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Spanish Pages 160 Year 2012
La reflexión sobre la vida en la Odisea de Homero
colección séneca Por el accidentado campus de nuestra Universidad solía pasear libremente una amable e inquieta cabra, bautizada “Séneca” por los estudiantes, personaje a quien ninguna puerta le estuvo vedada y de apetito voraz por todo tipo de escrito. Mente amplia que rumió de forma placentera cuanta literatura estuvo a su alcance. A su memoria y al espíritu que la acompañó, sea dedicada la presente colección.
Comité Editorial de la Universidad de los Andes Decana de la Facultad de Artes y Literatura: Claudia Montilla; Decano de la Facultad de Ciencias Sociales: Carl Langebaek; Decano de la Facultad de Economía: Alejandro Gaviria; Editor General: Felipe Castañeda; Representante Profesores: Luis Quiroga; Vicerrector de Asuntos Académicos: José Rafael Toro; Vicerrectora de Asuntos Administrativos: Consuelo Carrillo; Vicerrector de Investigaciones: José Luis Villaveces.
La reflexión sobre la vida en la Odisea de Homero Álvaro Robayo Alonso
Robayo Alonso, Álvaro, 1944La reflexión sobre la vida en la Odisea de Homero / Álvaro Robayo Alonso. -Bogotá: Universidad de los Andes, Vicerrectoría de Investigaciones, Ediciones Uniandes, 2010. p. 162 ; 11 x 17 cm. – (Colección Séneca) ISBN 978-958-695-547-8 1. Literatura épica griega -- Crítica e interpretación 2. Poesía épica griega -Crítica e interpretación I. Universidad de los Andes (Colombia). Vicerrectoría de Investigaciones II. Tít. CDD. 883.01
SBUA
Primera edición: septiembre del 2010 © Álvaro Robayo Alonso © Universidad de los Andes, Vicerrectoría de Investigaciones Ediciones Uniandes Carrera 1.ª núm. 19-27, edificio AU 6, piso 2 Bogotá, D. C., Colombia Teléfonos: 339 49 49 - 339 49 99, ext. 2133 http//ediciones.uniandes.edu.co [email protected] ISBN: 978-958-695-547-8 Corrección de estilo: Marcela Garzón Cubierta, diseño y diagramación: Magdalena Monsalve Impresión: Editorial Kimpres Ltda. Calle 19 sur núm. 69C-17, Bogotá, D. C. PBX: 413 68 84 [email protected]
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Tabla de contenido
Resumen de la Odisea Introducción La vida en los tiempos de paz El inicio del poema Odiseo y el conocimiento Los que no conocen Conocer es difícil Capacidad de fantasía ¿De dónde proviene el engaño de la apariencia? Cíclopes y feacios La conversación con las almas de los muertos Indicaciones de muerte y regreso a la vida Ítaca La hybris Hacer justicia El amor y la pareja El trabajo El compromiso con la condición humana El disfrute
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La reina Penélope El príncipe Telémaco Los amores de Ares y Afrodita Las experiencias de Odiseo Una interpretación platónica de la Odisea: el mito de Er, el armenio Conclusiones sobre las experiencias de Odiseo Bibliografía
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Resumen de la Odisea
Después del triunfo de los reyes aqueos, quienes coaligados lograron tomar la ciudad de Troya, cada uno de ellos regresa a su patria teniendo en su retorno que afrontar circunstancias muy diversas. La Odisea narra el largo y accidentado regreso de Odiseo, rey de Ítaca, a su tierra y a su familia y la lucha que tuvo que emprender luego de su llegada contra los numerosos pretendientes de su esposa. En efecto, los herederos de las estirpes más poderosas de la región, seguros de que después de veinte años de ausencia, el soberano ya no regresaría, se disputan la mano de la reina Penélope, no pretendiéndola desde sus respectivas mansiones, sino comiendo y festejando todos los días en el palacio de Odiseo y agotando así sus bienes. Cuando comienza el poema, dos distintos acontecimientos están sucediendo al mismo tiempo. Por un lado, Odiseo está detenido en una isla muy lejana por la ninfa Calipso quien se ha enamorado de él, quiere
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hacerlo su esposo y no lo deja regresar a su patria. Por el otro, en Ítaca el príncipe Telémaco —hijo de Odiseo y de su fiel esposa Penélope— ya ha dejado de ser un niño y le resulta imposible seguir aguantando los agravios de los pretendientes en su casa. Pero por ser éstos muy numerosos y hallarse él sin ayuda para enfrentarlos, no puede luchar solo contra tan numerosos contendores. Entonces la diosa Palas Atenea le infunde la idea de ir al continente, en busca de noticias de su padre, a las cortes de los reyes Néstor, en Pilos, y Menelao, en Esparta. En estos dos palacios Telémaco es recibido con especial cariño por los dos soberanos, amigos íntimos de su padre Odiseo, pero no logra encontrar ninguna noticia concreta que le permita prever un pronto regreso del rey a Ítaca. Entre tanto, Atenea ha convencido a los demás dioses para que ordenen a Calipso que deje salir a Odiseo de su isla rumbo a su patria. Por carecer de un barco conveniente, el héroe ha tenido que construir él mismo una precaria balsa con la que se hace a la mar. Poseidón, dios del océano, que estaba enojado con Odiseo porque le había cegado a un hijo suyo, lo hace naufragar. Dos días estuvo errante el héroe sobre las olas y en repetidas ocasiones sintió la muerte. Milagrosamente llega aún con vida a unas tierras desconocidas que resultan ser el país de los feacios. Allí Nausícaa, la hija del rey, lo encuentra en la playa, lo auxilia y le indica lo que debe
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hacer para llegar al palacio de su padre y ser atendido por éste. Los feacios son gentes pacíficas y hedonistas, con una sociedad muy avanzada en su organización social y en sus técnicas productivas, superiores en todo sentido a las que conocía Odiseo hasta el momento. En una sola noche al terminar el banquete que Alcínoo, el rey de los feacios, le ofrecía a Odiseo, éste narra a sus anfitriones las aventuras que había tenido que pasar en su largo y accidentado intento por regresar a la patria. Cuenta que al salir de Troya se detuvo con sus hombres en Ismaro donde mataron a varios miembros de aquella comunidad y se apropiaron de mujeres y riquezas. Los cícones, que así se llamaban los hombres que allí vivían, luego de la primera sorpresa se defendieron y les causaron muchas bajas. Se embarcaron entonces y poco después llegaron donde los lotófagos, quienes hicieron comer loto a algunos de los compañeros, los que olvidaron, por este motivo, su patria tierra y el deseo del regreso. A la fuerza tuvieron que arrastrarlos a las naves. Odiseo y sus hombres parten y llegan luego a la tierra de los cíclopes que eran unos seres soberbios y sin ley, tan grandes como una montaña y con un solo ojo en la frente. Polifemo, uno de los cíclopes, se come a varios compañeros del rey de Ítaca, quien había entrado a su cueva con ellos. Para poder salir y escapar con los que quedaban, Odiseo procede a cegar al Cíclope quien pide entonces a su padre, el dios Poseidón, que en
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venganza castigue al héroe, cosa que de inmediato hace la divinidad dificultando al máximo al héroe su regreso. Posteriormente Odiseo y sus hombres llegan a la isla Eolia donde vivía Eolo, el señor de los vientos. Después de permanecer un mes con este soberano, los navegantes decidieron continuar hacia la patria y Eolo le dio a Odiseo los vientos encerrados en un cuero de buey para facilitarles el regreso. Después de nueve días de navegación avistaron la querida isla de Ítaca. Desafortunadamente, en ese instante se durmió nuestro héroe y los hombres de su tripulación, convencidos de que en el cuero había grandes riquezas, lo abrieron y se escaparon los vientos que arremolinados arrastraron las naves nuevamente a la isla Eolia donde ya sus habitantes no les prestaron más ayuda. Siguieron entonces los itacenses el viaje hasta llegar a la tierra de los lestrigones que eran gigantes y antropófagos como Polifemo. Odiseo no dejó su nave dentro del puerto, como habían hecho sus demás compañeros que viajaban en otros barcos, y cuando los lestrigones los persiguieron y los cercaron contra el puerto, el héroe pudo escapar con los marineros en su propia nave pero los hombres de los demás barcos murieron todos. Los sobrevivientes prosiguieron el viaje y llegaron a la isla Eea donde moraba Circe, una terrible hechicera hija del sol. Ella convirtió en cerdos a veintidós de los compañeros de Odiseo que, sólo gracias a la habilidad del héroe para persuadir a la maga de deshacer el
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hechizo, pudieron volver a su apariencia original. Como Circe se aficionara a gozar del amor con Odiseo, él y sus hombres se quedaron en la isla un año entero hasta cuando los compañeros recordaron a su rey que debían regresar a la patria. Circe no se opuso, pero le indicó a su huésped y amante que, antes del regreso a Ítaca, era necesario visitar el Hades donde habitaban las almas de los muertos. Le explicó, con detalle, cómo navegar hasta el lugar donde era posible invocar a las ánimas de los difuntos. El rey siguió sus indicaciones y viajó hasta la tierra de sombras donde le fue posible invocar a las almas de los muertos, hablar con ellas largamente y obtener así informaciones de gran trascendencia. Después de vivir esta experiencia tan singular, el héroe y sus hombres volvieron a embarcarse y pasaron cerca de la tierra de las sirenas cuyo canto hechizaba a los marineros y los hacía llegar hasta el lugar donde ellas se hallaban y donde morían irremediablemente. Gracias a su astucia, Odiseo pudo escuchar el canto de las sirenas sin caer en el hechizo. Al proseguir la navegación, se acercaron a Escila y Caribdis, unos terribles monstruos sanguinarios que en medio del mar impedían el paso de las naves. Y, de nuevo, la habilidad e inteligencia del rey logra que él y sus hombres escapen ilesos de este peligro. Por último, llegaron a la isla del Sol donde pastaban los bovinos de este dios. Los tripulantes, desobedeciendo órdenes estrictas de Odiseo, mataron
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a las vacas de Helios para comérselas. Como castigo, se desató, al proseguir el viaje, una horrible tormenta que acabó con la nave y con los compañeros que aún le restaban a Odiseo. El rey se salvó, milagrosamente, pero estuvo como náufrago errante por el mar durante nueve días hasta llegar a la isla Ogigia donde vivía Calipso. Después de oír las aventuras, Alcínoo, el rey de los feacios, admirado por la fuerza y belleza de la narración, decide dar gran cantidad de regalos a Odiseo y enviarlo con expertos navegantes a su patria. Luego de una noche de navegación, llegan a Ítaca donde el héroe, que había hecho toda la travesía dormido, es depositado en la playa, con sus riquezas, aún entregado al sueño. Odiseo va, en primer lugar, donde su porquerizo, un esclavo fiel en quien confiaba, para preparar desde allí cuidadosamente la matanza de los pretendientes. A este sitio llega igualmente Telémaco, su hijo, que regresaba de su expedición en búsqueda de las noticias de su padre y que había salido ileso de la emboscada que los pretendientes le tendieron, a su regreso, con el ánimo de matarlo. Inicialmente, nadie reconoce al rey porque Atenea lo había envejecido para que, de incógnito, pudiera planear el castigo de los jóvenes aristócratas que pretendían a la reina, sin ser identificado por ellos. En forma pasajera, y en privado, le retorna la diosa su apariencia original para que su hijo sí pudiera reconocerlo. Una vez producido el reconocimiento, padre e
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hijo se ponen de acuerdo para llevar a cabo la matanza de sus enemigos. El rey, disfrazado de pordiosero, se dirige a su propio palacio donde mendiga a los pretendientes que festejaban en un banquete perpetuo. Tentándolos hábilmente, Odiseo hace aflorar la soberbia de estos jóvenes a quienes vemos en un proceso de degeneración progresiva. La reina Penélope, quien tampoco ha podido reconocer a su marido, decide someter a los pretendientes a un concurso consistente en armar el arco del rey, aparentemente ausente, y atravesar con la flecha los agujeros de doce segures puestas en fila. Declara que se casará con quien pase la prueba. Ninguno logra hacerlo y el mendigo solicita que lo dejen ensayar a él. Como era de esperarse, el rey sí es capaz de armar su propio arco y, a continuación, con la ayuda de su hijo y de dos esclavos fieles, acaba con la totalidad de los jóvenes nobles que van cayendo, uno a uno, sin poder defenderse porque estaban desarmados y las puertas del recinto se hallaban clausuradas. Después de la muerte de los pretendientes Odiseo logra que su esposa, la reina Penélope, lo reconozca y juntos se van al lecho a disfrutar del amor y de la conversación en la que el héroe le narra a su amada las aventuras por las que tuvo que pasar. Posteriormente, cuando los familiares de los príncipes asesinados se enteran de su muerte tratan de vengarlos y arman la guerra contra el rey Odiseo, pero la diosa Palas Atenea impone muy pronto la paz entre los combatientes.
Introducción
El presente ensayo intenta proponer una particular interpretación de la Odisea de Homero. Partiremos con este fin de dos supuestos que, en primera instancia, pueden parecer arbitrarios, pero que en el transcurso del análisis aspiro a que queden plenamente comprobados. 1. En el poema de Homero es posible encontrar un mensaje diferente al que se obtiene en una primera lectura objetiva. Si dicho mensaje no se capta fácilmente es porque sólo puede conquistarse a partir del desciframiento de una serie de símbolos presentes en la obra. 2. La lectura del poema obtenida mediante el desciframiento de estos símbolos, ofrece una reflexión sobre la vida del hombre en los tiempos de paz y ahonda con particular agudeza en la naturaleza humana, definida, en primera instancia, por la capacidad de conocer que tiene el hombre.
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Enfrentemos de entrada un primer inconveniente que podría encontrarse en el método propuesto. Por su misma naturaleza todo símbolo es polivalente. Este hecho permite albergar una cierta desconfianza respecto al desciframiento simbólico de cualquier obra literaria. El método en cuestión que, sin duda, no resulta tan preciso como la lectura objetiva, no conduce, sin embargo, a una interpretación arbitraria o subjetiva del poema ya que encuentra en sí mismo un control bastante eficaz. En efecto, el sentido que el intérprete le otorga a un símbolo determinado debe corresponder con el que le otorga a los demás símbolos descifrados en el resto de la obra con el fin de que se pueda configurar un nuevo significado general coherente para todo el poema. La coherencia de este nuevo significado general garantiza que la atribución del sentido que se da a cada uno de los símbolos, individualmente considerados, no sea caprichosa, ni injustificada, ni arbitraria. Dicho proceso se podrá comprender y evaluar mejor al examinar el ejemplo de este método que se desarrollará a lo largo del presente libro.
La vida en los tiempos de paz
La tradición en la antigua Grecia atribuyó a un mismo poeta: Homero, la autoría de la Ilíada y de la Odisea. El seguir esta arraigada creencia en un autor único para los dos poemas (pese a que cada uno de ellos recree universos muy diferentes, regidos por valores casi opuestos), favorecería la formulación de la pregunta por lo que existe de común en las dos epopeyas, que derivaría del hecho de proceder del mismo autor. La primera hipótesis, que me atrevería a formular, es que las dos se complementan en cuanto al tema se refiere. En ese sentido, para precisar las fronteras del universo temático de cada una de ellas, sería conveniente tener en cuenta la otra. Homero mismo es quien nos abre la puerta para realizar dicha operación. En el canto xviii de la Ilíada encontramos un conocido pasaje en el que el dios Hefesto construye unas armas de guerra para Aquiles, el héroe del poema, que había perdido las que inicialmente traía luego de prestárselas a su amigo Patroclo quien había muerto con ellas en la
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batalla. La más vistosa e importante de estas armas es el escudo. Para adornarlo el dios graba primero “la tierra, el cielo, el mar, el sol infatigable y la luna llena; allí las estrellas que el cielo corona, las Pléyades, las Híades, el robusto Orión y la Osa” (Ilíada xviii. 483-487).1 Es decir, que Hefesto comienza representando el mundo de la naturaleza. A continuación, graba dos ciudades. En la primera, se celebraban bodas y festines y en una reunión pública se decidía sobre la multa que debía pagarse por un homicidio. La otra ciudad aparecía cercada por dos ejércitos y pronto se trababa a orillas del río una batalla en la cual los combatientes se herían unos a otros con broncíneas lanzas. El dios representa así mismo los distintos momentos del cultivo de la tierra; una danza y una celebración festiva en el campo. Entonces, lo que en segundo término ha grabado Hefesto es el mundo de la cultura, a saber, todo lo producido por el trabajo del hombre. De la anterior descripción podemos concluir que lo que está representado en el escudo de Aquiles, es la totalidad de lo existente y vemos que este universo se organiza en las dos grandes divisiones tradicionales: primero,
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Muchas de las citas de la Ilíada y la Odisea han sido levemente modificadas con el ánimo de actualizar el español. Las ediciones usadas son: Homero, Ilíada. Traducción de Luis Segalá y Estalella. Buenos Aires: Losada, 1968; Homero, Odisea. Traducción de Luis Segalá y Estalella. Barcelona: Editorial Juventud, 1960. [N. del A.]
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el mundo de la naturaleza y, luego, el de la cultura, que a su vez se divide en dos sectores: el urbano y el rural. Pero lo que interesa subrayar aquí es que el mundo de la cultura presenta dos opciones posibles para el hombre: vivir en tiempos de guerra o vivir en tiempos de paz. Teniendo en cuenta lo anterior, no resulta casual que de las dos epopeyas que la tradición atribuye a Homero una, la Ilíada, esté dedicada a reflexionar sobre la sociedad en plena guerra y sobre la existencia de los guerreros que en ella participan; y la otra, la Odisea, se concentre en analizar la sociedad humana en tiempos de paz, luego de la caída de la ciudad de Troya, y lo que las circunstancias propias de los tiempos de paz implican para la vida del hombre. De acuerdo con lo establecido en la Ilíada, la crisis de la guerra es tan intensa que interrumpe abruptamente el usual transcurrir de la vida cotidiana. El hombre ya no puede dedicarse ni al trabajo productivo ni al disfrute en los momentos de descanso, sino únicamente al esfuerzo extremo de ganarle al enemigo en la batalla. Con el propósito de que todos acudan a la guerra voluntariamente, la sociedad impone a sus miembros unos valores que se toman como absolutos y que fomentan el enfrentamiento. Según ellos la conquista de la gloria en el combate es lo más noble a lo que puede aspirar el hombre. Quien la alcance, matando muchos y notables enemigos, se sitúa a la cabeza del grupo social y adquiere
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los méritos suficientes para dirigirlo como gobernante. Como consecuencia de lo anterior, los guerreros compiten entre sí para tratar de ser, cada uno, el mejor combatiente porque saben que ante sus compañeros esta circunstancia define, así mismo, cuál es el mejor de los hombres. Todo lo anterior es válido en los tiempos de guerra, pero cabe preguntar: ¿cómo debe ser la vida del hombre en tiempos de paz? Recordemos, en primer lugar, que los tiempos de paz no son idílicos. Están llenos de hechos de sangre porque en ellos abundan los asesinatos y disputas que enfrentan a los hombres entre sí y constituyen una permanente amenaza para sus vidas. Pese a esta violencia, la destrucción nunca es tan masiva como en épocas de guerra y el clima social es más propicio para la realización del individuo. Repitamos entonces la pregunta formulada más arriba. ¿Cómo debe ser la vida del hombre en los tiempos de paz? ¿Cuáles son los principales desafíos que le presenta al individuo la existencia en dichas circunstancias? ¿Qué valores propone Homero en la Odisea para que rijan la sociedad luego de que la guerra ha concluido? Son éstas las preguntas que vamos a procurar responder en la presente investigación así como a intentar desentrañar la reflexión general que sustentan las respuestas.
El inicio del poema
Tanto en la Ilíada como en la Odisea los primeros versos de los dos poemas delimitan la temática de cada uno de ellos. En el primer caso, el verso inicial, “Canta, oh diosa, la cólera del Pélida Aquileo” (Ilíada i. 1) sintetiza drásticamente el desarrollo del argumento de la Ilíada. En la Odisea, la primera frase, aunque más extensa, proporciona también de manera compacta información definitiva sobre el contenido del poema. Veamos. Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sagrada ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el mar, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria (Odisea i. 1-10)
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Llama inicialmente la atención la manera como se caracteriza al héroe. Para hacerlo se utiliza el epíteto polytropos, que Luis Segalá traduce como “de multiforme ingenio”, es decir, de inteligencia versátil. El héroe es, desde el mismo comienzo, definido por su inteligencia, que se precisa como apta para ser aplicada en muy distintos campos. Es un caso radicalmente distinto al del héroe de la guerra, Aquiles, cuyo epíteto correspondiente es “el de los pies ligeros” que menciona una cualidad puramente física. Mediante su superioridad en la carrera, Aquiles alcanzaba a los enemigos y los mataba. Mediante su inteligencia versátil, Odiseo aprehende la realidad para poder manejarla. Desde el principio se establece, pues, una diferencia tajante. El héroe de la guerra sobresale por una cualidad física; el de la paz por una cualidad mental. Lo anterior parece encerrar la insinuación de que en los tiempos de paz la inteligencia es lo que verdaderamente cuenta para el hombre. En las frases arriba citadas encontramos luego tres verbos que corresponden a las principales actividades de Odiseo en su peregrinación: “vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo […] [cursivas del autor]”. Vale la pena detenernos en estos tres verbos que resultan fundamentales en su viaje: ver, conocer y padecer. En primer lugar, valdría la pena preguntar si los tres están interrelacionados entre sí, es decir, si conforman una unidad mayor.
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Para acceder a una repuesta adecuada a esta pregunta tendríamos, inicialmente, que considerar si se puede establecer alguna relación entre el ver, el conocer y el padecer. Salta a la vista la ilación que se establece entre los dos primeros. Ver es el comienzo del proceso de conocer y simbolizaría también la llegada de estímulos exteriores a todos los sentidos del hombre y no únicamente al sentido de la vista. Y ¿el padecer? Supongamos, por lo pronto, que es el requisito para que el conocimiento se asiente y afirme. Si esto fuera así, la acción principal sería el conocer y las otras dos: ver y padecer, serían relativas a ella en cuanto la permitirían. Lo anterior posibilita constatar que entre las afirmaciones presentes en estos pocos versos iniciales se da una primera correspondencia. En efecto, a lo que naturalmente se aplica el multiforme ingenio de Odiseo es a conocer. Estaríamos, así, rescatando la principal tarea del hombre en los tiempos de paz: utilizar su inteligencia para conocer y registrando que este conocimiento entra en primer lugar por los sentidos representados en el “ver”. Pero no basta con entrar en un contacto superficial con aquello que se podría conocer para lograr este conocimiento, sino que, además, se requiere una vivencia intensa que permita apropiárselo: el “padecer”. Los padres de un niño pueden haberle explicado que una llama no debe tocarse porque quema y él haberlo comprendido; pero sólo hasta cuando él mismo experi-
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mente el dolor, producto de una quemadura, aprenderá realmente que no se debe tocar una llama. El estudiante de matemáticas puede seguir con dificultad una explicación de su profesor sobre determinado tema. Pero esto no bastará para que se haya apropiado verdaderamente de dicho conocimiento. Sólo después de haber estudiado cuidadosamente el material explicado en el curso y haber resuelto problemas del área en cuestión, podrá llegar a recordar fácilmente lo inicialmente expuesto. Las experiencias que marcan y dejan huella, el aprender de las equivocaciones o el esforzarse y trabajar para poder retener, son algunas de las vivencias que, por lo pronto, entenderemos aquí como “padecer”. Fijemos ahora nuestra atención en las palabras “en su navegación por el mar” y supongamos que dichas palabras tengan una significación simbólica. En ese caso, ¿qué podría simbolizar el mar? y ¿qué la navegación por el ponto, como lo llama Homero? Detengámonos, en primer lugar, en algunas de las características del mar. 1) Se presenta como una extensión tan vasta que pareciera no tener fin pero que, en últimas, ofrece siempre una costa donde llegar al final del viaje. 2) Está constituido por agua, elemento primigenio para la vida, por ser cuna y origen de todos los organismos vivientes. 3) Permanece
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en constante y perenne movimiento.2 4) Resulta inagotable y lleno de sorpresas. 5) Sólo permite conocer sus profundidades muy parcialmente. 6) Encierra innumerables recursos del reino animal y del vegetal que constituyen nutritivo alimento para el hombre. 7) Invita a conocer todo lo desconocido que oculta más allá. 8) Lo recorremos en un viaje enriquecedor porque a lo largo de sus costas nos depara valiosas experiencias. 9) Para los griegos era, tanto un camino (cuando se contaba con barco y tripulación), como una amenaza mortal (cuando la tempestad se desataba sobre las frágiles naves de ese entonces). ¿No son estas características del mar muy similares a las de la vida del hombre? 1) En la niñez y en la juventud parece tan vasta como si no fuera a tener un fin, pero inexorablemente nos lleva hacia la muerte. 2) Para nacer, desarrollarse y reproducirse requiere siempre de la humedad o del agua, elemento vital para saciar la sed. 3) Permanece en constante y perenne movimiento. 4) Resulta inagotable y llena de sorpresas. 5) Sólo parcialmente llegaremos a conocer sus secretos y misterios. 6) Nos exige constantemente recursos del reino animal y del vegetal para poder alimentarnos. 7) Invita a conocer todo lo desconocido que oculta más 2
Recordemos cómo evoca el mar Paul Valerie en su Cimetière Marin: “la mer, la mer, toujours recomencé”. Y lo que recomienza siempre, ¿no es lo que nace, crece se reproduce y muere para luego renacer nuevamente?
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allá. 8) La recorremos en un viaje enriquecedor porque a lo largo de los años nos depara múltiples experiencias. 9) Se despliega ante nosotros como un camino que, por desgracia, ofrece tempestades y peligros que pueden resultar mortales. Y si el mar resulta por las citadas coincidencias tan similar a la vida, ¿no podría simbolizarla eficazmente? ¿Qué significaría, entonces, la peregrinación por el mar que emprende Odiseo —llena de aventuras, pruebas y peligros, pero también de experiencias muy enriquecedoras— sino el recorrido por la vida desde el nacimiento hasta la muerte lleno para todos de aventuras, pruebas y peligros, pero también de experiencias muy enriquecedoras? Si esta hipótesis fuera cierta, tendríamos que procurar confirmarla buscando en el poema momentos simbólicos del nacimiento, al comienzo de las aventuras, y de la muerte, al final de ellas. En el desarrollo del análisis veremos más adelante de qué manera se presentan estos símbolos.
Odiseo y el conocimiento
Si nuestra interpretación fuera correcta, lo más importante en la vida del hombre, simbolizada por ese accidentado viaje por el mar que ofrece la posibilidad de conocer nuevas tierras y pueblos diferentes, con costumbres desconocidas para Odiseo, sería la capacidad para captar y aprovechar estos nuevos conocimientos, así como la aptitud para superar, mediante la inteligencia o la astucia, las múltiples pruebas y peligros amenazadores. Odiseo, el héroe de la obra, sobresale por estas dos cualidades: su capacidad de conocer y su astucia. Y el poema insiste tanto en estas características que no sería exagerado afirmar que Odiseo es el héroe del conocimiento y de la inteligencia. Por otra parte, la primera condición que debe tener quien sobresale por su capacidad para adquirir nuevos conocimientos es la de experimentar un gran deseo por alcanzarlos, quiero decir, la de sentir gran curiosidad por conocer, y Odiseo es un hombre extraordinariamente curioso.
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Lo anterior se aprecia fácilmente en su comportamiento durante las aventuras. En su largo y accidentado peregrinaje por el mar llega, en múltiples ocasiones, con sus compañeros a tierras desconocidas. Como el objetivo que buscaban era el regreso a la patria, sus hombres entienden que estas escalas son la ocasión para reaprovisionarse de alimentos y bebidas y reposar un poco antes de continuar la travesía. Para ellos es innecesario adentrarse a conocer el país, sobre todo si dicho intento implica graves riesgos, como generalmente resulta ser el caso. Odiseo, por el contrario, siempre quiere detenerse para poder conocer y manda a sus hombres a investigar o lo hace él mismo. Así, por ejemplo, cuando llegaron al país de los lotófagos, el héroe narra que envió a algunos compañeros para que averiguaran cuáles hombres comían el pan en aquella tierra. Como sabemos, el resultado de esta expedición es que a los enviados les dan de comer loto lo que hace que olviden su propósito de regresar a la patria y sólo quieran permanecer allí para continuar comiendo loto indefinidamente. Entonces Odiseo los tiene que llevar a la fuerza de nuevo a las naves y atarlos a los bancos. Como vemos en este caso, sus hombres sufrieron pero él pudo percatarse de los efectos especiales de un fármaco, del que probablemente hasta ese momento no tenía noticia. Su curiosidad es tan grande que, con tal de conocer algo nuevo, arriesga con frecuencia hasta su propia
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vida y la de sus compañeros de navegación. Un poco más adelante, llegan a una isla paradisíaca, ubicada tan cerca del país de los cíclopes que desde ella alcanzan a oír sus voces y el balido de sus cabras y ovejas. La isla, totalmente deshabitada, cría muchos caprinos silvestres, cuenta con prados húmedos y tiernos, donde se podrían sembrar pingües cosechas y tiene, además, un puerto bastante cómodo. En lo alto de éste mana una fuente de agua fresca. Dicha isla parece un paraje ideal para colonizar. Sin embargo, los habitantes del país vecino no han llegado hasta ella. Odiseo dice entonces a sus hombres: “Quedaos aquí, mis fieles amigos, y yo con mi nave y mis compañeros iré allá y procuraré averiguar qué hombres son aquellos: si son violentos, salvajes e injustos u hospitalarios y temerosos de las deidades” (ix. 172-176). Cuando llega a esta tierra tan cercana a la isla opulenta donde quedaron la mayoría de sus tripulantes, el rey con el puñado de compañeros que lo acompañan encuentran una inmensa gruta donde se hallaban muchos corderos y cabritos y una instalación para la elaboración de quesos en pleno funcionamiento. Odiseo narra que: Los compañeros empezaron a suplicarme que nos apoderásemos de algunos quesos y nos fuéramos; y que luego, sacando prestamente de los establos los cabritos y los corderos, y conduciéndolos a la velera nave, surcáramos de nuevo el salobre mar. Más yo no me dejé persuadir (mucho mejor hubiera sido seguir su consejo), con el propósito de ver
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a aquel y probar si me ofrecería los dones de la hospitalidad [cursivas del autor] (ix. 224-229).
“Aquel” se refería al habitante de la cueva que ya el héroe —sin haberlo visto— había deducido que se trataría de un salvaje gigantesco y de extraordinaria fuerza. Salvaje, porque no conocía ni los más elementales rudimentos de navegación (si no habría ido hasta la isla vecina a disfrutar de sus riquezas), e inmenso por el tamaño de los implementos presentes en la cueva. Su curiosidad de conocer lo hace enfrentar este mortal peligro, porque, cuando el Cíclope llega, cierra con una piedra tan enorme —que no hubieran podido mover veintidós sólidos carros— la boca de la cueva y procede a comerse a los hombres de Odiseo. Seis compañeros perecen de manera tan atroz. Pero el héroe había logrado comprender una realidad nueva: una cultura primitiva de gentes ignorantes de la justicia y de las leyes. Más adelante, su barco se acerca a la isla de las sirenas. Odiseo sabe que ellas hechizan con su canto a los navegantes que, al oírlas, pierden la voluntad y se dirigen hacia el lugar donde se origina la música y donde perecen irremediablemente. La reacción de cualquier marinero que apreciara su vida sería alejarse del lugar para escapar de ese peligro mortal. Odiseo, en cambio, cierra con tapones de cera los oídos de todos sus marineros y ordena que a él lo aten al mástil de su embarcación, sin haberse tapado los oídos, para poder escu-
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char el canto embrujador sin tener los medios para caer en el peligro. Valdría la pena formular aquí la siguiente pregunta: ¿qué cantan las sirenas para hechizar a quienes las oyen? Al héroe del poema le dicen: Nadie ha pasado en su negro bajel sin que oyera la suave voz que fluye de nuestra boca; sino que se van todos después de recrearse con ella, sabiendo más que antes; pues sabemos cuántas fatigas padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses, y conocemos también todo cuanto ocurre en la fértil tierra [cursivas del autor] (xii. 186-191).
Es decir que las sirenas tientan a Odiseo ofreciéndole un mayor conocimiento. Analizando, entonces, lo que le dicen al héroe podríamos concluir que a cada marinero le prometen lo que más lo seduce. Muchos otros hombres, no tan curiosos como el rey de Ítaca, no se dejarían seducir por el ofrecimiento de conocer cada vez más. Pero para él éste es el impulso fundamental. Por otro lado, en muchas ocasiones Odiseo se halla ante tremendos peligros que amenazan, incluso, su propia vida. Sin embargo, su reacción nunca es impulsiva. Siempre resulta producto de un análisis de las circunstancias que le permite llegar a las soluciones más adecuadas. Volvamos sobre el caso del cíclope Polifemo donde lo habíamos dejado. El gigante encierra en su cueva al héroe y a algunos de sus hombres y procede a matarlos —dos en cada ocasión— para comérselos.
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Odiseo es un hábil guerrero que se encontraba armado lo mismo que sus hombres. Sin embargo, no se enfrenta al gigante ni trata de acabar con su vida, porque, ¿quién habría después corrido la roca que cerraba la entrada de la cueva? En lugar de atacar a Polifemo, Odiseo procede a presentarse y le dice que se llama Nadie. Luego de tan extraña presentación y, acorralado por las circunstancias, el héroe encuentra una solución: cegar al gigante con el fin de que no pueda ver donde están él y sus hombres para matarlos. Pero ¿cómo dominarlo para poder quitarle su capacidad de ver? Era necesario dormirlo primero. Para ello lo embriaga hasta que cae en un sueño profundo por los efectos del alcohol. En ese momento procede, con la ayuda de varios de sus hombres, a clavar en su único ojo un afilado tronco incandescente. El terrible dolor que tal golpe le produjo, despierta a Polifemo que procede a pedir a gritos auxilio a los demás cíclopes, quienes acuden a la entrada de la cueva dispuestos a ayudarlo y le preguntan si alguien le roba sus ovejas o trata de matarlo. Polifemo responde: “Amigos, Nadie me mata con engaños; no con sus propias fuerzas” (ix. 408-412). Los demás Cíclopes le dicen entonces: “Pues si nadie te ataca y estás solo, es imposible escapar a la enfermedad del gran Zeus, pero al menos suplica a tu padre, el soberano Poseidón”. Como el Cíclope era un pastor que vivía de sus ovejas necesitaba, de todos modos, dejarlas salir al día siguiente a pastar; pero se sitúa en la boca de la
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cueva para impedir que se fugaran los extranjeros y sólo saliera su ganado. A lo anterior también encuentra solución el héroe. Ordena a sus hombres que deben colgarse —cada uno— debajo de alguna de las ovejas para que, si Polifemo las tocara por encima, no descubriera que se le están escapando los enemigos. Vemos, pues, que sus ardides son la solución más simple y eficaz a los problemas planteados. Odiseo goza, pues, de una inteligencia práctica que utiliza el conocimiento para dominar la realidad y cambiarla según la propia conveniencia. En tal sentido, este héroe se constituye en un símbolo de todo el proceso civilizador de la humanidad, tal como se ha entendido en Occidente: conocer lo desconocido para dominarlo.
Los que no conocen
La inmensa capacidad que tiene Odiseo para alcanzar el conocimiento se subraya por comparación con la casi nula capacidad para conocer que tienen los hombres que lo acompañan como tripulantes de sus barcos y la que tienen sus oponentes en las diversas aventuras. Tanto los compañeros como los enemigos de Odiseo se caracterizan por carecer totalmente de curiosidad intelectual. Se encuentran, en cambio, totalmente absorbidos por la obsesión de satisfacer sus necesidades inmediatas, especialmente de alimento y de bebida (como sucede con los compañeros o con Polifemo) o por sus ansias de acumular riqueza y poder (como sucede con los pretendientes de la reina Penélope). En ambos casos es el interés material lo que guía las acciones y, en general, la vida toda de estos personajes. Lo exterior a la esfera de sus intereses materiales inmediatos queda desatendido y no les despierta ningún interés ni curiosidad. Es más, no llegan a entender o a sospechar el peligro que los amenaza.
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Es decir, no captan este peligro y terminan (como los pretendientes o los compañeros) muriendo temprana y lamentablemente. En resumen, no son buenos para la vida ya que serlo implicaría la capacidad de conservarla y defenderla eficaz e inteligentemente. Así, por ejemplo, cuando Odiseo le dice al cíclope que se llama Nadie, Polifemo no sospecha que este absurdo nombre no sea el real del extranjero que llega a sus tierras, sino que hace parte de una planeada estrategia en su contra. Respecto a la estrechez mental de los pretendientes, el texto subraya que son advertidos, en repetidas ocasiones, de que el rey está próximo a llegar y los matará a todos a causa de sus excesos. Ellos, pese a las advertencias, ni se retiran del palacio ni ponen coto a sus desafueros. El interés que tienen por heredar las pertenencias y el reino de Odiseo es tan grande que no captan el peligro. Pero la incapacidad extrema de los jóvenes, que pretenden a la reina, para reconocer la realidad sale a la luz plenamente en el episodio del certamen del arco. Penélope ofrece casarse con aquel que logre armar el arco de Odiseo y atravesar luego con una flecha el orificio de doce segures alineadas para el caso. Ninguno de los jóvenes aristócratas logra armar el arco y el anciano pordiosero pide que lo dejen ensayar a él también. Con gran facilidad —y no con el inmenso esfuerzo que habían desplegado en vano los orgullosos pretendientes en el intento— logra el anciano armar el arco y pasar la
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flecha por las doce segures. La conclusión que fácilmente podía extraerse era clara: únicamente el rey podía armar el arco, el anciano lo armó, luego el anciano era el rey. Pero este razonamiento tan obvio escapa a los jóvenes que pretenden a la reina. Incluso cuando, en seguida, a comienzos del canto xxii, Odiseo salta en medio de los concurrentes, se deshace de sus harapos y, en la plenitud de su poder, arma el arco y atraviesa con una flecha la garganta de Antínoo, el más ruin de los pretendientes, los demás no entienden que el rey ha llegado y que va a matarlos a todos. Pensaban “que había muerto a aquel hombre involuntariamente” (xxii. 1-32). De los anteriores pasajes podemos concluir que los jóvenes pretendientes son totalmente incapaces de entender la realidad, pues su ambición los ciega. No pueden analizar los hechos para comprender cómo están estructurados, sacar conclusiones, evitar el peligro y conservar la vida. Es decir que no son buenos para conocer y desempeñarse, luego, adecuadamente en esta aventura que es el viaje de la vida.
Conocer es difícil
Pero con presentar a Odiseo como el héroe del conocimiento no se agota la reflexión del poema sobre el tema del conocimiento. Por el contrario, se trata de un aspecto en el que la epopeya va a profundizar con mucho detenimiento, insistiendo en la dificultad de conocer. En repetidas ocasiones, los personajes de la obra presencian algún fenómeno o ven a alguien sin lograr conocerlo o reconocerlo porque la apariencia que presenta no corresponde con su realidad. En el canto iv, Helena, reina de Esparta y esposa de Menelao, narra un episodio de espionaje ocurrido durante el sitio de Troya. Odiseo es, en ese momento, uno de los jefes del ejército aqueo: Se infirió vergonzosas heridas, se echó a la espalda unos viles andrajos, como si fuera un siervo, y se entró por la ciudad de anchas calles donde sus enemigos habitaban. Así, encubriendo su persona, se transfiguró en otro varón, en un mendigo, quien no era tal ciertamente junto a las naves
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aqueas. Con tal figura penetró en la ciudad de Troya. Todos se dejaron engañar […]. (iv. 244-250)
Se refiere la reina a todos los habitantes de la ciudad de Troya que no pudieron reconocer a uno de los jefes más sobresalientes del ejército enemigo. Él, en cambio, aprovecha su anonimato para sorprender y matar a buen número de troyanos. Vuelve luego donde sus camaradas “llevándose el conocimiento de muchas cosas [cursivas del autor]” (iv. 258). En este mismo canto iv, el rey Menelao relata un episodio bastante extraño. Él y sus hombres quedaron varados en una isla llamada Faro, al norte de la costa de Egipto, porque el viento que impulsaba las naves dejó totalmente de soplar durante veinte días. Se les habían agotado todos los alimentos y el ánimo de los tripulantes desfallecía. Una diosa menor se apiadó de ellos y se presentó a Menelao. Le aseguró que su padre Proteo, el veraz anciano de los mares, podría indicarles cómo salir del aprieto si lograban agarrarlo y obligarlo, de esa forma, a hablar. El anciano salía de las profundidades del mar rodeado de focas. La manera de apresarlo sería que él y sus hombres se disfrazaran de focas, cubriéndose con las pieles arrancadas a algunos de estos animales que hubieran cazado anteriormente. Así lo hacen los navegantes y logran engañar al veraz anciano que los confunde con sus focas de verdad.
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En el canto x, Odiseo y sus hombres llegan a la isla Eea donde moraba Circe, una diosa hija del Sol y especialista en perniciosas hechicerías. Invitó a algunos de los compañeros del rey a seguir a su morada y les dio una droga que les hizo olvidar la patria tierra y luego los tocó con una varita y los transformó en cerdos. “Y tenían la cabeza, la voz, las cerdas y el cuerpo como los puercos, pero sus mentes quedaron tan enteras como antes” (x. 239-240). Es decir que la apariencia exterior era de cerdos pero en la realidad continuaban siendo hombres. Lo anterior se comprueba cuando más adelante, gracias a los buenos oficios de Odiseo, Circe vuelve a convertir a estos puercos en los hombres que eran antes. En el canto xiii, se le cumple a Odiseo aquello que había anhelado tanto desde el comienzo de la guerra de Troya: al fin llega a Ítaca, su patria. Pero acontece algo paradójico. No puede reconocer su propia tierra. Había estado ausente mucho tiempo y no pudo reconocerla porque una diosa —Palas Atenea, hija de Zeus— le cercó de una nube con el fin de hacerle incognoscible […] Por esta causa todo se le presentaba al rey en otra forma, así los largos caminos como los puertos cómodos para fondear, las rocas escarpadas y los árboles florecientes. (xiii. 189-196)
Hacia el final de este mismo canto, Atenea, para lograr que los pretendientes y sus colaboradores no reconocieran a Odiseo sino hasta cuando él estuviera
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ya preparado y listo el castigo, lo envejece cambiándole radicalmente su apariencia. La diosa arrugó la hermosa piel de sus ágiles miembros, hizo desaparecer de su cabeza los rubios cabellos, le puso la piel de un anciano en todo el cuerpo y le llenó de legañas los ojos, antes tan bellos; le vistió unos andrajos y una túnica que estaban rotos, sucios y manchados feamente por el humo; le echó encima el cuero grande, sin pelambre ya de una veloz cierva; y le entregó un palo y un feo zurrón lleno de agujeros con su correa retorcida. (xiii. 430-438)
Es comprensible, entonces, que los pretendientes no reconocieran en este pobre y anciano mendigo al legendario héroe y rey de Ítaca. Sin embargo, el mísero mendigo es rejuvenecido por la diosa antes del encuentro con su hijo Telémaco, para que el joven sí reconociera en ese hombre vigoroso a su padre. Luego del reconocimiento, la diosa lo vuelve a envejecer con el propósito arriba citado. Sin embargo, el caso de desacuerdo entre apariencia y realidad que más debió de chocar a los oyentes de la Odisea tuvo que ser el de los pretendientes de la reina Penélope. Se trataba de los hijos de las familias más notables del occidente de Grecia. Es decir que eran por su origen prestigiosos aristócratas. La Ilíada establece con claridad lo que implica esta condición. Los aristoi (que en griego significa ‘los mejores’, ‘los óptimos’) eran los más valientes héroes guerreros cuya imponente y
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hermosa presencia mostraba de inmediato su infinita superioridad en relación con las gentes del pueblo. Los botines de guerra que conquistaban los volvían inmensamente ricos y, por ello, se podían dar el lujo de ser en extremo generosos. Vivían en constante competencia para demostrar su superioridad ante los demás y eran tan idealistas como para arriesgar constantemente su vida por lo que creían era una causa superior. Estaban obsesionados por mantener su honor muy en alto y que los demás se lo reconocieran. Se distinguían por su enorme fuerza física y pericia en el manejo de las armas en una sociedad cuyo máximo valor era la superioridad guerrera. Pero ¿cómo son los aristoi pretendientes de Penélope? Por su apariencia, probablemente, resultaban iguales a los demás aristócratas: altos, hermosos, altivos y muy pendientes de imponer su superioridad sobre los demás. Pero en cuanto seres humanos, ¿cómo eran en realidad? Se trataba de unos viles asesinos que intentaron en una emboscada matar al príncipe Telémaco, el hijo de la mujer que pretendían. Sólo los movía el interés material y ocultaban con mentiras descaradas sus verdaderas intenciones. Vagos y abusivos se comían y bebían los recursos de la familia real e irrespetaban el hogar de los reyes con sus excesos y borracheras. La vileza de estas personas se escondía, en cierta forma, tras su excelente apariencia.
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En el canto viii, Demódoco, el aedo, canta el conocido episodio de la estratagema del caballo de madera. El rey Odiseo es el autor de tan ingeniosa trampa. Hace edificar un enorme caballo de madera vacío en su interior. Lo llena de los más notables combatientes aqueos y lo deja junto a la muralla de la ciudad de Troya mientras los demás sitiadores se dan a la mar después de haber incendiado su propio campamento. La lectura que los troyanos dieron a estas acciones fue la de que los aqueos, cansados de tan largo sitio (que no logra rendir la ciudad enemiga), deciden embarcarse para volver a la patria y han dejado la inmensa estatua del caballo como una ofrenda para los dioses. Los teucros la conducen al interior de las murallas. Ya adentro, y en medio de la celebración de los troyanos por el retiro de sus enemigos, que incluyó, probablemente, buena cantidad de vino, los combatientes aqueos salen del caballo y destruyen Troya con ayuda de los que en apariencia se habían ido, pero que en realidad regresaron para acabar con la ciudad. Como en los demás casos anteriormente citados, se establece aquí una distinción tajante entre la apariencia externa de las cosas y su verdadera realidad. Este hecho, que ejemplifica insistentemente el poema, dificulta o imposibilita el conocimiento. Porque si una persona conoce algo sólo por su apariencia externa (y ésta dista mucho de la realidad), la idea que se forma del objeto conocido es errónea. Fracasa, así, en el intento de
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conocer de manera adecuada. Para poder lograrlo, la apariencia debería corresponder siempre con la realidad. Pero el poema insiste en que en muchísimas ocasiones esta correspondencia no se da. Y dejarse guiar para las acciones importantes de la vida por la apariencia puede ser muy peligroso, como lo ilustra el citado episodio del caballo. En dos oportunidades queda claro que Odiseo, el héroe del conocimiento, está consciente de que la apariencia inicial de los objetos, de las personas o de los fenómenos nos engaña, y denuncia el hecho. En primer lugar, cuando en el canto viii los feacios ofrecen un festejo en honor del huésped que incluye competencias atléticas. El rey de Ítaca no quiere competir en ellas por el pesar que siente debido a las tremendas penas que había tenido que soportar durante su recorrido. Ante esta actitud del extranjero, Euríalo, uno de los feacios, pone en duda que Odiseo tenga instrucción sobre los juegos, que eran un monopolio de los miembros de la nobleza guerrera. En su respuesta a Euríalo el rey de Ítaca le dice: Hombre hay, que inferior por su aspecto, recibe de una deidad el don de la elocuencia […] mientras que por el contrario, otro se parece a los inmortales por su exterior pero no lo corona la gracia cuando habla. Así tu aspecto es distinguido y ni un dios te habría configurado de otra suerte; mas tu inteligencia es ruda. (viii. 166-177)
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El segundo episodio tiene lugar en el canto xvii. Odiseo, que mendiga en el banquete de los pretendientes, dice a Antínoo unas palabras que sintetizan buena parte de la cosmovisión del Homero de la Ilíada, según la cual los aristócratas tienen un físico que delata su superioridad sobre los demás hombres: “Dame algo, amigo, que no me pareces el peor de los aqueos, sino, por el contrario, el mejor, ya que te asemejas a un rey. Por eso te corresponde a ti, más aún que a los otros, darme alimento; y yo divulgaré tu fama por la tierra inmensa” (xvii. 415-418). Pero cuando Antínoo se niega de mala manera a proporcionarle cualquier comida, Odiseo concluye: “En verdad que el juicio que tienes no corresponde con tu presencia” (xvii. 454). Se trata de una conclusión que imponen los hechos y que va contra las creencias vigentes hasta el momento de que quien parece un rey es porque es un rey y debe actuar como lo haría un soberano.3 Lo anterior nos permite postular la teoría de que la Odisea de Homero refleja el momento en el que la cultura occidental se da cuenta de la existencia de un 3
En la Ilíada, lo que sucede a este respecto es muy claro. La apariencia de las cosas se corresponde con su realidad. El físico de los grandes y valientes guerreros permite adivinar su inmenso poder en el combate. Y las gentes del pueblo, los kakoi, es decir los feos o malos, deben tener un aspecto similar al que presenta Tersites (el único miembro de la clase baja que aparece en la obra): cojo, jorobado, calvo y deforme.
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problema gravísimo para el hombre: conocer no es fácil porque la realidad puede engañarnos y frecuentemente lo hace. La insistencia en este tema nos permite afirmar que el poeta parece sorprendido, mejor diríamos escandalizado, frente a este hecho que ilustra tan abundantemente. En dicho punto, el poema es un antecedente claro de la reflexión filosófica posterior. Coincide con ella en que únicamente se puede intentar una solución a esta dificultad: detenerse en los mecanismos del conocimiento, analizarlos y estar prevenidos para no caer en el engaño. Se trata de abandonar para siempre una actitud ingenua al respecto. Pero muy distinto es el tratamiento que a un mismo problema ofrecen la reflexión filosófica y la poesía épica. En el canto iv de la Odisea, encontramos un episodio insólito, inverosímil y pletórico de fantasía, completamente alejado de lo que normalmente acontece en la realidad y que, por consiguiente, presenta, probablemente, un carácter simbólico. Dicho episodio encierra una innegable reflexión respecto a la problemática del conocimiento. Como habíamos visto, en la isla de Faro al norte de Egipto, la diosa Idotea aconseja a Menelao que consulte a Proteo, el veraz anciano de los mares, la forma como podría regresar a su patria. La diosa le da al rey de Esparta información detallada sobre este extraño personaje que piensa es su padre.
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Frecuenta este sitio el veraz anciano de los mares, el inmortal Proteo egipcio, que conoce las honduras de todo el mar y es servidor de Poseidón […] Si, poniéndote en asechanza lograres agarrarlo de cualquier manera te diría el camino que has de seguir […] Y también te relataría, oh alumno de Zeus, lo malo y lo bueno que haya ocurrido en tu casa desde que te ausentaste para hacer el viaje largo y dificultoso [cursivas del autor]. (iv. 384-393)
Por el epíteto de “veraz” que lo caracteriza y que transcribimos en una cita anterior, y por el hecho de conocer las honduras de todo el mar (la parte oculta de la vida), podríamos postular que lo que el anciano simboliza es la verdad. Y, según esta interpretación, para apresar la verdad, habría que ponerse en asechanza y preparar una emboscada para poder agarrarla. Idotea prosigue proporcionando la información sobre su padre que le permita al rey Menelao capturar al anciano. Cuando el sol siguiendo su curso llega al centro del cielo, el veraz anciano de los mares, oculto por negras y encrespadas olas, salta en tierra al soplo del Céfiro. En seguida se acuesta en honda gruta […] Tan pronto como le viereis dormido, cuidad de tener fuerza y valor, y sujetadle allí mismo aunque desee e intente escaparse. Entonces probará de convertirse en todos los seres que se arrastran por la tierra, y en agua y en ardentísimo fuego; pero vosotros tenedle con firmeza y apretadle más. Y cuando te interrogue con palabras, mostrándose tal como lo visteis dormido, abstente de emplear la violencia: deja libre al anciano, oh héroe, y pregúntale cuál
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de los dioses te maltrata y cómo podrás volver a la patria, atravesando el mar en peces abundoso. (iv. 400-424)
En primer lugar, la verdad no brilla siempre. Proteo sale del mar únicamente al medio día, cuando hay más luz. Es, pues, necesario esperar ese momento especial para que surja la verdad. Además, ésta no permanece a la vista mucho tiempo. Por el contrario, de inmediato se oculta en honda gruta y es necesario buscarla allí donde se haya escondido. Sin embargo, el hecho crucial es que el anciano, tan pronto lo aprisionan, cambia constantemente de apariencia convirtiéndose en distintos animales, en agua y en fuego. Pero pronto se cansa de estas transformaciones, y si quienes lo han capturado insisten y no lo sueltan, él retomará su aspecto real. Ahora bien, si en ese preciso momento lo liberan, estará dispuesto a contestar aquello que le pregunten. La escena de las transformaciones del anciano no aparece una sola vez en el poema, sino que insiste en ella repitiéndola una segunda vez con mayor detalle. En la primera ocasión, Idotea le dice a Menelao lo que debe hacer para aprisionar a su padre y obtener la verdad. En la segunda ocasión, Menelao relata concretamente cómo fueron los hechos cuando él y sus hombres trataron de agarrar al anciano. Narra cómo se disfrazaron de focas aguantando el mal olor de las pieles de los animales recientemente desollados. Luego afirma que estuvieron esperando toda la mañana con ánimo paciente. Cuando al fin Proteo
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sale del mar al mediodía, como lo mencionamos atrás, también es víctima de un engaño ya que piensa que estos hombres sí son focas de verdad. Menelao nos cuenta lo que sucedió a continuación: No olvidó el viejo sus dolosos artificios; transfiguróse sucesivamente en melenudo león, en dragón, en pantera, y en corpulento jabalí; después se nos convirtió en agua líquida y hasta en árbol de excelsa copa. Mas como lo teníamos reciamente asido, con ánimo firme, se aburrió al cabo aquel astuto viejo y díjome de esta suerte: ¡Hijo de Atreo!… ¿Qué deseas? (iv. 455-463)
La paciencia de esperar hasta cuando el sol llega a lo más alto es recompensada con la presencia del anciano. Pero tan pronto intentan aprisionarlo, él comienza a cambiar de apariencia pasando por varias, muy distintas entre sí. Como no lo sueltan, termina al fin cansándose y se dispone a decir lo único que sabe y puede decir: la verdad. Todo este episodio, narrado dos veces, es una relación de carácter simbólico de lo que sucede cuando alguien persevera en la búsqueda de la verdad hasta descubrirla. El análisis de los dos pasajes anteriormente citados nos permite concluir, además, que el problema no es tan sencillo como superar la apariencia inicial del objeto para llegar a su realidad verdadera que reposaría inmediatamente detrás de esta primera apariencia. Porque detrás de la primera apariencia encontramos
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una segunda apariencia, que tampoco es la realidad, y detrás de la segunda, encontraremos una tercera, y así sucesivamente. El desafío ahora es descubrir cómo se podría distinguir la “apariencia” que sí corresponde a la realidad, de las demás que no lo hacen. Porque dicho descubrimiento nos permitiría acceder a la verdad y no quedarnos con una de las varias mentiras posibles. Tratamos de encontrar en el mismo poema alguna indicación de cuándo aparece la verdad y cuáles son sus características. La comparación entre las múltiples ocasiones en las que Odiseo miente sobre sí mismo para evitar ser reconocido, que citaremos más adelante, y las pocas en las que no lo hace —y sus interlocutores pueden captar su verdadera identidad de héroe y de rey— nos ayuda en este propósito. En el canto iv, cuando Helena está contando que Odiseo se disfrazó de mendigo y engañó con esta apariencia a los troyanos, añade: “Todos se dejaron engañar y yo sola le reconocí e interrogué, pero él con sus mañas se me escabullía. Mas cuando lo hube lavado y ungido con aceite […] entonces me refirió todo lo que tenían proyectado los aqueos” (iv. 249-256). Es decir, después de que la reina, al bañarlo, lo vio desnudo, el héroe ya no pudo seguirle ocultando su verdadera identidad. A finales del canto v, Odiseo llega exhausto al país de los feacios después de nadar varios días, como náufrago, entre las olas del mar. Precariamente, trata de evitar el
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frío cubriéndose con hojas secas y se duerme profundamente. Horas más tarde, lo despiertan los gritos de la princesa Nausícaa y sus esclavas que juegan a la pelota. El héroe se incorpora y “el divinal Odiseo salió de entre los arbustos y en la poblada selva desgajó con su formidable mano una rama frondosa con que pudiera cubrirse las partes verendas”(vi. 127-129). Es decir que Odiseo se encontraba totalmente desnudo. En ese estado, pero tratando de ocultar el sexo precariamente con una rama, se presenta ante la princesa Nausícaa y no le miente sobre su identidad como acostumbraba. En ese momento no afirma nada sobre sí mismo sino que aduladoramente procede a comparar a la joven con una diosa y le hace ciertos avances muy halagadores para la muchacha. Nausícaaa queda tan profundamente impresionada con el extranjero que comenta a sus esclavas que ojalá pudiera casarse con él. Pese a la situación en la que estaba, Odiseo debió de parecerle un príncipe o un rey para considerarlo un pretendiente digno de una distinguida princesa, como era ella. La desnudez del extranjero fue, pues, lo que permitió que se revelara su verdadera naturaleza. En el canto xviii, el rey disfrazado de anciano mendigo asiste al banquete de los pretendientes pidiéndoles algún mendrugo. Pero ya había en Ítaca otro mendigo llamado Iro que, temiendo la competencia del recién llegado, amenaza a Odiseo para que se vaya
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y le deje el campo libre. Antínoo, el más connotado de los pretendientes, demuestra la bajeza de su persona al proponer la pelea de los dos viejos para divertirse. Entonces, el héroe se prepara para el combate: “Odiseo se ciñó los andrajos, ocultando las partes verendas, y mostró sus muslos hermosos y grandes; asimismo dejáronse ver las anchas espaldas, el pecho y los fuertes brazos […]” (xviii. 66-69). Los pretendientes contemplan al héroe, admirados, y el pobre de Iro se echa a temblar presa de miedo. Como lo mencionamos atrás, cuando el anciano se desnuda sale a la luz un físico de atleta que para nada se corresponde con la apariencia que presentaba el mendigo anteriormente. Algo muy similar ocurre en el canto xxii, inmediatamente antes de la matanza de los pretendientes de la reina Penélope. “Entonces se desnudó de sus andrajos el ingenioso Odiseo, saltó al grande umbral con el arco y la aljaba repleta de veloces flechas […]” (xxii. 1-3), y después de matar a Antínoo se da a conocer a los desprevenidos pretendientes como el rey de Ítaca. Una vez más, antes de salir a luz la verdadera identidad de Odiseo, éste se ha desnudado. Y finalmente, en el canto xxiii, antes del reconocimiento de Penélope, “Eurínome la despensera, lavó y ungió con aceite al magnánimo Odiseo” (xxiii. 53-154). Sobra aclarar que para que la esclava pudiera lavarlo,
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Odiseo seguramente tuvo que haberse desnudado. Y la esclava, en esas condiciones, lo reconoció fácilmente. No es, pues, aventurado afirmar que, en la Odisea, la desnudez se asocia con la verdad. Más exactamente, es lo que permite el descubrimiento de la verdad y, al hacerlo tan repetidamente, logra, en cierta forma, simbolizarla. Parecería ahora del caso intentar extraer el máximo provecho de la simbología de la verdad como desnudez, que encontramos en el poema. Comencemos retomando uno de los ejemplos anteriormente mencionados. Lo que la princesa Nausícaa pudo haber sentido frente al náufrago desnudo que se le presentó en la playa, fue muy diferente de lo que habría experimentado si lo hubiera visto, por primera vez, convenientemente vestido, como rey, en medio del banquete. El desafío que se nos plantea, en este punto de la reflexión, es el de lograr distinguir la verdad de las demás apariencias. Para alcanzar tal propósito, parto de la hipótesis de que el camino más adecuado es explorar las similitudes existentes entre la forma como afecta la percepción de la verdad, a una persona que se haya formado dentro de la cultura occidental europea, y la manera como la afecta la percepción de la desnudez. El análisis del ejemplo anterior nos permite comenzar a comprender lo que posibilita relacionar la desnudez con la verdad. Se trata del intenso efecto que la captación de cada una de ellas produce en nosotros debido a
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la vigencia del tabú de la desnudez. Imaginemos ahora dos escenarios diferentes que nos sirvan para examinar el fenómeno mencionado. En el primero, en una muy seria reunión de trabajo, uno de los asistentes, sin motivo aparente, se desnuda del todo, en actitud de desafiante exhibición. El hecho, por lo sorpresivo, por herir el pudor de algunos o por su capacidad para desencadenar reacciones eróticas en otros, chocará en extremo a los presentes. En el segundo, un individuo, en una interesante charla con amigos, escucha cierta argumentación —que encuentra totalmente cierta y basada en la verdad— pero que destruye las bases teóricas que fundamentaban sus principios y valores. Dicha persona se sentirá, sin duda, sorprendida y golpeada ante esta inesperada evidencia que le impone valores diferentes. El efecto causado por los dos tipos de vivencias descritas se distinguirá de las demás por su intensidad; por permanecer tercamente en la memoria y por traer consecuencias para quien se ha desnudado en público o para quien ha perdido, de repente, convicciones muy arraigadas que le permitían organizar su vida. Antes de seguir adelante, sería conveniente precisar de qué tipo de verdad hemos estado hablando porque, según nuestro criterio, la reflexión presente en las narraciones simbólicas de la Odisea no abarca cualquier clase de verdad. Podríamos afirmar, generalizando, que el poema no se interesa por las verdades de las ciencias exactas o
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de las matemáticas o por las verdades que atañen a la realidad material. Se interesa, por el contrario —y únicamente— por aquellas verdades que guían las decisiones más relevantes de las personas en el proceso de la construcción de su propia vida. Es decir, por aquellas que determinan nuestra particular visión del mundo y nuestras convicciones más profundas y que, generalmente, se ubican en las esferas de lo ético, político, religioso o afectivo. En la mayoría de los casos, hemos aprendido este tipo de verdades en el hogar, en la escuela y en el trato con los demás. Pero, cuando una vivencia inesperada o la confrontación con una realidad, hasta el momento desconocida, nos revelan una verdad incontrovertible que choca frontalmente con las normas que guiaban anteriormente nuestro deber ser, dichas normas quedan sin piso. Y comprendemos que esta nueva verdad que se nos impone debería, por lo tanto, servir para orientar, en adelante, nuestro comportamiento. En este orden de ideas, tener en cuenta las reacciones que la captación de la verdad produce en nosotros, nos suministrará los criterios necesarios para poder distinguir la verdad verdadera de las demás apariencias múltiples que se nos presentan con la pretensión de ser ciertas. Y estos criterios podrían ayudarnos a superar el engaño en el que, con tanta frecuencia, caemos en el manejo de nuestra vida. Porque, resumiendo, la operación de asimilar la verdad a la desnudez, tendrá por consecuencia
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que, cuando logremos tener finalmente acceso a la verdad, ésta se nos impondrá con particular intensidad; a diferencia de la experiencia, adocenada y corriente, que obtendremos cuando captemos una simple apariencia. Encontramos en la Odisea otra propuesta de carácter simbólico, que se ubica, igualmente, dentro del esquema apariencia-realidad, y que al corresponder con las anteriormente explicadas permite reafirmar la interpretación general que estamos construyendo. En el canto viii el rey Alcínoo de los feacios quiere festejar al nuevo huésped que les ha llegado: el rey Odiseo. Para ello manda llamar a quien debe animar con su canto el banquete. Entonces, “Presentóse el heraldo con el amable aedo a quien la Musa quería extremadamente y le había dado un bien y un mal: privóle de la vista, pero le concedió el dulce canto” (viii. 62-64). El aedo que conserva la memoria de los mayores, que preserva la gloria de los héroes, que canta el origen de los dioses, que transmite las noticias de otras tierras, que seduce y alegra a los hombres con la hermosura de su canto, que merece la mayor consideración y respeto (ver Odisea viii. 477 y ss.), es, por antonomasia, un sabio favorecido por los dioses. Pero desde el punto de vista aquí propuesto dentro del simbolismo de la obra, ¿por qué es sabio? Es sabio porque por ser ciego le es imposible dejarse engañar por las apariencias.
Capacidad de fantasía
Por otro lado, lo que el hombre oye de la boca de los demás en muchas ocasiones resulta engañoso. En el canto iv encontramos el primer ejemplo. Menelao recuerda algo que hizo Helena, su esposa, mientras varios de los más valientes héroes aqueos estaban encerrados entre el caballo de madera dentro de las murallas de Troya: Viniste tú en persona […] Tres veces anduviste alrededor de la hueca emboscada, tocándola y llamando por su nombre a los más valientes dánaos; y, al hacerlo, remedabas la voz de las esposas de cada uno de los argivos. Yo y el Tídida que con el divinal Odiseo estábamos en el centro, te oímos cuando nos llamaste y queríamos salir o responder desde dentro. (iv. 274-283)
Lo que sigue inmediatamente permite entender que los demás aqueos se dejaron engañar por las fingidas voces de Helena, pero que Odiseo los contuvo y no los dejó responder a sus supuestas esposas, cosa que habría
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delatado su presencia ante los troyanos que estuvieran cerca. Los ejemplos que ilustran la dificultad de conocer adecuadamente a través de lo que oímos se multiplican. El poema presenta en boca de sus principales personajes una serie de narraciones bien estructuradas, y con apariencia de ser verdaderas, que, muy probablemente, no corresponden con la realidad. Las más abundantes son las historias que sobre sí mismo cuenta Odiseo, casi siempre producto de su fantasía. Recordemos, en primer lugar, el ya mencionado episodio del canto ix en el que dice al Cíclope: “Mi nombre es Nadie y Nadie me llama mi madre, mi padre y mis compañeros todos” (ix. 366-367). Un poco más adelante, en el canto xiii, cuando llega a Ítaca y no es capaz de reconocer su propia isla, se le presenta la diosa Palas Atenea en figura de un joven pastor de ovejas, y Odiseo le dice: “Oí hablar de Ítaca allá en la espaciosa Creta, muy lejos allende el ponto, y he llegado ahora con estas riquezas. Otras tantas dejé a mis hijos y voy huyendo porque maté al hijo querido de Idomeneo, a Orsíloco, el de los pies ligeros […]” (xiii. 256-260). En el canto xix, convertido en un anciano pordiosero, el rey conversa con su esposa, la reina Penélope, y refiriéndose a Creta afirma: Entre las ciudades se halla Cnosos, gran población, en la cual reinó por espacio de nueve años Minos, que conversaba con el gran Zeus y fue padre de mi padre, del magnánimo
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Deucalión. Este me engendró a mí y al rey Idomeneo que fue a Ilión en las corvas naves junto con los Atridas; mi preclaro nombre es Etón y soy el más joven de los dos hermanos, pues aquel es el mayor y el más valiente. (xix. 78-184)
En el canto xiv cuando se encuentra con Eumeo, su fiel esclavo que le cuida los cerdos, este último le pregunta por su identidad. Odiseo le responde: Por mi linaje me precio de ser natural de la espaciosa Creta, donde tuve por padre a un varón opulento. Otros muchos hijos le nacieron también y se criaron en palacio, todos legítimos, de su esposa, pero a mí me parió una mujer comprada, que fue su concubina; pero guardábame igual consideración que a sus hijos legítimos […] (xiv. 199-203)
En este mismo canto, mientras prosigue la conversación entre Odiseo, disfrazado de mendigo, y su esclavo Eumeo, llega la noche acompañada de un frío glacial. El rey, en lugar de pedir a su esclavo que le proporcione un manto porque tiene frío, le inventa una larga historia. Le cuenta que en una ocasión estaba él, con el rey Menelao, el rey Odiseo y otros guerreros más, una noche en el sitio de Troya sin manto y muriendo de frío. Odiseo, para conseguirle un manto, sin tener que quitárselo a nadie más, manda que alguno vaya hasta donde el Atrida Agamenón a darle una razón. Toante, que obedece, arroja su manto y se va corriendo hacia las naves. El pobre protagonista de la narración lo coge y se arropa con él, dichoso. El relato produce el efecto
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deseado y de inmediato Eumeo proporciona un lecho y cubre adecuadamente al huésped. Al final del poema, en el canto xxiv, cuando ya ha matado a los pretendientes y no necesita esconder más su identidad para preparar dicho golpe de justicia, Odiseo se encuentra con Laertes, su anciano padre. En vez de lanzarse a abrazarlo, después de tan larga ausencia, decide, una vez más, narrarle una falsa historia sobre sí mismo. Le dice: “Nací en Alibante, donde tengo magnífica morada y soy hijo del rey Afidante Polipemónida […]” (xxiv. 304-305). Pero no es sólo Odiseo el que miente sobre su identidad. También suena muy poco creíble la historia que, sobre su origen, le cuenta el esclavo Eumeo a su amo y señor. Afirma ser hijo del rey de la isla Siria. Pero que, aún niño, fue raptado por unos mercaderes fenicios con la ayuda de una hermosa mujer, también fenicia, encargada de su crianza en la casa de su padre. Los fenicios habrían terminado vendiendo al niño como esclavo a Laertes cuando se detuvieron en la isla de Ítaca. Los anteriores ejemplos nos permiten concluir que lo que oímos también puede tener apariencia de verdad y no serlo. Si no estamos prevenidos, fácilmente podemos creernos la mentira. Eso probablemente fue lo que les ocurrió a quienes escucharon los relatos imaginarios de Odiseo.
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Pero analicemos, ahora, dichos relatos desde el punto de vista, no de quien los escucha, sino de quien los produce. Al formular sus narraciones fabulosas, Odiseo lo que hace es presentar una realidad diferente a la que originalmente aparece a todos. Mediante este procedimiento está desautorizando o, incluso negando, esa realidad inicial. En efecto, después de oír el relato imaginario quedan dos realidades en competencia: la que presentan los hechos escuetos y la que propone la narración. Entonces, el relato fantástico opera como una invitación a no dar total credibilidad a la realidad que captamos directamente. Y esto podría tomarse como un comienzo del indispensable proceso de dudar de lo que los sentidos nos presentan, de poner el conocimiento en tela de juicio y abandonar la actitud ingenua. Es en este sentido que podríamos afirmar que Odiseo es más hábil para conocer que los demás porque tiene capacidad de fantasía. Opera, por lo tanto, en los dos registros: el de la realidad corriente y el de otra realidad distinta, producto de su imaginación. Siguiéndolo, podremos darnos cuenta de que lo más enriquecedor es la confrontación de los dos. Ni Polifemo, ni los pretendientes, ni los compañeros de aventuras del héroe tienen capacidad de fantasía. Están absorbidos por la prosaica realidad de las necesidades del día a día o de las ambiciones de riqueza y poder. Esta actitud excluye el proceso lúdico y desinte-
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resado de la imaginación fantástica y los esclaviza de sus necesidades y ambiciones. El mayor logro de Odiseo en el poema no es la matanza de los pretendientes, sino el relato de todas sus aventuras. Durante el banquete que le ofrecen los feacios, Demódoco, el aedo que alegraba sus tenidas, canta, porque Odiseo se lo pide expresamente, el episodio del caballo de madera con el que engañó a los troyanos. Pero escuchar la narración de sus propias hazañas emociona al héroe y no puede detener el llanto. El rey Alcínoo se da cuenta del hecho y le pide al aedo que deje de cantar, porque su relato afecta al huésped, y después interroga a Odiseo sobre su identidad y sobre los hechos interesantes de su vida. El héroe toma la palabra y va a narrar sus aventuras que resultan tan apasionantes de escuchar como increíbles. Odiseo toma, pues, el lugar de Demódoco como narrador ante los convidados al banquete, pero después de haberse identificado resulta ser, al mismo tiempo, la encarnación viva de lo que la poesía ponderaba. Él, que sabe vivir porque sabe imaginar, canta a la vida cantando su propia vida que es su propia creación imaginaria. Y en su canción reposaría la clave de cómo vivir la vida de acuerdo con la sabiduría del poeta homérico. Cuando el rey Alcínoo le pregunta por su identidad, el protagonista le responde: “Soy Odiseo Laertida, tan conocido de los hombres por mis astucias de toda clase
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y mi gloria llega hasta el cielo” (ix. 9-20). En la Ilíada la gloria se obtenía sólo por la victoria en el combate sobre el enemigo. Era una gloria de carácter exclusivamente militar. Pero ahora, en la Odisea, el protagonista habla de su propia gloria asociándola con su astucia y, probablemente, se está refiriendo también a su habilidad para engañar con sus narraciones fantásticas. No tratamos de esquivar las múltiples connotaciones negativas que tiene esta habilidad del héroe. En lenguaje contemporáneo tendríamos que decir que Odiseo es un tremendo mentiroso. Pero en la Odisea el mentiroso es el opuesto al ingenuo. Porque maneja la diferencia entre apariencia y realidad y la aprovecha a su favor. Y es, también, un individuo poderoso en cuanto puede imponer la apariencia que se ha inventado a los demás. Él domina los dos ámbitos: el de la fantasía y el de la realidad. El ingenuo se queda con uno solo. El esquema citado de apariencia-realidad, que hemos utilizado para explicar el problema del conocimiento tal como lo analiza la obra, podría volver a funcionar en el episodio de la evocación de las almas de los muertos del canto xi. Entre las almas que se presentan a Odiseo está la de su madre, Anticlea, a la que el héroe pregunta por sus familiares cercanos. Anticlea le proporciona la información requerida y entonces el rey conmovido se dirige al alma de su madre. “Tres veces me acerqué a ella, pues el ánimo me incitaba a abrazarla; tres veces se me fue
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volando de entre las manos como sombra o Sueño” (xi. 206-208). Odiseo le dice entonces al alma de su madre: Madre mía! ¿Por qué huyes cuando a ti me acerco, ansioso de asirte, a fin de que en la misma morada de Hades nos echemos en brazos el uno del otro y nos saciemos del triste llanto? ¿Por ventura me envió esta vana imagen la ilustre Perséfone, para que se acrecienten mis lamentos y suspiros? Así le dije; y al momento contestó mi veneranda madre: Anticlea. ¡Ay de mí, hijo mío, el más desgraciado de todos los hombres! No te engaña Perséfone, hija de Zeus, sino que ésta es la condición de los mortales cuando fallecen: los nervios ya no mantienen unidos la carne y los huesos; pues los consume la viva fuerza de la ardiente llama tan pronto como la vida desampara la blanca osamenta, y el alma se va volando, como un sueño. (xi. 210-222)
Lo que Anticlea quiere comunicar a su hijo es que las almas de los muertos, con las que conversa en esos momentos, no son más que apariencias que no tienen detrás ninguna realidad. La llama terminó con los despojos que quedaban del cadáver y “el alma se fue volando como un sueño”. Y, ¿quién pone, entonces, estas apariencias, logrando que se haga visible lo que no tiene ninguna realidad? Quien cree en ellas es, sin duda, el encargado de otorgar entidad a estas vanas apariencias que sólo gracias a él existen.4 4
Recordemos, a este respecto, cuatro versos del muy conocido poema “Ítaca” de Kavafis: “A los Lestrigones y a los Cíclopes, / y al feroz Poseidón no encontrarás, / si dentro de tu alma no los llevas, / si tu alma no los yergue delante de ti”.
¿De dónde proviene el engaño de la apariencia?
En este punto bien valdría la pena preguntar, según la Odisea, ¿de dónde proviene el engaño al que nos somete la apariencia? ¿Será que la realidad está organizada para embaucarnos y no dejarse conocer de nosotros? Difícil sería aceptar tal suposición si no postuláramos, al mismo tiempo, la existencia de un genio maligno —como aquel del que nos habla Descartes en las Meditaciones metafísicas— que tuviera por oficio engañarnos. Pero como su existencia es sólo imaginaria, tenemos que aceptar que la apariencia engañosa no proviene de la realidad externa, sino que la ponemos nosotros. Son nuestros prejuicios, nuestros intereses, nuestras ambiciones, nuestras pasiones, nuestros sesgos culturales, los que nos impiden captar ciertas realidades y dar a otras interpretaciones incorrectas. Así, por ejemplo, como ya habíamos visto, los pretendientes no entienden que el atleta formidable que se quita sus vestiduras, arma el arco y logra hacer pasar
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la flecha por el agujero de doce segures, es el rey Odiseo que se apresta a castigarlos. Por obvia que resultara dicha evidencia, ellos no logran captarla porque están cegados por su ambición y por el orgullo que los mantiene en esa actitud soberbia. Otro ejemplo que podríamos recordar sería el ya citado de los héroes aqueos encerrados en el caballo de madera, destinado a engañar a los troyanos, que oyen la voz de Helena y la confunden con la de sus propias esposas, porque las habían dejado en sus hogares hacía mucho tiempo y estaban muy deseosos de ellas. Un caso diferente en el que encontramos una negación a aceptar la evidencia es el de la reina Penélope en el canto xxiii. Su esposo, ya ha regresado, y ha consumado el castigo de los pretendientes. Euriclea le ha dicho que el extranjero es, fuera de toda duda, Odiseo puesto que tiene en el pie la cicatriz que le dejó un jabalí durante una cacería que emprendió con su abuelo materno cuando aún era muchacho. Su hijo Telémaco la ha reprendido duramente por no apresurarse a saludar alborozadamente a su marido a quien la diosa Palas Atenea ha hecho parecer más alto y más hermoso. Pese a todas estas circunstancias, que permitían tener total seguridad de que sí era el rey, su esposo, quien estaba ahí, frente a ella, Penélope se niega a reconocerlo. Se lo impide el temor a un nuevo desengaño respecto a su regreso ya que, en muchas ocasiones, otros individuos le habían jurado que el rey estaba en tierras vecinas pronto a llegar a su
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patria. Si Odiseo no le hubiera dado una prueba de su identidad, íntima e irrefutable para ella, la reina hubiera continuado incrédula frente a su ilustre marido. Para lograr conocer la realidad en su verdad es, pues, necesario realizar una operación en extremo difícil de ejecutar para cualquier persona o, mejor, casi imposible: prescindir —en el momento de conocer— de sus prejuicios, de sus sesgos, de sus pasiones, de sus intereses materiales y de sus deseos. Sería, fuera de eso, necesario poner entre paréntesis la visión del mundo que adquirió ese individuo al crecer dentro de su familia y al recibir la educación que recibió y que le impuso determinados valores y normas de comportamiento. No hay duda de que apropiarse de dichas normas y acatarlas le permitirá al individuo vivir adaptado a su grupo social sin tener que experimentar dudas o, lo peor, choques, confrontaciones o disidencias. Sin embargo, el ciudadano que haya llegado a tal grado de adaptación, nunca podrá ser una persona con capacidad de crítica, ni un líder capaz de conducir a su sociedad hacia una existencia cualitativamente superior, ni un guía espiritual capaz de promover un mejoramiento ético en su grupo social.
Cíclopes y feacios
Odiseo es el rey que va a regresar a su patria, después de una larga ausencia, a retomar el poder. Sus aventuras le habrán permitido obtener muchas y muy variadas experiencias que, al analizar, le proporcionarán valiosos conocimientos que podrá aplicar, luego, en sus labores de gobierno. Las más relevantes serán haber observado culturas muy diferentes a la propia y en distintos estadios de desarrollo. El poema no se detiene sino en dos de ellas, pero llega a describirlas con gran detalle. Las dos se ubican en extremos opuestos. Los feacios gozan del mayor bienestar y progreso imaginables, mientras que los cíclopes están detenidos en el tiempo e inmersos en la ignorancia y la injusticia. Respecto a los cíclopes la información que proporciona el poema es muy concisa: […] y llegamos a la tierra de los cíclopes soberbios y sin ley; quienes, confiados en los dioses inmortales, no plantan árboles, ni labran los campos, sino que todo les nace sin semilla y sin arada (trigo, cebada y vides, que producen
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vino de unos grandes racimos) y se lo hace crecer la lluvia enviada por Zeus. (ix. 106-111)
Para los dioses, el más grande pecado de los hombres era la soberbia, porque quienes incurrían en ella lo que estaban haciendo era tratando de igualarse con ellos. Pues bien, lo primero que sabemos de los cíclopes es que son soberbios y, luego, que desconocen también las leyes. Esta última información nos permite captar su estadio de desarrollo. En efecto, el respeto a las leyes, esos entes reguladores que permiten la convivencia de los hombres y su organización en sociedad, es la característica de los pueblos civilizados. En este sentido, los cíclopes podrían ser catalogados como salvajes. Y, respecto a su grado de progreso en la evolución cultural, nos informa, igualmente, el texto que son incapaces de cultivar ninguna planta, lo que implica que todavía son recolectores porque desconocen del todo los rudimentos de la agricultura. Además, “No tienen ágoras donde se reúnan para deliberar, ni leyes tampoco, sino que viven en las cumbres de los altos montes, dentro de excavadas cuevas; cada cual impera sobre sus hijos y mujeres, y no se entrometen los unos con los otros” (ix. 112-115). El ágora, originalmente la plaza de mercado, con el paso del tiempo se convierte en el lugar adonde acuden los ciudadanos para discutir sobre los problemas y el gobierno de la comunidad. Para los griegos, el ágora es la característica de una comunidad adecuada-
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mente organizada por incluir los mecanismos necesarios para consultar la opinión de los ciudadanos y, con el desarrollo posterior de la democracia, para permitirles gobernar entre todos su propia comunidad. Pues bien, los cíclopes no tienen ágoras y se vuelve a insistir en que carecen también de leyes. Viven en cuevas, ya que aún desconocen la técnica para construir viviendas, e impera entre ellos la ley del más fuerte, puesto que el padre sojuzga a sus hijos y mujeres porque son más débiles que él. Más adelante el texto afirma: “Pues los cíclopes no tienen naves de rojas proas, ni poseen artífices que se las construyan de muchos bancos (como las que transportan mercancías a distintas poblaciones en los frecuente viajes que los hombres efectúan por mar, yendo los unos en busca de los otros)” (ix. 125-129). La carencia de naves encierra a los cíclopes en el aislamiento y la incomunicación, lo que les impide el acceso tanto al comercio como al intercambio de información. Permanecen siempre en el mismo lugar sin desplazarse para conocer lo novedoso o lo diferente. Están, en consecuencia, en una etapa de desarrollo muy anterior a la alcanzada por los aqueos de los que nos habla Homero. Por este motivo, podemos ubicarlos en el pasado. Resulta claro que su ausencia de desarrollo se debe a su inmovilidad y a su incomunicación. Finalmente, al conocer más adelante las penalidades por las que tuvieron que pasar Odiseo y sus hombres con el cíclope Polifemo,
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entendemos que estos individuos tampoco respetan las normas de la sagrada hospitalidad de Zeus para con los extranjeros y que, además, son antropófagos. De los feacios sabemos que eran parientes muy cercanos de los cíclopes, pues el abuelo de su rey era el dios Poseidón, que, a su vez, era el padre de Polifemo. Además, al comienzo los dos pueblos vivían juntos en Hiperea, pero como los cíclopes les causaban daño a los feacios, Nausítoo, el rey de estos últimos, los sacó de allí “y los condujo a Esqueria, lejos de los hombres industriosos, donde hicieron morada” (vi. 7-8). La relación tan estrecha que, por estas dos circunstancias, se establece entre los pueblos en cuestión facilita realizar una comparación entre ellos. El rey Nausítoo fundó en Esqueria una comunidad muy bien organizada: “construyó un muro alrededor de la ciudad, edificó casas, erigió templos a las divinidades y repartió los campos” (vi. 9-11). Más adelante, cuando Nausícaa le da instrucciones a Odiseo sobre el camino que debe tomar para llegar a la casa del rey, su padre, le menciona el ágora y el puerto como los principales sitios de su ciudad; lo que corrobora, en boca de la princesa, la adecuada organización política de su pueblo y su conocimiento de la navegación. En el canto vi, cuando Odiseo náufrago aparece desnudo irrumpiendo en los juegos de Nausícaa y sus
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esclavas, éstas huyen atemorizadas, pero la princesa las detiene diciéndoles: ¡Deteneos esclavas! ¿A dónde huís por ver a un hombre? ¿Pensáis acaso que sea un enemigo? No hay ni habrá nunca un mortal terrible que venga a hostilizar la tierra de los feacios, pues a éstos los quieren mucho los inmortales. Vivimos separadamente y nos circunda el mar alborotado; somos los últimos de los hombres, y ningún otro mortal tiene comercio con nosotros. (vi. 199-205)
El alejamiento total de los feacios, que se asentaron en una isla tan remota que ningún mortal pudo llegar a hostilizarlos, determinó que, a diferencia de los demás mortales, los feacios desconocieran la guerra y, por lo tanto, no tuvieran que temer sus efectos. Estas circunstancias son quizá las que los hacen ser pacíficos, “pues los feacios no se cuidan de arcos ni de aljabas”, y dedicados a la navegación: “sino de mástiles y de remos y de navíos bien proporcionados con los cuales atraviesan alegres el espumoso mar” (vi. 270-272). Pero respecto a su pericia en las labores del mar su conocimiento va mucho más allá de lo habitual: Pues entre los feacios no hay pilotos ni sus naves están provistas de timones como los restantes barcos, sino que ellos ya saben los pensamientos y el querer de los hombres, conocen las ciudades y los fértiles campos de todos los países, atraviesan rápidamente el abismo del mar, aunque cualquier
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vapor o niebla los cubra y no sienten temor alguno de recibir daño o de perderse […] (viii. 557-563)
Sus progresos en el arte de la navegación podrían parecer increíbles a los griegos de la época. Pero para nosotros sería algo corriente, porque conocemos los instrumentos modernos que permiten realizar lo que el texto menciona. En la actualidad podríamos pensar que esas naves estaban provistas de radares y de pilotos automáticos. No era, pues, que la navegación de los feacios estuviera basada en elementos mágicos o divinos. Simplemente, hoy entendemos que este pueblo había alcanzado un gran desarrollo tecnológico. Algo similar ocurre con su agricultura: Allí han crecido grandes y florecientes árboles: perales, granados, manzanos de espléndidas pomas, dulces higueras y verdes olivos. Los frutos de estos árboles no se pierden ni faltan, ni en invierno ni en verano: son perennes; y el Céfiro, soplando constantemente, a un mismo tiempo produce unos y madura otros. La pera envejece sobre la pera, la manzana sobre la manzana, la uva sobre la uva y el higo sobre el higo. (vii. 114-122)
Lo que parece asombroso para los tiempos de Homero, hoy es muy frecuente. Se pueden cultivar todos los frutos a lo largo del año, sin esperar a que llegue la estación adecuada, si se cuenta con invernaderos, con calefacción y otra serie de ayudas que nos proporciona la técnica contemporánea. Las dos principales fuentes
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de riqueza de las sociedades descritas por Homero: la agricultura y la navegación cuentan, entre los feacios, con adelantos que sólo se convirtieron en realidad en el siglo xx. Probablemente la ausencia de la guerra sea lo que ha permitido que ellos hayan podido desarrollar con toda tranquilidad estos progresos tecnológicos. Y es, también, muy probablemente la existencia de dichos avances en un ambiente de paz lo que ha determinado su manera de vivir. El rey Alcínoo es quien le define, a su huésped Odiseo, la idiosincrasia de su pueblo: “No somos irreprensibles púgiles ni luchadores, sino muy ligeros en el correr y excelentes en gobernar las naves; y siempre nos placen los convites, la cítara, los bailes, las vestiduras limpias, los baños calientes y la cama” (viii. 246-249). La cama, sin duda, simboliza aquí la actividad sexual que es mencionada mediante un eufemismo. Pero aparte de este intento por eludir la mención directa al sexo, el rey no trata de disimular la afición de su pueblo por los principales placeres de la vida, que enumera, casi con descaro o, al menos, con una actitud inesperada en un monarca. Estamos acostumbrados, en efecto, a que los gobernantes se preocupen, en primer lugar, por la productividad y se ufanen del amor por el trabajo de sus gobernados. Que el rey Alcínoo se enorgullezca de que sus súbditos sean dados a las fiestas, a los placeres y al sexo es indicación de algo muy especial. Probablemente, de que
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los progresos de la técnica han suministrado a su pueblo tantos recursos que no tiene que esforzarse trabajando, como se supone que deben hacer todos los hombres, y que, por lo tanto, se pueda dedicar al tranquilo disfrute de la vida. Se trata de algo que no se ha podido alcanzar en ninguna de las sociedades hasta ahora conocidas. Sólo es posible alcanzarlo en una sociedad imaginaria en la cual todos los defectos de las sociedades reales se hayan evitado. Y esto implica evidentemente la formulación de una utopía. Los feacios son pues la primera utopía que se presenta en Occidente. En el canto viii, el rey Alcínoo ofrece a Odiseo un espectáculo muy animado en el que unos jóvenes, entrenados para el efecto, y con la ayuda de una pelota que lanzan hacia arriba, bailan alegremente encantando a los espectadores. La descripción de esta danza-juego sirve para ilustrar lo que el rey afirma sobre los gustos de los feacios. Dentro de esta pacífica, alegre y desenfadada utopía llama la atención el papel prominente que ocupa la mujer. Se trata de una circunstancia totalmente desconocida entre los aqueos e, incluso, entre todos los helenos de la Grecia Antigua. Recordemos los consejos que le da la princesa Nausícaa a Odiseo para que, al llegar al palacio de los soberanos de los feacios, pueda alcanzar los objetivos que busca: Después de que entrares en el palacio y en el patio del mismo, atravesarás la sala rápidamente hasta que llegues a
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donde mi madre, sentada al resplandor del fuego del hogar, de espaldas a una columna, hila lana purpúrea, cosa admirable de ver, y tiene detrás de ella a las esclavas. Allí también, cerca del hogar, se levanta el trono en que mi padre se sienta y bebe vino como un inmortal. Pasa por delante de él y tiende los brazos a las rodillas de mi madre, para que pronto amanezca el alegre día de tu regreso a la patria por lejos que ésta se halle. Pues si mi madre te fuera benévola, puedes concebir la esperanza de ver a tus amigos y de llegar a tu casa bien labrada y a tu patria tierra. (vi. 303-315)
El huésped no tiene que pensar en ganarse primero la buena voluntad del rey, sino la de la reina, puesto que lo que ella determine será lo que se hará. ¿Se deberá este hecho a una deferencia de Alcínoo para con su esposa porque la quiere mucho? o ¿será, más bien, que la reina tiene un carácter mucho más fuerte que el del soberano y le impone así su voluntad? El texto no respalda ninguna de estas dos posibilidades. Por el contrario, la preeminencia de la reina es públicamente reconocida y aceptada. Así tan cordialmente ha sido y es honrada de sus hijos, del mismo Alcínoo y de los ciudadanos que la contemplan como a una diosa y la saludan con cariñosas palabras cuando anda por la ciudad. No carece de buen entendimiento y dirime los litigios de aquellos […] (vii. 69-73)
Esta última frase implica, ni más ni menos, que Arete ejercía las funciones de juez entre los feacios. Ahora bien, el juez era tradicionalmente el rey por ser la persona que
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contaba con la anuencia y la confianza de los dioses, lo que le permitía ejercer su oficio con la sabiduría y equilibrio necesarios. Esos atributos tenían que recaer, en este caso, en la reina Arete puesto que ella ejercía el oficio de juez. Concluimos, entonces, que en la sociedad ideal de la utopía que esboza aquí Homero, la mujer ocupa un lugar preferencial y dispone de gran poder. Las comunidades que se conservan fuertemente patriarcales y donde la mujer se encuentra sometida al arbitrio de los hombres están, por comparación con la sociedad ideal aquí esbozada, muy lejos de haber llegado a un tipo de organización social adecuada.
La conversación con las almas de los muertos
Dentro de las aventuras de Odiseo, un episodio que adquiere gran fuerza simbólica es el de la invocación de las almas de los muertos en el canto xi. En efecto, el conocimiento de lo que sucede en la otra vida, por naturaleza, nos está vedado a los mortales. Al permitirle Homero a su héroe tener acceso al mundo de las almas de los muertos, Odiseo logra conocer lo que nadie más pudo ni podrá conocer jamás. El héroe realiza la invocación por instrucciones de la diosa Circe quien le aconseja que consulte el alma del adivino Tiresias: “[…] y te dirá el camino que haz de seguir, cuál será su duración y cómo podrás volver a la patria, atravesando el mar de peces abundoso” (x. 539-540). Los consejos que respecto al regreso le da el alma del difunto Tiresias, una vez que se presenta ante Odiseo, no le resultan al rey de gran utilidad ya que se trata, más bien, de simples predicciones de lo que le sucederá al héroe en el futuro. En cambio, le imparte la orden de realizar algo muy
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especial luego de su regreso a su patria y de haber dado muerte a los pretendientes: […] toma un manejable remo y anda hasta que llegues a aquellos hombres que nunca vieron el mar, ni comen manjares sazonados con sal, ni conocen las naves de encarnadas proas, ni tienen noticia de los manejables remos que son como las alas de los buques. Para ello te diré una señal muy manifiesta, que no te pasará inadvertida. Cuando encontrares otro caminante y te dijere que llevas un aventador sobre el gallardo hombro, clava en tierra el manejable remo, haz al soberano Poseidón hermosos sacrificios de un carnero, un toro y un verraco, y vuelve a casa, donde sacrificarás sagradas hecatombes a los inmortales dioses que poseen el anchuroso cielo, a todos por su orden. Después el mar te enviará muy suave muerte, que te quitará la vida cuando ya estés abrumado por placentera vejez y a tu alrededor los ciudadanos serán dichosos. (xi. 121-137)
El anterior pasaje no puede comprenderse plenamente si no procuramos descifrar su simbología. ¿Qué obtendría Odiseo de este viaje tan peculiarmente programado? Parece que el objetivo principal es realizar un sacrificio al dios Poseidón. ¿Por qué no realizarlo, allí mismo, en su propia tierra? ¿Qué ganará Odiseo con esta caminata tan larga, alejándose de la costa, hasta llegar, muy tierra adentro, hasta donde encuentre hombres que no saben nada del mar, ni de los barcos, ni de los remos y que al respecto no tienen ni siquiera una noción remota que hayan adquirido por oír hablar a otros de
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estos temas? ¿Por qué inmediatamente después de darle esta orden el alma de Tiresias le habla a Odiseo de su muerte? Tendremos que distinguir e interpretar varios elementos en este corto relato. En primer lugar, asociar este viaje con la muerte del héroe permite establecer una relación entre los dos elementos. ¿Cuál sería? Durante sus aventuras, Odiseo se había enemistado con Poseidón por haber cegado al cíclope Polifemo, su hijo. Ahora el héroe, antes de morir debe reconciliarse con Poseidón porque no es bueno que los hombres mueran sin haberse reconciliado con los dioses. Pero ¿qué significado tiene el hecho de que el sacrificio al dios del mar tenga que ser hecho tan lejos de este último elemento? Probablemente se trata de dar testimonio de Poseidón, es decir, testimonio del mar, muy lejos de él, donde nadie lo conoce. Ahora bien, el mar es lo que permite el viaje, la comunicación, el intercambio de mercancías y de ideas. Pero, sobre todo, es lo que le ha permitido a Odiseo conocer otros pueblos, otras culturas, otras costumbres, otras sociedades con diferentes grados de desarrollo, y comparar, luego, este nuevo conocimiento adquirido con las costumbres, creencias y etapa de desarrollo de su propia cultura. Con estas experiencias, Odiseo se ha enriquecido, ha abandonado sus prejuicios provincianos, y está listo para gobernar, luego de su regreso, con renovados elementos de juicio, que le permitirán ser más objetivo y más justo. El mar es, pues, lo que posibilita adquirir
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el conocimiento y en este pasaje podría representarlo. En este orden de ideas, el rito arriba descrito aludiría a la obligación contraída por Odiseo de compartir sus experiencias con las gentes de tierra adentro que no pueden desplazarse fácilmente y que quedan, por lo tanto, recluidas en su terruño, no sólo desde el punto de vista físico, sino también desde el punto de vista intelectual, porque permanecen encerrados entre los prejuicios y estrechez mental de su gente. El pasaje parece recordarnos, si aceptamos la citada simbología, la obligación que adquiere, quien ha conquistado el conocimiento, de compartirlo con los demás.
Indicaciones de muerte y de regreso a la vida
Habíamos postulado anteriormente que las aventuras que vive Odiseo a su regreso a la patria, son un símbolo de la vida. Una forma de ayudar a confirmar este supuesto sería encontrar —al menos con la ayuda de una simbología fácilmente descifrable— una indicación de la muerte del héroe al final de dichas aventuras. En el canto v, luego de que lo despide la divina Calipso de su isla, Odiseo se embarca en una balsa precaria que él mismo había fabricado. Navega durante diecisiete días y en la jornada siguiente alcanza a ver, a lo lejos, la costa de los feacios. Pero en ese momento Poseidón, que regresaba del país de los etíopes, lo ve y desencadena una tormenta espantosa. Una gran ola hizo zozobrar su balsa y Odiseo cae al mar donde queda sumergido bastante tiempo. Al fin sale a la superficie y luego de pasar muchos trabajos como náufrago, debe aún vagar dos días con sus noches nadando sobre las olas hasta cuando, exhausto, “siente llegar, en varias ocasiones, la muerte” (v. 389).
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Al fin, Palas Atenea tranquiliza las olas y él, luego de varios intentos, puede salir a tierra: “Tenía Odiseo todo el cuerpo hinchado, de su boca y de su nariz manaba en abundancia el agua del mar; y falto de aliento y de voz, quedose tendido y sin fuerzas” (v. 455-457). El héroe ha, pues, sentido en varias ocasiones llegar la muerte al final de sus aventuras. Al salir a tierra, se queda como un muerto, sin fuerzas, tendido boca arriba. Y ¿cómo se encuentra, luego de muchas horas de sueño, cuando las voces de Nausícaa y sus esclavas lo despertaron? Recordemos, una vez más, el pintoresco pasaje: “El divinal Odiseo salió de entre los arbustos y en la poblada selva desgajó con su fornida mano una rama frondosa con la que pudiera cubrirse las partes verendas” (vi. 127-129). El rey se encontraba totalmente desnudo, es decir, como afirma el dicho popular, “desnudo como vino al mundo”. Y al poner en relación su sentir la muerte con su despertar luego desnudo, se esboza la insinuación de un morir y un renacer del héroe. Pero si el episodio de los feacios fuera la última de las aventuras por las que tiene que pasar el héroe, e hiciera, por lo tanto, parte de dichas aventuras, tendríamos, entonces, que tratar de encontrar algún tipo de indicación simbólica de su muerte al final de dicho episodio. Recordemos, con este propósito, lo que le sucede a Odiseo al término de éste. Es transportado a Ítaca, su isla, por estos navegantes generosos que son los feacios.
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Hay una circunstancia de dicho viaje que llama extraordinariamente la atención, porque se trata de algo fuera de lo común y bastante extraño: un sueño tenaz e insistente que domina al héroe y que nada logra interrumpir. Los marineros colocan las pertenencias del huésped en la cóncava embarcación y “tendieron una colcha y una tela de lino sobre las tablas de la popa a fin de que Odiseo pudiese dormir profundamente. Subió éste y acostóse en silencio” (xiii. 73-76). Mientras los navegantes preparan la partida, “caía en los párpados de Odiseo un sueño profundo, suave, dulcísimo, muy semejante a la muerte” (xiii. 79-80). Debido a los adelantos de los feacios como navegantes, el viaje no dura mucho, sin embargo, el texto insiste —mientras describe la velocidad de la nave— que el héroe “entonces dormía plácidamente, olvidado de cuanto había padecido” (xiii. 92). Cuando la embarcación llega a Ítaca navegando velozmente, “varó en la playa, saliendo del agua hasta la mitad” (xiii. 114-115). Pero ni siquiera el fuerte sacudón que debió experimentar la nave al dar contra la playa trayendo buen impulso, despierta a Odiseo ni tampoco lo despiertan los movimientos de la tripulación cuando sus integrantes saltan a tierra firme. Los marineros “comenzaron sacando del cóncavo bajel a Odiseo con la colcha espléndida y la tela de lino, y lo pusieron en la tierra entregado todavía al sueño” (xiii. 117-119). Ni cuando lo alzan dormido, con colcha y
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todo, y lo depositan en tierra, el héroe se despierta. No parece existir una explicación plausible para este sueño tan extraño y “muy semejante a la muerte” que postular que se trata de un hecho de carácter simbólico. Cerca al lugar donde han dejado dormido a Odiseo, se encuentra una gruta en cuyo interior las abejas fabrican sus panales, las ninfas tejen mantos de color púrpura y nace constantemente el agua. A esta cueva entra Odiseo, en compañía de Atenea, a esconder las riquezas que le habían regalado los feacios para que nadie se las fuera a robar. Y luego de depositarlas en el fondo, vuelve a salir a la luz del día. Las cuevas naturales de la tierra se consideraban entre las culturas antiguas como una especie de útero de la madre tierra (ver Baring y Cashford, 34 y ss.). Por tal motivo podríamos entender, desde un punto de vista simbólico, esta salida de Odiseo de la cueva como un nacimiento; un nacimiento del seno de la madre tierra de donde el héroe podrá obtener una vitalidad y energía especiales. Es decir que aceptando el valor simbólico de las dos narraciones citadas, Odiseo ha muerto y vuelto a renacer. Esta circunstancia, tan particular, es lo que le permitirá en su nueva vida —que va a coincidir con lo que acontece al rey en Ítaca, luego de su regreso— recordar las experiencias adquiridas en su anterior existencia y aplicarlas en las decisiones que tome como gobernante.
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Este rey es, pues, tan sabio porque —a diferencia de los demás mortales— recordaría las experiencias obtenidas en una vida anterior —las aventuras— y podría servirse de ellas durante el resto de su existencia. La sabiduría excepcional que así había adquirido Odiseo está simbolizada en el poema por la constante presencia de la diosa Palas Atenea (diosa de la inteligencia) que desde su llegada a Ítaca en adelante lo acompaña, aconseja y protege constantemente. Durante las aventuras, cuando todavía no había acumulado todo el conocimiento, la diosa había estado totalmente ausente. Y al respecto el héroe no deja de formularle un reclamo: “[…] pero después que arruinamos la excelsa ciudad de Príamo, partimos en las naves y un dios dispersó a los aqueos, nunca te he visto, oh hija de Zeus, ni he advertido que subieras a mi bajel para ahorrarme ningún pesar” (xiii. 316-319).
Ítaca
El paso del mundo fantástico de las aventuras al mundo real (en este caso los campos de Ítaca adonde llega el héroe, un mundo en extremo tosco y pobre), implica una distancia tan difícilmente franqueable que posiblemente el profundo sueño durante el viaje sea otro recurso para hacer posible este tremendo salto. Después de su llegada, Odiseo sube por lugares selvosos para buscar a su fiel esclavo Eumeo que le cuidaba los cerdos. Finalmente lo encuentra entre pocilgas, piaras de marranos y perros agresivos que las cuidan. El poema nos informa del número de vacadas, de manadas de cabras y de cerdos que posee el rey, y menciona las tierras donde pastan dichos animales. Cuando llega la noche, que los hombres pasan a la intemperie, Odiseo es víctima del intenso frío y de la lluvia y, como habíamos narrado anteriormente, tiene que aguzar su ingenio para lograr que le presten un manto. Con estas escenas el poema penetra de golpe en la dura y prosaica realidad
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de la vida campesina con sus limitaciones y estrecheces. Odiseo no solamente ha sido disfrazado por Atenea de anciano pordiosero, sino que, como tal, va luego al palacio a mendigar algo de comer a los altivos pretendientes, porque tiene que preocuparse por su vientre. En el camino, es víctima de la gratuita agresión de Melantio, un esclavo que ha traicionado a sus amos; pero aguanta estos vejámenes haciendo gala de gran paciencia. Este encuentro con la cruda realidad de la vida va a insistir en los aspectos negativos, desagradables y agresivos que el héroe tiene que enfrentar como tiene, así mismo, que enfrentarlos cualquier hombre durante el transcurso de su existencia. Por fortuna, Odiseo está formidablemente equipado para superarlos gracias a su inteligencia y sagacidad. Concretamente, a su regreso a Ítaca, hace uso de dos recursos en especial: la paciencia y el engaño sobre su verdadera identidad, gracias a su disfraz de anciano mendigo. Los pretendientes, por el contrario, no tienen la menor perspicacia y no sólo caen fácilmente en el engaño, sino que cuando les advierten sobre el peligro que corren, porque Odiseo ya va a llegar a matarlos, no entienden el aviso. En el canto ii, Haliterses les dice: “Odiseo no estará mucho tiempo alejado de los suyos, sino que ya quizá se halla cerca y les aparejará a todos la muerte y el destino” (ii. 163-164).
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En el canto xviii es el mismo Odiseo, disfrazado de mendigo, el que le advierte al cordial Anfínomo, delante de todos: Reparo que los pretendientes maquinan muchas iniquidades, consumiendo las posesiones y ultrajando a la esposa de un varón que te aseguro que no estará largo tiempo apartado de sus amigos y de su patria, porque ya se halla muy cerca de nosotros. Ojalá un dios te conduzca a tu casa y no te encuentres con él cuando torne a la patria tierra; que no ha de ser incruenta la lucha que entable con los pretendientes tan luego como vuelva a vivir debajo de la techumbre de su morada. (xviii. 143-150)
Y en el mismo canto xviii, un poco más adelante, es también Odiseo mismo quien le advierte a Eurímaco — enfrente de todos— del peligro que corren: “Si Odiseo tornara y volviera a su patria, estas puertas tan anchas te serían angostas cuando salieras huyendo por el zaguán” (xviii. 384-386). En el canto xx, Teoclímeno, comentando el comportamiento de los pretendientes cuando ya están ebrios, les dice, en su peculiar estilo oracular: —¡Ah, míseros! ¿Qué mal es ese que padecéis? Noche oscura os envuelve la cabeza, y el rostro, y abajo las rodillas; crecen los gemidos; báñanse en lágrimas las mejillas; y así los muros como los hermosos intercolumnios están rociados de sangre. Llenan el vestíbulo y el patio las sombras de los que descienden al tenebroso Érebo: el sol
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desapareció del cielo y una horrible oscuridad se extiende por doquier. (xx. 351-357)
Como Eurímaco, uno de los jóvenes que pretendían a la reina, se burlara de lo que Teoclímeno acababa de decir por considerarlo propio de un loco, él lo repite, ya en palabras totalmente corrientes: “veo claro que viene sobre vosotros la desgracia, de la cual no podréis huir ni libraros ninguno de los pretendientes que en el palacio del divinal Odiseo insultáis a los hombres maquinando inicuas acciones” (xx. 367-370). Pero nada logran comprender los pretendientes de todas estas advertencias porque, por un lado, los ciega su ambición de heredar las posesiones y prerrogativas del rey y, por el otro, disfrutan de comportarse con insolencia porque dicho comportamiento les permite experimentar su superioridad sobre los demás. Se trata de las dos principales fuerzas que los alejan de la sabiduría que sí tiene Odiseo. Dejemos, por lo pronto, de lado la ambición, la primera, y concentrémonos en la segunda: la soberbia.
La hybris
La característica que comparten Polifemo y los pretendientes es la hybris, la soberbia. Se trata de un pecado en el que incurren los hombres cuando, como consecuencia de sus acciones, cometen excesos tan graves que resultan impropios para la condición humana. Como anotábamos más arriba, para los griegos constituía el peor de los pecados por ser el que traía a los mortales la enemistad y el odio de los dioses. En efecto, el hombre soberbio es quien se cree tan superior que acerca su percepción de sí mismo a la superioridad absoluta de los dioses. Pero éstos son extraordinariamente celosos de su supremacía y castigan cruelmente a quien quiera asimilarse en ese punto con ellos. Polifemo confiesa descaradamente su hybris cuando dice a Odiseo: “Eres un simple o vienes de lejanas tierras cuando me exhortas a temer a los dioses y a guardarme de su cólera; que los cíclopes no se cuidan de Zeus, que lleva la égida, ni de
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los bienaventurados númenes, porque aún les ganan en ser poderosos” (ix. 273-276). Además, como ya hemos visto, en el canto ix se define directamente a los cíclopes como “soberbios y sin ley”. En cuanto a los pretendientes, también son caracterizados por su soberbia, desde el comienzo hasta el fin de la obra, que no se cansa de insistir en este punto. Veamos los principales ejemplos. Telémaco se dirige a ellos en el canto i diciéndoles: “¡Pretendientes de mi madre, que os portáis con orgullosa insolencia” (i. 368). En el canto ii el mismo Telémaco afirma en una oración a Palas Atenea: “los en mala hora ensoberbecidos pretendientes” (ii. 266). Un poco más adelante, en este mismo canto, respondiendo a Antínoo aprovecha para decirles a todos: “No es posible que yo permanezca callado entre vosotros, tan soberbios, y coma y me regocije tranquilamente” (ii. 310-311). Pero es el narrador, un poco después, quien comenta: “Y otro de los jóvenes soberbios repuso acto continuo” (ii. 331). En el canto xv, Eumeo refiriéndose a los pretendientes afirma: “esos hombres tan soberbios” (xv. 376). Y en el canto xvi, Telémaco insiste (refiriéndose al huésped): “[…] no he de permitir que vaya allá, a juntarse con los pretendientes cuya malvada insolencia es tan grande” (xvi. 85-86). Un poco más adelante es Odiseo quien, dando órdenes a su hijo, le dice: “vete a la casa y mézclate con los soberbios pretendientes” (xvi. 270-271). Y, luego,
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en el mismo canto, el narrador añade: “que se portaban con orgullosa insolencia” (xvi. 410). En el canto xvii, Penélope hablándole a su hijo menciona a los “soberbios pretendientes” (xvii. 105). Y en el canto xviii comenta a su criada Eurinome hablándole de su hijo: “que no trate de continuo a estos soberbios” (xviii. 167). En el mismo canto Odiseo dice a Eurímaco: “Pero tú te portas con gran insolencia […]”. (xviii. 381). Y poco después el narrador insiste una vez más: “las doncellas de níveos brazos, retiraron el abundante pan, las mesas, y las copas en que bebían los soberbios pretendientes”. Resulta, pues, evidente que los oponentes de Odiseo —tanto Polifemo como los pretendientes— se caracterizan por la soberbia y su manifestación expresa: la insolencia. Pero si Odiseo es el héroe del conocimiento y sus antagonistas se caracterizan por un exceso de orgullo, ¿será que la soberbia implica alguna dificultad respecto al conocimiento? Sin duda. Se trata de una deficiencia en el conocimiento de sí mismo. La persona peca por exceso de orgullo porque desconoce sus limitaciones y defectos. Pero, por otro lado, este mismo problema de la hybris también va a desarrollar una incapacidad para conocer objetivamente porque le quita al soberbio su capacidad de autocrítica. Él piensa que todo es tal como él lo percibe y lo comprende y no acepta la posibilidad de equivocarse en sus juicios. Por esta razón quien comete un exceso o un error y, en lugar de arrepentirse
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de su falta, insiste en ella o se enorgullece de haberla cometido, incurre en el pecado de la hybris. No es, pues, extraño que cuando Odiseo ingresa a su palacio, disfrazado de mendigo, su principal propósito sea hacer caer a los pretendientes en este pecado. Lograba dos cosas al mismo tiempo: por un lado, que se volvieran “objetivamente” merecedores de castigo y, por el otro, que a personajes que se portan con tanta insolencia, los receptores del poema les quitaran su simpatía. En la Grecia Antigua siempre se consideró que quien merecía más atención, cuidado y respeto era el extranjero. Había que abrirle la propia casa para hospedarlo, darle comida, festejarlo y ofrecerle todo lo mejor que ese hogar pudiera ofrecer. Se pensaba que Zeus mismo era quien imponía y vigilaba el cumplimiento de este deber. Si recordamos que los griegos eran un pueblo de comerciantes que se desplazaban constantemente por el mar hasta tierras muy lejanas y que en esa época no existían albergues para los viajeros, comprenderemos mejor por qué surgieron estas obligaciones sagradas para con los huéspedes. En el palacio real de Ítaca el extranjero es el anciano mendigo. Veamos cómo lo tratan los pretendientes. Antínoo, en el canto xvii, irritado por lo que Odiseo le ha dicho, “tomando el escabel se lo tiró y le acertó en el hombro derecho, hacia la extremidad de la espalda. Odiseo se mantuvo firme, como una roca, sin que el
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golpe de Antínoo lo hiciera vacilar” (xvii. 462-464). Algo similar ocurre en el canto xviii, cuando Odiseo reprocha a Eurímaco su comportamiento, insinuando, además, que es producto de su cobardía. “En acabando de hablar, cogió un escabel; pero como Odiseo, temiendo, se sentara en las rodillas del duliquiense Anfínomo, acertó al copero en la mano derecha” (xviii. 394-397). Odiseo, hábilmente, esquiva el golpe del escabel que iba dirigido certeramente contra él. Pero la intención de Eurímaco era pegarle al huésped, lo más duro posible, sin que importaran sus muchos años ni su calidad de extranjero. Estos dos casos podrían interpretarse como acciones aisladas, producto de la irritación causada en los dos jóvenes citados por las palabras osadas de Odiseo. Pero en el canto xx, no es un pretendiente reconocible el que habla, sino una voz anónima, que probablemente representa el común sentir de todos. “Una voz —¡Telémaco!… echemos a los huéspedes en una nave de muchos bancos y mandémoslos a Sicilia; y allí te los comprarán por razonable precio” (xx. 376-383) Se confirma aquí, una vez más, que lo que mueve a los pretendientes es el interés económico, incluso al precio de vender lo más sagrado: los huéspedes extranjeros para reducirlos a la esclavitud. Podemos concluir, entonces, que los pretendientes, al violar tan claramente las normas de la hospitalidad con los extranjeros, incurren
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—y de la manera más odiosa— en el tremendo pecado de la hybris. El efecto que causa en los jóvenes pretendientes el ocio continuo, el dedicar la totalidad de su tiempo a los banquetes, al vino, a follar con las esclavas, a portarse con insolencia en casa ajena y a planear el asesinato del príncipe Telémaco, es el de la degeneración progresiva. Al respecto el poema presenta una descripción muy precisa. “Palas Atenea movió a los pretendientes a una risa inextinguible y les perturbó la razón. Reían con risa forzada, devoraban sanguinolentas carnes, se les llenaron de lágrimas los ojos y su ánimo presagiaba el llanto” (xx. 345-349). Después de mostrar el envilecimiento de los pretendientes, que se han convertido en unos asesinos interesados, descarados, soberbios y abusivos de la hospitalidad real, su feroz matanza del canto xxii no parecerá un cruel asesinato sino que estará plenamente motivada. Luego de que los jóvenes aristócratas no logran reconocer al rey, pese a haber éste pasado la prueba del arco y dado muerte a Antínoo, el peor de todos, Odiseo tiene que proceder a descubrirles su identidad y a anunciarles su próxima muerte. Entonces Eurímaco, el segundo en importancia entre todos ellos, dice al rey: “Para aplacarte públicamente, te resarciremos de cuanto se ha comido y bebido en el palacio, estimándolo en el valor de veinte bueyes por cabeza, y te daremos bronce y oro hasta que
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tu corazón se satisfaga, pues antes no se te puede echar en cara que estés irritado” (xxii. 55-59). Sin embargo, las anteriores palabras no cambian las intenciones de Odiseo que prosigue, con la ayuda de su hijo y de dos esclavos fieles, a acabar con la vida de los demás pretendientes.
Hacer justicia
Esta horrible matanza, de acuerdo con lo que la Odisea nos presenta, ¿es una venganza personal del rey o es, por el contrario, la forma que tiene él de impartir justicia? Se trata de un asunto central para la interpretación del poema que habrá que analizar con gran cuidado. Veamos. En el canto xvi, Telémaco y su padre están planeando la muerte de los pretendientes. El príncipe está muy temeroso por la gran diferencia numérica existente entre los bandos que se enfrentarán: ellos dos contra varias decenas de jóvenes aristócratas. Odiseo no comparte esta preocupación y dice a su hijo: “Reflexiona si nos bastaría Atenea y el Padre Zeus o he de buscar algún otro defensor” (xvi. 260-261). Telémaco responde que los dos dioses mencionados por su padre son buenos defensores pero que normalmente permanecen muy alejados, en lo alto. Odiseo replica afirmando que: “No permanecerán mucho tiempo apartados de la encarnizada lucha, así que la fuerza de Ares ejerza el oficio de
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juez en el palacio entre los pretendientes y nosotros” (xvi. 267-269). Se trata de una afirmación tajante. Lo que el rey sostiene aquí es que la victoria en la guerra entre unos y otros (representada por el dios Ares) la obtendrán quienes estén del lado de la justicia y, por consiguiente, los culpables morirán. La seguridad del rey proviene de su convicción de que los dioses combatirán ayudando a quienes pelean por imponer la justicia. En el canto xxiii cuando el ama Euriclea le cuenta a Penélope que el extranjero ha matado a todos los pretendientes y que, por lo tanto, es el rey quien ha regresado, la reina se muestra incrédula y le dice: “pero la noticia no es cierta como tú la das, sino que alguno de los inmortales ha muerto a los ilustres pretendientes, indignado de ver sus dolorosas injurias y sus malvadas acciones” (xxiii. 62-64). Estas dos claras afirmaciones del rey y de la reina, que, en cierto modo, convergen, implican que el rey es un simple instrumento de la justicia divina cuando mata a los pretendientes. Pero, además, preguntémonos: ¿le convenía al rey, desde el punto de vista político y desde el punto de vista económico, matar a los pretendientes? No sólo no le convenía, sino que lo perjudicaba grandemente. Desde el punto de vista político, porque se enemistaba a muerte con los gobernantes más poderosos del occidente de Grecia que eran los padres de los pretendientes. Desde el punto de vista económico,
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porque desaprovechaba la tentadora oferta de Eurímaco de recibir ingentes riquezas de cada uno de ellos si les perdonaba la vida. ¿Los mató, entonces, por salvar su honor mancillado? No parece ser tampoco el caso. Los pretendientes no habían forzado sexualmente a la reina ni habían logrado matar al príncipe. Los perjuicios que le habían ocasionado eran, pues, de tipo económico y, en este campo, ante unas donaciones que lo resarcirían con creces, bien valía la pena ser magnánimo y ejercer el perdón. Parecía, además, que el rey no les tenía un odio mortal. Cuando Euriclea entra al recinto donde había ocurrido la matanza, y al ver esta cantidad de cadáveres de los detestados pretendientes prorrumpe en exclamaciones de gozo, Odiseo le dice: “¡Anciana! Regocíjate en tu corazón, pero contente y no profieras exclamaciones de alegría; que no es piadoso alborozarse por la muerte de estos varones. Les dieron muerte la parca de los dioses y su obras perversas […]” (xxii. 411-413). De las anteriores citas podemos concluir que el poema plantea que el rey de Ítaca mató a los pretendientes — aunque esta acción no le conviniera a él ni política ni económicamente— para hacer justicia y actuando como una herramienta de los dioses que deseaban castigarlos por su soberbia. Pareciera que Odiseo hubiera tenido, en esta ocasión, muy presentes las palabras del rey Alcínoo de los feacios, el sabio gobernante de esa sociedad utópica, quien hacia
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el final del canto vii le dice: “lo mejor es siempre lo más justo” (vii. 310). Vale la pena detenernos en esta afirmación. Lo mejor no es, como muchos pudieran pensar, lo más conveniente. Y, sobre todo, no es lo más conveniente para mí o para mi familia o para mi partido político o para mi clase social o para mi país. Tampoco es lo mejor aquello que se caracteriza por ser útil y productivo. Lo mejor es siempre lo más justo. La palabra siempre enfatiza que no existe excepción a esta regla. Así pues, cuando tratemos de encontrar lo mejor será muy fácil identificarlo: es lo más justo. Y, ¿por qué lo más justo será siempre lo mejor? Porque si hacemos justicia y actuamos con equidad no crearemos resentimientos ni deseos de venganza y, por lo tanto, estaremos fomentando un ambiente de tranquilidad donde sea posible instaurar la paz. En el palacio real de Ítaca, antes de la muerte de los pretendientes, reina el más lamentable desorden porque se ha impuesto una inversión total de la realidad. En efecto, los jóvenes aristócratas que son asesinos, desvergonzados, cobardes y soberbios, aparecen, hasta ese momento, como los mejores, los aristoi, y así los consideran quienes los rodean. En cambio, el rey legítimo de Ítaca, el gran héroe de la guerra de Troya, autor de la estratagema del caballo que permitió la victoria de los aqueos, el glorioso guerrero, admirado igualmente por su astucia e inteligencia, aparece como un paupérrimo
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y anciano mendigo, blanco de todas las burlas. Pero cuando Odiseo toma por su cuenta la justicia divina, y procede a exterminar a los pretendientes, sale a la luz la verdadera naturaleza débil, torpe, vil y cobarde que los caracterizaba, al mismo tiempo que la verdadera condición de héroe, rey, sabio y gran guerrero del ilustre esposo de Penélope. Haciendo justicia Odiseo consigue que salga a la luz la verdad y se restablezca el orden: los culpables han sido ajusticiados y el rey legítimo ha accedido nuevamente al trono. Tengamos en cuenta que la consecuencia inmediata de hacer justicia, en este caso, sacar a la luz la verdad y restablecer el orden son los requisitos indispensables para poder alcanzar la paz. ¿Por qué? Porque si hay injusticia, la mentira que se establece para ocultarla y el desorden resultante de la imposición de estas dos circunstancias traen el conflicto, y si estas situaciones negativas se prolongan, el conflicto se agrava y estalla la guerra. En cambio, si se superan dichas situaciones desfavorables, el conflicto pierde su razón de ser y se abre el camino hacia la paz. Por otro lado, la conquista de la paz es lo que permitirá a Odiseo disfrutar de las dos circunstancias que lo habían motivado durante sus aventuras para resistir la adversidad, superar las pruebas y seguir adelante. En primer lugar, el reencuentro con su esposa Penélope y, en segundo lugar, el gozar del tranquilo disfrute de la vida, en su querida tierra, rodeado de su familia y de sus amigos.
El amor y la pareja
Y aquí llega el momento de abordar un tema central en la Odisea, hasta ahora desatendido, el tema del amor. Veamos cómo nos presenta el poema el amor de Odiseo por su esposa. Para entender plenamente el planteamiento es necesario volver antes sobre hechos muy obvios y conocidos. Los hombres estamos condenados a la muerte, a abandonar definitivamente este mundo para siempre. Sólo los dioses, en su infinita dicha, son inmortales. Pues bien, la diosa Calipso que se ha enamorado del héroe, para poder tenerlo eternamente con ella, le ofrece la inmortalidad y evitarle, al mismo tiempo, la vejez. Odiseo rechaza olímpicamente aquello que anhelarían tener todos los hombres, pero que está por fuera de sus posibilidades. Lo que desperdicia el héroe no es sólo la vida eterna sino el compartirla con una diosa, en extremo bella y seductora, que lo ama apasionadamente. Veamos cómo se comporta Odiseo, retenido por Calipso, a pesar del amor eterno que le ofrece la deidad: “estaba llorando en la ribera, donde tantas veces, consu-
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miendo su ánimo con lágrimas, suspiros y dolores, fijaba los ojos en el ponto estéril y derramaba copioso llanto” (v. 81-84). Llora porque no está contento con Calipso, pues prefiere a su esposa. Y prefiere a su esposa, menos bella que una diosa y condenada a envejecer y morir, porque la ama intensamente, la añora y la desea. Regresar a sus brazos sería la más dulce recompensa a sus muchas y dolorosas experiencias. Por su lado, Penélope experimenta un amor a toda prueba por su marido. Espera durante veinte años su regreso desperdiciando la posibilidad de casarse con otros hombres, también nobles y ricos, y más jóvenes que Odiseo, que la asedian. Y explica claramente por qué lo hace: “no quiero alegrar el ánimo de un hombre inferior” (xx. 82), como le parece cualquier otro hombre, en comparación con su esposo. Para aplazar lo más posible el matrimonio con alguno de los pretendientes se ingenia la estratagema del sudario, así como Odiseo se había ingeniado la estratagema del caballo. Se lamenta, además, de que los dioses: “no quisieron que gozásemos juntos de nuestra mocedad ni que juntos llegáramos al umbral de la vejez” (xxiii. 211-212). Cuando Odiseo regresa a Ítaca, poco a poco, se va dando a conocer a quienes lo rodean mediante pruebas que da de su verdadera identidad a cada uno de los que con él hablan. Homero reserva el reconocimiento más logrado y emotivo de
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todos al reencuentro definitivo de los dos esposos. Pese a haber ajusticiado ya a los pretendientes y a hallarse en su palacio bañado, adecuadamente vestido y aceptado como el rey por todos, Penélope, su esposa, se niega aún a reconocerlo. Como, según la reina, ella no iría a acostarse en la misma habitación con quien bien podría ser un extranjero, manda a Euriclea que saque del cuarto la fuerte cama y la coloque en el exterior. Se trata de una prueba muy hábil a la que la reina somete a su presunto marido. De esto nos damos cuenta cuando Odiseo responde que es imposible trasladar el lecho porque él mismo lo construyó sobre el tronco de un olivo que usó a manera de pie de la cama y que dicho tronco sigue con sus raíces hundidas en la tierra. Y termina diciendo: “pero ignoro, oh mujer, si mi lecho sigue incólume o ya lo trasladó alguno, habiendo cortado el pie del olivo” (xxiii. 202-204). La orden de la reina de sacar el lecho le sirve para reconocer a su marido —ya que sólo él sabía cómo se había construido— y simbólicamente le sirve también a Odiseo para preguntarle a su esposa si había habido otro hombre que disfrutara de su amor durante su larga ausencia. Pero, sobre todo, queda la imagen de un amor fuertemente enraizado en la tierra y capaz de resistir, por lo tanto, el paso de los años y cualquier embate del infortunio.
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No es solamente el amor lo que pondera la Odisea, sino también su consecuencia inmediata, a saber, la pareja formada por quienes se aman. Pero no cualquier pareja de amantes sino aquella que logra vivir en una armonía tal que garantice la paz y la tranquilidad. En el canto vi, Odiseo le dice a la princesa Nausícaa, a quien se dirige por primera vez: Y los dioses te concedan cuanto en tu corazón anheles: marido, familia y feliz concordia. Seguro que no hay nada más bello y mejor que cuando un hombre y una mujer gobiernan la casa con el mismo parecer lo cual produce gran pena a sus enemigos y alegría a los que los quieren, y son ellos mismos quienes mejor aprecian sus ventajas. (vi. 180-185)
El énfasis está claramente puesto en el acuerdo entre los dos miembros de la pareja y en la tranquilidad que debe reinar entre ellos. Sólo en el ambiente de paz resultante del hecho de hacer justicia, sacar a luz la verdad e implantar el orden, es posible concebir la felicidad que sería, en últimas, la vivencia a la que tímidamente aluden las últimas palabras de la cita: “y son ellos mismos quienes mejor aprecian sus ventajas”.
El trabajo
La descripción del personaje de Odiseo quedaría incompleta si nos limitáramos a caracterizarlo, como hasta ahora lo hemos hecho, por su astucia, por su capacidad de conocer, de amar y por la fantasía de la que hace gala como narrador, porque aún falta mencionar otra notable cualidad de nuestro héroe: Odiseo es, así mismo, un gran trabajador. Es un trabajador que se ufana de su pericia para las diversas labores del campo, que es experto como navegante, que fabrica con sus propias manos camas y balsas e, incluso, su propia habitación. Cuando Eurímaco se burla del anciano mendigo en el canto xviii y afirma que, por haberse acostumbrado a pedir limosna debe ya ser incapaz de trabajar, Odiseo le responde: Eurímaco, si tú y yo compitiéramos en la siega durante el verano, cuando los días son más largos, y yo tuviera una bien curvada hoz y tú otra para probarnos en el trabajo sin comer hasta el anochecer —y hubiera hierba—, o si se tratara
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de arrear unos magníficos bueyes relucientes, saciados ambos de hierba, de igual edad y peso, y de gran vigor y hubiera un campo de cuatro fanegas y cediera el terrón al arado […] entonces verías cuán capaz soy de trazar un surco bien derecho. (xviii. 366-375)
En el canto v, cuando el héroe va a salir de la isla de Calipso debe fabricar su propia nave porque la diosa no tiene una. La labor realizada es descrita con gran detalle: Derribó veinte [árboles], los cortó con el bronce, los pulió con destreza y los enderezó con la ayuda de un nivel. Calipso, divina entre las diosas, le trajo un taladro con el que el héroe los perforó, los unió, unos con otros, y los ajustó con clavos en las junturas […] a continuación construyó una cubierta con grandes tablas y le plantó postes; colocó en el centro un mástil con su antena y fabricó un timón para gobernar la balsa. La cubrió después con mimbres entretejidos para defenderla del oleaje y puso encima mucha madera. Mientras tanto Calipso, divina entre las diosas, le trajo lienzo para las velas y él las fabricó muy hábilmente. Ató en ellas cables, cuerdas y bolinas y valiéndose de parales lanzó la nave al mar. (v. 244-261)
Más adelante se afirma que “Odiseo gozoso desplegó las velas y sentado gobernaba la balsa hábilmente con el timón” (v. 269-271). Vemos aquí al héroe como fabricante de naves y comprobamos que resulta, así mismo, muy diestro para la navegación. En el ya citado pasaje del canto xviii, en el momento, tan logrado, del reconocimiento del rey por parte de su esposa, se resalta, igual-
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mente, su capacidad excepcional para el trabajo. Odiseo afirma sobre la posibilidad de que otro hombre hubiera cambiado de sitio el lecho de su alcoba: ¿Quién me habría trasladado la cama a otro lugar? […] La construí yo y no otro alguno. Había crecido dentro del patio un olivo de hojas alargadas, robusto y floreciente, tan ancho como una columna. En torno suyo edifiqué el dormitorio con gran cantidad de piedras firmemente ajustadas, y lo cubrí con un buen techo y lo cerré con puertas bien ajustadas. Corté después las ramas de aquel olivo de hojas alargadas, pulí con el bronce su tronco desde la raíz, lo enderecé con una plomada, convirtiéndolo en un pie de cama que taladré con un barreno. Comenzando por este pie fui construyendo y puliendo la cama hasta que la terminé. La adorné con oro, plata y marfil y extendí, en la parte interior, unas correas de piel de buey teñidas de púrpura. (xxiii. 184-201)
Como podemos ver en este pasaje, Odiseo no es sólo un experto carpintero sino también un ebanista que adorna su cama con gran refinamiento. Es, igualmente, un albañil muy hábil, capaz de edificar su propio cuarto con puertas y techo incluidos. El detalle en la descripción del trabajo permite entender la pericia del artesano y el amor con que fueron construidos esta cama y este cuarto destinados a albergar a la pareja enamorada. Pero lo más importante es la motivación que tiene Odiseo para realizar estos trabajos. Nuestro héroe era el rey y, aunque se trataba de una época de gran pobreza y en la que los reinos eran bastante humildes, es innegable
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que por su condición real, el héroe no tenía necesidad de realizar estas labores. Si las desempeña es porque le agradan, porque le producen gran satisfacción y lo gratifican. Podríamos, pues, concluir que a Odiseo le gusta el trabajo, concretamente, el trabajo físico y que por este motivo lo realiza con tanto éxito y pericia.
El compromiso con la condición humana y la valoración de la vida
Regresando al rechazo, por parte de Odiseo, de la existencia eterna que le ofrece Calipso, insistamos en que mediante este rechazo el héroe demuestra que prefiere la vida pasajera a la inmortalidad. Porque Odiseo comprende que el hecho de que la vida sea breve y efímera es lo que le da valor e intensidad a todos los momentos que la componen. Si, en cambio, estos momentos se repitieran indefinidamente se desvalorizarían del todo y perderían su atractivo para el hombre que quedaría, entonces, condenado a un tedio eterno. Al renunciar a la inmortalidad, Odiseo está tomando una decisión —que ningún otro hombre ha podido tomar— y es la de rechazar la condición divina para optar por la condición humana, aunque esta última sea finita y pasajera. Porque precisamente el ser efímera es lo que le da todo su sentido y su valor. Podría afirmarse, entonces, que escoger la condición humana, desechando al mismo
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tiempo la divina, es una prueba más de la sabiduría de Odiseo, tal vez la prueba fundamental. Cuando en el canto xi Odiseo se encuentra con el alma de Aquiles rodeado de otras almas de guerreros ilustres le dice: “Pero tú, oh Aquileo, eres el más dichoso de todos los hombres que nacieron y han de nacer, puesto que antes, cuando vivías, los argivos te honrábamos como a una deidad, y ahora, estando aquí, imperas poderosamente sobre los difuntos” (xi. 482-486). Pero el alma de héroe, que no está de acuerdo con lo que le dice el rey de Ítaca le responde: “No intentes consolarme de la muerte, esclarecido Odiseo: preferiría ser labrador y servir a otro, a un hombre indigente que tuviera poco caudal para mantenerse, a reinar sobre todos los muertos” (xi. 488-491). La ponderación de la vida que formula Aquiles desde el mundo de los muertos no puede ser mayor. Imagina la peor situación en la que se pudiera encontrar un hombre sobre la tierra y se le ocurre que sería la de ser el esclavo de un campesino pobre. Tan lamentable destino, afirma, sería mejor al de haber muerto y reinar sobre todos los difuntos. Con tal argumentación está reafirmando que la vida es un don inapreciable que hay que valorar y aprovechar al máximo porque no dura y se va para siempre. Se trata de un hecho que todos conocemos. Sin embargo, la realidad es que a pocos sirve dicho conocimiento para aprovechar de manera adecuada el presente fugaz en el que estamos condenados a vivir.
El disfrute
Al comienzo de la Ilíada encontramos una insinuación: la de que Aquiles morirá pronto. Y a través de los veinticuatro cantos de la obra, la información sobre su muerte se va precisando y ampliando progresivamente, hasta que al final del poema sabemos cuándo morirá, cómo, a manos de quién y por qué motivo los troyanos lograrán matar a este guerrero tan excepcional.5 Algo similar ocurre en la Odisea respecto a lo que sucederá con su protagonista después de que terminan los hechos narrados en el poema. Y no se trata, en este caso, de la muerte del héroe, sino de su retiro. Con esta palabra me refiero, como es claro, al merecido período de descanso que vive una persona, desde cuando deja de trabajar en la principal actividad que desarrolló durante su vida productiva, hasta el momento de su muerte. Y aunque
5 Véase, Jacqueline de Romilly. Perspectives Actuelles sur l’Épopée Homérique. Essais et Conferences, Paris: College de France, 1983.
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el concepto, tal como lo entendemos nosotros, haya sido ajeno a la época, podríamos considerar que la realidad a la que se refiere también se daba, en cierta forma, en los tiempos homéricos. El retiro de Odiseo en la Odisea es tan importante en este poema como lo es la muerte de Aquiles en la Ilíada. Porque si de acuerdo con los planteamientos de esta última epopeya, Aquiles no muere en el combate, no habría llenado los requisitos que debe llenar cualquier héroe para alcanzar la gloria que lo inmortaliza. Y si Odiseo no vive todavía un buen tiempo después de haber dejado la guerra definitivamente, no tendría cómo aplicar la experiencia y los conocimientos que había adquirido durante sus aventuras. Un concepto central para entender la actitud que podría asumirse en esta etapa de la vida sería el concepto del ‘disfrute’. Recordemos, al respecto, algunos pasajes del poema que podrían constituirse en invitación al disfrute porque ponderan la belleza del arte o de la naturaleza insistiendo siempre en la satisfacción que obtiene el hombre de su contemplación. Cuando en el canto v, el dios Hermes se aproxima a la morada de Calipso hay una descripción de la vegetación que rodea la gruta donde vive la diosa: Rodeando la gruta, había crecido una verde selva de alisos, de álamos y de cipreses olorosos, donde anidaban aves de largas alas: búhos, gavilanes y cornejas marinas de afilada lengua, que se ocupan en cosas del mar. Allí mismo,
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junto a la honda cueva había una espesa viña cargada de uvas; y manaban cuatro fuentes, muy cerca la una de la otra, dejando correr en varias direcciones sus aguas cristalinas. En contorno se veían verdes y frescos prados de violetas y apio; y al llegar allí, hasta un dios se hubiese admirado, sintiendo que se le alegraba el corazón. (v. 63-74)
Los dioses por sus privilegios divinos están acostumbrados a disfrutar de los espectáculos más hermosos. Aun así, contemplar este paisaje tan bello les habría alegrado el corazón. Con mayor razón, la contemplación de la hermosura de la naturaleza será fuente de alegría para los hombres. Por otro, si entramos a la morada de Calipso encontramos la descripción de un ambiente especialmente grato: “Ardía en el hogar un gran fuego y el aroma del hendible cedro y del incienso se difundían por la isla hasta muy lejos; mientras ella cantando con voz hermosa tejía en el interior con lanzadera de oro” (v. 59-62). Aunque no hable inmediatamente del encanto que produce tal maravilla en quien la aprecie, es obvia la gratificación que se deriva de percibir el perfume, escuchar la hermosa voz y contemplar a la diosa trabajando con lanzadera de oro. Es decir que la belleza del cuadro descrito nos llega por distintos sentidos. En el canto xvii, encontramos otro pasaje donde igualmente el narrador valora tanto la hermosura de los objetos naturales como
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la de los construidos por el hombre, cuando también son bellos. Eumeo y Odiseo se dirigen a la ciudad: [….] llegaron a una fuente labrada de hermosa corriente, a donde iban por agua los ciudadanos (la habían construido Itaco, Nerito y Polictor) y la rodeaba un bosque de álamos negros que se nutrían con la humedad; y desde lo alto de una roca caía agua muy fresca y en su parte superior había un altar de las ninfas donde los caminantes sacrificaban. (xvii. 205-211)
La fuente labrada será de tan hermosa factura que el poeta nos menciona los nombres de quienes la esculpieron, que por la calidad de su obra merecen tal honor. Cuando en el canto vii, Odiseo atraviesa la ciudad de los feacios guiado por Palas Atenea: “iba contemplando con admiración los puertos y las naves bien proporcionadas, las ágoras de aquellos héroes y las grandes murallas elevadas, ajustadas con piedras que era cosa maravillosa de ver” (vii. 43-45). La admiración al contemplar algo porque, como en este caso, es hermoso, bien concebido e imponente, produce en quien la experimenta una impresión gratificante. En el canto vii, la descripción del palacio de Alcínoo permite, igualmente, detectar este tipo de admiración: Hay un resplandor como de sol o de luna bajo el elevado techo del palacio de Alcínoo. A derecha e izquierda se extienden sendos muros de bronce desde el umbral hasta el fondo con un friso superior de lapislázuli; puertas de oro
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cierran por dentro la sólida casa; las jambas sobre el umbral eran de plata lo mismo que el dintel y el anillo de la puerta era de oro […] Había sillones arrimados a los lados de cada una de las paredes desde el umbral hasta el fondo y los cubrían delicados tapices maestramente tejidos por las mujeres. Se sentaban allí los príncipes de los feacios, pues continuamente celebraban banquetes. Sobre pedestales muy bien hechos se encontraban de pie unos niños de oro que alumbraban de noche con hachas encendidas a los convidados de la casa. (vii. 84-102)
Al comienzo del canto vii llegan Telémaco y Pisístrato Nestórida al palacio de Menelao que estaba celebrando el banquete de la boda de su hijo y de su hija que se casaban el mismo día. Homero nos cuenta lo que encontraron: “Así se deleitaban y celebraban la fiesta dentro del gran palacio de elevada techumbre los vecinos y amigos del ilustre Menelao. Un divino aedo les cantaba tocando la cítara y dos saltadores daban vueltas comenzando la danza” (vii. 15-19). De la fiesta lo primero que subraya el poema es que los asistentes se deleitaban con la música, el canto y la danza. En el canto xix es donde encontramos la fórmula más sintética de esta actitud de obtener satisfacción de la contemplación de las creaturas de la naturaleza. La reina Penélope le narra un sueño a su marido para que se lo ayude a interpretar, entre otras cosas le dice: “Hay en la casa veinte gansos que comen trigo y yo me alegro contemplándolos” (xix. 536-537). Vale la pena dete-
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nernos en este último punto. Aparte de lo que dichas aves puedan producir, la reina se alegra con la sola contemplación de los gansos porque le gustan mucho. Pero el pasaje más importante respecto a este tema lo encontramos al comienzo del canto ix, cuando el héroe declara al rey de los feacios quien le ofrece su hospitalidad: En verdad que es linda cosa oír a un aedo como éste, cuya voz se asemeja a la de los dioses. No creo que haya cosa mejor que ver que el bienestar reina en todo el pueblo y que los invitados, sentados ordenadamente en el palacio ante las mesas abastecidas de pan y de carnes, escuchan al aedo, mientras el escanciador saca vino de la cratera y lo va sirviendo en las copas. Tal espectáculo me parece bellísimo. (ix. 3-11)
Odiseo precisa qué es lo que le parece mejor de todo. Su punto de vista es el de un rey, pero el de un rey sabio en lo que a la vida del hombre se refiere. Aunque en ese momento esté rodeado de aristócratas en el palacio disfrutando del banquete, el héroe comienza por “ver que el bienestar reina en todo el pueblo”. Y si comienza por esta condición es porque es ella la que hace posible el tranquilo disfrute de las demás cosas que enumera: la cordial reunión de los invitados, la comida, la bebida y el deleite por el arte del aedo. Sin que “el bienestar reine en todo el pueblo”, los demás placeres, de los que disfrutan los privilegiados por el destino, no se podrán gozar con tranquilidad completa. Es, pues, en la sociedad utópica de los feacios donde Odiseo va a aprender que el hombre
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puede dedicarse al disfrute de la vida, una vez obtenida la paz y alcanzados grandes avances en el manejo y aprovechamiento de la naturaleza. Cuando el héroe se despide de Alcínoo y Arete, a los reyes de los feacios les desea: “y vosotros quedad con alegría” (xiii. 39). No les desea ni más riquezas, ni más poder, ni siquiera salud o larga vida, les desea lo que le parece más importante: alegría. Más adelante agrega: “sed el gozo de vuestras legítimas mujeres y de vuestros hijos” (xiii. 44-45), como si el ser fuente de gozo para las esposas y los hijos fuera el requisito para quedar con alegría. Pero ¿cómo se puede ser fuente de gozo para las esposas y los hijos si no es amándolos; comportándose justamente con ellos y facilitándoles el disfrute de la vida? La alegría, entonces, no es un don que nos llegue gratuitamente de los dioses. Se consigue dando amor y procurando que la vida de los seres queridos transcurra de la mejor manera posible.
La reina Penélope
Vale la pena aclarar que no son únicamente las acciones de Odiseo las que nos llevan a reconocer que en la Odisea la justicia es considerada como un objetivo fundamental que debe buscar el hombre. Veamos, así mismo, lo que ocurre, al respecto, con la reina Penélope y el príncipe Telémaco. Comprender a Penélope como un personaje determinado sólo por la fidelidad y la paciencia, por haber esperado el regreso de su marido durante veinte años sin aceptar, entre tanto, los avances de ningún otro pretendiente es una interpretación muy frecuente. La imagen que así se obtiene de la esposa de Odiseo es bastante desfavorable para los criterios feministas del siglo xx. ¿Cómo va a ser posible que esta mujer haya sido tan corta de espíritu para no interesarse durante tanto tiempo en nadie más y renunciar a llevar una vida plena con otro hombre? Esta imagen gris y empobrecedora del personaje femenino más importante del poema se riñe, sin embargo, con un texto del canto xxiv en el
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que el alma de Agamenón, elogiando a Odiseo por haber conseguido una esposa excepcional como Penélope, afirma sobre la reina: “la fama de su virtud no perecerá y los dioses compondrán para los hombres, graciosos cantos sobre la sabia Penélope” (xxiv. 196-198). El elogio no podría ser mayor. Según las costumbres imperantes entre los aqueos, los aedos eran los encargados de cantar la gloria (kléos) de los guerreros que por sus hazañas se habían hecho merecedores de pasar a la eternidad en la memoria de los hombres gracias a su virtud (areté) de combatientes. Pero, en este caso, serán los mismos dioses los que compondrán cantos en honor de Penélope por su virtud. Ahora bien, es claro que la virtud de la reina no es la areté guerrera; entonces ¿cuál será? En tres distintas ocasiones (canto ii, canto xix y canto xxiv) Homero narra con idénticas palabras la principal hazaña de Penélope: En su espíritu tramó este otro engaño: se puso a tejer en el palacio una gran tela sutil e inacabable y sin dilación nos dijo: “¡Jóvenes pretendientes míos! Ya que ha muerto el divino Odiseo, aguardad aunque deseéis casaros conmigo a que acabe este lienzo (no sea que se me pierdan inútilmente los hilos) para que tenga sudario el héroe Laertes cuando lo sorprenda la muerte de aterradores lamentos. Que no quiero que se indigne conmigo alguna de las aqueas del pueblo si ve enterrar sin mortaja a un hombre que ha poseído tantos bienes. (ii. 93-102; xix. 138-147; xxiv. 128-137)
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Antínoo, que en el canto ii es quien nos narra, en esta ocasión, el hecho, continúa: Así dijo y nuestro ánimo generoso se dejó persuadir. Desde aquel momento, pasaba el día tejiendo la gran tela, y por la noche, a la luz de las antorchas la destejía. En esa forma logró ocultar el engaño y convenció a los aqueos durante tres años; pero cuando llegó el cuarto año y volvieron a sucederse las estaciones, una de sus mujeres, que lo sabía todo, nos lo reveló y la sorprendimos cuando destejía la espléndida tela. Así fue como se vio obligada a terminarla y no por su voluntad sino a la fuerza. (ii. 103-110)
Los pretendientes, que veían durante el día a la reina trabajando en su telar, pensaban que muy pronto acabaría el sudario de su suegro; pero por la noche, ella deshacía el trabajo y, en la realidad, la labor no progresaba. La apariencia que presentaba Penélope era la de avanzar con su trabajo hacia el final de la labor; pero la realidad era que ésta permanecía estancada. Es decir que la reina también juega en este caso con la oposición apariencia/realidad que hemos venido encontrando repetidamente durante el análisis del poema. Y como en el caso de su marido, el establecer y dominar esta oposición le permite imponerse sobre los demás por ser intelectualmente superior a ellos. Pero ¿qué es lo que finalmente consigue Penélope con esta estratagema? En su libro Le Chant de Pénélope, la helenista Ioanna Papadopoulou-Belmehdi presenta un análisis muy agudo sobre
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el personaje de Penélope y logra desentrañar las trascendentales consecuencias del acto arriba mencionado. Según el citado estudio, la reina logra que en Ítaca la memoria, sin cesar amenazada, sobreviva gracias a la astucia. En efecto, su hijo y los pretendientes forman una generación sin memoria incapaz de llenar el vacío de poder ocasionado por la ausencia de Odiseo. Nadie más que ella cree en Ítaca que Odiseo viva aún. Ni el propio Telémaco, ni los pretendientes, ni los esclavos que le son fieles, ni los que lo han traicionado creen que el rey siga con vida; piensan, por el contrario, que ha muerto. El recuerdo de Odiseo depende del hilo de Penélope que teje de día y desteje de noche. Ella, como mujer griega de aquella época, dependiente de su padre, de su marido o de su hijo mayor, no tenía derecho a rehusarse a contraer matrimonio. Es mediante un ruego gentil a los pretendientes que logra engañarlos y detener el tiempo en Ítaca. Durante este lapso, Odiseo termina de vivir sus aventuras y los pretendientes se van degenerando progresivamente sin hacer nada productivo porque ni trabajan ni combaten, sino que se dedican únicamente a comer y a beber en el banquete. La inactividad y pasividad de Penélope no son sino una apariencia. Se trata de un engaño muy astuto: actuar fingiendo la mayor inactividad. No rehúsa ni acepta el nuevo matrimonio, lo retarda mediante esta treta, bloqueando así la sucesión al trono. Su astucia
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opera, pues, en el campo de la política porque, aunque ella no detente el poder, sí logra impedir que alguien más se lo tome y reemplace en el trono a su marido. Su engaño oculta la tenacidad de su memoria que consigue mantener vivo el recuerdo de su esposo. Cuando finalmente se ve obligada a terminar el sudario, el fin de su labor se asocia con el desenlace del poema y el cumplimiento del destino para los pretendientes. Porque habiendo llegado el momento que ella había fijado para concretar el matrimonio, todavía se ingenia un recurso más para escoger al pretendiente con el que se casará: la prueba del arco. Si alguno de los participantes ganaba, Penélope se hubiera visto obligada a casarse con él. Pero sabemos que esta opción era imposible de aceptar para ella. Por consiguiente, la reina debió de haber tenido el convencimiento de que su esposo era tan superior para el manejo de las armas a todos los demás pretendientes, que únicamente él sería capaz de armar el arco. Pero, además, probablemente, allá en el fondo de su alma, tenía el presentimiento de que el anciano mendigo era en realidad su marido. Y de esta manera, en el desenlace de la obra, propiciado por la iniciativa de Penélope, el matrimonio para los jóvenes aristócratas se confunde con la muerte. Con la propuesta de la prueba del arco, la reina finge aceptar el matrimonio pero en realidad es parte de una trampa mortal en la que los pretendientes encontrarán un justo castigo.
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Todo lo que logra la reina mediante su astucia la hace merecedora de que los dioses compongan un canto en su honor. Esto implica que la reina tenía una areté tan logrado que la hacía merecedora de tal gloria. Y esta areté no es otro que el de la astucia, el de la inteligencia, el del hábil manejo de las apariencias para engañar a los culpables y lograr que cayera sobre ellos el golpe de la justicia. Es decir que la reina posee las mismas virtudes intelectuales de las que goza su marido y colabora con él en la preparación del ajusticiamiento de los jóvenes abusivos. La inteligencia de la reina era tan grande que resultaba evidente hasta para sus mismos pretendientes. Antínoo, en el canto ii, le dice a Telémaco que su madre: “A todos les da esperanzas, y a cada uno en particular le hace promesas y le envía mensajes; pero son muy diferentes los pensamientos que en su mente concibe” (ii. 91-92). Las acciones de la reina, aquí descritas por Antínoo, apuntan a lograr que los pretendientes desconfíen unos de otros y a sembrar la discordia entre ellos para que se dividan y no actúen monolíticamente. Por otra parte, en el canto xviii, la reina Penélope dice a Eurímaco, en medio del banquete al que asisten todos: “Los que pretenden a una mujer noble, hija de un hombre muy rico, y compiten entre sí por alcanzarla traen bueyes y pingüe ganado para dar convite a los amigos de la novia y le hacen regalos espléndidos […]” (xviii. 276-280).
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Odiseo, que está presente y oye las palabras de su esposa, “se llenó de alegría porque trataba de sacar regalos y encantar el ánimo de los pretendientes con dulces palabras, cuando era tan distinto lo que en su mente concebía” (xviii. 281-283). Lo que llena de alegría a Odiseo es que su esposa engañe hábilmente a los jóvenes aristócratas para que le envíen regalos que puedan resarcir, en algo, lo que ellos se devoran y beben en el palacio. Admira de ella que sea astuta y, partiendo de una posición muy débil, asuma una apariencia mansa para defender de sus enemigos el patrimonio de la familia real. No olvidemos, por último, que es la reina Penélope quien concibe la forma de probar al anciano mendigo, presente en el palacio, para saber si en realidad es su marido, mediante la citada prueba del lecho. Es decir que la reina también es muy hábil para descubrir la realidad que se esconde tras la apariencia de un extranjero y alcanzar así la verdad. La reina, en suma, es muy hábil para conocer, para fingir, para engañar, como su esposo, y para colaborar con la justicia.
El príncipe Telémaco
En el canto ii, el joven Telémaco emprende un viaje en busca de las noticias de su padre. Se embarca en Ítaca y se dirige al sur del Peloponeso, hacia Pilos y luego visita Esparta. Su viaje tiene muchas similitudes con el de las aventuras de Odiseo. En ambos, tanto el padre como el hijo, llegan a los palacios de ricos y prestigiosos monarcas donde son recibidos con muestras de la más atenta hospitalidad. En ambos viajes, los dos personajes se ven amenazados por peligros mortales pero, gracias a su astucia, logran superarlos y regresar con vida a la patria. Del mismo modo, en ambos recorridos los dos ilustres viajeros conocen tierras, desconocidas hasta el momento para ellos, y obtienen valiosas experiencias que los enriquecen personalmente. Sin embargo, como los dos están en muy distintas etapas de la vida, en su periplo Telémaco madura y pasa de ser un joven incapaz de defenderse de los abusos de los pretendientes, al gran guerrero que combate junto con su padre exitosamente
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contra ellos. Mientras que en su periplo Odiseo pasa de ser un gran guerrero astuto y sagaz, a convertirse en el monarca que, a través de la experiencia, ha llegado a ser sabio y que empleará esta sabiduría en el gobierno de su pueblo y en el desarrollo posterior de su vida personal como adulto mayor. No sobra aquí observar que padre e hijo están, los dos, en momentos coyunturales de la vida: Telémaco, en el tránsito entre la adolescencia y la adultez, y Odiseo, entre la edad madura y la vejez. En ambos casos, el paso entre una y otra época de la vida requiere disponer de nuevas habilidades que les permitan asumir diferentes competencias. El joven asume nuevos retos al organizar un viaje (lo que implica conseguir un barco, tripulación, vituallas, alejarse del hogar, y enfrentar y superar peligros mortales). Por haber vivido hasta ese momento en su pequeña isla, alejado de los grandes personajes y de los centros del poder, se siente un poco intimidado cuando llega a Pilos y tiene que hablar, por primera vez, con los reyes y lo atribuye a su juventud. Odiseo anhela, en cambio, dedicarse a una vida tranquila con su esposa, su hijo y sus amigos y sólo le resta en —cuanto a hechos importantes se refiere— la reconciliación final con el dios Poseidón, como consignamos atrás. Se trata de una reconciliación que resulta necesaria para que, cuando llegue el momento de la muerte, se encuentre en paz con las fuerzas sobrenaturales. Encontramos aquí que el
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poema enfoca estos momentos de cambio en la vida del hombre que implican adaptarse a nuevas circunstancias para no tratar de seguir siendo —en el caso de Odiseo— un valeroso soldado, cuando ya lo han abandonado las fuerzas, o tratar de seguir —en el caso de Telémaco— refugiado en la despreocupación de la adolescencia cuando ya es urgente enfrentar los retos de la vida adulta. De las acciones que el joven príncipe desarrolla en la obra vale la pena destacar tres que demuestran su agudeza intelectual y su sentido de la justicia. Cuando Telémaco regresa de su viaje al continente en busca de noticias de su padre, los pretendientes le tienden una celada. La pequeña isla de Ítaca sólo está separada de Cefalonia, la isla vecina al suroccidente, por un canal muy estrecho. Por lo angosto de dicho paso, era muy fácil bloquearlo y atacar luego con éxito a la embarcación que intentara avanzar por allí y a sus tripulantes. Como, seguramente, la morada de Odiseo estaba ubicada en el norte de la isla, la ruta más corta hacia Pilos era navegando por el citado canal. Pero al regreso, cuando los pretendientes lo esperaban en el estrecho para matarlo, Telémaco, en lugar de navegar nuevamente por el camino más corto, escoge uno más largo y rodea Cefalonia, evitando pasar por la angostura. Para poder tomar esta decisión, tuvo que haber tenido antes en cuenta y analizado una serie de circunstancias. Y fue este análisis lo que le permitió prever la emboscada. El príncipe sabía que, desde
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el comienzo, los pretendientes habrían preferido su muerte. Pero sólo cuando se dieron cuenta de que Telémaco ya era capaz de organizar un viaje adonde otros reyes poderosos, amigos íntimos de su padre, quienes podrían socorrerlo a costa, incluso, de la vida de los mismos pretendientes, encontraron urgente eliminarlo. No lo harían, sin embargo, en el palacio, ante los ojos de su madre Penélope, a quien pretendían. Escogerían un momento cuando él estuviera alejado, y del crimen pudiera culparse a malhechores desconocidos. En el viaje de regreso y antes de su llegada, les parecería el momento más adecuado y el paso por el estrecho facilitaría apresar la embarcación y consumar el crimen. Todo esto fue lo que tuvo que haber previsto el joven príncipe cuando tomó la decisión de no regresar por el camino más corto a lo largo del estrecho. El análisis de estas circunstancias, realizado por Telémaco, recuerda el que realizó Odiseo cuando se encontró encerrado en la cueva de Polifemo y programó el escape cegando al cíclope. La segunda acción tiene lugar en el canto xxiii cuando, al final de la matanza de los pretendientes, Telémaco ruega a su padre que no mate ni al aedo Femio, inspirado en su canto por las musas, ni al heraldo Medonte, que había cuidado de él en su niñez, pues ambos desempeñaban su trabajo forzados por los pretendientes y no tenían culpa alguna de los excesos y abusos cometidos. Hablándole a Medonte, Odiseo reconoce
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que fue su hijo, Telémaco, el que le salvó la vida al interceder por el heraldo ante su padre. La tercera acción tiene lugar poco después, también en el canto xxiii. Odiseo ordena que maten a las esclavas que se entregaban a los jóvenes aristócratas, hiriéndolas con la espada de larga punta hasta que entregaran el alma y se olvidaran de Afrodita. Telémaco, encargado de llevar a efecto la orden del rey, la modifica diciendo que no quiere darles muerte honrosa a quienes derramaron el oprobio sobre él y sobre su madre y procede a ahorcarlas. Afina aquí el príncipe la condena proferida por su padre. El arma para ejecutar a las traidoras no debía ser la noble espada del guerrero, sino el áspero lazo que produciría el humillante sufrimiento de pender públicamente, por el cuello, hasta morir. Telémaco da, así mismo, una prueba de los escrúpulos que debería tener cualquier individuo para tomar por cierta la versión que la mayoría de la gente acepta sobre un hecho determinado. En el canto i cuando la diosa Atenea —con la apariencia de Mentes— le pregunta si es hijo de Odiseo, ya que se parece mucho a él, el príncipe le responde tajantemente: “Mi madre afirma que soy hijo de él y no sé nada más; ya que nadie consiguió conocer por sí mismo su linaje” (i. 215-216). Es decir que Telémaco también es precavido respecto al conocimiento y se cuida del posible engaño que puedan causarnos las apariencias.
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La inteligencia de Penélope al retardar la llegada de alguien al poder en Ítaca opera en el plano político. La inteligencia de Telémaco al modificar la forma como deben morir las esclavas que han traicionado a sus amos, opera en el plano de la justicia. Ambos comparten con Odiseo la nueva areté de la inteligencia y de la astucia. Esta nueva areté no la pueden cantar los aedos, especializados en cantar la gloria que se alcanza en la guerra, sino que la canta el mismo héroe del conocimiento, a saber, el glorioso rey de Ítaca.
Los amores de Ares y Afrodita
En el canto viii, luego de terminados los juegos que el rey Alcínoo de los feacios le ofrece a su huésped Odiseo, el aedo Demódoco canta un pasaje burlesco de gran interés que transcribo en su totalidad. El aedo pulsando la cítara empezó a cantar hermosamente los amores de Ares y Afrodita, la de bella corona; cómo se unieron en secreto y por vez primera en casa de Hefesto y cómo aquél hizo muchos regalos e infamó el lecho marital del soberano dios. El Sol, que vio el amoroso acceso, fue en seguida a contárselo a Hefesto; y éste al oír la dolorosa noticia se encaminó a su forja, agitando en lo íntimo de su alma ardides siniestros, puso encima del tajo el enorme yunque y fabricó unos hilos inquebrantables para que permanecieran firmes donde los dejara. Después de que, poseído de cólera contra Ares, construyó esta trampa, fuese a la habitación donde tenía el lecho y extendió los hilos en círculo y por todas partes alrededor de los pies de la cama y colgando de las vigas como tenues hilos de araña que nadie hubiese podido ver, aunque fuera alguno de los bienaventurados
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dioses, por haberlos fabricado aquel con gran artificio. Y no bien acabó de sujetar la trampa en torno de la cama, fingió que se encaminaba a Lemnos, ciudad bien construida, que es para él la más agradable de todas las tierras. No en balde estaba al acecho Ares, que usa áureas riendas; y cuando vio que Hefesto, el ilustre artífice se alejaba, fuese al palacio de este glorioso dios deseoso del amor de Citerea, la de hermosa corona. Afrodita, recién venida de junto a su padre, el prepotente hijo de Cronos, se hallaba sentada; y Ares, entrando en la casa, la tomó de la mano y así le dijo: “Ven al lecho amada mía y acostémonos; que ya Hefesto no está entre nosotros, pues partió, sin duda, hacia Lemnos y los Sinties de bárbaro lenguaje”. Así se expresó y a ella le pareció grato acostarse. Se metieron ambos en la cama, y se extendieron a su alrededor los lazos artificiosos del prudente Hefesto, de tal manera que aquellos no podían mover ni levantar ninguno de sus miembros; y entonces comprendieron que no había medio de escapar. No tardó en presentárseles el glorioso cojo de ambos pies que se devolvió antes de llegar a la tierra de Lemnos, porque el Sol estaba en acecho y fue a avisarle. Se encaminó a su casa con el corazón triste, se detuvo en el umbral y poseído de feroz cólera, gritó de un modo tan terrible que le oyeron todos los dioses: “¡Padre Zeus, bienaventurados y eternos dioses! Venid a presenciar estas cosas ridículas e intolerables: Afrodita, hija de Zeus, me infama de continuo a mí, que soy cojo, queriendo al pernicioso Ares porque es gallardo y tiene los pies sanos, mientras que yo nací débil; más de ello nadie tiene la culpa sino mis padres que no debieron haberme engendrado. Veréis como se han acostado en mi lecho y duermen amorosamente unidos, y yo me
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angustió al contemplarlo. Mas no espero que les dure el yacer de este modo ni siquiera breves instantes, aunque mucho se amen: pronto querrán entrambos no dormir, pero los engañosos lazos los sujetarán hasta que el padre me devuelva íntegra la dote que le entregué por su hija desvergonzada. Que ésta es hermosa pero no sabe contenerse”. Así dijo; y los dioses se juntaron en la morada pavimentada de bronce. Compareció Poseidón, que ciñe la tierra, se presentó también el benéfico Hermes; llegó, así mismo, el soberano Apolo, que hiere de lejos. Las diosas se quedaron por pudor, cada una en su casa. Se detuvieron los dioses, dadores de bienes, en el umbral; y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados númenes al ver el artificio del ingenioso Hefesto. (viii. 266-327)
Hefesto es calificado aquí de ingenioso como Odiseo. Y por esta característica se asemeja al héroe del poema. El episodio muestra cómo la astucia vence a la fuerza. Hefesto, siendo cojo de ambos pies y débil, logra ganarle al dios guerrero, el más fuerte y diestro en el manejo de las armas, gracias a su habilidad como artífice de los metales y al engaño. Este fragmento podría interpretarse como una metáfora del poema en general, en cuanto resume una verdad en la que insiste la Odisea: la inteligencia prima sobre la fuerza. En ese orden de ideas, no existe contrincante superior físicamente que no pueda ser vencido mientras se cuente con la inteligencia suficiente. Frente a un enemigo, invencible en apariencia por el inmenso poder con el que cuenta, el ingenio
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logrará triunfar. Después de diez años de guerra, los aqueos no habían podido tomar a Troya. Pero Odiseo, con la estratagema del caballo de madera, logró hacer caer la ciudad en un solo día gracias a su astucia e inventiva. En el pasaje citado no sólo Hefesto, el dios herrero, logra vencer al poderoso dios de la guerra sino que lo somete, como castigo al adulterio cometido, a la humillación y a la irrisión por parte de las demás divinidades. Llama la atención aquí el hecho de que los dioses obedecen, respecto a las normas que rigen los asuntos matrimoniales, las costumbres vigentes en la sociedad en la que vive el poeta.
Las experiencias de Odiseo
Durante sus aventuras, como habíamos afirmado anteriormente, Odiseo está siempre ansioso de adquirir nuevos conocimientos, cosa que, gracias a su curiosidad y empeño, va constantemente logrando. Los conocimientos así adquiridos, junto con su capacidad de análisis y de inventar fantasías, son los que le dan esa capacidad de dominio sobre la realidad que lo circunda y esa superioridad sobre sus enemigos. Visita pueblos de comportamientos injustos y salvajes, lo mismo que otros que tratan a los huéspedes con deferencia y cariño; gentes agresivas, pero también una cultura que ha logrado dejar atrás, y para siempre, la realidad de la guerra. Puede comparar y analizar, con toda tranquilidad, lo que ha visto y experimentado. Según sus acciones del final de la obra, dichos análisis le permiten llegar a la conclusión de que para actuar correctamente en la vida se debe, en primer lugar, hacer justicia, aún cuando el hacerla vaya en contra de sus propios intereses. Pero, aparte de las
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experiencias adquiridas, Odiseo obedeció a una fuerza que lo sostuvo durante el accidentado viaje de regreso hacia su patria: el amor que sentía por su esposa Penélope. Sabemos que para volver a ella, desechó, incluso, las formidables tentaciones de las diosas que enamoradas se le ofrecían. En el canto xxiii, después del retorno a la patria y de la muerte de los pretendientes, el héroe va a volver a experimentar la dicha de compartir el lecho con la mujer amada y, en ese punto, culmina el desarrollo de la trama sentimental de la obra. Pero todavía le quedarán buenos años de retiro para los cuales ha adquirido una invaluable experiencia sobre lo que es pertinente hacer en esa situación: trabajar aún, pero solamente en aquello que lo complazca y disfrutar de todo lo bello, agradable y positivo que nos ofrece la vida, momento tras momento.
Una interpretación platónica de la Odisea: el mito de Er, el armenio
Hacia el final del libro x de la República, Platón nos presenta un mito que ejemplifica y explica su creencia en la reencarnación de las almas. Postula, además, que lo que los griegos consideraban el destino inamovible de los hombres era producto de una libre escogencia del alma de cada individuo cuando iba a reencarnar después de la muerte. Er, el armenio, originario concretamente de Panfilia, era un soldado que, habiendo participado en una batalla, resultó muerto en el combate. A los diez días sus familiares vinieron a recoger su cadáver. Los de los demás caídos en la batalla estaban ya descompuestos mientras que el de Er estaba intacto. Lo llevaron a su casa y después de dos días más de ceremonias, cuando ya iban a cremar el cadáver, Er regresó a la vida y contó a los presentes lo que había presenciado que sucedía en el otro mundo, cuando las almas de los muertos abandonaban el cuerpo al que habían animado. De todo lo narrado, lo que nos interesa aquí es que cada alma podía escoger
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el tipo de existencia que llevaría en la siguiente reencarnación de entre muchos modelos de vida de hombres, mujeres o animales. Había modelos para todos los gustos y en suficiente cantidad para que ninguno de ellos se fuera a terminar; desde tipos de vida de tiranos y gobernantes muy poderosos hasta modelos de vidas sencillas y humildes. Platón no se exime de comentar lo que está narrando y, como buen griego, afirma que “habrá que elegir siempre una vida intermedia entre las extremas […] huyendo de los excesos en uno u otro sentido” (República x. 619). Y, a continuación, Er narra la escogencia de vida que habían hecho las almas de grandes figuras de la mitología griega. La última citada fue la de Odiseo, que aparentemente acababa de morir en ese momento. El alma del rey de Ítaca buscó durante largo rato el modelo de vida de un hombre común y alejado de la acción. Cuando al fin lo encontró, abandonado en cierto lugar y olvidado de todos, lo escogió gozoso, pensando probablemente que era la mejor opción. A partir de las conclusiones del análisis de la Odisea arriba expuestas, podremos entender mejor la elección realizada por el héroe del poema. Si hubiera escogido la vida de un gran guerrero, de un gobernante o de un potentado inmensamente rico, no le habría sido fácil tener acceso a las satisfacciones profundas que permiten una vida equilibrada y plena. Porque ni la gloria, ni la riqueza inmensa, ni el poder se consiguen gracias al azar.
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Es necesario, por el contrario, conquistarlos en competencia con otros individuos en una lucha tan encarnizada que fácilmente deja de lado valores, como la justicia, la verdad, la generosidad y la paz. Menos aún tendría, quien se hallara en medio de dicha lucha, la tranquilidad necesaria para poder disfrutar calmadamente de las vivencias que, momento tras momento, nos ofrece la vida cotidiana. Vemos, pues, que el mito platónico de Er, el armenio, implica una lectura del poema homérico que va en el mismo sentido con la aquí propuesta. Sobra añadir que el filósofo, pese a sus críticas a Homero, lo conocía muy a fondo y, por la inmensa importancia que tuvo este último autor dentro de la cultura griega, debió haber reflexionado cuidadosamente sobre sus poemas.
Conclusiones sobre las experiencias de Odiseo
Si en la Odisea, su protagonista, el rey de Ítaca, es la encarnación del individuo superdotado para conocer, y si, como consecuencia de dicha capacidad, ha alcanzado una gran sabiduría, valdría la pena intentar analizar, en un plano más general, las experiencias de Odiseo. Se trata, lo reconozco, de un intento por demás aventurado. De la totalidad del material estudiado anteriormente, podemos concluir que Odiseo logra experimentar cuatro satisfacciones profundas: 1) conocer la realidad tal como ella es sin dejarse engañar por las apariencias; 2) hacer justicia, dentro de su particular campo de acción; 3) gozar del amor de la mujer que amaba, y 4) trabajar en aquello que lo complacía. Estas cuatro acciones se complementan con una quinta, que se deduce de la lectura de la totalidad de la obra y que el rey podrá realizar plenamente durante el tiempo que le resta en este mundo: disfrutar de todo lo bello y positivo que le ofrece la vida cotidiana. Este disfrute presenta la
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ventaja de que, a diferencia del placer, con él podrá gratificarse ininterrumpidamente, día tras día, momento tras momento. Los cinco puntos arriba mencionados se interrelacionan entre sí. Del cabal conocimiento de la realidad de la vida obtiene los valores que despertarán en él la necesidad de hacer justicia. Y al hacer justicia, impone el orden y descubre la verdad. En efecto, y tal como habíamos anotado antes, la mentira es necesaria como justificación o como ocultamiento de una situación de injusticia. Y la injusticia lleva necesariamente al desorden. Finalmente, la verdad, la justicia y el orden traen la paz necesaria para poder disfrutar del trabajo gratificante, del amor y, también, de todos y cada uno de los momentos que, uno tras otro, constituyen la existencia. Odiseo logra así realizarse en los principales ámbitos de la acción humana: en el plano intelectual, acrecentando el conocimiento; en el plano ético, haciendo justicia; en el plano afectivo, amando a su esposa Penélope; en el plano laboral, trabajando en lo que lo gratifica, y, por último, en la cotidianeidad, desarrollando la capacidad de disfrutar plenamente de todos los momentos de la vida. Dichos momentos pueden carecer, en apariencia, de la importancia necesaria para ser tenidos en cuenta. Pero si se logra aprovecharlos y gozar verdaderamente de ellos, la vida se enriquecerá hasta límites insospechados. ¿Resultaría osado concluir que la adecuada realización en todos los planos mencionados es lo que permitiría a Odiseo alcanzar una vida plena en los tiempos de paz?
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Este libro se terminó de imprimir y encuadernar en septiembre de 2010 en Bogotá, D. C., Colombia. Se compuso en la fuente Adobe Garamond Pro de cuerpo 10,3 puntos.