La otra cara de Dios 9789562141673


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La otra cara de Dios
 9789562141673

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Hervé Clerc (Suiza, 1952). Estudió en el Instituto de Estudios Políticos de París, y Filosofía en La Sorbonne. Fue periodista de la Agencia France-Presse como corresponsal en Madrid, Pakistán, Afganistán y los Países Bajos. El libro Les Choses comme elles sont. Une initiation au bouddhisme ordinaire, publicado en 2011 por la prestigiosa editorial Gallimard, trata de forma sencilla los problemas espirituales más profundos e introduce al lector en el budismo. Este año 2016 publicó Dieu par la face nord (La otra cara de Dios), que Emmanuel Carrére calificó como «un libro esencial» y que se traduce por primera vez al español. Un libro que profundiza en una de las obsesiones de Clerc: la búsqueda de Dios, pero un Dios otro que le que hemos heredado culturalmente. El mismo Carrére habla de Clerc en su libro «El Reino», quien aparece como su interlocutor vital.

Hervé Clerc La otra cara de Dios

Prólogo de E m m a n u e l Carrére

Título d e la e d i c i ó n original: Dieu par la face nord Editions Albin Michel, París, 2016. © Hervé Clerc La otra cara d e D i o s

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l Universidad J de Valparaíso *

CHILE

© Editorial U V d e la Universidad d e Valparaíso D i r e c c i ó n d e Extensión y C o m u n i c a c i o n e s Av. Errázuriz N°1108, Valparaíso Colección Pensamiento Primera e d i c i ó n N o v i e m b r e 2016 Valparaíso, Chile ISBN 978-956-214-167-3 Registro d e Propiedad Intelectual 271.107 Director editorial: Cristian Warnken L. Cuidado d e la edición: Ernesto Pfeiffer A. C o m u n i c a c i o n e s y distribución: Jovana Skarmeta B. Portada: Federico Assler, detalle d e Umbral (escultura e n madera, 1969. C o l e c c i ó n M u s e o Nacional d e Bellas Artes). Fotografía d e T o m á s Rodríguez. D i s e ñ o d e portada: Felipe Cabrera A. D i a g r a m a c i ó n y diseño: G o n z a l o Catalán V. Corrección d e estilo y d e pruebas: R u b é n D a l m a z z o P. Traducción del francés: Andrea B i g n o n A. Contacto: [email protected] www.editorial.uv.cl N i n g u n a parte d e esta publicación p u e d e ser reproducida o transmitida, m e d i a n t e cualquier sistema, sin la expresa autorización d e la editorial.

Prólogo

Cuando le preguntan a Hervé Clerc a qué se dedica, responde: «Escribo un libro». Entonces le preguntan educadamente: «¿Ah, sí? ¿Sobre qué?» Alo que él responde: «Sobre Dios». He presenciado muchas veces esta escena, recuerdo perfectamente bien las caras de sus interlocutores: hay que reconocer que su respuesta es tranquilizadora, viniendo de u n tipo que no está loco y que de pretencioso no tiene nada. Para Hervé Clerc, que es m i mejor amigo, Dios vendría siendo como su leitmotiv. En el libro que escribí, llamado El Reino, intenté trazar u n buen perfil de su persona, que permitiera que los ecos de una conversación que ha sido recurrente en los veinticinco años en que hemos recorrido los senderos de las montañas de Le Valais pudieran escucharse. En la conversación en cuestión yo asumo el rol del agnóstico, y él, el del «¿creyente?» Ustedes tampoco lo son, no más que la persona a la que le recomendaba que leyera su libro sobre el budismo, Las cosas como son (Folio essais), y que m e decía: «¿Pero entonces, tu amigo es budista?» No, no es budista, tampoco hinduista ni musulmán, aun cuando su nuevo libro inicie una búsqueda a partir de los nombres de Dios en el hinduismo y en el islam. En relación con el significado que encierran estas palabras, Hervé Clerc distingue tres familias: en p r i m e r lugar, están los que n o consideran a Dios c o m o u n problema p o r q u e creen en lo que creían sus padres y sus abuelos (tengo la impresión de que esta especie es cada vez más escasa); en segundo lugar, están los que t a m p o c o lo consideran u n p r o b l e m a porque están p o r encima de esas reliquias (esta especie sí que es numerosa); y en tercer lugar, están todos los que, c o m o Hervé, consideran que n o todo está dicho y h a n crecido preguntándose: «¿Qué hago aquí?» ¿Qué significa «yo»? ¿Qué significa «ahí»? Efectivamente m e estoy refiriendo a todos quienes consideran que la vida es algo más que formar u n a familia y realizar hermosos viajes, algo más que participar del esfuerzo de crecimiento, a los que quieren respirar, aspiran a una vida verdadera, si la verdadera vida se llama Dios,

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entonces vayan por Dios, salvo que justamente no quieren llamarlo Dios. Escribo para ellos, para mis semejantes. ¿Por qué subir el Everest?, le preguntaron a Mallory, el alpinista, quien tan impasible como Hervé respondió: «Porque está ahí». «¿Por qué el h o m b r e está en la tierra?», le preguntaron a Pitágoras, quien respondió: «Para contemplar el cielo». Para conocer algo más que ese yo minúsculo y la vida asociada a ese yo —confinada, inquieta, oprimida. Para descubrir que existe un lado abierto de las cosas, u n abismo de lo Abierto. El Cielo, lo Abierto: son todos nombres de Dios. Existen muchos otros. El hinduismo, la más antigua de las grandes religiones, hace alusión al atman. La más reciente, el islam, a Alá. Hervé Clerc nos dice que se trata de lo mismo, de lo contrarío no sería nada, ni siquiera valdría la pena pensar en ello, pero observa también que: «es posible que la desafección masiva que golpea a la religión en Occidente, junto con el aumento paralelo de la crisis del islam, se deban a nuestra incapacidad de decir realmente de qué hablamos cuando hablamos de Dios». Porque se trata de u n a palabra ambivalente: «Tiene una umbría y una solana. Una cara sur y una otra cara. Situación curiosa desde el punto de vista semántico: es como si sólo dispusiéramos de una sola y misma palabra para designar al sol y a la luna. Cuando Nietzsche anuncia que 'Dios ha muerto', hace referencia al dios personal, benevolente, misericordioso, ese que es objeto de plegarias en iglesias, mezquitas y sinagogas. Se trata de la cara sur. No nos dice ni una palabra de la otra cara. Esa cara es abrupta, lisa, vertiginosa, sin contorno, sin fondo, nocturna. Algunos textos sagrados de la India hacían alusión a ella con el pronombre 'eso'. Antiguamente, los sufís lo llamaban Al-Haqq, lo Real. Actualmente es eso que vemos asomándose en el horizonte. Algo que podría representar el significado, aún oculto, de lo que llamamos modernidad». Las líneas recién evocadas figuran en la contraportada de la edición francesa de La otra cara de Dios (Dieu par la face nord) y resumen, en diez líneas, lo esencial de la respuesta a la pregunta: «¿Un libro sobre qué? —Sobre Dios». Para ir más allá es necesario leer las doscientas páginas del libro y realmente m e gustaría mucho que lo hicieran. Me gustaría mucho que leyeran este libro. Pienso que es un libro esencial, un libro que presiente el advenimiento de algo enorme, que justamente por lo mismo nos es imposible ver: lo que se levanta y crece en el crepúsculo de Dios es la otra cara. Se trata también de uno de esos libros poco comunes que, en un lenguaje límpido y amistoso, logran plasmar el pensamiento y esencia de un h o m b r e cuyas cavilaciones, rumiadas en solitario en un rincón, no son ideas arbitrarias, reflexiones vagas u opiniones con un

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derecho y un revés, sino que reflexiones cargadas de experiencia, venidas desde lugares remotos, sin nada que las obstruya, ideas que fueron meditadas durante mucho tiempo hasta volverse nutricias. Para no extenderme más de la cuenta, considero que la lectura de estas páginas luminosas que Hervé Clerc le consagra al islam, tema sobre el cual en la actualidad se escriben las cosas más irracionales, representan un gran aporte. Hervé Clerc no es musulmán, tampoco un estudioso del islam, pero le gusta el islam «como nos puede también gustar Fenecía, pero más intensamente». Es capaz de percibir su grandeza y «cómo calzaría en ella mi pequenez». Sabe que esa cosa grande que gobierna y verticaliza las vidas de tantos millones de hombres, no sólo puede tratarse, aunque lo haga, de: «barbudos gritando, sectas desgarrándose mutuamente, mollahs ignorantes lanzando fatwas». Sabe y logra convencernos de que el Corán tiene un dorso y un vientre —un dorso erizado que es el que le muestra al extranjero, y un vientre suave y acogedor que es el único que el h o m b r e piadoso necesita. Ya he leído tres veces este libro —no m e refiero al Corán sino al libro de Hervé—, y lo volveré a hacer a m e n u d o . Me gustaría poder decirles más al respecto, captar mejor sus matices. Para terminar, sólo digamos que se trata de un libro-compañero, un libro-conversación, un libro con el que se puede contar de por vida, como con su autor. Un libro familiar, desconcertante (si lo que dice es verdad, entonces casi todos los demás n o estarían en lo cierto), que se nos revela como una presencia benéfica. Es menos difícil de escalar que el Everest, pero como él, está ahí: «No allí arriba, no allá, no macizo, no escarpado, ni lo contrario, pero está ahí».

Emmanuel Carrére

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Dedicado a Paséale

Introducción

En uno de los textos sagrados de la India, llamado Upanishad, leemos lo siguiente: «Lo que está aquí, lo mismo está allí; lo que está allí, lo mismo está aquí. Muerte tras muerte obtiene quien ve diferencia en ello». El m u n d o es uno. Somos nosotros los que vemos en él diversidad. ¿Cuál es esta paradoja? Quien alcance la unidad, agrega el texto, dejará tras de sí la muerte. No sé si esto será cierto, pero he querido verificarlo. Sin duda, ustedes conocen la historia de los ciegos y el elefante. Ha sido contada mil veces, siempre de maneras distintas, pero con un tronco en com ú n . Se desconoce su origen, puede ser persa o hindú. No es una historia divertida. Sin embargo se las relato porque hará las veces de hilo conductor en este libro. Se trata de lo siguiente: seis ciegos (o cinco o cuatro) viven en un pequeño pueblo de Indostán (o de Persia). Un extranjero (aveces u n rey), llega a su pueblo montado en el lomo de un elefante. Los ciegos comienzan a palpar al animal. «Es una columna gruesa», dice el que le toca una pata. «Es u n tubo rugoso», dice el que le toca la trompa. «Se equivocan, muchachos, es una gran escobilla», dice otro mientras le toca una oreja. «Es una cuerda», dice el ciego que le aprieta la cola. Continúan así discutiendo por largo rato. El elefante simboliza una realidad singular que los hindúes denominan brahmán, los musulmanes Alá —aun cuando esta palabra encierre bastantes más cosas— y el maestro Eckhart, u n o de los grandes místicos de Occidente, «deidad». Los ciegos aprehenden esta realidad única de manera fragmentaria. Ignoran que bajo ciertas condiciones las cosas pueden adquirir u n carácter fulgurante de unidad. Entonces, tal como lo dice el Upanishad «van de muerte en muerte». Evidentemente, los ciegos somos nosotros. ¿Dónde está el elefante? Está en todas partes (ya veremos quién dice esto), brilla como mil soles, pero paradójicamente no lo vemos: «Tienen ojos pero no ven, tienen oídos pero no escuchan». Es m u y misterioso, ¿verdad? Estamos frente a una realidad que ocupa la integralidad de nuestro campo de conciencia,

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pero que nos es completamente ajena. Esta pequeña fábula nos introduce en una categoría singular: la evidencia oculta, lo incógnito que estalla. En Occidente n o sabemos designar al elefante entero. Ni siquiera disponemos de una palabra específica para nombrarlo. A veces lo llamamos «Dios». Pero el elefante no es Dios en el sentido en que lo entendemos normalmente. Es Dios en u n sentido completamente distinto. Para evitar confusiones, deberemos entonces aportar cada vez una aclaración: cuando digo «Dios», n o pienso en u n padre o en u n amigo, en el creador y señor de los mundos, en aquel al que le rezamos en templos, iglesias, sinagogas o mezquitas, no pienso en el guía, en el salvador o protector de los hombres. Tampoco estoy seguro de su existencia, pero en todo caso no es en él en quien pienso; él es el elefante en partes, mientras que lo que yo hago es avanzar a tumbos tratando de encontrar al elefante entero. ¿Qué es el elefante entero? Es simple: es la unidad de lo real. ¿Qué es la unidad de lo real? Si algún día les hicieran esta pregunta y ese para ustedes fuera u n buen día, pero sobre todo si no hubiera nada que pudiera obstaculizar su espontaneidad, entonces podrían levantar la mano, extender el índice y mostrar el gato pelado en el fondo del patio o el paquete de vegetales mixtos dentro de la cacerola. Sería una respuesta abrupta, brillante, digna de un maestro zen. Yo m e siento incapaz de hacerlo: es demasiado fuerte para mí. Entonces opto por escribir este libro. Tal como en Oriente encontramos este antiguo cuento del elefante, en Occidente encontramos el mito de la caverna, relatado por Platón y por su vocero Sócrates, en La República. En el fondo de una caverna viven unos hombres resignados a una vida oscura y confinada. Lo que es peor, sin siquiera tener conciencia de estar confinados a sus vidas oscuras. No imaginan la posibilidad de una vida distinta. Frente a ellos, en un muro, danzan unas sombras. Esas sombras son lo único que pueden ver. Se sienten fascinados. Piensan que esas sombras constituyen la realidad. Error. Para ver la realidad tendrían que partir por girar la cabeza hacia la luz del día, tendrían que lograr girarla (nadie dijo que fuera fácil). Con el correr de los milenios, Occidente ha ido olvidando esta lección inaugural de humildad. Hoy en día, la inmensa mayoría de los occidentales está convencida de estar luchando contra la realidad y como prueba de ello aspiran a tener el poder de transformarla. Piensen en el crecimiento de las ciudades, en esos aviones que surcan los cielos, en las perforaciones marinas, en el retroceso de la pobreza, en la prolongación de la vida: ¿no será que, tal como lo profetizaba Descartes, nos hemos convertido en «dueños y poseedores de la naturaleza»?

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La divergencia entre esta visión conquistadora del m u n d o y una más tradicional, que sigue siendo en lo más profundo y cada vez más secretamente aquella del islam y de la India —nuestras «Otras» dos principales visiones— es fundamental. Nutre desde el interior lo que Samuel Huntington llama el choque de las culturas. ¿Cómo llegar a entendernos si no tenemos el mismo concepto de lo real? ¿Del sentido de la vida? ¿De nuestra relación con el mundo? ¿Con el tiempo? ¿Del centro y de la periferia? ¿Del uso de la razón? En ambas veredas, la nuestra o la suya, ha habido —¿cuándo, cómo, por qué?— desviación, descentramiento, extravío de la inteligencia. Una frase o palabra es ambigua cuando contiene dos o más significados poco distinguibles entre sí o que se distinguen mal. Es lo que sucede con la palabra «Dios». Esta palabra designa al ser personal, al amigo y guía de los hombres que evocaba anteriormente —es el primer significado de la palabra, el que nos viene a la mente con naturalidad—, pero designa también una realidad abisal, impersonal, sin forma ni figura, lisa, abrupta, vertiginosa, incalificable, que es la que atrapa a algunos «místicos» —palabra que también habría que explicar—, filósofos, poetas, artistas, e incluso, como puede suceder, h o m bres comunes y corrientes. A este doble significado de la palabra Dios le corresponden dos enfoques diferentes: por un lado, el de una mística «unitiva», ilustrada en Occidente por Plotino o Eckhart, por el otro, el de una mística dualista cuya principal representante sería Teresa de Ávila. Ambos enfoques se mezclan y combinan entre sí en grados variables, y podemos suponer que su diferencia termina por reabsorberse, tal como sucede con los rayos en el cubo de la rueda. Esta ambivalencia n o es m u y conocida. Sucede q u e algunos sabios —filósofos, sociólogos, científicos e incluso teólogos— emplean la palabra Dios como si su significado fuera unívoco, como si se hubiera establecido de una vez y para siempre. Desde un punto de vista semántico la situación resulta curiosa, es como si sólo dispusiéramos de una única palabra para designar al sol y a la luna: cuántos malos entendidos y disputas absurdas entre astrónomos se habrían podido evitar con la invención de una palabra distinta, ¡como lo hicieron hace tanto tiempo los hindúes! Un ejemplo: Nietzsche, en La ciencia jovial, en medio de u n torrente de palabras atribuidas a un absurdo, anuncia que «Dios ha muerto». Se entiende que utiliza la palabra en su significado más corriente: hace referencia al Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, de Jesús, de Mahoma, ese de corazón sensible y del que se dice en la actualidad, tarda m u c h o en morir. Poco importa. Es el

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diagnóstico de Nietzsche: los creyentes se dirigen al que ha dejado de escuchar, de responder, de recompensar, de proteger, al que ya ni siquiera castiga: el gran Respondedor está muerto. ¡Somos libres finalmente! Pero cuando en Consideraciones morales Hannah Arendt señala que esta palabra de Nietzsche es «un absurdo evidente desde todo punto de vista», una palabra propiamente insensata, está haciendo referencia al otro significado de la palabra: al Dios sin cualidades ni atributos, sin fisuras ni asperezas, agujero negro metafísico que los teólogos califican, aveces equivocadamente, de «trascendente». Eso n o puede m o r i r porque Eso n o nace. Eso que n o entra en el agujero de ratón que llamamos devenir (un elefante no puede entrar ahí), n o puede salir. Se trata de u n lugar común de la teología. Existe una incompatibilidad lógica entre el Dios desnudo de los místicos y el Dios antropomorfo de los creyentes. El primero, en razón de su carácter absoluto, n o deja subsistir ninguna realidad externa a él. Esa es justamente su característica principal: hacer borrón y cuenta nueva de la diversidad. «No tiene segundo», dice el Vedanta, la gran filosofía de la India; «sin asociado», dice el islam. A donde sea que dirijan la mirada, hacia arriba, hacia abajo, hacia adentro, hacia afuera, está Él. Pero si es así, ¿entonces por qué n o lo vemos? El gran devorador n o puede ser objeto de conocimiento, ya que si lo fuera habría que concebir u n sujeto del conocimiento distinto a él. Imposible. En ese aspecto es igual a la cosa en sí de Kant, inasequible para la comprensión humana, o incluso igual a la materia negra indetectable de los físicos. Frente a una realidad que n o tiene afuera, surgirá la pregunta del estatus de los seres que sí lo tienen, o que creen tenerlo como nosotros, y la del carácter infundado o no de esta creencia. El Dios personal y el Dios absoluto son tan distintos u n o del otro como lo son el cielo y la tierra, dice u n teólogo. Sin embargo, del silencio a la palabra, del vacío a lo lleno, de la otra cara a la cara sur, la experiencia muestra que hay pasajes, ecos, emociones, interacciones. Cuando muere el Dios de los creyentes, tal como lo anuncia Nietzsche —supongamos que eso sucediera ahora— ¿qué devendría? Intentaré demostrar la siguiente respuesta: cuando Dios muere, le deja espacio a algo que sigue siendo Dios —pero en el otro sentido de la palabra, en el sentido oscuro, que es el que intento esclarecer en este libro. Si esta intuición no fuera errada, este fenómeno proteiforme que llamamos «modernidad» estaría gestando algo m u y novedoso y sorprendente, incluso desconcertante, que ya presenta algunos signos precursores. El h o m b r e occidental lleva ya u n buen tiempo alejándose del Dios personal que le transmitieron las generaciones anteriores. Lo considera h u m a n o ,

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demasiado h u m a n o . Se mantiene erguido, con los brazos cruzados, con el semblante un poco rígido como el de aquel al que no le volverán a pasar gato por liebre, y ahí está, mirando el horizonte mientras espera: ¿qué sucederá? El alumbramiento se perfila difícil. Se trata de un elefante entero esperando ver la luz, y la puerta es angosta... Podemos seguir llamando Dios a lo que está por advenir, pero también podemos llamarlo «nada» o «eso», o bien como dice Francpis Cheng, lo «Abierto». Por el m o m e n t o n o es más que u n punto negro en la pantalla. ¿Crecerá? ¿Cómo podría hacerlo si es inmutable? ¿Que está cayendo u n nubarrón, dice usted? ¿Este gran vuelco que llamamos modernidad sería como una nubarrón que al caer de nuestros ojos se desintegra? ¿Cada vez más rápido, dice usted? Hay algo que sí es seguro: en el espacio en el que nos encontramos, entre la desaparición y aparición de «Dios», hay algo que le falta al hombre, algo tan esencial como el sol para la tierra y la luz para las plantas. Sí, podríamos llamarlo el sentido de la vida. Objeción: usted está distinguiendo dos realidades en la palabra Dios y eso está m u y bien, pero dígame, por favor, ¿porqué tendríamos que haberlo esperado a usted, el autor, para tener claridad sobre u n asunto que lleva dos mil o tres mil años concitando la atención general? Bueno, a decir verdad, nadie m e ha estado esperando. El riesgo de confusión ha sido señalado en numerosas oportunidades. Pero cuando teólogos, filósofos y místicos se atrevieron a mirar desde más cerca —estoy pensando en este caso en el maestro Eckhart en Occidente, o en un Mansur al-Hallaj en el islam—, se encontraron cada uno en su propia esfera transformados en blanco de los adeptos al pensamiento cerrado, los denominados «integristas», y fueron obligados a callar. Cuando pudieron ser escuchados, su audiencia fue escasa y dispersa. Eso hace que hoy sea más importante que en el pasado repetir con nuestras propias palabras sus propósitos y destacar sus consecuencias. Es bastante probable que la desafección masiva que golpea a la religión en Occidente, junto a la creciente crisis paralela en el islam, se deban, entre otras cosas, a nuestra incapacidad de expresar con claridad de qué estamos hablando cuando hablamos de «Dios». Al lidiar con un tema como este —bien distinto, por ejemplo, al de la enfermedad de la papa en Irlanda en el siglo XIX—, el riesgo de empezar a volar demasiado alto en la estratosfera no es nada despreciable. Eso nos obliga a aterrizar con cierta frecuencia, y a aferramos, incluso, al más mínimo arbusto que encontremos, como si estuviéramos en medio de un vendaval. Por esta razón, dispuse mi investigación alrededor de un cierto n ú m e r o de nombres divinos

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que, en algunos casos, tomé prestados del hinduismo, y en otros, del islam, la más antigua y más reciente de las grandes religiones del m u n d o . Estos nombres m e sirvieron como puntos de anclaje. Sometieron m i trabajo y le fueron dando una cadencia. ¿Cuáles son esos nombres divinos? Todas las religiones califican a Dios, aun cuando sea para decir que fundamentalmente es incalificable. Estos nombres carecen de carácter dogmático. No le pertenecen a nadie. Toda persona, más allá de su credo o ausencia de credo, puede meditar en torno a ellos. Ahí está justamente el origen de su modernidad. Hay una primera nomenclatura que designa al Dios personal, cuya muerte fue anunciada por Nietzsche: se trata del clemente, del misericordioso, del gran señor, del regente de los mundos, del protector... Una segunda serie designa al Dios abisal de los místicos (de algunos místicos) y filósofos: en este caso se trata del inmutable, del abandonado, del que n o tiene igual... Lo «identificamos» —forma de expresión m u y impropia— expresando lo que no es: no, el elefante n o es una cuerda, no es una escobilla, tampoco una columna; no, n o amigos míos, sigamos buscando, busquemos algo mejor. No esto, no aquello. Ni... ni. A esta manera de proceder se le ha llamado a veces «teología negativa». El maestro Eckhart afirma que es absurdo quien diga que Dios es bueno, tanto como si dijera que el sol es negro. ¿Por qué haber escogido el hinduismo y el islam? Acaso los nombres divinos no son igual de ricos y variados en el judaismo y en el cristianismo? Tomemos como ejemplo a un hombre de Sirius y pongámoslo en esta tierra complicada. Supongamos que su mirada no ha perdido aún simplicidad. Al darle un vistazo a la religión, fenómeno vasto, multiforme, bullicioso —algunas veces repugnante— percibe en ella tres familias: los monoteístas (judaismo, cristianismo, islam), las dos grandes religiones de la India (hinduismo y budismo) y los tres «grandes ríos» chinos (taoísmo, confucionismo y budismo sinizado). Para ser completo, y a fin de que el espectro del fenómeno religioso fuera ampliamente cubierto, n o podía apoyar m i investigación en dos religiones de la misma familia, como el islam y el cristianismo, sino en dos religiones de sensibilidad y formulaciones distintas. El budismo, declinación laica del hinduismo, no se prestaba para este enfoque: los dioses ocupan u n lugar marginal. El taoísmo tampoco, considerando que por pudor evita n o m b r a r lo absoluto, contentándose con una nominación mínima: el Tao. El confucionismo

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no entra en juego por miles de razones. En la vertiente más oriental quedaba el hinduismo con sus miles de dioses, máscaras también de brahmán. Por el lado monoteísta, en razón del lugar central, formalizado y canónico que le otorga a los nombres divinos, se impuso el islam. ¿Pero por qué razón el espectro del fenómeno religioso tendría que ser cubierto ampliamente tal como lo proyecta modestamente el autor? Aunque el objetivo principal de este libro sea dar algunas luces respecto al significado oculto de la palabra Dios, si este trabajo lograra tangencialmente poner en evidencia la convergencia de dos grandes religiones que n o han hecho más que desgarrarse durante miles de años, el islam y el hinduismo, ganaría bastante en términos de utilidad. En un siglo que amenaza con convertirse al fanatismo religioso, tal como el precedente lo hizo al fanatismo nacionalista, todo lo que pueda reforzar la apertura mental y la tolerancia debe ser tomado en consideración. Existe una manera de viajar u n á n i m e m e n t e alabada, que consiste en adoptar los usos y costumbres de los países que se recorren. Ryszard Kapuscinski, el autor polaco de Ébano, periodista de la agencia PAP, viajaba así, al igual que Carsten Niebuhr, único sobreviviente de la expedición danesa que partió hacia la Arabia feliz en enero de 1761 —aventura relatada magistralmente por Thorkild Hansen en su libro La muerte en Arabia. Estos hombres se mimetizaban con el paisaje: africanos con africanos, árabes con árabes, pobres con pobres, vivos con vivos, muertos con muertos, «todos con todos», como el apóstol Pablo. Pero existe otra manera de viajar que consiste en encontrar a nuestros propios compatriotas en el otro extremo de la tierra, en cultivar sus costumbres culinarias y en calumniar a los indígenas... «Partir es morir un poco, morir es partir demasiado», dijo alguna vez un h o m b r e sabio. A fin de cuentas hay que escoger una vida intermedia. Entonces cual caracol m e aventuré en este extraño m u n d o de las grandes religiones orientales: con mi casa a cuestas. ¿Cuál casa?, se preguntarán ustedes. Nuestra casa común, Grecia, donde todas las cosas encuentran su justa medida y su justo lugar. Acompañado por Sócrates, comparado a veces con el hindú sabio. Su ironía benevolente, su sencillez y su mirada aguda, han oficiado como contraposición cada vez que m e he visto confrontado a los vuelos místicos de la India y del islam. En esta vía ferrata, él fue para m í cuerda, casco y cabestro. ¿Pero cómo islam, India y Grecia? ¿No es demasiado para u n solo h o m bre? Acaso una de las máximas favoritas de Grecia n o fue justamente: «¿Nada en exceso?». El h o m b r e medido limita sus búsquedas. Más adelante intentaré

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responder a esta objeción evocando la figura del humanista, el h o m b r e que abraza demasiado. Me supera, tanto como a los ciegos superados por el elefante, pero hago mío su ideal, que considero plenamente vigente en nuestros tiempos de repliegue comunitario. Como lo correcto es que los amigos no se escondan la verdad, yo quiero reconocer ante ustedes haber ejercido, durante mucho tiempo, el oficio de periodista y haber sido denigrado por personas serias, que a veces lo fueron, como Schopenhauer, o por otros que se creían serios pero no lo eran. En principio esta profesión comporta dos aspectos: el periodista debe realizar un trabajo de investigación cuyo resultado será presentado a sus lectores, auditores o espectadores, de manera rigurosa, agradable y útil. Fue entonces recordando mi antiguo oficio que decidí priorizar, en la medida de lo posible, la vida por sobre la abstracción, la imagen por sobre los conceptos, los hechos, las historias y a veces, incluso, las anécdotas por sobre la teoría. Me pareció que una cierta familiaridad o ingenuidad en el estilo no eran contrarias a la majestad de Dios, incluso podría decir que la resaltaban, como la nobleza de Don Quijote en compañía del fiel Sancho. El islam señala a Dios como astuto, incluso como «el más astuto de los astutos». India dice que es un jugador. Sus ojos son sorprendentes. La rata se transforma en elefante y viceversa. El orante, de rodillas en el polvo, es catapultado por las estrellas. En la vasija en que antes había agua ahora hay vino: ¡sorpresa! Luego el vino se transforma nuevamente en agua. Así es como transcurre la vida de los hombres, de u n profeta a otro. Pero para nosotros, hay una nueva sorpresa. Dios acostumbra a reír mucho, mientras que el hombre, aun cuando haya sido hecho a su imagen y semejanza, acostumbra a llorar mucho. No sería conveniente terminar este prólogo sin rendir un homenaje a los grandes universitarios y sabios que han permitido que los hombres en búsqueda de una visión abierta, la única sostenible en un m u n d o abierto, hayan podido avanzar. Donde ellos han sembrado, otros han cosechado. Para la vertiente hindú de este libro utilicé particularmente las obras de Mircea Eliade, Olivier Lacombe, Jean Varenne y, para aquella del islam, las obras de Michel Chodkiewicz y Henry Corbin, Jacques Berque y Louis Massignon. Mantuve al alcance de la mano la obra de referencia de Daniel Gimaret, Los nombres divinos en el islam, pero obtuve mucha información de un libro que m e resultó más cómodo, Los 99 nombres de Alá, de Maurice Glotón. Me siento protegido por estas altas autoridades como lo hace un creyente frente a los imponderables de la vida, conservando preciosamente, en la basta de m i ropa, la caligrafía de un nombre divino.

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I. Cómo buscar al elefante

El lenguaje de los símbolos, ese que es tan propio de los poetas y debiera serlo también de las religiones, a tal punto que los espíritus dogmáticos no buscan inmiscuirse en él, es flexible como el agua, libre como el aire, iridiscente como la llama. No hay nada que impida las metamorfosis, giros y desvíos del pensamiento. Hemos partido de la imagen de una montaña que se transformó en elefante, y que ahora se convertirá en sol antes de volver a ser un elefante. Tal como habrán enetendido, las tres imágenes designan, como los reyes magos, una sola y única realidad que los hindúes llaman b r a h m á n y los musulmanes Alá. Estas imágenes tienen un denominador común: independientemente de que seamos h o m b r e o mujer, para poder percibir la montaña, el elefante o el sol, tenemos que levantar los ojos. Si traducimos nuestras imágenes a un lenguaje conceptual, podríamos obtener algo que en apariencia es simple: Dios es trascendente. Al h o m b r e de espíritu dogmático le gusta apropiarse de este calificativo, «trascendente», le gusta su connotación y se deleita analizándolo una y otra vez. Piensa que encierra algo sólido, que si Dios supera la imaginación y todo lo que pueda ser concebido por el hombre, es como si el h o m b r e mismo, al utilizar esta palabra, se elevara u n poco por encima de sí mismo y de sus semejantes. No se le ocurre pensar que si Dios ocupa la integralidad de lo real, como lo enseñan el hinduismo y el islam, es imposible que sea trascendente o inmanente a algo. Si lo es todo y está en todas partes, ¿trascendente a qué podría ser? Pero no se andan con sutilezas. Van por todas partes con la m a n o empuñada hacia delante proclamando «la grandeza de Alá», sin siquiera imaginar que es imposible que un ser infinito sea grande, porque para serlo tendría que ser tan pequeño como el huevo de una golondrina posado en la palma de la mano.

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Historia d e u n rey d e Indostán Dios por esencia es el amado, nos enseña un Upanishad, el amado universal. Creemos amar a una mujer, creemos amar nuestro hogar, creemos amar a nuestros niños y al Manchester United, creemos amar u n Paris-Brest... Error, craso error: sólo lo amamos a él, al elefante entero, pero lo ignoramos; entonces lo buscamos en lugares equivocados. Yalal ad-Din Rumi, fundador de la orden de los derviches, danzantes, dice que quien quiera encontrar perlas n o deberá contentarse con mirar el mar, sino que sumergirse en él. Todo h o m b r e que busque algo cuya esencia sea la totalidad deberá partir por experimentar esa totalidad. Deberá dejarse caer con todo su peso. No conozco hombres con ese temple. Pero a veces nos cruzamos con alguno de ellos en los libros de historia de la antigüedad, en Plutarco, por ejemplo, o en los textos sagrados de la India. Existe u n Upanishad que nos cuenta la historia de u n o de esos hombres que no se contentaron con soñar desde la orilla. Era rey en Indostán... Pero antes de continuar, debo advertirles algo: esta historia va a hacer que entremos de lleno en la India de los dioses y de los yoguis, de b r a h m a nes y maharadjas, de gurúes y charlatanes, y tendremos que ir avanzando con circunspección, c o m o zorros caminando sobre el hielo. ¿Quién nos advertirá del peligro? ¿A d ó n d e iremos a buscar al abogado del diablo? Tengo alguna idea al respecto. T o m e m o s el ejemplo de u n tal señor Bertin, cuyo retrato pintado por Ingres cuelga en u n a galería del Louvre (pero que también p o d e m o s ver en Internet). Se trata precisamente de u n cuadro célebre: representa al burgués de t o m o y lomo, al «Buda de la burguesía», c o m o dice Manet; representa la prosa de la existencia, su cotidianidad. Cuando caiga la tarde y ya n o quede nadie en la galería, p o d r á n escuchar respirar, suspirar y rezongar al señor Bertin, inmortalizado c o m o el eterno patrón que, por aquella época, es decir, bajo la Monarquía de Julio, era d u e ñ o del Journal des débats (Periódico de los debates). El único lugar de residencia de este h o m b r e es la tierra, donde vive apernado a su sillón como aguilucho a su presa, con su frente ancha, sus mejillas mofletudas, su rostro congestionado y su mirada astuta. Este señor Bertin tiene ese aspecto u n poco burlón que suelen tener los que creen sabérselas todas. Cuando llegue la tarde, inclínense. Agucen el oído. Tírenle las orejas. Agárrenlo del botón de su chaleco. Venga, señor Bertin, venga a asomarse con nosotros a este siglo XXI que está comenzando. Observe a su alrededor, n o

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podrá creer lo que ven sus ojos: su posteridad es innominada, como los granos del mar, como las estrellas del cielo. ¡Alégrese! ¡Los señores Bertin florecen por doquier! ¡Hasta en China! ¿Perdón, señor Bertin? ¿Por qué rezonga? ¿Qué está usted diciendo? ¿Que no ha ganado nada? ¿Cómo es eso? Ahora es el turno del señor Bertin y es él quien nos tironea por las mangas, diciéndonos: ¿Acaso no son capaces de ver todas las estupideces, pamplinas, elucubraciones y todo el tejido de sandeces que obstruyen el espíritu? Lo que es peor, ¡llegan incluso a decir que eso les sucede a ustedes en el siglo XXI! ¿Acaso no están saturados, jovencitos, de todo ese caldo místico que como de costumbre nos llega a través de las mujeres y de los débiles? ¿Acaso n o se sienten exasperados por todos esos consumidores de jugos de zanahoria, de tisanas de oreja de oso, por esos consumidores de yogures de cabra, por todos esos astrólogos, sofrólogos y numerólogos? ¿No se parecen acaso a Jesús, con esas sandalias y bastones de incienso? Hay que saber escoger de qué lado estar. Si creen en mí, se inclinarán hacia la gente seria, esa que se arremanga la camisa, que hace funcionar las empresas y obtiene participaciones de mercado. Esto fue lo que escuché de boca del más sensato de los hombres, entonces m e dije: ¡Cuánta razón tiene este señor Bertin! A mí, señor Bertin, al igual que a usted, tampoco m e gusta todo ese caldo new age, trato de m a n t e n e r m e al resguardo de todos esos viejos hippies y amantes de los mantras, pero considerando que usted es u n h o m b r e razonable, incluso cartesiano, m e imagino que estará de acuerdo conmigo en que siempre es positivo ejercer nuestro discernimiento. Y si usted se toma el tiemp o de observar este magma desde más cerca, evidentemente tapándose por momentos la nariz, si usted observa desde más cerca, verá cómo empiezan a dibujarse lentamente algunas formas, algunas adquiriendo relieve y otras disipándose; descubrirá entonces, como ya lo han hecho muchos desde hace tiempo, que los textos sagrados de la India —los cuatro Vedas, los Upanishads y la Bhagavad-Gita, con miles de años de antigüedad— siguen tan vigentes como el primer día, que su alcance es universal y que le otorgan —¡atención, gran palabra, tremenda palabra, señor Bertin!— u n sentido a la vida. «El pensamiento de la India es suficientemente antiguo como para dar origen a algo totalmente nuevo», escribía el filósofo Jean Grenier. Sostiene ambos extremos: el cielo y la tierra, el cuerpo y el espíritu, el pasado y el futuro. Nosotros no tenemos un equivalente. Mi amigo Emmanuel practica yoga, sus amigos también, Helena, su m u jer hace yoga, Pascale m i mujer piensa hacerlo, m i peluquera Martine quiere

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ser profesora de yoga, m i h e r m a n a Isabelle lo practica y escribe en una revista de yoga, yo también lo practico y n o dejo de felicitarme por ello. El yoga desbloqueó m i respiración, enderezó m i columna vertebral, ensanchó mis h o m bros, amplió m i caja torácica. Sin embargo, sigo siendo u n debutante. Un día sin una respiración profunda n o es u n buen día. Hay u n a pregunta que m e da vueltas y se la hago a usted, señor Bertin, con toda confianza: a todo evento, si en u n platillo de la balanza pusiéramos a India sólo con su yoga, y en el otro a Francia con sus exportaciones de carteras, de perfumes, de beaujolaü, de trenes express, con sus quesos, autos y a r m a m e n tos —sin mencionar su producción intelectual—, ¿de qué lado cree usted que se inclinaría la balanza? ¿De qué lado estaría la influencia más amplia, más profunda, duradera y beneficiosa, señor Bertin? Nosotros, los hijos del «país de los derechos humanos», h e m o s vivido tan engañados p o r nuestra propia importancia personal, p o r nuestra ingenuidad nacional, que m e parece bastante pertinente nos hagamos este tipo de preguntas, sin que p o r ello, y en eso concuerdo con usted, tengam o s que vivir en u n a r r e p e n t i m i e n t o p e r m a n e n t e . El p r o b l e m a n o es que vivamos en provincia, sino que creamos que vivimos en el centro cuando lo h a c e m o s en la periferia. Esta u n a enfermedad bien francesa. Se llama provincialismo. Pero eso era u n paréntesis. La historia h i n d ú que les voy a contar ahora proviene de la Maitri Upanishad. Este venerable texto figura entre los trece Upanishads más antiguos, siendo este el más reciente. Schopenhauer decía que era el más importante de todo ese corpus de libros sagrados, y era ahí d o n d e esperaba p o d e r encontrar consuelo en sus últimos días. He aquí la historia. Érase una vez u n rey de Indostán llamado Brhadratha. Es posible que la dificultad de pronunciación de su n o m b r e haya dañado su reputación. Este soberano tenía aguda conciencia de la insuficiencia de u n a vida c o m ú n y corriente: «En el m u n d o , decía él, yo soy c o m o u n a rana en el fondo de u n pozo sellado». Quería p o d e r salir a toda costa de ese pozo, de ese lugar cerrado que, tal c o m o h e m o s visto, Platón llamaba la «caverna», lugar donde n o se p u e d e ni respirar ni ver. Sólo pensaba en eso. ¡Sin embargo, se trataba de u n rey envidiado p o r todos sus subditos! Era u n o de aquellos reyes que deseaba salir de su agujero de rey. Algo que a veces sucede, y n o sólo en la India. Piensen, p o r ejemplo, en u n Diocleciano, retirado en Salona, o en u n Carlos Quinto en Yuste.

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Después de abdicar y dejar a su hijo en el trono, el rey partió a vivir al bosque, en medio de bestias salvajes. «Como el cuerpo no es eterno, p u d o experimentar el desapego y partir a vivir al bosque», dijo la Maitri. Su sed de lo absoluto lo llevó a vivir una vida de asceta, en el sentido hindú de la palabra (esta palabra es tapas, que proviene de la raíz tap, «calentar»). El ascetismo consiste en llevar una vida de calentamiento del cuerpo y del espíritu. El rey quería prender una llama en su corazón y hacerla crecer, un poco a la manera de Simone Weil o de Teresa de Ávila, si m e permiten esta comparación osada, y a la de todos esos hombres y mujeres que n o se resignan a una vida estrecha y limitada. Sólo tenemos una, m u r m u r a n . ¡Entonces con mayor razón no hay que dejar que se apague la llama! Para comenzar, el rey hizo el ejercicio de permanecer durante mil días con los brazos extendidos hacia el sol, postura desconocida en los tratados de yoga, pero que posiblemente prefigura nuestro habitual saludo al sol. Al cabo de los mil días vio aparecer delante de él a un personaje resplandeciente de energía. El texto señala que era como un «niego sin humo». Aunque lo más probable es que se tratara de un dios, no podemos afirmarlo; en cualquier caso se trataba de un «conocedor del atman», lo que es aun mejor que un dios. Se llamaba Sakayanya. Aun cuando estas dos posibilidades no sean contradictorias, no sabemos si provenía del alma alucinada del rey o si era m u y real. Conviene que nos detengamos un instante en este punto, para definir dos palabras que serán útiles para la comprensión de todo lo que expondré posteriormente. La palabra que traduje como «mundo» —ese m u n d o que el rey compara con un pozo sellado— es samsara, palabra que en India designa el ciclo de las reencarnaciones. El samsara, como un río oscuro y poderoso, va arrastrando de nacimiento en nacimiento y de muerte en muerte a todos los seres, hasta llegar a la «liberación», mukti, nirvana, que es justamente el estado buscado por el rey. La otra palabra es atman, normalmente traducida por «Ello», o lo que es peor aun, por «alma». Atman es idéntico a brahmán. No tiene nada que ver con esa mezcla de sentimientos, emociones, percepciones, pensamientos y aspiraciones que normalmente llamamos «alma». Se trata de lo absoluto que reina al interior de todas las cosas y de todos los seres. Se trata de ese cielo que el hombre, a fuerza de ahondar dentro de sí mismo, termina por encontrar. Lo mejor de esta tierra es atman. Es por amor a él que el rey Brhadratha partió a vivir al bosque. Ahora paso a terminar la historia y lo hago en tiempo presente porque las cosas esenciales deben ser dichas en presente. El rey le pide a Sakayanya, h o m b r e salido del sol, que le enseñe la naturaleza de atman. Quiere conocerlo,

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pero no de la forma que acabo de mencionarles, o sea intelectualmente, sino realmente: expresa el deseo de «realizar el atman». No quiere quedarse en la superficie, quiere sumergirse, como el buzo que quería encontrar las perlas. Quiere convertirse en atman. El dios comienza por responderle que realizar el atman es algo arduo y que lo verán más adelante, pero el rey insiste, describiéndole los horrores de ese lugar llamado samsara, donde ha estado errando desde hace tanto tiempo, sometido a u n cuerpo «insubstancial y maloliente, m a g m a de huesos, de piel, de músculos, de médula, de carne, de esperma, de sangre, de mucosidad, de lágrimas, de légaña, de excrementos, de orina, de bilis y de flema», nido de enfermedades, de sufrimientos y discapacidades atribuidas a la vejez y a la muerte. Sería imposible encontrar la paz en este universo donde todo es perecedero, donde los grandes océanos se secan y las montañas se aplanan, donde la estrella polar se desvía de su trayecto y se extingue. Tienes que sacarme de ahí, insiste el rey. Debes hacerlo. Tan cierto como es el hecho de que el escorpión pique, de que la lluvia inunde la tierra durante el monzón, de que el trigo alimente a los hombres y de que el viento disipe las nubes oscuras, lo es también el que debes sacarme de este trance: el samsara. Es algo que está en tu naturaleza. Sino, y sin ánimo de ofender, de seguro no eres u n dios. La lógica es indesmentible. El dios, conmovido ante tanta insistencia, como lo estuvo el juez del Evangelio ante la viuda inoportuna que llegó a golpetear su puerta durante la noche para clamar justicia, cede. El rey realiza el atman. Después de eso se dirige «hacia el norte». Se convirtió en u n sabio, en u n o de esos seres capaces de ver la novedad del m u n d o y de entrar en ella. Se va de viaje como los dioses y no se vuelve a tener noticias de él.

Filosofía y religión La primera definición conocida de la palabra «filósofo» se la debemos a Pitágoras. Un día, León, tirano de Fliunte, ciudad griega del Peloponeso, le preguntó: «¿Qué sabes hacer?» Pitágoras respondió: «Nada, yo soy filósofo». La filosofía, arte de no hacer nada, arte de mantenerse en una búsqueda permanente. Schopenhauer observaba que aunque n o pudiéramos crear la llegada de buenos pensamientos, sí podíamos favorecerla, espantando los malos. «Por ende, podemos decir que la manera más simple de pensar en cosas buenas,

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sería dejando de pensar tonteras». En el caso de que lo que se busque sean cosas nuevas, podría aplicarse la misma regla: si lo que buscamos son ideas nuevas, se hace innecesario entonces hurgar m u c h o en las antiguas, y si un día cualquiera, apoyados por una grandiosa ambición, quisiéramos pensar algo completamente nuevo, entonces, sin duda, lo mejor sería n o pensar en absoluto. Ese es el objetivo del yoga: «El yoga es la detención de las fluctuaciones mentales», declara Patanjali en el inicio de su célebre tratado, los Yoga sutras. Esta detención hace bien, aun cuando n o sea definitiva sino una suspensión o ralentización de ella. Efectivamente, ¿de qué nos serviría la casa si estuviera desprovista de vida interna? ¿Si estuviera a punto de explotar atiborrada de ladrillos y de cemento? ¿Para qué serviría nuestra vida si estuviera sepultada bajo una r u m a de negocios y preocupaciones? Todos los sabios lo dicen: hay que proceder a la limpieza progresiva de nuestra vida y luego ordenar, cuidar, mantener el vacío que resulte de ello. En otras palabras, volverse un poco filósofo, en el sentido en que lo entendía Pitágoras. Es la vía real para poder llevar una buena vida. En otros tiempos, nuestros profesores definían la filosofía en las escuelas a través de la etimología, como aspiración amorosa a la sabiduría. Aun cuando esta definición no es la que está vigente en las aulas universitarias, donde, que yo sepa, hoy en día ningún filósofo se atrevería a declararse en búsqueda de la sabiduría, utilizaré aquí la palabra filosofía desde este significado antiguo y demodé. Dentro de ese contexto, el rey Brhadratha, cuya historia acabamos de contar, era plenamente filósofo: su búsqueda de b r a h m á n le dio sustancia a su compromiso existencial, culminando en una ruptura existencial, la sabiduría. Ignoramos lo que pasó con él una vez convertido en sabio, es decir, en conocedor de atman. Lo único que sabemos es que partió en dirección al norte. Desde esta acepción, Ruzbihan o Rumi, poetas y enamorados de Dios, serían tan filósofos como Descartes o Kant, cuya preocupación por la sabiduría en el sentido que acabo de mencionar n o ha dejado indicios —esta sabiduría a la que Platón hace alusión cuando dice que todo h o m b r e que perciba su huella concebirá por ella un amor extraordinario. Siempre dentro de la misma acepción, India no ha dejado de producir grandes filósofos. Incluso podemos decir que desde el principio de los tiempos esa ha sido su especialidad, como para nosotros la de producir quesos; evidentemente no filósofos universitarios, sino filósofos en estado salvaje, vagabundos del que cada cierto tiempo sale del m o n t ó n un sabio.

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Una definición c o m o esa hace que se vuelva p o r o s a la frontera entre las religiones —productoras de mitos, alegorías, oráculos, signos, a veces i m posturas— y la filosofía, que lejos de apartar con desprecio este conglom e r a d o , a la m a n e r a de los racionalistas del siglo XIX, lo observa para luego nutrirse de él con d i s c e r n i m i e n t o . Religión y filosofía, intuición y deducción, se c o m p l e t a n entonces m u t u a m e n t e , se fecundan recíprocam e n t e c o m o lo h a c e n el corazón con la cabeza, c o m o dos b u e n o s amigos. Así lo e n t e n d í a Sócrates, el m á s sabio de los atenienses, que n o levantaba ni el d e d o m e ñ i q u e sin el c o n s e n t i m i e n t o tácito del dios al que estaba consagrado; y si p o r descuido llegaba a levantarlo p o r su cuenta y se equivocaba, era llamado al o r d e n y obligado p o r alguna señal divina a dar m a r c h a atrás, a hacer su palinodia. Sócrates se había acercado, tal c o m o le dice a su amigo tesaliano Menon, en el diálogo del m i s m o n o m b r e , a h o m b r e s y mujeres de este calibre, mujeres y h o m b r e s «que conocen de cosas divinas», y p o d e m o s s u p o n e r q u e c o m o n o llevaba anteojeras les debe h a b e r prestado la m a y o r atención. Distinguía la voz de la razón de aquella de dios, p e r o n o las oponía. C u a n d o filosofía y religión se separan, c o m o sucede en la actualidad, y siguen cada u n a p o r su lado m i r á n d o s e rec í p r o c a m e n t e con desprecio, u n a se seca y la otra se hace insípida. Q u i e n quiera convencerse, sólo tiene que m i r a r a su alrededor. La historia del rey Brhadratha marca el punto de partida de la empresa filosófica. Si queremos ver con claridad en la neblina de samsara, que los filósofos llaman en Occidente el «mundo empírico», hay que comenzar por tener claro que no vemos con claridad. Tal como el mismísimo rey al compararse con una rana en el fondo de u n pozo sellado, o como Sócrates que cuando entra en la verborrea dialéctica con sus interlocutores, sabe m u y bien que no sabe nada: «Si hay algo que sé, es que nada sé». Finalmente, la historia del rey nos enseña acerca de los medios con los que cuenta la empresa. No es forjando conceptos y sistemas que se progresa en filosofía, sino más bien a través de una serie de ejercicios del cuerpo y del alma, cuyo objetivo es producir el ardor. Sócrates era ardiente. El rey Brhadratha lo era también. Nietzsche era ardiente, tal vez en demasía. Sin este ardor, el conocimiento se vuelve evanescente. Se escurre como el agua a través de los orificios de la cisterna. «Para saber, hay que ser ardiente. Sin ese ardor, todo conocimiento resulta ineficaz. Por lo tanto hay que practicar el «ardor», tapas, escribe Roberto Calasso en un hermoso libro sobre la India védica, titulado precisamente El ardor.

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La práctica del ardor culmina en una mutación radical. Se disipa la b r u m a de la existencia. La serpiente se endereza. El h o m b r e abandona sus negocios. Se transforma en sabio. Puede partir en dirección al norte. No es m u y común. Este concepto que habla de la filosofía como ejercicio pertenece a la civilización hindú. Perteneció también, tal como lo mostró Pierre Hadot, a la antigüedad griega y romana. En el Fedón, Sócrates definió la filosofía como un ejercicio de muerte: «Al utilizar la filosofía como se debe, no hacemos más que buscar la muerte y su estado posterior» —ese maravilloso estado que podemos llamar sabiduría. El yoga «detención de las fluctuaciones mentales», es también u n ejercicio de muerte. Es hacia la muerte, sol ardiente que alumbra la vida con una luz negra y rasante, que el rey de Indostán extendió los brazos. Lo que hoy practicamos a tientas bajo el n o m b r e de «meditación», se inscribe tal vez en esta antigua tradición. Hay otra historia hindú, m u y breve en este caso, que habla del compromiso que requiere el filósofo para alcanzar la sabiduría. Érase una vez un h o m bre que al igual que el rey, buscaba el brahmán, pero contrariamente a él tenía la sensación de estar pisándose la cola; u n día, decidió abrirse con su gurú y le dijo: «Maestro, busco el brahmán pero no lo encuentro». Ambos se encontraban en la orilla de un río. Sin ninguna advertencia, el maestro, cuyo rostro tostado y ojos de anguila podemos imaginar, sumergió la cabeza del discípulo en el agua. El infeliz se resistió. Pero el maestro, que era vigoroso, n o soltó su presa. Después de un tiempo interminable para el discípulo, le permitió respirar nuevamente. Este último abrió los ojos redondos de par en par sin entender nada. «Cuando busques el b r a h m á n con el mismo ardor con el que has buscado el aire, entonces lo encontrarás», le dijo el maestro. Es así entonces cómo debemos buscar al elefante: con ardor.

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II. Algunos indicios

Nosotros somos como los ciegos del cuento: no vemos nada, no sabemos nada, andamos dando tumbos en la oscuridad, pero a diferencia de los ciegos nosotros sí lo sabemos. Al menos sabemos esto: que no sabemos. Esa es una ventaja que no es menor. Nosotros al menos no exclamamos: ¡Yo sé bien de qué se tratan las cosas en esta tierra! ¡Sé donde estoy, de dónde vengo, para dónde voy y lo que tengo que hacer con eso! No, los herederos de Sócrates no hablan con tamaña arrogancia, ¿verdad? Cuando nos encontramos frente a esta cosa enorme, extraña y descoordinada que llamamos vida, surge una pregunta: ¿Qué es esto? ¿Qué m e pasa? Pregunta que permanece hasta nuestra muerte. El elefante está escondido. Pero tras su paso ha ido dejando huellas. Un elefante no pasa inadvertido. Existen otros que lo han visto. Han contado a qué se parece. Lo han nombrado. Tenemos que interrogarlos, recoger y comparar los indicios que han dejado los que han sido más sabios que nosotros. En resumen, debemos dar inicio a una búsqueda.

El elefante l l a m a d o «Dios»

Etimología Puede parecer extraño que los creyentes continúen utilizando como si nada la palabra Dios, como si el siglo de la Ilustración n o hubiera dejado rastros por ahí, al igual que lo hicieron Nietzsche, Marx, Freud y todos los Pulgarcitos posteriores, como si el uso intempestivo de la palabra n o la hubiera estropeado. «Sin tallo no hay loto», reza u n proverbio hindú. Nosotros decimos: «De tal padre, tal hijo». La regla es válida tanto para los hombres como para las

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palabras: es en su origen donde se vuelven claras. Por esto conviene detenerse brevemente en la etimología de la palabra «Dios» y en el de las dos o tres palabras que designan la misma realidad, o el m i s m o sueño. La palabra francesa «Dios» deriva de una raíz indoeuropea dev, de donde también provienen la palabra latina deus, el griego dios, el sánscrito deva. Esta raíz designa el hecho de irradiar, de resplandecer, como el día, que es diurno, como la diva, diosa de lo efímero, que capta la luz y nos la reenvía. Dios ha sido comparado a m e n u d o con el sol, justamente porque resplandece e ilumina: así como el sol ilumina el m u n d o físico, él, el deus, ilumina el m u n d o inteligible. No puede evitarlo. Esta luz tiene u n carácter paradójico: a u n q u e la percibamos rara vez y sólo sea a través de reflejos fugaces, ilumina a todos los seres sin excepción. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo es posible que n o tengamos conciencia clara de lo que p e r m i t e que toda esta claridad exista? Un teólogo p r o p o n e la siguiente solución: la luz de Dios es invisible p o r la sencilla razón de que carece de sombra. Ahora bien, el h o m b r e , mezcla indisociable de luz y de sombra, ve todo a su imagen y semejanza: mezclado, compuesto, diverso —en este aspecto difiere de los ángeles, criaturas creadas c o m o u n a unidad, hechas a base de luz p u r a y que p o r e n d e tienen la capacidad de c o n t e m plar la luz divina. Se trata de u n a ley m u y antigua: Sólo lo semejante atrae lo semejante. Existe otra explicación, que n o excluye la precedente, que es la de la distancia (la que nos p e r m i t e s u p o n e r que n o es contraria, en Dios, a la proximidad): la luz divina llega hasta nosotros filtrada y tamizada p o r n u merosos velos —setenta o setenta mil, según algunas tradiciones del islam. El h e c h o de que estos velos nos separen de Dios los convierte en algo n e gativo, p e r o al m i s m o t i e m p o se revelan necesarios, ya que sin ellos la vida sería consumida. No podría nacer, diversificarse, desplegarse. Se m a n t e n dría adherida a Dios c o m o la piel del p o b r e a sus huesos. Sin embargo, estos velos nos esconden la luz. Al final del proceso de velado, u n a nube inquietante nos cubre los ojos, espesa, pesada, material, pegajosa, insinuante, absorbente. Sin e m b a r g o , lo poco que logra filtrar nos b r i n d a felicidad, nos da confianza, encanta nuestra vida. Ese es u n rasgo característico de esta luz que proviene desde lo más interno del ser: es f u n d a m e n t a l m e n t e feliz. Partículas de felicidad p u r a danzan a través de sus rayos. Un solo reflejo, percibido incluso a la distancia, aun a través de los setenta mil velos, brinda felicidad. Presentimos u n abismo de beatitud. Decimos que el corazón, la

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carne, los huesos, la médula, están impregnados de ella. Hay h o m b r e s piadosos que lo afirman y que m e r e c e n les d e m o s algo de crédito —si así n o fuera, ¿por qué buscarían esta luz con tanto ardor, girando c o m o trompos, balanceándose como m e t r ó n o m o s , peregrinando c o m o hormigas, inmovilizándose c o m o piedras? Es p o r a m o r a esa luz feliz que el rey Brhadratha dejó su palacio para irse a vivir al bosque. Tal vez cuando el sabio (pero brusco) Epicteto lanzó esta nota lapidaria en su Manual: «La p i e d a d está siempre ligada al interés», lo hizo r e c o r d a n d o la felicidad que p r o d u c e frecuentar a los dioses. En m e d i o de la m a r a ñ a de u n a vida f r e c u e n t e m e n t e d u r a y oscura, el h o m b r e distingue u n a corriente luminosa, saludable, tranquilizadora, y se s u m e r g e en ella. Para luego luego dejarse llevar. C o m o u n niño. Es u n enfoque pragmático de la vida. No hay n i n g u n a necesidad de creer en esto, basta con ver. La palabra Dios, en razón de su raíz luminosa, no es ni vana ni hueca, lleva almacenado el significado. Me atrevería a decir que es como si lo tuviera guardado en una caja fuerte. Sin lugar a dudas, esto es lo que explica que haya logrado perdurar en el tiempo a pesar de la usura y ambigüedad que la corroen. Podemos argumentar otra razón que explica que esta palabra haya prosperado durante tanto tiempo en Occidente: no tiene competencia. No disponemos de otra palabra que designe la fuente de la luz. Platón propuso la palabra «Bien». El Bien, menciona en el libro VII de La República, es «lo que ilumina todas las cosas». Pero en este punto el gran filósofo no tuvo seguidores. Dios —palabra— funcionó, no así el Bien. Definamos ahora, de acuerdo a lo prometido, la palabra «místico». Les propongo la siguiente definición: u n místico es u n h o m b r e que sabe captar la luz feliz de Dios, por consiguiente la mística es el arte de captar esta luz. Dichos «artistas» están ebrios de luz, como las abejas de polen. Hacen abstracción del m u n d o . Pasan m u y lejos de nosotros, como meteoritos nocturnos. Sin embargo, algunos de ellos no sólo han recibido el don de captar la luz, sino que también el de hacer que sus cercanos y sus n o tan cercanos puedan beneficiarse de ella. La historia que les contaré a continuación es la de u n h o m b r e que sabía cómo proceder con Dios, para, si m e atrevo a decirlo, extraer el máximo beneficio. Tuvo lugar en el día más paroxístico de todos, el «día del Juicio Final».

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Una visión de IbnArabi (Cómo proceder con Dios) Ibn Arabi es u n gran maestro del sufismo —movimiento que de m o m e n t o definiremos someramente como la «mística del islam». Sus discípulos le pusieron como sobrenombre Al-shaykh al-akbar, el «más grande de los maestros». El islam le debe una inmensa suma teológica y visionaria, Las Iluminaciones de la Meca {Al-Futuhat al-Makkiyya), cuyo manuscrito autógrafo consta de 560 capítulos repartidos en treinta y siete volúmenes. El contenido de las Futuhat, aunque de abundancia inusitada, fue revelado al maestro de manera casi instantánea durante un éxtasis frente a la Kaaba, donde se encontraba en compañía de u n misterioso joven, pero se d e m o r ó muchas décadas en desenredar la madeja, en tejer los hilos y consignarlos en esta obra única, cuya influencia sigue vigente en el m u n d o musulmán, desde Marruecos hasta Malasia, e incluso más allá. Ibn Arabi vivió en el siglo XIII, recorriendo el sur del Mediterráneo, entre Andalucía, su lugar de nacimiento (1165) y Damasco, lugar donde fue enterrado en 1240. Evocaré su figura en este libro, al igual que la de Rumi, en reiteradas ocasiones, ya que fueron ellos con su luz feliz los que m e permitieron apreciar la otra cara del islam, esa que en la actualidad es tan difícil de apreciar: su grandeza, su altura, su profundidad, y la libertad que, contra contra lo que u n o pudiere esperar, ahí reina. Pero no nos desviemos de la historia. Un día, Ibn Arabi tuvo una visión del último día, ese día del Juicio Final donde todas las almas quedan al desnudo, los ovillos de los destinos se desenrollan a vista y presencia de todos. Ese día en que todos los hombres pueden ver macroscópicamente cada instante de su vida: si una persona ha hecho el bien del tamaño de u n átomo, lo verá; si ha hecho el mal, también lo verá. Híper agudeza ese día: todo queda al descubierto. Algunos se dirigen hacia una eternidad de delicias, otros hacia una de dolores, cuya intensidad en ambos casos jamás disminuye —ya que Dios recompone la piel del condenado a medida que el fuego la va consumiendo, y las papilas del placer en el paraíso no experimentan desgaste alguno. Todo el m u n d o comprende que se trata de un día decisivo. He aquí el relato del maestro. La resurrección ya tuvo lugar. Hay bastante confusión alrededor. La gente corre de u n lado a otro. Algunos llevan ropa, otros no. Algunos caminan de pie y otros de cabeza, como en la vida. Pero súbitamente todo se vuelve grave, u n gran silencio se deja caer sobre el m u n d o : Dios hace su entrada —evidentemente n o se trata de aquel dios del lado norte, sino del otro, no por eso

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menos impresionante, a cuya imagen y semejanza está hecho el hombre, ese dios que escribe derecho en renglones torcidos, para que nunca podamos dar algo por sentado— ¿o acaso no envía también al paraíso a las prostitutas? Viene escoltado por sus ángeles. Todas las miradas apuntan en su dirección. Aunque quisieran desviar la mirada no lo lograrían. La nodriza olvida al lactante. Satanás también está presente. Satanás el denigrador, el socavador de impulsos, el repulsivo, el burlón, ese que hace mal de ojo y oídos sordos, el que ausculta el corazón del h o m b r e para descubrir en él el engaño sin salir nunca decepcionado. Satanás está ahí con sus secuaces, al acecho, listo para emboscar, para humillar, para profanar, para blasfemar, para escupir veneno y quebrar confianzas, como un adversario de proporciones, aniquilador de deseos, listo para detectar en nosotros la falla y arrastrarnos a la suya en su estela, a la del gran imperfecto, hacia esa falla abominable que algunos llaman infierno. Dios pone su m a n o en el shaykh al-akbar: Ha llegado tu turno. Ha llegado el m o m e n t o de la rendición de cuentas. C o m o podrán imaginar, en m o mentos como ese, la incomodidad se hace sentir. Hay un cierto filósofo que dice que existen tres momentos en los que el alma experimenta una profunda soledad: el nacimiento, la muerte y la resurrección. Nuestras hermosas convicciones se desvanecen. Pero no por nada el más grande de los maestros es considerado el más grande: él no se altera. Muy por el contrario, se relaciona de igual a igual con el señor de los mundos. Cuando tenemos la suerte de poder encontrarnos con Dios tenemos m u chas cosas que decirle. Podemos preguntarle, por ejemplo, si realmente es coherente que los hombres tengan que rendirle cuentas, considerando que fue él mismo quien las creó, debiendo, por consiguiente, haber previsto lo que vendría. ¿El islam no lo n o m b r a acaso el Conocedor (al-Alim)? ¿No estamos hablando acaso del mejor de los conocedores, ese frente al cual todo sabio se siente ignorante y toda sabiduría h u m a n a es considerada una locura? Pero aquel día, el shaykh argumentó de manera distinta: «y le dije: Señor, los reyes les piden a sus subditos que rindan cuenta porque son pobres y siempre necesitan aumentar sus arcas; pero tú eres rico. Entonces, dime, ¿qué ganas tú con esta rendición de cuentas? Dios sonrió y m e dijo: «¿Qué quieres?» Yo le respondí: «Quiero que m e autorices a irme directamente al Paraíso, sin necesidad de rendir cuentas». Dios, el gran señor, lo autorizó. Entonces, al atisbar una oportunidad en medio del rigor divino, y percibiendo en esta brecha una bondad sin límites, Ibn Arabi se abalanzó. Comenzó a regatear, a interceder por la mayor cantidad

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de personas posibles, con mucha prisa, preso de una especie de frenesí, como Abraham al interceder por los habitantes de Sodoma. Las palabras y las sílabas se atrepellaban unas con otras al tratar de salir de su boca. Empezó por sus más cercanos: «Vi entonces a m i hermana U m m Sad»; le dije a Dios: «¿Y m i hermana U m m Sad?» Él m e dijo: «Tráela contigo». Entonces vi a m i hermana U m m «Ala»; y le dije: «¿A ella también?» Entonces m e dijo: «A ella también». A lo que respondí: «¿Y m i esposa U m m Abd al-Rahman?» Me respondió: «Trae a tu esposa U m m Abd al-Rahman». Le dije: «¿Y Khatun U m m Junan?» Dios dijo: «Puedes ir por Khatun U m m Junan» (no sabemos quién era esa mujer). Ibn Arabi se dio cuenta de que con ese sistema no llegaría m u y lejos. «Le dije: «Esto está t o m a n d o m u c h o tiempo. Permíteme entonces traer conmigo a todos mis amigos y parientes y a todos los que tú quieras». El gran consentidor cedió nuevamente: «Si m e pidieras traer contigo a toda la gente de la estación (ahí al-Mawqif), te lo permitiría». No sabemos m u y bien qué era la Estación ni cuántas personas había ahí, tal vez tantas como las que cabrían en una cabina de teleférico, porque «Ibn Arabi» pensó que realmente estaba exagerando y que debía haber mejores intermediadores que él. «Entonces recordé la intercesión que hicieron ángeles y profetas y por respeto a ellos decidí llevar sólo a los que logré ver —sólo Dios puede contabilizarlos— los que conocía y los que no conocía. Los fui llevando al paraíso, m a n t e n i é n d o m e siempre detrás de ellos para que no se perdieran en el camino». Listo, la historia ha terminado. Ibn Arabi la consigna en u n libro titulado simplemente El libro de las visiones. La moraleja de la historia está clara: mientras sigan existiendo intercesores, y siempre los habrá, no hay ni habrá Juicio Final. Dios perdona siempre, no puede evitarlo, eso es lo que lo hace libre. Dios cubre las faltas, no las toma en consideración, n o revela, n o ve ni calcula los pasos que delatan al hombre; pasa una y otra vez el borrador por encima de todas las pizarras que se han levantado desde la creación del m u n d o . Su indulgencia n o tiene límites. Tiren la cuerda muchachos, no más; vamos, tírenla, nunca se r o m p e (pero n o lo comenten mucho).

El profeta y la carroña El profeta del islam Mohammed, había recibido el don divino de ver sólo lo mejor. Veía la sonrisa, nunca la morisqueta. Un día, mientras pasaba con sus amigos frente a una carroña nauseabunda —tal vez se trataba de una rata

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muerta, como la que m i perro Billy tenía en su hocico ayer en la playa de Niza—, y mientras sus amigos se tapaban la nariz exclamando: «¡Qué hediondez!», el profeta se mostró completamente sorprendido, como un niño. No entendía que esto pudiera parecerles repugnante. No entendía la emoción que los embargaba. Les preguntó con cierta candidez: «¿Pero entonces no vieron la blancura de sus dientes?» Según la palabra del Corán, «a donde dirigiera su mirada, vería la cara de Dios». Esta anécdota nos da algunas luces sobre el alma de este gran jefe guerrero que fue Mahoma en un día particular. A veces ha sido aplicada también a otro gran profeta del islam que los cristianos llaman Jesús y los musulmanes Issa. El islam tiene dos nombres divinos gemelos que hacen alusión a esa ternura de Dios capaz de cubrir todas las cosas: ar-Rahman y ar-Rahim, que designan a un ser que al hacer contacto con el corazón del h o m b r e despierta en él alegría, ternura, y amor. Es como si se le prometiera que al contacto de estos dos nombres sus obstáculos dejarán de ser eternos. Cuando las cuentas del h o m b r e han sido depuradas, este se presenta como un ser amable, literalmente, digno de amor. Entonces nos restregamos los ojos. ¿Amable? ¿Realmente? Sí: En cada u n o de nosotros, Dios, con sus ojos penetrantes, ar-Rahman y arRahim, es capaz de discernir al menos un rasgo digno de amor, rasgo que retiene y al cual le presta toda su atención; aun cuando este rasgo fuera tan fugaz como un destello, sería capaz de encender una hoguera. Todo lo contrario a Satanás que siempre niega y cuyo cortejo de condenados sólo ve el mal. Con él, la paja se transforma en viga y el ángel en sapo. Emanuel Swedenborg, en un tratado titulado De Cáelo et Inferno, publicado en Amsterdam, en 1758, relata haber visto en el infierno un rayo de luz celestial cayendo sobre la multitud de condenados bulliciosos y mugrientos, que horrorizados daban vuelta sus ceños fruncidos lanzando gritos de espanto, tal como si hubieran sido testigos, relata el gran visionario, «de un hedor, de una herida purulenta y de una oscuridad total».

Etimología (continuación y final) Retomemos nuestra encuesta etimológica exactamente en el punto en que la dejamos y terminémosla. Recordemos que la palabra «Dios» proviene de la raíz dev. Esta designa el hecho de aclarar, de alumbrar, de iluminar. Dios, como el Bien de Platón, ilumina todas las cosas.

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La palabra Alá tiene u n origen más complejo y no resulta fácil desenrollar la madeja al respecto. Los lingüistas la consideran una contracción del artículo al y del substantivo ilah, el cual, si le doy crédito a la obra de Daniel Gimaret, Los nombres divinos en el islam, tiene al menos siete significaciones distintas. De m o m e n t o m e quedo con una sola de ellas, no excluyente de las otras: al Dios del islam se le llama Alá porque los que lo ven quedan estupefactos (alihalya'lahu). Quedan paralizados, atónitos frente a la singularidad, inmensidad y belleza que perciben en Alá. Alá deja con los ojos estupefactos, maravillados, deslumbrados. No podemos convencernos de lo que es Alá. En India, el sustantivo neutro brahmán proviene de una raíz brh, que expresa una idea de inmensa magnificencia: «brahmán por esencia es eterno, puro, luminoso, libre. Es omnisciente y todopoderoso, ya que si analizamos la etimología de la palabra brahmán, percibimos inmediatamente las significaciones de eternidad, de pureza... en efecto, todo aquello se desprende del sentido de la raíz brh que expresa la idea de intensa magnificencia», escribió Shankara, eminente sabio, en un comentario a los Brahma Sutras, textos tradicionales. El b r a h m á n es siempre grande. Lo es en la misma proporción en un gran o de arroz o en los espacios intergalácticos. Su «intensa magnificencia» hace estallar la cascara de las apariencias: todo lo que hace es intensamente grande, desde la hormiga hasta el elefante. Con su vara, todo es de un m i s m o tamaño, como él, inmenso como él, omnipresente como él. En el prodigioso despliegue del ser de brahmán, nada se aleja de la intensidad inicial. Cuando la palabra brahmán está precedida del calificativo nirguna, los hindúes entienden que se designa el «brahmán sin atributo» (el elefante entero), pero cuando está precedido del calificativo saguna, hacen referencia al «brahmán con atributos y cualidades» (las partes del elefante). Cuando un hindú evoca la palabra b r a h m á n sin dar ninguna precisión, siempre se tratará del primer significado. De igual forma, cuando en este libro yo mencione al elefante sin calificarlo, siempre se tratará del elefante entero. Los rusos designan lo que llamamos Dios a través de la palabra bog que proviene de la raíz indo-europea bhaj. Señalemos ahora un hecho curioso e interesante: esta misma raíz se encuentra en la palabra sánscrita bhagavant, que es uno de los nombres del dios supremo en la India. El bhagavant es el «bienaventurado»; hiBhagavad-Gita es el «canto del bienaventurado». Dios es bienaventurado porque posee la bagha (misma raíz), que es la dicha intensa, la mejor parte, la parte inimaginable, el gran premio de la lotería. Si nos referimos a esta raíz, Bog es el ser más dichoso que pueda existir. Tomemos toda la dicha del mundo, concentrémosla en

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un único punto, pongámosla a calentar, llevémosla a incandescencia, y sólo seguiremos teniendo una vaga idea de lo que es la felicidad divina. Hagamos ahora lo que debieran hacer los ciegos del cuento: compartamos nuestros hallazgos. Si ponemos las cuatro raíces de Dios de extremo a extremo, Alá, brahmán y bog, veremos dibujarse un ser luminoso, de una inmensidad inconcebible, infinitamente feliz, y m u y pero m u y sorprendente. Se trata de una primera idea, de un primer haz de indicios. Sigamos con la búsqueda.

En elfondo del agujero ¿Qué vendría siendo esta corriente de intuiciones, pensamientos y emociones «místicas» que llamamos sufismo? Propongo la siguiente definición: el sufismo es el conjunto de cadenas iniciáticas que vinculan a los sufís con el profeta del islam y con su baraka ( = su luz feliz). Estamos en condiciones de suponer que esta corriente vivificante, subterránea, descrita por los sufís como la médula (lubb) del islam, su razón de ser, su soporte, su esencia, sobrepasan ampliamente las fronteras visibles de esta religión, así como en el catolicismo la comunión de los santos sobrepasa las fronteras de la Iglesia visible. Evidentemente una definición tal no es exclusiva. La historia que viene a continuación nos dará pistas un poco distintas con respecto al sufismo. Figura en el principal tratado en prosa de Rumi, El libro interior, al cual volveré a m e n u d o . Rumi vivió en el siglo XIII como Ibn Arabi, en una época que estuvo marcada por grandes conflictos en el islam, realidad que sigue vigente en nuestros tiempos. Su familia, originaria de Balkh, el antiguo Bactres, hoy en día en Afganistán, debió arrancar de las invasiones mongolas. Después de múltiples peripecias logró encontrar refugio en Konya, en Anatolia, lugar donde descansan los restos del maestro. Rumi fue apodado el «sultán de los enamorados» e Ibn Arabi el «sultán de los conocimientos»; el primero caminaba por la vía del amor y el segundo por la del conocimiento, u n o avanzaba por el lado sur y el otro por el lado norte, pero todo esto tenía lugar en una montaña extraña, donde nunca estamos seguros de nada y donde a veces, sin siquiera darnos cuenta, podemos pasar instantáneamente de una ladera a otra. Rumi le atribuye a Shams la autoría de la historia que les contaré a continuación. Shams era persa, originario de Tabriz. Fue tan amigo de Rumi como Montaigne lo fue de La Boétie, salvo que el vínculo entre ellos era mil veces más estrecho: ¿Acaso el vínculo entre dos sabios n o es mil veces más estrecho

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que el de dos hombres destacables? El encuentro con Shams lo marcó a fuego. Marcó u n antes y u n después. «Este encuentro puede resumirse en tres palabras, dijo Rumi: estaba en crudo, fui cocido, m e consumí». La historia de Shams tiene una tonalidad singular, casi onírica. Hela aquí. Hubo una caravana que se desplazaba con rumbo desconocido sin haber podido encontrar ni aldea ni agua. Finalmente, los caravaneros lograron encontrar un pozo, pero a pesar de lo larga que era la caravana y de estar repleta de mercancías, no tenían balde. Se premunieron, entonces, de una vasija de arcilla que hicieron descender dentro del pozo con ayuda de una cuerda. Pero en el m o mento en que remontaban la vasija, la cuerda se rompió. Bajaron entonces una segunda vasija que corrió la misma suerte. Entonces hicieron descender a algunos servidores sujetos a unas cuerdas amarradas a un arnés. Pero desaparecieron todos. Los caravaneros se preguntaron si el pozo tendría fondo. Ahora bien, entre estos viajeros había un hombre más sensato que los demás, como Teseo entre los atenienses (soy yo el que hace la acotación), que dijo: «Voy a bajar». Entonces lo hicieron bajar. Cuando estaba por llegar al fondo, surgió desde la oscuridad un negro aterrador parecido a un minotauro. El hombre pensó: estoy perdido, pero si hay algo que no debo perder es la sangre fría, pues así podré ver lo que me va a suceder. El negro dijo: «No hables. Eres m i cautivo y si no contestas correctamente la pregunta que te voy a hacer, morirás». El hombre respondió: «Habla». El negro dijo: «¿De todos los lugares que existen, cuál es el mejor?» El hombre pensó: m e tiene en sus manos, si respondo que Bagdad o Samarkand son buenos lugares para vivir, pensará que lo estoy menospreciando a él y a su oscura morada. No olvidemos que el negro habitaba en el fondo del agujero. Nuestro hombre sabio respondió entonces: «El mejor lugar para vivir es aquel donde el hombre tiene un amigo íntimo, aun cuando este se encuentre en una madriguera». The place to be es cerca de su amigo. La respuesta dio en el blanco. Me imagino la sonrisa del negro aterrador. En todo caso, arrepentido de sus malas acciones, procedió a ayudar a subir a su nuevo amigo y le dio de beber agua fresca a los caravaneros. Esto nos permite suponer, aunque la historia no lo diga, que prosiguió el viaje en compañía del h o m b r e sabio. ¿Moraleja de la historia? Agazapado en el fondo de nuestro inconsciente reside u n ser hostil, capaz de roer y de destruir nuestra vida, como un cáncer del alma, pero con una palabra precisa, sabia y transformadora podemos desarmarlo y convertirlo en nuestro amigo. Más adelante, daré tres ejemplos de estas palabras transformadoras que en este libro llamo palabras iluminadoras.

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Otros enfoques del sufismo Rumi y Shams son entonces sufís, y la historia que acabo de transcribir, con mis palabras y con algunas leves modificaciones, hace surgir otra perspectiva sobre esta gran corriente que vivifica el islam desde el interior, tal como el alma anima al cuerpo, y la savia al árbol: el sufí es un h o m b r e que posee un doble conocimiento, sabe que tiene u n amigo en la tierra y sabe dónde encontrarlo. Conoce las pistas. Sabe dónde buscarlo. No está perdido, a diferencia del h o m b r e occidental que quiere «trabajar más para ganar más». Dios es el amigo del sufí, que cuando ilumina con amistosa luz, es n o m brado en el islam como al-Wali: Dios es el Wali de los creyentes, dice el Corán (2,257). La misma idea figura en la Gita, donde el dios universal es presentado como el «amigo de todos los seres». A Mansur al-Hallaj, sufí y poeta, le debemos una visión del sufismo tan singular como su autor. Hallaj, n o m b r e que significa el «cardador de algodón» —ya que ese era el oficio de su padre—, transmitía su conocimiento de manera abrupta, sin guantes, lo que naturalmente lo hacía entrar en conflicto con todos aquellos que en el islam, religión que se jacta de no poner intermediario entre el h o m b r e y Dios, se creían encargados de garantizar el ordenamiento del pensamiento. Cuando Hallaj pronunció públicamente la célebre palabra: Ana al-Haqq, «yo soy lo real» (es decir: yo soy Dios), chocó frontalmente con doctores, cádices, mullahs, ulemas y legalistas que lo acusaron de herejía, de brujería y de u n orgullo satánico: ¿Cómo? ¿Acaso este hombre, cuyos padres conocemos, que circula como nosotros por los mercados, que tiene debilidades parecidas a las nuestras, este h o m b r e con sus caries, su cabello ralo, sus pelos en la nariz, sus olores, este h o m b r e cuyos hermanos y primos conocemos, madre y padre también, este h o m b r e perdido, este miserable, se siente igual que el Dios de allá arriba? ¡Blasfemia! ¡Blasfemia! ¿No hemos escuchado ya este lenguaje? Los cazadores de blasfemias pertenecen a una familia de espíritus que ha atravesado milenios. Herederos de zelotes, de escribas y de sacerdotes del Templo, denunciados por Jesús, ancestros de los que en nuestros tiempos asesinan a periodistas y dibujantes, raza de Caín, sepulcros blanqueados, hongos putrefactos, que no entran ni dejan entrar, miran el m u n d o con desprecio desde lo alto de sus certezas y zanjan con seguridad lo lícito de lo ilícito, lo verdadero de lo falso, la ortodoxia de la herejía. En el caso que nos convoca, no ven la evidencia: que Hallaj, profiriendo su famoso Ana al-Haqq, no hace más que reafirmar la esencia del islam

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—«no hay más Dios que Dios», dice la profesión de fe de miles de musulmanes. C o m o Dios es idéntico a lo real, esta palabra significa que n o hay real a excepción de lo real. ¿Y cómo podría haberlo? ¿De qué m a n e r a Hallaj, el hijo del cardador de algodón, habría osado erigirse como u n ser aparte de Dios? ¿Separarse de lo real? ¿De u n a hebra? Justamente p o r saber lo que sabe, su orgullo habría sido causa de escándalo y de u n a naturaleza propiamente satánica. Hallaj estableció la distinción elemental entre el p e q u e ñ o yo que n o es más que polvo, sustancialmente nada, y su yo profundo, que es Dios m i s m o , el que abarca cualquier profundidad y se despliega soberanamente en la apariencia. Hallaj era un poeta extravagante. Compuso versos magníficos. En Bagdad, lo apodaron al-mustamil (el extasiado) y en Basra al-muhayyar (el deslumhrado). Fue condenado a muerte bajo el califato de los Abasides en 922. Mientras estaba en el cadalso con los brazos en cruz, u n amigo le preguntó: «¿Qué es el sufismo?» Hallaj, colgando por encima del piso, fuera de sí, habiendo vencido a la muerte, «sobre-elevado», como lo expresa Louis Massignon en ese teatro central del m u n d o que era Bagdad, respondió: «El inicio del sufismo lo estás viendo aquí, su final lo verás mañana». Al día siguiente amputaron sus miembros. Cuenta la leyenda que mientras se derramaba su sangre alrededor de la horca, en el piso se iba dibujando el n o m b r e de Alá. Aún con vida, Hallaj improvisó estos versos: Ni los miembros ni tampoco nudillos m e amputaron Sin que tu recuerdo, Señor, n o estuviere ahí! En un relampaguear su amigo comprendió la naturaleza profunda del sufismo.

El elefante l l a m a d o «real» Lo real, lo verdadero, lo uno: Todo es uno La palabra francesa «real» deriva del latín realis, y a su vez del latín clásico res que significa «cosa». La república {res publica) es en principio la cosa de todos: incluye a todos sin excepción y n o sólo a algunos. No es algo que pertenezca ni a los aristócratas, ni a los ricos, ni a los altos funcionarios. Tiene vocación de ser imparcial y de tener una naturaleza abierta.

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En el sufismo, pero también en el vedanta, que es la gran filosofía de la India, existen dos razones que explican que Dios sea absolutamente idéntico a lo real. La primera es que es algo que les pertenece a todos y n o sólo a algunos, que en ese caso se convertirían en sus voceros, y la segunda es que suma el conjunto de elementos que constituyen lo real sin excluir ninguno. Es imparcial: no se inclina más de u n lado que de otro, n o se inclina más por u n partido que por otro, por una credo, iglesia o religión más que por otra. Este es u n p u n t o en el que hay que insistir aun más que en el pasado. Está del lado de la prostituta tanto como del lado del sacerdote, del mullah o del rabino. Está con el poeta tanto como con el topógrafo. No p o d e m o s ni encerrarlo ni abarcarlo. Jamás. Todo lo contrario: él es quien todo lo abarca y quien abarca a todos, y por esta razón el islam lo n o m b r a al-Wdsi (el abarcador). Los nombres divinos que designan a Dios en su calidad de real son alHaqq —recordemos que es el n o m b r e a través del cual Hallaj, el sufí martirizado en Bagdad se designa a sí mismo— y satya en la India, considerado por Ghandi como el más importante de los nombres divinos. Por una coincidencia semántica que podemos considerar no fortuita, estas dos palabras, al-Haqq y satya, designan también la verdad. El elefante real es el elefante verdadero. Verdad y realidad coinciden. Ilusión y mentira también. Esta es la segunda equivalencia en la cual quisiera detenerme. Cuando los ciegos afirman que el elefante es una escobilla o una trompeta, no están mintiendo deliberadamente sino que, simplemente, están confundidos y de pasada nos confunden a nosotros. Nos transmiten una imagen falsificada de lo real.

Desacuerdos sobre lo real Para los musulmanes o hindúes, la pregunta acerca de lo real no tiene cabida. Dios es idéntico a lo real, que a su vez es idéntico a la verdad y a la unidad. Todo es uno. Mientras más «cerca» esté el h o m b r e de dios —si realmente pudiéramos acercarnos o alejarnos, lo que es m u y dudoso considerando que es omnipresente—, más se realiza el hombre. Y viceversa. Nuestras sociedades occidentales tampoco se cuestionan acerca del significado de lo real, y si lo hacen es de manera m u y marginal. Hoy, 14 de octubre de 2014, leo el siguiente título en el diario Le Monde: «Jean Tiróle, un nóbel bien anclado en lo real». El redactor de Le Monde sabe perfectamente de dónde viene el significado de la palabra «real», n o tiene necesidad de explicarlo y, por

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añadidura, sabe dónde podrá el lector encontrar el significado: en las páginas económicas de Le Monde. Eso n o está en duda. Jean Tiróle es u n economista francés que recibió el premio Nobel de Economía por sus trabajos sobre el mercado y la regulación, el sistema bancario, las finanzas y la economía industrial. A nadie se le ocurriría discutir la importancia de estos fenómenos que regulan y desregulan la vida de millones de personas. ¿Pero se trata por eso de lo real? Si respondiéramos en forma afirmativa, el islam y el hinduismo, que identifican lo real con Dios, estarían de lleno en el ámbito de lo ilusorio. Lo real de Jean Tiróle, del señor Bertin y de Karl Marx no es lo real de Hallaj, de Rumi ni de Shankara. La India de Tata no es la India del yoga, aunque a veces se encuentren. Desde hace m u c h o tiempo han estado enjuego dos conceptos de lo real. Tal vez la historia de la humanidad sea la historia de la confrontación de estos dos conceptos. El redactor de Le Monde puede contar con la aprobación de la gran mayoría, sobre todo de Occidente, que tiene más antecedentes ilustres. Para Descartes, lo real por esencia es medible, cuantificable. El filósofo piensa que sólo aquello que es científicamente calculable y demostrable tiene validez. La piedra de tope de lo real son los números: nuestros gobernantes dicen que hay que hacer números. Pero ese concepto de lo real que el islam y el hinduismo nos señalan como lo más deseable del m u n d o (lo amado por esencia), posee características exactamente inversas: es inescrutable, incalculable, incomparable e inmutable. Era lo m i s m o hace tres mil años. Seguirá siendo lo mismo cuando se extinga el sol. No es algo que migre, que se mueva, que se compre o se venda. Las curvas, estadísticas y ecuaciones n o dan cuenta de él. Un haiku sí. Podríamos decir, incluso, que esa es su función. Entre dos conceptos tan antagónicos del m u n d o , debemos ser capaces de discernir el que más corresponda a nuestra naturaleza profunda y luego actuar en consecuencia. Como diría Pierre Hadot, se trata de una elección vital. Justamente por tratarse de una elección de importancia capital, n o debe ser tomada a la ligera, sino que decidida después de una búsqueda exhaustiva. El tiempo que demore la búsqueda puede ser el tiempo de la vida misma. En todo caso, eso es precisamente lo que estamos haciendo ahora, seguir buscando con nuestro elefante. Una vez llegados a este punto, disponemos de algunos indicios suplementarios que nos p e r m i t e n hacernos una idea del paquidermo: es uno, compacto, simple, verdadero, real. Es invisible, aun cuando haya algunos

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que aseguren haberlo visto. No se mueve. Decimos que ha entrado a la ciudad, pero al ser ajeno al tiempo, lo es necesariamente también al movimiento. Por lo tanto no entra, ni tampoco sale. ¡Qué animal extraño! C o m o dice el gran sufí persa Ruzbihan, hace añicos las «normas de los intelectos», tal como lo hacen los instrumentos de la ciencia moderna. Ahora sí que ya no entendemos nada.

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III. ¿Sólo existe?

Dios no obedece a normas, «no tiene igual», dice el islam. A causa de esta extrema singularidad que lo caracteriza, él, el universal, es inconcebible y está como separado de todo. Si la sabiduría consiste en conocer a Dios —idéntico a lo real—, tenemos que concluir que, en esencia, esta sabiduría también está separada de todo. Heráclito el Efesio, apodado el Oscuro, había captado esta singularidad: «entre todas las palabras que he escuchado de los hombres, ninguna ha llegado al punto de reconocer que la sabiduría esté separada de todas las cosas», dijo. Los sabios no sólo están separados de nosotros físicamente, sino también ontológicamente. Esta es la razón por la cual son tan escasos, tanto como el fénix, como asegura Séneca, por eso sólo encontramos uno cada quinientos años. Sin embargo, este otro dios que lanza al h o m b r e fuera de sus goznes y puntos de referencia, infinitamente desconcertante, es también infinitamente cercano: está ahí «en lo más íntimo de m í mismo» {interior intimo meo), dijo San Agustín, más cerca de nosotros de lo que lo están nuestros padres y hermanos, más cerca de lo que está nuestro mejor amigo, «más cerca que nuestra vena yugular», dice el islam, más cerca que el latido de nuestra sangre. Entonces, espontáneamente, surge una pregunta: ¿cómo puede ser que exista un ser tan extraordinario, tan transgresor del sentido común?

Por qué D i o s n o existe

Naturaleza semántica del debate «Dios existe, yo lo encontré», aseguraba André Frossard. Hubo algunos creyentes, e incluso algunos filósofos creyentes, que buscaron demostrar la existencia de Dios. Hoy en día, un intento de esta naturaleza parecería impropio e incorrecto.

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Ahora bien, desde la época de Sócrates sabemos que un lenguaje defectuoso no sólo es capaz de dañarlos oídos sino que también el alma. Los creyentes no tienen ninguna razón para creer en la existencia de Dios. Y los no creyentes no tienen ninguna razón para negar su existencia. Los dardos de unos y de otros caen lejos del blanco. Se acabó todo esto. ¿Qué necesidad tenemos de adaptarnos a moldes antiguos, de alimentar opiniones que seguirán siendo válidas desde donde se las mire? Mirad las plantaciones de trigos, dijo un profeta, observad la blancura de sus campos ya maduros para la cosecha. Ya no es tiempo de remendar las palabras antiguas de una vieja tribu, ya tuvieron su tiempo. Me explico. Hay montañas a las que sólo se puede acceder por u n o de sus flancos, no por ambos. Lo m i s m o sucede con la pregunta sobre la existencia de Dios. Si la abordamos ingenuamente, se transforma en una pregunta espinuda e insoluole desde el primer m o m e n t o . Por el contrario, si partimos por destacar de entrada la naturaleza semántica del debate —como sucede en la mayoría de los debates—, las dificultades tienden a atenuarse. Frente a la pregunta de la existencia de Dios, sobre todo si se es «creyente», es mejor responder que no, que Dios no existe. Ya que Dios no necesita existir para ser. Se trata, incluso, de lo contrarío. Si como lo entendían los griegos y Heidegger (cuya lección señalo brevemente en una nota), «existir» quiere decir «no ser», e incluso «salir del ser», sería conveniente señalar que Dios, idéntico al ser, n o existe. Salir de sí m i s m o no representa una opción para Dios, porque lo es todo. Suiguiendo esta lógica, Basílides, el gnóstico, dice que Dios es nada, más nada que la nada misma, una «nada en la que ni siquiera él existe». ¿Qué otra cosa que no fuera la nada podría n o tener u n afuera? Un huevo de pulga observado en el microscopio existe infinitamente más que esta nada infinita que es Dios. No es una paradoja.

Nuestra torpeza Repito: Dios no existe, n o se retira, n o escapa. No se lleva nada del todo. A él t a m p o c o se le puede tomar. C o m o lo señala u n texto védico, ni come ni es comido. Se mantiene imperturbable, guardando sus distancias, recluido en su ello. Como la cosa de Kant, m o d e l o de todos los recluidos, n o nacido, abrupto, silencioso, solitario, inmóvil y desconcertante. Nuestras categorías, nuestros universos, nuestras palabras ingenuas, torpes e infantiles se tornan impotentes.

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Surge una objeción: Si negamos la existencia de Dios, ¿entonces de dónde provienen todos esos destellos, signos, resplandores, todas esas «teofanías», retomando una gran palabra utilizada por algunos teólogos, esos avatares espléndidos que iluminan los horizontes y la historia, la naturaleza virgen y el fondo de los corazones? Respuesta: del ser, de ese ser que nunca sale pero que da señales. Ya lo dijo Heráclito, oscuramente como siempre, pero también magistralmente: «El dios de Delfos no calla ni devela, pero da señales». Los signos divinos llegan a nosotros, que tenemos un pie en la existencia, iluminan nuestro espíritu y reconfortan nuestro corazón. Por esta razón, pensamos y decimos: este dios que nos muestra señales está emparentado con nosotros, no puede ser de otra manera. ¿Si no cómo podríamos nosotros captar esas señales? Es como nosotros, está con nosotros, ergo existe. Olvidamos que la existencia no es más que un último recurso. Podemos avanzar otra razón contundente y simple que nos mostraría que sería impropio decir que Dios existe. Esta razón sería que la existencia implica individuación, limitación, separación, temporalidad, todos ellos caracteres evidentemente ajenos a la idea de divinidad e incluso incompatibles con ella. Dios no está hecho a nuestra imagen, está separado de todo. No podremos atrapar a este pez de las grandes profundidades con la caña de pescar de la existencia, no podremos hacerlo entrar en nuestras redes. Nuestras redes son demasiado pequeñas. Nuestro espíritu es demasiado pequeño. Nuestros conceptos también. Ciertamente, pero ¿en qué podemos apoyarnos entonces? ¿Cómo podemos progresar? Debemos perseverar en la búsqueda, con ardor. En resumen, la existencia de Dios no es algo que un creyente pueda siquiera considerar como adquirido. No es algo que sea evidente. Somos nosotros los que caemos bajo el impacto de la existencia, y ni siquiera estamos realmente seguros de ello.

Por qué D i o s existe Ha llegado el m o m e n t o de relatarles la experiencia que dio origen a este libro. No se las contaré con palabras filosóficas, ni con las palabras de la fe, sino con palabras comunes y corrientes, esas de todos los días, como corresponde a una historia común y corriente, y se las contaré rápido porque m e involucra. Cuando era niño solía sentir una «presencia», no he logrado encontrar una palabra que m e permita relatar mejor esta experiencia hasta el día de hoy. Esta presencia m e acompañaba cuando iba al colegio o al jardín, al salir del cine o al

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mirar el cielo: de pronto estaba ahí, en el paso de las nubes, en el susurro del agua, en el vuelo de los paseriformes, a veces era el silencio en medio de los gritos del patio del recreo. Ignoraba de dónde venía y qué la hacía desaparecer, y debo decir que las leyes que rigen sus idas y venidas siguen siendo impenetrables para mí. Primero en la adolescencia y luego en la edad adulta, esta presencia seguía estando ahí, quizás con menos intensidad, pero con mayor conciencia. En España, en Pakistán, en los Países Bajos, en los distintos países donde ejercí m i oficio, siempre estuvo ahí, amistosa. Se transformó para m í en el núcleo secreto de m i identidad. Nadie podía verla y yo n o le hablaba de ella a nadie. En ocasiones era radiante, como en algunos paisajes nevados. Me embargaba entonces la sensación de estar alcanzando el objetivo, o si lo pienso mejor la sentía como la promesa de que algún día lo alcanzaría. Había otros momentos en que se atenuaba, se volvía íntima. Sabrosa y vaga a la vez, sin rasgos fijos, como esos estanques quietos, como los jirones de niebla desde donde los pintores chinos intentan captar u n reflejo del Tao. No tenía «fe», no m e gusta esa palabra. Tenía más bien u n contacto, m e sentía vinculado, conectado. Si eso es tener fe, entonces sí la tenía, pero al desnudo: aunque lo que se manifestaba m e gustaba, no creía en nada. Incluso hoy sigo sin creer en nada. Era un adolescente con la cara llena de espinillas, filosofando en los bancos de La Sorbonne, completamente ajeno a lo que sucedía en el m u n d o más allá del periférico, con el corazón liviano. Los parámetros sociales que imperaban en ese momento m e hacían ver como un individuo oscuro. Sin embargo tenía la sensación de no ser ese individuo oscuro que según todos los parámetros sociales —nacimiento, fortuna, relaciones, talento—, sí era y que aparentemente estaba destinado a seguir siendo. Instintivamente, sin formulármelo claramente, entendía que la mejor compañía a la que todos podíamos aspirar no era algo que se pudiera encontrar en fiestas deslumbrantes, en hoteles privados, en clubes elegantes, en la notoriedad, en la riqueza, en la elegancia, ni siquiera en la comicidad, inteligencia o talento. Está exactamente ahí donde uno está, punto. Podemos estar en cualquier lugar del primer círculo, en una choza al borde del río Níger o en compañía de las pulgas en Karachi: desde el momento en que estemos ahí, está bien. Estamos en nuestro centro. En ocasiones yo estaba ahí conügo. «Ahí donde te encuentres, ese es el mejor lugar», escribió Rumi. Basados en esta convicción, se va borrando progresivamente esa visión jerárquica que tenemos del m u n d o , con sus peldaños y espacios, hasta desaparecer en una igualdad insondable.

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¿Se dieron cuenta de algo? Digo «tú». Lo digo sin d a r m e cuenta. Cuando Nietzsche dijo: «Dios ha muerto», esto significa que el Dios personal está muerto, ese con el que nos relacionamos precisamente de tú a tú. La presencia de la que les hablo era intensamente personal: tenía u n amigo p e r m a nente. Incluso hoy, el «tú», ese p r o n o m b r e de la intimidad, m e aflora naturalmente. Aun cuando n o aflorara, sé que existe u n lugar d o n d e sí lo haría, el mejor de los lugares, el mejor de los espacios. Sólo bastaría con que fuera en su búsqueda con ardor, con perseverancia y determinación, c o m o el rey Brhadratha al buscar el atman. Esta presencia m e permitía comprender el peso que tenían algunas palabras de las Escrituras, que de otra forma ma habría sido difícil entender, como estas por ejemplo: «Béseme él con los besos de su boca». Estoy formulando las cosas ingenuamente. Estoy bordeando los límites del ridículo y del pudor, quizás ambos. Pero tengo que esforzarme por ser honesto. De hecho no seguiré insistiendo. Tu presencia era resplandeciente, feliz, tranquilizadora. El fondo de la vida, que normalmente era apagado, parecía llenarse de colores, de sabores y de luz. Amigo mío, pintabas la vida de colores amistosos. La encantabas. En ocasiones te mantenías retirado, detrás de la pérgola. Había otros m o m e n tos en que te perdía completamente durante meses, terminaba por olvidarte, entonces m i desconcierto era profundo, y más de una vez, empujado por la tristeza, m e sumergí deliberadamente en aguas oscuras, en esos lugares donde los hombres se pierden. Salía de ahí aturdido, derrotado, sucio. Cuando estabas a mi lado, el juicio quedaba suspendido. «No te inquietes», m e susurrabas al oído, «estoy aquí, ¿para qué te inquietas»? Me ahorrabas el tiempo del temor y del temblor, del trabajo duro, del ahorro, de las tasas de interés y del cálculo, en resumen, m e ahorrabas el tiempo de la vida adulta. Me sacabas de esos asuntos. Eras tú el que sacaba las castañas del fuego por mí. ¡Qué liviana era tu carga! Hacía que todas las otras cargas pesaran menos. Las que han pesado sobre los hombros de los hombres no lo han hecho sobre los míos. ¡Qué regalo! El más bello de todos. No m e vanaglorio de nada. Recibí y no supe retribuir. Cuando el hada Carabosse desapareció, no m e había dejado nada: solamente a ti, obligado a «hacer algo conmigo», a hacerlo lo mejor posible. Esta es la madera carcomida con la que el arquitecto tiene que construir la casa; tienes que crear algo a partir de un engendro. ¿Pero no es acaso ese tu material predilecto, el engendro? He ido envejeciendo. Mis cabellos se han vuelto grises, luego blancos, y después amarillos. Fue hace m u c h o tiempo. La vida nos va disminuyendo. La ausencia se transformó en nuestra manera de estar juntos. Tú permaneces

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siempre en el centro, manejando los hilos, pero sólo los más gruesos, los otros m e los dejas a mí. Muy a m i pesar tengo que hacer como si fuera grande, como si tú quisieras que lo fuera. Sólo apareces en escena ocasionalmente. Intento hacer lo que debo. Voy a donde m e dices que vaya, ahí donde no m e siento perdido, donde n o m e siento arbitrario sino que acompañado, guiado, apoyado, adosado a algo. Hago esfuerzos por situarme en el círculo de la necesidad. A veces m e caigo, logro levantarme y m e vuelvo a caer, como el h o m b r e que intenta volver a casa, a su querencia, zigzagueante de ebriedad o de cansancio. A pesar de vivir en Niza, no diré que es «mi ciudad», como sí lo hace Charles Juliet cuando habla de Lyon. A pesar de que es una ciudad donde m e siento un extranjero, aún m e sorprendo a m í mismo buscando rastros de aquella presencia en sus calles, en los arreboles de la tarde, en la luz del invierno y en la modulación de los vientos y del mar. Aveces percibo su iridiscencia. Ya no tengo oficio. El teléfono ha dejado de sonar. «Es bueno adelantarse a la tumba del silencio que algún día encontraremos», escribió Chateaubriand. El Encantador, que detestaba el islam tanto como lo ignoraba, habría estado m u y sorprendido de saber que estas palabras que fueron escritas a M. Villemain, reformulan dichosamente un precepto m u y antiguo del profeta: «Morid antes de Morir». Tengo la impresión de estar entrando en esa «zona de muerte» de la que hablan los alpinistas cuando están a más de ocho mil metros de altura. Rezagado en la tierra, como el Encantador sin su genio, m e doy cuenta de que ha llegado el m o m e n t o de volver hacia la misteriosa presencia. ¿Será que no fue más que una quimera destinada a dorar la pildora de m i amarga existencia? Tal vez, pero reconozcamos, entonces, que se trata de una quimera altamente compartida. Lo que les cuento no tiene nada de excepcional. Creo que constituye la materia prima de la experiencia religiosa más común, esa que cientos de miles de hombres y mujeres tan comunes y corrientes como yo han venido experimentando desde antes del diluvio, a pesar de la Ilustración, de la contraIlustración, de la revolución industrial y técnica, de su fracaso predecible y de las imprecaciones de Nietzsche. ¿Será necesario indicar que esta experiencia c o m ú n n o depende de ningún dogma? No queda atrapada en credos, se adapta a todo, es como el agua, símbolo de «la vía a» para los antiguos sabios chinos. Es también perfectamente compatible con la modernidad y con el legado griego del que es depositaría: la libertad de pensamiento. Esta presencia es secreta, pero la naturaleza entera esparce a gritos el secreto sobre los tejados. En esta fiesta participan los paseriformes que vuelan arremolinados por las tardes en un vuelo cerrado, y las gaviotas de picos

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fusiformes que contemplan el cielo, inmóviles sobre la arena. Como los árboles y las flores, como las hojas cayendo de los árboles, como el sol jugueteando entre las hojas, y las montañas tiñéndose de rojo en el crepúsculo, están al tanto de esta presencia, todos conocen el secreto, todos son u n testimonio de su existencia. Sólo los hombres, demasiado atareados y ocupados en sí mismos, lo ignoran. El enigma se mantiene: ¿Por qué vienes y te vas? ¿Por qué no quedarnos juntos todo el tiempo? ¿Por qué estos torbellinos, estos vértigos, estos decaimientos, caídas y pérdidas de memoria? ¿Por qué puedo m a n t e n e r m e en pie sólo después de haber rodado por el polvo? ¿Tienes alguna idea? ¿Qué esperas de m í (aunque lo sepa)? ¿Qué hago aquí? ¿Y de hecho, quién eres tú? ¿Eres un ángel de la guarda, un genio de buen humor, un amigo cuya m a n o quisiera poder sentir más a m e n u d o cerca de la mía? Soy u n pecador, así es que acércate a mí... Nací cristiano, mis padres eligieron para m í u n a m a d r i n a dueña de u n fervor religioso tan grande, que era capaz de mover mis m o n t a ñ a s de dudas e ironías. Se burlaba de m i gusto p o r Voltaire. Me mostraba a Cristo a t i e m p o y a contratiempo, c o m o Pablo dijo que había que hacerlo. Intentaba h a c e r m e c o m p r e n d e r que ese m o n s t r u o que yo era (no era esa la palabra que utilizaba), material resistente y agrietado, lograría encontrar su Forma en la contemplación de esta figura luminosa. Jacqueline Frié, ese es su nombre, había escrito u n libro de poemas titulado Tocar tierra. Ella rezaba por mí, que tanto lo necesitaba, al igual que por sus otros ahijados. No sé si estas plegarias habrán «actuado» en mí, como se dice en Suiza, m i país de origen, pero quiero aprovechar de expresarle aquí toda m i gratitud. ¿Será que la presencia amorosa que iluminó una parte de m i vida fue fruto de sus palabras? ¿Es acaso el Crucificado de Jacqueline el que vive a m i lado, el que sobrevive más bien, el que titila en el horizonte como farol agitado por el viento? Será que, dentro de una perspectiva más sobriamente clínica, durante mucho tiempo m e beneficié de un exceso de serotonina, de dopamina y de adrenalina, que terminó por agotarse? ¿Será que se m e descompensó una suprrarenal en la niñez? Al escribir este libro pienso en ti, Jacqueline, y en el amigo que m e dejaste. ¿Dónde estás, ahora que has tocado tierra} ¿Donde está esa luz feliz que nos unía? ¿Volveremos a verla juntos algún día?

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Maestro Eckhart: e n el f o n d o y e n el trasfondo

Entonces, ¿Dios existe o n o existe? Evidentemente el lector ya lo habrá comprendido: si lo aprehendemos desde la razón, dándole el significado limitante que le di a la palabra «existencia», entonces Dios no existe; pero si lo aprehendemos desde el corazón, ese sexto sentido, esa sala oscura donde el proyeccionista enciende y apaga el film a su antojo, entonces sí existe. El maestro Eckhart, padre de la mística alemana, que vivió entre los siglos XIII y XIV, utilizó una palabra m u y particular para distinguir a Dios de su esencia, n o m b r a n d o a esta última como «deidad» (gottheit). Como la deidad se encuentra más allá de toda dualidad, lo está también más allá de esta distinción que establecemos ingenuamente entre existencia e inexistencia. El maestro Eckhart (1260-1327 o 1328), nació en Hockheim en Turingia, estudió en Erfurt en Colonia y en París. Fue u n alto dignatario de la orden de los dominicos, autor de sermones y tratados, traducidos al francés extraordinariamente por Paul Petit, y su influencia sigue profundamente vigente aún, setecientos años después de su muerte. Durante su meditación sobre Dios, en la que como todo el m u n d o había comenzado por el principio, p o r la cosas simples, como la figura y la forma, él derivó en una realidad totalmente distinta, triángulo metafísico de las Bermudas, donde las realidades singulares quedaban atrapadas dentro de la «inexistencia». Como el maestro Eckhart era u n explorador valiente, no se dio por vencido. Intentó develar los secretos de eso que ante sus ojos se presentaba como u n nuevo continente y darlos a conocer con palabras simples. Una vez que eso (gottheit) entraba en su campo de conciencia (no creo que esta forma de expresarme sea la correcta, pero tampoco creo que exista una sola forma correcta de hacerlo), cuando esa realidad entraba entonces en su campo de conciencia, absorbía tanto al campo como a la conciencia, al propio maestro Eckhart y al Dios personal que lo había acompañado hasta ese umbral. Esa realidad vertiginosa se le apareció como el fondo original de todo, o mejor dicho como el «sin fondo» de todo, en picada, abrupta, abierta, inmensa y homogénea, agazapada bajo la apariencia diversificada de las cosas. Si alguien quisiera aprehender esa realidad, n o lo lograría. Si alguien quisiera representarla caería en u n contrasentido que terminaría por alejarlo de ella. «Dios deviene y pasa», escribió Eckhart. La chispa que brota desde la hoguera luminosa desaparece en la noche, p e r o la hoguera m i s m a no de-

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viene, n o pasa. Dios p u e d e ser alcanzado, a m a d o , consumido: pasa. Pero la Deidad es inalcanzable, inconsumible e incalificable: n o pasa. Dios y Deidad son tan distintos u n o de otro c o m o lo son el cielo de la tierra, dice el maestro Eckhart. Por esta razón les atribuye n o m b r e s distintos. No utilizam o s la m i s m a palabra para designar al cielo y a la tierra o al sol y a la luna, ¿no es cierto? Eckhart escribió también lo siguiente: «Dios sólo aparece ahí donde todas las criaturas lo nombran. Cuando m e encontraba en el fondo y en el trasfondo, en el arroyo y en la fuente de la Deidad, nadie m e preguntaba a dónde quería ir ni lo que hacía, porque no había nadie ahí para interrogarme. Sólo cuando todas las criaturas han sido arrastradas hacia afuera, exclaman: ¡Dios!». Le exclamamos a Dios cuando la resaca de la existencia nos ha vuelto a atrapar, arrastrándonos hacia afuera, en el tiempo, hacia la superficie rugosa de las cosas. Efectivamente, ese es el m o m e n t o en que exclamamos: «¡Dios mío!», cuando ya hemos dejado de estar sepultados «en el fondo y en el trasfondo». Lo hacemos porque hemos vuelto a existir; y Dios, pobre tipo, tan infinitamente pequeño él también en comparación con la deidad, pasante, liviano, marginal, queda prisionero j u n t o con nosotros en las redes de la existencia. ¡Cómo nos lamentamos entonces! Entonces sí, ahí sí que exclamamos: «¡Dios mío!», porque no tenemos nada mejor que hacer que gritar y llamar a nuestro compañero de sufrimiento. Exclamamos: ¿Dios, dónde estamos tú y yo? O bien: ¡Dios, qué caída! Pero ya es demasiado tarde. Hemos sido atrapados por el deslumbrante Verbo y por la fina malla de palabras que arrastra en su estela, quedando Dios atrapado junto con nosotros. Entonces nos agarramos la cabeza a dos manos, como lo hizo Adán al ser expulsado del paraíso. Caída vertiginosa, empequeñecimiento. Henos aquí definidos, individualizados, incorporados, minúsculos. Finalmente existentes. Ese día, el h o m b r e se siente confundido, y cuando grita: «¡Dios mío!» o: «¡Sálvame Dios mío!», entonces sí p o d e m o s estar seguros de que se encuentra lejos, m u y lejos de la unidad original. Las cosas eran distintas «en el fondo y en el trasfondo», ese lugar d o n d e la neblina plural de la existencia n o existía, d o n d e Dios n o estaba, y d o n d e en frente de él, c o m o en u n espejo, n o había nadie que pudiera exclamar: «¡Dios mío!» Había u n a realidad sin mezcla, sin cualidades ni atributos: Gottheit. Simplicidad pura, felicidad pura, ser puro. La Iglesia católica condenó veintiocho tesis del maestro Eckhart calificando a algunas de heréticas y a otras de malsonantes, temerarias o presuntamente de

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herejes. El principal reproche que se le hizo, y del cual parecen emanar otros, es el de haberse alejado demasiado del sentido común de la Iglesia: «Quiso saber más de lo que era prudente», resume la bula condenatoria In agro dominico, promulgada en 1329 por el papa francés Juan XXII. Una circunstancia agravante era el hecho de que el maestro no guardaba el conocimiento sólo para sí y para algunos íntimos, sino que se encargaba de difundirlo ampliamente a través de sermones transmitidos en lengua vernacular. Esto hacía que los laicos ignorantes pudieran confundirse. Dejaba sembrada la cizaña en la manada. Con esta condena se cierra una puerta. La deidad queda relegada a su trasfondo, y j u n t o con ella las ideas claras y diferentes. La fisura entre la fe y la razón, que es el drama de Occidente, se ha ido ensanchando, provocando sismos de intensidad variable, hasta llegar a u n punto en que la fisura ya se ha transformado en u n océano y la fe y la razón siguen su camino ignorándose mutuamente. El maestro Eckhart n o tenía m i e d o de exponer claramente su pensam i e n t o . A diferencia de tantos teólogos y filósofos que lo sucedieron, n o consideraba que la oscuridad fuera u n a virtud. Todo lo contrario, quería proyectar la m a y o r cantidad de luz que fuera posible en el continente negro de la mística, d a n d o cuenta de ello con palabras fuertes y simples. Quería edificar e iluminar, c o m o lo habían h e c h o los griegos que lo precedieron. No era u n h o m b r e de este m u n d o . Era singular, seguía a su estrella en todo lo que hacía. Decía las cosas tal c o m o las pensaba, a la alemana, sin guantes, c o m o lo harían p o s t e r i o r m e n t e Lutero y luego Schopenhauer, Nietzsche y Heidegger. No conozco a otros teólogos, místicos o filósofos judíos, cristianos o islámicos, que se atrevieran a decir que Dios «pasa», y que por lo tanto ante nuestros ojos sería u n pasajero tanto en la tierra como en el cielo. El maestro pensaba que la verdad debía abrirse camino por una fuerza secreta inherente a su naturaleza. Tal vez n o imaginó que el camino sería tan largo y sinuoso, ni que sus adversarios serían tan virulentos en su forma de detestarlo. La deidad yace en el fondo y en el trasfondo del alma. Cuando el h o m bre deja de estar «anclado en el afuera», cuando ya nada lo retiene, ni deseo, ni temor, ni sombra ni imagen, entonces cae en el trasfondo, en la «naturaleza original» del alma. Eckhart destaca el carácter necesario que tiene esta caída destacando, al m i s m o tiempo, la felicidad que está asociada a ella. De esta forma p o n e en evidencia u n a ley de la mística tan fundamental como lo es la ley de la gravedad en la física: si no hay nada que retenga a u n h o m b r e ,

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si n o está atado a ninguna propiedad física o intelectual, a ningún conocimiento, a ninguna creencia, a ninguna reputación, a ninguna representación, si carece de cualidad, si se ha olvidado de sí mismo, entonces ese h o m b r e cae. Por ley, como la manzana de Newton. ¿Dónde cae? En la deidad, que es el lado norte de Dios. Dios no soporta el vacío, ni en la naturaleza ni en el alma. No puede evitar iluminar a todas las criaturas sin excepción . «Una vez que te encuentra preparado (es decir vacío), escribe el maestro Eckhart, tiene que actuar y expandirse en ti, tal como el sol no puede evitar expandirse cuando el aire está claro y puro». Cuando ya no hay velo, la luz brilla. No puede ser de otra manera. Por ende, el trabajo de un h o m b r e comprometido en la búsqueda, más que basarse en la construcción de un sistema, de una teología o de un dogma, consistirá en desconstruir, desobstaculizar, retraer, como cuando se pela una cebolla, para ensuciarse, finalmente, en el no conocimiento de Dios, esperando pacientemente ser alcanzado. El maestro Eckhart, el h o m b r e que no quería ser «anclado en el afuera», porque amaba mucho la libertad, desapareció un día sin dejar rastro, como Lao Tse, el enigmático autor del Tao Te-King. Ignoramos el lugar y la fecha precisa de su muerte. Desapareció durante un viaje que emprendió a Avignon, para defenderse frente al papa de las acusaciones en su contra. Nunca más se escuchó hablar de él, como tampoco se escuchó hablar del rey Brhadratha después de que partiera en dirección al norte.

Ya ha sido visto

El Mithaq Existe en el islam una m u y buena razón para creer en la existencia de Dios, que es que ya lo hemos visto. Dios es un antiguo conocido de la humanidad, el más antiguo de todos, sumergido profundamente en el inconsciente colectivo de todos los hombres sin excepción. ¿Cómo olvidar un encuentro como ese? Está inscrito en un presente perpetuo, por debajo de la conciencia diurna, velado, agazapado, esperando ser reactualizado. Ese encuentro inaugural y auspicioso, señalado en la sura del Corán llamada «Los Limbos» (7,172) ¿no será el que alimenta la esperanza inextinguible? La señalo en tiempo presente. En este tiempo, en este océano de la

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pre-eternidad, Dios reúne a todos los hombres «y los hace atestiguar contra sí mismos», dice la sura. «¿No soy yo vuestro señor?» interroga Dios. Todos los hombres, encandilados por el esplendor divino, en una exclamación unánime de alegría proveniente de la raíz del ser, asienten: «¡Claro que sí, damos fe!». Listo. Se acabó el principio. Cae el telón. El Corán no diluye. Lo que se puede decir en dos palabras n o se dice en cien. En el islam, esta declaración primordial recibe el n o m b r e de Mithaq, palabra que c o m ú n m e n t e traducimos por «pacto, alianza, acuerdo». Está grabada indeleblemente en el alma de todas las criaturas, incluso en la de Satanás, sobre todo en la suya, como u n sello. Actualmente parecemos estar m u y lejos de la visión inicial. Sin embargo, quedan algunas cosas que p o d e m o s llamar «signos». A causa del Mithaq, estos signos se presentan ante nosotros como recuerdos, como reminiscencias, como algo que resurge. La palabra árabe que designa el signo, o señal divina, es ayat, palabra que también hace alusión a los versículos del Corán, el Libro-signo. La r e m e m b r a n z a es una dimensión esencial del islam y más particularmente, de esta médula del islam que es el sufismo. La palabra que aquí traduzco p o r «remembranza» es dhikr. El dhikres la materia prima del sufismo que p o d e m o s entonces definir, una definición más, como una búsqueda de las señales divinas, piedras blancas para volver al principio de todas las cosas. El más vivo (al-Hayy) se mantiene en lo sutil, en lo implícito, en los intersticios, más arriba, en lo no manifestado, donde el tiempo queda como suspendido. Desde ese no-lugar, proyecta sus señales, como fuego proyectando sus chispas. ¿Hacia dónde las proyecta? ¿Hacia quién? «Hacia los corazones y hacia los horizontes», asegura el Corán, es decir en la naturaleza universal y en el fondo, también universal, de cada alma singular desde donde se hacen eco. Dios sale de la nada cuando nada lo obstaculiza. Es entonces cuando se despliega fugazmente en la apariencia: es la señal. Y el hombre de las apariencias se regocija ante la visitación del Ser único en la esfera del tiempo y de la pluralidad. Cuando el h o m b r e percibe una señal, r e m e m o r a a distintos niveles la grandiosa visión original, el Mithaq. Entonces, m u y contento exclama: ¡Es Él! El p r o n o m b r e «Él» (Huwa), para designar a Dios, figura en la sura titulada «La Pureza», una de las últimas y más cortas del Corán, donde leemos: «Di: Él, Dios, uno». El p r o n o m b r e Huwa, indica Al-Jurjani en su Libro de las definiciones, expresa la «más interna de las realidades internas» de Dios, el misterio de su «ocultación íntima sin ninguna autodeterminación». Sin embargo, si el h o m b r e n o hubiera visto antes a Dios, no podría referirse a él diciendo: ¡Es Él! Cuando exclama: ¡Es Él! Es como si dijera: pero sí,

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evidentemente, es Él. Para preguntarse, acto seguido: ¿Cómo pude pasar tanto tiempo sin reparar en ello? ¿A través de qué encantamiento digno de Shererazade? ¿Cuál es esa historia que llamamos el «mundo»? ¿Cuál es esa magia? A causa del Mithaq, todo conocimiento de Dios es reconocimiento. No vamos a Él, volvemos a Él. Rememoramos. Es a Él, al original, al que se vuelve.

Desigualdad memorial en el Fedro Si se les ocurre abrir o reabrir el Fedro de Platón, si la filosofía que aprendieron en la escuela no logró apartarlos definitivamente, encontrarán ahí una enseñanza en parte comparable a la del Mithaq y tan digna de ser meditada como ella. Platón nos enseña que el alma, en el inicio, in illo tempore, antes de fundirse en el devenir, tuvo la oportunidad de subir en la estela de los dioses hasta la cúspide de la bóveda celestial. Una vez arriba, tuvo una visión del Bien absoluto —el Bien de Platón es el equivalente al b r a h m á n de los hindúes, a esa realidad que el islam llama «Alá» y el maestro Eckhart «deidad». Si no se tratara de lo mismo, este libro no tendría sentido, no habría elefante entero, no habría lado norte, los ciegos tendrían razón. El Bien (to agathon) es el alimento de los dioses. Se le percibe desde un punto de vista panorámico, desde la terraza del universo a donde llegan los dioses después de una ascensión regular, liviana y sin esfuerzo. Una vez ahí, permanecen largo rato contemplando el Bien, deleitados. Pero los hombres, apelotonados en su estela, rara vez logran llegar tan alto, y cuando lo hacen, no pueden permanecer ahí tanto tiempo, pues la fuerza de gravedad los atrapa. Sin embargo, apoyándose unos con otros desordenadamente, algo intentan percibir. Se mantienen sobre la cima encandilada en un equilibrio inestable, antes de volver a caer dispersos como copos de nieve en este —nuestro lugar de exilio. ¿Cuál es la naturaleza del Bien, alimento de los dioses y de los hombres? Platón responde lo siguiente: el Bien es «la esencia que verdaderamente existe, carente de color, de forma, impalpable, perceptible únicamente para lo que guía el alma, la inteligencia, y que es objeto de la verdadera ciencia». El hombre, después de esta magnifica gira inaugural de la existencia que le hacía presagiar algo mejor, vuelve a caer sobre esta tierra complicada, donde el recuerdo de la insigne realidad que p u d o vislumbrar allá arriba, lo ilumina de vez en cuando. Como la esencia ya ha sido percibida, las intuiciones del

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cielo se le presentan siempre bajo forma de reminiscencias. La sabiduría consiste en una perfecta rememoración. Durante su estadía celestial, no todos los hombres pudieron beneficiarse de la misma manera de la contemplación de la esencia, por lo que n o todos tienen desarrollada la facultad de reconocimiento al m i s m o nivel. Algunos de ellos distinguieron correctamente el fondo del cielo —las «realidades fuera del cielo»— mientras que otros, los rezagados, los débiles que n o supieron superar el enfrentamiento, sólo tuvieron una visión del Bien defectuosa y trunca. La desigualdad terrenal existente entre los distintos destinos humanos, es consecuencia de la calidad de la primera visión. Hay almas consideradas de primer rango: son las que reciben las mejores «porciones» de la vida; luego vienen las de segundo rango, luego las de tercer rango... Los que lograron ver con claridad de qué se trataban las cosas ahí arriba, se vuelven amigos del conocimiento, de la verdad y de la belleza, ya que al haber estado familiarizados con las musas, han recibido la inspiración de Eros. Son los filósofos. A causa de la nostalgia que sienten por su patria original, se sienten felices de poder sacrificar sus intereses e incluso su vida por volver a contemplar el cielo nuevamente. Por el contrario, los que sólo tuvieron una visión pobre y deformada, se convierten en tiranos. Entre los primeros y los últimos, entre los visionarios y los ciegos, hay varios escalones intermedios donde se sitúan, en segunda p o sición, los guerreros y los hombres con don de mando, luego los hombres de finanzas, los comerciantes, los políticos, y así sucesivamente. Platón, el aristócrata, expresa aquí u n a visión del m u n d o d o n d e la desigualdad es algo que está ligado a la naturaleza y n o a la cultura. Más aún, se trata de u n a desigualdad que sumerge sus raíces en el cielo, c o m o las castas en la India o c o m o esos árboles en los que los sadhu encuentran sombra. La desigualdad es metafísica. Está ligada a la m e m o r i a : los mejores son los que recuerdan mejor. Pero cuidado, esta m e m o r i a n o es c o m ú n . No se trata, p o r ejemplo, de la m e m o r i a que le p e r m i t i ó a Funes el m e m o r i o s o , el infortunado personaje de u n relato de Jorge Luis Borges, acordarse de todo, absolutamente de todo, después de u n accidente a caballo, hasta el p u n t o de quedar saturado, acaparado y ahogado p o r sus propios recuerdos. Del filósofo se requiere j u s t a m e n t e lo contrario: que tenga la facultad de olvidarlo todo, para detenerse luego, p o r instantes, en algunos de los signos más luminosos c o m o son la verdad y la belleza, usándolos c o m o escalones en los que se irá a p o y a n d o hasta llegar a la fuente y esencia de los signos, es decir hasta el Bien.

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La perspectiva del islam es diferente. El Corán no menciona una gradación en el Mithaq, la visión inicial de Dios. Todos los hijos de Adán, agrupados como los dedos de la mano —una vez no es costumbre—, han reconocido a Dios. Todos también han dado fe de su esplendor: Sí, eres tú. Y es por esto que frente a Dios son todos iguales «como los dientes de un peine», y las mujeres también. En principio. Frente a Dios. Para terminar, observemos que en el islam el recuerdo divino no es privilegio de la humanidad. Todas las cosas que han sido creadas, las montañas, las piedras, las olas del mar, que imaginamos ciegas porque nosotros mismos estamos ciegos, los pájaros, peces e insectos están en su intimidad secreta (sin) absortas en la contemplación —cosecha de Dios: «No hay nada que no celebre sus alabanzas, dice el Corán (17, 44). Cada criatura, aún la más ínfima de ellas, le rinde alabanza. Es por esto que todas las criaturas desde la planta hasta el arcángel, merecen respeto. Por lo mismo, actualmente no podemos más que sorprendernos de la barbarie persistente que hay en la matanza halal. El hecho de que esta práctica se haya perpetuado hasta nuestros días denota la prevalencia, al interior de la umma (comunidad musulmana), de una lectura del Corán literal, irreflexiva, sin perspectiva ni compasión.

El hombre que había perdido el norte Una breve historia hindú nos recuerda que este magnifico inicio en el ser no se encuentra en un pasado lejano, sino aquí y ahora. Solo hay que tomar conciencia de ello. Es la historia de un h o m b r e m u y anciano que vivía en Sarasvati, ciudad m u y importante en el pasado, situada en la orilla de un río cuyo cauce hoy está seco. Nuestro hombre estaba convencido de haber perdido la cabeza. Corría para todos lados igual que las gallinas que han sido degolladas, gritando: «¿Dónde estás, cabeza mía?». «¿Dónde estás, cabeza mía?». No la podía encontrar. Luego un día, cuando estaba aún más viejo, cuando su rostro se había endurecido como la piel del cocodrilo, súbitamente se dio cuenta, no sabemos en qué m o mento exactamente pero sí con gran alivio, de que su cabeza estaba ahí, donde mismo, y que nunca había dejado de estar sobre sus hombros. Como el hombre distraído que busca los lentes que le cuelgan de la nariz, este anciano buscaba algo que nunca había perdido. Sólo estaba ausente, como sucede en la vida real, no estaba ahí. ¿Dónde estaba? En alguna parte, ajuera, en algún lado, no se sabe dónde. ¿Cuál es esta magia que nos empuja a buscar lo que no hemos perdido?

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Aunque esta historia sea de origen budista, la p o d e m o s considerar como una pequeña introducción al vedanta. Su principal representante, Shankara, nos enseña que nunca hemos perdido la cabeza, que jamás hemos perdido nada, que n o estamos perdidos en el m u n d o , que esencialmente somos lo que siempre hemos sido: Dios. Esta breve historia y el vedanta nos anuncian una buena nueva, sobre la que ya volveremos más adelante.

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IV. Las partes del elefante

Ahora m e gustaría bosquejar un cuadro; no, más bien hacer un croquis, un pequeño croquis sintético de las dos grandes religiones que han sido la fuente de los nombres divinos que he utilizado en este libro, el islam y el hinduismo, ya que no puedo partir de la base de que sean por todos conocidas. Evidentemente en ningún m o m e n t o he buscado establecer una comparación entre ellas, y menos aún emitir un juicio sobre ellas. ¿Cómo podría emitir un juicio sobre el islam? ¿Cómo podría emitir u n juicio sobre el hinduismo? ¿Quién podría ser tan superficial o temerario como para erguirse como juez de fenómenos tan amplios, complejos y profundos, cuyas consecuencias han seguido repercutiendo a través de los siglos? J u z g a m o s acaso la trayectoria de los planetas? ¿La ruta de los meteoritos? No, sólo observamos. Nos contentamos con observar, es más seguro y más interesante. Los humanistas de antaño trabajaban por partida doble a la sombra de la cruz. Primero, porque alrededor de ellos existía una cristiandad y, segundo, porque para poder conciliar dos culturas de sensibilidad contraria, como la cultura judeo-cristiana y la cultura greco-romana, Jerusalén y Atenas, estaban obligados a extender sus brazos desmesuradamente y en sentido contrario. Fue el choque de estas dos placas tectónicas lo que dio origen a ese jirón llam a d o «Europa». Los humanistas se mantenían en la línea de fractura, inclasificables, siempre trabajando, con el concepto de lo universal en la mira, objetivo inalcanzable. Hoy en día, este trabajo se ha vuelto más complicado que en el pasado. Ya no son dos madejas las que el humanista tiene que desenredar para llegar a una visión abierta del m u n d o , sino tres: los monoteístas, incluyendo al islam; el polo griego, portador del indispensable pensamiento crítico; los polos hindú y chino. Si nos mantenemos en la periferia, rápidamente nos damos cuenta de que la conciliación entre estas visiones es imposible. El humanista del Renacimiento buscaba la unidad en el lugar donde esta se encuentra, es decir, en el centro. A

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partir de la intuición o, mejor dicho, de la experiencia que tenía del centro, volvía a partir a tientas hacia la periferia. Como dice Roger-Pol Droit, en el camino se iba esforzando por conectar, reunir, articular. Jamás se resignaba al enclaustramiento. Así entonces el humanista, h o m b r e de amplitud, entraba inevitablemente en conflicto con las mentes estrechas, apegadas a lo literal, integristas, especialistas, de pensamiento fijo, provincial, enclavado, cuya actividad favorita era, y sigue siendo hasta el día de hoy, la sodomía mustia de las moscas. Se le acusaba, y se le sigue acusando, de sincretismo, de panteísmo, de concordismo, verdadera ensalada nigoise. Pero él sabe algo que sus adversarios ignoran: que la verdad se ahoga en sus camisas de fuerza, o más bien que escapó de ahí a tirones hace ya m u c h o tiempo, ya que la verdad no se vive ni se respira al interior de camisas de fuerza, y que en este presente que llamamos «modernidad», sería conveniente que hiciéramos lo mismo. Con algo de candidez o ingenuidad he inscrito m i trabajo en la tradición de los humanistas. El que en comparación con ellos yo esté haciendo un papelón, no es algo que m e sorprenda en absoluto. Me aflige, pero n o excesivamente. Encuentro consuelo en la idea de que ellos también debieron albergar sensaciones parecidas frente a sus modelos griegos y romanos, y frente a esa otra idea formulada con frecuencia, que dice que u n enano encaramado en los hombros de u n gigante logra ver tan lejos como el gigante. Recuerdo también las hermosas palabras de Heráclito, el filósofo de Efesio: «Sólo quien espere lo inesperado, podrá encontrarlo». Si deseas poco, obtendrás poco. Si lo quieres todo, tendrás quizás algo más que u n poco. ¿Lo inesperado? Lo abierto.

El h o m b r e c o n e c t a d o Se le preguntó a Pitágoras: «¿Por qué razón el h o m b r e está en la tierra?». El sabio respondió, a la manera de Aristóteles: «Para contemplar el cielo». El cielo es otro n o m b r e que designa al elefante entero. Detengámonos un instante en esta respuesta. El hombre no está en la tierra para formar una familia, para construir una casa, para «crear valor», como dicen los empresarios. No está en la tierra para defender a su patria, ni para divertirse, ni para servir al Estado, ni para explorar el planeta Marte ni los secretos del átomo. Ni siquiera podemos decir que esté en la tierra para ganarse la vida. Todos esos objetivos son legítimos, a menudo incluso necesarios, pero están supeditados a

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algo. Eso piensa Pitágoras. Yo repito su respuesta con una línea en blanco hacia arriba y otra hacia abajo, para poder desprenderla más claramente. Un día, alguien le preguntó a Pitágoras, cuya leyenda cuenta que había almacenado numerosos conocimientos a lo largo de sus diez o veinte vidas anteriores, y que tenía además, como el Buda, el poder de rememorar esas vidas. Le preguntaron entonces a Pitágoras, hombre extraordinario, a ratos taumaturgo, al sutil, al salvaje y sabio Pitágoras, que respetaba la vida en todas sus formas, que amaba a todas las criaturas animadas al extremo de llegar a domesticar a un oso y a un águila, a Pitágoras, amigo de la naturaleza, de los números y del silencio, al Pitágoras de Samos, absolutamente moderno o postmoderno, como queramos, alguien entonces un día le preguntó a Pitágoras: «¿Por qué el hombre está en la tierra?»

Y Pitágoras respondió: «Para contemplar el cielo».

¿Por qué el «cielo»? Yo creo que con estas palabras el filósofo no está haciendo alusión al juego de los planetas ni al espectáculo grandioso de la Vía láctea, sino más bien a lo que simbolizan: una perspectiva del espíritu integralmente abierto, donde ninguna nube nubla la visión. Si el h o m b r e está en la tierra, algo de lo que Pitágoras está seguro, es para lograr esa visión panorámica, ilimitada, inaudita, increíble para el que ha vivido y pensado desde siempre en un medio confinado. Ese es el sentido y objetivo supremo de la vida en al tierra. Pitágoras lo llama el «cielo», India lo denomina «brahmán», y el maestro Eckhart «deidad». La religión tiene la vocación de ayudar al h o m b r e a alcanzar este objetivo y, dicho sea de paso, ¿no es acaso también la misma vocación que tiene el arte? ¿O más particularmente lo que podemos llamar «arte moderno», arte que partió con las pinturas de la caverna de Chauvet? Su objetivo: evacuar los obstáculos, disipar las nubes, traspasar las apariencias. Picasso, con sus Señoritas de Avignon, pintó en la misma dirección en la que lo hizo Fra Angélico con sus madonnas: en dirección al cielo, o para decirlo de manera más moderna, hacia la esencia íntima de la vida, esa que se encuentra tanto en burdeles como en capillas. (¿No será que la ciencia moderna, agregarían los hombres competentes entre los cuales yo n o m e cuento, está haciéndonos descubrir en su propio lenguaje, incomprensible para los profanos, la misma realidad desconcertante, purgada de todo elemento antropomorfo, despojada de nociones de centro y periferia, que Pitágoras designa utilizando la palabra «cielo»?).

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Sin esta finalidad esencial, que p o d e m o s n o m b r a r como lo real o la «realidad verdadera», retomando una formulación de Hannah Arendt, no hay alimento. Sin alimento, no hay religión que guíe, n o hay arte capaz de r e m o ver las entrañas, no hay ciencia que otorgue sentido. Si la religión perdiera el r u m b o hasta el p u n t o de empezar a dictarnos lo que tenemos que comer o beber, cómo tenemos que hacer el amor y con quién, o si se pusiera a polemizar sobre aspectos de la teología, entonces estaría traicionando su vocación. Este gran organismo habría dejado de tener al cielo como objetivo. Entonces los hombres se alejarían de ella. Si ustedes le piden a su padre que les dé un huevo y él lo que les da es un escorpión, entonces se olvidan del padre. Recorren su propio camino. Van a buscar a otro lado. La etimología de la palabra «religión» es controvertida. Según el diccionario histórico de Allain Rey, después de Lactancio y Tertulio los autores cristianos comenzaron a relacionar la palabra latina religio con el verbo religare que significa «conectar». Otro origen, señalado por Cicerón, relaciona religio con el verbo legere, «coger, recoger», o a religere, «recoger, recolectar». La tradición cristiana, aunque incierta, tiene el mérito de ser iluminadora, como la otra lo es para el resto: el h o m b r e religioso está conectado a Dios (al cielo) o a la sensación de estarlo por momentos. Está conectado como el sarmiento a la viña, como el tronco a la raíz, como la tierra al sol, como el surfista a la ola. Es él quien sostiene los hilos o bien son los hilos los que lo sostienen a él. Está conectado c o m o el pez al anzuelo («Os haré pescadores de hombres», dijo Jesús a sus discípulos), como la marioneta al titiritero. La marioneta n o hace nada a voluntad, no hace nada sin el consentimiento de su titiritero. El h o m b r e conectado sabe que n o pesa más que una etamina, que su vida no vale más que el huevo de u n a mosca, pero es justamente el saberse conectado, adosado, sostenido, lo que hace que esa liviandad n o sea causa de desasosiego ni angustia para él, contrariamente a lo que sucede con tantos personajes resonantes de la modernidad, como el que Edward Munch pintó en su célebre cuadro El Grito. A través de esta conexión que mantiene con el núcleo íntimo del ser, el homo religiosus se desprende y aleja de la periferia. Tiene poca importancia para él lo que para otros h o m b r e s reviste tanta importancia: el fracaso o el éxito, u n a vida corta o larga, la prosperidad o la nulidad. Detrás de él, hay algo más grande que él, que mantiene el r u m b o , mantiene la eternidad, mantiene los hilos, algo que es la realidad misma, inmutable, rica en sentido, en sabores y en signos. Es a ese centro —¡Oh prodigio!— que está conectado.

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Es cierto que en ocasiones el titiritero lo suelta. Sucede. En ese m o m e n t o es como si el m u n d o se apagara, y él, el h o m b r e que se creía conectado y llevado, que creía estar próximo a alcanzar el objetivo, cae. En su caída se esfuerza por alcanzar una cuerda, una asa, una mano, pero esto n o es posible, ya no hay de qué agarrarse, ya n o hay nada. Lo único que le queda de ese lugar bajo y oscuro donde fracasó, es el conocimiento de su miseria intrínseca, el más valioso de los conocimientos, ese que nadie podrá arrebatarle. Cabe destacar que la palabra «yoga» deriva de la raíz yuj, que también significa, «vincular, unir, mantener apretado, enganchar, poner bajo el yugo». El objetivo del yoga es la unión. Durante años de ejercicios de la práctica del yoga, el yogui ha aprendido a dirigir su atención a sus dedos del pie, a sus uñas, a sus dedos, a sus manos, a sus brazos, a sus piernas, a su piel, a sus huesos, a lo que hay bajo la piel, a su inspiración y expiración, a su retención, a los m o vimientos del corazón y de la sangre, al flujo y reflujo de los pensamientos, de las emociones, de los sentimientos, para de pronto u n día, u n maravilloso día, un maravilloso día en la más hermosa de las vidas, esa atención, que hasta ese m o m e n t o era dispersa y sucesiva, súbitamente se unifica. Todas las partes forman u n todo. Un todo que es m u c h o más que la suma de las partes. Es el mismo yogui quien se ha vuelto uno. Se ha convertido en el elefante entero. La búsqueda llamada yoga ha terminado. En ese sentido, el yoga —conjunto de ejercicios físicos y mentales que conectan— puede ser considerada una «religión», aun cuando, como todos sabemos, u n ateo puede practicarlo con éxito. Para practicar yoga n o es necesario creer en Dios, hay que convertirse en uno, lo que es m u y diferente.

Parte n ú m e r o uno: el h i n d u i s m o

La Weltanschauung para siempre

El estudioso de la India, Jean Varenne, escribió: «El hinduismo es una religión sin fundador, sin iglesia, incluso sin nombre, ya que el término que la designa ha sido imaginado por los occidentales». Para designar este magma de dioses, ritos, creencias, saberes, prácticas, secretos, preceptos, recetas para una buena vida y elucubraciones que nosotros los occidentales desde el siglo XVIII hemos llamado «hinduismo», el sánscrito dispone de dos palabras poco utilizadas

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pero auténticamente indias: sanatana dharma, que podemos traducir por «trama universal» o «ley eterna». En 1921, en el diario Young India, Mahatma Gandhi se definía a sí mismo como un «sanatani hindú»: «Me llamo sanatani hindú porque creo en los Vedas, en los Upanishads, en las Puranas, y en todo lo que abarcan las palabras «escrituras hindúes», y porque por ende creo también en la reencarnación y en los avatares» (los avalares son encarnaciones divinas). Las visiones justas y profundas, los sentimientos rectos y nobles, se entrecruzan en esta «norma eterna», como los higos de una higuera. El hindú sabe m u y bien que es imposible que los higos crezcan en un olivo. No se trata de una cuestión de fe, sólo de certeza. El hindú está seguro de estar anclado en una infalibilidad fundamental. Está seguro de que su sanatana dharma es vasto, abierto, profundo, simple, sutil, verdadero. Es la perfección misma transmitida en una lengua perfecta —la palabra «sánscrito» significa, precisamente, «perfecto». Contrariamente a esto, el hindú sabe también que mientras más se aleja el h o m b r e de su dharma, más extravagantes, barrocas, absurdas, cortas, parciales, sesgadas y desechables, se vuelven sus visiones en el espíritu de la época. Si no lo supiera, sólo bastaría que mirara y observara con aire socarrón el paso de nuestras modas intelectuales, tan rápido como el de las estaciones. Él, el hindú, instalado para siempre en la Weltanschauung: u n concepto del m u n d o potente, sólido, profundamente anclado en lo real, redondo como una canica. Se puede incluso dar el lujo de u n cierto escepticismo, pequeña bolita girando alrededor de la bola más grande. Durante m u c h o tiempo se les reprochó a los europeos su eurocentrismo. En el plano religioso, los hindúes nunca han dejado de ser indocéntricos, y no por eso a alguien se le hubiera ocurrido ofuscarse. La proeza tiene más m é rito aun si consideramos que India ha sufrido ochocientos años de derrotas, de humillaciones y de ocupación extranjera. ¿Pero por qué esto tendría que sorprendernos? El hinduismo está inscrito en una larga memoria. ¿Qué importancia tienen las victorias y derrotas, la vida y la muerte? Son como el rocío de la mañana: no alcanzan a rozar el corazón de las cosas. El hindú no vive en la historia, esa absurda contienda llena de altos y bajos, de grandezas e infamias. Respira sobre cimas intemporales, «vive en la eternidad», resume Alain Daniélou. O por lo menos es a eso a lo que aspira. La savia que lo alimenta, que nosotros llamamos hinduismo, riega u n árbol cuyas raíces están enterradas en el cielo. Para establecer una comparación, un h o m b r e cuya inteligencia del m u n d o fuera modelada según el modelo de la Ilustración, o estuviera en contacto con el pensamiento de Freud, Marx o Nietzsche, ajeno a la noción de

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perspectiva, sería como un niño pequeño en el plano espiritual, carecería de una base sólida para comprender la trama de lo real. Platón consideraba que frente a la vara de la antigua sabiduría egipcia, los griegos eran así. El hindú tiene una confianza de elefante. No le teme a la contradicción. Si ustedes no lo ven venir, él sí los ve a ustedes desde lejos, tal como u n h o m b r e en la cima de una montaña divisa a lo lejos a otro h o m b r e que camina por la planicie. No lo invita a subir, no, no tiene ninguna tendencia al proselitismo. Según lo que pudo observar Henri Michaux durante un viaje a Calcuta realizado en 1931, al hindú, tal como sucede también con el inglés y con la vaca, no como al inglés y como a la vaca, no le gusta inmiscuirse: el que se inmiscuye se pierde. Pero si el extranjero sube, si hace el esfuerzo de alejarse de esa fioritura que es la historia, para ascender hasta la eternidad donde lo espera el hindú, entonces bienvenido sea. Intercambiemos nuestras visiones. Tal vez haya algo que ambos podamos ganar. El hinduismo es una religión intrínsecamente inclusiva: si el hindú percibe un pedacito del islam, un pedacito del cristianismo, que se puede tomar, que es desprendible y asimilable, entonces no sólo lo toma sino que lo traga y lo digiere. Sin embargo, él no bajará: ¿Por qué razón tendría que salir de su dharma global? Si es justamente ahí donde obtiene seguridad, tolerancia, el sentido de su vida, la inteligibilidad del m u n d o , e incluso como hemos podido observar en ocasiones, y sobre todo en los que pertenecen a la casta de los brahmanes, los «nacidos dos veces», una cierta presuntuosidad. ¿Sacarlo de su dharma} ¿Quitarle sus puntos de referencia? Ni lo sueñen. El hindú está inflado espiritualmente, incluso si está a punto de ser ahorcado. Un ejemplo de ello es el que George Orwell describió en su relato A hanging, que aun estando en la horca, con la soga al cuello, atado de pies y manos y con un capuchón en la cabeza seguía invocando a su dios: «Ram, Ram, Ram». Sólo la muerte logrará acallar sus gritos, cualquier intento por hacerlo razonar, por cristianizarlo, estará destinado al fracaso. Schopenhauerya venía observando eso hace doscientos años: «En la actualidad enviamos a los brahmanes a los clergymen ingleses o a los tejedores hermanos moravos, por compasión, para llevarles una doctrina mejor, para enseñarles que fueron creados de la nada, y que deben sentirse invadidos de gratitud y alegría. De hecho, nuestro éxito se asemeja en algo al de un hombre disparando contra la roca. En la India nuestras religiones no están enraizadas ni nunca lo estarán; la sabiduría primitiva de la raza humana no se desviará de su curso por una aventura que tuvo lugar en Galilea. No, pero la sabiduría hindú seguirá refluyendo sobre Europa, transformando de lleno

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nuestro conocimiento y nuestro pensamiento». Schopenhauer, en este pasaje extraído del libro Elmundo como voluntady representación, identifica al hinduismo con la «sabiduría primitiva de la raza humana». Pero ojo, no permitamos que la palabra «primitivo» nos pueda inducir a error. El hinduismo no es primitivo en el sentido en que sí lo son ciertas tribus amerindias, sino porque permite ver el fundamento de todas las sabidurías, esas que brillan bajo la corteza de las religiones y de la filosofía, la sabiduría primera, augural, original, no mezclada, meta histórica, que está al inicio y al final, esa que en ocasiones hemos llamado sofiaperennis.

Esta sabiduría es el horizonte luminoso sobre el que se despliegan los pensamientos de los que piensan y logran ver con mayor profundidad, no procede de demostraciones sino de fulgurancias, como la llama que escapa del gas y la verdad de la mentira. Los que han podido vislumbrarla dicen que no es una sabiduría como cualquier otra, no es horizontal y humana como las demás, no es una doctrina más o una filosofía más. Es, como señala San Agustín en las Confesiones, la sabiduría eterna «por la cual fueron hechas todas las cosas que al presente son, las que han sido y las que serán; sin que ella haya sido hecha, porque es y será siempre lo que ha sido». «Debe ser extraída de las doctrinas y de la filosofía», le escribió Leibniz a Nicolás Remond, tal como «se extrae el oro del barro». Este trabajo de extracción es más o menos laborioso. Algunas religiones, doctrinas, filosofías, ciertos poemas, melodías, repletos de formas y colores, permiten acceder —cómo y por qué, no lo sabemos— al filón. Aveces se accede directamente. Como en el hinduismo, asegura Schopenhauer. No es necesario excavar mucho, basta con rascar un poco, con desempolvar, y veremos resplandecer no sólo una parte, sino la sabiduría primera de la humanidad con todo su esplendor original.

Los seis darshana En la Sorbona, donde estaba preparando una tesis en filosofía hindú, nuestro profesor, h o m b r e alto, de rasgos finos, con lentes de marco de metal, nos presentaba el hinduismo como u n organismo vivo, como un gran pulpo m e tafísico que estira y retrae sus largos tentáculos, llamados darshana. A m e n u d o esta palabra ha sido traducida por «sistema», lo que es u n error, ya que el pensamiento hindú, flexible, pragmático, no dogmático, es cualquier cosa menos sistemático. La palabra darshana designa «puntos de vista» complementarios sobre el m u n d o , tal como lo indica la raíz drish, que significa «ver» o «visión».

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Los darshana son seis y están dispuestos en haces luminosos alrededor de un centro único, que es brahmán. Recuerdo m u y bien a nuestro profesor. Desde el gran estrado de madera oscura del anfiteatro, con vehemencia y flexibilidad, nos interpelaba: «¿Pero qué es brahmán? ¿De qué se trata? ¡Todos hablamos de ello pero no tenemos idea de qué se trata!» Quedábamos invadidos por una sensación de frustración: ¿para qué estudiar filosofía hindú si lo más importante —que es la base de la filosofía hindú— seguía siendo completamente ajeno a nosotros y lo sería siempre? Ávidos por aprender, lo visitábamos en su departamento repleto de libros, donde nos recibía frágil y sonriente, con una taza de té. En ese m o mento no sabíamos que b r a h m á n no era algo que fuera objeto de filosofía, ni siquiera de conocimiento. No se le piensa. Se es. En estos seis darshana, estructura del hinduismo, podrán encontrar una exégesis del ritual (mimamsa), u n método de realización de la unidad a través de la meditación de los Upanishads (vedanta), un sistema dialéctico (nyaya), una teoría de las categorías de lo real (vaisheshika), una exposición aparentemente dualista de la realidad (samkhya) y una práctica de la liberación (yoga). Los seis darshana cohabitan perfectamente bien. En este aspecto, se diferencian del «sistema» filosófico a la occidental, que desde su advenimiento no ha hecho más que soñar con estrangular a sus hermanos menores, «como sultán asiático el día de su advenimiento», observa Schopenhauer. Quien se dedique a estudiar uno de los darshana obtendrá el fruto de los demás. A ningún cristiano se le ocurriría dar un vuelco del protestantismo al catolicismo (aun cuando no sean más que puntos de vista). Pero el hindú se siente con la libertad de poder transitar de un darshana a otro, como si estuviera pasando de una habitación a otra, sin que a nadie se le ocurra obstaculizarle el camino. Es innegable que esta tolerancia es signo de fuerza.

Palabras claves

Una gran religión se despliega dentro de una multitud de intuiciones, de creencias y de ritos, pero al mismo tiempo se resume en una sola palabra, en una sola sílaba, en una fórmula, en un símbolo. El cristianismo está resumido en la cruz. El islam y todas las revelaciones anteriores están resumidas en el punto diacrítico bajo la primera letra de la primera sura del Corán. Lamentablemente no sucede lo mismo con la filosofía de Kant o de Hegel, que no se resumen ni

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en un punto ni en una palabra. El hinduismo, con su gran aparataje de Vedas y de Upanishads, con sus chorros de dioses y avatares, de paraísos e infiernos, con sus darshana, sus técnicas respiratorias, meditaciones, mantras, cantos, con su fonética, sus reglas gramaticales, su etimología, su métrica, su hermenéutica, su astrología, sus cuentos maravillosos, sus fiestas prodigiosas, su lógica, sus miles de tratados, su mezcla de sutras y comentarios de sutras, se resume en el monosílabo OM, el sonido cósmico, idéntico al absoluto, origen, soporte y fin de todo lo que acabo de enumerar. «Esta sílaba es brahmán, esta sílaba es la cosa suprema. Una vez que hayamos comprendido esta sílaba, tendremos todo lo que deseemos», asegura la Katha Upanishad. El enigma del m u n d o se zanja a través de la magia de una palabra, como si se tratara de un cuchillo bien afilado. Si ustedes no logran entender bien de qué manera el monosílabo OM puede representar lo absoluto —y yo no sabría indicárselos ya que ni siquiera yo lo entiendo, y de cualquier forma no se trata de entender sino de realizar—, si tal como decía no lo entendemos, pero a pesar de ello queremos hacernos una idea, entonces resulta útil familiarizarse con algunas nociones claves que iluminan, como grandes constelaciones, el cielo del hinduismo. A los hindúes les encantan los listados, así como a nosotros la cronología, cosa que a ellos los tiene sin cuidado. Les propongo que revisemos brevemente ocho palabras faro que estructuran la visión que tiene el hindú del m u n d o : •





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El karma designa la ley de causa y efecto aplicada a nuestras acciones. Una buena acción, si es que va acompañada de una buena intención, p r o duce u n efecto favorable en esta vida o en otra, y viceversa. Tal como hay leyes en la esfera física, las hay también en la esfera moral y también son ineludibles; el karma es la principal de ellas. No hay nada más simple que el karma. Tal vez es precisamente la simplicidad de esta palabra la que la hace tan popular en Occidente. Brahmán, ya evocado anteriormente, designa el centro de las cosas, el absoluto oculto en la diversidad, lo que hace que en relación a él las cosas existan como tales, es decir diversas: devienen en «en sí», retomando la terminología de Kant. Los sabios de la India dicen que el brahmán es incalificable, indecible, imposible de conocer, sin embargo le aplican de manera recurrente tres calificativos: «ser» (sat), «consciencia» (shit), «beatitud» (ananda). El atman, objeto de la búsqueda iniciada por el rey Brhadratha, es el fondo abierto de los seres; es rigurosamente idéntico a brahmán. Quien conozca el atman, conocerá también el brahmán.











Samsara es el movimiento cíclico, comparable al de u n gran río, a través del cual todos los seres son arrastrados de vida en vida vida, de muerte en muerte, enrollados como semillas en u n a artesa. No hay principio ni final; sin embargo, y sigue siendo u n a paradoja, salimos de ahí verticalmente. Maya es la potencia mágica que nos hace adherir al individuo X o Y que creemos ser, comprometido en el espacio y en el tiempo. En Occidente, a m e n u d o esta palabra es traducida como «ilusión». La función propia de maya consiste en representar lo que n o existe, tal como en el poker un buen jugador representa dos ases sin preocuparse de la baraja que tiene realmente en la mano. Maya ilusiona, maquilla. Nos deja impresionados. El yoga es el conjunto de técnicas físicas y psíquicas que tienen p o r objeto arrancarnos del poder de maya, p o r lo tanto desilusionarnos, y encaminarnos hacia la unión con brahmán. El dharma es la trama inteligible del universo. Esta palabra designa también el conjunto de maneras de ser y de pensar conformes a esta inteligibilidad. Si nosotros buscáramos una noción equivalente, tal vez deberíamos remitirnos a la palabra griega logos (lo que liga). El dharma liga y vuelve a ligar la diversidad del m u n d o , impidiendo así que se hunda en el caos. Quien sale del dharma, se pierde. Las palabras mukti, moksha o nirvana designan la liberación, el fin de sam-

sara. La liberación puede ser gradual o inmediata. El alma liberada no vuelve a caer nunca más en samsara. Estas ocho palabras claves constituyen la estructura del hinduismo. Profundizar en el hinduismo es profundizar estas ocho nociones, meditar sobre ellas.

«Politeísmo»

hindú

La confusión que tenemos en Occidente en torno a la palabra Dios —tanto el Dios personal como el impersonal, el absoluto y el relativo— distorsiona nuestra percepción del hinduismo, distorsión de la que evidentemente los hindúes se salvan. Aplicamos nociones occidentales en una realidad que es m u y diferente, que persevera en su propio ser, mientras que nosotros perseveramos imperturbables en la ilusión de creer que entendemos algo sobre la India. En este punto, los sabios n o nos h a n ayudado mucho.

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Pregunten a su alrededor. Les dirán que el hinduismo es una variedad del politeísmo, a m e n u d o considerado como u n inventario anterior al monoteísmo, incluso inferior. Esta convicción es el lugar común más antiguo, más expandido y más enraizado sobre la religión que existe en la India. Sin embargo, contrariamente a una gran cantidad de lugares comunes que son comunes justamente por ser verdaderos, esto resulta esencialmente inadecuado. Lo que los sabios denominan politeísmo es únicamente la manera que tienen los hindúes de n o escoger nada, y de darle una oportunidad a todas las virtualidades de lo real, incluso hasta a las más extravagantes. Recordemos que brahmán, como Alá, es idéntico a lo real y que es uno, sin segundo, sin otro, sin afuera, sin adentro, sin costura. No hay dos como él. Discúlpenme por insistir tanto, more geométrico, en este punto, pero tiene una importancia capital. Volveré a él más adelante. Ahora bien, esto real, que es perfectamente homogéneo, se nos revela a través de un prisma que deforma: Maya. Maya produce multiplicidad en vez de unidad. Nos hace ver las partes del elefante en vez de lo que realmente es: u n elefante entero. Al interior de esta multiplicidad, ilusoria e impermanente, existen dioses, también ilusorios e impermanentes, aunque menos que nosotros. Nacen y mueren, se forman y se disipan como nubes en el cielo. Recordemos que tres de ellos ocupan u n lugar preminente: Brahma, encargado de la creación del m u n d o , Vishnu, de su conservación, y Shiva de su disolución. Pero al final, estos dioses, universales o locales, fuertes o débiles, son como las figuras de Madame Tussauds, todos fabricados con la misma cera. Son elementos ínfimos, aunque menos ínfimos que nosotros, de esta realidad inmensa e inconmensurable llamada brahmán. Si brahmán es idéntico a lo absoluto, y si a este absoluto lo llamamos «Dios», como tenemos derecho a hacerlo —más aún cuando en Occidente no disponemos de otra palabra para nombrarlo—, el hinduismo es esencialmente un monoteísmo, sin duda bastante más radical en su formulación que las tres religiones que normalmente designa esta palabra. Sólo es politeísta en su franja superficial, en la más externa, aquella que nuestros sabios confundieron con dinero en efectivo. Los hindúes saben perfectamente que el fondo de las cosas es u n o solo. Saben m u y bien que la pluralidad es una máscara y una ilusión. Pero pueden olvidarlo. Los brahmanes, obligados a iluminar a otros, pueden ser los primeros en confundirse. Hay una pequeña historia que nos lo recuerda. Un día, Shankara, el gran filósofo del vedanta, al final de u n o de sus peregrinajes por Harihara, llegó a una ciudad situada en el antiguo reino de

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Mysore (sur de la India), donde existía u n santuario consagrado a Vishnu. Shankara quiso visitar el templo, pero los guardias, que eran brahmanes devotos de Vishnu, al ver en su frente las líneas horizontales del shivaite, le negaron la entrada. Por más que Shankara les explicara que en el fondo no había ninguna diferencia entre Shiva y Vishnu, que ambos eran facetas del único brahmán, n o hubo caso de que cambiaran de opinión. A su manera eran integristas, espíritus cerrados. Sin embargo, después de m u c h o hablar, terminaron por dejarlo entrar. En el interior, los esperaba u n milagro. La estatua de Vishnu, instalada en el recinto más sagrado del templo, había cambiado de rostro: la parte izquierda representaba a Vishnu y la parte derecha a Shiva. Paul Martin Dubost, autor de una pequeña obra sobre Shankara, de quien tomo prestada esta anécdota, dijo: «Este incidente milagroso transformó de golpe y porrazo el ritual y a partir de ese m o m e n t o el culto a Harihara (Vishnu-Shiva adorados en la misma estatuilla) comenzó a desarrollarse en la India». Los dioses de la India dotan a b r a h m á n de cuerpos, de rostros, de máscaras, de colores, de perfumes, de gestos y de relieves, pero al término del espectáculo hacen su reverencia. Los reflejos del sol en el m a r no son el sol. Si los hindúes olvidaran esta evidencia, sus textos sagrados se encargarían de recordárselas: en el fondo, todo es u n o y por consiguiente inmutable, ya que el movimiento es inseparable del tiempo y de la dualidad (antes y después). El m u n d o es como un lagarto durmiendo la siesta. Lo que se mueve no es más que el sueño del lagarto. Ese sueño tiene un nombre: Maya. En la Maitrei Upanishad, leemos que el fuego, el viento, el sol, el tiempo, el soplo, el alimento y los dioses son formas del b r a h m á n único. Antes de condenar cualquiera de estas formas, habría que meditar respecto a cuáles son las mejores. En el repudio de los dioses se aclara el trasfondo: el brahmán, el lado norte, lo real. Sospecho que el carácter permeable, cambiante, alegre, juguetón, onírico, que es el de los dioses de la India, no es accidental. Tiene una función: recordarles a los devotos que los dioses no deben ser tomados m u y en serio, que su luz es prestada y su palabra remitida. Los dioses de la India no olvidan su vocación de indicadores. No olvidan su origen. No se les ocurriría ni siquiera levantar el dedo meñique sin que b r a h m á n lo levantara por ellos. Esta es una diferencia fundamental con los dioses griegos, olvidadizos, emancipados, pendencieros, celosos, precursores del h o m b r e moderno, que con su funcionamiento mecánico le tapan el horizonte a ese absoluto que tienen la misión de recordarnos. Esta amnesia divina ha permitido que la filosofía, en forma reactiva, intente ver lo real sin filtros, sin imágenes, sin dioses.

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Los dioses y el pequeño

fantasma

Contrariamente a lo que acabo de describir, también puede suceder que los dioses hindúes olviden de dónde vienen. Cuando eso sucede son llamados al orden, al dharma, a la preeminencia. La Kena Upanishad ilustra esta ley divina de la vida a través de u n a historia encantadora. Un día el b r a h m á n decidió ir a ver a los dioses, pero motivado p o r la intención de jugar o bien de ponerlos a prueba, se presentó ante ellos disfrazado de fantasma, de yaksha. Un yaksha es algo m u y curioso, es u n pequeño demonio conocido tanto p o r budistas como p o r hinduistas, algo extraño, quimérico, que vive dentro de los árboles, de los templos, de las cavernas y de distintos lugares huecos. A u n yaksha le gusta atemorizar, particularmente a los ascetas, cuya meditación perturba lanzando gritos estridentes. Aquel día, el b r a h m á n disfrazado de yaksha bloqueó el camino. Al n o reconocer al brahmán, los dioses empezaron a secretearse, a pegarse codazos, mitad en b r o m a y mitad impresionados, como los escolares: «Anda a ver lo que es. —No, yo no, anda tú. —No, tú». Finalmente, fue Agni, dios del fuego, el que lo hizo. Corrió hacia el brahmán. Este último le preguntó su nombre. «Soy Agni», respondió simplemente Agni. «¿Eres m u y fuerte Agni?» preguntó el brahmán. «Si quisiera, podría quemar todo lo que hay en la tierra». Entonces el b r a h m á n colocó frente a él u n a brizna de hierba y le dijo: «Quémala». Agni j u n t ó entonces toda su energía. «Escupiendo chorros de lava entre sus dientes de brasas», sopló sobre la

brizna de hierba pero n o logró quemarla. Volvió j u n t o a sus camaradas y les dijo: «No entiendo la naturaleza de este yaksha». Entonces Vayu, dios del viento, el dios que anda p o r los aires, el que hace danzar a todos los seres levantándolos del suelo, fue también a mirar. Corrió hacia el brahmán. Este último le preguntó: «¿Quién eres? —Soy Vayu», dijo con toda simplicidad. «¿Y eres m u y fuerte?», preguntó el brahmán. «Si quisiera, podría levantar todo lo que está sobre la tierra», respondió Vayu. El b r a h m á n colocó frente a él la brizna de hierba y le dijo: «Entonces levántala». Vayu, «monstruo de las mil bocas», agarró impulso, llenó sus miles de pulmones y sopló sobre la brizna de hierba que ni siquiera vibró. Volvió perplejo junto a sus amigos, los otros dioses. Entonces Indra, el rey de los dioses, el que «sin pasar ve todo a su paso»,

corrió también, pero el b r a h m á n ya n o estaba. En su lugar Indra vio a u n a mujer m u y bella llamada Urna. Le preguntó: «¿Quién es el fantasma que se encontraba en tu lugar hace u n momento?» Ella respondió: «Era brahmán».

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Indra comprendió. Cayeron escamas de sus ojos. Se dio cuenta de que lo que él y sus amigos habían tomado por una quimera, era todo, simplemente todo, la integridad de lo real, ellos incluidos, totalidad inconcebible e innominable que los hindúes llaman brahmán. Los dioses se habían tomado demasiado en serio, e hinchados como pavos reales, llenos de sí mismos, como los seres humanos, habían perdido de vista lo único importante. Cabe destacar que el reconocimiento de brahmán, y subsecuentemente de su propio vacío, llegó a Indra a través de una hermosa mujer, Urna, que en un mito ulterior se transformará en la esposa de Shiva, dios que destruye lo ilusorio. El h o m b r e cae en lo ilusorio a través de la mujer, y es liberado de la ilusorio a través de la mujer. A título de conclusión, la Kena Upanishad nos proporciona algunas indicaciones que nos permitirán reconocer a brahmán, cuando se presente ante nosotros. Aparece y desaparece súbitamente, la visión dura lo que dura un pestañeo. Cuando uno le ve, uno lanza un grito: ¡Ah! Es como si un recuerdo volviera súbitamente a la mente, como si un rayo atravesara la noche. (En La Leyenda de los siglos, Víctor Hugo, nuestro propio Vayu, propone una versión amplificada y romántica de la Kena Upanishad, y los versos precedentes escritos en cursiva, son de su pluma).

Por qué hay que leer los Upanishads La palabra sánscrita Upanishads, que significa «sentarse (shad) cerca de (upa)», nos enseña la forma en que deben ser escuchados los textos que llevan este nombre: con atención y respeto, cuerpo y mente en una buena postura. Si no se reúnen estas condiciones, no logramos interiorizarnos en los Upanishads y, por ende, tampoco en la India. Existen más de doscientos Upanishads. Una parte de estos textos está injertada en el Veda, que es la revelación (shruti) de los hindúes, compuesto por cuatro grandes libros (Rig-Veda, Sama-Veda, Yajur-Veda, Atharva-Veda), compuestos a su vez por himnos, fórmulas litúrgicas y de sacrificio, cantos, encantamientos, plegarias... La palabra «Veda» proviene de la raíz vid, que significa a su vez «ver» y «saber». Este es un punto fundamental: el Veda es producto de un conocimiento visionario y el conocimiento que transmite se parece, en la última alusión que hace, a una visión fulgurante de lo real; el hindú no tiene vocación de creer, necesita ver.

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Los Vedas no tienen más de tres mil o cuatro mil años de antigüedad. Según la tradición, les eran revelados a los rishis (videntes) en el inicio de cada gran ciclo cósmico, y como cada ciclo dura una enormidad de tiempo, los Vedas representan, sin discusión alguna, el documento religioso más antiguo de la humanidad, obviamente si nos atenemos a la tradición. No tienen autores. Los rishis son receptáculos, médiums. No inventan nada, se contentan con ver para luego transmitir lo que ven a los hombres. Para los brahmanes, esta ausencia de intermediario humano constituye una prueba más, entre muchas otras, del origen celestial de los Vedas. Aveces se dice que los Upanishads son la «culminación» de los Vedas. Lo son por partida doble: primero que nada en un plano cronológico, ya que los Upanishads más antiguos fueron adjuntados a los Vedas, y luego porque su enseñanza completa universaliza la de los Vedas. Los Upanishads son de naturaleza y, por lo tanto, lectura heterogénea. Para referisrse a ellos, Emile Senart utiliza la expresión pot-pourri. Las ideas son diversas, su presentación también. Las palabras son fluctuantes, multívocas. Se alternan capítulos largos con capítulos cortos, una redacción apretada con una redacción diluida, los diálogos son brutalmente interrumpidos, aparecen y desaparecen personajes como por encantamiento sin que se perciba de parte del autor —que en principio es dios—, ni las más mínima preocupación en términos de composición. Los procesos de identificación son lanzados al aire como serpentinas. Se liberan de toda lógica humana. El Brahmán tiene tres pies, es la higuera, es el sol, es el OM, es el que despierta, es Prajapati, en resumen, lo es todo. El atman es Isana, Sambhu, Bhava, Rudra, Prajapati, Visvasrj, Hiranyagarbha, es la verdad, el soplo, el pájaro Hamsa, el juez, Vishnu, Narayana, que es otro n o m b r e de Vishnu, es el conservador, el dispensador, el rey universal, es Indra y, no lo olvidemos, también es la luna. Este inventario desconcertante figura en la Matri Upanishad. No podemos negar una cierta impresión de arbitrariedad. «Anythinggoes», observa el estudioso de la India Arthur B. Keith, todo tiene cabida en este desván, y no importa en qué orden. Pero también podemos contemplar la posibilidad de que el autor de los Upanishads, independientemente de quien haya sido, haya querido recordar que el acceso a la revelación divina iba precedido, frecuentemente, por períodos de delirio o incluso que haya tenido la preocupación de dejar de lado a los hombres superficiales y apurados. La verdad es que no tenemos idea. Preso tal vez de un remordimiento tardío y preocupado por aclarar finalmente las cosas, nuestro sabio, el de la Maitri, prosigue: «La luna da calor, escondida tras el huevo de oro de los mil ojos, como fuego (escondido) tras el

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fuego. Ciertamente es a ella a quien debemos desear conocer, es a ella a quien debemos buscar». Resulta difícil entender que Friedrich von Schlegel, en su Ensayo sobre la lengua y la filosofía de los indios, haya podido alabar «la claridad y

precisión filosófica» de la lengua hindú, a menos que partamos de la base de una oscuridad y confusión aún más profundas, propiamente alemanas. Sin embargo, en medio de esta profusión, de esta exuberancia vegetal, a la manera hindú, hay caminos que se abren. Dentro de esta confusión, surgen y se elevan en la conciencia algunas grandes palabras (mahavakyas), rectas y quemantes como una llama. Como esta, p o r ejemplo, que u n anciano brahm á n m u r m u r ó al oído de su hijo: «tú eres eso» (Tat twam asi), que podría significar: tú eres ese Dios que es la integralidad de lo real —¿Cómo podrías n o serlo, si él es todo? Pero volveremos sobre «eso». El alcance de las mahavakyas es universal. No son palabras lanzadas al aire. Por el contrario, se precipitan como yunque lanzado dentro de una fosa marina, y nos arrastran en su estela. Pueden hacer que u n b r a h m á n o u n filósofo, u n monje trapense o Robert O p penheimer queden sumergidos en el estupor. El objetivo de los Upanishads, es el conocimiento de brahmán, es decir de lo real. Conocer el brahmán, es liberación, es realizar. La rueda de las existencias se termina. Ese m o m e n t o en que la alternancia inmemorial de la vida y de la muerte se termina, en que u n alma singular sale del río poderoso y sombrío de samsara, es u n instante m u y grave, m u y solemne. Los sabios de la India dicen que es lo mejor que nos puede suceder. Es el logro, el gran logro. Por esta razón, debemos leer y releer los Upanishads, marcarlos y destacarlos, en resumen, m e ditarlos, a pesar de los obstáculos que puedan surgir en nuestro camino.

Parte n ú m e r o dos: el islam

Bruce

Mi conversión al islam fue como un sueño al término del cual tomé la decisión de darle tiempo al tiempo. Entre 1992 y 1996, mientras ejercía m i trabajo de periodista para l'Agence France-Presse en Pakistán, entre un comunicado de prensa y otro, soñaba con eso. Pero a medida que iba avanzando en m i reflexión, se iban encendiendo algunas alarmas. Todas parecían decirme que n o había apuro. Tenía una cierta sensibilidad por el sabor del islam y estudiaba árabe coránico con mi

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amigo Bruce, quien m e obligaba a ir a su casa a las seis de la mañana; hoy en día pienso que la elección de una hora tan matutina era para poner a prueba mi determinación. Bruce también se había convertido. Era un personaje en Islamabad. De sus rasgos finos, de la palidez de su rostro cóncavo, emanaba una impresión de melancolía. Hablaba árabe, urdu, persa y siendo inglés hablaba francés mejor que un francés, y todo esto como si nada. Sospechábamos que trabajaba para los servicios secretos. Que le transmitía misteriosos informes al embajador de Gran Bretaña. Era nuestro propio Lawrence, un prerrafaelista del desierto. Era un solitario. Un día, mientras paseábamos en las Margalla, las colinas sobresalientes de Islamabad —jugábamos a asustamos, con los niños, imaginándolas infestadas de cobras—, le hablaba a Bruce de las veleidades de m i eventual conversión. Me aconsejó que no diera el paso. Me dijo una frase que quedó grabada en mi m e moria: «Desde que m e convertí, m e siento más tonto». Bruce era cualquier cosa menos tonto. Le pregunté por qué no daba marcha atrás. Me dijo que no, que era imposible, que en el islam no había vuelta atrás. Esto fue hace veinte años. Finalmente renuncié a convertirme, pero por miles de otras razones. Me sigue gustando el islam, como puede gustamos también Venecia, pero con más intensidad, y sigo vislumbrando su grandeza y mi pequenez en ella. La causa no está cerrada. Se trata más que nada de u n asunto de puertas: «Entrad en las casas por las puertas», ordena el Corán a los fieles (2,189). Yo prefiero entrar y salir por las ventanas, tal como se entra y se sale de la filosofía, sin tener que rendirle cuentas a nadie. Eso es algo imposible con el islam, Bruce ya lo había entendido. Quedamos atrapados. Sólo hay una dirección posible: hacia adentro. De otra manera quedaríamos haciendo sobrecupo, pero en ningún caso podríamos salir. ¿Salir? ¿Para ir a dónde? No es una opción. «Dios está con vosotros dondequiera que os encontréis» dice el Corán (57, 4). En el islam, el Afuera no existe. Ahí está su grandeza y también su drama.

Una visión de Claude

Lévi-Strauss

No hay nadie que experimente la necesidad de lanzarse a hacer una defensa e ilustración del hinduismo: esta religión, modelo de tolerancia, o de indiferencia, no es objeto para nosotros de una vindicta particular, a excepción del sistema de castas, por m u y buenas razones. No es lo m i s m o en el caso del islam que, como todos sabemos, se ha convertido en u n campo minado sobre el cual todos tenemos algunas ideas preconcebidas, y donde con una sola palabra,

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frase o entonación pueden encender la polémica como reguero de pólvora. Para disipar toda ambigüedad, quiero precisar de entrada que ese islam por el cual m e sentía atraído mientras estaba en Pakistán, y por el cual m e sigo sintiendo atraído, es abierto, tolerante, se vive de manera profunda y apacible, completamente lo contrario al islam limitado por fanáticos y asesinos. Sí, tienen razón, no es algo m u y visible. Quisiéramos verlo mejor, sobre todo en la actualidad. Pero existe. Me atrevería incluso a agregar que es el único que existe, el otro no merece ese término. Quien quiera zanjar una controversia, no debería ni caricaturizar ni minimizar la posición contraria, porque se correría el riesgo de bloquear el intercambio y la espiral desciende. Por el contrario, para inyectarle más fuerza debe ir en el sentido del otro. La mejor acusación contra el islam que conozco, figura en Tristes trópicos, publicado en 1955. La mirada aguda de Claude Lévi-Strauss apunta a la fuente de todos los males que vemos desplegados en la actualidad. Al final del capítulo titulado «Taxila», el gran sabio escribe lo siguiente sobre el islam: «Gran religión fundada más en la impotencia de poder atar lazos en el afuera que en la evidencia de una revelación. Frente a la benevolencia universal del budismo, al deseo cristiano de diálogo, la intolerancia musulmana adopta en quienes se sienten culpables una forma inconsciente, ya que si no buscan de manera brutal llevar a otro a compartir su verdad, son (y esto es lo más grave), incapaces de soportar la existencia de un otro como otro. La única manera que tienen de protegerse contra la duda y la humillación, es anulando a ese otro que es considerado testigo de otra fe y de otra conducta. La fraternidad islámica es la lacaya de un veto contra los infieles, que no puede ser reconocida porque si lo fuera estaría reconociendo al mismo tiempo su existencia». Está todo dicho, y con mucha exactitud. Surgen entonces las buenas preguntas, comenzando por la más importante: ¿Puede el musulmán vivir en armonía con los hombres que no comparten sus creencias? La respuesta de Claude Lévi-Strauss es no. O más bien sí, sería posible una coexistencia, pero supeditada a la superficialidad de la relación. Si se quebrara la corteza, el musulmán quedaría sumergido en la duda y en la humillación. Sus convicciones serían arrastradas como briznas de paja. Como la imagen de la sinagoga simbolizada en la iconografía cristiana por una mujer con los ojos vendados, en el portal de la catedral de Estrasburgo por ejemplo, el islam, comunidad ghetto de mil millones de individuos, sólo puede perdurar manteniendo los ojos cuidadosamente cerrados hacia el m u n d o , y en u n desconocimiento deliberado y profundo del otro.

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La elección es simple: el musulmán se repliega dentro de su autismo, o simplemente deja de ser musulmán.

El

jardín-paraíso

Se suelen ver en el Magreo casas con fachadas replegadas y sombrías, cuyas puertas de entrada, extremadamente elaboradas, dan a una calléenla oscura, cubierta de basura y habitada por gatos salvajes. Pero al interior, oh sorpresa, habitaciones luminosas de techos altos acogen al visitante. Los pisos están tapizados de mosaicos y los muros de zelliges. En u n patio sombrío descubrimos u n jardín, salpicado de laureles, poblado de pájaros verdes. El agua gorgotea. Una parrón tamiza la luz del día. Cuando venimos de la calle pensamos: ¡vaya paraíso! Sin embargo, para descubrir la casa, el patio, el jardín, fue necesario que entráramos. Si nos hubiéramos quedado afuera, con la basura y con los gatos vagabundos, no habríamos visto nada. En el islam también hay que hacer el esfuerzo de entrar. Una sola y misma palabrajawzaA, designa tanto al jardín como al paraíso. «Cuando Dios plantó el jardín del paraíso, dijo el profeta, plantó en él con sus propias manos los árboles y dio paso a sus cursos de agua. Enseguida le dijo: tu belleza está hecha a imagen y semejanza de la mía». El jardín-paraíso es el lugar noble por excelencia, es aquel donde la gran alma, deslumbrada, agradecida, exclama, tal como lo hizo Nietzsche al descubrir la bahía de los Ángeles: «¡Aquí, estás en tu morada!» Niza ha cambiado, pero n o éljannah, este n o cambia nunca. Este lugar nos está destinado. La palabra coránica está dirigida a todos los hombres: «¡Alma sosegada! ¡Vuelve a tu Señor satisfecha, acepta! ¡Y entra con mis ciervos, entra a m i paraíso!» (89, 27). Si m e preguntaran, como el mago de Lublin le preguntó a los devotos: «¿Qué es el paraíso? ¿Cuándo estuvieron ahí y a qué se parecía?», yo respondería que la naturaleza del paraíso es la transparencia, es el único «lugar» (¿pero se trata realmente de un lugar?) dónde la diversidad no vela la unidad, donde el exterior no se opone al interior. ¿Cómo sé esto? Alguien más sabio que yo lo dijo. Esta visión se apoya en una lectura que propone Ibn Arabi sobre la primera de las transgresiones humanas. En el Corán —y es una diferencia notable con el Génesis— Dios no le prohibe al primer hombre y a la primera mujer comer la fruta del árbol, la famosa

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manzana. Les prohibe acercarse al árbol. Ahora bien, el árbol (shajara), destaca Ibn Arabi en las Futuhat, está ligado etimológicamente al hecho de dividirse (tashajur). Cuando Dios les dice a Adán y a Eva: «No os acerquéis a este árbol» (Corán 2, 35), esto equivale a decir: cuidado, no entren, por ningún motivo vayan a entrar en este proceso de división simbolizado por el árbol. Si van en esa dirección, si entran en la esfera de la pluralidad, sólo Dios podrá saber cuándo volverán y en qué estado. Perderán de vista la unidad durante mucho, mucho tiempo. Ya estamos ahí. Hoy en día, donde quiera que dirijamos la mirada, sólo veremos diversidad, como los ciegos del cuento que van dando tumbos alrededor de su elefante. Sin embargo, el paraíso no está perdido. Sólo está oculto. La raíz de la palabrajannahjnn, expresa el hecho de cubrir, de envolver, de proteger, de poner a resguardo de las miradas (de esta misma raíz proviene la palabra «djinn», que designa criaturas sutiles, de naturaleza ígnea y moral dudosa, que pueden servir o esclavizar al hombre según el uso que el hombre haga de ellas). «En cada uno de nosotros hay una ventana que mira hacia el infierno», escribió Emmanuel Carrére en su libro El Reino. Todo el m u n d o puede ver esa ventana. Basta con abrir el periódico en la mañana. Todo el m u n d o puede agacharse, pasar por encima y saltar. Se ven las llamas, se escuchan los cuerpos y el crepitar de las almas. Pero hay otra ventana que mira hacia el paraíso. Y esa, por más que la busquemos, y sólo buscamos eso (Dios es lo buscado por esencia, dice Rumi), por más que abramos los ojos, y los abrimos bien abiertos, no la vemos: El paraíso está oculto. La unidad está oculta. Ese campo amoroso y magnético, que está en el centro del islam, que constituye su esencia, cuya existencia es ignorada y es insospechada para la gran mayoría de los occidentales, perdura secretamente. Si desapareciera, todo se desmoronaría. Considerando que el islam es un casa que ha sido dispuesta alrededor del paraíso, orientada en su dimensión esencial hacia eljannah, está también oculto. Desde el exterior no se ve nada, no se entiende nada. Todo lo que vemos son barbudos gritando, secretos desgarrándose, mollahs ignorantes lanzando fatwas, bombas explotando, niños llenos de odio disparando una Kalashnikov sobre inocentes. Nos rascamos la cabeza, y nos preguntamos: ¿Es esto el islam? ¿Cuál es este misterio? ¿Cómo es posible que cientos de millones de hombres, por cierto no todos imbéciles, probablemente algunos incluso dotados de un discernimiento al menos igual al nuestro, puedan adherir a una religión tan retrógrada, violenta y fanática? Para decirlo claramente, ¿a una religión tan tonta?

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«Todo está ahí»

El historiador Bernard Lewis comparó la marea abundante de visitantes europeos que en alguna época visitaban el Imperio Otomano, con el delgado chorro de viajeros musulmanes que hacían el camino inverso para llegar a Europa. Algunos comentadores consideraron que esto era u n signo de la poca curiosidad fundamental que tiene el musulmán y, por consiguiente, una causa importante de la decadencia del islam. Quisiera evocar aquí otra razón que podría explicar esta sedentariedad. La conozco bien porque yo m i s m o la experimenté: el musulmán tiene la sensación de tener en su propio lugar, ad infinitum, todo lo necesario para lograr la buena vida a la que aspira. Sólo tiene que estirar la mano. Posee el Libro «exento de dudas» (Corán 2, 2), donde están diseminados como estrellas en la noche los «signos claros» (Corán 3, 97), donde «todo lo tenemos en cuenta» (Corán 36,12), donde «nada ha sido omitido» (Corán 6, 38). Posee para siempre las palabras iluminadoras, universales, revelatorias, que se adhieren a la médula de su alma y la alimentan. ¿Por qué tendría que ir a buscar a otro lado? Se dijo que la m ó n a d a de Leibniz no tenía «ni puertas ni ventanas». No las necesita, ya que todo se refleja en ella. El islam posee ese carácter monádico. Lo único, que está en el corazón del islam, recapitula en su esencia, o si lo prefieren en su verdad, las realidades singulares del m u n d o . ¿Qué necesidad tendría el musulmán de escrutar la multiplicidad? Este conocimiento es infinito y siempre parcial. Es cuantitativo, adicional, horizontal, científico, no sacia el alma. No le da ningún sentido a la vida. ¿Para qué entonces? «Fuera de todo, no hay nada», observó u n filósofo durante u n m o m e n t o de lucidez. Fuera de todo, n o hay nada, piensa también el musulmán, en todo caso nada que justifique el desplazamiento. Si n o asoma la nariz a su ventana, no es porque le tenga miedo a la duda o a la humillación, sin ofender a Claude Lévi-Strauss, sino porque aspira a ver las cosas en su propia mónada, en la luz extática de lo único. El afuera n o le interesa. El afuera está decolorado, desencantado y en el fondo, si escarbamos u n poco, el afuera no es más que u n sueño y una mentira. ¿De qué sirven puertas y ventanas cuando todo está dado para poder ver todo adentro, en su máxima intensidad? En general, el occidental sólo tiene una vaga idea, m e atrevería incluso a decir que ninguna, del tesoro de conocimientos contenidos en el Corán, ni de la exactitud de los mismos, o dicho de otra manera, de la capacidad de abstracción que generan. En la recitación y meditación del Corán, el

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musulmán se abstrae totalmente, tal como lo hace un conocedor al contemplar un Matisse, a quien no se le ocurriría ir a mirar los Picasso de los años sesenta de su vecino, o como lo hace María a los pies de Jesús en el evangelio de Lucas, a quien tampoco se le ocurriría ir a mirar lo que Marta está cociendo en la cocina. No gracias. A María no le interesa. Tiene cosas mejores que hacer. En efecto, los musulmanes rara vez son curiosos. No les interesamos más que eso. ¿Por qué? Porque han pasado m u c h o tiempo creyendo, como María, que tenían la «mejor parte», y no quieren distraerse de eso. Es justamente ahí, en el interior, en la contemplación del cielo, donde las cosas suceden verdaderamente. Rumi escribió un libro maravilloso, lleno de cuentos, de visiones místicas, de disgresiones a la oriental, cuyo título Fihi-ma-fihi, ha sido un dolor de cabeza para muchos traductores. Eva de Vitray-Meyerovitch tradujo estas palabras como El libro interior. Pero hay otra traducción que merece que nos detengamos en ella: se la debemos al profesor Hilmi Ziya Ülken, que propuso en, El pensamiento del islam, publicado en Istambul en 1953, traducir Fihi-mafihi por «Todo está ahí». En ocasiones, el Corán ha sido comparado con un océano. Pero es también una isla, una isla en la que todo está ahí. El musulmán así lo cree. Cree que todo está ahí, en esa isla llamada «islam». ¿Por qué tendría que ir a buscar a otro lado? Hubo una vez un sabio que dijo: «Cuanto más lejos vas, menos conoces» Este sabio era chino. Pero podría haber sido musulmán. Surge una pregunta adicional: ¿esa curiosidad devoradora que tiene el europeo, a diferencia del musulmán, por ir a buscar siempre más lejos, por andar apurado como cohete para descubrir la Luna, Marte, Plutón y los exoplanetas, esa curiosidad ávida del occidental, que no deja de escribir un gran «libro del exterior», ¿no podría considerarse la contraparte de la ineptitud denunciada por Pascal, esa de «mantenerse en reposo» en casa, en la habitación? Ya en el siglo XVII, el gran viajero Jean Chardin, observaba los movimientos inquietos que agitaban las mentes europeas. No los atribuía a una falla metafísica, como sí lo hace el m u sulmán, sino a ese clima espeso que impera en europa donde la sangre «hierve más» que en otras latitudes. El musulmán observa nuestra agitación, agacha la cabeza y piensa: Ah, seguramente no todo está ahí, en esa sociedad que se

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presenta como modelo. No todo lo que puede hacer la vida feliz, equilibrada y sensata está ahí. El desconocimiento del otro es lo más compartido en el m u n d o . Tal vez se trate de u n asunto de «lugar», palabra traducida en filosofía por el termino griego topos. Somos todos producto de u n lugar, es decir, de una serie de condicionamientos: medio social, familiar, lengua, historia, cultura, genes... Estos condicionamientos determinan nuestra singular conciencia, con sus pensamientos, palabras, acciones, secretos y contradicciones. Mientras más se resiste el filósofo a la potencia de coacción del lugar, más filósofo es. No se alimenta del espíritu de la época. No vive de la mirada de los demás, no vive para la galería. Todo lo contrario. Busca inspiración ahí donde se encuentra, es decir, lejos de la multitud. Sócrates era así. Dócil ante las más ínfimas sugerencias de dios, pero en lo absoluto ante aquellas provenientes del entorno. Por esta razón sus discípulos lo consideraban u n atopos, alguien «fuera de lugar», fuera de contexto, liberado de los condicionamientos que dan forma a la conciencia c o m ú n de los hombres, lo consideraban alguien singular. En efecto, Sócrates no tenía más lugar que su propio y excelente demonio, un genio de m u y buen genio, que lo sostenía por la manga cada vez que iba a decir o cometer alguna estupidez. Al n o pertenecer a ningún lugar, el filósofo, independientemente de donde se encontrara, siempre estaba en él, n o había lugar donde se sintiera ajeno, se sentía tan cerca del zapatero como de Alcibíades; como Napoleón, que era príncipe con el pueblo y con los príncipes. Podía entrar y salir del corazón y de las mentes de los hombres, no sin antes haber sembrado en ellos algunos cuestionamientos provocadores. Pero Sócrates no se iba de Atenas, era como si tuviera la sensación de que todo lo que necesitaba para transformarse en quien realmente era, u n espíritu libre, se encontraba tanto en él como en ese lugar. Por el contrario, Claude Lévi-Strauss, prototipo del hombre, está bien situado: es u n heredero de la Ilustración. Su vocación singular fue la de siempre salir a buscar afuera, para posteriormente relatar sus descubrimientos a las mentes de la Ilustración. Su movilidad, su lugar mercurial, no lo predisponían a simpatizar con la vocación de inmutabilidad del islam ni tampoco a comprenderla. Contrariamente a Louis Massignon o a Henry Corbin, él no parecía haber puesto en práctica esa gimnasia saludable que consiste en ponerse verdaderamente en lugar del otro, en abrazar sus modos de pensar y de sentir, en convertirse en panadero con el panadero, en prostituta con la prostituta, en sufí con el sufí. Para él, el musulmán siguió siendo siempre un extranjero. El

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etnólogo no logró trascender la corteza, cayendo en el defecto que él mismo le reprochaba al islam: la ignorancia global del otro. Existen miles de formas de n o ver al otro, pero el resultado es siempre el mismo: al dejar escapar lo mismo del otro, somos nosotros mismos los que experimentamos u n proceso de alteración, nos transformamos nosotros mismos en un otro. Nuestro propio juicio nos juzga, nos atrapa, sobre todo cuando va acompañado, como en la cita de Claude Lévi-Strauss, de un sentimiento de superioridad tan ingenuamente expresado. Para poder entender el lado rupturista y verdaderamente sorprendente de un h o m b r e tan sabio e instruido, resulta útil remitirse al contexto en el cual fue escrito Tristes trópicos. Claude Lévi-Strauss, habiendo postulado en dos oportunidades al College de France, y habiendo fracasado en ambas, tenía la sensación de no tener futuro en la universidad, lo que lo llevó a determinar que podía dedicarse a escribir con total libertad, dejándose llevar por la inspiración, o por la idea que tenía de ella, sin someterse a la lupa de los especialistas. Esa sensación de libertad todopoderosa y de ya no estar amarrado de manos, fue lo que dio origen al más conocido de sus libros, Tristes trópicos. En 1988, en una emisión de Apostrofes (emisión que aún podemos ver en Internet), el gran etnólogo le confiaba a Bernard Pivot lo siguiente: «Los fracasos en el College de France dieron origen a Tristes trópicos. Si en aquel tiempo hubiera pensado en hacer una carrera universitaria, jamás m e hubiera atrevido a escribir un libro donde digo todo lo que se m e pasa por la mente, sin necesidad de preocuparme de la veracidad o no veracidad de lo que escribo». En aquel entonces, al eminente sabio no se interesaba m u c h o en la verdad. Si nos atrevemos a faltarle el respeto afectuosamente al maestro, podríamos decir que como el h o m b r e de Saravasti, su cabeza n o estaba completa. Hasta los más grandes pueden equivocarse. Sin embargo, a diferencia de muchos otros intelectuales, tuvo la probidad de reconocerlo al recordar su pasado. Sin embargo: «Por encima de todo sabio, habrá siempre uno más sabio». Sin duda alguna, Claude Lévi-Strauss conocía estas hermosas palabras del Corán. Mientras escribía sobre el islam, debiera haber meditado a m e n u d o sobre ellas.

Dos «atajos»: la Fatihay la Shahada El viento sopla y cambia de dirección. Occidente no puede ignorar al islam, y viceversa. Una nueva mónada global se está gestando. La era de las religiones

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cerradas ha llegado a su fin. Estamos dejándola atrás con dificultad, con algunas convulsiones, pero el movimiento ya está comprometido y sin duda es irreversible. Esos muros que alguna vez fueron la vida de umma, concentrada y en recogimiento frente a su propio misterio, se fisuran. La voz ensordecedora de Occidente, que el musulmán no quería escuchar esencialmente porque no le interesaba, resuena en nuestros tiempos con más fuerza que la del muecín (el que llama a la oración en la mezquita). Miles de parlantes y miles de pantallas transmiten esa voz. Enfrentado a una situación inédita, el musulmán tiene que optar: por primera vez en su historia, puede replegarse o abrirse hacia el otro. Si opta por la apertura, inevitablemente deberá dar espacio a un discernimiento en sus creencias: algunas de ellas tienen que ver con lo esencial, siendo por consiguiente resistentes al tiempo y a la globalización; pero hay otras que están supeditadas y son secundarias, son arrastradas por el viento y si el musulmán se aferra a ellas, será arrastrado también. Miremos de más cerca la fe musulmana, que se reduce a m u y pocas cosas. La tradición dice que todo el Corán está contenido en la primera sura de la Fatiha, la que el profeta llamó la «madre del Corán». Tiene siete versículos, cuya traducción, realizada por Frithjof Schuon, es la siguiente: Alabado sea Dios, Señor de los m u n d o s El Clemente, el misericordioso (Ar-Rahman, Ar-Rahim) Dueño del Día del Juicio A Ti, en Ti adoramos buscamos refugio, Guíanos por el camino recto El camino de aquellos sobre los que está tu gracia No el de los que son objeto de Tu ira ni de los extraviados. ¿Qué dice la Fatiha, en una frase? Que hay un Dios, digno de alabanza, resplandeciente de bondad, rey de los mundos, que zanja como una navaja lo real de la ilusorio y que en u n o de esos m u n d o s existen hombres que están repartidos en tres familias: los reprobados, los extraviados y los que están en el buen camino; el musulmán desea ardientemente formar parte de los últimos. Mi resumen es u n poco más largo que la Fatiha misma, lo que en principio le quita su carácter de resumen. Debo recordarles, como argumento a m i favor, que cuando la m e n t e da vueltas alrededor de su objeto, gana algo, ya que en

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cada una de esas vueltas puede considerar al objeto bajo un prisma diferente y relativizar sus visiones, como lo hace el musulmán al dar vueltas alrededor de la Kaba, y los ciegos del cuento alrededor de su elefante. Las palabras de la Fatíha le abren un amplio campo a la meditación nocturna y a esa facultad de rumiar las cosas, que Nietzsche consideraba ausente en sus contemporáneos. En m u y pocas palabras, hablan de lo que es esencial en la fe islámica. En esa fe que se agrega como haz luminoso, nada infringe la racionalidad, y nada se supedita a ella tampoco. Se sitúa en otro plano, compatible con la modernidad y con el pensamiento crítico. Estamos lejos, m u y lejos, de las disputas entre shiitas y sunitas, de las querellas sobre el porte o no porte del velo o de la educación de las mujeres. La Fatiha es el islam abreviado: todo está ahí. Existe otro atajo para llegar al corazón de esta gran religión: la Shahada, la profesión de fe, esa a la que el profeta hacía alusión cuando decía que era «la mejor palabra» de entre todas las que fueron pronunciadas por él, por los demás profetas y por sus predecesores. La Shahada comporta dos aspectos. El primero da fe de la unicidad de Dios: «no hay más Dios que Dios», La ilaha illa Alá. Esta palabra es fundamental. Podemos entenderla en su significado más exclusivo: el único Dios verdadero es Alá, el Dios de los musulmanes. Punto. Los demás son falsos y sus seguidores se pierden. Así lo entienden integristas, salafistas y literalistas... Según m i opinión, esta interpretación no reviste ningún interés. Sin embargo, la Shahada tiene otro significado, uno esotérico, bastante más distinto y profundo que el primero. Considerando la identidad total que hay entre Dios y lo real, esto significa que «no hay real fuera de lo real», y es así como muchos sufís lo han entendido a través de los siglos. Dios tiene el monopolio de lo real. Si algún día tomáramos la decisión de salir de la irrealidad —¡Gran decisión!— sólo lo encontraríamos a Él, lo real, lo Único. Respecto al segundo aspecto de la Shahada, este da fe de la misión del profeta: «Mahoma es el enviado de Dios», Muhammadur Rasulullah. La primera parte enseña que el devenir está vacío de todo, salvo de Dios. El segundo, que a través de la meditación iluminada del profeta (ahí donde se sitúa la convergencia de ambos ríos: Lo Único y lo Múltiple) todas las formas esencialmente vacías del mundo, adquieren relieve, vida, color, sentido y realidad. Tanto un hindú, como un budista y un cristiano pueden adherir a la Shahada. Yo que soy cristiano, adhiero sin dificultad. Para ser musulmán sólo es necesario pronunciarla de buena fe. Si los cristianos no ven nada que ofenda

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su razón en este testimonio, sino que por el contrario lo que ven es coherencia y simplicidad, que adhieran también. Su cristianismo, lejos de debilitarse, se abrirá a la luz del islam, donde no hay nada que perder sino m u c h o que ganar. Tal como diría Madame Guyon, la Fatiha y la Shahada son dos «atajos» para llegar al corazón del islam. Hay otros. El islam puede resumirse en un símbolo, en una palabra, en una sílaba e incluso en u n simple punto. Es una carga liviana. ¿Quién podría refutar este testimonio? ¿Quién tomará al musulm á n de la m a n o y le dirá: «no, no, te equivocas amigo mío, lo real está fuera de lo real, ven conmigo y observa, observa bien»? Si el musulmán pone su fe en la Shahada y en la Fatiha, se vuelve invencible. Si la pone en los aspectos accesorios y supeditados a la religión, se vuelve m u y vulnerable. Dios contrae y expande, dice el Corán. Esta visión de Dios comparado a u n gran soplo cósmico, ha dado origen a dos nombres divinos en el islam: Dios es al-Qabid (el que retrae), es al-Basit (el que despliega). La religión, como ciertas flores, o el universo m i s m o —«fuego eterno capaz de prenderse y apagarse», dice Heráclito—, se abre y se cierra alternadamente. Un día es inmensa como la Vía láctea, y al siguiente pequeña como una chinita. Así está m u y bien. El arte, que tiene la misma función que la religión, la de conectar, también puede expandirse y luego contraerse hasta volverse invisible, o casi. Una anécdota a propósito de esto. Estamos en 1945. Giacometti pasó los años de la guerra en su país, Suiza, y actualmente se dispone a partir a París, a su taller de la calle Hippolyte-Maindron. Albert Skira, editor y fundador de la revista Minotauro, le pregunta: «¿Cómo va a transportar sus esculturas?» Giacometti saca de su bolsillo una caja de fósforos, la abre y le muestra a Skira su contenido: tres o cuatro estatuillas de la dimensión de u n alfiler. Todo lo que tiene que llevar a París está ahí, en su bolsillo. El islam no es la religión caricaturísticamente rígida que nos presentan los integristas. Tiene altos y bajos, una inhalación y una exhalación, días y n o ches. Está viva. Tiene un tiempo para ser asimilada en toda su amplitud, de manera global, inclusiva, con su vertiente social, cultural, económica, política y legislativa, y otro para ser asimilada en sus detalles, en u n versículo, en una palabra, en un punto. En el pasado, en la época de las Abásides o del Imperio otomano, fue global. Actualmente en Occidente estamos llegando al tiempo de lo pequeño, pero n o por eso menos intenso. Al menos es lo que podemos esperar. En cualquier caso, no hay que equivocarse de tiempo. Sin duda no fue una casualidad que Dios haya dotado de tanta sobriedad al camello, a ese camélido que necesita de tan poco para sobrevivir, y que lo

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haya colocado en el desierto, al lado del árabe. Debe haber pensado: he aquí el camello, lo pongo al lado del árabe, para que sea para él fuente permanente de inspiración. Cuando el islam es pequeño, es compatible con la democracia, con la laicidad, con la libertad de pensar, con la de burlarse y de blasfemar. Traspasa los muros. En cualquier lugar se siente como en su propia casa.

Discernimiento:

furqan

La libertad de pensar, que Europa heredó de Grecia, consiste en disponer distintos elementos sobre una mesa vacía {tabula rasa) y en intentar por uno mismo, haciendo abstracción de toda autoridad externa y de las costumbres de la época, hacer una selección y discernir de entre todos estos elementos al verdadero del falso, al fundamental del secundario, el actual del anticuado, a discernir el espíritu de la letra. No tomamos todo de lo que nos rodea. Quien lo toma todo, lo pierde todo. Ignoro cuántos musulmanes viven en Europa. Tal vez no existen cifras confiables. La adaptación de una parte de ellos, lo que no es un secreto para nadie, es lenta, laboriosa, problemática. Me permito recordarles una regla de cortesía probada, que dice que se deben adoptar lo más posible las costumbres y tradiciones del país donde se vive. Ahora bien, la mejor tradición que tenemos en Europa es esa libertad de pensar que hemos evocado desde el inicio de este libro, y esa otra libertad, paralela e indisociable, de expresar lo que se piensa con libertad. Llevamos ya m u c h o tiempo sin necesidad de desgarrarnos mutuamente por asuntos religiosos. A usted le gusta el cordero, a mi el salmón, usted sólo bebe agua, yo Bordeaux. Que así sea, cada cual con sus gustos. Ya no hay un m e n ú único. Llevamos dos o tres siglos funcionando a la carta. Es una herencia del siglo de la Ilustración, una herencia lejana que nos llega desde Grecia. Todos conformes. Tal como decía anteriormente, quien toma todo, pierde todo. ¿Con qué derecho habría que hacer una selección en la herencia del islam?, replican los integristas. Sería mejor que siguieran nuestro ejemplo. No estamos inventando nada. ¡Lejos de nosotros la innovación! ¡Dios nos guarde de innovar!, ¡que el Altísimo nos guarde de seleccionar! No, a nosotros nos gusta tomarlo todo. «¿Islam no es acaso sinónimo de sumisión?» ¿No era que todo estaba en el Corán? ¿No fueron ustedes mismos los que acaban de decirlo? Sí, es cierto, todo está ahí, y también lo contrario al todo. Indiscutiblemente el integrista podría

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encontrar en el Corán algo que confortara su visión sectaria del mundo, pero si buscara más encontraría también la justificación para tener una visión abierta, y encontraría también una palabra liberadora. Esta por ejemplo: «No cabe coarción en religión» (Corán 2, 256). En la actualidad, el islam abierto es minoritario, quizás lo sea cada vez m e nos, sin embargo puede apoyarse en una tradición m u y antigua, cuyos polos más visibles serían Ibn Arabi y Rumi. El Corán no es un bloque homogéneo. Sus miles de versículos contienen secretos innombrables, contradicciones, repeticiones, anacronismos y tautologías, que ofrecen un amplio margen de maniobra para la inteligencia, para los juegos de palabras, para la libertad de la mente. El Corán, en su función discriminatoria, recibe el n o m b r e de furqan, palabra que significa «discernimiento». El Corán lo es de tres maneras: porque se presenta como un discernimiento entre lo real y lo irreal; porque sus palabras están dispuestas de tal manera que tanto en los lectores que incursionan en la profundidad del Libro como en aquellos que se quedan en la superficie, espontáneamente opera un discernimiento; porque prodiga generosamente el don del discernimiento a los que acceden a él, otorgándoles así la capacidad de discernir signos y puntos de referencia dentro de la complejidad del mundo.

La experiencia

coránica

Una monja budista occidental que sabía que yo había escrito u n libro sobre el budismo, le preguntó a u n amigo en común: «¿Cómo alguien que no es budista puede escribir sobre budismo? «Bruno, que fue quien m e comentó esto, habría podido responder: ¿Cómo alguien que no es francés podría escribir sobre Francia? ¿Cómo hablar de plátanos no siendo u n mono? Basta con que nos gusten los plátanos. Con el Corán es igual. Basta con que nos guste. Esa es la mejor disposición para entrar en este libro: que nos guste al menos u n poco, para luego esperar que entre un versículo y otro surja y crezca una espiral. Sin embargo, n o es necesario sabérselo de m e m o r i a , y las palabras del poeta persa Djami, según las cuales u n m u s u l m á n que n o se supiera de m e m o r i a el Corán vendría siendo algo así «como u n l i m ó n sin perfume», m e parecen u n a exageración. No hay ninguna necesidad de recitar u n a sura cada día. Un poco de distancia n o daña. La palabra Qufan deriva del verbo qr, que literalmente significa «lectura» o «recitación». La raíz de la palabra expresa también la idea de reunión, de

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totalización: si m e permiten expresarlo así, es como si con el Corán el musulm á n recibiera la totalidad, lo que explicaría que tal como lo hemos visto, no necesite acumular muchos libros ni tampoco viajar mucho. Tiene todo en su mesita de noche, al alcance de la mano. Los musulmanes destacan el carácter único, inimitable del Corán, ese «escrito noble», formulado en la «más noble de las lenguas», ese que consideran un signo de su origen divino. El mismo Corán procede a autoelogiarse: «Si los hombres y los genios se unieran para producir un Corán como este, no podrían conseguirlo» (17,88). En su profesión de fe, Ibn Arabi recapitula en algunas líneas, su visión «total» del Corán: «Es la palabra de Dios, su revelación inspirada, su ciencia, sus nombres, sus atributos, su orden, sus prohibiciones y su luz brillante expandiéndose en las mentes, en lo más íntimo de los seres y en los corazones purificados por el agua de la misericordia, como la luz del sol sobre los mundos». El Corán ilumina los corazones como el sol lo hace con la tierra. El Corán, «esta edición árabe de la Biblia», como lo señala despectivamente Louis Massignon, consta de 114 suras y 6.236 versículos. Los exégetas distinguen en el Libro dos períodos: el período de La Meca, que corresponde a los primeros años de la revelación, y el de la Medina, que corresponde a los diez últimos años de la vida del profeta. El estilo del primer período es poético, descontrolado, oracular, y dan ganas de agregar, atemporal. El segundo período, de un alcance más jurídico, tiene una lectura más ardua. La primera compilación del Corán fue ordenada por Othman, el tercer califa. Se juntaron los fragmentos esparcidos de los textos, anotados en hojas de palma, en las pieles de los animales, en los omóplatos del camello, y menos frecuentemente en los pergaminos. La compilación no se realizó siguiendo el orden cronológico de la revelación, lo que habría planteado dificultades insuperables, sino que por orden de longitud decreciente, a excepción de la sura preliminar. Una vez que el trabajo fue terminado, Othman envió un ejemplar del Libro a la capital de cada provincia del imperio. Este ya se extendía, sólo unos veinte años después de la muerte del profeta, desde Yemen hasta las montañas del Cáucaso, desde Túnez hasta Khorasan. Abarcaba la mayor parte de Egipto y de Persia.

El Corán: su dorso

El Corán tiene «un exterior (zahir) y un interior (batiri)», literalmente un dorso y un vientre, afirma un hadith, una de aquellas tradiciones que según los

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musulmanes se remontan al profeta. Generalmente, los occidentales sólo ven el dorso. Se dejan llevar p o r lo más aparente, que es también lo más tedioso. Literalmente, el Corán les da vuelta la espalda. Ellos a su vez, en forma reactiva, se apartan de él. Los griegos llamaban «bárbaros» a los que n o hablaban su lengua. Claude Lévi-Strauss, en Raza e historia, señala: «es probable que esta palabra se refiera etimológicamente a la confusión e inarticulación del canto de los pájaros, en oposición al valor significante del lenguaje humano». Al leer el Corán, el occidental tiene la impresión de estar siendo confrontado a u n canto bárbaro, repleto de ruidos y de furor, de estallidos y de violencia, donde en u n a confusión inverosímil entrechocan anatemas, injurias, polémicas, alabanzas, amenazas, oraciones, historias sin pies ni cabeza, legislaciones estrafalarias, perspectivas escatológicas. Lo que ahí ve, es la espalda. Sólo se ve a sí mismo. Entonces piensa: ¡qué diferencia con las profundidades metafísicas de la India, con la sutileza de Sócrates, con las inspiraciones místicas pero coherentes de Plotino! En el siglo XIX, el historiador y ensayista T h o m a s Carlyle resumió así su primera impresión: «No hay lectura más agobiante que la del Corán; una maraña de páginas confusas, fastidiosas, densas. Sólo el sentido del deber puede incitar a u n europeo a leer el Corán hasta el final». Schopenhauer denuncia este «mal libro», donde «encontramos la figura más triste y miserable del teísmo». « Sin duda, se deben haber perdido muchas cosas con la traducción, pero n o pude descubrir ni u n solo pensamiento de valor», agregó el filósofo en El Mundo como voluntad y representación,

en el capítulo «Sobre la necesidad

metafísica del hombre». ¡Ni u n solo pensamiento de valor! ¡El que lo dice es Schopenhauer! El Corán, que el occidental aborda como cualquier otro libro, creyendo que tiene u n principio y u n final, creyendo que sólo se demorará algunos días, semanas o meses en leerlo, y que lo hará entre la lectura del diario de la mañana y el de la tarde del periódico, n o encuentra eco en él, n o siente que se amalgame con su vida, n o logra nutrir la sustancia íntima de su ser, no la despierta. Ignora que en este libro opera sutilmente u n a influencia luminosa, tal como en la contemplación de la persona del profeta, que hace que una vez terminada la lectura pueda pasar rápidamente a otra cosa, aliviado del trabajo pesado, pero, y es ahí donde la m o n t u r a duele, con u n a idea evidentemente falsa del Corán y del islam.

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El Corán: su vientre

El musulmán está íntimamente convencido de que el Corán tiene un vientre, una densidad secreta, u n poder de transformación sobre aquellos que lo recitan con paciencia, con respeto y atención (tal como se deben leer los Upanishads), que esconde una baraka. El occidental, tan imbuido de racionalidad, debería ser capaz de admitir que es imposible que un tejido de burradas haya atravesado los siglos: sólo la verdad perdura. Es un principio bien conocido por todos, salvo por los mentirosos: la mentira termina ahí donde termina la nariz, sin olvidar eso si que esta podría crecer como la de Pinocho. El nazism o duró doce años. El comunismo, que de la mentira hacía una virtud, duró setenta años. El islam perdura desde hace mil cuatrocientos años, y aún no se termina. La pintura de las cavernas nos sigue emocionando. En japonés, la palabra «vientre» se dice hará (como en «hara-kiri»). Los japoneses consideran que en la vida es fundamental «hacerse un hara-kiri». Una vida desprovista de hará no vale la pena ser vivida. Distinguen las voces que provienen del vientre, en las que se puede confiar, de las que se forman en el aire, encaramadas en lo alto, chillonas, estridentes, de las cuales hay que alejarse. A título de ejemplo, la voz de Leonard Cohén, a diferencia de la de Bob Dylan, proviene del vientre. Su voz nos encanta más que las palabras de sus canciones, o dicho de otra forma, si sus palabras nos encantan es porque son transmitidas a través de su voz. Por su parte, el intelectual occidental forma sus ideas en la mente, y es a través de este nacimiento aéreo, por osmosis con el medio ambiente (con el entorno), que estas ideas mantienen una liviandad contra la cual intenta luchar, transformándolas en convicciones de las que se siente orgulloso. ¿Con ayuda de qué? Con ayuda de otros pensamientos, de otras ideas... Así se van construyendo estos castillos de naipes que llamamos «sistemas» o «ideologías», sin médula, sin vientre, modos intelectuales que se dispersan al más m í n i m o soplido y que no ayudan a vivir. El conocedor del hará opera de manera distinta. No le da importancia a las ideas sino que a sus cimientos, y cuando tiene que evaluar a un interlocutor se pregunta: ¿desde dónde está hablando este hombre? ¿Será que sus palabras, imágenes, sonoridad, su tempo, provienen de su mente? ¿De su boca? ¿Es entonces desde ahí que está hablando? Una vez dichas, son desaprobadas en el acto. ¿O será que fue a buscar esas palabras lejos de sí mismo, a ese pozo al cual sólo se accede de noche y desde donde se remontan a la superficie con mucho esfuerzo?

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El h o m b r e del hará es una persona complicada, barrigudo como baúl campestre. Es confiado. Sabe que en lo más profundo de sí mismo, «en el fondo y en el trasfondo», hay algo indestructible, contra lo cual el tiempo se estrella. No se trata de una idea. No es algo que se preste a controversia. Es sólo una convicción, pero con cuerpo. Algunas acciones provienen de hará, otras no. Sólo las primeras son necesarias. Si aprendiéramos a discernir si nuestras acciones son necesarias o no y nos abstuviéramos de las innecesarias, ¡cuántos errores y cuántas faltas podríamos evitar! Cuando la escritura proviene del hará, es densa, profunda, singular. Los siglos le pasan por encima sin quitarle vigencia. Las primeras líneas de Moby Dick provienen del hará. Los textos sagrados nacen y adquieren forma en el vientre. La Iliada y La Odisea. Las tragedias griegas. Escribir con la cabeza inclinada, con las manos en el pecho en señal de plegaria, como orando. Rumiando, pero no desde la mente, ni desde las costumbres de la época, sino desde el vientre. Listo, fin de la autoexhortación. Podemos suponer que en los primeros tiempos del islam, a pesar del paso de las caravanas, los árabes de La Meca y de Medina, tenían escasos o casi nulos conocimientos sobre el budismo y menos aún sobre el hará. Sin embargo, el hadith mencionado anteriormente, nos entrega la misma enseñanza que el hará: lo que cuenta en el Corán es el vientre, lo interior, la médula luminosa, no la espalda, no lo externo que es enredado, discontinuo y estridente. El libro está plagado de palabras concisas, de fuerte sonoridad rítmica, que se prestan al encantamiento, a las letanías, a la rememoración. Estas palabras se desplom a n en el vientre. Lo nutren. La tradición musulmana señala que la revelación coránica se manifiesta como u n «descenso»: Dios hace descender el Corán, como si fuera una lluvia de estrellas, en el corazón de Mahoma, para hacerlo después en el corazón de tantos creyentes como estrellas hay en el firmamento. La palabra revelada se insinúa en la estructura del cuerpo y del alma —el vientre— donde aporta vida, luz y densidad. En Las Iluminaciones de la Meca Ibn Arabi afirma que: «Este descenso nos hace experimentar una dulzura sin igual, que excede todo gozo». En ocasiones se ha dicho que los que experimentan el Corán quedan c o m o suspendidos, abatidos: «Y continúan rostro en tierra, y llorando» (Corán 17,109). A m e n o s que sean elevados de esta tierra como en u n torbellino: «Este libro n o es solamente u n código; pertenece a u n género tan escaso, que abre u n a perspectiva sobre las finalidades últimas del lenguaje... y hace «despegar de la tierra», escribió Louis Massignon. Los creyentes son succionados

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hacia el cielo, dilatados desde el interior, clavados al suelo, expandidos, quedan aterrados, imposibilitados. ¡Qué experiencia! C o m o lo dice curiosamente Hallaj, el Corán les trae noticias sobre el futuro y visiones sobre el pasado más remoto, hasta el Mithaq, y lo hace día tras día, hasta la eternidad. Con certeza n o se trata de una lectura c o m ú n y corriente. El libro es de una candidez extraordinaria, como sin duda lo eran también las personas a las que estaba dirigido. Dios le habla a los niños. En la época del profeta, los árabes eran como niños turbulentos, rebeldes, ferozmente independientes, ávidos, avaros, luchadores. Para calmarlos, Dios los asusta. Agita los espantapájaros, hace que distintas perspectivas de dicha o de desdicha se reflejen en u n espejo. Interviene en los temas más triviales, a veces en una misma frase se contradice, vuelve atrás y luego rectifica. El sentido profundo y escondido de un versículo, incluso el de una palabra, puede corregir al creyente de manera inesperada cuando menos se lo espera. Súbitamente se dice a sí mismo: Esto es. De pronto se aclara el significado interior de una palabra que había pasado por alto. La vida, compañera del Corán, ha venido al rescate de la inteligencia. Le recuerda al creyente que ya es hora de volver al redil. «Sólo he venido para recordártelo», declara el profeta. Escuchen la voz del Corán. Su vaivén, su ritmo, su tempo. Escúchenla atentamente. La traducción no siempre es un obstáculo insuperable. Escuchen esto por ejemplo: «En la creación de los cielos y de la tierra, en la sucesión de la noche y del día, en las naves que surcan el mar con lo que aprovecha a los hombres, en el agua que Alá hace bajar del cielo, vivificando con ella la tierra después de muerta, diseminando por ella toda clase de bestias, en la variación de los vientos, en las nubes, sujetos entre el cielo y la tierra hay ciertamente signos para gente capaz de comprender» (2,164). Hasta un observador externo quedaría impactado por la riqueza y diversidad de los conocimientos contenidos en este libro. ¡Con mayor razón el musulmán! Entiende que tiene en sus manos un libro que lo conducirá al objetivo de su vida en la tierra: el conocimiento de Dios. Sabe a ciencia cierta que no está perdido, «la buena dirección se distingue claramente del descarrío» (Corán,2, 256). ¿Podríamos decir lo mismo en Occidente?

El Corán: su máscara

Paradójicamente, los arranques verbales del Corán son recitados en una suerte de recordatorio constante de la bondad y de la ternura divinas que acompañan

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a todos los seres. Me gusta pensar que las amenazas, imprecaciones y accesos de rabia divina que marcan el libro, tienen la misma función que estos zhenmushou, figuras chinas que en la época de los Tang eran colocadas a la entrada de algunas cámaras funerarias para con sus cachos y dientes largos asustar y ahuyentar a las visitas inoportunas. El Corán es un jardín rodeado de muros, cercados a su vez por puntas. Algunos genios merodean alrededor: «Entre ellos se levantará una muralla con una puerta: dentro estará la Misericordia y fuera, en frente, el Castigo», dice el Corán (57, 13). En El libro interior, Rumi desarrolla la imagen del libro sellado: «El Corán es como esa joven esposa a quien le quieres retirar el velo que esconde su rostro. En el m o m e n t o en que la joven esposa, que representa el significado del Corán, se retira el velo, el reino de la fe queda depojado de conflictos. Si no encuentran ninguna satisfacción al examinar el Corán y nada les es revelado, es porque está rechazando que el velo sea retirado. Ha sido astuto con ustedes mostrándose poco agraciado. Les dice: 'Yo n o soy esa belleza'. El Corán puede mostrarse cualquier día». Fijemos nuestra atención en estas palabras, guardémoslas en la m e m o ria antes de pronunciar u n juicio prematuro sobre el islam: «El Corán puede mostrarse cualquier día».

El profeta: «Su naturaleza era el Corán»

Frente a la pregunta: «¿Quién era el profeta?», Aicha, su esposa preferida, respondió simplemente: «Su naturaleza era el Corán». Sería vano querer resumir una vida tan rica, tan profunda, tan secreta, tan multidimensional como la de Mahoma. Incurriríamos en error en numerosas ocasiones. Por consiguiente, renuncio a esas cuantas páginas que le había consagrado y m e remito a las tres palabras de Aicha: Quien vea al Corán verá al profeta, quien vea al profeta verá al Corán. Me contentaría aquí con entregarles el relato de su muerte, ya que esto m e permitirá mencionar u n hermoso n o m b r e de Dios: ar-Rafiq (el compañero). El profeta se encuentra en Medina, en el departamento de Aicha. Tiene sesenta y dos años. Lleva muchos meses enfermo, agotado tras tantos combates y pruebas, conmovido hasta la médula por la revelación recurrente del ángel. El relato ha sido recogido a través de testimonios salidos de la boca de Aicha: «Uno de los favores que Dios m e concedió, recuerda Aicha, fue el haber permitido que

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el Enviado muriera en mi departamento el día que estaba conmigo. Su cabeza estaba posada entre mis hombros y mi mentón». La mirada de Mahoma se posa insistentemente en un miswak, palito utilizado antiguamente (y aún en la actualidad de manera ostentatoria por algunos integristas) para limpiar los dientes y refrescar el aliento. El detalle no es menor: es justamente su trivialidad lo que destaca la verdad que hay en él. «¿Quieres que mastique el miswak en tu lugar?» pregunta Aicha. Así se tornará más flexible. El profeta asiente con la cabeza. Ella impregna de saliva el palito, y luego lo pasa sobre los dientes de su esposo. Hay un recipiente por ahí. El profeta sumerge sus manos en el agua, las pasa por su rostro y dice: «La muerte tiene sus horrores». Luego levanta la mano y murmura: «el compañero supremo». Su mano se desploma. El profeta ha muerto. «Dios quiso que muriera con su saliva mezclada con la mía», recuerda Aicha. Si le creemos a Aicha y a la interpretación común que se ha hecho de su relato, en el m o m e n t o decisivo de la muerte el profeta recuerda a Dios por su n o m b r e ar-Rafiq (Dios es ar-Rafiq, el compañero, porque eminentemente posee la cualidad nombrada como rifq, que debemos comprender en el sentido de «dulzura, amabilidad, gentileza», indica Daniel Gimaret; tal como lo habría hecho el mismo profeta, rifq puede oponerse a 'unf, que denota violencia, brutalidad, dureza). Recuerda que tiene un compañero, como lo tienen todos los seres que han sido lanzados desnudos a este m u n d o . No está solo. O más bien dicho, está solo con el Único. Nosotros podríamos recordar esto también en el m o m e n t o grave y solemne de nuestra muerte. El profeta fue enterrado en Medina. Entre su tumba y el pulpito donde prodigaba sus enseñanzas, se puede ver un pequeño jardín, m u y común para todo el que se quede en la superficie de las cosas. Pero u n día, Mahoma vio brillar ahí la luz del paraíso: «Entre m i tumba y m i pulpito, hay u n jardín entre los jardines del paraíso». El profeta vio el jardín de los jardines: el jannah. En 1853, Richard F. Burton, disfrazado, hizo un peregrinaje por ese mism o lugar sin ver absolutamente nada. En el mismísimo lugar de un jardín paradisíaco, el inglés solo percibió unas tejas toscamente barnizadas y algunas alfombras de mal gusto: «Es u n espacio de aproximadamente treinta metros de largo, decorado por alfombras floreadas de colores chillones y tejas verdes que simulan un jardín». Su peregrinaje no le sirvió de nada. Cien años antes, Swedenborg, el visionario, en u n o de sus viajes interiores, vio surgir desde el infierno un personaje de «rostro m u y oscuro». Era Mahoma. Habiéndose exhibido para calmar una disputa entre musulmanes, sólo tuvo tiempo de articular: «Yo soy su Mahoma», para luego desaparecer rápidamente.

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Hay u n abismo que separa las cosas dependiendo de si son vistas por el h o m b r e interior o por el h o m b r e exotérico, con el ojo del ego o con el ojo del corazón. Los enemigos del profeta lo rebajan más abajo que la tierra, pero los creyentes lo exaltan hasta el cielo.

Crisis del islam

El islam está atravesado por la contradicción. Esta contradicción está en el n o m b r e de Alá, donde ineludiblemente se confunden el lado norte con el lado sur. Está en el Corán, que tiene u n dorso y u n vientre. Está en la figura del profeta, primer sufí y primer legalista, enamorado de Dios y de las mujeres, h o m b r e perfecto para unos e impostor para otros. La crisis del islam, sin duda tan antigua como el islam m i s m o —tan antigua como la primera revelación que dejó al profeta sumergido en la angustia—, se vuelve más profunda en la actualidad. La letra y espíritu van cada uno por su lado. El cuerpo de la umma convulsiona. Se hace imperativa una elección: el musulmán puede aferrarse al espíritu, con más fuerza aún cuando todo parece tambalearse a su alrededor, pero también puede optar por la letra, que puede dirigir a voluntad. El islam, cuya savia ha circulado por unos pocos, quizás pueda ser salvado por unos pocos. El profeta le preguntó a u n o de sus camaradas: «¿Por qué no m e respondiste cuando te llamé?» El otro no se enredó tratando de encontrar u n a respuesta: «Porque soy u n pobre miserable». Respuesta m u y a la china, enternecedora: Por más que lo intentes, no lograrás encontrar m i ego. Así es como el h o m b r e debe responderle a la mujer y la mujer al hombre. El profeta le dio su aprobación a este maestro de la evitación, dispuesto a autocensurarse: «Está bien, pero sólo si te sientes pobre y miserable en todo m o m e n t o , cuando te sientas poderoso y cuando te sientas impotente. No estás desdoblado, no puedes ser miserable y feliz al m i s m o tiempo. Observa el poder divino y considérate siempre miserable, indigente, débil y pobre». Se trata de que el hombre no pierda su sensación de indigencia en sus m o mentos de felicidad, y de que cuando sea derribado rudamente no olvide a su compañero. Olvidar cualquiera de estas verdades tiene muchos inconvenientes. Este doble recordatorio —del hombre en su miseria y del hombre con el amigo divino— podría explicar la crisis que atraviesa hoy el islam, crisis que no puede dejarnos indiferentes. El fracaso no es u n destino personal. Nos construimos o

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nos perdemos alrededor de las mismas fallas. En esta carrera todos pueden venir a buscar piedras. Levantamos pesas, hacemos ejercicio, como se dice familiarmente, movemos el esqueleto. Observamos al adversario, ese que nos pusieron en el vientre al nacer, observamos su sinuosidad de rata, sus ganas de morder.

La experiencia insigne

Diferencias entre el islam y el hinduismo

En Figuras de proa, Rene Grousset dice que el islam y el hinduismo se apoyan en dos metafísicas irreconciliables: «Podemos reconciliar dos pueblos, dos razas, dos políticas. No se pueden conciliar dos absolutos metafísicos cuando cada uno de ellos existe únicamente en oposición al otro». Rene Grousset es historiador. Mil años de historia le dan la razón. Yo no soy historiador. En este libro he intentado recopilar algunas visiones sobre aquel que, como lo dice un Upanishad, «murmura la historia», y presentí la unidad profunda de estas dos religiones. No estoy desconociendo las diferencias ni tampoco las estoy minimizando. Saltan a la vista. Por un lado, un creador h u m a n o inscrito en la historia, por el otro la multitud. Por un lado, un Dios trascendente pero comprometido con lo relativo —que argumenta, ordena, promete, amenaza, castiga, recompensa—, por el otro, el brahmán inalcanzable, inescrutable, inexpresable, abismal, implicado en nada pero siendo todo. El islam nos enseña que el universo es finito, creado, que tiene un prim e r día y un último día. El hindú cree que el universo es como u n pulpo que se dilata y luego se retrae, y así sucesivamente en u n engranaje cíclico sin principio ni final. El musulmán no cree en la eternidad del m u n d o . Cree en la creación y en el juicio final. El hindú cree que el juicio está integrado en cada u n o de nuestras acciones, como u n mecanismo de relojería infalible, llamado «karma». El m u s u l m á n piensa que tenemos sólo una vida, que culmina con la salvación o la condena. El hindú piensa que tenemos varias y que se van encadenando unas con otras en condiciones determinadas por el karma. La sensibilidad, el temperamento, los gustos, las maneras de pensar, de creer y de practicar, difieren. No respiramos el mismo aire. Todo el que viaje desde India a Pakistán lo experimentaría. Es como pasar de una película en

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Es simple. Es el Mismo, como es también el elefante entero de la fábula, independientemente de las inclemencias climáticas y de si es de noche o de día, y al que las representaciones que los ciegos hacen de él lo tienen sin cuidado. No podemos decir que lo real sea espíritu o materia (esencialmente no conocemos ni a uno ni a otro), sutil o grosero, masa o energía, sólido o fluido, aparente u oculto, en reposo o en movimiento, no, porque esas palabras dejan de tener sentido en esta zona muerta de las palabras que los sabios del islam y de la India llaman lo «real». Pero lo que sí podemos decir, e incluso repetir, es que lo real es uno. Esta denominación, «uno», no debe ser consideradada como un predicado que pueda oponerse a otro predicado como por ejemplo, «múltiple». Sólo significa que tanto al lado como al frente de eso que llamamos «uno», por encima o por fuera, no hay nada que se sostenga, ni quark ni galaxia, nada que subsista como entidad separada. Únicamente está él: «sin segundo», dice la India, «sin asociado», dice el islam. La unidad es el misterio central en ambas religiones y, según lo que dicen quienes se han aproximado a ella, es también el misterio central de la vida, ese que en la actualidad, por simple ignorancia, mantiene a la élite pensante de Occidente sumida en la desesperanza. ¿Cómo podemos conocer esta unidad? ¿Cómo podemos reconocerla? Ciertamente no a través de una cadena de razonamientos, de especulaciones o demostraciones al término de las cuales podríamos exclamar ¡Eureka!, sino a través de una experiencia excepcional, fundadora, rarísima, siderante (hay que ir despacio con las palabras) que de pronto un h o m b r e puede tener, sin siquiera haberlo buscado, y que lo funde en la unidad, como bola de nieve fundiéndose en el fuego del infierno. ¿Qué gatilla la experiencia? La práctica del yoga, responde el yogui. La repetición del nombre Alá, dice el sufí. La oración, dice el cristiano. El ciceón, asegura el hombre de Éleusis. La danza, responde el derviche. La verdad es que no hay reglas. La experiencia, que disloca las cadenas causales, no depende de ninguna causa. Cuando el hombre se ve absorto en la unidad, se vuelve un sabio, separado del cosmos, unlversalizado, proyectado en la vertical de la sabiduría. No tiene razonamiento, ni entendimiento, ni conocimiento, ni visión, ni recuerdo de nada. Está inmóvil. Si lo observáramos desde el exterior, sería algo parecido a un síncope, a una ausencia profunda. Está en otro lugar. Quizás incluso escondido de las miradas: lo miramos sin verlo, a él, que nada ve. ¿Cuánto tiempo dura la experiencia? ¿Una millonésima de segundo? ¿Lo que dura un soplo? ¿Cinco minutos? Nadie lo sabe. En esta falla del tiempo

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Es simple. Es el Mismo, como es también el elefante entero de la fábula, independientemente de las inclemencias climáticas y de si es de noche o de día, y al que las representaciones que los ciegos hacen de él lo tienen sin cuidado. No podemos decir que lo real sea espíritu o materia (esencialmente no conocemos ni a uno ni a otro), sutil o grosero, masa o energía, sólido o fluido, aparente u oculto, en reposo o en movimiento, no, porque esas palabras dejan de tener sentido en esta zona muerta de las palabras que los sabios del islam y de la India llaman lo «real». Pero lo que sí podemos decir, e incluso repetir, es que lo real es uno. Esta denominación, «uno», no debe ser consideradada como un predicado que pueda oponerse a otro predicado como por ejemplo, «múltiple». Sólo significa que tanto al lado como al frente de eso que llamamos «uno», por encima o por fuera, no hay nada que se sostenga, ni quark ni galaxia, nada que subsista como entidad separada. Únicamente está él: «sin segundo», dice la India, «sin asociado», dice el islam. La unidad es el misterio central en ambas religiones y, según lo que dicen quienes se han aproximado a ella, es también el misterio central de la vida, ese que en la actualidad, por simple ignorancia, mantiene a la élite pensante de Occidente sumida en la desesperanza. ¿Cómo podemos conocer esta unidad? ¿Cómo podemos reconocerla? Ciertamente no a través de una cadena de razonamientos, de especulaciones o demostraciones al término de las cuales podríamos exclamar ¡Eureka!, sino a través de una experiencia excepcional, fundadora, rarísima, siderante (hay que ir despacio con las palabras) que de pronto un h o m b r e puede tener, sin siquiera haberlo buscado, y que lo funde en la unidad, como bola de nieve fundiéndose en el fuego del infierno. ¿Qué gatilla la experiencia? La práctica del yoga, responde el yogui. La repetición del nombre Alá, dice el sufí. La oración, dice el cristiano. El ciceón, asegura el hombre de Éleusis. La danza, responde el derviche. La verdad es que no hay reglas. La experiencia, que disloca las cadenas causales, no depende de ninguna causa. Cuando el hombre se ve absorto en la unidad, se vuelve un sabio, separado del cosmos, unlversalizado, proyectado en la vertical de la sabiduría. No tiene razonamiento, ni entendimiento, ni conocimiento, ni visión, ni recuerdo de nada. Está inmóvil. Si lo observáramos desde el exterior, sería algo parecido a un síncope, a una ausencia profunda. Está en otro lugar. Quizás incluso escondido de las miradas: lo miramos sin verlo, a él, que nada ve. ¿Cuánto tiempo dura la experiencia? ¿Una millonésima de segundo? ¿Lo que dura un soplo? ¿Cinco minutos? Nadie lo sabe. En esta falla del tiempo

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cronológico, este ser extremadamente ignorante es infinitamente sabio. Pero cuando sale de ahí (pregunta: ¿cómo salir de algo que está fuera de la nada?), deja de ser u n sabio. Vuelve a ser u n filósofo, un ser parcial y sesgado como nosotros. La experiencia presenta dos aspectos indisociables: p o r u n lado es la realización de la unidad, y p o r otro la desrealización

de la pluralidad,

es decir del

m u n d o empírico. En su primer aspecto, la experiencia recibe en la India el n o m b r e de mukti, palabra que normalmente se traduce p o r «liberación», y en el islam el n o m b r e de tawhid (algunos sabios precisan tawhid «esotérico»). En su segundo aspecto —destrucción del m u n d o y pulverización del principio de individuación— los hindúes y budistas la llaman nirvana, y los sufís fana. Estos dos aspectos n o son sucesivos sino concomitantes y n o alcanzan a distinguirse en la experiencia. Sólo puede operar u n a distinción cuando el h o m b r e vuelve al m u n d o y reflexiona sobre su experiencia. En ningún caso se trata de una «experiencia límite de la conciencia», tom a n d o prestada una fórmula utilizada p o r los ambientes científicos que trabajan en las experiencias de muerte inminente, p o r la sencilla razón de que en esta experiencia n o hay límites ni tampoco conciencia, en el sentido que normalmente le damos a esta palabra: conciencia intelectual, fenomenológica, mediata, la que se establece con el m u n d o . En u n a obra titulada El sufismo, o las dimensiones místicas del islam, la es-

tudiosa del islam Annemarie Schimmel indica —sin que se sepa claramente sobre qué base— que las palabras fana y nirvana designan dos experiencias distintas. Si así fuera, sería como tener dos reales, dos cielos azules, dos lados norte, dos uno, lo que iría contra toda lógica, sentido c o m ú n y contra lo que han afirmado los sabios de todos los tiempos. Deberíamos deducir entonces que la mística del islam o de la India, o ambas, constituye(n) una ilusión o una impostura, y que las grandes palabras sabias que le dan orientación y gravitas a la vida de millones de hombres, n o serían más que pamplinas. Alrededor nuestro, en Occidente, hay muchas personas que así lo piensan. En nuestra búsqueda hay u n punto que merece ser destacado: nadie experimenta la unidad. Lo que tiene lugar en esta experiencia insigne e inmemorial es otra cosa: del orden de la autorevelación. La realidad abisal de las cosas —el absoluto— se revela ante u n individuo en particular, M. X o M. Y, y su cualidad de individuo singular se extingue en el m o m e n t o m i s m o de la iluminación. No tiene conocimiento de nada, ni de las cosas singulares ni de las universales. Más que de «conocimiento», habría que hablar de coincidencia: el alma coincide con lo real como lo hace la burbuja que al estallar coincide, o

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más bien se confunde, con el aire que la rodea. Es u n significado posible de la palabra del profeta: «Para ver a Dios primero hay que morir». Los espíritus doctrinarios dejan de lado las formulaciones que surgen espontáneamente a partir de la experiencia. Intentan etiquetarla con palabras abstractas como «monismo» o «panteísmo», y para esas mentes cerradas todo está dicho, ordenado, ideologizado. No hay necesidad de buscar, de darle vueltas a las cosas, de investigar. Pero aquellos que han vivido la experiencia de la unidad, sean o no creyentes, saben a ciencia cierta que no se trata de una doctrina más, sino de una expresión de la sabiduría primitiva, es decir primordial y original de la humanidad, que es justamente lo que hay que buscar prioritariamente. Schopenhauer dice que cuando llegamos al m u n d o nos ponemos dos lentes. Ambos interpenetrados. Uno se llama «espacio» y el otro «tiempo». La experiencia consiste en sacarse los lentes. Lo que percibimos ahí es indecible. No es la muerte, no es la vida, no es lo que hay entre ambas. No es el vacío. No es una pérdida, no es una disminución (aunque no queramos es necesario insistir en este último punto, considerando los numerosos contrasentidos que existen), evidentemente se trata justamente de lo contrario: el sabio, dentro de su sabiduría, no tiene ni menos conciencia, ni menos ser, ni menos beatitud —¡Qué absurda sería entonces la búsqueda de la sabiduría! ¡Qué locos todos estos sabios!—, sino que tiene infinitamente más. Cuando la gota de agua se confunde con el m a r no disminuye, sino que se dilata hasta el infinito. Buda dice simplemente que el «Nirvana es la felicidad suprema». Ya les he dicho que durante el «tiempo» que dura la experiencia, la conciencia de la multiplicidad desaparece, pero esto no es tan exacto. El que experimenta lo real no es consciente de que tanto él como el m u n d o estén desapareciendo. No hay ninguna conciencia de esta naturaleza que pueda emerger, por la sencilla razón de que la multiplicidad, desde el punto de vista panorámico, objetivo y absolutamente verdadero, inherentes a ella, jamás existió. Por lo tanto no está anulada. El gran teólogo musulmán Al-Ghazali le da a este estado paradójico el n o m b r e de «extinción de la extinción» (fana alfana). «En El tabernáculo de las luces el h o m b r e no está consciente de sí mismo y no tiene conciencia de no estarlo, ya que si tuviera conciencia de su ausencia de conciencia de sí mismo, ¡querría decir que sigue estando consciente!» Shankara expresa la unidad de manera aún más paradójica: «Por naturaleza las almas son puras, despiertas y desprovistas de toda eternidad». No hay velo que

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levantar ni cortina que bajar. Nada se apaga, nada se enciende. Nada aparece, nada desaparece. Lo Uno es. Único. Como cielo sin nubes, como m a r sin orilla, como desierto sin confines. El resto es u n sueño que nadie sueña.

Soledad

Quien experimente la unidad, experimentará también íntimamente la soledad. Dios, al ser uno, no puede tener ni amigo ni enemigo, pues en ese caso se transformaría en dos: él es su amigo y su enemigo. La idea de la soledad divina está implícita en la Shahada, la profesión de fe del musulmán: no hay real excepto lo real; si lo real es uno, entonces necesariamente tiene que estar solo. El islam tiene u n n o m b r e divino que designa esta soledad y simplicidad divinas: al-Fard, a m e n u d o asociado a los calificativos ahad y samad, el primero designa el carácter único de Dios, y el segundo —entre otros significados posibles— su absoluta plenitud. En el hinduismo, el brahmán, liberado de toda relación, recibe el n o m b r e de Kevala: está solitario, aislado, abandonado. No hay nada que le haga sombra ni eco. La Mundaka Upanishad dice que «no tiene familia, no tiene casta, no tiene ojos, n o tiene orejas, no tiene manos ni pies». La Brihadaranyaka Upanishad dice que «no tiene ataduras». Al asceta que ha llegado a la cima del yoga se le dice kevalin (abandonado). Ha pasado al gran silencio liberador, solitario (kaivalya). Sería falso decir que la experiencia del Uno es arriesgada, ya que una vez traspasado ese umbral no habría nadie que nos pudiera hacer correr algún riesgo. Pero el enfoque sí lo es. Esto explica la vida esencialmente imprudente y arriesgada que lleva el filósofo, ese experimentador, una vida que está siempre bordeando los límites de la locura y que Nietzsche describió admirablemente en u n pasaje que reproduzco en nota. Su punto de partida es la aprehensión sólida del m u n d o , este denominador común que el h o m b r e común, cuyo n o m b r e le hace justicia, considera como lo único real, mientras que en el caso del filósofo, se trata de alguien que sabe que lo real n o es algo que esté implícito de entrada, sino que es algo que surge al final de un camino, y que la certeza que lo acompaña, esa de estar en lo cierto, n o es producto de u n razonamiento o de una serie de razonamientos, sino de una realización súbita. Por m o m e n t o s el camino parece ser circular. El filósofo, tal como Dupont y Dupond en el desierto, vuelve al punto de partida. ¡Vaya castigo entonces! ¡Qué desaliento! Por más que lo intenta, y n o cesa en su afán, n o lo logra. Pero

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cuando el centro se ilumina, es como si el filósofo fuera lanzado a una soledad absoluta, a un desarraigo absoluto. Sus antiguas nociones de medición, de centro, de círculo y de cuadrado, de inicio y de final pierden vigencia. El itinerario que, aun contra su propia voluntad, tiene que recorrer un místico, cuando es expulsado como cuesco de cereza desde la boca negra de la eternidad, es exactamente a la inversa. Al estar de vuelta entre nosotros, en medio de este exilio y de esta soledad, también se ve confrontado a un empequeñecimiento inconcebible, pero de manera distinta a la del filósofo. Ninguna experiencia es transmisible, la suya menos que cualquier otra. Se sostiene sobre la punta de un alfiler. No se apoya en ningún dato sensible o racional. Por ende sólo logra convencer a los que han experimentado lo mismo que él. Son ellos los que creen en él, pero no le sirve de m u c h o consuelo porque son m u y escasos y difíciles de encontrar. Entonces se dice de él que es un extraviado, un soñador, un poeta, un maníaco. Entonces sonreímos, nos pegamos codazos y nos reímos de él en las cenas, como lo hizo la sirvienta tracia de Tales cuando este último cayó en el pozo. Definitivamente ambos, místico y filósofo, juegan un juego peligroso.

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V. El elefante llamado «eso»

No, nuestros caminos no son ni fangosos ni obscuros ni meándricos; no lo son, no atravesamos la vida a pan y agua, en samsara, agobiados por la ignorancia, la vejez y la enfermedad. No, no vamos rodando «de muerte en muerte», como lo dice el Upanishad, no, definitivamente no. Sigan su camino por favor: en este lugar no hay ciegos ni tampoco elefante. Abramos los ojos amigos: somos libres, felices y sabios; nuestro espíritu es radiante, nadamos en medio de la felicidad. Siempre ha sido así. Esta visión, que contradice tan frontalmente la experiencia humana, expresa en esencia, pero no caricaturalmente, el pensamiento del vedanta y de Shankara, su más eminente representante. Evidentemente un h o m b r e como él debe estar hablando desde la embriaguez extática y ciertamente no desde nuestro m u n d o en agonía. Recuerda la experiencia insigne que acabo de evocar, esa de la que tal vez nunca salió, pero se mantiene a años luz de nuestra forma común de aprehender el m u n d o . Surge entonces una pregunta: Si como nos enseña Shankara, somos esencialmente libres, ¿para qué entonces ir en busca de la libertad? ¿De qué sirve el ascetismo? ¿De qué sirve la enseñanza de Shankara? ¿No es acaso absurdo r o m p e r con el m u n d o para adentrarse en el bosque como lo hizo el rey Brhadratha? ¿Quién podría estar tan loco como para encender una lámpara a plena luz del día? A esta pregunta, un maestro competente respondió: «Todo eso es sólo «una figura retórica». Así como decimos que las colinas inertes se alzan, aquí en la tierra decimos que las almas buscan el absoluto. Pero la verdad verdadera es que nadie busca nada. Nada es buscado, nada es encontrado. Nadie se lanza a la búsqueda. No hay colina que se alce ni enseñanza que se entregue. ¿El mundo, una figura retórica? ¿Una creación del verbo? ¿Cómo sería esto posible? La respuesta de la India es sorprendente. Se resume en tres palabras: «Tú eres eso». ¿Cuál es este enigma? ¿Qué es «eso»?

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T ú e r e s eso

Recuerdo del comandante

Massoud

Kabul, invierno de 1993. Terrence White, u n gigante barbudo que era corresponsal de la AFP y yo, teníamos una cita con el comandante Massoud. Caía la noche. La callecita se sumergía en la oscuridad, la ciudad entera se sumergía en la oscuridad, y también las almas. Las ruinas estaban cubiertas de nieve y se escuchaba ladrar a algunos perros vagabundos. Paisaje romántico cuando n o se está ahí, pero aterrador cuando sí se está. Me sentía inquieto. Cada cierto tiempo, el rastro luminoso de una bala surcaba el cielo. Temía que una de ellas cayera sobre mi cabeza. Habíamos llegado a la mitad de la calle donde de manera intermitente, vivía el comandante Massoud. El legendario mujahid, que combatió a los soviéticos en el valle de Panshir, al norte de Afganistán, estaba comprometido en una lucha a muerte contra otros mujaidines y «señores de la guerra», desde el retiro de los rusos. Por razones de seguridad cambiaba constantemente de residencia. Una b o m b a de quinientos kilos dejó un e n o r m e cráter en medio de la calzada, que quedó rodeado de acumulaciones de barro y de hielo. El sonido del gatillo de u n arma rompió el silencio. Era la manera que los guardias tenían de preguntar: ¿Quién está ahí? Todo el m u n d o entendía este esperanto. Gritábamos: «Amigo» o «Periodista», y pasábamos. Esa noche, como ya era habitual, lo estuvimos esperando por largo rato. Finalmente llegó. Fue como si u n remolino de energía entrara en la habitación. Habló animadamente durante u n par de horas. Durante la conversación, mencionó a los países aledaños a Afganistán, cuyos intereses contradictorios los mantenían en guerra. Evocó las intrigas de Tayikistán (él m i s m o pertenecía a la etnia tadjike), y luego, cortando el aire con u n revés enérgico de la mano, salió del paso diciendo: «Listo, hemos solucionado el problema de Tayikistán. ¿Alguna novedad?». Tenía una frente amplia, despejada, surcada de arrugas; llevaba el sempiterno pakol, boina circular afgana hacia atrás y su nariz era aguileña. Se trataba de una de esas fisionomías m u y escasas donde se unen las fuerzas sin oposición: virilidad y delicadeza, resolución y reflexión, seriedad y entusiasmo. Nada se perdía en ese rostro, había que hacer u n esfuerzo por alejar la mirada de él. Entiendo su carisma, que se ejerce bastante más allá de las fronteras

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de su valle y de Afganistán. Le di un vistazo a su habitación, un lugar vacío, austero, monacal, de leyenda. En la mitad de la habitación, sobre una mesa de madera clara, había un par de libros. Me acerqué. Se trataba de las obras de AlGhazali, gran teólogo y filósofo, el famoso Algazel de los latinos, «restaurador de la religión», centro de gravedad del islam sunita. ¿El guerrero también era filósofo? Me inclino a creer, aunque no puedo establecerlo, que efectivamente hubo un tiempo en que Massoud tuvo tiempo para leer y meditar, pero probablemente las responsabilidades y preocupaciones de la guerra lo fueron absorbiendo cada vez más, hasta hacer que todo eso terminara pasando a un segundo plano. Sin embargo, una persona cercana a Massoud le dijo exactamente lo contrario a m i amigo Bruno Phillip, periodista en Le Monde, y el mejor conocedor francés del Asia actual. El comandante, a medida que se iba aproximando a su fin, animado tal vez por una suerte de presentimiento, solía sumergirse en libros de poesía y obras de autores sufís. Fue asesinado en septiembre del 2001, dos días antes de los atentados del once de septiembre, por dos miembros de Al-Qaeda que premunidos de una cámara convertida en trampa mortal, se hicieron pasar por periodistas, haciendo explotar su bomba durante la entrevista.

Doble cara

Al-Ghazali, en su célebre El tabernáculo de las luces, escribe lo siguiente: «Cada cosa tiene dos caras: una orientada hacia sí misma y otra orientada hacia su Señor. Si considera su propia cara, es el vacío; si considera la cara de Dios, existe. Así entonces sólo existen Dios y su cara». Las palabras sobre el vacío de las cosas en sí mismas («si la criatura considera su propia cara es el vacío...»), parecen sorprendentes viniendo de la plum a del representante más eminente de la ortodoxia sunita. Podríamos deducir, sin exagerar, que sólo Dios es. ¿No es justamente lo que parece decir Ghazali al escribir: «Solo existe Dios y su cara»? Si sólo Dios es, si está solo con su «cara» —entendiendo por esto, según dicen los teólogos, su esencia—, empiezan a surgir las paradojas. La condición h u m a n a está abolida. No hay dolor, no hay vejez, no hay enfermedad, ni tampoco muerte. No hay ninguna diversidad: sólo la cara de Dios, es. En esta visión unitaria de las cosas, los dogmas monoteístas se derrumban. Si sólo existe lo uno, no hay creación, no hay creador, no hay fin del m u n d o , no hay juicio final. ¿Para qué sirve entonces el

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profeta? ¿Para qué sirve el Corán? ¿Para qué buscar a Dios si es omnipresente? ¿Acaso un pez en el fondo del océano busca agua? Con mucha prudencia, Ghazali se cuida m u c h o de decirlo: hay cosas que son dichas desde la sobriedad y otras que son susurradas desde la ebriedad inspirada. La famosa palabra de Hallaj: «Yo soy lo real» {Ana al-Haqq) es la palabra de un h o m b r e embriagado de Dios. Habría sido mejor para él callar. «Las palabras de los apasionados de Dios en estado de ebriedad deben ser mantenidas en secreto y no ser repetidas», advierte Ghazali. En el versículo 115 de la sura «La Vaca», leemos lo siguiente: «Donde quiera que os volváis, allí encontraréis la faz de Alá». Rumi en El libro interior, comenta lo siguiente: «Esta cara está siempre presente, actual, continua y eterna». Si la cara de Dios está siempre presente en todas partes, no hay forma entonces de poder evitarla. A excepción de lo real, no hay nada: no hay afuera, por consiguiente no hay adentro. Si no hay ni afuera ni adentro, tampoco hay una dirección, una qibla: no hay nada que nos acerque a u n centro que está en todas partes, ni nada que nos aleje de él. Esta visión grandiosa del islam esotérico lleva catorce siglos en conflicto abierto con el islam de legalistas y de doctores, pero converge con la visión del vedanta evocada al inicio de este capítulo. Para designar esta cara omnipresente, los rishis, antiguos sabios de la India, buscaron una palabra neutra que no estuviera contaminada por esa tendencia humana de humanizarlo todo, una palabra que dejara a los hombres sin asidero, sin algo a qué aferrarse, que los dejara sin voz, pasmados. Esa palabra es tat (eso). El elefante entero es eso. Lógicamente agregaron: «Tú eres eso».

La palabra

suprema

La tradición India nos enseña que la realización de la unidad divina puede surgir a través de la meditación de algunas grandes palabras dispersas en unos pocos Upanishads. La más célebre de esas palabras figura en el venerable texto de la Chandogya Upanishad, que tiene unos tres mil años de antigüedad y que es la piedra angular del vedanta. Esta palabra sagrada está compuesta por tres palabras: tat (eso), twam (tu) y asi (ser). Tat twam asi significa: «tú eres eso». El p r o n o m b r e «eso» designa el atman, lo absoluto, el elefante entero, la otra cara, lo que estamos buscando. «Tú eres eso», es la respuesta. Palabra faro sobre las cuales se ha meditado a través de las épocas, p u n t o luminoso

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en medio del enorme caos de comentarios y tratados que tanto gustan a los hindúes. Hay m u y pocas visiones, enseñanzas y palabras que no hayan sido arrastradas, revolcadas y alteradas por la «historia», que n o hayan sido atrapadas por ese grueso «dispositivo», como se le dice aveces, que llamamos historia, capaz de sacudir y de desplazar sin miramientos las verdades, como si fueran las estatuas de Dédalo. Tat twam asi es una de estas palabras que han permanecido indemnes al paso del tiempo. Si tal como se ha pensado con frecuencia, la durabilidad de una intuición, de una idea o de una creencia fuera un índice de veracidad, estas tres palabras se contarían entre las más verídicas que hayamos escuchado en esta tierra. «Tú eres eso». En el Upanishad, la gran palabra aparece mencionada en el contexto de un diálogo entre un brahmán y su hijo. He aquí la historia. Un joven llamado Svetaketu regresaba a casa después de haber estudiado durante doce años en una escuela brahmánica. Tenía veinticuatro años. Había adquirido todo el conocimiento que era posible extraer de los cuatro Vedas —ritos, himnos, plegarias, definiciones, pronunciaciones, gramática—, todo ese conocimiento acumulativo que tiene la característica de no tener fin ni conducir tampoco a ninguno. Conocía los vedas al dedillo y no dejaba de enorgullecerse por eso. En su gran escuela se le fueron un poco los h u m o s a la cabeza, si m e permiten esta expresión familiar. Su padre estaba perplejo. Le preguntó: «¿Has recibido en esta escuela las enseñanzas que permiten comprender lo que no es comprendido, pensar lo que no es pensable y conocer lo que no es conocible?» Svetaketu también quedó sorprendido. No, no había recibido tales enseñanzas. ¿Cómo?, pensó su padre. ¿Este niño pasó doce años estudiando los Vedas y no tiene ninguna idea de su razón de ser? ¿No es acaso como si ustedes hubieran vivido doce años en Escocia sin tener la m e n o r idea de lo que es el whisky con turba? Sin embargo, el padre no se dio por vencido y decidió enseñarle a su hijo eso, que no se aprende ni en la escuela ni en la universidad: el objetivo supremo de la vida, la vía suprema, el supremo secreto, como dicen los rishis que no se dejan amilanar por el brillo de las palabras. Por gradación, partiendo desde lo más aparente hasta lo más oculto, el viejo brahmán empezó a desmenuzar lo real. Le mostró a su hijo (¿qué mejor enseñanza podría darle a su hijo?) la esencia sutil de las cosas, expandida en todas direcciones, como el sabor de la sal en el mar, como el perfume en la rosa, como la turba en el Talisker. «Todo este universo, dijo el padre, tiene eso como atman».

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Eso es el atman. El anciano le mostró las cosas a su hijo por u n lado inhabitual, desconocido para Svetaketu: ese lado a través del cual las cosas no están terminadas, delimitadas, individuadas ni confinadas, sino que abiertas y libres. El joven comprende que hay algo abierto en las cosas, un abismo de lo abierto. Un abierto que no suena hueco, no: suena «abierto», lo que es m u y diferente. El viejo b r a h m á n le pidió a su hijo que le trajera u n higo. —«Ábrelo, ¿qué ves? —Veo pequeñas pepas, padre. —Toma una pepa y ábrela, ¿qué ves ahora? —Absolutamente nada. —Bravo. Lo lograste. Eso es el atman: esa nada infinitamente abierta, esa nada sin fronteras que está en el centro de todas las cosas». Esa nada es eso. El Upanishad lo n o m b r a así. Eso es justamente aquello que hay que esforzarse por ver en la vida, o mejor aún, aquello que hay que realizar, vivirlo. Para coronar la iniciación, el padre llevó a su hijo al m o m e n t o de la gran confrontación. Le susurró al oído la palabra sagrada: Tat twam asi. Tú eres eso. Tú eres lo abierto. Tú eres eso. vive eso, vive la unidad. Tú eres esa unidad. Eres eso. Cuando un maestro zen golpea con un bastón en el h o m b r o de un discípulo, o le aporta a la más estereotipada de las preguntas una respuesta totalmente desfasada (ejemplo: ¿Qué es el budismo? El ciprés en el fondo del patio), puede suceder que el discípulo en cuestión sea proyectado súbitamente como cohete fuera de la esfera gravitacional del espíritu humano, con sus categorías, sus m e didas, su tiempo, su gravedad. En el zen, este escape liberador recibe el nombre de satori. Podemos suponer, aun cuando el Upanishad no lo diga, que algo de este orden debe haberle sucedido a Svetaketu al término del diálogo con su padre. Súbitamente encontró eso que había perdido de vista —¿A través de qué encantamiento?— desde tiempos inmemoriales. Eso: él mismo. Entendió que no era el pequeño yo (aham) que creía ser, parecido al pájaro enjaulado, a la carne blanda de un plátano, errando vida tras vida, rodando muerte tras muerte en el ciclo del samsara. Era libre. Nunca había dejado de serlo. Cuando se llega a esa comprensión, dice la Mundaka Upanishad, es como si los nudos del corazón se desataran, las dudas se disiparan y el m o t o r de los acciones que nos propulsa vida tras vida, se detuviera. Volvemos a nosotros mismos: ¡Qué alegría inmensa! ¡Qué alivio inmenso!

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El joven comprendió que hubo un malentendido, u n error metafísico en relación con la persona: no eres Aham, eres Atman. Fue sin razón, hijo mío, en desmedro tuyo y para tu desdicha, que entraste en una piel que no es la tuya, que te endosaron ese yo minúsculo y la vida que le está asociada, confinada, inquieta, oprimida: no eres un pulgón hijo mío, nunca lo has sido. No eres la hoja, eres el árbol. No eres la nube, eres el cielo. Eso sí es lo que eres. El pensamiento iluminado, el pensamiento que nadie piensa, el pensamiento que susurra: literalmente, apaga la ilusión de la individualidad como lo hace un soplo de viento al apagar la vela. Apaga la muerte, ya que si el individuo es nada, evidentemente nada muere. Si el individuo es ilusorio, la muerte lo es también. Su asedio se cierra sobre el vacío. ¡Esencia del alivio! Eso eres tú. (Schopenhauer en las Parergai Paralipomena, hace la distinción entre el pequeño yo {aham) y el ser esencial Ello (atman) de la manera siguiente: «Se puede considerar al ser h u m a n o desde dos puntos de vista opuestos. Desde el primero, es un individuo que tiene un comienzo y un final en el tiempo, que pasa fugazmente, el sueño de una sombra, y por lo mismo, cargado de un gran fardo de faltas y dolores. Desde el otro, es el ser original indestructible que se objetiva a todo ser existente, y que tiene derecho a decir, como la estatua de Isis a Sais: «Soy todo lo que ya fue, lo que es, lo que será»... Llegar a unir todas estas antitesis, es de hecho el tema de m i filosofía»).

Eva

Eva es una de las mujeres más hermosas que he conocido. Es antropóloga de formación. Es la antropóloga más hermosa que he conocido. Tiene veinticinco años o un poco más. La he visto dos veces. Su belleza se ve realzada por una ausencia total de artificios que la hace brillar de tal manera, que recuerdo haber tenido que hacer un esfuerzo por no mirarla más de la cuenta en la cena. Ese día se había quedado a dormir en casa de m i amigo Emanuel porque era m u y tarde para que tomara el tren y volviera a su casa (vivía en la periferia). Durante el desayuno, mientras Emmanuel y Eléne se hacían cargo de sus ocupaciones y su hija Jeanne ya había partido a la escuela, nos encontramos solos Eva y yo, sentados en la mesa de la cocina, compartiendo una taza de té y unas clementinas. Ella m e explicó, lo que no deja de ser curioso porque era m u y temprano en la mañana y estábamos m u y trasnochados, sobre todo yo,

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y n o estoy inventando nada porque ella puede dar fe de aquello, decía que m e explicó entonces —tampoco recuerdo a título de qué, seguramente la debo haber estado interrogando, intrigado por su personalidad poco común— su visión del m u n d o , la de las ocho de la mañana. Hela aquí. Eva no concibe que haya algo después de la muerte. Tampoco que haya algo antes del nacimiento y ni siquiera le interesa saberlo. No tiene tiempo que perder. Lo que le interesa es lo que sucede aquí y ahora. Alguna idea tenía al respecto: entre cada uno de los m o m e n t o s presentes que se van sucediendo uno tras otro, existe algo así como una fuerza de atracción, una gravitas, que nos constituye tal como somos, individuo X o Y, cada u n o distinto a otro. Esta fuerza atrae y congrega a todos los elementos materiales o físicos que están dispersos, y que son los que componen a u n individuo determinado durante el tiempo que dure su vida —los filósofos le dan a este conglomerado el n o m b r e de «yo empírico»— es eso lo que se perfila vagamente, como un aura, cada vez que decimos «yo» o «tú». Esta fuerza es una sola, pero los elementos que se van agregando a ella son infinitamente diversos, como lo son también las combinaciones que forman. Esto explica que los siete mil millones de hombres y mujeres que hay en la tierra sean todos singulares. Un ciclo interminable de agregación y desagregación, de aparición y desaparición, cada vez bajo una forma inédita, como si fuera obra del hada Morgana: he aquí lo real. Resumí en pocas líneas una conversación que debe haber durado unos veinte minutos. Asiento. Estoy de acuerdo con Eva y estoy contento de estarlo. Lo más interesante —pero n o tuvimos tiempo de discutirlo ya que ella tenía que tomar un tren, m e parece que para ir donde su abuela que vivía en la periferia— sería tener una visión de lo que queda cuando la gravitas deja de agregar algo, cuando está desnuda, cuando ya no reviste los atavíos variopintos de la vida, y cuando ejerce su atracción en el vacío. ¿Qué queda entonces? La siguiente historia nos dará tal vez alguna idea al respecto.

La cebolla

Un día, alguien le preguntó al sabio hindú Ramakrishna qué significaba el atman. Este, recordando tal vez al viejo b r a h m á n de la Chandogya Upanishad evocada anteriormente, pidió que le trajeran una cebolla que procedió a pelar: «Vean ustedes, al pelar una cebolla irán encontrando siempre nuevas capas y n o porque la cebolla se transforme en una cebolla pequeña dejará de ser una

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cebolla. Después se encontrarán con el bulbo, pero si siguieran pelando, ¿qué encontrarían al final? Nada, no hay núcleo, no hay bulbo, no hay cebolla, simplemente nada (con una sonrisa en los labios mostraba la palma de su mano abierta y vacía), nada de nada, eso es el atman». Nietzsche, en la tercera de sus Consideraciones inactuales, afirma que si el h o m b r e intentara despojarse de todas sus pieles, aunque lo hiciera setenta veces siete, no lo lograría. Podría seguir por m u c h o tiempo esperando la llegada de ese m o m e n t o grandioso en que el hombre, esa gran cebolla, ese ser oscuro de múltiples capas, pudiera decir de sí mismo: Esto soy yo realmente, ya no la envoltura, ya no la máscara, finalmente alcanzo la meta, ese m o m e n t o decisivo en el cual experimento el atman con todo el brillo de su desnudez. El mandato de Delfos: «Conócete a ti mismo» hace que nos extraviemos en un laberinto intrincado. Nietzsche, mejor naturalista que filósofo, agrega que en ese aspecto el h o m b r e se diferencia de la liebre, criatura dotada sólo de siete pieles. La lectura del pasaje en cuestión (que reproduzco en nota), nos da derecho a poner en duda que Nietzsche haya tenido más claridad respecto al «verdadero yo» que respecto a la liebre, m e refiero a ese en que dice que el yo esencial del h o m bre está por encima, «infinitamente por encima», pero no en el interior, no en el fondo de esta superposición de estratos abigarrados que normalmente consideramos como nuestro yo. Estas consideraciones espaciales no son pertinentes. Nos alejan del tema. ¿Cómo sería el verdadero yo por encima o por debajo? ¿Trascendente o inmanente? Es. Eso es. Donde sea que dirijas la mirada. Schopenhauer, el gran «educador» al que Nietzsche consagra esta reflexión, presentía eso. La enseñanza que el viejo b r a h m á n de la Chandogya Upanishad le entrega a su hijo, con soberana simplicidad, en tres palabras: «Tú eres eso», el anciano filósofo de Franckfort la vuelve a entregar en algunas de las miles de páginas que han sido atravesadas por las iluminaciones del genio. El pensamiento hindú, que algunos como Schopenhauer han calificado de «pesimista», nos enseña, a diferencia del pensamiento de Nietzsche, que a través de desprendimientos sucesivos, el hombre puede llegar a lo más profundo de su ser y que eso más profundo, que se llama atman, puede colmar de una felicidad inédita a quien lo alcance. ¿Se trata de una visión pesimista? Por el contrario. El hombre, que desde tiempos inmemoriales ha vivido confinado en un punto minúsculo del espacio y del tiempo, puede conquistar su libertad. Puede acceder a lo abierto. En ese m o m e n t o entonces, cuando el velo cae, pasmado

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como lo estuvo Adán la primera vez que vio a Eva, en ese m o m e n t o puede proclamar: Eso es lo que soy, ya no la envoltura, sino mi ser mismo. Vaya forma de abrir los ojos. Para lograr llegar a la esencia de las cosas, Ramakrishna procede a la inversa de lo que lo hace la filosofía deductiva («Pienso, luego existo»), a la occidental. Procede p o r d e s p r e n d i m i e n t o , p o r resta, p o r sustracción — de temores y esperanzas, de pensamientos, de creencias y opiniones—, y toda la India procede a hacer lo m i s m o con él. Finalmente, designa el vacío c o m o la esencia de las cosas. Este maestro del h i n d u i s m o , coincide en este p u n t o con el b u d i s m o , sin e m b a r g o considerado p o r m u c h o s b r a m a n e s c o m o u n a herejía. Si conocemos el atman, podemos obtener la «ciencia de todos los Upanishads», promete la Maitri. ¡Entonces ya no sería necesario leer los Upanishadú Cuando sabemos lo ardua que es su lectura, la promesa hace que el vuelco valga le pena. Recuerden esta palabra, atman. Nos habla de lo que designa para nosotros la palabra «dios», en su fondo y en su trasfondo, una vez que nos hemos desprendido de todas las representaciones que se aglutinan a su alrededor. Sólo la palabra cambia.

Almuerzo en el Quartier

Latin

Fue hace m u c h o tiempo. Mientras almorzábamos en el Quartier Latin, m i amigo E m m a n u e l y yo intercambiábamos las visiones juveniles que teníamos sobre el cristianismo. Nuestra madrina en común, Jacqueline Frié, nos había puesto en ese camino, en el que parecíamos dos perros hambrientos a los que se les ha lanzado u n hueso lleno de médula. En esa época m i amigo no tenía aún el cabello tan corto. No podíamos adivinar que su rostro estaría lleno de surcos, c o m o el de los zek, ni tampoco que veinte años después escribiría u n libro para decir que n o entendía al h o m b r e que había sido veinte años antes, ese que aquel día tenía sentado frente a mí. Sus gruesos lentes de marco oscuro escondían una mirada inquieta y fraternal. Una melena negra le cubría la frente. Yo ya era u n apasionado de los Upanishads. No m e importaba m u c h o ser yo o no serlo, y comenzaba a vislumbrar que desde un cierto p u n t o de vista no lo era, que el grado de identificación que tenemos con nosotros mismos es una variable flexible, que puede volverse más flexible aún a través de otros

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ejercicios —en resumen, que podía intercambiar m i yo con el eso, el aham con el atman, como dicen los sabios de la India, y que evidentemente no tenía nada que perder. Entendía también que las cosas no estaban dadas, sino que había u n camino a seguir y que el juego valía la pena. Desde el lado abierto de las cosas, podíamos contemplar el amplio cielo, que según Pitágoras nos está destinado, mientras que desde el lado cerrado, ese donde nos encontramos, no faltan las cosas de qué quejarse, ¿no es verdad? No somos ese ser acurrucado, minúsculo y mortal que creemos ser en esta tierra, ese ser frágil, vulnerable, cojo y sin aliento, cuyo dedo entra espontáneamente en una fosa nasal obstruida, cuya expectoración se pierde en la camisa, ese ser insuficiente, oscuro, en ocasiones patético. ¡Podemos despegar! ¡Soltar amarras! ¡No hay cerrojos! ¡Los cerrojos no son para siempre! Frente a tamaño descubrimiento, el de Arquímides y el de Newton, el de Colón y el de Magallanes son sólo una pálida sombra. ¿De qué sirve explorar el m u n d o exterior cuando todo está aquí, adentro? Bueno, no estoy seguro, les doy toda la razón en eso, pero ustedes también estarán de acuerdo conmigo en el hecho de que se trata de una pista que merece ser explorada. ¿Hay algo mejor que hacer en esta tierra? ¿Ganar dinero? Aunque lo quisiera (y m e gustaría bastante), no lo lograría. En el restaurant chino en el que almorzábamos le transmitía estos pensamientos a Emmanuel mientras su mirada se perdía en la bruma. Dentro de m i exaltación, agregaba que Cristo también era eso —no estoy seguro de haber empleado esa palabra, espero que no— y que si un día se abriera esa puerta estrecha por la que nos invita a pasar, sería justamento eso lo que nuestros ojos maravillados descubrirían. La historia que relatan los evangelios es única porque, si m e permiten decirlo de esta manera, la verdad es sorprendida con las manos en la masa. Los detalles, los pocos detalles que hay la delatan. Recuerden al joven que arrancó desnudo al jardín de los Olivos, a Zaqueo en su sicómoro, al paralítico bajando por el tragaluz, al gallo cantando... El acento de la verdad está puesto en los detalles. Todo el m u n d o está impactado. Eso, en esta gran historia, está ahí para ser visto («encarnado», dicen los teólogos), más que en ningún otro lugar. ¡Es eso! ¡Es eso! Emmanuel pronunció después unas palabras bastante fuertes que cayeron como balde de agua fría en m i entusiasmo: «La cruz no fue por bolitas de dulce». La cruz no es eso. No es una cebolla, no es una de las capas cortadas de una cebolla, no es una ilusión. No estamos en el teatro. La vida no es un juego. Es algo serio. También m e habría podido decir: Auschwitz, no

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fue por bolitas de dulces. Auschwitz no es eso, ¿verdad? Hace veinte años atrás podría haber contestado que una pesadilla sigue siendo siempre un sueño en su grado de intensidad máxima, que termina disipándose como el resto de los sueños. Pero hoy en día he aprendido a quedarme callado. Mi amigo tiene razón: mientras más crecemos, más nos duele el m u n d o —ese dolor aterrador que hace que se nos humedezcan los ojos— y la conciencia que tenemos de él. Las cosas se vuelven graves, verdaderamente graves. Ya no estamos para dárnoslas de astutos o metafísicos. No podemos ser observadores cuando la casa se está quemando. Sin embargo, más adelante el tema volvió a salir a la superficie. Esa «filosofía masculina» de la que su mujer Héléne se burla con simpatía —porque podría legítimamente exclamar: ¡Aterricen muchachos!— sigue animando nuestras conversaciones y caminatas por las montañas de Le Valais. Emmanuel se encabrita cada vez que digo —y repito— que si se le dan pequeños golpes de martillo a la realidad, así como Nietzsche nos dice que hay que hacerlo con la filosofía, el sonido es hueco, hay brujería ahí dentro. Me cita como ejemplo al ingenioso Ulises. Saca a relucir la buena vida que tuvo, con mujeres, con hijos, con perro, con una casa en Itaca, con los pies en la tierra, aunque muchas veces se haya echo a la mar, que a fin de cuentas fue alguien que vivió con los pies en la tierra, sin buscarle las cinco patas al gato, ¿entiendes a lo que m e refiero Hervé? Es cierto. Tiene razón, pero como no puedo creer que m i amigo confunda la realidad con la superficialidad de la existencia como lo hizo Napoleón, por ejemplo, para quien Austerlitz y Waterloo, o el aire perfumado de Córcega y la h u m e d a d de Santa Helena no eran jugadas de Maya, y como también sé, por haberlo vivido, que el hambre, el vino, el sueño, el amor, la poesía, la meditación, la danza, la fiebre, el sonido de la flauta y del tamboril, la locura y el arte, el telescopio y el microscopio, las fumigaciones, inhalaciones, emanaciones, la ascensión, e incluso la muerte, son todos medios que nos permiten desprendernos de esta capa de superficialidad y que nos muestran que esta vida h u m a n a que recibimos con fecha de término es parcelaria, pasajera, insuficiente, minúscula y limitada, por todas esas buenas razones que acabo de enumerar y mientras caminamos entre gencianas y rododendros con la sensación de que el tiempo no pasa, sigo deseando que llegue para él ese m o m e n t o en que la visión logra penetrar todas las cosas, (¡Es eso, es esol), algo por lo que yo sería capaz de dar mil vidas bien vividas como la de Ulises.

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El elefante llamado

atman

Para nosotros, «atman» no es más que una palabra, pero cuando la realidad de esta palabra se devela y nos alcanza, como pez que torpedea, todo se detiene: súbitamente se acaban las envolturas, las capas, la corteza. De un m o m e n t o a otro, la vida queda al desnudo. Fin de la historia, fin de la búsqueda. Quedamos rendidos. Cuando Abraham suelta finalmente el cuchillo e Isaac levanta la cabeza, el alivio que experimenta el anciano no es más que una pálida sombra para el que está invadiendo ahora cada una de las células de nuestro cuerpo. El atman no se deja dirigir por ese mandamás que llevamos dentro: no logramos encasillarlo, ni hacerlo entrar en categorías o estadísticas. Por esta razón, los espíritus cartesianos, que consideran que dos propuestas contrarias no hacen buena dupla, jamás podrían sentirse cómodos en la India. Es también la razón por la cual, contrariamente a lo anterior, los ingleses sí lograron sentirse cómodos. El atman es inalcanzable. La Katha Upanishad dice que «el atman n o puede ser alcanzado ni a través de la exégesis, ni del intelecto, ni de estudios exhaustivos». Pero ojo, buscar el atman y alcanzarlo es imperativo. De lo contrario la vida se volvería vana, se perdería como agua de lluvia que se escurre a toda velocidad p o r una ladera. Todos los hindúes piadosos lo buscan. Sólo piensan en eso. Todos sus ejercicios de yoga, sus meditaciones, sus especulaciones, sus contemplaciones, las discusiones entre ellos, sus himnos, ritos, mantras, la Kundalini y los chakras que tratan de despertar, sus libaciones, sus sacrificios, su adoración (¿existe pueblo más adorador?), tienen este objetivo en la mira: el final de la cebolla. Cuando se ha conocido el atman, no queda nada más por conocer. Escapamos de las «garras de la muerte». Justamente por eso debemos meditar el atman sin dejarnos vencer por el desaliento. Cuando el espíritu inquieto del h o m b r e pierde el foco, hay que resituarlo una y otra vez, hay que atarlo al yugo. Ojo, es urgente. «El atman, escribe Shankara, debe ser conocido aquí, en esta vida. Este es el precepto... Si conocemos el atman aquí, encontramos la verdad suprema y alcanzamos el objetivo de la existencia; esta es la intención. Si no lo conociéramos, la vida sería inútil. Se destruiría entonces constantemente el ciclo incesante del nacimiento y de la muerte. Debemos conocer el atman con la intención de poner fin a aquello». Palabra solemne: «si no se conociera el atman, la vida sería inútil». Si atravesáramos la vida sin ninguna intuición del atman, sin vinculación, sin

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apertura alguna hacia el infinito, perderíamos el objetivo de la existencia. Sería u n derroche. Habría que volver a nacer una y otra vez. El atman no es algo que se merezca. La Madre Teresa n o está más cerca de él que la mujer adúltera. No es algo que podamos atrapar o alcanzar, no es algo sobre lo que podamos ejercer dominio. Es el atman el que nos atrapa a nosotros. Los maestros de yoga dicen que actúa como un rapto. No sabemos por qué sucede, ni cómo ni cuándo. Sin embargo, n o debemos dejar de buscar. Es como el destello del rayo que ilumina todos los objetos sumergidos en la noche. ¿Por qué es repentino? Porque la naturaleza del atman es entera como el mar, como el elefante: por debajo, no respiramos; por encima, sí lo hacemos. No existe la gradación. El atman está oculto; sostiene este universo entero con una parcela infinitesimal de su ser, lo penetra como el sabor de la sal que penetra el gran océano. Es más fino que lo más fino. Sin embargo, el h o m b r e «fino» lo percibe: «los que hilan fino, lo ven», asegura en una nota soprendentemente optimista la Katha Upanishad.

Tiene mil cabezas, mil ojos, mil pies, mil manos (¡qué complicado debe ser hacer yoga!). Pero corre sin pies, rema sin manos, observa sin ojos. I n m ó vil, avanza más rápido que los que corren. Ciertamente n o se parece a nada conocido. «Distinto a lo conocido, distinto a lo n o conocido», dice la Kena Upanishad. Cuando por fin lo encontramos, olvidamos todo «como el h o m b r e en brazos de la mujer amada, que pierde toda noción del exterior y del interior», dice el sabio Yajnavalkya en la Brhadaranyaka Upanishad. ¿Cómo encontrarlo? Los enamorados de Dios dicen que a través del amor. Sólo lo amamos a él. Se equivocan, amigos, si creen que aman a su mujer, a sus hijos, que aman una casa, que aman a su país, el dinero, el poder, las risas, los ritos, la buena compañía, los grandes crudos, los buenos dioses, craso error, amigos míos. Es a él a quien siempre aman aunque no lo sepan: al amado universal. Quien lo haya visto, ya no podrá dejar de amarlo. Ese h o m b r e ya no podrá volver a distraerse. El atman es como un sol. Ilumina a todos los seres, los conecta como el hilo que conecta las perlas de un collar. Nos acerca unos a otros: el que agreda, hiera u ofusque a u n ser vivo —planta, animal o ser humano—, se daña a sí mismo, daña el atman que está oculto en nuestros corazones. Quien «destruye» al indestructible atman, se destruye a sí mismo. Entonces se dirige hacia los «mundos sin sol», dice la Upanishad.

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La ética: u n asunto de r e c o n o c i m i e n t o

Amar al otro «como a sí mismo»

En las sociedades que los escritores tradicionalistas consideran «tradicionales», la ética es un subproducto de la metafísica. Dios es el guardián de las leyes inmutables. Gracias a él el m u n d o no se hunde en el caos. Gracias a él, no todo está permitido. Pero el Dios abisal de místicos y filósofos, ese que reside más allá de la dualidad, más allá del bien y del mal, del ser y del no ser, ¿cómo podría ser guardián de alguna ley? ¿Qué tipo de ética puede basarse en semejante Dios? El concepto hindú del atman nos da algunas pistas al respecto. Cuando el h o m b r e ético reconoce en otro su propia esencia, ya no puede volver a ser indiferente a algo. Todo destino pasa a ser como el suyo propio, todo dolor también: para él, siempre doblan las campanas. A causa del el atman, debemos amar al prójimo «como a nosotros mismos». No podemos dejar al prójimo abandonado a su desdicha, ya que su desdicha es también nuestra. Es una evidencia ontológica en la que frecuentemente no reparamos. La ética es entonces un asunto de reconocimiento. Cuidar de uno mismo, como Sócrates le recomienda a sus discípulos, significa, en primer lugar, cuidar el Ello, es decir, el atman. Pregunta: ¿cómo lograr amar a otro cuando ese otro se comporta de manera detestable? ¿Hitler n o es acaso m i prójimo? ¿Qué empatia podemos tener con los que carecen de empatia? Es posible que el sabio, que ve con los mismos ojos el oro y el lodo, pueda conocer la respuesta, yo no la conozco. Por ahora m e conformaré con darles tres ejemplos de no reconocimiento: el primero por miedo, el segundo por prejuicio (este último nos deja atrapados in extremis) y el último por simple imbecilidad.

La ética a ocho mil metros

En el evangelio de Lucas, hay un habitante de Samaría que desciende a la ruta que une a Jerusalén con Jericó. En el precipicio ve a u n h o m b r e que ha sido golpeado por unos ladrones y que parece estar enfermo. El samaritano se detiene, vierte sobre sus heridas una mezcla de aceite y de vino, venda sus heridas, carga al hombre encima de su burro y lo conduce a u n albergue. Le paga al dueño del albergue y luego se va. Se le llama el «buen samaritano».

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Una historia simétricamente opuesta, pero digna también de reflexión, tuvo lugar en las pendientes del Everest el 11 de mayo de 1996. Tres indios que bajaban de la montaña, fueron siendo sucesivamente afectados por el mal de altura. Estaban a más de ocho mil metros. Acostados sobre la nieve, a merced del frío y sin ayuda, estos tres hombres estaban entregados a una muerte segura. Ese día, dos japoneses, Eysuke Shigekawa, de veintiún años, e Hiroshi Hanada, de treinta y seis, escalaban en dirección a la cumbre. Se cruzaron primero con u n o de los indios y luego u n poco más arriba con los otros dos, pero no se detuvieron. No intercambiaron ni una palabra, tampoco agua, ni alimento, ni oxígeno. Siguieron su camino, tal como lo hicieron el sacerdote y el levita en la historia del buen samaritano. Un poco antes del mediodía llegaron a la cumbre y lograron volver a su campamento base; fueron m u y felicitados por sus camaradas. Los tres indios murieron. Al ser interrogados posteriormente por u n periodista del Financial Times, los dos japoneses explicaron que no habían encontrado ninguna razón para detenerse: «No conocíamos a esos hombres, por eso no les dimos agua. No hablamos con ellos. Sufrían del mal de altura. Parecían peligrosos», indicó Hanada. No habían reconocido al Mismo en esas siluetas fantasmales. Pero sí habían percibido u n posible peligro. Shigekawa dijo estas palabras dignas de destacar: «Por encima de los ocho mil metros, n o hay moral que valga». A ocho mil metros de altura, donde cada paso pesa, donde la respiración es laboriosa, donde los pensamientos logran abrirse camino con dificultad entre una sinapsis y otra, donde la muerte acecha, la moral deja de existir. La moral es u n lujo para la gente de la planicie que camina ligero. Allá arriba, cada u n o vela por sí mismo. ¿Pero entonces de qué sirve ir allá arriba? «¿De qué le sirve a un h o m b r e conquistar el m u n d o entero si pierde su alma en ello?», preguntó Jesús un día. Pero ese m i s m o Jesús, y tienen toda la razón en recordármelo, dijo también: «No juzgaréis». Este precepto se aplica a todos los hombres que viven por debajo de los ocho mil metros.

La ética en la ribera del Ganges

Ni siquiera los sabios están protegidos de un m o m e n t o de ceguera. Shankara, considerado por sus discípulos como una reencarnación de Shiva, dios de la desilusión, lo vivió. Un día, mientras se encontraba en Benarés, estuvo a punto de no reconocer al Shiva en cuestión, cuando este se le presentó hirsuto y andrajoso.

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Mientras el maestro se dirigía a los ghats del Ganges, se cruzó en una calle estrecha con un chandala, un sin casta miserable e inmundo, de piel oscura, pequeño y casi desnudo. El hombre le impedía el paso. Con la punta de una cuerda sostenía a cuatro perros que estaban tan sucios como él. Para los brahmanes, la suciedad de un chandala es contagiosa: el eco de su voz y el contacto de su sombra contaminan. Shankara hizo un signo para que lo dejaran pasar. El miserable replicó: «¿Qué tengo que mover? ¿Mi cuerpo o mi alma?» Porque si se trata del cuerpo, dijo el hombre, no es sólo m i cuerpo el que es impuro, sino el de todos los seres. Pero si se trata del alma, esta siempre es pura. «El alma de un asceta, de un ladrón o de un asesino es divina e inefable en su esencia. Sólo las acciones son por naturaleza capaces de ensombrecerla», agregó el chandala. Me imagino que habrán observado dos cosas. Primero, que este tipo de encuentros sólo suceden en la India y, segundo, que el mensaje es alentador: el «ensombrecimiento» del alma es pasajero, sólo toca la periferia; el centro sigue siendo siempre apacible y luminoso. Shankara reconoció en ese ser por todos despreciado, a un liberado viviente, a un jivan-mukta, es decir a u n gran sabio. En el Otro —en el último de los otros— finalmente había reconocido lo Mismo. El maestro compuso entonces un famoso h i m n o que entre otras cosas dice que el atman invade a todos los seres «desde b r a h m a hasta la hormiga». Por esta razón, todos merecen respeto. Ninguno debe ser maltratado o despreciado. Cuando shankara terminó su canto, el dios Shiva, radiante, se le apareció en la figura del mendigo. En una m a n o llevaba los cuatros Vedas, tal como el chandala había sostenido en la suya a los cuatro perros.

La ética en el hospital militar de Kabul

Era octubre de 1995. Terence White, el corresponsal de la AFP, había sido gravemente herido en el frente en los alrededores de Kabul. El encargado de limpiar los morteros, un mujahid que no había inventado la pólvora, en vez de dejar que la bala se deslizara debidamente, la proyectó en el tubo del dispositivo provocando la explosión de la bala y del mortero. El estómago y el intestino del pobre Terence fueron perforados por fragmentos de acero. Otras dos personas murieron. En esa época, los occidentales con residencia permanente podían contarse con los dedos de la mano. Si mal no recuerdo, había cuatro: los corresponsales

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de tres agencias de prensa internacionales y Suzy Price, la corresponsal de la BBC. Terence era m u y popular en Kabul, pues tenía una excepcional visibilidad física (era enorme), una risa estruendosa y una personalidad generosa y entusiasta. Lo fui a visitar al hospital militar, donde médicos y enfermeros afganos se esmeraban en darle una buena atención médica. Estaba acostado en una camilla con ruedas. Una luz otoñal, amarilla y fría, inundaba la espaciosa sala. Había otros heridos acostados a su lado. Me miró con insistencia, m e incliné hacia él y m e susurró al oído: «Me hicieron cosas horribles». Hablaba del personal médico afgano, y agregó: «Hervé, sácame de aquí». No lo dudé ni siquiera por u n segundo. No lo sacaría de ahí. Acaba de desembarcar en Islamabad. No tenía ninguna idea de cómo p r o ceder para sacarlo de ahí, y tampoco m e parecía una buena idea. Terence tenía fiebre. Podría decir, incluso, que deliraba. Tanto médicos como enfermeros tenían la reputación de ser personas dedicadas y competentes. Posteriormente ordené estos razonamientos, tal como lo hicieron los dos japoneses para justificar el no haber socorrido a los alpinistas indios. Pero en ese m o m e n t o , no lo dudé ni por un segundo. No importa. «Sácame de aquí», esas palabras provenientes desde el fondo del corazón de Terence tendrían que haber tocado el mío. Tendría que haber discutido con los médicos y enfermeros, con la directora del hospital, tendría que haber intentado comprender o, por lo menos, darle vueltas al asunto en m i cabeza. Aquel día, m i corazón se mantuvo plano, como el encefalograma de un muerto. De todas las estupideces que hay, esta es la peor de todas: la estupidez del corazón. No, definitivamente aquel día no reconocí al Mismo en m i compañero. En el islam, Dios recibe el n o m b r e de al-Sami (el que escucha bien): escucha los sonidos del m u n d o . No es en vano que se eleva la voz del afligido, la del prisionero, la del mendigo, ni el grito de sufrimiento de los animales heridos o maltratados. También lo llaman en el islam al-basir (el que ve). Aquel día, no p u d e ver nada, no escuché nada. Esto n o es algo que m e haga sentir orgulloso. Terence sobrevivió. Ese gigante rubio y barbudo que mis hijos adoraban, fue transportado por la Cruz Roja a Islamabad, para ser posteriormente transportado en u n avión sanitario a París, donde terminó su recuperación. Volvió a trabajar a Kabul y después se estableció j u n t o con su mujer e hijo en Nueva Zelanda, su país de origen.

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Eso n o es p r o b l e m a Recordemos que la palabra Dios designa dos realidades (o ilusiones) distintas: por un lado está el Dios personal de los creyentes, que posee atributos y cualidades, y por el otro está el Dios de algunos místicos, sufís, filósofos y marginales, el Dios embudo, impersonal, amorfo, sin fondo ni final. Cuando los nombres divinos son aplicados al Dios personal, entran en contradicción flagrante con el m u n d o tal como lo conocemos, lo que para las mentes apegadas a la coherencia representa un problema. He aquí algunos de estos nombres problemáticos. Si Dios es bueno y misericordioso {ar-Rahman y ar-Rahim), ¿por qué existen entonces los descuartizados, los escaldados, los degollados, los crucificados, los ciegos, los sin voz, los sin manos, los condenados de nacimiento, los que fueron condenados antes de nacer, los condenados por educación, etc.? ¿Por qué? Si Dios es el gran ordenador y el gran reparador (al-Jabbar), ¿por qué entonces encontramos desórdenes, fiascos a repetición y fallas por doquier? Si es el que reúne (al-Jami), como el tejedor que reúne los hilos para urdir su trama, ¿por qué entonces estos agujeros, fracturas, desgarros, malos entendidos, discordias y divisiones? Si es el que guía (al-Hadi), si es la luz (al-Nur) del m u n d o , la que ilumina a todos los hombres, ¿por qué existen entonces la oscuridad, la perdición, el extravío y la ignorancia? Si es el que da generosamente sin esperar nada a cambio (al-Wahhab), ¿por qué entonces nuestra pobreza, nuestra precariedad, nuestra inseguridad y nuestra miseria? Si es el protector (ai-Hafiz), ¿por qué entonces las catástrofes? ¿Dónde estaba nuestro protector cuando apareció el lobo? Si es el hermoso (al-Jamil), fuente y amigo de toda belleza, ¿por qué entonces esta fealdad que invade al mundo, estos pelos que asoman de la nariz y de las orejas, esta hediondez bajo la epidermis, esta gangrena del paso del tiempo? Si es el compañero (ar-Rafiq), el que el profeta invocó en su última hora, si es el cercano (al-Qarib), el más cercano, el más íntimo, ¿por qué entonces este frío, esta soledad, esta tristeza, que se deja incluso sentir cuando estamos acurrucados bajo ese plumón del que no queremos salir ni siquiera para oír tus explicaciones? Sí, ¿Por qué? Es u n verdadero problema, ¿no es así? En su sentido original, u n problema es un obstáculo que la mente debe enfrentar. Los occidentales lo llamaron el «problema del mal». Me imagino que así debe ser, ya que ese Dios que destruye

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Nínive y Babilonia, Dresden e Iroshima, sin olvidarse de paso de arrancarle u n ojo a la mosca, no ha de ser u n dios bonachón, ¿no es verdad? Nos obstaculiza. Nos hace u n escándalo. En resumen, ¿si es realmente quien dice ser, es decir u n Dios b o n d a doso y todopoderoso, c ó m o p u e d e haber fracasado tan m o n s t r u o s a m e n t e en su creación? ¿Por qué se queda entonces de brazos cruzados sentado en su nube? Me aventuro ahora en una idea doblemente arriesgada: el problema del mal se plantea con más agudeza en el judaismo y en el cristianismo, que en el islam; la razón es que el musulmán mantiene en la mira el carácter no representadle y desprovisto de cualidades de Dios (lado norte), aunque a diferencia de los hindúes n o disponga de un n o m b r e específico para designarlo. En la palabra «Alá» coexisten —con peso equivalente— vertiente norte y vertiente sur, el elefante entero y el elefante en partes, horizontalidad y verticalidad. Es una particularidad del islam. Agreguemos que eso —el b r a h m á n de los hindúes, la deidad del maestro Eckhart— es i n m u n e al problema del mal. Es necesario recordarlo ya que nunca lo pensamos. Eso carece de atributos. Sería absurdo decir que eso es bueno — tan absurdo, dice el maestro Eckhart, como decir que el sol es negro, ya lo hemos visto. Sería absurdo decir que eso es todopoderoso. Incluso resulta absurdo decir que eso sea consciente del m u n d o y del mal que lo habita. Eso n o entra en contradicción con nada ni con nadie que esté en el m u n d o . Eso es otro. Eso es todo. Eso es cualquier otro. Eso, entonces, n o plantea problema alguno. El problema del mal sólo surge en referencia al Dios personal, comprometido en una relación de dualidad con el m u n d o , pero ahí sí que surge plenamente. Este problema atormentó también a muchas almas cristianas y judías, que n o necesitaron de Auschwitz para captar su agudeza. Leibniz aportó una respuesta que sigue siendo célebre. Esencialmente se trata de lo siguiente: Dios, explica en los Ensayos de teodicea, lo hace lo mejor posible. «Entre una infinidad de m u n d o s posibles, el que nos ha sido dado efectivamente, es el mejor de todos». Mantengamos presente esta idea: el mundo que efectivamente nos ha sido dado es el mejor.

Voltaire se burló de esta respuesta leibniziana con algo de pesadez y de liviandad al mismo tiempo. Cuando después del terremoto de Lisboa (1755), el escritor le hizo observar al pastor Jean-Jacob Vernet, teólogo genovés, que la providencia «se lo había pasado por el culo», o algo parecido, estaba

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desconociendo las tensiones inherentes al sistema. No estaba considerando el hecho de que el mal es inherente a la noción misma de creación, es decir, alejamiento de Dios, del bien absoluto. Mientras más nos alejamos del sol, más disminuye el calor. Es ineludible. El mal es ausencia de bien, ausencia de luz. Sin embargo, el Dios bondadoso en el que Leibniz creía, ese que es fuente de toda bondad, dispuso la creación de manera tal de que el mal incomprensible que existiera fuera mínimo. Dios, que hace todo lo mejor posible, no puede hacer las cosas mejor de cómo han sido dadas. El sismo de Lisboa es un efecto colateral de lo mejor de Dios, tal como la mugre es un efecto colateral de la máquina de pistones. En realidad, habría una forma de hacerlo mejor, que consistiría en ponerse a silbar sin demora sobre el final de la creación para que todo fuera reabsorbido en la unidad. Si el Dios creador, preso de u n remordimiento o bajo el influjo de su misericordia —que ya no tendría razón de ser—, atrajera hacia sí todas las cosas que han sido creadas, el mal desaparecería inmediatamente: sin creación no habría mal. Por el contrario, dentro del marco restrictivo que lo caracteriza —darle un lugar a otro—, el buen Dios, ese al que podemos acceder a través de una oración eficaz, actúa en conformidad con su naturaleza bondadosa cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo, pero lo hace subrepticiamente, dentro de los márgenes, por gradaciones ínfimas, a m e n u d o sin que el beneficiario lo sepa, para no perturbar la programación del m u n d o . Hace lo máximo que sea compatible con la alteridad, es decir, con la existencia de otro distinto a él. Si hiciera un poco más, si el m u n d o fuera u n poco mejor, incluso una pulgada mejor, se vería atrapado en la unidad divina: no hay otro, no hay juego, no hay creación. Fin. Schopenhauer expresa un razonamiento exactamente inverso, pero para nada contradictorio: «Aunque el m u n d o fuera sólo ligeramente peor, n o podría subsistir». Vivimos en el peor de los m u n d o s posibles. Del acercamiento de estos dos pensamientos antagonistas, el del Leibniz y de Schopenhauer, podemos deducir que el m u n d o tal como lo aprehendemos está pendiendo de un hilo, y se sostiene por una necesidad imperiosa: no puede ser mejor ni peor de lo que es, pues si lo fuera tropezaría con el no-ser. Sin duda deben conocer al actor Michael Lonsdale que actuó en De hombres y de dioses de Xavier Beauvois y en India song de Marguerite Duras. Aunque se defienda diciendo que no se considera en absoluto u n teólogo, impresiona más que una escuadrilla de teólogos con sus aires de profeta, encorvado por el tiempo y la desdicha, con su voz lenta y suave que parece surgir desde el

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fondo de los tiempos. Lonsdale, que es cristiano, fue interrogado en una emisión televisiva sobre el problema del mal. Respondió que la proliferación del mal se debía a la impotencia de Dios. Dios, decía Lonsdale, «sólo dispone del amor» para luchar contra el mal. No obliga a nadie. Es infinitamente paciente, pequeño, retraído, está ahí con su amor, esperando a que estemos dispuestos a enternecernos, a mirarlo y a hacerle u n espacio. Me pareció que esta explicación tiene más valor que cualquier otra. Los gnósticos emitieron la idea de que el Dios creador no era bueno, o había delegado el trabajo de la creación a divinidades de segundo orden, peores que él, o simplemente al diablo. Hay otros que piensan que Dios no existe, y esa parece ser la solución más simple al problema del mal. No olvidemos esto: el problema siempre surge en relación a una representación de Dios. Si suprimen la representación, el problema desaparece. No existe el problema del mal para el ateo que n o cree en ninguna de estas representaciones, ni para el sabio, conocedor del atman, que está más allá de toda representación. Nos preguntaremos para qué sirve este atman de los hindúes, este dios sin manos, sin ojos, sin orejas, que no escucha, que no habla, al que n o se le reza, ese al que no nos entregamos confiados durante la prueba. ¿De qué sirve «eso» cuando el barco se hunde, cuando m i nieto se ahoga, cuando tiembla la tierra? Respuesta del hindú: no sirve de nada. Hace algo que es mejor que servir para algo. Es. Es lo real. Ahora bien, si le hacemos caso al hinduismo, todas sus partes, por ínfimas que sean, están impregnadas de partículas de beatitud (anandá), como el b o m b ó n de sésamo lo está de grasa. El hindú intenta captar esta felicidad, este maná, y alimentarse de él: no conoce mejor antídoto para el sufrimiento, para la angustia y para la muerte. Sabe hacia dónde dirigir su mirada. Sabe también que el mal se despliega fuera de lo real, en u n intermedio que no es ni ser ni no-ser, llamado Maya. En el hinduismo el problema del mal n o existe, pero tal vez exista un problema con Maya, y es hacia allá que vamos a dirigir nuestra mirada ahora.

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VI. ¿Quién escondió al elefante?

Recuerdo que cuando iba a almorzar a casa de m i abuela, que vivía en Rué de la Cure, m e despertaba siempre m u y temprano y feliz. Granny tenía unas caturras que dejaba volar en libertad en la cocina, pero curiosamente algunas de ellas nunca salían de su jaula. Era como si hubieran olvidado que tenían alas o como si estas hubieran sido demasiado pesadas para desplegarse. Más adelante, mientras escribía este libro, quise saber a qué atenerme al respecto e interrogué a la señora D, una ornitóloga aficionada amiga. Me preguntó si m i abuela había puesto un espejo dentro de la jaula. Yo no lo recordaba. Si así hubiera sido, prosiguió ella, probablemente las caturras deben haber estado mirándose al espejo. A las caturras les encanta mirarse. Cuando están ocupadas en eso, no piensan en salir de la jaula. Olvidan el cielo y la libertad. ¿Por qué los ciegos no ven al elefante? ¿Por qué los prisioneros de Platón no salen de la caverna? ¿Y las caturras de su jaula? La respuesta de la India es una: Maya, que en Occidente habitualmente traducimos como «ilusión».

Ilusión Retomo la pregunta: ¿Por qué no podemos ver al elefante que tenemos delante de los ojos? ¿Cómo es posible que no reparemos en una realidad omnipresente? La respuesta ya la conocemos: porque somos ciegos. ¿Pero por qué somos ciegos? El vedanta, que es la médula del hinduismo, un poco como el sufismo lo es del islam, que es el cumplimiento de los Vedas {Veda anta), al igual que la más alta filosofía de la India, ha colocado esta pregunta en el centro de su meditación. Shankara, que vivió en el siglo VIII de nuestra era, le aporta a esta paradoja de la evidencia oculta una respuesta igual de paradójica: afirma que hay una sola realidad, el brahmán, que esta realidad n o tiene segundo, y que por consiguiente no existe prisionero en el fondo de una supuesta caverna,

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que n o hay caturras en la jaula, que no hay ciegos frente a u n supuesto elefante, que n o hay nosotros. Sin embargo, Shankara sabe perfectamente que su enseñanza no está dirigida a los sabios, sino a los hombres comunes y corrientes, es decir a los ciegos de nacimiento. Al respecto nos da también una explicación adicional: el m u n d o en el que vivimos, ese m u n d o que aprehendemos de manera fragmentada por los ciegos del cuento, existe de una manera determinada, singular y enigmática, como manifestación de Maya. Esta potencia que podríamos calificar como iridiscente, nos encandila. Es ese cúmulo que tenemos en el ojo, como una viga, el que ha causado nuestra ceguera. Pero desde el m o m e n t o en que la viga desaparece, la realidad resurge como siempre fue. Entonces despertamos. Este es u n resumen m u y sucinto de la gran doctrina de Shankara, pero creo que la interpreta fielmente. La palabra maya proviene de la raíz ma, que significa «medir, delimitar, construir». Maya dibuja formas evanescentes en una hoja en blanco, establece cierres en u n espacio eternamente vacío. Creemos en la trama abigarrada que nos presenta, como lo hacen los niños en el cine con las imágenes de una película. Adherimos a ella con toda nuestra alma. Durante este tiempo, este largo tiempo de la historia, b r a h m á n se ha mantenido relegado en el fondo — en el inmenso fondo, mientras que la ilusión ha estado desplegando sus efectos minúsculos en la tarima del escenario, ante seres minúsculos con vidas y pensamientos minúsculos. ¡Qué prodigios! Si tal como lo dice el estudioso de la India, Olivier Lacombe, Maya nos introduce «en el corazón del misterio propio del error», entonces merece toda nuestra atención, ya que errores cometemos continuamente: errores de juicio, de apreciación, de perspectiva, errores por confusión, por omisión, por presunción, por inoportunidad, por vanidad, por olvido o ignorancia... El peor de todos, lo que de alguna manera podríamos considerar el error-raíz, es no tom a r conciencia de nuestra inclinación estructural al error, y por consiguiente no desconfiar de nosotros mismos, condición primera para una recuperación, tal como lo dijo Pascale. ¿Dónde está Maya, el principio del error? ¿En las cosas o en nuestra mente? ¿Es real o sólo una ilusión? Maya pertenece a un orden existencial aparte, suigeneris, como lo son algunos organismos públicos franceses: no p o demos decir que existe ni tampoco que n o existe. No está ni dentro ni fuera. No la conocemos nunca en sí misma (no tiene ser-en-sí), pero sí podemos percibir y experimentar sus efectos ambiguos, escurridizos y temibles.

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¿De qué manera opera? Por sobreimposición (adhyasá), enseña Shankara. En este punto tendré que pedirles un esfuerzo de atención adicional, pero breve y sobre todo útil, ya que si no tenemos ninguna idea del m o d o operatorio de Maya, tampoco sabremos qué camino tomar para liberarnos de ella. En un comentario a los Brahma Sutras, Shankara definió la sobreimposición de manera bastante estrafalaria, como una «presentación aparente con forma de memoria, sobre otro fondo objetivo, de maneras de ser ya percibidas con anterioridad». La clásica imagen es la de la soga y la serpiente. En el camino encontramos una soga, pero en la p e n u m b r a creemos que lo que vemos es una serpiente. Nos invade el miedo, «maneras de ser ya percibidas con anterioridad», es decir recuerdos negativos asociados a la serpiente confluyen a nuestra mente. Un proverbio gabonés dice: «El pie que ha sido mordido por una serpiente le teme a un pedazo de cuerda» —nosotros decimos: «Gato escaldado, del agua fría huye». El dato «objetivo», que es la cuerda, está oculto tras el dato sobreimpuesto: la serpiente imaginaria. Maya es la potencia que nos hace ver las cosas como no son. Adán, el primer hombre, creyó que estaba mordiendo una hermosa manzana roja, pero lo que estaba mordiendo fue la muerte que ensombrecería su destino y el de sus descendientes. Por descuido entró en un mecanismo de sobreimposición de consecuencias incalculables. Alberto Giacometti estaba familiarizado con estos extravíos (y abro aquí un paréntesis). Su mirada tenía el poder de transformar a una hermosa m u jer en diosa, transformándose él mismo en un adorador. Un maquillaje bien logrado, u n aire, una silueta, el encantamiento de una voz o de una mirada, eran suficientes para que Giacometti entrara a fondo en la representación o, retomando el vocabulario técnico de la India, en una sobreimposición febril. En un libro titulado El atelier de Alberto Giacometti, Jean Genet reprodujo un diálogo que tuvo al respecto con el artista: «Cuando paseo por la calle, le dice, y veo de lejos a una ramera, veo eso, una ramera. Cuando la tengo desnuda frente a m í en la habitación, veo una diosa. —Para mí, una mujer desnuda es una mujer desnuda, responde el escritor. No m e impresiona en absoluto. Soy m u y incapaz de verla como diosa. Pero veo sus estatuas como usted ve a las rameras. —¿Usted cree que logro mostrarlas tal como las veo?» Maya es la potencia que hace que a través de la mirada de los hombres, una mujer, con todas las preocupaciones que lleva a cuestas, con sus callos, con sus

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caries, con sus adornos, una mujer n o especialmente pulida, en otras palabras, un ser como usted o como yo, se transforme en diosa, una choza deteriorada se transforme en castillo, una extensión de arena en oasis, una cuenta bancaria en sensación de poder. Fin del paréntesis. ¿Cómo es esto posible? ¿De qué manera imágenes sobreimpuestas pueden oscurecer la lucidez del único brahmán, al punto de comprometerlo con tanto dramatismo en el devenir? ¿Dónde está b r a h m á n durante el tiempo de la sobreimposición, que es el tiempo del mundo? ¿Cómo logran coexistir u n o y otro, b r a h m á n y Maya, verdad e ilusión? En vez de entrar en el laberinto de los razonamientos, tomemos tres imágenes: •





La imagen de la luna. Verdad e ilusión coexisten como la luna que se refleja en la superficie ondulante del agua: si miramos la luna, es una, pero si miramos el temblor del agua, vemos varios destellos de luna. Es u n asunto de mirada. La imagen del espejo. Verdad e ilusión coexisten como el h o m b r e que se contempla en u n espejo de varias caras, ve varias cabezas pero en realidad sólo tiene una. El espejo capta, desmultiplica, pero no quita. Sigue siendo una cuestión de mirada. La imagen del guante. Verdad e ilusión coexisten como un guante que podemos ponernos al derecho o al revés, sin que su naturaleza de guante se vea modificada durante la operación.

Las dos primeras imágenes expresan la filosofía llamada del advaita (no-dualismo puro), cuyo más eminente vocero es Shankara. En esta visión, lo real es fundamentalmente uno, simple, solo, singular, sin fractura ni contradicción, sin movimiento, sin riesgos, sin alter ego y sin historia, como se ha dicho en numerosas oportunidades. Desde este punto de vista, absolutamente verdadero, por ende paradójico para los hombres que no viven en lo absoluto, nunca habrá u n final de la historia por la simple y sencilla razón de que la historia n o ha comenzado. Advaita expresa plenamente la vocación antihistórica de la India, una de cuyas consecuencias es la indiferencia total de los hindúes por la cronología. Maya, dice Olivier Lacombe, es «incapaz de m o r d e r la plenitud» de brahmán. En otras palabras, despertemos, amigos míos. Esta teología es simplísima: no hay nada que muerda. Ustedes tienen la impresión de ser mordidos,

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¿no es cierto? Tienen la impresión de que la serpiente que entrevieron en la penumbra, esa que ustedes hubieran querido fuera una soga, súbitamente se enderezó y les mordió la mano, la pantorrilla o el brazo. ¿No es así? Comparto esa impresión, como también la sensación de estar comprometido en una vida atrapada por la muerte. Si Maya actúa por sobreimposición, resulta lógico que la liberación se obtenga por sustracción, por desposeimiento, por abandono, según el modelo de Ramakrishna que pela su cebolla, o el de Sócrates que también pela la suya (llamamos a esto la «dialéctica»). El procedimiento opuesto es el de la filosofía acumulativa y deductiva, a la occidental, de la cual Descartes es uno de los pioneros. Parte de una ilusión: «pienso» y más que atacar esta ilusión a martillazos, agrega una segunda: «Luego existo». Hace un doble nudo, una doble sobreimposición. Si el pensamiento se pareciera a una capa de nubes, como lo aseguran los maestros de yoga, detrás de la cual se esconde el cielo azul del ser, tendríamos que sostener la propuesta inversa: Pienso, luego no existo. Mientras más adhiero a estos pensamientos, variables por naturaleza, mientras más tiemblo con ellos, más incapaz m e siento de acceder a la inmutabilidad del ser. No sólo el vínculo cartesiano está errado, desde la perspectiva hindú, sino también su presupuesto inicial: el «yo». Cada vez que dices «yo», enseña un Upanishad, quedas atrapado en la red como pájaro cautivo. La visión del vedanta, lo vuelvo a repetir, es de una maravillosa simplicidad, y si la simplicidad fuera u n criterio de lo verdadero, tal como lo creía Schopenhauer, sería de una maravillosa veracidad. En términos de simplicidad, en el amplio campo de los conceptos del m u n d o , no conozco nada que se le acerque más. ¿Cómo procede Shankara para lograr tal simplicidad? Creo, pero es una suposición, que no parte desde el m u n d o empírico, ni siquiera desde la meditación de los Vedas, menos aún desde la lógica, como lo hacía Descartes, sino desde la experiencia vivenciada. Un sabio tiene esta singularidad, la de experimentar la verdad previo a la reflexión, y n o como su culminación. Shankara experimenta esta cosa simplísima que es la verdad, que India llama brahmán, y luego vuelve al m u n d o con su presa, en el m u n d o encuentra ecos y confirmaciones de la experiencia augural. La tercera imagen, la del guante que damos vuelta, pero que sigue siendo el mismo aunque ni el color ni la consistencia sean iguales al revés o al derecho, expresa la visión de Ramanuja (1055-1137), representante de una rama del vedanta llamada «diferenciada» o «atenuada». En este concepto, lo diverso no

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se funde en la unidad. Es lo contrario: la unidad invierte la diversidad para goce recíproco de dios y del hombre, u n o y otro plenamente reales. «En el error existe lo real», resume sobriamente Olivier Lacombe. Desde el minúsculo grano de arena hasta la rotación amorosa de las estrellas, todo está lleno de brahmán, por lo tanto todo es real. Ramanuja era u n bhakta, u n amigo, u n amante, u n adorador de Dios, como Rumi en la esfera islámica, y n o pensaba para nada que su adoración fuera una ilusión, u n juego de Maya. Para él, el b r a h m á n se transformaba en sonrisa y la vida adquiría el sabor intenso del amor. Ahí va el esposo, de salida, expandiendo su dicha por doquier. ¿Seguiremos dormidos detrás de nuestros muros? Mientras más nos d e m o r e m o s en dormir, más nos demoraremos en ayunar. El bhakta se levanta y corre al encuentro de su amigo. Cuando lo encuentra, se siente pleno. Aunque viviera acostado en u n catre en medio de dos cestas de basura, sería el más dichoso de los hombres. Más sería demasiado. Si tuviera más, daría un vuelco hacia la otra cara, ese (no-)lugar que designa Shankara, donde todo se extingue. Pero el bhakta no quiere ir, no tan rápido, no tan pronto («no despierten m i amor, antes de la hora del placer»). En la doctrina de Ramanuja, el guante sigue siendo guante al derecho o al revés (mientras que la luna en la visión shankariana, está en el cielo y no en sus reflejos), lo real resplandece en el reflejo de la apariencia, plenamente, deliciosamente, y aunque se esconda, siempre será para gran dicha de los enamorados de Dios.

Realización Los sabios de la India dicen que Maya es u n instrumento de dios: por el poder de su maya —yoga descendente—, el dios se entrega al m u n d o que no lo conoce, «él, el no-nacido; él el imperecedero», canta la Gita. El poder inverso de desilusión, es decir de realización, le pertenece también. Así entonces, en un gran vaivén cósmico, el dios produce la multiplicidad antes de reabsorberla; diferencia, proyecta y retrae: ese es su juego, el gran juego divino que los hindúes llaman lila. La perspectiva cristiana es diferente. Dios, que es bueno y misericordioso, no ilusiona a nadie. La caída en la multiplicidad y en la opacidad es algo inherente al hombre y a su libertad, a esa insondable libertad que tiene de no mirar en dirección del bien y de la luz. Pero el poder de realización —o si preferimos

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de redención— le pertenece esencialmente a Dios. Es él, el Dios idéntico a lo real — ens realissinum— el que tiene el poder de exfiltrar al h o m b r e de la ilusión haciéndolo real, cada vez más real, desde el m o m e n t o en que la libertad del hombre deje de obstaculizar su acción. Este m u n d o no cultivado, tambaleante, que apela, que suda, que espera, que trabaja, que gesta, que se pierde, ese es su material. Ante todo eso, Dios se inclina como lo haría un obrero ante su mesa de trabajo.«Dios es un realizador de todas las cosas», escribe el maestro Eckhart. Para meditar en torno a este magnífico nombre divino, el Realizador, dejaré de apoyarme en el islam y en el hinduismo —porque este nombre proviene del maestro Eckhart— y lo haré en una palabra de Jesús, que el islam llama el «profeta Issa», y que a partir de ahora, en un hermoso impulso ecuménico, yo también procederé a llamar Issa. Esta palabra es sorprendente. Hela aquí: «Porque al que tiene se le dará más, pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado». En esa «buena nueva cristiana» que llamamos el «Evangelio», Dios hace las cosas lo mejor que puede. Arregla, repara, complace, obliga, apaña, como lo haríamos nosotros con nuestros hijos. Acorta, prolonga, dilata, anima, llena las brechas, endereza, repara, embellece, en resumen, realiza. E Issa, su hijo, también: «Mi padre trabaja y yo también trabajo», dice. Sabemos m u y bien que el amor nunca es ocioso. Del más pequeño grano de mostaza puede hacer u n gran árbol. Los pájaros del cielo tienen su nido. Él no sólo crea el nido, sino también los pájaros. Una antigua tradición cuenta que cuando Issa era niño, solía modelar pájaros con arcilla. Luego soplaba sobre la arcilla y los pájaros emprendían su vuelo. Es una imagen m u y hermosa. Pero ojo, la operación de realización no siempre funciona. Para que el consentimiento del gran realizador opere y se despliegue, es necesaria una condición: tenemos que poner un poco de nuestra parte. Nada se hace con nada: «A aquel que no tenga se le quitará, incluso, lo que no tiene». Debemos contribuir con algo en la realización de la obra, aunque sea con un poco, incluso con algo tan pequeño como un grano de mostaza; ahí entonces si funciona, está bien, se acepta. Pero si llegamos sin absolutamente nada, entonces ahí sí que no funciona. Nuestro ticket n o es válido. Ex níhilo nihil fit. Ex nihilo no funciona. Porque si no tienen nada —es Issa el que habla con tanta v a l e n t í a deben saber amigos míos, y se los digo en serio, m u y en serio, esa nada les será quitada. No se hablará más del asunto. Serán olvidados, su nada será olvidada, como flecha disparada en la noche. Pero si parten con algo, con u n poco, con un poquitito, no con algo que parezca poco sino un verdadero poco, algo que les pertenezca, algo que ustedes no enterrarían sino que arriesgarían, que

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aventurarían, como cuando se lanzan los dados, en resumen, algo p o r lo que ustedes correrían algún riesgo, riesgo que ciertamente n o será el único que corran, eso está garantizado aunque en este m o m e n t o s tengan dudas al respecto, entonces recibirán m u c h o a la llegada. Quien tenga encontrará. Incluso con creces. No sabemos p o r qué pero es así. Lo poco que tengan al comienzo, ténganlo de verdad, p o r ejemplo, la vida turbulenta de adolescentes que hayan tenido y que alguna vez quisieron remediar, esa a la que desesperadamente quisieron darle forma alguna vez, con u n a línea, incluso con u n punto, en fin, con algo vagamente presentable, ese poco, Dios lo ve. Desde lejos, Él puede ver sus pobres esfuerzos, discontinuos, jadeantes, igual que el padre que desde lejos ve los esfuerzos que hace el hijo pródigo, el de la parábola, para alejarse de esa vida asquerosa en que se transformó su vida, ya n o sabe ni cómo, sin duda a causa de una mala decisión, y ya n o sabe m u y bien ni cuándo ni p o r qué, pero ahora se siente harto y quiere regresar a casa. Su padre se alegra de su decisión como Dios se alegra con ese poco que ustedes tienen, con el que tratan de hacerlo lo mejor posible, improvisando, dando tumbos, tropezando, rechinando los dientes, resoplando y jadeando. Se alegra y se ampara de ese poco, a su manera le da u n vuelco, ese es su juego: ese cambio, esa forma que tiene de transformar el agua en vino, o a u n inexperto en u n Rimbaud, o al soñador en u n hacedor —aun cuando esto suceda en la onceava hora, cuando la oscuridad se deja caer, su hora preferida, in extremis, cuando nosotros ya n o esperamos nada, n o creemos en nada, cuando ni siquiera logramos levantar nuestra carcaza, nuestros cien kilos de peso, como Jef, en la canción de Brel («Deja de victimizarte Jef, deja de repetir que estás a punto de colgarte»). En resumen, es así como obra el realizador, lo hace en u n amén, cuando ya hemos bajado los brazos y dejado de preguntarnos obsesivamente mientras nos retorcemos las manos: ¿Y si m i vida n o sirviera para nada? Ya es tiempo de que dejen de atormentarse, amigos míos, y vean cómo ese poco que ustedes aportaron hace que las cosas den u n vuelco a su favor, u n o que ustedes, a quienes se les había prometido una vida nula y catastrófica, ni siquiera imaginaban. Precisemos u n punto. Issa n o dice: si ustedes tienen poco, tendrán m u cho. Lo que dice es: si ustedes tienen, se les dará, y más de lo que ustedes piensan, pero n o precisa la cantidad que debemos tener. Agrego la palabra «poco» p o r propia iniciativa: aquel que tenga un poco, tendrá mucho. Efectivamente, en

esta negociación queda claro que poco vale más que mucho. Todos los que

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están familiarizados con los evangelios lo saben. Si tienen mucho, están armados, bien parados en la vida, forman parte de esos poderosos que no entran en el reino, que habrían corrido mejor suerte si hubieran nacido camellos, sigue siendo Issa el que lo dice, ya que a decir verdad, los camellos entran en el reino antes que los poderosos, así como las prostitutas lo hacen antes que los fariseos y los publícanos antes que los doctores. Entonces si tienen mucho, como el señor Bertin, arréglenselas con eso, pero deben saber que su mucho tiene muchas posibilidades de perderse. Como de costumbre, lo mejor se encuentra en el centro: ni m u c h o ni nada. Sólo un poco. Con un poco, está bien. Como lo hace el h o m b r e de Issa, ese h o m b r e que tiene poco pero que logra pasar por la puerta estrecha, por el ojo de la aguja, por el que, como ya lo hemos dicho, pasan los camellos pero no los ricos. Pasa y luego crece como grano de mostaza. Entonces, para que el o p e r a d o r opere, para que el realizador realice, sólo hace falta que tengamos algo al inicio; sé m u y bien que estoy siendo reiterativo pero es importante, sólo basta con u n poco: esa es la receta. Un poco que p u e d e ser tres veces nada o incluso u n a vez la nada misma. Aunque sólo haya dos panes pequeños y u n pescado p e q u e ñ o en el fondo de un canastillo, aunque el pescado esté c o n t a m i n a d o y los panes añejos, aunque el canastillo tenga hoyos (y hay que ver cuan llena de hoyos está m i vida, sólo tú lo sabes, Señor) igual los toma. C o n s u m e todo, c o m o el fuego. Sólo basta una chispa. Entonces ustedes que tienen poco (pero no nada), no se desesperen ni se lamenten, porque tendrán mucho. En el islam, a la función de artesano divino le corresponde el nombre divino al-Sani', derivado de la raíz srí cuyos significados, según Daniel Gimaret, son bien concretos y materiales. Traducen la idea de fabricar (de ahí la palabra sina'a, «arte, oficio»), de hacer. El gran obrero divino fabrica como lo hace el tejedor o el orfebre. Con su impulso todo se puede hacer, sin él, nada que valga la pena.

Ti, u n a sílaba e n dificultades En la vertiente norte: unidad. En la vertiente sur: diversidad. Una y otra hasta perderse en el horizonte. ¿Cómo pueden coexistir? Tal como acabamos de ver, la respuesta de la India se resume en una sola palabra: Maya. La diversidad es

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proyectada por Maya, sin perjuicio para la unidad, como si fuera un juego, un sueño o u n trabajo por realizar. ¿Hacia dónde es proyectada? ¿Dónde encuentra la ilusión un lugar en la plenitud de lo real? Uno de los más antiguos y venerables Upanishads, la Bríhadaranyaka Upanishad, nos sugiere una respuesta paradójica, o si prefieren dialéctica: Maya, la ilusión, encuentra u n lugar en lo real, donde es «enmarcada», sostenida, como la nariz en la estructura ósea y en la piel del rostro (a veces sólo lo vemos a Él). Hindúes y musulmanes están convencidos de que verdad y realidad son una sola y misma cosa. Por esta razón, el islam y el hinduismo sólo tienen una única y misma palabra, para designar esta entidad única: la palabra sánscrita satyam y la palabra árabe al-Haqq. Satya (o satyam en la pronunciación védica) está compuesta de tres sílabas: sa, tiyyam. La p r i m e r a y última sílabas (sa yyam) son lo «real», dice el Upanishad, y al m e d i o está lo «falso», es decir lo irreal (representado p o r la sílaba ti): Ti simboliza las fuerzas de la ilusión, de la m e n t i r a y del desorden. Si el m u n d o estuviera regido ú n i c a m e n t e p o r el i m p e r i o de esta p e q u e ñ a sílaba, a b a n d o n a d a a sí misma, aislada, sin sus dos acólitos, rodaría en el caos, se consumiría en la m u e r t e , separada para siempre del ser y de la luz. Pero n o es el caso. La sílaba ti está sostenida p o r sus vecinas sa yyam, como enfermo sostenido p o r dos h o m b r e s vigorosos. De esta solidaridad cósmica brota lo real: satyam, c o m p u e s t o indisociablemente de verdad y de error, de ser y de no-ser, de luz y de oscuridad, todo es u n o . Les recuerdo esa observación tan perspicaz que hizo Olivier Lacombe: «En el error e n c o n t r a m o s lo real». Y viceversa. Cuando nuestra vida se deshace, y tomamos conciencia de todas las sólidas razones que tenemos para desesperarnos, como Jef, resulta útil recordar la sílaba ti. No nos olvidemos de que no está sola, y que p o r consiguiente n o sotros tampoco lo estamos, a pesar de las apariencias. La ilusión es tomada en lo real, y el mal es tomado en el bien, como las nubes en el cielo. En razón de esta solidaridad metafísica, lo falso nunca es completamente falso, lo irreal no se descuelga completamente y nosotros tampoco. Cuando nos dejamos caer, no lo hacemos en u n abismo sin fondo: hay una red. Les recuerdo que el gran juego divino que los hindúes llaman lila, no es más que u n juego, prodigioso, fascinante, ciertamente alucinante, pero u n juego. Un juego de niños, un juego de dioses niños o de pequeños demonios. Un día despertaremos y caerán las máscaras. Ese día, la ganancia y la pérdida,

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la vida y la muerte, el inicio y el final aparecerán ante nosotros como las dos caras de una realidad única. Frente a la pregunta central de la metafísica hindú —¿cómo coexisten lo uno y lo múltiple?—, la Brihadaranyaka Upanishad nos aporta esta respuesta: la diversidad tiene lugar en la unidad. Es acogida ahí, y al serlo pierde el carácter contradictorio que desde la visión h u m a n a le pertenece, volviéndose a su vez plenamente real. ¿Quién escondió al elefante? Maya. ¿Dónde está escondido el elefante? Ahí, delante de nuestros ojos, en la verdad que acoge y acuna la apariencia. «El que logre ver así las cosas, no estará contaminado por lo irreal», concluye el Upanishad. El que logre ver las cosas así, dejará de temer.

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VIL El elefante en situación de monopolio

Al ser Dios lo único real, y lo real estando solo, podemos inferir que Dios está entero en todas partes. Miramos hacia delante: está Él. Nos damos vuelta: sigue estando Él. «A donde quiera que os volváis, allí está la cara de Dios», dice el Corán (2,115). Esta cara es lisa, no tiene cresta ni muesca de donde poder fijar una cuerda, no tiene de dónde hacerse de apoyos o puntos de referencia. Es la otra cara. Esta visión unitaria aniquila nuestros sentimientos de superioridad o de inferioridad, de culpabilidad o de vanidad. Hay un sutra budista que dice: «Quien se crea superior, inferior o incluso igual a otro hombre no está viendo las cosas como son». Las ve distintas, diversas, separadas. Está bajo el imperio de Maya. ¿Digamos las cosas como son? Hay u n o solo que actúa, uno solo que sabe, uno solo que sueña...

El ú n i c o devorador El sufí persa Ruzbihan Baqli (siglo XII-XIII) dejó su casa a los quince años para buscar a Dios, el buscado p o r esencia. Se transformó en u n gran maestro del sufismo, experimentando el tawhid desde el interior y n o sólo desde el intelecto. Un día tuvo la visión de u n león caminando solitario sobre la cresta de u n a montaña. Se trataba de la m o n t a ñ a Qaf, que la tradición m u sulmana dice rodea el universo como un gran anillo de esmeraldas (a veces se agrega que está, a su vez, rodeada por una gran serpiente). En su visión, el león había devorado a los ciento veinticuatro mil profetas cuya presencia y enseñanzas iluminan el paso del h o m b r e en la tierra. Se los había devorado a todos, desde Adán hasta Mahoma. La sangre de los profetas aún se le escurría p o r la lengua. Michel Chodkiewicz, comentando esta visión en un libro destacable, El sello de los santos, escribió: «Ruzbihan comprendió que esta imagen hacía

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alusión a la fuerza conquistadora de la unicidad divina (qahr al-tawhid) y que era el m i s m o Dios quien se epifanizaba en la figura del león». El carácter devorador de la unidad divina es una continuación necesaria de la identidad entre Dios y lo real. Si Dios es idéntico a lo real, a todo lo real, sólo él puede ser real. Necesariamente. Es una tautología. Detrás de los profetas, está él. Detrás de los dioses de la India, está él. Detrás del león, sigue estando él. Únicamente Él. En el islam, las palabras que designan lo absoluto en su absoluta unidad son al-Ahad (lo uno), al-wahid (lo único), al-Haqq (lo real), Huwa (Él), al-Qayyum (el inmutable) o también al-Fard (el sin-igual)... Estos nombres designan al Dios abisal y sin fondo del sufismo (de algunos sufís). Designan la otra cara, no la cara sur, a la cual es más fácil acceder pero que está más saturada y contaminada. Hallaj, al ver sólo esta cara y nada más, exclama: Ana' al Haqq, «yo soy lo real», lo que equivale a decir, como lo deben haber entendido todos sus interlocutores: yo soy Dios. ¿Qué otra cosa podría ser sino al-Haqq? Desde la punta del pelo hasta la punta de sus dedos, es entero al-Haqq. Como el agua que llena los océanos, como el fuego que consume la madera, al-Haqq copa al sufí. Si Hallaj dijera lo contrario, sería u n mentiroso. De igual forma, Bayezid, sufí persa, declara: «Bajo mis ropas no hay nada más que Dios». No podemos esquivar a este real único: ¿Cómo esquivar algo que no tiene contorno? No podemos salir de ahí porque afuera n o hay nada, por consiguiente tampoco p o d e m o s entrar. ¿De dónde vendríamos entonces? En el cuento oriental que les relaté al inicio de este libro, los ciegos creen que su aldea está habitada por perros vagabundos, por un almuecín, por un vendedor de babuchas, y por ancianas con burkas polvorientas; ven a todos esos seres distintos unos de otros de manera sucesiva, por eso no ven al elefante. Como el león de Ruzbihan, el gran paquidermo se lo devora todo, ciegos incluidos. Esta visión de lo único es la de Hallaj, de Ruzbihan y de Bayezid. Es también la de Shankara. Es aquí d o n d e el islam interior converge con el gran pensamiento de la India. Si la t o m á r a m o s en serio, como aquí lo hago, nuestra m a n e r a de aprehender el m u n d o podría transformarse. Al ser Dios idéntico a lo real y u n o solo, en realidad sólo lo conocemos a él. Sólo él sabe. ¿Quién más podría saber? ¿Quién más podría ser conocido? El conocimiento parte de él y se dirige hacia él. ¿Pero cuál es la naturaleza de este singular conocimiento?

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El ú n i c o c o n o c e d o r Les recuerdo que estamos intentando entender las razones que hacen que no veamos a este ser enorme que ocupa todo lo real, y que está plantado aquí y ahora, entero delante de nuestros ojos. La primera respuesta es que somos ciegos. Frente a la pregunta: ¿Por qué somos ciegos?, el filósofo hindú Shankara aporta una respuesta que no simplifica para nada nuestra búsqueda: no, no somos ciegos. El apóstol Pablo, en una de sus epístolas, nos enseña que nuestro conocimiento se parece al de los niños pequeños, que vemos el m u n d o a través de un espejo empañado, pero que llegará el día, asegura Pablo, en que estaremos frente a frente con nosotros mismos, y nos veremos tal cual somos sin velo ni intermediario. Entonces, dejaremos de ser niños. Existe u n hadith del profeta del islam Mahoma que resuena en nuestros oídos como un eco de esta enseñanza de Pablo: «Las personas d u e r m e n , al m o r i r despiertan». Mientras vivimos, adscribimos al sueño de la vida —dinámico, cambiante, doloroso, atroz, e incluso a veces, porque nada es imposible, feliz. Estamos cautivados, como los niños. Pero al m o r i r termina la subordinación: despertamos. El m u n d o es como una pelusa que el viento ha dejado atrapada en nuestros ojos, pelusa mágica que nos hace soñar y temblar y que la muerte se encarga de disipar. Sin embargo, el islam tiene otra tradición que lejos de devaluar el m u n d o —pelusa danzante, espejo empañado, sueño, burbuja, espejismo—, destaca en él su carácter profundamente necesario. ¿Necesario para qué? ¿Para qué sirve entonces esta figura retórica que es el mundo? Respuesta del islam: el m u n d o sirve para el conocimiento que Dios adquiere de sí mismo. Esta enseñanza se apoya en u n hadith citado frecuentemente por los sufís, en el cual Dios, al hablar de sí mismo en primera persona, dice: «Yo era un tesoro escondido, quise que m e conocieran, entonces creé el m u n d o a fin de conocerme a m í mismo a través de él». Frente a la pregunta de quién escondió el elefante, pregunta que hemos examinado en el capítulo precedente, el islam esotérico responde que el elefante mismo. ¿Por qué? La respuesta es paradójica: el elefante se esconde para conocerse. ¿Pero entonces quiénes somos nosotros, nosotros que no conocemos nada de nada, como los ciegos del cuento? ¿El elefante? La idea de que Dios, sin el espejo del m u n d o , sería como un tesoro escondido ante sus propios ojos, es sorprendente. Dios necesita esa diversidad en la que nosotros nos perdemos, para dejar de estar perdido y sumergido en

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la ignorancia, «maravillosa ignorancia» ciertamente, pero ignorancia al fin y al cabo. ¿De qué sirve u n tesoro si está escondido? ¿Quién gozará de su brillo? Si seguimos esta enseñanza singular del islam, al interior de la esencia divina existiría siempre la necesidad, el impulso o la voluntad de salir de ella misma, de su prodigioso «sí mismo», para conocerse. Esa voluntad esencial produce el tiempo y el espacio, y en el cruce de ambos, este encadenamiento causal que llamamos el «mundo». Para aclarar este hadith del tesoro escondido, desviémonos brevemente hacia una película de Martin Scorsese, titulada Aviator, dedicada, como recordarán, al millonario americano Howard Hughs. Este último, además de ser alguien apasionado por el dinero, era un apasionado de los aviones y del cine. En Aviator lo vemos como productor y director de una película que en una de sus escenas muestra aviones piloteados por ases, revoloteando en u n cielo impecablemente azul. Lamentablemente, el resultado de la imagen no responde a las expectativas. Es plana y aburrida. A Hughs se le ocurre entonces filmar la misma escena pero con nubes, y es ahí entonces que gracias al contraste la imagen mejora mucho. Se vuelve viva y eficaz. Logra cautivar. Mi amiga Eva, de quien t o m o prestada esta imagen de Aviator (que también estará en el libro que ella está escribiendo), le da a las nubes que dan vida a la escena, el n o m b r e de «contrapunto». El m u n d o es el contrapunto de Dios. Sin esta nube, sin esta pelusa en nuestro ojo, sin el m u n d o , Dios seguiría escondido de sí mismo. Es paradójico: Dios puede ser conocido por el m u n d o , que nos impide conocerlo. Lo uno, para conocerse, debe transformarse en dos. El Mismo debe transformarse en otro. El islam no se cansa de repetir que Dios es u n gran conocedor del m u n d o . Lo conoce en todos sus detalles, en todos sus pliegues y repliegues. Lo conoce en su globalidad y en cada u n o de sus detalles. Lo calcula. Le «da u n vistazo» a todos los lugares del m u n d o («Dios lanza cada día trescientos sesenta vistazos al corazón de cada creyente», afirma un hadith). Conoce la luna y el grano de mostaza, el pelo y la galaxia, las palabras que satanás m u r m u r a en el corazón de los hombres, está al tanto de todo. Sabe cómo se contraen y dilatan las matrices. Conoce el arcano y lo que está más allá del arcano, dice el Corán. En pocas palabras, conoce el m u n d o a la perfección, y a través de este perfecto conocimiento que tiene del m u n d o se conoce a sí mismo. Por esta razón recibe el n o m b r e de al-Alim (el Conocedor). Entre el conocimiento que Dios tiene del m u n d o y el que nosotros tenemos de él, hay muchas diferencias. La principal es que nosotros aprehendemos

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el m u n d o en su diversidad, mientras que Dios lo conoce en su unidad o esencia: conoce todo lo que hay en un ser del m u n d o en particular, por ende, se conoce a sí mismo. Nunca se pierde de vista a sí mismo mientras caminamos en la oscuridad, cubiertos por el manto de la ignorancia, partiendo por la ignorancia de lo que somos. Nuestro premio es la desemejanza; el suyo, la semejanza. Por eso el m u n d o no deja de solicitarnos e interpelarnos, a nosotros los desemejantes, para recordarnos nuestra vocación divina: date cuenta, acuérdate, conócete a ti mismo, tú eres eso. Haciendo eco de lo anterior, existe una antigua tradición platónica, que figura en un extraño diálogo titulado Alcibtades mayor, que asegura que así como una mirada sólo logra conocerse en el reflejo de otra mirada, el h o m b r e sólo llega a conocerse a sí mismo a través de otro hombre. Cualquier ser que no tuviera contrapunto, que no tuviera un amigo, estaría condenado a vivir en la ignorancia de sí mismo, tanto como lo haría Dios sin el contrapunto del mundo. Pero existe un misterio tan asombroso como el del conocimiento: el del accionar.

El ú n i c o que actúa Si lo único es, tal como se lo nombra, único, necesariamente está solo (sino, una vez más, serían dos). Al estar solo, nunca hay nada que se interponga entre él y él. Lógicamente del carácter de plenitud de la unidad tendríamos que deducir, aunque nos cueste, que la miríada de acciones que se despliegan incesantemente en el m u n d o , por minúsculas y triviales que sean, tienen u n único autor. El león de Ruzbihan, con su lengua ensangrentada, no sólo devora todo el conocimiento, sino también todas las acciones que se ejecutan en el m u n d o , desde la vibración de una hoja otoñal hasta la creación de los universos: uno solo es el que actúa. Spinoza dice que si una piedra lanzada al espacio estuviera dotada de conciencia, pensaría que está atravesando el aire por efecto de su propia voluntad. Esa es la ilusión más compartida del m u n d o . Y la nuestra. El h o m b r e piensa que es el autor de sus acciones, piensa que piensa sus pensamientos, y en ocasiones, para colmo de la desfachatez, se permite deducir que es alguien —«yo soy»—, incluso a veces alguien importante, y mientras tanto los dioses en su imperio sonríen o, lisa y llanamente, se retuercen de la risa.

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Imaginen a u n h o m b r e hablando detrás de una cortina, dice Rumi. Si levantan la cortina, verán claramente que el que habla es el h o m b r e y no la cortina. La diversidad de los seres es la cortina de Dios. En relación con esto, tuve u n a impresión bastante particular, que ciertamente no merece se le otorgue m u c h o crédito, pero que tiene una ventaja: todo el m u n d o puede verificar su legitimidad en Internet. Hela aquí. Dealey Plaza, 22 de noviembre de 1963,12:30 horas. Sí, efectivamente la conocen. Se trata de la película amateur más célebre del m u n d o , la de Abrah a m Zapruder, fabricante de vestuario femenino en Dallas. Zapruder se estaciona a lo largo de Elm Street, la arteria por donde debe pasar el cortejo presidencial. La limusina entra en el campo de su cámara de ocho milímetros. Kennedy está mirando hacia la derecha, saluda con la mano; la limusina desaparece detrás de una señalética, cuya parte posterior es lo único que podemos ver. Cuando vuelve a aparecer, los gestos de los actores parecen estar extrañamente coordinados, como en una danza. El presidente levanta los codos, junta sus manos un poco más arriba del cuello, mientras que el gobernador John Connally, sentado en el asiento delantero, parece- tambalearse, como en un balanceo. Jackie lo mira perpleja, luego se da vuelta hacia su marido y se inclina hacia él. Una segunda bala pulveriza la cabeza de Kennedy. Se trata de la imagen 313. Jackie, con su toca rosada haciendo juego con su traje sastre Chanel, se eleva desde la zona posterior de la limusina. La toca no se le cae. Del lado izquierdo de la pantalla surge u n h o m b r e vestido de negro, un agente de seguridad cuyo n o m b r e la historia no olvidará, Clint Hill. Hill, a su vez, se precipita sobre el asiento trasero del automóvil, toma a Jackie del brazo, imagen 387. La limusina acelera, pasa detrás de otra señalética, y desaparece. Fin de la acción. El film duró veintiséis segundos. La impresión que les quería compartir es la siguiente: hay m o m e n t o s en que nuestras minúsculas acciones personales parecen ser devueltas a un único sujeto, que es el que maneja todos los hilos. Los veintiséis segundos del film de Zapruder muestran uno de esos momentos. Es paradójico: el desorden extremo, inaugurado por la presión ejercida por u n dedo sobre u n gatillo, deja entrever un orden oculto, algo que podríamos llamar la «mano del destino». Un solo agente maneja los hilos. ¿Dónde está el agente? ¿Dónde está el sujeto} Es u n o y múltiple a la vez. Está en el (o los) asesino(s), está en el presidente, está en la esposa del presidente, quien súbitamente se percata de la violencia que se deja caer sobre ella, está en Zapruder que continúa filmando sin dejar de gritar su pavor, está en la mujer que se mantiene al lado de Zapruder y lo sostiene, está en el h o m b r e de seguridad

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que se levanta del automóvil obedeciendo únicamente a su valentía, está en el gobernador Connally, desarticulado como una marioneta, está en cada uno de los curiosos que súbitamente empiezan a correr, está en todos los demás y hasta en nosotros hoy día, los que nos inclinamos hoy sobre el agujero negro, los que sin saberlo nos movemos concertados e íntimamente coordinados. Creemos que la vida es fortuita pero no, es de una exactitud y precisión extremas, como el disparo de Lee Harvey Oswald en la cabeza de Kennedy, como el de Jack Ruby en el estómago de Oswald. Nada se desvía. Todo es necesario y nos llega directamente desde el cielo, mientras que yo ingenuamente, quiero como prueba de ello la sonrisa de Franklin D. Roosevelt o la de Grace de Monaco, pero ya encontraremos mejores ejemplos. Si no estamos conscientes de esta transparencia pura del ser, entonces culpemos de ello a nuestra mirada: no es infalible, es humana. Recordemos el proverbio portugués: «Dios escribe a renglones torcidos». No hay recodo en nuestro laberinto. Si sólo hay un agente, cualquier voluntad propia no es más que u n espejismo. En este caso se comprobaría la tesis que aquí sugiero y que podríamos bautizar, con u n guiño de ojo, como «tesis de la conspiración metafísica» sobre el asesinato de Kennedy, improbable, maliciosa e inédita en medio de la selva de teorías que existen al respecto. Salvo que en este caso n o se trata de una tesis, sino tan solo de una impresión fugaz, como lo dije anteriormente, que n o merece nos detengamos en ella por más tiempo. Denle u n vistazo al film de Zapruder, y quién sabe, tal vez ustedes también compartan m i impresión, fugazmente. El escenario es simple: el h o m b r e más poderoso y carismático del m u n do, ese cuyo rostro le hablaba mejor a las cámaras, el que más brillaba por su éxito, susceptible por todas estas razones de desatar lo que los griegos llamaban los «celos de los dioses», la vida de ese h o m b r e en un instante dio un vuelco hacia la noche. «Al clavo salido le toca siempre el martillazo», reza un proverbio japonés. Hay ahí materia de reflexión. Se dijo que el asesinato del presidente Kennedy era una tragedia de los tiempos modernos. Ese lugar común adquiere más relieve aún si recordamos el significado primero de la palabra «tragedia». Según los antiguos griegos, la tragedia tenía como objetivo último dejar al desnudo la trama de la vida que normalmente se mantenía oculta, de manera de hacer surgir, improvisada y fugazmente, el «sentimiento todopoderoso de unidad», nos dice Nietzsche. En el Corán, Alá es el primer motor, el primer lanzador, el primer agente: «No erais vosotros quienes los mataban, era Alá quien los mataba. Cuando

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tirabas, n o eras tú quien tiraba, era Alá quien tiraba» (8,17). Alá es el «causante» universal: «Tras el velo de las causas está el causante», dice Rumi. El h o m b r e es el arco, Dios el arquero. La voluntad del gran obrero habita invisiblemente en todo hombre, lo abarca plenamente. «Cuando lo a m o (al hombre), soy el oído que le permite ver, el ojo que le permite escuchar, la m a n o que le permite asir», enseña u n hadith. Justamente por tener ese conocimiento, el sabio n o tiene ninguna voluntad propia. No alcanza ni a levantar el dedo cuando alguien ya lo ha hecho por él. El señor Bertin, alma-propietaria, piensa al revés, n o se ve para nada a sí m i s m o como una piedra ciega: piensa que lo que ha hecho lo ha hecho con la fuerza de sus propias manos. Que es algo que sólo se debe a sí mismo. Extiende el brazo y nos muestra con orgullo sus campos, sus silos, sus fábricas, su casa, su mujer, sus hijos. En la India, Dios es el artesano universal, motor del mundo. La BhagavadGita dice que utiliza el oído, el ojo, el tacto, el gusto, el olfato, el pensamiento de los seres vivos. «Si el asesino cree que mata, si el que ha sido asesinado cree que ha sido muerto, ni uno ni otro tienen el verdadero conocimiento», afirma la Katha Upanishad. Nadie mata. Nadie es muerto. La única realidad es atman, en el cual todos los seres son instrumentos, voluntariamente o no, conscientemente o no. El h o m b r e que sabe eso, cuando ve, cuando escucha, cuando prueba, cuando siente, cuando come, cuando se mueve, cuando duerme, cuando respira, cuando habla, cuando absorbe sus alimentos y los expulsa, cuando abre los brazos o los cierra, piensa: no soy yo el que acciona. Las acciones se desprenden de él como piel muerta. No dice «mí», «mío». No dice «mi mujer», «mis amigos», «mi casa». Recordemos que la misma enseñanza figura en Las Leyes, el primer diálogo de Platón donde se describe al h o m b r e como una marioneta cuyos hilos de oro y de fierro, unos flexibles y otros rígidos, son accionados por los dioses, por m e r a entretención o bien con fines más serios que ignoramos completamente. En otro pasaje del diálogo, se n o m b r a a Dios como el «jugador» (petteutes) siendo los hombres los peones que desplaza. Las dos imágenes tienen en común la poca o nula autonomía y sentido de realidad que le conceden a la naturaleza humana. Sin embargo, existe u n consuelo: si sólo existe u n solo agente, entonces nadie nos condena. ¿Sobre quién caería la condena? ¿Sobre la contaminación? ¿Sobre las miasmas? Sólo Dios sabe. Ciertamente n o hay mérito, pero tampoco falta. Nuestra carga es liviana. Dichoso el h o m b r e que contemple su vida como una pieza más en el gran juego divino.

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VIII. El elefante nombrado de una manera totalmente distinta Suzanne takesyou down To her place near the river You can hear the boats go by You can spend the night beside her Andyou know that she's half crazy But that's whyyou want to be there And she feedsyou tea and oranges That come all the wayfrom China...

D o s primeras palabras iluminadoras

Palabras verbosas, palabras

iluminadoras

Durante el trabajo de un h o m b r e que se decide a incursionar en la escritura, y que erróneamente es considerado un «autor», porque no es el autor de nada y no tiene más que dejarse llevar para eventualmente dejarse lanzar como la piedra ciega de Spinoza, puede suceder que en algunos m o m e n t o s ese h o m bre tenga la sensación de estar traspasando u n umbral. Se siente aliviado: su proyecto ha dejado de ser un m a g m a amorfo, se ha vuelto estructurado, orientado, infundido de vida, algo ha podido sustraérsele a la neurosis, algo que con o sin razón puede considerar como algo vivo. Está bien, piensa este hombre, lo más difícil ya se hizo. Ahora resta infundirle u n poco más de vida, forrarlo, y curtirlo como al cuero, para que posteriormente pueda culminar en algo, salvo imprevisto. Esa fue la sensación que tuve al escribir este libro. La de haber traspasado u n umbral. Pero después fueron apareciendo otros. El final parecía alejarse cada vez más y tenía la impresión de que no lograba cerrar m i trabajo, no más de lo que pudieron las Danaides llenar sus toneles, p o r la sencilla razón de que el tema del libro, este enigmático tema «cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna», de ningún m o d o podía cerrarse. Sin embargo, como lo hacen todos los autores motivados por la aspiración teleológica, intentaba ponerle u n p u n t o final a este fajo de páginas para poder

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pasar a otra cosa. Fue así c o m o u n día entendí que sería necesario zanjar, p o n e r coto a todas esas palabras que se agitan, abriendo su pico. Ese día está llegando. Pero antes, tengo que recapitular p o r última vez. Frente a lo que u n persa, prototipo del recién llegado, podría llamar el «problema de Dios», los h o m b r e s se reparten en tres familias. Primero están aquellos que consideran que Dios n o constituye u n problema. Van a la iglesia, a la mezquita, a la sinagoga. A veces rezongan, p e r o t e r m i n a n p o r aceptar el yugo les guste o no. Para los h o m b r e s de la segunda familia, Dios t a m p o c o constituye u n problema. Superaron ese nivel en el que esas reliquias resultan atractivas. Están enfrascados en el combate cotidiano de la vida que los obliga a m a n t e n e r la cabeza fuera del agua. Los h o m b r e s y mujeres de la tercera familia aspiran a u n a vida superior, más intensa y luminosa, a u n t i e m p o más vivo que el actual. Quieren respirar. Ahora bien, en el m u n d o de la economía y de las finanzas, del dinero y del consumo, es decir nuestro m u n d o , n o respiran. Está claro. Viven c o m o pueden, en los márgenes, más mal que bien y a m e n u d o con máscaras. Aspiran a la verdadera vida, a esa que está ausente, c o m o dice Rimbaud, y tienen m i e d o de perderse en el camino. Si la verdadera vida se llama «Dios», vayan entonces p o r Dios, el p r o b l e m a es j u s t a m e n t e que n o quieren llamarlo Dios. Buscan otras formas de sentir, de pensar, de formular, de soñar. Escribo para ellos, para mis semejantes, para que p u e d a n conectarse (conocer, dice Sócrates, es conectar). Tchouang-tseu, sabio chino del que no sabemos gran cosa salvo que ejerció la función de supervisor de los árboles de laca, dice lo siguiente: «La pequeña palabra es verbosa, la gran palabra es brillante». Un profeta habla con palabras iluminadoras. Se le reconoce a través de ellas. Un poeta o un gran filósofo, como Heráclito, está en la búsqueda de esas palabras iluminadoras. Nietzsche, que profetiza con la cabeza inclinada, en ocasiones lanza palabras iluminadoras en el papel. Me gustaría ahora evocar, en representación de mis camaradas de la tercera familia, tres palabras iluminadoras. Expresan de manera distinta lo que alguna vez designara la palabra Dios. Expresan el m o m e n t o en que el h o m b r e sale de la caverna, en que los ciegos ven el elefante, en que el pájaro enjaulado e m p r e n d e su vuelo en dirección al cielo. Expresan lo que estalla frente a nuestros ojos, que estuvieron tanto tiempo cerrados.

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Abajo el telón

He aquí la primera de estas palabras. Estamos en 1801. Chateaubriand, acompañado de su camarada de exilio Christian de Lamoignon, es recibido en la elegante mansión de la calle Mont-Blanc, para encontrarse con la señora Récamier, célebre por su belleza y encanto. El más postumo de nuestros escritores, al recordar más tarde este encuentro con la más bella de las mujeres, escribió lo siguiente: «Súbitamente el telón cayó entre ella y yo». Nada más. En las Memorias sobre la señora Récamier, el gran amor de su vida, volvería a escribir al respecto, pero en ese m o m e n t o fue todo lo que dijo. No cabe duda de que Chateaubriand debe haber pertenecido a la primera de las tres familias mencionadas, pero estas palabras, inspiradas en Juliette, musa universal, son absolutamente actuales: nos interpelan completamente. Pensaba escribir con mucha p o m p a que estas palabras provenían del trasfondo de su alma. Pero la verdad es que no lo sé. Nadie sabe de dónde provienen estas palabras. ¿Un gran señor de la literatura hace algo más que literatura? No lo sabemos, ignoramos completamente el origen de los sentimientos que animaron a Chateaubriand al escribir esas palabras. Pero no tiene mucha importancia. Saquémoslas de su contexto. Sin saberlo, Chateaubriand expresó una palabra profética, como lo hizo el gran sacerdote Caiphe en Jerusalén, quien le dijo a Issa: «Sólo es necesario que un solo h o m b r e muera por el pueblo», o como lo hizo Ulises al responder a la pregunta de Polifemo —«¿Quién eres?»—, respondió: «Soy nadie». «El talón cayó súbitamente», ¿Qué significan estas palabras? Significan que el amor fulgurante pone fin a dos representaciones. La primera: el hombre y la mujer, despojados de su ego, dejan de ser representaciones. Quedan desnudos, protegidos por una exquisita desnudez existencial. Fue así como Adán vio a Eva en el jardín del Edén. La amó de inmediato, hasta la locura creo yo, porque ese amor todavía perdura. En segundo lugar: este telón que cae pone fin por un tiempo a la representación del mundo. La sabiduría popular dice que los amantes están solos en el mundo. Para los enamorados, el m u n d o ya no representa nada, o mejor dicho, lo que representa no reviste interés alguno para ellos. Es como si hubiera sido golpeado por una suerte de inexistencia. Su función mágica de disipar y cambiar el curso de las cosas desaparece. ¡Qué unión existe entonces entre el hombre y la mujer! ¡Qué amor! Ya no hay nada que los separe: cayó el telón. Podemos suponer que Chateaubriand experimentó la unidad, o que al menos presintió su intensidad, y todo esto a través de la mujer, de acuerdo a

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la imagen que nos muestra este profeta del islam que él aborrecía y que había sido apodado el «príncipe de los enamorados», cosa que probablemente ignoraba. La palabra de Chateaubriand hace alusión a la estupefacción que nos embarga cuando estamos frente a la belleza. Esa es entonces la primera de nuestras tres palabras iluminadoras: súbitamente cayó el telón. Ahora procederé a contarles una historia un poco trivial, pero que nos permitirá hacer una transición entre nuestras dos primeras palabras iluminadoras. Rumi era u n gran poeta que, como Chateaubriand, pertenecía a la familia de los enamorados de Dios. Ese tipo de personas no se enamoran circunstancialmente, sino en esencia. Dejan de ser ellos mismos cuando n o están enamorados. Rumi sabía que el amor lucha incansablemente por destruir los obstáculos, por hacer que caiga el telón. En El libro interior, cuenta una pequeña historia que ilustra de manera divertida esta fatalidad de Eros. Había u n v e n d e d o r de especies e n a m o r a d o de u n a mujer a la que le hacía llegar mensajes p o r i n t e r m e d i o de u n a sirvienta: «Padezco la enferm e d a d del amor, m e q u e m o , n o tengo reposo, n o como, sufro p o r tu crueldad, tu a m o r m e a t o r m e n t a día y noche, ayer m e encontraba en u n estado deplorable, p e r o en la víspera t a m p o c o estaba mejor, te a m o , alma mía, te a m o más que al día y a la noche, más que a m i vida, más que a todo, te amo, corazón mío, h e r m a n a mía» y toda la cantinela. Así hablaba el mercader, siempre el m i s m o discurso, ese que las mujeres escuchan siempre con el m i s m o placer, con los dos oídos bien abiertos, a u n q u e sólo crean la mitad. La sirvienta volvió d o n d e su patrona, y c o m o tenía u n a cierta capacidad de síntesis, le dijo: «El v e n d e d o r de especies te m a n d a saludos y dice: ven para que yo haga eso contigo». La mujer se sorprendió m u c h o : «¿Fue realmente tan directo?» La sirvienta respondió: «Contó m u c h a s historias, pero lo esencial fue eso». El vendedor de especies hace frases largas pero en el fondo lo único que le interesa es ese m o m e n t o en que entre él y la dama caiga el telón. Sólo le interesa «la cosa misma».

La cosa en sí

Franz Meyer, conservador en la Kunsthalle de Berna y luego director del Kunstmuseum de Basilea hasta 1981, afirma que la primera vez que vio un cuadro del pintor holandés Bram Van Velde, tuvo una sensación de estupor.

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Bram Van Velde (1895-1981), pintor salvaje y solitario, pertenecía a esta tercera familia evocada anteriormente: tendía a ir con todas sus fuerzas hacia lo absoluto, pero lo que menos quería era encerrarlo en palabras —no le gustaban realmente las palabras— y sobre todo no quería encerrarlo en la palabra Dios. Era de pocas palabras, se contentaba con pintar, poco también. Sus pinturas lo reflejan, son salvajes y no buscan acomodarse. No son de gusto universal. Hay algunas que reflejan su caos interior, pero lo hacen con colores suntuosos, que se hacen eco, y con trazos inesperados de formas en busca de necesidad. Como todo creador, buscaba experimentar concretamente la unidad: «Pintar un lienzo, es hacer que todos los elementos que lo componen puedan llegar a una unidad». Hay lugares en los que en medio de una pintura que chorrea, de las tripas enrolladas, de las albas tristes, de los grandes remordimientos, de los hipos, de las lágrimas, de las compresiones y de los colores alborotados, sobresale una transparencia, un claro de luz, una apertura. Súbitamente, vemos y eso nos hace sentir reconfortados. Para hablar de ese «otro» que lo habitaba, Bram buscaba otras palabras. Pintar, dijo u n día, es «buscar el rostro de lo que no tiene rostro». Explicaba de manera m u y simple la razón de su trabajo: «Pinto para salir del hoyo». También pintaba para respirar, simplemente para respirar: «Lo que hice, lo hice para respirar, no hay ningún mérito en eso». Finalmente pintaba por su gusto por la libertad: «Sólo he buscado ser un h o m b r e libre». Carecía de rol, de medio, de patria, de confesión, de ideología, e incluso de opinión. No le interesaban. Sólo le interesaba una cosa: salir del hoyo, respirar, sólo eso le parecía urgente. Toda su energía estaba orientada a eso. Durante la guerra, Bram había vivido en una miseria extrema que logró atenuar gracias a la presencia y ayuda de Beckett. Estuvo cinco años sin pintar, pero comprendió algo m u y importante. Decía: «El que no conoce la miseria, no entiende nada de la vida». Decía también: «Fue la miseria la que m e permitió acercarme a la vida». Podemos invertir la perspectiva: la desdicha de los ricos es mantener la ilusión de que no están perdidos en el m u n d o . No entienden nada. Están satisfechos. Franz Meyer conoció a Bram en 1957. Organizó una exposición con sus pinturas en la Kunsthalle de Berna en 1958. En aquella época, mientras contemplaba una pintura de Bram, un extraño pensamiento se le cruzó por la mente: «¡Es la cosa en sí! ¡Es la cosa en sí!» Estupor. Esta es la segunda palabra iluminadora que deseaba señalarles. Franz Meyer, al evocar «la cosa en sí», retomaba, deliberadamente o no, una formulación

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familiar del movimiento fenomenológico cuya intención central fue la de ir directamente a ver «la cosa en sí», sin telón ni pantalla, como Ramakrishna, que al pelar la gran cebolla, llegó directamente al atman. La cosa misma, esa misteriosa cosa en sí, replegada en su esencia, desnuda, difícilmente perfectible, queda paradójicamente al descubierto. Está ahí, frente a nosotros, en todas direcciones, como el elefante delante de los ciegos, simple, simplísima, luminosa, pero nadie la ve. Cuando la percibimos, en un destello nos invaden la incredulidad y el estupor: ¡Era eso! ¡Estaba ahí! ¡Delante de mis ojos! ¡Y yo no la veía! ¡La cosa en sí! Hay un cuadro de Bram que da algunos indicios: nos muestra en qué dirección mirar. Muestra también el laberinto que debemos atravesar antes de llegar a ver. T o m e m o s ahora los zapatos pintados p o r Van Gogh. Esos zapatones de campesino expuestos en u n gran marco dorado en el Metropolitan Museum of Art de New York. Nos introducen a la cosa en sí. Pero antes de ir más lejos, recordemos m u y brevemente el itinerario de Van Gogh. Hijo de u n pastor holandés, poseedor de u n a fe ardiente, comenzó a evangelizar en Le Borinage, cerca de Mons, d o n d e fue m i n e r o con los mineros, paleador de turba con los paleadores de turba, tejedor con los tejedores, tal como lo hizo Pablo. Posteriormente, alentado por su h e r m a n o Theo, se dedicó a la pintura, actividad en la que fue p o n i e n d o el alma cada vez más. Pintó con ardor, e m b a r r a d o hasta las rodillas, bajo la lluvia, con el rostro q u e m a d o por el sol como el del rey de India llamado Brhadratha cuya historia ya les conté: ¿Será que ambos buscaban la m i s m a cosa? Los años pasaron. Su paleta se descongeló. Su m a n o ardió cada vez más. Luego u n día, en París, en Arles, en Saint-Rémy, c o m e n z ó a cosechar los frutos de su pintura. Lo hizo con creces. Llegaron entonces, p o r citar sólo algunos de sus cientos de cuadros, Un par de zapatos, Casa amarilla y Almendro en flor, obras cuyo alcance fue incomprendido en la época. Poco importa. Van Gogh cambió: en vez de experimentar la religión de m a n e r a filtrada y fija, fragmentada en pequeñas palabras verbosas, la experimentó en estado bruto y de m a n e r a bastante más iluminadora, como p o d e m o s suponer, que lo hizo en Le Borinage. ¿Por qué? Porque sus zapatos y ramas de a l m e n d r o nos conectan concretamente y no intelectualmente. ¿Nos conectan con qué? Digamos p o r el m o m e n t o que con u n centro, o foco, que p o d e m o s apreciar en el lienzo de m a n e r a simple, sin exclusiva ni concesiones, en u n lenguaje comprensible para todos. No hay ninguna necesidad de creer, basta con ver.

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Observen que en este asunto Van Gogh pagó con su propia vida, tanto al menos como lo hizo en Le Borinage: «Llegué tan lejos como pude, estaba solo, ustedes no m e acompañaron, di un vuelco inimaginable para ustedes y desde ahí he traído esto para ustedes». Entonces, como el niño que le muestra a su madre un excremento de paloma o una llave oxidada envuelta cuidadosamente en un pañuelo, nos muestra con orgullo los zapatos. Los zapatos gruesos son colocados sobre un piso embaldosado. Se perciben algunas manchas de color café sobre el cuero. Los cordones están tiesos por el frío. Se esboza una sombra en achurado. Listo, eso es todo. ¿Sólo eso? Sí. ¿Por qué es tan importante? Porque los zapatos están ahí, porque tienen una forma de estar ahí, incluso podríamos decir que están ahí con gracia, con profundidad —con una profundidad que coincide con la apariencia—, porque se imponen a todo el que sepa ver. Brillan por su simplicidad. No necesitan agregar nada. Estamos frente a la cosa en sí. ¿Qué diferencia tienen esos zapatos con los zapatos de mujer de Magritte, esos que dejan escapar unos crines colorines en el cuadro titulado ¡El amor desarmado! ¡Qué diferencia! ¡Qué astuto es Magritte! ¡Qué literal es! ¡En el fondo, qué verboso es! Vayan y vean (los dos cuadros se encuentran fácilmente en Internet). Podrán ver cuan desarmados y desprovistos estaban los zapatos de Van Gogh, tanto como lo estaba él. No son una representación. Están ahí, en bruto, sin caparazón, sin truco, desnudos, como la cebolla sin capas del sabio hindú, como la gravitas de Eva en su soledad, como los amantes del primer día. Es esa simplicidad soberana y abandonada la que permite el paso de una corriente entre ellos y nosotros. Somos religados. En una carta dirigida a su amigo Gauguin, Van Gogh escribió: «Es difícil ser simple». Sí, la simplicidad, «sello de la verdad», como diría un filósofo, no es regalada. Hay que ir a buscarla lejos, como la mujer africana que va a buscar agua en un pozo, lejos de su aldea, hay que arrancarla de la profundidad, para luego llevarla a la tierra complicada. Después hay que tener otra valentía: la de dejarla sola, abandonada, expuesta. Es triste. No hay que buscar cubrir, vestir o maquillar la simplicidad con argumentos y razonamientos alambicados. Todos los «de esta forma», «entonces», «por decirlo de alguna manera», son un atentado a la simplicidad, aunque de alguna manera yo mismo, y bastante seguido incluso, procedo así, por decirlo de alguna manera, ¿me entienden? ¿Cierto que sí? No siempre, afortunadamente. Cuando una simplicidad de esta naturaleza se presenta ante nosotros, tenemos una cierta dificultad en discernirla. A lo largo de su vida, Van Gogh sólo vendió un solo cuadro, El viñedo rojo, por intermedio de su h e r m a n o Theo. Existe un solo artículo, en el Mercurio de Francia, que señala su breve paso por

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la tierra. Entonces sí nos entristece la simplicidad y nos entristecen los que van a buscarla a los pozos, nos entristece el abandono en el que han quedado. El 27 de julio de 1890, en u n campo en Auvers-sur-Oise, Vincent se pegó u n tiro en el pecho. Murió dos días más tarde en el albergue Ravoux, lugar donde su h e r m a n o fue a reunirse con él. Tenía treinta y siete años. Encontramos una carta que le escribió a Theo, cuya primera frase es: «Bueno, en m i oficio arriesgo la vida y m i casa se vino abajo a la mitad —bueno— pero que yo sepa tú n o te cuentas entre los mercaderes de hombres y puedes tomar partido actuando realmente con humanidad, pero ¿qué esperabas?» De estas últimas palabras m e quedo con dos cosas: que «en m i oficio arriesgo la vida» y que Theo, el h o m b r e honorable, que m u r i ó algunos meses después que Vincent, afligido por la pena, n o figuraba entre los «mercaderes de hombres». En el islam, Alá recibe el n o m b r e de al-fattah (el que abre sin descanso). Ejerce su función de apertura continuamente y en todas partes, sin que lo sepamos. Fisura los viejos muros, las viejas vigas, los viejos dogmas, las antiguas capillas, los circuitos cerrados. El que abre sin descanso desata, zanja, libera, a pesar de los mercaderes de hombres. Ese es su juego: abrir lo que los hombres quieren mantener cerrado. Siempre termina por lograrlo. En este caso, toma a un individuo llamado Van Gogh y se sirve de él, como instrumento cortante, para abrir u n objeto naturalmente opaco, llamado «zapato». Luego, cuando ya ha abierto la cosa y esta ha quedado expuesta a todas las miradas, transformada en la cosa en sí, deja al individuo Van Gogh abandonado al aparente despilfarro de su existencia. Poco importa el instrumento. Sólo importa el resultado. Gracias a Vincent, a Theo, a Bram y a sus semejantes, hemos ganado: nos hemos vuelto más fuertes en nuestra capacidad de ver, en nuestra capacidad de ver en las cosas lo abierto.

Cena con Charles Juliet

Una tarde de noviembre fui a visitar a Charles Juliet, el autor de Encuentros con Bram Van Velde, en Lyon. Cenamos al lado de la plaza Bellecour, la plaza más triste del m u n d o según Stendhal, que no tenía mucho conocimiento del mundo. Yo ya estaba escribiendo este libro y quería saber por qué Charles Juliet, h o m bre perteneciente a la tercera familia, enamorado de lo absoluto, jamás había utilizado la palabra Dios en el diario que escribió a lo largo de más de cincuenta años, ni en ninguna otra parte de su obra, al menos que yo sepa.

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La conversación se fue ampliando. Hablamos de la vida interior, de sus momentos de sequía y de sus repentinas iluminaciones. Me confió que una vez, después de largas horas de trabajo y de mucho cansancio acumulado, tuvo la sensación de haber sido invadido inesperadamente —pero siempre en el m o mento en que la concentración se disipaba— por una sensación de «intemporalidad»: transparencia, luminosidad, apertura. Parecía que el m u n d o se engalanaba de colores vivos. «Todo esto iba acompañado por un inmenso amor a la vida. En ese m o m e n t o tenía la sensación de que todo podía ser comprendido y admitido», m e dijo Charles. ¿Todo? ¿Todos? Sin duda se puede entender tanto al verdugo como a la víctima, ¿pero entonces también habría que aceptarlos a ambos? No nos atrevimos a llegar mucho más lejos por ese camino, repliqué que existían actos inadmisibles y Charles estuvo de acuerdo conmigo. Charles Juliet posee una singularidad que hace que cuando las conversaciones empiezan a marchitarse, en vez de intentar levantarlas las deja caer, pero ojo: no a medias, no, definitivamente no, y sospecho que lo hace deliberadamente. No insiste. Se desentiende totalmente. El silencio comienza a expandirse entonces entre las palabras, como el vino cuando es derramado sobre el mantel. Pasan escuadrillas de ángeles. Como si m e estuviera ahogando, lucho entonces por encontrar en m i mente una palabra, una idea, una anécdota, algo que permita reactivar nuestro intercambio, pero él se mantiene impasible, con su nariz clavada en el plato, como si lo estuviera contemplando por p r i m e r a vez, sub specie

aeternitatis.

Finalmente, al cabo de un tiempo interminable, surgen no sé cómo otras palabras, palabras espontáneas, no calculadas, abiertas, palabras que son como huellas cubiertas de silencio, como recién nacido cubierto de líquido amniótico. «Este señor d o m i n a el arte del silencio», observó con justa razón m i sobrina Philippa, a quien le contaba de esta cena al día siguiente (pronto les hablaré de Philippa). La palabra plena y verdadera brota del silencio, del m o m e n t o vacío. Intento aprender de esta regla del silencio. Es válida también para la escritura. Le preguntaba entonces a Charles, ya que era el objetivo de mi visita, por qué razón se abstenía de utilizar la palabra «Dios». Me respondió que buscaba «palabras neutras», que no estuvieran conectadas a una noción de trascendencia. Intenté argumentar que la palabra Dios no estaba vinculada a nada, ni a la trascendencia ni a la inmanencia, que simplemente se trataba de una palabra que buscaba expresar lo que él, es decir Charles, estaba buscando desde hace sesenta años dándole por ejemplo el nombre de lo «desconocido», lo «inconsciente», el «misterio», la

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«transparencia», que sólo se trataba de una palabra común, ciertamente demasiado común, pero bastante útil para comunicarse. No logró entenderme. Sólo se trataba de un argumento. No había recibido el sello del silencio.

Philippa: tercera palabra iluminadora Ella dice que en el centro de todas las cosas existe un punto absolutamente abierto. Podemos llamarlo así. Lo abierto es como el guión que hay entre los seres diversos y encapuchados que somos nosotros. Si logramos entendernos a pesar de nuestras diferencias, si logran entenderse el papuano y el académico, es gracias a ese punto. Sólo hay que encontrarlo. Pero a veces nos pilla desprevenidos. Philippa es alta, elegante, bella. Su rostro expresa ternura, h u m o r e inteligencia, todos reflejos oscilantes de una belleza que no pasa. ¿Cómo no quererla? Es mi sobrina, tiene treinta años. Su vida ha estado atravesada por cuatro crisis de delirio, como gotas de metal en fusión. Me las ha relatado. Yo le creo porque sus palabras tienen sentido. Antes de ese momento de delirio que es como la rompiente de la ola, hubo un momento de extrema lucidez, el momento antes, ese momento en que algo inolvidable se revela, aunque en realidad sí podemos olvidarlo. Ahora paso a relatarles en tiempo presente. Las premisas de la experiencia se manifiestan corporalmente. Philippa se endereza, su rostro capta mejor la luz. Su respiración se amplifica. Comienza a percibir las sutilezas del m u n do: el rasgo delicado de un labio, la verdad de una flor, el encantamiento de una risa. Philippa ve las cosas en su verdad oculta. Todas esas palabras que como de costumbre habríamos callado por considerarlas incapaces de algo, nuestras pobres palabras, se p o n e n manos a la obra. Adquieren vida y significado. Se abren (las lenguas sagradas mantienen u n rastro de esta posible apertura de las palabras), se desatan, se liberan, se conocen entre ellas. Entran a régimen pleno en su función de conexión. Las cosas parecen estar dándose codazos. Los m o m e n t o s de hiperagudeza se suceden unos a otros sin falla. Hiperagudeza visual, auditiva, mental. El tiempo se yergue. Philippa presiente que en el centro de la experiencia hay alguien o algo que maneja todos los hilos. Ella lo llama el «Espíritu», dice que es conmovedor. Hay u n m o m e n t o de oscilación. De pronto, el Espíritu está solo, solo en su unidad: solo, él, uno. No existe nada más: un pestañeo mío, u n pestañeo del m u n d o . No se trata ni de una pérdida ni de una expoliación, por el contrario,

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es mejor que si se hubieran quedado esos dos cómplices que son el m u n d o y el yo. Es conmovedor, fascinante, siderante. Si ustedes no lo dicen, lo dirán las piedras. Lo gritarán. No es una visión intelectual, no es un trabajo de tesis, no es algo que se encuentre en un congreso de teología. Es u n movimiento intenso de todo el ser. «Hace que se nos caigan las lágrimas», dice Philippa, mientras sus lágrimas caen. ¿Durante cuánto tiempo? Lo ignora. No tiene relación con el tiempo. Entonces, porque siempre hay un «entonces»; entonces (¿a través de qué misterio este «entonces»?) el tiempo, en una resaca misteriosa, la devuelve hacia nosotros, hacia los grandes lugares comunes: la condición humana, el mundo, la existencia, la vida, la muerte. Philippa se recupera. Vuelve a entrar en sus yo —mal adaptada, mal tallada, sesgada, puzzled. Intenta decir algunas palabras y se instala un pensamiento: ¿Cómo es posible que suceda esto? Pregunta m u y enigmática: ¿qué tipo de vínculo es el que existe entre el m u n d o y lo absoluto, que hace que se nieguen recíprocamente? Philippa no tiene respuesta ni yo tampoco. Pero recuerda el espacio abierto que había ahí: «El Espíritu es tan abierto y espacioso, que hay lugar en él para otra cosa, por ejemplo para el mal». Después de nuestras conversaciones, estuve pensando al respecto. Habría que reflexionarlo más pero tal vez puede ser una respuesta a la pregunta del tipo de vínculo o relación que existe. Lo irreal se sostiene en lo real. La ilusión se sostiene en la verdad. Esa es la respuesta. Es la tercera palabra iluminadora que quería comunicarles. Lo abierto acoge a lo cerrado. Lo único acoge a la diversidad. El elefante acoge a los ciegos. No le molesta mayormente que crean que es una columna o una soga. Se ríe un viernes, y se seguirá riendo un domingo. ¿Qué puede importarle el fruncido? ¿El integrista? ¿El beta? Los acoge. Tiene tiempo. Terminarán por abrir los ojos. ¿O acaso mil días no son para él como un día? ¡Qué buena noticia! Somos acogidos. Él, ese que en el intertanto habíamos olvidado, avanza como un fuego. Esta es otra visión. Philippa deja caer su humanidad con fuerza sobre los ladrillos rojos del departamento (es ella la que lo dice). Por primera vez ve el fuego, no el fuego común y corriente, no el de los escalones intermedios donde vivir es un agrado, no el del hogar, el de la cabana, no el que reconforta a la anciana de Ronsard, no el que anima el corazón de los amantes o expande el placer a través de los miembros del anciano Ulises, sino que el fuego en sí («¡La cosa en sí!»). Entusiasmante. Philippa no sospechaba que pudiera existir una majestuosidad como esa, una nobleza tan insigne. Nadie se lo había dicho. No es algo que miremos de

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frente: estamos aterrados. Literalmente nos vamos al suelo. Desaparecemos de la faz de la tierra. Estamos acabados. Estamos fana. Philippa y el suelo son una sola cosa. Puede tocarlo con sus manos. Sus brazos permanecen estirados uno de cada lado. La locura se injerta en estas aproximaciones fulgurantes. «El diablo es el m o n o de Dios», decimos. Sólo un hilo los separa. Todo lo que es feliz, luminoso y abierto va siendo lentamente velado por las tinieblas, luego por los derrumbes, por las grietas, por los levantamientos, por el caos. Es la caricia y el látigo, «la caricia y la metralleta», dice Philippa, para acceder a eso, hay que tragarse el ego, el orgullo, el miedo, la paranoia. Nos decimos: soy el rey del petróleo. La locura, ese desencajamiento, nos habla al oído. Philippa ha salido de sus goznes. No logra entender cómo toda esa gente valiente que la rodea, que comparte la misma vida que ella, en la misma ciudad, en el m i s m o edificio, en el m i s m o piso, en la misma vereda, no logra ver la evidencia iluminadora del Espíritu. Interpela a las personas mientras pasan: «¿No pueden ver? ¿Están ciegos? ¡Sólo tienen que abrir los ojos!» La miran atónitos, indiferentes o m o lestos. Siguen su paso. ¿A qué están jugando? «Lo que yo veía era tan fascinante. Intentaba decirles pero n o entendían. Es eso lo que m e volvió loca: darme cuenta de que el m u n d o no veía la evidencia del Espíritu. Yo sospechaba que tal vez fingían no estar viendo». Las personas que pasaban eran copias falsas. ¿No m e irán a decir ahora que lo están evitando? Ah no, no son nada simples estas personas. La embarcaron en Santa Ana. La falla se fue haciendo más profunda. El delirio que al comienzo había sido considerado como un clínamen, fue creciendo y ramificándose como lavandería para los malos pensamientos, como banco de malos pensamientos, de pensamientos tortuosos, raros, bulliciosos, estrafalarios, improvisados, al vuelo, desarticulados, de mal aspecto, de mal augurio, pensamientos despreciables, peligrosos, pensamientos que encienden las alarmas, desenfrenados, pensamientos que según Bartleby, el personaje de Melville, preferiríamos no tener. Ideas delirantes, sin límites. Mar de malos pensamientos. Naufragio. Ella m e dice que si en medio de todo eso hubiera encontrado algo llamado «voluntad», y le hubiera gustado que así fuera, aunque se hubiera aferrado a ella y hubiera podido volver a pararse, habría sido imposible: «La locura es como un caballo al galope». Nadie se le puede resistir. Hay que dar media

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vuelta. Con la ayuda de aquellos que saben amar y saben expresarlo, con ayuda de los médicos —aunque ignoren la luz fulgurante (o sólo tengan una idea de ella), con ayuda de sus fármacos, de la escritura y de la meditación— dos vertientes de una forma de poder volver al centro, ella pudo volver. ¿Volver hacia qué? Hacia nosotros, hacia el m u n d o antiguo, grado cero de la verdad, pero ojo: ¡No grado menos cincuenta! ¡No menos de cincuenta! ¡Qué abismo hay entre el purgatorio y el infierno! Como les decía, ella p u d o volver a ese lugar donde los hombres construyen poco a poco sus casas, sus razones, sus separaciones. Volvemos a estar dentro de la norma, ese abrigo lleno de agujeros. Nos fabricamos un oasis de placer, de ternura. Ya verás, tendrás amigos, tendrás amor...

Nos acordamos, sobre todo, de que antes de la rompiente hubo eso, ese estado rarísimo y dionisíaco que ella m e relató y que yo a mi vez intento relatarles a ustedes con mis propias palabras, pero fielmente, al menos así lo creo. Philippa p u d o reconstruirse. Tiene dos niños y un trabajo. Mucha gente la quiere, lo que no tiene nada de raro porque es m u y gentil. Reflexionó, logró verbalizar con las palabras exactas su experiencia. Practica retiros en un centro budista. Le gusta el Saint-Estéphe, leer y reír mucho. Logró salir más grande de la prueba, como lo hacen las personas sabias, aplicando el precepto tántrico: «Lo que cause la caída debe servir para elevarnos».

Manía

La adivinación, arte de divulgar las verdades que nos roba el tiempo, tanto en el pasado como en al presente o en al futuro, está emparentada con la palabra griega mania, que en la antigüedad designaba el furor, el delirio, el entusiasmo inspirado. La mania, indica Giorgio Colli, gran especialista de Nietzsche, en una obra titulada Después de Nietzsche es «algo más que la embriaguez, es el único enfoque auténtico de la divinidad, cuando el h o m b r e aniquila su propia individuación». En ese contexto entendemos la gran palabra de Heráclito: «La Sibyla, con boca enloquecida, no dice ni algo gracioso, ni bello, ni ungido. Y yo agregaría, aunque no sé si es necesario, palabras absolutamente ciertas. No filtra, no arregla, Philippa volvió desde el ápice de su vida con una palabra iluminadora, con al menos una, que podemos llamar «palabra sibylina», no porque sea oscura —es m u y clara— sino porque encontró la inspiración lejos de casa, lejos de su razonamiento, fuera de sus casillas, en ese otro lugar

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exaltado y solitario donde Van Gogh fue a buscar la radiante simplicidad y del que regresó con su h e r m a n a gemela, la manta, que r o m p e la corteza de la individuación. Recapitulemos. Actualmente disponemos de tres palabras iluminadoras. Las dos primeras hablan de lo que encontramos cuando se abre la jaula: súbitamente, cae el telón (Chateaubriand); es la cosa en sí (el conservador de Basilea). No es necesario ser u n gran filósofo para entender que ambas se hacen eco: la cosa en sí es el elefante entero, podemos verlo cuando cae el telón entre él y nosotros. La tercera palabra luminosa, la de Philippa, da fe del cuidado que nos rodea, que nos protege y nos sostiene incluso en el m o m e n t o más oscuro de nuestras vidas: lo abierto es tan abierto que le deja un lugar a lo no-abierto.

¿Lo no-abierto? Somos nosotros, es el lugar en el que estamos, es el fondo de la caverna donde están encadenados los prisioneros de Platón. Pues bien, nos dice Philippa, sepan que lo Abierto es tan grande, precisamente tan abierto, tan benevolente, tan indulgente (recuerden la visión de Ibn Arabi) que nos deja u n espacio, n o hablo de algo que parezca u n espacio, no, hablo de u n espacio verdadero como el que las sílabas sa yyam le dejaron a la sílaba ti en el Upanishad, esperando su buena voluntad. La razón es tan amplia que le cede un espacio a nuestra insensatez. No estamos ni perdidos ni solos. Si n o fuera así, cuánta pérdida y soledad habría a lo largo de nuestra vida, entre esos dos muros de papel que llamamos «nacimiento» y «muerte». De pronto, u n a m a n o aparece en el horizonte.

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IX. Apariciones furtivas

Una iniciación es el paso de un estado a otro. Puede ser individual o colectiva. Entre ambos estados hay u n m o m e n t o peligroso en el que el iniciado tiene la sensación de estar perdiendo su identidad. Para no abortar la iniciación, está obligado a seguir avanzando, a pesar de la ansiedad, de la duda y de la perplejidad. Como se suele decir a veces, debe aprender a «dejar ir», debe abandonar su pequeño yo, su pequeña persona, sus amores, sus contornos, sus intereses, sus ideas, sus puntos de referencia, sus tradiciones. Debe bajar por una escalera oscura, como si fuera u n ciego. A veces olvidamos que una idea aventurada, independientemente de quien venga, no pasará de ser eso, es decir una idea aventurada, pero al mismo tiempo pareciera que es justamente eso lo que la hace ganar en términos de credibilidad. Es como si se volviera más aceptable. Pensamos que el autor, en medio de sus extravíos, está haciendo esfuerzos de lucidez y el que no adopte un tono perentorio es algo que se agradece. Me aventuro entonces en este capítulo a plantear la idea de que Occidente ha entrado en u n o de esos m o m e n tos peligrosos de su historia, uno de esos m o m e n t o s que marcan el paso de un estado antiguo a uno radicalmente nuevo, del cual no se sabe nada. Ha entrado en la fase tenebrosa de la iniciación.

El d e s i e r t o c r e c e «El desierto crece», escribió Nietzsche (lo que aparte de todo lo que ya tenemos atravesado en la garganta nos resulta también preocupante en este genio altivo, y nos obliga a citarlo). En este caso, la imagen del desierto simboliza un lugar donde el significado se apaga, como el fuego a falta de combustible. En Occidente, Dios ha sido por m u c h o tiempo nuestro principal combustible: le daba sentido a la vida de los hombres, tanto a la del pobre mujik como a la del zar, porque desde la perspectiva divina ambas tienen el m i s m o peso.

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En ese lugar de desolación en el que e n t r a m o s después de la m u e r t e de Dios, el sentido se p e r d i ó . «El h o m b r e está en la tierra p a r a c o n t e m p l a r el cielo» dijo Pitágoras. Pero al n o h a b e r m á s cielo, ¿cuál sería entonces el objetivo de nuestra vida en la tierra? ¿Participar en el esfuerzo de crecimiento? Los que n o lo piensan así ven crecer el desierto. Miran hacia el pasado y hacia el futuro y lo único que ven en ambas direcciones es desierto. El desierto crece. «Esta palabra es simple p o r q u e ha sido pensada», c o m e n t a Heidegger. Pero la palabra de u n gran filósofo, c o m o los textos sagrados, posee el privilegio de n o limitarse a la interpretación que nosotros h a c e m o s de ella, o a la que nuestros profesores hacen de ella para nosotros. Da qué pensar, pues el p e n s a m i e n t o cae en la vida c o m o semilla, para que a partir de esta mezcla, de esta amalgama de la vida y del p e n s a m i e n t o surgieran nuevos significados, n o exclusivos unos de otros. Por ahora sugiero la siguiente idea: lo que crece h o y en día en la desolación del m u n d o , oculta tras ella, es la cara desértica de Dios, libre de todo elemento antropomórfico, la que el maestro Eckhart llama «deidad» y que yo d e n o m i n é en este libro el elefante entero o la otra cara. Crece en la m i s m a proporción y al m i s m o r i t m o que disminuye y desaparece la cara del Dios de Abraham, de Isaac o de Jacob. Reconozco que esta visión es aventurada y solitaria. No hay ningún razonamiento que la pueda sostener ni autoridad que la pueda proteger. Pero quién sabe, tal vez ustedes logren discernir en ello un destello de verdad. En ese caso, nuestros extravíos podrían entenderse de la siguiente manera: nuestro m u n d o , una vez entrado en la fase oscura de la iniciación, se convertiría en nadie por una necesidad histórica. Recordemos a Ulises quien para poder salir de la caverna en la que Polifemo lo tenía retenido, dijo justamente que no era nadie, a la manera de un mantra o de una contraseña. Sólo le faltó estar más convencido de ello, pero era griego y no hindú. ¿Acaso no vemos cotidianamente signos cada día más abundantes, flagrantes y atemorizantes de esta ocultación? «¿No nos hemos precipitado acaso en una caída continua?», pregunta el insensato de la La ciencia jovial. En ese extraño lugar en el que nos adentramos, perdemos nuestros rasgos e identidad. Literalmente —¡Oh Dios!— nos transformamos en nadie. No hay más rostro. ¿A qué aferramos entonces? Algo muere y algo se eleva. Es una ley de la naturaleza: inspiración, expiración. Noche y día. Muerte y renacimiento. Esta es una ley universal. Válida

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incluso para Dios, por lo tanto válida también para nosotros. Para salir del agujero, debemos encogernos aun más, volvernos casi embrionarios, y morir. Recuerden que alguna vez tuvimos que esforzarnos por mantener presente en nuestro corazón la cara amable y personal de Dios. Recordad, recordad, decían las religiones. Esforzaos, esforzaos, decían las religiones. Pero el Dios amoroso y amable con el que queríamos estar de tú a tú porque no teníamos nada que perder, con el que nos sentíamos completos, tanto como el h o m b r e que sentado en un buen sofá también encuentra su completud, (acuérdense de Epicteto y su frase «la piedad es asunto de interés»), ese que hacía que la vida fuera digna de ser vivida, fuéramos un zar o un mujik, ese Dios entonces, que manejaba todos los hilos, que producía signos, que le daba u n sentido a nuestro extravío, grandeza a nuestra pequenez, relieve y sabor a las cosas, ese Dios se eclipsó. A pesar de nuestros esfuerzos, se escapó como el agua cristalina que se escurre por los orificios de una cisterna rota. Cuando ya no hubo más agua (situación que Nietzsche llama la «muerte de Dios»), los espíritus refinados comenzaron a percibir con estupor el desierto. El desierto creció y creció. Hasta el punto en que nos encontramos hoy. No definiremos aquí el desierto como una vasta extensión de arena, sino como un lugar nítido, compacto, de extrema simplicidad. Un lugar donde nada está ahí para s e r v i s t e Desde tiempos inmemoriales de la humanidad, es la primera vez que nada está ahí para ser visto.

El maestro Eckhart, el teólogo, cuenta que en una ocasión se reunieron veinticuatro maestros para ponerse de acuerdo respecto a la naturaleza de Dios, pero se separaron sin haber logrado su objetivo. Se volvieron a reunir después de haber reflexionado profundamente y fueron dando cada uno sus impresiones. Sólo les señalo aquí la primera de estas impresiones: «Dios es algo que en su comparación todo lo que está sujeto a cambio, todo lo que depende del tiempo, no es nada». Hasta ahora no hemos percibido esa nada de las cosas, o si lo hemos hecho ha sido m u y brevemente, entre dos encuentros, dos pensamientos, dos asuntos. Es en el desierto donde finalmente se deja ver: no hay nada que captar, nada que repertoriar, nada que destacar, ni que intelectualizar, nada que fortalezca, que reconforte, seduzca y oriente. ¡Qué alivio! Henos aquí obligados entonces a abrir las manos. A esta apertura a veces se le llama «soltar», o retomando las palabras de Roland Barthes, al final de los Fragmentos de un discurso amoroso, «no-querer-asir» (NTV): «Me dejo caer sobre la cama, empiezo a rumiar y decido que de aquí en adelante no volveré a querer tomar nada del otro». En ese otro del cual hablo, no hay nada que haya

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sido dado para ser tomado. En este desierto n o hay a qué aferrarse, por ende, nada a lo que podamos acercarnos. Quien crea acercarse a algo se equivoca. Quien crea estar t o m a n d o algo se engaña. Quien piense que se aleja de eso, lo encuentra. Sí, efectivamente podemos llamar a esto libertad. Ser libres no es tarea fácil. El desierto, que crece en el horizonte planetario, está desprovisto de dunas y de oasis. No hay aspereza, no hay algo que haya sido modelado en ese desierto. No es ni color arena ni color pimienta negra. Carece de olor, de sabor y de color. ¿Dónde está el amor? Nos restregamos los ojos. No vemos nada. ¿Es una buena noticia, dicen ustedes? Eso n o se mueve, no es ondulante como un espejismo, no es jadeante como el mar. Es algo de lo que no se puede escapar, no incluye al h o m b r e (el que busca escapar) —por ende tampoco es humanista, y la filosofía que de ahí podría desprenderse, si alguna vez llegara a ver el día, tampoco lo sería. Es propiamente algo raspado, continuo, liso. En este desierto podemos vislumbrar algo que yo llamé la unidad de lo real. Es justamente ahí donde quería llegar. Por primera vez, desde los tiempos inmemoriales del hombre, es decir desde los tiempos inmemoriales de la ceguera, hemos tenido la oportunidad de percibir la unidad de lo real, de ver al elefante entero. No podemos estar seguros, concuerdo en eso con ustedes. Sólo se trata de una conjetura. Pero tampoco es imposible. Es una clave que nos permite comprender los tiempos en que vivimos, y a decir verdad, aparte de su carácter absurdo ya mencionado en numerosas oportunidades, no veo que exista otra que nos permita hacerlo. Algo se acerca. ¿Desde dónde? ¿Desde dentro o desde fuera? —, n o tenemos idea. Tendríamos que abrir más lo ojos. Algo se levanta en el horizonte. ¿Por primera vez? ¿Un p u n t o en el horizonte? ¿Que crece? ¿Debe tratarse de una ilusión, dicen ustedes?

Modernidad No sabemos m u y bien qué es la modernidad, Si la definimos como el producto de este esfuerzo realizado por el h o m b r e occidental por desprenderse de los sistemas de pensamiento cerrados, esfuerzo que está lejos de haber terminado, entonces evidentemente estamos plenamente en eso y contentos de estarlo. Desde el m o m e n t o en que el h o m b r e comenzó a entrar en la modernidad, se fue alejando de la cara clara del (buen) Dios que le designaron las religiones.

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El h o m b r e piensa que esta imaginería era buena para los siglos pueriles. ¿No somos acaso los herederos de la Ilustración? ¿No fue acaso necesario sacar a la Ilustración de las garras del oscurantismo, de la mojigatería, de la ignorancia, de la superstición, de la inercia dogmática, de la asquerosa imbecilidad, de la infamia de los mil rostros, como dice Voltaire, esa que creíamos definitivamente aplastada y que hoy vuelve con fuerza a través de uno de los tantos vuelcos que ha tenido la historia? No olvidemos esto pues correríamos el riesgo de olvidar quiénes somos. Podría suceder que la modernidad, este fenómeno proteiforme que rueda como avalancha, encuentre su razón de ser y su coherencia secreta en el rechazo a la cara clara y declinante (que podemos declinar) de Dios. Sin que lo sepamos, este rechazo nos enfrenta a la cara sombría, cara sobre la que evidentemente no podemos tener ninguna idea clara, tal como los ciegos tampoco podían tenerla respecto al elefante, por m u c h o que estuviera delante de ellos, porque no tenían ojos. Avanzamos hacia ella de espaldas, cada vez más rápido, como si fuéramos un cuerpo celestial desprendido de su sol, aspirado en la esfera de un agujero negro, perturbando las órbitas y recalentando las atmósferas. «¿Qué hemos hecho después de desprender a la Tierra de la órbita del sol? Preguntó el insensato de Nietzsche, ¿no caemos sin cesar? ¿Hacia qué nos está llevando su movimiento? ¿Lejos de todos los soles? ¿No será que nos estamos precipitando en una caída continua? ¿No caemos hacia delante, hacia atrás, en todas direcciones? ¿Hay todavía u n arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío? ¿No hace más frío? ¿No veis de continuo acercarse la noche, cada vez más cerrada?». La muerte de Dios es un «acontecimiento prodigioso» que llega lentamente a oídos de los hombres, escribió Nietzsche, como la luz de las estrellas que llega lentamente a sus ojos. No obstante, más prodigioso aún es lo que se alza y crece en el crepúsculo de Dios: el desierto. Pero eso el gran descubridor no lo dice, sólo le da el nombre de Dionisio a este Dios innombrable. ¿El desierto? Sí, el desierto que ciertamente es el fracaso desolador del significado, pero también el inicio de otro significado aun no corrompido que sigue siendo Dios pero desde la otra vertiente, en su cara oscura, en enorme desfase con todo lo que hayamos conocido, imaginado, pensado y dicho de Dios hasta hoy. Algo que nos deja estupefactos (la visión de Alá, en su vertiente oscura, sumerge al h o m b r e en la estupefacción: es como un desierto sin principio ni final, dice un poeta).

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¿Será que como dice el insensato de Nietzsche, hace más frío en este desierto y está más oscuro? No lo sabemos. «Cuando hayas envejecido, extenderás tus manos, y será otro el que te sostenga y te conduzca a ese lugar donde n o quieres ir». Da la impresión de que esta palabra de las Escrituras hubiera sido dicha especialmente para nuestros tiempos, para nuestro m u n d o envejecido, desatado, desencantado, desligado, derrotado, que extiende los brazos como los ciegos y se dirige hacia donde no quiere ir, dando marcha atrás, como h o m b r e en un skiff sacudido por la marea. Mira a su alrededor: nada. La inmensidad sombría del mar. Está solo. ¡Cuan intensamente siente su propia precariedad! Se encamina hacia u n lugar donde no hay ni arriba ni abajo, ni antes ni después, sólo una cara sombría, cuya radiación magnética algunos artistas como Giacometti logran presentir y hacernos presentir a través de sus obras, en esto radica justamente su importancia y nuestra necesidad de seguir contemplándolas más y más. ¿Qué es lo que hace que algunos modelos de Giacometti tengan los ojos tan redondos, tan fijos, como alucinados? ¿Por qué el h o m b r e de cabeza grande de la fundación Beyeler está mirando un poco de costado? ¿Qué sucede? ¿Qué es aquello que súbitamente ha despertado su atención? ¿Qué está viendo Eli Lotar, cuya cabeza emerge intacta y luminosa, como salida de un derrumbe volcánico? ¿Por qué se paraliza? ¿Qué le da a Diego ese aire tan extrañamente hierático e intemporal? ¿Ese aire detenido} ¿Qué buscan ver tanto ellos como Giacometti? ¿Qué quieren que nosotros veamos? ¿Por qué, como él mismo lo dice, su obra es una sucesión ininterrumpida de derrotas? Al desierto n o se le m i r a de frente, n o más de lo que se m i r a de frente al sol o a la m u e r t e , que son u n a expresión de él. Todo intento p o r ver eso de frente, sin desviar la m i r a d a —intento que podría resumir la obra de Giacometti y de otros grandes artistas de la m o d e r n i d a d , p o r q u e están con todas las antenas hacia afuera—, todo intento p o r representar la cara oscura, la verdad oscura, el precipicio vertiginoso que se levanta en la noche, todo intento p o r contemplar el desierto, que n o se deja c o n t e m p l a r p o r q u e es uno, p o r fijar lo real en su u n i d a d devoradora, q u e d a saldado inevitablemente con u n a derrota o con u n a serie de derrotas. No ha habido h o m b r e que lo haya p o d i d o atrapar, que lo haya p o d i d o fijar en u n marco, en u n a escultura, en u n p o e m a o en notas musicales. Mientras más intentamos enfocarlo, m e n o s lo vemos. En u n a carta que Giacometti le escribió a Pierre Matisse, le decía: «La forma se deshace, desaparece c o m o granos desplazándose en u n vacío oscuro y profundo, la distancia que hay entre u n a aleta de la nariz

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y otra adquiere las dimensiones del Sahara, n o hay límite, n o hay nada que fijar, todo se nos escapa». Imposible realizar: todo se nos escapa. Un vacío oscuro y profundo. Mientras más intenta enfocar, más se desespera. Sí, todo se nos escapa. ¡No, eso no, eso no! ¡Neti, neti! El arte de Giacometti es una variante aplicada de la teología negativa. De tamaña empresa sólo podemos salir derrotados. Él está consciente de aquello: ¿Cuántas veces b r o m e ó diciendo que lo mejor que podría hacer sería abandonar brochas, pinceles y cuchillos para convertirse en un pastor que viviera con su perro, en el valle de Bregaglia donde el aire era más puro que en Montparnasse? Sin embargo, no abandonó su actividad. Por el contrario, volvió a la carga. Siguió cayendo y levantándose una y otra vez. ¡Qué gloriosas derrotas! ¡Qué bien hablan del hombre! ¡Cómo lo hacen crecer!

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X. Ojos abiertos

Cada ser quiere perseverar en el ser, escribió Spinoza. El azteca quiere conservar su alma de azteca. Se tapa los oídos para no escuchar las profecías que le soplan al oído lo contrario. El león quiere seguir siendo león en la sabana y no en un zoológico. El que es cuadrado no quiere ser contradecido. Con los años empezamos a dudar: nos gustaría mucho soltar el bocado y fundirnos en la vasta nada. Podríamos tener entonces una visión panorámica, podríamos ver el cielo. Imaginen que se cruzan con Helena, la más hermosa de las mujeres, la de Troya. Ella les sonríe. En el vacío del hará, se forma algo parecido a u n grito en estado embrionario pero silencioso, aunque no por eso menos potente, algo se va abriendo camino por las entrañas para terminar saliendo por los labios, irreconocible, algo entre el silbido y el quejido. En palabras más simples, es algo así como un Waaaouuuuu. Es un grito que no está exento de sufrimiento: sólo recibimos su sonrisa, nada más que una sonrisa, sin embargo, ponderando bien las cosas, está bien: prevalece la alegría. En el fondo de nuestra alma, las «cavernas profundas de nuestros significados», normalmente apagadas, se llenan de calor, de color, de sabor y de vida. Waaaououu... el m u n d o canta. Por u n instante. Pero ver al elefante, es mil veces más fuerte.

Meditación Los creyentes se acercan al Dios antropomorfo a través de la oración; al Dios desnudo, sin forma ni figura, nos acercamos a través de la meditación. Hoy en día, en Occidente los centros de meditación no dan abasto y las iglesias se vacían. ¿Se tratará, como dice Rene Guénon, de un «signo de los tiempos?». ¿Será que la meditación es el mejor medio que hemos encontrado, nosotros los hombres del siglo XXI, para atravesar las nubes, para saciar nuestra sed, para contemplar el cielo?

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Yo practico una forma elemental de meditación inspirada en el budismo. Nos sentamos, con la espalda erguida, las piernas cruzadas, sobre u n zafa, un cojín de meditación duro y redondo, si es posible siempre a la misma hora y en el m i s m o lugar y si es posible en ayunas o después de haber tomado una taza de té. Llevamos nuestra atención, tan entera como sea posible, a las fluctuaciones de la respiración. Al cabo de un cierto tiempo, esta se regulariza sin necesidad de un esfuerzo consciente. M a n t e n e m o s bien el hilo. ¿Qué hilo? El de la atención, que es como u n niño p e q u e ñ o , o c o m o u n a m o r que nace o envejece: hay que protegerlo. Ese es el objetivo de la meditación: proteger la atención y luego hacerl crecer (la palabra budista que designa la atención es sati). El ejercicio puede d u r a r veinte m i n u t o s o m e d i a hora, en m i caso n u n c a dura más que eso. El beneficio inmediato proviene del h e c h o de asentarnos. C o m e n z a m o s a pensar, y es un descubrimiento capital, que n o hay lugar mejor que ese en el que estamos, relajados, vacíos, c o m o niños. Todo está bien sobre el zafu, p e q u e ñ a barca para u n a gran travesía. De hecho, todo está ahí. Por un m o m e n t o sentimos que n o hay ninguna necesidad de ir a buscar más lejos o a otro lugar. Esta meditación en posición sentados nos lleva de manera natural hacia otra forma de meditación, más amplia, más generalista, de alguna manera más integrada —no m e atrevo a decir más ambiciosa porque en todos estos ejercicios se trata justamente de lo contrario, de sustraerse a todo lo que pueda parecerse a una ambición, a un deseo o incluso a la idea de una meta. Esta nueva forma de meditación puede desplegarse a lo largo del día (en este caso nunca hay que tenerle miedo al demasiado: nunca estamos demasiado atentos). Esta meditación penetra en nuestra vida, le abre un campo, le da calma y profundidad. «Profundidad estratégica», le llaman los militares a las zonas de posible repliegue en caso de ataque del adversario. Algunos países, como Rusia por ejemplo, tienen m u c h o de esa profundidad, y otros como Alemania tienen m u y poco. Cuando nos vemos enfrentados a una jauría de Rottweilers, ya no hay tiempo de pensar en la profundidad estratégica. Sólo pensamos en que sería bueno tenerla. La meditación ayuda. En su versión más amplia la meditación consiste simplemente en vivir con «los ojos abiertos», como lo dice el hermoso título de un libro de entrevistas que sostuvo Marguerite Yourcenar con Mathieu Galey. Pienso que todo el m u n d o estará de acuerdo con esta definición. Es cierto que podemos vivir con los ojos abiertos sin practicar la meditación, y Marguerite Yourcenar es un

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buen ejemplo de ello. Pero en este caso, la meditación también ayuda. ¿Con los ojos abiertos? ¿Pero abiertos a qué? La respuesta es simple: a todo. A todo lo que surge en el campo de la conciencia: sensaciones, percepciones, sentimientos, emociones, pensamientos, aspiraciones, turbulencias, sufrimientos que pasan por y a través de nosotros, como nubes disipadas por el viento, la mayor parte de las veces sin que lo sepamos. El campo de lo observable es ilimitado. ¿Cómo observar? Como en un espejo: sin ahuyentar lo que entra y sin retener lo que sale. No se le agrega ni una capa a lo que es (de pensamientos, de juicios, de temores, de esperanzas, de razonamientos). Si llegáramos a agregar alguna capa sin darnos cuenta, entonces sólo nos limitamos a observarla, sin agregarle otra. Siempre podemos volver a la observación desnuda. Mientras exista un presente —y eso es siempre— esa puerta no estará cerrada: podremos volver atrás. Entonces los remolinos y torbellinos se calman. Nos relajamos, insisto en este punto porque alguna vez m e pareció iluminador: el beneficio de la meditación proviene del hecho de asentarse. Se relajan progresivamente la atención, la respiración, el pensamiento, la mirada, la voz, las palabras, los gestos. Para terminar, la vida entera. Ese es el objetivo. De lo contrario sería como si galopáramos sentados, retomando la expresión de un filósofo chino: nos inquietamos demasiado por m u y poco. Nuestra sociedad galopa sentada. Cada vez más rápido. ¿Podríamos decir tal vez que es como si estuviera embalada? ¿Acaso no vemos signos de ello en todas partes? ¿En la destrucción acelerada de la naturaleza, en la proliferación de lo desechable, en la pérdida de la memoria colectiva, en la fragmentación del conocimiento, por citar sólo algunos de miles de ejemplos? En vez de mirar las agujas del reloj que marcan las horas, miramos fascinados las que marcan los segundos. Me atrevería a decir que la meditación nos desembala. La imagen tradicional es la de una gota de lluvia deslizándose sobre la hoja del loto sin siquiera rozarla. El hombre meditando sobre su zafu es como la hoja de loto. Observa la lluvia tranquilo, la escucha tamborilear sobre el techo; pero reconozcamos que algunas veces es a la inversa: es la gota la que se transforma en un tsunami que nos arrastra. El esfuerzo consiste en estabilizarse en u n punto donde ningún pensamiento, ninguna preocupación pueda alcanzarnos: en el brocal del m u n do. Me imagino que estarán pensando que esta es una manera bastante grandilocuente de expresarse: por un lado vemos el m u n d o y su hormigueo, pensamientos incluidos, por el otro, no distinguimos nada. Mantengamos nuestra mirada fija por un m o m e n t o en esta dirección. Está oscuro. Todo está al desnudo. Silencio total. La nada. Es vertiginoso. Sí, podemos llamarlo el lado norte.

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Bueno, ahora que estamos llegando al fin de la historia y estamos como suspendidos en este precipicio entre el cielo y la tierra, ¿qué podemos hacer? ¿Perdón? ¿Qué está diciendo? ¿Abrir la mano? ¿Ceder, soltar la cuerda? ¿Está seguro?

El grito ¿Qué ven los ojos cuando se abren? Se dice que la sacudida del ser es tan profunda, la visión de la otra cara tan desconcertante, que p o d e m o s llegar a lanzar un grito. Un grito que se hace a sí mismo, que proviene el fondo del ser, de las entrañas, del inconsciente, de la noche de los tiempos. Un grito inaudito. Fue lo que le sucedió a Ibn Arabi en Túnez en 1194. Mientras el más grande de los maestros participaba de la plegaria común, de pronto vio abrirse antes sus ojos la «vasta tierra de Dios», sin circunferencia ni centro, brillante, radiante, universal, feliz, inhumana. Confundido por la visión —comprensión balística del todo—, lanzó un grito: ¡Ah! Ah, m u y bien. Salvo que ese día gritó como si fuera sordo. En las Iluminaciones de La Meca, el Shaykh relata, con una verborrea bastante meridional, los efectos inesperados de su grito: «Al penetrar en la morada de la Vasta Tierra —en ese m o m e n t o m e encontraba en Túnez— lancé un grito del que ni siquiera m e di cuenta. Todos quienes lo escucharon, perdieron la conciencia. Las mujeres que se encontraban en las terrazas contiguas se desmayaron; algunas cayeron desde la terraza hasta el patio, pero a pesar de la altura no sufrieron daños. Yo fui el primero en recuperar la conciencia; estábamos haciendo la plegaria detrás del imán. Vi que todos habían caído fulminados; al cabo de u n m o m e n t o se recuperaron y les pregunté: «¿Qué les sucedió?» Respondieron: «Vaya, pero si eres tú el que tiene que decírnoslo. Tú eres el que provocó todo esto con tu grito», pero yo ni siquiera tenía conciencia de haber gritado. Era un grito salido de las entrañas, salido del fondo de la naturaleza, de ese fondo que los japoneses llaman el hará.

Meditación (continuación y fin) En el Corán, el Dios que observa es llamado al-Raqib. Es el gran vigilante. Su ojo está p e r m a n e n t e m e n t e abierto, redondo como el de la lechuza de las

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monedas de Atenas. Conoce todos los secretos. Las confidencias entre amantes, los pensamientos íntimos de los corazones, los conoce todos. «Alá sobre todas las cosas, es al-Raqib», dice el Corán (33,52). Quien se acostumbra a meditar deja entrar u n huésped singular. Una vez que ha entrado, le decimos: siéntete como en tu propia casa. Nos entendió literalmente. Ahora el gracioso observa, mide, palpa y toma notas que después mete en sus bolsillos. Golpetea suavemente los tabiques de la habitación, como si estuviera buscando armarios secretos o un tesoro escondido. Se interesa en los ruidos que hacen los ratones, en los movimientos de los ácaros, en las sombras que se dibujan en los muros. Observa las fluctuaciones ínfimas de la conciencia, esas que antes de m i encuentro con él, yo ignoraba. Se dedica a observar las modulaciones delicadas, las variaciones finas de humor, de sangre, de bilis, de fluidos, de niveles de conciencia, de estados mentales. «Es testigo de todas las cosas (al-Raqib)». Incluso mira la mirada. ¿Esa mirada que posa en la mirada, lo mirará a él también? Pero no se detiene en eso. Señala la punta de la oreja, del ojo, de la nariz, y luego las retrae rápidamente. Sobre todo el ojo, vaya arma que es ese ojo que lanza como si fuera un dardo, pieza maestra de la operación drill —forado, remoción, excavación— de la que es experto. No se deja impresionar por las superficies. No le van con historias. Ausculta, pasa el bisturí, atraviesa. Es capaz de ver los microimpulsos, los levantamientos veleidosos de la sangre, el maremoto liliputense, las corrientes subterráneas, las derivas del corazón, los agujeros de aire, los quiebres, las grietas, el impulso que se forma, que se r o m p e y que se vuelve a formar, como el mar. Todo eso, él lo ve. Lo señala. Proyecta en todas direcciones su luz única. Es como si todas las cosas entraran en una red. Gracias a esa mirada aguda suya tan característica, reconozcámosle el mérito, ha logrado conservar el respeto de las potencias oscuras que subvierten el corazón del hombre. La hiedra de malos pensamientos no trepa tan alto como antes, no ahoga tanto como antes.. Nuestro amigo frena en seco. Corta el cordón umbilical que mantiene los pensamientos unidos a un yo. Cuando m i observador se manifiesta, el diablo, que está en los detalles, se queda ahí. Cuando el pensamiento maligno, intrusivo, tumoral es realmente reconocido como tal —de hecho su rol es justamente ver y ver bien—, no echa raíces. No se desliza bajo la piel. No se reproduce. Esta es la razón por la que dejé entrar a mi observador. No duerme. Nunca duerme. Aunque se escondiera a diez pies bajo tierra, aunque se pusiera motas de algodón en los oídos, aunque estuviera descerebrado, seguiría observando. En contacto con él, nace

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algo así como una conciencia posterior. Se instala progresivamente, subrepticiamente, agazapada, al acecho, cavernícola. ¡Teníamos más de u n fondo y no lo sabíamos! Probablemente por mimetismo, yo m e sorprendo al observarlo: sus idas y vueltas, sus ausencias, esa aptitud suya tan característica de atrapar al vuelo impresiones que yo habría pasado por alto, sus aires de gran señor, sobrevolando las contingencias, su mirada directa, fija, aguzada como la de un cazador, sus pensamiento en incursión permanente, su repliegue, su singular repliegue, sobre todo esa forma que tiene de hacerme pasar, ante mis propios ojos, como u n excéntrico. ¡Excéntrico! ¡Excéntrico yo, en m i propia casa! ¡Deslocalizado! ¡En mi casa! Finalmente, aun cuando no lo diga, subalterno. Como si yo ocupara demasiado espacio en esta casa, que es la mía, donde lo invité a pasar, donde le di u n espacio. Pero t o m o nota. Tomo bastantes notas. Conservo pistas. Pues quizás u n día esto podrá servirme. Mientras más lo observo, más m e observa él. En esos momentos, partes enteras de m í pasan por ahí. Como cuando un golpe nos devuelve directo al ring. En ocasiones, cuando hago yoga m e confundo con el cojín en el que estoy sentado. Somos tan permeables... Presiento que u n día m i amigo el observador podrá prescindir completamente de mí, durante sus grandes lapsus de conciencia. No m e cabe la m e n o r duda de que al final terminaremos bailando al unísono, tal como lo hicimos al comienzo. ¿De qué lado? Eso n o se los digo. Ese día entre nosotros habrá caído el telón. Una antigua historia hindú habla de dos pájaros que vivían en la misma rama. Uno de ellos aleteaba mucho, picoteaba los frutos del árbol, seguía con la mirada el paso de los insectos. El otro permanecía inmóvil y silencioso: observando. El primer pájaro, al ver a su compañero tan tranquilo, experimentó una sensación de molestia y luego de vergüenza. Se lamentó de su ausencia de «señorío», dice un Upanishad. Progresivamente se fue calmando y relajando, volviéndose silencioso también. Luego, u n día se dio cuenta de que su compañero y él eran u n o solo y que siempre había sido así. El pájaro silencioso era él, era el atman. Esta pequeña fábula animalística nos aclara el objetivo de la meditación: conocernos a nosotros mismos.

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Epílogo

Jamás sabremos si George Mallory y Andrew Irvine fueron los primeros h o m bres en alcanzar la cumbre del Everest. Los dos británicos dejaron su campamento al alba del 8 de junio de 1924. Fueron vistos a medio día caminando a buen tranco sobre una cresta cercana a la cumbre, antes de ser engullidos por las nubes. Después de eso, nadie los volvió a ver con vida. A la pregunta que un periodista del New York Times le hizo antes de la expedición, sobre las razones que lo motivaron a formar parte del proyecto de escalar el Everest, Mallory simplemente respondió: «Porque está ahí». ¿Por qué escribir sobre «Dios»? Porque está ahí. Ciertamente no está ahí como el Everest, no está allá arriba, no está allí abajo, no hay macizo, no hay escarpado, ni tampoco lo contrario, pero está ahí. Tiene ese arte único, que le es tan característico, de estar ahí. Cuando logramos salir de la capa de nubes, está ahí, acogedor, luminoso, inmutable, innominable. ¿Ahí? ¿Dónde ahí? Sí, hoy en día, como Mallory y su compañero, no vemos absolutamente nada, andamos a tientas, dando tumbos en el espesor de las nubes cargadas y grises, pero a veces, cada cierto tiempo logramos percibir una brecha. Súbitamente, una apertura. Exclamamos, entonces, señalando el rayo de luz: ¡Ahí está! ¡Amigos míos, ahí está! Entonces corremos, nos apelotonamos en el círculo luminoso que el cielo dibuja sobre la tierra, como los prisioneros de la Kolymá, para sentir por u n m o m e n t o el calor y poder ver la luz. Es gracias a m o m e n t o s como esos que escribimos. Ese espacio entre el aquí y el allá, es cortante como el filo de la navaja. Cuando estamos aquí, en el m u n d o , bajo la campana de nubes, no tenemos ninguna idea de cómo es allá. Y viceversa. Un h o m b r e lo suficientemente extravagante como para concebir y cultivar el gusto por lo absoluto —que Nietzsche consideraba que era el «peor de los gustos»— se sentiría bastante solo aquí. Escribimos para sentirnos menos solos.

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Volvamos a decirlo por última vez ya que es importante: no existe ninguna razón imperativa para que llamemos «Dios» a la esencia de las cosas. Podemos llamarlo «El Espíritu», como Philippa, Gottheit, como el maestro Eckhart, el «Bien» como Platón, lo «real», como algunos sufís o la otra cara. No tiene u n n o m b r e definitivo. Un roble no es menos roble porque se le llame oak o roble. Al roble le tiene sin cuidado el n o m b r e que le otorguen. Es algo que no altera en nada su crecimiento, ni el avance de su savia, ni la caída de sus hojas y bellotas, ni la llegada del otoño. Si m e permiten, llamemos eso al objeto de nuestra búsqueda. Hagamos como si la palabra más antigua para designar la esencia íntima de las cosas, la palabra de los Upanishads que ha atravesado tres milenios, fuera también la más moderna. ¿Qué hemos aprendido sobre eso al final de nuestra búsqueda? Eso es lo real. No lo real del noticiero de las veinte horas, no lo real de la política, de la economía y del espectáculo, no lo real del señor Bertin o del señor Tata. No, esas son las nubes. Nos tapan la vista. Eso es lo «real verdadero», lo que Bradratha el rey de Indostán va a buscar al bosque, ese bosque que hoy es atacado desde todos los frentes por los bulldozers del señor Bertin. Eso está escondido, es incluso u n secreto, está tan escondido que, a m e n u do, olvidamos que hay un secreto. Eso tiene una naturaleza entera, sin gradación ni mezcla. Eso es la libertad, núcleo del ser. Más allá de nuestras libertades nacionales, políticas, sociales, frente a las cuales somos tan legítimamente puntilludos, existe un absoluto de la libertad. En Occidente lo hemos olvidado. Eso no es objeto de conocimiento sino de experiencia. Eso es extraño, no tiene equivalente en nuestro m u n d o , es fuera de serie. Los maestros de yoga dicen que cuando damos u n vuelco hacia la esfera de eso, quedamos atrapados. ¿Cómo, por qué, por quién? No lo sabemos. Llegar a eso representa un logro. Pero una advertencia para los que suelen correr hacia lo que normalmente se considera un logro: hay que buscar por el otro lado, es más conveniente correr en la otra dirección. Den media vuelta mientras estén a tiempo. ¿Saben ustedes de dónde proviene la palabra francesa réussir (lograr)? Por una feliz coincidencia lingüística, proviene de la palabra italiana uscire, que significa «salir». El pájaro que sale de su jaula ha logrado su objetivo. El prisionero que sale de la caverna también. Si puede ayudar a que otros salgan con él, como Ibn Arabi en «el día del juicio final», tanto mejor. El disparate ha desaparecido: hemos logrado salir. «Es la ganancia más grande de todas, y el tesoro frente al cual todos los demás tesoros pierden valor», afirma la Gita.

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Logro. Logro. ¡Logro! Platón dice que desde el m o m e n t o en que empezamos a vislumbrar eso, la vida vale la pena de ser vivida (no dice «eso»). Por esta razón vale la pena pensar en eso. Tal vez incluso en la actualidad eso sea en lo que más vale la pena pensar. Escribimos para pensar en eso. El logro no es algo fácil. El topo nunca está más cómodo que en su topera, escribió Nietzsche, ese dudoso naturalista. Es m i experiencia. No hay lugar donde m e sienta más a gusto que aquí. ¿Será acaso una definición de la vejez? El verdadero progreso está en otro lado: acepto mi oscuridad, es el único medio que he encontrado para hallar la luz. Haciendo algunos esfuerzos a veces logro aceptar la luz de los demás: ¡Qué luz descubrimos en ese m o m e n t o entonces! En todo lo demás, ando sobre alerta, con miedo, no, en realidad más bien como ese pollo que no se atreve a salir del círculo que un filósofo ingenioso dibujó con tiza a su alrededor. Así es como hay que entender la palabra «islam»: no como una «sumisión», según la traducción corriente de esta palabra —y sobre todo no como una sumisión a los doctores de la ley—, sino como el hecho de no estar m u y seguros ni hablar demasiado fuerte, como el hecho de permanecer en nuestro propio círculo, bajo perfil, desposeídos, sin hacernos los astutos, sin vanagloriarnos, porque hemos presentido que más allá del círculo, tras nuestros hombros, hay algo enorme y misterioso, infinitamente más vasto que nosotros y que todo lo que imaginábamos, y que es a eso a lo que debemos estar atentos. Es en eso en lo que podemos confiar. Vayamos ahora a lo más simple: tipeen en su teclado Hopper morningsun. Está al alcance de la mano. Observen por un m o m e n t o ese célebre cuadro de Edward Hopper (pueden incluso dejarlo como fondo de pantalla, como yo m i s m o lo hice). Fíjense en la mujer que está inmóvil, estilo egipcio, como se refiere el Aduanero Rousseau al estilo de Picasso. Está entre dos eras, detenida, de perfil, puede tratarse de una obrera del textil que está sentada sobre su cama, con una camisa de d o r m i r color carmín, con sus mejillas hundidas, un p ó m u l o saliente (el otro no sabemos), con los brazos desnudos posados sobre sus piernas desnudas. Parece que estuviera saliendo de algo, de un sueño tal vez, de una pesadilla o de una noche agitada, como la historia. Parece estar exhausta, desilusionada. El m u r o también está desnudo. Mira por la ventana, a través del marco que le permite ver hasta el horizonte otras ventanas, y un castillo de agua bajo el cielo. Espera pacientemente. ¿Qué está esperando? Hay algo que se anuncia ahí —frente a ella, a la mujer exhausta, lastimada que tenemos frente a nosotros, lastimados también por la historia, hay algo

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que Edward Hopper está anunciando deliberadamente o no, porque no lo sabemos, yo diría más bien que no, hay algo anunciado en ese cuadro que está ahí, por venir, algo que está ahí con gracia, en gestación, sin nombre, algo que Hopper, deliberadamente o no, ha querido que la interpele a ella y a nosotros desde u n principio, algo absolutamente moderno, a lo que le ha llegado el turno. La mujer espera. Algo se anuncia. Algo que ella señala, que está porvenir. Algo se levanta, en la figura del sol, en la del desierto, en la del elefante, en la de algo que simplemente podemos llamar «Él». Hay algo que crece, que se deja vislumbrar, que reconforta. Aun no sabemos de qué se trata, pero sería m u y b u e n o si se tratara de eso, si se tratara de él.

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Apéndice

Entre líneas

Prólogo La caverna P.14. El mito de la caverna figura en el libro VII de La República (514 a - 517 a). La versión que presento aquí ha sido simplificada considerablemente. Los nombres P.18. Hay una pregunta que surgió a propósito de los nombres de Dios: ¿Hay que ponerlos en mayúscula o no? En este asunto espinudo, procedí de manera subjetiva. Considerando que un exceso de reverencia termina siempre por matar la reverencia, omití la mayúscula en los nombres divinos en francés, salvo cuando esta m e pareció útil para destacar la fuerza del impacto de la palabra o cuando su uso era imperativo (como en el caso del n o m b r e «Dios»). Por el contrario, siempre les puse una mayúscula a los nombres divinos transcritos del árabe (al-Haqq, ar-Rahman, ar-Rahim), siguiendo el ejemplo de varios estudiosos del islam. El sol negro R18. «En Dios, dice el maestro Eckhart, no hay ni «bueno», ni «mejor», ni «el mejor». «Quien afirmara que Dios es bueno se equivocaría tanto como aquel que dijera que el sol es negro» {«como una estrella de la mañana», in Sermons, tratados, trad. fr. Paul Petit, Gallimard, coll. «Tel»). Sócrates P.19. Sócrates es comparado al sabio hindú en un libro de Roger Godel, Sócrates y el sabio hindú, Les Belles Lettres. Podríamos también comparar a Sócrates el suene con el sabio taoista, «es por eso que el sabio usa ropas baratas escondiendo una joya debajo de ellas» (Lao Tse, Tao-te-king, cap. 70, trad fr. Francois Houang y Pierre Leyris, Seuil).

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C ó m o buscar al elefante Historia de u n rey de Indostán Dios, el amado universal P.22. Existe un Upanishad que al evocar a Dios como el amado por esencia, señala precisamente: «No es por amor a su esposo que la mujer ama a su esposo, es por amor al atman. No es por amor a su esposa que un hombre ama a su eposa, es por amor al atman que está en su esposa. No es por amor a sus hijos que un hombre ama a sus hijos, es por amor al atman que está en sus hijos. No es por amor a las riquezas que amamos la riqueza, pero es por amor al atman que nuestras riquezas nos son preciadas... No es por amor a los mundos que amamos los mundos, es por amor al atman que encierran esos mundos. No es por amor a los dioses que los dioses son amados, es por amor al atman que reside al interior de esos dioses...» {Brihadaranyaka Upanishad, segunda lección, IV, 5). La perla P.22. La cita exacta de Rumi es: «¿Cómo podríamos llegar a la perla simplemente mirando el mar? Se necesita un buzo para encontrar la perla» (El libro interior, trad fr. Eva de Vitray-Meyerovitch, Actes Sud, coll. «Babel»). La sabia Maitri P.24. La fecha de la Maitri Upanishad es m u y incierta, como la de los otros Upanishads. Le debe su n o m b r e a la sabia Maitri que le enseñó a Sakayanya la «ciencia de todos los Upanishads», es decir la ciencia de brahman-atman. Una vez que se ha conocido esta ciencia, se conoce todo el resto. El devorador P.25. Al quedarse durante mil días con los brazos extendidos hacia el sol, forma particular de tapas, el rey puede prevalerse de u n a ilustre tradición que se r e m o n t a a Atri, unos de los siete grandes sabios que vieron el Veda (la revelación de los hindúes) al inicio de cada ciclo cósmico. Según u n a antigua leyenda, el Devorador nos cuenta que Atri permaneció tres mil años con los brazos levantados hacia el cielo. Parecía «un trozo de madera, u n m u r o o una roca», indica el Vayu Purana (citado p o r Roberto M. Calasso, El Ardor, trad. fr. Jean-Paul Manganero, Gallimard). Un día, desde los ojos del Devorador, c o m e n z ó a escurrir, c o m o lágrima de alegría, el néctar de la embriaguez:

el Soma, planta que hace que los ojos se llenen de asombro, dios de los prodigiosos atajos.

Filosofía y religión La detención P. 27. La definición del yoga como «detención de las fluctuaciones mentales» iyogash chitta-vritti-nirodha) figura en la sección I, 2 de los Yoga sutras de Patán jali. La palabra vritti es traducida a veces por «modificación» o «transformación». Chitta designa el conjunto de actividades físicas; esta palabra se traduce a veces por «mental». Nirodha deriva de la palabra niruddham que significa «restringido, controlado, detenido». De esta forma, el yoga es la búsqueda de un estado mental no modificado. En el Timeo, Platón define esta variedad de yoga llamada «filosofía» como la estabilización de los movimientos errantes del alma: «Sólo después de haber estudiado a fondo los movimientos celestiales, después de haber adquirido el poder de calcularlos correctamente en conformidad con lo que sucede en la naturaleza y después de haber imitado los movimientos de dios, movimientos, en lo absoluto erráticos, podemos estabilizar aquellos que se mantienen erráticos en nosotros» (47 c).

Algunos indicios El elefante llamado «Dios» Setenta mil velos P.32. La idea según la cual la luz divina llegaría a nosotros filtrada y tamizada por velos, hace alusión al siguiente hadiz (tradición profética): «Alá tiene setenta mil velos de luces y tinieblas. Si se los quitara, las glorias trascendentes de su faz consumirían todas las cosas que su mirada alcanzara». La piedad: un asunto de interés P33. La cita exacta de Epicteto es la siguiente: «Donde está lo conveniente, allí también lo piadoso» (Manuel, 31, 3-4, trad. fr. Pierre Hadot, El Libro de bolsillo)

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Cómo proceder con Dios P.S4. La visión de Ibn Arabi, que figura en el Libro de las visiones, es señalada por Claude Addas, en Ibn Arabi o la búsqueda del azufre rojo (Gallimard). Después de haberla leído, la dejé de lado y esperé que germinara, como flor en primavera. Entonces la coseché. Ya no era lo mismo. En términos generales, es así como cuento las historias en este libro: con mis propias palabras y con m i corazón, pero esforzándome por no traicionar su esencia. Cómo escribe Dios P.35. La imagen de Dios escribiendo a renglones torcidos hace referencia al célebre proverbio hispano-portugués citado por Paul Claudel en El Zapato de satín: Deus escreve directo por linhas tortas. Una cita coránica P.35. «Cuando eso ocurra (el temblor de la última Hora), toda nodriza olvidará a su lactante». (Corán, 22, 2) La soledad intensa P.35. El filósofo que dice que existen tres momentos en los que el alma experimenta una intensa soledad, es Sufyan Ibn Ubayda: «Existen tres circunstancias en las cuales la criatura se encuentra en la peor de las soledades: el día de su nacimiento, al ver que su alma se aleja del lugar donde se encontraba; el día de su muerte, al ver a seres antes desconocidos para ella; el día de su resurrección, ya que verá su alma en medio de una inmensa manifestación» (citado por Fakhr ad-Din Ar-Razi, Tratado sobre los nombres divinos, t. II, trad. fr. Maurice Glotón, Devry Livres). Grandeza P.38. Olivier Lacombe, de quien t o m o prestada la cita de Shankara, observa que esta noción de e n o r m e grandeza, que predominantemente tiene más que ver con la grandeza extensiva que con lo que puede oponerse a ella, puede significar el «aspecto positivo del infinito» (Lo absoluto según elvedanta. Las nociones de brahmán y atman en los sistemas de Shankara y de Ramanuja, Librería oriental Paul Geuthner). Una realidad sin nombre P.39. En la familia de las definiciones amplias del sufismo, existe otra definición, algo escéptica, que le debemos a Al-Hujwiri, sufí persa que vivió en el siglo XI:

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«En la actualidad el sufismo es un nombre sin realidad, mientras que alguna vez fue una realidad sin nombre». La decadencia de la gente del Camino —los sufis— se ha vuelto una queja recurrente en ellos.

El elefante llamado «real» Dios idéntico a lo real P.43. En muchas ocasiones el Corán da fe de la identidad que existe entre Alá y Al-Haqq, por ejemplo, en las dos palabras siguientes: «Allí, cada uno experimentará de nuevo lo que hizo en vida. Serán devueltos a Alá, su verdadero dueño, al-Haqq, y se esfumarán sus invenciones». (10,30); «Ese es Alá, vuestro verdadero Señor, al-Haqq. ¿Y qué hay más allá de la Verdad, sino el extravío?» (10,32). De la misma manera, el hinduismo identifica a brahmán con lo real: «El nombre de este brahmán es satya», leemos la Chandogya Upanishad (VIII-3-4); «Brahmán es satya», dice la Taittiriya Upanishad (II, 1).

¿Sólo existe? Por qué Dios no existe El lenguaje defectuoso P.48. A propósito del lenguaje defectuoso, Sócrates dice: «Debes saber, Critón, que un lenguaje impropio no sólo es defectuoso en sí mismo sino que daña las almas» (Platón, Phédon, 115e, trad. fr. Émile Chambry, Garnier-Flammarion). La nada P.48. Para Basílides, maestro gnóstico que entregó sus enseñanzas en Alejandría, la nada es la ausencia de realidad: «Hubo un tiempo en que no había nada. Cuando digo nada, no quiere decir que no hubiera nada, quiere decir claramente, crudamente, totalmente, que la nada en sí no existía» (citado por Jacques Lacarriére, Los nósticos, Gallimard, coll. «Ideas»). Basílides habla en pretérito imperfecto, pero esa nada —nada de nada— no entra en las categorías del tiempo que permitirían necesariamente algo concebible (perteneciente al pasado, al presente o al futuro), por ende no a la nada. Ahora bien, esta nada es tan intensamente nada que irradia su naturaleza de nada al resto,

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a todos esos tiempos categoriales que en el fondo, tal como nosotros, no son nada. Lógicamente, Basílides n o m b r a a Dios como «aquel que no es». Dios ni siquiera es inefable, eso sería m u c h o decir. Es pura nada. La existencia PA9. En una lección sobre el ser, Heidegger dice lo siguiente: «existencia», «existir» para los griegos quiere decir precisamente: «No ser». La indigencia del pensamiento y la trivialidad aburrida con la que nos referimos a «existencia», «existir» para designar el ser, nos muestran una vez más hasta qué punto el ser se ha vuelto algo ajeno para nosotros, y cuan lejos estamos de interpretarlo con todo su impulso original, con todo su relieve» (Grammaire et étymologie du mot «etre». Introduction á la métaphysique, chap. II,trad.fr. Pascal David, Seuil).

Maestro Eckhart: en el fondo y en el trasfondo Dios pasa P.54. «Naturalmente, Dios es algo que se encuentra más alto que él (el hombre): ¡pero Dios también deviene y pasa!» (Maestro Eckhart, «Sobre la salida del espíritu y su retorno», in Oeuvres. Sermons-traités, trad. fr. Paul Petit, Gallimard, coll. «Tel»). Unidad divina P55. De entre los veintiocho artículos condenados por la bula de Juan XXII, podemos leer esta afirmación clara y sin ambigüedad sobre la unidad divina, que cualquier hindú o musulmán podría adoptar, sirviendo así de base sólida para lo que llamamos el diálogo «ecuménico». He aquí este artículo (número 23): Dios es uno en todas las formas y en su relación con todas ellas, no puede encontrarse en él ninguna pluralidad real o emanada de la razón; nadie que vea dualidad o distinción ve realmente a Dios ya que Dios es uno, juera del número y más allá del número, por ende no puede componer la unidad con nadie. De esto se desprende que en Dios mismo no puede haber distinción alguna y que no existe ninguna que podamos comprender, en Maestro Eckhart, (Obras, op. Cit). Naturaleza original P.56. La noción de «naturaleza original» (archaiaphusis), de la que se hace eco la noción eckhartiana de «fondo original» (Gruñí), figura en varios diálogos platónicos, el Timeo, La República, El Banquete, así como en el Tratado 9 de Plotín, donde se señala que la naturaleza original del alma coincide con «lo que

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podríamos llamar el centro de todas las cosas» (8,14-15, trad. fr. Pierre Hadot, cerf). Podemos aventurar esta idea de que la naturaleza original del alma es Dios, así como la naturaleza original de Dios es la Deidad.

IV. Las partes del elefante El h o m b r e conectado El cielo P.64. Las palabras de Pitágoras están señaladas así: «Entre todas las cosas existentes, ¿para qué fuimos creados por la naturaleza y por la divinidad? Pitágoras, al ser interrogado al respecto, respondió: «Para contemplar el cielo». Y él mismo se consideraba un contemplador de la naturaleza y declaraba haber venido al m u n d o para eso. (Aristóteles, Invitación a la filosofía. Protéptica, trad. fr. Jacques Follón, Gallimard, coll. «Folio plus filosofía»). P.65. La anécdota de la domesticación del oso figura en la Vida de Pitágoras de Jámblico, la de la domesticación del águila en la «Vida de Numa» de Plutarco: «Pitágoras había domesticado a un águila utilizando algunas palabras que hacían que el águila fuera hacia él y volara por encima de su cabeza» {Vidas de los hombres ilustres, t. II, trad. fr. Dominique Ricard, Oficina de editores). Yoga P.67. En Mircea Eliade encontramos la etimología de la palabra «yoga»: «Deriva de la raíz yuj, que significa «unir», «abrazar fuerte», «atar», «colocar al yugo», y que ordena también el latín jungere, jugum, el inglés yoke, etc. (El Yoga, inmortalidad y libertad, Pequeña biblioteca Payot).

Fragmento n ú m e r o uno: el hinduismo El hindú vive en la eternidad P.68. Podemos encontrar la cita de Allain Daniélou en el inicio de la obra titulada Los cuatro sentidos de la vida (Buchet-Chastel). Las primeras líneas de este libro son las siguientes: «El hindú vive en la eternidad. Es profundamente

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consciente de la relatividad del espacio y del tiempo, del aspecto ilusorio del m u n d o de las apariencias. Por esta razón, les da una importancia secundaria a los eventos en los que participa». ¿Claridad de la lengua hindú? P.79. Schlegel escribe que «Tal vez n o exista ninguna lengua, ni siquiera la griega, que posea la claridad y precisión filosófica de la lengua hindú» (Ensayo sobre la lengua y filosofía de los hindúes, citado por Roger-Pol Droit, El Olvido de la India, Seuil, coll. «Puntos y ensayos»).

Fragmento n ú m e r o dos: el islam No os acerquéis al árbol P.83. La relación que Ibn Arabi estableció entre el árbol (shajara) del paraíso y el gatillamiento de u n proceso de división (tashajur) figura en el capítulo II de los Futuhat (citado por Michel Chodkiewicz, Un océano sin orilla. Ibn Arabi, el Libro y la Ley, Seuil). ¿De dónde viene nuestro anhelo por viajar? P.85. En 1711, Jean Chardin observó que los únicos que viajaban por curiosidad eran los europeos. Atribuyó esto al clima: «Como lo que más concentra nuestra atmósfera es calor natural, nos hierve más la sangre: eso transmite a nuestras mentes esa inquietud por viajar. Ahora bien, por u n lado relaciono nuestra inclinación por los viajes con nuestras necesidades, y por otro, con nuestra inquietud natural... Una de las observaciones que podemos hacer al respecto es que los pueblos más necesitados e inquietos de Europa, son los que más viajan». (Viajes a Persia, 10/18). La Shahadah P.89. Mi interpretación de las «dos Shahadah» está inspirada en la de Frithjof Schuon, y es la siguiente: «Experimentar la primera Shahadah, es, ante todo, volverse plenamente consciente de que lo único real es el Principio y que el mundo, al «existir» a su nivel, «no es», lo que de alguna manera equivale a experimentar el vacío universal. Experimentar la segunda Shahadah es volverse ante todo plenamente consciente de que el mundo, la manifestación, no es otra cosa más que Dios o el Principio, ya que en la medida en que hay realidad, esta sólo puede ser

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lo que «es», es decir, sólo puede ser divina; se trata entonces de ver a Dios en todas partes y ver al todo en él» {Comprender el islam, Seuil, coll. «Points sagesses»). Dorso y vientre P.93. El hadith según el cual el Corán tiene «un exterior y u n i n t e r i o r — literalemente u n dorso y u n vientre—, u n límite y un p u n t o de ascensión» es señalado por Ibn Hibban (muerto en 965) en su Sahih, una de las últimas recopilaciones originales de los hadices (citado por Abd el-Kader, Escritos espirituales, trad. fr. Michel Chodkiewicz, Seuil). Hará P.95. Las indicaciones sobre hará, punto de anclaje del ser en la visión tradicional de Japón, figuran en la obra de Karlfried Graf Dürckheim, Hará, centro vital del hombre, trad. fr. Claude Vic, Le Courrier du livre. «El verdadero Mahoma» P.99. La visión de Swedenborg sobre el profeta se encuentra en De Vera Christiara Rerigio (1 770), donde leemos lo siguiente: «El verdadero Mahoma, el que redactó el Corán, ha dejado de ser visible para sus adeptos. Me han dicho que al comienzo los presidía pero que después pretendió dominarlos, siendo exiliado en el sur. Una comunidad de musulmanes fue empujada por los demonios a reconocer a Mahoma como Dios para calmar las aguas, Mahoma fue sacado del infierno y fue exhibido. Fue en esa ocasión que lo vi. Se parecía a esos espíritus encarnados que no tienen percepción interna y su rostro era m u y oscuro. Pudo articular estas palabras: «Yo soy vuestro Mahoma», para luego desaparecer inmediatamente». El hombre miserable P.100. En El libro interior de Rumi (op. cit). encontrarán la historia del profeta y de su compañero, ese que era un pobre miserable en todo, salvo precisamente en aquello en lo que se reconocía miserable. La señalo aquí levemente modificada.

La experiencia insigne Éleusis P.103. El ciceón es el brevaje que consumían los iniciados, después de haber ayunado, durante la celebración de los misterios de Éleusis. Se avanzó la

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hipótesis de que el cornezuelo de centeno, de propiedades alucinógenas, entraba en la composición de este brebaje. La verdad es que n o se sabe nada al respecto. Tawhid esotérico P.104. Me llamó la atención la diferencia que hacía Henry Corbin, entre tawhid «esotérico» y «exotérico», en la introducción del libro de Ruzbihan, Eljazmín de los fieles al amor (verdier): «El joven Ruzbihan aún ignora todo lo relativo a las dificultades teológicas que se h a n ido a c u m u l a n d o en relación al tawhid, la profesión de fe que anuncia el concepto monoteísta del islam. Aún sería incapaz de enunciar la diferencia entre el tawhid exotérico, el m o n o t e í s m o tal c o m o lo entiende la religión oficial y legalista, y el tawhid esotérico, el «teomonismo» tal c o m o lo entiende la teosofía del sufismo». Cabe destacar que el tawhid n o plantea ninguna dificultad teológica para los que lo experimentan. Están ajenos a toda dificultad teológica. La idea de que pudiera existir algún tipo de dificultad en u n ámbito de p e n s a m i e n t o que vendría siendo «teología», ni siquiera los roza. Están a kilómetros de distancia de los teólogos, c o m o lo está también Dios. En la obra citada, H e n r y Corbin define el tawhid c o m o la «prueba de lo único». Esta declaración p u e d e venir de los labios, en cuyo caso se trataría entonces del tawhid exotérico o p u e d e venir del corazón, en cuyo caso se trataría entonces del tawhid esotérico. Muerte inminente P.104. Las experiencias de muerte inminente (EMI) en inglés near death experience (NDE), han sido reportadas por hombres y mujeres que han estado cerca de la muerte y luego han vuelto a la vida, a m e n u d o después de haber estado sumergidos en un coma. Las EMI han dado origen a gran cantidad de artículos, libros e investigaciones. Las visiones experimentadas en el intervalo entre la vida y la muerte generalmente son m u y similares y en la gran mayoría de los casos positivas. Nirvana fana P.105. Respecto a la distinción entre fana y nirvana, Annemarie Schimmel escribió: «Algunos sabios han intentado equiparar el fana con el concepto hindú o budista de nirvana, pero esto es incorrecto. Como el islam no tiene el concepto de karma y acepta la realidad del alma individual, no se puede tratar de

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la experiencia de una liberación del ciclo doloroso de la existencia». (El sufismo o las dimensiones místicas del islam, trad. fr. Albert Van Hoa, Cerf). A nadie se le ocurriría entrar en polémica con una eminencia como la señora Schimmel, pero está m u y claro que aunque el islam no poseyera la palabra, sí poseería la noción de retribución, por ende de karma, y que la afirmación central de la unidad de Dios, equivalente a lo real (al-Haqq), relativizaría la realidad del alma individual. Los soportes de la ilusión P.105. La imagen de los lentes con doble cristal la tomé tomada prestada de este texto de Schopenhauer: «En realidad, el nacimiento constante de nuevos seres y la aniquilación constante de los seres existentes debe observarse como la ilusión que produce un aparato con dos cristales pulidos (funciones del cerebro), a través de los cuales sólo nosotros p o d e m o s ver algo. Se llaman espacio y tiempo, y en su penetración recíproca, causalidad. Todo lo que podemos percibir en esas condiciones no es más que un simple fenómeno; pero no conocemos las cosas tal como pueden ser en sí mismas, es decir independientes de nuestra percepción» («Sobre la doctrina de la indestructibilidad de nuestro ser real a través de la muerte», in Parerga et Paralipómena, trad. fr. Auguste Dietrich, Alean). El verdadero filósofo P.106. A propósito del «verdadero filósofo», Nietzsche escribió: «Cuando en la actualidad escuchamos decir que alguien vive «como sabio» o «como filósofo», el elogio no significa más que esto: «es un h o m b r e sensato y prudente que se mantiene a distancia». En términos populares la sabiduría es una especie de fuga, un medio y un arte que nos permite salir bien parados de un juego peligroso; pero el verdadero filósofo —y creo que en este punto m e darán la razón— lleva una vida «no filosófica» y «no sabia», vive ante todo una vida imprudente; asume el fardo y el deber que están implícitos en cien intentos, en cien tentaciones de la vida: se arriesga continuamente a sí mismo, se entrega al juego peligroso» (Par-dela bien et mal, trad. fr. Cornelius Heim, Gallimard, coll. «Folio essais»).

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V. El elefante l l a m a d o «eso» «Tú eres eso» La liebre de siete pieles P.117. Nietzsche, estableciendo una comparación entre el hombre y la liebre, escribió: «Pero, ¿cómo podremos encontrarnos a nosotros mismos? ¿Cómo puede el hombre conocerse? Se trata de un asunto oscuro y misterioso; y si la liebre tiene siete pieles, bien podría el hombre despellejarse siete veces setenta, que ni aún así podría exclamar: ¡Ah! ¡Por fin! ¡Este eres tú realmente! ¡Ya no hay más envolturas!... Pues tu verdadera esencia no se encuentra oculta en lo más profundo de tu ser, sino muy por encima de ti, o cuando menos por encima de eso que sueles considerar tu yo». («Schopenhauer educador», in Consideraciones intempestivas IIIy IV, trad. fr. Henri-Alexis Baatsch etal, Gallimard, coll. «Folio essais»).

La ética: u n asunto de reconocimiento Everest P.124. Las palabras de los dos japoneses, recogidas por el periodista del Finacial times, Richard Cowper, aparecen citadas en el destacable libro de Jon Krakauer, Tragedia en el Everest (trad. fr. Christian Molinier, 10/18).

Eso no plantea problema La providencia se los pasó por el culo P.128. La cita de Voltaire ha sido extraída de la obra de Dieter Gembicki, Clio en el siglo XVIII. Voltaire, Montesquieuy otros discípulos (L'Harmattan), donde figura esta frase: «Según (Abraham) Freudenreich, Vernet, ha sido objeto de burlas a propósito del terremoto de Lisboa: «le dice (Voltaire) al señor Vernet que la providencia: se los pasó a todos por el culo!». Sin ninguna duda, Voltaire rechazaría adjudicarse la paternidad de esta expresión. El mundo no puede ser peor de lo que es P.129. La cita completa de S c h o p e n h a u e r es la siguiente: «Este m u n d o ha sido creado tal c o m o tenía que serlo para p o d e r subsistir de acuerdo a u n a

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necesidad precisa: si fuera levemente peor, ya n o podría subsistir. De esto p o d e m o s deducir que u n m u n d o peor, al n o p o d e r subsistir, ni siquiera es posible; de esta forma, de entre todos los m u n d o s posibles, él m i s m o es el p e o r de todos» («De la vanidad y sufrimientos de la vida», in El mundo como voluntad y representación, trad. fr. Marianne Dautrey et al, Gallimard, coll. «Folio essais»).

VI. ¿Quién e s c o n d i ó al elefante? Ilusión La sobreimposición P.134. La definición de sobreimposición (adhyasa, adhyaropa) c o m o una «presentación aparente en forma de m e m o r i a , sobre otro fondo objetivo, de formas de ser ya percibidas anteriormente» figura en la gran tesis de Olivier Lacombe: El Absoluto según elvedanta. Las nociones de brahmán y atman en los sistemas de Shankara y Ramamuja, op. cit. Olivier Lacombe comenta: «Surge entonces ante nosotros u n a presencia que arrastra consigo nuestras deudas, nos convence del sentido que le damos a lo real, pero que n o es más que apariencia e ilusión destinadas a desvanecerse frente a u n a realidad más auténtica».

Realización El realizador R137. La cita completa del maestro Eckhart es: «No hay nada en Dios capaz de destruir lo que una criatura determinada tenga, porque él es el realizador de todas las cosas» (Instrucciones espirituales, Gallimard, coll. «Tel»). Tres variantes P.138. Encontrarán la frase de Issa a la que alude este capítulo, en los tres evangelios llamados «sinópticos» (porque se parecen), con diferencias ínfimas: «Porque al que tiene se le dará más; pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado» (Marcos 4,25); «Por lo tanto, presten atención a cómo escuchan; porque al que tiene, se le dará más, pero al que no tiene, aun lo que se imagina

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tener le será quitado» (Lucas 8,18); «Porque a todo el que tiene, más se le dará, y tendrá en abundancia; pero en cuanto al que no tiene, hasta lo que tiene le será quitado» (Mateo 25, 29).

Ti, una sílaba en dificultades Satyam P.140. La Brihadaranyaka Upanishad dice: «En el origen de los tiempos, sólo estaban las aguas. Las aguas produjeron lo real, el real brahmán, b r a h m á n Prajapati, los dioses Prajapati. Estos dioses sólo conocen lo real. Lo real consta de tres sílabas, sa-ti-yam. La primera y última sílabas son lo real, la del medio lo falso (lo irreal): de esta forma, lo irreal, enmarcado por ambas partes por lo real, también participa en lo real. Lo falso n o hiere al que así lo entiende» (V1, trad. fr. Émile Senart, Les Belles Lettres).

VIL El elefante e n situación de m o n o p o l i o

El único devorador El hombre con un destino feliz P.143. En el prólogo del libro de Ruzbihan, Eljazmín de los fieles alamor (op. cit)., Henry Corbin nos entrega las siguientes indicaciones sobre el gran sufí: nació en Fasa en 1128, pequeña ciudad situada a unos ciento cuarenta kilómetros al sudeste de Shiraz; su n o m b r e está en consonancia con el significado iraní «con feliz destino» o «cuyo día es feliz». Ruzbihan, el h o m b r e de feliz destino murió en Shiraz en 1209. ¿ Cuántos profetas ? P.143. El n ú m e r o de ciento veinticuatro mil profetas, mencionado frecuentemente por los historiadores, figura en las Crónicas de Tabari (Siglo IXX). En Los siete pilares de la sabiduría, T. E. Lorens indica: «Los árabes aseguran haber entregado al m u n d o cuarenta mil profetas: nosotros poseemos testimonios históricos que dan cuenta de algunos cientos, o menos. Sus vidas están hechas con el m i s m o patrón. Nacen, no en la soledad sino al interior

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de una m u c h e d u m b r e humana. Luego, presos de un impulso apasionado e ininteligible son llevados hacia el desierto. Permanecen ahí por un tiempo más o menos largo meditando y despreciando las exigencias corporales. Cuando su inspiración ha adquirido forma, regresan para ser a su vez fuente de inspiración de sus antiguos compañeros asaltados por las dudas» (trad. fr. Charles Mauron, Pequeña biblioteca Payot). Notemos que no hay contradicción entre los dos nombres, el segundo sólo concierne a los profetas árabes, lo que nos permite deducir que los profetas no árabes fueron ochenta y cuatro mil.

El único conocedor Una enseñanza de Pablo P.145. En la primera epístola a los Corintios, Pablo dijo: «Cuando yo era pequeñuelo, hablaba como pequeñuelo, razonaba como pequeñuelo, pero ahora que he llegado a ser hombre, he eliminado (las cosas características) de pequeñuelo. Porque en la actualidad vemos un contorno nebuloso por medio de un espejo de metal, pero entonces será cara a cara. En la actualidad conozco parcialmente, pero entonces conoceré con exactitud así como soy conocido con exactitud». (13,11-12). Dios es ignorante P.146. La «maravillosa ignorancia» divina hace referencia a Juan Escoto Erígena: «En razón de su maravillosa ignorancia, Dios no se conoce a sí mismo», escribió el filósofo (De la división de la naturaleza. Libros Iy II, II, 590 de., trad. fr. Francis Berlín, PUF). Al comentar estas palabras, Schopenhauer afirma que «la cognoscibilidad en general, con sus formas esenciales, es decir siempre necesarias, del sujeto y del objeto, sólo le pertenece al fenómeno y no a la esencia misma de las cosas» (El mundo como voluntady representación, op. cit)..

El único accionador La tragedia según Nietzsche P.149. «De igual, creo yo, el griego civilizado se sentía a sí m i s m o en suspenso en la presencia del coro satírico: y el efecto más inmediato de la tragedia dionisíaca es que el Estado y la sociedad y, en general, los abismos que separan

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a un h o m b r e de otro dejan paso a u n prepotente sentimiento de unidad, que retrotrae todas las cosas al corazón de la naturaleza». (La naissance de la tragedle, trad. fr. Michel Haar et al., Gallimard, coll. «Folio essais»).

VIII. El elefante l l a m a d o de m a n e r a distinta

Dos primeras palabras iluminadoras Conocer es conectar P.152. Al final del Menón, Sócrates destaca la diferencia entre las opiniones, que son fluctuantes como las estatuas de Dédalo, y los conocimientos que se mantienen estables: una vez que las opiniones han sido conectadas, primero se vuelven conocimientos, para luego mantenerse estables. Precisamente esta es la razón que hace que el conocimiento sea más valioso que la recta opinión, y debes saber que la ciencia difiere de la opinión verdadera en aquello en lo que el conocimiento es vínculo. La visita a la señora Récamier R153. La palabra de Chateaubriand aparece señalada en las Memorias de ultratumba. Entre algunas palabras sobre Lucien, h e r m a n o de Bonaparte, y sobre la señora de Baeumont escribió: «Christian de Lamoignon, m i camarada de exilio, m e condujo a la señora Récamier: súbitamente el telón se vino abajo entre ella y yo» («Anné de m a vie 1801: M m e de Beaument, sa société», II, 1). Enamorados por esencia P.154. A propósito de Chateaubriand y de Rumi t o m o nota de lo siguiente: cuando no están enamorados, simplemente no son ellos mismos. Tomo prestada esta formulación de Sandrine Willems, quien en su libro Cuadernos del otro amor (las impresiones nuevas) escribió: «Cuando no estoy enamorada, dejo de ser yo misma». Precisa: «Enamorada, no como un estado, sino en esencia». Bram P.155. Las palabras del pintor holandés han sido señaladas por Charles Juliet, Rencontres avec Bram Van Velde (POL).

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Philippa: tercera palabra iluminadora Manía P.163. Sócrates, el más sabio de los hombres, era consciente de los vínculos íntimos y peligrosos existentes entre locura y sabiduría. En el Fedro, dice: «El delirio es un magnífico don cuando nos viene de los dioses. Al delirio se debe que la profetisa de Delfos y las sacerdotisas de Dodona hayan hecho numerosos y señalados servicios a las repúblicas de la Grecia y a los particulares. Cuando han estado a sangre fría, poco o nada se les debe. No quiero hablar de la Sibila, ni de todos aquellos que habiendo recibido de los dioses el don de profecía, han inspirado a los hombres sabios pensamientos anunciándoles el porvenir». (XXII, 243 e, trad.fr. Émile Chambry, Garnier Flammarion).

IX. Apariciones furtivas

El desierto crece Un pensamiento de Heidegger P.166. En sus comentarios sobre Nietzsche, Heidegger escribió: «No sólo nos encontramos con que el m u n d o está dislocado, sino que rueda hacia el vacío de la ausencia de sentido. Nietzsche dijo —que más allá de todo eso lograba ver algunos escarpados de los que asirse en los años ochenta del siglo pasado—, Con respecto a este tema Nietzsche dijo una palabra simple por su carácter de pensamiento: «Crece el desierto...» Lo que quiere decir: a u m e n ta la desolación» (Qu'appelle-t-on-penser?, trad.. tr. Aloys Becker et Gérard Granel, PUF).

Modernidad La modernidad y la ilustración P169. La definición que propongo de modernidad es un calco de la famosa definición que Kant le dio al movimiento de la Ilustración, si aceptamos la idea de que «el estado de minoría de edad» es también u n estado de encierro. He aquí esta definición: La Ilustración, escribió Kant, se define como la salida

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del h o m b r e del estado de minoría de edad en el que se mantiene por su propia culpa. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno m i s m o es culpable de su minoría de edad. La causa de ello n o reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor... ¡Sapere audel ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento! ¡He aquí la premisa de la Ilustración! «('Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?' in Oeuvres phüosophiques, t. II, trad. fr. Heinz Wismann et al., Gallimard, coll. «Bibliothéque de la Pléiade»).

X. C o n los ojos abiertos Meditación Una visión de Michaux P.175. La estrategia del espejo, que consiste en ver sin juzgar, recibe a veces el n o m b r e de «observación desnuda». Al observar aquello, Henry Michaux había entendido el proceso: «Este es el secreto de toda clarividencia. Estar m u y despierto y supremamente desprendido. Hay que cesar, yo cesé de ser investigador; totalmente (o casi). Hay que pensar en desmovilizar, eso es lo que se necesita» («Survenue de la contemplation», in Face á ce quise dérobe, Gallimard).

Meditación (continuación y final) Acción y contemplación P.178. La parábola de los dos pájaros nutrió el pensamiento y la iconografía indias. Figura particularmente en la Svetasvara y en el Mundaka Upanishad. Es relatada de manera concisa en el Rig-Veda (himno 1, 164): «Dos pájaros viven en el m i s m o árbol como compañeros. Uno de ellos come los frutos dulces del árbol; el otro observa sin comer». Esta traducción figura en LÍArdeur de Roberto Calasso (op. cit)., quien agrega el siguiente comentario: «No existe revelación que vaya más allá de esta, por m u y elemental que parezca».

202

índice

Prólogo / Emmanuel Carrére Introducción

7 13

I.

C ó m o buscar al elefante

21

Historia de un rey de Indostán Filosofía y religión

22 26

Algunos indicios

31

El elefante llamado «Dios» Etimología Una visión de Ibn Arabi (Cómo proceder con Dios) El profeta y la carroña Etimología (continuación y final) En el fondo del agujero Otros enfoques del sufismo

31 31 34 36 37 39 41

El elefante llamado «real» Lo real, lo verdadero, lo uno: Todo es uno Desacuerdos sobre lo real

42 42 43

¿Sólo existe?

47

Por qué Dios no existe Naturaleza semántica del debate Nuestra torpeza

47 47 48

Por qué Dios existe Maestro Eckhart: en el fondo y en el trasfondo

49 54

II.

III.

IV.

V.

Ya ha sido visto El Mithaq Desigualdad memorial en el Fedro El hombre que había perdido el norte

57 57 59 61

Las partes del elefante

63

El hombre conectado Y Pitágoras respondió: «Para contemplar el cielo».

64 65

Parte número uno: el hinduismo La Weltanschauung para siempre Los seis darshana Palabras claves «Politeísmo» hindú Los dioses y el pequeño fantasma Por qué hay que leer los Upanishads

67 67 70 71 73 76 77

Parte número dos: el islam Bruce Una visión de Claude Lévi-Strauss El jardín-paraíso «Todo está ahí» Dos «atajos»: la Fatiha y la Shahada Discernimiento: furqan La experiencia coránica El Corán: su dorso El Corán: su vientre El Corán: su máscara El profeta: «Su naturaleza era el Corán» Crisis del islam

79 79 80 82 84 87 91 92 93 95 97 98 100

La experiencia insigne Diferencias entre el islam y el hinduismo Experiencia de la unidad Soledad

101 101 102 106

El elefante llamado «eso»

109

Tú eres eso Recuerdo del comandante Massoud Doble cara

110 110 111

La palabra suprema Eva La cebolla Almuerzo en el Quartier Latin El elefante llamado atman La ética: un asunto de reconocimiento Amar al otro «como a sí mismo» La ética a ocho mil metros La ética en la ribera del Ganges La ética en el hospital militar de Kabul

VI.

VIL

Eso no es problema

127

¿Quién escondió al elefante?

131

Ilusión Realización Ti, una sílaba en dificultades

131 136 139

El elefante en situación de monopolio

143

El único devorador El único conocedor El único que actúa

143 145 147

VIII. El elefante n o m b r a d o de una m a n e r a totalmente distinta

IX.

112 115 116 118 121 123 123 123 124 125

151

Dos primeras palabras iluminadoras Palabras verbosas, palabras iluminadoras Abajo el telón La cosa en sí Cena con Charles Juliet

151 151 153 154 158

Philippa: tercera palabra iluminadora Manía

160 163

Apariciones furtivas

165

El desierto crece Modernidad

165 168

X.

Ojos abiertos Meditación El grito Meditación (continuación y

Epílogo Apéndice Entre líneas

Títulos publicados Colección Poesía

Naturaleza

Mala siembra

La mirada estética y el laberinto VICENTE SERRANO

muerta moderno

RAFAEL RUBIO

Sombra y sujeto

Eljuego de ajedrez BRAULIO ARENAS

JAIME RAYO

Lucidez del abismo Azul...

PlERRE JACOMET

RUBÉN DARIO

(Edición crítica de Ricardo Llopesa)

La palabra

Decepciones

La mitología del poeta en la obra de Heidegger HUGO MUJICA

PHILIP LARKIN

inicial

(Traducción de Bruno Cuneo, Cristóbal Joannon y Enrique Winter)

Conversaciones con Sergio Meier

Poesía reunida

Conversaciones con Jacques Ranciére

CECILIA CASANOVA

PATRICIA GONZÁLEZ Y GUSTAVO CELEDÓN (EDITORES)

Poesía

vivida

ERNESTO CARDENAL

Polimnia JUAN CRISTÓBAL ROMERO

CARLOS LLORÓ

Colección Manifiestos El Estado y la educación

nacional

VALENTÍN LETELIER

Vallejo esencial

Igualdad

CÉSAR VALLEJO

AGUSTÍN SQUELLA

Poesía completa

Todas las verdades se tocan

ARMANDO RUBIO

ANDRÉS BELLO

Regreso al mar

Biblioteca y vida

ENNIO MOLTEDO

GENEVIÉVE PATTE

Obra completamente incompleta

Política y pasiones CHANTAL MOUFFE

FLORIDOR PÉREZ

Viví soñando

Colección Puerto de Ideas

BRAULIO ARENAS

Arte de morir ÓSCAR HAHN

Remedios caseros RAÚL RIVERA

Poesía completa PEDRO LASTRA

La musa de la

imposibilidad

ALBERTO MANGUEL

Paisaje, patrimonio cultural, Una historia italiana

tutela:

SALVATORE SETTIS

La pasión y la condena

Poesía

Viaje en torno a una mesa de trabajo JUAN VILLORO

VIOLETA PARRA

El espejo vacío

El humo y sus prodigios

Fotografía, identidad y memoria FERDINANDO SCIANNA

ARAMIS QUINTERO

Poemas desde el andén JUAN CAMERON

Colección Cartografías Nicanor Parra o el arte de la demolición

Colección Pensamiento La ciencia jovial («la gaya scienza»)

NlALL BlNNS

Colección Prosas

FRIEDRICH NIETZSCHE

(Traducción de José Jara)

Prosas de La Habana

La belleza de pensar

REINA MARÍA RODRÍGUEZ

EDUARDO ANGUITA

Prosas desde Valparaíso

Conversaciones con Enrique Lihn

CARLOS LEÓN

PEDRO LASTRA

MLWRIS

Desde el puerto de Valparaíso, zarpan estos libros editados por la Universidad de Valparaíso, como gesto esencial de su misión de Universidad Pública. Libros que han sido confeccionados con los materiales más nobles y todas sus páginas están encuadernadas y cosidas prolijamente para subir — c o m o l o s a s c e n s o r e s de esta ciudad— desde el plan hasta los cerros, uniendo perspectivas, en una navegación a lo abierto, horizonte de toda poesía y pensamiento.

C O L O F Ó N Este libro ha s i d o p u b l i c a d o por

la

Editorial

UV

de

la

U n i v e r s i d a d d e Valparaíso. F u e i m p r e s o e n l o s talleres d e O g r a m a . En el i n t e r i o r se u t i l i z ó la f u e n t e Libre Baskerville — e n sus variantes light, light italic y regular— sobre p a p e l b o n d a h u e s a d o 8 0 g r a m o s . La p o r t a d a fue i m p r e s a e n p a p e l N e t t u n o h i l a d o d e 140 g r a m o s . En la e n c u a d e m a c i ó n u t i l i z ó h i l o d e c o l o r b l a n c o . El g r a b a d o d e l «ex libris» f u e r e a l i z a d o p o r Cristian O l i v o s . A c a b ó s e d e i m p r i m i r el día 3 d e n o v i e m b r e dos

mil

dieciséis.

de

se

I [ervé Clerc, más que un ensayo, le propone al lector un viaje, en un estilo conversacional y cercano. Se trata de ir a la búsqueda de una realidad inefable y oculta, «la otra cara de Dios», que no tiene nada que ver con el Dios en el que decimos creer o en el que nunca hemos creído. Clerc nos invita a recorrer —entre otros— los senderos fascinantes del islam en su vertiente mística, nos devela un hinduismo poco conocido, y nos entrega las llaves de una teología cristiana negativa (la de Meistcr Kckhart) en la que atisbamos un Dios que no ba muerto (como lo declarara Nietzsche) puesto que en realidad nunca estuvo vivo al interior del cristianismo oficial. A través de bistorias y cuentos de distintas tradiciones de Oriente u Occidente acompañadas de reflexiones lúcidas e inesperadas, Clerc nos sino participar de una experiencia espiritual ue derriba muros y trasciende fronteras, esas ue están en el origen de los fanatismos que rol i f eran en nuestro tiempo.