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Spanish; Castilian Pages [338] Year 2019
BAR S2935 2019
2019
This research constitutes a critical exploration of the onset of Economics and the State in the foundations of human societies. It thus moves through a multiplicity of disciplinary traditions, case studies and debates. From Aristotle’s reflections on the household and the city to those of contemporary authors on what a ‘consumer society’ is; on the semiosis of money and the sacred, towards the operative margins of political identity; or on the power of Melanesian headhunters, and the non-power of the ‘divine kings’ of Central Africa. On this path a new theoretical toolkit based on a praxeological understanding of history will be outlined, as an attempt to reset, beyond the obtuse opposition between modes of production and narratives, the unity of our biological species also in the interpretation of its radical cultural variability. ‘The work is an excellent theoretical contribution to the “archaeology of knowledge”. In the wake of Foucault’s and Agamben’s work, the author explores the conditions of possibility of an “archaeology of the domestic sphere” and its relation to the political domain.’ Dr Antonio Cerella, Kingston University
La política salvaje
Esta investigación se desarrolla como una exploración crítica de los principios de la Economía y el Estado en el fundamento de las sociedades humanas. Transita, así, a través de una multiplicidad de tradiciones disciplinares, casos de estudio y debates que van desde las reflexiones aristotélicas sobre la casa y la ciudad hasta las de los pensadores contemporáneos sobre lo que es una «sociedad de consumo»; sobre la semiosis del dinero y lo sagrado, en los márgenes operativos de la identidad política; o sobre el poder de los cazadores de cabezas melanesios, y el no-poder de los «reyes divinos» del África central. Por este camino irá perfilándose un nuevo utillaje teórico basado en una comprensión praxeológica de la historia, en un intento por recomponer, más allá de la obcecada oposición entre modos de producción y narrativas, la unidad de nuestra especie biológica también en la interpretación de su radical variabilidad cultural.
LÓPEZ LILLO
B A R I N T E R NAT I O NA L S E R I E S 2 9 3 5
B A R I N T E R NAT I O NA L S E R I E S 2 9 3 5
La política salvaje Una teoría genealógica de los fundamentos sociales
‘I am not aware of other volumes that undertake a review of such a scope, with such a thorough knowledge and detailed analysis of the literature and with archaeological questions in mind.’ Dr Axel Nielsen, Universidad Nacional de La Plata, Argentina Jordi A. López Lillo es licenciado en Historia, máster en Arqueología y doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Alicante (España). Ha participado en diversos proyectos financiados y excavaciones tanto en Europa como en América, donde ha ejercido como investigador adscripto en la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina).
JORDI A. LÓPEZ LILLO
2019
B A R I N T E R NAT I O NA L S E R I E S 2 9 3 5
La política salvaje Una teoría genealógica de los fundamentos sociales
JORDI A. LÓPEZ LILLO
2019
by Published in BAR Publishing, Oxford BAR International Series La política salvaje paperback e-for mat DOI https://doi.org/10.30861/9781407353814 A catalogue record for this book is available from the British Library © Jordi A. López Lillo ‘Columbus in India primo appellens, magnis excipitur muneribus ab Incolis’, India Occidentalis IV, ill. 9 (Theodor de Bry: 1594). The Author’s moral rights under the UK Copyright, Designs and Patents Act are hereby expressly asserted. All rights reser ved. No par t of this work may be copied, reproduced, stored, sold, distributed, scanned, saved in any for m of digital for mat or transmitted in any for m digitally, without the written per mission of the Publisher.
BAR titles are available from: BAR Publishing Banbury Rd, Oxford, [email protected] + ( ) + ( ) www.barpublishing.com
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Per al meu pare, qui recorde que em va dir –literalment–: «la Termodinàmica és anterior, fins i tot, a la Filosofia».
Agradecimientos
Este libro corresponde en buena medida a una tesis doctoral defendida en la Universidad de Alicante a principios de marzo de 2018, cuya parte fundamental se desarrolló en el marco de una beca del Subprograma de ayudas para la Formación de Personal Investigador (BES-2010-036978) del antiguo Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España –más tarde integrado, como Secretaría de Estado, en el de Economía y Competitividad–, vinculada al proyecto «Lectura arqueológica del uso social del espacio: Análisis transversal de la protohistoria al medievo en el Mediterráneo occidental» (HAR2009-11441). Durante ese tiempo fui beneficiario de otras ayudas complementarias obtenidas en concurso público que me permitieron llevar la investigación más allá; concretamente hasta la Escuela de Arqueología de la Universidad de Oxford y el Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano, en Buenos Aires, dentro del dicho subprograma (EEBB-I-12-03864 y EEBB-I-13-06866), así como a la Universidad Nacional de Córdoba, dentro del programa Becas Iberoamérica: Jóvenes Profesores e Investigadores de Santander Universidades-Banco Santander S. A., por el proyecto «Arqueologías de la domesticidad: Metodologías analíticas, tradiciones interpretativas y problemáticas socioculturales entre los Andes y el Mediterráneo». Los últimos meses de redacción fueron financiados, a su vez, gracias a las Ayudas a la investigación: Modalidad tesis doctorales en Ciencias Sociales y Humanidades concedidas por el Instituto Alicantino de Cultura «Juan Gil-Albert» de la Diputación Provincial de Alicante. Sólo con eso va ya una buena parte de recuerdos y agradecimiento a quienes me han acompañado de acá para allá y, de una manera u otra, en un momento o en todos, han estado presentes en este proceso que acaba siendo –también– uno mismo. Aunque no los nombre aquí, porque hay otros lugares mejores para encontrarse y celebrar esos recuerdos, ellos y ellas están entre los pliegues, las señas y los rastros de las páginas que siguen. Sí que he de mencionar personalmente a mis directores de tesis, Sonia Gutiérrez Lloret e Ignasi Grau Mira, porque sin su confianza es muy posible que aquella investigación nunca hubiera sido; o peor; que hubiera sido algo completamente diferente. Y por supuesto, a los miembros del tribunal e informadores internacionales: Clemente Penalva Verdú, Stefano Boni, María Cruz Berrocal y Marcelo Campagno. Sus comentarios críticos y sugerencias, como los del equipo editorial de BAR Publishing y sus evaluadores anónimos, han hecho mejor un texto que Sara Sirvent Palazón pasó días enteros maquetando versión tras versión.
Contenido Lista de figuras ...................................................................................................................................................................vii Prólogo, por Ignasi Grau Mira ........................................................................................................................................viii Summary...............................................................................................................................................................................x Introducción: (Estado)→banda→tribu→jefatura→Estado ............................................................................................1 1. Indisciplinados apuntes disciplinares ............................................................................................................................1 2. Un lenguaje común, o advertencia sobre las culturas humanas ....................................................................................5 3. Ordenar el discurso: sumario y plan del libro ...............................................................................................................8 PARTE I: UNA ARQUEOLOGÍA DEL PORQUÉ DE LA ECONOMÍA 1. El «trabajo doméstico» desenfocado ............................................................................................................................13 1. La economía sexuada ..................................................................................................................................................15 2. Gemeinschaft und Gesellschaft en las Indias Orientales.............................................................................................19 3. ¿Hasta dónde alcanza la domesticidad? ......................................................................................................................25 2. Los campesinos, los antropólogos y Chayánov............................................................................................................29 1. Extrañas aves de Chicago (poder-entender) ................................................................................................................29 2. Los cazadores mbía y la percepción de altercentralidad .............................................................................................36 3. Ockham y la Ley de los rendimientos decrecientes.....................................................................................................44 4. Economía moral ..........................................................................................................................................................47 5. M1→D→M2 contra D1→M→D2 .................................................................................................................................53 6. Pareto sobre la lógica de Jourdain...............................................................................................................................59 3. Oikonomía .......................................................................................................................................................................65 1. Al final todos somos o precampesinos, o campesinos, o bien postcampesinos ..........................................................65 2. «Economía» es «economía doméstica» ......................................................................................................................69 3. Marketization ..............................................................................................................................................................73 4. Crematística y dinosaurios emplumados.....................................................................................................................78 5. Un intermedio del poder..............................................................................................................................................83 4. La Economía como política ...........................................................................................................................................87 1. El excedente en cuestión .............................................................................................................................................90 2. La grandeza de Godelier .............................................................................................................................................96 3. En torno a la Teoría de la circunscripción y el atasco del entorno ...........................................................................106 4. 1/(1/2) ............................................................................................................................................................................ 117 5. Geometrías y lógicas operativas................................................................................................................................120 5. Con todos, nosotros, los salvajes ................................................................................................................................. 131 1. ¿Qué compra el dinero de «los otros», por ejemplo entre los tiv? ............................................................................132 2. Parientes o esclavos o huéspedes, o huéspedes.........................................................................................................139 3. Poder-consumir .........................................................................................................................................................144 4. Semiosis del dinero ...................................................................................................................................................148 5. Una interrupción (en el espacio) ...............................................................................................................................158 6. América, o el principio de sí .....................................................................................................................................164 PARTE II: OTRA ARQUEOLOGÍA FUNDAMENTAL, O POLÍTICA 6. Bertrand Russell a propósito de los cazadores de cabezas .......................................................................................173 1. Digresión en torno a una depresión pandémica, o los nativos sin jefes ....................................................................176 2. Being mana ................................................................................................................................................................181 3. Finis operis et finis operantis ....................................................................................................................................186
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La política salvaje
7. Los cazadores de cabezas a propósito de la excepción .............................................................................................189 1. Una interrupción (en el tiempo) ................................................................................................................................189 2. La fama de Soga ........................................................................................................................................................193 3. Los cultos del cargamento .........................................................................................................................................196 4. Los jefes políglotas ...................................................................................................................................................199 5. Hombres y hombres muertos y hombres rojos..........................................................................................................203 6. Peligro de las excepciones ........................................................................................................................................212 8. «Como si la sociedad dialogase consigo misma» .......................................................................................................217 1. Weber inventa la Sociología ......................................................................................................................................217 2. Una teoría de la historia en términos de praxeología dialógica ................................................................................222 3. Bourdieu en el Collège de France .............................................................................................................................226 4. Herrschaftstypen, o imprecisiones de la «dominación» ...........................................................................................230 9. Razón jurídica, o la anarquía ordenada ....................................................................................................................241 1. La desgracia de Kima’i .............................................................................................................................................242 2. Poder-pronunciar .......................................................................................................................................................251 3. «Nunca nadie ha visto a Mumbo, en esto se parece a Serikali» ...............................................................................254 4. Agentes marginales, jueces y policías .......................................................................................................................258 10. La política salvaje ......................................................................................................................................................265 1. La «monarquía divina» de los shilluk, revisada ........................................................................................................266 2. No poder-trascender ..................................................................................................................................................270 3. Catálogo de autoridades ............................................................................................................................................277 4. ¿Por qué Octaviano es Augusto? ...............................................................................................................................279 Conclusión: la humanidad en la perihistoria ................................................................................................................ 287 Bibliografía .......................................................................................................................................................................297
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Lista de figuras Fig. I.2a. Una idealización del continuum de las vocales ....................................................................................................6 Fig. I.2b. Sistema vocálico valenciano ................................................................................................................................6 Fig. I.2c. Carta de los sonidos vocálicos ..............................................................................................................................7 Fig. 1.2a. Dicotomías del razonamiento tönniesiano .........................................................................................................23 Fig. 2.2a. Perspectivas de orientación-identificación entre mbía y nuer ...........................................................................37 Fig. 2.5a. Desarrollo biológico del grupo doméstico campesino tipo ...............................................................................54 Fig. 2.5b. Estructura de la producción en función de la lógica de la «situación doméstica» ............................................55 Fig. 2.6a. Tipología paretiana de la acción ........................................................................................................................62 Fig. 2.6b. Diagrama mínimo sobre las razones de la acción..............................................................................................62 Fig. 2.6c. Modelo socio-intuicionista del juicio moral ......................................................................................................63 Fig. 3.5a. Como en una especie de «gravitación social» ...................................................................................................85 Fig. 4.1a. Curva de intensidad laboral en la aldea tonga de Mazulu .................................................................................94 Fig. 4.1b. Curva de intensidad laboral en la aldea kapauku de Botukebo .........................................................................95 Fig. 4.2a. Estructura del liderazgo entre los mae enga ....................................................................................................104 Fig. 4.2b. Tipos de grupo social, de prestaciones y de pagos entre los mae enga ...........................................................105 Fig. 4.4a. Dos lógicas de oposición .................................................................................................................................119 Fig. 4.5a. Formas de integración de la economía según Polanyi .....................................................................................121 Fig. 4.5b. Estructuras sociológicas de la reciprocidad y el parentesco ............................................................................124 Fig. 4.5c. Principios morales implicados en la circulación económica según Graeber ...................................................127 Fig. 5.1a. Esferas de intercambio tiv según Bohannan ....................................................................................................134 Fig. 5.4a. Topología semiótica del dinero ........................................................................................................................156 Fig. 5.6a. Un lenguaje mínimo de la identidad en el universo social ..............................................................................168 Fig. 8.2a. Campo de la acción; campo de la significación ...............................................................................................224 Fig. 8.4a. Tipos ideales de «dominación» (Herrschaft) ...................................................................................................234 Fig. Ca. Movimientos típicos en un escenario contraestatista .........................................................................................288 Fig. Cb. Movimientos típicos en un escenario estatista ...................................................................................................289
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Prólogo
Unidos de América) y en los argentinos Instituto Nacional de Antropología de Buenos Aires y Universidad Nacional de Córdoba. En este último centro se vinculó especialmente a partir de la participación en seminarios docentes y colaboraciones en investigaciones arqueológicas, como las desarrolladas en el Valle de Tafí, en el noroeste argentino. Como resultado de esa fructífera relación se estableció un vínculo institucional duradero materializado en su adscripción al Centro de Investigaciones «María Saleme de Burnichon» (CIFFyH-UNC).
La obra que el lector tienen en sus manos es un excelente y complejo estudio que constituyó la base de la tesis doctoral defendida por Jordi A. López Lillo en marzo de 2018, después de una quizá extensa, pero fructífera, trayectoria investigadora doctoral. Como el lector pronto descubrirá, nos encontramos ante una obra poliédrica, múltiple y original que creo que se explica bien por el contexto y los avatares del desarrollo de la investigación. Por tal razón creo conveniente emplear estas líneas iniciales en describir sucintamente el proceso de elaboración, pues ayudará a explica el resultado que ahora me encargo de prologar.
Entre investigaciones, estancias, discusiones y redacción de sus trabajos se fue dilatando el tiempo doctoral, al tiempo que en una reacción especular se fue ampliando la temática y el desarrollo de la investigación de tesis. De ese modo, la preocupación inicial centrada en los ámbitos del espacio, la acción y las estructuras domésticas, contexto delimitado bajo la etiqueta de la Household Archaeology, se amplió hacia un análisis más extenso sobre la «exploración crítica de la economía y la política en el fundamento de las sociedades humanas», por citarlo en sus propias palabras. Las condiciones del desarrollo del estudio, con las intensas colaboraciones y otras dinámicas científicas, espolearon las inquietudes intelectuales de Jordi hasta desbordar los marcos de la investigación que en inicio le propusimos. Pero tengo la impresión de que nada de ello hubiese sido posible sin sus capacidades analíticas y, sobre todo, las preocupaciones científicas, y también éticas, por entender las sociedades humanas que Jordi ya albergaba desde el inicio de su trabajo.
El germen remoto de este trabajo surge en el marco de un proyecto de investigación, desarrollado entre los años 2010 y 2012. Se trataba del proyecto «Lectura arqueológica del uso social del espacio: Análisis transversal de la protohistoria al medievo en el Mediterráneo Occidental» (HAR2009-11441) dirigido por Sonia Gutiérrez Lloret y en el que me vi implicado intensamente en su gestación y desarrollo. Buena parte de las investigaciones desarrolladas en el marco de este proyecto se presentaron y debatieron en el marco de un encuentro internacional, posteriormente publicado por Sonia Gutiérrez y quien esto suscribe con el título De la estructura doméstica al espacio social: Lecturas arqueológicas del uso social del espacio (Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2013), y donde participó el autor. Cuando diseñamos aquel proyecto planteamos que era necesario abordar una reflexión teórica de cómo se podía analizar la materialidad del espacio doméstico desde diversas perspectivas teóricas y su aplicación a casos de estudio con una amplia perspectiva diacrónica. En ese marco de trabajo contemplamos la posibilidad de centrar un estudio que tuviera una base esencialmente teórica y que pudiera constituir una tesis doctoral. Y aquí entró en escena Jordi A. López Lillo, un brillante estudiante que había cursado sus estudios de licenciatura y de máster en la Universidad de Alicante, había colaborado en trabajos de campo del departamento y había mostrado su interés y capacidad por la investigación de base teórica en arqueología, no siempre fácil de encontrar entre los jóvenes investigadores. Y así con la concesión de una beca FPI del Ministerio de Ciencia e Innovación, emprendió las investigaciones que debían llevarle a la conceptualización y la construcción de herramientas teóricas con las que abordar el estudio de la domesticidad desde la arqueología.
En las etapas finales del desarrollo de la investigación debo reconocer que, como codirector de la tesis, y creo que hablo también en nombre de la codirectora, nos habíamos convertido en meros lectores críticos del trabajo, pues Jordi ya desplegaba todos sus conocimientos y argumentaciones fuera del alcance de nuestro radio de acción y dirección. Así las cosas, el estudio que partía de la perspectiva arqueológica se iba adentrando en espacios disciplinares de otras ciencias sociales como la Antropología, la Sociología o la Politología, y requería de colegas de estas especialidades para su adecuada valoración. Y así se compuso el tribunal que evaluó el estudio y que quisiera mencionar para reconocerles su contribución al resultado final de la obra. Vaya nuestro agradecimiento a la arqueóloga María Cruz Berrocal, de la Universität Konstanz (Alemania), al antropólogo Stefano Boni, de la Università degli Studi di Modena e Reggio Emilia (Italia), y al sociólogo Clemente Penalva Verdú, de la propia Universidad de Alicante, por sus certeros comentarios y valoraciones críticas.
El trabajo desarrollado en el Departamento de Prehistoria, Arqueología, Historia Antigua, Filología Griega y Filología Latina de la Universidad de Alicante pronto se vio completado con una apertura a nuevos horizontes en forma de estancias de investigación en la Universidad de Oxford (Reino Unido), el Dartmouth College (Estados
El estudio en su formato final es pues una crítica del determinismo económico como explicación del cambio social y la valoración de la dominación política, desde la
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Prólogo perspectiva inspirada por Pierre Clastres que renuncia al estudio de las trayectorias históricas como una paulatina progresión de las sociedades humanas.
Pienso que uno de los valores fundamentales de la obra es la renuncia a una estructura argumental rígida y la sustitución por un diseño reticular que le da libertad para transitar por múltiples temas y argumentos, aunque lógicamente enlazados en el eje principal de sus hipótesis. De ese modo, lectores de procedencias disciplinares e intereses diversos van a encontrar aspectos de interés en las conceptualizaciones y en los múltiples ejemplos que lo ilustran, recogidos cuidadosamente, entre antropólogos, etnógrafos y arqueólogos de muy distinta naturaleza. Me parecen especialmente interesantes aquellos estudios que se refieren a las estructuras sociales de pueblos que enfrentaron la presión colonial y que ofrecen un valor indudable para aquellos investigadores preocupados por estudiar el contacto intercultural.
Para elaborar sus tesis, el autor desarrolla un entramado de argumentos y postulados que, de nuevo en la propia expresión de Jordi: «transita a través de una multiplicidad de tradiciones disciplinares, casos de estudios y debates que van desde la formulación de la “lógica económica campesina” hasta las reflexiones aristotélicas sobre la casa y la ciudad; desde las polémicas a propósito de la Teoría del valor, o de lo que es una “sociedad de consumo”, hasta el análisis semiótico del dinero, originado como deuda de vida en los márgenes del “nosotros” social; desde la concepción melanesia del “estado de gracia” del cazador de cabezas y los paradigmáticos “cultos de cargamento” hasta las tipologías weberianas de la dominación, la Teología política de Carl Schmitt, o el asesinato sacrificial de los “reyes divinos” africanos». En este proceder, el lector encontrará múltiples conceptos útiles para su aplicación a los estudios arqueológicos y sociales, innumerables referencias y citas de autores variados y un nutrido conjunto de ejemplos y casos etnográficos y arqueológicos, con los que se ilustran los argumentos. Además, todo ello escrito con una prosa original y erudita en la que menudean expresiones figuradas que sin duda es una de las marcas definidoras del estilo del autor.
Al escribir ahora estas palabras, que suponen mi última aportación a este proyecto científico que ahora se materializa en forma de monografía, hago memoria de los múltiples trayectos recorridos. El principal es el que nos llevó desde los esquemas iniciales del estudio hasta su forma definitiva. También el que recorrimos dialogando con Chayánov, Godelier, Scott, Bourdieu y tantos otros autores que no había podido ni sospechar. Pero, sobre todo, el camino recorrido junto a Jordi y Sonia en el que fuimos aprendiendo juntos, quizá la mejor forma de adquirir conocimiento que un investigador pueda contemplar.
Ignasi Grau Mira Catedrático de Arqueología Universidad de Alicante
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Summary Savage politics: a genealogical theory of the social foundations
This research originates from the theoretical needs of an archaeological project focussed on the cross-cultural analysis of the social use of space, led by Sonia Gutiérrez Lloret and Ignasi Grau Mira at the University of Alicante, Spain (Gutiérrez Lloret and Grau Mira, 2013; Gutiérrez Lloret, 2012; Grau Mira, 2011; 2007). The broad chronological range of that project sought to address the interpretation of both recurrent similarities and differences in housing patterns during a period marked by the irruption and collapse of the State. In this sense, Archaeology is in an excellent position for recovering the experience of those who Eric R. Wolf called ‘people without history’, and for incorporating it into our reflections on humanity. Such an endeavour is clearly noticeable in the strength with which critical points of view made their way during the last few years, particularly among Spanish scholars: from household archaeology to feminist and postcolonial theories, or in short, every systematic attempt made to ponder the agency of social majorities throughout history (vid. i. a. Cruz Berrocal, García Sanjuán and Gilman, 2013).
However, the focus has tended to be increasingly placed on the economic aspects of such ‘community of life’. To a certain extent this was not the result of questioning the self-evident kinship bond, neither the result of a loss of interest in it, but a manoeuvre to avoid a long-standing, complex and politically sensitive issue; an issue, on the other hand, solvable through the potent ambiguities of its definition of the base of societal quotidian reproduction (vid. Grau Rebollo, 2006). In any case, this circumstance will lead us directly to address the concept of ‘domestic work’ found in works such as those of Christine Delphy (1982a; 1982b; 1982c) or Martine Segalen (2004; Burguière et al., 1988). A cultural bias will be discovered herein, however, difficult to reconcile with the social interpretation of other human traditions, or even ours, beyond a given political agenda (vid. i. a. González Echeverría, 2009; López Lillo, 2013b). In fact, backed in the splitting of domestic functions between production and mere consumption which is taken for granted after industrialization, the same instruments were employed in analysing the insertion of capitalism into the colonial world. This ‘dual economy’ (Boeke, 1953; Lewis, 1954; Meillassoux, 1964; 1999) led us to wider debates and authors as classic as Ferdinand Tönnies and Karl Polanyi, and moreover, to the ‘peasant economic logic’ formulated by Russian agronomist Alexander V. Chayanov during the years convulsed by revolution. The problem he faced then was crystal clear: predictions by Smith, Ricardo or Marx did not fit the practices recorded in rural communes since the abolition of serfdom, in 1861-1864. His theoretical response was also clear (Chayanov, 1981; 1985): driven by specific needs of consumption, those peasants’ work minimized their self-exploitation rather than maximizing abstract profits; hence a curve of production whose equilibrium was reminiscent of marginalist ideas on value.
Notwithstanding the above, most frameworks used in the interpretation of the material record are still founded on ‘discourses of order’ legitimating the politics of our societies, within which economic reason is probably the most ubiquitous and pervasive. The troubles derived from the general analysis of cultures, societies and histories of human groups will become evident in the course of this research. This fact will give it a strong multidisciplinary, exploratory character aimed at reformulating theoretical tools in a more consistent way with our current knowledge on the behaviour of our species, equally distant from both materialistic determinisms and the postmodern narrativist drift. As a matter of fact, semiotics and theories of practice will play a key role, but at this point all this must yet be broken down.
From here onwards, the research could not but open to an ‘Archaeology’ of Economics in a Foucauldian sense. A sort of dissolution or a genealogy starting with some nooks in the formation of Peasant Studies, such as its precursors at the Department of Sociology of the University of Chicago and the history of ‘folk societies’ written by Robert Redfield (1940; 1947; 1953; 1973a; 1973b). One of his most interesting statements was that culture is inherent to the human environment, so no analysis should leave out cultural significations. The second chapter deals with the much earlier Methodenstreit, which recast liberal notions about economy (Schumpeter, 1994; Menger, 2013), with Karl Marx’s reflections on mercantilism and capitalism as trade flow types (Marx, 1992), with those of Vilfredo Pareto on ‘non-logical actions’ (Pareto, 1987;
Theoretical background and discussion The starting point of this research was thus the definition of ‘domestic situations’. In an archaeological perspective –and the same is true for most earlier Anthropology–, even the first texts signed by Richard Wilk and William L. Rathje (1982; cf. Vaquer, 2007; Bermejo Tirado, 2014b) considered that the household as an object of study must be understood as a node of social, material and behavioural elements. This comprised the demography of the group and the precise institutional relations between individuals, the house itself, its activity areas and artefacts, or the practices developed within. x
Summary Corporative and network strategies would be alternately activated therein in pursuit of authority; and occasionally political discourses would ‘trap’ some practices related to what we call economy.
cf. Haidt, 2001) or even with those of James C. Scott on the moral dimension of all these questions (Scott, 1976). The following chapter is devoted for the most part to Aristotle. Not for nothing, Karl Polanyi (1976; 2003) stated that Aristotle was the Greek philosopher who discovered economics for the first time when thinking about the relation between polis, oikos and currency; and in turn, this statement virtually opened the formalistsubstantivist debate that marked Economic Anthropology for almost three decades.
Nevertheless, this approach needed further deepening on the logics of such discourses considering the most important artefact of economy: money. Probably the best starting point for doing so are Paul Bohannan’s reflections regarding ‘spheres of exchange’ after his field experience among Benue Plateau inhabitants (Bohannan, 1955a; 1959). Africa is indeed one of the places where the close bond between money and ‘debts of life’ was more clearly detected, though in the fifth chapter American Northwest Coast case-studies will be more thoroughly discussed (Du Bois, 1936; de Laguna, 1952; 1972; Donald, 1997; Testart, 1999; 2002). The point is, firstly, that this bond is framed in the dynamics of contested hierarchies best systematised as ‘encompassment of the contrary’, in the sense of Louis Dumont (1979; 1987; Bourdieu, 2012), and secondly, that such processes typically took place at the edges of society rather than within it. Hence money and currencies arise not as the classic tools facilitating barter, but as signs of the ‘power-to-consume’ (Baudrillard, 1976; 2009; Bataille, 2009; Théret, 2008; 2009) played upon social life between ‘us’ and ‘the others’ (cf. Todorov, 1998; 2007). And hence, reasons behind the ‘discourses of order’ on which all human societies are founded –including our economics, as a matter of fact– seem to point towards the same twofold issue: identity and transcendence.
The particularly peasant character of Chayanovian logic is also questioned here. In short, our conclusion was that it is not just a general domestic trait but a counter-State trait, given that the idea of ‘peasantry’ in itself seems to be clarified through its variable association with the State, ‘tribality’ being its polar opposite (Scott, 2009; cf. Wolf, 1955; 1982; Dalton, 1967; 1971; Durremberger, 1984). Putting all this together, the third chapter concludes with a first propositional space regarding the technical definition of ‘power’ and ‘authority’ phenomena. Chapters four and five constitute a self-contained unit. Departing from the need for overcoming formalistsubstantivist debate, they arrive at the need for finally dismissing economics as the starting point of social analyses. These chapters comprise thus the research’s main conclusions on this matter; and allow almost a separate reading; with thematic threads as important as the ‘surplus controversy’ (Pearson, 1976; Dalton, 1960; Harris, 1959), a critical review of Marshall Sahlins’ Stone Age Economics, or the geometries designed by him, by Polanyi (2009; 2014a), and later on by David Graeber (2011b), with regard to economic relations and specially to reciprocity (Malinowski, 1986b; Bateson, 1935; Gouldner, 1960; Benveniste, 1966; 1983). Along that path debates about political intensification of the ‘domestic mode of production’ will be revisited, which were particularly focussed on the ethnography of Oceanic chieftainship (vid. i. a. Strathern, 1969; 1971a; Lederman, 1986; Weiner, 1980; 1985). On the side of Anthropology, such debates entailed the abandoning of his materialistic assumptions for one of their once staunch defenders, Maurice Godelier (1986; 1998; 2011; 2014). For Archaeology, on its part, they led to the formulation of fruitful Dual-Processual Theory (Blanton and Taylor, 1995; Blanton et al. 1996). Moreover, Robert L. Carneiro’s theory on environmental blockage will be rethought in the light of such intensifications (Carneiro, 1960; 1970b; 1988; 2004; cf. Boserup, 1974; 1984; Harris, 1978; Chagnon, 2006); a theory which could fairly be considered the culmination of Cultural Ecology paradigm advocated by Roy A. Rappaport (1987), Mervyn J. Meggitt (1967; 1972; 1974; 1977) or Robert McC. Netting (1973; 1974), among others. All this points to an understanding of human history according to which societies move arrhythmically through systolic and diastolic phases, like in a positive feedback process whose sinusoid is determined by cultural adaptation to an environment where culture itself is also determining.
Having discarded economy as the social key driver, an ‘Archaeology’ of politics will be undertaken in the second part of the research. The conditions of possibility for State formation will be specially addressed here. Economics and the State are, after all, the phenomena which best summarise the organisation of our societies, and they should be thoroughly understood or ‘dissolved’ in order to both comprehend the organisation of all other societies and avoid mutually exclusive conceptualisations –State societies vis-à-vis societies without State; bands, tribes, chiefdoms: ‘savages’–. Even the conceptual tools of Pierre Clastres’ Anarchist Anthropology contribute to such idealisation up to an extent, although he will be an author increasingly referred to over the course of this research (Clastres, 2001b; 2010; cf. Campagno, 2006; 2009; 2014). Either way, notwithstanding their convergence into the political arena, economics and the State appear somehow as unrelated phenomena; or rather: the logics behind them seem quite independent. Mutations concerning different social reproduction devices which, contrary to usual assumptions, can neither be explained nor reduced the one to the other invariably. The thread of the research turned therefore towards the understanding of power and what surrounds it, following the insight of Bertrand Russell (2013). Chapters six and seven will go over some historic episodes on the European colonisation of Melanesia trying to isolate xi
La política salvaje: Una teoría genealógica de los fundamentos sociales which points of indigenous political order were intercepted by invaders during the course of their integration to the State: the headhunter ‘state of grace’ (Needham, 1976; Dureau, 2000), missional mimesis (Knauft, 1994; Mclean, 1998; cf. Métraux, 1967; Wilde, 2009), the socalled ‘cargo cults’ (McDowell, 1988; Kaplan, 1990; 2004; Lindstrom, 1984; 1990; Schwoerer, 2014). Reports regarding the recurrent identifying of Europeans as ghosts or ancestors (vid. i. a. Strathern, 1985; 1992; Strathern, 1989; Hirsh, 2001; 2003) will acquire herein a very different meaning from that so often purported savage naivety. Quite the contrary, in the light of Melanesian religious discourses (Lawrence and Meggitt, 1965), such identifyings appear better interpreted as expressions of the empirical activation of a kind of power which for savage societies was ontologically related with otherness (Görlich, 1999). A kind of power, hence, inaccessible to their own political agents, as a way of structurally preventing the domination of the social ‘us’ –by the way, something entirely different from ‘dominance’ as ethological generic term for analysing other animal societies (vid. i. a. de Waal, 2007b; Drews, 1993)–.
1981; 1989; Shadle, 2002; 2008; Robinson and Scaglion, 1987), which were barely approached when dealing with the significant link between money and slavery, concluding the first part of the research. At this point, issues on judicial procedure, law enforcement and police will be regarded. But above all, Africa is the locus typicus of ‘divine kingship’; an institution bonded to sacrificial violence already by James J. Frazer (2005; cf. EvansPritchard 2011; Lienhardt, 1985; 1997; Girard, 2016). The aim of the tenth and final chapter is to start gathering together all the aforementioned issues. This task will rely largely on Giorgio Agamben’s reflections about ‘sovereign power and bare life’ and his idea of the State as a ‘state of exception’ (Agamben, 2002a; 2002b), which in turn was inspired by two authors as diverse as Carl Schmitt (2002; 2009) and Michel Foucault (2009; 2012). To put it briefly, whereas Schmitt judged sovereignty as the faculty to halt the law, Agamben found that such a faculty conceals not a sign of human society and politics but of religion, violence and otherness. This is essentially consistent with Walter Benjamin’s notion of ‘mythical violence’ and its significance at the core of every ‘discourse of order in the universe’ (Benjamin, 2001). It also explains why ‘divine kingship’ was so revisited thereafter; seeking in the body of such ‘marginal agents’, prisoners of their societies, the conditions of possibility for State formation (de Heusch 1987; 1997; 2007; Graeber, 2011a).
As was the case for the third chapter, the eighth one is again a sort of hinge. It will step aside from the ethnographic thread momentarily and set the stage for the last part of the research via Max Weber’s thought on two key issues: his theory of history, and the sociology of domination (Weber, 1956; 1975; 1978; 2012; Bendix, 2012). The first one allows us to reconnect the confrontation between holism and methodological individualism during the late nineteenth and early twentieth centuries in German and French academia (Menger, 2013; Tarde, 2011; Lazzarato, 2006; 2008; Nocera, 2008) with current ‘theories of practice’ (Giddens, 1992; 2002; Latour and Lépinay, 2009; Bourdieu, 2008; 2012; Magni Berton, 2008; Noguera Ferrer, 2003; Sahlins, 2008; Nogués Pedregal, 1990). By the same token, a dialogical praxeology consistent with Biology’s ideas on ‘punctuated equilibrium’ will be outlined in this chapter. The second issue will conclusively take us back to the conceptualisation of ‘power’ and ‘authority’ by means of one of the most influential formulations –that on Herrschaft types–. Its practical implementation will be problematised and, furthermore, alternative points of view will be provided from Sociology (Simmel, 1950) or Social Philosophy (Kojève, 2005; de Jouvenel, 2011; Arendt, 1961; Bertolo, 2005; Strahele, 2015).
Concluding remarks As said before, the contribution of this research engages firstly in delineating ‘power’ and ‘authority’ as radically different yet related and, to some extent, feedback phenomena: the former in the capacity of a ‘potential agent’ which could be expressed on many aspects and practices; the latter as a sort of social gravitation which influences, determines or decides the course of action of a subject depending on the ‘mass’ he or she culturally recognises in another agent. To begin with, this means that the Principle of Authority alludes to the surrounding agents of a given situation rather than to the focal one. Furthermore, it enables the definition of ‘domination’ as an authority distinctively coercive, backed by the threat of violence and hence cautiously detached from other kinds of social dominance.
In fact, problems in tracing empirically Weber’s ideal types were what led us to Legal Anthropology in the ninth chapter; particularly the blurring distinction between traditional and legal ‘domination’, or in other words, between ‘stable’ or ordinary forms of political authority. Seminal works by Bronisław Malinowski (1986a), A. R. Radcliffe-Brown (1986), E. Adamson Hoebel (2006), Max Gluckman (1961; 1963; 1965; 1973) or Lucy Mair (1961; 2001) will be critically discussed here. In doing so, the thread will return to Central African case studies (vid. i. a. Komma, 1992; LeVine, 1960; O’Brien, 1983; Maxon,
At the same time, throughout the first part of the study it was revealed that discourses around the ‘powerto-consume’ greatly transcend economy, and that authority is indeed typically constructed on the basis of transcendence. This transcendence is culturally built towards the aforementioned sovereign otherness, though as a general rule, human agents cannot reach it during his or her lifetime. The society of the ‘true’ humans appears therefore arranged discursively by means of setting the identity of ‘us’ –political protagonists– in a much wider xii
Summary ‘social universe’, where they cohabit and interact with other agencies, human and non-human, empirical and non-empirical, inside and outside the edges of such society. Practical reasons behind all this are not a matter of economics but of identity, given the fact that processes of identification are what orient individual actions and interactions through the social universe. In this sense, the need to overcome Todorov’s well-known dichotomy is crystallised in the formulation of a minimal cartography of identities capable of deeper practical analyses. Once at this point, the conclusion section shapes ‘legality’ and ‘legitimacy’ in an instrumental way, respectively as the proximal and distal ends of the ‘space of indeterminacy’ separating society –and ‘human’ cultural identity– from the rest of social universe. Two topological charts will allow us to map movement types summarising those interactions when regarding sovereignty. Thus, same devices structurally preventing domination among ‘us’, ‘true’ humans, will be ultimately discovered reproducing the exception which State society entails. An exception, on the other hand, that might have been structurally lengthened in ‘cataclysmic scenarios’, where a spatial or temporal blockage of human environment leads savage politics to an accident: where ‘nature-culture hiatus’ ordering savage behaviour dissolves; and what is central and marginal to humanity is confused and reversed in historical narratives. Clastrean insights acquire a more practical sense in this light, for counter-State operative logics continue to run in the background of every society, even after disaster. However, it is a pressing need to systematise such ‘perihistoric’ agencies and rationalities, making every effort to overcome ‘discourses of domination’, which interfere with our tools of knowledge. After all, they represent the overwhelming majority of human experience; and without them, nothing else can be understood.
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Introducción (Estado)→banda→tribu→jefatura→Estado
La mejor razón por la cual la monarquía es un gobierno fuerte es que es un gobierno inteligible. La mayoría de los humanos lo comprende, mientras comprende difícilmente cualquier otro. Se ha dicho con frecuencia que los humanos son gobernados por su imaginación; pero sería más cierto decir que son gobernados por la debilidad de su imaginación. La Constitución inglesa Walter Bagehot, 1867
Lo que sigue es un programa de investigación de casi trescientas páginas.
a sacarla de sí ya desde un principio. Podría decirse, pulsando ahora nuestra propia ingenuidad, que el efecto casi automático de enfocar lo más posible conceptos como «grupo doméstico» o «cotidianeidad» con miras a utilizarlos en el análisis transversal de las culturas, las sociedades y las historias de los grupos humanos resultó ser muy pronto su desenfocado, de tal manera que la única opción razonable para organizar lo aprendido resultó ser –igual de pronto– el dejar constancia del aprendizaje. Lo recogido en las siguientes casi trescientas páginas tiene el carácter de un programa de investigación, entonces, porque responde sobre todo a la exploración de las condiciones en que podría empezar a contestarse esa pregunta que no plantearemos.
Como todos los trabajos de este tipo, tiene su origen en una pregunta que sin embargo –confesémoslo ya– ni siquiera alcanzaremos a plantear en el cuerpo del texto. Fue la siguiente: teniendo en cuenta que el espacio que habitamos los humanos, o mejor, el espacio que construimos para poder habitar metafórica y literalmente, es un producto de la cultura que él mismo coadyuva a reproducir, ¿cómo interpretar a la vez la variabilidad y la reiteración de determinadas configuraciones materiales analizadas en la longue durée de la «historia social» que permite la disciplina arqueológica; por ejemplo en la cotidianeidad de las «situaciones domésticas»; y por ejemplo en el Mediterráneo occidental, entre que irrumpen y se colapsan el Estado romano o el Califato en las costas a día de hoy españolas?
1. Indisciplinados apuntes disciplinares
Rápidamente, puede anotarse alguna bibliografía para estas cosas: para la premisa mayor (vid. i. a. Rapoport, 1969; 2000; Hillier y Hanson, 1984; Kent, 1993; Blanton, 1994; Preucel, 2010; Hodder, 2012), para una excelente actualización del debate más concreto, en castellano (Vaquer, 2007; Bermejo Tirado, 2009; 2014a), para el proyecto a partir del cual echa a andar esta investigación (Gutiérrez Lloret y Grau Mira, 2013; Gutiérrez Lloret, 2012; Grau Mira, 2011; 2007); y por supuesto, cabría mucha más.
Pierre Bourdieu evidenciaba esto mismo cuando empezaba a reflexionar escribiendo –con esa particular sinceridad del trickster en el desconcierto del trabalenguas, del juego de reflejos y destellos y repeticiones y deformaciones, al amparo nada menos que del Finnegans Wake de James Joyce– que «el progreso del conocimiento, en el caso de la ciencia social, supone un progreso en el conocimiento de las condiciones del conocimiento», y que «por eso exige obstinados retornos sobre los mismos objetos» (Bourdieu, 2008: 9). Y si citarlo aquí supone ya de algún modo una precoz declaración de intenciones, la oportunidad no podía presentarse mejor, teniendo en cuenta que el «objeto» que concita nuestra reflexión –el de la Arqueología de la domesticidad– no sólo es un objeto harto frecuentado, sino que se desenfoca desplegándose en otros tantos objetos que lo son mucho más aun –la economía, el sustento, la familia, la riqueza, la sociedad, la política, el poder, etc.–; quizá porque, al fin y al cabo, cuando no es anticuarismo, la Arqueología solamente puede concebirse seriamente ocupada en la paráfrasis de aquel objeto que Eric R. Wolf llamó «la gente sin Historia». La historia de la mayor parte de la experiencia humana.
La cuestión era que, una vez advertidas las limitaciones de una Arqueología de la domesticidad que con demasiada frecuencia ha tendido a contentarse con el relato más o menos folklorista de la «vida cotidiana», cuando no con interpretaciones naíf, cuajadas de apriorismos inadvertidos o sencillamente, a veces huyendo de esto último, con la mera descripción y clasificación cronotipológica de las evidencias materiales en el marco de «horizontes culturales» inconexos (vid. López Lillo, 2013b), quedaba de manifiesto la necesidad de repensar las herramientas con que pensamos esa cuestión, o cualquiera, o la misma Arqueología; y esto obligaba 1
La política salvaje Porque el estudio de las lógicas que se reproducen en el seno de las instituciones que en cada universo cultural se significan con lo doméstico –o que nosotros, arqueólogos, historiadores, antropólogos, sociólogos, podemos reconocer y significar como tal; y esto supone otra declaración precoz– únicamente cobran su sentido en el estudio del entramado total de relaciones sociales a través del cual indefectiblemente se verifican.
conociendo del comportamiento de nuestra especie. Y hete aquí, oculta a plena vista, la única razón del todo indispensable: la unidad de la especie humana. Téngase en cuenta que incluso en este contexto histórico nuestro, el estudio antropológico de las sociedades complejas se justifica sobre todo por el hecho de que dichas sociedades no están tan organizadas ni tan estructuradas como sus portavoces quieren a veces hacernos creer [...]. El sistema institucional de poderes económicos y políticos coexiste o se coordina con diversos tipos de estructuras no institucionales, intersticiales, suplementarias o paralelas a él [...]. A veces estos grupos se adhieren a la estructura institucional. Otras veces, las relaciones sociales informales producen el proceso metabólico necesario para que funcionen las instituciones oficiales. (Wolf, 1990: 19-20)
El principio antropológico de esta investigación era más o menos obvio, siendo así. A fin de cuentas, las dificultades a la hora de interpretar lo que se ha calificado de «aspectos blandos» de la cultura, a partir de unos cuantos restos materiales conservados y recuperados siempre fragmentariamente (Mingote Calderón, en Gutiérrez Lloret, 2001: 126-128), constituyen un lugar común cuya paliación en el recurso a la «densidad» de otras aproximaciones disciplinares en absoluto se agota en los experimentos de la Etnoarqueología, sino que adquiere tintes fundacionales incluso más allá del ánimo científico del «Archaeology as Anthropology» de Lewis R. Binford (1962 para la primera edición) y el four fields approach estadounidense. En esta línea, mucho más recientemente, Chris Gosden (1999: 10, 22 y ss.) incidía sobre la raíz común que liga ambas disciplinas en la empresa colonial; no tanto porque el descubrimiento europeo de «los otros» fuera a proporcionar en lo sucesivo la base para analogías específicas como porque ese descubrimiento, la existencia de humanos que vivían de forma verdaderamente diferente a «nosotros», inauguraba la posibilidad de concebir con idéntica verdad otras formas otras. La Prehistoria se «inventa» entonces, entre la confusión o la fusión de eventos históricos y ficciones lógicas que proyecta la imagen del salvaje como «primitivo», y no es fortuito que de aquí se nutran, asimismo, Las Luces de Europa: los caníbales de Michel de Montaigne; Denis Diderot arengando a los hotentotes contra los agentes del imperio; aquel famoso «en el principio, todo el mundo fue América» de John Locke.
El problema es otro. Y si la Antropología suponía un principio adecuado es porque, construida como campo disciplinar en orbitación de la noción de otredad, del ser de «los otros», se ha jalonado de más o menos constantes –y más o menos acertadas– llamadas de atención en pos de relativizar los absolutos culturales sobre los que se formulaban sus instrumentos analíticos, aun percibiendo tanto la miríada de discursos a través de los cuales los diferentes grupos humanos organizan y explican su existencia, como la recurrencia con la cual se advierten dispositivos, complejos relacionales o, en definitiva, «estructuras» sociales y culturales semejantes a lo largo del registro etnográfico; y también del histórico. Justificada en la idea de «progreso» que caracteriza el pensamiento del s. XIX y se proyecta incólume en el XX, y todavía en el XXI, esta detección propició una serie de lecturas a rebufo de la Teoría de la evolución biológica según las cuales los diferentes grupos humanos avanzarían a distinta velocidad por la misma secuencia de estadios. De lo simple a lo complejo, invariablemente identificado –¿podría acaso haberse imaginado de otro modo?– con los sistemas socioculturales de los observadores, la progresión propuesta desde el estudio del parentesco por Lewis H. Morgan (La sociedad primitiva, 1877 para la primera edición, en inglés) «salvajismo→barbarie→civilización» redobló su influencia en el altavoz del marxismo, con la lectura engelsiana que sustancia el clásico El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884 para la primera edición, en alemán). De hecho, se operó en lo sucesivo un perfecto acompasamiento entre estas teorías evolucionistas y el enfoque economicista del materialismo histórico, buscando en el desarrollo de la producción y circulación de bienes la base de las organizaciones sociopolíticas que se entendían alzadas maquinalmente, pues, como reflejos superestructurales de las condiciones de ese desarrollo. Del lado de la Arqueología europea encontramos un correlato en
Desde luego, es un hecho incontrovertible el que «no hay razones para probar que la muestra etnográfica sea omnicomprensiva respecto a las formas de organización social, económica y política», como escribían Vicente Lull Santiago y Rafael Micó Pérez desde la Universidad Autónoma de Barcelona (2011: 226); pero de aquí a inferir que «asumir los modelos etnohistóricos constituye una confesión implícita de incompetencia por parte de la Arqueología», resultando que ésta «apenas ha desarrollado un cuerpo teórico y metodológico propio», hay un trecho mucho más díficil de salvar. Sobre todo cuando lo que media son unos instrumentos de análisis –en este caso, los de una versión particular de materialismo marxiano– batidos en la experiencia sociocultural unívoca de esa tradición europea que se iluminaba los tres últimos siglos de su historia; donde, entre otras cosas, una vez fosilizadas aquellas primeras imaginaciones de los salvajes en la matriz mitológica de la naturaleza y el orden del universo en que se fundan nuestras sociedades, raramente se ha actualizado con sinceridad comprensiva lo que vamos 2
Introducción: (Estado)→banda→tribu→jefatura→Estado las proposiciones de Vere Gordon Childe sobre las «revoluciones» neolítica y urbana; del de la Antropología estadounidense, la superación del molde unilineal dispuesto por los autores del cambio de centuria devolverá en las décadas centrales del 1900 un neoevolucionismo más flexible, con Leslie A. White y, sobre todo, Julian Steward a la cabeza. De todos modos, los postulados en que se radicaban estas nuevas ideas eran esencialmente idénticos a los anteriores, así que a las obsoletas fórmulas de progresión decimonónicas respondería ahora la secuencia «banda→tribu→jefatura→Estado» que, desde los trabajos del primer Marshall D. Sahlins y Elman R. Service (Sahlins y Service, 1960; Service, 1962; 1984), cosechará una enorme y duradera fortuna a la hora de aproximarse sociotipológicamente a los registros etnográfico y, quizá sobre todo, arqueológico (vid. i. a. Johnson y Earle, 2003; Hegmon, 2010).
Sea como fuere, no cabe duda de que esos debates encarnaron el revulsivo que en las décadas sucesivas avivaría la reinterpretación de las «jefaturas» como formación social también en otros escenarios históricos del continente americano anteriores a la invasión europea. Tal es el caso, por lo que toca a nuestra experiencia más directa, en prácticamente cada punto de la horquilla en que se divide el registro arqueológico de los Andes meridionales –i. e.: en los márgenes del foco de «estatización» regional, ubicado en torno al lago Titicaca– y en lo que a día de hoy forma parte del territorio argentino. Así, en los últimos años, se ha cuestionado desde la visión tradicional de los contextos Aguada de Ambato en tanto exponente convencionalmente asociado al –por lo demás harto problemático como descriptor cronológico– Periodo de Integración Regional de los ss. IV-X d. C. (Cruz, 2006; 2007; cf. Laguens, 2005; 2007), hasta el tipo de «centralidad» que cabe entender articulando el espacio político de las primeras comunidades aldeanas del Valle de Tafí, entre los ss. II a. C. y IX d. C. (López Lillo y Salazar, 2015; López Lillo, 2017); sin olvidar, por supuesto, al que sin duda es uno de los principales instigadores de esa reacción teórica en la Arqueología de América del Sur, Axel E. Nielsen (1995; 2006; 2010). Suya es, por ejemplo, la tan gráfica expresión de «pobres jefes» referida a aquellos de las sociedades del llamado auka pacha, anterior a la invasión del Inca que las vincularía determinantemente a la órbita de su Estado sólo unas décadas antes de aquella otra invasión de proporciones continentales.
Redondeando esta sucintísima historiografía por lo que nos va a ocupar, probablemente el flanco más débil de ese paradigma queda al descubierto en la sistematización de explicaciones de rango medio que conecten de forma parsimoniosa, por ejemplo, el paso histórico de las sociedades de tipo «banda-tribu» al llamado «Estado arcaico» –lo mismo se podría decir del «Estado arcaico» al «Estado moderno», pero por ahora dejémoslo ahí–; es decir, en la definición de la «jefatura», o más concretamente, del «jefe» en tanto agente social centralizador o catalizador político (vid. Carneiro, 1981; Earle, 1997; Gledhill, Bender y Larsen, 1988; Prince y Feinman, 1995). Y probablemente el mejor intento por solventar este problema sin llegar a quebrar definitivamente todo el horizonte interpretativo haya sido la formulación de la Teoría procesual-dual, ya a mediados de la década de 1990.
Pero también en la arqueología del Viejo Mundo se dejó sentir esta corriente, en especial tras la implementación del concepto de «heterarquía» de la mano de Carole L. Crumley (1995; cf. Arnold y Gibson, 1998), si bien su ámbito de aplicación ha tendido a limitarse al análisis de la «complejización social» en el tránsito de la Edad del Bronce a la del Hierro, y sobre todo al mundo céltico. En la fachada atlántica de la Península Ibérica, este modelo se ha empleado convincentemente en la periferia tartésica (Rodríguez Díaz, 2009; Duque Espino, Rodríguez Díaz y Pavón Soldevila, 2012-2013), y aunque en general, en la mediterránea, la interpretación de los grupos humanos del Tercer y Segundo Milenio discurre por otros derroteros teóricos (vid. i. a. Chapman, 1991; Lull et al., 2009), en los últimos años se han multiplicado los intentos por reformular las herramientos de análisis desde una perspectiva más atenta a la agencia de las mayorías sociales en los procesos de estratificación (vid. Cruz Berrocal, García Sanjuán y Gilman, 2013), al menos hasta el arribo y consolidación del Estado romano. Pero sin duda, el principal impulso a ese horizonte crítico corrió de cuenta de uno de los equipos de mayor proyección nacional e internacional en la Arqueología española actual: el del Incipit-CSIC de Santiago de Compostela, dirigido por Felipe Criado Boado (vid. i. a. Parcero Oubiña, 2003; Ayán Vila, 2008; Parcero Oubiña y Criado Boado, 2013). Alcanzaron allí a incorporar muy tempranamente elementos de la Antropología anarquista de Pierre Clastres, con miras a afinar la interpretación
Aplicada originalmente a la arqueología de los procesos de urbanización de Mesoamérica, esta teoría ha supuesto un giro definitivo hacia la ponderación sistémica de estrategias en la emergencia y el mantenimiento del liderazgo dentro de grupos humanos prehistóricos. Concretamente, como tendremos tiempo de ver en detalle, estrategías «reticulares» u horizontales, basadas en la monopolización del contacto con elementos alóctonos en un movimiento que conduciría en último término a la cristalización de «grandes tradiciones» culturales, y «corporativas» o verticales, basadas en la capitalización de las relaciones parentales y de significación colectiva en el interior de la propia comunidad sociopolítica. Algo más críticos se comenzarán a mostrar otros arqueólogos enrolados en la misma efervescencia, como es el caso de Timothy R. Pauketat (1992; 1994; 2007); quizá porque a diferencia de la contraparte que le presentaban las llamadas «altas culturas» del centro de México, su caso de estudio en las riberas del Mississippi de los ss. IX-XVII d. C. supone lo que se consideraban y consideran ampliamente procesos de estatización fallidos, aun a pesar de haber alcanzado –principalmente en las ruinas de Cahokia, cerca de la actual St. Louis (Missouri)– estándares similares a los del «preclásico» Monte Albán o del «clásico» Teotihuacán. 3
La política salvaje de las lógicas políticas ordenando el tejido social de los grupos no estatistas del pasado (Criado Boado, 2014), y con ello se anticiparon al «redescubrimiento» de un autor cuyos planteamientos sólo en los últimos años comienzan a adquirir una dispar atención dentro de diferentes tradiciones y problemáticas del panorama arqueológico mundial (Angelbeck, 2010; Angelbeck y Grier, 2012; Borck y Sanger, 2017: con bibliografía; cf. Bettinger, 2015). Un autor a quien nos referiremos en lo sucesivo, casi como un hilo conductor, en varios de nuestros argumentos.
hay conocimiento que no descanse en la injusticia», llegó a argumentar sobre los usos de la historia aquel celebrado Michel Foucault (1978: 28), «el instinto de conocimiento es malo –hay en él algo mortífero, que no puede, que no quiere nada para la felicidad de los hombres [sic, por “los humanos”]–». Contra eso reaccionaba violentamente dicha parte de la academia primero, entonces; negándolo todo como un intento por afirmarlo todo en la experiencia humana. Cada variación cultural no prevista entre las estrecheces teóricas del materialismo. Pero volviendo sobre lo escrito en aquella ocasión (López Lillo, 2013c: 41),
En cualquier caso, muchos de los trabajos que acabamos de citar tampoco suponen una crítica profunda al economicimo sobre el cual se levantan los paradigmas interpretativos tradicionales, en parte porque terminan –o directamente empiezan– circunscribiéndose a problemáticas más o menos locales sin llegar a emprender un «camino de vuelta» que retroalimente comprensiva y decididamente los modelos teóricos en instancias más generalistas; a «escala humana», se podría decir. Y buena cuenta de ello la da el hecho de que, aun en fechas muy recientes, lo común sea encontrar conceptuados tanto el siempre pobremente definido «poder», como su correlato en la desigualdad social, en términos de «emergencia» o «creación» histórica (vid. i. a. Price y Feinman, 2012). No deja de ser, de alguna manera, efecto de una versión arqueológica de la misma «vergüenza disciplinar» que advertía Maurice Bloch (2005: 1-19) atenazando un necesario replanteamiento de la Antropología; o en palabras de otro antropólogo (Graeber, 2011b: 19), una manifestación más del consenso intelectual tácito solidificado en la academia anterior a la crisis financiera de 2008, sobre la incoveniencia de abordar «grandes preguntas». Pero sucede que, como concluía este mismo autor, desde entonces, «crecientemente, parece que no tenemos más remedio que hacérnoslas».
lo que no podían pretender los posmodernos es que su rechazo –ya táctico, ya axiomático– de la escala humana fuera seguido a pies juntillas por un desinterés generalizado en desentrañar cómo funcionamos y hemos funcionado en tanto especie; y en la improbable medida en que ese desinterés se produzca, y que definitivamente valga todo, las explicaciones generalizadas seguirán recurriendo a modelos y paradigmas que descuidan en la esclerosis progresista todo el acervo positivo de buena parte de lo que hoy sabemos y sí podemos percibir. Y éste sí empieza a ser el problema que anunciábamos al principio. Sobre todo cuando los procesos históricos que tratamos de analizar se localizan en instituciones que se desarrollan habitualmente al margen de su formalización en unos «discursos del poder» que a lo sumo las capturan –y les influyen, o determinan, o deciden– en idealizaciones puntuales, muy, cuando no definitivamente alejadas de la realidad de la práctica. De este modo, podría decirse –de hecho, se nos ha dicho– que la ilación de las problemáticas que abordaremos a lo largo de esta investigación nos irá inscribiendo en ese ánimo posmoderno, escéptico y deconstructivista; crecientemente preocupado por las significaciones. A fin de cuentas, lo que aquí acabaremos proponiendo es la disolución de toda aproximación sociotipológica en una antropología de las «lógicas operativas» y sus constelaciones situacionales.
Lo que queda entremedias es la desastrosa digestión que el mal llamado posmodernismo viene realizando de lo que haríamos mejor en empezar por ceñir a una profunda «crítica contextual» operada a partir de los años de 1970 –«mal llamado» porque, como ya hemos escrito en alguna ocasión, su definición en negativo coadyuva a desdibujar los márgenes entre propuestas contextualistas radicalmente diferentes–. El «giro lingüístico» tiene mucho, prácticamente todo que ver en esto. Desde su extremo idealista, allende el estructuralismo, se ha asistido a una fragmentación narrativa de los discursos histórico y antropológico la cual, en palabras de uno de sus más acérrimos detractores, va «mucho más allá del reconocimiento de un sesgo debido al observador en el planteamiento y la realización de la indagación científica [para postular que] la ciencia no se acerca más a la verdad que cualquier otra “lectura” de un mundo incognoscible e indeterminable. No puede demostrarse nada; no puede desmentirse nada; la verdad es una “ficción convincente”» (Harris, 2004: 153-159). Más acá, sucede que la asunción de ese giro detecta una conexión íntima entre el saber y el poder, la razón y la dominación: «no
Pero esto no supone desconocer los anclajes de la realidad, como tampoco lo suponía para la Física la Teoría de la relatividad formulada entre 1905 y 1915, sino advertir que puede que ni los unos ni la otra se resuelvan en la linealidad en que se creía. Y con todo, lo paradójico del asunto es que cualquier intento por reparar la sordomudez con que se siguen tratando, de un lado, las grandes estructuras colectivas que organizan socialmente los grupos humanos y, del otro, el comportamiento y el cálculo individuales, constituye en puridad un «tema» moderno: rescata, de alguna manera, las discusiones que enfrentaron todavía a principios del s. XX a Émile Durkheim con el desdeñado Gabriel Tarde; o en general, aun antes, la parte austriaca del Methodenstreit que, a pesar de haber influido decisivamente sobre los fundadores de la Sociología alemana –o quizá 4
Introducción: (Estado)→banda→tribu→jefatura→Estado por haber influido sólo en ellos–, quedaría encerrada en el estudio de las sociedades capitalistas, y especialmente en el de su economía.
Sucede que, como apunta Frans de Waal en sus reflexiones desde la primatología (2002: 18 y ss.): Las definiciones raras veces son neutrales; son el espejo de toda una forma de ver el mundo, [y] tras las actuales guerras culturales, el debate se limita nada menos que al lugar que ocupa la humanidad en el cosmos [...]. No resulta nada difícil encontrar una definición de cultura que excluya a todas las especies excepto a la nuestra. [Pero] las definiciones restringidas descuidan los fenómenos límite y los precursores, confundiendo a menudo la punta del iceberg con el todo. Por eso, al decir –como algunos han dicho– que cuando no existe enseñanza ni instrucción no tiene sentido hablar de cultura, inmediatamente se está excluyendo multitud de rasgos culturales humanos.
El acierto de autores como Bourdieu desde Europa o, desde América, un Sahlins más maduro que su anterior versión evolucionista, consiste en arribar a una definición de las «estructuras del contexto» mediadas pero no decididas por la cultura que, a través de los procesos de socialización, ligan colectivamente pero de una manera plástica a los individuos que componen un grupo humano dado. De esta manera, podríamos decir que todas esas instituciones y estructuras no son sino el reflejo de su propia replicación en la práctica; a la vez condicionadas por y condicionantes de la acción como manifestación histórica discreta; actualización puntual del equilibrio ecológico en el cual se reproduce dicho grupo. Así que, de tener que buscársele calificativos, ¿no sería entonces más justo jugar a llamar este ánimo «pluscuanmodernismo»?
Una analogía adecuada sería aquélla por la cual solamente se entendiera como «comer» la ingesta de alimentos en que se emplean cubiertos –continúa su argumento de Waal–, de tal manera que fuera fácil distinguirnos incluso de otros grupos humanos, pero realmente difícil explicarnos, y mucho menos explicar nuestra historia más allá de esa distinción.
2. Un lenguaje común, o advertencia sobre las culturas humanas El concepto de «cultura» sigue siendo, de todos modos, el eje a través del cual se vertebra cualquier análisis social de la historia de los grupos de nuestra especie. Ya Bronisław Malinowski (1984 [1944]: 25-26) sostuvo cómo «el aspecto científico de todo trabajo antropológico reside en la teoría de la cultura»; una teoría que, en virtud de la unidad biológica de la especie, han de compartir en sus postulados mínimos –en sus principios y lógicas– todas las disciplinas ocupadas de uno u otro modo en dichos análisis; y a decir verdad, dejando de lado la discusión sobre las condiciones del carácter científico, la enseñanza principal de aquel «giro lingüístico» únicamente vendría a subrayar que la cultura específicamente humana –puede que genéricamente humana– es una cultura semiótica. Que, parafraseando la famosa cita de Clifford Geertz en La interpretación de las culturas (1973 para la primera edición, en inglés), los humanos somos animales que vivimos insertos en tramas de significación que nosotros mismos hemos tejido y, debería de añadirse, tejemos constantemente de nuevo al vivir. Ahora bien, ¿qué implica esto necesariamente y qué no?
En una escala mayor, o más sofisticada, éste es precisamente el efecto que producen los paradigmas de interpretación materialista que persisten en el desconocimiento de la contextualidad en que operan todos los «sistemas culturales de percepción-clasificación» humanos, incluido el propio; y a instancias de los discursos del poder que ordenan nuestra sociedad, encierran la mayor parte de la experiencia humana en la intrascendencia; se apropian culturalmente de «la realidad» reproduciendo inadvertidamente la racionalidad de ese discurso frente a los demás. Como decir que las diferentes progresiones sociales imaginadas por los evolucionistas se construyen quizá inadvertida pero indefectiblemente sobre una oposición binaria, fruto de la negación del «nosotros» en «los otros», y por eso encuentran serios problemas en medio de sus modelos teóricos. Como escribir, en fin, que la secuencia de la imaginación es más bien «(Estado)→banda→tribu→jefatura→Estado». Frente a esto, de Waal opta por reducir su definición al mínimo común denominador que permite transitar entre una infinidad de conductas observadas en cada vez más especies de mamíferos y aves: la cultura es la trasmisión de adaptaciones al medio a través de la interacción social, y no de la replicación genética. Ni más ni menos. «La cultura es una forma de vida compartida por los miembros de un grupo pero no necesariamente por los miembros de otros grupos de la misma especie [...]. La forma en la que los individuos aprenden unos de otros es algo secundario, pero el hecho de aprender de otros es un requisito fundamental» (ibíd.: 38).
Alejándonos de lo inmediato para ganar proyección en la respuesta, merece la pena dedicar siquiera unas líneas a las opiniones de la Biología en un sentido –el de los etólogos– radicalmente diferente al que acostumbra a permear cada tanto las disciplinas ocupadas en el estudio de fenómenos estrictamente humanos –el de los genetistas–. Lo es sobre todo porque, a pesar de ser evidente a todas luces, siquiera en el rumor de la sospecha, que la dicotomía «naturalezacultura» encierra una aporía desde el momento en que no son términos comparables ni oponibles en igualdad –pues sin el recurso a agencias sobrenaturales, la una sólo puede pensarse como un acontecimiento de la otra–, su distinción persiste con fiereza en todo lo que nos atañe.
Acercándonos un poco más a nuestra respuesta, ése era también el camino señalado por autores tan poco 5
La política salvaje Fig. I.2a. Una idealización del continuum de las vocales. Imaginar las vocales como dispuestas en un triángulo tiene la ventaja de llamar la atención sobre las continuidades en que se verifican realmente los sonidos que nuestro cerebro distingue del resto como los fonemas de una lengua. A su vez, esto constituye una buena analogía de la forma en que operan nuestros «sistemas de percepciónclasificación» culturales también sobre todo lo demás, incluyendo –por supuesto– las herramientas teóricas empleadas en cualquier análisis de las culturas, sociedades e historias de los grupos humanos».
Fig. I.2b. Sistema vocálico valenciano. Nótese cómo las vocales semiabiertas y semicerradas únicamente se distinguen en la lengua escrita cuando las reglas de acentuación gráfica imponen una tilde. En cualquier caso, el uso dialectal puede llegar a variar considerablemente a lo largo del país; por no mencionar que, más allá, algunas variedades catalanas añaden una octava «vocal neutra» a su sistema, entre [ə] y [ɐ], por lo demás carente de cualquier marcación ortográfica.
sospechosos de idealismo como Richard Dawkins, cuando escribía que «las máquinas de supervivencia [i. e.: los seres vivos desde el punto de vista del acervo genético que conservan y reproducen] que pueden simular el futuro se encuentran un salto adelante de las que sólo pueden aprender sobre la base del ensayo»; que «la evolución de la capacidad de simular parece haber tenido su culminación en el conocimiento subjetivo»; y que «quizá la conciencia surja cuando la simulación cerebral del mundo llega a ser tan compleja que debe incluir un modelo de sí misma» (Dawkins, 1985: 87). De aquí en adelante se despliega la semiosis humana; y es a partir de ahí desde donde han de rearmarse las disciplinas que estudian las culturas, las sociedades y las historias de nuestra especie. Porque lo que exigen esas «grandes preguntas» a las que volvemos a vernos cada vez más abocados es un rearme, nunca desechar sin más herramientas conceptuales que se demostraron cruciales a la hora de aproximarse a determinados problemas históricos, y de actuar con ellas sobre la realidad.
como significaciones culturales–. Descubriremos que ese «hiato» identificado entre ambas es parte fundamental de la «condición humana» por razones muy diferentes a ninguna soberbia científica o moderna. Lo segundo, lo que no implica necesariamente la crítica contextual, más vale dejárselo a un rudimentario pero eficaz ejemplo en el tono lingüístico que la concitó originalmente: preguntados por el número de vocales que existen, la mayoría de castellanohablantes suele apresurarse en contestar «cinco»; unos cuantos titubean y añaden «cinco, en castellano». Puede entonces recurrirse a un diagrama para explicar que «la realidad» de las vocales suele representarse en síntesis como una especie de triángulo en cuyos extremos se encuentran únicamente /a/, /i/, y /u/ (fig. I.2a), y que existen lenguas tan difundidas como el quechua, el aimara o el árabe que reconocen idealmente –fonológicamente– sólo esas tres, aunque pueden duplicar tal cifra distinguiendo vocales cortas y largas. Lo interesante de este triángulo es que uno sólo tiene que jugar a posicionarse como si fuera a pronunciar una /i/, pero tratar de articular desde la laringe una /a/, para apercibirse de que el sonido obtenido se asemeja en mayor o menor medida a una /e/: lo que ocurre es que «la realidad» de las vocales es en cierto sentido un continuo que el castellano segmenta para crear una distinción significativa entre su «vocal abierta» y cada una de sus dos «vocales cerradas», pero de la misma manera, sobre ese mismo continuo, por ejemplo, los catalanohablantes del País Valenciano identificamos dos
Por lo pronto, lo primero que cabe colegir de todo ello, como poniéndonos sobre aviso de las dimensiones del palimpsesto antes de concluir esta introdución, es que la relación de los términos de aquella dicotomía «naturaleza-cultura» no se agota, en nuestro caso y frente a las licencias que pueden llegar a tomarse los biólogos, resumiendo el uno en el otro –la cultura como acontecimiento de la naturaleza–, sino que se presenta a su vez retorcida sobre sí misma –la naturaleza, y la cultura, 6
Introducción: (Estado)→banda→tribu→jefatura→Estado
Fig. I.2c. Carta de los sonidos vocálicos. Modificado a partir del original de la Asociación Fonética Internacional, ©2015 bajo licencia CC BY-SA 3.0, disponible en http://www.internationalphoneticassociation.org/content/ipa-chart. Cuando aparecen en parejas, los símbolos de la derecha corresponden a vocales redondeadas. Téngase en cuenta, además, que sobre esta base aun cabría añadir ciertas variaciones que el alfabeto fonético internacional representa –ya sea en transcripciones fonéticas, indicadas entre corchetes, como fonológicas, entre barras– mediante la adición de otros signos diacríticos y suprasegmentales.
Sin embargo, nuestra problemática no se agota en la distinción «fonética-fonología», reconocida y vulgarizada por un autor tan influyente como Marvin Harris –aquel detractor del posmodernismo que citábamos arriba–; y menos aun se reduce a una cuestión de preeminencias, de la realidad o de las ideas culturales sobre la realidad a través de las cuales interactuamos a fortiori los humanos. De hecho, ni siquiera lo hace la fonología en la formalización de nuestros idealismos, siendo que el mismo castellanohablante cuya razón reconocía cinco vocales puede, como en el caso de nuestros vecinos murcianos, emplear gramaticalmente el doble, por ejemplo para indicar el número en su flexión nominal. Tampoco la comunicación humana se agota en la lingüística, sino que incluye asimismo, por ejemplo, aquellos «aspectos duros» de la materialidad tal como lo entendieron ya, entre muchísimos otros, Gordon Childe y la New Archaeology (vid. Gutiérrez Lloret, 2001: 91 y ss.).
segmentaciones significativas que distinguimos entonces como «vocales semiabiertas» y «vocales semicerradas», obteniendo en nuestro sistema un total ideal de siete (fig. I.2b). Nada de ello es óbice para que el aparato fonador sea capaz de articular y articule habitualmente diferentes sonidos o fonos vocálicos que sencillamente el cerebro no distingue como fonemas independientes sino, en todo caso, como alófonos; aunque tal vez pudiera aprender a distinguirlos, si fuera preciso, como al estudiar una lengua extranjera. Tampoco lo es para que estos sonidos estén más o menos limitados materialmente –fonéticamente– por las capacidades físicas de ese aparato (fig. I.2c). Se trata, pues, volviendo a las generalidades, de que las culturas humanas «significan» determinados tramos del continuum de lo real –¡y de lo simbólico, y de lo imaginario!– de tal modo que un individuo «endoculturado» puede percibir sus diferencias respecto de otro tramo, y clasificarlos distintivamente, bien por defecto o bien cuando le es preciso hacerlo.
Con todo ello se entiende mejor por qué ha de elevarse al total de la experiencia humana lo que Malinowski entendía para el procedimiento científico: «observar significa seleccionar, clasificar, aislar sobre la base de la teoría» (Malinowski, 1984: 32). Obviamente, la diferencia entre la académica y cualquier otra forma de observación de la realidad parte de una retroalimentación crítica y permanente de nuestras ideas y «segmentaciones» en base a aquellas condiciones del conocimiento de que hablaba Bourdieu. Suele decirse para otras disciplinas que el ánimo de esto apuntaría en último término a la predictibilidad fenoménica; pero no es lo único; y si a día de hoy tendemos a aceptar que la seguridad de lo que sabemos
Iniciábamos esta investigación con Walter Bagehot descubriéndonos el «gobierno de la –falta de– imaginación», pero también podríamos haberlo hecho con la famosísima clasificación que Jorge Luis Borges achacaba a un apócrifo Emporio celestial de conocimientos benévolos en «El idioma analítico de John Wilkins», en cuyas remotas páginas se habría explicado que los animales se dividen entre: 1. los pertenencientes al Emperador; 2. los embalsamados; 3. los amaestrados; 4. los lechones; 5. las sirenas; 6. los fabulosos; 7. los perros sueltos; 8. los incluidos en aquella clasificación; 9. los que se agitan como locos; 10. los innumerables; etc. 7
La política salvaje es sólo una función dependiente de la probabilidad de que se demuestre falso en un futuro, quizá sucede que la posibilidad de predecir no es más que una forma extrema de falsación. La seguridad del conocimiento depende entonces, en resumidas cuentas, de su capacidad para explicar esa «fenomenología» comprendiéndolo sistémica y parsimoniosamente todo. Y en lo que aquí nos atañe a arqueólogos, antropólogos, historiadores o sociólogos, bien podríamos suscribir en adelante las intenciones de Louis Dumont (1979: 307): «la unidad del género humano no requiere que se reduzca arbitrariamente la diversidad a la unidad, solamente que se pueda pasar de una particularidad a la otra, que se dediquen tantos esfuerzos como sea necesario para elaborar un lenguaje común donde todas puedan ser descritas».
de una «re-segmentación» de algunas de nuestras categorías analíticas fundamentales en la medida en que se demostrarán más un obstáculo que una herramienta útil a la hora de plantear esos tránsitos culturales cuya necesidad reclamaba Dumont. Se divide por eso en dos partes a pesar de su continuidad argumental, casi discursiva: una «arqueología» de la economía y otra de la política. Ambas se dividen, a su vez, en cinco capítulos que se mueven desde la exploración hacia la proposición de una manera –ciertamente– más o menos desordenada; porque al comenzar a pensar se asume siempre una cantidad indeterminada de principios que sólo empiezan a trastabillar a medida que se los pone al descubierto, tratando de fijar su uso, de modo que un problema, un debate, conduce a otro. Los intentos por clarificar las funciones económicas cuyo desempeño define a los individuos trabados en situaciones domésticas nos llevarán, en el primer capítulo, de la crítica del concepto de «trabajo doméstico» a la más abarcativa propuesta de la economía dual, preocupada por la integración de los llamados sectores capitalista y subsistencial en vísperas de la descolonización de la segunda mitad del s. XX. Esta dicotomía nos remitirá incidentalmente a otra de raíces mucho más profundas en el pensamiento sociológico: la construida en la oposición «comunidad-sociedad»; pero sobre todo, dado el carácter de ese segundo sector y sus agentes, abrirá las puertas a la exploración de algunos temas fundamentales en torno a los Peasant Studies, ya en el segundo capítulo. Así, hilvanados en el redescubrimiento académico de los trabajos escritos por el agrónomo ruso Alexander V. Chayánov en los convulsos años de su Revolución, se repasarán los pormenores de su «lógica económica campesina» de base familiar, pero también las reflexiones teóricas de la primera Escuela de Chicago y la historia de las folk societies según las conceptualizó Robert Redfield, el muy anterior Methodenstreit a partir del cual se refunda la concepción liberal de la Economía, las disquisiciones de Vilfredo Pareto sobre las «acciones no lógicas» o las de James C. Scott sobre la dimensión moral de todo esto.
3. Ordenar el discurso: sumario y plan del libro Lo que proponemos en esta investigación es una disolución también en este sentido, o una genealogía. Comparte de hecho con la arqueología foucaultiana ese «cierto encarnizamiento en la erudición» y, desde luego, su oposición al idealismo y los «indefinidos teleológicos». Especialmente, al idealismo inadvertido en las indefiniciones. Si interpretar fuese aclarar lentamente una significación oculta en el origen, sólo la metafísica podría interpretar el devenir de la humanidad. Pero si interpretar es ampararse, por violencia o subrepticiamente, de un sistema de reglas que no tiene en sí mismo significación esencial, e imponerle una dirección, plegarlo a una nueva voluntad, hacerlo entrar en otro juego, y someterlo a reglas segundas, entonces el devenir de la humanidad es una serie de interpretaciones. Y la genealogía debe ser su historia. (Foucault, 1978: 18) Esto nos conducirá hasta una noción que va a demostrarse clave en esa historia: la de accidentalidad. La accidentalidad de los hechos y de las instituciones; la accidentalidad del Estado, por poner un ejemplo rotundo dentro de esa otra forma de concebir la evolución de nuestra especie; la accidentalidad, incluso, de las disciplinas académicas en que también se fragmenta y pierde lo que nunca debimos dejar de entender –o deberíamos más pronto que tarde entender– como fragmentos de una Etología humana. Porque en cualquier caso, como decíamos, puede trazarse en ello la divisoria de las actuales corrientes contextualistas, más allá de la cual la ignorancia tampoco salvó a nadie de la dominación, y quizá por eso la versión bourdieuana de este mismo enfoque genealógico recela igualmente de las indefiniciones de Foucault (Bourdieu, 2014: 163; cf. Vázquez García, 1999: con bibliografía).
La cuestión es que, para ese momento, la necesidad de desbordar los límites disciplinares de la Economía para comprenderla funcionalmente comenzará a sernos evidente, por ejemplo a la hora de encapsular la propia identidad campesina, y a fortiori, la proyección histórica de las lógicas operativas que se definieron primero a su través. Por eso el tercer capítulo constituye una especie de gozne argumental, en el cual se recurre definitivamente a la oikonomía que Aristóteles problematizó al hilo de la política ciudadana griega; y que, especialmente debido a la turbación que los usos del dinero supusieron para el estagirita, Karl Polanyi llegó a considerar el verdadero «descubrimiento» de la economía tal como la conocemos a día de hoy. No por nada, esa turbación a propósito de la crematística había inspirado buena parte de lo dicho por Karl Marx sobre los tipos de circulación mercantilista simple (M1→D→M2) y capitalista (D1→M→D2). Implicará
Lo que proponemos en esta investigación es, entonces, una disolución o una genealogía. Pero lo es en la intención 8
Introducción: (Estado)→banda→tribu→jefatura→Estado también, por lo que a nosotros respecta, la incursión en un primer espacio propositivo dedicado a distinguir sistémicamente las nociones de poder y autoridad; como para explicar por qué resulta erróneo concebir esas dos circulaciones independientemente; o por qué el intercambio monetarizado entraña de por sí un potencial mutante que se desarrolla contra la «doctrina indigenista» de una ciudad imposible, o al menos inexistente, ya en tiempos de Aristóteles.
con mayor claridad, por más que no sea en absoluto el único y, de hecho, en este punto de la investigación se le dedique quizá más tiempo a la Costa Noroeste de Norteamérica. Veremos por doquier cómo este vínculo se manifiesta en las dinámicas agonísticas propias de unas jerarquizaciones en disputa mejor sistematizadas a través de la noción dumontiana de «englobamiento del contrario», pero sobre todo, que tales procesos se han verificado típicamente en los márgenes operativos más que en el interior de las sociedades propiamente dichas. El dinero se perfilará, entonces, no como el clásico facilitador del trueque, sino como un signo del «poderconsumir» jugado sobre la vida social que se extiende entre «nosotros» y «los otros»; y Jean Baudrillard; y especialmente Georges Bataille tendrán mucho que decir sobre esto. Y aun ese segundo Godelier, sobre el dinero como manifestación de lo imaginario en dichos márgenes. Y descubriremos así, aun más allá, que los discursos a través de los cuales todos los grupos humanos explican la sujeción de sus sociedades al orden del universo –incluida, por supuesto, nuestra Economía– describen una misma topología, apuntando en el fondo a un mismo problema múltiple: el de la identidad.
Los dos últimos capítulos de la primera parte forman una –por lo demás, extensa– unidad con sentido propio, que se abre anunciando la necesidad de superar el debate formalista-sustantivista en la aproximación antropológica a la economía y se cierra con la necesidad de descartarla definitivamente como punto de partida del análisis social. Constituyen juntos, de este modo, el núcleo de lo positivamente aportado al respecto y sus conclusiones principales, y por eso casi permiten una lectura independiente del resto. Allí se abordarán algunas de las piezas argumentales más determinantes, como la «surplus controversy» en la que se cuestionó la tendencia maximizadora universal asumida desde Adam Smith, o las «geometrías» que autores de la talla de Polanyi, Sahlins y Graeber compusieron a propósito de las diferentes relaciones económicas y, en especial, de la reciprocidad. Por ese camino se volverá sobre los debates en torno a la intensificación política de la Modalidad Doméstica de Producción que, particularmente centrados en la etnografía de las jefaturas oceánicas, supusieron del lado de la Antropología el abandono de los presupuestos materialistas para uno de sus otrora campeones, Maurice Godelier, y del de la Arqueología, la formulación de la ya mencionada Teoría procesual-dual. También la Teoría de la circunscripción con que Robert L. Carneiro trató de explicar las «complejizaciones sociales» de la Prehistoria –y que bien podría representar el colofón del planteamiento ecologicista– se repensará a la luz de estas consideraciones.
Descartada por tanto la objetividad económica como principio de los porqués sociales, en la segunda parte de la investigación aquella «arqueología» de la política se ocupará básicamente de las condiciones de posibilidad para la emergencia del Estado. A fin de cuentas, «economía» y «Estado» son probablemente los fenómenos que mejor resumen la organización de nuestras sociedades; y era preciso entenderlos o desenfocarlos no sólo para remontar la de las demás en el registro histórico y etnográfico, sino atentos a las advertencias de Wolf que citábamos más arriba, desarrollándolas, lo era para esquivar la acostumbrada idealización de unas y otras organizaciones de los grupos humanos en relación de exclusión mutua –sociedades con Estado frente a sociedades sin Estado; bandas, tribus, jefaturas: «salvajes»–. Sin embargo, a pesar de su convergencia en la arena política, también en este caso «economía» y «Estado» aparecerán como fenómenos hasta cierto punto independientes. O mejor: independientes en sus orígenes. Mutaciones que atañen a diferentes dispositivos en la estabilización de la reproducción de un grupo humano dado en el medioambiente que habita, y al contrario de lo que solemos asumir, no son necesariamente explicables entre sí, ni reducibles el uno al otro.
Puesto todo junto, comenzará a bocetarse una historia de las sociedades humanas que las entiende moviéndose arrítmicamente entre fases sistólicas y diastólicas, como en un proceso de retroalimentación positiva cuya sinusoide estaría determinada por las adaptaciones culturales a un medioambiente que es también la propia cultura. Donde estrategias corporativas y reticulares se activan alternativamente en pos de la dominancia; y «pinzan» en ciertas situaciones, en la construcción de sus discursos políticos, algunas de las prácticas que nosotros asociamos restrictivamente con la economía. Pero ese entendimiento necesitará todavía profundizar en la lógica de tales discursos considerando, a la vez, un artefacto económico crucial: el dinero.
El hilo argumental se curvará entonces hacia la comprensión del «poder» y lo que lo rodea, empezando por seguir las tempranas intuiciones de Bertrand Russell. Serán ellas las que nos lleven a repasar, en los capítulos sexto y séptimo, algunos episodios históricos a propósito de la colonización europea de la Melanesia, tratando de aislar los puntos del orden político indígena que interceptan efectivamente los invasores en el curso de la integración a sus Estados: el «estado de gracia» del cazador de cabezas; la mímesis misional; los llamados «cultos del cargamento». Las noticias
Probablemente el punto de partida más adecuado para esto lo proporcionó Paul Bohannan al reflexionar sobre las «esferas de intercambio» desde su experiencia de campo con los habitantes de las llanuras del Benue, en el actual Estado de Nigeria. No por nada, África es uno de los lugares donde el estrecho vínculo entre el dinero y las «deudas de vida» se detectó etnográficamente 9
La política salvaje principio lógico de un Estado cuya política tendría todavía que descarrilar en el equilibrio de la tensión «legitimidadlegalidad» para instituir en su seno la dominación tal como la entendemos. La explotación de «nosotros», los humanos.
que recurrentemente informan de la identificación de los europeos con fantasmas o ancestros adquirirán en este contexto un sentido muy distinto a la tantas veces pretendida ingenuidad salvaje, remitiéndonos más bien a la activación empírica de un tipo de poder relacionado ontológicamente con la otredad y, por tanto, inaccesible para los agentes políticos en la norma de sus tradiciones culturales.
Todo junto supone un volumen de información considerable, de citas y recursos de autoridad, que no siempre será fácil manejar para disucurrir a su través –por no hablar de la cantidad ingente de autores y obras que no hemos alcanzado a incorporar a la reflexión, advertida o inadvertidamente–. Como decíamos al empezar, en general el criterio seguido será el de hacer partícipe al lector de nuestro propio aprendizaje, aunque obviamente, la necesidad de redondear nuestros argumentos nos ha obligado a recurrir por momentos a una especie de «narración en espirales»; y a entretejerla de remisiones a éste o aquel epígrafe; en el que se trató o en el que se tratará ésta o aquella cuestión al hilo de lo dicho. Otro tanto sucede con un aparato de notas que excede en mucho lo meramente testimonial y accesorio, para abrirse en un segundo nivel de lectura donde se escapa del orden del discurso y se puede, así, además de ampliar determinados aspectos colaterales, enfatizar y proyectar las líneas principales del argumento más allá de lo inmediato. Ensayarles conexiones diferentes. Dudar.
Como el tercero, el octavo volverá a ser en cierto modo un capítulo bisagra, en el cual la Etnográfia se deja a un lado temporalmente para sentar las bases del último tramo de la investígación utilizando las enseñanzas de Max Weber a propósito de dos temas clave: la teoría de la historia y la sociología de la dominación (Herrschaft), parte de su postumamente publicada Economía y sociedad (1922 para la primera edición, en alemán). Por lo pronto, esto nos permitiá reconectar las discusiones que enfrentaron a holistas e individualistas metodológicos a caballo de los ss. XIX y XX con las modernas «teorías de la práctica», y con ello, trazar las líneas principales de una praxeología dialógica consistente con las ideas de la Biología sobre el «equilibrio puntuado». Pero más allá, los problemas de casación práctica de los tipos ideales weberianos –y particularmente la distinción entre la legal y la tradicional, formas estables o «cotidianas» de dominación según el planteamiento del alemán– desembocarán, ya en el noveno capítulo, en una discusión crítica de la Antropología jurídica de la mano de los trabajos seminales de Malinowski, A. R. Radcliffe-Brown, E. Adamson Hoebel, Max Gluckman o Lucy Mair. Esto nos devolverá a los casos de estudio etnográficos del África central, que fueron apenas sobrevolados rastreando las significaciones de la esclavitud al final de la primera parte del estudio. Ahora se abordarán las formas y procesos de enjuiciamiento, de aplicación de la ley y el derecho, y de policía; pero sobre todo, África representa el locus typicus de la figura del «rey divino» que ya James G. Frazer asoció a la violencia sacrificial, en un mismo principio, en las páginas de La rama dorada (1890 para la primera edición, en inglés).
Y a decir verdad, este «carácter hipertextual» del texto hace más significativo el haberse tropezado, casi al final de su redacción –y ahora, al final de esta introducción–, con la declaración solemne con que Julio Cortázar dio inicio a su Imagen de John Keats, allá por 1951-1952. El no poder evitar traerlo a colación a saltos un poco por lo mismo que Bourdieu mentaba a Joyce, y asumir entreveradamente, en ese espacio liminar de la citación, que también «aquí se habla de un pasado con lenguaje de presente»; que también guía estos impulsos una «fidelidad de girasol». También estas sustancias confusas de pronto se antojan ordenadísimas y es resultado esto, ante todo, de la mayor libertad de expresión posible. De la sinceridad, también, que implica dejarse llevar completa, rigurosa y decididamente por las preguntas que se nos plantean. «Y con esto, librito, ábrete a los juegos».
El propósito del décimo y último capítulo será el de indicar el camino por el cual comienzan a reunirse todas estas problemáticas. Esa tarea descansará en buena medida en las reflexiones de Giorgio Agamben sobre el poder soberano y la nuda vida, y en su idea del Estado como «estado de excepción», concitada a su vez por las intersecciones en el pensamiento de dos autores tan diversos como Michel Foucault y Carl Schmitt. En resumidas cuentas, mientras este último juzgó la soberanía como la capacidad para detener el derecho, Agamben detectó tras esto no un signo de la sociedad y la política humanas, sino de nuevo, de la religión, la violencia y la otredad; algo que es esencialmente coherente con la «violencia mítica» de Walter Benjamin y su significación en el núcleo de todos los «discursos del orden en el universo». Y que explica también el motivo por el cual la «monarquía divina» ha sido revisada posteriormente por antropólogos como Luc de Heusch o Graeber, apenas hace unos años, buscando en el cuerpo de esos «agentes marginales», prisioneros de sus sociedades, el 10
PARTE I UNA ARQUEOLOGÍA DEL PORQUÉ DE LA ECONOMÍA
1 El «trabajo doméstico» desenfocado
Hasta aquí, todo parece más o menos obvio: «los arqueólogos excavan viviendas y artefactos domésticos, no unidades sociales. Hemos de inferir las unidades habitacionales [dwelling units] desde el registro material; y entonces, inferir los grupos domésticos [households] desde las unidades habitacionales» (Wilk y Rathje, 1982: 618).
más de las veces nos basta con dejarlo suspendido entre las potentes ambigüedades que permite su definición en la base de la reproducción de la sociedad en la cotidianeidad; en la definición de la «identidad primaria de los individuos en función de su ubicación dentro de [un] tejido conectivo polifuncional, a partir de criterios directamente relacionados con la procreación» (Grau Rebollo, 2006: 19)– toda una tradición materialista continúa pugnando por buscar esas prácticas domésticas en la economía.2 Sin embargo, si la noción aislada de cohabitación se mostraba desde el principio insuficiente en tanto que a fuerza de toda experiencia se sabía atravesada de ulteriores consideraciones anclándola más allá del mero espacio compartido, tampoco su deslizamiento al plano económico va a quedar exento de una buena cantidad de problemas. Y al final, el menor de ellos acabará por sernos –eso vamos a tratar de demostrar a lo largo de la primera parte de esta investigación– la determinación de las funciones exactas que han de desempeñar en sentido económico un grupo de individuos que cohabitan en un espacio culturalmente significado como familiar, que procrean y, en su reproducción, empiezan y permiten también todas las demás reproducciones sociales, para poder considerarlos analíticamente trabados en una situación doméstica.
Lo cierto es que la cohabitación forma parte intrínseca de nuestra idea de domesticidad al menos desde los tiempos en que Lewis H. Morgan trataba de fijar a su través aquel escurridizo «comunismo en la vida» de Houses and houselife of the American aborigines (1881 para la primera edición), y esto, a efectos disciplinares, bien puede valer por decir «desde siempre». De hecho, si faltaba entonces alguna pieza del rompecabezas del que todavía seguimos discutiendo era la flexibilidad analítica que introduciría el concepto de «grupo doméstico» a partir de mediados de la pasada centuria, como tomando distancia de la familia estudiada en términos de parentesco (vid. i. a. Souvatzi, 2008; Bermejo Tirado, 2014b: con bibliografía). Y si aquel texto seminal firmado en 1982 por Richard Wilk y William L. Rathje al que nos acabamos de referir, permitía perfilar esta situación como un nudo de elementos sociales –la demografía del grupo, su número, sus relaciones–, materiales –la vivienda, las áreas de actividad, los artefactos– y conductuales –las prácticas desarrolladas en su seno–, justo un año antes, y cien después que Morgan, en una de las introducciones a la materia con mayor predicamento a día de hoy (Antropología histórica de la familia, 1981 para la primera edición, en francés), Martine Segalen hacía partir su propia definición de «grupo doméstico» ya directamente desde el espacio vivencial compartido; aunque fuera para remarcar acto seguido cómo esto no basta para definir casi nada por sí solo (Segalen, 2004: 37 y ss.; cf. Laslett, 1972).
medida nos sumaremos a esa evitación del abordaje frontal y profundo de las problemáticas que plantea el parentesco, queremos pensar que porque la mayoría se baten sobre todo en el desarrollo contextual de las preguntas que nos van a ocupar aquí, y las que no, aquí también, escapan a nuestras posibilidades: «ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión». 2 Desde luego existe una base para hacerlo, aunque pase precisamente por las particularidades de la sexualidad humana a través de la única «división del trabajo» entre adultos omnipresente en el registro etnográfico. «Charlotte Perkins Gilman [Mujeres y economía: Un estudio sobre la relación económica entre hombres y mujeres como factor de la evolución social, 1898 para la primera edición, en inglés] noted that humans are the only species in which the sex-relation is also an economic relation», recordaba el primatólogo Richard W. Wrangham (2010: 152) al hilo de su hipótesis sobre el papel de la cocina en el desarrollo de nuestro género desde –opina– Homo ergaster-erectus. Respecto a la domesticidad en particular, este profesor de la Universidad de Harvard se pregunta: «why [...] is the “culinary project” so often social, if it does not need to be? Relying on cooked food creates opportunities for cooperation, but just as important, it exposes cooks to being exploited. Cooking takes time, so lone cooks cannot easily guard their wares from determined thieves such as hungry males without their own food. Pair-bonds solve the problem. Having a husband ensures that a woman’s gathered foods will not be taken by others; having a wife ensures the man will have an evening meal» (ibíd.: 154), cosa que reporta a la postre más beneficios para éste que al contrario –no en vano, el autor era ya famoso por escribir junto a Dale Peterson Demonic males: Apes and the origins of human violence (1997 para la primera edición)–; y aunque el relato es sin duda sugerente, y el procesado de alimentos debió de ser fundamental en la evolución humana, presenta todavía ciertos problemas más allá de las dificultades para probar arqueológicamente el manejo del fuego en la cronología propuesta. Cf. el modelo planteado por Chapais para la evolución del emparejamiento estable (vid. inf., cap. 4.3, nota 31).
Con el parentesco fuera de juego –a veces debido menos a su cierta intangibilidad en el registro material que a una oportuna maniobra de evitación de un debate antiguo, complejo y políticamente sensible,1 cuando sucede que las 1 Tómese por caso el descargo con que Domíguez Rodrigo (2006: 5-6), profesor de Prehistoria en la madrileña Universidad Complutense, sintió que debía de comenzar a hablar sobre El origen de la atracción sexual humana: «ésta es una obra políticamente incorrecta [y] va a suscitar numerosas críticas. Constantemente asistimos a interpretaciones de la realidad social actual fundamentada en reconstrucciones idealizadas de un pasado en el que el mensaje es políticamente claro: si el pasado fue mejor, no hay justificación para que el presente no lo sea»; muy al contrario, opina el prehistoriador, se trata de «comprender cuál ha sido nuestro proceso evolutivo y justificar que el presente deba ser más justo y solidario porque así lo requiere nuestro estado evolutivo actual [o seámos realistas: porque así lo requerimos nosotros, los humanos de la actualidad], no porque así era originalmente». Por lo demás, en buena
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La política salvaje De hecho, si la caracterización del «grupo doméstico» –y antes de la familia, o de la casa– como agente en el proceso económico siempre ha sido unánime, el debate de antropólogos, sociólogos e historiadores se puede centrar todavía hoy en la determinación de las funciones que asume en este ámbito o, más concretamente, en la transformación de los equilibrios entre ellas; por supuesto: unos equilibrios que habrían venido alterándose especialmente a partir de la industrialización.
va a afectar innegablemente a las actividades productivas desempeñadas por el grupo doméstico, tal y como ha estudiado Hans Medick (1986) para la familia protoindustrial, en tanto que supone la desvinculación de la tierra más o menos acelerada de un cada vez más amplio estrato social y, con ello, la pérdida del tradicional control del grupo doméstico sobre las condiciones inmediatas de la producción y del abastecimiento directo de, al menos, parte de los productos necesarios para su mantenimiento; en definitiva: la introducción masiva en una economía de mercado autorregulado basada en un patrón monetario (vid. Johnson y Earle, 2003: 266-268) y la consiguiente generalización del salariado y de su lógica. Pero asumir que una variación en las actividades concretas que se realizan en el marco de la institución doméstica equivale a un desplazamiento de la función económica real que cumple sólo es posible cuando los instrumentos analíticos que se emplean están diseñados para operar a una escala y con unos intereses supradomésticos –i. e.: muy lejos de los objetivos de los individuos que componen una situación doméstica dada, y de su cotidianeidad–. Dicho en otras palabras: en la comprensión de la forma en que determinada sociedad estructura un proceso productivo para obtener un producto dado, puede ser determinante el porcentaje de acciones que se realizan dentro de los márgenes de lo doméstico como institución, y el de las que son realizadas en otras instituciones; pero deberíamos de preguntarnos, con independencia de dónde se realice y de si es un proceso controlado por entero internamente o una concatenación de acciones integradas en esas instituciones, ¿cambia la función económica del grupo doméstico analizado desde sus propios intereses si en ambos casos la lógica que anima la acción de sus miembros es exactamente la misma, motivada por el objetivo de abastecerse de ese producto?
Dado este marco es evidente que va a jugar un peso decisivo la idea de ruptura, de excepcionalidad, en buena parte heredada de unos esquemas que combinan el evolucionismo con la tan manida concepción de «progreso» decimonónica –en este caso hacia las doctrinas liberales a propósito del individuo en sí mismo y, a su través, la sociedad de mercado que lo integra con el resto (vid. inf., cap. 5.6)–, al punto que al menos desde mediados del siglo pasado el análisis de la función económica del grupo doméstico casi equivale a la evaluación de cuán profundo es el cambio en la ordenación y significación del hecho doméstico entre las sociedades partícipes y no partícipes de dicho modo de producción. Y siendo así, de nuevo evidentemente, la discusión va a acabar retrotrayéndose a la forma en que se entiende la economía, sus instituciones y sus procesos, en el estudio de los grupos humanos. La asimilación de los conceptos y las formas de la disciplina económica moderna para el análisis sociológico, aportada entre otros por autores como Talcott Parsons (vid. Parsons y Smelser, 1965), se halla en la base de la caracterización, en principio aún mayoritaria, de ese «grupo doméstico» industrial como una unidad de consumo que, en contraposición a los de sociedades de base agraria, habría perdido su faceta productiva. En este sentido se expresó no hace mucho Jack Goody (2001: 24) y, en definitiva, es la idea de fondo de la obra colectiva Historia de la familia (Burguière et al., 1988). Se trata, esta última, de un ensayo especialmente significativo, en la medida de su aproximacion sistemática y global; recogiendo en un mismo trabajo las problemáticas diacrónicas del estudio de la familia, por más que se optara para ello por un manifiesto acotamiento de los modelos de análisis a las problemáticas de su propio contexto cultural. Desde luego que esta opción de aproximación parcelada no es para nada sorprendente en la actual tónica académica. Por eso permite consideraciones igual de generales: tal premisa explica ya buena parte de la resultante sensación de dislocación para la contemporaneidad que, en su formulación más radical, había devenido en las tesis de la Sociología estadounidense de corte parsoniano sobre el repliegue en la esfera afectiva de una domesticidad nuclear hasta cierto punto aislada socialmente y marginada de la esfera económica, algo que se ha venido combatiendo y matizando fuertemente en los estudios de la segunda mitad del s. XX a la vez que se volvía la vista cada vez más –o, como poco, alternativamente más– hacia los elementos de continuidad.
Y todavía este problema de enfoque se extiende más allá de un simple matiz de significación en el momento en que se corrobora que estos grupos domésticos funcionan alternando el marco institucional en que operan sus miembros para cubrir sus necesidades sin que se pueda establecer claramente una pauta general basada en el tipo de actividad en sí. Que, con las herramientas del análisis económico moderno vertidas directamente al estudio de los grupos humanos, la misma acción puede ser considerada tanto «productiva» –que genera un bien o un servicio con valor económico– si se da inserta en el mercado y a cambio de un valor monetario, como «no productiva», si se realiza en y para el consumo directo del grupo doméstico, por más que éste, de no asumirla en su trabajo, tuviera que contratarla en el mercado. Es precisamente esta alternancia la que, en último término, alerta de una manera más obvia sobre los desajustes en la valoración económica del grupo doméstico industrial y urbano moderno como una unidad de consumo exclusivamente, en tanto que las actividades que por defecto se le siguen considerando propias y, en consecuencia, pudieran agruparse bajo la denominación de «trabajo doméstico», en algunas circunstancias simplemente se consideran «trabajo».
En efecto, el cambio en la ordenación social de la economía que acompaña al proceso de industrialización 14
El «trabajo doméstico» desenfocado Pero la sistematización en modelos para contextos muy ajustados practicada en Historia de la familia –en el último tramo de la obra algunos de apenas veinte años–, junto con un objeto que ultrapasa la esfera económica en mucho para centrarse de forma especial en la estructura compositiva y la construcción simbólica de la familia, sobre explicar de una manera muy detallada las variaciones en la participación de los miembros del grupo doméstico en el empleo asalariado (Segalen, 1988: 405-406, 414-418; Varenne, 1988: 436-438; Kerblay, 1988: 469-473; Gaunt y Gaunt, 1988: 486-492; Segalen y Zonabend, 1988: 516-520), deja en buena medida fuera de plano su función económica de fondo, la cual, vuelta a componer sobre esas bases, irremediablemente queda asimilada «ante todo [a] una unidad de consumo» (Burguière et al., 1988: II, 543). Y esta explicación de la pérdida de enfoque parece tanto más justificada en cuanto que, de vuelta a la Antropología histórica de la familia de Segalen, concebida como un estudio más corpóreo del tránsito hacia la contemporaneidad, reflexionando sobre estas mismas bases la autora llegara a la conclusión de que «al no ser objeto de una monetarización, el trabajo familiar no entra dentro de la contabilidad familiar, contrariamente al autoconsumo agrícola o al trabajo ejecutado en el seno del hogar por una asistenta», de manera que si tuvieran que contabilizarse, pondrían en duda la «supuesta “pérdida” de las funciones de producción de la familia contemporánea» (Segalen, 2004: 216).
ocupación exclusiva, y así, resultaba esperable que la recién adquirida posición de centralidad de la mujer como objeto de estudio deviniera en un replanteamiento profundo de su papel económico. Además, el enfoque de género suma a su –aparente– aplicabilidad inmediata al análisis social del hecho doméstico un buen punto de sincronía con las preocupaciones interpretativistas de la «posmodernidad», en un entendimiento que arranca precisamente en la definición misma del género como una construcción cultural. Sin embargo, en última instancia, tal vez este ceñimiento a un objeto de estudio convertido en principio y fin de la preocupación analítica sea también el escollo final hacia una eventual reconceptuación global de la lógica en que se inserta dicho «trabajo doméstico». Quizá sea Christine Delphy, referencia clave en la construcción teórica del feminismo materialista durante la década de 1970, el exponente más claro de este problema. Sus estudios sobre la naturaleza económica del «trabajo doméstico» (Delphy, 1982a; 1982c) van a partir de la detección de ciertas irregularidades y vacíos en su definición, empezando por señalar cómo si «por una parte, se trata de un trabajo y ésa justamente es la razón de que se le preste atención, por otra parte, es gratuito y ésa es justamente la razón de que el reconocimiento de que se trata de un trabajo no sea inmediato y constituya un gran paso adelante», para fijar a continuación su primer objetivo en «demostrar [...] que las características económicas del trabajo doméstico desbordan ampliamente el contenido clásico y se aplican a “trabajos” considerados no domésticos, y por otra parte, que esas características no se aplican necesariamente a toda actividad doméstica en el sentido técnico» (Delphy, 1982c: 37-38). O en otras palabras: constatar que la valoración social como productivas o no productivas de las actividades entendidas como «trabajo doméstico» no sólo es aleatoria sino que, además, su conceptuación misma descansa sobre una base débil, no claramente centrada ni en el tipo de acción, ni en el sujeto que la realiza, ni tampoco en la institución marco.
1. La economía sexuada A pesar de que, como veremos, se han dado aproximaciones desde ámbitos, objetos de estudio e intereses diversos que han acabado por converger apuntando hacia lo que podríamos entender como una lógica económica doméstica, lo cierto es que en la sociología de las últimas décadas se destaca decisivamente una sobre el resto: la insoslayable «corrección analítca» de la figura de la mujer como agente social al mismo nivel que el hombre. No en vano, a nadie escapa que la mayoría de las actividades que pensamos bajo el concepto de «trabajo doméstico» venía siendo desempeñada tradicionalmente por el componente femenino del grupo doméstico,3 en determinados modelos incluso como
Desde nuestra perspectiva, Delphy incurre en dos errores fundamentales en el desarrollo de su discurso. El primero va a venir de una justificación organizada en torno al sistema de categorías económicas de la contabilidad del gobierno del Estado4 –francés en este caso– la cual, para el momento simbólica como «centro de este dispositivo familiar», sublimada como madre y esposa (Segalen, 1988: 405; cf. Segalen, 2004: 186-187); o aun la recuperación y generalización de este status femenino en la segunda mitad del s. XX y con la llamada expansión de las clases medias, al punto que, a propósito de la sociedad estadounidense de la segunda posguerra, se ha escrito que «la recuperación de la paz fue simbolizada por la imagen de la mujer en el hogar» (Varenne, 1988: 436). 4 Si en sus primeras incursiones sobre el tema («El enemigo principal», 1970 para la primera edición, en francés) ya se pueden rastrear los márgenes de una concepción de la economía inmanente a su sentido «político», en una articulación directamente dependiente de la «gratuidad» en términos exclusivamente monetarios del «trabajo doméstico» (Delphy, 1982a: 13, 16, 19-20), en posteriores estudios («Travail ménager ou travail domestique?», 1978 para la primera edición, traducido solamente como «Sobre el trabajo doméstico») la profundización definitiva en esta línea se materializará en el uso de los datos del Institut National de la Statistique et des Études Économiques francés como principal puntal de referencia para la conceptuación
Esto es tan obvio que podría rayar la perogrullada aducir estudios que lo justificaran. Sin embargo, sí es interesante detenerse a valorar la trascendencia de que se dota a la situación contraria, por ejemplo, en el contexto protoindustrial de los trabajadores artesanales por cuenta ajena aún insertos en el mundo rural donde se llegó a «traspasar los límites de la tradicional división del trabajo por sexos y edades», dotando a estos grupos domésticos de «una flexibilidad en la división de las responsabilidades de los miembros de la familia mayor que la que era tradicional en las familias de campesinos propietarios» (Medick, 1986: 97). Y es trascendente en tanto que esto «determinaba también el comportamiento de los miembros de la familia fuera de la esfera de producción [...], particularmente, el consumo y las actitudes y relaciones sexuales» (ibíd.: 99), dando pie a lo que los autores de la época denominaron, no sin cierta reprobación, sociabilidad plebeya. Del otro lado queda, ya en la centuria de 1800, «la retirada de la mujer burguesa de la vida profesional» que la llevará a su construcción social
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La política salvaje en que escribe la autora, computa positivamente parte de la producción de autoconsumo de los grupos domésticos rurales para el PIB de modo que, efectivamente, sólo va a permitir una definición en negativo del «trabajo doméstico»:
momento que su objeto de estudio es –nuestra propia imagen cultural de– la «mujer», hemos preferido esbozar en lo posible las líneas generales de su planteamiento sin hacer mención al género del sujeto que realiza la acción, tratando de remarcar hasta qué punto esta circunstancia de predeterminación va a parcializar sus conclusiones en lo que sigue. Así, la puesta en evidencia de un conjunto de operaciones no computadas en términos de análisis económico ni percibidas social y automáticamente como productivas, pero que encierran indudablemente un «sentido económico» para la institución doméstica dentro de la cual se realizan, va a llevarle, de la mano de una aplicación bastante rígida de las relaciones de producción en términos marxistas, a la formulación de un «modo familiar de producción» en coexistencia con el «modo industrial» (Delphy, 1982a: 22); fórmula, esta última, que utiliza la autora para englobar indistintamente a las sociedades contemporáneas organizadas según el capitalismo y las que, sobre todo hasta la última década del pasado siglo, lo hacían según el modelo de socialismo de Estado.
La definición del autoconsumo contabilizado parece ser, por tanto, la de toda producción agrícola autoconsumida menos la producción que se autoconsume en todas las familias, rurales y urbanas. Esta definición parece demostrar que se están aplicando indebidamente los criterios urbanos a las familias agrícolas. Según estos criterios, la producción se efectúa fuera de la casa y todo lo que se realiza en el interior de la casa se considera no productivo. (Ibíd.: 44) El «trabajo doméstico» aparece consiguientemente como «la producción que se autoconsume en todas las familias» y esto le da pie a la francesa para descartar una explicación más sencilla, fundamentada en la institución en cuyo seno se desarrolla la actividad en sí. El razonamiento desde este punto va a resultar estricta, y casi solamente, lógico:
El segundo error será, entonces, el de aplicar un filtro previo de corte sexista bajo su definición de «trabajo doméstico», que únicamente considerará como las actividades realizadas por mujeres. Y es que, sobre el ya citado e indiscutible tradicional peso específico femenino, entendemos que esta premisa olvida las actividades definidas en los mismos términos pero realizadas por hombres y, en definitiva, el sentido nuclear que tiene la suma no sólo de ambas, sino también de las desarrolladas por los mismos sujetos dentro de las instituciones específicamente económicas.
Aunque se considere que la familia urbana no es productiva, en realidad sí lo es [...]. Nuestra hipótesis es que el motivo de que no se considere productivo y no se contabilice el trabajo doméstico es que éste se realiza gratuitamente –en el marco de la familia–, que no está remunerado y en general tampoco se intercambia. Y ello no es consecuencia de la naturaleza de los servicios que lo integran –puesto que todos estos servicios pueden encontrarse en el mercado– ni de la naturaleza de las personas que lo prestan –puesto que la misma mujer que cocina gratuitamente [...] en su casa recibe remuneración en cuanto lo hace en otra casa–, sino de la naturaleza particular del contrato que vincula a la trabajadora –la esposa– a la familia. (Ibíd.: 45)
Pero volvamos sobre la perspectiva analítica desde la que está observando Delphy. Como decíamos, asumidas las bases de la economía contabilizada al nivel del Estado y por su gobierno, detectada la inestabilidad en su uso del concepto «producción» y habida cuenta de la irrelevancia contextual del trabajo masculino no asimilado socialmente a ámbitos estrictamente económicos para el modelo doméstico desde el que escribe la autora, le va a ser posible articular un razonamiento lógico aunque equivocado, en tanto no somete estos instrumentos a ningún tipo de contrastación ulterior. Efectivamente, desde el feminismo materialista se está poniendo de manifiesto una discriminación genérica en la esfera económica y en relación al «trabajo doméstico», pero incluso de su propia argumentación es fácil concluir que, en el fondo, la definición de estas actividades recae en el «campo de la significación». Que se trata de un problema profundo de valoración social más en la línea de un discurso emic, según la terminología del más o menos compatible materialismo cultural antropológico,5
A pesar de que, obviamente y en tanto que declarada militante feminista, Delphy no esconde en ningún terminológica (Delphy, 1982b: 38). Nótese que, paralelamente, también Segalen nos dejaba entrever más arriba valoraciones en este sentido, por ejemplo en la idea de que el trabajo familiar no entra en la «contabilidad familiar» por no estar monetarizado, cuando a todas luces debe de hacer referencia a la «contabilidad estatal»; y es que no escapa a ningún grupo doméstico que cualquier objeto o servicio necesario no cubierto por sus miembros deberá de obtenerse contra valor monetario en el mercado, lo cual se tiene sin duda presente en su organización económica. En cualquier caso, este error es especialmente significativo en el caso de Delphy en tanto que pretende la aplicación de los principios propuestos por Marx en su análisis económico, mientras olvida por completo que: «la forma “acabada” que revisten las relaciones económicas tal como se presentan “en la superficie” en su existencia concreta, es decir, tal y como se las “representan” los agentes de estas relaciones y los que las encarnan cuando intentan comprenderlas, es muy distinta de su “estructura interna”, esencial pero oculta, y del “concepto que le corresponde”», según escribió el propio autor alemán en su Contribución a la crítica de la economía política de 1859, y recordó Godelier (1976: 314-315) –a quien corresponden los énfasis de la cita– al abordar la relación entre las disciplinas que estudian la organización de los grupos humanos y la economía.
5 El par conceptual emic-etic fue introducido en la antropología cultural de mediados del s. XX desde la lingüística como una herramienta para la caracterización de los informes etnográficos, si bien pronto van a encontrarse variaciones más o menos determinantes en lo que los diversos autores entienden cuando hacen uso de él, y especialmente respecto a las posibilidades concedidas a los análisis etic desde posicionamientos
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El «trabajo doméstico» desenfocado que de una relación de explotación económica de tipo clasista de un género sexual sobre otro, aprehensible mediante herramientas de análisis estructural, como las pretendidas. Es esa pretensión, esa aceptación tácita y sin reservas de unas categorías a las cuales nunca se les problematizan los anclajes culturales, la que condiciona todo el desarrollo teórico.
consumo a la unidad doméstica– exigen el estudio del reparto»; pero «utilizar la familia como unidad no permite estudiar el consumo familiar, sino únicamente el consumo de agregados de familias. Lo que se estudia, o puede estudiarse, ya no son las familias en sí, sino de qué modo se agrupan o en que se diferencian. El único reparto de que se ocupan explícitamente estos estudios es “la comparación de los niveles de vida de las distintas categorías [de grupos domésticos]”» (Delphy, 1982b: 5253). Lamentablemente, la autora se abstiene de vincular ambos planos en sus trabajos, que únicamente guardarán la idea en común de la preeminencia social masculina. Y es que en definitiva, el estudio del comportamiento económico unitario del grupo doméstico, el cual no hay que olvidar que adopta para el caso del consumo aparentemente sólo en tanto que se trata de un recurso común entre los sociólogos, escapa abiertamente a sus intereses investigadores.
No deja de ser remarcable, en este sentido, que Delphy también aborde la última cuestión en el artículo «La función del consumo y la familia» (1975 para la primera edición, en francés), en el cual, partiendo de la asunción generalizada del grupo doméstico como una unidad de consumo, critica la falta de estudios a escala intrafamiliar: «la familia desempeña para éstos [sus miembros] el papel de “instancia de reparto”. La utilización del término consumo implica el estudio del consumo individual y la práctica seguida en la observación del consumo –la atribución de cualquier
En lo sucesivo, Susana Narotzky aportará una propuesta analítica mucho más convincente desarrollando esta última línea de crítica contra «una tendencia a “homogeneizar” el hogar [considerado] como una “unidad” de consumo, no como un haz de relaciones entre personas reunidas en torno a un “proceso” complejo de consumo» (Narotzky, 2004: 172). Con ello, la profesora titular de la Universidad de Barcelona se sumaba a la denuncia del tratamiento de las situaciones domésticas según el modelo de la «caja negra», que opaca las relaciones en su interior y permite rastrear sólo la cuenta de ingresos y gastos en sus bordes. Declaraba: «a fin de comprender los diversos procesos de consumo que se nos plantean, debemos procurar desvelar las relaciones de poder y de riqueza que existen “en el interior” de la unidad doméstica, y luego ir más allá del hogar, siguiendo la circulación de los recursos entre las personas y los hogares a través de redes ajenas al mercado» (ibíd.: 173). Sin embargo, del otro lado, la manifiesta dificultad a la hora de dirimir la validez general de las perspectivas interpretativas conflictivistas o de las armonicistas más allá de, precisamente, la valoración absolutamente contextual de unas prestaciones que no circulan, ni se producen ni se consumen de forma cuantificable según criterios objetivos externos –como es el caso de las mercantiles–, evidenciará más pronto que tarde las flaquezas de todo ese espectro de análisis reacios a abandonar de una vez por todas la estrecha base del materialismo marxiano.
teóricos más sensibles a las dinámicas de la «semiosis cultural», con su extremo distal en los viejos idealismos. Así, por ejemplo, se han señalado los problemas de la primera adaptación de las ideas de fonemic y fonetic –fonológico y fonético, respectivamente, en castellano– realizada por Kenneth Pike (Language in relation to a unified theory of the structure of human behavior, 1954 para la primera edición) empezando por la imposibilidad de establecer una correlación directa entre el concepto de estructura, en función del cual las definía, en Lingüística y en Antropología (Harris, 1987: 492-493). Usamos aquí el término según la última formulación de Marvin Harris, quien, en síntesis, entiende que «los enunciados emic describen los sistemas sociales de pensamiento y comportamiento cuyas distinciones, entidades o “hechos” fenoménicos están constituidos por contrastes y discriminaciones percibidos por los propios participantes como similares o diferentes, reales, representativos, significativos o apropiados», mientras que «los enunciados etic [...] dependen de las distinciones fenoménicas consideradas apropiadas por una comunidad de observadores científicos» (Harris, 2004: 29 y ss.). Cf. en cualquier caso el excelente comentario que, desde la Universidad Autónoma de Barcelona, hiciera Aurora González Echevarría de esta «dicotomía metodológicamente errónea» (2009: con bibliografía). De entre sus conclusiones, más nos valdría tener presente para el futuro un apunte al hilo de las implicaciones de la terminología al uso en la imaginación analítica que construimos disciplinarmente de nuestras sociedades y de las demás: «lo que llevó a hablar del parentesco como infraestructura y como superestructura, como transversal a la economía, la política y la religión, fue considerar al tabinau de los yap [austronesios habitantes de uno de los archipiélagos occidentales de las Islas Carolinas; entre otras cosas, célebres en tanto fue el grupo desde el cual comenzó a relativizar las categorías y procederes tradicionales de la antropología del parentesco David M. Schneider (A critique of the study of kinship, 1984 para la primera edición)], y a muchas otras instituciones de muchas otras culturas, una institución “de parentesco”. La perspectiva cambia “si definimos el dominio teórico trascultural del parentesco” – como el relativo a la organización sociocultural de reproducción por procreación, es decir, de la reposición de los miembros del grupo a través de la generación, la circulación y la crianza de los niños [...]– y estudiamos aquellos elementos o aspectos del tabinau que tienen que ver con el parentesco así definido. Otros elementos tendrían que ver con la antropología económica –definida la economía a la manera de Weber o de otro modo–, otros con la antropología política, etc. Creo que pura y simplemente la antropología clásica del parentesco ha confundido el carácter poliédrico, plurifuncional, polisémico de cualquier institución de cualquier cultura –el tabinau yap, la casa gallega, el taravad nayar, el etungu ndowe, el parentesco, utilizado como “término folk”– con las características del parentesco –si se lo define y mantiene como “término teórico”–» (ibíd.: 118-119). A fin de cuentas, con ello, González Echevarría nos pone definitiva aunque tempranamente sobre la pista de un «poder» –el poder interrumpir la percepción del flujo continuo en que acontece a nuestro alrededor la realidad, para crear significados– cuya exploración justificará en último término, casi obligará en el desarrollo de nuestra investigación, a entender el Estado para entender cualquier otra cosa.
El tema evidentemente da mucho más de sí; de hecho, se podría decir que la primera parte de esta investigación tratará, sobre todo, de «desenfocarlo» al punto de hallarle una nueva luz. Por el momento, quizá puede ser interesante remitir aquí a la reivindicación que Enrique Mayer (2002: 5-6, 42, nota 1) hará, desde una posición no por ello menos crítica, de un aspecto del modelo de «caja negra» que las aproximaciones más radicalmente individualistas –como la del feminismo de Delphy, en este caso– han tendido a descuidar sin mayores miramientos: la tremenda y tremendamente recurrente llamada de atención que supone sobre la existencia práctica –y en tanto tal, situacional y 17
La política salvaje miembros del grupo doméstico, más que en el de un grupo doméstico como unidad la cual, en los contextos industriales y urbanos de los últimos dos siglos, únicamente aparecería en un segundo plano y de forma esporádica. Esto no es óbice, sin embargo, para que de alguna manera sí subyazca esa idea de «corporeidad», de cuerpo social –y de ahí la justificación tácita de su opacidad analítica–, puntualmente recordada cuando señala que «en los inicios de la industrialización, la unidad familiar obrera constituye, al igual que la de los campesinos y artesanos, una unidad económica integrada, en la que deben fundirse diferentes salarios» (Segalen, 2004: 182) o que «el grupo doméstico [actual y a propósito del consumo] se convierte en una unidad de planificación» y, nuevamente, «es el lugar en el que se reúnen uno o más salarios, en donde se ponen en común los recursos que cada miembro puede obtener de su trabajo» (ibíd.: 215-216). Es decir: es en definitiva y casi prácticamente, en su sentido etimológico, una «comunidad».8
variable; cultural– de una idea de «límite transformativo» que articula la vida social de diferentes grupos de agentes, precisamente, distinguiéndolos en tanto grupos significativos. Disntinguiendo un dentro y un fuera; un todo unitario, independiente de sus partes componentes.6 Llegados a este punto parece claro que las objeciones planteadas por Segalen al modelo por el cual el grupo doméstico habría perdido en la contemporaneidad su función productiva comparten buena parte del acervo reflexivo y el enfoque que hemos visto en Delphy –a quien, de hecho, cita en relación a la invisibilización estatista del «trabajo doméstico», bajo el alias de Christine Dupont, con el que firmó sus primeros escritos (Segalen, 2004: 246-247)–, por más que su objeto de interés, centrado en la familia como institución, y la ausencia de una premisa sexista, marquen otro desarrollo en su discurso. Este entroncamiento queda de relieve desde el momento en que su crítica se vertebra básicamente en torno al análisis de la significación social de los roles7 económicos desempeñados por los
En cualquier caso, estas afirmaciones permanecen ancladas a las formas y los esquemas mentales profundos de la economía política contemporánea. Esto va a impedir finalmente darles todo el vuelo que se les puede intuir cuando, recomponiendo lo dicho hasta aquí, disociamos la idea de trabajo y recursos puestos en común de la de reunión de salarios, para apercibirnos de un sentido unitario de organización, de núcleo decisorio a un nivel básico, que funciona en parte independientemente y subyace a las actuales –y pareciera que cualesquiera– construcciones de significado social de que quiera investirlo la disciplina económica, desde cuyos instrumentos sólo difícilmente puede ser medido y juzgado.
Escribe literalmente el antropólogo peruano: «the aim of such a model is to stress that what goes on inside the box is different from what goes on outside the box, and what goes into or comes out of the box is transformed into something else in the process [...]. Another benefit of the black box approach is that it conveys a sense that the inside constitutes a unit that is more than the sum of its parts. As a unit, it must have boundaries, and where there are boundaries, there are gateways, mechanisms that control inflow and outflow, custom agents and smugglers. Thus the black box model helps us to emphasize efforts at boundary maintenance, along with such interesting features as privacy, autonomy, identity». Todo ello no le hace olvidar, empero, cómo «a moment’s thought about how words such as “family”, “women’s work”, “privacy of the home”, and “private property” have become politized reveals that even so neutral term as “black box”, if it is to be useful at all, underscores the fact that the features that create this concept are cultural constructs and sustained by ideologies». Esquiva así los riesgos de «naturalización» que preocupaban a Narotzky. 7 El peso central de este elemento queda perfectamente claro en los títulos de los tres capítulos en que se incardinan la mayoría de reflexiones sobre la función económica del grupo doméstico: «Roles en el seno del matrimonio del siglo XIX», «Roles en el matrimonio contemporáneo» y «Grupo doméstico y roles económicos». Siendo así, va a ser fundamental la caracterización terminológica que haga la autora quien, por más que señale las posibles ambigüedades en algunos usos de los conceptos rol y status, se adscribe genéricamente a la definición del rol «como la respuesta comportamental de un individuo a las normas sociales, a los modelos culturales [...]; consiste para un individuo en asumir las conductas concretas esperadas [...]. No es más que el primer eslabón de una organización que se imbrica con el status» al cual, por su parte, «retomando la definición de Henri Medras en Éléments de sociologie, podemos llamar [...] al juego de los diferentes roles sociales cumplidos por un individuo, o a la recomposición de sus diversas posiciones» (Segalen, 2004: 176). De esta manera, Segalen recorre el camino hacia la idea de significación –cultural– del agente social en sentido inverso, se podría decir; y aunque no realiza una deconstrucción de sus instrumentos de análisis económico ni ataca frontalmente la contextualidad del armazón discursivo que los sostiene –como en el caso de la llamada de atención del materialismo antropológico de última hora sobre la naturaleza emic–, sí pondera la relevancia social con la importancia económica «material» –i. e.: más allá de cualquier signo– del «trabajo doméstico». Esta línea llevará a la socióloga francesa, inmediatamente a continuación, a criticar la postura de cierto sector feminista que asume la inferioridad de status que conlleva la concepción de rol subalterno en el grupo doméstico y redefine el papel de la mujer en base al abandono en lugar de a la valorización de estos roles. En ello coincide con una línea ideológica cuya mejor expresión en la Arqueología feminista española –de uno u otro modo, definitivamente vinculada al marxismo (Cruz Berrocal, 2009: 35-36)– resultó en la conceptuación de las así llamadas «actividades de mantenimiento» (vid. López Lillo, 2013b: con bibliografía). Cf. la distinción que, desde la Filosofía, Arendt formula en La condición 6
Al fin y al cabo, tampoco es que pueda decirse sin faltar a la historiografía que esa intuición sea una novedad. Y por citar un caso bien conocido, tómese como ejemplo humana (1958 para la primera edición, en inglés) entre «labor» y «trabajo» pues, hasta cierto punto, se despliega en una dirección similar –siendo el primero compartido con la animalidad, sujeto a las necesidades del consumo en un sentido similar a como Marx habla del «metabolismo universal de la naturaleza» (Arendt, 2005: 107 y ss.)–, aunque no precisa para ello de ninguna premisa sexista. 8 Benveniste (1983: 63-64) resuelve en dos trazos la vinculación entre la antigua raíz *mei –«cambiar»– y el latín mūnia –«cargos oficiales», pero también «deberes»; especialmente los ligados a aquellos cargos– en la lógica reciprocitaria del don-contradón. Teniendo en cuenta que de aquí se forman los derivados adjetivos inmūnis y commūnis –el último de los cuales, a su vez, encuentra un paralelo gótico en ca-main: el actual alemán gemein– le era sencillo colegir cómo «cuando este sistema de compensación juega en el interior de un mismo círculo [social], determina una comunidad, un conjunto de hombres [sic, por “humanos”] unidos por ese lazo de reciprocidad». Desde luego que esa figuración de un grupo con «obligaciones en común» encierra la potencialidad de desarrollarse en dos sentidos, hacia dentro y hacia fuera, según pensemos en las relaciones que traban a sus miembros o en las que éstos establecen corporativamente con otras «comunidades», precisamente a propósito del pago de prestaciones sociales como puedan ser las matrimoniales (vid. inf., cap. 4.2). Acaso con una sola pirueta más –la que únicamente nos permitirá ejecutar en lo sucesivo la constatación de que son esas prestaciones primero, y no otras, las que movilizan y permiten significar culturalmente la «riqueza»– podríamos entrever el doblete lingüístico, y la aclaración en la práctica, del inglés commonwealth (vid. inf., cap. 4.5, nota 53).
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El «trabajo doméstico» desenfocado de la «buena dirección» –como comentaba a pesar de sus contundentes críticas terminológicas Leopold Pospisil, ya por entonces veterano oceanista de la Unviersidad de Yale– la aproximación propuesta por Wanda MingeKlevana en las páginas de Current Anthropology con el objetivo de medir, a través de los estudios de distribución temporal (time-allocation studies), las variaciones en el desempeño económico del grupo doméstico entre la producción de alimentos autogestionada y la «asalarización» industrial de sus miembros:
entre modelos económicosociales acusadamente diferentes. Así por ejemplo, volviendo a un autor citado líneas arriba, Medick ha de manejar necesariamente un aparato de análisis económico más complejo que Segalen o Delphy desde el momento en que el desbordamiento de los límites formales contemporáneos se convierte en una obviedad de partida al ser la formación de estos límites, precisamente, el objetivo de su investigación sobre el «hecho doméstico» durante la protoindustrialización europea. En efecto, resulta evidente a poco que se repare en ellos cómo los principios básicos tanto del modelo funcional de la economía familiar de la ganze Haus brunneriana expuesto a partir de las formulaciones de la teoría de la «lógica campesina» (Medick, 1986: 69 y ss.; cf. Alonso Troncoso, 1993; 1994), como de su imbricación en los nacientes mercados capitalistas, con la inevitable referencia a la de la llamada «economía dual» empleada durante la última etapa de estudios coloniales (ibíd.: nota 51), podrían haberse rastreado, más o menos modificados en algunos puntos de su desarrollo contextual pero sin duda presentes, también en las sociedades actuales; y de aquí el hablar de objetos limitantes, más que limitados. Desgranemos estas dos ideas empezando por la del dualismo, y reservando la harto más prolífica reflexión a propósito del campesinado para los dos siguientes capítulos.
El muestreo [presentado a lo largo de su artículo] pone en cuestión ciertos supuestos teóricos sobre la evolución del trabajo familiar, en particular, que la transición de las economías domésticas de producción de alimenos al empleo asalariado industrial provoque la desaparición de la familia como grupo de trabajo [...]. Sin embargo, esta investigación trata de algo más que el problema del trabajo familiar. Es una exploración de las consecuencias de las diferencias metodológicas resultantes de asunciones implícitas sobre ese trabajo. (Minge-Klevana, 1980: 280)
2. Gemeinschaft und Gesellschaft en las Indias Orientales
Realmente apenas hemos podido reparar en las implicaciones de la puntualización realizada por Delphy sobre la posible existencia simultánea de dos modos de producción plenamente desarrollados y funcionales en el mismo conjunto social. Sin duda, percatarse de que una relación de naturaleza doméstica –o «familiar»– activa unas relaciones económicas especiales que escapan a la lógica de la economía industrial es un logro de importancia, independientemente de las faltas que le veamos; una importancia, además, directamente conectada con la inmanencia generalizada de la idea de unicidad de la racionalidad económica, con la que entra en contradicción incluso sin ser éste su objetivo. Por otro lado, si bien es algo común admitir cierta copresencia, relictal o incipiente, de modos de producción distintos al que en principio define y estructura una sociedad dada, precisamente este tratamiento abrumadoramente testimonial es el que llevará en 1975 a Claude Meillassoux a encontrar justificado aclarar, de hecho desde posicionamientos de corte claramente marxista, cómo
No deja de ser sintomático que, en la misma década en la cual escribía Delphy, Maurice Godelier introdujera su ya clásica compilación Antropología y economía (1974 para la primera edición, en francés) no sólo poniendo de manifiesto que el debate en torno a los problemas teóricos y metodológicos surgidos del encuentro entre estas dos disciplinas afecta profundamente a todos los estudios sociales, sino señalando que además, lejos de estar resuelto, cumplía ya más de un siglo. Esta afirmación bien podría extenderse hasta la actualidad, en la medida en que buena parte de la producción académica –y especialmente en Arqueología– continúa eludiendo la clarificación expresa de sus bases teóricas en este sentido, las más de las veces para asumir implícitamente las formas analíticas de la economía contemporánea –esto es: de la Economía según su formalización disciplinar–. Pero, aun sin necesidad de entrar de pleno, todavía, en el análisis crítico global de los conceptos económicos que tendremos que desplegar en lo que sigue, lo cierto es que las aproximaciones que hemos tratado hasta aquí, consciente o inconscientemente asentadas en la construcción del discurso social propio de nuestras culturas, olvidan otras discusiones que estaban teniendo lugar en los años inmediatamente precedentes y vienen a contribuir en la definición de la función económica del grupo doméstico de uno u otro modo.
en Marx la expresión [«modo de producción»] no tiene un verdadero status científico. Ella opone «en el tiempo» formas «sucesivas» de organización social y económica fundadas sobre distintas relaciones de producción, con el objeto de ilustrar la progresión de la historia. Es distinto oponer modos de producción [...] por su enfrentamiento contemporáneo, su articulación o el dominio eventual de uno sobre el otro. (Meillassoux, 1999: 138)
Esta ausencia tal vez pueda explicarse, nuevamente, mediante el parapeto de un objeto de estudio limitante, y por este motivo resultan especialmente interesantes para nuestro objetivo los trabajos centrados en las intersecciones
Y es que lo cierto es que, aunque nada desdeñable, la conclusión a que llega la socióloga francesa sobre la contemporización estructural de modos de producción ya 19
La política salvaje no es una novedad en la década de 1970, y Meillassoux únicamente representa una de las últimas y posiblemente de las más acabadas aportaciones en una línea teórica –la de la economía dual– que arranca varias décadas atrás.
dos sistemas socioeconómicos profundamente diferentes, con sus lógicas internas propias, y entiende que la materialización por definición de esta premisa tiene lugar en el espacio colonial. Según sus palabras:
Por más que no sea tampoco el primero en escribir sobre esta cuestión, al economista holandés Julius H. Boeke se le debe el acotamiento y la sistematización de la problemática en su Economics and Economic Policy of Dual Societies (1953),9 al punto de poder considerársele el iniciador de una materia la cual, nacida de la necesidad de comprender mejor la articulación económica de los territorios coloniales con eventuales miras a optimizar su capitalización, guarda sin duda un resueno antropológico que por lo general ha sido poco explotado. De esta manera, la formulación teórica de Boeke descansa directamente sobre su experiencia en el contexto indonesio, omitiendo todo intento de llevar a un nivel más generalista unas ideas que bien pudieron permitírselo. De hecho, el holandés es perfecto conocedor de los trabajos de un autor que pronto va a sernos imprescindible, Alexander V. Chayánov, y de unas opiniones a propósito del ordenamiento económico del campesinado ruso tradicional que le habían llevado a escribir ya en 1924:
Uno de los dos sistemas sociales predominantes, de hecho siempre el más avanzado, ha sido «importado del extranjero» y ha logrado existir en el nuevo medio sin ser capaz de anular o asimilar al sistema social divergente endógeno, con el resultado de que ninguno de los dos llega a convertirse en general y característico para esa sociedad en su conjunto [...]. En tanto esto, debe de haber tres teorías económicas combinadas: la teoría económica de una sociedad precapitalista, usualmente llamada economía primitiva, la teoría económica de una sociedad desarrollada capitalista o socialista, usualmente calificada como teoría económica general o en resumidas cuentas teoría económico-social, y la teoría económica de las intersecciones entre dos sistemas sociales diferenciados dentro de los límites de una misma sociedad, la cual puede llamarse economía dual, si es que este término no se reserva más bien para la teoría económica combinada de una sociedad dual como un todo. (Boeke, 1953: 4-5)
Sólo muy raramente en la vida económica hallamos un orden económico en estado de cultivo puro, para emplear una expresión tomada de la biología. Por lo general, los sistemas económicos coexisten unos con otros y forman conglomerados muy complicados. Todavía hoy, en la economía del mundo capitalista, existen importantes bloques de unidades de trabajo familiar, campesino. (Chayánov, 1981: 77-78)10
Esta premisa colonial no impide, sin embargo, que distinga claramente una situación política circunstancial –como es el dominio administrativo directo de un Estado imperialista que se anexa territorios cuya estructura cultural le es significativamente extraña de partida– de la realidad económica que ello genera –un fenómeno aun de mayor calado iniciado con la inclusión parcial de estos territorios en las dinámicas de los mercados globales–; de tal manera que sostiene cómo «es esperable que con la obtención de la soberanía nacional sea reconocido sincera y lógicamente el verdadero carácter del dualismo económico» (ibíd.: 20)11
Para Boeke la Teoría dual está determinada necesariamente por el choque (clash) en un mismo escenario social de 9 Este título es, en realidad, una revisión de sus ensayos anteriores The Structure of the Netherlands Indian Economy y The Evolution of the Netherlands Indies Economy (1942 y 1946, respectivamente, para las primeras ediciones), ambos publicados en Nueva York como resultado de un estudio iniciado en 1937 y que se vio gravemente afectado en su desarrollo por la Segunda Guerra Mundial. En cualquier caso, el autor venía trabajando sobre la economía de las colonias holandesas desde mucho antes; y buena muestra de ello es la lectura de su tesis The problem of Tropical-Colonial Economy en la Universidad de Leiden, en 1910. 10 Curiosamente, Boeke no considera a Chayánov dentro de los antecedentes del desarrollo teórico de la economía dual, en una muestra de la trabazón que vincula dualismo y colonialismo, y posiblemente en este punto se halla para el holandés el límite de un interés por la Antropología más cercano a la ida del estricto uso contextual que a la teorización social de vuelta. Esta cuestión queda claramente de manifiesto cuando, repasando estos antecedentes por la contraposición de los estudios económicos en la India e Indonesia (Boeke, 1953: 5-9), explica de Rhadakamal Mukerjee: «he does not come to a dualistic economic theory for the simple reason that he eliminates the Western capitalistic centers from his social vision. He pictures the future of India [...] as a federation of rural communities and village institutions with a distinct communistic woof», para referir inmediatamente después la concordancia de las ideas de Mohandas K. Gandhi en este sentido; en efecto, el puente hacia Chayánov y la situación contemporánea en buena parte de Europa queda así nuevamente tendido, esta vez por una consabida base común en el comunismo kropotkiniano de Campos, fábricas y talleres (1899 para la primera edición, en inglés), que el economista ruso expresaría en 1920 mediante el «ensayo políticoliterario» Viaje de mi hermano Alexei al país de la utopía campesina (Kerblay, 1981: 105; Bartra, 1976: 65-66).
11 Las razones que aduce Boeke para justificar este punto no pueden ser más convincentes, y si reconoce que frecuentemente se confunden los «intereses capitalistas» con la dominación extranjera, lo cierto es que señala cómo en este sentido no se puede hablar de grupos cerrados según el origen «étnico» –¿las historias y geografías de orientación?– porque un uso político de esta cuestión incluye en el «sector nativo» de la economía a agentes que despliegan comportamientos, mentalidades, aspiraciones, etc., esencialmente homologables a las de la administración colonial europea (vid. i. a. Meillassoux, 1999: 135). Hablar de variaciones en el crecimiento de los distintos sectores económicos en base al movimiento de personas se puede mostrar, por tanto, altamente inoperativo y de hecho, y aunque esto no lo mencione el neerlandés, en determinadas circunstancias el avance de la emigración europea ha estado menos motivado por la expansión del capitalismo más allá de Europa que por la presión generada por esa expansión dentro de un continente cuyos propios indígenas, entonces, desbordan en contramovimientos salvajes. Así nos lo recordaba recientemente Graeber (2011c: 69-71), apoyado en la idea de «retirada emprendedora» formulada por Paolo Virno: «sólo hace falta repasar un poco la historia para darse cuenta de que los movimientos de resistencia popular más exitosos han adoptado precisamente esta forma. Su objetivo no ha sido la toma del poder [...], sino una u otra estrategia para situarse fuera de su alcance, emigrando, desertando, creando nuevas comunidades». Es decir: una vía de escape precisamente en la línea de la defensa de lógicas subsistenciales –por así decirlo– campesinas o aldeanas (Virno, 2003: 117 y ss.; Silva Carneiro, 2009: 64) que el dualismo económico, en la rigidez de su formulación original, asume por defecto como elemento endógeno. Desde aquí se vislumbra un espacio de reflexión –el espacio de lo marginal, de lo liminar, de la frontera–
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El «trabajo doméstico» desenfocado y rechaza de plano el uso de términos más abiertamente politizados –caso de la oposición «economía nativaeconomía extranjera», incluso a pesar de que, como acabamos de ver, su propia definición del dualismo bien podrían justificarlos stricto sensu–.
Visto desde esta óptica, el problema de la valoración del «trabajo doméstico» adquiere un argumento más a favor de las conclusiones que llegábamos a esbozar líneas arriba. Si asumimos desde el principio que el calificativo de «improductivo» es aplicado aquí solamente en el marco de un sector que, mayoritario o no, no representa la totalidad de lo que debe entenderse como funciones económicas dentro del conjunto de instituciones de un entramado sociocultural, la pregunta que habrá que responder en una caracterización de la situación doméstica en este ámbito será: ¿cuál es, pues, el sentido de la actividad productiva positiva de la institución que eventualmente la resume, tanto medida internamente como en su integración externa? Y es así puesto que habría quedado anulado automáticamente el debate sobre una pérdida de la función productiva original que no es tal en su sentido económico global, sino ceñida al análisis formal desde el «sector capitalista» y en la disposición contextual de más o menos actividades transferidas a otras instituciones, o incluso de unos u otros grupos domésticos, según los sistemas de producción e integración. Es decir: que, desde nuestra perspectiva, existen aquí dos ideas-fuerza fundamentales que retener para articular el análisis de las situaciones culturales, sociales e históricas; y es tan importante que el grupo doméstico juzgado por su lógica interna no ve variaciones determinantes en su función económica, como que indudablemente en una lógica exterior, política o supradoméstica, sí que están aconteciendo cambios en la manera en que se materializa la economía. Pero para ubicar esos cambios en el seno de una teoría sólida y ahondar en la corrección de la «hipermetropía» sufrida sobre una porción del sistema cultural, que sí existe también en la estructura económica, es evidente que nos faltan todavía sumar muchos más instrumentos de análisis.
No por nada, una vez enunciada la nervadura básica de su propuesta teórica, va a ser precisamente la caracterización que se haga de los sistemas que entran en contacto y de sus elementos constituyentes lo que a la postre revierta en nuestra conceptuación económica de la situación doméstica, especialmente por lo que toca al llamado «sector no capitalista». En este sentido conviene realizar un pequeño salto discursivo y aparcar momentáneamente la exposición de las ideas del economista holandés para aprovechar la claridad meridiana con que otro autor clave en el desarrollo de esta materia, apenas un año después de que viera la luz Economics and Economic Policy of Dual Societies, enfrentaba la descripción de estos sectores en base al mismo sentido de «producción» contra el uso del cual arremetían las aproximaciones sociológicas más contextualmente determinadas que tratamos en el epígrafe anterior. Según escribía W. Arthur Lewis, antillano formado en la London School of Economics y situado en una posición mucho más cercana a la praxis «desarrollista» de los Estados de la descolonización, en el artículo que sentaría las bases de todo su trabajo posterior (1954): El sector capitalista es aquella parte de la economía que usa capital reproducible, y paga a los capitalistas para que lo usen [...]. El sector de subsistencia, al contrario, es toda aquella parte de la economía que no usa capital reproducible. La producción per capita es menor en este sector que en el capitalista porque no se remunera con capital –es por esto por lo que se le llama «improductivo»; la distinción entre productivo e improductivo no guarda relación con si el trabajo resulta útil, como algunos neoclasicistas han afirmado tozuda pero erróneamente–.12
No nos detengamos. Retomemos, pues, a Boeke donde lo dejamos. A pesar de que, como decíamos, el economista holandés rehuye los calificativos más directamente relacionados o relacionables con la situación política concreta –«nativo», «colonial», «tropical»– a la hora de nombrar al sector no capitalista de su Teoría dual, su limitación de partida va a quedar una vez más de manifiesto con la preferencia por el término «oriental» (Eastern),13 incluso
cuya centralidad nos será cada vez más notoria a lo largo de este estudio; enfocando lo desenfocado; creciendo –también– en los márgenes. 12 Con todo, quizá lo más paradójico de la sentencia de Lewis, originada en la crítica a la concepción neoliberal de la productividad, sea precisamente que es del todo congruente con lo que asentara el liberalismo clásico en la pluma del mismo Adam Smith al advertir (1794-1806: II, 97-99) el hecho de que «hay una especie de trabajo que añade algo al valor de la materia sobre que se exercita, y otra que no produce aquel efecto: el primero como que da nuevo valor á la cosa, puede llamarse con propiedad productivo, y el segundo por la razon contraria no productivo», y es más: hacerlo con la descarga de toda intención peyorativa al ejemplificarlo no sólo –significativamente– con el del empleado doméstico, sino también con aquel desempeñado por «algunas de las clases más respetables de la sociedad civil [...]. El servicio de estos por honorifico que sea, por necesario, por util que se considere nada produce con que pueda procurarse ó adquirirse igual cantidad de otro servicio», con referencia, obviamente, al mercado como escenario, al dinero como instrumento y –esto es lo más determinante, por la indeterminación con que se acostumbra a emprender el debate tras la influencia marxista– a la circulación económica como problemática focal de la disciplina.
13 A día de hoy este calificativo no sólo es perfectamente común en nuestras hablas y sus lógicas de identificación, sino que se ha normalizado tanto en el discurso académico que ha llegado a pasar de moda: donde Boeke decía «oriental», hoy día no pocos antropólogos y sociólogos, algunos historiadores, y muchos otros entenderían «del sur» sin mayor problema. Entremedias, Said publicó su Orientalismo (1978 para la primera edición, en inglés) para poner nombre a «un modo de relacionarse con Oriente basado en el lugar especial que éste ocupa en la experiencia de Europa occidental. Oriente no es sólo el vecino inmediato de Europa, es también una de sus imágenes más profundas y repetidas de “lo otro” [...]; sirve para definirse en contraposición “a su imagen”, pero no es imaginario sino que forma parte de la experiencia material [donde quizá hubiera sido mejor decir “empírica”] europea»; ello entrampa el proceso de construcción de la identidad con la jerarquización, de suerte que Oriente se perfila desde Occidente como «una forma inferior y rechazable de sí mismo» (Said,
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La política salvaje aunque lo acompañe posteriormente de otros descriptores más asépticos. Será por razones obvias que Lewis, quien trabajará con el referente de África y el Caribe para una formulación más amplia, no lo suscriba y use en su estudio el ya citado de «sector de subsistencia». Otro tanto ocurre con «precapitalista», arrastrado ahora por su opuesto «capitalista», que Boeke también rechaza en favor de «occidental» (Western) y en tanto que considera aquél cargado negativamente a pesar de que ya hubiera advertido su uso «no en el sentido marxista áspero de economía “burguesa” sino en tanto que todas las doctrinas teóricas económicas, incluso donde están disfrazadas de verdades generales y eternas, están indisolublemente vinculadas al capitalismo» (Boeke, 1953: 13). Esta disquisición terminológica para arribar, volteándose sobre sí misma, a una conclusión donde la codificación cultural remite en primer término a la base geográfica que se quería evitar es tanto más curiosa en cuanto que el propio Boeke aporta las características que actuarán contra ella implícitas en su descripción. Es decir, que bien podría aquí haber hecho uso de estas mismas características precisamente para caracterizar a su través los sectores de su sistema dual, descartando cómodamente todas las consideraciones anteriores, como de hecho hizo Lewis.
después, que la «oriental» no cumple con ninguna. O, al menos, no en un grado sistémicamente determinante. 1. Necesidades (wants)14 ilimitadas por parte de los agentes económicos; o lo que, expresado de otra manera, entendemos comúnmente como motivación económica basada en el concepto de «ganancia», de maximización constante de los ingresos sobre el mínimo costo posible; 2. economía monetaria, de la cual anota que habiéndose convertido el intercambio en el propósito de la práctica totalidad de la producción se pasa rápidamente de la mera circulación monetaria a la inmersión total del individuo en una lógica monetarizada la cual –bien podríamos concluir nosotros– se expresa contextualmente en la regulación general de las relaciones económicas, de este intercambio, a través de los mecanismos del «mercado creador de precios»; y 3. acción económica focalizada en instituciones corporativas específicas, premisa de cuyo desarrollo ha de deducirse, pues, que la economía se convierte –aparentemente, y ya hemos defendido que esta apariencia se vierte a la significación social totalizando su sentido– en un subsistema discreto, «segregado» del resto del cuerpo social.
Sobre esto, Boeke parte de la reducción de la «lógica económica occidental» a tres líneas clave para constatar,
Más allá de un simple primer lugar de detección o un ejemplo clarificador, la diferencia entre prácticas agrícolas «orientales» y «occidentales» –sigamos un poco más con las categorías de Boeke– va a ejercer de nudo referencial inevitable; y es que, si es aquí donde se
2002: 19-22). Desde luego que estos procesos son recurrentes en todos los grupos humanos y, de hecho, tendremos tiempo de descubrir su centralidad para lo que aquí nos ocupa (vid. inf., especialmente caps. 4.4 y 5.6). Quizá por ello es más sorprendente que apenas se hayan puesto en cuestión los apriorismos de Said; los efectos de sus –y nuestras– imaginaciones cuando la esencialización alcanza a invisibilizar la naturaleza estricta y literalmente relativa de esas oposiciones que se reifican como si fueran tipos definidos de sociedad. Decía sobre esto, en un texto imprescindible, James G. Carrier (1992: 204-205): «I have suggested that those who criticize anthropology for its Orientalism may not fully perceive the nature of the problem that they adress. Seeking to reduce or eliminate Orientalist tendencies, these critics have generally urged anthropologists to look at societies in less stereotyped ways or to adopt new textual or representational devices for portraying them. But however salutary these urgings, they imply that the problem lies in the relationship between anthropologists and the societies they study, while the West from which anthropologists come is transparent [...]. This relationship to the West is problematic because most anthropologists have a fairly naive and commonsensical understanding of Western societies, for most are not trained in scholarly analysis of the West», de modo que mientras los modelos –incluidas las tan evasivas «occidentalizaciones» de Occidente– nos sean indispensables para significar y pensar la realidad, «the problem [...] is not essentialism itself; instead, the problem is a failure to be conscious of essentialism». Poca atención pusieron entonces unos teóricos de las «epistemologías del sur» (vid. i. a. de Sousa Santos, 2011; 2011-2012) que tampoco parecen haberse tomado el tiempo de aprender nada de la historia europea, y vienen agitando los fantasmas del Norte y el Sur –«globales», porque «no son geográficos sino metafóricos» (ibíd.: 16)– con la misma irresponsabilidad con que Sombart explicaba en su Deutscher Sozialismus (1934 para la primera edición) cómo el «Volksgeist is not primarily a matter of race in the biological sense or of the nation as a political unit. It comprises “metaphysical” attributes. While these attributes predominate among people of the same biological heredity and political history, they may be found among people of a different racial origin and political experience. Accordingly, “the German spirit in a Negro”, Sombart reasons, “is quite as much within the realm of possibility as the Negro spirit in a German”», y así también, «possessing the Jewish spirit is not mainly a matter of being born of Jewish parents or of being reared in conformity with the Hebrew religion. The Jewish spirit is capitalistic», y por eso participaban de él los ingleses de aquel tiempo (Harris, 1942: 812-813), como todo apunta a que participamos los «occidentales» de éste en tanto no nos y se nos identifique convenientemente –condescendientemente– como habitantes del Sur del Norte.
14 Usualmente, donde los economistas castellanohablantes escriben «necesidades» los anglófonos dirán wants, y no needs. Como se deduce fácilmente, ambos usos vienen a encuadrarse, volens nolens, en el factor «demanda» de la concepción clásica sobre la autorregulación del mercado. Aun así, sobre la correspondencia exacta entre los términos, son esclarecedoras las consideraciones de Carlo M. Cipolla en su estudio de la economía de la Europa medieval –por lo demás, de un marcadísimo carácter formalista– al anotar que (2003: 18-19) «para el mercado, lo que cuenta no es la “necesidad” objetiva [...], sino el “deseo” tal y como es expresado»; y que tal distinción, además, «es importante no sólo desde el punto de vista individual, sino también desde el punto de vista colectivo», asumiendo de alguna manera que las necesidades así concebidas tienen una raigambre cultural difícil de discriminar. Efectivamente, el autor italiano se vio en el mismo problema de adaptación terminológica para bisogni, con la ventaja idiomática de poder recurrir entonces a la distinción purista entre el tipo de necesidad laxa que expresa bisogno frente a la imprescindibilidad de necessità; y valga remitirse a la solución de la traducción castellana de dicho texto a la hora de distinguir entre «necesidad-deseo» y «necesidad-necesidad», respectivamente. Un debate similar, con sus problemas corolarios, se da en la confusión de los términos aristotélicos para la economía, en general, y la necesidad motora, en particular: «He [Aristóteles] concluded that the tenent ruling demand, and therefore prices and wages, is chreía, which means economic need. Chreía is subjective and intrinsically moral. It is subjective because each person judges what is necessary for himself. There is another Greek term for necessity, anánkē, also used by Aristotle in other contexts. Anánkē is strict necessity» (Crespo, 2010: 55). Cf. Borisonik (2013b: 188, nota 3) para una interpretación más ajustada de chreía como «necesidadutilidad»; por lo que toca al segundo término –anánkē–, en la edición de 1996 del Liddell-Scott, léxico de absoluta referencia en lengua inglesa desde que se publicara por vez primera en 1843, efectivamente se consigna la acepción «necessity –in the philosophical sense [...]; logical necessity, natural need–, pero también constraint, compulsion exerted by a superior; punishment –specially torture–; bodily pain». En cualquier caso, tendremos tiempo en lo sucesivo de volver sobre el pensamiento económico del estagirita (vid. inf., caps. 3.2-4).
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El «trabajo doméstico» desenfocado Fig. 1.2a. Dicotomías del razonamiento tönniesiano. Elaboración propia, a partir de Schluchter (2011: 51-52). Comenta, desde la Universidad de Heidelberg, este autor: «en intentos que se repiten una y otra vez, Tönnies busca desarrollar los hilos de [su] argumentación sobre la oposición entre dos estados de la cultura en el plano social y el individual».
expresa más visiblemente la divergencia diametral que separa las dinámicas subyacentes a los dos sectores del sistema dual, es en buena parte porque en esta actividad va a anclarse directamente la definición del sector no capitalista, mientras que en su par juega un papel más bien subordinado. No en vano, también el antropólogo Eric R. Wolf, una década después que Boeke, aludirá a la contraposición entre el campesino y el granjero capitalista como punto conceptual de partida en su conocida obra Los campesinos (1966 para la primera edición, en inglés), como tendremos oportunidad de ver (vid. inf., caps. 2.1 y 3.1). En consonancia con esto, Boeke irá escorando progresivamente su discurso hacia la dicotomía «campociudad», y más concretamente en su casuística específica «campo subsistencial-ciudad mercantil», al punto de llegar a referirse al sector oriental también como una «economía aldeana» (village economy) basada en comunidades rurales explicadas según los principios de la Gemeinschaft.
más específicamente económicas, Émile Durkheim.15 Esta definición desencadena toda una serie de dinámicas relacionales del agente respecto del resto de individuos que componen el grupo, y del grupo en sí, expresadas en términos de oposición binaria (fig. 1.2a). Unas oposiciones que, en el fondo, se conectan con la priorización –no necesariamente ejecutada hasta sus últimas consecuencias– en el sustrato constitutivo de las tendencias centrípetas o centrífugas,16 corporativas o individualistas, de manera tal que en la Gemeinschaft prima la comunidad sobre un individuo el cual, se podría decir, define su identidad misma primero en torno a ella, con lo que comporta de cohesión 15 De hecho, Durkheim fue uno de los pocos autores de renombre en reseñar el libro de Tönnies: apenas un par de años después de su aparición, el francés coincidía, en las páginas de la Revue Philosophique, con la distinción de los dos tipos relacionales, pero no así con la descripción que el alemán propusiera de la «sociedad» problematizando el «estado de naturaleza» según lo imaginaban las filosofías del contrato social; prácticamente cambiando de lado la lógica del homo homini lupus hobbesiano. Como indica Schluchter (2011: 50-51): «Tönnies no [quiere] corregir la teoría de la sociedad de los teóricos del contrato, pero sí su teoría del estado de naturaleza. Para ello, introduce en el plano de lo social el concepto de “comunidad”, y en el de lo individual el concepto de la “voluntad de la esencia” (Wesenwille). Con estos dos conceptos se pretende bosquejar una constelación, fundamentalmente diferente en comparación con la sociedad, de la relación recíproca de los seres humanos». Es esto lo que provoca colateralmente el efecto de desnaturalización que criticará Durkheim: «también la vida colectiva de la sociedad es natural, señala, y se constituye de una combinación de regulaciones externas y espontaneidad interna. La comunidad y la sociedad son especies de uno y el mismo género, afirma Durkheim, por ello, entre ellas no hay un antagonismo ni una ruptura radical» (ibíd.: 58). Por lo demás, con la «inversión» durkheimiana de los términos de Tönnies nos referíamos, obviamente, a la famosa caracterización del tipo de solidaridad establecida entre agentes esencial y funcionalmente homogéneos –«solidaridad mecánica»– o heterogéneos –«solidaridad orgánica»– formulada a propósito de La división del trabajo social (1893 para la primera edición, en francés). En cualquier caso, de vuelta a Tönnies, cf. Bond (2009: 166-167) para lo que considera una «infidelidad» traductológica al sentido estricto del par que sostiene originalmente la formulación Wesenwille-Kürwille. 16 Escribe el alemán: «la teoría de la sociedad construye un círculo de hombres [sic, por “de humanos”] que, como en la comunidad, conviven pacíficamente, pero no están esencialmente unidos sino esencialmente separados, y mientras en la comunidad permanecen unidos a pesar de todas las separaciones, en la sociedad permanecen separados a pesar de todas las uniones» (Tönnies, en Álvaro, 2010: 20).
Como es sabido, junto con su dicotómica Gesellschaft, este descriptor típico se encuadra en el marco conceptual construido por el sociólogo Ferdinand Tönnies en Comunidad y asociación: El comunismo y el socialismo como formas de vida social (1887 para la primera edición, en alemán), del cual solieron lamentar los especialistas un injusto descuido el último medio siglo y, ahora que –como cuando fue escrito– la política social se imbuye del «anhelo comunitario», su creciente recuerdo hace que ya no se lamente más (vid. i. a. Bond, 2009; Schluchter, 2011; Álvaro, 2010: con bibliografía). En resumidas cuentas, mientras la Gemeinschaft (comunidad) tendría un carácter orgánico ligado a la «voluntad natural», en la Gesellschaft (sociedad-asociación) prevalece el mecánico e instrumental, en consonancia con la idea de «voluntad racional»; y nótese que el uso de «orgánico» y «mecánico» es aquí de hecho el inverso al que popularizó, apoyado en razones
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La política salvaje social, apoyo mutuo, relaciones interpersonales en base al status y no a la utilidad personal característica de una lógica de agrupamiento –la «societaria» que funda típicamente la Gesellschaft– cuyos objetivos se ubican en el exterior, más allá de la relación social en sí misma, etc.
y la colonización no sólo no se destruyen las relaciones comunitarias en su base familiar sino que, por el contrario, existe una tendencia a conservarlas como pieza fundamental en la reproducción socioeconómica, en un nivel que aúna las categorías por otro lado demasiado acotadas de «producción-circulación-consumo».
Tal y como señala Monereo Pérez (2009; cf. Álvaro, 2010: 17-18) en el estudio preliminar a la última edición en castellano del clásico sociológico, Tönnies utilizará con el tiempo estos conceptos como herramientas, como «tipos ideales» en un sentido weberiano (vid. inf., cap. 8.1) más que como realidades históricas sucesivas, en un análisis de la modernidad que roza en ocasiones la filosofía política, desplegando una crítica al capitalismo que comparte con la que posteriormente articularía el Karl Polanyi de La gran transformación: Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo (1944 para la primera edición, en inglés) la idea de destrucción de las formas orgánicas de existencia. En este sentido, «lo que denunciaba [...] eran los costes humanos de la civilización industrial», donde la instauración del mercado «ha exigido la destrucción política, institucional y jurídica, de las instituciones tradicionales de defensa y protección de los individuos. Lo cual se inició durante los períodos de acumulación originaria del capital y durante los períodos de colonización e imperialismo bajo condiciones capitalistas de producción y organización social» (Monereo Pérez, 2009: xxi). Pero tampoco se debe perder de vista, según señala acertadamente Niall Bond, cómo se encuentra en el fondo del pensamiento tönniesiano un énfasis en la oposición de aspectos sentimentales y racionales en la base de la sociabilidad humana; y así, cómo «la gran transformación de la Gemeinschaft en Gesellschaft es un tema eternamente recurrente en el desarrollo de la civilización, con la sucesión del medievalismo al capitalismo reflejando una transformación anterior, de la comunidad griega a la sociedad del Imperio romano en su apogeo» (Bond, 2009: 172).
En cualquier caso, volviendo a Boeke, no nos corresponde ahora detallar en extensión las apreciaciones del holandés sobre el carácter y los mecanismos sociales que articularían dichas comunidades aldeanas pues, como veremos, habrá ocasión de circunscribirlas en un marco y a través de unos autores que permitan sacarles mayor provecho. Sin embargo sí son fundamentales en este momento dos de estas ideas, en tanto que, respectivamente, ensanchan definitivamente el marco de aplicación de la teoría dualista y enfocan los márgenes dentro de los cuales, aprovechándola, discurrirá nuestra exposición. La primera se limita al reconocimiento de que, ciñéndose a la última aproximación aportada, «este rasgo comunal no es particularmente oriental, sino más bien característico de todas las comunidades agrícolas» (Boeke, 1953: 27); algo que traza unas líneas de definición que las hace fundamentalmente equiparables tanto al rango de «grupos locales» según la sistematización neoevolucionista de Johnson y Earle (2003: 133 y ss.), de forma aislada, como –no hay que olvidarlo– a otros grupos aldeanos integrados en sistemas mayores, como sería el caso del campesinado según la definición de Wolf (vid. inf., cap. 2.1). La segunda idea, aun requiriendo de una mayor explicación para entender la relevancia limitada de la cual la dota Boeke, no deja de ser menos clara: en estas comunidades, «la producción se realiza en y para el grupo doméstico; en la medida en que exista una producción para el mercado no habrá distinción, o al menos no una distinción acusada, entre negocios y grupo doméstico [...]. La familia, entendida como un conjunto, es la unidad básica respecto de la producción y el consumo conjuntamente» (Boeke, 1953: 14).
Al hilo de esto, es el propio sociólogo alemán quien escribe: «si consideramos el progreso de la asociación que tiene lugar como culminación de la vida popular comunitaria y nos limitamos a la esfera económica, vemos que se trata de la transición de la economía doméstica general a la economía comercial generalizada» (Tönnies, en Monereo Pérez, 2009: xix). En efecto, si nos detuviéramos en la asunción de estos postulados sin advertir, con el propio Tönnies, que en cualquier sociedad se encuentran ambas formas de organización –comunitaria y asociativa– en instituciones y grados variables, y sin reclamar un análisis más profundo de la manera en que se integran –en nuestro caso el grupo en situación doméstica como paradigma del tipo comunitario, con los mecanismos de la economía política– estaríamos obligados a admitir la fractura del sentido económico profundo de la domesticidad en aquellas sociedades o grupos sociales en los que ésta no ejerce un control inmediatamente directo sobre la mayoría de canales que le permiten satisfacer sus necesidades. Sin embargo, como veremos inmediatamente (vid. inf., cap. 1.3), incluso desde la Antropología marxista se ha defendido que durante la dicha «acumulación originaria» –sea lo que fuere ésta–
¿Por qué razón hablábamos de una relevancia limitada de esta premisa en la obra de Boeke? Incluso a pesar de la plena aceptación de una regulación de la economía primeramente doméstica en el sector no capitalista, de un funcionamiento de cada núcleo familiar hasta cierto punto independiente, dicho autor destaca acertadamente la superposición de la ligazón indisoluble de estas unidades entre ellas a través de la «comunidad aldeana»; algo absolutamente justificable por la sencilla razón de que, en este contexto, son las instituciones del nivel comunitario quienes aseguran la corrección de los desequilibrios puntuales sufridos a nivel doméstico que podrían comprometer la viabilidad de la sociedad. Marshall Sahlins tendrá mucho que decir a este respecto (vid. inf., cap. 4.1). En cualquier caso, la formulación teórica de esta circunstancia no se la debemos a Boeke, quien, de hecho, en lo que toca a la articulación social de los grupos del sector no capitalista más bien se limita a aportar una buena descripción apoyada en los aparatos conceptuales de autores como el ya citado Tönnies, 24
El «trabajo doméstico» desenfocado sustantivistas nos irán saliendo al paso a lo largo de la primera parte de nuestro estudio, cuando sea oportuno. El caso es que estas carencias historiográficas, sin duda, explican en buena medida la escasa difusión de la obra de Boeke fuera de su ámbito de aplicación estricto, en una «economía colonial» presta a desaparecer según se la había conocido antes de la Segunda Guerra Mundial.
Maine o, en particular –y no deja de ser significativo–, en la sistematización de la lógica económica de la familia campesina desarrollada por Chayánov. También la apostilla al teorema del oĩkos de Karl Bücher (Boeke, 1953: 22, 25; cf. Bücher, 1901 [1893]; Godelier, 1976), precisamente a propósito de la necesidad de la integración comunitaria, es destacable en tanto que síntoma definitivo del «universo intelectual» desde el cual escribe el autor holandés, más relacionado en este plano con los debates del cambio de centuria y sus epígonos que con los trabajos y enfoques de los antropólogos funcionalistas que habían renovado definitivamente el estudio de las sociedades no capitalistas más de dos décadas antes de que se publicara Economics and Economic Policy of Dual Societies; ni mucho menos con los sustantivistas, aun unos años anteriores.
Entonces, contestando a la pregunta que planteábamos líneas arriba, la relevancia de la cual se dota a las consideraciones sobre el grupo doméstico es limitada en el trabajo del neerlandés sencillamente porque no se lo toma como unidad de análisis, asumiendo como tal directamente la comunidad aldeana en su conjunto. O lo que es lo mismo: no existe un estudio en profundidad de la articulación económica dentro de este sector del sistema dual, sino del sector como un bloque, como una suerte de «caja negra», en perfecta consonancia –en fin– con la problemática a la cual busca dar respuesta Boeke.
Respecto de los primeros, Bronisław Malinowski ya opinaba en 1920, durante una conferencia en la misma London School of Economics que dos años después le concedería el título de doctor, que las conclusiones de Bücher eran «un fracaso, sin que ello se deba a ninguna falla en el razonamiento o en el método, sino al material defectuoso con que se han formado. Bücher llega a la conclusión de que los salvajes [...] no tienen organización económica; [de que] están en una fase pre-económica» (Malinowski, 1976: 87-88). Para ese momento el desarrollo de metodologías de observación en campo había sembrado una «duda etnográfica» que comienza a resolverse contra el utillaje –filosófico, al fin y al cabo– del análisis económico. Y en 1922, asimismo, el célebre polaco iba a sentenciar definitivamente –al menos para la Antropología por venir– el carácter falaz del Homo œconomicus en tanto modelo interpretativo único, incapaz de explicar, empero, la realidad que él había descubierto siguiendo a los austronesios de las Islas Trobriand por los circuitos del kula, entretando las autoridades británicas le impedían cautelarmente la vuelta a una Europa en guerra. El «salvaje» de Los argonautas del Pacífico occidental
3. ¿Hasta dónde alcanza la domesticidad? No ocurrirá lo mismo en el caso de Claude Meillassoux. Antropólogo francés de formación marxista, sus preocupaciones investigadoras discurren por cauces muy distintos a los de Boeke, para ir a centrarse en los mecanismos de la explotación a través de la aplicación de las herramientas y, sobre todo, las pautas analíticas del materialismo histórico. Con ello queda perfectamente inscrito en una de las corrientes que tomaron cuerpo a mediados de la década de 1960 como crítica al estructuralismo por entonces –y también después– hegemónico en la academia francesa; una corriente conocida como Anthropologie de la libération de la cual, de hecho y junto a Godelier, se podría considerar «primera espada». Y valga la referencia cronológica para añadir que, además de los instrumentos y el objetivo, naturalmente también difiere de Boeke en el volumen de información publicada de que dispone sobre la que construir sus hipótesis. Pero, a pesar de la distancia que lo separa del neerlandés en todas estas facetas, conviene traerlo a colación en este punto en tanto que sus trabajos más sobresalientes pueden perfectamente considerarse una última aportación a la Teoría dual, con la intención de matizarla, mejor que en el sentido de una fuerte interrelación de los sectores (Medick, 1986: nota 51), en el de una dependencia provechosa que establecería el capitalista respecto del subsistencial para su propia reproducción económica.
trabaja movido por motivaciones bien complejas, de orden social y tradicional, y persigue fines que no van destinados a satisfacer las necesidades inmediatas ni a lograr propósitos utilitarios [...]. No actúa fundamentalmente guiado por el deseo de satisfacer sus apetencias, sino movido por un conjunto de fuerzas, deberes y obligaciones tradicionales, creencias mágicas, ambiciones y vanidades sociales. Pretende, si es un «hombre», ganar prestigio social como «buen hortelano» y buen trabajador en general. (Malinowski, 1986: 74-76)
La mayoría de estas ideas serían formuladas de una manera corpórea bajo el título Mujeres, graneros y capitales: Economía doméstica y capitalismo (1975 para la primera edición, en francés). Sin embargo, responden a una cuestión que había quedado delineada ya en un estudio previo, centrado en los grupos guro de Costa de marfil, patrilineales y segmentarios, a propósito de los cuales concluía ya:
Todo parecía apuntar, pues, hacia la necesidad de una reconceptuación profunda de lo que se entendía por «economía» y de sus instrumentos analíticos, y eso es, de hecho, lo que se propondía la escuela sustantivista, tras de la primera formulación polanyiana en 1944. Pero no continuemos precipitadamente por este camino, habida cuenta de que las reflexiones principales del debate encendido consiguientemente entre formalistas y
La persistencia de la sociedad tradicional se explica [...] 25
La política salvaje por su inserción como componente necesario dentro de la economía global, en el seno de la cual se preserva porque representa la única forma de organización social y económica capaz, en la coyuntura actual, de satisfacer las necesidades vitales de la población y, en este mismo sentido, de alimentar el sector capitalista con hombres y productos al mínimo coste. (Meillassoux, 1964: 347-348)
Siguiendo al antropólogo francés, lo que deviene en sector subsistencial bajo el colonialismo no sería otra cosa que el modelo de relaciones económicas organizado en torno a la «comunidad doméstica» (communauté domestique), definida como un dispositivo de «producción-reproducción» en un análisis sectorial más completo que el presentado por Boeke. Y sin dejar de lado las justificadas críticas a un determinismo económico de un mecanicismo bastante empobrecido, que le llevará prácticamente a supeditar a las preconcepciones de la doctrina marxista más ortodoxa antes que a los hechos etnográficos registrados algunos de los aspectos clave de la consecución de modelos sociales que despliega en la primera parte de su Mujeres, graneros y capitales –quizá empezando por la rigidez de su misma organización consecutiva– (Adler, 1976; Clastres, 2001b),18 lo cierto es que Meillassoux llama la atención sobre un punto del engranaje económico frecuentemente abandonado ante la magnificación de las categorías tradicionales de «producción», «circulación» y «consumo» (vid. Godelier, 1967: 258 y ss.): el de la reproducción sincrónica y diacrónica de la «energía humana». Precisamente este concepto de «energía humana», descrito como el total natural de la fracción manifestada en las relaciones mercantiles como «fuerza de trabajo» (Meillassoux, 1999: 78-79), va a ser la pieza fundamental que nos permita adentrarnos en la comprensión de su planteamiento sobre la «comunidad doméstica» y su economía; una economía
La crítica de Meillassoux no se dirige solamente a los autores del dualismo liberal, tendentes a entender los sectores como más o menos estancos –y entre los cuales no deja de ser curioso destacar que no cite ni a Boeke ni a Lewis–, sino también a quienes, desde posiciones asimismo marxianas, abordan la cuestión del «subdesarrollo» únicamente a partir del llamado intercambio desigual. Esta postura, que marcha de la mano de la explicación tradicional del colonialismo acotada a la búsqueda de mercancías y mercados exóticos, olvida cómo dicho fenómeno no deja de tratarse también de una expansión global de un tipo concreto de relaciones económicas, de un cambio en la estructura social de los grupos colonizados al entrar en contacto con la dinámica del sector capitalista, y para Meillassoux (1999: 131) «a menos que admitamos como los clásicos [sic] que el intercambio crea el valor, el enriquecimiento de los países imperialistas sólo puede provenir de la explotación de los trabajadores en dichos países y no del comercio internacional».17 Es por esto que, desde el momento en que se acepta tal planteamiento, dejaría de entenderse el sector de subsistencia simplemente como un «modo de producción» relictal, desplazado más o menos completamente por el capitalista, para pensarlo en relación orgánica con éste.
Frente a la buena acogida general del ensayo por parte del sector académico marxista –por supuesto–, no dejó de generar polémica la reducción drástica de las tradiciones funcionalistas y estructuralistas que en él se practicaba, tal y como puso de manifiesto la encendida discusión entre Adler («L’ethnologie marxiste: vers un nouvel obscurantisme?», 1976 para la primera edición) y Meillassoux («Sur deux critiques de Femmes, greniers et capitaux ou Fahrenheit 450’5», 1977 para la primera edición) en las páginas de L’Homme, y a la que se sumaría, desde un enfoque libertario de la antropología, Clastres con un artículo publicado póstumamente en Libre («Los marxistas y su antropología», 1978 para la primera edición, en francés). Independientemente del juego de animadversiones de carácter ideológico, la cuestión gravitó principalmente en el papel otorgado al parentesco, tema capital de la tradición antropológica que Meillassoux minimizó al grado de un instrumento cuasi conscientemente dispuesto por el creciente dominio político de determinados sectores sociales, mientras que Adler (1976: 121) se apresuraba a señalar la elusión de los estudios a este respecto, por ejemplo, entre los mismos grupos «predadores» para los cuales el esquema presentado por aquél únicamente entendía fórmulas simplificadas de adhesión, donde la presencia de cualquier vínculo genético se explicaría sólo por la más indeterminante casualidad (Meillassoux, 1999: 29-34). En nuestra opinión, fue el anarquista quien mejor ponderó las carencias de la aproximación estructuralista al parentesco (Clastres, 2001b: 168-170) con su innegable peso en la articulación de las «sociedades indivisas» de cazadores y horticultores; una postura perfectamente ejemplificada en el caso de la fluidez relativa de las relaciones identitarias de los horticultores amazónicos descritos por él mismo (Clastres, 2010: 65 y ss.). Allí convivían un perfecto reconocimiento práctico de las líneas de parentesco bilaterales junto con normas de residencia postmarital viri o uxorilocales anteriores a la osificación de los linajes que potencialmente pudiera derivarse de ellas, de suerte que –concluía claramente– la significación de estas relaciones es anterior a su uso político, al contrario de lo que afirmaba el marxista. Pero esta detección no se limita a Clastres, y es un fenómeno bien documentado también por otros etnógrafos, como es el caso de Chagnon (2006: 259 y ss.) entre los yanomami del Alto Orinoco: en esta ocasión, los miembros del «pueblo fiero» priorizan abiertamente la descendencia masculina al punto de permitirle a Chagnon hablar de linajes y patrilinealidad, pero no es óbice para que se dé un perfecto reconocimiento del resto de relaciones bilaterales en su sistema clasificatorio del parentesco. ¿Y qué decir de los avances en etología primate (vid. i. a. Rodseth et al., 1991; Chapais, 2008; Allen et al., 2011)?
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Éste va a ser un punto de crítica y debate recurrente entre los autores marxistas que publican sus primeros trabajos durante las décadas de 1960 y 1970. Para el caso que nos ocupa, vid. por ejemplo la aplicación de los modelos de Arghiri Emmanuel sobre el «intercambio desigual» hecha por Bartra (1976), precisamente a propósito de la cuestión del campesinado y su articulación con el capitalismo. Como Meillassoux, este autor se muestra partidario de aplicar directamente los instrumentos de análisis asumidos por el marxismo, especialmente «valor de cambio» y «precio» (vid. Godelier, 1967: 60; cf. i. a. Marx, 1992 [1867]: 65), aun reconociendo, en línea con la formulación chayanoviana, que no rigen en la lógica interna del sector de subsistencia. Y lo haría como una maniobra teórica para volver inteligible para dicho análisis la tendencia a la desintegración progresiva –quizá idealizada económicamente, en tanto que se ha demostrado cómo mientras no se le presione también por otros flancos sociales resiste con tenacidad (Sperotto, 1988: 196198; Silva Carneiro, 2009: 59, 61 y ss.)– del «modo de producción campesino» al contacto con un mercado cuya regulación del intercambio, por un hipotético «monopolio burgués», devendría sistemáticamente en un precio fijo regular por debajo del valor de producción (Bartra, 1976: 55-56 y ss.). Respecto de tal monopolio, sin duda merece la pena remitirse a la más reciente aportación de Bourdieu (2003: 246-253 y 256-258) sobre la conformación activa de las dinámicas internas de los mercados, especialmente en lo que se refiere a la interacción de los agentes acaparadores de determinados tipos de capital puntualmente estratégicos (ibíd.: 238 y ss) a la hora de retroajustar la «situación de mercado» o, sobre todo, de la desventaja de un habitus aplicado en unas condiciones –la lógica capitalista– dislocadas de las de su conformación –la lógica campesina– (ibíd.: 264-265; más extensamente en Argelia 60: Estructuras económicas y estructuras temporales, 1977 para la primera edición, en francés), como una explicación, a nuestro modo de ver, más ajustada a la realidad multivariable de la cuestión y capaz de explicar, asimismo, el fenómeno que describe Bartra.
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El «trabajo doméstico» desenfocado basada en el «valor de uso» frente al «valor de cambio» dirimido por el mercado autorregulado del capitalismo. Así, en la «comunidad doméstica» de Meillassoux no existe ni «valor de cambio» ni «fuerza de trabajo», sino que todas las actividades susceptibles de ser reconocidas como económicas responderían a una «energía humana» indivisa puesta al servicio de las necesidades del grupo doméstico, en un esquema nuevamente deudor claro de Chayánov, como tendremos tiempo de comprobar (vid. inf., cap. 2.5).
en el prejuicio liberal que confiere una importancia predominante e inmerecida a los aspectos económicos de procesos que fundamentalmente no son económicos [...]. Y, si bien los móviles de los invasores son claramente económicos, y el derrumbe de la sociedad primitiva está causado, sin duda, con frecuencia por la destrucción de sus instituciones económicas, el hecho llamativo es que «las nuevas instituciones económicas no llegan a ser asimiladas por la cultura indígena» que, en consecuencia, se desintegra sin ser reemplazada por ningún otro sistema coherente de valores. (Polanyi, 1997: 439)
Pues bien: si la reproducción económica del individuo tomada en el sentido generalista del autor francés se podría desglosar en el triple computo de «sustento del trabajador durante su período de empleo –o “reconstitución” de la fuerza de trabajo inmediata–; “mantenimiento” del trabajador en los periodos de desempleo –desocupación, enfermedad, etc.–; [y] reemplazo del trabajador mediante el mantenimiento de su descendencia –lo que convencionalmente llamamos “reproducción”–», mientras el sector capitalista pague únicamente un salario directo calculado en base a la «fuerza de trabajo» vendida e independiente de cualquier otra circunstancia, habrá que entender que «la reproducción y el mantenimiento de la fuerza de trabajo no están asegurados en la esfera de la producción capitalista sino remitidos, necesariamente, a otro modo de producción» (ibíd.: 143-147).
Pero volvamos a la «comunidad doméstica» de Meillassoux. Como decíamos, el marxista presenta, en una tajante consecución de un evolucionismo unilineal fuertemente determinado por la «infraestructura» económica, hasta tres modelos-tipo de «sociedades primitivas» de los cuales únicamente el último comprendería la formación del hecho doméstico plenamente, sujeto por tanto a una base de definición estrecha que no podemos compartir en este estudio. Y es que a los aciertos de plantear la economía doméstica en términos de «valores de uso» indivisos y entender, con Leroi-Gourhan, que «siempre existen [...] al menos dos niveles de organización social: el de la célula productiva y el del grupo de reproducción» de manera tal que «si existe un “modo de producción” se lo debe de buscar al nivel de este conjunto de células productivas organizadas para la reproducción» (Meillassoux, 1999: 28), hay que oponer la restricción arbitraria de la domesticidad así descrita a los grupos culturales regidos por linajes gerontocráticos y con normas de residencia postmarital virilocales; todo ello vinculado a una economía centrada fundamentalmente en la agricultura cerealística, en la que cualquier otra actividad ha de ser subsidiaria de necesidad.
Sería consiguientemente el sector de subsistencia el que ha de absorber cualquier carencia del sistema de reproducción comprendido en los estrechos márgenes del mercado –incluso las que se fomentan intencionalmente en virtud de la ganancia– hasta restablecer el equilibrio de la viabilidad más inmediata del conjunto social, en ausencia de un salario indirecto integrado en los nuevos dispositivos institucionales nacidos a rebufo de la lógica económica liberal. En esto el marxista coincide con Polanyi (1997: 215-221) cuando apuntaba que, a los fenómenos simultáneos del estrangulamiento de las relaciones socioeconómicas no capitalistas y la creación de un mercado autorregulado de «trabajo», ha de responderse con la constitución efectiva de clases libres de generar mecanismos capaces de evitar el aplastamiento de la sociedad, en lo que se resumen «contramovimientos» como los intervencionistas o socialistas en sus diferentes variantes y, por supuesto, la expansión del llamado «estado del bienestar». En este sentido, la alusión del economista austrohúngaro a una destribalización no es en absoluto baladí, como por otro lado tampoco lo es –valga recordarlo– su rechazo indefectible de una explicación meramente economicista del proceso histórico:
Desde nuestro punto de vista –y en definitiva, esto no deja de responder al hilo conductor de las críticas de Adler y Clastres–, Meillassoux se ve empujado en este punto por la aplicación encorsetada de preceptos como los de «contradicción interna» y «desarrollo progresivo de las fuerzas productivas» a una categorización tan artificiosa que escapa a la obstinación de la misma casuística empírica que le obliga a desdecirse in extremis.19 19 En este sentido, el caso más evidente vuelve a ser, de nuevo, el que linda con la cuestión del género, y el malabarismo vendrá a colación de su uso como elemento de explotación y contradicción interna en el modelo de la «comunidad doméstica» frente a la relativa igualdad de la horda (Meillassoux, 1999: 110 y ss.). Limitémonos aquí a copiar textualmente lo que escribe el francés: «es evidente que, en una sociedad organizada para la sobrevivencia, los grupos constitutivos son aquellos capaces de subvenir a sus necesidades materiales y, más particularmente, nutritivas. Desde este punto de vista el grupo madre-hijo, librado al azar de la fecundidad, no es un grupo constitutivo funcional. No se compone necesariamente de individuos capaces de producir y de satisfacer las necesidades materiales de todo el grupo. Su existencia física está subordinada a su inserción en una célula de producción de distinta dimensión y distinta composición, económica y socialmente determinada por las condiciones generales de la producción» (ibíd.: 26); si bien poco después continúa: «Lévi-Strauss, curiosamente materialista aquí, piensa que existen causas económicas “suficientes” sólo para el acoplamiento únicamente, en particular la complementariedad del trabajo material
Numerosos autores han insistido sobre las semejanzas que existen entre los problemas coloniales y los de comienzos del capitalismo. Pero no han sido capaces de continuar la analogía en la otra dirección, es decir, de esclarecer la situación de las clases más pobres de Inglaterra de hace cien años describiéndolas como lo que eran: los indígenas destribalizados y degradados de su época. La razón por la que no se ha señalado esta semejanza evidente radica, a nuestro parecer, 27
La política salvaje Parece, en efecto, minimizar toda noción de parentesco con miras a permitirse argumentar que es un principio enteramente ajeno a los –así pensados– «grupos de base predadora», y sólo se presenta en forma de domesticidad inacabada entre unos «horticultores» a la sazón idealmente ginecoestáticos –por «uxorilocales»– y matrilineales (ibíd.: 54). De esta suerte, pudiera pensarse que el de Mujeres, graneros y capitales identifica sin más la «comunidad doméstica» exclusivamente con grupos sociales estructurados según la versión patrilineal del linaje20 y genera en consecuencia una brecha con otras formas de organización en las que, asimismo, la existencia del individuo sólo se desarrolla plenamente inserta en grupos cohabitativos organizados, entre otras cosas que tampoco parecen importar demasiado al marxista, para la producción en función de sus necesidades, internas y de integración, y para la reproducción de su paquete de adaptaciones culturales al medio. Estos últimos, en definitiva, son los rasgos esenciales de que dicho autor dota a la «comunidad doméstica» desvistiéndola de clasificaciones y grados que, por supuesto, deben sin embargo tomar su relevancia a la hora de ponderar el papel de tal institución en un universo sociocultural concreto; en una historia. Pero más acá, únicamente mediante la voluntad apriorística de contraponer estos tres modelostipo se pueden entender las argumentaciones construidas para sostener ideas tan peregrinas como que «a diferencia de la horda [léase: “del grupo exclusivamente predador”] que no hace sino mantener la vida, la comunidad doméstica está constituida para reproducirla. La sobrevivencia de los posproductivos y la multiplicación de los productores, representa la doble finalidad de este modo de producción» (Meillassoux, 1999: 115).
encima de los apriorismos de un tipo de pensamiento que vulnera, entre otras cosas, un principio tan básico como el expuesto por Malinowski cuando escribió (1986: 175), precisamente refiriéndose a la teorización económica en Antropología, que «el hecho de que una afirmación sea muy general no la salva de tener que responder ante los datos empíricos». No por nada, el absoluto olvido del polaco en las páginas de Mujeres, graneros y capitales no deja de ser curiosamente afortunado, si tenemos en cuenta esa concepción, sustantivista avant la lettre, de la «economía primitiva» incrustada en el cuerpo social y sus lógicas, y no a la inversa. No cabe duda de que la amortiguación de los efectos provocados por un eventual desgarro del tejido social a causa de la introducción de prácticas capitalistas, de una fermentación de los problemas estructurales más graves arrastrados por ella dilatada en el tiempo y no abrupta, se debe a una asunción de sus déficits sobre las espaldas de los grupos domésticos y sus solidaridades familiares, únicas instituciones de defensa incondicional de la persona una vez la injerencia del Estado colonial –o del Estado, sin más– a deshecho la tensión centrípeta efectiva de las parentelas. Pero quizá habría sido más interesante explorar desde aquí por qué una sociedad con una economía agrícola necesitada de una inversión tal que la estabiliza en el territorio a perpetuidad, organizada en grupos domésticos con unas características de dimensiones, composición y filiación concretas que los vinculan entre ellos a través de linajes, es capaz de desempeñar ese papel orgánico en el nuevo «marco dual» de la colonización capitalista, mientras que, efectivamente, los grupos cazadores y horticultores así descritos no lo son. Pues ni la lógica económica interna que hace a aquellos capaces de producir un «plustrabajo», ni el hecho de tratarse de una «organización productiva colectiva» –bases de la explotación colonial formulada por Meillassoux (1999: 157)–, son exclusivas del modelo social que él denomina «comunidad doméstica». Y en definitiva, la idea fundamental que habremos de retener de su obra es que «hasta el presente las relaciones domésticas y la familia han intervenido como relaciones necesarias al funcionamiento de todos los modos de producción históricos posteriores a la economía doméstica» (ibíd.: 10-11). Sea ésta lo que fuere.
Quizá es posible también conjeturar que tales circunstancias no hagan en el fondo sino remitir veladamente al inmediato contexto cultural de referencia sobre el que Meillassoux desarrolló estos trabajos, en las antiguas colonias francesas del África occidental, en último término. De ahí la importancia de que, consideramos, hay que dotarle en el replanteamiento de la Teoría dual, por masculino y femenino. Pero esta causa económica no es única. La distribución sexual de las tareas, ¿es necesario decirlo?, es un hecho “cultural” [...]. Sólo de la parición y del amamantamiento son capaces exclusivamente las mujeres. Ahora bien, esta especialización natural sólo explicaría el acomplamiento con miras a la reproducción, mientras que las mujeres, una vez fecundadas, se bastarían económica y socialmente a sí mismas. Nada en la naturaleza explica la división sexual de las tareas» (ibíd.: 38); y sin duda, lo más impactante tal vez sea el hecho de que en ambos casos el autor se muestre igual de taxativo. 20 ¿Acaso estaría dispuesto a admitir también Meillasoux, entre las estrecheces de sus prejuicios, las «sociedades de casa» (société à maison) definidas por Lévi-Strauss en La vía de las máscaras (1975 para la primera edición, en francés, si bien el texto referido se incorporó a la obra como una «excursión» en una segunda edición, en 1979) a propósito de la organización social de kwakiutl y otros grupos de la americana Costa Noroeste estudiados por Boas y Kroeber, como una «creación institucional que permite [al menos a “los grandes”; a la nobleza] componer fuerzas que, fuera de allí, parecen no poder aplicarse sino excluyendo la una a la otra en razón de sus orientaciones contradictorias», como precisamente la matri o patrilinealidad, pero también cualesquiera criterios de filiación frente a los criterios residenciales, adoptando el lenguaje del parentesco «sólo para subvertirlo» en una confusión de categorías, un «cruzado coreográfico» (Lévi-Strauss, 2011: 159-160, 162)?
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2 Los campesinos, los antropólogos y Chayánov Jourdain: Y cuando uno habla, ¿en qué habla? Filósofo: En prosa. Jourdain: ¡Cómo!, cuando yo le digo a Nicolasa «tráeme las zapatillas» o «dame el gorro de dormir», ¿hablo en prosa? Filósofo: Sí, señor. Jourdain: ¡Por vida de Dios! ¡Más de cuarenta años que hablo en prosa sin saberlo! El burgués gentilhombre (Acto 2, Escena IV) Molière, 1670
Venimos abordando la realidad que nos empezaban a poner al descubierto los teóricos de la economía dual desde su «enfoque macro», se podría decir. En líneas generales, los economistas que poco después de los primeros trabajos de W. Arthur Lewis irían abandonando la terminología dualista empleada por Boeke, evitando quizá eventuales reminiscencias coloniales, para encuadrarse en las rebautizadas Teorías del desarrollo, centrarán sus estudios en lo que aquí se ha definido como «sector capitalista» (Dalton, 1971: 96); o al menos, estarán fuertemente mediatizados por las dinámicas que le son propias. No hay que olvidar, de hecho, cómo la misma alusión al «desarrollo» es de por sí toda una declaración de intenciones que, en las décadas centrales de la Guerra Fría, unifica en su sentido abstracto a la mayoría de los programas políticos globalizantes, fueran estos capitalistas o socialistas. No obstante, ya hemos tenido oportunidad tanto con Boeke como con Meillassoux de prefigurar el espacio –¿marginal?– del llamado «sector de la subsistencia» a partir de dos ideas-fuerza: en primer lugar la de comunidad orgánica, tomada de la Gemeinschaft tönniesiana para aplicarla bien de una manera genérica a la aldea (village), bien directamente vinculada con la domesticidad (communauté domestique); la de ruralidad, en segundo, la de una articulación económica que se basa y orbita en torno del concepto de «campesinado».
que establecer un punto de partida, más claro que el del pensamiento económico al uso, en la pregunta: «¿de qué manera los pequeños grupos –la tribu, la aldea– entran a formar parte de la economía regional o nacional?» (Dalton, 1971: 98),1 para arribar a postular la necesidad primera de comprender el «microdesarrollo», según una expresión del propio Dalton. Y en este contexto, la definición del campesinado devendrá de una centralidad determinante (vid. i. a. Dalton, 1967; 1971).
1. Extrañas aves de Chicago (poder-entender) En 1966 Eric R. Wolf, antropólogo formado en la universidad estadounidense de Columbia bajo la influencia del por entonces catedrático Julian Steward y su Ecología cultural, se preguntaba (1982: 10): «¿qué distingue al campesino del labrador primitivo? Un modo de enfocar esta cuestión es darse cuenta de que los campesinos forman parte de una sociedad más amplia y compleja, mientras que una banda o tribu primitiva no se halla en la misma situación»; pero «la distinción entre primitivos y campesinos no reside en el mayor o menor grado de implicación con el mundo exterior a ellos, sino en el carácter de esa relación», de manera tal que podía concluir:
En efecto, cuando autores como el sustantivista Goerge Dalton aboguen por un peso decisivo del enfoque antropológico sobre la cuestión de la Teoría del desarrollo, lo harán en tanto que conocedores empíricos de una escala analítica local que apenas sí tiene equivalentes en la visión economicista según sus instrumentos tradicionales. Y es que, con la descolonización de mediados de la centuria pasada y la repartición de la explotación legal de aquellos recursos naturales y humanos entre las administraciones de nuevos Estados de «tradición occidental», la Antropología se descubrirá directamente envuelta en la cuestión del desarrollo de la mano de la aceleración de los cambios profundos sufridos en las comunidades donde solía centrar sus estudios de campo (Hannerz, 1993: 11). Siendo de esta manera, se verá en la absoluta inevitabilidad de tener
Puede resultar interesante cf. el comentario de Samuel Morley Wickett, profesor de Economía política y Estadística en la Universidad de Toronto recién arrancando el s. XX, a propósito de su edición del Die Entstehung der Volkswirtschaft de Bücher, por el cual advierte que la traducción literal al inglés correspondería a «the rise of national economy» a pesar de haberse publicado, curiosamente, como Industrial evolution. La cuestión es significativa si se atiende además a la reintroducción que, desde la Universidad de Chicago, Redfield haría para el repertorio terminológico de la Antropología anglófona de la voz germánica Folk, a través del concepto «folk society» (vid. inf., cap. 2.1), precisamente aplicado a una instancia contraria a lo que expresaba la fórmula de Bücher –Volkwirtschaft– y, por ende, también del uso que Dalton hace aquí de «economía nacional». ¿Quiere dejar constancia la Lexicografía, entonces, de una sensibilidad por la cual las naciones europeas pueden ser populares pero no así las de sus antiguas colonias?, y si acaso se da un deslizamiento en ese sentido, sea cual fuere la causa –consciente o inconsciente–, para lo que aquí nos ocupa, ¿describe un proceso de identificación del cual nos cabe extraer conclusiones analíticas sobre los descritos o sobre los descriptores? (vid. inf., cap. 3.1).
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La política salvaje En la sociedad primitiva, los excedentes son intercambiados directamente entre grupos o miembros de grupos. En cambio, los campesinos son labradores y ganaderos rurales cuyos excedentes son transferidos a un grupo dominante de gobernantes que los emplea para asegurar su propio nivel de vida y que distribuye el remanente a los grupos sociales que no labran la tierra. (Ibíd.: 12)
I. Thomas en los inicios de la andadura de la Escuela de Chicago.2 No en vano, por lo que respecta al estudio social del campesinado, la misma obra, firmada junto a Florian Znaniecki, por la que será recordado principalmente Thomas (El campesino polaco en Europa y en América, 1918-1920 para la primera edición, en inglés) constituye una verdadera suerte de rara avis en la cual merece la pena detenerse lo que resta de este epígrafe, antes de retomar el hilo de la propuesta de Redfield, en el siguiente.
Más allá de una relativa sencillez que la vincularía antes a la binarización fundamental de las sociedades humanas entre indivisas y divisas propia de la Antropología política clastreana que a las secuencias evolutivas socioeconómicas más destiladas desplegadas, sin ir más lejos, por otros alumnos sobresalientes de Steward (vid. Service, 1962; 1984), esta definición de Wolf contiene, resume y representa la cristalización de buena parte de la reconceptuación del horizonte de acción antropológico operada hacia la segunda mitad del s. XX. En este momento el campesinado –como categoría de la cual participan también importantes porciones de la propia sociedad occidental; es más: de la cual participaban sobre todo esas porciones– toma definitivamente carta de naturaleza como objeto de estudio antropológico de pleno derecho, junto a las llamadas «sociedades primitivas» (Godelier, 1974: 46 y ss., 125128), dando inicio a lo que se conocería como Peasant Studies si bien, efectivamente, ya desde la década de 1940 algunos autores venían incursionando en la materia. Es bien conocida la paradigmática evolución del mismísimo A. R. Radcliffe-Brown a propósito de la definición de las sociedades estudiadas por la Antropología, del límite «no civilizado» reconocido en los años veinte («The methods of Ethnology and Social Anthropology», 1923) a la apertura universal de los cuarenta («The meaning and scope of Social Anthropology», 1944).
Anterior aun en dos décadas a los trabajos de éste, lo cierto es que, a diferencia suya, El campesino polaco desarrolla el interés sobre la comunidad rural de forma indirecta, tomándola como objeto de investigación solamente en tanto lugar de origen de uno de los colectivos inmigrados de mayor peso específico en la windy city estadounidense. Por tanto, como indicábamos, se observa claramente que la preocupación fundamental por la aculturación es la misma, esta vez concebida más solapadamente al actor individual, según los criterios metodológicos de lo que posteriormente Herbert Blumer intitularía «interaccionismo simbólico» propio de este grupo de sociólogos-antropólogos, y dentro de un escenario plenamente urbano: Chicago. Desde luego, a día de hoy no cabe duda de la pertinencia de referirse a los trabajos de la primera etapa de la Escuela sociológica chicaguense y sus prolegómenos también bajo la rúbrica de la Antropología. Esto responde más que nada a una cuestión de metodología, al punto que Hannerz (1993: 29 y ss.) nombra a los que considera los primeros precursores de la Antropología urbana como «Etnógrafos de Chicago». Y es que no hay que olvidar, de hecho, que hasta 1929 el Departamento de Sociología de la Universidad de Chicago comprendió de manera adjunta también al de Antropología. Obviamente, juegan en este sentido metadisciplinario factores como una definición de los campos de influencia sociológico y antropológico pivotando básicamente sobre el objeto de estudio –i. e.: el «nosotros» frente a «los otros»– que tanto desde los inicios de ambas disciplinas como a medida que avance su desarrollo se va a mostrar frecuente y fuertemente arbitraria; al menos tan arbitraria como potencial se mostrará la complementariedad y, desde luego, necesario el diálogo entre concepciones de los grupos humanos en términos sociales o culturales, aproximaciones centradas en el individuo o en el sistema relacional (Hannerz, 1993: 20-21), y por supuesto, de enfoques metodológicos
Del lado boasiano, Alfred L. Kroeber sentaría aquella famosa caracterización a vuelapluma del campesino como hecho parcial, en su repaso del estado disciplinar de la Antropología de 1948: «los campesinos son decididamente rurales, sin embargo, viven en relación con centros mercantiles; ellos constituyen un segmento de clase en una población mayor que usualmente contiene centros urbanos, a veces capitales metropolitanas. Constituyen sociedades parciales [part-societies] con culturas parciales [part-cultures]» (Kroeber, en Redfield, 1973b: 333). Pero sin duda, el más destacable de esos autores de primera hora será el chicaguense Robert Redfield.
2 El sueco Ulf Hannerz ha subrayado, en su ya clásico manual sobre Antropología urbana (Exploración de la ciudad, 1980 para la primera edición, en inglés), la fuerte tendencia de dichos investigadores a buscar interpretaciones exacerbadas basadas en esta idea de aculturación, conceptuada por Thomas como «desorganización social» (social disorganization) (Hannerz, 1993: 69 y ss.). En sus palabras, «podemos definir brevemente la desorganización social como “una reducción de la influencia de las reglas sociales de conducta existentes entre los miembros individuales del grupo”. Esta reducción puede presentar innumerables grados que van desde la simple ruptura de una regla particular determinada por parte de un individuo hasta el desmoronamiento general de todas las instituciones del grupo» (Thomas y Znaniecki, 2006: 305), si bien anota a renglón seguido cómo no existe una correlación necesaria y automática entre el grado de organización o desorganización individual y el del conjunto social.
Redfield habría empezado a apuntar hacia la definición teórica del campesinado de una forma genérica a partir de sus trabajos de campo en algunas comunidades rurales de México y Guatemala, donde los procesos de integración a nivel estatal le permitían aislar ciertos rasgos incipientes característicos, más bien, de los grupos urbanos que venía estudiando el Departamento de Sociología de la Universidad de Chicago desde principios de siglo. Así, al fin y al cabo, se podría entender esta línea de investigación enmarcada en el cuadro mayor de las dinámicas de transformación social y cultural delineado por William 30
Los campesinos, los antropólogos y Chayánov inicialmente aplicados a grupos urbanos occidentales y occidentalizantes, o comunidades más aisladas (vid. Geertz, 1961).
desde entonces algunas de estas disciplinas –históricas, sociológicas– hayan tendido a olvidarlo, librándolo en buena medida únicamente a la Antropología. Así, ambos autores inaugurales de esta primera Escuela de Chicago, William I. Thomas («Race psychology: Standpoint and Questionnaire, with Particular Reference to the Immigrant and the Negro», 1912) y Robert Ezra Park («The City: Suggestions for the Investigation of Human Behavior in the City Environment», 1915), escribieron defendiendo la centralidad de un tipo de aproximaciones y de un método de trabajo en el cual «es deseable vivir dentro del grupo, preferiblemente en una familia y gradualmente captar el contexto de la vida del grupo» (Thomas, en Zarco, 2006: 68): la correspondencia exacta con la metodología etnográfica de campo para el funcionalismo británico que se forjaba en aquel mismo momento en torno a la figura de Bronisław Malinowski es más que evidente.
Es por ello que, a la hora de caracterizar los trabajos de los investigadores de Chicago, se recurre indefectiblemente a la singularidad de unas fuentes documentales consonantes con ese «interaccionismo simbólico». A una seminal e irreductible preocupación por poder entender a «los otros»; y quizá en ese empeño y ese principio, también a «nosotros». Si Juan Zarco en su estudio introductorio a la última edición española de El campesino polaco escribe sobre ello que cuando tu objeto de estudio [...] es susceptible de enmarcarse teóricamente en la necesidad de entender toda interacción social como significativa en términos simbólicos, el método más apropiado para su abordaje empírico, si acaso no el único método posible, ha de ser aquel capaz de captar, en los propios términos de sus actores, los significados por ellos compartidos (Zarco, 2006: 35);
Pero ciñámonos a aquellos apartados del trabajo de Thomas y Znaniecki relevantes para nuestro objetivo inmediato. Nos referimos a la parte económica, más allá de las consideraciones sobre la estructuración formal de la familia campesina polaca para la que distinguen un sistema «grupo familiar-grupo conyugal» que bien podría equipararse a las categorías respectivas de parentela y grupo doméstico, apuntando además que se trata de «un grupo vivo estrictamente social y concreto» donde «la idea de origen común no determina la unidad del grupo familiar, pero la unidad concreta del grupo sí determina dónde se puede ubicar el origen común» (Thomas y Znaniecki, 2006: 167-168); algo que, en definitiva, redunda en la descripción de una situación de ausencia de «linajes» escleróticos que en terminología actual remitiría básicamente al orden de parentelas bilaterales basadas en ego –de hecho, el más usual en las sociedades industriales contemporáneas; el «sistema esquimal» de la terminología morganiana–, con una cierta preferencia por la gerontofocalidad por vía masculina, mientras viven estos progenitores, en lo que respecta a las representaciones comunitarias de un grupo familiar dado. Pues bien, según los sociólogos de El campesino polaco, en este colectivo se daban al momento de su investigación «tres fases coexistentes de desarrollo económico con sus correspondientes actitudes mentales», en una disposición lineal de un evolucionismo rancio, por lo demás común, casi inevitable para la década de 1910:
estas fuentes serán tan ajenas a la metodología de la Sociología de la «gran teoría» parsoniana como las series de correspondencia personal o la confección de historias de vida individuales. Desde luego, es evidente la proporción de equivalencia entre esta definición y la que aportábamos del materialismo cultural de Harris a propósito de la perspectiva analítica emic en el capítulo anterior (vid. sup., cap. 1.1, nota 5). Sin embargo, aun a pesar del reconocimiento por parte de aquellos marxianos menos ortodoxos de la importancia reflexiva otorgable a las variables perceptivas que se despliegan multidireccionalmente en cada situación histórica, si hay una solidaridad más integral con lo que avanzan los de Chicago ésta es con las tendencias simbolicistas que cuajarán a partir de 1970 en la llamada Antropología interpretativa de la mano de autores como Clifford Geertz (La interpretación de las culturas, 1973 para la primera edición, en inglés). Nuevamente, al poner la carga esencial en la semiótica –i. e.: en una teoría general de los signos–, el núcleo principal del posmodernismo proponía un programa teórico orbitando primero sobre el actor y su universo referencial, y segundo, sobre el autor y el suyo, en una profundización del «giro lingüístico» que se ha calificado acertadamente de «crítica contextual». «El hombre [sic, por “el humano”] es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones» (Geertz, 2005: 20; cf. Geertz, 2010). Pero sea como fuere, en una instancia más general, las declaraciones del interaccionismo simbólico sencillamente remiten a ese horizonte común, cardinal para cualquier disciplina ocupada en el estudio –histórico, sociológico– de grupos humanos, que es el concepto de cultura, aunque desafortunadamente,
1. la supervivencia de la vieja economía familiar, en la que los valores económicos son todavía en buena medida cualitativos y aún no están subordinados a la idea de la cantidad, y la actitud dominante es el interés por llevar una buena vida, no la tendencia a enriquecerse; 2. la fase de la economía individual, que se desarrolla espontáneamente y se caracteriza por una cuantificación de los valores económicos y la tendencia correspondiente a hacer fortuna o aumentarla; 3. la fase de la cooperación, que se desarrolla principalmente bajo influencias externas, en la que prevalece un punto de vista moral sobre los valores y actitudes económicos. (Ibíd.: 181-182) 31
La política salvaje Esta categorización bien podría sobrepasar la problemática específica campesina al esbozar, en base a fases progresivas, un cuadro hipotético aplicable para la secuencia general de cambio en el comportamiento económico humano; o al menos, este diseño encierra la potencialidad innegable de tal aplicación, tal como vislumbraron los propios autores.3 Sea como fuere, lo cierto es que en determinados aspectos de la secuencia de Thomas y Znaniecki podemos advertir todavía fuertes reminiscencias del paradigma históricoeconómico asentado a finales del decimonono. En este sentido sí que podríamos verificar un distanciamiento fundamental respecto de la escuela de Malinowski por más que, del otro lado, no se les pueda achacar a los de Chicago una concepción económica anacrónica stricto sensu; y esto es así en tanto que el núcleo básico que subyace a este tipo de evolucionismos no deja de ser la misma progresión «irracionalidad→racionalidad» que continuarían criticando en sus contemporáneos, aun medio siglo después, autores como Godelier.4 En efecto, ésta es una de las facetas del mismo debate que anunciamos desde diferentes objetos, objetivos y frentes de investigación en el capítulo precedente, y que no podremos resolver –es decir: resolverlo sistematizando nuestras propias coordenadas teóricas e instrumentos de análisis– hasta volver sobre nuestros pasos con el enfoque mayor de la Antropología económica; expuestas las problemáticas específicas que coadyuvan a nuestra definición de la lógica económica doméstica como dinámica genérica.
vez, no hay que perder de vista la centralidad del análisis comportamental individual y del de la construcción simbólica comunitaria que alejan pendularmente a los sociólogos de El campesino polaco del determinismo economicista y de la inmanencia formalista más explícita. Y si la idea abstracta de una suerte de «progresión de la racionalidad» es algo patente en el trabajo de Thomas y Znaniecki, ni ésta se explica necesariamente vinculada a una causalidad de los equilibrios económicos, a una determinación en ellos, ni se advierte una segregación universal y atemporal del resto del cuerpo social por parte de los principios que puntualmente rigen dichos equilibrios en las «fases racionales» que declaran los de Chicago. Más bien al contrario, Thomas y Znaniecki se sitúan en un universo referencial en el que, teñida o no de esa irracionalidad por oposición progresiva más que positivamente reconocida –y es más, concretamente «irracionalidad económica», y no otra–, adquiere pleno sentido describir una fase presuntamente primigenia de «economía familiar» absolutamente encastrada en mecanismos sociales esencialmente no económicos, en un punto anterior de la misma línea cuyo desarrollo conducirá a los sustantivistas hacia el concepto de embeddedness de Polanyi (vid. inf., caps. 2.6, 4.1 y 4.5). Por cierto, y a razón de la aludida pendularidad: una línea cuyos primeros trazos firmes se esbozarían precisamente de la mano de Malinowski (1976b [1921]: 91 y ss.), más próximo en el tiempo a los autores que ahora tratamos. Escriben los de Chicago al respecto de la dicha fase:
Por el momento, Thomas y Znaniecki nos adelantan en su visión sobre los comportamientos económicos de los campesinos polacos, pues, elementos teóricos que reconoceremos más adelante, a veces muy repartidos en las formulaciones de algunos autores más tradicionalmente vinculados a la definición de lo económico en el estudio de las sociedades humanas. Muy repartidos porque, a la
La solidaridad en el seno del grupo primario es una conexión entre personalidades concretas y todo acto económico, como todo otro acto social, es meramente un momento de esa solidaridad, uno de sus resultados, una de sus expresiones, uno de sus factores; su significado pleno no reside en sí misma, sino en el conjunto de la relación personal que implica. Por lo tanto, un acto de ayuda social no crea la expectativa de un servicio recíproco determinado y particular, sino simplemente refuerza y convierte en real la expectativa habitual de una actitud general de solidaridad. (Thomas y Znaniecki, 2006: 187)
«La evolución económica del campesino polaco nos proporciona una oportunidad excepcional para estudiar el proceso de desarrollo del racionalismo económico porque, como consecuencia de circunstancias particulares, el proceso ha sido muy rápido y todas sus fases coexisten en el presente como vestigios, como realidad actual o como principio futuro» (Thomas y Znaniecki, 2006: 198-199). Sin embargo, contrapesando la gravidez de las implicaciones que podría comportar tal afirmación sin más consideraciones, los autores añaden más adelante una pequeña cláusula de garantía en la forma de un eventual particularismo que no se encargan ni de validar ni de invalidar más allá –tampoco es es ése el objeto de su estudio–, a la luz de lo reseñado anteriormente: «no estamos afirmando que la evolución del campesino polaco nos proporciona una ley general de la evolución económica». 4 Cf. concretamente su refutación, en Racionalidad e irracionalidad en economía (1966 para la primera edición, en francés), de la concepción progresiva hacia el socialismo estatista del asimismo marxista Oskar Lange. En definitiva, este teórico económico y dirigente político de la Polonia comunista defenderá un último estadio evolutivo de la racionalidad económica que comparte los rasgos fundamentales de lo que Thomas y Znaniecki únicamente sugieren en el esbozo de su fase de «cooperación y actitudes económicas morales», por más que en Lange –como, anteriormente, en Bücher– la ostensibilidad del quiebre entre el comportamiento tradicional y el comportamiento racional sea prácticamente total, cosa que en absoluto ocurre en El campesino polaco. En cualquier caso, nos abstendremos en lo que sigue de abundar en la caracterización de la tercera fase económica de los de Chicago, remitiendo para la cuestión de la percepción de irracionalidad de las tradiciones económicas ajenas al formalismo occidental que inaugura la Escuela clásica inglesa de Adam Smith y David Ricardo, a un epígrafe posterior (vid. inf., cap. 2.6). 3
Enmarcado en el contexto histórico de la abolición de la servidumbre,5 la transformación hacia la segunda fase 5 Lo cierto es que éste es un elemento recurrente en los fuertes vaivenes gubernamentales que caracterizan la historia polaca de los ss. XVIIIXIX, desde las reformas que quiso introducir la Constitución del 3 de mayo (1791) a las aspiraciones liberales de Tadeusz Kościuszko o la asunción del Código Napoleónico por parte del Gran Ducado de Varsovia (1807-1813), sólo a instancias de la Grande Armée, de suerte que resulta práctico tomar la fecha de 1861 y el decreto emancipatorio del zar Alejandro II de Rusia, que a la sazón controlaba por entonces prácticamente la mitad de lo que hoy es Polonia, como último gran hito administrativo de un proceso social más bien laxo. En cualquier caso, no es casual que el punto de partida de la categoría analítica establecida por Dalton para los campesinos europeos de la «modernización temprana» (1971: 227 y ss.) coincida plenamente con este contexto histórico: «we conventionally date the beginnings of “modernization” for several European countries with wars, revolutions, and other such upheavals: Britain since the Black Death (1350), France since its great revolution (1789), Western Europe since the Napoleonic wars (1815), Russia since the emancipation of its serfs (1861)». Como veremos, las configuraciones
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Los campesinos, los antropólogos y Chayánov En este sentido, fruto de la labor de ese otro representante posterior de la misma Escuela sociológica de Chicago será la introducción del concepto de folk society (Redfield, 1940; 1947) para definir las comunidades pequeñas, aisladas, iletradas, homogéneas6 y con un fuerte sentido de solidaridad grupal que tradicionalmente venían siendo objeto de estudio de los antropólogos: como se puede deducir sin dificultad, detrás de esta especie de reformulación ad hoc, construida en oposición a la idea de «sociedad urbana», se encuentran también las dicotomías clásicas de Henry S. Maine y, sobre todo, nuevamente de Tönnies, al punto que frecuentemente se ha equiparado el término del sociólogo chicaguense al principio de la Gemeinschaft del alemán (Hannerz, 1993: 73, con bibliografía). A través de la idea de una folk society consabidamente inexistente como grupo humano real en la totalidad de sus rasgos definitorios, Redfield buscaba plantear problemáticas concretas y hacer, más que responder, preguntas, llegando a desplegar una verdadera apología de la modelización especulativa positiva como procedimiento metodológico (Redfield, 1953). Dentro, pues, del esquema marcadamente evolucionista planteado por el estadounidense –propio todavía del ambiente intelectual desde el cual escribía, y es que no hay que olvidar que, significativamente, el mismo Leslie White es producto también del Departamento de Sociología de Chicago–, la campesina quedará definida en un primer momento como una comunidad cultural intersticial.
de comportamiento individual –primero– y organización social –después– vendría inaugurada por una ruptura del equilibrio tradicional de expectativas «sociomateriales», que a su vez habría desencadenado la individualización económica del campesino hacia una mecánica más «economicista». De esta premisa destacan decididamente, por un lado, cierta tendencia a la anteposición del comportamiento mercantil sobre la inmersión plena de los agentes en una verdadera lógica total –o mejor: totalizante– de mercado autorregulado, y por el otro, la posición detonante en la cadena causal que otorgan Thomas y Znaniecki a las cláusulas de determinación sociocultural del nivel de vida «aceptable», «adaptado al nivel económico promedio de la comunidad y diferente en cada caso particular en función de la fortuna de la familia» durante la fase de «economía familiar», pero desbaratado en los primeros momentos del proceso de apertura de la comunidad campesina a la integración social del Estado moderno bajo el signo del capitalismo. Así, en estas circunstancias: [Las actitudes relacionadas con la economía] dejan de ser sociales para convertirse en casi puramente económicas; cuantifican todos los valores materiales y tienden a incrementar la cantidad. El individuo económicamente progresivo se va aproximando al clásico «hombre económico», es decir, el lado económico de su vida está casi totalmente desgajado de su lado social y se sistematiza en sí mismo, aunque siga reaccionando a las influencias sociales. (Ibíd.: 191)
La aldea campesina nos mostrará la folk society y la civilización estatal más próximas a un punto de equilibrio, la sociedad campesina es aquélla en la cual el orden moral imperante entre las sociedades más primitivas aún predomina, pero ahora en continua relación con un orden técnico de herramientas desarrolladas, comercio e instituciones formales, políticas y administrativas. La aldea campesina es un alto a medio camino, una estructura estable, a lo largo del recorrido histórico de la humanidad entre nuestras polaridades imaginarias. (Ibíd.: 225)
Huelga señalar que, con tal descripción, los autores de El campesino polaco no están sino sintomatizando en la esfera económica particular los procesos generales de «desorganización social», mucho más vastos, inicialmente en los desajustes culturales de la emigración a Varsovia y los otros centros urbanos cercanos respecto de los grupos rurales originarios, y posterior y principalmente, buceando en las dinámicas relacionales individuales de la comunidad polaca de Chicago con sus familias radicadas en Europa, y viceversa.
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Tal vez sea interesante anotar aquí la definición que Redfield aportaría unos años después sobre este factor de «homogeneidad» de su folk society, precisamente en tanto que a través de ella se puede descubrir una concepción declaradamente idealista en el tono general de su trabajo (Redfield, 1973a: 12), y representa el disparador cuya alteración, en relación dicotómica con la «heterogeneidad» inherente a la sociedad urbana, inhibe o acciona los mecanismos de desorganización y fragmentación simbólica que transforman a la una en la otra. «La homogeneidad de tal sociedad [folk] no es una homogeneidad en la que todo el mundo hace lo mismo, al propio tiempo. Las personas son homogéneas por cuanto comparten la misma tradición y conciben de igual manera lo que deba entenderse por buena vida. Hacen la misma clase de trabajo y rinden culto, se casan, sienten vergüenza u orgullo de la misma manera y en circunstancias semejantes»; más allá, se trata de que los individuos de la folk society «se apoyan en los deberes tradicionales de un status en buena parte heredado [por contraposición a lo que Redfield deja entrever tal que una suerte de “reflexión individualizada”], y se expresan [...] en las pautas de la acción recíproca [...]. Se hacen determinadas cosas como resultado de la decisión de emprender esa acción particular, pero en lo tocante a la clase de acción, la tradición es la fuente y la autoridad» (íbid.: 28-30). Nótese, por el momento, tanto la referencia al status en la línea exacta en que lo conceptuara Maine, como la trabazón última con la idea de que este tipo de relación lleva aparejada la pertinencia de las acciones por automatismo, lo que nos devuelve nuevamente a los márgenes de la «racionalidad» que vimos en Thomas y Znaniecki.
Éste es el objetivo último de su interés investigador, y éste el freno a una profundización concreta en el campo de la lógica económica campesina que, a juzgar por lo que sí escribieron, sin duda habría resultado en cierto sentido premonitora de un universo referencial académico cuya solidificación se retrasaría todavía varias décadas, como de hecho puede decirse también sobre su énfasis en la configuración simbólica. En cualquier caso, aquí encontramos la base inmediata sobre la que planteará sus propios objetivos investigadores Redfield, dentro ya de un interés directo por la caracterización de la comunidad rural.
sociales que inauguran esta «modernización» son también el campo de observación y la arena donde tiene lugar la polémica entre marxistas y populistas rusos, y donde Chayánov desarrolla su cuerpo teórico ya bien entrado el s. XX (vid. inf., caps. 2.4 y 3.1).
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La política salvaje Pero decíamos sólo «en un primer momento» habida cuenta que, progresivamente desde principios de la misma década de 1950, Redfield comenzará a replantear la cuestión campesina en términos de imbricación dependiente dentro del mismo cuerpo social que la dicha «civilización», y por tanto, más alejada de la aplicación tribal de la folk society definida a lo largo de las de 1930-1940 y de las veleidades conceptuales de un estadio evolutivo per se. Es decir, que si bajo la primigenia folk-urban conception lo que se acentuaba era el hipotético «carácter transicional» de la comunidad campesina, en 1953 (El mundo primitivo y sus transformaciones)7 y especialmente en 1955-1956 (La pequeña comunidad y Sociedad y cultura campesinas, respectivamente)8 se la va a representar devuelta al seno de un entramado social mayor, del cual formaría parte integrante y, es más, necesaria.
elemental-integral es tan poco explícita que pudiera serle prácticamente subsidiaria. Para el de Chicago resulta obvio que la definición del campesinado como categoría genérica no puede ampliarse indiscriminadamente hasta alcanzar cualquier comunidad de productores rurales en pequeña escala, ni siquiera aun si mantienen algún tipo de relación con mercados supralocales, porque es tan condicional que estos grupos humanos son un –podríamos decir– producto circunfocal de las crecientes necesidades económicas del proceso de urbanización, como que, en último extremo, se trata de unas relaciones centro-periféricas que hay que entender «en términos claramente culturales más que societales» (Redfield, 1973b: 34). Esto no es óbice para que, todavía en la óptica de las transformaciones desde la folk society, en 1953, Redfield apelara a un inevitable índice o gradación de la permeabilidad de los grupos rurales respecto de los núcleos urbanos, refiriéndose, significativamente, a los desarrollos socioculturales acicateados por estos núcleos en su periferia expansiva como «historias posteriores de las sociedades folk» (Redfield, 1973a: 43 y ss.): es aquí donde aparece por primera vez la referencia al campesinado como los grupos rurales determinantemente acompasados con la dinámica urbana, al punto de –o tal vez mejor dicho: especialmente en lo tocante a– la construcción identitaria y la cosmovisión compartidas, por más que versionadas en relación al dicho «centro civilizatorio».
Ciertamente, el matiz alcanza un calado tal que dará pie a Geertz (1961: 2-3) a hablar de una retractación parcial por parte del chicaguense. Pero en cualquier caso, y a pesar de trabajar ahora en la misma sintonía definida por Kroeber y que posteriormente utilizarán, igual de parcialmente, autores como el ya citado Wolf o el propio Geertz, Redfield siempre va a entender la conceptuación del campesinado en términos más de particularismo cultural –idealista–, de cosmovisión arcaizante, que de un determinado tipo de sistema o relación específicamente económica con su contraparte social simbiótica –i. e.: tomando el principio kroeberiano, mientras Wolf y los principales exponentes de los Peasant Studies enfatizarán la «parcialidad social», Redfield habría hecho lo propio con la «parcialidad cultural», dando pie a interpretaciones radicalmente diferentes y, es más, enfrentadas hasta cierto punto (vid. inf., caps. 2.3 y 3.1)–.
Comencemos por tratar de aislar los aspectos económicos que reconoce Redfield dentro de la definición culturalista mayor que propone. Podemos resumir el carácter económico de la aldea campesina diciendo que combina la primitiva hermandad de la comunidad folk precivilizada con los nexos económicos característicos de la sociedad civilizada. Mientras la comunidad campesina mira hacia dentro, las relaciones que la constituyen son todavía personales y familiares, pero ahora están modificadas por un espíritu de ventaja pecuniaria. Este espíritu pecuniario contribuye a la formación de una nueva dimensión de la vida social del campesino: en las relaciones pacíficas y estables con los extraños. (Redfield, 1973a: 50)
Es en el marco de esta dirección conceptual hacia la sociedad y cultura parciales donde se entiende mejor la oposición de este autor a tratamientos del campesinado en la línea que planteara Raymond Firth (Malay Fishermen: Their Peasant Economy, 1946),9 en los cuales la riostra de la dimensión 7 Siendo fieles a la disposición cronológica de las ideas, hay que anotar que pese a que la primera edición, en inglés, efectivamente se fecha en Nueva York en 1953, corresponde a la trascripción de una serie de conferencias impartidas en la Universidad de Cornell entre febrero y marzo del año anterior; para la primera traducción castellana habría que esperar aún a 1963. Teniendo en cuenta que en su artículo, asimismo publicado en 1953, «The natural history of the folk society» el uso del concepto es claramente idéntico al de sus textos de 1940, como ya hemos tenido oportunidad de comprobar, quizá se podría fechar la matización de la referencia a la folk society para caracterizar al campesinado en estos primeros años de la década, antes de que reafirmara la postura definitivamente con Sociedad y cultura campesinas. 8 En el prólogo a la edición cubana de estas dos obras, Calixta Guiteras Holmes recuerda que Sociedad y cultura campesinas podría leerse como un post scriptum de La pequeña comunidad en tanto que «ésta está mirada como un algo independiente de aquello que queda fuera de sus límites, en tanto que en Sociedad y cultura campesinas se nos lleva de la mano a explorar un tipo de comunidad dependiente, el de los campesinos». No en vano, apenas cuatro años después de que viera la luz el último de estos títulos, se decidió la publicación de ambos textos en un único volumen. Utilizamos aquí la traducción castellana, fechada en La Habana en 1973, de la segunda edición inglesa conjunta, en Chicago en 1961. 9 El caso del maestro neozelandés tal vez sea especialmente curioso en tanto representa uno de los extremos primigenios para una corriente interpretativa –la de la Ecología cultural– cuya fortuna en la Arqueología se extiende hasta el día hoy, al conjugar el interés primero en la economía con la tradición funcionalista británica, tan alejada apriorísticamente
Inicialmente, por tanto, el antropólogo chicaguense invoca la idea de «maximización» que Thomas y Znaniecki vincularon única y específicamente al campesinado expuesto del marxismo militante. Sin duda, son tales circunstancias las que resultan en una de las definiciones más sorprendentemente sencillas de «campesinado», la cual por lo demás, no podía sino diferir hondamente de cualquiera de las posturas puestas en liza por autores más comprometidos con la inclusión analítica de elementos derivados de las dinámicas de la dominación. De hecho Firth alcanza en Elementos de Antropología social (1951 para la primera edición, en inglés; pero con hasta cuatro reediciones revisadas por el autor, la última en 1971) incluso a remitir para más detalles a las obras de Redfield, Wolf y Fallers, sin advertir por ello, para el conocimiento del lector, contradicción alguna, ni variar tampoco un ápice su propia definición: «el vocablo “campesino” contiene, de manera primordial, una alusión económica. Se entiende por economía campesina un sistema de productores en pequeña escala, con tecnología y equipamento sencillos, cuya subsistencia depende básicamente de lo que ellos mismos producen» (Firth, 2001: 105).
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Los campesinos, los antropólogos y Chayánov e implicado en la lógica capitalista; por otro lado, huelga con esto volver aquí sobre la postura de Boeke al respecto (vid. sup., cap. 1.2), en la medida en la cual abiertamente no considera campesinos a los grupos coloniales del sector de subsistencia, si bien remite a la vez a la «lógica campesina» para entender su dinámica económica.
centros de poder, lo cierto es que a la hora de detenerse en un fenómeno que aglutine a la generalidad, el de Chicago se suma a la alusión específica al comercio como rasgo distintivo del campesinado frente a las comunidades tribales; algo que, como hemos visto, ya había hecho en sus primeras caracterizaciones del campesinado en los textos de 1930-1940.
Pero haciendo justicia ahora al sentido global subyacente en El mundo primitivo y sus transformaciones, también es cierto que Redfield no caracteriza la citada «ventaja pecuniaria» hasta llevarla a un grado sistémico bien definido. Y es más: llegará incluso a anular la motivación lucrativa en Sociedad y cultura campesinas (Redfield, 1973b: 331) sin considerar, al menos aparentemente, que ello suponga una alteración brusca del escenario general esbozado con lo que citábamos arriba y las conclusiones que de él pudieran extraerse. De esta manera, más bien se aduce en todo momento a la percepción de una «pacificación» socioeconómica ampliada como algo ventajoso para el grupo campesino, y con ello a la introducción y utilización usual del dinero, a la presencia normalizada de instituciones y agentes externos a la comunidad local; en definitiva: a la integración social y política.10 Quedan por identificar, pues, los elementos catalizadores de esta situación económica, y si bien en determinado punto se desprende de su discurso que se puede entender en este sentido la mera presencia de los dichos agentes de la elite supralocal, sin más institución que la exacción tributaria directa hacia los
La estabilización institucional de este concepto, concretizado en la presencia de mercados, es de hecho un punto de encuentro entre la mayoría de autores que venían abordando, y que abordarán, el tema. Es el mercado, en una forma u otra, el que arranca de las relaciones sociales compactas de las comunidades primitivas autointegrales [self-contained] ciertas partes de los quehaceres de los hombres [sic, por «de los humanos»] y pone a gentes en campos de actividad económica cada vez más independientes del resto de lo que ocurre en la vida local. (Redfield, 1973b: 349) En el caso de Redfield, empero, consideramos que podríamos leer claramente el uso de los conceptos de «comercio» y «mercado» más bien como una sublimación de la idea de relaciones pacíficas y estables entre los grupos rurales y el núcleo urbano. El comercio es de este modo un recurso preliminar, hasta cierto punto incluso ingenuamente reduccionista, que enfatiza la apertura socioeconómica sin resolverla sistémicamente; el mercado vendría así a significar la sanción definitiva a la ruptura del supuesto aislacionismo comunitario de la sociedad tribal genuinamente folk, o al menos en este sentido creemos poder entenderlo desde el momento en el cual tampoco encontramos en ningún punto un mayor interés por detenerse en la concretización explícita de las «condiciones de mercado», sin duda tan variables como variadas. Como veníamos anunciando, el motivo es, obviamente, que lo fundamental en el planteamiento redfieldiano es la verificación del nexo social profundo –también en el plano económico–, y no su tipologización: «no exigiré que nuestros campesinos tengan algún género particular de relación económica y política con su elite» (ibíd.: 334).
Se hace inevitable volver a referirnos a Clastres, esta vez por las reflexiones vertidas en Arqueología de la violencia sobre la función estructural de la guerra en los mismos grupos indivisos que Redfield habría calificado de folk societies. Para el anarquista francés, al contrario de lo que opinara Lévi-Strauss, «la guerra no es un fracaso accidental del intercambio [en el parentesco, y por extensión en la economía], sino el intercambio un efecto táctico de la guerra [...]. El problema constante de la sociedad primitiva no es con quién intercambiar sino cómo mantener la independencia» (Clastres, 2001b: 210). En este sentido será fundamental la reevaluación de Hobbes, quien «supo ver que la guerra y Estado son términos contradictorios, que no pueden existir juntos, que cada uno implica la negación del otro: la guerra impide el Estado, el Estado impide la guerra» (íbid.: 215), por más que, obviamente, aquí se acumularan –y se puedan aún acumular– todos los errores posibles de calibración contextual de los términos. Volveremos sobre todo ello más adelante (vid. inf., especialmente cap. 4.3); por el momento, no sólo es imprescindible comenzar por disociar los conceptos de «Estado» y «sociedad», verdadero leitmotiv de toda la Antropología clastreana, sino también ponderar el alcance –estrictamente relativo– de lo que ha de entenderse por «guerra», y hacerlo discriminando los planos intra e intersociales en los que ha de proyectarse. Tal análisis viene a considerar que la osificación de la fractura social que coincide con la emergencia del Estado dota, efectivamente, en las «instituciones del poder», a la sociedad de mecanismos expeditivos para estabilizar la integración en niveles masivos. Esto se puede entender, en primera instancia, como una reducción de la potencial conflictividad interna en sociedades ampliadas –valga decir: «multicomunitarias»– por el estrangulamiento de los intereses particulares; pero al otro lado, la «particularización» del ejercicio del poder en el nuevo escenario social diviso conlleva otros riesgos, desgraciada y perfectamente consabidos para nuestras sociedades y culturas, y esto reeditará el conflicto interno elevándolo a la potencia estatal, en segundo término. En ningún caso se elimina la guerra, en definitiva entendida automática e indefectiblemente siempre como un fenómeno intersocial, esto es: exterior al grupo identificado significativamente como el propio, como la violencia desplegada coyunturalmente mediando entre «nosotros» y «los otros» (vid. inf., cap. 4.4). No es difícil percatarse, pues, de la centralidad de la integración en sus dinámicas, dispositivos, alcances y límites para los intereses investigadores de Clastres en la política, pero también de Redfield en el campesinado, o de Polanyi en la economía, por referir sólo algunos de los extremos de una problemática omnímoda.
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Pero todavía va más allá: «no basta describir estas relaciones como relaciones de gobernantes y gobernados o de explotadores y explotados, aunque es probable que estos elementos se hallen presentes» (ibíd.: 367). Y nótese que el uso de la cualidad de probabilidad es magistralmente preciso, al menos en la traducción castellana: aligera la definición de una carga significativa que en lo sucesivo se demostraría altamente inestable, pero el que los grupos campesinos estén políticamente gobernados y económicamente explotados por las elites urbanas no es en último término sólo una circunstancia que pudiera suceder, sino algo que «se puede probar»; algo para lo cual «hay buenas razones para creer que sucederá». Por bien que en origen esa afirmación se formule como un matiz en el enfoque general, y ciertamente es más que posible que en ello juegue su parte la ausencia de una 35
La política salvaje acepción tribal originaria, es la de una apertura comunitaria operada en todos y cada uno de los sistemas socioculturales del grupo humano, la cual invalidaría la metodología tradicional de construcción teórica antropológica a partir de informes etnográficos localizados tal y como la venía practicando el funcionalismo estructuralista desde principios del s. XX. Los grupos campesinos ya no contienen en sí mismos todas las partes necesarias para ser entendidos, y por ello no pueden estudiarse únicamente a través de sí mismos; de su observación directa aislada. A esto se refería Redfield cuando en 1956 aludía a una ruptura, tan definitiva como definitoria, de la «autointegralidad» comunitaria (self-containedness).
preocupación compartida específica en los mecanismos de la «explotación»,11 si lo debemos juzgar por la aprobación reiterada con que Redfield trae a colación las clasificaciones de Wolf al menos hasta 1956, lo cierto es que el distanciamiento de aquél respecto de la posición de éste puede tornarse fácilmente, desde esta brecha, en una falla difícilmente franqueable. En la definición del campesinado según Wolf citada líneas arriba, el rol de la elite es –literalmente– la carga explosiva que permite construir la categoría de y del campesino; diez años antes Redfield admitía este punto de alguna manera, pero solapando, y aun dimensionando en una función detonante, a la dinámica configurativa estructural de la sociedad, la tradición constructiva simbólica de la cultura.
Obviamente, no se puede decir que percatarse de las dinámicas y pautas de integración habidas en cualquier grupo humano –incluidos, por supuesto, los que venían siendo calificados como «primitivos» o «tribales»– representara una novedad ni mucho menos para la Antropología, al menos desde Malinowski. Pero entonces, si el de Chicago era perfecto conocedor de la obra de los economistas sustantivistas (Redfield, 1973a: 26) que estaban implicados hacía más de una década en una sólida reformulación de la sistematización de los modos de integración económica, incluyendo ampliamente las reciprocidades y redistribuciones tribales (vid. inf., cap. 4.5); si, de hecho, la conciencia del movimiento regular e institucionalizado de mercancías más allá de los límites comunitarios era ya para los antropólogos casi una asunción seminal, y valga para defenderlo invocar los circuitos melanesios del kula cuya descripción prácticamente inaugurara el programa interpretativo funcionalista; ¿por qué Redfield insiste en la novedad de la «integración» como elemento característico del campesinado?
No determina qué sistema es causal, pero sí establece cuál es determinante. En el fondo, el orden exacto de la secuencia no se nos presenta al final, en el cómputo global de sus reflexiones, como un elemento demasiado importante a priori para los propósitos conceptuales del chicaguense, quien sin embargo sí parece vislumbrarlo claramente como un fenómeno sujeto a multitud de variables contextuales, y por tanto irreductibles, propias de cada proceso histórico en particular, que complejizan el establecimiento de una generalidad económica más allá de la tosca diferenciación tentativa e inicial entre focos autógenos con «campesinados primarios» y focos alógenos con «campesinados secundarios» (Redfield, 1973a: 39, 46-48, 60-69). Pues bien, ocupémonos entonces de los aspectos que Redfield sí dota de una centralidad definitoria, una vez verificada la intensidad estructural de una ligazón socioeconómica indefinida.
Pues bien, consideramos que sencillamente porque al desplazar el eje definitorio al campo cultural desde una preocupación idealista la integración adquiere una nueva dimensión sistémica que, más allá de poder expresarse en términos cuantitativos o no, es cualitativamente diferente de todo lo anterior. Lo que Redfield encuentra de novedoso en esta integración campesina es un «sistema de percepciónconstrucción» de la realidad propia polinucleado, basculado de hecho hacia una suerte de altercentralidad que tiende permanentemente a trasladar fuera de la comunidad inmediata del campesino la autoría última de las pautas que ordenan el entorno cultural y social común en el que él actúa y se desenvuelve. Para este autor no se es campesino porque objetivamente se forme parte integrante de un «sistema social» mayor, sino porque además subjetivamente se y se le identifique como parte integrante de un «sistema cultural» mayor. Es, se podría decir, el mutuo reconocimiento de la unidad –más que de la unión–. Y esto aun con independencia de que, en efecto, la concreción de tal cláusula nos devuelva a lo cuantitativo; y la propia categorización de y del campesino nos haga evidente que la comunión cultural mitiga, pero sigue muy lejos de disolver la construcción intrasocial de la «otredad». De hecho: con independencia de que precisamente, en el extremo contrario de la casuística definitoria, la no superación de esa misma barrera sea también la premisa que permite seguir
2. Los cazadores mbía y la percepción de altercentralidad Como hemos visto, la clave recurrente en la caracterización del campesinado, aquélla que lo opone a la folk society en su 11 Léase en la clave del resueno marxista que algunos comentaristas advierten en los trabajos de Wolf (vid. Dalton, 1971: 220; Godelier, 1974: 46, 125-126). En lo que toca a su uso por parte de Redfield, nos referimos básicamente al artículo publicado en 1955 bajo el título «Types of Latin American peasantry». En cualquier caso, y en lo que respecta a lo que aquí debatimos, las líneas maestras de lo que sostenía el alumno de Steward en 1955 se repiten también en su clásico de 1966: «the term “peasant” indicates a structural relationship, not a particular culture content [...]. A typology of peasantries should be set up on the basis of regularities in the occurrence of structural relationships rather than on the basis of regularities in the occurrence of similar culture elements. In selecting out certain structural features rather than others to provide a starting point for the formulation of types we may proceed wholly on an empirical basis. The selection of primarily economic criteria would be congruent with the present interest in typologies based on economic and socio-political features alone. The functional implications of these features are more clearly understood at present than those of other features of culture, and their dominant role in the development of the organizational framework has been noted empirically in many studies of particular cultures» (Wolf, 1955: 454), si bien se apresuraba a suscribir asimismo, y a renglón seguido, el carácter campesino de «cultura parcial» –¿debemos de entender, pues, que como una característica estructural menos «dominante», secundaria?– aislado por Kroeber y sobre el que pivota Redfield.
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Los campesinos, los antropólogos y Chayánov
Fig. 2.2a. Perspectivas de orientación-identificación entre mbía y nuer. Elaboración propia, a partir de Redfield (1973b: 213) y Evans-Pritchard (1992: 131). De un lado, atendiendo a la información proporcionada ya por Holmberg, no parece haber motivo para seguir a Redfield en su obliteración diagramática de la «familia» entre los mbía; del otro, su representación aproxima más la comparación con el caso nuer, que aquí se presenta simplificado en lo que atañe a «grupos domésticos» y secciones tribales. Finalmente, se enfatizan las relaciones descritas por los diversos autores como familiares (gris oscuro) y políticas (gris claro), el reconocimiento cultural mutuo (blanco), y su ausencia (negro).
categorizando y categorizándose como campesino en las sociedades industriales, como veremos más adelante con Dalton y Durrenberger (vid. inf., cap. 3.1).
de la cual pueden filtrarse consideraciones a todo lo largo de nuestra investigación. Como decíamos, esa percepción de «salvajismo» –etiqueta que conjuga perfectamente lo comprendido entre el más o menos aséptico «punto cero» morganiano y la más vulgarizada carga peyorativa que es capaz de convocar– era, por lo demás, un lugar común a la hora de describir a los pocos cientos de sirionó contactados hacia mediados del pasado siglo, no sólo compartido por otros antropólogos más allá de Holmberg o Redfield, sino también por la misma «sociedad civil» boliviana, y todavía por otros grupos indígenas vecinos, como los mucho más numerosos –y mucho más cristianizados– guarayo (vid. i. a. Rydén, 1941; Nordenskiöld, 2001 [1924]: 13, 258; Ibarra Grasso, s. d.: 391 y ss., 405; García Jordán, 2011: 11-12; McLean Stearman, 1984-1988: 313, 318).12 No en vano los primeros
Para clarificar las líneas generales de este planteamiento es útil recurrir a la reducción diagramática de que se valiera en La pequeña comunidad el propio Redfield (1973b: 211 y ss.) al traer a colación el concepto de «distancia estructural» con que E. E. Evans-Pritchard analizó el sistema político y social de los ganadores sursudaneses nuer en su clásico de 1940 (cf. EvansPritchard, 1992: 130 y ss.), y analizar con él la complejidad real de las diferentes relaciones incardinadas entre las dinámicas locales centrípeta y centrífuga que van «desde relaciones y funciones íntimas y desde instituciones domésticas a relaciones y funciones menos íntimas y a instituciones políticas» en diferentes sistemas socioculturales. Pero a pesar de que el peso del ejemplo gravitaba en torno a las reflexiones del funcionalista británico, Redfield partió conceptualmente de la modelización de los grupos sirionó (fig. 2.2a), habitantes de las Tierras Bajas bolivianas que por aquel momento, y con creciente audibilidad académica desde los trabajos de Allan R. Holmberg (Nómadas del arco largo: Los sirionó del oriente boliviano, 1950 para la primera edición, en inglés), ocupaban el tan manido puesto de «pueblo más primitivo» en el imaginario evolucionista. Merece la pena detenernos en su etnografía, por cuanto nos proporcionará una primera porción sustancial de –digámoslo así– «descripción densa»
Si no todavía, sí a todo lo largo del proceso de contacto, estos guarayo se habrían referido a los sirionó –y especialmente a aquéllos sin contactar– como chori: «salvajes», «habitantes de los bosques» (Rydén, 1941: 19, 113; McLean Stearman, 1987; 15, 158; Danielsen y Gasparini, 2015: 445). La cuestión no deja de ser paradójica si tenemos en cuenta que guarayo fue, asimismo, una designación despectiva aplicada «desde fuera», posiblemente en quechua, a diferentes grupos de Tierras Bajas, entre los Andes y el Paraguay, incluyendo entre otros a los posteriores sirionó. En este sentido recuerda –y no ha de olvidarse– Combès (2014: 389): «los nombres genéricos no suelen ser entendidos como lo que son: 12
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La política salvaje contactos verdaderamente estables con el mundo criollo y occidentalizado de estos grupos, llamados a sí mismos mbía denotando a la sazón la «humanidad plena» en sus respectivas lenguas tupí-guaraní, no se remontaban más allá de algunos intentos fallidos de reducción y conquista misionales franciscanos entre 1926 y 1943. Y no sería hasta una fecha tan tardía como 1983-1991, tras un célebre repunte de episodios violentos protagonizados por grupos de cazadores nómadas entonces identificados como sirionó, ante la presión colonizadora promovida por el Estado, que los evangélicos de la New Tribes Mission estabilizaran finalmente, en Biá Recuaté, a los apenas cien otros mbía que a partir de entonces la literatura especializada conocerá como yuquí (McLean Stearman, 1987a: 121; 1989; Querejazu Lewis, 2012: 23 y ss., con bibliografía).13
en una fuente de discusión paradigmática (vid. McLean Stearman, 1988-1989), que es precisamente en el sentido en que lo refiere el de Chicago. Para lo que aquí nos ocupa, sin embargo, merece la pena empezar por remitirnos al propio Holmberg a la hora de aportar los datos para mejor matizar el posterior discurso redfieldiano. Ciertamente, es este autor quien establece (Holmberg, 1950: 49 y ss.) una especie de gradiente referencial que progresa desde la «familia nuclear», general pero no prescriptivamente monógama,14 a la familia extensa como «parentela» matrilinealoide: fruto de las normas de habitación uxorilocales más que de la existencia de linajes propiamente dichos; y la «banda»: conjunto de tales parentelas que, a la postre y dado el carácter endógamo de la misma, resultaría a ojos del etnógrafo de la Universidad de Cornell, si no un grupo de parentesco, sí al menos un grupo de emparentados. Todos ellos compartían «techo», materializando espacialmente este esquema de relaciones dispuestos agrupadamente en familias nucleares y extensas que tomaban como centro la hamaca del jefe (ererékwa); pero no sólo parece que tal cohabitación quedaba francamente flexibilizada durante la estación seca, en la cual diferentes fracciones familiares abandonaban por varias semanas la banda en expediciones de caza, sino que, en cualquier caso, Holmberg es muy explícito a la hora de centrar la operativa vital en el núcleo constituido por la pareja procreadora y su descendencia: en torno del fuego en que cocina cada mujer, más concretamente. Refiere asimismo una cooperación, no sistémica pero tampoco infrecuente, entre miembros de la familia extensa, que grafica en el hecho de no compartir comida, por costumbre, más allá de esta institución.
Sin duda todo ello ha coadyuvado a convertir los sistemas socioculturales en que vivieron los grupos sirionó-yuquí
categorías de referencia, calificativos más que nombres propios. Se les ha considerado como etnónimos, y esto [desconocer analíticamente el “contexto de enunciación”] ha llevado y sigue llevando a muchas confusiones en los estudios históricos». Pues bien, esa «fluidificación» de los procesos de construción de la identidad va a revelarse como una pieza cardinal de nuestro estudio en lo sucesivo. 13 Aquí se engarzan dos cuestiones de calado mayor: de un lado, la identificación unitaria sirionó-yuquí; del otro, la adscripción tupí-guaraní de ambos colectivos. Por lo que concierne a lo primero, no tenemos constancia de ninguna contestación relevante a lo esgrimido por parte de MacLean Stearman en favor de tal unidad de origen; de hecho esta autora no sólo proporciona un vasto conjunto de evidencias que van desde lo físico-genético a la cultura material o la lingüística, sino que plantea, siguiendo las estimaciones de Perry Priest sobre la cronología de la divergencia idiomática, un escenario histórico para la separación de los mbía como consecuencia de las estrategias de evitación y resistencia a las reducciones jesuíticas del s. XVII (McLean Stearman, 1984: 636; cf. Danielsen y Gasparini, 2015). Mayores controversias ha generado la segunda cuestión, y aunque no cabe duda de que las lenguas habladas por los mbía al momento del contacto pertenecen a esta familia, se ha discutido si esto se debe a un «proceso de guarayización» o si estaríamos tratando con grupos tupí-guaraní en origen. Sería absurdo pretender aquí siquiera una exposición en detalle de los argumentos en liza, más que nada por lo irrelevante que su definición resulta para lo que nos ocupa; pero buena parte de los mismos aluden a una «deculturación» sirionó –calificada sin ambages de «pauperización» por Califano (1999: 89-91), quien por lo demás se opone abiertamente tanto a esta idea como al reflejo inverso, en el cual realmente se mira toda la cuestión, de una adquisición creciente de «progresos culturales»–, y esto sí resulta más interesante en el marco del estudio de las formas generales de mutación sociocultural. Tomando las palabras literales de M. Kay Martin (1969: 248, 254), grupos como los sirionó o –significativamente– los guayaquí que estudiara Clastres, corresponderían para los neoevolucionistas a «remnants of degenerated [societies] formerly on the “tribal level of sociocultural integration”»; más concretamente a subtribus o fracciones de subtribus; estructuras inferiores en el sentido de la integración política cuyas instancias superiores (minimal structures-maximal structures) se han disuelto, desintegrando la otrora unidad social. Frente a esto era esperable que autores más alineados con los equilibrios de la Ecología cultural, o sencillamente contrarios a tal exacerbación de «evolucionismo puesto del revés», expresaran sus disconformidades. Sin embargo, opinamos que la cuestión del origen histórico mbía no se ha de dirimir en la de los motivos de sus posteriores procesos de adaptación al medio, y que la simple elisión de cualquier reminiscencia de calificación «involutiva» debería bastar para reconocer, al menos, la mayor parsimonia explicativa de autores como Métraux o McLean Stearman cuando ubican ese origen en la dispersión prehispánica de movimientos migratorios violentos de grupos tupí-guaraní repelidos en su avance hacia los llanos de Mojos y Baure por los arahuaco que los habitaban, lo cual por otro lado es perfectamente coherente con lo que sabemos sobre las dinámicas poblacionales de unos grupos que se encontraban en pleno apogeo expansivo durante los siglos inmediatamente anteriores y posteriores a la invasión europea de Sudamérica (vid. Saignes, 2007; Pärssinen y Siiriäinen 2008: 213 y ss.).
Allyn McLean Stearman, profesora de la Universidad Central de Florida que vino a recoger el testigo de Holmberg como referencia ineludible en lo que respecta al estudio de estos grupos, encuentra en la analogía yuquí una explicación estructural que por lo pronto tiene la virtud de anudar coherentemente lo anotado por el de Cornell sobre la tendencia espacial matrilineal y los indicios sobre la preferencia patrilineal en la transmisión de ciertos aspectos –o, según otros autores, incluso de todo el parentesco (Califano, 1999: 241 y ss.; cf. Ingham, 1971)–, con la Por acompañar con algunos datos concretos adicionales esta cuestión, referiremos que en el momento en que fueron estudiadas por Holmberg (1950: 49) las bandas Ačíba-cokó y Eantandú estaban respectivamente compuestas por 5 y 4 familias extensas divididas en 17 y 13 núcleos de los cuales 4 y 3 eran poligínicos; es decir: casi el 77% de los núcleos familiares eran monógamos. Esto no supone que se trataran de uniones vitalicias, y su recombinación frecuentemente resultaba en que cada individuo tuviera cuatro o cinco parejas matrimoniales a lo largo de su vida (Califano, 1999: 139) entre las cuales no computamos, por supuesto, los compañeros sexuales en relaciones adulteras más o menos esporádicas que, a juzgar del investigador de Cornell, suponían uno de los principales focos de tensión intragrupal. En cualquier caso, queda claro que la poliginia se verificaba de alguna manera asociada a las posiciones de liderazgo masculino, como por otro lado es más que frecuente en una dimensión que ultrapasa en mucho el resto de la Amazonía, y de América (vid. inf., cap. 4.3, nota 31). Por su parte, Califano (1999: 141142, 252) añade al matrimonio monógamo (enindísimi) y poligínico (enindísi áta) un tipo menos común en el poliándrico (éru áta), al que se habría recurrido en ciertas ocasiones «por falta de mujeres» u otras situaciones excepcionales.
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Los campesinos, los antropólogos y Chayánov existencia de un periodo de estrecho aporte económico por parte del recién casado para su familia política, en un momento inicial de la relación matrimonial. Esta especie de groom service vería su fin con el nacimiento del primogénito y el establecimiento de un «grupo doméstico» con un sentido neolocalista, si bien, por lo demás, no deja de ser hasta cierto punto irrelevante, «puesto que toda la banda ocupa una habitación común, siendo los hogares para cocinar que establece cada familia nuclear individual el único símbolo discreto dentro de tal unidad» (McLean Stearman, 1984: 645). En cualquier caso, volviendo a Nómadas del arco largo, la banda sirionó no tendría otra función que la reproductiva, no hallándole Holmberg, empero, desempeños económicos ni ceremoniales; y en ello podríamos entender aislado el «modo de producción» doméstico que quería –¡pero no en grupos «predadores»!– Meillassoux. El total social de Leroi-Gourhan en que lo apoya, fruto de la trabazón sistémica entre unidades productivas y reproductivas (vid. sup., cap. 1.3).
En este sentido adquiere solidez lo anotado por Holmberg sobre el carácter capilar de las instituciones mbía, arraigadas en la familia para permearse en potencia decreciente hasta la banda. Así, si para aquél la banda era una familia extensa extendida, operativamente mermada a pesar de esta redundancia, los propios usos dialectales yuquí reforzarían casi tres décadas más tarde tal descripción en la generalización, en el momento del contacto, del término papa para referir el rol del ererékwa sirionó: de nuevo a juzgar de McLean Stearman, tal designación «representaba su relación con el resto de la banda. Una esposa se dirigía a su marido diciéndole papa. Lo mismo hacían los hijos con su padre. La pertenencia a una determinada banda entre los yuquí y sirionó se basaba en la relación que tenían con el jefe, quien en un sentido amplio era padre o marido para prácticamente cada miembro del grupo» (en Querejazu Lewis, 2012: 137; cf., para idéntico uso del calificativo paba o páva en grupos sirionó, Rydén, 1941: 31, 131; García Jordán, 2011: 17).
También los más recientes estudios de Zulema Lehm (2004: 26) constatan esta percepción premisional en tres gradientes de orientación-pertenencia, si acaso añadiendo que en la actualidad la familia nuclear ha ganado en autonomía notablemente. Ahora bien, una apertura tal hacia la situación presente por fuerza ha de abrir de igual manera la discusión hacia los modos en los cuales los mbía percibían la «otredad» que, precisamente, fueron a encontrar en su versión más descarnada a medida que crecía su incorporación a la sociedad boliviana.
Es esta racionalidad relacional, en el devenir de los procesos históricos de fisión del grupo como respuesta natural a las tensiones familiares (vid. inf., cap. 4.3), y por supuesto en su propia memoria, la que inaugura el espacio de reconocimiento «étnico» más o menos pacífico que describieran los principales observadores occidentales; y el cual, sumado finalmente a la otredad aba, abaa o abae –lo no mbía, y por ende, tradicional y literalmente aquellos agentes que no se identifican con la humanidad–,16 nos proporciona los dos
Para el núcleo familiar, por lo pronto, el de Cornell nos habla de la articulación de una «autoridad patripotestal» (patripotestal authority) que aun entiende transportada por efecto especular al hombre activo de más edad en lo que atañe a la familia extensa, por más que se careciera de una formalización explícita, como sí sucedía al nivel de banda con el ererékwa. De hecho aparece común al conjunto sirionó-yuquí una ideología de la masculinidad verificada principalmente en la función de «proveedor de carne» como factor al cual se anudan discursivamente los haces de fibras del tejido societario (Holmberg, 1950: 58; Priest, 1980: 25 y ss.; McLean Stearman, 1987a; Querejazu Lewis, 2012: 137-139). La eficacia en la caza es una instancia autoritativa que, situándolo en relación al resto de hombres adultos, dota de status –por lo demás aparentemente tan fluctuante como sea esa eficacia– y permite en su base la interacción social, desde la misma obtención –y mantenimiento, en relación a dichas fluctuaciones– de esposa o esposas a la incidencia de su opinión en las actividades desarrolladas por otros hombres.15
jefes mbía discurre pareja a la práctica por la cual los crímenes solían quedar sin castigo material más allá del escarnio público, pero en su lugar tenían una «automatic supernatural sanction: the ofender becomes sick or dies» (Holmberg, 1959: 61). Todo junto, empieza a perfilar una idea de exterioridad en la concepción indígena de la «autoridad última» en su mundo que pareciera contravenir lo postulado por Redfield, al menos en lo que atañe a los «sistemas de percepción-clasificación» endógenos –i. e.: a contravenirlo significativamente–. Pero no adelantemos acontecimientos, pues ésta es, en general, el tipo de problemática que articulará la segunda parte de nuestro estudio (vid. inf., caps. 7.5, para las mutaciones en la percepción de altercentralidad, y 9.1-4 para sus implicaciones en los sistemas jurídicos). Por el momento baste llamar la atención, precisamente, sobre el caso de Ibiato, que McLean Stearman (1987b: 65 y ss.) considerará «todo lo que queda» de la tradición sirionó descrita por Holmberg en 1950, y el papel jugado –¿desde el exterior de la comunidad?– por las diferentes estrategias misionales a favor y en contra de dicha «conservación»; cf. García Jordán (2011) para los documentos de la experiencia católica. 16 En línea con la escatología tupí-guaraní (Viveiros de Castro, 1992; Combès, 1986), los mbía se imaginaron rodeados por una naturaleza poblada de espíritus con quienes mantenían una relación ambivalente, y por ende peligrosa. Sin embargo existía un nexo lógico entre tales modos de existencia –digamos más, de «existencia social»–, de modo que, tras morir, dos formas del alma mbía «trascendían» a la otredad. Así, entre otras cosas, «los otros» eran sus fantasmas; fueron «nosotros». Las categorías mbía-éînge y etshyiróke reportadas por Califano (1999) entre los sirionó de Ibiato parecen hallar su correlato en el habla yuquí como mbíagüe (solía-ser-gente) y yirogüe (solíaser-aliento). Afirmaba un informante yuquí: «cuando una persona [mbía] muere se convierte en dos seres: por una parte, el yirogüe que se hace pájaro y, por otra, otro espíritu que se va lejos y se transforma en boliviano» (Querejazu Lewis, 2012: 222), aunque no todas las identificaciones documentadas son siempre tan precisas y estables. «Se trata de conceptuaciones cuya formulación es incompleta, primando en todas ellas un pronunciado aspecto vivencial»; las diferentes entidades espectrales –los otros– presentan contornos borrosos, se interpenetran mutuamente, pero «existe un denominador común entre ellas que es aquél de la potencia» (Califano, 1999: 156). No es de extrañar, entonces, que kurúkwa sea para los sirionó tan
15 Holmberg (1959: 59) se apresura en recalcar: «in any case, there is no obligation to obey the orders of a chief, no punishment for nonfulfillment. Indeed, little attention is paid to what is said by a chief unless he is a member of one’s immediate family». Cf. las noticias aportadas hacia 1928 por Pauly, sobre unos indios que viven «en familias aisladas, sin jefes ni pueblo», y Ocampo Moscoso, más de medio siglo después, sobre unos jefes que «a la sazón como hoy en Eviato [Ibiato: misión evangélica fundada en 1932] se limitan a un papel representativo» (en Ibarra Grasso, s. d.: 394, 398). No en vano, tal apreciación sobre los márgenes del «poder» –del no poder, sería más preciso decir– de los
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La política salvaje etnográficamente con certeza (cf. García Jordán, 2010: 212). Sea como fuere, la trascendencia de esta «categoría otra» más o menos difusa no reside en su positividad étnica –si es que la hubo– tanto como en la disposición relacional que establece el francés: «con los erebeya la guerra sirve para conseguir niños cautivos y mujeres ajenas» que serían incorporados al «dominio social» de la banda como biaremacua [mbíaremákwa], sirvientes o esclavos.
últimos grados clasificatorios clásicos a añadir por el exterior de los tres antedichos de orientación-pertenencia. Sin embargo, el posterior conocimiento de la cultura yuquí bien podría obligar a complejizar este esquema. Al respecto escribe David Jabin (2008: 21): La categoría abaa, extranjeros, tiene ahora, según los yuquí que hablan castellano, subdivisiones que son los collas, los cambas y últimamente los gringos [definitiva y definitoriamente «terrenalizado» tras la interacción con miles de abaa (McLean Stearman, 1989), se trata de alusiones coloquiales en la praxis boliviana para referir gente del altiplano, de Tierras Bajas y del extranjero, respectivamente]. El primer enfoque de la guerra en contra de los abaa era la obtención de herramientas de metal, tales como ollas, machetes y hachas. Los contornos de la categoría erebeya nos parecen menos claros y plantean el problema de las fronteras étnicas y de la identidad. Hablando el mismo idioma, teniendo un aspecto similar a los bia, los erebeya son considerados como diferentes y malos, y emitimos la hipótesis [de] que son solamente otros grupos yuquí.
En efecto, la existencia de esclavitud en el interior de los grupos yuquí que contactaron los evangélicos a partir de mediados del pasado siglo fue un hecho sorprendente a digerir por las interpretaciones más comprometidas en su fundamento con los diferentes planteamientos evolucionistas que todavía se proyectaban –y desde luego, se proyectan– desde el decimonono, para las cuales el sustento predador de los grupos de cazadores nómadas, que por lo demás se direccionaban interpretativamente volens nolens hacia un estadio prístino –aunque fuera sólo para reclamar que tal cosa no equivalía a una «simpleza sociocultural» automática–, no podía corresponderse sino con sociedades fuertemente igualitarias. En este marco, los esclavos yuquí suelen haberse invocado en primer término como una «anomalía» (vid. Querejazu Lewis, 2012: 132134, 140 y ss., con bibliografía; pero en cualquier caso se trata de un calificativo ampliamente utilizado por la propia McLean Stearman),17 si acaso explicable en los procesos de «deculturación» guaraní que, se hipotetiza, venían experimentando los mbía en su aislamiento, y a la sazón de las abundantes noticias sobre instituciones similares entre otros grupos amazónicos «más complejos», empezando por el núcleo tupinambá. Pero no sólo es posible plantear argumentos que separan en su práctica ambos tipos de esclavitudes, como se encarga de proponer en un todavía incipiente trabajo Jabin recurriendo a las clasificaciones de Alain Testart (1998)18 –por otro lado, un fenómeno
En este juicio, el antropólogo de la parisina Universidad de Nanterre pareciera proponer una situación hasta cierto punto parangonable con lo verificado por Clastres entre otros recientes «exnómadas», esta vez estabilizados en la década de 1960 en una hacienda mestiza de las selvas orientales del Paraguay: no en vano, la Crónica del etnógrafo anarquista (1972 para la primera edición, en francés) a propósito de su encuentro con los guayaquí –exónimo para los autocalificados aché gatu: «humanos verdaderos»– se inicia con el nacimiento de Kandegi, en tanto paso definitivo para el acercamiento familiar y político de las dos bandas allí acampadas, hasta ése y en todo momento referidas entre sí tal que iröiangi –extranjeros– e irondy –gente que suele ser compañera– (Clastres, 2001a: 31-32). No podemos pasar sin oponer cómo la lingüista de New Tribes Mary Garland anota en su diccionario –hecho conocido, y citado, por el propio Jabin–, empero, que los erebeya, si bien efectivamente compartían el espacio selvático con los mbía, hablaban una lengua diferente, por lo cual concluye que tal vez se tratara de grupos yuracaré, no tupí-guaraní. Por su parte, esta asignación se correspondería con la que, desde el lado contrario de la misma suposición, realiza Querejazu Lewis (2005: 289) a partir de la noticia recogida entre los yuracaré de 1806 por un misionero franciscano sobre relaciones hostiles con un grupo vecino, los «solostos», no identificado
Escribe la estadounidense (McLean Stearman, 1987a: 121-122): «los yuquí eran verdaderos cazadores y recolectores, no habiendo practicado la agricultura en ninguna forma hasta la intervención misionera [...]. Aunque los yuquí mantenían una vida nómada y carecían de muchas de las formas más rudimentarias de la elaboración de la cultura como la producción de fuego, es probable que su nivel de cultura fuera resultado de la deculturación y no de la adaptación evolucionaría indígena per se. Es solamente al considerar la posibilidad de que hayan pertenecido a una sociedad más grande y más elaborada que tales costumbres como el liderazgo, influido por la patrilinealidad, la existencia de una casta alta llamada saya, la esclavitud por herencia, y la presencia en su idioma de palabras comunes tupí-guaraní para cultivos como la yuca y el maíz se pueden comprender». Cf. algunas de las reflexiones vertidas en las primeras décadas del pasado siglo al hilo de las formas de esclavitud entre los grupos norteamericanos: «our notes on distribution and type suggest the possibility that the hereditary slavery on the North Pacific Coast developed as a result of a diffusion from Asia; in such case one might consider the non-hereditary slavery of the great part of the remainder of North America as a weaker reflection of the same influence. The writer sees no economic or political reason for the non-existence of hereditary slavery in the agricultural southeast of North America, considering its existence among the northwestern hunters and fishers» (MacLeod, 1925: 379; cf. i. a. Testart, 1999: 14-15; Pilling, 1989: con bibliografía). 18 Testart es muy explícito a la hora de sentar las bases de su definición: «ce n’est jamais le fait qui définit l’esclave, c’est le droit [...]. C’est le droit qui est premier, car c’est lui qui explique le fait –et sa diversité– et c’est de lui qu’il faut partir pour définir le phénomène esclavagiste. Toute autre considération s’abîmera dans la constatation morose de la diversité 17
pronto un «monstruo», eventualmente un mbía-éînge, como tan sólo las poblaciones ayoreo, no tupí-guaraní, que tradicionalmente les hostigaban desde el sur. Igualmente, europeos y mestizos son para los sirionó abae, interpretado por los etnógrafos despectivamente, como «hombres pequeños» (ibíd.: 99); pero los yuquí identifican en abaa un signo de superioridad, y se ha propuesto una etimología vinculada con la categoría avá con que se refieren a sí mismos los guerreros del grupo chiriguano, lo cual en cierto sentido «meshes with the Yuquí [...] claim that the Ava were their ancestors» (McLean Stearman, 1989: 123: cf. Combès y Saignes, 1991: 54, nota 11).
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Los campesinos, los antropólogos y Chayánov del todo esperable incluso en la divergencia estándar de replicaciones culturales otrora parejas que, en tanto tal, es preciso admitir, tampoco invalidaría in toto la hipótesis de un origen relictal–, sino que a fin de cuentas la existencia de los mbíaremákwa no deja de guardar perfecta coherencia sistémica con la tradición sociocultural yuquí.
esclavitud, prioritariamente transmitida sobre la línea paterna sin por ello impedir performáticas adaptadas a las cambiantes necesidades del grupo y apoyadas discursivamente en la maraña de genealogías entremezcladas propia de grupos eminentemente endógamos; y esto por no incidir en su aislamiento y acusada merma numérica. Ello permite a Jabin comenzar a plantear un espacio referencial más complejo y jerarquizado en el interior de la comunidad mbía yuquí del esbozado apriorísticamente a partir de los datos mbía sirionó, con una esclavitud en tránsito de la oposición parental a su complemento lógico. Pero más allá de los procesos –invariablemente históricos– por los cuales se construía y dirimía la identidad en estos grupos amazónicos en concreto, a nosotros nos obliga, aquí y por lo pronto, a enfatizar el carácter estricta y solamente modélico del diagrama de percepción de la pertenencia sirionó elaborado por Redfield. Valga remarcarlo: una modelización perfectamente útil a sus propósitos, y a los nuestros, aunque todavía tengamos que esperar antes de vernos en condiciones de empezar reconectar propositivamente todo lo que anuncia el caso de estudio mbía.
Para lo que concierne a tal estructuración, estos individuos excluidos de las redes relacionales al menos en lo concerniente al parentesco de orientación, por principio, y desde luego «dependientes» en tanto que ni su fuerza de trabajo ni sus propias vida y muerte les pertenecen, posibilitan la bipartición inicial de la sociedad mbía –en la que, sin embargo, se les incluye discursivamente– entre éstos y sus amos saya, como corolario inmediato de lo cual se sientan las bases materiales para una diferencia potencialmente desplegable en distinción en el seno de esta fracción dominante y en función del número de personas sobre las que se está habilitado para ejercer un poder. A diferencia de otros «esclavismos» amerindios, el saya mbía obtiene un decidido beneficio material en la posesión de dependientes que, de alguna manera emasculados en sus signos al vetárseles el desempeño corriente de las mismas actividades que codifican el prestigio entre los hombres, desarrollan para su amo labores más bien femeninas que por ende revierten en la mayor comodidad de las mujeres a él asociadas (Pérez Diez, 1979: 127; Melgar Ortiz, 1990: 56). No obstante esto, un individuo mbíaremákwa no está igualmente excluido del parentesco de reproducción, de manera que los bien documentados matrimonios mixtos habrían sustentado una perpetuación intracomunitaria de la
Regresemos ya, por tanto, al eje principal del argumento, focalizándonos en el esquema de círculos concéntricos de Evans-Pritchard.19 Anotaba el sociólogo de Chicago: 19 En cualquier caso, la convergencia entre ambos esquemas –el nuer de Evans-Pritchard y el sirionó de Redfield– es evidente, si más no en la subyacencia de un mismo patrón clasificatorio. De un mismo «punto de vista». En este sentido vendrían a tomar importancia las consideraciones de Geertz (2010: 59 y ss.) sobre E.-P. como uno de los más claros paradigmas del autor generador de canon discursivo precisamente a partir de una etnografía que el estadounidense calificó de verdadera obra de «geometría antropológica», y esto es lo que amenaza el riesgo –por lo demás inevitable– de transitar de la «observación participante» a participar en la observación, determinándola desde los condicionantes culturales propios. No obstante, el británico no sólo se mostró perfectamente cauto a la hora de prevenirnos de su autoría –y por ende, del filtro de su percepción– en los diagramas a través de los cuales representa el discurso nuer, sino que además permitió hasta cierto punto una puerta a la percepción diagramática indígena al recoger y comparar con los propios los esquemas trazados por éstos en la arena, concretamente los relativos al «sistema de linajes» (Evans-Pritchard, 1992: 211 y ss.); o para ser más exactos: a una constelación precisa y particular de este sistema. Pues si algo hay que destacar de la reflexión articulada en Los nuer es su énfasis en una «relatividad estructural», una «identificación situacional», que forzosamente ha de corregir el estatismo aparente del diagrama de círculos concéntricos empleado por Redfield. «Un hombre es miembro de un grupo político de la clase que sea [linaje, clan, tribu, etc.] en virtud de su no pertenencia a otros grupos de la misma clase [...], pero no se ve a sí mismo como un miembro de ese mismo grupo en la medida en que es un miembro de un segmento de él que es independiente y se opone a otros segmentos de él [...]. Las relaciones políticas son relativas y dinámicas. La mejor forma de definirlas es como tendencias a ajustarse a determinados valores en determinadas situaciones, y el valor va determinado por la relación estructural de las personas que componen la situación» (ibíd.: 153-154). No en vano, éste será el eje principal de una famosa discusión en las páginas de Current Anthropology, mantenida entre 1983 y 1985 a propósito de la lectura de Los nuer hecha por Ivan Karp y Kent Maynard en la cual destacan el carácter de estos valores como «terms which contain cognitive contrasts and can be used by actors to make classifications in situations» (Karp y Maynard, 1983: 487), algo que, a su juicio, aproximaría el trabajo de Evans-Pritchard –y sobre todo sus preocupaciones analíticas– a las posteriores Teorías de la práctica (vid. inf., caps. 8.2-3). Así, partiendo de la distinción planteada por Ladislav Holý («The segmentary lineage structure and its existential status», 1979 para la primera edición), para estos autores también «representational models are “ideologies” which “exist above and beyond situations”, whereas operational models are “situationally specific norms” [...]. Evans-Pritchard presents clear evidence of the
infinie des faits et rejoindra le scepticisme stérile qui étreint les sciences sociales en cette fin de siècle» (Testart, 1998: 32-33). Ello lo sitúa, por tanto, más cerca del enfoque jurídico que del socioeconómico, y más del eje de la exclusión que del de su relación con una producción todavía más escurridiza interculturalmente que el propio concepto de «esclavo». A su juicio, el esclavo que no lo es por herencia pasa por tres fases que van de la ruptura social con su comunidad, pasando por un proceso de circulación geográfica o estructural más o menos larga, hasta la incorporación –parcial– en otra comunidad, privado del status de «humanidad plena» –por eso es una incorporación parcial–. De aquí en adelante, Testart (ibíd.: 44-46; cf. Donald, 1997: 100-102) advierte dos estrategias posibles: aquélla en la cual la situación se mantiene permanentemente (stratégie esclavagiste), y aquélla en la cual la esclavitud se «mitiga» en una cuarta fase de asimilación, adopción o manumisión (stratégie lignagère). Pero para lo que nos ocupa aquí, quizá sean más interesantes las consideraciones a propósito de la ausencia de esclavitud: «qu’est-ce qu’une société sans esclavage? C’est très simple, c’est una société qui ne fait pas de prisonnier. [Por ejemplo] les australiens ignorent l’institution de l’esclavage: ils tuent. C’est cohérent avec tout ce que l’on connaît par ailleurs des aborigènes, car ils n’emmènent en captivité ni les hommes ni les animaux» (ibíd.: 47). Pues bien, esto es perfectamente coherente con la apreciación del propio Jabin (2008: 20, nota 4) sobre el término erema, aplicado por los mbía yuquí a los animales jóvenes capturados para ser criados domésticamente, y cuya raíz puede advertirse claramente en la construcción «mbía-remá-kwa» (cf. Santos Granero, 2009: 201). En cualquier caso, si algo puede extraerse a través de la definición de Testart es la verificación de esclavitud estricta entre los mbía yuquí, pero no tanto así entre los tupinambá del litoral atlántico, a pesar de que éste sea precisamente el término empleado ya desde la colonia para referirse a una institución mejor definida, entonces, como un cautiverio cuya resolución sacrificial queda en mayor o menor medida aplazada (Testart, 1998: 48; cf. i. a. Viveiros de Castro, 1992: 175-176, 280-282; Santos Granero, 2009: 78, 116, 123 y ss.). Pero para abordar la cuestión del sacrificio vamos a necesitar todavía recorrrer un largo camino (vid. inf., especialmente caps. 5.4-5 y 10.2).
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La política salvaje Los primeros siete círculos de Evans-Pritchard alrededor de la aldea corresponden, en esencia, a la banda individual de los sirionó junto con las bandas amigas de otros sirionó [...]. Las conexiones de parentesco disminuyen y las funciones e instituciones políticas aumentan según vamos hacia afuera, hasta alcanzar un pico de actividad política en la sección tribal; a partir de ahí disminuye la acción política mientras subsiste una conciencia de cultura común hasta que llegamos al territorio de los dinka [otro grupo agroganadero nilótico vecino de los nuer]. (Redfield, 1973b: 216-219)
y el propio ámbiente académico desde el que escribe el autor chicaguense, era esperable que al retomar la cuestión en 1956 trajera a colación, finalmente, las consideraciones de Steward (1951) sobre los agrupamientos en «divisiones verticales» o locales, «divisiones horizontales» o segmentos, e «instituciones formales». Volviendo a los roles que desempeña la elite en la configuración de y del campesinado, para finalizar, aproximadamente al tiempo que Redfield iniciaba su reformulación sobre la posición relativa de éste respecto de la folk society tribal, otro autor estadounidense, esta vez desde la Universidad de Texas, tomaba el concepto de folk fijado por el de Chicago en 1947 para abordar una problemática similar. No deja de ser significativo, por lo que toca al contexto político mundial que esbozábamos al principio del capítulo, que Gideon Sjoberg plantee la urgencia de esclarecer ordenadamente la discriminación de las sociedades jerarquizadas de base campesina –etiquetadas como «feudales» en el sentido laxo de Max Weber que, por lo demás, continuará siendo un lugar común para los africanistas, si más no, aún en las décadas siguientes (Balandier, 2005: 174 y ss., con bibliografía)– frente a aquéllas en las que no se ha solidificado definitivamente la fractura social, en función de la afección diferencial de los procesos de industrialización y, en definitiva, enraizando sus preocupaciones investigadoras nuevamente en la descolonización y la monitorización del desarrollo.21 Para Sjoberg, como para Redfield, el elemento social estructural que abre las puertas a la categoría de y del campesinado es la existencia de «puntos focales» (focal points) de carácter urbano (towns), respecto a los cuales se apresura a señalar que «a pesar de que sólo una pequeña parte del total de la población habita en estas comunidades [las urbanas], su significación social se extiende mucho más allá del simple número» (Sjoberg, 1952: 233).
Con independencia de si lo que se está diagramando es la idealización de la estructura social etic que pretendía el funcionalista británico, más o menos depurada de las «distorsiones» empíricas y aun de las representaciones emic de observador y observado, el de Chicago, adaptándolo a su propia experiencia en la aldea yucateca de Chan Kom, plantea la primera objeción clave al respecto de la conceptualización del campesinado: «este esquema espacial simplemente [...] pone al hombre blanco en el círculo más extremo, más allá de los dinka. ¿Y si el hombre blanco, el gobierno extranjero, pone directamente sus agentes en una comunidad con la cual comenzáramos a trabajar?» Y es una cuestión clave en tanto que su desarrollo necesariamente nos obliga a preguntarnos cuál sería la situación de no haber un «el hombre blanco», o un «el gobierno extranjero», o en otras palabras: ¿y si «los otros» también son «nosotros»? Con sus carencias, las respuestas de Betty Warren Starr y Börje Hanssen constituyen para Redfield, sencillamente, dos formas más o menos acertadas para diagramar una realidad campesina que, como decíamos, ha perdido la centralidad referencial única de la comunidad local en la estructuración y autorrepresentación sociocultural.20 Dado este recorrido
De las funciones que vinculará a tales focos, sin duda para el de Texas directa y determinantemente orbitando alrededor de la explotación económica y del monopolio del poder y la autoridad, el chicaguense se habría parapetado en una: la de la organización social de la tradición cultural.
strategic value of representing political relations in a lineage idiom. The representation function that Holý quite properly assigns to lineage ideology is also part and parcel of the political process. When Nuer “give spatial value to lineage segments” in the diagrams they draw in the sand, they are engaged in a process of classifying and identifying that is intrinsically political. The very act of identification classifies allies and opponents in the construction and management of disputes. The genealogical process of classification does not merely legitimize political action; it helps to formulate it. The representational model, then, does more than mask deviance from a norm; it provides an index of the actors’ hopes, aspirations, and strategies in their political relationship», y esto, en última instancia, lo descubre como ideología, mas «not in his sense [el de Holý] of a posteriori justification of conduct which serves only to reproduce an existing order», sino con Anthony Giddens, «not particular kinds of ideas, but any ideas that are predicated as instruments of action» (ibíd.: 483-484; cf. Bonte, 1984; Glickman, 1985). 20 Remitimos a las páginas del original para el comentario pormenorizado sobre la tesis doctoral de Starr, Los Tuxtlas: A study of levels of communal relations, leída en la Universidad de Chicago en 1951 (Redfield, 1973b: 220-226) y, sobre todo, los trabajos del sociólogo sueco Hanssen sobre los «campos de actividad» (aktivitetsfält) entre grupos urbanos y «paganos», primero en sueco en 1952 (Österlen: En studie över socialantropologiska sammanhang under 1600- och 1700-talen i sydöstra Skåne), y sólo un año después vertidos al inglés en «Fields of social activity and their dynamics» (Redfield, 1973b: 227-229). En cualquier caso, es necesario señalar que Redfield es claro en sus conclusiones: «no debemos, desde luego, apoyarnos demasiado en ningún diagrama en nuestro esfuerzo por describir y analizar la vida de la comunidad. Ningún diagrama nos dice lo que pueden decirnos las palabras».
Los eruditos-sacerdotes desarrollan una importante función como portadores oficiales de la tradición
Posiblemente se pueda explicar atendiendo a dicha preocupación su posterior simplificación ad absurdo del desarrollo urbano en el agrupamiento ahistórico que supone la proposición de un estadio preindustrial indiscriminado (vid. Sjoberg, 1955), si bien no deja de ser curioso que precisamente Sjoberg incurra en el error de la clasificación negativa en base al contexto propio después de percatarse sin dificultad, por lo pronto –y por lo menos–, de que los procesos occidentalizantes poscoloniales sólo se podían entender en evoluciones multilineales. Obviamente, esta simplificación no escapó a la crítica de los autores posteriores; es el caso, por ejemplo, del arquitecto argentino Daniel Schávelzon (1979, con bibliografía) para las ciudades de la América prehispánica. Por el otro lado, para un tratamiento de la diversidad de situaciones e inercias sociológicas sobre las cuales se desarrollaron los Estados de la descolonización, concretamente en el África negra, contemporáneo al de Sjoberg y a nuestro modo de ver más acertado, sin duda merece la pena remitirse a los trabajos de Georges Balandier (1957; 1959; 1960).
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Los campesinos, los antropólogos y Chayánov escrita clásica que provee al sistema social con una justificación sofisticada y elaborada para su existencia y supervivencia sostenida [...]. Simultáneamente, la ideología de las escrituras sagradas, a través de la estandarización de los patrones de conducta de la elite, genera solidaridades sobre una amplía área geográfica. Como resultado de ello, la homogeneidad de la clase superior es típicamente mayor que la de las masas. Finalmente, la inclusión de dichos eruditossacerdotes como miembros de la elite conlleva una destacada divergencia entre su funcionamiento religioso [el de la elite letrada en su conjunto] y el de las masas, quienes comparten mínimamente las bases filosóficas de su propia religión. (Ibíd.: 234)
con posterioridad, precisamente, Foucault. Pero por ahora limitémonos, también, a anotar y retener tales ideas para retomarlas en lo que sigue, insertas en el contexto más adecuado de la segunda parte de nuestro estudio. Retomando de nuevo el hilo principal de la exposición, como decíamos, esta característica específica elemental-integral en la organización social de la tradición cultural es el punto genésico desde el cual el de Chicago articulará su definición clásica, en Sociedad y cultura campesinas, en torno a las ideas de «pequeña tradición-gran tradición» (little tradition-great tradition), referidas aquí, respectivamente, a la cosmovisión campesina y a la urbana –o las urbanas, si nos atenemos a lo anterior y recordamos, asimismo, el caracter heterogéneo definido por el propio Redfield–. Con todo, y pese a que con ello lo particularmente campesino bien podría entenderse como esa noción recíproca más o menos vaga de alteridad rural en la comunión social y cultural mayor, Redfield (1973b: 374-376, 396-403) no olvida recordar que pequeña y gran tradiciones están atravesadas irremediablemente la una por la otra; influyéndose; modificándose; generando complejos sistemas de relaciones multifocales. Y que no existe, a pesar de cualquier canon convencional o referencial que implícitamente se asumiere en el escenario donde interactúan los agentes, una dirección preestablecida que funcione automáticamente, sin excepciones.22
Efectivamente, Redfield advertía ya en 1953 este fenómeno como una «institucionalización del orden moral» (1973a: 85-87), donde institucionalizar equivale, volens nolens, a principiar el tránsito desde la «legitimidad» a la «legalidad» (vid. inf., caps. 9.1 y 10.3); por tanto, a la luz de lo argumentado hasta aquí, consideramos oportuno sugerir añadirle el calificativo de formal, y entender esta «institucionalización formal» como surgida de una autoridad construida, reconocida y sancionada políticamente. En este sentido convendría por el momento apoyarse en la explicación del antropólogo canadiense Harold B. Barclay (2010) sobre el concepto de «autoridad» en sus relaciones con el «poder» como proceso foucaultiano y, más específicamente, en lo que de ello se desprende para otro proceso: el de fosilización de ésta en las instituciones políticas de aquél.
Opinamos que disponer su definición de esta manera, en conclusión, no se puede valorar independientemente de la línea de aproximación diseñada por los autores fundacionales de la primera Escuela sociológica de Chicago. Que pese a la ausencia de remisiones directas al «interaccionismo simbólico», Redfield anda, sin duda, el camino que
De una manera u otra, por más señas, en esta parte del planteamiento compartido por Redfield y Sjoberg sobre los «puntos focales» se sigue advirtiendo una temática típicamente weberiana. En efecto, el de Érfurt había reconocido el elemento urbano como escenario del proceso sociohistórico mayor de «burocratización» en que observó sucesivamente sus sociologías religiosa y política. Añadiría aun el matiz, crucial en su tipologización de los «sistemas de dominación» (Herrschaft), por el cual tal fosilización –Weber hablará de «rutinización» refiriendo una idea similar a la que aquí expresamos (vid. inf., cap. 8.4)– habría tendido a inhibir a los centros de primer orden de liderar las reestructuraciones revolucionarias de dicha tradición cultural en contextos de crisis, estando «enredados en las técnicas de la civilización», como señalara Reinhard Bendix (2012: 253) en la que sin duda sigue siendo una de las obras de referencia para observar comprehensivamente los planteamientos teóricos weberianos, en especial en el mundo anglosajón donde primero se publicó, en 1960. Con ello, Weber disponía la tensión que recorre toda su obra entre las formas sociales que estructuran la cotidianeidad, de un lado, y las deflagraciones que la transforman puntualmente sólo para rutinizarse de nuevo en formas estables, «tradicionales», hasta la irrupción del paradigma legal. Y sucede además que en este caso la afortunada expresión de Bendix –«técnicas de la civilización»– nos permite referirla en una fórmula que facilitará abiertamente la prosecución del argumento en el concepto de «tecnología del poder» que empleara
22 Con este fin, Redfield se vale de los conceptos de «universalización» y «parroquialización» diseñados por McKim Marriott para su trabajo de campo en la India («Little communities in an indigenous civilization», 1955 para la primera edición). Por lo que respecta a nuestros intereses aquí, es especialmente relevante en este marco la alusión al fenómeno del paganismo, que no podemos dejar de poner en relación con la cadena semántica romance que todavía se puede rastrear perfectamente, por ejemplo, en las voces catalanas actuales pagà (pagano) y pagès (campesino), como acertadamente apuntaban las arqueólogas Montserrat de Rocafiguera i Espona e Imma Ollich i Castanyer en una comunicación personal. Dice Coromines (1991-2001: VI, 165-169): «de pagus fou derivat el llatí paganus que en el llenguatge eclesiàstic esdevingué “gentil, adepte del paganisme”, per la tenaç resistència que va oposar l’element rural a la cristianització [...]. En aquet sentit el mot ens fou transmès per via erudita, com a pagà»; así las cosas, el célebre filólogo catalán ve una explicación para la formación del tardolatino pagensis, desde donde se origina pagès, en una nueva derivación que evitara explícitamente la carga religiosa solapada al original empleado para el habitante del campo, siendo el primer uso atestiguado el de Gregorio de Tours a finales del s. VI donde, además, «sembla suggerir el matís de “convilatà”, habitant de la ruràlia circumdant». La casuística fenoménica en este sentido es tan abrumadora que hace innecesario pormenorizar las herejías sincréticas practicadas vehementemente por las poblaciones rurales aún siglos después de su asimilación del macrodiscurso cristiano, desde la evidencia arqueológica para la Cataluña rural altomedieval de enterramientos que presentan ajuares, libaciones, orientación, etc., claramente divergentes del cristianismo canónico (Ollich y Vives, 1986; Ollich y Raurell, 1989; Ollich, 1994), hasta la vida ritual de los actuales campesinos chimaltecos de Guatemala, calificada por la etnografía precisamente de «cristianismo folk» (Watanabe, 2006: 227 y ss.). Con independencia de la intensidad impresa en los cambiantes contextos pragmalingüístico e histórico, la idea es clara: la religiosidad campesina no es la urbana, y esto aunque eventualmente pueda ser como la urbana.
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La política salvaje marcaran Thomas y Park; y esto, ahora a pesar de la alusión explícita a un enfoque no materialista, lo alinea en el estudio de la semiosis cultural, pero no necesariamente –sino todo lo contrario– en un idealismo de derivas narrativistas.
Siendo de tal manera, el modelo definitorio planteado por Redfield como una enmienda idealizante de la tradición evolucionista secular queda aislado entre dos frentes, y la consolidación de los Peasant Studies se llevará a cabo con una carga materialista explicitada en la orientación economicista (vid. Wolf, 1955; 1957; 1982; Thorner, 1964; Shanin, 1983; 1976; Shanin 1979; Bartra, 1972: etc.). Esto, a la vez, permitía una integración coherente de los minorizados históricos en los nacientes esquemas del «sistema-mundo» de Amin y, sobre todo, Wallerstein, y abría de nuevo «el campo» a la aceleración gravitacional marxistizante; e incluso también a un alineamiento político ideológico contestatario.
Por ejemplificar en el plano económico esta opinión, cerremos el epígrafe con la explicación que el chicaguense da a la anécdota del pequeño comerciante maya que mantiene un cultivo deficitario de maíz por no entenderse, ni dejarse entender, segregado de la «comunidad de hombres buenos y piadosos» en los roles específicos básicos por los cuales se la representa en su aldea campesina de origen: las actividades productivas se han de comprender como «partes componentes de un sistema de concepciones y prácticas dentro del cual tienen también importancia otras partes, nada prácticas desde el punto de vista productivo, sino religiosas o morales»; porque si ciertamente la economía –como en último término todo el sistema sociocultural en el interior del cual ésta se verifica– es ante todo una interacción con el medio ambiente, es igual de cierto que «el medio ambiente del hombre [sic, por “del humano”] no es solamente de carácter material; es también mental» (Redfield, 1973b: 48-61).
En efecto, el efecto que confirma a fortiori el abandono de cualquier precaución semiótica cultural se evidenciará al final del proceso principal de teorización conceptual: la responsabilidad del planteamiento argumental más sólido, cuando las primeras filtraciones de la crítica contextual germinen en la duda sobre la pertinencia de una categoría universalizable de «campesinado», será asumida directamente desde la Antropología económica (Dalton, 1971; Durrenberger, 1984). Tales posturas se mostrarán totalmente desvinculadas de las defendidas por el de Chicago de dos modos. De un lado, esto sin duda guarda relación primaria con la tradición en que se fundamentan las definiciones más estrictamente economicistas, que quizá por elusión inadvertida no alcanzan a contactar la dimensión cultural de la problemática; pero del otro, encontraremos también un rechazo explícito basado en la consabida divergencia de conclusiones entre el generalista Redfield y estos materialistas, críticos con el generalismo más exacerbado, de manera que la simple elisión de este desencuentro final –opinamos– les habría permitido reparar en unas ideas que posiblemente les eran menos complementarias que solidarias. Pero no adelantemos acontecimientos.
3. Ockham y la Ley de los rendimientos decrecientes Entre las décadas de 1960 y 1970 el estudio antropológico del campesinado puede considerarse ya como una línea de investigación plenamente normalizada dentro de la disciplina y, de hecho, es en estos años de intensa actividad teórica, anteriores a la generalización virtual de la fragmentación posmoderna –mención aparte del sempiterno universalismo del materialismo marxiano–, cuando se publica la mayoría de los trabajos que hasta la actualidad constituyen su espinazo referencial. Para este momento los autores más implicados con la construcciónarticulación semiótica de los grupos humanos continúan con la extensión del programa del culturalismo boasiano, practicado por Ruth Benedict y Margaret Mead con especial énfasis en el Pacífico inmediatamente pre y postbélico, por derroteros casuísticos donde el contraste con la sociedad occidental es más obvio que entre las comunidades rurales que la «co-forman».23
En la primera etapa de este proceso de consolidación disciplinar va a jugar un papel central el práctico redescubrimiento para el conocimiento occidental de la obra de un agrónomo ruso activo durante el primer tercio de siglo, Alexander V. Chayánov, al punto que la traducción al inglés en 1966 del cuerpo principal de su aparato teórico, contenido principalmente en «Sobre la teoría de los sistemas económicos no capitalistas» (1924 para la primera edición, en alemán) y La organización de la unidad económica campesina (1925 para la segunda edición, en ruso, sustancialmente revisada y ampliada respecto
23 Sin necesidad de extenderse en una historiografía harto compleja, el caso del estadounidense Clifford Geertz puede resultar paradigmático a la hora de afirmar esta generalidad. Autor de absoluta referencia para la construcción de la Antropología posmoderna, centró principalmente su trabajó de campo en el sureste asiático, desde donde planteó la introducción del concepto de «descripción densa» que lo haría celebre (La interpretación de las culturas, 1973 para la primera edición, en inglés). Dado este marco, en sus inicios se vería inmerso de manera casi inevitable en la cuestión del desarrollo económico (Geertz, 1963), pero no profundizó in extenso desde sus casos de estudio y su enfoque simbólico-cultural maduro hacia un enlace directo y sistémico con la cuestión corolaria del campesinado. En cualquier caso, no dejan de ser interesantes sus consideraciones sobre la necesidad de definir las categorías complementarias de proto y postcampesinado (vid. inf., cap. 3.1), a la luz de las crecientes combinaciones de rasgos definitorios según el enfoque que se adoptara, y su recurso primigenio al grupo de Polanyi, Arensberg y Pearson en lo que respecta a la cuestión de los mercados y el comercio: «the conceptual separation of trade from market institutions leads to greater clarity and a reduction of ethnocentric bias with respect to
the investigation of pre-modern and non-Western economic systems [...]. In any case, whatever the situation in the past, markets, particularly for petty domestic trade, are very prominent in most of the world’s peasant societies today» (Geertz, 1961: 32). De estos mercados campesinos se ocuparía posteriormente, bajo la rúbrica de la «economía de bazar» (Geertz,1978), tratando de vincular las lecturas económicas formalistas y sustantivistas a través del rol de la información, comunicación y conocimiento aplicado al caso de Sefrou, en el Medio Atlas marroquí, y en una línea muy similar a la que sistematizaría universalmente Bourdieu (2003) como capitales que retroajustan de facto cualquier situación de mercado autorregulado.
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Los campesinos, los antropólogos y Chayánov de una primera en 1923, en alemán),24 inaugura toda una línea temática que, con frecuencia revertida y entretejida ideológicamente en la arena política –como, de hecho, ocurrió en su contexto original–, resbala puntualmente desde entonces hacia una reedición sorprendentemente inmutable de los mismos debates. Precisamente sobre esto escribía Eduardo P. Archetti en 1974, para la presentación de la edición bonaerense del Organizatsia, que «cuando uno vuelve a la polémica entre populistas y marxistas, o cuando lee a Chayánov, tiene la impresión de que mucha de la literatura posterior sobre campesinos, y especialmente la antropológica, es pura repetición de algo dicho antes con más pasión». Y a la proliferación de referencias en los textos antropológicos, estudios críticos y modelos de aplicación desarrollistas, especialmente significativa en países como México, Colombia, Perú o Argentina durante la década de 1970 (vid. i. a., además de la traducción de textos originales, Bartra, 1976; Neira Fernández, 1978), le tomarán el relevo los no menos significativos –y, hasta cierto punto, curiosamente antitéticos en sus últimas consecuencias– usos de la teoría chayanoviana tanto en el Brasil del Movimento dos Trabalhadores Rurais Sem Terra (Woortmann, 2001; Soares Pontes, 2005; Silva Carneiro, 2009) como en la «economía ecológica» de Nicholas Georgescu-Roegen que sentara las bases discursivas del actual modelo decrecentista (Dannequin y Diemer, 2000).
doméstica que ultrapasa en mucho la «campesinidad» donde primero se percibió acabadamente. Nada que no advirtiera antes, sin ir más lejos, Marshall Sahlins en el clásico Economía de la Edad de Piedra (1972 para la primera edición, en inglés). Según el propio Chayánov (1985: 25 y ss.), de tener que marcar un hito fundacional para la llamada Escuela de organización y producción rusa (Organizacionnoproizvódstvennoye naplavlenie), de la cual expresamente se reconocía parte, habría de ser en el Congreso de Agricultura de la Óblast de Moscú de 1911. Allí establecen contacto personal por primera vez un grupo de autores, provenientes en su mayoría de los cuadros técnicos y funcionariales de los diferentes niveles administrativos que estructuraban el agro imperial desde el decreto de emancipación de los siervos en 1861, preocupados por las dificultades que encontraban en la teoría económica general –aceptada en sus doctrinas fundamentales desde el clasicismo liberal que las instaurara hasta la Escuela histórica alemana, o el propio Marx– para explicar una serie de complicaciones y anomalías recurrentes en el comportamiento del campesinado ruso que lo alejaban estructuralmente del funcionamiento mercantil presuntamente lógico y esperable y, con él, al conjunto del país de la modernización industrial. Se han convertido en ejemplos de manual los de la detección de una relación inversamente proporcional entre los precios anuales de la mano de obra y del pan, de manera que cuanto más elevado resultaba éste menor lo hacía aquél, al contrario de lo registrado por aquel entonces en economías fuertemente industrializadas como la inglesa, o en general, el del mantenimiento de la producción en condiciones en las que la Ley de los rendimientos decrecientes habría disuadido de continuar a cualquier explotación estrictamente capitalista, con productos marginales calculados según la situación de mercado muy próximos a cero, y aun negativos.
Incluso sólo una lectura superficial de tal fenómeno de repetición delimita suficientemente bien el escenario ante el cual nos encontramos, al menos en lo que respecta a la polémica que suele aureolar la simple alusión nominal a Chayánov; y el peligro de descuidar demasiado pronto la crítica hermenéutica frente al potencial ubicuo de un alarde teórico de esas dimensiones (vid. Shanin, 1988). En este sentido, consideramos que la redoblada alerta de contextualidad acaba por proporcionar, en las condiciones específicas del campesinado ruso del mir y los zemstva, la clave que enlaza no ya lo que escribió sobre el funcionamiento de las explotaciones agrarias familiares con el por qué fue escrito precisamente allí y entonces, sino también con el por qué defenderemos que en ello se atisban, más bien, los trazos generales de una lógica económica
No debería de suponernos sorpresa alguna que tales fenómenos hayan sido aislados ampliamente con posterioridad también en el campesino-artesano occidental de la protoindustrialización (Medick, 1986: 78 y ss.);25 como tampoco debería de serlo, entonces, que ya se hubieran detectado tentativamente en los prolegómenos de la construcción teórica de la Economía clásica, aunque finalmente ésta acabara por enterrarlos en la intrascendencia
«Zur Frage einer Theorie der nichtkapitalistischen Wirtschaftssysteme» y Organizatsia krestiánskogo joziaistva, por sus respectivos títulos. En cuanto a su traducción, nos referimos al volumen editado por Daniel Thorner, Basile Kerblay y R. E. F. Smith como A. V. Chayanov on The Theory of Peasant Economy, en el cual, además de los dichos textos del autor ruso, se añadía dos estudios por Thorner y Kerblay, este último tomado de una publicación anterior en francés en Cahiers du monde russe et soviétique. Precisamente en esta revista aparecerá, al tiempo que la edición inglesa, una extensa bibliografía de Chayánov (Kerblay, 1966); y un año después, la École Practique des Hautes Études se encargará de publicar, en su lengua original, las Oeuvres choisies en ocho volúmenes. Por lo que toca al castellano, en 1974 se traduce en Buenos Aires el Organizatsia directamente de la edición rusa, haciendo innecesario incluirlo nuevamente en la compilación mexicana de Aricó que en 1981 vertía a nuestro idioma el resto del libro de Thorner, Kerblay y Smith. Otros textos se han traducido posteriormente a lenguas occidentales –a juzgar por lo dicho en el prefacio de la edición de 1966, la incorporación de las ideas del ruso a la academia japonesa fue más rápida y constante, no sólo que en la órbita occidental, sino también que en la propia Unión Soviética, a consecuencia de la larga damnatio memoriae que sufrió tras su asesinato– evidenciando el interés en la obra de este autor (vid. Chayánov, 1988; 1991).
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Insertos cada vez más decididamente en la lógica totalizante de mercado autorregulado, y especialmente en lo que se refiere a la propiedad de la tierra, Medick vincula esta tendencia a la tradicional apostilla de irracionalidad con la cual tanto contemporáneos como autores actuales tildaron a los campesinos que adquirían tierra a precios «antieconómicos». Desde la perspectiva del alemán (Medick, 1986: 80), manifiestamente alineada con los postulados chayanovianos básicos, no sólo no lo es sino que encajaría perfectamente con una lógica doméstica que busca instintivamente mantener independiente y controlado el medio de su sustento dotándose de los instrumentos tradicionales que se lo habían garantizado. Tomando el punto de un funcionamiento sólo presuntamente anómalo, es interesante la conclusión general por la cual «la continua transferencia de valores del sector doméstico al capitalista era más [durante las primeras fases del proceso de industrialización] una consecuencia del intento de conservación del modo de producción familiar que de su destrucción» (ibíd.: 86), en tanto que homologa de nuevo la situación europea a la detectada por Meillassoux en el África colonial francesa (vid. sup., cap. 1.3).
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La política salvaje de las anécdotas. No es casual, pues, que encontremos los ecos de ese mismo debate, más o menos ahogado prematuramente, en la mismísima indagación sobre La riqueza de las naciones de Adam Smith (1776 para la primera edición, en inglés), cuyo libro primero sentencia, al hilo de la firme convicción de una naturaleza del «valor» económico intrínseca a la mercancía y directamente vinculada con el esfuerzo de producción que posteriormente retomarán Marx y sus herederos intelectuales (vid. inf., cap. 2.5), que
Messance (Recherches sur la population des generalités d’Auvergne, de Lyon, de Rouen et de quelques provinces et villes du Royaume avec reflexions sur la valeur du bled tant en France qu’en Angleterre, 1766 para la primera edición), si bien para el escocés, quien no niega frontalmente la veracidad de las cuentas presentadas a propósito del campo continental, no puede elevarse tal fenómeno a una lógica universal, agregando que él no halla datos similares en las industrias homólogas de Escocia y el norte de Inglaterra.
el valor real de una renta en granos varía mucho menos de siglo a siglo que una renta en dinero, varía mucho mas que esta de un año á otro. El precio pecuniario del trabajo [...] no fluctua de año á año con las fluctuaciones del precio pecuniario de los granos, por que en todas partes se regula el primero no por el ocasional ó accidental del segundo, sino por el fixo, ordinario, ó medio regulado por el resultado de cierto numero de años consecutivos [sic] (Smith, 1794-1806: I, 59);
Lo cierto es que cierta concatenación de malabarismos conceptuales permitía –y permite (vid. Bartra, 1976)– encajar en el seno de la «racionalidad economicista» estos fenómenos, especialmente en la duplicación esquizoide de la práctica del campesino como empleador y empleado de sí mismo a un tiempo, algo que, entre otros, adoptarán el marxismo oficial, y con él, el inminente Estado bolchevique. Pero más allá de la asunción útil, puntual y coyuntural, de una ficción que salvaguardara el monismo teórico, la enorme acumulación de material empírico estadístico empujó a Chayánov y los organizacionales a considerar más oportuno –navaja de Ockham– generalizar dichas anomalías en la formulación de una teoría económica ad hoc más «parsimoniosa» con las evidencias.
y sienta las bases escénicas «lógicas» de la situación que los organizacionales no atinarán a encontrar en los campesinos rusos casi dos centurias más tarde: En los años de abundancia los criados de todas clases dexan generalmente a sus amos, y fian su mantenimiento á lo que pueden grangear con su propia industria. Pero la misma baratura de provisiones, como que aumenta el fondo destinado á mantener á aquellos dependientes anima á los amos, especialmente si son labradores, á emplear mayor número de ellos. Los labradores en este caso se prometen mas utilidad de sus granos manteniendo para el cultivo algunos obreros mas que vendiéndolos en el mercado al bajo precio que corre. Aumentase entonces la busca de jornaleros al mismo tiempo que se disminuye el número de los que se ofrecen á este servicio: por lo que por lo regular en los años baratos [se refiere al precio mercantil del grano] sube el precio de los salarios del trabajo. En los años de escasez la dificultad, é incertidumbre de hallar modo de ganar su vida hace á toda aquella gente volver á porfía á su servicio. Pero como entonces el fondo destinado á mantenerles es menos por causa del alto precio de las provisiones, los amos mas bien tratan de disminuir que de aumentar aquel número [...]. Son más á los que falta trabajo, que el trabajo que hay que poderles dar: muchos están prontos á aceptarlo en términos más equitativos que de ordinario, con lo que los salarios de criados, y operarios bajan considerablemente en los años caros. (Ibíd.: I, 138)
Precisamente la obtención de este material empírico nos sitúa frente a la premisa histórica inicial que permite, tanto como condicona, el trabajo y las ideas de Chayánov. Tal y como expone Kerblay (1981: 85-89) en la que sigue siendo la contextualización de cabecera para la obra del ruso, el desarrollo de las escuelas superiores de agricultura combinado con la crisis de los restos de la hacienda latifundista de carácter nobiliario en la Rusia de las dos últimas décadas del s. XIX redirigió y multiplicó el interés de los agrónomos en las pequeñas explotaciones campesinas a través de su labor en los zemstva, un órgano de gobierno regional instituido en 1864 en el mismo marco de las llamadas «reformas liberales» del zar Alejandro II que a la sazón las había desligado de la servidumbre poco antes. En primer término, lo permite en tanto que sólo la recopilación sistemática y continuada y el procesamiento estadístico de los datos generados en cada zemstvo a lo largo de prácticamente dos generaciones acumuló la masa crítica de información que requería una reacción teórica del calibre de la propuesta: no es baladí, por tanto, que Chayánov y sus compañeros se consideraran «técnicos», y reivindicaran su papel como tales más allá de la faceta de economistas teóricos en que derivaran eventualmente. En segundo término, lo condiciona al inscribirlo en el debate sobre la modernización en torno al cual se articulan las principales agendas políticas de la época y que, de hecho, pauta en buena medida el pulso histórico del país desde la reestructuración administrativa de las citadas reformas de Alejandro II, pasando por el radical cambio de orientación que trata de imprimir como ministro del zar Piotr Stolypin a partir de 1906, y hasta las diversas políticas que ensayará el gobierno bolchevique antes de la colectivización estatista masiva, implementada por Stalin en la década de 1930.
Sin embargo, tampoco escapó a Smith la existencia de voces contemporáneas que «pretende[n] demostrar, que los pobres trabajan mas en los años baratos que en los caros, comparando la cantidad y valuación de los artefactos ó mercaderías hechas en estas dos diferentes situaciones en tres distintas manufacturas [...] estacionarias» (ibíd.: I, 140-141), especialmente textiles, como era el caso del fisiócrata Louis 46
Los campesinos, los antropólogos y Chayánov A pesar de que para el planteamiento de lo que aquí nos interesa no son de incumbencia directa los detalles de tales orientaciones políticas, el hecho es que la valoración concreta que hagan del que señalábamos como primer elemento característico del campesinado chayanoviano va a resultar en el eje central de sus «programas de modernización»: nos referimos, por supuesto, al mir o «comuna rural» rusa.26
la otra, se apoya en la agencia señorial primero y estatal después como causa motriz de los espasmódicos impulsos industrializantes-ruralizantes sobre las instituciones del agro ruso antes y después de 1861. El alcance de la controversia para lo que aquí nos interesa bien merece dedicarle un tiempo.
De orígenes ciertamente oscuros, actualmente se suele coincidir en vincular la concreción funcional hasta el paradigma tradicional de esta institución con el desarrollo de determinadas políticas impositivas señoriales en algún momento entre los ss. XVI-XVIII (Male, 1971: 6; Dennison, 2011: 93-96, ésta a su vez apoyada en Boris N. Chicherin). Esto no es óbice para presuponer sin demasiados problemas una base consuetudinaria previa más que probable en los universalmente extendidos mecanismos locales de administración y gestión de recursos comunitarios, sean éstos los que sean; pero el rescate del sanctasanctórum justificativo de lo inmemorial contribuye, efectivamente, a desmitificar el conocido dispositivo que la define a través de la repartición cíclica de las tierras al compás de la variación cíclica de las familias. Y es que «sería una falacia interpretar esto en términos de algún tipo de comunismo primitivo [...]. La tendencia a la equiparación era en parte el resultado del individualismo de las distintas unidades familiares campesinas, cada una tratando de conseguir las mejores tierras, no de ningún esfuerzo utópico por la equidad» (Male, 1971: 56).
4. Economía moral Para Scott, quien teorizaba en The moral economy of the peasants desde sus casos de estudio del sureste asiático, la práctica económica del «campesinado tradicional» –esto es: de aquél no integrado totalizantemente en el sistema de mercados autorregulados– estaría mediatizada por una «ética de la subsistencia» (subsistence ethic) definida en torno a dos principios básicos: 1. la priorización de la seguridad a largo plazo frente a riesgos potencialmente beneficiosos pero de evolución desconocida o imprevisible; y 2. la asunción axiomática del derecho universal a la vida. Ambos principios quedarían sistematizados culturalmente como componentes morales genuinos de la «pequeña tradición» redfieldiana, sumados a la urdimbre de unas pautas de integración supradomésticas, locales y regionales que, desde ese momento, permitirían en su seno la justificación de una profundización progresiva de la fractura social exactamente en la misma línea en la que el etnógrafo mayista John M. Watanabe (2007) atisbaba a formular la ritualización de la «economía política» como sanción cultural al distanciamiento asimétrico de facto de la redistribución. Estas ideas otorgan cierto vuelo a las recriminaciones que en 1971 Dalton dirigía a Wolf –y al materialismo marxiano más ortodoxo, en general– a razón de la valoración estructural de las contrapartidas señoriales en sociedades campesinas; y devienen en fundamentales, a través de la reconceptuación fenoménica de la «explotación», para el estudio del de Yale, a la sazón centrado en el análisis histórico de las «políticas de los campesinos» desde la lente de la dicha ética de la subsistencia.27
En cualquier caso, de aquí al ataque frontal a la capacidad de la comuna rural para regular la producción en términos no capitalistas media, sencillamente, la incapacidad de una concepción determinada de la economía para aceptar cualquier otra regulación racional que no sea la propia (vid. inf., cap. 2.6). En lo específico encontramos el reciente y formidable trabajo de zapa que la británica Tracy Dennison lleva a cabo contra un denominado «mito campesino» (Peasant Myth) que hunde sus raíces en la subversión de la máxima malthusiana de la exclusiva y excluyente competencia individual según la esbozaron ya los decimonónicos von Haxthausen y Herzen, sublimada en la conocida máxima: «la comuna tiende a todos, sin excepción, un sitio en su mesa». Pero sobre demostrar vehementemente que la singularización monolítica del mir entorpece, más que ayuda a profundizar en las variaciones sincrónicas y diacrónicas de lo que mejor debiera entenderse pluralmente como los miry –si se nos permite la licencia pragmática–, la propia Dennison se juega un flaco favor al arremeter con una mano contra el culturalismo de autores como el antropólogo de la Universidad de Yale James C. Scott cuando explica su «economía moral» campesina (Scott, 1976) mientras, con
27 Pese a converger en este planteamiento, los usos discursivos de Dalton y Scott no podían sino proyectarlo en direcciones diferentes sólo nuevamente concomitantes en el «nivel macro» de la significación sociocultural de la economía. Al primero concierne la relativización de la validez de un constructo teórico que no relativiza sus asunciones básicas, oponiéndose a la definición del «campesinado» a través de un concepto de explotación inestable no tanto por su armazón objetiva, exterior a la significación de la cultura analizada, como por su aplicación subjetiva, acotada a los márgenes de lo que el analista, cultural y previamente, considera explosivo, a causa de una suerte de contraefecto de la reducción universalizante. Así, para Dalton (1971: 253), si la exacción tributaria que sufren los campesinos queda endoculturalmente justificada en la manutención del aparato legal y militar de su sociedad, monopolizado por gentes que de un modo u otro no son como ellos, «all this, of course, would apply to the Bantu and to the Soviet Union and the United States as well, where military defense and law enforcement are also obligatorily paid for by rank and file […]. I suggest that wheter or not “exploitation” exists in such situations should be made to depend on the rank and file’s subjective reactions to such obligatory payments
26 Señala oportunamente D. J. Male en su glosario (1971: 217-227) cómo los términos mir y obschina pueden usarse indistintamente para referir la comuna rural rusa, si bien añade que «there is some difference in emphasis [...]. Obschina can be used in a narrow sense relating to the particular form of land holding, while mir is not used thus. Mir is not often used in Soviet writing. When it is used, it is to associate the commune with the old and traditional. It suggest a spirit as well as an institution».
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La política salvaje Posiblemente la audacia más trascendente de Scott en este sentido sea la alteración de la faceta económica cardinal que permite comprender las revueltas y movimientos defensivos agrarios, desplazándola, sobre el pivote que ofrece la doble cualidad –casi valdría decir, con Redfield, la «autointegralidad»– de la unidad doméstica campesina, desde una cuestión referente a la producción a una referente al consumo. Pero en ningún punto de su aparato teórico opinamos poder advertir ni el anhelo utopista que exige una mitificación de la lógica económica campesina, ni la miopía de una mistificación. Más bien al contrario, la reiteración de las advertencias sobre los límites prácticos a la moralidad filosófica de la «economía moral», que sin duda ha de entenderse en clave de mediación cultural y no de bondad militante, acaba por soldarlos a su definición misma:
definitiva, por tanto, The moral economy se nos presenta como una apelación metodológica a la contextualización cultural de las prácticas económicas y políticas, no tanto alineada a pies juntillas con la escuela económica sustantivista a la cual sin duda le une un mismo espíritu, como con los acentos fundamentales de lo que cristalizaría en la explicación comportamental postestructuralista que estaba fraguándose precisamente en aquel momento. Basta remitirse a la crítica de lo que Scott califica, junto con Hamza Alavi («Las clases campesinas y las lealtades primordiales», 1973 para la primera edición, en inglés), de «individualismo metodológico» –para lo que aquí nos concierne, baste también con entenderlo ahora como la asunción analítica tácita de los principios explicativos del atemporal y ubicuo homo œconomicus; pero vid. inf., caps. 8.1-3, para un debate más preciso de las implicaciones de un término no necesariamente antitético a las ideas defendidas por el de Yale– para que, a pesar de la forma tentativa de su explicación, la evocación del habitus, de la «lógica práctica» de Bourdieu resulte del todo inevitable:
De este modo, el principio de la priorización de la seguridad no implica que los campesinos sean criaturas de costumbres que nunca asuman riesgos que pueden evitar [...]. Lo que, sin embargo, implica es la existencia de un perímetro defensivo sobre las rutinas subsistenciales dentro del cual los riesgos son evitados como potencialmente catastróficos y fuera del cual prevalece un cálculo del provecho en sentido burgués. (Scott, 1976: 24)28
Desde esta perspectiva [economicista], el individuo y la sociedad están separados y ésta es simplemente el medio donde aquél ha de actuar [...]. [Esto] supone olvidar el hecho central de que el campesino nace dentro de una sociedad y una cultura que le proveen con un fondo de valores morales, un juego de relaciones sociales concretas, un patrón de expectativas sobre el comportamiento del resto, y un sentido de cómo se ha procedido anteriormente en su cultura para [lograr] objetivos similares [...]. Decir que la gente nace en sociedad no es negar su capacidad para crear nuevas formas y romper las antiguas; es únicamente recordar que no se desenvuelven en un escenario vacío trazando sus trayectorias aleatoriamente. (Scott, 1976: 165-166)
Y esto es así tanto como, por su parte, «el igualitarismo aldeano en este sentido es conservador, no radical; reivindica que todos deben tener un lugar, un sustento, no que todos deban ser iguales» (ibíd.: 40-43, 170 y ss.). En upward». Por su parte, Scott (1976: 158-160, 171-173; cf. 2003: 111 y ss.) resulta mucho más quirúrgico en la separación funcional de ambas acepciones y la traída a colación del concepto de «falsa conciencia» en la versión de Georg Lucáks. A la postre, lo que acaba resultando más interesante de su rechazo a este tándem marxista clásico no es una validez instrumental que sí le reconoce, sino que más allá de la discusión en torno al «degree of acceptance of the moral principles on which the criterion of justice is based […], a second difficulty with deductively reached concepts of exploitation is far more serious because it comprises their analytical utility» cuando lo que se estudia es la agencia colectiva de los subordinados. 28 En cierta medida sería falso afirmar que lo contrario es la norma más allá, o más acá, de los grupos campesinos, y quizá por ello aquí podríamos empezar a sujetar la idea de que la operatividad campesina es en buena parte menos «naturalmente» campesina que propia de una lógica económica doméstica más comprehensiva. Tómese por caso, aunque tendremos tiempo de volver a lo dicho por él más adelante (vid. inf., cap. 2.6), las consideraciones de Bourdieu (2006: 124-125) a propósito de «muchas conductas que pueden parecer aberrantes si uno se atiene a la lógica de la maximización del ingreso [...]. Si la función pública es captada, de manera sincrética, como un paraíso profesional es porque, incluso en ausencia de un control sindical, aquélla asegura las mínimas garantías contra la arbitrariedad y garantiza sobre todo la seguridad, definida no tanto por el aumento de los ingresos como por su regularidad», o en otras palabras: estos agentes operan sobre la maximización de la seguridad, no del ingreso. Pudiera oponérsele que el sociólogo francés se refiere aquí –revelémoslo ya– a un contexto cada vez más urbano donde la latencia del inmediato pasado campesino se manifiesta con tanto vigor como en la Argelia de 1960, pero ¿acaso de haber prescindido de indicar la adscripción contextual no lo habríamos asumido por automatismo en cualquier sociedad industrial o postindustrial? De hecho, llevado a sus últimas consecuencias en contextos especialmente favorables de aceleración estatista, la maximización de la seguridad ha tendido a resolverse en la «descampesinización» de los campesinos, lanzados por virtud de esta fuerza centrífuga a las universidades urbanas hasta el desconocimiento operativo de una agricultura cuyos derechos de acceso acaban por amortizarse en la enajenación o el arrendamiento a terceros (vid. Talego, 1996: 63-64).
Para Dennison, por su parte, el objetivo fundamental en el marco del cual se inscribe su ataque al «mito campesino» es el de demostrar la latencia de determinados modelos de conducta «capitalistas» entre algunos sectores del campesinado de, al menos, algunas zonas de la llamada Región Industrial Central rusa anteriores a la emancipación de los siervos. Efectivamente, la divergencia en las dinámicas de variables que afectan a la composición estándar de los grupos domésticos, a sus pautas de producción y consumo o a su integración en mercados –especialmente de mano de obra y tierra– entre señoríos que comparten unos mismos determinantes ecológicos parece otorgarle la razón cuando busca su causa en las asimismo divergentes políticas administrativas de las diferentes familias nobiliarias de terratenientes. De aquí a asumir la responsabilidad –que no la intencionalidad– del Estado en una eventual «ruralización» de la población rural posterior al decreto emancipatorio merced al marco legislativo dentro del cual se le insta a actuar a partir de 1861-1864, y especialmente al reforzamiento de la responsabilidad tributaria compartida en la comuna (krugovaia poruka), existe apenas un paso que Dennison (2011: 213 y ss.) no duda en dar; y esto aun descargando sus argumentos de toda 48
Los campesinos, los antropólogos y Chayánov una parafernalia discursiva tan abiertamente partidaria del sistema económico mercantil que calificará de «obstáculo para el crecimiento» a este proceso histórico.29
explicitada, de devolver a la subalternidad tanto su rol histórico como su racionalidad, en cuya negación acaban por principiar indefectiblemente las críticas enraizadas en el formalismo más o menos declarado.30
Desde nuestra perspectiva, el problema no es tanto lo acertado o no de la explicación histórica que plantea para una casuística concreta más o menos irrelevante –en tanto tal– para lo que aquí nos ocupa, como la incongruencia teórica última entre sus conclusiones y la crítica a una «economía moral» de la cual Dennison opina (2011: 15) que:
No es baladí que la contestación acostumbrada al The moral economy de Scott sea la obra titulada significativamente The rational peasant, donde Samuel L. Popkin vuelve sobre la cuestión de las estrategias individuales de afianzamiento de la subsistencia, y aun de crecimiento económico, a partir del paradigma clásico de la elección entre usos alternativos de recursos escasos para la consecución de fines jerarquizados «racionalmente», y el rechazo de lo que entiende nuevamente como una idealización apriorística de la moralidad, la eficiencia económica y la estabilidad de las sociedades campesinas corporativas o «cerradas», en contraste con las denominadas «abiertas» o más integradas mercantilmente (Popkin, 1979: 29-31). Sin embargo, a la postre dicho autor también incorpora en su interpretación elementos tan extendidos en las llamadas lecturas culturalistas como la importancia de los códigos morales compartidos y la sintetización de las prácticas pretéritas en una «tradición» que coadyuva a la resolución de las tensiones económicas intracomunitarias (ibíd.: 26), o la preponderancia del control de la burocracia administrativa y otras instituciones ancilares del mercado, más que del propio mercado, en los procesos de estratificación social (ibíd.: 28), etc.
Realmente adopta una postura de determinismo cultural: la peculiar racionalidad campesina que percibe en ciertas sociedades es la base fundamental o determinante del comportamiento social, económico, demográfico y político [...]. El nuevo posicionamiento clara –aunque parece que nunca demasiado explícitamente– invierte la noción marxista de que las relaciones económicas conforman la base de las formaciones sociales, políticas y culturales consideradas «superestructura». Repasando lo dicho, únicamente puede pensarse que Dennison sustenta sus hipótesis, de nuevo, sobre la idea de un universal abstracto –pero muy concreto– en la lógica y las dinámicas económicas, cuyo «correcto desarrollo» retrasaría la presuntamente obtusa administración gubernamental rusa hasta 1906. Pero si se le otorga al Estado y sus agentes la capacidad para intervenir la estructura económica profunda desde su ideología política, ¿por qué se niega la misma capacidad siquiera potencial al campesinado? En definitiva, lo chocante del planteamiento es la asignación de las prácticas económicas «naturales» a grupos de agentes «subalternos» sin un análisis realmente profundo del impacto, individual y colectivo, que le suponen y, por consiguiente, la presunción de una condición política inerte, mutilada, frente al determinismo ideológico –y ¿qué ideología no es cultural?– de unas elites que sí se reconocen actuando políticamente, pero en el sentido económico «equivocado». Ante esta disyuntiva, la inversión de las cargas causales y, sobre todo, la corrección de las relaciones marxistas «estructura económica→superestructura política» a la luz de la estructuración dialógica de la práctica y la mediación cultural es una vía, de hecho abiertamente
Que es del todo fundamental no descuidar analíticamente los dispositivos de seguridad infracomunitarios –aunque en este caso posiblemente sería más ajustado a las realidades documentadas etnográfica y sociológicamente calificarlos antes de «domésticos» que de «individuales»– resulta una buena llamada de atención contra la aplicación rígida de unos modelos teóricos que fueron diseñados, por otro lado, para corregir las abismales carencias contextuales de las aproximaciones construidas sobre la universalización de la particular «racionalidad capitalista» aplicada al individuo aislado. Sin duda es ese matiz adjetival la piedra de toque de la discusión: el de la construcción cultural de la racionalidad. Y por lo demás, no parece excesivamente problemático aceptar, aun dentro del marco de la mediación cultural que constituye el núcleo discursivo mínimo de la «economía moral», la existencia de la tensión intrínseca a las instituciones campesinas comunitarias que detectaba Popkin en el Vietnam del tránsito colonial.
Por descontado, esta adicción se circunscribe en otra, esta vez en el rango del paradigma, la cual incluye por su naturalización una buena dosis de universalización omnímoda, al punto que habríamos sido más correctos –o más justos con la linealidad intelectual de la autora– en apostillar que no es partidaria del mercado autorregulado entre otras opciones, sino del mercado autorregulado en tanto única opción. No es este el lugar de desgranar una controversia, revisada recurrentemente en el desarrollo de la disciplina desde el clasicismo hasta el neoliberalismo (vid. von Böhm-Bawerk, 2009 [1914]), sin embargo resulta imposible abstenerse de traer a colación al mismo «inventor» de la Economía moderna, quizá porque –y podría no dejar de ser sospechosamente sorprendente– en su trasluz Dennison no hace sino ilustrar casuísticamente lo que concluyera Smith en su Inquiry (1974-1806: III, 305): «no parece haber considerado [Quesnay, y la Escuela fisiócrata en general] que en el cuerpo político de una sociedad, aquel natural exfuerzo, é impulsos de todo ciudadano á mejorar de fortuna y condición, es un principio de conservación civil capaz de precaver y corregir en mucha parte los males efectos de una mala Politica Economica, que tenga algun tanto de opresiva. Aunque una Economia Politica de esta especie retarda sin duda mas ó menos los progresos, naturales de una Nación hacia la salud civil de su prosperidad, no es capaz sin embargo de impedirlos enteramente, y mucho menos de hacer que retrocedan». 29
30 En un reciente ensayo a propósito de la convergencia hacia determinados principios de la ideología anarquista a partir de su experiencia antropológica, el propio Scott escribía (2012: XXIII-XXIV): «the populist tendency of anarchist thought […] recognized, among other things, that peasants, artisans, and workers were themselves political thinkers. They had their own purposes, values, and practices, which any political system ignored at its peril. That basic respect for the agency of non-elites seems to have been betrayed not only by States but also by the practice of social science […]. What is inadmissible, both morally and scientifically, is the hubris that pretends to understand the behavior of human agents without for a moment listening systematically to how they understand what they are doing and how they explain themselves. [Y esto aunque] again, it is not that such self-explanations are transparent and nor are they without strategic omissions and ulterior motives –they are no more transparent that the self-explanations of elite–».
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La política salvaje De hecho la interpretación en un sentido menos excluyente de casuísticas similares a la del mir ruso es perfectamente viable. Así lo demuestran ejemplos como el de la aldea guatemalteca de Chimbal estudiada por Watanabe entre las décadas de 1970 y 1980, donde antes de la revocación del censo enfitéutico en 1877 dentro del programa liberal del Estado ladino, se poseía la tierra y tributaba sobre ella comunalmente, siendo «la capacidad laboral de las familias tradicionalmente [la que] determinaba el tamaño de las propiedades» (Watanabe, 2006: 197) cedidas desde la administración local en usufructo hereditario más o menos revisable. Lo interesante de la aportación de este mayista del Dartmouth College es el rastreo de determinadas tendencias, fuertemente inscritas en el comportamiento social de la comunidad chimalteca al momento de su estudio, que responden a la reproducción de una lógica cultural en claro desajuste con las dinámicas esperables –tan ideal y apriorísticamente como en la antagónica presunción de moralidad– en un marco institucional crecientemente «mercatizado» (vid. inf., cap. 3.3), sin que por ello se disuelva la acción individual en la acción comunal. Desde la construcción significativa de pertenencia comunitaria a través de la rotación en una administración política local que ha perdido prácticamente toda función salvo la de significar la identidad, hasta la contención redistributiva del distanciamiento social entre ricos y pobres como una estrategia individual, perfectamente racional e «interesada», para paliar ex ante la vulnerabilidad tanto frente a los tradicionales imponderables ecológicos y demográficos como frente a los nuevos imponderables de la integración en un mercado nacional e internacional capitalista sobre el que ninguno de estos actores –ricos o pobres– puede ejercer ningún control (ibíd.: 188-189).
En cualquier caso, aunque el grueso del campesinado andino nuclear parece haber contado tradicionalmente con un régimen de acceso a la tierra basado en la «comunidad de parentesco» (ayllu) el cual garantizaba a cada grupo doméstico el acceso a los medios de subsistencia en función de su ciclo de desarrollo,31 y en este sentido se asemejarían sus condiciones a las del mir decimonónico y los chimaltecos del censo enfitéutico, las alejaría el hecho de que en los Andes la base tributaria pivotara fundamentalmente sobre el nivel doméstico, a través de las prestaciones en trabajo para las élites locales y estatales –mink’a y mit’a (vid. inf., cap. 2.4, nota 32)– dentro de una «eufemización» discursiva de la reciprocidad comunitaria (vid. Godelier, 1974: 176 y ss.) que se ha calificado no con menos suavidad retórica de «intercambio desigual» o, mejor, «reciprocidad asimétrica». En esencia, la implementación de exacciones en especie –y, tras la conquista castellana de 1532, eventualmente también en dinero– practicada a gran escala por el Tawantinsuyu y el Virreinato colonial, se puede explicar en los mismos términos en tanto que el grueso de tales tributos se obtenía del laboreo de tierras comunales especialmente destinadas a este fin, y no de las usufructuadas por cada grupo doméstico (Stern, 1986: 138; Roel Pineda, 1970: 261-264; Sternfeld, 2007). Posiblemente en esta característica se halla una de las razones por las cuales la utopización de «lo andino» ha discurrido por derroteros sensiblemente distintos al «mito campesino» de Dennison, focalizándose no en la comunidad rural per se, sino en el segmento parental constituido por el ayllu, cuando no directamente en el último Estado completamente endógeno, anterior a la colonización europea (Castro Pozo, 1936; Baudin, 1973 [1928]). Partiendo de este substrato, Mayer describe el entramado institucional de los campesinos de la República independiente resaltando la articulación económica entre individuos en el «grupo doméstico»,32 que establece como
De igual manera, en una reflexión más teórica a partir de tres décadas de experiencia de campo en los valles centrales del Perú, Enrique Mayer (The articulated peasant: Household economies in the Andes, 2002 para la primera edición), uno de los discípulos más destacados del andinista John V. Murra en la Universidad de Cornell, planteaba recientemente esta misma cuestión antes como un continuum en cuyos extremos se vienen volcando los modelos interpretativos más extendidos que como una verdadera polarización de la realidad práctica. Esta aceptación del eclecticismo fenoménico le permite, por lo pronto, ponderar la utilidad de explorar diferentes marcos teóricos a la hora de enfocar problemáticas concretas diferentes. El resultado, como comentaba oportunamente Christine A. Harstof en una breve nota con ocasión de su reseña, es un análisis social de la domesticidad campesina en los Andes que, pese al tratamiento eminentemente económico, toma como punto de partida irrenunciable su integración en el contexto ecológico e histórico en el cual se verifica, y esto lo arriostra en sus fundamentos con la tradición establecida por Murra y las cautelas sustantivistas, incluso a pesar de no compartir algunas de sus conclusiones más señeras –especialmente en lo referente al papel de los «mercados» en el sistema de integración económica incaico (Mayer, 2002: 47 y ss.; cf. Murra, 1987; 2002: 237 y ss.)–.
31 «En muchos lugares de la región andina, en la época preincaica, la tierra había sido reasignada periódicamente por la comunidad de acuerdo con las necesidades de la familia y probablemente del ayllu; esta política fue continuada y posiblemente sistematizada después de la conquista cuzqueña [...]. Polo [de Ondegardo] y Huaman Poma sugieren que la reasignación de las tierras del ayllu era anual. Tal frecuencia parece improbable, pero es posible que haya tenido lugar anualmente alguna reafirmación ceremonial del acceso que una familia mantenía a determinadas chacras. El tamaño de la unidad doméstica condicionaba lo que le tocaba a cada uno. Esposas adicionales, más hijos u otros dependientes implicaban un lote mayor» (Murra, 1987: 62 y ss., con bibliografía). De hecho, en su célebre Nueva crónica y buen gobierno (1613 para la primera edición), el mestizo Felipe Huamán Poma de Ayala nombra el mes quechua entre julio y agosto chakra qunakuy, literalmente «dar o trocar parcelas de cultivo», incidiendo en las prácticas de apoyo social a los sectores más desprotegidos que se daban en este periodo, y algunos autores sostienen que tal reasignación de tierras se realizó al menos hasta una fecha tan tardía como 1847. 32 No deja de ser remarcable la trascendencia que el concepto de la pareja reproductora, significada en la fórmula quechua qhariwarmi –literalmente «hombre y mujer»–, adquiere en la cosmovisión andina solapada a la noción filosófica de complementariedad dual de yanantin (Webb, 2012: 137 y ss.; Mayer, 2002: 12-13). En la medida en que tal concepto resulta el depositario proverbial de la ayuda mutua interdependiente y equilibrada (ayni), prácticamente podrían igualarse las expresiones tradicionales recogidas por Platt (1986: 241) en Macha y Yaranga Valderrama (2003: 25) en Ayacucho: «tukuy ima qhariwarmi [todo es hombre-y-mujer]» y «kay kawsaypiqa aynillam [en esta vida todo es reciprocidad]». Partiendo de la traducción de ayni por «reciprocidad», resulta interesante traer a colación la práctica laboral
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Los campesinos, los antropólogos y Chayánov rendimientos son altos, y la organización comunal costosa –o poco fiable–, el grupo doméstico invierte mayores esfuerzos y costos más altos en reducir tales externalizaciones. Es por esto que en una misma comunidad uno puede confiar la protección de los cultivos de patata de altura a la organización comunal pero debe cuidar individualmente sus campos de maíz. Lo común en los Andes son mezclas precisas de altos y bajos grados de regulación e intervención comunal. (Mayer, 2002: 41)
unidad analítica mínima, y de grupos domésticos en la «comunidad rural», que entiende como unidad operativa mínima. Dado un enfoque tal –y a pesar de que la propia estructura de la formulación incita a que la cuestión de los mecanismos que intervienen en la formación del dicho sustrato cultural pudiera pasar más o menos inadvertida–, al andinista le es posible ajustar coherentemente la inclusión de las dinámicas centrífugas de la lógica doméstica, cuya ausencia acusaba Popkin en los modelos de la «economía moral», en el marco del sostenimiento individual de las dinámicas centrípetas de la lógica comunal.
Los puntos básicos sobre los cuales pivota esta explicación son, pues, los mismos que Robert McC. Netting señaló tres décadas antes, en una etapa que acertadamente se ha jugado a calificar de «ecología histórica»,33 para el funcionamiento económico de la aldea alpina de Törbel, en el cantón suizo del Valais, donde el tipo de tenencia de la tierra –o «individual», nuevamente por explotación doméstica, o «comunal»– se mantenía en proporciones estables desde los primeros registros del s. XIII en adelante y en relación a la naturaleza de su uso, destacando factores como el valor de producción por unidad, la frecuencia y fiabilidad de la producción, la posibilidad de mejora o intensificación, el área requerida para un uso efectivo, o la inversión necesaria en trabajo y capital (Netting, 1976: 144). Por otro lado, no hay que dejar de destacar que tal dinámica continua en la gestión de los recursos34 le valió a Netting, si bien no para contradecir en su totalidad, sí al menos para sacar de su enroque más estrictamente determinado por la explotación extracomunitaria de la integración social mayor de la comunidad rural al modelo de «comunidades corporativas cerradas» (closed corporate communities) que formulara Wolf, éste a su vez desde la experiencia etnohistórica de la colonización en
La organización comunal de la producción se da cuando los beneficios que la familia individual puede obtener a través de la comunidad son mayores que los costes que supone el mantenimiento de la institución que provee el servicio. Si los riesgos, las contribuciones al trabajo comunal, y los rendimientos son bajos, la organización comunal proporciona mayores beneficios que en el caso de que se asumiera con recursos domésticos el mismo servicio. Por el contrario, si los riesgos y los homónima verificada en el nivel supra-doméstico, y su confrontazión con otras modalidades de trabajo colectivo, como mink’a y mit’a, en cuya relación puede adivinarse una profundización gradual en los dichos procesos paralelos de «osificación de la fractura social» y «eufemización». Según Lambert (1977: 18), mientras por el ayni un grupo doméstico convoca a parientes tanto consanguíneos como afines y rituales-figurados obligados a responder por proximidad relacional –y por lo tanto, en cierto sentido impreciso, estructural o permanentemente– y contrayendo a su vez con ellos la obligación de alimentarles durante las faenas y retribuirles en términos más o menos idénticos llegado el caso, el carácter ampliado de la mink’a sobre parientes lejanos así como convecinos y, pese a la absoluta imprescindibilidad de una ejecución envuelta en la parafernalia festiva, el quiebre del retorno exacto, permite actualmente camuflar «salarios» y, sobre todo, devino tradicionalmente en el instrumento primordial para movilizar «fuerza de trabajo» en manos de los señores étnicos (kurakakuna) de raigambre parental más o menos eufemística que encabezaban los ayllu y otros grupos político sociales. Por su parte, la mit’a incaica puede entenderse directamente sin demasiados problemas como una compulsión estatal, y así fue asumida y destilada en su mayor crudeza bajo el Virreinato colonial. Llevado a la terminología más abstracta de la modelización social a partir de las categorías que George M. Foster aplicara en Tzintzuntzan («The dyadic contract: A model for the social structure of a Mexican peasant village», 1961), Esteva Fabregat describirá respectivamente ayni y mink’a como sistemas de integración mediante relaciones diádicas simétricas o asimétricas «en la medida en que, por una parte, se dan entre iguales y, por otra, entre personas de status diferenciado» (Esteva Fabregat, 1972: 310); algo en buena medida parangonable a la distinción graeberiana de lógicas operativas «comunista» y «jerárquica», respectivamente (vid. inf., cap. 4.5). Volviendo al núcleo qhari-warmi, no obstante el dicho énfasis ontológico en la dualidad, parece que la monogamia no fue prescriptiva –al menos no como modelo único– sino hasta la aculturación que acompañó la invasión europea del s. XVI (vid. Bolton y Mayer, 1977), de modo que a una generalidad prehispánica en efecto monógama habría que sumar una práctica poligínica desigual entre la aristocracia, codificada en términos oscuros pero perfectamente registrada por los «visitadores» europeos (Mayer, 2002: 89 y ss.). En relación con esto último, resulta aquí más interesante otra tradición atestiguada por los «visitadores»: la de la obligatoriedad del viso estatal cusqueño sobre el rito matrimonial, en desmedro del sólo viso por parte de los kurakakuna. Tal legislación prehispánica simultáneamente concuerda con el sistema de exacción sobre la «unidad doméstica» y encierra la potencialidad evidente de condicionarla, modelándola según las conveniencias del Estado, tal y como apuntara el propio Mayer (ibíd.: 91-92): «insofar as Inca interests [por “los del Estado”] were served by regulating marriages, we can say that the tribute system had a hand in the regulation of household composition and formation». Y es, en definitiva, un fenómeno accionado similarmente al descrito por Dennison para las divergencias domésticas de los siervos adscritos a las propiedades de los Sheremétev y Gagarin en la misma gubérniya de Yaroslavl.
La expresión pertenece concretamente a la nota que con motivo de su óbito escribió Olga F. Linares para las Biographical Memoirs de la National Academy of Sciences (Estados Unidos), y la pertinencia de abundar en ella al contexto epistemológico desde el que construimos nuestra investigación. En este sentido la trayectoria de Netting –principalmente centrada en las teorías de rango medio para la relación entre el ecosistema y la economía campesina desde la articulación doméstica– responde a una concepción del estudio de los grupos humanos destacable: si la tradición académica desde la cual partiera explica sin duda unos primeros trabajos entre los kofyar nornigerianos durante la década de 1960 «decidedly empirical in focus, comparative in execution, and functionalist in orientation», será la franca percepción de una necesidad contrastiva en el devenir histórico de lo planteado etnográficamente lo que le llevará a la comunidad suiza y sus archivos durante la de 1970. 34 Uno, por lo demás, reiterativo en muchos grupos tradicionales europeos: «in contrast to the strongly communal character of rights to the alp, forests, waste lands, and pathways, most meadows, loweraltitude pastures, gardens, grain fields, and vineyards in Törbel have been subject to individual tenure» (Netting, 1976: 142-143); si bien, significativamente –por la analogía con lo dicho sobre el ayllu andino–, continúa en nota: «the one exception to this generalization is the traditional ownership by the community of a vineyard, a grain field, a church, and a dwelling […]. The vineyard and grain field –now sold– were worked by obligatory communal labor which included provision of manure, transport and processing of grapes and rye». Ese vino se usaba en algunas ceremonias comunitarias o se abastecía a determinados grupos en ocasiones especiales, incluidos los propios trabajadores y, en casos de abundancia, las familias para sus ceremonias públicoprivadas, pero por lo general agentes del Estado, como destacamentos militares o religiosos. 33
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La política salvaje Mesoamérica y Java35 pero apresurándose en señalar cómo «en ambas áreas [...] la comunidad campesina corporativa y cerrada es hija de la conquista; pero esto no tiene por qué ser necesariamente así siempre», puesto que «la comunidad corporativa de la Rusia anterior a 1861, el mir, fue el producto de una colonización interna antes que del dominio extranjero impuesto por la fuerza de las armas» (Wolf, 1957: 8).36 Contrariamente a la fijación de la dependiente en esta variable exógena, y ante lo registrado positivamente en la comunidad de Törbel, Netting (1976: 136) escribirá que «tal autonomía local [con independencia del cambiante contexto de “integración exterior”] sugiere que las características corporativas pueden estar menos orientadas a la resistencia frente a la dominación externa y más estrechamente vinculadas con las condiciones medioambientales y los requerimientos de la subsistencia».
conviene comenzar a perfilar las especificidades del caso ruso insertándola en su red relacional inmediata: Nuestra comprensión de la comuna como una institución social mejoraría sustancialmente con el estudio de la relación entre el asentamiento, como unidad de habitación, el grupo doméstico, como unidad de trabajo, y la comuna, como unidad de tenencia de la tierra [...]. Desde el punto de vista de la administración local sería la comuna, antes que el asentamiento, la unidad más importante en la mayoría de regiones [...]. La comuna fue esencialmente una institución ocupada de la tenencia de la tierra arable. Así, si las parcelas arables no representaban la mayor parte de la economía doméstica, la pertenencia a la comuna era únicamente un factor subsidiario en la gestión económica doméstica. (Male, 1971: 207-208)
En cualquier caso, volviendo a la Rusia de Chayánov, si Dennison demostraba cabalmente la dificultad a la hora de homogeneizar demasiado uniformemente las tendencias que rigen el comportamiento individual verificado en el interior de la realidad comunal en concepto de una universalización parangonable a la universalidad de las vagas alusiones al mir, será otro trabajo de la Universidad de Cambridge muy anterior, el de D. J. Male publicado en 1971, el que nos permita aquí una aproximación positiva a la definición institucional de aquellos miry. Más allá del topos de «comunidad rural» acostumbrado, incluida la redistribución periódica de los medios de producción en función de la variación cíclica de cada grupo doméstico en su «balance entre necesidades y capacidades»,37
Esta condición de determinación pauta suficientemente bien la principal de las variables geográficas, conjuntamente con las posibilidades de acceso, en ocasiones directamente físico, a los núcleos de integración mercantil. Con todo, para el momento de mayor incidencia de la llamada «reacción stolypiniana» de 1906, promulgada con el objetivo de incentivar la tenencia individual de la tierra (khutor, segregada vivienda y campos del asentamiento comunal; otrub únicamente campos), el abandono de la comuna aun en las zonas menos enfocadas a la agricultura cerealera y mejor comunicadas, como es el caso de la Región Central Industrial y el Noroeste, no parece haber alcanzado en su máxima cota ni tan siquiera el 29% de la gubérniya de Petrogrado, de modo que «hacia enero de 1917 solamente el 10’5% de todos los grupos domésticos campesinos se había establecido en base a las nuevas formas cercadas de tenencia individual» para el conjunto del Estado ruso (Male, 1971: 18 y ss.). Y esto considerando que existe una sobrestimación de las cifras acorde con los intereses del gobierno prerrevolucionario.
«In Mesoamerica also [como en Java], tribute and labor charges were imposed on the whole community during the 16th and 17th centuries. Only around the beginning of the 18th century were they charged to individuals. The constant decrease of the Indian population until the mid-17th century, the flight of Indians into remote refuge-areas, the exodus of Indians to the northern periphery of Mesoamerica and to permanent settlements on colonist enterprises all left the fixed tribute-payments and corvée charges in the hands of the remnant population. It is reasonable to suppose that these economic pressures accelerated tendencies towards greater egalitarianism and levelling» (Wolf, 1957: 11-12). 36 Dicho esto, conviene no pasar por alto la premisa –¿étnica, nacional, estatista?– desde la cual escribe Wolf: ciertamente existen diferencias entre la integración forzosa en las colonias castellanas y holandesas y la integración forzosa dentro de lo que se identifica como «territorio nacional» del imperio zarista, pero para el caso, como para su profundidad traumática, éstas se dirimen en el campo de la cultura; si se quiere: de una divergencia en la «tradición» del Estado que absorbe y los campesinos que son absorbidos que ultrapasa en mucho las tradiciones redfieldianas. Pero en lo tocante a los dispositivos estrictamente económicos –y ésta es la base mecánica que explicita Wolf en la intención de sus análisis–, la distancia entre el caso ruso y los mesoamericano e indonesio se nos revela menos trascendente o, en cualquier caso, muta en un establecimiento cuanto menos subliminal, y por ello descontrolado, de la distancia sociocultural relativa que permite distinguir entre los procesos de endogénesis y exogénesis del Estado. Una vez más, como ha señalado Scott (vid. sup., cap. 2.4, notas 27 y 30), aquí el peligro es arrastrar en la obliteración la percepción cultural de, al menos, uno de los dos grupos de agentes implicados en el establecimiento de un límite percibido culturalmente. 37 Respecto de la formalización concreta de este principio, Male (1971: 57 y ss.) se sirve básicamente de la información declarada en las instancias oficiales por delegados de estas comunas, destacando los del Congreso campesino del Comité Ejecutivo Central de 1925, para distinguir entre: de un lado, las redistribuciones periódicas totales de tierra (chastichny peredel), al menos tras la Revolución de Octubre con una frecuencia igual o inferior a nueve años –sólo Siberia constataba 35
Obviamente, esta presión gubernamental desaparecerá tras una revolución la cual, de hecho, incentivaría inmediatamente la vuelta a la tenencia comunal y la redistribución de tierras, en ocasiones incluso en un «tono refundacional»; si más no porque el derrumbamiento del Estado dejaría en la práctica en solitario a la comuna el control efectivo de una administración local sólo lentamente no haber cumplido este punto–; y del otro, los reajustes más o menos anuales de pequeños lotes (polnyi peredel; o también skidki i nakidki), que devenían en cruciales para aquellas zonas con mayor presión demográfica, especialmente en la Región de Tierras Negras. Sobre las formas de cómputo para tales redistribuciones (razverstochnye edinitsy), variable según la tradición y circunstancias de cada comuna, plantea extrapolar la situación general a partir de los porcentajes aportados por Voronev («Agrarnye ocherki Rybinskogo Kraya», 1926 para la primera edición) para el área de Rýbinsk, precisamente en la misma gubérniya de Yaroslavl donde trabajara Dennison: 62% en base a los consumidores de ambos sexos en el grupo doméstico; 21% aproximadamente ajustada a la estructura doméstica; 11% con contemplación subsidiara específica para niños y ancianos; y finalmente, 6% en base a la revisión de «almas». Otros criterios incluían el número de hombres adultos, la disponibilidad de ganado, etc.
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Los campesinos, los antropólogos y Chayánov reconstruida en torno de los sóviets rurales como nexo de control y exacción estatista, pero sin competencias directas en la gestión de la producción. Por ello la colectivización de 1930 se nimba de un enconamiento de las posturas en liza tal que desembocará en última instancia en la eliminación física de una de las partes –la de Chayánov y los organizacionales– y la reconversión traumática del campesinado: «significó una aproximación al trabajo completamente diferente; dejó de ser una decisión individual dentro de los márgenes domésticos [...]. En la comuna el grupo doméstico respondía como una unidad individual a la presión productiva, pero en la granja colectiva la producción se centraba en las necesidades de uso extracomunitarias», y sin duda representa el fin del relativo aislamiento campesino respecto de la lógica de integración –al menos económica– capitalizada por el Estado urbano (ibíd.: 213-214). Retengamos para ulteriores consideraciones esta idea de igualación en el ideal operativo.
artesanal, de industria de granja o, simplemente, de cualquier actividad económica familiar. (Ibíd.: 96) Pero, ¿cuáles son exactamente esos principios básicos?
5. M1→D→M2 contra D1→M→D2 Como hemos visto, Chayánov parte de la detección de una premisa biológica materializada en el ciclo de desarrollo familiar que, a su vez, subordina la economía doméstica en los dos planos cardinales de la producción y el consumo. De este modo, por un lado «debemos reconocer que la mano de obra es el elemento técnicamente organizativo de cualquier proceso de producción; y [...] que en la unidad económica familiar que no recurre a fuerza de trabajo contratada, la composición y el tamaño de la familia determinan íntegramente el monto de fuerza de trabajo» (Chayánov, 1985: 47). Pero a pesar de la cualidad condicional expresada en la capacidad productiva potencial de la «fuerza de trabajo» disponible –a la cual únicamente distingue una formulación conceptual más elegante de aquella intrincada «energía humana» de Meillassoux (vid. sup., cap. 1.3)–, Chayánov, al igual que hará Scott, desplaza el detonante que acciona y concreta la «producción» hasta ubicarla sobre los requerimientos del «consumo». «El estímulo básico de la familia trabajadora para la actividad económica es la necesidad de satisfacer las demandas de sus consumidores, y dado que sus manos son el medio principal para ello, debemos esperar ante todo que el “volumen de la actividad económica” de la familia corresponda cuantitativamente en forma aproximada a estos elementos básicos» (ibíd.: 56). Pues bien, el establecimiento de esta causalidad en la lógica operativa doméstica representa la piedra angular del edificio chayanoviano.
Si más no, estos datos proporcionan la base para mejor ponderar la repercusión relativa –en el marco concreto de la realidad del agro ruso– y absoluta –en el de la «lógica económica doméstica» que aquí nos ocupa– de las tesis chayanovianas. Por lo que respecta a esto último, de hecho, el propio autor del Organizatsia fue perfectamente consciente de que la excepcionalidad específica del mir adquiría su dimensión trascendental no en el campo de un comportamiento interno especialmente fuera de lo común, sino en el de la percepción externa más o menos nítida de uno harto común el cual, sin embargo, había sido subsumido explicativamente en la «lógica de integración capitalista» hasta su invisibilización. Así, «podemos pensar que en otro régimen agrario menos flexible que el de la comuna redistributiva, la influencia del factor biológico del desarrollo de la familia sobre la cantidad de tierra disponible no resaltaría tanto ni sería tan evidente como en nuestro material»; algo que es fundamentalmente cierto en el contraste que tal situación ofrecía frente a la, en aquel momento, más formal y determinantemente mercatizada situación del occidente europeo (Chayánov, 1985: 6667, 124). En buena medida esta afirmación parte de otra observación empírica en el comportamiento campesino realizada durante el proceso de construcción teórica del agrónomo ruso: que las conclusiones alcanzadas sobre la lógica que sienta las bases operativas de su práctica no se limitan únicamente al trabajo agrícola, sino que se extienden hasta comprender el total de la actividad económica emprendida por cualquier miembro de estos grupos domésticos, y en cualquier contexto de acción.
Sin olvidar que se trata de una modelización basada en la fijación aproximada de un estereotipo, conviene apoyarse en el planteamiento matemático de dicha lógica y su plasmación gráfica con el fin de cimentar un punto referencial al cual remitirse en lo sucesivo (fig. 2.5a). Establezcamos entonces, según establece Chayánov en el Organizatsia, que la unidad doméstica mínima plenamente funcional es la alianza sexuada de una pareja procreadora; establezcamos un ciclo de desarrollo familiar de 25 años en el cual, una vez asentado el nuevo grupo doméstico, añade vástagos a la pareja a razón de uno cada tres años; establezcamos, ahora, una unidad de cuenta de la capacidad productiva y la necesidad consumidora para cada individuo del grupo. Concretamente, el ruso fijará el entero de tal unidad en el hombre adulto, sistematizando a continuación 0’8 para la mujer y una progresión para cada descendiente que asciende exponencialmente desde 0’1 hasta 0’9 en función de su edad, con la salvedad de que sólo suma en el rubro de la producción a partir de los 15 años: a efectos prácticos, este cómputo –harto matizable en su concreción real– no ha de entenderse sino como una abstracción expositivamente útil,
Los principios básicos que establecimos para la unidad familiar de explotación agraria no pertenecen únicamente a la unidad económica campesina. Están presentes en toda unidad económica de trabajo familiar en la cual el trabajo se relaciona con el desgaste de esfuerzo físico y las ganancias son proporcionales a este desgaste, ya se trate de una unidad económica 53
La política salvaje Fig. 2.5a. Desarrollo biológico del grupo doméstico campesino tipo. Elaboración propia, a partir de Chayánov (1985: 5254). Evidentemente, las cifras apuntadas no responden más que a una «abstracción útil» a la hora de proponer su modelo teórico. De hecho, ni siquiera acaba de ser importante cuánto se acercara –o no– el autor a una realidad concreta con ellas, sino las realidades diversas que se pueden medir a partir de aquí.
de la misma manera que son abstracciones las regularidades demográficamente improbables que definen la evolución de esa «situación doméstica tipo» (cf. Narotzky, 2004: 173 y ss.). Sea como fuere, la expresión gráfica de tal evolución permite dirigir la atención hacia la progresión de los tres indicadores fundamentales de la economía doméstica: «número de productores», « número de consumidores», e «índice consumidores/productores», el último de los cuales dibujará una función cóncava cuyo punto álgido corresponde precisamente a la incorporación parcial del o
de la primogénita a la esfera productiva, verificada hacia el decimoquinto año del ciclo, como decíamos. Existen innumerables modos de complejizar este modelo antes incluso de su contraste con la práctica, en lo que igualmente afecta a la modelización de pautas de comportamiento preferencial socioculturales diversas que se alejan de la monogamia neolocal: sustrayendo progresivamente descendientes a medida que marchan a formar nuevos hogares, añadiendo a la o las parejas de 54
Los campesinos, los antropólogos y Chayánov Fig. 2.5b. Estructura de la producción en función de la lógica de la «situación doméstica». Elaboración propia, a partir de Chayánov (1985: 85). Teniendo en cuenta que el proceso productivo se orienta según «necesidades» establecidas subjetivamente, en el seno del «grupo doméstico» y, en cualquier caso, según la tradición cultural, en algún punto de la progresión decreciente que supone su satisfación se cruza con la igualmente subjetiva «fatiga» provocada por el trabajo. Desde este «punto de equilibrio» (A) en adelante, la utilidad de la producción puede considerarse «marginal» (A-B), y el agente únicamente continúa trabajando a condición de asumir su «autoexplotación» (A-C).
alguno de los descendientes y sus descendientes sucesivos, desarrollando el ciclo hasta la senectud de la pareja original y el consiguiente descenso de su capacidad productiva en virtud de la nucleación en torno de otra pareja, etc.; y esto mención aparte de las posibilidades que suponen aun las diferentes formas de polinuclearidad horizontal, incluidas las poligámicas.
necesaria (vid. sup., cap. 1.2, nota 14)– no se bastará por sí misma para prolongar mucho más allá un trabajo autoexplosivo (fig. 2.5b). En efecto, en estos cálculos si no la variable constante sí al menos lo forzosamente invariable respecto de la regulación de la actividad económica recae en el «número de consumidores», de manera que la intensidad del trabajo por individuo productivo podrá fluctuar según el desequilibrio de este segundo índice o, puesto en otros términos, de las capacidades del grupo, pero siempre sin por ello poder afectar al volumen total del producto, sota riesgo de colapsarse. No habrá de producir más el grupo más capaz sino el más necesitado. No trabajarán más los más capaces sino aquellos acicateados por un balance consumoproducción más desfavorable.
Con independencia de ello, la idea de producción en función de la satisfacción de las necesidades familiares llevará al agrónomo hasta el concepto de «autoexplotación» (ibíd.: 80-81) para explicar la asunción de una variable «fatiga laboral» (tyagostnost) y, sobre todo, el cese en esta asunción, y en consecuencia también en el de la producción; o en otras palabras: para explicar los límites internos lógicos de la lógica económica doméstica. Y conviene recalcar aquí que tratamos con una deducción lógica en base a parámetros internos en la medida en que cuando Sahlins vuelva sobre la teorización chayanoviana, medio siglo después, se verá obligado a ajustarlo en función de las dinámicas políticas de intensificación (vid. inf., cap. 4.1), lo cual será clave en la discusión sobre las variaciones sociales de la domesticidad: «la regla de Chayánov no expresa ni más ni menos que una relación inversa entre la intensidad [económica] doméstica y el número relativo de productores; es decir, cuanto menos productores haya por consumidores, tanto más tendrá que trabajar cada uno. Desde el punto de vista lógico, las dos proposiciones son simétricas, pero tal vez no lo sean desde el punto de vista sociológico» (Sahlins, 1983: 127).
Y en efecto, como todas las teorías económicas fundamentadas en la Economía, es una cuestión lógica, hasta aquí, pero no sociológica. En cualquier caso esto hubiera de recordarnos que la polémica sobre la economía campesina en la Rusia de Chayánov no se da en el vacío; tampoco en el de lo más estrictamente teórico. Si bien es difícil que hubiera podido ser de otra manera en un autor formado inmediatamente después de que, en lo general, se considerara zanjado el Methodenstreit, y pese a la innegable influencia alemana sublimada en el marxismo beligerante del nuevo Estado bolchevique, no podemos pasar sin llamar la atención sobre las similitudes formales entre la explicación chayanoviana de la autoexplotación doméstica y las consideraciones de la Escuela austriaca; especialmente a propósito de la «utilidad marginal» (Grenznutzen); y prácticamente sólo en este punto.38
De vuelta al gráfico del agrónomo ruso, dados tales parámetros se desprende que al alivio de la presión ejercida por las necesidades sobre la producción le corresponde un aumento exponencial en la valoración subjetiva del esfuerzo invertido en aliviarlas, de modo que alcanzado un determinado punto de equilibrio, la expectativa de una satisfacción acusadamente decreciente –y en tanto superado este equilibrio, no percibida siempre como «realmente»
38 Ya sus contemporáneos recalaron en tal similitud y no es casual que constituyera una de las principales críticas lanzadas contra Chayánov,
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La política salvaje Más acá de la totalidad metodológica disputada con los historicistas de Gustav von Schmoller, este «marginalismo» no deja de ser en esencia una contestación a la construcción teórica, imperante a lo largo del s. XIX, del «valor» –económico– principalmente como un elemento más o menos objetivo, sujeto a la concurrencia de parámetros intrínsecos al producto valorado dirimidos en el nivel macroeconómico, y en definitiva, dislocados de la «utilidad» (vid. Schumpeter, 1994: 356-360); una idea que iba a bloquearse en la famosa «paradoja del valor» sobre el precio del agua y los diamantes. La cuestión era que en condiciones de mercado autorregulado el «valor de cambio», que per se no expresa causalidad alguna, en su amarre smithiano al «trabajo» invertido en su producción39 –«trabajo» necesario socialmente, como apostillaría con acierto Marx–, no resultaba en una explicación suficiente para la formación y fluctuación del precio, cæteris paribus, mientras que la corrección del «valor de uso» en una percepción subjetiva de la utilidad focalizada en el último uso potencial permitido por el contexto, y no en un absoluto abstracto, sí.
curva continua y la frase «deseo de una unidad más» por «utilidad marginal»: La utilidad marginal de una cosa para un individuo disminuye con cada aumento de la cantidad de la misma que ya tiene el individuo. (Ibíd.: 993-994) Fue Joseph A. Schumpeter, discípulo de Eugen von Böhm-Bawerk y profesor de Economía en la Universidad de Harvard hasta su muerte en 1950, quien escribía que tales enunciados «no son sino formulaciones un tanto técnicas de pálidas trivialidades. Pero no hemos de olvidar que las construcciones intelectuales más soberbias se basan en trivialidades desprovistas en sí mismas del menor interés»; y la adversativa no es en absoluto baladí si hemos de tener en cuenta que la Teoría del valor subjetivo marginalista moldeará las líneas maestras de la comprensión del comportamiento «puro» del sistema mercantil autorregulado para la mayoría de economistas hasta nuestros días. No muy lejos de aquella afirmación, de hecho, sino de un objeto de elogio trasladado ahora al debate mayor sobre la naturaleza de la economía, el filósofo español César Rendueles (2009: 25) remonta la «potencia práctica» del sustantivismo de Polanyi precisamente a una cierta ingenuidad teórica premeditada. Y considerando la vinculación del ruso con esta escuela –que Archetti ensaya perfilándolo como una especie de sustantivista avant la lettre, no ya sólo por su tratamiento de la materia, sino quizá también por una repercusión principalmente circunscrita a la disciplina antropológica–, es todavía más significativo que el propio Chayánov, frente a la perspectiva de dar un agente campesino con la racionalización económica explícita y matemática contenida en su lógica operacional, no pudiera evitar componerse una escena análoga a la protagonizada por el Jourdain de Molière descubriendo la prosa.
A medida que adquirimos aumentos sucesivos de cada bien, la intensidad de nuestro deseo de una «unidad» más disminuye monótonamente hasta que alcanza el cero y luego probablemente cae por debajo de él. Sustituyendo las cifras discretas de Menger [Principios de economía política, 1871 para la primera edición, en alemán]40 por una función o quien la consideró la segunda de las cinco más graves al revisar el impacto de sus trabajos en la introducción a la edición rusa del Organizatsia. Planteó entonces una defensa sinecdótica –se sirve del marginalismo, pero no es marginalista– en la cual el recurso de autoridad no podía ser más significativo: «en el primer volumen de El capital, Marx reconoce la posibilidad de una evaluación de beneficios por parte del consumidor, pero afirma que es imposible deducir de ello el fenómeno social del precio. De modo análogo, yo he descubierto que en la práctica económica de la unidad económica campesina se realiza un balance entre lo que se trabaja y lo que se consume, lo cual determina, en gran parte, el volumen de la actividad económica familiar, pero no considero en absoluto que se pueda deducir de esto todo un sistema de economía nacional» (Chayánov, 1985: 38-39). Con independencia de la oportuna traída a colación del maestro alemán, no cabe duda de que Chayánov hubo de compartir sinceramente importantes piezas argumentales con los marxistas, así como con determinados modelos del historicismo (vid. inf., cap. 2.6), pero ¿hasta qué punto en tales críticas no han de leerse más bien las trazas de una expulsión conceptual hasta la «otredad» neoliberal, y en su rebate un anclaje al ánimo revolucionario? 39 Es de sobra conocido aquel párrafo iniciando el capítulo VI del libro primero de la Inquiry: «en aquel estado primitivo y grosero que suponemos preceder en la sociedad á toda acumulacion de fondos, y propiedad de tierras, la unica circunstancia que puede dar regla para la permutacion reciproca de unas cosas por otras de distinta especie parece ser la proporcion entre las diferentes cantidades de trabajo que se necesitan para adquirirlas. Si en una nacion de cazadores, por ejemplo, cuesta por lo comun doble trabajo matar un castor que un gamo, el castor naturalmente se cambiará, ó merecerá cambiarse por dos gamos. Es muy natural que una cosa que por lo comun es producto del trabajo de dos dias, ó de dos horas, merezca doble que la que lo es de una hora, ó de un dia» (Smith, 1794-1806: I, 80). 40 Se trata del autor y la obra que marcan el inicio de la Escuela austriaca, a pesar de que su «descubrimiento» de la «utilidad marginal» fue alcanzado de manera prácticamente simultánea también por William S. Jevons en el ámbito anglófono y Léon Walras en la francofonía. Sin menoscabo de esto, a juzgar de Schumpeter el camino hacia una teoría del «valor de cambio» basada en el «valor de uso» ya había sido recorrido en gran parte por autores como Bernardo Davanzati en sus Lezione delle monete de 1588; y a esto aun habría que sumarle aquella
Ahora bien, de esta última comparación trivial se desprenden dos consideraciones fundamentales. La primera es la que separa a Chayánov de los teóricos de la «utilidad marginal» en la médula de sus preocupaciones, y en la profundidad de campo del campo que pretenden enfocar. Porque si éstos buscan aclarar la situación de mercado en la determinación del precio, aquél rebasa ampliamente los instrumentos de partida negligibles del dinero y el mercado en la pretensión de analizar desde la producción, en vez de la distribución-circulación, unas economías fuertemente mediatizadas por lo que Delphy entendió como autoconsumo. Con ello desoye en su mismo principio al menos dos de las tres características que valieran a Boeke para definir el «sector capitalista» en su Economics and economic policy of dual societies (vid. sup., cap. 1.2), en tanto que ni la actividad económica se concentra en un subsistema institucional segregado conocida «valoración del salvaje» en las imaginación de Turgot (vid. i. a. Iacono, 2003: 60 y ss.), antes de que Adam Smith lo cercenara para la siguiente centuria al vincular estrechamente el «valor de cambio» a los costes de producción en 1776, y tanto David Ricardo como Marx remacharan esta noción a sus textos.
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Los campesinos, los antropólogos y Chayánov marxismo según el libro primero de El capital (1867 para la primera edición, en alemán)41 entiende activa o pasivamente aquel elemento como una «mercancía» en sí mismo y justifica, en consecuencia, un tratamiento nato como tal. Y su tratamiento como tal, sublimado en la creación de un «mercado de dinero», argüirá Polanyi (1997: 125-129), sería precisamente una de las condiciones sine quibus non del pistoletazo de salida para la versión totalizante del sistema de integración mercantil que permite el capitalismo. De aceptar tal secuencia propositiva, la posición de aquella distinción quedaría en lo rayano a la tautología, en la medida en que el sistema capitalista se configura a la vez en causa y efecto de que se actúe formalmente en términos capitalistas; o repensándolo desde otro punto, podríamos preguntarnos: ¿qué distingue en la sustancia operacional, por un lado, a estos campesinos que interactúan puntualmente dentro de los mecanismos del intercambio por precio –monetario– autorregulado para satisfacer algunas de sus necesidades domésticas de, por el otro, los obreros industriales y postindustriales que lo hacen asiduamente para satisfacer muchas más sino, de hecho, la frecuencia con que se ven
específico, sino todo lo contrario, ni sus agentes operan calculando los términos de una lógica monetarizada mercantil; o al menos, no lo hacen en el total cualitativo de las actividades «económicas» que emprenden. Sin embargo, hemos indicado que el sistema de valoración subyacente a tales acciones deviene perfectamente idéntico en sus mecanismos operacionales una vez simplificado en el nivel de la utilidad sustantiva sujeta al consumo –baste equiparar el «desinterés» marginalista que provoca la caída del precio de mercado al «desinterés» chayanoviano que provoca el cese de la producción entre los campesinos–, y ello redobla la importancia de las conclusiones del ruso respecto de la tercera característica señalada por Boeke: la más difícilmente mensurable motivación económica en el «beneficio». Unas conclusiones, por lo demás, de una lucidez comparable a la matización de W. Arthur Lewis sobre la carga semántica que desde nuestro uso cultural –formalista– imprimimos tozudamente en las categorías analíticas «productivo-no productivo», que ya vimos al referirnos al llamado «sector de subsistencia» del desarrollismo, o antes, al «trabajo doméstico». El concepto de beneficio en la unidad económica capitalista, que es fundamental en las concepciones de Smith, Ricardo y de toda la economía política actual: ¿corresponde al concepto de beneficio en la explotación agrícola familiar? [...]. Un simple cálculo aritmético permite determinar con precisión el beneficio neto y, si éste es mayor que cero, considerar que la unidad económica no está operando con pérdidas [...]. ¿Puede aplicarse esta fórmula a la explotación agrícola familiar? No es difícil aceptar la respuesta negativa. Es aplicable a la unidad capitalista porque todos sus elementos se expresan en la misma unidad de valor. (Chayánov, 1985: 90)
«La forma de equivalente general es una forma del valor en abstracto. Puede, por tanto, recaer sobre cualquier mercancía. Por otra parte, una mercancía sólo ocupa el puesto que corresponde a la forma de equivalente general [...] siempre y cuando que todas las demás mercancías la destapasen de su seno como equivalente. Hasta el momento en que esta operación no se concreta definitivamente en una clase de mercancías específica y determinada, no adquiere firmeza objetiva ni vigencia general dentro de la sociedad la forma única y relativa de valor del mundo de las mercancías. Ahora bien, la clase específica de mercancías a cuya forma natural se incorpora socialmente la forma de equivalente, es la que se convierte en mercancía-dinero o funciona como dinero [...]. Si el oro se enfrenta con las demás mercancías en función de dinero es, sencillamente, porque ya antes se enfrentaba con ellas en función de mercancía» (Marx, 1992, I: 35-36); y, más adelante, todavía: «lo que el proceso de cambio da a la mercancía elegida como dinero no es su valor, sino su forma específica de valor. La confusión de estos dos conceptos indujo a reputar el valor del oro y la plata como algo “imaginario”. Además, como el dinero puede sustituirse, en determinadas funciones, por un simple signo de sí mismo, esto engendró otro error: el de creer que el dinero era un mero “signo”», lanzado concretamente contra la afirmación de Locke por la cual «el concierto general de los hombres [sic, por “los humanos”] asignó a la plata un valor imaginario, por razón de sus propiedades, que la hacían apta para ser dinero» (ibíd.: 53). Con todo, la visión del empirista inglés no solamente se proyecta hacia el ulterior Enlightenment a través de David Hume, como bien subraya Iacono (2003: 102 y ss.) al citar el pasaje de los Discursos políticos (1752 para la primera edición, en inglés) en que el de Edimburgo afirma cómo «la moneta non è, propriamente parlando, una delle materie del commercio; ma solo lo strumento su cui gli uomini si sono accordati per facilitare lo scambio di una merce con l’altra. Non è una delle ruote del commercio: è l’olio che rende il movimento delle ruote più facile e scorrevole»; sino que –y sin duda es significativamente más interesante– un debate análogo en el marco de las teorías catalácticas del origen del dinero, o como poco el arriostre de las posiciones mayoritarias en aquél, puede rastrearse en el así entendido nominalismo platónico frente al metalismo aristotélico (Schumpeter, 1994: 99-101, 337-338, nota 19), por más que no pueda sino tener que admitirse desde cualquier enfoque que las enseñanzas del estagirita adolecen de cierto grado de ambigüedad a este respecto según se tome el canon de la Politica o de la Ethica nicomachea (cf. Borisonik, 2013a; 2013b). Cf., por lo demás, la posición de Marx con la propugnada desde el neoliberalismo austriaco: «mucho más lógico [que deducir de sus especificidades prácticas lo contrario de lo que sigue] sería –en la perspectiva económica– deducir que el dinero tiene permanentemente el carácter de mercancía, mientras que los demás bienes lo tienen sólo transitoriamente, y que el dinero mismo cumple una importante función económica como mercancía mediadora de bienes –ya en el mercado–, mientras que las demás mercancías normalmente proporcionan la utilidad inherente a su naturaleza sólo cuando son consumidas, dejando así de ser “mercancías”» (Menger, 2013: 110-111). Volveremos a todo esto más adelante (vid. inf., cap. 5.4). 41
Y dado la vuelta, solamente es aplicable por este motivo, permítasenos concluir. El apunte debiera trascender incluso la distinción marxista clásica, tomada apriorísticamente, entre la motivación general en la circulación mercantilista simple –el intercambio de una mercancía (M) por dinero (D) como un medio para obtener, finalmente, otra mercancía distinta de la primera (M1→D→M2)– y la capitalista –donde la mercancía es un medio para incrementar el fondo dinerario inicial (D1→M→D2)–, como poco en tanto en cuanto la «imposibilidad de cálculo exacto» desvelada por Chayánov convierte la equivalencia entre unidades de valor de diferente radical en una cuestión necesariamente cualitativa; su permuta, en una estimación subjetiva más o menos imprecisa de hasta qué punto colma las expectativas que accionaron el proceso económico en primer término, arrinconando, pues, en el carácter profundo de tales expectativas la distinción última del esperar obtener concretamente Mn o Dn. A fin de cuentas, con la excepción de las ramificaciones surgidas de la teoría de la naturaleza crediticia original del dinero (vid. Graeber, 2011b: 46 y ss.), chartalismos incluidos, la convención desde el liberalismo clasicista al 57
La política salvaje El razonamiento resulta impecable de admitir la disociación absoluta entre «valor de uso» y «valor»; sublimación metafísica ya libre de la apostilla cambista hacia la cual se dirige.42 Pero ni aun así es capaz de explicar sin más el motivo de quebrar la «metabolización social» –es decir, linealmente y desde la perspectiva del agente individual: el cambio de «no valores de uso» por «valores de uso»– invirtiendo el movimiento de rotación de las mercancías si no es, precisamente, en virtud de atesorar la potencialidad del consumo efectivo, difiriendo ad æternum su amortización fuera de la órbita de la circulación. Si finalmente se cumpliera tal condición de eternidad, y fuera la aceleración del atesoramiento lo que deviniera efectivo, sólo puede significar positivamente lo que niega: tener dinero demuestra que no se necesita dinero, luego es ingenuo entenderlo estructuralmente como un «objetivo social», en la sola materialidad de sí mismo. «La mercancía como valor de uso satisface una determinada necesidad y constituye un elemento específico de la riqueza material. En cambio, el valor de la mercancía mide el grado de su fuerza de atracción sobre todos los elementos de la riqueza material. Mide, por tanto, la “riqueza social” de su poseedor» (ibíd.: I, 90).
obligados a transitar el cálculo mercantil?, ¿y, entonces, de los que no lo hacen nunca para ninguna, sino que no les es necesario hacerlo por virtud de alguna situación social y cultural independiente de lo que paradójicamente solemos entender por economía propiamente dicha? Cualquier aproximación efectiva a una explicación de las innegables diferencias que sí existen en estas situaciones para la comprensión de los procesos históricos en los grupos humanos debiera, por tanto, tender a despejar en primer lugar aquellas variables sociales y culturales que rigen y formalizan las actividades económicas, antes que pretenderlo a la inversa. En efecto, el problema fundamental de la distinción M1→D→M2 contra D1→M→D2 no es otro que preestablecer los parámetros de la confusión, en la medida en que no comienza por establecer con claridad que la «función instrumental» del dinero en los resortes de la integración supracomunitaria de tipo mercantil supone sentar las bases para un giro potencial en la racionalidad económica hacia la conmensurabilidad social exacta únicamente como un efecto colateral, y que es la maximización de nuestra capacidad adaptativa ante una práctica continuada en aspectos suficientemente determinantes de la cotidianeidad doméstica –y especialmente en el bloqueo a la autogestión de los medios de producción– la que acaba por revolverse tomando el aspecto totalizante de una peculiar percepción económica monetarizada y contable.
Si M1→D→M2 significa operar principalmente impelido por la presión de los «valores de uso», y salvando las distancias, esto es lo que detecta Chayánov a propósito de una lógica que pivota antes en las necesidades del consumo que en las capacidades productivas para organizar su actividad económica tan pronto se detuvo a observar la práctica doméstica campesina pudiendo abstraerse fenoménicamente de las interferencias dinerarias, entonces puede decirse sin miedo a equivocarse que M1→D→M2 será siempre abrumadoramente más frecuente en cualquier sistema de mercado que cualquier otra forma de operar.
En este trance no ha cambiado el sentido funcional de la lógica económica doméstica, sino algunas de sus «formas –culturales– de valorización» –o quizá aun: de manifestación de esa valoración–. Y por esta causa, no puede establecerse una correlación progresiva desde la motivación llamada mercantil simple a la capitalista. La cuestión es suficientemente compleja como para requerir toda una investigación independiente; pero dediquémosle un poco más de tiempo aquí, siquiera por la enorme trascendencia histórica de las conclusiones a que arribara Marx, y aun aunque los términos en que se planteó en origen el debate no acompañen, precisamente, a su clarificación por sí mismos para lo que nos ocupa a nosotros.
Resulta de nuevo irresistible remitirse al magnum opus de Schumpeter (1994: 654 y ss.) para una discusión general de este desprendimiento, del «valor de cambio» al «valor», que desarrolla hasta sus últimas consecuencias con Marx, pasando por Ricardo, desde una idea-fuerza que encontramos ya en la Inquiry smithiana de 1776. En trazos gruesos, como decíamos, pasa por la razón del trabajo invertido en la producción como «medida del valor» de un bien de cara a su intercambio. Medida que, idealmente y al menos en tanto unidad puntual, resultaría tan suficientemente estable como para orientar el precio hacia su justo equilibrio –tema, por lo demás, del todo aristotélico (vid. inf., cap. 3.3)–. Ricardo habría hablado ya de «valor real» en este sentido, si bien «introdujo la teoría [...] como mera hipótesis para explicar los precios relativos efectivos –o, más precisamente, las normalidades a largo plazo de los precios relativos–»; para el alemán, sin embargo, «la cantidad de trabajo contenida en los productos no se limitaba a “regular” su valor. “Era” su valor, la “esencia” o “sustancia” de su valor. Los productos “son” trabajo cristalizado [...]. Por eso podemos decir que Marx ha realizado verdaderamente la idea de un valor absoluto de las cosas [y añade enfáticamente en nota al pie: “ha sido el único autor en proceder así”], mientras que Ricardo, aunque su argumentación implica ocasionalmente esa idea, no ha hecho nunca de ella el eje de su estructura analítica» (Schumpeter, 1994: 662-664). Ello supone una proyección metafísica que el neoliberal austriaco se apresurará en señalar, aunque lo cierto es que apenas pasa de puntillas sobre las implicaciones respecto del primer término de esa expresión –i. e.: su dimensión proyectual–, quizá debido a sus propias convicciones a propósito de la «realidad». Cf. acaso los trabajos de Dumont (1999: 109 y ss.) en torno a la «ideología económica», sobre todo porque plantea también el recorrido de Smith a Marx, de la mano de la Historia de Schumpeter; pero en cualquier caso, es una cuestión que no tardaremos en vernos obligados a abordar comprehensivamente, animando lo sustancial de las conclusiones de esta primera parte.
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Pues bien, tomado en el canon del primer libro de El capital no se nos hace difícil justificar, por el derrotero acostumbrado de los tratadistas contemporáneos, que el socialista alemán se viera en la necesidad –o en la inercia– de iniciar su crítica de la Economía política abordándola desde el extremo de la circulación de mercancías. Aquí se bate el aparato conceptual que le permitirá establecer que: El ciclo M-D-M arranca del polo de una mercancía y se cierra con el polo de otra mercancía, que sale de la circulación y entra en la órbita del consumo. Su fin último es, por tanto, el consumo, la satisfacción de necesidades, o, dicho en otros términos, el «valor de uso». Por el contrario, el ciclo D-M-D arranca del polo del dinero para retornar por último al mismo polo. Su motivo propulsor y su finalidad determinante es, por tanto, el propio «valor de cambio». (Marx, 1992: I, 106) 58
Los campesinos, los antropólogos y Chayánov Esto es verdad también para las llamadas «sociedades capitalistas». Así, la coexistencia numéricamente menor de agentes de orientación principal D1→M→D2 los circunscribe al desarrollo de formas nuevas de jerarquización surgidas a rebufo de la integración mercantil, pues el objetivo de D2 no es la «mercancía» expresada en el primer término del enunciado, sea lo que fuere –mercancía o no–, sino aquello contenido en el segundo, que corresponde esencialmente a una «forma reificada del poder» en ese sistema de integración concreto, y a fortiori, en la cultura que lo sustenta. Declarémoslo más sucintamente: la distinción M1→D→M2 contra D1→M→D2 es circunstancial siempre que el resultado sea un incremento significativo de la «potencia» contenida en el primer elemento del ciclo.
revolucionaria, la teorización chayanoviana y el conjunto de debates al que alude tuvieron más eco entre los posteriores antropólogos que entre los economistas. Tomemos por caso la reiteración con que, en lo sucesivo, se retornó sobre la problemática del «cálculo cuantitativo» en la conceptuación de la acción económica.
Otra cuestión será las implicaciones sociales que permite y se desprenden de la naturaleza particular de estos procesos históricos de jerarquización, por lo que respecta a la gestión social y cultural del poder. Y por supuesto, todavía otra aun más peligrosa que ésta, pues afecta a los mismos instrumentos del conocimiento, será el hecho de esta disposición de la lente analítica condicionara los márgenes de lo observado al punto de inducir a la confusión de un cambio comportamental formal por uno sustancial, en una –aquí sí– «fetichización del dinero» que multiplicaba los riesgos de precipitarse en un contexto social fuertemente imbuido del evolucionismo progresista, como en efecto sucedió.
en una economía natural, a la actividad económica humana la domina la obligación de satisfacer las necesidades de cada unidad de producción, que es al mismo tiempo una unidad de consumo. Por eso, el presupuesto es aquí en alto grado «cualitativo»: para cada necesidad familiar ha de proveerse en cada unidad económica el producto cualitativamente correspondiente in natura. Sólo puede calcularse –medirse– aquí la cantidad considerando la cuantía de la necesidad: es suficiente, es insuficiente, le falta tanto más tanto; tal es el cálculo a hacer aquí. Debido a la elasticidad de las mismas necesidades, este cálculo no necesita ser muy exacto [...]. Solamente con la aparición del cambio y la economía monetaria pierde la administración su carácter cualitativo. (Chayánov, 1981: 52)
En un artículo que vería la luz prácticamente a la par que el Organizatsia –en concreto, el año de 1924 que media entre sus ediciones alemana y rusa–, y precisamente con el objeto de ubicar las consideraciones recogidas en éste sobre la «lógica campesina» dentro del esquema imperante de evolución socioeconómica de la Escuela historicista, el agrónomo organizacional indicaba que,
Esto no es óbice para que Marx no fallara en establecer, aunque fuera prácticamente de pasada, que es la circulación mercantil simple la que permite las condiciones sociales y culturales de posibilidad para la transmutación del significado «poder» en el significante «dinero» –o, mejor ya, «capital»–, pues «tan pronto como la producción de mercancías alcanza un cierto nivel y una cierta extensión, la función del dinero como medio de pago trasciende de la esfera de la circulación de mercancías y se convierte en la mercancía general de los contratos»; e incluso en vislumbrarle una relación necesaria con la violencia (ibíd.: I, 97, 115 y ss.), justo antes de volcarse en el análisis de la organización de la producción como fuente del más grave desequilibrio económico explosivo. Pero olvidaba recordar a sus lectores que aun en plena industrialización inglesa, como en cualquier grupo humano regido por el capitalismo más salvaje, sólo el big money puede ser juzgado en términos de irrelevancia absoluta de los «valores de uso» marxistas –si bien, curiosamente, nunca de irrelevancia relativa–, mientras que una aplastante mayoría de «usos del mercado autorregulado» siguen encajando en el patrón de la circulación mercantil simple. De la atracción ejercida desde la órbita del consumo. En definitiva: de la «lógica económica doméstica».
Dejando de lado nuestras opiniones generales acerca del total del texto al que pertenece este fragmento, tanto como las eventuales explicaciones que Chayánov se compusiera a propósito del «viraje cuantitativista» –valga recordar que sólo unos años antes los sociólogos de El campesino polaco apenas habían sentido ningún rubor en dejarlo soldar a una peregrina «progresión de la racionalidad» (vid. sup., cap. 2.1)–, lo cierto es que para ese momento la ausencia real de tal práctica incluso en los márgenes internos de los grupos humanos industriales representados por la campesinidad era, como venimos diciendo, un hecho de sobra contrastado a erguirse contra la noción universalista del homo œconomicus. Sin embargo, los esfuerzos por entretejer esta realidad en una teoría social humana comprehensiva que la explicara por sí, y no en la influencia del espectro relictalista tan grato al evolucionismo del decimonono, no alcanzaban sino a ciertos sectores de la naciente Antropología. Será sobre esta experiencia acumulada que, a partir de mediados de la pasada centuria, el economista austrohúngaro Karl Polanyi (2009: 119 y ss.)43 volviera a reparar en la cuestión, 43 Por lo que respecta a la historiografía, hemos de señalar que la cita corresponde a una reciente segunda edición en castellano de El sustento del hombre, sobre una primera traducción publicada en 1994. Hay que tener en cuenta que pese a que los materiales que componen este volumen, cuya coherencia interna se ha tildado de «problemática» todo y su amplia difusión en el mundo anglosajón (Maucourant, 2006: 34; Mayhew et al., 1985), fueron tomados por Harry W. Pearson para su edición de las notas de los cursos que el austrohúngaro dictó en la
6. Pareto sobre la lógica de Jourdain Sea como fuere, desde este punto no resulta difícil advertir por qué –y cómo–, superada la inmediatez de la Rusia 59
La política salvaje y reformulara al uso antropológico los términos del planteamiento del problema económico:
las relaciones sociales en las que se insertan sus elementos. Sin embargo, tampoco existe la necesidad de organizarla, puesto que las relaciones sociales integradas en las instituciones no económicas de la sociedad automáticamente se hacen cargo del sistema económico. En la sociedad tribal el proceso económico está incrustado [embedded] en las relaciones de parentesco que formalizan las situaciones de las cuales nacen las actividades económicas organizadas. Por tanto, la producción y distribución de bienes, así como la organización de servicios productivos, se encuentra instituida en términos de parentesco. (Polanyi, 2009: 121-122; pero cf. la posición de González Echevarría sobre esto último: vid. sup., cap. 1.1, nota 5)
En nuestra sociedad tenemos un sistema económico separado del resto [de sistemas que componen la sociedad], y un concepto integrador básico que es un agregado de unidades económicas intercambiables, de las que proviene el aspecto cuantitativo de la vida económica [...]. Sin ese concepto cuantitativo, la noción de economía apenas tendría sentido. Es importante reconocer que tales conceptos cuantitativos no se pueden aplicar a las sociedades primitivas. Limitémonos aquí a desarrollar el argumento en su expresión mínima, como un esfuerzo por evitar que la superposición de rupturas y continuidades que se le anudan nos desdibuje su trascendencia última: si el peso del registro etnográfico –campesinos incluidos– hacía evidente que tomar el cálculo cuantitativo como el genuina y propiamente económico suponía restringir la existencia de la economía a las escasas sociedades de mercado, o se admite que antes del mercado no hay economía o se opone que la economía no se reduce exclusivamente a la forma genuina y propiamente mercantil de cálculo cuantitativo. Es por esto que, contra lo que pudiera extraerse de una evaluación temerariamente superficial, enfatizar la brecha entre los modos de institucionalización antes y después de la o las irrupciones históricas del mercado en su faceta totalizante, comenzando por invertir el orden de la enunciación para anteponer los términos de «la sociedad» a los de «la economía», se resuelve en una suavización a escala humana de lo que representa históricamente esta brecha, en tanto que permite reconstruir nuevamente la «racionalidad económica» –¿universal?– como una codificación cultural de los procesos sociales por los cuales se satisfacen las necesidades del consumo; siendo, por aditamento, hasta aquí todavía relativamente compatible con la causalidad determinante marxiana de la relación «estructura→superestructura», aunque no tanto con su unidireccionalidad original. Para Polanyi, las observaciones sistemáticas de autores como Malinowski entre los trobriandeses de la Melanesia (Los argonautas del Pacífico occidental, 1922, y Crimen y costumbre en la sociedad salvaje, 1926, ambas fechas para la primera edición, en inglés) o las más generalistas de Richard Thurnwald (Economics in primitive communities, 1932 para la primera edición) representan un primer paso en la identificación de aquella construcción institucional «más natural» que funde socialmente, entre otras cosas, lo específicamente económico.
Por otra parte, y sin abandonar el gusto evolucionista, tampoco dudó Polanyi en señalar el papel del Estado consolidado como punto de inflexión entre lo que calificaría de «sociedades tribales» y las «sociedades arcaicas», en las cuales comienza a desarrollarse lentamente ese sistema mercantil que culminaría, revoluciones liberales mediante, en el divorcio ideológico e institucional –en ese orden– de la sociedad y su economía. De aquí la contraposición de una economía concebida por una de sus formas –de una «Economía», concebida en mayúsculas, digamos: disciplina y campo de acción discretos–, frente a otra concebible en su sustancia. Y aquí la controversia casi inaugural de la Antropología económica en las décadas de 1960-1970. Pero cerrando el circunloquio sobre sí mismo, quizá el retorno más fructífero al problema del cálculo cuantitativo fuera el del postestructuralismo bourdieuano a la luz, de nuevo, de la operatividad campesina tradicional en entornos crecientemente «mercatizados»; esta vez en el escenario ofrecido por la Cabilia argelina de la larga descolonización. Como sucedió con las observaciones de campo que empujaron a Chayánov a su teorización medio siglo antes, «el proceso de adaptación a la economía capitalista que puede observarse allí recuerda lo que la mera consideración de las sociedades capitalistas avanzadas podría hacer olvidar, es decir, que el funcionamiento de todo sistema económico está ligado a la existencia de un sistema determinado de disposiciones con respecto al mundo» (Bourdieu, 2006: 31). Media entre el economista ruso y el sociólogo francés, pues, el desplazamiento hacia una comprensión contextual de un mismo tipo universalizable de fenómenos económicos, ahora tratados no sólo en la añadidura de su inserción social concreta sino también por los procesos de significación propios de la cultura humana que generan y son generados en esa concreción; se podría jugar la aserción: moviéndose desde un interés en lo práctico a un interés en la práctica. Todavía no merece la pena profundizar teóricamente en esa «fluidificación» de la comprensión académica de la estructura práctica (vid. inf., caps. 8-1-3), pero sí, desde luego, anunciar el rumbo que tomará en algunos retazos de su explicación etnográfica.
El resultado de todas estas características de las sociedades primitivas es la imposibilidad de organizar la economía, ni siquiera como idea, al margen de Universidad de Columbia entre 1947 y 1964, no vieron la luz en su forma actual hasta una fecha tan tardía como 1977. En cualquier caso, las ideas aquí vertidas son esencialmente coherentes con el esquema construido en el ya citado La gran transformación, de 1944.
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Los campesinos, los antropólogos y Chayánov Valgámonos para ello de una anécdota en las mutaciones de la modalidad cabileña de trabajo colectivo (thiwizi): sucedió en la comunidad de Sidi Aïch hacia 1955 que, concluida la faena sin que el promotor agasajara a todos los participantes con la prescriptiva comida –tradicionalmente no computada, en una compensación monetaria o en especie variable hasta la prescindibilidad–, un albañil a la sazón formado en Francia reclamó su equivalente en dinero, obteniendo como resultado no sólo el inmediato abono total de lo demandado, y del salario, sino también una reprobación generalizada que desembocaría en prolongado ostracismo laboral extendido por la comarca a la velocidad acostumbrada de los dimes y diretes. Lo que Bourdieu (2006: 53-54) subraya del episodio es la coexistencia de cierta inevitabilidad del cálculo, filtrado desde la práctica operativa que reclama la mercatización capitalista, y de la condenabilidad del «espíritu de cálculo» cuando revierte en lo común, en tanto que «al fundarse en la evaluación cuantitativa de los beneficios, suprime las aproximaciones azarosas y desinteresadas –al menos en apariencia– de una moral de la generosidad y del honor» (cf. Scott, 1976; Bourdieu, 2012: 281 y ss.). Con independencia de que los cambios en la profundidad de la situación de integración mercantil coadyuven efectivamente a una creciente «calculabilidad» hasta ese momento culturalmente obliterable con más ligereza, en la dislocación que la agricultura permite entre el trabajo como deber social y el producto como don natural, quizá el punto de tensión más evidente es el que se juega en el terreno de la «educación formal» –entiéndase: la educación en y de las formas sociales, ergo su reproducción en la codificación cultural– en tanto la vehemencia con la cual los estímulos ejercidos desde diferentes esferas de operatividad declaman su mutua incoherencia: ¿no es, acaso, la misma «desorganización» heterogénea de los chicaguenses de la Primera escuela sociológica?
en el riesgo de disolver la «comunidad» como institución funcional de la sociabilidad de un grupo humano dado. El extremo distal de esta lógica económica no economicista lo encontramos en la así llamada «filosofía cazadora» –así llamada, opinamos, con poca fortuna, pues aunque las explicitaciones culturales más rotundas efectivamente se dan entre grupos predadores, lo cierto es que es operativa de facto en diferentes grados y codificaciones en cualquier sociedad humana, empezando por toda situación doméstica–, donde el rechazo militante del cálculo no ya en su variante cuantitativa exacta, sino asimismo en el del reconocimiento impreciso de la «situación de deuda» por el juego maussiano de don-contradón (vid. inf., cap. 4.5) se ha interpretado como un mecanismo para blindar la estabilización de la sociedad comunitaria. Así, para justificar una ostensible falta de memoria respecto de las constantes interacciones económicas, dice entre los inuit de Groenlandia el proverbio: «con regalos uno hace esclavos y con látigos, perros» (en Graeber, 2011b: 79 y ss.).44 Todo esto nos sitúa directamente sobre la segunda consideración fundamental a propósito del «descubrimiento» de Jourdain: el hecho mismo de que la prosa pueda ser descubierta. En efecto, no escapó a la observación de Chayánov (1985: 133-134) que «el plan organizativo de la unidad económica campesina actualmente se elabora, no mediante un sistema de estructuras lógicas relacionadas y de cálculos, sino por la fuerza de la sucesión e imitación de la experiencia y por la “selección”, durante muchos años y a menudo subconscientemente, de métodos exitosos de trabajo económico». Probablemente el recurso al italiano Vilfredo Pareto, quien hacia el cambio de centuria arribaba a la Sociología desde las fisuras fenoménicas de la teoría económica, nos proporcione la mejor muestra de aquellos años para la reflexión sobre esta cuestión en sus tipologías al hilo de las «acciones no lógicas» (fig. 2.6a). La trascendencia seminal de tales trabajos para lo que aquí nos concierne radica en el hecho de, pese a acabar por investir a su propia cultura y al menos tácitamente de un conocimiento objetivo cuantitativamente mayor que cualquier otra, principiar su razonamiento en la firme asunción de que «todo conocimiento humano es subjetivo»,
Igual que Polanyi (2009: 121), reparando por su ajuste al nivel de la racionalidad comunitaria en la que opera la economía, la irracionalidad economicista de hacer circular en ocasiones exactamente el mismo objeto entre los mismos socios con la consecuencia de «eliminar de las transacciones [como categoría conceptual, y no sólo de aquéllas en concreto] cualquier sentido o significado económico» en las Islas Trobriand, así Bourdieu establece las condiciones de posibilidad para la «ayuda mutua» que, como mímino en sus deficiencias, la integración mercantil obliga aún a mantener en grupos ampliados supradomésticos, en la construcción significativa de tales grupos a través de su interoperatividad cotidiana.
44 La cita completa corresponde al explorador danés Peter Freuchen (Book of the Eskimo, 1961 para la primera edición, publicada póstumamente) cuando al retorno de una infructuosa cacería de morsa, le agradeció a un exitoso inuit haber dejado [drop off] frente a su casa parte de lo capturado, a lo que el interpelado respondió: «up in our country we are human [inuit, de nuevo el autoetnónimo se solapa con la noción de humanidad plena]! […] And since we are human we help each other. We don’t like to hear anybody say thanks for that. What I get today you may get tomorrow. Up here we say that by gifts one makes slaves and by whips one makes dogs». No hay que perder de vista, empero, el comentario de Graeber (2011b: 402, nota 13) sobre el contexto sociocultural que se desprende de una respuesta tal, pues la referencia al intercambio de dones únicamente tiene sentido si en algunos momentos sí que era operativo. Es decir, si conocían su mecanismo. Para el antropólogo estadounidense, «what the hunter is emphasizing is that it was felt important that this logic [la del don] did not extend to the basic means of human existence» (cf. Sahlins, 1983: 151; Testart, 1999: 10-11, nota 2). Obviamente, en lo sucesivo volveremos sobre la cuestión de los dones y la esclavitud (vid. inf., en especial caps. 4.5, 5.2 y 5.5).
En este marco la ausencia de cálculo cuantitativo –monetario– es a un tiempo causa y efecto de la concepción del grupo como una institución que «preexiste y sobrevive al cumplimiento en común de una obra en común; en el otro caso [el del cálculo], al encontrar su razón de ser fuera de sí mismo, en el objetivo futuro definido por el contrato, la cooperación deja de existir junto con el contrato que la funda» (Bourdieu, 2006: 46); lo que en una formulación más directa vendría a plantear que el «cálculo» se juega 61
La política salvaje Fig. 2.6a. Tipología paretiana de la acción. Elaboración propia, a partir de Pareto (1987: 288). Dados estos mimbres, podría afirmarse que el italiano se detiene inmediatamente después de sentar las bases que le habrían permitido alcanzar una formulación «relativa» de la lógica, donde las diferentes culturas pudieran entenderse más claramente determinadas por las adaptaciones medioambientales en que se reproducen.
Fig. 2.6b. Diagrama mínimo sobre las razones de la acción. Elaboración propia, a partir de Pareto (1987: 297). Sin embargo, no se detuvo aquí en este caso, de modo que pueden consultarse las páginas subsiguientes de sus Escritos sociológicos para una reflexión a propósito de las posibles complejizaciones de su teoría.
y que abundar en el gradiente de distinción que lo habilita como objetivo «no es más que un pleonasmo y viene a afirmar que el individuo que establece una clasificación, lo hace según los conocimientos que posee. No se comprende cómo podría hacerlo de otra manera» (Pareto, 1987: 286287). Pues bien, si en el sistema paretiano las «acciones lógicas» serían aquéllas unidas a su fin lógicamente tanto en su expresión interna –subjetiva– como en la percepción externa –objetiva–, en una dicotomía esencialmente intercambiable por las nociones emic-etic del muy posterior materialismo cultural, las que ocupan a la Economía política responderán mayoritariamente, siempre según Pareto, a «acciones no lógicas», concretamente del tipo II-4: toda una declaración proviniendo de uno de los más influyentes abanderados del neoliberalismo.
«lógicamente» todo horizonte de acción, lo cual las torna por automatismo en los tipos II-2 y 4.45 Así, según Pareto, 45 No deja de ser remarcable que Pareto señale a la práctica etnografía como responsable potencial de esa trasmutación, al sugerir que el mero planteamiento de la pregunta mueva al informante a la construcción de explicaciones razonables para su cultura que no necesariamente preexistían a la acción que pretenden explicar; de aquí que concluya (Pareto, 1987: 292) que «un gran número de acciones humanas, incluso hoy en los pueblos civilizados, se llevan a cabo instintivamente, mecánicamente, bajo el imperio del hábito» (cf. Alland, 1972). De hecho, el esclarecimiento de hasta qué punto esto es así ha seguido siendo tema de debate entre los antropólogos, y basta hojear cualquier etnografía para constatar la recurrencia de la figura del «informante culto» capaz de explicar en términos lógicos –endoculturales– acciones que indefectiblemente llevan a cabo también otros informantes. Por ejemplificarlo con autores ya citados, tómese el caso del canibalismo aché gatu (Clastres, 2001a: 266-268), de la siembra de múltiples variedades de una misma especie entre los machiguenga (Johnson, 2003: 47) o, mejor –por el abordaje sistémico a propósito de otro fenómeno que le es concomitante–, el de la construcción diferencial entre niños, adolescentes y adultos zafimaniry malgaches de la trasmisión parental de caracteres biológicos y culturales (Bloch, 2005: 61 y ss.). Cf. asimismo las consideraciones de Donald sobre sus fuentes, que divide entre lo que califica como «community studies» –identificados con la metodología de la observación participante– y «memory ethnography» –básicamente fundamentadas en entrevistas–; y siendo éstas últimas las más abundantes, las asunciones implícitas que suelen conllevar sobre la homogeneidad de las culturas etnografiadas: «that is, the participant had a fairly complete knowledge of his or her culture and that specialization or conflicting versions of the culture were minimal if not nonexistent
De hecho, la dirección que desde este punto emprende el italiano alcanzará cotas sorprendentemente similares a aquéllas sólo repetidas con multiplicada audibilidad, para lo que atañe a la estructuración social, una vez efectiva la reacción posmoderna, bien entrada la década de 1970. Tómese bajo esta luz la consideración de que las acciones de los tipos II-1 y 3 –esto es: aquéllas que no son explicadas por el agente con razonamiento alguno– escasean entre los humanos en razón de una marcada tendencia a codificar 62
Los campesinos, los antropólogos y Chayánov
Fig. 2.6c. Modelo socio-intuicionista del juicio moral. Elaboración propia, a partir de Haidt (2001: 815). El modelo de Haidt implica y permite distinguir entre diferentes «movimientos típicos» desplegados en los procesos de valoración, donde de hecho, el agente B podría interpretarse como un reflejo general del grupo humano que se reproduce culturalmente, entre otras cosas, en la interacción de los individuos que lo componen. Corresponden: 1. al «juicio intuitivo» basado únicamente en los apriorismos culturales del agente A; 2. a un eventual, aunque no necesario, razonamiento post hoc; 3. y 4. reflejan respectivamente, en los términos de Haidt, la «persuasión razonada» y la «social»; 5. corresponde, por fin, al «juicio razonado» propiamente dicho; y 6. a una «reflexión privada» que, cabe entender, retroajusta eventualmente cualquier movimiento.
se contrapondría una operatividad humana marcada por la «educación», la «costumbre» o, en definitiva, «el imperio del hábito» –todos ellos términos empleados por él originalmente–, al «instinto» del resto de animales. Unos y otros realizarían acciones no lógicas, pero algo en nuestra naturaleza nos inclinaría hacia una verbalización –racionalista– del instinto. Y conviene además no leer esta clasificación en un tono peyorativo, tiendo en cuenta cómo el autor, de un lado, apela indiscriminadamente a este tipo de mecanismos meciendo el funcionamiento de toda sociedad humana y, del otro, mantiene una posición favorable al diálogo etológico, por lo demás poco común entre los antropólogos más culturalistas que habrían de venir.
juicio del italiano en una sentencia en la tónica de lo que nos llevó hasta él en primer lugar: efectivamente, escribe, «sería absurdo pretender que la teoría gramatical haya precedido a la práctica del lenguaje». Pareto (1987: 297 y ss.) fija, por tanto, tres polos para la sistematización de la operatividad individual: el «estado psíquico» (A), la «acción» (B), y la «teoría moral» (C) (fig. 2.6b). En condiciones normales, el agente informante construye sus explicaciones en la relación directa C→B, pero para el sociólogo italiano esto responde únicamente a la percepción subjetiva de ese agente y no necesariamente expresa una relación lógica «pura» –es decir, siguiendo su razonamiento: la que se establecería de conocer todos, o al menos una cantidad cualitativamente determinante de los factores implicados en la acción; otra cuestión es si el desenlace purista de su razonamiento habría de facultar alguna lógica pura, a fin de cuentas–. Las únicas relaciones positivas, en consecuencia, serían las que irradian de la predisposición psíquica parejamente hacia acción y codificación moral, A→B y A→C.46 Este orden explicativo
Obviamente ese «algo» son los procesos de semiosis que caracterizan la variedad específicamente –¿genéricamente?– humana de cultura, aunque esta consideración quedaba todavía muy lejos de la imaginación de los autores que nos ocupan. Pero, en cualquier caso, podríamos condensar el
[...]. Another important assumption is that there is not a sharp divergence between “ideal” culture –culture as people conceive of it or think it ought to be– and culture as it is actually practiced; but it seems clear that most people will remember and report the “rules of the game” much more clearly than they will actual instances of the game being played [...]. A third assumption is paradoxical. Memory ethnography is undertaken because considerable cultural change has taken place and the researcher intends to reconstruct the past culture; but the researcher assumes that the informant is a repository of unchanged information about the past, perhaps even the past as it was for his or her grandparents or sometimes even great-grandparents» (Donald, 1997: 61-62), prejuzgando una especie de «historia plana».
46 Nótese la similitud entre el paretiano y el «social intuitionist model» (fig. 2.6c) formulado por el psicólogo social Jonathan Haidt («The emotional dog and its rational tail: A social intuitionist approach to moral judgement», 2001 para la primera edición); pero nótese aun más la actualidad del debate. Preguntándose qué tipo de modelo cognitivo permite a un agente sostener un juicio de valor desconociendo sus propios motivos –«está mal, pero no sé por qué»–, este autor arriba a la idea de que «when faced with a social demand for a verbal justification, one becomes a lawyer trying to build a case rather than a judge searching for the truth»; ello permite perfilar la intuición moral como un tipo de
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La política salvaje permitirá que Pareto se mantenga aferrado en buena medida a una linealidad más o menos materialista; como poco a cierta determinación «objetiva»; aunque sea considerada en último término psicológica, y el rechazo a la causalidad moral –cultural– se vea finalmente supeditado a los todavía imprecisos términos en que se desarrolla y transforma aquel impreciso «polo A»: «expresaremos este hecho de una manera incorrecta, por ser demasiado absoluta, pero impactante, al decir que, para actuar sobre los hombres [sic, por “los humanos”], los razonamientos necesitan transformarse en sentimientos» (ibíd.: 300).
tal vez sin reparar seriamente siquiera en la consiguiente desnaturalización potencial de las prácticas mercantiles del cálculo cuantitativo exacto. Quedaría preguntarse si es «natural» porque no es «lógica» o no es «lógica» porque es «natural». Quedaría, si compartiéramos las consecuencias hipertróficas del modernismo proverbial, pero la lógica absoluta y la naturaleza pierden interés en esos términos. Ello no es óbice para que la otra mitad de la pregunta se proyecte, recombinando grotescamente las coincidencias circunstanciales, mucho después de virtualmente abolido ese modernismo. Porque si la existencia de varias lógicas es indiscutible, ¿hasta dónde se puede discutir su generalización teórica? Vaya por delante –y comencemos a rebatir propositivamente sus conclusiones acto seguido– la idea del organizacional ruso, en esto plenamente «alemán»:
Pero dejemos sin resolver la sentencia del sociólogo italiano, pues el único motivo para traerlo a colación era ilustrar la ligazón entre la «lógica campesina» aislada por Chayánov y lo dicho, en este mismo capítulo, por autores como Scott o Bourdieu. Si Jourdain no conocía los dispositivos de estructuración de la práctica de su prosa –ni ningún otro humano, como poco hasta mucho después de haber alcanzado plena operatividad lingüística–, como el campesino chayanoviano no lo hacía analíticamente con los de la economía de su grupo doméstico, y los economistas de principios del s. XX más sinceramente comprometidos con los hechos prácticos se esforzaban en apuntalar la lógica operativa a través del mestizaje de la tradición sintética, subcutánea y contextual en la cual se verifican, entonces gana en incontestabilidad el tratamiento de «economía moral» como una práctica económica intervenida culturalmente en una deflagración adaptativa por la cual lo «explícitamente razonable» habrá sido, además, lo «implícitamente adaptativo».
Ante todo, debemos tomar como un hecho incuestionable el que la forma actual de nuestra economía capitalista representa sólo un caso de vida económica y que la validez de la disciplina científica de la economía tal y como hoy la entendemos, basada en la forma capitalista y destinada a la investigación científica de la misma, no puede ni debe extenderse a otras formas de organización de la vida económica. Semejante generalización de la teoría económica moderna, practicada por algunos autores contemporáneos, crea fricciones y dificulta el entendimiento de la índole de las formaciones no capitalistas y la vida económica del pasado [...]. Cada uno de estos sistemas [económicos, en ocasiones coexistentes] es de índole muy individual. Los intentos de abarcarlos todos con una teoría universal generalizadora sólo pudieron producir doctrinas de tipo muy general, vacías de contenido [...]. Por eso parece mucho más práctico para la economía teórica crear para cada régimen económico una teoría económica particular. (Chayánov, 1981: 76-77)
Por su parte, una vez constatado el fenómeno, lo que había de dirimirse era la profundidad histórica que alcanza; y en esto se deshace el nudo en el cual hemos encontrado a estos autores, aunque ahora más nos convenga quedarnos sólo con el cabo de los que lo ataron primero. No hay duda de que el sistema paretiano presenta ciertos sintomás, aunque no se desarrollen hasta el «grado posmoderno» de igualar las acciones lógicas de una cultura x –que siempre es la propia– (Tipo I) con las acciones no lógicas codificadas culturalmente en una situación de conocimiento x (Tipo II-4). Es decir: de postular que «tipo I=tipo II-4n» cuando n es la cultura del observador; y que por lo tanto, cabe dirimir las diferencias lógicas, no en el nivel «tipo x» frente «tipo y», sino en «tipo II-4x» frente «tipo II-4y». Chayánov, mirándolo del otro lado, encuentra en ello la carta de «naturalidad» de la lógica económica doméstica, cognición, apoyada en procesos interpersonales, pero no como un tipo de razonamiento: «these findings offer four reasons for doubting the causality of reasoning in moral judgements: a) there are two cognitive processes at work –reasoning and intuition– and reasoning process has been overemphasized; b) reasoning is often motivated; c) the reasoning process constructs post hoc justifications, yet we experience the illusion of objective reasoning; and d) moral action covaries with moral emotion more than with moral reasoning» (Haidt, 2001: 814-815). Y cf. algunos de los trabajos del etoprimatólogo Frans de Waal sobre la moral y sus implicaciones a la hora de definir la «cultura» humana (vid. i. a. 2002; 2007a; 2014): no por nada Haidt (2001: 815) apuntaba cómo «philosophers have frequently written about the conflict between reason and emotion as a conflict between divinity and animality».
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3 Oikonomía
Se puede afirmar que fue el desconocimiento de los salvajes lo que iluminó, de algún modo, a los pueblos civilizados. Historia de las dos Indias, libro XV, cap. 4 Denis Diderot (fdo. Guillaume-Thomas Raynal), 1780
Llegados a este punto es conveniente detenerse para volver la vista sobre la línea troncal del argumento que venimos planteando. Si hemos partido de la detección más o menos tosca de una serie de profundas irregularidades en las categorías conceptuales del terreno económico puestas de manifiesto por el feminismo materialista a propósito del «trabajo doméstico», al punto mismo de inhibir cualquier uso estructural de esos conceptos, su deconstrucción radical nos ha empujado hasta las nociones de la economía dual sobre la naturaleza compuesta de los sistemas económicos –coloniales–, y en ellos, la destilación de los elementos propiamente mercantiles o capitalistas, hasta la llamada «lógica económica campesina». En el camino, la visión estrictamente estructural ha ido mudándose en los haces de pautas operativas y expectativas que articulan las prácticas. Cabe preguntarse, pues, si desde ese extremo campesino que ahora encontramos mucho más cercano a nosotros que entre las comunidades indonesias o marfileñas de Boeke y Meillassoux, se podría volver el cabo hacia una «lógica doméstica general» capaz de explicar en las mismas pautas basales acciones socioculturales diametralmente opuestas; de tornarse, así, herramienta analítica en la longue durée de los procesos históricos en que juega sus inercias inexorables lo cotidiano.
que nos es fundamental en nuestros propósitos: si el lineamiento de «lo campesino» es cultural y en tanto tal independiente de la concretización socioeconómica de los campesinos, la lógica operativa que subyace en la práctica económica de sus grupos domésticos no ha de distinguirse por ser particularmente «campesina» tanto como por ser particularmente «doméstica». En esencia ésta es la secuencia a que se aferrará el Sahlins de la Economía de la Edad de Piedra a la hora de retrotraer los principios chayanovianos a las llamadas «sociedades tribales» en su –la terminología bien expresa la idea– Modalidad Doméstica de la Producción (vid. inf., cap. 4.1). Pero planteado aquí de esta manera quizá más cruda, tampoco se entiende en qué ha de suponer un límite a su extensión general, stricto sensu, sea cual fuere el entramado social en que se verifique esa situación de domesticidad.
1. Al final todos somos o precampesinos, o campesinos, o bien postcampesinos Por lo pronto, para mostrar esta indeterminación analítica atenazante del concepto de «campesinado», valgámonos de ejemplos como el de Lloyd A. Fallers cuando, tan pronto como en 1961, trataba de discernir la «campesinidad» de los cultivadores del África animista.
Este último malabarismo precisaba de la reflexión de Redfield sobre la articulación cultural como el factor determinante en la construcción del campesinado sobre cualquier otra consideración de índole aisladamente económica o política. Como decíamos, con ello no se aleja del canon establecido por Kroeber en una caracterización de estos grupos humanos como pertenecientes a unas sociedad y cultura parciales; pero, como también decíamos, enfatizando el segundo término en su desarrollo teórico, acaba por desmarcarse progresivamente de lo dicho por los autores que a la postre sentarán las bases referenciales de la subdisciplina durante la segunda mitad del s. XX, y especialmente de Wolf. Ahora bien, lo cierto es que en la asunción hasta sus últimas consecuencias del «culturalismo» redfieldiano se resuelven otros tantos puntos ciegos de la aplicación de las categorías conceptuales esgrimidas por Wolf más allá del estrecho contexto en el que habían sido enunciadas originalmente; y ello desvela, como en una carambola, un silogismo
Sin duda, lo más paradójico del caso es la abierta aceptación por parte del autor de la existencia plena de la categoría histórica de «sociedad campesina» tal cual venía siendo definida a través del estudio de grupos contemporáneos en América latina, Europa y Asia, de modo que en la asimilación más o menos obvia de los principios fundamentales del evolucionismo progresista, lo que se dirimía era el punto en que había de ubicarse a aquellos. Buena muestra de esta premisa de aceptación es la ausencia de un ataque frontal, siquiera de una indagación crítica respecto de la clasificación analítica aun a pesar de que Fallers no tuviera dificultad alguna en detectar los problemas que se ciernen sobre ella cuando, en el pivote de la heterogeneidad y la parcialidad social, se confrontan los campesinos de Kroeber, y por supuesto Wolf, con los obreros industriales, por más 65
La política salvaje que a este respecto siempre quedara la inveterada tabla de salvación de unos grupos domésticos presuntamente apartados de la determinación económica primaria para sus sociedades –y lo que en consecuencia debiera de ser más perturbador: para los individuos que las, y que los, componen–. Pero aparquemos por el momento las fábricas para volver sobre los campos y talleres.
categorización de más de un macro-tipo de campesinos a la luz de la trayectoria europea entre el feudalismo del s. IX y la industrialización del XIX (Dalton, 1971: 221 y ss.). De nuevo, allende el reduccionismo histórico y la aceptación de una secuencia evolutiva –aquí declarada– más o menos universalizable que sólo difícilmente hubiera podido esquivar en el marco de las teorías del desarrollo, Dalton acertaba en el problema fundamental por el cual la cuidada vaguedad definitoria se resolvía en un amplísimo interfaz que entrampaba, desde luego, a muchos de los grupos humanos entendidos como sociedades campesinas, pero también a muchos otros de los entendidos entonces como «tribales» o «primitivos». Epecialmente, pero no sólo, tras la sugerente idea de que estos últimos pasan forzosamente a integrarse en la parcialidad kroeberiana con la llamada «modernización» colonial, verificada en la expansión planetaria de los sistemas políticos y económicos originados entre algunos grupos humanos europeos.
Tras actualizar la «parcialidad» como «semiautonomía» aplicada a las tradicionales implicaciones económica, política y cultural en torno a las cuales venía orbitando el debate desde la década de 1940, Fallers concluye: Los africanos muy comúnmente se perciben separados en términos de riqueza y poder, pero, a excepción de los pocos Estados de conquista realmente compuestos, no es habitual que vean sus sociedades como formadas por «capas» de personas que participan diferencialmente de una alta cultura. Como es bien sabido, es mucho más característica la división en términos de segmentos genealógicos y territoriales, incluso cuando se podría entender que existen «diferencias de clase objetivas» en el sentido marxiano. Ni siquiera aquellas sociedades del África occidental donde las ciudades proveen la base para una oposición cultural entre lo rural y lo urbano exhiben el grado de distinción pequeña-gran cultura que usualmente encontramos en lo que solemos llamar verdaderas sociedades campesinas [...]. Así, podríamos decir del aldeano africano tradicional que es campesino económica y políticamente, pero no culturalmente. (Fallers, 1961: 110)
Tal vez este último comentario sea el que mejor manifieste –a nuestro juicio y no al de Dalton, quien tampoco desaprovechará la ocasión para cuestionarla– la pertinencia de la perspectiva semiótica ensayada por Redfield, en tanto entender que los nuer puedan participar de los dispositivos socioculturales del Imperio británico, o de los Estados sudaneses, no es sino pretender ubicarse en el mismo limbo de objetivación incontrolada que criticaba en Wolf; y sobre todo, que en nada se corresponde con los patrones de percepción que estructuraban efectivamente la práctica social y cultural de los grupos agropastoriles que etnografió Evans-Pritchard.1 Pero sin llegar a tensar el argumento hasta declarar la «irrealidad resultante de omitir su realidad», lo cierto es que aquellos mismos términos apriorísticamente objetivos de la estructura económica sobre la que construye Wolf su definición de «campesinado» –a saber: la existencia de un «fondo de renta» a nivel doméstico destinado al sostenimiento de una clase improductiva que sin embargo controla los mecanismos socioculturales de acceso a la tierra, a los medios de producción (vid. sup., cap. 2.1)– quedan flanqueados al no suponer «realmente una distinción entre todas las sociedades primitivas, por un lado, y los campesinados por el otro», sino que «distingue bandas y tribus tradicionales que carecen de gobierno centralizado
Lo que equivale a decir que es un campesino «a medias». Y si, para fortuna de estos autores, la solución del justo medio casa bien con el progresismo, Fallers no dudaría en señalar a los sistemas de fijación del discurso cultural –especialmente la escritura– susceptibles de distanciar los extremos de la sociedad en una capitalización diferencial gestionada por los precedentes dispositivos de una lógica política fracturada –especialmente la estatista– como el elemento cuya introducción completaría la «campesinización» de los cultivadores. En cualquier caso, apenas merece la pena discutir o matizar el argumento en este punto, habida cuenta de que no será él, sino George Dalton, quien finalmente lo cerraría en sus márgenes.
1 Huelga señalar que esto no equivale a decir que desconocieran el Estado, e incluso que dispusieran algunas de sus prácticas políticas en función del nuevo escenario que inauguraba su creciente peso en la estructuración social de la región. No en vano, autores como John Gledhill (2000: 69 y ss.) han advertido sobre la influencia estructural que la cercanía del Estado genera en las «comunidades contraestatistas» frente a las aplicaciones ingenuas de las conclusiones de Clastres; pero en cualquier caso, nada de esto supone tampoco la integración en un «modo campesino» de los grupos nuer en los Estados que reclamaron para sí su territorio. De hecho, apoyado en los más recientes trabajos de Sharon E. Hutchinson (Nuer dilemmas: Coping with money, war, and the State, 1996 para la primera edición), el propio Gledhill anota algunas ideas a propósito del caso nuer, como que es sólo a partir de 1983, con la Segunda Guerra Civil sudanesa, que los nuer «no rechazan del todo otro tipo de autoridad parecida a la del Estado, la del Ejército de Liberación del Pueblo Sudanés» (Gledhill, 2000: 76-79) en oposición a la del Sudán islámico con capital en Jartum; y desde el lado contrario de las precauciones, la formulación del británico no deja precisamente de incitar a la cautela sobre la percepción nuer del Estado.
Como venimos diciendo, el que fuera uno de los discípulos más destacados de Polanyi en los Estados Unidos concluiría en contestar abiertamente la categoría genérica de «campesinado» como una abstracción insustancial para monitorizar los cambios socioculturales que ocupaban a la Antropología en los años de la descolonización. En su trabajo de 1971 «Peasantries in anthropology and history», publicado dos veces ese mismo año, apuntaba la necesidad de una concreción decisiva en la descripción de las instituciones en las cuales cristalizan en cada caso específico las transacciones y relaciones sociales que vinculan a los cultivadores con las jerarquías, de donde colegía la 66
Oikonomía de “todos” los otros sistemas sociales» (Dalton, 1971: 240). Y se trata de una conclusión que vale la pena destacar por cuanto se repite prácticamente idéntica también librada del escorzo evolucionista progresivo en que observó Dalton, y Redfield. Tal es el caso del enfoque clastreano que, en el reverso de la misma cuestión, aplica Scott a la hora de caracterizar las construcciones significativas sociocomunitarias que integran los montañeses de la Zomia asiática. Siguiendo a Geoffrey Benjamin («On being tribal in the Malay world», 2002 para la primera edición), asumiendo los usos terminológicos generados en ambientes estatistas tanto occidentales como orientales para ajustarles la fluidez situacional que requieren, el antropólogo de Yale nos advierte que «”tribalidad”, en este contexto, es sencillamente un término aplicado a una estrategia de evasión contra el Estado; “campesinado” es su opuesto polar, entendido como un sistema de cultivo incorporado al Estado» (Scott, 2009: 183).2
del campesino ruso que estudió Chayánov, o del granjero que por esos años sembraba maíz en el American Bottom o, sosteniendo en el ejemplo la variable geográfica, el cultivador quechua que trabaja en la mink’a convocada por el kuraka apoyándose en la «lógica del parentesco», del que lo hace en la mit’a del Estado cusqueño, del que lo hace en la minera virreinal, del que pagará impuestos a la República del Perú. Esto no es óbice para que Dalton aislara positivamente el contrapunteo de las variaciones en los movimientos económicos que codifican el status, advirtiendo que los mecanismos a escala social de las reciprocidades «precampesinas» se van deshaciendo en la radicación de elementos como el dinero, el mercado, las ciudades o las religiones universalistas, hilvanados en un jaque que se esconde verdaderamente tras este adjetivo antes que cualquier otra sustancia; tras la universalización. Pero tampoco lo fue para que se apercibiera de que todo ello aun aproximaría estructuralmente más los dichos modelos «precampesinos» a una categoría de «campesinados tradicionales» (traditional peasantries), modelizada sobre las realidades rurales de la Europa occidental aproximadamente entre el 800 y el 1300, que esta última a una subsiguiente de «campesinados de la modernización temprana» (early modernization peasantries), en la horquilla del 1300 al 1900, aunque reconociendo amplias variaciones regionales (vid. sup., cap. 2.1, nota 5), donde el punto fundamental en lo institucional es el paso de una tenencia de la tierra dependiente –culturalmente social– a una regulada por el mercado –culturalmente económica–.
La suma es clara: toda conceptuación ha de principiar por arraigar en el campo de la acción-percepción política, y no en el de la economía, según su concepción clasicista o marxista. Ésa será la principal aportación de Dalton. De hecho, al extremo contrario, la misma definición economicista genérica aplicada sin mayores miramientos también podría arrastrar hasta la categoría campesina a capas de las sociedades industriales inicialmente ajenas a la imagen de explotación feudal que no tan en el fondo mece sus bases definitorias; y hacerlo en sociedades políticamente tan diversas como las democracias liberales y los socialismos estatistas de la década de 1970. En el «fondo de renta» no se diferencia el bantú de Fallers del andalusí medieval; el maya contemporáneo –significativamente más apropiado en este caso: el mexicano o guatemalteco–3
Dejando al margen la obviedad de una retroalimentación entre estos dos ámbitos de codificación cultural, si lo que se debate nuevamente es el factor de determinación en la definición, a ojos del sustantivista no puede ser otro que el político pues, como principia, toda conceptuación del campesinado ha de acabar, asimismo, por arraigar en él.
2 Aunque algo extensa, merece la pena citar el original en su contexto: «recent scholarly research has served [...] to undermine naturalized understandings of such “non-State” peoples as the so-called orang asli –“original people”– of Malaysa. They were previously understood to be the descendants of earlier waves of migration, less technically developed than the Austronesian populations which succeeded and dominated them on the peninsula. Genetic evidence, however, does not support the theory of separate waves of migrating people. The orang asli [...] on the one hand and the Malays on the other are best viewed not as an evolutionary series but as a political series. Such a view has been most convincingly elaborated by Goeffrey Benjamin. For Benjamin, “tribality”, in this context is simply a term applied to a strategy of State evasion; its polar opposite is “peasantry”, understood as a system of cultivation incorporated into the State»; de lo cual concluye Scott: «most of the “tribal” orang asli are nothing more and nothing less than that fraction of the peninsula population that has refused the State. Each “tribe” [...] represent a slightly different State-evading strategy, and anyone adopting one such strategy in effect thereby becomes Semang, Senoi, or whatever». Más adelante ahondará en estas «estructuras sociales de la evasión» (Scott, 2009: 207 y ss.; vid. sup., cap. 1.2, nota 11, et inf., cap. 4.3, nota 35). 3 El caso de la identidad étnica maya resulta especialmente ilustrativo dado el evidente desajuste entre los usos académicos, fundamentados en el agrupamiento lingüístico de un amplio abanico de lenguas mesoamericanas, y los autónimos empleados por los hablantes de esa misma familia mayense, fruto de sus diferentes trayectorias históricas. Vid. por ejemplo el dossier editado por Castañeda y Fallaw para The Journal of Latin American Anthropology en 2004 a propósito de la ausencia de este autónimo cohesivo entre los grupos yucatecos, en discordancia con la situación que propiciaran el panmayismo en Guatemala o el neozapatismo en Chiapas. La cuestión gira, en definitiva, en torno a la problematización política de la identidad,
Nótese en este sentido cómo Dalton destaca la inflexión de índole más directamente económica sólo en alusión a alejándola de cualquier concepción sustantiva o lineal, incluídas aquellas nacidas de la dicotomización «poder-subalternidad» que en buena medida ha castrado la agencia última de los propios subalternos desde los trabajos pioneros de Redfield, al situar sistémica y sistemáticamente en «el exterior» el impulso identitario; y apostilla Casteñeda (2004: 42): usualmente un exterior estatizado que «was simply the apparatus and extension of Spaniard or Ladino-Criollo White. However, in the work, for example, of Smith [Guatemalan Indians and the State: 1540 to 1988, 1990 para la primera edición] this shifting of labels entailed a shifting of research questions and understandings: the ethnicity of Maya is no longer a presupposed and stable given –e.g., as a form determined by or reflecting class relations–. Instead, it is investigated as something that was created historically in relation to State policies, practices, and dynamics. Ethnicity is therefore also not just a function of domination, since in this formulation “the State” is not merely a repressive mechanism nor a political imposition or oppression; the State is also enabling and productive [...]. This questioning of ethnicity as neither an economic function of classes nor as domination and hegemony of State-elites can be pushed even further. The essays collected here pursue this trajectory by asking about the State, not in terms of domination or authority, but in terms of polity and government. In other words, these essays develop an inquiry into ethnicity that implicitly expresses the problem of governmentality. “Maya ethnicity” is then a strategic mode of governmentality that substantively shapes an emergent public sphere of polity».
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La política salvaje esa «modernización», y no al «campesinado» en sí mismo, quien con ella iniciará un cambio combinado: cuantitativo de un lado, por el cual va mermando la cantidad relativa de campesinos en el cuerpo social; y cualitativo, del otro, que afecta a las instituciones que les median. Es la aceleración de este último tipo de cambios en el transcurso del s. XX la que desemboca en el «colapso categorial» que supone la equiparación institucional efectiva con su contraparte ciudadana, y la –percepción de– «descampesinización» en la «modernización tardía» (late modernization postpeasantries). Con todo ello, conviene no perder de vista la formulación de este límite distal, pues los mismos elementos que juegan en el final de la consideración campesina han de gravitar lógicamente en su consideración plena, tanto tradicional como modernizante; y un desarrollo ajustado de los presupuestos daltonianos puede conducir a razones a priori imprevistas por el autor.
«postcampesina» coherente con la imagen de aquel cultivador del American Bottom, ciertamente no lo es tanto del mexicano o guatemalteco, estrictamente contemporáneo al estadounidense, sujeto a las mismas igualdades constitucionales, pero además, contra este sentido: inesperado protagonista de la categorización primera (vid. i. a. Redfield, 1973b; 1940; Wolf, 1955; 1957; Bartra, 1972). Sucede que al fin y el cabo, en ambos casos la coherencia reside en las «imágenes» fruto de un proceso de construcción significativa de su identidad que no debiera sernos baladí; especialmente cuando su naturaleza es también endógena y, en tanto tal, media las prácticas cuya observación empujará al analista social a validar la distinción en su utillaje conceptual. Como tampoco, por otra parte, debiera olvidarse que precisamente la primera escuela académica que fue a fijar su objeto de estudio en los grupos urbanos, percibiendo lo apuntado aquí por Dalton, fue la de aquellos «etnógrafos de Chicago» que con Redfield alcanzarían su techo teórico sobre la cuestión campesina.
Tomemos sus palabras literales: Los campesinos y sus comunidades aldeanas permanecen identificables como entidades distintivas mientras determinados aspectos significativos de la organización local, sus actividades y sus derechos y obligaciones sigan siendo diferentes de aquellos que son propios de las élites y habitantes urbanos dentro de la misma sociedad, cultura y economía. En el momento en que cesa tal situación, los campesinos pasan a convertirse en ciudadanos-granjeros postcampesinos, diferentes del resto de ciudadanos únicamente en su modo de subsistencia agrícola y su residencia rural. (Dalton, 1971: 222)
En esta línea, el ejemplo de la contraposición de los Estados Unidos y la Unión Soviética todavía puede exprimirse un poco más, esta vez de la mano de uno de los primeros trabajos de E. Paul Durrenberger dedicado a la interpretación de una serie de casos de estudio sobre antropología económica en clave chayanoviana. Parte de la cuestión que se trataba de esclarecer allí era las condiciones socioculturales de posibilidad para el surgimiento de una reacción como la protagonizada por la Escuela de Organización y Producción rusa, máxime cuando se había demostrado que su singularidad teórica no se correspondía con otra singularidad operativa exclusiva de las comunidades rurales que examinaba. Así, si ya acabando la centuria del 1700, a las formulaciones clásicas de Smith sobre la «lógica mercantil» se pudo oponer en el campo francés la práctica –en tal caso, «ilógica»– registrada por Messance (vid. sup., cap. 2.3), arrancando la del 1900, a las formulaciones neoclásicas prácticamente medulares del discurso político en Estados Unidos lo hacía la certeza de que encajar en el mismo corsé capitalista el funcionamiento de las «agencias» familiares implicaba una buena dosis de ficción, como detectaban, entre otros, los agrónomos Clifford C. Taylor y Edgar B. Hurd («Farm organization and farm profits in Tama County, Iowa», 1925 para la primera edición).4 A juzgar de Durrenberger, que esto no cuajara en un proceso de teorización contestatario se debió precisamente a la significación de la campesinidad en el ideario liberal de una América anglosajona que discursivamente pretendía, desde su fundación como Estado autónomo, la constitución legal igualitaria en un tejido ciudadano; o al menos una «igualdad criolla», pues –discursos aparte– aun hubieron de transcurrir
Pero a la vez: Los campesinados perduran como entidades identificables por tanto tiempo por una razón menos obvia. Los antropólogos han concentrado su atención en aldeas rurales más que en ciudades, contraponiendo campesinos «reales» con élites y habitantes urbanos hipotéticos. Cuando fueron a estudiar las masas ciudadanas, los pobres iletrados y las clases trabajadoras urbanas, encontraron personalidades, enclaves étnicos y redes vecinales no tan diferentes de aquellas de sus primos, campesinos rurales, excepto en la ocupación laboral y la residencia urbana. (Ibíd.: 261, nota 42) Si hemos de otorgar igual crédito a ambas circunstancias, la constatación de una falla severa en el registro del flujo comunitario en ambientes urbanos podría disolver hasta la cuarentena buena parte de las principales diferencias «estructurales» entre éstos y los del agro, más allá de las instituciones expresamente formalizadas en el discurso político del total social. O en otras palabras: en esa tesitura el derecho, y más específicamente su actualización en la ley (vid. inf., caps. 8.4 y 9.1), sería el único elemento enteramente positivo a juzgar. Y si en efecto esto revelaría la pertinencia de una categoría, si acaso en aras de no extinguir definitoriamente la campesinidad,
4 Escriben literalmente: «the [family] farmer […] supplies his own working capital […]. Contrasted to this type of business are many business which may be called capitalistic, in which nearly all of the cost goods are hired by the entrepreneurship instead of being furnished by it. In any business the expense of producing the product, based on opportunity cost, is merely imputing to the factors which produced the product an amount equal to the prevailing market rate. In a capitalistic enterprise, wealth is actually distributed to this basis. However, to employ this same procedure in a family enterprise involves considerable fiction» (Taylor y Hurd, 1925: 308-309).
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Oikonomía la visibilidad de tal «lógica» se incrementa en las regiones liminares del mercado, y con especial rotudidad en lo que consideramos «situaciones domésticas»; y con ello dotarnos de los elementos para reevaluar lo que en y desde nuestras sociedades y culturas denominamos «economía».
cerca de doscientos años para integrar de iure segregaciones tan determinantes como la «racial» (vid. inf., cap. 5.6, nota 52). Lo cierto es que durante el mismo periodo [en el cual escribía Chayánov en Rusia] en los Estados Unidos, los granjeros [criollos] eran reticentes a la perspectiva de ser [considerados] campesinos, con todas las implicaciones de las relaciones sociales y económicas reaccionarias del Viejo Mundo, la insinuación del estancamiento, la sumisión a terratenientes aristocráticos, el empobrecimiento y la impotencia [...]. Si no eran campesinos, ¿cómo se concebían a sí mismos? De la misma manera, rechazaron toda similitud con los obreros industriales esclavizados en oscuras fábricas, obedeciendo órdenes de jefes y capataces, viviendo en ciudades atestadas, insalubres y moralmente decadentes. Rechazando, pues, la identificación también con los obreros, únicamente quedaba la categoría de hombres de negocios o empresarios [businessmen, or entrepreneurs] [...]. Los granjeros se convirtieron en capitalistas por asunción académica y autoadscripción. (Durrenberger, 1984: 3-4)
2. «Economía» es «economía doméstica» Quizá la paradoja más atractiva al respecto de «deseconomizar» la comprensión de la economía en la intención de captar los principios operativos de la «situación doméstica», y los que transitan en sus intersecciones políticas, sea la etimología de este campo de acción disciplinar. Es de sobra conocido cómo, en estricta puridad contraconsuetudinaria, la expresión «economía doméstica» que venimos usando sin mayores reparos para caracterizar ese haz concreto del total de actividades desarrolladas en y por el seno del grupo familiar cohabitativo y procreador no es sino una redundancia, únicamente justificada a través de los siglos en la deformidad metafórica de la original oikonomía griega, a saber: la reglamentación, la administración de la «casa» (oĩkos). Ciertamente, al Œconomicus de Jenofonte no le interpela en términos mutuamente inteligibles tanto el Principios de economía (1890 para la primera edición, en inglés) de Alfred Marshall como lo hace la Historia de la sexualidad (1976-1984 para la primera edición, en francés) de Michel Foucault. Porque la «arqueología» que despliega el filósofo de Poitiers sobre la elaboración de la conducta sexual como problema moral, independientemente de que desdeñe los pormenores en torno a las técnicas productivas o la orientación del consumo virtuoso, entraña una indagación en la codificación cultural y discursiva del matrimonio y la gestión nuclear de la vida doméstica que rescata el motor de tales producción y consumo, y el sentido pleno, la literalidad explícita bajo la rúbrica «economía» (vid. Foucault, 2005: 155 y ss.).
A fin de cuentas, puestas todas las cartas sobre la mesa, queda esta sola particularidad significativa como justificación consustancial tanto para el «granjero» de Wolf como para el «postcampesino» de Dalton, esencialmente intercambiables en su noción terminal. Tal vez fuera más preciso empezar a establecer que, en tanto lenguaje de la práctica cultural humana, la semiosis resulta en árbol de levas que regula los sistemas económico y político al conjugarlos, y es a causa de ello que se revela en sus intersticios imprimiendo el ritmo social. Postúlese, con Wolf, que el campesino renta a una clase improductiva expresada en términos marxianos y únicamente la imaginación –i. e.: la significación de imágenes– en la cual los dispositivos sociales de gestión y control de tal exacción le son productivos al gravado podrá sostener la categoría de «granjero» para el cultivador estadounidense; o el soviético.
Por su parte, formado en la convicción de que la vertebración de un análisis social a escala humana por la equiparación del dato histórico y el etnográfico sólo era posible a través del enfoque sustantivo señalado por Polanyi –sin perjuicio de que discrepe en algunas de sus conclusiones (vid. Borisonik, 2013b: 193, 197-198)–, posiblemente fuera el historiador de la Antigüedad Moses I. Finley quien acotara el problema de una manera más drástica:
Afortunadamente no nos atañe aquí el ajuste de una «campesinidad» universalizable que, por otro lado y como ya supiera sugerir Dalton, tiene serios visos de no poder ceñirse en su concepción, al menos social: económica y política, mucho más allá de lo escrito por Kroeber sin aparejársele una reducción en la escala contextual que pretende abarcar; si no es, añadiríamos empero, limitándose a precisarla en la dirección significativa-cultural, y por tanto no exactamente «social», apuntada por Redfield. Sea como fuere, estas dificultades redundan en el silogismo señalado al principio del capítulo, y nuevamente: o se desbarata la distinción de las sociedades industriales avanzadas capitulando que la práctica de sus grupos domésticos postcampesinos no es sino campesina envuelta en una legalidad inerte fruto de una ideología inerte, incapaces de cualesquiera adaptaciones y efectos dialógicos, o se contesta que los principios basales que rigen para ambas situaciones entroncan en una «lógica» comprehensiva. Otra cuestión –y ésta sí nos atañe– será explicar los motivos por los cuales
El título de la obra de Marshall no puede traducirse al griego o al latín, ni tampoco sus términos básicos [...], al menos no en la forma abstracta requerida por el análisis económico, [pues] carecían del concepto de una «economía» y, a fortiori, carecían de los elementos conceptuales que, unidos, constituyen lo que llamamos «la economía» [...]. Lo que no hacían era combinar conceptualmente estas actividades particulares en una unidad, dicho en términos parsonianos, en «un subsistema diferenciado de la sociedad». (Finley, 1978: 20-21) 69
La política salvaje Parece fuera de toda duda que tal conclusión no es alcanzada apoyándose únicamente en los llamados filósofos socráticos –Platón, Jenofonte, Aristóteles, etc.–, quienes constituyen la incuestionable fuente primaria para el pensamiento económico griego que se nos ha conservado pero a la vez se saben fuertemente implicados en la idealización sociopolítica hasta el punto de la abierta utopía (vid. Schumpeter, 1994: 91); sino que responde más bien a una «cosmovisión cultural» que transpira asimismo en lo que conocemos de las doctrinas sofistas (Karayiannis, 1988; 2000; Michaelides, Kardassi y Milios, 2005). En la coincidencia se vislumbra, por tanto, la existencia de una significación común en las nociones de oĩkos y oikonomía, intrínseca a su disposición como parte componente del tejido social sublimado en la pólis, con el que se relacionaban de manera menos contradictoria y dialéctica de lo que lo estilizaron autores como Hannah Arendt al sujetarlas a nuestros usos de «privado-público» y encastarlas así en la matriz dicotomizante del pensamiento moderno (Borisonik, 2013a: 218 y ss.). La abundante reiteración de referencias en este sentido no deja lugar a otra interpretación del paradigma griego: como la comunidad doméstica se integra en la comunidad social,5 así la economía –la gobernación de aquélla– no podía sino subsumirse en la política.6
No en vano la etimología para el fenómeno de sinecismo (synoikismós) que habría resultado en la constitución de dichas póleis apenas deja margen para otra figuración en la literalidad original griega, sino precisamente la del matrimonio que liga amigos en parientes, la del habitar en común (vid. Nagle, 2006: 17). Y de hecho, será a partir de esta premisa desde donde se desanude su «sentido común» en el más prolífico debate sobre la naturaleza de dicha comunidad social y sus propias formas de gobernación, afectando especialmente al tipo de interrelación en que convergen los ejes de integración que se encarnan en la figura excluyente del «ciudadano»: indígena, hombre libre, jefe de su casa. De un lado hallamos una comprensión de la continuidad marcada por el principio isomorfista que aislara Foucault (2005: 169-170 y 191) en torno a la idea de «arte de mandar», ya anunciado por Jenofonte en boca de Sócrates al advertir: «no desprecies a los buenos ecónomos, porque el manejo de los asuntos privados no difiere más que en el número del de los asuntos públicos» (Memorabilia, III, 4), y que cristalizaría más explícitamente en su defensa de la conducción que de sí y sus subordinados practicara Ciro el Joven; o en el Nicocles que escribiera el orador ateniense Isócrates ensalzando al rey de Salamina durante la primera mitad del s. IV a. C. Es decir, por supuesto: en la defensa del modelo político «monarquizante» que ambos representan. Incluso en la república platónica no se hace difícil apreciar la reducción del espacio político a la relación doméstica, persiguiendo una comunidad de bienes e intereses tan estrecha entre los miembros de la clase gobernante como la había en la familia nuclear efectiva, precisamente a través de la abolición de tal institución –no así para la clase productora, sin derechos ni deberes políticos– y la consiguiente generación de la paradoja aun mayor por la cual «la liquidación de una forma social [...] tendría como resultado instaurar esta misma forma social como paradigma único y total de la vida civilizada» (Sissa, 1988: 183-185).
Strauss (2006: 52) resume: «la ciudad [pólis] es una sociedad que comprende distintos tipos de sociedades más pequeñas y subordinadas; entre éstas, la familia o el hogar [oĩkos] es la más importante»; por su parte, invocando precisamente a Aristóteles, Sissa (1988: 169) inicia su repaso a «La familia en la ciudad griega (ss. V-IV a. C)» empleando el término «comunidad» en ambos casos, sin duda más ajustado al original koinōnía, y reservando el de «asociación» para el vínculo matrimonial. En efecto, de las reflexiones del estagirita se colige que la distinción entre ambas radica en el fin –la vida (zēn), sin más: subsistencia natural común a todos los animales, en la «comunidad doméstica»; la buena vida (eũ zēn), identificada con el desarrollo pleno de lo específicamente humano, en la «comunidad política»– más que en unas formas que, tomando los modelos de Maine y Tönnies (vid. sup., cap. 1.2), se articulan indefectiblemente a través de relaciones de status. En castellano, resulta pertinente remitirse al comentario de Campillo Meseguer (2012) para coordenar la intersección de estos tres autores en la crítica polanyiana al liberalismo, si bien este autor deja fuera de plano un elemento cristiano que resulta crucial en el particular marxismo de Polanyi, y en su comprensión de los términos «sociedad» y «comunidad». Téngase en cuenta que el concepto de koinōnía está sujeto a una intensa reflexión en los primeros siglos del cristianismo, evidenciando una polisemia que atraviesa los aspectos divinos de Jesús hasta, sobre todo, el sentido eucarístico de unidad de la cristiandad; de su ekklēsía –«comunidad de dios»; «comunidad con dios» (vid. inf., cap. 5.6)–. Desde ese empleo radicado en la significación, Polanyi (2014b: 108) escribe en 1937 que «la filosofía marxiana toma como referencia a la “sociedad”. Aun considerando que la comunidad es la verdad de la sociedad, ésta limita la significación de la comunidad “restringiéndola a la de la sociedad”. Entonces, puesto que el ámbito personal no se limita a la esfera social, “la comunidad humana es inmanente a la sociedad al mismo tiempo que la trasciende”» (cf. Maucourant, 2006: 148 y ss.; Mazzola, 2011). Y si se puede sacar una conclusión general de todo ello para los empleos que le daremos, en especial en la segunda parte de nuestro estudio, ésta es la del engranaje funcional de ambos conceptos: la «sociedad» es una «comunidad política», o como mínimo, una «comunión». No por nada, Bond (2009: 176) ya utilizó el inglés de estos mismos términos –community-communion– para referirse respectivamente a los planos de aplicabilidad específica y abstracta del concepto de Gemeinschaft tönniesiana. 6 «Su economía no consiguió un estatuto independiente, ni siquiera entidad clasificatoria propia [...]. Los griegos fundían sus razonamientos económicos con su filosofía general del Estado y de la sociedad, y pocas veces trataron sustantivamente un tema de economía» –sostiene Schumpeter en su monumental Historia del análisis económico (1994: 89-90), verdadera historiografía canónica de la disciplina enfocada desde el neoliberalismo de tradición austriaca y, por ello, imbuida del ánimo 5
Del otro lado queda la noción aristotélica (Politica, 1252a; Œconomica, 1343a)7 de una continuidad de índole finalista de nuestra economía– «esto explica tal vez el hecho de que su logro en este campo fuera tan modesto». Compárese, por lo tocante al «canon», con la interpretación que del mismo hecho se viene haciendo desde la llamada Economía ética, representada internacionalmente por un puñado de autores como James M. Buchanan, Douglass C. North, quizá el más conocido autor bengalí Amartya Sen, o el grupo germanófono de la Wirtschaftsethik (vid. Conill Sancho, 2006: 80 y ss.): «no debería resultar extraño que Aristóteles enfoque este ámbito de problemas desde una perspectiva integral ético-político-económica [...]. No tiene ningún empeño en separar, sino todo lo contrario, en descubrir su articulación y vinculación en la práctica, en la acción, ya que su entrelazamiento está configurando un “modo de vida”». Desde luego resulta harto meritorio un desarrollo hacia la relación sistemática entre ética y economía que no sólo es endógeno sino también en buena medida ajeno a los debates –sistémicos además de sistemáticos– en Antropología; sin embargo, ha de señalarse el desliz postfactual que descubre su pensamiento netamente filosófico y economicista: no puede haber empeño alguno en separar, ni tampoco en articular, lo que de sí no se concibe como materia de problemáticas independientes. 7 Son bien sabidos los problemas de autoría y datación que plantea la Œconomica, especialmente el libro III, motivo por el cual no es extraño encontrarla bajo la rúbrica de Pseudoaristóteles. No obstante, existe pleno consenso a la hora de adscribirla a la Escuela peripatética y, en
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Oikonomía eudemónica impuesta al concepto de autarquía, pues «la tendencia humana a vivir en una comunidad política no apunta a satisfacer las necesidades primarias de la subsistencia [dirimidas en la esfera económica, i. e.: la del oĩkos], sino principalmente los rasgos morales del hombre. Sólo en comunidad política el hombre alcanza su plenitud como tal, entendida en términos morales» (Franzé, 2004: 32), y este factor a su vez entronca con lo que Leo Strauss apunta como cuestión axial de cualquier filosofía política: despejar el carácter y la condición de la «ciudadanía».
estrictamente complementaria o molecular entre oĩkos y pólis, parapetando su argumentación tras la «obviedad cultural» –nuevamente, y aquí reside la potencia del razonamiento del estagirita– de una condición heterogénea entre los statuses sociales «formales» de quienes constituyen la primera comunidad, frente a la homogeneidad que traba a los de la segunda. Según esa «obviedad» (Politica, 1253b y 1259b), en el interior de la casa actúan tres principios operativos propios de tres pares relacionales catalizados por la institución del «ciudadano»: los de «esposo-esposa» (gamikē), «padrevástago» (teknopoiētikē) y «amo-esclavo» (despotikē), cuya analogía con otras tantas tipologías de conducción política sienta, por lo pronto, una sistematización de la «autoridad» en base a radicales diferentes que repetirán autores tan posteriores como, particularmente, Alexandre Kojève,8 a quien habremos de volver en lo sucesivo (vid. inf., cap. 10.3). Pero más interesante es su comprensión de la naturaleza de la pólis como instancia de la autarquía eudemónica. En este punto, Aristóteles no desconoce un razonamiento que podríamos calificar de «genético» o «histórico», por el cual el crecimiento vegetativo del grupo doméstico tendría una resolución meramente escalar en la aldea (kōmē, pero también referida como apoikía) y ésta en la ciudad. Tal sería el motivo por el cual, en el caso de la agrupación aldeana, «algunos llaman a sus miembros “hermanos de leche”, “hijos e hijos de hijos”» y, sobre todo, por el cual «al principio las ciudades estaban gobernadas por reyes, como todavía hoy los bárbaros» (1252b), en abierta alusión al modelo rector de la relación doméstica «padre-hijo» y por ende al principio monárquico según lo define el filósofo de Estagira. Sin embargo, aquí viene a insertarse y cobrar fuerza la conocida sinécdoque por la cual lo político presupone lo social pero no ocurre así a la inversa; pues el razonamiento lógico, determinante, del estagirita ha de quebrar esta especie de «secuenciación historicista» de la asociación para explicar, en su lugar, el espacio político como sistema en sí mismo; y en este otro sentido cardinal, «por naturaleza [...] la ciudad es anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte» (1253a).
Cedamos la palabra al profesor de la Universidad de Chicago para una primera clarificación de los términos en que se desenvuelve el debate desde la relativización para con nuestro propio repertorio cultural de conceptos: Se supone que la ciudad-estado es un tipo particular de Estado, [pero] esta idea ni siquiera puede expresarse en la lengua de Aristóteles. Es más, cuando en la actualidad nos referimos al «Estado», entendemos la noción de «Estado» en contraposición con la de «sociedad», pero la «ciudad» [obviamente entendida como pólis] comprende tanto el «Estado» como la «sociedad». Para ser más precisos, la noción de «ciudad» es previa a la distinción entre Estado y sociedad y, por lo tanto, no se puede reunir con las de «Estado» y «sociedad». (Strauss, 2006: 51)9 Esta falta de especificidad coadyuva a la defensa frente a una comprensión mecánica del espacio político que lo habría minimizado en términos lógicos, precisamente hasta lo que hoy en día entendemos por economía. Se trata de una defensa, por otro lado, plenamente consciente en el caso del estagirita, quien manifiesta una concepción de la política más bien orgánica al negar que la pólis devenga de una asociación «para formar una alianza de guerra para no sufrir injusticias de nadie, ni para los intercambios comerciales» (Politica, 1280a) –esto es, por lo que comporta de intencionalidad y relajación o ausencia del ligamen autorreferencial básico: de una «sociedad» (Gesellschaft) en estrictos términos tönniesianos–; por más que la justificación inversa parezca haberse dado también y, de hecho, que el planteamiento de Aristóteles se disponga en oposición a la causalidad esgrimida por Platón en su Politeia (369a). En otras palabras: si utilizáramos la terminología de Tönnies, diríamos que para Aristóteles la «ciudad» constituye una comunidad –política–.
Es esta distinción entre la nuda sociabilidad animal y la política sociabilidad humana lo que justifica la apostilla cualquier caso, la composición del libro I al que aquí nos referimos no parece ser muy posterior al último cuarto del s. IV a. C. Vid. por ejemplo las consideraciones de Foucault en el segundo volumen de su Historia de la sexualidad (2005: 195 y ss.); o la misma nota previa a la traducción de Francisco de P. Samaranch (1977: 1375-1377). 8 Es curioso cómo la única relación que en griego clásico encierra el sentido específico de «poder» que pretende imprimir Aristóteles –esto es: la heril– es definida en términos totalmente distintos a los que Kojève (2005) entenderá la autoridad del amo sobre el esclavo. En efecto, mientras que para el filósofo franco-ruso ésta se basa en la dialéctica hegeliana del vencedor y el vencido que sitúa al dependiente en un estado funcionalmente distinto pero políticamente equiparable a la muerte –y redoblando la curiosidad, cf. Graeber, 2011b: 168-171 para una vinculación de la esclavitud y el dinero primigenio–, el estagirita funda la relación en un desequilibrio sustantivo que se ecualiza, no obstante, en los intereses de una misma comunidad doméstica: «el que es capaz de prever con la mente es un jefe por naturaleza y señor natural» (Politica, 1252a); lo que se corresponde, y así lo manifiesta el interpelado, no con la del amo sino con la «autoridad del jefe» en el sistema tetrádico de Kojève.
Así las cosas, si bien no cabe duda de que la postura adoptada por D. Brendan Nagle al conservar la designación griega Todo parece señalar a que el uso de «Estado» hay que entenderlo aquí en el sentido laxo de organización política, de sistema institucional codificado y codificador de la relación social o, en definitiva, de «gobierno» (sensu Mair, 2001). No hay que perder de vista que el autor germano-estadounidense escribía desde una disciplina eminentemente filosófica que hasta cierto punto consentía –y sigue consintiendo– la evasión de la precisión descriptiva, técnica, que reclama la confrontación con la casuística empírica de la humanidad; por ello ni es éste el «Estado» de las tipologías antropológicas e históricas ni se le puede pretender una caracterización operativa en este sentido –es decir: en el de una «lógica estatista»–.
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La política salvaje pólis en el trabajo que se ha convertido en la actualización monográfica más conocida internacionalmente de los últimos años (The household as the foundation of Aristotle’s polis, 2006 para la primera edición) es la más prudente para no adulterar el paquete de significaciones originales, no deja de ser interesante que su reflexión sobre la falta de precisión de la traducción mayoritaria como «ciudad-Estado» (city-State) pase por traer a colación la más infrecuente terminología «Estado ciudadano» (citizen State). Sobre aquélla, ésta presenta la ventaja de anudar mejor las ideas que sustanciaban la pólis al poner el foco en sus componentes humanos a través –y es lo fundamental– de su status. Solidariamente, Nagle (2006: 4-8) parchea la definición clásica de Netting para la «unidad doméstica» (Households: Comparative and historical studies of the domestic group, coeditado junto con Wilk y Arnould en 1984) con una «cultura ciudadana», griega en este caso, que habría gigantizado las apriorísticamente periféricas funciones políticas y militares de la comunidad doméstica en su «conceptuación esencial».10
historia de la igualdad; y que siguiendo el argumento de Robin Osborne («Orgullo y prejuicio, sensatez y subsistencia: Intercambio y sociedad en la ciudad griega», 1991 para la primera edición, en inglés) escriba que el estatuto paradigmático de «ciudadano»: Obedece a la peculiar situación a partir de la cual surge el Estado griego. Con la aparición de la pólis, la sociedad aldeana no desaparece sino que se convierte, por así decirlo, en una imagen de la nueva lógica de conjunto de la pólis como comunidad que congrega a aldeas y hogares rurales [...]. Esto explicaría por qué los campesinos griegos adquirieron unas prerrogativas desconocidas e inusitadas con respecto a los agricultores de otras épocas y regiones. (Gallego, 2009: 39) En este marco de extensión, mutación y desarrollo de las lógicas parentales aldeanas se explica la idea de homogeneidad –restringida por lo pronto al status de «hombre libre», no hay suficiente reiteración, pero habrá que restringirla aun más– que, como decíamos, sobrevuela la concepción de la «comunidad política» y la distingue en su misma sustancia de la relacionalmente heterogénea «comunidad doméstica». Aun prevenido ante lo que considera deflagraciones extremistas originadas en los desequilibrios de la riqueza, por las cuales el gobierno de todo el cuerpo político –la democracia– no es sino el gobierno de la mayoría pobre, el de Estagira (Politica, 1274b-1288a) no deja de recalcar la «evidencia» de que «entre los semejantes e iguales [toĩs homoíois kaì ísois] no es conveniente ni justo que uno solo tenga la soberanía [kýrion] sobre todos»; de recalcar, muy explícitamente, que la cláusula de ciudadanía únicamente se sella con la participación política.
En cualquier caso, antes de devolver el hilo discursivo a los razonamientos generados en la clave cultural de los propios protagonistas, conviene subrayar de la investigación académica contemporánea la aparente generalidad de una postura –la aristotélica– batida en paralelo a la conformación misma del universo ciudadano que en sus consecuencias extremas desembocó en la democracia ática, pero sin por ello dejar de explicar a la vez e igualmente la constitución de los hómoioi espartiatas, por referir sólo los dos polos emblemáticos de la Grecia clásica. No es baladí que el historiador bonaerense Julián Gallego subtitule su exhaustiva revisión de la materia Una
Es curioso que esta clarividencia nos haga las veces de gozne argumental y retroalimente el carácter consabidamente utópico del proyecto platónico. De ahí buena parte de la generalidad que otorgábamos a la línea discursiva que suscribe Aristóteles (vid. i. a. Agamben, 2008: 33 y ss.) y deviene en esa re-restricción: tal y como se encarga de señalar Giulia Sissa (1988: 174, 186-187), a pesar de todo lo expuesto hasta aquí, no es la ciudad sino la familia quien, desempeñando un papel jurídico positivo primero en el ámbito del oĩkos y posteriormente a través de la fratría, otorga el status de ciudadano –miembro de la «comunidad política»– a un hombre libre. De ahí que Platón pueda resultar culturalmente aberrante, pues la familia es literalmente básica, y basal, en la política griega y su conjunto de evidencias culturales. Y de ahí el contorsionismo también de Strauss11 en su búsqueda
«Households in póleis and non-póleis differed precisely because the States in which they were embedded were different. To approach this from another angle, it was the “absence” of shared ruling and participation in security matters, or participation in these affairs at a very low level, that defined for Greeks –including Aristotle– the character of non-pólis households and states» (Nagle, 2006: 8). Sin embargo, no es necesario rechazar los términos de tal conceptuación para rechazar la manera en que han sido vertebrados, y desde nuestro punto de vista la parsimonia analítica hubiera preferido principiar por impugnar la definición de Netting al revelarse el primer síntoma de estas dificultades. Ciertamente, la solución de la «cultura ciudadana» permitía de un plumazo eludir un debate más profundo sobre el carácter «esencial» de la situación doméstica asumiendo el canon de Netting y, del otro lado, convenir con la sensibilidad griega en general y aristotélica en particular que la situación sociopolítica de la pólis emergía desde un «estadio inferior» de la vida humana. Así se explica que Nagle anote a lo dicho, en un ejercicio de profilaxis conceptual, cómo «the distinction between pólis and non-pólis states applies to Greeks as well as non-Greeks. Considerable number of Greeks [...] remained in pre-pólis conditions for centuries». Lo más problemático no es que en todo ello vuelva a evidenciarse un marcado regusto evolucionista, sino que se persista en el error de construir o dejar construir categorías universales sin apoyarse lo más mínimo en lo que sabemos actualmente acerca del comportamiento social de los grupos no estatizados. Si para Netting este comportamiento activo que se concretiza a través de la participación en la gestión de la política y de la violencia es definitoriamente periférico a la domesticidad y para Nagle la inversión de esta tendencia es una característica «avanzada» de la peculiaridad de la pólis, ¿quiere decir esto que los grupos organizados parentalmente carecen de una gestión social de la política y de la violencia? Y respondiendo que todas las evidencias de que disponemos lo niegan, ¿querrá decir entonces, con Meillassoux, que carecen de instituciones domésticas basales? Es obvio que mantener los términos del debate complejiza innecesariamente la solución del problema.
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11 Continúa el pasaje que citábamos líneas arriba exactamente donde lo dejamos (Strauss, 2006: 51-52): «en inglés, la noción más cercana a la de “ciudad” [pólis] es la de “país” [country]: se puede decir “mi país, para bien o para mal”, pero no “mi sociedad, para bien o para mal” o “mi Estado, para bien o para mal” [...]. Mientras que para el ciudadano el equivalente moderno de la ciudad es la patria, para el hombre teórico el equivalente es la unidad del Estado y la sociedad que se transforma simplemente en “sociedad”, así como en “civilización” o “cultura”. A través de nuestra comprensión de la “patria” tendremos un acceso directo a la “ciudad”, pero este acceso está bloqueado por los equivalentes
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Oikonomía de correspondencia conceptual, de preferir, si había de preferir, soldarle a «ciudad» no la de «Estado» ni «sociedad», sino nuestra carga significativa de «patria» en la más literal acepción de tierra de los padres.
pomposa» exacerbación del sentido común de decencia y justicia, tienen la trascendencia de un verdadero cambio de paradigma epistémico. Si para el neoliberal austriaco, andamiado en la distinción entre «pensamiento económico» como convención válida socioculturalmente y «análisis económico» como abstracción universal,12 los esfuerzos analíticos del estagirita se verían entorpecidos por premisas ideológicas que propiciaron la carencia de avances objetivos como la concreción de una teoría de la formación del precio, las posibilidades de interpretación histórica –y, con ella, de teorización antropológica– a que incita esta ausencia de concreción serán muy distintas tras la recontextualización de la oikonomía no en la individual e ilimitada propensión al intercambio smithiana (vid. inf., cap. 5.6), sino en la de abastecer las necesidades culturalmente concretas del «consumo doméstico»; y sobre todo en la de la necesidad de abastecerlas según una lógica comunitaria la cual venía siendo considerada por el «cuerpo político» ciudadano –única «humanidad plena» culturalmente reconocida– como medular de sí mismo.
Digamos a efectos propositivos que la identidad de los agentes políticos protagónicos, su sistema y dominio social, se fundamentan primero en el «indigenismo» más literal: en una doctrina de los «nacidos dentro». Pues bien, tal es el anclaje inmanente que permite a Aristóteles cerrar sobre sí misma la «naturalidad» del carácter plenamente humano a la vez como zōion oikonomikón y como zōion politikón, salvando en el nivel de la lógica del parentesco más que en la de la política la paradoja técnica, a la cual no sólo no era ajeno sino cuya casuística desarrolló profusamente, de que en la práctica muchas póleis no fueran gobernadas por el total de un cuerpo político que en términos de participación, por lo tanto, no podía ser considerado de suyo «cuerpo político» congruentemente. Pero en cualquier caso, para lo que aquí nos ocupa, nuestros intereses sobre la profundidad histórica de este debate y sus implicaciones en las diferentes disciplinas académicas actuales no se extienden mucho más allá. Sí que resultaba pertinente, empero, enunciar primero inserto en su contexto primitivo la fórmula zōion oikonomikón –que Samaranch traduce de la Ethica Eudemia (1242a), a nuestro juicio tosca pero eficazmente, como «animal familiar» (vid. Samaranch, 1977: 1155)– por cuanto juega el artificio simultáneo de solaparse en su forma mientras opone su significado al homo œconomicus liberal.
3. Marketization Sería todavía lícito preguntarse: ¿qué trascendencia efectiva separa la carencia de la ausencia en estas Cf., en general, la primera parte de su Historia del análisis económico; para las páginas en que se aborda particularmente esta distinción entre «historia del análisis económico», «historia de los sistemas de economía política» e «historia del pensamiento económico» (vid. Schumpeter, 1994: 74-77). Quizá sea pertinente añadir que se trata de una distinción asumida por Finley (1970; 1978) como base desde la cual puntualizar el presunto error schumpeteriano de buscar análisis económico alguno entre grupos humanos que carecían de un sistema de economía política fundamentado en el mercado, como es el caso griego. Por su parte, desde un marxismo más ortodoxo que el de Finley (vid. Crespo, 2005), Meikle (2009: 158-160) considera esto una «queja frívola» por parte de los exponentes más puristas del primitivismo con el cual, por otro lado, comulga abiertamente en lo demás. De hecho, de aquí en adelante se hace en ocasiones difícil trazar una divisoria clara entre aquellas críticas cruzadas a causa de divergencias sinceras en puntos concretos de la interpretación aristotélica y aquellas otras explicadas más bien en la mera «guerra de posiciones» desatada entre autores de tradición marginalista-neoliberal frente a liberales y marxianos. Las reiteradas muestras de valorización que de Schumpeter hace Meikle al distinguirlo de otros neoliberales en El pensamiento económico de Aristóteles (1995 para la primera edición, en inglés) ejemplifican un tímido empeño por mantener a raya el posicionamiento doctrinal; pero no hay que olvidar tampoco cómo a su vez el austriaco no tuvo empacho alguno en sostener la distinción a que nos referimos precisamente en el concepto de «ideología» de Marx (Schumpeter, 1994: 70 y ss.); y aun desarrollarlo hasta sus últimas consecuencias al aceptar «plenamente la doctrina de la ubicuidad de la tendenciosidad ideológica». En esta línea, su crítica a las doctrinas que se significan ajenas a la permeación ideológica es fulminante, y su ejemplificación más que remarcable al situarse en la doble trabazón de las prácticas económicas y estatistas de un lado, y del otro, de las construcciones significativas de la Economía y el Estado: «algunos grupos –por ejemplo, las burocracias– son muy inclinados a esta ideología, que, entre otras cosas, implica la negación, claramente ideológica, de su propio interés de grupo o, por lo menos, de su influencia en la práctica político administrativa que ellos crean o contribuyen a configurar. Éste puede ser un primer ejemplo de la influencia de las ideologías en el análisis, pues esta ideología de las burocracias es un factor importante de la acientífica costumbre de los economistas de utilizar una teoría del Estado claramente ideológica, la cual hace de éste un instituto sobrehumano para el bien público y pasa por alto todos los hechos conocidos por la ciencia política» (Schumpeter, 1994: 74, nota 8). 12
En este contexto que venimos esbozando se advierte con creciente nitidez una «noción de límite» que, proyectada desde la conciencia campesina arcaica de Hesíodo, ciñe el sentido del actuar económico a «un instrumento básico de vida dentro de los límites puestos por la razón práctica, que se realiza en la determinación discursiva de lo bueno y de lo malo para una buena vida; la economía será buena en la medida en que se mantenga dentro de los límites definidos por la autarquía» (Vollet, 2007: 56). Es más, la economía es lo que hay dentro de esos límites. Se trata, en esencia, de un giro copernicano en la concepción del foco causal que ha de activar los procesos de interacción con el medioambiente en que opera el agente –instituciones sociales y culturales incluidas, como recordaba Redfield (vid. sup., cap. 2.2)– que, observados desde la convención contemporánea, constituyen unidos nuestra Economía: los escasos tres años que median entre la publicación en 1954 de la Historia del análisis económico de Schumpeter y la relectura de la Ethica Nicomachea que supone para Karl Polanyi («Aristóteles descubre la economía», 1957 para su primera edición, en inglés) condenar la formidable imprecisión de cualquier adscripción del corpus aristotelicum a una simple moral de los negocios desde una «pedestre y más que ligeramente modernos de la “ciudad” que tienen su origen en la teoría. Por lo tanto, es necesario comprender la base de la diferencia entre la “ciudad”, por un lado, y estos equivalentes modernos, por otro».
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La política salvaje formulaciones analíticas, y cuál es ese potencial interpretativo? Detengámonos en el ejemplo de la teoría del precio un poco más.
las instituciones políticas para desplazar efectivamente el precio de su justa órbita gravitatoria, por un lapso de tiempo siempre finito–, no hacía sino condenar determinado tipo de situaciones monopolísticas de la misma manera que su discípulo interpretó que hacía Aristóteles por otros medios, para ellos menos «económicos» y más «morales». Curiosamente, en este sentido, aquella interferencia de la que hablábamos para completar el análisis económico fundada en el pensamiento económico del estagirita no vendría ocasionada por la «justicia objetiva» –i. e.: objetivada por la cultura que comparten Schumpeter o von Böhm-Bawerk, que aquí proceden según la misma lógica que veíamos en Pareto al explicar las «acciones no lógicas» (vid. sup., cap. 2.6)– tanto como por la percepción subjetiva que de la justicia tuviera el propio Aristóteles a propósito de un elemento literalmente ancilar de la oikonomía: la esclavitud.
Desde que Polanyi reprobara el error han sido varios los autores que han incidido en idéntica condena, sin embargo no se puede pasar sin contestar de igual manera a alguno de ellos, como es el caso del politólogo argentino Hernán Borisonik; tal vez precisamente por no empañar, con una adhesión acrítica al total, la relevancia de la mayoría de sus postulados (vid. Borisonik, 2013a; 2013b; 2008). Si bien es rotundamente cierto, por un lado, que Schumpeter reconoció en la «preocupación por el problema ético del precio justo» una fuente de interferencia analítica para el estagirita, no lo es tanto, como sucintamente vinculaba en un reciente artículo (Borisonik, 2013b: 190), que encontrara en ella el escollo determinante para concretar la teoría del precio –entiéndase: la teoría del precio que Schumpeter considera universal, formulada desde un ámbito de interacción mercantil y en términos marginalistas–. La cuestión es algo más compleja. De hecho, el hilo de su razonamiento ha de recorrerse en estricto sentido contrario, hasta hallar en las inquietudes morales el impulso motor del esfuerzo libertario que expresaría «teóricamente» el liberalismo. Las palabras del propio Schumpeter (1994: 97-99) son suficientemente claras al respecto:
Es decir, a la postre, para los austriacos y ya al menos desde Marx (Finley, 1970: 38; Meikle, 2009: 143-144, nota 8), el escollo del griego es más bien la justificación de la injusticia. Expliquémonos. Schumpeter considera determinante que Aristóteles no partiera de la explicitación del precio como dependiente de las variables de producción –esto es: desde una teoría del valor en términos de «trabajo»– a pesar de que sí distinguiera entre el «valor de uso» y el «valor de cambio»,13 e incluso de que arribara a enfrentar productos como mercancías apelando, aparentemente, al trabajo invertido en disponer de ellos. Así, para el de Estagira,
La preocupación por la ética de la formación de precios, como lo muestra el ejemplo de la posterior escolástica, es precisamente uno de los más enérgicos motivos que puede tener un hombre [sic, por «un humano»] para analizar los mecanismos reales del mercado. Numerosos pasos muestran efectivamente que Aristóteles intentó hacerlo y fracasó [...]. No tiene nada de raro la hipótesis de que Aristóteles haya tomado los precios competitivos normales como criterios de la justicia conmutativa o, más precisamente, la conjetura de que estuviera dispuesto a aceptar como «justa» cualquier transacción entre individuos que se basara en tales precios.
en las relaciones sociales y las transacciones, este derecho de reciprocidad se basa en la proporción y no en la igualdad. Esta reciprocidad entre las relaciones hace subsistir la ciudad [...]. La relación que existe entre el campesino y el zapatero debe hallarse también entre la obra del uno y la del otro. Con todo, no es en el momento en que se verifique el cambio cuando hay que adoptar esta relación de proporción. (Ethica Nicomachea, 1133a-1134b)
No en vano, no debería de olvidarse que uno de los caballos de batalla de la Escuela austriaca fue la autonomización radical de los mecanismos que a través del «precio de mercado» tenderían a expresar la justicia, pensada objetivamente; y éste es un nudo que, en todo caso, lo que sí debería es comenzar a clarificarnos la trama del trenzado argumental que conduce de la economía a su metafórica Economía. Detrás de la tramoya permanece invariablemente el suelo de las «leyes naturales». O mejor, de la concepción que de ellas se ha ido significando culturalmente en los procesos históricos que nos separan: de aquí nuestra apelación a un cambio paradigmático; de allí la suya a una tal objetivación.
Nos hemos permitido aquí la licencia de encuadrar en su contexto original la tesis central en que se apoya la interpretación del neoliberal: que Aristóteles estuviera próximo a pensar que trabajos diferentes con productos diferentes albergan la potencialidad de enlazarse en una «medida común», expresada en moneda –nómisma, de nómos: «norma» o «ley convencional»–. Y lo hemos hecho en tanto es sola y verdaderamente aquí donde «Hay una doble manera de utilizar todo artículo de propiedad; ambas maneras de empleo se refieren al artículo mismo o a la misma cosa poseída, pero no se refieren a ello de la misma manera: su uso es peculiar a la cosa, y el otro no es peculiar o característico de ella. Tomemos, por ejemplo, un zapato: existe su uso como zapato y existe su uso como un artículo de intercambio; ambas son, en efecto, maneras de utilizar un zapato, porque, aun cuando el que cambia un zapato por dinero o por alimentos con el cliente que necesita un zapato, lo emplea como un zapato, no hace, sin embargo, de él el uso peculiar y propio del zapato, ya que los zapatos no se hacen con el fin de ser cambiados por otra cosa» (Politica, 1257a).
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A fin de cuentas, cuando von Böhm-Bawerk (2009 [1914]), a la sazón maestro de Schumpeter en Viena, postulaba la iniquidad de la intervención de cualquier poder social en los equilibrios «naturales» del mercado –con independencia de que reconociera la capacidad de 74
Oikonomía Polanyi encontrará una carencia lastrando toda la cuestión: la carencia de contextualización por parte de Schumpeter. En cualquier caso, continuando con el argumento anterior, este tipo de reciprocidad en que el austriaco ve operar el intercambio traba y ha de trabar, para Aristóteles, exclusivamente a los miembros de la «comunidad política». La esclavitud, propia de la «justicia doméstica» y no de la «justicia política», representaría un estorbo analítico porque al sacar de la interacción mercantil buena parte del trabajo no permitiría percibir acabadamente los mecanismos de mercado, empezando por la misma naturalización de la formación del precio en el trabajo por la que empezó Adam Smith en su Inquiry al sentar las bases del clasicismo liberal. De aquí se podría achacar al pensamiento económico griego una carencia en la detección del «mercado de trabajo», y eso es lo que hace a fin de cuentas Schumpeter; pero lo cierto es que, hasta aquí, desde nuestro punto de vista únicamente parece dado afirmar la ausencia de un mercado de trabajo como tal.
comprensión del «pensamiento económico» imperante en la cultura de las sociedades industriales de la primera mitad de la pasada centuria. La ausencia se lee como carencia en la medida en que se es incapaz de pensar, de imaginar, que la Ethica esté remitiendo a una situación de circulación e integración económica no regida por los mecanismos de un «mercado creador de precios»; ni siquiera por un comportamiento de mercado; y que la formación de este otro precio no sea una preocupación analítica del pensamiento económico aristotélico porque la «proporción» que refiere el estagirita sea realmente un precio consuetudinario más o menos fijo. En términos polanyianos: una «equivalencia» –convencional– y no un verdadero «precio» –concurrencial–. En cierto modo se podría decir, pues, que esto reintroduce la problemática de la «igualdad», cardinal en el discurso político aristotélico, por la «puerta trasera» de la economía; al menos en tanto lo que trata de discernir aquí la Ethica es precisamente el opaco mecanismo social que salva, en el intercambio monetarizado, la imposible conmensurabilidad natural de dos productos dados, a todas luces «desiguales» entre sí: ¿cuánto del producto del campesino vale el producto del zapatero? Y es más: ¿en qué medida pueden compararse uno y otro?
Por su parte, Aristóteles resulta bastante explícito a la hora de fijar el sujeto en interés del cual se mide e irradia la justicia, no en el individuo aislado, sino en la comunidad ciudadana; en su cohesión orgánica; y de ahí el énfasis en la justicia como un precio conocido por las partes con antelación a la relación de intercambio. La leve temporización de tal acto de fijación convierte el atributo de este precio, que podríamos llamar «precio convencional», en inherente a la propia idea de proporcionalidad que equipara los productos intercambiados a la vez que, de ese modo, la aleja terminantemente de las veleidades del regateo; incluido aquel que se apoya en la «autorregulación» del mercado por el cual se «fija», sólo de manera puntual, el precio que podríamos llamar «precio concurrencial». La radicalidad de la diferencia entre las lógicas operativas que devuelven sendos tipos de precio reside en el hecho de que, de hecho, la primera resulta en un dispositivo disipador de un beneficio individual que pudiera eventualmente debilitar el ligamen comunitario.
Desde este punto puede vislumbrarse un camino –el de la Economía– que principia por declarar el dinero signo de esa medida. No lo recorreremos nosotros; o al menos no en la dirección en que se disponen tradicionalmente sus razones. En su lugar, será más provechoso para lo que nos concierne continuar rastreando en Schumpeter (1994: 98, nota 13) las pistas que lo descubren al declarar que, en esa razón económica, «no se puede decir en ningún sentido realista que una sociedad no socialista [estatista] como tal valore [i. e.: “dote de valor”] las mercancías»; y si bien no es baladí el que apostille acto seguido «aunque es verdad, desde luego, que las influencias sociales afectan a las estimaciones subjetivas de los individuos, que rigen luego el comportamiento de éstos y producen así precios y “valores objetivos”», ese margen no parece permitir el suficiente espacio como para anular el peso lapidario que sobre su concepción sistémica ejerce la sentencia anterior. Pues bien: nótese cómo Schumpeter mezcla dos problemáticas que, aunque obviamente no son independientes en lo absoluto –¿algo lo es en el funcionamiento de los grupos humanos?–, sí son perfectamente diferenciables. Expresado sucintamente, de un lado, Schumpeter habla de una valoración que parte de las «instituciones formales» de la sociedad, y más concretamente de la sanción del gobierno, como era el caso en los Estados socialistas de la pasada centuria, entre otros muchos; del otro, no cabe duda de que Aristóteles, tras el filtro de ese primer «universalismo» mediterráneo que es la Filosofía según la escribieron antes los sofistas, trata de explicar fenómenos que se incardinan en lo que podríamos calificar de procesos culturales del
Asumidos estos términos, casarían más parsimoniosamente las diferentes piezas del rompecabezas de que disponemos hasta aquí, pues en efecto no encontramos para este punto principios diferentes a los que mecen el enunciado por el cual la oikonomía es subsidiaria de la política en la consecución de la autarquía eudemónica. Polanyi (1976: 137) no hizo más que reconocerlo al manifestar que «el intercambio es, en este contexto, parte de un comportamiento de reciprocidad».14 Ése es el principal factor que escapa a la 14 Nótese que en ese mismo Comercio y mercado en los imperios antiguos, el austrohúngaro firmaba otro famoso capítulo en el cual aclaraba (Polanyi, 2014a: 198): «para servir como forma de integración, el intercambio requiere un sistema de mercados creadores de precio. Por consiguiente, hay que distinguir tres tipos de intercambio: el movimiento puramente físico de un “cambio de lugar” entre los sujetos –intercambio operacional–; los movimientos apropiativos de intercambio, a una equivalencia fija –intercambio acordado– o a una equivalencia negociada –intercambio integrador–»; añadiendo acto seguido, por lo que toca a la institucionalización de la economía: «cuando el intercambio se produce a una equivalencia fija la economía está integrada por los factores que fijan dicha equivalencia, no por el mecanismo de mercado». Pues
bien, lo que venía a decir es que en la Grecia clásica esos factores eran de índole sociopolítica, y que por tanto la economía que sustentaba tradicionalmente la pólis no estaba «desincrustada» (disembedded) en instituciones específicas y autónomas similares a las nuestras. O al menos, tal era la situación de la oikonomía aristotélica.
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La política salvaje En este escenario, las nociones económicas vertidas en el corpus aristotelicum adquirirían la importancia de un «testigo presencial» del momento en que la permeación de las dinámicas de mercado en la órbita del comercio se torna verdaderamente relevante y permite una inflexión en los procesos de surgimiento, extensión y consolidación de prácticas polémicas en tanto estarían pervirtiendo los mecanismos tradicionales de la subsistencia –la oikonomía– y la cohesión de la comunidad política.
grupo humano: de una manera todavía un tanto imprecisa e intuitiva –tendremos tiempo de afinar las herramientas en lo sucesivo (vid. inf., caps. 8.4 y 9.1)– diremos que uno es un mecanismo legal para establecer un precio, mientras lo otro es una «apreciación» legítima para estabilizar un valor. Esta confusión en el discurso del austriaco se torna más grave si cabe desde el momento en el cual el propio Menger (El dinero, 1892 para la primera edición, en alemán, revisada en 1909) ya había distinguido con vehemencia el «dinero» y «medios legales de pago», a razón, precisamente, de entender los segundos como interferencia –histórica– de una institución estatista sobre una institución social no planificada (vid. inf., cap. 8.1).
Debe de entenderse en estos términos el afortunado juego de espejos propuesto recientemente por Dotan Leshem (2013), para quien la tendencia expresada por el estagirita consiste en una «economización del mercado» (economizing the market), mientras que la Economía construida a partir de la formulación clasicista se le opone a través de una «mercatización de la economía» (marketing the economy). En este aspecto, es necesario reconocer que la introducción de un neologismo permite llamar la atención sobre el nudo significativo que nos superpone, de nuevo, varias nociones de economía para las cuales la evidencia etnohistórica sentencia una coincidencia estrictamente contingente; y es más: cultural. Respondiendo, entonces, a la pregunta de por qué resulta más acertado traducir aquí el inglés marketization por «mercatización» antes que hacerlo por «mercantilización» se coadyuva a explicar el proceso histórico a que nos venimos refiriendo.
La cuestión ahora es que partiendo de esta base no es extraño que, como supo expresar oportunamente el sustantivista, la cadena de razonamientos aristotélicos se le presentara al neoliberal como una serie de paradojas. Implica [esta concatenación racional] la ignorancia del mercado como vehículo de comercio, de la formación de precios como función del mercado, de cualquier otra función del comercio diferente de la de contribuir a la autarquía, de las razones por las que el precio fijado puede diferir del formado en el mercado y los precios fluctúan, y, finalmente, de la competencia como mecanismo que produce un precio irremplazable en la medida en que vacía el mercado y puede, por consiguiente, considerarse como la proporción natural del intercambio. En cambio, en las obras aristotélicas se considera al mercado y al comercio como instituciones separadas, a los precios como fruto de la costumbre, la ley u otros factores extraeconómicos, al intercambio con ganancia como «antinatural», al precio fijado como «natural», a la fluctuación de los precios como indeseable y al precio natural como expresión de la estimación mutua de la condición social de los productores, no como algo dependiente de la relación impersonal entre los bienes intercambiados. (Polanyi, 1976: 135-136)
Mientras la forma verbal to market refiera la acepción de vender a través de la literal figuración de «poner en el torno a la precisión de las conclusiones del austrohúngaro, siendo quizá la más encendida la protagonizada por Morris Silver (1983; 1985) y Anne Mayhew, Walter C. Neale y David W. Tandy (1985) en las páginas de The Journal of Economic Science a propósito del grado de determinación de las evidencias documentales históricas para la presencia, o ausencia, de operaciones mercantiles según precios concurrenciales en el Próximo Oriente del segundo milenio a. C. No podemos sino remitir a la bibliografía especializada para dirimir en la profundidad necesaria una controversia de tal envergadura, sin embargo sí es pertinente remarcar aquí algunas de las consideraciones vertidas en defensa del enfoque sustantivista por lo que afecta, más que a falsar empíricamente esta presencia o ausencia, a la metodología por la que se trataba de hacer. Así, la constatación de una fluctuación en los precios no invalida eo ipso el argumento polanyiano, pues su objetivo al enfatizar la «fijación» –convencional o consuetudinaria– del precio en su categoría de «equivalencia» no era negar este hecho tanto como desvincularlo de una causalidad única en los mecanismos del mercado autorregulado. En efecto, «evidence of changing prices is necessary to establish that there were self-regulating markets, but it is not sufficient. It is also necessary to show that the quantities of goods supplied depended upon the prices of the goods and the prices of the inputs needed to supply the goods, and that the material standard of living of persons depended upon the prices they received for contributing to the production of goods [...]. The real question is whether variations in quantity and quality of food and other everyday items during normal times were determined by market earnings and expenditures» (Mayhew et al., 1985: 129-131). En estos términos, la trascendencia de la propuesta de Polanyi reside, primero: en evidenciar una fuerte tendencia a la interpretación histórica inducida por nuestras propias costumbres económicas, por la cual se leía –y traducía (vid. i. a. Borisonik, 2013b: 188, nota 3, para el caso del griego chreía como «demanda», «necesidad» o «necesidad utilitaria»; vid. sup., cap. 1.2, nota 14)– todo registro en la presunción inconsciente del comportamiento comercial; y segundo: en señalar que tales mecanismos debieron de cumplir, en todo caso y en el mejor de ellos, una función periférica en el sustento de la mayoría de grupos humanos, con independencia de la posibilidad real de que errara al identificar comportamientos de mercado en algunas esferas económicas de un caso histórico concreto.
Una vez adoptado este segundo enfoque, transformador de todo el sustrato epistémico, Polanyi se verá con las herramientas que le permitirán comenzar a «historiar» el comportamiento de mercado competitivo, cuyas primeras manifestaciones verdaderamente sólidas encuadradas en mecanismos similares a los de nuestro comercio contemporáneo adelantará prácticamente un milenio para desplazarlo del Próximo Oriente asiático al mundo helénico del siglo III a. C., tras un largo periodo de estabilización y generalización de la mutación que parece iniciarse con la aparición de venta al por menor de alimentos mediante acuñaciones monetarias de poco valor en los mercados locales jonios del s. VII (Polanyi, Arensberg y Pearson, 1976; pero especialmente Polanyi, 2009: 239 y ss.).15 La aparición póstuma de El sustento del hombre (1977 para la primera edición, en inglés, pero vid. sup., cap. 2.6, nota 43) reavivó la polémica en
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Oikonomía mercado», como acostumbra a hacer sólo tras los más frecuentes usos de promocionar o mercadear –i. e.: operar en ese mismo mercado–, se podría justificar aquí una traducción en la línea de «mercantilización»; es decir: de conversión en mercancía de algo que de suyo no debiera recibir un trato comercial. En cierto modo, frente a la opción de commercialization, el sentido de este marketization podría haber sido el de salvar el sutil matiz que el castellano también encuentra entre los usos orientados «naturalmente» –se comercializan cosas cuya naturaleza implica el comercio, ergo: cosas que son mercancías– y los usos «desnaturalizados» –se mercantilizan cosas cuya naturaleza no implicaba el comercio, ergo: cosas que son tratadas como si fueran mercancías–. Sin embargo todo el lecho conceptual en que se baten estas diferenciaciones no sólo admite implícitamente la existencia del «mercado», sino que en tal admisión omite explicitar la estructura de las prácticas que lo concretizan, y en su omisión permite naturalizarlo y naturalizarlas tácitamente. La reflexión explícita solamente se dispara en la advertencia de la falta de especificidad necesaria en el tratamiento de las mercancías; de que esas prácticas que se han naturalizado tácitamente son, en verdad, contextuales y altamente variables. O dicho de otra forma: arranca en el momento en que nos apercibimos de que existe más de una lógica operativa que incumba a la circulación de productos y servicios; como en el caso de intercambiarlos por «precio convencional» o por «precio concurrencial», en Aristóteles; o incluso de que estas mercancías desvestidas del atrezo mercantil hasta el punto de recuperar su mera cosificación original, que estas cosas, pues, pudieran circular por medios diferentes al mercado impelidas por comportamientos diferentes a cualquier motivo que pudiéramos sujetar cercanamente a nuestra Economía, como en el caso de las actividades que un agente dado desarrolla en el contexto de su familia en calidad de cónyuge o genitor o cualquier otro status que le suponga una pertenencia culturalmente determinante: ¿no explica esto más parsimoniosamente el caso que nos relataba Delphy (vid. sup., cap. 1.1) sobre la percepción de «improductividad» de la mujer francesa cuando cocinaba como esposa y la de «productividad» de la misma mujer cuando cocinaba como empleada?
observemos desde este extremo cultural nuestro donde las mercancías son tratadas según las prácticas del mercado totalizante y autorregulado. Más allá de que en efecto entendamos de todo ello, junto con Leshem y sólo en cierta medida apostillando a Polanyi, que de la diatriba rastreable en el discurso de Aristóteles se puede deducir el enfrentamiento de dos «formalizaciones» del mercado, si acaso en ciernes, más que un tratamiento formal y otro sustantivo,16 sin duda donde juega su trascendencia el carácter pionero del estagirita es precisamente en aislar las condiciones de posibilidad que permiten todo este embrollo (Politica, 1257b): «una vez que se hubo inventado la acuñación de moneda como un resultado o consecuencia del necesario intercambio de bienes [recuérdese que es “necesario” en tanto generado a rebufo de la integración política de una comunidad superior a la “aldea como extensión de la familia”], nació la otra forma de enriquecerse [chrēmatistikēs], el comercio [to kapēlikon]». Se trata de señalar en el intercambio monetarizado el nodo situacional que favorece una mutación exitosa de la práctica, pasando de relaciones verificadas bajo la égida de la justicia política de la comunidad ciudadana, en las que el mercado es únicamente medio de subsistencia, a otras inscritas en la desorganización sociocultural fruto del escudriñar, organizados en facciones subcomunitarias «To “economize” means [según Polanyi en “La economía como actividad institucionalizada”, al igual que “Aristóteles descubre la economía”, publicado primero en 1957 como capítulo del conocido Comercio y mercado en los imperios antiguos] subjecting a sphere of human existence –in this instance, substantive economy– to the formal logic attached to the means-ends relationship [...]. Aristotle offered a way to economize the market by embedding it within the oĩkos and subordinating it to the formal logic of its economy [...]. I will recount the way Aristotle sought to economize the market by first reconstructing the distinction between the formal economy and the market, and this will allow me to further radicalize Polanyi’s critique of contemporary market economy: where he demostrated that substantive economy isn’t necessarily tied to the market [...], I will venture to demonstrate that the formal economy, too, isn’t necessarily tied to the market and can indeed operate within other institutions» (Leshem, 2013: 40). En efecto, Polanyi presenta una acepción de «formal» innecesariamente cerrada sobre las formalizaciones de la Economía como disciplina, siendo que quizá habría resultado más acertado limitarse a orientar su definición hacia las modulaciones culturales del «discurso lógico» y la práctica. Cabe decir, en su favor, que la única cultura que dispone un campo de significación independiente que totaliza la acción subsistencial –pero no solamente la acción subsistencial– en torno a la «lógica del intercambio mercantil» es precisamente la de nuestras sociedades industriales y sus antepasadas inmediatas en los ss. XVIIIXIX, de modo que, en puridad, no hay más «economía formal» que la Economía que conocemos. Ir más allá le habría supuesto al sustantivista una exploración contra sus firmes raíces en el –al fin y al cabo– crudo materialismo economicista –cf. la vehemencia con la cual rechazó que de la acción individual pudieran derivarse efectos institucionales (Polanyi, 2014a: 194-195; 2009: 99-101; cf. Maucourant, 2006: 87-90), situándose así en las antípodas de la praxeología de Menger, y de Weber (vid. inf., cap. 8.1)–, aunque en ocasiones pareciera estar a punto de echar a andar ese camino: «examinaremos las concepciones formales empezando por la forma en que la lógica de la acción racional da origen a una economía formal y ésta, a su vez, sienta las bases del análisis económico. La acción racional se define aquí como elección de medios en relaciones a unos fines. Los medios son cualquier cosa que sirva para alcanzar un fin, ya sea en virtud de las leyes de la naturaleza o de unas reglas de juego. Así, “racional”, es un adjetivo que no se aplica ni a los fines ni a los medios, sino más bien a la relación entre unos y otros»; y quede su concreción pendiente de tomarse en serio –analítica, sistémicamente– las creencias: «dado cualquier fin, es racional escoger los medios adecuados para alcanzarlo, y no lo es escoger medios en cuya eficacia no se crea» (Polanyi, 2014a: 189).
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Leshem no pretende expresar que la economía, en tanto prácticas de la subsistencia que el pensamiento griego antiguo entendió vinculadas al oĩkos, sea tratada como una mercancía y en ello podamos parangonar su marketization con una suerte de comercialización, cultural y eventualmente contranatural pero al fin y al cabo circunscrita al ámbito de imaginación de las cosas –en tal caso habría escrito to commodify–. Se trata, más profunda, sistémicamente, de que la economía asume en sus prácticas unas prácticas que se habían generado mutando en la concretización del mercado, aunque de hecho tampoco fueran éstas las prácticas que le eran necesariamente propias a tal institución. Apela por tanto al mercado que ahora conocemos, a su lógica, no a las cosas que circulan a través de ambos. Lo torna mercado; «mercatiza» y no mercantiliza, en sentido restringido; aunque en sentido amplio, por otro lado, se podrían suponer amalgamados metonímicamente ambos fenómenos, siempre y cuando 77
La política salvaje o subsocietarias ya propiamente, las posibilidades que tal medio ofrece como medio «democratizante» de acceso a la autoridad –política– del poder –económico–.17
ambos pares se enraizan en la dicotomía primera de «valor de uso» contra «valor de cambio» –y huelga decirlo: porque Marx era buen conocedor de la obra de Aristóteles (vid. i. a. Borisonik, 2013a: 240; Carpenter, 2010; Itoh, 2011; Crespo, 2005; Sanz Alonso, 2003)–. Continuando con nuestra proposición, el verdadero problema para el análisis histórico de los grupos humanos, en este caso, tal vez sea la falta de un lenguaje común; de herramientas capaces de transitar de lado a lado la relevancia cultural y social de estos cambios en el comportamiento.
De aquí puede colegirse gran parte del problema. De hecho, eso es exactamente lo que acabamos de proponer. Podríamos, empero, haberlo comenzado por el extremo heurístico de caracterizar de «problemático» ese fenómeno solamente en tanto pudiera incitar a desconocer, dentro de la propia comunidad ciudadana, las autoridades tradicionales en cuya reproducción se había levantado el edificio de aquella justicia política que defiende el filósofo de Estagira como eudemónica. Con dos milenios de diferencia Marx encontrará a su vez problemática la tradición del mercado autorregulado porque, paradójicamente, cronificaba unas autoridades socialmente tan rígidas como las que pudiera haber quebrado su emergencia, por más que las industriales estuvieran ya fundadas sobre los cimientos de ese sistema de intercambio en principio autonomizado de la política sólo para engarzársele de nuevo invirtiendo la polaridad de sus causalidades. Sin duda, por esto es relativamente sencillo ver un paralelo razonable entre el antagonismo aristotélico de la «crematística natural», limitada por la economía, frente a la «crematística antinatural», antieconómica porque carece de límites, de un lado, y del otro lado la secuencia marxiana de un intercambio de tipo M1→D→M2 frente a otro de tipo D1→M→D2, puesto que
En cierta medida, la posición del «pensamiento griego» que venimos tratando debería de contribuir a diferenciar más claramente en nuestra propia concepción de la economía, y lo que en consecuencia quede de Economía, una serie de acciones vinculadas con la subsistencia –o el «sustento» (livelihood), si hemos de usar los términos polanyianos– de otras que entran directamente en relación con la política en tanto acción y gestión del espacio social. Lo revolucionario de esta mutación consistiría en aprovechar los mecanismos de una para la consecución de los objetivos de la otra en un escenario donde el devenir histórico ha ecualizado significativamente, por alguna razón, ambos canales. Visto desde este punto, el leitmotiv de ese lenguaje común en que habremos de adentrarnos no es tanto el de las prácticas subsistenciales –y por eso el vocabulario de la producción, la circulación o el consumo le serán eventuales–, sino el de las prácticas de la dominancia –y por eso habremos de desarrollarnos otro repertorio técnico, orbitando conceptos como autoridad y poder–; aunque ésa es todavía «otra Historia».
17 Por lo que toca a la vinculación del «mercado» con la «democracia», y sin ánimo de profundizar en el debate, conviene remitir a la discusión en El sustento del hombre (Polanyi, 2009) para evitar un deslizamiento automático hacia el de todos conocido discurso liberal clásico –y neoclásico–; especialmente por cuanto tal cosa recaería en las antípodas de la intención del austrohúngaro cuando toma la disputa entre Cimón y Pericles como el resumen de dos modos de organizar la redistribución del sustento, rastreables, a su parecer, ya en la edad arcaica: según una base señorial, bajo una «lógica clientelar», o según una base tribal, bajo una «lógica parental». «El monarca –sea rey, déspota o tirano– necesitaba para su fin contar con una burocracia central, como en Egipto, o tenía que mantener intactas las organizacones tribales locales, como en Persia [...]. [En Grecia] la forma tribal de redistribución no había sido capaz de resistir los efectos demoledores de las haciendas señoriales autosuficientes; éstas se desarrollaron fuera de la tribu y organizaron un sistema de redistribución propio a pequeña escala. La democracia en la Atenas clásica significaba la suplantación de estas economías por el poder del dēmos organizado en la pólis» (ibíd.: 269-270, 274-275). En este sentido, la democracia ática se alinea con la tradición tribal, lo cual resulta plenamente coherente con lo referido arriba (vid. sup., cap. 2.2) sobre las peculiaridades de la «ciudadanía mediterránea clásica» y su indigenismo –y aquí la diferencia radical con la doctrina del individualismo liberal, aunque no así con el anarquista (Bakunin, 1979: 146, 152-156)–. Polanyi hablará de una «disciplina de la pólis» que actúa no sólo política o militarmente, sino también para la economía, salvaguardando los medios del sustento. Por eso, «aunque el mercado empezaba a jugar un papel clave en el aprovisionamiento del pueblo, tampoco debe exagerarse su importancia en el conjunto de la economía. El mercado y el agorá eran puramente internos a la pólis, sometidos a sus límites físicos y políticos. El agorá no era más que un instrumento que facilitaba la operación del sistema redistributivo [...]. La plaza del mercado ateniense no fue la cuna de un sistema de mercado» (Polanyi, 2009: 268, 297); o ésa es, al menos, la opinión del sustantivista. En cualquier caso, cf. asimismo las conclusiones a que arriba la Filosofía del dinero de Simmel (1900 para la primera edición, en alemán), sucintamente resumidas en que «money’s abstraction and anonymity liberated humans from age-old distinctions of status and fostered a double-edge egalitarianism: money freed people from corporate statuses but left them with nothing but money itself with which to evaluate and judge the social and natural worlds around them» (Maurer, 2006: 19; cf. Simmel, 2013: 329 y ss.; Parry y Bloch, 1989: 3-7, para un breve comentario en relación a la posición de Marx).
4. Crematística y dinosaurios emplumados Llegados a esta determinación programática merece la pena dedicar unas cuantas líneas más a otra noción aristotélica, citada hasta aquí a vuelapluma, trascendente para nuestro estudio: la de «crematística». En cualquier caso, para hacerlo bien podríamos escudarnos en la fortuna que el término ha acabado por granjearse entre los cultismos castellanos;18 o en aquella delicada precisión La enmienda propuesta para la XXIII edición del Diccionario de la RAE añade sobre la anterior la explicitación de una traducción etimológica como «arte de ganar dinero» para un uso castellano como «interés pecuniario en un negocio», pero sin duda es doblemente más significativo la notación de una segunda acepción como «Economía –ciencia–», en desuso. Lo que se recoje, por tanto, no es ni más ni menos que una sensibilidad paradigmática ya arcaica, enraizada en la tradición escolástica y la fiel lectura tomista de Aristóteles, por la cual nuestra disciplina económica no derivaría y tendría por objeto el estudio de las actividades de la oikonomía –i. e.: de gestión doméstica del sustento– sino de las actividades del mero enriquecimiento. En cualquier caso, las incomodidades que ha generado en los académicos –economistas incluidos– curiosos con la historia de las ideas el uso del término «economía» son de sobra conocidas, y Crematística no ha sido el único sustituto de origen griego postulado contra Economía para aumentar la precisión conceptual de la disciplina: el inglés Richard Whately (Introductory lectures on Political Economy, 1831 para la primera edición) sugirió que habría sido más ajustado designarla Catalaxia, en tanto centrada en las relaciones de intercambio –mercantil–; lo que a su vez recogieron justificadamente los neoliberales austriacos Hayek y
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Oikonomía empeño por recalcar el carácter estrictamente convencional y literalmente intrascendente de la moneda, y niega con ello que la práctica de su uso pueda tener consecuencias o influencias independientes en los procesos económicos. O en otras palabras: niega el potencial agente del dinero una vez lanzado al devenir histórico de los sistemas socioculturales que lo engendraron.
que reclama la traducción de significaciones culturales; o mejor aun, porque con todo esto se nos permite un ensayo preliminar de aquel programa. Así, si en un primer momento consignábamos para chrēmatistikē, siguiendo la interpretación de Samaranch, el sentido llano de «enriquecerse», lo cierto es que etimológicamente el original griego ya conllevaba ciertas ambigüedades al conjugar los valores usuales de chrēma, traducido por lo común como «cosa», y de chrēmata, como «bienes», «propiedades», o «mercancías» o, en fin: «dinero». Esto explica el que se hayan aislado hasta tres matices distintos ya solamente en el empleo hecho por Aristóteles, con diferentes intensidades que se afirman en la adquisición de cosas o bienes en general, para proyectarse hacia aquélla más específicamente entendida en términos de intercambio mediado por dinero, hasta la mera adquisición de dinero per se (Borisonik, 2013a: 231 y ss.; García Valdés, 1988: 64, nota 66). Explica también que su relación con la economía varíe; y tan pronto se la entienda supeditada a ella –la crematística como «arte de adquirir» para la economía como «arte de gestionar» (Politica, 1253b, 1256b, etc.)– como pueda advertírsele una divergencia irreconciliable –la economía como actividad centrada en la adquisisicón y gestión de «valores de uso» contra la crematística como actividad centrada en la acumulación de «valores de cambio» (Politica, 1257a-1258a, i. a.)–. Situada bajo esta luz, la sentencia aristotélica citada líneas arriba descubre nuevos matices en la medida en que clarifica la idea de una generación mutante de la «crematística comercial», ilimitada, al ponerla en relación con los modos convencionales en que venía operando la «crematística económica»: en un momento histórico el «arte de adquirir» se volvió un fin en sí mismo, desbordando los márgenes de su propia racionalidad. Y lo que es más interesante: pudo hacerlo gracias a que, con anterioridad, otra «evolución» cultural había comprometido la oikonomía de esos grupos humanos con el intercambio monetarizado en el marco del mercado, impelida por varias circunstancias políticas relacionadas con la integración sociocomunitaria.
Al igual que fijaría el clasicismo liberal para la tradición de la Economía que conocemos hoy día, el filósofo de Estagira historió un «origen cataláctico» de la moneda como facilitador del trueque (allagē). Escribió de esta manera en su Politica (1257a): En la primera comunidad –es decir, en la casa–, es evidente que no tiene ninguna función [el intercambio], pero sí cuando la comunidad es ya mayor. Pues los unos tenían en común todas las cosas, pero los otros, al estar separados, tenían muchas pero diferentes, de las cuales es necesario que hagan cambios según sus necesidades, como aún hoy lo hacen muchos de los bárbaros, al trueque. Cambiando unos productos útiles por otros, pero nada más [que utilidades: «valores de uso»] [...]. De éste surgió lógicamente el otro [el intercambio cuyo fin no es el uso directo sino el «valor de cambio» de las mercancías]. Al hacerse más grande la ayuda exterior para importar lo que hacía falta y exportar lo que abundaba, se introdujo por necesidad el empleo de la moneda, ya que no eran fáciles de transportar todos los productos naturalmente necesarios. Y nuevamente, en la Ethica Nicomachea (1133b) incidió en el papel de la moneda como «una especie de intermediario que sirve para apreciar todas las cosas, reduciéndolas a una medida común» en el contexto de la instrumentación convencional para una cohesión social orquestada en torno a la necesidad de la oikonomía (chreía). En este ínterin, la moneda como nómisma adquiere el desempeño de tres de las cuatro funciones clásicas propias del dinero: medida del valor, medio de intercambio y, al permitir diferir la liquidación de un intercambio orientado por el consumo –es decir, siguiendo la notación marxista para explicar el pensamiento del estagirita: fraccionar o «temporizar» la secuencia M1→D→M2 del llamado «mercantilismo simple» en M→D, de un lado, y D→M, de otro–, la función de reserva del valor (vid. Schumpeter, 1994: 99-101).
Pero una vez enunciado el cómo, sería todavía necesario despejar el porqué ese cambio comportamental podía resultar adaptativamente ventajoso, si bien se trata de un camino, como acertadamente señaló Borisonik (2008: 9), bloqueado por la interpretación canónica de lo escrito por el estagirita. Ésta encierra el dinero en su función como «medio de intercambio» siguiendo en apariencia a Aristóteles en su
Tomemos estas pautas para enmarcar la «crematística económica», que consecuentemente podríamos entender como aquélla en la cual el dinero en tanto «valor de cambio» es un medio en tránsito hacia la mercancía en tanto «valor de uso»; lo que se sublima esquemáticamente en el tramo D→M del dicho proceso de circulación.
von Mises. Pero, con todo, no hay que olvidar que para todos ellos el referente era todavía menos oscuro de lo que lo es en nuestros códigos culturales al uso, pues si por el lado anglosajón todavía no se había encriptado la metáfora de la «Economía política» normalizando la omisión del adjetivo que le precisa un sentido en la línea de «ordenación de lo social», hay que recordar que en el ámbito germanófono seguía siendo relativamente usual a principios del s. XX el empleo de Wirtschaft y Volkwirtschaft –sin duda más inteligibles en tanto etimológicamente nativos, relacionados con el «dueño» (Wirt) en una línea, si se quiere, similar a como pudieron significarse los griegos la noción oikonomía en el marco de la casa patriarcal– donde con el tiempo se impondrían los «barbarismos» Ökonomie y Nationalökonomie.
Desde este punto, quizá un buen ejemplo de la cerrazón de la interpretación canónica a que nos referíamos, no casualmente arraigada en la tradición discipinar de la estricta Filosofía, lo encontramos en los recientes comentarios de 79
La política salvaje tradicional o mayoritaria, no condenó ni esclusivamente ni de manera especial una actividad comercial que, de hecho, ya se concebía y trataba de mantener en los márgenes de la comunidad política.19 Muy al contrario, encontramos también en el corpus aristotelicum las más encendidas críticas hacia los «corruptos desempeños crematísticos» de maestros, militares y médicos (De sophisticis elenchis, 165a; Politica, 1258a), y aun de ciertos artesanos, como aquéllos artífices del vituperado cuchillo délfico o la escupidera-candelabro (Politica, 1252b; De partibus animalium, 683a). Para el de la Universidad de Glasgow, «es cierto que kapēlikē tiene un lugar especial en los análisis del intercambio en Politica, pero sólo porque piensa [Aristóteles] que tiene un lugar especial en el origen de la chrēmatistikē mala como un fenómeno general el cual incluye kapēlikē pero no se agota en ello» (Meikle, 2009: 135, vid. asimismo 75 y ss., 97-101).
Ricardo F. Crespo a propósito del debate que enfrentó en las páginas de History of Political Economy a William S. Kern («Returning to the Aristotelian paradigm: Daly and Schumacher», 1983) y Stephen J. Pack («Aristotle and the problem of insatiable desires: A comment on Kern’s interpretation of Aristotle», 1985) sobre la infinitud de los deseos individuales, bien como causa, o bien como efecto de la «crematística comercial», respectivamente. Para Crespo (2010: 57-58) no cabe la menor duda de que la razón recae del lado del primero de estos autores y de que «una concepción aristotélica [de la economía] enseña que tenemos que preocuparnos más en desarrollar las virtudes personales que en construir sistemas perfectos. Accidentalmente, lo mejor que podemos hacer para satisfacer la acción económica es consolidarla con virtudes». Sin embargo, Scott Meikle (2009: 59 y ss.) ha argumentado más que convincentemente que la versión comercial de la crematística, en la cual la mercancía en tanto «valor de uso» es un medio en tránsito hacia el dinero en tanto «valor de cambio», al encontrar su expresión más simple en el tramo M→D, se origina cabalmente también como una función contenida en el mismo proceso de intercambio económico, del cual es no sólo virtualmente inseparable sino, una vez incorporada la moneda, indispensable.
No es necesario enzarzarse en los esfuerzos por desvelar la verdadera dirección del pensamiento del estagirita para celebrar la clarividencia del marxista.20 En efecto, existen sobradas razones para afirmar que cualquier sistema de circulación por intercambio monetarizado, por más que se hubiera gestado dentro de los márgenes de la lógica de la oikonomía y en consecuencia estuviera dirigido al consumo del «valor de uso», comporta un serio riesgo de alumbrar en las replicaciones de su práctica comportamientos «desviados» en el sentido de lo que Aristóteles tildó de crematística «antinatural». Aunque en esa inteligencia, paradójicamente, no podríamos suscribir el calificativo de antinaturalidad para estos comportamientos orientados a la maximización del dinero –i. e.: del «valor de cambio»–, en tanto no sólo se habrían originado dentro de la lógica «natural» del intercambio económico, sino que además se habrían encontrado operando en un entorno que les otorgaba cierta «ventaja adaptativa», ya que evidentemente un agente social que aumentara el «valor de cambio» en
O en otras palabras: si los intercambios orientados al «valor de uso» contenido en la mercancía (M) son necesarios para la economía de una comunidad –por ejemplo la doméstica– incapaz de procurar a sus partes el total de necesidades de su sustento, y las complejidades logísticas de este trueque (M1→M2) hubieran recomendado la convención monetaria (D) para facilitar en la equiparación de valores la circulación intercomunitaria de estas utilidades (M1→D→M2), hallar que en un momento concreto un individuo cualquiera –es más: cualquier individuo– persiga la maximización del «valor de cambio» (M→D) es tan sencillo como concretar esos momentos al azar apoyándose en la temporización que permite el dinero: en una secuencia práctica efectiva, encontraremos que así sucede la mitad de las veces –M→D para D→M para M→D para D→M para M→D y así alternativamente ad æternum–.
Escribe el neoliberal austriaco: «desde la posición de su ideal de la vida buena y virtuosa, y que los hechos económicos y las relaciones entre hechos económicos por él consideradas y estimadas se presentan a la luz de los prejuicios ideológicos que se podían suponer en un hombre que ha vivido en y ha escrito para una clase culta ociosa que despreciaba el trabajo y los negocios, amaba, naturalmente, al agricultor que la alimentaba y odiaba al prestamista que explotaba al agricultor» (Schumpeter, 1994: 96). Cf. la opinión de Meikle (2009: 78, con bibliografía); y la de Polanyi, especialmente en lo tocante a la distinción entre kápēlos y émporos por lo que respecta a la conceptuación del comercio como actividad de extranjeros frente al mercadeo local en el agorá (Polanyi, 2009: 298 y ss.). 20 En cualquier caso, no podemos pasar sin señalar que esta «clarividencia» no parece albergar tanto de novedad como de feliz desarrollo convergente, repetido varias veces de manera aparentemente independiente. Así, por ejemplo, Bertrand Russell apuntaba hacia una conclusión idéntica en 1949, cuando lejos de Aristóteles –si no es a través de Smith–, examinaba asimismo las repercusiones del dinero en la producción: «pongamos por caso a un fabricante de botones: por muy excelentes que sean sus botones no querrá más que unos cuantos para su propio uso. El resto deseará cambiarlos por alimentos, una vivienda, un automóvil, la educación de sus hijos, etc. Lo único que estas cosas tienen en común con los botones es el valor monetario. Y ni siquiera es el valor de los botones lo que es importante para nuestro hombre; lo que realmente le importa es el beneficio, es decir, la diferencia entre su precio de venta y su costo de producción, beneficio que puede aumentar disminuyendo su excelencia intrínseca. En efecto, la substitución de métodos más primitivos por la produción en masa suele causar, por lo general, una pérdida de la excelencia intrínseca» (Russell, 1949: 74). 19
Por eso a juzgar de Meikle (ibíd.: 80-81, 83), Aristóteles «no piensa que el dinero y el intercambio monetario son dispositivos neutrales de los cuales la debilidad humana abusa al ponerlos al servicio de fines viciosos. Piensa que el fin vicioso es inherente a la institución misma»; a fin de cuentas, «la gente tiene que vivir y a fin de vivir debe obtener dinero, como debe ocurrir en una sociedad basada en el intercambio». Aquí pues, en los cimientos mercantiles de este tipo de tejido social, estaría la clave. Y con independencia de que nos parezca, como poco, arriesgado pretender repentinamente tal claridad en un autor sobre la opinión del cual se viene discutiendo los últimos dos milenios, lo cierto es que el razonamiento resulta sobradamente parsimonioso. En cualquier caso, sí que puede considerarse fuera de toda duda que el filósofo de Estagira, lejos de lo enfatizado por Schumpeter y con él reforzado en la tradicion interpretativa 80
Oikonomía económicos; y que estas consecuencias ultrapasan en mucho el mero agilizar los intercambios conviniendo un instrumento que opere como medida y reserva del valor: el zapatero de Aristóteles fabrica zapatos para que los calce otra persona, ergo fabrica directamente «valores de cambio» para sí, fiando en que para otros agentes sociales esos mismos objetos de intercambio encierran la potencialidad de un uso.
su poder durante el tramo M→D, afrontaría en una mejor posición el subsiguiente D→M, y por ende la satisfacción de sus necesidades –domésticas, en principio– de consumo. Debe de tenerse presente en todo momento que el proceso de «metabolización social» que enunciara Marx (vid. sup., cap. 2.5) ya establecía a las claras cómo no se puede medir en la misma cualidad de «valor de uso» las dos mercancías implicadas en una relación del tipo mercantilista simple cuando se observan desde su contexto funcional, pues, en efecto, desde la posición del agente, no existe la posibilidad de un uso efectivo sino en el momento en que se amortiza una de las dos; y sin lugar a dudas se distingue en la práctica –y en su significación– la una de la otra: la que se introduce y la que se saca del ciclo circulatorio. Así, en el mejor de los casos y en su verificación, el ciclo M1→D→M2 debería de transliterarse siempre tal que «(valor de cambio)efectivo→(valor de cambio) efectivo→(valor de uso)potencial».
En cierta manera, una explicación en esta línea devuelve el análisis de las variaciones culturales humanas a la lógica evolutiva global, pero no la del mal llamado «evolucionismo» social, histórico o antropológico –i. e.: la del sin duda mejor llamado «progresismo»–, sino equiparando el comportamiento de estos comportamientos al modo en el cual se piensa que se generan y desenvuelven las mutaciones en la transmisión genética de adaptaciones al medio. Quizá el dinero inaugura un punto en el «equilibrio puntuado» (punctuated equilibrium; vid. inf., caps. 7.4 y 8.2). Y la «antieconomía» crematística puede empezar a explicarse de una manera similar a como los paleontólogos explican que las plumas relacionadas con el aislamiento térmico de algunos saurisquios terópodos fueran en el devenir la pieza clave para que sus descendencientes, las aves, pudieran volar.
No en vano, tal coincidencia en el sentido de la lógica operativa que impulsa sendas acciones sociales, entre las mercancías orientadas al intercambio –las que se introducen en ese ciclo– y el dinero, constituye posiblemente la mejor baza a esgrimir en favor de un origen mercantil, material, de esta última institución. Escribía así a caballo de los ss. XIX y XX Menger (2013: 240-241):
Sin embargo sigue sin ser una cuestión de simple lógica o, afinando en la inversión, precisamente por lo antedicho, sigue sin ser una cuestión de lógica simple. Más allá de despejar los mecanismos por los cuales el intercambio monetarizado influye independientemente en la economía –o tal vez así a causa de esa lucidez economicista–, Meikle es incapaz de remontar de una manera solvente y sistémica las variables socioculturales que nuestra propia significación no pre-incardina en la esfera de la Econom ía, y de este modo para el marxista (Meikle, 2009: 163 y ss.), como en general para el marxismo ortodoxo, la reflexión polanyiana a propósito de Aristóteles se resuelve en una mera apología de la Gemeinschaft arcaica.21 Pero cualquier enfoque cerrado sobre las estructuras sociales que orille hasta la intrascendencia macroscópica el hecho de que estas estructuras son sólo su propia replicación cultural en la práctica social, como venimos viendo en los capítulos anteriores, descuida la nervadura fundamental de los procesos históricos y los reduce a una matemática del vacío, muy acorde con la versión del «individualismo
Con respecto al dinero, nos encontramos todos, en cierto sentido, en la situación del comerciante: cobramos regularmente el dinero no para consumirlo sino para cederlo de nuevo. Nuestra reserva de efectivo tiene pues cierta semejanza con un depósito de mercancías. La diferencia entre ambos casos consiste en que nosotros adquirimos y cedemos el dinero –en cuanto tal– no sólo por un deseo de ganancia, que en época de economía monetaria se concreta principalmente en una actividad de compraventa, sino esencialmente para facilitar el intercambio de bienes. Algo, por lo demás, ya postulado con un menor desarrollo específico en la Inquiry de Adam Smith al advertir que, una vez desarrollada la división del trabajo ocasionada por la presunta propensión al intercambio que fundamenta la teorización del clasicismo liberal, todo humano «viene a ser en cierto modo mercader; y toda sociedad como una compañía mercante, ó comercial» (Smith, 1794-1806: I, 34).
21 «De acuerdo a Finley, debería [el pasaje del templo de las Gracias al principio de Ethica Nicomachea, V, 5] influenciar fuertemente la lectura del capítulo entero, porque debe ser entendido como el anuncio, al inicio, de que la discusión debe ser exclusivamente ética en lugar de económica, de que el intercambio debe ser visto en el contexto de la koinōnía, y de que la koinōnía debe ser tan integral al capítulo como el acto del intercambio mismo [...]. Consecuentemente, concluye que el capítulo de Aristóteles puede tener poco que ver con asuntos económicos excepto bajo la égida de la ética» (Meikle, 2009: 163-164). Lo más interesante de esta crítica a Finley (1970) no es el hecho de que desemboque en la trivialización de sus fuentes sustantivistas –básicamente Polanyi (1976)–, sino la discreta rotundidad con la cual Meikle asume el divorcio entre «ética» y «economía». Cualquier parecido con lo dicho arriba (vid. sup., cap. 3.2, nota 6) sobre los límites radicales de la sensibilidad neoliberal canónica y de los últimos desarrollos disciplinares en la Economía ética capitaneada por Amartya Sen no es en absoluto casual.
La cuestión es que esa lógica de la maximización mercantil que acabamos de enunciar, contenida potencialmente en cualquier intercambio mediado por un elemento que significa sólo «valor de cambio», generaría una reacción en cadena que desborda los límites de la circulación de mercancías y ha de acabar afectando también a la base de las actividades productivas. Siendo de este modo, al contrario de quienes defendieron su «intrascendencia» cerrándolo sobre las funciones catalácticas que desempeña, cabe colegir necesariamente que el uso regular de la moneda, del dinero normalizado que representa realmente, sí comporta consecuencias retroalimentadas en los procesos 81
La política salvaje metodológico» que engendró la imagen del homo œconomicus. Justamente, no hace falta torcer demasiado el argumento para descubrir esta misma obnubilación individualista en los cálculos relativos al intercambio, de manera que pudiera presentársenos congruente la pretensión de que la reiterada philía aristotélica carece de correlato efectivo en el sistema en el cual se desenvuelven las acciones económicas porque las «instituciones comunitarias» habían desaparecido tiempo antes, sin llegar a atisbar que esto es a lo sumo así solamente desde el punto de vista de la formalización política de la sociedad; de los discursos del poder que se nos han legado; pero nada parece permitir pensar que lo fuera desde las lógicas operativas que siguen replicándose culturalmente en la práctica de grupos comunitarios cuya existencia es independiente del tratamiento que reciban en esa formalización política y en esos discursos. No discriminar entre una y otra situación conduce sin duda a confundir resultados convergentes, yuxtapuestos o solapados tan radicalmente disímiles como aquellos originados en los mecanismos legales de establecimiento de precio frente a las apreciaciones legítimas de estabilización del valor, como reprochábamos a Schumpeter líneas arriba interpretar que la problemática de la «equivalencia» pudiera entenderse sólo en un sentido tan taxativo como el de una decisión ejecutiva del Partido en un Estado socialista contemporáneo.
bien pueden valernos de fósil diagnóstico para establecer el locus typicus del eclipse de la comunidad indigenista en favor de un tipo de tejido conjuntivo societario fundamentado en el intercambio, el dinero y la lógica de mercado. Con independencia de que se conocieran y enunciaran positivamente, era más que razonable enfrentar la aceleración del proceso con cierta obstinación por inhibir las consecuencias económicas «razonadas» desde dicha lógica –i. e., básicamente: que la crematística mutara en antieconómica en las operaciones M→D, y que la producción se retroajustara a la circulación intercambista; a lo que habría aun que sumar las consecuencias no estrictamente económicas, sino sociopolíticas–, y argumentar especularmente que debiera de conducirse todo extrapolando lo que de hecho se verificaba en el interior de las fracciones del cuerpo social cuyas partes no se relacionaban, en principio y como principio, a través del mercado; algo que presumiblemente formaba parte del acervo cultural griego clásico, como en el caso –paradigmatizado– del oĩkos. De ahí la otra «formalización» de Leshem: «economizar el mercado». Pero por lo pronto, esta formulación de consecuencias razonadas nos permite reparar en que tal eclipse no se puede interpretar restringido a una precipitación del proceso aditivo de grupos comunitarios en un espacio social mayor, sino que incuba asimismo una verdadera desarticulación viral al propiciar el «retroceso lógico» del tejido comunitario que se vea implicado en el mercado. En sus extremos, la práctica de mercado reformulará la integración hasta el punto de invisibilizar significativamente todo aquello que no abarque; y esto, en buena parte, es lo que permite la transustanciación liberal a la cual alude Campillo Meseguer (2012: 36), pasando de la gestión económica del sustento, en la trabazón oĩkos-pólis, a la gestión privada de las relaciones de mercado –i. e.: a «mercatizar la economía»–22 en el antagonismo Economía-política y, en definitiva, a la despolitización –significativa– de una Economía autonomizada (disembedded) –en el imaginario cultural–.
En esta línea de lectura economicista, compartida a pesar de todo por Schumpeter y Meikle dado que a fin de cuentas ambos, y sus respectivas escuelas, desarrollan el mismo programa epistemológico del liberalismo smithiano –y contra los apriorismos lingüísticos: si algunos han planteado enérgicamente una ruptura con los postulados principales del clasicismo, éstos han sido los neoliberales–, el único espacio reservado a la philía es, en efecto, el de la «virtud» que quiere Crespo. Pero si ya hemos manifestado que no podemos entenderla en términos diferentes a la economía, no parece descabellado compartir con Polanyi un ensayo de reingreso sistémico de la mano de la significación comunitaria de la pólis. A fin de cuentas el tan reconocido como enfatizado por Meikle fracaso de Aristóteles en arribar a una lineación concluyente sobre la «justicia cataláctica» (Ethica Nicomachea, 1132b-1133b; vid. Meikle, 2009: 139141, con bibliografía) en la intersección que forman la lógica «pura» del intercambio monetarizado y la lógica comunitaria del cuerpo ciudadano, bien se podría entender desenlazado en una tremenda obviedad, advertida lacónicamente por el comentarista argentino: «como consecuencia no formulada explícitamente por Aristóteles, la relación de intercambio no puede funcionar correctamente fuera de la sociedad [comunidad] política sin precipitarse en la “crematística censurable”» (Crespo, 2010: 60).
Realmente a esta etiqueta se podrían anudar dos fenómenos concomitantes, de modo que sobre el efecto positivo de integrar en algunas de sus funciones determinantes la oikonomía a las prácticas del mercado, tal cosa emerge, para la significación de estos grupos, encriptando la trascendencia económica de las actividades llevadas a cabo más allá de las «lógicas del intercambio». En esta nueva sensibilidad de la Economía, la economía queda inundada por la Catalaxia: a esta invisibilización nos referíamos y por eso resulta tan pertinente el comentario de Hayek y von Mises justificando etimológicamente esa denominación disciplinar (vid. sup., cap. 3.4, nota 18). De hecho podemos constatar en las palabras del propio fundador de la Escuela austriaca este fenómeno de sustitución, y en cierta medida del desgarro que deja pendiendo el consumo del limbo económico, precisamente a propósito de la naturaleza consuetudinaria del dinero: «del dinero en este sentido específico se puede hablar exclusivamente cuando no sólo las clases de población que participan activamente en el desarrollo de las actividades económicas, sino también las que permanecen sustancialmente pasivas [sic] en el plano económico, utilizan una mercancía –por imitación y costumbre– como intermediario del cambio, o sea la aceptan a cambio de sus mercancías y de sus prestaciones, aunque de tales bienes no tienen necesidad o están ya provistas abundantemente; en tales circunstancias, por lo general, los medios de cambio no acaban en el consumo sino que permanecen en circulación» (Menger, 2013: 99-100, nota 11).
22
Retornamos en definitiva a un escenario histórico y una problemática que ya deberían de resultarnos familiares, pues los venimos bosquejando con Boeke en Indonesia y con Meillassoux en el África occidental; con Medick y Chayánov a lo largo de Europa; con Bourdieu en las «condiciones de posibilidad» de la ayuda mutua cabileña (vid. sup., caps. 1.2-3 y 2.6). Las reflexiones del estagirita 82
Oikonomía Todo ello empieza a dar una respuesta sólida al por qué la lógica económica doméstica, que intuíamos en los desajustes de la contabilidad estatista desvelados por Delphy y formulábamos por primera vez con el campesinado chayanoviano, revela su integridad más claramente en los márgenes del mercado, aunque por otro lado, también siga sustentando una operativa resiliente en sus entrañas sociales, sota ciertas capas de significación mercantil y significativas irrelevancias básicas para la vida.
mutación sobre el intercambio monetarizado, que se trataba de una cuestión cuya masa gravitatoria irremediablemente intermedia estas mutaciones, con el consiguiente resultado de organizar crecientemente el sistema en su rededor. Hablamos, por supuesto, de las dinámicas de la dominancia. Y más concretamente podríamos rememorar aquel pasaje en que constelábamos, de un modo abrupto y casi como si sus implicaciones fueran evidentes de por sí, los calificativos «política» y «económico» junto con las ideas-fuerza de «autoridad» y «poder».
Por lo que respecta a la corrección de la postura disciplinar a adoptar frente a este cúmulo de fenómenos –en este caso concreto, con las miras puestas en una estructuración cerrada que no compartimos hasta sus últimas consecuencias en tan inerte sencillez, desde un renovado enfoque «primitivista» del debate sobre la economía en la Antigüedad–, Finley –no obstante– da la pauta:
Decíamos entonces: el intercambio monetarizado es el nodo situacional que permite desorganizar sociedad y cultura, al mutar su práctica hacia relaciones que escudriñan las posibilidades que el mercado ofrece como medio de acceso a la autoridad política del poder económico. Confrontábamos brevemente ésta radical –una autoridad basada en la economía– con otra autoridad que en un apriorismo designábamos «tradicional». Apriorismo por otro lado perfectamente apropiado, pues la intención era desligar su base de las vicisitudes tanto del sustento como de la acumulación de «valores de cambio»; ergo proyectábamos una «autoridad política no económica» cuya solidificación, además, congruentemente era preciso aproximar a su propia conservación como costumbre en las sucesivas replicaciones diacrónicas del imaginario cultural de la sociedad –por lo demás, de la misma manera que se «tradicionalizaría» cualquier otra autoridad–.
¿Qué ocurre si una sociedad no estaba organizada para la satisfacción de sus necesidades naturales por medio de «un conglomerado enorme de mercados interdependientes»? No sería posible, entonces, descubrir ni formular leyes –«uniformidades estadísticas», si se prefiere– del comportamiento económico, sin las cuales no es probable que surja un concepto de «la economía» y sin las cuales es imposible el análisis económico [...]. Puede objetarse diciendo que yo, arbitrariamente, estoy limitando «la economía» al análisis de un sistema capitalista, siendo así que también las sociedades no capitalistas o precapitalistas tienen economía, con reglas y regulaciones y aun cierta medida de predecibilidad, ya sea que las conceptualicen o no. Convengo en ello, salvo por la palabra «arbitrariamente», y sin duda convengo en que tenemos derecho a estudiar tales economías, a plantear preguntas acerca de su sociedad, en las que los antiguos, nunca pensaron. (Finley, 1978: 22-23)
Conviene ser cautos, pues el estudio de la economía no nos ha dotado por el momento de instrumental apto para enfrentar adecuadamente el campo que se abre ante nosotros. Pero a la vez ese mismo estudio sí que viene generando la necesidad de comenzar a acotar determinados conceptos. Permítasenos ahora aprovechar la coyuntura para «dar principios» a la tarea; y hagámoslo de una manera un tanto diferente a como venimos procediendo: dado que todavía no hemos trabajado el acervo reflexivo que sobre la materia se ha desarrollado en nuestras diferentes disciplinas de análisis de grupos humanos, convengamos a modo de ejercicio bocetar un espacio de proposición preliminar, y de cuarentena de los apriorismos culturales filtrados desde y hacia esas disciplinas.
Se trata, pues, de decidir con qué utillaje conceptual es más justo y preciso enfrentarse a la posibilidad de una economía general; y pronto empezaremos a comprobrar cómo, de hecho, hay buenas razones para pensar que no es precisamente el de nuestra Economía. Pero hay más. Y por supuesto que se podría dar también la vuelta a lo dicho y convenir en pensarnos a nosotros mismos –a nuestras historias y culturas y sociedades– como no nos pensamos –en nuestras historias y culturas y sociedades–; según esa «otra Historia» de cuya urgencia hablábamos antes.
Tenemos sobre la mesa tres ideas concatenadas: 1. «autoridad» y «poder» se nos presentan como dos fenómenos de diferente índole, y esto hace necesario enunciarlos independientemente; 2. existe, empero, una fuerte impronta relacional entre ellos y bien podríamos sugerir una alimentación alterna en los procesos socioculturales que los dimensionan; 3. en consonancia con esto, entendemos que partiendo del extremo del «poder» es posible escalar –dotar de escala, pero también irrumpir en ella o ascenderla– la «autoridad», de la misma manera que, al contrario, cierta «autoridad» otorgaría sin duda una cuota de «poder» por determinar sistémicamente.
5. Un intermedio del poder Retrocedamos entonces unos pasos para volver sobre una línea de desarrollo a propósito de la crematística omitida hasta aquí. Sin duda debe de haber otras tantas no menos merecedoras de atención; pero el caso al cual nos referimos es especialmente flagrante en tanto ya habíamos anunciado, antes de sumergirnos en los procesos de 83
La política salvaje Centrándonos sobre el primer presupuesto, no parece complicado figurar un deslinde conceptual inicial en la direccionalidad en que surten sus efectos estos dos principios vinculados con la acción.
manera, tan pronto se complejizan estos escenarios típicos deberíamos de tener presentes las implicaciones derivadas del poder propio del sujeto de autoridad, de manera que la relación de autoridad pueda ir acompañada –o incluso fundarse– en un poder ejercible –o incluso ejercido– sobre aquel agente potencial que mirábamos desde su interior.
1.2. La definición más elemental de «poder» es aquélla que lo sitúa en una relación de anterioridad necesaria para con la acción. «Poder» es una capacidad de acción enunciada en un momento en que ésta no ha llegado a ejecutarse, y permanece sostenida; suspendida más acá de los hechos posibles. Este poder (poder-hacer) es inequivocamente atributo y cualidad del sujeto –sería algo inapropiado aquí llamarlo «agente», aunque sin duda es un agente potencial en su más rotunda literalidad–. Imaginemos, como diagramándolo, que es un foco desde el cual puede accionarse una transitividad: todos los factores coinciden en el mismo punto –el sujeto, agente potencial–, y desde ahí se proyectan hacia su exterior pautando una direccionalidad que parte del agente para desarrollarse sin considerar, en principio y como principio en su expresión pura, otro factor más allá de ese agente. El «poder» es una monodia, básicamente, y esto aunque en algunos de sus escenarios y adjetivaciones –en especial cuando estamos hablando de acciones, reacciones e interacciones sociales– pueda implicar a más de un sujeto, convirtiéndose en un tipo de situación relacional que, sin embargo, mantiene el esquema mínimo del «foco expansivo». En un sentido irreductible «poder» es sólo una capacidad, aquello que permite y funda, llegado el caso, una acción.
Esto es lo que ha recomendado iniciar nuestro recorrido argumental por el subapartado «1.2. poder» antes que en el orden de enunciación. Concretemos la definición explicándolo en sus dinámicas, y así abordémos mejor «1.1. autoridad» en el salto hasta «2.1. relación entre poder y autoridad» volviendo al diagrama (fig. 3.5a). El «poder» parte de un punto, el agente (A) en cuyo interior reside la capacidad de no iniciar o iniciar una acción que representaremos como una flecha proyectada desde A en una progresión rectilínea uniforme (2.1.1). Como en la mecánica celeste básica, para incluir el elemento que principia la «autoridad» tendremos que disponer otro sujeto (B) en una posición indeterminada pero de coaxialidad respecto de la trayectoria de la acción de A: el «principio de autoridad» operaría de una manera similar a como se verificaría la acción si sustituyéramos los agenyes sociales por cuerpos físicos en el vacío y la progresión por la trayectoria-órbita de A. Para los casos más simples, supongamos que la «autoridad» de B es una masa variable, de forma que de la gravedad que sea capaz de ejercer sobre la acción de A dependerá que ésta: 2.1.2. sufra algún tipo de perturbación, combándose en las proximidades de B pero sin llegar a romper la tensión inicial ni la dirección final, por ejemplo si nos figuramos A y B del mismo tamaño y situados en el lugar preciso –llamémosla situación de autoridad influyente–; 2.1.3. vea parcialmente alterada su dirección final, influyendo determinante pero no decisivamente en su trayectoria, por ejemplo si, manteniendo la locación anterior, aumentáramos la masa de B –situación de autoridad determinante–; 2.1.4. vea totalmente alterada su dirección final, de hecho decidida en la orbitación de B, por ejemplo si lleváramos el presupuesto anterior a mayores consecuencias –situación de autoridad decisiva–.
En contraste con esta idea íntima de «poder», proyectada desde el interior del sujeto agente e intrínseca a él, la «autoridad» introduce en su ecuación el factor externo de una manera definitoria. Una «situación de autoridad», al contrario que una de «poder», requiere de una relación intersubjetiva incluso en su más mínima expresión; quizá porque, a fin de cuentas, se trata de una cuestión fundada antes en la percepción de una capacidad que en esa capacidad por sí misma. En un plano práctico el que un agente social esté o no dotado de autoridad queda siempre a discreción de otro agente, quien demuestra la autoridad que sobre él ejerce el primero precisamente en la influencia que éste, sin necesidad de desarrollar acción alguna, tiene sobre las acciones –¿el desarrollo del poder?– de aquél. Sigue siendo, pues, una fuerza relacionada con la acción, pero en este caso no se trata de un principio motriz tanto como de una interferencia; de un intermedio; resultando que la direccionalidad definitoria de la «autoridad» deja de trazarse del interior al exterior del agente potencial para imaginarse más bien a la inversa, del exterior –el sujeto de autoridad– al interior –el agente potencial–.
Opinamos que visto de esta manera es más sencillo entendernos al plantear que la autoridad es un principio internamente no activo que, no obstante, es capaz no sólo de influir sino también de activar –o desactivar– la acción ejecutada en y desde su exterior; pues perfectamente probable que, en las circunstancias de masa y posición oportunas, la sola proximidad de B imprimiera un movimiento en A más allá de su propia inercia, sea ésta la que sea y, por supuesto, incluyendo la inacción.
Ahora bien, que la autoridad no se configure in natura como una fuerza genésica pura no quiere decir que no pueda fundar una acción permitida por un poder no radicado en el sujeto dotado de autoridad, es decir: ser una fuerza motriz en tanto pueda activar un «poder» ajeno; incitar, acicatear la acción del otro. De la misma
Queda abierta la cuestión de la intencionalidad, que podríamos imaginar como «ejercicio de la autoridad». Sin embargo, no parece necesario hacerla necesaria a la definición, porque la autoridad no requiere ser ejercida para ser: genera efectos en la acción de su exterior con 84
Oikonomía
Fig. 3.5a. Como en una especie de «gravitación social». Al contrario que el «poder», en su definición mínima, la «autoridad» únicamente se expresa en situaciones de interacción social. Como si se tratara de una especie de gravitación, su intensidad podría medirse imaginando el efecto que la autoridad de un agente (B) causa en el desarrollo de la acción –y por ende, en cierto sentido, del poder– de otro (A). Ahora bien, dicho esto, ¿de qué depende en último término la autoridad sino de la percepción de quien actúa efectivamente?
independencia de que existan intenciones internas o acciones al respecto. Pero más allá de lo necesario, nada de esto es óbice para admitir la posibilidad de un mestizaje de aquel carácter interno no activo para incluir un cierto grado de voluntad por parte de B de afectar la acción de A apoyado sobre la autoridad que A reconociere en B, por más que aquí nos demos inevitablemente de bruces con los márgenes del poder y del interfaz de un fenómeno que ya habíamos anotado líneas arriba: que la autoridad otorga alguna cuota de poder que en esta situación, es el poder influir, determinar, o decidir sobre su exterior.
independiente la situación. Podríamos hablar entonces, por ejemplo, de «dominación»: dominación sería, pues, una situación de autoridad basada en el poder coercitivo–. No nos adentremos más allá, una vez asomados a la inmensa profundidad que alcanza este camino de formulación teórica para modelizar algunas de las problemáticas socioculturales de interacción política más básicas, pues tendremos tiempo de recorrerlo mejor pertrechados más adelante, en la segunda parte de nuestro estudio. Basta ahora haber advertido su dimensión; como basta lo bocetado para apercibirnos del significado positivo de «poder económico» en el pasaje cuya explicación justifica todo este epígrafe.
En cualquier caso, tal interfaz anuncia una problemática mucho más vasta que se extiende de la mano del «poder ejercible» (coerción) y «ejercido» (coacción) sobre otro sujeto social. Esta problemática, en efecto, se inicia entre la nebulosa intención de influir en la conducta del exterior utilizando únicamente una autoridad preexistente, pero progresa orientada indefectiblemente hacia el aumento del peso del poder dirigido hacia los sujetos sociales del exterior, y en algún punto de esta presión cruza la violencia para tornarse «poder coercitivo» –donde aún desempeña algún papel anterior la autoridad– y «coacción» –donde de hecho no podríamos decir en puridad que hubiera poder sino poder «desatado»: acción, que automáticamente inhibe los mecanismos de la autoridad; es decir: donde hay coacción es imposible que haya autoridad, y todo esto a pesar de que, revolviendo el camino, una coacción pretérita pueda sostener un «poder coercitivo» que genere un tipo preciso y extraño de autoridad. Podríamos llamarla, por consiguiente, «autoridad coercitiva» o simplemente coerción, pero probablemente el ensanche quirúrgico de nuestro utillaje conceptual recomendará muy pronto una etiqueta diferenciada. Concretamente, tan pronto como la cadencia de tales situaciones sea tan sistemática que devenga sistémica; que determine por sí misma y de manera
En su naturaleza de capacidad del sujeto, el concepto de «poder» es más fácilmente acotable a campos y subcampos de acción concreta que la «autoridad», la cual requiriendo de una relación intersubjetiva, en su dinámica expansiva capilar tiende a permearse y cooptar parcelas crecientes del sistema sociocultural a pesar de que eventualmente se hubiera originado o fundamentado sólo en uno de sus subcampos –podríamos replantearnos, de hecho, el «campo político» como el entramado perceptivoclasificatorio de dispositivos que, mediante instituciones formales e informales, canalizan las «situaciones de autoridad» y permiten o bloquean su progreso efectivo a través del sistema social de un grupo humano dado–. Y a fin de cuentas, en esta perspectiva, ocurre que sí habíamos abordado la cuestión del «poder económico» al hablar sobre las mutaciones de la crematística en la irradiación del intercambio monetarizado. Como veníamos diciendo, lo que Aristóteles detecta y califica de prácticas crematísticas antieconómicas, que se materializan en la acumulación de moneda per se y, sobre todo, en el desarrollo de estrategias para acelerar tal 85
La política salvaje Lo cierto es que ni estamos solos ni somos los primeros –ni mucho menos– en un razonamiento apuntando hacia esa dirección, de manera que la exploración metafísica en cuya empresa habíamos descuidado líneas arriba a Borisonik, por citar un caso del que ya habíamos hablado, acaba por converger con una precisión terrible en la idea de una potencial segregación del agente respecto de la comunidad como resultado inmediato de las prácticas antieconómicas, esta vez apoyado en la profundidad política de lo sagrado que desarrollara el filósofo italiano Giorgio Agamben (vid. inf., cap. 10.4). La ausencia de una conexión más sistémica entre ese fenómeno de segregación y las implicaciones que funda en las dinámicas del poder y la autoridad posiblemente estriba sólo en el hecho declarado de que Borisonik se ciñe a lo dicho por Aristóteles, intentando reconstruir la lógica discursiva que le subyace, no fundamentar un programa interpretativo válido ulteriormente –por lo demás, algo que se suele confundir; quizá por la tenaz resistencia a leer al estagirita también con la sinceridad etnográfica de un «buen informante»–. En cualquier caso, y en estos términos, su conclusión es clara: «la crematística ilimitada era un acto de sacralización, dado que su práctica quitaba al dinero de la esfera del uso –pues su fin es la acumulación–. Pero mucho más grave aun era que, además, eliminaba a quienes la realizaban de la esfera política [...], encerrándolos en la esfera de la reproducción [oikonomía] y fomentando la falta de philía» (Borisonik, 2013a: 300). O en otras palabras: lo hace socavando el principio de comunión de la doctrina indigenista; disolviendo la «comunidad –política– de los humanos».
acumulación –especialmente la crematística comercial, que Marx llama «capitalismo» (D1→M→D2)–, tiene su origen en la misma lógica interna del intercambio económico –que Marx llama «mercantilismo simple» (M1→D→M2)– en la medida en que éste induce a la maximización de los «valores de cambio» en el tramo M→D, con la contundente sacudida que ello supone para todas las actividades del sustento. Apoyada en la facultad de «reserva del valor» intrínseca al dinero, tal reorientación resulta potencialmente adaptativa para la gestión doméstica, y de ahí que se asuma y se propague. Porque lo que se dirime en todo caso es la potencialidad del consumo y por ende de la satisfacción de las necesidades económicas de la comunidad familiar: poseer dinero es poder-consumir. No hemos de retrotraernos demasiado, tan sólo a un capítulo anterior (vid. sup., cap. 2.5), para recordar algunas complejizaciones sencillas que parten de este poder económico básico. Por ejemplo cómo, si la posesión de dinero en el contexto de un sistema de circulación que totaliza la economía es un poder-consumir «valor de uso», la acumulación de «valor de cambio» transmitirá el mismo mensaje social que el derroche desmesurado de cualquier «valor de uso»: la capacidad –poder– de no estar sometido a la subsistencia y, por tanto, la certificación como mucho de una naturaleza o como poco de un status distintivo dentro del «cuerpo social» –o fuera de él, según se mire y sea su intensidad y significado cultural–. Por esta razón escribíamos que tener dinero, o lo que es lo mismo: no consumirlo, demuestra fehacientemente que no se necesita ese dinero. Y si ese dinero es la medida de equiparación de «valores de uso» circulantes necesarios para una economía precisamente conceptuada como la gestión, primero doméstica, de su consumo, explicaríamos convenientemente la paradoja por la cual el big money de las operaciones D1→M→D2 puede ser juzgado en la irrelevancia absoluta de los «valores de uso», pero nunca en su irrelevancia relativa. Pues de no coexistir en el mismo sistema de macrointegración societaria del consumo económico guiado por operaciones M1→D→M2 que es el mercado creador de precios, el «poder» que demuestra quedaría cercenado, y acumular lo que quiera que materializara la idea de dinero sería textual y contextualmente insignificante –i. e.: «no significante»–.
Los cimientos que permiten esta deducción tampoco son en absoluto invención de Borisonik, sino que los toma casi literalmente de Aristóteles: Sus empleos [los de las dos crematísticas], siendo con el mismo medio se entrecruzan, pues ambas utilizan la propiedad; pero no de la misma manera, sino que ésta [la económica] atiende a otro fin, y el de aquélla [la no económica] es el incremento. De ahí que algunos creen que ésa es la función de la económica doméstica, y acaban por pensar que hay que conservar o aumentar la riqueza monetaria indefinidamente. La causa de esta disposición es el afán de vivir [zēn], y no de vivir bien [eũ zēn]. (Politica, 1257b)
Descubriremos que la relevancia social que obviamente ha de otorgar el «poder-consumir» más allá de cualquier medida económica queda eclipsada por aquella no tan obvia del «poder-distinguirse» hasta la segregación misma del cuerpo social, pero también que «consumir» conjuga una polisemia en su escenificación capaz de aproximar, entre otras cosas, esa distinción (vid. inf., caps. 5.3-4). Por el momento retengamos la idea que nos ha traído hasta aquí: la de que a partir de la irrupción del intercambio monetarizado, un determinado «poder» económico puede comportar «autoridad» indeterminada en la interacción política de la sociedad; y delineemos el presupuesto 3 solamente con habernos detenido a pensar la concatenación que forma al término de todo lo dicho en este epígrafe.
O en otras palabras: sucede que en el esquema aristotélico la primera razón no sólo de cualquier crematística sino también del intercambio en sí, o de la misma convención que funda la moneda y el dinero, es el sustento dirimido en las prácticas de la oikonomía; pero ya hemos advertido que la existencia eudemónica es propia de la interacción ciudadana del cuerpo político, de manera que cuando la crematística mutante se cierra sobre sí para incrementar la autoridad potencial implícita en el «poder-consumir», desarticula la economía de la política. O al menos, y esto vuelve a ser lo fundamental, la desarticula en los términos –no económicos– en que se significaba anteriormente. 86
4 La Economía como política
¡Kwakiutl! Yo tengo mis modos de celebrar el ritual de invierno, y vosotros tenéis los vuestros, diferentes de los míos. Así os fue dado por el Dador de danzas. Querría tener vuestras danzas, pero temo cambiar mis modos, pues me fueron dados en el principio del mundo. Esta canción que hemos cantado le fue dada por los lobos a Ya’xstaL, en ā’yaīL, cuando recibió el portador de muerte con el cual debía quemar a sus enemigos o transformarlos en piedra o cenizas. Nosotros somos de su misma sangre; mas en vez de luchar contra nuestros enemigos con el portador de muerte, lo hacemos con estas mantas y propiedades. Discurso de Hē’g·ilaxsē’k·a, de la tribu koskimo, al regalar sus riquezas a los enemigos kwakiutl reunidos en Fort Rupert (en The social organization and the secret societies of the Kwakiutl Indians. Franz Boas, 1897)
tradición socialista, Clastres perdía la vida en un accidente automovilístico a los 43 años de edad, el julio de 1977, postergándose irremediablemente la profundización en su enfoque anarquista hasta –parece ser– fechas muy recientes. Tampoco puede decirse que el autor de La sociedad contra el Estado hubiera dedicado mucho tiempo a analizar lo «estrictamente» económico. Más bien al contrario, si en algo hizo énfasis al respecto fue en ese anatema de la inversión causal que nos sobrevuela aquí ya hace un tiempo, y aun a pesar de la sorpresa que tal declaración pudiera haberle supuesto, de haberla conocido, a una tan desprevenida Dennison (vid. sup., cap. 2.4). No hubo atisbo de ocultamiento: «lo social regula el juego económico; en última instancia, lo político determina lo económico [...] ¿cuál es entonces el motor de la historia?» (Clastres, 2001b: 151; cf. ibíd.: 192-193).
Hace apenas unos años el editor jefe de la emblemática American Anthropologist, Michael Chibnik (2011: 4), introducía su último libro con la siguiente puntualización: Hacia la década de 1980, la mayoría de antropólogos económicos consideraban el debate formalistasustantivista un callejón sin salida; además, para entonces, buena parte de ellos desarrollaba su investigación en sociedades donde los mercados son importantes. Permaneció, no obstante, una clara división en el seno de la Antropología económica entre quienes abogaban por el uso de modelos formales basados en supuestos utilitarios y los que enfatizaban la importancia de la historia y la cultura.1 Desde luego, uno de los caminos que se vislumbran en este punto de nuestro estudio pasa por sumergirnos en ese debate, cardinal en las dos décadas anteriores, especialmente para la Antropología en lengua inglesa.
Lo curioso del caso es que el comentario –dirigido expresamente a la por entonces todavía beligerante Anthropologie de la libération; la expresión empleada no deja lugar a dudas– se producía a propósito de la traducción al francés de una de las más famosas obras de Sahlins, Economía de la Edad de Piedra, a su vez reivindicada por el partido marxista. Y si tampoco hay demasiadas dudas de que el enredo se debe aquí, una vez más, a las necesidades patológicas de quienes eran en buena medida incapaces de pensar entre las rigideces de sus tipologías,2 lo cierto es que
En el ámbito francófono se expandía por entonces el estructuralismo levistraussiano, impregnándolo virtualmente todo. Hacia el final de ese periodo, Godelier comenzaría a tomar distancia respecto de la ortodoxia marxiana; levantándose sobre su experiencia etnográfica en la actual Papúa Nueva Guinea más preocupado ahora del «poder» y, en general, de la política per se que en tanto el clásico epifenómeno superestructural y determinado económicamente. Poco antes, en la otra cara de la
Nos referimos en concreto a la adscripción marxista que, para el trabajo de Sahlins, manifestó reiteradamente el primer Godelier (1974: 59 y ss.; 1976: 282-283), no tanto porque careciera de razones para ello como porque lo hacía contraponiéndolo a formalistas y sustantivistas, cuando sucede que Economía de la Edad de Piedra tarda exactamente dos párrafos en declarar lo contrario: «este libro es sustantivista» (Sahlins, 1983: 9). Así, las referencias al planteamiento polanyiano son más o menos evidentes y explícitas a lo largo del texto (ibíd.: 16, 42, 203 y ss., en especial las notas 1 y 3) sin que, desde luego, debamos de colegir una adhesión acrítica al total –de hecho, es perfectamente conocido su
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1 Sin embargo, la cita continúa: «despite this divide, even modeloriented contemporary economic anthropologists do not ordinarily uncritically accept mainstream economic theory. They often argue that such theories need to be modified to be applicable to many situations in both western and nonwestern settings. The great majority of economic anthropologists –whatever their theoretical position– distance themselves from conventional economic theory» (Chibnik, 2011: 5; cf. Cook, 2004: 87 y ss.).
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La política salvaje el anarquista tampoco precisó de una adhesión total, de una identificación que lo habilitara para una apropiación que tampoco pretendía, a la hora de celebrar el revulsivo que el trabajo del estadounidense suponía para la interpretación antropológica de las prácticas económicas reproducidas en el seno de la «sociedad salvaje».
recurrentemente en la segunda parte de este estudio –por ejemplo, cf. las consideraciones de los oceanistas Jackson y Lindstrom sobre la modelización de Sahlins (vid. inf., caps. 6.3 y 7.6), o el desarrollo terminológico que Campagno hace a partir de las recién citadas nociones clastreanas (vid. inf., cap. 9.3, nota 17)–, sí conviene incidir en la idea-fuerza que subyace en la respuesta del francés: la «fusión» de prestigio y poder, según son entendidos por Clastres, en la experiencia cultural y social de nuestros grupos de orientación históricos dispone las condiciones de posibilidad de su –nuestra– «confusión» a la hora de afrontar el análisis de otros grupos humanos y otras historias. Y aunque esto otro no lo dijo el etnógrafo anarquista, añadamos aun: del mismo modo que, en fin, lo hace también cuando volvemos sobre el análisis de las nuestras.
De hecho, fue perfectamente capaz de señalar las limitaciones del planteamiento. Así, para Clastres (2001b: 148-149), del lado del paradigma, aunque en todo caso solidario con su particular punto de vista, la Economía de Sahlins suscita más de lo que formula expresamente una reconstrucción de la interpretación de la economía en términos políticos; en parte porque sigue lastrada por un «prejuicio continuista [que] actúa como un verdadero obstáculo epistemológico a la lógica del análisis», y según el cual se imagina la historia «como un continuum de formaciones sociales que se engendran mecánicamente unas a otras». Del lado de su traducción en modelos e instrumentos, esta inercia relictal sería la responsable de la ilación de los tipos melanesio y polinesio de «jefatura» que el propio Sahlins había definido en un texto anterior –nos referimos, por supuesto, al clásico «Poor man, rich man, big man, chief» (1963 para la primera edición)– y, a fortiori, de la amalgama inextricable de los principios de prestigio y poder, perfectamente diferentes a ojos del francés, por los cuales eventualmente pudiera caracterizarse la relación de tales «jefes» con sus respectivos cuerpos sociales.
Ahora bien, lo que todo ello pone de manifiesto es, en todo caso, una discontinuidad en la experiencia histórica de la humanidad. Tal es la enseñanza principal de Clastres. Puesto que el prestigio del big man no procura ninguna autoridad [estructural] no puede verse en éste el primer grado de la escala del poder político ni el lugar real del poder [...]. Las poderosas monarquías polinesias no resultan de un desarrollo progresivo de los sistemas melanesios de big man porque en ellos no hay nada que desarrollar: la sociedad no permite que el jefe transforme su prestigio en poder. (Clastres, 2001b: 146-147)3
Había escrito el estadounidense:
Otro de los posibles caminos a recorrer vislumbrado desde aquí, por tanto, nos llevaría a centrarnos en el efecto económico que Clastres colige de la detección de esa discontinuidad; «corte radical» que deja a aquel lado las «sociedades indivisas» o contraestatistas que retienen el poder para sí, descargándolo sobre un jefe cuyo objetivo social fijado en el prestigio le permite intensificar su «autoexplotación», equilibrar su esfuerzo productivo
Tal vez la «base económica» de las políticas primitivas sea siempre la generosidad del jefe que es, al mismo tiempo, un acto de moralidad positiva y una liberación de deudas para los súbditos. O, tomando una perspectiva más amplia, la totalidad del orden político se ve sustentada por un flujo de bienes materiales fundamental que realiza un movimiento ascendente y descendente respecto de la jerarquía social. (Sahlins, 1983: 225)
Es preciso notar cómo, a través del –oscuro– empleo que el francés hace del término «autoridad», pueden aquí comenzar a cosecharse algunas precisiones fruto del modelo que planteábamos cerrando el capítulo anterior (vid. sup., cap. 3.5): tomada como masa que activa y hace orbitar ciertas fuerzas sociales a su rededor, el «prestigio» del big man melanesio a que se refiere Clastres sí es comparable con el «poder» del rey polinesio. Ambos entrañan autoridad. De hecho sería una necedad negarlo en todo punto; casi tanto como querer llevarlo más allá. Sucede que una de las críticas más justas que pueden hacérsele al anarquista es la de no haber profundizado en la disección de todos estos principios hacia un modelo más comprehensivo, que permitiera salvar de algún modo y a pesar de la innegable ruptura histórica –social, cultural– que supone el Estado, la no menos innegable continuidad biológica de la especie. Puede que Clastres considerara una estrategia de «corrección por exageración», rodeado como estaba por unos evolucionismos todavía menos preocupados en esa disección de un problema que ni siquiera sabían formular; de ser así es, cuando menos, una estrategia controvertida, si acaso es eficaz. La cuestión es que, si en nuestros términos el mismo principio de autoridad es rastreable a todo lo largo del registro etnográfico e histórico, esto no supone en todos los casos la estructuración de una práctica «decisiva», ni mucho menos «coercitiva» –i. e.: de su intersección con la violencia, que preferíamos distinguir como «dominación» precisamente para significar la ruptura del estricto principio de autoridad–, como tampoco explica eo ipso sus mutaciones históricas. En nada desdice esto, empero, las intuiciones del parisino.
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Y hete aquí, por lo pronto, una buena muestra del obstáculo epistemológico que advertía Clastres: ¿no debería acaso, entonces y según sus propios términos, anteponerse causalmente a la «base económica» reproducida en la práctica, la reproducción de la idea –cultural– de esa jerarquía o, como mínimo, de esa moralidad –i. e.: de las normas de conducta orientando éstas relaciones intersubjetivas, y todas las demás–? Sin ánimo de detenernos demasiado en la crítica de unos conceptos que volverán a aparecer más o menos distanciamiento en lo que respecta a la conceptuación de la «reciprocidad» (vid. inf., cap. 4.5)–. Y eso sin entrar a valorar las afinidades marxianas de un Polanyi cuyo «enfoque indisciplinado», y aun su rechazo de las ortodoxias, de la planificación y el centralismo estatistas soviéticos, no dejan de permitir describir el suyo como un socialismo federal (vid. i. a. Maucourant, 2006: 132 y ss.).
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La Economía como política de veracidad práctica de la «curva de Chayanov» en el registro etnográfico, Clastres (2001b: 142-143) podía llegar a espetar que la indivisa «es una sociedad sin economía, ciertamente, pero aún mejor, es una sociedad contra la economía»,4 nosotros le encontrábamos un perfecto –aunque menos impactante– correlato al calibrar las precisiones que Leshem sugería a la terminología polanyiana una vez demostrada la «lógica formal» del discurso aristotélico sobre la oikonomía; es decir: su otra lógica formal, sujeta a la dependencia del oĩkos y, en tanto así, diametralmente opuesta al omnímodo «formalismo» liberal de base mercantil. Escribíamos entonces (vid. sup., cap. 3.3, nota 16) que, aun siendo cierto que Polanyi limita innecesariamente el uso del calificativo «formal» al discurso económico de una determinada cultura –la nuestra–, no es menos cierto que es nuestra tradición cultural la que ha generado históricamente, a partir del s. XVIII, el «discurso económico» propiamente dicho. La cuestión estribaría, entonces, en que desarrollar hasta sus últimas consecuencias esa paradoja tal vez habría empujado peligrosamente al sustantivista a ver comprometido en términos lógicos, volviendo el argumento, el sentido de definir una eventual «sustancia objetiva» en un conjunto de actividades que sólo cobran sentido como conjunto desde una perspectiva formal y por ende, en el mejor de los casos, intersubjetiva.
ajustándolo marginalmente a una presión que se origina no en el interior sino en el exterior de lo doméstico, por decirlo de alguna manera, en el consumo comunitario, diríamos en el vocabulario chayanoviano (vid. sup., cap. 2.5), mientras que a este lado, las «sociedades divididas» o estatistas aparecen en la historia como un reflejo especular; donde es el jefe quien detenta el poder –y el prestigio– y la comunidad la que es explotada. Media entre ambas, entonces, una «inversión del sentido de la deuda» que transforma la naturaleza social trabando un grupo humano dado. Inversión que, por cierto, no es explicable desde la economía, como mera precipitación mecánica de su crecimiento dentro de los límites de una lógica doméstica la cual incluso los más acérrimos economicistas reconocen operando en solitario en sus estadios-modelo más básicos de evolución histórica. No es para nada fortuito que cuando David Graeber, heredero del francés en tanto principal referente contemporáneo de la Antropología anarquista, se ocupe de la cuestión económica de una manera general, titule ese trabajo En deuda: Una historia alternativa de la economía (2011 para la primera edición, en inglés), aun a pesar de que los principios clastreanos no sean allí tan explícitos como cabría esperar teniendo en cuenta sus afinidades, su planteamiento, y también sus conclusiones (cf. Staid, 2015). Asimismo, Luc de Heusch (2007 [1987]) aludirá a la inversión de la deuda en el que posiblemente fuera el desarrollo más prometedor de la dicotomía «contraestatismo-estatismo»: en su aplicación contra el caso de estudio de las llamadas «monarquías sagradas» de nilóticos y bantúes del África central (vid. inf., cap. 10.2), pero ahora será la dimensión económica la que resulte diluida hasta casi desaparecer toda significación en lo que despunta para la transición de un tipo social a otro. Es decir: en último término, pudiera parecer que la Economía apenas vale para explicar parte alguna de ese proceso histórico, lo cual, habida cuenta de su indiscutible centralidad en la explicación cultural de nuestras propias sociedades, resultaría una apariencia cuando menos torticera o muy parcial. Obviamente, este resultado no es achacable directamente a de Heusch –ni a ningún otro– en la medida en que escapa a sus objetivos investigadores concluir nada sobre nuestras prácticas económicas o, más concretamente –y aquí es donde reingresa el debate formalista-sustantivista iniciado por Polanyi–, sobre su «formalización» en un campo segregado significativamente del resto de campos de la acción social humana.
Es ahí donde se dimensionarían las razones de Clastres: la sociedad contraestatista es también una sociedad contra la Economía –como «Estado», mejor escribirlo en mayúscula: contra la emergencia de un «discurso económico»–. Pero, ¿por qué? El hecho de que, libradas a esa mar, zozobraran más o menos por igual las respuestas de una y otra escuelas de la Antropología económica hasta agotarse en su debate hacia 1980 únicamente viene a confirmar la existencia, apenas oculta bajo la superficie, del enorme encalladero donde van a morir las especializaciones subdisciplinares. La economía no basta para explicar la Economía; cierto, pero no es algo sorprendente, porque fueron los teóricos de las formas clásicas y neoclásicas de la Economía quienes dispusieron primero el tablero sobre el cual, posteriormente, volverían a tratar de ajustar las reglas del juego los de la economía sustantiva. Sea como fuere, buena parte de la culpa de ese agotamiento descansa, de hecho, en la limitación voluntaria del alcance analítico. ¿Acaso no bastaba Aristóteles –o Marx– para apercibirse de que en las operaciones económicas se activaban las escurridizas matemáticas de algo más que –o algo diferente a– el «sustento»? Y eso aunque, hasta aquí, la definición del qué en concreto sea todavía «materia oscura», y nos veamos obligados a contentarnos provisionalmente con
No se trata tanto de que los mentados posibles caminos a emprender desde este punto de la investigación se vuelvan sobre sí mismos como de que, aquí, se halla una de esas encrucijadas del conocimiento hacia las cuales parecen haberse dirigido todos los caminos, y desde las cuales todos pudieron ser andados.
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Sahlins mismo confesará la tentación de calificar al cazador de «hombre antieconómico»; y de hacerlo en un sentido político preciso: «nos sentimos inclinados a pensar que los cazadores y recolectores son “pobres” porque no tienen nada; tal vez sea mejor pensar que por ese mismo motivo son “libres”» (Sahlins, 1983: 26-27). Clastres no hace en el fondo sino adherirse a una fórmula que encaja perfectamente con sus propias conclusiones.
Piénsese cómo si, amparado en la naturaleza subproductiva de la Modalidad Doméstica de Producción (MDP) detectada por Sahlins cuando medía el grado 89
La política salvaje la observación de sus efectos. A intuirla, por ejemplo, en las variaciones del espectro que Clastres encuentra entre el «prestigio» y el «poder». Pero resulta evidente que no es suficiente. Es preciso aislarla; diseccionarla; mejorar la definición de sus términos, y sistematizarla lo más posible a un lado y otro de la discontinuidad histórica que supone la Economía, o el Estado. Necesitamos herramientas. Y en este sentido, la constatación de tales variaciones en la significación de determinadas prácticas vinculadas con el consumo, más que con el sustento, debería de ponernos sobre el aviso de que –no menos paradójicamente que lo anterior– no es tan importante preguntarse por la «sustantividad» de unas u otras prácticas como por las condiciones culturales de su «objetivación».
¿No es justamente intercambiable esa noción de «exterioridad» por una variable significación cultural de lo objetivo pautando la existencia misma de una sociedad dada, fundándola? Parece obvio que sí. Como mínimo la topología en que se traza la cuestión es exactamente la misma. Mídase esto rellenando los «espacios en blanco» de la proposición de Caillé con las ideas sobre el carácter basal de la economía corrientes en nuestras propias culturas y sociedades; las mismas que se ven sublimadas en la tradición de muchas de nuestras disciplinas académicas. Diríamos entonces: sea lo que sea, la economía es obviamente «objetiva»; es, además, la base mecanica de la sociabilidad humana. Y si acaso llegáramos a descubrir que la teoría formal no explica convenientemente el total del acervo de experiencias documentadas por etnógrafos, arqueólogos e historiadores, siempre podríamos echar mano de una ulterior reformulación; por ejemplo la sustantivista, o en general otros «institucionalismos» como el de Thorstein Veblen o bien mirado, antes incluso, con Menger, la de la valoración subjetiva y marginal contra el clasicismo heredado de Smith o de Marx. Ahora bien, ¿estaríamos dispuestos a aceptar que esa «naturaleza objetiva» de cualesquiera formas de discurso económico no pasa de ser un mero dispositivo cultural cuya función es estabilizar significativamente la integración social de un cierto número de individuos humanos, regulando su comportamiento en respuesta a determinadas presiones medioambientales, y que así, en otras circunstancias, esa misma función puede ser desempeñada por otros tantos dispositivos radicalmente diferentes pero con el mismo grado de participación de la idea cultural de «objetividad»?
Trascender, incluso, la economía de los sustantivistas.
1. El excedente en cuestión Merece la pena comenzar prestándole atención, siquiera un momento, a la reflexión que le suscitaban a Alain Caillé, profesor de Sociología en la Universidad París Nanterre, las premisas ontológicas asumidas por Polanyi: Al preguntar qué significa la tesis según la cual lo económico, u otro orden de la acción, estaría incrustado [embedded] en la sociedad, [uno] se pregunta enseguida en qué está incrustada, por su parte, la sociedad. La única respuesta razonable parece ser que la sociedad sólo puede estar incrustada en ella misma [...]. Si la sociedad esta incrustada en algo, es a la vez en ella misma y en todo lo que no es ella, en todo lo que le es exterior, en su adentro y en su afuera. Califiquemos como «lo político» la instancia, el momento y la decisión que separan ese adentro de ese afuera. (Caillé, 2010: 119-120)5
Podríamos pensar, de lo contrario, que los salvajes sencillamente se equivocan significándolo culturalmente tras de esos otros dispositivos –eso es, en esencia, lo que respondieron los evolucionismos del decimonono, y por eso la suya era, en última instancia, una historia del progreso de la razón frente a la cultura–. O que, por algún otro motivo desconocido, no alcanzan o no necesitan alcanzar a percibir y significar autónomamente la posición «en cualquier caso» básica y estructural, que desempeña lo que quiera que sea la economía.
5 De la misma manera que hiciera el sustantivista a propósito de «economía», Caillé propondrá en su Teoría anti-utilitarista de la acción una serie de dobles acepciones de la cual la más importante es, evidentemente, la que atañe al término que acabamos de verle introducir. Lo hace en el marco del debate mayor sobre el enfoque a través del cual analizamos el comportamiento social de los grupos humanos, de modo que una primera acepción –la política– estaría remitiendo a un orden de la práctica entre varios –como por ejemplo lo sería también «la economía»– que dota de coherencia sistémica parcial la competencia por el poder legítimo. Sin embargo, como señala el propio Caillé (2010: 120 y ss.), incluso aunque ese «campo» sea elevado jerárquicamente respecto del resto, como principio de la sociabilidad humana, una concepción meramente ordinal es incapaz de captar el matiz que él pretende con una segunda acepción –lo político– referida más bien al relato que funda la sociedad y, por ende, establece las coordenadas de aquella legitimidad del campo político, pero también la de todos los demás campos. «Lo político, o la contextualidad general»: Caillé habla de la «autoinstitución de la sociedad», aunque siguiendo una descricpión fenoménica con la cual no podemos sino coincidir plenamente, parece más acertado hablar aquí de la institución cultural de lo social (vid. inf., especialmente caps. 8.2-3). Sea como fuere, «no hay por qué contraponer en forma absoluta las dos maneras de razonar en ciencia social [...]: el pensamiento de los órdenes y el de los contextos, el pensamiento estructuro-funcional y el de la intersticialidad multidimensional. Las sociedades están formadas al mismo tiempo por sistemas ordenados y por contextos, viven del orden y del caos, de la estructuración y la indeterminación» (Caillé, 2010: 149).
Al fin y al cabo –podría aducirse en última instancia– el sustento que obtenemos por sus medios es indispensable para mantener la vida de los individuos que componen la sociedad; y esto es una verdad innegable. Pero no es toda la verdad. No se trata aquí de dilucidar las circunstancias de una imposible biología de la «existencia individual» que nunca bastó ni bastaría por sí sola para dar suficiente cuenta de nuestra naturaleza específica, sino de las de las sociedades, y de las lógicas culturales según las cuales –siempre– los animales humanos orientamos y significamos nuestras prácticas individuales. No en vano, probablemente una de las piezas de mayor relevancia en el debate formalista90
La Economía como política sustantivista sea la que se dio en llamar «surplus controversy», al hilo de la tan rotunda como polémica declaración de uno de los colaboradores de Polanyi en Comercio y mercado en los imperios antiguos (1957 para la primera edición, en inglés) para quien «el concepto de excedente [...] representa también [como el de “escasez”] una abstracción inadmisible» en el análisis de la social e históricamente mutable organización económica del sustento (Pearson, 1976: 368).
permite el sustento de quienes [desde ese momento histórico] no producen comida, como por ejemplo los sacerdotes. Va implícito que, puesto que la religión no es una necesidad para la supervivencia biológica, se trata de un tipo de servicio de segunda clase, de un lujo, el cual debió de aparecer más tarde en el tiempo que la producción de alimentos. (Dalton, 1960: 485-486) El conocedor de la historiografía arqueológica sin duda identificará aquí, «haciendo surgir» el excedente alimenticio, el esquema medular de las revoluciones tecnológicas propugnado por Vere Gordon Childe entre el Nacimiento de las civilizaciones orientales (1928 para la primera edición, en inglés, de un manuscrito que revisaría sucesivamente en 1934-1935) y Los orígenes de la civilización (1936 para la primera edición, asimismo en inglés).
A poco que se piense con detenimiento, resulta evidente que una cantidad solamente puede exceder en relación a otra cantidad que le es anterior lógica o fenoménicamente. Partiendo desde aquí, en su defensa, Dalton (1960) quizá resultó más expeditivo que Pearson al anclar su exposición, primero, entre las diferencias que separan la perspectiva experiencial de un aumento fortuito o excepcional de la producción, o en cualquier caso imprevisto por el agente: colateral respecto al cálculo que movilizó inicialmente su trabajo, de un lado, y del otro, la perspectiva analítica que articula a la vez el concepto y la necesidad culturales de cierta producción excedentaria precisamente con el objetivo de movilizar ese trabajo en el seno del grupo humano. De este modo, «una cantidad dada de bienes o servicios constituirá un excedente sólo si la sociedad, de alguna manera, la apartara y decidiera tenerla disponible para un fin específico [...]. Por consiguiente, en la creación de excedentes relativos las condiciones naturales tienen menos importancia que la actitud hacia los recursos y los medios institucionales», había concluido Pearson (1976: 370). A fin de cuentas, añadía Dalton (1960: 483-484), por fuera de un tal aparato institucional de valores, nada hace pensar a priori que un aumento eventual de la producción acarreara necesariamente cambios estructurales en las lógicas de la «distribución convencional», ni menos aun la modificación a largo plazo de las de la producción doméstica, si ningún factor ulterior presionaba la «autoexplotación» más allá de su punto de equilibrio subjetivo.
A decir verdad, todavía desde la neoyorquina Universidad de Columbia, la respuesta materialista firmada por Harris (1959; cf. Harris, 1978) concedía parte de razón al planteamiento esgrimido por Pearson y Dalton, sumando fuerzas contra los aspectos estrictamente mercantilistas bocetados en este último pasaje –el formalismo más recalcitrante sencillamente parece haberse contentado con negar la mayor (vid. Rotstein, 1961; Sahlins, 1983: 9-12; Morehart y De Lucia, 2015: para una reciente revisión en clave arqueológica, con bibliografía)–. Concedía, por lo pronto, que todo lo que sabemos de las llamadas «sociedades simples» constata cómo sus individuos no se limitan a la mera existencia, sino que invierten su energía también en la reproducción de prácticas que nada tienen que ver con la alimentación, de modo que la idea de un «excedente innecesario» (superfluous surplus) para la supervivencia sociocultural de un grupo humano dado debía ser desterrada definitivamente de la Antropología: todas las sociedades humanas producen, en cualquier caso, ajustadas a lo que Harris daría en llamar necesidades «biosociales», por encima de un «nivel biofísico de subsistencia» al cual, sin embargo, no renunciaba como concepto analítico válido y cardinal a la hora de plantear modelos explicativos.
Así las cosas, lo que denunciaban los sustantivistas era la aplicación indiscriminada de una perspectiva de este segundo tipo; generada postfactualmente en el marco del análisis de economías de mercado y más allá del contexto histórico que le era justificable, como leitmotiv en la complejización social a lo largo de toda la historia humana, y en cuya exacerbación teórica llegaría a afirmarse, incluso, «que es la misma aparición de un excedente material quien induce –causa– la estratificación social». Concretamente lo causaría la aparición de un exceso de alimentos sobre la necesaria subsistencia doméstica:
No en vano, observándolo desde la distancia, parece haber motivos para sospechar que más que a una controversia entre posiciones ontológicamente muy distantes, asistimos a la delimitación coral de un dilema a propósito de las relaciones de dependencia-independencia en las variables de un problema –el de las mutaciones socioculturales de la historia humana– difícilmente soluble con las herramientas teóricas que se pusieron en juego en aquel momento. Quizá precisamente porque, de un modo u otro, todos los autores participaban de la idea de «objetividad» de la función social desempeñada por una economía respecto al análisis funcional de la cual, sin embargo, se mostraban reacios a profundizar y asumir hasta sus últimas consecuencias, como un todo, en sus propias sociedades de orientación. Y es probable que el hecho de que sea más fácil advertir esto a través de la respuesta de Harris –aun a pesar de percibir él, tal
Al alimento se le entiende, sin probarlo, una primacía social respecto a otros bienes y servicios, [y así] utilizando el excedente como deus ex machina, siendo la comida una necesidad biológica, se asume una situación inicial en la cual todos los agentes sociales fueron productores de alimentos. Entonces surge un excedente alimenticio que 91
La política salvaje vez mejor que los sustantivistas, cómo con la Teoría del excedente no se trataba únicamente de dar cuenta del sustento–, probablemente se explique en la medida en que su más firme arraigo en la trinchera marxista le inhibía de concebir cualquier causalidad cultural mientras, en resumidas cuentas, le libraba de remilgos a la hora de dejar caer el tupido telón de la «falsa conciencia» donde les fuera aportuno a sus prejuicios. Así, las notas de cinismo que alcanza –«es difícil apartar o canalizar plantas y animales que no existen»–6 declamarían sobre todo su «jibarización» de la parte final del planteamiento contrario, una se vez desarrollado hasta coincidir en que el excedente parece ser fruto de la organización social y no del proceso productivo en sí, pues en última instancia, nada de ello parece entrañar necesariamente el insorportable relativismo idealista que Harris denuncia.
–de nuevo– estabilizando cierto número de individuos a través de un sistema de signos culturales que les permitieran procesar lógicamente –percibir, clasificar– sus conductas relacionales?7 El tremendo enredo del planteamiento de Harris, y lo mismo podría decirse para el resto de economicismos en liza, se anuda en la ligereza con la cual clasifica y jerarquiza elementos de entre una realidad cuya única verdad positiva del todo indiscutible es la continuidad fenoménica en que acontece. Desde luego que con esto no queremos decir que no sea lícito y necesario imaginar clasificaciones y ordenarlas modelizando sistemas –es más, el hacerlo de ordinario es intrínseco a nuestra naturaleza cultural semiótica–, sino que el éxito explicativo del conocimiento académico depende de la sinceridad y la presteza con que nuevos datos o enfoques modifiquen esos modelos en pos de una mayor parsimonia. Harris proporciona una buena muestra de este «problema de los términos», harto extendido en tantísimos otros autores, al deslizar reiteradamente «biología» como una suerte de objetividad física dotada de prioridad evolutiva frente a la contingencia de factores psicológicos, sociales y culturales, cuando sucede que esos factores son evidentemente parte cardinal, de hecho, de la particular biología de nuestra especie.8 Es decir: cuando sucede que sin ellos no hay biología humana, sino mera especulación filosófica. Del mismo modo, la proporciona también cuando apunta que la sociedad está «equipada con tradiciones culturales», y en esa sutil temporización desconoce y oculta irremediablemente las implicaciones analíticas de lo que haríamos mejor expresando en síntesis: la sociedad es una tradición cultural.
Su rechazo [el de Pearson] de la primacía cronológica y funcional de las necesidades biológicas y de las adaptaciones tecno-ambientales en su cumplimiento equivale a una renuncia en la búsqueda del orden entre los fenómenos interculturales [...]; conduce, inevitablemente, a la conclusión de que estos fenómenos son en esencia el resultado de procesos arbitrarios y caprichosos [...]. [Porque], cualesquiera que sean las circunvoluciones de la economía de prestigio, los antropólogos no podemos permitirnos perder de vista el hecho de que la función ineludible y por ello primaria de cualquier estructura social es satisfacer las necesidades metabólicas fijadas biológicamente. (Harris, 1959: 188-190) Ahora bien, ¿y si esto no fuera exactamente así?; si ocurriera, para empezar, que a «economía» –la única economía a la cual se le puede rastrear una «verdad histórica» propia, en tanto correlación funcional concreta de fines y medios, signos y prácticas: economía como política, en los términos de Caillé; es decir: como discurso del orden en el marco cultural de nuestras sociedades– le es de algún modo intrínseco «prestigio» y careciera, pues, de sentido analítico el yuxtaponerlos. Es más: el hacerlo entorpeciera irremediablemente nuestra capacidad de análisis de otros sistemas socioculturales diferentes a los nuestros. ¿Y si, todavía más allá, la función primaria de la «sociedad» en tanto metainstitución del grupo humano no fuera la de garantizar el sustento biofísico, sino la de garantizar sus «condiciones de posibilidad», por ejemplo
7 «Se ha pensado sin razón que las sociedades al civilizarse daban preferencia a las relaciones económicas sobre las jurídicas», escribía Tarde en las páginas de la Revue Philosophique («¿Qué es una sociedad?», 1884 para la primera edición, en francés); sin embargo, proseguía, «la sociedad es más bien una mutua determinación de compromisos y consentimientos, de derechos y deberes, que una ayuda mutua. He aquí por qué se establece entre seres semejantes o poco diferentes unos de otros» (Tarde, 2011: 3739). En este sentido, el derecho vendría a entenderse constituido como función específica de las «leyes de la imitación» que –opinaba el sociólogo francés, contra el holismo durkheimiano– organizan en el espacio y el tiempo la vida de los grupos humanos, porque sólo se verifica a condición de que los individuos que los componen «tenga[n] un fondo común de ideas y tradiciones, un idioma o un traductor común». Algo que, a partir de algún punto todavía por determinar de su proyección práctica, acaba por referir «menos la sociedad como se la entiende comúnmente que la socialidad» (ibíd.: 46). Cf. la noción simmeliana de vergesellschaftung (vid. inf., cap. 8.1). 8 Concretamente, escribe matizando –no sin acierto– la idea del «nivel biofísico de subsistencia» a cuya defensa aludíamos antes: «for obvious reasons, the level of this activity cannot be equated with the minimum level of activity necessary for sociocultural survival. First of all, it excludes the reproductive activities which are necessary for the transgenerational survival of a society. Second, it refers exclusively to biologically necessary activities, to the neglect of those which may be psychologically, socially and culturally necessary. Although biological necessities enjoy a clear evolutionary priority over the superior emergent levels, there is no reason to doubt that the generalized characteristics of the nonfoodproducing activities subsumed under the various rubrics of the universal pattern, represent any less of a necessary adaptation to the needs of human beings living in societies equipped with cultural traditions» (Harris, 1959: 190).
6 La expresión está tomada literalmente de la sucinta respuesta que dedicaría un par de años más tarde a una nueva crítica en American Anthropologist, esta vez de la mano de Abraham Rotstein: «the surplus theory is worth defending because it states some of the necessary conditions for social stratification in terms which do not depend upon a mysterious urge, possessed by the Inca but absent among the Eskimo, to “set aside”, “select out”, and “channel” hard-won comestibles [...]. For reasons which continue to elude me, both Pearson and Rotstein appear to be unwilling to admit that it is difficult to “set aside”, “select out”, “channel”, and, one might add, by “implication” [Rotstein había señalado en su comentario que parte del problema descansaba en sus implicaciones para la definición de la siempre escurridiza noción de “explotación”], give away, potlatch, take, steal, rob, plunder, or expropriate, plants and animals that do not exist» (Harris, en Rotstein, 1961: 563).
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La Economía como política Sin embargo, nada de ello es óbice para que la agudeza de su pensamiento le permitiera atisbar con claridad los flancos de la problemática; otra cosa sería su articulación interpretativa. Para Harris (1959: 193-194) devendría crucial sistematizar teóricamente variables como:
mientras mantienen una clara tendencia a la subproducción: «la mayor parte de ellas, tanto de las agrícolas como de las preagrícolas, no parece aprovechar todas sus potencialidades económicas. La capacidad de trabajo está insuficientemente utilizada, no se usan los medios tecnológicos plenamente y los recursos naturales se dejan sin explotar» (Sahlins, 1983: 55 y ss.). Ello resultaba coherente con la evidencia de un parco desarrollo demográfico; con cifras de población real en ocasiones muy inferiores en relación a la «capacidad de carga» del medioambiente que habitaban los grupos horticultores para quienes se empezaba, por entonces, a disponer de datos etnográficos fiables, desde Nueva Guinea y otras islas melanesias hasta las regiones tropicales de África y América del Sur (ibíd.: 59-60, tabla 2.1).
1. La presión universal provocada por el crecimiento demográfico; [o] 2. el hecho de que el gasto de mayores esfuerzos en la producción de alimentos se aliente universalmente mediante dispositivos ideológicos. Por doquier estos productores sobresalientes son recompensados con prestigio y, frecuentemente, con poderes diferenciales; como mínimo, quienes producen más comida que la media son siempre objeto de aprobación. [Y es que] prácticamente en todas partes los banquetes representan grandes ocasiones en las cuales el rol de anfitrión constituye una muy codiciada posición honorífica.
Ya Robert L. Carneiro, hoy día conservador emérito del neoyorquino American Museum of Natural History, había cosechado un merecido reconocimiento por algunas de las conclusiones alcanzadas tras el trabajo de campo conducido en 1953-1954 entre los kuikuro del Alto Xingú (Mato Grosso, Brasil), uno de los exponentes meridionales de la familia lingüística caribe. Si tradicionalmente se venía considerando que el rápido agotamiento de los suelos cultivados por tala y roza constreñía el crecimiento de los grupos humanos que la practicaban y les obligaba al desplazamiento constante de sus asentamientos con el fin de asegurarse el mínimo subsistencial, la reducción de los factores relevantes de esta problemática a variables cuantificables y su formulación matemática sugerían exactamente lo contrario. Así, Carneiro (1960; 2004 [1961]) informaba de que la aldea kuikuro, por entonces habitada por 145 personas en nueve grandes cabañas de paja dispuestas en torno a la característica plaza circular de tradición arahuaca (Heckenberger, 2005: 42 y ss.; vid. inf., cap. 4.4), efectivamente había sido trasladada hasta cuatro veces en los últimos noventa años, pero siempre en el rango de unos cuantos cientos de metros y aduciendo, para hacerlo, «razones sobrenaturales de uno u otro tipo». Contra los apriorismos del más rancio determinismo materialista, sucedía que el hecho de que estos horticultores emplearan tan sólo el 7% del área cultivable en un radio de 4 millas –i. e.: unas 38 de algo más de 5.460 hectáreas disponibles–, invirtiendo apenas 3’5 horas/día por productor en asegurar para la comunidad la práctica totalidad de una alimentación basada en la yuca (80-85% de su dieta), el maíz (5%) y el pescado (10-15%), daba buenos motivos para empezar a valorar de otra manera los suyos, o como mínimo, para descartar la disposición de una causalidad económica clásica.9 Cæteris paribus, incluso manteniendo
Y arribados a este punto de su exposición descubrimos al fin el apriorismo inmanente que, como decíamos, en buena medida compartido todavía por todos estos autores –concretamente en la medida en que no se le cuestionó en absoluto–, tornaba insoluble la polémica: la presunción de una tendencia universal a maximizar toda producción en función del equilibrio tecnología-medioambiente, aun asumiendo que «todo etnólogo puede dar aparentes ejemplos de un excepcional uso irracional de los medios de producción y del método de consumo alimenticio» (ibíd.: 194). Todas estas consideraciones permiten calibrar más acabadamente la sacudida que pudo llegar a suponer, para la evaluación antropológica de la economía, el redescubrimiento occidental de las reflexiones chayanovianas a propósito de la «lógica doméstica», apenas un lustro después de recogida la surpluss controversy en las páginas de American Anthropology (vid. sup., cap. 2.3); también el que, armada con ellas, la Economía de la Edad de Piedra de 1972 «pateara el tablero», aun a pesar de los eventuales dejos economicistas que todavía arrastrara Sahlins, entre otras cosas, desde una altamente heterodoxa influencia marxiana. De la misma manera que les había sucedido a los organizacionales rusos de la década de 1920, la irracionalidad a que aludía Harris, la indolencia proverbial de los salvajes reportada prácticamente por cada misionero y cada administrador colonial, adquiría un preciso sentido adaptativo en la riostra de unas prácticas del sustento conducidas en el seno de la institución familiar. Activadas por la presión de su propio consumo y por tanto, ante todo, minimizadoras de la «autoexplotación» de su fuerza de trabajo.
9 Puede que una formulación más neoclásica, en su admisión de un mayor número de variables entre las cuales se contemplan mejor o peor aquéllas de índole subjetivo, permitiera retener las interpretaciones aun en el campo de la Economía. El propio Carneiro (2004: 83-84) indica cómo, debiéndose primero la bajada de productividad de los campos a la infestación de malezas que compiten con los cultivos a partir del segundo o tercer año, resulta cabal que la «conducta más económica» sea aquélla que prefiere acondicionar una nueva parcela y abandonar la anterior antes que desbrozarla laboriosamente, si es que se quieren mantener los niveles de producción. Esto le lleva a contemplar una segunda disyuntiva que mediría en la comparación con los mucho más pequeños –unos
Bajo un ritmo de producción discontinuo e irregular tanto en el tiempo como en el espacio, la «máquina económica primitiva» articula la paradoja por la cual sus sociedades disfrutan de «una especie de abundancia material» –expresión que Sahlins rescataba de Lorna Marshall («Sharing, talking, and giving: Relief of social tensions among !Kung Bushmen», 1961 para la primera edición)– 93
La política salvaje Fig. 4.1a. Curva de intensidad laboral en la aldea tonga de Mazulu. Modificado a partir del original en Stone Age Economics, ©Marshall Sahlins/Aldine-Atherton Inc., 1972; reproducido con permiso de Taylor & Francis Group, una división de Informa plc. Respecto a los datos, Sahlins (1983: 120121, 128) tuvo la precaución de indicar que tres de los «cabeza de familia» estuvieron ausentes durante el periodo de estudio o parte de él, empleados en el «sector capitalista». En el primer caso no se los computó, aun reconociendo que el eventual envío de dinero por su parte pudo contribuir al sustento.
tecnológica» para obtenerlos, tanto Carneiro como –poco después– Sahlins se situaban del lado sustantivista de la controversia. «De una manera harto frecuente y mecánica, los antropólogos atribuyen la aparición del cacicazgo a la producción de un excedente [escribía este último autor refiriéndose, sin ir más lejos, a una versión anterior de sí mismo: la de Social stratification in Polynesia, en 1958]. En el proceso histórico, sin embargo, la relación ha sido por lo menos mutua, y en el funcionamiento de la sociedad primitiva resulta más bien al contrario. El liderazgo genera continuamente un excedente doméstico», postulaba ahora Sahlins (1983: 158), dándole la vuelta a lo dicho por Gordon Childe.
un promedio alto de 25 años de barbecho antes de reutilizar de nuevo la misma parcela de bosque, según acostumbraban los kuikuro, los cómputos de este autor arrojaban una capacidad de carga de 2.000 personas y en general, tanto en la relación producción/área como en producción/hora, rendimientos superiores a los de las regiones andinas donde se habían desarrollado históricamente «sociedades complejas» (Carneiro, 2004: 79-80). También Napoleon A. Chagnon (2006 [1968]: 153 y ss.; cf. Nilsson y Fearnside, 2011) plantearía, poco después e inspirado precisamente por Carneiro, un escenario similar para los «micromovimientos» de aldeas y huertos yanomami; así calificados con el fin de diferenciarlos de aquellos otros desplazamientos, generalmente mayores, motivados por conflictos intra e intercomunitarios a cuyas dinámicas volveremos más adelante (vid. inf., cap. 4.3).
El de Economía de la Edad de Piedra arribaba a tal conclusión después de comparar las «curvas de intensidad laboral» obtenidas de la aplicación del cálculo chayanoviano basado en el balance doméstico entre consumidores y productores a los datos recogidos en otras dos comunidades horticultoras, en esta ocasión localizadas en África –la aldea tonga de Mazulu, al sur de la actual República de Zambia, según la reportara Thayer Scudder (The ecology of the Gwembe Tonga, 1962 para la primera edición)– y Nueva Guinea –la de Botukebo, según Leopold Pospisil (Kapauku Papuan economy, 1963 para la primera edición), en la región de los lagos Paniai de la mitad de la isla hoy en día controlada por Indonesia–. Esto le había permitido aislar matemáticamente, por ejemplo, un excedente de trabajo doméstico que sin embargo, y como había previsto Dalton, era aparentemente absorbido en el caso de los batonga sin que se le llegaran a derivar otras consecuencias sociales que el amortiguar, en el total comunitario, las insuficiencias de aquellas familias con ratios más desfavorables (fig. 4.1a). Representando en el eje de abscisas el «índice consumidores/productores» y en el de ordenadas el número de acres cultivados por cada grupo doméstico, «la curva empírica de producción se eleva hacia la izquierda bastante por encima de la
Así las cosas, en cierto sentido podría entenderse que al quebrar el esquema por el cual de la ausencia de la «materialización práctica» (actualization) de excedentes alimenticios en determinado grupo humano se infería automáticamente la carencia de «viabilidad
15-30 individuos repartidos en tres o cuatro casas a base de postes sin paredes– grupos amahuaca de la cuenca del Ucayali (vid. i. a. Carneiro, 1970a): ¿decreciendo la productividad de los campos a igual inversión laboral y, precisamente por ello, prefiriendo adecuar nuevos campos, es preferible deplazarse diariamente hasta éstos o desplazar hasta allí toda la aldea? Dada la baja inversión arquitectural de los del Ucayali, cuya dieta a la sazón contempla un 40% de caza además del 50% proveniente de la horticultura, la respuesta –opina Carneiro– es clara; como lo es también, pero justo en el sentido opuesto, para los del Xingú. «The conclusion to which we are led is that village relocation in the Tropical Forest cannot so facilely attributed to soil exhaustion as it has been the custom to do. Depletion of the soil in the immediate vicinity of a village merely creates conditions under which moving the village becomes, not an ecological necessity, but simply the more convenient of two courses of action» (Carneiro, 2004: 77; cf., para una crítica similar desde posiciones marxianas, Neves, 1995). Pero entonces, ¿por qué mantener unas tradiciones arquitectónicas antieconómicas?
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La Economía como política Fig. 4.1b. Curva de intensidad laboral en la aldea kapauku de Botukebo. Modificado a partir del original en Stone Age Economics, ©Marshall Sahlins/Aldine-Atherton Inc., 1972; reproducido con permiso de Taylor & Francis Group, una división de Informa plc. Nótese cómo, a la hora de hacer los cálculos, las cifras relativas al consumo aportadas por Pospisil en su trabajo de campo fueron modificadas, elevándose para las mujeres adultas de 0’60 al 0’80 que también se aplicaría ulteriormente a ancianos de ambos sexos (Sahlins, 1983: 134, 136). Se mantuvieron, sin embargo, los números relativos a la producción, calculando 1’00 para todos los adultos y 0’50 para adolescentes y ancianos.
intensidad [teórica] de Chayánov, porque ciertas unidades domésticas, entre ellas muchas con favorables recursos de mano de obra, cultivan más de lo que necesitan»; concretamente ocho de los veinte grupos domésticos que componían la muestra africana.
Además, el cálculo le permitía ilustrar en términos precisos de qué manera «la estructura familiar habitual forma también parte de la estrategia de intensificación de la sociedad», siendo que las proporciones culturalmente mayores de los grupos domésticos papúes frente a los tonga les permitían incrementar el número absoluto de productores en su seno, y mitigar así la presión relativa sobre cada uno de ellos, de 1’52 a 1’34 consumidores/productores de media. Otro tanto iba a opinar más adelante, elevando su discurso a un tono general, de las estructuras del parentesco (ibíd.: 140 y ss., 233234). Y es que con independencia de las contradicciones internas que pudieran acentuarse en situaciones de estrés –es decir: del grado puntual de «desorganización», tal como lo habrían calificado los de la Escuela sociológica de Chicago (vid. sup., cap. 2.1)–, parece cabal esperar que un sistema en torno de una terminología de tipo hawaiano organizara hasta cierto punto, y entre otras cosas, una predisposición a soportar mayores presiones sociales sobre la producción de las familias con «índices consumidores/productores» favorables que una de tipo esquimal, por la sencilla razón de que, comportándose en esencia igual en su indeterminación de lo demás, aquélla diluía y ésta enfatizaba los límites de las relaciones domésticas.10 Pero pospongamos todavía un comentario un poco más profundo hasta los siguientes epígrafes (vid. inf., caps. 4.3 y 4.5).
Sus coordenadas expresan la estrategia [aplicada en] Mazulu de intensificación económica. La distancia vertical de S por encima de la intensidad normal (E-S) constituye el impulso medio de excedente de trabajo entre las casas [super]productivas [...]. La coordenada x del impulso de excedente (S) proporcionará, por su relación con la composición media de la unidad doméstica (M), evidencias acerca de la forma en que la tendencia de intensificación se distribuye en la comunidad. Cuanto más a la izquierda quede S con respecto a la composición media, tanto más el trabajo excedente será una función de mayores proporciones entre los trabajadores del grupo doméstico. Sin embargo una posición de S cercana al término medio, indica una participación más general en el excedente de trabajo; si aun estuviera más a la derecha, S implicaría una actividad económica desusada en las familias de menor capacidad laboral. (Sahlins, 1983: 128-131; cf. Minge-Kalman, 1977) El caso papú mostraba una tendencia absolutamente diferente que Sahlins no dudaría en describir como una «desviación política» de la curva (fig. 4.1b). Ésta «pareciera indicar que la aldea kapauku estuviera dividida en dos poblaciones, cada una de ellas singularmente aferrada a su propia inclinación económica, aumentando la intensidad en uno de los casos, de acuerdo con el número de consumidores, y disminuyendo en el caso de la otra “población”», de modo que el 69% de las familias de Botukebo, comprendiendo el 59% de la fuerza productiva de la aldea, resultaban trabajar a un promedio del 82% por encima de la intensidad «normal» (ibíd.: 135-138).
10 Como señala Fox (1972: 239 y ss.) la característica principal de ambos sistemas –hawaiano y esquimal– es su ausencia de grupos unilineales. De aquí en adelante, el primero tiende a una disposición más bien generacional dentro de la cual hombres y mujeres se designan por los mismos términos y conforman grupos exogámicos; mientras, el segundo –que es el nuestro y el de la mayoría de sociedades de nuestro entorno– «parece que lo que hace es perfilar la familia nuclear para darle mayor relieve, subrayando entonces la igualdad entre los dos conjuntos familiares unidos por matrimonio, o sea los parientes matrilineales y patrilineales de ego [abuelos, tíos, primos, sobrinos]. De esta forma, los términos que se utilizan para los miembros de la familia nuclear –padre, madre, hijo, hija, hermano, hermana– en ningún caso se aplican a los ajenos a la familia» (ibíd.: 240).
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La política salvaje Inmersos en unas culturas de las cuales se había dicho que el rasgo distintivo de su jefatura era la prodigalidad del jefe, era desde luego esperable que las lógicas políticas impulsaran por encima de sus límites internos la producción de algunos grupos domésticos, empezando por el de ese jefe a la sazón frecuentemente poligínico y continuando por los de sus parientes y aliados, pero no de todos ellos: aquí las «dos poblaciones» de Botukebo.
de la Edad de Piedra las coordenadas de la MDP y explorar las formas de su intensificación. Concretamente lo hacía de nuevo cuando, habiendo matizado que la «fuerza» del big man del que hablábamos «es más la atracción que la compulsión», concluía de ello que desarrollarla «no establece la dependencia de nadie, y este respeto [que se le derivare por parte del resto de miembros de la sociedad: “autoridad” según nuestros términos] tendrá que competir con todas las otras clases de deferencia [de “autoridad” de diferente radical e intensidad] que pueden otorgarse en las relaciones directas. De ahí que lo económico no sea necesariamente la base predominante de la autoridad [ahora en sus términos: entendida como “institución formal”] en las sociedades más simples» (Sahlins, 1983: 156-157). Es más: en comparación con otros factores sociales, la economía podía llegar a resultar aquí «políticamente despreciable».
De todas maneras, es posible que Sahlins no incidiera lo suficiente en una de las condiciones específicas que precipitan ese resultado social, a pesar de pasar sobre ello en varias ocasiones a lo largo de su Economía. Lo introducía ya cuando citaba a Marshall en el primer capítulo del libro: «[entre los !kung] la acumulación de objetos no se asocia con el status», sobre lo cual puntualizaba en abierta sintonía polanyiana cómo «no se trata de que los cazadores y recolectores hayan dominado sus “impulsos” materialistas, sino simplemente de que nunca hicieron de ellos una institución» (Sahlins, 1983: 22-23, 26-27). Otro tanto encontramos siguiendo su exposición, cuando, al estudiar los objetivos cualitativos concretos de la economía doméstica en oposición a los cuantitativos abstractos de la política a través de los modelos de circulación M1→D→M2 y D1→M→D2, olvidaba recordar que la abstracción del dinero materializaba exactamente dicha institucionalización en el contexto cultural en el cual vivió y pensó Marx, de modo que si era cierto que D→∞ resumía la «fórmula capitalista del éxito social» cuando D=dinero, podía haberlo sido asimismo en las llamadas «sociedades simples» cuando D=prodigalidad (ibíd.: 100-102): ¿no responde, en el fondo, a esa misma estructura la conducta de aquel big man melanesio cuya medida generosidad le permite remontar la estrecha base de su «autoexplotación» y movilizar el trabajo doméstico de sus parientes y aliados para, llegado el caso, consumir todo el producto acumulado en un nuevo derroche social de crecientes proporciones e intensidad?; y de ser así, ¿sería en verdad lícito hablar de «capitalismo», si no intervenía dinero, si no existían mercados? O lo que pudiera resultar todavía más contrariador: ¿acaso tendrían razón siquiera en parte los teóricos neoliberales?
2. La grandeza de Godelier La piedra de toque de la intensificación económica registrada por Sahlins en la aldea papú habría descansado, entonces, en el pinzamiento de las prácticas del sustento por parte de las lógicas políticas; o dicho de otra manera, en última instancia, en un hecho cultural por el cual algunos grupos humanos –y otros no– «instituyen» una significación política en determinadas actividades –y no en otras– que también tienen que ver o afectan al sustento. Y como es obvio, en el caso de la Melanesia, en especial en las Tierras Altas de la isla de Nueva Guinea, esto es precisamente lo que sucedía con los «festivales del cerdo» (pig festivals) de los cuales virtualmente todos los etnógrafos dan buena cuenta. Sucedía por partida doble. Primero, porque los cerdos servían de alimento una vez sacrificados, si bien de aquí en adelante las variaciones culturales en las condiciones de su consumo y, aun más, de su circulación adquirirán una relevancia analítica de primer orden. «Los cerdos no son simplemente buenos para comer», escribe desde la Universidad de Princeton Rena Lederman (1986: 16-17), «son asimismo una forma de riqueza, y tienen valor en la medida en que se los emplea para significar relaciones sociales». No en vano, se intercambiaban por y en los mismos contextos que las joyas de cauri y otras conchas, en los circuitos por los cuales se movían asimismo las hachas de piedra, la sal, y donde lo haría primero el dinero, con el advenimiento de la colonización europea; en ocasiones como parte del «precio de la novia» (bridewealth); en general distribuidos vivos, o ya cocinados, en celebraciones sociales, adquirieran estos festivales tintes agonísticos o no, o en pago para zanjar disputas intracomunitarias, por los daños personales que pudieran sufrir los grupos aliados en la guerra, o por los que sufrieron los otrora enemigos, significando que dejan de serlo (vid. i. a. Thurnwald, 1934; Strathern, 1969; 1971a; Feil, 1982; Steward y Strathern, 2002; Sillitoe, 2003).
Comenzando a intentar una respuesta por el final, desde luego que pretender lo contrario en todo tiempo y lugar no suele pasar de ser una muestra de soberbia, o de ignorancia, o de ambas. Por lo que a nosotros respecta, probablemente sea evidente a estas alturas como mínimo el ánimo de ponderar en iguales términos lo mucho o poco que nos haya sido legado del discurso de quienes sustentan en la historia las prácticas que analizamos, cultivasen éstos yuca en las riberas del Xingú o hubiesen enseñado Filosofía en la Universidad de Glasgow. En todo caso, lo curioso del asunto es que hay buenas razones para pensar que unos y otros, de hecho, estaban aquí hablando de lo mismo, aunque –eso sí– en idiomas diferentes, adaptados a diferentes circunstancias e historias medioambientales. Y como decíamos, Sahlins llega a sobrevolar este hecho hasta en una tercera ocasión, al establecer en Economía 96
La Economía como política En segundo lugar, la cría de cerdos evidentemente afecta al sustento porque absorbe parte del esfuerzo productivo. Entre otras cosas, por ejemplo, es preciso alimentarlos. Aunque también se den variaciones a tener en cuenta en la intensidad del trabajo que invierte cada grupo humano en el cuidado de sus piaras, lo normal es que una parte sustancial de la cosecha de batata acabe en el estómago de los suidos, al punto que en el estudio de referencia sobre los tsembaga maring de las Tierras Altas de la Provincia de Madang, esta vez en la mitad hoy en día independiente de la isla, Roy A. Rappaport computó a estos animales en términos similares a los de los humanos a la hora de calcular la capacidad de carga del territorio (Rappaport, 1987: 65-69, 96 y ss.).11 No en vano, hay razones para pensar que la propia expansión de una planta –la batata (Ipomoea batatas)– que parece haber arribado a los valles del interior de Nueva Guinea en fechas relativamente tardías, es probable que tan sólo tres o cuatro siglos atrás (Roullier et al., 2013: con bibliografía), esté estrechamente relacionada con sus virtudes como pienso para el ganado, en desmedro del taro (Colocasia sp.) o el ñame (Dioscorea sp.), en el marco de una escalada regional en la competición política (Watson, 1977; Boyd, 1985), y por lo tanto, fruto de unos procesos de toma de decisiones orientados según estándares estrictamente culturales del tipo que las explicaciones más mecanicistas de materialistas y ecólogos tendían por entonces –y aún ahora–, en el mejor de los casos, a considerar secundarias o epifenoménicas.
presionando sobre los sistemas de la subsistencia» (Blanton y Taylor, 1995: 119). Y es que precisamente en la formulación procesual-dual es harto notoria la influencia del debate al calor de las evidencias etnográficas neoguineanas (Blanton et al., 1996: 3-5), con trabajos como los de Andrew J. Strathern (1969) sondeando la incidencia relativa de lo que dio en llamar estrategias productivas –basadas en la intensificación del trabajo doméstico– frente a estrategias financieras –basadas en en el control de redes de intercambio de «bienes de prestigio»– en la construcción individual de la preeminencia social entre varios grupos papúes de Tierras Altas,12 o los de Lederman, profundizando en el caso concreto del Valle de Mendi (Southern Highlands). En What gifts engender: Social relations and politics in Mendi, Highland Papua New Guinea (1986 para la primera edición), en efecto, la profesora de Princeton daba cuenta de la manera en que dichas poblaciones, en su mayoría hablantes de angal heneng, tejen sus interacciones sociales entre los conceptos de sem y twem. Respecto del primero de estos conceptos, aproximadamente traducible por «familia», Lederman (1986: 22) anota cómo «los nombres sem significan relaciones sociales proyectadas
12 Dado que el desarrollo de nuestro discurso hará más provechoso fijarnos en lo sucesivo en otros autores, merece la pena anotar aquí siquiera en trazos gruesos las consideraciones de Strathern: «1. throughout the highlands big-men require both home production and financial partnership, but the extent to which they stress one or the another strategy may vary; 2. we can tentatively correlate pig-killing festivals with a stress on production, moka and tee exchanges [caracterizados por el intercambio de conchas y cerdos vivos entre los grupos melpa y kaugel de Mount Hagen, y entre algunos enga septentrionales vecinos de aquellos por el oeste] with a stress on finance; 3. financial methods would seem to make it more possible for big-men to achieve pre-eminence in exchanges. But they may also make the conditions of competition more fluid and hence lead to equal competition between big-men and between different groups. The sources and modes of supply of valuables are important here» (Strathern, 1969: 47). Por lo demás, las evidencias etnográficas le llevarían a indicar cómo los mae enga y los de Mount Hagen podían ubicarse en el extremo «financiero» del continuum que describía la práctica. Otros grupos estudiados, encuadrados en las familias chimbu-wahgi, goroka y angal –como los habitantes del Valle de Mendi– lo hacían en posiciones más o menos equidistantes a ambos extremos, mientras que los tsembaga maring –como más adelante veremos que podría haberse dicho de los baruya si se hubieran incluido en el estudio de Strathern– podían ubicarse a duras penas en el de la producción, pues en todo caso, «the Maring provide us with a case where big-men appear to be neither polyginists nor entrepreneurs, nor does Rappaport suggest that they control more garden land than other men» (ibíd.: 65). En efecto, en Cerdos para los antepasados ya se señalaba que «no existen jefes hereditarios o formalmente elegidos entre los tsembaga, no hay cargos designados explícitamente políticos [...]. Es cierto que entre los maring algunos individuos son reconocidos como yu maiwai –hombres “grandes” o “importantes”– y tienen cierta influencia en los asuntos públicos. Pero no compiten en festejos ni suscitan la obediencia de los demás. La posibilidad de que estos hombres consigan el acatamiento de sus deseos depende de su capacidad de persuasión, y no del hecho de ocupar una posición particular en la estructura social o política»; y en una de las definiciones más elegantes de cuantas se han escrito, precisaba: «si el término “autoridad” se utiliza para designar un punto en la red de comunicaciones del cual emanan mensajes que instigan a realizar acciones, podemos decir que entre los tsembaga la autoridad cambia con frecuencia. Tal vez sea posible definir a los notables estadísticamente: se trata de aquellos hombres que con más frecuencia que otros inician las acciones a las que se adhiere un grupo. Un individuo no interviene con frecuencia en la toma de decisiones por ser un notable; es un notable porque interviene con frecuencia en la toma de decisiones» (Rappaport, 1987: 30).
Así lo defendió también Richard E. Blanton, arqueólogo de la estadounidense Purdue University mejor conocido como uno de los proponentes de la Teoría procesualdual. En un estudio firmado junto con Jody Taylor para la Journal of Archaeological Research, se lamentaba de la poca atención que la disciplina de la historia material venía prestando a los avances antropológicos en la comprensión de las distintas conductas sociales desplegadas durante los intercambios; comprensión gracias a la cual, en el caso que ahora nos ocupa, «la cría de cerdos y el aumento concomitante en la intensidad de la producción hortícola necesaria para alimentarlos [...] son hoy día ampliamente considerados en parte manifestaciones de la producción social y, por consiguiente, como el resultado de factores sociales 11 Nos referimos, por supuesto, a Cerdos para los antepasados: El ritual en la ecología de un pueblo en Nueva Guinea (1968 para la primera edición, en inglés), donde –valga decirlo– emplea la fórmula diseñada por Carneiro en 1960. Y nótese cómo, a la hora de medir la producción de la aldea de Botukebo, también Sahlins (1983: 137-138, notas 8 y 9) se muestra al tanto de esta problemática, aunque no sea capaz de darle una salida del todo satisfactoria con los datos que maneja. En cuanto a las variaciones culturales en la intensidad de la cría, cf. las tres características a partir de las cuales proponen su estudio comparativo Blanton y Taylor (1995: 119-122, con bibliografía): 1. la obtención del alimento por sus propios medios en bosques y campos abandonados donde deambulan libremente, o proporcionado por los humanos mediante cultivos específicos; 2. la castración de toda la población masculina fiando en la inseminación aleatoria de las hembras por cerdos salvajes para la reproducción de las piaras, o su control mediante sementales; y 3. la valoración indistinta de todos los cerdos, o por el contrario, el reconocimiento de variedades concretas.
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La política salvaje hacia el pasado [...]. Por medio de los nombres clánicos, los individuos afirman una identidad o equivalencia con algunas de las personas que los precedieron. La gente que vive hoy día se concibe responsable en conjunto de las acciones de otros –algunos de los cuales ya no viven– en base a una común identificación sem onda [“familia grande”: entendido antropológicamente como clanes y tribus o agrupaciones clánicas]»; o en otras palabras: establece a su través los términos de un principio corporativo que regula desde el acceso a la tierra –ergo a los medios de producción del sustento– hasta las indemnizaciones debidas a terceros por las muertes que un familiar provocare en otra parentela, por medio de la brujería o durante la guerra. Podría decirse, pues, que al tipo de grupos corporativos designados sem se les reconoce en el Valle de Mendi una existencia objetiva, anterior e independiente a la de los individuos que los conforman en un momento preciso del contínuo histórico, y así, liga a todos ellos en una serie de obligaciones que trascienden su individualidad. Pero quizá lo más interesante sea la paradoja por la cual del mismo modo que la identificación corporativa establece la igualdad en oposición a la otredad que representa cualquier individuo de un grupo de orientación que no sea el propio, preestablece también las condiciones de la desigualdad cuando se apoya en las estructuras intrínsecamente heterogéneas de la reproducción sexuada y sus variables reflejos culturales en las diversas lógicas familiares y parentales.
cada cual con fuertes –y divergentes– lealtades e intereses fuera del grupo» (Lederman, 1986: 40-52; cf. ibíd.: ix y 103);14 y esta lógica, parece ser, valdría a su vez para describir la relación que traba en términos similares a los diferentes individuos y sus grupos domésticos con su correspondiente sem kank. Aquí es donde entra en juego el concepto de twem, y el de twemol: el «socio»,15 en principio ajeno a las lógicas familiares, con quien un individuo concreto intercambia riquezas; entre las cuales cerdos y, en especial –porque, provenientes de la lejana costa, no los puede «producir» en el marco del trabajo doméstico (ibíd.: 66)–, conchas y dinero que eventualmente aportará a los esfuerzos corporativos que requieren determinados pagos y ceremonias operadas a instancias del sem. Es en este sentido que escribía Lederman (ibíd.: 39): La exogamia [practicada por el sem kank] no es significativa tanto por el establecimiento de relaciones positivas específicas entre grupos, como porque el universo social discreto generado por esa regla proporciona un modelo para las distinciones conceptuales que hace la gente entre relaciones sem y twem. Como «categoría de relación social», el clan [clanship] –arquetípicamente, una relación entre quienes no se casan entre sí sino que cooperan para acumular el precio de la novia o participan de él– contrasta con la asociación para el intercambio [exchange partnership], de la cual la relación de afinidad es paradigma –aquellos que se casan entre sí e intercambian riquezas–. Es importante reparar en que tal distinción no es estricta entre dos colectivos –por ejemplo, «miembros del clan» y «afines»– aislables «sobre el terreno», puesto que [...] los idiomas de la solidaridad corporativa se extienden en ocasiones hasta incluir grupos de intercambio matrimonial [...]. La distinción se refiere, por contra, a dos categorías de socialidad culturalmente reconocidas, de las cuales el rango de aplicación puede solaparse en la práctica.
Esto estaría entrañando una clase de relaciones intersubjetivas que la propia Lederman se encargó de calificar como potencialmente jerárquicas, si bien se apresuraba en precisar que entre los papúes de Mendi no se desarrollan estructuralmente, empero, y en principio, más allá de las líneas de fractura dispuestas por edad y género.13 Sí se reconocen «familias pequeñas» (sem kank): grupos exogámicos encuadrados en el sem onda, habitualmente vertidos al análisis intercultural como «linajes» o «subclanes». Sin embargo, a ojos de esta autora, los modelos de «jerarquía segmentaría» importados con relativa fortuna desde la Antropología africanista para explicar el entramado social de otros grupos de Tierras Altas encajan mal con la forma en que los angal y sus convecinos emplean los nombres sem y piensan su organización; de modo que «más que una estructura organizada jerárquicamente, un sem onda de Mendi es una agregación de segmentos equivalentes,
Pero no hay que perder de vista, en cualquier caso, lo que Karp y Maynard o el propio Evans-Pritchard explicaban a propósito del grado de «situacionalidad» con que los nuer emplean en la práctica su esquema de valores identitarios (vid. sup., cap. 2.2, nota 19); ni que, como veremos, tras constatar que las lógicas del liderazgo variaban ostensiblemente en fases diastólicas y sistólicas entre los mae enga papúes en cuyo análisis social Meggitt (1967: 33) había aplicado el esquema segmentario aislado en África, fuera él mismo quien sugiriera la posibilidad de existir fluctuaciones análogas también allí. 15 Incidiendo en la tónica marcadamente experiencial que caracteriza What gifts engender, relata su autora: «one may call twemol a person whom one has met while traveling far from home, and with whom one has shared a smoke: one need only request a pearl shell or some other valuable from the other, and the other need only agree to give it. One may also refer to or address as twemol one’s mother’s or spouse’s relatives and one’s siblings’ or children’s in-laws, although there are also more specific terms of address for all these people. But one does not call a clansman twemol» (Lederman, 1986: 62). Bulmer (1930: 8-10) reporta un cuadro muy similar para el calificativo pu minyingk entre los kyaka de la familia lingüística enga, al noreste de Mendi; y también Meggitt (1974: 187-189, especialmente tabla 5) para el te akali entre mae y laiapu, enga centrales. 14
13 Vid., sin embargo, su análisis (Lederman, 1986: 135 y ss.) sobre unas prácticas discursivas angal que «masculinizan» las obligaciones sem y «feminizan» las twem, aun a pesar de que la mayor parte de estas relaciones son asimismo conducidas por hombres, como una estrategia de jerarquización significativa que coadyuva a priorizar las solidaridades corporativas frente a las reticulares. Además, «the hierarchic ordering of network and group obligations affects women strongly in a second way. When men meet together to decide about the form and political context of sem festivals, their decisions may have a bearing –if indirect and long-term, then so much the harder to perceive– on the level of garden production the community must sustain. If pigs are to be accumulated for a pig kill, this has implications for women’s work –has Rappaport [1987: 170-173] pointed out years ago–. By controlling the scheduling of clan prestations, men control the demand for valuables these events create, affecting the intensity of women’s labor and their exchanges as well» (Lederman, 1986: 138; cf. Sillitoe, 2001).
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La Economía como política relaciones de parentesco no se basa directamente sobre Ia acumulación de riquezas materiales. Entonces, hay poca incitation a la producción de esas riquezas, y sobre todo de los cerdos. (Godelier, 1986: 209)16
Así, los intercambios twem responden a un principio relacional interpersonal radicalmente diferente del familiar o parental; un principio en virtud del cual se generan redes egocentradas donde no circulan otros bienes sino éstos –los que significan «riqueza»– según estrategias que en ocasiones complementan tanto como, en otras, se oponen a los intereses corporativos: la correspondencia con lo que el dual-procesualismo denominaría «estrategia reticular» (network strategy) es esencialmente perfecta (Blanton et al., 1996: 4). De hecho, a poco que prestemos atención descubriremos que en el trasfondo de lo discutido por los estadounidenses se hallaba la misma problemática que, a este lado del Atlántico, estaba por aquel entonces empujando las posiciones de Godelier más allá de las líneas del marxismo clásico, ¡hacia argumentos defendidos, antes que él, por los sustantivistas!
Y a fortiori, tampoco tendría mucho «sentido contextual» tratar de significarse políticamente a su través. Dadas estas condiciones, resultaba del todo previsible que no se hallasen big men sino en aquellos grupos donde era corriente el intercambio de mujeres por bienes de prestigio también a este lado del reconocimiento cultural y operativo último del «nosotros» –i. e.: de la sociedad–, devolviendo un cuadro en el cual se desdibuja y pierde fuerza la «unidad tribal» aun cuando la conservan las instituciones parentales de alcance corto y medio que practican la exogamia y gestionan corporativamente tales pagos: «podría afirmarse que en las sociedades con big men sus miembros y sus linajes se tratan mutuamente como los baruya tratan a los extranjeros con los que quieren establecer relaciones», colegía acto seguido dicho autor.
Tras siete años –tres de los cuales consecutivos (vid. Godelier, 2011: 23 y ss.)– observando in situ el comportamiento social de los baruya, un grupo compuesto por unos 2.150 individuos esparcidos en un puñado de caseríos y aldeas de dos o trescientos habitantes al sur de la provincia de las Eastern Highlands quienes, como los de Mendi, habían sido definitivamente «pacificados» bien entrada la década de 1960 (vid. inf., cap. 7.5), el antrópologo francés llegaba a la conclusión de que el arquetipo del big man sahliniano, sublimación –ahora bien lo podemos expresar así– de las estrategias reticulares, resultaba del todo insuficiente para entender en su globalidad las políticas melanesias.
Ahora bien, más allá de las prescripciones relativas al intercambio de mujeres, ¿cómo se conducen entre sí los hombres baruya? Sin duda, la grandeza de Godelier en este momento, su acierto, nace del no haberse contentado con imponer, sobre el grupo corporativo, una «caja negra»: la del «comunismo primitivo»; esa especie de positivado simple de la «falsa conciencia» cuya figuración indiscriminada en el estudio de las llamadas «sociedades complejas» pasaba por ser el revulsivo principal para la formulación procesual-dual en Arqueología. Con ello, pues, el francés recogía el guante que lanzara Sahlins en 1963, al comenzar a explorar con sus modelos la fluidez de la «jefatura melanesia» en comparación con la «polinesia»; y el resultado sería una nueva fluidificación formulada sobre el tema de un big man que, como concepto canónico, quedaba incorporado sinecdóquicamente a la tipología más vasta, y más básica, de los great men (grands hommes). Pero dado que nos dedicaremos a tratar de dilucidar qué jefes tienen
Si, justo antes de lanzarse a proponer sus dos modelos de gestión de recursos del poder, Blanton y sus colaboradores opinaban que «la evolución de la conducta corporativa ha recibido una atención insuficiente en el estudio del cambio sociocultural en las antiguas sociedades complejas, donde el principal objetivo investigador ha consistido en entender la centralización política y el desarrollo de la desigualdad económica» (Blanton et al., 1996: 2), el francés caminaba un paso por delante al tratar de establecer una línea causal o, como mínimo, una vinculación sistémica de ambos patrones de conducta, corporativo y reticular, con las formas –culturales– en que una sociedad dada se reproduce como un todo. En este caso, concretamente, con la forma en que circulaban en la sociedad baruya las mujeres entre los patrilinajes y sus segmentos; siguiendo un criterio de equilibrio recíproco que no admitía su intercambio por «riqueza» (wealth) –es decir: mediante una prestación de tipo «precio de la novia» (bridewealth)– salvo cuando se verificaba por fuera de los límites de su sociedad, con gente extranjera: sólo 11 de 1.000 matrimonios registrados a lo largo de cuatro generaciones (Godelier, 1986: 32 y ss.; 2011: 57; cf. Rappaport, 1987: 19, 110 y ss.).
Respecto a la convergencia –desde luego «silenciosa»– con las antiguas posturas sustantivistas, merece la pena continuar leyendo desde aquí: «¿sería entonces preciso pretender, como hacen algunos antropólogos que teorizan un poco mecanicamente, que si los baruya no han desarrollado los intercambios de cerdos es porque su producción y sus fuerzas productivas estaban muy limitadas, o mas bien seria preciso admitir lo contrario, que si su producción estaba limitada es porque no era necesario para la producción de las relaciones sociales, por lo que quedaba reducida al nivel de la mera subsistencia? Evidentemente, me inclino por la segunda interpretación sin negar sin embargo el papel de los condicionamientos ecológicos o tecnológicos. Pero estoy convencido de que los baruya hubiesen podido multiplicar la producción de cerdos antes de la llegada de los útiles de acero si hubiese sido necesario; ello hubiera implicado un cambio en las relaciones, existentes desde tiempo inmemorial en su agricultura, entre la produccion extensiva de patatas dulces [Ipomoea batatas] y la producción intensiva sobre las tierras irrigadas. Se hubieran visto entonces obligados a trabajar más con las mismas técnicas, para acabar por trabajar de otro modo y cambiar sus técnicas» (Godelier, 1986: 209-210).
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Creo que el principio del intercambio directo de las mujeres trae consecuencias muy importantes sobre la lógica de la organización de la producción material en la economía baruya, porque la produccion de las 99
La política salvaje los nativos sin jefes más adelante, y que lo haremos empezando a reflexionar desde el formidable escaparate de la experiencia humana que conforman los corpora etnográficos papúes y austronesios, no parece oportuno interrumpir aquí demasiado el hilo de la disquisición económica para deslizarnos hacia su base política sin haber llegado antes a agotar sus enseñanzas. Sí que lo es, en todo caso, trazar los ejes entre los cuales Godelier pensó una categoría –la de great man– que demostraría en lo sucesivo su enorme utilidad a la hora de repensar la «política salvaje» (cf. Strathern, 1993; Lederman, 1990; 2015).
1. Pues bien, son hombres pertenecientes a linajes de estos nueve clanes (8+1) quienes custodian los objetos sagrados kwaimatnie –de kwala: «hombre», y yimatnia: «levantar la piel, aumentar, crecer» (Godelier, 1986: 105 y ss.)– con los cuales ofician las diversas ceremonias de iniciación donde los muchachos de todos los clanes adquieren su status de género haciéndoles renacer como «hombres» (reengendering them), esta vez al margen del elemento femenino. El caso es que heredar un kwaimatnie, y los conocimientos rituales que se le asocian, por el solo hecho de ocupar una determinada posición en la línea de descendencia de las parentelas a través de las cuales se trasmiten, «engrandece» a un hombre y lo torna en indiscutiblemente relevante para el resto del cuerpo social; para la misma «reproducción» de ese cuerpo. Pero en la sociedad de los hombres baruya, donde las decisiones colectivas se toman colectivamente, «su prestigio, aunque real, no podría transformarse en un poder político general, y menos todavía [abrirle] la posibilidad de reclamar ventajas materiales y otras compensaciones por sus servicios» (ibíd.: 117118). Los parientes del «hombre con kwaimatnie» se aprestarán a colaborar en su búsqueda de esposa, por ejemplo, pero esto únicamente responde a la misma lógica que bloquea en buena medida sus posibilidades de progresión política individual prohibiéndole guerrear en primera línea, pues es preciso asegurarse de que trasmita a la siguiente generación de hombres el saber social. A fin de cuentas, encarna el vínculo de los baruya con los dioses que les legaron los kwaimatnie para hacerlos poderosos, y también el vínculo entre los vivos y los muertos, en la sucesión de las generaciones baruya. Se le aparta. Los enemigos ignoran su nombre. A juzgar de Godelier, tal tipo de «grandeza» –firmemente anclada en las estrategias corporativas; la que más; ¿qué duda cabe?– no es comparable a la del big man arquetípico; 2. no obstante, estos no son todos los great men que encontró entre los baruya, y sí que pueden serle comparables las «grandezas» de los grandes cazadores de casuario, de los grandes chamanes, los grandes horticultores, o la de los grandes guerreros, o la de los fabricantes de barras de sal. Pero «no en el plano de las riquezas, sino en el de los méritos individuales, en el de la superioridad que se le reconoce a un individuo entre los que se dedican a las mismas funciones; ya que ninguno de ellos basa su influencia en la producción y la acumulación de riquezas, ni acumula riquezas a partir de su poder» (ibíd.: 203). En virtud de ese principio personal –por oposición al posicional del «hombre con kwaimatnie»– advertimos, incluso, cómo en cada generación son reconocidas algunas great
Resumamos todo lo posible el ejemplo que inspiró esa reflexión inicial: 0. como decíamos, los baruya se organizan en «clanes» y «linajes» patrilineales a los que llaman indistintamente navaalyara –de avaala: «lo igual»– y yisavaa –de yita, un tipo de árbol–, si bien Godelier (2011: 49-50) documentó cierta preferencia por este último término en contextos referidos a las parentelas mayores, quizá porque su figuración, el tronco, las ramificaciones, evoca la idea de filiación que allí se trata de patentizar con más frecuencia. Además, sólo las parentelas menores son exogámicas, pudiéndose dar bajo ciertas circunstancias matrimonios entre linajes distantes dentro de un mismo clan. Para cuando el francés los encontró por vez primera, en 1967, la tribu estaba compuesta por 15 clanes: 8 de ellos, incluido el Baruya que daría nombre más tarde a la sociedad entera, descendían de gentes arribadas a la región en algún momento del s. XVIII, huyendo de una masacre promovida por sus propios parientes tribales; del resto, descendientes de poblaciones autóctonas en lo sucesivo integradas en la órbita baruya entre alianzas matrimoniales y nuevas masacres, destacaba el clan Ndelie, a la sazón quienes habían hospedado en su territorio a los refugiados y, traicionando a su antigua tribu, propiciaron la «sociogénesis» del actual cuerpo político (vid. i. a. Godelier, 1989).17 17
De hecho, una de las más importantes enseñanzas que Godelier se llevará del campo, de procesos como la historia que de su sociedad narran los baruya, será la necesidad de a la vez definir y volver fluidas las categorías identitarias que empleamos en nuestros análisis: «one very important fact will now allow us to distinguish between the realities we designate by the term “tribe” and “ethnic group”, and to show that a shared culture is not enough [...] to make a set of local groups, kin groups or other, into a society; that is to say, into a whole capable of representing itself as such, and which must reproduce itself as a whole in order to go on existing as such» (Godelier, 2011: 35; vid. asimismo 2014: 185 y ss.). En esta línea, el francés considerará que lo que se halla «en el fundamento de las sociedades humanas» en último término no son relaciones del tipo de las que en nuestras propias culturas significamos tradicionalmente como económicas o familiares, sino aquéllas políticoreligiosas a través de las cuales se opera la reproducción de determinada identidad colectiva fundamental vinculada con las formas culturales de la «soberanía» (Godelier, 2011: 36-39). Ello no es óbice para que funcionen otras formas de identificación más allá y más acá de la sociedad. En el caso baruya nos será especialmente significativo un reconocimiento explícito de su –por así decirlo– «comunión cultural» con otros grupos vecinos, hablantes como ellos de lenguas de la familia anga, a quienes se refieren –cuenta Godelier (ibíd.: 37)– como «those who wear the
same ornaments as we»; y lo es porque establece el escenario que le permitió a dicho autor, y nos permitirá a nosotros, entender la sociedad también como una situación histórica, y en tanto tal, permanentemente cambiante; adaptativa. En el caso baruya, solamente estatizada con la irrupción del poder colonial europeo (ibíd.: 38-39).
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La Economía como política cuándo empieza y cuándo termina la guerra. Ahora bien –si ya hemos recordado–, esto no es óbice para que actúe cierta capilaridad en el inevitable contacto con otros ámbitos de lo social, de modo que el aulatta puede verse en condiciones de injerirse más que otros individuos en la vida comunitaria a través de sus opiniones. Godelier (1986: 134-135) lo resume gráficamente al apuntar cómo estos hombres de renombre podían llegar a interceder en disputas interpersonales entre hermanos o primos, «aunque por lo general estos conflictos no concernían directamente más que a los grupos de parentesco que se enfrentaban y los demás esperaban a tomar partido hasta que estallase [si llegase a estallar] un incidente muy grave». Así las cosas, un aulatta desarrolla un perfil activo incrementando sus espacios y tiempos de exposición social –puede, incluso, que se vea obligado a hacerlo de un modo u otro; que eso sea lo que se espera de él–, pero siempre so riesgo de «quemarse» en un exceso; entonces el mismo efecto capilar operará en sentido contrario, hasta desbaratar su autoridad en todos los ámbitos. Y aquí el francés registra un fenómeno cultural crucial, aunque, a falta de las herramientas conceptuales necesarias para sacarle mejor provecho analítico (vid. inf., cap. 9.1), apenas pasa de puntillas en su relato: la «desautorización» vuelve a significarse como efecto de la pérdida del mismo «poder sobrenatural» que lo había «autorizado» en primera instancia, de modo tal que su asesinato, viniese la justicia de manos de los enemigos o de los propios baruya, solamente confirma su falta de poder; de hecho, constituye su confirmación definitiva.18 2.2. ¿Y qué pasa, mientras, con la economía «objetiva»? Si el Sahlins de 1972 había llegado a explorar los límites internos, inclusive, de la «jefatura polinesia» concebida como superlación esclerótica de la lógica de intensificación política de la MDP desplegada asimismo por el big man melanesio –por cierto, bastante similares a los que acabamos
women sin llegar por ello a socavar el «dominio masculino» perfilado por el antropólogo francés, la opinión de las cuales se escucha y tiene en cuenta en las reuniones donde se deciden las cuestiones importantes (Godelier, 2011: 43-44; 1986: 102-103, 165 y ss.). De hecho, si hemos de orientarnos según la tonalidad que adquiere la «grandeza» en el caso del big man, el correlato más próximo lo hallaremos en el gran guerrero (aulatta) quien, conocido y temido por los enemigos –pues el aulatta es ante todo un «hombre de renombre»–, no deja empero de pulsar lo corporativo directamente desde lo individual: su renombre, el temor que infunde, es el renombre del grupo, el temor que el grupo infunde. Sin embargo, si quisiéramos priorizar en la comparación el tipo de actividades que pueden hacer a un hombre «grande» entre los suyos –pero en este caso, al contrario que sucede en el modelo de big man, sólo entre los suyos–, tendríamos que remitirnos al gran horticultor (tannaka), quien intensifica sus esfuerzos domésticos para poner su producción al servicio colectivo en situaciones donde, por un motivo u otro, se requiere ora un excedente que consumir en la ceremonia, ora mantener la productividad total del grupo compensando el trabajo de quienes guerrean (Godelier, 1986: 133-134), dibujando, al no desarrollar «estrategias financieras» de carácter reticular, una curva muy similar a la de los maring del estudio comparativo planteado por Strathern (vid. sup., cap. 4.2, nota 12). El francés pensó descubrir, trenzadas entre ambas figuras, las lógicas culturales que sostienen en la práctica social a los great men; y desde ahí propugnaba entonces «corregir la perspectiva» en que se venía analizando la emergencia de unos big men que «parece que alcanzase[n] la grandeza del aulatta actuando como todos los tannaka juntos» (Godelier, 1986: 134). Consideremos todavía un par de cuestiones a este respecto:
«Son numerosos los ejemplos de aulatta que perdieron el sentido de la proporción y que, seguros de su superioridad en el combate, se fueron deslizando poco a poco hacia los placeres del despotismo», nos dice Godelier (1986: 135, con bibliografía), y menciona el caso concreto de Andaineu, quien asesinó a dos mujeres. «A partir de entonces la admiración y la confianza se transformaron en odio y temor. Muchos baruya comenzaron a desear que los enemigos les librasen de su gran hombre, lo que acabó por ocurrir: recibió un flechazo en un ojo y volvió a morir a su casa. Su cuerpo fue expuesto sobre una plataforma, tal y como se hacía con los grandes guerreros, pero las gentes pensaron que esa flecha le había matado porque sus abusos le habían hecho perder poco a poco sus poderes mágicos. [En cualquier caso] a veces los baruya no esperaban que la justicia vinise de sus enemigos» (ibíd.; cf. Godelier, 1989: 177-179; Angelbeck, 2010: 143, para casos análogos entre los llamados «cazadores complejos» salish del litoral de la Columbia Británica). No tanto por los actos concretos, ni por su explicación cultural, sino por la práctica del abandono –simbólico o material–, cf. las condiciones de la muerte del jefe yanomami Fusiwe que relata Clastres (2010: 221-222): «la desgracia del guerrero salvaje consiste en que el prestigio adquirido en la guerra se pierde rápidamente si no se renuevan constantemente sus fuentes. La tribu, para quien el jefe sólo es el instrumento apto para realizar su voluntad, olvida fácilmente las victorias pasadas del jefe [...]. Un guerrero no puede elegir: está condenado a desear la guerra. Es exactamente aquí donde se encuentra el límite del consenso que le reconoce como jefe», y no implicando su autoridad ningún poder decisorio sobre el resto del cuerpo social, a Fusiwe «no le quedaba más que llevar adelante esa guerra solo, y murió acribillado a flechazos».
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2.1. En cuanto al «poder» fuente del renombre del aulatta, «queda claro que sus proezas no se debían simplemente a su coraje, en opinión de los baruya, ni a sus capacidades físicas o a una extraordinaria virtuosidad en el combate. El aulatta es descrito como animado por una fuerza mortífera, por un poder mágico que le precede», pues «tales hazañas no se explican, para los baruya, sin la intervención de poderes sobrenaturales» (ibíd.: 131-132). Este «poder» se traduce en «autoridad» sistemáticamente sólo en las situaciones donde subordinarse a sus instrucciones es percibido directamente como una ventaja para quienes se subordinan; o dicho del revés: no lo hace sistémicamente, en virtud de un marco institucional formalizado para cuadyuvar a esa transformación –recordemos lo dicho al final del capítulo anterior a propósito de nuestros esquemas de «gravitación social» (vid. sup., cap. 3.5)–. En el caso del aulatta esto adquiere un sentido muy preciso: se le obedece en la guerra, pero no es él, sino todo el cuerpo político, quien decide 101
La política salvaje de ver determinando la desgracia del aulatta–,19 Godelier, exactamente diez años después, concluiría del análisis de los del tannaka que era imposible establecer una gradación semejante hacia ese lado. No había, pues, progresión estructural, lógica. Y es que, en efecto, no sólo su fama no trasciende nunca los límites tribales, sino que su crecimiento suele acelerarse en situaciones en que crece también la de los grandes guerreros, que sí los trascienden. «Además, aunque él esté entre los mejores productores de recursos naturales de su sociedad, lo que él produce no son bienes que se intercambien en las ceremonias, sino bienes de subsistencia, o cerdos que se redistribuyen y se consumen sin competencia ceremonial» (Godelier, 1986: 203, 223-224). Es decir: no produce «riqueza».
material de esas ceremonias agonísticas durante las cuales se efectúan las prestaciones, llamadas indistintamente te o maku –moka en tok pisin, el pidgin neoguineano– entre los clanes papúes que conformaban hacia mediados del pasado siglo el grupo kyaka, sino que interfería asimismo en su preparación, que para ese momento suponía un mínimo de tres o cuatro años hasta alcanzar una cabaña porcina la cual, de otro modo, se habría visto mermada entre los pillajes, el pago de compensaciones a aliados y antiguos enemigos, la desviación de la fuerza de trabajo al combate u otras dificultades para la cría de cerdos como, parece caber esperar, las derivadas de una eventual concentración defensiva del poblamiento (vid. Rappaport, 1987: 22, 7576). Así, «es probable que la aparente aceleración en la frecuencia de los ciclos moka postcontacto refleje tanto el cese de las hostilidades como el incremento de riqueza incorporable a los intercambios» (Bulmer, 1960: 12); pero a la vez,
Dejando de lado por el momento los significados que adquieren estos sistemas de dones y contradones agonísticos (vid. inf., caps. 4.5 y 5.2-4), la clave del debate parecía residir, entonces, en los grupos cuyos jefes sí los practicaron sin por ello fundarse y hacer depender su «grandeza» solamente de las redes establecidas a su través, lo que desde luego atañe a la articulación de lo que Godelier distinguía en 1982 como modelos del great man en su declinación guerrera, de un lado, y del big man economicista del otro; pero también atañe al debate sobre la ponderación de las condiciones y recursos «posicionales» (ascribed) que el modelo sahliniano había en buena medida obliterado para esbozar un escenario caracterizado casi exclusivamente por los «personales» (achieved), tal como si la política fuera allí un «campo abierto» (Meggitt, 1967: 21; Godelier, 1986: 197 y ss.). Y por supuesto, el principal impedimento para alcanzar esa comprensión lo constituía el hecho de que tales grupos se habían visto muy pronto forzados a mudar sus prácticas guerreras, al ritmo de la irrupción de los europeos en las Tierras Altas de Nueva Guinea; y no precisamente la de los etnógrafos.
parece que las asociaciones para el moka más estables y valoradas por un hombre eran aquéllas [entabladas] con miembros de grupos que pudiera esperar reclutar cuando fuera necesario en las cambiantes alianzas clánicas que caracterizaron la guerra kyaka. Además, los aliados de más allá del clan se movilizaban tanto enfatizando tales obligaciones de parentesco y afinidad como con la promesa de sustanciales recompensas materiales [i. e., de aquéllas significando «riqueza»] a cambio de su apoyo. Repartidos a lo largo de la frontera entre las provincias de las Eastern Highlands y Enga, al norte de Mount Hagen, para cuando fue a estudiarlos Bulmer, los kyaka sumaban unos 10.000 individuos adscritos a la familia lingüística enga y, en tanto así, lejanamente emparentados con los más meridionales angal de Mendi (vid. Lewis, Simons y Fennig, 2015; Meggitt, 1967: 24). Habitaban según un patrón de poblamiento disperso, en caseríos compuestos por pequeños grupos de descendencia patrilineal varios de los cuales tenían en común uno o más espacios ceremoniales donde se llevaban a cabo periódicamente las danzas y redistribuciones del ciclo moka.20 Pero sin duda lo más interesante para lo que nos ocupa es el hecho de que estos ciclos, que recorrían la geografía alternando la dirección en que se movían las
Ralph Bulmer (1960) ya había reparado en que la guerra parecía incompatible a priori no sólo con la celebración A pesar de que algunos pasajes todavía rezuman aquel economicismo marxiano que veíamos lamentar a Clastres, en general la reflexión de Economía de la Edad de Piedra a propósito del modelo polinesio y a través de la historia tradicional de Hawaii empieza a apuntar más bien hacia la utilización de «medios políticos» para limitar la intensificación económica (Sahlins, 1983: 161 y ss.); eso sí, a estas alturas probablemente haríamos mejor en entender esto en las dos acepciones de Caillé (vid. sup., cap. 4.1, nota 5): dentro del «devenir normal de la sociedad hawaiana», cada cierto tiempo jefes locales se levantan contestanto el poder de jefes regionales, y «descentralizando de este modo el cacicazgo, su peso económico se vería reducido y por consiguiente el poder y la opresión volverían por el momento al punto de partida»; pero no se trata de revoluciones que resuelvan la contradicción sistémica, sino de rebeliones «motivadas por el deseo de reemplazar un jefe malo –exigente–, por otro bueno –generoso– [...]. Nadie discutía que los jefes tuvieran derecho a obtener tributos de la economía doméstica [sino que], el problema era [...] el límite habitual de ese derecho» (Sahlins, 1983: 165). En cualquier caso, su análisis quedaba aquí limitado a su vez por una concepción progresista de la jefatura polinesia, desde la lógica del parentesco, que estaba apunto de mudar radicalmente (Sahlins, 2008 [1977]: 80 y ss.). Esa última reconceptuación a la luz de la «monarquía divina» y sus implicaciones en el «derecho», en la medida de la justicia, constituirán los ejes principales de la segunda parte de nuestro estudio.
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«Any clan with 30 or so adult male members is likely to segment into a number of settlement groups each with from 15 to 40 adult males whose homesteads fall within easy range of a particular ceremonial ground or grounds and, generally, of a jointly owned men’s house on these grounds. Such groups are readily identified or referred to by the name of their best kwnon ceremonial ground [...]. It is possible for a man whose lands or houses lie intermediate between two centres, or who has different areas of land and different homesteads near two different centres, to participate regularly in activities of both groups. In spite of the imprecision of its territorial and social bounderies the settlement group represents a real nexus of heightened everyday social activity, especially for women and children. People are as often identified by their settlement group place name as they are by a descent group name», y aunque Bulmer reconoce que «autoridad» en sentido restringido o estricto –como ascribed leadership– sólo parece haber existido antes de la colonización en el marco de las parentelas, «each settlement group has its acknowledged leader or leaders, the “big man” or “big men” (numi)», descritos como ranking leaders (Bulmer, 1960: 3-5).
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La Economía como política varias cadenas de dones (solicitory gifts) y contradones con los cuales se realizarían más tarde las «prestaciones principales» durante los festivales moka propiamente dichos, «no involucraba solamente a los kyaka sino a la mayoría de grupos enga»; es más, traspasaban las fronteras lingüísticas para incluir a grupos kaugel, y aun a miembros de clanes melpa en calidad de socios personales insertos en las redes de intercambio de algunos individuos: «estas gentes están todas viculadas en los mismos ciclos de festivales, aunque su carácter cambia a medida que avanza a través de las diferentes regiones, presumiblemente en función de ciertos rasgos del sistema social de los grupos participantes» (Bulmer, 1960: 5; cf. Meggitt, 1972). Y hete aquí el «desdibujado» de las fronteras tribales a que aludía Godelier más arriba.
australiano (Meggitt, 1967: 28-29) se encontraba con que tal vez los «puntos de segmentación» del esquema social predeterminaban, más de lo que Sahlins había calculado originalmente, las posiciones en las cuales se desempeñarían unos «hombres de renombre» quienes por lo demás, en efecto, destacaban en virtud a cualidades personales y no eran elegidos formalmente. Es decir, llegaba a la conclusión de que «el liderazgo entre los mae debe quizá considerarse meramente como una función adscriptiva del sistema de linajes segmentarios» (ibíd.: 29; cf. Bohannan, 1970: 58-59, fig. 5, para una descripción y esquema muy similares entre los grupos tiv del actual Estado de Nigeria). Esto explicaría, a la vez, por qué el «gran hombre» reconocido por los segmentos de un grupo comprendido jerárquicamente en un orden x, lo es sólo por los agnados de su misma línea de descendencia cuando se mide en lo relativo a x-n. Y por qué, llegado el momento, nunca suele ser sustituido por uno de estos familiares directos, resultando que la jefatura tiende a oscilar entre los segmentos patrilineales que conforman una unidad superordinada, y así en todos los nudos del sistema, coadyuvando parcialmente a evitar su «polinesianización» (fig. 4.2a).
Sin embargo, antes de que lo hiciera el francés, fue Meggitt (cf. Johnson y Earle, 2003: 227 y ss.) quien habría aportado la crítica más constructiva al modelo melanesio de «Rich man, poor man, big man, chief», basándose asimismo en uno de los grupos de ese ciclo te pertenecientes a la familia enga, esta vez en su rama centro-occidental. Con una población tres veces superior a la de los kyaka y cerca del doble de densidad demográfica –unos 25 habitantes por km2 frente a 46’3 según los datos de Bulmer (1965: 134-136)–, tampoco el conjunto de clanes conocidos etnográficamente como mae enga habitaban núcleos aldeanos siendo, a juzgar por lo reportado, las tierras cultivables una fuente tradicional de tensiones y guerra en tiempos precoloniales; y es que, a pesar de la designación colectiva, Meggitt (1967: 25) aclara de nuevo cómo sería érroneo considerarlos una entidad tribal, o siquiera una confederación. A lo sumo, los mae reconocían la existencia de algunos vínculos de tipo «fratría» que podían llegar a agrupar de 4 a 19 «clanes» en virtud de vagos lazos parentales, pero raramente actuaban de forma corporativa más allá de la participación eventual de algunos segmentos e individuos en el culto a los ancestros comunes o, en ocasiones, la solicitud de ayuda militar frente a clanes encuadrados en una fratría distinta. Estos «clanes», patrilineales y normalmente exogámicos, agrupaban por lo general unos pocos cientos de individuos o excepcionalmente algún millar, divididos en «subclanes» y «linajes» a razón de unas 7 familias de media cada uno de estos últimos (vid. Meggitt, 1964: 191-193). La cuestión es que, habiendo estudiado pormenorizadamente la organización del parentesco y advertido de la forma en que las obligaciones sociales se repartían entre sus diferentes niveles jerárquicos –por ejemplo el clan, unidad militar autónoma, organizaba las ceremonias te y pagaba las compensaciones por homicidio; el subclan, los funerales; el linaje, dentro del cual se cooperaba en los trabajos hortícolas, las prestaciones matrimoniales; etc.–,21 el antropólogo
Puesto todo sobre la mesa, podían comenzar a intuirse las conexiones ecológicas entre los diferentes elementos de un tejido social que, como ya se dijo, tornaba fluidos los límites de lo que una definición restringida habría entendido como «sociedad» propiamente dicha. El sistema de grupos segmentarios; su relación con las prestaciones; el tipo de productos –culturalmente determinados– que los primeros ponían en circulación para atender las segundas (fig. 4.2b). A través del caso de estudio mae enga, pues, Meggitt lograba esbozar un cuadro más acabado de la situación en la cual el éxito en la conducción de determinadas prácticas que nosotros solemos calificar como económicas –¡pero no relativas al sustento!– se articulaba sin solución de continuidad en el seno de un universo político más vasto; donde no sólo no van a caer tan lejos del éxito del gran guerrero, movilizador de gentes, sino que anudan mejor las tensiones que riostran en primera instancia, al sentido corporativo de la política, las eventuales estrategias reticulares de sus agentes individuales. familia contiene en su interior la división del trabajo que predomina en la sociedad como un todo [...]. Por tanto, desde sus comienzos, una familia combina los dos elementos sociales primordiales de la producción [i. e.: “hombre” y “mujer”]. La división del trabajo por sexo no es la única especialización económica que conocen las sociedades primitivas, pero es la forma “predominante”, la que trasciende toda otra especialización en el sentido de que las atividades normales de cualquier hombre adulto, unidas a las actividades normales de cualquier mujer adulta agotan prácticamente los trabajos habituales de la sociedad». Claramente, aunque se pudiera mantener la literalidad de lo dicho también en el caso mae (vid. sup., cap. 1, nota 2), es evidente cómo el no participar de la producción material en los mismos términos en que se codifican las situaciones domésticas no implica que las distintas instituciones del parentesco resulten –en cuanto a la circulación o el consumo o, incluso, la producción de relaciones, y derechos– menos fundamentales en la reproducción del tejido social. No tardaremos en encontrar aquí dispuestos los haces de fibras que tensan la sociedad entre lógicas centrífugas y centrípetas.
21 Cf. lo establecido por Sahlins (1983: 94) en referencia a la MDP típica, no precisamente con el ánimo de falsar la verdad de su modelo sino, al contrario, por cuanto perfila ulteriores posibilidades de modelización: «la
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La política salvaje Fig. 4.2a. Estructura del liderazgo entre los mae enga. Elaboración propia, a partir de Meggitt (1967). En la situación diagramada se le reconoce la posición de «gran hombre» clánico al jefe de la familia 5 (negro), quien a su vez lo es del linaje 3 (gris oscuro) y del subclán 2 (gris claro). Durante las fases diastólicas de la estructura, la competición entre «jefes» se focalizaría en las líneas horizontales de un mismo grupo social, de modo que, por ejemplo, los agentes B y C desarrollarían estrategias reticulares, eventualmente apoyadas corporativamente por sus respectivos linajes (1 y 2), con el fin de alcanzar la posición de reconocimiento superordinado del subclán que los aúna. En esta dinámica pendular, probablemente el «sucesor» de E en el nivel clánico no fuera alguien del linaje 3; y es muy posible que ni siquiera lo fuera del subclán 2, donde incluso sería esperable que se operara un cambio de linaje en la jefatura. Todo ello contrasta con la lógica jerárquica típica del «clán cónico», donde una vez establecido un valor dado –por ejemplo, la primogenitura masculina– las sucesiones se resuelven automáticamente –por ejemplo, prefiriendo siempre y en todas las posiciones hombres de la línea 1–.
Los mae no compiten por el prestigio en sí mismo. El obtenido [por algún individuo fuera de su grupo de parentesco] a través de prestaciones ayuda al clan a mantener sus fronteras territoriales, atrayéndole tanto aliados militares en el presente como esposas que alumbrarán futuros guerreros. La principal preocupación entre los mae es, a mi entender, la posesión y defensa de la tierra clánica [la cual en ningún caso se consideraba intercambiable, por supuesto]. Su participación en el te, como en otras prestaciones, no es sino un medio para este fin. (Meggitt, 1974: 171)
Más bien al contrario, Meggitt se encuadra en la misma tradición que Rappaport y tantos otros autores que escribieron fundamentalmente en la década de 1960, dentro de lo que podría calificarse como «materialismos sistémicos» de la Ecología cultural: dicho burdamente, más que la de la historia, la «diacronicidad» que les preocupaba era la de los ciclos autorregulados de la naturaleza según suele estudiar la Biología general. En este sentido el arquetipo sahliniano de big man es, a su juicio, del todo adecuado para explicar las fases diastólicas del ecosistema enga; periodos de relativa relajación durante los cuales el «equivalente estructural a facciones» podría verse operando en los órdenes paralelos inferiores de cada grupo segmentario con el objetivo de promocionar a sus propios hombres de renombre hacia posiciones mayores de prestigio dentro de la estructura de las parentelas mae (ibíd.: 29 y ss.). Es en esa competición donde estarían conjugándose las diversas lógicas que se nos presentaban a priori contradictorias, de tal modo que ahora –si acaso no lo hubiera sido antes ya– es perfectamente concebible que una facción respaldase corporativamente, intensificando la producción de sus grupos domésticos, maniobras reticulares encabezadas por individuos concretos, en especial en la medida en que éstos no se alejaran demasiado de las formas de significación de la representación colectiva. También lo era que, durante las fases sistólicas, grupos de parentesco mayores cerraran filas en torno a hombres cuyo crédito personal previsiblemente se pudiera traducir en una ventaja militar del clan a nivel regional; y cesaran las competiciones de riqueza entre quienes se consideraran sustancialmente iguales –i. e., cualquier grupo que significase «nosotros» en correspondencia a una situación dada–.
Pero precisamente en proporción a la conciencia de que la problemática se jugaba en situaciones y estrategias, el planteamiento del australiano se nos revela todavía más lúcido. Las situaciones cambian a lo largo del tiempo; para resultar adaptativas, las estrategias han de corresponderlas: «en esencia, mi argumento ha sido que una explicación sincrónica simple sobre el liderazgo entre los mae enga es inadecuada» (Meggitt, 1967: 33). Esto desde luego no lo sitúa ni directa ni necesariamente en una perspectiva histórica equiparable a la que, por dar un ejemplo, reivindicaría un tiempo después Lederman.22 22 A decir verdad, What gifts engender constituye en sí una fundamentadísima contestación individual-contextualista a esta perspectiva de análisis ecológico-estructural tan común en los oceanistas de mediados del pasado siglo, y en especial en lo que se refiere a los pig festivals de las Tierras Altas neoguineanas (Lederman, 1986: 6265, 175-178, con bibliografía). Opina su autora: «it is [...] doubtful that the temporal length or periodicity of pig kill “cycles” can be predicted, whether on the bases of ecological, economic, or other variables. Pig kills in Mendi are more accurately viewed as historical events than they are as the culminations of ritual cycles, and as such, their most important characteristic –from a perspective internal to their logic– is a complex articulation of particular people, interests, and ambitions in social situations constrained by past events» (ibíd.: 205).
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La Economía como política
Fig. 4.2b. Tipos de grupo social, de prestaciones y de pagos entre los mae enga. Elaboración propia, a partir de Meggitt (1974: 169-170). Nótese, de un lado, la falta de operatividad ordinaria reconocida a la fratría, y del otro, la de significación para el pago de prestaciones a la quinta categoría de bienes materiales tradicionalmente jerarquizados en: 1. cerdos, casuarios; 2. pendientes de nácar, carne de cerdo, hachas de piedra, tocados de plumas de casuario, diademas de cauri, ¿perros?; 3. collares de cauri, prendientes de caracolas melo, paquetes de sal, delantales y bolsas de red, plumas de ave del paraíso, arcos, lanzas, tambores, aves, pósums, etc.; 4. discos de caracolas, brazaletes y cinturones de tejidos, pasadores de hueso, calabazas, mimbres, cortezas de fibra, tabaco, etc.; 5. alimentos vegetales, ya sean lujosos –pandanus, taro, ñame, jengibre, caña de azúcar, setaria– o básicos –batatas, judías, condimentos–.
En definitiva los big men son una variedad particular de los grandes hombres [great men], que surgen allí donde los intercambios competitivos han hecho disminuir la relativa importancia de la guerra y de los guerreros, allí donde los muchachos y las muchachas aprenden a ocupar su lugar en la sociedad sin pasar por grandes o pequeñas maquinarias iniciáticas, allí donde las riquezas materiales intercambiables se cambian por todo, y sobre todo por mujeres. (Godelier, 1986: 221)
Godelier (1986: 203-204) se percataría de esta paradoja de la «compatibilidad-incompatibilidad» y, observando una sociedad –la baruya– donde todo parecía indicar que nunca entraban verdaderamente en juego las prácticas económicas de las diástoles enga, más que de imaginar –pues la «pacificación» colonial lo hacía evidente por todas partes–, sería capaz de explicar su reverso en el idioma político común del que ambas son expresiones: la guerra y la economía son incompatibles porque son lo mismo.23
Desde luego que si nos detuviéramos en lo que en el fondo no pasa de ser una descripción igual de estática que la del big man anterior, en el riesgo de otra tipología social –podríamos temer–, tendría poca utilidad toda la disquisición que nos condujo hasta aquí. Pero sucede que, como veíamos, ya el ecologicismo de Meggitt proporcionaba una salida ex ante desde la cual conjurar, en esa especie de «universo latiente» que boceta, de sístoles y diástoles arrítmicas de la política, la imposición de soluciones de continuidad tan ajenas a las culturas como incapaces de aprehender su historicidad.
Uno no puede dejar de preguntarse qué animadversión habría inhibido a Godelier de volver con lo descubierto en las Tierras Altas de Nueva Guinea al Amazonas de Clastres (2001b: 181 y ss.), a la lógica centrífuga de su «arqueología de la violencia», para explicar esa reluctancia baruya hacia la economía –aunque sin duda puede dar una idea consultar a Campagno (2014: 8, nota 2, con bibliografía)–. De todas formas tampoco se puede decir sin engañarnos que la identificación «guerra-economía» fuera del todo novedosa en la literatura antropológica. Por lo expresivo, podríamos citar el trabajo dedicado al famosísimo potlatch entre los kwakiutl de la Columbia Británica que Helen Codere tituló Fighting with property (1950 para la primera edición) haciéndose eco de las descripciones que los propios indígenas le daban en 1895 a Boas sobre un absoluto desplazamiento práctico que, más que parte de su memoria histórica, lo era directamente de sus recuerdos (Codere, 1950: 118-119). No por nada, coinciden de nuevo la fundación de un asentamiento colonial –Fort Rupert, al norte de la isla de Vancouver, en 1849–, el cese de las guerras tribales –la última se registró en 1865, pero apenas se documentan hostilidades ya desde 1837–, y un significativo aumento del tamaño y frecuencia de los potlatch en conexión con la importación masiva de productos europeos y la integración indígena en esa economía (ibíd.: 124 y ss.). Y por cierto que, en este caso y contra lo entendido por Meggitt, el acusado descenso demográfico que sufren a lo largo de todo el s. XIX y principios del XX estos hablantes de wakash le permite a Codere afirmar con rotundidad que todo su interés en la guerra se inscribe en la lucha por el prestigio: «there seems to have been a time when fighting with weapons and fighting with property were more or less equal and interchangeable means of gaining prestige [...]. The general conclusion is that the binding force in Kwakiutl history was their limitless pursuit of a kind of social prestige which required continual proving to be established or maintained against rivals, and that the main shift in Kwakiutl history was from a time when success in warfare and head hunting was significant to the time when nothing counted but successful potlatching» (ibíd.: 122, 118).
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Otra cuestión es si solamente con la determinación ecológica basta; que no. Por lo pronto, para el antropólogo australiano, tomando como punto de partida –arbitrario– los momentos de paz regional y crecimiento durante los cuales se aceleraba la celebración de competiciones agonísticas, «dada la situación ecológica de los clanes mae enga, el aumento del tamaño del grupo que sigue o acompaña su éxito generalmente desarrolla una presión en sus recursos ambientales. Es casi inevitable que se alcance un punto crítico cuando el clan en expansión tiene que atacar a 105
La política salvaje sus vecinos con el objetivo de asegurarse más tierra de cultivo» (Meggitt, 1967: 32).24 E incluso si la guerra no supusiera de por sí un cambio inmediato en la tendencia, previsiblemente, antes o después, la sola escalada demográfica del clan exitoso precipitará su segmentación en parentelas coherentes con los modos de vida de aquellos papúes. Y se reanudará el ciclo.
factor –la tecnología– puede considerarse una constante en el análisis moderno de las sociedades e historias humanas, lo cierto es que entre las décadas de 1960-1970 el alineamiento de sus causalidades estaba siendo fuertemente cuestionado al ritmo de los debates sobre la generación de excedentes y las mediciones en campo relativas a la productividad de aquellas «economías primitivas» etnográficas de que venimos hablando, entre otras cosas. Sin ir más lejos, el Sahlins de 1972 se hacía eco de la problemática en referencia a la que posiblemente fuera, como sigue siendo, su declinación más controvertida: la de la adopción de las estrategias agropecuarias a través de las cuales tradicionalmente se mide en el registro arqueológico la transición de la «mera predación» a la «producción propiamente dicha», con el advenimiento del Neolítico.
Pertrechados con las reflexiones que Sahlins vertía en su Economía sobre los límites internos de la MDP –es decir: los que opone en principio la lógica económica doméstica a la presión política, siendo la «desautorización» del aulatta de que da cuenta Godelier su correlato sociocultural general– también los arqueólogos de la Teoría procesual-dual compartían ese esquema neoguineano antes de ensayarle aplicaciones en la interpretación del registro material de otros tiempos y espacios:
La objeción es en esencia la misma que veíamos presentar a Dalton en respuesta a los apriorismos de Gordon Childe (vid. sup., cap. 4.1). Esta vez el interpelado es Leslie A. White –en concreto, Sahlins cita algunas páginas de La ciencia de la cultura: Un estudio sobre el hombre y la civilización (1949 para la primera edición, en inglés), pero se refiere a ideas ya expuestas en 1943, en «Energy and the evolution of culture»–; y la cuestión no gira directamente sobre la causa, tecnológica o sociopolítica, que condujo a algunos grupos humanos hacia una «nueva orientación» en sus prácticas del sustento, sino sobre los términos efectivos del incremento energético obtenido con ella:
El resultado de tales procesos no sería una simple evolución de estadios socioculturales encarnados en la distinción entre las dos formas sociales, corporativa –primero– y reticular –después–, sino que proponemos la posibilidad de que las Tierras Altas se hayan caracterizado por alternar ambas en ciclos largos, trayendo consigo episodios agrícolas alternativos de intensificación y relajamiento. (Blanton y Taylor, 1995: 139)
Este aumento general del producto social [defendido por el neoevolucionista en las citadas publicaciones] no es necesariamente el resultado de un aumento de la productividad del trabajo –que, según White, también acompañó a la revolución neolítica– los datos etnológicos que ahora poseemos [...] hacen surgir la posibilidad de que los simples regímenes de la agricultura no sean más eficaces desde el punto de vista termodinámico que la caza y la recolección; en otras palabras, me refiero a la energía producida por unidad de trabajo humano. (Sahlins, 1983: 18, nota 6)
3. En torno a la Teoría de la circunscripción y el atasco del entorno Mantengámonos un poco más sobre esa idea de fisión del grupo en respuesta a las tensiones escalares sobre su sistema social provocadas por el aumento de la presión demográfica. Y es que, si bien la existencia de una vinculación mecánica de algún tipo entre esos dos –la demografía y la organización institucional– y un tercer 24 Rappaport (1987: 125-128) consideró asimismo que esta presión demográfica había sido en el pasado la causa de, al menos, un tipo de guerra entre los maring, aun aunque sus informantes tsembaga negaran que ésa fuera tradicionalmente la causa. En concreto, el estadounidense lo pensaba del conflicto que hacia 1910-1920 enfrentó a dos clanes emparentados o en «proceso de fusión», Dimbagai-Yimyagai y Markai, precipitando la desbandada de los primeros y la sociogénesis tsembaga en torno a los segundos y sus aliados, quienes aumentaban en un 11’6% la tierra cultivable del nuevo total tribal –54 de 466 ha (ibíd.: 104, 322324)–. También Godelier (1989: 173, 175-177) incluía la tierra entre las razones que rigen la «traición» en el universo cultural de los baruya vislumbrándole, al ponerla en relación con las normas del parentesco, y por ende del acceso a los medios de producción del sustento, un carácter estructural o recurrente: «betrayal is the end-product of the solidarities imposed by relations of kinship and tribal membership. It is also the point of departure for a redistribution of alliances and the balance or power within tribes or among tribes, depending on the outcome of the wars and conflicts that periodically flare up between them» (ibíd.: 175); y de estar en lo cierto, esto nos conduciría directamente hacia una última reflexión de Rappaport a tener presente en lo sucesivo: «del mismo modo que las dimensiones máximas de las poblaciones locales están limitadas por la capacidad de sustentación de sus territorios, las dimensiones mínimas están determinadas por el tamaño de los grupos a los que se enfrentan en calidad de enemigos» (Rappaport, 1987: 122).
Si bien es cierto que en lo sucesivo las alusiones a la neolitización, como en general a los procesos históricos concretos, son más o menos tangenciales en Economía de la Edad de Piedra (cf. ibíd.: 41 y ss., 97-98), no lo es menos que el cuadro bocetado por Sahlins se despliega en el marco de aquellas teorías para las cuales la «domesticación» de plantas y animales no representaba precisamente un avance revolucionario en el progreso de la humanidad. No uno inmediato, al menos. Nada que no pudiera haberse colegido ya, por otra parte, de lo dicho hasta aquí sobre su más explícita defensa de la noción de «opulencia primitiva» y, sobre todo, de la sistematización de la tendencia a la subproducción como consecuencia de un cálculo marginal que minimiza la «autoexplotación» de los individuos relacionados en «situaciones domésticas».25 Valga para ilustrarlo su alusión a algunas de las consideraciones económicas vertidas en el emblemático Man the hunter que editaran
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La Economía como política Así, a su juicio, «el control doméstico se convierte [voluntariamente] en un impedimento del desarrollo de los medios de producción», resultando que el estadounidense alcanza a perfilar un principio de identidad fundamental, aunque no llegue a dotarlo en sí mismo de la fuerza explicativa independiente que –al nuestro– todo parece indicar que encierra. «El precipitado sociológico [de esa “especie de anarquía” que es la MDP] es un grupo con un interés y un destino distintos de los que son exteriores al grupo»; y en la medida en que tales situaciones resuman más y más los principales elementos de la división del trabajo que practique una cultura dada, llegado el caso, serán capaces de resolver a su favor las tensiones sociales; de manera que, «si dentro del círculo doméstico los movimientos decisivos son centrípetos, entre las unidades domésticas son centrífugos, diseminándose en la distribución más reducida posible» (ibíd.: 117, 111, 114). En otras palabras: las lógicas culturales entre las cuales se organizan estos grupos humanos los hacen responder ante cualesquiera tensiones reequilibrando, directamente en el espacio, la distancia entre sus centros de gravedad social.
los animales se multiplican á proporcion de los medios de su subsistencia» (Smith, 1794-1806: I, 132), y de nuevo, que «como el hombre [sic, por “el humano”] multiplica naturalmente su especie á proporcion de los medios de su subsistencia [...], el alimento ha de ser una cosa necesariamente buscada, y anhelada con mas ó menos ahinco» (ibíd.: I, 254). La cuestión es que aquí se anclan a la vez la imagen secular del salvaje como un ser espoleado por el hambre, sus sociedades constreñidas por su incapacidad, y la idea de que aun salidos de aquel «rudo estado de la sociedad» en el cual se consume inmediatamente lo producido, «sostener y aumentar el fondo reservable para el consumo inmediato es todo el objeto, y el fin [nuestro énfasis] de los capitales tanto fixos como circulantes» (ibíd.: II, 14) en que, desde entonces, puede dividirse además el llamado fondo general; una afirmación que cerraba la causación de la economía sobre el sustento, desplazando analíticamente todo otro motivo a lo meramente accesorio e incidental; por no hablar –todavía (vid. inf., especialmente caps. 5.3-4)– de cómo la naturalización de este apriorismo acallará en lo sucesivo la exploración de los significados de ese consumo.
Como decíamos, de un lado esto alineaba a Sahlins con una corriente teórica a propósito de la relación entre demografía y tecnología que, no hacía mucho, había encontrado a su principal proponente en la economista danesa Ester Boserup y su crítica radical del esquema malthusiano, desplegada a partir del bien conocido Las condiciones del desarrollo en la agricultura: La economía del cambio agrario bajo la presión demográfica (1965 para la primera edición, en inglés).
Frente a lo dicho, aun aceptado implícitamente tales apriorismos, datos como los ya expuestos sobre la alta productividad del trabajo en las sociedades salvajes (vid. sup., cap. 4.1), pero también la historia moderna de la agricultura europea –o asiática (vid. Scott, 2009: 192)–, donde la disminución gradual del tiempo de barbecho hasta la adopción de sistemas de cosecha anual no sólo se verifica muy lentamente y con ostensible retraso en las regiones con menores densidades demográficas, sino que además cuando y donde ésta disminuye, por ejemplo a causa de epidemias o guerras, se vuelve a barbechos más largos, hacían pensar a la danesa que la relación causal pudiera ser la inversa. Y el desarrollo de estrategias de carácter intensivo, un recurso –y no precisamente el primero– desplegado con miras a mantener el volumen absoluto de producción necesario para el sustento de una población ya en aumento.
Vaya por delante que, a nuestro modo de ver, esta crítica entrañaba un potencial que desde luego no han llegado a desarrollar los principales modelos materialistas que, no obstante todo, la incorporaron de una u otra forma (cf. Harris, 1978: 33 y ss.; Johnson y Earle, 2003: 17 y ss., 39-41), y que se revela tan pronto consideramos cómo las raíces de dicho esquema se hunden hasta enredarse en el mismo origen disciplinar de la Economía, a finales del s. XVIII. Si Boserup (1974: 538) resumía la posición a batir como la suposición de que los grupos humanos viven siempre ajustada su población al límite superior de su capacidad para explotar el territorio, de manera que «la tasa de crecimiento demográfico podría elevarse por encima de cero si las mejoras en la tecnología de producción de alimentos aumentaran la capacidad de carga del medio, pero únicamente hasta el momento en que se alcanzara el nuevo límite, tras el cual la tasa caería de nuevo a cero», esto mismo es lo que encontramos en la Inquiry de Smith cuando se afirmaba que «todos
No precisamente el primero porque, en efecto, ante un incremento cuantitativo del «índice de consumidores» hacia los límites de su equilibrio ambiental, «los pueblos prehistóricos [como cualquier otro] podían elegir entre adaptar la población a los recursos por medio del control de la fecundidad y adaptar los recursos a la población mediante cambios en las pautas de consumo, migración o cambios tecnológicos» (Boserup, 1984: 67), siendo que si a ese incremento le correspondía otro equivalente en el «índice de productores», como sucede en condiciones de crecimiento demográfico normales, la lógica –doméstica– tendería a anteponer aun la adopción de estrategias de carácter extensivo con el fin de economizar el trabajo. El punto podría entenderse corroborado por la itinerancia casi proverbial de los grupos cazadores y horticultores, si acaso la dispersión planetaria de la especie todavía en fechas pleistocénicas no constituyera de por sí un indicio a valorar en esta luz (vid. i. a. Mellars, 2006; Hamilton et al., 2009; Ghirotto, Penso-Dolfin y Barbujani, 2011;
en 1968 Richard B. Lee e Irven DeVore: «resulta interesante que los hadza, instruidos por la vida, y no por la antropología, rechacen la revolución neolítica para “preservar” su ocio. Aunque están rodeados por agricultores, hasta hace poco se negaron a dedicarse a la agricultura “alegando, principalmente, que eso implicaría un duro trabajo”. En esto se parecen a los bosquimanos [!kung], que responden a la cuestión neolítica con otra pregunta: “¿para qué plantar cuando hay tantos frutos de mongomongo en el mundo?”» (Sahlins, 1983: 41).
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La política salvaje Henn, Cavalli-Sforza y Feldman, 2012; Carbonell, 2005: con bibliografía). Pero en cualquier caso, la intención de Boserup no era tanto negar que pudieran haberse dado prácticas culturales que limitaran la población como prevenirse ante los riesgos de las explicaciones unilineales, y de la translación acrítica de conductas registradas en un único tipo de situación histórica –por ejemplo la de los cazadores contemporáneos, cada vez más arrinconados por la presión de los agricultores–.26 Al fin y al cabo:
mutación en las dinámicas de la violencia intergrupal al hilo de su reequilibrado en función del crecimiento demográfico pudo desembocar en la profunda reorganización política de la cual las sociedades de la Historia somos fruto: «en cierto modo, los imperios fueron meramente la culminación lógica del proceso. El paso verdaderamente fundamental, el que desencadenó toda la serie de sucesos que condujeron a los imperios, fue de la autonomía de la aldea a la integración supraaldeana. Éste fue un cambio de naturaleza; todo lo que siguió, de alguna manera, sólo un cambio de escala» (Carneiro, 1970b: 736).
Si se acepta la idea de la diversidad de las tendencias demográficas entre los grupos de cazadoresrecolectores, cabe sugerir que probablemente los primeros en pasar de la recolección de alimentos a su producción fueron los que no practicaban el control de la fecundidad y que anteriormente se habían adaptado al aumento demográfico cambiando tanto las pautas de consumo como la tecnología. Para tales pueblos el paso a la producción de alimentos –mediante la invención o la transferencia de técnicas– sería simplemente un cambio tecnológico más. (Boserup, 1984: 68)
La proposición inicial no podía ser más sencilla: las antiguas teorías voluntaristas son incompatibles con la demostrada resistencia que cualquier unidad política que se observe, de cualquier tiempo y lugar, de cualquier naturaleza y tamaño, opone en principio a la cesión de su soberanía –aquí entendida lato sensu–, luego todo apunta a que la amenaza de la violencia, la guerra y la coerción de uno u otro modo desempeñan un papel fundamental como condicionantes «externos» en los procesos de integración social. Sin embargo, no todos los procesos violentos conducen a la estabilización de unidades políticas mayores, y de hecho muy pocos han conducido a la formación de los llamados Estados prístinos, luego todo apunta a que tal resultado no depende del mecanismo sino de las circunstancias en las cuales opera; y sucede que esos procesos de estatización primaria se han verificado recurrentemente en regiones enmarcadas por barreras medioambientales. Como apuntaba oportunamente Harris en su propia versión de la misma hipótesis (1978: 109; cf. Webb, 1988: 449452; Carneiro, 1988: 498), «no es necesario que estas barreras sean océanos imposibles de cruzar o montañas imposibles de escalar; simplemente pueden consistir en zonas de transición ecológica donde las personas que se han separado de las aldeas superpobladas descubrirían que tendrían que realizar una severa reducción de su nivel de vida o cambiar todo su modo de vida con el fin de sobrevivir»; y hete aquí la circunscripción, a la cual el materialista cultural se refería todavía más gráficamente que Carneiro, combinándola con el desequilibrio población/sustento que precipita el proceso, como un «atasco del entorno» (environmental impaction).
De modo tal que Boserup (1974: 546) llegaba a la conclusión de que «la revolución neolítica [...] no fue una transformación revolucionaria rápida, sino un proceso de evolución progresiva». Es decir: una «evolución», en un sentido biológico llano. Esto concordaba, además y por otro lado, con la línea argumental de la Teoría de la circunscripción en el origen del Estado formulada por Carneiro en 1970 y publicada en la revista Science, como colofón a las reflexiones iniciadas casi veinte años antes a propósito de los –aestatales– horticultores amazónicos (vid. Graber y Roscoe, 1988: 408-410). De nuevo, el quid no era negar que determinados grupos humanos pudieran haberse aproximado efectivamente al equilibrio ambiental sino, ante la contundente evidencia histórica de sus desbordamientos,27 hallar las condiciones en que una 26 «Very few forager groups managed to survive into recent times, and those that did inhabited extremely marginal environments such as deserts, arctic wastes, and dryland tropical rainforests [...]. As a result, it is likely that the suite of modern, ethnographically known foragers is highly unrepresentative of foragers 10.000 years ago. Either they are the descendants of ancient foragers long adapted to highly atypical environments, of refugee groups displaced by or splintered off from more complex societies, or both. What they are certainly not are reliable analogs for forager societies prior to the Holocene» (Roscoe, 2014: 226227, 238, nota 2); por lo demás, nada que no se tuviera ya perfectamente claro en el seminal Man the hunter: «within a given region the “classic cases” may, in fact, be precisely the opposite: namely, the most isolated peoples who managed to avoid contact until the arrival of the ethnographer» (Lee y DeVore, 1968: 5; vid., para la otra «crisis de representación» en los llamados Hunter-gatherer studies, Lee, 1992; Guenther, 2007: con bibliografía). 27 Era el propio Carneiro (1988: 504) quien así lo reconocía en respuesta a algunas de las críticas del volumen que la American Behavioral Scientist dedicara a discutir su teoría: «I freely admit that simple societies, especially those existing at an early Neolithic level, often strive for and achieve a certain degree of homeostasis or equilibrium with environing conditions. However, as I have argued before [se refiere a “Political expansion as an expression of the principle of competitive exclusion”,
Por su parte, Carnerio (1970b: 736-738) contemplaba también la posibilidad de que la concentración de determinados recursos naturales o la propia presencia de otros grupos humanos alrededor produjera los mismos efectos, buscando así explicación para algunos desarrollos sociales que escapaban de las linealidades del evolucionismo tradicional. Esta segunda apostilla la había publicado en 1978 como capítulo del Origins of the State que editaran Cohen y Service], when we look at the full sweep of culture history, the most striking thing we see is not that equilibriums were maintained but that they were overthrown. And who can dispute this? Were it not so, we would all still be living in nomadic bands, or at least in autonomous villages. And I further maintain that the root cause of this overthrow of societal equilibriums was population growth».
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La Economía como política sugerido Chagnon (2006: 159 y ss.) al observar cómo los grupos ubicados hacia el centro de ciertas regiones del territorio yanomami especialmente pobladas, en concreto en torno a la confluencia de los ríos Mavaca y Orinoco, «parecen tener una organización más elaborada y son mucho más grandes que los grupos establecidos en la periferia, cuyos movimientos migratorios no se ven obstaculizados por nada». Aun a pesar de existir una relación directa entre el tamaño de las por otro lado «ferozmente independientes» aldeas y la incidencia de las disputas cotidianas –sobre todo provocadas por adulterios, pero también por robos u otras ofensas menores– cuya escalada en duelos de puños, golpes y garrotes acentúa el faccionalismo de quienes acabarán por escindirse del poblado,28 éstas alcanzaban los 300-400 habitantes frente a los 40-80 de aquéllas; y mostrándose por tanto, en general, más agresivos, «no es de extrañar que las alianzas sean más complicadas en las llanuras y que las grandes celebraciones sean ahí más frecuentes, pues se aprovechan estos encuentros para invitar a los aliados a comer y a comerciar» (ibíd.: 173-174).
23). El punto álgido de la polémica se alcanzaría unos años más tarde, cuando asumiendo que «los humanos se esfuerzan en la consecución de objetivos cuyas tradiciones culturales consideran valiosos y respetables» y que, así, «lograr éxito cultural parece conducir al éxito biológico o genético» (Chagnon, 1988: 985), este autor vinculaba la agresividad relativa de los hombres yanomami con las mayores tasas de matrimonio –1’63 frente a 0’63 esposas de media– y reproducción –4’91 frente a 1’59 hijos de media–. «De hecho, los yanomami frecuentemente dicen que algunos hombres son “valiosos” (a nowä dodihiwä) y aducen, entre otras razones, que son unokai [que han realizado el ritual de purificación prescriptivo al matar otros humanos]; que vengan muertes; que son feroces (waiteri) en nombre de sus parientes» (ibíd.: 989-990). Más allá del cruce de argumentos y contrargumentos reaccionando sobre todo, más o menos abiertamente, al enfoque sociobiológico esgrimido por este autor (vid. i. a. Albert, 1989; 1990; Lizot, 1994; Chagnon, 1990; 1995; Sponsel, 1998: con abundante bibliografía), o de eventuales enmiendas como la de John H. Moore (1990), quien sin cuestionar ni los datos ni la interpretación de Chagnon, planteaba a través del caso cheyenne la posibilidad de que diferentes «esferas de competencia masculina» hubieran mermado el correlato reproductivo del éxito cultural de los llamados jefes de guerra (notxenitaeo) en favor de los jefes de paz (veho’o), resultando una tendencia opuesta a la yanomami en un escenario social tanto práctica como discursivamente tan violento como el suyo;29 más allá, incluso, de la controversia deontológica en la cual derivaron éstas y otras críticas alcanzando el seno de la American Anthropological Association y la opinión
Lo cierto es que con la publicación en 1968 de su monografía sobre los yanomami, el subtítulo de cuyas primeras tres ediciones todavía se hacía eco de una expresión nativa para describirlos como «the fierce people», Chagnon volvía a poner sobre la mesa la incómoda cuestión de la violencia en las sociedades no estatales. Incómoda por cuanto, confundida la humanidad de los salvajes una vez más entre las imaginaciones del «como nosotros» y el «nosotros primitivo» (Heinen e Illius, 1996: 554), no tan en el fondo se batían los mitos del progreso y de la Edad dorada, Hobbes y Rousseau, en el marco de una tradición europea que no podía sino reprocharse compulsivamente el horror de sus mundializadas guerras civiles (Keeley, 1997: 15 y ss.,
29 «Cheyenne society offered two distinct roads to success for young men», escribe Moore (1990: 324), «a young man born into the core of prestigious polygynous families could aspire to be a chief [del Consejo –tribal– de los cuarenta y cuatro, i. e.: un “jefe de paz”], a trader, a priest, or some combination of these roles. All of them required the sponsorship of one’s father and his agnates and allies and the payment of gifts to one’s instructors and sponsors [...]. In contrast, a young man from a fragmented, poor, or marginal family could aspire to high status by the exercise of raw courage in battle. As a war chief [i. e., un jefe de las llamadas soldier societies, a las que volveremos a referirnos más adelante (vid. inf., caps. 9.1-4, notas 8 y 24)], a man could achieve the status of celebrity in his own tribe or even in neighboring tribes and command the respect of chiefs, priests, and traders; and finally, in the unlikely event that he survived to middle age, with the sponsorship of the council chiefs he could exchange his celebrity status for that of council chief, becoming prosperous and polygynous in his old age». Colegiría de aquí que si el comportamiento de los yanomami del s. XX no es extrapolable a todos los grupos cazadores y horticultores, tampoco lo es a la prehistoria, y entonces la agresividad no puede considerarse siempre un factor en la selección natural; algo a lo que, como decíamos, Chagnon (2006: 358) mismo no se oponía: «si el hecho de ser un líder religioso pacifista –un éxito cultural– conduce en todos los casos a un mayor éxito conyugal y reproductivo, el número de hombres que optarían por ser funcionarios religiosos [...] sería mayor». Sin embargo, tampoco puede perderse de vista que el mismo autor (Moore, 1974) ya había advertido sobre la dimensión histórica de la organización cheyenne, y con ella, del giro táctico que algunas facciones –especialmente entre las bandas meridionales– habrían adoptado hacia la preponderancia de los jefes de guerra en el contexto del conflicto contra los Estados Unidos, entre 1856-1878; operando una reestructuración sociocultural a su rededor cuya última expresión sería la transformación de los «soldados perro» en banda residencial y, a efectos prácticos, en una tribu diferente (ibíd.: 355; cf. Hoebel, 1980; Liberty y Wood, 2011).
28 «Yanomami duels are public, institutionalized, conventionalized, and ritualized forms of interpersonal aggresions that are governed by a set of rules [...]. In a physical duel, a pair of individuals alternate hitting each other several times until one individual either retreats, collapses, or is incapacitated» (Sponsel, 1998: 100); y aunque por lo común se zanja sin mayores consecuencias en el corto plazo –negarse a pelear en un duelo parece acarrear en principio sólo la jactancia pública de quien sí estaba dispuesto a hacerlo (Chagnon, 2006: 66-67)–, eventualmente puede complicarse e implicar a familiares o, «cuando un grupo de contendientes es sustancialmente inferior, puede recibir la ayuda de amigos y parientes más lejanos, movidos por un sentido de la justicia [¿de la igualdad?], al margen de cuál sea el origen del conflicto» (ibíd.: 325). Si se descontrolara y alguien resultara herido de muerte, una de las facciones se vería obligada a huir. Es por estas razones por lo que Chagnon (1988: 987) describiría la aldea yanomami como «a transient community» frente al grupo de parentesco. Por lo demás, «la distancia entre los grupos escindidos varía según la causa que ha producido la segregación. En ocasiones se limitan a construir dos shabono [poblados: básicamente una techumbre contínua y abierta alrededor de una plaza, bajo la cual cada familia dispone agrupadas hamacas y hogares] independientes a pocos metros del primero y a vivir he borarawä, lado a lado», mientras que en otras se ven obligados a buscar refugio en aldeas en guerra con sus otrora convecinos, con miras a incrementar las posibilidades de desquitarse en un ataque futuro (Chagnon, 2006: 163, 327). Todo ello condiciona a la vez las estrategias subsistenciales, dictando la urgencia el traslado para sus nuevos huertos de plátano de menos esquejes de mayor tamaño o más de menor, o la plantación transitoria de un mayor porcentage de maíz, si acaso los miembros de la facción más débil no habían comenzado estos cultivos al detectar las primeras tensiones, con miras a minimizar la dependencia de otros grupos.
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La política salvaje pública internacional con el –no menos cuestionable– relato periodístico de Patrick Tierney (El saqueo de El Dorado: Cómo científicos y periodistas han devastado el Amazonas, 2000 para la primera edición, en inglés), que se ha convertido en un clásico disciplinar tan importante como la monografía en sí (vid. Borofsky, 2005); más allá de todo lo que es obligado citar cada vez que se menciona a Chagnon, decíamos, es interesante referirnos específicamente aquí a la respuesta de R. Brian Ferguson, por dos motivos.
explicarse satisfactoriamente según el modelo del cercenamiento de coaliciones rivales (vid. Wilson et al., 2014), planteado atendiendo al principio de «selección de parentesco» y a la luz de la tendencia «virilocal» de sus sociedades. De ser verdad [dicho modelo], ciertos tipos de asesinatos serían esperables de acuerdo a la lógica de la adaptación inclusiva [inclusive fitness] mientras que otros no. Lo sería el asesinato de machos adultos ajenos al grupo, pero también de machos jóvenes; no lo sería el de machos ni jóvenes ni adultos dentro del propio grupo, ya que resta presentes o futuros coaligados, o el de hembras extranjeras de cualquier edad, ya que podrían inmigrar y ayudar a propagar los genes masculinos [sic., por «de la coalición de machos»]. (Ferguson, 2011: 258)
Primero porque, al encuadrarse en un programa de investigación mucho más vasto, el de la guerra como fenómeno humano, su famosa relectura del «complejo militar» yanomami solamente como producto de la aceleración de su contacto con europeos y criollos en la primera mitad del s. XX nos proporciona un pie inmejorable para recalar en el debate mayor del lado de aquellos que defienden para este tipo de fenómenos una «cronología corta»; como algo normalizado, a lo sumo, durante el Holoceno. Por lo menos Ferguson (2011: 249), al contrario que otros autores de esta opinión, escapa de la trampa terminológica cuando asume para guerra la definición mínima de «violencia organizada y potencialmente letal contra miembros de otro grupo», tal vez expresada con mayor precisión en lo que atañe a nuestra especie –pues él se refería en esta ocasión también a otros homínidos, y especialmente a Pan troglodytes–, como «conflicto letal socialmente sancionado entre cuerpos políticos independientes» (LeBlanc, en Jones y Allen, 2014: 354).30 Lo que Ferguson trata de conjurar es, entonces, la idea de una predisposición genética; de una naturaleza violenta del ser humano; y de ahí el recurso a la experiencia etoprimatológica.
Esto parece no cumplirse; pero tampoco es óbice para que su empleo de los términos biológicos sea peligrosamente torticero. No ya tanto por la mayor o menor confusión de las ideas de «parentesco» y «grupo» en lo que se refiere a la teorización de la selección natural, sino sobre todo porque en la base de su alternativa, en el modelo de la competición por recursos, limita explícita pero injustificadamente el carácter de éstos al sustento, dejando fuera –al contrario que Chagnon (1988: 985; 2006: 181 y ss.), pero también que la Biología general– el acceso a los compañeros sexuales. Basta echarle un vistazo a la famosísima síntesis genético-etológica de Richard Dawkins (El gen egoísta: Las bases biológicas de nuestra conducta, 1976 para la primera edición, en inglés) para empezar a aclarar ambas cuestiones: tanto que la idea de «parentesco» en tanto salida a la disyuntiva sobre la unidad de selección que atenazaba al darwinismo, debatiéndose desde el momento mismo de ser formulado si se localizaba en el individuo o en la especie, no es sino la proyección resultante de concluir que esa selección de la naturaleza actúa en un «tiempo geológico» habitado por «porciones de material cromosómico con alta fidelidad de copia [y hete aquí los “genes egoístas” (cf. Dunbar, 2011)]»;31 como que,
Desde su punto de vista, las agresiones mortales documentadas en y entre grupos chimpancés no pueden Vid. los trabajos de Otterbein (1997; 2000) o Allen (2014) para un repaso historiográfico general. En cuanto a la dicha trampa, vid. la –ejemplar– discusión que hace Roscoe, a partir del registro etnográfico papú, de las categorías analíticas de Fry (The Human potential for peace: An anthropological challange to assumptions about war and violence, 2006 para la primera edición): «Fry’s definition of homicide [máxima violencia que reconoce para las sociedades tipo banda] as an inter-individual act undertaken for personal motives is a little idiosyncratic. Many scholars define homicide not by the number of individuals involved and their motives [como él hace] but in terms of the communities to which they belong»; es decir, de su identidad, como cuando se considera criminal el asesinato de ciudadanos del propio Estado, y aun de otros Estados en situaciones de paz, pero no la comisión de idéntico acto en guerra: «the same attitudinal structure prevailed in New Guinea» (Roscoe, 2014: 231). Otro tanto podría decirse de la distinción entre «reyertas» (feuds) entre milicias de parientes y la «guerra» propiamente dicha, respectivamente asociados a tribus la una y jefaturas y Estados la otra, teniendo en cuenta que las sociedades de cazadores y horticultores documentadas se organizan siempre, como mínimo discursivamente, en torno al parentesco. En definitiva, «the sample from which he derives this conclusion [que la violencia en el Pleistoceno debió de limitarse al homicidio] is heavily biased toward low-density foragers exploiting marginal environments [...]. What I have tried to show [...] is that in looking at hunter-foragers groups that existed in more productive environments and at higher densities, we find ample evidence of lethal violence that, even by Fry’s restrictive definitions, amounts to warfare»; y dado que no se trata de una cuestión cuantitativa sino cualitativa, puede concluirse exactamente lo contrario, por más que «where Fry is almost surely right is that warfare did increase dramatically in scale and frequency with the transition from foraging to farming and pastoralism» (ibíd.: 236-237).
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31 Visto desde esta perspectiva resulta obvio por qué Ferguson debería relativizar el argumento de la adaptación inclusiva, si a fin de cuentas un macho hijo de una hermana migrada a otro grupo comparte con ego la misma cantidad de material genético que el hijo de un hermano que permanece en el grupo; y esa hermana, si acaso lo fuera de padre y madre, la misma que los hijos propios, con la salvedad de que la estructura social típica de Pan troglodytes, caracterizada por la exogamia femenina y la ausencia de emparejamientos estables –i. e.: por una estrategia de promiscuidad en grupos compuestos por multitud de individuos de ambos sexos, pero notablemente escorada hacia el macho que ocupe en cada momento la cambiante posición «alfa» (de Waal, 2007b: 160-173)–, coadyuva a que un macho pueda identificar a su madre y a algunos hermanos uterinos (uterine siblings), pero no a sus hijos e hijas. Siempre podría argüirse, por otro lado, que existe la «certeza estadística» de que el acervo genético transmitido a la siguiente generación será más parecido al suyo en el grupo en que reside que en cualquier otro (Dawkins, 1985: 131 y ss.); pero como únicamente existe la certeza absoluta de sí mismo, no sería genéticamente adaptativo sacrificar ninguna expectativa de reproducción individual subordinándola a una especie de altruismo local
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La Economía como política por tanto, la eficacia de las «máquinas de supervivencia mortales seleccionadas para la conservación de genes inmortales» que todas las formas de vida somos se mide desde ese punto: en la adaptación sistémica y holística de sus alelos a un entorno del cual forma parte, indefectiblemente y como toda la materia que nos rodea, el resto de «máquinas», en principio independientemente de su mayor o menor proximidad genética por más que varíe en su función el tipo de interacciones.
Las máquinas de supervivencia pertenecientes a las mismas especies tienden a intervenir más directamente en la vida de las demás. Ello se debe a diversas razones. Una de ellas es que la mitad de la población de la propia especie son compañeros potenciales [...]. Otra razón es que los miembros de la misma especie, al ser muy similares entre sí, siendo máquinas para preservar genes en el mismo tipo de lugar, con la misma forma de vida, son, especialmente, competidores directos de todos los recursos necesarios para la [perpetuación de la] vida. Para un mirlo, un topo puede ser un competidor, pero no es ni remotamente tan importante como otro mirlo. Los topos y los mirlos pueden competir por los gusanos, pero los mirlos entre sí compiten por los gusanos y todo lo demás. (Dawkins, 1985: 99-100)
indiscriminado –como si ésa fuera la unidad de la selección natural–, precisamente porque de este modo se maximiza aquella certeza ulterior (ibíd.: 158-160). En cualquier caso, esto nos sitúa en la encrucijada evolutiva del tipo de sociedad característica para el género humano, cuya unidad trata de reconstruir Chapais en una de las formulaciones más sobresalientes de los últimos años, tomando como mutación crucial respecto del ancestro común Pan-Homo el desarrollo de una estrategia de emparejamiento estable (pair-bonding): «a term that encompasses more than strictly dyadic, monogamous unions», para comprender asimismo la poligamia –i. e.: la replicación de ese vínculo sobre uno u otro sexo– sin por ello excluir la posibilidad de otras relaciones esporádicas, pues no en vano, «in no human society [conocida positivamente] is sexual promiscuity the sole or the main form of mating arrangement» (Chapais, 2008: 160161; cf., para una distinción entre «monogamia social» y «monogamia sexual», Barash y Lipton, 2003; Zuk, 2003). De hecho la formulación de Chapais debe su solidez a la drástica reducción de presiones selectivas específicas que necesita concatenar para explicar el desarrollo de nuevas conductas, proyectadas a partir de rasgos preexistentes, en el convencimiento de que la evolución es un proceso fundamentalmente contingente y oportunista. Por eso rehuye hasta cierto punto de la idea de que la estabilización del emparejamiento responde aquí, primero, a la conformación de unidades reproductivas basadas en el cuidado parental, algo que no sólo coincidiría con la explicación generalista de la paternidad como un caso particularmente adaptativo de egoísmo genético proyectando altruísmo individual, aportada por Dawkins (1985: 209 y ss.), sino que prácticamente sólo precisa añadir dicho emparejamiento a la conducta actual de Pan para proyectar en potencia la de Homo. Como decíamos, de un lado, aquellos ya reconocen a los individuos en cuya estrecha proximidad se crían y evitan –especialmente las hembras– copular con ellos durante su vida adulta, de modo que sobre sumar el reconocimiento de otros parientes consanguíneos y afines sin requerir ninguna habilidad cognitiva adicional, podrían reforzar los complejos hermano-hermana a través del tiempo y prefiguar de facto la versión humana del «tabú del incesto» (Chapais, 2008: 60 y ss.); del otro lado, los machos ya practican mayoritariamente la caza en el marco de estrategias políticas y sexuales (cf. Pruetz et al., 2015), de modo que podrían proveer incidentalmente a sus vástagos a través de la relación que todos ellos mantuvieran con una hembra dada, y desde aquí desarrollar la división sexual del trabajo que exhiben todas las culturas humanas «tradicionales», como una optimización del esfuerzo individual a costa de estrechar su interdependencia. Para ser más exactos, Chapais opina que el escenario que explica con mayor parsimonia procesal la acusada tendencia monógama de nuestra especie es aquél que la considera como la ecualización secundaria –operada quizá con la separación del género Homo, hace c. 2’5 millones de años– de un primer tránsito, del grupo social promiscuo al grupo social multiharén –operado quizá con la separación de la subtribu Hominina, hace c. 4’1 millones de años–, siendo que la creciente «tecnologización» habría penalizado una defensa demasiado agresiva de los monopolios sexuales por parte de los machos «alfa», tanto frente a otros machos como frente a hembras no aquiescentes, a la vez que las ventajas adaptativas derivadas de una atención masculina estable y exclusiva favorecían esa no aquiescencia. Esto articula coherentemente un buen puñado de evidencias: que se haya documentado un «clamoroso» 84% de culturas Homo sapiens que aceptan socialmente la poliginia aunque no la practiquen más de un 5-10% de los hombres, mientras el 99’5% de todas las mujeres son socialmente monoándricas (Fisher, 2012: 56 y ss., con bibliografía), revelándosele así un carácter latente el cual «could reemerge whenever some males secured more competitive power or were able to attract several females based on attributes other than physical prowess» (Chapais, 2008: 175-179; vid. sup., cap. 2.2, nota 14, et inf., conclusión, nota 3); que el grado de dimorfismo sexual de los australopitecinos apunte hacia una competencia masculina directa mayor que en chimpancés y humanos –especialmente a partir de Homo ergaster–, pero sea menor que el de los gorilas, quienes practican emparejamientos estables poligínicos y exogamia femenina en ausencia de grupos multiharén (Chapais, 2008: 142, 151-156, 225; cf. Carbonell, 2005: 134); o que esto último sí se dé en especies como Papio hamadryas y
Al obviar las dinámicas de jerarquización masculina en el contexto de la reproducción sexuada, y teniendo en cuenta que «en su medioambiente natural los chimpancés buscan comida solos o en pequeños grupos [i. e.: en fracciones variables de una unidad social mayor]» y que «los frutos y hojas que buscan están tan uniformemente diseminados que la competencia por el alimento es inusual» (de Waal, 2007b: 10; cf. White y Wrangham, 1988; Nishida, 2012: 26 y ss.),32 Ferguson nos empuja Theropithecus gelada, que precisamente constituyen –se ha dicho (Domínguez Rodrígo, 1997: 24 y ss.)– la «respuesta cercopitécida» a los mismos cambios y presiones medioambientales que entre los homínidos condujeron a la aparición de los homininos. En último término, el despliegue del entramado familiar que inauguró la estabilización del emparejamiento en nuestros ancestros supondría para Homo mayores niveles de tolerancia entre machos de diferentes grupos que para Pan; ligándolos a través de hembras exógamas, fuera ya por la vía de la consanguineidad –cosa que posteriormente habría permitido la flexibilización del patrón de residencia característica, al menos, de nuestra especie–, ya por la de la afinidad: «owing to incest avoidance, a brother does not compete with his sister’s “husband” for sexual access to her [...]. When defending her brother, a sister is in effect increasing her inclusive fitness benefits, and when defending her husband a wife is attending to her reproductive interests. It is precisely here that the expression “females as peacemakers” takes its fullest meaning [...]. Clearly, then, the evolution of the tribe [que califica como “prelingüística”] did not eliminate intergroup hostility. Instead it brought about a major change in the level of social structure at which hostility was taking place. This principle helps resolve the discrepancy between chimpanzees and human foragers with regard to intergroup patterns of violence [...]: the local band of hunter-gatherers is not the right social unit for a meaningful comparison with chimpanzees; the tribe is» (Chapais, 2008: 224-232). Y con todo, lo paradójico del asunto es que Chapais solamente puede confirmar las conclusiones de LéviStrauss (vid. inf., cap. 5.1, nota 13) al precio de independizar esa «estructura –omisible– de la tribu» de su positivado discursivo, en términos lingüísticos. Y si la relación causal bien pudo ser la inversa, y probablemente lo fue, ¿por qué, entonces, todos los datos recopilados por el maestro belga convergían en la idea de que el «hiato naturaleza-cultura» está en la base misma de la identidad humana? 32 En el caso del Zoológico de Arnhem, donde condujo sus estudios de Waal, estas condiciones se imitaron alimentando a los chimpancés en pequeños grupos, en los habitáculos donde dormían, y no en el espacio común. En cualquier caso, continúa de Waal (2007b: 11): «in order to get enough to eat, wild chimpanzees have to spend more than half their time foraging. Since they do not need to do this in a zoo, they will inevitably by slightly bored. The result is that their social life becomes intensified [...]. In addition, their quarters are limited, so they can never completely isolate themselves from the group», cosa que se agrava durante el invierno debido al tiempo que pasan en salones calefactados, de los cuales «the largest hall is 21 m long and 18 m wide. Although this may seem reasonable, it is only one-twentieth of the size of the open-air enclosure. This gives rise to irritation and friction; aggressive incidents are nearly twice as common in
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La política salvaje hacia un tercer elemento accionando su modelo: el impacto de la presencia humana.
ya familiar (vid. sup., cap. 2.4), habida cuenta de que, del otro lado, también opinaba: «mi posición materialista simpre ha sido que las guerras ocurren cuando aquellos que toman decisiones creen que guerrear corre en su interés práctico» (Ferguson, 2011: 259, 265; cf., por lo que atañe a la tensión de los discursos indígenasindigenistas entre yanomami y otros grupos amazónicos, Chagnon, 2006: 410 y ss.; Albert, 1993; Brown, 1993; Oakdale, 2004). Y más allá de que, obviamente, guerrear pueda interesar más a unos agentes sociales que a otros, no se trata ya sólo de que los motivos últimos –más que las causas– de la guerra puedan estar tan eventualmente alejados de la «justificación local» de Ferguson como de la de esos agentes, sino que tampoco se entiende en qué medida resulta preferible o más razonable imaginar una naturaleza humana necia antes que una violenta.
En efecto, para él, las agresiones registradas en campo responden a la implementación por parte de los primatólogos de prácticas y lugares de provisión de alimentos en sus estaciones de observación. Y aunque esto sea –sin duda– parte de la verdad –y es posible que acelerara directa o indirectamente algunos de esos procesos, al punto que dicho método se ha venido erradicando en los últimos años (Wrangham, 1974; Muller, 2002: 121-122; McGrew, 2004: 95-98, con bibliografía)–, colegir de aquí que la violencia no forma parte de la conducta social «natural» de Pan contradice incluso sus propios postulados, si convenimos que «la manera de comprender el comportamiento es examinar las respuestas a circunstancias cambiantes» (Ferguson, 2011: 253). Así las cosas, podría decirse que Ferguson termina por rendir las posibilidades de un mayor conocimiento rozando la profecía autocumplida –«a medida que el impacto humano se intensifique en el futuro, predigo sustancialmente más ataques intergrupales macho-macho, y más violencia de otros tipos»–, si no fuera porque se descubre a la postre supeditando expresamente el conocimiento en sí a una mejor o peor intencionada agenda ideológica al advertirnos: «si estos actos de violencia son vistos como expresiones de una oscura naturaleza chimpancé, el apoyo internacional para su protección puede reducirse; si, por el contrario, se ven como una consecuencia de la alteración humana, puede aumentar» (ibíd.; cf. Nishida, 2012: 286-288). Pero, ¿pueden las buenas intenciones ser verdaderamente efectivas si las basamos en –la apología de– el desconocimiento?
Más allá de lo obvio, la fijación al territorio de los grupos yanomami que trataban de monopolizar el acceso a las herramientas de acero –generando, por cierto y entre otras cosas, un flujo de mujeres hacia sí, intercambiadas con grupos más alejados al precio de tales objetos exóticos (Ferguson, 1992: 214-216; cf. Chagnon, 2006: 279 y ss., para la descripción de una lógica que encontraremos asimismo a este lado del Atlántico, por ejemplo en la ikpanture de los kabiyè del actual Togo; vid. inf., cap. 5.1)– habría acelerado el agotamiento de la caza; y ese agotamiento, una tensión intra e interaldeana que Ferguson explica en términos sahlinianos: desplazando la interacción práctica de fracciones decrecientes del grupo humano, desde la reciprocidad generalizada hacia la reciprocidad negativa (vid. inf., cap. 4.5). «Uno de los factores más significativos actuando para prevenir o minimizar la guerra en la Amazonía», explicaba (Ferguson, 1992: 204-208), «es el hecho de que la mayoría de pueblos pueden y están dispuestos a trasladarse, a reubicar sus aldeas cuando son atacados o, incluso, amenazados. El asentamiento en torno a los puestos de avanzada europeos y criollos elimina esta opción pacífica»; dicho lo cual queda claro que el segundo motivo para referirnos a este autor en concreto es el que, aun defendiendo una postura diametralmente opuesta a la de Chagnon en casi todo lo demás, ambos van a encontrarse en los efectos de la «circunscripción».
Su interpretación del caso yanomami ha discurrido largo tiempo por senderos análogos (vid. i. a. Ferguson, 1992; 2015). En resumidas cuentas, un «hambre de acero» habría invadido las sociedades indígenas desde su misma infraestructura, anclándolas a los incipientes espacios de contacto colonial donde se lo podía obtener, a veces tan sólo prestando un poco de atención a un misionero, o a un etnógrafo. Obviamente Ferguson (1992: 216; 2011: 259) no podía sino considerar que el motivo principal de ese interés radicaba en la «practicidad» de las nuevas herramientas como medios de producción del sustento; y que fue el acceso desigual que imponía por lo pronto la mera geografía lo que reverberó estructural y superestructuralmente en el desarrollo de aquel «complejo militar». Obviamente, no podía sino considerar que tal conexión es inasequible al entendimiento de unos protagonistas que han continuado explicando reiteradamente cómo sus padres y abuelos guerreaban para demostrar su valor. «¿Qué actor en cualquier mundo local hace análisis como ésos?», opinaba Ferguson (2015: 378-379, 385-386) reproduciendo una paradoja
También Harris hizo una lectura de la guerra yanomami muy similar a ésta en lo que se conoció como «polémica de las proteínas» (Harris, 1978: 67 y ss.; cf. Chagnon, 2006: 181-186), relacionando a nivel hipotético el aumento de la violencia con un aumento demográfico ocasionado por la introducción de las herramientas de acero. Pero él sí era partidario de una cronología larga de la guerra, en general anterior al Holoceno, que vislumbraba como una pieza de un mecanismo homeostático que «surge de la incapacidad de los pueblos preindustriales para desarrollar un medio menos costoso o más benigno de lograr baja densidad de población y alta tasa de crecimiento» (Harris, 1978: 53). Y decimos «una pieza» porque, como apuntaba Netting (1973: 166) a propósito de los kofyar, agricultores de la meseta de Jos, al norte del río Benue (Plateau, Nigeria):
winter as they are in summer». Todo junto, es un patentísimo ejemplo de variaciones conductuales fruto de la «circumscripción ambiental», aunque el sustento no se vea, tampoco aquí, involucrado.
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La Economía como política Parte de la naturaleza desconcertante de la guerra primitiva, donde no hay ni pérdida ni ganancia [económica significativa], puede ser que solamente cumple una, en vez de ambas funciones [de dichos mecanismos, según los definiera V. C. WynneEdwards en Animal dispersion in relation to social behaviour (1962 para la primera edición)]. Mientras que guerrear puede ser señal de un desequilibrio sistémico, no necesita rectificarlo directamente eliminando el exceso de población o proporcionando a uno de los grupos contendientes territorio o recursos más consonantes con su número. Visto de este modo, la guerra puede ser una variedad conspicua de lo que Wynne-Edwards llama competición convencional, en tanto opuesta a la disputa mortal directa.33
fin de evitar una disminución de los niveles de vida al mínimo nivel de subsistencia [...], por la necesidad de dispersar a las poblaciones y de disminuir sus tasas de crecimiento» (Harris, 1978: 66). Más allá de las dificultades que hallaran para explicarla, y sobre todo para explicarla sistémicamente, en el marco de modelos holísticos, todos ellos, como Carneiro (1970b: 734-735; 1988: 505-506), reconocían la existencia en principio previa e independiente de la guerra; factor que las evidencias arqueológicas han ido despejando paulatinamente contra la «pacificación del pasado»,34 también en el caso de la Amazonía (vid. i. a. Neves, 2009: con bibliografía). La cuestión era que en situaciones de circunscripción, viéndose bloqueado el desarrollo de las dichas estrategias de producción extensivas como primera reacción al desequilibrio población/sustento, la misma presión habría operado para «redirigir» cualesquiera objetivos sociales de la guerra hacia los del sustento, resultando en lo que bien podríamos calificar de «guerras económicas» si no fuera porque es precisamente esa concepción de la economía, como venimos diciendo, lo que a nuestro juicio genera buena parte de aquellas dificultades en primer lugar. Alternativamente, ése sería también el escenario en el cual la sola lógica del sustento podría pasar a priorizar las estrategias de carácter intensivo, economizando la tierra en vez del trabajo y, en fin, aumentando su capacidad de carga merced a una inversión tecnológica; pero eso sí: «al precio de incrementar la “fragilidad” del sustento, incrementando así la necesidad de permanecer en el mismo lugar y mantener el statu quo social y económico» (Webb, 1988: 455).35
Ciertamente, una retroalimentación negativa completa habría implicado que la guerra redujera per se la población femenina, que es a la postre la única capaz de condicionar efectivamente la tasa de crecimiento de un grupo dado; pero esto parecía no darse en el registro etnográfico con suficiente frecuencia ni siquiera allí donde se aceptaba culturalmente la posibilidad de atacar a los no combatientes, como sucedía entre algunos enga (Meggitt, 1977: 108-112). Por eso autores como Meggitt o Netting consideraban que la regulación homeostática se produciría indirectamente, en todo caso, a causa de las eventuales hambrunas y epidemias asociadas al abandono del territorio durante los conflictos, y especialmente virulentas en poblaciones en hacinamiento defensivo, o a la modulación de costumbres vinculadas con el matrimonio y la reproducción (Netting, 1973: 173-177; 1974: 156) –algo que junto, de hecho, describe más bien un sistema de retroalimentación positiva, en el cual el «óptimo» no se estabiliza sino que se alcanza de manera alterna entre las oscilaciones de una sinusoide–. Y asimismo por eso, apoyándose en parte en una observación de Chagnon (2006: 226 y ss.), Harris compondría una hipótesis todavía más alambicada y en parte contradictoria en el medio plazo, según la cual estos conflictos propiciarían una preferencia cultural por los hijos –futuros guerreros– frente a unas hijas cuyo cuidado, de un modo u otro, se habría visto desdeñado con consecuencias fatales: «en síntesis, la guerra y el infanticidio femenino forman parte del precio que nuestros antepasados de la Edad de Piedra tuvieron que pagar para regular sus poblaciones con el
34 Tomamos la expresión del Warfare before civilization de Keeley (1997: 17 y ss.), considerada una de las obras fundamentales en el replanteamiento del análisis de la guerra en el ámbito de la Arqueología, que acomete desde una posición abiertamente contraria a la de Ferguson (Allen, 2014: 15-17; vid. inf., cap. 4.3, nota 71). Entre otras reflexiones más o menos interesantes para lo que nos ocupa, advertía cómo «the interchangeable character of exchange and war becomes clearer when we consider their ultimate physical results: trade, intermarriage, and war all have the effect of moving goods and people between social units. In warfare, goods move as plunder, and people –especially women– move as captuives; in exchange and intermarriage, goods move as reciprocal gifts, trade items, and bridewealth, whereas people move as spouses [...]. The fact that exchange and war can have precisely the same result is often forgotten by archaeologists» (Keeley, 1997: 125-126). 35 Dice la cita completa: «as Pozorski [“Prehistoric diet and subsistence of the Moche Valley, Peru”, 1979 para la primera edición] has cogently noted, the initial effect of the development of such subsistence aids as irrigation systems and exchange networks would be to “increase” the carrying capacity of an area and so “reduce” absolute population pressure. But it would do so at the cost of increasing the “fragility” of subsistence thus “increasing the necessity of staying in place and maintaining the social and economic status quo”». Cf. el concepto de «scape crops» lanzado por Scott en The art of not being governed: An anarchist history of upland Southeast Asia (2009 para la primera edición) tras repasar el discurso –estatista– de la evolución de la agricultura hacia los campos irrigados de arroz: «contrary to this view, my claim is that the choice of shifting cultivation is preeminently a political choice [...]. To choose swiddening or, for that matter, foraging or nomadic pastoralism is to choose to remain outside State space» (Scott, 2009: 191). Piénsese cómo determinadas técnologías y cultígenos, y especialmente los tubérculos, permiten un almacenaje relativamente difícil de controlar o gravar por unas agencias no comunitarias cuyas incursiones no es preciso repeler in situ, pues no se está «sujeto» a la tierra –la polisemia del inglés subject no podía ser aquí más afortunada–, de modo que, «if it makes sense to think of rugged terrain as representing a friction of distance [en tal sentido],
33 Cf., en cualquier caso, la crítica de Dawkins (1985: 165 y ss.) al planteamiento del biólogo por cuanto implica para el debate sobre la unidad de selección. Por lo demás, es interesante notar –y pronto lo será más todavía (vid. inf., caps. 4.5, 5.4 y 5.6)– cómo Wynne-Edwards (1962: 14) opinaba en el sentido de lo dicho: «any open contest must of course bring the rivals into some kind of association with one another; and we are going to find that, if the rewards sought are conventional rewards, then the association of contestants automatically constitutes a society. Putting the situation the other way round, a society can be defined for our purposes as an organisation capable of providing conventional competition; this, at least, appears to be its original, most primitive function, which indeed survives more or less thinly veiled even in the civilised societies of man. The social organisation is originally set up, therefore, to provide the feed-back for the homeostatic machine».
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La política salvaje Esta última puntualización a la teoría de Carneiro, que redunda en la idea del «anclaje» más que la «circunscripción» propiamente dicha, podría entenderse en definitiva como una especie de variación artefactual sobre el tema de los recursos ya contemplado en la formulación original de Science, pero sobre todo viene a evidenciar la íntima conexión de todo ello con lo dicho por Boserup. No por nada, aunque a partir de 1990 se irán abandonando los modelos de determinación ambiental o demográfica más lineales en favor de una concurrencia de causalidades mayor y más compleja a la hora de abordar la neolitización (vid. i. a., Bernabeu Aubán et al., 1999; Gebel, 2007; Verhoeven, 2004; 2011: para una panorámica de estos debates específicamente centrada en el Próximo Oriente; cf. Mathieu, 2010: para un comentario sobre las posteriores reflexiones culturalistas de Boserup), a día de hoy todavía resuenan con claridad piezas argumentales enteras del planteamiento de la danesa. Básicamente no se discute que la orientación agropecuaria del sustento responde a una historia de selección definitivamente gradual y discontinua, que no rompe, sino en todo caso acelera y consolida propensiones prácticas muy anteriores: «no se “inventó” la agricultura entre gritos de alegría», declamaba Colin Tudge no hace tanto (2000: 14; nuestro énfasis: vid. inf., caps. 4.3, nota 68, y 8.2-3). Ello se debe, entre otras cosas, a una profunda revisión tanto de lo que entendemos por «economía predadora», y lo que conlleva de manipulación activa del entorno ya no sólo documentada por la Etnografía entre cazadores contemporáneos sino –cada vez más claramente– también por la Arqueología,36 como de lo que entedemos por «economía productora», con un creciente énfasis en la «domesticación» como fenómeno coevolutivo que ahonda en la mutua dependencia de plantas, humanos y otros animales.37
Hay pocas dudas sobre el ostensible empeoramiento de la alimentación y la salud de las primeras poblaciones implicadas en dicho proceso en el Mediterráneo oriental (Armelagos, Goodman y Jacobs, 1991; Page et al., 2016), de modo tal que su patrón de crecimiento –la llamada «transición demográfica neolítica» (BocquetAppel, 2002; 2009; 2011)– se explica más bien como el disparo de la fertilidad a pesar del de la mortalidad. Por eso mismo se sigue cuestionando el momento y la causa del impulso inicial (vid. Cohen, 2009: con bibliografía); sobre todo porque sí se duda del carácter doméstico de las plantas que se vienen consumiendo mucho antes de que se dé por positivamente disipada esa duda, con el PPNB, aproximadamente a partir del 8.700 a. C. (Goring-Morris y Belfer-Cohen, 2011). A fin de cuentas, el cambio dietético no está necesariamente motivado por el cambio tecnológico y en absoluto puede descartarse, sino todo lo contrario, que el Neolítico en tanto cultivo y pastoreo sistémicos sea una transición más en la adaptación de nuestra especie a determinados desequilibrios locales originados por los cambios climáticos que ponen fin al Pleistoceno, no obstante lo global, lo planetario de las consecuencias que a su vez acarreará en los milenios por venir. Por esta razón algunos autores prefieren hablar, en todo caso, de una «Revolución holocénica» (Richerson, Boyd y Bettinger, 2001; Bowles y Wright, 2011; Bowles y Choi, 2013), y así, por ejemplo, Eleni Asouti identifica como la causa inmediata de la producción intensiva de cultivos [fechada entre el PPNA y el PPNB] la necesidad de sostener comunidades con un tamaño sin precedentes, que optaron por vivir permanentemente –en el sentido residencial– en lugares específicos del paisaje por periodos prolongados de tiempo, proponiéndose, entonces, que los «paquetes de cultivo» deben de entenderse mejor como el resultado directo que como aquello que permite las agregaciones de población y las actividades de producción de alimentos intensificadas. (Asouti, 2013: 215)
then it may make just as much sense to think of shifting cultivation as representing, strategically, the friction of appropiation» (ibíd.: 193). Por ese camino podrían comenzar a matizarse unas cuantas interpretaciones a propósito de los procesos históricos –y por supuesto, prehistóricos– de relación entre cazadores, pastores y agricultores; vid. por ejemplo el caso de los abipones de Chaco argentino (Lucaioli, 2011: 65 y ss., 71-72, nota 39; cf. Nacuzzi, Lucaioli y Nesis, 2008: 64 y ss.). 36 La introducción de fauna «silvestre» en la isla de Chipre por parte de los primeros colonizadores neolíticos, hace entre 10.000 y 9.000 años, es quizá uno de los ejemplos más notorios. Escribían Horwitz, Tchernov y Hongo (2004: 44) tras analizar lo registrado en sitios como Parekklisha Shillourokambos, prácticamente en la mitad de la costa meridional: «the earliest introduced animals comprise species for which there is no evidence for their domestication on the mainland at this time –cattle and pig–; it also includes species that were never domesticated –fallow deer, red fox–. Indeed, fallow deer was the dominant meat animal in most Cypriot assemblages until the early Chalcolithic [...]. The colonising fauna arrived synchronously and are found in the same sites as a package. However, on the mainland these species are found together in the wild –northern Levant–, but were not domesticated in the same geographic region, nor at the same time» (cf. Vigne, 2001). 37 Cf. la implementación del concepto uywaña en el ámbito de la arqueología andina de la mano de Alejandro F. Haber (vid. i. a. 2011: 22-28, 99 y ss.; Lema, 2014a; 2014b). Tomado de la voz aymara para crianza, «the whole set of concepts linguistically related through the root uywa- gives an idea of the structure of meaning operating in the perception of the human, the natural, and supernatural beings: the raised animal –llamas and alpacas–, the herder –who raises animals–, the children, to nurture for oneself, the loved thing, to protect, the sacred place, the sacred or protecting mountain, are some of the linked concepts
Y puesto todo junto, el concepto original de Gordon Childe de la transición a la producción de alimentos como [...]; it is a feeling of love and fear at once, situating humans at the centre of the reciprocal metaphors of the natural and the supernatural, so the herder –as a nurtured being– is analogous to llama, but again –as nurturing being– he is analogous to the mountain» (Haber, 1999: 68). Ello estaría remitiendo a una «teoría indígena de la relacionalidad» –por cierto, estrechamente relacionada con la idea de reciprocidad (vid. sup., cap. 2.4, nota 32)– que Haber emplea más que nada como revulsivo en su exploración de las posibles lógicas prácticas entre las cuales se generó el registro. A fin de cuentas, «esquivando el supuesto iluminista de la naturaleza como escenario presocial [...] queda el tejido de las relaciones en que los seres devienen, es decir, llegan a ser lo que son. [Y] puesto a un lado el principio moderno de la asimetría ontológica entre el hombre [sic, por “el humano”] y el mundo, uywaña ofrece un marco de conversaciones recíprocas y relaciones anidadas; pero también nos permite comprender el profundo sentido cultural de lo que desde una visión externa hemos llamado profana economía» (Haber, 2007: 27).
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La Economía como política una «revolución» económica –de hecho, la «Revolución neolítica»– y la sugerencia, implícita en su argumento, de que alguna vez existió un modo de producción neolítico arqueológicamente definible e identificable, parece ganar crédito sólo retrospectivamente; es decir, a través de nuestro conocimiento del papel central que dicha producción desempeñó en fenómenos posteriores. (ibíd.: 213; cf. Asouti y Fuller, 2012)
reacción a uno aritmético del número de individuos, inspirada en el «estrés por hacinamiento» (crowding stress) experimentado con otros animales en condiciones de laboratorio en las cuales todas las demás variables se mantuvieron estables: «una analogía inexacta podría ser una mesa de billar, [donde] cuantas más bolas se muevan, más colisiones potenciales [hay]» (Keeley, 1997: 117 y ss.). La cuestión era que esa aparente contradicción no se halla únicamente en el registro neolítico del Próximo Oriente, menos agresivo que el epipaleolítico, o eventualmente, que su propio frente de expansión, sino que la Etnografía tampoco permitía establecer una correlación directa entre densidad demográfica e incidencia de la violencia; aunque cuando la comparativa se restringía a grupos que habitaran biotopos similares, con similares prácticas subsistenciales, despuntara cierta tendencia en ese sentido. Consideraba, entonces, que «es al menos teóricamente posible que a medida que la densidad de población humana aumente, la frecuencia de la guerra y el porcentaje de sus víctimas disminuya en la práctica» (ibíd.: 119-121). De hecho, como opinaría años después Lee Clare en su contribución al citado número de Neo-Lithics, la guerra es sólo uno de los mecanismos de amortiguación posibles a desplegar durante las crisis medioambientales,39 y no por nada el tamaño de la población se ha relacionado tradicionalmente con la emergencia de «sociedades complejas» a lo largo de la historia humana; de modo que continuaba Keeley: «en una inversión del álgebra, el resultado [de la presión demográfica puede ser] menos unidades sociales y menos posibilidad de disputas violentas. Volviendo a la analogía del billar, es como si cuando se añaden más bolas a la mesa, simplemente se fundieran en bolas mayores de modo que la tasa de colisiones permanezca constante o incluso descienda» (cf. Otterbein, 1997: 266268, 272; Jones y Allen, 2014: 357, 363-366; Bernabeu Aubán et al., 2013: para un análisis en este sentido de las dinámicas sociales entre el Neolítico y la Edad de Hierro en el sudeste de la Península Ibérica).
Buscando la conexión con lo que tratábamos, la verdad es que el papel de la guerra en estos procesos no sólo se conoce mal sino que se discute poco –el número de Neo-Lithics dedicado en 2010 al tema es una brillante excepción, como se encargan de remarcar introductores y comentaristas (vid. i. a. Bar-Yosef, 2010; Clare, 2010; Gebel, 2010)–. En general, se asume que llegado el caso de coexistir en un mismo espacio ecológico vis-à-vis con un grupo de «tradición paleolítica», por así decirlo, la sola rapidez de su reproducción numérica favorecería ya la selección de uno de «tradición neolítica». Es decir, que el volumen de la producción acaba imponiéndose a la productividad del trabajo, llegado el caso, precisamente en virtud de unas u otras dinámicas asociadas a la presión demográfica (Tudge, 2000: 4951; Richerson Boyd y Bettinger, 2001: 395). Por eso cuando se ha revisado la expansión de la agricultura allí donde su introducción por poblaciones alóctonas parece demostrada, como es el caso del País Valenciano (Jover Maestre y García Atienzar, 2014; 2015), apenas han tenido que disiparse los apriorismos progresistas sobre los que se había teorizado una aculturación pacífica de las autóctonas para comenzar a percibir trazas de exclusión y violencia entre las evidencias materiales conservadas.38 Esto podría parecer contradictorio si tenemos en cuenta cómo las comunidades proximorientales donde se desató el proceso expansivo en primer lugar, al otro lado del Mediterráneo, parecen relativamente exentas de tales trazas (vid. Kuijt, 2009; LeBlanc, 2010; Otterbein, 2011: con bibliografía). Y sin embargo no tiene por qué serlo.
Nada de ello supone una contradicción con las ideasfuerza que subyacen en los modelos de Carneiro y Boserup porque las prácticas del sustento no son las únicas pasibles de intensificación dentro de la secuencia «presión→estrategias extensivas↔atasco→estrategias intensivas». Ahora bien, volviendo al punto de inicio de este largo epígrafe, sucede que intensificar las relaciones sociales requiere de la concentración de la identidad del todo –del «nosotros» social– en una masa suficiente como para mantener la orbitación de sus partes centrífugas dentro de la franja de adaptación ambiental:
En War before civilization: The myth of the peaceful savage (1996 para la primera edición), Lawrence H. Keeley lo ilustró con una poderosa imagen, al comentar aquella especie de «proposición de álgebra social» que pretende un crecimiento geométrico de la violencia como 38 Desde luego, no es éste el lugar para acometer un repaso suficiente de la bibliografía a este respecto y, sobre todo, al de los debates anejos (vid. Cruz Berrocal, 2012: con bibliografía). Almudena Hernando no podía tener más razón, al hilo de estos debates, aun cuando escribía contra una hipótesis de la colonización que por entonces no compartía: «es posible que algún día se demuestre que las principales especies domésticas llegaron de fuera [de la Península Ibérica], pero sea cual sea el resultado de esa búsqueda, nada de lo dicho en las páginas anteriores se vería afectado» (Hernando, 1999: 587); porque –y esto se va a mostrar cardinal mucho más allá de lo que consideraba esta autora– «mi argumento es que los esfuerzos que hacemos por desvelar una ruptura donde sólo parece existir continuidad se deben a que esa ruptura es muy importante para nosotros, porque necesitamos establecer una distancia entre lo “salvaje” y lo “civilizado” para construir nuestra identidad» (ibíd.: 585).
«The current debate on prehistory warfare is still dominated by the Malthus paradigm and the assumption that a combination of a reduction of carrying capacity and resource shortages generates an auto-catalytic process: armed conflict [...]. Instead, in this paper I hope to have adequately stressed that warfare is not a direct consequence of resource shortages but is just one in a whole repertoire of possible buffering mechanisms employed in times of environmental stress»; y añade aun: «more generally, warfare can serve distinctly symbolic economic and social functions, irrelevant of prevailing resource affluence» (Clare, 2010: 22-23).
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La política salvaje «los granjeros [y téngase presente que considera a los cazadores, los del Pleistoceno inclusive, “protogranjeros” en cuanto al tipo de actividades que desarrollan por más que no así a la intensidad y sistematicidad con que lo hacen] se encuentran, desde luego, dando vueltas en un círculo vicioso: cuanto más actividad agrícola y ganadera realicen, más aumenta su población, con lo que se ven obligados a realizar una mayor actividad». Dicho burdamente, en términos ideales, estaría sugiriendo algo así como que la economía predadora tiende al equilibrio medioambiental mientras que la economía productora conlleva intrínsecamente una tendencia al desequilibrio. Pero si ya hemos indicado que las categorías «predación-producción» constituyen una oposición más o menos confusa en la práctica, y que sólo adquieren cierto sentido analítico en la ilación retrospectiva de otros procesos históricos diferentes, ¿no será más esclarecedor abordar el análisis pensando desde un principio «equilibrio-desequilibrio», y que ese «círculo vicioso» que dibujaba Tudge sea en verdad la espiral ascendente de la población holocénica –que se considera, a la sazón, pudiera venir a equilibrar una «transición demográfica contemporánea» definida por la caída de la tasa de mortalidad seguida de la caída de la tasa de natalidad en las llamadas sociedades industriales y postindustriales–?
aquí deja de intuirse para constatarse lo fundamental del principio de identidad que advertíamos amontonado entre los argumentos de Sahlins. El Estado es desde luego, según lo concibe Carneiro, una intensificación de ese tipo. Y también lo es la jefatura, o la tribu; y si la banda escapa a tal concepción es sólo porque representa el punto desde el cual los evolucionistas echan a andar sus tipologías sociales (vid. sup., caps. 1.3 y 4.3, nota 31). Del otro lado, la mejor confirmación de lo dicho pasa por el hecho de que algunas de las críticas arqueológicas más contundentes al planteamiento de Boserup incidieran en cómo la intensificación de la producción no sigue un patrón homogéneo, sino que en muchas ocasiones se detecta sólo en partes significativas del sistema económico, asociadas al ritual o las grandes prestaciones (Morrison, 1994: 120 y ss.; Leach, 1999); que es en esencia la prueba de la «intensificación política» de la MDP que explora Economía de la Edad de Piedra (vid. sup., cap. 4.1); y lo que llevaba a los dual-procesualistas a contraponer las dinámicas corporativas y reticulares entre las sístoles y diástoles de las sociedades papúes, en las cuales guerra y economía son expresiones alternativas de un mismo lenguaje operado hacia el exterior de un cuerpo social latiente, con efectos semejantes en la constelación de poderes y autoridades en el interior (vid. sup., cap. 4.2).
Llevándolo de vuelta a las sinusoides, equivaldría a plantear no que una oscilación varíe en amplitud y periodo más o menos que otras en un sistema de retroalimentación positiva, sino que esa variación arrastre eventualmente el nodo desde el cual se orientan las sucesivas oscilaciones.
Podríamos entonces conjeturar sobre la relación de esos dos procesos sinusoidales: la función población/ entorno presionando las prácticas del sustento hacia extensiones-intensificaciones relativas y las extensionesintensificaciones de ésas, pero también –quizá, sobre todo– de otras prácticas en función de la competición política; ya que, con independencia de las certezas del caso mae enga, no parece que lo que sabemos del resto de la experiencia humana apunte hacia una relación directa y lineal como la pretendida por Meggitt. Podríamos preguntarnos si acaso la una funciona como una especie de armónico de la otra, pues parece todavía más aventurado decir que algo es «independiente» en las culturas, sociedades e historias de los grupos humanos. Y sin embargo, lo más interesante tal vez sea notar cómo el acompasamiento de la teoría de Carneiro implica en algún punto, de algún modo, una inversión de las predicciones del modelo de Meggitt. Como decir que ese tipo de intensificación política proyecta comportamientos diastólicos en situaciones donde se hubiera esperado que los cuerpos sociales se cerraran sobre sí mismos; pero ¿no es ésa, de hecho, la clase de mutaciones que en determinadas circunstancias pueden favorecer la selección?
Esto podría empezar a explicar por qué los evolucionismos «ven» tipologías sociales –franjas de oscilación en el eje de ordenadas–;40 y por qué «funcionan» hasta cierto punto; pero les resulta tan difícil convenir sus límites y explicar sus dinámicas internas. El problema, obviamente, es que ésos no son problemas que la tipologización social pueda aclarar, porque ni siquiera los explica per se éste o aquel punto de equilibrio –valor del nodo– por lo demás definitivamente inestable, sino las lógicas que articulan procesalmente, en la práctica, las oscilaciones, sus armónicos, sus subarmónicos.
Y de hecho, las conclusiones de Chris Scarre al citado The prehistory of Iberia apuntan en una dirección similar al buscar una perspectiva continental: «individual regions do not exhibit an inexorable progression toward complexity [...], and even at the interregional scale, attempts to model the development of complex societies invariable propose a punctuated or oscilatory pattern» (Scarre, 2013: 396, con bibliografía). Coincide así con las apreciaciones lanzadas mucho antes por JeanPaul Demoule («L’archéologie du pouvoir: Oscillations et résistances dans l’Europe protohistorique», 1993 para la primera edición), cuyo diagrama de la estratificación social a partir de las evidencias funerarias desde la neolitización del noroeste europeo hasta el imperio carolingio resultaba en un proceso sinusoidal de nodo variable; y aun lo más interesante para lo que nos ocupa y ocupará en los sucesivo es la interpretación por la cual «within this pattern of peaks and troughs, however, the latter did not represent a failure to develop greater social complexity, but episodes of succeful resistance to centralizing power» (Scarre, 2013: 396-397).
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La idea tomará fuerza en la medida en que pueda conectarse con un problema similar en el ámbito del sustento. Estamos pensando precisamente en aquél que todavía puede hacer dudar de la posición exacta de la agricultura respecto de la «transición demográfica neolítica»; sobre cuánto tiene de causa y cuánto de efecto. Tudge (2000: 57 y ss.) lo resumía señalando que 116
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68 y ss., 324)– que en su momento se interpretó como el fruto de su arrinconamiento por parte de los grupos «mejor adaptados» del área nuclear, se apoyaba en un conocimiento estrictamente etnográfico y relativamente tardío; pues aunque la primera expedición de Karl von den Steinen data de 1884, el contacto no se normalizaría hasta la intervención de los hermanos Villas-Bôas, en 1943 (cf. Lévi-Strauss, 1948: 336-337). Mientras, del lado contrario, la categoría de las llamadas jefaturas circuncaribeñas y subandinas se sustanciaba en las descripciones de su conquista a partir del s. XVI. Sin embargo, no sólo las pautas que ordenan las políticas del Xingú presentan elementos más o menos extraños a los grupos de tradición tupí-guaraní y yé que las circundan, como la idea de jerarquía genealógica condicionando el acceso a los puestos de autoridad formal o la dimensión regional –reticular– del ritual, sino que, bajo las aldeas actuales y la cobertura selvática, ahora se saben los restos de asentamientos morfológicamente similares pero hasta diez veces más grandes. De montículos, de trincheras y de caminos conectándolos en lo que Heckenberger (2005: 60-66, 113 y ss.) denomina «cuerpos políticos galácticos» (galactic polities). 42
El caso de los habitantes del Alto Xingú ha acabado siendo de lo más ilustrativo también a este respecto desde el momento en el cual los trabajos del equipo que dirige Michael J. Heckenberger, arqueólogo de la Universidad de Florida, han puesto al descubierto la historicidad de una cultura cuyas tendencias nucleares, en el contexto de la «diáspora arahuaca», se han mantenido estables a lo largo del último milenio; aun a pesar de los drásticos cambios ocasionados por el hundimiento demográfico que se inicia en algún momento entre 1500-1700 y alcanza su nadir entre 1940-1980. Es bien conocida la importancia de la experiencia sudamericana en la construcción de la propuesta neoevolucionista a través del trabajo de Steward como editor de los siete volúmenes del enciclopédico Handbook of South American Indians (1946-1959 para la primera edición), donde primero tipifica las culturas «en términos de sus adaptaciones ecológicas y [grado de] desarrollo histórico» (Steward, 1949: 669) resultando las cuatro categorías que devendrían la serie multilineal «banda→tribu→jefatura→Estado».41 Como señala Heckenberger, sucede que la adscripción de los xinguanos a los márgenes sociopolíticos inferiores de las tribus de la selva tropical, en parte justificada por su posición en los márgenes de la cuenca amazónica y su composición a base de pequeños contingentes de diferentes familias lingüísticas –arahuaca, caribe, tupí, yê y la aislada trumaí, según el orden en el cual se piensa que arribaron (Heckenberger, 2005:
Con estos datos, «podemos asumir que la “práctica de la estructura” se tornó menos jerárquica al tiempo que la ordenación del poblamiento, integrado por nodos mayores y menores [dispuestos] a lo largo de la región, los conjuntos galácticos, devino en aldeas únicas» (ibíd.:331). No en vano, de la misma manera que Carneiro (2004: 77-78) se apoyaba en el caso kuikuro para hablar de la fisión de estas aldeas debido a la acción de fuerzas centrífugas faccionales en su seno mucho antes de que su peso demográfico supusiera un problema para el sustento, la poca documentación histórica de que se dispone abunda en procesos de fusión consecuencia del despoblamiento (Heckenberger, 2005: 242 y ss.). Y si en esas circunstancias una mayor presencia de líneas de descendencia principales en la misma aldea ha diluido hasta cierto punto tal condición social, incentivando las disputas por la legitimidad y favoreciendo excepcionalmente algunos liderazgos más personales, parece lícito suponer que, en unos asentamientos prehistóricos donde la multiplicación de recintos habitacionales surte el efecto de jerarquizar su acceso a la plaza circular en la cual se «teatralizan» las relaciones sociales, la tendencia habría sido más posicional, incluso, que en la actualidad.
41 Las primeras frases de aquella contribución seminal condensan todo un programa de investigación: «it is the purpose of the present article to provide a basis for classifying South American Indian cultures and to present comparative summaries of the principal cultural types in terms of their ecological adaptations and historical development. It endeavors to reduce the bewildering variety of cultural data to categories which have a real and historical meaning. In this respect, it differs from the method of historical particularizing which treats each tribe and culture as unique, emphasizing their peculiarities and stressing the exceptional rather than the general. The latter method is valuable in detailed analyses of individual tribes, but, applied to large areas, it gives the impression that cultural elements and patterns occur in a random and fortuitous manner»; a lo que añade aun: «authors familiar with certain tribes will find that the generalizations do not do their tribes justice. Science will be best served, however, by correcting faulty generalizations with better generalizations». Harris advierte en su historia de la teoría antropológica (1987: 584-585) del constreñimiento que supuso arribar a tal reflexión recién en el quinto volumen de una obra estructurada sobre el eje de las «áreas culturales», redundando en la conservación de unas designaciones –tribus marginales; pueblos de la selva tropical; de las áreas circuncaribeña y subandina; y civilizaciones andinas– que se verían modificadas en sucesivas publicaciones. Por lo demás, «this fourfold classification has developmental implications in that some institutions and practices were necessarily antecedent to others, but it is not a unilinear scheme [...]. A strong historical tradition carried certain sociopolitical institutions and probably several technologies throughout a considerable portion of South America, but the acceptance and patterning of such institutions was always contingent upon local potentialities» (Steward, 1949: 674), dirimidas en términos ecológicos de interacción con el entorno, dispositivos o estrategias de explotación y hábitos socioeconómicos. Siendo así, por ejemplo, «none of the dozens of different sociopolitical patterns of the marginal peoples [...] was the survival of a primordial pattern and, therefore, antecedent to the tropical forest, sub-Andean, or central Andean patterns [...]: the marginal tribes represent neither a cultural type nor a cultural stage, but rather a class of tribes which had in common only the lack of the distinctive patterns of the remaining peoples» (ibíd.: 746).
Por eso Heckenberger los compara antes con el «tipo polinesio» que con el «melanesio». Compara sus jefes y linajes principales –anetï, en el caso de los kuikuro– con los linajes baruya de hombres con kwaimatnie (vid. sup., cap. 42 Para más señas, Heckenberger toma el término galactic policy de Stanley J. Tambiah (Culture, thought and social action: An anthropological perspective, 1985 para la primera edición), quien a su vez lo desarrolla para el análisis de grupos del Sudeste asiático a partir de la imagen del mandala, por lo que conlleva de «constructo centrípeto», de «mapeo –conceptual– radial» de la realidad en un sentido que trasciende el mero modelo de lugar central: «it was a loose politico-economic hierarchy of beauty, value, genealogy, and affinity, a political economy of grandeur, rather than a politico-economic-administrative hierarchy of classic central place theory», escribe Heckenberger (2005: 128) refiriéndose de nuevo a los complejos arqueológicos xinguanos de Ipatse y Kuhikugu.
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La política salvaje 4.2). Y opina que «considerada históricamente, queda claro que la sociedad xinguana tal como la vemos a día de hoy es un “giro” igualitario de un modelo fundamentalmente jerárquico. El mínimo histórico –en términos de demografía y de economía política– de una genuina sociedad compleja amazónica» (ibíd.: 337) cuya presencia en la región atestiguan desde c. 500-800 las cerámicas de tipo barrancoide y las plazas circulares asociadas a la expasión arahuaca desde –parece ser– la cuenca media del Orinoco; y aquí concretamente, remontando el Madeira, desde los llanos de la actual Bolivia (vid. Heckenberger, 2008: con bibliografía).
Las estructuras elementales del parentesco (1949 para la primera edición, en francés), «la guerra no posee ninguna “positividad”, no expresa el ser social de la sociedad primitiva sino la no realización de ese ser que es el “ser para el intercambio” [...]: ése [el intercambio] es su deseo sociológico que tiende a realizar constantemente, que se realiza efectivamente casi siempre, salvo en caso de accidente [i. e.: de guerra]» (Clastres, 2001b: 197).43 Pero sucede que el modelo levistraussiano solamente es válido «al precio de una confusión entre el intercambio fundador de la sociedad humana en general, y el intercambio como modo de relación entre grupos diferentes»; y que las piezas encajan más parsimoniosamente cuando se las ordena partiendo de que «el problema constante de la sociedad primitiva no es con quién intercambiar sino cómo mantener la independencia» (ibíd.: 210).44 A fin de cuentas, todo parece indicar que Arqueología de la violencia acierta también a la hora de explicar esa «negatividad» en que se acostumbra a teorizar la guerra, pensar su accidentalidad, no ya sólo medida por su más o menos inexistencia real entre los indígenas de un «presente etnográfico» que no siempre ha ponderado suficientemente la condición colonial de su registro –en el círculo exterior de la percepción nuer, «el hombre blanco», «el gobierno extranjero» (vid. sup., cap. 2.2)–, sino sobre todo, en la sedimentación de las muy anteriores mitologías a propósito de nuestras propias sociogénesis, para las cuales –lo diremos siguiendo el juego de palabras del propio Clastres– el «estado de sociedad» es la «sociedad de Estado».
Un giro, una curva, el mínimo: retomando la analogía de las sinusoides. Acaso porque los caminos de la mutación cultural resulten ser, como la genética, irreversibles. Sea como fuere, y más allá de las variaciones narrativas propias de cada contexto cultural en lo que probablemente puede considerarse la preocupación fundamental de la Antropología amazónica de los últimos años (vid. i. a. Combès y Saignes, 1991; Viveiros de Castro, 1992; Deshayes y Keifenheim, 2003; Santos Granero, 2009), la experiencia sudamericana nos permite transitar, a través de los pliegues de la identidad, el camino que conecta la tensión «centrífugo-centrípeto» con la identificación de la unidad «guerra-economía» entre los principios que articulan la sociedad humana. Esto es lo que subyace en la celebración que Clastres hiciera del trabajo de Sahlins, y lo que torna sus respectivas formulaciones en esencialmente solidarias: «¿qué es una sociedad primitiva?», se preguntaría el anarquista poco después de la publicación de la Economía sahliniana, en Arqueología de la violencia (1977 para la primera edición, en francés), «es una multiplicidad de comunidades indivisas que obedecen –sin excepción– a una misma lógica de lo centrífugo» (Clastres, 2001b: 215).
A efectos de recurso de autoridad, obviamente el francés no podía sino remitirse en este punto a Hobbes, de cuya filosofía no condenará en absoluto la seminal contradicción establecida entre guerra y Estado, Behemot y Leviatán, sino el «haber creído que la sociedad que persiste en la guerra del todos contra todos no es una sociedad; [o más exactamente] que el mundo de los salvajes no es un mundo social» (Clastres, 2001b: 215). Al asumir esta última postura se estaría incurriendo de nuevo en una grosera
A Clastres se le podría objetar –y no faltaría razón en ello– que la rotundidad con que resuelve la disposición institucional de la primitiva como «sociedad para la guerra» opaca el sentido general de sus conclusiones. Que oculta la lógica del orden práctico entre los énfasis retóricos despachados sobre una forma de institucionalización concreta a la cual, por otro lado, es verdad que no se le puede negar el mayor de los valores sintéticos. No obstante, dada la conspicua recurrencia de la guerra y el guerrero en las narrativas salvajes, y una vez disueltas por igual las «interpretaciones zoológicas» que asumen sus violencias como simple despliegue de la supuesta agresividad cazadora y los economicismos que siempre quieren ver tras de ella las sombras de la escasez y la «lucha por la supervivencia», basta detenerse a medir con un poco de cuidado los términos en que Clastres critica, asimismo, el planteamiento de LéviStrauss para apercibirse de que no se trata únicamente de invertir la polaridad del continuum en el cual este último autor imaginó «guerra» e «intercambio».
43 Por ilustrarlo con un autor de quien veníamos hablando, esto es precisamente lo que le ocurre a Keeley (1997: 159-161) cuando, a la pregunta «why war and why not peace?», se responde: «war represents a method, derived directly from hunting, for getting from one group what another one lacks and cannot peacefully obtain [...]. Clearly some factor beyond costs and gains must be included in explanations of war. This additional element surely involves the difficulty that societies experience in establishing and maintaining peace with equals; when no third party exists to adjudicate disputes». Comprobaremos que una parte fundamental del problema reside en un sentido común cultural que nos impele a no considerar, por lo pronto, hasta qué punto esos agentes sociales hipotéticos se consideraban en realidad iguales entre sí (vid. inf., especialmente caps. 5.6 y 7.5); mientras tanto, la trascendencia del tercero –del «principio otro» (vid. inf., caps. 10.2-3)– queda caricaturizada hasta la inutilidad analítica del apriorismo: «peace is unavoidably rare in settings where no institutions have the moral authority and physical power to maintain it» (Keeley, 1997: 161). 44 Y por cierto, este impulso le vale al antropólogo anarquista para rechazar una vez más los límites impuestos al análisis por las tipologías socioeconómicas del neoevolucionismo: «la comunidad primitiva es, por lo tanto, el grupo local. Esta determinación trasciende la variedad económica de los modos de producción, ya que es indiferente al carácter móvil o fijo del hábitat [...]. La banda errante de los cazadores-recolectores posee, tanto como el poblado estable de agricultores, las propiedades sociológicas de la comunidad primitiva» (Clastres, 2010: 199-200).
Según los lee el anarquista, en textos como «Guerre et commerce chez les indiens de l’Amérique du Sud» (1943 para la primera edición) o, de forma más acabada, 118
La Economía como política Fig. 4.4a. Dos lógicas de oposición. Elaboración propia, a partir de Dumont (1979: 399). Dada la división en dos categorías de un universo conceptual, la yuxtaposición define una valoración equitativa de sus términos –independientemente de que se los juzgue positiva o negativamente– y esto permite calificarlas como «contrapuestas», o lo que es igual a la hora de comprender ese universo, «complementarias». Sin embargo, esto no da cuenta analítica de ningún orden de preeminencia estructural, como sí lo hace una segunda lógica basada en un «englobamiento del contrario» que resulta en la jerarquización de las categorías en que se divide el universo.
permanecido elusivo «en el corazón de lo impensado de la ideología moderna» incluso una vez formulada la relación de oposición complementaria en trabajos tan importantes como «La preeminencia de la mano derecha: Estudio sobre la polaridad religiosa» (1909 para la primera edición, en francés) del malogrado Robert Hertz.
obliteración de los contextos de la práctica en pos de una totalización teórica que al final explica bien poco de las culturas e historias humanas; de modo que si, en efecto, «intercambio» y «guerra» pueden interpretarse dispuestos en un continuum cada uno de cuyos polos respectivamente permite o impide la sociedad, el núcleo de la cuestión ha de dirimirse en la discontinuidad en que un agente dado significa-identifica sus relaciones con otros agentes de su universo social. Responde así, hasta cierto punto, a la misma estructura de «oposición jerárquica» (1/(1/2)) enunciada por Louis Dumont (1979: 396-403; 1987: 228-237), aunque no desde luego –o al menos, no automáticamente, no en principio y siempre– a sus equilibrios de valor implícitos: siendo en este caso 1=intercambio y 2=guerra, sucede que el agente dispone su práctica orientada, de una parte, a partir del espacio relacional propio del 1 fundando su sociedad, mientras que de la otra, en un espacio significativamente distinto, se repite la posibilidad de 1, o de 2.
El caso de la India permitía aislar este principio de jerarquía mejor que otras experiencias humanas en la medida en que dentro del sistema ideológico de las castas no resultaban siempre coincidentes lo que Dumont llamaría «situaciones de poder» y «situaciones de valor».45 Sin embargo, esto no es óbice para que en efecto exista cierta tendencia a situar en el mismo polo de una relación social dada valor y poder; como tampoco lo es para que Dumont (1979: 397-398) no eligiera precisamente un ejemplo de la literatura hindú a la hora de ilustrar su «oposición jerárquica», sino el de los bíblicos Adán y Eva según el segundo capítulo del Génesis: en un primer momento dios crea al hombre significando la humanidad, más tarde hace surgir de su costado a la mujer, en referencia y oposición a la cual el hombre significa la mitad masculina de la humanidad. 1/(1/2).
Ahora bien, ¿a qué responde la discontinuidad fundamental que separa estos espacios relacionales sino al principio de identidad que anunciábamos apoyados en los contornos de la Economía sahliniana? Sucede entonces que 1 no se define principalmente tanto por ser el espacio del intercambio como por ser el espacio del «nosotros»; pero en efecto, en «nosotros» no cabe la guerra. También al contrario, 2 no se caracteriza por ser el espacio de la guerra per se, sino de «los otros». De quienes no son «nosotros», incluso aunque eventualmente las prácticas que materializan la relación social de dos grupos distintos de agentes deslice y acote las condiciones de posibilidad del 1 en el 2; o lo que es lo mismo: de la forma en que se construyen significativa y operativamente «los otros nosotros». Dicho lo cual podemos volver con mejor criterio al contexto de enunciación de la «oposición jerárquica» dumontiana y a lo dicho sobre la no aplicabilidad directa de sus valores, para desdecirnos cómodamente en los matices.
Creo que la formulación más clara se obtiene distinguiendo y combinando dos niveles: en el superior hay unidad; en el inferior distinción, hay [...] complementariedad o contradicción. La jerarquía consiste en la combinación de estas dos proposiciones de diferente nivel. En la jerarquía así definida [i. e.: como “englobamiento del contrario”] la complementariedad o la contradicción queda contenida en una unidad de orden superior. Pero tan pronto confundimos los dos niveles obtenemos un escándalo lógico, dado que hay a un mismo tiempo identidad y contradicción. (Ibíd.: 400) Lo diagramaba tomando algunas ideas de la disertación doctoral leída por Raymond Apthorpe en la Universidad de Oxford, en 1956 (fig. 4.4a).
Alumno de Mauss en París, el propio Dumont explicó en más de una ocasión su antropología de la India (Homo hierarchicus: Ensayo sobre el sistema de castas, 1966 para la primera edición, en francés) como un recurso para una sociología general capaz de incluir comprehensivamente en el análisis de las culturas, sociedades e historias humanas un principio fundamental en los discursos del orden –el de «jerarquía»– que, sin embargo, ha
45 Lo refiere asimismo como pouvoir et statut, recordándole a los críticos anglófonos, reacios a introducir tal distinción, las tonalidades semánticas del «poder» también como puissance (Dumont, 1979: xxv-xxvii; 1987: 230) en una discusión que, por lo demás, comparte ciertos elementos con la que aquí sostenemos a propósito de los términos «poder» y «autoridad» (vid. sup., cap. 3.5, et inf., caps. 8.4 y 10.3).
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La política salvaje «uno» –del Estado desde cuya emergencia «la sociedad está dividida entre aquellos que ejercen el poder y aquellos que lo obedecen; [desde la cual] la sociedad ya no es un “nosotros” indiviso, una totalidad una, sino un cuerpo parcelado, un ser social heterogéneo» (Clastres, 2001b: 214, 204-205; cf. Clastres, 2010: 181 y ss.)–, es relativamente sencillo traducirlo a los términos que ahora manejamos como la masiva descomposición de la discontinuidad que ordena el principio de identidad: «los otros» penetra en «nosotros», sus lógicas se confunden. De aquí en adelante podríamos decir que el cometido principal de los procesos de identificación de jerarquías sociales –dentro y fuera de la sociedad– es dirimir la tensión superioridad-inferioridad; equilibrio que por lo demás puede ser tan situacional y cambiante como lo sean los significados de la práctica, menos en presencia del Estado, que los fija para todo y todos. Los estatiza. Pero, desde luego, esto será más fácil repetirlo de nuevo cuando contemos con un mayor recorrido conceptual (vid. inf., cap. 5.6).
De un lado, esta definición permitía deshacer más parsimoniosamente el problema de la «preeminencia» –por ejemplo la de la mano derecha– en las relaciones diádicas por el camino del valor jerárquico adscrito al englobante sobre el englobado. Del otro, Dumont se apresuraba (1987: 234-235) en remarcar cómo «una oposición simétrica es invertible, por definición, si así lo deseamos: su inversión no produce nada. Por el contrario, la inversión de una oposición asimétrica es significativa, y la posición invertida “no es la misma” que la posición inicial». De esta manera el elemento inferior en un nivel superior podía devenir superior en un nivel inferior – es decir: cabe el modelo de valor A/(A/b), pero tambíen A /(a/B), en lo que se ha llamado «situación izquierda» (situation gauche) o invertida, como en el reflejo del espejo (Dumont, 1979: 402; Bourdieu, 2012: 43 y ss.)–,46 siendo estas inversiones significativas de la preeminencia síntoma de un nivel relacional distinguido por alguna razón dentro del discurso del orden de la sociedad. Arribados a este punto debería de ser obvio por qué decíamos que, aun presentando la misma estructura 1/(1/2), la relación entre «nosotros» y «los otros» no corresponde en principio y siempre a los equilibrios de valor de la oposición jerárquica, como tampoco lo hace a los de su revés zurdo; pero a la vez, esto no quiere decir que no sean del todo válidos para analizar procesos concretos de identificación: sencillamente sucede que «los otros» así referidos son agentes que forman parte del universo social, pero no parte de la sociedad, de su cuerpo, al menos en principio. Son agentes sociales en la medida en que su condición exterior define los límites de la sociedad, interactúan con ella, y como veremos a lo largo de la segunda parte de este estudio, en este sentido la otredad puede ser un signo de superioridad. Sin embargo esto no agota el campo de los posibles; y en la medida en que las dichas interacciones lo demuestren en la práctica –por ejemplo de la guerra, o del intercambio–, «nosotros» puede ser superior a un «los otros» significado ahora, así, en un sentido distinto del anterior.
Por el momento, y volviendo a lo que nos trajo hasta aquí, dadas estas premisas topológicas es relativamente sencillo profundizar en las proposiciones que habrán de seguirlas Podríamos empezar coligiendo, por ejemplo, que en tanto los signos culturales tras los cuales se verifiquen diferentes intercambios sean distintos, lo serán también –lógicamente– sus significados sociales; lo que aproximadamente valdría por decir que 1 no es igual a ambos lados de la discontinuidad 1/(1/2); y que es precisamente por eso por lo que se puede explicar que la violencia y la economía no sean lo mismo y a la vez lo sean allí donde se oponen.
5. Geometrías y lógicas operativas De hecho, Sahlins captura justo esta misma idea cuando redefine el concepto de «reciprocidad» lejos de los términos del utillaje sustantivista original.
Tal vez cupiera entonces asumir, sin más, que existen dos tipos de otredades pensables, una superior y otra inferior al grupo de orientación, pero esto cercenaría nuestra comprensión de una problemática mayor en los procesos de sociogénesis humana; a la sazón, aquélla a la cual aludía Clastres en su Arqueología de 1977. Si el anarquista advertía obstinadamente del peligro del
Ya en 1944 Polanyi consideraba, siguiendo la crítica malinowskiana no a la lógica intrínseca al pensamiento económico de tradición liberal, sino a su pertinencia para el análisis de otros contextos socioculturales, habida cuenta del palmario desajuste respecto de los cada vez más abundantes datos reportados en campo por la Etnografía, que «la supuesta propensión del hombre [sic, por “el humano”] a trocar, comerciar e intercambiar es casi enteramente apócrifa» (Polanyi, 2003: 92).47
46 «El hombre es la lámpara del afuera, la mujer, la lámpara del adentro», iniciaba Bourdieu (2012: 51) con el proverbio kabil su conocidísimo estudio de la casa a partir de la inversión del mundo que significa su umbral: «la oposición que se establece entre el mundo exterior y la casa no toma su sentido completo si no tomamos conciencia de que uno de los términos de esta relación, es decir la casa, es ella misma dividida según los principios que lo oponen al otro término. Es a la vez verdadero y falso decir que el mundo exterior se opone a la casa como lo masculino a lo femenino, el día y la noche [...], porque el segundo término de esas oposiciones se divide cada vez en sí mismo y en su opuesto». Y concluía interpretando lo anterior según esto: «la apariencia de simetría no debe engañar. La lámpara del día sólo es definida en relación a la lámpara de la noche; en efecto, la luz nocturna masculino-femenina, permanece ordenada y subordinada a la luz del día, a la lámpara del día, es decir al día del día» (ibíd.: 60).
Cf., a efectos historiográficos, una de las primeras afirmaciones de Mauss en su célebre Ensayo (2012 [1925]: 73-75): «no parece que haya existido nunca, ni en una época cercana a la nuestra, ni en las mal llamadas sociedades “primitivas” o “inferiores”, nada que se parezca a lo que se denomina “economía natural” [...]. En las economías y los derechos anteriores a los nuestros, nunca se observan, por así decirlo, simples intercambios de bienes, riquezas y productos en un comercio llevado a cabo entre individuos. Ante todo, no son los individuos, sino las colectividades [que, poco después, describirá como entidades morales, en ocasiones corporeizadas en sus jefes; ninguna de estas dos ideas es trivial]
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La Economía como política En su lugar, diseñaba una geometría de las formas de integración en las cuales la economía, entendida sustantivamente, adquiriría unidad y regularidad en sus partes mediante la estabilización de tres «principios de comportamiento» básicos con otros tantos modelos de institución social. Y nacía así una tipología que haría verdadera fortuna en la renovación del paradigma antropológico evolucionista durante la segunda mitad del s. XX –y más allá de los descargos que, con razón, el propio Polanyi anotara sobre el error de imaginar sus tipos meramente resueltos en una progresión histórica–:48 la de «reciprocidad-simetría», «redistribución-centralidad» e «intercambio-mercado» (fig. 4.5a). En sus propias palabras: Podemos concebir las formas de integración como diagramas que representan las pautas de los movimientos de bienes y personas en la economía, tanto si estos movimientos consisten en cambios de localización, de apropiación o de ambos [...]. La reciprocidad se representaría por unas flechas que conectasen puntos dispuestos simétricamente siguiendo uno o más ejes; para la redistribución sería necesario un diagrama en forma de estrella, con algunas flechas apuntando hacia el centro y otras partiendo de él; y el intercambio se podría representar con diversas flechas conectando, en ambos sentidos, puntos fortuitos. (Polanyi, 2009: 98-99; 2014a: 194; cf. Schaniel y Neale, 2000) Por lo demás, es interesante llamar la atención sobre un cuarto «principio del hogar» (householding) o producción para el uso propio, recogido en La gran transformación como correlato, entre otras instituciones históricas bien conocidas, del oĩkos griego y su oikonomía; es decir, en un sentido específico, como correlato del mismo tipo de institucionalización de la familia que llevaría a Meillassoux a restingir el desarrollo de la «plena» domesticidad a sólo un puñado de sociedades humanas, y en un sentido amplio, como verificación de la institución de cualquier «grupo cerrado» de base familiar, independientemente de las que se comprometen unas con otras, las que intercambian y asumen contratos [...]. Además, lo que intercambian no son sólo bienes y riquezas, muebles e inmuebles, cosas económicamente útiles. Intercambian, ante todo, cortesías, festines, ritos, colaboración militar, mujeres, niños, danzas, fiestas, ferias en las que el mercado no es más que uno de los momentos y la circulación de las riquezas no es más que uno de los términos de un contrato mucho más general y mucho más permanente». 48 «Las formas de integración no representan “etapas” de desarrollo, pues no implican ningún orden de sucesión en el tiempo. Junto con la forma dominante pueden presentarse varias formas subordinadas, e incluso aquélla puede sufrir eclipses y reapariciones» (Polanyi, 2014a: 199-200). El pasaje se repite prácticamente idéntico en El sustento del hombre (Polanyi, 2009: 107-108), donde añadía: «no obstante, es pertinente clasificar las economías según las formas dominantes de integración. Lo que los historiadores han denominado más o menos tradicionalmente “sistemas económicos”, es decir, economías empíricas de un tipo definido, tales como el feudalismo o el capitalismo [...]. Sólo hace falta que fijemos nuestra atención en el papel de la tierra y el trabajo en la sociedad, los dos elementos de los cuales depende esencialmente el predominio de las formas de integración».
Fig. 4.5a. Formas de integración de la economía según Polanyi. La noción fundamental del sustantivismo a propósito de la integración social es, sin duda, la de «institucionalización». En este sentido, los diagramas enfatizan alternativamente los ejes de simetría a través de los cuales se ordenan las reciprocidades –ya sea entre dos o más agentes–, la centralidad que lo hace en los sistemas redistributivos y, en fin, la relación de intercambio de los mercados. Ahora bien, dados estos énfasis quizá sea más sencillo entender, a su vez, las razones que llevan a otros autores a cuestionar la «irreductibilidad» de las distinciones polanyianas.
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La política salvaje cuál fuera su composición u organización interna (Polanyi, 2003: 101-102). Es interesante, sobre todo, porque el hecho de haberlo presentado en trabajos subsiguientes por fin disuelto entre la casuística de una categoría de redistribución que «también puede aplicarse en un grupo más pequeño que la sociedad, como la hacienda o el señorío; [donde] el principio de “aprovisionamiento propio” permanece idéntico tanto si “propio” es uno mismo, la familia, una ciudad o un feudo» (Polanyi, 2009: 105; 2014a: 197-198; cf. Maucourant, 2006: 55 y ss.), pone sobre la mesa la pretendida irreductibilidad de los principios polanyianos. ¿No se ha llamado suficiente la atención sobre la «eufemización» de prestaciones asimétricas bajo la misma lógica reciprocitaria de las simétricas (vid. sup., cap. 2.4, nota 32) en tanto, a fin de cuentas, la redistribución no ha sido en la historia –desde luego nunca en la prehistoria– el resultado del plan gubernamental del Estado tanto como el efecto social de un cúmulo de relaciones vis-à-vis entre grupos e individuos jerarquizados personal o posicionalmente –piénsese en aquellos jefes melanesios de los que hablábamos hace un momento, nudos donde se entrecruzan las estrategias corporativas y reticulares–? ¿No se ha dicho del intercambio a precio convencional a que se refiere Aristóteles, acaso, que es parte de un comportamiento de reciprocidad (vid. sup., cap. 3.3)?
la médula de su concepto de embeddedness. El problema radicaba, entonces, en que los instrumentos a través de los cuales pensaba el sustantivismo le impedían en último término reconocer cómo, aun a pesar de que la «desincrustación» institucional que funda la Economía formal como intercambio integrador permita administrar la sociedad tal que un adjunto del sistema de mercados autorregulados equilibrando –hipotéticamente– el beneficio mútuo en una relación de antagonismo más o menos diluido (Polanyi, 2014a: 198-199), desde la perspectiva del agente esta nueva situación no venía a inventar ninguna motivación básica adicional sobre las precedentes. Sino en todo caso a redefinir los términos de sus estrategias. Sus signos y símbolos: La teoría de las prácticas propiamente económicas no es más que un caso particular de una teoría general de la economía de las prácticas. No podemos escapar en efecto de las ingenuidades etnocéntricas del economismo sin caer en la exaltación populista de la ingenuidad generosa de los orígenes [más] que a condición de cumplir hasta el final lo que [tradicionalmente, en nuestros análisis disciplinares] sólo se hace por la mitad y de ampliarlo a «todos» los bienes, materiales o simbólicos, sin distinción. (Bourdieu, 2012: 290)
Tampoco el discurso del sustantivista acababa de mostrarse firme en ocasión de conjugar en su esquema la noción de «ganancia», y a fortiori de «riqueza», en lo tocante a las prácticas no mercantiles. Esto le empujará a deslizar opiniones como, por ejemplo, la que afirmaba que «no hay ningún beneficio involucrado» en la circulación del kula (Polanyi, 2003: 98), reproduciendo sólo parcialmente –y en tanto así, contraviniendo– las conclusiones del propio Malinowski (1986b: 497 y ss.) sobre el carácter competitivo de ese «nuevo tipo de hecho etnológico» que el polaco iba a descubrir en las Islas Trobriand de la década de 1910, y del cual destacaría sobre todo «la actitud mental de los indígenas hacia [unos] signos de riqueza» que «nunca se utilizan ni se consideran como dinero o currency –medio de cambio–, y se parecen muy poco a estos instrumentos económicos» salvo precisamente por significar riqueza en un contexto cultural a la vez tan y tan poco semejante al nuestro, donde de nuevo, «el sistema principal de poder es la riqueza y el de la riqueza es la generosidad» (ibíd.: 109). Ergo hay «riqueza», e incluso «ganancia», desde el momento en que se compite por el dominio de sus signos; pero nada tiene ello que ver con el sustento.
Y puede que la enseñanza más trascendente y duradera de las muchas entre las páginas de La gran transformación sea aquélla a la cual ahora le podemos empezar a entrever, mutatis mutandis, razones más allá de la letra expresa: «los mercados [y por ende, el “principio conductual del intercambio” y sus “equilibrados” antagonismos] no son instituciones que funcionen principalmente dentro de una economía, sino fuera de ella» (Polanyi, 2003: 107).49 Y vuelve a ser sorprendente que no haya sido el propio Polanyi quien aislara con claridad meridiana, por fuera del sustento y sus prácticas –y por ende de la economia tal como la concebían los sustantivistas–, el nudo del significado «riqueza», casi obcecándose en enredar las posibilidades de análisis ulteriores, cuando sabía ya que: «los actos individuales de trueque o intercambio no conducen por regla general al establecimiento de mercados en las sociedades donde prevalecen otros principios del comportamiento económico; tales actos son comunes en casi todos los tipos de la sociedad primitiva, pero se consideran incidentales porque no proveen los bienes de la subsistencia» (Polanyi, 2003: 110). Cf., por lo que respecta a una «exterioridad» del principio de intercambio que –como veremos en seguida– será recuperada en su dimensión moral por Graeber, entre otros autores, el análisis de la anécdota con que Humphrey y HughJones introducían una de las últimas obras colectivas de absoluta referencia en lo que atañe al trueque (Barter, exchange and value: An anthropological approach, 1992 para la primera edición): sucedió que un marchante de arte europeo acostumbrado a intercambiar [to trade] directamente con artesanos indígenas en los lugares de producción no conseguía obtener de uno de ellos –esta vez en la isla de Célebes– a ningún precio monetario una talla en concreto, sino que el artesano le indicó que la entregaría a cambio de una pareja de bueyes, que el europeo hubo de obtener de un tercer agente antes de poder cerrar su compra; «what the dealer called “trade” is an exemple of barter which displays some of a range of features often associated with this kind of exchange [sin llegar a considerarlo, tampoco, una definición exhaustiva]. 1) The focus is on demand for particular things which are different in kind; in other cases it may be for services exchanged for goods or other services. 2) The protagonists are essentially free and equal, either can pull out of the deal and at the end of it they are quit. 3) There is no criterion by which, from the outside, it can be judged that the oxen are equal in value to the carving. Some kind of bargaining is taking place, but not with reference to some abstract measure of value
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Es posible que estuviéramos hablando ahora de algo muy diferente si las ideas del Ensayo sobre el don: Forma y función del intercambio en las sociedades arcaicas (1925 para la primera edición, en francés) de Marcel Mauss no hubieran tenido que esperar a la famosa reedición de 1950 para ser plenamente consideradas; pues, como hemos indicado bastante ya, Polanyi (2003: 94-95) era perfecto conocedor de la manera en que, en las sociedades primitivas, «las llamadas motivaciones económicas surgen del contexto de la vida social»: de ahí 122
La Economía como política posición basal en el tejido de la sociedad. Aunque en el caso de Sahlins –y aunque, como decíamos al introducir este capítulo, apenas se desarrolle positivamente– se desliza un tercer aspecto de orden cultural rigiendo las implicaciones económicas y sociales de dichas relaciones; y esto último, en un sentido parecido al que hemos visto en Clastres, terminaría por disipar cualquier rastro de accidentalidad en los tratos antagónicos, abriendo así la posibilidad de abarcar por el extremo opuesto, también, el compotamiento mercantil que antes había dejado fuera de sus intereses investigadores.
En cualquier caso, no se trata ya sólo de que las reflexiones del sustantivista ensancharan nuestra capacidad de imaginar sistémicamente economías mucho más allá de lo que fueron capaces los historicistas alemanes quienes, vía Marx, le hacen las veces de precedente cabal, sino de que al poner de relieve esa condición sistémica –lógica– más allá de las diferentes resoluciones sociohistóricas que arrojaren sus hipotesis, dispuso un punto de anclaje fundamental incluso para quienes no compartían algunos de sus postulados teóricos más básicos –en especial estamos pensando en su tenaz adhesión al «holísmo metodológico», no por nada compartido con los alemanes, de la cual ya hemos anotado algunas consideraciones importantes (vid. sup., cap. 3.3, nota 22) y anotaremos aún otras más (vid. inf., cap. 8.1)–. Tal es, como decíamos, el caso de Sahlins.
Malinowski ya había utilizado en El cultivo de la tierra y los ritos agrícolas de las Islas Trobriand (1935 para la primera edición, en inglés) la etiqueta de «principio reciprocitario» para «tratar dos tipos diferentes de actividad: la donación competitiva de ñames resultado de una disputa entre comunidades vecinas, y aquélla por la cual un hombre entregaba regularmente la mejor parte de su producción al marido de su hermana» (MacCormack, 1976: 92). El problema radicaba entonces en que actos formalmente similares se verificaban en el curso de prácticas sociales e instituciones muy diferentes, casi opuestas; y su solución, en la sistematicación de sus mecánicas según una moral –la «salvaje», al contrario que la que ordena idealmente nuestras culturas– más contextual que absoluta: «un acto no es ni bueno ni malo por sí mismo, depende de quién sea “el otro”», recordaba Sahlins (1983: 217 y ss.). Para él, esto permitía vincular la oscilación de los términos de lateralidad –inmediatez en la devolución, equivalencia material, espectativas a corto y medio plazo, etc.– en que se conducía una relación reciprocitaria con el «grado de sociabilidad» que trabara a los agentes implicados en ella. Y es posible que el planteamiento general hubiera sido mejor aceptado por sus colegas de haberse detenido en tal imprecisión, pero la idea clamaba –desde luego– por ensayarle una primera determinación propositiva en la superposición de ese continuum de la reciprocidad sobre el esquema parental de aquellas sociedades etnográficas organizadas más crudamente según la doctrina indigenista, donde «“no pariente” lleva implícito la negación de la comunidad –o del tribalismo– [y] a menudo es un sinónimo de “enemigo” o “extraño”» (ibíd.: 214).
El quinto capítulo de Economía de la Edad de Piedra –«Sobre la sociología del intercambio primitivo», publicado primero como contribución a una obra colectiva que repasaba la importancia de los modelos en Antropología social, en 1965– adquirió rápidamente notoriedad en el seno de la disciplina, la mayor parte de la cual le fue debida a sus no pocos críticos (vid. i. a. Mitchell, 1988: con bibliografía). En él, el estadounidense partía del reconocimiento de su deuda con las ideasfuerza del planteamiento de Polanyi, de quien asumía la descripción de dos tipos de «transacciones económicas» no mercantiles sólo para incidir seguidamente en los fundamentos de su identidad: En primer lugar, están los movimientos «viceversa» entre dos partes conocidos más comúnmente como reciprocidad. [En] segundo, los movimientos centralizados: recolección por parte de los miembros de un grupo, a menudo bajo un solo mando y redistribución [redivision] dentro de este grupo. Esto recibe el nombre de «comunidad» o «redistribución» [pooling or redistribution, probablemente mejor traducido como «captación» (vid. sup., cap. 1.1, nota 9)]. Desde un punto de vista más general, los dos tipos se fusionan, ya que la comunidad es una organización de reciprocidades [...]. La comunidad establece un centro social donde los bienes se reúnen y de donde fluyen hacia afuera, y también una frontera social dentro de la cual las personas –o los subgrupos– se relacionan cooperativamente. (Sahlins, 1983: 206-207)
Se perfilaban, pues, tres tendencias (fig. 4.5b): 1. La reciprocidad generalizada, en el polo positivo o proximal, definiría las relaciones más altruistas, en cuya «manifestación extrema [...] la expectativa de una retribución material directa es improbable, en el mejor de los casos es implícita, [porque] el aspecto material de la transacción está reprimido por el social». Además, «por lo general, sucede que el tiempo y el valor de la reciprocidad no sólo dependen de lo que el dador ha entregado, sino también de lo que éste pueda necesitar y del momento en que lo necesite y, del mismo modo, de lo que el receptor pueda pagar y cuándo puede hacerlo», de manera tal que cabría la eventualidad de que se diera un flujo
Esto nos devolvería a Lévi-Strauss no sólo por la disposición continua del fenómeno sino, también, por su or numeraire [...]. 4) In the case above, the two parts of the transaction occur simultaneously; sometimes the two may be separated in time. 5) Finally the act is transformative; it moves objects between the “regimes of value” sustained by the two actors. Here, these are identified with two distinct cultures, the Celeban village where the oxen are used to plough and the carving is “a god”, and the Parisian art world where the oxen are mere substitutes of money and the carving becomes a “primitive statue” whose equivocal value the dealer will push to its highest in the circle of his buyers» (Humprhey y Hugh-Jones, 1992: 1).
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La política salvaje
Fig. 4.5b. Estructuras sociológicas de la reciprocidad y el parentesco. Elaboración propia, a partir de Sahlins (1983: 217). Quizá las categorías empleadas originalmente en Economía de la Edad de Piedra para referirse a estas ideas resultan menos fluidas que las empleadas aquí, en un intento por enfatizar su «situacionalidad». No se trata, sin embargo, de nada incompatible con la formulación sahliniana; y téngase por prueba su insistencia en una «continuidad de prácticas» igualmente entorpecida por las divisiones del diagrama.
constante de daciones en una sola dirección (ibíd.: 212). No es baladí que esta última consideración recuerde tanto a la fórmula económica del comunismo según lo enunciaron por igual socialistas autoritarios y antiautoritarios a partir de mediados del s. XIX –«a cada quien según sus necesidades, de cada quien según sus capacidades»–; Sahlins (1983: 110-111) ya lo había asociado expresamente a la domesticidad de la mano de Henry Morgan, y en lo sucesivo Graeber (2011b: 94 y ss.) lo reivindicaría como un principio moral autónomo, desligándolo tanto del «comunismo mítico» que los evolucionistas habían convertido en sociotipología proverbial del primitivismo como –en verdad– de la reciprocidad stricto sensu, capaz de retroajustar hasta cierto punto los precios concurrenciales en situaciones de mercado concretas,50 pero no nos
adelantemos. Más interesante, por el momento, es el hecho de que Sahlins parangonara esta tendencia positiva, entre otras denominaciones empleadas antropológicamente como «generosidad» u «hospitalidad» –pero vid. inf., cap. 5.2–, a la categoría malinowskiana de «don puro». Lo es en tanto que un mayor conocimiento del derecho melanesio ya había empujado al célebre polaco a corregir, en Crimen y costumbre en la sociedad salvaje (1926 para la primera edición, en inglés), la clasificación compuesta en publicaciones anteriores sobre buena parte de las prestaciones verificadas dentro del núcleo familiar bajo el término indígena mapula –a la sazón aplicado asimismo, en otros contextos, significando «contraprestación» (return gift; repayment)– (Malinowski, 1986b: 183-185; 1986a: 35-36). Esto serviría de apoyo a Annette B. Weiner (1980: 80) para señalar cómo «en Kiriwina [isla principal de las Trobriand] las relaciones a largo plazo más significativas se localizan en el sector que Sahlins definiría como “parentesco cercano”, pero las transacciones realizadas entre tales agentes no pueden llamarse ni “regalos” ni objetos “donados libremente” en el sentido de la ausencia de expectativas de retorno; las reglas de reciprocidad no pueden caracterizarla ni como “generalizada” ni como “equilibrada” puesto que estas fórmulas se basan en modelos mecánicos que no tienen en cuenta el paso del tiempo, los desarrollos estratégicos, y las expectativas futuras de recuperación y sustitución [reclaiming and replacement]», visibilizadas en
Concretamente, en aquéllas donde la práctica mercantil se desenvuelve intestada en las lógicas propias de agentes trabados significativamente en relaciones sociales específicas: «once we start thinking of communism as a principle of morality rather than just a question of property ownership, it becomes clear that this sort of morality is almost always at play to some degree in any transaction –even commerce– [...]. A Turkish folktale about the Medieval Sufi mystic Nasruddin Hodja illustrates the complexities thus introduced into the very concept of supply and demand: One day when Nasruddin was left in charge of the local tea-house, the king and some retainers, who had been hunting nearby, stopped in for breakfast. “Do you have quail eggs?”, asked the king; “I’m sure I can find some”, answered Nasruddin. The king ordered an omelet of a dozen quail eggs, and Nasruddin hurried out to look for them. After the king and his party had eaten, he charged then a hundred gold pieces. The king was puzzled; “are quail eggs really that rare in this part of the country?” “It’s not so much quail eggs that are rare around here”, Nasruddin replied. “It’s more visits from kings”» (Graeber, 2011b: 102).
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La Economía como política equilibrada como un «mecanismo de arranque» (starting mechanism) que incidentalmente «ayuda a iniciar la interacción social y es funcional en las fases tempranas de ciertos grupos, antes de que desarrollen [en su haber cultural] un paquete consuetudinario diferenciado de deberes vinculados al status» (ibíd.: 176), cuestión a la que volveremos acto seguido de la mano de Graeber. Del otro lado, es fundamental el que Gouldner contemplara esta norma de justicia también en su flexión negativa, violencia recíproca, particularmente presente en lo que llamó «reciprocidad homeomórfica» –i. e.: el intercambio de cosas iguales, frente al heteromorfismo característico del intercambio de cosas equivalentes–, hallando su versión más conocida entre las crudezas de la lex talionis. 3. Sin embargo Sahlins no empleará la idea de «negatividad» para calificar los intercambios basados en el equilibrio de daños y sustracciones, sino que su reciprocidad negativa se refiere a aquélla conducida en términos polarmente opuestos a los de la generalizada; es decir: en el extremo distal de la sociabilidad. «La reciprocidad negativa es el intento de obtener algo a cambio de nada gozando de impunidad; entran aquí las distintas formas de apropiación, las transacciones iniciadas y dirigidas en vistas a una ventaja utilitaria neta [...]. La “reciprocidad” [i. e.: la verificación de la tendencia normal en términos de lateralidad] es, por supuesto, y una vez más, condicional; se trata de la defensa del propio interés. Es así que la corriente puede producirse nuevamente en un solo sentido» (Sahlins, 1983: 213-214). Siguiendo el mismo razonamiento de las negaciones, esta tendencia no se caracterizaría tanto por el interés en perjudicar al otro como por el desinterés en no hacerlo, algo que de hecho ya había percibido antes Georg Simmel (2013: 260) a propósito de la anomalía sistémica en el intercambio mediado por dinero: «el interlocutor adecuado para el negocio pecuniario –en el que, como se ha dicho con razón, desaparece toda intimidad– es la persona que nos resulta intrínsecamente indiferente y que no está ni a favor ni en contra de nosotros». Y es esta condición la que llevará a Sahlins a hilvanar a su través las lógicas del trueque y el regateo –y por ende, de cualquier «precio concurrencial»–, pero tambíen de la estafa, del hurto, del robo con violencia, de la razia.
las transacciones entre los deudos de un fallecido mejor que en cualquier otro trance social; algo que conduciría a Weiner ulteriormente a proponer una superación de los constreñimientos de la «reciprocidad» a través de modelos que permitieran pensar la «reproducción» general de la sociedad. En cualquier caso, aunque «menos sociales» –por menos altruistas–, Sahlins aun consideraba en su formulación los deberes ligados al parentesco y el status «cercanos al mismo polo [positivo]». 2. Hacia el centro hallaríamos la reciprocidad equilibrada. Más próxima a los apriorismos del comportamiento económico ideal al uso, «el aspecto material de la transacción es, por lo menos, tan importante como el social [...]. Es importante tener en cuenta que en la forma principal de las reciprocidades generalizadas, la corriente material se ve sustentada por las relaciones sociales prevalecientes; mientras que en el caso del intercambio equilibrado, las relaciones sociales se apoyan sobre el flujo de objetos materiales» (Sahlins, 1983: 213). Siendo así, la imagen del equilibrio es ante todo un signo de justicia; concretamente de esa «justicia cataláctica» que hubiera querido encontrar Aristóteles ordenando siempre la práctica política en el interior de la comunidad de los ciudadanos (vid. sup., caps. 3.3-4); y en tanto sea así –podríamos decir–, los términos en que se conduce o, como mínimo, se piensa su lateralidad la descubren como acepción normal: «reciprocidad» en sentido estricto –podríamos decir–. En una de las críticas al planteamiento sahliniano con mayor predicamento, Takie Sugiyama Lebra (1975: 550-551, 555) definía la reciprocidad como una subcategoría del intercambio predeterminada por una relación precisa de agentes y bienes circulantes. Pero si bien es innegable que la «norma reciprocitaria» implica una mútua dependencia en los derechos y deberes de ambos partícipes –el clásico do ut des– en principio ausente en otras relaciones sociales –sin ir más lejos, acabamos de ver cómo no es algo necesario en todas las prácticas calificadas de «reciprocidad generalizada»–, parece igual de cierto que, como defendió Sahlins haciéndose eco de las consideraciones de Alvin W. Gouldner al respecto, esto no lo determina primero quién es el otro, sino quién no es: «hay ciertas obligaciones que las personas se deben unas a otras no como seres humanos o como miembros de un grupo, ni siquiera en tanto ocupen posiciones de [distinto] status social dentro del grupo sino, al contrario, a causa de sus acciones pasadas. Le debemos ciertas cosas a otros por lo que ellos previamente hicieron por nosotros, debido a la historia de interacciones previas que tenemos en común. Éste es el tipo de obligación que implica la norma general de reciprocidad», donde «dar y recibir son mutuamente contingentes» (Gouldner, 1960: 170-171). Con el recurso a este sociólogo, de un lado, Sahlins incorporaba a su reflexión la idea de la reciprocidad
Como hemos indicado más arriba, las principales críticas al modelo de Sahlins se dirigieron hacia un acompasamiento con la estructura social del parentesco que no parecía reflejarse en los casos del registro etnográfico sino aleatoriamente. Tanto Lebra como William E. Mitchell, por citar sólo dos ejemplos sintomáticos, consideraron que Economía de la Edad de Piedra fallaba al cargar de contenido los polos de la reciprocidad. Así, andando el camino apuntado por Gouldner, Mitchell (1988: 640) afirmaría que en tanto «la transacción es “positiva” si el objeto o servicio es “dado” como un “regalo” pero 125
La política salvaje “negativa” si es “tomado” como un “precio”», el modelo adquiriría mayor consistencia plegando sobre sí mismo el continuum con el objetivo de componer un campo cuatripartito donde a los desequilibrios de la reciprocidad generalizada y a los equilibrios de la normal, pensados en positivo, se le opusieran los desequilibrios y los equilibrios de una reciprocidad pensada según dicha definición de la negatividad, en lugar de la carga utilitarista empleada en la Economía de Sahlins. También Josée Lacourse (1987) haría una lectura similar desde este lado del Atlántico, entre los aparatos teóricos maussiano y girardiano. Por su parte, la corrección que sugiere Lebra resulta mucho más rotunda y a su vez –quizá, precisamente, a causa de esto– mucho más reveladora de sus propias flaquezas; y de las «impensadas» virtudes heurísticas de la proposición sahliniana.
un momento que la insociabilidad, la anomia recogida en los márgenes de la Economía sahliniana pueda, en efecto, tener implicaciones y, es más, funciones sociales tan «trascendentes» como el establecimiento significativo de los límites –más o menos permeables– de una sociedad dada. Porque ambos autores son aquí incapaces de pensar ab initio la sociedad como metainstitución en sí misma. Como resultado de un «discurso del orden» que organiza significativamente, y por tanto permite percibir, clasificar y orientar, la interacción –social o no– entre dos agentes. Y por supuesto que, en todo lo dicho, no es materia baladí el que la única manera que Lebra (ibíd.: 562) encuentre para «poner de relieve la contingencia “social” y la incrustación de la reciprocidad» pase por «reducir la intensidad del vínculo interpersonal característico de una díada interponiendo un elemento impersonal semejante al mercado [...] el cual, finalmente [ultimately: no deja de ser otra nimiedad sintomática el que ello pueda traducirse, asimismo, como “básicamente”], perturba o interrumpe los derechos y obligaciones recíprocos».52 No en vano, cuando poco después de iniciada la enorme crisis financiera de 2008 en los Estados Unidos, Graeber se proponga la tarea de abordar de nuevo la economía
«Igual que Sahlins, considero la sociabilidad crucial para la reciprocidad en la medida en que el acto de dar, aceptar o devolver x es probablemente una función o validación de ella entre [dos agentes] A y B, mientras que su rechazo puede construirse como un signo de insociabilidad», escribía la socióloga (Lebra, 1975: 552); sin embargo, «en lugar de enfrentar intimidad a hostilidad o anomia tal como implica su modelo, yo creo que existe una oposición lógica más relevante entre la intimidad y la cortesía controlada ritualmente». La cuestión es que, de aquí en adelante, Lebra logra articular un discurso cuando menos sugerente, aportando fluidez a la comprensión de la intimidad más allá de lo estrictamente familiar, hacia la experiencia de una existencia compartida, y reparando, a través de la teatralización de la cortesía, en las implicaciones del heteromorfismo u homeomorfismo de las relaciones reciprocitarias que establecen dentro de una sociedad dos o más agentes. Advierte que la «transferencia de valores sociales» no se mantiene necesariamente positiva en el desarrollo de estas relaciones, sino que la falta de consideración o afecto –opina– puede hacerlas degenerar, respectivamente, hasta intimidades acaparadoras y explosivas, e hirientes cortesías guiadas por la misma ostentación que guía la competición de los proverbiales potlatch de la Costa Noroeste de Norteamérica, de los te y los moka de las Tierras Altas de Nueva Guinea, etc. Pero, como también se muestra Mitchell en la interpretación de su caso de estudio,51 Lebra es manifiestamente incapaz de pensar por
habría sido mejor escribir «y por eso»– no afecta sino incidentalmente al sustento, el juego que solamente es practicado por los hombres, no se restringe a enfrentamientos intercomunitarios: los hombres de una misma aldea también compiten frecuentemente entre ellos al margen de tales encuentros, si bien tanto en un caso como en el otro, el azar termina por equilibrar ganancias y pérdidas a medio-largo plazo. «Gambling, then, is a leveling device that deals with the increase of wealth generated by participation in a capitalist market system and a felicitous innovation for mantaining the cultural status quo [i. e.: para mantener el eventual “igualitarismo” comunitario, aunque Mitchell se vea obligado a reconocer que no es esto precisamente lo que opinan los olo de sus juegos] without interfering with the system of traditional exchange. In this sense, gambling is isomorphic to market exchange as both offer the opportunity to profit at another’s expense» (ibíd.: 650). Así las cosas, el de la Universidad de Vermont encuentra los mimbres suficientes como para interpretar una «contradicción irresoluta» en un moderno ethos masculino por el cual «men, while united against the economic advance of others, at the same time aspire to individual wealth [...]; they aspire both to an egalitarian past and a hierarchical future» (ibíd.); nosotros los encontramos para sospechar que la novedad de las formas mercantiles le ocultan exactamente las mismas lógicas reticulares-corporativas que Meggitt describiera en la tradición enga. Que todo apunta hacia una «fase diastólica» de las conductas políticas al amparo de la emergencia de una agencia verdaderamente novedosa en la que Mitchell, sin embargo, apenas repara: la que introduce el dinero y subvierte los signos de la riqueza, la que fuerza la paz. Tan obvio que deviene «impensable», el Estado colonial desata un enorme proceso de sociogénesis entre las perturbaciones del cual a Mitchell le resulta prácticamente inconcebible que todos esos grupos hubiesen conformado anteriormente algo distinto a una «sociedad»; y que sea de hecho eso lo que se esté dirimiendo ahora en las cotidianeidades históricas (vid. inf., caps. 5.4-6 y 8.3). 52 Quizá tampoco es baladí traer a colación una de sus notas al hilo de los resultados sociales dispares que arrojan las relaciones homeo y heteromórficas de que hablaba Gouldner, más por las afinidades que pudiera declarar el tono empleado que por la veracidad –o no– del fenómeno que describe a un nivel teórico: «this is why, in my view, ideological brainwashing is often needed for the “exploited” partner to join the class alliance. Brainwashing must reverse the idea that he owes a debt to the superior partner: it must convert gratitude toward the “benefactor” into indignation against the “exploiter”. I am not arguing that equality is detrimental to solidarity; on the contrary, equality is a necessary condition for “comradeship”. I am saying that equality is not necessary as far as reciprocal solidarity is concerned» (Lebra, 1975: 562563, nota 5; cf., para un planteamiento similar mucho mejor resuelto, Bateson, 1935).
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Este caso cobrará sentido plenamente en las reflexiones por venir; de hecho plantea una interesantísima hipótesis según la cual la «reciprocidad negativa» en la forma de un sencillo juego de apuestas popularizado entre los olo meridionales a partir de 1962, con el regreso a sus respectivas aldeas de temporeros del sector económico capitalista, funcionaría para evitar la jerarquización en el seno del grupo. Habitantes de la cordillera Torricelli, en la neoguineana provincia de Sandaun, es el propio Mitchell (1988: 642 y ss.) quien nos informa de la pacificación de los cerca de 10.000 indígenas repartidos en aldeas de unos pocos cientos de individuos en los momentos previos a la colonización –el primer asentamiento europeo corresponde a una misión franciscana, en 1947–. Quizá por eso se hace más extraño el que no vincule sistémicamente sus relexiones con hechos como que «when men from several villages gather to play, they often good-naturedly divide along old fight lines with men from traditionally allied villages playing the same number» (ibíd.: 644). De todas maneras, el juego, que implica dinero pero –aunque
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La Economía como política
Fig. 4.5c. Principios morales implicados en la circulación económica según Graeber. En líneas generales, los tipos graeberianos plantean situaciones en las cuales la interacción social está orientada según distintas combinaciones de los «principios de identidad» que significan: 1. la pertenencia –o no– a un mismo cuerpo comunitario, es decir, la posibilidad de una contextualización efectiva sobre la base de lógicas no económicas; y 2. el status de los agentes en el seno de ese cuerpo. Así, tanto el «comunismo» como la «jerarquía» implican que los agentes identifican y priorizan su mutua participación de una comunidad dada, siendo su posición relativa la que precisará las condiciones ulteriores de su relación; y así también, si el «intercambio» implica la igualdad de los agentes es porque éstos actúan más allá del contexto comunitario, de modo que no se aplican en la situación, en principio y como principio, otras relaciones sociales diferentes a las estrictamente económicas.
como una «gran pregunta» antropológica, no faltará una pertinente denuncia a esta clase de escurridizos apriorismos culturales nuestros constriñendo el espectro de lo pensable –que diría Bourdieu (vid. inf., cap. 8.3)–.
de «subordinación-superordinación» reconocidas y aceptadas. Es decir: donde, en perfecta inversión de los signos del intercambio, y complementando a los del comunismo, se dan a un tiempo «desigualdad» y «comunidad» (ibíd.: 94 y ss.).
Prácticamente todo el mundo continúa asumiendo que en su naturaleza fundamental, la vida social está basada en el principio de reciprocidad, y por consiguiente, que toda interacción humana es mejor comprendida como un tipo de intercambio. De ser así, la deuda estaría realmente en el fundamento de cualquier moralidad, porque deuda es lo que ocurre mientras no se reestablezca el equilibrio. [Ahora bien], mientras la mayoría de nosotros puede imaginar lo que le debemos a nuestros padres como un tipo de deuda, pocos se imaginan capaces de poder pagarla realmente –o, incluso, que ese tipo de deuda «deba» ser pagada–. Pero si no puede pagarse, ¿en qué sentido es una «deuda», a fin de cuentas? Y si no es una deuda, ¿qué es? (Graeber, 2011b: 91-92)
Lo cierto es que, hasta aquí, los instrumentos conceptuales que diseña Graeber apenas parecen aportar nada nuevo sobre lo dicho, si no fuera –claro está– porque coadyuvan mejor que ninguno de los anteriores a observar las interacciones económicas a través de la constelación situacional de contextos e identidades en que se conducen (fig. 4.5c), y así, a devolvernos a la senda que comienza a cerrar el círculo sobre la problemática de la «sociedad salvaje», sus lógicas, y las nuestras. Porque puesto todo junto, es más sencillo encajar algunas de las consideraciones que hacían Godelier y Meggitt sobre la «jefatura» al final del segundo epígrafe de este capítulo, o en general, Clastres al principio de éste. Y sobre todo, como adelantábamos, hacerlo a propósito de lo que se refleja y deriva de la noción dumontiana de «oposición jerárquica» (vid. sup., cap. 4.4).
Entre otras razones, esto es lo que le habría empujado a desvincular cautelarmente aquel principio moral comunista –«materia prima de la sociabilidad», opina el estadounidense; «reconocimiento de nuestra interdependencia última, que es la sustancia última de la paz social»–; a desvincularlo, decíamos, de la idea de reciprocidad, y en último término, a confinar su «norma» al ámbito de una lógica operativa diferente: la del principio moral del intercambio, implicando a dos agentes que se significan a la vez en su igualdad y su separación. Que se significan en su condición de «no comunidad»; de ausencia de relación más allá de la económica. A estos dos se sumaría todavía un tercer principio de jerarquía, caracterizado por una interacción donde ambas partes se sitúan en posiciones
En este sentido, los principios morales de Graeber bien podrían traducirse tal que «lógicas operativas» en la interpretación de los procesos históricos de integración y desintegración social, siendo que de lo que se trata en la práctica de la «economía como guerra» propia de las fases diastólicas descritas a partir de los casos neoguineanos es, precisamente, de dirimir agonísticamente las posiciones de «superioridad-inferioridad» relativa, persiguiendo un resultado significativo equivalente al del «englobamiento del contrario». Del otro lado, el sistema permanece fluido en la medida en que tales posiciones no queden entrampadas en el «orden» de un cuerpo social que, en tanto tal, no es desde luego una «comunidad» en el sentido graeberiano; pero sí, al menos, una «comunión cultural» 127
La política salvaje en la cual se comparten, por lo pronto y como mínimo, los signos del discurso político, y pueden así trazarse estrategias inteligibles a su través. En todo caso, la lógica de la «comunidad» –que, no lo olvidemos, comprende tanto el principio comunista como el jerárquico según los formula Graeber, ambos subsumidos en la amorfia de la «reciprocidad generalizada» de Sahlins– opera en aquellos niveles en los cuales no se compite porque, ya sea normal o cuyunturalmente, se asumen las relaciones de «superordinación-subordinación» de sus partes. A su vez, esto dimensionaría los términos de la «reciprocidad equilibrada» como mecanismo de arranque social más cerca de lo propuesto por Gouldner: cuando no se han desarrollado normas consuetudinarias de derechos y deberes vinculados al status –entre otras cosas, porque esa «fractura jerárquica» no se ha osificado–.
permite entrever un proceso con consecuencias sociales potencialmente muy diferentes, y esto sí que es, en cualquier caso, determinante. «El intercambio fomenta una forma particular de concebir las relaciones humanas»; concretamente una que orienta las conductas según una situación de equilibrio anterior en la cual, de hecho, no existía otra relación trabando en principio a esos agentes, de modo que «cuando la deuda es cancelada, la igualdad se restaura y ambas partes pueden marchar sin tener nada más que ver la una con la otra» (ibíd.: 121-122). Y hete aquí que aflora, en la ausencia de lazos personales más allá del puntual episodio económico y lo que ello conllevare –por ejemplo, de utilitarismo en el desarrollo estratégico de la práctica–, la característica que rige la tercera tendencia de las formuladas por Sahlins: «reciprocidad negativa».
Los dimensionaría, especialmente, desde el momento en el cual diferir la resolución de la lateralidad de un intercambio conducido según la norma reciprocitaria surte el efecto de poner a los agentes en una «situación social» al generar, en el ínterin, una relación donde no la había: esto es lo que Graeber llama específicamente «deuda».
Mucho antes que Gouldner, Gregory Bateson ya había vislumbrado estas dinámicas en un pequeño texto enviado a las páginas de Man («Culture contact and schismogenesis», 1935 para la primera edición) como respuesta al memorando para el estudio de la aculturación que la revista del Royal Anthropological Institute había publicado unos meses antes (Redfield et al., 1935). Con esa adelantada lucidez que lo caracterizaría, el británico planteaba abordar la cuestión desde el extremo contrario al que lo hacía la agenda de la antropología aplicada a la administración colonial. Y planteaba por tanto, para entender unos procesos de sociogénesis desenlazables bien en la fusión de los grupos en contacto, bien en la eliminación de todos o alguno de ellos, bien en su conservación en el equilibrio dinámico de un cuerpo mayor, monitorizar los «patrones de conducta» (behaviour patterns) desarrollados por facciones diferentes dentro de un mismo cuerpo sociocultural –i. e.: el resultado histórico positivo de aquella tercera opción– y sus eventuales tendencias cismáticas –i. e.: su ruptura en favor de la generación de cuerpos sociales distintos–.
En sus propia palabras, la deuda «requiere, primero, una relación entre dos personas que no se consideran mutuamente tipos de ser diferentes en lo fundamental; que son, al menos, potencialmente iguales; que “son” iguales en aquellas formas realmente importantes, [pero] que no se encuentran en una situación de igualdad», de modo tal que «durante el tiempo en que la deuda queda sin pagarse, arraiga la lógica de la jerarquía» (Graeber, 2011b: 120-121). Se infiere de aquí una conclusión: Puede colegirse que la deuda es estrictamente una criatura de la reciprocidad [«normal» o «equilibrada»; recordemos que Graeber tampoco admite la totalización del término, por lo que implica, propuesta en la Economía sahliniana], y que tiene poco que ver con otras formas de moralidad –el comunismo, con sus necesidades y capacidades; la jerarquía, con sus costumbres y valores–. Es verdad que, si estamos verdaderamente determinados, podríamos argüir –como hacen algunos– que el comunismo es una condición de permanente endeudamiento mutuo, o que la jerarquía se construye en base a deudas impagables. Pero, ¿no es ésta la misma vieja historia que parte de la asunción de que todas las interacciones humanas han de ser, por definición, formas de intercambio, y realiza cualesquiera piruetas mentales sean necesarias para probarlo? No. Todas las interacciones humanas no son formas de intercambio. Sólo algunas lo son.
A su juicio (Bateson, 1935: 181), esos «equilibrios dinámicos» estaban atravesados también por dos grandes tendencias, a saber: 1. La diferenciación simétrica por la cual los individuos de determinado grupo se conducen entre sí según una serie de patrónes x, mientras que lo hacen con los de otro grupo según una serie y. Por su parte, los de este segundo actúan especularmente –x hacia el interior, y hacia el exterior–, de donde se colige, primero, que son las conductas de x las que determinan la «identidad» última de dos agentes sociales dados en su relación, y por ende, verifican los límites efectivos del grupo del «nosotros»; y segundo, que siendo sus respuestas hacia «los otros» homeomórficas –A→y→B activa lo mismo en sentido inverso, A←y←B–, cabe siempre la posibilidad de un encono o incluso una escalada que haga materialmente insostenible la relación. 2. Respecto de la denominada como diferenciación complementaria, es cierto que Bateson tal vez se
Negación rotunda que, tal vez, podría resultar a nuestro entendimiento igual de determinada y artificiosa que la que discute –¿acaso no acababa de sostener en esa misma página que la deuda da principio a la lógica de la jerarquía?– si no fuera, de nuevo, porque el énfasis hecho en el juego de percepciones de la identidad 128
La Economía como política muestra más predispuesto a cargar las tintas en los vectores de la desestabilización sistémica y el cisma de lo que en el futuro lo estarán autores como Lebra o, en general, los herederos de aquel funcionalismo más ahogado en el análisis sincrónico. Tal vez lo está especialmente porque, siguiendo en la dicha lucidez, el británico tenía puesta la vista también sobre una Europa para la cual, en la década de 1930, la ruptura parecía inevitable; viniera ésta como vino, por el eje de simetría de los Estados-nación, o como propugnaban los socialismos internacionalistas, por el de las asimetrías sociales en su seno y a través del continente. El caso es que, si la complementariedad se define por un equilibrio heteromórfico concreto –que para Bateson implica una serie de patrones de conducta x hacia el interior del grupo A e y hacia el exterior, correspondido en el grupo B por otras series respectivamente z y w; ergo, con independencia de lo que se considerara acaecer en el interior de cada grupo, en el exterior A→y→B activa A←w←B–, en efecto ello podría llegar a generar una brecha que hiciera insostenible el equilibrio, al menos unilateralmente –por ejemplo si el «sustento» de B es sistemáticamente movilizado en la «riqueza» de A, que es en resumidas cuentas lo que denunciaban todos los socialistas; lo que hace la economía–.
esperar que uno de los dos movimientos constituya una expresión de la «deuda» entre ellos? Es evidentemente difícil llevar más allá la reflexión en el vacío. Por lo que toca al argumento esgrimido por el Graeber de En deuda, ésta es de hecho la manera en que interpreta el significado de las mayores muestras de respeto y, en particular, de los más o menos pequeños regalos que en nuestras sociedades de orientación se hacen con motivo de un favor de valor incalculable y que, elevado a su máxima expresión, sustancia positivamente la que bien podría pasar por ser la mejor definición de la relación de «patronazgo» –por ejemplo los productos del huerto doméstico que, en un departamento rural de los Pirineos franceses, la familia de un trabajador de una fábrica le regalaba recurrentemente a su jefe en gratitud por haberle conseguido el empleo (Graeber, 2011b: 119120); o en general, a partir de este tipo de situaciones, el «apoyo faccional» que por consiguiente se derivare en las interacciones sociales del patrón–. Pero sucede que, todavía mucho más allá, Graeber suscribe aquí y asimismo la teoría del economista francés Philippe Rospabé (La dette de vie: Aux origines de la monnaie sauvage, 1995 para la primera edición) sobre el origen del mismísimo dinero no como un «medio de pago» para saldar una deuda, sino precisamente así, como un medio para reconocer la existencia de una deuda que no se puede pagar.
Así las cosas, el autor británico consideraría otro tipo de diferenciación difuminando hasta cierto punto las dos tendencias anteriores; y así, encontramos nosotros un enésimo uso del término que nos ha venido haciendo las veces de hilo discursivo, esta vez adjetivando la noción de diferenciación recíproca. «En este tipo, los patrones de comportamiento x e y son adoptados por los miembros de cada uno de los grupos en sus relaciones con el otro, pero en lugar de como ocurre en el sistema simétrico, donde x es la respuesta de x e y lo es de y, aquí x se responde con y» (Bateson, 1935: 181-182). En general, pareciera evidente que esto no hace sino devolvernos al escenario de la diferenciación complementaria, pero sucede que Bateson las distingue con claridad al introducir aquí, pero no allí, una alternancia en las posiciones de A y B. «De este modo, el comportamiento en cada ocasión aislada es asimétrico, pero la simetría se recupera en la prosecución de un elevado número de ocasiones» lo que, a su vez, torna el patrón de diferenciación recíproca en «compensado y equilibrado» por sí mismo; es decir, en condiciones ideales, evita las tendencias cismáticas sin la necesidad de sujetar el equilibrio a ulteriores dispositivos socioculturales más allá de éste. Pero, ¿no es en la práctica lo mismo, entonces, alternar la asimetría que diferir la simetría?
De hecho, el término «dinero primitivo» es engañoso [...] en la medida en que sugiere que estamos tratando con una versión tosca del tipo de monedas [currencies] que utilizamos hoy día; pero eso es precisamente lo que no encontramos [en aquellos grupos humanos de la Etnografía y la Historia que no organizaban su política en Estados, ni su economía en mercados]. Por lo común, estas monedas nunca se usan para comprar y vender nada, a fin de cuentas, sino que con ellas se crean, mantienen o reorganizan relaciones entre gente: [valen para] convenir matrimonios, establecer la paternidad de los niños, zanjar disputas, consolar a los deudos en los funerales, buscar el perdón en caso de crimen, negociar tratados, adquirir seguidores [...]. Por lo común, tales monedas son extremadamente importantes; tanto, que se podría decir que la vida social gira en torno a la obtención y disposición de estas cosas. Sin embargo, es evidente que apuntan a una concepción totalmente diferente de lo que es el dinero o, de hecho, la economía. Por eso decidí referirme a ellas como «monedas sociales» [social currencies], y a las enonomías que las emplean como «economías humamas» [human economies]. (Graeber, 2011b: 130)
O preguntándose más, o de otra manera: si antes o después circula lo mismo en ambas direcciones, ¿cuál es el sentido positivo de esa secuencia de desplazamientos –de esa relación económica– sino, precisamente, la de reproducir a la vez la igualdad y la distinción de los agentes –de esa relación social– a la manera del «intercambio» graeberiano?; y de ser así, ¿cabe por tanto
Desde luego que, con esto, Graeber no viene a sugerir que tales culturas y sociedades sean más «humanas» que las nuestras, igual que Scott no pretendió nunca que los campesinos fueran más «morales» en sus economías que otros grupos, sino sólo a indicar que actúan en «sistemas 129
La política salvaje económicos preocupados fundamentalmente no por la acumulación de riqueza [wealth], sino por la creación, la destrucción y la reorganización de seres humanos». Aunque visto lo visto, ¿acaso no cabría preguntarse si no es precisamente eso de lo que se trata y lo que significa primero la «riqueza» en todas partes?53
Vaya por delante que lo es al menos en estricto sentido etimológico, y valga consultar la obra de Corominas (1984: RI-X, 10-11) para cerciorarse de cómo, además de «acaudalado», rico en castellano «tiene otros sentidos, desde los orígenes, que pueden ser por lo menos tan primitivos y que pueden ejemplificarse en la noción de rico omne “individuo correspondiente a la primera clase”» ya atestiguado en el Cantar de mio Cid (c. 1200), «luego el sentido podía ser también “poderoso” o “noble” [...], aunque estos usos más tarde se hacen raros, y hoy percibimos un sentido figurado». No por nada, tanto en castellano como en el resto de romances peninsulares, así como en occitano, las palabras de esta familia derivan del gótico reiks y éste, a su vez –al igual que el fráncico *rīki y el inglés antiguo rīce–, lo hace en último término del tema indoeuropeo *reg-, que a juzgar de Klein (1971: 638) se vierte a las lenguas germánicas desde la designación celta para «rey» (vid. inf., cap. 10.2, nota 26) a través del teutónico *rīk-, que traduce en su diccionario como ruler. «Accordingly, Old English rīce, etc., originally meant “kingly, royal” –compare Latin rēgius–; from this sense developed that of “powerful”, and finally that of “rich”» (Klein, 1971: 638; cf. Skeat, 1980: 448). Sea como fuere, la cuestión presenta un aspecto mucho más difuso y laxo en los usos del inglés actual, en los cuales, en efecto, «riqueza» suele sólo traducirse por riches en un sentido más bien material –como en «riquezas»–, mientras que la noción abstracta, y la más extendida en cualquier caso, lo hace por wealth: sustantivación de weal (bienestar) y, así, enraizado en el antiguo inglés wela –traducido como prosperity– y wel –originalmente «according to one’s will» o «agreeably to a wish»; de donde el actual well (bien)–, a pesar de que no se registra en un uso equivalente al moderno hasta la primera mitad del segundo milenio de la era, con el inglés medio welthe (Klein, 1971: 822824; Skeat, 1980: 602, 604). Por lo demás, cf. la siempre sorprendente clarividencia que muestra Mauss (2012: 151-152, nota 147): «desde el punto de vista en el que nos situamos, el hombre rico es un hombre que tiene mana en la Polinesia, que tiene auctoritas en Roma y que, en estas tribus americanas [en este pasaje citará específicamente a los kwakiutl, pero su reflexión se refiere en general a los grupos de la Costa Noroeste de Norteamérica], es un hombre “grande” (walas) [...]; la relación entre la noción de riqueza, la de autoridad, la del derecho de mandar a quienes reciben regalos y el potlatch es muy clara». 53
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5 Con todos, nosotros, los salvajes
Menocchio: Dios padre tiene varios hijos que ama, es decir los cristianos, los turcos y los hebreos, y a todos ha dado la voluntad de vivir en su ley, y no se sabe cuál es la buena: por eso dije que habiendo nacido cristiano quiero seguir siendo cristiano, y si hubiese nacido turco querría vivir como turco. Inquisidor: Entonces, ¿creeis que no se sabe cuál es la buena ley? Menocchio: Señor, sí que creo que cada uno cree que su fe es la buena, pero no se sabe cuál es la buena: pero como mi abuelo, mi padre y los míos han sido cristianos, yo quiero seguir siendo cristiano y creer que ésta es la buena. Archivo de la curia arzobispal de Udine Proceso núm. 285, vista del 12 de julio de 1599 (en El queso y los gusanos. Carlo Ginzburg, 1976)
De hecho, la americanista fue ya muy explícita en sus conclusiones sobre la radical separación de las conductas que rigen el sustento, garantizado de una u otra manera en el seno de la comunidad aldeana, y un «reino de la economía de prestigio» donde se dirimían determinadas prerrogativas vinculadas con el status y el «valor», desde el matrimonio hasta fórmulas de compulsión sobrenatural; y donde campaban, allí contenidos, el «individualismo y la intrigante mezquindad» de un comportamiento «definitivamente orientado hacia el dinero». Sobre este último elemento –mayoritáriamente ristras de Dentalium sp., si bien, con menor frecuencia, también se emplearon para los mismos fines conchas de otros géneros, cabelleras de pájaro carpintero, algunas pieles o láminas de obsidiana, etc. (vid. Gould, 1966: 71-74; Kroeber, 1925: 22 y ss.)– reflexionaba Du Bois (1936: 51):
Para arrojar mayor luz sobre la cuestión de la riqueza quizá merece la pena empezar por remitirse a los trabajos en que Paul Bohannan (1955; 1959) formuló, a partir de su etnografía de los grupos tiv del valle del río Benue, la idea de distintas «esferas de intercambio» funcionando en una «economía multicéntrica», pues, al menos en su punto de partida, el modelo graeberiano es en buena medida deudor de sus planteamientos. En cualquier caso, más allá de las críticas vertidas al hilo del debate formalistasustantivista (vid. i. a. Latham, 1971; Dorward, 1976; para un comentario actualizado, Parry y Bloch, 1989: 12-16; Guyer, 1995; Şaul, 2004: 80-81; Maurer, 2006: 20-22), lo cierto es que, con variaciones regionales, el fenómeno había sido ya ampliamente documentado en Oceanía –y se recordará, por ejemplo, que lo sobrevolamos cuando nos referíamos a la organización social de los clanes mae de las Tierras Altas de Nueva Guinea y sus diferentes pagos según qué prestación (vid. sup., fig. 4.2b)–, pero también en América, con el conocido estudio de Cora Du Bois sobre la «riqueza» en la integración social de los grupos atabascanos de las costas entre California y Oregón, conocidos como tolowa, chetco y tututni, por más que «estas divisiones tribales son categorías arbitrarias basadas en ligeras diferencias dialectates [y, en lo que atañe al comportamiento corporativo y a la identidad] en realidad había una serie de aldeas [...] reclamando territorios bien definidos» (Du Bois, 1936: 49; cf. Kroeber, 1925: 121 y ss.; Thornton, 1986).1
Hoy día el dinero es el medio esencial a través del cual opera nuestra economía de subsistencia y, secundariamente, ha adquirido valores de prestigio. En la sociedad tolowa-tututni la ecuación es diferente. La economía de subsistencia está separada del prestigio y el dinero opera en el este último ámbito [...]. Nada indica que su dinero haya sido otra cosa lado, Du Bois afirma este punto precisamente a través de una suerte de «episodio mutante» acaecido entre 1854-1855. Cuenta su informante: «“a Rogue River girl married a man from Port Orford [dos localidades tututni distantes algo más de 30 km la una de la otra]. That night the Port Orford people held a dance and the man’s father broke some strings of dentalia and threw them around. Anybody could pick them up [...]”. I should judge from this account that the idea of gift distribution had percolated down from the north in recent historic times and that a Port Orford man had attempted to imitate what he had heard or seen. Obviously, however, he had no ceremonial mechanisms at his command; nor did he have any assistance from his guests in carrying out a procedure which seemed nothing short of insane to them. The informant still laughs at the procedure, considers it a ludicrous performance, and is rueful that shi did not join in the general scramble which followed the scattering of the shells» (Du Bois, 1936: 52).
1 Aunque, continúa quien fuera alumna de Kroeber y Lowie en Berkeley, «inland the boundaries between village territories were less sharply delimited». Por lo demás, estos grupos se consideran una de las expresiones más meridionales de la «región cultural» de la Costa Noroeste de Norteamérica, a pesar de sus ostensibles diferencias para con las tradiciones de la Columbia Británica (vid. i. a. Kroeber, 1925: 898 y ss.; Codere, 1950: 63-64). Sin ir más lejos, la distribución y destrucción de riqueza les era enteramente ajena, así como la noción capitalista de interés, ambas instituciones fundamentales del potlatch; si bien, del otro
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La política salvaje más que un aparato para tratar una serie limitada de reconocimientos sociales.2
identificaban como descendientes agnaticios de un único hombre –Tiv– que vivió, según sus narrativas, catorce o diecisiete generaciones antes que ellos.
Incluso durante las ocasiones en que intersecan ambos ámbitos, éste no suele estar involucrado y, como al repartir los restos de una ballena varada en la playa o decidir la organización de la primera expedición de caza de focas de la temporada, las prácticas desplegadas «se relacionan con la sensibilidad acerca de valores de prestigio antes que con una verdadera lucha por los medios de vida en un sentido subsistencial» (ibíd.). Es decir, se refieren a derechos y deberes jerárquicos, y por ende al reconocimiento de la jerarquía, sin que ello pudiera llegar a comprometer el sustento de nadie.
Estas circunstancias complicarían harto su colonización bajo la doctrina del indirect rule que había sido aplicada con mejores resultados, sin ir más lejos, entre los hausa. «El jefe del “grupo residencial” [ya, traducido al inglés por compound] es la única persona en la tierra tiv –más allá del ámbito de los mercados [donde actuaban como jueces y policia los miembros del segmento anfitrión] y las relaciones padre-hijo y esposo-esposa– con una autoridad precisa en campos específicos sobre gente definida», escribiría Laura Bohannan (1970: 53; cf. ibíd.: 62-64), remarcando la validez de lo dicho incluso en el marco de la administración intestada por los británicos; «el mantenimiento diario de la paz, zanjando disputas relativas a deudas, robos, riñas, violencia contra las mujeres, etc., está en sus manos, y es en buena medida su firme autoridad y actividad constante lo que permite la fluidez informal de otros liderazgos políticos». Este grupo de residencia, empero, no era expresión ni parte de ninguna otra instancia de agrupamiento en el sistema segmentario tiv, al punto que la misma autora lo consideraría –al igual que cualquier otra referencia por debajo de la comunidad territorial (ipaven, literalmente «división», en el lenguaje de las relaciones humanas; tar, en referencia a su espacio físico)– más «doméstico» que «político» (Bohannan, 1952: 301). Cada ya estaba formado idealmente por dos anillos concéntricos de cabañas dispuestas en torno a una explanada: las del exterior, dormitorios y graneros; las interiores, dedicadas a la recepción. Su población variaba en función de las circunstancias demográficas y ecológicas del tar al cual perteneciera, sumando usualmente unas 17 o 18 personas pero alcanzando los grandes uya (plural de ya) las 80 personas en la región meridional, donde se registraban hacia mediados del pasado siglo una densidad de 212’4 habitantes por km2 hacia el límite sur, y 140 personas al norte del Benue, donde el registro era de 9’7 habitantes por km2. Sea como fuere, dicho jefe –al que se refieren los etnógrafos sistemáticamente como head– era casi siempre el hombre de mayor edad, quien, por añadidura, solía dar nombre al grupo entero de cara al resto de uya, sin que ello supusiera un tipo específico de relación parental con todos sus miembros.
Pero, en cualquier caso, la formulación más sólida e influyente al respecto de las esferas de intercambio fue innegablemente la de Bohannan (vid. Piot, 1991: con bibliografía), como decíamos, multiplicada por las ideas polanyianas de un tipo –moderno– de dinero «para todos los usos» (general purpose money) y uno restringido a determinadas funciones (special purpose money), establecidas de manera independiente dentro del sistema económico –o entonces, mejor, «social»– como una forma teórica de atajar en la práctica la discusión sobre la naturaleza y función original del dinero (Polanyi, 2014a: 208-210; Bohannan, 1959: 491-492; cf. Saiag, 2014). Dediquemos un tiempo a conocer mejor el caso de estudio.
1. ¿Qué compra el dinero de «los otros», por ejemplo entre los tiv? En franca expansión territorial para el momento en el cual el Reino Unido declaró el Protectorado del Norte de Nigeria, sumiéndolos nominalmente en su órbita colonial, el 1 de enero de 1900 (vid. Dorward, 1969; Ikime, 1973; Edwards, 1984: 110; Bohannan, 1957: 8 y ss.), la población tiv no dejó de crecer; quizá incluso se aceleró su crecimiento en las décadas subsiguientes a la conquista, pasando de 600.000 en 1933 a 800.000 cuando realizaron sus trabajos de campo Paul y Laura Bohannan, veinte años después. No obstante las cifras, estos bantoides, cultivadores de ñame, mijo y sorgo, y, con mucho, el «grupo pagano» más numeroso de la región –por «no musulmán», en comparación con los vecinos reinos hausa y fulani–, se caracterizarían a la vez por la ausencia de gobierno político y por un patente sentido de unidad tribal, según el cual todos ellos se
La cosa cambiaba en los uipaven, siquiera porque más del 80% de los hombres residían en la tierra asociada tradicionalmente a su línea agnaticia (ityô). Compuestas por entre cien o doscientas personas hasta cerca de un millar y medio, estas divisiones mínimas con sentido político fueron descritas eventualmente como «aldeas únicas dispersas en grupos de residencia»;3 una dispersión que, a su vez, se
2 Nótese la dirección en que Du Bois, apoyada en lo que califica de principio de «preponderancia de los medios sobre los fines» según lo definiera la teoría ficcionalista del filósofo alemán Hans Vaihinger (Die Philosophie des Als Ob: System der theoretischen, praktischen und religiösen Fiktionen der Menschheit auf Grund eines idealistischen Positivismus, 1911 para la primera edición), traza el desbordamiento de la significación del dinero en nuestras culturas y sociedades, dando con ello por bueno –quizá inadvertidamente– el discurso económico sobre el «origen cataláctico» general de nuestro dinero. Pero, ¿qué tienen los metales preciosos que mueva a pensarles un principio de consumo, una utilidad, diferente en principio a la del Dentalium? (vid. inf., cap. 5.4).
3 La descripción del paisaje aportada por la antropóloga estadounidense resulta de lo más gráfica: «a consistent and characteristic pattern of settlement makes Tivland readily reconigzable from the air [...]. Flying from north to south one notices the lessening proportion of bush, the smaller size of individual farms, and the drawing together of farm and compound that mark increased density of population. But nowhere can
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Con todos, nosotros, los salvajes habría visto redoblada tras la «pacificación» colonial, con el abandono de las empalizadas que habían fortificando varios grupos residenciales en aquellas regiones otrora más frecuentemente expuestas a la guerra (Bohannan, 1954: 5 y ss.; Fardon, 1984: 5; cf. Ogundele, 2005).
como cuando se les dejaba de percibir significativamente en la causa del «nosotros» frente a ese cualquier «los otros» definido en cada situación. Precisamente a propósito de la identidad y la defensa de los intereses y el bienestar del individuo –¿o sería mejor decir «de la persona» (cf. Leenhardt, 1995)?– se articulaban en este punto, además, la institución de las «clases de edad» (age sets) movilizables en los diferentes ámbitos de circunscripción del tar, así como, sobre todo, otras líneas de agnados emparentados con ego, conocidas en general bajo el término igba que, cuando no iba acompañado de más señas, solía hacer referencia específicamente al ityô materno (Bohannan 1952: 303 y ss.; 1970: 38; Edwards, 1984: 81-83). Y es aquí donde la descripción etnográfica sobre los tiv torna a la cuestión de los intercambios, la economía y el dinero.
Las mismas designaciones de uipaven y utar –o ityar, dependiendo de la variante dialectal– eran aplicadas a segmentos mayores del sistema, hasta alcanzar el tar tiv: el conjunto del «país tiv» (Bohannan, 1955b: 138-139; Bohannan, 1970: 39 y ss.). Así, el principal lenguaje político entre ellos era el de unas genealogías cuya volubilidad estratégica, contra el corsé de categorías absolutas en que acostumbraba a pensar el Estado colonial –como acostumbra todo pensamiento de Estado– y su Historia, captó magistralmente la autora estadounidense en su «carta» de 1952. Fue esa incomprensión de base, que sólo comenzaría a atajar la formulación antropológica del sistema segmentario, a partir de los años cuarenta,4 lo que dificultó la administración británica, enfrentada a la situacionalidad de las convocatorias de reunión de los ancianos en diferentes anchuras y profundidades de segmentación, y a la inconsistencia de unos liderazgos individuales de los cuales Laura Bohannan (1970: 5859) explicaría que se salían de su rol «legítimo» –y, por consiguiente, de sus posibilidades políticas– tan pronto como trataban de inmiscuirse en los asuntos de cualquier segmento al cual no pertenecieran situacionalmente, en el caso concreto que les ocupaba en ese momento, así
De la misma manera que los atabascanos de que nos hablaba Du Bois, estos bantoides con quienes convivieron los Bohannan a mediados de la pasada centuria habían diferenciado en sus prácticas tradicionales una categoría de cosas intercambiables relacionadas con el sustento (yiagh) y constituida por comestibles, vegetales producidos localmente, pollos, cabras, herramientas domésticas y agrícolas, y otra que Paul Bohannan (1955: 62) designa según la voz tiv para «prestigio» (shagba), donde se incluían el ganado bovino, los esclavos y un tipo de ropas conocido como tugudu, así como las famosas varillas de hierro, cobre y, en especial, latón, introducidas en grandes cantidades por los europeos en su comercio con los costeños de la zona del río Cross a partir del s. XVII, pareciera que copiando modelos indígenas anteriores (cf. Jones, 1958; Latham, 1971: 599-600). También los del Benue articulaban la circulación en sendas esferas según lógicas e instituciones diferentes, siendo que mientras en la primera lo hacían bien en respuesta a obligaciones parentales o como pequeños dones en el marco de relaciones interpersonales específicas (Graeber, 2011b: 104-015), bien libradas al trueque –i. e.: en principio, sin la intervención de ningún «dinero» (vid. Mikesell, 1959)– según precio concurrencial en los mercados locales, controlados por las mujeres, los de la segunda clase, en manos de los hombres, se habrían intercambiado entre sí, o en pago por títulos y servicios rituales.
one see any clustering of compounds, patterning of paths, or strips of no-man’s lands that might mark off territorial groups. Tiv boundaries are social facts» (Bohannan, 1970: 34). 4 Pero cf. las críticas ulteriores a ese modelo interpretativo; para el caso de los grupos tiv, por ejemplo, las firmadas casi simultáneamente por Richard Fardon (1984; 1985) y Michel Vernon (1983: con bibliografía). El caso del primero nos es especialmente interesante en la medida en que plantea una suerte de «desenfoque» basado en el análisis de la práctica; y concretamente, de la práctica cotidiana. Considera el profesor de la School of Oriental and African Studies de Londres que «the Bohannans’ model is asking a lot of the lineage system and, in the process, is in danger of arriving at circular arguments. Not only is the segmentary lineage system the basis of social organization and the idiom of intergroup relations, reacting flexibly to changes in the relative strengths of the groups; but, while standing apart “conceptually” from the affairs of everyday life, it is “used” to adjust the disturbances to which social systems are prone» (Fardon, 1984: 8), descripción que empezaba a acercarse determinantemente a la idea del discurso social, más que a la de estructura en los términos en que lo venía planteando la Antropología. Así, «the paramount position accorded to the segmentary lineage by the Bohannans systematically understates the importance of other Tiv social institutions and, through failing to define the political process in terms independent of the Tiv genealogy, actually inverts the processes of political action [definida por Fardon “simply as competition to control or influence the outcome events, without making any a priori judgements about the resources which may be employed in the process”]. Instead of looking at the system from the top down –in terms of descent from Tiv– as the Tiv tend to do, I shall try to locate a core of basic procedures in Tiv social organization and see whether they can be held to reproduce the macro-level features of the society», y hete aquí el segundo motivo por el cual resulta especialmente interesante este trabajo para lo que nos ocupa: «seen thus, the problem of the Tiv social organization revolves around the absence of State formation. Over a hundred years of expansion into the Benue valley, accompanied by rapid population growth, wars and proximity to trade routes –all those features which are usually held to explain the formation of the State– apparently left the Tiv an uncentralized yet strongly self-conscious ethnic category. Ethnographically this outcome is quite unusual» (ibíd.: 8-9); a lo que cabe preguntarse, ¿y arqueológicamente?
Ninguno de estos bienes [shagba] entró jamás en el mercado tal como estaba institucionalizado en el país tiv, incluso a pesar de que un economista pudiera encontrar el principio de la oferta y la demanda operando en los intercambios que los caracterizaron. El cambio positivo de bienes tenía lugar en ceremonias, en más o menos ritualizadas demostraciones de riqueza, y en las ocasiones en que los «doctores» ejecutaban sus ritos y prescibían medicinas. (Bohannan, 1959: 493) En todo caso, la cuestión no es tanto la estanqueidad de unas esferas que, no en vano, parece claro que se 133
La política salvaje Fig. 5.1a. Esferas de intercambio tiv según Bohannan. El eje vertical constituye también un eje de valoración relativa, donde las «posesiones» más significativas socialmente serían las que atañen a otras personas. Tal vez esto podría extenderse genéricamente, visto del revés, hasta comprender todas las obligaciones reconocidas para con un agente dado; pero en cualquier caso, lo que no puede entenderse extensivamente es la propia categoría de «persona», siendo que, como decíamos, la posesión de esclavos se habría comprendido junto a la de bienes como el ganado, ciertas ropas o las varillas metálicas: en lo estricta o restrictivamente relativo al prestigio.
comunicaban en circunstancias de necesidad especiales, como el hecho de que, siendo cosas «naturalmente» distintas, el enjuiciamiento moral de un intercambio dado era del todo diferente en función de si se conducía en horizontal, dentro de su misma categoría, o en vertical, a cambio de bienes de un valor cualitativamente superior, o inferior, a lo intercambiado.5 El estadounidense se apoyó en esto para proponer también una terminología diferencial, llamando «transferencia» (conveyance) a los fenómenos de la primera índole y «transformación» (conversion) a los de la segunda (fig. 5.1a); y la oportunidad de su propuesta la refrenda el que los propios tiv significaran la ventaja en la transferencia mercantil apelando a un aspecto de la suerte eventualmente relacionado con la situación ritual
del individuo –kasoa, la misma palabra que designa la acción y el lugar del mercado–, pero nunca así para las transformaciones, que se explicaban en los términos del éxito personal, de la posesión de un «corazón fuerte», con la consiguiente repercusión en un mayor, o menor, prestigio (Bohannan, 1955: 60-61, 64-65).
A este respecto, merece la pena cf. la revisión crítica que Gould (1966) hiciera de las «esferas» tolowa planteadas por Du Bois; precisamente porque, negando su estanqueidad, arriba a conclusiones prácticas muy similares a las que veremos sugerir a Bohannan en último término, incluso esbozando más o menos inadvertidamente una circulación matrimonial –aquí en su mayoría contra el pago de «riqueza» (ibíd.: 74 y ss.), si bien se documentan otras soluciones como un intercambio de hermanas (məstusłe łąrix) no siempre resuelto directamente en sendos matrimonios, sino a veces con miras a amortizar el pago en un segundo movimiento con otro agente– que a la postre ensambla todo el sistema económico: «ambitious Tolowa men could increase their wealth by means of rational manipulation of the existing institutions of their society. Elements of luck and kinship were also present, but the initiative for such manipulation lay with the individuals themselves [...]. Brideprices and compensatory payments were generally made openly and were often much-discussed in public; but exchanges of “treasures” for food were done privately and were a matter of particular instances of need where the value-equivalents arrived at were highly variable and not widely known or remembered» (ibíd.: 86-87). En todo ello vendría jugando un papel crucial el contexto performático, evitándose vehementemente cualquier interacción que supusiera la redistribución de riquezas en el interior del grupo corporativo aldeano –donde, sin embargo, la «liberalidad» del jefe (mįhušre) con la comida era condición de su prestigio (cf. Sahlins, 1983: 235 y ss.)–. Así, «the “scheming parsimony” found in what Du Bois terms the prestige economy extended to subsistence matters. Marriage was a way a man had of securing rights to women’s labor in the realm of subsistence goods [téngase en cuenta la práctica de la poliginia entre estos atabascanos], and the institution was characterized by manipulative devices such as halfmarriage [sin la transferencia de derechos de filiación], infant-betrothal, and sister-exchange» (Gould, 1966: 87).
Compartiendo esencialmente el mismo esquema categorial asociado a esencialmente los mismos juicios de valor en sus interacciones prácticas que los registrados entre los bantoides del Benue, Piot (1991: 407) asumía de la crítica formalista el que las transformaciones entrañan una forma de comportamiento maximizador similar, o al menos asimilable al que nuestra Economía formula para explicar el movimiento de los mercados modernos. Quizá precisamente por esa razón, abocado a preguntarse en todo caso qué es lo que se maximiza y por qué, el profesor de la Duke University prefería poner el foco de su investigación en los intercambios que, todavía en la década de 1980, los kabiyè realizaban por fuera de sus propios mercados y, por ende, en contextos que expresan sobre todo la voluntad de los agentes de permanecer engranados en una relación social cuyo desarrollo entraña, a pesar de todo, eventualmente un «potencial transformativo».
En un estudio dirigido de algún modo a «desexcepcionalizar» la imagen que de los tiv se compuso la Antropología regional tras los trabajos de los Bohannan, Charles D. Piot aporta alguna información interesante que añadir a la reflexión; esta vez referida a las poblaciones kabiyè de la familia lingüística voltaica asentadas, en origen, en las riberas del Kara, hacia el centro-norte de la actual República Togolesa.
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El primer punto interesante en esto es aquél por el cual los discursos indígenas del valor se muestran lo suficientemente plásticos como para incentivar una dinámica de deuda y asimetría alterna que alimente dicha relación y la prolongue en el tiempo, incluso aunque el 134
Con todos, nosotros, los salvajes «mecanismo de arranque» empleado no sea el regalo (hao) –por ejemplo, de pequeñas cantidades de cerveza los días de mercado– o el préstamo (sumloro) –por ejemplo de un campo o de un animal, con miras a darle un uso productivo y con la única obligación moral de devolverlo una vez alcanzado el objetivo que motivó la solicitud, pero que puede dar lugar, a su vez, a regalos que requieran ser devueltos–, sino también en los intercambios de tipo transferencia (kolosoro). A decir de Piot (1996: 38 y ss.) dicha plasticidad pasa por una valoración situacional que tan pronto se construye sobre una versión particular de la Teoría del valor-trabajo6 –i. e.: de la participación humana en la producción de una cosa, o en la producción de otro humano–, como apela a criterios más subjetivos, como los que a la postre rigen la concurrencia también en un mercado local cuyos intercambios, sin embargo, no «actualizan» relación social alguna.7
fase más claramente caracterizada por el juego de dones y contradones, en la forma de invitaciones solemnes a un comensalismo que implica a las familias respectivas y supone el consumo, a expensas del anfitrión, de animales culturalmente significados con la riqueza. Es la alternancia de tales invitaciones, cuyo retorno suele verificarse en el plazo de un año, la que pone a los agentes en deuda a la vista de todos. Sin embargo, como avanzara mucho antes Mauss (2012: 155 y ss.) al formular la «obligación de devolver» en referencia al paradigmático potlatch, los movimientos típicos del ciclo «don-contradón» no tienden a equilibrarse con cada nuevo pago, sino a aumentar; porque los agentes no suelen persiguir tanto la resolución de la relación que los traba socialmente como la inversión de las posiciones jerárquicas de superioridad-inferioridad que ocupan en ella. También en este caso, mucho más «doméstico» –digámoslo así– que las grandes ceremonias norteamericanas de finales del s. XIX y principios del XX, la costumbre obliga a sacrificar, con cada nueva invitación, mayores riquezas que las que sacrificó antes la contraparte. Ahora bien –y éste es el segundo punto de interés en el texto de Piot–, alcanzado cierto techo en su desarrollo, se espera que la masa relacional adquirida a través de los años de ikpanture precipite de nuevo una «transformación» de la materia de sus intercambios, hacia un ámbito significativamente diferente de los anteriores: el del matrimonio.
Cuando a petición de uno de ellos, y al margen de este mercado, dos agentes se intercambian gallinas de diferente color, por ejemplo, con miras al cumplimiento de las especificidades sacrificiales de determinado ritual, «son las necesidades –desiguales– de quienes negocian las que crean un intercambio desigual de productos iguales»; pero ello no es óbice para que formalmente, y así, al juicio público, la operación se haya resuelto en equidad: «la desigualdad permanece oculta», relata el etnógrafo las confesiones hechas en privado, «para que si –como ocurre a menudo– el intercambio no conduce a sitio alguno [i. e.: a cimentar una ulterior “amistad” (ikpanture)], ningún lado deba sentirse obligado con el otro» (Piot, 1991: 412). Si, por el contrario, progresase positivamente, con el tiempo la relación ingresará en una
Porque, en efecto, tanto los kabiyè como los tiv reconocen una «tercera esfera» a razón de la cual «la categoría más alta y singular de valores de cambio contiene una sola cosa: derechos sobre seres humanos no esclavos, y particularmente derechos sobre las mujeres» (Bohannan, 1955: 62). No en vano, la tendencia a convertir objetos en uno u otro tipo de relaciones sociales dependientes es tan persistente y está tan explícitamente atestiguada en la región que, en las décadas siguientes a los trabajos de Bohannan, hará amplía fortuna el concepto de «riqueza en gente» (wealth-in-people) entre los antropólogos africanistas (cf. Guyer, 1993; 1995: con bibliografía). Es precisamente de esto de lo que pretendía dar cuenta Graeber al emplear de un modo general la fórmula de «economías humanas» al final del capítulo anterior.
6 Es decir: tan «particular» como aquella otra que, en nuestras sociedades y culturas de orientación, establece qué es trabajo productivo y qué no (vid. sup., cap. 1.1). Cf. ambos discursos con lo anotado por Guyer (1993: 255), de una manera más general, sobre el trabajo y la idea –cardinal a todo esto– de «realización personal» a partir de su experiencia en el África ecuatorial; y valórese si no es acaso aplicable a todas partes: «only certain kinds of activity that we would include under the rubric of “work” [...] were considered to create value, or in Melanesian terms, conferred authorship [...]. The Western concept of “labour” merges the two [actividades desarrolladas por el protagonista de una narración beti, sucesivamente como esclavo y liberto] in ways that mask the interplay of quality and quantity in the cultural and historical dynamic. The kinds of work that created personal “reality” were culturally delineated; they excluded but also included activities that a Western concept of labour does not». Cf. asimismo el discurso cabileño donde, «más que un imperativo económico, la actividad es un deber de la vida colectiva. Lo que es valorizado es la actividad en sí misma, independientemente de su función propiamente económica, en tanto aparece como conforme a la función propia de aquél que la realiza» (Bourdieu, 2012: 286-287), y realizándola, realiza el «orden» social, tal que un contínuo entre la técnica y el ritual, el trabajo y la producción; disloca, de hecho, producción y consumo coadyuvando a sumergirlas en la práctica de la comunidad del «nosotros» (vid. sup., cap. 2.6). «Esas diferentes formas de reafirmar la solidaridad encierran una definición implícita de la virtud fundamental, a saber, la conformidad cuyo reverso es la voluntad de singularizarse» (Bourdieu, 2012: 287). 7 Bohannan (1955: 60) es muy explícito para el caso tiv: «a “market” is a transaction which in itself calls up no long-term personal relationship, and which is therefore to be exploited to as great as a degree as possible. In fact, the presence of a previous relationship makes a “good market” impossible [...]. Market behavior and kinship behavior are incompatible in a single relationship, and the individual must give way to one or the other»; ¿no es acaso intercambiable, casi palabra por palabra, con la reflexión simmeliana que citábamos más arriba (vid. sup., cap. 4.5)?
En el caso de los voltaicos, el ciclo liga al menos a tres generaciones, siendo que los iniciadores de la ikpanture acuerdan, casando la hija de uno con el hijo del otro, un intercambio que por norma se saldará sólo con el matrimonio de sus nietos, a la sazón «primos cruzados» –es decir: respectivamente FZD y MBS, según si se mira desde el lado masculino o femenino; y es que no es por nada que Lévi-Strauss hallara en la recurrente preferencia por este último tipo de matrimonio la «estructura profunda de la reciprocidad»–,8 si es que circunstancias prácticas 8 Si bien es cierto que el propio Lévi-Strauss (1998: 179 y ss.) reconoció la anterioridad del mismo «descubrimiento» por parte de Frazer, en el segundo volumen de su Folk-lore in the Old Testament: Studies in
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La política salvaje de algún tipo no obligan a buscar otras soluciones para la «devolución» de la mujer adeudada; por ejemplo, retrasarla todavía una generación más, hasta FFZSD (Piot, 1991: 414-416, 420, nota 12). Sea como fuere, la caracterización de este segundo matrimonio como un «retorno» es evidente, y los kabiyè dirán de la esposa tras las nupcias: omula ogbiɖi ro, «ella ha vuelto a su banqueta de cocina». Pero lo fundamental es que, desde ese momento, las familias que habían estado vinculadas por la ikpanture pasan a ser una sola «casa»; a ser lo mismo –pa we korum–. Y las obligaciones que traban a sus miembros pasan a ser las obligaciones del parentesco.9
494) llega a calificarlo como el único matrimonio «verdadero» antes de la colonización. Este sistema se apoyaba en la institución del tutelaje (wardship), que en este caso vehiculaban pequeños grupos de agnados cuyos hombres –de 1 a un máximo de 65 hacia 1950, siendo lo habitual un par de decenas (Fardon, 1984: 1213)– se redistribuyen los derechos matrimoniales de las mujeres en tutela (angôl, singular: ingôl) con el fin último de intercambiarlas, a su vez, por esposas para sí; en ocasiones de manera indirecta, después de varias operaciones. Sin embargo: Debido a sus muchas impracticabilidades [de las cuales una no poco importante en la decisión final parece haber sido la aquiescencia de la novia], el sistema tuvo que ser de alguna forma apuntalado para funcionar: una de estas formas fue la provisión de una «fianza» durante el tiempo de la demora; otra, reconocer tipos alternativos de matrimonio como vinculantes hasta cierto punto. Ambos elementos han llegado a confundirse de algún modo porque, justo antes de la abolición del matrimonio por intercambio [a instancias de la administración colonial] en 1927, la tendencia era tratar sistemáticamente el resto de matrimonios como si fueran «retrasos» en la consecución de éstos. (Ibíd.: 495)
De vuelta al valle del Benue, siguiendo la lógica de la transferencia en una formalización sincrónica, la costumbre tiv habría privilegiado en principio el ideal del intercambio directo de hermanas ejecutado en la misma generación, al punto que Bohannan (1959: comparative religion, legend and law (1919 para la primera edición), la distancia que separa las reflexiones de ambos es también clara. Básicamente, la crítica levistraussiana se dirige a los efectos derivados de la concepción evolucionista que mantiene el escocés; en especial, a la idea por la cual el intercambio de mujeres –y el matrimonio entre primos cruzados en que eventualmente resulta cuando se difiere su retorno– da solución a la «necesidad económica de pagar una esposa en moneda natural». A su parecer (Lévi-Strauss, 1998: 183-185), «Frazer imagina a un individuo abstracto, dotado de una conciencia económica; luego trasporta a ese individuo a través de las edades, hacia una lejana época donde no existe ni riqueza ni medio de pago, y en esa situación paradójica le hace descubrir, por una visión profética, en la mujer misma un sustituto anticipado de su propio precio»; sin embargo, para el francés la irreductibilidad del intercambio a una mera modalidad de la compra –la verdad sería, en todo caso, la contraria– la pone de manifiesto el propio Frazer cuando se atasca en la explicación del por qué, entonces, no es aceptable cualquier mujer en cambio de otra: «en primer lugar, Frazer plantea la existencia de bienes económicos; entre esos bienes económicos incluye a las mujeres y comprueba que, desde el punto de vista económico, es exactamente igual intercambiar hermanas entre primos cruzados y entre primos paralelos. Sin duda; y desemboca así en un callejón sin salida. Por el contrario, nosotros postulamos en primer lugar la conciencia de una oposición: oposición entre dos tipos de mujeres o más bien entre dos tipos de relaciones que se pueden mantener respecto de una mujer». La fuerza del planteamiento de LéviStrauss reside en el hecho de que, evidentemente, aquello que une a hermanos y primos paralelos y los opone a los primos cruzados no puede ser la proximidad biológica, sino los signos sociales de la igualdad y la distinción complementarias; «a partir de esa oposición primitiva, se construye una estructura de reciprocidad» (ibíd.: 184, 187; cf. i. a. Bloch, 1989; Godelier, 2011: 123 y ss.). 9 Resulta evidente que la descripción etnográfica aportada por Piot cumple punto por punto con lo enunciado teóricamente por Bateson sobre los procesos de fusión de grupos en contacto (vid. sup., cap. 4.5). Cf., para los de conservación en equilibrio dinámico, lo apuntado por Godelier (2011: 132-135) a propósito de las prácticas matrimoniales en algunas de las sociedades papúes caracterizadas por la institución de los big men y los festivales agonísticos tipo moka, donde «direct sister exchange, while theoretically known, was not practised and was even explicitly forbidden». Así, además de las «riquezas» prescriptivas en pago por los derechos sobre la novia, entre los melpa no sólo tiene lugar una serie de dones recíprocos en cerdos y diversas conchas entre las familias con motivo de una alianza matrimonial, sino también de lo que podría considerarse propiamente una «dote» (cf. Goody, 1973), aportada a la pareja por la familia de ella y consistente en los cerdos con los cuales harán frente a futuras prestaciones sociales, de modo que, «by endowing their daughter with this “productive capital”, the members of her lineage establish themselves as the future couple’s primary moka partner [...]. This example tells us why, with a few exceptions, marriage in potlatch societies cannot be based on the direct exchange of women. Such a system would risk short-circuiting the competition between groups in the exchanges of wealth that give access to titles, ranks and functions –whose number is limited– as well as to power and renown».
Y hete aquí la conexión con la hipótesis de Rospabé, pues, en efecto, estas «fianzas» estaban constituidas por algunos de los elementos que circulaban como signo del prestigio en la segunda esfera de intercambios descrita por Bohannan; especialmente aquellos identificados por los europeos como «dinero» –y de ahí el que el gobierno europeo considerara estar simplificando el sistema al reducir legalmente todos los matrimonios al modelo de bridewealth, por otro lado, bien documentado en algunos otros grupos de la región y, en especial, en las colonias del sur y este de África–. Pero de nuevo, concluye Bohannan el pasaje citado, «en tales situaciones [donde se proveía una “fianza”], las varillas de latón o el ganado “nunca” eran equivalentes de cambio por la esposa; [porque] el único “precio” de una mujer es otra mujer». O lo que es lo mismo: fuera lo que fuese tradicionalmente, ese dinero no habría sido un medio de pago entre los tiv. Al menos, no un medio para pagar la deuda en torno a la cual gravitaba toda esa circulación, aunque sí «comprara», a fin de cuentas, algo. Porque precisamente a causa de tal pago, las condiciones de este segundo modelo matrimonial –kem kwase, refiriendo kem «la entrega de un número de pequeñas cosas hasta que alcanzan un total grande» (Akiga Sai, en Fardon, 1984: 11), un pago que no anula ni la deuda ni la relación que ella establece y, por ende, interpreta Bohannan sin más como «acumulación de mujer o esposa» (cf. Bohannan, 1957: 73)– resultaban en una filiación de la futura progenie diferente de la normalmente reconocida en los matrimonios «verdaderos», fruto de reciprocidades «completas».
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Con todos, nosotros, los salvajes Echando mano de la terminología empleada por Laura en su reevaluación de los regímenes conyugales del antiguo Dahomey, según la distribución de lo que dio en llamar «autoridad jurídica» (Bohannan, 1949: 278-279), Paul explicaría cómo:
de sublimación del «ideal transformativo»: obtener derechos sobre las personas a cambio de riqueza; cuando no a cambio de nada, mediante el rapto y la guerra contra «los otros»; extremos ambos de la reciprocidad negativa sahliniana anteriores a la interrupción que supuso la colonización europea.
En el matrimonio por intercambio, tanto los derechos in genetricem –aquellos referidos a la filiación de la descendencia de una mujer– como los derechos in uxorem –aquellos referidos al desempeño sexual, doméstico y económico de la propia mujer– eran adquiridos automáticamente por los maridos y sus linajes. En los matrimonios kem, sólo se adquirían los segundos; [y así] para filiar a los hijos de una esposa kem, debían hacerse pagos adicionales a sus tutores [aquel grupúsculo significativamente llamado mbaye ingôl i môm: «quienes comen una tutelada»]. Tales pagos eran realizados a razón de los niños, y no por los derechos in genetricem de su madre, que solamente podían adquirirse mediante el intercambio de derechos equivalentes en otra mujer. (Bohannan, 1959: 459)
También Richard Fardon (1984: 9-10, 12) apelaría a tal dispositivo cultural acicateando, desde la microfísica de la práctica familiar, la «sorprendente unidad tribal» en la descentralización y el igualitarismo segmentario, desde el momento en que el mantenimiento de la lógica reciprocitaria coadyuvaba a una suerte de endogamia femenina dentro de los márgenes de la sociedad, mientras que la ausencia de una reciprocidad equiparable para con las tribus vecinas, maximizaba el potencial demográfico tiv sin llegar a desplazar un ápice su punto de mayor tensión social, en las relaciones que trababan horizontalmente a los miembros masculinos de un mismo ityô, y en especial a aquellos que convivían y compartían angôl. Estas tensiones hallan su plasmación ideológica entre las conocidas ambigüedades del tsav: noción «cuyos significados [escribe Adrian C. Edwards (1983: 467)] pueden oscilar desde el conocimiento o la sabiduría, en su acepción más amplia, hasta la brujería y su sustancia». Una sustancia localizada –como, de seguro, ya se imaginará– concretamente en el pecho, como coágulos sanguinolentos en el pericardio. Equiparado por algunos agentes británicos al concepto austronesio de mana (vid. inf., cap. 6.2), Paul Bohannan optó por sujetarlo únicamente a la idea de «poder» (power) para llamar la atención, en sus despliegues sociales prácticos, sobre la «confusión sujeto-objeto» que subyace y media entre los fenómenos de compulsión de la autoridad y la brujería. Pero sea como fuere, todos los autores coinciden en que tsav «tiene siempre un espectro de connotaciones vagamente siniestro, incluso aunque los tiv distingan entre un empleo colectivo por parte de los ancianos [mbatsav: los “hombres poderosos”, o también la “liga de los brujos”], regulado hasta cierto punto, y otro individual y temerario, motivado por la mera codicia; es verdad que tiene aspectos políticos, pero esto sirve más para indicar el recelo tiv hacia toda forma de poder que para probar la inocencia del tsav». Porque a pesar de su eventual papel en los rituales de «reparación» del tar, parece claro que su uso discursivo «no refleja una implacable efectividad de parte de los ancianos tanto como el rechazo de la sociedad tiv a conceder carta de legitimidad siquiera a aquellas limitadas estructuras de poder [y en tanto “estructuras”, quizá mejor “de autoridad”]» (Edwards, 1983: 467, 470; cf. Bohannan, 1958: 2-3; 1955b: 146-148).
Ello implica que los niños nacidos de matrimonios que no se habían resuelto en un intercambio de mujeres se adscribían por defecto al ityô del tutor de la madre, mientras que las niñas, además, serían angôl de su grupo, estableciéndose así los parámetros de la particular versión tiv de la distinción pater-genitor y, por supuesto, del desarrollo de diferentes estrategias familiares entre sus clivajes.10 En este sentido, Bohannan (1955: 65-66) destacaría la consecución de matrimonios al margen del propio grupo de tutela como un objetivo individual de primer orden en la lucha por la preeminencia social de un hombre dado, siendo que los derechos sobre las hijas habidas de este modo recaerían exclusivamente en sus descendientes masculinos, a la sazón constituidos en grupo de tutela a tal fin. Se certificaba así la «fuerza» de su corazón. Se distinguía y singularizaba en una suerte Por su parte, Laura Bohannan (1949: 277) ya había especificado para Dahomey cómo, según el modelo que Herskovits (Dahomey: An ancient West African kingdom, 1938 para la primera edición) denomina «child stay father house», el cual solían promover para sus hijas y sobrinas agnaticias –idealmente BD– los jefes de los segmentos de linaje con pocos herederos masculinos, «the man [el futuro marido] furnishes all the bridewealth, with one exception: he is expressly forbidden to give the ritual payments which would bring “spiritual sanction from the ancestral founder for the children to belong to the father’s sib”». Una estrategia similar era seguida en todos los casos por la familia real, cuyas mujeres eran desposadas con fines políticos tras la fórmula ritual dirigida al marido durante la ceremonia: «you did not give the gifts that are customarily required of husbands. You did not perform the xɔ́ŋgbô [the ritual payments]. Therefore know that you have no rights over this girl. She is your wife and you are her husband, but the children born of your mating will be members or the royal family. Yours is not the right to ask of a diviner the name of the ancestral soul from which the soul of your children derives, for their souls are of the royal ancestors. You must not take her to your tͻhwíyŏ [lineage founding ancestor] to tell him you have made this marriage, for your tͻhwíyŏ has no rights over this girl»; de lo cual concluye la estadounidense: «such a formula is, probably, applicable in all cases in which the ritual payments are not made, and hence the children, being under the ritual authority of the mother’s ancestors, are fully eligible for lineage office with its ritual duties connected with ancestor worship» (ibíd.: 280; vid., para otros casos regionales al hilo de la problemática tiv, Fardon, 1985). 10
La cuestión es que, en esas confusiones, se entretejía una forma «antinatural» de hacer crecer el tsav, mediante el consumo de carne humana. Según cuenta Laura Bohannan (1970: 60-61), un hombre podía ser invitado a comer por un insospechado miembro 137
La política salvaje más allá de la norma institucional– orientado, empero, a la preservación de la cultura sociopolítica tiv y sus instituciones, en lo que haríamos mejor en calificar como contramovimientos que devuelven la fluidez a una estructura de poder y autoridad cuyo desarrollo normal tiende a esclerosarla antes o después. Y poniéndolo todo en relación con las endebleces que se ha achacado a los patrilinajes tiv comparándolos con los de aquellos grupos vecinos cuyas estrategias matrimoniales sí permitían retener, por sistema, los derechos in genetricem en algún punto dentro de la sociedad, dando lugar a una facción institucionalmente distinta y distintiva, cabe todavía una consideración, resumida a la perfección por Fardon (1985: 88-89): «el mismo fracaso en controlar la competición en los niveles inferiores [de la estructura agnaticia] y en la cristalización de las desigualdades temporales mediante la reivindicación de derechos perpetuos de tutela, otorgó el dinamismo a la organización social tiv que contribuyó al éxito de su expansión en las llanuras del Benue los dos siglos anteriores a la imposición del dominio colonial». Desde luego que cabría preguntarse, entonces, hasta qué punto es lícito continuar tildando nada de esto de «fracaso», pero detengámonos aquí por el momento.
del mbatsav, y engañado para ingerir los restos de alguna víctima que el anfitrión hubiera hechizado entre los de su mismo ityô. Ello le valdría al invitado adquirir un enorme poder que lo tornaría asimismo en brujo; pero le hacía también incurrir en una «deuda de carne» que solamente podría pagar sacrificando a sus propios agnados, de donde las enormes suspicacias que generaba en estos grupos de parientes no sólo la muerte de alguno de ellos, sino cualquier preeminencia entre quienes –justamente– debían de ser iguales.11 Explica también la erupción periódica de «movimientos contra la brujería» a lo largo y ancho del país, bien documentados al menos en 1912 y, otra vez, a finales de esa década o principios de la siguiente; como en 1929; y de nuevo, en 1939; aunque hay motivos para pensar que los hubo, asimismo, antes de impostada la administración colonial y sus registros escriturarios (vid. Bohannan, 1958). Si bien las instituciones y relatos en liza varían de unos a otros episodios históricos, todos los citados comparten la difusión de un elemento exógeno que se revela capaz de detectar el tsav y sus malas artes, como determinados ritos importados desde tierras vecinas que guían una serie de intervenciones para erradicarlas por parte bien de las «clases de edad» militares, o de los propios oficiantes de tales cultos y sus seguidores, o bien, incluso, del gobierno europeo, movilizado por los indígenas contra supuestos integrantes del mbatsav en los sucesos de 1929. De hecho, a pesar de que la envergadura de la organización parasocial levantada puntualmente durante los de 1939 recomendó, entre otras medidas gubernamentales, evacuar a los misioneros de algunas regiones, «en líneas generales [...] el movimiento no fue antibritánico; fue antiautoritario, y particularmente contrario a aquellos hombres a quienes los británicos habían investido con poder “legítimo”» (ibíd.: 8). Esto ha valido en última instancia para ver en tales procesos un mecanismo «extranormal» –i. e.:
Por lo pronto, a ojos de Graeber, en la medida en que se asume el principio de sustitución que permite transitar «verticalmente» –aun con determinadas cortapisas– porciones crecientes del espectro de intercambios que se verifican en el seno de un grupo humano, y en especial, aceptar «riqueza» en reconocimiento de una «deuda de vida» que tampoco se salda exactamente con su pago, se van disponiendo las condiciones de posibilidad de una mutación que amenaza con subvertir no ya sólo el orden del sustento, atrapándolo en los juegos políticos, sino al hacerlo, el orden de la propia sociedad. Y escribirá a propósito de las narrativas del tsav (Graeber, 2011b: 148-149): En cierto sentido, lo que está pasando aquí es obvio. Los hombres con «corazones fuertes» tienen poder y carisma; usándolo, pueden manipular la deuda para transformar excedentes alimenticios en riquezas, y riquezas en derechos de tutela, mujeres e hijas, convirtiéndose en los jefes de familias en constante crecimiento. Pero el mismo poder y carisma que les permite tal cosa, hace también que corran el riesgo constante de que todo el proceso se revierta en una especie de horrible implosión; de contraer deudas de carne a causa de las cuales su familia se transforme de vuelta en comida.
Edwards (1983) es especialmente enfático a este respecto al introducir, en su análisis de la comprensión tiv del poder, la figura del «cambiante» (shape-changer) según la distinguían del brujo, en especial los habitantes de las regiones orientales del país, y al menos a finales de la década de 1960 –pues hay que recordar que Akiga Sai parece no hacer diferencia en su Historia (Akiga’s story: The Tiv tribe as seen by one of its members, 1939 para la primera edición)–. Más poderosos que los brujos, los cambiantes se consideraban menos numerosos pero definitivamente favorables para sus familias, si bien la característica más reseñable es sin duda su origen doblemente uterino: transmitido al feto por los hombres de su igba, a petición del padre, mientras se gestaba en el vientre de la madre. Ello los distancia del tsav de los agnados tanto como los aproxima a otras criaturas liminares, duendes de los arroyos y de la tarde, pensados al margen de la sociedad aunque –o quizá, por eso– con reminiscencias femeninas, como evindencia el hecho de que se los alimentara con ñame cocido y no, como a los del mbatsav, con carne –eventualmente, en su declinación «antinatural», con carne humana–. Así las cosas, «it seems worthwhile noting that fantasies of mystical cannibalism are not the totality of Tiv speculative thought, and that the Tiv have tried to explain good, as well as evil, fortune [...]. It has been suggested that the Tiv are extremely egalitarian, and hence view any prosperity greater than average as having been obtained by mystical ill-doing at the expense of one’s fellows. It would be more correct to say, I think, that the Tiv object to inequality being introduced into a relationship which was previously equal. Where inequality is based on seniority, or some exceptional skill, Tiv do not resent it, providing that it is exercised with tact and extreme generosity» (Edwards, 1983: 475).
11
En todo caso, para los tiv, la perturbación última de las prácticas domésticas vendría dictada finalmente desde el exterior, de la mano de la prohibición del matrimonio por intercambio y la reducción de todas las uniones al modelo de pago de «riqueza de la novia», en 1927. No tanto porque sus instituciones no fueran, en principio, perfectamente capaces de reajustar automáticamente sus procesos formales a la nueva situación en sentido inercial, manteniendo los grupos de tutelaje y la transferencia de derechos en una tónica más o menos similar a la 138
Con todos, nosotros, los salvajes los medios de acceso al matrimonio. Es decir, entre otras cosas más o menos alejadas de cualquier noción de economía, al principal «valor sociocultural».
anterior (Bohannan, 1957: 70 y ss., 81-82; cf., para un magnífico estudio de dinámicas indígenas en esta línea, Guyer, 1986), sino porque ese reajuste se daba habiendo introducido los británicos, además y entre otras cosas, su propio dinero, y forzado activamente su percolación y convertibilidad en toda materia –en ese ánimo, en efecto– económica.
En el fondo, son de nuevo las mismas líneas básicas del proceso histórico que intuíamos tras las execraciones de Aristóteles contra el dinero casi en la misma acepción y uso modernos –tan modernos que a aquellos apenas los separa de la Inquiry de Smith la Teoria del valortrabajo– (vid. sup., caps. 3.3-5), si bien la colonización europea de África presenta mucho más claramente sus propios filos: la actividad legislativa de sus gobiernos acelera peligrosamente la competición política en el seno de la sociedad indígena porque, como decíamos, socava su orden fundiendo y confundiendo estas prácticas con las del sustento, en un mismo «lenguaje del poder». Y de pronto las lógicas se tuercen en una mueca grotesca, y hallamos que son los mismos términos, los mismos medios, los que se emplean para valorar la comida y los derechos sobre vidas humanas.
Hacia el final de la Primera Guerra Mundial, el gobierno colonial impone un gravamen en moneda a todos los hombres adultos, intensificando los incentivos del cultivo comercial de sésamo: una planta bien conocida con anterioridad pero que, a mediados de la pasada centuria, ya se refería empleando el mismo término tiv –kpandegh– que para «impuesto» o «tributo» (Bohannan, 1955a: 67). Por otro lado, la Pax Britannica trae consigo un ostensible mejoramiento de las comunicaciones regionales y esto abre los mercados del Benue a comerciantes de grano de origen igbo y hausa. Como se esfuerza en remarcar el propio Bohannan una y otra vez (ibíd.: 66 y ss.; 1959: 499 y ss.) para mayor desconcierto, las operaciones que realizan éstos, así como las de los nuevos minoristas tiv que desarrollan una incipiente actividad comercial masculina a través de un ámbito –el de los mercados– eminentemente femenino, se conducen sobre la base de las mismas lógicas tradicionales del intercambio. Es más –añadirán Parry y Bloch (1989: 14)–, bajo un signo cultural potencialmente favorable a la posición del vendedor indígena, quien «transforma» bienes de la esfera del sustento en «riqueza» y, en tanto así, es superior al comprador. Pero el resultado positivo es a la postre el que buena parte de las reservas alimenticias empieza a ser drenada hacia los centros urbanos y otras regiones del nuevo Estado colonial.
«Hoy todo tutor, aceptando dinero como “precio de la novia”, siente que efectua una transformación a la baja. [Y] aunque se hacen intentos por dedicar lo recibido a la adquisición de esposas para uno mismo y sus hijos, está en la naturaleza del dinero –insisten los tiv– que esto sea más difícil de conseguir» (Bohannan, 1955a: 69). Porque eventualmente se fracciona y redistribuye con facilidad, se deriva su gasto hacia la cotidianeidad doméstica, se afrontan con ello otros pagos de índole muy distinta al prestigio en cuya sola manifestación circulaba antes. Ahora las mujeres no se «acumulan», como en el antiguo kem kwase; sino que las hijas se venden (te) y se compran (yam) las esposas; y «eso huele a esclavitud», dicen también los tiv (Bohannan, 1959: 501; cf. Mair, 1974: 59 y ss.; Godelier, 2011: 134-135).
La consecuencia límite es evidente: El dinero trajo una nueva forma de endeudamiento –una que nosotros conocemos muy bien–. En el sistema indígena, éste tomaba ya la forma de una deuda de angôl y era, así, congruente con [la reproducción de] el sistema de parentesco, ya la de una merma del prestigio. No existía endeudamiento en la esfera de la subsistencia porque allí no había crédito salvo entre parientes y vecinos, cuyas actividades eran aspectos del status familiar, no actos de prestamistas. (Bohannan, 1957: 502)
2. Parientes o esclavos o huéspedes, o huéspedes La sospecha sobre la esclavitud es más que pertinente aun aunque, para cuando recogieron los Bohannan su expresión verbal, las cuatro décadas de control territorial efectivo del Benue por parte de los británicos habían terminado erradicando tal institución del país. Quizá por eso la información disponible al respecto es más o menos escueta: se nos dice que los tiv significaban a los esclavos entre las «cosas de valor» y los intercambiaban por varillas de latón, títulos rituales, ganado; eventualmente, en secuencias de intercambio que incluían en algún punto y modo su transformación en derechos de tutela, con el objetivo final de procurarse con ellos un matrimonio «verdadero»; nunca por comida o enseres domésticos. Se nos dice también, casi de corrido, que antes de la «pacificación» colonial aventurarse más allá del tar era jugar con la posibilidad de la muerte o la esclavitud. Y –sin duda lo más significativo, pues aquí se anuda su posterior percepción negativa del matrimonio a cambio de «riqueza»– que además de los prisioneros de
Pero aun sin profundizar desde aquí mismo todavía en tales extremos, ello deja, además, descarnadamente al descubierto un segundo punto de tensión vertical, entre generaciones, acaso exagerado innecesariamente en la conocida formulación de «clases» y «explotaciones» del lado del marxismo de Meillassoux (cf. Meillassoux, 1990: 27-28; Godelier, 2011: 143-144, nota 41). Lo cierto es que, al contener y regular la circulación de «riqueza», la llamada «economía multicéntrica» apuntalaba de facto la autoridad de los agnados de mayor edad sobre unos jóvenes que ahora eran sin embargo más capaces de procurarse individualmente, sin el concurso familiar, 139
La política salvaje guerra, un tiv podía ser esclavizado en una operación de compraventa a instancias de su propio ityô, puede que con el consentimiento de su igba. «Generalmente sólo se vendían los indeseables [es decir: los problemáticos; y es decir más: los problemáticos, a juicio de sus familiares], aunque a veces lo eran aquellos prescindibles, como los hijos de mujeres solteras, si existía la necesidad de adquirir riqueza rápidamente. El comprador y los agnados del hombre dividían un pollo para celebrar la ruptura entre el esclavo y sus parientes, haciéndole imposible la huida, “porque no tendría donde ir”» (Bohannan y Bohannan, 1953: 45-46).12
que se habían visto relativamente menos afectadas por el comercio de las costas. Tómense por caso las cavilaciones de Mary Douglas (1960; 1964; cf. de Heusch, 1964; Graeber, 2011b: 137144) ante la práctica del bukolomo documentada entre los lele bantúes de las riberas del Kasai, hoy día territorio de la República Democrática del Congo. Kolomo era aquella persona, principal y preferentemente mujer, los derechos de custodia de la cual eran transferidos entre hombres de distintas agrupaciones –pequeñas secciones locales de los matriclanes que articulaban la sociedad en el eje del parentesco; o las mucho más corporativas aldeas que, autónomas y frecuentemente antagónicas, lo hacían en el del territorio– en pago por una «deuda de vida»; siendo que los lele achacaban casi la totalidad de las muertes a la brujería o la contaminación ritual fruto de un adulterio, pero también se incurría en una deuda de este tipo con quien te evitaba la muerte, por ejemplo rescatándote en un combate o devolviéndote la salud. Pero ser kolomo no era como ser ninga: «esclavo». Los baninga se compraban lejos o eran capturados en la guerra; a veces contra otros grupos lele; y entonces «se les daban nombres especiales que ocultasen su clan de origen, de modo que les fuera imposible ser identificados por los suyos» (Douglas, 1960: 2). Contaban estos bantúes –pues, al igual que entre los tiv, la esclavitud había sido efectivamente prohibida por el gobierno de la colonia tiempo antes de que arribaran hasta allí los etnógrafos– que a las mujeres esclavas se las desposaba, mientras que los hombres eran mantenidos con vida por algún tiempo, para sacrificarlos durante los funerales de sus dueños. Muy al contrario, aunque, una vez adquirida, la condición de kolomo era perpetua y se transmitía por vía uterina a hijos e hijas por igual, apenas conllevaba otro poder sobre todos ellos que el de disponer su matrimonio y, con la aquiescencia y previo pago de algunas riquezas a una parentela de orientación con la cual jamás se rompían los lazos protectores, utilizar, principal y preferentemente a las mujeres, para saldar ulteriores «deudas de vida» contraídas con terceros. Incluso el custodio de tales derechos se veía asimismo en la obligación de hacer frente a las deudas de esta clase en que incurrieren sus bakolomo, y a sus eventuales prestaciones sociales en tejidos de rafia y madera de sándalo africano –i. e.: en «riqueza»–, y a ayudarles en su búsqueda de esposa, lo cual, por razones evidentes, procuraba resolver casándolos con mujeres sobre quienes también poseyera derechos de custodia.
El que la esclavitud pudiera aparecer en África eventualmente enmarañada en la problemática del parentesco no era, en cualquier caso, algo nuevo para la razón de los europeos, quienes venían por mucho tiempo lucrándose gracias a ello. Directamente, durante la «trata atlántica», entre finales del s. XVI y principios del XIX; y cada vez más, desde que el Reino Unido proclamara la abolicionista Slave Trade Act de 1807, indirectamente, con un cuando menos irónico giro de la política de los reinos costeños hacia economías de plantación que intensificaron las prácticas esclavistas indígenas con el objetivo de suplir el mercado internacional «legal» de aceite de palma, maní, clavo, etc. (vid. i. a. Lovejoy, 1979: con bibliografía). Resultaba evidente a todas luces, entonces, que la presión extranjera desde los márgenes del continente había jugado un papel dramáticamente determinante en el desenvolvimiento del fenómeno histórico en su interior –y piénsese que a la de los mercaderes europeos aun habría que sumar la harto más persistente trata islámica a través del Sáhara y los puertos suajili del Índico–. Sin embargo, como señalaría Paul E. Lovejoy, para comprenderlo en toda su dimensión «es igualmente importante una perspectiva que considere la evolución de las instituciones para la esclavización de personas en el propio contexto de las sociedades africanas»; es decir: aquéllas que «permiten la transferencia de derechos sobre las personas y el desarrollo de relaciones de dependencia que, en ciertas situaciones, pueden conducir a la esclavitud» (ibíd.: 2526). Que pueden mutar. Remontando el curso del Níger, del Volta o del Congo, tierra adentro a mediados del pasado siglo, lo novedoso para los etnógrafos era en todo caso, pues, toparse con girones de aquellas instituciones también en las regiones De sus descripciones parece tener que colegirse que los únicos esclavizados –al menos de este modo– eran los hombres, y puede que fuera interesante preguntarse si es que tal vez el status jurídico de las eventuales mujeres capturadas al enemigo no era acaso el mismo que el de aquellas «compradas en matrimonio» a tribus vecinas. Desde luego, las apenas cuatro frases que los Bohannan dedican aquí (1953: 46) a la puesta en prenda (pawning) de niñas a cambio del préstamo de riquezas –y exclusivamente de niñas, «for it is said that no one would loan money on a boy, as there could be no use for him»– señalan en esa misma dirección al explicar su infrecuencia contra la práctica del matrimonio por intercambio; así además, «if the girl were not redeemed before puberty, the creditor treated her as his wife; [y] if this arrangement was suitable to both, a marriage was usually arranged».
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Dadas estas premisas, Douglas optaría en 1960 por traducir bukolomo como «clientela» (clientship), en un intento por destacar la distancia que separaba en la práctica la institución lele de las largamente conocidas transferencias de derechos en prenda (pawn) por el préstamo de dinero –por ejemplo, a orillas del Atlántico, en el macrogrupo akan de la actual Ghana (Rattray, 1929: 47 y ss.)–, o aun de la toma de rehenes entretanto se verificaban determinados movimientos mercantiles 140
Con todos, nosotros, los salvajes ciertos individuos, vendiéndolos o empeñándolos; el poder para elegir a la esposa del sobrino y al marido de la sobrina, así como de forzar su divorcio; [etc.]. (Ibíd.: 18)13
a crédito (panyarring), tan común en los tratos entre mercaderes –esclavistas– indígenas y europeos (Falola y Lovejoy, 2003: 16-17; Testart, 2002: 176, 182-183, con bibliografía). Sin embargo, apercibida poco después de la abundancia de vestigios apuntando a la existencia de statuses muy similares al del kolomo en otras muchas sociedades dispersas a través del conocido como «cinturón matrilineal» del África ecuatorial, entre las desembocaduras del Congo y el Zambeze, la británica (Douglas, 1964: 302-303) reconsideraría generalizar, para referir el fenómeno institucional tipo, de hecho, esa misma designación otrora rechazada –pawnship–. Se apoyaba ahora, además, en los juegos figurativos que la polisemia del inglés pawn permitía en verdad establecer entre la «fianza», empeñada y por ende recuperable según las condiciones de amortización, y la instrumentalidad del «peón» en el desarrollo de estrategias masculinas sobre el tablero social.
Rattray fue muy claro al precisar, acto seguido, que los del hermano de la madre son poderes que se detentan posicionalmente, en función de una autoridad corporativa en cuyas deliberaciones tiene voz, empero, todo el matriclán. «Él administra una hacienda de la cual cada miembro de su parentela tiene una participación, pero en la cual su posición realmente no le confiere ningún monopolio especial. Su status es, en este respecto [...], del todo similar al del jefe [i. e.: el miembro de un linaje “noble” respecto a los miembros de otros, en un contexto mayor]» (ibíd.). No es éste el lugar adecuado para ocuparse in extenso de la estructura social akan y sus historias (vid. i. a. ibíd.: 72 y ss.; cf. Wilks, 1966; 1982: con bibliografía), pero la alusión no podía ser más afortunada, si tenemos en cuenta cómo es precisamente ésa la expresión y sentido que mejor traduce –opina de Heusch (1964; cf. Douglas, 1960: 2, 11), suscribiendo un comentario de Jan Vansina– la voz lele kumu con que un kolomo se refiere a su custodio. La misma se halla cuando se habla del jefe nominal de una aldea; kum a bola: el hombre de mayor edad de la o las secciones clánicas locales de las que se dice que la fundaron, a la cabeza de la asamblea de todos los demás. La misma se emplea cuando cualquier individuo se refiere a un integrante del matriclán noble Tundu, ante el cual el resto de la tribu se reconocen inferiores pero el poder de cuyas jefaturas políticas dista mucho de parangonar el de sus homólogos de la costa, como el de otros reinos vecinos, en algo más que en sus narrativas. A ojos del belga (de Heusch, 1964: 105), ello remite a un contexto de uso marcado antes por la praxis que por el orden estructural. Y aunque, por lo que a nosotros respecta, tal vez fuera suficiente con indicar su situacionalidad –pues, ¿no reproduce acaso toda práctica uno u otro orden, voluntaria o involuntariamente?– y, en todo caso, su relativa fluidez, lo cierto es que, «a pesar de que no genera [...] un verdadero sistema clientelar, el bukolomo introduce aun así, en el interior de las estructuras de reciprocidad, el principio de la subordinación».14
Así, escribiría (ibíd.: 304): «permítaseme aclarar en este punto que lo que me interesa no es ninguna transferencia de personas en pago por deudas, sino una trasferencia que crea una propiedad perdurable dando origen a un linaje kolomo perteneciente a un grupo de descendencia poseedor. Es esta propiedad transmisible en prenda [property in pawns] lo que modifica el parentesco matrilineal», porque en la práctica, un hombre trataba ante todo de casarse o convertir a su o sus esposas en bakolomo, como un modo de interferir en el sentido del «derecho paterno» (father-right) el control que sobre sus propios hijos e hijas pudieran reclamar sus cuñados, en tanto jefes de su matriclán. La estrategia de base era entonces, como anunciábamos, exactamente la misma que la registrada durante las primeras décadas del 1900 entre los akan del Reino de Ashanti, por entonces ya bajo protectorado británico. Robert Sutherland Rattray, funcionario destacado en la Costa del Oro en 1907, ya informó de la costumbre de priorizar allí el empeño de las mujeres casadas si acaso sus parientes matrilineales se vieran en la necesidad de obtener dinero en préstamo; pues se esperaba que sus maridos se aprestaran a «ponerlas de su lado» –fa ne ye’ si babi– tan pronto se presentase la oportunidad; como se esperaba que lo hicieran con sus vástagos, aunque a esto, obviamente, no estuvieran tan dispuestos los deudos. Al fin y al cabo, «solamente el status degradado de una madre permitió a un padre ashanti el privilegio de reclamar derechos sobre sus hijos», y sólo la esclavitud se los otorgó en exclusiva (Rattray, 1929: 39, 33). Por lo demás:
13 En cuanto a las dichas limitaciones, Rattray (1929: 19, 374-375) se apresura a recordar que sólo al rey y otros grandes jefes territoriales se les reconocía el poder de condenar a muerte, si bien existían otros mecanismos en manos del matriclán que entreñaban el mismo resultado en la práctica, de los cuales el principal era una expulsión de su seno que podía traducirse ya en la venta como esclavo, ya en la entrega a estos jefes, ya en el mero abandono a su suerte. Y es precisamente esta capacidad de proscripción (outlaw) lo que permitiría sustanciar en último término la comparación con el uitæ necisque potestas romano: como tendremos tiempo de ver (vid. inf., cap. 10.4), expresión límite de la sujeción individual al derecho de la comunidad de los humanos. Dejemos las conclusiones generales para entonces. 14 Por lo que respecta al «poder» del dicho clan Tundu, este mismos autor aportaría una impresión adicional en su comparación con el Reino de Kuba, poblado por hablantes de bushoong del mismo grupo que la lengua lele, a propósito del concepto de «monarqía sagrada» tan común entre bantúes y nilóticos del África central –«une structure politicosymbolique complexe dont tous les traits sont interdépendants. Elle est
Casi todas las semejanzas cuya ausencia hemos visto en una breve comparación de la patria potestas entre Ashanti y la antigua Roma, se encontrarán al considerar el poder ejercible por un tío sobre sus sobrinos y sobrinas uterinos. Aquí, la patria potestas se convierte en potestad avuncular; en todo caso, las dos instituciones parecen haber tenido mucho en común. Dentro de unos límites, existía el ius uitæ necisque; el poder de alterar el status personal de 141
La política salvaje El caso lele es de lo más ilustrativo porque, como en el modelo de Dumont (vid. sup., cap. 4.4), su nobleza es un signo estable de la idea de un «valor» –cultural– superior al del resto de agentes sociales pero performáticamente diferente del «poder» –social–, idea que a su vez anima la competición en la arena política de las «deudas de vida» de quienes son, en esa competición, iguales; y que constituye por supuesto, también, en otro orden en principio más inestable, un signo de superioridad. No resulta así en absoluto casual que, repasando las dinámicas de la jerarquía entre los akan de Sefwi, de vuelta a la Ghana del s. XX, Stefano Boni (1999: 252253) encuentre una serie de oposiciones discursivas y prácticas en las cuales «el elemento superior puede verse en una perspectiva “distintiva” como opuesto al inferior, mientras que en una perspectiva “jerárquica”, el superior es el englobante y el inferior el englobado. El jefe [head] es consustancial o idéntico al todo no sólo en el sentido de ser el elemento esencial y más importante; el jefe “es” el todo en la medida en que lo representa». Y esto no se limita a un único plano de oposición de un solo tipo de grupos corporativos, sino que la sociedad crece imbricándolos unos en otros con diferentes equilibrios y configuraciones operativas en función de cada situación. La casa, el clan, la aldea, el reino.
en la propia interpretación, de suerte que *hosti-pet-s habría sido «jefe del huésped», al igual que el griego despótēs significó «jefe de la casa» y el sánscrito dám pátiḥ lo continuó significando dentro de la misma serie que viś pátiḥ, «jefe del clan», y jās pátiḥ, «jefe de la descendencia» (Benveniste, 1983: 59). La solución no deja de ser hasta aquí algo confusa, sin embargo; sobre todo porque los usos clásicos de hospes se decantan por la segunda opción hasta un punto perfectamente institucionalizado, a través del hospitium: pacto por el cual dos individuos o comunidades se reconocían mutuamente determinados derechos vinculados con la ciudadanía, y que con el tiempo, y en el contexto de la expansión mediterránea de Roma, parece haberse deslizado más bien hacia la relación patrón-cliente (vid. i. a. Mommsen, 1889: 206 y ss.; Mangas Manjarrés, 1986; Balbín Chamorro, 2006). Evidentemente, buena parte del problema gira en torno a la existencia de otro término clásico que expresa, desde la misma raíz que hospes, la noción prácticamente antónima de «enemigo», como es el caso de hostis –de donde los castellanos hostil y hueste–; y la primera clave para despejarlo la proporcionan los mismos clásicos al indicar no sólo la antigua correspondencia con «extranjero» (peregrinus),15 sino concretamente con aquellos extranjeros que «usara[n] sus propias leyes», escribe Marco Terencio Varrón en De lingua latina (V.3), pero «eran de igual derecho que el pueblo romano», escribe Sexto Pompeyo Festo en De uerborum significatu (Lindsay, 1913: 416); y entonces «se pone hostire por æquare», igualar. Es decir: precisamente la situación jurídica que, para ese momento, ellos referían con hospes.
Tampoco es casual que los análisis etimológicos de Émile Benveniste, célebre por su Vocabulario de las instituciones indoeuropeas (1969 para la primera edición, en francés), le condujeran a desentrañar el «poder» contra la primitiva institución de la «hospitalidad»; inesperadamente; entre los pliegues en que se juegan los signos de identidad. De este modo, es bien sabido que el castellano huésped –cuyo uso formal todavía hoy admite alternar la doble acepción de, digámoslo así, el «hospedante» y el «hospedado», aunque del Siglo de Oro en adelante se haya tornado cada vez más infrecuente la primera de ellas (Corominas, 1984: G-MA, 420421)– deriva del latín hospes, que a su vez lo hace de la composición *hosti-pet-s. Encontrándose uniformemente distribuida en el registro indoeuropeo la partícula *pet-/ pot(i)- con el sentido de «jefe», de donde la rama itálica desarrolla el de «poder», la tendencia acostumbrada al encarar dicho compuesto hace anteceder la primera de las acepciones históricas –hospedante– a la segunda –hospedado– en la medida en que ésta se reintroduce
Desde este punto, Benveniste (1983: 61-62) plantea un recorrido por el resto del campo semántico latino, del cual posiblemente la voz más sintomática sea hostia: la «víctima expiatoria», para concluir, en un tono maussiano confeso, cómo «hostis significará “aquél que está en relaciones de compensación” [...]. La hospitalidad se aclara mediante el potlatch, del que es una forma atenuada. Está fundada en la idea de que un hombre está vinculado a otro –hostis tiene siempre un valor recíproco– por la obligación de compensar cierta Por ejemplo Cicerón, en referencia a aquel por entonces ya arcano aduersus hostem æterna auctoritas de las XII Tablas, puntualiza «hostis enim apud maiores nostros is dicebatur, quem nunc peregrinum dicimus» (De Officiis, 1.37; cf. d’Ors, 1959). En cualquier caso, por lo que toca a los usos entonces contemporáneos, Émilia Ndiaye recurre a un pasaje de este mismo autor en su análisis de los rasgos sémicos pulsados en las diferentes formas latinas de referirse al extranjero, esta vez de su discurso contra Gayo Verres: «ædes quæ ab isto sic spoliata atque direpta est, non ut ab hoste aliquo qui tamen in bello religionem et consuetudinis iura retineret, sed ut a barbaris prædonibus uexata esse uideatur ædis» (In Uerrem, 2.4.122), coligiendo la filóloga (Ndiaye, 2005: 131-132): «il s’agit là quasiment d’une définition d’hostis: c’est celui qui attaque un pays ennemi mais en se conformant à des règles», lo que a ella le vale una alusión a la tónica del más definido ius gentium (cf. Schmitt, 1979; Sini, 2006), y a nosotros, remitir tal vez a la noción de «comunión cultural» según se nos ha ido perfilando y perfilará al tratar otros grupos humanos (vid. sup., cap. 4.2, nota 17, et inf., cap. 9, nota 2).
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branchée sur la puissance insondable de l’ordre naturel, qu’elle installe au cœur même de la société, dans une zone contral suspecte, protégée par une zone d’interdits plus ou moins développée» (de Heusch, 1987: 272)–. Tendremos tiempo de ocuparnos de esta institución más adelante (vid. inf., caps. 10.1-2); por el momento contentémonos con la reflexión que hace de Heusch (1987: 272-273) sobre el caso: «dans les chefferies lele, la chef du clan aristocratique qui prétend à un pouvoir ultime sur la vie et la mort, n’a même pas le temps de régner: sorcier incestueux, il est relégué après son investiture dans un lieu clos, où il est séparé des siens jusqu’à la mort. J’ai montré jadis que la chefferie lele et la royauté sacrée kuba, qui se sont développées dans la même aire culturelle et linguistique, au voisinage l’une de l’autre, se trouvent dans un rapport de transformations. Je suis tenté de croire que la chefferie lele constitue comme une ébauche avortée de l’institution monarchique triomphante des kuba, où le souverain est le chef d’une armée puissante et l’instigateur d’une économie de marché florissante».
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Con todos, nosotros, los salvajes prestación». Volviendo entonces sobre *pet-/pot(i)-, la evidencia de una acepción alternativa a la sugerida por la idea de «poder» que nos ha sido legada a los hablantes de romances, referida a la «mismidad» y conservada, por ejemplo, en el lituano actual, pero bien atestiguada asimismo en hitita y otras lenguas antiguas –incluida una presencia relictal en latín: en utpote; en suopte; puede que también en el propio ipse–, abría el camino a una enmienda en los matices básicos del concepto de «jefe» que expresa en los otros casos.
la construcción *hosti-pet-s sea, de hecho, muy anterior a todo esto, quizá propia del sustrato itálico común, certificando el «englobamiento» del hospedado por un hospedante que, dados los mecanismos reciprocitarios, lo era sólo coyuntural y alternativamente, en cuyo caso el desplazamiento sería mucho menor? Sobre todo porque, para empezar, como el propio Benveniste (1983: 61) informa, en antiguo eslavo se registran exactamente las mismas construcciones de una manera sincrónica, aunque no guarden ya entre ellas, a priori, relación de causalidad en el habla: gostĭ como «huésped», gospodĭ como «señor». Además, las últimas investigaciones en Lingüística histórica (Garnier, 2013) vienen a corroborar estas sospechas al sugerir que si, de un lado, el registro indoiranio permite especificar el sentido de *ghes tal que «devorar, consumir», del otro, puede restituirse un étimo *ghós-t- como «comida de magnificencia» –aquí la noción abstracta, al hilo de la acción de «comer completamente»– con un derivado secundario *ghós-t-ōi̯ en tanto sustantivo colectivo –el conjunto de los participantes en esa acción–, y desde cuyo acusativo plural, verificada completamente su personalización, se habría formado el singulativo *ghós-t-i- sobre el que pivotaría toda ulterior construcción morfológica en las distintas lenguas de la familia indoeuropea.
«Hay en las lenguas indoeuropeas dos expresiones distintas de la identidad, las cuales pueden ilustrarse con el ejemplo del gótico que, a tal fin, posee sama y silba: mediante sama, same [en inglés], se enuncia la identidad como permanencia del objeto reconocido en diversos aspectos o instancias; mediante silba, self, la identidad como opuesto a la alteridad: “él mismo” en exclusión de todo otro» (Benveniste, 1966: 303). Es evidente que el uso enclítico de la partícula de que hablamos estaría remitiendo a ese segundo sentido de la identidad, actuando para vincular fuertemente al agente con el predicado, con lo que, buscando el reflejo sociológico, colegiría el lingüísta: «para que un adjetivo que significa “sí mismo”, se amplíe hasta el sentido de “amo” [o “jefe” o “dueño”], se precisa una condición: un círculo cerrado de personas, subordinado a un personaje central que asume la personalidad, la identidad completa del grupo hasta resumirla en sí mismo»; y aclaraba aun: «el papel del personaje denominado de este modo no es ejercer un mando, sino asumir una representación que le da autoridad sobre el conjunto [...] con el que se identifica» (Benveniste, 1983: 60). Siendo de este modo, suele aceptarse que hostis resulta primero de la personalización homófona de un abstracto *ghós-ti- que, a su vez enraizado en el indoeuropeo *ghes, «comer», habría significado la idea de «comensalidad», y de ahí, según sus desarrollos prácticos, concretamente la de «hospitalidad». Y que, por lo que toca a los romanos, se habría respondido al desplazamiento significativo de hostis, desde «huésped» hasta «enemigo», acaecido quizá en el contexto del giro expansionista adoptado finalmente por la República a partir del s. IV (Sini, 2006; Balbín Chamorro, 2006: 217), con un desplazamiento terminológico que volvería a personalizar la misma idea a través de la adición de una partícula que resume su mismidad, en hospes.
Pareciera, en fin, darse cierta renuencia a librar la cuestión a las ambigüedades de una oposición jerárquica irresoluta; de los fluidos y cambiantes procesos de jerarquización basados en la reciprocidad agonística, que es lo que, en buena medida, se halla en el fondo de las instituciones y prácticas de don-contradón convincentemente asociadas por Benveniste a la hospitalidad primitiva. Y ello con independencia de que, en efecto, en ocasiones éstos se pudieran resolver en posiciones de subordinaciónsuperordinación fosilizadas en el vocabulario aun fuera de su contexto original, como en el caso eslavo. O de que esos mismos términos pudieran acabar por diluirse o resignificarse de otro modo en las hablas de unos grupos humanos donde, por una u otra razón histórica, las prácticas que los animaron no se verificaran ya en el seno de instituciones significativamente equiparables y, por ende, no generaran los mismos efectos sociales; como en el caso, sugiere todavía Benveniste (1983: 63), de la emergencia de las «políticas ciudadanas clásicas» a orillas del Mediterráneo.16 Sea como fuere, las historias O desde luego, como en el caso de las sociedades de nuestro entorno, todas las lenguas de las cuales conservan de uno u otro modo estos restos. De hecho, la convergencia fonética fruto de los procesos de síncopa vocálica característicos de las lenguas galorromances, lato sensu, hizo pensar durante un tiempo (Abbot, 1891: con bibliografía) que hostis pudiera haber conservado su sentido arcaico en el empleo coloquial. Así se registran en francés antiguo las voces host/ost con el significado de «hueste» y hoste/oste como «huésped» –vid. Greimas (1968: 460-461), que añade a esta última una tercera acepción en la línea del clientelismo: «homme jouissant du statut social intermédiaire entre les hommes libres et les serfs; il disposait d’une tenure moyennant redevance, mais n’était pas attaché à la glèbe»–, si bien las respectivas formas actuales ost y hôte marcan suficientemente su divergencia etimológica. Otro tanto sucede en catalán con host y hoste –que sin llegar a ser enemigo, no deja de resumir en el proverbio las tensiones típicas de la hospitalidad: «hostes
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A nuestro modo de ver, no deja de haber un punto ciego en esa necesidad de presentar una secuencia tan rígida de desplazamientos parejos, incluso más allá de los problemas cronológicos que eventualmente afloraren sobre los usos positivamente atestiguados de los elementos en liza. Porque si la Ley de las XII Tablas proporciona un fechado post quem para la resignificación formal de hostis como «enemigo» tan tardío como c. 450 a. C., ¿a partir de qué otra evidencia se puede asumir que el enclítico *-pet continuara para entonces empleándose común y expresamente en el sentido de la mera encarnación de una relación institucional, y no que 143
La política salvaje posteriores de estas hablas dejan entrever claramente los vestigios de estrategias jugadas en el punto de articulación de lo corporativo y lo reticular, donde la lógica del «englobamiento del contrario» es patente.
en cuenta que distinguiría radicalmente el «dinero» del «medio legal de pago» aun a pesar de reconocer que la acuñación monetaria viene a confundir ambas ideas en la práctica. Al fin y al cabo, durante todo el s. XIX y aún a principios del XX las teorías del origen cataláctico del dinero como «facilitador del trueque» fueron muy mayoritarias (vid. Schumpeter, 1994: 336 y ss., 1166 y ss). No era por tanto ninguna novedad argüir que:
3. Poder-consumir
La práctica, la imitación y la costumbre, que acaban haciendo casi mecánicas las acciones de los hombres [sic, por «los humanos»], han contribuido no poco a transformar las mercancías más negociables [...] en medios de cambio de uso general; es decir, en mercancías que se aceptaban ya desde el principio no sólo por muchos –con la intención de seguir cambiándolas– sino al final por todos los individuos a cambio de los bienes –menos negociables– que llevaban al mercado. (Menger, 2013: 91)
Y de pronto, en ese espacio liminar entre cuerpos sociales que compiten entre sí –al menos a veces– «pacíficamente», utilizando signos culturales que les son comunes a todos ellos a pesar de no constituir una comunidad, ni una política, adquieren una inusitada luz algunas de las viejas reflexiones de Menger sobre el dinero. En un por lo demás poco difundido ensayo publicado bajo el escueto título Geld (1892 para la primera edición, en alemán, revisada en 1909), el padre de la Escuela austriaca rechazaba sobre todo el recurso a una pretendida racionalidad institucional (vid. inf., cap. 8.1) a la hora de componer sus modelos explicativos. «El dinero no es una creación de la ley; no es un fenómeno de origen estatal, sino un fenómeno de origen social. Al concepto general de dinero le es ajena su sanción por parte de la autoridad estatal», sostenía (Menger, 2013: 135). Medido desde las coordenadas de la Economía disciplinar, tal cosa bien podría no pasar de leerse como una declaración metalista más.17 Una más o menos exacerbada, si se quiere, teniendo
Argüir, en esta tónica, que el dinero en tanto «idea pura» implica la perpetuación como circulante de una de tales mercancías de alta negociabilidad la cual, apartada del consumo –o de la «metabolización social», que diría Marx–, surte el efecto de hundir drásticamente la negociabilidad del resto de mercancías de alta negociabilidad en un giro que torna lo cuantitativo en cualitativo; lo contextual en absoluto; orientando todos los intercambios hacia el mismo objeto (ibíd.: 94 y ss.) –y, añadamos nosotros, aprovechando el lexema para no perder de vista aquel anclaje inicial en la generación de contexto problematizada por Caillé (vid. sup., cap. 4.1), la misma «objetividad»–. Todo ello nos estaría devolviendo, sin más, exactamente al mismo punto del debate que íbamos a encontrar hacia el final de los capítulos centrales de esta parte (vid. sup., caps. 2.5 y 3.4-5), si no fuera porque los argumentos ganados a lo largo de los dos últimos permiten, además, también aquí, un «giro cualitativo» en la teorización sobre el proceso.
vindran que de casa ens trauran»– y, posiblemente por influencia gálica, hasta cierto punto en italiano, con oste. Hasta cierto punto: porque, aunque en la lengua de Boccaccio oste remitiera, aparte de al enemigo, a ambos sentidos de huésped, a día de hoy esto se limita al de «hostalero» y se mantiene por lo demás ospite, ambivalencias incluidas, donde al igual que en castellano, no se ha sincopado la vocal interna. Pero el caso más curioso lo proporciona la más «latinizada» de las lenguas germánicas, el inglés, que desde el s. XI –i. e.: a partir de la invasión normanda– diferencia las dos posiciones de la hospitalidad vía el préstamo y la evolución hasta la homonimia en host de sendos términos en antiguo francés para referir «hueste» y «huésped», aquí exclusivamente en el sentido de hospedante, de un lado, y del otro, el mantenimiento a partir del inglés medio, desde el protonórdico, de guest para significar la contraparte hospedada, muy próximo al único término atestiguado en antiguo inglés gæst/giest, y construido según la misma fórmula indoeuropea que produjo hostis en latín (Klein, 1971: 326, 354). Y todo esto por no mencionar la «confusión», verificada a un lado u otro del Canal de la Mancha (ibíd.; cf. Greimas, 1968: 461), de la cual resulta hostage: «rehén», precisamente, en principio, sujeto en prenda. 17 Valgámonos de la Historia de Schumpeter una vez más para dejar consignada la definición de unos términos –metalismo y chartalismo o nominalismo– que se populizarían sobre todo a partir del trabajo de Georg Friedrich Knapp (Die Staatliche Theorie des Geldes, 1905 para la primera edición): «denotamos por metalismo teórico la “teoría” según la cual es lógicamente esencial para el dinero el consistir en o estar “cubierto” por alguna mercancía, de tal modo que la fuente lógica del valor de cambio o del poder adquisitivo del dinero sea el valor de cambio o poder adquisitivo de dicha mercancía considerada con independencia de su función monetaria [...]. Entenderemos por metalismo práctico la adhesión a un principio de política monetaria [por el cual] la unidad monetaria “debe” mantenerse firmemente vinculada a y en condiciones de libre conversión con una cantidad dada de cierta mercancía. La mejor manera de definir el nominalismo teórico y el práctico consiste en aducir las negaciones correspondientes» (Schumpeter, 1994: 336, nota 16). Por lo demás, Schumpeter se muestra abiertamente crítico con la teoría de Knapp, aunque tampoco suscriba –ni mucho menos– que «el dinero consista esencialmente en una o varias mercancías [...] cuyo valor de
Nos ubica en la intersección de tres negaciones o exterioridades de diferente índole. La primera es probablemente la única de la cual empieza a dar cuenta expresa la Economía. La misma que distingue, desde su base, la versión neoliberal de cambio como mercancías sea la base lógica de su valor como dinero» (ibíd.: 337, nota 19). A ojos del austriaco, el error conceptual de sus predecesores, empezando por el propio Menger, radicaría en la confusión entre la naturaleza histórica y la lógica de la moneda, aceptando efectivamente la tesis de la «mercancía de alta negociabilidad» para el primer caso, pero no así para el segundo, «por completo independiente del carácter de mercancía de su material». Pero más allá de los pormenores, para lo que nos ocupa descuella en el discurso de Schumpeter (1994: 101) una idea al hilo de ese dispositivo aristotélico de razonamiento: «las formas primitivas de existencia no son, por lo general, más simples, sino más complejas que las posteriores: el jefe que es al mismo tiempo juez, sacerdote, administrador y guerrero es, evidentemente, un fenómeno más complejo que cualquiera de sus sucesores especializados de épocas posteriores; el castillo medieval es conceptualmente un fenómeno más complejo que la U. S. Steel Corporation».
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Con todos, nosotros, los salvajes todas las anteriores teorías catalácticas, fundamentadas sobre la idea del «valor-trabajo» o, lo que es lo mismo, del valor –social– intrínseco a la mercancía en cuestión. Como ya hemos visto, para los marginalistas el valor es una noción en principio extrínseca, una «valoración» subjetiva dependiente del contexto en el cual se verifica, con lo que ello comportare de situacional, pero también de cultural o, si se prefiere, intersubjetivo. Puesto por escrito de corrido, la diferencia puede parecer más o menos nimia, como cuando Menger (2013: 86-88) decía de aquellos objetos sistemáticamente priorizados en los intercambios, sin coerción legislativa alguna: «la experiencia nos dice que, en todas las latitudes, han demostrado ser mercancías de óptima negociabilidad aquellos bienes disponibles en cantidad limitada pero universalmente necesarios y deseados, para los cuales suele existir constantemente en el mercado una demanda explícita»; siendo que, sin embargo, la sutil introducción del «deseo» o, lo que es lo mismo, su ruptura con el más estrecho utilitarismo materialista, le empujaba a inaugurar el catálogo de tales objetos con aquellos a través de los cuales «quien los posee en abundancia manifiesta con su posesión todo su prestigio y poder –en particular su rango social–». Sin apostillar más nada: metales o ropas o plumas o caracolas o la cabellera del pájaro carpintero. Vacas, o cerdos. Esclavos: vida.
independiente de sus posteriores «nihilismos», para descubrir aquellos mismos cabos lanzados por Tarde, aun aunque no se encuentren entre sus páginas referencias directas a él. Como éste, así aquél va a dar con el «encabalgamiento» de lógicas en el objeto económico, que –en sus propios términos (Baudrillard, 1976: 34-39; cf. Alonso Benito, 2009: xxx; Narotzky, 2004: 154-156)– es a un tiempo utensilio, mercancía, símbolo y signo según se mida desde la perspectiva del uso material, del intercambio de equivalentes, de la ambivalencia del don, o de la diferencia por la cual se estatuye un valor en la lógica del consumo que el francés, asimismo en la estela de Veblen (Teoría de la clase ociosa, 1899 para la primera edición, en inglés), identifica adherida a la médula misma de nuestra economía capitalista: «sociedad de consumo» (société de consommation). Todo esto nos remite, más allá de la metafísica de las necesidades y de la abundancia, a un verdadero análisis de la «lógica social» del consumo. Esta lógica no es, en modo alguno, la de la apropiación individual del «valor de uso» de los bienes y servicios –lógica de la profusión desigual en la que unos tienen derecho al milagro y otros sólo a las consecuencias del milagro–, no es una lógica de la satisfacción, sino que es una lógica de la producción y de la manipulación de los significantes sociales. (Baudrillard, 2009: 55)18
Por otro lado, también Gabriel Tarde sostenía (2011: 143 y ss., 148, 162) en ese preciso momento, en Francia, que atribuir el origen de la producción económica al deseo de riqueza era poco más que una tautología; que sería lo mismo que decir «el deseo de lo deseado»; y que, por ende, los economistas teóricos harían mejor ocupándose de otra competencia: «no la de los consumidores y los productores, sino la de los diversos deseos así como de las diversas creencias en cada consumidor diferente. Reducir en definitiva todos los problemas económicos, sean cuales fueran, a una “ecuación” de deseos o creencias».
Abría esto la posibilidad, casi la urgencia de un nuevo análisis a construir atendiendo a dos de sus aspectos –por lo que a nosotros respecta, tal vez más comprensibles, casi intuitivamente comprensibles, como la lógica y la práctica, más allá del desempeño procesal de ambas y, evidentemente, de la retroalimentación de que son mutuo objeto en el único continuo fenoménico en que acontecen y donde son, a la vez, la misma cosa una y otra–:19
Es bien sabido que, salvando alguna influencia entre los primeros sociólogos de Chicago vía la formación europea de Park, el planteamiento de Tarde quedaría en buena medida fuera del debate académico por cerca de medio siglo, apartado en la propagación de la escuela durkheimiana a cuyo holismo se oponía frontalmente (vid. i. a. Poviña, 1945; Hughes, 1961; Lubek, 1981; Kinnunen, 1996; Nocera, 2008). También lo es que, debido a los mismos motivos, sería rescatado por los autores de la mal llamada «posmodernidad» a partir de los años de 1960 (Lazzarato, 2006; 2008; Latour y Lépinay, 2009; López Gómez y Sanchéz Criado, 2006; San Martín Segura, 2011: con bibliografía): basta, así, echarle un vistazo a la primera trilogía de Jean Baudrillard (El sistema de los objetos, La sociedad de consumo: Sus mitos, sus estructuras y Crítica de la economía política del signo, respectivamente 1968, 1970 y 1972 para sus primeras ediciones, en francés), de la cual se ha dicho que constituye una revisión crítica de la teoría marxista desde el estructuralismo, con un sentido propio e incluso
Respecto de la alusión al milagro, téngase en cuenta que Baudrillard echa a andar La sociedad de consumo caracterizando el tipo de pensamiento mágico de quienes «deambulan por la jungla de las ciudades» comparándolo con los conocidos cargo cults melanesios, a los que nos referiremos ampliamente en la segunda parte de este estudio (vid. inf., caps. 7.3-6). Así, «en la práctica cotidiana, los beneficios del consumo se viven no como resultado de un trabajo o de un proceso de producción, sino como un “milagro” [...]; los bienes de consumo se proponen pues como “potencia capturada” [...], como una “gracia de la naturaleza”» el derecho a cuya abundancia se hereda con la vida (Baudrillard, 2009: 11-13); y si, de un lado, es fácil hallar aquí reminiscencias de temáticas que ya hemos abordado al hilo de la moral y el trabajo (vid. sup., especialmente caps. 2.4, 2.6 y 5.1, nota 6), del otro, ello permite vislumbrar su articulación con otras todavía por abordar, en los relatos de la soberanía (vid. inf., especialmente caps. 10.1, nota 6, y 10.2). 19 Castaignts (2002: 108 y ss.) bordea un tema similar cuando conecta la consideración bourdieuana según la cual «las luchas por la apropiación de los bienes económicos o culturales son inseparables de las luchas simbólicas por la apropiación de los signos distintivos», con las ideas del comportamiento mimético de Girard (vid. inf., cap. 10.2) y el análisis que Greimas –concretamente el mexicano cita Del sentido, II: Ensayos semióticos (1983 para la primera edición, en francés)– planteara de las narrativas tradicionales como oposición de agentes en competencia. «La clave a destacar es que en esta lucha permanente por los objetos y por la adquisición de objetos calificantes que permitan el acceso a los objetos de valor [...], los objetos mismos cobran valor. Una cosa es el valor que 18
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La política salvaje de «la solución desesperada, pero vital, de un sistema económico político camino a su perdición»? ¿No aflora aquí, acaso, el mismo providencialismo milenarista de la dialéctica de Marx y Engels?
1. «como “proceso de significación y de comunicación”, basado en un código en el cual se inscriben y adquieren sentido las prácticas de consumo»; hete aquí el insumo levistraussiano que entiende el intercambio económico como una forma específica de lenguaje, en todo equivalente a efectos analíticos; y 2. «como “proceso de clasificación y de diferenciación social”, en el cual los objetos-signos se ordenan no sólo como diferencias significativas en un código, sino como valores de la posición dentro de una jerarquía»; función de ese lenguaje que se desenvuelve en el plano estratégico «mediante el cual cada individuo “se inscribe en la sociedad” [...]. Se trata de la inscripción permanente en un código cuyas reglas, las imposiciones de significación –como las de la lengua– por lo general, escapan a los individuos» (ibíd.: 55-56): ¿hace falta rememorar el «descubrimiento» de Jourdain?
Para ser, la sociedad de consumo tiene necesidad de sus objetos o, más precisamente, tiene necesidad de «destruirlos». El uso de los objetos sólo lleva a su «pérdida lenta». El valor creado es mucho más intenso cuando se produce su «pérdida violenta». Por ello la destrucción continúa siendo la alternativa fundamental a la producción; el consumo no es más que un término intermedio entre ambas [...]. Un industrial que había invertido 1.000 dólares en publicidad declaraba: «sé que la mitad es dinero perdido, pero no sé qué mitad». Esto es lo que sucede siempre en las economías complejas: es imposible aislar lo útil y querer sustraer lo superfluo. En el excedente, la mitad «perdida» –económicamente– tal vez no sea la que adquiere menor valor, a largo plazo o de una manera más sutil, en su «pérdida» misma. (Baudrillard, 2009: 33-35)
Si, como sostiene Baudrillard, el «consumo» es una «producción» –la producción de los signos–, y el sistema social «adquiere sentido» para los individuos que lo componen desde ese extremo, y sólo desde ese extremo, entonces, a nuestro juicio, el problema fundamental del planteamiento de este filósofo social reside en la arbitrariedad que introduce en las obras que comentamos, al forzar la distinción de sus funciones «símbolo» y «signo» proyectadas en el objeto de consumo, donde quizá únicamente cabía una diferenciación performática (vid. Girardin, 1976: 29 y ss.). El problema reside en su necesidad de distinguir a toda costa la «sociedad de consumo» –el capitalismo postindustrial– del resto de sociedades humanas que pueblan, por lo pronto a través de nuestra imaginación de ellas, el espacio-tiempo de la Historia. Porque, ¿qué sentido tiene declarar que, a pesar de la exhibición de los «héroes del consumo» también en nuestra «cultura de masas»,20 la vorágine dilapidatoria en que también incurre nuestra economía «ya no tiene la significación simbólica y colectiva determinante que podía alcanzar en la fiesta y el potlatch primitivo», si no es para poder concluir que se trata ahora –y antes no–
De hecho, si aceptar sin reservas lo dicho en este pasaje –en la antesala de la más reposada noción de «capital simbólico», por cierto (vid. i. a. Bourdieu, 2012: 279 y ss.; 2008: 179 y ss.)– conduce a un punto interesante, éste es el de la paradoja de haber empleado Baudrillard los mismos términos y los mismos argumentos para describir el «nosotros», de la misma manera y con el mismo grado de pretendida oposición estructural respecto del resto de grupos humanos, que uno de esos proscritos del cientifismo oficial, Georges Bataille, había empleado apenas veinte años antes para describir el «los otros». A decir verdad, La parte maldita (1949 para la primera edición, en francés) supone un proyecto ontológico de mayor alcance que los textos «posmodernos» en la medida en que rechaza de plano las premisas materialistas de la Economía al uso –en principio aceptadas por los socialistas y, por consiguiente, punto de partida también para el primer Baudrillard–21 sin componer por
éstos pudiesen tener antes de la lucha por su apropiación y otra es el valor que la misma lucha les proporciona. La lucha por los objetos de valor y por los objetos calificantes es, en sí misma, un proceso de valoración fundamental» (Castaingts, 2002: 119). Puesto todo junto, no sólo la evocación de Tarde es inevitable: si no hay competición no hay valor como tal, riqueza, imitación del deseo; sino que además pueden intuirse los elementos que materializan la «gran tradición» redfieldiana (vid. sup., cap. 2.2) desarrollándose, así, en el seno de estrategias reticulares (vid. sup., cap. 4.2). 20 Dirá de ellos, actores, deportistas y otras celebridades que, a su juicio (Baudrillard, 2009: 33-34), vienen a sustituir a los viejos héroes de la producción, los pioneros, los fundadores, aun antes, a los santos, a los conquistadores: «su cualidad sobrehumana estriba en su perfume de potlatch [...]. Por lo demás, como James Dean, éstos nunca son tan grandes como cuando pagan esta dignidad con la vida». Y si, como es bien sabido, fue el propio Mauss quien, en especial a partir de un comentario sobre los celtas del s. I a. C. atribuído a Posidonio de Apamea (Mauss, 1925; cf. Codere, 1950: 122-123; Graeber, 2011b: 117-118), advirtió cómo la casuística de la «prestation totale à forme agonistique» comprende eventualmente, en la escalada de sus violencias, una continuidad entre las cosas y las personas resuelta en el sacrificio de la vida humana, en el suicidio, lo destacable del pasaje de Baudrillard es la continuidad lógica en todos los casos, y en todo caso, a pesar de sí mismo.
21 Concretamente Goux (1990: 221-222) le afea una concepción «prewalrasiana» –i. e.: anterior a la revisión neoliberal de la Economía (vid. sup., cap. 2.5, nota 40)– del concepto de utilidad, una indistinción ingenua de las perspectivas moral y económica del valor. En cualquier caso, el artículo de Goux resulta absolutamente imperdible debido a la traída a colación de una legitimación posmoderna del capitalismo que articulara Gilder en Riqueza y pobreza (1981 para la primera edición, en inglés) «that at once contradicts Bataille’s “sociological” interpretation and confirms his “ontological” vision»; y es que «Gilder is admirable in saying openly, something which both clouds the classical Weberian visión of a capitalism of rationalist legitimation, and illuminates the historical bases of the postmodern rupture: “the tale of human life is less the pageant of unfolding rationality and purpose than the saga of desert wandering and brief bounty”. No, capitalism is not rational calculation –individual or collective– but indeterminable, undecideable play» (Goux, 1990: 217-218). Tal cosa redunda en la crítica de un Baudrillard pasivo, obnubilado por los fuegos artificiales de lo que le parece una desintegración, cuando asiste, cada vez más poética que analíticamente, a la reformulación del proyecto político capitalista: «at the moment that Gilder forges the ideological instrument of a libertarian –or rather neoconservative– politics and thus determines a reality, even indirectly, Baudrillard endures the spectacle of that politics in turmoil and unreality;
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Con todos, nosotros, los salvajes ello, en su lugar, una crítica idealista, lo cual pudiera apriorísticamente parecer mucho, tratándose de un autor tan próximo al movimiento surrealista –pero vid. inf., cap. 8.3, la defensa bourdieuana del «materialismo» de Weber, totalmente aplicable también aquí–. Para Bataille (2009: 35), el problema analítico principal radica en el hecho de que dicha Economía «es concebida bajo el modo de una operación particular cuyo fin es limitado. El espíritu generaliza componiendo el conjunto de las operaciones: la ciencia económica se contenta con generalizar la situación aislada; circunscribe su objeto a las operaciones realizadas con vistas a un fin limitado, el del hombre económico [i. e.: el homo œconomicus arquetípico]», cuando sucede que, sin embargo, nada de ello puede sino ser un aspecto particular de una economía general de la vida en el universo, que se despliega en La parte maldita a partir de una suerte de «teoría de la energía».
de vuelta al inicio del capítulo anterior] es el del gasto del excedente. Por un lado, debemos dar, perder o destruir. Pero el don sería insensato –en consecuencia, no nos decidiríamos nunca a dar– si no tomara el sentido de una adquisición [...]. El don tiene la virtud de un desbordamiento del sujeto que da pero, a cambio del objeto dado, el sujeto se apropia del desbordamiento: considera su virtud en tanto tiene la fuerza como una riqueza, como un «poder» [...]. Sin duda el potlatch no puede reducirse al deseo de pérdida, pero lo que aporta al donador no es el inevitable incremento de los dones de la revancha [ya lo había dejado escrito Mauss (2012: 164, nota 200): «lo ideal sería dar un potlatch y que éste no fuera devuelto»], sino que le confiere el «rango» a quien tiene la última palabra. [Y aun así] el prestigio, la gloria, el rango, no pueden confundirse con el «poder». (Bataille, 2009: 85-87)
Por lo que respecta al mundo orgánico, le preexiste lo inorgánico, y es desde ese exterior que se lo nutre: acción del sol sobre el planeta, movimiento e interacción de los elementos de donde Bataille colige un exceso primigenio; una abundancia energética que las formas de vida consumen primero en su crecimiento y reproducción –que es el crecimiento fuera de sí–, en su extensión, y se ven forzadas a dilapidar, a consumir de otra manera, contra los márgenes del espacio planetario que constriñe la suma de todas ellas.
Concluye más adelante: «en condiciones primitivas, la riqueza siempre es análoga a estos stocks de municiones que expresan con suficiente nitidez la aniquilación, no la posesión de la riqueza [...]. El hombre [sic passim, por “el humano”] de alto rango no es primitivamente más que un individuo explosivo –todos los hombres lo son, pero él lo es de manera privilegiada–; [aunque], sin duda, él trata de evitar o por lo menos de retrasar la explosión», y aquí Bataille ve una mentira en el uso de la riqueza por sí misma, un desconocimiento de sí que, sin embargo, «no podría interrumpir, de ninguna manera, el movimiento de la exhuberancia» en el cual sucumbe, y se consume (ibíd.: 92; vid. inf., caps. 10.1-2, por la potencia con que evoca uno de los topoi recurrentes en los discrusos de la soberanía).
Según esta inteligencia, esparciéndose laminarmente sobre la biosfera, la presión ejercida por la vida propicia la aparición de formas cada vez más dispendiosas de gasto improductivo. Serían los vivientes como el lujo natural de la materia: el animal respecto a la planta, el carnívoro respecto al herbívoro, y el humano, como el summum de los fastos del Cuaternario. Por eso –a decir más verdad– el término empleado por Bataille para describir el sistema económico de la política salvaje no es en francés exactamente el mismo que el de Baudrillard para la nuestra, aunque sí lo sea su traducción castellana: «sociedad de consumo» (société de consumation).22 Aunque lo sea asimismo, como decíamos, el principio que anima ambas reflexiones:
Pues bien, la distancia conceptual entre la jerarquía y ese «poder-consumir» es lo que ocupan los signos y símbolos –que entre nosotros llamamos– económicos. Todos los humanos articulamos teóricamente, consciente o inconscientemente, a lo largo de esa distancia, los planos más diversos. Y generamos con ello efectos sociales. Proyectamos, por ejemplo, las ideas sobre las cosas, en órdenes que juegan a hacer de lo limitado ilimitado y viceversa; como cuando Mead (en Codere, 1950: 68) advertía de que la escasez de títulos jerárquicos contra la cual compiten en el potlatch los celebérrimos kwakiutl de la Columbia Británica no es más que una arbitrariedad cultural: si se ensanchara su disponibilidad, o la disponibilidad de los objetos que los significan, igual de arbitrariamente, descubriríamos la lógica que rige el proceso, pugnando por una recodificación de sus términos prácticos, hacia otros objetos y otros signos. Tal es, también, el sentido de la mutación de una crematística que desborda los límites de la razón aristotélica para permear las relaciones políticas de los ciudadanos.
El problema planteado [por la «economía general» batailleana, lo que en cierto modo nos conduce Gilder theorizes postmodern capitalism from the point of view of the active entrepreneur, while Baudrillard raves brilliantly about postmodern capitalism in the televisual armchair of the stupefied consumer» (ibíd.: 223-224); actitud que se acentuaría en su lectura de Bataille. Por lo demás, para una revisión más profunda de esta última, vid. los trabajos de Pawlett (1997; 2013). 22 Adviertía Émile Littré en su diccionario (1873-1874: A-C, 756, 762): «la langue a pendant quelque temps hésité entre consommer et consumer, prenant ce deux verbes l’un pour l’autre [...]. L’historique montre que cette confusion [...] remonte bien plus haute. Aujourd’hui on distingue exactement ces deux verbes de cette façon: consommer suppose una destruction utile, employée à quelque usage, à quelque fin, tandis que consumer ne présente qu’une destruction pure et simple, abstraction faite de toute autre rapport». Ciertamente, basta contrastarlo con la linealidad en que se desarrollan sus respectivos cognados castellanos –consumar y consumir– para advertir las dimensiones del encabalgamiento semántico.
El Baudrillard de La sociedad de consumo se equivocaba entonces menos que Harris (vid. sup., cap. 4.1), porque sólo se equivocaba respecto a «los otros»; pero se equivocaba de la misma manera. Porque haber aislado 147
La política salvaje en nuestras sociedades de orientación ese «orden del consumo que es un orden de manipulación de signos» solamente le llevaba a postular su entrecruzamiento con el orden de la producción en nuestras sociedades, mientras las seguía considerando, como buscando a las manotadas retenernos en el seno de –sus ideas sobre– la humanidad, sociedades de producción, «primero, objetivamente y de manera decisiva [...] y, por tanto, el lugar de una estrategia económica y política» (Baudrillard, 2009: 13; cf. Baudrillard, 1976: 70, nota 12). Cuando lo separaba tan poco, tan sólo un determinante, de una verdad mejor formulada: «toda la sociedad se regula sobre la producción de material distintivo» (ibíd.: 56).
de las culturas, sociedades e historias de los grupos humanos, lo significante de la economía únicamente se puede mantener al precio de desbordar el significado de su concepción disciplinar. Es más: de concebirla en sí misma como un desbordamiento.
4. Semiosis del dinero La problemática a que nos enfrentamos es por tanto la de la «semiosis ilimitada» según la definiera Umberto Eco (Tratado de semiótica general, 1975 para la primera edición, en italiano), y fuera aplicada, sin ir más lejos, al dinero actual por Juan Castaingts Teillery (2002: 22-24): «instrumento del intercambio simbólico de lo “equivalente” [...]; representación de una riqueza social que se detenta en forma individual [...]; que es una forma privativa de lo social».
Evidentemente, esto no es sino un fondeadero donde reconocernos y anclar aquella superación incluso de la economía polanyiana a que nos emplazábamos al comenzar el capítulo cuarto; para ajustar más parsimoniosamente, sin duda, esas ideas nuestras a propósito del comportamiento social de la especie. No porque la organización de la subsistencia no sea un hecho «sustantivo» a analizar en todos los grupos humanos, sino porque, a pesar de su indispensabilidad para la vida, el «orden de la sociedad» no parece a la postre tejerse primero a partir de ella; en su función; ni siquiera aunque en algunas formaciones históricas se comprometa crecientemente en la trama de ese orden. Y entonces se vislumbren prácticas, se compongan retazos de un discurso económico.
Para este profesor de la mexicana Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Iztapalapa, el dinero, en tanto elemento comunicativo, se comporta básicamente –evidentemente– como los demas significantes a través de los cuales operan las culturas humanas; «reenviando» su significado de uno a otro referente significativo en función del contexto de enunciación; desplegándose en «árboles» cuyas ramas divergen y tuercen sus sentidos hasta concatenar líneas de interpretación abiertamente contrapuestas, como el big money, como el «huésped», como «los otros nosotros». De hecho, su definición de las funciones «signo» y «símbolo» del dinero lejos de las tortuosidades de Baudrillard, respectivamente como convenciones fundadas en metonimias y semejanzas metafóricas, además de indicar modos de ese crecimiento semiótico, permite llamar la atención sobre un equívoco fundamental: «la [E]conomía, al quedarse con el dinero-signo, no podría resolver los problemas planteados por la práctica monetaria, ya que una parte importante de los mismos proviene del funcionamiento del dinero-simbólo», trenzado en la práctica según diferentes estrategias que buscan calificar
Si las reflexiones de Tarde ya movían a pensar –de esta otra manera– que «lo económico y lo político se refieren dos veces al mismo objeto, siguen el mismo tejido, recorren a tientas las mismas redes, dependen de las mismas irradiaciones» (Latour y Lépinay, 2009: 102), Bataille hacía aquí un uso más certero y fértil de las evidencias etnográficas e históricas que Baudrillard al comprender que el nudo de tales irradiaciones se localiza, siempre, en el espacio elástico y cambiante de los signos, y que por consiguiente, si es que se ha de empezar a formular desde los términos propios de un discurso económico, es la noción de «consumo» la que permite unificar transversalmente una teoría general de lo social. «Es el “modo de gasto” del exceso, el consumo de lo superfluo, esa parte maldita, lo que determina la forma de la sociedad [...]; esta imagen generaliza el enfoque económico, [ciertamente, pero] colocando directamente en su campo conceptual nociones que no parecen pertenecerle: la religión, el arte, el erotismo» (Goux, 1990: 207; cf. Weber, 1987: 53-55).23 Así, en el análisis
militar o religiosa. Pero sobre la evidente falta de anclajes y desarrollo de lo que no deja de ser por ello una intuición brillante –¿es necesario señalar las solidaridades con la propuesta ecológico cultural de Meggitt, sin ir más lejos (vid. sup., cap. 4.2)?–, la tipología batailleana coadyuva a perpetuar el aislamiento total de nuestras sociedades y culturas en la historia, aun a pesar de reconocer similitudes estructurales con su «sociedad de empresa» en lo que atañe al crecimiento. Desde su punto de vista, separa a ambos tipos un plegamiento, más industrioso que industrial, de la «empresa» sobre sí misma, que convierte la riqueza en capital y da principio al consumo productivo, que invierte la relación de la lógica –económica– de las cosas con la lógica –social– de los humanos, si bien ya Goux (1990: 208-209) apuntaba cómo «everything suggest that Bataille was unable tu articulate his mysticism of expenditure, of sovereignty, of major communication [...], in terms of contemporary general economics». A fin de cuentas, la base reflexiva del francés seguía siendo enormemente estrecha como para ponderar las continuidades que permiten explicarnos a lo largo de esa historia. Como decir que si en esa inversión que es la Economía «se trataba de destruir la autoridad que fundaba la economía medieval» (Bataille, 2009: 143), el núcleo último de la problemática social es el de la construcción de la autoridad en función de las variaciones medioambientales, y no tanto el de las formas del consumo del excedente moldeadas en su ajuste.
De hecho el Bataille de La parte maldita no se libra de ordenar sus datos históricos según una tipología social sustanciada en tal disposición del gasto, de modo que a la «sociedad de consumo» se le opone y sigue la «sociedad de empresa» y, más allá, la «sociedad industrial». También es cierto, por otro lado, que al presentar el «ritmo ordinario en el uso de la energía» como «la alternancia de la austeridad que acumula y de la prodigalidad que disipa» (Bataille, 2009: 104), se rompe en cierto sentido la idea de progresión para hacer corresponder los dos primeros tipos con sendas situaciones; la estabilidad sistémica y la inestabilidad que es el crecimiento del grupo humano que pone fin al sacrificio interior para dirigir hacia el exterior la violencia del excedente, hacia la empresa
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Con todos, nosotros, los salvajes al agente como tal contra el resto del cuerpo social, y dirimir con ello una jerarquía; sin embargo, «es cierto que en el análisis del dinero-signo, cuando se considera la existencia del dinero-símbolo, se pueden mantener muchos de los resultados de la teoría económica, pero esto implica necesariamente, reubicarlos en otro contexto y reorientar la casi totalidad del análisis» (ibíd.: 40-41). Un poco como decir que la Física newtoniana no deja de explicar lógicamente las cosas que explicaba antes, aunque desde las formulaciones relativistas y cuánticas de principios del pasado siglo se haya dejado de utilizar en la explicación comprehensiva de la realidad; porque los posteriores paradigmas la explican mejor; porque explican más cosas.
vaygu’a, que tenían un nombre propio, y ocupaban las conversaciones de los isleños de las Trobriand mientras fumaban al atardecer;25 los tesoros que los kwakiutl denominaban Ḷōgwē, el mismo término que para «poder sobrenatural», a los cuales se les reconocía, dados por espíritus y antepasados, una virtud productiva porque «la riqueza atrae más riqueza». Sobre todo sus cobres (L!āqwa), que eran alojados en las casas masculinas y se los vestía y alimentaba; que acrecentaban su valor con cada cambio de manos, en la sucesión de los jefes, en la concertación de matrimonios, en las rivalidades del potlatch donde a veces eran troceados en un alarde y, entonces, se pugnaba en lo sucesivo por reunir de nuevo sus fragmentos. O se los «mataba» del todo: se lanzaban al mar para «aplastar» al contrario. Y se confundían en los relatos míticos con donadores y donatarios, porque al fin y al cabo poseer la fortuna es también ser poseído por ella, y ésa es, precisamente, el tipo de «identidad» que manifestaba el jefe en el potlatch.26
Tenemos entonces que la propia Economía señalaba el camino que nos conduciría fuera de sí al resolver la clásica «paradoja del valor» en favor de los deseos y creencias del agente y, en tanto en cuanto lenguaje de una política, los de la «comunidad de hablantes» a que apela. La primera exterioridad de las tres que anunciábamos se reparte, de este manera, en el tránsito del consumo físico y material al «poder-consumir»; o de la producción del sustento a la producción de signos –o símbolos– de identidad y distinción. Y esa otra es la segunda exterioridad: los aspectos inmanentes del significado.
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«Cuando ha finalizado la comida, los indígenas descansan, mascan nuez de betel y fuman, mirando la puesta de sol sobre el mar [...]. Las conversaciones sobre el kula predominan en tales momentos, y los nombres de los asociados lejanos y los nombres propios de los vaygu’a especialmente valiosos se intercalan entre la conversación y la hacen especialmente oscura para los no iniciados en las particulaidades técnicas y tradiciones históricas del kula. Recordando cómo un determinado gran collar de espóndilos pasó hace un par de años por Sinaketa, cómo fulano lo pasó a mengano de Kiriwina, quien a su vez se lo dio a uno de sus asociados de Kitava –por supuesto, mencionándose todos los nombres propios– y cómo de allí se fue a la isla de Woodlark, donde se pierde su rastro, tales recuerdos dan pie a conjeturas sobre dónde podría estar ahora el collar y si hay alguna probabilidad de encontrarlo en Dobu. Se citan intercambios famosos, disputas sobre pérdidas en el kula [...], se van contando una historia tras otra y se escuchan con interés inagotable» (Malinowski, 1986b: 217). Los argonautas del Pacífico occidental abunda en este tipo de reflexiones, pero tal vez lo más destacable en este punto sea el que el polaco las inicie evocando aquellas riquezas melanesias cuando, varios años después de haber vuelto a Europa, atendía al relato que un guía turístico hacía en el Castillo de Edimburgo sobre las vicisitudes de las Joyas de la Corona, Honours of Scotland: «mientras las observaba iba pensando cuán feas, inútiles, sin gracia e incluso pretenciosas eran, y tuve la impresión de haber escuchado narraciones similares y haber visto muchos otros objetos de esta clase [...]; entonces se me presentó la imagen de una aldea indígena sobre suelo de coral [...]. La comparación [...] se ha hecho con la intención de sentar que este tipo de propiedad no es sólo una extravagante costumbre de los mares del Sur, extraña a nuestras concepciones. En efecto –y quiero insistir en este punto– la comparación que he hecho no se basa en una similitud puramente externa y superficial. Las actitudes psicológicas y sociológicas en juego son las mismas, es realmente la misma actitud mental la que nos hace valiosas nuestras alhajas de familia y la que les hace valiosos a los nativos de Nueva Guinea sus vaygu’a» (ibíd.: 101-103). 26 Utilizamos para ambas voces americanas la ortografía del Ethnology of the Kwakiutl, based on data collected by Goerge Hunt (1921 para la primera edición), por más que Boas las escribiera también de diferente manera en otros trabajos y, sobre todo, que Mauss no se refiriera con ellas solamente a dichos y otros hablantes de lenguas wakash –por ejemplo, los más meridionales nuu-chah-nulth–, sino a grandes rasgos, a los de una vasta «región cultural» poblada asimismo por grupos haida, eyak-atabascano –destacando los tlingit (vid. Lewis, Simons y Feinman, 2015)–, tsimshian o salish –nuxalk, especialmente–. Por lo que respecta a la generalidad de Ḷōgwē, escribe este último autor, apoyado en abundante bibliografía: «cada una de esas cosas preciosas, cada uno de estos signos de riqueza tiene su individualidad, su nombre, sus cualidades, su poder. Las grandes conchas de abalone [Haliotis sp.], los escudos recubiertos por éstas, los cinturones y las mantas adornados también con las conchas, las propias mantas blasonadas, cubiertas de rostros, de ojos y de figuras animales y humanas tejidas, bordadas, las casas, las vigas y los muros decorados, son seres. Todo habla, el techo, el fuego, las esculturas, las pinturas, pues la casa mágica está edificada no sólo por el jefe o su gente o la gente de la fratría opuesta, sino también por los dioses y
No es casual que cuando Weiner (1985) tratara de enmendar la sobreatención que también después del Ensayo de Mauss habían recibido las geometrías de la circulación en desmedro de la naturaleza específica de las cosas en ella implicadas –precisamente ensayando un análisis de lo que se «abstrae» de la circulación; o lo que es lo mismo: tratando de aclarar el vínculo sistémico entre la tan famosa como esquiva noción maorí de hau y las riquezas (taonga) eventualmente allí movilizadas en juegos de don-contradón–,24 encontrara que se repite una y otra vez su asociación con los elementos narrativos que dotan de identidad a un invididuo o colectivo más allá de su existencia positiva, a través de la historia o del mito. Por doquier, los objetos más valorados son aquellos que trascienden al poseedor puntual y lo cualifican, entre otras cosas, para hablar: los que dan que hablar, porque hablan por sí mismos. Los collares y brazaletes Por supuesto nos referimos a aquello que, partiendo del famoso relato del sabio maorí Tamati Ranaipiri –«voy a hablar del hau; el hau no es el viento que sopla»–, el francés (Mauss, 2012: 86-91) interpretó como el espíritu de la cosa dada; fundamento del derecho: «lo que obliga en el regalo recibido, intercambiado, es el hecho de que la cosa recibida no es algo inerte. Aunque el donante la abandone, ésta sigue siendo una cosa propia. A través de ella, tiene poder sobre el beneficiario». El debate sobre la interpretación de este término en concreto es suficientemente conocido –y extenso– como para requerirnos aquí algo más que la remisión a los comentarios de Sahlins (1983: 167-187), la propia Weiner (1985: 214 y ss.) o Godelier (1998; 2014: 73 y ss.). Y sin embargo, no puede sino medirse en una importancia que trasciende en mucho ésta y cualquier otra concreción, «since what is Mauss’ reading of the Maori term hau as “spirit of the gift” if not the quintessence of everything that is equivocal, everything that is inadequate, but also, everything that is nonetheless endlessly productive and enlightening in the project of translating alien concepts?» (Da Col y Graeber, 2011: vii).
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La política salvaje «Las cosas que se mantienen para sí portan las cualidades afectivas de la sacralidad que constituye el ser social [the social self] en relación a un pasado y a un futuro», concluía Weiner (1985: 212); el ser del individuo o del colectivo «se agranda y aumenta» (is enlarged and enhanced) en la posesión de esos objetos porque su significado «produce la fusión de humanos y ancestros y el colapso de la distancia [que los separa] en el espaciotiempo». En este sentido las riquezas se aproximarían al «valor-símbolo» de Baudrillard, pero sucede que en determinadas circunstancias y prácticas –muy claramente en las de kula y potlatch– los mismos objetos u objetos de la misma índole material toman parte en el circuito de intercambios, y entonces son «valor-signo». De hecho pueden ser lo uno en la medida en que son también lo otro. Si acaso, se podría intentar sujetar ahí la distinción que hace Godelier (1998; 2014: 69 y ss.) entre «objetos sagrados» y «objetos preciosos» (valuables); aunque no pasaría de ser una asunción precaria, desde el momento en que la explicación de su diferencia radica en el desempeño contextual de un argumento transitable en ambas direcciones: hay objetos cuya conservación en un punto de la sociedad sustancia la circulación de otras cosas –materiales o no– en su rededor; pero igual sucede al revés, que hay objetos mediante cuyo desprendimiento el agente afirma la conservación –la posesión– de otras otras cosas. Tal es el hau para Weiner, que se retiene a la vez que se da, y por eso obliga. El «enigma del don» que acabó de apartar del materialismo a Godelier después de su estadía entre los baruya de Nueva Guinea.
objetos preciosos [...] son, por sobre cualquier otra cosa, objetos de creencia cuya naturaleza es imaginaria, más que simbólica, en la medida en que esas creencias se refieren a la naturaleza y a las fuentes del poder» (ibíd.: 73); y cabe, sin duda, entender aquí específicamente «del poder en la naturaleza», o «del poder de la naturaleza», de modo que Godelier pueda proseguir la cita indicando –y nótese la cadencia que pasamos a enfatizar– cómo las riquezas «que se cambian por una mujer o que se dan para compensar la muerte de un guerrero aparecen como sustitutos simbólicos de seres humanos, es decir, como equivalentes imaginarios de la vida». Así que desde el punto de vista de la lógica, son imaginarios antes que simbólicos; no más, ni en vez de; por la sencilla razón de que el significado de las ideas y de las cosas que las significan se ordena –lógicamente– a través de una idea de orden. Que es –esa «idea de y del orden», dicho así por si acaso necesitáramos distinguir respectivamente, introduciendo nosotros ahora el determinante, entre las magnitudes compatibles de inconsciente-consciente o irreflexivo-reflexivo o implícito-explícito– lo que Godelier llama «lo imaginario»; o lo que, si lo pensaramos de nuevo topológicamente, hemos visto antes a Caillé llamar «lo político», aprovechando la expresión para hacer constar la continuidad que son sus coincidencias con «la política» (vid. sup., cap. 4.1, nota 5). Como haber dicho: la parte de una disputa que no entra en disputa, pero a veces sí. Y merced a la semiosis ilimitada, hete entre esto las historias de las mutaciones de las culturas de las sociedades de los humanos.
Por eso, para este último autor, la cuestión se esclarecía más bien sistematizando la relación de los planos de lo imaginario, lo simbólico y lo real en una especie de «nudo borromeo», entre cuyas ligazones cada grupo humano codifica todos estos «mensajes sociales»; referentes conceptuales que tomaba de Lévi-Strauss –y, por supuesto, de Jacques Lacan– solamente para matizar las cargas fundamentales en que los pondera y piensa el análisis estructuralista.27 «Los objetos sagrados y los
Entonces, esas riquezas con las que se opera según la «lógica del intercambio» –sensu Graeber, multiplicado por las consideraciones sobre el contacto cultural sociogenésico de Bateson y Gouldner (vid. sup., cap. 4.5): que circulan en la relación de quienes debieran de ser iguales pero no lo son por alguna razón, que en este caso es la de la fluidez de una jerarquización en disputa–, y que Godelier distingue de otras riquezas llamándolas «objetos preciosos», deben de cumplir siempre, a juicio del francés, varias condiciones:
los ancestros. Es ella la que a la vez recibe y vomita a los espíritus y a los jóvenes iniciados» (Mauss, 2012: 171-176). En cuanto a los cobres concretamente, quizá Boas (1897: 344 y ss.; Mauss, 2012: 177 y ss.; Codere, 1968; Ringel, 1979) fue el primero en compararlos con notas bancarias sin llegar por ello a descuidar un ápice de su compleja carga simbólica y performática, una faceta no poco importante de la cual es, para lo que aquí venimos tratando, el que los mismos objetos que aparecen en funciones «reproductivas» –sensu Weiner (1980); vid. sup., cap. 4.5–, tales como funerales y matrimonios, sean también sustitutos del sacrificio de esclavos, o fueran valorados en vidas de esclavos –aparentemente– antes de serlo en mantas redistribuídas en sus ceremonias de «compraventa» agonística (Boas, 1897: 357; 1888; Jopling, 1989; cf. Lévi-Strauss, 2011: 116 y ss.; Testart, 1999: 14 y ss.). Intentaremos aportar el marco para una explicación en lo que sigue. 27 A juzgar de Godelier (1998: 43 y ss.), la cuestión se dirime básicamente en la inversión de la primacía de lo simbólico sobre lo imaginario postulada originalmente por los dichos autores, pero por lo pronto, ni todos ellos emplean con el mismo sentido estos términos –cf. la llaneza casi intuitiva de El enigma del don, y de lo que aquí sigue, con la forma en que los toma Baudrillard (1980: 150-154), desde luego más próxima a Lacan–, ni esos empleos son siempre los mismos a lo largo del tiempo, algo que se hará especialmente evidente en la medida en que comiencen a alejarse y cuestionar el punto de partida de la semiótica saussureana, ya en los años de 1970 (vid. i. a. Rabaté, 2013; Perelló, 2010; Farrán, 2009).
1. ser sustitutos de personas reales [i. e.: significar el tipo de derechos relacionados con la vida de los seres humanos que sustanciaría en la práctica de otros seres humanos diferentes un comportamiento según la «lógica de la jerarquía» graeberiana: subordinación-superordinación]; 2. testimoniar la presencia en su seno de poderes procedentes de seres imaginarios –divinidades, No vamos a detenernos en los pormenores de esta discusión. Valga la nota para señalar únicamente cómo «la propiedad principal distintiva del nudo borromeo [en que Lacan liga sus tres registros] es que basta que un cordel se corte para que todo el conjunto anudado se disperse. Lo que indaga Lacan mediante la estructura topológica del nudo borromeo es el modo singular de consistencia que éste presenta»; de modo tal que si lo real distribuye la irreductibilidad, lo simbólico la unicidad y lo imaginario la representabilidad, «no hay relaciones de orden ni de jerarquía entre ellos [...] o síntesis dialéctica del conjunto; al contrario, hay tensiones debido a la irreductibilidad y no dominio absoluto de uno sobre otro» (ibíd.: 1, 6); hay intersecciones, solapamientos, puntos de intrusión y desborde.
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Con todos, nosotros, los salvajes espíritus de la naturaleza, antepasados– a los que se les atribuyen poderes de vida y de muerte sobre las personas y las cosas; y 3. ser comparables entre sí, de forma que proporcionen a sus propietarios, por sus cantidades y/o por sus cualidades, los medios para rivalizar entre ellos y para elevarse los unos por encima de los otros. (Godelier, 1998: 229)
No pueden hacerlo porque, como se encarga de puntualizar en más de una ocasión el propio Godelier, «lo sagrado es un cierto tipo de relación con los orígenes», y no puede imaginarse anterior lo que ya se imagina posterior de suyo; el efecto y la causa o la parte y el todo; ni suceden simultáneamente, concurriendo en el mismo espaciotiempo, salvo a través del signo (vid. inf., cap. 10.3). Siendo así, siguiendo una versión específica de aquella pieza de la lógica de la jerarquía que íbamos a aislar con mayor claridad precisamente explorando los «pagos» que se realizan significando una deuda que no se puede pagar –aunque tampoco sea ésta, por ende, exactamente una «deuda», apostillaría con razón Graeber–, cabría esperar la posibilidad de un retorno a lo sagrado. Y así es, en el acto de sacrificio.
Cualquier «poder» –nuestro sentido (vid. sup., cap. 3.5)– que se le reconozca a un agente social, y en tanto tal configure una «situación de autoridad» típica en los equilibrios del grupo, como función de lo que expresa la primera proposición, resulta entonces una función, a su vez, del «poder» contenido en la segunda, y por ende, de esas otras agencias que, decidamos o no calificar como «sociales» en tanto sociales son sus efectos, al fin y al cabo, se piensan fuera de la sociedad. Son sobre todo, a todas luces, distintas de las agencias del «nosotros», con lo cual se nos devuelve a aquella segunda exterioridad que es inmanente al significado de las prácticas de que venimos tratando; y que el Godelier de El enigma del don (1996 para la primera edición, en francés) traduce para el análisis antropológico general como «sacralidad».
Cuando un objeto de intercambio se introduce en ese dominio, que no es el de los intercambios que los hombres vivos [sic passim, por «los humanos»] mantienen entre sí, sino el de los que los hombres vivos mantienen con sus muertos y con sus dioses, dicho objeto se sacraliza [...]. A partir de ese instante, los objetos que constituyen riqueza no sólo funcionan como «sustitutos de personas», de seres humanos, sino también como «sustitutos de objetos sagrados», que constituyen la fuente última de todo poder entre los hombres y cuya posesión testimonia que se mantienen relaciones privilegiadas con los dioses y los antepasados. (Ibíd.: 212, 243)
De un lado esto –y la contingencia de la materialización de las ideas y sus signos: el significante de la bandera del Viriato de Agustín García Calvo, que no son nueve jirones de tela atados a un astil sino el viento que, pasando entre ellos, significa las derrotas de Roma, la libertad de los lusitanos– ensancha el camino que permite comprender la «bidireccionalidad argumental» a la cual aludíamos. Los kwaimatnie cuya posesión engrandece de determinado modo, entre los baruya, a ciertos hombres y sus familias, o al revés (vid. sup., caps. 4.2 y 5.2), son el ejemplo perfecto de «objeto sagrado»: permanecen idealmente fijos en la misma posición del entramado social, cambiando de manos sólo a causa de la muerte y la reproducción biológica de los individuos, con el objeto de animar la transferencia, la distribución de la identidad necesaria para la reproducción de la sociedad, a través de las ceremonias de iniciación. Sin embargo, visto desde otro punto del mismo relato, los kwaimatnie también «se sitúan “entre dos dones”, aunque sin poder ser ellos mismos objeto de don. Están ahí porque los dioses los donaron a los antepasados de los hombres; los dioses permanecen pues [en consonancia con un principio equivalente al del hau] como sus verdaderos propietarios» (Godelier, 1998: 175). Porque sea cual sea y se funde sobre lo que se funde esa forma imaginaria de lo sagrado –que nosotros podríamos traducir para el análisis antropológico general como «objetividad»–, será siempre superior a los seres humanos, quienes por definición no la pueden «englobar significativamente» como sí pueden englobarse entre sí,28 y aun a otras tantas cosas.
No se resuelve desde luego en las mismas prácticas el sacralizar que el sacrificar algo, pero más allá del potencial determinante que supone el que un objeto conserve o no una «vida social», por lo que implicare la posesión material de lo sagrado para la organización del grupo humano, no debiéramos de perder de vista que el movimiento conceptual es esencialmente el mismo: el desplazamiento de las cosas hacia ese «exterior superordinado». Era por eso tan adecuado describir en resumen tales prácticas como actos de «abstracción». Lo son doblemente; pues el significado –simbólico– adquirido por la cosa es el sagrados baruya, de quien se los robó a las mujeres en el tiempo mítico; así, «lo que tienen escondido, conservado los kwaimatnie es todo el poder social y cósmico, todo el poder de los hombres, hecho de la fusión, de la síntesis de lo masculino y lo femenino [...]. Lo masculino –los hombres–, para dominar, debe contener el poder de lo femenino, y para contenerlo deben apoderarse primero de él, expropiárselo a las mujeres originarias que son sus primitivos soportes [...]; no basta que los hombres sean hombres para que puedan dominar» (Godelier, 1986: 119; cf. Godelier, 2011: 61-64, 241 y ss.; 2014: 85-88). Y no sólo aquí encontramos la relación de 1/(1/2), sino que se halla de igual modo establecida entre los clanes que poseen kwaimatnie –los 8+1 de los refugiados y quienes les dieron asilo– y los que no –el resto de los 15, algunos de los cuales confiesan secretamente conocer la ubicación de otros kwaimatnie, ocultos en el bosque por sus antepasados cuando se incorporaron a la órbita baruya– (Godelier, 2011: 41-43; 1986: 112); y, por supuesto, también entre los linajes dentro de cada clan, y entre los individuos dentro de cada linaje, habiéndose indicado cómo el bloqueo de la posibilidad de significarse como aulatta tras la «pacificación» colonial ha redundado en mayores tensiones sobre la legitimidad de las líneas de transmisión de estos objetos sagrados (ibíd.: 113-114).
De hecho, «todos los kwaimatnie existen por parejas, funcionan por parejas; uno es macho y otro hembra», a pesar de que sus poseedores fueran al momento del contacto invariablemente hombres, en este caso descendientes de los donatarios del Sol y la Luna o, en el de otros objetos
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La política salvaje efecto abstracto de vincular lo material con lo imaginario, y a la vez, para que ese efecto sea plenamente significativo, la cosa debe abstraerse de la circulación o del uso. Y quizá sobre esos dos puntales se refundan más sólidos los tipos de Godelier, si los «objetos preciosos» no se usan –él dirá que son inútiles o se han inutilizado– y los «objetos sagrados» ni se usan ni circulan. Aunque es todavía más interesante limitarse a dejarlo señalado y asumir que la realidad se despliega en gradaciones, y que no es éste el momento ni el lugar de pretender segmentarla en categorías cuya validez analítica sólo se puede construir contra contextos culturales concretos.
su utilidad o intercambiabilidad. Así, las varillas de latón pueden convertirse en joyas [...]; las vacas sacrificarse [be butchered] en ocasiones festivas». Incluso aunque sólo algunas de estas prácticas sean consideradas propiamente religiosas, consideración que constituye en sí misma un tema aparte, su anudamiento en el «poder-consumir» es más que evidente, y es ahí donde adquieren el valor que producen dentro de cualesquiera órdenes del discurso social que sean considerados por el grupo humano «objetivamente» significativos –i. e.: que manifiesten y, eventualmente, dimensionen la relación del agente con la idea cultural de «objetividad» que Godelier, y de una u otra manera mucho menos sistémica, la Antropología en general, denomina «lo sagrado imaginario»–.
En cualquier caso, a poco que se eche mano del registro histórico o etnográfico de tales contextos, hallaremos que convergen –como muchos de los cabos sueltos– en variaciones sobre el mismo topos.
La identificación de lo objetivo y lo sagrado es probablemente la pieza más delicada de todo el aparato teórico. Probablemente porque es la que permite salvar con mayor simplicidad, tanto sintáctica como ontológica, la unidad biológica de la especie por sobre las determinaciones del modo de producción y la narrativa, desde entonces más efectivas contextualmente que otra cosa. Y es que una vez asumido que objetividad y sacralidad funcionan igual y para lo mismo –o mejor: que las usamos alternativamente para referirnos a lo mismo en todas las culturas humanas– la topología que resulta de lo anterior es, como decíamos, perfectamente coherente también con la organización de la Economía en unas sociedades contemporáneas que ya no tiene mucho sentido seguir distinguiendo del resto, como hace por ejemplo Baudrillard,30 como «economías complejas». Es decir: que más allá de las circunvoluciones culturales del conjunto de adaptaciones individuales a un medioambiente que, como apuntaba por ejemplo Redfield (vid. sup., cap. 2.2), es también la propia cultura –no lo olvidemos nunca–, no existen diferencias conductuales notables entre «los otros» y «nosotros».
Bohannan lo veía en el Benue (1955a: 63-64): Instruye sobre los modos de pensamiento tiv a próposito de esas tres categorías principales de cosas intercambiables [que detecta el estadounidense allí; vid. sup., cap. 5.1] notar la manera en la cual pueden «sacarse» [be removed: traducible asimismo por «eliminarse»] de ellas objetos individuales, o incapacitarlos para ulteriores intercambios. Se sacan de la categoría de subsistencia gastándolos, lo cual incluye su sacrificio a los fetiches. [Por ejemplo], aunque los ñames tienen tanto un valor de cambio como un valor de uso, una vez comidos no conservan ninguno de ellos [...]. Sacar cosas de la segunda categoría –aquélla centrada en el prestigio– es más complejo, y su misma complejidad posibilita algunas de las características de la economía tiv. La ropa tugudu se rae; los esclavos mueren, si acaso no se los mata en ocasión de funerales u otras ceremonias, como documentaba Douglas entre los lele y Meillassoux generalizaba para tantos otros grupos africanos –y no es casual que el esclavo sea la encarnación por antonomasia de lo que está fuera de la sociedad, del «exterior subordinado»–;29 porque, continúa Bohannan, «la mayoría de cosas, no obstante, se sacan mediante un acto que incrementa el prestigio del dueño, disminuyendo
Nosotros somos como «los otros»; en resumen. Algo que a día de hoy casi parece más urgente reivindicar en ese orden de enunciación que en el contrario (vid. sup., cap. 1.2, nota 13). Y que, por cierto, a punto de acabar la centuria del 1500 ya sabía Menocchio, un molinero friulano del que apenas conoce la Historia que la Inquisición se lo hizo pagar en la hoguera.
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Pero Meillassoux (1990: 45) no termina de comprender su significado: para él, el esclavo no es más que «un objeto desprovisto de toda función activa, asimilable acaso, debido a las circunstancias gloriosas de la captura, a un bien de prestigio. Como otros bienes semejantes, podrá ser destruido –inmolado–, por ejemplo en ocasión de funerales o de ceremonias religiosas [lo que] afectaba preferentemente a los hombres extranjeros, que a las estructuras comunitarias tanto les cuesta absorber. Su eliminacion, incluso cuando estaban en edad de trabajar, no constituía un “sacrificio” en el sentido de una renuncia». Aun pasando por alto el que muchos de esos grupos fueran matrilineales –ergo la integración de la descendencia como «congéneres» (ibíd.: 26 y ss) sería de hecho estructuralmente más sencilla y rápida en el caso de los que de las esclavas–, su valor es precisamente el que se «abstrae» de ese sacrificio, porque la producción socialmente determinante es de signos más que de materias, y no se trata en esto tanto de la capacidad de las estructuras, sino como había advertido un para entonces ya desaparecido Clastres (2010: 54), de la voluntad de las personas cuyas prácticas las «realizan».
Autor que, curiosamente, sí realiza una identificación similar –de nuevo sin desarrollarla a escala humana, por supuesto– al tratar La génesis ideológica de las necesidades (1969 para la primera edición, en francés, de un texto que sería la base de la posterior Crítica de la economía política del signo): «la operación se resume a definir el sujeto por el objeto y viceversa; es una gigantesca tautología de la que el concepto de necesidad es la consagración. La propia metafísica no ha hecho nunca otra cosa y, en el pensamiento occidental, la metafísica y la ciencia económica –así como la psicología tradicional– son profundamente solidarias, mental e ideológicamente, en la manera en que plantean el sujeto y resuelven tautológicamente su relación con el mundo [...]. Ambas [...] se enfrentan a los mismos atolladeros, a las mismas aporías, a las mismas contradicciones y disfunciones [...]. Pero sabemos que la tautología nunca es inocente, como tampoco lo es el finalismo que sostiene toda la mitología de las necesidades»; y concluye: «la tautología siempre es la ideología racionalizante de un sistema de poder» (Baudrillard, 1976: 47).
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Con todos, nosotros, los salvajes Por eso Godelier lo ve, asimismo, en la lectura que hace Jean-Joseph Goux («A propos des trois ronds», 1991 para la primera edición) del Marx que escribió más de doscientos cincuenta años después de aquel asesinato, en 1859: «como medida de valores, el oro no es sino moneda ideal y oro ideal, como simple medio de circulación, es moneda simbólica y oro simbólico; pero bajo la simple forma de cuerpo metálico, el oro es moneda, o mejor aun, la moneda es oro real», para acabar coligiendo un poco más tarde, ya en el primer libro de El capital: «siendo la expresión del valor de las mercancías el oro puramente ideal, esta operación no necesita más que un oro ideal, o que no exista más que en la imaginación» (en Godelier, 1998: 47-48, nota 40; vid. sup., cap. 2.5, nota 41). Quizá, y en especial desde que la Administración Nixon cancelara la convertibilidad directa del dólar y, de este modo, «desanclara» finalmente el sistema monetario internacional acordado en Bretton Woods del patrón metálico para librarlo a las fluctuaciones de una confianza que no es sino fe en el «poder» de Estados Unidos (cf. Graeber, 2011b: 361 y ss.), esta última afirmación del socialista alemán se nos presente más y más como una obviedad, igual que tampoco es fortuito que campeen ahora las teorías nominalistas. Y sin embargo, lo sintomático de su declaración no es tanto la intuición de que, tras la concatenación de más o menos signos materiales o sin ellos, la sustancia última del dinero es imaginaria, sino el que este destello no guiara a los marxistas hacia una crítica profunda de la imaginación económica, en vez de remacharse más firmemente a las «objetividades» del credo liberal.
Obviamente, al final, el quid de la cuestión radicará en esa categorización cultural de la realidad que nos permite decir –y que sea instintivamente comprensible– «aspectos de índole económica», como si la economía, desplazada idealmente al espacio objetivo de la naturaleza de las cosas, se condujera en virtud de algo diferente del resto de políticas de la sociedad humana. Pero lo que nos interesa en este preciso momento no son tanto las condiciones históricas específicas en que se formula y acepta axiomáticamente un discurso algunas de las razones últimas de cuyo funcionamiento práctico eran y son herméticas incluso para un buen número de economistas, como reconocen otros economistas (vid. Schumpeter, 1994: 1167-1168; Polanyi, 2003: 67). Ni siquiera, en este preciso momento, lo son las condiciones medioambientales a cuya presión tal funcionamiento práctico daba una respuesta adaptativa. Lo que nos interesa es cómo el patrón oro, esa «fe de la época» que prometía proporcionar un orden a los mercados internacionales automático e independiente de los Estados –en el sentido inmediato de sus políticas, de hecho cada vez más centradas en la moneda; pero también en el mediato, independiente de la idea cultural de política–, dibuja de nuevo el mismo juego de formas que veíamos entre los salvajes: lo imaginario, lo simbólico, lo real. En este contexto se entiende mejor la obstinación con que Menger (2013: 107 y ss., 217 y ss.) distinguía el «dinero» tanto del «medio legal de pago» como de la más negociable de las «mercancías de alta negociabilidad», enredándose irremediablemente, empero, en la catálisis que opera la «moneda» en tanto dinero acuñado, precisamente a causa del papel que desempeñan en su puesta en circulación unas instituciones formales que el austriaco consideraba, con una razón que no fue capaz de explicar en condiciones, ajenas a la concreción lógica, práctica e histórica del concepto de dinero.
Polanyi (2003: 49) la llamó «la civilización del s. XIX»; fenómeno centrado en Europa y caracterizado por un concierto de Estados los equilibrios diplomáticos y militares de cuyos gobiernos les disuadieron de incendiar de nuevo el continente en una guerra de proporciones equiparables a las del inmediatamente anterior ciclo revolucionario francés, aun a pesar de las importantes reorganizaciones políticas y, sobre todo, de su giro general hacia el constitucionalismo, lo que a la sazón supone la segunda característica fundamental de las que marcaron su desarrollo. La tercera y la cuarta se refieren a aspectos de índole económica, como son la progresiva tendencia a adoptar la doctrina del «patrón oro» –i. e.: la fijación del precio de la moneda en función de la reserva estatal del metal precioso, y la garantía de su libre circulación y convertibilidad–, y la extensión institucional y totalizante de la integración según los mecanismos del mercado autorregulado, «fuente y matriz del sistema», opina el sustantivista, y así, lo que definiría en último término el «tipo de sociedad».31
En el extremo distal, por ejemplo, tenemos que desde la perspectiva metalista siempre se considerará que las emisiones de papel moneda únicamente fueron dinero mientras eran convertibles, es decir: mientras eran una metáfora de la materia que significaba el dinero en primer
comportamiento consuetudinarios: la ganancia. El sistema de mercado autorregulado derivaba peculiarmente de este principio» (Polanyi, 2003: 77); completará la idea ya concluyendo La gran transformación: «tal organización de la vida económica es enteramente antinatural, en el sentido estrictamente empírico de lo “excepcional”. Los pensadores del s. XIX suponían que, en su actividad económica, el hombre [sic passim, por “el humano”] busca el beneficio [propio], y que todo comportamiento en contrario se debía a una interferencia externa. Se seguía de aquí que los mercados son instituciones naturales, que surgen espontáneamente si se deja que los hombres actúen libremente [...]. Independientemente de lo deseable o indeseable de tal sociedad por razones morales, su viabilidad se basaba en las características inmutables de la humanidad. Esto era axiomático» (ibíd.: 309-310). Dicho esto, sin duda quedará más claro por qué sosteníamos que la concepción sustantivista de la economía impide a la postre comprender no sólo la Economía en nuestras sociedades y culturas, sino la historia de las de todos. No se trata de un mero problema de énfasis: desconocer que la motivación social de la ganancia así descrita no es ajena a otros grupos humanos, a ninguno en verdad, sino que se resuelve a través de procesos diferentes, de instituciones y de prácticas en las cuales –en efecto– no se compromete el sustento de la misma manera, es desconocer que lo crucial es entender por qué en algunos casos sí.
«Otras sociedades, y también otras civilizaciones, estaban limitadas por las condiciones materiales de su existencia: éste es un rasgo común de toda vida humana, en efecto, de toda vida [...]. Todos los tipos de sociedades están limitados por factores económicos. Pero la civilización del s. XIX era económica en un sentido diferente y distintivo, ya que optó por basarse en una motivación que raras veces se ha reconocido como válida en la historia de las sociedades humanas y que ciertamente no se había elevado jamás al nivel de una justificación de la acción y el
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La política salvaje lugar; y siempre sólo en esa acepción débil que se obtiene al adjetivar un sustantivo: «dinero fiduciario». La expresión se comprende suficientemente todavía –dinero en virtud de la fe– como para que se lo confunda cotidianamente con esa otra tecnología que termina de operar la separación de la fe y la materia en un acto voluntarista, denominada «dinero fiat» –¡hágase!–: los signos materiales o inmateriales que no son convertibles, y por ende sólo serían dinero desde la perspectiva nominalista, en el extremo proximal. Al fin y al cabo, como bien señala Graeber (2011b: 245246, 430, nota 74), si la acuñación ya manifiesta de por sí un acto incontrovertible de fe y voluntarismo que solamente se diferencia de la emisión o la notación en cuenta por el número de reenvíos significativos que articula, para empezar a aclarar el asunto cabría preguntarse sobre todo por la fe en qué y la voluntad de quién.
Precisamente en ese trabajo, el francés proponía una respuesta a la pregunta de Graeber que nos resultará ya familiar: la moneda sólo puede ser la fe en sí misma de la comunidad que la utiliza y, utilizándola, produce y reproduce su sociedad como un «tejido de deudas»; es el signo de una totalidad que no existe realmente, sino en la imaginación que la riostra al origen mismo de la vida, y de cada individuo. Un «hecho social total», en el sentido de Mauss (2012: 70 y ss.).33 Por eso Castaingts Teillery (2002: 30-31, 34-36) encontraba que el dinero «se parece al dios de muchas religiones», explicándolo según el mismo dispositivo de inversión sujeto-objeto al que Ludwig A. Feuerbach dio el nombre de «enajenación». Los hombres [sic passim, por «los humanos»] «proyectan» sobre las cosas e «incorporan» en la materia y forma de esos objetos [o de esas ideas] los núcleos imaginarios y los símbolos de las relaciones reales que mantienen entre sí y con el mundo que les rodea [...]. Los individuos no son conscientes de esos mecanismos de proyección y de cosificación de las realidades que pertenecen a su propio ser social. Se encuentran situados ante cosas que poseen un nombre, un alma, fuerza y poderes [el Ḷōgwē, tanto como el dinero cuando es capital], ante cosas que se han escindido de ellos pero a las que consideran y tratan como a seres distintos de ellos, venidos de otro lugar, extraños y extranjeros [...]. Todo sucede, por tanto, como si la sociedad humana no pudiese existir sin hacer desaparecer de la conciencia la presencia activa del hombre en el origen de sí mismo [...]; como si la supervivencia de las sociedades, al menos su supervivencia en tanto sociedades «legítimas», como realidades que todos sus miembros «deben» preservar y reproducir, estuviera «amenazada» por el reconocimiento [...] del hecho esencial de que los hombres [...] son, al menos en parte, los autores de sí mismos. (Godelier, 1998: 244, 246)
El propio Menger (ibíd.: 130-131, nota 2) había descubierto un flanco débil al asumir que las monedas «tampoco son simplemente lingotes –de buena ley– [...]; piezas de metal certificadas por su grado de pureza y su peso», ergo el acto de acuñar entrañaba una adición de significado que, contrariamente a su lógica, enfrentando la materia del dinero a su signo monetario, convertía en dinero funcional al segundo sobre el primero. Esto movía a pensar que el único signo constante en todos los escenarios donde circula dinero acuñado –o emitido o anotado– es el que imprime una autoridad específicamente jurídica. Por eso Graeber se resistía a terminar de equiparar las «monedas salvajes» a las nuestras (vid. sup., cap. 4.5). Y por el camino de la relación entre dinero y jurisdicción se reingresaba de nuevo en el atolladero de los orígenes, como «medio de intercambio» o como «medio de pago». Cosa que, por lo demás, para mediados del s. XIX tampoco interesaba a la Economía mucho más allá del gabinete de curiosidades. Sin embargo, «la moneda debe ser considerada a priori como una entidad a definir no por las funciones para con su exterior, sino por sus propias propiedades constitutivas», sostiene Bruno Théret en uno de los textos más sugerentes de los últimos años:
Théret hablará, entonces, de una confianza metódica (confidence), de una confianza jerárquica (credibility), y de una confianza ética (trust) en el uso de la moneda,
En rigor, no se debería de hablar de funciones de la moneda sino de usos, para considerar las formas específicas que ésta adopta en diversos contextos sociales –de los cuales es, por otra parte, una condición– y que, contrariamente a la [unidad de] cuenta o al pago, no se encuentran necesariamente en todos ellos. Dichos usos –reserva del valor, demostración, representación simbólica del poder político y/o la riqueza, medio de intercambio, prenda, etc.– pueden, en efecto, corresponder a prácticas que no son específicamente monetarias y, por ende, racionales desde el punto de vista de la lógica de funcionamiento de la moneda en tanto tal. (Théret, 2008: 818, 820)32
de una idea de «función», al contrario que en la escuela británica, más bien algebráica: «cuando Mauss consideraba la “relación constante” entre los fenómenos, relación donde reside su explicación, Malinowski se pregunta únicamente “para qué sirven”»; en su crítica a la aproximación marxista al estudio del Estado –o de la religión– Bourdieu añade el corolario evidente: «non si apprende nulla su un meccanismo quando ci si interroga solo sulle sue funzioni» (2013: 18; cf. Bourdieu, 2014: 16-19). Más adelante volveremos sobre su alternativa «genetista» (vid. inf., cap. 8.3). 33 Godelier (2014: 75) da una definición sumaria de la expresión a propósito de la institución del don, advirtiendo que con ella Mauss «designaba dos cosas diferentes; distinción habitualmente ignorada por los comentaristas. Puede ocurrir que el don sea un acto de múltiples dimensiones –económica, política, religiosa, artística– y, por lo tanto, condense y vincule en sí mismo una gran cantidad de aspectos de la sociedad, o es posible que los dones, al originar incensantemente contradones, movilicen las riquezas y la energía de numerosos grupos e individuos, poniendo en movimiento a toda la sociedad y constituyendo, así, un mecanismo y un momento esenciales en su reproducción global» (cf. Godelier, 1998: 154).
32 Cf. el elogio que Lévi-Strauss (1979: 31) hacía de la concepción maussiana del estudio de los grupos humanos precisamente a propósito
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Con todos, nosotros, los salvajes las cuales siendo lo mismo, como la materia, aparecen en diferentes estados según las circunstancias del medioambiente en que se usa y mide. «Incorporadas» en cada uno de esos individuos, «objetivadas» en la moneda misma, «institucionalizadas» en la acuñación. Pero, a ojos de Graeber, a partir de aquí el argumento del francés empieza a trastabillar.
Descubriremos, en todo caso, que se trata de una cuestión que venimos rodeando en espirales desde hace mucho más tiempo; y ya no la abandonaremos en la segunda parte de nuestro estudio. Por lo pronto, esto permite también volver con mayor provecho a la formulación mengeriana, donde no basta con interpretar –muy cerca del Marx que citaba Godelier– que el dinero responde sólo al plano de lo imaginario, mientras que la moneda conjuga lo simbólico y lo real del dinero; sus signos y su eventual materialización. Porque si el dinero se diferencia de la mercancía de alta negociabilidad en tanto «tiene permanentemente el carácter de mercancía, mientras que los demás bienes lo tienen sólo transitoriamente, [pues] proporcionan la utilidad inherente a su naturaleza sólo cuando son consumidas, dejando así de ser “mercancías”» (Menger, 2013: 110-111), todo lo que cabe colegir de aquí a ciencia cierta es que la única condición sine qua non para considerar un determinado objeto «dinero» es que se lo mantenga, permanentemente o en principio, más allá del consumo.
Admite (Graeber, 2011b: 55 y ss.) que el sacrificio en reconocimiento de una «deuda primordial» con cualesquiera agencias imaginarias que signifiquen culturalmente el universo –el espacio y el tiempo– supone a todas luces un escenario más adecuado para buscar el principio del dinero que el tradicionalmente compuesto por las mitologías liberales del trueque. De hecho, ése sería el motivo por el cual los salvajes utilizan como moneda los mismos objetos que complementan a las personas, permitiendo construir a su través un signo metonímico, cuando no las suplantan directamente en la metáfora de formas de vida en mayor o menor medida distintas del «nosotros» social, como con el ganado, o los esclavos. El problema es que, como él mismo nos enseñó, el juego de lógicas de circulación comunistas y jerárquicas que ordenan la reciprocidad generalizada en las prácticas interiores a tales grupos humanos no sólo hacen innecesarios los artificios matemáticos para los que habilita la moneda, sino que tienden a inhibirlos (vid. sup., cap. 2.6), de modo que su sociedad no puede instituirse en ningún caso como un «tejido de deudas» (cf. Théret, 2009: con bibliografía). Y sin considerar más variables, en ese momento, el anarquista no podía sino entrever en los apriorismos de esa Teoría de la deuda primordial, y en el proceso histórico que proyecta en las relaciones interiores de la sociedad lo que constituye en todo caso una relación exterior, al Estado tal que –más que nunca– deus ex machina. Suya es la voluntad.
Así, el asunto se vuelve más transparente tan pronto se considera la posibilidad de que la materia del dinero no se consuma porque ya se encuentre «consumida» en uno de esos desplazamientos significativos hacia el exterior superordinado, donde la acuñación no es sino un rito de resignificación contingente. Que ya pertenezca a ese espacio exterior, incluso; que sea un signo del exterior o de la abstracción: precisamente, un signo del mismo exterior abstracto en el cual la narrativa del imaginario cultural contemporáneo ubica la economía; donde otras culturas ubican la religión; de modo que el dinero, a la vez «sagrado» –medida del valor, o de cuenta– y «precioso» –medio de intercambio, o de pago–, se constituye en el vehículo de lo objetivo. Y hete ahí una moneda libre del signo de la acuñación –o de la emisión, o de la anotación–. O si se prefiere, una voluntad imaginaria libre de voluntad real.
Otro tanto parecía querer expresar Godelier (1998: 239): «para que un objeto precioso circule como moneda, es preciso que su valor “imaginario” sea compartido por los miembros de aquellas sociedades que comercian entre sí. Una moneda no puede existir, ni tener “curso”, si no tiene “fuerza de ley”». Sin embargo, nada en esta cita acaba siendo exactamente lo que parece, y para cerciorarse basta con prestar atención a la –cambiante– posición relativa que respecto al uso del concepto de «sociedad» guardan, en éste y en el pasaje inmediatamente anterior, las expresiones «fuerza de ley» y «legítima». El ejercicio puede ampliarse a otras construcciones similares en el debate de lo que nos ocupa; el medio «legal» de pago; la «ley» que es la pureza de la aleación del metal precioso. Todas ellas evocan principios de la misma clase que no son claramente el mismo: el espacio intersticial que generan sus recorridos prácticos en la organización de los grupos humanos es, junto a la trascendencia de la utilidad material en las cadenas de significación que cada cultura inscribe en determinadas acciones y los aspectos inmanentes asociados al código que las hace inteligibles, la tercera exterioridad a que nos referíamos más arriba.
Desde nuestro punto de vista, en demasiadas ocasiones tanto Graeber como, en efecto, Théret, como tantísimos otros, se muestran innecesariamente tajantes respecto a su concepción de la sociedad. O se la da por supuesto al imaginarla en el principio de estos fenómenos o, advertida la trampa que ello dispone a la razón, se cuestiona su existencia positiva al fin y al cabo. Un poco, como opinaba Lévi-Strauss (1979: 32-34; cf. Godelier, 1998: 31 y ss.) a propósito de la centralidad del hau en la explicación maussiana de los ciclos de don-contradón, «mistificados por una teoría indígena» la cual, en este caso, es la manifestación histórica de la muy real «voluntad de Estado». Siendo así las cosas, sería más completo hacer partir lógicamente la construcción perceptiva de la objetividad del dinero hoy día, abandonado ya el modelo de Bretton Woods, no desde el «poder» de Estados Unidos sino desde la «idea de y del orden» que la Pax Americana coadyuva a inscribir en lo imaginario, por así decirlo, 155
La política salvaje
Fig. 5.4a. Topología semiótica del dinero. Al hablar de «dinero» nos referimos a un proceso comunicativo recurrente en el cual se articulan significativamente los planos de lo imaginario, lo simbólico y lo real, como en un nudo borromeo: se deshace y torna analíticamente ininteligible si se prescinde de uno de ellos, incluso aunque siga comunicando lo mismo en la práctica.
aunque sea obvio cómo en la realización de este orden tiene mucho que ver aquel poder. Otro tanto podría decirse de aquella civilización del s. XIX, que Polanyi (2003: 61, 77, 193) no sólo explica reiteradamente como el resultado de la «utopía liberal» de «cierta unidad mundial pacífica» regulada por la objetividad de los mecanismos del mercado –ora aprendida en la evolución cultural conjunta de algunos grupos europeos, ora enseñada por sus cañoneras en las playas de los demás–; sino que en su colapso, entre los contramovimientos que de una u otra manera se activaban para guarecer de la determinación del mercado a tramas sensibles del tejido social, y provocaban incidentalmente el cierre, la cerrazón de Europa sobre sus Estados hacia la década de 1930, dicho autor encuentra los mismos razonamientos de corte ontológico: «mientras que algunas naciones grandes forjaron de nuevo el molde mismo de su pensamiento y se enzarzaron en guerras para esclavizar al mundo en nombre de concepciones nuevas de la naturaleza del universo, otras naciones mayores aun corrieron a la defensa de [respectivamente, la idea liberal o la idea marxista de] la libertad que adquirió en sus manos un significado igualmente trascendente» (ibíd.: 75).
dinero, descuella entre las muchas preguntas una todavía más urgente que la fe en qué y la voluntad de quién: ¿cuál es el mensaje? Respondiéndola concluyamos primero que, en tanto término técnico, tal vez debiéramos de reservar «dinero» para referir ese proceso comunicativo dado como un todo –nudo borromeo– que, en efecto, pulsa diferentes elementos de los planos de lo imaginario, lo simbólico y lo real, concatenando secuencias de proyecciones e inscripciones a través de ellos. En segundo lugar, que únicamente puede empezar a pensarse desde el agente individual, que únicamente puede pensar a través de signos –i. e.: transitando lo simbólico– (fig. 5.4a); y que, aunque se den interacciones hasta cierto punto más ocupadas en un plano o en otro, ese agente individual articula su concordancia –cuando le es preciso articularla– desde el flujo de idas y venidas hacia la objetividad de lo imaginario que en su momento propusimos llamar «idea de y del orden» –movimientos b y a del diagrama, respectivamente–. Éste es el único retorno hacia el agente que indicamos aquí porque es, literalmente, el «decisivo» desde la perspectiva de sus acciones, lo cual no es óbice para que actúen siempre sobre el proceso otra infinidad de condicionantes de toda índole que, significativos desde el punto de vista del agente o no, percibidos o no, son de hecho la presión medioambiental. La cuestión es que, si la «objetividad» se proyecta materialmente como riqueza, como objetos sagrados o preciosos de entre los cuales la moneda es un signo específicamente matemático –movimiento c–, la práctica de su circulación
Estaría, pues, ordenado todo de una forma análoga a como se ordena la Semiótica, que requiere de al menos tres puntos en situación para anudar las interpretaciones pragmalingüísticas si no quiere quedar encerrada en la determinación de una lengua imposible, vacía de hablantes: solamente significante y significado. Y así, a la hora de ensayar una explicación comprehensiva del 156
Con todos, nosotros, los salvajes en dones y contradones según el principio graeberiano del intercambio, a través de una concatenación más o menos compleja de signos relacionados con el «poderconsumir», con el desplazamiento significativo hacia el exterior superordinado, persigue jerarquizar en términos «objetivos» a los agentes que la practican –movimiento d–. Ése es el mensaje primordial.
vez, un suelo firme para las apreciaciones de Gouldner (1960: 170-171, 176) sobre «ciertas obligaciones que las personas se deben unas a otras no como seres humanos o como miembros de un grupo [i. e.: no por las lógicas del “nosotros”, que son en todo caso las de la reciprocidad generalizada que Graeber repartiría entre los principios comunista y jerárquico]», sino por su historial de interacciones; como un «mecanismo de arranque» el cual funciona «antes de que [los dichos agentes] desarrollen un paquete consuetudinario diferenciado de deberes vinculados al status». O en su ausencia, en cualquier caso. Y recordaremos, asimismo, que Bateson había rematado el planteamiento ex ante: las alternativas al equilibrio dinámico para los grupos humanos en contacto son la eliminación de uno o de ambos, o su fusión.
Diríamos, parafraseando la sentencia clastreana de Arqueología de la violencia, que el problema de principio, el problema constante del agente que se enzarza en la circulación monetaria, no es pagar una deuda que no se puede pagar, sino significar el englobamiento de sus contrarios, pugnando por ordenarse jerárquicamente en función de su «poder-consumir».
Para hallar la coherencia íntima de esto último con las ideas alcanzadas por Sahlins34 y, sobre todo, por Clastres a propósito de la «lógica centrífuga» de la sociedad primitiva únicamente es necesario reparar en que, de hecho, de verificarse, lo que implicaría esa fusión es el englobamiento del contrario que esclerosa, que osifica la desigualdad en el seno del «nosotros»; su inscripción en el orden imaginario; y el desplazamiento, en concordancia, de las conductas guiadas por el principio del intercambio hacia aquéllas de la jerarquía, a perpetuidad, y no ya como el reflejo de deudas en el ínterin.
La moneda resulta entonces, típicamente, una «medida del valor» el objeto de cuyo uso deviene trascendente en tanto que sus efectos se verifican también sobre el sujeto; sobre su identidad. Pero ocurre que precisamente desde la significación de la «identidad», ese uso se desarrolla también en un sentido inmanente: de un lado, los agentes que se comunican a través de la moneda comparten a fortiori parte del imaginario que codifica esos signos, lo que de suyo ya nos habilitaría para incardinarlos en una «comunidad cultural» la densidad y permeabilidad de la cual quedaría por determinar; ahora bien, del otro lado, sucede además que esa comunión no se resuelve sólo en un rasgo genérico, indeterminado, sino que está específicamente inscrita en el propio intercambio de riquezas, cuya lógica –y en especial cuando se ejecuta agonísticamente– tiende a generar deudas que activan relaciones de tipo social. Entre una cosa y la otra se esconde aquella «fuerza de ley» que intuía Godelier, y sin embargo, por ningún lado aparece aquí la ley efectiva, ni la sociedad tal que un cuerpo claramente distinguible de otros cuerpos semejantes, en cualquier contexto en que se lo observe y mida, ni mucho menos el Estado: muy al contrario, fluidez y volatilidad son características constitutivas de tales relaciones sociales.
No en vano, si el planteamiento batesoniano presentaba una ventaja inicial sobre otras construcciones teóricas quizá más recordadas –de hecho, recordadas hasta la saciedad– a la hora de interpretar la historia humana, ésta era la de no presuponer a sus modelos un fin extrínseco. La de concebir el equilibrio como un proceso que no «progresa» sino, sencillamente, se desequilibra y reequilibra adaptándose al medio sobre un número limitado de lógicas recurrentes: «donde antes ambos grupos manifestaban tanto x como y [conductas de interacción], el sistema gradualmente evoluciona hacia uno en el cual uno de los grupos manifiesta únicamente x, mientras el otro hace lo propio con y. De hecho, un comportamiento que fue recíproco queda reducido así a un típico patrón complementario y, con ello, probablemente contribuye a un cisma [social por venir] en tal sentido» (Bateson, 1935: 183). Después de todo, ¿no se adivinan aquí las mismas sístoles y diástoles sociales de Meggitt; arrítmicas, porque el ecosistema se compone también de otras muchas variables, y de otros muchos procesos?
Basta repasar lo dicho al final del capítulo anterior para comprobar que ésa es exactamente una de las situaciones descritas por los modelos combinados de Gouldner y Bateson. Aquélla donde la «diferenciación recíproca» formulada por el segundo de estos autores explica la conservación de dos o más agentes individuales o colectivos en contacto según un equilibrio dinámico que alterna su asimetría y, a diferencia de los patrones de conducta simétricos o complementarios, se compensa lógicamente por sí mismo, sin necesidad de recurrir a otros dispositivos socioculturales –i. e.: que la red de deudas que será la economía es todo lo que sujeta ese tejido social, y por eso el resultado no nos parece una sociedad; ni a nosotros ni a los etnógrafos de la Melanesia, de las Tierras Altas de Nueva Guinea, de la Costa Noroeste de Norteamérica, ni a los historiadores del Mediterráneo antiguo, ni de la Europa del s. XIX, ni a ellos mismos, los actores de todo ello–. Esto proporcionaba, a su
34 «El Ensayo sobre el don es una especie de contrato social», se puede leer en Economía de la Edad de Piedra, «sin embargo, el don no organizaría la sociedad en un sentido corporativo, sino sólo en un sentido fragmentario. La reciprocidad es una relación “entre”. No disuelve las partes separadas dentro de una unidad mayor, sino que al contrario, al correlacionar su oposición, llega a perpetuarlas» (Sahlins, 1983: 187189): veremos punto por punto corroboradas estas afirmaciones en lo que sigue. Por lo pronto, valga continuar la cita para ponernos sobre aviso acerca de las limitaciones de los instrumentos analíticos desplegados por el estadounidense en aquella ocasión, y de la oportunidad de multiplicarlos para superarlas: «tampoco especifica [el don] que haya una tercera parte que parmanezca por encima»; pero de ser en verdad así, ¿a qué estaría apelando exactamente el hau?
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La política salvaje cosas; y todo apunta a que lo segundo es cierto, siquera porque lo primero parece ser falso: incluso Menger admitía sin ambages –aunque sí con ciertos problemas en su encaje histórico, lo que no dejaba otra salida a los economicismos de Schumpeter que disociar cautelarmente lógica e historia (vid. sup., cap. 5.3, nota 17)– que los lingotes y metales certificados no son dinero allí donde existen medios legales de pago, para aquel entonces paradójicamente valorados en función de su convertibilidad metálica.
Lo único que distorsiona todavía la unidad argumental es el haberse mantenido en buena medida, aquí y allá, fruto de una fortísima tradición holística que todavía habrá que purgar (vid. inf., caps. 8.1-3), el mismo término –sociedad– para referirse a fenómenos sociales diferentes, pero no necesariamente opuestos ni incompatibles –por eso tampoco arreglaba demasiado las cosas enfrentarle la categoría de «comunidad» (vid. sup., caps. 1.2 y 3.2, nota 5)–. Así, desde la perspectiva que hemos ido construyendo se advierten otras figuras desarrollando otras coreografías más sutiles: lo que el uso de la moneda inscribe de forma inmanente en la objetividad de lo imaginario es un espacio de comunicación con «los otros nosotros», que siendo algo más vago que una sociedad pero menos que una cultura –de hecho, son dos descriptores que apelan a facetas diferentes de lo que debería ser una Etología humana– podríamos llamar sencillamente «universo social».
Sucede que si, ante todo, el Estado es un signo de la sociedad, evitar la trampa tautológica es tan sencillo como considerar que esa construcción imaginaria no depende ni en primer ni en último término de la inscripción de f, por más que desde allí puedan componerse y se compongan otras tantas cadenas prácticas que hagan bascular significativamente el sistema –por ejemplo, hacia la monetarización de cada vez más tramas del tejido social–, sino que su razón se inscribe en otro proceso del cual la legitimidad del Estado para legalizar el dinero es un subproducto. En otras palabras: f requiere de una concordancia previa (a↔b)→e. Y por este camino, la última cuestión a preguntarse tal vez sea –por supuesto– si ese otro proceso que en algún punto y momento resulta en la sociedad estatista le es propio en exclusiva a la cultura de esos grupos, de principio a fin, o no; si al fin y al cabo, reflexionando a propósito de las semiosis del dinero, e y c no comparten ninguna parte de sus respectivas secuencias de signos ni se reenvían a otras cadenas comunes, reconocibles en el acervo de toda la experiencia humana, o sí. Si no hacemos todos, acaso, cosas diferentes por las mismas razones.
Pero volvamos al diagrama e imaginemos ahora que existiera el Estado. Al acuñar moneda, se describe un movimiento f que recorre los tres planos a mayor velocidad que el resto, en el cual se intercepta el dinero convirtiéndolo en «medio legal de pago». Esto no comporta eo ipso que se anule nada de lo que venía dándose sin acuñación, razón por la cual Castaingts Teillery podía rastrear superpuestas sin solución de continuidad las cualidades trascendentes de lo que llamaba dinero-símbolo y las intrascendentes del dinero-signo, o que incidentalmente –o que accidentalmente– el sustento se comprometa en la cadena de signos que dirimen la jerarquía: que Marx o Aristóteles pudieran, utilizando los mismos significantes, formular M1→D→M2 y D1→M→D2 y dejar descubierto que el problema congénito del palimpsesto de signos y prácticas que los dos últimos siglos venimos distinguiendo del continuo de la realidad a través de la categoría «economía» es que responde a dos problemáticas irreductibles la una a la otra.
Pero para ensayar respuestas es preciso reformular el problema desde una perspectiva comprensiva; buscarle el origen, abordándolo desde un ángulo del cual la economía no es –en fin– capaz.
5. Una interrupción (en el espacio)
Ahora bien, que se den algunos contextos y situaciones en las cuales el uso del dinero no trascienda a priori como un signo de distinción del agente, como desde luego ocurre en la integración mercantil de todo lo que atañe al sustento –como consumo «fisiológicamente productivo» (vid. sup., cap. 5.3, nota 22), pero siempre pasible de significarse en función de la situación–, tampoco comporta que se interrumpa el reenvío de significados inmanentes relacionados asimismo con la identidad, en su otra acepción: cualidad de lo idéntico, de un modo tal que dicho uso inscribe –ahora sí– la sociedad en la objetividad de lo imaginario. ¿Y por qué ahora sí «la sociedad»? Es evidente que bajo el ámbito de acción del Estado, todo lo que traba a los agentes que utilizan esa moneda no es el «tejido de deudas» que quería Théret, consecuencia del intercambio, siquiera porque sabemos que el Estado hace más cosas aparte de acuñar monedas y ordenar mercados. Otra cuestión es si esas otras cosas que hace las hace porque acuña moneda, o si acuña moneda porque hace esas otras
Al final de esta primera parte de nuestra investigación encontramos que las prácticas del sustento, cuya lógica típica «economiza» el esfuerzo productivo haciéndolo depender de las necesidades del consumo en el marco de situaciones domésticas, pueden reaccionar eventualmente a presiones políticas que, desde alguna instancia del «nosotros», pugnan por englobar significativamente a «los otros nosotros». Las condiciones de posibilidad de este proceso pasan –entre otras cosas– por unos rasgos culturales compartidos que anclen los signos de la objetividad hacia la cual se orienta una competición que, a su vez, se desarrolla concretando un «universo social», en principio. Como opinaba, sin duda acertadamente, Théret (2008: 836-837) al hilo de la discusión inmediatamente anterior: En tanto forma susceptible de homogeneizar cosas heterogéneas, de asegurar la contigüidad de 158
Con todos, nosotros, los salvajes statuses sociales separados, de tornar comparable lo incomparable, la moneda asegura la continuidad del tejido social por sobre sus discontinuidades [...]. Así, dado que funciona sin violencia física directa y aparente –ella es en sí misma un sustituto desde el origen sacrificial– por interiorización de las representaciones colectivas dominantes, por la adhesión, la confianza metódica y ética, la pertenencia, o de lo contrario la exclusión de la comunidad de pago, la moneda puede revelarse como una de las formas más sofisticadas de la violencia simbólica. Es por eso que ha podido y puede todavía a veces ser un sustituto de la monopolización legítima de la violencia física por parte del Estado, como en las sociedades melanesias.
lo mismo: se desacelera y cesa la gravitación en torno de esa autoridad de base corporativa. Pero –cerrando círculos que veníamos dejando abiertos– son probablemente las variaciones en la significación de la esclavitud las que mayor luz pueden arrojar sobre la cuestión. Volviendo a las mismas costas norteamericanas del Pacífico con que iniciamos este capítulo, Du Bois (1936: 55) informaba de que los tututni atabascanos no practicaban la esclavización de enemigos en contextos de guerra, pero sin embargo, sí lo hacían por deudas contraídas en el ámbito del intercambio y circulación de «riquezas», de modo que «los esclavos se convertían en una fuente de ostentación. Eran símbolos de un dinero otrora poseído y prestado. La palabra ostentación se usa acertadamente en conexión con esto dado que los esclavos nunca se vendían y, así, no eran de valor de cara a acrecentar la provisión de dinero de un hombre. Asistían en ocupaciones subsistenciales, pero éstas no eran una fuente de ingresos».36
Sin embargo el francés no anudaba en esta ocasión algunas variables en ausencia de cuya consideración el modelo resulta inconsistente a la postre; como mínimo, inaplicable a la interpretación histórica, porque por lo pronto desconoce la dimensión procesal en que ésta se juega. Y ese «origen sacrificial» de la moneda va a desempeñar aquí un pivote discursivo fundamental, como trataremos de evidenciar.
Con independencia de las oportunas correcciones de Gould sobre las condiciones de permeabilidad de esas «esferas» de la práctica entre sus culturalmente poco distinguibles vecinos meridionales tolowa –de hecho, más bien conducentes a valorizar el papel del matrimonio y del trabajo femenino en la integración del sistema (vid. sup., cap. 5.1, nota 5)–, lo cierto es que los detalles aportados por este autor nos retrotraen a un escenario muy similar al que sobrevolamos en el África ecuatorial (vid. sup., cap. 5.2): afrontando un pago compensatorio (tšąˀiš) por homicidio, adulterio u otro quebranto del «derecho personal» –masculino–, un hombre podía verse en el brete de endeudarse con otro y no tener más salida que subordinársele, fuera éste ya el agraviado, ya un eventual negociador intermediario. Ahora bien, hechos como el que la esclavitud no se heredara ni comprendiera la vida y muerte del sujeto, quien mantenía ciertos lazos con su familia de orientación;37 que siempre que le fuera posible, el deudor
De un lado, deberíamos recordar que la superordinación jerárquica en el grupo del «nosotros» social no supone necesariamente y siempre una posición ventajosa en los aspectos de la vida material que solemos llamar «lo económico» desde el momento en que la prodigalidad del jefe es una condición indispensable, como mímino, en lo que atañe al sustento, razón por la cual puede llegar a ser insostenible; indeseable, inclusive. Graeber lo dejaba perfectamente claro al ilustrar el correspondiente principio moral con el caso límite del mendigo;35 y puestos a construir la teoría desde sus límites, Sahlins (1983: 145-147) ya había advertido no sólo el desplazamiento espasmódico de la reciprocidad entre sus «polos» durante la hambruna sufrida por los austronesios de Tikopia después de los huracanes de 1952 y 1953, desde una dilatación inicial del ámbito proximal o positivo hasta la paulatina generalización de la reciprocidad negativa, sino también la potencial activación de la jerarquía en el trance. «Las relaciones recíprocas normales entre unidades domésticas se suspenden en favor de una comunidad de recursos mientras dura la emergencia. Tal vez la estructura jerárquica se ve movilizada y comprometida, o bien en lo que se refiere a la administración de los bienes comunes o bien en poner en circulación las reservas alimenticias del jefe» (ibíd.: 233). Más allá de ellas se quiebra el «nosotros» que la jefatura encarna; o lo que es
Siguiendo las apreciaciones de Testart (vid. sup., cap. 2.2, nota 18), esto vendría a significar sencillamente que estos atabascanos no hacen prisioneros. Tal punto se corrobora, de hecho, entre los todavía un poco más meridionales yurok –cuyas instituciones, pensamientos y prácticas, a pesar de agruparse lingüísticamente en la misma familia álgica que los algonquinos de la Costa Este, se han considerado tradicionalmente capaces de resumir el panorama cultural del noroeste de California y las costas adyacentes de Oregón (Kroeber, 1925: 5-8; cf. Buckley, 1989: con bibliografía)–: «men were not taken prisoners in war, and women and children were invariably restored when settlement was made; solitary strangers that elsewhere might have been oppresed were suspected and killed» (ibíd.: 32; cf. Testart, 2002: 173, nota 2). La pertinencia de la comparación adquiere mayor fuerza si se tiene en cuenta, además, que esta «esclavitud» se registra entre los tolowa sobre todo allí donde el contacto con los yurok es más intenso, vía matrimonios mixtos (Gould, 1966: 83), menguando su incidencia a medida que nos desplazamos al norte, hacia el área tututni. 37 Kroeber (1925: 32-33) indica que entre los yurok tales personas eran «propiedad plena» de sus dueños, a quienes en lo sucesivo se les compensaba por cualquier agravio sufrido por los primeros, si bien ocurría también a la inversa, que eran los segundos los que aportaban la riqueza necesaria, entre otras cosas, para el matrimonio de los hombres a ellos sujetos; y es aquí donde la cuestión pudiera parecer enturbiarse, pues tan pronto se señala cómo «the children then belonged to the master» –ergo 36
«If you give some coins to a panhandler, and that panhandler recognizes you later, it is unlikely that he will give you any money –but he might well consider you more likely to give him money again– [...]. This is what I mean when I say that hierarchy operates by a principle that is the very opposite of reciprocity. Whenever the lines of superiority and inferiority are clearly drawn and accepted by all parties as the framework of a relationship, and relations are sufficiently ongoing that we are no longer simply dealing with arbitrary force, then relations will be seen as being regulated by a web of habit and custom» (Graeber, 2011b: 110).
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La política salvaje amortizara antes sus obligaciones prometiendo los futuros derechos matrimoniales de una hija (se:ˀeyošłe), quien a la sazón solía acabar casada con el propio «dueño» (Gould, 1966: 79 y ss.); o, en fin, que todo esto sucediera con el telón de fondo de lo que Du Bois (1936: 53-54) dio en llamar «responsabilidad subsidiaria» (referred responsibility), por la cual el o los hombres más ricos de la aldea –del cuerpo político– se hacían cargo en última instancia de los impagos más peligrosos de sus convecinos, a la vez evitando de este modo verse ellos mismos –encarnación de ese cuerpo– convertidos en objetivo de las violencias que los agraviados pudieren desatar y necesitando mantener el número y unidad de los suyos como fuerza disuasoria en sus propias negociaciones; hechos como éstos, decíamos, hacen que ambos autores coincidan en que el status de estos sujetos «era aproximadamente el de un pariente pobre [...]; a decir verdad, la esclavitud era casi una forma de adopción» (ibíd.: 55). En ese sentido, continúa la antropóloga estadounidense, «apenas parecen habérsele aparejado más cargas que a la pobreza, de la cual era esencialmente reflejo [y], preguntados directamente, los informantes dijeron que existían dos grupos sociales: ricos y pobres, aparentemente agrupando a los esclavos con estos últimos antes que formando una categoría separada».
Comparative le dedicaba entonces mayor atención a otros fenómenos sociales registrados en el extremo contrario de la dicha región, entre los tlingit (łἱngít’, literalmente: «personas»),38 de hecho lingüísticamente emparentados con los atabascanos. Sucedía que aunque estos habitantes del archipiélago Alexander y las costas adyacentes hasta prácticamente el delta del río Copper, en el saliente de Alaska, obtenían esclavos (gùx̣u), sobre todo mujeres y niños, capturándolos en incursiones guerreras dirigidas contra grupos tan alejados como los salish del estrecho de Puget –especialmente a partir de 1845 (Donalnd, 1997: 106-108)– y tan cercanos como otros tlingit, o bien comprándolos, sobre todo a los haida, los etnógrafos hablan también de la eventual «esclavización» de miembros del propio clan (Emmons, 1991: 40 y ss.). Dichos clanes (na), matrilineales y alineados en dos mitades exogámicas a través de todo el ámbito cultural, se dividían a su vez en varias «casas» (hίt’) repartidas en más de una decena de agrupaciones territoriales (qwán) definidas poco más que por la habitación conjunta de una misma aldea durante el invierno, de modo que eran las expresiones locales del clan –como decíamos, compuestas por una o más casas– quienes al momento del contacto con los europeos, y en ese «presente etnográfico» de sus narrativas, constituían la principal instancia de acción política tanto dentro como fuera del qwán (vid. i. a. de Laguna, 1952; Thornton, 2002): suya era la posesión de derechos sobre los territorios de caza y pesca, y sobre los emblemas, canciones y nombres entre los cuales se tejía la identidad, siendo por tanto el ámbito máximo de concreción de autoridades de tipo corporativo, y desde donde se litigaba, o se organizaba la guerra.39
En efecto, cuando Testart (1999: 20-23, nota 21; 2002: 184-186, 192) bocete un cuadro global de la «esclavitud por deuda» concluirá que ésta parece no registrarse propiamente dicha, por lo pronto, al norte de la actual frontera entre Estados Unidos y México; quedaban fuera de su estudio en esta ocasión los grupos al sur de ésta, como quedaban fuera aquellos del sureste, entre Luisiana y Florida. Sugería en su lugar que el caso de las costas entre California y Oregón recuerda más bien al de aquellos «peones» africanos sujetos en prenda (pawn), resultando la aparente limitación del fenómeno a esta sola institución, por lo demás, una anomalía incluso en el contexto de la región cultural mayor del Pacífico, donde sí se habían atestiguado, y mucho, algunas otras prácticas e instituciones estrictamente esclavistas. Y es que, si «la esclavitud por deuda es una “forma de sujeción” [a form of bondage] resultado de una “situación” de insolvencia, [el] primer problema es que la esclavitud no es la única forma de sujeción empleada para tratar con los insolventes; el segundo, que la deuda no es la única situación que conduce a tales formas de sujeción» (ibíd.: 175).
38 Por motivos de coherencia, utilizamos aquí la ortografía boasiana según su Grammatical notes on the language of the Tlingit Indians (1917 para la primera edición), si bien es cierto que el resto de trabajos consultados difieren más allá de lo dialectal, tanto de ésta como todos ellos entre sí, y de ser el nuestro un estudio en profundidad probablemente hubiera sido más oportuno emplear otra convención para fijar una lengua sobre la cual los lingüístas han debatido tan prolijamente. 39 Aclara de Laguna (1972: II, 580): «the same word “war” (x̣a) may be used to designation international or intertribal conflicts, as well as lesser feuds, for which the word “trouble” would be more appropriate»; y téngase en cuenta que la autora utiliza aquí «internacional» para referirse al ámbito que excede el tlingit, e «intertribal» al que lo hace del qwán. Las guerras en este segundo caso «might be as bitterly fought and as costly of lives, but they were in most cases really feuds between two rivals sibs [na], and between such groups peace could be reestablished throuht elaborate ceremonials»; circunstancia que no se daba en el primero y viene a declarar, sencillamente, cómo la diferencia entre las disputas desarrolladas entre tlingit dentro y fuera del qwán era sólo cuantitativa, siendo que al enfrentarse grupos más distantes la mayor animosidad podía arrastrar a eventuales aliados en una escalada de violencia. «Lastly, every native lawsuit, that is, every case of voluntary or involuntary manslaughter, or provocation to suicide, was called a “war”, and was settled by the same kind of peace ceremony, even though nothing that we would recognize as fighting had occurred, and the principals involved might be husband and wife or father and son [...]. Peace ceremonies or legal settlements can be instituted only between different sibs; troubles arising within a sib or lineage, such as disputes over inheritance of property, or jealousy over a woman, may lead to killings, but the only solution of the difficulty is for the sib to split, and one group move away» (ibíd.; cf. Donald, 1997: 104-105). Este tipo de ambivalencias terminológicas se van a revelar muy pronto importantes a
Sea como fuere, lo cierto es que quien fuera investigador del Laboratoire d’Ethnologie et de Sociologie sí se heredaría algo todavía por definir–, como que, cuando los sujetos eran mujeres, «it is said that if the man [el “dueño”] wished to marry her, or to give her in marriage to a kinsman, he paid a small amount to her family. This indicates that the law accorded him a right to her services, not to her person, and the former was the only right in her which he could transfer on sale», opina Kroeber. Tal vez fuera oportuno ponderar aquí las estrategias de filiación –patrilineal–; sobre todo por lo que atañe al caso de la descendencia de los primeros, como decíamos; y sobre todo por lo que se desprende de una última información, doblemente relevante: «if slave continually got into trouble and cost master too many fines, master sometimes killed him. But master had to pay compensation to slave’s family for the life» (Harold E. Driver, en Testart, 2002: 185).
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Con todos, nosotros, los salvajes entonces, ni en los funerales de su dueño, ni en la cimentación del poste central de una nueva casa, ni en otras ceremonias (Testart, 1999: 16)– le valía al francés para negar que la condición estatutaria de estos últimos sujetos fuera la de esclavo, por más que el hecho de no hallar en la literatura manejada otro término indígena para referirlos haga pensar que se les designaba a todos de la misma manera. Y así lo confirma Frederica de Laguna (1972: I, 468-469) añadiendo aun matices sensiblemente diferentes de lo dicho hasta aquí, cuando al hablar sobre los tlingit de Yakutat, con quienes convivió a mediados del pasado siglo, dice: «casi más despreciada [que aquélla cuyos actos costaban vida y riquezas a su propio clan] era la persona perezosa y no previsora. Se le llamaba también esclavo, y el mismo epíteto podía serles aplicado a sus hijos. De este modo, un informante dijo de un hombre a cuyo padre la angustia económica había forzado a vender una reliquia clánica, “en los viejos tiempos lo llamaríamos gùx̣u”». Todavía más allá, aquél que empujado por el hambre pedía sustento a alguien que no fuese un familiar era compelido a declarar su servilismo antes de asistírselo, y en adelante se lo calificaba específicamente como «esclavo de pescado seco» (’αq̉técἱ yu gùx̣u).
En este escenario, aunque la compensación por un asesinato fuera del clan podía zanjarse en algunos casos con el pago de ciertas riquezas dependiendo del status del muerto, cuando la víctima era una persona destacada se imponía la ejecución de alguien equivalente de entre los familiares clánicos del culpable. De aceptarla éstos, y una vez negociado con propios y ajenos quién sería sacrificado, «si el verdadero asesino era un hombre rico y de alto rango solía quedar libre, pero si lo era de poco y provenía de una casa pobre, marcharía como esclavo a la casa que, dentro de su mismo clan, había rendido al hombre en compensación por el crimen; [de hecho] si se hubieran transferido propiedades en pago parcial al clan del asesinado [para ajustar la “equivalencia” de sendos muertos], podía serle entregado como esclavo» (Oberg, 1934: 146-147).40 Al fin y al cabo, la venganza de asesinatos por los cuales no se había pagado y el deseo de obtener esclavos se encontraban tradicionalmente entre los principales casus belli (Swanton, 1908: 449), remitiéndolo y ubicándolo todo, por tanto, en un espacio común. Se daba una situación similar con motivo de adulterios especialmente deshonrosos, en la medida en que el proceso de negociación de su desagravio todavía entrañaba algunas muertes y transferencias de riqueza. Y finalmente, no devolver o reemplazar determinados objetos prestados a título individual, tales como canoas, herramientas, armas o utensilios ceremoniales, podía acabar movilizando a todo el clan; para permitirle al acreedor retener como esclavo al deudor cuando ambos pertenecían a casas dentro del mismo; o cuando no, para salvar su honor asumiendo alguna casa rica lo adeudado al individuo del otro clan, tras lo cual, habiéndose convertido en un asunto interno, los implicados podían conducirse según el primer caso. Esto último resulta crucial porque:
La argumentación que Testart construye a partir de esto persigue ante todo evidenciar la continuidad léxica que se proyecta metafóricamente desde una institución bastante bien definida hacia condiciones sociales que no siendo lo mismo de derecho, ni en todos sus aspectos, sí vienen a significar lo mismo de hecho, en un aspecto determinante para los discursos de la sociedad. En este sentido resulta esclarecedor el que los esclavos sobre cuya condición no existe duda alguna tampoco se consideraran tales –ni, por ende, fueran así tratados a todos los efectos– a partir de su captura durante la incursión guerrera, sino muchos meses después, cuando dejaba de esperarse que sus parientes fuesen a pagar un rescate por ellos (cf. Donald, 1997: 95 y ss., 105). Lo es del mismo modo el que su liberación por un medio u otro no los devolviera automáticamente a la situación anterior en el seno de su comunidad, sino que fuese prescriptiva la celebración de un potlatch para «restaurar el nombre» de sí mismos y de los suyos en el qwán. A fin de cuentas, si «el esclavo no tiene nada que dar, es decir, que dar de la única forma honorable que existe: “en su nombre” [...], todo lo contrario, es el esclavo quien depende enteramente de aquello que el dueño le da: él recibe sin poder devolver» (Testart, 1999: 20), esto los equipara a los más pobres, individuos «omega», en un universo social caracterizado por la existencia de «rangos sin clases»;41 por una prelación irregular de las casas y
El esclavo por deuda, si era un hombre del clan, no se trataba exactamente como el esclavo en propiedad [chattel slave]. Es cierto que perdía su libertad y su status, pero se entendía que cuando hubiera trabajado lo suficiente como para reembolsar la deuda, sería liberado y recuperaría su anterior posición. [Así], no se lo vendía, ni era donado en un potlatch, a no ser que perteneciera a otro clan. (Oberg, 1934: 151) Precisamente esa diferencia de trato –no ya sólo el que no se los transfiriera, pues recuérdese cómo las variaciones en el discurso del «poder-consumir», tan evidentes en el potlatch, hacen significar circunstancialmente lo mismo dar que «matar» la propiedad: no se los sacrificaba la hora de acometer cualquier análisis social (vid. sup., cap. 4.3, nota 30, et inf., cap. 9, nota 2). 40 Emmons (1991: 41) aporta una descripción de caso en esta línea: «at Wrangell one man killed another. To save the slayer’s life, the chief paid for the crime, but since the slayer had not discharged the debt by the time he died, the chief took his mother as a slave, although she was never sold [“to collect the money owed”, añade en nota editorial de Laguna, y ése es sin duda el punto clave]».
41 La expresión proviene nuevamente de un trabajo de Codere, dedicado en este caso a reafirmar lo esencial de las conclusiones de Boas sobre la sociedad kwakiutl en el marco de una polémica mayor (Codere, 1957; cf. Harris, 1987: 261 y ss.; Donald, 1997; Vila Mitjà y Estévez Escalera, 2010: para una excelente actualización en castellano y en clave arqueológica). Por lo que respecta en concreto al ámbito tlingit, comenta de Laguna (1972: I, 462, 464): «from the chief of the whole sib down
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La política salvaje los individuos construida fundamentalmente en base a la riqueza y sin soluciones de continuidad significativas, salvo –claro está– la de la esclavitud: «la “sociedad”, según la perspectiva indígena, consiste en los hombres libres [sic, ¿por “los humanos”?] de un grupo particular. Los esclavos, como los perros o, mejor aun, las canoas, las pieles de nutria y las mantas, eran elementos de la configuración social pero no tenían parte activa que jugar en la vida del grupo» (Drucker, 1939: 56). De Laguna (1972: I, 462) es aun más rotunda: «los esclavos estaban, en [su] teoría, fuera de la sociedad tlingit».42
cadenas de signos aquí activadas anuncian la posibilidad de ser –legítimamente– expulsado de la sociedad. Esto es lo primero que concluye Testart,43 y tiene razón, incluso aunque su tratamiento del ejemplo tlingit presente ciertas deficiencias; igual de iluminadoras; en cualquier caso. Así, podría objetársele en general el forzar la normación de statuses que, por lo que sabemos, parecen aquí concretarse más situacional que institucionalmente, como podría ser una «esclavitud penal» que reconoce bien atestiguada, pero despacha en apenas cuatro renglones al considerar cómo «no es la carencia de medios financieros lo que hace al esclavo, sino la gravedad de la falta [cometida]» (Testart, 1999: 22). Todavía incidiría sobre esta idea en un trabajo un poco posterior, para aclararle las líneas teóricas, al indicar cómo con tal designación la mayoría de autores suele aludir a prácticas diferentes que van desde la esclavización directa e irredimible, pasando por la posibilidad de redención, hasta la esclavización como alternativa al cumplimiento de otra sentencia que no se puede cumplir en tiempo y forma.
Entonces, calificar o calificarse de «esclavo» quien consabidamente no lo es, porque sí que forma parte de la sociedad en su teoría, declama en principio una situación de insignificancia práctica. Ni más ni menos. Pero el hecho de que sea el fantasma de la «esclavitud por deuda», más que la pobreza en sí misma de la cual es un reflejo directo o indirecto, lo que obsesiona recurrentemente a las sociedades cuyas culturas permiten imaginarla, incluso aunque no tengan por costumbre su práctica, se debe a algo más que al rango que un individuo ocupa dentro del cuerpo social. Porque las
De hecho, Testart (1999: 11-13) utiliza esa caracterización fantasmal referida primero a la «conciencia occidental», expresa en las ambigüedades de «ce que merci veut dire»: «du registre économique ou purement mercantile qu’il avait en latin [como el castellano merced, deriva en último término de merx, “mercancía” (cf. Greimas, 1968: 405; Corominas, 1984: ME-RE, 48-49)], merci passe dans celui de la grâce, du don gracieux, du bienfait sans contrepartie, de la faveur. Du sens guerrier, que nous avons évoqué pour le Moyen Âge, il passe dans le langage amoureux avec le “don de merci” [...]. Mais [...] est-ce que du seul fait d’avoir reçu une faveur on se trouve en dette et conduit à se déclarer à la merci de son bienfaiteur tout comme le vaincu qui pouvait être tué ou réduit en esclavage por son vainqueur?». Desarrollando esa idea (Testart, 2002: 193, nota 52) recalará en el complejo juego de tensiones típicas sobre las que Shakespeare construyó El mercader de Venecia, verdadero «drama de la legalidad», donde el cobro de un contrato formal que pone la propia carne como garantía del préstamo dinerario es impedido in extremis mediante una exacerbación de esta misma ley que viene, sobre todo, a declarar veladamente su ilegitimidad primera, al menos desde el punto de vista de quienes se identifican con el cuerpo ciudadano de la Serenissima. Como apunta Forero Reyes (1994: 30; cf. Rodríguez Braun, 2009: con bibliografía), la cuestión se plantea aquí en términos más confusos que para Antígona, cuya moral encuentra suficiente espacio entre las radicalmente distintas naturalezas de las leyes –humanas o divinas– que enfrenta; quizá porque pesa más la apelación a la clemencia –«the jew must be merciful!», declara Porcia disfrazada de doctor en leyes– que a la justicia en sí, o quizá, en fin, porque es la naturaleza de la justicia lo que está en disputa: «when he [Shylock, el judío] claims to “stand here for law” and to “crave the law”, he omits the key inquiry: what is law?» (Kornstein, 1993: 43). Por eso no deja de ser sintomático que sea el propio Shylock quien traiga a colación la cuestión de la esclavitud al exponer sus razones al dux, prácticamente al inicio de la Escena I del Acto 4: «you have among you many a purchased slave, which like your asses and your dogs and mules you use in abject and in slavish parts, because you bought them. Shall I say to you “let them be free!, marry them to your heirs!, why sweat they under burdens?” [...]. You will answer, “the slaves are ours”. So do I answer you. The pound of flesh which I demand of him is dearly bought, is mine, and I will have it. If you deny me, fie upon your law! There is no force in the decrees of Venice». También lo hace un agudísimo Kornstein cuando recuerda (1993: 39-40) cómo, más allá de los artificios dramáticos, «no court in any civilized society would even entertain the thought of enforcing a contract penalty calling for the death of one party; it would be obviously inconscionable, like a contract of self enslavement», y hete aquí de nuevo el fantasma, como el núcleo del asunto, cuando se nos llama la atención sobre una condición frecuentemente olvidada por los comentaristas: que en tanto judío, Shylock no es ciudadano de Venecia. Adquiere, entonces, un aire muy distinto todo el proceso, ¿debería así de hacerlo el que el giro tragicómico que acaba amenazando su propia vida se resuelva obligándole a convertirse al cristianismo? 43
to the lowliest there was a series of graded ranks. It would be incorrect, I believe, to think of such a series as made up of definite classes or, on the contrary, as a hierarchy of evenly spaced positions. Nor should we assume that each individual was definitely assigned to a separate step on such an ascending stairway. Rather, there were marked gaps and discontinuities of rank between family lines even within the same lineage [...]. Birth, that is, the rank and status of one’s ancestry, determined one’s social position by setting limits to what names or titles one might acquire. However, the acquisition of these depended upon the actions of the individual and his kinsmen, since all but the name or names given to the newborn child required validation before they could be assumed». Y teniendo en cuenta que esta validación comportaba la distribución y consumo de riqueza en el potlatch, «it is no wonder that the words for aristrocrat or “high-class person” (’àn qáwu; ’àn yάdὶ [literalmente: “hombre de la aldea”, “hijo de la aldea”; nótese, en cualquier caso, que aporta otras designaciones de boca de sus informantes, de las cuales tal vez la más interesante sea la de “one who is heavier than others” –kaqax̉ αk duwudunι– por lo que entraña de relatividad]». Siendo así, «while wealth alone would not, in one generation, elevate the builder of a new house to the position of lineage chief, nor the lineage head to that of sib chief, there is probably no question but that it would eventually affect the relative positions of their heirs or heirs’ heirs» (ibíd.); pero aun así, éste parece no haber sido el único elemento en liza, ni siquiera en lo que respecta a las formas típicas del «consumo ostentoso»; y de Laguna (ibíd.: 466) se apresura en señalar la importancia del conocimiento no sólo de la historia y tradiciones propias sino también de las de otros grupos del entorno en la elección de la jefatura, del na más que del hίt’, de modo que al joven inteligente se lo enviaba un tiempo al extranjero, «then, at “potlatches” he tries to catch the other side –by knowing their traditions, and by competing in erudition–». De modo general, volveremos a encontrarnos con esta idea del –digámoslo así– «consumo del conocimiento» en otros contextos culturales y prácticas muy diferentes (vid. inf., especialmente caps. 7.6 y 8.4). 42 Escribe: «persons of very low status could be designated by various expressions, derogatory or euphemistic. Thus, they were those “who lived at the front of the house” (x̉ αt’aq qυ’u), the place of the poor and lowly. These persons included the lowest of all, the bastards (nιtckα yάdὶ; “child of the empty beach”), those whose laziness or bad luck had made them paupers, freed slaves, or persons of slave ancestry. Slaves themselves were, in theory, outside Tlingit society». Cf. Testart (1999: 23-25) o Emmons (1991: 37) o, en fin, Boas (1891; 1917) para otras designaciones en esta línea. Y sin embargo, lo más remarcable del pasaje es el que la autora se confiese incapaz de registrar término alguno para referirse a la «franja intermedia» de la jerarquía: «the ordinary person –if he did exist– was, in fact, the chief’s junior or distant relative in a less distinguished line, and formerly [...] called him kinsman» (de Laguna, 1972: I: 462).
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Con todos, nosotros, los salvajes En los dos últimos casos, la esclavitud aparece meramente como una consecuencia secundaria de la insolvencia del delincuente. De hecho, la pena no es sino una multa, [y] el tercer caso, por otro lado, es el estricto equivalente de la esclavitud por deuda [...]. Ni lo uno ni lo otro deben [en puridad] llamarse esclavitud penal, dado que son acuerdos financieros que pueden conducir a la esclavización sólo porque la esclavitud por deuda ya existe como institución. (Testart, 2002: 181)
un poder (puissance) identificado, como antes hiciera Rattray para los akan de Ashanti, “en el sentido de la potestas antigua” (vid. sup., cap. 5.2, nota 13)] vende a uno de sus hijos para pagar una deuda que no podría honrar de otro modo [...]. Hablando propiamente, el niño no es vendido por su padre, [sino] librado en garantía de un pago que jamás se ejecuta, pero revierte en lo mismo, y el acreedor lo venderá como esclavo [a un tercero]. (Testart, 1999: 21-22).
Sin embargo, en la simplificación se pierde el rastro del problema. Empleando estríctamente los términos del francés, entre otras cosas no se podría concluir que se diera esclavitud penal entre los tlingit, si la posibilidad de que el clan del asesino lo entregue al del asesinado se contempla sólo cuando aquél es un hombre pobre, y sólo cuando la resolución del conflicto incluye asimismo el pago de otras riquezas. Si la esclavitud dentro del propio clan no es exactamente esclavitud, sino una situación similar a la sujeción en prenda que –parece caber entender por lo atestiguado– pudiera ser perpetua cuando responde a la vida sacrificada por la casa en nombre del cuerpo social del que todos los implicados forman parte, o temporal, cuando lo hace a una deuda de riqueza que se salda trabajando. Y tal posibilidad, a su vez, nos aleja otro tanto de una segunda institución el principio fundamental de cuya formulación típica giraría, siempre según Testart (ibíd.: 177), en torno a la idea de que «el trabajo del sujeto en prenda [pawn] beneficia al acreedor sin rebajar la deuda. El trabajo en este caso carece de valor, o en todo caso no se tasa cuantitativamente».
Es decir: exactamente el mismo proceso indígena cuya mutación, expuestos sus márgenes a los mercados «internacionales» de Occidente y Oriente, detectaban los africanistas en la base de la trata. Cuando los «sujetos en prenda» cruzaban fronteras culturales [...] existía un mayor riesgo de enajenación ulterior que cuando sus familiares permanecían en contacto. En tales circunstancias, eran frecuentemente esclavizados [...]. Su movimiento a través de estas fronteras introducía asimismo la probabilidad de aplicar, en la regulación de la institución, leyes y costumbres diferentes de aquéllas propias de la cultura de la cual provenía el sujeto. [De modo que] existen informes de guerras entre clanes a propósito de la supuesta venta de estos sujetos, y ciertamente existieron muchas disputas legales sobre cuándo podían ser vendidos o transferidos de otra manera, si acaso podían serlo. (Falola y Lovejoy, 2003: 14-15; vid., para un análisis del fenómeno entre los kabiyè, sin ir más lejos, Piot, 1996)
Ésta es probablemente la razón por la cual antes le vimos circunscribir en el ámbito yurok la comparación con una forma de sujeción definida primero a partir de casos africanos, poco o nada presente en el utillaje conceptual de los americanistas aunque Kroeber ya relató (1925: 33) la transferencia de los derechos sobre un «esclavo» yurok a los tolowa como parte del pago compensatorio por un asesinato, y su posterior manumisión a cambio de dinero obtenido trabajando para los criollos estadounidenses;44 o aunque el propio Testart descuide sus cautelas inmediatamente después de sostener la anterior circunscripción, cuando menciona la venta de hijos recogida en las historias nuxalk o chinuk, en el área central de la región cultural de la Costa Noroeste:
Otro tanto sucede con los «esclavos de pescado seco», designación la descripción de cuyos efectos sociales los informantes tlingit no limitan al uso literario que asume Testart, sino también eventualmente a la más estricta literalidad –«a veces eran liberados cuando sus familias obtenían dinero y pagaban por ellos de vuelta; otras, se los mataba en ocasión de un gran potlatch»–, por más que la misma autora que da cuenta de ello (de Laguna, 1972: I, 469) reconozca no poder precisar «con qué frecuencia los pobres se sumían en dicha posición, porque normalmente uno podía reclamar comida y asilo en cualquier casa [hίt’] de su linaje o clan [na]. También nos preguntamos si los dependientes pobres o sus hijos no deseados fueron acaso esclavizados por sus parientes ricos y, tal vez, vendidos a tribus [¿qwán?] alejadas» (cf. de Laguna, 1952: 2, nota 2).
Que un hombre pueda ser reducido a la esclavitud a causa de deudas no tiene, en principio, nada que ver con la posibilidad general de vender a los niños como esclavos; aunque los dos fenómenos interfieren cuando el endeudado [en virtud de
Una y otra vez, por tanto, las coordenadas del problema nos sitúan en el contexto de los procesos de «identificación». Tal cosa armoniza los datos en un nivel que excede en mucho el de la, por otro lado, flagrante omisión en el discurso de Testart de la posibilidad de interpretarlos en la línea de diferentes «esferas» de intercambio; porque si bien es cierto que buena parte de las cavilaciones del francés sobre la «esclavitud por deuda» podían haberse atajado de haber considerado lo que Kroeber (1925: 32)
«A bastard, in burning over a hillside, once set fire to certain valuables which a rich man of Sregon [una antigua aldea yurok en la margen derecha del río Klamath] had concealed in the vicinity. He was unable to compensate and became the other’s slave. Subsequently the Sregonite killed a Tolowa, and transferred the slave as part of the blood money [...]. He therefore arranged with him to purchase his liberty, apparently with money earned by services to Americans».
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La política salvaje ya sabía: que «la deuda surgía de vicisitudes legales [i. e., relativas al derecho] más que económicas [i. e., relativas al sustento]», también lo es que el modelo de Bohannan tomado a pies juntillas puede predisponer a la esclerosis de la clasificación de las cosas en sí mismas, cuando ese problema es –y lo es evidentemente– el de las relaciones que las «transforman»; y en último término, el del derecho a tratar a determinados agentes considerados culturalmente humanos como si fueran cosas; que es en esencia lo que significa expulsarlos o excluirlos del «nosotros» social. Desplazarlos significativamente hacia el «exterior subordinado» sobre cuyo consumo –el poder de desplazar, a su vez, hacia el «exterior superordinado»– se construyen los discursos de la jerarquía dentro de la sociedad.
misma de moneda, exactamente el mismo tono dramático que sospechaban los tiv: huele a esclavitud. No es casual que el Graeber de Debt incidiera en el halo de confusión moral que aureola la economía en tales condiciones, que son las nuestras: El factor crucial [...] es la capacidad del dinero para convertir la moral en un asunto de aritmética impersonal –y haciéndolo, para justificar cosas que de otro modo parecerían atroces u ofensivas [...]–. Uno no necesita calcular los efectos humanos; solamente el principal, los balances, recargos y tasas de interés. Si acabas teniendo que abandonar tu casa y vagabundeando en otras regiones, si tu hija termina en un campamento minero trabajando de prostituta, es una desgracia pero es incidental al acreedor. El dinero es el dinero, y un trato es un trato. (Graeber, 2011b: 13-14)
Por eso de Laguna hila sin mayores reparos ni explicaciones sus dudas sobre la esclavización de los pobres con la desorganización de lo que, llegados a este punto, cabe empezar a entender tal que «ámbito discursivo de la riqueza», independientemente de la forma –más bien pedestre– en la cual ella expone sus términos: «el giro de una economía de subsistencia basada en la caza, pesca y recolección, donde los lujos [y los esclavos propiamente dichos] se obtenían sobre todo en aventuras comerciales nativas, hacia una economía en la cual tanto los objetos de sustento como de prestigio se consiguen a cambio de dinero [cash] derivado casi por entero de la pesca comercial, significó un enorme cambio en la riqueza relativa de diferentes familias» (de Laguna, 1972: I, 469). Junto al descalabro demográfico que acompañó a la irrupción de los europeos en la Costa Noroeste de Norteamérica a partir del s. XVIII, esto parece haber impreso primero cierta aceleración a los procesos de jerarquización competitiva, hasta darles así acceso al potlatch a gentes otrora pobres, sólo para frenarlos repentinamente después, con la decisiva integración en la órbita de los nuevos Estados criollos; de modo que la autora concluye el citado pasaje evocando las palabras de uno de sus informantes tlingit, en otra faceta del mismo problema y fenómeno: «a medida que se ha socavado el antiguo sistema de rango, la base de la autoestima y la conducta honorable también ha sufrido. “Así es cómo perdimos nuestro orgullo. Cuando los Estados Unidos compraron Alaska [al Imperio ruso, en 1867], enseñaron a los nativos a vivir común. Ése es el único error que cometieron. Cuando vivimos común, perdimos nuestro orgullo. Somos como gente sin país”».
El estadounidense advertía asimismo la violencia en la cara oculta del discurso económico; la amenaza de la violencia, más bien, en el cuchillo de Shylock y también en la fuerza de la ley de Venecia (vid. sup., cap. 5.5, nota 43). Por su parte, también Baudrillard (2009: 35) llega a idéntica conclusión que los bantoides cuando descubre –aunque apenas aporte nada trascendente mucho más allá– que nuestra sociedad se diferencia de la salvaje en que, para nosotros, «el consumo dispendioso se ha convertido en una obligación cotidiana, una institución forzada y a menudo inconsciente, como el impuesto indirecto, una participación involuntaria en las coacciones del orden económico» que es nuestra codificación cultural del orden político –lo político– según el cual se dirimen las jerarquías –la política–. El hecho de que en el esquema de Testart (2002: 175, tabla 1) la venta de uno mismo o la puesta en garantía de un préstamo equivalgan para el esclavo y el sujeto en prenda (pawn), respectivamente, a lo que el salario para el trabajador libre, únicamente viene a abundar en la misma idea. Nuestro «dinero para todos los usos» obliga así a dejarse atrapar las condiciones de la existencia material, física, de las personas en la fusión-confusión significativa de las dos acepciones de la identidad –yo↔nosotros, es decir: los iguales–; a encarnar cada uno en la suya las identidades de «los otros nosotros» –es decir: los desiguales–, significándolo virtualmente todo dentro de las cadenas del «poder-consumir» que nos y les definen a efectos políticos. Y sin embargo, contra todo pronóstico, ni la violencia ni la esclavitud se realizan aquí formalmente. No pueden hacerlo porque, como es bien sabido, en nuestras sociedades la violencia es un monopolio estatal, y la lógica estatista pugna porque sus sujetos no lo estén a nada más.45
6. América, o el principio de sí Una pérdida igual a la anterior, en el otro confín del Pacífico, nos proporcionará el pie para empezar a reformular las bases de nuestro análisis social, en una segunda parte que acometeremos de inmediato. Por el momento, desde esta perspectiva, vemos adquirir a la «continuidad de lo discontinuo», a la «comparación de lo incomparable» que Théret descubría adherida a la idea
«For thousands of years, the struggle between rich and poor has largely taken the form of conflicts between creditors and debtors [...]; by the same token, for the last five thousand years, with remarkable regularity, popular insurrections have begun the same way: with the ritual destruction
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Con todos, nosotros, los salvajes retrotrae a la discusión que manteníamos sobre las propuestas teóricas de Carneiro, Clastres o Dumont (vid. sup., caps. 4.3-4), ahora mejor pertrechados.
Si a esto sumamos la correlación que el del Laboratoire d’Ethnologie et de Sociologie Comparative detectaba en la distribución geográfica –adyacente– de las macroregiones donde existió la institución de la esclavitud por deuda y donde se dieron Estados indígenas, su conclusión no podía ser otra:
En resumidas cuentas, podríamos decir que el escenario que se vislumbra al aplicar el utillaje conceptual batido en esas discusiones a lo reportado en el epígrafe anterior sobre la esclavitud en la Costa Noroeste de Norteamérica es el de unas sociedades más o menos abigarradas en el espacio, los procesos de jerarquización de cuyas facciones tanto internos como externos las presentan «abiertas» hacia un universo social en el cual se funden y confunden virtualmente todos sus límites de identidad, haciéndolos altamente transitables: «nosotros↔los otros nosotros↔los otros». ¿Y esto de qué se trata exactamente?
Hay un «aire familiar» entre las prácticas [de la esclavitud por deuda: la posibilidad legítima de trasformar humanos en riquezas] y la sujeción a un rey; lo que se podría llamar una especie de complicidad entre ambos tipos de institución. Pero, aunque relacionados, permanecen distintos. Aunque la correlación está ahí, los desgloses geográficos son diferentes [...]. Es poco probable que la esclavitud por deuda brote a partir de los cimientos del Estado: lo es mucho más que el Estado emerja sobre la base de sociedades que [en algún momento] aceptaron la esclavitud por deuda y la venta como esclavos de uno mismo o de sus parientes. (Ibíd.: 201; 192, mapa 1)
1. No se trata ya sólo de que se diriman las relaciones de subordinación-superordinación dentro del grupo que entendemos como «sociedad». Todavía tendremos que concretar más en qué sentido puede entenderse este concepto o, al menos, en cual lo entendemos aquí. Para lo que nos ocupa en este momento, empero, bastará con saber que de suyo cualquier «sociedad» implica una cierta constelación de estructuras y situaciones comprensibles según el principio de la oposición jerárquica dumontiana ( 1/(1/2) ) donde, por así decirlo, 1=nosotros y 2=los otros nosotros(interior). El paradigma de tales estructuras es con toda probabilidad la relación que opone en el nivel inferior los statuses equivalentes a nuestra mayoría de edad/minoría de edad y significa, a partir del primer término, el «nosotros» englobándolos en el nivel superior; aunque la práctica totalidad de grupos humanos conocidos presenta la duplicación de esto mismo en la relación hombre/mujer tan arraigada que casi tiene más valor explicativo ésta que aquélla. Por otro lado, al hablar de «situaciones» nos referíamos, obviamente, a los puntos del esquema de percepción-clasificación sociocultural que varían o están en disputa, como ocurre entre las facciones estructuradas en instituciones tales como familias, casas, linajes o cualquier otro segmento capaz de un comportamiento corporativo, y mutatis mutandis, aun nos atreveríamos a decir que entre individuos –¿cuál es si no la topología de la autoridad del «jefe corporativo», independientemente del discurso en que se funde su superioridad; del principio del primus inter pares?–. Más allá de las especificidades semióticas de la práctica humana o de que en la realidad fenoménica no se pueda afirmar con rotundidad sino la continuidad más o menos gradual de situaciones (vid. inf., cap. 8.2), el hecho de que podamos encontrar exactamente las mismas instituciones dispuestas aquí situacional y allí estructuralmente –por ejemplo distinguiendo
En este punto resulta de lo más revelador que otras conclusiones a propósito del mismo caso de estudio –las de Leland Donald en Aboriginal slavery on the Northwest Coast of North America (1997 para la primera edición)– pasen por asociar el tipo de esclavitud practicada por grupos como los tlingit o los kwakiutl con una eventual situación de «circunscripción» (Donald, 1997: 100102);46 porque todo junto, evoca poderosamente y nos of the debt records [...]. As the great classicist Finley often liked to say, in the ancient world, all revolutionary movements had a single program: “cancel the debts and redistribute the land”», recuerda Graeber (2011b: 8) para, más adelante, referirse a los gobernantes sumerios de los primeros Estados, acogiéndose a varios trabajos del economista Michael Hudson: «when they did interfere in the lives of their subjects in their capacity as cosmic rulers, they did not do it by imposing public debts [tal y como, en principio, cabría esperar en el escenario previsto por la Teoría de la deuda primordial (vid. sup., cap. 5.4)], but rather by canceling private ones [...]. Faced with the potential for complete social breakdowns, Sumerian and later Babylonian kings periodically anounced general amnesties: “clean slates” [...]. In Sumeria, these were called “declarations of freedom”; and it is significant that the Sumerian word amargi, the first recorded word for “freedom” in any known human language, literally means “return to mother”, since this is what freed debt-peons were finally allowed to do» (ibíd.: 64-65). 46 Explica Donald (1997: 100): «James L. Watson [Asian and African systems of slavery, 1980 para la primera edición] has distinguished two major types of slavery, “open” and “closed”. These are ideal types that represent the end points on a continuum: open systems of slavery –which are common in Africa but found elsewhere as well– are characterized by the gradual absortion of slaves into the kinship and family system of their masters [...]; closed systems of slavery –which are common in Asia but found elsewhere as well– are characterized by the failure of slaves to be absorbed or adopted into the family or kinship unit of the master. Slaves are excluded from participating in the kin group», lo cual no significa ni más ni menos que su exclusión de la sociedad, aunque no –pongamos en práctica los términos– del universo social –i. e.: siguen siempre o en principio identificándose con «los otros», en el absoluto exterior subordinado del «nosotros»–, y coincide plenamente con la distinción de una stratégie lignagère y otra esclavagiste realizada por Testart (vid. sup., cap. 2.2, nota 18). La cuestión es que Watson vincula estos tipos con las diferentes nociones de propiedad al hilo del grado de presión población/sustento; y sucede que, como sobre todo el salmón, «most of the other resources of great importance to one or another local group are also either spatially or temporally –often both– circumscribed. Northwest Coast resources thus conform to the “scarcity” type, which, if Watson
is correct, leads us to expect closed slavery, and this is what we found» (Donald, 1997: 101).
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La política salvaje la «jefatura melanesia» de la «jefatura polinesia» (vid. sup., fig. 4.2a), o el matriclán «noble» del resto de los matriclanes lele o, en fin, la «realeza» (vid. sup., cap. 5.2, et inf., caps. 10.1-2)– nos informa primero de que la lógica operativa en ambos casos es la misma, y segundo, de que la imagen de un cuerpo cuyas eventuales fracturas se han o no se han osificado ofrece, probablemente, una mejor explicación de la realidad. 2. No se trata tampoco sólo de que algunas de estas cosas se proyecten más allá del cuerpo de la sociedad, hacia ese universo social donde tales relaciones son por definición «situacionales», y no «estructurales» –la prueba es que no actúan por automatismo los principios graeberianos comunista o jerárquico, sino el de intercambio, en cuyo equilibrio dinámico, más capaz de ser jugado estratégicamente, se llegan a conjugar algunas propiedades de ambos (vid. sup., fig. 4.5c)–, y por así decirlo, 1=nosotros y 2=los otros nosotros(exterior). 3. Se trata sobre todo de que la configuración de ese universo social normaliza la probabilidad de experimentación física, «empírica» (vid. inf., cap. 7.6), de una otredad absoluta que ya no es tan dado identificar como mera desigualdad –i. e., no es claramente una forma de «los otros nosotros»–, y que percola hasta la médula misma de los cuerpos sociales, retorciendo y haciendo en mayor o menor medida transitable desde cualquier punto ese continuum de identidades. Como mínimo, haciéndolo imaginable.
América colonial como una estupenda oportunidad para la falsación– es, quizá, la materia de un estudio pendiente. Ahora bien, cuando repasábamos las condiciones del acompasamiento entre la Teoría de la circunscripción de Carneiro y los modelos de sístoles y diástoles de los cuerpos políticos que la Ecología cultural formulaba a partir de la experiencia neoguineana, dando –por supuesto– por válido el núcleo de sus observaciones, ya advertíamos que los episodios de «intensificación» a partir de los cuales aquella hipotética sinusoide de la política desplaza su nodo implican, de alguna manera, una mutación en las espectativas sobre su evolución. Por ejemplo, el que pueda resultar de repente adaptativo ahondar en el desarrollo de estrategias reticulares donde el anterior equilibrio centrífugo-centrípeto de dichos cuerpos habría tendido a cerrarlos sobre sí mismos, y eventualmente a alejarlos en el espacio, ya sea antes o después de desatarse la violencia entre ellos. Y sucede que lo que sí que se ha estudiado ya, y mucho, es la configuración de la modernidad a partir de la expansión planetaria de los grupos europeos que arranca en el s. XVI y, en parte acicateado por esto,47 el despliegue de los ejes ideológicos del individualismo y del capitalismo que conjugarán los ilustrados escoceses en lo que justamente podríamos resumir como «proyecto liberal», ya en la segunda mitad del s. XVIII. Se ha estudiado (Dumont, 1987: 35 y ss.) cómo el componente ascético, que perfila al individuo –yo– recortándolo «En el principio, todo el mundo fue América»: basta leer el Segundo tratado sobre el gobierno civil de Locke (1690 para la primera edición, en inglés) para comprender hasta qué punto la imagen del salvaje está en el principio de nuestra imagen de sí (vid. i. a. Batz, 1974; Lebovics, 1986). No es de extrañar por tanto que Todorov, autor de cabecera en lo que atañe a la exploración de la otredad, desde las categorías de la crítica literaria iniciada por Bajtín (Zbinden, 2006), considerara la Castilla de 1492 nudo proverbial ligando sus diferentes lógicas, entre que los Reyes Católicos firmaban los decretos de expulsión de los judíos en la recién conquistada Granada, y Rodrigo de Triana avistaba Guanahani, entre las Bahamas (La conquista de América: El problema del otro, 1982 para la primera edición, en francés). Grosso modo, expresado con un vocabulario algo más limitado que el nuestro, allí acaecen el mismo año la negación de «los otros(interior)» y el descubrimiento de «los otros(exterior)». Todo colonialismo, sostiene este autor, se resuelve en dos tendencias: la asimilación de «los otros» al «nosotros» y por tanto la disolución de su especificidad sociocultural; o bien la explotación de su especificidad sociocultural, porque «los otros» no son «nosotros», parte de nuestra sociedad. «La diferencia se degrada en desigualdad; la igualdad, en identidad: ésas son las dos grandes figuras de la relación con el otro, que dibujan su espacio inevitable» (Todorov, 1998: 157); porque en cualquier caso, en la médula de la problemática, sucede que «se niega la existencia de una sustancia humana realmente otra, que pueda no ser un simple estado imperfecto de uno mismo» (ibíd.: 50); y héte aquí el «salvaje» como «primitivo» que, desde entonces, viene determinando nuestras imaginaciones sobre la historia humana. Desde luego que pueden enumerarse un buen puñado de antecedentes (vid. i. a. Ferdman, 1994; Fleck, 2000; Sobecki, 2002; Bartra, 2011: con bibliografía), pero no nos alejemos de Todorov y La conquista de América. Se plantea aquí un recorrido interesante para lo que queremos concluir, trazando una línea argumental clara desde el tratamiento del «salvaje» por Colón, como parte del paisaje, de la naturaleza –téngase presente que el vestido, el lenguaje, en fin, la cultura, es posterior a la Caída que señala el principio del tiempo histórico habitado por los cristianos–, hasta la disputa entre Sepúlveda y Las Casas, donde el primero recurriría a la lógica del oĩkos de Aristóteles para justificar la esclavitud –proyección del interior en el exterior–, mientras el segundo lo hace a Cristo para rechazarla. Declara: todos son potencialmente cristianos, y esta declaración no es más que la consecuencia última de su «idea de y del orden»: el cristianismo es potencialmente todo. La «naturaleza» misma.
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En tanto encierra el potencial de trasformar a los humanos en riquezas e incorporarlos en las prácticas y discursos del «poder-consumir» que sustentan determinadas formas de autoridad política –que es decir algo, valga recordarlo, muy distinto a decir que otras de esas formas se sustentan en la aquí metáforica «riqueza» en relaciones con humanos–, la esclavitud construye una identidad paradójica porque sitúa al sujeto a la vez dentro y fuera de la sociedad –los otros(interior)–. Y en este sentido, descubriremos que Testart no podía estar más acertado al detectar ese «aire familiar», esa solidaridad lógica entre la esclavitud y el Estado; aunque para hacerlo será preciso empezar por comprender mejor los principios que operan identificando y ordenando socialmente las agencias de «los otros(exterior)». Por lo pronto, parece obvio que más allá de la «aceptación cultural» que pudiera esgrimirse para explicar el comportamiento de este o aquel individuo en concreto (vid. Graeber 2011b: 166 y ss.), las consecuencias de normalizar esa experimentación no son algo en principio deseable para el total de ningún grupo humano, de modo que no es sorprendente que se repita, en la Costa Noroeste de Norteamérica (Donald, 1997: 98-99, 306) como en las llanuras del Benue (vid. sup., cap. 5.2), que los esclavos no huyen porque no tienen dónde ir. Hasta qué punto puede tomarse esto como otro síntoma de atasco ecológico –y las Guerras serviles o, mejor aun, los quilombos de la 166
Con todos, nosotros, los salvajes Pero desde luego, lo que de un tiempo a esta parte se va tornando un clamor académico es un nuevo estudio comprehensivo de la obra de Adam Smith, sin duda alentado por la «revisión ética» de la disciplina económica (vid. sup., cap. 3.2, nota 6), especialmente dirigido contra la Umschwungstheorie lanzada desde la alemana Escuela Histórica de Economía y por la cual se sugería un cambio en el pensamiento del escocés entre la redacción de sus dos grandes tratados publicados en vida: la Teoría de los sentimientos morales (1759 para la primera edición, en inglés) y la Investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones de 1776 (Dupuy, 1987: 314-317; Lázaro, 2009: 427 y ss., con bibliografía). Frente a esto, la tendencia actual enfatiza una continuidad lógica que hace de la famosa «propensión al intercambio»50 algo mucho más general de lo que podría desprenderse del análisis aislado de su tratado «económico». La encontramos referida a palabras e ideas en sus Lectures on rethoric and belles lettres (1963 para la primera edición de unos apuntes a propósito de cursos impartidos en la Universidad de Glasgow entre 1762-1763); y se repite asimismo en las Lectures on jurisprudence, dictadas poco antes de su periplo francés, pero redescubiertas en el manuscrito de un alumno y publicadas sólo a finales del s. XIX, donde quedaba reforzada la idea de la persuasión como un fin en sí mismo al tiempo que se afirmaba: «ofrecer un chelín, que para nosotros parece tener tan liso y llano significado, es realmente ofrecer un argumento para persuadir a alguien de hacer esto y aquello como si fuera por su interés» (Smith, en Walraevens, 2010: 15-16).
contra el cuerpo de la sociedad que lo identificaba –nosotros– y que a orillas del Mediterráneo cuaja en la doctrina de Pablo de Tarso, y por supuesto, más tarde, en la de Mahoma, supone una suerte de preadaptación: un dispositivo cultural mutante universalmente inclinado a la integración, donde todo cristiano conforma la «comunidad de dios» porque cada cristiano forma «comunidad con dios» a través de la eucaristía (vid. sup., cap. 3.2, nota 5). Se ha estudiado, en la historia de su acomodación con los restos del Estado romano, el progresivo deslizamiento de las acciones y preocupaciones del cristianismo de vuelta al seno de la sociedad, a la «temporalidad»; su configuración de dicha relación como una «situación invertida», como el reflejo especular de la «espiritualidad»,48 antes de lanzarse a la articulación de un nuevo discurso estatista que acabaría por volverse contra la propia Iglesia. Y se ha escrito que hacia la madurez de ese proceso, que son Las Luces de Europa, «la Ley de naturaleza de Locke presenta esencialmente un orden del mundo en tres estratos –dios, los hombres [sic, por “los humanos”], las criaturas inferiores–, en el que la igualdad caracteriza el estrato humano y en el que la relación entre un estrato superior y otro inferior tiende a pensarse como “propiedad”» (Dumont, 1999: 73). Todo esto tiene mucho que ver con el despliegue de modos de razonamiento determinantemente centrados en la «sustancia» de las cosas más que en su «relación»; como pensar que los agentes x e y son –por ejemplo– humanos en sí mismos en vez de pensar que son humanos en la medida en que se relacionan como humanos;49 en función de esa clasificación cultural en particular.
Y, a decir verdad, hasta aquí tal vez podría darse por anunciada la visión en cierto modo pesimista del
48 «Duo quippe sunt [le recordaba el papa Gelasio I al emperador de Constantinopla en la famosa epístola de 494] quibus principaliter mundus hic regitur: auctoritas sacra pontificium, et regalis potestas. In quibus tanto gravius est pondus sacerdotum, quanto etiam pro ipsis regibus Domino in divino reddituri sunt examine rationem. Nosti etenim fili clementissime, quod licet præsideas humano generi dignitate, rerum tamen præsulibus divinarum devotus colla submittis, atque ab eis causas tuæ salutis expetis, unque sumendis cœlestibus sacramentis, eiusque –ut competit– disponendis, subdi te debere cognoscis religionis ordine potius quam præesse [...]. Si enim, quantum ad ordinem pertinet publicæ disciplinæ, cognoscentes imperium tibi superna dispositione collatum, legibus tuis ipsi quoque parent religionis antistites, ne vel in rebus mundanis exclusæ videantur obviare sententiæ; quo –rogo– te decet affectu eis obedire, qui pro erogandis venerabilibus sunt attributi mysteriis?» (Patrologia Latina, 59, 41-47). A ojos de Dumont (1987: 57-61) con ello «no estamos ante una simple “correlación”, [ni] ante una simple sumisión de los reyes a los sacerdotes, sino ante una “complementariedad jerárquica”» de hecho dispuesta en términos muy similares a los que había encontrado en su estudio antropológico de la India, y según la cual «los sacerdotes son superiores, ya que sólo son inferiores en un plano inferior»; es decir, según el esquema que en su momento (vid. sup., cap. 4.4) anotamos como A/(a/B). Cf. con la perspectiva de una recodificación cristiana de las nociones de auctoritas y potestas (vid. inf., cap. 10.4) que, disociándolas en un sentido diferente al de los anteriores usos latinos, genera una tensión que recorre la historia de la tradición política europea mucho más allá del cristianismo: «la autoridad política no está por lo tanto sacralizada, sino que es reconocida en su lugar “legítimo” en virtud de una armonía entre cielo y tierra, de una correspondencia entre auctoritas divina y función de autoridad terrenal; esto no implica que dicha función [...] incorpore un bagaje de legitimación autónomo asegurado por la trascendencia –o sea la atribución de la auctoritas al poder político–, sino, por el contrario, la subordinación de todo poder a la organización de la única verdadera “fuente” de verdad, dios y su iglesia» (Preterossi, 2002: 21 y ss.). 49 Además de en los entresijos de las concepciones que denomina holista e individualista del «sujeto social», Dumont encuentra una manifestación
de lo mismo en «la fascinación ejercida sobre la mentalidad moderna por la teoría del valor como algo basado en la cantidad de trabajo. Se comprende fácilmente el fenómeno, si nos fijamos no en la teoría definitiva de Marx, sino en una forma marxista vulgar de la misma: que todas las mercancías, puesto que se intercambian una por otra en el mercado en ciertas proporciones, deben necesariamente contener una sola y misma “cosa” –un algo “social” por encima del mercado– en las mismas proporciones; esto es algo que se le antoja evidente a un espíritu acostumbrado a pensar en un lenguaje de sustancias y no en un lenguaje de relaciones» (Dumont, 1999: 114; cf. Dumont, 1987: 15 y ss., 73-75). Obviamente éste no es el lugar para enredarnos en la exégesis de unos modos de razonar que, de hecho, ya hemos visto despuntar en Aristóteles (vid. sup., cap. 3.3). Téngase en cuenta únicamente cómo, de la misma manera, hay partes del pensamiento moderno europeo que se orientan según ese mismo «lenguaje relacional»; también pensando la identidad. Tal es el caso de un Bakunin (1979: 152-154) que a la clásica máxima liberal «la libertad de cada individuo humano no debe tener otros límites que la de todos los demás individuos», responde: «la libertad no es [...] un hecho de aislamiento, sino de reflexión mutua, no de exclusión, sino al contrario, de alianza, pues la libertad de todo individuo no es otra cosa que el reflejo de su humanidad o de su derecho humano en la conciencia de todos los hombres libres [sic, por “los humanos”], sus hermanos, sus iguales»; e incluso en seguida descubriremos cómo la distancia respecto al mismísimo Adam Smith no es tanta como pudiera esperarse. 50 Casi al principio –desde luego, como principio– de su Inquiry escribe Smith (1794-1806: I, 20-21): «esta división del trabajo, que tantas ventajas trae á la sociedad, no es en su origen efecto de una premeditación humana que prevea, y se proponga como fin intencional aquella general opulencia que la división dicha ocasiona: es como una consequencia necesaria, aunque lenta y gradual, de cierta propensión genial del hombre [sic, por “del humano”] que tiene por objeto una utilidad menos extensiva; la propension, es á saber, de negociar, cambiar o permutar una cosa por otra» (cf. Iacono, 2003: 93 y ss.; Dumont, 1999: 115).
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La política salvaje
Fig. 5.6a. Un lenguaje mínimo de la identidad en el universo social. Típicamente, la idea de «humanidad», y sobre todo su plasmación en lógicas operativas, se extiende por las bandas sombreadas del diagrama, que aúnan la identidad del «nosotros» social con las de aquellos que, no siéndolo, son como nosotros. Este reconocimiento se da con independencia de que se integren o no en la sociedad; o de que, si lo hacen, se sitúen en una jerarquía osificada que los excluye discursivamente de la competencia política –de la guerra o de la economía–, o por el contrario, disputando la jerarquización. En cualquier caso, ningún universo social se puede entender únicamente compuesto por agencias «humanas». Y esto no sólo aplica para el entorno material e inmaterial sumergidos en el cual todos los miembros de nuestra especie nos endoculturamos, sino también para la identificación de la agencia de otros de esos miembros, de nuevo: integren o no la sociedad.
y del resto. «Esto implica que la conciencia moral es una conciencia determinada por el recibimiento de la alteridad, caracterizada por la capacidad de simulación imaginativa y cuyo juicio no se caracteriza por la autorreferencia, sino por la heterorreferencia» (Campos Salvaterra, 2015: 878). No deja de ser remarcable que Smith pretendiera arribar a la delimitación topológica de la autoridad última ordenando el grupo social por el camino más difícil –el de la intersubjetividad–, en lugar de haberlo hecho por el extremo de otra «otredad absoluta» que empieza a darnos pistas sobre los caminos que tendremos que andar en la segunda parte de este estudio y que, en fin, es lo que hace –y casi podríamos añadir: la función principal de– la religión. A este respecto todavía puede puntualizarse cómo, en consonancia con el quid del liberalismo, la Teoría de los sentimientos morales no representa una internalización de la –idea cultural de– «sociedad» en el sujeto, sino su resumen en unos individuos que, a través de la experimentación empírica de su relación, devuelven tal imagen. O en otras palabras: la sociedad resultaría así de una proyección imaginaria, no ideal. Y aunque el propio Smith parezca asumir algún grado de confusión sobre esto al calificar de «vicerregente de dios en nuestro interior» esa perspectiva del juicio moral, lo crucial es que «la [percepción de] igualdad, entonces, se produce
utilitarismo. Téngase presente, al fin y al cabo, con qué fuerza ha resonado que, en esa especie de «sociedad de mercaderes» que imaginaba el liberal, «no de la benevolencia del carnicero, del vinatero, del panadero, sino de sus miras al interés propio es de quien esperamos y debemos esperar nuestro alimento. No imploramos su humanidad, sino acudimos á su amor propio [self-love]; nunca les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas» (Smith, 1794-1806: I, 23). Sin embargo, sucede que la dicha continuidad lógica rastreada a través de la obra smithiana revela sobre todo un ánimo cientifista, newtoniano, que buscaba hallar en la «empatía» (sympathy) para la comprensión de las relaciones sociales lo que la Ley de la gravitación universal halló en el campo de la Física; y siendo así, más que –o antes que– homo œconomicus, el humano aparece como «un ser fundamentalmente mimético» (Dupuy, 1987: 326; cf. Dellemotte, 2002; Trincado Aznar, 2000-2001; Valcarce, 2010). En efecto, el «padre» de la Economía ya había aislado una suerte de «principio otro» en su Teoría de los sentimientos morales, cuando consideró que en los procesos de proyección empática fruto de la interacción de individuos diferentes se fundamenta el surgimiento, en el seno de cada uno de ellos, de una tercera perspectiva guiando la acción y el juicio de sí, 168
Con todos, nosotros, los salvajes en el proceso imaginativo que hace del sí mismo el otro del otro y, en ese sentido, un igual» (ibíd.: 892). De un lado, esto actuaría para subsumir la dicha persuasión en el más abarcativo deseo de «pertenecer a la comunidad constituida por aquellos que merecen la aprobación de los demás»; objetivo primordial de todo ser humano (Hurtado, 2013: 58 y ss., 63). Del otro, pero en la misma línea argumentativa, permitiría incluso tamizar la descripción del comportamiento mercantil que citábamos directamente de la Inquiry, como hiciera por ejemplo Jean Pierre Dupuy (1987: 339):
las cuales «de otro modo el orden habría debido ser introducido desde fuera» (ibíd.: 50). Que es, de hecho, lo que la religión venía haciendo –si bien, con idéntico resultado, cf. la «genealogía teológica de la economía y del gobierno» que recoge Agamben (2008: especialmente 283 y ss.)–. Y quizá sean los ecos de esa pugna histórica por la significación de lo imaginario lo que nos turba, e incluso hace parecer hasta cierto punto contradictoria la identificación «sacralidad-objetividad» como ideas esencialmente equivalentes en lo que respecta a la ordenación de las sociedades humanas. En ocasiones, directamente la misma idea (vid. sup., cap. 5.4).
He traducido self-love como se hace habitualmente, por «amor de sí»; [ahora bien] si nos referimos a la famosa distinción de Rousseau entre el amor de sí [amour de soi] –bucle autorreferencial que vincula el sujeto a sí mismo sin mediación– y el amor propio [amour-propre] –bucle autorreferencial indirecto que vincula el sujeto a sí mismo por mediación del otro–, es realmente por esta última por la que debe traducirse la noción smithiana.
Pero no perdamos de vista aquella apostilla del Homo æqualis, por cuanto esa «cosificación» general de las relaciones del «yo» con su entorno nos sitúa de nuevo sobre la pista de la esclavitud; y más allá; y nos permite aclarar de paso algo que afirmamos antes un tanto atropelladamente a propósito de las consecuencias sociales de nuestro «dinero para todos los usos», insistiendo en el lenguaje mínimo de la identidad que hemos propuesto (fig. 5.6a).
En conjunto, explica por qué Dumont (1987: 26) considera –y tiene razón considerándolo, a pesar de que se equivoque en otros aspectos (vid. i. a. Macfarlane, 1992-1993)– que «la perspectiva económica es la expresión acabada del individualismo» de corte ascético, una vez se desprende del discurso religioso tradicional una imagen del individuo que encarna la imagen de la humanidad. Es más, llevándolo a términos aristotélicos, podríamos reformular algunas de las conclusiones alcanzadas más arriba (vid. sup., caps. 3.2-4) de manera que fuera posible, como se señala precisamente en Homo hierarchicus (Dumont, 1979: 307), ensayar el tránsito de una a otra particularidad cultural humana reuniendo la especie en un lenguaje común; si ocurre que únicamente a través del desplazamiento de la instancia donde se piensa realizada o realizable la plenitud que representaba la buena vida (eũ zēn), desde el «nosotros» social que era –idealmente– el cuerpo ciudadano de la pólis al «yo» individual cuya voluntad es abstraérsele, puede pensarse en algún momento el comercio como «terreno unificante entre las relaciones con la naturaleza y las relaciones entre los hombres [sic, por “los humanos”]. Entre aquello que Marx llama metabolismo o intercambio orgánico [Stoffwechsel] que los individuos instauran con la naturaleza y las relaciones que los individuos establecen entre ellos tratando de verificar dicho metabolismo» (Iacono, 2003: 66; cf. Romero Muñoz, 2015: con bibliografía). O más bien, apostilla Dumont esta vez en las páginas de Homo æqualis: Génesis y apogeo de la ideología económica (1977 para la primera edición, en francés), de las relaciones entre el humano –en singular– y las cosas (Dumont, 1999: 134); y aquí sí que pueden advertirse ya sin lugar a dudas los mimbres del homo œconomicus.
Opinamos que una explicación más parsimoniosa del proyecto liberal es aquélla que lo entiende fundamentado no tanto en la «transustanciación» de las lógicas del oĩkos en la pólis, sino en la articulación de la sociedad más allá del estricto «nosotros»; sobre lo que no por nada enunciábamos distintivamente tal que un universo social, poblado en todo caso y en principio por «los otros nosotros» –lo que aquí significaría, si la práctica fuera idealmente estricta, «los otros yo», resumida totalizantemente como hemos indicado que estaba la idea de lo uno en la de lo otro desde la Teoría de Smith, como mínimo–. Es evidente que ambas formas de expresarlo guardan cierta semejanza. En este sentido apuntan hechos como que el corpus aristotelicum imagine la pólis como el «espacio de los iguales» mientras describe el oĩkos por medio de la desigualdad de las relaciones que traban a sus miembros. Sin embargo, al deshacernos del pensamiento dicotómico –y más concretamente del pensamiento dicotómico holístico (vid. inf., caps. 8.1-3)– podemos llamar la atención con mayor facilidad sobre el carácter decididamente corporativo de ambas instituciones, merced al cual la identidad de esos desiguales responde a la de «los otros nosotros(interior)», si acaso con la excepción del par «amo-esclavo» y aun teniendo en cuenta cómo incluso en Aristóteles puede rastrearse cierta controversia cultural respecto de lo que de otro modo hubiera requerido no sólo la deshumanización social en sus prácticas, sino también en la médula del discurso sobre su «naturaleza objetiva» (vid. i. a. Schlaifer, 1936). Y recuérdese que en su condición límite «los otros» no penetran en el cuerpo de la sociedad: no se hace esclavos, se mata, se consume.
De hecho, lo que se construye por esta vía es la coherencia interna necesaria para significar reunidas como un campo de acción específico, y en tanto tal, potencialmente autónomo, una serie de prácticas entre
Por su parte, la reducción del «nosotros» al «yo» tiende a disolver el corporativismo del «discurso de la sociedad», aunque esto no quiera decir que se verifique en todo punto del grupo humano que comprende efectivamente 169
La política salvaje la sociedad, o que desaparezcan por completo y para siempre las conductas o las instituciones o las ideologías corporativistas: las diferentes versiones y escalas en que todas las sociedades donde se acelera la integración mercantil plantean tensiones del tipo «público-privado» da buena cuenta de ello, empezando por los «discursos domésticos» en el seno de las políticas ciudadanas del Mediterráneo antiguo y acabando por los nacionalismos contemporáneos y los Ministerios del Interior –Home Affairs, en la tradición británica–.51 Porque hete aquí que, como decíamos, la lógica operativa sobre la que se funda ese nuevo tejido conjuntivo es la misma que la aislada, por ejemplo, en las denominadas estrategias reticulares de la Teoría procesual-dual; que se conducen entre «los otros nosotros(exterior)» y se inscriben primero en procesos de jerarquización política que poco o nada tienen que ver con el sustento, aunque sí con el «consumo». Donde guerra y economía son dos caras alternativas de la misma moneda.
eventualmente incluso en la objetividad de lo imaginario, esas alternativas a una sola, a un solo principio: el principio económico. Pero que, también decíamos, nada de esto tiene que ver primeramente con la Economía.
Por eso decíamos, con Clastres, que la emergencia del Estado tal como lo conocemos conlleva en último término la descomposición masiva de las discontinuidades que ordenan el principio de identidad, resultando que «los iguales» que forman cualquiera que sea el cuerpo político de las sociedades estatistas modernas ya no son, ni siquiera en el liberalismo, tan iguales como «nosotros», los salvajes. Que de este modo entre otros, el Estado, lo que quiera que sea, estabiliza una sociedad sobre un universo social; y resulta adaptativo a la hora de saltar determinadas presiones medioambientales que atascan la conducta normal de aquel «nosotros» el velar la trascendencia del dinero y sus juegos semióticos, haciéndolo aparecer como una «necesidad técnica» dependiente de las prácticas del sustento –huele a esclavitud pero no hay esclavitud–;52 y el limitar, 51 «Los seres humanos no son solamente individuos que pertenecen a la misma especie; forman también parte de colectividades específicas y diversas, en el seno de las cuales nacen y actúan», escribe Todorov (2007: 432), y prosigue: «la colectividad más poderosa de nuestros días es la que se denomina una nación, es decir, la coincidencia más o menos perfecta –pero nunca total– entre un Estado y una [idea cultural de] cultura. Pertenecer a la humanidad no es lo mismo que pertenecer a una nación [...] e, incluso, entre estos dos aspectos hay un conflicto latente que puede llegar a hacerse abierto el día en que nos veamos obligados a elegir entre los valores de la primera y los de la segunda. El hombre [sic, por “el humano”], en este sentido de la palabra, es juzgado a partir de principios éticos; en cambio, el comportamiento del ciudadano proviene de una perspectiva política». Diremos más: es juzgado a partir de principios legales. Y dicho esto, ¿es preciso señalar cómo de pronto la crisis del sistema capitalista en los años de 1930-1940, que hemos visto a Polanyi describir como el resultado de diversos contramovimientos defensivos de los cuerpos sociales, se asemeja más y más a una típica fase sistólica del modelo ecologicista de Meggitt? (vid. sup., caps. 4.2 y 5.4). 52 Huelga decirlo: no la hay, entre los agentes que se identifican como «los otros nosotros», independientemente de que formen o no parte del cuerpo político de la misma sociedad de Estado o, si lo forman, de que se consideren iguales –y se dé una jerarquización en disputa, según la conducta para con «los otros nosotros(exterior)»– o desiguales –y se dé una jerarquía osificada, según la conducta para con «los otros nosotros(interior)»–. Pero esto no excluye la posibilidad de que siga habiendo agentes sociales en ese universo más próximos a la identidad de «los otros», y a éstos sí se los esclavice. Estados Unidos constituye sin duda el paradigma de esta situación precisamente por cuanto es la primera sociedad que organiza su política según el proyecto liberal, tras la Declaración de Independencia de 1776, y no por ello reconoce la ciudadanía de todos los individuos sujetos a su jurisdicción hasta la 14a Enmienda, en 1868 y con una guerra
civil mediante. En este sentido, también Dumont dedica unas páginas a reflexionar sobre el racismo como un fenómeno característicamente moderno (1979: 305 y ss.; cf. Graeber, 2011b: 212), después de constatar las dificultades que algunos autores encontraban para encajar la estructura de la discriminación racial en las categorías antropológicas de principios del pasado siglo, como por ejemplo Warner Lloyd cuando escribía en «American caste and class» (1936 para la primera edición): «tandis que blancs et noirs forment deux “castes”, les deux groupes se stratifient en classes selon un principe commun, de sorte que les noirs de la classe supérieure sont supérieurs, du point de vue de la classe, aux “petits blancs”, tout en leur étant inférieurs du point de vue de la “caste”» (en Dumont, 1979: 309). Opinaba entonces el de Homo hierarchicus: «l’idéologie américaine est égalitatiste au maximum; le credo américain exige la libre concurrence, laquelle, au point de vue de la stratification sociale, représente une combinaison de duex normes de base: égalité et liberté, mais accepte l’inégalité comme résultat de la concurrence [...]. L’hypothèse la plus simple consiste donc à supposer que le racisme répond, sous une forme nouvelle, à une fonction ancienne. Tout se passe comme s’il représentait, dans la société égalitaire, une résurgence de ce qui s’exprimait différemment, plus directement et naturellement, dans la société hiérarchique. Rendez la distinction illégitime, et vous avez la discrimination, supprimez les modes anciens de distinction, et vous avez l’idéologie raciste» (ibíd.: 310, 320); y así, coincidía plenamente con las conclusiones alcanzadas antes por Gunnar Myrdal (An American dilemma: The Negro problem and modern democracy, 1944 para la primera edición): el racismo es una extraña criatura de la Ilustración.
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PARTE II OTRA ARQUEOLOGÍA FUNDAMENTAL, O POLÍTICA
6 Bertrand Russell a propósito de los cazadores de cabezas
Al ver que se aproximaba un hombre sin cabeza le pregunté qué significaba todo aquel desfile. Si bien el hombre no tenía cabeza me contestó muy atento: «cuando suspendieron momentáneamente la ley para que Lázaro saliera, nosotros aprovechamos la suspensión y salimos también. Somos muchos. Mire». Miré y vi que por el camino avanzaba la columna de los resucitados. La atmósfera se había vuelto irrespirable. Peligro de las excepciones Marco Denevi, 1966
Jerjes el Grande no carecía de alimentos, ni de ropa ni de mujeres, cuando emprendió la expedición contra Atenas. Desde luego que es una afirmación un tanto naíf. Quizá lo es, sobre todo, porque no se puede discutir, incluso aunque no se computen sus efectos a la hora de pensar unos procesos históricos cuyas razones –evidentemente– sobrepasan en mucho las acciones concretas de una sola persona; tanto las del rey aqueménida, en principio, como las de cualquiera. No era ésa la cuestión que tenía en mente Bertrand Russell cuando empezaba con estas palabras su reflexión en El poder: Un nuevo análisis social (1938 para la primera edición, en inglés), sino la firme voluntad de escapar de los axiomas que le sujetaban a la tradición decimonónica, en la certeza de que si los términos e instrumentos de análisis de las disciplinas que estudian las historias, las sociedades y las culturas de los grupos humanos no valen para pensar todos los hechos culturales, sociales o históricos cuya existencia positiva perciben y reconocen –por ejemplo, las acciones concretas de una, como las de todas las personas–, esto es señal inequívoca de que tales términos e instrumentos son incompletos, o incorrectos en algún punto de su formulación. Y entonces han de ser ajustados desde el principio; y probada de nuevo la validez de todas las conclusiones alcanzadas a su través.
abultada panoplia de formas, tipos, organizaciones, etc., en la que no es preciso que nos detengamos–, nada les resta verdad: «únicamente dándose cuenta de que el amor al poder es la causa de las actividades que importan en los asuntos sociales puede ser rectamente interpretada esa historia, sea antigua o moderna» (Russell, 2013: 12). Tal vez sea John Kenneth Galbraith uno de los pocos autores que se han aproximado abiertamente al legado y las formas de Russell (vid. Galbraith, 2013); algo que no dejaría de ser curioso, teniendo en cuenta que su formación disciplinar era precisamente la económica, si no fuera porque era –asimismo– un indisciplinado. Es seguro, sea como fuere, que puestos a incluir ese tan recurrente como impreciso, tan manido como escurridizo asunto del poder en el análisis social de una manera determinante, en todo caso se ha recurrido sistemática y casi solamente a la más robusta formulación weberiana de la «dominación» (Herrschaft). Más adelante tendremos tiempo de reparar en las flaquezas que se descuidan bajo esa robustez suya (vid. inf., cap. 8.4), aunque valga adelantar cómo Weber la obtenía, entre otras cosas, al precio de sacar de sus ecuaciones un poco subrepticiamente los usos de la violencia. Así, donde el inglés abría el plano hasta abarcar en un mismo concepto y sentido toda forma de «producción de los efectos deseados», ya sea actuando sobre seres humanos, sobre otros seres o sobre la materia (Russell, 2013: 34) –cosa que recuerda mucho a nuestra propia definición de «poder» (vid. sup., cap. 3.5)–, el alemán más bien lo cerraba en el polo contrario de las relaciones sociales; entre los diversos motivos de la obediencia –cosa que recordaría mucho a nuestra propia definición de «autoridad», si no fuera porque un detalle crucial condiciona el desarrollo de todo lo que se puede pensar desde esta acepción: el hecho de que pensar la obediencia es siempre imaginar el mando, y por ende, y para empezar, la voluntad explícita de «ejercer la autoridad»–.
Desgraciadamente, a Russell no se lo ha tenido muy en cuenta desde entonces, a pesar de que todo lo visto hasta llegar aquí parece venir a corroborar sus intuiciones: esas disciplinas se equivocaban, y en muchos casos se continúan equivocando, «al suponer que el interés económico puede ser considerado como el motivo fundamental de las ciencias sociales [...]. Cuando se ha asegurado cierto grado moderado de comodidad, tanto los individuos como las comunidades persiguen el poder más que la riqueza; [en todo caso] buscan la riqueza como un medio para el poder»; y aunque en esto, y en lo que sigue de su ensayo, el célebre filósofo británico no muestre el más mínimo interés en definir en profundidad estos conceptos básicos –no así en desarrollarlos en una
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La política salvaje La cuestión se volvió mucho más interesante cuando empezaron a observarse y registrarse atentamente, en proyectos de larga duración, los comportamientos individuales de animales más o menos parecidos a nosotros, lo que, por otro lado, recién sucedió hace apenas medio siglo, en los campamentos primatológicos de Gombe y Mahale, a orillas del lago Tanganica. De hecho, lo relativamente poco que sabemos de la «historia» de estos otros homínidos vivos –i. e.: lo poco, en relación a los más de cinco milenios de Historia humana; y esto sólo ciñéndonos al restringio criterio escriturario–1 podría llegar a aceptarse, hasta cierto punto, a la hora de explicar la obcecada actualidad de aquel apriorismo que pretende hacer de la aparición de nuestra especie una especie de tabula rasa cultural, como si primero hubiera sido el «humano anatómicamente moderno», y después todo lo demás. Piénsese que, arrancando la década de 1980, de Waal todavía no se refería sino bromeando a las relaciones agonísitcas y sus procesos entre los Pan troglodytes del Zoológico de Arnhem como «política chimpancé». Incluso aunque considerara ya entonces igual de entretenido confundir a los visitantes del parque explicando, cuando se le preguntaba por el liderazgo, cómo «Nikkie es el simio de mayor rango [highestranking], pero depende completamente de Yeroen. Luit es el individuo más poderoso [powerful, por “el más fuerte”]. Pero cuando se trata de hacer a un lado a los demás, entonces Mama es la jefa» (de Waal, 2007b: 180).
de las eventuales similitudes que se hallaren –o no– entre los diferentes objetos de estudio, la coincidencia de los debates en que se han visto enredados los sujetos académicos que los objetivan es más que sintomática, significativa: A pesar del hecho de que «dominancia» es un concepto tan importante y se lo emplea tanto, no existe todavía un acuerdo en cuanto a su significado [...]. Gartland [«Structure and function in primate society», 1968 para la primera edición] criticó las diferentes interpretaciones que se le han dado porque con frecuencia no conducen sino a la ambigüedad. Más aun, criticó el hecho de que el término ha tendido a utilizarse sin una definición o, de lo contrario, se ha redefinido arbitrariamente para adaptarse a los resultados [de cada investigación en concreto]. (Drews, 1993: 284) Desde entonces se han continuado planteando conceptuaciones a partir de privilegiar las reflexiones teóricas, y también otras privilegiando sobre todo observaciones empíricas; a partir de estudios que se centraban en las dinámicas relacionales y de otros en que la dominancia se consideraba un atributo individual. Se han subrayado alternativamente los valores descriptivos, predictivos y explicativos de las diferentes aproximaciones. Con el tiempo y la evidencia práctica, en algunas de ellas se ha ponderado en mayor o menor medida el papel del reconocimiento mútuo, incluso de la llamada «conciencia triádica» (triadic awareness) por parte de individuos que nunca se han visto envueltos directamente en relaciones agonísticas entre sí (vid. i. a. de Waal, 2007b: 175 y ss., 220-221, nota 12), de la «memoria social» que demuestran algunas especies, especialmente de primates. También se habló en esos casos –concretamente Masao Kawai sobre Macaca fuscata («On the system of social ranks in a natural troop of Japanese monkeys», 1958 para la primera edición, en japonés)– de rangos básicos y rangos dependientes, en situaciones donde la relación entre dos agentes se veía alterada por la proximidad de un tercero.
En líneas generales, la Etología utiliza tradicionalmente el concepto de «dominancia» para describir algunas o todas las situaciones reportadas entre estos chimpancés de Arnhem –de hecho, el propio de Waal se referiría más tarde (2002: 251 y ss.) a aquella politica suya en un tono maslowiano, como el «aspecto social del impulso hacia la dominancia»– de la misma manera que, en fin, lo utiliza para aproximarse a las jerarquizaciones de individuos a través de las cuales organizan sus relaciones los animales sociales desde que Thorleif SchjelderupEbbe se apercibiera del «orden de picoteo» en grupos de aves domésticas, allá por los años de 1920. Pero si opinábamos que entrar a valorar estas problemáticas zoológicas constituye un giro potencialmente interesante también con miras a pensar las sociedades de los grupos humanos es sobre todo porque, con independencia
Puede tomarse aquí como un primer punto de anclaje el documentadísimo trabajo que Carlos Drews, actual director del Programa Global de Especies del WWF, firmaba en las páginas de Behaviour en un intento por sintetizar esta maraña de ideas para obtener una «definición sumaria de dominancia» desde de la cual, si fuera necesario, pudieran precisarse ulteriormente definiciones operacionales según el contexto específico. Es cierto que la enormidad de la horquilla de aplicación que pretende el biólogo colombiano deja en pie pocos elementos de juicio –un patrón de asimetría relacional estadísticamente consistente en favor de un o unos individuos sobre otro u otros, en determinadas situaciones, donde las respuestas por parte de éste o éstos últimos se resuman en su cesión estandarizada ante el primero, en lugar de en una escalada competitiva
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La crudeza en la comparación de estos dos «registros históricos» está tomada de un seminario ofrecido por Michael Haslam en la Universidad de Oxford durante la primavera de 2012, donde habida cuenta de la imposibilidad de explicar filogenéticamente características culturales como el uso de herramientas líticas similares por parte no sólo de homínidos vivos sino también de varias especies de macacos y capuchinos, dicho autor defendía la necesidad de una arqueología primate que esclareciera las condiciones de lo que consideraba llamar –con razón– estas varias «revoluciones tecnológicas» independientes (vid i. a. Haslam, 2012; Haslam et al., 2009; Visalberghi et al., 2013). Para otras innovaciones culturales bien documentadas por la Etología, éstas otras virtualmente invisibles en el registro material, cf. el caso de Imo, la Macaca fuscata a partir de cuya conducta arraigó la costumbre de lavar patatas en la colonia de la japonesa isla de Koshima donde trabajaba el equipo primatológico de Kinji Imanishi en 1953 (de Waal, 2002: 157 y ss., con bibliografía); o entre otros, la defensa que plantea McGrew (2004: 86 y ss.; Barnard, 2011: 27-28) de la Primatología como Etnografía, chimpancé en este caso.
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Bertrand Russell a propósito de los cazadores de cabezas (Drews, 1993: 307-309)–,2 pero sucede que lo más interesante es el debate que refleja, y lo que puede entreverse aquende y allende sus puntos clave. Así que está bien así. A fin de cuentas, si asumir en lo sucesivo el empleo regular de la noción etológica de «dominancia» en contextos humanos encierra alguna ventaja, ésta será, sin duda, la de sujetar en los «desarrollos situacionales» las eventuales imprecisiones terminológicas –por ejemplo, las del «poder» de Russell– sin comprometer el potencial interpretativo del resto de un utillaje conceptual más preciso.
práctica de la presentación y las vocalizaciones tipo pant-grunt. En todo caso, esta cuenta no computa las que se dispensaban entre sí los machos adultos –Yeroen, Luit y, poco después, Nikkie– por más que, como el propio de Waal explica (2007b: 77 y ss., 148), es a través de ellas que se puede esclarecer en último término la posición «alfa» y, en fin, la jerarquía masculina. Destacamos el adjetivo porque aunque no hay duda de que las relaciones de dominancia entre las hembras son también importantes en el desarrollo de su vida y su éxito reproductivo, el hecho de que, salvo excepciones individuales perfectamente documentadas (ibíd.: 53-56; Reynolds, 2005: 126; cf. Nishida, 2012: 217 y ss.), no efectuen cargas y demostraciones de fuerza (displays), dificulta la prelación precisa de unas posiciones jerárquicas que en cualquier caso parecen ser mucho más estables –por otro lado, puede que tal vez esa exactitud sencillamente no exista; puede que sus eventuales jerarquizaciones no la necesiten, porque no funcionen adaptativamente, para el conjunto del grupo, en el mismo sentido que lo hacen las de los machos, por alguna razón que escapa a nuestro estudio en este momento (vid. i. a. Muller, 2002; de Waal, 2007b: 178-180; Nishida, 2012: 198-200)–.3 Pero esto en ningún caso equivale a decir que ellas no juegen un papel político determinante, incluso decisivo, también sobre la jerarquía masculina. No sólo porque sistemáticamente los machos no se resisten a que las hembras adultas –al menos las de mayor rango– les quiten objetos de las manos, por ejemplo durante las peleas con otros machos o en el juego, o les desplacen de los lugares donde se encuentran –y por eso Mama podía «hacer a un lado» a cualquiera–, sino porque se coaligan para apoyar activa y violentamente a unos u otros machos en sus propios enfrentamientos y competiciones agonísticas.
Sucede un poco de la misma manera en que la Estratigrafía arqueológica se reconoce pero no se agota en los principios de Lyell. Como cuando introducíamos esta investigación remitiéndonos a las reflexiones a propósito de la «cultura» del mismo de Waal (2002: 3334): «no resulta nada difícil encontrar una definición que excluya a todas las especies excepto a la nuestra»; pero en tanto herramientas, «las definiciones amplias tienen la ventaja añadida de que nos permiten ver todo el rango de fenómenos implicados». Y entonces nos ponen en guardia; nos preparan para empezar a pensarlos. Así que, en otras palabras, la idea de «dominancia» vale para que podamos pensar más cómodamente. Vale, por ejemplo, para que podamos decir que las distintas intensidades del principio de «autoridad» se resuelven y expresan en situaciones de dominancia. Y también que, en las situaciones donde lo que determina ese principio es en concreto un «poder-fuerza» dirigido hacia el interior del cuerpo político, la autoridad es concretamente autoridad coercitiva, y la dominancia, dominación. En cuanto al caso de Arnhem, a juzgar por la relación de elementos en liza que nos presenta el primatólogo neerlandés, el pasaje citado más arriba describía el statu quo alcanzado en la colonia entre mediados de 1977 y 1979. Cuando, tres años antes, de Waal empezó a monitorizar la conducta social de este grupo de chimpancés, Yeroen –un macho de unos treinta años que pasaba por ser el más viejo, a pesar de sumar cerca de una década menos que Mama, la hembra de más edad; y desde luego, era entonces el de mayor «poder» (strenght)– recibía casi el 90% de las muestras formales de sumisión que se efectuaban en el grupo según la característica
Es a causa de este fenómeno por lo que, cuando en en el verano de 1976 Luit comenzó a disputar la posición de Yeroen, no fue la pronto evidente superioridad de su «poder-fuerza» la que le valió finalmente el reconocimiento como «alfa», sino los meses que desde entonces dedicó a aislarle de las hembras. Aun más: lo fue el verse incidentalmente apoyado en esta tarea por Nikkie, quien habiendo alcanzado la plena madurez 3 Pensando «instituciones» como patrones complejos de conducta vinculados funcionalmente, casi en una audacia, McGrew (2004: 152) llega a plantearse que se pueda hablar de «género» en el estudio de las sociedades chimpancé en términos similares a como se hace en el de las humanas: «the most obvious and all-embracing institution is the social –or dominance– hierarchy [...]. The chimpanzee hierarchy suggest a collective awareness that goes beyond the individuality. Consider sex: in a one-to-one encounter every adult male is dominant to every adult female, with no exceptions. Even the biggest, healthiest prime female submits by pant-grunting to the smallest, weakest ageing male. Thus, it is not sexual dimorphism, but something that begins to look like gender. [Pues] working together, several females can sometimes see off a single low-ranking male, but even this is notable, and he never pant-grunts to them»; y siendo así, y una vez cruzado el Rubicón, McGrew no podía sino sugerir el reverso del asunto: que el hecho de que en un momento dado de su vida un joven se enfrente a todas las hembras del grupo hasta lograr que, una a una, reconozcan formalmente su dominancia pueda leerse como una especie de «rito de paso» hacia el status social de «macho adulto» (ibíd.: 156-157).
Su definición mínima plantea literalmente: «dominance is an attribute of the pattern of repeated, agonistic interactions between two individuals, characterized by a consistent outcome in favour of the same dyad member and a default yielding response of its opponent rather than escalation» (Drews, 1993: 308); a lo que se apresura en matizar: «a semantic clarification complements this definition: dominance status and dominance ranks are different measures [...]. Dominance status refers to the status of one individual within a given dyad and can be either dominant or subordinate according to the direcction of the statistically sugnificant asymmetry in the outcome of several contests. Dominance rank refers to the position of one individual in a dominance hierarchy and can be expressed at an ordinal level either numerically, in Greek letters [en una secuencia donde “alfa>omega”; si bien hay autores que tienden a agrupar a los individuos en conjuntos significativos por debajo del “alfa”], or qualitatively as high or low, but “not” as dominant or subordinate». En cualquier caso, nótese también que en todo momento se está haciendo un uso literal de «subordinado» –i. e.: por debajo en el orden–, y esto no entraña una condición sino, de nuevo, una situación.
2
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La política salvaje poco después de desatarse el conflicto, las ocupaba con sus propios reclamos en pos de la formalización de su nuevo status lo suficiente como para que Mama y las otras hembras afines a Yeroen no pudieran ya socorrerle cuando Luit cargaba contra él. También se explica en buena parte a través del comportamiento de las hembras la nueva «estabilidad política» que alcanzó la colonia al reconfigurarse las alianzas de los machos tras el verano de 1977 y ser Luit, esta vez, el desbancado en favor de Nikkie. Pues, a pesar de que Yeroen terminó por aceptar la dominancia del jovén macho y era éste quien manifestaba la ostensiblemente privilegiada conducta sexual del rango «alfa», volvió a ser aquél quien pasó a recibir –con mucho– la mayor parte de las muestras formales de sumisión del resto del grupo; como de hecho volvió a ser –tal y como había hecho Luit un año antes, una vez asegurada su dominancia formal– quien intervenía con más frecuencia en los conflictos ajenos, fuera ya limitándose a interrumpirlos de un modo «imparcial», ya poniéndose del lado del previsible perdedor, con el resultado, en cualquier caso, de coadyuvar al mantenimiento del statu quo. Y esto incluía, por supuesto, el permitir e incluso alentar que coaliciones de hembras atacaran periódicamente al macho «alfa» (de Waal, 2007: 146). Ergo: «Nikkie era el simio de mayor rango, pero [la paz necesaria para que, entre otras cosas, se verificara efectivamente ese rango] dependía completamente de Yeroen».
temporal que determine las nuevas posiciones jerárquicas. Las cambiantes relaciones alcanzan un punto donde se «congelan» en rangos más o menos fijos. Viendo cómo se conduce tal formalización durante las reconciliaciones se entiende que la jerarquía es un factor «cohesivo»; que pone límites a la competencia y al conflicto. El cuidado de las crías, el juego, el sexo y la cooperación dependen de la estabilidad que de ella resulte. Pero, bajo la superficie, permanece constantemente en un estado fluido; el equilibrio de poder se pone a prueba cotidianamente y, si resulta demasiado débil, se desafía y establece un nuevo equilibrio. (de Waal, 2007: 208-209) Pero volvamos de una vez a las historias de nuestra especie.
1. Digresión en torno a una depresión pandémica, o los nativos sin jefes Fue asimismo Russell quien escribió casi al vuelo, en una de sus obras menores (Autoridad e individuo, 1949 para la primera edición, en inglés) y a propósito del escenario de apatía generalizada y desorganización social que había ocasionado, entre otras cosas, la prohibición de la caza de cabezas para algunos grupos melanesios durante la «pacificación» colonial, que «en todas sus partes el hombre civilizado está, en cierto grado, en la posición de los papúes, víctimas de la virtud» (Russell, 1949: 21).
Claro que aquí faltan una infinidad de otros factores a valorar. De algunos de ellos daba cuenta el neerlandés en su estudio del grupo de Arnhem, como del autocontrol físico con que los machos conducen normalmente las peleas entre ellos y con las hembras (de Waal, 2007b: 96-97, 104), o del acierto que supuso para el proyecto zoológico del parque la decisión de alimentar a los chimpancés sólo en pequeños grupos, imitando así unas «condiciones salvajes» donde la habitual dispersión de los recursos naturales y, con ellos, de los varios grupúsculos que se relacionan socialmente torna infrecuente la competición individual por el sustento en el seno del grupo mayor (vid. sup., cap. 4.3, nota 32). De otros factores no la daba, por razones obvias. De la territorialidad, y la caza, y los asesinatos inter e intracomunitarios –aunque sí que sucedió en Arnhem, poco después de concluido el estudio inicial, que Luit fue emasculado y murió en un ataque emprendido por Yeroen y Nikkie lejos de la vista del resto del grupo (ibíd.: 211; cf. i. a. Nishida, 2012: 243 y ss., 252254; Muller, 2002: 117 y ss., con bibliografía)–, etc.
Bien mirada, esta sentencia encierra lo fundamental de sus reflexiones sobre la concatenación de causalidades en la mecánica de los grupos humanos. Y aunque podría bastar para explicarlo el decir, sin más, que opera –tal vez más explícitamente que ningún otro antes; tal vez sólo igualado después por Clastres– aquella «inversión» política que venimos rastreando, lo cierto es que merece la pena aprovechar el pie que proporciona para detenernos un poco más, con todas las limitaciones que el objeto de esta investigación nos impone, en la etnografía regional. Lo merece por desentrañar más cabalmente las formas en que la persecución de la virtud papú, como la de los melanesios en general, a través de esa violencia extracomunitaria ritualizada que fue la caza de cabezas, puede sustentar como caso de estudio un replanteo de calado humano; es decir: para entender lo que dice Russell. Y lo merece, también, porque en la contextualización de ese caso de estudio se perfilan otras de las tantas problemáticas al hilo de la «política salvaje» que van a ocuparnos en lo sucesivo, mucho más allá de lo que Russell dijo.
Ni es éste el lugar, ni estamos en condiciones siquiera de intentar sobrevolar las discusiones que han ocupado a la Etoprimatología desde que en 1982 viera la luz aquel pionero La política de los chimpancés: La política y el sexo entre los simios firmado por de Waal. Sin embargo, las conclusiones de entonces siguen siéndonos del todo reconocibles; casi perturbadoramente familiares:
Comencemos pues, también un poco al vuelo. Por ejemplo en febrero de 1902, cuando el gobierno colonial de la Nueva Guinea neerlandesa estableció con relativo éxito un puesto de control permanente en Merauke, hacia la mitad de la costa meridional de la isla, respondiendo de esta manera a las demandas de sus homólogos británicos
Todas las partes buscan relevancia social y continúan haciéndolo hasta lograr un equilibrio 176
Bertrand Russell a propósito de los cazadores de cabezas por las incursiones de guerreros marind más allá de la frontera fijada por los europeos.
marind adquirió cierta fama tal vez por este contencioso fronterizo. Sin duda, fama entre los antropólogos continentales, por lo relativamente tardío y profundo de la subsiguiente «aculturación guiada» a que fueron sometidos por la colonia y el posterior protectorado neerlandeses, hasta su no menos controvertida anexión por parte de la República de Indonesia en 1969.
Conocidos con el nombre de «tugeri» por los pueblos que habitaban la costa de la Western Province, aproximadamente entre el estuario del Fly y el Estrecho de Torres, los marind tradicionalmente dirigían la proa de sus canoas hacia dichos territorios aprovechando las calmas del monzón del noroeste con el objetivo de capturar tantas cabezas de ikom-anim –la categoría de humanidad inferior por la cual se referían a los grupos vecinos (van Baal, 1966: 210, 698-699; van der Kroef, 1952a: 223-224)–4 como les fuera posible antes de que cambiaran los vientos, en abril. Ciertamente los marind no eran los únicos cazadores de cabezas en una macroregión oceánica donde la significativa recurrencia, y hasta la misma articulación de los corpora mitológicos a través del elemento de la cabeza cortada, hizo hipotetizar que incluso el resto de grupos papúes y austronesios que no la practicaban al momento del contacto europeo lo pudieron haber hecho anteriormente (van der Kroef, 1952a: 221). Desde luego muchos lo hacían entonces; y en algunos casos hasta bien entrada la segunda mitad de la pasada centuria; en Nueva Guinea y la Melanesia en general, el archipiélago malayo o Formosa (vid. i. a. Chalmers, 1903; Landtman, 2008; Zegwaard, 1959; Aswani, 2000b; Montgomery McGovern, 1922).5 Pero el caso
Aunque del lado neerlandés se relativizara hasta cierto punto el impacto concreto que dicha práctica ocasionó en la demografía de la región –vid. van Baal (1966: 700), uno de los etnógrafos más destacados en lo que a los marind se refiere, a la sazón administrador en Merauke entre 1936-1938, consejero de asuntos nativos entre 1950-1952, y nuevamente, gobernador de la Nueva Guinea neerlandesa entre 1953-1958–, especialmente en la de las costas controladas desde Daru y Port Moresby, cualquier exageración diplomática, del británico, hubo de tener un reflejo suficientemente palpable en su realidad, y desde luego en la de los grupos implicados. No en vano, las noticias de pueblos diezmados en el extremo occidental de la Western Province, tales como los del grupo lingüístico agob (Hitchcock, 2009; Lawrence, 2010: 71, 164), tienen un correlato en reportes similares para zonas enteramente pobladas por súbditos –nominales– del Imperio británico: por ejemplo los hay de Ranongga y Gizo por parte de guerreros provenientes de Simbo (Dureau, 2000: 80), o de las poblaciones de Santa Isabel por los de Nueva Georgia (Jackson, 1975: 67; Aswani, 2008: 186-187; White, 1991: 86 y ss.), ambos casos en el archipiélago de las Islas Salomón. De hecho, para estos austronesios de las Salomón queda bien documentada la intensificación y expansión de la caza de cabezas tras la estabilización del contacto con los europeos a mediados del s. XIX, en parte acicateada por la introducción comercial de armas de hierro y de fuego, por más que, como veremos, ocurriera en el desarrollo de lógicas operativas enteramente indígenas (Aswani, 2000a; Sheppard, Walter y Nagaoka, 2000). Para los marind, a su vez, un factor que coadyuvó a su notoriedad es el que, al contrario que otros grupos papúes de los que hablaremos más adelante, adoptaran una estrategia de relativa «paz intercomunitaria» dentro de su entorno de identificación cultural, y con algunos de sus vecinos más inmediatos, para disponer sus territorios de caza de cabezas suficientemente al resguardo de los eventuales contraataques, más locales, de que eran capaces las políticas de sus enemigos (van Baal, 1966: 693, 756).
4 Por oposición a los anim-ha, «humanos verdaderos» que por supuesto refieren a los propios marind-anim. En cualquier caso, ikom-anim parece ser un genérico también en la lengua marind, quienes a juzgar por los reportes etnográficos de que disponemos no solamente desplegaban un abanico perceptivo mucho más amplio y preciso antes de la integración propiciada por el contacto colonial, sino que además las relaciones con estos «extranjeros» o «enemigos» –la ambivalencia con que interpretan los matices traductológicos los diferentes autores no deja de volver a sernos harto significativa– eran más complejas que el apriorismo por el cual les surtían de cabezas en sus territorios de caza (kui-miráv). Cf. la relevancia del uso etnonímico markai-anim para un grupo desconocido que habitaba al este del Wassi Kussa: «who they were is as impossible to make out as it is impracticable to establish the identity of the Sari-anim and the Yo-anim, but the name markai is remarkable. It is the pidgin-English term used in this area for the spirits of the dead. Here is another proof of the fairly intimate contacts the Marind had established with some of the ikom-anim» (van Baal, 1966: 698-699). Por otro lado, autores clásicos como Joseph Viegen («Oorsprongs- en afstammingslegenden van den Marindinees, Zuid Nieuw-Guinea», 1912 para la primera edición) y Paul Wirz (Die Marind-anim von Holländisch-Süd-Neu-Guinea, 19221925 para la primera edición) abundan en remarcar estos episodios amistosos que habrían ocasionado, incluso, que los isleños de Boigu supieran identificar la procedencia territorial concreta de las partidas tugeri; pero más significativo si cabe es la evidencia de un comercio ocasional con grupos que en otras ocasiones eran atacados, por ejemplo en Saibai, donde Wirz apunta (en van Baal, 1966: 699) que los marind obtenían nada más y nada menos que cuchillos y otras herramientas de hierro a cambio de ornamentos corporales, como parece que antes habían obtenido algunas de las mazas de piedra que usarían en sus cacerías. «On these raids [de caza de cabezas, que seguía siendo el objetivo principal de la movilización] the Marind obtained the stone implements which they could not produce from the resources in their own territory. These were obtained both in the actual raid, and in trade along the route» (Ernst, 1979: 36): difícilmente se podría ilustrar con un caso más gráfico la idea de operatividad según el principio de «reciprocidad negativa» que enunciara Sahlins (vid. sup., cap. 4.5), aunque desde luego, no sea el único en la misma Nueva Guinea (cf. Breton: 1997, con bibliografía). 5 Téngase en cuenta cómo, más allá de las posteriores veleidades históricas de su poblamiento, la mayoría de evidencias lingüísticas, arqueológicas y genéticas apuntan de hecho al Estrecho de Formosa como foco original para la expansión de los grupos austronesios. Según la «teoría ortodoxa», desarrollada en la década de 1970, «from Taiwan,
speakers of Proto-Austronesian languages most probably began to move into the Philippines around 3000 BC and hence into the western and eastern Indonesia. The colonization of Oceania probably began some time after 2000 BC according to most recent estimates, while the Malay Peninsula and Vietnam were reached by Austronesian speakers in a movement back from the western islands of the archipielago, some time after 1000 BC. Madagascar was reached considerably later, around AD 400, at about the same time that, thousands of kilometers away, other Austronesian-speaking people were setting out from the Tahitian islands towards New Zealand» (Waterson, 1997: 12-14). Y si bien es cierto que con posterioridad otros autores han objetado un origen más meridional, entre la costa central de Vietnam, el norte de Borneo y el archipiélago de las Islas Filipinas, parece que estos planteamientos no han llegado a obtener suficiente consenso (vid. Bulbeck 2008: con bibliografía).
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La política salvaje En Déma: Description and analysis of Marind-anim culture, el citado autor (van Baal, 1966: 63 y ss.) arribaba a una serie de postulados harto reveladores sobre esta última cuestión, en el campo de articulación que juegan juntas la organización local de las comunidades marind y su organización clánica –aquí por «supracomunitaria»–. Así, de un lado cada individuo se adscribía a una «casa de género», para las cuales el neerlandés estima una población media inferior pero próxima a la decena de personas, desarrollando la vida cotidiana en conjuntos operativos mínimos compuestos de una casa masculina y una o más casas femeninas asociadas. Jan Verschueren (1970: 49), uno de los misioneros católicos del Sagrado Corazón (MSC) con formación antropológica que trabajó en el área desde 1931 hasta su muerte, a mediados de 1970, nos proporciona los sustantivos marind respectivos de otiv y sav-aha para estas casas, pero desconocemos la designación del conjunto, que van Baal sólo refiere en inglés: hamlet. En cuanto a la disposición física, cabe destacar cómo estos conjuntos –funcionalmente, por tanto, cercanos a la «situación doméstica», por más que de nuevo los emparejamientos reproductivos institucionalizados, mayoritariamente monógamos (ibíd.: 163), se entrelazaran en núcleos familiares por debajo de este nivel– se materializaban como unidades suficientemente discretas dentro de un patrón poblacional por lo demás marcado por la dispersión generalizada. De hecho esta característica parece haber puesto las cosas verdaderamente difíciles a los administradores coloniales cuando trataron de «reducir» estos grupos a «aldeas modelo» en torno del tándem edilicio misionero escuela-iglesia, a partir de la década de 1920. Por su parte, van Baal es bastante explícito a la hora de señalar que determinadas nucleaciones de estos conjuntos de casas tradicionales podrían ser considerados, al menos externamente, como aldeas (villages), pero que sin duda la institución con una carga significativa endocultural determinante no era sino la que da en llamar «grupo territorial» (territorial group), de unos cuantos cientos, tal vez algún millar de habitantes, con independencia de que se repartieran en una o más nucleaciones aldeanas. La asertividad de tal afirmación se nos presenta bien fundamentada en el hecho de que estos grupos territoriales, a todos los efectos equiparables a aquella «comunidad» como Gemeinschaft de Boeke (vid. sup., cap. 1.2), estaban «compuestos de segmentos locales de clan, los cuales en cada territorio reflejan la composición de la tribu como un todo, estando cada fratría representada entre los clanes locales [...]. La reiteración del patrón tribal en el del grupo territorial es asimismo manifiesta en la tendencia hacia la endogamia de este último, dando por tanto al grupo territorial el carácter de una subtribu» (ibíd.: 63-64).
parental a que corresponden los conjuntos de casas de género, se superpone contundentemente el hecho de que «los marind no diferencian terminológicamente entre [lo que los antropólogos llamaban] subclan, clan y fratría, utilizando para todos ellos el término boan» (ibíd.: 56-58), que el antiguo gobernador interpreta precisamente como «grupo genealógico». De tal manera, la constatación de casos aislados apoyando unas y otras hipótesis alternativamente sólo puede resolverse en la norma de que no hay norma; y así las cosas, se entiende mejor el hecho de que, de hecho, llegara a decirse que el sistema fue «descifrado» por etnólogo suizo Paul Wirz. A él corresponde no sólo el primer reporte de la existencia de estos subclanes, clanes y fratrías como segmentos de pertenencia concéntricos, sino también el incardinarlos en dos mitades exogámicas (matrimonial moieties) las cuales, para 1930-1932 –data de los censos coloniales en que basó van Baal sus trabajos–, parecen ser poco más que un «fósil mitológico» en lo tocante a la mayoría de marind, habitantes del litoral, aunque no así para los de tierra adentro. No en vano, fue Wirz quien acuñó la idea de «agrupaciones totémicas» (Totemgenossenschaften) para describir dichas fratrías, reinterpretadas a expensas de van Baal (ibíd.: 68 y ss.) en número de cuatro; y se trata de un concepto cuya traducción nos puede permitir introducir la que tal vez sea la consecuencia lógica más importante de todo lo dicho. Nótese que existe una leve distinción semántica entre la traducción inglesa del autor neerlandés por totemsocieties –donde hubiera cabido esperar anteponer Gesellschaften– frente a este uso original radicado en la idea alemana de Genosse en tanto «compañero», «asociado» o «cooperante» y, por consiguiente, recalcando tal vez la parcialidad –reservada Gesellschaft para un, digámoslo así, «tipo total» de cuerpo social–, pero también un vínculo elemental más volitivo y laxo (vid. inf., cap. 8.4, nota 15, para algunas notas sobre el uso historiográfico de Genossenschaft). De hecho, una tercera opción mucho menos clara pero que, en tanto tal, abunda en aquella indefinición indígena sería la que adoptara Gunnar Landtman en 1927 al referirse a los núrumára kiwai como «clanes totémicos» (totem clans) a la vez compuestos de clanes –¿no totémicos?–, por lo que casi más frecuentemente acaba utilizando el concepto de «tótems» que los resume en un sistema «principalmente de significación social, no religiosa» (Landtman, 2008: 185 y ss.); otra cuestión es, por supuesto, si esa distinción entre aspectos religiosos y sociales tuvo en verdad algún sentido positivo en la cultura que pretendía describir el británico –que no–, y compárese sin ir más lejos la crítica al propio concepto de «totemismo» que se estaba fraguando más o menos a la vez en otras tradiciones académicas (vid. inf., cap 6.3). Pero no adelantemos acontecimientos. Por lo demás, y ésta es la consecuencia lógica cardinal que anunciábamos, es fácil colegir del caso marind que unos grupos territoriales endogámicos, por más que estén atravesados de mitades y fratrías exogámicas comunes a toda la tribu, difícilmente pueden dar lugar a «grupos
Esto nos sitúa directamente sobre el segundo lado de la cuestión, si bien, ciertamente, a partir de aquí empieza también el turno de las estructuraciones antropológicas para una serie de observaciones cuando menos confusas. En efecto, a la discusión sobre el grado 178
Bertrand Russell a propósito de los cazadores de cabezas regional, sino que sus boan constituyen un sistema de nomenclatura en expansión, al que incluso se adaptan los sistemas clánicos y rituales de grupos vecinos hasta el curso medio del Fly, en buena medida gracias a un sustrato cultural común referido a la articulación social en fratrías y mitades exogámicas; y esto aun a pesar de la –solamente– aparente contradicción que plantea una excepcionalmente baja tasa demográfica de crecimiento vegetativo, sólo paliada por la incorporación de niños secuestrados durante las cacerías de cabezas e incorporados a la «tribu» con plenos derechos.6 Este fenómeno de expansión cultural estaría muy relacionado con la estabilización de lazos de hospitalidad, y finalmente con la coordinación ritual, cacerías de cabezas incluidas. En cualquier caso, el uso de sistemas clánicos como promotores de relaciones intercomunitarias estaba, para la fecha en que escribió van Baal, bien atestiguado en la isla, con algunos ejemplos típicos en el centro del Golfo de Papúa.
genealógicos» que unieran en parentelas positivas y concretas esa totalidad. En ese matiz de laxitud abunda buena parte del registro perceptivo: Una inspección más detallada, arroja la sensación de que la expresión «las cuatro fratrías presentes en cada grupo territorial» es ligeramente engañosa, pues tal no es la noción que prevalece en la propia conceptuación marind de su grupo territorial. Las fratrías no aparecen como unidades claramente discernibles [...]. En la práctica un grupo territorial no está compuesto por fratrías realmente [...], y no encuentran expresión cuando se enumeran los grupos [se refiere a los clanes, y de manera excepcional a los subclanes; no obstante entender que desde la perspectiva marind todo es boan] ni tampoco tienen un reflejo en el patrón de asentamiento. (van Baal, 1966: 90-91) Sin embargo, más allá de las imprecisiones clasificatorias en que se desenvuelve boan, de la ausencia de otro término que acote la «mitad», e incluso de las inconsistencias prácticas por las cuales se otorga preponderancia orgánica significativa a clanes o fratrías según el grupo territorial, y se activan o inhiben localmente las sincronías entre mitología, ritual y prescripciones matrimoniales, parece fuera de toda duda que los informantes marind participaban tanto como conocían un sistema fundamentado en último término en determinados lazos perceptivos de «comunión» (togetherness). Cabe aclarar en esta luz que si el neerlandés afirma para luego negar la composición en «fratrías» del grupo territorial es porque éstas responden en todo caso a una virtualidad: desde el punto de vista indígena la pertenencia primera es a un grupo localizado en el territorio, por más que en otro plano se reúna, o incluso sea el mismo, que otros tantos grupos localizados en otros tantos lugares. Se trata de un «sistema de percepción-clasificación» capaz de integrar a unos cuantos miles de personas en una misma idea de «tribalidad» articulada a través del lenguaje de base parental, por más que filtrado a través del mito, del tótem.
Ahora bien, en todo esto venimos soslayando otra faceta de la organización marind que preocupó de manera singular a etnógrafos y administradores coloniales por igual, tal vez con la vista puesta en la Antropología aplicada desarrollada al menos desde las primeras décadas de la centuria de 1900 por los británicos al otro lado de la frontera y que, sin duda, tras la Segunda Guerra Mundial llegaba tarde a Hollandia –hoy la Jayapura indonesia– y Merauke. Parte de la confusión neerlandesa a la que aludíamos a la hora de aislar en aldeas los grupos territoriales venía motivada por la ausencia en ellos de «autoridades formales» que coadyuvaran a delimitarlos claramente a través de su espacio de acción política; o más bien de autoridades del tipo capaz de ser identificado e integrado en un sistema administrativo colonial, tal y como declaraba el propio van Baal (1966: 65). No fue hasta 1914 cuando la administración, hastiada de nativos que no tenían jefes, decidió resolver el problema designando ella misma los jefes de cada aldea. A pesar de que los nombramientos eran –y son– precedidos por la consulta de los
Realmente hay muchas razones para considerar el sistema como el resultado del continuo tráfico interaldeano [por: «entre grupos territoriales»] y la cooperación en banquetes y rituales entre comunidades lingüísticamente muy relacionadas [...]. Si aceptáramos esto, los rasgos más curiosos del sistema se tornan comprensibles: es una obviedad, entonces, basar la solidaridad de la fratría en la mitología y relaciones y semejanzas totémicas antes que en relaciones genealógicas. No ha de desconcertarnos más que, localmente, no encontremos las cuatro fratrías como tales, sino en todo caso partes de fratrías [es decir: «clanes»] e invariablemente en tales números que representen la totalidad de las cuatro. (Ibíd.: 96-97)
6 Este problema demográfico fue ampliamente estudiado a instancias de la administración colonial en las primeras décadas del 1900 y posteriormente recogido en el Déma de van Baal (1966: 25 y ss.), en especial tras la extensión del granuloma venéreo (donovanosis) a partir de 1907-1916, con el resultado de detectar una fuerte incidencia de una esterilidad femenina la explicación de cuyas causas quedaría entrampada entre tal epidemia y los extenuantes rituales sexuales del tipo del otivbombari (vid. inf., cap. 7.1, nota 2). Por su parte, Knauft (1993: 159161) recoge esta idea de auge sociocultural sobre una base demográfica débil para relajar convincentemente su contradicción: «as a cultural group, Marind were growing on virtually all borders; their beliefs and customs were at the forefront of an advancing cultural boundary. Yet in demographic terms, they were internally nonviable; they could not reproduce themselves from within. Though at a cultural and symbolic level Marind sociocultural formations were highly adaptive and successful, at a biological level they were highly maladaptive». Pero tras un somero vistazo a otros casos históricos análogos bien documentados hace una llamada de atención en cuanto a la interpretación antropológica: «the frequently inverse relationship between relative cultural and relative biogenetic success illustrates the limits of materialist or genetic determinism, which generally fails to take cultural causation adequately into account. Conversely, it also illustrates the difficulties of an exclusive emphasis on cultural causation» (ibíd.: 169-170).
Al momento del contacto europeo, los marind no son solamente los agentes de una violencia de alcance 179
La política salvaje la decisión de equiparar los datos en el mínimo común denominador de la «banda» o –mucho mejor– grupo territorial, eventualmente componente o subtribu, resulta del todo acertada desde su perspectiva (Martin, 1969: 247-248). En cualquier caso, sólo tres de estos sistemas tribales superan en las cifras de Martin los 200 habitantes para sus comunidades componentes: tehuelche (entre 400-530), mocoví (aproximadamente 600) y mbayá (entre 200-600); mientras que la mayoría de dicha treintena oscila entre 100 y 200, y aun muchos caen por debajo de los 50, alejándose considerablemente de las proporciones que van Baal informa para el caso marind. No en vano, si señalábamos de un lado que los «grupos territoriales» de estos últimos estaban compuestos de varios cientos y hasta el millar de personas, el neerlandés calcula que para el momento inmediatamente anterior al establecimiento de Merauke, el «total tribal» debió de alcanzar un máximo cercano a 8.500-10.000 habitantes en la costa, y otros 6.000 en el interior (van Baal, 1966: 24 y ss.); como decíamos, en ausencia de autoridades o instituciones políticas que los aunaran más allá del mutuo reconocimiento de su misma identidad.
propios aldeanos, la institución nunca fue un éxito. En esencia los jefes eran representantes de la administración en las aldeas, y no funcionarios de estas comunidades, como confirman ampliamente las quejas recurrentes de los sucesivos administradores locales sobre la carencia de prestigio de estos jefes. (Ibíd.: 40) En este punto el panorama no dista mucho del que referíamos a propósito del caso sirionó y yuquí, muy lejos de la orilla opuesta del Océano Pacífico,7 y probablemente diríamos lo mismo de los baruya si Godelier no hubiera estado buscando entre ellos expresamente la «dominación» (vid. sup., cap. 4.2). No deja de ser remarcable que en la misma medida alejados del fantasma de la discutible «deculturación» mbía (vid. sup., cap. 2.2, nota 13), hallemos también entre estos papúes en reconocido apogeo, no ya la ausencia de jefes inteligibles en los parámetros culturales europeos al uso entre los administradores, sino también antropológicamente, de aquellas estructuras superiores (maximal structures) cuya formalización en la institución de «consejos» o «grandes jefes» dotaba para Kay Martin de escala tribal –¿y por tanto también de su carácter tipológico, de la categoría de «tribu»?– a un grupo de comunidades dispersas en un territorio dado. Lamentablemente, es complicado establecer aquí una correlación suficientemente ajustada de las cifras demográficas que maneja cada autor. En el caso del americanista, una despoblación de grandes proporciones, consabida pero imprecisa, y otros tantos imponderables históricos median enormes entre el momento que considera funcionalmente apical, en vísperas del contacto europeo del s. XVI, y la toma de datos concretos en que basa su estudio: en particular, el Handbook of South American Indians editado por Steward y Native peoples of South America (1959), de Steward y Louis Faron; en ocasiones también el Ethnografic Atlas (1967) de George P. Murdock. A esto se suman las dificultades de trabajar con un corpus comparativo relativamente grande, de hasta 33 «grupos étnicos» con diferentes «modos subsistenciales» y «escalas de integración», de modo que
Tampoco la había del tipo puntual en el tiempo, al modo de «reuniones pantribales»; si bien todavía es posible escribir algo más sobre el plano ritual que acompaña estos fenómenos, aunque no sea lo suficiente como para intentar suponer los límites de la «sociedad» en los términos que vimos emplear a Godelier para los baruya (vid. sup., especialmente cap. 4.2, nota 17). Salvadas las diferencias dialectales,8 van Baal señala otra posible división de los marind en base a sus cultos específicos dentro de un universo mitológico compartido, de manera que los habitantes del alto Bian se iniciaban en el ezamuzum, y también los de Wayaw y Koa tenían cultos exclusivos, mientras que en el litoral se daban tres: el rapa en Kondo, localización en el extremo oriental del arco de dispersión marind y prácticamente lindando con el territorio de los karum-anim –algunas comunidades de los cuales, de hecho, acudían a tales ceremonias–; el imo, al occidente más allá de Kumbe, en la zona del Samb-Sangasé y proyectándose al interior por su ámbito dialectal hacia Okaba; el mayo, con su origen mítico en Brawa, cerca de Merauke, y practicado por la mayoría
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De hecho existe cierta recurrencia a la hora de plantear estudios comparativos precisamente entre estas dos macro-regiones en un fenómeno académico que a juzgar de Thomas A. Gregor y Donald Tuzin, editores de uno de los últimos trabajos en este sentido (Gender in Amazonia and Melanesia: An exploration of the comparative method, 2001 para la primera edición), se retrotrae al mismo Lowie, si es que no queremos echar mano en una escala continental de otro clásico ya citado líneas arriba: Lévi-Strauss, quien arranca su El totemismo en la actualidad (1962 para la primera edición, en francés) con la contraposición de las etnografías ojibwa y tikopia (Lévi-Strauss, 1965: 33 y ss.). Por lo demás, Gregor y Tuzin (2001: 1-2) se apresuran a puntualizar en su introducción que para el caso amazónico «the parallels included not only men’s cults but also similar systems of ecological adjustment; egalitarian social organization; flexibility in local- and descent-group composition and recruitment; endemic warfare; similar religious, mythological, and cosmological systems; and similar beliefs relating to the body, procreation, and the self». Y sea como fuere, en su esfuerzo manifiestan una verdad indiscutible: «at its most basic level, all anthropology is comparative». Por los mismos motivos, la Historia le va a la zaga.
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Concretamente, van Baal (1966: 11-15) presenta el siguiente panorama: «among the Marind of the interior those of the upper Bian area speak a rather divergent dialect which, because of its strongly deviating vocabulary, had better be called a related languahe than a dialect of the Marind, in the same manner as the languages of the Boadzi [kuniboazi] on the middle Fly and the Jaqai [yaqay] [...] on the Mappi are called related languages. The dialects along the coast are the eastern dialect spoken east of the Kumbe, the western dialect spoken between Kumbe and Str. Marianne, with the exception of the villages of Sangasé and Alatep where a third dialect is spoken which is also the dialect of the Marind of the hinterland of Okaba. The fourth dialect is that of the Kumbe valley. All four are closely related». Los últimos estudios recogidos en el Ethnologue (Lewis, Simons y Fenning, 2015) confirman la parte principal de estas informaciones y permiten rastrear el peso regional específico que ostenta el paquete cultural marind a día de hoy, remarcando que su lengua es empleada comúnmente también por morori y yei. Sea como fuere parece que no hay correspondencia necesaria entre las diferencias lingüísticas y las cúlticas.
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Bertrand Russell a propósito de los cazadores de cabezas de los habitantes de la costa, sin menoscabo de lo cual ocupaba también un lugar genésico en todos los mitos del resto de la tribu. Las celebraciones del mayo rotaban sucesivamente por cuatro áreas, comprometiendo cada vez a diferentes grupos territoriales los cuales, sin embargo, se limitaban a simultanearlas en sus aldeas sin verificar ningún desplazamiento. Por su parte «entre la gente imo la cooperación era aparentemente todavía más estrecha; a pesar de que nuestra información es escasa, los datos disponibles sugieren que los ritos de iniciación imo estaban, hasta cierto punto, suficientemente centralizadas como para involucrar a todo el grupo [imo], que se reunía para este propósito específico en un punto central» (van Baal, 1966: 12). No obstante, la presencia, menos eventual que más, de gentes invitadas provenientes de diversas aldeas parece un hecho de sobra constatado en todas las celebraciones que relata el neerlandés.
cuyo requisito parece ser –como la grandeza de Godelier– el éxito en términos generales, expresable en la horticultura inclusive, si bien es necesario precisar que la masculinidad y la edad avanzada jugaban respectivamente papeles de condición y refrendo. De hecho, samb-anim podría traducirse como «hombres mayores», pero sin duda van Baal considera más ajustada su interpretación por «grandes hombres», o aun «hombres poderosos», y a juzgar por la inhabilitación en el liderazgo de la mano de la incapacidad senil, no le faltan motivos. A esto añade las todavía más explícitas declaraciones recogidas durante las campañas de campo promovidas por la administración colonial en los años de 1930, y sobre todo por la Comisión del Pacífico Sur en los de 1940 y 1950 –lo que van Baal da en llamar Report of the Depopulation Team, según los intereses concretos que perseguía la investigación–, pues «en todas partes negaron que la edad esté asociada con la autoridad [...]. Los informantes de Verschueren tenían otro título para esos líderes, pakas-anim, como sinónimo de samb-anim. Aparentemente, incluso insistieron en usar este término, hecho remarcable en la medida en que pakas significa “colmillo de jabalí” y, como tal, parece referir a la caza de cabezas» (ibíd.: 66).
Algo más detallada es la información que este autor nos proporciona sobre la «institución» nativa del liderazgo. Así, para cada boan, en sentido territorial y en concreto para cada casa de hombres, los reportes etnográficos hablan de un samb-anem (sic, singular de anim): generalmente adultos mayores la descripción de cuya autoridad y capacidad de injerencia individual en la vida del resto de adultos queda circunscrita, poco más o menos, a las posibilidades de la influencia en lo cotidiano, la mediación en disputas, y la ejecución de las costumbres. «Son respetados por todos, son los custodios de la tradición y el mito, los directores en el ritual y la gente que decide si el grupo participará en una caza de cabezas» (ibíd.: 65). Verschueren (1970: 50 y ss.) se encargará de ampliar sensiblemente esta lista de funciones añadiendo la de interlocutor de su boan en el desarrollo de los derechos de este grupo genealógico sobre el territorio, que frecuentemente se aplicaban en el nivel coordinado del grupo territorial –recuérdese que los marind practicaban una horticultura limitada al ritual, basando su sustento fundamentalmente en la caza y la recolección–, incentivando y validando esta interacción, o movilizando al boan en la defensa de sus derechos; no obstante lo cual carecía no sólo de poder de decisión, sino también, incluso, de supervisión en lo que atañía al interior del boan mientras no hubiera disputas abiertas entre sus miembros.9
De esto último concluye que la institución de los pakasanim –de hecho más frecuente bajo esta denominación en la bibliografía posterior (vid. Verschueren, 1970; Overweel, 1993)– no era un cuerpo social «abierto» tanto como uno «cualificado», compuesto por los miembros más destacados de las casas de hombres, precisamente con fuertes raíces en el desempeño, más allá de los confines del reconocimiento identitario, de una violencia que se les atribuye y espera culturalmente. Y, desde nuestro punto de vista, esto ha de sumar todavía otro plano advertido pero no explicitado por van Baal: siendo de este modo, no sólo computa para el desarrollo de la autoridad de un pakas-anem dado en su grupo territorial y en las relaciones de éste con el resto de la tribu el prestigio personal, sino también la posición de conjunto del boan del cual forma parte, si más no porque sus variaciones demográficas revierten directamente en el número potencial de guerreros que por mera «solidaridad estructural» le secundarían en determinada opinión.
En todo caso se explicita que los samb-anim estaban sustentados principalmente en un «prestigio personal»
2. Being mana
«In the case of the Marind the pakas-anem had the function of exercising what Boendermaker [“De erkenning van het Papoea-grondenrecht”, 1953 para la primera edición] calls “the sovereingty rights” of his boan, although he may have been actually more of a ritual leader. The pakasanim took the initiative in the big hunting and fishing expeditions, and could invite other boan to take part. In the case of a dispute he could disregard some of the local boan and refuse them participation in group activities for a time. Within the boan he supervised the unhindered exercise of the usage rights of the individuals. Although he did not have to be notified of occupation of land by boan members, all elders agree that he settled any disputes which arose from such occupation of land [...]. When boan rights were infringed by outsiders, it was the pakasanem who defended the rights of his boan, and if necessary called the members of his men’s house to arms» (Verschueren, 1970: 53).
Todavía más detallada es la reflexión de Christine M. Dureau, profesora de la neozelandesa Universidad de Auckland, esta vez en concreto sobre el papel de la caza de cabezas como elemento ancilar de la autoridad y el liderazgo también entre los tinoni simbo del grupo de Nueva Georgia, en las Salomón centrales, y en general, para las culturas austronesias inmediatamente precoloniales. Obviamente, sería insensato pretender establecer conexiones directas entre los sistemas semióticos de ambas macro-tradiciones –papú y austronesia–, como de hecho también lo es entre poblaciones culturalmente
9
181
La política salvaje implícitamente alineado con la soberbia del apriorismo de «falsa conciencia», pues no se trata sino de objetivos abiertamente codificados en la trascendencia suficiente del ritual–, apunta:
más próximas dentro de alguna de ellas. No obstante, puede advertirse la recurrencia de determinadas piezas discursivas que aparecen sintetizadas con diferentes énfasis aquí y allá, y cuya destilación coadyuva a solidificar la comprensión sistémica de esos lenguajes en sus propios signos. Éste puede ser el caso de la relación de causalidad establecida entre la caza de cabezas y el concepto de mana, y de un modo más general, a través de ella, del «discurso del poder» de los jefes (banara) en la isla de Simbo.
Desde el punto de vista del agente individual, la caza de cabezas fue también un medio para autenticar el estado de mana de un jefe y sus guerreros, como una donación de sus ancestros. Los trofeos humanos eran una «moneda» [currency] tangible para demostrar el éxito en la guerra que, a su vez, confirmaba la transacción previa de mana desde los ancestros y deidades a los jefes y guerreros. Dicho éxito permitió a los jefes el control de los medios de producción y, con ello, desplegar un excedente de comida y bienes con el cual mantener activos los grandes banquetes, el comercio y la redistribución. (Aswani, 2008: 186-187)
Es bien cierto que no han sido pocos los autores que han visto una motivación fundamentalmente económica en el auge de la caza de cabezas a finales de la centuria de 1700 y durante la de 1800, hasta su abrupto cese al final de ésta; en buena medida poniéndolo en relación con el nuevo escenario comercial que inauguraba el contacto europeo, en tanto acelerador de dinámicas indígenas rastreables ya a partir del s. XVI, como ya hemos indicado. No puede olvidarse que fue precisamente en la Melanesia donde se sustanciaron los casos de estudio clásicos sobre la estructura políticoeconómica de los big man como «redistribuidores polanyianos paradigmáticos» (Aswani, 2008: 181), canalizando –y en ocasiones apropiándose– de los excedentes de producción comunitarios para financiar banquetes, dones y expediciones de intercambio (vid. sup., caps. 4.1-2). Por su parte, la Arqueología (Sheppard, Walter y Nagaoka, 2000; Aswani y Sheppard, 2003) ha permitido aislar convincentemente evidencias de una creciente circulación de «bienes de prestigio» junto al desarrollo de asentamientos fortificados y densamente poblados, lo que concuerda con las fuentes etnohistóricas al señalar el surgimiento de una violencia expansiva y una incipiente estratificación social. En este contexto no era en absoluto difícil atar cabos en un modelo de mutación social en curso, y la cuestión a dirimir era, por tanto, en qué forma ordenar sus factores. Por ejemplo, no sólo Dureau (2000: 78, 95 nota 9, con bibliografía) sino también otros de sus colegas, como es el caso del hawaiano Shankar Aswani, han reparado en el potencial inductivo de la presencia en las Salomón occidentales de banara maqota: lideresas cuyo «discurso del poder» en principio no parece haber estado basado en la violencia tanto como en la gestión –y el derroche– económico, aunque en absoluto queramos dejar ver con ello que sea esta figura la que ha decidido historiográficamente la tradicional escora de causalidad última hacia la economía, en lo demás, de sobra esperable por defecto dadas las razones expuestas a todo lo largo de la primera parte de este estudio.
Esta dinámica se vendría verificando en todas las Salomón centro-occidentales para cuando se dieron los primeros avistamientos de velas europeas, a partir de aquéllas de Álvaro de Mendaña y Neira en 1568, incluida Simbo, por más que alcanzara sus mayores cotas de «concentración de poder» durante las centurias sucesivas y en los cuerpos sociales que integraban a los habitantes del sistema de albuferas Roviana-Vonavona, al suroeste de la cercana isla principal de Nueva Georgia. Ahora bien, incluso de las propias palabras textuales del último bangara de Kalikoqu, que aduce el hawaiano en defensa de su hipótesis, se colige fácilmente un escenario histórico menos lineal y económicamente determinado: El bangara atugnu [jefe principal: sitting chief] era el poder original y verdadero en la jefatura de Roviana. Conservaba todos los espíritus y poder de la tribu [...]. El bangara varane [jefe guerrero] estaba encargado de las cazas de cabezas (qeto minate), es decir, del liderazgo militar. Antes de disponerse a marchar a una caza de cabezas a Bugotu (Santa Isabel) o Lauru (Choiseul), el bangara varane solía visitar al bangara atugnu para contarle sus intenciones. Éste diría «vamos» (aria nada) aunque no fuera a ir físicamente. El bangara atugnu nunca se sumaba a la partida guerrera. La razón por la cual usaba estas palabras era para dotar a su jefe con su poder, bendiciones, y mana para continuar el esfuerzo de la tribu. Estos tres rangos [además del bangara atugnu y el varane, el bangara adanga o jefe de trabajo] surgieron en el s. XIX tras la llegada de los europeos porque había una división del trabajo, y la gente se percató y dio nombre a cada jefe. Tales títulos duraron hasta el cambio de centuria [...]. En el pasado [obviamente: el etnohistórico] aquellos que «se sentaban en dinero» (habotu pa poata) o eran «coronados», esos eran los verdaderos jefes. Mi abuela se sentó en una bakiha –moneda de concha del más alto valor–; llevó hokata –monedas de concha utilizadas para ornamentación e intercambio– en brazos y piernas [...]. No se
Fue este último autor quien escribía hace apenas unos años que «la construcción de una “moneda de rango” (currency of rank) cuantificable a partir de las calaveras humanas y el énfasis en su recaudación y acumulación resultó en [estas] formas de violencia en Roviana y las Salomón occidentales»; y por más que señale que estas cabezas desempeñan un papel central en los rituales de inauguración de canoas y casas masculinas –por lo que toca a un tratamiento de endosignificaciones 182
Bertrand Russell a propósito de los cazadores de cabezas tribal depositada en el linaje bangara que manifiesta el de Kalikoqu: la razón por la cual dice «aria nada» es para dotar al varane con su «poder» y mana, y «continuar el esfuerzo de la tribu».10
hacía este tipo de ceremonias para el bangara varane; se llamaban bangara varane únicamente porque eran valientes [pero] estaban bajo el control del bangara atugnu. Como ves, los jefes no se elegían al azar o porque fueran guerreros valerosos, sino porque tenían verdadera sangre principal. (en Aswani, 2008: 183)
En este punto la aducción de la riqueza dineraria como instancia autoritativa queda fuertemente comprometida en la lógica metadiscursiva indígena, que a todas luces parece mejor concordada por la base de la genealogía, y aun de la eficacia personal en el desempeño de roles proyectados sobre el escenario social. Incluso se hace difícil marcar esta riqueza como un objetivo independiente en la acción política, mientras que con unas prácticas del sustento no interceptadas y comprometidas en las expresiones del prestigio, por el «lenguaje del poder y la autoridad», resulta infinitamente más parsimonioso limitarla a la función de símbolo o signo, de externalización material de otro principio activo (vid. sup., cap. 5.4). Máxime cuando el desarrollo de estos otros principios, y en concreto de la caza de cabezas, además de desastrosos, resultan incoherentes con la maximización de ese tipo de riqueza material originada en el intercambio más o menos pacífico; y como también apunta Dureau,11 en último término la estabilización y expansión de los cauces comerciales y las producciones que los sustentan habrá de ser impuesta manu militari por los actores coloniales cuyas propias instancias autoritativas sí operan decididamente a través de la economía. Actores, en tal tránsito –y esto habremos de retenerlo para ulteriores consideraciones–, a la vez a
Efectivamente, y más allá de certificar la sospecha de que quien habla es un bangara atugnu, no se trata aquí tanto de encontrar ciertas contradicciones aparentes en el relato –fundamento alternativamente en la riqueza o en la familia– como de aislar problemas de interpretación siquiera insinuados. En especial en la medida en que estos grupos de Roviana se hallaban inmersos en una ostensible pérdida de flexibilidad social que los venía alejando de la operativa clásica del «gran hombre» –si se quiere, encaminándose hacia el así llamado «modelo polinesio»; o sin más, en una prolongada fase sistólica–, y que ellos mismos reconocían que el despliegue más claro de estas estrategias sólo se habían verificado tras la aceleración colonial de la mano de los británicos, a partir de finales del s. XVIII, la cual en sus primeras etapas y entre otras cosas, había intensificado el tráfico comercial en toda la región: ¿no sería casi aventurado no esperar que esto hubiera tenido una «contramovimiento mutante» en las prácticas y formas discursivas de las jefaturas indígenas? Es por esto, opinamos, que traslucen más lenguajes de la autoridad y el poder que los meramente económicos, a pesar incluso de que por momentos no lo parezca a primera vista. No en vano, el mismo bagnara de Kalikoqu ha de reconocer explícitamente cómo «los jefes no se elegían por su riqueza en poata –el genérico para las monedas de concha–, o porque fueran hombres sabios, o porque fuera buenos trabajadores, sino porque continuaran con la sangre correcta (ehara bangara)» (ibíd.: 179).
10 En referencia a la figura de los buko, «boca del bangara» y mediadores entre éste y los plebeyos (tie kumakumana) sobre quienes estaba prescrito una suerte de tabú que no permitía dirigirse o tocar directamente al jefe, Aswani (2008: 182) manifiesta que «his responsability was to convey to the people the chief’s will. When the chief wanted to organize a headhunting raid, the buko relayed the news to the warriors. The buko was also in charge of organizing feasts and other social events [...]. Even in war, the buko would follow the chief and stay near him». En cuanto a esos otros lenguajes parentales de la autoridad subyacentes, podemos limitarnos aquí a continuar la cita hasta el final: «the buko was chosen by the chiefs who gave them power. These men were chosen from chiefly lineages and often they were very close relatives such as the chief’s brother. Often, the children of the buko became buko themselves. Other times, the son of the brother of the chief became buko». 11 «Measured in strictly economic terms, the aggressive head-hunting of this period could even have been counter-productive. Raiding and looting may bestow short-term advantages, but attenuate the possibilities for integrated long-term relationships and peaceful trade. If, as McKinnon argues, New Georgians sought to remove their competitors through head-hunting, they were simultaneously eliminating both their own “customers” and the producers of much of the wealth they exchanged with Europeans. In an earlier work which contradicts his argument that copra production and head-hunting were ultimately incompatible, McKinnon [Bilua changes: Culture contact and its consequences: A study of the Bilua of Vella Lavella in the British Solomon Islands, tesis doctoral leída en la Universidad Victoria en 1972] points out that those Bilua chiefs who could establish monopolies over sales of copra used the profits to finance raids [...]. This significance of head-hunting for its own sake was further reflected in the 1890s when traders at Roviana Lagoon complained that it caused local people to neglect their copramaking [Head-Hunting and Santa Ysabel, Solomon Islands 1568-1901, tesis de grado leída en la Universidad Nacional de Australia en 1972 por Kim B. Jackson] and that it did not cease until the British intervened militarily [...]. Rather than an economistic explanation, then, it is perhaps preferable to look at the ways in which polity, economy and religion were interwoven» (Dureau, 2000: 77-78).
Queda aislada, por tanto y por lo pronto, la subyacencia de una justificación parenal que, aun siendo prerrequisito en Roviana, ni siquiera lo es así en el resto de cuerpos sociales del archipiélago. Y de hecho encontraremos todavía otro nivel autoritativo, éste sí común a todas las Salomón, que constituye precisamente uno de los factores en juego para la eventual ascensión al liderazgo de bangara maqota por encima de familiares masculinos «viables». Escribe Dureau (2000: 95, nota 9): «mis limitados datos sobre las banara maqota apuntan a que el logro del status de banara estuvo motivado por su mayor capacidad. Es también una inferencia del confuso reporte de Hocart [Roviana: Topography, districts, chiefs, manuscrito sin fecha] a propósito de una banara maqota rovianesa en cuyo favor habían evitado nombrar para el puesto a sus cinco hermanos adultos». De la misma manera, las propias declaraciones de otros informantes devuelven las atribuciones del bangara a la gestión de la violencia, y más concretamente de la caza de cabezas, si más no en tanto instancia promotora, lo que ha de sumarse a aquella transferencia del poder 183
La política salvaje caballo entre el exterior y el interior del cuerpo social que constituían las comunidades del archipiélago.
cuestionando, especialmente, la fortuna que había adquirido la concepción de la calavera como contenedor de dicha sustancia.13 Con esto en mente, vuelve sobre la materialidad de la práctica tradicional recordada por sus informantes en Simbo para verificar un tratamiento diferencial de las cabezas: en efecto, las calaveras de los enemigos no se disponían en los altares familiares junto con las de los ancestros; no eran veneradas, ni dispuestas tampoco en ningún tipo de estructura ad hoc, sino en las casas comunales de los banara –las «casas de hombres»– con el ánimo de demostrar su fuerza, o cuando este elemento arquitectónico desapareció, tiradas en los bosques o el mar. La cuestión es que, a juzgar de los informantes de Dureau, el poder de las calaveras decapitadas es estéril más allá del territorio enemigo, no hay mana en ello, y este dato permite mantener una ventana abierta a la dimensión metafísica de la caza de cabezas. De hecho no es en absoluto descabellado sostener entonces que «la práctica de tomar las cabezas de los enemigos en un contexto en el cual las cabezas de los ancestros son veneradas sugiere algún tipo de valor simbólico o cosmológico común, inherente a los dos tipos de calaveras», y más concretamente, en qué medida esa práctica «impide la transformación de sus muertos [los de los enemigos] en ancestros viables» (Dureau, 2000: 81-82). Esto desataría en su lugar un poder hostil que permanece ligado al territorio de origen en la forma de «espíritus sin cabeza» (tomate maza), cuya acción indiscriminada deviene, lógicamente, una especie de «fuerza caníbal» que juega como factor estratégico contra los enemigos, según la misma autora.
Como señala Kim B. Jackson en alusión directa al «Poor man, rich man, big man, chief» de Sahlins, una cosa está clara sobre el contexto histórico desde el que se viene dirimiendo la cuestión: El moderno trabajo antropológico en las Salomón, realizado en una era de paz y misiones cristianas, ha enfatizado las características «burguesas» [¿capitalistas, economicistas?] del liderazgo tipo gran hombre. Es indudablemente cierto que la acumulación y distribución de riqueza material fue crucial en el mantenimiento del status de gran hombre en tiempos históricos [...]. En cualquier caso, durante la era de la caza de cabezas en las Salomón occidentales el status también dependió en buena medida del éxito en la guerra. (Jackson, 1975) En cualquier caso, no es nada que no advirtiera explícitamente el propio Sahlins en ese mismo texto (1963: 291, nota 13), cuando al enumerar características personales autoritativas en su modelo de big man tales como los poderes mágicos, o las dotes oratorias u horticultoras, ponía en cuarentena la gestión de la violencia: «es difícil precisar cuán importantes han sido las cualificaciones militares del liderazgo en Melanesia, dado que las investigaciones etnográficas se han emprendido por lo común después de la pacificación; a veces mucho después. Puede que subestime este factor».12
Visto de este modo el mana sigue siendo central a la caza de cabezas, aunque no en la forma de las primeras interpretaciones antropológicas. Y es que existe una
Centrándose entonces en la clarificación del significado otorgado a la caza de cabezas por parte de los tinoni, para Dureau el siguiente problema de calado viene dado por el hecho de que la mayoría de interpretaciones antropológicas, incluso aquéllas opuestas al análisis económico directo, contiene un importante sesgo economicista –y no hay más que volver sobre las palabras de Aswani citadas literalmente– referente a la maximización del mana como sustancia fertilizante, vital, del tipo inscrito bajo la etiqueta clásica de zielestof –sensu Albert C. Kruyt (Het animisme in den Indischen archipel, 1906 para la primera edición), modificado a su vez por Chantepie de la Saussaye–. En este punto la autora se suma a las objeciones que ya expresara, desde una perspectiva fuertemente deconstructivista, Rodney Needham («Skulls and causality», 1976 para la primera edición) para los casos austronesios del sureste asiático,
Famoso por el inesperado giro en que resultó su Rethinking kinship and marriage (1971 para la primera edición), Needham fue retratado en el obituario publicado por The Guardian como un polemista consumado, «[a] social anthropologist whose answer were never those expected». Así las cosas, obviamente tampoco defrauda su lúcida «respuesta» respecto a la causalidad del mana en la caza de cabezas: «the common premiss on the part of anthropological commentators on head-hunting has been that in the clearly causal connexion between taking heads and securing prosperity there must subsist or intervene some forceful medium which brings about the effect. Now indigenous statements that head-hunting procured certain desirable consequences had, as they stood, the simple form: A→B. But these evidences of how the practitioners conceived the causal nexus were interpreted by the enquirers in the augmented form: A→(X)→B. In thus appeared, consequently, that there was a problem: namely, to isolate the mysterious factor X. The solution was found in the postulation of a medium of mystical energy such as “soul-substance”, “life-force”, “life-fertilizer”, etc. This formulation, however, was in the firts place an offence against Occam’s Razor». Por tanto, «it is not merely that the questions are a little askew, so that they fail to correspond to ideas which the head-hunters actually hold and otherwise might express. The very form of the questions is the product of certain theoretical preconceptions which are not part of the ideology of head-hunting [esto es: la de la “civilización tecnológica” enraizada en el decimonono]. To the practitioners, therefore, the questions are not intelligible and cannot be answered. The ethnographers, failing to elicit an idea –the mysterious factor X– answering to their own expectations, postulate an abstraction –a mystical kind of force– that satisfies what for them is a necessary condition of the relation between cause and effect. But the reality of the issue is that underneath the mutual bafflement there is a confrontation between two quite different conceptions of causality» (Needham, 1976: 79-84).
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Por lo demás, Sahlins remitía ya entonces, y como contraste, a lo dicho por H. Myron Bromley («A preliminary report on law among the Grand Valley Dani of Netherlands New Guinea», al que nosotros podríamos sumar aun «The function of fighting in Grand Valley Dani society», respectivamente 1960 y 1962 para las primeras ediciones). Los trabajos sobre los mae son un poco posteriores, pero apuntarían a un peso decisivo de los conflictos tribales en la ordenación social (Meggitt, 1967; 1977), como ya hemos visto (vid. sup., cap. 4.2). Para una actualización de los datos disponibles sobre la violencia y la guerra en Nueva Guinea y Melanesia antes del contacto europeo, asimismo, vid. Roscoe (2014) o Younger (2014: con bibliografía).
12
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Bertrand Russell a propósito de los cazadores de cabezas confusión lingüística primordial lastrando buena parte del malentendido, como se encarga de señalar Dureau entonces (ibíd.: 84-85), esta vez de la mano de Roger M. Keesing («Rethinking mana», 1984 para la primera edición): «[mana] no es un sustantivo, porque conceptualmente no se trata de una cosa, sino de un verbo de estado [stative verb] relacionado con la eficacia». Por eso es necesario «distinguir entre la idea de capturar mana como una suerte de sustancia, y la situación de “estar-siendo” mana [being mana]»; o en otras palabras: advertir que el mana sigue siendo central a la caza de cabezas porque en su desempeño virtuoso, en el éxito, el cazador es mana. El propio Keesing desarrollaba sistémicamente esta idea en otros trabajos (1982: 46-49, 60 y ss.), refiriéndola a un contexto cultural concreto –el de los kwaio que habitan la banda central de la isla de Malaita, entre las Salomón orientales– y enfatizando, asimismo, el aspecto verbal de un tipo de «poder» propio de los ancestros, que el agente manifiesta pero no encarna.
de los derechos de uso sobre la tierra, es otorgada por los vivos. Pero el ejercicio de esa autoridad requiere la sanción positiva de los muertos, de los ancestros de quienes deriva en último término todo poder. (Sheppard, Walter y Nagaoka, 2000: 11) Pero tampoco es preciso entender la mecánica de este escenario como lógicamente opuesta a la que transluce de lo que presentaba Aswani. Es fácil establecer una concatenación de causalidades que discurra desde la eficacia personal, especial pero no solamente en la violencia extracomunitaria, a la posición en una línea familiar particularmente eficaz en el pasado o significada como tal, en especial en «el pasado» como topos de los ancestros, y la expresión consecuente de todo ello en determinados «bienes de prestigio». Desde luego que no es un recorrido necesario, pero sí una posibilidad interpretativa viable en las formas en que se conceptúa el mana; creciendo en «árboles de significación» hasta generar formaciones mutantes que, por otro lado y sin duda, para el momento en que se fijan estos relatos, no habrían derivado ni en ni desde los usos de la «crematística»; y por eso la riqueza en monera (poata) nunca pasa en ellos de ser un signo, de una manera similar a como lo fueron también las cabezas cortadas. Ambos son, si se quiere, lenguajes basados respectivamente en la metáfora y en la metonimia de ese «estar-siendo» mana como refrendo ancestral, cosmológico.
A través del mana se establece, pues, una suerte de flujo de sostenimiento cósmico que discurre recíprocamente y vincula a «ancestros» y «gente» (tinoni), de manera que si éstos aseguran por el ritual el acceso al status ancestral de los espíritus de los muertos (tomate), aquellos tienen la capacidad de «manaizar» a determinadas personas cuya proyección en la acción social ha de ingresar, consecuentemente, en otro plano: el de los banara. También Geoffrey M. White («War, peace, and piety in Santa Isabel, Solomon Islands», 1979 para la primera edición) sostenía para el caso cheke holo que «las prácticas religiosas estaban en buena medida orientadas al desempeño exitoso de la guerra, el cual, demostrando mana [nolaghi en el habla cheke holo, según apunta ese mismo autor (White, 1991: 23, 38)], proveía la base para el poder político» (en Dureau, 2000: 87-88). Y si bien parece que aquí subyace otra confusión idiomática, esta vez plenamente indoeuropea y contemporánea, fundamentada más bien en nuestras propias prácticas sociopolíticas y sus lenguajes culturales –¿no es precisamente «poder» lo que encierra la demostración de mana, y «autoridad» lo que se sustenta en ese poder, con independencia de que como hemos planteado antes (vid. sup., cap. 3.5) tal autoridad pueda permitir eventualmente, a su vez, otros poderes?–, no cabe duda de que, de alguna manera, todo ello «reflejaba su validación [la del banara] por parte de los ancestros»; y que la cabeza cortada se convertía, de este modo, en metonimia del poder.
De resultas, se perfila la discusión –más interesante– de en qué condiciones socioambientales ese particular desarrollo en la construcción de la autoridad desde la posición genealógica, sobre la manifestación estrictamente personal del poder, se torna viable, y eventualmente exitoso. Por lo pronto, una de las líneas de investigación principales del hawaiano es establecer el momento en que las gentes que habitaban en torno de la Albufera Roviana comienzan a remitir a la descendencia de los seres míticos mateana como un elemento de autoridad bagnara (Aswani, 2000a: 44-45; 2008: 184), y esto subraya ante todo su contingencia, su historicidad: en algún punto la conexión genealógica con un poder cósmico fue tan importante como la verificación práctica de su aquiescencia. El escenario de movimiento de poblaciones no austronesias14 14
A juzgar por el mosaico lingüístico de los archipiélagos al este de Nueva Guinea, probablemente se tratara de poblaciones englobables en el macrogrupo papú, si bien Aswani no nos lo especifica. Nótese no obstante que la pertenencia, y la existencia misma de este macro-grupo como tal, ha sido tradicionalmente definida en negativo: aquellos melanesios que no hablan lenguas ni austronesias ni australianas, sin que ello presuponga un vínculo filogenético entre ellos. De hecho no es extraño encontrar autores que en sus clasificaciones omiten esta referencia de orden mayor para listar por debajo sólo las familias con relaciones positivas (cf. Lewis, Simons y Fenning, 2015). En cualquier caso, el Ethnologue no reconoce actualmente ninguna lengua de este tipo en la isla de Nueva Georgia, lo cual podría concordar bien con una posible asimilación austronesia en el conjunto Roviana-Kazukuru tal y como defiende Aswani (2000b: 46) a través de la historia oral rovianesa; si es que no se debe todo a una mala interpretación por su parte de la sustantividad de aquella «otredad», en primer lugar. Sea como fuere, la presencia papú en contextos muy próximos a Roviana está bien representada todavía, con el caso touo como el más cercano, al sur, en la mitad meridional de la isla de Rendova, y algo más alejados, al oeste, los bilua, en las de Vella Lavella, Mbava y la mayor parte de Gizo.
Esta misma percepción se vuelve a repetir a los ojos del equipo arqueológico de Peter J. Sheppard para las jefaturas (binangara) precoloniales de la Albufera Roviana, donde: La caza de cabezas se considera como un medio por el cual ciertos actores políticos simultáneamente adquieren y manifiestan poder. En Roviana, la autoridad en todas las materias, sea la caza de cabezas, la proclamación de nuevos jefes o la determinación 185
La política salvaje atención [y] cuando quiera herirlo le llamará nas minu: trozo de carne, declarando que sólo es eso; que no tiene alma ni coraje [...]. No se le considera un hombre de verdad [sino] que pertenece a la categoría de las mujeres y niños. No está autorizado [entitled] para llevar ornamentos; no participa en las comidas festivas; no tiene ninguna posibilidad con otras mujeres. Siente constantemente el desprecio de la comunidad. Es siempre la excepción [the odd man out].
desde Kazukuru, en el interior de Nueva Georgia, hacia la costa de Roviana poblada por austronesios, y su fusión en cuerpos políticos unitarios a partir de la segunda mitad del s. XVI hasta principios del XVII; la tradicionalización del status de mateana de algunos de los bangara cuyos linajes se originaban –al menos míticamente– en Kazukuru; las posibilidades estratégicas que ofrece para los sucesivos bangara su filiación cognaticia alineadas con la constatación –una vez más– de procesos recurrentes de sístoles y diástoles territoriales de los binangara; y el que todo ello vaya acompañado –una vez más– de picos alternativos y arrítmicos de intensificación y relajación de la violencia ritual expresada en la caza de cabezas; todos estos factores, sólo alejan la acción política de los dichos grupos de su determinación por prácticas estricta u originalmente económicas, para autonomizarla y, en todo caso, supeditar secundariamente éstas a aquélla en algunas expresiones concretas del consumo social. Pero no en todo consumo, ni desde luego en los modos de producción o, en un sentido más general, de sustento: en el «poderconsumir» (vid. sup., cap. 5.3).
También Landtman (2008: 236-239, 248-249) reportaba a inicios del pasado siglo una situación similar entre los habitantes del estuario del Fly, donde a pesar de haber sido iniciado como adulto, «si un hombre no ha matado a nadie en la lucha antes de casarse no comenzará la cohabitación regular con su mujer –pensada para hacerle tener un hijo– hasta capturar y traer a casa una cabeza». Todo junto, queda bastante claro por qué y en qué medida la caza de cabezas podía llegar a constituir un objetivo social de primer orden para el agente; para su lógica operativa personal.
De hecho, del lado del objeto y en línea con esto último, como sucedía entre los marind (van der Kroef, 1952a: 222; van Baal, 1966: 709), los asmat establecían una suerte de identificación entre la cabeza cortada y el niño iniciado, a veces el recién nacido (van Baal, 1966: 135), quien precisamente adquiriría uno de sus nombres más importantes del del decapitado: el koei-igis o pa-igiz marind, según qué autor se consulte; el nao juus para los asmat, literalmente «el nombre de la cabeza». Por norma general este nombre –es decir: la cabeza cortada– debía ser proporcionado por un cazador del grupo familiar, si bien van Baal (1966: 129-130) advierte cierta confusión en la posición concreta de ese relativo, posiblemente muy variable en la práctica, y aun en determinados imponderables desbordando la familia hacia cualquier cazador exitoso miembro de la comunidad, con lo que ha de aparejársele de oportunidades para la fractura y la diferenciación interna. De hecho, el gobernadorantropólogo fue mudando progresivamente sus ideas iniciales, vertidas en la tesis de 1934 (Godsdienst en samenleving in Nederlandsch-Zuid-Nieuw-Guinea, leída en la Universidad de Leiden pero publicada en Amsterdam) sobre una conexión solar y astral de los rituales que implicaban la caza de cabezas, hacia una conclusión más bien comprometida con la fertilidad global. Por eso «no se trata solamente de una cuestión de vanidad masculina cuando el marind desea disponer de una reserva de nombres [ergo: acumular cabezas cortadas]. El nacimiento de un niño o niña declama concluyentemente que la caza de cabezas sirvió su propósito», y es por esto por lo que no implica ningún componente mágico adicional sobre el nacido; «el único efecto que los marind adscriben conscientemente a una caza de cabezas exitosa es la influencia beneficiosa en el crecimiento del cocotero. Aunque [por otro lado] el cocotero es el símbolo de la vida humana» (ibíd.: 152-154).
3. Finis operis et finis operantis Aparquemos aquí, por el momento, esta línea argumental, y retornemos a las significaciones concretas de la caza de cabezas en los grupos papúes de quienes veníamos hablando, donde no asistíamos, en los reportes coloniales ya bien entrado el s. XX, a un proceso parangonable al de Roviana –o, en general, muchas de las islas más orientales, hacia los márgenes con la Polinesia no sólo en un sentido geográfico (Sahlins, 1963: 286; cf. Kaplan, 1990: 8-9; White, 1991: 55 y ss.)– de osificación de la autoridad siguiendo las líneas del parentesco. A este propósito tal vez sea interesante volver a comenzar por una conclusión de Gerard A. Zegwaard, quien, como Verschueren, fue misionero del Sagrado Corazón, esta vez destacado entre los asmat entre 1952 y 1956. Para él es posible establecer una ajustada diferencia entre el finis operis de la obtención de cabezas cortadas en tanto elemento central de los ritos de iniciación y pertenencia al grupo comunitario o tribal, y el finis operantis de la venganza, en algunos casos, y en general de la «adquisición de posición social a través del prestigio, y del logro del ideal [cultural] de virilidad plena [perfect manliness]» (Zegwaard, 1959: 1041). Ello no es óbice para que, en principio, un hombre pudiera hacer su vida sin involucrarse en tales violencias, pero el de la MSC resulta muy explícito a la hora de computar las consecuencias, acto seguido: La caza de cabezas no es un prerrequisito necesario para el matrimonio. Un asmat puede casarse sin haber adquirido ni una sola, incluso sin iniciación, pero se le recordará constantemente su insignificancia [nothingness]. No se le preguntará su opinión en la casa masculina; su propia mujer le prestará poca 186
Bertrand Russell a propósito de los cazadores de cabezas Por su parte, van der Kroef (1952a: 222, 233-234) se adelantaba algunos años a esta percepción al incardinar la significación de los efectos de la caza de cabezas en el plano holístico de la comunidad, rechazando las vinculaciones directas con una eventual adquisición de fuerza vital robada al decapitado o la propia iniciación a la madurez –guerrera– masculina. Y lo hacía especialmente en su interpretación del ritual que sigue a la vuelta de la partida de caza, en el cual los guerreros se confunden en la escenificación simbólica de la perpetuación del grupo como un todo.15 Con tales precedentes no se hace difícil reconstruir, al menos en sus hitos fundamentales, el discurso que sustenta la autoridad de un pakas-anem en tanto cazador exitoso, pues de su virtud depende la fertilidad de la comunidad y su propia perpetuación en el continuum espaciotemporal; argumento que sostenido en la reciprocidad cosmológica, además, no cae demasiado lejos de aquel otro austronesio que veía en ese éxito una manifestación concreta del «poder» de la tribu emanado de su proyección ancestral, y filtrando a través de ello la consiguiente «autoridad» social, o política, de un individuo dado. En último término, de aquí el «poder» del sambanem, el «hombre poderoso»: no quien proyecta un poder individual hacia el interior de la comunidad, y la domina, sino quien es capaz de –quien «puede»– catalizar hacia el exterior el mismo poder tradicional que constituye la comunidad en el orden metafísico. Manifestarlo.
informan de una activación política de la circulación de bienes en una codificación abiertamente coherente con las lógicas discursivas que hasta ahora hemos aislado para la caza de cabezas. No en vano, toda festividad importante o ritual público conlleva una cacería, destacando: 1. la construcción de una nueva «casa de hombres» (bachelors’ house); 2. el tallado y erección de postes dedicados a los ancestros; y 3. la confección de máscaras, seguida de las danzas correspondientes. Todas ellas son ocasiones en que los espíritus de los muertos vuelven a la comunidad de los vivos, donde permanecerán por una noche antes de ser ahuyentados a su espacio propio –Safan, localizado en algún lugar allende el mar–. Estos rituales reviven la memoria de los muertos y su sed de venganza. Pero hay más: cuando tratamos de encontrar qué espíritus parecen tomar parte en estos rituales, descubrimos que en buena medida implican espíritus de gente decapitada [samu]; en otras palabras: espíritus que tienen una razón especial para estar enojados [...]. Espíritus que pueden causar daños a la comunidad. También estos espíritus son instados a cruzar hacia el Más Allá; [y] cuando reciben la satisfacción de la venganza, son más fácilmente inducidos a marchar. (Ibíd.: 1029)
También Zegwaard (1959: 1040) reconoce que «en la sociedad asmat todo prestigio, y por consiguiente toda autoridad, deriva en último término de los éxitos bélicos»; que «es imposible ser un hombre de status social sin haber capturado algunas cabezas». Sin embargo despliega, asimismo, algunas consideraciones que afectan a lo que entendemos por economía; y más allá de enzarzarnos de nuevo en la discusión de aquéllas que son claramente fruto de los apriorismos culturales del misionero neerlandés (ibíd.: 1032, 1037),16 otras nos
Estos términos continúan dirimiéndose entre el bienestar comunitario y el marco de referencia del poder de los ancestros, y de los muertos en general; de su capacidad para disponer e interferir en la órbita de los vivos –por no hablar de las semejanzas con los tomate maza de las Islas Salomón–. Recordemos que, al contrario que los marind, los asmat no desarrollan en el marco de sus sistemas socioculturales estrategias de pacificación en el sentido de una identificación unitaria o abarcativa, si acaso con la salvedad de la sustitución ficcional operativa de un iniciado y el decapitado del cual había obtenido su nao juus; algo que desde luego abría espacios de negociación intercomunitaria ligados al «lenguaje del parentesco» pero era incapaz de integrar eventuales segmentos de clanes o fratrías enteros.
Merece la pena reseñar aquí por lo explícito de sus deducciones uno de los últimos párrafos de ese texto, en el que se describe la parte final del ritual: «elders [¿samb-anim?], dressed in richly colored costumes, begin to portray legendary heroes of the village, and go through mock combat while they chant long narratives of individual courage. They again cover themselves with leaves and green cloth, and while one of them carries a crudely constructed snake’s head made of bamboo [...], the others follow him in a single file, weaving as a group around and around the feasting area. Now the true symbolism of the feast comes to light. Each hunter takes his heads and, chanting, joins the file [...]. By this act of joining the serpent, in a manner similar to that before the hunt began, he merges his courage and invincibility into that of the group as a whole [...]. This final rite thus portrays the Marindese participation in the life-cycle, where the hunter –and his heads, which ensure the coming of a new generation– is absorbed by the symbol of group invincibility and immortality» (van der Kroef, 1952a: 233-234). 16 Zegwaard se muestra en diversos puntos a lo largo del texto empeñado en la base económica de la caza de cabezas, en ocasiones incluso enfrentando lo declarado por sus informantes. En efecto, llega a oponer al cumplimiento de las disposiciones de los ancestros aducido por los asmat, su consideración explícita de que éstos no están al tanto de las implicaciones profundas de sus actos, especialmente en la dimensión en que conectan con el orden astral (sol-luna) y el crecimiento del sago, elemento por otro lado cardinal en la vida de estos papúes de «economía predadora» que, como los marind, identifican con el propio cuerpo humano; la cabeza como el fruto (Zegwaard, 1952: 1037-1039; vid. asimismo, para la relación de las calaveras con el 15
crecimiento de los cultivos en otros pueblos austronesios, Needham, 1976, con bibliografía). Y como no podía ser de otra manera, en tal empeño acaba por jugar malabarismos arriesgados: «since headhunting is associated in the origin myths with ancestors, who were the great leaders and instructors, every village has its own peculiarities. But the main background of headhunting seems to be safeguarding the territory and therefore the food supply. For, according to the origin myths, the prime function of the ancestors is the protection of the tribe’s economic prerogatives» (Zegwaard, 1952: 1032); lo que más o menos, sumado a los elementos cosmológicos que ya conocíamos, viene a reconstruirse en la intrincada línea argumental «caza de cabezas→satisfacción de los ancestros→protección simbólica del sustento», cuando en todo caso podía haberse subsumido todo en la reproducción ritual del universo en que se desenvuelve la comunidad asmat. Eso sí: limitando en esto la trascendencia independiente de la economía.
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La política salvaje De hecho, lo que sí se integra entonces es el sostenimiento del orden comunitario con las prescripciones de venganza familiar o parental y el mantenimiento y aumento del prestigio individual. Pues con el fin de ampliar la base corporativa movilizable, los familiares vengadores pondrían en circulación un tipo de objetos conocidos como etsjo pok, «cosas que hacen grande», que recibían el nombre del difunto y declamaban su condición en tallas y ornamentaciones. A través de la aceptación de estos dones, [los destinatarios] se obligan a cooperar en la represalia [...]. Por tanto el asmat está rodeado de etsjo pok, objetos nombrados tras los fallecidos, que le recuerdan su deber de venganza. Los etsjo pok no se limitan a la propiedad privada –canoas, casas, remos, lanzas–, sino que incluyen asimismo la propiedad pública –casas de hombres, máscaras, postes de ancestros–. (Ibíd.:1029, 1039). Encontramos una situación bastante parecida en las Tierras Altas del interior de la Provincia de Madang, en la mitad británica de la isla –realmente, en la frontera con la otrora porción alemana nororiental que, tras la Primera Guerra Mundial, pasaría a la administración australiana–, donde «en el corazón del orden social precolonial», los grupos horticultores kobon también movilizaban grandes cantidades de bienes materiales para compensar a los participantes de una venganza que no tenían lazos con el finado, en lo que se ha descrito como «una dialéctica de cooperación y violencia basada en la reciprocidad» (Görlich, 1999: 152-153). De nuevo, esto se verifica al tiempo que se señala un tipo de liderazgo fluido y limitado, inserto en una sociedad tejida a partir de grupos domésticos que alcanzan unas 25 personas como las mayores unidades moderadamente estables. En los asentamientos dispersos se pueden identifican por su nombre diferentes grupos locales, generalmente basados en un núcleo de hombres vinculados patrilinealmente, si bien las relaciones cognaticias y de afinidad son asimismo importantes. No hay organización clánica [sino que], en su lugar, los kobon describen su sistema de parentesco como una red de parientes densa y flexible. (Ibíd.) Y de nuevo, bien mirado, todo esto encaja bastante bien con las conclusiones que alcanzábamos en los capítulos precedentes. Pero no nos detengamos aquí.
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7 Los cazadores de cabezas a propósito de la excepción 1. Una interrupción (en el tiempo)
Ya en las propias palabras de uno de sus informantes en Simbo, Dureau (2000: 89) recoge cómo la interrupción de la caza de cabezas impide a los tinoni «inaugurar» (peza, término también para «fluir») canoas y casas comunales, que consecuentemente dejan de funcionar; deja de haber mana. En una dimensión de orden más empírico, si se quiere, es evidente que esa interrupción opera también deslegitimando los «discursos de la autoridad» tradicionales. A las reverberaciones desorganizativas de este fenómeno habrá que sumar aun las recodificaciones culturales mutantes necesarias para incorporar coherentemente en su cosmovisión a unos agentes coloniales quienes, asimismo ubicados en el exterior de la comunidad, son capaces de –pueden– interceptar y suspender aquel poder trascendente en una situación de excepción cuya prolongación estructural, como proceso histórico, tiende a resolverse en lo que podríamos llamar, más precisa, más intuitivamente, «estatización». Es decir, a mantener estático el sistema político, a volverlo Estado: nudo polisémico al que volveremos más de una vez en lo sucesivo.
En todos los casos recogidos por la Etnografía, desde la Nueva Guinea neerlandesa al archipiélago de las Islas Salomón, la caza de cabezas se perfila claramente como un «hecho social total» (vid. sup., cap. 5.4, nota 33). Se trata de una pieza discursiva recurrente capaz de articular, como una hebra común, diferentes haces de prácticas, proyectando unos sobre otros, transvasando significados, dotándolos de una carga semántica en y para el sistema sociocultural en el interior del cual se genera y mide. Ciertamente, en determinado punto opera como instancia autoritativa que, manifestando «poder», permite apoyar la posición política de un agente social dado; pero esto sucede solamente en tanto cortar la cabeza del enemigo se sitúa como hecho positivo mediato en el flujo espaciotemporal que une la «comunidad de los humanos» con el plano cosmopoiético del que forman parte sus ancestros, y su otro poder. Un análisis de la política desplegada por papúes y austronesios –de cualquier política, realmente–1 requiere observarla en el reflejo de sus respectivas imagines mundi, y esta codificación en escala universal proporciona por lo pronto el pie para distinguir la naturaleza de dos fenómenos que hasta aquí quedaban referidos bajo la misma categoría –poder– si bien aplicada a agentes de naturaleza diversa: ocurre que, a diferencia del que manifiesta el cazador, el poder de los ancestros, siempre desde el extremo distal de las locuciones políticas, en los márgenes exteriores de su cuerpo, es de algún modo un poder trascendente. Es a la vez intangible para cualquier agente social humano desde el extremo proximal que es precisamente ese cuerpo sociopolítico, esa «comunidad de los humanos». Pero, a la inversa, ese poder sí es capaz de alcanzar y –como mínimo– determinar las prácticas que contiene; las que puede contener.
De hecho la estatización actúa como una suerte de metaobjetivo de las políticas coloniales en la expansión europea entre los ss. XVI-XIX, de un modo idéntico a como también lo hace en las de descolonización del XX, en último término expresado subrepticiamente en la justificación civilizatoria –de nuevo y de una u otra manera, volver en «nosotros» a «los otros»–, que en esta parte de Melanesia se desarrolla relativamente tarde y, por ende, envuelto en unos criterios de eficiencia que incluían cierto grado de monitorización y que nos van a permitir una primera aproximación etnográfica a la problemática. Bien podemos hacer pasar por esta circunstancia la génesis misma de toda la Antropología; pero ahora nos bastará con traer a colación su declinación en Antropología «aplicada» de la mano de autores clásicos como Charles G. Seligman, W. H. R. Rivers o Francis E. Williams, en las décadas de 1910-1920. Como decíamos en el capítulo anterior, salvando las distancias cronológicas, y en ellas, las de enfoque epistémico, también pueden ser considerados en tal intención van Baal, o Zegwaard, Verschueren y J. H. M. C. Boelaars, respectivamente por el aparato gubernamental de la colonia y por el eclesiástico de la MSC en la parte neerlandesa de Nueva Guinea, entre 1930-1960.
Con ello se empieza a vislumbrar más nítidamente por qué Russell los consideró, en la «pacificación» colonial, víctimas de la virtud; o desarrollando su argumento: víctimas de la imposibilidad de desbloquear el acceso, vetado por la colonia, a su virtud en tanto elemento estructural clave en la organización política de sus sociedades.
Por supuesto, representa una obviedad que sin embargo sería preciso reeditar constantemente, como profilaxis frente al deslizamiento de las metafísicas materialistas más allá del análisis en términos humanos. Graeber (2011b: 48) lo expresaba a la perfección concluyendo una fundamental relectura de la frazeriana «monarquía divina» a la cual volveremos más adelante, para comenzar a concluir nuestro estudio (vid. inf., caps. 10.1-2): «I have framed my argument in cosmological terms because I belive one cannot understand political institutions without understanding the people that create them, what they believe the world to be like, how they imagine the human situation within it, and what they believe it is possible or legitimate to want from it».
1
Al periodo entre esa última horquilla se refería grosso modo van Baal cuando en 1960 hablaba de «errar» una aculturación (erring acculturation) cuyo fin dirigista expreso, en la adecuación de los papúes occidentales a los términos y formas de interacción en el seno de Naciones Unidas, permitía deslindarla perfectamente de los usos 189
La política salvaje naturalistas menos afortunados del concepto –sin ir más lejos, los aplicados al debate mbía (vid. sup., cap. 2.2)– (van Baal, 1960: 108); un ejemplo que a su vez seguirá Jeroen A. Overweel (1993: 25 y ss) en su repaso a la «aculturación guiada» de los marind. Por norma general, el primer agente masivo de dicha perturbación estatista no será tanto gubernamental como religioso, lo que en el caso de la costa sur de Nueva Guinea parece haberse sumado a una particularmente débil y limitada presencia de las diferentes administraciones coloniales (Knauft, 1994: 396-397), con el caso extremo de aquel «ausentismo» neerlandés en la frontera con la Western Province.
instrumentos de análisis precisos y, sobre todo, ensayar una formulación sistémica que los engrane, entre otras cosas con las motivaciones morales. En cualquier caso, de momento las circunstancias de la colonización neoguineana y su posterior estudio permiten entrever los primeros pasos de este camino, incluso con algunos interesantes antecedentes de aplicación de las más actuales reflexiones foucaultianas a estas manifestaciones de poder. Tal como explica Bruce M. Knauft desde la Emory University, la ritualización de una buena cantidad de prácticas sexuales, tanto heterosexuales adúlteras y promiscuas en grupo como las homosexuales relacionadas con la transmisión iniciática de la masculinidad,2 combinado con la alta incidencia y sobre todo la disposición estructurada y estructurante de la violencia extracomunitaria de que venimos hablando, dibuja un escenario en tal tensión agresiva que uno fácilmente puede imaginar el interés que habría suscitado al mismísimo Foucault si hubiera ido a recalar en su atención (Knauft, 1994: 395, 401-402). No por nada, a partir de 1980 se puede empezar a percibir un giro en los intereses de la investigación antropológica en la zona, al ritmo de la incorporación por parte de los académicos estadounidenses de las problemáticas y perspectivas adoptadas por el filósofo de Poitiers y, especialmente, tras la publicación de los primeros trabajos de Gilber H. Herdt (Guardians of the flutes: Idioms of masculinity o su edición de Homosexualidad ritual en Melanesia, respectivamente 1981 y 1984 para sus primeras ediciones, en inglés). En este empeño la acción misional de instituciones como la católica MSC o la protestante London Missionary Society (LMS), la cual se habría establecido en el cuadrante suroriental de la isla a partir de 1871, redobla
En Merauke se establece la MSC en 1905, tan sólo tres años después de que lo hiciera el puesto de control policial al que nos referíamos antes (vid. sup., cap. 6.1). Este puesto, que representa toda la actividad formal del gobierno del Estado, se limitaría durante sus primeros veinte años de existencia a realizar algunas intervenciones punitivas post hoc, destruyendo o incautando canoas y cabezas trofeo e imponiendo multas a las comunidades que habían infringido las leyes pacificatorias: por lo demás un patrón conductual que se venía dando, con variaciones regionales de intensidad, en toda la Melanesia, desde las ya citadas operaciones militares británicas de mayor calado en la Albufera Roviana, como principal foco de desestabilización tanto del grupo de Nueva Georgia como de Santa Isabel y el resto de las Salomón centro-occidentales (Jackson, 1975: 77; Dureau, 2000: 74-75, 78; Sheppard, Walter y Nagaoka, 2000: 9), hasta los exploratory patrols de los llamados kiaps, oficiales plenipotenciarios australianos que a las zonas montañosas del interior de la actual Papua Nueva Guinea, como las habitadas por grupos kobon, fuyug, o fore, no comenzarían a arribar hasta la década de 1950 (Görlich, 1999; Schwoerer, 2014: 347; Hirsch, 2001; Mclean, 1998: 98 y ss.). Como ya vimos, tardarían todavía otros diez años más en pacificar a los angal del valle de Mendi, o a los baruya (vid. sup., cap. 4.2).
2 Por lo demás, un rasgo cultural cuya considerable extensión mucho más allá de los conocidísimos baruya ha valido a diversos autores para englobar estos grupos bajo el calificativo de «culturas espermáticas» (sperm cultures). Tomando el ejemplo de las etnografías que venimos tratando, las consideraciones de van Baal (1966: 807 y ss.) sobre el otiv-bombari marind ilustran perfectamente este punto, tanto como algunas de las consideraciones sistémicas que se han hecho tras él: llegado a calificar por el neerlandés de «ritual prostitutorio» más que promiscuo –es decir, sobre todo, separándolo de otras manifestaciones promiscuas no ritualizadas–, giraba en torno de una serie de relaciones sexuales sucesivas de una mujer con varios hombres del boan de su marido como un elemento complementario de prácticamente todas las festividades marind –vid. Knauft (1993: 164) para una lista detallada de estas ocasiones, que podían llegar a veintitrés veces por año–. Interpretado como una práctica donde «el matrimonio es fertilizado por la comunidad» en una cultura que asigna el poder genésico al esperma, el hecho de que se priorizara recuperar para ulteriores fines mágicos aquél emanado de los órganos femeninos pone en guardia sobre el hecho por el cual «the secret of the great cults is that the male has to submit to the female, whose part in the process is a substantial one [...]. The term dóm-bombari [literalmente “ceremonia mala”; utilizado en ocasiones como sinónimo de otiv-bombari y habiéndose descartando un origen misional de tal designación] need not necessarily convey a moral judgement. With equal right it may be conceived as the expression of the homosexual male’s disinclination to copulation [...]. Otiv-bombari, when thus conceived, holds the key to the puzzle presented by the remarkable tensions between male superiority and the emancipated position of the women in ritual, between sex-antagonism and the mutual affection of spouses, between homosexuality and heterosexuality» (van Baal, 1966: 820; cf. i. a. Godelier, 2014: 159 y ss.).
En un reciente, breve, y curioso repaso de la materia («Less Christ and more cricket: Alle origini dell’antropologia applicata», 2009 para la primera edición), el profesor de la veneciana Universidad Ca’ Foscari Glauco Sanga puntualiza la obviedad, al menos parcial, por la cual pese a que «las motivaciones de esta política colonial son declaradamente morales [...], en realidad en el fondo hay un problema militar, porque guerrear o cazar cabezas comporta unas capacidades organizativa y bélica que no podían dejarse en manos de las poblaciones colonizadas» (Sanga, 2009: 105; cf., para un ejemplo similar con el fútbol y los yanomami, Acuña Delgado, 2010; 2014), en una aserción que nos coloca directamente sobre la primera premisa del conocido paradigma weberiano del Estado como monopolio de la violencia. Sucederá que a medida que nos aproximemos a despejar su segunda premisa –esa violencia monopolística como un elemento «legítimo» del sistema político– lo haremos también a la primera de la sentencia planteada por Russell: que la posición de estos papúes es compartida por los habitantes de la civilización «en todas sus partes»; aunque todavía tendremos que pertrecharnos de 190
Los cazadores de cabezas a propósito de la excepción literalmente su transcendencia. De hecho, pese a sus diferencias confesionales, existe un paralelismo evidente en los programas y formas de interacción de ambas instituciones con las comunidades locales melanesias, en lo que constituye «un excelente ejemplo del inicio de lo que Foucault refiere como “sociedad disciplinaria”. A saber: la imposición de una disciplina sobre el individuo que pronto se convierte en parte de la recreación continua de cuerpos sociales institucionalizantes [institutionalizing] o “tecnologías de poder”» (Fife, 2001: 251).3
cual lo abordó en sus formulaciones teóricas Agamben, un debate que también devendrá central en nuestra investigación (vid. inf., cap. 10.4), en este punto ya opera para dirigirnos la atención más bien sobre las diferencias que caracterizan, consecuentemente, ambos escenarios. Sobre los orígenes discursivos y prácticos de ambas «disciplinas»; sobre las formas y los poderes en que se sustentan; y sobre los márgenes de acción política que fundan en el cuerpo social. En el fondo no se trata sino de la otra cara de la moneda que acuñamos al darle la razón a Scott sobre Dennison cuando ésta pretendía patrimonializar la «capacidad ideológica» en las facciones que dominaban, desde la política formal, la sociedad rusa de 1861, y aquél oponía que la «informalidad» de los discursos y estrategias desplegadas por las agencias «subalternas» no debían de hacerlas irrelevantes para el análisis político general, pero sobre todo, no podían hacerlas irrelevantes para el análisis social académico (vid. sup., cap. 2.4, nota 30). O en los términos que ahora nos ocupan: que la constatación de una «voluntad de saber» misional tomada por Knauft directamente del título del primer volumen de la Historia de la sexualidad, con lo que comporta de reflejo directo de los dispositivos foucaultianos «saber-poder», no anula la preexistencia de un saber no vinculado con la voluntad colonial, sino con otra. Que la «sociedad disciplinaria» se instaura sobre y a costa de otra disciplina social no carente de poderes, de autoridades y dominios dirimidos en sus propios signos culturales.
Sin embargo, en este punto es absolutamente imprescindible volverse primero sobre las palabras de Knauft, si es que queremos acotar de una manera certera los límites de la «excepcionalidad» que comportan estas políticas europeas para los sistemas socioculturales papúes. Escribe sobre las implicaciones precoloniales de los rituales sexuales y sus codificaciones mitológicas, que posteriormente tratarían de extirpar los cristianos: Estos confusos despliegues de prácticas corporales pudieron empoderar drásticamente a los hombres sobre las mujeres, a los mayores sobre los jóvenes, a los políticamente dominantes sobre los políticamente subordinados, o a un clan o enemigo étnico sobre otro. En la medida en que estas prácticas claramente apuntan hacia la «voluntad de poder cultural» no requieren envolverse de la «voluntad de saber» occidental para presentar un potente campo de fuerzas carcelarias. En la Melanesia precolonial, tales fuerzas fueron medios por los cuales los individuos clasificaron y negociaron sus «yo» individual y colectivo; fueron medios primarios para constituir subjetividad. (Knauft, 1994: 407)
Por otro lado, y con ello redondearíamos de momento los límites de nuestra «excepción», tampoco podemos pasar sin notar cómo esos dominios papúes indicados por Knauft no se adecuan exactamente al principio de «dominación» según lo hemos definido y venimos empleando desde entonces –recuérdese: una autoridad cimentada en un poder coercitivo; en el riesgo de una coacción violenta (vid. sup., cap. 3.5)–, al punto que, de lo contrario, no podrían entenderse los reportes que manifiestan una y otra vez la ausencia de jefes y autoridades en sus sociedades (vid. i. a. van Baal, 1966: 65; Overweel, 1993: 23; Sanga, 2009: 108; Landtman, 2008: 167 y ss.); o lo que es lo mismo: no podría entenderse la incapacidad para detectar o reconocer apriorísticamente «autoridad» entre los indígenas neoguineanos por parte de individuos provenientes de sociedades donde toda autoridad formalmente instituida opera, a fin de cuentas, respaldada por el principio de «dominación». Sin duda esto supone un problema mayor no ya en lo que se refiere a la terminología en sí, sino en tanto la terminología pauta nuestras formas de observar la realidad. Y habida cuenta de que, como venimos viendo, evaluaciones más profundas sí son capaces de aislarles sistemas tradicionales de autoridad, es obvio que requerimos de otro término que explique los casos donde hay de algún modo dominio sin haber por ello dominación.
Por tanto, si es cierto que el proceso colonial de «aculturación guiada» devuelve un escenario claramente homologable con la «sociedad disciplinaria» foucaultiana, parece igual de cierto que ésas no se pueden considerar en ningún caso como las primeras «tecnologías de poder» que conocían y experimentaban papúes y austronesios. Con todo, en este sentido opinamos que la acotación modernista que realizan casi automáticamente autores como el canadiense Wayne Fife –curiosamente, prolongación posmoderna de la misma que llevó a Landtman a considerar la sociedad kiwai un ejemplo de «comunidad natural rousseauniana» en su etnografía de 1927 (vid. Landtman, 2008)– se debe, en buena medida, más a la transposición acrítica del ámbito al cual ciñe el propio Foucault la aplicabilidad de sus instrumentos de análisis, que a una valoración independiente y meditada de sus límites. Y aunque tendremos tiempo de abordar, desde el lado contrario al Tratándose de una alusión al universo foucaultiano tal vez sea pertinente llamar la atención sobre el guiño que puede suponer utilizar aquí el verbo to institutionalize en la medida en que su traducción por «institucionalizar» no se corresponde sino con una segunda acepción, tras la principal de «internar» o incluso «recluir» en una institución hospitalaria, usualmente del tipo que en castellano llamaríamos asilo o manicomio.
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Disponemos de algunas opciones. Tal vez lo más socorrido habría sido recurrir a la «hegemonía» que definiera Antonio Gramsci desde una perspectiva abiertamente marxista. 191
La política salvaje Sobre todo si hemos de ponderar fundamentalmente la relación masculino/femenino aprehensible desde los discursos desplegados por el primero de estos términos en grupos como los baruya; aunque hasta qué punto, entonces, no sería efectivamente «dominación», como de hecho subtitula Godelier su clásico La producción de grandes hombres de 1986, es una materia a dirimir en otro lugar. La cuestión es que, sea como fuere, de contentarnos con esa solución ocultaríamos sistémicamente una buena parte del problema, tal vez la más acuciante ahora, en tanto que las relaciones políticas entre agentes de un mismo género y rango de edad, por lo demás, resultan «iguales» en sus respectivas cosmovisiones. Hete aquí que todos ellos son «verdaderos humanos»; «nativos sin jefes». Por eso convenía introducir esta segunda parte de nuestro estudio con algunas consideraciones etológicas: llamenos al dominio sin dominación, sin más, «dominancia».
con otros niveles inferiores de autoridad encarnados en catequistas neófitos: nativos provenientes de otros lugares relativamente cercanos, como la Polinesia y, tras la instalación en 1883 de un centro de formación a estos efectos en Port Moresby, la propia Nueva Guinea para la LMS, en la mitad británica de la isla; o los archipiélagos de Kai y Tanimbar, ambos parte de las Molucas, donde a la sazón se ubicaba la sede de la prefectura apostólica jesuita, para la MSC, en la mitad neerlandesa. Vinculándolo con el surgimiento de una preocupación higienista a partir de 1900, Fife (ibíd.: 262-263) añade a lo dicho un apunte sobre la infantilización de los papúes; y aunque aquí el canadiense apenas tiene tiempo de esbozar una lectura más o menos sencilla en la línea de una extensión conductual paternalista por parte de unos misioneros acostumbrados a tratar desde el inicio más con los niños confinados en sus escuelas y aldeas modelo que con la sociedad indígena adulta, lo cierto es que esta idea –la de «infantilizar», i. e.: relegar significativa y operativamente a la minoría de edad a determinados agentes sociales (vid. sup., fig. 5.6a)– y los sistemas relacionales que despliega –los tipos de autoridad consiguientes– se nos presentan como el perfecto vértice desde el cual plantear una primera interpretación en clave de la «trascendencia» para con el sistema sociopolítico que anunciábamos a propósito de estas mutaciones culturales. Porque, en efecto, el paquete de medidas conjuntas adoptado por misión y administración colonial –la prohibición de la caza de cabezas, la descomposición del patrón habitacional centrado en la «casa de hombres», el control de cultos y rituales, etc.– conculcaron de forma determinante las actividades significantes de la masculinidad papú, poniendo en suspensión uno de los principales núcleos discursivos de sus órdenes sociales.
Retomando las políticas concretas de MSC y LMS, pues, entre otras medidas, ambas instituciones recurrirían casi instintivamente a promover una profunda transformación espacial de la cotidianeidad de las comunidades donde actuaron, con la escenificación de los principios rectores de su prédica como vía directa para subvertir las prácticas papúes más discordantes para con la cosmovisión cristiana. Era evidente a todas luces que el propio patrón poblacional de estas comunidades no facilitaba la incardinación de sus miembros en las lógicas operativas coloniales, o incluso en un orden más preciso: en las de los agentes de la colonización, especialmente en lo que se refiere a socialización y política. De esta manera se optó por levantar nuevas «aldeas modelo» –que los neerlandeses llamarían sin ambages «escuelas civilizatorias» (beschavingsscholen)– que, pivotando sobre el tándem edilicio «iglesia-escuela», aseguraran la evitación de las prácticas homosexuales, focalizadas en las antiguas casas comunales, el control de cultos y rituales con connotaciones promiscuas, y en último término, permitieran incluso el registro de matrimonios y nacimientos; todos ellos elementos susceptibles de ser capitalizados directamente por el Estado colonial en lo sucesivo, como en efecto sucedió en la administración de Merauke a partir de 1921 (Overweel, 1993: 20-21).
Tal vez puede advertirse un primer movimiento en aquella incapacidad de la que hablábamos líneas arriba, por la cual los agentes coloniales fallaron en detectarles una «autoridad» interlocutora. Aunque, a fin de cuentas, tal «autoridad» solamente habría sido útil a la colonia en la medida en que el «poder» que se le asociara culturalmente –y por ende, se le tolerara socialmente– se proyectara, no hacia el exterior, sino hacia el interior del cuerpo político papú, como un factor autónomo, singular e independiente, aproximando sus dominancias coyunturales, capaces de influir y eventualmente determinar la acción del resto del cuerpo social, hacia un tipo de instancia más estática y separada de éste lo suficiente como para abonar las «condiciones de posibilidad» de una verdadera relación de dominación. Es decir: de una relación de «autoridad coercitiva», capaz no sólo de decidir institucionalmente, sino de hacer cumplir, llegado el caso, esa decisión con un coste social relativamente bajo; lo suficientemente bajo como para no desestabilizar el sistema.
Dentro del complejo misional, que tenía la intención de servir como modelo para una nueva forma de vida aldeana, algunos de los niños eran separados de sus padres –que permanecían en las aldeas [indígenas]– tanto tiempo como fuera posible, y eran educados como cristianos en un marco próximo al de una «institución total» [vid. sup., cap. 7.1, nota 3]. Desde el primer momento, estos complejos estuvieron vallados, como para enfatizar la necesidad de separar e individualizar a quienes participaban del trabajo evangélico del resto de la población. (Fife, 2001: 256-257)
En esta ausencia se explica el intento que nos relataba van Baal (1966: 40, 65) de nombrar desde la administración colonial, a partir de 1914, los jefes aldeanos entre los marind; pero sobre todo se explica el fracaso continuado
Además, en el desarrollo de estos programas se estableció una especie de jerarquía, siempre de carácter exógeno, encabezada por los misioneros europeos pero que contaba 192
Los cazadores de cabezas a propósito de la excepción de esta iniciativa durante más de medio siglo, aun a pesar de verificarse en connivencia y consulta de los propios aldeanos afectados: sencillamente el tipo de autoridad esperado por la colonia no era una posibilidad en el interior del espacio político marind. Y esa misma relación «interior-exterior» –intrascendencia-trascendencia– era la que propiciaba a la vez el que «normalmente el gurú [el misionero] fuera más poderoso e importante que el jefe de aldea designado por el gobierno», desarrollando una serie de atribuciones crecientemente solapadas con las de los pakas-anim hasta la mediación en disputas, desde los canales tradicionales de autoridad marind en algo tan crucial para la reproducción cultural como la cotidianeidad: «no sólo enseñaba en la escuela sino también fuera de ella, instrucción religiosa, construcción de casas, horticultura, etc. Su esposa actuaba como “madre de la aldea”, enseñando a las mujeres a coser y tejer, cocinar, etc.» (Overweel, 1993: 23). O tomando el principio del revés, explica que en esa otra relación, establecida ya desde la excepcionalidad de la irrupción colonial, de la tremenda interrupción en el tiempo histórico que ella supone, tal tipo de autoridad sí que fuera posible y significativamente pensable en los sistemas de percepción-clasificación indígenas.
cazador de cabezas de Bera, jefe de la aldea bugotu de Sepi, llegaría a propiciar una concentración demográfica en su resguardo de proporciones prácticamente insulares, afectando a otros grupos como los citados cheke holo, por ejemplo, quienes recuerdan el episodio bajo el nombre de grikha glehe: «huída de la muerte» (White, 1991: 89). A ojos de Jackson (1975: 69 y ss.) estos dos factores –un poblamiento más o menos denso y un líder excepcionalmente prestigioso– supusieron una ventaja para el desarrollo del plan evangelizador de la Melanesian Mission, por más que no fuera hasta dos años después de la muerte de Bera y el advenimiento de su hijo Soga, una vez desbancados el resto de sucesores, en 1886, cuando pueden reconocerse a los anglicanos avances significativos. Es este segundo jefe quien se bautiza y torna monógamo, momento a partir del cual, asesorado por el reverendo Welchman, convirtió una forma de poder tradicional melanesia –basada en una combinación de riqueza, prestigio y temor– en una forma europea de control civil, judicial y administrativo [...]. La combinación de Soga y Welchman, constituyendo de hecho un establishment misión-gobierno [obviamente se refiere aquí al gobierno nativo], fue tanto más eficaz por su carácter no oficial. La autoridad de Soga estaba legitimada en el contexto melanesio porque se basaba en su propio crecimiento, y en el de Bera, hasta el predominio [dominance] como los grandes hombres [big-men] de Bugotu. (Ibíd.: 73)
2. La fama de Soga Como decíamos anteriormente, el rasgo que diferencia la política de los «salvajes» y su colonización es ese fenómeno de estatización. Esa capacidad de prolongar estructuralmente una posibilidad más o menos excepcional, como es el que un agente dado opere en una situación que le permite una autoridad determinantedecisoria sobre el cuerpo social. Podemos aislar mejor este factor de «estasis» –de hecho, en especial su carácter meramente puntual en las condiciones de endogénesis posibles, más o menos normales al sistema– a partir de la comparación del escenario neoguineano resultado de la acción de MSC y LMS con otro episodio misional, esta vez protagonizado por la anglicana Melanesian Mission durante las dos últimas décadas del s. XIX entre los bugotu austronesios, vecinos de los cheke holo, en el extremo oriental de la isla de Santa Isabel, de vuelta al Archipiélago de las Salomón.
Precisamente en este último punto radica la diferencia fundamental con las políticas de MSC y LMS, que como veíamos, desecharon abiertamente como principio y desde el principio el apoyo de sus programas en instituciones de origen indígena para levantar, literalmente con las misiones y aldeas modelo, el edificio de un nuevo cuerpo político: aquél «institucionalizado» del que nos hablaba Fife en el epígrafe anterior. Frente a esto, las premisas operativas de esta otra compañía misional son claras: La extensión de autoridad desde lo espiritual a lo seglar era contraria a los ideales de la Melanesian Mission, [quien] se encargó de que sus misioneros no siguieran el ejemplo de la London Missionary Society, en las estaciones de la cual no eran infrecuentes los elementos de teocracia. [De esta manera] Welchman hizo lo posible para reforzar la posición de un único líder nativo en el área, pero no fue él quien sostuvo la autoridad de Soga en la década de 1890, aunque sí tuviera mucho que ver con la forma que adoptó. (Ibíd.: 73-74)
Ubicada en la orilla contraria del Estrecho de Nueva Georgia, hacia 1880 los habitantes de Santa Isabel se encontraban inmersos en procesos históricos similares a los descritos para las comunidades del sistema de albuferas Roviana-Vonavona o Simbo (vid. sup., cap. 6.2), si más no en tanto la isla que ahora nos ocupa formaba parte del territorio de caza en expansión de varios de estos grupos más occidentales. Los viajeros europeos describen un paisaje marcado por el abandono de las costas en favor de asentamientos concentrados, tras empalizadas, en la inmediata franja boscosa; de «despoblado», al menos entre Kia y la albufera Maringe. En este escenario, el enorme prestigio como guerrero y
Sin embargo, aquí también se encuentra el límite de aplicación de esta otra estrategia colonial; y tras la muerte de Soga en 1898, todos los intentos de la misión por mantener un liderazgo centralizado de 193
La política salvaje carácter tradicional sin inmiscuirse directamente en la política nativa fracasaron al haber reconocido consuetudinariamente, la reunión de jefes locales, que la autoridad regional debía corresponder –añadiríamos: «en una colegialidad cuidadosamente imprecisa»– a hasta cuatro varones adultos de la familia del difunto líder de Sepi: sus dos hijos y dos tíos de éstos. Sin duda, a la desintegración política subsiguiente coadyuvó en buena medida no sólo la propia habilidad e intereses de los sucesores del jefe de los bugotu, sino también el cese de la presión exterior que suponían las cacerías de cabezas lanzadas desde Nueva Georgia, a raíz de la intensificación de la presencia militar británica en la Albufera Roviana desde las expediciones punitivas iniciadas en 1891 hasta la incorporación, en contra de Alemania, de Santa Isabel y Choiseul en el protectorado de las Salomón centrales y meridionales (White, 1991: 98). Pero a nuestro juicio, limitar con Jackson toda explicación a estos hechos concretos no sólo peca de suponer una base causal más o menos estrecha y simple para el episodio que protagonizaron sucesivamente Bera y Soga, sino que arrincona sin mayor justificación el núcleo de las propias lógicas políticas austronesias que cabe presuponer pautando activamente, en último término, la práctica de estos agentes y del entorno en el cual actuaron a lo largo de todo el proceso histórico.
más palmaria sería la dispersión del poblamiento en Santa Isabel más allá de las aldeas fortificadas, y hacia las playas abiertas, a partir de 1901 (Jackson, 1975: 77-78).4 Hasta cierto punto este último fenómeno, como en general la contracción relativa de la influencia de la Melanesian Mission que ello ocasionó durante los años inmediatamente subsiguientes, debería de ser suficiente para replantear el alcance real de esa supuesta conversión de la forma tradicional del poder entre los bugotu, en otra forma de «control civil, judicial y administrativo» europeizante, automáticamente reproducible en el tiempo. Tal vez, a hacerlo limitándonos a enfatizar más bien la segunda parte de la caracterización que hace Jackson: la de la alianza de Soga y Welchman como un establishment, con lo que tal término comporta a la postre de «situacionalidad». De hecho, visto desde ese otro lado de la agencia, Geoffrey M. White trata convincentemente de poner de manifiesto el carácter estratégico de esta alianza en los términos de unas comunidades austronesias en abierta mutación de su «ecología política». En concreto, la presencia del elemento europeo –sin duda más excepcional que cualquier incursión desde Nueva Georgia– cuajado en la determinación transformativa misional, habría inaugurado una «nueva vía» para comprender y orientar la interacción social que «exigía un alto precio de consecuencias imprevisibles» para los austronesios:
Téngase en cuenta que la diferencia entre la sucesión de Bera y la de Soga no lo es tanto en su forma inicial como en los derroteros que toma el liderazgo con posterioridad. Como hiciera primero su padre, Soga se alza sobre una demostración ostensible y continuada de mana, concentrando una autoridad que pudiera rayar eventualmente lo decisorio pero que carece casi de cualquier medio coercitivo independiente o anómalo frente a las autoridades de otros jefes locales –que se desarrollan exactamente en los mismos términos y signos– si no es, precisamente, ubicándose como agente de esa violencia exógena dirigida hacia jefes y comunidades que no «coforman» su espacio político de orientación –i. e.: allí donde basta el mero «principio de autoridad» para ordenar la gravitación social–. Esto descubre el sistema político bugotu, por lo pronto, dotado del grado de plasticidad adaptativa suficiente como para enfrentar adecuadamente al embate de una presión exterior puntual, ejercida en términos corrientes a los usos de las Islas Salomón. Pero descubre aun más una rehuida mecánica de las condiciones de posibilidad de la dominación, prevaleciendo aquella «lógica de lo centrífugo» que postulara Clastres (vid. sup., cap. 4.3) contra el telón de fondo de su historia, cuando las circunstancias dejan mínimamente de ser excepcionales; como cuando no existe nadie cuyos prestigios personal y posicional señalen en potencia un desarrollo práctico como gran jefe carismático; o cuando, en fin, de hecho tampoco es necesario oponer un gran jefe carismático al acoso de las incursiones de cazadores de cabezas desde Nueva Georgia.
El nuevo conocimiento emanaba desde, y estaba regulado por, extranjeros [outsiders: literalmente «gente de fuera»]. La conversión podía aumentar 4 Merece la pena sumar, a propósito de la configuración del paisaje, los datos aportados por White para la ligeramente más tardía cristianización de los cheke holo. Como señalábamos, «in the case of Knabu [una de las parcialidades de este grupo lingüístico], they abandoned their lands and shrines and sought protection through alliance with the renowned Bughotu chief, Bera, said to have had a considerable military force. But once the headhunting threat died down, the Knabu returned to their home region [en torno de la albufera Maringe] and, unlike others who had been converted while in the Bughotu area, the Knabu remained in a resolutely heathen state. It was not until the legendary visit of Walter Gagai that they turned toward Christianity» (White, 1991: 43-45), en un episodio histórico que no deja de ser harto remarcable para lo que nos ocupa, al oponerse violentamente a la decisión del jefe tribal, Matasi Iho, la mayoría de guerreros y jefes familiares. Volviendo a la materialidad, tras su establecimiento en esta zona, los anglicanos también propiciarían un cambio en el patrón habitacional acorde con su discurso y tácticas evangelizadoras: «once a christian village was established and a building constructed to serve as church and school, people residing in the environs could be attracted into the village, perhaps forming an additional hamlet (gruru). Through this kind of accretion, villages typically grew up as a collection of named hamlets. In this manner, the hamlets, each with one or more representative chiefs, continued elements of chiefly polities in a more muted or encapsulated form»; y precisamente por esto –i. e.: porque, al contrario que en la lógica que funda y orienta las «aldeas modelo» de MSC y LMS, no hay una desarticulación del cuerpo social indígena y sus propias lógicas–, «in the long run, maintenance of many of the Christian villages formed as amalgamations of previously dispersed peoples proved to be unworkable. Five of the nine villages formed in Maringe during the conversion period (1900-1915) eventually segmented into smaller splinter villages. The most commonly mentioned reasons for these divisions are conflicts associated with sorcery and adultery. The pattern of village formation in Maringe reflects accordion-like tensions between the centrifugal forces that fragment groups along lines of descent and chiefly rivalry, and the centripetal forces of aggregation fostered simultaneously by Christianization, colonization and the economiccommercial attractions of living along the coast» (ibíd.: 114-115).
En la autoridad de Soga no hay «estasis» del fluido político sino puntual y limitada; y en último término la constatación 194
Los cazadores de cabezas a propósito de la excepción el conocimiento de la comunidad, pero también podía minar el status de jefes y sacerdotes locales como dueños de la esfera espiritual, y guardianes de la gente y la tierra. La «solución» para el propio jefe fue convertirse en un canal primario para la difusión de las nuevas ideas y prácticas. Tomando la identidad cristiana, y ganando el acceso al mundo social y espiritual de la misión, jefes como Soga pudieron aprovechar una importante nueva fuente de mana y, con ello, convertirse en agentes de nuevas y posiblemente poderosas formas de práctica ritual. Y como se ha señalado en muchos reportes sobre conversión en el Pacífico, la gente de [Santa] Isabel estuvo asimismo motivada por la esperanza de obtener acceso a los beneficios prácticos y materiales asociados a los usos y tecnologías occidentales. (White, 1991: 94)
Ahora bien, ¿cuál es exactamente el escenario que se le ha de comparar en Nueva Guinea tras la rutinización del contacto europeo? En sus últimas consideraciones sobre la creación del nuevo «cuerpo moral» colonial a partir del despliegue estratégico por parte de los misioneros de la LMS de unas tecnologías del poder explicadas en términos foucaultianos, Fife llama la atención sobre el momento en que empiezan a llegar rumores a la costa de la erección de «misiones» por iniciativa de autoproclamados reverendos papúes que, al parecer, no habían conocido las misiones europeas sino a través de noticias indirectas; un fenómeno que el mismo autor, por otro lado, equipara también a lo detectado por Jean y John L. Comaroff en sus estudios sobre la colonización del sur de África (Of revelation and revolution, vol. 2, 1997 para la primera edición).5
Por eso este autor no duda en calificar a Soga de «jefe cristiano», en lo que coincide con otras narrativas contemporáneas para los orígenes históricos de una «jefatura» regional por lo demás referida bajo la égida de un «jefe principal» (paramount chief), significativamente, en tanto designación moderna de lo que en la kastom de Meringe se habría conocido sólo como funei nafnakno: «jefe famoso» (renowned chief). Es el caso, por ejemplo, de lo recogido por Richard B. Naramana («Elements of culture in Hograno-Maringe, Santa Ysabel», 1987 para la primera edición) en comunidades cheke holo que en principio quedaban bajo dominio del de Sepi, si bien, desde el punto de vista de sus informantes, Soga únicamente «fue uno de los jefes de su propia tribu [bugotu], no de Santa Isabel, como se dice en algunos libros de historia. Fue sólo a través de la influencia del cristianismo que él ayudó a ejercer sobre otros jefes que lo hicieron famoso. De no haber sido el primer jefe converso, la gente nunca creería que fue jefe» (en White, 1991: 212). Incluso más allá, White expone la contradicción por la cual, aun parapetado en el discurso de pacificación evangélico, Soga se habría apoyado además tácticamente sobre el despliegue de una violencia puntual en los límites –¿locales, tribales?– de lo que podríamos describir aquí como el «campo de determinación gravitacional de su autoridad». Una violencia que, en concordancia y connivencia con el ámbito insular de los objetivos de la Melanesian Mission –aquí la diferencia contextual con Bera–, habría ejecutado a la manera de un monopolio para el cual realmente carecía de base y práctica cultural –aquí la similitud estructural–. Esto subrayaría a la postre, también desde el la lógica indígena, el carácter de «situación excepcional» de esta deflagración del «poder» de un jefe; o de la institución de la jefatura como tal.
La higiene moral llegó a ser una metáfora del deseo de «limpiar» las mentes y cuerpos papúes; salvándolos de la suciedad de sus viejos entornos sociales y culturales. Durante este periodo comenzó a tomar forma la «autodisciplina» puesta al servicio de tecnologías del poder no localizadas. La generación espontánea de evangelistas nativos autónomos en áreas donde no había habido agentes misionales fue un signo importante de este proceso, como lo fueron [en otro orden de cosas] los lazos que los antiguos pupilos de la misión autónomamente generaron y se esforzaron en mantener con los misioneros. (Fife, 2001: 265-266) Nuevamente, no se trata tanto de contradecir la interpretación del autor como de procurarle un encuadre mejor resuelto, o al menos más capaz de ponderar y rescatar de la acostumbrada pasividad histórica las agencias de los propios indígenas. En este sentido, ¿no resultaría más parsimonioso, tal vez, entender aquí un ensanchamiento de la brecha provocada por la irradiación de la «excepción» hacia los grupos del interior de la isla? Desde luego, éstos no son los únicos episodios de «mímesis misional» de que se tiene noticia histórica. Puede citarse, por dar otro ejemplo muy alejado en el espacio y en el tiempo, lo recogido por Guillermo Wilde (2009: 108 y ss., con bibliografía) a propósito de los grupos guaraníes que enfrentaban la expansión jesuita a lo largo del s. XVII; ciertamente un momento algo avanzado en un proceso de reducción colonial del cual, sin embargo, hemos seguido viendo significativos coletazos aún en el s. XX (vid. sup., cap. 2.2). Por lo que ha de ocuparnos de inmediato, es interesante destacar aquí cómo «suele referirse la atribución que se toman estos personajes [los “hechiceros” indígenas que incorporan elementos cristianos a sus prácticas y discursos, movilizando ese espacio liminar de acción política entre la misión y la selva, entre esas dos “formas del ser” que resumen] de producir cataclismos climáticos contra sus enemigos»; y amenazaban «con enviarles el diluvio, crear cerros sobre sus pueblos y subir el cielo, dando vuelta la tierra de abajo arriba» en el marco de lo que Wilde califica de «ontología continua», entre lo humano y lo sobrehumano. Así, «muchos “indios infieles” fugitivos se fingieron “hijos de dios y maestros”, otros, criados entre los españoles, huyeron llamándose Papas y otros Jesucristo, y han sembrado “mil agüeros y supersticiones y ritos de estos maestros, cuya principal doctrina es enseñarles a que bailen, de día y de noche, por lo cual vienen a morir de hambre, olvidadas sus sementeras”» (Wilde, 2009: 120; cf., por supuesto, Métraux, 1967).
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Más allá de encontrarse con un escenario favorable, el fallo de Welchman a medio plazo sería, una vez más, su incapacidad para «reconocer que el modelo indígena de liderazgo no se compartimentaba tan fácilmente; que la reputación personal, la autoridad política y el poder espiritual estaban íntimamente integrados, cada cual conformando y validando el otro» (ibíd.: 102). 195
La política salvaje de la automatización de estos «nudos categoriales» entre los antropólogos, por los cuales se venía englobando cualquier manifestación de mimética registrada en la Melanesia bajo esta misma clave con el resultado de restarles entidad histórica y, sobre todo, sentido en los términos lógicos de los propios nativos. Podríamos hablar así de una contestación general de una categoría que cada vez se ve más explicativa de los sistemas de «percepciónclasificación» de los colonizadores; al menos, más que de los colonizados en tanto tal –inexistente– unidad. Incluso se ha llegado a equiparar, con una innegable fortuna semántica, a una nueva declinación del viejo «fetichismo de la mercancía» marxiano (vid. Jebens, 2004). Sea como fuere, lo cierto es que la categoría en sí –cargo cult– no obraba en conocimiento de Russell cuando ejemplificó con el caso papú sus reflexiones sobre el poder y la autoridad, siendo que los primeros usos del término por parte de colonos, misioneros y administradores de origen europeo no parecen remontarse más allá de 1945 (Hermann, 2004: 37 y ss., con bibliografía). Sin embargo, tal vez el filósofo británico sí tuvo noticias de fenómenos de esta índole, comenzados a registrar hacia el cambio de centuria, con exponentes tan clásicos como la célebre monografía de Williams que, a la sazón, se considera el primer estudio sistemático dedicado a un «episodio cargoísta» (The Vailala madness and the destruction of native ceremonies in the Gulf Division, 1923 para la primera edición). Pero de entre esta maraña de datos e ideas, ¿qué se ha de entender positivamente, entonces, por cargo cults?
Una irradación que permite, de pronto, en las mutaciones que genera sobre los sistemas de autoridades y poderes tradicionales, aun otros contramovimientos de agentes nativos tratando de interceptar ellos mismos un «poder trascendente» en un sentido aproximado –al menos en lo formal– al desplegado por la colonia. No en vano, no se puede perder de vista que estos «imitadores» no están sujetos todavía a la autoridad coercitiva que dispone efectivamente el poder –militar, pero también material– de los europeos en las costas. A resultas de esto, parece más o menos improbable una «institucionalización» en el sentido descrito, que pusiera ex ante sus sociedades al amparo de una política colonial todavía por venir, tal el cariz de la «autodisciplina» de Fife. Pero no lo es tanto una severa desorganización de los principios que regulan su propia política, al verse cada vez más obligados, siquiera a través de un creciente flujo de evidencias desde los márgenes, a normalizar la incorporación de determinadas potencialidades excepcionales que pasan a formar parte de lo que es tangible o se puede experimentar material, empíricamente; en principio, con independencia de si su correspondiente significación cultural mutante sitúa alternativamente a los agentes de esas potencias fuera –los europeos– o dentro –los «imitadores»– del cuerpo social que constituye la «comunidad de los humanos». Es decir: les obliga a vislumbrar, en cualquier caso y ante todo, una normalización de la excepción.
Comencemos por tomar la descripción mínima que aportaba van Baal al evaluar la «aculturación errada» de la Nueva Guinea neerlandesa, y por la cual un cargo cult se caracterizaría por la aparición de una más o menos repentina intensificación cúltica de grandes proporciones; tanto que puede llegar a comprometer la viabilidad económica del grupo a corto y medio plazo; en base al desarrollo «mutante» –en tanto no se había registrado con anterioridad, o en definitiva, no parece apriorísticamente surgida de la raíz tradicional en cuestión sino a través de un cambio significativo– de una profecía. «En estos cultos del cargamento [escribe el neerlandés] los ancestros se constituyen en mensajeros de las riquezas traídas por la civilización occidental. La asociación de los ancestros con la riqueza de Occidente es un rasgo harto común en el folklore neoguineano, [pues] prácticamente en todas partes los blancos fueron identificados como ancestros en los primeros contactos»; pero sin duda, más allá de la estructura discursiva, el punto más interesante es precisamente la circunstancia que permite y activa todo el sistema a partir de una situación de «importancia específica adscrita al milagro y la magia. En comparación, en la cultura aborigen la gente tiene decididamente menos fe en su propio poder» (van Baal, 1960: 108-110). Por lo tanto no estaríamos hablando sólo del surgimiento de una profecía que vincula, en la idea materialista del cargamento, dos elementos exteriores a la comunidad indígena –los ancestros y los europeos–, sino también de
3. Los cultos del cargamento En todo esto queda todavía por anudar uno de los elementos –realmente: una multiplicidad de fenómenos históricos no siempre tan similares entre sí como cupiera esperar de su categorización unívoca– que más páginas ha valido a la antropología de la Melanesia, y en especial a su estudio de las transformaciones culturales indígenas derivadas del contacto con los europeos: por supuesto, nos referimos a los llamados «cultos del cargamento», o directamente por su designación original inglesa, cargo cults. Es posible, incluso, que el relato de «mimética» misional con que cerrábamos el epígrafe anterior, por referirlo ya en los términos asumidos a partir de las reflexiones de Walter Benjamin en La facultad mimética –firmado en 1933 pero publicado póstumamente (vid. Rabinbach, 1979)– que acabaron por hacer fortuna en la disciplina especialmente desde 1980, pueda leerse como una forma de «cargoísmo», aun aunque sea evidente que los datos aportados por Fife no son suficientemente concretos, ni identificables, como para plantear en firme un ejercicio de ese tipo. De hecho White insinuaba esta vía al evaluar la conversión cristiana de Soga, y no por nada, a partir de la década de 1990 una nueva generación de autores ha dirigido crecientemente su foco de atención al análisis
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Los cazadores de cabezas a propósito de la excepción análogos a los cultos del cargamento, o movimientos de tipo mesiánico. Estos cultos han encontrado líderes tanto en las élites tradicionales como en un nuevo tipo de líderes carismáticos» (Firth, 1955: 130). Retengamos esta idea.
la inminencia de su cumplimiento; de una tangibilidad la realización de la cual, por otro lado, literalmente escapa a las posibilidades inmediatas –al «poder»– del cuerpo político indígena. De ahí el recurso al ritual como medio de activar ese otro «poder» trascendente, sea el que fuere, responsable en último término de enviar el cargamento a la comunidad.
Precisamente a partir de un caso de estudio en Viti Levu, isla principal del archipiélago de las Fiyi que a la sazón resulta el más oriental de la Melanesia «clásica», Martha Kaplan ilustra a la perfección la disyuntiva planteada por ese otro conjunto de autores activos durante las tres últimas décadas. No deja de haber un reconocimiento a los teóricos precedentes, de quienes dirá que «están entre los primeros académicos en reconocer y convertir en un asunto de investigación la agencia de “los otros” en contextos de cambio cultural», a la vez que los incardina en una clasificación que puede resultarnos interesante en lo sucesivo; pero, sobre todo, nos proporciona un inmejorable punto de partida para ilustrar contra qué reaccionaba su propia generación:
De aquí en adelante se extienden las interpretaciones aportadas por aquella primera oleada de autores de mediados del siglo pasado, incluyendo algunos intentos por cartografiar y tipologizar comprehensivamente las evidencias recogidas hasta esa fecha (Worsley y Guiart, 1958).6 En general, estos textos se hallan fuertemente comprometidos con una visión primero economicista de la mecánica social, que tendía a explicar los cultos cargo como expresiones de una frustración cultural ante la incapacidad manifiesta para alcanzar las aspiraciones materiales, y con ellas, eventualmente, el status social y político de los colonizadores (van Baal, 1960: 109; Firth, 1955: 130; van der Kroef, 1952b: 162; Firth, 1976: 126-129; Morauta, 1972). Desde esta base común pueden encontrarse diferencias más o menos puntuales en los modelos y énfasis de los diferentes autores; como la hay entre la idea de van Baal, que encajaba los riesgos subsistenciales como consecuencia de un esfuerzo exhaustivo, desmedido, para cubrir las exigencias de la multiplicación ritual, frente al cariz cuasi nihilista que postula van der Kroef, en unas prácticas calificadas ahora de destructivas: de «limpieza» en vísperas de un cargo conceptuado a la manera de «milenio» que, en su desarrollo histórico, habría quedado entrampado entre las inmediatamente posteriores luchas nacionalistas y comunismos modernos que riegan los procesos de independencia del sureste asiático y Oceanía. Y es que, no en vano, el recurso al cliché del «movimiento mesiánico» sí que será una constante. Podríamos rescatar incluso, para lo que aquí nos ocupa, la clara alusión de Firth a la tipología weberiana del «liderazgo carismático» (charismatischen Herrschaft) –la cual, por lo demás, retomaremos más adelante (vid. inf., cap. 8.4)– cuando trataba de responder a la pregunta de si un gobierno centralizado de tipo jefatura inhibe la concreción de estos fenómenos cúlticos: «la respuesta parece ser “no necesariamente”. Entre los maoríes, y entre los fiyianos, ambos con jefaturas altamente desarrolladas [al momento del contacto], han surgido movimientos
La vasta literatura sobre cultos [cargo] puede agruparse grosso modo en dos tipos, «sociológica» y de «racionalidad comparada». Los estudios sociológicos postulan que el contexto social –político, religioso, económico– en el cual se verifican los cultos o movimientos son su causa [como sería el caso del conocido Al son de la trompeta final: Un estudio de los cultos «cargo» en Melanesia, publicado por Peter Worsley por primera vez en 1968, en inglés, pero también del New heaven, new earth: A study of millenarian activities que firmara Kenelm Burridge en 1969]. Puntualmente se enciende un debate dentro de este grupo, entre las explicaciones «idealistas» frente a las «materialistas» o las «religiosas» frente a las «políticas», pero más generalmente estos académicos diagnostican [apriorísticamente, sin debate analítico previo] las condiciones sociológicas primarias según sus propias teorías sociales –por ejemplo, durkheimianas o marxistas– y sugieren entonces que cuando se da la ruptura o conflicto social, los participantes del culto reconocen implícitamente la realidad –durkheimiana o marxista– y actúan en consonancia para reconstruir el orden moral, o para anticipar el nacionalismo, o la lucha de clases. Por contra, la aproximación comparativa racional [como los casos de I. C. Jarvie con The revolution in Anthropology, 1963 para la primera edición, o Brian Wilson con Magic and the millenium, 1973] define los cultos y movimientos como la reacción de pueblos con mentalidades cerradas frente a un cambio desde el exterior. Asumen que las gentes no occidentales tienen sistemas de racionalidad estáticos, y que cuando esta estasis se rompe por el contacto europeo resulta en un desarrollo unidireccional: desde lo cerrado a lo abierto, lo tradicional a lo moderno, lo mágico a lo científico. Los «cultos» se ven como etapas irracionales y pasajeras en esta presunta transición. (Kaplan, 1990: 4, nota 2)
Con más de 70 entradas, el mapa elaborado por Guiart y Worsley resulta un interesante ejemplo de estos ensayos. Sus categorías, no excluyentes sino todo lo contrario, bien se pueden tomar como muestra de la variedad de rasgos en que se trataba de definir estos «movimientos milenaristas» hacia mediados del s. XX: «1. apparition du mythe du retour des morts; 2. retour au paganisme ou transformation du paganisme traditionnel; 3. utilisation d’éléments chrétiens en nombre variable; 4. apparition du mythe du “cargo” –richesses des blancs– qui viendra par navire, avion ou sousmarin; 5. apparition du thème du bouleversement cosmique qui renversera la hiérarchie des valeurs opposant blancs et noirs; 6. apparition du thème d’un messie; 7. expression de revendications économiques et politiques; 8. marques d’agressivité et même violences envers les européens, colons, missionnaires et administrateurs; 9. etablissement d’une unité politique régionale de fait, transcendant les inimitiés traditionnelles et les différences linguistiques» (Worsley y Guiart, 1958: 40-43).
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La política salvaje Frente a ello, la autora se suma –con ciertas matizaciones posteriores (cf. Kaplan, 2004: 65) –, a Nancy McDowell (1988) al reclamar para la noción de cargo cult el mismo tratamiento de raigambre deconstructiva que aplicara Lévi-Strauss a la de «totemismo». A decir verdad, aunque en los últimos años suela recurrirse en esta tónica al maestro francés, fue él mismo quien señaló como responsables de la crítica más contundente contra la dicha noción categorial a los antropólogos estadounidenses nucleados en torno a Franz Boas, empezando por Alexander A. Goldenweiser en «Totemism: An analytical study», un trabajo que vería la luz tan pronto como en 1910. Como explica Lévi-Strauss (1965: 14):
esto último al margen, la cuestión en efecto radicaba en que un análisis caso por caso de las «evidencias totemistas» sólo muy fortuitamente resultaba en la alineación sistémica de las características por las cuales se pretendía definir el totemismo como una institución recurrente, a saber: 1. la existencia de normas de filiación que agrupaban en clanes la sociedad, 2. los cuales construían su identidad a través de un tótem específico, 3. con el que se atribuían una relación de parentesco metafísica, 4. desplegando en consecuencia determinadas prácticas rituales que actuaban para la regulación de esa relación específica entre el clan, sus individuos componentes, y su tótem.
En el preciso momento en que Frazer publicaba, después de haberlos reunido, la totalidad de los hechos entonces conocidos, para fundar el totemismo como sistema y para explicar su origen [se refiere a Totemism and exogamy, 1910 para la primera edición, si bien refundía también entonces un trabajo menor, firmado en 1887 en inglés, que se traduciría como El totemismo: Estudio de etnografía comparada], Goldenweiser ponía en tela de juicio que se tuviese el derecho de superponer tres fenómenos: la organización en clanes, la atribución a los clanes de nombres o de emblemas animales y vegetales, y la creencia en que existiese un parentesco entre el clan y su tótem, puesto que sus contornos no coinciden sino en una minoría de casos, y puesto que cada uno de ellos puede encontrarse presente sin los otros.
Visto, pues, en una perspectiva etnográfica mayor, «la ilusión totémica procede [...] de una deformación del campo semántico al cual pertenecen fenómenos de la misma clase» (Lévi-Strauss, 1965: 32). De la producción y reproducción cultural de procesos de identificación; de codificación significativa de colectivos e individuos, por lo demás tan generales como generalizados entre todos los grupos humanos en muy diversas formas, pero observados concretamente en el contexto de «culturas clánicas» y, desde ahí, exagerada más o menos azarosamente la universalidad de unos aspectos sobre otros, de manera que «su valor aparente [el de la categoría analítica] proviene de un mal fraccionamiento [por parte de los analistas] de la realidad» (ibíd.).
Este segundo enfoque será el que adoptarán a la postre las principales corrientes interpretativas de la Antropología cultural del s. XX –no tanto así en algunas de las posiciones europeas más basculadas hacia la Sociología durkheimiana; como tampoco entre las nunca desdeñables ascuas evolucionistas (vid. Harris, 1987: con bibliografía)–; y esto a pesar de que la sombra del «totemismo frazeriano» se proyecta desde otros campos académicos, en especial en lo referente a la Psicología social, para volver a irrumpir puntualmente en determinados debates antropológicos: por supuesto, nos referimos al fruto de su asunción en la base de las formulaciones teóricas de Sigmund Freud en Tótem y tabú (1913 para la primera edición, en alemán).7 Dejando
Volviendo a lo que nos ocupa con esta reflexión en mente, escribía McDowell (1988: 122): «de la misma manera que el totemismo no existía, siendo únicamente un ejemplo de cómo la gente clasifica el mundo a su alrededor, los cultos del cargamento tampoco existen, siendo únicamente un ejemplo de cómo la gente conceptúa y experimenta el cambio en el mundo». Y todavía enfatizaría en su abordaje del debate un elemento de precisión en esta línea que resulta fundamental para empezar a interpretar los fenómenos históricos cargoístas insertos en las tramas de significación cultural en que se verificaron, desde la perspectiva de esas «formas otras» de experimentar el cambio, esta vez sintetizado a partir de la idea de «percepción episódica del tiempo» que recogiera el filósofo Ernest Gellner en Thought and change (1964 para la primera edición).
7 Sin duda la parte central del abierto desencuentro fue la abanderada por las corrientes antievolucionistas estadounidenses, con críticas directas de autores como Kroeber, Mead o el propio Boas, tan pronto vio la luz y se tradujo al inglés la obra del austriaco. Harris (1987: 367 y ss.) lo resume al advertir que: «cuando Freud desplazó su atención del análisis de la psiqué individual a los fenómenos psicoculturales, lo hizo para identificar los procesos causales en la evolución cultural [...]. Tótem y tabú resulta en todos los aspectos representativo de lo que los boasianos consideraban como la peor forma de la especulación evolucionista. En la desmesura de su propósito, la endeblez de sus pruebas y la generalidad de sus conclusiones superaba con creces a cualquier cosa que Morgan hubiera podido concebir»; por más que el materialista cultural no olvide reparar en la cierta atracción que despertaba entre dicho colectivo el planteamiento psicoanalítico, siquiera por la connivencia de sus agendas políticas, pues «la denuncia que Freud hizo de los resultados patológicos
Hay que tener en cuenta que pese a sus reconocidos intereses antropológicos, las miras de Gellner en tal ocasión estaban puestas en los dispositivos ideológicos que fraguan desde finales del s. XVII como punto de quiebre y partida específico de la cultura europea contemporánea –lo que se ha dado en calificar de «emergencia de la modernidad»–, de hecho habiendo pasado a la posteridad precisamente como de los tabúes sexuales y de la organización familiar euroamericana armonizaba bien con el programa boasiano» (ibíd.: 373).
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Los cazadores de cabezas a propósito de la excepción primera enunciación corpórea de su idea de «nacionalismo». Comienza aquí a por poner el acento en la noción de «progreso» y, para explicar sus variaciones culturales, a sistematizar dos principios básicos diferentes de percibirlo: uno que llama «episódico», propio de Las Luces; otro, el manido «evolucionismo», ya con el decimonono.
provoca la –ilusoria– salvación» (Gellner, 1964: 6-7),9 mientras en lo que, en consecuencia y para distinguirlo del «clásico», podríamos calificar de «episodismo tradicional» de esas mitologías anteriores, sí lo es. Es decir: la transición fundadora que da paso a la sociedad humana, al espacio-tiempo de los humanos del presente, sí se conceptúa como una intrusión de lo «sobrenatural» en lo «natural», o mucho mejor expresado –porque no presupone idea alguna sobre la «naturalidad» de las agencias en liza–, de lo «no humano» en lo «humano». De la excepción en la norma.
Apenas es necesario detenerse a tratar en extenso los pormenores de la propuesta gellneriana, como el que introdujera –adscribiéndose– un tercer movimiento «neoepisódico» (Gellner, 1964: 40 y ss.) hacia el cual orienta también el paradigma marxista, situándolo empero, como no podía ser de otra manera, todavía a caballo del mero evolucionismo.8 Frente a las otras formas de pensarlo, ese neoepisodismo presentaría la ventaja de sublimar el cambio fundamental en Europa a través de una transición endógena, el industrialismo, que puntualmente transforma los fundamentos de la sociedad pero que, sin embargo, no aspira a justificar de una manera enteléquica su fundación misma –buscando conectar ideas, lo cierto es que esta línea que dibuja el checo no se antoja muy diferente de la que veíamos más extensamente con Polanyi, desde otra perspectiva (vid. sup., cap. 1.3)–. Por contra, el episodismo clásico sí que se habría ordenado en torno al «principio de entelequia», con el topos del «contrato social» jugando las veces de evento liminar par excellence entre dos espacio-tiempos discontinuos. Y aquí Gellner vierte alguna de las consideraciones sobre la distinción de formas de conceptuar el cambio, también respecto a otras «anteriores» a la ilustrada, que rescatará McDowell para la Melanesia, concretamente atendiendo a la dimensión cúltica que ellas suponen: «por supuesto, algunos mitos de validación social premodernos o tradicionales [realmente la mayoría, si no todos] son asimismo episódicos sin por ello guardar relación con el “progreso”. La concepción episódica del progreso difiere de ellos en su naturaleza secular. [En esta última] el evento, si no de hecho concebido como todavía en curso, es uno en el cual los participantes son humanos iguales a los presentes»; para concluir enfatizando esta misma idea: «no es la intrusión de lo sobrenatural en lo natural lo que
Así, visto en el marco de las alteraciones que la expansión colonial venía provocando en las formas indígenas de concebir el orden en el universo, «lo que “es” nuevo en este siglo son todos los indicadores que señalan [a los indígenas en vísperas de la colonización, en su aceleración] la proximidad de una nueva revolución, como hubo ocurrido en el pasado [mítico]. Lo que “es” nuevo son todas las visiones sobre las posibilidades para el futuro» (McDowell, 1988: 125). O nuevamente, es decir: la creciente experienciabilidad empírica de esa excepción.
4. Los jefes políglotas Tomemos por caso el llamado kaun de Kerawara, una pequeña isla que cuando fue estudiada por Frederick Errington, entre 1968 y 1972, no contaba con mucho más de doscientos habitantes, localizada sobre el Canal de San Jorge, dentro del grupo del Duque de York, el cual a su vez forma parte del mayor Archipiélago de Bismarck, en el noreste del actual Estado de Papua Nueva Guinea. Hablantes de ramoaaina austronesio, una lengua relativamente próxima a las salomónicas noroccidentales de Nueva Georgia, Simbo o Santa Isabel, estos isleños consideraban por entonces que las condiciones culturales de la «sociedad», en lo que se refiere a las normas matrimoniales, alimenticias, etc., emergían desde un estado de existencia caótico –i. e.: desde una «antisociedad»– conocido como momboto, que habría acabado pocos días después de la llegada del primer misionero metodista.
8 Pese a su aireado rechazo político, del marxismo en tanto sistema filosófico dirá: «is still probably the best starting point for the understanding of the modern world. Not because its doctrines are true –on the contrary, it is probably truer to say that by listing its propositions and negating the lot, one obtains an acceptable sketch of the modern world– but because, on the whole, the questions it poses are the correct ones. This is of course true of its sociology, and not of the preposterous eschatology» (Gellner, 1964: 126 y ss.). A ojos del filósofo esto viene dado a causa de que, pese a su apariencia «evolucionista», la teoría sociológica del marxismo encierra o es en buena medida una teoría «episódica» que no sólo acierta en plantear –independientemente de su precisión fenoménica– una mecánica interna del cambio, sino en dirigir además sus intereses analíticos principales hacia la brecha industrialista más allá de que ello se operara desde un, por otro lado díficil de evitar, «parroquialismo» europeo. No deja de ser curioso, no obstante, que algunas evaluaciones posteriores del trabajo de Gellner lo hayan aproximado a uno de los errores que éste a su vez achacaba al socialista alemán: «la interpretación gellneriana del marxismo parte curiosamente de la misma crítica que Mann, Malešević y Mouzelis [en Ernest Gellner and contemporary social thought, 2007 para la primera edición] le hacen al propio Gellner: que devalúa lo político en favor de las fuerzas de producción» (Esteban Sánchez: 2009: 224-225).
Se pueden esbozar algunas conclusiones del relato kerawara del momboto y de las circunstancias 9 Nótese, de todos modos, la ligereza con que Gellner pasa sobre el concepto mismo de «humanidad», como repetiría pocas líneas después al deslizar la idea de que esa declinación ilustrada o clásica del episodismo progresista es universal y no específicamente localizada o tribal, como cabe colegir de las tradicionales. Sin embargo ocurre que en las cosmovisiones que sustentan estas mitologías tradicionales la humanidad, o el universo, suelen tener un profundo sesgo local o tribal, requiriendo de ulteriores matizaciones la propia percepción de la naturaleza y de sus elementos empíricos y no empíricos –algo a lo cual en este mismo capítulo tendremos tiempo de volver (vid. inf., cap. 6.5). Estas circunstancias no invalidan la argumentación por completo, pero de darse, convertirían esta pieza en el perfecto ejemplo para ilustrar de una manera ostensible los temores de los críticos contextualistas sobre que los sistemas de percepción-clasificación del observador interfieran indefectiblemente una pretendida formulación etic (vid. sup., cap. 1.1, nota 5).
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La política salvaje aducir los trabajos de autores mucho más recientes si pretendemos aportar otra luz, más provechosa, en que observar esta circunstancia diferencial.
que lo llevan a su fin: la naturaleza humana es anárquica y se controla sólo por restricciones exteriores; el orden social sólo es posible para los kerawara por la intervención europea; las transiciones sociales, como entre el momboto y la presente era, son transformaciones abruptas [...]. Tales cambios no manan ni de un desarrollo general de las capacidades humanas ni de un florecimiento de algún genio creativo individual. El cambio requiere [...] la influencia desde afuera. (Errington, 1974: 257-258)
Tal es el caso, por ejemplo, de Holger Jebens (2013: 90): La diferencia entre bisnis y «culto del cargamento» [kago kalt] era, quizá, principalmente vista a través del hecho de que el gobierno colonial respondía a lo uno con apoyo, y a lo otro con encarcelamientos [...]. Kago era todo aquello que «las autoridades» perseguían, pero, vuelto del revés, todo aquello que era perseguido podían también ser kago. Parece que en este respecto las cosas no han cambiado mucho. Los seguidores del culto al cargamento están todavía, por definición, por así decirlo, opuestos a los representantes de la colonización y la misionalización, y por tanto «culto del cargamento» se convierte en un término de exclusión: [independientemente de lo que sí sea] el «culto del cargamento» no es la cristiandad, el bisnis, o el ayuntamiento.11
Con ese lineamiento, claramente mitológico, de una cosmopoiesis impulsada por el «poder trascendente» europeo como telón de fondo, al menos desde la década de 1930 se documenta una creciente preocupación de algunas facciones principales de la isla por aproximarse a los estándares conductuales occidentales. El kaun se habría concretado en los primeros años de la de 1950 como una serie de actividades formalmente similares a las empresas comerciales –movimientos de dinero, depósitos bancarios, inversiones, etc.; de hecho kaun deriva del inglés account–, pero con una tan acusada desconexión entre fines y medios, y a veces incluso en carencia directa de fines, respecto de su contexto operativo referencial –la economía mercatizada– que a la postre evidenciaba más que otra cosa la ausencia de una la lógica economicista en sus bases proyectuales. Una serie de actividades, por otro lado, encabezadas por jefes locales y regionales precisamente en el momento en el cual la administración trataba de impulsar la creación de unos ayuntamientos que inmediatamente se habrían nutrido de las rivalidades indígenas tradicionales, reproduciéndolas ahora articuladas en el nuevo escenario que arrojaba la colonización.
Sea como fuere, no es preciso profundizar demasiado más esta diferencia, al fin y al cabo estratégica, para que resulte del todo evidente cómo los líderes del kaun sí que estaban obteniendo de sus prácticas resultados positivos en la forma de una movilización del tejido social que sin duda es más justo medir en términos políticos antes que por sus beneficios mercantiles directos, en dinero, en «cargamento», o aun en lo concerniente a implementar el estricto sostén oikonómico, el sustento de los núcleos domésticos «asociados» al bisnis, si bien el tratamiento tipo «caja negra» en que Errington presenta la comunidad kerawara hace difícil evaluar las dinámicas concretas de poder y autoridad en su interior. A pesar de esto, se puede notar cómo la situación descrita para mediados del s. XX en el Canal de San Jorge no deja de ser así una versión grotesca de la misma mutación de los discursos de construcción de la «autoridad política» hacia un poder dirimido o expresado en una –llamémosla así– «dimensión económica» como la que fundara el intercambio monetarizado en sus históricos focos primarios; pero en este caso, paradójicamente, ni se habría originado en las prácticas subsistenciales, ni las habría interceptado decididamente, todavía. O puede que incluso, precisamente en tanto tales premisas, ni siquiera sea algo del todo paradójico, al fin y al cabo (vid. sup., especialmente caps. 5.3-5).
En puridad, esta descripción podría llevarnos a calificar el kaun, más que como un movimiento cargoísta, como un bisnis: término tok pisin formado a partir del inglés business: «negocio»; si bien desconocemos el modo en el cual lo conceptuaban los propios agentes y Errington hace poco más que diferenciarlo de otros cargo cults en el relativamente elevado «grado de comprensión» –indígena– de la cadena operativa industrial –alógena–, manteniendo decididamente la categoría general para calificarlo, empero.10 En el fondo, el que sea así no deja de ser esperable si atendemos a que, para el momento en el cual escribe, aún no se ha consolidado la refracción al argumentario tradicional entre los antropólogos ocupados de la materia, dando paso a metodologías orientadas a indagar en los propios discursos desplegados por los melanesios, de manera que no podemos sino
11 Encontramos otro caso análogo en las secuelas del bien conocido culto encabezado por Yali, en la Provincia papú de Madang, cuando Hermann apunta (2004: 44-45) de los habitantes contemporáneos de la aldea de Yasaburing –a la sazón hogar del citado líder– que «reproduce and recontextualize conceptual components of Western “cargo cult” discourses, but also, in their own specific way, make use of the strategic construction of Self and Other as implicated in these discourses [...]. The intention being to create and Other from which one could demostratively distance oneself. “Cargo cult” –soon there could be no doubting it– had come to function as a demarcation line –those deemed to engage in “cargo cult” or kago kalt were always and invariably the Other, whereas the Self could empower itself through its knowledge thereof».
«Unlike many Melanesian groups with cargo movements, the Karavarans in the Kaun are not trying to get cargo or money directly from deities; they do not expect that cargo is magically created out of nothing or that rocks can be transformed into tins of beef. Karavarans have absorbed the idea that cargo comes from a factory, that business is necessary to make money for the order of cargo. But the way in which this happens is mysterious to them and they believe that there are elusive secrets involved» (Errington, 1974: 262).
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Los cazadores de cabezas a propósito de la excepción Repitámoslo de otra manera y que sean nuestras deficiencias terminológicas las que basten, a estas alturas de la investigación, para ponernos sobre aviso del problema al cual nos referimos: estas prácticas habrían orientado la autoridad hacia un poder dirimido o expresado en una Economía que no es, o al menos no ha sido, primero economía.
gab se vincula, para las distintas comunidades fuyug, con el desempeño de los «hombres eficaces» (aked): «entre los aked de cada grupo territorial se destaca cada generación un conjunto de hombres en conexión con el precedente ancestral y el éxito personal, que son percibidos como capaces de activar esos actos de unificación de mentes, cuerpos y esfuerzo [comunitario o tribal]. Ellos son los amede o jefes» (Hirsch, 2001: 246). En este sentido el gab, como los rituales asociados a las cacerías de cabezas marind (vid. sup., cap. 6.3), era a la vez un prerrequisito necesario para asegurar la continuidad espacio-temporal de la «comunidad de los humanos» y una arena política en la cual demostrar –y medir– la eficacia de aked y amede a la hora de encabezar los esfuerzos de esa comunidad. Nada que no hayamos visto antes: finis operis et finis operantis.
En todo caso sobresale, al menos apriorísticamente, una diferencia importante entre esos focos primarios y la situación de Kerawara: la presencia en el sistema melanesio, una vez colonizado, de unos agentes externos a la comunidad determinando, al manejar un poder –no económico– desconocido o excepcional en su política, el lenguaje –económico– en el cual ésta se va a dirimir o expresar. Podríamos decir que los jefes del cargo cult son políglotas, y dedicarnos en lo sucesivo a desentrañar la distinta radical de esos poderes que se nos van perfilando; como podríamos asumir, en fin, que no se deben medir en los mismos términos, ni encapsular en la misma terminología, el «poder» de determinar o, sobre todo, de decidir un lenguaje y el «poder» de expresarse en ese lenguaje, más allá de que por supuesto toda práctica entrañe por sí misma un cierto grado de determinación (vid. inf., caps. 8.2-3). Vaya por delante que Errington (1974: 264) concluye al respecto que «el negocio europeo [era] visto como un ritual perpetuo con los mismos fines de domesticación que el ritual tabuan», una ceremonia tradicional de control de la fuerza primigenia del momboto, en cuya ejecución no tan curiosamente intervenía el «dinero de conchas» –i. e.: objetos circulantes en la esfera y expresión del prestigiosegún los signos indígenas previos a la colonia– y que, a fin de cuentas, formaba parte de los complejos de prácticas de creaciónrecreación del orden natural o social: dos categorías que en esta instancia son, y así deberían de sernos, lo mismo. Del orden del universo.
Hay que tener en cuenta que, para cuando tiene lugar el episodio que relatamos, suman cerca de treinta años de contacto entre los fuyug de Udabe y los misioneros de la MSC, establecidos en 1913 en la zona de Ononge. La primera «entrada» en el valle, sin embargo, habría tenido lugar en 1909 desde el también poblado por comunidades fuyug valle de Auga, que los católicos visitaron en 1899 sólo para ser expulsados por la parcialidad mafulu y provocar la irrupción de una patrulla gubernamental que se saldaría con cinco muertos: cuatro hombres indígenas y un agente colonial no europeo (Hirsch, 2001: 247-248; 2003: 8-9, 12). Esta experiencia inicial resume adecuadamente el punto de fusión de los objetivos de misión y administración colonial, quienes en lo sucesivo desarrollarán una práctica, si no solapada, sí perfectamente coordinada desde sus diferentes ámbitos de actuación. Esto a pesar de sus tampoco desdeñables diferencias; incluso –especialmente– en la percepción que los fuyug tenían de ambas instituciones europeas. No por nada, resulta harto interesante la recurrencia con la cual los misioneros dan cuenta de esta respuesta diferencial en sus visitas a las aldeas indígenas una vez son capaces de expresarse inteligiblemente en la lengua trans-neoguineana de los fuyug, competencia alcanzada ya con los mafulu, mucho antes de que penetraran por primera vez en Udabe. En esta línea, Hirsh explica (2003: 11-12) cómo Clauser, el primer misionero de la MSC en establecerse en el valle, «reporta que los hombres que le acompañaban a una casa en particular gritarían antes “¡no os preocupeis! No es un inglés [Piritani], es un hombres real [real man, más adelante también true man] que habla el idioma de Livu”: An’akai, Livien’u gan’ete»; y es algo muy significativo también para los indígenas «porque subraya la percepción de ciertas diferencias vitales que activan su respectiva conducta. El hecho de que Clauser pueda hablar el idioma local indica que no es enteramente extranjero, o diferente; que participa de una de las formas o maneras de la “verdadera humanidad”». Sin duda esta apreciación, en el marco mayor de todo lo dicho hasta aquí, ha de desatar toda una serie de consideraciones que quizá no acaban de ser exploradas por este autor. Piénsese
De vuelta a la isla de Nueva Guinea unos pocos años antes, concretamente en algún momento de la década de 1940 y durante los preparativos para la celebración de un gab –conjunto de rituales a propósito de las transiciones del ciclo vital celebrado en diferentes etapas de integración de grupos sociales y que comprendía prácticas de comensalismo, danzas e intercambio de bienes de prestigio–, en la aldea fuyug de Imorgamane (Visi), cerca de Port Moresby, cuatro hombres proclamaban el abandono de la práctica de haber dado muerte a un enemigo como medida de ingreso en la plena competencia masculina que venía significándose en el tocado de plumas dune para las danzas ceremoniales, sustituyéndolo por el sacrificio y distribución en y más allá del «grupo territorial» (em), en este caso a lo largo del valle de Udabe, de los cerdos para ese mismo ritual. Y este suceso le vale a Eric Hirsch para argumentar otro tanto que Errington. Tal y como explica este antropólogo de la londinense Brunel University, la organización y participación en el 201
La política salvaje en lo que implica potencialmente la identificación de esa «posición liminar» en que se sitúa por lo pronto a los católicos y luego a los europeos en general respecto de la «comunidad –política– de los verdaderos humanos»; en las lógicas que ordenan las prácticas desarrolladas en su interior; y sobre todo, en el creciente desorden ocasionado, por otro lado, a la vez que se activaba empíricamente esa inusitada agencia exterior.
los procesos de reproducción cultural. Es decir: surgen formas nuevas de otras tradicionales; efectivamente, porque no se entiende de qué otra manera se produce el cambio –ni tampoco la continuidad– en la cultura semiótica de un animal que vive «inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido» (Geertz, 2005: 20), y en verdad, vive retejiendo constantemente. Lo destacable del caso no es entonces tanto el mecanismo como la situación excepcional, y el salto cualitativo que ésta propicia en la reproducción del grupo. Puestos a echar mano de las categorías analíticas vertidas en el epígrafe anterior, siquiera a vuelapluma, podría llamarse la atención en cómo el paradigma biológico general del «equilibrio puntuado» en una declinación culturalista se acomoda bastante bien a un modelo tipo «neoepisódico» según lo definió Gellner; uno que se completaría estableciendo que no existe uno, como proponía el filósofo checho, sino repetidos y arrítmicos eventos potencialmente transicionales en una secuencia continua de «cambios» que no son sino la replicación práctica de la propia idea de tradición, en tanto tendencia que arriostra y orienta el «proceso de copia» (vid. inf., cap. 8.2).
Precisamente por estos motivos no podemos sino disentir de la idea por la cual «los montañeses esperaban de los hombres blancos la demostración de formas [conductuales] análogas a, y sustituibles por, aquello que ellos ya tenían»; y que una vez éstos las demostraron, por ejemplo cuando el explorador Mick Leahy utilizó conchas «labio de oro» para activar un intercambio de cerdos en Mount Hagen –episodio sobre el cual también reflexionará Marilyn Strathern, a quien no tardaremos en referirnos (vid. inf., cap. 7.5)–, los índigenas «se vieron forzados a actuar en consecuencia»; que «es a través de una coerción de este tipo que los melanesios hacen surgir una variedad de formas [nuevas] desde otras [tradicionales]» (Hirsch, 2001: 243).12 Muy al contrario, la condición «no verdaderamente humana» de los kiaps coloniales hace difícil imaginar que se reaccionara ante ellos solamente en la medida de un comportamiento análogo al de los agentes «verdaderamente humanos», percibido y clasificado según los términos de la lógica en que venían interactuando estos papúes en el interior de sus comunidades políticas, o aun con otros grupos exteriores cuyas formas sí se habían batido en paralelo, como parte de su entorno inmediato. Máxime cuando el propio autor reconoce que «los oficiales de las patrullas y su policía eran capaces de emplear formas de fuerza y coerción nunca antes experimentadas» por los fuyug (ibíd.: 250). Esto más bien nos estaría remitiendo a un escenario de multiplicación e intensificación de las mutaciones conductuales en un intento por reajustar los «sistemas lógicos» expuestos a la experimentación de esas fuerzas desconocidas. Y obviamente, tal cosa sólo podía conducirse a través de la «selección medioambiental» de determinadas variaciones y anomalías exitosas verificadas durante
El caso es que, volviendo a la preparación de aquel gab en concreto, acaecida durante la década de 1940, y la proclama –mutante– de los cuatro hombres de Imorgamane sobre las condiciones que daban acceso al dune, Hirsch (2001: 246) concluye: Con el advenimiento y rutinización de los proyectos colonial y misional, los fuyug llegaron a presentar su mente y piel en formas no concebidas hasta ese momento. Sucedió cuando llegaron a percibir nuevas maneras de representar su apariencia. Los fuyug no abandonaron el gab, crecientemente alentado [sic]13 tanto por el gobierno como por la misión; al contrario transformaron la forma en que podían medir recíprocamente sus capacidades [i. e.: «autorizar» a los amede] como, por ejemplo, «metiendo la ley en sus cabezas». No podemos dejar de notar el sospechoso uso del término encouraged en este pasaje cuando, habida cuenta de lo que sabemos sobre las dinámicas colonizadoras, cabría esperar precisamente la actitud contraria; y esto aun aunque tampoco debamos de perder de vista, ante todo, que la eventual resolución en uno u otro sentido de esta singularidad histórica concreta, en el fondo, no varía un ápice las consideraciones que aquí nos interesan. Dicho esto, lo cierto es que los textos manejados parecieran corroborar que efectivamente se trata de un error –¿tal vez por discouraged?–: de hecho pocas líneas más abajo Hirsch (2001: 247) cita la expansión «espacial y temporal» del gab como ejemplo de las aculturaciones que «were often not readily perceived by the Europeans or [...] resulted in transformations that Europeans did not necessarily intend»; y todavía en un trabajo posterior (Hirsch, 2003: 14-16) aportaría la macabra descripción que de tal ceremonia daba cuenta uno de los misioneros, para concluir con la idea de que esta costumbre era percibida como uno de los obstáculos principales contra la escolarización evangélica. Del otro lado, tampoco deja de ser cierto que esta última afirmación se da en el marco de los años 1899-1918, cuando el gab sigue implicando una buena dosis de violencia tanto en los requisitos del dune como en la propia performática ritual. Un desarrollo alternativo podría haberlo equiparado en fechas más tardías a los usos mutantes que Görlich (1999: 157) reporta del paröm kobon, o al ritual pacificatorio descrito por Schwoerer (2014) entre los fore.
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Sin detenernos demasiado a valorar el embrollo que supone la definición dicotómica de «coerción» a través de la cual Hirsch (2001: 243) distingue un control por la fuerza (restraint through force) característico de las instituciones del Estado, de una «compulsión» u «obligación», entendemos que apoyada en mecanismos endoculturales más volitivos –huelga señalar que para nosotros este segundo fenómeno, sin duda cierto, no puede definirse en la misma categoría que la otra «coerción»; y cf. la misma Strathern (1985: 117): «the concept of coercion depends equally on the concept of consent, coercion is consent overridden»–, ocurre que su comprensión de la clasificación gellneriana resulta igualmente definciente (Hirsch, 2001: 245). Equipara así «progresismo» a «evolucionismo», y vincula sin mayor empacho los agentes coloniales a este tándem, mientras que tratándose de misioneros católicos, es evidente que como poco debían de estar harto familiarizados con el mismo tipo de «pensamiento episódico» en que concebían la realidad los melanesios. Y aun podríamos añadir que, de hecho, al contrario de lo que veíamos en casos como la mitología en torno al control del momboto en Kerawara, el cristianismo canónico no se puede calificar precisamente de «episodismo progresista».
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Los cazadores de cabezas a propósito de la excepción conchas en lo que parece ser el primer encuentro entre europeos –criollos australianos más concretamente– y las poblaciones papúes que habitaban el Valle de Wahgi y los parajes aledaños, en torno a los volcanes Mount Hagen y Giluwe (Western Highlands), arrancando la década de 1930. La expedición de prospección aurífera encabezada por Mick Leahy es, de hecho, todo un capítulo en la historia «nacional» de Papua Nueva Guinea, habiendo contactado para la colonización una de las regiones, hasta entonces insospechadamente, con mayor peso demográfico indígena de la isla (cf. Chinnery, 1934; Williams, 1937; Smith, 1950: con bibliografía). Quizá precisamente por ello no sólo se ha publicado en varias ocasiones parte de los diarios del australiano (Leahy y Crain, 1937; Leahy, 1991), sino que éstos sirvieron de base, junto al abundantísimo material gráfico recogido durante la propia expedición y los testimonios de los protagonistas supervivientes, para algunos conocidos documentales.
Es evidente que el autor asimila en este pasaje la «ley» (law) específicamente con las formas estatistas –i. e.: primero, emanadas de las instituciones del Estado, y segundo, en la estasis que supone su fijación escrita– de codificación del derecho que emplean los europeos en la expansión colonial, pero también «en todas sus partes». Desde luego no sólo es una asimilación adecuada, sino que subraya además un punto clave en la discusión que ha de venir (vid. inf., especialmente caps. 8.4, 9.1 y 10.3-4). Por el momento queda aquí el paralelo, también, con Errington y el bisnis de Kerawara, en tanto «recreación ritual» que permite y funda la sociedad al haber controlado el momboto: «el ritual gab ejerce [tradicionalmente] un atemperamiento de dinámicas y conductas –su representación está rodeada de tabúes sobre el sexo y la violencia, así como sobre el uso de determinados alimentos–. Eventualmente la “ley” que trajeron los europeos fue aprehendida como una técnica [“una tecnología”, diría Foucault en este caso] para atemperar tales cosas, a mayor escala» (Hirsch, 2001: 249).14
Strathern lanzaba su hipótesis a partir de las descripciones vertidas en estos documentos: Sabemos [...] que los indígenas de Tierras Altas en general sentían curiosidad por la vestimenta de los exploradores [...]; sabemos que se rumoreaba que eran espíritus. Sin embargo también hay indicios suficientes, tanto entre los recuerdos de la gente como en los diarios de Leahy y Taylor, como para sugerir que el asombro que sintieran los indígenas se mezcló con muestras de arrogancia que rozaron la indiferencia. Es el elemento de asombro lo que quiero explicar; porque lo que está registrado en los reportes australianos como el subsiguiente «descubrimiento» de que esos espíritus eran humanos, parece haber sido en sí mismo otro momento de asombro [para los nativos], una revelación. Sugiero que no fue la distinción entre los nativos y los australianos lo que supondría el impacto más profundo [en los sistemas culturales de «percepción-clasificación» de los primeros], sino el colapso de esa distinción. (Strathern, 1992: 244-245)
5. Hombres y hombres muertos y hombres rojos Citábamos en el epígrafe anterior la «descomposición interpretativa» que la británica Marilyn Strathern planteó a propósito de un episodio sobre el intercambio con Esto contrastaría casualmente con el planteamiento de la propia Strathern, quien en un por lo demás sugerente texto oponía la percepción papú de la sociedad a la noción ilustrada de la misma conteniendo y regulando los comportamientos individuales, tal cual la imaginaron Adam Smith y Bentham, con fortunas dispares, para el mercado y la legislación (Strathern, 1985: 115 y ss.). Según ella, en las Tierras Altas de Nueva Guinea no existen el equivalente a los procesos judiciales europeos para «reparar» las conductas antisociales –extremo que reforzaría indirectamente la asimilación cultural de la «ley» que practica Hirsch–, sino que actuarían más bien como una arena política, pues «mediation does not introduce a superordinate –socialising– capacity to surrender confrontation to the social interests of peaceable resolution: it displays the capacity of men to objectify and transact with values they have for one another» (ibíd.: 126). No perdamos de vista, empero, que tanto la descripción de los procesos como la elisión de cualquier referencia a la escala o el tipo de colectivos que interaccionan en estas transacciones, y el reconocimiento junto con lo antes asumido por Sahlins y Jackson (vid. sup., cap. 6.2), de las consecuencias estructurales de la «pacificación» colonial, han de ponernos en guardia sobre la función y naturaleza exacta de los fenómenos reportados por Strathern, pues es muy probable que no se trate tanto de mecanismos –por así decirlo– intracomunitarios como del reforzamiento de una opción intercomunitaria que cierto grado de comunión cultural como el habido entre los grupos de Mount Hagen tradicionalmente permitía, pero no obligaba, como resolución alternativa a la guerra sin dejar de mantener la tendencia centrífuga clastreana. Es decir, en resumidas cuentas: que se trate de conductas en el seno de un «universo social» más que de una sociedad (vid. sup., caps. 4.3 y 5.4-5). Esto explicaría a la vez que el registro etnohistórico previo se muestre mucho más violento e inestable –aunque se den, al otro lado, ejemplos de «paz étnica» tan comprehensivos como el que se desprende de la etnografía marind (vid. sup., cap 6.1)–, y que esa desaceleración radical del fluido político acaezca al tiempo que entra en liza un factor externo, distinto al político, directa o indirectamente haciendo gravitar en torno a su centro la estabilización de la sociedad colonial –¿su «invención» como comunidad política?– (cf. i. a. Schwoerer, 2014; Görlich, 1999). En cualquier caso, es cada vez más evidente la necesidad de problematizar la justicia en tanto «orden del derecho» que delimita efectivamente –i. e.: todo lo efectivamente que permite la práctica–, en fin, la sociedad humana.
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Obviamente, si disentíamos del uso que de esta hipótesis hacía Hirsch para el caso de las mutaciones en el gab fuyug, disentimos en igual medida de lo que comporta el planteamiento general para la teorización sobre procesos de la misma índole; para la interpretación de los ajustes en la codificación cultural de las relaciones «interiorexterior» en el seno de las comunidades políticas papúes, que nos parece advertir transpirando en lo que la etnografía registra del desarrollo subsiguiente de su práctica. Y especialmente, disentimos al ponerlo en relación con lo que sabemos del funcionamiento de sus sistemas sociales antes del contacto europeo. No equivale esto a oponerse absolutamente al argumento que compone la británica, pero sí a denunciar en él, para empezar, una noción absoluta de «humanidad» que, en un por lo demás sintomático efecto retroactivo, se 203
La política salvaje corresponde sin duda más con la sensibilidad cultural europea –incorporada al menos desde los Ensayos de Montaigne al núcleo ideológico, que no necesariamente a la práctica, del modernismo ilustrado; quizá incluso, mucho antes, hundiendo sus raíces filosóficas en el «cristianismo de los gentiles» (vid. sup., cap. 5.6)–, que con la percepción de la realidad en que venían interactuando los diferentes «humanos verdaderos» que poblaban, por ejemplo, la Melanesia para ese mismo momento. Opinamos que tal «binarización» de la categoría identitaria –o se es o no se es «humano»– no hace sino obscurecer unos matices fundamentales para entender las distintas lógicas relacionales desplegadas en el escenario de la colonización europea, no sólo pero sobre todo en el caso de la agencia indígena, terminando a la postre por no explicar casi nada del funcionamiento –y del «mal-funcionamiento», de la réplica mutante– de los mecanismos socioculturales de estos grupos humanos en su devenir histórico.
a hacerles más humanos?–; como por supuesto, en fin, tampoco contribuye a desentrañar qué supone para unos y otros grupos el drama colonial; o cómo se produce la emergencia histórica de una política estatista. En el fondo no nos hemos alejado tanto, casi ni un ápice, de los problemas advertidos ya por Redfield (vid. sup., cap. 2.2) al establecer el campo de definición de la «campesinidad» en la emergencia de un sistema de «percepción-clasificación» polinucleado, con una marcada tendencia a alterizar su centralidad; esto es: a una práctica verificada como si el medio cultural y social en el cual está llamada a desenvolverse la acción política se decidiera fuera de la comunidad del «nosotros» que son las sociedades indígenas. Sucede que ahora disponemos de una mejor base empírica en que observar desde el lado de las folk societies «autocentradas» esa mutación, pudiendo entonces empezar a tratar de resaltar, como en una radiografía de contraste, cuáles pudieron ser los dispositivos culturales precisos que se vieron afectados en el proceso, y de qué manera lo fueron. Dispositivos que, en coherencia con las «formas de identificación» tradicionales en Melanesia –y lanzamos ahora nosotros la hipótesis–, habrían «reconocido» a los europeos en una posición social distinta a la de, y con un ámbito de acción potencial distinto al de, los «agentes políticos» propiamente dichos. Es decir: a la del «nosotros» indígena a través de cuyos signos se identifica y conforma en primera instancia la «comunidad de los –verdaderos– humanos».15
Al contrario –y de una manera parecida a como ya vimos con el feminismo materialista de Delphy (vid. sup., cap. 1.1)–, vale para explicar, para explicitar más bien, las bases programáticas de la agenda ideológica contemporánea responsable de ese abordaje «posmoderno» que en el fondo comparte metaobjetivo con el discurso «civilizatorio» moderno contra el cual no pocas veces se y se le define, casi todas torpemente: de una manera u otra, tornar en «nosotros» a «los otros». Es cierto que ahora se plantea desde una perspectiva probablemente más justa; como mínimo, más amable; aunque sea sólo porque se limita bastante concienzudamente a incidir en el lado proximal de la relación, y así, a agotar las culpas históricas en la imagen de «nosotros» –algo, por cierto,muy acorde con aquella doctrina de Cristo–. Sin embargo huelga subrayar cómo, también en este caso, asumir esta posición estaría bordeando el descuidar que tratamos ni más ni menos que con sistemas culturales de «percepción-clasificación» en cuya articulación de la práctica humana nada tienen que ver las exactitudes de su correspondencia con las «verdades genéticas» sobre la unidad de nuestra especie; ni por supuesto, con nuestros actuales anhelos a propósito de la forma en que debieran de percibirse y conducirse las relaciones sociales más allá de las variaciones culturales. Desoír las evidencias etnográficas sobre la existencia de diferentes clasificaciones identitarias reproduciéndose desorganizadamente en el impasse colonial para prejuzgar la unicidad universal de la posición en la agencia social de lo «humano», puede ser un ejercicio tosco encaminado a «tradicionalizarnos» el reconocimiento mismo de la humanidad de «los otros» como premisa de nuestra propia sociabilidad, pero desde luego no debiera ser una condición para evidenciarles en un análisis académico mayores cotas de una «racionalidad objetiva» que o no se encuentra aquí, o no se dirime de esa manera, o directamente no existe –¿por qué iba a hacerles más racionales racionalizar en nuestros términos?, o peor, ¿por qué iba
Empecemos despachando un argumento en los matices de cuya propia formulación, de hecho, ya se evidencian algunos importantes flancos débiles. Como decíamos al tratar los fuyug, para Hirsch el meollo de la cuestión reside en que los europeos debieron de activar una «relación de consecuencia» que fuera comprensible y 15 Puede traerse a colación rápidamente la definición operacional más sistemática que aporta Bourdieu, en este sentido y como ejemplo, en su genealogía de la situación de Estado, al hablar de la performática en el espacio público –oficial– y sus límites, sus censuras, en tanto «confrontación [de un agente dado, un ego] no con otro universal, sino con una especie de alter ego universal que sería una especie de Superyó generalizado [...], constituido por el conjunto de personas que reconocen los mismos valores universales, es decir, los valores de los que no se puede renegar sin negarse a sí mismo, ya que se identifican con lo universal, afirmándose como miembro de esa comunidad que reconoce lo universal, la comunidad de hombres verdaderamente hombres [sic, por “los humanos”]» (Bourdieu, 2014: 80-81). Ciertamente, el discurso del sociólogo francés tiene las miras puestas en la «revelación» –según sus propias palabras– de lo que podríamos calificar como dispositivos culturales proestatistas; pero lo interesante aquí es que lo haga remitiéndose a esa lógica primera que identifica en el universal propio de los «hombres de honor» de la Cabilia, o precisamente, de los «hombres» frente a los «no hombres» entre unos canacos de Nueva Caledonia –archipiélago todavía bajo dominio francés al sur de Vanuatu– que «la tradition ethnologique décrivait comme des sortes de “superprimitifs”, incarnation par excellence, et à ce titre, exaltée, célébrée, du primitif au sens d’ “originaire”» (cf. Bensa y Bourdieu, 1985; énfasis en el original). Con ello queda esbozada claramente por primera vez en esta investigación una contradicción aparente que devendrá fundamental a la hora de elucidar nuestras conclusiones positivas, o propositivas, a desarrollar a partir de aquí: el que atascada la –llamémosla así– «política salvaje» en determinada constelación social, es la misma lógica contraestatista quien juega a favor, quien respalda culturalmente, la acción de Estado.
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Los cazadores de cabezas a propósito de la excepción de interés en términos indígenas, como premisa previa a que éstos, así «compelidos», mutaran sus conductas hacia el acompasamiento colonial. Con este fin remite a las consideraciones de Strathern a propósito de las reacciones suscitadas en poblaciones probablemente melpa o de alguno de los grupos kaugel (vid. Lewis, Simons y Fennig, 2015) de la zona de Mount Hagen frente a la eventualidad del uso de determinadas conchas como «moneda de cambio» por parte de Mick Leahy en sus exploraciones de 1930-1935.
el objetivo subsidiario de no quedar aislados entre poblaciones muy superiores en número con las cuales no les uniera ningún vínculo social o de interés recíproco; ni por supuesto, en un plano más básico que todo aquello, prácticamente ninguna «comunión cultural» –i. e.: una serie de lógicas operativas de orientación compartida al punto de permitir prever, de alguna manera, el desarrollo potencial de una conducta dada–. En este sentido Leahy da cuenta, por ejemplo, de un trueque acaecido en 1932 cerca de Goroka (Eastern Highlands) cuyas tensiones acaban por desembocar en un ataque inesperado por parte de un contingente identificado como korofagu, posiblemente alguna parcialidad del grupo lingüístico benabena, que obliga a retirar a toda prisa el campamento británico hacia una posición despejada donde poder sacar ventaja de su armamento, siendo que aunque el australiano considera que la maniobra bien pudo ser interpretada como una muestra de debilidad, parece que el fuego de cobertura habría ocasionado suficientes bajas en la partida guerrera indígena como para disuadirles de continuar la persecución. Meses más tarde se zanjaría el contencioso con un nuevo intercambio, el pago material en contraprestación por dichas bajas, y el sacrificio de un cerdo en banquete (Leahy, 1991: 52, 60-61). Tal parece ser la pauta general de estos episodios –una muestra más de reciprocidades negativas (vid. sup., caps. 4.5 y 6.1, nota 4)–, también verificados en la zona de Mount Hagen (ibíd.: 111-112, 134), por más que al menos en dos ocasiones Leahy refiera la muerte de sendos exploradores y parte de sus equipos nativos, respectivamente en las inmediaciones de Henganofi, también en la Provincia de las Eastern Highlands, y más hacia la costa, en la de Morobe, a manos de los célebres kukakuka17 que de poco no acaban con el propio autor en 1931 (ibíd.: 37 y ss., 149 y ss.).
En efecto, éste es un hecho del cual el prospector australiano da buena cuenta en sus diarios, ensayando en ocasiones grosso modo escalas comparativas con mercancías de alta negociabilidad comunes en los circuitos europeos, de tal modo que: «en estas tierras el pequeño cauri representaba la segunda concha más atesorada o valorada de su economía [y] el tambu era su moneda de oro [gold currency], siendo las conchas grandes, la “labio de oro” [Pinctada maxima], el caracol verde [¿tal vez el Papustyla pulcherrima?], y otras caracolas, el equivalente a nuestro comercio de joyas de diamante» (Leahy, 1991: 134; cf. ibíd.: 84-85, 94, 98100, solamente para el año de 1933). Pero aportando más datos, en ese mismo pasaje Leahy recalca también el componente de «impredecibilidad» en que los papúes parecen juzgar a menudo el comportamiento de unos extraños que deambulaban por el país en «aparente falta de armas ofensivas o defensivas» pero pertrechados, sin embargo, de «bienes susceptibles de ser saqueados, los cuales debían de ser muy fuertes en cuanto a cualidades mágicas y bien valdría la pena adquirir» (ibíd.: 91).16 Quizá por esta causa o sencillamente, como asimismo sugiere el australiano, en un ejercicio de presión, buscando dimensionar los límites de esta fuerza desconocida, también se escamotean en su relato con cierta frecuencia las referencias a episodios violentos y abiertos ataques que más tarde referiría Strathern como muestra –podríamos decir– de esa «relación no significativa», previa a ser «reveladas» aquellas formas conductuales análogas a las indígenas. Si hemos de confiar en lo reportado por Leahy, tales acciones habrían tenido lugar preferentemente tras un primer encuentro más pacífico en el que acostumbraban a entablarse intercambios, dado que la expedición procuraba aprovisionarse en las aldeas que iba contactando con
En cualquier caso, estos enfrentamientos puntuales –los que relata Leahy, y los que venimos comentando y comentaremos en otros casos de estudio– se habrían saldado indefectiblemente a corto y medio plazo no sólo con el despliegue de esas prácticas coactivas operadas por los kiaps con medios «nunca antes experimentados» en Nueva Guinea, sino también en asociación con una 17 Este término, actualmente en franco desuso, se popularizó durante la administración australiana de la mitad británica de la isla para designar de una manera ciertamente vaga a los diferentes grupos papúes que actualmente conocemos como la familia lingüística anga, con un marcado carácter propio aunque a efectos de clasificación englobados dentro del macro-grupo trans-neoguineano según el Ethnologue en 2015. Godelier explicó en varias ocasiones (vid. i. a. 1986: 12; 1989: 166) el origen exonímico despectivo de kukakuka para este conjunto en el cual también se incluyen los baruya, siendo que kuka vendría a significar en sus lenguas y en sentido literal el agente y la acción de «saquear», mientras en un sentido amplio significaba la belicosidad de estos grupos tanto para con sus vecinos, culturalmente muy distintos a ellos, como entre sus grupos y parcialidades; lo que es fácil de colegir si atendemos a que precisamente kuka es un término anga. No en vano Leahy (1991:4243) indica cómo los nativos que acompañaban esa aciaga expedición eran mayoritariamente buang, uno de los grupos austronesios –y no papúes– que pueblan los orillas del Golfo de Huon y parte del valle del río Markham que en él desemboca. Por lo demás, nótese que anga también es un exónimo, convenido y aplicado por lingüístas y antropólogos sobre la base de la designación común en todos los idiomas que componen la familia para el concepto «casa».
16 Dice literalmente el explorador: «we moved through the country as if we had been acknowledged its supremely powerful conquerors. Most of the Stone Age people accepted our assertion of status. Trouble usually came the second or third visit, after the wise men had had time to sit around and discuss our visits, our apparent lack of weapons for either offense or defense, and particularly our lootable assets, which must be very strong in magical qualities and well worth acquiring». Por lo que toca al pasaje que referíamos introduciendo la cita sobre la estimación comparativa de bienes de valor papúes y europeos, concretamente el contexto era el de los intentos por introducir prácticas de trabajo asalariado en el bateo de oro y otras labores del campamento australiano para las cuales éstos podían crecientemente enrolar nuevos nativos a su columna: «they learned the first lesson of our economy, “no work, no pay”, and they were quite happy to accept it but saw no harm in trying [cobrar sin haber trabajado]. Who knew what the strange white men might do?» (Leahy, 1991: 133-134).
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La política salvaje lógica operativa igualmente novedosa. Implantando la Pax Britannica, esa lógica enfatizaba la posición de «exterioridad» de unos europeos y criollos que no reaccionaban ante la violencia, ni la victoria militar, como habría cabido esperar de cualquier otro grupo melanesio con el que se hubiera tenido contacto previamente. Esa lógica que les era ajena, «lógica otra» en más de un sentido, y empiezan a experimentar los papúes con la rutinización colonial no es otra cosa que la base conductual de una versión totalizante de «autoridad coercitiva»; la misma que más acá del escenario colonial llamamos, sin más, Estado. En este contexto la reacción violenta puntual por parte de los indígenas tiene serios visos de ser mejor interpretada en clave de la «experimentación» que el otro Strathern, Andrew J. Strathern, profesor de la estadounidense Universidad de Pittsburgh al que ya nos hemos referido más arriba (vid. sup., cap. 4.2), defendía para los cultos cargo desarrollados por aquellos mismos melpa y kaugel de Mount Hagen (Strathern, 1979; 1980). Y todo junto, parece evidente que los resultados inmediatos de aquella experimentación habrían arrojado una situación relacional que distaría mucho de no ser «significativa»; ni de dejar de compeler internamente la conducta indígena; independientemente de que, en efecto, no lo hiciera en el sentido «normal» en que lo venía haciendo la interacción con agentes «verdaderamente humanos».18
Joachim Görlich ha sintetizado el establecimiento del «orden social» colonial –en un sentido más o menos restringido: de la significación de la violencia en el escenario social neoguineano postcontacto– en tres fases ilustradas con el caso de los kobon del Schrader Range que separa, al norte de Mount Hagen, las cuencas de los ríos Jimi y Ramu, en la confluencia de las Provincias de Madang, Western Highlands y Jiwaka. La primera de estas fases, que inaugura la irrupción de los kiaps australianos acaecida allí hacia 1950, giraría de un modo determinante en torno a la urgente resolución del «status ontológico del otro». Como indica el investigador del Max-Plank-Institut de Munich, a pesar de que los kobon debieron de haber tenido noticias previas al contacto que anunciaban que los europeos «eran seres parecidos a los humanos»: Cuando estos extranjeros [strangers, también «extraños»] aparecieron súbitamente en el área kobon y pudieron ser experimentados directamente, todavía se dio una especie de «obscuridad epistémica» [epistemic murk, en referencia a trabajos del propio Strathern («Structures of disjuncture», 1996) y Michael Taussig, (Shamanism, colonialism, and the wild man, 1987, ambas fechas para la respectiva primera edición)]. Los extranjeros se asociaron con espíritus, pero desde luego no con espíritus encajables en el esquema convencional de las cosas, pues de otra manera uno los habría encontrado durante la noche en partes remotas de la selva. Estos nuevos espíritus venían a plena luz del día y entraban en sus hogares [...]. Así las cosas, el primer contacto descompuso muchos esquemas tradicionales. Como resultado, debió de acometerse una buena cantidad de «trabajo simbólico» para entender qué estaba ocurriendo. (Görlich, 1999: 154)
Contamos en el corpus etnográfico con reportes más detallados sobre fenómenos aparentemente muy similares a una «violencia experimental» por parte de grupos de cazadores recién contactados por los europeos en la segunda mitad del s. XX que no habría anulado ni la carga significativa que per se ha de haber generado una irrupción empírica de esta índole ni, por supuesto, la estabilización –al menos hasta que profundiza y se desarrolla su incorporación a los nuevos Estados que caracterizan la tercera fase de Görlich (1999: 159)– de unos parámetros relacionales de los cuales, opinamos, dan la razón a la hipótesis aquí propuesta. Cf. el relato que hace McLean Stearman sobre los mbía yuquí (vid. sup., cap. 2.2), utilizando el «archivo cultural» de los agentes de la New Tribes Mission que los redujeron: a pesar de que los esfuerzos de los cristianos se remontaban a 1955, el primer contacto directo no se dio hasta 1959, limitándose los años anteriores a abandonar determinados bienes materiales que fueron recogidos por los indígenas sin obtener ninguna respuesta en contradón. En los subsiguientes encuentros «the wrestling and choking began. In what appeared to be test of strength and courage, the Yuquí would leap on a missionary, struggle him to the ground, and then cut off his wind by squeezing on the trachea. In spite of their fear and discomfort, the missionaries did not resist, fighting back enough to make a good show, but always allowing the Yuquí contender to win. One morning, the entire Yuquí band entered the mission encampment and ransacked the houses looking for supplies» (McLean Stearman, 1989: 26-27). La insostenibilidad de la situación obligó a retirarse primero del campamento permanente, y después totalmente de la zona en 1960, después de que un misionero resultara herido. En 1963 la New Tribes Mission plantea de nuevo la evangelización de estos mbía, pero esta vez elige como plataforma una «lancha fortificada» atracada en el río Chimoré, con el resultado dos años más tarde de reestablecer un contacto en el cual «the team decided to carry sidearms and left one man with a shotgun on guard in the small boat while the others went ashore. It is hoped that this display of strength would deter the Yuquí from physical agression», como en efecto sucedió, permitiendo plantear de nuevo un establecimiento misionero permanente en la zona; eso sí: en la orilla contraria del río, como medida preventiva ante unos indígenas que no nadaban. «The decision to move the Yuquí to the missionary side of the river was reached in 1979, but still the Indias were kept at a safe distance from the mission camp», sustituido por el actual en 1982 pese a lo cual McLean Stearman, quien viviera en dicha ubicación, todavía anota cómo «the physical disposition of the missionary settlement is interesting in that whether by design or chance it almost perfectly mirrors the ranking of the [...] members» (ibíd.: 32-36). Cuando la autora se desplazó a la zona para desarrollar su trabajo de campo, entre 1982-1983, decidió instalarse en la parte mbía –en lo tocante al debate que
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Se trata sin duda de una descripción válida, como poco, para todas las tierras del interior de Nueva Guinea. Tobias Schwoerer (2014: 345), etnógrafo suizo que conduce sus investigaciones entre los más orientales grupos fore (Okapa, Eastern Highlands), lingüísticamente emparentados con los ya mencionados habitantes de Goroka y Kainantu, proporciona detalles más concretos sobre un proceso que aquí habría abarcado un lapso de unos veinte años y se inició con la llegada de un determinado tipo de extraños objetos (mono’ana)19 a través de los circuitos comerciales ahora nos ocupa, ¿es necesario recordar cómo este autoetnónimo viene a significar precisamente «humano»?– del campamento, reabriendo consabida o incidentalmente el proceso de «significación» yuquí para establecer una orientación relacional con un abá que no mostraba una conducta congruente con el status «reconocido», al menos desde los hechos del Río Chimoré, de un tipo de seres identificados largamente como espíritus de sus ancestros (ibíd.: 9 y ss., 123-124). 19 Según indica Schwoerer (2014: 345-346), incorporado al fore desde alguna región vecina a Purosa, mono’ana «was a term coined to signify all the goods associated with the red-skinned people, from shells to axes and knives to pieces of cloth or even salt»; tras lo cual añade, «the term might be derived from the English money». Es evidente que los papúes captaron más clara y rápidamente que los economistas europeos que las «cualidades inmanentes» del dinero como signo son colaterales a su verdadera trascendencia social como símbolo del poder –sensu Castaingts Teillery (vid. sup., caps. 5.3-4)–.
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Los cazadores de cabezas a propósito de la excepción de larga distancia que vinculaban las Tierras Altas con la costa, invariablemente asociados con el «reino de los espíritus y juzgados en la contingencia de un poder sobrenatural». Continuó con el avistamiento de aviones y, en su aterrizaje en parajes aledaños, los rumores sobre unos seres «el propósito de cuya aparición era desconocido, pero [que] fueron considerados alternativamente espíritus de la tierra de los muertos o ancestros que regresaban»; e ingresó por fin en la situación descrita para la primera fase de Görlich cuando, en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial, las patrullas administrativas alcanzaron por primera vez el actual distrito de Okapa. Los términos en que los fore expresaron a Schwoerer tal encuentro bien merecen ser citados literalmente: «la gente de Purosa me contó que experimentaron esta visita como un evento surreal».
misma porción de ambigüedad; es decir: de afectar la vida de los humanos bien positiva, bien negativamente. Una vez más, observando en lo registrado para Mount Hagen, los datos recopilados por Strathern durante las décadas de 1960-1970 ponen de manifiesto estos dos puntos, por ejemplo, cuando describía las diferentes «entidades espectrales» implicadas en un sistema religioso articulado de hecho como una consecución de sacrificios y celebraciones –conceptuados significativamente como «trabajo para los espíritus»– con el objetivo de atraerse, compensar o aplacar a estos seres. En melpa tanto los fantasmas, quienes una vez fueron seres humanos, y espíritus tales como los Femenino [Amb kor] y Masculino [Wøp] son clasificados como kor. Lo que distingue a los fantasmas de otros kor es que aquellos están «plantados», como sus descendientes vivos, los mbo wamb. El término mbo puede usarse para el origen, o el principio, de ciertas cosas, por ejemplo, un vegetal, una piara de cerdos, o un conjunto de personas. Los mbo kor están por tanto ligados por parentesco a la gente viva; por contra, el espíritu Femenino se vincula mitológicamente a otra categoría de seres, la «gente del cielo» [tei wamb] [...]. Aunque estuvieran de este modo separados en su origen de los seres humanos, el espíritu Femenino, como el Masculino, disponían de poderes similares a los de los ancestros. Manifestaban su presencia con la enfermedad, pero si recibían los sacrificios adecuados podían conceder salud y fertilidad. Sin embargo no castigaban a los hombres [sic, por «los humanos»] por otras fechorías que la violación de los propios tabúes cúlticos. Así, estaban menos involucrados en el control social cotidiano que los fantasmas ancestrales. (Strathern, 1970: 573-574)21
La cuestión es que esto ponía dos elementos recurrentes sobre la mesa: 1. el potencial que permitía una clasificaciónidentificación ambigua, por lo demás expresada comúnmente para los papúes en la asociación de identidades diferentes de un mismo ser que ocasionaba que «percibir al hombre blanco como un espíritu no excluyera la posibilidad de que pudiera también revelar una identidad humana» (Görlich, 1999: 155),20 o más concretamente, algunas formas o características compartidas con los «humanos verdaderos», tal como veíamos cuando Hirsch comentaba la «capacidad de hablar» de los misioneros de la MSC entre los fuyug (vid. sup., cap 7.4), o aun más a las claras, en la raíz de la cuestión, desde el momento en que reparamos en el mismo anclaje humano de los espíritus de los muertos, en una línea que bien pudo compartir sus piezas argumentales básicas con las del «alma» de mbía y otros tantos grupos amazónicos cuya problemática sobrevolamos más arriba (vid. sup., cap. 2.2, et inf., cap. 10.3); y 2. la peligrosidad de ese potencial, en la se incide en virtualmente todos los escenarios referidos; el «poder» de los espíritus de trascender a la esfera humana con la
21 En cuanto al término mbo, cf. la descripción que Rappaport aportaba a propósito de la categoría de espíritus rawa mai entre los tsembaga maring: «la palabra mai aparece en varios otros contextos, que aclaran tanto el uso dado aquí como el papel que los tsembaga atribuyen a tales espíritus. Un bulbo de taro al que le han empezado a crecer rizomas, es un mai. La mujer que ha tenido un hijo es un ambra mai, y las hembras adultas de los animales son mai. Pero el término no tiene que ver necesariamente con el hecho de ser hembra, ya que los hombres viejos son yu mai. Un sentido que parece común a todos estos contextos es el de algo de lo que ha crecido alguna cosa» (Rappaport, 1987: 40). Por lo demás, el sistema tsembaga adscribía a esta categoría de rawa mai, habitantes de las tierras bajas de su territorio, tanto a espíritus clánicos (koipa manggiang) como a lo que Rappaport calificó de «espíritus de la podredumbre» (rawa tukump): tsembaga muertos por enfermedad o accidente quienes durante los rituales previos al combate, de hecho, son interpelados directamente como «antepasados» (ana-koka) (ibíd.: 140), desplegando una panoplia de atributos que los relacionan con el ciclo vital y especialmente con el limes entre la vida y la muerte. Por contra, en las tierras altas residen los «espíritus rojos» (rawa mugi): tsembaga muertos en combate, de quienes «se dice que los antepasados recibieron [...] los rituales asociados con la guerra [...]. Al contrario que los espíritus de las tierras bajas, que se consideran kinim o “fríos”, los espíritus rojos son romba-nda o “calientes” [...]; en tanto que lo frío, lo húmedo y lo blando implican fertilidad, lo caliente, lo seco y lo duro implican fuerza». Otro habitante espectral de las tierras altas –y otro elemento que aproxima, al menos formalmente, la mitología tsembaga a la melpa– es la kun kaze ambra, «mujer del humo», «de la que se dice que nunca ha sido humana [...]. Ha de ser contactada cuando se espera un cambio de las
Cf. las consideraciones de Aimi (2009: 171) a propósito de la «visión de los vencidos» en la muy anterior conquista europea de México, andando el s. XVI: «la expedición de Cortés acaba de llegar a las costas del Golfo. Han llegado personajes tan extraños que, en un mundo donde todo se sacraliza, son considerados una “manifestación de poder”, una expresión de la irrupción en la vida cotidiana de alguna divinidad, pero: ¿los españoles son dioses, como escriben casi todas las fuentes etnohistóricas, u hombres? De nuevo es necesario recordar que, desde el punto de vista del pensamiento indígena, la pregunta no tiene sentido, pues los aztecas tienden en el plano religioso a la consustanciación: el tlatoani [se refiere en concreto al gobernante de México-Tenochtitlán] es contemporáneamente, intermitentemente [...], un hombre y un dios; los sacerdotes tenochcas piensan que el emperador es un dios y que pueden tanto rezar por su muerte como matarlo. Podemos decir, por tanto, que los españoles son tanto hombres como dioses; en un plano biológico y en la vida cotidiana son hombres; son dioses ya que, y hasta que, son un fenómeno extraordinario, y ya que, y hasta que, son una violación de las leyes de la naturaleza». En cualquier caso, como bien se encarga de precisar el profesor de la Università degli Studi di Milano (ibíd.: 174), lo que se se constata positivamente hasta aquí es una asociación de los europeos a los dioses, no una identificación como tales; y con ello queda enunciada otra de las principales problemáticas a abordar con más detenimiento en lo sucesivo (vid. inf., especialmente caps. 7.6 y 10.1-2).
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La política salvaje Tal es la base de dos series de «experimentaciones religiosas» del tipo posteriormente englobado bajo la etiqueta de cargo cults, que tuvieron lugar sucesivamente entre 1943-1944 y de nuevo entre 1968-1971 a rebufo de aquel «trabajo simbólico» de que hablaba Görlich, pugnando por –ahora bien podemos referirlo en estos términos– integrar sistémicamente el par de evidencias sensibles o empíricas más determinantes de cuantas se interferían cada vez más en la cotidianeidad melpa-kaugel durante el proceso de colonización: los propios europeos, y su dinero, en el ápice de su panoplia material. Por eso resulta capital en el análisis presentado por Strathern la centralidad otorgada a la «codificación significativa» de este último factor, si no en abierta sustituibilidad, sí desde luego en la misma esfera y naturaleza que las conchas de cauri, las «labio de oro», y el resto de caracolas; en cierto aspecto bienes que actúan como metáforas del «poder autoritativo» en el campo político –interior–, que venían arribando tradicionalmente por los circuitos de intercambio indirecto desde la costa –exterior–.
que no sólo era lícito sino necesario buscar otro «principio activo» que explicara la nervadura de las composiciones significativas que los papúes tejían a la hora de afrontar la relación con ellos, «los otros». Además, dada la primera premisa, era y es evidente que este principio por fuerza se desplegaba desde las lógicas indígenas tradicionales; puesto que es impensable que se originaran ex nihil: muta desde las que venían reproduciéndose en su práctica. A nuestro modo de ver, el problema de lo que a todas luces parece una asignación apriorística del punto en que se acoplan al sistema cultural los europeos –presuntamente revelados como «humanos», en ese momento, al instigar el intercambio con bienes con los cuales los papúes estaban previamente familiarizados– por parte de la antropóloga de Cambridge es la imposibilidad para transitar parsimoniosamente al escenario histórico inmediatamente posterior: el de la emergencia de cultos del cargamento, y el del despliegue de la autoridad coercitiva, entre la primera y la segunda fase de Görlich. La cuestión es que, al tratar de falsar la hipótesis de la identificación espectral de los británicos, la propia Strathern bordea, por alguna razón dejando inadvertido, ese otro ensamblaje del registro más parsimonioso que ya habían señalado autores como, precisamente, Andrew J. Strathern varios años antes.
Esto último situaba a los británicos en una posición coherente con la cosmología de las Tierras Altas neoguineanas, con su «idea de y del orden», tal vez en algún grado por las composiciones imprecisas sobre su procedencia costera o aérea, pero sobre todo por su implicación alternativamente en el origen de ambos conjuntos de bienes de prestigio. Al fin y al cabo ellos eran los artífices, en sus exploraciones a partir de 1930, de una introducción directa de «dinero de concha» tan masiva que terminó por generar una especie de «inflación» (Strathern, 1971b; Hughes, 1978) sólo atajada hacia 1950 con la decisión por parte de la administración colonial de fomentar final y decididamente los medios de pago europeos en una economía en mercatización incipiente. Es decir, a efectos de significación, en una secuencia experiencial histórica «conchas→europeos→dinero» que bien justificaba una percepción genésica focalizada en ese vector de poder desde el exterior –no político– que habría estado elidido y ahora se revelaba, tal como en la interpretación de los mensajes que los espíritus filtraban a la «comunidad de los humanos» en el espacio liminar de los sueños (cf. Strathern, 1989: 310 y ss.). A resultas de esto, el ajuste de toda la experiencia a la misma lógica tradicional devolvía un cuadro que podríamos anotar, por ejemplo, como «(europeos)→conchas←europeos→dinero».
Aun aunque se acepte, con ella, que existe una diferencia de base entre el «disfraz» del humano –la «máscara» lévistraussiana; la «piel» de la que habla Hirsh– que lo presenta espiritualmente en la danza como su propio ancestro, y el «disfraz» en que se ocultan bajo forma humana los espíritus salvajes, «pues en este caso, el disfraz externo no revela una forma interior, la transformación de una identidad interior dispuesta en la superficie, y no tiene una relación intrínseca»; aunque «tales espíritus puedan aprovecharse de la gente y ser aplacados con cosas en ocasiones [pero] no tienen el poder de sonsacar a las personas lo que éstas valoran», y esto sea otra diferencia fundamental con los fantasmas de los antepasados, «quienes de hecho obtienen cerdos de sus descendientes»; aunque se dé esto, no se entiende el argumento que colige que «cuando los habitantes de Mount Hagen llamaron por primera vez “espíritus” a los australianos, aparentemente se referían a este tipo de apariciones [de espíritus no ancestrales], junto con los ogros caníbales y los más benignos seres celestiales» (Strathern, 1992: 249). O al menos, no se entiende por qué debieron de haberlo hecho de una manera totalmente definida y estanca.
Esta apreciación resulta del todo fundamental porque aquí se halla la intersección en que se enredan los planteamientos de Marilyn Strathern y Hirsch. Desde luego, en este momento preliminar del proceso –el interfaz en que arranca y se desarrolla la primera fase de Görlich– todavía no podemos hablar con propiedad ni de coerción ni de coacción estructurada-estructurante en la conducta británica, por lo
Sólo en tal ulterior asunción, y dada la «aparente» circunstancia por la cual al contrario que con los fantasmas de los ancestros, esta categoría de espíritus no habría activado flujos automáticos de contradones, podría sugerirse que el empleo de conchas «labio de oro» por parte de Leahy con el objeto de obtener de los melpa-kaugel cerdos y otros alimentos lo habría revelado, para los sistemas de percepción-clasificación papúes, en la misma posición operativa que los «verdaderos humanos». De ser así, podría darse por –sorprendentemente, contra todo pronóstico– verificada la asimilación de «los otros» en «nosotros»,
actividades en las que intervienen los espíritus [...]. La mujer del humo, resumiendo, es considerada como un nexo entre los vivos y los muertos» (ibíd.: 41-44).
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Los cazadores de cabezas a propósito de la excepción ahora desde el extremo distal de la situación colonial y tan pronto como en 1933. Pero, ¿cuál es la formulación exacta que concluye Marilyn Strathern del citado pasaje?: que con este evento de intercambio «los habitantes de Mount Hagen enfrentaron una imagen de sí mismos. Leahy y Taylor aparecieron ahora no como espíritus análogos a los hombres nativos, sino como transformaciones de ellos –no separados de “nosotros” como “los otros”, sino “nosotros” mismos en otra forma–» (ibíd.: 250).
de que en este contexto histórico parezcan desdibujarse los márgenes de la normal maleabilidad pragmalingüística de los enunciados, descubriendo una percepción-clasificación relativamente más inestable y multiforme, viene a ser un perfecto síntoma de la «desorganización» en la reproducción de los códigos y prácticas tradicionales. Del «punto» en el «equilibrio», como manifestación de una fase en la cual se incrementan las «copias mutantes» ante la dramática irradiación ambiental que supone la colonización. Y huelga señalar cómo estas copias, evidentemente, habían de proyectar su crecimiento hacia los flancos liminares de la realidad, si es que trataban de evitar el colapso del sistema cultural. Tal vez por este motivo se repite entre los indígenas la impresión de un saber, de una verdad secreta que se les oculta y que en todo movimiento cargo es catalizada a través de los europeos, desde su posición ambigua en ese límite, exterior pero inmediato a la «comunidad de los humanos», como vértice ahora tangible de un tipo de «poder» que los papúes antes solamente alcanzaban a sospechar ordenando veladamente su realidad experiencial.
Pues bien: compartimos esta afirmación punto por punto. Y es justamente porque la compartimos, por lo que no entendemos la obstinada obliteración de otras opciones en este proceso de identificación entre «humano» y «espíritu no humano». Por ejemplo una tercera, no sólo más inclinada a la parsimonia explicativa sino reiterada hasta la saciedad en infinidad de reportes etnográficos (vid. i. a. Strathern, 1979: 96; Landtman, 2008: 280 y ss.; van Baal, 1960: 109), que por añadidura incluso sabemos o podemos admitir conjugar en una manera más operacional que sustancial –al fin y al cabo lo que aquí nos ocupa son las «lógicas operativas» que se racionalizan y activan al «identificar» un determinado status en el sistema social–; pues en este marco todo apunta a que, incluso aunque no fueran los ancestros, los europeos eran como ancestros.
En sus actividades cotidianas los habitantes de Mount Hagen [...] se sentían dependientes de los fantasmas antepasados. Con la nueva economía se encontraban en una posición análoga con los europeos, dado que eran los dueños (pukl wamb) del dinero. Ellos lo generaban, exactamente como los ancestros, gracias a su poder de procreación, habían generado a la gente contemporánea. En el culto, por tanto, los europeos y los antepasados de alguna manera se confundían [were brought together]. (Strathern, 1979: 96-97)
Ésta es, en efecto, la «posición ontológica» que también reconoce el otro Strathern reflejándose en la práctica cargoísta de 1968-1971, cuando determinadas facciones y parcialidades especialmente kaugel pero también melpa, lideraron una serie de rituales en la creencia de que movilizarían los resortes metafísicos necesarios para que el dinero, resumen proverbial de todo cargo –sensu los mono’ana de los fore (vid. sup., cap. 7.5, nota 19)–, se engendrara a espuertas contenido en una multitud de cajas y otros contenedores rojos. Por supuesto, apelar al «dinero» ya obliga a incluir en la ecuación interpretativa el componente europeo; pero resulta que también el color rojo parece haber guardado relación significativa con éstos –los «hombres rojos»– de una forma u otra a lo largo y ancho de las Tierras Altas de Nueva Guinea (Strathern, 1980: 162; Schwoerer, 2014), bien a causa de su asociación conceptual con una metáfora anterior de la «riqueza», bien como un descriptor físico de la piel de los británicos enrojecida al sol, bien, a fin de cuentas, creciendo en «árboles de significación» ilimitados a partir de uno, cualquiera, o todos estos aspectos.22 El caso es que, sea como fuere, el hecho
Quizá la manifestación más obvia de este solapamiento sea la creencia de que el dinero podría hallarse o generarse en los cementerios, que en 1970 describió Kenneth E. Osborne a partir de las comunidades baptistas enga del río Baiyer (Western Highlands), en su artículo «A Christian graveyard cult in the New Guinea Highlands». Encontramos fenómenos similares en la zona de Madang, extendiéndose asimismo hacia Mount Hagen en la década de 1960 (Strathern, 1979: 93); y de nuevo entre los fore de Purosa, donde Schwoerer (2014: 346) anota de uno de sus informantes cómo «oyó un rumor proveniente del norte que indicaba que los muertos podían producir mono’ana, de modo que fue [a buscarlo ritualmente] a los lugares de enterramiento de sus antepasados».23
22 Explica Strathern (1980: 162): «the “red colour” parallels that of the actual boxes used in the cult, which have two associations. One is that these boxes were used by the first returning migrant labourers to bring back their new forms of wealth goods from the coast: they are sold by Chinese stores, and are still available in the row of stores near to Koki market in Port Moresby, for instance, where labourers on plantations visit at the weekends to buy goods. The other association is internal to the Hagen value-system, in which red stands for wealth. Pearl shells are described as red rather than yellow, and were sprinkled with red ochre for display; women stress bright colours, including red, in their facepaint; and Europeans, owners of wealth, are also spoken of, as they are throughout the Highlands, literally as “red” rather than “white” men». Cf., por otro lado, los rawa mugi (espíritus rojos) reportados por Rappaport entre los tsembaga, «que derivan su nombre del hecho de que sus muertes fueron cruentas» (Rappaport, 1987: 42), y a quienes de hecho
esta parcialidad maring dedican los principales rituales, relacionados con la guerra, como decíamos (vid. sup., cap. 7.5, nota 21). 23 Sin embargo su experimientación no se zanjó con su fracaso, y Schwoerer proporciona a continuación la descripción de otras «prácticas cargoístas» formalmente similares a todo lo que estamos viendo: «after this did not work [la obtención de mono’ana en los cementerios], together with others, he built a house with big wing-like protrusions, to catch the wind that was supposed to blow mono’ana in their direction, and ordered that only women congregate in this house to “catch the wind”. After this failed, he carved wooden guns and put them in a house, and he and some followers entered the house, took out these wooden guns and merched around». En último término, incluso la pronta «pacificación» de la zona una vez alcanzada por los kiaps puede interpretarse en vinculación con los cultos del cargamento y con la propia agencia y estrategias indígenas, como sugiere el clima favorable generado a partir del arribo a la zona
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La política salvaje Continuando con el argumento de Andrew J. Strathern, todo ello estaría sucediendo porque dada la concepción papú del orden en el universo, en un momento en el cual la nueva sociedad cristiana-colonizada aún está por consolidar mediante los subsiguientes procesos de «institucionalización» misionales, y gubernamentales, «es más difícil [...] asimilar sus más altos niveles cosmológicos con el concepto cristiano de deidad; [y] son los europeos quienes se mezclan con los antepasados y otros espíritus, más que identificar a esos espíritus con el dios cristiano como el secreto primario del cargamento» (Strathern, 1979: 90). Y a pesar de que, en consonancia con todo lo anterior, este autor mantenga cautelarmente una puerta abierta a las «reconceptuaciones» que tendrían lugar con el devenir del proceso histórico como resultado de los dichos «experimentos» indígenas y el aumento de la presión ejercida por los «agentes –coloniales– del exterior», cuando matiza:
con el objetivo de remarcar su superioridad y su reclamo sobre el monopolio de la violencia» (Görlich, 1999: 157). Esto no es óbice para suscribir asimismo, con Neil Mclean (1998: 78-79), que la interacción colonial se vertebra necesariamente en lo que podríamos calificar de dinámicas de «mímesis doble», cuando por ejemplo los oficiales de la administración colonial destraban disputas intercomunitarias entre los kobon aprehendiendo y apoyándose en rituales de entrega de cerdos y celebración como el paröm, que hasta entonces se conducía únicamente con grupos amigos y, es más, probablemente con grupos que actuaban como aliados en el contexto de esas deflagraciones de violencia entre comunidades y tribus vecinas (Schwoerer, 2014: 345, 350; cf. Rappaport, 1987: 155 y ss., 236-242). Si van Baal hablaba de una «aculturación errada» observando desde el final del proceso, nosotros aquí, en el inicio, podríamos proponer la idea de «mutación inducida».
La vaguedad con la cual se refieren los espíritus del culto [de 1968-1971] era también útil, pues podía acomodarse a diferentes visiones. En el nivel más tradicional, eran sencillamente los fantasmas de los parientes; o eran fantasmas indígenas que ahora tenían la capacidad de viajar por el viento entre Mount Hagen y la costa pudiendo, por consiguiente, tomar el dinero europeo para dárselo a los montañeses; o eran en realidad espíritus anglófonos que creaban el dinero y se lo distribuían a todos. El concepto de gente del viento podía encapsular percepciones indiferentes, independientes, u hostiles a los europeos. (Strathern, 1980: 173)
Por otro lado, es también el momento en el cual determinados individuos y facciones en el interior de estos cuerpos sociales comienzan a implementar sus propias estrategias políticas orientándolas a autorizarse por el intermedio de los «poderosos kiaps». Por su parte, ellos procuraron desde el primer instante en que tuvieron ocasión interferir institucionalmente el sistema político indígena nombrando «en cada aldea –o siendo más precisos: en lo que ellos consideraban que era cada aldea– un jefe, conocido en tok pisin como luluai [quien], actuando como el representante local del gobierno, era el responsable de mantener la ley y el orden, así como tenía asignada la tarea de reportar inmediatamente a la administración cualquier irregularidad o quebrantamiento de la paz» (Schwoerer, 2014: 349-350; cf. i. a. Godelier, 1986: 21-22, 240; Strathern, 1971b: 259, 264; Brown, 1963: 2-3 y ss.); y esto con independencia de un éxito histórico dispar, condicionado por otros factores, entre los cuales la pericia de los oficiales a la hora de identificar desde los límites de esos cuerpos hasta los personajes «naturalmente» influyentes, o el rol desempeñado por los misioneros en la zona –recuérdense, sin ir más lejos, los fracasos reportados por van Baal en el caso marind de la Nueva Guinea neerlandesa (vid. sup., cap. 6.1)–.
A pesar de esta precaución, decíamos, su conclusión general no podía revestir mayor utilidad a la hora de enfrentar el análisis de la mecánica sociocultural pinzada en ese proceso: en algún punto del mismo, «dos fuentes separadas de poder se presentaron conjuntamente, como una única clase de “figura autoritariva”» (ibíd.). Tal como lo vemos, es precisamente esa especie de «metautoridad» –i. e.: la autoridad de un agente social excepcional, exterior a la sociedad y su política, a través de cuyo poder se autoriza la práctica de los agentes políticos– lo que se refuerza perceptivamente a medida que los europeos acrecentan sus diferentes demostraciones materiales de poder, y las intervenciones coactivas que caracterizan la segunda fase de Görlich. Lo mismo que anunciábamos hace apenas un momento al referirles la concomitancia con una «lógica operativa» nunca antes experimentada por los papúes, en conductas tales como las que persiguen «dejar claro a los indígenas que un kiap no respondía a un acto de venganza con otro, dado que es una autoridad neutral, y su tarea era prevenir toda venganza»; es decir: ubicándose en el exterior de las lógicas y las comunidades indígenas a la vez que «realizaba demostraciones de su armamento de fuego
En escalas y contextos ligeramente diferentes, la última no deja de ser una estrategia parangonable a la «capitalización» del mana cristiano que hiciera Soga con miras a extender excepcional y puntualmente su autoridad a buena parte de la isla de Santa Isabel (vid. sup., cap. 7.2). Llevándolo incluso un poco más allá, a la frontera misma entre la Melanesia y la Polinesia, tampoco difiere demasiado del escenario del cual nos informa Kaplan para la «colonización indirecta» de las Islas Fiyi, donde la política anterior al contacto, desarrollada entre los ss. XVIII-XIX y asimismo fundada sobre una mitología de la «antisociedad» de corte hobbesiano, basculaba entre dos fuentes de poder correspondientes a dos «clases de gente» en la composición de la sociedad: gente autóctona o de la tierra (itaukei) y gente exógena o del mar (turaga). Dada esta base, en la superordinación de estos últimos sobre
de un rumor posterior que «instigated rituals and told the Purosa people that they would have to stop wars and no longer marry prepubescent girls, so that the red-skinned people would arrive with their mono’ana» (Schwoerer, 2014: 347).
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Los cazadores de cabezas a propósito de la excepción en ello, del otro lado, si no directamente otro tipo, sí como mínimo otra intensidad experiencial del «poder» que activaba sus resortes autoritativos al transformar a los turaga «de reyes divinos instalados localmente por su gente para renacer como dioses locales, a jefes cristianos empoderados desde arriba [diríamos mejor: “desde fuera”], por la autoridad colonial y la voluntad del dios cristiano» (Kaplan, 1990: 12). Así:
los anteriores, «los jefes podían ser vistos como figuras ambivalentes [synthetic figures], quienes corporizaban el dios ancestral y representaban el sistema político, o como extranjeros peligrosos» (Kaplan, 1990: 9).24 Este esquema, del cual la antropóloga estadounidense resaltará el equilibrio dual entre el «derecho de gobierno» o la autoridad (lewa), de una parte del cuerpo social, y el «derecho de propiedad» que lo valida en la política-ritual de la otra, dispuso las condiciones de posibilidad para que Gran Bretaña considerara aplicar en Fiyi el modelo ensayado en África que no le permitían las más fluidas políticas neoguineanas (Sanga, 2009: 108, con bibliografía; vid. inf., especialmente cap. 9.2), recibiendo así el 10 de octubre de 1874 la cesión formal del archipiélago por parte de una coalición de grandes jefes a la cabeza de los cuales destacaba el famoso Cakobau, jefe de Bau, quien a la sazón se hubiera convertido al cristianismo hacía exactamente veinte años en el marco de una política expansionista que poco antes le había conducido a autoproclamarse Tui Viti, rey del archipiélago, «inventando» de este modo la monarquía de Fiyi.
Fueron establecidos [estos turaga, por los británicos] como legítimos representantes del gobierno [governance] de Fiyi. Muchos eran jefes «tradicionales», hombres de rango en sus distritos. Pero de la misma manera que inventaron un control indirecto basado en la costumbre, los británicos simultáneamente inventaron una tradición negativa, designando algunos fiyianos y prácticas fiyianas como intrínsecamente subversivas. Los británicos gobernaron a través de los jefes, pero en ningún momento hicieron hueco en el control indirecto para la autoridad político-ritual de la «gente de la tierra». (Ibíd.)
Aunque la misma autora apostillaría con posterioridad que un movimiento de esta índole, al reconocer el lewa europeo, situaría los linajes de principales turaga en una posición parecida a la de los itaukei –retengamos las exactas palabras que utiliza Kaplan para caracterizar la tarea que se propone la administración británica, pues han de venir a definir poderosamente la distancia cualitativa que media entre ambos procesos: «darles [a los habitantes de las Fiyi] su tradición como ley en la nueva política colonial» (Kaplan, 2004: 70, nuestro énfasis)–, lo cierto es que movilizaba
En última instancia, es en esta consideración final en la cual Kaplan se apoya para interpretar el movimiento conocido en la literatura cargoísta como Tuka, iniciado por el líder vatukaloko Navosavakadua en la norteña aldea de Drauniivi en 1877, como una reacción itaukei en términos de la nueva percepción autoritativa. No en vano, la primera noticia que registran los oficiales coloniales del incidente lo describe como un conocido ritual tradicional de movilización guerrera-masculina llamado kalou rere, asociado en esta ocasión con las protestas de los líderes costeños de Rakiraki, quienes se consideraban alternativamente aliados o señores de los vatukaloko. Parece que en lo sucesivo Navosavakadua desarrolló en su discurso una identificación de los dioses gemelos locales con Jehová y Jesús, y profetizó el desalojo de los europeos y los turaga del Gran Consejo mediante la intercesión de los espíritus, que a la sazón se estaban reuniendo en la montaña sagrada de Nakauvadra. Y si bien su análisis apenas pasa de puntillas sobre los mecanismos culturales que discurren en la base del episodio histórico –no desarrollando sistémicamente, por ejemplo, el carácter «mutante» de aquel kalou rere de 1877 o, sobre todo, no evaluando, por sus implicaciones fenoménicas, los signos en que los vatukaloko «identifican» a los europeos y sus mitologías–, Kaplan no duda en subrayar la disposición especular de un movimiento que «adoptó locuciones y categorías del orden colonial para resistirlo»; que suponía «crear y participar en una nueva forma de discurso, colonial en sus términos [porque] el poder de tal resistencia venía dado por su relación con el poder hegemónico»; o finalmente, que en esta instancia, «la agencia de Navosavakadua se constituye en relación a las formas de poder de los colonizadores de Fiyi» (ibíd.: 14).
Cf. el reciente trabajo del finlandés Matti Eräsaari para una lectura más relacional que sustancial, desde su caso de estudio en la aldea de Naloto, ubicada en una pequeña península de la región de Verata, en la costa este de Viti Levu y sólo un poco al norte de Bau: «Kaplan’s analysis of the inland vs. coastal peoples in Fiji only tells one side of a more complicated story. What Kaplan discusses in her analysis are polities [se refiere a las del norte de la isla, especialmente la parcialidad vatukaloko frente a los turaga aliados de los británicos] that, through their mutual relations are defined “land” and “sea” [...] to each other in their entirety. The groups Kaplan analyses consider themselves fundamentally different from the coastal peoples [...]. Yet, to counterbalance the neat bird’s eye view, the same dichotomy of “land” and “sea” is found within more or less every Fijian polity and village, and even exists at the level of individual ceremonies. Thus among the people I have worked with, the chiefdom of Verata is “sea” to its traditional warrior allies (bati) such as the chiefdom of Vugalei, a neighbouring inland polity comprised of nine villages. The chiefdom-level yavusa that make up the polity of Verata, for their part, can also be divided into “land” and “sea”, and the individual villages again divide into “land” and “sea” moieties. Thus the division also stands for context-dependent relational categories: people who are considered “land” at one level, such as inter-chiefdom relations, may be categorised as “sea” at the intra-village level. The categories are not, in that sense, fixed substantial entities except in the sense that within an existing relationship the roles cannot be reversed». Sin embargo esto no es óbice para que en condiciones excepcionales se pueda vislumbrar esa «reversión simbólica», «for it also shows the possibility of a hierarchical reversal –sea contained or encompassed by land– that, furthermore, shows how the categories in question are interdependent or mutually defining. This is why I have constantly emphasised the relational nature of the categories: to show that a shift at one end of the dichotomy affects the other as well»; y concluye: «this is also why I consider the potential implications of Martha Kaplan’s work on the Vatukaloko land people largely unexplored because she limits her discussion on the particular people instead of viewing the wider ramifications of a colonial misrecognition of the land peoples’ claims» (Eräsaari, 2013: 75-80).
24
Pues bien: en tales afirmaciones no parece difícil colegir una versión tensa hasta la ruptura del mismo dispositivo 211
La política salvaje de potencial ambiguo que advertía Andrew Strathern entre los papúes de Mount Hagen; y consiguientemente, no parece descabellado –todo lo contrario– hipotetizar también una similar «posición ontológica», siquiera del metadiscurso en el cual actuan los fiyianos como reacción a las formas exteriorizadas por los británicos. La pregunta de orden debe de centrarse, entonces, en esa posición y en el poder que se le identifica, especialmente a la luz de lo expuesto hasta aquí sobre la «fusión-confusión» operacional entre los ancestros y los europeos. Cerrando cuestiones, Görlich (1999: 159) sostiene que «claramente el rasgo distintivo de esta segunda fase [de la colonización de Nueva Guinea] fue la disposición de la administración a la hora de aplicar violencia para establecer su soberanía». Concluyamos, pues, el capítulo examinando con un poco más de detenimiento las implicaciones retrospectivas de esta otra noción –la «soberanía»– que nos permitirá una nueva herramienta conceptual, y a su través, nos anuncia el camino que seguiremos en la parte final de nuestra investigación.
en estos grupos austronesios, y cómo se transforman las posibilidades estratégicas de un agente social dado según la posición ontológica –continuemos con la afortunada terminología de Görlich– en que se le identifique. En concreto, en la medida del tránsito entre la vida y la muerte; o de cómo puede actuar políticamente un «gran hombre», y cómo cambian perceptivamente estos parámetros –estos «límites operativos», en puridad– si por ventura una vez fallecido alcanza el status de «ancestro» para la «comunidad de los humanos» que deja tras de sí. Con este objetivo en mente, Lindstrom pivota sobre dos principios: el de «inspiración» (inspiration) y el de «derecho de uso» (copyright). Este último se podría resumir sucintamente explicando que los discursos austronesios suscribían una especie de patente sobre determinados «recursos autoritativos», de modo que podían ser sólo utilizados o convocados legítimamente –lo cual en este caso equivale a decir: surtiendo efecto significativo– por sus «dueños reconocidos». En la distancia corta, esto es lo que explica que el líder de Ipikil recurra a la palanca de los hijos de John Frum, y no de un John Frum afianzado en los derechos consuetudinarios de los líderes de la costa oeste de Tanna, donde primero aparece, siendo éstos a la sazón contactados en las faldas de la montaña sagrada de Yasur, de cuyas piedras los costeños orientales pretendían tradicionalmente hacer provenir primero cualquier principio autoritativo difundido por la isla con posterioridad (ibíd.: 320). En la distancia larga, demarca uno de los campos de acción no vedados a la competición política que puede suponer una brecha por la cual escalar determinadas cotas de fractura y distinción dentro del cuerpo social, posteriormente sensibles al colapso o la estasis en condiciones de stress del sistema.
6. Peligro de las excepciones Hace algunos años Lamont Lindstrom, profesor en la Universidad de Tulsa que ha devenido de un tiempo a esta parte referencia ineludible de aquella segunda generación de autores ocupados en la reinterpretación de los movimientos cargoístas desde la perspectiva de la praxis indígena, especialmente tras la publicación de Cargo cult: Strange stories of desire from Melanesia and beyond (1993 para la primera edición), analizaba en términos similares la figura histórica de Tomi Nampas, como el principal de los «grandes hombres» implicados en el inicio del culto a John Frum en la isla de Tanna, en Vanuatu, las antiguas Nuevas Hébridas. Más allá de los pormenores del caso –como que naciera en la aldea de Ipikil a principios del s. XX, aproximadamente para el momento en el cual los esfuerzos de los misioneros presbiterianos cuajan en la emergencia de «jefes cristianos» indígenas que comienzan a legislar (Tanna Law), en ocasiones contra la costumbre, sirviéndose incluso de policía para castigar a los pecadores; que la primera aparición de Frum se registre hacia finales de la década de 1930 en la costa oeste de la isla, promoviendo el retorno a los modos tradicionales; que Nampas traslade el foco subversivo a Sulphur Bay, en el este, aduciendo en 1941 la aparición de tres hijos de Frum en el cercano volcán de Mount Yasur; o que tras largos destierros fuera de Tanna, el de Ipikil regrese por fin en 1957 a la isla para proclamar el culto a la figura cargoísta americana izando, precisamente, una bandera roja (Lindstrom, 1990: 318321)–; más allá de los pormenores del caso, decíamos, lo que aquí nos interesa son las condiciones de posibilidad en que todo esto se desarrolla.
Ciertamente, en un trabajo anterior, era el propio Lindstrom (1984: 299-302) quien dirigía la vista hacia las ventanas abiertas a la innovación personal –siempre dentro de los parámetros del principio de «inspiración» que explicaremos acto seguido– del «régimen conversacional» u «orden discursivo» melanesio: concepto que incorpora, a su vez, desde las reflexiones de Foucault (El orden del discurso, 1971 para la primera edición, en francés) y Mijaíl Bajtín (The dialogic imagination: Four essays, 1975 para la primera edición, en inglés, y ésta a su vez recopilación de una serie de ensayos escritos a caballo entre las décadas de 1930-1940, en ruso). Como vimos antes con Godelier (vid. sup., cap. 4.2), en aquel momento Lindstrom buscaba problematizar el paradigma asentado en 1963 de la mano de Sahlins sobre los liderazgos oceánicos con el famoso «Rich man, poor man, big man, chief», oponiéndole, también en una tetralogía rítmica que lo completara, «Doctor, lawyer, wise man, priest», para discutir en tres ejes el conocimiento (knowledge) como una dimensión de la desigualdad; a saber: 1. las circunstancias sociales en que éste resulta dominante sobre el esquema economicista basado en la riqueza material que empleara Sahlins;
También este autor estaba preocupado por esclarecer las formas en que se construye culturalmente la «autoridad» 212
Los cazadores de cabezas a propósito de la excepción 2. los mecanismos por los cuales opera; y 3. lo que le ocurre al «orden ideológico» cuando el conocimiento es un recurso político.
de Roger M. Keesing en Kwaio religion: The living and the dead in a Solomon Island society (1982 para la primera edición): por un lado, se habría tendido a vincular y fijar determinados derechos a linajes y grupos territoriales concretos, mientras que por el otro, estos conocimientos circulaban en ocasiones intercambiados por bienes materiales de alta negociabilidad, rozando así el comportamiento de las «mercancías» (commodities), especialmente en aquellos del primer tipo (Lindstrom, 1990: 317-318; 1984: 293-294, con bibliografía). Es interesante que Lindstrom pusiera estas dinámicas en relación con el secretismo latente en los ciclos rituales de infinidad de grupos por toda la Melanesia, advirtiendo que incluso la institucionalización de determinados «ritos de paso» podía ser leída como una estrategia en la gestión temporal de la transferencia de un conocimiento, y por tanto de una base autoritativa, finito; y esto más allá de que, como decíamos, diste mucho de aportar una explicación sistémica satisfactoria, demostrando un manejo del paquete conceptual foucaultiano mucho menos preciso y agudo que el que veíamos con Knauft en este mismo capítulo a la hora de enfrentar las relaciones entre «saber» y «poder» en entornos socioculturales que carecen, no ya de una declinación económica de la política, sino directamente de «dispositivos de coerción» estabilizados legítimamente. Y vuelta con ello al embrollo en que se enreda Hirsch, al percibir este mismo fenómeno sin una reflexión suficiente sobre lo que es y lo que no es «coerción», como en general, sobre los distintos fundamentos de la «autoridad».
Sin embargo, a la postre la resolución del espacio propositivo señalado por Lindstrom acababa, en esta ocasión, por resultar un tanto decepcionante, en la medida en que fallaba en escapar de una explicación asimismo radicada en, y condicionada por, la «esfera económica». Casi como por descarte,25 obligaba por enésima vez a la naturalización de la economía como campo político por antonomasia, de modo que la vía de la competencia sobre el dicho conocimiento –¿o sería mejor hablar de «saber»? (vid. inf., especialmente cap. 8.4)– sólo habría sido inaugurada dada la imposibilidad medioambiental para «desarrollar» aquélla hasta alcanzar la escala en la cual Sahlins hacía arrancar sus reflexiones de 1963 sobre la institución del big man. Esta solución, como no podía ser de otro modo, en consecuencia y como colofón, precipitaba todo el texto hacia la densa telaraña de la «falsa conciencia» marxista (cf. Lindstrom, 1984: 304305) a la hora de procesar la aparente validación unilateral del complejo «saber-poder» en contextos donde, en efecto, sí se verifica un uso político de la economía; es decir: en el resto de modelos de la escala planteada por los evolucionismos materialistas. Ya hemos dedicado la primera parte de este estudio a discutir las circunstancias culturales del discurso económico. Dejando estas consideraciones al margen, retengamos ahora del modelo vanuatense cómo, por lo que toca a la producción del «conocimiento tradicional» –¿al reproducido en los márgenes perceptivos de la kastom?; o todavía, redoblándolo en la dirección de nuestro propio horizonte analítico: ¿del «equilibrio» entre «puntos»?–, parece haber existido una doble tendencia, en parte mediatizada por sendos tipos de conocimiento «operacional» e «interpretativo», según las categorías
Por eso es tal vez más interesante todavía que el debate sobre el «orden del discurso» en Tanna nos coloque de nuevo (vid. sup., cap. 4.2) en esa dicotomía que nos informa de determinados rasgos personales de la autoridad, como el «poder» que demuestra el cazador de cabezas cuando es mana; pero también de otros basados en la posición relativa del agente, como era el caso en la Nueva Guinea neerlandesa del pakas-anem marind puntualmente al frente de un boan más numeroso que el resto, o en fin, de la parentela o el linaje –la «sangre correcta» (ehara bangara)– en las jefaturas austronesias en torno a la Albufera Roviana de Nueva Georgia, en las Islas Salomón.
25 No se trata solamente de una impresión nuestra, sino del mismo autor (Lindstrom, 1984: 295-297), cuando señala que todo esto «brings us to the problem of determining the circumstances under which control of knowledge is the dominant dimension of inequality [...]. What is clear is that two general answers have been proposed to explain the significance of knowledge production and exchange vis-à-vis commodity production and exchange. The first concentrates on factors which may hinder the generation of economic inequality. These include: 1. a simple mode of production without exchangeable surplus; 2. equality of access to the means of production as well as to the means of exchange and physical coercion; 3. the vitiation of inequalities in the exchange of goods and women by cultural rules which restrict exchange to that of “identities” rather than “equivalences” [se refiere a la distinción hecha por Anthony Forge en “The golden fleece”, 1972 para la primera edición]»; concluyendo –y aquí su reconocimiento–: «this first explanation is one of default». Por su parte, siguiendo el planteo clásico de la Antropología marxista francesa encabezada por Meillassoux, la segunda explicación «supposes that the politically valuable knowledge of “big men” consists of productive and managerial information. Power results from the fact that the putting into operation of a mode of production depends on the application of often restricted technical and organisational knowledge». La cuestión es que, habiendo rechazado la última dado el bajo perfil de las prácticas económicas difundidas en la Melanesia, incluso durante el primer momento de la colonización, «this returns us to the initial explanation for the political significance of knowledge control: that this results from one or more features of the economic sphere which inhibit the generation of inequality».
Es interesante por el mapa a cartografiar de sus intersecciones; y lo es también porque sigue dotando de contenido y lógica operacional endógena a procesos históricos como el de John Frum: «en sociedades donde el conocimiento es la dimensión dominante de la desigualdad social, por oposición a aquéllas donde domina la riqueza [“material”: lo que desde nuestra tradición cultural significamos como “riqueza”] y el intercambio económico, los cultos del cargamento se pueden entender como intentos por reordenar la jerarquía política alterando los sistemas locales de consumo del conocimiento» (Lindstrom, 1984: 303-304);26 fenómeno 26 La cita continúa: «cults are emergent organisations of believers who profess newly-valued interpretive ideologies. Moreover, this ideological knowledge is, in many cases, “about” knowledge. The John Frum Movement of Tanna is not a mystified endeavour to acquire ritually
213
La política salvaje que, como veíamos, con menos datos ya había anunciado Firth en 1955 al hablar de la irrupción escénica de nuevos «líderes carismáticos», y de hecho volvería a colegir – ahora sí, en abierto sentido weberiano– el antropólogo Antonio Miguel Nogués Pedregal (1990: 38) de la caracterización que Kaplan realizara de Navosavakadua. No tardaremos mucho en volver una vez más a todas estas ideas (vid. inf., caps. 10.4 y 8.4, respectivamente para algunas nociones sociofilosóficas en torno a la autoridad, incluyendo lo «personal-posicional» en Simmel, y para la definición weberiana de la «dominación carismática»).
o gente –y hoy en día textos escritos– de más allá de la comunidad local [...]. [Así], en Tanna la posición y funciones reproductivas de los intelectuales [en la tradición europea] son ocupadas en su lugar por médiums, hombres y mujeres que transmiten conocimiento desde autoridades exteriores. (Lindstrom, 1990: 316) De esta manera, el discurso en que Tomi Nampas funda su ascendente político solamente es reconocido como «auténtico y autorizado» por los austronesios de Tanna en la medida en que expresa la verdad exterior de John Frum y su gente. Pero los descendientes del difunto líder de Ipikil pueden sumar a sus fuentes autoritativas el expresar también la verdad de Tomi Nampas, una vez la muerte lo ubica asimismo en la exterioridad del grupo social, como ancestro (ibíd.: 314, 322 y ss.).
Por el momento retornemos al primer principio que utiliza Lindstrom para explicar el marco cultural en que desarrolla su acción Tomi Nampas –el de «inspiración»–, lo que nos dará el pie para recapitular las ideas-fuerza que hemos ido desgranando a lo largo de los últimos dos capítulos.
Tendiendo de nuevo el puente al utillaje conceptual redfieldiano, ésta es la línea roja, la difusa línea roja tal vez, en que se halla cruzando la «gran tradición» radicada en los «puntos focales» que para Sjoberg articulan, no sólo la realidad campesina, sino también la percepción de la realidad que tienen los campesinos. Hablábamos entonces (vid. sup., cap. 2.2) de una institucionalización formal operada por la autoridad reconocida políticamente. Ahora podemos afinar la idea, no sólo porque hemos comenzado a desbastar diferentes tipos de «autoridad» y «poder», sino sobre todo porque el registro etnográfico melanesio pone urgentemente sobre la mesa una conclusión quizá otrora sorprendente, como es el que todo apunte a que esa «autoridad reconocida políticamente» no ha sido en su origen una «autoridad política». No ha sido un vector en manos de los agentes sociales que compiten y se expresan en esa arena, sino un poder exterior a todos ellos, y a su cuerpo social mismo, por más que se ancle de alguna manera en ese continuum espacio-temporal a través de la imagen del antepasado. Aquel tránsito fosilizador entre la «legitimidad» y la «legalidad», entonces, queda inhibido porque las normas conductuales aceptadas culturalmente no se han creado ni son creativamente alterables desde el interior del cuerpo social –esto es: no son capitalizables–. Porque no pueden serlo en ausencia de instituciones culturales pertinentes que eventualmente corrieran el riesgo de desbaratar el equilibrio contraestático, siendo copadas en circunstancias excepcionales por algún individuo o facción política concreta de ese cuerpo, sino que permanecen legítimamente en el estado más o menos fluido de los mecanismos de reproducción cultural. A discreción de la percepción colectiva de una tradición constantemente «recreada» en un proceso individualizado de copia fenoménica y significativa siempre expuesto, no obstante, a la mutación.
Habida cuenta de que para Vanuatu aplican grosso modo las mismas lógicas que hemos observado hasta aquí en otras partes de la Melanesia, este antropólogo estadounidense apunta cómo hasta cierto punto el componente de «sobrenaturalidad» que reviste la autoridad de los ancestros es explicable en el hecho de que actúen como sustento primario de las locuciones, y por ende de la acción, de los vivos. Esto no es ni más ni menos que otra forma de enunciar la idea de «poder trascendente» colegida de esa suerte de «estado de gracia» para con los antepasados que es el mana como prerrequisito de un liderazgo operado entonces en un escenario en el cual se bloquea, de esta manera –y junto con otros mecanismos culturales y sociales–, la posibilidad del desarrollo de una coerción intracomunitaria efectiva. Es decir: se bloquea, al encerrar cualquier poder político en la «intrascendencia». Las condiciones del discurso en la isla [de Tanna] requieren que la gente recurra a fuentes autoritativas exógenas para sustentar lo que dicen, en vez de presentarlo como una producción personal o creativa. La creatividad individual queda discursivamente enmudecida. Las conversaciones más interesantes y autorizadas son aquéllas para las cuales puede citarse alguna autoridad exterior: espíritus, ancestros, Western material goods –as one common cult explanation would have it–. Rather, leaders claim to offer followers access to new knowledge [...].What is of ultimate importance is not simply cargo but knowledge of the means to obtain cargo. A material good has less political value than the knowledge which supports its production»; una hipótesis para la cual busca apoyo, entre otros, en Strathern (1979). A nuestro juicio, ese radicalismo exultante debe de estar jugando más las veces de un golpe de efecto que de una pretensión realista, al menos en lo que concierne a las generalidades más allá de la isla de Tanna: por lo pronto en tanto la contradicción literal con el de Pittsbourgh es manifiesta –los melpakaugel de Mount Hagen sin duda sí están buscando obtener dinero, aunque no quede tan claro si lo hacen más por una función «significativa» o por una «simbólica», en los términos de Castaingts Teillery (2002)– sin por ello contravenir el nervio principal que se rescata de la sentencia lapidaria de Lindstrom –ciertamente, el fallo en obtener el cargo evidencia la inutilidad de los conocimientos en que basaban su utilidad: es la misma idea en un ciclo más corto, ya finalizado, quizá por aquél supuesto «pragmatismo» de las Tierras Altas neoguineanas (vid. Meggitt, 1973a; 1973b; cf. Hughes, 1988)–.
Sin embargo, no se trata de una posición desconocida –la que identifica el «poder trascendente» en que se refleja tal legitimidad–, de modo que es probablemente más adecuado hablar no de un «surgimiento», sino de una 214
Los cazadores de cabezas a propósito de la excepción «intercepción» de la soberanía en la base de fenómenos históricos como el bisnis de Kerawara, con su asunción de la ley colonial británica ordenando ritualmente la antisociedad del momboto, la pacificación de grupos como los kobon o los fore con sus respectivas aureolas cargoístas de telón de fondo, o por supuesto, el episodio de la Tanna Law en Vanuatu; pero también la «mímesis misional» que apenas insinúa Fife, el rechazo y alterización del cargo en los discursos reportados por Jebens y Hermann en Nueva Guinea, o el Tuka en las Fiyi, parapetado en los mismos términos discursivos que plantea la colonización, para resistirla. De una u otra manera, en todos estos escenarios la construcción, en una primera instancia, de la identidad del «extranjero-europeo» en los términos de la identidad ya antes reconocida en «espíritus», y especialmente en «ancestros», se constituye como un elemento de parsimonia procesal. Pues con absoluta independencia de las inexactitudes e inconsistencias que de hecho debieron de detectar los papúes y austronesios fenoménicamente, acicateando la mutación de sus tradiciones y sus posteriores «revelaciones» –sensu Marilyn Strathern (vid. sup., cap. 7.5)–, la «posición ontológica», el status y los poderes asociados que se les adscribe en el sistema cultural y social son, o bien los mismos, o bien de la misma naturaleza; y esto permite el tránsito lógico entre las diferentes fases bocetadas por Görlich hacia la «estatización»: la interposición de instituciones de interrupción del fluido político capaces de pinzar más o menos independientemente el marco de desenvolvimiento social de la «comunidad de los humanos», inaugurando la –llamémosla así– tensión dialógica «legitimidadlegalidad» desde el extremo de una soberanía ahora activa.
primera una alteración ecológica, en sentido amplio y generada indistintamente dentro o fuera del sistema, que abra las puertas a un periodo de intensificación de las mutaciones, y sobre todo, de su viabilidad potencial para reproducirse exitosamente en tal «irregularidad».
Pertrechados de estas reflexiones podríamos lanzar en este momento una reconceptuación preliminar del fenómeno que la razón ilustrada primero, y después el evolucionismo en todas sus sucesivas versiones, detectaron y etiquetaron como «surgimiento del Estado», ahora en tanto la activación excepcional del «poder soberano» donde antes se «pasivizaba» socialmente y sólo era culturalmente percibido como un elemento alógeno, experimentado, o experimentable, de forma espectral. Si tuvieramos que emplear las herramientas conceptuales dispuestas por Lawrence y Meggitt en su introducción al clásico Gods, ghosts, and men in Melanesia: Some religions of Australian New Guinea and the New Hebrides (1965 para la primera edición), diríamos que en tales procesos históricos, la soberanía estaría pasando de ser un componente «no empírico» de la realidad a uno, sin duda de una manera cada vez más ostensible, «empírico».27 Ello requiere dos condiciones, siendo la
Porque para advertir en el registro del devenir histórico la presencia sensible de ese descriptor totalizante y totalizado que es el Estado, aun debe darse una ulterior condición: que esos mecanismos socioculturales de exteriorización y neutralización de la soberanía no sólo fallen y renqueen, sino que se «atasquen» de forma determinante y ya no sean capaces de devolver la sociedad a la fluidez ni siquiera en sus signos, prolongando estructuralmente la excepción, como decíamos.
Con todo, los trazos que se empiezan a perfilar más nítidamente conducen a componerse un cuadro menos «tipológico» que «operacional», puesto el énfasis analítico en lógicas conductuales que a todas luces tienen que continuar reproduciéndose en unos márgenes de mutación más o menos estrechos. Más o menos enmudecidas; aplastadas bajo las nuevas presiones por la fijación formal de símbolos y signos que se desatan en la activación de la soberanía: i. e., por la producción social y cultural desde el extremo de la «legalidad». Pues téngase en cuenta que si aceptamos la preexistencia de una noción en la línea del «poder trascendente –o soberano–», por más que no sea originalmente una posibilidad política, un «poder verdaderamente humano», su irrupción en esta esfera experiencial más allá de obligar una recodificación masiva de los statuses sociales –de las relaciones «interior-exterior» de la comunidad, o incluso de la propia «comunidad» como una relación significativa– y, eventualmente, de desplazar la política hacia esas formas de significación, no solamente permite, sino que además requiere en pos de su estabilidad la perpetuación de las conductas orientadas a «tradicionalizar» la nueva situación desde los parámetros culturales previos, y casi en los mismos términos: i. e., la reproducción global del sistema desde el polo de la «legitimidad». Hete aquí dispuesta la tensión dialógica a que nos referíamos.
Tal es el peligro de las excepciones. Por lo pronto, casi se advierte en esta penumbra melanesia otro espectro, esta vez proveniente de los repertorios teóricos de la Antropología, de modo que al describir un equilibrio sociocultural en el cual se tiende a condicionar sistemática y sistémicamente el desempeño del poder-
después establecer: «we define religion [...] as the putative extension of men’s social relationships into the non-empirical realm of the cosmos», aun sin olvidar, empero, que es necesario analizarla asimismo en lo que se le derivare para la percepción-clasificación del resto del orden cósmico, y por supuesto, que estando así lo no empírico estrechamente relacionado con lo empírico, «it is supernatural only in a limited sense». Cf., por ejemplo, la plasticidad del kurúkwa de los sirionó (vid. sup., cap. 2.2, nota 16), a la vez empírico y no empírico; paradigma, en fin, de la identidad de «los otros(exterior)» (vid. sup., fig. 5.6a); pero tampoco nos adelantemos demasiado.
27
«We start our definition of religion with the concept of world-view: the total cosmic order that a people belives to exist. This order has two main parts: the empirical –the natural environment, its economic resources, including animals, and its human inhabitants; and the non-empirical, which includes spirit-beings, non-personalized occult forces, and sometimes totems» (Lawrence y Meggit, 1965: 7-9). Tomando esa base, estos autores podían sistematizar fácilmente, en un tono parsionano, las funciones económica –las relaciones entre el humano y el entorno– y sociopolítica –las relaciones entre el humano y otros humanos– para
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La política salvaje autorizar las normas de conducta –políticas, por ejemplo– a que ese poder no se pueda desempeñar efectivamente –porque sólo se percibe como propio de quien ya está muerto; del status de ancestro–, acaba siendo ciertamente tentador componerse la imagen de una «ecología» subyacente: ¿cuánto distaría esto de la formulación de un eventual «funcionalismo contraestatista», de corte clastreano, si hubiera llegado el caso? Y si bien no es éste el lugar para dirimir la existencia real de ese último fantasma –y es más: ni siquiera es algo importante–, sí lo es para reparar a través de él en el nuevo punto de partida analítico que supone comprender la historia, y por ende escribir la Historia, no como una progresión de invenciones revolucionarias, sino como una sucesión de «errores prometedores» que condicionan, en función de su adaptación a unas presiones medioambientales que son también la semiosis cultural, el siguiente ciclo de copias prácticas. Afilar los instrumentos de este paradigma será el objetivo de los tres últimos capítulos de nuestra investigación.
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8 «Como si la sociedad dialogase consigo misma» Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un drama sin haber sospechado lo que es un teatro, no era más absurdo que yo, queriendo imaginar a Averroes, sin otro material que unos adarmes de Renan, de Lane y de Asín Palacios. Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo [...] –en el instante en que yo dejo de creer en él, Averroes desaparece–. La busca de Averroes Jorge Luis Borges, 1949
1. Weber inventa la Sociología
Conviene quizá dar un paso a un lado, llegados a este punto, y observar, problematizar lo que tenemos hasta aquí.
Es una idea comúnmente aceptada sobre el de Érfurt que sus intereses analíticos, tal como sus énfasis causales, se desenvuelven en sentido contrario a los de ese otro alemán imprescindible a la vez para comprender y configurar la modernidad que es Marx, dedicando lo principal de sus reflexiones a la sistematización de las relaciones económicas éste, enfocándose en la de las ideológicas y políticas aquél (vid. i. a. Fleitas Ruiz, 2005: 228; Giddens, 2002: 43 y ss.; cf. Schroeter, 1985: con bibliografía). Lo es, también, que se trata en cierto sentido de una consecuencia derivada de sus respectivas tomas de posición en las trincheras de un debate para entonces ya casi secular en la academia germana, entre las epistemologías kantiana y hegeliana. Como ya apuntó en un excelente trabajo Nogués Pedregal (1990: 8 y ss.), el pretendido idealismo weberiano según fue formulado en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904-1905 para su primera edición, en alemán), solamente es tal en la medida en que representa una contestación al «saber nomotético y teleológico» de la propuesta marxiana. Por su parte, Weber despliega sus instrumentos analíticos –y concretamente su metodología de los «tipos ideales» (Idealtypen)– no sólo siguiendo a Kant, a partir de una dicotomía no dialéctica entre «sujeto» y «objeto», sino también con Nietzsche, en el marco de un universo infinito que nunca es enteramente aprehensible en sus compartimentaciones, y desde luego no progresa hacia un «fin último», impelido por la tendencia armonizante de sus propias síntesis.
No hace mucho que Félix Talego Vázquez, profesor de la Universidad de Sevilla, consignaba en su Introducción a la antropología de las formas de dominación (2014 para la primera edición) el carácter de paso obligado que «en toda aproximación seria a los fenómenos del poder y la desigualdad» sigue teniendo la obra de Max Weber; y lo cierto es que tiene razón. La tiene, incluso a pesar de que casi haya transcurrido ya un siglo desde la muerte del célebre historiador de Érfurt. Incluso aunque, como veremos señalar al mismo Talego Vázquez (vid. inf., cap. 8.4), el alemán ni siquiera se valiera en sus formulaciones sociológicas de los conceptos de «poder», o de «política». Desde luego que uno podría preguntarse por las razones de esa «imbatibilidad» centenaria si, a todas luces, difícilmente el genio de un solo autor sería nunca capaz de agotar todo lo que se puede decir y pensar sobre un tema que, de hecho, parece no haber dejado de preocupar a los humanos de ningún momento o lugar. Así, sobre todo, sucede con Weber –y aunque es seguro que no es la única, ésa es toda la respuesta que ha de importarnos aquí; la que da sentido a los caminos que se entrecruzan en este capítulo, probablemente porque es la misma que lo da al haberlos emprendido, desde diferentes puntos; al plantear toda la investigación–; sucede con Weber, decíamos, que las disciplinas académicas estaban en buena medida por hacer. Sucede que era capaz de pensar, y pensaba, en la intersección de muchas cosas. Aunque esto no sea exactamente un merito suyo, sino –se podría argüir– de las «condiciones de pensamiento» de su época. Su mérito sería, en todo caso, haber articulado esa intersección en un análisis brillante, capaz de proporcionar instrumentos para seguir pensando hasta el día de hoy. Pero no nos demoremos más, andando de puntillas, y comencemos de nuevo por la mitad.
Sin embargo, esto no invalida necesariamente la existencia de determinadas confluencias importantes; y de entendimientos; y a veces incluso de algunos positivamente reconocidos. Como bien anota Nogués Pedregal (1990: 12-13): «Únicamente cuando» se aplican empíricamente a una realidad particular conceptos y categorías 217
La política salvaje 8.4), por más que, asimismo, Anthony Giddens (1992; 2002) haya argumentado convincentemente que este texto cardinal podría entenderse, no como una ruptura, sino más bien como la fijación sintética de un marco teórico que aparece no sólo delimitado en la lógica de las famosas propuestas lanzadas sobre la «objetividad» con motivo de su integración en el consejo editorial del Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, en 1904 (Weber, 1956), sino también implícito en la metodología que subyace a los trabajos subsiguientes. De éstos, quizá se da especialmente en los estudios comparativos a propósito de la ética económica de las religiones mundiales, a través de los cuales Reinhard Bendix (Max Weber, 1960 para la primera edición, en inglés) nos conducía hacia esa misma sociología weberiana de las formas de dominación, en la que sin duda fue la obra clave para introducir el pensamiento del de Érfurt en la academia norteamericana (Bendix, 2012: 243 y ss.).
específicos, formulados desde la perspectiva de valores culturales principales –es decir: construcciones de «tipo ideal»–, la historia adquiere sentido. Por consiguiente, Weber consideró la teoría de Marx sobre la sucesión de diferentes modos de producción como una sistematización extremadamente significativa de brillantes hipótesis «ideal-típicas»; esto es, exclusivamente como un apoyo «heurístico» que ayudaba a ordenar una porción concreta del infinito y caótico mundo empírico. Aunque interpretó estos «tipos ideales», y por tanto la formulación marxiana, como un conocimiento científico «objetivamente» válido, no se encontraba en posición de aceptarlos como verdades ontológicas.1 Tampoco viene necesariamente a distinguir a dichos autores en el punto de partida de otras tantas composiciones sobre las formas históricas de la sociabilidad humana que se encuentran, a fin de cuentas, en la médula de un «largo siglo XIX» compartido que Weber sí vería periclitar antes de su muerte, en 1920. Y es que es más: en buena medida, las reflexiones de ambos son explicables en tanto desarrollos autónomos más o menos críticos desde el contexto intelectual de la Escuela Histórica de Economía alemana.
En cualquier caso, merece la pena ahondar en el terreno más fértil que discurre entre estos dos enfoques –historia-sociología– que desde entonces se construirían en distintos campos disciplinares –Historia-Sociología–, y hacerlo, de hecho, de la mano de dos de sus herederos más celebrados. Retengamos así para lo sucesivo dos consideraciones generales que precisan y desarrollan esta cuestión: la primera, que como señala agudamente Giddens (1992: 253), Weber, en parte siguiendo el planteamiento de Georg Simmel, «más que de Gesellschaft (sociedad), habla de Vergesellschaftung, que entraña el sentido de formación de relaciones y significa literalmente “socialización”»; la segunda, dando la palabra ahora a la versión continental del mismo postestructuralismo, en una de las reflexiones vertidas por Bourdieu en sus cursos sobre el Estado en el Collège de France, que es preciso quebrar de una vez dicha oposición «contextualuniversal» hacia un enfoque «genetista» del estudio de grupos humanos. «La sociología tal como yo la concibo es un estructuralismo genético o una genética estructural. El sociólogo es alguien que hace historia comparada sobre el caso particular del presente [...]; es un historiador que toma como objeto el presente, con la intención de constituir el presente como un caso particular y restituirlo al universo de casos posibles» (Bourdieu, 2014: 125-131).2
Esta circunstancia, habitualmente –y como en seguida se evidenciará: paradójicamente– más reconocida en el caso de Weber que en el de Marx, supone en primer término la riostra primera y constante en los trabajos del de Érfurt a las condiciones del desarrollo económico; al enfoque economicista; lo cual de hecho, en último término, fue precisamente lo que acabó por hacerlo desembocar en la Sociología que contribuyó decididamente a fundar como una disciplina en cierto modo subordinada a la Historia (Giddens, 1992: 243-244). Tradicionalmente se viene ubicando la materialización plena de este giro disciplinar en el mismo Economía y sociedad (19211922 para la primera edición, en alemán) que contiene las reflexiones sobre la «sociología de la dominación» que nos van a ocupar en este capítulo (vid. inf., cap. En efecto, el propio Weber escribía en un famoso artículo a propósito de la asunción en 1904, junto con Werner Sombart y Edgar Jaffé, de la dirección del Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik: «intencionalmente nos hemos abstenido de mostrar nuestra concepción en el caso más importante de construcciones de tipo ideal: en Marx [...]. Nos limitamos a comprobar aquí que todas las “leyes” y construcciones de desarrollo específicamente marxistas poseen un carácter de tipo ideal, en tanto sean teóricamente correctas. Quienquiera que haya trabajado con los conceptos marxistas conoce la eminente e inigualable importancia heurística de estos tipos ideales cuando se los utiliza para compararlos con la realidad, pero conoce igualmente su peligrosidad tan pronto se les confiere validez empírica o se les imagina como “tendencias” o “fuerzas activas” reales –lo que en verdad significa “metafísicas”–» (Weber, 1977: 78). Nos referimos, por supuesto, a «Die “Objektivität” sozialwissenschaftlicher und sozialpolitischer Erkenntni»; y más concretamente, en este caso, a la traducción que de él hiciera Michael Faber-Kaiser, la cual en este punto resulta harto menos obscura que otras versiones asimismo manejadas en nuestro estudio, como ocurre con una anterior a manos de Francisco F. Jordán (cf. Weber, 1956: 480481), si bien, desafortunadamente, éste no será siempre el caso, y todavía habremos de referirlas alternativamente para componer y presentar un discurso lo más claro posible.
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Ambas consideraciones van encaminadas a destacar la fluidez en que la «práctica», la acción contextualizada en un universo cultural que es histórico en tanto determinado en su propia reproducción, articula –o disuelve– los dos enfoques en su independencia, como dicotomía, descubriendo en su lugar juegos de tramas relacionales Para ser precisos, si bien en la aludida clase –la del 15 de febrero de 1990– Bourdieu abordaba la problemática de forma general y por tanto la referencia a Weber era ineludible, la cita concreta viene al hilo de la polémica específicamente francesa entre Émile Durkheim y Charles Seignobos, remitiendo para más señas al texto que firmara el primero en 1908 bajo el título «Débat sur l’explication en histoire et en sociologie».
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«Como si la sociedad dialogase consigo misma» guiadas por «lógicas operativas». Y obviamente aquí se puede rastrear un punto intencional de sincronización entre las problemáticas y modos de formulación teórica contemporáneos y uno de los autores, parafraseando precisamente una noción bourdieuana, «constructores del campo». Pero por ello no deja de ser cierto, también, que algunas de esas problemáticas de hecho no han dejado de ser las mismas en lo fundamental a lo largo de la centuria que nos media; como que, por lo pronto, estas apreciaciones actuales nos permiten incardinar rápida y adecuadamente la sociología desarrollada por Weber en un contexto histórico que a estas alturas ya debería de sernos familiar: el del Methodenstreit que iniciaran los economistas austriacos encabezados por Menger, contra el historicismo alemán en que se había formado primero el de Érfurt (vid. sup., caps. 2.5-6). Pues sucede que, como venimos diciendo, existe un tercer elemento disciplinar en liza –el de la economía-Economía– sin el cual es difícil entender comprehensivamente la concatenación de razonamientos que lo empujaron hasta la teorización sociológica, por más que este punto no se encuentre tan comúnmente desarrollado en la historiografía al uso. Desde luego, no mucho más allá de la asunción primaria de una más o menos vaga posición académica al final de la Escuela Histórica; bajo la égida de Schmoller en el Verein für Sozialpolitik entre 1888 y 1909; aun antes, como discípulo de Karl Knies, a quien a la postre sustituiría en su cátedra de la Universidad de Heildelberg en 1896.
teórico-metodológicos de Weber con los de Menger, basta sumar a estas referencias bibliográficas la del muy remarcable trabajo de síntesis presentado por Marco M. Burgalassi –que sí lee alemán– precisamente en los Quaderni di Storia dell’Economia Politica. Tomemos del italiano las coordenadas básicas de una influencia que, señala, puede valorarse en una doble lectura (Burgalassi, 1992: 74-75): 1. Destacando cuánto de las posiciones polémicas del economista austriaco frente a la Escuela Histórica de Economía aparece en el fondo de los escritos de principios de siglo [cuando Weber, recuperado de la enfermedad que lo había mantenido alejado de su trabajo por varios años, toma posición en el Methodenstreit], y en particular en los tres ensayos reunidos posteriormente bajo el título «Roscher und Knies und die logischen Probleme der historischen Nationalökonomie»; 2. o bien buscando eventuales y específicos topoi conceptuales mengerianos que resuenan en la literatura metodológica weberiana de dicho periodo [...]. En esta línea de investigación, el caso del «tipo ideal» de Weber se presenta en ciertos aspectos ejemplar. En efecto, no hay lugar para discutir demasiado la obvia concomitancia, hacia 1902, de ambos planteamientos: de hecho respuestas sucesivas –casi se podría decir «exponenciales»– a la deriva del programa historicista alemán, cerrado teórica y metodológicamente cada vez más sobre la metafísica romántica del Geist colectivo como reacción al utilitarismo de una Escuela Clásica inglesa que venía pugnando, a lo largo de toda la centuria del 1800, por la autonomización de la Economía sobre la base del análisis del interés individual en el marco de las –así consideradas– Leyes del mercado (vid. i. a. Moya López y Olvera Serrano, 2003: 17 y ss.; Burgalassi, 1992: 76; Lachmann, 1971: 58). Por eso resultan sin duda mucho más interesantes los aspectos en los cuales los «tipos» y «relaciones típicas» del austriaco, y los «tipos ideales» del alemán, se distancian.
Por lo que respecta a la investigación en castellano, hace ya algunos años las sociólogas mexicanas Laura A. Moya López y Margarita Olvera Serrano sugerían que «la dimensión económica del pensamiento weberiano permite apreciar una cara poco explorada hasta hoy y que se refiere, en particular, al origen de la reflexión del autor en torno al problema de la conceptuación en la historia y en general en las ciencias de la cultura» (Moya López y Olvera Serrano, 2003: 16). Una de las claves evidentes de este hecho la señalaba para el ámbito anglosajón mucho antes Louis Schneider, en su introducción a la primera traducción al inglés del crítico «Die Grenznutzlehre und das “psychophysische Grundgesetz”» que el de Érfurt dirigiera en 1908 a Lujo Brentano, al remarcar cómo su abordaje y posicionamiento explícito respecto al marginalismo austriaco constituía por entonces un tema «no muy familiar» para quien no leía alemán; y a juzgar por la manera en que el británico Stephen D. Parsons arranca la que posiblemente sea la revisión más extensa de esa relación (Money, time and rationality in Max Weber: Austrian connections, 2003 para la primera edición), la situación no variaría decisivamente en los años sucesivos. Quizá, en todo caso, las pocas iniciativas corresponden todavía hoy más bien a la reflexión en torno a la historia de esa Economía «monstruizada» al desgajarse del marco histórico-sociológico general durante su propio proceso de construcción como campo disciplinar. Finalmente, por lo que a nosotros atañe –que no estamos en posición de pretender aquí un análisis exhaustivo–, y para sustanciar los puntos clave de la relación que conecta los postulados
Sucede así en referencia a la posición en que pensarán la economía y su estudio respecto de los entramados socioculturales y su devenir histórico, lo que supone de nuevo una manifestación más de la aporía embeddeddisembedded para la cual el neoclasicismo, incluidos varios discípulos de Menger, constituye de hecho el carpetazo prácticamente definitivo que viene expulsando desde entonces cualquier heterodoxia más allá de sus «límites disciplinares» y sus intereses de investigación. A los de la Antropología –como Polanyi– o a los de la Sociología –como Weber–. En el caso concreto del austriaco, tal posicionamiento ha sido explicado en buena medida como resultado de una episteme esencialista de raigambre aristotélica, que no compartía en absoluto el de Érfurt. De este modo, la huella mengeriana es evidente en la primera formulación sistemática de la 219
La política salvaje propuesta metodológica de Weber sobre los Idealtypen, contenida en el decisivo texto de 1904 al cual ya hemos aludido en varias ocasiones («Die “Objektivität” sozialwissenschaftlicher und sozialpolitischer Erkenntnis», vid. sup., cap. 8.1, nota 1), y declarada en remisión abierta a las formas de la «economía abstracta»:
la esencia de un fenómeno, mientras que para Weber eran medios de conocimiento, una heurística de la investigación, no la finalidad de la investigación» (Moya López y Olvera Serrano, 2003: 62). Otro tanto manifestaría en su crítica al psicologicismo de Brentano (Weber, 1975 [1908]), tal vez explicitando aun más los –a su juicio, y al nuestro– erróneamente estrechos fundamentos de una teorización abstracta que «trata para sus propósitos la psique de todos los hombres [sic, por “los humanos”] –concebidos como entidades aisladas y sin tener en cuenta si se hallan inmersos en operaciones de compraventa– como el “alma de un mercader”, que puede establecer cuantitativamente tanto la “intensidad” de sus necesidades como los medios disponibles para su satisfacción» (ibíd.: 31-32). A ojos de Weber, un planteamiento en esa línea no invalidaba, sino todo lo contrario, la pertinencia de la Teoría de la utilidad marginal según la planteaban los austriacos para «representar», entre la diversidad empírica en que se verifica invariablemente una acción dada, la mecánica social de la «época capitalista» y la centralidad de su lógica de Mercado, conectando en una racionalidad ideal-típica componentes culturalmente significantes con miras a establecer una explicación causal. Pero si era pertinente, precisamente lo era en tanto aislaba ese «hecho histórico-cultural» concreto.3
Esa construcción intelectual [que] reúne determinadas relaciones y acontecimientos de la vida histórica en un cosmos de conexiones de razón, libre de contradicciones internas. Por su contenido, tal construcción lleva consigo el carácter de una «utopía» lograda por la intensificación intelectual [gedankliche Steigerung; Burgalassi traducirá «acentuación conceptual»] de determinados elementos de la realidad. Su relación con los hechos de la vida empíricamente dados reside únicamente en que allí donde se comprueban o se presumen en la realidad, como en cualquier grado eficaces conexiones de la índole abstractamente representada en aquella construcción [...], podemos explicarnos pragmáticamente y hacer comprensible en un «tipo ideal» la «peculiaridad» de esa conexión. (Weber, 1956: 466; cf. Weber, 1977: 60; Burgalassi, 1992: 91-92) Pero a la vez, por el otro lado, en este mismo texto se acotan también los límites de su asunción del paquete epistémico en que se inscriben los postulados marginalistas, proyectado contra la base indeleble de los intereses, la concepción de la economía, y en general de la acción humana, forjados en el seno común y compartido con los historicistas del Verein für Socialpolitik. Burgalassi (1992: 92, 96 y ss.) lo ilustra a la perfección cuando enfatiza la distancia semántica que es preciso recorrer entre el encaje léxico mismo de la Teoría del valor subjetivo (Theorie des subjectiven Wertes) de Menger y la sutil transmutación, acaso subsumiéndola incluso en una instancia más generalista, en Teoría subjetiva del valor (subjective Wertlehre) a manos de Weber; como una especie de desplazamiento hacia el complejo «actor-autor» en la trascendencia atribuida al proceso de construcción teórica, y al contenido de su «objetividad».
Esto abría a la vez otra cuestión de primer orden sobre el alcance –individual, o social e histórico– de tales explicaciones causales. Y si bien es evidente que para la naciente Economía neoclásica acabaría por resultar algo más o menos irrelevante, como una falsa disyuntiva, una vez se remachara la asimilación de la racionalidad desvelada por las «relaciones típicas» de Menger como la racionalidad esencial, la racionalidad en sí misma, desde luego no era un debate baladí para los autores de finales del s. XIX y principios del s. XX educados 3 Merece la pena citar íntegramente el fragmento por su similitud con el escrito en 1904 que referíamos más arriba: «the heuristic significance of marginal utility theory rests on this “cultural-historical” fact, but not on its supposed foundation in the Weber-Fechner law [...]. Now the tenets which constitute specifically economic “theory” do “not” represent [...] “the whole” of our science. These tenets afford but a single means –often, to be sure, an understimated means– for the analysis of the causal connections of empirical reality. As soon as we take hold of this reality itself, in its culturally significant components, and seek to explain it causally, economic history is immediately revealed as a sum of “idealtypical” concepts. This means that its theorems represent a series of “conceptually” constructed events, which, in “ideal purity”, are seldom, or even not at all, to be found in the historical reality of any particular time. But on the other hand, these tehorems –since in fact their elements are derived from experience and “intensified” to the point of pure rationality only in a process of thought– are useful both as heuristic instrumentalities of analysis and as constructive means for the representation of the empirical manifold» (Weber, 1975: 33-34). Como Schneider se encarga de aclarar, la dicha Ley psicofísica fundamental sería enunciada por Ernst Heinrich Weber (1795-1878) como «a generalization made to the effect that the least added difference of stimulus that can be noticed is a constant proportional part of the original stimulus. Thus, if one pound when lifted can just be discriminated from one pound and one ounce, ten pounds cannot be discriminated from ten pounds and one ounce, but the difference needs to be ten ounces»; Gustav Theodor Fechner (18011887) habría deducido desde aquí su Ley de intensidad, «stating that the intensity of sensation increases as the logarithm of the stimulus».
Trata este último de señalar «elementos lógicos» significativos en constelación de la «racionalidad», mutable o no –por ejemplo en función del contexto histórico–, en que se orienta una acción dada. Al lado contrario, la propuesta neoclásica austriaca, como antes el clasicismo inglés, blindaba sobre sí misma la acción individual al limitar, en torno a una esencia unívoca, esas posibilidades contextuales de mutación. Y con independencia de que lo hiciera afinando exitosamente la interpretación de los mecanismos –subjetivos, y replicando el ejercicio de Weber, aquí diríamos aun: contextuales– de la «valoración» (vid. sup., cap. 2.6), el neoliberalismo acaba como el marxismo: interpretando sus constructos como las leyes de un «saber tipológico». «Puede entenderse así que los “tipos ideales” fueran para Menger conocimiento –universalista– en sí mismo, que no provenía de lo empírico sino de la comprensión de 220
«Como si la sociedad dialogase consigo misma» en la tradición alemana de la Escuela Histórica de Economía, incluyendo, por supuesto, al propio Menger. Por este motivo tal vez tuvo que ser Ludwig Lachmann, economista berlinés que abrazaría los principios marginalistas al punto de convertirse en discípulo de Hayek durante su exilio en Inglaterra en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, quien, más familiarizado con los textos del austriaco y las problemáticas a que trataban de dar respuesta, atinara a señalar cómo «Weber tomó, con algunas reservas, buena parte de la tesis mengeriana sobre el origen de las instituciones “orgánicas” como resultado no intencional de la acción guiada por intereses individuales» (Lachmann, 1971: 59). No en vano, no deja de ser curioso que paralelamente al distanciamiento entre la Economía y las Sociología e Historia disciplinares, Menger y sus discípulos –y en especial Hayek– se vieran en la necesidad de precisar su distancia también respecto al –de nuevo– «psicologicismo asociacionista y el conductismo [behaviourism]», implícito tanto en el utilitarismo clasicista inglés como en el de las versiones walrasiana y jevonsiana del neoclasicismo; una oposición austriaca que ha sido calificada como propia del pensamiento de «tradición evolucionista» (Infantino, 2010; de Aguirre e Infantino, 2013: 17-23).
que en esencia es la teoría praxeológica de Meger sobre el origen de las «instituciones sin diseño», [por la cual] las nuevas formas institucionales son principalmente creadas por individuos a través de la «invención», y diseminadas a partir de aquí por imitación y selección. La idea de un resultado social y cultural no calculado fruto de acciones individuales calculadas –por ejemplo, orientadas según una «lógica economicista» tal como fue enunciada por la teoría marginalista del valor subjetivo– efectivamente venía a señalar, para el análisis histórico de los grupos humanos, un camino por donde comenzar a salvar la amenaza del desmembramiento en niveles de explicación inconexos y académicamente predispuestos a la inconexión. Lo hacía aun aunque la praxeología de Menger no constituyera la única reflexión en esa dirección, ni estuviera libre de serias fallas de encaje empírico, en especial en lo que se refiere a las obvias dificultades para sistematizar comprehensivamente el espectro de la «irracionalidad» –de la acción irreflexiva o automática: del hábito– a partir de una teoría del cálculo racional –cf. la monadología de Gabriel Tarde (vid. i. a. Latour y Lépinay, 2009; Tarde, 2011), o los trabajos de Pareto sobre las llamadas «acciones no lógicas» a que ya nos referimos (vid. sup., cap. 2.6), o asimismo, para una visión panorámica de las implicaciones en teoría social del «individualismo metodológico» distinguiéndolo de las llamadas «teorías de la elección racional», vid. Noguera Ferrer (2003)–. En cualquier caso, ese giro hacia una suerte de fundamentación ontológica en un individualismo a la vez contextualizado y contextualizante, o con Bourdieu: estructurado y estructurante, en tanto inserto en los procesos de construcción orgánica de las instituciones humanas –y por este motivo: tratando la «sociedad» (Gesellschaft) como la «socialización» (Vergesellschaftung)–, permitiría observar la práctica fenoménica con la debida fluidez, sin que la posibilidad de variación diacrónica de las estructuras socioculturales comprometiera su solidez, su existencia positiva, en el momento histórico preciso en que se apoyaba una acción individual concreta; y es más: acertando con ello a proporcionar una explicación causal satisfactoria tanto de un fenómeno –la «estructura» y sus variaciones– como del otro –la «práctica» y sus acciones–. De este modo resolvía el problema básico en el cual seguían por entonces atascadas las tentativas schmollerianas de análisis, encorsetadas mucho más rígidamente en lo colectivo –¿lo alegórico?– (vid. Moya López y Olvera Serrano, 2003: 30-31, con bibliografía), como en lo sucesivo, en una versión paralela, lo continuarían estando a este respecto las marxianas y durkheimianas.
En consonancia con esta visión organicista, que como ya vimos (vid. sup., caps. 5.3-4), fue desarrollada por Menger de una manera extensa sobre todo a propósito del origen del dinero,4 según Lachmann (1971: 63-64): Weber se pregunta cómo se originan las nuevas normas legales, respondiéndose que si bien en la actualidad ocurre mayormente por legislación [i. e.: un proceso estatuyente, formalmente estatuido; vid. inf., cap. 8.4, para la «dominación legal» weberiana], ni ha sido siempre así ni necesita serlo. Rachaza de nuevo la explicación metafísica de las instituciones [...], tanto como la visión por la cual los cambios en las «condiciones externas de la existencia» por sí solos causan cambios en la ley. [Y aquí Lachmann cita directamente al de Érfurt en Economía y sociedad, en concreto a través del compendio en inglés de Max Rheinstein conmúnmente conocido como Sociology of law (1954 para la primera edición)] «El elemento verdaderamente decisivo ha sido siempre una línea nueva de conducta que resulta, bien en un cambio en el sentido de las reglas legales existentes, bien en la creación de otras nuevas». [Weber] adopta entonces, con cautela, lo Y valga tener en cuenta que los neoliberales siguen percibiendo en este punto una clara influencia sobre La filosofía del dinero (1900 para la primera edición, en alemán) de Simmel, presuntamente nunca declarada debido a la posición de éste en la Universidad de Berlín, «reino en el que dominaba absolutamente Gustav Schmoller» (de Aguirre e Infantino, 2013: 22-23, nota 18, con bibliografía). Desde luego, no es necesario enredarse más en una discusión erudita sobre este espinoso asunto –de hecho, tampoco abundan las alusiones directas a Menger en los textos de Weber–; pero dejémoslo escrito, por lo que pueda reverberar en la apreciación de Giddens, citada líneas arriba, sobre la sociología weberiana construida en línea con el enfoque de Simmel, sobre la preocupación en los procesos de la Vergesellschaftung.
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En este punto es conveniente dedicar unas líneas a aclarar por qué para Hayek, acertadamente, el «individualismo metodológico» de los austriacos –como en general todas estas propuestas que van sentando las bases, o al menos discurren en la misma dirección que las actuales Teorías de la práctica sociológicas y antropológicas– se oponía a los presupuestos de la Escuela Histórica de 221
La política salvaje Economía desde una perspectiva radicada en la tradición del «evolucionismo». Sobre todo, conviene hacerlo teniendo en cuenta la conocida deriva que, en lo que atañe a la interpretación conductual en y de los grupos humanos, ha ido soldando este calificativo precisamente a las corrientes opuestas a las metodologías de análisis desde la acción individual. En buena medida, esto se debe a un «efecto óptico» filtrado desde los debates en el seno de la academia norteamericana, donde el culturalismo boasiano, dominante durante la primera mitad del s. XX, reaccionaba violentamente contra el «evolucionismo» que formularon autores como Morgan, en la centuria anterior. Sin embargo, tal como señala Harris (1987: 252 y ss.), con el mayor exponente en la controversia entre Lowie y White, los propios alumnos de Boas se esforzaron muy pronto en «trazar las líneas de batalla donde “sí” están». Así, «Boas no rechazaba el evolucionismo en ningún grado», pues a pesar de su eclecticismo teórico, podía coincidir perfectamente con una noción de «evolucionismo» en el sentido mínimo de un programa de investigación causal basado en procesos exclusivamente naturales para explicar la «secuencia temporal de formas» manifestadas por culturas particulares; «lo que rechazaba era: 1) el reduccionismo biológico; 2) el paralelismo cultural; y 3) las normas universales de progreso» (ibíd.: 254-256).
sería en una instancia harto más evidente y políticamente escorada para los posteriores neoliberales de la segunda mitad del s. XX. Por su parte, para la Antropología desarrollada en Estados Unidos de la mano de Boas, esta defensa cientifista de la libertad individual suponía una paradoja en tanto, tomando la «cultura» como objeto de análisis, se veía empujada a presuponer un grado nunca explicitado sistémicamente de determinismo cultural, por más que «en ningún momento tampoco hicieron los boasianos ni el más leve intento de formular los principios generales –[que regían la relación diacrónica entre individuo y cultura, esto es: la historia], el equivalente de la teoría de la selección natural– que pudieran explicar las transformaciones macro y microevolucionistas» (Harris, 1987: 256). Pero como hemos visto, no se puede decir lo mismo de la, por otro lado, hasta cierto punto epistemológicamente intrincada, fragmentada, amalgamada y transdisciplinar respuesta europea a ese mismo problema. A fin de cuentas, queda perfectamente claro cómo la tradición evolucionista se refiere en ambas posturas ontológicas, las «individualistas» y las «holistas», a los intentos de sistematización explicativa en el marco de la adaptación a las presiones del entorno. Y que lo que varía, en todo caso, es el nivel en el cual se aplican –y se explican– metodológicamente tales secuencias adaptativas.
De lo que se trataba en el fondo, entonces, era de enfrentar cualquier «determinismo histórico» en tanto sus metafísicas colectivas u holísticas pudieran comprometer la doctrina de la libertad individual del liberalismo.5 Y esta posición es algo que, por supuesto, es aplicable en la misma medida a Menger, y a Weber –y baste para ejemplificarlo el papel que jugó éste durante la República de Weimar (vid. Giddens, 2002)–; pero sobre todo, lo
Dicho esto, es igualmente evidente cómo, de la misma manera que algunas tradiciones metafísicas bien podían llegar en sus extremos a imputar una «conducta» regida por elementos adscribibles a algunas de las teorías de la elección racional, generadas en el ámbito del individualismo, a instituciones socioculturales específicas –esto es, de hecho, lo que se halla en el fondo de los razonamientos románticos sobre el Volkgeist, pero también, en cierto grado, en la «lucha de clases» de la dialéctica histórica de Marx y Engels–, en sentido contrario, era asimismo concebible para un «individualismo no metafísico» asumir sistémicamente cierta porción de automatismo –y por tanto, de alguna manera, de «irracionalidad»– según había pensado la Biología darwinista la evolución por selección natural en otros animales no humanos. Desde luego, esto último obligaría a empezar a matizar determinantemente, en consecuencia, los límites de la libertad individual que pretendían los liberales y que dejaba así de ser una libertad del todo libre, pero ésa es otra cuestión.
Sobre esta intersección resulta esclarecedor remitirse a la diferenciación sintética propuesta desde la Universidad Autónoma de Barcelona por el profesor Noguera Ferrer (2003: 103-104), entre los planos ontológico, metodológico y ético-político del, o mejor, entonces, de los individualismos. De hecho, aunque sin duda existen conexiones necesarias entre ellos –valga de ejemplo la pregunta retórica que se hace el propio Noguera: «¿tendría sentido un individualismo metodológico que no fuese al mismo tiempo ontológico?»–, este ejercicio permite formular pertinentemente diferentes combinaciones de individualismos de distinto tipo, como aquel –tan frecuente; quizá, de hecho, la posición más extendida entre los autores que se han dedicado al análisis de grupos humanos en sus diferentes disciplinas– que lo reconoce a nivel ontológico, e incluso ético-político, pero que por una u otra razón no desarrolla instrumentos metodológicos en consonancia. En cualquier caso, un repaso de estas características se veía obligado a posicionarse respecto a la idea de «algunos críticos provenientes de la izquierda política, [para quienes el individualismo metodológico] no sería sino una manifestación de la ideología liberal y burguesa en la teoría social, y tendría por tanto implicaciones políticas derechistas», a la cual Noguera (ibíd.: 110), aun reconociendo que en efecto es el caso de algunos autores, se muestra tajante en el rechazo de su necesariedad, remarcando además que aquí la confusión ni siquiera es entre el individualismo metodológico y el ético, pues éste «es compatible con –e incluso constitutivo de– muchas ideologías de izquierda». Efectivamente, lo es por ejemplo para todas las que en el heterogéneo campo del anarquismo caen entre los planteamientos de Bakunin y los de Stirner, que es casi como decir «todas» (vid. sup., cap. 5.6, nota 49). Pero tal vez convendría, sencillamente, todavía más allá, recordar el carácter anacrónico, ambiguo e inoperante de pretender una esencia monolítica y definida en términos «derecha-izquierda» para una categoría –liberalismo– que se viene utilizando ininterrumpidamente más de doscientos años. 5
2. Una teoría de la historia en términos de praxeología dialógica La cuestión que nos interesa aclarar, y con ello retomamos por un momento el espacio propositivo de la investigación, discurre a grandes rasgos como sigue. La secuencia originalmente formulada por Menger y adoptada «con cautelas» por Weber –es decir: la 222
«Como si la sociedad dialogase consigo misma» 1’5. Es necesario insistir, para mejor matizar lo anterior, en que el carácter semiótico de las culturas humanas –por no hablar de la enquistación de reverberaciones de tipo alegórico provenientes de las metafísicas colectivas, «sociologías espontáneas» (vid. inf., cap. 9, nota 1), ahora en el sentido más amplio posible– suma al problema de la enunciación del cálculo o la ausencia de cálculo de una acción dada, el problema generalizado de los condicionantes de significación que se despliegan desapercibidamente a cada paso que damos; por ejemplo cuando enunciamos la «continuidad» o el «cambio» de determinada «práctica» en la historia de las culturas y sociedades humanas, obligándonos aquí a calcular pasos intermedios. Podríamos haber añadido, sin más, algo así como que «en cualquier caso, la abrumadora mayoría de acciones cotidianas –las evidencias materiales de las cuales constituyen la abrumadora mayoría de lo que desenterramos los arqueólogos– no suponen un cambio en la práctica de los agentes que las verifican ni, por tanto, de las estructuras e instituciones que no originan: se cierran en la “imitación” o la “replicación” sin verse envueltas en los procesos de selección ambiental». Sin embargo, esto es falso. En primer lugar, es falso porque todas las prácticas se ven envueltas en los procesos de selección medioambiental por el sencillo motivo de que se verifican en ese medioambiente, y en segundo lugar, es falso porque la dicotomía «continuidadcambio» es una aporía –más o menos útil– remanente o encastrada –porque es útil: agiliza; casi se podría
praxeología que explica la emergencia orgánica de instituciones como producto sociocultural no intencional de acciones individuales intencionales, y que podríamos anotar como «invención→imitación→selección»– no sólo proporciona el necesario punto de partida firme desde el cual concluir nuestro estudio, sino que admite, sin plantear contradicciones importantes en sus términos esenciales, una corrección más parsimoniosa en el sentido de las evidencias y reflexiones expuestas hasta aquí. Podríamos, manteniendo esa fórmula en tres tiempos, anotar muy rápidamente tal corrección como «replicación→mutación→selección», donde: 1. La transformación de las ideas de «invención» en la de «mutación», e «imitación» en la de «replicación», aplica para conjugar adecuadamente un espectro de lógicas de acción posibles que se ha de extender desde la verdadera innovación, calculada bajo una racionalidad x, hasta el error o la desviación casual, y aun hasta la ejecución de acciones reflejas; automáticas; automatizadas: las que se ordenan en lo que llamábamos, siguiendo la analogía chayanoviana, la «lógica de Jourdain» (vid. sup., cap. 2.6). Es necesario observarlo todo en inversión del proceso de racionalización que «instituye» la realidad como un artefacto aprehensible en algunas deflagraciones culturales –significativas– del continuum de lo real. O en otras palabras, es obligado «pensar contra las ideas», podríamos decir tomándolo de una fórmula empleada antes por Nogués Pedregal.6 No nos entretengamos demasiado: en este primer punto propositivo, operar la «desracionalización» del objeto en el sentido de los fundamentos de la acción es lo que Bourdieu pretende al distinguir entre «lógicas lógicas» y «lógicas prácticas», y sin embargo entramparlas ambas en sus análisis «socio-lógicos» de la historia a la manera –lo indicábamos al principio del epígrafe anterior– de un estructuralismo genético.7
entrevistas: «prueba [...] de que eliali [“las noches”: conjunto de días considerados “el corazón” del invierno], citado por todos los informantes, no es un “periodo de cuarenta días” –sólo se dice “entramos en eliali”– sino una simple escansión de la duración, [es que] los diferentes informantes le atribuyen duraciones y fechas diferentes: uno de ellos sitúa incluso el primer día de ennayer [“enero”: de una manera mucho más imprecisa que “1 de enero”, issemaden (los fríos) separan las dos partes –“noches blancas” y “noches negras”– en que se divide eliali, que a su vez acaba al tiempo que ennayer] a la vez en medio del invierno [chathwa: que comenzaría indistintamente entre nuestros 15 de noviembre y el 1 de diciembre] y en medio de eliali a pesar de que no sitúa eliali en medio –geométrico– del invierno, probando así que la captación práctica de la estructura que le hace pensar eliali como el invierno del invierno se impone sobre la razón calculadora» (Bourdieu, 2008: 317-321). No deja de ser sintomático, que esa diferencia entre una «lógica práctica» –que actúa con independencia de si es o no objetivada: es en la que se mueve el famoso habitus– y una «lógica lógica» –que es la que se objetiva y puede ser calculada– vaya a descubrirse en el espacio intersticial, liminar, de la significación de un hecho que a la vez puede ser y no es el mismo: que el nadir del invierno se «funda-confunda» con la mitad del invierno; algo que no debería de sorprendernos, pues opera el mismo fenómeno que en el caso de la identificación melanesia «europeo-ancestro» (vid. sup., cap. 7.5). Por eso decíamos que es necesario, para pensar todo el espectro de la acción que enfrentamos al analizar la conducta de grupos humanos, echar a andar desde esa especie de «desracionalización» que supone deconstruir o desenfocar los posibles significados para generar un utillaje conceptual más preciso el cual, sin embargo, se desarrolla sujeto a los mismos mecanismos y procesos de significación. «Esta distinción indispensable [entre “unas propiedades materiales que se dejan enumerar y medir como cualquier otra cosa del mundo físico” y “unas propiedades simbólicas que no son más que las propiedades materiales cuando son percibidas”] tiene algo de ficticio: en efecto la ciencia no puede conocer la realidad sino aplicando instrumentos lógicos de clasificación y efectuando de un modo consciente y controlado el equivalente a las operaciones de clasificación de la práctica ordinaria» (Bourdieu, 2008: 217, nota 1).
6 Nos referimos al título de su participación en el taller Zōion eleútheron: Antropología política de las organizaciones sociales no estatales, celebrado en la Universitat d’Alacant en 2012: «Pensando contra las ideas: Poder y memoria en el marco estatal». Con él, Nogués Pedregal hacía un homenaje al pensamiento del anarquista español Agustín García Calvo, a la sazón fallecido poco antes: «defenderé que la preocupación principal del Estado y de esas otras instituciones e ideas –familia, individuo, dinero, iglesia, democracia, etc.– que, a juicio de García Calvo, lo hacen posible, radica en buscar su continuidad»; de esta manera, lo que planteaba era la incardinación de la «razón de Estado» en el espacio-tiempo de la significación en que los humanos dirimimos el espacio-tiempo de la acción –aquí tampoco son casuales los énfasis a partir de los cuales se construye el campo de análisis: piénsese que nosotros avanzamos desde la Arqueología, que es la historia material de las sociedades del pasado–. Volviendo a aquella conferencia, cerremos esta nota con una idea en avance de conclusiones que aquí sólo se podrán fundamentar adecuadamente más adelante: «expuesto de forma sencilla llamaremos “poder” a la capacidad para fracturar [significativamente] la continuidad [de la realidad]» (Nogués Pedregal, comunicación personal: 18 de noviembre de 2012). 7 Hay una abundantísima bibliografía para estas nociones, que en tanto estricta cuestión de paradgima, se filtran constantemente hacia sus disquisiciones sobre investigaciones más concretas (vid. i. a. Bourdieu, 2014: 129 y ss., 340, 458, 463). Por citar alguno, encontramos un caso de estudio particularmente gráfico a propósito de la reflexión sobre su elaboración teórica del calendario cabileño en base a la recopilación de
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La política salvaje Fig. 8.2a. Campo de la acción; campo de la significación. En la práctica material no existen sino momentos discretos, puntos dispuestos en el «campo de la acción» que se estructuran significativamente –o no, y esto es fundamental– sólo merced a los «sistemas de percepción-clasificación» característicos de las culturas humanas, sean éstos los del agente que verifica una acción dada orientándola a su través, los del resto de actores en cuya interacción se resuelve el universo social, o los de eventuales observadores ajenos a la situación. Teniendo en cuenta, entonces, que ni todas las prácticas son necesariamente significativas siempre y desde todos estos puntos de vista ni, si lo son, han de significar en todos lo mismo, la «tradición» podría definirse como la línea de orientación tendencial que las articula en el «campo de la significación»; que las identifica como parte de una misma secuencia más allá de sus posiciones efectivas en el «campo de la acción» –por ejemplo, cuando los cambiantes equilibrios de fuerzas de cohesión y tensiones superficiales propician el reconocimiento de la acción A según la tradición 1 a pesar de verificarse, medida en la determinación de X-Y criterios «objetivos», más próxima al eje de la tradición 2–.
la cultura como «conjunto de adaptaciones al medio transmitidas no genéticamente». Por eso, no se trata de que se produzca siempre lo que ya se había producido, aun aunque cada vez que se produce algo, sin duda, se reproducen muchas otras cosas implícitamente. En parte por esto es preferible el término «replicación», que en tanto copia virtualmente indistinguible aparece más preciso y, por añadidura, opera de un golpe la sincronización con las formas que adoptó la disciplina biológica ocupada de la transmisión genética general de las adaptaciones al medio, y con algunos de sus aspectos procesales más interesantes para lo que aquí también nos ocupa: la «mutación» en tanto error de copia.8 Desde luego, es por lo mismo por lo que aquella idea –replicación– debe de pensarse anterior a esta última –mutación– en una secuencia que, como última consideración importante, cabe
decir que permite «representar» rápidamente la explicación de procesos muy complejos– desde el mismo análisis institucional que las ontologías y metodologías no metafísicas niegan: las acciones que constituyen las prácticas son momentos invariablemente únicos y finitos en el tiempo, por lo que o no hay ni continuidad ni cambio per se o, en cualquier caso, el que haya no lo será del tipo relevante a efectos de ningún análisis de etología histórica de grupos humanos. A decir verdad, llevamos un tiempo señalando esto al emplear una fórmula sintética que es igualmente ágil: las estructuras no son sino su propio reflejo en la práctica; 2. porque lo que sucede entre las bambalinas de la acción individual es que cada «producción» es una «reproducción», algo que no es falso aunque admite discusión. En algunos puntos de las «lógicas racionales» –desde luego, en el punto de vista de la Economía– las acciones analizables en ellas aparecen decisivamente como una producción de sí mismas; más o menos como la imagen que se genera al pensar la «invención». Pero no es necesario desarrollar de manera erudita en qué otros tantos puntos están determinadas por una infinidad incalculable de condiciones previas que han sido asumidas e incluso rutinizadas hasta obviarse en mayor o menor medida en los cálculos de los diferentes actores-autores que la evaluaren: en su extremo proximal, es lo que expresó Isaac Newton al declarar que se había alzado a hombros de gigantes, en el distal, es lo que encierra definir
8 Nos aproximamos –no sólo en esto– a lo pensado mucho antes por Tarde (2011: 69-70): «cuando digo que las transformaciones sociales se explican por las iniciativas individuales imitadas, no digo que la invención, que la iniciativa exitosa, sea la única fuerza activa, ni siquiera la más fuerte a decir verdad, sino que es la fuerza rectora, determinante, explicativa. Cuando el roce del ala de un pájaro desencadena una avalancha se trata de una fuerza muy débil, comparada con el peso y la cohesión molecular de las fuerzas constantes cuyo equilibrio inestable ha sido roto por ese pequeño choque accidental [...]. La dirección de las grandes fuerzas constantes –es decir, periódicas en su acción– corresponde a pequeñas fuerzas accidentales, nuevas, que al sumarse a la primeras determinan un nuevo tipo de reproducción periódica. En otras palabras, a las repeticiones se suma una variación, punto de partida de repeticiones nuevas» (cf. Latour y Lépinay, 2009: 20-21, 42-43, especial, someramente, sobre las condiciones de la proximidad y del distanciamiento de la teoría tardiana respecto de su contemporánea versión marginalista del «individualismo metodológico»).
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«Como si la sociedad dialogase consigo misma» de Pareto, permitirnos pensar una serie de conexiones posibles entre los efectos y las causas. Aquí, la disposición de una carga significativa –¿la «identificación»?– de una acción respecto al campo donde se piensan las tradiciones ni tiene por qué verificarse en todas las situaciones ni, en caso de hacerlo, ser obligatoriamente positiva. De hecho, la idea de un «invento» casa bastante bien con la de una identificación en contra de lo que se identifica que venía sucediendo; y esta identificación negativa constituye un tipo de «interrupción» –es la interrupción por antonomasia– mucho más fructífero que el resto para continuar pensando lo que estaría representando ese diagrama.
entender fenoménicamente siempre tal que un fluido sin soluciones de continuidad objetivas, definidas inherentemente, como decíamos;9 sino acaso sólo en función de la variable disposición de cargas significativas de los «sistemas de percepciónclasificación» en que se observen –y la expresión no podía ser más adecuada– «puntualmente» –léase desde la voz inglesa to punctuate: «puntuar» pero también «interrumpir», que es la misma de la cual proviene el nombre de la Teoría evolucionista del equilibrio puntuado, y por tanto: del «equilibrio discontinuo»; y es que quizá, en el empeño por precisar una teoría praxeológica de la historia, «equilibrio-interrupción» sea una fórmula más justa para explicar «continuidad-cambio»–.
Siendo así, en una ideal puridad «materialista» la acción puntual, en tanto un hecho discreto, no entraña inherentemente posición significativa alguna respecto de ninguna «tradición» por la misma razón por la cual indicábamos antes que la dicotomía «continuidadcambio» es una falsa disyuntiva: la tradición no existe en la materialidad sino que es un reflejo de la valoración de y respecto de las acciones pretéritas en los términos de los sistemas de «percepción-clasificación» de una cultura semiótica. Opera aquí, de otra manera, el mismo principio en que pensaba Weber los Idealtypen: lo que existe –pero no materialmente– es un énfasis, una acentuación conceptual racionalista que desde lo imaginario, cose diacrónicamente los planos de lo material y lo simbólico.
Tenemos, pues, «replicación→mutación→selección». Todavía podemos perfilar este modelo teórico ensayando un diagrama que lo represente lo más acabadamente posible de un vistazo (fig. 8.2a); por ejemplo partiendo de un «espacio de la acción» definido entre los ejes temporales de diacronía y sincronía donde se puedan registrar, respectivamente, los momentos en que se intensifican las mutaciones y la distancia fenoménica entre las acciones puntuales que definen una práctica según un criterios siempre por determinar. Este último aspecto –que es el mismo que aquél con el cual acabamos de concluir la segunda proposición– merece considerarlo un poco más en detalle, para siquiera empezar a insinuar la forma que pueden tomar las ideas-fuerza de este magma donde intersecan indefectiblemente acción y significación, como vimos a propósito del dinero (vid. sup., fig. 5.4a), articulando comprehensivamente el entorno de un agente en referencia a una «idea de y del orden» inscrita en lo imaginario.
Al tiempo, dado que como hemos dicho, identificar o identificarse en una «tradición» tampoco implica apriorísticamente que se esté reproduciendo o manteniendo una distancia fenoménica precisa con ninguna otra acción concreta del pasado, es perfectamente plausible concebir que una «práctica» –que entonces podemos definir como el conjunto fluido y continuo de acciones concretas objeto de análisis; es decir: un montón de «puntos» en el continuo espacio-tiempo– se disponga en el «campo de la acción» sin presentar unos límites demasiado claros; o que se «mueva» sinuosamente en el eje diacrónico como resultado de determinadas-determinantes replicaciones que nunca son copias perfectas pero pueden identificarse o ser identificadas como una sucesión, sin dejar necesariamente de ser la misma «tradición» –ser percibida o clasificada, resultará ya evidente; y como es una percepción-clasificación podemos diagramarla tendencialmente obviando sinuosidades, recodos, saltos, espacios vacíos, i. e.: «mutantes» no significativos a efectos de ese criterio de percepción-clasificación en particular, independientemente de que pueda serlo de otros–.
Como decíamos, cada acción se verifica puntualmente determinada en un sentido u otro por el conjunto de acciones precedentes que reproduce, en un sentido u otro. Por lo pronto, lidiar con seres que viven insertos en «tramas de significación» supone que cada acción puede posicionarse pre o postfactualmente, por el agente o por cualquier otro observador –como un antropólogo, o un sociólogo, o un historiador–, respecto de una «tradición» que entonces podríamos entender en tanto que una especie de orientación tendencial de la acción entre el flujo de replicaciones que mantiene la vida humana. Dicho esto, por supuesto, componerse una imagen en que la acción y la significación suceden como si se dieran separadamente, en tiempos o dimensiones diferentes, tiene la ventaja de no colegir necesariamente la una de la otra y, a la manera
Con esto nos encontramos, de nuevo, ante un horizonte que multiplica las posibilidades de continuar la reflexión, pareciera que ad æternum. Por ejemplo, considerando lo que se derivaría de este fenómeno al pensarlo en la base operacional de la cotidianeidad, para definir esa «cotidianeidad» misma, cuyas transformaciones solamente se pueden mensurar postfactualmente, en la longue durée histórica; o tratando de articular qué no se significa al inhibir el discurso de la tradición, al rutinizar una «práctica»: la distancia significativa que hay que recorrer
O al menos, de nuevo, no objetivas en el sentido que es relevante para el análisis de grupos humanos. Tomando la comparativa con el caso del individualismo metodológico, que según explica Noguera Ferrer (2003: 126-127), «puede también ser atacado desde el extremo contrario [al holismo], esto es, desde posiciones que lo consideren insuficientemente reduccionista, o que sitúen los factores determinantes de la conducta no en unas supuestas estructuras sociales externas a los individuos, sino en unidades explicativas infraindividuales». Tal continuum de lo real podría fracturarse objetivamente según individuos concretos que viven y mueren, pero eso no afectaría demasiado a lo que tratamos de explicar.
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La política salvaje entre «rutinizar» y «tradicionalizar»; y por tanto, por supuesto, cómo se conjugan «tradición» y «cotidianeidad» y «trascendencia»; etc. Pero sin duda, intentar desarrollar estos temas aquí sólo nos conduciría irremediablemente al callejón sin salida de las ideas muy generales. Baste concluir que esas interrupciones de la replicación, esos momentos de «mutación», explicadas en los términos de este vocabulario y de este horizonte ontológico, se formularían como los momentos en los cuales una práctica rompe la –llamémosla así– «tensión superficial» de una tradición, saltando a orientarse o ser orientada, en efecto, según otra tendencia distinta –tal vez sería más preciso haberlo escrito también perifrásticamente: «una tendencia que se distingue o se podría distinguir»–.
para arribar de nuevo a este mismo punto después de añadirle unas cuantas páginas de repaso historiográfico más o menos farragoso, tal vez sí que convenga llamar la atención sobre algunos aspectos que otros autores han dicho mejor. Por supuesto, es una pequeña justificación que nos devuelve desde un excurso muy abstracto hasta las coordenadas del campo disciplinar en que pretendemos actuar, pero –teatralización aparte, o no– también es cierto que esta reflexión previa, en la cual obviamente se encuentran implícitas las ideas de todos estos autores que hemos ido refiriendo a lo largo de los capítulos anteriores cuando ha convenido, más o menos desgranadamente, ensamblándolas en la construcción del modelo teórico que ahora hemos expuesto –por eso volver sobre nuestros pasos resulta «absurdo» en vez de resultar solamente «innecesario»–, nos coloca en la posición de evidenciar de una manera más palmaria, más eficaz, nuestra interpretación de sus palabras.
3. Bourdieu en el Collège de France Retornando ya de nuestra digresión propositiva, queda claro que desarrollar hasta sus bases una praxeología de este tipo, por ejemplo partiendo de la reflexión weberiana a propósito del Methodenstreit, resulta en una posición más adecuada para afrontar el análisis histórico de los grupos humanos desde su «microfísica».
¿No sucede así, por ejemplo y por no abandonar del todo aún la etnografía oceánica de los capítulos precedentes, tan pronto referimos la fórmula «estructura del contexto» (structure of conjuncture) que Sahlins utiliza en sus Islas de historia (1985 para la primera edición, en inglés) para sistematizar su interpretación de las performáticas excepcionales que, sin embargo en aparente aplicación de «significados recibidos» (received meanings), se disparan en Hawái ante la aparición del capitán Cook?
En suma, no es algo muy diferente de la síntesis alcanzada más o menos simultáneamente a lo largo de las últimas décadas en ambos lados del Atlántico; tanto desde la tradición académica de la Antropología cultural en Estados Unidos,10 como en la de las Sociologías europeas; y aunque sería absurdo volver ahora sobre nuestros pasos
Como ya hemos indicado, buena parte del entramado teórico que se dirime desde finales de la década de 1980 y sobre todo ya en la de 1990 y 2000 –recordemos: la segunda oleada de interpretaciones académicas de los «fenómenos cargoístas»– en las aproximaciones llamadas postcoloniales que pugnan por explicar el proceso histórico de la colonización de papúes y austronesios desde la perspectiva analítica de la agencia indígena, lo hacen asumiendo este modelo praxeológico de Sahlins. Lo hace Kaplan para el movimiento Tuka de las Islas Fiyi (vid. sup., cap. 6.5) y, comentándolo, Nogués Pedregal (1990: 28-38) afirma:
Mídase, por ejemplo, la permeación de estos elementos con el caso de Hoebel al establecer las «bases culturales de la ley» en uno de los clásicos de la Antropología jurídica (The law of primitive man: A study in comparative legal dynamics, 1954 para la primera edición). Asumiendo, al menos parcialmente, la noción superorgánica de la cultura de Kroeber («The superorganic», 1917 para la primera edición) y situándose en la tradición del realismo funcionalista, escribía entonces: «culture is a continuum. Sociologists speak of it as the social heritage. So it is that although culture has its existence only in individual behavior, it is something over and above the individual [...]. The superorganic consists of natural phenomena in the form of behavior patterns which, while they are manifest in the activity of organisms –man [sic, por “los humanos”]–, are not predetermined in specific content by the inherent forms of that organism [...]. The concept of superorganic is not supernatural, nor is it mystical. It embraces “natural” phenomena, for culture is as much a part of nature» (Hoebel, 2006: 8-9). Sobre la selección conductual que desemboca en la normalización consuetudinaria, y sobre sus mutaciones, añade: «inasmuch as the members of a society ordinarily accept their basic propositions as self-evident truths and work upon them as if they were truths, and because they do reason from them, if not with perfect logic, they may best be called postulates. The particular formulation of specific customs and patterns for behavior that go into a given culture are more or less explicitly shaped by the precepts given in the basic postulates of that specific culture [...]. New patterns may be ideologically rejected as incompatible with the preexisting postulates, but once present they may persist though “officially” banned, and in time may influence a change in the postulates themselves so that ultimately their general acceptance becomes possible»; y esboza aun un último escenario que cobra especial relevancia en el tema que nos ocupa: puede darse que ese patrón conductual mutante sea «acceptable in terms of some of their aspects and without awareness of the potential implications ot ohter aspects that are incompatible with existing postulates. Then when such implications are finally realized, the behavior may be so well established as to cause a modification or even overthrow of the original postulate» (ibíd.: 13-14). Volveremos sobre Hoebel más adelante (vid. inf., cap. 9.1).
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[El modelo] muestra la aplicabilidad de la «estructura de la coyuntura» como una explicación de la «práctica de la estructura y la estructura de la práctica» en un escenario colonial, donde la imposición desde fuera es sumamente significativa [significant]. [Pero] es muy difícil hallar cómo pudo darse un cambio interno sin la llegada de los extranjeros [foreigners] [...].[Esto] ciertamente nos impele a pensar en alguna clase de «equilibrio sistémico» funcionalista [...], [pero] no explica ni la estabilidad como un proceso, ni los problemas de la acción humana en ausencia de penetración extranjera. Dado que nunca ha sido el ánimo de nuestra exégesis defender de posibles matizaciones críticas los términos exactos en que plantea la problemática y su explicación causal ningún autor en concreto, sino nutrir una construcción propia en esos debates, podemos limitarnos 226
«Como si la sociedad dialogase consigo misma» aquí a ensayar una respuesta en los términos del modelo praxeológico que hemos bocetado más arriba. Por lo pronto, sobre la explicación procesal de la «continuidad social y cultural»: descomponiéndola en una replicación de la práctica que aparentemente no alcanza para la percepción de nadie, dentro o fuera del contexto cultural, mutaciones suficientemente significativas como para quebrar la tensión superficial de la tradición. Ciertamente no son las mismas palabras que empleó el estadounidense para dar respuesta a otro problema diferente al cual anota Nogués Pedregal –el de cómo sí se quiebra esa tensión en las tradiciones hawaianas a partir de 1778– de modo que es aventurado, cuando no completamente fútil, pretender desvelar el grado de sincronía entre lo que entendemos aquí y lo que allí no explicitó que se tenía que entender, aun aunque no se detecten contradicciones que hagan pensar que hablamos de cosas muy diferentes. Es más, en cualquier caso, no es menos cierto que los términos exactos lanzados por Sahlins presentan la virtud de poner el dedo en la yaga de otros tantos problemas interpretativos.
de carácter material; es también mental» (vid. sup., cap. 2.2). Ahora que tenemos sobre la mesa una teoría de la historia basada precisamente en la selección por presión-adaptación medioambiental de prácticas que a la vez producen y son la reproducción de los signos e instituciones socioculturales y sus tendencias, finalmente podemos exprimirle toda la sustancia a la reflexión redfieldiana; o dejar, mejor, que lo haga Bourdieu en trazos gruesos, como para ir encarrilando poco a poco nuestra atención en lo que nos ha de ocupar lo que resta de esta investigación. Volviendo con el primer trazo a los autores con que abríamos la discusión de este capítulo (vid. sup., cap. 8.1) y que personalizan la ultima ratio desde la cual se repite el debate una y otra vez –por ejemplo en el caso de la conceptuación de la «campesinidad»– escribe el sociólogo francés: «lejos de oponer a Marx, como se cree comúnmente, una teoría espiritualista de la historia, [Weber] ha llevado el modo materialista de pensamiento a terrenos que el materialismo marxista abandona al espiritualismo» (Bourdieu, 2008: 33). En este sentido es evidente que, al contrario que los críticos de Redfield, aquí se presta mucha más atención a los clivajes entre los cuales se dirime el discurso weberiano; y como consecuencia, no se encuentra sino una especie de «materialismo generalizado». Un tratamiento materialista de las ideologías, una vez apercibidos de que las fundamentaciones que proporciona el estudio de la Economía por sí sola no son capaces de explicar en condiciones aceptables ni siquiera la misma economía. De ahí inmediatamente el segundo trazo, empezando a concretar la mecánica básica en que han de pensarse, con los datos que tenemos hasta el momento, los términos de ese «materialismo generalizado» –por ejemplo en la conceptuación del medioambiente–. «Para el mundo social, el entorno, es el propio mundo social [...], lo propio de las sociedades [humanas, y por tanto tejidas en culturas semióticas] es la producción de su propio entorno y ser transformadas por las transformaciones del entorno que las transforma»; y concluye: «es como si la sociedad dialogase consigo misma» (Bourdieu, 2014: 194).
Consideremos un momento cómo Islas de historia –y ya hemos dicho que, como no puede ser de otra manera en un autor suficientemente longevo y prolífico, hay varios Sahlins (vid. sup., caps. 4.1, 4.5, 6.2 y 7.6)– se resuelve por encima de todo en una idea-fuerza que «sintetiza además una posible teoría de la historia, de la relación entre estructura y acontecimiento, a partir del postulado de que la transformación de una cultura es uno de los modos de su reproducción» (Sahlins, 2008: 130) –la que posiblemente sea la frase más citada de cualquier Sahlins; o debería serlo–. En términos estrechos esta sentencia, en efecto, conduce a pensar el cambio como una reproducción fallida que, en el caso de Hawái o las Fiyi, es tan ostensiblemente imputable a la «alteración medioambiental» causada por el contacto colonial europeo que puede llegar a ocultar la innecesariedad de una irrupción en ese sentido para validar lo que la misma sentencia conduce a pensar en términos más generales. Porque tomándola desde la primera proposición del silogismo, también varía el medioambiente sin la intervención humana, y hay una infinidad de estudios de ecólogos culturales y arqueólogos procesuales que nos lo recuerdan; como, en fin, también varía el medioambiente en el cual viven insertos y se desenvuelven los individuos y facciones que componen las sociedades humanas como resultado de su propio desenvolvimiento –de su «reproducción»– dentro de los límites de la sociedad. Esto otro nos lo llevan recordando aun mucho más tiempo los modelos interpretativos marxianos.
Esta premisa fundamental –la de una práctica que dialoga en un «espacio de la acción» mucho más complejo y cuajado de variables de las que se pueden procesar en cualquiera de los cálculos del actor-autor; y desde luego, de las que permite imaginar la dialéctica histórica en sus modelos clásicos–, condensa lo principal de una reacción frente a la asunción por parte de los paradigmas evolucionistas tradicionales y hegemónicos de «una filosofía implícita de la historia que está inscrita en la aceptación de lo siguiente [sic, pero merecería un énfasis: lo siguiente, en tanto que se verifica en el devenir histórico en sucesión desde un pasado] como lo que tenía que ocurrir, de postular la necesidad de lo siguiente» (ibíd.: 193), como en un «efecto de destino». Esto nos encarrila porque nos pone de nuevo sobre la pista de los modos endógenos de mutación y de las formas de su significación en el espacio social de la cultura. Por ejemplo cuando los alumnos del Collège de France preguntaban a Bourdieu
Aquí reaparece en la superficie de nuestra investigación aquella reflexión de Redfield que, opinaremos por última vez, no acabaron de ponderar adecuadamente los autores más economicistas de los inmediatamente posteriores Peasant Studies, tales como Dalton y Durremberger, o Wolf, a propósito de la caracterización del entorno en que operamos los humanos en tanto que animales semióticos: «el medioambiente [...] no es solamente 227
La política salvaje en enero de 1991 por la «necesidad evolutiva» del surgimiento del Estado, entrampado en las estrategias de reproducción desplegadas por agentes individuales que actúan a caballo entre la «razón doméstica» y la invención –orgánica– de la «razón de Estado»; y él empieza a dar su respuesta con lo que citábamos más arriba; señalando antes cómo sucede, en un curioso albur, que abordarlo en términos de «aleatoriedad-necesariedad» constituye un buen ejemplo de lo que se proponía responder sobre la constricción histórica de ambas cosas: tanto de los posibles fenoménicos «pensables» como de la emergencia del Estado.
claro: Weber basó su sociología en la idea de que es la «legitimidad» lo que permite la «dominación». A sus análisis nos dedicaremos en el siguiente epígrafe, pero cerremos primero el argumento de Bourdieu. Hume, y antes que él, Etiénne de La Boétie (Discurso sobre la servidumbre voluntaria, 1574 para la primera edición, en francés) describen una manifestación de la adhesión generalizada a una doxa, entendida en nuestros términos como el conjunto de ideas de orden en lo imaginario, que «naturaliza» la dominación; aunque precisamente al escribirlo, al percibirlo y enunciarlo, están a la vez «inventando» la tensión «ortodoxiaheterodoxia».12 Sucede que una de las características que Bourdieu enfatiza de las instituciones socioculturales – más tarde lo formularía asimismo, en general, del proceso de socialización– es que su éxito efectivo depende de una suerte de «amnesia de la génesis», de modo tal que «una institución exitosa [...] desaparece como institución. Se deja de pensar en ella como ex instituto [“instituida”, surgida por acto de institución]. Una institución que triunfa se olvida y hace que olvidemos que tuvo un nacimiento, que tuvo un comienzo» (ibíd.: 163). Y aunque aquí el sociólogo alude simultáneamente a lo que se entiende comúnmente por «institución» tanto en el sentido antropológico como en el jurídico-político –sin duda con el objetivo de abrazar todo un espectro posible de casos que funcionan igual ya hayan sido resultado de una institucionalización orgánica desde las «lógicas prácticas», o de un acto, o de una sucesión de actos únicos pensados desde «lógicas lógicas»–, señala que el orden dóxico que constituyen y en el que se reproducen estas instituciones socioculturales «ha sido a menudo producto de una lucha; ha sido establecid[o] al término de una lucha entre dominantes y dominados». Es esta génesis la que restringe estructuralmente el campo de
De esta manera, como en la «biografía» que desvela la arqueología de una ciudad o de una casa con una secuencia de ocupación dilatada, en ambos casos puede hablarse de procesos de invención bajo restricción estructural. Lo hemos sobrevolado anteriormente, pero merece la pena desarrollar este fenómeno en los exactos términos en que lo hace también Bourdieu: el de «institución», que vincula a la idea de «orden dóxico» –salvando las distancias, parte, al menos, de aquello que buscaba Godelier en el plano imaginario del psicoanálisis (vid. sup., cap. 5.4)–. Y éste es el tercer trazo. En consonancia con lo que venimos exponiendo, Bourdieu adscribía la existencia «doble» de las instituciones: en los elementos materiales y en las estructuras mentales que los producen y reproducen en la práctica, por decirlo bajo una especie de simplificación sincrónica. Lo importante en esa ocasión era aludir separadamente a la «producción», porque hace partir su razonamiento desde una concesión al fundamento de las teorías socialistas de mediados del s. XIX, y explícitamente a las marxistas; en la obviedad de que hay algunos agentes sociales dominantes y muchos dominados; y que los dominantes desarrollan un papel activo en la construcción de la evidencia histórica –de hecho son los que «inventan», los que «razonan», y en último término, los que «escriben» para decirnos quiénes inventan y razonan, y quienes no–. Sin embargo, «en relación con Marx, Weber tenía el mérito de hacer la pregunta de Hume [en “De los primeros principios del gobierno”, 1758 para su primera edición, en inglés]: ¿cómo consiguen dominar los dominantes? Weber apelaba al reconocimiento de la legitimidad, estableciendo así esta noción sociológicamente» (Bourdieu, 2014: 241242).11 Repitámoslo dado vuelta, si acaso fuera más
tantas villas, tantas ciudades, tantas naciones aguanten a veces a un tirano solo, que no tiene más poder que el que le dan, que no tiene capacidad de dañarlos sino en cuanto ellos tienen capacidad de aguantarlo, que no podría hacerles mal alguno sino en cuanto ellos prefieren tolerarlo a contradecirlo. Gran cosa es, por cierto, y sin embargo tan común que es preciso dolerse de ella más que sorprenderse, ver a un millón de millares de hombres servir miserablemente, teniendo el cuello bajo el yugo, no obligados por una fuerza mayor, sino de alguna manera –tal parece– encantados y hechizados por el nombre de uno solo» (de La Boétie, 2006: 34-35). Sobre la «pregunta humeana» que se hacía Weber, bien puede citarse su diáfana formulación en una conferencia pronunciada siendo ya profesor de la Universidad de Múnich, el 28 de enero de 1919, ante la Landesverband Bayern des Freistudentischen Bundes, publicada por primera vez ese mismo año bajo el título «La política como vocación»: «el Estado se compone de una relación de “dominación” del hombre [sic passim, por “el humano”] sobre el hombre, fundada sobre la violencia legítima –es decir, sobre la violencia considerada legítima–. El Estado no puede existir sino a condición de que los hombres dominados se sometan a la autoridad reivindicada por los dominadores. Entonces se plantean las cuestiones siguientes. ¿En qué condiciones se someten y por qué? ¿En qué justificaciones internas y en qué medios externos se apoya esta dominación?» (en Zarka, 1997: 246). 12 Explica en sus cursos Bourdieu (2014: 256 y ss., 352, nota 2): «no hay reconocimiento más absoluto que el reconocimiento de la doxa ya que no se percibe como reconocimiento. La doxa es responder sí a una pregunta que no he planteado»; es en este sentido que se explica su radical distinción respecto de una idea de ortodoxia, que solamente «aparece desde el momento en que hay hetedoroxia [...]. La doxa está obligada a explicitarse en ortodoxia cuando una herejía la pone en tela de juicio».
La cita del filósofo escocés a la que hace referencia dice concretamente: «nada es más sorprendente para los que consideran los asuntos humanos con mirada filosófica que ver la facilidad con la que la gran mayoría es gobernada por una pequeña minoría, y observar la sumisión implícita con la que los hombres [sic, por “los humanos”] anulan sus propios sentimientos y pasiones en favor de los de sus dirigentes. Cuando nos preguntamos de qué modo se realiza este prodigio, esta cosa asombrosa, nos encontramos con que, como la fuerza está siempre del lado de los gobernados, los gobernantes no tienen nada más que la opinión para mantenerse. Por tanto, el gobierno está fundado sólo sobre la opinión. Esta máxima se extiende a los gobiernos más despóticos y más militares tanto como a los más libres y populares» (en Bourdieu, 2014: 226-227). Puede encontrarse esa misma duda a este lado del Canal de la Mancha, donde de La Boétie se adelantó en casi doscientos años a Hume al escribir: «en esta ocasión no quisiera sino averiguar cómo es posible que tantos hombres,
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«Como si la sociedad dialogase consigo misma» los posibles según Bourdieu, y torna «impensable», «inimaginable», que pudiera haber sucedido algo diferente a «lo siguiente»:
la noción de acción bajo restricción estructural, empero, que requerían en sus formulaciones para ser devueltos desde la lógica de la Economía a las de la Sociología, o cualquier otra disciplina que se tomara verdaderamente en serio modelizar la dimensión cultural en la interpretación de los grupos humanos a la luz de su variabilidad histórica. Se obtenía entonces un «Estado inconsciente» –ya lo había escrito René Lourau en 1978–, y no le era justificado mantener por más tiempo la «funesta» tesis de la posición superestructural de la ideología como resultado solo de los discursos de legitimación activados por los dominantes, por más que estas acciones estratégicas propias de la «lógica lógica» pudieran todavía ser reintegradas en forma de «ortodoxia» a la arena sociocultural; al espacio-tiempo de una lucha por la significación que en condiciones de Estado adopta más que nunca una expresión «formal», es «lógica lógica», precisamente para acelerar su capitalización por parte de individuos y facciones concretas del cuerpo social.
La fuerza de la evolución histórica es reenviar [sic, probablemente renvoyer: «reenviar» o «devolver», pero también «despedir –del empleo–» o «expulsar», especialmente referido a «expulsar de una institución»] los posibles laterales apartados no por el olvido, sino por el inconsciente. El análisis de la génesis histórica del Estado, como principio constitutivo de estas categorías universalmente difundidas en su territorio, tiene como virtud que permite comprender a la vez la adhesión dóxica al Estado y el hecho de que esta doxa sea una ortodoxia, que representa un punto de vista particular, el punto de vista de los dominantes, el punto de vista de los que dominan dominando el Estado, de los que, posiblemente sin proponérselo como fin, contribuyeron a hacer el Estado para poder dominar. (Bourdieu, 2014: 242)
Bourdieu le quita entonces la razón unívoca a Marx, pero tampoco se la da por entero a Weber: el Estado es principalmente un universalizador monopólico –y más, «totalizante»– de los significados que actúan para definir los parámetros de la doxa, y esta última es el único sitio donde se puede enraizar la «legitimidad» si se pretende analizar en términos praxeológicos. Por esta razón corrige la conocidísima definición de Weber, matizando: «el Estado es el monopolio de la violencia física y simbólica legítima» (vid. i. a. Bourdieu, 2000; 2008: 195 y ss.; Fernández Fernández, 2013: con bibliografía).
La última es una precisión capital; porque sitúa el discurso de nuevo en la tónica del individualismo metodológico y la concepción organicista mengeriana,13 habiéndole sumado 13
Es necesario puntualizar que no se trata en absoluto de una afinidad que señalara el sociólogo francés motu proprio, al menos hasta donde nos consta. En los Cursos sobre el Estado únicamente se refiere en una ocasión y es para tomar distancia de esta «otra cara bajo la que vuelve el individualismo» contra el que se construyeron las ciencias sociales (Bourdieu, 2014: 493-499; cf. Noguera Ferrer, 2003: 108, con bibliografía). Parece obvio, no obstante, que esto se explica en un posicionamiento político a expensas de una fórmula acuñada y asociada tradicionalmente al neoliberalismo; así, en el caso de la Sociología francesa el «individualismo metodológico» se identifica indefectiblemente con otra de sus figuras centrales en las décadas finales del s. XX, Raymond Boudon, cuyo antagonismo con Bourdieu es manifiesto. Ciertamente habría un punto de impostura si fuera posible algo como un debate en términos estrictamente epistemológicos, como lo indica la falsación de la pretensión contraria –que la teoría bourdieuana es, como la durkheimiana, holista– ensayada por Magni Berton en las páginas de L’Année Sociologique. A pesar de que no compartimos su definición estrecha de «individualismo metodológico» –la de Noguera Ferrer (2003: 104, 108-109) presenta un mejor desarrollo lógico de los límites hasta los cuales se podría tensar la fórmula sin perder sentido, incluyendo la aceptación de constricciones estructurales fruto de la construcción sociocultural del individuo– este texto da el pie adecuando para entender el problema en su mínima expresión cuando echa mano del dicho individualismo para dirimir la comparativa: «l’intérêt de réintroduire ici la notion d’individualisme est de montrer que ce dernier n’est pas plus éloigné des deux types de holisme que nous avons présentés que l’un d’eux l’est à l’autre. En ce sens, cela permet de penser que les deux types de holisme que nous avons présentés sont réellement des paradigmes différents»; al tiempo «l’individualisme méthodologique et le holisme bourdieusien se distinguent cependant assez nettement. Car alors que le premier accorde une place centrale aux motivations et caractéristiques individuelles dans l’explication sociologique et considère les comportements individuels comme des variables semi-indépendantes –au sens ou la sociologie ne peut les expliquer que partiellement–, le holisme bourdieusien prend en compte les comportements individuels comme des variables dépendantes quelconques» (Magni Berton, 2008: 310-311). Esto evidencia que lo que se disputa no es la consideración del individuo sino la de su aislamiento contextual y la existencia, en consecuencia, de una racionalidad universal abstracta, que Bourdieu por supuesto niega –convincentemente– introduciendo nociones tales como «lógica práctica» y habitus, o «invención bajo restricción estructural», con el objetivo de seguir integrando la conducta individual en las explicaciones sociológicas. Téngase en cuenta cómo, de hecho, en esos mismos Cursos (Bourdieu, 2014: 82-84, 369 y ss., 439 y ss.,
Cerremos finalmente el ancho círculo que abrió la pregunta de los alumnos del Collège de France a Bourdieu en enero de 1991 con un cuarto trazo apenas insinuado. Cerrémoslo con otra pregunta que ya empezamos a responder entre los cazadores de cabezas papúes, y para la conclusión de la cual todavía tendremos que acabar de definir ese utillaje conceptual más apropiado a los clivajes entre los cuales –vamos viendo cada vez más– se mueve el problema. Es cierto que el «principio de restricción estructural», hacia el cual también converge indiscutiblemente el de «significados recibidos» enunciado por Sahlins, desmonta, a poco que se cuestione, la pertinencia de plantear obligatoriamente ésa o cualquier pregunta sobre las culturas, sociedades e historias de los grupos humanos en los términos de la disyuntiva «necesariedad-aleatoriedad». Sucede con esta pesada herencia disciplinar como con el Averroes de Jorge Luis Borges: que desaparece cuando se deja de escribir sobre él. Explica también, de una manera más parsimoniosa, el Estado por tanto no como una «necesidad» providencial de la historia o la evolución, 462-463) incidió repetidamente en la necesidad de considerar sistémica y sistemáticamente la «acción individual orientada por intereses» en el fundamento de cualquier proceso histórico, por ejemplo oponiéndose al espejismo de una «historia sin agentes», o reintegrando desde la «historia de las ideas» a tratadistas, funcionarios, juristas, como estructuradosestructuradores del espacio político en el cual competían.
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La política salvaje ni como el «invento» consciente de los dominantes, sino como el resultado accidental de una más o menos intensa secuencia de mutaciones de la práctica que, determinadas –y tal vez incluso orientadas tendencialmente en su significación endógena– por una «tradición» no estatista, reequilibran adaptativamente la reproducción de un grupo humano en un medioambiente cataclísmico. Ahora bien, como decíamos, existe una concesión innegable al planteamiento socialista, hegemonizado académica pero nunca necesariamente por los modelos evolucionistas del marxismo, que sí es necesario hacer: en el Estado hay dominación; y en la dominación se benefician unos pocos de los muchos. Entonces, ¿por qué no se disolvió en la práctica cotidiana, como Averroes, cuando lo enunciaron por ejemplo de La Boétie o Hume, o Marx y los otros socialistas, como se ha disuelto –al menos en principio, o al menos ésa es la intención de los postestructuralistas– la obligación de analizar la historia de la humanidad en términos de «necesariedad-aleatoriedad» una vez expuesto que se ha alcanzado un cul-de-sac, según una lógica consonante con los principios que ordenan las doxa propias del campo académico?
humanos acabando la década de 1960, y sobre todo a partir de 1970, tomó la forma de «crítica contextual». Hemos llevado las cosas mucho más lejos del mero análisis de lo que dijo Weber, hacia un análisis desde lo que dijo Weber, y ahora vamos a tener que esforzarnos en sintetizar lo que nos interesa de su «sociología de las formas de dominación».
4. Herrschaftstypen, o imprecisiones de la «dominación» Volvamos a la Europa de 1920. Como decíamos, la crítica principal que Bourdieu le hacía a Weber era el haber descuidado en sus modelos causales analizar la cuestión de la dominación en tanto beneficio «privado» del espacio «público» por parte de los dominantes; cuestión que quedaba, efectivamente, harto oculta o mitigada bajo la omnipresencia del interés por destacar un supuesto –y aquí asomaba aún imbatido el decimonono– progreso histórico de la racionalidad, también en lo que atañía a la ordenación política de las sociedades humanas (Bourdieu, 2014: 257-258). Este «también» es fundamental.
¿Por qué no?, si la «legitimación» que son capaces de activar en forma de «discursos de la ortodoxia» esos pocos dominantes no basta para explicar analíticamente la legitimidad que precisa la dominación. ¿O sucede que sí que se dieron tradicionalmente esas disoluciones?; y, entonces, hemos de rearmar la hipótesis del «atasco ecológico» a que invita la Teoría de la circunscripción de Carneiro (vid. sup., cap. 4.3) para explicar por qué algunas veces –pocas– no ha sido así, y bajo qué principios y «lógicas prácticas» de ordenación del campo político se ha transitado de la ausencia de dominación a la dominación sin desbaratar funcionalmente la reproducción del sistema cultural, de una manera similar a lo que Bourdieu (2014: 72) denomina «trasgresión conforme a las formas».
Una de las ideas principales de Weber es que el derecho al que denomina racional es un derecho que está en consonancia con una economía racional: una economía racional no podría funcionar sin un derecho racional capaz de asegurar a esta economía lo que ella pide por encima de todo, los dos criterios de la racionalidad, a saber, la conmensurabilidad y la previsibilidad [...]. Weber tiene por lo tanto la idea de un proceso unificado de racionalización en el que los diferentes dominios de la actividad humana acompañen racionalizándose al proceso de racionalización de la economía. (Ibíd.: 211-212; cf. Weber, 2012: 81-82)
Por el momento disponíamos de «Gesellschaft como Vergesellschaftung». «Instituciones orgánicas: resultado sociocultural no calculado fruto de acciones individuales calculadas». «Estructura del contexto»; «significados recibidos». Disponíamos de «la transformación de una cultura es una modalidad de su reproducción». De «invención bajo restricción estructural», «orden dóxico», «lógica práctica», «estructuras estructuradas con capacidad de estructuras estructurantes», etc.; y por el camino nos hemos visto en la circunstancia de añadir alguna otra cosa, y de traducir aun todas éstas a nuestra propia terminología para mejor modelizar una síntesis comprehensiva del universo que estamos tratando de captar. Son todo conceptos que van evocando los principios de una teoría de la historia en términos de una u otra versión de praxeología dialógica. Ése es el paradigma más parsimonioso, a la luz de los datos de que disponemos este principio del s. XXI, para interpretar y explicar causalmente la «realidad no lineal» que fue descubierta al asumir esa especie de giro relativista einsteniano que, en las disciplinas de análisis de grupos
El de Érfurt no se apartó en este punto, pues, de la tónica que había imperado en la Escuela Histórica alemana, aunque en su búsqueda de la «imputación causal» a través de las influencias independientes de los sistemas éticos y religiosos desdibujara la centralidad monolítica que se le venía adjudicando a la economía tanto en el pensamiento liberal como en el marxista. Quedaba subsumido todo en esa instancia mayor caracterizadora de la «modernidad»; la cual además, según opina Giddens (2002: 38 y ss.), anulaba a ojos de Weber la capacidad del socialismo –pensado concretamente en el estatista– para una superación real del capitalismo, porque no atajaban sus programas –pensando concretamente en los del SPD (Sozialdemokratische Partei Deutschlands) de la Alemania postbismarckiana (18901918)– la alienación y «objetivización del sujeto», en el reverso político del mismo «efecto de racionalización» que se había manifestado económicamente en el proceso de mercatización: el surgimiento de una administración 230
«Como si la sociedad dialogase consigo misma» burocrática a rebufo de la «dominación legal» (legale Herrschaft) que amenazaba intrínsecamente, impelida por una eficiencia teleológica, con descontrolarse y aplastar la sociedad en la reproducción de su propia lógica. Tal era la «jaula de hierro» (stahlhartes Gehäuse) anunciada ya en sus textos de principios de siglo, como La ética protestante. De hecho, a Weber no le era concebible una superación por la vía de la racionalidad desde el momento en el cual lo que se consideraba analizar sociológicamente eran los resultados de la racionalidad misma, virando en consecuencia el sentido de sus ideas sobre la acción política hacia la optimización social de sus instituciones en aras de asegurar los suficientes control y equilibrio como para contener los monstruos lógicos de esa «objetivación». Contenerlos, para él y fundamentalmente, defendiendo la idea de una «democracia de caudillismo plebiscitario» (Führerdemokratie) en la cual se contrapesaran las competencias legales de un parlamento, garante del «estado de derecho», con un «liderazgo carismático» que imprimiera a la administración el tono político necesariamente más plástico de que carecía el cálculo administrativo, radicalmente racional, o mejor, racionalizado (vid. i. a. Giddens, 2002: 26 y ss., 85; Fleitas Ruiz, 2005: 238-239). Pero no nos desviemos de lo importante.
cualquier concepción finalista de la historia y, en tal certeza, descuidando el desequilibrio de las instituciones políticas en una única lógica incontestable, como pudiera ser la de la burocracia, o la del mercado, se le presentaba a este autor también inviable. Porque «en último extremo, la política representa siempre luchas por el poder; no puede haber un final definitivo para las mismas. Resultará, por tanto, fútil cualquier enfoque de la política que se base únicamente en apelaciones éticas de carácter universalista» (Giddens, 2002: 39). Este segundo «también» es asimismo fundamental. Nos vuelve a situar sobre la cuestión del «poder» y la competición que le es inherente como un elemento basal, constante en la organización social de los grupos humanos a través de su historia. De hecho, es lo que venimos anunciando aproximadamente desde la mitad de la primera parte de esta investigación (vid. sup., cap. 4.1), y lo que resolvía Bertrand Russell de una manera más clara: éste es el elemento basal, a partir del cual se organiza socialmente el grupo humano. Así, con más éxito que cualquier otro cientista social hasta aquel momento –y puede que hasta ahora, cerca de un siglo después–, Weber se propone en Economía y sociedad una sistematización sociológica de los principios que actúan ordenando ese «poder» en los grupos humanos, cuya médula queda enunciada sobre todo en el tercer capítulo del primer volumen de la dicha obra: «Die Typen der Herrschaft». Pero no perdamos de vista que, a este respecto, Talego Vázquez (2014: 103) realiza una observación que no por evidente se ha tenido siempre presente a la hora de abordar el planteamiento compuesto por Weber: lo paradójico de la forma en la cual el de Érfurt esquiva la definición explícita de la «política» a pesar de su empeño en desarrollar, por lo demás, un utillaje conceptual preciso hasta el hartazgo. O en otras palabras, la paradoja que incita a colegir que, para lo que Talego Vázquez califica más bien de una «ciencia de la dominación», nada preciso se podría decir de la política.
De un lado vemos cómo pasar a plantear sus generalizaciones sobre la «civilización occidental» desde este otro enfoque no económico no habría acabado de borrar la huella de algunos anclajes profundos derivados de la misma tradición historicista, de manera que, cuando en el contexto de la liquidación totalitaria de la República de Weimar, Carl Schmitt –filósofo del Derecho y catedrático en la Universidad de Berlín entre 19331945; controvertido al punto que decirlo casi se ha vuelto un epíteto; asociado al NSDAP (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiter Partei) de Hitler, y fundamental en las posteriores reflexiones sobre el «poder» de Foucault y Agamben, en especial por cuanto atañe a su conceptuación teológica de la «soberanía» (vid. inf., cap. 10.4)– entre a valorar el trabajo del de Érfurt, resaltará estos dos puntos, en parte concomitantes; expresión de esa modernidad que periclitaba violentamente según avanzaba la década de 1930.
Esto va a tener consecuencias a dos niveles para lo que aquí nos ocupa. En efecto, en el primero de ellos, proporciona el pie adecuado para explicar la noción weberiana de «dominación» (Herrschaft) alejándola a la vez de la mera imposición por la fuerza y del ejercicio de influencias puntuales, motivadas indistintamente por cualquier tipo de racionalidad en espacios sociales concretos –fenómeno este último que Weber encuadrará entre las «constelaciones de intereses» (Interessenkonstellation)–. Como señala desde la Universidad Complutense de Madrid el politólogo Joaquín Abellán García, a la sazón responsable de una de las últimas ediciones en castellano del capítulo en cuestión, a pesar de que el positivismo jurídico venía por entonces reconociendo en la relación de «mando-obediencia» expresada tradicionalmente en alemán como Herrschaft «un momento de coacción que puede ser ejecutado, si es necesario, con violencia (Gewalt) [...]; el concepto de Macht [“poder”, “fuerza”,
A los ojos de Schmitt, la obra de Weber parece una expresión emblemática de la hegemonía alcanzada por el «pensamiento economicista» y su forma más extrema, el pensamiento tecnicista [...]. [Pero no obstante] Schmitt atribuye la pertinencia de su diagnóstico a Weber: la evolución de instituciones en la vida colectiva después de más de un siglo se mueve hacia un sometimiento cada vez mayor de vidas humanas a órdenes objetivados –política burocrática y economía–. (Colliot-Thélène, 2011: 218) Del otro lado, siguiendo el argumentario weberiano en su línea principal y una vez presentados los temas centrales de su sociología en los fenómenos de la «legitimidad» y el «carisma», una superación idílica sustentada en 231
La política salvaje “potencia”] entendido como la capacidad para imponer la voluntad de uno con carácter general, en cualquier situación o contexto, le resulta a Weber totalmente amorfo desde un punto de vista sociológico» (Abellán García, 2012: 25-26; Bendix, 2012: 269-271). Por eso, para lo concerniente a la sociología que el alemán estaba inventando, «dominación»:
1970: 901-902; Weber, 1947: 324 y ss.). Por lo que toca al castellano, se ha empleado con notable diferencia «dominación» (vid. Abellán García, 2012: 13-15; Talego Vázquez, 2014: en especial 102, por lo que atañe a la identificación «dominación-autoridad»), pero también la adjetivación de cualquiera de estos otros términos al uso en el sentido de la «legitimidad», como para resaltar el cariz estructural de la obediencia –i. e.: dominación, o poder, o autoridad «legítimos»–.
No es [...] la probabilidad de ejercer un «poder» (Macht) o una «influencia» sobre los demás. En este sentido, la dominación (Autorität) puede basarse, en el caso concreto, en muy diversos motivos de la obediencia, desde la mera costumbre hasta consideraciones de índole totalmente racionalinstrumental. En toda auténtica relación de Herrschaft se da una mínima «voluntad» de obedecer, es decir, un «interés» –material o espiritual– en obedecer. (Weber, 2012: 69)
Ya indicamos, en aquel excurso precoz a propósito de la intermediación del «poder» en la dimensión política del proceso de mercatización descrito en el corpus aristotelicum (vid. sup., cap. 3.5), lo poco operativo que resulta tanto asimilar como dejar asimilar todos estos conceptos; como si refirieran un único fenómeno. Y concretamente, separamos el «poder», en tanto una monodia más o menos imprecisa a propósito de la capacidad de acción de un agente social dado, de las diferentes formas de «autoridad», en tanto relación que traba socialmente la acción de más de un agente. De estas últimas –es cierto– no dijimos nada mucho más allá de señalar variaciones importantes en su intensidad –i. e.: «autoridad» influyente, o determinante, o decisiva–, en espera de hallarnos en una coyuntura expositiva más rica y apropiada para desarrollar una idea acabada, pero sí que adelantamos que no parece pertinente a efectos de «cirugía» conceptual calificar de «dominación» más que a aquella autoridad que, usualmente fluctuando entre las mayores intensidades de la determinación y, sobre todo, la decisión, ha implicado en algún grado y momento anterior la violencia. O mejor aun: que implica violencia potencialmente. Una situación social de «autoridad coercitiva» o «dominación» sería entonces y específicamente, en estos términos, aquélla basada en la posibilidad de una coacción por parte del agente social que ostenta dicha posición de «autoridad» y domina sobre los demás; que puede decidir por los demás, y si es preciso, podría activar, con el fin de asegurar o hacer cumplir tal decisión, violencia hacia las facciones del cuerpo social que no la hubieren asumido ya por el mero «principio de autoridad», sin que la suspensión de ese principio como consecuencia del recurso a la fuerza conculcara o debilitara su posición social general –y aquí se engarza con la problemática weberiana– dado que esas otras facciones mayoritarias reconocen la legitimidad de dicho agente para, al menos en algunas situaciones concretas, dejar de operar por el principio de autoridad y hacerlo activamente, mediante una imposición violenta.
Encontramos, pues, que, con el objetivo de captar la dimensión relacional significativa en un análisis de las estructuras socioculturales, «el énfasis metodológico se desplaza [...] de la posibilidad de mandar –poder– a la probabilidad de obedecer –dominación–» (Talego Vázquez, 2014: 102). Y a la luz de esto, no sólo las «terminologías espontáneas» comienzan a resultar altamente confusas, sino que resulta necesario pelear incluso los mínimos matices traductológicos. En esta línea y en resumidas cuentas, ha habido generalmente consenso en equiparar esta «dominación» a la noción de «autoridad», tanto en castellano como en inglés; algo que el propio Talcott Parsons ya consideró «a la vez preciso y mucho menos complicado» que las soluciones perifrásticas en su edición parcial de Economía y sociedad, en 1947.14 Pero ello no ha sido óbice para que continúen pululando fórmulas como domination, imperative co-ordination (coordinación imperativa) o incluso leadership (liderazgo) en inglés (vid. McIntosh, 14 «The term Herrschaft has no satisfactory English equivalent. The term “imperative control”, however, as used by N. S. Timasheff in his Introduction to the Sociology of Law is close to Weber’s meaning and has been borrowed for the most general purposes. In a majority of instances, however, Weber is concerned with legitime Herrsschaft, and in these cases “authority” is both an accurate and a far less awkward translation»; para finalizar añadiendo: «Macht, as Weber uses it, seems to be quite adequately rendered by “power”» (en Weber, 1947: 152, nota 83; cf. 324 y ss.). Se trata de un punto que asumen asimismo Giddens (1992: 260), y antes que él, Bendix (2012: 271, nota 16). Aprovechando la segunda edición inglesa integral de Economía y sociedad en 1978, Guenther Roth continuaría el debate no sólo señalando cómo para aquel entonces Parsons ya había sumado la opción de «liderazgo» al comentar la obra de Bendix (Roth, en Weber, 1978: 61-62, nota 31), sino que decantándose genéricamente por domination, explicaría esta posición como resultado de su visión panorámica sobre el total de la obra: «in chapter III [“The types of domination”, en la primera parte: la única que el autor entregó en vida al editor], Weber presents a typology of legitimate Herrschaft where the term “authority” is indeed feasible. However, in chapter X [“Domination and Legitimacy”, en la segunda parte], he deals extensively with both faces of Herrschaft: legitimacy and force. It should be clear to the reader that both “domination” and “authority” are “correct” although each stresses a diferent component of Herrschaft. Moreover, in Part Two a Herrschaft is quite specifically the medieval seigneurie or manor or similar structures in patrimonial regimes. This is also the historical derivation of the term», remitiendo para más señas a los trabajos de Otto Brunner.
Y hete aquí el porqué de haber complejizado entonces nuestra definición de «autoridad» en lugar de aceptar sin más el parangón directo con una «dominación» weberiana que, sin embargo, además de comprender nuestra «autoridad coercitiva», interseca en algunos aspectos con lo que nosotros describíamos como «autoridades no coercitivas» –i. e.: aquéllas a las cuales no se les reconoce legítimamente ninguna situación donde puedan dejar de operar exclusivamente según el 232
«Como si la sociedad dialogase consigo misma» y haber dispuesto desde aquí sus instrumentos analíticos, cómo se lo había concebido huero, al enfocarlo desde y hacia la modernidad, en lugar de contra ella. Porque a la «legitimidad» se le había cercenado en origen la posibilidad de desenvolverse por sí misma plenamente, independientemente. Es decir: libre del cepo del «poder» del agente social investido apriorísticamente del status y cualidades del dominus; del poder «encarnado»; dirigido hacia el interior del cuerpo social en el cual éste actúa, que es un cuerpo, en tal situación y por consiguiente, equiparable a su domus.
principio de autoridad–, precisamente en lo que atañe a ese componente cultural de «legitimidad» que el de Érfurt trataba de alcanzar a tientas separando Herrschaft de Macht. Porque en un segundo nivel de consecuencias derivadas de aquella observación que hacía Talego Vázquez sobre la «impertinencia» de la política en el análisis de la «dominación» según lo plantea Weber, lo cierto es que partir de la inmanencia del dispositivo «mando-obediencia» expresado en Herrschaft –téngase en cuenta que Herr se traduce al castellano como «señor» o «amo», quien manda o es «dueño»; y desde aquí es básicamente equiparable al dominus latino–15 se naturaliza teleológicamente la «dominación» en el sentido en el cual nosotros la definimos; y se devuelve la imagen del Estado como desarrollo pleno, racional, de cualquier autoridad. Efecto de destino.
La comparación no es en absoluto baladí. Se trata de la fisura por donde desaparece la política en tanto ordenación del synoikismós en el cual se constituye la pólis para una «ciudadanía mediterránea clásica» que se expresaba en las instancias democratizantes de la politeía –la res publica, diríamos para aproximarlo en lo posible todo a términos latinos– siguiendo una «lógica de la autoridad» sólo forzadamente identificada por Aristóteles entre los tres posibles tipos de relación que operan en el seno del oĩkos.16 De modo tal que cuando mucho después se encuentre dado vuelta el espejo de las significaciones prácticas, durante la construcción del llamado Estado «moderno» (ss. XVI-XVIII), solamente sea concebible ya la superlativación de los fundamentos de tipo paterfamiliar que representa en último término la monarquía; y desde este punto hayan de derivarse también los conceptos clave del posterior Derecho liberal de vocación republicana (ss. XIX-XX). La paradoja está expresada quizá de una manera muy burda, pero permite componerse un cuadro general de la idea-fuerza.
Podría aducirse que, en efecto, los tipos weberianos de la «dominación» procuran dar cuenta de formaciones sociohistóricas que desbordan los límites de lo que comúnmente entenderíamos como situaciones de Estado; en especial, del «Estado» de las secuencias evolucionistas manejadas por antropólogos y arqueólogos. Pero tal cual esos evolucionismos, y sin que esto conlleve necesariamente concederles también una orientación progresiva al modo que hacen ellos, resulta asimismo fácil en esta ocasión contraatacar señalando cómo en cierto modo la tipología de los Herrschaften no podía de hecho haber escapado a la teleología desde el momento mismo en que precisaba, para alcanzar sus objetivos de investigación, establecer formas «menos perfectas» del mismo desarrollo de la racionalidad en que se sustentaba el Estado que preocupaba a Weber. Pasaba tal vez inadvertido entonces, bajo el logro irrefutable que suponía haber recalado en el concepto de «legitimidad»
Radica asimismo aquí la base de la pertinente enmienda schmittiana a Weber, y en general a una teoría liberal del Estado que omite, subsumiéndolo en la lógica legal objetivada e «intrascendente» del racionalismo decimonónico, la interpretación significativa según una matriz teológica –cristiana, y para Schmitt, más específicamente católica-romana, aunque bastaría con decir «metafísica» en tanto exterior a la normalización racional del mundo físico, a la esfera de lo común en la cual actúan los humanos; bastará decir significativamente
Guenther Roth proporciona una clave importante en este sentido al contextualizar historiográficamente la terminología de la «dominación» weberiana en la introducción a su edición de Economía y sociedad de 1978. En efecto, «the term Herrschaft has a very concrete and a very abstract meaning. In historiography a Herrschaft is a noble estate, corresponding to the French seigneurie and the English manor. In the philosophy of history, Herrschaft is the basic category of superordination» (Roth, en Weber, 1978: XCIV). No en vano la noción de Grundherrschaft, que podríamos traducir como «señorío territorial», venía siendo cardinal para explicar prácticamente toda la historia política y económica de Alemania en tanto variaciones a partir de la autoridad señorial (manorial authority). Weber habría rebajado su importancia al introducir la idea de un origen carismático del dominio político, que para Roth suponía plantear «the existence of a genuine political authority, not just private powers, in European feudalism»; y se trataba de una solución notoriamente diferente de la que poco antes había adoptado Otto von Gierke en los cuatro volúmenes del Das deustche Genossenschaftsrecht (1868-1913, para la primera edición; traducidos parcialmente al inglés como Political theories of Middle Age, en 1913, y Community in historical perspective, en 1990): «the Herrschaftsverband (authoritarian association) was a term widely used after the late eighteen-sixties when Gierke made it the standard contrast to the Genossenschaft (equalitarian association)», mientras que en la terminología de Weber, «even the most democratic organization is a Herrschaftsverband». Este último término mitigaría, pues, su carga específica de autoritarismo en favor del dicho complejo «mando-obediencia» operado sobre una noción cultural compartida de legitimidad, que Roth trata de captar ahora sustituyendo la traducción authoritarian association por ruling organization (Roth, en Weber, 1978: XCIV). También Abellán García hará lo propio en castellano al interpretarlo como «grupo social con un poder estructurado» (vid. Weber, 2012: 160).
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Recordemos que a juzgar del estagirita (Politica, 1253b, 1259a y b) la figura del cabeza de familia despliega tres lógicas relacionales en el interior de su oĩkos, como «esposo» (gamikē), como «padre» (teknopoiētikē) y como «amo» (despotikē), las cuales a su vez se podían encontrar reflejadas en el gobierno de la pólis respectivamente éste fuera democrático-republicano, monárquico o despótico (vid. sup., cap. 3.2). Calificábamos la primera de «identificación forzada» en tanto Aristóteles escribe que «hay que gobernar [árchei] a la mujer y a los hijos, como a seres libres en ambos casos, pero no con el mismo tipo de gobierno, sino a la mujer como a un ciudadano [politikōs], y a los hijos monárquicamente [basilikōs]»; pero puntualiza: «en la mayoría de los regímenes de ciudadanos (politikaĩs archaĩs), alternan los gobernantes y los gobernados –pues se pretende por su naturaleza que estén en pie de igualdad y no difieran en nada–. Sin embargo, cuando uno manda y otro obedece, se busca establecer una diferencia en los atavíos, en los tratamientos y honores [...]. La relación del hombre con la mujer es siempre de esta manera» (Politica: 1259a y b). Es decir: se mantiene sin alternar nunca la posición respecto al mando, al contrario de lo que ocurre normalmente en la politeía ciudadana.
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La política salvaje
Fig. 8.4a. Tipos ideales de «dominación» (Herrschaft). Elaboración propia, a partir de Abellán García (2012: 62).
un cuestionamiento más profundo de las bases sobre las cuales se ha ido construyendo la problemática histórica, no sólo del «poder» sino, en general, de la «política» como campo de la ordenación social que comprende, pero no se agota en el Estado. Por eso hemos jugado en otros sitios a calificarlo de «despolitización» de los grupos humanos ab origines (López Lillo y Salazar, 2015: 110-111): a la vez en sus principios y en el principio; y no en vano, en el caso concreto de los Herrschaften weberianos, tendremos ocasión de ver zozobrar su utillaje conceptual cuando se lo quiera hacer transitar por el enorme espacio histórico, en la cara oculta de la lógica estatista, que habitan los grupos humanos entre la «autoridad del padre» y la «dominación del legislador». Pero vayamos por partes. Cedamos la iniciativa otra vez, al menos hasta el final de este capítulo, a la terminología diseñada por Weber.
excepcional– del acto soberano «trascendente» por el cual se instituyen la política estatista y su derecho. Se «instituyen», en un sentido bourdiano (vid. sup., cap. 8.3). Desde luego, por lo que toca a nuestro propio análisis esto puede revestir mucha más precisión de la que pretendieran conscientemente Weber y sus comentaristas, pues apuntala cada vez con más firmeza la idea del Estado, y por ende de la «dominación» en tanto «autoridad coercitiva», como estasis: suspensión del fluido político y fosilización legal de la «legitimidad». A la vez, la licuefacción de los límites domésticos donde un agente social puede mandar esperando ser obedecido como si se tratara del dueño, del padre o del amo, del resto de agentes sociales explica también, tanto el hecho de que Bourdieu no encuentre en los tipos de «dominación» weberianos un tratamiento sistémico satisfactorio de la apropiación «privada» del espacio «público» que practican para su beneficio estos domini reinstituidos –porque una vez verificado el proceso, se ha olvidado su origen histórico–, como que, por otro lado, volviendo la vista a otros grupos humanos –por ejemplo durante la expansión colonial europea, pero, ¿por qué no decirlo de una vez?, también en nuestras propias sociedades– se sea reiteradamente inhábil a la hora de detectar y aislar analíticamente las «autoridades no coercitivas» que articulan sus, y nuestras, políticas. Se trata de un corolario ilustrado que, de hecho, veremos enfrentar a la Antropología africanista de mediados del pasado siglo (vid. inf., cap. 9.2-4) sin lograr con ello acabar de despertar
Según su criterio existen tres tipos ideales de «dominación» (fig. 8.4a), los cuales modela a partir de la base de aquélla que considera imperante en las sociedades modernas, y en tanto tal, estaría caracterizada por su índole racional: la «dominación legal» (Weber, 2012: 75-77). A partir de la confrontación con ella pueden colegirse, sin por ello responder a una secuencia o lógica progresista de evolución histórica, como decíamos, los otros dos tipos: la «dominación tradicional» (traditionale Herrschaft) y la «dominación carismática» (charismatische Herrschaft). A pesar de las precauciones –por ejemplo, advirtiendo sin ambages el objetivo eminentemente heurístico de su 234
«Como si la sociedad dialogase consigo misma» metodología ya en los textos de 1904, constante en la forma en que hacia 1920 había construido estos tipos ideales para aproximarse al fenómeno de la «dominación» en Economía y sociedad–, resulta evidente que una formulación así concebida orquestaba todos los riesgos de los cuales venimos hablando, para precipitar una desviación finalista. Encontraremos una manifestación perfecta de la cerrazón sobre sus propios límites cuando Bendix (2012: 277 y ss.) invierta el orden explicativo original sin detenerse demasiado a considerar los motivos de Weber para haber comenzado a presentar sus herramientas conceptuales por el extremo de la «dominación legal-racional» en vez de hacerlo, como él, por el de la «carismática», siendo que a partir de esta última se podía vislumbrar con mayor nitidez –opinaba Bendix– el proceso histórico resultante de la eventualidad de echar a andar universalmente la tipología.
de autoridad, la persona es meramente un símbolo. (Bierstedt, en Bendix, 2012: 277, nota 2) A decir verdad, puede que la distinción planteada por Bierstedt no sea algo tan claramente implícito en el análisis weberiano de la dominación más allá de –primero– el hecho por el cual se reconoce en el trasfondo de ambos autores la pulsión de la legitimidad orientando la obediencia, y –segundo– el que ambos autores echen mano en algún grado de la oposición «personal-posicional» a la hora de sistematizar todo el espectro fenoménico. Queda claro que para Bierstedt la «autoridad» conlleva en sí misma una relación de tipo estrictamente posicional, al punto que cuando un agente disponga su obediencia al mando de otro a causa de quién es –sustancialmente– ese otro, en lugar de hacerlo por el status o rol que detenta coyunturalmente pero que podrían ser de igual manera detentados por cualquier otro –¿podría decirse: «a causa de quién es formalmente»?–, ve necesario definir la relación bajo una etiqueta distinta de la anterior, y emplea «liderazgo». Traducido a los Idealtypen de Weber este liderazgo es indiscutiblemente equivalente a la «dominación carismática» pura. Es decir: lo es en tanto manifestación prístina que todavía no se ha visto en la tesitura histórica de tener que tensar los mecanismos administrativos por definición propios de la cotidianeidad, de lo ordinario, para estabilizar y perpetuar el mando del grupo de seguidores constituido en torno al líder como la facción social dominante.
Sea como fuere, lo cierto es que el comentarista germano-estadounidense ayudó a clarificar las líneas maestras de esa tipología al señalar de qué manera «la división así establecida, entre un tipo extraordinario [carismático] y otros tipos cotidianos de dominación, es tan fundamental como la distinción entre la “constelación de intereses” y el “orden de autoridad” [en alusión a los fundamentos ideológicos y estructurales que cimentan el Herrschaftsverband; y nótese cómo ya había eliminado del cuadro la obediencia forzada por mero “poder” (Macht)]» (ibíd.). Establecía así un esquema tripartito de lo que Weber habría considerado situaciones o dispositivos donde operaba de alguna manera el principio de «mando-obediencia», de los cuales la «constelación de intereses» estaría exenta de «dominación» stricto sensu (Herrschaft) dado su carácter coyuntural, cambiante, volátil. Mientras, la «autoridad estructurada» podía manifestarse tanto en formaciones ordinarias como extraordinariamente. Al plantearlo de esta manera, la exposición del alumno tenía la virtud de adelantarse a la del maestro en subrayar el problema cardinal de la «rutinización» de lo extraordinario; esto es: de la estabilización de la «dominación carismática».
Sin embargo, al lado contrario, Weber no limita la orientación personal a este tipo de dominación, sino que considera que también en la «dominación tradicional» puede hallarse una base de obediencia a la persona, «y no por un deber oficial impersonalizado [Amtspflicht]. La obediencia [en la “dominación tradicional”] no se presta a unas normas establecidas [Satzungen] sino a la persona que ocupa el puesto por la tradición o por haber sido designada por quien la tradición determina» (Weber, 2012: 95). Es obvio que aquí se incurre en un problema grave de discernimiento en la medida en que se presentan inextricablemente enredados los motivos personales y posicionales. Sustanciales y formales. Es obvio, también, que la realidad se verifica siempre en este enredo. Pero a efectos de teorización, resulta más probable que nos encontremos aquí, antes que con una capitulación a esa inextricabilidad, con una consecuencia derivada del equilibrado del modelo interpretativo sobre otros factores capitales para el objeto histórico perseguido por Weber: la definición de la «modernidad»; y más concretamente, del avance de la racionalidad moderna expresada en la política estatista de las sociedades industriales europeas de principios del s. XX, como decíamos.
Para ello Bendix se apoyaba en Robert Bierstedt («The problem of authority», 1954 para la primera edición) y realizaba un salto acrobático sobre una distinción que opinaba, por lo demás, «implícita en el análisis de Weber aunque no se desprende claramente de su terminología»: Un líder sólo puede reclamar, una autoridad puede exigir [huelga decirlo: habla en su sentido, no en el nuestro, que eventualmente comprende ambos fenómenos] […]. El liderazgo depende de las cualidades del conductor en la situación en que conduce. En el caso de la autoridad, la relación deja de ser personal y, si esa autoridad se reconoce como legítima, el subordinado debe obedecer la orden, aunque no conozca a la persona que la emita. En una relación de liderazgo, la persona es esencial; en una relación
En efecto, si volvemos a traer al frente la idea de que la tipología de Herrschaften weberiana toma como punto de partida la «dominación legal», por la cual «el que obedece sólo obedece como “miembro” [Genosse] de esa organización y sólo obedece “al 235
La política salvaje nacionalsocialista en la Segunda Guerra Mundial y su retiro de la vida pública como consecuencia del proceso de desnazificación, una última edición en 1958 añadiría al texto original algunas reflexiones a modo de introducción, así como la respuesta escrita, entregada a los tribunales aliados en 1947, a la pregunta de por qué la administración burocrática del Estado weimariano permitió y se sumó al proyecto totalitario del Tercer Reich («El problema de la legalidad», 1950 para su primera edición, en alemán). Aquí el jurista católico puntualizaba meridianamente que la divergencia conceptual entre «legalidad» y «legitimidad», cuyo resultado académico más brillante había sido la formulación weberiana de aquélla como una de las tres manifestaciones ideal-típicas de ésta, hundía sus raíces modernas en la lucha por la significación de dos «discursos de la dominación», frontalmente opuestos entre 1789-1848. O más concretamente, frontalmente opuestos en Francia, entre el primer y el segundo ciclo revolucionario liberal mediados por la Restauración borbónica de 1814; y durante ésta, por la convivencia forzosa de las lógicas de legitimación tradicional de la monarquía y de legitimación legal del Code civil des Français que había promulgado Napoleón (Schmitt, 2002: 17-18; 2009: 124-125).17
derecho” [Recht]; obedece como miembro de una organización [Vereinsgenosse], de una comunidad local [Gemeindegenosse], de una Iglesia [Kirchenmitglied]; en el Estado, obedece como “ciudadano”» (ibíd.: 78; cf. Bendix, 2012: 379 y ss.), se despeja el porqué las autoridades tradicionales aparecen irremediablemente más confusas y atravesadas de elementos personalistas, siendo que lo que se estaba tratando de enfatizar era una presunta posicionalidad absoluta de las de tipo legal. Desde luego que sus motivos no acaban de salvar completamente la contradicción semántica que se genera al postular que el «gobernante legal tipo» (der typische legale Herr), quien «ejerce el poder» (der Herrschende) en base a la legalidad, no ha de identificarse con un «señor personal» (Herr) tanto como con un «superior» (Vorgesetzter). Remitía esto a la diferencia gierkeniana entre Herrschaftsverband y Genossenschaft; la misma diferencia que, sin embargo, Weber había rechazado audazmente en favor de una homogenización desde la primera de ellas (vid. sup., cap. 8.4, nota 15) al reconocer una serie constante de principios de autoridad en la ordenación social de los grupos humanos, que incluso en los Estados legislativos modernos de corte liberal podía caracterizarse sociológicamente según el complejo «mando-obediencia» (Herrschaft). El rasgo específico de la «dominación legal», entonces, era la formalización totalizante de sus procedimientos tanto administrativos como jurídicos, y muy particularmente la fijación legal del derecho. Aquí residía el fundamento de la imagen de «posicionalidad», o al menos de «despersonalización», que facultaba la distinción entre este tipo de dominación y las tradicionales.
En efecto, en virtud de la imputación divina, esa dicotomía había sido naturalmente extraña al «pensamiento eclesiástico» hegemónico en Europa con anterioridad a la Revolución francesa, donde de poder haberse identificado determinados dispositivos de administración política formalmente similares a lo legal –y de hecho, se podía muchísimo antes–, desde luego formaban parte integrante de un sistema de «dominación tradicional» según el esquema weberiano, y carecían de valor legítimo autónomo. Desatando cotas puntuales de gran violencia que habían conducido hasta la propia eliminación física del Borbón Luis XVI, la ruptura con la noción de «soberano personal» en pos de la racionalización política, endosignificada ya desde un primer momento como una «superación de la era del gobierno paternalista», derivaba a
El mismo Bendix (2012: 380) apunta cómo esto supone basar el sistema político en una especie de premisa tautológica, pues «la dominación legal [existe] en virtud de estatuto […]. La concepción básica es: que cualquier norma jurídica puede crearse o modificarse mediante estatuto formalmente correcto. Dicho en otros términos, las leyes son legítimas si han sido legítimamente sancionadas; y la sanción es legítima si ha ocurrido de conformidad con las leyes que prescriben el procedimiento que ha de seguirse». Y de nuevo, los márgenes de esta definición cobran mayor nitidez en el contraste del momento histórico en el cual se formuló, en la Europa de entreguerras. Y en este sentido, Schmitt volverá a sernos desgarradoramente iluminador cuando apunte al desenlace de las antinomias liberales que habían fundado el «Estado legislativo parlamentario» a partir de la mitad del s. XIX y colapsarían, en Alemania, apenas diez años después de la muerte de Weber, con el derrumbamiento del edificio político de la Constitución de Weimar que él había ayudado a levantar.
A este respecto –y entre otras cosas–, al alemán le iba a la zaga el español Álvaro d’Ors cuando avanzaba una «nueva utilización de la idea de legitimidad» que se demostrará cardinal en el análisis subsiguiente: «como justificación para impugnar la legalidad, generalmente por faltar a la legalidad el apoyo popular plebiscitario [...]. De esta suerte, cuando aparece la legitimidad en la discusión política general, suele ser en apoyo de una pretensión revolucionaria de cambiar la ley actual, que se censura como ilegítima, por otra nueva [aunque eventualmente pueda significarse como antigua]. Se usa entonces el término “legítimo” para designar simplemente lo que uno cree que es “justo” aunque no haya sido plasmado en la ley; por ejemplo, cuando se habla de legítimas aspiraciones» (d’Ors, 1981: 42-43). Más allá del potencial analítico, es fácil colegir el peligro que descubrir la endeblez de estos clivajes podía encerrar para la estabilidad social de cualquier Estado. No en vano, donde el alemán adhiere –así se lo explicará más tarde a los Tribunales de Nuremberg– al régimen nacionalsocialista envuelto en la legalidad, el español, haciendo otro tanto en –su percepción– de la legitimidad, se sublevaría contra la Segunda República en 1936. Por lo demás, es asimismo remarcable del citado texto de d’Ors su reflexión, firmemente asentada sobre los usos latinos, a propósito de la relación «autoridadlegitimidad» (ibíd.: 52-53), pero ya nos ocuparemos de esto más adelante (vid. inf., cap. 10.4). 17
Schmitt había publicado a mediados de 1932 un pequeño ensayo titulado Legalidad y legitimidad, que pretendía ser un «último intento desesperado» de salvar el sistema presidencialista apenas seis meses antes del nombramiento legal de Hitler como Canciller imperial. Con la perspectiva acumulada tras la derrota 236
«Como si la sociedad dialogase consigo misma» descansaba en exclusiva sobre la mera legalidad formal, la posesión gubernativa del poder del Estado –recordemos: del monopolio de la violencia física y simbólica legítima– producía una «plusvalía política» capaz de permitir, a la primera mayoría parlamentaria en cooptarlo, instituir legítimamente, mediante un proceso legal, su perpetuación como facción dominadora en detrimento de sus competidores minoritarios o, desde ese momento, minorizados estructuralmente, como en general, de la sociedad en su conjunto. La insolubilidad de tal «problema técnico» de la legalidad positivista ponía en evidencia cómo, en último término, el mantenimiento en todo momento de una igualdad de oportunidades democráticas que no necesitara a la vez la igualdad del cuerpo social requería de la introducción sistémica de un poder decisorio extraparlamentario que asegurara el orden legal desde fuera del orden legal, e incluso a pesar del orden legal. Es decir: uno que asegurara la sustancia independientemente de la forma; y en tanto así, uno aureolado de tal «irregularidad excepcional» que, efectivamente, bordeaba la noción teológica del «milagro».
fortiori en la «dominación legal» que había descrito sociológicamente Weber y Schmitt agrupaba bajo las etiquetas de «positivismo jurídico» (Rechtspositivismus) y «Estado de derecho» (Rechtsstaat), respectivamente para la ideología y para su expresión fenoménica en la ordenación del grupo social. Así, opinaba el católico, «ya no hay poder soberano ni mero poder [...]. Las leyes las hace una instancia legislativa, que no ejerce el poder soberano y que ni siquiera hace valer ni aplica por sí sus propias leyes, sino que tan sólo elabora las normas vigentes, en cuyo nombre y bajo cuyo sometimiento deben ejercer el poder estatal las autoridades encargadas de la aplicación de la ley» (Schmitt, 2002: 22; cf. Bendix, 2012: 380-383 y ss.). Ello debía suponer un «giro administrativista» en los gobiernos liberales; lo que visto del lado contrario, demostraba una perfecta coherencia con la pugna por su armonización con las doctrinas del laissez faire que estaban desplazando determinantemente el eje de la representación política principal hacia su declinación en una economía mercatizada, en su «poder-consumir» (vid. sup., especialmente caps. 2.5 y 3.4-5). Sin embargo, el vaciamiento «sustancial» –o «material», según la fórmula schmittiana– del derecho (Recht) que opera la ley formal (Gesetz), con un Estado constituido positivamente sólo sobre los límites de regulaciones orgánicas y procesales prestas de manera ordinaria a ser sustanciadas por la competencia del legislador coyuntural, inauguraba simultáneamente el riesgo de colapso de facto en las circunstancias en las cuales el cuerpo social no resultara esencial, funcional y apriorísticamente homogéneo. Un extremo que ya había sido detectado, para la academia germanófona, por el jurista austriaco Hans Kelsen («La doctrina del derecho natural y el positivismo jurídico», 1928 para la primera edición, en alemán).
Es decir: de lo no contenido y mensurable según las leyes, allí «de la naturaleza», aquí «de la sociedad». Éste era el tipo de contrapeso irracionalista que Weber trataba de aislar genéricamente en sus análisis sociológicos al referirse a la «autoridad carismática», al tiempo que en su acción política postulaba su necesidad como elemento protagónico de una Führerdemokratie plebiscitaria llamada a reequilibrar las tensiones gubernamentales de la Alemania postbismarckiana. Sin embargo, en estas discusiones de la década de 1920 pareciera no reconocerse suficientemente que el «poder» comprendido en esa posición liminar al cuerpo político era susceptible de ser interceptado desde la propia lucha política. Es más: que de hecho, cualquier efecto social empírico solamente podía originarse en las causas políticas tejidas por los humanos, en la medida en que son invariablemente humanos quienes en ese trance activan, o desactivan, la soberanía sobre la sociedad. Y que si esto había sido enterrado junto al cuerpo del soberano en la imaginación liberal que articulaba la «dominación legal», anulado discursivamente tras el derrocamiento de la monarquía francesa, era precisamente porque desvelar su existencia en la base del sistema político estatista implicaba comprometer antes o después la legitimidad legal del propio Estado legislativo –o del Estado, sencillamente–, como había comprometido antes la de la monarquía de Luis XVI. Porque ¿acaso esa primera facción dominadora no tenía en sus manos el poder de actuar, en el control de la legalidad, para la intercepción de una soberanía ahora librada de las restricciones impuestas por el derecho consuetudinario a las «dominaciones tradicionales»?
Ciertamente, Alemania enfrentaba estas tensiones sólo tras su derrumbamiento institucional en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, liquidada definitivamente la legitimidad dinástica del Reich y avanzado el proceso de centralización por que pugnaba, contra el federalismo tradicional de los Länder, el desarrollo económico industrial (vid. Schmitt, 2002: 125). Y así, el católico Schmitt podía traer a colación entonces las palabras lanzadas años antes por un correligionario francés contra el aforismo aristotélico que sentenciaba el dominio de las leyes sobre el dominio de los humanos: «a esta máxima replica [Lucien Laberthonnière en Sicut ministrator, ou critique de la notion de souveraineté de la loi (1947 para la primera edición)] con la dura afirmación de que detrás de cada ley terrenal hay inmediatamente hombres [sic, por “humanos”] que se sirven de ella como de un medio para su poder. El padre Laberthonnière va muy lejos en su crítica. La máxime “c’est la loi” ne diffère en rien au fond de la máxime “c’est la guerre”» (ibíd.: 119).
Ése era el otro monstruo que Bertrand de Jouvenel no tardaría en descubrir oculto bajo el Leviatán hobbesiano «mientras los pueblos se desplomaban»
Todo venía a alinearse con una precisión terrible. Si la legitimidad de la organización social de la autoridad 237
La política salvaje en la Segunda Guerra Mundial (vid. de Jouvenel, 2011 [1945]), emplazando a una reevaluación radical de los fundamentos y las dinámicas del «poder» que, sin embargo, no se acometería sino después de bien avanzada la tensa solidificación de la nueva Pax Americana; y aun entonces, la sordomudez de la «política de bloques» influiría irremediablemente en la amplia asunción implícita de los límites propios de las lógicas estatistas y sus oficialidades en el debate académico. «Restricción estructural». «Significados recibidos». Por lo pronto, poco menos de un año antes de ingresar en las filas del NSDAP, Schmitt anunciaba en las páginas de Legalidad y legitimidad:
Ese ejercicio habría obligado a cribar en un tamiz más fino buena parte del instrumental analítico, tal vez deshaciendo el complejo «mando-obediencia» para modelizar también los principios de ordenación política no coercitiva y las «lógicas prácticas», invisibles de otra manera, en que se reproducen éstos. Pero lo habría hecho al precio de diluir en su lugar la especificidad histórica que Weber trataba de aislar desde el final de la tradición del decimonono; y por encima de todo, lo cierto es que en ese momento se carecía de buena parte del material etnográfico que patentizaría en las décadas por venir esas «prácticas políticas de “los otros” salvajes», y la urgencia de nuevos enfoques para interpretarlas.
La pretensión de legalidad convierte en «ilegalidad» a toda resistencia y a toda revuelta [...]. Si la mayoría puede fijar a su arbitrio la legalidad y [en consecuencia] la ilegalidad, también puede declarar ilegales a sus adversarios políticos internos, es decir, puede declararlos hors-laloi [«fuera de la ley»], excluyéndolos así de la homogeneidad democrática del pueblo. Quien domine el 51% podría ilegalizar, de modo legal, el 49% restante. Podría cerrar tras de sí, de modo legal, la puerta de la legalidad por la que ha entrado. (Schmitt, 2002: 47-50)
No es una puntualización nueva. A este respecto John Gledhill (2000: 26 y ss.) recordaba que la Antropología política impulsada por Radcliffe-Brown, Evans-Pritchard y Fortes hundía claramente sus raíces en el enfoque weberiano, y que esto había sido ya criticado por Clastres con la contundencia de unos casos de estudio amazónicos refractarios a la noción de «mando», excepto en circunstancias de emergencia, como las asumidas durante las expediciones guerreras. Cierto es que el emérito de la Universidad de Manchester no desaprovechaba la oportunidad para imaginar una respuesta por parte de los interpelados, trayendo discretamente a colación los compromisos ideológicos del anarquista francés –por supuesto, no así los de ellos (vid. i. a. Morris, 2010: 3637; Graeber, 2011c: 21 y ss.); o los suyos propios–, pero a la vez concedía sin dudar al quid clastreano que «una investigación acerca de cómo determinadas sociedades resuelven los problemas universales puede resultar menos interesante que un estudio de cómo y por qué han llegado a tener que resolver problemas distintos» (ibíd.: 32). ¿Acaso se puede abordar una sin la otra?
Y concluía: «la mayoría deja repentinamente de ser un partido; es el Estado mismo». Si hacemos abstracción teórica de vuelta hasta los modelos ideal-típicos de «dominación» formulados por Weber en Economía y sociedad, se comprueba no únicamente su inmediatez histórica, sino que sobre todo emergen a la superficie algunos efectos derivados de aquel equilibrado del modelo al cual nos referíamos líneas arriba. Sucede especialmente en lo que atañe a la abrumadora volatilidad en que se desdibujan los márgenes de una «dominación tradicional» fundamental para los propósitos de nuestra investigación, como en general, de cualquier antropología política que pretenda una aproximación a escala humana. Piénsese cómo esa obediencia no a la ley, sino a la persona que ocupa un status dado por el derecho de que habla el sociólogo de Érfurt obliga, sin duda, a dosis nada desdeñables de cautela y concentración para dirimir el sentido inmanente a la oposición «ley-derecho»; y de hecho, sin ir más lejos, Schmitt (2002: 124) señalaba al tribunal que juzgaba su implicación con el Estado nazi que ésta era una antítesis imposible de expresar tajantemente en inglés. Una vez sujeta la reproducción de este tipo de Herrschaftsverband tradicional por la base obvia de la endoculturación de sus miembros (Weber, 2012: 94), sólo un tratamiento que se resistía al estilo de Pareto (vid. sup., cap. 2.6), casi axiomáticamente, a asimilar la «acción racional» propia de su cultura a la «acción irracional cifrada en términos culturales», donde invariablemente sólo se consideraban tales los ajenos, pudo esquivar el colegir lo que bien se podría calificar ahora de «tradicionalización» de la razón como principio activo.
Resulta así evidente que la experiencia empírica en las sociedades modernas, con su política totalizada desde –y hacia– el Estado, y sus otras tantas totalizaciones en los retazos de los «discursos de la dominación» que son al fin y al cabo las principales fuentes escritas de la Historia, no eran suficientes entonces para asir los cabos que habría de comenzar a trenzar ese enfoque otro. Allí estaban, empero. Y un analista de la agudeza de Weber era perfectamente capaz de encapsularlos en las regularidades sustanciales de sus modelos. Por ejemplo, encontraba que, en los sistemas de «dominación tradicional», existe [...] una doble esfera de acciones: 1. una esfera de acción en la que el señor esta sometido a tradiciones específicas, y 2. una esfera de acción en la que no está sometido a una tradición concreta [...]. [Parte de lo primero se explica porque] en el tipo puro de dominación tradicional no es posible «crear» deliberadamente un derecho [Recht] o unos principios administrativos nuevos mediante la legislación [durch Satzung]. La creación de un derecho nuevo sólo se puede legitimar aduciendo que 238
«Como si la sociedad dialogase consigo misma» ha estado vigente desde siempre, pero que ahora ha sido reconocido mediante la «sabiduría» (Weistum). (Weber, 2012: 95-96)18
diferentes formas culturales adoptadas por el «saber»? Quizá una defensa de la ruptura conductual absoluta se escudaría en los matices más o menos microscópicos que pudieran eventualmente distinguir «saber» de «conocer». No es algo desdeñable, aunque tampoco nada en este punto anuncie que una vez deslindados ambos extremos fuera a encontrarse en ellos, sólo por sí mismos, la distancia correspondiente a lo que media entre «tradicional» y «legal» en Weber; o entre «salvajismo» y «civilización», en Morgan. Tampoco es un problema insalvable en el caso del que nos ocupa ahora porque,
A poco que recordemos advertiremos aquí una manifestación más del mismo «principio de inspiración» que Lindstrom ha aislado, mucho después, en el «orden del discurso» de la isla vanuatense de Tanna (vid. sup., cap. 7.6), cuando interpretaba los movimientos «cargoístas» en tanto alteraciones en los sistemas locales de consumo del conocimiento, eventualmente capitalizadas e incluso acicateadas con el objetivo político de redefinir faccionalmente el statu quo de unas autoridades difícilmente reconocibles en la «dominación», a pesar de su mayor o menor «estructuralidad» sociocultural. Recordaremos, más aun, que Knauft también apelaba al dispositivo foucaultiano «saber-poder» para interpretar sus homólogas papúes, tan ostensiblemente coyunturales que encorsetarlas en relaciones de «mando-obediencia» no habría sido arriesgado, como en Vanuatu, sino sinceramente inasumible. A todas luces éstos eran «nativos sin jefes», como los amazónicos. Es decir: sin jefes que pudieran mandar. Y quedaban entonces sin remisión a las tipologías weberianas de la «dominación» (Herrschaft); huérfano su equilibrio, o su estabilidad social, de explicación ordinaria; o lo que es casi lo mismo, su orden –social– inexplicado. Y sin embargo, resulta ahora que ese dispositivo cultural, verificado a lo largo y ancho de la Melanesia, se había localizado y definido primero en contextos históricos muy diferentes. Weber incluso lo utilizó como ultima ratio de la reproducción cotidiana del sistema de «dominación legal», por todo lo demás representada en las antípodas de «los otros» salvajes, al sostener que la «administración burocrática significa dominación en virtud del “conocimiento” [Herrschaft kraft “Wissen”]. Éste es el que le da su carácter racional específico. El conocimiento especializado genera una potente posición de poder [Machtstellung]» (ibíd.: 91). Foucault sólo cerrará el círculo.
con carácter general tiene que quedar claro que el fundamento de «toda» dominación, de «toda» obediencia [...], es una «creencia» [ein Glauben]: creencia en el «prestigio» del gobernante. Esta creencia rara vez es unívoca. En la dominación legal «nunca» es puramente legal. La creencia en la legitimidad [Legalitätsglauben, luego literalmente «creencia en la legalidad»] es algo «arraigado», lo cual quiere decir que es también tradicional [traditionsbedingt: «condicionado por la tradición»]. Si se destruye la tradición puede aniquilarla. (Weber, 2012: 160)
¿No nos enfrentaremos acaso, en los cimientos de cualquier sociabilidad humana, más que con una diferencia sustancial entre el comportamiento de los grupos que no se estructuran mediante autoridades coercitivas y los que sí, con el efecto que sobre los límites reconocibles a la autoridad entrañan las
En definitiva, nos hallamos ya muy lejos de poder aceptar, con él, la premisa del «mando» para explicar la «obediencia». Sin mando ni siquiera parece probable que esto fuera obediencia exactamente, que fuera obediencia siempre. O en otras palabras: nos hallamos más bien cerca de reconocer que la organización de la sociedad y sus políticas obedece también –obedece fundamentalmente– a otros principios enunciados pero no explicitados sistémicamente en la sociología weberiana. Que ésta avanzaba en la dirección adecuada al apuntar hacia la «legitimidad» como elemento clave de la «idea de y del orden», o de la doxa –¿der Glaube?–, que sustenta en lo político la reproducción de las sociedades humanas. Pero que, al no terminar de librarla del lastre de las autoridades coercitivas, la «legitimidad» como principio aparecía demasiado próxima, casi indistinguible de la «legitimación» como proceso; como fin; producido efectivamente en situación de dominación –por fin de vuelta a nuestro sentido–, entre otras cosas, a través de los «discursos de la ortodoxia».
En la edición de Roth se lo traduce por wisdom, anotando que se refiere al Weistum –como medio– del «ancient Germanic law» –es por esto que las decisiones que se toman a su través son «Rechtsfindung: finding of the law»–: «Weistum (pl. Weistümer), similar to the costumals or customaries of England, is a collection of legal customs of a particular locality, especially a manor. [Y cita el editor, literalmente del Deutsche rechtsgeschichte (1915, para la primera edición) de Claudius Freiherrn von Schwerin] “As far back as into the Carlovingian period we can trace the practice of an inquisitio into existing customs to be made annually by an officer of the manor. The materials so collected were recited every year or, later, reduced to writing and annually read in public. From the manorial communities this custom spread to communities of free peasants and to free villages”» (Roth, en Weber, 1978: 227, 779, nota 18; cf. Weber, 2012: 244).
Por supuesto, no se trata tanto de minimizar la potencial incidencia sociocultural de estos discursos y, por supuesto, de las prácticas positivas que se despliegan a la par, como de constelarlos en las tensiones más amplias a que responden. De hecho el propio Weber aludió en algún momento de su explicación del orden feudal a una máxima que, parafraseada, dimensiona perfectamente el calado de la «tradicionalización» de aquellos discursos para los grupos humanos donde él mismo se había endoculturado: nulle terre sans seigneur. Pesaba ya tantos siglos en el «saber» de Europa que a principios del 1900 era tan intrínseco a
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La política salvaje su universo sociopolítico, como virtualmente continúa siéndolo al nuestro.19
que venimos refiriendo juegan para Bendix un papel bien definido dentro de la teoría social weberiana:
Tenemos a la vista dos cabos, por tanto. De un lado es preciso no renunciar a rescatar el escurridizo «poder» a la hora de componer nuestros análisis –«poderhacer», «poder-saber», «poder-consumir»; también «poder-dominar», por ejemplo por la fuerza, incluso «poder-pronunciar», etc.–, pero es preciso hacerlo ensayándole una morfología que nos permita direccionarlo y acotarlo como fenómeno social, en función de sus muy distintas relaciones con la «autoridad», como en una sintaxis. Schmitt dirá todavía algo sobre esto. A fin de cuentas, ya hemos señalado a expensas de Giddens (2002: 39) que, para el sociólogo protestante los problemas impuestos por cuyo trabajo venía a intentar solventar su compatriota católico (vid. Villacañas Berlanga, 2009: 163 y ss.; Colliot-Thélène, 2011: con bibliografía), toda acción política como, se podría decir mucho más, toda performática social, también conlleva un metaobjetivo que le es inherente y que podría calificarse en términos de «lucha por el poder –social–», no sin cierta ambigüedad analítica. Una ambigüedad que tal vez podría comenzar a despejarse reformulando esa «lucha» más provechosamente, como competición por la dominancia.
[Empezando por la «dominación legal»] existe [...] entre el interés en el procedimiento formal y la demanda sustancial de justicia, una tensión paralela a la que existía, en la dominación tradicional, entre las normas sagradas y la arbitrariedad del patriarca, o, en el liderazgo carismático, entre la fe incondicional en el caudillo y la demanda de milagros. Al caracterizar estos conflictos básicos de valores, Weber formuló el marco de referencia para analizar la lucha por el poder, bajo cada sistema de dominación. (Bendix, 2012: 396) El otro cabo visible conduce a las tramoyas culturales que se manejan en tales performáticas. A la pragmalingüística, por así decirlo; a la «estructura del contexto». Esto implica de algún modo mirar la acción del revés, y para lo que aquí aplica, conduce a una especie de segunda universalización de la «tradición» –pues de nada nos sirve ya como «sustento de la autoridad cotidiana cuando no es legal», sino como «orientación tendencial de la práctica»–; y a buscar en ella, a partir de aquí, el derecho.
Ésta es de hecho, en nuestra opinión, la mínima expresión de la constante sustancial que detectaban Weber y Russell por doquier, en formas variables que por supuesto en algunos casos, pero definitivamente no en todos, suponían y suponen también la «dominación». No en vano, las brechas abiertas en los Herrschaftstypen Y sin embargo también entonces era sabido que la imposibilidad de prever apriorísticamente una política sin «señores» sólo era un epifenómeno originado en la reproducción del derecho que sostenía nuevos poderes sobre las ruinas de los del Antiguo Régimen; o al menos era sabido de algunos «heterodoxos». Conviene recordar cómo, poco antes de que la Comuna de París fuera aplastada por el Ejército de Versalles, Bakunin iniciaba el texto que se conocería como Dios y el Estado escribiendo: «en nombre de esa ficción que apela, tanto al interés colectivo, al derecho colectivo, como a la voluntad y a la libertad colectivas, los absolutistas jacobinos, los revolucionarios de la escuela de Rousseau y Robespierre, proclaman la teoría amenazadora e inhumana del derecho absoluto del Estado, mientras los absolutistas monárquicos la apoyan, con mucha mayor consecuencia lógica, en la gracia de Dios» (Bakunin, 1979 [1871]: 145). No en vano Schmitt lo trajo a colación en la Teología política de 1922 cuando, contra los liberales weimarianos, se parapetaba tras esa «mayor consecuencia lógica» de que era capaz la tradición católica (vid., en especial, Schmitt, 2009: 49 y ss.) –pero recuérdese que la lógica no es la razón: por más que lo considerase formalmente lógico, ése era un extremo del todo inaceptable para el anarquista, ya que «es evidente que mientras tengamos un amo en el cielo, seremos esclavos en la tierra» (Bakunin, 1979: 156)–. Teniendo en cuenta la constancia con la cual todas las sociedades humanas tienden a indentificarse a sí mismas en el espacio-tiempo pensando su relación con lo trascendente, quizá Cafiero y Reclus, encargados de editar el texto del ruso a su muerte, habrían representado más minuciosamente la función de unas metafísicas que eran tan pronto diferentes como tan sólo alternativas titulando «Dios o el Estado». Por eso atinó de lleno Schmitt al reprochar que «la burguesía liberal quiere un Dios, pero un Dios que no sea activo»; si bien lo que al alemán le pudo parecer un contraataque ingenioso, difícilmente pasaba ya de ser la constatación de una tradición inerme para cualquiera que se encuadrara en «partidos de Estado». Pero en efecto, al menos eso habían querido los liberales de 1789, y como entonces quedó en agua de borrajas, eso volverían a querer los communards en 1871.
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9 Razón jurídica, o la anarquía ordenada
La sociedad, en sus formas estables, se compone de una minoría armada, dominando a una mayoría desarmada. Goza la minoría, ya del acero, ya del oro, ya de la confianza de los dioses. La mayoría se sostiene gracias a un extraño e implacable furor de vivir. Los jueces Rafael Barrett, 1912
Muerto en el exilio, a sus treinta y cuatro años de edad y sólo un par antes de publicarse la cita que abre este capítulo, aquel «desconocido» Barrett, periodista cántabro del que se ha dicho que se le vincularía al noventayochismo si no fuera porque emigró a Sudamérica, si su altruísmo no bastara para excluirlo, había proseguido su reflexión inmediatamente después de lo dicho: «el pacto celebrado entre la minoría y los jueces, es la ley, [pero] hay algo peor que la ley: es la incertidumbre».
el estudio monográfico sobre los nuer que cambiaría la forma de concebir la antropología política, no encontró mejor forma de describir la situación resultado de las instituciones sociales de estos nilóticos occidentales que la de una afortunada paradoja: «viven en un estado de anarquía ordenada». Ciertamente, si el británico destacaba una característica del orden político nuer, ésta era su ausencia de gobierno. O al menos su ausencia de gobierno más allá de la familia (vid. sup., caps. 2.2 y 4.2, et inf., cap. 9.3), entendiéndose «gobernar» en un sentido laxo; como el poder de tomar decisiones sobre la vida y acciones de otra gente, con su consentimiento explícito o implícito o, en cualquier caso, con su concurso en la práctica.
Parece desde luego que tenía razón. Por lo pronto, es más fácil imaginarse sin leyes que sin certezas, aunque solamente sea para preguntarse acto seguido si acaso las únicas certezas del todo incuestionables son las «leyes de la naturaleza». Una pregunta que en verdad constituye, ni más ni menos, el primer punto de anclaje del pensamiento político moderno en la Europa del s. XVI, empezando por Hobbes y en un momento en el cual Dios y la naturaleza siguen pensándose lo mismo (vid. i. a. Zarka, 1997: 159 y ss.).
Desde luego que no lo tenían por ninguna parte si se redujera esa definición hasta nuestros usos. Y no obstante, descollaba entre ellos la figura de «jefe de la tierra» (kuaar muon), que pasaría a conocerse en la literatura especializada por otro de sus apelativos comunes: el de «jefe piel de leopardo» (kuaar twac). Era el propio EvansPritchard (1992: 19) quien especificaba que «la palabra “jefe” puede ser una denominación engañosa, pero es lo suficientemente imprecisa como para que la conservemos, a falta de una palabra más adecuada». De hecho, ninguna de las dos designaciones referidas corregía los errores coloniales de traducción a propósito de quienes más bien, sobre todo, desempeñaban funciones de «mediación ritual» a instancias de dos segmentos de una misma sección tribal, o en ocasiones de una misma tribu, pero en ningún caso más allá, enfrentados con motivo del homicidio de alguno de sus miembros, con el objetivo de zanjar la reyerta antes de que se cronificaran sus violencias recíprocas en el seno del cuerpo social, y lo quebraran.
Citar aquí a Barrett es casi tan adecuado por esa razón que tenía como por el hecho de que todo apunte a que se habría visto en serias dificultades para explicar por qué la tenía; y para cerciorarnos de ello no hay más que evaluar el parco utillaje conceptual en que intuía –furor de vivir– las injusticias que no dejó de encontrar a ambos lados del océano Atlántico. O al fin y al cabo, cerciorarnos de que en ésas nos hemos seguido viendo mucho tiempo después. Tan perplejos ante una pregunta que no solemos hacernos, tan faltos de instrumentos para construirla más allá de aquellas «sociologías espontáneas» con la advertencia de cuyos peligros Bourdieu comenzaría sus cursos sobre el Estado en el Collège de France (vid. sup., cap. 8.3)1 que, cuando en 1940 Evans-Pritchard hubo de introducir
De un lado, su incapacidad para intervenir motu proprio en los conflictos y juzgarlos dimensionaba a los jefes piel de leopardo como «el mecanismo que permite a los grupos [de parientes litigantes] crear un estado de cosas, cuando desean obtener ese objetivo [i. e.: la paz]»; adicionalmente, «los jefes ejecutan el ritual para purificar a los participantes en un ayuntamiento incestuoso, y poseen ligeros poderes
Dicen concretamente las primeras palabras de la clase del 18 de enero de 1990: «cuando se trata de estudiar el Estado, debemos estar más en guardia que nunca contra las ideas preconcebidas en el sentido de Durkheim, contra las ideas recibidas, contra la sociología espontánea. Resumiendo los análisis que hice en el transcurso de los años precedentes [...] indicaba que corríamos el riesgo de aplicar al Estado una idea de Estado e insistía en el hecho de que nuestras ideas, las estructuras mismas de la conciencia con las que construimos el mundo social y este objeto en concreto que es el Estado, tienen muchas posibilidades de ser el producto del Estado» (Bourdieu, 2014: 13).
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La política salvaje para provocar la lluvia, aunque los nuer no atribuyen demasiada importancia a ese arte. [Así] en conjunto, podemos decir que los jefes nuer son personas sagradas, pero que su carácter sagrado no les confiere autoridad general fuera de las situaciones sociales específicas» (ibíd.: 192-193). Va por descontado que en esa generalidad se incluía específicamente la carencia de cualquier «autoridad política» (cf. Greuel, 1971; Evens, 1978) mas, a ojos del británico, esto no era óbice para que sí desempeñaran a todas luces una función política en la medida en que «las relaciones entre los grupos políticos quedan reguladas gracias a su mediación, aunque no [...] los controle». De hecho, aunque lo habitual fuera que los jefes piel de leopardo no proviniesen de los clanes dominantes, a quienes la tradición compartida por todos asociaba la propiedad de la tierra, sino que fuesen residentes extranjeros.
Las circunstancias desenlazadas fatalmente en el suicidio del joven austronesio jugarían un papel clave en la reformulación del estudio del «derecho primitivo» que propondría a continuación el polaco, en un pequeño volumen titulado Crimen y costumbre en la sociedad salvaje (1926 para la primera edición, en inglés), en tanto permitían discernir con claridad conductas orientadas según órdenes asimismo bien diferenciados por los propios agentes indígenas en la práctica de su tradición, equiparables en función –siempre según este antropólogo– a nuestros usos y costumbres, derecho civil, y derecho penal. Kima’i era culpable de haber violado las reglas exogámicas del matriclán manteniendo relaciones sexuales con una prima paralela –i. e.: MZD, quien en su sistema clasificatorio del parentesco correspondía a una «hermana»–; pero no sólo esto era un hecho más o menos conocido largamente por los corrillos de su comunidad, quienes lo desaprobaban aun en su condescendencia, sino que tales prácticas se daban con cierta frecuencia. Y es más, el terrible castigo sobrenatural prescriptivo por el quebrantamiento del tabú del incesto en estos casos, se burlaba tradicionalmente mediante la aplicación profiláctica de determinados conjuros (Malinowski, 1986a: 51 y ss.). Kima’i se vio obligado a expiar su «crimen» inmolándose únicamente cuando otro pretendiente, despechado, lo acusó insultándole en público.
Y hete aquí el otro lado de la cuestión: a ojos del británico, la acción de estos «jefes» clarificaba los –difusos; cambiantes; fluidos– límites efectivos de la «sociedad»; pues más allá del mutuo reconocimiento de su «poder» no era posible hacer los pagos compensatorios, y a determinados agravios, como al homicidio de un pariente, sólo cabía responder con la guerra.2 Esa acción, y esos límites, apelan al derecho que buscábamos acabando en capítulo anterior.
Vistiendo sus mejores galas, encaramado veinte metros sobre el suelo, se lamentó amargamente, y conminó a sus parientes clánicos a vengarle antes de dejarse caer. Siguió un tumulto en el cual el delator resultó gravemente herido; y durante el funeral se repitieron los disturbios.
1. La desgracia de Kima’i Debía de correr el año 1915 cuando, apenas unos meses después de que Malinowski iniciara su modélico trabajo de campo en las Islas Trobriand, Kima’i se quitaba la vida precipitándose al vacío desde lo alto de un cocotero.
En efecto, tal y como enfatiza un comentarista posterior: Cuando el problema se empuja a la luz pública, su manejo social se torna un asunto muy distinto. El gobierno del derecho [rule of law], si es que lo hay, prevalecerá en la mayoría de ocasiones. No en vano, formulándolo propositivamente, diremos que cuando exista un conflicto entre la legal y cualquier otra norma sólidamente establecida [es decir: no legal, sino meramente consuetudinaria], puede conocerse aquélla porque en su recurso será identificada [por los agentes implicados] como la apropiada para prevalecer. (Hoebel, 2006: 185-186)3
2 Pero «las luchas entre nuer de tribus diferentes eran de carácter diferente a las luchas entre los nuer y los dinka. La lucha entre tribus estaba considerada como más feroz y peligrosa, pero estaba sujeta a ciertas convenciones: no se molestaba a las mujeres ni a los niños, no se destruían los establos ni las cabañas y no se hacían prisioneros. Tampoco se consideraba a los otros nuer como presas naturales, al contrario de lo que ocurría con los dinka» (Evans-Pritchard, 1992: 138). Mucho más significativa de lo que pudiera imaginarse con el primer vistazo, la idea de que la guerra entre quienes se reconocían en la misma identidad nuer –aun sin pertenecer a la misma tribu– se condujera según determinadas normas que no aplicaban con «los otros», eventualmente tratados como animales salvajes –lo cual, en este contexto, es más que probable que se signifique solamente en la negación de lo anterior: «sin atenerse a norma alguna»–, da el pie para clarificar otros márgenes más fluidos, cambiantes y difusos que los de la «sociedad», y esta vez, por definición, nunca efectivos: los de la «cultura» en su acepción de límite máximo del «nosotros» (vid. inf., cap. 9.2). Ya hemos indicado que esta idea es perfectamente rastreable en otros escenarios históricos tan alejados del ámbito de discusión del funcionalismo británico como la antigua Roma (vid. sup., cap. 5.2, nota 15). De hecho, en referencia ahora a ese límite mínimo, y efectivo, el mismo Cicerón haría decir a Escipión Emiliano (De re publica, 1.39): «est igitur [...] res publica res populi, populus autem non omnis hominum cœtus quoquo modo congregatus, sed cœtus multitudinis iuris consensu et utilitatis communione sociatus»; a lo cual el jurista italiano Aldo Schiavone concluye –por fin– con la ilación explícita de unos elementos que vienen demostrándose cada vez más determinantes a la hora de articular todo lo que nos ocupa: «sin pueblo no hay república, pero sin derecho no puede darse la identidad de un pueblo» (2009: 151-152). Desde luego, todo ello resultará mucho más sencillo de concebir en la práctica cuando seamos capaces de diferenciar sistémicamente «ley» y «derecho». Emplazémonos, pues, a repensarlo entonces.
De un plumazo, la metodología de observación participante que cimentaba las conclusiones de Crimen y costumbre prometía dar al traste con la forma en que se venía 3 La cita proviene del clásico The law of primitive man al que nos hemos referido más arriba, a propósito de una formulación de la mutación del derecho más o menos solidaria con las actuales teorías praxeológicas (vid. sup., cap. 8.3, nota 10), y al que volveremos a referirnos en lo sucesivo, entre otras cosas porque dedica un capítulo entero a la crítica de la concepción malinowskiana del derecho (vid. Hoebel, 2006: 177 y ss.). Por el momento, valga la coyuntura para avanzar una reflexión capital: «neither the living clan members nor the public at large ordinarily move a finger to punish the transgressors [del tabú del incesto entre los trobriandeses]. This responsability is left to the supernaturals. In what sense then is clan incest a “pronounced crime”? Is it not, rather, a sin?» (ibíd.: 184).
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Razón jurídica, o la anarquía ordenada sobre lo que después Llewellyn y Hoebel [The Cheyenne way: Conflict and case law in primitive jurisprudence, 1941 para la primera edición] llamaron «horquilla de flexibilidad permisible [permissible leeway], y horquilla de flexibilidad activamente protegida» en la conducta individual y social. (Gluckman, 1965: 203-206)
concibiendo la materia desde finales del s. XIX, fuertemente influenciada por la ficción evolucionista progresiva de un «comunismo primitivo» el cual, en consecuencia, encerraba la acción del «salvaje» en los rígidos márgenes de una reproducción «tradicional» automática y automatizada: toda costumbre habría sido ley; toda ley, la costumbre (vid. Hoebel, 2006: 18 y ss., con bibliografía). «Esta laguna [...] es debida, no al desinterés por la legalidad primitiva, sino, por el contrario, a su excesiva exageración. Aunque parezca una paradoja, es sin embargo cierto que la Antropología actual [anterior a 1926] descuida el derecho primitivo porque tiene una idea exagerada y, voy a decirlo sin ambages, equivocada de su perfección» (Malinowski, 1986a: 20), mientras que sobre el terreno, los austronesios de las Trobriand se comportaban a ojos del antropólogo polaco esencialmente igual que sus compatriotas europeos.
Esa regulación «civil» se conducía en las Islas Trobriand según el mismo derecho materno (mother-right) por el cual se estructuraban las relaciones de parentesco que Kima’i había vulnerado. Es más, unas eran lo otro, indistinguiblemente; como eran asimismo el armazón de las relaciones económicas que, tal que una vasta concatenación de obligaciones y compromisos de tipo do ut des, trababan la sociedad en su reproducción, algo que ya abordamos con más detalle en la primera parte de nuestro estudio (vid. sup., especialmemte cap. 4.5). El punto de confluencia con el comportamiento «racional» registrado contemporáneamente en las sociedades de la llamada «dominación legal» weberiana radica, entonces, en que «el poder compulsivo de estas reglas procede de la tendencia psicológica natural por el interés personal de la ambición y de la vanidad puestas en juego por un mecanismo social especial [es decir: no tradicional, sin más, sino específicamente jurídico] dentro del cual se enmarcan estas acciones obligatorias» (Malinowski, 1986a: 46). Pero hasta aquí todavía nos estaríamos moviendo en niveles diferentes de análisis, porque en efecto el «crimen» de Kima’i sólo podía valorarse en una extraordinariedad que no agraviaba a parte concreta alguna del cuerpo social por un posible incumplimiento de obligaciones –económicas– cotidianas, sino al total de la comunidad política y a las normas culturales que la constituyen íntimamente. Por eso para Malinowski se conjugaban en el episodio de 1915 aquellos tres órdenes indicados más arriba:
En una reseñable introducción sumaria a la materia en castellano, Leif Korsbaek (2002), profesor del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México, indica en esa misma dirección cómo puede distinguirse grosso modo entre unas pautas de conducta que incumben principalmente al individuo y se agotan por tanto en lo moral, y otras –el derecho– cuya naturaleza relacional se traduce, frente a la inobservancia de las obligaciones sociales, en una posición culturalmente reconocida de «autoridad» para reclamar su cumplimiento. Así, Malinowski trataba de reequilibrar, probablemente excediéndose en su exageración de los planteamientos precedentes (cf. Seagle, 1937: 277, especialmente nota 5; Hoebel, 2006: 182-183), la percepción académica de la regulación del espacio social practicada por los grupos humanos ágrafos que, desde Maine, apenas sí había prestado verdadera atención a los puntuales quebrantamientos criminales –penales–, en absoluta negligencia del normal ordenamiento –civil– de esas comunidades indígenas que ahora empezaban a observar y repensar los etnógrafos con más detalle. Primero en Melanesia; y poco después también en África y América. Con ello se puede decir de Malinowski que prácticamente funda, como subcampo disciplinar específico, la Antropología jurídica, si más no por los enconados debates que suscitaría en los años subsiguientes. Volveremos sobre ellos en seguida; pero antes valgámonos de la defensa que Max Gluckman haría de este autor para acotar mejor su perspectiva: «Malinowski estaba interesado sobre todo en lo que podemos llamar [...] “sanciones intrínsecas” de las relaciones sociales. Tales sanciones, tanto gratificantes como punitivas, de hecho están incrustadas en las propias relaciones sociales», destacando por tanto la idea de una estabilización de las reglas y el control sociales precisamente a través de la integración cultural efectiva de los individuos que conforman dichas sociedades.
1. consuetudinario, en tanto los affaires incestuosos podían darse con una frecuencia tal que incluso existían «formas tradicionales» de salvar la sanción sobrenatural, mientras se tratara de un asunto suficientemente discreto o privado; 2. civil, con la lógica de integración matrilineal como constante telón de fondo social; y 3. penal, cuando la exposición pública torna flagrante una conducta que conlleva el peligro de comprometer desde su base misma la integridad sistémica si se la deja actuar y reproducirse libremente. Por lo tanto, en última instancia revela una «conducta antisocial», stricto sensu, y desencadena una reacción necesaria, ejecutada en unos márgenes relativamente precisos, y ante todo, consabidos –tan consabidos, que Kima’i parece asumir la pena automáticamente–.4
Nos proporcionó un relato pionero de la vida social como un complejo equilibrio entre las exigencias de compromisos comunes y los impulsos individuales hacia la satisfacción personal. Mostró además cómo esa satisfacción se logra principalmente atendiendo estos compromisos. Pero también llamó la atención
4 Por más que, del lado contrario, la acción del delator de Kima’i –cuyo nombre, sintomáticamente, no ha pasado a la Historia– también resulta en cierto sentido perturbadora si no del orden, sí al menos de la paz social. Por ello será igualmente sancionado, esta vez según las «normas civiles» que se activan también en caso de homicidio, ejecutadas en las Trobriand por los parientes del matriclán cuyos derechos resultan dañados con la muerte, y en aparente ausencia de ulteriores reyertas
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La política salvaje Volviendo sobre las críticas a la aproximación malinowskiana al derecho de los grupos humanos ágrafos, posiblemente el artículo de William Seagle en las páginas de American Anthropologist en 1937 representa la contestación más directa y virulenta, acaso porque el norteamericano carecía de compromisos intelectuales con el polaco equiparables a los que sin duda guardaban, a este lado del Atlántico, Radcliffe-Brown (1986 [1952]) o, más tarde, Gluckman (1973 [1954]; 1965); ambos de acuerdo en buena parte con la crítica de aquél, empero.
de Malinowski. En 1933 firmaba dos entradas de la Encyclopaedia of Social Sciences, respectivamente bajo los títulos «Sanciones sociales» y «Derecho primitivo», en las cuales sostenía primero que «todos los usos sociales van respaldados por la autoridad de la sociedad», para precisar después cómo, sin embargo, se desprende de la ausencia de reacción ya positiva, ya negativa, difusa u organizada –o lo que es lo mismo: «espontánea» o «procesal»–, que no todos ellos están igualmente sancionados (Radcliffe-Brown, 1986: 233). De este modo se sumaba a lo establecido por N. Roscoe Pound, quizá uno de los jurisprudentes más relevantes de la primera mitad del pasado siglo, en lo tocante a una definición del derecho que en apariencia –y como veremos, sólo en apariencia– corría, además, paralela a la presencia de unas autoridades políticas segregadas estructuralmente del cuerpo social en razón de un poder cuya naturaleza quedaba, en lo demás, todavía por precisar. Es decir, vagamente, en la existencia de un «gobierno»; o al menos de uno suficiente para mantener tribunales que pudieran juzgar.
Para Seagle, Crimen y costumbre caía en la trampa de la interpretación funcionalista restringida que él mismo había dispuesto. Porque anotando sólo colateralmente el problema de las instituciones sociales de sentencia e imposición de justicia –¿qué habría sucedido en el caso de que Kima’i no hubiera reaccionado como lo hizo?–, se veía abocado a encerrar, de otra manera, la acción individual en los mismos márgenes contra los cuales se había alzado en primera instancia. A identificar lo legal con lo sociológico, en lo que allí sería calificado de «falacia de la jurisprudencia primitiva»: «[Malinowski] transfirió al derecho primitivo las emociones legales de su propia cultura; sencillamente buscó en la sociedad primitiva aquellas instituciones que en el mundo moderno se han convertido en materia objeto de obligación legal y seleccionó las “costumbres” relativas al matrimonio, la herencia y la propiedad para declararlas “derecho primitivo”» (Seagle, 1937: 283). Con ello el estadounidense no venía a postular la inexistiera de un derecho tal, pero sí a oponer decididamente un nuevo giro hacia un análisis más procesal que sustancial, atento a la detección del ceremonial público que en última instancia constituía la sola evidencia positiva en la cual –a su juicio– podía asirse la cuestión. O al menos no venía a postular su inexistencia en principio, pues parece que en un trabajo poco posterior al que aquí nos referimos (The quest for law, 1941 para su primera edición) finalmente esta premisa lo arrastraría a equivocar –al nuestro, tras el de Hoebel (2006: 21-22)– la resolución necesaria de unos términos que había mantenido adecuadamente indefinidos en el texto de 1937: «en la sociedad primitiva puede haber proceso aunque no haya tribunal. La función del tribunal es fundamentalmente determinar una cuestión de hecho; pero en la sociedad primitiva los hechos son disputados con menos frecuencia» (Seagle, 1937: 284).5
«Muchos juristas de la escuela histórica, en contraste con los de la escuela analítica, han usado el término ley [law] incluyendo en él la mayoría de los procesos de control social, si no todos. El término está, sin embargo, confinado usualmente al [en palabras de Pound] “control social mediante la aplicación sistemática de la fuerza de la sociedad políticamente organizada”» (RadcliffeBrown, 1986: 241). Partiendo de esta premisa, el derecho propiamente dicho vendría a corresponder al campo de acciones que incurrían en una sanción negativa organizada o procesal, cuyo cumplimiento quedaba garantizado por instituciones «autorizadas» por la sociedad dentro de su ordenamiento político, si era preciso al extremo de emplear la «fuerza legítima», de modo tal que «las obligaciones impuestas a los individuos en las sociedades en que no hay sanciones legales serán consideradas como cuestión de costumbres y convenciones pero no como derecho. En este sentido algunas sociedades sencillas no tienen derecho, aunque todas tienen costumbres que están respaldadas por sanciones» (ibíd.). Aun aceptando la premisa de Pound, entonces, la cuestión se dirimía en lo que ha de entenderse por tal organización y tales instituciones; por la concreción de sus formas y límites, como indicábamos. A fin de cuentas, resulta algo volátil al punto que el propio Gluckman (1965: 181 y 214, notas 20 y 21) cuestionaría la necesidad de colegir, desde lo citado, nada en todos los casos estructuralmente equiparable a los gobiernos estatistas que se sitúan en el ápex político de los grupos humanos llamados «modernos», a la luz de su conocimiento de las dinámicas de impartición de justicia en otro tipo de sociedades no europeas; esto es, con independencia de otras consideraciones sobre la naturaleza del concepto «Estado»: de grupos regidos según diferentes versiones de «dominación tradicional». Especialmente tras su detallado trabajo de campo entre los malozi, antiguo reino bantú del alto Zambeze. Aun, sobre aquellas otras sociedades en ausencia de tribunales formales, escribirá: «preferiría decir
Como decíamos, también Radcliffe-Brown tomaría cierta distancia respecto de los postulados iniciales o venganzas enquistadas; hecho este último que vendría a certificar la «justicia» de su actuación. 5 Gluckman (1965: 181) daría cuenta asimismo de ese trasiego categorial en los trabajos de Paul Philip Howell, comisario de distrito colonial entre los nuer y doctorado por la Universidad de Oxford con su A manual of Nuer law, being an account of costumary law, its evolution and development in the courts established by the Sudan government (1954 para la primera edición), y antes que él, Evans-Pritchard. Así, en Los nuer de 1940, este último habría afirmado que «in the strict sense of the word, the Nuer have no law»; pero a la vez, «in another work on them published in the same year [“The Nuer of the Southern Sudan”, contribución al volumen African political systems] he spoke on Nuer law and on legal relations, and he described how people might recognize that justice lay on the other side in a dispute» (Gluckman, 1965: 181).
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Razón jurídica, o la anarquía ordenada que tienen “derecho” [law], pero carecen de “instituciones legales”; o incluso, puesto que Radcliffe-Brown, Hoebel y otros ya han empleado “legal” para referir cualquier sanción efectiva [forceful], que carecen de “instituciones forenses”» (ibíd.: 182). Si tenemos en cuenta cómo, desde aquí, el británico declararía más bien la necesidad de orillar las implicaciones analíticas derivadas de cualquier noción apriorística sobre el «derecho» para enfrentar su estudio, primero, desde el «proceso de sentencia» (process of adjudication), el paralelo con lo postulado por Seagle en 1937 resulta casi perfecto.
que, tomando la noción weberiana de «dominación legal», pretenda hacer derivar la «legitimidad» de la «legalidad» sin antes advertir no sólo que aquélla, preexistiéndola, puede a la vez ser causa y efecto de ésta –lo cual en el caso más favorable al reduccionismo, i. e.: el que observa primero desde los diferentes «discursos de la dominación» históricos, nos devolvería un esquema que podemos anotar aproximadamente como «(legitimidad)→legalidad→legitimidad»– sino que, más allá, su devenir praxeológico precisa mejor componerse un escenario en el cual la fijación de la «ley», interpelando al conjunto del «derecho», se limita a activar una dialogía estructurada-estructurante («legitimidad↔legalidad»). Lo venimos anunciando desde las reflexiones melanesias. Por supuesto, todo ello nos estaría devolviendo a la urgencia de perfilar analíticamente, en mayor grado de detalle, las «autoridades» y los «poderes» entre cuyos mimbres se disponen las «lógicas operativas» que orientan la conducta humana a través de la historia, desentrañando por lo pronto cuáles de esas autoridades conllevan el poder de estatuir derecho; y no olvidemos que papúes y austronesios ya nos han apercibido de que no todas estas autoridades y poderes se desempeñan políticamente, en el seno de la «comunidad de los humanos». A veces ni tan siquiera lo hacen en el seno de los vivos, ni empíricamente (vid. sup., cap. 7.6).
Sin embargo, sobre lo dicho, Gluckman ejerce de contrapeso –casi se podría adjetivar «malinowskiano»– a los anteriores autores al desdibujar de manera oportuna las distinciones totalizantes entre «costumbre» y «derecho»; por lo pronto empezando por traer de nuevo a colación las mismas fallas que separan tradicionalmente, en las sociedades industriales modernas, aquellos cuerpos teóricos construidos sobre la imprecisión de la voz inglesa law respecto de las formas continentales que de ahí pueden entender alternativamente, y distinguir si es preciso, ora «derecho» –el ubicuo Recht weberiano–, ora «ley» –el Gesetz, propio en particular de su tipo ideal de «dominación legal»–. En cualquier caso, esta capacidad técnica de las tradiciones continentales, que por lo que respecta a los latinos se remonta a la dicotomía romana ius-lex (vid. inf., caps. 10.2, nota 17, y 10.4), en absoluto previene a nuestros actuales usos pragmalingüísticos de incurrir afásicamente, con admirable frecuencia, en ambivalencias equiparables a las que disuelven los anglófonos en law, de modo que a la postre éstos parecen resolverse tan sólo en puntos de aproximación diferentes, con sus respectivos handicaps, al mismo nudo sociocultural «costumbre-derecho-ley». Esto es lo que trataba de enfatizar el antropólogo británico al declarar: «en efecto, estoy diciendo que, puesto que law tiene múltiples definiciones en la vida social, los estudios sobre ésta deben aceptarlo como un hecho consumado y no convertir el término en un lecho procusteano» (Gluckman, 1973: 229-230). Máxime cuando todavía se enfrentaba el primigenio enredo sistémico con una «tradición» que Weber libraba de «ley» pero no de «derecho», volviendo el desenvolvimiento profundo del argumento intraducible –o insignificable– solamente con el recurso al dicho law. O al menos intraducible a no ser, tal vez podríamos sugerir por fin arribados a este punto, adjetivándolo como statutory law, por ejemplo, y coligiendo un poco toscamente que «ley» principal o solamente es «derecho estatuido».
Entonces, frente a la exacerbación realista en que presumiblemente habría acabado por caer Seagle en 1940, e incluso en el caso de Bulozi (The judicial process among the Barotse of Northern Rhodesia, Zambia, 1954 para la primera edición), con sus tribunales formalizados en cumplimiento de las condiciones que el estadounidense daba para la existencia de derecho «propiamente dicho», Gluckman podía reportar la diferenciación y, sin embargo, el tránsito ininterrumpido entre los tres polos «costumbrederecho-ley». Así, de su conjunto de orientaciones y lógicas operativas tradicionales, estos habitantes del alto Zambeze eran capaces de discernir cuando les era preciso aquéllas referidas directamente a la justicia –frase más significativa de lo que aparenta– y, todavía de entre éstas, un conjunto más o menos acotado que compartía múltiples características con lo que viene entendiéndose en nuestras sociedades y culturas detrás de la noción de «ley»; salvo acaso, precisamente, su fijación escrita: como un pronunciamiento concreto sobre el «derecho» realizado por una autoridad –ahora sí– de alguna manera política. Cuando menos, seguro, empírica. Es sobre lo anterior que el británico sostenía la pertinencia de mantener una doble tendencia en el análisis antropológico del derecho: «como corpus iuris, un conjunto de reglas; y como “sentencia”, un procedimiento por el cual se procesan casos alcanzando sobre ellos dictámenes [judgements] y “resoluciones legales” [legal rulings]».
De aceptarlo, tal resultado vendría implicando un corolario que merece ser expresado en forma propositiva, al indicar ostensiblemente el propio uso del participio pasivo la relación causal que sostienen entrambos conceptos, derecho y ley; y elevándolo a la potencia sociológica en que los jugaba Weber, los principios activos de «legitimidad» y «legalidad» que les son casi intercambiables en la significación de la práctica. Por este corolario, necesariamente, incurre en un error cualquier interpretación social y cultural de los grupos humanos a través de un enfoque teórico
Mis datos apuntan empíricamente a tal distinción en el sistema lozi, donde en el caso de disputas y cargos por fechoría los tribunales pronuncian juicios [likatulo, en silozi], mientras que un dictamen particular puede referirse como mulao wakuta [que 245
La política salvaje Gluckman traduce aproximadamente al inglés como the law of kuta: la ley del «tribunal» (vid. inf., cap. 9.4)]. Nunca escuché a un lozi dar espontáneamente una definición elaborada del derecho [law] como un corpus iuris, dentro o fuera del tribunal. [Pero] al preguntarles, respondieron que mulao, en ese sentido, es kilinto zeswanezwa kuezezwa: «las cosas que se debe hacer» [law is the things which ought to be done]. (Gluckman, 1973: 227-229)6
legislativo» (legislative enactment), sino en cualquier caso, como lo que los tribunales decidirían si su autoridad fuese convocada. Podemos avanzar alguna de nuestras conclusiones indicando cómo el uso de «soberano» está claramente circunscrito en el texto del antropólogo estadounidense, que no estaba considerando entonces el debate reabierto por Schmitt los años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial (vid. sup., cap. 8.4, et inf., cap. 10.4), a la posición política en la cual los discursos del poder bajomedievales venían haciendo reposar la «soberanía», el «poder soberano» –es decir: al «monarca»; o en un sentido más laxo, de hecho inaceptablemente laxo a estas alturas de nuestro estudio, al «gobernante tradicional»–, negligiendo, empero, las implicaciones culturales y sociales subyacentes al reconocimiento ontológico de esa posición. Pero en un sentido más positivo, la afirmación de Hoebel patentizaba dos puntos clave:
Queda por descontado cómo tal «deber hacer», que no es sino expresión de la acción orientada según justicia –el etimólogo Corominas (1984: CE-F, 445) indica que se tiene constancia de esta acepción de «derecho», obra recta, en romance peninsular al menos desde el s. XI–, no se halla constreñido entre los definidos márgenes del pronunciamiento que las autoridades políticas eventuales eventualmente hagan sobre el derecho, sino en la misma noción de derecho; aun a pesar de las indefiniciones que, al tiempo, esto especularmente comporta en otros márgenes: los de «mutación –en principio– no significativa» de la práctica en que se reproduce un grupo humano dado para salvaguardar su viabilidad ecológica en constante adaptación a un entorno el cual, de hecho, por lo pronto, puede variar en progresiones más o menos impredecibles con cada ciclo de replicación de esas mismas prácticas.
1. el carácter condicional –«si su autoridad fuese convocada»– de un proceso judicial que no tiene por qué entenderse operando, digámoslo así, «de oficio» en una definición de mínimos transcultural –por ejemplo, cuando el pecado de Kima’i no es flagrante y puede todavía el orden sobrellevarlo, en aras de la siempre preferible paz social, sin verse su sistematismo conculcado. Por eso Korsbaek, un poco también como la Escuela jurídica realista, aislaba el derecho en las deflagraciones relacionales que sitúan puntualmente a un agente social en «posición de autoridad» contra la conducta de otro–; y 2. el hecho de que –de nuevo: tal vez en virtud del dicho margen de adaptabilidad necesaria para la vida– sigue siendo «pensable», diríamos con Bourdieu, en los propios sistemas de «percepción-clasificación» de estos agentes sociales la posibilidad de alcanzar una situación de impasse en la cual la «ley» –i. e.: el pronunciamiento específico de una autoridad política específica– pueda no ser identificada culturalmente con el «derecho», y resolverse, sin necesidad de tensionar la lógica sistémica, el descartar sus efectos sociales cuando éstos no sean, precisamente, la activación esta vez de una oposición autorizada –i. e.: amparada en el recurso a una autoridad otra, de naturaleza diferente a la primera–.
Precisamente ésta era la línea argumental que desplegaría ese mismo año también Hoebel (2006 [1954]: 21-22) cuando, defendiendo con objeciones nada desdeñables el aporte malinowskiano, utilizaba el criterio de Oliver Wendell Holmes y Benjamin N. Cardozo (respectivamente La senda del derecho, editado por primera vez en 1897, en inglés, y The growth of the law, en 1924), ambos jueces del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en ejercicio durante las primeras décadas del s. XX, para afirmar que el derecho no puede entenderse exclusivamente como el «decreto de un soberano» (fiat of a sovereign) o un «acto 6 Y concluía con una definición más que interesante: «however, it is clear that they have “law” as a system of rights, duties, powers, privileges, immunities, and due processes, since [...] they have words for all these juridical conceptios. That is, the Lozi have “law” as a set of rules accepted by all normal members of the society as defining right and reasonable ways in which persons ought to behave in relation to each other and to things, including ways of obtaining protection for one’s rights. I apply this definition to “morality” save that I substitute “generous ways” for “reasonable ways”» (Gluckman, 1973: 229). También Bohannan (1957: 96-97) reflexionaría en una línea similar a propósito de los tiv: «jural institutions in all societies use and work with folk systems, whether they be overt and stated, or whether they have validity only in vocabulary and habitual action. However, the jural institutions of some societies –including our own– create a second folk systematization, be it a codification or some other form of corpus iuris, which is erected between the judges and the institutions to which the rules apply [...]. Among the Tiv, the jir [término ambiguo que refiere tanto la reunión convocada para evaluar un caso como el caso en sí, aplicado en diferentes ámbitos de su universo social (vid. sup., cap. 5.1)] settles disputes. The judges or mbajiriv do so in terms of their knowledge of Tiv institutions; they do not do so in terms of rules of those institutions which have been resystemized specifically for the purpose of jural action. The “rules” in Tivland are the norms of institutions. The organization of the rules is the institution itself. There is no second organization for specifically jural purposes, no discipline of law and no corpus iuris in the Tiv folk system»; sin embargo, concluye por su parte, esas leyes y normas «may be considered to form a corpus iuris in an analytical system if it is fruitful to do so».
En puridad, se podría decir de esto último que aquel agente político que pronuncia la «ley» activa, en virtud de una posición de autoridad x, un «poder» dirigido hacia el interior de la comunidad política que podríamos anotar como el poder de pronunciar el derecho. Pero que si esa comunidad no identifica lo pronunciado también sustancialmente como «derecho», puede desautorizar ese «poder», al menos en lo que atañe al contexto inmediato y sin necesidad de que en todos los casos ello afecte la estructura social y cultural en que reposa la posición de autoridad política de quien pronunció el derecho en la ley –es decir: sin tener por qué desautorizar la posición de autoridad en sí misma, con el riesgo colateral de desestabilizar de uno u otro modo 246
Razón jurídica, o la anarquía ordenada la continuidad de la sociedad en sus signos culturales–. Lo que vendríamos a sugerir es que todo apunta a pensar que la posibilidad de esa reacción social se funda en la activación de una «autoridad otra». Y que siendo ésta previsiblemente, si no la misma, sí de la misma naturaleza que la que primero autorizó a aquella autoridad política para «poder-pronunciar» el derecho –ergo: una especie de metautoridad–, sumaríamos una razón más para constatar la disposición significativa del espacio político a partir de su articulación con elementos que lo trascienden y que, por tanto, no son políticos a fortiori.
donde la sociología de la dominación planteada por Weber en alemán, cuya panoplia léxica daba y da por supuesta la diferencia que el castellano puede distinguir asimismo en el par «derecho-ley», se detenía sin tropezar con la urgencia de desentrañar en igual medida las conexiones internas en que se articula el campo. Como venimos diciendo, esto le había llevado ya durante sus investigaciones sobre el terreno, en la actual Zambia, a recalar en un «tema malinowskiano»: el del papel literalmente básico desempeñado por la tradición y sus haces de lógicas operativas –aquí indistintamente «lógicas prácticas» o «lógicas lógicas»–. En un estudio posterior de corte teórico más general (Política, derecho y ritual en la sociedad tribal, 1965 para la primera edición, en inglés) volvería sobre la idea de que la plasticidad cultural humana permite varios planos complementarios y, es más, interactivos de ordenamiento social de la justicia; de donde hemos de colegir que la acentuación discursiva que algunas culturas característicamente emprenden totalizando las formas legales, entendidas stricto sensu, a medida que se estabilizan en ese poder las autoridades políticas que las activan, no pasa de ser una estrategia faccional conducente a «institucionalizar», según la utilización bourdieuana del término, la «ley». Es decir: la «ley» como fuente del «derecho», en el discurso «legalidad→legitimidad» que omite la relación dialógica con el objetivo o, en cualquier caso, el resultado de potenciar la inversión de la direccionalidad del fenómeno en determinadas tramas de los sistemas culturales de «percepción-clasificación» de esas sociedades, que son las nuestras.
De esta manera, lo que significa la activación o desactivación coyuntural de tales elementos no políticos por parte de agentes que no pueden sino ser políticos –entiéndase: que por encima o por debajo de cualquier consideración ulterior, actúan de facto, «empíricamente», en la arena política en la cual se reproduce el orden social de la comunidad de los humanos– es precisamente la fusión-confusión ontológica de éstos, cuando se desplazan hacia o desde ese otro espacio liminar, donde aunque sigan siendo humanos, ya no actúan como humanos. Noción ésta –la de fusión-confusión– que nos vuelve a salir al paso, ahora en sentido inverso al de la colonización melanesia, para completar el cuadro «exogénesis-endogénesis» de las condiciones de posibilidad de la excepción que se prolonga estructuralmente durante los procesos históricos de estatización. También una vez más: detengámonos aquí por el momento. La cuestión inmediata es que, volviendo el razonamiento realista sobre sí mismo, Gluckman concluía la cita anterior diciendo: «aun cuando sus tribunales [los del reino lozi, que aquí emplea inductivamente] no puedan imponer algunas de estas reglas [conductuales consuetudinarias], son en cualquier caso una fuente de la cual quienes juzgan se valen en varias maneras. Las sanciones o la imposición no son esenciales para definir el “derecho” en este sentido, como un corpus iuris: todas las sociedades lo tienen» (Gluckman, 1973: 229). Optaba, entonces, por reservarse tanto el inglés law como el silozi mulao para referirse analíticamente a esa masa gravitatoria del derecho como orientación de la conducta justa, «porque el resto de significados [...] derivan su sentido de la idea de orden y regularidad que debe existir en la naturaleza y la sociedad [atiéndase a una dicotomía que no es baladí: la naturaleza, y con ella la sociedad]» (ibíd.: 226-227). Y esto, en cierta medida, lo colocaba inadvertidamente en la base del pensamiento weberiano, al capacitarle para discriminar la existencia de sociedades sin ordenamiento legal (alegal societies) pero en ningún caso de sociedades sin ordenamiento jurídico (lawless societies).
Así, distintas constelaciones culturales se resuelven tradicionalmente en procesos jurídicos distintos, y sobre todo en distintos discursos jurídicos; es incuestionable. Pero «aquellos [autores] que enfatizan estas diferencias toman una perspectiva harto estrecha de las instituciones occidentales de resolución de disputas [...]. Fuera de los tribunales propiamente dichos [i. e.: sin el recurso ni la intervención de un “juez”], muchos acuerdos son orquestados por abogados [lawyers] o árbitros [arbitrators] con la concurrencia de ambas partes, como una pieza de nuestros mecanismos sociales para ajustar litigios» (Gluckman, 1965: 187) según un procedimiento cuya clave operativa es, de hecho, la ausencia de la necesaria «autoridad» para tomar una decisión y, todavía menos, imponer veredictos (enforce verdicts).7 Cualquier profundización en este Desde este punto, Gluckman particularizaría su crítica al planteamiento –calificado de «atrofiante»– desplegado unos años antes por Bohannan en Justice and judgement among the Tiv (1957 para la primera edición), desatando una conocida controversia: «Bohannan argues that our own jurisprudential vocabulary is what he calls a “folk-system”, and that it is illegitimate to raise a particular folk-system to the status of an “analytical system”. If he were correct, we would have to be “cultural solipsists”, unable to compare and generalize widely» (Gluckman, 1965: 181 y ss.). Este atolladero se superaría tras sendas conferencias organizadas por Laura Nader en 1964-1966, en buena medida gracias a la mediación de Hoebel (vid. i. a. Nader, 1997; Starr y Collier, 1989), a propósito del cual uno de ellos escribiría tiempo después: «quite sensibly, Hoebel does not visualize that a special new anthropological-legal esperanto needs to be devised to be used in such analytic theories and conceptuaizations. He clearly states that the analytical concepts are and shall be abstractions from the strata of the various folk conceptual schemes; in other words, these concepts shall be elevated to the analytical level which empirically proved themselves to be cross-culturally valid» (Pospisil, 1973: 540).
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Lo iluminará realzando todavía más los contrastes que había jugado a disponer primero Evans-Pritchard en su paradoja nuer: si la anarquía es ordenada es precisamente porque hay derecho, haya o no ley (ibíd.: 230-231). La inercia ganada en el esfuerzo por desmenuzar las lógicas que actúan en la tradición jurídica anglosajona sota el ambiguo significante law le permitió a Gluckman proseguir 247
La política salvaje sentido estaría conduciendo de vuelta a aquel tercer polo de la «costumbre», donde el británico reservaba algunas inestabilidades cruciales para la comprensión del funcionamiento del «derecho», lato sensu, tal vez especialmente visibles en los tribunales jurisprudenciales –los del Common law, o más claramente, las fatāwā de un muftí islámico– que operan revelando algunos principios conductuales formulados con motivo de sentencias pretéritas concretas, para aplicarlos a otras sentencias igual de concretas que las primeras, en un movimiento que recuerda mucho al debate mantenido más arriba sobre los términos «reproducción-replicación» (vid. sup., cap. 8.2). Tal influencia estaría sin duda menos «enfocada» en los sistemas de ordenación legal de la Europa continental contemporánea; pero eso no los libra ni de las tensiones seminales que desde Montesquieu traban la relación entre los «poderes» legislativo y judicial ni, por supuesto, los libra de un ritmo de reforma de sus códigos en todo caso –de ello depende su adaptabilidad– equiparable a la fluidez no ya sólo del tono cultural general, sino en ocasiones en subordinación directa a una coyuntura política o gubernamental susceptible de variar vertiginosamente –y entonces, también el «poder» ejecutivo queda desdibujado en el enredo–.
como caso de estudio, desde donde se trata, empero, de elevar los principios activos aislados al nivel analítico intercultural en que se demuestran empíricamente válidos. También lo es por la introducción de la metodología del case-law en sentido etnográfico; aporte del realismo americano incorporado por lo pronto con Llewellyn, quien a la sazón no sólo habría codirigido su disertación doctoral sobre los comanche (The political organization and law-ways of the Comanche Indians, 1940 para la primera edición), sino que firmarían conjuntamente el revolucionario The Cheyenne way, publicado en 1941 sobre la base de sus trabajos de campo en la Reserva de Tongue River, Montana, entre 1935-1936. Esta influencia ponía a Hoebel ya desde un principio en la senda del enfoque procesal más que formal, al considerar de nuevo que el derecho se «actualiza» –y aquí mantenemos el false friend traductológico porque no lo es en absoluto, sino que en su lugar, de su enredo resulta una más que adecuada polisemia– en cada litigio sobre unas fuentes que se movían entre los clivajes ya destacados a propósito de Gluckman. En este sentido, el estadounidense también postuló cierta volubilidad necesaria en el tránsito «costumbre-derecho», que en efecto no sólo se aislaba en la jurisprudencia angloamericana que le era propia, sino que «el derecho primitivo también se construye sobre el precedente, porque, del mismo modo, nuevas decisiones descansan sobre viejas reglas legales o normas consuetudinarias [rules of law or norms of custom], y a su vez, aquéllas que resultan sólidas [sound, también sensatas: “adecuadas a la situación”] tienden a proporcionar la base de la acción futura» (Hoebel, 2006: 28). Desde ese punto Hoebel resultaba incluso más sistemático que Gluckman a la hora de vislumbrar en ello el dispositivo de la mutación ordenada –«conforme a las formas», si hemos de emplear una fórmula bourdieuana que se le aproxime–. Y lo explicaba además en unos términos que rozaban la praxeológia, al paradigmatizar el ejemplo del guerrero cheyenne Wolf-Lies-Down, quien recurrió a los jefes de su «sociedad militar» buscando justicia al haberle sido tomado «prestado» sin su consentimiento un caballo por parte de un amigo entonces desaparecido, y éstos, una vez localizado el demandado y compensado adecuadamente el demandante, sabiéndose en un vacío de su tradición legal, haber optado por «inventar» la norma que habría de aplicarse a futuro, para toda la tribu.8
Considero que la «costumbre» como fuente de decisión jurídica desempeña un rol muy superior en nuestra litigación –y en consecuencia, forma una parte mayor del cuerpo del derecho– de lo que comúnmente se reconoce. Como en África, así entre nosotros, los usos fijados por la costumbre entran constantemente en el proceso de juicio y sentencia de muchos casos cuando se alcanza su núcleo [...]. Muchas cuestiones son resueltas en términos de determinados estándares, planteados en forma [de pregunta]: «¿fue razonable esa acción?» Y dichos estándares deben de ser decididamente «consuetudinarios» [costumary] en el sentido de prácticas al uso [current practices]. (Gluckman, 1965: 201; cf. Gluckman, 1961: para matizar los términos del stare decisis lozi) Es decir: se puede afirmar sin ambages que lo razonable es un fenómeno «tradicional». Nada que no pudiera intuirse aquí ya, al menos, desde que vimos a Pareto despistar la positividad de su propia «cultura» (vid. sup., cap. 2.6). Aproximadamente para el mismo momento en que Radcliffe-Brown publicaba aquellas definiciones de la Encyclopaedia of Social Sciences, Boas ponía en contacto a uno de sus compañeros de claustro en la Universidad de Columbia, el profesor en teoría del derecho Karl N. Llewellyn, con un joven etnógrafo que pronto se iba a convertir en referencia absolutamente ineludible para el campo de estudio que ahora nos ocupa. Aquí lo hemos citado ya en varias ocasiones. E. Adamson Hoebel ha sido considerado con justicia el «patriarca» de la Antropología jurídica (vid. i. a. Pospisil, 1973; Cardesín Díaz, 2001), entre otras razones por un abordaje en el cual se enfatiza enormemente la comprensión integral de la cultura tomada
8 De hecho Lowie (The origin of the State, y antes en La sociedad primitiva, respectivamente 1927 y 1919 para las primeras ediciones, en inglés) ya había señalado a estas asociaciones como un «vector de estatización» en la medida en que aparecían legítimamente investidas para contravenir en determinadas situaciones sensibles para la tribu, durante el verano, cuando sus bandas familiares dispersas se reunían y emprendían las grandes cacerías colectivas de bisonte, su por lo demás generalizada libertad individual: «for the brief period of the hunt, the unchallenged supremacy of the police unified the entire population and created a State [...], but which disappeared again as rapidly as it had come into being» (Lowie, en Hoebel, 1936: 433). La interpretación más aceptada enfatiza la funcionalidad económica de las soldier societies, y si bien desde muy pronto se discute sobre su origen histórico preciso –determinado y simultáneo, o independiente y anterior, al «poder de imponer» el derecho que se les adscribía positivamente a finales del s. XIX (Humphrey, 1942: 150, nota 15)–, lo cierto es que quizá la puntualización de mayor calado hecha al planteamiento original de Lowie sea el ensanchamiento, menos
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Razón jurídica, o la anarquía ordenada Sin embargo, más allá de esto, el planteo de Hoebel deviene cardinal para la comprensión de las dinámicas jurídicas de amplio espectro en la medida en que fluidifica al extremo las premisas de Pound y Seagle, sin disolverlas por ello en la irrelevancia analítica, cuando repara en la consideración de la propia «opinión pública» como una forma de tribunal. Uno, desde luego, perfectamente capaz de evaluar las conductas en función de «las líneas de orden reconocido y establecido» culturalmente, incluyendo aquéllas que un individuo o una facción emprenden motu proprio en reparo de un agravio, como cuando los parientes matrilineales de Kima’i linchan al delator que forzó su suicidio sin que ello suponga desatar un conflicto de mayores proporciones. Porque «el verdadero sine qua non del derecho en una sociedad dada –primitiva o civilizada– es el uso de la coerción física legítima por parte de un agente social autorizado. El derecho tiene dientes, dientes capaces de morder si es necesario, aunque no es preciso que se muestren [en todo momento]» (Hoebel, 2006: 25-26). Entre otras cosas, es por esta razón por lo que Gluckman advertía la innobligatoriedad de inferir, desde las definiciones iniciales de Radcliffe-Brown y contra sus conclusiones, que fuera posible tal cosa como una «sociedad sin ordenamiento jurídico», siempre que la idea misma de organización política no fuese patrimonializada en exclusiva por los grupos humanos del registro histórico –i. e., en resumidas cuentas: por el Estado–.
¿Y qué es «coerción» en lo que concierne al utillaje conceptual hoebeliano? Cuando quiera que los hombres [sic, por «los humanos»] actúan, o se abstienen de actuar, según una manera diferente a aquella que habrían escogido por sí mismos en una situación dada, debido a que otros deliberadamente limitan el rango de sus decisiones sea directamente, a través de un control positivo sobre ello, o indirectamente, a través de la amenaza de las consecuencias. Existen, por supuesto, tantas formas de coerción como formas de poder; [pero] de ellas, sólo algunos métodos y maneras son legales [léase según el inglés law: «justas», acordes al derecho] [...]. Aquello esencial en la coerción legal es la aceptación social [obviamente: «sociocultural»] para la aplicación de poder físico, directo o indirecto, a manos de una parte privilegiada, por una causa legítima, de una manera legítima, y en un momento legítimo. (Ibíd.: 27) Esta definición pareciera entrañar cierto desajuste respecto de lo asentado por Gluckman, aunque no debe perderse de vista cómo cuando él prescindía del componente sancionador o impositivo del derecho lo hacía únicamente en aras de advertir también su existencia cultural como cuerpo normativo –aquel corpus iuris– contra el cual los agentes miden la conducta. Al otro lado, la sintonía entre Radcliffe-Brown, maestro de Gluckman, y Hoebel es del todo incuestionable, como acabamos de recordar. Y las circunstancias de la muerte de Kima’i, según las relatara Malinowski en Crimen y costumbre, daban buena cuenta de que el quebrantamiento de tales normas no estaba invariablemente sujeto a un desenlace punitivo, al menos en las condiciones políticas de las Trobriand, salvo que en efecto fuese invocado de algún modo un pronunciamiento autorizado que desatara cierto «poder» sobre el culpable –para lo cual, glosa de vuelta Gluckman tras del Seagle de 1937, estos melanesios no requerían de «instituciones forenses» que verificaran un hecho conocido de todos–. Hoebel viene a especificar que ese «poder» es el de ejercer la coerción legítima y con ello termina de poner el foco en las condiciones de otro descarte muy anterior, el de la Macht weberiana, afianzando de este modo la sistematización social del «poder-fuerza» –de la «violencia» dirigida hacia el interior de la sociedad, al fin y al cabo– al reintegrarla desde el aislamiento quirúrgico a que había sido conminada por el alemán en su intento de realzar, precisamente, el principio de «legitimidad» en su sociología de la dominación de 1920.
excepcional, de los momentos en que actúan (vid. i. a. Humphrey, 1942; Hoebel 1936). Concretamente para el caso cheyenne, Hoebel (2006: 144 y ss.) nos proporciona una panorámica de su engarce institucional en el gobierno de la tribu, como decíamos, prácticamente sólo ejecutado como tal durante el estío, mientras que con la dispersión invernal cada banda apelaba comúnmente a sus propios jefes familiares aun a pesar de que los miembros del Consejo de los cuarenta y cuatro continuaran en ejercio durante los diez años de su mandato, sea cual fuera la situación. Por su parte, a excepción de los «guerreros perro», cuyos miembros, que han sido calificados de «ultra conservadores» (Petersen, 1964; pero vid. sup., cap. 4.3, nota 29), se reclutaban entre los de una única banda, el resto de asociaciones funcionaba como «fraternidades» transversales a toda la tribu, mas no con un objetivo militar. Hoebel insiste –y aquí proporciona una explicación alternativa a las objeciones etimológicas de Humphrey– en que el apelativo de soldier por el cual se las conocía no hacía referencia sino al status de unos asociados que raramente habrían emprendido el «camino de la guerra» en común, sino en común festejado, bebido y danzado, aunque unas y otras actividades masculinas –como, en fin, cualquiera– computaban para el prestigio del agente –y aquí Humphrey no solamente coincide con Hoebel sino que lo hace con un planteamiento muy similar al finis operantis papú (vid. sup., cap. 6.3)–. De hecho a sus «jefes de guerra» no se les otorgaba en absoluto el monopolio de la organización, mucho más laxa y efímera, de partidas guerreras, aunque se les reconociera la preeminencia en el desempeño de la violencia a nivel tribal. Además, «in keeping with the constitutional supremacy of the peace chiefs, any warrior society chief who was appointed to the tribal council [el de los cuarenta y cuatro] had to resign his military chieftainship» (Hoebel, 2006: 149). Con todo ello, «the interesting and utterly reasonable thing about it all is that the need [i. e.: un desequilibrio ambiental que actúa presionando adaptativamente las prácticas del grupo humano] did not result in the creation of new social agencies to wield the stick of power but that already-existing agencies were drafted into the job [...]. They were not tactical bodies of standing armies nor even militia companies as we understand them. But they were “organized”. And when a job requiring the exercise of force by an organized unit representing not kinship interests, but the tribal whole came up, what was more natural than that the tribes should acquiesce in their taking on of secondary functions: the administration of policing and of summary justice where summary action was necessary? Thus an entirely nongovernamental type of organization became a legitimatized branch of the government of the tribes [...], not by encroachment on the powers of the council but by moving in where one new situation after another called for new law and where new or old law called new types of enforcement» (ibíd.: 154-155).
Lo curioso del asunto, entonces, es que aun a pesar de haber rescatado la violencia como elemento determinante del ordenamiento jurídico presente en cualquier grupo humano organizado socialmente, esto no se hacía al precio de naturalizar la «dominación». En primer lugar porque la noción hoebeliana de «coerción legal» no conlleva en absoluto la presencia de los dispositivos estructurales de «mando-obediencia» en que Weber lastra su esquema. Al contrario, hallamos una 249
La política salvaje casuística muy diferente de situaciones de «autoridad», relativa a un contexto de desequilibrio concreto, el cual ab initio moviliza determinados engranajes de la organización política de la sociedad que no tienen forzosamente que corresponderse con tramos activos, activados o activables en cumplimiento de otras funciones diferentes a la impartición de justicia, si bien al tiempo, ello no menoscaba tal coincidencia en un buen puñado de grupos humanos sobradamente documentados por la Etnografía y, con notabilísima diferencia, por la Historia. Además, las reflexiones vertidas en este epígrafe informan de al menos dos tiempos asociados a tal movilización de los mecanismos sociales del derecho, en los cuales se desarrollan otros tantos «poderes» de igual manera distinguibles: un «poder-pronunciar» no siempre corporizado en instituciones forenses distintas del juicio de la opinión pública, que invariablemente se verifica, concrétense o no las anteriores; un «poder-imponer», garante de la vuelta al derecho y al cual se vincula más estrechamente la coerción definida por Hoebel.
bases discursivas en que se fundamenta la intercesión de la comunidad política y su conexión con la noción religiosa de «pecado», anunciando cabalmente la brecha en la cual operan determinadas autoridades que vamos a encontrar más o menos comprometidas en procesos de fragmentación social –¿quién puede decidir qué constituye «crimenpecado»?– que, por lo pronto, no se advertían en el caso de Kima’i,10 o como vimos mucho antes, entre los grupos mbía de las Tierras Bajas de la actual Bolvia (vid. sup., cap. 2.2, nota 15). Desde luego nunca resultó baladí, pero, en este contexto, la conclusión generalista a que arriba Godelier en sus últimas publicaciones empieza a adquirir la inusitada fuerza de la concreción. Progresando desde la antigua Anthropologie de la libération marxista, ya le hemos visto opinar sobre «el fundamento de las sociedades humanas» en la primera parte de este estudio (vid. sup., cap. 4.2, especialmente nota 17), pero repitamos aquí esas conclusiones: «las relaciones sociales que de un conjunto de grupos humanos e individuos hacen una “sociedad” no son las relaciones de parentesco ni las económicas, sino lo que en Occidente se califica como “político-religioso”»; y más específicamente, la hacen, la constituyen, en la medida en que «sirven para definir y legitimar la “soberanía”» (Godelier, 2014: 28-29).11
En segundo lugar, la mencionada fluidez en que traza su planteamiento el estadounidense lo conduce, de la misma manera, a entender estas autoridades y poderes como fenómenos situacionales, especialmente en lo que respecta a una «coerción directa» cuya conducción práctica en términos legítimos puede, en efecto, privilegiar a un individuo o facción social sobre otros, autorizándolos a imponer el derecho, sin embargo, pro eo solo delicto.
jefes [políticos] no se ocupan de los delitos privados, que se consideran “cuestiones caseras” y se resuelven a través de la autoridad de los jefes de grupos de familias, o mediante negociaciones», sino que tratan aquellas faltas englobadas en la categoría que el británico traduce como acciones odiosas para los dioses. No obstante, «una disputa relativa a un delito privado puede ser presentada directamente ante el jefe, si una de las partes hace un juramento, lo que transforma la disputa en una cuestión pública» (Radcliffe-Brown, 1986: 248). 10 Cf., sin embargo, las puntualizaciones que Hoebel (2006: 177 y ss) realiza al planteamiento de Malinowski rescatando la «posición de poder» relativa de los jefes melanesios. «Trobriand law differs from the law of the tribes previously discussed [inuit, tagalo, comanche, kiowa y cheyenne] in that the social organization of the Islanders has certain important institutional features not possessed by any other groups: clans –in this case matrilineal–, plus hereditary chieftainship and generally rigid status, plus excepcionally frequent sorcery, and –for a society with highly centralized political controls– amazingly undeveloped machinery for handling the trouble case [...]. In the Trobriand instance, however, offenses are still treated as private delicts for the most part, and offenses against the chief appear to be offenses against him as a privileged person more than against him as the agent of the society as a whole» (ibíd.: 206). Retengamos estas últimas ideas para lo sucesivo. 11 «¿Cuáles son las relaciones humanas, las instituciones y las prácticas que tienen la capacidad de hacerlo [conferir un carácter identitario social a un grupo englobando eventuales otras identidades parciales]? ¿Qué es lo que distingue finalmente a una sociedad de las diferentes comunidades que la componen, constituidas cada una por y en torno a una o varias identidades particulares? ¿Qué es lo que diferencia a una sociedad de una comunidad? La casualidad quiso que me enfrentara con un hecho que me llevó a hacerme esas preguntas: el descubrimiento de que los baruya, con los que viví y trabajé durante siete años, no existían, en cuanto sociedad diferenciada con ese nombre, hace algunos siglos [...]. Se trataba, por otra parte, del mismo problema que se había planteado Raymond Firth [The work of the gods in Tikopia, 1939 para la primera edición] cuando se enteró, por boca de los tikopia, de que [su sociedad] se había formado tras el arribo de inmigrantes que desembarcaron por separado –y en épocas diferentes– desde otras islas [...]. A todos esos grupos se les asignaron papeles y estatus diferentes en el marco “global” de ritos destinados a asegurar la benevolencia de los dioses y la fertilidad de la tierra y de las aguas». Aunque comprende elementos de aquel debate, resulta obvio que no es adecuado homologar aquí el uso de «comunidad» con la Gemeinschaft tönnieasiana, que en todo caso podría empezar a adecuarse consonantemente más bien como una especie de «sociedad comunitaria», quizá.
Con ello se nos proporciona una buena plataforma desde donde sobrevolar el debate que visibilizó Radcliffe-Brown a propósito del uso de los adjetivos «privado-público» como terminología más precisa que la moderna «civilpenal», en una suerte de enmienda avant la lettre a la llamada falacia primitiva con que posteriormente Seagle atacaría la idea de «derecho civil» (civil law) que vertebra Crimen y costumbre. Ya en su momento se criticó –con razón– una implementación en muchos aspectos vacua, limitada a sustituir unas categorías por otras sin desentrañar pormenorizadamente el lecho conceptual en que se dirimían las primeras; sino solamente, quizá de hecho, coadyuvando a refundarlas en alguna medida, alejadas ahora de la tradición disciplinar en que se vienen batiendo en nuestras culturas y sociedades. Sea pues: lo que aquí nos interesa del planteamiento del funcional-estructuralista es su asociación del ámbito privado con lo que califica de «sanciones restitutivas», mientras que «en muchas sociedades iletradas [sic, por “ágrafas”] se aplica sanción penal principalmente, si no únicamente, a acciones que infringen costumbres que la comunidad considera sagradas [...]. Las sanciones rituales se derivan de la creencia de que ciertas acciones o acontecimientos producen una contaminación o una impureza ritual individual o de grupo, por lo que se requiere hacerla desaparecer» (Radcliffe-Brown, 1986: 242). Esto no impediría la existencia de ciertos tránsitos privados hacia el «derecho penal» (criminal law),9 pero clarifica las 9
Radcliffe-Brown aducirá el ejemplo etnográfico proporcionado por los ashanti del África occidental, entre quienes «los tribunales de los
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Razón jurídica, o la anarquía ordenada Sea como fuere, todo ello empieza a dar asimismo una base más sólida para la comprensión sistémica de lo que Weber identificaba como «dominación tradicional»; y en concreto, a la de la lógica que rige la dimensión verdaderamente impersonal que el alemán embrollaba entre las características personalistas, con el objeto de ensanchar la distancia respecto de su punto de partida en la definición de la «dominación legal». Así, incluso en la eventualidad de hallar autoridades instaladas en la fractura social, el jurisprudente Julius Stone (The province and function of law: Law as logic, justice and social control, 1950 para la primera edición) afirma:
un delito» (Mair, 2001: 41-49). O mejor –cabría matizar–: del reconocimiento de que asesinarse entre ellos supone un homicidio, porque no dejar de ser «los otros nosotros». Pero esa declaración en absoluto se traduciría en la presencia de tribunales como los imaginados a la postre por Seagle, o acaso Radcliffe-Brown, ni siquiera en la de «jefes» en el sentido estrictamente político-decisorio de Schapera, sino que el individuo agraviado podía literalmente tomarse la justicia por su mano, movilizando incluso segmentos crecientes de agnados y otros afines, en función del ámbito social en el cual hubiera tenido lugar el agravio, con el objetivo de asegurar un resarcimiento adecuado.
El poder transpersonalizado economiza el uso de la fuerza apoyándose en la convicción del grupo; y a la inversa, un grupo con convicciones fuertes acepta con menos reparos líderes identificados con dichas convicciones [...]. Paradójicamente, pues, la transpersonalización apuntala la estructura de poder con las convicciones del grupo mediante la adición, a las tendencias sumisas de los sujetos [subjects: también «súbditos»], de las tendencias para atenerse al principio con el cual se identifica ese poder. Mientras, del otro lado, esto controla el poder, puesto que sus detentadores, siendo identificados con el principio de racionalización, tienden a avenirse a ello, por temor a que su incumplimiento socave su propia autoridad. (Stone, en Hoebel, 2006: 279)
Como todos sabrán qué está haciendo y por qué, si la mayoría considera justa su demanda no encontrará resistencia. Caso contrario, personas ajenas al conflicto tratarán de persuadir a los contendientes para que recurran a los buenos oficios de una especie de mediador profesional. Se trata de un individuo dotado de especiales poderes rituales, entre ellos el de celebrar el rito de reconciliación para finiquitar una disputa originada en un homicidio, a quien los nuer llaman «el jefe de la piel de leopardo». (Ibíd.: 44) No debiera de ser necesario aquí deternernos demasiado sobre los mecanismos sociopolíticos concretos de la «anarquía ordenada» en que vivían estos pastores nilóticos cuando fueron alcanzados por los agentes coloniales británicos. Baste recordar cómo la sacralidad del «jefe piel de leopardo» no le confería en ningún momento «poder para imponer sus decisiones» (Evans-Pritchard, 1992: 19), como ya vimos al introducir este capítulo. Pronto las evidencias nos llevarán a reforzar la división de esta declaración en dos direcciones más o menos independientes a propósito de la posición de dichos agentes, tal como empezábamos a advertir con Gluckman sólo unas líneas más arriba. Avancemos señalando de qué manera, en este caso, la mayor «autoridad» política reconocida tradicionalmente por los nuer no conllevaba ni «poder –legítimo–» para sentenciar, ni «poder –legítimo–» para obligar a cumplir –sin duda, algo ahora mucho más expresivo en inglés: to enforce–.
¿Hasta qué punto no reincidimos por este camino en la base lógica de la práctica del «corporativismo», definido entre otros por Lederman o Blanton (vid. sup., cap. 4.2), para explicar el liderazgo –la autoridad– en algunas de las formaciones sociales que cierta parte de la literatura antropológica y, sobre todo, arqueológica continúa tozudamente extraviando en el limbo de la «jefatura»?
2. Poder-pronunciar En la estela del African political systems (1940 para la primera edición) que Meyer Fortes y el propio EvansPritchard editaron el mismo año que veía la luz Los Nuer, como certificando el punto de inflexión que los africanistas británicos estaban imponiendo al estudio antropológico de la política, otra alumna de Malinowski, Lucy Mair, abordaba el «gobierno sin Estado» precisamente a propósito del gradiente de comunión cultural en que se inscribe el derecho como una de las maneras de aislar positivamente la unidad política de un grupo humano. Siguiendo esta idea, «si definimos a la comunidad política como el conjunto de individuos que aceptan el imperio de una ley común, podemos coincidir con Evans-Pritchard en que la comunidad política nuer es aquel grupo dentro del cual es factible pagar una compensación en caso de homicidio», lo cual equivalía en su diagrama a la «tribu» (vid. sup., fig. 2.2a); más allá, «nada liga a estos grupos con la comunidad total [“culturalmente” nuer] salvo [precisamente] el reconocimiento de que el homicidio es
Otro tanto se reportaba entre los exponentes más meridionales de esta misma familia lingüística. Así, de los turkana se dirá que «los más ancianos, en virtud de su íntimo contacto con los espíritus ancestrales [...], pueden echar maldiciones sobre aquellas personas cuyos actos les desagraden y quizá se valgan de esto para respaldar sus pedidos insistentes de que se finiquite una querella», en ausencia de otros recursos más expeditivos (Mair, 2001: 5354; cf. Rowlands, 1962: 193-195). Este «poder de maldecir» se habría verificado asimismo entre los estrechamente emparentados karamojong del noreste de la actual Uganda, si bien en algunas ocasiones, como en lo concerniente a la conducción del ganado hasta las pasturas de estiaje, una infracción de las formas ceremoniales dictadas por la tradición habría facultado a los ancianos-jueces reunidos en consejo de la sección tribal para enviar «a los hombres 251
La política salvaje de la generación menor [es decir: a los integrantes de las “clases etarias” militares] en busca del culpable, a quien castigan golpeándolo y obligándole a sacrificar un buey en expiación de su desobediencia» (Mair, 2001: 89-90).12 Con pequeñas variaciones, la escena se repite igualmente entre los kikuyu y los harto fragmentados grupos luhya, ambos bantúes habitantes de lo que hoy día comprende Kenia, asimismo organizados sociopolíticamente en sistemas de «clases de edad», y entre quienes, sin menoscabo del derecho individual a buscar resarcimiento, el conocimiento de un agravio habría tendido a movilizar a los ancianos de la parcialidad afectada para tratar de mediar antes de que se activara efectivamente dicho derecho, y aun antes de ser requeridos. Según Günter Wagner (The Bantu of North Kavirondo, 1949 para la primera edición) lo hacían con el objeto de «emitir un fallo»; pero cabe señalar que, a pesar de lo visto en el epígrafe anterior, a ojos de Mair «expresar un dictamen sobre lo que hay de justo o injusto en el caso, sin poder imponerlo a las partes, no es dictar sentencia» (ibíd.: 55-58, 99 y ss.). Y hete aquí de nuevo el quid del asunto. Como entre los nuer, cierta tendencia centrípeta básica que movía a la integración social en ese nivel habría sido palpable desde el momento en que se advierte que, si la querella afectaba a más de una parcialidad, los agraviados acudirían con sus propios ancianos buscando el amparo de sus homólogos en la parcialidad contraria. Pero lo harían, no obstante, acompañándose también de los guerreros.
pertenecientes a las primeras «clases de edad» guerreras, todavía solteros. Parece que el conjunto protokalenjin vendría desplazándose en dirección sur desde la frontera entre las actuales Sudán del Sur y Uganda, a partir del s. XVII, hasta arribar a Kenia en el siglo siguiente, donde la fracción que devendría kipsigis continúo avanzando, esquivando la presión masai, hasta los territorios ocupados ya en tiempos históricos. En este proceso habrían absorbido socialmente varios contingentes de poblaciones masai, okiek y, en especial, abagusii bantúes, de modo que las reformas emprendidas hacia 1870 vendrían a consolidar cierta supremacía regional que se extendería hasta la Guerra Mogori-Saosao, precisamente librada contra una coalición gusii, en algún momento unos veinte años después. A pesar de que en tareas defensivas raramente se movilizaban más que los guerreros de los grupos locales afectados, los kipsigis también habrían organizado campañas contra sus vecinos en mayores escalas sociales, durante las cuales el «poder» reconocido a los jefes militares al mando alternativamente de la sección de miembros de un kokwet (kiptaiyatap murenik), de un conjunto de estas secciones (kiptaiyatap boriet), o el de cada uno de los de las tres grandes regiones en que dividían su territorio (kiptaiyatap neo nebo borosiek), habría alcanzado el punto de facultarles para eliminar a cualquier individuo que comprometiera la unidad del grupo. «Su autoridad estaba, no obstante, estrictamente limitada a la campaña; en las situaciones cotidianas, todos los hombres adultos tenían idénticos derechos y deberes»; ahora bien, esto no es óbice para que su influencia se pudiera perpetuar eventualmente también al término de su vida militar –i. e.: ingresando en las «clases etarias» de la senectud–.
Toru Komma proporcionó algunas claves fundamentales al enlazar todos estos temas en un trabajo a propósito de los cambios en el liderazgo kipsigis, grupo de pastores seminómadas de la familia nilótica kalenjin, con el advenimiento del indirect rule colonial a principios del s. XX. Al contrario que la mayoría de sus vecinos, pese a que conservaban a efectos exogámicos su estructuración en pequeños clanes agnaticios, una reorganización militar entre 1870-1880 había convertido el «grupo local» (kokwet) en la verdadera unidad social básica, compuesta por algunas decenas de «grupos domésticos» que habitaban dispersos entre sus granjas y orbitados, a su vez, por los campamentos de pastoreo familiares donde radicaban los jóvenes
Cuando uno de estos tres «grandes jefes de guerra» o, incluso, un kiptaiyatap murenik famoso dejaba de poder desempeñar funciones militares debido a su estado físico, se convertía casi automáticamente en kirwogindet, lo que puede traducirse como «juez asesor» [advisory judge]. Al contrario que los líderes guerreros, el rol del kirwogindet no suponía ligarlo a un área específica bajo su jurisdicción, sino que visitaba cualquier vecindario [kokwet] cuando se lo requería, sirviendo a su consejo de ancianos como árbitro [arbitrator], [lo cual a la sazón era] su función política principal. (Komma, 1992: 113-114)
Para más señas, la británica redondeaba la descripción de los usos jurídicos karamojong siguiendo la descripción proporcionada por Neville Dyson-Hudson sobre su situación entre 1956-1958 (Karimojong politics, 1966 para la primera edición). Al contrario que otros grupos nilóticos más septentrionales como, sin ir más lejos, los nuer, estos pastores de la actual Uganda podían entenderse integrados en una sola «comunidad política» general, independientemente de su segmentación en unidades locales menores para algunos fines concretos, a razón del principio por el cual «“cualquier” miembro de la clase por edad de iniciación puede actuar como juez en una disputa entre individuos menores que él, “cualesquiera que sean éstos” y pertenezcan o no a su propio vecindario o sección» (Mair, 2001: 91); algo que habría resultado especialmente oportuno durante la estación seca, cuando se acampaba lejos del hogar y se hallaban disgregados y desordenados los dichos segmentos por todo el territorio. «No se crea por esto que los karimojong observan más la ley que los demás pueblos descritos, recurriendo a los ancianos en cuanto surge una disputa. [Sino que, al igual que ocurre entre los otros nilóticos] los parientes de un individuo asesinado tienen pleno derecho a cobrarse una vida o tomar ganado en compensación, fijando ellos mismos la cantidad de bestias a tomar, y la cuestión sólo se llevaría ante los ancianos si los parientes del asesino adujeran que los agraviados se cobraron una compensación excesiva» (ibíd.).
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No en vano, el bien diferenciado líder comunitario en tiempo de paz, éste sí adscrito al grupo local (kiptaiyatap kokwet), se habría reclutado entre los dichos ancianos con la misión específica de agotar la mediación en las disputas vecinales antes de verse en el extremo de tener que convocar al consejo local o bien, en la circunstancia de afectar a más de un kokwet, un consejo conjunto en el cual hallaran representación varios «grupos locales». Una vez dictada sentencia, los ancianos reunidos sacrificarían un buey y quedaría prohibido prolongar la disputa o continuar apelando al «tribunal» (cf. Mair, 2001: 54). 252
Razón jurídica, o la anarquía ordenada Más allá de las correcciones que Komma plantea a la información recogida por Jean G. Peristiany antes de la Segunda Guerra Mundial –contenida monográficamente en Le vie et le droit coutumier des kipsigis du Kenya (1939 para la primera edición), en cuya tempranísima traducción inglesa Mair basa sus propias reflexiones– a propósito, con nuevos datos, de la ausencia de jurisdicciones territoriales para el desempeño del kirgowindet, la función catalítica de este «juez asesor» –que, como hemos visto, no es un «juez» como tal– fue ya perfectamente reconocida por el etnógrafo francés entonces, «ligando la lealtad e intereses del “grupo local”, la mínima y máxima unidad socioeconómica cotidiana [con] una importante función judicial en la sociedad kipsigis, con la lealtad y los intereses de la colectividad [tribal]». En este sentido, de hecho, la imposición británica de «jefes administrativos» reclutados con independencia de su origen local, primero, y más tarde la de magistrados de primera instancia provenientes de Nairobi, no habría alterado la lógica tradicional de las instituciones jurídicas kipsigis, pues «se mantenía estrictamente el principio por el cual el consejo de ancianos del kokwet no podía ser justo sin la participación de alguna suerte de factor exterior. Para ser reconocido oficialmente, al menos debía concurrir una persona ajena al “grupo local”. Se creía que la desgracia caería sobre todos los presentes si se mantenía un consejo sin extranjeros [outsiders] y [sin embargo] se forzaba un juicio» (Komma, 1992: 145-147, nota 44). Esto habría coadyuvado decisivamente a un anómalo e inusitado éxito de la metodología colonial de «gobierno indirecto» practicada por el Reino Unido sobre estos grupos nilóticos meridionales, tanto como a su posterior integración «nacional» en el Estado keniano, contra el apriorismo sostenido largamente por la Antropología, aun mucho tiempo después, por el cual tales dispositivos serían del todo inoperantes aplicados a las llamadas «sociedades acéfalas», como así les habría ocurrido por ejemplo a los neerlandeses con los marind-anim de Nueva Guinea (vid. sup., caps. 6.1 y 7.5), y en efecto, a tantos otros Estados.
Komma se preguntaba por qué razón los individuos propuestos por los propios indígenas para ocupar el cargo de «jefe administrativo» –y aquí la distinción terminológica empleada en inglés resulta muy precisa al oponer, al traditional leadership altamente situacional y delimitado por el contexto de su aplicación, la posterior administrative chieftainship– en conexión con el aparato colonial del indirect rule, fueron personajes marginales, considerados alborotadores, insolentes o embaucadores (kriptang’oiyan), y con mucha frecuencia de origen extranjero (kipsagarindet); es decir: nacidos en aquellos clanes recientemente incorporados a la órbita social kipsigis desde otras realidades, o que habían tenido un contacto vital prolongado con el exterior por alguna razón.14 Su conclusión advertirá, contra lo pronosticado en idéntido apriorismo que el anterior, que esas características también se verificaron en el caso de los líderes tradicionales. Como mínimo en el de los más afamados. De este modo, siguiendo los trabajos filológicos de su compatriota Nobuhiro Nagashima entre otros pueblos nilóticos orientales («Curse and blessing: The case of Ikamarinyang among the Iteso of Kenya», 1981 para la primera edición, en japonés), Komma vinculaba ambos fenómenos, ahora reformulados como dos manifestaciones literalmente del «nombre de los antepasados», a averiguar de quién se trataba. En lo sucesivo, «while people call the infant by one of its chilhood names, including this ancestral name, family members and kinsmen addres the infant by relation terminology such as “father” or “granfather”, in accordance with their relationship to the ancestor who has become the infant’s soul» (Komma, 1992: 116), lo cual le vale al autor para llamar la atención sobre el poderoso elemento de continuidad identitaria clánica que suponía esta costumbre «through concrete daily action». Por lo demás, sus comentarios sobre la sistematización funcional-estructural en que Fortes distinguió «fantasma» de «ancestro» («Some reflections on ancestor worship in Africa», 1965 para la primera edición) tampoco resultan demasiado relevantes aquí, desde el momento en el cual el propio antropólogo japonés reporta la conducta ambivalente o, como poco, más o menos imprevisible de unos oiik que tan pronto podían beneficiar como dañar a sus descendientes. 14 Komma opta por circunscribir el uso del término kipsagarindet a su acepción principal, traducible al inglés por stranger, sea ya referido a agentes naturalizados en territorio kipsigis, ya a los adoptados formalmente, a quienes parece que pudiera seguírseles aplicando el calificativo sólo con connotaciones despectivas. No obstante, «kipsagarindet derives from the reflexive verb sogor-ge, meaning “to conduct an unnatural act not suited to the nature of a particular entity” [...]; in the case of human beings, committing incest, adultery with one’s affines, and other such gravely sacrilegious acts» (Komma, 1992: 127), lo que por supuesto comprende el tipo de agravios cometidos indistintamente por los alborotadores y por los jefes más famosos. Tal habría sido el caso, por ejemplo, de Menya arap Kisiara, célebre líder militar y kirgowindet que por motivos desconocidos había pasado su juventud entre los masai. Más aun, se aprecia cierta «fusión-confusión» entre el recuerdo histórico de este personaje y algunos héroes míticos; con la salvedad, precisamente, de que las acciones «confundidas» en el mito las protagonizan niños. De hecho, el japonés relata otras formas en las que arap Kisiara puede considerarse un marginal: «he was actually offender of essential social norms [...]. Kisiara, a Kapkerichek clansman [...], performed an engagement ritual –ratet; lit. “tying”– with a young girl from his own clan named Chebo Chepkochok. It was impossible to dissolve the marital relationship once the ritual was performed. As a result, Kisiara was to become a grave sinner, violating the most essential marriage rule and committing clan-incest. Kapkerichek clan held an urgent clan council to avoid such a consequence. As a result, the clan decided to perform a ritual to divide Kapkerichek into two at the point of genealogical ramification where it branched into the separate lines of Kisiara and Chebo Chepkochok» (ibíd.: 134).
Ahora bien, como decíamos, el antropólogo japonés articula su aproximación a la médula de la problemática subyacente en este proceso histórico, tomando como punto de partida un elemento axial a la cosmovisión kipsigis que, sin embargo, Mair sólo habría mencionado colateralmente al referirse a la «maldición» como herramienta de control social: el del lenguaje (ng’alek) como «poder sobrehumano». El del discurso como una fuerza autócrata que puede trascender el empleo ordinario, en consecuencia estrictamente medido y sobrio una vez alcanzada la edad adulta y celebrada la ceremonia de circuncisión que la inauguraba, para deslizarse hacia la esfera de la hechicería, e implicar las agencias de dioses y espíritus ancestrales (oiik)13 con resultados invariablemente arriesgados. Estos oiik (singular: oindet) habrían sido parte componente del alma –humana– (atondoiyet), al punto que los kipsigis consideraban que con el primer suspiro del recién nacido se le incorporaba el espíritu de uno de sus ancestros agnaticios, dedicando la ceremonia del kainetap oiik,
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La política salvaje de la misma lógica, a la noción expresada en el étimo kat, de la cual derivaban a su vez las de «bendición» y «maldición» en varios idiomas de esta familia lingüística. Traducido aproximadamente por el inglés to inflict –«inflingir» o «causar»; pero también «imponer» (to enforce), una pena, un castigo, una carga en el sentido de peso, presión, obligación, etc.–, kat vendría a significar, según escriben literalmente ambos autores, una «ejecución ambigua de poder místico» por la cual, de una manera positiva o negativa, se imponía una carga (burden) sobre otra persona. Para lo que aquí nos concierne, encontramos una aplicación clara de este principio en el proceso de «disculpa ritual» (nyoetap kat), donde una contrapartida material presentada según determinada fórmula a la víctima de un agravio de inmediato, antes de que ésta pudiera reaccionar de otra manera, obligaba a su aceptación e inhibía al culpable de ulteriores represalias jurídicas. «Puede decirse, entonces, que kat expresa la idea de imponerle algo a alguien a través del lenguaje sin permitir la posibilidad de que éste se pronuncie sobre el hecho, sea justo o injusto» (Komma, 1992: 121-122).
Sin duda, nos encontramos muy cerca del «mitologema de la ambigüedad de lo sagrado» que Agamben (2002a: 91 y ss.) también enfrenta a propósito de los los homines sacri; de hecho, casi rozándolos (vid. inf., cap. 10.4). Por el momento limitémonos, todavía, a recapitular con Komma (1992: 151) las conclusiones de un texto fundamental, en dos pinceladas: Los kipsigis habrían escogido tradicionalmente a sus líderes entre los hombres marginales, estando su aptitud y autoridad vinculada al concepto de kat, una forma discursiva específica por la cual eran capaces de imponer obligaciones [inflict] recurriendo al poder sobrehumano del lenguaje. A la vez, la habilidad de la gente ordinaria, [quienes componían] la existencia social central, está conectada con el concepto de chub, una forma discursiva defensiva empleada, con el recurso al mismo poder, para contrarrestar la acción de aquellos que se excedían en tal imposición [...]. Se daba potencialmente, pues, un equilibrio, pero también una aguda tensión entre sendos tipos de gente, representantes respectivos de la capacidad complementaria y contrarrestante de emplear el poder sobrehumano del lenguaje. La política kipsigis habría operado dinámicamente en tal estructura de poder.
Según se recogía en sus narrativas históricas tradicionales, tanto las formas más integrativas de kiptaiyatap militar, como el kirgowindet en el cual éstos se iban a convertir durante los últimos años de su vida, habrían empleado en sus locuciones públicas sistemáticamente el «lenguaje engañoso» (berir) propio del trickster, plagado de acertijos, dobles sentidos y referencias indirectas; fundamentado proactivamente en la amenaza subyacente del kat; y en tanto tal, similar al que los usos culturales sólo permitían utilizar, por lo demás, en muy contadas ocasiones, antes de la circuncisión que –significativamente– integraba a los niños al «cuerpo político». Por consiguiente, estos personajes prominentes se convertían –cuando no sencillamente se acentuaba una percepción previa, como ya hemos visto, basada en su origen periférico respecto del núcleo original de la comunidad política kipsigis– en agentes potencialmente peligrosos, con una existencia social ambivalente. Por su parte, este «poder» habría hallado su contrapeso estructural en el poder de «maldecir» (chubisiet) ejecutado de común colectivamente, llegado el caso, por los consejos de ancianos, y en especial por aquellos de los patriclanes considerados por la tradición «auténticos kipsigis».
Y si algo sacaba en claro de todo ello el japonés era lo descabellado que resultaría continuar calificando la kipsigis como una «sociedad estática» (static society), atrapada en la reproducción esclerótica de su tradición, a la luz del enorme potencial adaptativo que desplegaba coyunturalmente, pulsando aquí y allá una compleja y fluida constelación de poderes y autoridades.
3. «Nunca nadie ha visto a Mumbo, en esto se parece a Serikali» Volvamos de nuevo a la senda propuesta por Mair, cada vez más próxima a la frontera con Tanzania, donde los abagusii le proporcionaban el «estadio intermedio» ideal en su esquema de complejización progresiva hacia las formaciones bantúes interlacustres de las aristocracias ganaderas tutsi-huma y, finalmente, los reinos de Ankole y Buganda.
Es cierto que su propia naturaleza contrautoritativa circunscribía la oportunidad de esta medida a la de una suerte de veto frente al «poder» desarrollable por determinados líderes instalados en una situación liminar respecto del «cuerpo político». Pero no sólo en esta circunstancia; y en tanto generalizable por su base hasta la sanción correctiva lanzada, desde una posición culturalmente positiva de «justicia social», contra cualquier desviación severa, negativa, del orden del derecho –es decir: contra cualquier revés antisocial– impuesta de igual modo a «pecadores y criminales» (sinners and offenders), informa convenientemente de las solidaridades ontológicas que cabe entender entre éstos y aquellos «agentes marginales».
Prácticamente rodeados de grupos nilóticos hostiles, en las alturas del condado de Kisii –exónimo adoptado por la administración colonial a partir de la designación de sus vecinos noroccidentales luo, con quienes los abagusii mantenían más o menos buenas relaciones; o al menos ostensiblemente mejores que con kipsigis y masai, respectivamente al este y sureste–, pese reconocerse igualmente descendientes del mítico Mogusii y estar bien apercibidos de su homogeneidad cultural, estos otros bantúes se encontraban ya presentes en la región hacia finales del s. XVIII asentados en siete u ocho «tribus» distintas, adscritas a territorios concretos sin que ello 254
Razón jurídica, o la anarquía ordenada limitara sus relaciones sociales. A decir verdad, el nombre y número exacto de estas parcialidades precoloniales varía según se consulte uno u otro autor, y a la postre lo único que queda realmente claro es la maleabilidad estratégica de esas «agrupaciones tribales» en lapsos históricos relativamente cortos (vid. i. a. Mair, 1961: 316; Maxon, 1981: 118; 1989: 18-20; Shadle, 2006: 2-5). Más aun, preguntados por administradores coloniales y etnógrafos, «pocos gusii han evocado las “tribus” al describir intuitivamente sus identidades» (Shadle, 2002: 36), y todos los reportes disponibles hacen hincapié en la autonomía de los clanes exogámicos que las componían; a su vez resultado de la reunión de diferentes «grupos locales» o vecindarios (maiga) compuestos por varios patrilinajes segmentarios y, como sus enemigos kipsigis, dispersos por el paisaje en caseríos.
de precisar;15 y omogambi –plural: abagambi–, como una especie de «jefe ritual» del clan, ocupado de algunas ceremonias agrícolas y de sus relaciones con otros clanes. Probablemente en virtud de este último desempeño, «un hombre podía tomar prestado el bastón de su omogambi al ir a debatir una disputa con otro clan. Este símbolo de la autoridad del omogambi podía –con suerte– inducir a los ancianos locales a prestarle atención», por ejemplo en el caso de requerir una indemnización a causa de la fuga de una esposa a un clan vecino. «Aparte de esto, los abagambi tenían verdaderamente poco poder», al menos en lo que respecta a su «capacidad de mando» más allá del ceremonial en el marco de su comunidad, y –Shadle lo expresa de una manera muy gráfica al cuestionar la extensión de su autoridad– más allá de los matorrales que separaban los caseríos entre clanes. «Los abagambi demandaban poco a sus súbditos [subjects] o, para ser más exactos, sus súbditos rechazaban aceptar otras peticiones más onerosas» (Shadle, 2006: 13-19; y de nuevo en 2002: 38); de modo que resulta harto pertinente, más bien, preguntarse por enésima vez hasta qué punto estos individuos, cabezas de familia, podían considerarse sujetos a sus autoridades políticas.
Por añadidura, las compensaciones criminales se pagaban sólo fuera del clan [...]. Las subtribus gusii [por «tribus»: el tipo de agrupamiento que refiere es el mismo por más que, como decíamos, la calificación varíe según el autor desplace aquí o allá del universo social el énfasis significativo de esta nebulosa categoría] eran más importantes como unidades jurídicas que sociales [...], si bien no eran en sentido alguno grupos políticos unificados. Posiblemente es mejor pensarlas como una alianza de clanes patrilineales en un área definida, que reconocen un ancestro común y un tótem. En tiempos precoloniales, la subtribu parece haber correspondido al área aproximada en la cual operaba el imperio del derecho. La gente de diferentes clanes dentro de ella reconocían la posibilidad de obtener dichas compensaciones criminales por ofensas tales como el homicidio, mientras que fuera de la subtribu era algo raramente esperable, cuando no nunca. (Maxon, 1989: 20-21)
Sin embargo, el mismo autor reporta en esas páginas también algunas iniciativas conjuntas por encima del nivel clánico, aparte de estos puntuales procesos judiciales, y en ocasiones, incluso del nivel tribal. Así, por ejemplo, se daba en lo que atañe a las reiteradas tentativas para limitar el monto del «precio de la novia» (bridewealth), fenómeno bien documentado antes de la gestión colonial. Pero también, y sobre todo, en acciones militares, de entre las cuales destaca, en algún momento al principio de la década de 1890, la decisiva batalla de Saosao –la Guerra Mogori ya mencionada líneas arriba (vid. sup., cap. 9.2)– donde, según la historia oral de todos los grupos implicados, al menos las parcialidades getutu y mugirango septentrional se aliaron coyunturalmente y, con ayuda de guerreros luo, infringieron tan severa derrota a las huestes kipsigis que mermaría en mucho su capacidad ofensiva
Tales compensaciones serían el resultado de «procesos judiciales» dirimidos también por consejos de ancianos convocados de una manera altamente situacional –es decir: en función de la situación, y no por una membresía estable y previamente estructurada– en diferentes niveles de integración, donde por más que, «sentados como tribunal, no disponían de especiales agencias para imponer sus decisiones [...], había varias maneras por las cuales podía cumplirse su juicio; [y en buena medida] el respeto de la comunidad local por su edad y la legitimidad de su rol redundaba en la efectividad [enforcement] de sus decisiones» (ibíd.: 22).
15 Escribe: «older Gusii insist that the use of etureti as councils of elders came only in the 1930s. At the most, the egesaku adjudicated intraclan disputes [...]. [Si bien] at a 1954 meeting of the South Nyanza Law Panel, members stated that etureti were clan elders who heard mostly land cases, and the egesaku were “group” elders, the meaning of which is unclear» (Shadle, 2006: 19 y 37, nota 109), siendo aplicable también, quizá, a la reunión tradicional de segmentos mayores. Parece, por consiguiente, que de una u otra manera la institución del etureti, aun constituida como cuerpo semioficial para la resolución de disputas a principios del s. XX, hundiría sus raíces en la ordenación precolonial. En un epígrafe significativamente titulado «Wealth, wisdom, and authority», el mismo autor (ibíd.: 9 y ss.) refiere cómo los hombres prominentes del patriclán proporcionaban carne y cerveza para la cabaña donde «the etureti discussed the world and sang. Their songs passed along knowledge to younger men, and the soloists were the men most well-versed in custom», de manera que «who rarely came to singing sessions could not soak up the wisdom of the ancestors», lo cual a la postre lo habilitaría para «juzgar». Sea como fuere, lo que está claro es que ninguna de estas instancias era comparable al ritongo que los británicos establecieron en 1937 siguiendo el modelo de estos consejos, pero habilitándolos para multar y encarcelar, y haciéndolos componer por indígenas destacados sólo a discreción de los agentes coloniales que a la sazón constituían el último recurso para hacer cumplir sus sentencias; de hecho, sintomáticamente, no sólo se registraban sus sesiones por escrito, sino que se hacía en suajili, a pesar de que éstas se condujeran en ekegusii (Shadle, 2008: 32).
Partiendo de un prolijo conocimiento de las cambiantes formas sociales registradas durante las primeras fases de la colonización europea, que arranca para los abagusii con las incursiones británicas de 1905 y 1908, Brett L. Shadle aporta los términos abanyamaiga, etureti y egesaku como designación respectiva de las reuniones locales y de otras dos modalidades, en apariencia ambas clánicas, cuyos límites histórico y funcional por lo demás son difíciles
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La política salvaje para las siguientes décadas (vid. Komma, 1992: 135 y ss., nota 30, con bibliografía).
y 5.2), sobre todo por lo que atañe a su potencial mutante ante determinadas aceleraciones del universo social. La cuestión fundamental aquí es que, sin llegar a los extremos terminológicos de Shadle, Mair (2001: 105 y ss.) también advierte la osificación de la autoridad de los descendientes de Nyakundi en hechos como, precisamente, el monopolio de los ancianos de su clan en lo tocante a la impartición de justicia sobre todos los demás clanes y habitantes del territorio getutu. Y aun más, su uso de los abasomba como una «especie de operativo policial [...], leales sólo al juez y sin vínculos de linaje con ninguno de los bandos [getutu] en pugna» (ibíd.: 107-108).
Este episodio va a resultar crucial para lo que aquí nos ocupa pues, en efecto, la presión que sus vecinos nilóticos venían ejerciendo tradicionalmente en incursiones periódicas de saqueo sobre el país gusii acarreaba, desde principios del s. XIX, el desarraigo masivo y la fluctuación de individuos, grupos locales y clanes enteros, a veces refugiados en el territorio de «tribus» diferentes a la propia. En principio, esas migraciones no habrían supuesto variación alguna en el ordenamiento social descrito, sino eventualmente alimentando por un lapso de tiempo siempre finito las pequeñas clientelas familiares de afines (abako) que a la postre terminaban integrándose en el patriclán anfitrión al asumir sus reglas exogámicas. Pero en el caso getutu esta presión luo y masai condujo en los años del 1820 a concentrar la «autoridad judicial y militar» en manos de uno de esos patrones, Oisera, cuyo hijo Nyakundi inaugurará un dilatado periodo de expansión tribal que se prolonga, con la victoria de Saosao, hasta los albores de la irrupción colonial, casi una centuria más tarde. Aunque admite cierto punto de inestabilidad en la fragmentación del linaje principal hacia el final de este periodo, Shadle llega a calificar la formación política getutu resultante como una «jefatura» (Shadle, 2002: 37-38; 2006: 18; cf. LeVine, 1960: 54).16 Ésta se habría construido en base a clientelas provenientes de clanes muy alejados, a las cuales se consideraba «personas compradas» (abasomba) y con quienes nunca aplicaba la exogamia, por lo que podían concertarse matrimonios ya fuera casando en el interior del patriclán a las mujeres o pagando por el matrimonio de los hombres, para ganar otros pseudoafines fuera de él: de ahí, y no de un inexistente status servil propiamente dicho, la «compra» del abasomba, por más que convenga nunca perder de vista la problemática general de la «riqueza en gente» (vid. sup., especialmente caps. 4.5
Es evidente que la consolidación de este tipo de «grupos clientelares» fuera de las redes y lógicas del parentesco supone un punto de inflexión potencial que la británica se apresuraría en clasificar entre las dinámicas de estatización endógenas en el África subsahariana (vid. especialmente ibíd.: 156 y ss.). Al fin y al cabo existía y existe un amplísimo consenso en ese sentido; y este fenómeno de clientelización de la sociedad no sólo había devenido capital ya en todas las teorías evolucionistas decimonónicas y sus diferentes reformulaciones a lo largo de la pasada centuria, sino que destaca asimismo, por ejemplo, en la reciente revaluación de corte clastreano que Marcelo Campagno (2009) dedica a las formaciones políticas antiguas, donde sitúa el «patronazgo» como gozne de su esquema tripartito, entre la lógica parental de la «jefatura» y un Estado caracterizado tras de Weber, como administrador burocrático del tributo y, especialmente, gestor monopólico de la violencia legítima.17 Por nuestra parte, lo destacable en este punto Merece la pena dedicarle unas líneas a la que sin duda constituye la actualización más decidida del modelo clastreano hasta la fecha, basada, asimismo, en las «lógicas operacionales» que guían la práctica. Desde esta perspectiva, Campagno anota varias ideas importantes: la primera, que a pesar de que el grupo social «salvaje» se vertebra a través de una orientación reciprocitaria y bloquea cualquier veleidad impositiva por parte de sus jefes, «la novedad radical [del Estado] no es tanto esa capacidad de imponer –en las sociedades no estatales esto podría darse, por ejemplo, luego de una guerra entre dos grupos– como el hecho de que esa imposición pueda ser permanente y con arreglo a alguna forma de legitimidad que hace que esa práctica no sea excepcional sino un rasgo estructural de la sociedad» (Campagno, 2009: 343); es decir, que, de algún modo, tal coerción puede llegar a ser un fenómeno conocido y experimentado, pero ser procesado como algo ilegítimo, imposibilitando su estabilización medioambiental. Esto lo lleva directamente a una segunda idea, por la cual el Estado, que epitoma en la figura del rey investido del poder de la coerción legítima, ha de originarse por fuera de ese tipo de políticas salvajes, precipitándose una diferencia cualitativa más que meramente cuantitativa en su separación de la «lógica del prestigio» que sostiene al jefe. Viene, pues, a abisagrar ambos tipos en la clientelización; «ahora bien, si el rey tiene poder y el jefe tiene prestigio, ¿qué es lo que tiene el patrón? Otra vez, se podría simplificar el argumento y decir que el patrón tiene algo de jefe y algo de rey, pero creo que se puede ser un poco más específico: yo diría que la relación del patrón con el cliente es una relación en la que el patrón tiene “autoridad”. Si se considera lo que el DRAE indica sobre el término autoridad, justamente una acepción conduce al poder y otra al prestigio» (ibíd.: 349). Sobre el acierto indiscutible del planteo operacional, a nuestro juicio la clasificación «prestigio-autoridadpoder» constituye principalmente una llamada de atención taxativa sobre la existencia, y –como indica el propio autor– la coexistencia, de lógicas diferenciales cuya ilación, sin embargo –y de nuevo a nuestro juicio–, ha de resultar y resulta más parsimoniosa en la práctica, entre otras cosas porque los principios activos que las constituyen no les son irreductibles. ¿No lo sugieren así la vasta extensión del léxico familiar, no sólo hacia el patronazgo, sino también hasta la monarquía; la evidencia de lógicas reciprocitarias –asimétricas, eufemísticas, como se quiera: al final todos
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16 Como con la dicotomía «traditional leadership-administrative chieftainship» de Komma, la designación resulta también cargada de significación a manos de este otro autor en la medida en que se cuida, por lo demás, de reservar «jefe» (chief) solamente para aquellas autoridades nombradas por los británicos, y no, por ejemplo, para referirse a los abagambi. Valga añadir cómo, protagonistas de un fenómeno que bien podríamos elevar a estas alturas a la categoría de topos colonial, contra estos «jefes» se habría levantado entre 1914-1934 el culto mutante del dios-serpiente del Lago Victoria: «Mumbo condemned Christianity as rotten and vowed to cleanse the land of white people –colonial officials and missionaries– and their lackeys –chiefs and converts–. It pledged to provide followers with abundant cattle and grain», si bien, por otro lado, «nearly all our sources assert that Mumbo commanded its followers to cease or limit their planting and to slaughter all their cattle» (Shadle, 2002: 29 y 45; cf. Maxon, 1981: 113-114), en lo que el estadounidense identifica como una evidente intensificación del ritual a instancias de una red emergente de relaciones clientelares en competencia tanto con los patronazgos tradicionales, como con los que la colonización trataba de imponer. «Yet Mumbo’s power transcended those of its fellow serpents [símbolo de los espíritus y los ancestros entre los habitantes de la región de Kavirondo]. Mumbo was an omnipotent being, the ultimamete patron. Europeans had introduced into local cosmologies invincible deities active in human affairs», concretamente a través del discurso adventista, y ahora lo empleaban los mumboítas luo y gusii de una manera similar a como sucedía en el Tuka fiyiano (vid. sup., cap. 7.5). De hecho, tan tarde como en la década de 1940 los informadores coloniales todavía indicaban «that “nobody has ever seen Mumbo” and “in this it is quaintly compared to Serikali [el gobierno del Estado]”» (Shadle, 2002: 47-48; cf. Philippson, 1970: para un uso del término suajili serikali contextualizado en clave de teoría política contemporánea).
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Razón jurídica, o la anarquía ordenada es tal vez la capacidad adquirida a lo largo del debate para perfilar con mayor nitidez este último descriptor, no sólo en su direccionalidad determinantemente intrasocial, sino por encima de todo, en su implicación no faccional con el ordenamiento del derecho. Respecto de lo primero, sin ir más lejos, acabamos de ver cómo la autoridad del kiptaiyatap kipsigis, como en general la de la mayoría de jefes de guerra o caza, le supone un poder similar, pero ejercible sólo en la coyuntura de haberse desatado la «violencia exterior». Lo segundo resulta más importante porque es evidente que la sola dislocacción del entramado familiar de orientación, pasando a depender como individuo en algún grado y modo de otro agente, a todas luces no es suficiente para parangonar el caso de unos abasomba gusii cuyos patrones, únicamente cuando pertenecían al linaje de Nyakundi y en el contexto puntual de su desempeño como jueces, podían enviar para imponer el derecho sin violentar entre ellas a las facciones «verdaderas» de la tribu getutu.
quienes, de hecho, solicitaban en todo caso leyes precisas que les eximieran de decidir personalmente los veredictos;18 todo ello parejo –resulta obvio– a la perpetuación de las prácticas de imposición de sanciones restitutivas a manos de los agraviados y la negociación de las facciones implicadas, primero al margen de cualquier otra autoridad. LeVine no trataba de atacar, desde su enfoque psicologicista, los parámetros de análisis empleados hasta entonces por la Antropología social, y no por nada, las más o menos anecdóticas sugerencias causales que aporta para la situación sociopolítica de sendos grupos al momento del contacto colonial son coherentes con las corrientes ecológico-culturales en boga hacia la mitad del pasado siglo (vid. sup., cap. 4.2).19 Su intención era más bien la de mostrar algunas limitaciones, superables en el ensayo de una escala paralela que les imbricara otros factores culturales determinando la tendencia conductal «igualitariaautoritaria» de los agentes que componen la sociedad, no sólo con reverberación en las formas políticas, sino en una visión holística, directamente como parte integrante del sistema de adaptación ambiental de cada grupo humano.
Se trata de una concreción capital. Desde este punto de vista, el poder del patrón para movilizar la fuerza de sus clientes resulta menos relevante en el análisis sistémico que su poder para pronunciar el derecho sin ser desautorizado por la comunidad política, quien por definición más numerosa que cualquiera de sus facciones eventualmente entrópicas –y por tanto, capaz en principio de una mayor movilización de fuerza en caso de requerirse la oposición de un contrapoder de esa naturaleza–, a fin de cuentas reproduce la legitimidad en los fluidos términos de la cultura, libres a la «razón tradicional» de cada individuo, y contra ella juzga situacionalmente toda acción social.
Una cosa parece cierta [...], que clasificar sistemas políticos tomando como base sus valores predominantes, particularmente los relativos a la autoridad, aporta una perspectiva sobre ellos que no puede obtenerse con un esquema basado solamente en los contornos generales de la estructura política. La estructura de la autoridad en grupos cohesivos dentro de sociedades segmentarias aestatales ha sido negligida por la investigación, en favor de la de los linajes y su relación con las unidades territoriales. Es tiempo de enmendar
Robert A. LeVine ya había señalado otra manifestación de este mismo problema en un pequeño pero fundamental trabajo de análisis comparativo entre las conductas nuer y gusii bajo la dominación colonial («The internalization of political values in stateless societies», 1960 para la primera edición), en el cual destacaba una marcada divergencia de sus sustratos tradicionales aun a pesar de que ambos grupos venían encuadrándose, desde el diseño tipológico de Fortes y Evans-Pritchard, en idéntica categoría, aestatal y segmentaria. En líneas generales todos los observadores parecían coincidir no sólo en que los abagusii se habían adaptado relativamente mejor que otros grupos africanos a la estructura judicial de la colonia, sino que eran ostensiblemente más litigantes que sus vecinos luo. Mientras, los jefes nuer se mostraban harto renuentes a zanjar disputas unilateralmente, aun tras el respaldo de la correspondiente designación para este propósito –i. e.: de su «autorización»– por parte de unos oficiales británicos a
Así lo había documentado durante su desempeño como comisario de distrito colonial Howell (en LeVine, 1960: 52): «although Nuer chiefs and court members may be aware of the value of punishment, they are still reluctant to inflict it, especially as they are often subjected to recriminations by their fellows when the case is over. A fixed penalty –which they desire– absolves them from this and throws the responsability on the Government». ¿Es necesario desgranar aquí las implicaciones teóricas generales que de este episodio pueden comenzar a esbozarse sobre la emergencia práctica de la «ley» tal como la conocemos, habida cuenta, además, de todo lo ya referido a propósito de la posición ontológica interceptada en el cataclismo colonial; del tipo de poderes que podrían estar activándose al integrar en la realidad experiencial indígena autoridades excepcionales, ostensiblemente ajenas a la comunidad política, etc.? 19 «Nuer social organization and values seem adapted to an environment which forces the cohesion of small groups but prevents that of larger ones, while Gusii social organization and values seem less constrained by the physical environment» (LeVine, 1960: 54, nota 18); huelga remarcarlo: una hipótesis cuestionable, si más no, por la sorprendente naturalización de los modos «autoritarios» gusii. Del otro lado, tampoco olvida entre dichas circunstancias aquellas «restricciones estructurales» de la historia (vid. sup., cap. 8.3): «in the nineteenth century, Getutu, largest of the seven Gusii tribes, developed a hereditary chieftainship which resulted in some centralization of judicial power in that tribe. The chieftainship later bifurcated along lines of lineage segmentation but the leadership tradition remained strong in Getutu and is so today. This development, although limited to one part of Gusii society, was a movement in a distinctly authoritarian direction» (LeVine, 1960: 54), y esto pudo permear hasta cierto punto la cultura de todo el grupo cultural, aproximándolo a un tratamiento de la autoridad política similar al de los reinos bantúes a pesar de seguir inhibiendo eficazmente una estatización del mismo modo parangonable. 18
somos o precampesinos, o campesinos, o bien postcampesinos– incluso en unas relaciones de «poder» que, de no contar con otros elementos que la coerción, sencillamente serían relaciones de «fuerza»; es decir: que el «poder» sea insoluble en la «fuerza», o que el «prestigio» requiera de alguna forma de poder, aunque no sea la capacidad coercitiva, o aunque no sea la capacidad coercitiva dirigida hacia el interior del cuerpo sociopolítico como un todo? Cf. la distinción que Simmel realiza de «autoridad» y «prestigio» apoyándose en la percepción cultural de participación en la objetividad (vid. inf., cap. 10.4).
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La política salvaje tal situación mediante una mayor atención a los problemas de distribución y ejercicio de la autoridad. (LeVine, 1960: 54)
Volvemos, pues, a un tema bourdieano: en la práctica, entre otras cosas, el Estado es la apropiación «privada –faccional–» del espacio «público –no faccional–». Tal vez por eso muchos de los pocos intentos antropológicos de profundizar específicamente en los procesos históricos conducentes al desarrollo del que sin duda es el instrumento de la coerción estatista por antonomasia, los cuerpos policiales, se han orientado desde una base marxiana, cuando no directamente marxista, contra los discursos que significan «la policía representando los intereses colectivos de la comunidad política», y entrampan ambas instituciones estructural e ideológicamente, sin solución de continuidad. Es el caso de Cyril D. Robinson y Richard Scaglion, quienes en avance de su obra mayor sobre la materia (Police in contradiction: The evolution of the police function in society, 1994 para la primera edición), destacaban ya unos años antes la confusa ambivalencia que sí diferencia fenoménicamente la relación de «ser» parte y «estar» aparte del cuerpo político: «tales asunciones oscurecen tanto las variaciones estructurales que resultan de la formación del Estado –el cambio en la lealtad policial de la comunidad a éste– como los consiguientes conflictos entre policía y grupos comunitarios» (Robinson y Scaglion, 1987: 115-116).20 Advertían, por tanto, que la profundización de la fractura de la sociedad en «clases antagónicas» discurre pareja a la de la integralidad comunitaria de las «funciones policiales» (policing). Y con el objetivo de ilustrar la verdad de Perogrullo, recurrían a la codificación de variables que Arthur Tuden y Catherine Marshall habían hecho de la Standard Cross-Cultural Sample («Political organization: Cross-cultural codes 4», 1972 para la primera edición), donde rastreaban, contra los extremos de las posibilidades de organización política concebidas por el evolucionismo entre los grupos humanos no estátistas y los estátistas, y –menos marcadamente– contra el grado de «complejidad» de la estratificación social, la polarización de la muestra en las categorías 1 (69’1%) y 5 (23’2%) de la siguiente serie tipológica:
Sostenía entonces que los términos apriorísticos de correspondencia entre dichos valores y el ordenamiento sociopolítico general deberían de considerarse en todo caso como una hipótesis a falsar empíricamente, mientras que ese «planteamiento de doble entrada» multiplicaba los principios microfísicos desde los cuales abordar la mutación política en respuesta a las cambiantes presiones del medio; por ejemplo, las de la colonización. Asumir, por lo pronto, que «todas las sociedades tienen estructuras de autoridad y valores relativos a su distribución» le permitía al estadounidense asomarse a un nuevo abanico de preguntas sobre la misma problemática que habían estudiado antes, sin ir más lejos, los africanistas británicos, concluyendo en complementación de éstos: «en las sociedades sin Estado, la unidad de análisis adecuada para monitorizar tales fenómenos no es la sociedad total, donde es probable confundir la ausencia de una jerarquía política central con el igualitarismo, sino en la unidad decisoria máxima [maximal decision-making unit, en evidente alusión a la que podemos traducir como “aquélla donde se ordena efectivamente la cotidianeidad”] –o alguna subagrupación cohesiva en su interior–» (ibíd.: 58); circunstancia ésta que, a su vez, consideraba verificarse en las instituciones de endoculturación infantil y, en especial, a través de la fijación de los roles adultos en las variaciones de su experiencia familiar-parental directa –¿podría haber sido de otro modo para un antropólogo con formación psicoanalítica?–. Por supuesto, todo ello valía para arribar de nuevo a la idea de que es necesario aislar las primeras estructuras microfísicas de la autoridad según operan entre aquellos individuos trabados en grupos sociales «comunitarios», de orientación eminentemente centrípeta, que se comportan corpóreamente aun inmersos en el fluido social, empezando por la constelación de actividades y lógicas operacionales que venimos calificando de «situación doméstica».
1. Las funciones policiales no están especializadas o institucionalizadas en ningún nivel de integración política, con el mantenimiento del derecho [law] y el orden librado exclusivamente a mecanismos informales de control social, represalias privadas o brujería; 2. las funciones policiales muestran sólo una incipiente especialización, como cuando se les asignan en caso de emergencia a grupos que [ordinariamente] cumplen otras funciones; 3. las funciones policiales son asumidas por los clientes [retainers] del jefe;
4. Agentes marginales, jueces y policías De vuelta a la arena política del mundo adulto –o al menos biológicamente adulto, más allá de las anomalías estatistas en la práctica de los signos de identidad (vid. sup., cap. 7.1)–, las consideraciones de LeVine redundan en el tenso equilibrio señalado por Stone y Hoebel con que cérrabamos el primer epígrafe de este capítulo. El «poder» sin la «autoridad» es un instrumento social muy limitado. De hecho, tan limitado como la probabilidad, cæteris paribus, de que una facción imponga su criterio –domine– en perjuicio de la mayoría social no aquiescente; y aun más, de que lo haga estructuralmente –que instituya la «dominación»–. Y sin embargo esto es precisamente lo que empezaron denunciando con vehemencia los socialistas contra el Estado, y antes que ellos los liberales, como Hume y de La Boétie (vid. sup., cap. 8.3).
Se referían concretamente a lo expresado por Thomas A. Critchley sobre la policia inglesa (A history of police in England and Wales, 900 to 1966, 1967 para la primera edición): «the police [...] represent the collective interests of the community [...]. The device which is most characteristically English has been to arm the police with prestige rather than power, thus obliging them to rely on popular support», de lo cual matizan para más señas los autores: «one of the most important assertions of this viewpoint is that far from being policed from above, the English people police themselves».
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Razón jurídica, o la anarquía ordenada 4. las funciones policiales son asumidas por las organizaciones militares [i. e., por la organización de la sociedad para la guerra, ergo no exactamente aparte sino parcialmente engranada]; 5. las funciones policiales están especializadas e institucionalizadas al menos en algún nivel o niveles de integración política. (Robinson y Scaglion, 1987: 136-137)21
autoridad judicial es un atributo esencial de toda autoridad [i.e.: entre estos bantúes «pronunciar el derecho» es un poder discrecional de la misma noción de «autoridad», aquí expresamente concebida como autoridad política], por eso en la estructura jerárquica lozi la sumisión a la jurisdicción incluso de los tribunales informales se hace cumplir [is enforced], pues éstos atienden a jefes aldeanos y líderes de otros grupos. Dicha regla base explica asimismo por qué debe existir un sistema de apelación, algo que los propios malozi racionalizan declarando cómo evita la injusticia causada [puntualmente] por la falta de sabiduría o el sesgo de los tribunales subordinados, tanto como asegura la aplicación de un único sistema de derecho en toda la nación.
Resulta obvio cómo el caso de los abasomba gusii descollaba también para el análisis de estos autores en una conveniente «posición transicional» (categoría 3) hacia el Estado, por más que en el fragor expositivo se terminaran mezclando allí con los de otros tipos de fracciones del cuerpo social eventualmente policiales que operaban sota engarces lógicos muy distintos al del patronazgo, fueran ya los desarrollados por integrantes de las «clases etarias» militares en otros grupos kenianos nilóticos y bantúes, ya el interesantísimo protagonismo que al menos desde la introducción del caballo venían cobrando las «asociaciones de guerreros» en las praderas norteamericanas, tal que entre los cheyenne prolijamente estudiados por Hoebel (vid. sup., cap. 9.1, nota 8, et inf., cap. 9.4, nota 24). Por desgracia, ni los gusii ni los cheyenne forman parte de la SCCS; pero sí la forma el reino de Bulozi, a través del análisis de cuyos procesos judiciales Gluckman ciertamente aporta poco sobre las formas del «poder» policial atribuido a algunos de sus tribunales, como tampoco lo aporta de la extracción social de ese cuerpo coercitivo. Sin embargo, este autor pone sobre la mesa otras cuestiones fundamentales para comprender el tejido lógico en el cual se desarrollan tanto los procesos de impartición como de imposición de justicia, empezando por destacar el reconocimiento legítimo del «poder» de ordenar la coerción física sólo a algunos tribunales, y no a otros. No en vano, esta última es una de las principales características que distingue en Bulozi los tribunales «formales» del reino de aquellos «informales» que constituyen príncipes o consejeros, o grupos aldeanos o de parentesco. Así lo relata Gluckman (1973: 26-27):
En esta tónica, de hecho, el británico opta por mantener la designación nativa –kuta– cuando refiere unos tribunales formales que son ante todo «consejos políticos»; cortes repartidas por las cabeceras administrativas que proliferarán en el reino a partir de 1880-1890 (cf. Gluckman, 1959: 24 y ss.; Gluckman, 1961: 114; Clarence-Smith, 1979: 224) con el objetivo de resistir en mejores condiciones la creciente presión exterior de europeos y otros grupos bantúes, a imagen de las dos capitales «tradicionales» que funcionaban en Lealui-Limulunga, como asiento del «rey» (Mbumuwa-Litunga), y al sur, Nalolo, sede de un segundo «rey» (Litunga-la-Mboela) que, desde la derrota de la invasión de los makololo sotho entre 1838-1864, es siempre una mujer.22 Sendas cortes habrían agotado a la par el proceso de apelación en sus respectivos distritos, operando cada una como asilo (sanctuary) donde guarecerse de las sentencias dictadas por la otra, hasta que los británicos promulgaron la Barotse Native Courts Ordinance de 1936 por la cual, entre otras modificaciones, se inauguraba el recurso indígena de última instancia a la sede principal de Por lo que respecta al espacio y composición del kuta, Gluckman (1973: 9 y ss.; cf. Mainga 2010: 36 y ss., para una visión histórica de la institución) anota: «every capital has at its heart a central cleared space –called namoo at the two main capitals [Lealui y Nalolo, es decir: en las cortes de un litunga]– on one side of which is the palace and on the other the council-house [...]. All Lozi kutas are divided into three sets of councillors, each of which may be called a “mat”, as the Lozi name them, since the councillors by virtue of their titled offices are entitled to sit on mats». El primero de ellos, «the most powerful group of councillors, are those who sit on mats to the right of the king. Their senior member, the Ngambela, is head of the kuta. He cannot be a prince who has a right to succeed to the kingship. I shall call these councillors-of-the-right indunas, the general Southern African word for “councillor” –in Lozi nduna, pl. manduna–, since it has passed into English from Zulu». En segundo lugar, «on mats to the left of the royal dais sit councillors called likombwa, which in Barotseland has been translated as “stewards”. This is an appropiate word, because while they are powerful councillors in national affairs, they are also more specifically responsible for the royal household»; y finalmente, «at right angles to the stewards, or ar the front of the kuta, is the royal mat for princes and for the consorts of princesses». Mair (2001: 163, 178 y ss.) recoge algunas descripciones de cortes entre los más septentrionales grupos bantúes interlacustres, incluido el reino de Buganda con quien no pocas veces se ha comparado Bulozi, empezando, sin ir más lejos, por el propio Gluckman (1963). Precisamente sobre la capital ganda, en la actual Kampala, se ha planteado recientemente un ensayo de mapeo del grado de heterarquía sistémica en el reino hacia 1830-1858 a través de la locación de diferentes autoridades en la ciudad, y en relación al palacio del kabaka (Hanson, 2009, con bibliografía).
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Los malozi distinguen el poder de estos diferentes tribunales: únicamente aquellos nombrados por el rey pueden imponer [enforce] sus sentencias. Pero todos ellos juzgan y aplican el derecho, y deben ser pensados como parte del sistema judicial [...]. La 21 Conviene recordar que la SCCS aquí manejada corresponde a la muestra de 186 conjuntos socioculturales bien documentados etnográfica o históricamente, seleccionada por George P. Murdock y Douglas R. White en 1969 («Standard cross-cultural sample», publicado por primera vez en Ethnology y reeditado en 2006 por el Social Dynamics and Complexity Group de la Universidad de California en Irvine, cuyo repositorio virtual a la sazón gestiona actualmente los materiales relativos a la SCCS) con la firme vocación de aumentar en sucesivos estudios el número de variables codificadas aptas para un análisis estadístico de correlaciones sistémicas que enmendara, entre otras dificultades de los estudios comparativos, el llamado «problema de Galton» (vid. González Echevarría, 1990). De dicha muestra sólo 181 conjuntos contaban con información relativa a las funciones policiales, siendo que el 69’1% recaían en la primera categoría (125 grupos), y sucesivamente 2’2% en segunda (4 grupos: palauanos, gros ventre, omaha, pawnee) y tercera (4 grupos: suku, tikopia, natchez, warao), 3’3% en la cuarta (6 grupos: azande, fur, konso, babilonios, zuñi, haitianos), para finalizar con el citado 23’2% en la quinta (42 grupos).
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La política salvaje Lealui. Se comenzaba con ello a reorganizar el gobierno indirecto iniciado más de tres décadas antes, cuando el litunga Lewanika I se puso bajo la protección de Gran Bretaña. A lo largo de este proceso, los tribunales lozi cederían su jurisdicción sobre los casos que implicaran de algún modo a europeos, los casos de homicidio y la mayoría de los de brujería, como lógicamente su poder para ejecutar las penas de muerte, así como ahogar o flagelar ilimitadamente, otorgándole a las autoridades indígenas en contrapartida el previamente desconocido poder de encarcelar, a medida que se integraban en el sistema de apelación colonial de Rodesia del Norte.
cada vez se perfilaban más nítidamente estas faltas como pecados, «esto es: se las juzga ofensivas para los espíritus reverenciados como guardianes supremos de la comunidad [...], son algo más que delitos, son injurias que alcanzan a entes superiores a la comunidad humana», resultaba poco menos que imperativo, a continuación, colegir del proceso estatista la transustanciación de la sociedad en el cuerpo del rey. Pues «sólo podríamos sostener que estornudar en presencia del kabaka constituía un crimen de esta clase, si alegáramos que para los ganda él personificaba a toda la comunidad» (Mair, 2001: 149, 191; cf. Gluckman, 1973: 168-169, 346). O de nuevo, declinándolo en una fórmula ya familiar: que en el imaginario sociopolítico de los baganda, el kabaka encarnaba en sí mismo y en todo momento el «poder –trascendente–» ordenando la comunidad de los humanos en el universo.
Se halla aquí una doble tendencia, resuelta en la matriz gluckmaniana para la compresión del derecho que exponíamos en el epígrafe anterior. De un lado se vuelve una y otra vez a recalcar la dependencia de la coerción respecto de la legitimidad, como en general de toda justicia, incluso a pesar de la legalidad: extremo éste ilustrado, por ejemplo, en los episodios de violencia desatada contra la policía que en 1921 trataba de aplicar la «ley del kuta» de Yeta III por la cual se prohibía la producción de cerveza, finalmente obteniendo una enmienda que descartaba los registros domiciliarios y se limitaba a multar a quienes hubieran estado presentes en celebraciones que derivaran en algaradas o en la comisión de algún crimen (Gluckman, 1973: 220). Del otro lado, precisamente la generalización de la intervención política en asuntos familiares, sublimada en la capacidad del kuta para convertir motu proprio una disputa civil en un proceso penal, así como para imponer multas disociadas del pago retributivo a la parte agraviada, que en todo caso automáticamente debemos de considerar elevada ahora a un total social encarnado –discursivamente– en las instituciones estatistas (vid. i. a. ibíd.: 71, 118, 199).
Enunciado de esta manera parecen sobresalir con mayor claridad las aristas del problema, pero de nuevo su interconexión no es de por sí evidente a poco que se pretenda mantener la coherencia geométrica de sus partes. Manteniéndose a una prudente equidistancia, Mair perpetúa en cierto modo esta ambigüedad cuando certifica a la vez la monopolización de la impartición de justicia pero no de su imposición. Por ejemplo, en la medida en que informa de cómo «el rey [mugabe] de Ankole les prohibía a los suyos procurarse el resarcimiento de sus agravios por la fuerza hasta tanto no le hubiesen sometido sus litigios, pero una vez que pronunciaba el veredicto, la parte favorecida tenía derecho de buscar la compensación debida», sólo poco antes de, elevándose a la siempre más agradecida generalidad, postular que la posición de este tipo de soberanos del África oriental les habría permitido se verifiquen tales circunstancias (vid. Hoebel, 2006: 156-159, para el homicidio como pecado entre los cheyenne, los rituales de purificación tribal, y el ostracismo físico y social de los culpables). McLean Stearman (1987b: 48) daba cuenta de linchamientos precediendo estos destierros, y en otros grupos americanos el propio Hoebel (2006: 149-150), Du Bois (1936: 55) o, más sistémicamente, Clastres (2010: 221-224; vid. sup., cap. 4.2, nota 18) la daban del abandono comunitario hasta la misma muerte de prestigiosos jefes que comprometían, empero, la estabilidad institucional de sus políticas. En el caso de Mair la documentación de tales prácticas es mucho más precisa. Ya a principios de siglo, Charles Dundas (1921: 233-234) apuntaba de los grupos bantúes kenianos «a peculiarity about witchcraft [invariablemente condenada con la muerte] is that the execution may be said to be a public execution in which the community is concerned, whereas in other crimes punishable with death it is generally speaking only a matter of a right of private revenge executed by the aggrieved party, excepting in some few tribes whose organization has developed to stable kingship». El por entonces comisionado colonial británico estaba familiarizado, en concreto, con las costumbres kikuyu y kamba. Proseguía: «among the former the word mwinge and among the latter kingolle denotes almost any kind of public justice, including force –I have heard it used for imprisonment–, but in its extreme form it amounted to public execution. When a man had repeatedly committed serious crimes, or was a notorious wizard, so that he came to be regarded as a public danger, the assembled elders might decide that he must be put to death. In such case elders from remote parts were summoned, and the accusations made were deposed to in a form of oath, which is believed to be fatal to the perjurer. The culprit’s nearest relative was then called upon to give his consent; if he refused he was required to take a like oath that the offender would not repeat his crimes. If he consented, as he would in most cases, everyone set upon the offender, the consenting relative making the first attack by casting earth at him, and thereby cursing the victim. The latter might defend himself, and no claim could be made for any death or hurt inflicted by him, for henceforth the matter was never referred to again or even mentioned».
Echando mano de lo dicho por Radcliffe-Brown, Mair reflexionaba en una dirección similar al tratar los reinos interlacustres de Ankole y Buganda, al sur de la actual República ugandesa, en especial por cuanto detectaba en ellos una proliferación de castigos y multas inusitada entre las «sociedades anárquicas» de nilóticos y bantúes más orientales. Si en éstas no eran en absoluto desconocidos los destierros y ajusticiamientos en casos extremos lesivos para la comunidad,23 y a ojos de Mair, 23
Al hilo del cúmulo de reflexiones aquí vertidas en torno a la identificación de la «humanidad verdadera», no es difícil llegar a interpretar esto equiparándolo, sin más, a «crímenes de lesa humanidad». Tal cosa le da el pie a Mair para formular y descartar un interesante silogismo: si las únicas faltas pasibles de castigo en las dichas «anarquías salvajes» hubieran sido las que suponían un agravio –y se subsanaban con un resarcimiento–, por así decirlo, «privado» en el sentido de RadcliffeBrown, pudiera sostenerse que existe de algún modo derecho civil, pero no crimen y derecho penal, sino únicamente pecado, que según la definición hoebeliana carece de respaldo en el «derecho» en la medida en que carece de una coerción directa activable para corregir su revés (Mair, 2001: 149-150). Pudiera entonces haberse argüido que el pecado, además de la reprobación indirecta, conlleva un «castigo» sobrenatural; y si bien esto es cierto, no es necesario complejizar la cuestión abandonando la acción humana. Lo veíamos por ejemplo entre los mbía: la comunidad también requiere, al menos en algunos casos, guarecerse de la intervención del siempre peligroso «poder sobrenatural» expiando el pecado, purificando al pecador, o expulsándolo de su seno hasta que
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Razón jurídica, o la anarquía ordenada movilizar sus clientelas para «desbordarlas» hacia la función policial (Mair, 2001: 146, 184).24 Hasta aquí los elementos en liza son exactamente los mismos que barajaban Robinson y Scaglion; y sin embargo, la linealidad acostumbrada de su interpretación se desbarata con una sutileza terrible al haberlos hecho aparecer en inversión polar: dado que el rey es como la sociedad, su clientela podría ser como la policía, coyunturalmente. No es de la misma manera legítimo para el observador endoculturado plantear lo mismo en dirección inversa. Y por eso, llegado el caso, la tentativa sería previsiblemente neutralizada por la mayoría de la «comunidad del derecho», activando una violencia amparada en una autoridad «otra» –no política, no humana, no empírica–.
por el factor economicista de la acumulación faccional y consciente de excedentes subsistenciales, aunque ello supusiera falsificar cualquier ordenamiento sociopolítico no estatista en el altar mitológico del «comunismo primitivo» (vid. sup., cap. 4.1). Desde luego es así, cuanto menos torticero, afirmar de un lado que «las sociedades basadas en el parentesco usualmente zanjan sus disputas negociando, mediando o arbitrando en discutibles tribunales vagamente estructurados, caracterizados por la ausencia de procedimientos y autoridades formales, poniendo el énfasis en mantener la paz antes que en determinar la culpa, e intentando alcanzar decisiones a través del consenso» (Robinson y Scaglion, 1987: 117), mientras que, del otro lado, se remite ni más ni menos que a Hoebel para introducir sólo con el advenimiento –económico– de la «sociedad clasista», y el Estado en su salvaguarda, las «decisiones de autoridad» (authoritative decisions) respaldadas por la coerción legitimada. Y tampoco aquí es baladí el uso del participio en lugar del adjetivo, redundando en la idea de que el derecho solamente se «inventa» en y para la dominación; lo «inventan» los dominadores; equivocándose de nuevo en una especie error sinecdótico, tras la correcta detección de un fenómeno mejor explicado en las interferencias discursivas del diálogo «legitimidad↔legalidad» una vez ésta se activa decididamente, y en especial cuando lo hace de la mano del «poder soberano».
Existe una razón evidente para la discrepancia entre unos y otros autores: la marginalidad de la llamada superestructura que prejuzgan las ortodoxias marxistas, como el materialismo filosófico en general, no les permite concebir en el fondo otro «derecho» que la «ley»,25 y esto provoca que aun detectando la ambivalencia operativa de los cuerpos policiales, puedan alinear sin mayores miramientos mecánicos los procesos de «clientelización de la sociedad» con los de su «estatización». Al fin y al cabo, el más que declarado posicionamiento engelsiano de Robinson y Scaglion les empujaba a asumir axiomáticamente una evolución progresiva disparada
En cualquier caso, a estas alturas ya sabemos que la idea de una comunidad política en total ausencia de dispositivos socioculturales que ordenen la autoridad y la coerción legítima no soporta la evidencia microfísica, como evidenciaba LeVine. También que esta idea resulta totalmente ajena al pensamiento hoebeliano, entre otras razones porque es precisamente esa coerción –situacional en su mínima expresión; no necesariamente vinculada a los ápices de la autoridad política, ni de ninguna otra dentro de la «comunidad humana»– lo que permite definir en última instancia el derecho.
Continuando con el correlato norteamericano, se ha escrito de las soldier societies de las praderas: «if police power was exercised in a punishment-inflicting form, only in the case of violation of orders which the police were administering, and never in the case of mere personal offenses, it would indicate that the police punished only offenses against the tribe as a whole [...]. The crimes punished by the police then were of two sorts: offenses against the tribal source of goods, and ofenses against the unity of the group», o en otras palabras, en lo concerniente a la subsistencia material, y a la relación con lo sobrenatural (Humphrey, 1942: 158-159). En cualquier caso, ha de tenerse muy en cuenta cómo tal situación se verifica en estos grupos humanos en total ausencia de instituciones parangonables a las de los mugabe, kabaka o litunga bantúes, dando buena cuenta de que el camino entre el pecado y el crimen punible por las instituciones sociales es perfectamente transitable sin esa «transustanciación soberana» que certifica en último término el Estado. 25 Una muestra mucho más informada y cabal de esta misma perspectiva la constituye el volumen colectivo History and power in the study of law, editado por Starr y Collier en 1989 a modo de continuación de los seminarios sobre Antropología jurídica organizados por Nader las décadas anteriores. Si las contribuciones de entonces discurrían mayormente en términos más o menos funcionalistas, ahora se pretendía un acertado giro analítico diacrónico que sin embargo sería jugado al precio de simplificar tal vez demasiado los parámetros en que se constituye y opera el derecho. «All the contributors hold the view that legal orders create asymmetrical power relations», desde luego en un sentido mucho menos situacional que el concebido por Hoebel en principio; «they also share the assumption that the law is not neutral. The legal system does not provide an impartial arena in which contestants from all strata of society may meet to resolve differences [...]. The contributors implicitly define legal change as a change in the way power and privilege are distributed through legal means. Because they share the assumption that legal orders invariably create inequality» (Starr y Collier, 1989: 7-13). Con ello se caracteriza a la perfección la ley como dispositivo de dominación en el derecho, pero se torna de nuevo ininteligible la «anarquía ordenada», cuyo principio en un derecho sin ley apuntaban Evans-Pritchard y Gluckman. En el fondo es, evidentemente, una cuestión de orden causal: «like [E. P.] Thompson, most of the contributors to this volume also view law as having limited autonomy and in the “last instance” as responsive to economic forces» (ibíd.: 25); y poco ha seguido importando que la propia heterodoxia marxista, desde Polanyi pasando por Bourdieu hasta Godelier, haya planteado serios reparos al respecto. 24
El escenario podría complicarse aun más si se advierte cómo, contra lo deparado por el texto de Robinson y Scaglion, la clasificación de Tuden y Marshall (1972: 444) en la cual éstos basan su análisis intercultural sitúa tanto al reino lozi como al ganda entre los grupos humanos carentes de toda especialización policial –i. e.: en la categoría 1; o pensado en los términos evolucionistas que subyacen a todo esto: menos «desarrollados» que lo presupuesto para los «aestatistas» abagusii, o los cheyenne–. Todavía resulta más interesante completar el cuadro con la tipología original del «poder judicial», negligida por Robinson y Scaglion en su estudio, por cuanto queda dispuesta en relación directa al «grado de soberanía efectiva, definida como el máximo nivel de integración política indígena en el cual los funcionarios tienen, y ejercen comúnmente, el poder de imponer [the power to enforce] decisiones importantes a niveles subordinados de la estructura política –en particular compeler la participación militar, recaudar impuestos o tributos, y/o exigir sanciones por delitos graves–» (ibíd.: 438). 261
La política salvaje Así, Tuden y Marshall proporcionan las siguientes categorías para la judicatura:
presencia de un «segundo» litunga en Nalolo como juez autónomo respecto del «rey» principal de Lealui hasta muy avanzado el control británico –lo cual, valga mencionarlo de paso, poco tendría que ver con el «tamaño» o la «simplicidad» del eventual Estado indígena–. En una airada crítica a la visión del Bulozi precolonial proporcionada por Gluckman, William G. Clarence-Smith anotaba (1979: 226) que la fuerza policial adscrita al kuta real se habría introducido allí solamente a partir de la década de 1890; y teniendo en cuenta que el canon lozi para la SCCS se había fijado en su coyuntura histórica de 1900, siguiendo de hecho la «autoridad» de Gluckman (vid. Murdock y White, 1969), bien puede que Tuden y Marshall sencillamente cometieran un error; si no es que decidieron tomar por el todo una contingencia similar a lo descrito por Mair para Ankole, con la «imposición no monopolística» de la «impartición monopolística» de justicia.
1. La autoridad judicial suprema está ausente en cualquier nivel sobre el de la comunidad local; 2. la autoridad judicial suprema existe en un nivel superior al de la comunidad local pero inferior al de la soberanía efectiva; 3. la autoridad judicial suprema es ejercida por el ejecutivo supremo, como cuando el rey es también el juez supremo, o el consejo la corte suprema; 4. la autoridad judicial suprema es conferida a un funcionario o funcionarios nombrados por el ejecutivo supremo y/o el cuerpo deliberativo supremo, pero son al menos relativamente independientes de la autoridad que los nombra; 5. la autoridad judicial suprema es independiente del sistema político y [en su lugar] es conferida a un sacerdocio u otros funcionariados eminentemente religiosos; [y] 6. la autoridad judicial suprema es ejercida por funcionarios hereditarios independientes.
Sea como fuere, observados globalmente, los datos vienen a evidenciar ante todo la falta de parsimonia explicativa de los planteamientos que barren bajo la gruesa alfombra del análisis distributivo su flagrante carencia de «imaginación» estructural. Como decíamos: su incapacidad para pensar otros órdenes discursivos distintos a los propios como algo más que epifenómenos de una realidad empírica que, muy al contrario, es indiscutiblemente el resultado de prácticas estructuradas a su través, y a fortiori sólo a su través comprensibles. Así, aunque es igual de incuestionable la reconvención marxista sobre la existencia de una dominación por determinar entre los malozi, al punto de aproximarla en alguna de sus características fundamentales a lo que solemos englobar bajo la rúbrica del Estado, forzar el ajuste de las evidencias para suponer una base social esclava o la propiedad real de la tierra –y por ende de los «medios de producción» del sustento– pareciera restar, más que sumar, potencia al argumento; en especial por cuanto son imprecisiones perfectamente consabidas por los autores que las enuncian. Así también, al otro lado del debate, la versión estructural-funcionalista de Gluckman –que tampoco deja de basarse en un tipo de materialismo economicista– descuida flancos tan determinantes como la lógica por la cual se conducen y significan las acciones del litunga en el entramado sociocultural lozi, extrañada por Hoebel (1956) en un comentario a propósito de la publicación de The judicial process among the Barotse.
Por su parte, sobre los «niveles de soberanía» según la definición anterior, minimizada en la posterior reflexión de los marxistas como «tipo social», encontramos en el original: 1. Ausencia de soberanía efectiva en cualquier nivel más allá de la comunidad local, es decir: sociedad sin Estado; 2. la soberanía efectiva se da en el primer –pero no el mayor– nivel de integración política por encima de la comunidad local, como en el caso de un pequeño gran jefe [petty paramout chief] gobernando un distrito compuesto por algún número de estas comunidades; 3. la soberanía efectiva se da en el segundo –pero no el mayor– nivel de integración política por encima de la comunidad local, como en el caso de un pequeño Estado comprendiendo cierto número de distritos administrativos sota funcionarios subordinados; [y finalmente] 4. la soberanía efectiva se encuentra en el tercer nivel –o superior– de integración política por encima de la comunidad local, como en el caso de un gran Estado dividido en provincias administrativas a su vez divididas en distritos menores. (Ibíd.: 438, 441)
Respondía a la última cuestión el interpelado: «no me pronuncié sobre esto en parte porque no considero que el rey tenga ningún efecto diferencial importante en el “proceso judicial”, y en mi exposición general lo traté en consecuencia meramente como uno más de los jueces, examinando las decisiones reales junto con las de los consejeros [del kuta]» y reservando para el plano político el análisis de su influencia, aun a pesar de que «destaqué cuántas personas, lugares y cosas reales eran asilos [sanctuaries] en los cuales los acusados se podían refugiar», y cómo «éste me parecía el principal elemento en la venia de los gobernantes [i. e.: del rey sobre el veredicto alcanzado por su corte] –su poder para
Lo cierto es que existen algunas dificultades importantes a la hora de ponderar los datos anotados para baganda y malozi. Como decíamos, ambos grupos sociales están catalogados entre los carentes de especialización policial (categoría 1), pero bajo el juicio en última instancia del rey (categoría 3). La única diferencia se daría respecto a la caracterización de esa última autoridad ejecutiva, que aparece radicada en el máximo nivel de integración política para el reino ganda (categoría 4; large State en el uso de Robinson y Scaglion), y en uno superior a la comunidad local, pero no el máximo, para el lozi (categoría 3; small State), quizá a causa de la 262
Razón jurídica, o la anarquía ordenada perdonar–» (Gluckman, 1961: 111, 115-116; 1973: 328329); o todavía, en general, la idea de «justicia última» que aureolaba al litunga y –hemos de colegir nosotros ahora– lo distinguía ostensiblemente de los miembros de ese kuta, tanto como del resto de facciones constituyentes de la «comunidad política», con independencia de la jerarquía relativa que guardaren estos súbditos entre ellos. Añadiría aun poco después el británico: «además, el rey puede absolver por gracia de la misericordia, a pesar de la ley [pardon by grace of mercy, despite the law], de una manera imposible para el consejo» (Gluckman, 1963: 1523; vid. sup., cap. 5.5, nota 43).
El caso es que, en esta línea, se vuelve mucho más significativa la pervivencia de la propia designación litunga, legada desde el siluyana, que Gluckman traduce a la vez como «tierra» (earth), «jefe» (chief) y «rey» (king). No en vano, la fórmula léxica kololo mulena, que se adoptaría a modo de traducción, no se refería exclusivamente a las dos autoridades capitales radicadas en Lealui y Nalolo, sino que era tamblién empleada para cualquier «jefe» genérico; y siendo de este modo, el británico parece en ocasiones pasar casi de puntillas sobre la vehemencia discursiva de la cual él mismo da buena cuenta en otras partes: «el rey es la tierra y la tierra es el rey» (Gluckman, 1959: 19 y ss.). Desde luego de esto no se puede decir exactamente ser dueño en el sentido económico que quiere Clarence-Smith.
Dicho esto resulta difícil, en fin, sostener la posición de Gluckman en este punto a poco que se alce la vista hacia el resto de sus propios reportes etnográficos zambianos. Si se quiere, podría incluso admitirse transliterar la posición del litunga como la de el juez; pero en ningún caso, disuelta su singularidad ontológica en el ápex de los mecanismos del derecho, como la de un juez, en el extremo final de una concatenación de otros tantos jueces esencialmente intercambiables.
Parece pasar de puntillas, al menos, a la hora de rearmar sus evidencias. Prevenido tal vez por el mismo credo materialista que lo mueve a considerar, cuando aborda lo que califica sin ambages de «teoría indígena del poder», que debe de tratarse más de una interpretación razonada de los hechos que de una lógica de orientación de la práctica contra la cual se ha ido construyendo y construye la realidad social lozi tal como la fue a encontrar durante sus trabajos de campo en el alto Zambeze.
No en vano, este autor sería mucho más explícito al respecto en textos como el extenso capítulo sobre Bulozi firmado en 1951 para Seven tribes of British Central Africa; o en la serie de conferencias impartidas en el marco de las Storr Lectures de la Yale Law School en 1963, que darían forma a la publicación, el siguiente año, de The ideas in Barotse jurisprudence, además de a algún artículo independiente, como aquél que contiene el último pasaje citado arriba.
En cualquier caso hallamos aquí, de nuevo, una remisión indefectible a la divinidad para explicar el origen de la realeza. A la divinidad, y a la extranjería. Esta condición es lo que estaría «identificándose» al separarla del resto de parentelas que componen una sociedad que, de hecho, se habría definido en buena medida a través de esa figura real,26 sumblimada en una ceremonia de coronación en la cual «se desplaza hacia un status absolutamente diferente del de la mera realeza [princeship], si bien en otro aspecto continúa siendo un príncipe» (ibíd.: 22). Autores posteriores han sido especialmente expeditivos a la hora de señalar la lucha entre el rey y su parentela como uno de los conflictos principales en la conformación del primer reino
Con los datos que nos han llegado es difícil ponderarla en sus aspectos concretos, pero existe pleno consenso sobre el despliegue por parte de un habilísimo litunga Lewanika I de una estrategia de «tradicionalización» institucional –por «fijación-invención de la tradición», acaso un giro ligeramente más fértil, en lo que aquí nos concierne, para expresar el mismo fenómeno del establecimiento de lo «oficial» que Bourdieu soldaría paradigmáticamente al de «estatización» al hacer partir desde ese preciso engarce la reflexión sobre el Estado en sus lecciones del Collège de France (vid. sup., caps. 8.3-4)– entre los tumultos de la expulsión kololo, y del peso escénico adquirido exponencialmente por los europeos desde que David Livingstone pisara la región, allá por 1851 (vid. i. a. Youé, 1985; Prins, 2007; Flint, 2003; Mainga, 2010: con bibliografía). En su «restauración», el Estado lozi habría llegado a asumir incluso la lengua de los invasores kololo sotho –el desde entonces conocido como silozi, o antes sekololo (Lewis, Simons y Fennig, 2015)– al punto de imponerse académicamente cada vez más un uso limitante de «lozi» para referir el reino posterior a 1864, mientras se reserva para el anterior a 1838 el de «luyi» o «luyana», y a pesar no sólo de las continuidades sociales, culturales e históricas evidentes en la comunidad social humana a un lado y otro de esas escasas tres décadas, sino también de las ostensiblemente expuestas en los discursos de sus interlocutores colonizados del cambio de centuria.
Merece la pena remitirse el excelente trabajo de Mutumba Mainga, Bulozi under the Luyana kings: Political evolution and State formation in precolonial Zambia (1973 para la primera edición), para componerse una idea algo más detallada de un dilatado proceso histórico del cual Gluckman únicamente registró las postreras evidencias institucionales, además –por supuesto– de su codificación tradicional en el «discurso de la dominación» de los litunga de la primera mitad del s. XX. En un extenso comentario de dicho libro, Schecter (1975: 56) resume algunos puntos clave a este respecto: «under Mboo, the first king, we see the development of Makolo, basic military and tribute-paying groups controlled by royals [no confundir con las comunidades sotho que ocupan Bulozi en el “interregno”]. Yeta, the third king, established the king’s control of Makolo by setting the precedent of appointing to head them only nonhereditary bureaucrats. Ngalama, the fourth king, spread central control and the Makolo system to the whole of the plain, and began receiving tribute through residential officials from neighboring peoples whom he had conquered [...]. While dealing with this earlier period, Mainga revises Gluckman’s view that Lozi territorial administration was relatively unimportant compared with spatially diffuse Makolo, which Gluckman saw as the Lozi solution to the problem of governing the unstable population of the plain»; sin embargo, Mainga mantiene que el poblamiento en Bulozi fue más estable en el pasado, y que la división por makolo fue menos difusa, abriendo la puerta a cuestionarse sobre la relación entre las organizaciones por makolo y por lilalo (cf. i. a. Gluckman, 1973: 10-14, para esta última institución; así como 1959: 2932, 63 y ss., para la administración de las aldeas y el parentesco).
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La política salvaje luyana, no sólo fruto de la fuerza militar de sus clientelas, sino también del desarrollo de un verdadero «culto real»:
del poder, caracterizada por la búsqueda constante del contrapeso sistémico especialmente en lo referente a los mecanismos del derecho: mediante la división del kuta entre las «esterillas» de funcionarios de la casa del rey, de administradores manduna, donde ejerce como «jefe» el ngambela, y de majestades (vid. sup., cap. 9.4, nota 22); con la introducción del natamoyo como representante del litunga en mitad de la esterilla nduna, y por tanto asilo de los condenados en el kuta; mediante el recurso al litunga frente al kuta y a la corte de Nalolo frente a la de Lealui, o viceversa, habiéndose sugerido incluso una inversión de la preeminencia norte-sur en lo tocante a aquellos «poderes sobrenaturales» de los espíritus reales dada, precisamente, la disposición de los principales cenotafios; etc. Una constancia tal que para Gluckman (1963: 1523) evidencia sobre todo, en conclusión, la «cautela tradicional en torno al efecto ambivalente del poder sobre un individuo. Los malozi están aparentemente aterrados por entregar poder»; incluso si se entrega para proteger de las ambigüedades de otro poder.27
El rey lozi, lejos de ser una especie de primus inter pares, se volvió singularmente prestigioso [...]. Los malozi sostienen que todos los miembros de la familia real son de ascendencia divina a través del linaje de Mbuyu, hija de dios. Esa ascendencia confiere a un individuo mali a silena –majestad [royalty]– y lo hace elegible para la monarquía [kingship]; pero todo esto no explica en sí mismo por qué el rey lozi –sólo uno de los muchos hombres poseedores de mali a silena– llega a ser tan dominante sobre el resto de «majestades» [royals]. (Mainga, 2010: 27-28; vid. inf., cap. 10, nota 2) Entre ambos statuses habría mediado, como deciamos, la coronación, de modo que «una vez estos rituales son ejecutados y el principe es investido con la insignia del poder y presentado al público, es envuelto súbitamente por el misterio y el ritualismo [...]. La mera toma de posesión pone al rey en una clase especial, al margen de los seres humanos ordinarios» (ibíd.). Todo redunda en ese uso restrictivo del término litunga, que enfatiza su posición en un plano diferente del de cualquier otra autoridad y los identifica con la tierra misma, como decía Gluckman (1963: 1521-1522). Ni siquiera habrían interactuado con la comunidad directamente, sino a través de terceros, lo que incluiría el gobierno efectivo, desempeñado por el kuta por más que el nombramiento de los principales funcionarios miembros de boca del litunga –como en Buganda– habría alejado decisivamente el edificio sociopolítico del modelo de «consejo territorial» propio de otros grupos bantúes más meridionales.
27 En el caso de este pasaje en concreto, la cita se inicia a colación del natamoyo, «madre o dador de vida»: «the temptations open to the Giverof-life have sparked a traditional Barotse chariness of the ambivalent effect of power on an individual. The Barotse are apparently terrified of giving power, even power to protect; for once a man is elevated, it is feared he will stand against those for whom he ought to care», para acabar poco después con la reflexión: «I have tried to show that the Barotse constitution is seen by Barotse as an elaboration of their theory that power may corrupt, and that those in power must be checked if they are not to disregard the obligations they owe to their subordinates [...]. I must stress yet again that each time power is delegated thus, the person who receives it from his superior is considered to hold power in some sense in opposition to the giver and as a check upon him» (Gluckman, 1963: 1524-1525). La tónica general del discurso gluckmaniano parece añadir en cualquier caso, sobre el original indígena –sea el que fuere–, un plus funcionalista que alcanza a calificar la gestión del «poder» entre los malozi de aquélla propia de hard-headed realists; casi de una «exageración» de la posibilidad de corrupción, inherente al Estado mismo, pero –a su juicio– injustificada a la luz del parco desarrollo económico de la sociedad. Teniendo en cuenta que los equilibrios gubernamentales tampoco responden a unas luchas territoriales que Gluckman considera superadas, resulta preciso para el británico lanzar una explicación alternativa para el alarde filosófico-político lozi, y hete aquí que «in general terms, I suggest that the less the material bases which underlie struggles for power within a system where those who compete for this power are also the personnel of administration, the more elaborate is likely to be the doctrine of power» (ibíd.: 1545). Ahora bien, ¿pudiera suceder que el declarado vacío de datos y debate antropológico al respecto en el momento en que escribe Gluckman esté jugando, de nuevo, para reeditar el mismo apriorismo que veíamos desmontar a Gallego sobre la «pretendida excepcionalidad» política de las póleis griegas (vid. sup., cap. 3.2)? Si la percepción de justicia que funda el derecho se demuestra un fenómeno común a todos los grupos humanos –si más no (vid. i. a. de Waal, 2007a; 2014: con bibliografía)–, y hallábamos elaboraciones igualmente complejas en el resto de África, o en las praderas de Norteamérica, ¿pudiera suceder que la «pretendida excepcionalidad» con que los malozi se previenen de los efectos ambiguos del «poder», al menos en su teoría, no fuera tal excepción, sino la pauta común a la mecánica sociopolítica de las «anarquías ordenadas» de los salvajes? Formulémoslo de manera propositiva, y dediquemos el siguiente capítulo a tratar de arrojar algo más de luz, antes de volver a llegar a esta misma proposición: las llamadas «sociedades complejas» cada vez se perfilan más, paradójicamente, como el fruto de una profunda simplificación en el ordenamiento de sus poderes y autoridades.
A este escenario se tendría que sumar todavía el papel jugado por los cenotafios reales desperdigados por la llanura fluvial, como hitos en la construcción del paisaje y de la identidad de la comunidad de los malozi. Los ancestros, y especialmente los espíritus reales que reciben culto en ellos, además de imaginarse determinando la fertilidad del mundo, aparecen implicados en general en su ordenamiento, de una manera muy próxima a como lo vislumbraba Mair líneas arriba. Esto es lo que se desprende inequívocamente del recurrente planear del fantasma de su sanción sobrenatural sobre la mayoría de faltas «enderezadas» mediante el juicio del kuta (Gluckman, 1973: 50, 168-169). Y es por esto, en definitiva, que «el rey muerto es enterrado ritualmente, para que continúe sirviendo a la nación como espíritu, y su sucesor instalado ritualmente, mediante acciones que implican poderes extrasensoriales; por contra, el ngambela [el “burócrata” principal del kuta; a veces considerado, en relación al rey, “otro rey” (mulena usili)] es investido con la ceremonia de los actos simbólicos, pero éstos no implican en su caso tales poderes, y se entierra como un ciudadano más» (Gluckman, 1963: 1523). A partir de aquí el etnógrafo británico desmenuzará, en las instituciones de gobierno, la dicha teoría indígena 264
10 La política salvaje En primer término está, creo, fuera de duda que, si viviéramos de acuerdo a los derechos que la naturaleza nos ha dado y a las enseñanzas que nos imparte, seríamos naturalmente obedientes a nuestros padres, súbditos de la razón y siervos de nadie. Discurso sobre la servidumbre voluntaria Étienne de La Boétie, 1574
Con motivo de la publicación de su primer número, en 2011, la revista de teoría etnográfica Hau reeditó la Frazer Lecture que Evans-Pritchard dedicara allá por 1948 a aquellos «reyes» africanos que aparecían asesinados ritualmente por sus súbditos tan pronto daban muestras de senectud o enfermedad en La rama dorada (1890 para la primera edición, en inglés, si bien la alusión específica al reth shilluk no se añadió hasta la tercera), acompañando una actualización del debate de la mano de David Graeber. En este último trabajo el estadounidense buscaba desarrollar, con el recurso a un caso de estudio clásico, algunas cuestiones cardinales del programa de investigación esbozado poco antes en sus Fragmentos de Antropología anarquista, en concreto, por cuanto atañe al lineamiento mínimo del Estado a la vez como un «sistema institucionalizado de pillaje» –aquí la sistematización de la dominación de que lo acusaron sucesivamente los pensadores liberales y socialistas– y como un auténtico «proyecto utópico». Desde luego, esta segunda caracterización no deja de ser una muestra más de la «hermenéutica de choque» que le hemos atribuido en otras ocasiones (López Lillo, 2013); pero resulta aquí extremadamente precisa, en la medida en que ilustra a la perfección una articulación del espacio social humano a través de una cosmología por definición inalcanzable en sus prácticas políticas –quizá, de hecho, inalcanzable porque a esa sistematización de la dominación le es inherente el atasco irremediable de la propia política, al interceptar un «poder», por principio, ajeno a la «verdadera humanidad»; pero no adelantemos conclusiones–.
una ampliada dimensión ritual de la política. Luc de Heusch, sin duda uno de los africanistas más fecundos de la Europa continental, también lo patentizaría; por ejemplo, deslizando sutilmente la duda interpretativa al respecto de quiénes eran significativamente «esas personas que la literatura antropológica suele llamar reyes, [pero que] no pueden gobernar sobre ningún reino y su autoridad puede simplemente consistir en un status moral ampliado» (de Heusch, 1997: 213).1 Instalado en la tradición lévi-straussiana, su constante vindicación de Frazer –una «pícara apropiación de los ancestros de otra gente», bromearía Mary Douglas (1973: 495) reseñando el primer volumen de los ritos y mitos bantú del belga (Le roi ivre ou l’origine de l’État, 1972 para la primera edición)– tiene la virtud de saltar sobre buena parte de las preocupaciones de una Antropología británica medrada en el olvido del maestro escocés. Apartando a un tiempo tanto el encaje progresista original de su modelo de «monarquía divina» (divine kingship),2 como las Resulta, si cabe, más grotesco descubir inmediatamente a continuación de esta cita que Tuden y Marshall clasifican la sociedad shilluk –precisarán para la SCCS Murdock y White (1969: 356) «the politically unified Shilluk as a whole in 1910, the date of the field work by Westermann and the Seligmans», a la sazón las autoridades académicas en que basan el canon– exactamente con las mismas categorías que la ganda: con la soberanía efectiva radicada en el nivel superior de integración, «como en el caso de un gran Estado dividido en provincias administrativas a su vez divididas en distritos menores» (Tuden y Marshall, 1972: 438; vid. sup., cap. 9.4); desempeñando este rey soberano los poderes ejecutivo y judicial supremos; pero en ausencia de un cuerpo especializado en funciones policiales. Puede rastrearse el esqueleto de esa percepción, quizá, en una lectura somera de Pumphrey (1941: 20-22), pero mídase todo el conjunto en la comparación con otras fuentes perfectamente disponibles para aquel momento: «the settlement (podh) is the largest political unit which has a permanent and stable function in Shilluk society today», donde para más señas, la nota temporal no actúa sino para matizar las pequeñas inestabilidades propias del comportamiento social segmentario (Howell, 1952: 101, nota 4). 2 Traducimos «monarquía» donde probablemente debiéramos de traducir «realeza», dados los usos inglés (kingship) y francés (royauté). En castellano parece darse cierta flexibilidad, aunque la segunda opción sigue siendo mayoritaria, como sucede por ejemplo en el monográfico que la revista Arys: Antigüedad, religiones y sociedades dedicó al tema hace unos años (vid. i. a. Lozano Gómez, Giménez de Aragón Sierra y Alarcón Hernández, 2014); entonces, ¿por qué emplear aquí el primer término? Básicamente porque lo que nos interesa enfatizar es la idea de una institución que organiza la sociedad en torno de un agente individual en el cual se identifica un poder distintivo, aunque –como veremos– este poder no sea exactamente el de gobernar –y aquí la designación «monarquía» comenzaría a hacer aguas en su literaldiad–. Por su parte, la 1
Lo paradójico del asunto, en todo caso, es que a pesar del reth, «rey divino», el sistema sociopolítico shilluk no participaba de prácticamente ninguno de los descriptores por los cuales se acostumbra a definir el Estado. Ya lo había apuntado Evans-Pritchard (2011: 411-413), tan pronto hechos como el que este reth careciera de la autoridad decisiva suficiente para compeler realmente a los shilluk, o que las autoridades aldeanas respondieran a dinámicas parentales y locales independientes de él, su casa y sus «clientes», recomendaban excluir del análisis social etiquetas tales como «gobierno» o «administración» aplicadas a una figura no por ello menos central a la sociedad, pero cuya función más valía ponderar en 265
La política salvaje eventuales anteojeras economicistas en cuyo desarrollo se habría descartado la problemática planteada por ésta.
prestigio, conocido como dyil y a la sazón habitualmente el más numeroso, cuyos miembros son considerados por la comunidad local los pobladores nativos, dueños de la tierra, sin otra prerrogativa que la costumbre de esperar de ellos la iniciativa política común y de entre ellos elegir al «jefe aldeano» (jago, plural: jyak).
Graeber, en su revisión de 2011, disuelve desde esa base aquella aparente paradoja. Porque, en definitiva, «el reino shilluk parece ser especialmente revelador [...], no, como dije, porque represente algún tipo primigenio de monarquía, sino porque en los intentos por parte de sus gobernantes de construir algo como un Estado en ausencia de todo aparato administrativo real, tales mecanismos [los de la “lógica estatista”] se tornan inusualmente transparentes» (Graeber, 2011a: 14). Dediquemos los siguientes epígrafes a conocerlos.
Esta descripción hace recaer la dinámica local del dyil hacia el resto de patriclanes dentro de lo que venimos calificando como horquilla de autoridad influyente a determinante, propiciando cierta pugna por el control discursivo de un «indigenismo» que aseguraría en última instancia el mantenimiento de alguna preeminencia judicial, como en general por cualquiera de los resortes del prestigio cultural, en la medida en que se dieran variaciones significativas en la proporción demográfica de los patrilinajes que constituyen el podh –cf. las informaciones que aporta Lienhardt (1957; 1958) para una problemática similar entre los culruralmente emparentados anuak de la frontera etíope–. Ocurre esto en especial cuando un linaje del «clan real» (kwareth) forma parte de la comunidad local; condición verificada con cierta recurrencia, entre otras causas porque al sexto mes de embarazo las esposas del reth se desplazaban a su podh natal, abandonando la capital, Pachodo, aproximadamente en el centro de la estrecha franja ribereña por la cual se extiende el reino, hasta que el príncipe nacido pudiera quedar bajo la protección del jago y, usualmente, una fracción de la clientela real (bang reth) allí radicada con tal propósito. Estos «clientes» –etiqueta quizá todavía algo imprecisa: gente apartada de la lógica de sus clanes originarios por motivos tan diversos como el matrimonio con el reth, o con algún reth ya difunto, la esclavitud de guerra, o en pago por el homicidio cometido por algún familiar, el servicio voluntario, por sentirse poseído por la divinidad o por carecer de otros recursos o, en fin, el haberlo heredado así (Pumphrey, 1941: 1416; Howell, 1952: 100; Evans-Pritchard, 2011: 411; Mair, 2001: 110)– también habrían trasladado su residencia fuera de Pachodo por otros motivos, destacando la custodia de las tumbas reales donde se habrían conducido cultos propiciatorios de la lluvia y las cosechas, o aquellos
1. La «monarquía divina» de los shilluk, revisada Encuadrados por los lingüístas en el grupo luo, del cual constituyen el exponente más septentrional, y prácticamente rodeados por pastores seminómadas dinka y nuer, los más de 100.000 shilluk constituyen una «anomalía» entre sus vecinos inmediatos. Al contrario que ellos, no articulan su subsistencia principalmente en torno a una ganadería que, sin embargo, como en general ocurre para el resto de nilóticos, continúa desempeñando un importante papel cultural, sino en el de la agricultura del sorgo, instalados en la fértil rivera del Nilo Blanco, al norte de la actual República de Sudán del Sur. Dicha circunstancia ha resultado en un denso poblamiento organizado en un centenar de aldeas (podh) que, a su vez, se componen de un número variable de caseríos (myer, singular: pac) más o menos dispersos, donde cada grupo doméstico de un mismo linaje local construye su granja –un par de cabañas rodeadas por una cerca– alrededor de un espacio común para el ganado. Estas aldeas «son estructuralmente grupos políticos distintos aunque la distancia que divide una aldea de las adyacentes puede no ser mayor que la que separa un caserío de su vecino más cercano dentro de la misma aldea» (Evans-Pritchard, 2011: 408-409; cf. Howell, 1941: 51-52; Howell, 1952: 101), generando, en consecuencia, un inextricable «paisaje continuo» a lo largo de aproximadamente 350 km de ribera. Cuenta cada una de ellas con una especie de consejo formado por los «jefes de linaje» (jal dwong pac), que lo son a la vez de los caseríos que la componen, y de entre estos linajes patrilineales y exogámicos (kwa)3 destaca uno en
vista parece sólo una desviación etnocéntrica hacia una terminología descriptiva, no puede perderse de vista cómo se ha atestiguado entre los nilóticos cierta tendencia a conminar los clasificatorios a la familia nuclear, y desde ahí desplegar descriptivos (vid. Dziebel, 2007: 264). Además, Howell (1953: 95-96) añade la evitación consuetudinaria de contraer matrimonio no sólo en el linaje del padre, sino también en el de la madre, lo cual no deja de aproximar kwa al más laxo concepto de «parentela», en especial por cuanto, al otro lado, reporta eventualmente hombres que se incardinan en el linaje materno (Howell, 1941: 55, nota 4), y en general la esposa designa a su suegro con el mismo término que a sus propios abuelos consanguíneos masculinos, lo que a todas luces debe indicar algún tipo de incorporación al linaje del marido. Sea como fuere, este mismo autor precisa que tales clanes no están asociados a un territorio en particular: «today the clan is widely scattered and there is no periodic reunion and the clan never meets or acts as an entity. Thus tradition alone remains and with it the observance of exogamy which does more to maintain those traditions than any other factor [...]. Thus in using word kwar he [ego] often refers to some comparatively recent ancestor, proably to the Shilluk who originally migrated to his settlement and founded his particular lineage» (ibíd.: 47-48; cf. 1952: 100), que sería entendido, por tanto, como una fracción de «clan» asentada en una comunidad local concreta, y de ahí justificada su confusión también analíticamente con «linaje» (Pumphrey, 1941: 6-7).
idea de «realeza» apela ciertamente a ese poder, a la «dignidad o soberanía real», indica el DRAE, pero lo conjuga asimismo en una dimensión familiar que nos será necesario separar conceptualmente; porque existen agentes sociales que participan de la realeza y, sin embargo, no son el rey o la reina; y con todo, estos empleos que proponemos no pretenden pasar de ser un convencionalismo. 3 En general, kwa estaría denotando una relación de descendencia, variando su significado preciso según el contexto y empleándose desde para referir el patriclán hasta algún antepasado en concreto. Pumphrey (1941: 37-38) apuntó un uso en sentido clasificatorio, empleándolo para cualquier relativo masculino en la generación de los abuelos, paternos o maternos –i. e.: FF y FFB, pero también MF y MFB, a cuyo linaje no pertenece ego–; también Kohnen (1933) lo traduce sencillamente como «abuelo» (grandfather) en su pequeño diccionario, y aunque a primera
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La política salvaje con motivo de epidemias, u otros males que azotaran el reino, según apuntó Seligman (1931: 10), de un modo formal y funcionalmente indistinguible de como ocurría con el propio semidiós Nyikang, a la sazón héroe mítico y primer reth: «cabe señalar que los santuarios cenotafio de Nyikang y las tumbas de los reyes tienen los mismos carácteres externos y se emplean de la misma manera, por la misma clase de sacerdotes, portando el mismo nombre».
que, por ende, para quienes lo constituyen no está constituido exacta y solamente por «shilluk». ¿Acaso no vuelve esto a ponernos sobre la pista, entonces, de un sistema sociocultural en el cual la «comunidad de los verdaderos humanos» se incardina en el universo a través de su relación para con una autoridad –y un poder– escepcional, encarnada en un agente empírico que se instala en la otredad?
Así las cosas, la fractura social shilluk correría esencialmente a través de la línea que separa el kwareth del resto de patriclanes, si bien en el seno de éstos ulteriores divisiones subsidiarias –pues se dirimen precisamente a rebufo de la relación establecida con la realeza– permiten distinguirlos todavía en otros tres grupos harto desiguales: los ya mencionados miembros del bang reth; los ororo, otrora miembros del clan real que en algún momento fueron privados de derechos sucesorios a instancias del reth, pero desde entonces son los actores principales de su asesinato ritual;4 y por último, el común del «cuerpo social». Resulta igual de sintomático para lo que aquí nos ocupa que los clanes pertenecientes a este tercer conjunto reciban el nombre de collo, de donde deriva de hecho la arabización shilluk por la cual conocemos a un conjunto
La cuestión es que la alusión a la divinidad –ergo a la «no humanidad»– es más que explícita para estos nilóticos. La plena identificación entre el reth y Nyikang, a la cual aludíamos hace un momento, es la médula espinal de la compleja secuencia de ritos de la coronación que, tradicionalmente prolongada por cerca de un año desde la muerte de su antecesor, enfrenta entre sí a los aspirantes del kwareth y los libra al criterio de lo que ha dado en llamarse el «colegio de electores», compuesto por los jyak (Evans-Pritchard, 2011: 415 y ss.; cf. Graeber, 2011a: 32 y ss.). Dando inicio al interregno, la efigie sagrada de Nyikang, en su santuario norteño de Akurwa, será destruída; y mientras dure, los shilluk dirán piny bugon: «no hay tierra». Graeber insiste en el desbordamiento del «nudo poder» (raw power) en ese trance. Bajo el signo de Dak, hijo de Nyikang y tercer reth, se organizan partidas guerreras lanzadas a la búsqueda de los materiales precisos para reconstruir la efigie de su padre. No en vano este personaje se asocia especialmente a episodios de violencia arbitraria y depredación en el ciclo mítico; y aunque la «pacificación colonial» ha supuesto la sustitución práctica del pillaje por el intercambio, estos guerreros se habrían comportado, como él, obteniendo cuanto necesitaran por la fuerza sin detenerse a discriminar en demasía contra quién actúan –pues, desconociendo el interlocutor, ¿acaso no son, el pillaje y el comercio, al fin y al cabo, las dos caras de la misma «reciprocidad negativa» (vid. sup., cap. 4.5)?–. Para este punto los jyak ya habrán transmitido su decisión al candidato en términos no menos significativos. Uno de los administradores británicos presente durante las ceremonias de 1945 relata el emplazamiento de los jefes aldeanos al futuro reth Padiet: «la forma tradicional de las palabras que anuncian la elección es un interesante ejemplo de la “sutileza” shilluk cuando se refieren al reth –“tú eres nuestro esclavo dinka, queremos matarte” que significa “tú eres nuestro reth electo, queremos instalarte en Pachodo”–» (Thomson, 1948: 154).5 A esto se suma el tratamiento infantil que, antes de socorrérsele, recibe el futuro reth cuando se refugia en
Existen varias versiones sobre los detalles de la ejecución del reth, desde aquéllas que señalan directamente a sus esposas ororo ahogándolo hasta las que limitan su papel a consignar el momento en el cual decaen sus fuerzas, actuando entonces algún miembro varón del clan (Graeber, 2011a: 17, nota 21, 27, con bibliografía). Más allá de esto, caben un par de consideraciones interesantes sobre esa gente que es «realmente kwareth, pero como collo», siendo la primera a propósito de su origen: aunque existe consenso sobre la posibilidad teórica de que cualquier reth convierta en ororo alguna parte de su parentela, sólo parece guardarse recuerdo –mítico– de que se haya verificado a manos de Duwat, hijo de Odak y bisnieto de Nyikang, sexto reth de los shilluk, en un contexto de derrota militar frente a algún pueblo vecino. «In view of this reverse it was decided at a council of war that contrary to custom the reth’s sons [nyireth] should all join in the fight on the following day. Accordingly all went across the river to fight except one called Duwadh, and all who went were killed. This left a great many grandsons of Odak who, since only the son of a reth may be appointed, could never become reth. Duwadh, the sole surviving nyireth, in due course became reth and forthwith degraded the lineages of all the slain nyireth and made them “as collo”» (Pumphrey, 1941: 13). Si a esto se suma que es, de hecho, el segundo Duwat que se nos presenta en la narración histórica de los shilluk –pues el primero habría sido el hermano de Nyikang que lo expulsa del paradisíaco reino del padre, donde no hay muerte, precisamente lanzándole a la otra orilla del río un palo cavador con el cual dar sepultura a sus seguidores, pero que éste empleará para la agricultura– gana fuerza la hipótesis graeberiana que aisla entre ambos un primer ciclo mítico: Duwat, el hijo de Odak, es el primer reth que lo es después del asesinato ritual de su predecesor, su padre, a la sazón el primero cuyo cuerpo no «desaparece», con lo cual es el primero en ser enterrado y no sustituido por una efigie sagrada; Duwat es el único de quien se tiene la certeza que desheredó a los ororo, originando con ello también el linaje real conocido (Graeber, 2011a: 22 y ss.). Esto no es óbice para que autores como Pumphrey (1941: 13, nota 20) hayan conjeturado que tal vez antes de las interferencias coloniales esta privación de derechos sucesorios fuera un mecanismo más habitual, pero lo cierto es que históricamente sólo se ha documentado la fallida tentativa de Padiet –reth entre 1945-1951–, y ningún ororo ha declarado una línea de descendencia precisa con ningún nyireth del cual se tenga noticia. Aquí la segunda consideración: valorada en su conjunto, la cuestión de los ororo viene sobre todo a constituir una muestra palmaria más de los estrechos márgenes que la legitimidad shilluk impone al desarrollo empírico del «poder» del reth –evidentemente también al poder apropiarse, mediante la «pronunciación autorizada» que hemos descrito como ley, del derecho: y nótese cómo en todo caso su vulneración excepcional vendrá decidida por un «consejo militar», de hecho presumiblemente obrando en contra de los intereses del reth y su parentela–. 4
5 Al hilo de esta «sutileza» comentaba también Pumphrey (1941: 44): «objects used by the reth are called differently from their normal names [...]. It is interesting that the names which objects assume owing to their association with the reth are always names of similar but inferior objects. Thus his beer is called “water”, his donkey is called his “dog”, his spear is his “stick” and, strangest perhaps of all his head is his “pebble”». Cf. el tipo de diferencia que, en una inversión especular perfecta, también estaría buscándose evidenciar indeleblemente en el uso léxico referido a objetos personales de las noblezas bantúes interlacustres sobre las cuales reflexiona Mair (2001: 179).
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La política salvaje y no el rey, lo que es divino» (Evans-Pritchard, 2011: 413, 420). Esto nos deja con dos cuestiones sobre la mesa que tienen mucho que ver con el tratamiento «genético» de la história defendido por Bourdieu: la primera, obviamente, se pregunta por las condiciones de posibilidad bajo las cuales la «monarquía divina» de los shilluk –entiéndase: las lógicas operativas que Graeber observa en su inusual transparencia– es capaz de arrojar luz sobre la mutación conforme a las formas que, en otros grupos humanos, devino Estado. Con el objetivo de responder a la primera, la segunda cuestión, no menos obvia, exige profundizar en los términos lógicos de esa divinidad; de la «soberanía» que el reth intercepta al menos parcialmente en su investidura, sin concedérsele, empero, ni la autoridad ni el poder de autonomizar: «Nyikang no es el reth».
Debalo, la aldea principal del sur, una vez apercibido de que un ejército congregado en torno a la efigie reconstruida de Nyikang y la de Dak avanza ya desde su contraparte septentrional, Golbany; y lo recibirá otra vez cuando vuelva a la capital, una vez hecho prisionero por los norteños en una primera batalla ritual entre los contingentes de las mitades que resumen el país. Sucede entonces que el espíritu del semidiós se transfiere de la sagrada efigie al cuerpo del reth, de modo que en una nueva batalla cambiarán las tornas, y serán ahora las tropas que lo acompañan quienes resulten victoriosas, si bien, todo confundido en la parodia, uno y otro vencedor habrán sido el mismo en ambos enfrentamientos. Esto empieza a explicar el arcano por el cual «el reth es Nyikang pero Nyikang no es el reth»; y la interpretación de Evans-Pritchard, para quien lo que los shilluk estarían teatralizando en las inmediaciones de Pachodo con cada nueva coronación es la captura del rey por parte de la monarquía.
Cabe considerar a este respecto la naturaleza exacta de Nyikang en su carácter de «semidiós», hijo de un rey extranjero y de la divinidad cocodrilo, y la relación sinecdótica que lo traba, como un reflejo de la que mantiene este héroe mítico con el reth coronado, con un concepto últerior de divinidad abstracta y absoluta; fuente original del «poder trascendente» en el universo.
Bien mirado, esta idea no difiere un ápice de las conclusiones alcanzadas por Ernst Kantorowicz para las monarquías europeas de la Edad Media (Los dos cuerpos del rey: Un estudio de teología política medieval, 1957 para la primera edición, en inglés). A su propósito, el Bourdieu que reflexionaba sobre el Estado en los cursos del Collège de France opina (2014: 338, 450 y ss.) que el misterio aquí oculto no es otro que el de la trascendencia de la casa respecto de quienes la habitan; la corporatio de la totalidad irreductible a la suma de sus partes, que los juristas tomaron del derecho canónico para volver el orden discursivo de la Iglesia contra la Iglesia al inventar el Estado moderno (vid. sup., cap. 5.6). Sin duda la reflexión de Agamben resulta mucho más sugerente aun, al recomponer los lazos que Kantorowicz y sus discípulos eludieron entre los funerales reales del medievo noroccidental y la consecratio imperial romana, explicada en el contexto mayor de los rituales del Mediterráneo clásico de duplicación del cuerpo en una imago a la cual se le rinden exequias, y con ello mudar el «sentido de la metáfora del cuerpo político: deja de ser símbolo de la perpetuidad de la dignitas y se convierte en cifra del carácter absoluto y no humano de la soberanía» (Agamben, 2002a: 110 y ss.).
El ser todopoderoso que existe en las mentes de los shilluk tal que una deidad remota y amoral se llama Juok. Juok es la concepción shilluk de dios [God] y está presente en mayor o menor medida en todas las cosas; es la explicación de lo desconocido, la tranqulizadora justificación de todos los fenómenos naturales, buenos y malos, que conforman la vida. Nyikang es el medio principal por el cual Juok es abordado. La distinción entre ambos no es clara: Nyikang es Juok, pero Juok no es Nyikang. (Howell y Thompson, en Graeber, 2011a: 40) Ya lo había explicado antes Seligman (1931: 4-5): Juok es informe e invisible y, como el aire, está en todas partes a la vez. Se le identifica como el creador, asociado vagamente con el firmamento, por más que [...] en la actualidad resulte prácticamente ajeno a la vida común de los shilluk, siendo por lo general buscada la asistencia de Nyikang. Pues aunque Juok queda en igual medida muy por encima de Nyikang y de los hombres [sic, por «los humanos»], es principalmente a su través que éstos se le aproximan.
Pero no descuidemos África. La ceremonia de coronación del reth es el único ritual en que participan todos los patriclanes que componen la sociedad de los shilluk, lo que convierte a esta figura en protagonista de una especie «culto nacional» equiparable, en principio, al que veíamos en Bulozi, o en Buganda. «La monarquía es el símbolo común del pueblo shilluk y, siendo Nyikang inmortal, una institución perdurable que liga las generaciones pasadas y presentes y futuras [...]. El rey simboliza la sociedad entera y no debe ser identificado con ninguna de sus partes. Debe estar en la sociedad y a la vez permanecer fuera, y esto solamente es posible si su desempeño se eleva a un plano místico. Es la monarquía,
Ambos fragmentos ponen el acento en la ambigüedad de ese poder otro. Nudo poder, en efecto, que ha de ser –quizá «domesticado» entrañe aquí demasiados pliegues semánticos– filtrado; mitigado en el tamiz de los agentes que habitan mediatos uno y otro lado de los límites constituyentes de la comunidad de los humanos. Agentes que participan o han participado de la humanidad en algún sentido, y le son potencialmente propicios. Graeber (2011a: 6-7) tiene razón cuando opina que, en el fondo, los shilluk le piden al reth lo mismo que en nuestras sociedades se le pide al «Estado del bienestar», aunque ellos no encuentren de qué modo 268
La política salvaje garantizar la abundancia y la fertilidad general requiere dotar a sus fantasmas de gobierno y policía. O es decir lo mismo, que «la monarquía [i. e.: los principios lógicos que sostienen el Estado en la práctica] fue originalmente [i. e.: antes de ser el Estado] una institución ritual. Sólo después se convirtió en algo que pensaríamos como política –es decir, algo concerniente a la toma de decisiones y a su imposición en la amenaza de la fuerza–».6
estas divinidades antepasadas debía de haber sido eclipsado en algún modo y momento por la totalización de las del kwareth, «asociando o confundiendo» los ancestros, en general, con Juok-Nhialic (Seligman, 1931: 3, 16). Con independencia de la precisión de las noticias a partir de las cuales lanza tal sugerencia un autor cuyas referencias para la analogía, en esta ocasión, se limitaban prácticamente a un par de tribus dentro del vasto conjunto cultural dinka, e incluso a pesar del grado de acierto de las consideraciones desde ellas inferidas, análisis posteriores hacen pensar, manejando un volumen mayor de datos, que buena parte de este entuerto es más bien fruto de la temprana e incontrolada traslación de problemáticas metafísicas propias de los misioneros cristianos en sus primeras traducciones. Godfrey Lienhardt, quien fuera precisamente alumno de Evans-Pritchard en Oxford y continúa siendo referencia ineludible en la materia a día de hoy, advirte así del cercenamiento que supone para sus mismas evidencias etnográficas la identificación restrictiva de juok con la idea monoteista de dios practicada, por ejemplo, por el padre católico Wilhelm Hofmayr (Die Schilluk: Geschichte, Religion und Leben eines NilotenStammes, 1925 para la primera edición). Es bien cierto que esto no comporta que los shilluk, o los dinka, no concibieran esa divinidad –un «ser» concreto, incluso concretamente un «ser supremo»; en el caso de los dinka, un «dios padre» (nhialic wa), «dios creador» (nhialic aciek)–,8 por más que verificar la existencia del mismo significado no impone eo ipso el mismo tratamiento del significante, y a todas luces el «dios» de los misioneros no tenía un recorrido semántico tan amplio como sus equivalentes sustantivos en las poblaciones nilóticas que trataban de evangelizar.
Tampoco en esto son baladíes las palabras. Decíamos «sus fantasmas»: si una cosa más llama poderosamente la atención del citado trabajo de Seligman, es la constatación inicial de la recurrencia con la cual los nilóticos –en este caso en concreto los shilluk y algunos de sus vecinos dinka– emplean diferentes variantes dialectales de la voz *jwok para nombrar lo divino, aun a pesar de que aparentemente se desplacen aquí o allá de unos conceptos religiosos que les son comunes. Así, donde los unos estarían aplicando Juok al dios en el firmamento y apelando sucesivamente a la intercesión de Nyikang y, frente a éste, del reth para obtener sus dones, los otros conocerían la misma divinidad bajo el nombre de Nhialic –locativo de «arriba» y en tanto tal, literalmente, «en el cielo»–, y apelarían con el mismo fin al poder de sus ancestros (jaak, singular: jok).7 Las evidencias superficiales eran demasiado tentadoras como para no convencerse de que, entre los shilluk, el culto colectivo a Concluye precavido: «as with any such statement, though, the obvious question is: what does “originally” mean here?» Concretamente, Graeber sugiere ratificar con ello las conclusiones principales alcanzadas por de Heusch, y a través de él, por Hocart. La comparación con el «Estado del bienestar» la toma de Simon Simonse («Tragedy, ritual and power in Nilotic regicide: The regicidal dramas of the Eastern Nilotes of Sudan in contemporary perspective», 2005 para la primera edición), del cual opina que «has a particularly piquant irony when one considers the current popularity of the notion of “biopower” –the idea that modern States claim unique powers over life itself because they see themselves not just ruling over subjects, or citizens, but as administering the health and well-being of a biological population–. Probably the question we should be asking is how it ever happened that there were governments that did not have such concerns» (Graeber, 2011a: 7, nota 4). Vid. asimismo las reflexiones de Bohannan a propósito de los tiv para una noción similar (1955b: 149; cf. Bohannan, 1970): «the notion of tar [“país”, aproximadamente; “comunidad territorial” en el contexto de un cuerpo social segmentario], and concepts of repairing [sôr] tar, lie at the basis of Tiv social process. The phrase “repairing tar” contains an ambiguity: it means government, more or less in the sense that we know it –the temporal restoration and control of human relationships toward the state which is conceived as a maximum good–. But it also means the religious reparation of the community, and with it supernatural aid in the production of wealth, plenty, and contentment –of prosperity–». 7 Un poder, por lo demás, que de nuevo se presenta como harto ambiguo, tan pronto beneficioso como nocivo: «the atiep [“sombra”: fantasma] of a father, mother, or ancestor, may at any time ask for food in a dream and a man will then mix some dura flour with a little fat and put it in a pot in a corner of his hut, leaving it there until the evening, when he or any one belonging to his clan may eat it; if food were nor provided the atiep might bring illness upon the dreamer or his family» (Seligman, 1931: 16; cf. i. a. Ogot, 1961; Lienhardt, 1985; Burton, 1978; Mogensen, 2002). Pero sin duda resulta mucho más interesante la «gradación» en el uso terminológico que el británico reporta entre los apriorísticamente intercambiables atiep y jok: «sometimes the spirit of a person recently dead is spoken of as jok, but this term is generally reserved for the spirits of powerful and long dead ancestors [...]. While atiep are at their strongest immediately after death, and in a few generations may safely be forgotten, jok retain their strength and energy and require to be freely propitiated with sacrifices, making known their wants in dreams»; luego, de algún modo, se repite aquí la idea de que no todos los muertos son ancestros al fin y al cabo, y se revela jok solamente quién continúa apareciendo en sueños. O dado vuelta: quién continúa recordándose. 6
8 De hecho, en su relación con la humanidad, nhialic se mueve en el eje que conecta «paternidad» (fatherhood) y «creación»: «es de un Poder [jok] con estos atributos del que [los dinka] se ven separados por los acontecimientos que tienen lugar en los mitos» (Lienhardt, 1985: 47 y ss.). Esto no es óbice para que estos nilóticos distingan claramente los verbos «crear» (cak) y «procrear» (dhieth), de modo que resulte un error lingüístico intercambiar la acción de nhialic respecto a la humanidad, con la de los padres y madres humanos respecto a sus hijos. «Las únicas circunstancias en las que es posible utilizar el verbo “crear” para una actividad humana son aquéllas en las que lo que es creado es el producto de la imaginación o del pensamiento, o sea, cantos, profecias y el nombramiento de cosas y niños», de modo que se emplea para referir compositores y profetas aciek, «creadores» –no se pierda de vista: el mismo término que para los monstruos, y los niños deformes a los que se daba muerte en el río al nacer–, pero no así para el artesano (atet). Esto no es óbice para que cada gestación ligue íntimamente en el vientre de la mujer la procreación de los padres y la creación de nhialic, en cuya participación es virtualmente «padre» de todos los dinka. De hecho hay aquí también un desarrollo argumental intermedio, donde antepasados y divinidades clánicas se ordenan junto a nhialic y otras «divinidades libres» en el «poder sobre humano», y son todos jok, aunque los primeros hayan sido también, en efecto, padres de los humanos que hoy viven. Ello confiere a los padres –vivos: humanos– una autoridad que «está, para los dinka, conectada con la paternidad trascendente de aquellos [...]. Lo que el hijo acepta, al menos en principio, es la autoridad del Padre –de todos los padres–, una autoridad que los asocia con Divinidad». Pero ni más ni menos que en principio, pues «la relación hijo-padre no es simplemente de sumisión, obediencia y resignación por una parte, y autoridad incuestionable por otra [...]. Al contrario, los hijos entran a menudo en conflicto con sus padres, y no tienen reparos a la hora de reclamarles sus justos derechos» (ibíd.: 49-50); algo especialmente notable en cuanto a la concreción del matrimonio que, no en vano, les certifica la plena autonomía adulta: ¿no es ésta, precisamente, la condición de la «caída» de sus –y nuestros– mitos?
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La política salvaje De hecho, es bajo esta prevención que Lienhardt decidió sustituir en Divinidad y experiencia: La religión de los dinka (1961 para la primera edición, en inglés), para el caso de la voz nhialic, el acostumbrado «dios» (God) por la «divinidad» (Divinity), significativamente más plástica. Tan pronto denotando sustancia como cualidad: un ser; una naturaleza o clase de existencia; una facultad propia de esa clase del ser (Lienhardt, 1985: 37-38).
radicalmente dividido. Como se podrá comprender, es más fenomenológica que teológica, una interpretación de los signos de la actividad ultrahumana más que una doctrina sobre la naturaleza intrínseca de los Poderes detrás de aquellos signos» (Lienhardt, 1985: 40-41). Clasificar, ateniéndose a lo dicho, a los europeos como jok –turuk aa jok– encierra el sentido de identificar en su comportamiento una manifestación de «poder sobre humano», sin que ello comporte necesariamente negarles otras condiciones esenciales de la humanidad, como habría sido el caso, basculándolo esta vez en favor de su dimensión sustantiva, de haber expresado lo mismo en plural –turuk aa jaak–, para una lengua que carece de artículos gramaticales, definidos o indefinidos, a la manera del inglés o del castellano. Los europeos son «poder sobre humano», cualitativamente, significativamente, pero no son los espíritus, el «poder sobre humano» sustantivo. Lo manifiestan, no lo encarnan. ¿Cuánto dista esto en la práctica de la explicación del mana austronesio como «verbo de estado» y la ulterior replicación de su mutante cataclísmico en el cargoísmo donde los europeos son como ancestros (vid. sup., especialmente caps. 6.2, 7.5-6) –significados recibidos; mutación conforme a las formas–? ¿No es, acaso, esa fusión-confusión, leitmotiv en la generación de los marcos interpretativos de la realidad que necesita un animal dotado de cultura semiótica para orientar lógicamente su «práctica» en respuesta al cambiante medioambiente que habita?
De igual manera habría sucedido con el juok de los shilluk. Uno de aquellos misioneros escribía a principios del pasado siglo: Él parece ser uno, y sin embargo parece haber una pluralidad tambíen, y el mismo nativo está desconcertado. Dirá «solamente hay un juok», y entonces dirá [también] de alguna persona extremadamente afortunada que su juok es muy bueno, mientras que se referirá a alguien que lo es menos como si tuviera un juok malo o enfadado. Se habla del extranjero como juok a causa de las cosas maravillosas que hace. Vuela por los cielos, o crea máquinas parlantes, así que es un juok. Un animal malherido que se pierde en la espesura es juok, porque se alejó muerto y no pudo ser encontrado. Juok es el creador de la humanidad, y del universo, pero cualquier cosa que el shilluk no puede entender es juok. (Heasty, en Lienhardt, 1997: 42)
Si volvemos ahora la vista a nuestra concatenación de arcanos shilluk también hallaremos la «monarquía divina» mudada en su significación: «Nyikang es poder, pero el poder no es Nyikang; el reth es Nyikang, que es poder, pero como el poder no es Nyikang, menos lo es el reth». Esta condición del ser deja suspendido al reth en una situación liminar. Literalmente; en el intermedio entre la humanidad shilluk –collo– y el soberano espaciotemporal que los ribereños del Nilo Blanco resumían en Juok.
Sin embargo, como opina un agudísimo Lienhardt, no se precisa más que comenzar a mudar nuestra perspectiva hacia la extricta literalidad de la narrativa indígena para comprender, en verdad, a quién resultaba desconcertante todo aquello. Al haber documentado prácticamente el mismo contexto de uso tradicional, palabra por palabra, para el jok de los dinka –i. e.: empleándolo no sólo para «ancestro», sino para englobar asimismo nhialic y otras divinidades, extremo éste inadvertido por Seligman en 1931–, el autor de Divinidad y experiencia consideró más ajustado al entendimiento europeo rebasar la traducción «espíritu», normalizada en la literatura antropológica, y emplear en su lugar la cualidad inherente que estaría caracterizando a estos espíritus en distinción de la categoría «humano» –i. e.: desbordando también él la carga semántica desde un sentido sustantivo hacia su declinación cualitativa–. Al juzgar de Lienhardt, entonces, jok se demuestra inteligible tan pronto se interpreta más cercano a «poder» (Power; en mayúscula en su versión, igual que antes el invariable nhialic→«Divinidad» frente al singular yath→«divinidad» y su plural yeeth→«divinidades», como para reequilibrar su sustantividad), y más concretamente poder sobre humano.
2. No poder-trascender ¿Por qué reintroducir aquí la noción de «soberano»? Ha sido de sobra probada la «marginalidad» del rey. Incluso de Heusch desarrollará magistralmente aquella conclusión de Evans-Pritchard –donde a su marginalidad se la llamaba «realeza»– para teorizar en sístesis el rito de coronación como la certificación de su intercepción; expulsando al rey no ya de la lógica faccional de la parentela y el grupo local, o al menos no sólo, sino sobre todo, del «orden del derecho»; y a fortiori, de la lógica de la humanidad. El detalle crucial que quiere explorar Graeber en su revisión es la proporción operativa que implica para la agencia social la experimentación activa de esa forma de marginalidad. A fin de cuentas el reth no deja de ser también un agente social empírico, y así, la «monarquía divina» de los shilluk es una forma particular
Desde su perspectiva, «la religión dinka [...] es una relación entre los hombres [sic passim, por “los humanos”] y Poderes ultrahumanos [jok] experimentados por los hombres, entre las dos partes de un mundo 270
La política salvaje de resolver el dilema que plantea la constitución de la comunidad de derecho y su espacio político. «Soberanía» como cualidad del ser, o incluso como un ser: «soberano», son en este punto interpretaciones ajustadas de Juok porque es, en su faceta de «divinidad creadora» (vid. sup., cap. 10.1, nota 8), quien constituye. Su «poder» –el poder trascendente– es el equivalente funcional de lo que la Filosofía política moderna llama «poder soberano». Es el poder que asegura el orden del derecho desde fuera del orden del derecho e incluso a pesar del orden del derecho (vid. sup., cap. 8.4). Y si es evidente a todas luces en la narrativa shilluk que el reth es un signo de la soberanía, pero no el soberano, y si hemos de hacer caso a lo que los salvajes opinan de sus propias políticas, entonces buena parte de nuestros constructos analíticos están mirando el problema histórico del Estado al revés: el quid no se halla en la «divinización» del poder, sino en –el atasco de– su «humanización». Porque al fin y al cabo, ¿qué tipo de solución al aludido dilema es su «monarquía divina», si no una garante de la fluidez política en lo que a la «comunidad de los humanos» atañe?
aproxima el «rey» al «criminal», y legitimará en última instancia su ejecución (vid. i. a. de Heusch, 2007: 107-108, 114-115). A la «soberanía» expresada en su definición fenoménica mínima, según Graeber, a través de la violencia arbitraria –él dirá también «impune»– de un tipo de «poder» que es ajeno a la vida humana, ambiguo o ambivalente, sumamos ahora el segundo principio de la lógica estatista que anunciaba este autor. «¿Es, pues, el rey una víctima sacrificial temporalmente en estado de gracia? Yo diría que en cierto sentido así es. A fin de cuentas todo acto de sacrificio contiene su momento utópico. Aquí, es como si el rey estuviera detenido en ese momento indefinidamente –o al menos, tanto como aguanten sus fuerzas–» (Graeber, 2011a: 46), y eso lo convierte en temporalmente inmortal. Un «monstruo sagrado». Porque la elongación de su estado excepcional de gracia no lo sitúa en el espacio-tiempo de la inmoralidad, sino en el de la amoralidad soberana –por eso él habrá dicho «violencia impune»: visto desde la perspectiva de la humanidad, la existencia del rey no es contraria al derecho, sino ajena al derecho, y en tanto así, y mientras se prolongue en su cuerpo el «estado de excepción», sus acciones no son materia punible–.
«Si el rey es a menudo condenado a morir ritualmente, sucede también que su coronación en sí es el momento en el cual se le da muerte. El jefe sagrado es, entonces, un muerto viviente», escribía de Heusch (1997: 218)9 tras de una multitud de muestras semejantes en el ámbito bantú centroafricano. Se opera de esta manera una suerte de fetichización del cuerpo del rey que –dirá el belga textualmente– lo «ancestraliza». Y recordemos cómo no es la primera vez que este dispositivo nos sale al paso en el curso de nuestra investigación: por doquier en la política salvaje, la muerte parece ser la condición propia de la soberanía; el origen y el ámbito del «poder soberano».
Dados estos mimbres, a ojos de Graeber es lícito conjeturar aquí una interpretación original de la misma «paradoja de la violencia» con la que diera Walter Benjamin, no casualmente contemporáneo y compatriota de Weber y Schmitt, tan pronto dislocó el dogma de la disciplina jurisprudencial que encorsetaba la valoración de las implicaciones sociales de la violencia, alternativamente, entre las relaciones sostenidas por la «justicia» como criterio de los fines y por la «legitimidad» como criterio de los medios («Para una crítica de la violencia», 1921 para la primera edición, en alemán). Establecido un punto analítico independiente, «la violencia mítica en su forma original es pura manifestación de los dioses; no es medio para sus fines, apenas si puede considerarse manifestación de sus voluntades; es ante todo manifestación de su existencia» (Benjamin, 2001: 39; cf. Agamben, 2002a: 80 y ss., para una relectura en términos de poder soberano y nuda vida). Esto plantea en todo caso un recorrido, no de un polo al otro de un circuito cerrado sobre la justicia y la legitimidad, sea cual fuere su sentido direccional, sino en una linealidad primigenia, un recorrido del espacio-tiempo del «nudo poder» al espacio-tiempo del «derecho» donde, ahora sí, ya es dado racionalizar, o humanizar, la violencia en función de fines y medios. Porque si es cierto que toda violencia participa en la problemática del derecho ni bien entra en interacción con la «comunidad política» humana –no se entiende cómo podría aprehenderse en su seno sino a través de su significación–, entonces es preciso distinguir la «violencia conservadora de derecho» de la «violencia fundadora de derecho», opinaba Benjamin. Si más no, distinguirlas como principios o tipos ideales, se podría opinar aquí; y tras las enseñanzas del realismo jurídico, considerar en adición que cada deflagración puntual actualiza el derecho en la práctica (vid. sup., cap. 9.1), y así en cierta manera toda violencia es un poco «fundadora», si han de derivársele consecuencias sociales.
Tampoco resulta casual, por consiguiente, que Frazer yuxtapusiera en La rama dorada dos temáticas transitables parsimoniosamente en esa encrucijada: junto al rey divino que es asesinado como «dios agonizante» (dying god), la «víctima expiatoria» (scapegoat). La misma transgresión del orden humano que patentiza su condición liminar a través de la violación real o simbólica de alguna norma social fundamental, como entre los bantúes la comisión de incesto, homicidio o canibalismo, Esto no sólo es totalmente acorde con las conclusiones preliminares a que arribábamos en nuestra «digresión melanesia» (vid. sup., cap. 7.6), sino que de Heusch aprovecha la cita para deslizar la intercambiabilidad, en este contexto, de chiefship-kingship, categorías batidas en otras lides socioculturales que no captan los matices fundamentales que él busca poner de relieve. Sobre este segundo flanco, merece la pena remitir a su reflexión sobre los trabajos de Michel Izard (Gens de pouvoir, gens de la terre: Les institutions politiques de l’ancien royaume du Yatenga, 1985 para la primera edición) y, en general, sobre el uso de los términos naam –que traduce «autoridad política»– y panga –«poder predatorio»– entre los diversos grupos hablantes de lenguas gur que habitan las riberas del río Volta, en las actuales Ghana y Burkina Faso, por cuanto permite establecer una discontinuidad en el seno de sus ordenamientos sociales, y a la vez una continuidad terrible: «from the sacred chief to the powerful king, a spectacular reversal is found: the association of violence and the sacred. This phenomenon [...] is connected with the birth of the State as a coercive force» (de Heusch, 1997: 224-225).
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La política salvaje Por supuesto no se le escapaban al askenazí otras reverberaciones más directas en la sociología del Estado, tales como que, por ende, la lógica que rige inherentemente la acción social fundadora de derecho es –la recreació de– ese «poder», y no el beneficio económico. Que esto puede rastrearse aún en la doctrina por la cual «la ignorancia de la ley no exime de castigo»; fosilización humana del espacio-tiempo previo al derecho propiamente dicho, donde la violencia no se desata en respuesta al criterio de justicia de los fines, o a la legitimidad de sus medios, sino a la insondable fatalidad del destino –y por eso también es «violencia arbitraria»: ¡Moĩra krataiē de los argivos!–. O que la constatación de ese escenario, precisamente, indica que «la batalla librada por las entidades colectivas antiguas a favor de un derecho escrito, debe entenderse como una rebelión contra el espíritu de las prescripciones míticas» (Benjamin, 2001: 40-41); y esa última indicación es todavía más interesante en la medida en que sugiere una vía para interpretar la activación histórica de la «legalidad» acorde a la lógica y a los intereses –contraestáticos– de la política salvaje. Es decir, en tanto desarrollo de la «legitimidad» y no como «legitimación» unilateral de la dominación, a pesar de que los posteriores accidentes en el diálogo de su replicación la tornen, sin lugar a dudas, parapeto del estatismo. De la dominación.10
Por el momento, la evidencia etnográfica mueve a Graeber (2011a: 8) a postular con acierto que la paradoja por la cual «ningún orden constitucional puede constituirse a sí mismo» siempre ha acompañado a todas las sociedades humanas; y que los términos benjaminianos relativos a la conservación o la fundación violenta del derecho responden únicamente a una reformulación necesaria «una vez el poder de los reyes –la soberanía– fue transferido, al menos en principio, a una entidad referida como “el pueblo” –incluso aunque la manera exacta en que “el pueblo” debía ejercer la soberanía nunca fue clara– [...]. Solemos decir que “nadie está por encima de la ley”, pero si eso fuera realmente cierto las leyes no existirían», algo que fue perfectamente evidente para los liberales fundadores, aunque no siempre lo sea así para los conservadores: «la legitimidad de cualquier orden legal descansa en último término en actos ilegales» (vid. inf., Conclusión, nota 7). Así las cosas, el punto a destacar para el antropólogo estadounidense es cómo, en el caso de los shilluk, «todo sucede como si los súbditos del reth estuvieran resistiendo en igual medida la institucionalización del poder y la eufemización que invariablemente lo acompaña, [de manera tal que] el poder permanece predatorio» (Graeber, 2011a: 30). La utopía es pretender que no lo es. Pachodo se perfila en la materialidad, pues, como la anulación temporaria de la condición humana. En verdad la corte, rodeada del bang reth, no conoce la muerte natural, ni allí se levantan las tumbas reales, y habiendo sexo, no se nace, ni hay crianza. Una vez poseído por el espíritu de Nyikang, para la sociedad el reth habita un halo de misterio y peligro; de hecho, la mayoría de los collo sólo habrán visto su persona durante los prolongados ritos de la coronación, además de en la guerra, y por fin: en la impartición de justicia. En este último sentido no es tan importante discernir el nivel de autonomía efectiva del reth –crecientemente comprometido con la interferencia de políticas estatistas extranjeras, al menos desde que en 1820 se tornara tributario irregular del Imperio otomano
10 Schiavone ilustra ambas cosas perfectamente cuando analiza la «solución romana» materializada en las XII Tablas y el orden republicano, en su contraste con el paradigma democrático griego. Después de vinculadas por Radcliffe-Brown las nociones de impureza, pecado y crimen (vid. sup., cap. 9.1), no debería de resultarnos en absoluto sorprendente que el campo semántico indoeuropeo en el cual se aclara la oscura etimología de ius –védico yoḥ (prosperidad), avéstico yaoš (purificación)– nos remita a la religión, y más concretamente a un «estado de conformidad según las prescripciones de los ritos»; concretamente aquellos relativos a la interacción ciudadana y a los que, expresados en el saber hermético del colegio de los pontífices aplicado a la resolución de problemas concretos, se les reconocía de algún modo una cierta fuerza coercitiva autónoma –recuérdese la explicación del mulao lozi: «law is the things which ought to be done»–, de modo que «podemos decir que el ius fue entonces la tradición (mos) en su aspecto más estrictamente preceptivo» (Schiavone, 2009: 76-79, 96; cf. Benveniste, 1983: 304 y ss.). Frente al poder de estos responsa pontificios, el episodio histórico que resulta en las XII Tablas, en cuya fijación sólo participan patricios pero ninguno de ellos pontífice, puede vincularse con un acto de imperio del poder político ciudadano de una naturaleza, de hecho, similar a aquellas leges sacratæ con que pronto veremos a las asambleas populares declarar sacer –fuera de la ley (vid. inf., cap. 10.4)– a quien hubiera impedido por la fuerza el desempeño de los magistrados de la plebe, no obstante lo cual «no se trataba evidentemente de intervenir en sus contenidos, de tocar la relación entre reglas y mos para modificar la racionalidad intrínseca de las prescripciones, sino de sustraer de una vez por todas su pronunciamiento a una forma que parecía llevar inscripto dentro de sí el germen de la desigualdad y el arbitrio» (Schiavone, 2009: 121). La confirmación de esto pasa por que recayera de nuevo en el colegio de los pontífices la custodia y ejercicio del saber de ese texto en el mismo sentido en que se venía haciendo, y así, lo que aleja definitivamente el paradigma romano de la democracia griega entre los ss. IV y III a. C. será la integración de las principales familias plebeyas en las antiguas instituciones patricias –y por supuesto, en su lógica–, desplazando progresivamente la figura protagónica del ius desde el sacerdocio tradicional hacia la nueva nobilitas que encontraba en el senado republicano el órgano de su hegemonia. Sin embargo, «la recuperación pontificia, y luego la definitiva afirmación del modelo jurisprudencial, no eliminó de la experiencia romana el paradigma de la lex» asentado en los comicios populares, si bien «no concernió, salvo pocas excepciones [unas treinta leges repartidas a lo largo de la historia republicana, que Schiavone no duda en definir como “auténticos microdesgarros
en el tejido del ius, determinados cada vez por la fuerza de presiones populares, que requerían una respuesta de clara índole política”], a los términos que volvían a entrar en el radio del ius civile, identificado ya con la disciplina social de la ciudad. Desde este punto de vista, el ejemplo de las XII Tablas no fue seguido. Los campos que ésta se atribuyo fueron otros: la regulación de las relaciones entre ciudadanos y poder político; el funcionamiento de las asambleas, del senado, de las magistraturas y de los sacerdotes; la organización de los cultos; los reglamentos municipales y provinciales; la repartición de la tierra; la represión criminal»; y concluye el jurista italiano: «la separación terminó por crear un latente dualismo entre ius y lex, nunca explícitamente teorizado, y sin embargo percibido por la cultura romana como un dato peculiar y característico de la propia realidad institucional. El ius expresaba el núcleo original –sapiencial y aristocrático– del disciplinamiento civil romano: la convicción colectiva [...] de que la medida en las relaciones “horizontales” y paritarias entre los cives en tanto “privados” reposaba sobre las reglas de una práctica antigua, una vez confundida con la religión y las ritualidades culturales, y ahora dotada de técnicas y de protocolos autónomos que requerían cuidado y custodia por parte de talentos del todo particulares. La lex, ligada en cambio a la voluntad de los comicios y del magistrado que lo presidía y lo había convocado, representaba por su lado la presencia reguladora de un dominio popular considerado esencial en las estructuras republicanas» (ibíd.: 159-161; cf. Marcos Celestino, 2000).
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La política salvaje (Evans-Pritchard, 2011: 408; Howell, 1952: 202-205); si es que no se comienza por mejor incardinar la propia emergencia del reino shilluk, al igual que con cualquier otro grupo humano, en un proceso histórico alcanzado por nuestro conocimiento siempre, sólo e indefectiblemente in media res (Graeber, 2011a: 14 y ss., con bibliografía)–; no es tan importante, decíamos, como identificar el espacio ontológico en el cual se le sitúa respecto a la sociedad, pues igual de indefectiblemente, en esa «autoridad» se arriostra la legitimidad-legitimación de las modulaciones diacrónicas de su «poder». O dicho de otra manera: el hecho de que se haya discutido a partir de qué momento y en qué grado el reth juzga motu proprio determinados crímenes, por ejemplo, no debiera de apartar nuestra atención del por qué podría llegar a hacerlo en algún grado y momento, pero no así las evanescentes «clases de edad» militares y sus líderes (vid. Howell, 1941: 56 y ss.; 1952: 107-108), ni los consejos aldeanos, ni los jyak que los encabezan, a pesar de que son todos ellos, cuerpo político de la humanidad, quienes deciden la coronación del reth; y quienes lo asesinarán, llegado el momento.
se prestan a la imprecisión del prejuicio por sí solas, pero es su acostumbrada secuenciación tipológica lo que viene obstaculizado la observación global de algo que, sin lugar a dudas, se comprende mejor como variaciones culturales sobre un mismo tema: también en esta ocasión hallamos un ritual de segregación de la comunidad humana dando comienzo al drama, ya sea al tratar al «hacedor de lluvias» como un monstruo de la naturaleza –grandes félidos, o cocodrilos– que se «humaniza» durante su coronación, ya convirtiendo al rey electo en una especie de monstruo, receptáculo de los males, hechizándolo con las mismas palabras con las cuales se maldice a los enemigos. Hallamos, también, un final violento; aunque el neerlandés opine que en su formulación más básica no estaríamos ante un asesinato ritual tanto como ante la culminación de un proceso reactivo motivado por la ausencia de lluvias –o, eventualmente, otras calamidades–, y por tanto hasta cierto punto evitable, donde el «hacedor de lluvias» no desempeña precisamente el papel de víctima sacrificial pasiva (Simonse, 2005: 83-86).
Simon Simonse (2005; 2006) proporciona una última luz a través de la aplicación de la «teoría mimética» de René Girard (La violencia y lo sagrado, 1972 para la primera edición, en francés) a lo que considera una «representación dramática» extrema de la comunión humana ejecutada en torno a la figura de los «hacedores de lluvias» (rainmakers) entre un nutrido grupo mayoritariamente compuesto por nilóticos orientales que habitan la región sursudanesa de Ecuatoria, unos cientos de kilómetros más meridional que el país shilluk, sobre la frontera con las actuales Uganda y Kenia. Como el reth, estas figuras principales de bari, lotuko, lokoya, olu’bo –los últimos, encuadrados en el complejo lingüístico moru-ma’di– o acholi –igual que los shilluk, en el luo nilótico occidental–, entre otros, se consideran responsables de la fertilidad y el bienestar del grupo humano; pero, al contrario que el reth, en ello se piensa que juegan un papel directo y activo, mediante el control mágico de la lluvia. Tal circunstancia, verificada en el interior de sociedades aestatales por lo demás marcadas por el tradicional «igualitarismo» nilótico, empujó ya a Frazer (2005: 115) a excluirlos de la categoría de «reyes divinos», concediéndoles un puesto inferior en su matriz evolutiva progresista, en tanto «reyes magos», y sancionando así una tendencia perdurable en la Antropología a identificarlos antes como «jefes» que como «reyes».11 Una y otra etiqueta
La cuestión central es que la construcción significativa de las crisis subsistenciales a través de la oposición de dos violencias antagónicas surte el efecto de recrear, al mismo tiempo, la constitución de la comunidad como una entidad política, cohesionando estrechamente sus facciones en el desastre. Simonse hablará de una transferencia, o de una canalización del informe enojo general hacia una relación sólidamente estructurada capaz de, a la manera de un dispositivo fusible, interrumpir en la ruptura de un punto controlado y preestablecido –el regicidio– el flujo de violencia que recorre un circuito social polarizado; y reiniciarlo evitando daños políticos severos en el interior del cuerpo social. De esta manera el rey, elevado al rango de «agente ecológico», estaría desempeñando un papel fundacional en la forma de «víctima expiatoria». Este mecanismo puede rastrearse idéntico en los mitos shilluk sobre las tentativas colectivas para dar muerte a Dak, y la final volatilización física de Nyikang, ante la escalada de descontento y la amenaza de rebelión de sus súbditos (Graeber, 2011a: 22-25). Sin embargo, es evidente que existen diferencias notables entre uno y otro escenario sociocultural, en especial en lo que concierne a la localización última de esa «agencia ecológica». Precisamente a la vista de casos como el paradigmático reth de los shilluk, donde se implementan verdaderos rituales sacrificiales –es decir: donde el asesinato no es solamente el resultado de una crisis que no se logra resolver antes de alcanzar el clímax dramático–, Simonse (2006: 37-38) considerará que «la violencia de la
11 Cf. las consideraciones con que Dan O’brien (1983) compone su enmienda a la interpretación clásica de las sociedades tonga del curso medio del Zambeze (vid. i. a. Colson, 1959; 1986); en especial por cuanto reúne evidencias suficientes como para afirmar que, en el momento previo a la irrupción en la región de la British South Africa Company, el «jefe» Monze Ncete apelaba esencialmente al mismo tipo de autoridad –religiosa– sobre los suyos que su vecino y rival «rey» Lewanika I sobre los malozi (O’Brien, 1983: 34), aunque no se puedan parangonar ni el «poder» activable hacia el interior del cuerpo social que por éste les es reconocido ni, por supuesto, su capitalización del proceso colonial. En cualquier caso, cf. asimismo la harto más interesante panorámica del escenario sociocultural en que surge el «culto de la lluvia» Monze de los batonga firmada por Severin Fowles (2002). Profundiza éste en las
fuentes autoritativas que sustentan los tipos de «jefes» tonga, parentales, aldeanos y profetas étnicos «hacedores de lluvias», a través de su posesión por parte de ancestros y otros espíritus –«poder ecológico» que se manifiesta en ellos pero no les es propio (ibíd.: 90)–, y además, lo hace equilibrando en un sistema fluido el desarrollo eventual de estrategias individuales o faccionales enfocadas el liderazgo centralizado y su cíclica disolución en una arquitectura social marcada por una arraigadísma cultura igualitaria.
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La política salvaje victimización expiatoria es remplazada por una secuencia de acciones en las cuales ésta se reduce, se controla, o se simula; el sacrificio remplaza al linchamiento [...]. Mover el foco de las expectativas comunales desde el rey vivo hacia un sustituto o extensión inmortal e invisible, una divinidad [para los del reth, Nyikang], es una estrategia radical de evitación de la violencia conectada con la monarquía sagrada». En este proceso, el autor aisla tres dimensiones metafísicas pautando las posteriores lógicas de operación:
con sutil precisión, de la existencia de «realeza» pero no así de «rey», de «monarquía» (vid. sup., cap. 10, nota 2), en especial por cuanto refiere a la aceleración de la competencia entre los miembros del clan real (nyiye), dispersos por el país y en competencia con los jefes de las aldeas a las que les unían la ascendencia materna, a rebufo de la introducción de armas de fuego hacia 1900 (vid. Mair, 2001: 110-113)–. Como colofón, Simonse ensaya una proyección del argumento hacia la externalización definitiva del «agente ecológico» que se deriva, sin ir más lejos, de la tradición bíblica, donde atisba una historización de la crisis subsistencial –i. e.: el «drama ecológico» es la propia Historia, entrampada entre caída y parusía– que supondría la sustitución de la eliminación sacrificial del mal por la determinación moral de la conducta en el marco de las «leyes divinas». Concluye: «una vez que el poder ecológico ha sido definido como dominio de la soberanía divina, los humanos pierden la iniciativa para mantener su orden» (Simonse, 2006: 40).
1. La responsabilidad del bienestar social y ecológico es transferida a seres externos a la comunidad, con quienes las negociaciones directas no son posibles; es imposible la presión física sobre ellos. 2. La relación entre el agente al control del entorno natural y la comunidad se torna irreversible. En el escenario de la monarquía, la victimización se alterna entre la comunidad –sufriendo desastres– y el rey –sufriendo asesinato–. En el escenario divino, son los humanos siempre los perjudicados [...]. 3. En un movimiento que sella el nuevo acuerdo, la externalización del poder ecológico y el giro desde la reciprocidad al unilateralismo se representa como una transformación simétricamente opuesta. En vez de ser los humanos quienes colocan el ecológico y otros poderes a una distancia segura, donde no puedan perturbar la vida social, lo divino es representado como la totalidad original de la cual ellos son expulsados a causa de su irresponsabilidad, su codicia, u otras flaquezas. (Ibíd.: 39-40)
Ésta es una idea, sin duda, más sugerente por lo que la conclusión invita a colegir que por la articulación de un discurso el cual, en ocasiones, parece irle a la zaga a la secuenciación frazeriana, del «hacedor de lluvias» al dios monoteísta pasando por su interlocutor, rey de los humanos. Quizá resulta demasiado embrollado equiparar aquí la participación que un agente social dado pueda tener del «poder soberano» con la soberanía misma. Y resulta más bien aventurado dejar pensar que esa participación corresponda maquinalmente, como corresponde en general a las divinidades, a la fijación –valga decir «legal»– del «derecho». Pareciera, al contrario, que le es a lo sumo reconocido al reth el «poder pronunciarlo»; y es más: el poder hacerlo en aquellos contextos donde de hecho no se halla ya haciéndolo el jago, a la cabeza del consejo aldeano. Éste es, de vuelta, un problema en la interpretación de la direccionalidad práctica del flujo de «poderes» y «autoridades», de los nudos de la trama social, acaso parangonable al de la imaginación que sitúa al rey en el centro de la política –estatista–, cuando sucede que todas las evidencias apuntan a que la realeza como institución social pertenece, en todo caso, a los márgenes de la política –contraestatista–. Por eso tal vez deviene más y más iluminadora la resiliencia collo: «Nyikang no es el reth», pero si por ventura pareciera serlo, «Juok no es Nyikang».
Para Simonse, en la base de un proceso tal debe de encontrarse la necesidad funcional de estabilizar las cíclicas convulsiones sociales inherentes al modelo de los «hacedores de lluvias»; aunque a decir verdad, cæteris paribus, no encontramos nosotros funcional dicha estabilización sino, de hecho, para el propio rey, quien ciertamente sería comprensible encontrar tratando por todos los medios de anular la condición mortal del «poder sobre humano» a espaldas del cual descansa su posición de autoridad respecto a la comunidad política de la sociedad. Ésta es la arena donde se juegan las estrategias que a Simonse le valían desmentir la pasividad sacrificial del «hacedor de lluvias» nilótico oriental, y a fortiori del reth y otros exponentes similares: la atracción a la órbita de su partido de determinadas facciones sociales o parentelas; la alianza matrimonial, o el ensanchamiento de sus clientelas, o de su parentela –y hete aquí la profecía de Abudok sobre el kwareth fagocitando el país shilluk (Graeber, 2011a: 16), y la variable gestión de los agnados maternos (Lienhardt, 1955; Wall, 1976)–. Sobre ellas: la administración del excedente obtenido en pago a sus servicios, susceptible de cristalizarse en tributo, bien material o bien como fuerza de trabajo; la posibilidad de establecer monopolios productivos o, sobre todo, comerciales –cf. el proceso histórico que hilvanó Evans-Pritchard en su explicación del caso de los anuak surorientales, entre quienes Lienhardt hablará,
Lo que sí que es, y Simonse acierta reiterándolo con empeño, es un problema poliédrico en el cual múltiples agentes ponen en juego, en diferentes medioambientes, diferentes estrategias en pos de la dominancia. En este sentido, entre otras variables, Lewis L. Wall probablemente acertaba en parte al explorar la comparación entre las diversas condiciones ecosistémicas en que se desarrollan el reino shilluk y las fragmentarias sociedades del ámbito anuak, aunque tropezara en la misma piedra direccional al sentenciar que el reth, 274
La política salvaje modernos ni las anunciaban en incipiencia, sí se presentaban al mismo lado de la discontinuidad estatista respecto a la fluidez de unas autoridades parentales con quienes, sin embargo, convivían, y es más: a cuya merced estaban libradas en muchos casos. De Heusch lo llamaría «factor g» de la historia, transmutado para la tradición disciplinar anglosajona a que apela Hau en «factor g» de la Antropología (Da Col y Graeber, 2011: XIX y ss.; cf. Abelès, 1979).
tal cual se le conoce en los textos etnográficos, habría emergido en el contexto de la defensa del reino frente a una invasión dinka acaecida hacia finales del s. XVII y, desde entonces, «gradualmente [...] asume cada vez más funciones rituales, tornándose en esencia el “sacerdote supremo” del pueblo shilluk, con responsabilidades en el tiempo de la cosecha y obligaciones como hacedor de lluvias, en adición a su posición como líder militar y funcionario de justicia» (Wall, 1976: 161).12 Mientras, en el extremo distal del análisis intercultural, a Graeber la resultaba inevitable conjeturar (2011a: 52-53) que Bulozi y, con mayor razón, Buganda son inversiones perfectas del equilibrio shilluk, de modo tal que «donde el rey shilluk estaba rodeado de verdugos cuyo rol era eventualmente matarle, el ganda lo estaba de verdugos cuyo rol era matar a todos los demás».
Leído en esta clave, el «poder ecológico» de que habla Simonse no es exactamente una «autoridad política», y por eso está en el margen de la sociedad, aunque su propia existencia como agente empírico suponga, irremediablemente, abrir cierto espacio liminar en el cual jugar aquellos «dramas de la lluvia» de que se hacía eco. Por su parte, prevenido contra todo progresismo evolucionista, y por tanto criticando igual a EvansPritchard que a Gluckman o Lienhardt en la medida en que sugerían procesamientos de la divinidad de la «monarquía divina» como una mistificación impostada sobre la competencia política, de Heusch no ve en ello sino la condición de posibilidad para un salto evolutivo hacia el Estado; y cabría añadir, en nuestros términos: en el caso de que un cataclismo medioambiental comprometiera más o menos repentina e irremediablemente los términos de la reproducción del grupo humano. Porque el asunto principal es que, tras la introducción institucional del «hacedor de lluvias», un trance tal no encontraría a estos centroafricanos operando con «el resto constante» en lo que se refiere al ordenamiento de las «autoridades» y «poderes» empíricamente activados en el seno de la comunidad humana.
Llegados a este punto llegamos también a lo anotado al pie del fin del capítulo anterior. Aquel primer número de la revista Hau con el que comenzábamos éste tomaba prestado para su monográfico un juego de palabras señalado por de Heusch en 1987, cuando diez años después de su muerte, el belga medía la pertinencia de trasplantar las ideas de Clastres sobre la jefatura amazónica a sus propios casos de estudio en el África central. Desentendiéndose radicalmente de las tradiciones interpretativas economicistas, del funcionalismo británico y de las diferentes escuelas marxianas, como ya hemos sobrevolado (vid. sup., especialmente cap. 4.4), el anarquista francés proporcionaba otro principio. Permitía recomenzar a pensar el problema de la sociabilidad humana en su devenir histórico apercibidos de que la lógica conjuntiva del tejido político «primitivo» difería tan sustancialmente de la posterior lógica conjuntiva estatista que se hacía imposible resolver de qué manera una podría seguir a la otra. No resultaba ésta de un proceso de adición que precipitara aquélla; ni parecía darse una «acumulación originaria» en los términos en que se venía pensando; ni en general, una conmoción del mundo de la producción o del consumo doméstico, de las lógicas del sustento que había definido Sahlins (vid. sup., cap. 4.1), podría motivar otra cosa que el colapso social; de nuevo: cæteris paribus. También de Heusch observaba esto aquende el Atlántico. Pero entre los lagos y las sabanas africanas, las «monarquías divinas» de bantúes y nilóticos, que claramente ni reunían las atribuciones prácticas de los monarcas europeos
Así, de Heusch asume el punto de partida analítico alternativo al cual empuja la evidencia clastreana –el otro principio de Clastres– para advertir en los dispositivos culturales de la «monarquía divina» detectados primero por Frazer lo que, dado vuelta, podríamos calificar de «principio otro». Poder otro; violencia arbitraria de la naturaleza; lógica de quien integrándola parcialmente y, desde luego, compartiendo en todo su mismo espacio empírico, no comparte la posición ontológica de la humanidad porque se le ha hecho trascenderla sacrificialmente y, mantenido entre vida y muerte, se reconocen en su acción los signos de la divinidad soberana. De quien, no actuando como humano, podría reconocerse –en determinadas circunstancias favorables por alguna razón a la replicación de esta identificación mutante– actuando como dios: no es el peligro de una escalada en la competición política por la dominancia, sino el peligro de que se subviertan los signos de esa competición al ser activamente intervenida por la lógica de la alteridad absoluta generada en la supresión empírica del hiato «cultura-naturaleza» que supone encarnar una manifestación del «poder trascendente», por más que esa mutación se hubiera verificado en otros órdenes discursivos –la religión– enfrentado otras problemáticas –aproximar la definición de los límites de la sociedad; i. e.: del grupo humano donde la percepción cultural de
La fórmula puede ser casi un desliz, a juzgar por su adhesión a la hipótesis hocartiana que hace emerger el gobierno central desde un sistema político ritualizado (Kings and councillors: An essay in comparative anatomy of human society, 1936 para la primera edición). En cualquier caso, estos acontecimientos acaecerían durante el reinado de Tugo, noveno o décimo reth, quien abandonando la costumbre de mantener la corte en la aldea natal –i. e.: junto a los parientes maternos– fundó Pachodo. Por su parte, Graeber (2001a: 15-16, nota 18) recoge cierta controversia sobre el protagonista histórico de dicha emergencia, apuntando más bien, tras de Bethwell A. Ogot («Kingship and statelessness among the Nilotes», 1964 para la primera edición), a la tía paterna de Tugo, Abudok, a la sazón la única reth femenina; independientemente de lo cual el estadounidense destaca: «if nothing else, we can certainly say that the system that emerged was, effectively, a kind of political compromise between male princes, royal women, and commoner chiefs [jyak]».
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La política salvaje justicia cristaliza en la constitución de la comunidad de aplicación efectiva del «gobierno del derecho»–.
Y hete aquí que el «monstruo sagrado» es un «monstruo prometedor», mutatis mutandis. Y que «no hay que sorprenderse de que ese fantasma del Estado ronde en torno a esta máquina simbólica fabricada para hacer más eficaces las fuerzas productivas y reproductivas», pero no las de la sociedad, según imaginaron el fundamento económico de sus porqués los teóricos materialistas, sino las de la naturaleza toda, «la fecundidad general» (ibíd.: 107). Por eso Foucault (2012: 51) no podía estar más acertado al percatarse de cómo «la vocación del Estado es ser totalitario, es decir, tener en definitiva un control exhaustivo de todo», y sin embargo, por eso mismo defenderemos acto seguido que la noción de «biopoder» que definiera en La voluntad de saber no es un fenómeno circunscrito y privativo del Estado moderno, sino del Estado en sí (vid. inf., cap. 10.4). Que el Estado no es el Estado, sino la «estatización», la estasis del complejo flujo de signos y prácticas en que la sociedad estructura la relación que la incardina en el continuo espaciotiempo; y que, como ya hemos dicho varias veces en esta investigación, todo se conjuga para pensar que el principio del Estado no es el fruto de una invención histórica revolucionaria, ni de varias, sino un impasse alcanzado puntualmente a lo largo de la historia cuando las circunstancias ambientales desajustan la contención política de agentes por algún motivo significados con ese orden que, trascendiéndola, constituye la «comunidad de los verdaderos humanos». Resumido al paroxismo, valdría decir: el Estado es un accidente de la política.
Transformando al jefe en monstruo sagrado para confiarle un poder específico sobre la naturaleza, la sociedad fabrica una trampa ideológica peligrosa. Manteniendo las apariencias de un intercambio, el grupo se sitúa a sí mismo en posición de deudor en relación al jefe, aun cuando se reserve el poder de recuperar lo que donó. El movimiento de la sacralidad del poder, que define al jefe como ser de la transgresión, está pleno de nuevas potencialidades históricas. Anuncia la inversión del sentido de la deuda. (de Heusch, 2007: 117) Éstas son las razones que motivaban a Graeber a reivindicar la categoría «rey divino» contra las relajaciones introducidas por Evans-Pritchard –sustantiva: hacia la «monarquía»– y de Heusch mismo –adjetiva: hacia la «sacralidad»–, en tanto que lo que se está dirimiendo no es la sustancia que ocupa el cuerpo del rey, sino el fundamento de su lógica operativa. Así el belga dirá literalmente que, con mayor o menor fuerza, el rey manifiesta la soberanía, y con mayor o menor fuerza, la sociedad lo contiene más allá. Contiene, en resumidas cuentas, el desarrollo de una profundización en la identificación de su práctica con –en efecto– su fundamento sustantivo; encarnación en la cual, siendo el «derecho», podría ser también su «gobierno», que es la diferencia entre «pronunciar» y «crear» la justicia: entre los principios de la legitimidad y de la legalidad. Por esa razón,
Lo paradójico del asunto es que al levantar la «caja negra» que las disciplinas ocupadas en el análisis de las culturas, sociedades e historias de los grupos humanos han impuesto tradicionalmente al tratamiento de determinados tramos de las organizaciones no estatales, descubrimos que el proceso mutante sublimado en la emergencia de las llamadas «sociedades complejas» se perfila cada vez más como el resultado de la «prolongación estructural» de una profunda simplificación del ordenamiento de sus autoridades. Y por supuesto, de la detención de su fluidez política. A la postre, vamos a encontrar este fenómeno en la base de la confusión perceptiva de dos mil años que equipara en nuestros sistemas socioculturales todas las distintas lógicas de la «autoridad» y el «poder», porque capitalizadas operativamente por el mismo agente social empírico, su distinción nos es literalmente insignificante –no significante–; y así los «discursos de la dominación» han operado y operan para institucionalizar su coincidencia.
la realeza sagrada no puede ser confundida con el Estado. Ella le precede, lo hace posible con la ayuda de circunstancias históricas diversas. Lejos de brotar del orden del parentesco, introduce allí una ruptura radical. La pequeña «g» que separa en inglés kinship [parentela] y kingship [realeza] resume una formidable transmutación simbólica. Propongo denominarlo el «factor g» de la historia. «G» como gap, agujero, abismo, vértigo, fantasmagoría nueva. (Ibíd.: 117-118)13 A decir verdad kingship sí que «surge» de kinship, aunque eso no contradiga en absoluto la hipótesis del belga sino que, muy al contrario, valga para introducir la misma problemática centroafricana ahora en la perspectiva histórica de los grupos indoeuropeos. Benveniste (1983: 288) explica cómo la terminología que en tiempos históricos valdrá para significar «rey» en el ámbito germánico –el king inglés o el König alemán– ha de hacerse descansar sobre *kun-ing-az, donde kun (raza o familia) es una «forma nominal derivada de *gen- (nacer), y que pertenece al mismo grupo que el latín gens y el griego génos. El “rey” [germánico] es denominado, en virtud de su nacimiento, como “aquel del linaje”, aquel que lo representa, que es su jefe». Siendo de esta manera, la significación a que se refiere de Heusch, que es también la del uso contemporáneo, proviene de la adición de una carga semántica en principio extraña al ámbito indoeuropeo central, pero perfectamente rastreable en sus extremos italocéltico e indoiranio, aquí efectivamente ajena a las instituciones de la familia, a través del tema *rēg- (ibíd.: 243 y ss.). En lo que al latín concierne, esto une en su origen etimológico rex (rey), regio (región), y rectus (recto) –correspondiente al gótico raikts, y así al inglés right y al alemán Recht; es decir: «derecho»–. Lo último establece una evidente relación metafórica entre la manifestación material y la moral del concepto que articula el campo semántico: la «región» es el espacio comprendido entre los extremos de una multiplicidad de líneas rectas trazadas desde el mismo punto; es también el «reino»,
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en el cual los límites de la sociedad coinciden con los del «poder del rey», que es precisamente el poder de trazar esa recta, pronunciar la regula, la «regla»: significar la comunidad del derecho. «Así se dibuja la noción de la realeza indoeuropea. El rex indoeuropeo es mucho más religioso que político. Su misión no es mandar, ejercer un poder [político], sino fijar unas reglas, determinar lo que es “recto” en sentido propio. De suerte que el rex, así definido, se emparenta más con un sacerdote que con un soberano» (ibíd.: 246) en el sentido contemporáneo del término, pero léase a la luz de lo que venímos tratando.
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La política salvaje 3. Catálogo de autoridades
roles y statuses culturales; pero tampoco ha de buscarse en el convencimiento argumentado, en la medida en que éste supondría la «identidad» de dichos roles y statuses. Esa posibilidad, esa otra acepción del poder –¿puissance? (vid. i. a. Aron, 1964: 30 y ss.)– que permite la autoridad, se funda únicamente en el reconocimiento mismo de la distancia que los separa.14 Su no identidad. Su identidad otra. En un sentido estricto, pues, también para estos filósofos la autoridad no se ejerce sino que surte efectos en la acción o inacción del agente sujeto sin requerir ninguna intervención del poder de quien la detenta, como se propuso mucho antes (vid. sup., cap. 3.5).
No se equivocaba, por tanto, Russell al emplazar el análisis último de la sociabilidad humana en el de las fuentes y dinámicas del «poder», aun aunque a estas alturas resulte desde luego inasumible reducir esa intención a un principio sólo. De los filósofos europeos que trataron de recomponer el sentido de su tiempo entre las grietas de la última guerra civil continental, tal vez Alexandre Kojève sea el más útil a la hora de introducir un último espacio para la delineación de un utillaje teórico capaz de interpretar los fenómenos que observamos por doquier entre los grupos humanos; quizá porque a pesar de sus simpatías ideológicas, en su trabajo prevalece el sentido original –político– de la dialéctica de Hegel frente a la de los marxistas; o sencillamente, porque fue un pensador algo más atento a la lógica de las instituciones antiguas que fundaban la etimología de los términos que empleaba en sus escritos. Así, este ruso doctorado en Heidelberg y emigrado a Francia cuando el orden republicano de Weimar comenzó a trastabillar seriamente, plantea un comienzo de solución alejandrina donde Russell, pero también de Jouvenel, y una abrumadora mayoría de historiadores y antropólogos tanto anteriores como todavía muy posteriores, se empeñan en mantener la unidad terminológica de un «poder» que, a la luz de las evidencias, el británico no puede sino acabar desglosando en diferentes naturalezas –lo cual sin duda es ya harto meritorio: no se puede decir tanto de esos historiadores y antropólogos–. En un pequeño ensayo firmado en la Marsella «libre» de 1942 (La noción de autoridad, 2004 para la primera edición, en francés), donde había ido a parar después de que su regimiento fuera desbandado en la invasión alemana, Kojève declara que la autoridad no es un atributo del «poder» (pouvoir) o la «fuerza», con quien de hecho es directamente incompatible. Ni siquiera es aquello que, suplementándolo, torna «legítimo» alguno de estos elementos. Para él, «la autoridad es la “posibilidad” que tiene un agente de actuar sobre los demás –o sobre otro–, sin que esos otros “reaccionen” contra él, siendo totalmente “capaces” de hacerlo [...]; o bien, finalmente: la autoridad es la posibilidad de [inter]actuar sin establecer compromisos» (Kojève, 2005: 36-37).
Por lo pronto, tales consideraciones sitúan a Kojève próximo al punto de partida de Weber y Simmel, aunque quizá debido a su carácter más filosófico que sociológico, el ruso sí considera toparse operando fenoménicamente sus desarrollos ideal-típicos en una amplia gama de combinaciones reducible a los cuatro principios activos puros que trataremos a continuación (Kojève, 2005: 53 y ss.; cf. Revault d’Allonnes, 2005: 210, 212; Ariano, 2014-2015). Pero antes de presentar este «catálogo de autoridades», resulta interesante detenerse un momento todavía en el hecho de que sus nociones a propósito de la autoridad se verifiquen en paralelo a otra reflexión: la del Esquisse d’une phénoménologie du droit (1981 para la primera edición del manuscrito fechado en 1943). De una u otra manera ésta era una coincidencia inevitable. Lo destacable de su planteamiento es, entonces, la rapidez con la cual se rescata allí la «fuerza» –violencia; poder-fuerza– para reintegrarla sistémicamente en una concepción del derecho que la presupone activa o activable en algunos extremos de su casuística, como intuía también Hoebel (vid. sup., cap. 9.1). Ciertamente para Kojève, en tanto en cuanto el derecho está llamado a 14 En sus «ejercicios sobre la reflexión política» redactados durante la segunda mitad de la década de 1950 (Entre el pasado y el futuro, 1961 para la primera edición, en inglés), lo cierto es que Hannah Arendt, quien no en vano asistió en su exilio parisino a los seminarios sobre la Fenomenología del espíritu dictados por Kojève en la École Practique des Hautes Études, también repara en esta diferencia: «since authority always demands obedience, it is commonly mistaken for some form of power or violence. Yet authority precludes the use of external means of coercion; where force is used, authority itself has failed. Authority, on the other hand, is incompatible with persuasion, which presupposes equality and works throug a process of argumentation»; es decir, que no cabe buscar la obediencia en una relación de autoridad ni en la «razón» ni en el «poder» del mandatario, sino que lo que traba ambos extremos es la propia jerarquía, «whose rightness and legitimacy both recognize» (Arendt, 1961: 92-93). Todavía más oportuna resultará una consideración ulterior sobre el origen, deslizada a propósito de su crítica a la concepción liberal de la autoridad, homologada usualmente con la tiranía: «the difference between tyranny and authoritarian government has always been that the tyrant rules in accordance with his own will and interest, whereas even the most draconic authoritarian government is bound by laws. Its acts are tested by a code which was made either not by man at all, as in the case of the law of nature or God’s Commandments or the Platonic ideas, or at least not by those actually in power. The source of authority in authoritarian government is always a force external and superior to its own power; it is always this source, this external force which transcends the political realm, from which the authorities derive their “authority”, that is, their legitimacy, and against which their power can be checked» (ibíd. 97; cf. Straehle, 2015: 181 y ss., para un comentario general de la noción de «autoridad» en la obra arendtiana).
Por eso es antítesis del «poder-fuerza» del uno, pero requiere del «poder-fuerza» del dos, aunque éste permanezca en estado latente y no se desate, como aclara Edgar Straehle (2015: 184): «se trataría de una potencialidad no realizada, y esta potencial reacción del otro en realidad no es sólo aquello que puede destruir o cancelar la autoridad, sino que se revela asimismo como la misma condición de posibilidad de su existencia». La «autoridad» se define en quien la otorga, no en quien la detenta. Así, toda su mecánica descansa sobre –los sistemas de percepción-clasificación que orientan la acción de– el segundo agente, mientras que la activación del «poder» del primero supondría de suyo la negación inicial o, en todo caso, la cancelación de la situación de autoridad que los relaciona en el espacio social a través de distintos 277
La política salvaje estabilizar la práctica social para permitir su reproducción, ha de conducirse masivamente impelido por el principio de autoridad que expresa en las relaciones intersubjetivas la percepción de «legitimidad». Sin embargo, delineada como un anclaje ideológico mucho más plástico que en la formulacion weberiana, cabe considerar un margen de desviación de esta percepción. Y así, en los casos en los cuales legitimidades alternativas sacan su práctica de la órbita de una autoridad que para ellas no es tal –pues no identificándola, no ejerce «gravedad» alguna–, el derecho se manifiesta en los grupos humanos contemporáneos que observa el filósofo ruso como «fuerza» al amparo de una institución sociocultural diferente: la «legalidad».
convenirse en su intuición sobre una «estructura temporal» de la autoridad. El tiempo, quien según él reviste valor de autoridad en todos sus modos –pasado, presente y futuro–, es el «tercero» constituyendo la sociedad, o bien el «tercero» –su autoridad– es un signo del tiempo en alguno de sus modos, y por tanto un símbolo de esa constitución. Revault d’Allones hablará del «poder de los comienzos»; François Hartog (2009: 1430 y ss.) sobrevolará en la misma tónica un desplazamiento del «revenir» al «avenir» patentizado en las ideologías revolucionarias que desde el ámbito cultural europeo dominan la historia de los últimos dos siglos –de hecho, no la dominan tanto por hacerla como por significarse haciéndola (cf. Hernando Gonzalo, 2002)–; y en definitiva, con Arendt (vid. Straehle, 2015: 182-183), son todo muestras de la otra estabilización de la sociedad, esta vez en la infinitud del universo en el cual se desenvuelve, frente a la existencia mortal humana. Como un intento por inscribir la continuidad en lo discontinuo.
Según sus propias palabras: «se puede decir que la legalidad es el “cadáver” de la autoridad [ergo: de la legitimidad] o, más exactamente, su “momia”; un cuerpo que dura desprovisto de alma o de vida» (Kojève, 2005: 39). En un sentido muy similar Schmitt habría precisado en su Teología política II de 1969 –y ahora, articulándolo para echarlo a andar a la historia, se entenderá plenamente– que legalidad significa «conforme a la ley», mientras que legitimidad significa «conforme al derecho». Salvando las distancias, no costará mucho advertir en ello lo fundamental de lo que venimos desgranando en la parte final de esta investigación.
Veamos los cabos. El primer corpus teórico que le permite a Kojève destilar un «tipo puro» de autoridad lo forman las teologías del dios padre, dios creador. Partiendo de ellas, no le resulta difícil colegir en un plano general que la identificación del origen causal inhibe por definición la reacción de quien se identifica como el efecto (vid. sup., cap. 5.4), de suerte que el hijo tiende a obedecer al padre igual que la obra obedece al autor. Por añadidura, es incuestinable que la relación causa-efecto define de por sí claramente un desarrollo temporal concreto el cual, ligándolos, torna un punto proyección lineal de su pasado. Siendo de este modo, si hemos convenido ya el «reconocimiento», o dicho en términos más provechosos, la construcción significativa del «yo» o del «nosotros» como la condición elemental del principio de autoridad, puede establecerse a renglón seguido una segunda conclusión por la cual la «autoridad del padre» es una manifestación del pasado. Pero «el pasado sólo adquiere autoridad en la medida en que se presente bajo la forma de una “tradición”» (Kojève, 2005: 75), ergo la «autoridad del padre» y sus variantes son la autoridad de la tradición. «Tradición» que, como construcción significativa, viene a ajustarse plenamente a la definición que le dábamos en tanto «percepción-clasificación» de la práctica; y a articular comprensivamente ahora los discursos de la «tradicionalización», en tanto amarre que busca fundar en este tipo preciso de trascendencia la autoridad de las prácticas que ampara (vid. sup., cap. 8.2).
Todavía hay una consideración más que realizar. Como señala Myriam Revault d’Allones, interrogado por el elemento común a las «situaciones jurídicas», Kojève se responde que el campo del derecho se articula invariablemente a partir de la intercesión del «tercero ajeno». La humanidad del hombre [sic, por «del humano»] se manifiesta –tal era ya la sustancia del comentario [de Kojève] sobre la Fenomenología del espíritu– en la interacción entre dos seres. Pero «dos» no constituyen todavía una sociedad en el sentido propio del término: de hecho, para que haya relación social, es preciso siempre un espectador desinteresado, un «tercero» [...]. Es, pues, la referencia a una exterioridad la que abre el campo específico del derecho y lo distingue de los otros campos de la experiencia humana. (Revault d’Allones, 2005: 206-207) Pues bien, es esta noción del «tercero» –esto es: de un «otro» trascendiendo la igualdad del «dos», partiendo de un pensamiento similar al de la Teoría de los sentimientos morales de Smith (vid. sup., cap. 5.6), cerrando círculos– la que vincula con sus reflexiones sobre la autoridad como necesario paso previo a abordar una teoría del poder político y, por consiguiente, del Estado; o en general –añadamos ocupados, a diferencia del filósofo ruso, en sus arqueologías– de cualquier análisis social y cultural solvente. Y de nuevo aquí las reminiscencias con lo dicho arriba son evidentes. Y aunque es igual de evidente que en el caso de Kojève aflora a borbotones un impulso tipologicista, casi una especie de horror vacui cartesiano que a la vista de unos cuantos cabos imagina enjarciada con equilibrio mecánico la nave, lo cierto es que ha de
Cabe al filósofo ruso aun una «nota sobre la autoridad del muerto» donde, apercibido de la pujanza que adquiere entre quienes continúan vivos el recuerdo de sus actos y voluntades, argumenta su explicación a través de la imposibilidad fáctica de «reaccionar» en su contra, siendo que, en el caso de surtir efectos, éstos solamente pueden ser «incondicionales». Ello bien podría convertir ese tipo de autoridad en la autoridad por antonomasia; el «poder» de los ancestros (vid. sup., especialmente caps. 7.1 y 7.6); aunque Kojève (2005: 42) se limita a advertir 278
La política salvaje allí «la fuerza y la debilidad» de lo que, «en suma, es un caso particular de autoridad divina».
los propios argumentos aportados por Kojève, y no en vano, aunque se apresurara a distinguir en la primera parte de su análisis fenomenológico la «autoridad del amo» del «poder del amo», poco después será él mismo quien los funda o confunda al negarle al gobierno de la mayoría un fundamento positivo en la lógica de la autoridad; algo, valga mentarlo siquiera, muy al gusto de los socráticos. Basta superponer el comportamiento del vencido al de la minoría social para que sean las propias palabras de Kojève las que deduzcan, en ese pasaje, equiparar la composición formal de una situación donde en efecto no se actualiza la posibilidad de reacción, y sin embargo, la autoridad «sólo es una ilusión, pues esa renuncia “consciente” no puede ser calificada de “voluntaria”. De manera general, el fuerte puede casi siempre imponerse sin “emplear” efectivamente su fuerza, ya que con la sola “amenaza” basta ampliamente para provocar una renuncia a cualquier intento de reaccionar; pero tal renuncia a la reacción nada tiene que ver con el reconocimiento de una autoridad» (Kojève, 2005: 62; cf. ibíd.: 51, 76-77). Desde luego, esto último se aproxima mucho a lo que en su momento entendíamos como «autoridad coercitiva» y preferíamos separar quirúrgicamente del resto, denominándola, sin más, «dominación».
Probablemente también podría admitirse de uno u otro modo el engarce temporal de la que denomina «autoridad del jefe», segundo de sus tipos puros basado ahora en algunas de las reflexiones aristotélicas de la Politica (1252a) tratadas en la primera parte de este trabajo, referentes a la llamada relación heril en el seno del oĩkos (vid. sup., caps. 3.2 y 8.4, nota 16). Opinaba el estagirita que al entenderse la «casa» como una comunión de intereses, cabía entender el mando del patrón sobre los sirvientes como el de quien es capaz de prever o de proyectar, de promover, en definitiva, un bien ulterior. Estilizando esto desde su aislamiento, pues no olvidemos que Aristóteles apenas lo señala de pasada en una reflexión más vasta sobre su propio catálogo de autoridades políticas contenidas ab initio en la esfera doméstica, Kojève hace derivar de aquí la obediencia al director, al conductor de gentes, al profeta, rozando en cierta medida aquel liderazgo carismático que a Weber (2012: 124-125) le valía invocar al Cristo del Sermón del monte –«oísteis que fue dicho a los antiguos; pero yo os digo [a los presentes]»–. Y concluye: «el futuro se “manifiesta” bajo forma autoritaria, en tanto autoridad del jefe; la que tiene por base metafísica la “presencia” virtual del futuro en todo lo que es un presente –humano, o sea, histórico–» (Kojève, 2005: 75-76).
Y probablemente esta nueva reluctancia a abandonar la terminología común es lo que provoca que las conclusiones de Kojève parezcan todavía templadas en comparación a las de Arendt, por más que deba reconocerse que sus márgenes prácticos son, en muchas ocasiones, indudablemente imprecisos. Para ella, así, el sentido del tiempo que ambos compartieron a mediados del pasado siglo es, sencilla y precisamente, el de la «crisis del tiempo» –sensu Hartog (2009: 1440-1441)–: el de una descomposición del orden de la «autoridad» en favor del de la «dominación».
Desde luego, menos convincente resulta librar a la eternidad la llamada «autoridad del juez», concesión discrecional al idealismo platónico donde sencillamente podía haberse visto un indicio más de la estructura temporal subyacente a la autoridad, formulada esta vez en términos de una temible totalización que no hace más que sublimar los principios referidos antes al «padre» y al «jefe», sin añadirles otra sustancia. Tampoco lo resulta adjudicar aquel tiempo presente, casi como por descarte, a una cuarta «autoridad», síntesis de la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. Aquí y allá, las jarcias fantásticas.
4. ¿Por qué Octaviano es Augusto?
En nuestra opinión, si el origen palmario de este cuarto y último tipo puro es el control de la violencia, y casi más específicamente, de la violencia física, expresado sin los ambages que empujan al ruso a ensanchar su base hacia una innecesariamente dulcificada «asunción del riesgo» frente a la «necesidad del momento» –téngase por síntoma inequívoco de su radical la plasmación de sus derivados prácticos en las eventuales preponderancias del militar sobre el civil, del noble sobre el villano, del hombre sobre la mujer, en fin: del vencedor sobre el vencido–, la mejor explicación del énfasis de la «autoridad del amo» en el presente es aquélla que, invirtiendo la secuencia del razonamiento presentado en La noción de autoridad, lo toma como consecuencia de su dislocación respecto al pasado y al futuro de la comunidad humana; y a fortiori, de una situación de severo decaimiento de la función de estabilización cosmológica que desempeña la autoridad, si no más, de una mistificación de la autoridad misma. Realmente no es nada que no pudiera ser colegido ya desde
Escribiendo en castellano, acierta de lleno Straehle (2015: 177-178, 196-197) en su relectura de la autoridad al hacer hincapié en lo grotesco que puede llegar a resultarnos a los latinos de la Península Ibérica imaginarla como fundamento del contrapoder, y por ende hasta cierto punto de la libertad, desde el momento en el cual en nuestras lenguas se ha esfumado el nexo lógico que articulaba un extenso campo semántico todavía débilmente imaginable en las metafísicas del «autor». No ocurre lo mismo en la otra gran península latina; y buena muestra de ello es el que ni siquiera el anarquismo italiano tuviera mayores problemas en incorporar, al menos a partir de los años setenta del pasado siglo, la distinción entre el comportamiento social autoritario y el autorevole como los extremos significativamente negativo y positivo del mismo principio de «influencia», «determinación» o «decisión» sobre la acción del resto del grupo humano, por lo demás difícil de atrapar sistémicamente sin aludir a otros conceptos, como en el caso de Amedeo Bertolo 279
La política salvaje (2005 [1981]) a lo que propone denominar «poder» –la producción y la aplicación de normas y sanciones regulando la sociedad– e indistintamente «dominiodominación» –el monopolio de ese poder–.15
la realidad que no encontramos exactamente entre las características de la influencia. De hecho, como venimos apuntando, se trata una vez más de aquella relación particular por la cual el agente dotado de autoridad vehicula y certifica, en las situaciones puntuales en las que sus actos son culturalmente considerados «autoritativos», la conexión entre la realidad –natural– donde se desenvuelve la comunidad –social– de los humanos y el continuo espacio-tiempo; y en tanto tal, opera como la manifestación de ese nexo cósmico.
Sin ir más lejos, la traducción argentina del texto de Bertolo sugiere en un primer momento utilizar «autorizado» para aquella expresión positiva de la autoridad, pero pronto romperá la unidad léxica al decantarse por «influyente». Y aunque, como veremos en seguida, esta opción tampoco carece de problemas, a decir verdad no faltan motivos para dudar de la primera: si bien es cierto que el vocablo español solapa su sentido en algunas circunstancias al de autorevole –derivado del latín medieval auctorabilis que, ceñido al lexema original, expresaría algo así como la capacidad o posibilidad de autoría, si bien quizá es más provechoso a la comprensión contemporánea traducirlo, según el diccionario de Graffiot (1934), como «garante» (répondant), en cualquier caso con un trasfondo significativo moderno definitivamente presente y activo–, al formarse aquél desde el participio pasivo del castellano autorizar se abre la puerta a la figuración de un «autor» eventualmente diferente del agente «autorizado», lo cual de hecho se dispondría contra el sentido del italiano, más fuente de autoridad por sí mismo que tan sólo investido de ella por un «otro». Pero por si no bastara con esto, el italiano certifica su irreductibilidad devolviendo a su vez un sustantivo –autorevolezza– alternativo a la informidad ya secular de autorità.
Descuidado a efectos de análisis social por la mayoría de autores tratados hasta aquí, en las reflexiones sobre el tándem «superordinación-subordinación» vertidas en su Sociología: Estudio sobre las formas de socialización (1908 para la primera edición, en alemán), Simmel no sólo captó la libertad, e incluso la alternancia en la determinación recíproca implícita en estas relaciones asimétricas, sino que supo hacerse eco de ese matiz cualitativo que separa en los dichos términos la «autoridad» (Autorität) de un «prestigio» (Prestige), así, más cercano a la noción de influencia. Para este autor, la masa gravitatoria ejercida por la primera resulta de la precipitación de significado que, sea porque un agente dado en su acción personal manifiesta un «principio otro» o porque su posición social la hace en algún modo participe de él automáticamente, trasciende su mera individualidad en el seno de la comunidad cultural aquiescente: «esta transformación del valor de la personalidad en un valor ulterior le otorga a ésta algo más allá de su participación demostrable y racional, por leve que tal adición sea. El propio creyente en la autoridad logra la transformación. Él –elemento subordinado– participa de un acontecimiento sociológico que requiere su cooperación espontánea» (Simmel, 1950: 184).16 Mientras, según una segunda «tonalidad de la superordinación» que ha de ser distinguida de la autoridad, «el prestigio carece del elemento de significación superior a lo subjetivo. Carece de la identidad de la personalidad con un poder [Kraft; power, en la versión inglesa] o norma objetivos; [de tal modo que] el liderazgo por medio del prestigio queda determinado enteramente por el poder [Kraft; traducido, en cambio, como strength] del individuo» (ibíd.).
¿Y cuáles son, al otro lado de la balanza, las limitaciones del «influyente»? Con independencia del estorbo que aquí supone su enredo con las indicaciones de intensidad que venimos empleando en referencia a esa especie de «gravitación social» –una opinione autorevole bien puede ser «determinante», según nuestro modelo (vid. sup., fig. 3.5a)–, si acaso no la expresión italiana en concreto, sí desde luego la idea general a que apela toda «autoridad» supone un componente de objetivación –cultural– de 15
«Ahora bien [añade el italiano], la influencia, o la autoridad, así definidas, no implican necesariamente la asimetría social permanente. Es perfectamente imaginable un sistema social en el cual, a partir de una multiplicidad de relaciones singulares, asimétricas, cada sujeto obtenga un equilibrio global igual a cero en materia de influencia y autoridad –o al menos de esta última, que está conceptualmente más próxima del poder y por lo tanto, virtualmente, de la dominación–» (Bertolo, 2005: 92). Por lo demás, este pequeño trabajo de Bertolo resulta de lo más clarificador al bocetar los puntos clave de la problemática en su hipótesis «culturalista y anárquica»; es decir: consciente de que la naturaleza humana hace a la vez posible y esencial generar un universo normativo simbólico, y de que, siendo así, la única pregunta histórica que ha lugar es la de la emergencia de la dominación, pues «poder» y «autoridad» son principios intrínsecos a toda organización social, con independencia del Estado. «Estos elementos de dominación habrían estado “bajo control” en las primeras sociedades humanas que no les permitieron generalizarse como elementos centrales de la cultura y de la sociedad, hasta que cambios en las condiciones “ambientales” internas o externas a los grupos hicieron posible su transformación en modelo regulador dominante» (ibíd.: 101) merced a una mutación cultural que desde entonces no ha dejado de expandirse por el planeta –de donde cabría colegir algún tipo de ventaja adaptativa que Bertolo, sin embargo, y como en general, las formas de esa historia, no llega allí a terminar de explorar–.
Todas estas consideraciones nos van poniendo sobre la pista de la auctoritas romana. Abstracción sustantiva de auctor y éste a su vez agente del verbo augeo, la significación limitada del último como «aumentar», ya perfectamente consolidada en los usos del latín clásico, ha coadyuvado a oscurecer hasta cierto punto el «sentido fuerte» de una noción fundamental, junto y en relación a la de potestas y a esa especie de superlación suya arraigada en la gestión social de la violencia que es el imperium (vid. i. a. Mommsen: 1892: 24-26, 133 y ss; Buisel, 2013; 16 Russell (2013: 16 y ss.) apuntaba al mismo fenómeno cuando afirmaba que «en cualquier empresa auténticamente cooperativa, el “secuaz” [follower] no es psicológicamente más esclavo que el “caudillo” [leader]. Esto es lo que hace soportables las desigualdades en el poder cuya organización se torna inevitable, y que tienden a aumentar más que a disminuir según la sociedad se va haciendo más orgánica».
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La política salvaje cf. Drogula, 2007), que atraviesa por su base las ordenaciones jurídica y política de la Roma antigua.
nota 10). A la hora de articular una interpretación general, la atribución senatorial que mayor atención ha recibido, quizá más aun que la antigua asunción del imperium por parte de los patres en turnos de cinco días durante el interregno, o la asistencia consultiva ex auctoritate senatus a las magistraturas republicanas, ha sido su «ratificación» de las leyes o del nombramiento de los magistrados que, a propuesta de éstos, decidían aprobar los comitia populares, de manera que, como expresa el jurista italiano Geminello Preterossi (2002: 14), «el pueblo, que podía dar órdenes cuando legislaba, no podía dar “opiniones”; es decir, no podía poner el sello de la legitimidad general –de la que no disponía [según su percepción cultural]– en su propio poder». Cobra pleno sentido, entonces, el que solamente se pueda expresar la totalidad de la «comunidad política» de los romanos en la fórmula que traba, en las instituciones depositarias y capaces de activarlos desde su seno, ambos principios: senatus populusque romanus (SPQR).
En el derecho quiritario se la refiere en la acepción de «garantía» o «certificación» en la regulación de la propiedad, y en especial en las interacciones entre extranjeros y ciudadanos. También aparece en el contexto doméstico, asociada a la posición del paterfamilias que sui iuris «autoriza» determinado tipo de acciones en las que participan sus tutelados. Y con independencia de las mutaciones perfectamente documentadas en tiempos históricos, no se interpone, a fin de cuentas, ningún obstáculo importante para ver una proyección metafórica desde este ámbito al de las instituciones políticas, en la forma primera de la auctoritas patrum radicada ya en el senado arcaico, cuyo germen discursivo parece hallarse precisamente en la reunión de los «jefes» de las gentes que habían constituido en el sinecismo mítico la ciudad de Rómulo, y consiguientemente distinguiría, sin rastro alguno de haberlos organizado positivamente nunca según dicha razón, empero, a los linajes de la nobleza «patricia» (Mommsen, 1891: 42; 2003: 92-94; Magdelain, 1990: 386-387; vid. Clemente Fernández, 2011: para una concienzuda actualización del debate).
Además de algunos quebraderos de cabeza a propósito de la localización exacta de la «soberanía» poco relevantes ahora mismo, y por otro lado, en buena medida vacuos sin dotarla antes de una definición más precisa o menos apriorística, esto ha servido tradicionalmente para realizar un malabarismo conceptual que aproximara la explicación de la auctoritas del senado como el «aumento sustancial» que la ley precisa para adquirir carta de naturaleza efectiva o, en general, como «el suplemento de valor jurídico que auctor o auctores aportan a una operación que no se basta por sí misma, [aunque] fuera ésta una resolución popular» (Magdelain, 1990: 386; cf. Mommsen, 1891: 238 y ss.). En cualquier caso, a ojos de Benveniste, lo que resulta a todas luces insuficiente es la remisión maquinal del trasfondo de todo el conjunto de significados expresados entre auctor y auctoritas al augeo de «aumentar», cerrado, como estaba entonces, sobre la idea de un incremento de algo preexistente. El lingüísta considera éste, pues, un «sentido débil» en comparación con la trascendencia para la vida social romana que adquieren buena parte de los exponentes léxicos del dicho campo semántico latino; y todavía, de los que pueden rastrearse en otras lenguas de la misma familia, de entre los cuales son sin duda los más significativos, en la rama indoirania, las formas nominales avéstica –aoǰah-– y sánscrita –ojas-– en su calidad de «fuerza» indisociablemente relacionada con la divinidad.
No en vano, el constante reconocimiento cultural de la auctoritas en manos del senado, también una vez derrocado el último de los llamados «reyes etruscos» a finales del s. VI a. C., y aun en las ampliaciones republicanas que sumarán a los patres originales los conscriptos plebeyos, no sólo supone el pivote en torno al cual se desarrolla una acción caracterizada por aquellos consulta de los que Mommsen diría, son «menos que una orden y más que un consejo»,17 sino que convierte la institución en el indiscutible referente articulador de todo el orden político de la República; de la administración institucional de la cual, sin embargo, no tiene su monopolio, ni el control más que «moral» de los poderes del Estado, ni siquiera la iniciativa formal en apenas materia gubernativa alguna. Álvaro d’Ors escribió sintéticamente que la auctoritas es «saber socialmente reconocido» mientras que la potestas es «poder socialmente reconocido» (Adame Goddard, 2013: 90; Clemente Fernández, 2014: 83 y ss., con bibliografía), y puesto en la matriz de la problemática que nos ha conducido hasta aquí, lo cierto es que la vinculación práctica de la primera con el derecho (ius), y la segunda con la ley (lex), comienza a iluminar, todavía tímidamente, la cuestión de fondo (vid. sup., cap. 10.2,
En sus empleos más antiguos, augeo indica no el hecho de incrementar lo que existe, sino el acto de producir fuera de su propio seno; acto creador que hace surgir algo de un medio nutricio y que es privilegio de los dioses o de las grandes fuerzas naturales, no de los hombres [sic, por «los humanos»] [...]. El sentido primero de augeo se encuentra nuevamente por medio de auctor en auctoritas. Toda palabra pronunciada con la «autoridad» determina un cambio en el mundo, crea algo; esta cualidad misteriosa es lo que augeo expresa, el poder que hace surgir las plantas, que da existencia a una ley.
Merece la pena referir la cita en el contexto mayor, aquí el de la traducción francesa de Paul F. Girard, únicamente por notar la indeterminación con que el maestro alemán trata el concepto: «l’autorité, aussi prééminente et effective qu’indéterminée et dépourvue de base formelle, du sénat est désignée en général, dans l’époque récente de la République, par le mot également vague et rebelle à toute définition technique d’auctoritas. Ce mot a désigné, de tout temps, la ratification des lois par le sénat patricien, dans laquelle la position qu’il occupe au dessus du peuple trouve une expression frappante [...]. En ce sens, l’auctoritas est moins qu’un ordre et plus qu’un conseil» (Mommsen, 1891: 231-232).
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La política salvaje (Benveniste, 1983: 326-327; cf. Clemente Fernández, 2014: 107 y ss., con bibliografía)
crítica, para significar, desbordando ampliamente la explicación «moral» weberiana sobre la emergencia del capitalismo en la Europa del s. XVIII, la invasión de la vida por parte de la política, provocando «la entrada de la vida en la historia –quiero decir la entrada de los fenómenos propios de la vida de la especie humana en el orden del saber y del poder–, en el campo de las técnicas políticas» (Foucault, 2009: 150). De un lado, el filósofo de Poitiers veía el sentido de la mutación moderna transformando el «derecho de vida y muerte», concebido en negativo –hacer morir o dejar vivir–, como atribución distintiva del soberano dentro del orden jurídico, hasta convertise en el ejercicio contemporáneo de un poder positivo sobre la administración de la vida que, con el desarrollo de las disciplinas de control que son a la sazón la temática principal de los estudios foucaultianos, desplaza su campo de acción de la existencia jurídica a la mera existencia biológica –hacer vivir o dejar morir–. Del otro lado, profundizando en la patria potestas donde la tradición occidental enraiza esa atribución de soberanía sobre la vida y la muerte del sujeto (uitæ necisque potestas), en la serie de trabajos iniciada con Homo sacer: El poder soberano y la nuda vida (1995 para la primera edición, en italiano), Agamben pondrá en cuestión la novedad histórica –moderna o contemporánea– de tal «interferencia biopolítica»; y aun es más: la dirección en la cual se despliga la invasión de un extremo en el otro.
De convenir con él en la nucleación en torno a la idea de «hacer existir» o «promover la existencia» –y hay buenas razones para hacerlo– casi se podría hablar de un paralelo mediterráneo del «crear» (cak) como potestad divina, manifestación del *jwok de los nilóticos sursudaneses, tal cual nos daba cuenta Lienhardt en un epígrafe anterior (vid. sup., cap. 10.1, nota 8); quizá incluso del yimatnia del kwaimatnie baruya, que «levanta la piel», «hace crecer» a los hombres en el seno de la sociedad adulta (vid. sup., cap. 4.2). A decir verdad, los sistemas de percepciónclasificación de la realidad que todos ellos estarían arrojando se antojan sorprendentemente similares en lo esencial, lo cual llegados a este punto de nuestro estudio, bien mirado, tal vez no haya de sernos sorprendente después de todo: un «poder trascendente» autorizando las autoridades políticas de la comunidad humana, juegos de intercepción y significación en el espacio liminar desplegado entre sociedad y naturaleza; siempre, aquí y allá, el mismo esquema; y en el lance, el equilibrio contraestático que pugna, sobre todo, por mantener separadas las «lógicas de la lucha por la dominancia» de las «lógicas del sustento» que mantienen la existencia del grupo humano. Ese «sentido fuerte» del étimo protoindoeuropeo debió de haberse ido dislocando progresivamente en la práctica latina desde fechas muy tempranas hasta conformar los cuatro grupos semánticos históricos. De ellos se destaca para lo que aquí nos ocupa, además de aquél en torno a auctor y auctoritas, aquel otro que toma la base en augur: antiguo neutro masculinizado que mantiene todavía en los usos clásicos un pie firme en la esfera de la religión pública, y en última instancia devolverá también aquel calificativo –augustus– aplicado a Octaviano, diui filius, entretanto se colapsaba definitivamente el sistema republicano, hacia el cambio de era.
Se hace necesario, por tanto, comenzar diferenciando mejor la uitæ necisque potestas, inherente a la relación que establece el ciudadano romano con sus hijos varones tan pronto expresa la voluntad de aceptar su «paternidad» alzándolos de la tierra donde la comadrona los dispuso al nacer, de otras prerrogativas similares vinculadas a su condición paterfamiliar, «jefe» de la domus, referidas a esposa, hijas y, sobre todo, de las prerrogativas para con sus siervos (dominica potestas). Tal vez de la convergencia sociológica de sus nodos cabría esperar cierto margen de confusión entre ellas –y así sucedió, al menos para los romanistas contemporáneos–, pero observadas sus circunstancias en detalle, resulta evidente que son producto de razones jurídicas diversas (Thomas, 1984: 532). Al fin y al cabo, en un sistema de filiación patrilineal no es menos notoria la singularidad adquirida por la relación padre-hijo, en cuyo primer elemento puede reconocerse perfectamente una huella, una manifestación de auctoritas en el «sentido fuerte» de Benveniste. Reconociendo al hijo, el pater reconoce la participación autoritativa en su «pro-creación», y desde la posición religiosamente sancionada de quien oficia el nexo genealógico entre los vivos y los muertos, «ancestros divinos», lo introduce a la vez en su derecho y en la ciudad.
A fin de cuentas, corregida la traducción mommseniana de la Res gestæ tras el hallazgo en Antioquía de Pisidia de un fragmento escrito en el latín original de aquel famoso pasaje 34.3 donde Augusto negaba haber gozado jamás de mayor potestas que sus colegas en las magistraturas (vid. i. a. Robinson, 1926: 19, 50; Alvar Ezquerra, 19801981: 139; Agamben, 2002b: 107), queda claro cómo el Principado romano, que estamos habituados a definir mediante un término –emperador– que remite al imperium del magistrado, no es una magistratura, sino una forma extrema de la auctoritas [...]. Augusto recibe del pueblo y del senado todas las magistraturas, pero la auctoritas está ligada a su persona y le constituye como auctor optimi statu, como el que garantiza y legitima toda la vida política romana. (Ibíd.: 109)
La ley se consagra incondicionalmente a lo decisivo de la muerte: «derecho de vida y de muerte» que tantos historiadores positivistas reducen a hecho social, contabilizan como práctica, escépticos ante la escasez de los indicios y, al encontrar tan pocos padres asesinos, convencidos de la
Ordenándolas desde este punto encajan más parsimoniosamente las piezas con las que Foucault compuso aquella noción de «biopolítica» que ha acabado por hacer fortuna durante las últimas décadas de teoría 282
La política salvaje inanidad de la norma, cuando sólo fue el modo más abstracto posible para designar el carácter absoluto de tal vínculo [padre-hijo]. Absoluto porque se pensaba que correspondía al padre desvincularle del mismo modo que le había vinculado. (Thomas, 1988: 206-207)
«orden del derecho», cuando ocurre que la violencia a que está sujeta declama, ante todo, su trascendencia; porque es la misma violencia que funda el orden; que, fundándolo, funda la «comunidad de los humanos» de la cual el homo sacer es expulsado. Tal es el sentido de su sacratio. Para el italiano es obvio que, en cierto modo, la uitæ necisque potestas del padre entraña esa misma configuración ontológica para el hijo. Así la sociedad imprime, indeleble sobre el nacimiento de todos los ciudadanos, el principio que la constituye. Escrito salvajemente sobre los cuerpos para que no pueda ser olvidado por nadie –tal como lo leía Clastres de punta a punta de América–,19 el derecho es más duro, más crudo que la ley, porque expone lo que resta fuera de sí, que no es ni más ni menos que la arbitrariedad de la naturaleza. La nuda vida y el nudo poder. Pues hay un juego de espejos evidente que liga el homo sacer, para quien todos son soberanos, con el soberano, para quien todos son homines sacri, definiendo entre sus trayectorias el espacio topológico preciso desde el cual parten todas las teorías políticas, y al cual es obligado volver para entender las lógicas que las replican en la práctica histórica. «Soberana [escribe el italiano] es la esfera en la que se puede matar sin cometer homicidio y sin celebrar un sacrificio; y sagrada, es decir, expuesta a que se le dé muerte, pero insacrificable, es la vida que ha quedado prendida en esta esfera» (Agamben, 2002a: 100): su revelación obliga a invertir los términos pensados por Foucault porque, en el punto de partida que ancla la sociedad al contiuo espacio-tiempo del universo, es la violencia propia de la mera existencia natural la que invade el cuerpo político, que existe desde entonces solamente a condición de la distancia que lo separa de su origen en la «mera vida» biológica o fisiológica. Cuando –y donde– intersecan, necesariamente se suspende la política. Se detiene.
Porque si de hecho algo es evidente en la uitæ necisque potestas paterfamiliar es la superposición de contradicciones que es necesario articular para explicar en términos que nos sean comprensibles, a nosotros: historiadores y sociólogos y arqueólogos y antropólogos, un «poder» no sólo ejercible contra la expresión jurídica de los mores maiorum codificados en la Ley de las XII Tablas (c. 450 a. C.), que prohibían dar muerte a un ciudadano sin juzgarlo antes así las autoridades de la ciudad, sino también el poder hacerlo en una manera cuya designación misma –nex: matar sin efusión de sangre– asocia significativamente, desde su raíz, el ingreso del hijo en la ciudadanía a «un modo de existencia que no es ni masculina, ni cívica [i. e.: “ciudadana”]». En suma, no se trata tanto de un «derecho» de reacción punitivo en el marco del ordenamiento jurídico romano como de la descripción límite de la clase de relación que liga a padre e hijo. Y esto obliga a una pregunta fundamental: «¿cómo, entonces, conciliar el respeto a la ley con una ley que legitima lo arbitrario?» (Thomas, 1984: 541, 544). Es en este espacio de la indeterminación donde aflora la noción agambeniana de la «nuda vida» –vida expuesta a la muerte, a la violencia arbitraria– como condición primera de la vida política. Elevando al rango de paradigma la figura arcaica del homo sacer, aquél que maldecido en una condena popular, podía ser asesinado impúnemente pero no sacrificado,18 el filósofo italiano responde a esa pregunta remitiendo una vez más a la crítica de la violencia de Benjamin (vid. sup., cap 10.2). Con ello se propone, al tiempo, deshacer el «mitologema de la ámbivalencia de lo sagrado», formado alrededor del sacer latino –realmente, del «tabú» de los austronesios al cual lo asimilan en ese momento autores como W. Warde Fowler («The original meaning of the word sacer», 1911 para la primera edición)– tan pronto el registro etnográfico empezó a brindar documentación suficiente como para ensayar nuevas teorías unitarias a propósito de la experiencia religiosa humana, a principios de la pasada centuria.
«¿No sabes acaso que perteneces a la raza de los que llevan heridas?», le afea la anciana abipón los gemidos a la púber mientras le tatúa dolorosamente la cara; el etnógrafo francés (Clastres, 2010: 196-197), que recoge estas palabras del relato de un misionero jesuíta, no necesita prácticamente ningún esfuerzo para hallar por doquier ejemplos de prácticas similares –mandan, guaycurúes, guayaquíes, etc.–. «El ritual de iniciación es una pedagogía que va del grupo al individuo, de la tribu a los jóvenes. Pedagogía de afirmación y no diálogo: además los iniciados deben permanecer silenciosos bajo la tortura [...]. Consienten en aceptarla por lo que son en adelante: miembros de pleno derecho de la comunidad [...]. La sociedad dicta su “ley” a sus miembros, inscribe el texto de la ley en la superficie de los cuerpos. Porque la ley que funda la vida social de la tribu, nadie está autorizado a olvidarla». Desde luego que Clastres opone esta «ley primitiva» a las leyes del Estado, aunque a decir verdad no resulte especialmente consistente en esta oportunidad (cf. Heckenberger, 2005: 296). ¿De que vale el argumento metonímico de la indisociabilidad de la ley y el cuerpo en las sociedades estructuradas precisamente contra la división estatista, si en Dachau y Auschwitz el Estado también aparecía tatuado a perpetuidad en la carne de quienes habían sido sus ciudadanos?, ¿o no será tal vez que Schmitt, jurista par éxcéllence de ese Estado, tenía razón en esto, y en el fondo son todo manifestaciones de un tipo de poder que sólo es visible en los límites que definen la sociedad humana? Y entonces el Estado es, ante todo, la prolongación estructural de su intercepción en manos de alguna facción de la sociedad. ¿No es la idea una y otra vez la misma?
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Llegados a este punto no será necesario detenerse demasiado a explicar la línea argumental que nos propone Agamben en el libro de 1995: esa «vida sagrada» sólo aparecía ambivalente porque se la medía desde y en el La reflexión parte de una nota en el De uerborum significatu (Lindsay, 1913: 424) a colación del Monte Sacro: «at homo sacer is est, quem populus iudicavit ob maleficium; neque fas est eum inmolari, sed qui occidit, parricidi non damnatur; nam lege tribunicia prima cauetur “si quis eum, qui eo plebei scito sacer sit, occiderit, parricida ne sit”. Ex quo quiuis homo malus atque improbus sacer appellari solet» (cf. Barrios de la Fuente, 1993).
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La política salvaje Pero traigamos este dispositivo de vuelta, desde la filosofía, al análisis antropológico general de culturas, sociedades e historias. Al descubrir el problema de la –significación de la– sociabilidad humana en estos términos, Agamben está rescatando y validando la doctrina schmittiana del Estado, que introduce en el utillaje teórico disponible para ese análisis un tipo de poder, hasta aquí y con frecuencia, orillado sintomáticamente –pues, no en vano, todo indica que el margen, el espacio liminar, es su condición– en la discusión que nos ocupa: el «poderdecidir». Es decir: el poder de abrir o cerrar ese espaciotiempo de la indeterminación a voluntad.
sistémica que «derecho» y «ley» operan como las nociones interfaciales distal y proximal del espacio de la indeterminación. Por esta lógica el equilibrio contraestático impone que en cualquier caso, incluso aunque durante algunas coyunturas un agente social empírico pudiera significarse manifestando un «poder otro», nunca su recorrido por la inderminación se prolongue los suficientes tiempo o espacio, «distancia estructural», como para poder identificarse y ser identificado con la sustancia de la otredad absoluta de más allá de la humanidad; esto es: no puede trascender, menos en la muerte. Así, la política salvaje admite en condiciones variables la fractura, como advertíamos acabando la primera parte de este estudio (vid. sup., cap. 5.6), pero no su osificación. Al sugerir entonces Graeber que los shilluk resisten dos veces, contra la institucionalización y contra la eufemización del poder, estaba hablando evidentemente de Juok, no del reth en sí mismo.
Para el jurista esto no se trata de un problema jurídico. Ya lo hemos sobrevolado algo antes, a propósito de sus comentarios al planteamiento de Weber (vid. sup., cap. 8.4). Dado que «el orden jurídico [...] descansa en una decisión, no en una norma», a Schmitt no le parecía sensato buscar la esencia del Estado en el «caso normal», sino en aquel caso límite donde se revela una agencia que no se define tanto ya por el monopolio de la coerción o del mando, como por el monopolio de la decisión: «soberano es quien decide sobre el estado de excepción» (Schmitt, 2009: 13 y ss.; cf. Agamben, 2002a: 25 y ss.; 2002b: 37 y ss.).
Agamben dará con una manera muy gráfica de expresar la idea: En nuestro tratamiento del estado de excepción, hemos encontrado numerosos ejemplos de esa confusión entre actos del poder ejecutivo y actos del poder legislativo [...]. Pero, desde un punto de vista técnico, la prestación específica del estado de excepción no es tanto la confusión de los poderes [...] como el aislamiento de la fuerza-deley en relación con la ley. Se define así un «estado de la ley» en el que, por una parte, la norma está vigente pero no se aplica –no tiene fuerza– y, por otra, hay actos que no tienen valor [o forma] de ley pero que adquieren la «fuerza» propia de ella. (Agamben, 2002b: 54-55)
Desde luego «poder-decidir» sobre la excepción no es exactamente lo mismo que ubicarse o ser ubicado en ella y verse, en consecuencia, reconocido situacionalmente para activar determinados poderes desde o hacia la comunidad de los humanos. Por ejemplo en el momento en el cual el reth shilluk puede pronunciar la justicia pero no inventarla; como puede valerse de la violencia, pero no eximirse de ella. Se diría que el diálogo «legitimidad↔legalidad» describe entonces un ciclo corto; pero, para explicar lo dicho, primero hay que establecer en qué circunstancias aparece aquí algo comparable a la «legalidad» que conocemos a través de la situación histórica de Estado, o a la legale Herrschaft weberiana. Y así es. Valiéndose de la idea de la actualización según la concibe la Escuela jurídica realista (vid. sup., cap. 9.1), es fácil aislar un principio general de «legalidad» en aquel destello que se produce cuando se pronuncia el derecho y, aunque dure tan sólo un instante en la práctica, lo dicho, por el simple hecho de haberse dicho, se distancia del absoluto abstracto que conforma la legitimidad, masa gaseosa: rizomas a través de los cuales se sujeta culturalmente la comunidad política. El retorno de la legalidad al seno de la legitimidad es aquí rápido, empero, porque también la sociedad juzga, en silencio, el derecho en esta ley; y retiene para sí el recurso a una «autoridad otra –natural, divina–», que no es la «autoridad política –social, humana–» que ejerce el poder-pronunciar.
De hecho, hasta cierto punto inevitable, la confusión en la identificación práctica de la que habla en este pasaje el italiano –entiéndase: confusión aquí revelada en la medida en que observamos la realidad desde la doctrina liberal de Montesquieu, a través de sus «acentuaciones racionalistas»– tiene su propio reflejo también en la política del senado y el pueblo romanos, entre las instituciones de la dictadura y el iustitium. En su momento, Mommsen interpretó la última como una suspensión general de las potestates de los magistrados menores, sólo para añadir sin dilación cómo tal cosa acaecía en una interrupción general tanto de los asuntos públicos como de los privados desarrollados públicamente; y aunque se mostraba algo ambiguo sobre la forma precisa de su ejecución –pronunciado por un magistrado mayor, guardaba estrechísima relación con la declaración de tumultus y con el senatus consultum ultimum–, vinculó iustitium y dictadura por la base de la autoridad senatorial que, de un modo u otro, mediaba y ponía de manifiesto lo que el sabio alemán calificó de «estado de guerra» (Mommsen, 1892: 300 y ss.; 1891: 266-267, nota 1). Sin embargo, el dictador responde claramente al patrón de la
En la inmediatez en que se verifica este recorrido de ida y vuelta, ambos polos son virtualmente indistinguibles. O al revés: son distinguibles sólo virtualmente. Y de aceptar esta proposición, podría colegirse en teorización 284
La política salvaje bien atendiéndolo, habida cuenta de que se trata del autor que, antes de sentenciar aquel famoso «authoritas, non veritas, facit legem» del Leviatán (1651 para la primera edición, en inglés, proviniendo la cita exacta de la revisión latina de 1668), había considerado ya describir la «superación de la naturaleza» hacia el Estado como una autorización colectiva en la cual «los súbditos son los autores de un querer político, y el soberano es el actor» (Zarka, 1997: 69-72). Resulta obvio que no se trata aquí de darle la razón sin más –por ejemplo, entre otras críticas necesarias, al observar la realidad únicamente desde la sociedad de Estado esta composición coadyuva decididamente a «desexcepcionalizar» el estatismo–, sino de certificar la proximidad argumental en que se van desarrollando unas y otras narrativas, en que se sujetan unas y otras estrategias prácticas. Los clivajes, podríamos decir, en que se ha pensado el campo político, y se ha construido, desde la tradición romana. Hay un nexo estructural evidente entre la auctoritas del padre, su uitæ necisque potestas sobre el hijo, y la auctoritas patrum del senado, y el imperium, cuya liberación de todo derecho como durante la campaña guerrera «puededecidir» iniciar éste, indicando a quien corresponda la necesidad de declarar el iustitium –y en tanto es una
magistratura (vid. Mommsen, 1893: 161 y ss.). En todo caso, su carácter extraordinario reside en la anulación, siempre por un lapso de tiempo definido y circunscribiéndose a la regulación de una lex curiata, no del derecho (ius), sino de la colegialidad en que la República hacía ejercer potestates e imperium. Podría discutirse mucho sobre los matices de una significación indígena volcada en prevenir sus consecuencias lógicas, pero no tanto contradecir la positividad operativa en la frase «el dictador es un rey sin monarquía». Un rey, temporalmente. Habida cuenta de que el romanista disponía de estos mimbres, además de su habilidad para soslayar el núcleo central del problema, Agamben descubre en Mommsen lo que Schmitt había descubierto antes en las doctrinas liberales del derecho desarrolladas durante la centuria del 1800: que carecía en su haber conceptual de una aceptable teoría límite del Estado. A decir verdad, en la Teología política de 1922, el jurista alemán ya había puntualizado que el «estado de excepción» (Ausnahmezustand) desde el cual él echaba a andar su definición de la soberanía, no equivalía en ningún caso a un decreto de necesidad cualquiera, o al «estado de sitio» (Belagerungszustand). Paralelamente, Agamben (2002b: 59 y ss.) rescatará con acierto la explicación de los gramáticos para iluminar el primer significado indígena del iustitium, en su comparación con el del solstitium: aquí, la detención en el cielo del movimiento del sol; allá, la detención del ius en el ordenamiento de la sociedad. Es entonces esa «detención» la que produce el efecto óptico por el cual parece haberse anulado la potestas de los magistrados menores, cuando lo que sucede es que, anulado el derecho, la naturaleza invade la sociedad, y puede desatarse la violencia sobre cualquiera de sus miembros impunemente; iniciativa que suele canalizarse en la apelación del senado a quienes durante el orden ya estaban o habían estado investidos legítimamente para ejercer el imperium militiæ, en la guerra, más allá del pomerium que definía los límites sagrados de la ciudad.
Tal y como señala su traductor, Gimeno Cuspirena (en ibíd.: 222-228, nota 2), la articulación del campo semántico de bando que Agamben «recrea» en Homo sacer I resulta capital en tanto conecta el sustrato medieval de nuestras culturas y sociedades, y concretamente su tradición germánica, con esa misma estructura latina. El DRAE todavía recoge el desusado verbo bandir como «publicar un bando contra un reo ausente, con sentencia de muerte en su rebelión» –es decir: proscribir, autorizando a cualquiera para matar al bandido sin necesidad de juicio y sin cometer por ello homicidio– y también Corominas (1984: A-CA, 487) lo hace proceder de una fusión-confusión entre el fráncico *bannjan (desterrar) y el gótico *bandwjan (hacer una señal). Por su parte, el filósofo italiano remarcaba cómo «el que ha sido puesto en bando no queda sencillamente fuera de la ley ni es indiferente a ésta, sino que es “abandonado” por ella [...]. De él no puede decirse literalmente si está fuera o dentro del orden jurídico, por esto originalmente las locuciones italianas in bando, a bandono significan tanto “a la merced de” [vid. sup., cap. 5.5, nota 43] como “a voluntad propia, a discreción, libremente” [...]; y banido [bandito en el original; aplicado tanto a personas como a cosas] tiene a la vez el valor de “excluido”, messo al bando, y el de “abierto a todos”, libre» (Agamben, 2002a: 41). Y ahora bien, revolviendo el camino, sucede que en ese potente nudo de ambigüedades fue a proyectarse ya en la Alta Edad Media la imagen del hombre lobo: «wargus sit, hoc est expulsus», se lee en las leyes de los francos, a lo que Agamben no puede sino responder rememorando el «sacer esto» (vid. sup., cap. 10.4, nota 18); «lo que iba a quedar en el inconsciente colectivo como un monstruo híbrido [...] dividido entre la selva y la ciudad es, pues, en su origen la figura del que ha sido banido de la comunidad» (ibíd.: 125). Como mínimo, ambas identidades responden a la misma lógica relacional. Pero con todo, quizá sí quepa una concesión discrecional al planteamiento del «contrato social» si tenemos en cuenta el tipo de medioambientes socioculturales en que se formuló y se piensa. En su introducción a una selección de ensayos de Locke, Hume y Rousseau publicada en 1947, Ernest Barker (en Dumont, 1987: 103-104) da la clave a la vez que apunta hacia un fenómeno crucial para la construcción de la dicha modernidad, cuando opina de este último autor que «hubiera evitado la confusión y el inexplicable milagro de una repentina emergencia, a través del contrato, desde una condición primitiva y estúpida hasta el estado civilizado de Las Luces, si se hubiese preocupado de distinguir la sociedad del Estado. La sociedad que constituye la nación es un resultado de la evolución histórica que no se crea mediante un contrato social cualquiera, sino que simplemente está presente. El Estado fundado sobre esta sociedad puede ser, o puede llegar a ser en un momento determinado –como lo intentó Francia en 1789–, el resultado de un acto creador de los miembros de la sociedad». Esto no le resta peso a la crítica de Agamben, pero señala el camino de las heterodoxias que matizan su rotundidad (vid. sup., cap. 8.4, nota 19).
Todo junto, en efecto, recuerda poderosamente aquella «crisis sacrificial» que para Girard (2016: 267 y ss.) se presenta como pérdida de diferencia. Mientras no hay derecho no hay «humanidad verdadera», ni «nosotros» frente a «los otros»; humanidad efectiva según la incardinación en sus signos culturales; y a fortiori, tampoco hay «homicidio». A juicio de Agamben (2002a: 124 y ss.), éste habría sido el único «estado de naturaleza» en que es posible medir realmente el homo homini lupus de Hobbes;20 y haríamos Escribe: «es preciso despedirse sin reservas de todas las representaciones del acto político originario que consideran a éste como un contrato o una convención que sella de manera precisa y definitiva el paso de la naturaleza al Estado. En lugar de ello, lo que hay aquí es una zona de indeterminación mucho más compleja entre nómos y physis [...]. La errada comprensión del mitologema hobbesiano en términos de “contrato” y no de “bando” ha supuesto la condena a la impotencia de la democracia cada vez que se trataba de afrontar el problema del poder soberano y, al mismo tiempo, la ha hecho constitutivamente incapaz de pensar verdaderamente una política no estatal en la modernidad» (Agamben, 2002a: 130).
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La política salvaje «opinión autorizada», esa necesidad automáticamente también es una manifestación de la justicia–. Al final está Augusto. El hecho de que el iustitium pasase a significarse, tras el advenimiento del Principado, con el luto público declarado a razón de la muerte de algunos miembros de la casa imperial no es para nada fortuito. Pero ya basta. La cuestión ahora es que al volver sobre la materia de la «excepción soberana» en la segunda entrega de Homo sacer (2002 para la primera edición, en italiano), el filósofo convendría en que: «desde esta perspectiva, el estado de excepción no se define, según el modelo dictatorial, como la plenitud de los poderes, un estado pleromático del derecho, sino como un estado kenomático, un vacío y una detención del derecho» (Agamben, 2002b: 67). Y dicho esto, la conclusión de la diatriba a propósito de su expresión gráfica era fácil: «el estado de excepción es un espacio anómico, en que está en juego una fuerza-deley sin ley –y que debería, por tanto, escribirse “fuerzade-ley”–» (ibíd.: 55). La «ley» del filósofo italiano vuelve a no corresponderse exactamente con el uso que venimos dándole aquí al término. Sucede que tomar en consideración la relevancia inatacable del «derecho» definido contra la «ley» era la única manera de empezar a desenmarañar la lógica tras la cual los «discursos de la dominación» interfieren en los sistemas culturales de percepción-clasificación de la legitimidad, para legitimarse. Pero Agamben no precisaba, en principio, de tal distinción; entre otras cosas porque, como decíamos, apela a culturas donde su diferencia apenas es significativa. De todas maneras, incorporarnos a su reflexión es tan sencillo como intestar el «derecho» sobre la «ley», más allá que acá del espacio liminar tras el cual se desata la naturaleza. Y quizá con ello estemos por fin en condiciones –o al menos, seguro, en la necesidad– de abrir un último espacio a la proposición teórica, en conclusión.
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Conclusión La humanidad en la perihistoria 0’5. De un lado, hemos comprobado que estabilizar la sociedad requiere de una «comunidad del derecho» que contenga, entre otras muchas cosas, las luchas normales por la dominancia. Equivaldría a lo político en el sentido en que se lo veíamos emplear a Caillé: contextualidad general, institución cultural de lo social (vid. sup., cap. 4.1, nota 5). Probablemente haya una infinidad de buenas razones para explicar por qué «poder-decidir» sobre la concurrencia o no de ese derecho, sobre la excepción y la norma que constituye los límites exteriores del espacio sociocultural donde se desenvuelve la humanidad es siempre, en mayor o menor medida, un signo de la «otredad»; a través del registro etnográfico y también del histórico, pero no es el caso detenernos en eso ahora. Al fin y al cabo hemos comprobado que cualquier autoridad precisa de la identificación colectiva, y por ende cultural, de cierto grado y tipo de distinción inscrita en la «objetividad» de lo imaginario (vid. sup., cap. 5.4). Tal vez solamente ocurre que, para no comprometer la estabilidad de la sociedad, la soberanía, que es la autoridad absoluta, precisa en última instancia de no poder identificarse absolutamente; ser sobre todo, de una sustancia no empírica que se manifiesta alrededor y sobre lo humano, eventualmente entre y en lo humano, pero que no es en definitiva lo humano. Al menos, no lo humano propiamente dicho. Existe, pues, una especie de principio de igualdad o de identidad o de indivisión, y la agencia social desplegada por quienes la ideología culturalmente dominante en el grupo humano identifica adheridos a él –i. e.: la de «los iguales»–, así como la de quien en ella reverbera directa o indirectamente, es lo que en primera instancia podríamos llamar «práctica política». Por supuesto, no es más que un principio que inaugura el campo estableciendo un primer punto de anclaje tendencial para los discursos que lo atraviesan; y no es extraño, sino todo lo contrario, hallar igualdades postergadas, como en las gerontocracias africanas de Meillassoux y tantos otros casos (vid. sup., cap. 1.3), o igualdades mitigadas, por ejemplo, en el cuerpo de las mujeres de la «ciudadanía mediterránea clásica», o lisa y llanamente, desigualdades (vid. sup., cap. 5.6). El objetivo de cualquier «discurso de la igualdad» es generar el tipo de agentes protagónicos autorizados que sustancian la política de los humanos, de nuevo: en primera instancia. Más acá de eso quedan las luchas por la significación. Pero la cuestión ahora es que, más allá, hay un espacio que no es político, ni jurídico; y entre medias, hay un espacio de indeterminación transitable en mayor o menor medida desde –la percepción cultural de– lo cultural, o desde –la percepción cultural de– lo natural.
1. En el escenario del «ciclo corto» de la legitimidad a que nos referíamos un poco más arriba, configuración normal –podríamos decir– de la política salvaje (fig. Ca), el elemento soberano se mantiene decididamente no empírico, según los términos de Lawrence y Meggitt (vid. sup., cap. 7.6). Su interacción con el espacio de la comunidad política humana se resume así en tres movimientos típicos, siendo alfa (α) la –percepción cultural de la– institución directa del derecho, y beta (β) el margen de fractura social admitido para las autoridades políticas en relación al ordenamiento jurídico, que vale por decir: el principio de legitimidad. Puede entonces concebirse que un agente empírico sea manifestación coyuntural de la soberanía dentro del orden del derecho, de tal modo que la comunidad de los humanos identifique una o más situaciones en o durante las cuales un agente dado puede-pronunciar lo justo y «actualizarlo» como «ley», entendida en un sentido débil o contraestático; porque el proceso no se identifica nunca con aquella institución del derecho –β≠α–, y por ende, podría anularse inmediatamente si, quizá incluso sin por ello poder-pronunciar nada, la comunidad no reconociera también el derecho en la ley –i. e.: su «justicia»–. Todo esto se desarrolla sin una intervención activa del principio de soberanía, según el cual indefectiblemente se instituyó el derecho en el pasado, o en todo caso en una instancia atemporal: dispositivo que ancla la comunidad al continuum del universo, y cuya manifestación presente no está por defecto sujeta a nuevas instituciones, siendo por tanto el movimiento gamma (γ) primero equiparable a aquella «violencia mítica» de Benjamin, que no funda derecho, que no es punible, que es arbitraria: no humana. 1’5. Frente a esto, el escenario excepcional implica una soberanía «empirizada». Quizá irrumpa en el sistema sociocultural una agencia que ya estaba fuera del orden del derecho previamente, que no era parte de la «comunidad de los –verdaderos– humanos», dotada para desatar una violencia, un poder-fuerza, imposible de anular; o quizá un cataclismo natural lo desordene todo. De hecho, ¿acaso no deberíamos de considerar que ambas cosas se signifiquen indistintamente, y siendo ambas «violencias no humanas», o como poco radicado significativamente su origen no en el espacio cultural de la humanidad, sino en el de la naturaleza, la colonización sea percibida por los humanos antes que nada como una especie de cataclismo natural? Se desordena la vida, entonces, porque los agentes que componían la comunidad de los humanos se ven forzados a actuar anormalmente en el desastre; «desorganizarse», 287
La política salvaje
Fig. Ca. Movimientos típicos en un escenario contraestatista. Los pronunciamientos de justicia según el solo «principio de legitimidad» describen un ciclo corto bajo el signo del derecho (β), inhibiendo la posibilidad de una identificación sustancial del agente con la soberanía, independientemente de los efectos sociales que se derivaren de su acción. También son independientes los derivados de las manifestaciones «actuales» del poder soberano (γ), significativamente al margen de la humanidad y sus intereses sociales.
la sociedad, han de conceder necesariamente todos ellos que el poder-pronunciar la justicia última es atribución soberana, y entonces esa ley –estatista– es como el derecho, devolviendo la imagen especular «(legitimidad)→legalidad→legitimidad» que ya advertimos antes (vid. sup., cap. 9.1). Esto no es óbice para que aquellas autoridades, sea como fuere delegadas en la indeterminación, reproduzcan un proceso similar, desarrollando una práctica que describe el movimiento dseta (ζ): de la ley al derecho hacia el interior de la comunidad política; y nótese cómo, donde quiera que dicha práctica suponga la coacción, nos encontraríamos ante una fórmula discursiva equiparable a lo que Benjamin calificaba de «violencia conservadora de derecho». Pero tampoco nada es óbice, del otro lado, para que el sistema siga siendo estable sólo a condición de que la comunidad continúe identificando la positividad del derecho que traba culturalmente todo el orden social; y por eso sosteníamos que, con independencia de los «discursos de la dominación», la relación entre legitimidad y legalidad es siempre dialógica (legitimidad↔legalidad); y que toda violencia activada en relación al derecho es, en cierto sentido, una violencia fundadora de derecho. Sucede que, a fin de cuentas, tanto el movimiento ζ de las autoridades políticas estatistas como el ε de la autoridad soberana
como lo entendieron los sociólogos de Chicago; y por alguna razón, la vuelta a la normalidad deja tras de sí una parte del cuerpo social suspendida más allá de la indeterminación –i. e.: una «parte sagrada»–, y por lo tanto ya no es «la normalidad». O quizá, en fin, algún otro tipo de «atasco» del medioambiente, que es también la codificación cultural del medioambiente (vid. sup., caps. 2.2 y 8.3), fuerce un impasse del cual la sociedad es incapaz de retornar; y se prolonga estructuralmente el «estado de excepción». 2. La cuestión es que, habiéndose dado esa intercepción de la soberanía a manos de quien es desde entonces tanto identificado como identificable indudablemente como una parte –excepcional– del cuerpo social –a la vez dentro y fuera del orden: lo que en el diagrama (fig. Cb) proponemos anotar como movimiento delta (δ)–, la trayectoria realizada por la legitimidad en cada actualización del derecho se ve forzada a describir un «ciclo largo». Un «dios activo» supone ante todo, y al menos en su propia narrativa, otro tipo de continuidad en la institución del derecho, la cual se verifica en lo que podríamos llamar ahora movimiento épsilon (ε), o principio de legalidad. Así, con independencia del número y del tipo de funciones y «agentes autorizados» que se dispongan en el espacio de la indeterminación para administrar 288
Conclusión: la humanidad en la perihistoria
Fig. Cb. Movimientos típicos en un escenario estatista. Una vez activado el «principio de legalidad» en la intercepción empírica y social de la soberanía (δ), los pronunciamientos últimos de justicia describen un ciclo largo algunos de cuyos movimientos significan la trascendencia del agente que los efectúa (ε, θ), así como, en otros casos no necesariamente ejecutados por el mismo agente o tipo, su instalación operativa en los márgenes de la indeterminación (ζ).
esta soberanía empírica de la tesitura B hacia la comunidad política no es exactamente «arbitrario» en el sentido en que sí lo es γ en el escenario A, ergo difícilmente podríamos significarlo –al menos aquí–1 junto a la «violencia mítica de los dioses». Pero, a la vez, tampoco es fundadora de derecho típicamente. De hecho no deja de ser curioso cómo, si ese movimiento ejecutado desde fuera del orden del derecho apela en sus signos a algo en el interior de la comunidad política de los humanos es, precisamente,
se desarrollan en la práctica parcialmente bajo el signo del derecho; es decir: atraviesan la indeterminación en algún momento, punto en el cual están expuestos a la «desautorización» expresable en el movimiento eta (η). La descripción de un ciclo largo en estos términos nos permite a la vez aislar con relativa facilidad –sin duda: con facilidad «ideal-típica»– el tramo del diálogo «legitimidad↔legalidad» a que afecta la pérdida de esa especie de masa gravitatoria influyendo, determinando o decidiendo la práctica humana que se deriva de η. De esta forma, η>ζ tiende a dejar de reconocer la justicia en la acción de gobierno, podríamos decir, mientras que η>ε entraña una desestabilización sistémica cuyas últimas consecuencias serían, de verificarse por completo, la anulación de cualquier efecto social –lo cultural aquí debería de analizarse en otro capítulo, entre la «invención bajo restricción estructural» y la imposibilidad de desandar caminos genéticos, pero crecer en homoplasias– derivado de δ. Esto entraña y manifiesta, hasta cierto punto, la pugna por reabsorber los elementos estáticos en el «cuerpo salvaje» (vid. sup., cap. 9.2, nota 14). Finalmente, el movimiento zeta (θ) se dispone formalmente como γ, pero qué duda cabe de que, de una u otra manera partícipe de la sociedad de los humanos a pesar de todos los signos, cualquier poder desarrollado desde
1 Porque del otro lado cabe, evidentemente, la imitación de γ entre las formas de θ; y en este sentido podríamos recuperar aquí algunos aspectos de los anotados por Graeber (2011a: 7-8) a propósito de la aceleración estatista: «European visitors to the court of king Mutesa of the Ganda Kingdom [c. 1857-1884] would occasionally try to impress him by presenting him with some new state-of-the-art rifle; he would generally respond by testing the rifle out by randomly pinking off one or two of his subjects on the street. Clearly this was a calculated political gesture; the Europeans were trying to make a point of their superior firepower, Mutesa responded by demonstrating his own absolute power within his own domains»; y de nuevo, más tarde: «while the king was not identified with any divine being, he remained very much a divine king in our sense of the term: a dispatcher of arbitrary violence, and higher justice, both at the same time [...]. Thousands might be slaughtered during royal funerals, installations, or when the king periodically decided there were too many young men on the roads surrounding the capital, and it was time to round a few hundred up and hold a mass execution [...]. When David Livingstone asked why the king killed so many people, he was told that if he didn’t, everyone would assume that he was dead» (ibíd.: 52-53; cf. Fallers, 1959; Reid, 1999).
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La política salvaje a la conservación del derecho que quebranta –en el fondo, a la del principio de legalidad sobre el cual descansa el estatismo: a la conservación de ε–, y sucede entonces que θ es aquella manifestación límite de la soberanía empírica de que hablaban Schmitt y Agamben, «fuerza-de-ley»: la conservación del orden del derecho desde fuera del orden del derecho e incluso a pesar del orden del derecho.
inherente a la «servidumbre voluntaria», según fue enunciada por Étienne de La Boétie allá cuando todavía Las Luces europeas eran no más que una titilante aurora, y –así lo dijo aproximadamente un conocedor de la talla de Umberto Eco– pareciera que la posesión del saber nos exime del conocimiento. En todo caso, nos ha ocupado muchas veces desde entonces discutir qué constelaciones sociales se merecen la acepción inmoral de «servidumbre», por supuesto desplegable a su vez en una panoplia casi infinita de calificativos denotando contextualmente idéntica inmoralidad –porque entonces, ¿son o no son campesinos los granjeros del American Bottom? (vid. sup., cap. 3.1)–; a discutirlo, las más de las mejores veces, desde un materialismo imposible que obliga antes o después a entrampar la historia entre un principio y un fin; o en una valoración que no puede sino sernos cultural, donde quizá únicamente quepa esperar encontrar una finalidad más basal que todo aquello: la de la vida.
Para cerrar el modelo adecuadamente convendría aun pensarlo en una premisa 2’5, o devolverlo todo a la 1’5 y echar de nuevo a andar. Sumarle o restarle medias proposiciones, en toda situación y circunstancia histórica, no dejar de pulsar sus tensiones. El hecho de que η encierre la potencialidad de subvertir el sistema diagramado en el escenario B y eso implique a fortiori, con mayor o menor «lógica lógica» pero desde luego revelando una «lógica práctica» ostensible, la idea tendencial diagramada en A, expresa una resiliencia contraestática radicada en las fibras más básicas de cualquier tejido social humano. Viene a declarar: aunque, como muestra la inacción inicial de los trobriandeses ante el pecado de Kima’i, el mantenimiento de la paz social suela ser preferible al de su orden, desde luego el mantenimiento de la vida es en todo punto preferible al de la paz. Este esquema de prioridades tiende a equilibrarse presionando para que en la práctica el orden garantice la vida, como en una homeostasis, y tiende a no perder el equilibrio –rompiendo la paz contra el orden– mientras no la imposibilite determinantemente. Ésa es la horquilla, y ésas, esbozadas aquí con mayor o menor acierto, las inercias que cabe esperar atravesando de punta a punta las proposiciones anteriores. Podría entonces denominarse «proposición 0»; con Barrett: «furor de vivir».
La del «futuro anterior» era una paradoja solamente en apariencia, se puede afirmar así las cosas, porque –permítasenos emplear nuestra propia versión de «inmoral»– los aspectos límite que se prolongan estructuralmente durante la dominación no precisan ser estructurales para ser pensados o incluso experimentados, y rechazados o rehuídos con vehemencia. Esto equivale a decir que la «política salvaje» no se dispone contra el Estado en tanto idea, y menos en tanto ideología, sino contra la estatización en tanto práctica y principio de la excepción soberana. Contra la dominación. Basta y sobra para entenderlo la «lógica de Jourdain». A fin de cuentas, por no abandonar el guión compuesto por de La Boétie, bien podría concluirse en un único trazo obscenamente grueso que, en efecto, más allá de la propia razón cultural de cada individuo, uno tiende a obedecer a sus padres, como mucho. Y a hacerlo como los dinka de Lienhardt (vid. sup., cap. 10.1, nota 8), hasta cierto punto.
En este sentido, el «descubrimiento» clastreano de la lógica contraestática en las Tierras Bajas de América del Sur suscitó la oposición de una –aparente– paradoja que de tanto en tanto ha sido agitada con languidez. En palabras de de Heusch (2007: 95):
Puede así ser comprensible que, en competición por la dominancia dentro del grupo social, algunos agentes tracen sobre la práctica estrategias discursivas a propósito de su relación con el espacio de la indeterminación que pongan de relieve su preeminencia en el seno de la «humanidad». La discursividad es clave en esto: han de ser identificables, culturalmente significativas, porque la aquiescencia del resto del grupo es aquí insoslayable; no hay, sin ella, interlocutor, comunidad del derecho posible, y a fortiori, tampoco política, ni dominancia. No sería descabellado, asimismo, generalizar precisando un poco más cómo, ante los desequilibrios normales en que se recurre colectivamente a una pronunciación de justicia, cabe esperar que los agentes β se aproximen mejor a la definición simmeliana de «autoridad», mientras que en otras situaciones sociales donde la alusión al derecho no es explícita, ese mismo movimiento no se signifique sino en el gesto del «prestigio». Llevándolo a nuestras mecánicas gravitatorias (vid. sup., cap. 3.5), podría
Esta innovadora tesis contiene una aporía cuyos detractores tuvieron el cuidado de subrayar, pero sin lograr desarticularla [...]: ¿cómo se pasa, histórica y estructuralmente, de una sociedad indivisa a una sociedad dividida si la hipótesis marxista es inoperante? ¿Cómo concebir que la sociedad «salvaje» resista con todas sus fuerzas a una forma de organización política cuyos peligros aún no ha experimentado, situándose a sí misma en una suerte de futuro anterior? Si, a la primera cuestión que se hace, comienza el belga a dar respuesta acto seguido a través de su estudio sobre las «monarquías sagradas» del África central (vid. sup., cap. 10.2), la segunda ha solido minimizarse sistemática y, lo que es peor, sistémicamente. Quizá porque, a pesar de la Historia, sigue siendo más o menos evidente a cualquier razón cultural la antítesis 290
Conclusión: la humanidad en la perihistoria decirse grosso modo que aquellos tienden a determinar y éstos a influir en su entorno. Pero nótese que la «objetivación» de Simmel se juega en matices mucho más finos, precisamente porque trata de operar el salto desde una descripción de la acción hacia una del signo.
largo» de la legitimidad, en el cual se ha impostado ahora el principio de legalidad. Obviamente, esta circunstancia ha de afectar de algún modo –contextual– los desarrollos normales tipo β, retroajustando un sistema en mayor o menor medida lastrado desde ese momento por el estatismo, como en un freno de inercia. Desacelerando los movimientos, el soberano empírico encarna la paradoja por la cual determinadas partes de la sociedad se parapetan tras el orden del derecho y, desde esa posición exterior, lo acentúan hasta el borde de la esclerosis –entiéndase: acentúan una de sus constelaciones concretas, paralizada en el tiempo– arriesgándose a dar al traste con los equilibrios homeostáticos expresados en la «proposición 0». Pero pronto se le viene a sumar otra paradoja todavía mayor, intuida por la «falsa conciencia» marxiana sin llegar por ello a levantar su propia caja negra lo suficiente como para sernos de demasiado provecho analítico; y es que las propias lógicas prácticas contraestáticas eventualmente coadyuvan al estatismo en ese empeño esclerótico, y es falaz pensar tipológicamente, que se van sustituyendo unas por otras en el devenir histórico.
De todas maneras, la consideración anterior es especialcialmente importante por cuanto, en su proposición mínima, en la lógica del contraestatismo, cualquier acción social es pasible de explicación a través del modelo de tipo β siempre y cuando entendamos que su «movimiento de tirabuzón» no tiene la necesidad de estar en todo momento orientado en su significación endógena hacia la actualización del derecho, alcanzando en los extremos de su desarrollo manifiestamente ambos interfaces de la indeterminación, sino que se ejecuta en progresiones variables y hacia campos variables –¿es necesario recordarlo?: variables desde la perspectiva común que traba a agente y comunidad; otra cosa somos nosotros, quienes observamos lo que acontece en un drama que se representa en un idioma extraño–. Esta comprensión permitiría sustanciar la relación «costumbre-derecho» sin imponerle soluciones de continuidad apriorísticas o ajenas a la situacionalidad en que sucede todo para los animales semióticos que somos, admitiendo que ambos discursos puedan funcionar de manera independiente y a la vez determinarse el uno al otro con suertes diversas: midiéndolo en la microfísica que habilita una «teoría praxeológica de la historia» (vid. sup., cap. 8.2), de ser preciso, un β anómalo será reabsorbible por el orden del derecho de vuelta al flujo sociocultural; muchos β anómalos habrán sido el derecho ordenando ese flujo.
La lógica del tejido social permanece siempre y a pesar de todo «salvaje», de modo que según un patrón en absoluto fortuitamente similar al de las lógicas M1→D→M2 contra D1→M→D2 en lo referente a nuestra economía (vid. sup., caps. 2.5-6 y 3.4-5), solamente el hecho de que la abrumadora mayoría de sus miembros se conduzca según β posibilita que una minoría –perdamos cuidado: antes o después, una «facción»– lo siga haciendo tras δ. Una minoría, porque lo normal es que la comunidad del derecho tienda a neutralizar in nuce cualquier conato de un miembro o facción dada por interceptar la soberanía empírica, en la medida en que ello supondría no ya distinguirse sino abandonar su seno, contraviniendo más allá de lo apriorísticamente aceptable el principio político de identidad; y ese dispositivo η>δ suele funcionar por automatismo, «lógica práctica», sin detenerse a diferenciar y valorar si de hecho la soberanía ya ha sido interceptada en otro punto de la sociedad.2
Desde luego es más sencillo llegar a esta conclusión desde este extremo que comenzando por declarar que, en la realidad –material–, ni la sociedad ni la comunidad existen, ni ninguna otra categoría de esa índole, como no existen los interfaces entre los que se desenvuelven; sino que en todo caso, si existe algo en su lugar, es una infinidad de idas y venidas fenoménicas describiendo trayectorias de tipo β en la significación de cuya progresión diacrónica –pues obviamente, de nada valen los diagramas si se los piensa limitados a un espacio plano, y hay que proyectarlos a través de una generatriz perpendicular «tiempo» para imaginar el efecto de los «movimientos típicos» que aquí proponemos– actúan como las fibras de las que se componen las lógicas operativas, que componen a su vez, en haces diversos, el tejido social. Matemática del caos: «las estructuras no son sino su propia replicación en la práctica».
2 Llevándolo a la discusión biológica general, Dawkins (1985: 83-84, 88) proporciona una versión muy clara de este mismo fenómeno al describir el control genético de la conducta como algo que se verifica «sólo de manera indirecta, pero en un sentido muy poderoso», y ejemplificarlo en la capacidad predictiva de un imaginario programador que espera favorecer la conservación de los genes inscribiendo en cada individuo determinados estímulos proactivos que ulteriormente podrían o no afinarse mediante el aprendizaje: «la ventaja de este tipo de programación es que reduce, considerablemente, el número de reglas detalladas que debían ser especificadas en el programa original; y es también apta para afrontar los cambios en el medio ambiente que no pudieron ser pronosticados detalladamente. Por otro lado, ciertas predicciones tienen que ser hechas todavía. Según nuestro ejemplo, los genes predicen que el dulce sabor en la boca y el orgasmo serán “buenos” en el sentido de que comer azúcar y copular es probable que beneficie a la supervivencia de los genes. Las posibilidades de la sacarina y la masturbación no serían anticipadas de acuerdo a este ejemplo; tampoco lo serían los peligros provocados por comer azúcar en demasiada cantidad en nuestro medioambiente donde existe en enorme abundancia». Esto lo llevará más adelante, en el contexto del debate sobre la «selección de parentesco» (vid. sup., cap. 4.3, nota 31), a preguntarse: «¿qué reglas simples y prácticas podrían obedecer los animales, en condiciones normales, que tuviesen el efecto indirecto de beneficiar sus relaciones íntimas? Si los animales tuvieran la tendencia de comportarse de manera altruista hacia
Es por esa razón por lo que la dicha «anatomía gerenal» de β sigue operando sin variar un ápice de su formulación típica también en los escenarios sociales del orden de B, donde la soberanía ha sido excepcionalmente interceptada en la empiria. O en otras palabras: la sociedad sigue funcionando igual en A y en B, en principio, a excepción de lo que atañe a un ordenamiento jurídico derivado cuando sea necesario y en última instancia al «ciclo 291
La política salvaje Para empezar a contestar esto de una manera general diremos que las evidencias expuestas a lo largo de esta investigación sugieren que esos procesos de adaptación que en algún momento llevan al accidente –parcial– de la política lo hacen tratando de salvar un «atasco medioambiental» probablemente relacionado con el crecimiento demográfico y la circunscripción, tal como intuyeron Carneiro o Harris (vid. sup., cap. 4.3); con una interrupción en el espacio o en el tiempo (vid. sup., especialmente caps. 5.5 y 7.1) que amenaza la vida en un sentido que debe referirnos menos a salvar puntualmente la mera existencia individual en un trance concreto, como en un acto reflejo, y más a mantener estabilizadas las condiciones de posibilidad generales de esa existencia y de la reproducción de un grupo humano dado en el desastre. En ese nuevo «medioambiente cataclísmico».
Una facción porque, en la medida en que el soberano empírico siga siendo parte de la sociedad, mientras siga siendo un agente que comparte con sus congéneres sus intereses sociales básicos, seguirá compitiendo con el resto de miembros por la dominancia en el grupo humano.3 Y huelga remarcar cómo, dispuesta en tal coyuntura, en efecto, esa dominancia se desarrolla, de la mano de la violencia, hacia los límites –ahora sí– de la dominación. De todas formas, es precisamente por lo antedicho por lo que se puede afirmar que el Estado es el «estado de excepción»: el derecho está aunque esté –parcialmente– detenido en un despliegue exitoso tipo δ. Así también, la «política salvaje» está; pero, acusando los efectos de ese movimiento δ que desacelera el sistema para poder controlarlo, está más o menos suspendida, interrumpida. En fin, desorganizada.
Si bien sería ingenuo pretender negar la importancia decisiva de una u otra formulación de la «dialéctica amo-esclavo» en algunas fases de tales procesos, indudablemente más vastos y complejos, en tanto en cuanto el escenario B permite puntualmente activar θ en defensa del statu quo soberano –i. e.: implica siempre una proporción de «autoridad coercitiva», fundada en la posibilidad de una coacción–, lo resulta asimismo colegirlo todo únicamente desde ahí, en la medida en que ello descuida el flanco de la «autoridad» propiamente dicha, según su principio básico, aislado entre otros por Arendt o Simmel (vid. sup., cap. 10.3). O si se prefiere dicho de otra manera: descuida las versiones estables de «autoridad» –no coercitiva– expresadas en η.
¿Por qué ocurre? Una respuesta corta impondría lacónicamente: porque ha sido adaptativo. Bien; pero, ¿por qué? aquellos individuos que físicamente se les asemejan, probablemente estarían beneficiando indirectamente a su pariente. Mucho dependería de detalles en cuanto a las especies implicadas, [pero] tal regla llevaría, en todo caso, a decisiones “acertadas” en un sentido estadístico. [Ahora bien], si las condiciones cambiasen, como sería el caso si una especie empezara a vivir en grupos mucho más numerosos, llevaría a decisiones erróneas» (ibíd.: 149-150): el tipo de variación medioambiental a que apela el británico en esta ocasión no podía ser más oportuna, a la luz de lo que nos trajo hasta aquí. 3 Obviamente, más allá de la propia supervivencia, la reproducción constituye el más basal de esos intereses sociales; aunque no por ello haya de ser el que oriente la conducta general de los individuos; y menos aun el que la oriente en la racionalización de sus puntos de vista. En este sentido, continuando con la reflexión a que invitaba Dawkins, tal vez la intercepción de la soberanía, y sobre todo la emergencia de Estados que aceleran la integración del universo social por la base del principio de intercambio que disuelve la identidad del «nosotros» en la semiosis del dinero (vid. sup., caps. 5.4-6), pueda ponerse en relación con otra de las preguntas que se formulaba el británico: «¿qué ha sucedido con el hombre moderno occidental [...]? Un rasgo de nuestra sociedad que parece decididamente anómalo es el relativo a la cuestión de la propaganda sexual. Como hemos visto, lo que se puede esperar con mayor seguridad por razones evolutivas, es que cuando los sexos difieren, sean los machos los llamativos y no las hembras [...]. Es cierto, por supuesto, que algunos hombres se visten ostentosamente y ciertas mujeres lo hacen con colores apagados, pero normalmente no hay duda que en nuestra sociedad el equivalente de la cola del pavo real es exhibido por las mujeres, no por los hombres [...]. Enfrentado a estos hechos un biólogo se verá forzado a sospechar que está contemplando una sociedad en que las hembras compiten por los machos» (Dawkins, 1985: 245-246). Esto estaría contraviniendo las estrategias que, teniendo en cuenta la muy desproporcionada inversión energética de cada sexo en sus respectivos gametos, pautan, frente a la ventaja de unos machos de entre los cuales los más exitosos se reproducen potencialmente más que las hembras más existosas, la mayor selectividad de las hembras. Pero sucede que contraviene también la mayor parte de la experiencia humana, siendo que las sociedades de la política salvaje presentan la situación contraria –i. e.: la esperable en condiciones «normales»– a la aquí descrita para el capitalismo tradicional, donde de hecho la participación de las mujeres en el mercado laboral era limitada (vid. sup., cap. 1.1). Hasta aquí, como para aquel biólogo, son sólo sospechas que requerirían todavía de mucho trabajo para comenzar a desentrañar la multiplicidad de lógicas anudadas entre unas y otras prácticas históricas –las de la expresión de distintas identidades para unos animales capaces de significarlo todo a su alrededor; las de la construcción diferencial de las jerarquías masculina y femenina; la eventual cosificación del cuerpo de las mujeres; las resiliencias salvajes en los límites externos e internos de aquéllas intervenidas por el Estado; etc.–. Ojalá a lo largo de estas páginas se haya logrado, al menos, definir un utillaje conceptual capaz de planteárselo siquiera.
Si estamos en lo cierto y el anclaje η>δ, por el cual se alcanza o suspende o desactiva la trayectoria emprendida por un agente social dado contra el principio de identidad de la comunidad política en una situación cualquiera, incluso en una situación «indeterminada», pero invariablemente «más acá del derecho», se puede considerar una constante entre los humanos, tal como todo apunta a que es preciso considerar, entonces debemos replantearnos sincera y profundamente sus huellas en la historia; y por supuesto, también en la historia material; y armar modelos que nos expliquen. Hete aquí el revulsivo que supondría para esta discusión la «jefatura primitiva» según la describió Clastres en La sociedad contra el Estado (1974 para la primera edición, en francés, de un conjunto de trabajos publicados por separado a lo largo de la década anterior). Giro copernicano, la filosofía política captada por él mejor que cualquier otro autor antes no dejaba lugar a dudas sobre la positividad de la «evitación estructural» de la dominación. El poder es exactamente lo que estas sociedades han querido que sea. Y como este poder no es nada, hablando esquemáticamente, el grupo revela, al actuar de ese modo, su rechazo radical de la autoridad y una negación absoluta del poder [...]. Al descubrir el estrecho parentesco entre el poder y la naturaleza, como doble limitación del universo de la cultura, las sociedades indias 292
Conclusión: la humanidad en la perihistoria supieron inventar un medio para neutralizar la virulencia de la autoridad política [que a falta de ese análisis más profundo, el etnógrafo emplea aquí instintivamente bajo el signo latente de la coerción]. (Clastres, 2010: 54-55)
Así, el aislamiento proverbial del «jefe» clastreano en la atenta indiferencia con que los suyos asisten a sus peroratas mientras continúan inmersos en su propia cotidianeidad, su aplastamiento bajo una deuda impagable, no son menos estratégicos que el desconocido –para la Historia– que sostiene la corona de laurel sobre las sienes de Pompeyo, acompañándole durante el triunfo, y le susurra al oído: respice post te, hominem te esse memento. Así también, perfectamente documentado durante la colonización europea de Vanuatu y su aceleración entre los ss. XIX y XX, el episodio de Tomi Nampas en el origen del culto cargoísta de John Frum (vid. sup., cap. 7.6) da buena cuenta del modelo que en adelante podría considerarse «discurso de la ancestralidad», por su ejecución más constante en los registros antropológico e histórico, o en general, principio típico de la resiliencia humana. Recordemos cómo Lindstrom detectaba en su análisis y definía una «doctrina de la inspiración» que impone a los grandes hombres melanesios el refrendo de una autoridad exterior –dirá el antropólogo estadounidense: «espíritus, ancestros y gente, y hoy en día textos escritos, de más allá de la comunidad local»– para que su propia autoridad pueda surtir efectos en la práctica de los demás, pero los incorpora automáticamente a esa misma exterioridad autoritativa tan pronto han muerto. De resultas, a Tomi Nampas no le es dado apoyar su dominancia en la comunidad de los humanos sobre lo que él dice; pero lo que él dijo es un recurso político «auténtico y autorizado» –i. e.: legítimo– para impulsar la dominancia de sus descendientes. En el fondo es la misma secuencia que trazan los reyes centroafricanos en una versión lentificada; teatral, dramáticamente; y Frazer no pudo describirlo mejor al ver, en las condiciones de su asesinato final, el ritual para un «dios moribundo». Dying god, escribía en La rama dorada: un dios que muere, que está y es muriendo.
Precisamente un arqueólogo español volvía a escribir no hace mucho sobre lo anodino de la implementación del utillaje teórico clastreano en la disciplina que compartimos, como en las demás, cuando era más que palmario su atractivo, siquiera como un nuevo punto de partida para repensar el análisis de la sociabilidad prehistórica (vid. Criado Boado, 2014: con bibliografía). Desde luego ese potencial inicial era innegable, como también lo eran sus limitaciones.4 De hecho, su propio planteamiento en forma dicotómica coadyuvó y coadyuva aún –por eso solamente se sigue, a lo sumo, repensando en términos clastreanos la prehistoria, y con notabilísimas excepciones (Campagno, 2014), poco más que la prehistoria– a una especie de «error sinecdótico» por el cual se ha tendido en buena medida a «tipologizar» la sociedad en su conjunto tomando la sola base de unas u otras lógicas operativas, contraestáticas o estáticas. No se ha advertido así que, exactamente de la misma manera que la posibilidad empírica de las segundas se ha de inferir de la sola detección de las primeras en la «sociedad salvaje», estas lógicas contraestáticas continúan también replicándose determinantemente en el desorden de los grupos en que se ha osificado el escenario B, dando paso a una «situación de Estado». Porque sin ellas no sólo sería insostenible ese Estado, sino que sería insostenible la sociedad. Del otro lado, más parece que el dispositivo η>δ no persiguiera tanto negar la eventual trascendencia de ese agente social dado como aplazarla ad infinitum, manteniéndolo en el orden del derecho hasta que el «poder» que se le reconociere hecho «autoridad» sea materialmente incapaz de comprometer la vida del grupo; momento en que se admite ya sin cortapisas. Acaso –lo vimos con Komma y los «líderes marginales» kipsigis (vid. sup., cap. 9.2)– porque la sociedad se esté asegurando de esta manera una reserva mutante disponible en la contingencia de alteraciones ecológicas graves, más o menos repentinas, y fíe en los contramovimientos defensivos de su cuerpo político contraestático para recuperar el orden si se llegara al extremo de ser realmente amenazado. Pues debiera haber sido por definición irrebatible que ninguna facción entrópica fuera a ser capaz de movilizar mayor poderfuerza en un interés privativo que el conjunto del total social. Y sin embargo, hete aquí nuestra historia.
A partir de ese punto pueden redefinirse las estrategias particulares en cada situación histórica, pero la médula del problema sigue siendo más o menos reducible a las mismas tensiones típicas: con la certeza de saberse –culturalmente– reconocido por la comunidad del derecho en algún momento de una progresión δ, el «hacedor de lluvias» capitaliza los efectos de una «agencia ecológica» (γ) sobre la que se le presupone, de igual modo, algún «poder». Como mínimo una participación en su objetividad. Pero, en tanto definitivamente γ≠θ, cualquier maniobra de tipo ε será esteril; incapaz de sujetar en su «legalidad» el derecho durante los casos límite. Se evidencia, pues, que la posición legítima del agente en cuestión sigue siendo indeterminada, pero no soberana, lo cual podría anotarse como (η>ε)→(δ≈βn). El discurso de los shilluk del Nilo Blanco estaba remitiendo significativamente a un escenario práctico más o menos parecido al sostener que el reth manifiesta pero no es Nyikang, que manifiesta pero no es Juok: (δδ es capaz de oponer para anularla –i. e.: cuando no se puede mantener la paz, ni se puede recurrir a un orden del derecho reiteradamente desbordado y suspendido en estallidos soberanos–, aquel «furor de vivir» sencillamente pondrá a cubierto a la humanidad, en otro lugar.
Incluso el cristianismo, religión –también– del poder estatista como poco ya más de un milenio y medio, todavía enseña que aquel mesías del cual estuvieron discutiendo «bizantinamente» si había sido una manifestación de la divinidad, o divino él mismo en alguna parte de su sustancia, se vio obligado a asumir en sus carnes como poco dos veces el adagio «nadie es profeta en su tierra»: la primera, cuentan los evangelistas, predicando en el templo de Nazaret;5 con la última, en la cruz del Gólgota, resolvió el problema de una vez por todas.
Ése es el mecanismo lógico que explica, entre otras cosas, los numerosos episodios históricos en que se basa la idea de «retirada emprendedora» formulada por Virno y rescatada por Graeber que nos salía ya al paso al tratar la economía dual (vid. sup., cap. 1.2, nota 11). También explica lo que, en un sentido más positivo y propositivo, Scott denomina «zonas de fragmentación» (shatter zones):
En cualquier caso, nada de lo dicho debiera de hacernos olvidar que el comportamiento normal de cualquier agente inevitable y determinantemente endoculturado en sociedad se mide de hecho –lo mide la comunidad, y lo mide el agente– contra los estándares culturales, estructuradosestructurantes sistemas de percepción-clasificación, y que esto rige también para las performáticas relativas a la dominancia. Ya apuntaba en esta dirección la primera enseñanza de Malinowski en Crimen y costumbre, al recordarnos que la satisfacción de los objetivos individuales se alcanza en cumplimiento de los compromisos comunes (vid. sup., cap. 9.1); a lo mismo se refería Chagnon cuando vinculaba el éxito reproductivo de un individuo con su «éxito cultural», cualesquiera que fueran los principios que lo midieran (vid. sup., cap. 4.3); lo mismo, en fin, había entendido el Adam Smith que escribió la Teoría de los sentimientos morales (vid. sup., cap. 5.6). Todo ello equivale a decir que uno tiende a hacer lo que se espera que haga, y que en la «política salvaje» se espera que no se aspire a la dominación del grupo.
En un tiempo en cual el Estado parece ubicuo e inevitable, es fácil olvidar que durante la mayor parte de la historia, vivir dentro o fuera de él –o en una zona intermedia– fue una elección; una que debía revisarse según las circunstancias lo justificaran [...]. Así, los Estados tempranos expelieron tanto como absorbieron poblaciones, [y] en modo alguno fueron creados de una vez por todas. Innumerables hallazgos arqueológicos de centros estatistas que florecieron brevemente para eclipsar entonces a causa de la guerra, de epidemias, hambrunas o colapsos ecológicos ilustran una larga historia de formación y derrumbe más que de permanencia del Estado. Durante largos periodos la gente entró y salió [de la órbita de gravitación social] de los Estados; y la propia «condición de Estado» fue a menudo cíclica y reversible [...]. Fue este proceso el que creó «zonas de fragmentación» y el que explica en buena medida el mosáico irregular de identidades y ubicaciones constantemente reformuladas. (Scott, 2009: 7, 326)6
Más allá de esto, o precisamente por esto, la homeostasis expresada en la «proposición 0» tiende a resolverse acudiendo al orden cuando mantener la paz social pudiera comprometer la vida; por eso no puede quedar impune la subversión que representa Kima’i una vez invocado el derecho, y se espera del muchacho que se suicide; y por eso, en los términos literales de Clastres (2010: 221-222), siendo la «voluntad de poder» una mutación inaceptable del aceptable «deseo de prestigio» en la sociedad yanomami, el jefe Fusiwe ha de ser abandonado a morir andando él solo el camino de la guerra. Pero esa resolución solamente puede salvaguardar en última instancia la vida,
6 Ya le hemos visto comentar algunas de las estrategias prácticas características de la población en tales «zonas de fragmentación» (vid. sup., cap. 4.3, nota 35), y desde luego merece la pena remitir a las páginas de The art of not being governed para otros factores determinantes, como los derivados de la oralidad, el dialectalismo, etc. (Scott, 2009: 220 y ss.). Por lo demás, la idea ya sobrevolaba en The moral economy of the peasant, por ejemplo a propósito de una cita de Akin Rabibhadana (The organization of Thai society in the early Bangkok period, 1782-1873, 1969 para la primera edición): «a major dilemma of traditional statecraft was to raise enough revenue in corvée and kind to maintain the court, but not so much as to drive the cultivating population out of range [...]. “There was, however, a mechanism which tended to restrain the nai (nobles) from making excessive demands on the service of their phrai (commoners). When the phrai could no longer bear such excessive demands from their nai, they could simply run away into the jungle”. Although this may exaggerate the ease with which people left their village and land, a major preocupation of the Thai State in the early Bangkok period was holding the population it administered and persuading runaways to return» (Scott, 1976: 54).
5 Con pequeñas variaciones, lo repiten Marcos (6.1-6), y Lucas (4.16-30) y Mateo (13.53-58), y aun lo más significativo es que el argumento que opera la desautorización del nazareno en el «escándalo» de quienes lo habían compartido y en consecuencia conocián el escenario de su vida privada, anterior al bautismo en el Jordán, toma la forma literal –para regocijo del postestructuralismo– de una «genealogía»: «¿no es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos, Jacobo, José, Simón y Judas? ¿No están todas sus hermanas con nosotros?».
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Conclusión: la humanidad en la perihistoria No obstante, como sucedía con la distinción clastreana, aproximarse a tales fenómenos dando por sentada la perspectiva del Estado conlleva el riesgo de mezclarlos en las estrategias históricas de determinadas poblaciones, y a la vez confundir y esclerosar su «carácter marginal»; hacerlo depender todo de la reacción al Estado sin llegar a advertir cuál es el comportamiento verdaderamente anómalo. De hecho, en cierto sentido, eso mismo fue lo que les ocurrió a Ferguson y sus colaboradores al evaluar la belicosidad de los salvajes (vid. sup., especialmente cap. 4.3, nota 30). Por eso resultan tan importantes aportes como los de Graeber cuando (2007: 157 y ss.), repasando su experiencia a principios de 1990 en la aldea de Betafo, a unos 40 km de la capital de la República de Madagascar y a escasos 40 minutos a pie de la carretera que la conecta con Arivonimamo, descubría el recurso al Estado en la política local como una especie de autoridad fantasmagórica, donde sin embargo, faltos del interés o la capacidad material necesaria para actuar en todas las áreas geográficas y sociales bajo su jurisdicción, los agentes gubernamentales no intervenían en prácticamente nada.
Así, para Graeber, el caso de Madagascar responde concretamente a la agudización de la crisis económica que tuvo lugar a partir de 1972, y la consiguiente pérdida de poder –no así de autoridad– de ese gobierno y los sucesivos, pero se despliega en una enseñanza mayor: La idea es que, aunque puede que no existan ya lugares en la tierra totalmente libres del Estado y el capitalismo, el poder no es completamente monolítico: siempre hay grietas y fisuras temporales, espacios efímeros donde las comunidades autorganizadas pueden continuamente emerger y emergen como erupciones, levantamientos encubiertos. Los espacios libres titilean y desaparecen. Si más no, proporcionan un testimonio constante del hecho de que las alternativas son todavía concebibles, que las posibilidades humanas nunca son inamovibles. (Graeber, 2007: 172) Ahora bien, si volviéramos la vista con lo aprendido hacia nuestras sociedades y culturas, también en esas aglomeraciones urbanas de cientos de miles, de millones de habitantes, y por doquier en los modernos Estados de tradición europea, ¿no descubriríamos acaso los mismos movimientos, tramas y tensiones en la historia de su cotidianeidad, y no únicamente allí? ¿No utilizaban de hecho los editores de Dios y el Estado, por mencionar sólo otro de los ejemplos que nos salían al paso más arriba (vid. sup., cap. 8.4, nota 19), exactamente los mismos términos que los salvajes cuando titulaban aquel repaso bakuniano al devenir del proyecto liberal desde 1776-1789?7
Las más de las veces, ni siquieran estaban presentes en las cercanías. Aunque percibir la autonomía efectiva de los lugareños reunidos en fokon’olona –aclara Graeber: no tanto una institución fija, con una membresía formal, como un espacio plástico de deliberación guiado por el principio de que «ningún curso de acción que pueda acarrear consecuencias negativas sobre otros debe legítimamente emprenderse sin su consentimiento previo» (ibíd.: 173)– requiriera de un redoblado ejercicio de atención por parte del observador acostumbrado a la administración estatista de nuestras sociedades. Porque allí, como aquí, todos actuaban como si realmente el gobierno del Estado fuera el causante de que la sociedad funcionase, en resumidas cuentas. Se apoya entonces, para conceptuar el fenómeno, en uno de los textos más famosos del llamado «anarquismo ontológico» de Hakim Bey, TAZ: Zona temporalmente autónoma (1991 para la primera edición, en inglés), pero considera mudar lo temporal en provisional en lo que respecta a Betafo, por cuanto no encuentra allí ni la voluntad ni la asunción siquiera discursiva de su independencia frente al Estado, cuyo gobierno, no cuestionado por su parte, no encuentra motivos apremiantes para combatirla.
Si más no, en este punto alcanzamos las conclusiones de la primera parte de nuestra investigación, de tal modo que las herramientas ganadas a lo largo de ambas se acompasan en un utillaje teórico coherente: las distintas formas de poder y autoridad como elementos mecánicos de la gravitación social (vid. sup., fig. 3.5a), el lenguaje mínimo de la identidad (vid. sup., fig. 5.6a), la topología semiótica del dinero y el «poder-consumir» (vid. sup., fig. 5.4a), los movimientos típicos del estatismo y el
Desde luego, la interrogación es la única forma aceptable para estas reflexiones. La medida exacta de las afirmaciones que se vislumbran desde aquí es un nuevo espacio abierto a la exploración, mucho más allá de lo que aquí somos capaces: ésas, también, son otras historias que deben ser contadas en otra ocasión. Por el momento, volviendo a aquella nota donde comentábamos el trabajo del anarquista ruso y la glosa de Schmitt sobre el pretendido «dios inactivo» de los liberales, podríamos jugar a ensayarle una formulación en el lenguaje propuesto en esta conclusión. Podríamos decir que en la narrativa o en la teoría de sus Estados, la soberanía corresponde a la propia comunidad del derecho, de manera que, postergando las –impostergables– desigualdades habidas en su seno, (η=δ)→(η=ε). Esto genera un reflejo automático en lo que podría llamarse «discurso de la representatividad», cuya lógica remite de hecho a la política salvaje; declara, ante todo, la no dominación. Podríamos representarlo como (ζ≠ε)→(ζ≈βn). Todo junto evidencia que el punto de tensión de las democracias liberales se localiza en la relación práctica entre ε y ζ, y siguiendo la propuesta schmittiana, la forma más expeditiva de resolverla consiste en despejar θ: cuanto más estrecha y menor sea la diferencia entre las instituciones y, sobre todo, las fracciones sociales que activan ζ y las que activan θ, más claro será que δ se da con absoluta independencia de η, y que la revolución liberal ha fracasado.
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Probablemente la pista más rotunda sobre este fenómeno nos la proporcionaron aquí mucho antes las poblaciones luo y gusii que habitaban en torno al Lago Victoria y declaraban a los agentes coloniales, allá por 1940, que si bien era cierto que nadie había visto a Mumbo, el diosserpiente del culto antimperialista, tampoco nadie había visto a Serikali, el gobierno del Estado (vid. sup., cap. 9.3, nota 16). Es en principio o como principio, la bandera, el mapa, la lengua normalizada: buena parte del planeta continúa a día de hoy sujeta prácticamente sólo a ese tipo de inscripciones en la objetividad de lo imaginario. En América, en África, en Oceanía; basta alejarse un poco de los centros y aglomeraciones urbanas para constatarlo. 295
La política salvaje contraestatismo (vid. sup., figs. Ca y Cb). Teniéndolas en mente, el obligado recuerdo de algunas de las problemáticas transitadas entonces adquiere otra luz. Tal vez una luz más intensa. Porque la –activación empírica de la– «percepción de altercentralidad» que siempre estuvo ahí, la desintegración de la lógica política de «nosotros» en el avance omnímodo –pero nunca total– de las relaciones conducidas según las dinámicas de jerarquización entre «los otros nosotros», los artefactos de esa integración que eventualmente salva el atasco ecológico al precio de la dominación, son fogonazos del escenario cataclísmico donde acontecen esos tantos dramas en que se rasga el tejido social. En que se disuelve el hiato «naturalezacultura» que ordena la conducta salvaje, y se confunde e invierte en sus propias narrativas –ortodoxia-heterodoxia– lo que es central y lo que es marginal a la humanidad. Y adquieren, en esta luz, otra profundidad las intuiciones de Clastres (2010: 230): «la historia de los pueblos que tienen una historia es, se afirma, la historia de la lucha de clases. La historia de los pueblos sin historia, lo diremos al menos con igual grado de verdad, es la historia de su lucha contra el Estado». Pero sobre todo, la adquiere la urgencia de pugnar por la reparación de esa agencia «perihistórica»; sus racionalidades; las lógicas operativas que reproducen sus prácticas en la cotidianeidad y los contramovimientos defensivos que jalonan su –nuestra– historia, haciendo lo posible por superar las restricciones cognitivas que los «discursos de la dominación» interfieren en los instrumentos del conocimiento. Al fin y al cabo ellas son la base de la abrumadora mayoría de la experiencia humana. Y sin ellas, difícilmente se comprende cualquier otra cosa.
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Las nubecillas de humo formaban en el aire figuras extrañas de los más diversos tipos: cifras y fórmulas, serpientes enroscándose, murciélagos, pequeños fantasmas y, sobre todo, signos de interrogación. El genialcoholorosatanarquiarqueologicavernoso ponche de los deseos Michael Ende, 1989
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