarde la separación entre los dos simios11. 11 Se ha sugerido que los bonobos se separaron del linaje del chimpancé común hace unos 3 millones de años. Pero algunos autores sostienen que estos primates han conservado muchas características primitivas, tanto anatómicas como etológicas, del ancestro común con nuestro linaje. «De ser esto cierto —señala Bermúdez de Castro (2010)—, significaría que podemos conocer mucho más a nuestro antepasado común africano estudiando al bonobo, mientras que Pan troglodytes habría derivado más en su anatomía y etología en su divergencia con los humanos actuales».
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No menos inteligentes que los chimpancés, los bonobos gozan de un temperamento mucho más sensible, son muy imaginativos a la hora de divertirse e inventar diversos juegos, que practican con gran concentración y dedicación. Pero lo realmente significativo de los conocimientos sobre tan peculiar especie radica en el inesperado repertorio de comportamientos relacionados con el papel prioritario que ocupan las hembras en sus sociedades. Frans de Waal, quizás el experto con mayor conocimiento sobre los bonobos, ha afirmado que si los primatólogos hubieran conocido antes a estos simios que a los chimpancés, «con toda seguridad, ahora se creería que los primeros homínidos vivían en sociedades centradas en las hembras».
Al igual que la mayoría de los primates, los bonobos son animales altamente sociales que organizan su vida en grupos o clanes. En esta especie, cuando los individuos alcanzan la pubertad las hembras tienden a emigrar y los machos a permanecer en su tribu natal —norma de comportamiento que también se da entre los chimpancés12—. Al llegar a la nueva comunidad, las jóvenes bonobos asumen una conducta muy particular: escogen a una o dos hembras residentes mayores para dispensarles atención especial, empleando por ejemplo el acicalamiento o despiojado. Sin embargo, y aquí se encuentra un hecho llamativo, las recién llegadas también recurren con frecuencia el frotamiento genital con el fin de iniciar una relación cordial. Si las residentes responden positivamente, se establecen lazos que suelen volverse muy estrechos, posibilitando que la nueva sea gradualmente aceptada en el grupo. El sexo habrá contribuido entonces a la incorporación de la advenediza en la comunidad de hembras. De hecho, las sociedades de Pan paniscus se 12
En las dos especies del género Pan, Pan troglodytes y Pan paniscus, las hembras jóvenes emigran hacia el territorio de otras bandas vecinas y se aparean con machos que no son de su propio grupo; de esta manera, se evita la endogamia y se preserva la riqueza genética de la especie.
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caracterizan por una intensa actividad sexual, la cual desempeña funciones sociales de gran significado: muchas estrategias de su comportamiento se resuelven mediante relaciones sexuales. Los estudiosos de campo han observado que los conflictos graves entre grupos de bonobos parecen ser bastante raros. Según De Waal (1997) —y también lo han corroborado otros estudiosos—, estos animales tienen un temperamento mucho menos agresivo y exaltado que los chimpancés, con una tendencia a la violencia física claramente menor, debido a que el sexo actúa como un factor relajante. Cualquier cosa que despierta a la vez el interés de más de uno de ellos suele acabar en contacto sexual, lo que no significa que se trate, como se ha sugerido, de una especie hipersexual. Tras cientos de horas de observación, De Waal concluye que en realidad practican el sexo de manera bastante relajada, como una parte completamente natural de su vida en grupo y no se detecta en ellos ansiedad alguna. La primera noticia sobre el peculiar comportamiento sexual de los bonobos procedió de observaciones realizadas en zoológicos europeos. En 1954, unos expertos informaron de que los bonobos se apareaban cara a cara, lo que llamó mucho la atención porque en aquellos años se consideraba que tal postura era una práctica exclusivamente humana. Aparentemente parecía una innovación cultural que había que enseñar a pueblos ignorantes en esa modalidad (de ahí la expresión «posición del misionero»). Estos primeros estudios, escritos en alemán, fueron ignorados por la comunidad científica. Hubo que esperar a que la sexualidad del bonobo se redescubriera en los años 70 para que sus rasgos característicos empezaran a aceptarse con cierta naturalidad13. 13
Los primatólogos empezaron a detectar el peculiar comportamiento de estos animales mucho antes de hacerlo público. Fueron apuntando en sus libretas de trabajo observaciones acerca de la conducta de los bonobos, tanto cautivos como en libertad. Esos apuntes ya indicaban registros controvertidos y contrarios a la corriente académica dominante. Quizás ello influyó en que se optara por dejarlos en la sombra el mayor tiempo posible. Fue en un congreso de primatología celebrado en 1992, donde un grupo de investiga-
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Las hembras bonobos, capaces de generar entre ellas robustos vínculos o alianzas, adquieren posiciones de control en sus clanes. Esos estrechos lazos, que las chimpancés no forman, les permiten ganar en autonomía y competencia frente a los miembros del sexo masculino, que individualmente es más fuerte.
Las vigorosas alianzas entre las hembras se reflejan, por ejemplo, en el momento de alimentarse; contrariamente a lo que ocurre con los chimpancés que al encontrar comida el macho la reclama entera para él, y donde tras saciar su apetito permite el acceso a los demás, en los bonobos son las hembras las primeras en acercarse al alimento. Después de un frotamiento genital entre ellas comen juntas, por turnos y sin competencia evidente, ya que espontáneamente ceden los primeros lugares a las de más edad e ignoran por completo a los machos. Si alguno intenta molestar mientras comen, todas se agrupan para ahuyentarlo; de este modo, pueden explotar para sí y para sus crías las porciones alimenticias más abundantes14. El descubrimiento del dominio ejercido por hembras fuertemente unidas entre sí en los clanes de bonobos ha estado alimentando un acalorado debate, sobre todo en un colectivo de expertos reacio a asumir que ellas fueran las figuras principales en una sociedad primate tan próxima a nuestra especie. Asimismo, las discusiones se han encendido aún más porque no son muchos los autores del gremio dispuestos a asimilar con serenidad la imaginativa actividad sexual que muestran estos animales. dores hizo pública una serie de referencias sobre el comportamiento sexual de estos simios todavía poco conocidos. 14 Largas observaciones han demostrado que los machos permanecen unidos a sus madres durante toda su vida. Al parecer, una de las razones de esta dependencia materna es la lentitud con que transcurre el desarrollo desde el nacimiento hasta el estado adulto. Esa dilatada vinculación da tiempo a fortalecer el lazo madre-cría típico de los primates. Sobre las hembras recae por entero el peso de la crianza, pues no se ha observado que los machos participen en este proceso. En una comunidad de bonobos, los machos de categoría más alta suelen ser hijos de hembras importantes. Los machos chimpancés, por el contrario, entablan sus propias batallas para subir en la escala jerárquica.
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En esta línea, la experta Frances White (2007) ha subrayado que la cooperación entre hembras no emparentadas detectada en los bonobos «es realmente importante cuando se piensa en la evolución humana y en el amplio rango de comportamientos posibles». La primatóloga también destaca la singularidad de estos simios, recordando que «al entrar por primera vez en contacto con ellos, los machos huyen rápidamente, mientras que las hembras forman juntas un grupo y permanecen a la espera (exactamente lo opuesto de lo que hacen los chimpancés). Algo que resulta fascinante». Otra característica llamativa del comportamiento de los bonobos es que, si bien practican el sexo con múltiples propósitos y en casi todas las combinaciones posibles (hembras/machos; hembras/hembras; machos/machos), su tasa de reproducción en libertad es aproximadamente la misma que la del chimpancé. Una hembra, que es receptiva casi todo el tiempo, pare una cría a intervalos de cinco a seis años. He aquí otro aspecto importante que los bonobos comparten con los humanos: la separación parcial entre el sexo y la reproducción. Al respecto, Frances White ha subrayado que pese a que las hembras se aparean con numerosos machos, no lo hacen de manera indiscriminada y sin ninguna razón. Más bien al contrario, tienden a ser bastante selectivas. En muchos primates, incluidos los humanos, las cópulas parecen tener una importante función social, aunque en el caso del bonobo la situación está más acentuada: habitualmente copulan docenas de veces al día. Sin embargo, en lugar de emplear el apareamiento para consolidar una relación con un individuo concreto, parecen usar el sexo para facilitar las relaciones sociales con todos los miembros del clan. En la sociedad bonobo, han señalado diversos autores, podrían encontrarse claras señales de un comportamiento «civilizado» o «comunitario».
Las peculiaridades hasta ahora conocidas de los bonobos justifican con creces que gran número de primatólogos actuales haga hincapié en la relevancia de los estudios en torno a esta especie para intentar comprender algo mejor las raíces de la
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naturaleza humana15. El acercamiento a su modo de vida contribuirá a que los expertos, y también los que no lo son, consigan corregir esa imagen de los antepasados de la humanidad invariablemente semejante a la de los chimpancés, guiados por la agresividad, las maquinaciones jerárquicas, la caza, las disputas encarnizadas y la dominancia de los machos. Tal como asevera De Waal, el comportamiento bonobo, sumado a nuestro cercano parentesco genético, pone en tela de juicio las teorías sobre la supremacía masculina en la evolución de nuestra especie. «El mensaje es que hay más flexibilidad en nuestro linaje de lo que pensábamos».
La citada primatóloga Frances White argumenta, por su parte, que las abundantes variaciones observadas en los humanos modernos indican que no somos producto de un único sistema social ancestral. Al igual que los demás simios, somos polimórficos en el comportamiento relacional y este posiblemente tiene que ver con la ecología de un área dada. Teniendo en cuenta lo que conocemos sobre nuestra evolución, sobre cómo se expandió Homo sapiens desde África hasta el resto del mundo, la autora supone que los sistemas sociales humanos son altamente variables entre poblaciones distintas. En su opinión, apremia abandonar la rígida idea de una única organización social ancestral y sustituirla por otra noción más amplia y flexible que incluya sistemas configurativos diferentes, los cuales dependerán, en gran medida, de las condiciones e incidencias locales. Una señal de alarma: En los bosques de Wamba, en la República del Congo, los bonobos no tienen parque nacional ni nada que los proteja, entre otras cosas, de las atroces cacerías humanas. En una región, que abarca unos 150 km2, donde en un tiempo hubo centenares de simios, ahora hay poco menos de dos docenas, y si las condiciones persisten «los bonobos se extinguirán muy pronto», afirman los especialistas. 15
La anatomía de los bonobos, revelan los estudiosos, es acusadamente similar a la de nuestros primeros antepasados.
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Según el científico japonés Idani (2005), la gente de Wanda permitió a los bonobos coexistir con ellos durante generaciones y tenían como tabú cazarlos y comer su carne. Sin embargo, la violencia de las sucesivas guerras sufridas por la región forzó a muchas personas a refugiarse en los bosques y el resultado ha sido la deforestación, caza furtiva y el uso de los bonobos como fuente de alimento. «Si dejamos el bosque de Wamba tal como está, los bonobos se extinguirán muy pronto», ha advertido Idani. «La cuenta atrás para su extinción ya ha comenzado.»
3. La pasividad y el recato femeninos en tela de juicio: una perspectiva crítica desde la biología de la reproducción Las hembras bonobos no son las únicas que han puesto de manifiesto las múltiples caras que tiene su quehacer diario. De hecho, en los últimos años, el estudio de las primates de diversas especies ha contribuido a dar un notable impulso a los esfuerzos encaminados a entender mejor la ecología del comportamiento de estos animales, o sea, a profundizar sobre sus estrategias de supervivencia y reproducción. Esquema 1 La reproducción no es la única función de las hembras primate • • Las hembras son seres autónomos con múltiples actividades
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Luchan por sobrevivir Buscan alimento, huyen de los predadores Se interrelacionan con sus congéneres, juegan, se divierten, pelean… Son sexualmente activas
➤ Desde el punto de vista evolutivo, la reproducción es primordial y en los primates la función femenina es central. Por ello, pero no solo por ello, las hembras son importantes
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Quizás el aspecto más espectacular, por inesperado y sorprendente de los nuevos hallazgos de la primatología, sea el comportamiento sexual de las hembras, cuya importancia es extraordinaria dada su obvia relación con el éxito reproductor, el cual a su vez es la piedra angular del proceso evolutivo. Frente a la idea sostenida por innumerables generaciones de biólogos que asume que en la mayor parte de las especies ellas son monógamas, pasivas y recatadas, los datos más recientes apuntan tercamente en la dirección opuesta: las hembras, en todo el reino animal, primates incluidas, por lo general suelen ser promiscuas —entendiendo por promiscuidad la condición de sexualmente activas— y copulan de forma rutinaria con varios machos distintos. Este fenómeno se ha revelado tan extendido entre los animales que su estudio está alcanzando un profundo significado16. En el año 2002, J. Knight señalaba que cada vez más especialistas sostienen que la promiscuidad de las hembras parece ser, a la luz de recientes hallazgos, la regla más que la excepción. Ese comportamiento se ha observado en animales tan diversos como ballenas, roedores o abejas, y los resultados de diversas investigaciones han probado que los apareamientos múltiples proporcionan una fertilidad mayor. En algunos mamíferos ha sido posible constatar que si la hembra se cruza con múltiples machos tiene camadas más grandes y sus crías son más sanas.
Ciertamente, las modernas y meticulosas investigaciones llevadas a cabo sobre el comportamiento sexual en el reino animal revelan que, en condiciones naturales, ambos sexos suelen ser activos; no obstante, mientras la promiscuidad de los machos ha sido ampliamente admitida, no ha ocurrido lo mismo con la de las hembras, manteniéndose hasta fechas muy próximas ciertas reservas ante esas conductas. 16 La poliandria (del griego, poli: mucho y andros: masculino) es un tipo de comportamiento polígamo que hace referencia al apareamiento de una hembra con muchos machos. Otro tipo de comportamiento polígamo es la poliginia (del griego, gine: femenino), que se refiere al apareamiento de un macho con muchas hembras.
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Considerando las evidencias del conocimiento actual no es posible omitir que la realidad biológica se caracteriza por que la monogamia en el reino animal es un fenómeno raro que solo atañe a alrededor de un 3 por 100 de las especies. En el año 2008, las primatólogas Melissa E. Thompson, Rebecca M. Stumpf y Anne E. Pussey señalaban que el apareamiento promiscuo de las hembras representa un modelo casi universal en los simios. Reconocen que las chimpancés (Pan troglodytes) son altamente promiscuas. Asimismo, la mayor parte de las hembras gorilas de montaña (Gorilla beringei beringei), del Parque Nacional de los Volcanes (Ruanda), copula con múltiples machos, contrariamente a la percepción tradicional de la unidad de apareamiento con un único macho. Y, pese a las expectativas de apareamiento monógamo entre los gibones (Hylobates lar) de Tailandia, también se ha constatado flexibilidad social y sexual en sus comunidades, revelando un comportamiento semejante al de los grandes simios.
3.1. Las ventajas biológicas de la promiscuidad: una herética contundencia evolutiva El investigador británico Tim Birkhead, profesor de Ecología de la Universidad de Sheffield, es uno de los especialistas que más detenidamente ha estudiado la conducta asociada al sexo a lo largo de pacientes y rigurosos trabajos llevados a cabo en muy variadas especies. Este científico, junto a un creciente número de biólogos, afirma que la promiscuidad presenta claras ventajas evolutivas, sobre todo porque permite un mayor éxito reproductor. Dada la manifiesta debilidad existente entre la conexión cópula-reproducción —son necesarias muchas cópulas para lograr el nacimiento de una cría viva— el apareamiento con diversas parejas aumentará la eficacia reproductora, tanto en machos como en hembras. Birkhead, insistimos, provisto de una ingente cantidad de datos, lleva varios años proporcionando argumentos que han terminado por hacer mella en el viejo dogma de la monogamia sexual femenina. El alud de información hecha pública por este y otros expertos revela que, en la mayoría de las especies del reino animal, la pauta general es que las hembras
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copulen con más de un macho por cada vástago que dan a luz. El cambio de modelo inducido por estos resultados ha terminado por obligar a la comunidad de estudiosos a reconocer y asumir que las parejas monógamas son la excepción y no la regla. No obstante, y pese al notable cuerpo de literatura producido en los últimos años, lo cierto es que la vieja idea de que las hembras no tienen nada en absoluto que ganar si se aparean con más de un macho, se apoya sobre una historia muy larga y arraigada en el pensamiento colectivo (de los especialistas y de los que no lo son). Una creencia, que no evidencia, por lo que está resultando difícil de erradicar. Tengamos presente que sus orígenes se remontan muy atrás en el tiempo y que cuenta entre sus defensores con biólogos tan célebres como el propio Charles Darwin. El respetado naturalista no tuvo dudas al afirmar que en el reino animal las hembras son monógamas, además de sexualmente pasivas y recatadas; con tales aseveraciones dio fuerza y prestigio a esa vieja y equivocada presunción de fidelidad y sometimiento femenino que ha sido fervientemente sostenida por la inmensa mayoría de sus sucesores. La biología de la reproducción históricamente ha estado cargada de profundos prejuicios. Aunque ya en la época de Aristóteles se sabía que la transferencia de semen era parte fundamental del proceso, igualmente se sostenía que en los seres humanos los hombres proporcionaban el alma al nuevo ser, mientras que las mujeres solo tenían un mero papel nutricio durante el embarazo. Asimismo, desde entonces se ha asumido una clara asimetría de comportamiento entre los sexos: los machos son muy activos y decididos, las hembras sumisas e inactivas. Mucho después, Charles Darwin, probablemente influido tanto por el pensamiento aristotélico como por los valores victorianos de su época, suponía en casi todos sus voluminosos textos que las hembras eran monógamas y copulaban solo con un único compañero en cada intento reproductor. La visión de Darwin sobre la reproducción, pese a su ingeniosa idea de la elección que efectúa la hembra, era profundamente androcéntrica y albergaba prejuicios de género arrastrados durante siglos; no eran sino una mezcla de sexismo inconsciente y del desconocimiento reinante sobre la biología celular y la genética.
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Entrado ya el siglo xx, los razonamientos androcéntricos siguieron empapando los estudios sobre el proceso reproductor. Así, en 1948, el biólogo británico August J. Bateman publicaba un trabajo sobre la mosca de la fruta Drosphila melanogaster, realizado con el fin de medir el éxito reproductivo de machos y hembras. De su amplia gama de resultados experimentales, Bateman extrajo la conclusión de que la promiscuidad era más valiosa para el éxito reproductivo del sexo masculino que del femenino, ya que aquellos que se apareaban muchas veces triplicaban o incluso cuadruplicaban el número de descendientes en comparación con sus pares monógamos. Las hembras, por el contrario, ganaban muy poco con la promiscuidad, pues por término medio su rendimiento reproductor apenas doblaba su número cuando se habían apareado con más de un macho. El científico afirmó entonces que en el comportamiento sexual masculino, en general, ha evolucionado una «ansiedad indiscriminada» para aparearse, mientras que el femenino ha desarrollado una «pasividad discriminatoria». Bateman concluyó que se trataba de una dicotomía fundamental y no tuvo reparos en extrapolarla hasta nuestra propia especie. En el año 1972, otro especialista, Robert Trivers de la Universidad de Harvard, amplió los conceptos de Bateman. En un influyente artículo, Trivers afirmaba que el sexo que invierte más en el proceso reproductor, esto es, la hembra, será pasivo y discriminador, mientras que el que invierte menos se apareará más y estará dispuesto a luchar para conseguirlo. Según este autor, «la única y más importante diferencia entre los sexos es su inversión en la descendencia. La regla general es: las hembras hacen toda la inversión, los machos ninguna». No deja de llamar la atención en este argumento, tal como ha señalado Christine Drea (2005), antropóloga de la Universidad de Duke, Carolina del Norte, la paradoja que encierra la renuncia de la hembra a su control reproductivo, pese a ser ella la que más invierte en dicho proceso.
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Un hecho biológico ampliamente extendido en la naturaleza, la anisogamia, esto es, la abundante producción de pequeños gametos por los machos y de un único y gran gameto por las hembras, ha sido tradicionalmente usado como soporte teórico de una rama de la biología del comportamiento. En efecto, se ha pretendido dilatar sus consecuencias hasta límites que resultan pasmosos: la conducta sexual de los animales adultos, seres humanos incluidos, depende del tamaño y cantidad de sus gametos; por esta razón, las hembras son pasivas y recatadas, mientras que los machos son dinámicos y promiscuos.
Las conclusiones de Bateman y Trivers consolidaron lo que desde épocas inmemoriales se había tenido por un supuesto básico: los machos tienen mucho que ganar si copulan con múltiples parejas, pero no hay beneficios, o muy pocos, para las hembras que se comportan de manera similar17. Como ha afirmado la bióloga Zuleyma Tang-Martínez (2000), de la Universidad de Missouri, la asunción de óvulos caros y espermatozoides baratos ha sido el punto de partida de muchos estudios modernos sobre ecología del comportamiento. Los descubrimientos de los últimos años, sin embargo, han debilitado enormemente esa tesis. Empecemos citando que en 1997 Charles Snowdon arrojó serias dudas sobre cuál es el sexo que más invierte en el proceso de la fecundación, o sea, en la formación de un cigoto viable. Argumentaba el científico que, si bien es cierto que los óvulos son significativamente más grandes que los espermatozoides, no se conoce ningún macho de ninguna especie que eyacule un único espermatozoide cada vez. A pesar de que solo un espermatozoide es necesario para fecundar un óvulo, se producen millones de ellos. La energía requerida para la producción de los espermatozoides y del líquido seminal en que sobreviven, sostiene Snowdon, es mayor que la energía consumida para 17
En 1994, revisando los datos procedentes de los experimentos de Bateman, otros autores descubrieron que en algunos casos (sobre todo cuando el alimento escaseaba) el éxito reproductor de las hembras también aumentaba con el número de cópulas (Birkhead, 2000).
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producir un óvulo en la mayoría de los mamíferos18. Los espermatozoides adicionales y el fluido seminal parecen ser críticos para el transporte de los gametos masculinos hasta el óvulo y su fusión con este, de manera que si un macho eyaculara solo un espermatozoide por vez, no tendría éxito reproductor. Los machos mamíferos podrían por tanto requerir gastos energéticos iguales o tal vez mayores que las hembras para que la fecundación tenga lugar, lo cual significa que, al menos en lo que respecta a este proceso concreto, el aporte de un progenitor y otro no sería tan desproporcionado como tradicionalmente se ha venido creyendo19. 18 Al considerar el gasto energético masculino en la producción de espermatozoides hay tener en cuenta que no solo la generación de gametos provoca consumo de energía; igualmente lo hacen todas las demás sustancias que constituyen el semen. La premisa de que la fecundación es «cara» para las hembras pero «barata» para los machos, sobresimplifica la contribución masculina y minusvalora su inversión en el proceso reproductor. Puede argumentarse que el coste reproductivo de las hembras es más alto que el de los machos, porque ellas son las que gestan y que asumen la responsabilidad primaria de criar a la prole. Sin embargo, la creencia de que las hembras invierten mucho más que los machos en los cuidados parentales puede reflejar un sesgo mamífero. Estos, los mamíferos, son solo una pequeña minoría de la fauna de la tierra. En los demás taxones de vertebrados no mamíferos, o bien hay un escaso cuidado por parte de ambos padres (por ejemplo, peces), o el cuidado es compartido por machos y hembras (por ejemplo, en la mayoría de las aves). 19 Si comparamos el espermatozoide y el óvulo de casi cualquier especie, el primero es evidentemente el menor de los dos. Pero esta comparación arrastra una imprecisión: los espermatozoides no son liberados de uno en uno, sino en paquetes (espermatóforos) o en eyaculados que contienen millones de ellos. La diferencia en los costes de producción entre un eyaculado y un óvulo parecen ser mucho menores de lo que se ha supuesto. El cálculo de que los espermatozoides son ilimitados y fáciles de producir es erróneo por dos razones. Primera, no son ilimitados, puesto que cada eyaculación es seguida por un período de recuperación. Segunda, pueden no ser baratos de producir; aunque el eyaculado de la mayoría de las especies en general no parece nada extraordinario en cuanto a sus componentes, el caso es que todavía se desconoce cuánta energía es necesaria para su formación (espermatogénesis). El coste de la espermatogénesis probablemente no es trivial. Los machos producen millones de espermatozoides por cada óvulo que producen las hembras,
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El esperma, afirma un número creciente de biólogos, no es barato de producir —ningún macho eyacula un único espermatozoide— ni las oportunidades reproductoras masculinas son ilimitadas.
Una prueba de que la producción de espermatozoides tiene sus límites está en que la cantidad de semen tras repetidas eyaculaciones se reduce notablemente e incluso se agota. En algunas especies, la recuperación requiere varias semanas hasta que las diversas sustancias que componen el semen vuelvan a producirse en cantidades adecuadas para que la cópula produzca un embrión20. Además, se ha observado que los machos llegan a un punto de saciedad y son incapaces de continuar apareándose, incluso aunque las cantidades de esperma no se hayan agotado. 3.2. La competencia entre espermatozoides La selección natural ha favorecido a los machos que transfieren gran cantidad de espermatozoides. Probablemente esto es así porque aumenta las posibilidades de fecundación y el consiguiente éxito reproductor de la especie21. El citado especialista Tim Birkhead ha señalado que ese enorme volumen de células reproductoras, que tanto ha preocupado durante años a los biólogos (principalmente a los varones), tiene una exy es así porque necesitan cantidades enormes de gametos por cada óvulo que pueden fecundar. 20 En los humanos, por ejemplo, después de un completo agotamiento del esperma, la recuperación completa solo se alcanza tras 156 días. 21 En general, los testículos producen cantidades astronómicas de espermatozoides. Por ejemplo, como término medio un hombre produce 125 millones de espermatozoides cada día. Pero esta tasa de producción es menor que la de cualquier otro animal investigado hasta la fecha. Curiosamente, la calidad del semen humano también es deficiente en comparación con la de otros primates: aproximadamente el 25 por 100 de los espermatozoides en hombres normalmente fértiles muestra anomalías morfológicas importantes, mientras que en los chimpancés y en sus «primos» los bonobos menos del 5 por 100 de los espermatozoides son anormales (Dixon, 1998).
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plicación: la competencia entre espermatozoides. Tal competencia significa que, en la mayoría de los casos, los gametos, ya sean procedentes de machos distintos o del mismo, rivalizan para fecundar el o los óvulo/s de una hembra. Se trata de una rivalidad que está ampliamente extendida en todos los animales y hace válido el símil de que inseminar más gametos es como comprar un mayor número de décimos de lotería: más décimos supone un incremento de la probabilidad de ganar, y una concentración elevada de espermatozoides implica mayor probabilidad de fecundación22. Las tesis que otorgan numerosas ventajas a los apareamientos femeninos múltiples en los primates han traído consigo grandes innovaciones que no todos están dispuestos a asumir. En consecuencia, el asunto ha alcanzado un alto grado de controversia. Con todo, el argumento de mayor peso favorable a la promiscuidad de la hembra es precisamente que estimula la competencia entre espermatozoides, y no son pocas las líneas de evidencia que sostienen que tales mecanismos de rivalidad funcionan activamente en monos, simios y humanos. 22 Los eyaculados de machos distintos varían considerablemente en su capacidad de fecundación. De hecho, aunque cada especie tiene un número característico de espermatozoides por centímetro cúbico, ese valor es muy variable, incluso en el mismo individuo, según las circunstancias: estado de salud, edad, condiciones del ambiente, etc. Por otro lado, si bien es cierto que casi siempre los espermatozoides son más numerosos que los óvulos, la proporción entre ambos varía de forma notable en las distintas especies. Por ejemplo, en aquellas en las que las hembras son promiscuas, o sea la mayoría, el éxito reproductor masculino tenderá a aumentar en relación directa con el número de espermatozoides que produce. En otras especies, donde la competencia entre espermatozoides es menos intensa, la selección ha favorecido a individuos con eyaculados más modestos. Asimismo, se ha sugerido que los machos producen tanto esperma porque no todos sus gametos tienen capacidad de fecundación. Según esta hipótesis, algunos espermatozoides están especializados en bloquear el esperma rival de diversas maneras; por ejemplo, pueden formar tapones copulativos, consistentes en la coagulación de cierto número de gametos que bloquean la entrada de la vagina tras la cópula, aunque los primatólogos también han observado a las hembras extraerse esos tapones con sus dedos.
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La competencia entre los espermatozoides no es un asunto trivial. Todo lo contrario, reconocer su importancia ha favorecido la comprensión de aspectos de la biología reproductiva, incluida la nuestra, que parecían inexplicables. Tengamos en cuenta que la mayor parte de los conocimientos acerca de la reproducción se han obtenido bajo el supuesto implícito de que los espermatozoides en el tracto reproductor de una hembra procedían de un único macho. Sin embargo, ahora no solo sabemos que en la mayoría de los casos las hembras son promiscuas, sino que también se ha descubierto que en las especies con fecundación interna el tracto reproductor femenino ha evolucionado para seleccionar aquellos gametos más vigorosos y con mayor capacidad de fecundación.
El sistema reproductor de las hembras ofrece barreras capaces de escoger y controlar el flujo de espermatozoides. Puede, por ejemplo, identificar y bloquear aquellos que sean defectuosos y solo permitir que sobrevivan los morfológicamente normales; igualmente, es capaz de propiciar que los más compatibles genéticamente alcancen el óvulo. Tampoco debemos olvidar que el tracto reproductor femenino suele ser muy hostil: su típica acidez resulta perjudicial para la supervivencia de algunos espermatozoides; además, poco después de que estos se depositan en el interior del cuerpo, tiene lugar una invasión de leucocitos que desencadena una reacción inmunológica. Tras ella, muchos gametos masculinos quedarán inservibles. Por otra parte, en ciertos casos se producen secreciones responsables de «capacitar» o «habilitar» a los espermatozoides para que logren gran motilidad y alcancen al óvulo, o para que lleven a cabo la reacción acrosómica23. Procesos todos necesarios para una fecundación con éxito. 23 En el extremo anterior de la cabeza del espermatozoide se encuentra una vesícula secretora especializada, llamada vesícula acrosómica, que contiene enzimas hidrolíticas. Cuando el espermatozoide y el óvulo entran en contacto, el contenido de la vesícula se libera, en la denominada reacción acrosómica y ello permite la fusión entre ambas células.
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El prestigioso antropólogo del Instituto Max Planck, Christoph Boesch, ha señalado: «en los chimpancés, al igual que en la mayoría de los mamíferos, la fecundación interna da a las hembras la última palabra […]. Cuando llegan los sutiles mecanismos que determinan qué espermatozoide se va a fusionar con el óvulo, la hembra es la que manda».
En suma, de los muchos millones de espermatozoides que recibe la hembra durante el apareamiento, nada más que una pequeña proporción podrá alcanzar el lugar físico (las trompas de Falopio) donde ocurre la fecundación, y solo uno se fusionará con el óvulo generando un embrión vigoroso capaz de anidar en el útero y dar lugar al nacimiento de una nueva cría24. Hoy, por lo tanto, se asume que la hembra es capaz de utilizar los espermatozoides de manera diferencial: existen mecanismos anatómicos y fisiológicos a través de los cuales el cuerpo femenino influye en la supervivencia y fertilidad de las células reproductoras masculinas. Todo ello indica que entre machos y hembras se ha producido un proceso de coevolución continuo que, en buena medida, es el responsable de la diversidad de estructuras, funciones y comportamientos sexuales presentes en los distintos grupos de animales. En las últimas décadas se han publicado múltiples estudios sobre la competencia entre espermatozoides. En todos los casos, los resultados constatan que la tradicional idea de que el semen es barato y los óvulos son caros constituye una exagerada simplificación con poco valor científico. Igualmente, la capacidad de las hembras para controlar su propia reproducción, incluyendo su voluntad para elegir parejas extras, ha contribuido a una lenta aunque perceptible erosión del ancestral concepto de pasividad y recato femeninos. 24 Es característico de los seres humanos (al igual que sucede con los grandes simios) la necesidad de numerosas cópulas para conseguir el nacimiento de un vástago vigoroso. En las mujeres, por ejemplo, aproximadamente el 50 por 100 de sus ciclos son anovulatorios o demasiado cortos como para permitir la implantación en el útero. Aunque los ciclos sean fértiles, las mujeres sexualmente activas pueden no concebir, o bien no lograr la implantación. Además, una embarazada puede sufrir una baja viabilidad de sus embriones, abortos, partos prematuros o muerte perinatal (Einon, 1998).
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La promiscuidad ofrece innegables beneficios: permite a las hembras conseguir el mejor esperma, compuesto por los mejores genes, al tiempo que minimiza las incompatibilidades y anomalías cuyo último resultado sería un fallo reproductor. Los apareamientos múltiples permiten, además, incrementar la diversidad genética y la viabilidad de la progenie.
Tal como han puesto de manifiesto diversos estudios teóricos y empíricos, las primates, al tomar la iniciativa en su comportamiento sexual, se implican en un sorprendente número de apareamientos —en algunos casos pueden llegar hasta el centenar en un corto período de tiempo—, ya sea con un solo macho o con varios. Apuestan con ello por un mayor éxito reproductor; estimulan la competencia entre espermatozoides y aprovechan las ventajas que estos mecanismos confieren a las crías. La competencia entre espermatozoides ha sido uno de los hallazgos más valiosos para comprender mejor la biología de la reproducción y algunas facetas del comportamiento animal.
En el caso de los grandes simios, la importancia de la rivalidad entre los espermatozoides ha sido considerable; también ha permitido a los estudiosos constatar que un carácter morfológico, el tamaño de los testículos, está relacionado con la competencia entre los gametos masculinos y, sorprendiendo a muchos, con la conducta sexual de las hembras. Veamos. 4. Peculiaridades del comportamiento de las hembras 4.1. La conducta de la hembra y la anatomía del macho Hace alrededor de un siglo, el fisiólogo sueco Gustaf Retzius (1842-1919) describió por primera vez que en los grandes simios el tamaño de los testículos, en relación con el resto del cuerpo, variaba de forma notable entre ellos sin razón aparente. Años más tarde, en la década de 1970, otro investigador, Rogert Short, confirmaba las observaciones de Retzius y constataba a
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su vez que los testículos de los chimpancés eran relativamente grandes en comparación con los del gorila, pese a que este es físicamente mucho más corpulento; los del orangután se hallaban en una situación intermedia. Short, que era un experto biólogo de la reproducción, sabía que el tamaño de los testículos está directamente relacionado con la tasa de producción de espermatozoides y, en un artículo que sería muy valorado por sus colegas, conjeturó que la necesidad de espermatozoides era fundamentalmente distinta en las diferentes especies. En un primer momento, la diferencia en el tamaño relativo de los testículos se consideró una función del número de veces que un macho copula durante un tiempo concreto. Era bien conocido que los chimpancés (de testículos relativamente grandes) son sexualmente muy activos y se aparean con todas las hembras de su grupo. En cambio, y quizás debido a que viven en clanes más pequeños, en los gorilas machos (de testículos relativamente pequeños) las oportunidades de apareamiento son mucho menores, y por tanto necesitan menos espermatozoides. Posteriormente, Short estuvo entre los primeros en darse cuenta de que las hembras chimpancé no eran monógamas, sino que tenían relaciones sexuales con varias parejas. Por ello, concluyó que la competencia entre espermatozoides podría ser la razón que explicaba por qué los machos necesitan grandes cantidades de sus gametos. Short (1977, 1979) encontraba así una explicación coherente a un carácter morfológico poco entendido hasta el momento. En la actualidad, varias décadas después de Rogert Short, los resultados de gran número de investigaciones han terminado por confirmar un principio emergente que, como tantos otros similares, había permanecido oculto: es el comportamiento de las hembras, y no el de los machos, el que mejor puede predecir un carácter morfológico como el tamaño relativo de los testículos25. 25 En todos los animales, y no solo en mamíferos como los primates, las especies que experimentan una intensa competición entre espermatozoides tienen testículos mayores, en relación con el tamaño del cuerpo, que aquellas en las que tal rivalidad es menos acusada, tal es el caso de aves, peces y reptiles (Birkhead, 2000). En el caso del ser humano, el
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4.2. La conducta de la hembra durante los períodos no fértiles: la levedad del mito de su pasividad Desde que hace tiempo empezara a refutarse la idea de la pasividad sexual femenina (Gowaty, 1997; Hrdy, 1981), cada vez más estudios han ido revelando, como hemos apuntado en otros sitios, que entre los primates se dan numerosos casos en los que las hembras controlan su actividad sexual apareándose con frecuencia con más de una pareja por cada período fértil. Pero, abundando en las novedades, otro hecho que ha llamado poderosamente la atención es que la sexualidad no está limitada solo a la época en que pueden procrear. Tal como señalaba en 2001 la investigadora de la Universidad de Emory (Atlanta) Kim Wallen, las hembras de algunas especies de primates son quizás las únicas de todos los mamíferos que pueden aparearse en cualquier momento de su vida adulta, mostrando independencia entre sexo y fertilidad. Normalmente se acepta que en el reino animal han evolucionado medios muy sofisticados que determinan el momento óptimo de fecundidad del sexo femenino y que, al mismo tiempo, restringen el comportamiento sexual a esa época en que son fértiles26. Según diversos autores, Kim Wallen incluida, las mismas hormonas que producen la fertilidad femenina controlan la conducta en relación con el sexo, asegurando así que la cópula tenga lugar cuando la reproducción es posible. Sin embargo, la científica va más allá y asegura que las cosas no son siempre así, puesto que en ciertos primates se detecta tamaño de los testículos es proporcionado al de su cuerpo; en lo que destacan los hombres es en el tamaño del pene. Comparado con el resto de los primates, el pene humano es relativamente grande, al igual que sucede con los bonobos. 26 La época fértil se define como un período ovulatorio en el que el apareamiento puede dar como resultado la concepción. Esto implica que el nivel hormonal, el estatus del ovario y del útero son óptimos para la fertilidad. Usualmente el período se asocia con la receptividad sexual femenina y la respuesta del macho a las señales de la hembra (Ziegler, 2006).
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un desacoplamiento entre sexo y fecundación. Como resultado, la receptividad se ve emancipada del control hormonal y las hembras pueden involucrarse voluntariamente en diversos apareamientos con fines no reproductivos. Lo que en realidad sucede, continúa Wallen, es que algunos rasgos físicos, como hinchamientos de los órganos sexuales o incrementos en el color de la piel, pueden exhibirse tanto en las épocas fértiles como en las que no lo son. Por ejemplo, hay hembras que desarrollan abultamientos sexuales durante la lactancia si se incorporan nuevos machos al grupo en que viven y se empiezan a conquistar posiciones de dominancia. Asimismo, se han observado múltiples apareamientos durante los períodos no ovulatorios o en el principio del embarazo, cuando la concepción es imposible. La flexibilidad en el apareamiento muestra sin lugar a dudas que la desconexión entre cópula y reproducción no es un hecho raro. ¿Cuál puede ser la razón que explique el intercambio sexual en un contexto no reproductivo? La respuesta a esta pregunta está inmersa hoy en un ámbito de activa investigación, y se sabe que continuamente surgen hipótesis basadas en nuevos datos empíricos y en la reinterpretación de otros anteriores. Comprobar que muchos primates se aparean con frecuencia fuera de sus períodos fértiles ha generado gran asombro por varias razones, entre ellas porque estos animales muestran así un comportamiento que hasta hace poco tiempo se había considerado exclusivo de los seres humanos. Los primatólogos creen, aunque no hay consenso entre ellos, que los apareamientos no conceptivos pueden deberse a causas relacionadas con el establecimiento de diversos vínculos entre los individuos y a la consolidación de sus complejas estructuras sociales. En otras palabras, la independencia entre la capacidad de concebir y la conducta sexual permite que el sexo se use con propósitos sociales. Las presiones evolutivas que han producido esa plasticidad en la actividad sexual todavía permanecen confusas, pero es posible que reflejen la importancia del sexo en la cohesión grupal de los primates (Kim Wallen y Julia L. Zehr, 2004).
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Durante largo tiempo, los estudiosos del comportamiento de los primates han estado convencidos de que el apareamiento solo tenía lugar en momentos muy concretos: cuando la hembra es fértil. En los últimos años, sin embargo, se ha descubierto que la conducta sexual es mucho más compleja. La cópula se produce aunque no exista posibilidad alguna de concebir. El sexo, por tanto, no solo tiene como fin la reproducción; también puede ser fuente de poderosos vínculos sociales capaces de mantener unidos a los miembros de un grupo. Incluso, indican los expertos, explicaría, al menos en parte, por qué ha evolucionado en los grandes simios y también en nuestra estirpe, una sólida y compleja vida en comunidad.
Hoy día, los niveles hormonales de las poblaciones salvajes, que en última instancia son los que determinan el nivel de fertilidad, se pueden medir y examinar gracias al uso de los llamados métodos no invasivos. El análisis bioquímico de, por ejemplo, pelos, heces, restos de comidas o dientes perdidos o abandonados en los nidos, ha hecho posible que los investigadores de campo puedan examinar las relaciones entre el nivel hormonal y el comportamiento de una manera que antes solo era posible con animales cautivos (Karen Strier y Toni Ziegler, 2005). Sin embargo, los resultados conseguidos a partir de restos biológicos procedentes de primates salvajes han alcanzado su eco más llamativo con la aplicación de una nueva metodología que ha saltado a la palestra con gran ímpetu: el estudio a nivel molecular del material genético. Como veremos en el siguiente apartado, se trata de investigaciones que, basadas en las nuevas tecnologías, se están convirtiendo en una poderosa herramienta de trabajo para los primatólogos. 4.3. El éxito reproductor y las pruebas de paternidad: ¿confirma el ADN nuestros supuestos? En la década de 1980, los biólogos diseñaron una metodología capaz de visualizar diferencias minúsculas en el material hereditario, el ADN, e identificar organismos vivos con una
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certeza cercana al 100 por 100; un nivel de detalle que hasta entonces nunca se había imaginado. El nuevo método, asimismo, ha hecho posible conocer el grado de parentesco entre individuos con el fin de establecer relaciones filiales27. Las investigaciones relacionadas con el comportamiento sexual y el éxito reproductor de los primates no se han mantenido ajenos a la poderosa influencia de las técnicas moleculares que, valga recordarlo, han impregnado a casi todas las disciplinas biológicas. La lenta aunque constante acumulación de datos procedentes del mayor y mejor conocimiento del material genético de estos animales, está contribuyendo, entre otras cosas, a derribar la vieja idea de la monogamia femenina28. En este sentido, las indagaciones sobre la paternidad llevadas a cabo en los grandes simios que utilizan análisis de ADN han confirmado una sospecha que los investigadores de campo venían madurando desde tiempo atrás: la dominancia de un macho no siembre se ve recompensada por un mayor éxito reproductor. Normalmente, los especialistas asumen que los machos poderosos disfrutan de más probabilidades de aparearse con hembras fértiles y, por lo tanto, de producir más descendencia. Esta generalización, sin embargo, es hoy fuente de innumerables desacuerdos. Según ha expuesto Ann Campbell (2002), miembro del Departamento de Psicología de la Universidad de 27 Este método utiliza la electroforesis sobre gel de fragmentos de ADN. Sin entrar en detalles, cabe apuntar que la electroforesis produce para cada individuo un patrón único de bandas de su material genético, la llamada «huella de ADN», que sirve para identificar sujetos con una probabilidad mayor del 99 por 100. Esto es, si el patrón de bandas de dos muestras de ADN es idéntico, significa que hay un 99 por 100 de probabilidades de que ambas muestras pertenezcan al mismo individuo. Este método permite igualmente asignar la paternidad a sujetos concretos, comparando las bandas de ADN de una cría con las bandas de ADN de su madre y de los posibles padres. En no pocos casos se han producido resultados imprevistos. 28 Dado que, como decíamos más arriba, entre los grandes simios se detecta un desacoplamiento entre sexo y fertilidad, la observación de los apareamientos predice muy pobremente el éxito reproductor. O, lo que es lo mismo, el éxito reproductor de los primates no puede estimarse solo a partir de las cópulas observadas. De aquí el interés despertado por las tecnologías moleculares.
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Durham —y que ha defendido en numerosos artículos la autonomía reproductiva femenina—, en un considerable número de estudios realizados en comunidades primates donde existe un macho dominante no siempre se ha logrado encontrar las esperadas relaciones entre dominancia y paternidad. En 2006, el director del Departamento de antropología del Instituto Max Planck, Christofe Boesch, apuntaba que los métodos genéticos, que en los últimos años han revolucionado los estudios de paternidad y la investigación sobre el éxito reproductor en los animales salvajes, permiten ahora analizar algunos factores que justifican la variación observada en la capacidad reproductiva de los machos. Algunos resultados muestran que los dominantes tienden a un éxito reproductor mayor que los subordinados, aunque tal cosa suele ser muy variable; depende de diversos factores, como por ejemplo, los demográficos (número y comportamiento de las hembras y de los demás machos presentes en el clan), puesto que afectan a la capacidad de monopolizar parejas. En efecto, se apuntaba líneas atrás, se han detectado casos en los que las preferencias de las hembras no coinciden con la jerarquía masculina ni con los supuestos comportamientos femeninos de fidelidad y pasividad. En diversas ocasiones, sus estrategias reproductoras parecen mostrar que tienen una lógica propia que es independiente de los intereses de los machos (A. Difiore, 2003). De hecho, la conducta femenina puede impedir que se produzca una correlación positiva simple entre dominancia masculina y éxito reproductor, y así parecen señalarlo los recientes estudios sobre huellas genéticas, ya que arrojan serias dudas sobre la capacidad de un sexo para acaparar rutinariamente al otro (Christine Drea, 2005). Asimismo, debe tenerse en cuenta que los machos subordinados pueden engendrar una significativa proporción de la descendencia pese a las ventajas de los dominantes. Incluso entre las especies que viven en pareja, las evidencias encontradas sobre cópulas fuera de la misma ponen en cuestión la fidelidad femenina y la exclusividad de derechos de apareamiento de los supuestamente dominantes. En definitiva, las estrategias por las que machos y hembras maximizan su éxito reproductor no
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pueden apreciarse completamente sin una mejor comprensión de los múltiples mecanismos que están operando, en ambos sexos, y que influyen en la fertilidad. No obstante, cuando los resultados de los estudios del ADN se emplean para análisis de paternidad es necesario acrecentar la prudencia. Se trata de una metodología de trabajo que aún lleva poco tiempo aplicándose y puede inducir a errores. En este contexto, por ejemplo, en el año 1997 el profesor de Medicina Celular y Molecular de Universidad de California, San Diego, Pascal Gagneux y sus colaboradores, publicaron un estudio sobre la paternidad de los chimpancés que perturbó considerablemente a la comunidad de expertos. El equipo analizó el material genético de 13 crías del Parque Nacional de Taï, en Costa de Marfil, junto con el de sus madres y el de todos los machos de la comunidad. Lograron recoger el ADN de los animales sin ni siquiera tocarlos, obteniéndolo a partir de las células de las mejillas que quedaban en frutos mascados y de muestras de pelo encontradas en los nidos. Llegaron a la llamativa conclusión de que en las 13 crías estudiadas, no menos de 7 (el 54%) habían sido engendradas por machos de otros grupos. Esta proporción, mucho más elevada de la esperada, levantó una gran polvareda y acaloradas discusiones entre los especialistas. Gagneux y sus colaboradores creyeron que la paternidad extragrupo era el resultado de las visitas de las hembras de un clan a comunidades vecinas. Dado que tal comportamiento no se había observado directamente, los investigadores supusieron la existencia de una alta motivación que las impulsaba a viajar a hurtadillas largas distancias en busca de posibles compañeros sexuales. Esta conclusión, sin embargo, resultó muy controvertida porque amenazaba con hacer trizas una teoría defendida por muchos y durante largo tiempo. Normalmente, la inmensa mayoría de las investigaciones de campo han puesto de manifiesto que, si bien las hembras pueden ser altamente promiscuas, es muy raro que se apareen con machos de otra comunidad. O, lo que es lo mismo, la unidad social de los chimpancés equivale a la unidad reproductora. Y era precisamente esta equivalencia lo que ponía en duda el trabajo de Gagneux.
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Unos años más tarde, en 2001, con el fin de determinar hasta qué punto una comunidad de chimpancés representa una unidad reproductora, Linda Vigiland y otros investigadores del equipo de antropología Evolutiva del Instituto Max Planck (cuyo investigador principal es el reconocido antropólogo Christophe Boesch) examinaron tres grupos contiguos de chimpancés salvajes de África occidental29. Sus resultados confirmaron, una vez más, que las hembras no solo se aparean con el macho dominante, sino que también lo hacen con otros de menor jerarquía y que desarrollan diversas estrategias reproductivas. Pero, al mismo tiempo, los resultados ponían de manifiesto que, fuera cual fuera el rango de los machos, casi todos pertenecían al mismo grupo social. Esta última conclusión resultó muy reveladora: volvía a dar solidez al modelo de equivalencia entre unidad reproductora y unidad social. En contraste con el estudio de P. Gagneux, que suponía un 50 por 100 de paternidad extragrupo, el análisis de Vigilant encontró una única cría cuyo padre probablemente pertenecía a otra comunidad. Para explicar la diferencia, los autores sugirieron que la tasa de error en el estudio anterior —el de Gagneux, que tenía una extensión notablemente menor (13 crías frente a las 41 de Vigilant)— era demasiado elevada como para asignar paternidades con precisión. Ello fue la causa de la falsa inferencia sobre los padres de fuera del grupo30. Linda Vigilant y sus colegas concluyeron entonces que la comunidad social constituye la unidad de reproducción fundamen29 Los investigadores del Instituto Max Planck extrajeron ADN a partir de heces, huesos, dientes y pelos y llevaron a cabo test de paternidad de 41 chimpancés pertenecientes a tres comunidades del Parque Nacional de Taï, Costa de Marfil. 30 Los diferentes estudios de paternidad han puesto de manifiesto las dificultades que encierran los análisis de ADN llevados a cabo con animales salvajes. El principal problema radica en que hay que recurrir a distintos restos biológicos, ya que resulta muy complicado reunir una manada completa para extracciones de sangre, que es el método más fidedigno. Con posterioridad al trabajo de Gagneux, que había partido de cantidades muy pequeñas de ADN, diversos investigadores de campo han mejorado los medios para obtener volúmenes comparativamente mayores de material genético a partir de pelos, heces y de otros restos biológicos.
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tal, pero no exclusiva, en los chimpancés salvajes. Por lo general, las hembras no se aparean con los machos de fuera, y la paternidad extragrupo es muy rara. Los primatólogos, que tras años de complicadas observaciones casi nunca habían visto a las hembras emparejarse fuera de su territorio, expresaron un gran alivio cuando los nuevos resultados confirmaron sus investigaciones. En lo que respecta a otro de los grandes simios, el gorila, aunque la información sobre su comportamiento es mucho más escasa que la disponible acerca de los chimpancés, en la actualidad hay importantes estudios en marcha. Los grupos sociales en que estos animales se organizan comprenden un único macho adulto de dorso plateado y varias hembras, o bien, aunque con frecuencia menor, dos machos donde uno es dominante y el otro subordinado. Lo que ha podido saberse sugiere una vida sexual más modesta que la de sus primos chimpancés, siendo la competencia entre espermatozoides menos intensa (reflejada en el tamaño notablemente inferior de los testículos). El macho dominante copula con más frecuencia que el subordinado, pero la mayoría de las hembras se aparea con ambos. En estos grupos no se han observado emparejamientos en los que intervinieran machos ajenos al clan. En 2006 se hizo público un trabajo (Fawcett et ál., 2006) que debilita profundamente, también entre los gorilas, la monogamia femenina. Pudo constatarse que la mayoría de las hembras gorilas de montaña (Gorilla beringei beringei) del Parque Nacional de los Volcanes de Virunga (situado entre los países de Ruanda, Uganda y Congo) se aparean con múltiples machos, contradiciendo la tradicionalmente admitida percepción de unidad de apareamiento con un único macho31. Asimismo, el análisis genético de cuatro grupos de gorila de montaña de la citada región de los volcanes, llevado a cabo por un 31 Estos datos se suman a los obtenidos en los últimos años, ya que parecen confirmar que el apareamiento promiscuo en las hembras es un modelo casi universal en los simios. Incluso en los supuestamente monógamos gibones (Hylobaster lar), Reinart y Barelli (2008) demostraron que el apareamiento polígamo era la regla más que la excepción.
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equipo de investigación de antropología evolutiva del Instituto Max Planck (2005; 2008), ha revelado que tanto los machos dominantes como los subordinados disfrutan de éxito reproductor, aunque los primeros engendran por término medio el 85 por 100 de los descendientes del grupo. Estos resultados se interpretan como prueba de la incapacidad del dominante para monopolizar la reproducción, a lo que hay que sumar la influencia de la elección de la hembra. Los expertos creen que aunque el subordinado solo participa en una pequeña proporción de la descendencia (el 15% aproximadamente), la posibilidad de convertirse en dominante en el futuro le proporciona un éxito reproductor a lo largo de su vida mayor que si se marchara e intentara crear un nuevo grupo. En mayo de 2008 se descubrió que uno de los gorilas macho de un zoológico de Ginebra había sido «engañado» por un joven pretendiente con la mitad de su edad. Los cuidadores del zoológico consideraron que se trataba de una situación casi increíble, ya que el joven había «roto todas las reglas vigentes en las comunidades de gorilas» y era el padre de la cría que una de las hembras del grupo acababa de parir. Los hechos salieron a la luz cuando en el zoológico se llevaron a cabo una serie pruebas de paternidad como parte del almacenamiento de datos de todos los animales nacidos en cautividad.
Otra característica propia del comportamiento primate que se ha visto afectada por las nuevas técnicas moleculares tiene que ver con el cuidado de la prole. Si bien la mayoría de las hembras mamíferas (más del 90%) cuidan a sus crías solas, los primates son de alguna manera excepcionales en este aspecto, ya que se ha observado que ciertos machos rutinariamente protegen, rescatan, vigilan, cuidan, adoptan, transportan, cobijan, alimentan, juegan y despiojan a las crías (Whiten, 1987; Wright, 1990). Tales cuidados paternales, aunque escasos, pueden ocurrir cuando los machos están genéticamente emparentados con las crías o cuando no lo están, según revelan los estudios del material genético. En otras palabras, mientras que algunos detallados estudios de ADN muestran evidencias de
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relaciones genéticas entre las crías y los machos que las cuidan, otros indican que los no emparentados también pueden prestar protección. Al parecer, la certeza de ser el padre biológico no es un prerrequisito para la dedicación a la prole por parte de un macho. No obstante, estamos ante un asunto muy debatido y es indudable que todavía se requieren más investigaciones para conseguir una comprensión mejor de los complejos mecanismos implicados en el reconocimiento de la paternidad. 5. Comentario final La comunidad científica, pese a la fuerte resistencia surgida desde sus sectores más conservadores, en los últimos años ha logrado incluir en el debate sobre el comportamiento de nuestros parientes vivos más próximos una noción hasta ahora desdeñada: las sociedades de primates no siempre se encuentran controladas por los machos. Cada vez cobra más fuerza la tesis que sostiene la existencia de una considerable variabilidad y riqueza en la composición y organización grupal de estos animales. Así, lo que fue un punto de partida claramente androcéntrico, que consideraba a las hembras seres sumisos relegados a la marginalidad, está dando paso a un novedoso paisaje que muestra con creciente frecuencia que las hembras son activas participantes de las sociedades en las que viven. Ciertamente, al dirigir el foco de su atención hacia las pospuestas figuras femeninas, los estudiosos han constatado que ni son pasivas ni dependientes, pero tampoco son tímidas o recatadas. Al contrario, suelen disfrutar de notable autonomía, se interrelacionan dinámicamente con los demás miembros del grupo, son capaces de conseguir alimentos para sí mismas y para su prole, y en muchas ocasiones toman la iniciativa sexual. Numerosas hembras eligen a su pareja incluso en aquellas comunidades donde existe un macho dominante, y dan a luz crías que no son hijas de este, como lo indican algunos resultados de los análisis moleculares. En suma, el clásico «harén» se está pareciendo cada vez más a un mito, a un estatus excepcional, y la idea de que los machos exitosos tendrán centenares de des-
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cendientes simplemente incrementando su actividad sexual se aproxima cada vez más a esas imágenes que, apreciadas a través de unas gafas mal graduadas, distorsionan la realidad. El comportamiento sexual de las hembras primates, esto es, su elevada promiscuidad y sus apareamientos fuera de los períodos fértiles, ha puesto de manifiesto otro aspecto muy significativo de nuestros parientes: el sexo no tiene como único fin la reproducción. Y se trata de un hecho con gran alcance, porque confirma una hipótesis ya hace tiempo sugerida: las relaciones sexuales pueden contribuir a mantener y fortalecer los indispensables vínculos que conservan unidos y cohesionados a los distintos individuos en las complejas sociedades primates. Anotemos para finalizar que en el contexto de este acalorado debate, donde se desechan o reinterpretan descubrimientos antiguos y se aceptan o discuten otros nuevos, destaca un hecho obvio que por fin está quedando meridianamente claro: las hembras, aunque hayan pasado casi desapercibidas durante largo tiempo, siempre han constituido la mitad de la población. Sin ellas, la evolución de ese valioso grupo biológico que son los primates habría quedado tan truncada como un árbol sin raíces.
Capítulo 3 Aspectos del comportamiento de los homínidos: el estudio de los esbozos de la humanidad No podemos interpretar el material acumulado durante miles años afirmando que todo él está relacionado con actividades masculinas. Margaret Conkey
1. Introducción
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n los capítulos anteriores hemos señalado que cuando se intenta arrojar algo de luz sobre los orígenes de la humanidad moderna resulta imprescindible hacer una aproximación al comportamiento de los homínidos del pasado. Igualmente, se ha insistido en que el quehacer cotidiano de aquellas lejanas criaturas solo puede suponerse a través de pruebas indirectas, lo que añade no pocos obstáculos a esa senda esclarecedora. Y los problemas se incrementan aún más cuando pretendemos averiguar si las hembras y los machos que convivían en grupos sociales, clanes o tribus, realizaban tareas diferentes. Es decir, si las actividades usuales se repartían o no en función del sexo de los individuos. Las interpretaciones más convencionales de la evolución humana suelen mantener a las hembras excluidas de la realización de determinadas actividades e incluso de la posibilidad de utilizar ciertos instrumentos de trabajo. Las tareas
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más significativas simplemente se adjudican a los machos que, en consecuencia, cobran un notable protagonismo, aunque en realidad no se sabe con certeza quién pudo haberlas realizado. Ciertamente, las actividades propias de las homínidas y de los homínidos, dada la complejidad que acarrea descifrarlas, suelen estar sumidas en una espesa niebla e impregnadas de suposiciones a veces nacidas solo de la propia imaginación de los investigadores. En demasiadas ocasiones se ha pretendido resolver el problema forzando una supuesta semejanza entre la organización de las sociedades del pasado y las actuales. Esto es, se ha interpretado la convivencia de los antiguos incorporando criterios del presente; una forma de «presentismo» o «actualismo» que, entre otras cosas, acepta la división sexual del trabajo como un hecho universal. Bajo este paraguas ha sido fácil asumir la «naturalización» de la mayoría de las actividades femeninas acudiendo al argumento tantas veces esgrimido: el papel de la hembra está limitado a la función de parir y cuidar su prole. Depende, para su supervivencia y la de sus crías, del alimento y amparo del macho. Así es y ha sido siempre. El discurso androcéntrico tradicional ha diseñado una división del trabajo en función del sexo, llevando aparejada la infravaloración de las contribuciones femeninas a la sociedad. Esta circunstancia se considera como algo «natural», que ocurre universalmente y que hace inútil cuestionar desigualdades, incluso en no pocas sociedades actuales donde importantes colectivos femeninos siguen soportando una condición subordinada.
En suma, las restricciones que todavía ofrecen las técnicas analíticas, sumadas a la escasa probabilidad de encontrar abundantes restos fósiles, impiden que nuestros antepasados, tanto las hembras como los machos, puedan percibirse con la nitidez deseada1. Elucidar el comportamiento homínido, 1
No debemos olvidar que por lo general los paleoantropólogos tratan de dar sentido a lo que no son más que fragmentos, a veces muy pequeños,
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y más aún, intentar definir las tareas propias de cada sexo, si es que las había, es pues una espinosa labor; una carrera de obstáculos que solo podrá alcanzar su meta entrelazando conocimientos procedentes de diversas disciplinas. Punto de encuentro que nos lleva a dirigir el foco de atención hacia el rico mundo de la prehistoria y de la arqueología y sus inestimables contribuciones, que hacen posible esbozar el escenario temporal y geográfico en el que se desarrolló la vida de los homínidos. 2. Arqueología y prehistoria: dos disciplinas hermanas Recordemos, para empezar, que el término prehistoria se refiere al período cronológico en que los humanos vivieron en la Tierra antes de que se inventara la escritura, que a su vez marca el comienzo de la historia2. La prehistoria comprende un espacio de tiempo enorme, pues se inicia con el surgimiento de los primeros homínidos, unos seis millones de años antes del presente, y termina hace unos ocho mil años (Fernández Martínez, 2007). Por su parte, una disciplina muy próxima, la arqueología, tiene como fin el estudio e interpretación de de huesos individuales. De hecho, encontrar e interpretar restos de homínidos de dos, tres o más millones de años de antigüedad, requiere una gran dosis de paciencia, trabajo y suerte. A esto hay que añadir que determinar el sexo de los fósiles es en numerosas ocasiones mucho más difícil de lo que suele creerse (véase el Capítulo 1). Los espectaculares avances de la biología molecular, por otra parte, han llevado a que los expertos admitan que las técnicas de análisis del ADN ofrecen prometedoras posibilidades para el estudio de los fósiles. No obstante, si bien esto es cierto, también se ha constatado que el material genético solo puede extraerse de los huesos —los tejidos blandos no se conservan—, pero cuando estos son demasiado antiguos, la tarea resulta imposible, precisando técnicas que todavía deben perfeccionarse. 2 La prehistoria surgió a lo largo del siglo xix de la mano de los naturalistas como una disciplina científica. Con posterioridad, en el siglo xx este ámbito de trabajo pasó a ser territorio de las Ciencias Sociales, donde se encuentra en la actualidad.
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los restos materiales, tanto remotos como más recientes que son resultado de la actividad humana. Tales restos se llaman artefactos y se consideran productos culturares, a diferencia de los naturales en cuya producción no ha intervenido la mano humana. Forma parte de sus actividades la llamada arqueología de género, que se ocupa de recuperar a la mitad femenina de la población, oculta hasta hace muy poco tiempo debido a esa dominante visión exclusivamente masculina de nuestro pasado3. Un aspecto destacado de la arqueología de género radica en denunciar el profundo arraigo alcanzado por el discurso androcéntrico que ha llevado a priorizar aquellas investigaciones relacionadas con los trabajos supuestamente masculinos y a una notable tendencia a olvidar o minusvalorar las múltiples facetas de las actividades femeninas. La arqueología de género está logrando romper con las visiones sexistas de las sociedades del pasado, propiciando nuevas formas de interpretar los datos desde perspectivas más holísticas y englobadoras.
El conjunto de artefactos desenterrado a lo largo de los años compone el llamado registro arqueológico que hoy es altamente variado. Constituye, no debe olvidarse, el único medio disponible para acceder a la mayor parte de nuestro pasado, ya que el 90 por 100 del mismo transcurrió sin sistemas de escritura4. De la prehistoria no existe pues información textual directa, solo se cuenta con datos materiales, tanto más escasos y deteriorados cuanto más alejados estén cronológicamente de la actualidad. 3 La arqueología de género asume que en los procesos de supervivencia y reproducción de las sociedades humanas siempre han estado implicados los esfuerzos en colaboración de ambos sexos, una típica sinergia. 4 Los artefactos, por lo general, no suelen hallarse aislados, sino que se encuentran agrupados en yacimientos arqueológicos cuya disposición es muy importante porque, entre otras cosas, indica que fue un grupo de gente el que los fabricó, utilizó y desechó. Son por lo tanto productos de una actividad social. O, lo que es lo mismo, muy raramente los restos parecen ser el resultado del esfuerzo de un único individuo.
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Entre los principales problemas con que se enfrentan los expertos al estudiar los artefactos del pasado está impedir que las realidades culturales contemporáneas sean las que den forma a sus interpretaciones. La arqueología debe intentar reconstruir el comportamiento antiguo a partir de restos fragmentarios procedentes de tiempos lejanos. Pero dichos restos están incompletos, mal distribuidos y abiertos a diferentes explicaciones; de ahí que el tema se vea con frecuencia sumido en acaloradas controversias.
Los estudios de prehistoria y de arqueología en el último siglo han experimentado un progreso de gran calado. Hasta mediado el siglo xix, la mayor parte de los estudiosos, y también la gente en general, estaba convencida de que nuestra especie apenas tenía pasado. La única explicación aceptada sobre los orígenes humanos, al igual que el de los demás organismos vivos, era la del relato bíblico: todo había sido creado por Dios en un tiempo muy corto y en una época relativamente reciente. Los huesos fósiles de animales hoy desaparecidos, por ejemplo, se consideraron el resultado de uno o varios diluvios de origen divino que habían destruido a los seres creados y por ello no están representados en la actualidad. En esta misma senda, si se encontraban junto a los restos óseos de diversos animales a piedras puntiagudas o con forma de hacha, se les atribuía carácter sobrenatural5. La prehistoria y la arqueología tuvieron un momento clave cuando se empezó a pensar que las peculiares piedras de formas diversas encontradas a lo largo del tiempo y en lugares diferentes podrían
5 Los descubridores de las primeras piedras con signos de haber sido toscamente talladas, o sea, golpeadas de forma intencional y metódica experimentaron al encontrarlas una extrañeza enorme. La confusión fue tal que durante largo tiempo solo se atinó a conferirles un origen mágico, como ha quedado reflejado en los textos de la época romana y medieval. Sirva a título de ejemplo que las tallas más primitivas son conocidas como «piedras del rayo», porque se creía que habían adquirido su forma almendrada al caer un rayo sobre la Tierra (V. Scheisohn, 2001).
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en realidad ser producto de la mano humana. Tal reconocimiento permitió suponer no solo la posibilidad de nuestra presencia en la Tierra en épocas mucho más antiguas de lo que hasta entonces se había admitido, sino también que teníamos lejanos antepasados, por lo que podía deducirse que procedíamos de un proceso evolutivo y no de un acto divino de creación.
3. El Paleolítico: breve visión de aquel tiempo larguísimo El Paleolítico es una parte de la prehistoria que comenzó hace unos 2,5 millones de años (m.a.) con el surgimiento del género Homo, concretamente con la especie Homo habilis, considerada autora de las primeras herramientas de piedra. La producción intencionada de herramientas parece ser, al menos de momento, exclusiva de nuestro género, aunque algunos antropoides han evolucionado hasta un punto muy próximo a la fabricación de utensilios y comenzar a tener una cultura6. Concretamente, los chimpancés utilizan palos y piedras a modo de martillos con el objeto de partir frutos como las nueces o triturar comida, lo que hace verosímil que este comportamiento estuviera ya presente en los homínidos anteriores al género Homo7. 6
Según el profesor de investigación del CSIC, José María Bermúdez de Castro (2010), «la cultura se define como el conjunto de costumbres, tradiciones, modos de vida, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, etc., de los grupos humanos en épocas determinadas. La tecnología, parte de la cultura, es una adaptación no somática, no forma parte de nuestro cuerpo, pero prolonga e incrementa nuestra capacidad anatómica hacia la consecución de objetivos concretos. La tecnología puede considerarse una proyección de nuestras capacidades mentales, que posibilita la transformación del mundo material que nos rodea». 7 Los datos de la industria lítica indican que los homínidos seguían pautas de elaboración y uso de herramientas propias, diferentes de las que siguen los grandes simios. Los estudios sobre los útiles de piedra usados por los chimpancés en libertad muestran que, al menos en su mayor parte, no han sido buscados intencionada y metódicamente, sino que como mucho se recogen, transportan unos cientos de metros y luego se tiran o abandonan
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Con respecto a los primeros homínidos, pese a que existen pocos datos sobre su cultura material, se cree que disponían de algún tipo de artefacto que pudiera ayudarles a realizar tareas como romper frutos, moler semillas, fragmentar tallos y raíces o excavar el suelo; y, probablemente, sus manos eran ya más hábiles que las de los grandes simios actuales. En este contexto hay que añadir que es posible que antes de la elaboración de las herramientas de piedra se construyeran utensilios de origen vegetal, seguramente importantes aunque, tal como señala la antropóloga Margaret Ehrenberg en su libro Mujeres en la Prehistoria (1989), al estar elaborados con materiales orgánicos es difícil que superen un largo enterramiento y por eso apenas quedan restos8. Quizás también se hacían contenedores de piel o madera para llevar alimentos o agua, pero por ahora apenas existen vestigios de ello. El registro arqueológico es pues incompleto; hay múltiples artefactos que no han sobrevivido9. Durante más de dos millones de años los homínidos han ido dejando diversos rastros en forma de herramientas de piedra que, sin embargo, constituyen solo una parte de lo que hacían o usaban. Muchos de los materiales que probablemente empleaban, como la madera, las fibras vegetales y las pieles de animales, no son tan
(uso oportunista). Los primeros homínidos, por el contario, llevaban encima sus útiles a lo largo de bastantes kilómetros (uso conservador); se trata de un comportamiento previsor observado indirectamente por el análisis de la materia prima y la localización de los afloramientos rocosos de donde se extrae. Ninguno de los animales que utilizan herramientas, incluidos los chimpancés, exhiben semejantes dosis de previsión; más bien se preocupan de conseguir utensilios solo cuando tienen necesidad de usarlos. Además, al parecer, no suelen ir muy lejos en su búsqueda, sino que escudriñan a su alrededor en un radio de pocos metros los materiales que puedan servir para sus fines y luego, como se ha dicho, los abandonan. La capacidad previsora de los homínidos es superior a la de los chimpancés, aunque en algunos casos estos pueden esconder objetos para usarlos de manera reiterada. 8 El libro de Margaret Ehrenberg, cuyo título original es Women in Prehistory, está considerado por diversos autores como una valiosa fuente de información y análisis de evidencias antiguas. 9 La elaboración de utensilios con materiales de origen vegetal (fibras, madera, etc.) se trata con más detenimiento en el Capítulo 4.
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duraderos como la piedra y los huesos, y solo se conservan en circunstancias especiales. Por lo tanto, tal como señalan Stringer y Andrews (2005), gran número de las pruebas de la creatividad del pasado humano se han perdido; es bastante factible que, incluso antes de que se hicieran los primeros útiles líticos, hubiera una fase de fabricación de herramientas que no podemos conocer, puesto que integraba el uso de materiales perecederos.
Dado que la información hoy disponible no permite tener certezas ni seguridades acerca de la fabricación y uso de los variados utensilios descubiertos, y menos aún de los que se supone que pueden haber existido, no debe extrañar que el asunto constituya un debate abierto, con innumerables desacuerdos. Así, por ejemplo, se ignora, entre otras muchas cosas, quiénes dentro de aquellas arcaicas sociedades elaboraron los útiles que empleaban. Tradicionalmente, la tarea se ha adjudicado a los machos, pero en esta polémica cuestión cada vez son más los que opinan que también las hembras podían haberse dedicado a tales tareas; o, bien, otros suponen que quizás fueran los más viejos, independientemente de su sexo, quienes llevaban a cabo esos menesteres porque acumulaban más experiencia y habilidades. El hecho cierto es que los utensilios servían para múltiples fines y por tanto todos los miembros del clan los necesitaban. El registro arqueológico hoy disponible no permite afirmar qué miembros de las poblaciones humanas antiguas (las hembras, los machos, los más viejos) construyeron los utensilios que se han ido desenterrando con el tiempo en múltiples yacimientos.
3.1. Los primeros pasos de la industria lítica: creatividad para la supervivencia Las herramientas más antiguas descubiertas tienen aproximadamente 2,5 millones de años. Consisten en piedras toscamente talladas (llamadas núcleo) de las que, a base de golpes, se han desprendido lascas, generando un conjunto de artefactos
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(lascas y núcleo) de bordes afilados y cortantes con finalidades concretas como la de cortar madera, piel, plantas, carne, hueso, etc. Los arqueólogos se refieren a esta rudimentaria industria, tipo olduvayense o modo I, y la consideran, lo decíamos más arriba, iniciada por Homo habilis. El olduvayense, que permaneció esencialmente sin cambios a lo largo de unos 800.000 años, marca el nacimiento de la cultura y coincide en antigüedad con el género Homo. Por esta razón, muchos autores afirman que los comienzos de la industria lítica indican el origen de la humanidad; otros, por el contrario, sostienen que tales orígenes se remontan a los primeros simios bípedos10. Según han puesto de manifiesto minuciosos análisis realizados por gran número de expertos, incluso los utensilios más antiguos revelan una característica peculiar: fueron fabricados de manera consciente siguiendo un propósito concreto (machacar, cortar…). Prueba de ello es que los homínidos transportaban los utensilios consigo, en vez de usarlos y abandonarlos. Tenían por tanto cierta capacidad para prever futuras necesidades11. La especie Homo habilis era ya, además, capaz de retocar sus herramientas para recuperar el filo y mejorar su función cortante. 10 Normalmente se asume que los representantes de Homo habilis, u otra especie próxima como Homo rudolfensis, fueron los «fabricantes» de las primeras herramientas conocidas, aun cuando no es habitual encontrar restos fósiles en asociación directa con ellas. Sin embargo, según sostienen investigadores como Stringer y Andrews (2005), es muy posible que algunos australopitecos también usaran herramientas o las fabricaran, como las especies robustas del sur y el este de África, que coexistieron con los primeros miembros de Homo. 11 La habilidad para predecir situaciones ha quedado indirectamente reflejada en que la materia prima utilizada por los homínidos para elaborar útiles procede, en algunos casos, de afloramientos rocosos situados a largas distancias (kilómetros) de donde tales herramientas se han hallado. Los cálculos sobre la distancia media de transporte revelan trayectos entre dos y cuatro kilómetros. Se trata de un hecho bastante antiguo; por ejemplo, en la garganta de Olduvai hace 1,9 millones de años ya se trasladaban utensilios. Asimismo, en los yacimientos de Etiopía, Tim White y sus colaboradores han descubierto huesos de herbívoros de 2,5 millones de años de antigüedad con marcas de cortes o machacados, pero ninguna piedra tallada en las proximidades, lo que se interpreta como señal de que los homínidos apreciaban tanto sus utensilios que no se desprendían fácilmente de ellos.
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Cuadro 1.—El Paleolítico. Desde hace unos 2,5 millones de años hasta aproximadamente 12.000 Abanico temporal (Años de antigüedad)
Paleolítico 2,5 millones inferior - 300.000
Industria lítica
Olduvayense (modo 1) Achelense (modo 2)
Paleolítico 300.000- 40.000 medio
Musteriense (modo 3)
Principales especies Homo habilis Homo ergaster/ erectus Homo heidelbergensis Homo neanderthalensis Homo sapiens
Chatelperroniense Auriñaciense Paleolítico 40.000- 12.000 superior
Homo neanderthalensis
Gravetiense Solutrense
Homo sapiens
Magadaleniense Estos tres períodos del Paleolítico hacen referencia a Europa y son de dudoso valor en otras zonas.
Como ya se ha comentado más arriba, el Paleolítico comenzó hace unos 2,5 millones de años. Este larguísimo tiempo se divide en tres períodos culturales: el inferior, que finalizó hace unos 300.000 años y es el más extenso de todos; el medio, cuyo fin se ha fechado en unos 40.000 años atrás; y el superior, que alcanza hasta aproximadamente 12.000 años antes del presente12 (véase Cuadro 1). En torno a estas últimas fechas, gran 12
Las fechas dadas por distintos autores no coinciden con exactitud. Además, debemos tener en cuenta que la talla de la piedra no comenzó simultáneamente en todas las poblaciones humanas dispersas por África, Europa o Eurasia. En África, se habla de Edad de Piedra temprana, media y
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parte de la humanidad se volvió sedentaria, justificando por qué surgió la agricultura y la domesticación de animales. Empezó el tiempo que los expertos llaman Neolítico («piedra nueva»). Se trata de una época que marca el comienzo de nuestra economía y forma de vida, pero que escapa por entero de los límites de este trabajo. De ahí que no sea tratado en este libro. La reconocida arqueóloga británica Mary Nicol Leakey (19131996) estudió, principalmente a partir de la década de 1960, miles de artefactos de piedra extraídos de la garganta de Olduvai. Fue ella la primera en recuperar las herramientas más antiguas conocidas; simples utensilios, no mucho más que guijarros a los que se habían hecho saltar una o dos esquirlas por percusión en uno de los extremos para conseguir un borde cortante o triturante. Gracias a su larga experiencia investigadora y a su gran perspicacia, Mary Leakey reconoció el verdadero carácter de esas primitivas tallas. Habían sido moldeadas con algún propósito en la mente, por lo que dio a esta peculiar industria el nombre de Olduvayense. Estos y otros valiosos resultados logrados por Mary N. Leakey tuvieron una enorme trascendencia. Los expertos en el tema han considerado que su tarea originó una nueva dimensión de la investigación paleolítica. Fue pionera al subrayar la asociación existente entre las piedras y los huesos fósiles, proporcionando a los científicos la primera visión del comportamiento humano primitivo.
En el período de 1,7-1,5 millones de años atrás apareció en África un tipo nuevo de herramientas de piedra. Se trata de los bifaces o hachas de mano, unos artefactos de mayor tamaño —las piedras del olduvayense típicas solo miden unos centímetros—, tallados por las dos caras con una perfección y simetría evidentes. La industria lítica a la que pertenecen se llama achelense13 o modo II y refleja un importante salto tecnológico tardía, que respectivamente comprenden de 2,5 millones de años a 180.000; de 180.000 a 22.000 y de 22.000 a 1.500 años de antigüedad. 13 El achelense recibe este nombre por Saint-Acheul, Francia, donde los bifaces se encontraron por primera vez en el siglo xix. Su antigüedad se ha calculado entre 400.000 y 300.000 años. Los bifaces europeos más
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respecto del modo I (el olduvayense), porque en el achelense los expertos reconocen la búsqueda deliberada, consciente, de útiles con una forma predeterminada que solo existía antes en la mente del autor. Algunos estudiosos sostienen que un bifaz es a todos los efectos una escultura, que además de ser funcional, es decir, útil, también responde a un gusto por la belleza, a una estética. La teoría de Mary Leakey, quien consideraba al olduvayense obra del Homo habilis y al achelense, producto de otra especie posterior, Homo erectus, ha cobrado en los últimos años gran verosimilitud. Los bifaces más antiguos conocidos tienen la misma cronología que los primeros Homo erectus, u Homo ergaster14. Este hecho tal vez no sea casual. Es posible que la nueva especie tuviera ya un cerebro lo suficientemente complejo como para albergar una idea clara del resultado que deseaba obtener cuando golpeaba una piedra con otra. Muchos autores, como J. L. Arsuaga (1999), opinan que es poco probable que tal abstracción estuviera al alcance de la mente de Homo habilis. Aunque Homo erectus/ergaster fue, al parecer, el primero en elaborar hachas de mano o bifaces, posteriormente también las hizo otra especie humana: Homo heidelbergensis, según revelan los hallazgos realizados en diversos yacimientos15. La talla de antiguos tienen aproximadamente 600.000-500.000 años, pero hoy se sabe que fueron fabricados por primera vez en África miles de años antes, aunque el término achelense ha permanecido tanto en la literatura científica como en la de divulgación. 14 Como se indica en el Capítulo 1, para algunos autores, Homo ergaster (de origen africano) y Homo erectus (de origen asiático) constituyen dos especies distintas, mientras que para otros se trata de la misma; dado que no hay consenso al respecto, nos referimos a los fósiles de estos homínidos como Homo erectus/ergaster. 15 La especie Homo heidelbergensis, que debe su nombre a una mandíbula hallada en 1907 en Mauer, cerca de Hiedelberg, y datada en aproximadamente medio millón de años, ha sido durante muchos años considerada la más antigua de Europa. Sin embargo, los hallazgos en la década de 1990 de la sierra de Atapuerca (Burgos) —y también los de Georgia— han demostrado que los primeros europeos son mucho más antiguos ya que tienen en torno al millón de años (y probablemente más). Se han hallado restos de Homo heidelbergensis en Europa (Alemania, Francia, sur de Inglaterra, España, Hungría y
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estos elaborados bifaces tuvo lugar en toda África, sur de Europa y centro-oeste de Asia hasta hace unos 200.000 años. Es decir, que fueron usados por los humanos a lo largo de una enorme extensión geográfica y durante casi un millón y medio de años. Se trata, por consiguiente, de una industria lítica cuya permanencia en el tiempo fue extraordinaria, teniendo una profunda importancia para Homo erectus/ergaster y para sus descendientes de la mitad oeste del mundo habitado16. En este contexto, y enfocando ahora nuestra atención hacia el objetivo del presente trabajo, me interesa destacar que en las Grecia) y también en África (Etiopía, Tanzania y Sudáfrica). Aunque, en la voz de Bermúdez de Castro (2010), el yacimiento de la Sima de los Huesos de Atapuerca ha proporcionado el 90 por 100 (más de 6.000) de todos los fósiles de esta especie. Cabe asimismo apuntar que H. heidelbergensis es considerada por diversos expertos como la representante del último antepasado común de Homo neanderthalensis y Homo sapiens. Muchos piensan que Homo heidelbergensis debe haberse originado en algún lugar de África, Europa o la región intermedia de Eurasia (con Georgia a la cabeza), hace al menos 600.000 años. Con posterioridad se dispersó y comenzó a especializarse. En Europa acabó dando lugar a los neandertales y en África, a Homo sapiens. No obstante, es preciso subrayar que la filogenia del género Homo es muy controvertida y ha cambiado en numerosas ocasiones, ya que nuevos hallazgos siguen produciéndose con cierta frecuencia. 16 Los bifaces, cuya forma apenas cambió en un millón de años, se han encontrado desde el sur de África hasta Israel, desde Inglaterra hasta la India. Su trascendencia queda reflejada en la llamada línea Movius (llamada así en relación con el arqueólogo H. Movius) que marca el límite oriental de la distribución de las hachas de mano en la frontera este de la India. Diversos expertos se plantean si esta línea es realmente un marcador cultural. ¿Significa el aislamiento de los humanos del este asiático o que hubo adaptaciones diferentes en ambientes diferentes? Todavía no se ha encontrado una respuesta consensuada. Los investigadores C. Stringer y P. Andrews (2005), junto a otros expertos, han llamado la atención sobre el hecho de que las poblaciones del Lejano Oriente casi nunca hicieron hachas de mano. Sobre este asunto se ha especulado mucho: ¿es que la idea de los bifaces nunca llegó a la región?, ¿fue una «moda» que no logró imponerse?, ¿o los asiáticos antiguos hacían otras herramientas en su lugar? Algunos científicos creen que útiles de bambú, perecederos, podrían haber reemplazado a las hachas de mano en el este de Asia.
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múltiples descripciones o imágenes de la actividad cultural de aquellos homínidos que elaboraron las primeras herramientas, normalmente se nos ha transmitido la idea de que quienes tallaban esas piedras, produciendo en muchos casos hermosos bifaces simétricos —que algunos han considerado las primeras obras de arte—, eran afanados varones altamente concentrados en la difícil tarea de la talla. Sin embargo, no podemos dejar de preguntarnos si las hembras, a lo largo de un período de tiempo tan extenso, insistimos ochocientos mil años de olduvayense y un millón y medio de años de achelense, no participaron tallando también. Resulta difícil asumir que las imágenes sexistas que han permeado e impregnado el pensamiento de tantas generaciones (de expertos y de aficionados al tema) reflejen la realidad de la vida paleolítica. Pensamos, junto a diversas autoras y algunos autores, que las hembras de Homo erectus/ ergaster eran tan capaces de tallar y de utilizar herramientas como los machos. Es lógico inferir que en las sociedades paleolíticas nadie podía permanecer ocioso y que la lucha por la supervivencia implicaba inevitablemente el uso de herramientas para hacer más eficiente la labor. ¿No es hora de cambiar ese imaginario e incluir en los diversos trabajos o estudios a las hembras tallando piedras y produciendo también hermosos y casi imperecederos bifaces?17 Cabe responder que en los últimos años las cosas han empezado a cambiar, las figuras femeninas pueden encontrarse en portadas de revistas, exposiciones de museo, documentales, etc. Esto es cierto, pero tales apariciones son todavía demasiado tímidas y escasas. Al menos debería ofrecerse en la misma proporción que las figuras masculinas, si de verdad se quiere corregir el primer plano masculino que acredita la identidad de la autoría. 17 Los estudios etnográficos (sobre las poblaciones tribales o de tecnología simple que aún quedan en nuestro planeta, ver Capítulo 5) han sacado a la luz evidencias que indican que las herramientas de piedra que utilizaban los humanos preagrícolas eran elaboradas por hombres y por mujeres. Hay un supuesto básico, no se necesita una gran fuerza física para esta actividad, sino imaginación y habilidad.
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En libros editados en el siglo xxi, todavía se sigue manifestando un descarado androcentrismo a la hora de interpretar las herramientas de piedra y su elaboración. Así se refleja en las tesis defendidas por algunos psicólogos evolucionistas que afirman que la producción de hachas de mano no era solo un asunto práctico, sino que tenía además significado social. Los hombres utilizaban su habilidad para tallar piedras como símbolo de un estatus que les otorgaba atractivo y eficacia al mostrarlo a sus potenciales parejas. La destreza para tallar bifaces habría sido entonces un valor selectivo en términos de éxito reproductor. Es evidente que este razonamiento no concede espacio a que las hembras también hubieran construido herramientas. ¿Será que no las necesitaban, dada su extrema dependencia?
El largo tiempo durante el cual los bifaces fueron usados se ha interpretado como un gran éxito debido a su múltiple funcionalidad. Ciertamente, diversos experimentos realizados hoy con esas tallas muestran que servían para casi todo: cortar y raspar con el filo lateral, machacar con la base o la punta, horadar con esta última, e incluso ser fuente de nuevas lascas extraídas al volver a tallar el núcleo. Todo el proceso podría haber generado una clara ventaja evolutiva frente a especies anteriores de homínidos. No existen datos biológicos relacionados con la anatomía —desarrollo cerebral, constitución de las manos, etc.— que indiquen que las hembras no estaban igualmente capacitadas para tallar la piedra que los machos.
El éxito evolutivo de Homo erectus/ergaster no se debió únicamente a la capacidad de sus miembros, hembras y machos, de construir bifaces u otros utensilios de materiales perecederos. Probablemente, ese éxito también tuvo mucho que ver con el surgir de un comportamiento social más cooperativo que el existente entre sus antecesores. Un rasgo que pudo mejorar la vida en grupo, factor esencial para la supervivencia de los homínidos. De nuevo hay que rescatar a las hembras del olvido, ya que, con toda seguridad, en ese avance ellas también partici-
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paron. Dado que las crías a medida que el volumen cerebral aumentaba nacían cada vez más inmaduras (el canal del parto tiene un diámetro limitado por el andar bípedo), es probable que su cuidado demandase la colaboración no solo de la madre, sino también de otros miembros de la comunidad18. La necesidad de compartir tareas habría entonces generado fuertes vínculos entre los componentes de un clan, provocando como consecuencia una mayor prosperidad para toda la especie. La división cooperativa de labores se tradujo en un reforzamiento de lazos en el grupo y en comprobar sus mejoras en resultados. El modo I y el modo II, o sea el olduvayense y el achelense, conforman sumados la cultura del Paleolítico Inferior, que se extendió hasta hace unos 300.000 años. En esas fechas comenzó el Paleolítico Medio, una etapa que también trajo consigo una nueva industria: la llamada musteriense o modo III19, que duró hasta hace unos 35.000 años. Su principal aporte consiste en la obtención de una o varias lascas de forma predeterminada a partir de un núcleo preparado de manera particular. Al igual que en los casos anteriores, coincide en el tiempo con el origen de un nuevo tipo humano; se trata del neandertal, cuyo nombre específico es Homo neanderthalensis20. Aunque originarios de Europa, los neanderta18
Como se apunta en el Capítulo 1, no debe pasarse por alto que obtener comida, utilizando cualquier tipo de herramientas, era probablemente más acuciante para las hembras con crías a su cargo que para los machos, cuyo compromiso con el cuidado de la prole parece haber sido notablemente menor. 19 La industria musteriense recibe este nombre porque uno de los primeros yacimientos en que se identificó fue la cueva de Le Moustier (Dordoña, Francia), en 1860. Asimismo, también es conocida como técnica de Levallois por otro yacimiento francés. Estos hallazgos parecen mostrar que, probablemente, los neandertales montaban puntas de piedra en mangos de madera para hacer lanzas cortas. 20 Los neandertales son los humanos antiguos mejor conocidos, entre otras razones porque vivieron en la región cuya prehistoria se ha explorado más que la de ninguna otra, Europa. Además, habitaban en cuevas y estas han concentrado las pruebas de ocupación mucho mejor que los lugares abiertos. A partir de los numerosos restos hallados se ha podido reconstruir la anatomía de un neandertal típico. Eran corpulentos, notablemente fornidos y provistos de músculos poderosos. Su cara se proyectaba hacia delante y destacaba en ella una prominente nariz. Tenían un cerebro grande, pero a
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les no solo habitaron este continente, sino que también poblaron Asia occidental y Oriente Próximo. Hasta la fecha presente, no hay pruebas fósiles de neandertales en el Lejano Oriente ni en África. Como apuntan Stringer y Andrews (2005), «otros pobladores vivieron allí, con su propia y separada historia evolutiva». Los resultados procedentes de numerosos equipos de investigación apuntan a que Homo neanderthalensis se alimentó principalmente de carne, razón que explica por qué siempre se lo ha representado como un aguerrido cazador. Siguiendo la tónica habitual, estos cazadores eran corpulentos varones que regresaban a sus cuevas provistos de grandes piezas de carne, imprescindibles para alimentar a sus mujeres e hijos en las frías jornadas paleolíticas. Las hembras, no podía ser de otra manera, tienen una presencia muy secundaria y pasiva en ese imaginario que trata de interpretar aquellas lejanas formas de vida. Estudios recientes señalan, sin embargo, que las mujeres neandertales probablemente desempeñaron un importante papel como cazadoras y proveedoras de alimentos y que, en realidad, harían un tipo de vida muy semejante al de sus compañeros varones, como se detallará más adelante. Bajo ningún aspecto resulta posible encontrar entre los datos disponibles indicios de que en su conducta sobresaliera la dependencia o la pasividad que tan reiteradamente muestran los modelos convencionales. Muy al contrario, cuando es posible determinar con certeza el sexo de los restos neandertales, los correspondientes a las hembras revelan seres dotados de gran potencia física y notable desarrollo cerebral. Señales básicas que llevan a suponer que gozaban de iniciativa propia y autonomía. En torno a unos 40.000 años antes del presente, a comienzos del Paleolítico Superior, aparecieron en Europa unos emigrantes de origen africano pertenecientes a Homo sapiens, tamjuzgar por el interior de la cavidad craneal, era algo diferente del nuestro en su forma —algo más pequeño en la región frontal y más grande en la parte de atrás (lóbulo occipital) —. No obstante, los expertos afirman que resulta imposible valorar la calidad de sus cerebros a partir de datos tan limitados.
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bién conocidos como los Cro-Magnon debido al lugar donde se encontraron por primera vez21. Nuestra especie, originada en África hace unos cien mil años, llegó al continente europeo a través de la región fronteriza del Mediterráneo oriental, el Levante, que incluye los actuales territorios de Líbano, Israel y Palestina. Esta región ha contribuido con un abundante registro fósil, lo que indica que probablemente fue un lugar de solapamiento entre neandertales que venían del norte y sapiens primitivos procedentes del sur. Estos últimos llegaron a Oriente Próximo entre 96.000 y 92.000 años atrás, mientras que los neandertales lo hicieron con posterioridad, datándose en unos 30.000 años22. En Oriente Próximo han aparecido los restos más antiguos conocidos de humanos anatómicamente modernos, quienes se habían aventurado fuera de África. Ese «santuario» se ubica 21 Los primeros europeos modernos se descubrieron en 1868 en un abrigo de Francia llamado Cro-Magnon («gran hoyo» en francés). Se hallaron cerca de herramientas de piedra actualmente asignadas a las industrias auriñaciense y gravetiense del Paleolítico Superior, de unos 30.000 años de antigüedad, además de conchas que se habrían agujereado para hacer collares. Los Cro-Magnon más antiguos se encontraron con posterioridad en yacimientos de países como Rumanía, Alemania y la República Checa, y tienen unos 35.000 años. La mayoría de las pruebas sugieren que los CroMagnon ya eran bastante distintos de los neandertales, pese a su proximidad en el tiempo, al igual que también lo era la industria auriñaciense de sus predecesoras del Paleolítico Medio. Estos humanos sobrevivieron en Europa durante unos 25.000 años, y habitualmente se asume que son los antepasados de los europeos actuales, aunque no tenían exactamente el mismo aspecto. 22 Los fósiles y artefactos hallados en las cuevas del Levante, llamadas Tabun, Skhul, Qafseh y otras, han sido objeto de numerosas interpretaciones, ya que su posición y secuencia evolutiva ha resultado bastante difícil de establecer. Los procedentes de Tabun son predominantemente neandertales, mientras que los restos encontrados en Skhul, a solo unos cuantos metros de Tabun, se parecen más a los humanos modernos. El descubrimiento de que los restos neandertales son más recientes que los sapiens ha llevado a que un importante número de expertos interprete que el Próximo Oriente constituyó una zona de confluencia entre dos linajes humanos; uno africano —Homo sapiens— que colonizó la región en primer lugar, y el otro —Homo neanderthalensis— que habría llegado después.
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en la cueva de Qafzeh, donde se ha constatado que usaban la tecnología neandertal (musteriense). En esta cueva también ha sido posible detectar señales de ocre traído desde otro sitio y aplicado en varias herramientas de piedra y al parecer en algunos cuerpos23. La importancia de los yacimientos de Oriente Próximo se puso de manifiesto en gran medida gracias a los significativos trabajos realizados por la arqueóloga británica Dorothy Garrod (1892-1968) a comienzos de la década de 1930. En una publicación en la prestigiosa revista Nature, en 1935, Garrod provocó una notable conmoción dentro de la incipiente paleoantropología de la época, pues ella y su equipo habían localizado en tres antiguas cuevas de Palestina centenares de herramientas de piedra y numerosos esqueletos humanos. Entre otras razones, la excavación fue única porque gran parte de los restos hallados pertenecían a neandertales, y hasta esa fecha nunca se habían encontrado fuera de Europa.
23 El ocre es una forma de óxido de hierro que puede utilizarse como pigmento, especialmente si se calienta. Se ha argumentado que algunos cuerpos hallados en Oriente Próximo se adornaron con ocre antes de ser enterrados, lo que sugiere que los habitantes del lugar podría haber experimentado un importante salto mental asociando el pigmento rojizo con la muerte. En este contexto, es oportuno hacer una breve alusión al debate sobre el uso del fuego por parte de los homínidos. En diversas ocasiones se ha sugerido que tal uso se remonta a hace un millón y medio de años, o sea, a los tiempos de Homo erectus/ergaster. No obstante, la mayor parte de los especialistas coincide al afirmar que las pruebas indiscutibles solo cuentan con 300.000 años de antigüedad. De esa época se conservan verdaderos hogares que han perdurado en diversas cuevas e indican la presencia de fuego controlado. Basándose en esta información, los estudiosos afirman que los neandertales dominaban el fuego. Al respecto, Juan L. Arsuaga ha apuntado que «se tiene la certeza de que [los neandertales] sabían usar el fuego y de que lo hacían habitualmente por los restos de humo y objetos calcinados hallados en las cuevas y en algunos campamentos». Tal habilidad se considera lógica, porque sin ella la larga supervivencia de los neandertales habría sido imposible, teniendo en cuenta las duras condiciones climáticas que imponían las glaciaciones que en aquella época cubrieron gran parte de Europa.
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En opinión de la mayoría de los especialistas, la faceta de mayor interés de aquellas exploraciones de Garrod y su equipo fue detectar una posible coexistencia de dos grupos humanos: los modernos y los neandertales. Ambos aparentaban poseer la misma y primitiva cultura material: el musteriense. Una clara señal de que entre ellos al menos se habían intercambiado «relaciones culturales». Igualmente se verificaba que unos y otros compartían el uso del fuego. La convivencia entre estos dos grupos no pudo menos que provocar un importante revuelo entre la comunidad científica porque no se ajustaba a la teoría de evolución admitida en aquel momento. Según dicha teoría, la evolución humana había sido un proceso lineal en el que los humanos modernos eran descendientes de los neandertales.
Cuando Homo sapiens llegó a Europa, traía consigo su propia tecnología: el auriñaciense o modo IV. Los especialistas están de acuerdo en que hubo un cambio en el método predominante de fabricación de herramientas en África y en Oriente Próximo, y que este cambio pronto se propagó a Europa24. Mientras que el procedimiento habitual en el Paleolítico Inferior y Medio fue reducir un fragmento de roca a una o varias herramientas, el nuevo método permitía producir sistemáticamente muchas lascas largas y finas a partir de un único bloque de piedra. Tales lascas, después se podían modificar para producir una variedad de herramientas específicas con el fin de cortar, perforar o grabar. Algunas de ellas, a su vez, podían usarse para trabajar materiales como madera, hueso, asta o marfil, produciendo así herramientas más especializadas, e incluso obras decorativas o de arte25. 24
La división entre algunos aspectos de las culturas neandertal y sapiens no es tan clara como a veces pudiera pensarse. Las primeras poblaciones de humanos modernos procedentes de África y encontradas en los yacimientos de Oriente Próximo, cuya edad es de unos 100.000 años, eran parecidas a los neandertales en su tecnología. Por otra parte, hubo algunos neandertales, sobre todo los últimos, que también elaboraron una industria semejante a la auriñaciense, el chatelperroniense. Con todo, no hay consenso en si fue por imitación o tal vez por propio impulso, sin mediar estímulo externo alguno. 25 La llegada de Homo sapiens a Europa estuvo marcada por el desarrollo de herramientas compuestas, o sea, hechas de varias partes, como los arpones
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3.2. Homo sapiens inventa nuevos comportamientos: respuestas imperativas de complejidad La presencia de Homo sapiens en Europa también puede rastrearse por la expansión de un amplio rango de comportamientos novedosos, entre los que resalta una capacidad inusitada: la habilidad de comunicarse simbólicamente. El simbolismo se refleja en el desarrollo del lenguaje, la celebración de rituales —por ejemplo, los seguidos en algunos enterramientos—, el uso de adornos corporales y la emergencia de múltiples manifestaciones artísticas. Según diversos autores, esa flamante destreza de pensar simbólicamente podría haber traído consigo la posibilidad de colocar a los miembros de la sociedad en las categorías de «masculino» o «femenino». Un fundamento para adjudicarles tareas y funciones sociales distintas, que acabarían por conducir a una jerarquización con las actividades de los hombres priorizadas sobre las de las mujeres. Bajo estas circunstancias, el concepto de género, como una categoría cultural originada en la división sexual del trabajo, habría empezado su andadura26. con puntas desmontables o el diseño de lanzadores para incrementar el alcance de los proyectiles. Además, hay que recordar que en Europa se sucedieron diversas industrias durante el Paleolítico Superior, la mayoría de las cuales toman su nombre de los yacimientos franceses en los que se hallaron por primera vez. La más primitiva —la auriñaciense— se dio en todo el continente desde hace unos 35.000 años, y estuvo asociada con la primera población moderna (los Crog-Magnon) y el arte representativo más antiguo. En algunas partes de Europa siguió la gravetiense, después vinieron industrias como la soltrense y la magadaleniense, que continuó hasta hace unos 11.000 años, cuando el Paleolítico Superior dejó paso al Neolítico. 26 En 1984, la arqueóloga Margaret Conkey, profesora de la Universidad de Berkeley, y su colega Janet D. Spector de la Universidad de Minesota, estuvieron entre las primeras en denunciar, en un trabajo titulado Archaeology and study of gender, que la existencia de un paradigma científico presidido por lo masculino era la principal responsable de la ausencia y/o invisibilidad de las mujeres en las sociedades del pasado. En este influyente estudio, las autoras introdujeron el concepto de género. Como muy bien expresara Conkey: «La crítica feminista de la ciencia ha hecho un estupendo trabajo
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El concepto de género se refiere no solo a las diferencias biológicas entre uno y otro sexo de la especie humana, sino también a diferencias culturales que asignan a las mujeres y a los hombres una serie de normas de comportamiento con un significado y una categoría concretos en la sociedad. El concepto de género introduce y legitima la desigualdad y la dominación. Aunque los roles de género pueden haber establecido la dicotomía inicial entre machos cazadores/ hembras recolectoras, para muchos estudiosos esta división no responde a ninguna razón biológica. Se volvió parte de la estructura de las sociedades al mismo tiempo que se iban estableciendo otras formas de comportamiento simbólico como el lenguaje, el culto a los muertos o el arte. El simbolismo, por tanto, puede haber sido un prerrequisito necesario para la emergencia de la categoría socio-cultural que llamamos género.
A nadie se le oculta que el simbolismo es un indicador inequívoco de un alto grado de complejidad mental. Ahora bien, detectar sus primeras señales en el registro fósil o en el arqueológico constituye un asunto muy arduo, sobre el que no existe consenso en la comunidad científica. La materia es intrincada y controvertida y las pruebas que podrían indicar un pensamiento abstracto en otras especies distintas de Homo sapiens no están claras ni definidas con precisión. Por consiguiente, atreverse a interpretarlas resulta muy problemático. Con todo, si el pensamiento simbólico hubiese propiciado la división del trabajo en base al sexo, podríamos deducir que solo aquellas especies humanas que alcanzaron el simbolismo habrían sido capaces de repartir las tareas de esa manera. Dado que entender el papel del género en nuestro pasado no solo nos permite comprender mejor nuestra historia, sino que, además, también propicia el que entendamos mejor el papel del género en la actualidad, traer a colación los distintos argumentos que conforman este debate nos parece crucial dentro del hilo conductor de este capítulo.
al recordarnos que hay una dimensión política y social en la ciencia. Como siempre digo, toda ciencia es social».
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4. El pensamiento simbólico en nuestros antepasados: aprendizajes del ser en el estar Esquema 1
➤
¿Propició el nacimiento del concepto de género?
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Estimuló el entierro de los muertos siguiendo rituales, lo que indica un cerebro con capacidad de abstracción
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Permitió la comunicación mediante palabras, que es un intercambio oral de símbolos
➤ ¿Incitó la jerarquización de las tareas?
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Suscitó la creación decorativa y artística, un vehículo de expresión o diálogo entre quien crea y sus espectadores
Pensamiento simbólico
¿Originó la división sexual del trabajo?
Revela que la evolución comporta capacidades de abstracción y figuración
4.1. La capacidad de hablar: explosiona la comunicación El lenguaje es uno de los rasgos característicos más llamativos de la humanidad moderna. Su presencia constituye un claro reflejo de pensamiento simbólico, ya que la comunicación mediante palabras no es otra cosa que el intercambio oral de símbolos. El estudio de la anatomía del aparato fonador, el que produce físicamente el habla, en los humanos hoy vivos ha permitido analizar las características necesarias para que se pueda emitir un lenguaje articulado. Pero reconocer cuáles homínidos del pasado tenían lenguaje es un tema mucho más complicado porque los restos fósiles son escasos y hasta ahora no han proporcionado datos robustos y claros27. 27
Se ha intentando arrojar luz sobre la cuestión del habla utilizando diversos medios. Por ejemplo, analizando el tamaño y la organización inte-
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Las reconstrucciones realizadas a partir de los datos disponibles que son considerados válidos por la mayoría parecen indicar que los australopitecos eran incapaces de hablar. Los caracteres anatómicos y fisiológicos que producen el habla humana tal y como la conocemos, no existían aún entre aquellos homínidos, y muy probablemente tampoco en los primeros representantes del género Homo, como Homo habilis. Tales conclusiones se apoyan también en que la capacidad lingüística está reflejada en la industria lítica: cuanto más complejos sean los artefactos producidos, más rico será el lenguaje articulado. Sería una especie de simbiosis entre expresiones, la oral y la creativa material. Según este razonamiento, Homo erectus/ergaster, cuyo cerebro ya era mucho mayor que el de un chimpancé y que fabricaba instrumentos de cierta complejidad, pudo haber sido el primer homínido que dispusiese de una rudimentaria capacidad para comunicarse por medio de símbolos. Por ejemplo, el respetado evolucionista Richard Klein, de la Universidad de Stanford, ha señalado que «Homo ergaster podría poseer cierto grado de lenguaje similar al humano [moderno]». Los investigadores de Atapuerca, por su parte, han sugerido que el problema del origen del lenguaje también podría examinarse a partir del estudio de los huesos fósiles del oído interno, porque tal indagación ayudaría a determinar el rango de frecuencia auditiva de algunos representantes del género Homo. Según este equipo, cuyo investigador principal en el tema fue el español Ignacio Martínez, ciertos fósiles encontrados en la rior del cerebro, visible en los moldes de los cráneos conservados. En este aspecto, hay una característica interesante que según algunos expertos podría proporcionar información: la asimetría de nuestro cerebro y el hecho de que tenga funciones que parecen estar más asentadas en un lado que en otro. Entre ellas se encuentran las regiones cerebrales llamadas área de Broca y área de Wernicke, que se localizan en el hemisferio cerebral izquierdo y están relacionadas con el control cerebral del lengüaje. Algunos autores han creído encontrar en fósiles del género Homo de hace 1,8 millones de años un área de Broca bien desarrollada, debido a que dejó su huella en la pared interna del cráneo y que no se aprecia en los demás primates. Pero tal hipótesis no tiene aceptación unánime, ya que muchos dudan de la presencia de esa área en homínidos tan antiguos.
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sierra burgalesa indican que entre los homínidos que habitaban aquella región hace al menos unos 600.000 años, y tal vez mucho tiempo antes una especie distinta de la nuestra (Homo heildelbergensis) tenía una capacidad de audición semejante a la de Homo sapiens. De confirmarse esa hipótesis, en consecuencia, es posible que utilizaran un tosco lenguaje simbólico. En este punto hay que hacer hincapié en que, como apunta Bermúdez de Castro (2010), «esto no significa que aquellos homínidos de Atapuerca hablaran igual que nosotros, pero sí que utilizaban una comunicación parecida para transmitir información, ideas y conceptos, que se pueden inferir del estudio del registro arqueológico»28. Tales ideas son, sin embargo, rechazadas por otros científicos que opinan que, al menos hasta Homo neanderthalensis, no hubo lenguaje. Incluso en este caso, ciertos investigadores sostienen que su tracto vocal les impediría emitir sonidos tan claros como los nuestros, aunque tuvieran la misma capacidad lingüística. El análisis de algunos huesos conservados de la laringe hace pensar que, por la posición que esta tenía en el cuello de los neandertales, no les habría permitido mucho más de lo que puede decir un niño de pocos meses (Fernández Martínez, 2007). Ni los neandertales ni por supuesto ninguna otra de las especies homínidas anteriores habrían desarrollado, según esta tesis, la capacidad de comunicación oral. Es la información que lleva a que numerosos lingüistas sostengan, en esta línea, que el habla no surgió hasta Homo sapiens. No obstante, en el año 2007 el prestigioso genetista Svante Pääbo del Instituto Max Planck, de Leipzig, el español Carles Lalueza-Fox, profesor de antropología de la Universidad de Barcelona, junto a otros colegas, anunciaron un asombroso 28 El equipo investigador de Atapuerca contaba para este trabajo con fósiles que no se han hallado en ningún otro yacimiento del mundo; se trata de varios ejemplares de pequeños huesos del oído, martillo, yunque y estribo, así como con muchos datos sobre otras variables del oído de los homínidos. Los científicos atribuyen la riqueza de material disponible a que los fósiles de Atapuerca están embebidos en una arcilla finísima que ha permitido la perfecta conservación de regiones anatómicas muy poco frecuentes en el registro fósil.
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hallazgo: los neandertales parecían compartir con los humanos modernos la versión de un gen llamado FOXP2, relacionado con el habla y la capacidad para el lenguaje. Un factor que incide no solo en el cerebro, sino también en los nervios que controlan la musculatura facial29. Dos años más tarde, al presentar el primer borrador del genoma neandertal extraído de fósiles encontrados en varios yacimientos europeos30, Pääbo afirmaba que «no hay razones para pensar que [los neandertales] no pudieran articular palabras de la forma en que nosotros lo hacemos». Pero, añadía este científico con cierta sospecha enigmática que eso no significa que tuvieran un lenguaje tal como se conoce hoy, pues el habla es el resultado de una infinidad de factores que no dependen de un solo gen. Concretando, los nuevos hallazgos genéticos parecen sugerir que los neandertales poseían parte de la anatomía que los humanos modernos usamos para vocalizar, pese a que no puede afirmarse si su capacidad lingüística era avanzada, o bien solo era una forma primitiva de comunicación vocal. En suma, para ciertos estudiosos, en algunos homínidos distintos de Homo sapiens ya existía el lenguaje, aunque fuera rudimentario; pero para otros esta forma de comunicación solo surgió con los humanos anatómicamente modernos. Debe tenerse presente que para muchos analistas este fenómeno repre29
El gen FOXP2 y la proteína que codifica fueron descubiertos en la década de 1990 por un equipo de genetistas del Centro Welcome de Genética Humana de la Universidad de Oxford, cuyo investigador principal era Simon Fisher. Unos diez años después se encontró que están relacionados con el lenguaje humano. La base analítica era, entre otros aspectos, que cuando se produce una mutación en este gen, aparecen determinados trastornos específicos del lenguaje. No obstante, hay que tener en cuenta, según ha señalado S. Pääbo, que los neandertales, aunque tienen una historia de 300.000-400.000 años, mucho mayor que la nuestra, parecen tener una variación genética muy escasa. 30 Entre los yacimientos de Europa de los que se ha conseguido extraer ADN neandertal, se encuentra una cueva llamada El Sidrón, localizada en Asturias, de donde se han desenterrado centenares de restos de esta especie. Los aportes obtenidos en ese yacimiento han dado origen a interesantes resultados y controversias.
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senta la característica más clara que diferencia a nuestra especie de las demás especies animales (incluidas las pertenecientes al género Homo). Una autoridad en la materia, Richard Klein (2000), no obstante, ha advertido que debido a la notable carencia de indicadores anatómicos directos, las evidencias acerca de la capacidad lingüística de nuestros antepasados difícilmente llegarán a ser algo más que sugerencias o especulaciones. Lo cierto es que, al menos por ahora, no deja de tener razón, ya que la única certeza en la que coinciden todos los especialistas sobre el intricado asunto del habla es que solo los humanos anatómicamente modernos han dejado pruebas claras de comunicación oral basada en un lenguaje simbólico articulado. Algunos investigadores argumentan que los comienzos del lenguaje estuvieron asociados a homínidos anteriores a Homo sapiens, pero según otros solo surgió en los humanos anatómicamente modernos.
4.2. Las primeras sepulturas intencionadas: la muerte como cálculo vital Los enterramientos deliberados de cadáveres constituyen otro importante punto de referencia capaz de brindar algunas señales acerca de los orígenes del pensamiento simbólico. No obstante, los indicios de que otras especies del género Homo, distintas de Homo sapiens, hayan alcanzado un grado de abstracción tal que los indujera a enterrar a sus muertos siguiendo algún tipo de ceremonial, es también un tema harto delicado, que está sujeto a múltiples interpretaciones que generan poco consenso y muchas discusiones en la comunidad científica31. 31 Por ritual o ceremonial funerario se entiende enterrar premeditadamente a un muerto acompañado de la inclusión de cualquier objeto, hecho que podría interpretarse como manifestación de creencia en otra vida. Hasta ahora nadie ha presentado una prueba definitiva que convenza seriamente a la mayoría de un comportamiento de este tipo anterior a los humanos modernos del Paleolítico Superior.
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Dado que los fósiles humanos descubiertos se han encontrado enterrados, porque al aire libre difícilmente se habrían preservado, es un problema importante demostrar y diferenciar cuándo se trata de un enterramiento natural y cuándo es intencionado. Algunos expertos creen que muchas de las señales que se han usado para identificar enterramientos voluntarios no pertenecientes a Homo sapiens son en realidad el resultado de los condicionantes asociados a la formación de un lugar, tipo de las características geológicas naturales. Razón que explicaría por qué en un espacio de la extensión de Europa y Asia occidental, por ejemplo, solo hay evidencias irrefutables de sepulcros en aquellos sitios que tienen menos de 40.000 años de antigüedad. Una observación que certifica su existencia en fechas posteriores a la llegada de Homo sapiens. Ese calendario, sin embargo, dista mucho del estimado y propuesto por los investigadores de la sierra de Atapuerca para el primer enterramiento intencional. Según estos autores, hace 300.000 años se originó en la Sima de los Huesos la más antigua de las tumbas conocidas: alrededor de 30 cadáveres humanos fueron voluntariamente acumulados en una cueva por otros humanos. De hecho, indican los especialistas, no se trata de un enterramiento de cadáveres, pues no conlleva la excavación de una fosa y la colocación del muerto en ella, sino de una acumulación de cuerpos, uno sobre otro, en un lugar especial. Salvando esta peculiaridad, los científicos españoles afirman que el comportamiento revelado por estos miembros del género Homo, que eran preneandertales y por ende de edad muy anterior a humanos modernos del Paleolítico Superior, no debería pasarse por alto. Muestra una intencionalidad selectiva no ajena a funcionalidades y consideraciones, quizás, de sentimientos de pérdida. Una hipótesis que puede ser «heroica» o exploratoria. La robustez de esa simulación no es mayor que la manejada de accidente geográfico que provocaría el azar de encontrarles reunidos en ese momento de derrumbe, que parece lo más plausible ligado a contingencias naturales. Son muchos los expertos que consideran imposible un comportamiento funerario que se remonte a tiempos tan antiguos
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como hace 300.000 años32. Un número considerable de ellos ni siquiera acepta que haya evidencias de enterramientos intencionados en fechas más recientes, como los de hace unos 60.000 años, que han sido adjudicados a Homo neanderthalensis. La capacidad de los neandertales para enterrar a sus muertos es, de hecho, muy discutida. Ya en la década de 1930, la prestigiosa arqueóloga británica Dorothy Garrod y su equipo rescataron en cuevas de Oriente Próximo algunos esqueletos neandertales que parecían indicar enterramientos deliberados. Si la interpretación fuera correcta, estaríamos mencionando los que podrían ser los sepulcros más antiguos conocidos. Con posterioridad, se han excavado más canteras —en Oriente Próximo y también en Europa— donde los esqueletos también sugieren que fueron enterrados con intención33. 32
Diversos estudiosos creen que la acumulación de fósiles encontrada en la Sima de los Huesos podría ser casual, debida quizás a algún tipo de catástrofe natural (por ejemplo, el derrumbe del techo de la cueva). Esta incidencia provocó la muerte simultánea de varios homínidos. En la comunidad de paleoantropólogos, también ha llamado la atención que en Atapuerca se haya encontrado la evidencia más antigua de creatividad humana: un bifaz de piedra de unos 350.000 años de antigüedad entre los huesos fosilizados de un grupo de homínidos. El hecho sugiere la existencia de pensamiento simbólico muy anterior a lo supuesto: ese bifaz, al que sus descubridores han dado el nombre de Excalibur, podría ser la primera evidencia de comportamiento ritual en una especie humana preneandertal. Pero no pocos autores, entre ellos el prestigioso especialista en neandertales C. Stringer, han subrayado la necesidad de ser cautelosos con este tema, ya que podría tratarse de un depósito accidental que habría llevado a un interpretación errónea. 33 En la década de 1970, se encontró un enterramiento neandertal en Irak que parecía estar acompañado de flores, lo que podría constituir una prueba de que aquellos humanos experimentaban algún tipo de sentimiento ante la muerte. No pudo evitarse que algunos dispararan su imaginación viendo atisbos de prácticas rituales, e incluso creyeron ver la emergencia de cierto vínculo religioso. Con posterioridad, sin embargo, se determinó que las flores (representadas por polen en la tumba) probablemente habían sido arrastradas por el viento desde cualquier otro sitio; su asociación con restos humanos sería entonces fortuita. No obstante, también hay casos que no solo aparentan ser tumbas, sino que revelan una notable complejidad: parecen mostrar cierto tratamiento y cuidado del cuerpo. La presencia de pigmentos
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La controversia se ha mantenido encendida hasta el presente. En el amplio espectro abarcado, hay autores que defienden, sobre todo a partir de los restos hallados en Oriente Próximo, que las prácticas mortuorias de los neandertales —junto con su técnica lítica— no eran en nada inferiores a las de los de los sapiens de aquella zona. Mientras que, por su parte, otros afirman que quizás algunos neandertales protegían los cadáveres enterrándolos, ya fuera para que no los comieran los animales carroñeros como las hienas o para protegerse a sí mismos de los cuerpos en descomposición, pero insisten en que esas prácticas carecerían de un ritual o de expresiones simbólicas. Los testimonios que se tienen hasta la fecha, no permiten jerarquizar hipótesis, debido a que se ignora si hay un tiempo de transición entre prácticas físicas inducidas por la desaparición de congéneres y el grado simbólico de reconocer tal hecho. En cualquier caso, la cuestión sobre si los neandertales, o al menos algunos, fueron o no capaces de enterramientos intencionados continúa hoy muy abierta. De nuevo, al igual que ocurre con el lenguaje, los datos apuntan a que solo hay evidencias claras de que Homo sapiens sepultara ritualmente a sus muertos, y por ende que mostrara claros indicios de simbolismo. En las demás especies persisten dudas, según acreditan las pruebas a sensu contrarias. Para gran número de estudiosos, aunque no para todos, solo los restos de Homo sapiens ofrecen evidencias de enterramientos simbólicos deliberados.
naturales como el óxido de hierro —el llamado ocre rojo o hematita— o el dióxido de manganesio, de color negro, señala que podrían haberse utilizado para colorear objetos o restos humanos. Asimismo, en Siria y Francia, se han encontrado losas de piedra que parecen estar colocadas en las tumbas de niños neandertales. En lo que al Lejano Oriente respecta, no hay pruebas suficientes de enterramientos humanos hasta la llegada de Homo sapiens a la región. No cabe duda de que en la actualidad todavía quedan importantes aspectos de los neandertales que resolver.
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4.3. El arte paleolítico. ¿Cambios en el uso del tiempo y el ocio? Cuando se exploran los indicios del pensamiento simbólico, un indicador poderoso, antiguo y directo de su presencia es, sin duda, el florecimiento de las primeras señales de arte. Estamos aludiendo a lo que se entiende como un vehículo de expresión, un diálogo entre quien es capaz de crear y quienes visualizan tal escenario, es decir, sus espectadores34. El sentido del arte paleolítico, que incluye también objetos de adorno corporal, pese a ser un asunto muy especulativo, posee un formidable interés: es una herencia de incalculable valor que nos han legado nuestros antepasados con la facultad de arrojar luz sobre el intrincado desarrollo del pensamiento humano. Acerca del arte paleolítico, sin embargo, queda aún mucho por saber, ya que se trata de un tema sujeto a frecuentes revisiones, sobre todo debido a que las mejores técnicas dedicadas a su estudio son relativamente modernas. Además, los expertos están lejos de ponerse de acuerdo al interpretar o reinterpretar los hallazgos y los datos hoy disponibles. El debate sobre los orígenes del arte hunde sus raíces en la historia de la evolución de la cultura humana del último medio millón de años, y está cimentado en el variable registro arqueológico con que cuenta la comunidad científica. Según este registro, la mayor parte de los paleoantropólogos asume que hace unos 500.000 años vivían en África humanos descendientes de Homo erectus/ergaster. Europa también estaba habitada por descendientes de esa especie, que probablemente habían 34
Las primeras manifestaciones artísticas, apuntan los especialistas, están representadas por objetos utilitarios cuyo propósito era mejorar la actividad rutinaria de la gente del Paleolítico. Sería entonces arte la industria más antigua conocida, la olduvayense. Se trata del llamado arte «útil», diferente del arte «simbólico» desarrollado más tardíamente y al que hacemos referencia en este capítulo. No obstante, hemos de ponderar que las expresiones calificadas de arte no son distintivas de otras manifestaciones propias del lenguaje y la comunicación. Es cuestión de catalogación en las escalas de complejidad comunicativa, colocar a lo artístico más arriba o debajo de otros modos de identificar esas exteriorizaciones expresivas.
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abandonado el continente africano alrededor de 1,8 millones de años antes del presente. Los datos arqueológicos sugieren que ambos grupos divergieron progresivamente en su anatomía, aunque permanecieron similares en su cultura; tanto los europeos como los africanos, producían artefactos achelenses. Con posterioridad, empezaron a construirse útiles algo más complejos, aunque incluirlos dentro de la categoría de obras de arte genera considerables dudas. Según el modelo hoy dominante, el registro arqueológico ha sido notablemente homogéneo hasta que hace unos 50.000-40.000 años se produjo en Europa el nacimiento de una insólita habilidad: el arte figurativo. A partir de aquellas fechas, los humanos de aspecto moderno comenzaron también a comportarse de manera moderna, esto es, produciendo arte, en forma de adornos corporales, pinturas rupestres, pequeñas estatuillas y muchas otras cosas que nunca habían hecho antes (Klein, 2000)35. En el año 2002, sin embargo, se hicieron públicos unos descubrimientos en Sudáfrica que, según algunos investigadores, serían una clara prueba de que la producción artística apareció por primera vez en África. Ciertamente, en la cueva de Blombos36 se han encontrado señales de que los primeros sapiens que la habitaron empezaron a mostrar una conducta compleja mucho antes 35 El hallazgo de las preciosas pinturas rupestres en las cuevas francesas de Lascaux y Chauvert tradicionalmente se ha considerado una clara prueba de que el comportamiento moderno brotó en Europa hace unos 35.000 años. Esta idea se ha visto fortalecida con la publicación en 2007 de un descubrimiento de notable importancia: el hallazgo en una cueva alemana de una talla en marfil de mamut, una verdadera obra de arte datada también en alrededor de 35.000 años de edad. En la voz de su descubridor, N. Conard, la pequeña escultura, que mide 3,7 cm del largo y pesa 7,5 g, fue tallada por humanos anatómicamente modernos y no puede calificarse de ninguna manera de primitiva, sino de «altamente desarrollada y hermosa». Aunque se trata de una talla excelente perfectamente acabada, explican sus descubridores, no está nada claro el uso que en su tiempo pudieron haberle dado. De ahí que suscite numerosas proposiciones. 36 La cueva de Blombos está situada en la costa oriental de Sudáfrica, sobre un acantilado, a unos 20 km del océano Índico, y hace unos 90.000 años estuvo habitada por humanos anatómicamente similares a nosotros.
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de lo supuesto. El hallazgo consiste en más de 30 trozos de ocre (óxido de hierro natural que molido y calentado puede usarse como pigmento), cuya antigüedad —calculada mediante sofisticadas técnicas de datación— se ha estimado en unos 75.000 años. Dos de esos trozos presentan grabadas en su superficie unas marcas, en forma de equis atravesadas por líneas horizontales, que podrían haberse realizado con intención simbólica y significado desconocido. Quizás se trate de los ejemplos más antiguos hasta ahora hallados de arte abstracto, ya que, como hemos apuntado, hasta este descubrimiento los de mayor antigüedad eran las pinturas rupestres europeas efectuadas por Homo sapiens hace aproximadamente unos 40.000 años como máximo. La cueva de Bomblos ha brindado además otra sorpresa. Esta vez se trata de casi medio centenar de pequeñas conchas de molusco, pertenecientes a la especie Nassarius kraussianus37, que están perforadas en un lugar concreto de forma premeditada y que tienen un tamaño similar, lo que indica que habrían sido seleccionadas previamente. Se han datado en unos 76.000 años, y ello las coloca entre los objetos de adorno con representación simbólica más antiguos elaborados por miembros de nuestra especie, ya que probablemente esas conchas se usaron como cuentas de collar o piezas de colgantes que han hecho retroceder el uso de adornos personales en unos 30.000 años. También se ha detectado en ellas restos de pigmento ocre rojizo, lo que podría indicar que se las untó con tal sustancia o que estuvieron colocadas sobre alguna superficie impregnada con este tinte para colorearlas con un fin simbólico. Mucho más al norte, en una cueva situada en el este de Marruecos, en el año 2007, se encontraron otras pequeñas conchas marinas datadas, por dos laboratorios usando cuatro técnicas diferentes, en 82.000 años de antigüedad38. Se trata de 13 ejemplares per37
En total se encontraron 41 conchas. Como Nassarius kraussianus vive en los estuarios de los ríos, se ha supuesto que tales conchas fueron transportadas desde el río más cercano, a unos 20 km, hasta la cueva donde se han hallado. 38 Concretamente, el hallazgo se realizó en la cueva de las Palomas de las montañas de Taforalt, que se encuentran en el Marruecos oriental, a unos 70 km de Melilla. Los patrones de desgaste en las conchas implican que al-
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tenecientes a la especie Nassarius gibbosulus que parecen haber sido deliberadamente perforadas, conservando algunas de ellas restos de ocre rojo. Estaban asociadas con abundantes huellas de actividad humana, como herramientas de piedra y restos de animales. En África se están descubriendo restos de artefactos que muestran que la cultura de Homo sapiens hunde sus raíces en épocas más remotas de lo que se pensaba.
Es plausible deducir que los descubrimientos del arte paleolítico africano no han hecho sino añadir leña a un debate ya bastante caldeado. Algunos expertos ponen de manifiesto la necesidad de un punto de vista menos eurocéntrico y también más antiguo sobre el origen del llamado «comportamiento moderno». Otros, sin embargo, aunque están dispuestos a clasificar los hallazgos de la cueva de Blombos y de Marruecos como una forma de expresión artística o pensamiento abstracto se muestran reticentes. Opinan que, pese a que los descubrimientos son el resultado de investigaciones serias, se sentirían más predispuestos y cómodos si hubiera más piedras grabadas o conchas perforadas, o bien si estos presuntos símbolos se encontraran en muchos lugares diferentes. Al menos de momento, es opinión generalizada en gran parte de la comunidad de expertos que el arte nació en Europa hace entre 50.000-40.000 años, y se mantienen serias dudas de que las cuevas africanas sean el primer ejemplo de arte real. La polémica acerca de los orígenes del arte es aún más compleja y conflictiva, porque no se limita a Homo sapiens. Pese a que en Europa las muestras de arte del Paleolítico Medio, y por lo tanto anteriores a la llegada de Homo sapiens, son escasas, y gunas de ellas se engarzaron, y, como en Blombos, se pintaron con ocre rojo. Estas conchas fueron encontradas y datadas por un equipo de científicos de Marruecos, Gran Bretaña, Francia y Alemania. Su trabajo forma parte de un amplio estudio que trata de averiguar si el estrecho de Gibraltar que divide España y Marruecos actuó como corredor o barrera para los primeros humanos que pasaron de África a Europa.
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que su asociación con los europeos de aquellos tiempos, o sea, los neandertales, genera significativas controversias, no puede descartarse que otras especies del género Homo también tuvieran pensamiento simbólico. En Francia existen algunos yacimientos, como la Cueva del Reno situada en Arcy-sur-Cure, sur del país, donde se han descubierto restos fragmentarios de neandertales, en los que hay útiles preparados como colgantes (dientes y huesos perforados), anillos de marfil y conchas marinas que probablemente se utilizaron para adorno personal. Aunque esta cueva es la cantera hallada hasta ahora que más adornos de origen supuestamente neandertal contiene, también se han identificado conchas perforadas en un par de yacimientos italianos, a las que se les ha otorgado el mismo origen. También en Francia, en los márgenes del río Loire, en la localidad francesa de La Roche-Cotard, se encontró en 2003 un objeto de piedra de origen neandertal sorprendentemente parecido a un rostro humano. Se trata de una «máscara», fechada en unos 35.000 años, cuya forma triangular de 10 cm de alto por 10 de ancho lleva insertados dos huesos animales en las cuencas de los ojos. Junto a la máscara, y en los alrededores de la zona, se hallaron también huesos y herramientas. Los datos expuestos han conducido a que diversos autores consideren que los neandertales, o al menos algunos, utilizaban adornos corporales y que su cultura era más avanzada de lo que se suele admitir. No obstante, muchos especialistas, caso de R. Klein entre ellos, defienden que el pensamiento cognitivo neandertal era diferente al de los humanos modernos y que, simplemente, los imitaron en la elaboración de ornamentos, porque ambas especies convivieron a lo largo de diez mil años. Stringer y Andrews (2005), por su parte, afirman que los neandertales no parecen haber producido arte; consideran que es prematuro sostener con cierto grado de rigor que el arte existiera antes del Paleolítico Superior. En el año 2008, sin embargo, se analizaron cientos de fragmentos de dióxido de manganeso, semejantes a ceras usadas para colorear, procedentes de una cueva francesa donde vivían neandertales mucho antes de que los humanos modernos lle-
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garan a Europa. Ese pigmento negro podría haberse usado para decorar el cuerpo. Tal testimonio demostraría que los habitantes de aquella cueva fueron totalmente capaces de llegar por sí mismos a la «conducta moderna». La polémica se mantiene porque del supuesto arte neandertal solo hay piezas aisladas, mientras que el arte de los humanos modernos ha generado en Europa una gran profusión de objetos artísticos que han ido apareciendo una y otra vez con un estilo reconocible. De hecho, ningún experto niega que la llegada de Homo sapiens a Europa está claramente marcada por una abundante presencia de objetos de adorno personal. Entonces admiten que el progresivo uso de ornamentos que penden del cuello, o de cuentas ensartadas en collares, así como la elaboración de cinturones, brazaletes o pulseras, sea una característica indiscutida de la humanidad moderna39. Además, también se ha asumido que probablemente la función de los elementos de adorno no era solo estética o decorativa, sino que igualmente serviría para transmitir una información muy importante, por vía visual, sobre sus portadores. Y este es otro punto candente del debate. Negar a los neandertales la capacidad de captar el simbolismo oculto detrás de los objetos de adorno, y por lo tanto de descifrar su mensaje, es para muchos expertos reflejo del notable grado de arrogancia
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El registro arqueológico ha mostrado que en Europa hubo un rápido reemplazo de la cultura neandertal o musteriense por la más moderna o auriñaciense, con la que tenía poca o ninguna interacción, pese a que de manera ocasional se han encontrado conjuntos de artefactos que muestran una fusión de ambas culturas. Así, en el oeste de Francia y el norte de España, han aparecido algunos ejemplos de fusión, aunque bastante escasos, de la cultura neandertal y la moderna; se trata de herramientas pertenecientes a la llamada industria chatelperroniense. Esta cultura se considera elaborada por los últimos neandertales. Su antigüedad oscila entre 40.000 y 38.000 años y representa una fase de transición, una mezcla de formas antiguas y nuevas que cronológicamente duró muy poco, hasta la extinción de los neandertales hace unos 30.000 años. Para muchos, solo se trata de una imitación de la cultura de los humanos modernos; para otros, es una prueba de que Homo neanderthalensis también era capaz de producir arte.
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que, con demasiada frecuencia, han asumido los humanos modernos cuando interpretan a los neandertales. Según diversos especialistas, los yacimientos europeos anteriores a la llegada de Homo sapiens en el Paleolítico Superior ya muestran ciertas evidencias de que los humanos que habitaban el continente estaban adquiriendo capacidad para pensar simbólicamente. La falta de unanimidad radica, sin embargo, en que unos autores piensan que el simbolismo surgió solo cuando empezaron a decorarse las cavernas con pinturas y grabados, mientras que otros sostienen que nació mucho antes, en especies distintas de Homo sapiens.
A esta acalorada polémica es obligado añadir un ingrediente más: el papel de la genética. Desde esta perspectiva, no solo los demás representantes del género Homo serían incapaces de entender el simbolismo, sino que hubo diferencias incluso dentro de nuestra especie. Los datos genéticos parecen indicar que la habilidad artística surgió únicamente en los últimos representantes de Homo sapiens, aunque sin cambios aparentes en los restos fósiles. Admitir esta reflexión trae consigo asumir que una «explosión creativa» marcó el nacimiento definitivo de la mente moderna. Apoyado por diversos colegas, el respetado Richard Klein (2000) ha postulado que hace unos 50.000 años pudo haberse producido una mutación genética, capaz de alterar la organización del cerebro, proporcionando a Homo sapiens mayor adaptabilidad y, posiblemente, la capacidad de pensar simbólicamente. Según sugiere Klein, un cambio genético habría permitido a nuestros antepasados alcanzar el nivel intelectual moderno. Se trata de un argumento muy azaroso y controvertido, aunque su autor insiste: «creo que hubo un cambio biológico —una mutación genética de algún tipo— que propició la capacidad moderna de crear e innovar»40. 40
Explicar el origen del comportamiento humano moderno desde un punto de vista biológico, tal como hace Klein, tiene la ventaja de apoyarse en un proceso ampliamente conocido y aceptado: la ocurrencia espontánea de mutaciones selectivamente ventajosas. La principal fuerza de esta tesis
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En todos los yacimientos estudiados las evidencias indiscutibles de un comportamiento simbólico complejo están asociadas con los humanos anatómicamente modernos. Ello, sin embargo, no significa que especies distintas de Homo sapiens, en especial los neandertales, fueran por completo ajenas al simbolismo, sino que la comunidad científica carece de pruebas concluyentes sobre la capacidad de pensamiento abstracto de las demás especies del género Homo.
4.4. ¿Solo los hombres crearon arte? La infusa masculinidad A pesar de que en este apartado pretendemos traer a la palestra los grandes rasgos que sostiene la ciencia acerca de los orígenes del pensamiento simbólico reflejado en las primeras señales de creación artística, también interesa recordar aquí el sesgo sexista que, como en tantos otros casos, ha impregnado los estudios del arte paleolítico. En la inmensa mayoría de los libros de texto o de divulgación científica, en las revistas —especializadas o no— o en los medios de comunicación de cualquier otro formato, cuando se trata el tema suelen ofrecerse numerosas ilustraciones, en algunos casos muy bellas, que incluyen a personas pintando o esculpiendo y que reflejan hasta qué punto nuesradica, por tanto, en que postula solo una más de la larga serie de mutaciones selectivamente beneficiosas que deben subyacer a la evolución cognitiva y del comportamiento. No obstante, el razonamiento se enfrenta a desafíos importantes. Por un lado, no puede especificarse con precisión qué tipo de cambio biológico tuvo lugar; por otro, es imposible encontrar pruebas a partir de los fósiles, pues estos no revelan evidencias de un cambio biológico entre los Homo sapiens antiguos y los más modernos. Ciertos autores piensan que el comportamiento cambió gradualmente, y achacan tal modificación a que hubo algún tipo de cambio cultural o demográfico. Klein, sin embargo, cree que están equivocados y no ve evidencias que sostengan ese modelo gradual. Los últimos avances de la genética podrían dar la razón a Klein. Quizás proporcionen datos que sostengan que una causa biológica subyace al cambio de comportamiento observado, y los genes serían entonces un complemento valioso para el fragmentado registro fósil del linaje evolutivo humano.
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tros antepasados fueron excelentes artistas. Sin embargo, y en este punto queremos hacer especial hincapié, esa profusión de ilustraciones casi nunca muestra figuras femeninas en una actitud que corresponda a la creación artística. Las imágenes que acompañan a los textos rara vez contienen mujeres, y cuando lo hacen se las ve ociosas o se limitan a tareas de ayudar al verdadero creador, un varón. Y la evidente pregunta se abre paso: ¿solo los hombres fueron capaces de producir arte? Como señalara hace ya unos años, en 1997, la experta en arte paleolítico Margaret W. Conkey, «no es necesario tener una formación en el análisis visual para notar que los artistas son inevitablemente siempre masculinos». La autora llega a esta conclusión luego de un amplísimo estudio sobre docenas y docenas de reconstrucciones que pretenden reflejar la creatividad en el Paleolítico. En su extenso trabajo, Conkey revela que solo ha encontrado dos imágenes en las que las mujeres son reconocidas como artistas; y, curiosamente, ambas están incluidas en publicaciones muy poco difundidas en el ámbito de los arqueólogos41. La tónica general de los últimos años no parece haber cambiado mucho: se sigue soslayando la idea de que, con toda probabilidad, las mujeres también fueron activas participantes en la creación del arte paleolítico42. Es más, aunque existen 41
De las dos reconstrucciones sobre el arte en el Paleolítico halladas por Margaret Conkey que incluían mujeres activas, una tenía como fin ilustrar un artículo sobre el tema en una edición para jóvenes de Science Year, 1988, y la otra estaba en un libro francés para niños, ilustrado por una mujer, Veronique Ageorges (en Ageorges and Saint-Blaquant, 1989). 42 Un investigador de la Universidad de Pensilvania, Dean R. Snow (2006), asegura, después de haber analizado varias de las numerosas impresiones de manos (interpretadas como una especie de «firmas») que existen en las cuevas del Paleolítico Superior, que gran número de esas impresiones (aproximadamente el 75%) fueron realizadas por mujeres. Esta conclusión, a la que ha llegado tras constatar que la longitud relativa de los dedos se ajusta más a las proporciones de las manos de las mujeres que las de los hombres, de confirmase proporcionaría información sobre el papel social femenino de aquella época. El trasfondo induce a pensar que en aquellas sociedades no se producía una segregación de género como ha ocurrido
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múltiples puntos de vista sobre cuándo surgió el arte, dónde lo hizo y si hubo o no otra u otras especies, además de los sapiens capaces de crearlo. Tales discusiones parecen sugerir que la llamada «explosión creativa», esa que según muchos expertos fue el hito que marcó la llegada definitiva de la mente moderna, solo habría tenido lugar en el sexo masculino. Asimismo, aquellos que acusan a sus colegas de arrogancia por su negativa a admitir el simbolismo en otras especies, por ejemplo en los neandertales, al parecer no han tenido ningún problema relacionado con comportamientos soberbios al otorgar tan genuina cualidad solo a los varones43. Aunque los ecos del debate sobre los orígenes del arte apenas lo reflejen, los datos hoy disponibles hacen suponer que las mujeres del Paleolítico Superior eran inteligentes y creativas, y tuvieron tanta capacidad para la creación artística como sus compañeros varones. De hecho, producir arte es una habilidad inherente a los humanos, al margen de si son varones o mujeres.
El complejo asunto del pensamiento simbólico, que tiene múltiples esquinas y rincones, solo superficialmente tratadas aquí en su cáscara más externa, cuenta entre sus numerosas vertientes con otra cuestión no menos compleja: el origen del género. Al parecer, fue necesario que nuestro pensamiento se volviera simbólico para que surgiese la idea de división sexual del trabajo. Es concretamente en este interesante e intrincado asunto, donde queremos detenernos ahora.
en las que las sucedieron. Sin embargo, no todos los expertos apoyan la fiabilidad de los resultados de Snow y consideran que son necesarias más investigaciones. 43 Como se verá en el Capítulo 4, pretender dejar fuera del arte paleolítico a las mujeres puede llevar a cometer grotescos errores, ya que algunas de las mejores representaciones de la creatividad artística de aquella época tienen precisamente forma de mujer; se trata de las célebres estatuillas paleolíticas (también llamadas «Venus» paleolíticas), cuyo valor ha sido considerado extraordinario por la comunidad de expertos.
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5. El simbolismo y el origen del género: un salto en la metafísica primaria 5.1. Nuevos aires frente a viejos dogmas: levantando el ancla del simplismo inercial En 1978, el respetado paleoantropólogo Glynn Isaac, propuso que entre las características más significativas que atañen a los inicios del comportamiento propio de los homínidos, y que los diferencian del resto de los grandes simios, están la división del trabajo en función del sexo y el compartir sistemáticamente la comida44. Siguiendo este razonamiento, los homínidos empezaron a desarrollar distintos papeles en función de su sexo (machos cazadores-hembras recolectoras) ya desde finales del Mioceno (unos 5 o 6 millones de años atrás). Como la caza requiere mayor fuerza física y velocidad, habría sido una tarea propia de los machos, mientras que la recolección de alimentos vegetales sería más compatible con la menor fuerza física de las hembras y las restricciones impuestas por la gestación y los deberes del cuidado de la prole. Así pues, la división sexual del trabajo se habría originado por diferencias biológicas naturales. Esta tesis ha estado respaldada durante largo tiempo por la mayoría del colectivo académico masculino que la ha aprobado casi sin discusión, pasando incluso por alto que la organización de la vida social de nuestros antepasados —tanto 44 Pese a que la práctica de compartir la comida entre los primeros homínidos del este africano es ampliamente asumida, no goza de total aceptación. Este recelo se debe en parte a que se ha observado que entre los grandes simios el comportamiento de subsistencia no lleva necesariamente a compartir la comida entre sexos. Aunque, por otro lado, sí hay casos en los que primates del mismo sexo comparten regularmente el alimento, como sucede con las hembras chimpancés o las bonobo que comen juntas, pero que no hacen partícipes a los machos. También hay que señalar que en los primates no existen evidencias de un modelo de división del trabajo; y finalmente, se ha constatado que las hembras también cazan y con notable eficiencia (De Waal y Lanting, 1997).
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de los más antiguos como de los más recientes integrantes del género Homo— todavía presenta importantes lagunas y es mucho lo que queda por saberse, especialmente en lo que respecta a los papeles relacionados con el sexo de los individuos45. De hecho, los resultados de las investigaciones más recientes, y también la reinterpretación de algunos anteriores, parecen indicar que la división sexual del trabajo no se remonta hasta los orígenes de los primeros homínidos, hace alrededor 6 millones de años, sino que habría empezado mucho después, unos 50.000 años atrás. Se trataría pues de un comportamiento propio de nuestra especie, que no está presente de manera universal, y cuya emergencia habría coincidido con el arribo a Europa de los humanos anatómicamente modernos. Los recién llegados generaron, como hemos visto, la expansión de un amplio rango de nuevos comportamientos, entre los cuales podría haber estado la separación de tareas en función del sexo, que no sería entonces ni tan antigua ni tan natural como se ha querido ver. Solo en lo que respecta a los restos de Homo sapiens más recientes, insistimos, se han encontrado señales inequívocas de la presencia de pensamiento simbólico. Y, aunque tal contingencia es considerada por muchos como requisito para la división del trabajo en función del sexo, no hay pruebas que indiquen que la separación sexual de las tareas se produjera en esas fechas. Los datos arqueológicos que nos sugieren con claridad que el género podría estar presente, se remontan a unos 35.000 años, cuando aparecen claras descripciones de mujeres como las célebres estatuillas femeninas46. 45 No debe olvidarse que hay otras formas de organizar la subsistencia, aparte de la división del trabajo según el sexo. Este es el caso de algunas primates que durante la gestación o cuando tienen crías a su cargo siguen estrategias distintas, como aumentar el tiempo de alimentación o explotar recursos alimenticios vegetales de mayor calidad. Asimismo, ya hemos apuntado que las hembras con crías pueden compartir la comida y el cuidado de la prole entre ellas. 46 Este tema se trata en el Capítulo 4.
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Los expertos actualmente desconocen si la división del trabajo en función del sexo estuvo o no presente en otros homínidos además de Homo sapiens. Sin embargo, para muchos autores tal separación de las tareas sigue siendo un hecho universal, presente incluso en los homínidos de hace cerca de seis millones de años. Algo que permite considerar «natural» que las mujeres realicen una serie de actividades «propias de su sexo».
Los últimos estudios han restado validez a los modelos sobre división natural del trabajo en función del sexo; entre otras cosas, porque demuestran que en realidad no existen razones biológicas por las que las mujeres no puedan cazar y los hombres no puedan recolectar. La biología no ofrece evidencias que justifiquen que conseguir carne sea una actividad masculina y recolectar vegetales lo sea femenina. Diversos autores insisten en que, debido a que no hay justificación biológica para dividir el trabajo en función del sexo, tal segregación debe tratarse de un constructo social 47. La necesidad de explicar comportamientos actuales buscando apoyo en el pasado salta a la vista. En 1994, la antropóloga Olga Soffer argumentaba que la división del trabajo basada en el sexo probablemente tuvo su origen en la transición entre el Paleolítico Medio y el Superior, esto es, con la expansión de la humanidad moderna. Además, Soffer, al igual que otros especialistas, sostiene que tal división del trabajo pudo tener carácter adaptativo. Esa fue la respuesta de Homo sapiens ante un entorno en el que las fuentes de alimentos estaban dispersas y eran impredecibles: «como solución a un problema, indica Soffer, parece haber tenido éxito». La división sexual del trabajo sería entonces una adaptación para vivir en grupos donde se comparte la comida. Por su parte, Balme y Bowdler (2006) alegan que, al definir categorías sociales y otorgarles tareas, se produjo una división del trabajo que llevó a un sistema tan altamente eficiente que permitió a los humanos modernos explorar nuevos ambientes «hasta cada esquina del mundo». 47
El término constructo social hace referencia a algo que no es innato en la especie humana, sino el producto de la historia cultural.
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Los hallazgos de las últimas décadas, o la reinterpretación de descubrimientos anteriores relacionados con el comportamiento de los homínidos del Paleolítico, están desmoronando ese dogma, hasta hace poco incuestionado, de una división primordial del trabajo entre machos cazadores y hembras recolectoras existente desde los más remotos orígenes de nuestro linaje evolutivo. Cada día hay más espacio para sospechar que dividir el trabajo en función al sexo en los homínidos anteriores a Homo sapiens, tiene que ver como mínimo con el respeto a la naturaleza y como máximo con trasladar al pasado remoto una forma de pensar del presente.
En suma, con los datos en la mano no puede establecerse con precisión cuándo a lo largo de la evolución humana empezó a dividirse el trabajo en función del sexo. Ello, sin embargo, no ha sido óbice para que los estereotipos sexuales vigentes en nuestra sociedad hayan servido de pretexto a gran número de investigadores masculinos para adjudicar determinadas funciones sociales a las mujeres del pasado. Hay que reiterar cómo las funciones sociales femeninas se han intentado describir en sociedades antiguas (incluso muy antiguas), mediante un calco de la sociedad occidental del presente, empleándose a veces con notable falta de rigor conceptos y esquemas propios de la actualidad para analizarlas. Sin pretender profundizar en los debates inherentes a un tema que por su complejidad y extensión desborda los límites de este capítulo, es necesario incorporar al debate otra faceta significativa: admitir que en algún momento a lo largo de nuestra historia evolutiva, si las mujeres y los hombres empezaron a desempeñar labores distintas eso no tiene por qué implicar que unas tareas fueran socialmente más valoradas que otras. En otras palabras, la división del trabajo en función del sexo no conduce necesariamente a la subordinación de un colectivo frente a otro. Veamos. 5.2. ¿Jerarquías laborales en el Paleolítico? La antesala de la división del trabajo Antes de intentar dar una respuesta a esta pregunta, nos interesa recordar que, si bien compartir la comida parece una característica propia de los homínidos, no puede afirmarse con
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certeza en qué momento de la historia evolutiva los machos podrían haber empezado a contribuir con más carne al grupo, mientras las hembras se habrían concentrado en los productos vegetales. La comunidad científica no ha alcanzado un consenso en este tema, pero una parte importante admite que la realización de tareas distintas por mujeres y hombres tiene un origen reciente y pudo ser un proceso adaptativo, esto es, habría permitido a Homo sapiens desarrollar nuevas estrategias de supervivencia. En síntesis, el que cada sexo tuviera una faena concreta, implicaría quizás una mayor eficiencia en la explotación del entorno. Sin embargo, aceptar este razonamiento —aunque haya autores que lo discuten seriamente— es cosa bien distinta a pretender incluir las supuestas tareas propias de cada sexo en una escala jerárquica. Se ha comentado en otros epígrafes que a lo largo de la historia los quehaceres masculinos siempre se han priorizado frente a los femeninos. El discurso androcéntrico, reiteramos, se ha mantenido presente en todo momento a la hora de interpretar nuestro pasado. Desde el punto de vista evolutivo, esto ha sido así porque los estudiosos del tema parten, entre otras, de la premisa según la cual las sociedades humanas de todos los tiempos han valorado la carne como producto alimenticio por encima de cualquier otro componente de la dieta48. Pero sucede que hay expertas (de hecho, cada vez más numerosas y apoyadas por colegas varones) que no están de acuerdo con esa valoración tradicional. Por ejemplo, la respetada y ampliamente citada antropóloga Margaret Ehrenberg (1989) sería una de las pioneras en sostener que entre los primeros homínidos el recolectar productos de origen vegetal o conseguir carne eran actividades que tenían igual valor para el grupo, y por tanto quienes más recolectaban disfrutaban del mismo estatus que quienes aportaban alimentos de origen animal. Las tareas serían entonces complementarias o diferentes, pero igualmente necesarias y valoradas.
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El papel de la carne en la alimentación humana se discute en el Capítulo 1.
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Las historiadoras Bonnie Anderson y Judith Zinsser sostienen, al igual que otros autores, que si bien todas las sociedades humanas estipulan ciertas tareas como propias de un sexo u otro en los pueblos que hoy existen, tal división del trabajo no significa automáticamente que las labores de un sexo sean más valiosas que las del otro.
La comunidad académica, sin embargo, al equiparar diferentes tareas con jerarquías de desigualdad, ha impulsado y fortalecido esa tendencia generalizada que presupone la universalidad del dominio masculino, provocando importantes distorsiones al interpretar los orígenes de las sociedades humanas. El sesgo androcéntrico es el que ha desenfocado tantas investigaciones que han llevado a exclusivizar el poder masculino, incluso donde no hay evidencias científicas que lo certifiquen. De hecho, los últimos avances realizados en el ámbito de la paleoantropología parecen confirmar que la jerarquización de roles basada en la dominación masculina no es ni mucho menos tan universal como se ha creído. Siendo esto así, tampoco lo sería la pretendida subordinación femenina49. Resumiendo, es probable que las mujeres también hayan sido creadoras de cultura, hayan sido autónomas y hayan ostentado poder50. No hay razones para suponer que todas las sociedades del pasado favorecieran la opresión de un sexo por el otro. Es posible que en muchas sociedades estratificadas las posiciones más altas en cualquier campo pudieran estar abiertas para uno u otro sexo. Muy bien pudieron existir sociedades igualitarias en vez de caracterizadas por el dominio masculino.
En este contexto, un novedoso artículo ha avivado el siempre encendido debate sobre la división sexual del trabajo en 49 La información procedente de los estudios etnográficos que hace referencia a la división del trabajo, en función del sexo en los pueblos de tecnología simple que aún habitan en nuestro planeta, se trata en el Capítulo 5. 50 Los roles femeninos en las sociedades antiguas han alimentado un interesante debate en torno al matriarcado, esto es, la existencia de sociedades dominadas por mujeres. De este asunto se trata en el Capítulo 4.
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las sociedades antiguas. Se trata de una investigación sobre las mujeres neandertales y la caza, que tiene el valor añadido de hacer referencia a la especie humana de Homo neanderthalensis, que quizás compartió con nosotros el pensamiento simbólico. 5.3. Las mujeres neandertales incluyen y perfilan el alcance de los protagonismos vitales En un artículo publicado en diciembre de 2006, los antropólogos Steven L. Kuhn y Mary C. Stiner defienden una tesis sobre la organización de la vida de los neandertales que ha levantado una bulliciosa polémica. Sus ecos han sobrepasado el mundo académico y alcanzado a los medios de comunicación y al público en general. Partiendo de la mayoritariamente aceptada hipótesis de que los neandertales se alimentaban de la carne procedente de la captura de los grandes animales que prosperaron en Europa durante el Paleolítico Medio, como el bisonte, ciervos, gacelas y caballos salvajes, estos autores, Kuhn y Stiner, sostienen que en tales grupos humanos toda la población, tanto las hembras como los machos, parece haber estado implicada en una única y principal ocupación: la caza. Los autores basan su hipótesis en un minucioso estudio de las cicatrices de fracturas detectadas en los huesos de Homo neanderthalensis51. Dado que la caza de grandes piezas es una actividad peligrosa —al parecer, debido a la rusticidad de sus herramientas, mataban a los animales desde muy cerca— y que 51 Los esqueletos humanos fosilizados muestran en ciertos casos señales de lesiones producidas por heridas o fracturas. Los neandertales, en particular, parecen haber sido propensos a tales daños, lo que prueba lo peligrosas y duras que eran sus vidas. Algunos expertos han comparado la distribución de las lesiones de los esqueletos de neandertal con las de diferentes atletas o deportistas, y según apuntan Stringer y Andrews (2005), el mayor parecido se encontró con los jinetes de rodeo o domadores, habitualmente en contacto con animales salvajes. Estos datos sugieren que muchas de las lesiones de los neandertales podrían haber sido producidas por animales peligrosos durante la caza. Sin embargo, no hay que olvidar que este patrón de lesiones también es consistente con elevados niveles de violencia interpersonal.
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los cráneos y esqueletos analizados, tanto de las hembras como de los machos, no muestran diferencias en las cicatrices de numerosas fracturas, puede interpretarse que ambos sexos habrían participado por igual en la captura de animales. Asumen entonces los científicos que si no hay diferencias en la morfología ni en el patrón de las heridas, probablemente los hombres y las mujeres llevaban vidas semejantes. Kuhn y Stiner argumentan, por tanto, que las hembras neandertales tomaban parte de las cacerías. Además, han explicado al público que «los esqueletos de las mujeres neandertales estaban tan robustamente construidos que parece improbable que ellas simplemente se sentaran en casa cuidando sus hijos». Kuhn y Stiner, junto a otros especialistas en el tema, creen que el registro arqueológico proporciona muy poca evidencia directa de que Homo neanderthalensis dispusiese de recursos para procesar alimentos de origen vegetal, como piedras para moler nueces o semillas. Por el contrario, en su opinión todo parece indicar que dependían casi exclusivamente de los grandes animales para alimentar sus cuerpos fuertes y macizos. Además, apoyan su razonamiento en que algunos análisis químicos de los huesos neandertales indican que su dieta podría haber consistidio principalmente en carne. En suma, la presencia de cicatrices de fracturas en los esqueletos neandertales —atestiguando un estilo de vida bastante duro— y una supuesta falta de diversidad en la dieta son las principales señales que llevan a los dos autores a sugerir que las hembras participaban activamente en la caza. La idea de que las mujeres neandertales tomaban parte de las cacerías y que, por lo tanto, no existía división de trabajo en base al sexo, o bien esta era muy sutil, ha generado intensas discusiones. Recordemos que se han propuesto modelos sobre la vida neandertal, como el sugerido por Lewis Binford en la década de 1960, que sostenía que las mujeres y los hombres de esa especie vivían separados y solo se reunían para aparearse52. 52
El arqueólogo Lewis Binford formó parte de un equipo que excavó en la cueva refugio de Combe Grenal, en Francia. Basándose en sus observaciones, llegó a la conclusión de que la vida neandertal se organizaba en dos zonas separadas dentro de la cueva. En el centro se encontraba el
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La distribución del espacio que habitaban ha sido tradicionalmente admitida como prueba palpable de que las hembras y los machos neandertales desempeñaban funciones sociales distintas. No obstante, y más recientemente, Erik Trinkaus (1993), otro respetado paleoantropólogo, ha argumentado que si bien se pueden documentar los diferentes usos del espacio de una cueva analizando la distribución de distintas herramientas, «pretender que las diferencias representan a hombres y muje«nido», compuesto por depósitos de ceniza que emanaban calor, y en él se hallaron herramientas simples fabricadas con materiales de piedra local, y dispersos algunos huesos largos y fragmentos de cráneos de animales. Según ha señalado el conocido paleoantropólogo Ian Tattersall (1995), «Binford creía que el nido estaba ocupado por mujeres sedentarias, que recolectaban plantas en el área local y cocinaban en pequeños fuegos»; probablemente, en el nido también se extraía la médula ósea de los huesos de animales despiezados. La otra zona de la cueva, más externa y al parecer sin nombre concreto, se localiza cerca de la entrada; sus sedimentos demostraban que allí habían ardido fuegos con mucha más frecuencia que en el nido; las herramientas de piedra encontradas estaban talladas con mayor detalle y se habían construido con material local y no local; aquí también se han hallado huesos de animales. La extracción de la carne (el despiece) era probablemente la principal actividad de esta zona que, siempre según Binford, era ocupada solo por los hombres; allí procesaban la carne de los animales de los que se alimentaban y con cierta periodicidad retornaban al nido con huesos y cráneos para las mujeres y los niños. Los restos óseos encontrados en ambas áreas a menudo eran parte de un mismo animal, lo que demuestra que los dos sitios estaban en uso simultáneamente. En opinión del científico, los hombres y mujeres neandertales principalmente interactuaban para aparearse. Solamente Binford ha propuesto una separación tan radical de los sexos. Su modelo, todo hay que decirlo, no cuenta con el apoyo de los especialistas. En este sentido, el experto en neandertales, Paul Mellars, ha argumentado que la distribución del uso de las herramientas probablemente podría estar basada en su función, más que en papeles sociales. Por ejemplo, los utensilios para la extracción de la carne se encontrarían naturalmente en aquellas áreas donde los animales se despiezan. Estas áreas se localizarían algo alejadas de los centros de actividad social (como el nido), ya que en ellas se lleva a cabo una tarea aparatosa que ensucia y mancha el entorno. El nido, por el contrario, sería un área social común para todos los miembros del grupo, y por ello estaba localizado en el centro de la cueva. La función separaría entonces las áreas, y no el papel de hembras y machos.
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res es solo una conjetura». En esta misma línea, la autora Gina Matthiesen (2002) ha hecho hincapié en la escasez de críticas que destaquen un hecho evidente: la innegable semejanza entre la propuesta defendida por ciertos científicos sobre los papeles sexuales de los neandertales y los estereotipos ideales de comportamiento de mujeres y hombres en la vida moderna de la sociedad occidental. Literalmente, han propuesto lo de siempre: los hombres traen la comida a casa mientras las mujeres se dedican al hogar. Matthiesen destaca la necesidad de subrayar que los datos hoy disponibles muestran con nitidez que las mujeres neandertales eran personas fuertes y autosuficientes. Los estudios llevados a cabo sobre los fósiles neandertales han puesto de manifiesto que estos humanos tenían una constitución marcadamente robusta. En la actualidad, se ha constatado que las hembras disfrutaban también de una notable fortaleza física y que probablemente gozaban de una marcada autonomía. Podrían fabricar sus propias herramientas, procesar pieles (pellejos o cueros) y disponer de un elevado número de recursos, al menos tantos como sus compañeros varones.
Volviendo al modelo propuesto en 2006 por Kuhn y Stiner, señalemos que el gran alboroto generado no solo se debe a que defiende que las mujeres y los hombres neandertales cazaban juntos: también proporciona nuevos argumentos para un viejo debate todavía abierto, ¿por qué Homo neanderthalensis se extinguió mientras que Homo sapiens sobrevivió, pese a haber compartido más de 10.000 años el territorio en Europa? Es precisamente en los diferentes papeles jugados por las mujeres en las sociedades de ambas especies donde Kuhn y Stiner creen haber encontrado una buena respuesta. Dado que los humanos modernos explotaron su ambiente con mayor eficacia, porque los hombres cazaban grandes animales y las mujeres reunían alimentos de origen vegetal, razonan estos científicos que sus poblaciones sobrepasaron en continuidad a las de los neandertales. En otras palabras, y siempre según estos autores, la división del trabajo habría proporcionado a las poblaciones
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de Homo sapiens en expansión una ventaja demográfica sobre sus coetáneos europeos. Si los modernos tuvieron alguna ventaja evolutiva, Kuhn y Stiner se la atribuyen a las mujeres. Así, mientras las neandertales contribuían a la caza igual que los hombres, las sapiens desarrollaron habilidades como preparar piedras para moler nueces y semillas, manipular ciertos materiales como por ejemplo las pieles de los animales para defenderse mejor del frío, y la importante tarea de mejorar las condiciones de sus refugios. Tales actividades proporcionarían a la humanidad moderna acceso a fuentes más diversas de alimento y mayor protección ante las condiciones adversas del tiempo53. Según diversos autores, la elaboración de utensilios cada vez más complejos, sumada a una división sexual del trabajo, habrían propiciado que las poblaciones de Homo sapiens tuvieran una mayor tasa de reproducción. «La ventaja competitiva de la que disfrutaron los humanos modernos no procedió únicamente de nuevas armas y útiles, sino de la forma bajo la cual organizaban sus vidas y la distribución de las tareas entre los hombres y las mujeres», afirman Kuhn y Stiner.
Del modelo de la neandertal cazadora también se desprende que la división económica del trabajo según el sexo habría emergido en fechas relativamente recientes en la historia evolutiva humana. Ya hemos apuntado que la evidencia arqueológica señala un cambio revelador en la vida de los humanos modernos en una fecha alrededor de hace 50.000 años, y en ello inciden Kuhn y Stiner. De ahí que ambos creyeran haber «detectado, en base a muchos años de trabajo en el área del Mediterráneo, algunos cambios significativos en la dieta»; justamente en el 53 Los artefactos elaborados por los neandertales eran más sencillos que los construidos en el Paleolítico Superior por los humanos anatómicamente modernos. Entre los objetos producidos por Homo neanderthalensis no se han encontrado utensilios que sirvieran, por ejemplo, para coser ropas resistentes al frío, como agujas de hueso, o albergues artificiales, a diferencia de los yacimientos de Homo sapiens.
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período de tiempo en que afloran las primeras evidencias de arte y construyen nuevas herramientas para diversas labores. Las respuestas al artículo de Kuhn y Stiner, sin embargo, brotaron rápidamente desde los diversos ámbitos dedicados a los estudios de la evolución humana, generando un amplio espectro de variadas opiniones. El paleoantropólogo de la Universidad de Harvard, David Pilbeam, ha calificado el artículo de Kuhn y Stiner de «muy estimulante y profundo» y considera válido el mecanismo propuesto para explicar por qué declinó la población neandertal. Su foco era que la división del trabajo entre los sexos, probablemente surgida en un ambiente tropical, podría proporcionar una explicación para el ímpetu demográfico que impulsó la expansión de los humanos modernos fuera de África. Otros expertos se suman a este razonamiento, admitiendo que el surgimiento de los roles de género fue crítico para el dominio del planeta por Homo sapiens54. Richard Klein, como veíamos en el epígrafe anterior, también defiende el argumento de que nuestra especie experimentó un cambio importante hace unos 40.000-50.000 años. Este autor, no obstante, hace referencia a que fue una modificación física en la estructura del cerebro lo que permitió desarrollar virtudes como un lenguaje rico capaz de transmitir unidades complejas de información entre los individuos. Esa particularidad propició que los humanos modernos adelantaran a los neandertales. Klein se muestra escéptico ante la afirmación de que los neandertales no tenían división del trabajo. En su opinión, la separación de las tareas según el sexo ocurrió muy atrás en el tiempo, hace millones de años. Frente a las aseveraciones de este tipo, Kuhn y Stiner argumentan que su trabajo no defiende la falta total de papeles distintos para mujeres y hombres en la cultura neandertal. Sostienen que ellos solo afirman que eran menos diferenciados, 54
Algunos autores afirman que, pese a que Stiner y Kuhn podrían estar en lo cierto en lo que respecta a su hipótesis sobre un cambio en el papel de las mujeres y los hombres, quizás su marco temporal está equivocado. Señalan que unos 30.000 años atrás es la fecha más probable para que sucediera tal cambio. Pero Stiner y Kuhn sostienen que, mientras no se encuentren más evidencias físicas, el cambio cultural debió haber ocurrido unos 20.000 años antes, o sea, unos 50.000 años atrás.
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más similares. «Parece que en el Paleolítico Medio, en la época de los neandertales, las mujeres y los hombres [trabajaban] básicamente unidos. Puede que tuvieran diferentes labores asignadas, pero siempre dentro de un esquema en el que todos permanecían juntos y se movían en respuesta a sus necesidades de grandes piezas de animales». El antropólogo de la Universidad de Wisconsin, John Hawks (2006), por su parte, se muestra poco afín a la hipótesis de Kuhn y Stiner, porque confiere demasiada rigidez al comportamiento neandertal al sostener que estos no adoptaron una estrategia de organización basada en la división del trabajo, pese a que tal estrategia era beneficiosa para los humanos modernos en el mismo hábitat. En realidad, existen pruebas de que los neandertales tenían flexibilidad en su dieta, ya que en muchos sitios también recurrían a los animales pequeños, organismos marinos e incluso recolectaban plantas. El profesor Hawks considera que la inflexibilidad del comportamiento neandertal es un argumento necesario para la hipótesis de Kuhn y Stiner. Si esta especie se hubiera comportado de manera flexible, entonces no se habría producido impedimento alguno para que las hembras explotaran la recolección de plantas y la captura de animales pequeños. Hawks concluye que si se demostrara que los neandertales sí recolectaban plantas (asunto que muchos expertos defienden), el argumento sobre la organización social como causa de su extinción se debilitaría notablemente. La flexibilidad del comportamiento neandertal se ha puesto de manifiesto en pequeños desgastes observados en la dentadura, y que son característicos de poblaciones procedentes del noroeste y norte de centroeuropa (Pérez-Pérez et ál., 2003; Lalueza, 1996). Basándose en datos obtenidos a partir de especímenes que muestran diferentes modelos de desgaste dental, Pérez-Pérez y sus colegas sugieren que no solo los neandertales tenían una gran flexibilidad en su dieta, sino que también pueden haber dependido más de lo supuesto de las plantas, sobre todo durante los períodos climáticos más fríos. Y este modelo ha ido cobrando fuerzas en los últimos años. Ciertamente, considerando los datos hoy disponibles, acordes con una perspectiva menos estereotipada, la idea tan ex-
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tendida de que los neandertales conformaban una sociedad invariablemente carnívora y controlada por eficientes machos cazadores de grandes piezas está empezando a revelarse inconsistente. Cada vez resulta más evidente que aquellos humanos eran capaces de seguir estrategias de recolección de alimentos vegetales, experimentar con ellos para usarlos en su nutrición, e incluso muchos comieron las suficientes plantas como para que dejaran huellas en sus dientes. La industria lítica de los neandertales, acumulada durante miles de años, no puede ser interpretada únicamente en relación con la caza de grandes piezas. Es muy probable que sus elaboradas herramientas también fueran usadas para la captura y el despiece de animales pequeños o ya muertos, y para machacar, cortar o desenterrar productos de origen vegetal.
En este agitado asunto no se encuentran datos serios que permitan afirmar que los neandertales se extinguieron porque las mujeres cazaban en vez de recolectar. Lo que sí existe, en cambio, son razones de peso que apuntan a la flexibilidad de la dieta de los neandertales, e incluso de otros humanos más antiguos, lo que les habría permitido explotar sistemáticamente las plantas y las estrategias para atrapar animales si todo ello incrementaba su adaptación. Caryl Rivers (2007), profesora de periodismo de la Universidad de Boston, ha respondido a la tesis de Kuhn y Stiner afirmando que no fue la igualdad entre mujeres y hombres lo que acabó con los neandertales. La autora opta por sumarse a una idea que en la actualidad está ganando adhesiones: los neandertales, igual que los primeros humanos modernos, no fueron aguerridos cazadores como defiende el modelo convencional. Eran principalmente carroñeros que aprovechaban la carne de animales muertos, ya fuera por otros predadores o de manera natural (algunos, según su entorno, incluso pueden haber enriquecido su dieta con mariscos y tortugas)55. Asimismo, en los lugares del este de Europa en que habitaron, parece 55
Este tema se trata con más amplitud en el Capítulo 1.
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probable que usaran sofisticadas herramientas de piedra para moler; e igualmente, recolectaron semillas vegetales en Oriente Próximo o nueces y otros frutos en la península Ibérica. Esta tesis, que no es nueva pero que ha renacido con renovada energía, se basa en que para conseguir carne, lo más frecuente sería que los neandertales al igual que los primeros sapiens se limitasen a la caza comunal de las presas más vulnerables, actividad en la que participarían los más jóvenes y vigorosos, tanto hombres como mujeres. La captura de grandes animales sería altamente improbable, sobre todo porque los humanos del Paleolítico disponían de instrumentos de piedra poco apropiados para la caza; estos utensilios, al parecer, solo pudieron elaborarse mucho después, cuando se inventaron las armas de metal. Los utensilios usados por los neandertales y los primeros sapiens desmitifican la tantas veces enarbolada teoría del gran cazador paleolítico. Los análisis más modernos tienden a mostrar que esas herramientas serían sumamente ineficaces para un enfrentamiento directo con los corpulentos y poderosos animales paleolíticos. Las ideas preconcebidas, sin embargo, aún lastran el pensamiento de no pocos paleoantropólogos.
En suma, la información actual más rigurosa solo permite sostener con certeza que las sociedades jerarquizadas y el trabajo especializado parecen haberse producido de manera regular y sistemática cuando nuestros antepasados se asentaron y empezaron a establecer sociedades agrícolas. Todo ello sucedió en el Neolítico, período que abarca desde unos 10.000 a 3.000 años antes del presente, pero en el que no entraremos ya que desborda el contenido de este trabajo. 6. Comentario final A lo largo de nuestra historia ha existido la generalizada creencia de que las mujeres por el hecho de ser madres son incapaces de llevar a cabo otras actividades de forma paralela. El
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conocimiento hoy disponible, sin embargo, pone de manifiesto que dar vida no impide que las mujeres participen en gran número de actividades. De hecho, los últimos avances realizados en el ámbito de la paleoantropología parecen confirmar que las hembras han desarrollado múltiples actividades durante la evolución de nuestro linaje. Es probable que las mujeres también hayan sido creadoras de cultura, tenido iniciativas autónomas y hasta ejercido y ostentado poder. Por otra parte, la división del trabajo en función del sexo tiene todo el aspecto de ser un acontecimiento de aparición reciente. Son cada vez más numerosos los autores que incluso sospechan que se trata de un producto exclusivo de Homo sapiens. Además, los datos apuntan que tal parcelación no trajo consigo, al menos en sus inicios, una jerarquización de las tareas. En otras palabras, es probable que en el pasado los quehaceres masculinos no tuviesen mayor protagonismo ni centralidad que los femeninos. La separación y jerarquización de las tareas basadas en la dominación masculina no sería entonces tan universal, antigua y natural como se ha creído. Por lo tanto, tampoco lo sería la pretendida subordinación femenina. Asimismo, los últimos estudios demuestran, entre otras cosas, que en realidad no existen razones biológicas por las que las mujeres no puedan cazar y los hombres no puedan recolectar. La biología desprejuiciada no ofrece evidencias que justifiquen, por ejemplo, el que conseguir carne sea una actividad masculina y recolectar vegetales lo sea femenina. O, dicho de otra manera, no hay coartada biológica para dividir el trabajo en función del sexo, y por lo tanto esa segregación debe considerarse un producto emanado desde postulados socioculturales. Lo expuesto, sin embargo, no impide que los estereotipos sexuales vigentes en nuestra sociedad continúen sirviendo de pretexto argumental a gran número de investigadores. Con ellos adjudican determinadas funciones sociales a las mujeres del pasado, intentando describir las sociedades antiguas (incluso muy antiguas) como si fueran un calco de la sociedad occidental del presente. Por este camino, la comunidad académica todavía sigue, en muchos casos, impulsando y favoreciendo esa tendencia generalizada que presupone la universalidad del do-
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minio masculino, con el consiguiente riesgo de distorsionar, amputar el espectro visual, de los orígenes de las sociedades humanas. En definitiva, a la luz de las nuevas investigaciones, no hay razones para suponer que en todas las sociedades del pasado existieran motivos para la opresión de un sexo por el otro. Es posible que en muchas sociedades estratificadas, las posiciones dominantes en cualquier ámbito estuvieran abiertas para uno u otro sexo. Y no es descartable que pudieran existir sociedades igualitarias, en vez de caracterizadas por el dominio masculino. Todavía queda mucha investigación y resultados con potencial orientador y esclarecedor.
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Capítulo 4 Nuestras antepasadas paleolíticas, aquellas desconocidas que fueron marginadas de la acción constructiva Hay una gran desconexión entre lo que se ha demostrado científicamente y lo que la gran mayoría de la gente cree. Lynn Margulis
1. Introducción
C
on la llegada de Homo sapiens a Europa hace unos 45.000 años, comenzaba el Paleolítico Superior, período principalmente caracterizado por una enorme explosión de actividad cultural, cuyas manifestaciones más notables son las pinturas realizadas sobre paredes de cuevas (arte parietal) y la talla de pequeñas esculturas (arte mueble)1. La gran mayoría de los expertos que han estudiado este extraordinario arte ha mostrado su fascinación y su sorpresa frente a obras en las que, a pesar de su antigüedad, puede reconocerse con nitidez la mano de humanos que ya eran como nosotros. En torno a tan apasionante tema, se han publicado innumerables trabajos que, como es de imaginar, ofrecen una variedad 1
En el Capítulo 3 se señala la importancia del arte prehistórico y su relación con los orígenes del pensamiento simbólico.
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enorme: los hay eruditos y de divulgación, extensos y breves, detallados y generalistas, e igualmente con mayor o menor reconocimiento por parte de los colegas. Pero, pese a esa pluralidad, casi todos tienen un sello común: un inconfundible sesgo androcéntrico. Sostienen, al parecer sin albergar duda alguna, que aquellas figuras tan esmeradamente reproducidas sobre las paredes de las cuevas o sobre piedras u otro material, fueron elaboradas por los miembros varones de cada grupo: eran ellos los que realmente poseían el talento creador reflejado en el prodigioso catálogo artístico que ha perdurado hasta el presente. Y esta visión sexista de la creatividad, aunque no cuenta con pruebas que puedan demostrarla, se ha mantenido durante largo tiempo con el incondicional respaldo de un colectivo científico esencialmente masculino. Una versión que ha encontrado una complicidad pasiva en la divulgación hacia el gran público y en los textos de enseñanza. Las mujeres, siempre de acuerdo con ese particular androcentrismo que impregna la interpretación de nuestro pasado, quedaron excluidas de la ingente capacidad humana que es crear arte. Ellas debían centrarse en la reproducción y la crianza de su prole, además de en la recolección vegetal y, tal vez, en la pesca o captura de animales pequeños que eran asequibles en su entorno. Dado que el espléndido arte parietal paleolítico contiene muy poco de esas únicas tareas que supuestamente las mujeres tenían a su cargo, su papel secundario resulta evidente. Así pues, dogmatizan algunos, desde los tiempos más remotos ellas apenas tomaron parte en el desarrollo de la humanidad. Pero menospreciar el papel femenino en relación con las manifestaciones decorativas y artísticas de aquel lejano pasado es, al menos, muy discutible, porque precisamente del Paleolítico Superior proceden unos de los ejemplos más hermosos del denominado arte mueble antiguo. Se trata de pequeñas estatuillas que representan a mujeres desnudas o semidesnudas talladas con asombrosa meticulosidad sobre muy diversos materiales. Inicialmente, cuando estas figuras se descubrieron, se las llamó «Venus» paleolíticas, aunque ese nombre, como se verá más adelante, ha sido rechazado por un creciente grupo de investigadoras que, en un esfuerzo por examinar y replantear
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el papel de las mujeres en las sociedades pasadas, sostienen que es más riguroso denominarlas Estatuillas paleolíticas o, simplemente, Mujeres paleolíticas2. La interpretación de estas pequeñas esculturas ha estado alimentando un sinfín de apasionados debates que se han extendido a lo largo de más de un siglo, con la participación de numerosos estudiosos, y cuya dialéctica aún permanece abierta. El núcleo del problema radica en que, como han señalado diversos especialistas, al tratar de interpretar ese primigenio arte, lo importante no es lo que el, o la artista, estaba representando, sino lo que pensaba que estaba representando. Y es válido cuestionarse seriamente si una persona actual es capaz de interpretar la mente de alguien que vivió en el Paleolítico. Los autores más escépticos declaran al respecto que, al igual que sucede con muchos otros artefactos prehistóricos, el significado cultural de estas estatuillas quizás no se sepa nunca. Se trabaja, por consiguiente, con material muy valioso en su catalogación patrimonial, pero con una fuerte dimensión subjetivada. Con todo, un tema que ha atraído, maravillado y hasta conmovido a tantos especialistas y público no especializado, no puede dejar de atrapar nuestra atención, máxime cuando afecta de lleno a las mujeres paleolíticas. Detenernos ante estas espléndidas representaciones, aunque sea para traer a la palestra una perspectiva no muy destacable en las agendas de ese período, tiene un indiscutible interés. 2. Un mundo rico en figuras femeninas Diseminadas por lugares muy variados de Europa, desde la segunda mitad del siglo xix han ido saliendo a la luz multitud de pequeñas y fascinantes estatuillas de mujeres paleolíticas que han llamado poderosamente la atención de todos aquellos 2
No todas las representaciones femeninas paleolíticas han recibido el nombre de Venus; algunas se han bautizado con otros apelativos, como por ejemplo La Dama de la Capucha o La Mujer de la Cuerna, ambas encontradas en el sudoeste de Francia.
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que han sabido de su existencia. Con un tamaño entre 5 y 25 centímetros de altura, talladas en piedra, marfil, hueso, astas, madera o esculpidas en arcilla, estas delicadas esculturas componen la categoría principal de representaciones humanas de arte mueble paleolítico. Su distribución geográfica es muy amplia, ya que abarca desde el sur de Francia y norte de Italia hasta llegar, a través de Europa central y oriental, a las llanuras de Siberia. Curiosamente faltan en la península Ibérica, a pesar de que a veces se citan los dos ejemplares de El Pendo y La Pileta. Por lo general se han encontrado en lugares de habitación, esto es, dentro de cuevas o refugios, más que en enterramientos o funerales3. Las primeras cerámicas del mundo hasta ahora conocidas no fueron recipientes o contenedores, como suele pensarse, sino pequeñas figuras de arcilla que representaban mujeres.
Desde el momento en que se descubrieron, las estatuillas resultaron tan sugestivas que han sido y lo siguen siendo, un verdadero acicate para la imaginación de quienes las contemplan. 3 Las estatuillas femeninas más antiguas, según ciertos investigadores, no proceden de Europa, sino del norte de África (Marruecos) y de Oriente Próximo (Altos del Golán), donde se han encontrado dos objetos antropomórficos que podrían reflejar los primeros intentos de recrear una forma humana. Se trata de dos supuestas estatuillas de gran antigüedad, la primera, llamada Venus de Tan-Tan, cuya edad se calcula entre 300.000 y 500.000 años, que mide 6 cm y está hecha de cuarcita y presenta indicios de haber sido pintada con ocre rojo, lo que apunta a una posible importancia simbólica. La segunda, bautizada como Venus de Berkhat Ram, es algo más reciente, de unos 230.000 años; mide 3,5 cm de largo y está elaborada sobre roca rojiza y presenta al menos tres incisiones realizadas con una piedra de bordes afilados. Estas incisiones parecen hechas para marcar el cuello y los brazos de la figura, y se han asociado a ejercicios de arqueología experimental. Las dos supuestas estatuillas generan importantes desacuerdos, ya que para algunos se trata de objetos que han alcanzado forma parecida a la humana por causas totalmente fortuitas, posiblemente debidas a la erosión natural, mientras que para otros su forma se ha provocado a propósito. El aspecto quizás más conflictivo radica en que la edad de estas figurillas señala claramente que no fueron producidas por Homo sapiens, sino por otra especie: Homo heidelbergensis u Homo erectus, y son muchos los expertos que dudan que aquellos humanos ya fueran capaces de crear arte.
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Constituyen una fuente de entusiasmadas controversias que ha inspirado innumerables reflexiones. Hay diversas razones que pueden explicar por qué este tema es tan controvertido, pero hay una que destaca sobre las demás: la proporción de representaciones femeninas frente a las masculinas. Se han encontrado alrededor de doscientas estatuillas de mujeres, mientras que las de varones del mismo período son sumamente escasas4. Este significativo hecho ha fomentado los más diversos litigios en torno a la relevancia del papel de la mujer en aquellas sociedades. Las estatuillas femeninas, o sus fragmentos, encontrados en gran parte de Europa y de Asia, son las tallas tridimensionales más representativas del Paleolítico Superior. Componen una hermosa forma de arte que aparece una y otra vez a lo largo de un período de al menos 20.000 años en una vasta extensión geográfica y con un marcado rango de variación. Según los expertos James M. Adovasio y Olga Soffer (2007), ninguna figura humana anterior las puede igualar y, además, tuvieron que transcurrir miles de años antes de que apareciera algo comparable.
La mayor parte de estas enigmáticas esculturas representan a mujeres desnudas o semidesnudas que muestran sus caracteres sexuales nítidamente marcados, razón por la que muy pronto, como decíamos, se las conoció con el nombre de Venus. La primera se encontró en 1864 en Laugerie-Basse, La Dordogne de Francia, y su descubridor fue el marqués Paul de Vibraye. Era un pequeño cuerpo de 7,7 cm sin brazos, piernas ni cabeza, 4 No todas las representaciones femeninas del Paleolítico Superior son estatuillas; también existen figuras de mujeres talladas en bajorrelieve en las paredes rocosas de las cuevas. Se trata de sencillos y profundos surcos que nos muestran siluetas de perfil con senos y caderas protuberantes, en su mayoría sin cabeza ni extremidades. Su cronología se sitúa en unos 27.000 a 30.000 años de antigüedad. A esa misma época pertenecen las imágenes de genitales femeninos, algunos grabados con gran realismo y otros más esquemáticos; se trata de triángulos púbicos y vulvas. Aunque los expertos están de acuerdo en que el arte paleolítico tiene muy pocas figuras masculinas, algunos opinan que ciertas estatuillas podrían considerarse andróginas, esto es, sin sexo visible.
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pero con el sexo muy definido: una pronunciada abertura vaginal. Haciendo un claro uso misógino del lenguaje, se la llamó Venus impúdica o inmodesta, en clara comparación con la figura de arte clásico llamada Venus modesta, que era la diosa de la belleza y del sexo. Desde entonces ese término se ha adoptado para identificar el conjunto de estatuillas prehistóricas5. Diversas autoras, como por ejemplo la profesora de prehistoria de la Universidad Autónoma de Barcelona, recientemente fallecida, Encarna Salahuja (2002), o la arqueóloga estadounidense Joan Marler (2003), se han mostrado contrarias al apelativo «Venus», porque es un tipo de denominación que se limita a revestir a la figuras de una mera función erótica en servicio de la imaginación masculina. Y, en tal sentido, atinadamente se pregunta Sara Milledge Nelson: «¿Podremos alguna vez superar la idea de que las mujeres desnudas son para el gozo de los hombres, pero que los hombres desnudos son “figuras de autoridad”?» Debido a su desnudez y a los marcados rasgos sexuales, las pequeñas tallas del Paleolítico se asociaron rápidamente al arte erótico masculino. En un entorno profundamente sexista, el nombre de Venus alcanzó una amplia popularidad.
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Como ha expuesto el profesor de Historia del Arte, Christopher Witcombe, la palabra «Venus» trae de manera inmediata a la mente occidental la imagen de la joven y hermosa mujer pintada por Sandro Botticelli en el siglo xv (El nacimiento de Venus) que, con unos pechos pequeños, delicadas curvas y cubriéndose el sexo con la mano, exhibe una refinada sexualidad muy del gusto del varón moderno «civilizado». Por el contrario, las estatuillas paleolíticas, sobre todo las más antiguas, que muestran grandes pechos, un amplio abdomen y el sexo muy marcado, representarían el gusto grotesco e «incivilizado» de los hombres primitivos. De aquí que el uso del mismo nombre para todas revele cierta sorna o ironía muy propia del criterio sexista reinante a finales del siglo xix y primera mitad del xx. Identificar a las estatuillas como «Venus», continúa Witcombe, fue una despectiva broma masculina de los primeros descubridores, que prendió rápidamente en el imaginario colectivo. Uno de los típicos casos de abducción lingüísticafigurativa donde la sustancia ha dejado paso al impresionismo superficial.
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Lo cierto es que, empezado ya el siglo xxi, la información con que cuentan los expertos no hace sino contradecir y debilitar las estereotipadas interpretaciones de las celebradas estatuillas. Abriéndose paso con dificultad entre la comunidad académica, los nuevos datos no cejan en señalar que las pequeñas figuras tuvieron un significado cuya amplitud y riqueza es mucho mayor de la pretendida. Es ese panorama, más equilibrado y realista, el que pretendemos reflejar a continuación. 2.1. Numerosas estatuillas, múltiples interpretaciones Las tallas paleolíticas, pese a lo que normalmente se cree, no tienen un aspecto homogéneo, sino que representan una rica variedad de formatos de mujeres. Las hay obesas y también esbeltas; unas claramente están embarazadas y otras no lo están; simbolizan tanto a jóvenes adolescentes como a mujeres maduras y ancianas, y están de pie, sentadas, acostadas o agachadas; algunas poseen un rostro detallado mientras que otras carecen de él y son por tanto figuras anónimas. Por lo general, las más antiguas suelen ser de formas opulentas, con pechos abundantes y esponjosos, vientre grande y caderas amplias, que no ocultan su sexo sino que lo muestran meticulosamente detallado. La cara, los pies y los brazos, por el contrario, apenas se destacan6. La imagen de mujer corpulenta y de abundantes formas, sin embargo, ha representado el prototipo de las estatuillas del Paleolítico y, pese a que son notablemente variadas, se han identificado todas con la célebre figura de Willendorf, la más famosa de las pequeñas estatuas descubiertas. La llamada Venus de Willendorf 7 fue hallada en 1908 en las proximidades del pueblo austríaco del mismo nombre, Willen6 Llaman la atención los términos sexistas empleados en múltiples ocasiones para describir las estatuillas hasta hace relativamente poco tiempo. Valga a título de ejemplo los escogidos por L. R. Nougier en 1968, al referirse a las más robustas como «mujeres de formas opulentas, incluso pesadas, con rostros vagos […], mientras que los órganos sexuales son dignos de una observación clínica». 7 La Venus de Willendorf no es la primera ni la más antigua representación de una forma femenina humana encontrada, pero sí la que más celebridad ha alcanzado.
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dorf, por el arqueólogo Josef Szombathy, en una terraza situada cerca de 30 metros por debajo del Danubio. Su antigüedad oscila entre 24.000-22.000 años, mide unos 11 cm de altura y está tallada con exquisito cuidado en una piedra de poro muy fino que no es propia de esa región. Por esta razón, los expertos piensan que podría haber sido traída a esta zona desde otro lugar. En el momento de su descubrimiento, revelaba en su superficie trazas de un pigmento rojo ocre de significado poco claro, pero al que normalmente se da un carácter ritual o simbólico. Hoy se encuentra expuesta en el Museo de Historia Natural de Viena. La escultura muestra una mujer de vientre prominente y colgante, con un rollo de grasa extendido por su cintura y unido a unas anchas caderas que revelan el sexo. Sus pechos son también grandes y orondos. La estatuilla carece de cara, por lo que algunos han argumentado que, como el rostro es una estructura clave de la identidad humana, la figura debe ser considerada anónima en vez de una persona concreta. Tampoco tiene pies, y sus brazos son muy delgados. Pese a su pequeño tamaño, esta talla de una mujer rolliza ha alcanzado un gran protagonismo, llegando a formar parte del inventario predilecto colectivo en lo que al arte prehistórico se refiere. La estatuilla de Willendorf, lo decíamos más arriba, no es ni mucho menos única. Forma parte de un amplísimo conjunto de figuras de las que la región geográfica que comprende lo que hoy es Alemania, Austria y la República Checa, ha proporcionado una considerable colección. Precisamente, en este territorio en el año 2008, un siglo después del hallazgo de la célebre talla austríaca, se recuperó en la cueva Hohle Fels, situada en Swabian Jura (suroeste de Alemania), la figurilla más antigua hasta ahora conocida: se trata de una mujer desnuda tallada en marfil de mamut, con al menos 35.000 años de edad. Esta talla de 6,25 cm de altura se considera la descripción tridimensional más antigua de un ser humano. Sus rasgos sexuales son tan exagerados que han dejado sorprendidos a quienes la descubrieron; presenta unos pechos enormes y proyectados hacia delante, curiosamente muy altos en comparación con los caídos que exhiben otras estatuillas. Las caderas
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son amplias y la vulva agrandada está tallada con gran esmero. Tiene una cabeza minúscula en forma de anillo, lo que parece indicar que la figura se usó como colgante —uso que también se ha detectado en otras estatuillas que presentan perforaciones—. Las dos manos están cuidadosamente esculpidas, con los dedos visibles descansando sobre el estómago, por debajo de los pechos. El abdomen plano está cubierto por múltiples y profundas líneas horizontales y las imágenes microscópicas muestran que estas incisiones fueron creadas por cortes repetidos a lo largo de las mismas líneas, con afilados instrumentos de piedra. La antigüedad de esta talla demuestra que el simbolismo sexual en el arte europeo tiene una tradición aún más larga de lo que se creía8. La talla más antigua de un ser humano que se conoce tiene unos 35.000 años y representa una figura de mujer esculpida en marfil.
No solo Europa central ha sido pródiga en las pequeñas estatuas. También se han hallado figuras femeninas de gran calidad artística en el sur de Francia (aquí se encontraron por primera vez), tanto en los Pirineos como en la región medite8
La edad de la estatuilla de Hohle Fels es muy importante porque fue tallada muy poco después de la llegada de Homo sapiens a Europa. Tan antigua expresión artística da nuevas pistas para que los académicos puedan analizar los orígenes de la cultura europea. En este contexto, algunos arqueólogos, como el estadounidense Paul Mellars, sostienen que las poblaciones de Homo sapiens que llegaron a Europa procedentes de África, dejaron en su continente natal un rastro de arte abstracto realizado hace 75.000 años o a lo sumo 90.000. Pero la adopción de un arte figurativo capaz de retratar la naturaleza de un modo realista es, según estos autores, un fenómeno exclusivamente europeo, sin un parangón africano más allá de los 30.000 años. Sin embargo, otros expertos, como el prehistoriador español Javier Baena, no creen que los Homo sapiens europeos tengan la patente mundial del arte figurativo. Sugieren que, por ejemplo, los habitantes de la cueva sudafricana de Blombos probablemente fueron capaces de crear este tipo de arte. La cueva alemana de Hohle Fels ha proporcionado además otros artefactos valiosos, como un falo de piedra de unos 28.000 años de de edad, considerado una de las primeras representaciones conocidas de sexualidad masculina.
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rránea; en el norte de Italia, y en Rusia, llegando hasta Siberia. Ciertamente, el número de tallas descubiertas es elevado y su procedencia, múltiple. En la República Checa, concretamente en Dolni Vestonice, se encontró en 1925 una estatuilla que marcó un hito importante: en vez de estar tallada en piedra o en marfil, como la mayoría de las de su época, estaba hecha de arcilla. Popularmente conocida como «Venus negra», debido a su oscuro color, con unos 26.000 años de edad, representa la figura de cerámica más antigua encontrada hasta ahora9. La profusa cantidad de figurillas descubiertas ha traído consigo innumerables esfuerzos para explicar su significado, configurando así un amplísimo abanico que abarca infinidad de interpretaciones. No es, desde luego, nuestro objetivo, ni entra dentro de mis posibilidades, realizar un detallado inventario de los trabajos publicados, pese a que muchos de ellos están escritos por reconocidos especialistas. En este apartado solo pretendemos hacer hincapié en algunas de las interpretaciones más difundidas con el fin de contrastarlas con los resultados más recientes logrados por los modernos colectivos de investigadores. Las primeras teorías propuestas para explicar el significado de las estatuillas, formuladas entre 1890 y mediados del siglo xx, exhibían una marcada tendencia a enfatizar roles de género, esto es, interpretarlas como expresión de la fertilidad femenina o como objetos eróticos para ser visualizados por ojos masculinos. De hecho, una de las versiones tradicionalmente más aceptada sostiene que las pequeñas estatuas representan a una deidad: la Diosa Madre o la Diosa Tierra, en la que posiblemente creía la gente del Paleolítico. Esta versión se apoya en que las proporciones del cuerpo de muchas de ellas lleva a pensar en una mujer 9
La estatuilla fue modelada a partir de una mezcla de arcilla y hueso que luego se calentó al fuego. Su cabeza carece de caracteres, excepto dos agujeros para los ojos, uno para la nariz y cuatro en la parte superior, que se hicieron cuando la arcilla aún estaba húmeda. Mide 11,5 cm, es de color negro, presenta pechos grandes y péndulos, y unas caderas amplias. Los brazos son pequeños y no tiene pies. Entre el abdomen y las piernas se observa una gran hendidura horizontal que se ha interpretado como un cinturón esquemático.
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grávida, lo que daría a las figurillas la categoría de símbolo de la fertilidad femenina. Otros autores, por el contrario, no están de acuerdo con esta explicación y despojan a las estatuillas de su carácter de diosa. Según ellos, simbolizan el canon estético de la época y afirman que en realidad se trata de objetos con posible valor erótico: talladas por y para el disfrute de los hombres. En el Paleolítico Superior, lo frecuente era representar al género humano a través de figuraciones femeninas. Este mensaje tiene un calado profundo porque contradice el antiguo orden simbólico, apoyado en la idea androcéntrica y falocrática que consideraba el sexo masculino como originario y equivalente único del género humano y el sexo femenino, dada su carencia de pene entre otras cosas, estaba incompleto porque era biológicamente inferior. Sin embargo, desde hace unos 35.000 años, a lo largo de casi toda Europa y durante un período de tiempo próximo a 20.000 años, la mujer podría haber ostentado un papel central en las sociedades de su época; esto explicaría por qué las estatuillas son tan numerosas y enfatizan tan claramente las diferencias en vez de las similitudes entre los cuerpos femeninos y masculinos.
Entre el ingente número de interpretaciones disponibles (se ha dicho que hay tantas interpretaciones como estudiosos del tema), también se ha creído detectar en las estatuillas aspectos raciales. Muchos han alegado que las pequeñas tallas representan la influencia africana en la primera cultura europea: los muslos y las nalgas muy desarrollados podrían relacionarse con ciertos tipos femeninos de diferentes etnias originarias del sur de África. Se trata de mujeres que muestran esteatopigia, esto es, un llamativo abultamiento del trasero. La cuestión ha levantado una oleada de opiniones encontradas, ya que para algunos autores la esteatopigia es simplemente una característica física real que recuerda a las mujeres khoisan, mientras que para otros representa un símbolo de la fertilidad y la abundancia10. 10
Los antropólogos tienden hoy a designar colectivamente como pueblos Khoi-san a los denominados con anterioridad «bosquimanos» y «hotentotes» del sur de África. La fascinación despertada por Sara Baartman, una Khoi-san llamada «Venus Hotentote», que se exhibió como una
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La intensa búsqueda de interpretaciones para las célebres figurillas también ha creído ver en ellas objetos de aprendizaje sexual para los jóvenes; o bien se ha llegado a suponer que solo se trataba de muñecas o juguetes para niños; o que podrían representar algún tipo de trofeo. Incluso hay quienes han sugerido que en las estatuillas existen indicios, señales, de que eran unidades económicas de cambio. En este caso, tampoco ha faltado la interpretación relacionada con la caza. Se ha evocado que podrían ser símbolos de alianzas entre grupos de cazadores cuyo fin último era el intercambio de mujeres entre tales grupos. Esta observación —que sigue publicándose en modernos libros de prehistoria— no puede ser más sexista y provocadora. Al igual que los distintos clanes intercambiaban animales, o cualquier otro producto, intercambiarían mujeres, que pasiva y sumisamente aceptaban unos tratos en los que no tendrían participación alguna. Tampoco hay que pasar por alto que diversos investigadores masculinos han defendido que las estatuillas demuestran claramente la inactividad de las mujeres paleolíticas; según este criterio, el «vientre hinchado y las amplias curvas» de las figuras tendrían como fin evidenciar que aquellas mujeres eran «esencialmente pasivas, abastecedoras de niños», o sea, meras reproductoras. De ahí su valor como objeto de cambio. Argumentos como los expuestos han convertido en urgente la necesidad de traer a colación perspectivas más aireadas y menos tenebrosas.
curiosidad etnográfica viva en Londres y París en el siglo xix, llevó a que a principios del xx algunos autores creyeran encontrar ciertas similitudes entre el cuerpo de algunas estatuillas y el de Baartman, que era marcadamente esteatopígica. Esta característica de su anatomía la volvió célebre y propició que se hicieran numerosos dibujos o retratos para resaltar sus peculiaridades, los cuales se han conservado hasta hoy día ilustrando diversos libros, revistas, etc.
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2.2. Rompiendo viejos moldes: la búsqueda de interpretaciones no sesgadas En los últimos años, las tallas paleolíticas han acaparado si cabe aún más la atención de los expertos, principalmente debido a la ayuda proporcionada por el desarrollo de nuevas técnicas analíticas y de datación. Las novedosas herramientas y métodos han propiciado que los investigadores realicen importantes reinterpretaciones y, en algunos casos, consigan combatir estereotipos incorrectamente generalizados. No obstante, pese a que las cuantiosas estatuillas encontradas en Europa y Asia son valoradas por los expertos como verdaderas obras de arte con extraordinario interés, sorprendentemente, en casi todas los estudios publicados late una tendencia a homogeneizarlas; es decir, a reunir en un único modelo, el de grandes matronas, a las variadas figuras producidas a lo largo de más de 20.000 años en un amplio marco geográfico. Muchas de ellas, sin embargo, no se ajustan a ese cliché tan extendido. Aquí es donde yace uno de los principales conflictos interpretativos, puesto que no todas las mujeres paleolíticas son gordas, tienen exagerados caracteres femeninos o carecen de los rasgos faciales. Una considerable proporción muestra un aspecto físico diferente. Las estatuillas femeninas del Paleolítico Superior conforman un tipo de arte extremadamente heterogéneo. Las procedentes de los comienzos de ese período suelen ser representaciones de mujeres obesas o con rasgos sexuales muy marcados; las de épocas posteriores, por el contrario, dejan paso a imágenes más realistas. Finalmente, las más recientes, muestran figuras muy estilizadas y esquemáticas. La riqueza de esas pequeñas tallas queda hoy reflejada tanto en su enorme diversidad como en las múltiples teorías explicativas que en torno a ellas se han propuesto. La reconocida investigadora Margaret Ehrenberg, ya en 1989, denunciaba que al interpretar las estatuillas se estaba cometiendo un abultado error, porque no hay suficientes semejanzas de diseño y de contexto para entenderlas como un uniforme evento singular. Según la explicación de esta experta,
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coincidente con la de otros autores que han seguido derroteros similares, la interpretación única no parece plausible. La profesora Encarna Salahuja (2002), por ejemplo, ha denunciado que la mayoría de los investigadores al analizar las pequeñas imágenes casi nunca señalan las diferencias existentes entre los ejemplares hallados, sino que se limitan a mencionar que se trata de mujeres corpulentas, probablemente embarazadas, con los atributos sexuales muy resaltados y con el rostro, brazos y piernas, apenas indicados. Pero, insistimos, no todas responden al mismo estereotipo; también hay esculturas de mujeres más estilizadas, con cambios en zonas de interés como la cara, que se muestra con detalles, e incluso pueden percibirse representaciones abstractas. Las representaciones de mujeres delgadas, mudos testigos de que las tallas no eran en absoluto homogéneas, se han encontrado en Alemania (Gönnersdorf ), Francia (en Abri Murat y Gave de Couze), la República Checa (en Pekárna) y en Polonia (en Willczyce). En Siberia, por ejemplo, en un lugar llamado Mal’ta, próximo al lago Baikal, se han hallado estatuillas esbeltas de aproximadamente 21.000 años de edad, talladas sobre marfil de mamut. A diferencia de muchas otras, presentan un rostro bien definido. Tal como ha descrito Karen D. Jennett (2008), de la Universidad de Texas, estas estatuillas desafían las estructuras típicas de las figuras paleolíticas. Mientras la mayoría de ellas están completa o parcialmente desnudas y carecen de cara, las siberianas se representan vestidas y muestran rostros cuidadosamente tallados, con nariz, ojos, boca y decoraciones en el pelo. Asimismo, puede observarse que el triángulo púbico está profundamente exagerado, mientras que los pechos son pequeños. Aunque queda más allá de mi propósito extenderme en este tema, sí quisiera insistir en que las estatuillas paleolíticas se han identificado de manera recurrente con diosas asociadas a la fertilidad, la reproducción y la abundancia. Es una cuestión que se ha abandonado y retomado en varias ocasiones, siendo una de sus últimas versiones la surgida en las décadas de 1960-1970,
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cuando diversos expertos volvieron a percibir en las pequeñas tallas el aspecto femenino de una supuesta religión paleolítica. Entre estos autores destaca la conocida arqueóloga estadounidense de origen lituano, Marija Gimbutas (1921-1994), quien, pese a que la mayor parte de su trabajo está enfocado a los artefactos del Neolítico, ha sostenido que las tallas paleolíticas son las predecesoras de las grandes diosas que vinieron después. Desde la perspectiva de esta autora, las estatuillas femeninas del Paleolítico representan diosas, aunque no necesariamente embarazadas, que constituyen una expresión de la centralidad de la mujer en mitos y rituales. Según Gimbutas, el concepto de deidad de las pequeñas esculturas no estaba limitado a la fertilidad o a la maternidad, sino que tenía múltiples funciones y representaciones. Unos años más tarde, en 1981, la antropóloga y arqueóloga Patricia Rice, especialista en arte paleolítico de la Universidad de West Virginia, publicaba los resultados de un meticuloso trabajo en el que resalta que las estatuillas son imágenes de mujeres de todas las edades y no exclusivamente madres. «Las Venus —afirma Rice— representan todo el espectro de edad de las mujeres adultas, y por lo tanto es el sexo femenino en general, no la fertilidad en exclusiva, lo que simbólicamente se reconoce o se enaltece». En una parte de su elaborado estudio, la autora analizaba a «cada una de las 188 Venus existentes», separándolas en cuatro categorías basadas en sus atributos corporales: prerreproductoras, reproductoras embarazadas, reproductoras no embarazadas y posreproductoras. Tras observarlas minuciosamente, encontró que el grupo más numeroso estaba compuesto por mujeres adultas no embarazadas, y que precisamente el conjunto más pequeño de todas era el formado por mujeres gestantes11. La 11 Los resultados obtenidos por Patricia Rice (1981) fueron: el 23 por 100 de las estatuillas estudiadas representaba adolescentes de unos 15 años, en edad prerreproductora; el 17 por 100 se trataba de mujeres jóvenes, en edad reproductora y grávidas; el 38 por 100 eran mujeres jóvenes, en edad reproductora y no grávidas; y, finalmente, el 22 por 100 restante se componía de mujeres mayores, en edad posreproductora.
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experta concluyó entonces que no existen evidencias que sostengan el punto de vista tradicional, esto es, el que defiende que las estatuillas paleolíticas simbolizan la fertilidad. Es más, Rice atribuyó las numerosas representaciones de mujeres al hecho de que estas, durante el Paleolítico, probablemente constituían como abastecedoras «la principal fuente de alimentos para el grupo»12. Por otro lado, y en línea con la desmitificación de la omnipresente sobrevaloración de la figura materna, algunos autores han subrayado que es muy probable que nuestros antepasados paleolíticos tuviesen poco entusiasmo por la fertilidad humana, ya que demasiados niños proporcionarían en aquellas duras condiciones de vida más problemas que si fuesen solo unos pocos. Además, incluso dudan de que la idea de fertilidad existiera en la mentalidad colectiva de esos grupos, pues la verían como algo natural carente de trascendencia13. En la actualidad, las teorías que sostienen que las estatuillas paleolíticas representan una diosa madre, o de la fecundidad, son consideradas por cada vez más expertos como meras especulaciones que en su mayor parte ni siquiera se pueden formular como auténticas hipótesis científicas, porque es imposible contrastarlas ni existen pruebas que permitan evaluarlas. De hecho, el tema de las diosas paleolíticas es muy resbaladizo, ya que, pese a lo mucho que se ha escrito sobre ellas, una parte considerable cae dentro de lo metafísico o místico, mezclándose por autores atrevidos en no pocos casos la investigación científica y las evidencias arqueológicas con distorsionadas versiones que apelan a la mitología y la astrología. Por estas razones, hoy diversos académicos se inclinan a pensar que muchas de las 12 Rice también recurrió a los estudios etnográficos para demostrar que el porcentaje de mujeres jóvenes embarazadas no es el mayoritario en el sector femenino de las poblaciones naturales. 13 Un argumento esgrimido contra la idea de culto a la maternidad en el Paleolítico es que no se han encontrado figuras que representen madres con hijos, lo que sería la forma más directa de representar tal aspecto de la vida femenina. Si un observador ve una mujer que sostiene una criatura, evidentemente hubiera captado la idea con gran facilidad, representando o resaltando su figuración.
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teorías sobre la diosa madre, que han alcanzado una notable popularidad, son infundadas y exageradas. En este sentido, hay autores que ponen en duda que incluso las estatuillas más antiguas, en su mayoría obesas, representen a mujeres gestantes. Por ejemplo, el profesor de Historia del Arte, Christopher Witcombe, ha suscrito que la estatuilla de Willendorf es una representación muy realista de una mujer gorda y que sus semejanzas con una embarazada son producto de especulaciones extremadas. En la misma línea, Adovasio y Soffer (2007) confirman que las pequeñas estatuas de la época de la de Willendorf no representan, al menos en su mayoría, a una gestante, ni simbolizan el misterio de la reproducción y el nacimiento, sino que representan lo evidente: una mujer entrada en carnes. ¿Una preferencia estética de la época? El trabajo de Eric Colman (1998), doctor en Medicina, ha generado aún más interrogantes en el debate, porque sostiene que las mujeres obesas deben haber sido muy poco frecuentes en el Paleolítico. A pesar de que no podemos descontar la existencia de algún caso singular, señala este médico, varias líneas de razonamiento sugieren que la gordura durante los tiempos prehistóricos sería extremadamente rara, si alguna vez existió. El autor nos recuerda que las dietas con excesivas calorías y grasas, el sedentarismo e incluso el envejecimiento, desempeñarían con toda probabilidad un papel muy poco importante en la vida de las mujeres paleolíticas. En efecto, las provisiones seguramente eran escasas, la gente estaba constantemente implicada en viajes para aprovechar la abundancia estacional de los recursos alimenticios, y la esperanza de vida era corta: los estudios de restos esqueléticos indican que la mayor parte no sobrepasaba la treintena. Así pues, la cuestión de la obesidad que tanto destaca, sobre todo en las estatuillas más antiguas, sigue estando abierta a nuevas aportaciones y discusiones14. Por añadidura, hay que recordar que la talla más antigua encontrada hasta el momento, la estatuilla de Hohle Fels, no 14 Algunos autores sostienen, por ejemplo, que la estatuilla de Willendorf no es una imagen realista, sino que más bien podría tratarse de una figura femenina idealizada.
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representa a una mujer obesa. Aunque tiene un fuerte contenido sexual, su vientre no aparece hinchado, ni sus senos son pendulares. Las teorías de la diosa madre, tan ampliamente aceptadas al interpretar las estatuillas, se consideran hoy científicamente desfasadas. Las suposiciones que hacen referencia al culto a la maternidad olvidan que solo una pequeña proporción de las pequeñas tallas representa a mujeres cuyo estado de gestación es evidente. Según la experta Patricia Rice, la mayor parte de las figuras reflejan a una mujer joven, pero no gestante.
En lo que respecta a otra difundida interpretación asignada a las pequeñas tallas, la de su función erótica, numerosas arqueólogas especializadas en este análisis, y también reconocidos arqueólogos, niegan tajantemente su naturaleza de objetos placenteros para los hombres. Según su criterio, la idea de que representaban una pornografía temprana está en la actualidad totalmente fuera de lugar. Por eso cabe considerarla solo como un derivado de aquella época en que quienes trataban de descifrar su significado eran varones obsesionados con el hombre cazador que tallaba piedras y marfil y que tenía mujer pasiva a su disposición. Hoy día, es muy difícil sostener con un mínimo rigor que las figurillas fueran simplemente pornografía masculina. Arqueólogas de prestigio, como Olga Soffer, de la Universidad de Illinois, o Pamela Vandiver, de la Universidad de Arizona, sugieren que las estatuillas muy bien pudieron formar parte de algún tipo de ritual15. Estas autoras no son las únicas especialistas que niegan que las pequeñas estatuas fueran 15 Soffer y Vandiver pasaron años estudiando estatuillas —tanto las que representan seres humanos como las de animales— hechas de arcilla y encontradas en el famoso yacimiento de la República Checa, Dolni Vestonice. Algunas de las tallas estaban troceadas siguiendo modelos de fragmentación resultantes de un impacto térmico (parecía que habían explotado bajo la acción del fuego). Tales observaciones llevaron a Olga Soffer a suponer que las pequeñas figuras podrían haber formado parte del algún tipo de ceremonial durante el cual eran arrojadas a las llamas.
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producto de las fantasías sexuales de los hombres. Margherita Mussi, arqueóloga de la Universidad La Sapienza de Roma, y muchos otros, también han visto fuertes conexiones rituales con las diminutas estatuas16. La interpretación de las estatuillas como si fueran objetos sexuales para la satisfacción y el placer masculino refleja una actitud manifiestamente sexista. No solo relega las mujeres a un papel de espectadoras pasivas de la vida creativa de la prehistoria, sino que sus cuerpos son relevantes nada más que como representación de los intereses y preocupaciones de los hombres.
Indudablemente, el contexto que rodea a las estatuillas está cargado de discrepancias, divergencias y desacuerdos. La explicación más probable a este clima especulativo es la dificultad que acarrea entender unos objetos tan antiguos con una falta total de documentación escrita. De ahí que los argumentos ofrecidos para tratar de aclarar qué inspiró su creación, o cuál es su naturaleza, sean tan variados y contrapuestos. Henri Delporte lo expresaba claramente en 1993, afirmando que «ha habido un acusado desequilibrio entre la precaria información disponible y la exuberancia de la literatura producida». Son muchos los académicos que admiten que una explicación concluyente sobre la naturaleza de esas tallas tan asombrosas sea virtualmente imposible. Cualquier supuesto sobre su verdadero significado conlleva un ineludible grado de especulación. Con todo, existe cierto consenso cuando se afirman supuestos como los siguientes: • 16
Las estatuillas femeninas superan en gran número a las masculinas; se expanden por muchas sociedades, en
Pese a que en la actualidad la mayor parte de los investigadores no asume la interpretación de las estatuillas como representaciones pornográficas, cuando en 2008 se halló en Alemania la de Hohle Fels, de nuevo se desató la polémica. El arqueólogo Peter Mellars, considerado por muchos como un autor muy controvertido, ha afirmado en una entrevista que «la pequeña estatuilla estaba sexualmente exagerada hasta el punto de parecer pornográfica», lo que provocó considerables protestas por parte de sus colegas.
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un ámbito geográfico muy amplio y durante un largo tiempo. La mayor parte muestra su sexo esculpido con notable minuciosidad, lo que evidencia claramente que su condición femenina debía ser indudable. Da la impresión de que el artista dedicó un tiempo notable a grabar los detalles que quería que fuesen notorios y disminuyó los pormenores de lo secundario o insignificante. Algunas, sobre todo las más antiguas, representan a una mujer gorda, pero existen serias dudas de que todas ellas estén en estado de gestación. Por último, y no por ello menos importante, la pluralidad de las estatuillas en ningún caso permite asumir que siguen una pauta universal repetida, sino que ofrecen un cuadro de gran diversidad cultural.
Aunque difícilmente podremos saber con certeza qué tenían en la mente quienes tallaron las estatuillas paleolíticas, muchos especialistas destacan que lo que de verdad importa es que aquellos artistas tenían algo en mente, y lo maravilloso es que ese fragmento de la imaginación de unos antepasados tan lejanos haya llegado hasta nosotros.
2.3. ¿Solo hubo artistas varones? Elegidos sin azar Inmersos en estereotipos sexistas preconcebidos, la mayor parte de los estudiosos al intentar arrojar luz sobre las sociedades pasadas ha asumido que los habilidosos artistas que esculpieron las pequeñas tallas paleolíticas pertenecían al sexo masculino. De este modo, ha resultado fácil continuar consolidando la tan manida como convencional noción de que ya desde tiempos remotos solo los hombres han estado comprometidos con actividades culturales. Ellos fueron los artistas y los creadores. Las mujeres, como siempre, eran meros objetos sexuales relacionados con la fertilidad, el cuidado de la prole y la domesticidad primitiva. Una vez más, vuelve a sorprender-
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nos la ajustada semejanza que se ha querido ver entre aquellas lejanas sociedades y nuestras sociedades modernas. En este contexto cargado de prejuicios no produce extrañeza alguna el que durante años —muchos años— la mayoría de los investigadores ni siquiera haya dudado de que las estatuillas paleolíticas fueran formas de arte masculinas. Solo recientemente, el sexo de esos artistas ha saltado a la arena del debate científico con notable fuerza. Si bien es cierto que averiguar si un artista del pasado fue escultor o escultora es de hecho difícil, ello no es razón para sostener que tales personas fueran siempre varones. Nadie puede descartar que hubiese mujeres capaces de crear piezas artísticas para los miembros de su comunidad. Sobre este debate, el profesor de Arte de la Universidad de Missouri, Le Roy McDermott y la profesora Catherine Hodge McCoide publicaron en 1996 un trabajo en el que defendían una idea sugerida por el primero de ellos en 1985, pero que había tenido poca aceptación entre la comunidad científica. Según estos estudiosos, las estatuillas de mujeres obesas del Paleolítico Superior, del tipo de la de Willendorf, corresponden a representaciones creadas por mujeres desde una percepción propia de su cuerpo (es decir, las tallas muestran lo que ve una mujer entrada en carnes, de pie, mirando hacia abajo). Las pequeñas esculturas serían entonces una especie de «autorretrato» femenino que podría reflejar un avance en la adquisición de autoconciencia. La investigación de McDermott y McCoid consideró que ciertas partes del cuerpo están exageradas porque se ven desde una perspectiva distorsionada. Optaron por comparar la estatuilla de Willendorf con fotografías tomadas para reflejar lo que una mujer ve de sí misma desde su propia perspectiva, y creyeron encontrar una llamativa correspondencia. «Es posible, afirman, que hayamos estado mirando a la pequeña estatua desde que fue descubierta situándonos en un ángulo visual erróneo». Asimismo, aventuraron que las estatuillas eran objetos hechos por y para las mujeres y que serían usadas con diferentes fines. Una de las críticas negativas más importantes hecha a esta hipótesis se apoya en esa directa asociación con las posibles escultoras, ya que es tan sexista denunciar que las imágenes fueron talladas solo por mujeres como asumir que únicamente
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las produjeron hombres. Parece muy poco probable, afirman los críticos, que las estatuillas estuvieran hechas por mujeres interesadas nada más que en una reproducción «fotográfica» rigurosa de ciertas partes de su cuerpo. Una tarea que no puede obviar que una mujer erguida (embarazada o simplemente gorda) tiene dificultades para observar su sexo, aspecto que en las obras se encuentra meticulosamente detallado. Pese al mayoritario rechazo, hay autores que han calificado el modelo de McDemott y McCoid de «innovador» y «original» porque aporta nuevas ideas al estudio de estas imágenes. La mayoría de la comunidad de expertos, sin embargo, considera que parece más razonable pensar que los, o las artistas, del Paleolítico usaron como referentes para tallar sus esculturas a otros miembros de su entorno, o se apoyaron en la memoria visual de cómo son las mujeres, en vez de intentar copiarse a sí mismas. Ahora bien, el trabajo de McDermott y McCoid ciertamente puede calificarse de innovador y original, sobre todo si se compara con las conclusiones de algunos estudiosos varones que, en sus sesgadas interpretaciones de las estatuillas, incluso han llegado al extremo de argumentar que las mujeres nunca podrían haberlas tallado porque carecen de la fuerza física requerida para esculpir la piedra o el marfil. Las cuidadas investigaciones etnográficas realizadas en la década de 1990 por la arqueóloga de la Universidad de Tübingen Linda Owen, especializada en el análisis microscópico de herramientas de piedra, revelan, sin embargo, todo lo contrario: las mujeres de gran número de sociedades del Ártico y Subártico son capaces de grabar o cincelar por sí mismas diversos materiales, sea la piedra o marfil, entre ellos. Los conocimientos actuales, contenidos en los trabajos de Linda Owen y de muchos otros especialistas, muestran la falta de rigor que encierra asumir que solo los hombres tuvieron la suficiente fuerza y habilidad, o la capacidad artística para tallar las preciosas estatuillas paleolíticas. Probablemente, interpretaremos con mayor fidelidad nuestra prehistoria si admitimos que las mujeres tenían un sentido del arte igualmente desarrollado y que plasmaron su creatividad esculpiendo tan bien como sus compañeros varones.
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El amplio y multifacético, pero tantas veces especulativo y siempre apasionante, ámbito que rodea a las pequeñas tallas del Paleolítico conserva muchos misterios por desvelar. Entre todos ellos, uno de los que más llama la atención es que, independientemente del sexo de los escultores paleolíticos, no cabe duda de que la creatividad de aquellos artistas produjo muchas más figuras femeninas que masculinas. Para explicar tan llamativa desproporción, en los últimos años se han traído a la palestra nuevas razones que sugieren que las mujeres podrían haber ocupado una posición considerablemente más relevante de la que hasta ahora se le ha concedido. Veamos por qué. 3. La tecnología de la cuerda: las fibras delatan que otra vertebración es posible 3.1. Los adornos corporales de las estatuillas: nueva lectura de la estética superficial Curiosamente, pese al monumental cuerpo de literatura generado en torno a las estatuillas y a las discutidas teorías sobre diosas, fertilidad, maternidad o erotismo, muchos estudiosos no advirtieron que algunas de ellas presentan señales de llevar ropas o adornos corporales. En efecto, una detallada observación de las pequeñas tallas, apoyada en el uso de los métodos y técnicas más modernos, ha desplazado en no pocos debates el foco de atención desde la desnudez de las imágenes a la presencia de posibles, aunque sutiles, vestimentas o adornos. Lo interesante de estos objetos, dispuestos en la cabeza o en otras partes del cuerpo, es que dan la impresión de estar delicadamente tejidos con finas cuerdas o fibras. Y si así fuera, tendrían un considerable significado porque podrían estar relacionados con una germinal producción textil o de cestería. Un novedoso aspecto, que está atrayendo cada vez con más fuerza la atención de los estudiosos de las estatuillas del Paleolítico, reside en que algunas parecen parcialmente vestidas o adornadas. Muestran pequeñas decoraciones en la cabeza y/o en el cuerpo, semejantes
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a gorros o sombreros, cinturones, bandas sobre los pechos, en los brazos o los hombros, que podrían haber sido trenzados con fibras vegetales. La pregunta vibra en el aire: ¿Serían las mujeres paleolíticas capaces de tejer los primorosos adornos que lucen?
La respetada profesora de arqueología y lingüística del Colegio Occidental de los Ángeles, Elizabeth W. Barber, figura como una de las primeras investigadoras en registrar la presencia de artículos tejidos en las estatuillas, una circunstancia que merecía interpretarse. Cuando esta autora estudió las pequeñas figuras, en vez de dedicar su atención a las tantas veces analizadas y discutidas proporciones del cuerpo (tamaño de los pechos, las caderas, detalles del sexo, etc.), optó por concentrarse en algo que llamó profundamente su atención: los gorros, bandas en la cintura o en el pecho, faldas de cuerdas y otras formas de decoración que algunas lucían. En el año 1991, la profesora E. Barber expuso ante la comunidad de expertos que las estatuillas portaban algún tipo de ornamento trenzado a partir de fibras vegetales. Se trataba de una idea un tanto insólita, porque en el contexto de la arqueología del momento se daba por asumido que los humanos no inventaron el tejido hasta después de abandonar la vida nómada y establecerse en villas agrícolas permanentes con plantas y animales domesticados. Unos acontecimientos que tuvieron lugar en distintos territorios del mundo en el Neolítico, hace unos 8.000 años. Una vez sedentarios, se suponía que pudieron desarrollar tecnologías como la cerámica o los textiles. Con respecto a la presencia de supuestos tejidos en las estatuillas paleolíticas, la opinión generalizada sentenciaba que «nadie podría tejer textiles tan complicados hace tanto tiempo». Por esta razón, el tema apenas se había analizado en profundidad. En contra del criterio dominante, Elizabeth Barber optó por investigar el asunto, emprendiendo un meticuloso trabajo cuyos resultados le confirmaron una y otra vez que la gente del Paleolítico Superior ya sabía utilizar fibras vegetales. Se convirtió entonces en una científica de vanguardia al sugerir que el origen de la tecnología textil era notablemente anterior al Neolítico.
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Las descripciones de algunas estatuillas, publicadas con anterioridad al trabajo de Barber, se habían limitado a indicar que las tallas presentaban un peinado muy complejo. Así por ejemplo, en relación con la figura de Willendorf, Christopher Witcombe enfatizaba que si se presta atención a su perfil, la célebre escultura parece mirar hacia abajo, con la barbilla inmersa en el pecho y el pelo enrollado alrededor de la cabeza, mostrando un elaborado peinado. De todos modos, este autor no ocultó su extrañeza al considerar «extremadamente raro» que un artista paleolítico prestase tanta atención al pelo de la figura que ha tallado, y por ello sugería que un tocado tan meticuloso debía tener algún significado. En 1998, James Adovasio y Olga Soffer, tras una minuciosa inspección del peinado de la estatuilla de Willendorf, llegaron a la conclusión de que su «cabello» era en realidad un gorro tejido, una especie de cofia tan cuidadosamente trenzada que les hizo pensar que en el Paleolítico Superior podría haber existido una extendida tecnología de la fibra17. Idea que se ha visto corroborada porque la talla de Willendorf no es la única que parece llevar un gorro tejido. La estatuilla de Brassempouy, por ejemplo, es otra célebre figura cuya cabeza da la impresión de estar cubierta por algún tipo de redecilla o tocado para el cabello18. 17 El gorro de la estatuilla de Willendorf probablemente se habría empezado a elaborar desde el centro hacia la periferia. Según el criterio de quienes lo han analizado, la trama estaba realizada con tanto cuidado y precisión que podría tener la insólita función de servir como manual de instrucciones para enseñar a los tejedores a confeccionar ese tipo de gorras. Presenta un círculo central con forma de roseta, otros siete círculos rodean la cabeza y dos medio círculos extras sobre la zona de la nuca. La precisión con que los escultores representaron los objetos tejidos ha llevado a muchos estudiosos a pensar que quizás fueron los propios tejedores o tejedoras quienes tallaron las pequeñas estatuas, o al menos tuvieron un estricto tutelaje sobre las escultoras o escultores. 18 En 1894, el arqueólogo Edouard Piette encontró en Brassempouy, Francia, una pequeña cabeza de mujer tallada en marfil a la que llamó La dama de la capucha. Medía solo 3,65 cm y su antigüedad se ha calculado entre 22.000 y 24.000 años. Muestra la cara delicadamente tallada, aunque no se ha grabado la boca, y en torno a su cabeza se observa un ornamentado peinado que también podría ser una cofia o redecilla.
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Los adornos aparentemente hechos de fibras, sin embargo, no se limitan, como decíamos más arriba, a la cabeza. También los hay corporales, como los de algunas tallas que presentan cinturones de los que cuelgan cuerdas. Es lo que se observa por ejemplo en la estatuilla de Lespugne, cuyas amplias caderas muestran en la parte posterior una falda con detalles muy marcados, consistente en 11 fibras unidas a una cuerda basal que sirve de cinturón. La sogas cuelgan del cinto y están tan escrupulosamente talladas que no solo se aprecia el retorcido de las fibras, sino incluso cómo pierden su trenzado y se deshilachan hacia el extremo final19. En el suroeste de Rusia y en Ucrania, en las proximidades del mar Negro, se han hallado numerosos restos arqueológicos. Entre ellos se encuentra una cabeza (que podría ser de una estatuilla femenina, pero su cuerpo se ha perdido), elaboradamente decorada con bandas concéntricas casi idénticas a las de la estatuilla de Willendorf, y que también podrían interpretarse como un procesado peinado o como una gorra tejida. En esta misma región, en un área llamada Kotienski, se han encontrado literalmente docenas de figurillas que muestran marcadas similitudes entre ellas y con las del resto de Europa. Algunas presentan prendas de vestir, mientras que otras están completamente desnudas. El análisis de sus ornamentos ha contribuido a consolidar la idea de que la gente del Paleolítico tenía capacidad para tejer ropas, redes o cestos con fibras vegetales20 (Soffer et ál., 2000). 19 La estatuilla de Lespugne fue hallada en 1922 en la cueva de Rideaux (Francia). Con una altura de 14 cm, está tallada en marfil de mamut y se ha datado en 18.000-20.000 años Presenta una cabeza pequeña, los brazos son delgados y descansan sobre unos pechos enormes y pendulares. Las caderas y el abdomen también están muy enfatizados. En la parte de atrás, encima de los muslos, se observa una serie de canales, como si fuera una cola, que algunos han equiparado a una falda. Carece de pies. 20 En 1988, se halló en Kotienski un fragmento más bien grande (13,5 cm) de piedra caliza, con un prominente ombligo y unas manos cuyas muñecas portaban brazaletes. También se encontró una figurita de piedra caliza de 10,2 cm de alto de unos 24.000-25.000 años de edad relativamente completa, mostrando pechos y abdomen grandes; la cabeza, sin cara, se inclina hacia delante y está cubierta de filas con finas incisiones que pueden indicar un
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Aunque lo expuesto es solo un breve resumen, creemos que es suficiente para constatar que las diversas estatuillas halladas en lugares muy alejados de Europa presentan en muchos casos adornos corporales con apariencia de haber sido tejidos con fibras. 3.2. Los ricos yacimientos de Moravia En el año 1993, salió a la luz un trabajo que exponía que en la República Checa, concretamente en Dolni Vestonice, se habían hallado algunos trozos de arcilla cocida muy antiguos, de una edad comprendida entre 24.000 y 28.000 años. Estos restos conservaban en su superficie unas curiosas impresiones de difícil interpretación21. Tras diversos análisis, los especialistas sugirieron que los fragmentos de arcilla hallados podrían corresponder a fracciones de suelo sobre el que algún tipo de objeto, como sacos, bolsas, cestos o alfombras, tejido a partir de materiales extraídos de plantas silvestres, había dejado su huella22. sombrero o algún tipo especial de peinado. La talla, que muestra las manos apoyadas en el vientre, lleva adornos en los pechos que se atan a la espalda y brazaletes. Otra de las estatuillas halladas en este lugar se ha tallado en marfil de mamut y mide 11,4 cm de alto. Representa a una mujer desnuda cuya cabeza está cubierta con líneas poco profundas que podrían significar un tocado o un peinado. Se halló en 1936 y se ha descrito como «una de las mejores creaciones conocidas de este período». 21 Dolni Vestonice es un yacimiento situado en la ladera del monte Pavlov, próximo al pueblo de Brno en la región de Moravia, la parte oriental de lo que hoy es la República Checa. Ha sido excavado y examinado por numerosos arqueólogos durante gran parte del siglo xx y ha proporcionado muy diversos y sorprendentes hallazgos relacionados con los humanos modernos del Paleolítico Superior. Entre los primeros descubrimientos destaca la figura de una mujer hallada en 1925 durante una excavación del Museo de Moravia dirigida por Karel Absolon. Fue encontrada partida en dos fragmentos situados a menos de 50 cm de distancia uno del otro. Esta figurilla se hizo famosa por tratarse del primer objeto de cerámica descubierto. 22 Las evidencias presentadas consistían en cuatro pequeños fragmentos de arcilla cocida que tenían las impresiones en negativo de lo que parecía una cesta tejida con fibras finamente retorcidas. Algunos expertos, como Olga
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Si esta conclusión fuera correcta, contribuiría a consolidar la idea de que los habitantes de aquella zona ya sabían tejer fibras vegetales. Las primeras señales de cestería o de textiles retrocederían entonces en al menos 15.000 años de lo admitido hasta la fecha, evidenciando que la capacidad para aprovechar las estructuras vegetales se remonta a muy atrás en la historia de la humanidad23. Los análisis realizados con métodos modernos en las marcas detectadas en esos supuestos fragmentos de suelo, parecen revelar, además, conocimientos de variados estilos de retorcer y entrelazar hilos, algunos de los cuales incluso han perdurado hasta hoy. La tesis que sostiene que el aprovechamiento de las fibras vegetales con diversos fines es muy antiguo, se ha visto reforzada por un hecho significativo. Numerosas herramientas procedentes del Paleolítico Superior, que hasta hace poco parecían tener una dudosa utilidad y se les había prestado poca atención, ahora, bajo la luz de la nueva perspectiva, pueden entenderse mucho mejor: se trata de los utensilios empleados para tejer. Por la misma época en que unos grupos humanos comenzaban a realizar pinturas en las paredes de las cuevas del sur de Europa, otros, en el este del continente, estaban produciendo los tejidos más antiguos conocidos.
La citada arqueóloga Elizabeth Barber, convencida de la profunda incidencia del procesado de las fibras en el desarrollo técnico de la humanidad, ha defendido el concepto de revolución de la cuerda para definir el surgimiento de esta nueva tecnología. La autora, y cada vez más colega, sostiene que el empleo de fibras o sogas «abrió la puerta a un enorme rango de nuevas formas de trabajo y de mejoras en la supervivencia. […] La cuerda pueSoffer, han reconocido la existencia de información sobre la cerámica de la gente de Pavlov desde hace tiempo, «pero como los trabajos estaban escritos en checo o en alemán, no tuvieron impacto». 23 Con anterioridad a los hallazgos de la República Checa, la cestería más antigua conocida era de hace unos 13.000 años y el fragmento de la pieza tejida de mayor edad consistía en un trozo de ropa de 9.000 años.
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de usarse simplemente para atar cosas, ha señalado la científica, pero también para acarrear, para sostener o para atrapar». Su uso pudo propiciar multitud de actividades, como por ejemplo, formar manojos o paquetes, elaborar sacos para transportar objetos, o redes que sirvieran como trampas para atrapar animales, ya fueran terrestres o acuáticos. Igualmente, era un medio de mantener materiales unidos y producir herramientas más complejas y efectivas. E. Barber incluso ha sugerido que el uso de cuerdas tuvo tal trascendencia que habría hecho posible que los humanos poblaran casi cualquier nicho del planeta al que pudiesen alcanzar. Por su parte, J. Adovasio ha corroborado esta idea afirmando: «la revolución de la cuerda fue un vigoroso acontecimiento en nuestra historia. Cuando la gente empezó a utilizar las plantas y sus productos se abrió una vasta perspectiva para el progreso humano». Uno de los usos quizás más reveladores del procesado de las fibras vegetales fue potenciar la capacidad de transporte. Sabemos que la mayoría de los representantes del género Homo eran nómadas que, al trasladarse de un sitio a otro, probablemente llevaban consigo sus utensilios. Ante este hecho cabe preguntarse cómo pudo tener lugar tal transporte. Es indudable lo poco eficiente que sería hacerlo solo con lo que cabía en las manos; transportar pequeñas piezas una a una, sería muy lento y por lo tanto es razonable pensar que dispondrían de algún tipo de bolsa o morral hecho con fibras vegetales. Así se conseguiría el acarreo de herramientas, o de la materia prima para elaborarlas, de los productos procedentes de la recolección o de la carne. También, y esto es muy importante, eran objetos muy útiles para el traslado de las crías. Diversos autores, por ejemplo Juan L. Arsuaga (1999), han señalado que Homo habilis hace unos 2,5 millones de años probablemente transportó a lo largo de kilómetros la materia prima con que construía sus herramientas24. 24
El Paleolítico, valga recordarlo, fue una época en la que el clima atravesaba períodos de fluctuaciones de enfriamiento (glacial) y calentamiento (interglacial). Vastas extensiones de tierra estaban cubiertas por gruesas capas de hielo como las que vemos hoy en Groelandia y en la Antártida. El
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Cabe pues, suponer, que la vida nómada, que insistimos lleva implícito el traslado de utensilios, productos alimenticios vegetales y animales, y crías de corta edad, dependió para efectuarse con una mínima eficacia de algún tipo de manipulación de fibras vegetales. O, lo que es lo mismo, el nomadismo solo habría sido posible si se disponía de una tecnología de transporte y de contenedores. En este contexto, los utensilios de fibra antiguos han adquirido en la actualidad un interés mucho mayor del que inicialmente sugería su sencillo aspecto. Entre las diversas huellas dejadas sobre arcilla se han podido verificar algunas impresiones de cuerdas que revelan la presencia de nudos, lo que además de los mencionados sacos o contenedores indicaría que las fibras también pueden haberse utilizado en la elaboración de redes o trampas para capturar animales poco voluminosos. Esta observación es coherente con las informaciones de numerosos investigadores, Elizabeth Barber entre ellos, que han reparado en la abundancia de huesos de mamíferos pequeños, del tamaño de liebres y zorros, presentes en los campamentos del Paleolítico Superior de Europa central y oriental25. El estudio de los útiles hechos de fibra, como es de suponer, ofrece un considerable inconveniente en comparación con el análisis de los objetos hechos de otros materiales (piedra, hueso, asta, concha e incluso en algunos casos de madera): se clima era altamente inhóspito en muchas partes del mundo, lo que llevó a los humanos a vivir agrupados en pequeñas bandas. Subsistían a partir de las plantas que recolectaban y de los animales que capturaban. Eran gente nómada y se desplazaban en busca de alimentos. 25 Los especialistas han llegado a la conclusión de que el 46 por 100 de los huesos de animales individuales (conejos, zorros, pájaros) encontrados en Pavlov, probablemente se habían capturado con redes. En Pavlov y su vecina Dolni Vestonice se han desenterrado muchos más huesos de pequeños animales que de mamuts, cuya caza y captura se considera cada vez menos probable y más propia de los mitos que ilustran la prehistoria (Adovasio y Soffer, 2007). Cuando estas investigaciones se ampliaron, se pudo comprobar que a través de Europa también había yacimientos cubiertos con huesos de pequeñas piezas, lo que sugería que las redes eran ampliamente usadas. Estas observaciones habían pasado por alto durante décadas a los investigadores anteriores.
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deterioran y desaparecen con relativa facilidad. Por esta razón, los que se conservan son relativamente escasos. Pero además, lamentan Adovasio y Soffer, hay menos materiales de fibra en el registro arqueológico de los que han subsistido porque casi ningún experto ha tenido hasta ahora la formación requerida para detectarlos y, mucho menos, para recuperarlos, ya que se trata de una tarea que a menudo es delicada y muy técnica. Según ha denunciado J. Adovasio, precisamente debido a la escasez de evidencias, se ha subestimado la importancia de los materiales tejidos, mientras que por el contrario, dada la abundancia de utensilios de piedra, estos se han sobrevalorado. No obstante, debe resaltarse que en las cuevas secas, en territorios cubiertos con agua donde las bacterias aeróbicas no pueden alcanzar a los objetos o en los permafrost26, y otros lugares en los que la fibra no se ha destruido hasta desaparecer, se han encontrado útiles de cuerda y de madera en una proporción aproximada del 95 por 100 de todos los recuperados. Si esta relación fuera extrapolable a la mayoría de los yacimientos, se alarma Adovasio, «estamos reconstruyendo el pasado en base al 5% de lo que se usaba». Un considerable número de estudiosos argumentan hoy, desafiando la ortodoxia dominante, que la invención de la cuerda con toda probabilidad fue más importante para el desarrollo humano que las herramientas de piedra. Y estas afirmaciones no se basan en el vacío, sino que han ido cobrando fuerza al compás de los nuevos descubrimientos.
3.3. Una sorprendente cueva en el Cáucaso Entre los años 2007 y 2008, un equipo de investigadores dirigido por el paleobotánico Eliso Kvavadze, del Museo Nacional de Georgia en Tblisi, logró un sorprendente hallazgo. 26 La definición de permafrost es «suelo debajo de la nieve que se mantiene congelado todo el año». En la actualidad, el 24 por 100 de la superficie del mundo es permafrost.
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Durante una investigación en la cueva de Dzudzuana, situada en un valle del Cáucaso, recogieron diversas muestras de suelo entre las que extrajeron alrededor de 1.000 fibras de lino silvestre de más de 30.000 años de antigüedad27. Al observar estas fibras al microscopio, comprobaron que su forma y su estructura revelaban características especiales. Algunas estaban dispuestas por pares y parecían haber sido retorcidas juntas, o bien presentaban una serie de nudos, o sus extremos aparecían limpiamente cortados, sugiriendo todo ello una modificación intencional. Además, pudieron observar fibras que daban la impresión de haber sido teñidas con diferentes colores, incluyendo el negro, gris, turquesa y, en un caso, rosa; en este sentido, los autores insinuaron que los pigmentos naturales disponibles en las proximidades de la cueva, procedentes de raíces y otras partes de las plantas, podrían haber proporcionado los ingredientes para el teñido. Tras el análisis de tan sorprendente material, diversos estudiosos opinan que los residentes de la cueva probablemente ya eran capaces de usar fibras con distintos fines, entre ellos elaborar rudimentarias vestimentas cosiendo pieles de animales que los protegieran del frío. Este razonamiento está apoyado en que las muestras de suelo que contenían fibras también proporcionaron restos de pelos de un buey salvaje extinguido, fragmentos de escarabajos, polillas y esporas de un hongo conocido por su capacidad para vivir sobre ropas y otros textiles. Los investigadores del interior de la cueva de Dzudzuana, dirigidos por el paleobotánico E. Kvavadze, tenían como objetivo original analizar muestras de polen de árboles como parte de un estudio sobre las fluctuaciones ambientales y de temperatura que, a lo
27 Los estudios de los sedimentos de la cueva de Dzudzuana indican que fue habitada intermitentemente durante varios períodos; el primero de ellos transcurrió hace entre 26.000 y 32.000 años; entre 19.000 y 23.000 el segundo, y finalmente el tercero entre 11.000 y 13.000. Este último período coincide con el florecimiento de las pinturas en cuevas y otras actividades culturales.
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largo de miles de años, podrían haber afectado a las vidas de los primeros humanos modernos del Cáucaso. Sin embargo, mientras estaban buscando ese polen descubrieron fibras de lino. Uno de los miembros del equipo, el prestigioso profesor de la Universidad de Harvard Ofer Bar-Yosef, ha relatado que «estábamos tratando de averiguar cuándo se ocupó la cueva, cuál era la naturaleza de la ocupación por aquellos cazadores-recolectores, cómo conseguían su alimento, qué clase de herramientas de piedra o de hueso construían, de qué manera las usaban, si elaboraban cuentas o pendientes para la decoración corporal, u otros fines». Y, continúa el experto, «fue una maravillosa sorpresa descubrir esas antiguas fibras de lino al final del proyecto de excavación».
El entusiasmo generado por los inesperados descubrimientos en la cueva de Georgia ha catapultado un vivo debate entre la comunidad científica. Así, la arqueóloga de Harvard, Irene Good, aunque está de acuerdo con que la gente elaboró textiles a partir de fibras vegetales hace alrededor de unos 30.000 años, se muestra cauta con estos últimos hallazgos. Es posible, advierte Good, que fibras individuales de lino fueran arrastradas por el viento al interior de la cueva, quedaran enterradas y luego se entrelazaran durante el análisis microscópico. Incluso algunas de ellas podrían haber absorbido colores minerales del suelo en vez de haber sido intencionalmente teñidas. Si, por el contrario, «lo hallado fuera una evidencia de teñido de fibras, entonces serían con mucho las más antiguas», reflexiona la arqueóloga, convencida de que se necesitan más trabajos en la cueva Dzudzuana para demostrar la existencia de fibras teñidas y retorcidas intencionalmente en épocas tan lejanas. No hay que olvidar que los datos disponibles señalan que el teñido de la lana comenzó hace solo unos 4.000 años. El profesor Bar-Yosef, por su parte, también hace hincapié en que la invención de la cuerda fue un acontecimiento tecnológico extremadamente importante, sobre todo debido a sus múltiples aplicaciones. Además, este coautor de los descubrimientos de Dzudzuana sugiere que «el lino silvestre que crecía en la vecindad de la cueva fue intensa y extensamente
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explotado por los humanos modernos». En este asunto, Olga Soffer realza el interés de los hallazgos de la cueva georgiana ya que, si bien otros lugares de Europa casi tan antiguos han proporcionado aparentes huellas de restos textiles, «no podemos estar seguros de qué plantas se usaron. En Georgia tenemos restos de fibras vegetales reales identificables, lo cual es excelente». El arqueólogo Dani Nadel, de la Universidad de Haifa en Israel, coincide al subrayar que las fibras son probablemente restos de material tejido: «Proporcionan el ejemplo más antiguo de esta clase nunca antes encontrado en un yacimiento arqueológico». D. Nadel, como experto conocedor de que el lino es muy difícil de teñir, se pregunta, no obstante, si las fibras fueron coloreadas a propósito o si tomaron color a partir de otros materiales próximos mediante un proceso natural. Al respecto, Elizabeth Barber responde que «la variedad de colores […] parece indicar que fue un proceso intencionado, no accidental. No se podría conseguir que el suelo local tiñera espontáneamente las fibras con tanta diversidad». El antropólogo de la Universidad de Wisconsin, John Hawks, que ha avalado el interés del trabajo, pone el acento en que antes de este hallazgo solo conocíamos indirectamente el procesado de la fibra, mientras que ahora el conocimiento es directo. De hecho, las fibras de lino por sí solas no serían una noticia que mereciera la pena. Es sabido que los humanos recolectaban materiales mucho antes de hace 30.000 años, pues varias cuevas muestran buenas evidencias de ello. Lo que hace a las fibras de Dzudzuana diferentes es la evidencia de que fueron incorporadas a textiles. En la cueva georgiana, continúa el experto, «no estamos viendo los comienzos de esta tecnología, la estamos viendo en una etapa altamente desarrollada». Los restos parecen pues sugerir que las fibras vegetales se usaron de manera sofisticada y muy pronto en la prehistoria de la humanidad moderna.
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Esquema 1 Las estatuillas femeninas de hace ~25.000 años muestran adornos corporales aparentemente elaborados con fibras vegetales Algunos fragmentos de cerámicas con más de 26.000 años de antigüedad aparentemente revelan huellas de tejidos
➤ La industria textil pudo emerger hace 30.000 años
➤ ➤
Restos de suelo de hace ~30.000 años hallados en una cueva del Cáucaso parecen presentar señales del uso de fibras de lino trenzadas y teñidas
Una vez apuntado el enorme potencial de la tecnología de la fibra para mejorar la vida de la gente del Paleolítico, interesa centrar nuestro foco de atención en el probable compromiso de las mujeres con esta tecnología. Partiendo de un hecho ampliamente asumido, ellas eran las principales recolectoras; una cuestión que no es de índole menor. En realidad, se trata de un nuevo debate que ha irrumpido con fuerza en la comunidad académica, como se pretende reflejar a continuación28. 3.4. Las mujeres en las sociedades paleolíticas: ¿pioneras en la producción de la fibra? Los objetos elaborados con materiales de origen vegetal, según se ha apuntado, por ser particularmente efímeros solo 28 La relación de las mujeres con el mundo vegetal, tanto para aprovechar las plantas como alimento, productos medicinales o como materia prima para elaborar utensilios, se ha inspirando en estudios etnográficos realizados en los pueblos de tecnología simple que todavía hoy habitan en algunas zonas del planeta. Este tema se trata en el Capítulo 5.
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pueden estudiarse de manera indirecta, al menos en su mayor parte. Algo que requiere un considerable esfuerzo adicional. En este contexto, las estatuillas paleolíticas adquieren un renovado interés porque constituyen un claro ejemplo de pruebas indirectas acerca de la existencia de la tecnología de la fibra. Se justifica por qué el debate es agitado. Téngase en cuenta que hubo de pasar algo más de un siglo desde el descubrimiento de la primera figurilla para que se detectara que muchas llevan gorros, cinturones, brazaletes u otros atavíos de naturaleza textil. Precisamente, el cuidado y la meticulosidad con que esos adornos parecen haber sido tejidos y tallados han contribuido a fundamentar la tesis de que hace unos 30.000 años la humanidad ya disponía de una avanzada tecnología de la cuerda. Siguiendo el hilo de estos argumentos, la cuestión se acalora más y más porque las mujeres, que eran las principales recolectoras y estaban familiarizadas desde muy antiguo con el mundo de las plantas, podrían haber sido las primeras tejedoras y expertas en textiles de la prehistoria. Una hipótesis plausible radica en que fueron ellas quienes iniciaron la revolución de la cuerda e impulsaron una artesanía con enormes posibilidades de uso. Si las cosas sucedieron de esta manera, tal concatenación de hechos consolida la idea de que la abundante presencia de estatuillas puede interpretarse como el reflejo de la centralidad femenina en las sociedades paleolíticas. Pondrían entonces de manifiesto que sus actividades en aquellos lejanos tiempos han sido notablemente malinterpretadas y minusvaloradas. Con ese aporte, la imagen estereotipada de las mujeres, básicamente definida por su dependencia y pasividad, se debilita y pierde mucha de su antigua credibilidad. Los estudios sobre los orígenes del procesado de la fibra se han incorporado en los últimos años a muchos otros trabajos de investigación que defienden un significativo lugar para la mujer en la prehistoria. Sus resultados están contribuyendo a erosionar y demoler esa vieja imagen de la vida paleolítica supuestamente dominada por el poderoso, y cada vez menos verosímil, hombre cazador. Las estatuillas paleolíticas muy bien podrían haberse tallado para rendir honores al trabajo femenino. Se entenderían entonces como
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una manera de reconocer las valiosas contribuciones de las mujeres a la supervivencia de la sociedad en su conjunto. Esta nueva perspectiva, aunque no es mayoritariamente asumida, está cobrando fuerza y ganando cada vez más adeptos.
La cuestión del uso de elementos de fibra tejidos en el Paleolítico, dado su asombroso interés, ha desplegado todo un abanico de argumentos. Valga apuntar, por ejemplo, que los delicados adornos que lucen muchas de las estatuillas, aunque contribuyen a embellecerlas, no representan la ropa normal de una mujer de aquellos tiempos. Salvo el sombrero tejido, el resto de la indumentaria observada habría sido, sin duda, insuficiente para la dureza del clima en que vivían. Si se admite que esas prendas estaban hechas de cuerda pero no pueden usarse para abrigar, ni tampoco por lo que podríamos considerar pudor (la mayoría son transparentes y no cubren ninguna «zona pudenda»), ¿por qué la gente se esforzaba en tallar tales atuendos? La respuesta podría estar en que se usaban para transmitir mensajes. Quizás esas vestimentas, al igual que los tocados, habrían servido para inmortalizar el hecho de que las mujeres, o al menos algunas de ellas, disfrutaban de una categoría social propia29. Sombreros, gorros, cinturones, brazaletes podrían entonces hacer referencia al estatus particular o rango ostentado por ciertas mujeres. Considerando la cantidad de esfuerzo que requiere tejer esos tipos de adornos-ropajes y, además, esculpir una réplica en piedra, se puede razonablemente pensar que simbolizaban logros o prestigio. La investigación de Olga Soffer y James Adovasio, destacados defensores de esta interpretación, resalta que en las tallas femeninas que están decoradas o «vestidas», los detalles con que se muestra esa vestimenta parecen realizados con tanta minuciosidad como los de sus prominentes caracteres sexuales. En palabras de Olga Soffer (2000): «El exquisito detalle y el 29 Hasta ahora, solo se han observado vestimentas decoradas en estatuillas femeninas, con la excepción de un fragmento sexualmente ambiguo que luce un cinturón.
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intenso trabajo empleado en el labrado de las prendas de vestir utilizadas […] muestra claramente que las habilidades para tejer y elaborar cestos y sus productos eran lo suficientemente valoradas como para convertirlas en hechos culturales trascendentes tallados en piedra, marfil y hueso». 3.5. ¿Quiénes fueron los primeros artesanos textiles? Tiempos, habilidades y capacidades Las afirmaciones en torno a las tareas llevadas a cabo por las mujeres y por los hombres deben expresarse con cautela porque no está nada claro qué actividades pueden adjudicarse a unas y otros. Hay que tener presente que es muy difícil saber, dado lo maleable del rol de cada sexo, en qué casos es riguroso aceptar las analogías con el comportamiento moderno al interpretar el pasado, y cuándo es un error hacerlo. En otras palabras, evaluar comportamientos del pasado cuando los comportamientos del presente son tan variables resulta, como mínimo, una tarea plagada de escollos. Tampoco puede pasarse por alto que hay autores que no aceptan que las estatuillas sean una prueba de que en el Paleolítico ya se conocía el tejido de las fibras vegetales. Sostienen que, en realidad, del conjunto de pequeñas tallas, solo unas pocas parecen estar menos desnudas que el resto. Interpretar lo que significa «vestidos» es en algunos casos altamente especulativo. Además, muchas de las imágenes son muy abstractas o están rotas por varios puntos. Todo ello, señalan los críticos, deja a la teoría de la cuerda apoyada solo en la evidencia iconográfica de un número seleccionado de estatuillas. Y es arriesgado proyectar generalizaciones que no se sabe si son válidas. El debate se mantiene candente porque el análisis sobre textiles, la cestería y el trabajo de las mujeres durante el Paleolítico Superior, pese a los múltiples puntos oscuros existentes, encierra un considerable interés debido también al continuado hallazgo de abundantes restos de animales pequeños en yacimientos del Paleolítico Superior. El estadio de este tipo de investigaciones pondera el valor económico, tecnológico y social en las pobla-
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ciones humanas que hoy están intentando esclarecerse30. La inclusión de esa fauna de talla menor en la dieta, al tratarse de recursos fiables que se obtienen con bajo riesgo, marcó con toda probabilidad una ampliación del rango alimenticio de los humanos. Como se ha dicho en otro epígrafe, la capacidad para capturar estas piezas fue probablemente el resultado de innovaciones procedentes de la tecnología de la fibra aplicadas a la caza, ya sea con redes o con trampas31. Algunos expertos creen que la tecnología de la cuerda aplicada a la captura de pequeñas presas es un reflejo de cacerías comunales dirigidas por el trabajo de las mujeres. Sin embargo, autores como Karen Luppo y Dave Schmitt (2002), de la Universidad de Washington, han señalado que las actuales inferencias que relacionan grandes rendimientos en productos alimenticios y el trabajo femenino, gracias a la caza con redes o trampas, no están lo suficientemente apoyadas por los datos disponibles32. K. Luppo y D. Schmitt, aunque no defienden el estereotipado papel tradicional adjudicado a las mujeres, advierten que considerar marcadores del trabajo femenino a la captura de fauna de pequeño tamaño y a la tecnología de caza basada en las innovaciones de la fibra es en parte un derivado del registro etnográfico, que muestra a menudo a las mujeres (y también a los niños) de algunas sociedades de cazadores recolectores, concentrando sus esfuerzos en animales de menor tamaño. Los autores creen que extrapolar tales observaciones actuales a la prehistoria es muy arriesgado, lo que puede provocar graves errores porque las evidencias son insuficientes. 30
Se trata de pequeños carnívoros, lagomorfos (conejos y liebres), pájaros, reptiles, mariscos y peces de agua dulce o salada. 31 Aunque, a partir del registro arqueológico no está claro qué técnicas usaron las poblaciones prehistóricas, las huellas identificadas en yacimientos del este de Europa sugieren que la caza con redes desempeñó un importante papel. 32 Los antropólogos que observan a las mujeres en los pueblos de cazadores recolectores que aún existen, han descrito que las redes que ellas usan para tender trampas son uno de los sistemas de caza más eficientes. Tan es así que en nuestros días, en algunos de esos pueblos pueden incluso ser más valoradas que los arcos y las flechas.
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La prudencia se vuelve ineludible cuando se realizan afirmaciones relacionadas con las tareas ejecutadas por las mujeres y los hombres de nuestro pasado. En coherencia con lo expuesto, sería más riguroso tener presente que estamos en un terreno muy resbaladizo y que de hecho no hay datos suficientes que permitan detectar si en el Paleolítico Superior hubo, por un lado, artefactos elaborados con cuerdas trenzadas, y por otro, tareas invariablemente relacionadas con uno u otro sexo. A nadie se le oculta que investigar la prehistoria con cierta objetividad conlleva suavizar o eliminar todo el rastro de sesgo que sea posible. Es androcéntrico afirmar que nuestros orígenes y evolución son solo el resultado de las actividades del poderoso hombre cazador, en torno al cual ha surgido todo nuestro desarrollo cultural. Pero sería ginocéntrico sostener que solo gracias al conocimiento de las mujeres del mundo vegetal pudo inventarse la cuerda (y sus derivados), hasta el punto de que la tecnología de la fibra y sus enormes potencialidades fuesen producto exclusivo de las actividades femeninas. La participación compartida por ambos sexos en las innumerables labores y comportamientos que propiciaron el surgimiento de los humanos modernos resulta más probable, y así lo defienden cada vez más investigadores.
En suma, bajo esta tesitura cabe afirmar que si en el pasado hubo división del trabajo en función del sexo, las mujeres fueron muy importantes dada la relevancia del uso de las fibras vegetales en la construcción de objetos de muy diversa utilidad; además, por supuesto, del uso imprescindible de las plantas como alimentos, y sin olvidar su papel medicinal. Pero si no hubo división del trabajo, las mujeres también fueron importantes, ya que ambos sexos trabajarían codo con codo para conseguir alimentos (tanto de origen vegetal como animal) que compartían con el grupo. Y juntos habrían desarrollado las diversas estrategias de supervivencia que les permitieron adaptarse a distintos entornos y salir adelante. El modelo de comportamiento de nuestros antepasados paleolíticos bien pudo entonces haber estado marcado por la cooperación entre los sexos.
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En cualquier caso, las nuevas y más amplias interpretaciones de las pequeñas estatuas paleolíticas están contribuyendo a corregir el tantas veces mentado androcentrismo dominante cuando se interpreta nuestra prehistoria. Y, entre las múltiples consecuencias que arrastra este cambio de perspectiva, no debemos olvidar que también ha insuflado bríos a asuntos que ya de por sí tienen una larga historia de acalorados desacuerdos. Uno de ellos es el controvertido tema del matriarcado, que engloba una pregunta de difícil respuesta: ¿existieron alguna vez sociedades en las que las mujeres fueran más poderosas que los hombres? 3.6. El matriarcado: breve apostilla sobre una apasionante controversia En general, se entiende por matriarcado aquellas sociedades en las que un grupo de mujeres, especialmente las madres, tiene en sus manos el poder (político, económico o religioso). La existencia de comunidades de este tipo a lo largo de la historia de la humanidad ha sido, y sigue siendo, un asunto muy controvertido. El consenso está lejos de alcanzarse y aún no existe acuerdo sobre la validez del término matriarcado. En este breve epígrafe solo se pretende ofrecer un pequeño resumen sobre un tema que es amplio y complejo. Antes de nada, la mayor parte de los especialistas sostiene que no existe ninguna evidencia arqueológica ni etnográfica que permita afirmar que las mujeres dominaran y explotaran a los hombres en alguna sociedad del pasado. De hecho, las múltiples investigaciones emprendidas hasta ahora no han podido demostrar que en la historia de la humanidad hayan existido sociedades matriarcales como si fueran una imagen de contrapunto a las patriarcales33. El que existan religiones donde aparezcan diosas, 33 El patriarcado es una forma de organización social en la que los hombres ejercen la autoridad en todos los ámbitos; dominan a las mujeres y se aseguran la transmisión del poder y la herencia por línea masculina. Se
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insiste la mayor parte de los especialistas, no evidencia automáticamente una dominancia femenina34. La profesora de arqueología y prehistoria de la Universidad Jaume I de Castellón, Carmen Olària, ha señalado que la organización social que podemos atribuir a las primeras comunidades humanas paleolíticas es la de tribu o clan. Se trataría de sociedades tejidas con un sistema igualitario en las que es muy probable que las relaciones sexuales se mantuvieran comunalmente. Los lazos de parentesco serían entonces exclusivamente matrilineales, ya que solo la mujer podía reconocer a su propia progenie. Este hecho lleva a creer como más plausible la existencia de un matrilineado que de un matriarcado durante el Paleolítico. Por su parte, la arqueóloga Encarna Salahuja sugiere que las sociedades no patriarcales, de las que sí hay evidencias, no deberían denominarse matriarcado, sino sociedades matristas o sociedades con autoridad femenina35. conocen numerosas sociedades patriarcales, tanto actuales como del pasado, aunque el grado de desigualdades entre los sexos es muy variable. 34 La conocida, y también discutida, arqueóloga Marija Gimbutas (19211989) fue la primera en ofrecer una investigación profunda sobre el simbolismo prehistórico europeo, mostrando una alternativa al típico punto de vista androcéntrico. Desde su perspectiva, las estatuillas femeninas del Paleolítico, a las que ella llamó «diosas», al igual que las imágenes posteriores del Neolítico, no se habían elaborado para la estimulación erótica de los hombres, sino que expresaban conceptos del misterio sagrado y cíclico de las formas femeninas. Gimbutas puso el acento en que este concepto cosmogónico de deidad no estaba limitado a la fertilidad o a la maternidad, sino que tenía múltiples funciones y representaciones. No obstante, esta autora se ha sumado a los expertos que rechazan el uso del término matriarcado como descripción de las culturas prehistóricas, precisamente porque implica una estructura social que sería una imagen especular de patriarcado. Marija Gimbutas se mostraba convencida de que «un obstáculo serio y continuo en el estudio de las sociedades antiguas es la indolente asunción de que estas deben parecerse a la nuestras […] la existencia de “un mundo diferente” es lo más difícil de admitir». 35 Muchas sociedades han sido, y algunas aún lo son, matrilineales y/o matrilocales (cuando el varón se incorpora a la familia femenina) debido, quizás, a que el fuerte lazo que se genera entre la madre y sus vástagos podría construir unos sólidos cimientos para una organización de este tipo, que habría sido duradera y estable en vez de rara y aberrante. Tengamos en cuenta que son numerosas las culturas en las que el poder femenino es evidente, aunque no se trate de sociedades matriarcales.
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En la actualidad, un colectivo apreciable de expertos considera que la palabra matriarcado solo podría usarse con propiedad para definir una comunidad en la que las mujeres dominen y exploten a los hombres, pero no cuando pueden compartir con ellos el poder. No existen evidencias sólidas sobre una sociedad en la que una jerarquía femenina controlase todos los aspectos de las vidas y actividades de los hombres. Por esta razón, el término matriarcado como descripción de las culturas prehistóricas es mayoritariamente rechazado.
Sin pretender profundizar en esta controvertida cuestión, hay que anotar que el estudio pionero sobre sociedades del pasado dominadas por mujeres se debe al antropólogo Johann J. Bachofen (1815-1887). En 1861, este autor publicó un libro titulado Los derechos de la madre36, que tuvo un notable impacto en el pensamiento de su tiempo. Inspirado en los mitos griegos, Bachofen creía que la cultura europea temprana había pasado por tres estados básicos sucesivos. En el primero, caracterizado por la barbarie, ningún sexo controlaba nada porque el control no existía. En el segundo estado, la autoridad, tanto en la familia como en la tribu, estaba en manos de las mujeres y reinaba la promiscuidad sexual; debido a la dificultad para establecer con certeza la paternidad, la filiación solo se realizaba por línea femenina. El tercer y último estado surgió más tarde, cuando estas ginecocracias fueron reemplazadas o convertidas en patriarcados y la humanidad alcanzó un alto grado de organización. Es evidente que Bachofen calificó a las sociedades controladas por mujeres como un tiempo de escasa civilización. De hecho, consideró que su fin y el desarrollo del patriarcado marcaban el triunfo de cualidades masculinas como la racionalidad y el orden sobre cualidades femeninas inferiores, del tipo de lo emocional y el desorden. No hay que pasar por alto que, como apunta la experta en Arqueomitología37 Joan Marler (2003), lo que describía J. J. Bachofen se ha asociado usualmente con el 36
Título original: Das Muterrecht (1861). La Arqueomitología es un ámbito interdisciplinar de la arqueología que incluye estudios lingüísticos, mitología, religiones comparadas y el análisis de documentos históricos. 37
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concepto de matriarcado, pero él nunca usó tal término pese a sostener la existencia en el pasado de sociedades controladas por mujeres. En esta línea, también hay que subrayar que si bien Bachofen fue el primero en reconocer científicamente la existencia de sociedades con dominio femenino, se ha prestado mucha más atención a su concepción de la superioridad masculina. Hoy día, la disputa en torno a la distribución del poder en las sociedades del pasado está aún lejos de cerrarse. Un número sustancial de estudiosos sostiene que, independientemente del término que usemos —matrilineal, matrista o el más discutido matriarcado—, con los datos disponibles en la mano es difícil negar que en las sociedades del Paleolítico Superior las mujeres tuvieran un papel significativo. La mejor prueba de ello es el de una iconografía casi exclusivamente femenina38. Las estatuillas, como se ha descrito, o algunas pinturas descubiertas en las cuevas donde los símbolos femeninos se encuentran normalmente ocupando el centro de los dibujos y rodeados de símbolos masculinos, podrían ser un valioso testimonio de que en aquellas sociedades se rendían honores a las mujeres y a sus actividades. En otras palabras, las interpretaciones más recientes reflejan que las mujeres en el Paleolítico eran importantes y que probablemente ocupaban una posición medular en sus tribus o clanes. Pretender relegar esa centralidad hasta hacerla invisible, no cuenta con el apoyo de los datos empíricos actuales. Una incursión que solo puede conducir, como ha ocurrido en más de una ocasión, a graves errores. En otros apartados ya se ha dicho que este debate hunde sus raíces en una tradición que desde muy antiguo late en el pensamiento humano: el sexo femenino tiene como única función parir y cuidar su prole. En consecuencia, el único poder que puede atribuirse a las mujeres estaría relacionado con la 38 La presencia de abundantes imágenes femeninas que hacen pensar en sociedades organizadas en torno a mujeres, no es propia solo del Paleolítico Superior. Aunque sea un tema que no trataremos aquí, es oportuno mencionar que, en períodos posteriores como en Neolítico, también se ha encontrado una iconografía femenina muy abundante.
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capacidad de concebir y dar a luz. Valga insistir en que estas raíces son muy profundas, puesto que hasta la segunda mitad del siglo xx disciplinas como la antropología, la arqueología o la biología evolutiva limitaban su interés por las mujeres a los aspectos relacionados con la maternidad. O, insistiendo en lo mismo, la capacidad de las mujeres de dar a luz una nueva vida ha sido durante un larguísimo tiempo el único aspecto bajo el que se las ha considerado39. Sea como fuere, son cada vez más los estudiosos que paulatinamente han ido abandonando la vieja y caduca idea de que la opresión y la marginación de las mujeres es un hecho natural que ha existido desde los orígenes de la humanidad. Autoras como Sally Campbell (2006) o Encarna Sanahuja (2002), y muchas expertas más, sostienen como probable que durante el 95 por 100 de su historia, los representantes del género Homo vivieron en grupos colectivos en los que disfrutaban de una relativa igualdad entre los sexos. La situación de sometimiento 39
Muchos pueblos en el pasado, han sugerido algunos autores, desconocían la relación entre practicar el sexo y el embarazo y por lo tanto la gente no tenía clara noción de la paternidad: las mujeres daban a luz niños misteriosamente, lo que alimentaba un sinfín de mitos que concedían a la hembra un papel casi mágico. Incluso se ha argumentado que el matriarcado habría sido derrocado por el patriarcado cuando los varones descubrieron la paternidad, es decir, conocieron su contribución biológica a la reproducción de la especie. Se trata, no obstante, de un razonamiento muy discutido. Para no pocos estudiosos, es más acertado suponer que ningún grupo humano, por muy primitivo que fuera, pudo haber desconocido el vínculo entre relaciones sexuales y gestación. Según Cinthya Eller (2000), la paternidad, incluso en las sociedades más arcaicas, probablemente nunca se ha ignorado. El hecho de que cada criatura tenga un único padre sí es más reciente. Escritores griegos y romanos, por ejemplo, pensaban que la «semilla» de dos hombres podía contribuir por igual al carácter de la prole. No queremos pasar por alto que el término «semilla» utilizado como sinónimo de espermatozoide tiene un gran componente machista, ya que una semilla que contiene el embrión, biológicamente consta de la mitad de la información genética procedente de la madre y la otra mitad del padre. La paulatina corrección de los errores, sobre todo gracias a los conocimientos procedentes de la biología celular y de la reproducción, ha arrojado abundante luz sobre un tema hoy ampliamente estudiado. Sin embargo, no ha eliminado muchos sesgos sexistas que aún perduran.
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de la mujer sería, por tanto, un constructo social, un producto de la organización de nuestras sociedades. Un vez más, es obligado recordar que el «actualismo» ha invadido en muchas ocasiones la ciencia, y por lo tanto hay que ser prudentes ante las generalizaciones basadas en la universalidad de presente. En coherencia, no podemos interpretar el comportamiento de nuestra especie Homo sapiens, que surgió hace unos 200.000 años, basándonos en conductas seguidas en los últimos 10.000, solo porque de esta época tenemos datos fiables y de los 190.000 años restantes la información se vuelve más y más borrosa a medida que se adentra en el pasado. 4. Comentario final Las preciosas estatuillas femeninas del Paleolítico, que con tanto ímpetu han aguijoneado la imaginación de muchos expertos y no expertos, parecen decirnos que las mujeres fueron importantes, quizás hasta centrales, a lo largo de más de 20.000 años en sociedades que se extendieron desde los Pirineos hasta la lejana Siberia. Siguiendo investigaciones recientes, no resulta descabellado afirmar que en tiempos lejanos muy bien pudieron existir culturas igualitarias en las que mujeres y hombres desempeñaban sus actividades conjuntamente, compartiendo el esfuerzo para la supervivencia del grupo. Día a día crecen las evidencias que muestran que han existido comunidades en las que las mujeres tuvieron un papel considerable; mucho más relevante del que tradicionalmente se les ha adjudicado. Los trabajos de diversas investigadoras, y también investigadores, están proporcionando un sólido marco que refuta esa trama de creencias tejida durante siglos y fundamentada en la universalidad de las estructuras sociales dominadas por los hombres. En suma, los testimonios con que hoy se cuenta muestran que el papel de la mujer en la prehistoria y los orígenes de la preponderancia masculina no están claros; no hay datos que indiquen de manera indiscutible que el domino masculino sea una condición universal inevitable. Pero además, suponiendo que históricamente las mujeres nunca hubieran estado al mis-
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mo nivel que los hombres, ello no restaría urgencia ni viabilidad a la necesidad actual de luchar por la igualdad completa entre los sexos. No es necesario entroncar históricamente ese reto con ninguna realidad anterior, para reivindicar algo que, por justicia, debe existir en la sociedad. Y terminamos con las palabras de la arqueóloga Cynthia Eller (2000): «la historia reciente, tanto tecnológica como social, prueba que la innovación es posible […], no estamos condenados para siempre a encontrar nuestro futuro en nuestro pasado».
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Capítulo 5 Considerandos sobre las mujeres en los pueblos de tecnología simple Una de las mayores fuerzas que mueven el mundo en nuestra época es la revolución de la igualdad. Barbara Ward
1. Introducción
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a antropología es una disciplina científica que tiene entre sus objetivos descubrir, analizar y explicar las diferencias y similitudes entre las distintas culturas del planeta, incluidas las poblaciones humanas actuales que no son productoras ni están tecnológicamente desarrolladas1. Es decir, uno de sus focos principales está centrado en aquellas poblaciones que viven en estrecho contacto con la naturaleza y, de manera global, suelen llamarse «pueblos de tecnología simple», «cazadores-recolectores» o «tribales», en contraposición con el peyorativo término de «pueblos primitivos» que tanto ha calado en la visión eurocéntrica dominante hasta hace tan poco tiempo. 1
El radio de especialización de la Antropología, no obstante, se ha ensanchado extraordinariamente en los últimos tiempos, abarcando ejes temáticos de absoluta contemporaneidad (lo urbano, colectivos especiales, medioambiente…).
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La Antropología constituye, junto a la arqueología y la primatología, uno de los grandes pilares que sirven de apoyo a los esfuerzos para esclarecer los orígenes y el desarrollo de la humanidad moderna. El gran cuerpo teórico del que disponen los antropólogos acerca de la organización de las sociedades tribales, sus comportamientos y adaptaciones, representa un valioso marco de referencia para intentar reconstruir el estilo de vida de nuestros predecesores. En esta cuestión, sin embargo, debe extremarse la prudencia. Aunque a primera vista pueda parecer que los cazadores-recolectores actuales se comportan de manera lo suficientemente simple como para establecer analogías con los humanos del Paleolítico, sus estructuras sociales, lenguaje y sistemas religiosos suelen ser casi tan complejos como los de las sociedades desarrolladas. Una circunstancia que hace poco probable que los homínidos premodernos tuvieran nada comparable a dichos pueblos. Valga recordar al respecto que en la Tierra no vive hoy otra especie humana, salvo la de Homo sapiens. Todos descendemos de una pequeña población surgida en África hace 150.000200.000 años. Tanto los pueblos de tecnología simple como los habitantes del resto del mundo avanzado, en sus distintos grados de desarrollo, conformamos la humanidad biológicamente moderna, separada por el mismo período de tiempo de quienes vivieron durante el Paleolítico. Se trata de un hecho fundamental que no debe olvidarse, o de lo contrario se puede caer en un abultado error, frecuente hasta no hace mucho: considerar que los pueblos tribales están de un modo perenne, ahistórico, unos «escalones por debajo», o unos «pasos más atrás» que nuestras «sociedades civilizadas». Tengamos en cuenta que la Etnografía2 ha estado en múltiples ocasiones, como tantas otras disciplinas científicas, impregnada de grandes dosis de prejuicios que han propiciado la publicación de conclusiones faltas de rigor al dar por válidas algunas inferencias, sean precipitadas o de carácter externo al objeto estudiado.
2
Por Etnografía se entiende el estudio y descripción de los pueblos del mundo. Para muchos autores se trata de una disciplina de la Antropología.
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Al igual que sucede con los estudios de primates no humanos, hay que ser muy cautos cuando se emplean analogías etnográficas. No importa lo simple que pueda parecer la forma de vida de los pueblos cazadores-recolectores del presente: ellos son sin duda humanos modernos, Homo sapiens, tanto en el sentido anatómico como intelectual. Tienen el mismo rango de capacidades debidas a la inteligencia y las habilidades para comunicarse, que el resto de la humanidad. Asimismo, es muy importante no olvidar, tal como señalan Adovasio y Soffer (2007), que los primeros miembros del género Homo —Homo habilis y Homo erectus/ergaster— llevaban modos de vida que eran casi con certeza radicalmente diferentes de los de los humanos modernos; y un aspecto más decisivo: tales vidas se han extinguido hace ya miles y miles de años. No se puede simplemente sobreimponer culturas relativamente recientes a poblaciones de épocas muy antiguas, ya que el lapso de tiempo y las potenciales diferencias culturales son enormes.
Antes de seguir adelante querría apuntar que, pese al enorme interés que este tema despierta, adentrarnos en el complejo y apasionado debate que hoy agita los estudios etnográficos está más allá de nuestro objetivo. Aquí solo pretendemos contribuir a la difusión entre el público interesado de algunas perspectivas novedosas sobre el papel de las mujeres en los pueblos tribales que diversas antropólogas, apoyadas por cada vez más compañeros varones, vienen defendiendo en los últimos años. 2. Las antropólogas hacen oír su voz: los pueblos tribales son altamente diversos Hasta hace pocas décadas, debido en gran parte a la implacable marginación académica de las mujeres, los estudios etnográficos eran mayoritariamente desarrollados por antropólogos varones equipados de antemano con una idea preconcebida acerca de quiénes eran los sujetos relevantes para sus investigaciones. Como ha señalado María E. Carranza Aguilar, «la Antropología fue, en un principio, en busca de la voz del nativo varón y, aunque nunca obvió a las mujeres por completo,
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si se interesó por ellas fue solo por su condición de madres». Siguiendo el mismo camino que muchas otras disciplinas científicas, hasta la segunda mitad del siglo xx en los estudios etnográficos no se consideró a las mujeres como sujetos con valor en sí mismas, sino por su capacidad reproductora. «El etnocentrismo de los investigadores —continúa esta autora—, les hacía buscar lo equivalente a su cultura occidental en las sociedades no occidentales que estudiaban, al tiempo que su ideología androcéntrica fijaba la atención en los elementos masculinos y despreciaba los femeninos». La Antropología ha sido construida como cuerpo teórico por varones que, al observar los pueblos tribales, concentraron su atención en los miembros del sexo masculino, olvidando o ignorando a la mitad femenina. Como resultado, los estudios etnográficos, igual que tantos otros, han estado durante largo tiempo inmersos en una práctica de la ciencia considerablemente alejada de la neutralidad y la objetividad.
En este contexto, la voz de Verena Stolke (1996), profesora de Antropología de la Universidad Autónoma de Barcelona, resulta notablemente ilustrativa: El androcentrismo que caracterizó tanto a la antropología sociocultural clásica como al conocimiento científico en general está probado de sobra. Fue el movimiento feminista […] el que suscitó nuevas inquietudes y una nueva sensibilidad, sobre todo entre las antropólogas, por la tradicional negligencia en la disciplina de los quehaceres específicos y las vidas de las mujeres dando origen a la antropología de género.
Más adelante, esta científica apunta que la Antropología de género se dedicó a «subsanar la visión distorsionada que la antropología clásica ofrecía de las circunstancias y experiencias de las mujeres mediante una amplia gama de estudios etnográficos en culturas diversas». No obstante, también Stolke hace hincapié en que, «aunque las antropólogas tomaron conciencia
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del sesgo presente en los estudios etnográficos en la década de 1930, inicialmente el eco de sus trabajos fue escaso». Estas son sus palabras: Ya a partir al menos de los años 30 algunas excepcionales antropólogas tradujeron su íntima convicción de que se debía tomar un especial cuidado en no minimizar en la investigación etnográfica la importancia de las mujeres, en estudios antropológicos de envergadura. A pesar del carácter innovador, del rigor de sus trabajos e incluso de su éxito profesional general, durante décadas estas obras pasaron casi desapercibidas y aún hoy no forman parte del excelso grupo de monografías clásicas […], leídas y releídas por sucesivas generaciones de estudiantes.
La Antropología de género empezó a ganar audiencia y relieve en torno a 1980, generando un nuevo discurso que puso de manifiesto la falta de objetividad imperante al analizar temas de género en los pueblos tribales. Las estudiosas denunciaron enérgicamente que la experiencia contemporánea de los roles sociales de mujeres y hombres se estaba usando de forma indiscriminada y rutinaria como marco para interpretar el papel de todas las mujeres, tanto en los pueblos de tecnología simple como en los del remoto pasado. En 1981, la antropóloga Peggy R. Sanday, después de analizar datos etnográficos de más de 150 sociedades indígenas, concluía que las actividades femeninas y masculinas se han visto distorsionadas y desfiguradas al suponer la generalidad de la supremacía masculina. Durante dos décadas de investigación, la científica documentó meticulosamente relaciones igualitarias entre las mujeres y los hombres de los pueblos nativos que investigó, lo que la llevó a rechazar la noción de dominio masculino universal. En el año 1984, por su parte, Margaret Conkey, de la Universidad de California en Berkeley, y Janet Spector, de la Universidad de Minnesota, publicaron un artículo con perspectiva de género titulado «Arqueología y estudios de género»3, 3
Título original: «Archaeology and the Study of Gender».
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que alcanzó una gran repercusión. Este trabajo contribuyó a enfocar la atención de un elevado número de expertos sobre la patente invisibilidad femenina en las reconstrucciones de nuestro pasado. A partir de entonces empezó a despuntar un nuevo escenario en el que las mujeres emergían como miembros activos en sus sociedades, en vez de estar confinadas al papel de reproductoras pasivas y meras recolectoras de unas pocas plantas. Veamos. 2.1. El papel de las mujeres: divergentes miradas que bifurcan la linealidad convencional Durante largos años, los pueblos de tecnología simple parecían revelar un modelo típico según el cual las mujeres recolectaban alimentos vegetales, mientras que los hombres se desplazaban en periódicas cacerías para conseguir carne. A partir de estas observaciones, los antropólogos evolucionistas extrapolaron el modelo hacia atrás en el tiempo, asumiendo acríticamente que en épocas lejanas la situación habría sido similar. Dieron por cierto, entonces, que ese modelo existía desde los comienzos del género Homo con estructuras y funcionamientos no muy distintos; pese a que a este género, Homo, lo tenemos en el planeta desde hace unos 2,5 millones de años. Algunos autores incluso llegaron a suponer que los australopitecos, con una antigüedad de casi 4 millones de años, también organizaban sus vidas de manera semejante. Subyacente a tan convencional tesis late la convicción de que en los homínidos del pasado distante había una nítida separación de tareas entre los sexos y que desde siempre las mujeres han estado vinculadas con el mundo vegetal y los hombres con la caza4. Mientras ellas se limitaban a las actividades supuestamente sencillas como recolectar frutos, tubérculos o raíces de los alrededores, ellos se organizaban en complejas y peligrosas cacerías para aportar al grupo el alimento más valioso: la carne. 4
El tema de la mujer recolectora y el hombre cazador se trata con más amplitud en el Capítulo 1.
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Este estereotipo, lastrado por un evidente androcentrismo, ha propiciado que arraigue profundamente la idea de que todos los pueblos tribales actuales, al igual que todos nuestros antepasados desde el Paleolítico (o incluso anteriores), han dividido el trabajo de forma natural y universal en hombres cazadores y mujeres recolectoras. Los sistemas culturales humanos ofrecen, sin embargo, una variación mucho mayor que la supuesta. De hecho, las sociedades se han revelado notablemente más flexibles de lo que se había creído y parecen tener un elevado grado de diversidad que hasta hace poco tiempo había pasado casi desapercibido. La rica variabilidad detectada ha permitido, por ejemplo, describir pueblos en los que no se observa la esperada separación de tareas (mujeres recolectoras y hombres cazadores), sino un solapamiento más o menos pronunciado. Las pruebas dicen que, a veces, ni siquiera existen tareas que sean exclusivas de uno u otro sexo. Igualmente, la pasividad y dependencia de las mujeres ha llegado a la arena del debate al constatarse que en no pocas ocasiones los alimentos por ellas conseguidos representan un elevado porcentaje del total de la comida con el que cuenta el grupo. Muchos autores sostienen que los pueblos de tecnología simple deberían denominarse recolectores cazadores —en vez de al revés— porque aproximadamente el 70 por 100 de su dieta consiste en semillas, frutos, tubérculos, bulbos, etc., que se recolectan, mientras que la carne procedente de la caza constituye una proporción considerablemente inferior (el 30% restante). Además, cuando los recolectores salen en busca de alimento en un entorno conocido, rara vez regresan al grupo con las manos vacías, mientras que, por el contrario, los cazadores vuelven muchas veces sin haber atrapado ningún animal, sobre todo si lo que pretenden es capturar piezas de gran tamaño. Valgan a título de ejemplo las investigaciones realizadas por la antropóloga de la Universidad de Utah, Kristen Hawkes y su equipo, que en la década de los 90 han revelado que grupos de hombres armados con arcos y flechas envenenadas de los pueblos Hazda de Tanzania solo son capaces de capturar un animal grande una vez al mes como media, lo cual no es ni remotamente suficiente como para alimentarse a sí mismos y a sus hijos.
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Los expertos, incluso los más profundamente convencidos de que universalmente las mujeres han ocupado un estatus más bajo que los hombres, se han viso obligados a cuestionarse, unos con mejor voluntad que otros, la credibilidad de una jerarquía que hasta pocas décadas no había admitido discusión alguna. No obstante, pese a que se hayan verificado más situaciones de igualdad de las inicialmente supuestas, hay que tener en cuenta que los datos estadísticos reflejan que en gran parte de las sociedades actuales las mujeres ocupan posiciones de menor poder y prestigio que los hombres. Tal situación, sin embargo, podría deberse a que ellas no tienen, o no han tenido, acceso a los recursos, y por lo tanto su lugar subordinado no implica necesariamente que se trate de un hecho universal e inevitable. Si bien es cierto que los varones son dominantes en muchas de las más populosas sociedades de nuestros días, esto no puede extrapolarse a todos los pueblos indígenas actuales, ni mucho menos a la gente del Paleolítico. En el primer caso, tal extrapolación no es válida porque los estudios de los últimos años revelan una gran diversidad entre los pueblos tribales que aún habitan el planeta. En lo que al Paleolítico se refiere, tampoco vale esa extrapolación, sobre todo porque el dominio masculino se considera hoy un resultado de los asentamientos humanos que tuvieron lugar en la época posterior, el Neolítico.
Frente a quienes afirman que la igualdad de género no existe en ninguna sociedad, se ha argumentado que esta actitud podría simplemente responder a una falta de interés o a cierta incapacidad para detectar sociedades altamente igualitarias fuera de los propios filtros jerárquicos culturales. Como enérgicamente ha expresado la arqueóloga Joan Marler (2003), «solo eliminando tales filtros e incorporando un amplio rango de investigaciones no sesgadas podrán los científicos documentar con precisión una perspectiva completa del papel cultural de las mujeres como agentes autónomos y no como individuos dependientes y subordinados a los hombres».
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De manera semejante a lo sucedido en la primatología o en la arqueología, los resultados más recientes logrados en la Antropología muestran que las sociedades de primates en general o de humanos en particular que pueblan el mundo han tenido y tienen un comportamiento mucho más rico y diverso de lo que hasta hace pocos años se creía. Curiosamente, las novedades más interesantes de estas disciplinas coinciden en rescatar del olvido y la marginación a las mujeres, poniendo de manifiesto que se trata de sujetos con un comportamiento activo y que, en no pocos casos, ocupan posiciones centrales o fundamentales en aquellos grupos de los que forman parte. Primatólogas, arqueólogas y antropólogas son hoy merecedoras de reconocimiento porque, tras un considerable esfuerzo investigador y ciertamente apoyadas por un creciente número de compañeros varones, están contribuyendo a cambiar el imaginario colectivo acerca de la cantidad y calidad de las funciones femeninas en un amplio espectro de sociedades y épocas.
El sesgo androcéntrico que ha limitado durante tanto tiempo a los estudios etnográficos, puede tener su raíz en que inicialmente, insistimos, fueron producto de investigadores masculinos incapaces de convivir con las mujeres de los asentamientos observados. Se trata de una inercia que empezó a quebrarse con la participación de las científicas. Cuando ellas lograron establecerse entre las comunidades femeninas, describieron un escenario muy diferente. Comprobaron que las mujeres eran muy creativas, capaces de realizar multitud de tareas y de elaborar diversos utensilios que facilitaban sus variadas actividades. Y, lo que es más importante, en muchos pueblos no encontraron atisbo alguno de falta de iniciativa, pasividad o dependencia femeninas. Más bien al contrario, en trabajos de campo meticulosamente documentados, las antropólogas hallaron que en un considerable número de sociedades las mujeres disfrutan del control sexual y económico de sí mismas. Las estudiosas percibieron, además, otro comportamiento de notable interés: en múltiples ocasiones, las mujeres están vinculadas unas a otras y, por ejemplo, recolectan juntas en
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vez de aisladas, configurando incluso vastas redes que se dispersan por grandes áreas para conseguir comida5. Asimismo, en diversos pueblos las mujeres y los hombres pueden ser fuentes igualitarias de alimentos. En otros escenarios suelen ser ellas y no los varones, quienes aportan la mayor parte del sustento. Los últimos estudios etnográficos muestran, además, la existencia en los pueblos tribales de formas de intercambio de productos que implican a las mujeres en papeles centrales, y que tales actividades no son vistas de ninguna manera como marginales o de menor importancia por la población. El mundo académico cuenta todavía hoy con estudiosos que, incluso careciendo de datos serios que los avalen, alimentan un viejo y caduco dogma: en el Paleolítico y en los pueblos cazadores-recolectores actuales, una hembra y sus crías necesitan para no morir de hambre de un macho que cace para ellas. Los datos empíricos de las últimas décadas, sin embargo, tienden a mostrar que las mujeres no han sido nunca, ni lo son ahora, consumidoras pasivas, sino sujetos activos capaces de contribuir significativamente en diversas actividades sociales.
En definitiva, la Antropología de género tiene enormes potencialidades para reconocer la riqueza cultural de los distintos pueblos del mundo, en gran medida debido a su capacidad para resaltar el crítico papel que la mitad femenina desempeña y que probablemente ha desempeñado en las sociedades de tecnología simple y en los orígenes y evolución de la humanidad.
5 Ellas recolectan plantas, frutos, nueces, bayas, algunas raíces y tubérculos; consiguen huevos de aves, insectos y cazan o atrapaban pequeños animales (Helen Pringue, 1998).
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Esquema 1. Antropología clásica
Antropología de género
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Hasta la segunda mitad del siglo xx solo se interesó por las mujeres en su condición de madres
Su finalidad es subsanar la visión distorsionada que la Antropología clásica ha ofrecido de las mujeres
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La perspectiva de género ha realizado una significativa corrección metodológica al incorporar al ámbito de estudio antropológico las actividades de las mujeres
Llegados a este punto, hemos escogido traer a estas páginas dos grandes debates que atañen a esta disciplina y que en los últimos años han cobrado un inusitado vigor, superando los límites de la comunidad científica y prendiendo con fuerza en la opinión pública en general. El primero de ellos hace referencia a una peculiar condición fisiológica humana que desde muy antiguo ha llamado poderosamente la atención: el hecho natural de que en todos los pueblos del mundo las mujeres dejen de ser fértiles décadas antes de que terminen sus vidas. El otro gran debate tiene que ver con el comportamiento sexual de las mujeres, y gira en torno a la cuestión de la monogamia femenina. Tema polémico donde los haya, ya que se ha visto avivado últimamente porque diversos estudios primatológicos y etnográficos parecen demostrar que en todos los primates, incluidos los humanos, las hembras naturalmente exhiben un comportamiento promiscuo, esto es, sexualmente activo. Una condición que podría haber sido favorecida por la selección natural. 3. Sobre una incógnita evolutiva: la larga vida posreproductora de las mujeres El prestigioso antropólogo Jared Diamond señalaba en 1996 que el fin de la capacidad reproductora femenina dos o tres décadas antes de la muerte, es un hecho fisiológico tan insólito
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que debería incluirse, junto a los grandes cerebros o la postura erguida, como rasgo biológico esencial para diferenciarnos del resto de los simios. Los seres humanos aparentemente son la única especie primate en la que el sistema reproductor femenino entra en declive cuando el resto del cuerpo permanece sano y todavía vigoroso. A diferencia de la mayor parte de los animales salvajes, que conservan su fertilidad casi hasta que mueren, las mujeres, cuando llegan a los cuarenta y cinco o cincuenta años de edad, pierden la capacidad de tener descendencia debido a un proceso llamado menopausia. Como es sabido, ello no impide que a continuación siga un largo período de activa vida posreproductora6. Si comparamos la hembra chimpancé con la humana, vemos que en la primera el período fértil empieza entre los ocho o diez años y dura aproximadamente unos treinta. Cuando el animal alcanza la cuarentena, en condiciones naturales todos sus sistemas fisiológicos, incluyendo la fertilidad, declinan hasta que se produce la muerte. En la mujer, la vida fértil comienza algo más tarde, en torno a los trece o quince años y dura hasta alrededor de los cincuenta. Suponiendo una vida máxima de ochenta u ochenta y cinco años, habrá tenido aproximadamente igual que la hembra chimpancé unos treinta años de vida fértil. Lo llamativo en 6
La menopausia es estrictamente un término médico para expresar el final de la actividad menstrual. Ocurre cuando acaba la función cíclica que los ovarios llevan realizando sin interrupción desde la pubertad, dejando de fabricar óvulos y deteniendo la producción de las hormonas sexuales femeninas: los estrógenos (Campillo, 2005). Entre los mamíferos, al menos de momento, solo se han encontrado dos especies de animales salvajes en las que una proporción sustancial de sus hembras pasa una fracción significativa de su vida después de que su fertilidad se haya acabado: la ballena piloto o calderón (Globicephala macrorhyncus) y la ballena asesina (Orcinus orca). La cuarta parte de las hembras adultas cazadas por los balleneros son claramente posmenopáusicas, a juzgar por la condición de sus ovarios. Estas hembras alcanzan la menopausia a la edad de treinta o cuarenta años y como media viven unos catorce años más, llegando algunas hasta los sesenta. Son pues, junto con las humanas, las únicas que experimentan un cese total de su capacidad reproductora mucho antes del final de su vida.
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el caso de las humanas es que subsistan otras tres décadas de vida no reproductiva7. Los médicos y los biólogos conocen desde hace tiempo que el mecanismo fisiológico de la menopausia implica la senescencia y agotamiento de los óvulos cuya cantidad ha quedado establecida durante el desarrollo intrauterino8. No existe, sin embargo, una razón obvia para que las células reproductoras femeninas degeneren hacia el medio siglo cuando en otras especies longevas de mamíferos, como los elefantes, la mayoría de las ballenas o las tortugas, los óvulos permanecen viables durante al menos sesenta años. En las numerosas discusiones generadas en torno a las singulares características reproductivas de la hembra humana, se han propuesto infinidad de hipótesis con el fin de explicar su larga vida posmenopáusica. No obstante, todas son muy debatidas y la cuestión, como veremos seguidamente, todavía está lejos de alcanzar el consenso. Un argumento defendido por un considerable número de expertos sostiene que la menopausia y la subsiguiente etapa posmenopáusica no son sino el resultado reciente del aumento de la vida media humana. Apuntan que estas condiciones fisiológicas apenas podrían haberse producido a lo largo de la mayor parte de nuestra evolución, debido a que (supuestamente) 7 Se estima que una mujer de setenta y cinco años de edad aún conserva al menos el 90 por 100 de su metabolismo basal, el 85 del funcionamiento de su sistema nervioso, el 70 de su función cardiovascular y coordinación muscular y el 50 por 100 de su función pulmonar en comparación con el estado fisiológico que presentaba cuando tenía veinte años (Austad, 1994). Pese a todo ello, en ese momento de su vida el sistema reproductor lleva inactivo al menos dos décadas. 8 Hacia el quinto mes del desarrollo intrauterino, un embrión femenino ya posee todos los ovocitos que tendrá en su vida (recordemos que por ovocito se entiende un gameto femenino al que le falta pasar por la segunda división meiótica para convertirse en un óvulo maduro, listo para la fecundación). A lo largo de los años fértiles de una joven, sus ovocitos irán madurando hasta alcanzar una cifra próxima a los 400. En cada ciclo menstrual se perderá uno, y al llegar a los cincuenta años de edad la mayor parte de ese suministro original se ha acabado; los ovocitos restantes tienen ya medio siglo de vida y paulatinamente dejan de responder a las hormonas.
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casi ninguna mujer, ni hombre, viviría pasados los cuarenta y cinco o cincuenta años de edad. La actividad reproductora femenina debería terminar en las proximidades de la muerte, pero, dado que la ampliación de la longitud de la vida humana es demasiado reciente, la función reproductora de las mujeres no ha tenido tiempo de ajustarse. Este punto de vista olvida, sin embargo, que cualquier otra función biológica de las mujeres no solo continúa funcionando durante décadas después de los cincuenta años, sino que en la actualidad, y a pesar de las enormes diferencias en riquezas, recursos y accesos a medicinas, en todos los pueblos del mundo las mujeres experimentan la menopausia. Esto sugiere, según distintos especialistas, que el programa de la fertilidad humana está integrado dentro de nuestra constitución genética desde mucho antes de la aparición de algún tipo de progreso tecnológico y cultural9. Otra hipótesis propuesta para explicar la larga vida posreproductora femenina, y quizás la que más popularidad ha alcanzado, es la llamada hipótesis de la abuela. Postulada hace unos cincuenta años por el biólogo evolutivo George Williams, esencialmente sugiere que la pérdida de la fertilidad permite a las mujeres mayores colaborar con sus hijas en la alimentación de los nietos. Este supuesto se apoya en que la función abastecedora de las mujeres en las sociedades tribales se prolonga 9
La baja mortalidad de los humanos adultos no está restringida a las poblaciones con avances científicos médicos. La estructura de la pirámide de edad entre los pueblos cazadores recolectores, que no tienen acceso a los productos farmacéuticos occidentales, muestra también un alargamiento de la vida en comparación con la de los simios. De hecho, tanto en las poblaciones históricas como en las de cazadores recolectores con fertilidad y mortalidad naturales, un tercio o más de las mujeres está usualmente por encima de los cuarenta y cinco años (Hawkes, 2004). Esto es muy poco frecuente en los otros primates; en los chimpancés, menos del 3 por 100 de los adultos están por encima de los cuarenta y cinco años. La mitad de todas las hembras chimpancés en Gombe y Mahale nunca sobreviven a su capacidad reproductiva, mientras que entre los ache, cazadores recolectores de Paraguay, la mitad de todas las mujeres en edad reproductora viven al menos dieciocho años más después del cese de su capacidad reproductora (Hill y Hurtado, 1996).
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en el tiempo mucho más allá del final de su vida fértil. «En las poblaciones humanas —ha apuntado la antropóloga de la Universidad de Utah Kristen Hawkes (1998)— la norma es que las mujeres sean vigorosas y productivas cierto tiempo después de que su fertilidad haya acabado». Se convertirán entonces en abuelas que, sin hijos a su cargo, aumentan las posibilidades de supervivencia de los nietos. El razonamiento ha encontrado argumentos sólidos en el hecho de que las crías humanas son sumamente indefensas e inmaduras al nacer y dependen por completo de los adultos, sobre todo de sus madres, durante un tiempo muy largo. Ese intervalo es más extenso que en cualquier otra especie animal. Tengamos en cuenta que una cría de chimpancé comienza a buscar su comida tan pronto como es destetada, mientras que una humana tarda en hacerlo un tiempo considerablemente mayor10. Pero la hipótesis de la abuela no convence a todos. De hecho, alimenta un vivo debate en el que se enfrentan controvertidos puntos de vista a favor y en contra de su rigor científico. En este sentido, destacan entre sus defensores la citada antropóloga Kristen Hawkes y sus colaboradores. El equipo ha realizado meticulosos estudios en mujeres de diferentes edades de la etnia Hadza, una población nómada que habita en Tanzania, que primordialmente recogen frutas silvestres, tubérculos, miel, in10
Las crías de los chimpancés son capaces de conseguir alimentos desde pequeñas ayudándose de sus manos o de herramientas muy rudimentarias. El caso de los humanos cazadores-recolectores es distinto, sin embargo, porque la mayor parte de su comida la obtienen gracias al uso de utensilios elaborados (palos para excavar, redes, lanzas de madera). Además, normalmente la preparan con otras herramientas (piedras talladas para cortar, mazos para machacar) y, en muchos casos, luego la cuecen al fuego, hecho a su vez con otros instrumentos. La fabricación de todos estos útiles está fuera de la destreza manual y de la capacidad mental de las crías humanas. El uso de herramientas y su producción no solo se aprende imitando, sino también mediante el lenguaje que las criaturas humanas tardan años en dominar. Todo ello conduce a que las niñas y los niños permanezcan largo tiempo dependientes, y esa dependencia es mayor de las madres que de los padres, porque ellas tienden a proporcionar con su proximidad más cuidados.
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sectos o pequeños animales. Sus resultados han puesto de manifiesto que entre los hadza las mujeres posmenopáusicas son las que dedican el mayor tiempo a recolectar, mucho más que las jóvenes. Hawkes y sus colaboradores han calculado que estas mujeres, algunas de las cuales pueden alcanzar hasta ochenta años de edad, aportan gran cantidad de comida a sus hijos y nietos, posiblemente debido a que la abundancia de alimentos conseguidos suele aumentar con la edad y la experiencia. Asimismo, se ha observado que en diversos pueblos cazadores-recolectores estudiados, como los kung de Sudáfrica, los ye’Kwana de Venezuela y los residentes del atolón de Ifaluk en la Micronesia —además de los citados Hazda de Tanzania—, también aparecen evidencias de mujeres posreproductoras que proporcionan comida y cuidados que ayudan a sus hijas a criar mejor a sus descendientes. De esta manera, las mayores contribuirían al éxito reproductor de las más jóvenes. Por su parte, Daryl Shanley y sus colaboradores de la Universidad de Newcastle (RU) han analizado en un artículo publicado en la revista New Scientist (2007), datos procedentes de los nacimientos y muertes de 5.500 personas en Gambia durante los años 1950 y 1975, antes de que llegara allí la medicina moderna. Esos datos revelan que una niña o un niño tendrán diez veces menos de posibilidades de sobrevivir si su madre muere antes de que cumpla los dos años edad, y que una criatura de entre uno y dos años tendrá el doble de posibilidades de sobrevivir si su abuela vive en ese tiempo. Otros familiares no parecen tener ningún efecto significativo11. En 2009, Molly Fox de la Universidad de Cambridge, Reino Unido, junto a un equipo plurinacional que incluye además de investigadores británicos a un norteamericano y otro alemán intentaron remodelar la hipótesis de la abuela basándose en argumentos genéticos relacionados con el cromosoma X. De11 Los investigadores propusieron también un modelo matemático según el cual predecían que lo mejor para la supervivencia de una población humana es que la menopausia llegue a una edad relativamente temprana. De este modo, como abuela, la mujer posmenopáusica ayudaría a doblar las expectativas de vida de sus nietos.
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bido a que este cromosoma se hereda de manera diferente por las niñas (definidas como XX porque poseen un cromosoma X de la madre y otro del padre) y los niños (definidos como XY porque tienen un cromosoma X materno y uno Y paterno), los autores distinguen entre el posible efecto de abuelas maternas y paternas. La conclusión es que, si bien la hipótesis de la abuela tiene validez general, no debe infravalorarse la naturaleza del parentesco genético, ya que las nietas y los nietos difieren en la proporción de cromosomas que comparten con sus abuelas. Esto es, el inusual modelo de herencia del cromosoma X podría provocar que los efectos de la abuela fuesen específicos para el sexo12. Mirkka Lahdenperä, del Departamento de Biología la Universidad de Turku, Finlandia, señalaba en 2010 haber encontrado en sus investigaciones razones para sospechar que la menopausia ha tenido un carácter adaptativo. Su trabajo se basa en el análisis de registros demográficos de dos poblaciones: una de Finlandia con datos que abarcan desde el siglo xviii hasta el xx, y otra de Canadá, con información procedente de los siglos xix y xx. El argumento central de la autora está apoyado en la estimación, de un lado, de los costes de una reproducción 12
Cuando una mujer tiene un hijo varón, este heredará de ella uno de sus cromosomas X y un cromosoma Y de su padre, por lo tanto, cualquier gen de sus cromosomas X tiene el 50 por 100 de probabilidades de ser transmitido a su hijo. Cuando este hijo sea padre, pasará su único cromosoma X a su hija y el parentesco entre la niña y su abuela paterna, en relación con ese cromosoma, será también del 50 por 100. Los nietos varones de esta mujer, sin embargo, al heredar el cromosoma X de su madre no tienen ningún parentesco ligado a los genes de ese cromosoma con sus abuelas paternas. La abuela materna, por el contrario, tiene dos cromosomas X y por tanto cualquiera de los genes presentes en ese cromosoma tiene un 50 por 100 de probabilidades de ser heredado por su hija. Los hijos de esta última, independientemente de que sean niñas o niños, tendrán un 25 por 100 de probabilidades de heredar el cromosoma X de su abuela materna. En suma, los nietos varones tienen un 0 por 100 de genes ligados al cromosoma X de su abuela paterna y un 25 por 100 ligados a ese cromosoma de la abuela materna; las nietas tendrán un 25 por 100 de genes del cromosoma X de la abuela materna y un 50 por 100 de los genes de la abuela paterna. Todo ello podría generar, siempre según Fox y colaboradores, una supervivencia diferencial entre nietas/nietos y la presencia de la abuela.
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continua hasta que la edad materna es avanzada y, de otra parte, en los beneficios de detenerla antes. Debido sobre todo a que la mortalidad femenina causada por el parto se incrementa con la edad, el cese relativamente temprano de la fertilidad, sostiene Lahdenperä, ofrece ciertas ventajas. O, lo que es lo mismo, su tesis coincide con diversos estudios realizados en distintas partes del mundo que muestran que los efectos provechosos de las abuelas en el éxito reproductivo de sus descendientes parecen más valiosos que una vida fértil prolongada. La hipótesis de la abuela, pese a ser defendida por un número apreciable de expertos, sin embargo presenta numerosos puntos débiles que le han restado credibilidad. El modelo tropieza con un grave problema, porque no todos los datos obtenidos a partir de estudios etnográficos corroboran una probabilidad de supervivencia significativamente mayor para las criaturas asistidas por las abuelas que la de aquellas criadas sin esa ayuda. En este sentido, las investigaciones publicadas en 1991 por Kim Hill, del Departamento de Antropología de la Universidad de Michigan, en colaboración con Magdalena Hurtado, del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas, centrada en la comunidad Ache de Paraguay, muestran que los beneficios derivados de la maternidad con asistencia de la abuela parecen demasiado pequeños para justificar una vida posreproductiva prolongada. Sostienen que los datos empíricos evidencian que las ventajas alcanzadas por la pérdida de la fertilidad en las mujeres mayores son igualmente demasiado escasas como para ejercer una influencia favorable que sea significativa sobre el conjunto de la población13. En realidad, las posibles ventajas que puedan justificar la existencia de una larga vida posreproductora femenina permanecen por el momento bastante confusas. Si bien es cierto que, como han afirmado Hawke y sus colaboradores, la variación del peso 13
La tesis de que las últimas décadas de vida sin capacidad reproductora tiene como fin que las abuelas asistan a sus hijas —madres con hijos pequeños— no se ha visto corroborada en las otras especies de ballenas que presentan esta característica, en las que no existe tal asociación.
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de un niño está relacionada con el tiempo en que una abuela recolecta, Hill y Hurtado mantienen, por el contrario, que la fertilidad de los hijos y las hijas y la supervivencia de los nietos no se ven significativamente incrementadas por la presencia de mujeres posmenopáusicas. Al respecto, Jocelyn S. Peccei del Departamento de Antropología de la Universidad de California, Los Ángeles, apuntaba en 2001 que, pese a que las investigaciones empíricas en las sociedades cazadoras recolectoras sugieren que en algunos casos las abuelas contribuyen a la supervivencia de sus descendientes, los modelos cuantitativos usando datos reales no han logrado demostrar que la menopausia se mantiene por adaptación. Por otra parte, Peccei, que se muestra bastante escéptica con relación a la hipótesis de la abuela, hace hincapié en que la ayuda de estas claramente varía en importancia y clase según las condiciones locales. Por esta razón, sugiere la autora, podría esperarse que la edad media de la menopausia se incrementará a medida que las condiciones socioecológicas fuesen mejorando con el tiempo. Sin embargo, esa tendencia no se ha detectado en lo más mínimo a lo largo de los pasados 150 años, un período durante el cual se ha conocido una tremenda mejora en las condiciones de vida. Pese a que evolutivamente se trata de un período de tiempo insignificante, quizás los múltiples estudios realizados podrían haber insinuado algún cambio, pero no ha sido así. Peccei y sus colaboradores creen probable que la edad de la menopausia al menos no se ha retrasado a lo largo de los pasados 1.000 años. Con todo, debemos tener en cuenta que autores como Hillard Kaplan, profesor del Departamento de Antropología de la Universidad de Nuevo Méjico y sus colaboradores, han afirmado en un trabajo publicado en el año 2000 que, en general, las mujeres no contribuyen más que los hombres a la nutrición de sus descendientes, ya sea antes o después de la menopausia. Además, estos autores creen que las mujeres posreproductoras no producen más que las que están en edad fértil. Según ellos, ni las madres ni las abuelas proporcionan todo lo que un niño come. Con este argumento, continúa Kaplan, no se pretende insinuar que las mujeres se mantengan ociosas, sino que no hay que infravalorar la inversión masculina en la alimentación de
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las crías. En este sentido, M. Lahdenperä ha señalado que los aportes de alimentos procedentes de las mujeres posmenopáusicas parecen variar notablemente entre los distintos grupos; mientras que en algunas sociedades pueden ser muy importantes, no resultan esenciales en otras. La citada Jocelyn Peccei (2001) ha destacado otro argumento significativo contrario a la hipótesis de la abuela. Si la expansión del lapso de vida posreproductor ofrece ventajas a las mujeres, estas, llegada la menopausia, no deberían sufrir ningún efecto negativo en su salud más allá de cualquier deterioro relacionado con el envejecimiento «normal». No obstante, parecen existir consecuencias negativas en la salud como resultado de la retirada de los estrógenos, por ejemplo, una mayor fragilidad ósea. Pero las cosas tampoco parecen claras en este aspecto; diversos expertos sostienen que la menopausia podría no ser el factor de riesgo más importante para las fracturas por osteoporosis14, puesto que múltiples estudios muestran que la dieta y el grado de ejercicio físico son variables importantes que inciden sobre la tasa de pérdida de masa ósea. En esta breve discusión, también es necesario incluir otra crítica significativa a la hipótesis de la abuela: adolece de un claro sesgo eurocéntrico porque se basa en un modelo de familia nuclear occidental que no refleja la realidad de los pueblos tribales. De hecho, el uso del término «abuela» sería en este caso desafortunado e incorrecto, ya que si bien es cierto que las mujeres posmenopáusicas son abastecedoras de importancia, también lo es que entre los cazadores-recolectores la familia nuclear no representa la forma más frecuente de organización social. Normalmente, las aportaciones de las mujeres mayores suelen ser beneficiosas para el grupo en su conjunto. Debe tenerse en cuenta que el actualismo de la familia nuclear ha invadido en muchas ocasiones la bibliografía y, por lo tanto, hay que extremar la prudencia ante las generalizaciones basadas en la universalidad de lo propio. 14 La osteoporosis es una enfermedad que disminuye la cantidad de minerales en los huesos, produciendo un defecto en la absorción de calcio que los vuelve quebradizos y susceptibles de fracturas y microfracturas.
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En los pueblos de tecnología simple, aunque aproximadamente el cuarenta por ciento de las mujeres ya han sobrepasado la menopausia, los datos empíricos confirman que sus aportaciones siguen siendo importantes para la economía y para la alimentación del grupo en general, y no solo para sus descendientes. En coherencia, no puede afirmarse que la larga vida posreproductora femenina sea el resultado de un largo proceso adaptativo en beneficio de los nietos. 3.1. El fin prematuro de la vida reproductora. ¿Y después? Aunque desde hace tiempo sabemos que el agotamiento y senectud de los óvulos son la causa inmediata de la menopausia, la pregunta de por qué la selección natural favoreció a las mujeres cuyos óvulos se acaban a los cincuenta años sigue siendo un misterio de la evolución humana. Pese a que efectivamente se trata de un hecho vital de nuestra especie, para los biólogos evolucionistas parece una paradójica aberración. De acuerdo con la teoría de la evolución, la menopausia representa un enigma porque implica la selección de caracteres que promueven la supervivencia después de que la función reproductora haya terminado, cuando, como sabemos, el proceso evolutivo funciona para mantener y optimizar la capacidad reproductiva de la especie. Desde este punto de vista, en la década de 1950 se enunció una hipótesis que intentaba explicar la menopausia como una respuesta adaptativa de la especie humana. Este fenómeno fisiológico habría actuado como un centinela para proteger a la mujer que envejece de los riesgos del embarazo y el parto. Las mujeres que, en virtud de mutaciones genéticas, perdieron su fertilidad a una edad relativamente temprana, habrían tenido una ventaja de supervivencia sobre aquellas que no experimentaron esas mutaciones y quedaban más expuestas a la mortalidad asociada al parto. Años más tarde, en la década de los 90, el antropólogo Jared Diamond también se sumaba a este criterio, apuntando que en los hombres la capacidad reproductiva va decreciendo con
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lentitud a medida que envejecen, mientras que en las mujeres tal capacidad se acaba de forma prematura debido al esfuerzo adicional que significan el embarazo, el parto y la lactancia. En la actualidad, autores como Julia Pérez Piñero y otros (2007) también sostienen que la pérdida de capacidad reproductora podría ser un mecanismo de protección para las mujeres que envejecen frente a los peligros de un parto tardío15. En los años 2007 y 2008 diversos investigadores, entre ellos algunos procedentes de las universidades de Cambridge y Exeter, propusieron un modelo alternativo, según el cual la menopausia podría ser una adaptación para minimizar la competencia reproductiva entre mujeres de dos generaciones distintas pertenecientes al mismo grupo. El razonamiento se fundamenta en que los humanos son los únicos primates donde casi no existe un solapamiento reproductor: las mujeres dejan de reproducirse cuando empieza a hacerlo la siguiente generación de la unidad social, y por lo tanto no se genera competencia entre ellas. No obstante, esta tesis —la infertilidad de las mujeres mayores sirve para disminuir la presión de la reproducción competitiva entre las hembras de distintas generaciones— parece desacertada, porque ignora el hecho de que si bien las competencias existen, las presiones desencadenadas no son suficientes para lograr imponer la primacía sexual de una generación sobre otra16.
15 En los mamíferos en general, el parto es relativamente simple y el riesgo de mortalidad asociado suele ser bajo, aun en edad avanzada. En los humanos, por el contrario, el canal del parto, posiblemente debido a la evolución hacia la posición erguida, se ha complicado de manera notable. Lo tortuoso de este canal es lo que motiva gran parte del riesgo de mortalidad asociado al nacimiento. 16 En condiciones naturales, sin ayuda médica, por término medio las mujeres tienen su primer hijo en torno a los 19 años de edad y el último alrededor de los 38, lo que implica que cesan de reproducirse cuando la próxima generación comienza a hacerlo. A partir de estos datos se ha desarrollado un modelo matemático simple que, según sus defensores, predice que las mujeres mayores ceden el testigo de la maternidad a las jóvenes de su misma unidad social. Insistimos en que este modelo no goza de la aceptación entre la mayoría de los expertos.
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A la extensa lista de hipótesis propuestas para interpretar evolutivamente la menopausia y el largo período de vida posreproductora de la hembra humana, algunos biólogos evolucionistas han añadido otra: quizás este fenómeno fisiológico no confiere ningún beneficio en sí mismo, sino que se trata de un carácter derivado. Especialistas como Andrew J. Petow, del Departamento de Genética de la Universidad de Wisconsin, se apoyan en un argumento que se viene discutiendo desde los tiempos de Darwin: la selección natural podría no ser válida para explicar la totalidad los caracteres. En otras palabras, considerar que todos los aspectos anatómicos, fisiológicos, o de comportamiento de una especie son producto de la selección natural, puede conducir a explicaciones dudosas, a veces incluso carentes de fundamento, tal como sostuvieron en 1979 los profesores de la Universidad de Harvard, el conocido paleontólogo e historiador de la Ciencia, Stephen J. Gould, y el biólogo evolutivo y filósofo de la biología, Richard C. Lewontin. Estos prestigiosos evolucionistas realizaron una crítica general del adaptacionismo, haciendo precisamente hincapié en que no todo responde a la adaptación. Según su criterio, pueden existir caracteres biológicos que se presenten, sin más, como consecuencia de otros aspectos funcionales. Quizás unas mutaciones que afectaron a un órgano concreto o a una función fisiológica dada pudieron tener un efecto antagónico sobre otros aspectos del organismo aparentemente no relacionados. Veamos este razonamiento, aplicado al tema que nos ocupa. La menopausia y la extensa posmenopausia, lo decíamos más arriba, parecen ser universales en todas las mujeres y para todas las poblaciones estudiadas. Incluso a pesar de que la mayoría de esas mujeres, a través de la historia de nuestra especie (y también en la actualidad en muchos sitios del mundo), no hayan sobrevivido el suficiente tiempo como para que estos procesos se manifiesten. Tal circunstancia lleva a plantearnos qué beneficios podría aportar la menopausia cuando los humanos no sobrevivían mucho más allá de los cuarenta años. O, lo que es lo mismo, cómo pudo convertirse en universal y característico de la vida reproductora femenina un proceso fisiológico
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si la mayoría de ellas moría antes de que pudiese expresarse. De aquí que se haya sugerido el cálculo probabilístico de que quizás se trate de un resultado indirecto debido a otro cambio biológico. Esto es, de un efecto colateral implícito en la selección de otras características. Desde esta perspectiva, el fin de la vida fértil podría estar causado por mutaciones en genes pleiotrópicos ligados (aquellos que tienen efectos en más de un carácter)17. La menopausia representaría un compromiso entre la pérdida de capacidad reproductora en las últimas décadas de la vida, cuando la fertilidad es naturalmente más baja y aumentan los defectos de nacimiento, compensable a favor de alguna otra característica que mejore la reproducción en edades más tempranas. Por ejemplo, la disminución del tiempo que transcurre entre un nacimiento y el siguiente, que es menor en los humanos que en los demás grandes simios, podría tener como contrapartida que la fertilidad terminara antes de que la mujer fuese fisiológicamente vieja18. Este compromiso funcionaría porque la ganancia neta proporcionada por una reproducción y fertilidad tempranas superaría la potencial pérdida causada por el fin prematuro de la reproducción (Petow, 1998). La menopausia y la larga vida posreproductora parecen ser en la actualidad una característica propia de solo una especie primate: Homo sapiens. Se trata de un fenómeno fisiológico adaptativo que, según algunos expertos, en su momento pudo haber tenido una insospechada trascendencia evolutiva. 17 Se llama pleiotropía al efecto por el cual un solo gen mutante afecta a dos o más aspectos del fenotipo de un organismo, que por lo demás no parecen estar relacionados. Si varios de estos genes pleiotrópicos se transmiten siempre juntos de generación en generación, se habla de genes ligados. 18 Las crías humanas, a pesar de que necesitan grandes cuidados, nacen a intervalos relativamente más cortos en comparación con los demás simios. Por ejemplo, por término medio los chimpancés (Pan troglodytes) dan a luz a una nueva cría con intervalos de 5,5 años; los orangutanes (Pongo pygmaeus y P. abelii) con un intervalo de 8 años y los humanos cada 3-4 años, en poblaciones con fertilidad natural (Robson et ál., 2006).
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Un sorprendente hecho natural que conduce a décadas de vida productiva sin capacidad de reproducción. Modelos teóricos recientes indican que ninguna de las hipótesis propuestas para explicar el singular sistema reproductor femenino humano es, de hecho, adecuada en sí misma. Sin embargo, cuando se toman juntos algunos datos y se postula un modelo combinado, puede argumentarse que la menopausia confiere una ventaja evolutiva. Las mujeres que pierden su capacidad reproductiva y se mantienen aún vigorosas podrán seguir siendo importantes abastecedoras de alimentos para el grupo en que viven. Asimismo, estarán exentas de las dificultades que acarrean el embarazo y el parto. Las mayores serían entonces más valiosas por sus aportaciones, que intentando otra reproducción. Teniendo en cuenta que los estudios sobre las sociedades de tecnología simple no avalan la existencia universal de familias monógamas, evolutivamente la menopausia y los lustros de vida que le siguen podrían entenderse como una ventaja para la especie. La selección natural habría favorecido tal componente distintivo posreproductor en la hembra humana, porque esta deja de ser fértil mucho antes de ser fisiológicamente vieja. Y durante esa fase no reproductiva, que puede representar hasta un tercio del total de su existencia, la mujer abastecedora dedicará parte de sus esfuerzos a colaborar en la supervivencia de las crías de su tribu, entre ellas las de sus propios hijos o nietos. Los menores, mejor alimentados, tendrán así más posibilidades de llegar a la edad adulta y, a su vez, reproducirse. El cambio de rol, por consiguiente, permite retroalimentar la cadena vital con presencias en fases distintas siempre proactivas. A lo expuesto debe, además, sumarse otro aspecto que, aunque resulte evidente, conviene subrayar: la etapa posreproductora de las mujeres solo puede expresarse si la vida se extiende bastante más allá de los cincuenta años. Tal circunstancia lleva a plantearnos la importancia del momento en que, a lo largo de la historia evolutiva humana, las mujeres se hicieron longevas. No es una cuestión baladí, sino fuente de interesantes debates a los que dedicaremos el siguiente apartado.
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3.2. ¿En qué momento de su evolución alcanzó el linaje humano edades avanzadas? En la actualidad, los expertos aún desconocen cuánto tiempo hace que nuestros antepasados lograron alcanzar edades lo suficientemente avanzadas como para que, en el caso de las hembras, pudiera existir al final de la vida una etapa más o menos larga sin capacidad reproductora. Algunos suponen que como mínimo debió producirse hace unos 200.000 años, fecha en torno a la cual apareció Homo sapiens, pero no es descartable que esa situación existiese ya desde mucho antes. La menopausia y el tiempo de vida que le sigue podrían haber surgido entre hace 1,6 millones de años y 150.000, aunque en su mayor parte los investigadores han especulado con que se trata de un rasgo muy antiguo. Posiblemente apareció durante el tiempo de rápida encefalización en la línea de los homínidos, proceso que trajo una mayor y más prolongada dependencia de las crías. No pocos autores opinan que incluso podría haber surgido mucho antes, cuando se produjo la separación entre los homínidos y los simios africanos, esto es, hace unos 6 o 7 millones de años, ya que no se ha observado que los chimpancés o los gorilas tengan una larga vida posreprodutora. Ciertamente, en lo que a los chimpancés respecta, resulta muy esclarecedor el trabajo realizado por un equipo de investigadores de la Universidad de Harvard, dirigido por la profesora Melissa Every Thompson en colaboración con la gran especialista Jane Goodall, publicado en el año 2007 en la revista Current Biology. Este estudio concluye que las hembras chimpancés que viven en libertad no pasan por ningún proceso parecido a la posmenopausia humana, confirmando así algo que los primatólogos sospechaban desde hace tiempo: que se trata de una característica única de nuestra especie. Los datos disponibles hasta ese momento eran, sin embargo, un tanto contradictorios. La mayoría de los autores consideraba que no existía una auténtica posmenopausia entre las hembras chimpancé, aunque algunos apuntes recientes no son tan rotundos ante la posibilidad de tal fenómeno. Los resultados de
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todos estos trabajos eran de hecho insuficientes, puesto que carecían de conclusiones claras sobre la fertilidad de las hembras que envejecían. Las observaciones se habían realizado en grupos (muestras) muy pequeños y, sobre todo, mayoritariamente en animales bajo cautividad. Esto último impone prudencia a la hora de extrapolar observaciones, porque se ha constatado que la vida en cautividad es demasiado distinta a la salvaje o natural. El equipo de E. Thompson realizó una extensa investigación que abarcó seis comunidades de chimpancés que viven libres en sus territorios africanos. Llegó a dos conclusiones fundamentales: primera, que los chimpancés, aunque en condiciones naturales tienden a sobrevivir menos tiempo que en cautividad, son animales longevos, ya que pueden sobrepasar los sesenta años; en segundo lugar, se observó que en las chimpancés no ocurre nada parecido a la menopausia. Las hembras de esta especie de simios pueden seguir teniendo hijos a edades muy avanzadas. De hecho, su fertilidad solo decae totalmente cuando entran en senescencia. En este sentido, Melissa Thompson ha precisado que «la chimpancé más vieja que se sepa que ha dado a luz en estado salvaje tenía nada menos que cincuenta y cinco años. Cuando destetó a la cría recuperó su ciclo reproductivo y sus reglas continuaron presentándose de forma regular hasta poco antes de su muerte a los sesenta y tres años». Los resultados del equipo de M. E. Thompson amplían considerablemente el contexto evolutivo para debatir el significado adaptativo de la larga vida posreproductora de las mujeres. Y, como se apunta más arriba, un dato de interés que podría arrojar luz sobre el asunto es conocer cuándo empezaron nuestros antepasados a extender su longevidad. Con tal fin, los expertos acuden a una información clave: relacionar el peso corporal y el tamaño del cerebro, porque está ampliamente aceptado que cuanto mayor es este último, más larga es la esperanza de vida. La antropóloga Kristen Hawkes y su equipo han propuesto que los representantes de la especie Homo erectus/ergaster, de hace 1,8 millones de años, fueron los primeros homínidos que presentaron un ciclo vital diferente al de los grandes simios.
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El tamaño del cuerpo (cerca de un 70 por 100 mayor que el de los australopitecos), y sobre todo del cerebro (alrededor de 1.000 cc para Homo ergaster/erectus frente a los 450-500 cc de los australopitecos) indican que las máximas edades alcanzadas por los miembros de esa especie de Homo estarían entre los setenta y setenta y cinco años. Si esto fue así, la menopausia y el consiguiente período de vida posreproductora antes de la muerte podría haberse originado hace más de millón y medio de años. Siguiendo a Hawkes, que recordemos es una de las principales expertas defensora de la hipótesis de la abuela, la aplicación de este modelo a homínidos tan antiguos pondría de manifiesto que las hembras mayores pueden haber desempeñado un papel primordial en la evolución del género Homo. No obstante, debemos advertir rápidamente que este modelo es muy discutido. La mayor parte de los antropólogos cree que el afirmar que las posmenopáusicas del pasado lejano ayudaban a sus hijas en la alimentación de sus nietos, y que ello influyó en la evolución de la humanidad, es un razonamiento impregnado de presentismo. No puede olvidarse que la información disponible hasta ahora tiende a confirmar que la familia nuclear que hoy conocemos se originó en el Neolítico, hace unos 7.000 años, por lo que no parece válido querer remontar tal organización familiar hasta los orígenes del género Homo. De nuevo, extrapolar las observaciones realizadas en humanos modernos, ya sean los que viven en pueblos de tecnología simple o los que lo hacen en un entorno desarrollado, a las numerosas especies del género Homo (Homo sapiens incluido) que vivieron en el largo período que fue el Paleolítico, es científicamente poco riguroso. La contaminación del túnel del tiempo se traduce en heroicas y míticas hipótesis de trabajo. En esta misma línea, uno de los directores del equipo de Atapuerca, el profesor del CSIC José María Bermúdez de Castro (2002), considera muy arriesgado aseverar que a comienzos del Pleistoceno las hembras recolectoras mayores fueron el motor que impulsó la evolución de nuestro género. Según este científico, tal escenario evolutivo tropieza con importantes dificultades. Una de ellas, quizás la más reveladora para el tema que nos ocupa, es la ausencia en el registro fósil de restos de individuos viejos o seniles. De hecho, no quedan pruebas de que
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los miembros del género Homo (como Homo erectus/ergaster) de aquellos tiempos sobreviviesen hasta edades avanzadas19. La cuestión de cuándo alcanzó nuestro linaje edades avanzadas, es un asunto muy difícil de resolver. Ni siquiera se sabe si la longevidad ocurrió gradualmente o estuvo asociada con algún evento de especiación rápida. También se desconoce si tuvo lugar de forma tardía, esto es, poco después de la salida de África de los humanos modernos, hace unos 50.000 años, o si, por el contrario, sucedió en épocas mucho más tempranas en nuestro linaje africano, hace más de un millón de años. Jared Diamond, por ejemplo, se inclina por pensar que la longevidad, y por tanto la expresión de un período de tiempo sin capacidad reproductora en las mujeres, surgió en Homo sapiens hace unos 40.000-50.000 años, quizás junto a otras características de la humanidad anatómicamente moderna asociadas al pensamiento simbólico (lenguaje, enterrar a los muertos, arte…)20. En esta esfera, distintos estudiosos alegan que nuestra especie disfrutó de un éxito ecológico y competitivo sin precedentes precisamente porque contaba con algo que a los demás homínidos les faltaba: una larga expansión de la vida posreproductora. No obstante, queremos insistir en que este razonamiento presenta puntos débiles difíciles de superar. Por un lado, hay autores, como por ejemplo Piccei, 2001, que sostienen que la hipótesis de la abuela no se puede confirmar a partir de los datos disponibles sobre las estructuras de edad de las sociedades paleolíticas conocidas. Es altamente improbable, 19 Pese a que se ha sugerido que los fósiles de los individuos mayores de 50 años por ser más frágiles se destruyen con mayor facilidad, resulta difícil admitir que haya desaparecido el rastro de los homínidos mayores si estos formaron una parte importante de la composición de las sociedades paleolíticas. El tema es complicado, no obstante, porque numerosos investigadores señalan que los métodos para determinar la edad de la muerte de los adultos son muy poco precisos. Alimentan, por ello, con frecuencia estimaciones erróneas sobre la verdadera edad de la muerte. Por ese motivo cabría la posibilidad de que el registro fósil incluyera más restos de individuos mayores de 40-50 años de los habitualmente admitidos. 20 Este tema se trata en el Capítulo 3.
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alega esta científica, que muchas mujeres sobrevivieran hasta convertirse en posmenopáusicas, incluso en tiempos relativamente recientes como hace 50.000 años. Por otro lado, si se quiere evitar el caer en una especie de ginocentrismo (que acarrearía los mismos errores que el androcentrismo), es necesario tener en cuenta que los hombres también hacen importantes aportaciones a la tribu o clan en que viven. Parece pues poco probable, que la longevidad de las mujeres (de las pocas que sobrepasaran los 50 años de edad en las primeras sociedades humanas) pueda haber constituido un componente esencial en nuestra evolución; aunque, insistimos, una larga vida femenina sí puede ser muy importante en las sociedades tribales actuales. Es evidente que establecer un consenso entre los especialistas y organizar de manera coherente los datos hoy disponibles constituye una tarea plagada de dificultades, lo que nos lleva a pensar que el interesante tema de la vida posreproductora de las mujeres ha de permanecer en la arena del debate científico abierto a nuevos descubrimientos y sugerencias. Es uno más de los extensos senderos, al que supuestamente todavía le queda un largo tiempo para averiguar a fondo su cartografía. 3.3. El papel de los mayores en la memoria colectiva y en las prácticas cotidianas Según señala J. Diamond, la gente mayor en las sociedades preletradas, esto es, sin sistema de escritura —lo que en realidad significa cualquier sociedad del mundo desde los orígenes de la humanidad hasta el surgimiento de la escritura en Mesopotamia hace unos 5.500 años— es muy valorada por la experiencia y conocimientos acumulados a lo largo de su vida. En nuestras sociedades desarrolladas actuales, continúa este autor, resulta imposible comprender la decisiva posición de los mayores como depositarios de información y experiencia en un mundo que aún no ha inventado la capacidad de escribir. Los viejos, mujeres y hombres, se convierten en las bibliotecas referenciales de las tribus. Saben más que nadie sobre el am-
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biente local. Esa experiencia atesorada de los que recuerdan es trascendental para la supervivencia de todo el colectivo. Los estudios etnográficos han revelado, asimismo, que con frecuencia en las sociedades tribales las mujeres viejas alcanzan niveles de gran autoridad. Son esenciales porque participan activamente en la transmisión de conocimientos por vía oral, lo que las convierte en figuras principales encargadas de conservar las tradiciones y conocimientos del grupo. Ese papel les otorga una gran influencia en la toma de decisiones importantes y cotidianas. Un resultado que ratifican investigaciones etnográficas muy diversas llevadas a cabo en pueblos de múltiples rincones del planeta. En las mismas se observa que las mujeres posmenopáusicas suelen alcanzar significativas cotas de poder social, económico, político o espiritual, abundando los casos en las que son elegibles para estatus especiales. Tales actividades podrían, entre otras cosas, beneficiar a todos los niños y niñas simultáneamente y minimizar el incremento del coste individual de cada uno. Diversos antropólogos, Diamond entre ellos, han subrayado que las capacidades femeninas pueden acarrear importantes ventajas que habitualmente han pasado casi desapercibidas. Solo en las últimas décadas se ha empezado a reconocer la relevancia académica que merecen, pues la de sus comunidades ya la tenían acreditada. Cambiando de perspectiva, queremos hacer hincapié en otro aspecto del comportamiento humano que en los últimos años ha alcanzado un eco especial: se trata de la disputa en torno a la supuesta monogamia femenina y el interés que, como veremos, está despertando el tema entre expertos y legos. 4. Sobre un tema recurrente: las ventajas de la promiscuidad femenina en el acontecer evolutivo Frente a la idea sostenida por innumerables generaciones de biólogos según la cual en la mayor parte de las especies las hembras son monógamas, pasivas y recatadas, los datos
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más recientes apuntan con insistencia en una dirección bien distinta: en todo el reino animal, primates incluidos, las hembras por lo general suelen ser promiscuas —entendiendo por promiscuidad ser sexualmente activas— y copulan de forma rutinaria con varios machos diferentes21. Este fenómeno se ha revelado tan extendido que, por ejemplo, en el año 2008, las primatólogas Melissa E. Thompson, Rebecca M. Stumpf y Anne E. Pussey, señalaban que el apareamiento promiscuo de las hembras representa un modelo casi universal en los simios. Ciertamente, hoy se admite que en todos los primates bien estudiados las hembras exhiben una activa sexualidad. Pero, como era de esperar, las controversias se han encendido con considerable vigor cuando la atención se centra en nuestra propia especie, sobre todo debido a que los estudios etnográficos están sacando a la luz con una regularidad sorprendente que la poliandria existe en muchos pueblos tribales y que, además, puede detectarse en diversas versiones22. Un trabajo de investigación muy reconocido sobre la poligamia ha sido el libro La evolución de la sexualidad humana23, publicado en 1979 y escrito por Donald Symons, en la actualidad profesor emérito del Departamento de Antropología de la Universidad de California. Se trata de una obra seminal en la que su autor sostiene básicamente que la biología no puede confirmar que los seres humanos sean una especie monógama. Los argumentos del científico se apoyan en un hecho que se ha 21 La promiscuidad de las hembras primate se trata también en el Capítulo 2. 22 Por poliandria se entiende un tipo de comportamiento polígamo, según el cual una hembra tiene como pareja sexual a dos o más machos. En las sociedades humanas, en el Tibet, Sanskar, Nepal, las regiones del Himalaya de la India y en Ceilán o Sri Lanka, es frecuente la práctica en que una mujer tiene más de una pareja simultáneamente. Esta situación también se ha observado en ciertas regiones de China (especialmente en Yunnam), en algunas comunidades africanas subsaharianas, así como en pueblos indígenas de Sudamérica. Una forma de poliandria frecuentemente encontrada recibe el nombre de poliandria fraterna, e implica que dos o más hermanos se emparejen con la misma mujer. 23 Título original The Evolution Of Human Sexuality.
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observado habitualmente: «los humanos copulan regularmente en épocas en las que la concepción no es posible, y por ello cabe decir que su comportamiento sexual no tiene solo funciones reproductivas». Por supuesto, aquí Symons se está refiriendo a las mujeres, quienes normalmente practican el sexo en momentos de su ciclo vital en los que la concepción es imposible. El libro de Symons impulsó en la década de los 80 un escenario propicio para estimular investigaciones y perspectivas novedosas sobre el comportamiento sexual humano. Asimismo, alimentó variadas discusiones sobre la monogamia y su frecuencia en los distintos pueblos del mundo. En los últimos años, la bibliografía sobre el tema se ha multiplicado considerablemente y las conclusiones más generalizadas parecen apuntar a que los humanos no somos por naturaleza, subrayemos ese término, monógamos. La competencia entre espermatozoides y las ventajas reproductivas que este fenómeno biológico representa se ha revelado como el común denominador en la avalancha de estudios sobre nuestro comportamiento sexual24. La monogamia humana es un tema que hoy se encuentra envuelto en vivas discusiones: cada vez son más numerosos los trabajos de investigación que tienden a mostrar que Homo sapiens nunca sido una especie naturalmente monógama. Ni los machos ni las hembras. En lo que a estas últimas respecta, uno de los argumentos de más peso a favor de su promiscuidad es la competencia entre los espermatozoides. La evolución del tracto reproductor femenino para seleccionar aquellos gametos más vigorosos, con mayor capacidad de fecundación y por tanto de contribuir al nacimiento de crías más sanas, puede considerarse una prueba difícil de refutar, porque muestra que los apareamientos múltiples ofrecen ventajas evolutivas evidentes. De hecho, el comportamiento no monógamo parece estar presente en un número significativo de pueblos del mundo, mostrando frecuencias mayores a las esperadas.
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La competencia entre espermatozoides y sus ventajas evolutivas se trata con más detalle en el Capítulo 2.
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La competencia entre espermatozoides, pese a su indiscutible valor evolutivo, no es, sin embargo, el único mecanismo que explica la poligamia en la hembra humana. También existen otros factores que pueden beneficiar la descendencia de una mujer que mantiene relaciones sexuales con muchos hombres. Veamos. En el pensamiento occidental, como es sabido, la paternidad única ha sido aceptada durante muchos años. Sin embargo, hace solo poco más de un siglo los científicos demostraron que un solo espermatozoide es el que se fusiona con el óvulo. Esta prueba esencialmente implicó que, mientras los biólogos ponían de manifiesto que cada niña o niño tiene un único padre biológico, los antropólogos, por su parte, asumían que la doctrina «un espermatozoide, una fecundación» era aceptada por todas las culturas y por todos los padres. Pero esta visión de la naturaleza humana universal se ha visto cuestionada tras décadas de investigación etnográfica en pueblos tribales. Sirva como ejemplo el estudio publicado en 1994 por el antropólogo Willilam Crocker, de la Institución Smithoniana25, sobre las actividades rituales practicadas en grupo por los canela, una tribu que habita en la Amazonia brasileña. Según el científico se trata de un pueblo que ha vivido casi hasta la actualidad profundamente convencido de que una niña o un niño pueden, e idealmente deben, tener más de un padre, pues ello aumentará sus probabilidades de supervivencia. Las conclusiones de Crocker acerca de que la paternidad única no es una creencia universal, se han visto confirmadas por otros resultados. Unos años más tarde, en 1999, la antropóloga Sarah Hrdy constataba que en diversas tribus del Amazonas, entre los ache de Paraguay y los bari de Venezuela, al igual que entre los canela, las mujeres embarazadas practican activamente el sexo con parejas adicionales, especialmente con aquellos cuyas 25 La categoría científica de W. Crocker se pone de manifiesto cuando recordamos que el Smithsonian Institution, nombre original, es un Centro de Educación e Investigación situado en Washington DC y en la ciudad de Nueva York, que posee el complejo de museos asociados más grande del mundo.
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cualidades consideran valiosas, creyendo que la criatura en formación podrá heredarlas. En el mismo sentido, la antropóloga Kristen Hawkes, que ha pasado años estudiando los ache de Paraguay y los hadza de Tanzania, ha señalado que «el modelo de pareja monógama es solo una pequeña parte de la historia de la humanidad». En realidad, continúa esta autora, «los modelos de la sexualidad humana son mucho más variables». En un libro sobre la copaternidad entre los nativos de Sudamérica publicado en 2002, sus autores, los antropólogos Stephen Beckerman de la Universidad de Pensilvania y Paul Valentine de la Universidad Este de Londres, investigadores del Proyecto de Paternidad Compartida de los Bari de Venezuela, afirmaban también haber llegado a la conclusión de que las mujeres Bari son promiscuas durante el embarazo, convencidas de que de esta manera incrementan la supervivencia de sus futuros hijos26. Beckerman, asimismo, ha apuntado que «la frecuencia y distribución de la idea de paternidad compartida —detectada en al menos 20 sociedades tribales principalmente extendidas por Sudamérica— muestra que la doctrina es común a través de todo el continente y que se encuentra en pueblos cuyas tra26
En esta misma línea, Beckerman sostiene que «los Bari creen que todos los hombres que mantengan relaciones sexuales con una mujer durante el embarazo comparten la paternidad biológica de la criatura. La pareja estable de la mujer, si cohabita con ella durante la gestación, usualmente es considerada el padre biológico primario. Los otros son padres secundarios». Estos últimos tienen obligaciones con los niños, aunque en sus resultados los antropólogos reflejaron que el seguimiento de ese compromiso era variable: algunos Bari afirmaban que los padres secundarios nunca suministraban alimentos, mientras que otros sí lo hacían. Los científicos investigaron la supervivencia hasta los 15 años de niños con y sin padres secundarios. Estudiaron a 111 mujeres posreproductivas: 74 proporcionaron padres secundarios para al menos uno de sus hijos, y 37 no lo hicieron. En total contabilizaron 897 embarazos. La supervivencia de los niños con padres secundarios fue del 80 por 100, mientras que la de los que solo tenían padre primario fue del 64 por 100. «Estos números indican que la promiscuidad durante el embarazo incrementa la supervivencia del niño resultante», dice Beckerman, y supone que la razón estriba en la alimentación suplementaria que reciben madre e hijo/a.
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diciones culturales divergieron hace milenios». Esos pueblos, continúa el científico, «llevan viviendo miles de años separados, hablan lenguas que no están relacionadas y no han estado en contacto durante siglos». Tras diversos estudios que, al analizar el comportamiento sexual de distintos pueblos de tecnología simple, han proporcionado datos semejantes no son pocos los antropólogos que han concluido que el énfasis puesto sobre la monogamia femenina puede estar más vinculado a tendencias socioeconómicas que a los procesos evolutivos27. En suma, parece evidente que la poligamia (ya sea una mujer emparejada con varios hombres o un hombre con varias mujeres) ha sido muy frecuente a lo largo de la historia. Pero los efectos de la occidentalización, que han alterado o destruido las sociedades más tradicionales, pueden dar en no pocos casos la falsa impresión de lo contrario. Haciéndonos eco de la voz de los expertos, conviene advertir que es muy posible que la poliandria, como una forma de poligamia, parezca rara solo cuando es observada a través de una especie de visión de túnel cultural o ideológico. Los estudios sobre el comportamiento sexual de las mujeres, como tantos otros, arrastran una enorme carga de prejuicios. Y, aunque el tema escapa a los límites de este trabajo, cabe apuntar que los múltiples ejemplos y argumentos expuestos por los especialistas tienden a demostrar que tal comportamiento es, y probablemente ha sido, mucho más diverso y complejo de lo que habitualmente se ha pensado o querido admitir.
27 A través de una serie de entrevistas a mujeres bari mayores, Stephen Beckerman ha constatado que antes de 1960 la mayoría de ellas tenía compañeros sexuales extra durante al menos uno de sus embarazos. Sin embargo, con la llegada de cada vez más occidentales, ocurrida principalmente con posterioridad a esas fechas, los comportamientos tradicionales de la tribu se han ido perdiendo acelerada e irremisiblemente. Se trata de lo que los expertos llaman «contaminación occidental», que dificulta en gran medida el estudio de las tradiciones propias de un pueblo nativo.
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5. Comentario final En las últimas décadas, la antropología ha conseguido notables avances, pero quizás el más significativo ha sido abrir la puerta a una comprensión más completa de la humanidad gracias a la capacidad de su especialización de género en dar voz a un colectivo, el de las mujeres, que hasta hace poco tiempo existía silencioso para el mundo académico. Sin embargo, no debemos pecar de exceso de optimismo, ya que borrar para siempre los sesgos androcéntricos que han prevalecido durante incontables generaciones aún requiere un esfuerzo considerable, pese a que las evidencias desafían y a menudo contradicen los estereotipados modelos convencionales. No debe olvidarse que la línea dominante, que continúa hasta hoy, simplemente sigue asumiendo que, pese a lo mucho que la sociedad humana pueda haber cambiado a lo largo de su historia, los papeles de ambos sexos están fijados por la biología y la dominancia masculina. Como corolario al uso, tal dominio se acepta como un hecho natural y por ende universal. Los estudios etnográficos más recientes, llevados a cabo por antropólogas y también antropólogos, han logrado, pese a todo, revelar tras meticulosas observaciones, que las mujeres en los pueblos de tecnología simple no son meras comparsas, auxiliares o complementos, de sus compañeros varones. Jóvenes o viejas, por su capacidad como abastecedoras y por los conocimientos y sabiduría que alcanzan tras atesorar esa memoria a lo largo de sus vidas, ejercen un papel social que en múltiples ocasiones ocupa esferas máximas de poder. Ningún estudio que se precie de científico puede permitirse dejar en la sombra a tan importante colectivo. Los sistemas culturales humanos, gracias precisamente a los resultados procedentes de la antropología de género, se han revelado mucho más diversos y complejos de lo que se había supuesto. Las sociedades se muestran notablemente más flexibles y dotadas de una rica variabilidad. Entre otras cosas, ha sorprendido a muchos la descripción de pueblos en los que no
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se observa la esperada separación de tareas (mujeres recolectoras y hombres cazadores), sino un solapamiento de actividades más o menos pronunciado. Las pruebas dicen que, a veces, ni siquiera existen tareas que sean exclusivas de uno u otro sexo. Así pues, frente a quienes afirman que la igualdad de género no existe en ninguna sociedad, se ha argumentado que esta creencia podría simplemente responder a una falta de interés o a cierta incapacidad para detectar sociedades altamente igualitarias fuera de los propios filtros jerárquicos culturales. Como enérgicamente ha expresado la arqueóloga Joan Marler (2003), «solo eliminando tales filtros e incorporando un amplio rango de investigaciones no sesgadas podrán los científicos documentar con precisión una perspectiva completa del papel cultural de las mujeres como agentes autónomos y no como individuos dependientes y subordinados a los hombres». Pese a todo, el mundo académico cuenta todavía hoy con estudiosos que, incluso careciendo de datos serios que los avalen, alimentan un viejo y caduco dogma: en el Paleolítico y en los pueblos cazadores-recolectores actuales, una hembra y sus crías necesitan para no morir de hambre de un macho que cace para ellas. Los datos empíricos de las últimas décadas, sin embargo, tienden a mostrar que las mujeres no han sido nunca ni lo son ahora consumidoras pasivas, sino sujetos activos capaces de contribuir significativamente en diversas actividades sociales. En este contexto, las antropólogas, arqueólogas y primatólogas son actualmente merecedoras de reconocimiento porque, tras un considerable esfuerzo investigador y ciertamente apoyadas por un creciente número de compañeros varones, están contribuyendo a cambiar el imaginario colectivo acerca de la cantidad y calidad de las funciones femeninas en un amplio espectro de sociedades y épocas. En definitiva, la antropología de género tiene enormes potencialidades para reconocer la riqueza cultural de los distintos pueblos del mundo, en gran medida debido a su capacidad para resaltar el crítico papel que la mitad femenina desempeña, y que probablemente ha desempeñado, en las sociedades de tecnología simple y en los orígenes y evolución de la humanidad.
A modo de epílogo: Corregir el relato de un recorrido mutilador Yo no deseo que las mujeres tengan poder sobre los hombres, sino sobre ellas mismas Mary Wollstonecraft
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n las últimas décadas la disciplina que estudia nuestros orígenes, la Paleoantropología, ha conseguido múltiples y decisivos avances. El eco de sus asombrosos logros se ha expandido en todas direcciones, despertando la curiosidad por sus contenidos y conquistando el interés de un público amplio y diverso que se ha volcado ante las primicias aparecidas en los múltiples medios hoy disponibles. No obstante, pese a sus extraordinarios descubrimientos y a las sugerentes hipótesis propuestas para interpretarlos, quizás el fruto de mayor trascendencia ha sido el de abrir las puertas a una visión más completa del pasado de la humanidad. En esa escalada, numerosas científicas han dado voz a un colectivo que hasta hace poco tiempo permanecía casi silencioso para el mundo académico. Sus contribuciones especializadas y de género han precisado la perspectiva de nuestra evolución, ganando en rigor y riqueza por sus importantes matices y corrección de errores. El renovado paisaje científico revela que, en la evolución del linaje humano, las mujeres no han sido seres pasivos y dependientes, esa mera comparsa de unos esclarecidos compañeros varones, sino que han desplegado una notable y diversificada actividad: pudieron crear cultura, ostentar poder y en
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muchos casos ocupar posiciones centrales en las sociedades en las que vivieron. El empuje de estas nuevas interpretaciones se ve reflejado en la frecuencia con que las imágenes femeninas protagonizan publicaciones de importancia, exposiciones de museos, las portadas de revistas de divulgación científica, documentales o cualquier otro foro. Por fin se ha normalizado la ausencia de antaño, lo que es una clara evidencia de que el largo camino andado no ha sido infructuoso. Las expertas han conseguido ofrecer respuestas más holísticas e inclusivas; y lo han hecho aplicando los protocolos de rigor en el método científico. De ahí que sus resultados hayan marcado significativos hallazgos. La lógica de la ley de la gravedad frente a etéreas trayectorias. Mujeres que están sacando a las mujeres de la sombra y el olvido. Cualificadas investigadoras están hoy brotando por doquier en el enmarañado bosque que conforman las indagaciones sobre nuestros orígenes y desarrollo. Sin embargo, los innegables avances propiciados por los estudios con perspectiva de género no han podido evitar que una luz roja permanezca aún encendida: los sesgos androcéntricos, durante tan largo tiempo alimentados, son difíciles de eliminar. Una parte nada despreciable de expertos simplemente sigue asumiendo que, pese a lo mucho que la sociedad humana pueda haber cambiado en términos de tecnología y desplazamientos desde la caza y recolección hasta la agricultura y la industrialización, los papeles de ambos sexos están fijados por la biología y la dominancia masculina. Una falacia revestida de categoría determinística, es un hecho universal. Los hombres jugando a los dados como deidades elegidas. Científicas con décadas de esfuerzos y minuciosos trabajos a sus espaldas, apoyadas por un colectivo creciente de compañeros varones, no han logrado todavía arrinconar por completo esos profundos prejuicios sexistas que, cual parásitos infecciosos, asoman periódicamente para mostrar que aún siguen ahí, dispuestos a una defensa numantina de su tesoro insustancial. Asemejan a guardianes encargados de desbaratar parte de lo conseguido. Los estereotipos sexuales continúan sirviendo de pretexto para adjudicar determinadas funciones a las mujeres del pasado. Con ellos se recurre a describir las sociedades anti-
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guas (incluso muy antiguas) como si fueran un calco de la sociedad occidental del presente. Al igual que los navegantes que cruzan el túnel del tiempo, nos traen a la memoria la acertada frase de Marcel Proust: «A veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas». El sexismo está incrustado en el pensamiento colectivo y por eso es obligatorio redoblar los esfuerzos para dar a conocer ante el mayor público posible el novedoso panorama que los estudios de género están revelando. El pasado no siempre fue masculino. Saberlo no sólo constituye una poderosa plataforma para las científicas actuales, sino que además permite una lucha con mejores armas para reivindicar la igualdad. El perfil de mujer activa, capaz de valerse y decidir por sí misma, puede igualmente ser un revulsivo que influya en el imaginario de las jóvenes actuales para estimular su ambición profesional y su apuesta por investigar, posicionarse por razones de valía y responsabilidad, y por consiguiente, defender el lugar al que por méritos tienen derecho en el mundo. Los estudios que tienen en cuenta a las mujeres, valga reiterarlo, pueden reescribir la historia y enriquecer la interpretación del pasado humano, porque ofrecen una visión más equilibrada, neutralmente objetiva y racional. En suma, más próxima a los objetivos de la ciencia que todos queremos disfrutar. Y, como dijera en su día Bertolt Brecht, «la finalidad de la ciencia no es brindar sabiduría perpetua, sino poner límites a la perpetuación del error».
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