La novela histórica latinoamericana entre dos siglos : Santa Evita, cadáver exquisito de paseo por el canon: Un caso: Santa Evita, cadáver exquisito de paseo por el canon [1 ed.] 8400092341, 9788400092344


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Índice general
Introducción
Capitulo I.- CONSECUENCIASDE «LA CRISIS DE REPRESENTACIÓN» EN RELACIÓN CON LA HISTORIA
Capítulo II.- SANTA EVITA: CADÁVER EXQUISITO DE PASEO POR EL CANON
Capítulo III.- LA NOVELA
CONCLUSIÓN
BIBLIOGRAFÍA
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La novela histórica latinoamericana entre dos siglos : Santa Evita, cadáver exquisito de paseo por el canon: Un caso: Santa Evita, cadáver exquisito de paseo por el canon [1 ed.]
 8400092341, 9788400092344

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LA NOVELA HISTÓRICA LATINOAMERICANA ENTRE DOS SIGLOS

COLECCIÓN DIFUSIÓN Y ESTUDIO Directora Rosario Sevilla Soler (CSIC) Comité Editorial Ares Queija, Berta (CSIC) Déniz Espinós, José (Universidad Complutense) González Martínez, Elda (CSIC) Irurózqui Victoriano, Marta (CSIC) Paneque, Pilar (Universidad Pablo de Olavide) Pérez Herrero, Pedro (Universidad de Alcalá de Henares) Soto, David (Uniersidad Pablo de Olavide) Consejo Asesor Arrojo, Pedro (Universidad de Zaragoza) Alonso Álvarez, Luís (Universidad de la Coruña) Castaños, Fernando (UNAM. México) José Esteban Castro (Universidad de Newcastle) Cueto, Marcos (IIP-Perú) Del Campo, Esther (Universidad Complutense) Díaz del Olmo, Fernando (Universidad de Sevilla) Escalera, Javier (Universidad de Sevilla) Giraudo, Laura (CSIC) González Leandri, Ricardo (CSIC) González Molina, Manuel (Universidad Pablo de Olavide. Sevilla) Heller, Leo (Universidad Federal de Minas Gerais. Brasil) Lewis, Stephen E. (California State University) López-Alves, Fernando (California University. Santa Barbara) Martín Sánchez, Juan (Universidad de Sevilla) Martínez, Françoise (Universidad Paris X-Nanterre) Navarro García, Raúl (CSIC) Oxhorn, Philip (McGill University. Canada) Quijada, Mónica (CSIC) Regalado, Jorge (Universidad de Guadalajara. México) Torregrosa, Mª Luisa (FLACSO. México) Tortolero, Alejandro (UNAM. México) Suriano, Juan (Universidad de Buenos Aires)

LA NOVELA HISTÓRICA LATINOAMERICANA ENTRE DOS SIGLOS UN CASO: SANTA EVITA, CADÁVER EXQUISITO DE PASEO POR EL CANON

Cecilia M. T. López Badano

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS MADRID, 2010

Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, los asertos y las opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, sólo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.

Catálogo general de publicaciones oficiales: http://publicaciones.060.es

© CSIC © Cecilia M. T. López Badano

Maquetación: Gráficas de Diego NIPO: 472-10-227-X ISBN: 978-84-00-09234-4 Depósito Legal: M-50163-2010 Impreso en Gráficas de Diego Impreso en España. Printed in Spain En esta edición se ha utilizado papel ecológico sometido a un proceso de blanqueado ECF, cuya fibra procede de bosques gestionados de forma sostenible.

Índice general

Introducción … … … … … … … … … … … … … … … … … … 11 Capítulo I CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE LA «CRISIS DE REPRESENTACIÓN» EN RELACIÓN CON LA HISTORIA La «crisis de representación»: lenguaje y textualidad … … … … … … ¿Historia o literatura? … … … … … … … … … … … … … … … … La novela histórica latinoamericana reciente … … … … … … … … La novela histórica postmoderna contemporánea en América Latina … … … … … … … … … … … … … … … … … … La novela histórica del post-boom … … … … … … … … … … … … Epílogo: ¿criterios del nuevo siglo? … … … … … … … … … … …

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Capítulo II SANTA EVITA: CADÁVER EXQUISITO DE PASEO POR EL CANON Consideraciones históricas imprescindibles para una «tanatografía» de Lecturas críticas de la novela … … … … … … … … … … … … 89

Capítulo III LA NOVELA El cadáver personaje y sus relaciones con el canon latinoamericano … … 121 El personaje viviente: capas de realidad y ficción para construir la «hagiografía» de Evita … … … … … … … … … … … … … … … 132 Mecanismos estético-compositivos a) El cadáver exquisito … … … … … … … … … … … … … … 153 b) Literatura y metaliteratura nacional en Santa Evita: de la tierra infernal de la oralidad bárbara al cielo de la civilizada canonización … … … … … … … … … … … … … … … … 161

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Índice general

c) El mito-tango macho: Santa Evita y el «gender system» … … … 179 d) De Borges a Walsh como Virgilios, pero en la senda de Puig: la postmodernización de los intertextos … … … … … … … … 191 Conclusión … … … … … … … … … … … … … … … … … … … 211 Bibliografía … … … … … … … … … … … … … … … … … … … 219

A mis alumnos en México, de quienes, como ha dicho Eduardo Grûner, también en una dedicatoria, «aprendo más de lo que ellos saben». A Alma Rosa Sánchez Alabat, directora de la Facultad de Lenguas y Letras cuando llegué porque me permitieron recobrar la confianza en lo que hago; en ellos he encontrado el apoyo, la estima y el reconocimiento que mi propio país me retaceó, como a tantos que lo abandonamos por ello luego de arduas carreras y del «hondo bajofondo» del desencanto profesional en la universidad pública, donde a veces «el barro se subleva».

Introducción

Hablar —y escribir— sobre novela histórica contemporánea, y peculiarmente, sobre la producida en Latinoamérica, nos sitúa frente a, al menos, dos problemas bastante discutidos pero nunca agotados: el primero es de índole particular; tiene que ver con la especificidad de tal subgénero ficcional hoy, en América Latina, y con los parámetros utilizados para circunscribir su descripción; ese planteo nos ubica frente a sus características estéticas y a sus vinculaciones político-sociales, si es que queremos recorrer, con más fundamento, las líneas sobre las que su producción transita actualmente. El segundo problema es de índole general, y se relaciona estrechamente con la denominada «crisis de la representación», que ataca la legitimidad del discurso de las Ciencias Humanas, y entre ellas, el de la historia, cuestionando la validez racional de la escritura que le es inherente. De estos dos temas queremos ocuparnos al principio, discutiendo tanto la mencionada crisis de representación, su inserción y consecuencias en el campus intelectual latinoamericano, como asimismo, las particularidades locales de esa novelística entre dos siglos. Luego, nos dedicaremos al análisis detallado de un caso paradigmático dentro del género tal como se presenta actualmente: la novela Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez, lo que implicará también, por supuesto, la consideración de algunos rasgos del personaje histórico que se ha delineado en Argentina, tanto a través de la vida como de la muerte de esta mujer política. Para la discusión que nos ocupará al principio, partiremos de la idea de que, cuando algunas corrientes contemporáneas de crítica cultural plantean el tema de la escritura de la historia en términos de retórica —por ende, en términos de estética—, se nivelan las diferencias categoriales entre una ciencia humana basada en documentos —pruebas— cuya interpretación pretende ser objetiva en manos de sus profesionales (para quienes la escritura es un medio, no un fin), y la ficción en manos de los artistas que configuran sus invenciones a través de y en, la propia escritura, interpretando libremente los documentos, o trabajando en los huecos que la ausencia de éstos abre a la conjetura de la inducción creativa, y no necesariamente a la inferencia de la deducción lógica.1 Si bien puede decirse que la diferencia de abordaje temático es una cuestión de encuadre epistemológico, no debe olvidarse que el uso —de una epis1.  Sobre la diferencia entre deducción, inducción y abducción, véase Eco, 1985, 234-235.

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temología o de algo en general— tiene consecuencias éticas: una piedra no es un objeto malo o bueno de por sí, pero puede ser «buena» usada como pisapapel sobre un escritorio, «mala» utilizada para dañar con un golpe a alguien, y buena nuevamente si el mismo acto agresivo se inscribiera en la defensa personal contra un atacante. Lo que intenta connotar el ejemplo es, justamente, las derivaciones que puede tener, en un campo inadecuado de uso, la ficcionalización de la historia —su desmaterialización en mera palabra estética—: subordinar la escritura de la historia a una retórica entendida sólo como estética desde un discurso pretendidamente «científico» —al menos, académico— es arrojar, impunemente, una piedra contra el pasado y contra la memoria; al lastimarlos, se lesiona, con la duda, la capacidad de crítica social constructiva que puede surgir a partir de la reflexión sobre ellos —como experiencia de «nunca más»— o, en todo caso, dañar severamente la única forma fehaciente —«fe-faciente»— de acceso a ellos que tenemos. Por el contrario, dudar, desde las mentiras del arte, de las certezas abusivas de la historia —ya sea la oficial o bien la de cuño positivista— y de los historiadores, es arrojar la misma piedra contra un enemigo de la memoria, impidiendo o resquebrajando la fosilización de la misma; es, más que un ataque, una advertencia sobre el peligro de la «fe-hecha», es decir, sobre los riesgos de oir una sola voz, creyendo, ingenuamente, en una solidez que puede quebrarse, cuando, desde Marx, sabemos ya que todo lo sólido puede disolverse en el aire. La diferencia entre ambas posturas es, por lo tanto, la misma que va del ataque cultural a mansalva a la autodefensa social justificada. Lo que intentaremos hacer entonces, para defender nuestra hipótesis, es explorar los fundamentos y las debilidades del planteamiento de la idea de ficcionalización histórica, rastreo que nos hará transitar por el escurridizo límite entre la realidad y la ficción en la escritura de la historia, es decir, sobre ese borde que hoy en día pretende borrarse desde algunas posturas estetizantes de «radicalismo constructivista»2. Observaremos, además, cómo el valor y las consecuencias de ese borramiento se acentúan en nuestro continente si consideramos que, como dice Nunn «Politics, fiction, and history are still inseparable in Latin America»3. Este inicio se dispone, por consiguiente, en tres apartados: uno trazará las coordenadas de la crisis que afecta tanto a la historia como a su discurso; otro tratará de establecer las relaciones que se perfilan entre los nuevos conceptos de historicidad, y la literatura que se gesta a partir de ellos en Latinoamérica, 2.  LaCapra, 2001, 8. 3.  Nunn, 2001, 183.

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sin dejar de lado la influencia que Borges ha tenido en los procesos creativos; el último, tratará de establecer los rasgos particulares que adquiere el género en la región, después de la literatura del boom y tal como se perfila a inicios del nuevo milenio; daremos, además, algunos parámetros de análisis para el género. Sobre la parte que trabaja sobre el texto, puede decirse que es un ejercicio de análisis derivado de las características señaladas al inicio, o la aplicación crítica de lo que se ha delineado previamente como tendencias literarias en Latinoamérica entre dos siglos. El ensayo se centrará sobre Santa Evita, novela publicada en 1995 por Tomás Eloy Martínez, texto que relata la historia del periplo del cadáver de Eva desde su embalsamamiento, por orden de Perón, hasta que, más de veinte años después, fuera finalmente enterrado en el más elegante cementerio de la Capital Federal, luego de permanecer secuestrado y escondido por el militarismo golpista que derrocó a ese presidente militar argentino en 1955. La propuesta que nos ocupará en esta segunda parte, por lo tanto es la de trazar algunas líneas interpretativas y descriptivas en el «acotado corpus» —en todo el sentido oximorónico que esto adquiere frente al cuerpo de Eva Perón— de un solo texto, pero un texto complejo al fin, que se abre en incontables links, proyectándose así en su relación con la genealogía de la literatura argentina y latinoamericana de la segunda mitad del siglo; por ello, la demanda de exhaustividad sería ilusoria, aunque he pretendido al menos trabajar sobre los principales vínculos con los textos literarios canónicos, y algunos de los no canónicos que se han publicado sobre Eva, siguiendo la huella de una iluminadora idea de Octavio Paz en la que insistía sobre el carácter relacional de nuestra literatura: La literatura hispanoamericana no es un mero conjunto de obras sino las relaciones entre esas obras. Cada una de ellas es una respuesta, declarada o tácita, a otra obra escrita por un predecesor, un contemporáneo o un imaginario descendiente. Nuestra crítica debería explorar estas relaciones contradictorias y mostrarnos cómo esas afirmaciones y negaciones excluyentes son también, de alguna manera, complementarias. A veces sueño con una historia de la literatura hispanoamericana que nos contase esa vasta y múltiple aventura, casi siempre clandestina, de unos cuantos espíritus en el espacio móvil del lenguaje. La historia de nuestras letras nos consolaría un poco del desaliento que nos produce nuestra historia real4.

Al amparo de esa sugestiva percepción, he tratado de encaminarme hacia las pistas estéticas vinculadas a la figuración de la historia, a la ficcionaliza4.  Paz, 1974, 37.

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ción de la realidad con la que esa historia se trenza, a la «imposibilidad posible» de la escritura representativa que aflora en la metaficción, interrogándose asimismo sobre los aspectos formales e ideológicos que configuran ese discurso literario. Una hipótesis guiará la lectura crítica: confrontar una realidad histórica que deviene mito con el correr de los años, exige, en su plasmación textual, una forma multifacética de autoría, de algún modo colectiva, en la que —aun cuando la autoría personal resulte incuestionable— se combinen polifónicamente las voces heterogéneas, las palabras que multiplican la historia hasta darle esa repercusión mítica propia de la de Eva Perón, tanto en la Argentina como en Latinoamérica y el mundo. En este sentido, a través de un cuidadoso andamiaje que une historia, leyenda popular, y ficción melodramática, el autor recrea un personaje que es, a su vez, capturado eco de su propio mito; para lograrlo, presenta y combina, indiferenciadamente y en paralelo, las finas capas de leyenda urbana y literatura e historia nacionales que han precedido a ese personaje-cadáver, exaltando o denigrando a la Eva viviente. El paso de lo social de la historia a lo personal de la creación, manteniendo la repercusión mítica colectiva —el elemento coral de la memoria— que hizo que una mujer política muerta se convirtiera en codiciada reliquia resistente a la muerte, y en metáfora de una nación acosada por el militarismo, le exigía a Martínez un tipo de técnica estética de ensamble, que homologase y anulara la antinomia «civilización-barbarie», típica del canon literario argentino desde la inauguración sarmientina de esta idea polarizadora en Facundo. Si bien retomaremos en el apartado correspondiente, en algunas de sus manifestaciones, esos términos opositivos —cuyos aspectos pueden indagarse mejor en los críticos que han trabajado el siglo xix en la literatura argentina y latinoamericana— cabe aclarar acá que esta polaridad es, básicamente, entre la cultura letrada urbana europeizada —afrancesada— elitista, y la vida rural popular y caudillista «salvaje» —interpretada como el mal nacional latinoamericano— que es necesario erradicar para consolidar el «progreso» vinculado a la idea de urbanización. Como ha dicho Carmen Perilli: El liberalismo sostenido por la generación de los fundadores del estado argentino exalta los valores de la letra y oculta la violencia de la historia. Se considera significativa únicamente a aquella cultura resultante del transplante europeo, cuyo símbolo por excelencia es el libro. Las otras voces son relegadas a los márgenes, a la no-cultura. El uso de la lengua es esencial al manejo de los cuerpos.5 5.  Perilli, 1994, 40-41.

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Así, el término «bárbaro» que en Europa había sido «antes que nada una metáfora literaria que remite al bárbaro histórico»6 —al menos hasta la Revolución francesa— inicia, en la antinomia sarmientina, su deslizamiento latinoamericano desde ser metáfora literaria, a ser función orientadora en la cartografía socio-política naciente, que naturaliza la fractura entre urbanismo «civilizador» como desarrollo, y memoria social y ancestrales tradiciones arcaizantes como «barbarie» involutiva. El término canon se asocia a la palabra «dogma» como principio regulador descriptivo —y juicio valorativo-prescriptivo—; toda formulación canónica —en tanto que «autorizada» selección jerárquica hecha por sujetos ilustrados que describen un listado de obras y autores— es tributaria de una serie de enfoques, a saber: una toma de posición acerca de los objetos que se definen en el canon, de cierta concepción de sujeto, de los modos de valorar y, por consiguiente, de la relación entre un enunciado y el lugar de poder desde el cual se produce el acto enunciativo. Puede derivarse de ello, entonces, que la oposición «civilizaciónbarbarie» es, en este sentido, la brújula o dispositivo de interpretación que ha dictado, desde su alumbramiento sarmientino, los «nortes» descriptivo-prescriptivos y las peticiones de principio del canon argentino y de la tradición literaria nacional, juzgando como literatura valiosa y propia, sólo la que se produce en el área rioplatense y trata, ya bien de problemas urbanos, ya bien de los rurales de la pampa húmeda, pero que rara vez va más allá y que se excluye de Latinoamérica. Santa Evita es, entonces, un hito de reencauzamiento del canon (dogma literario) nacional —y de allí también la literaria «santidad» de Eva— ya que así como en su cuerpo «físico» se aúnan su identidad política y las identidades socio-culturales anteriormente excluidas —como veremos más adelante—, en el cuerpo «textual» de la novela se oyen todas la voces necesarias para romper la tensa antinomia canónica nacional, y abrir el cuerpo-texto al marco latinoamericano. Así, sobre la historia narrada en esta novela bio-tanatográfica, puede sugerirse, siguiendo a Perilli: La biografía es escritura de una vida, en la medida en que se presenta como articulación de diferentes textos. La historia de un sujeto se inscribe como conjunto de lecturas plurales. Ese sujeto ya no es el sujeto único de la modernidad, está refractado en múltiples significantes por los que circula la vida social, que opera como espacio abierto a la heterogeneidad de los enunciados, como una superficie no homogeneizable.7

El gesto creativo de montaje, productor de polifonía y multivocidad al incluir voces diversas en una sutil y ajerárquica amalgama postmoderna, no sólo 6.  Svampa, 1994, 35. 7.  Perilli, 1994, 45.

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devela los mecanismos compositivos de la resonancia mítica que puede adquirir una determinada historia, sino que lleva al lector a dudar de la posibilidad, tanto de objetividad como de distanciamiento frente a la propia historia nacional. Como señala Beatriz Sarlo acerca de varios autores nacionales de los ochenta y de Martínez (refiriéndose a La novela de Perón, producida en esa década): [Piglia, Rivera, Viñas, Martínez] se remiten a la historia como lugar donde el estallido de las certidumbres y el desquiciamiento de la experiencia puedan buscar un principio de sentido, aunque, al mismo tiempo, ese sentido se presente a la narración como un enigma a resolver o un mosaico cuya figura secreta el movimiento de la ficción desea percibir mientras que desespera de lograrlo.8

La estrategia de montaje para lograr percibir el sentido y develar el enigma, en Santa Evita, adquiere, además, la forma surrealista del cadáver exquisito literario, concepto cuyas características expandiremos también en el apartado correspondiente. La creación parcial del texto a partir de esta técnica estético-compositiva permite integrar eficazmente un variado material que incluye recortes de diarios y revistas, cartas, fragmentos de radionovelas interpretadas por Eva, las memorias del doctor Pedro Ara,9 entrevistas (reales e inventadas), cuadernos de apuntes, fichas; también un guión de cine no filmado, sobre el día del «renunciamiento» (a la vicepresidencia de la nación), escrito años antes por el propio Martínez, y sueños propios que lo ligan a la «predestinación» de narrar a Eva. La técnica surrealista mencionada acentúa el esteticismo justamente porque, además, habla de un cadáver exquisito histórico, presente. Cadáver exquisito ficcional del cadáver exquisito y rebelde real —que, suspendido en el embalsamamiento, se carga de todos los significados y queda preñado de historia— la novela se vuelve también un champ magnétique en el que se cruzan todas las interpretaciones: sostiene la mágica vitalidad de la reliquia en su contradicción sagrada de elemento vivo de culto que ha trascendido la muerte. Así como el doctor Ara creara, en la conservación del embalsamamiento, el cadáver incorruptible de Eva, Martínez creará el cadáver exquisito textual, la novela-mito-tango que la embalsama literariamente, y lo expresa tanto en el texto, cuando en la página 157 dice: «El arte del embalsamador se parece al del biógrafo: los dos tratan de inmovilizar una vida o un cuerpo en la pose con que debe recordarlos la eternidad», como así también luego, en una conferencia, del siguiente modo: 8.  Sarlo, 1987, 48. 9.  Médico taxidermista español contratado por Perón; era el más prestigioso de la época ya que su arte necrofílico había conservado detenidos en el tiempo y como intactos a otros personajes famosos o a alguno de sus miembros, como por ejemplo, las manos de Manuel de Falla.



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Por más que la comparación no me haga feliz, un novelista se parece a un embalsamador: trata de que los mitos queden detenidos en algún gesto de su eternidad, transfigura los cuerpos de la historia en algo que ya no son, los devuelve a la realidad (a la frágil realidad de las ficciones) convertidos en otro ícono de la cultura, en otro avatar de la tradición. Y al hacerlo, muestra que ese ícono es apenas una construcción, que las tradiciones son un tejido, un pedazo de tela, cuyos hilos cambian incesantemente la forma y el sentido del dibujo, tornándolo cada vez más fragmentario, más incompleto, más pasajero.10

La tarea de la segunda parte será, por consiguiente, recorrer y develar la inquieta urdimbre de ese ícono-avatar de la tradición que construye Martínez en Santa Evita, deteniendo su movimiento en un análisis que intente fijar la mariposa-personaje que él sueña en la novela, pero no para clavarla (deconstruirla) con el inmovilizador alfiler entomológico de la crítica, sino para que despliegue plenamente las alas deslumbrantes de su estética ante el lector, mostrando la intensidad de sus colores. Se intentará describir, por lo tanto, la elaboración literaria —el mitotango— de un personaje histórico: el de la mujer que ha constituido «un organizador de deseos políticos, una poderosa ‘fuente de producción simbólica’ peronista»11 y que será, en consecuencia, simbólicamente representada como cuerpo político, como cadáver de la nación y como prisma del deseo individual del autor e ideológico colectivo. Obviamente, la elección del objeto no es ni ingenua ni arbitraria, por lo tanto, se liga a una ideología que, continuamente agiornada y apropiada desde los sectores más diversos, siempre renace de sus cenizas en Argentina, y constituye, para mi, el núcleo de una preocupación intelectual, que se centra en la reflexión sobre la posibilidad de futuro de una nación; sería lícito para el lector, preguntarse, en este punto, por qué elegir para ello Santa Evita y no La novela de Perón, cuando, la segunda, al menos en estilo literario, en su lenguaje estético, es superior a la primera. Las razones que impulsaron la elección son de diversa índole: por una parte, proponerse realizar un trabajo crítico innovador era prácticamente imposible frente a La novela de Perón, que desde su ya lejana aparición ha cosechado estupendas lecturas; el cuerpo principal de la tesis se habría convertido entonces en una ineludible revisión de esas lecturas y es muy poco más lo que hubiera podido ofrecer como nuevo. Por otra parte, se sumó la atracción ineludible por un personaje femenino tan insolayable y fascinante como el de Eva, que marcó a fuego la política nacional, quizás con más inten10.  Martínez, 2000, 32. 11.  Kraniauskas, 1994, 109.

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sidad (o menos contradicciones) que Perón. Tanto su personaje como la estética de la novela me han permitido, por consiguiente, establecer ciertas conexiones con los estudios de género, relaciones que habrían sido casi inabordables desde el otro texto. También ha incidido en la elección la estilización del mito y de lo popular ingresando al texto como voces diversas en debate de valores, el manejo de la concepción de identidad y de canon nacionales que implicará, a su vez, en Santa Evita la presencia de un gesto desmitificador y reencauzador mucho más radical que el de La novela de Perón; estos elementos vuelven a aquella una novela si no estéticamente más interesante, sí un rompecabezas menos heterogéneo y más desafiante, factores a los que suma la fascinación kitsch del melodrama y del tango nacional, encanto ausente en La novela de Perón, más sobriamente sociólogica en su concepción de la historia. Por otra parte, aun cuando las dos pasan revista a períodos similares, Santa Evita va más lejos temporalmente, es más contemporánea, e implica las consecuencias «postraumáticas» no sólo del peronismo, sino también del montonerismo y del último golpe militar. Por todas estas razones, la objetividad y la distancia han sido muchas veces difíciles: aunque he tratado de evadir, en la medida de lo posible, el debate histórico sobre el peronismo para centrarme en la perspectiva literaria, ésta se inserta en ciertos valores normativos —que he intentado explicar con la neutralidad accesible a quien es también sujeto histórico incluido en ese universo—, valores presentes ya en los mismos textos de los que Santa Evita deriva y a los que responde. En todo caso, la esperanza que ha regido el trabajo es la de que la crítica literaria acerque algún modesto significado enriquecedor al debate nacional argentino, y sirva de guía de lectura —también de los conflictos nacionales— al lector extranjero.

Capítulo I

CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE «LA CRISIS DE REPRESENTACIÓN» EN RELACIÓN CON LA HISTORIA



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La «crisis de representación»: lenguaje y textualidad El discurso luminoso de la razón se ha fragmentado en los murmullos despedazados de las víctimas nocturnas. Ricardo Piglia, Respiración Artificial

Podría decirse que la «crisis del discurso de la historia» tiene origen en una crisis mayor, de la que es producto emergente y ésta es la que se refiere a la ruptura de un modo más o menos tradicional y progresista de entender la historia; como dicen Appleby, Hunt y Jacob: The philosophes of the Enlightenment confidently argued that if human beings could develop science and comprehend the laws of nature, then they could also remake society, politics, and every other realm of human life. Progress was possible, they insisted, because humans were basically good, not fundamentally evil as Christianity had taught.1

Ésta es precisamente la convicción que se quiebra a partir no sólo del desarrollo de las Guerras Mundiales, sino —y sobre todo— de la existencia de los campos de concentración y exterminio, presencia que, para muchos, conllevaba la certeza de que ninguna de las utopías ni de los ideales del iluminismo estaban cercanos a realizarse. Colapsa entonces esa historia que, según Eagleton «depends on the belief that the world is moving purposefully towards some predetermined goal which is immanent within it even now, and which provides the dynamyc of this inexorable unfurling» esa historia que es «unilinear, progressive and deterministic». Esta noción que comienza a disolverse, irá dejando gradualmente paso a otra, de fragmentación y multiplicidad, de final abierto y ateleológica «a set of conjunctures or discontinuities which only some theoretical violence could hammer into the unity of a single narrative»2 —conste que, el mismo Eagleton, en el prólogo de su libro, habla de la hiperbólica y caricaturesca descripción que, por momentos, hará de ciertas posturas, y esta alusión a la «violencia teórica» está dentro de ese tono y es de corte más bien irónico—. 1.  Appleby; Hunt & Jacob, 1995, 62. 2.  Eagleton, 1996, 45 y 46.

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Ahora bien, si el relato unificador se desintegra —si la referencia textual se esencializa— no parece haber mayores inconvenientes para considerar esos relatos «múltiples y fragmentarios» como más próximos a las literaturas nacionales que a una ciencia social, y esa consideración comienza a darse a la par del crecimiento ya bien de la influencia de una hermenéutica de base gadameriano-ricoeuriana, ya bien de una propensión creciente a interpretar los fenómenos sociales en forma de texto (literario) a través de una noción omnívora de la textualidad retórico-poética, o ya bien de influencias de filosofías de base anti-racionalista. La relación entre esas influencias filosóficas y la visión de la historia es expresada por Lloyd Kramer del siguiente modo: The call for a more varied approach to history carries the influence of a European tradition that evolves from Friedrich Nietzche into the recent work of Michel Foucault or Jacques Derrida and that examines critically the founding assumptions of knowledge This tradition, which many historians distrust or dislike, stresses that critical theorists should recover those lost or repressed strands of Western culture that might challenge the reigning epistemological and ontological orthodoxies of our time.3

Algunas de estas posturas teóricas, al negar la posibilidad de conocer la historia más allá de los relatos, subrepticiamente, parecen homologar ésta al mito, que sí se conoce sólo a través de sus relatos; en este gesto retórico se nota la presencia del ideario nietzcheano acerca de la historia y de su marcar una ruptura con el concepto de razón centrada en el sujeto, concepto de razón sobre el que Habermas hace notar que Nietzche no intentará una crítica inmanente, sino que lo dejará de lado para hacerlo estallar en el retorno al mito («la patria mítica») como «lo otro de la razón».4 Así, las líneas de pensamiento que, en su conjunto, reúnen los mencionados componentes, se vuelven paradójicas en tanto que aúnan en sí elementos reaccionarios y anarquistas a la vez que estetizantes y elitistas. Consecuentemente con lo dicho, es necesario señalar aquí que la postura que se defenderá en estas páginas no procura abogar por la íntegra objetividad de la escritura histórica, ni por su posibilidad de conocer una verdad en cierto modo absoluta desde un método pretendidamente «científico» cuyos parámetros se vuelven lábiles aplicados en el campo de las ciencias humanas, ya que, en gran medida, Michel de Certeau ha sido uno de los pilares teóricos de esta investigación y se comparte con él la idea de que: Toda investigación historiográfica se enlaza con un lugar de producción socioeconómica, política y cultural. Implica un medio de elaboración cir3.  Kramer, 1989, 100. 4.  Habermas, 1989,112.

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cunscrito por determinaciones propias: una profesión liberal, un puesto de observación o de enseñanza, una categoría especial de letrados, etc. Se halla, pues, sometida a presiones, ligada a privilegios, enraizada en una particularidad. Precisamente en función de este lugar los métodos se establecen, una topografía de intereses se precisa y los expedientes de las cuestiones que vamos a preguntar a los documentos se organizan.5

Lo que sí se pretende preservar en estas páginas es la validez de un sistema interpretativo fundado en distinciones lógicas —genéricas— historizadas, que eviten o al menos adviertan los peligros de una estetizante omnitextualización retórica deconstructivista, puesto que si bien es imposible adscribir hoy a la absoluta objetividad científica de la historia —en tanto que texto de un saber humano—, el mantenimiento de ese presupuesto como horizonte heurístico de regulación ética de su práctica no deja de ser necesario (tanto como para un juez adscribir al principio de igualdad de los hombres ante la ley, aunque lo reconozca idealista y fácticamente inmaterializable). Lo dicho —y lo que se dirá— no implica que no se reconozca que es imperativo seguir trabajando, en lo que a la escritura de la historia respecta, sobre la reflexión epistemológica acerca del carácter de las «pruebas» que le dan sentido —sin la noción de «prueba» es imposible hablar de ciencia—, sobre la distinción y el señalamiento de las decisiones filosóficas en función de las cuales se organizan los cortes y los agrupamientos de un material tan indiferenciado como el escurridizo bloque del pasado, así como sobre los códigos con los cuales se lo descifra y las particularidades retóricas que organizan su simbolización como texto de un saber. No se trata de defender lo indefendible y evidente del carácter falible, parcial, incompleto, humano —y, por lo tanto, a su vez historizable en el marco de regímenes interpretativos diferentes— de la escritura de la historia, sino de impedir su asesinato, su pulverización en literatura, en nombre de su imposibilidad de ser escrita objetivamente: es esta imposibilidad lo que la vuelve una ciencia humana abierta a la crítica, a la revisión, a la reconfiguración y a la diversidad, y en esa discusión continua entre múltiples puntos de vista en torno a los mismos hechos —entre diversas ideologías que recortan los bloques fácticos mostrando sus diversas facetas contingentes— radica tanto su riqueza como la fundación de la memoria colectiva. Por otra parte, cabe aclarar que cuando nos referimos a la crisis de la historia y, en particular, de su discurso, nos estamos refiriendo al tipo más tradicional de discurso histórico, es decir, aquel de cuño positivista, cuyo quiebre ha dado paso, dentro de la literatura, a la novela historiográfica (como un subtipo particular de la novela histórica: aquella que no sólo revisa la historia, 5.  De Certeau, 1993, 69.

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sino además su producción textual, su escritura) y fuera de ella, a otras concepciones mucho menos pautadas, mucho menos «soberbias» de la escritura de la historia, como son las que recuperan tanto las tradiciones orales como los elementos de la vida cotidiana, para dar algunos ejemplos dentro de la propia disciplina histórica. Hechas estas salvedades, podemos retornar entonces a la consideración de la idea de «textualidad» que pretendemos combatir. Esta noción anárquica de «textualidad» no surge arbitrariamente, sino que —en el marco de una crisis mayor, que también es crisis del discurso en general— está ligada al momento en que comienza a borrarse la relación existente entre subjetividad, mundo y lenguaje, y a escabullirse esa confianza en el lenguaje como agente racionalizador, para empezar a percibirlo como esfera aislada —tan poco confiable como la razón— e intentar, por consiguiente, autonomizarlo y convertirlo en trascendental, divorciado de la acción y aislado del sujeto histórico. El forzamiento de esa autonomía desvincula al lenguaje de la regencia de una primacía de la lógica, indiscutida hasta ese momento, lógica que marcaba los criterios de ficción y realidad —dentro, por ej. y como veremos más adelante, de la crítica literaria al estilo de la del formalismo ruso— para volverlo dependiente sólo de una retórica que queda rejerarquizada y nivelada categorialmente con la lógica. En el discurso filosófico se da, entonces, un desplazamiento desde la filosofía del sujeto a la filosofía del lenguaje que, en los casos extremos —antifilosofía—, se entiende a sí misma sólo como análisis retórico de un acontecer discursivo privado de sujeto. En este marco y como consecuencia de lo dicho, el contenido del «relato unificador» (histórico) es lo que empieza a pensarse como violencia teórica, por consiguiente, al minar el contenido, la viabilidad y la aceptación de la propuesta aniquiladora dependerá, para su implantación exitosa —y acrítica—, de una formulación teórica legitimadora que desacredite también la constitución de la forma que lo había sostenido y, de algún modo, «pruebe» la existencia de una violencia teórica anterior, socavando y desmereciendo el proyecto racionalista totalizador —que al menos servía de horizonte regulador de una praxis—. Esa es la voz teórica que la historia encuentra en Hayden White como paralelamente la antropología simbólica la había encontrado en Cliffort Geertz: cada uno de ellos, como ha señalado Windschuttle sobre White «has mistaken the surface for the substance, the decoration for the edifice»;6 ese paralelismo es notado también por Appleby, Hunt y Jacob, quienes mencio-

6.  Windschuttle, 1947, 241.



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nan a Geertz como uno de los antropólogos más citados por los historiadores durante los setenta y ochenta.7 Si se lee su «Thick description: toward an interpretive theory of culture» en The interpretation of Cultures, New York, 1973, donde Geertz se propone interpretar los fenómenos sobre los que cae la mirada del antropólogo como si fueran textos literarios, y abordar la descripción etnográfica en términos de crítica literaria, el paralelismo entre su visión y la de White se hace evidente y se llega a la misma conclusión a la que arriban los tres historiadores mencionados recién: Anthropology, with this emphasis on an intelligibility derived from extensive contextualization, came to be an interpretive science in search of meaning rather than an experimental one in search of laws. Geertz thus explicitly rejected the posivist scientific model in favor of an increasingly literary model of cultural criticism. His position had obvious affinities to those advanced by postmodernists such as Foucault and Derrida.8

Cabe señalar aquí que no es propósito del presente capítulo discutir acerca de diversas teorías relevantes de filosofía de la historia desde Hegel en adelante en este espacio, pero como señala Jitrik: El resurgimiento de la historia, desde la ilustración hasta nuestros días, en sus diversas versiones, trastorna modos de relación con la realidad puesto que ayuda a poner en escena cuestiones muy de fondo: es tanto expresión de una crisis como instrumento para hacer entrar en crisis, al menos en las formulaciones de la modernidad y aun de la postmodernidad; es evidente, sobre todo en esta perspectiva, con temas tales como el «fin de la historia», que determinadas formulaciones sobre la historia, que implican valoraciones y actitudes, ponen en crisis modos de considerar la realidad.9

Por consiguiente, queremos tomar en cuenta al menos una de las formulaciones entre las que tienen hoy mayor proximidad con el campo de la literatura que con el de la propia historia, por ello hemos elegido la de Hayden White, ya que en ella se concentran las orientaciones de las que, en 1985, el historiador cultural LaCapra dijera que su más desafiante rasgo compartido es «the idea that rethoric is a dimension of all language use rather than a separable set of uses or a realm of discourse».10 Es necesario puntualizar que, en cierto modo, LaCapra tiene una posición general que también se vincula a la literatura y al uso del lenguaje, pero desde 7.  Appleby; Hunt & Jacob, 1995, 219. 8.  Geertz, 1987, 219. 9.  Jitrik, 19995, 85. 10.  LaCapra, 1985, 15.

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un ángulo diferente, menos radicalizado que el de White —más influido por el análisis rabelaisiano de Bajtin que por el postestructuralismo francés—, acerca del que podría comentarse, nuevamente con Kramer: White and LaCapra share the belief that unexamined narrative structures and ontological assumptions prefigure all historical works as well as our understanding of reality outside of books. […] La Capra shares White´s assumption that the study of history must always be in some sense the study of language, though this does not mean that one should see the world only as language («textual imperialism») or language merely as a reflection of the world (reductive «contextualism»)».11

Pero volviendo a la enunciación de las tendencias de esas nuevas teorías propuesta por LaCapra, puede decirse que las tres que el pensador señaló como las que aparecían, combinadas de forma variada, en los trabajos entonces recientes —y que el pensamiento de White expone— son: (1) The revision of older conceptions of rethoric in the light of modern linguistics and discourse analysis. This tendency may go so far as to induce an identification of rhetoric with vast segments of discourse, conceivaibly all of it with the possible exception of highly formalized metalanguages […] (2) The elaboration of a theory of figures, tropes, and «literary» or «poetic» uses of language. Here the scope of rhetoric is narrowed, but analyses of it may become more finely tuned or even hermetically technical in nature. This second tendency may nonetheless lead back to the first when tropes are accorded an originary or generative function in language and seen as giving rise to other uses (such as argument, emplotment, and ideology). (3) A focus on problems of persuasion and audience that may convert Aristotle’s definition of rhetoric into a program for an aesthetics of reception.12

En una formulación que, como se ha indicado, es similar a la de Geertz, White insiste, desde sus primeros textos hasta los últimos, en la hipótesis de homologar diversas jerarquías discursivas en una noción omnívora de escritura (que, a través de los tropos, implica a la estética —aunque no se la mencione directamente—) presuponiendo la inserción de toda jerarquía de escritos en los parámetros de la una retórica (que se entiende sólo como poética) en la que la literatura funciona como «texto universal» o «texto de los textos» y, a su vez, como modelo inclusivo ideal: «every history is first and foremost a verbal artifact, a product of a special kind of language use».13

11.  Kramer, 1989, 100 y 106-107. 12.  LaCapra, 2001, 16, 17. 13.  White, 1999, 4.

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Una de las homologaciones discursivas producidas es la de explicación con representación, entonces, como señala Kellner, «representation (argument from similirarity) subsumes explanation (argument from contiguity), which becomes a «moment» of representation, an attribute». El mismo crítico señala otras operaciones de ese tipo: «I have noted the subsumption of Explanation by Narration; a similar operation takes place with Tenor/Vehicle, Non Fiction/Fiction, Science/Art, and History Proper/Philosophy of History. In each case, the first term of the paradigm becomes o «moment» of the second».14 Cabe señalar que Kellner hace su crítica teniendo en cuenta particularmente Metahistory: the historical imagination in nineteenth-century Europe, y que en «Figural», —muy posterior— White sostiene «it is absurd to suppose that, because a historical discourse is cast in the mode of a narrative, it must be mythical, fictional, substantially imaginary, or otherwise ‘unrealistic’ in what it tells us about the world».15 Ésta y otras afirmaciones de similar tenor en el mismo libro permiten deducir, como lo hace LaCapra, que el teórico acepta «the distinction between historical and fictional statements on the level of reference to events but question[s] it on structural levels»,16 pero las aserciones no bastan para inhibir la persistencia de los efectos de los mecanismos de producción analítica de White. Como ha señalado Nancy Struever: «where in classical rhetoric poetics had simply contributed insight and technical vocabulary to a general rhetorical theory and practice, this modern poetic rhetoric constricts the range and use of rhetoric to the illumination of a set of problems defined by ‘literary’ canons».17 Es Roland Barthes quien funda esa noción omnívora de texto y White lo reconoce: In an essay published in Communications in 1972, Barthes suggested that the kind of interdisciplinary work demanded by the modern human sciences required not so much the use of a number of established disciplines for the analysis of a traditionally defined object of study as the invention of a new object that would not belong to any particular established discipline. Barthes proffered «the text» in its modern, linguistic-semiotic conceptualization as such an object. If we follow out the implications of this suggestion, we can begin to grasp the significance of modern literrary theory for the understanding of what is involved in our own efforts to theorize historical writing.18 14.  Kellner, 1980, 7 y 10. 15.  White, 1999, 22. 16.  LaCapra, 2001, 8. 17.  Struever, 1980, 66. 18.  White, 1999, 25.

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Es necesario remarcar que, a pesar de la mención a la lingüísica y a la semiótica, esa noción de texto es, cuanto menos, ajerárquica y ficcionalizadora si se la compara con las nociones materialistas de textualidad desarrolladas en el marco tanto de la semiótica soviética que diseña Lotman y la Escuela de Tartu, como de la italiana que se funda en parte en ella, —como los desarrollos teóricos de Eco, por citar un ejemplo—. No es tampoco el propósito del presente capítulo detallar los alcances teóricos del término «texto» en las diversas concepciones (para lo que puede consultarse Lotman en lo que a una noción materialista se refiere, y Minc sobre textualización y estética simbolista), pero cabe señalar que compartimos, al respecto, la opinión de Ermarth: «the term ‘event’, like ‘text’ or ‘self’ or ‘historical’ retains the essentialism that postmodernism challenges. In a postmodern process, every event may be a text, but no text is single. It is the nature of the process, the series, the sequence that most interests me».19 Es también la naturaleza de los procesos, las series, las secuencias en sus relaciones contextuales lo que interesa a una semiótica materialista para definir los alcances de lo que puede considerarse «texto». Dice White: My thesis is that the principal source of a historical work’s strength as an interpretation of the events which it treats as the data to be explained is rhetorical in nature. So too the rhetoric of a historical work is, in my view, the principal source of its appeal to those of its readers who accept it as a ‘realistic’ or ‘objective’ account of ‘what really happened’ in the past».20 […] I realize that in characterizing historical discourse as interpretation and historical interpretation as narrativization, I am taking a position in a debate over the nature of historical knowledge that sets narrative in opposition to theory in the manner of an opposition between a thought that remains for the most part literary and even mythical and one that is or aspires to be scientific. But it must be stressed that we are here considering not the question of the methods of research that should be used to investigate the past but, rather, that of historical writing, the kind of discourses actually produced by historians over the course of history’s long career as a discipline». […] The suggestion that the connections among the various elements, levels, and dimensions of the discourse in which the argument is set forth are tropological rather than logical or rationally deliberative deprives historical discourse of its claims to truthfulness and relegates it to the fanciful domain of fiction.

Con este gesto homologador reduccionista, el teórico pone el acento sobre el carácter de ficcionalidad volviendo evanescente y confusa la materia19.  Ermarth, 1992, 3. 20.  White, 1978, 3.



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lidad de la historia puesto que además, la historicidad parece depender no de ser pasado relevante, sino de ser escrito como tal, de estar textualizado: […] It is only insofar as they are past or are effectively so treated that such entities can be studied historically; but it is not their pastness that makes them historical. They become historical only in the extent to which they are represented as subjects of a specifically historical kind of writing […] it is only by being made into the subject of historical discourse that our information about and knowledge of the past can be said to be historical.

Por lo tanto, la ficcionalidad se cierne, no sólo sobre el objeto texto que el historiador construye, sino también sobre el objeto analizado. La conciencia de ficcionalidad del discurso (fictio en el sentido de hechura —hechura política o ideológicamente motivada, implícita en el proceso de narrativización—) deriva, para White, de su carácter de interpretación fabricada, es decir, de artificio simbólico: […] «there is no such thing as a real story. Stories are told or written, not found. And as for the notion of a true story, this is virtually a contradiction in terms. All stories are fictions».21 LaCapra capta y critica la noción whiteana de narrativización y su relación con la ficcionalidad, mostrando sus logros y sus debilidades: […] narrativization is closest to ficcionalization in the sense of a dubious departure from, or distortion of, historical reality when it conveys relatively unproblematic closure (or what Frank Kermode terms a sense of ending). Indeed, White sometimes tends to identify narrative with conventional or formulaic narrative involving closure and to move from this limited identification to a general critique of narrative. […] Yet White also defends what he sees as modernist narrative and argues that historiography would do better to emulate its resistance to closure and its experimentalism in general rather than rely on nineteenth-century realism in its putative modes of representation and emplotment. […] In any case, White’s critiques of narrative are most convincing when applied to conventional narratives (or conventional dimension of narrative) seeking resonant closure, and his claims about the possible role of experimental narrative with respect to historiography are often thoughtprovoking even when he does not show precisely how they might be applied or enacted.22

En nuestra interpretación, el problema que surge ante el análisis de la formulación teórica whiteana es que, al darle a la elaboración del discurso histórico el carácter casi de acto imaginativo, la práctica que el discurso sustenta queda homologada con la tarea del escritor, y el hecho histórico mismo

21.  White, 1999, 3, 12, 2 y 9. 22.  La Capra, 2001, 16.

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se desmaterializa al tiempo que se inhibe el carácter científico de la historiografía como ciencia social para darle el de obra artística, con lo cual se produce una destrucción (una «deconstrucción») categorial que afecta el nivel de las relaciones conceptuales posibles en cada dominio, entonces, como la misma Struever señala: White tropical analysis is peculiarly antihistorical, since it focuses on texts, on products, not the events of process […] White’s poetics of history is doubly disfunctional then, because his focus on the text, not the discipline, stipulates the object of his history as ahistorical, and because he must mantein the self referentiality, the «literariness» of the text.23

Una crítica más amplia sobre este «giro lingüístico» —que compartimos aquí— aunque no específicamente centrada en White es la que formula Palmer: What I question, what I refuse, what I mark out as my own differentiation from the linguistic turn, is all that is lost in the tendency to reify language, objectifying it as unmediated discourse, placing it beyond social, economic, and political relations, and in the process displacing essential structures and formations to the historical sidelines. At stake is nothing less than many of the gains that historical materialism, as theory, and social history, as practice, however constrained and contradictory, were thought to have registered over the course of the last decades. For in the current fixation on language a materialist understanding of the past is all too often sacrificed on the altar of an idealized reading of discourse and its influence.24

Respecto de otras críticas que se le han formulado a la teoría, nadie mejor que el propio White las ha recopilado de manera más sintética y acertada, y pueden leerse juntas en el parágrafo III, 13-16, del capítulo «Literary theory and historical writing» y también —respecto del New Historicism— en el inteligente capítulo «Formalist and contextualist strategies in historical explanation», de Figural realism —una de sus últimas publicaciones—. De acuerdo con lo dicho, cabe señalar entonces que lo que podemos entender como la crisis del discurso de la historia tiene que ver con que el proceso lógico aplicable a la textualización escritural de la historia queda reducido a una mera retórica interpretativa, casi artística, resultado de la influencia del eco del pensamiento deconstructivista derridiano en Estados Unidos, particularmente notorio en Yale, Maryland, Baltimore y también en la Cornell University.

23.  Struever, 1980, 67. 24.  Palmer, 1990, 5



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Habermas ha descripto extensamente las condiciones de posibilidad de esa influencia allí, señalando entre las principales causas las dudas de la crítica literaria sobre si misma, la disolución del New Criticism (convencido de la autonomía de la obra de arte literaria por nutrirse del pathos cientificista del estructuralismo) etc., y entre sus principales efectos, el cuestionamiento del status científico de la crítica literaria y la nivelación de géneros entre literatura y crítica literaria, con la consiguiente ruptura de su carácter subordinado.25 White se precave explícitamente de esa influencia derrideana en Tropics of Discourse (230-282) con el argumento de que en Derrida las interpretaciones llegan al absurdo en algunas afirmaciones, pero sin embargo, su teorización queda arrastrada por ella y, como dice LaCapra: «For the things Derrida discusses are inside White».26 Como consecuencia de esta influencia, la propuesta de White, cuando se analizan sus presupuestos categoriales, se manifiesta como un intento deconstructivista de interpretación histórica, pero esta afirmación puede parecer arbitraria si no se fundamenta adecuadamente, especificando cuáles son los parámetros discursivos que permiten sostenerla y cuáles los presupuestos teóricos que sirven de base a esos parámetros, y esto se logra desvelando los mecanismos y las aporías idealistas del pensamiento deconstructivista: el presupuesto categorial básico del cual parten las realizaciones de la deconstrucción es, en sí, una hipóstasis que ya hemos señalado: la inversión de la primacía «canonizada ya por Aristóteles, de la lógica sobre la retórica». Esta hipóstasis produce, como consecuencia, que el deconstructivista pueda tratar cualquier texto como una obra literaria y asimilar cualquier disciplina socio-crítica a los «cánones de una crítica literaria que ya no se malentiende a sí misma en términos cientificistas»;27 en el caso particular de White, el proyecto que sigue la alineación teórica deconstructivista es abordar la historía como «interpretación basada en un modelo filológico de la ‘lectura’ textual».28 Se puede decir entonces que todas las diferencias jerárquicas en el campo de lo discursivo se subsumen en un único género, anulando las distinciones entre textos, metatextos y contextos, y homologando las jerarquías para volver isomorfas las descripciones pertenecientes a niveles diferentes. Esa operación fundante se posibilita a través de un discurso que crea en la literatura un modelo ideal de texto universal donde se pone continuamente de manifiesto la debilidad de las diferencias de género. Con ello, cada texto y 25.  Habermas, 1989, 231-32 26.  LaCapra, 1983, 79. 27.  Habermas, 1989, 227 y 228. 28.  Clifford, 1988 s/n

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cada género particular pierde su autonomía frente a un contexto omnívoro, fundando en eso la primacía de la retórica sobre la lógica.29 Este presupuesto desatiende —como se dijo al principio— todo el trabajo teórico del formalismo ruso, que apuntaba precisamente, por un lado, a remarcar la diferenciación —y la oposición— entre objeto estético-objeto no estético (ya que es en esta relación opositiva donde surge el carácter diferencial del primero) en postulaciones como: Al examinar la lengua poética, tanto en sus constituyentes fonéticos y lexicales como en la disposición de las palabras y de las construcciones semánticas constituidas por ellas, percibimos que el carácter estético se revela siempre por los mismos signos. Está creado conscientemente para liberar la percepción del automatismo. Su visión representa la finalidad del creador y está construida de manera artificial para que la percepción se detenga en ella y llegue al máximo de su fuerza y duración.30

Por el otro, los formalistas sentaban las bases de los estudios literarios como discurso científico sobre la especificidad de la literatura, estableciendo las características de la «literaturidad», de la «poeticidad» de un texto, es decir, los rasgos particulares que lo configuran como objeto estético. El borramiento de límites White lo logra tanto a través de proponer al análisis las figuras retóricas principales del lenguaje (metáfora, metonimia, sinécdoque e ironía) —que determinan el poder retóricamente revelador del texto y patentizan su «literaturidad»—, como co-fundiendo dos sentidos del concepto de ficcionalidad: el de «hechura» y el de «acto imaginativo» (manipulatorio). Así, el rasgo de ficcionalidad —que, según Jakobson, sólo resulta apto para efectuar un deslinde entre la literatura y los discursos ordinarios— se vuelve dominante y cobra autonomía frente a las funciones expresivas, regulativas, informativas, etc., del lenguaje de la descripción historiográfica, entonces sucede que: La asunción del rol dominante por parte de una subestructura que sujeta en su organización todas las otras, adquiere el derecho de hablar en nombre del objeto cultural dado y produce finalmente una autodescripción metalingüística del lenguaje de la cultura, que elimina todo lo que se contrapone a estas subestructuras en tanto que extrasistemático.31

Es curioso que a pesar de que Jakobson diga esto y haya sido, además, un defensor de las funciones diversas del lenguaje (que tipificó en seis), White lo 29.  Habermas, 1989, 230; 1990, 240-45. 30.  Sarlo, 1971, 25. 31.  Jakobson cit. en Lotman, 1985, 132. La traducción del italiano es nuestra.



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cite como aval atendiendo sólo a una de ellas, es decir, la función poética, en lo que puede entenderse como una distorsión retórica: «Like poetic discourse as characterized by Jakobson, historical discourse is intensional, that is, is systemically intra- as well as extrareferential».32 Lo que no parece tener en cuenta White respecto de los tropos propuestos como formadores de sentido, es que el hecho de que el discurso historiográfico se valga de los mismos medios retóricos que la literatura —es decir, de los medios del lenguaje literario— y de que las «construcciones textuales» de la historia estén impregnadas de elementos «ficcionales» narrativos, no implica, de por si, que éstos tengan autonomía, ya que no abandonan —como sí en la literatura— el ámbito de las rutinas comunicativo-informativas que le es pertinente a la historiografía, sobrecargándose del sentido «parasitario» que caracteriza al lenguaje literario (entendemos por «parasitario» el hecho de que una forma de uso literaria es ficticia en la medida en que presupone otra forma de uso «real»). Es justamente la distorsionada sobregeneralización de la función poética del lenguaje lo que hace que la retórica coincida en extensión con la literatura, que se torna, como dijimos, modelo de «texto universal», produciendo una contextualización estetizante de los fenómenos históricos materiales descriptibles por el discurso historiográfico; como señala Kramer «White’s tropological categories, in short, displace onto the text the kind of categorial thinking that most historians apply to the context». En esta operación es donde la retórica, homologada con la literatura, logra primacía sobre la lógica, de la que deriva la ciencia; por lo tanto, la primera adquiere competencia general frente a un texto omnicomprensivo donde no existen universos particulares, porque se disuelven todas las diferencias de género, entonces, como vuelve a señalar Kramer: «The mistake in White’s conception of knowledge for the unreconstructed positivist derives from his assumption that literary and artistic knowledge are as valuable as scientific knowledge in comprehending the world, but White makes no concession to scientists on this point».33 Este monológico contextualismo estético tiene entonces otras implicancias: al perder la distinción genérico-discursiva, se pierde también la diferenciación entre las fundamentaciones lógicas —y la evaluación ética— específicas de cada dominio, que cristalizan en los distintos tipos de razonamiento aptos para cada campo, haciendo que la pertinencia del discurso historiográfico deba evaluarse de acuerdo con normas de efecto retórico más que de coherencia lógico-argumentativa. 32.  White, 1999, 7. 33.  Kramer, 1989, 111 y 124.

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Relacionando esta interpretación estetizante con la novela histórica, podemos afirmar que, además de lo señalado, si el contextualismo estético se lleva a sus últimas instancias —y, como señalamos, el historiador es un escritor en uso de «técnicas modernistas»—, sería imposible distinguir entre discurso historiográfico y novela histórica, y las exigencias para los autores de los dos géneros respecto a la ética de la validez serían las mismas, sumado a que la mayor competencia retórico-estética (artística) propia del escritor de ficción, pondría a la novela histórica en un nivel de credibilidad superior al del discurso historiográfico, dado que, en general, la interpretación estética suele resultar más consistente en su persuasión. Por esto, conviene tener en cuenta la afirmación de Jörn Rüsen: The weaker the conviction among historians that their intellectual activity is, or at least should be, rationally informed, the more easily historiography is made over into an instrument of ideology. The much celebrated revival of narrative in historiography erodes that conviction, as does the much discussed metahistorical thesis of the essentially rhetorical character of historiography.34

Puede agregarse que el debilitamento de la convicción racional subyacente en la estetización de la historia no sólo la vuelve un instrumento de la ideología, sino que esa instrumentalización erosiona también la construcción de la memoria al ficcionalizar sus bases materiales en la textualización, así, retomando nuestro epígrafe, podría decirse que «los murmullos despedazados de las víctimas nocturnas» necesitan la razón (luminosa o no) al menos en la historiografía, para recuperarse como memoria lúcida, constructiva. Ahora bien, cabe preguntarse por qué aceptamos de la novela histórica en sus versiones más recientes, lo que no aceptamos de la historiografía. La respuesta a este interrogante nos conduce a otro apartado.

¿Historia o literatura? La historia se presenta ante nosotros no como un ovillo desovillado en un hilo infinito, sino como una avalancha de materia que se autodesarrolla […] no es un proceso unilineal, sino un torrente multifactorial. Cuando se alcanza el punto de bifurcación,35 es 34.  Russen cit en Gossman, 1990, 290. 35.  El autor aclara, también a pie de página: «I. Prigogine define los conceptos de bifurcación y fluctuación: “Cuando el sistema, evolucionando, alcanza el punto de bifurcación, la descripción determinista se vuelve inservible. La fluctuación obliga al sistema a escoger la rama por la que se efectuará la ulterior evolución del sistema. El paso por la bifurcación es un proceso tan casual como el lanzamiento de una moneda al aire” (I. Prigogine, I. Stenters, Poriadok iz jaosa, Moscú, 1986, 236-237)».



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como si el movimiento se detuviera sumido en la reflexión sobre la elección del camino. […] Clío se presenta no como una pasajera en un vagón que rueda por los rieles de un punto a otro, sino como una peregrina que va de encrucijada en encrucijada y escoge un camino. Iuri Lotman, «Clío en la encrucijada», La semiósfera II.

Una vez explicada la crisis de la historia y de su discurso, debemos recordar que el tema que nos ocupa es el de la narrativa histórica ficcional latinoamericana, más bien, el fenómeno conocido como narrativa del post-boom; el excurso sobre el discurso historiográfico puede parecer, a simple vista, desmesurado y carente de un parentesco directo con el tema principal, pero la explicación general es pertinente puesto que existen al menos dos conexiones interesantes entre la crisis de la historia —y del discurso historiográfico en los términos detallados— y el surgimiento más o menos reciente de esta narrativa (a cuyos rasgos particulares nos dedicaremos más detalladamente en el próximo apartado). Trabajaremos aquí sobre las expectativas diferenciales de los discursos en cuestión y sobre las condiciones de pensamiento que posibilitan el surgimiento de una narrativa histórica contemporánea de trazos singulares. Uno de los puntos que unen la crisis de la historia y el surgimiento reciente de esta narrativa es la relación que parece establecerse entre los dos tipos de discursos (historiográfico e histórico-ficcional) respecto de su influencia recíproca y de cómo, lo que para uno se constituye en una crisis de valores, implica, a su vez, el prestigioso crecimiento inverso del otro, utilizando las dudas de legitimidad de éste y capitalizándolas a su favor. Si bien consideraremos en el final de este apartado las aportaciones recíprocas contemporáneas de ambos en general, es en el próximo donde analizaremos cómo esta relación dual se hace cargo en Latinoamérica de la problematización referencial, que es también gradual cuestionamiento o, en ocasiones, impugnación, de la transparencia de los medios de representación; dejaremos por el momento aparte este tema, ya que para su comprensión es necesario plantearlo en el marco de su inscripción en una historia de la literatura local (tanto de la escritura como de la lectura), profundamente relacionada con los avatares políticos de la región, que conviene tratar por separado. Uno de los puntos capitales que sirve de bisagra para la consideración de la crisis de un género —puesta de manifiesto por los escritos de White— y el inverso prestigio del otro, evidenciado en su persistente crecimiento, es la influencia de las ideas de Jorge Luis Borges sobre ambos tipos de textos —el teórico, y podría decirse, postestructuralista de White (y de los autores con quienes comparte presupuestos estetizantes), y el estético de parte de las novelas que se producen en el período posterior a la producción borgeana.

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En los límites de este trabajo no es posible entrar en un análisis detallado del corpus de ideas borgeano y sus influencias en general; el análisis particular se planteará como objetivo de un capítulo en la exploración del caso particular de Santa Evita, sin embargo, respecto de este ideario, en líneas generales puede decirse que ya en 1992, Seymour Menton lo consideraba uno de los seis rasgos notorios que definían la Nueva Novela Histórica Latinoamericana —relacionada plenamente con el boom— y señalaba esta influencia como una de las presencias ineludibles para su caracterización: Con base en el «Tema del traidor y del héroe» (1944) y la «Historia del guerrero y la cautiva» (1949), pero aun en algunos cuentos del tomo Historia universal de la Infamia (1935), las ideas que se destacan son la imposibilidad de conocer la verdad histórica o la realidad; el carácter cíclico de la historia y, paradójicamente, el carácter imprevisible de ésta, o sea que los sucesos más inesperados y más asombrosos pueden ocurrir.36

Es indudable que fue imposible —en Argentina en particular y en otros lugares del mundo en general— escribir igual después de Borges, como después de Joyce, ya que ambos marcan los giros del siglo en lo filosófico y en lo formal de la narrativa ficcional; lo curioso es que esta presencia borgeana que tanto bien le ha hecho a la literatura se enlaza también a un pensamiento teórico postmoderno como el de Hayden White y es lo que comienza a minar las bases del pensamiento crítico, ubicándose en los cimientos de «la crisis de la representación» que sucede a las cumbres kantiano-hegelianas de «la modernidad». Sobre el modo de pensar la historia característico de Borges, dice en su disertación Katharine Jenckes: History, not that fabricated by governments or journalists, or those whom Borges acidly calls «los profesionales del patriotismo» is something secret, or perhaps something so strange we cannot see it, even when we think we see everything. He cites the example of the unicorn, which «en razón misma de lo anómalo que es, ha de pasar inadvertido».37

Y Lloyd Davies, en un artículo de análisis sobre Santa Evita, explica del siguiente modo la relación y la deuda con Borges de cierto pensamiento postmoderno relacionado con la historia: The postmodern approach challenges the traditional values of historical discourse: rigorous documentation, consistency of argumentation, and firm

36.  Menton, 1993, 42. 37.  Jenckes, 2001, 270.

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grasp of chronology. Indeed, its diminished sense of temporality has led some commentators to diagnose postmodernism as schizophrenic. Much of the impetus for international as well as Latin American literary postmodernism was provided by the work of the Argentine writer, Jorge Luis Borges. His predilection for the marginal and heterodox, together with his freewheeling, citational style, blurs the normal jurisdictions and boundaries between individual authors, eras, and texts. His brand of creativity finds its most typical expression in displacement, reconfiguration, and recontextualization, rather than in creation ex nihilo. The main thrust of New Historicism may be found in his short story, «Pierre Menard, autor del Quijote» which offers the now well/known insight that history «no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió».38

Lo dicho acerca de la historia, la racionalidad y la postmodernidad requiere de más explicación para retomar luego el sendero borgeano —que, tradicionalmente, es un sendero que se bifurca— y conectarlo con nuestro parágrafo anterior. Para Octavio Paz, el mundo árabe y Occidente resuelven de distinto modo la disputa entre razón y revelación —en Occidente también oposición entre el ser (idea griega) y la divinidad monoteísta (idea judaica)—: en el mundo islámico triunfa la revelación, que mata a la filosofía; en Occidente, se mata a Dios (defendiendo la invención humana); para Paz, entonces, la modernidad surge cuando se toma conciencia de la irreductibilidad de la oposición entre los dos principios y «la razón crece a expensas de la divinidad». Así, para él, la razón comienza a separarse de sí misma y a examinarse y deja de ser —como en los primeros grandes sistemas metafísicos— principio suficiente, idéntica a si misma y fundante del mundo, para pasar a ser crítica: «Vuelta sobre sí misma, la razón deja de ser creadora de sistemas; al examinarse, traza sus límites, se juzga y, al juzgarse, consuma su autodestrucción como principio rector. Mejor dicho, en esa autodestrucción encuentra un nuevo fundamento […] En el pasado, la crítica tenía por objeto llegar a la verdad; en la edad moderna, la verdad es crítica».39 El cosmos ficcional borgeano es entonces, precisamente, uno de los mejores ejemplos de esa razón serpiente que se muerde la propia cola autodevorándose, autodevastándose, de ese virus que se esparce consumiendo el medio de expresión de la razón, es decir, el lenguaje. Su perspectiva narrativa —que, como ha señalado Saer muestra «un rechazo del acontecimiento, de la causalidad natural, de la inteligibilidad histórica y de la hiperhistoricidad que caracteriza al realismo tal como es practicado hasta Bouvard y Pecuchet»—,40 38.  Davies, 2000, 415. 39.  Paz, 1974, 46 y 47-48. 40.  Saer, 1997, 289.

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se inscribe en una lógica que materializa la aseveración de Epiménides de Creta, acerca de la mendacidad de los cretenses, la cual, al ser hecha, a su vez, como cretense, pone en paradójico conflicto su propio discurso. Borges, en su juego literario de citas textuales, referencias y reseñas mixtas —falsas y verdaderas— era súmamente afecto a esta paradoja y la utilizó aun como cita, lo que hace entrar a su discurso literario en una especie de doble referencialidad, en una esfera de ficción de la ficción a la que se suma una «matriz ensayística» configuradora que opera en doble sentido «a través de la doble maniobra de ficcionalizar el ensayo o ensayizar la ficción»41 produciendo ese transgénero del que también Saer dice: las categorías clásicas —prosa/verso, ficción/no ficción, fantástico/realista— resultan demasiado rígidas para encarar la obra borgiana, ya que hay una continua transmigración estilística y temática que se desplaza a través de las formas y de los géneros; el mismo tema puede ser tratado en verso o en prosa con una configuración estilística semejante […] También, ciertas consideraciones de sus ensayos son a menudo retomadas en sus cuentos fantásticos, o los mismos nudos temáticos le sirven tanto para escribir cuentos fantásticos como cuentos realistas. Así que para una estimación correcta de su obra las distinciones de forma y género resultan inútiles, y también lo son desde un punto de vista teórico más general, y la honesta diferencia que él mismo establece entre los textos narrativos de Historia universal de la infamia, basados en personajes que existieron realmente, y sus posteriores relatos de ficción, carece de sentido y parte de una posición ingenua en lo relativo al referente, posición por otra parte que su obra transgrede sin cesar […]42

Ese roce de límites, ese recurrente contacto de géneros —historia (al respecto, veáse por ejemplo, la contextualización histórica que Balderston realiza de alguno de sus cuentos), ficción, crónica, ensayo, filosofía— adquiere sentido especulativo porque eriza, borra y/o cuestiona las fronteras nítidas de cada uno de ellos en un hiperbólico proceso transgenérico —como en Historia universal de la infamia— y oximorónico —Historia de la eternidad—, en el cual, como señala Bergero «el polo de lo real y el de lo representacional se revierten y se neutralizan heterotópicamente entre sí»43 y como agrega Glantz «la intención de intertextualidad es delirante»; así «la erudición alimenta una construcción que, aunque apoyada en datos fidedignos, los distorsiona y en los intersticios de la distorsión se fundamenta la invención»,44 creando un texto que «en la plenitud de sus logros, por la misteriosa fuerza del arte, legi-

41.  Pagliai, 1997, 138. 42.  Saer, 2000, 26. 43.  Bergero, 1999, 602. 44.  Glantz, 1999, 234 y 235-236.



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tima, gracias a la magia que le es propia, la extracción dudosa de algunos de los atributos que lo componen».45 En ese proceso lúdico-creativo, la única realidad es la textualidad producida —a su vez, explícita intertextualidad en la que «los datos eruditos […] se disuelven en ficción»—,46 es decir, una configuración representativa que anula el materialismo de la historia sustituyéndolo por la inmaterialidad del simulacro: una conformación en la que la materialidad fáctica se desdibuja y se pierde como tal, avasallada por la supletoria representación manipulada,47 entonces, sobre la superficie textual que la ficción disloca,«el arte individualiza lo que la Historia generaliza y procede por imágenes discontinuas como el cine»:48 éste es el legado que resultó súmamente productivo para la ficción histórica latinoamericana postmoderna. Ahora bien, si la paradoja de Epiménides de Creta se materializa en este contexto transgenérico, que es predominantemente representacional ficticio en su contaminación por parte de lo ficcional, Borges, en su calidad de autor de ficción es, por consiguiente, tan sincero como Epiménides cretense: pone en duda la razón —y el lenguaje— pero en la Creta de su ficción, entonces, si allí, es decir, en sus ficciones —de por sí lugar de la mímesis (cuestionada) y de la mentira— dice que las representaciones no son creíbles, que son mera apariencia de lo fáctico, mero simulacro, ficción de lógica ¿pone en juego realmente la materialidad de lo fáctico? Al respecto, Adriana Bergero, en su extenso análisis de la obra borgeana, tiene un iluminador fragmento, que coincide con nuestra sospecha acerca de que la actitud del autor es un guiño creativo, una trampa crítica; dice: Mientras Baudrillard intenta conjurar la historia como posibilismo con su actitud terminal y apocalíptica, en ese mismo espacio tan obsesivamente negador de la utopía, la escritura borgeana termina por otorgar una extraordinaria luminosidad a la utopía. Un guante dado vuelta, un yo hablo-engaño, revertido y resignificado como la verdad de su enunciado. Así, los textos de Jorge Luis Borges podrían ser leídos como poderosos instrumentos de desaliento para que al lector no se le ocurra pensar en lo posthistórico y en lo claustrofílico como ideas atractivas. Detrás de juegos de parodia, paradojas y espejos invertidos, su obra esconde-muestra su repugnancia por la noción de la muerte de la historia en obras de pesadillas y moebius [...]49 45.  Saer, 2000, 27. 46.  Glantz, 1999, 236. 47.  Ese juego de creación textual, aunque con menos apuntalamiento erudito de datos fidedignos y privilegiando la ficción por sobre el intento “histórico” de estos relatos, se hace evidente también en una narración como “Tema del traidor y del héroe”, en cuyo análisis entraremos más detalladamente en su particular relación de influencia con la novela Santa Evita. 48.  Glantz, 1999, 238. 49.  Bergero, 1999, 628.

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A esta opinión se suma el esclarecedor y detallado análisis que Saer realiza de «Pierre Menard» en «Borges francófobo» siguiendo los artículos críticos de Borges sobre Valery, previos a la publicación del cuento; de su lectura puede deducirse que el New Historicism hizo de ese relato una lectura equivocada, como buena parte de la crítica, que a pesar de notar claramente la parodia en otros de sus textos, se empeña en ver en ese la quitaesencia de la ideología borgeana —«la figura emblemática del escritor»—.50 Con una interpretación semejante, se contradice la ironía que caracteriza al relato, sin notar que el pretencioso narrador que loa a Menard es mucho más parecido al Carlos Argentino Daneri, escritorzuelo premiado de «El Aleph», que al propio Borges; de su estilo, observa asimismo Molloy: «el tono de ese narrador que inicia el relato, cursi precursor de otros hommes de lettres borgeanos (Carlos Argentino Daneri, Gervasio Montenegro), fundamentaría sin esfuerzo la verosimilitud del personaje narrado: meritorio poeta francés de segundo orden, simbolista, incorregiblemente provinciano».51 Piglia, aunque en clave de ficción en Respiración artificial, lleva la interpretación de Saer y Molloy un poco más lejos en uno de los diálogos de la novela, valioso por sus comentarios críticos sobre la literatura argentina y la configuración del canon en el país: uno de los personajes afirma que el cuento «no es, entre otras cosas, otra cosa que una parodia sangrienta de Paul Groussac», dando las razones que autorizan la opinión —una obra de Groussac, sobre la identidad del autor del Quijote apócrifo—;52 a pesar de la clave ficcional de la novela, lo cierto es que el libro de Groussac existe y Borges seguramente lo conocía. Así, lo que Piglia menciona como insidiosa parodia contra un reconocido miembro del ambiente literario de la época, lo que Molloy encuentra que es «un llamado de atención sobre el ejercicio literario» ya que «propone una reflexión lúcida sobre los elementos que intervienen en todo acto de escritura, en todo acto de lectura» y «nos insta además a desconfiar de un narrador, tan inconsistente, por sus excesos como el personaje mismo que presenta»53, y lo que Saer demuestra categóricamente que es, de todos modos, «un arreglo de cuentas con la literatura francesa —o con la idea que Borges se hacía en los años treinta de la literatura francesa—» pasa a ser endiosado como su paradigma literario; frente a esto «nos encontramos ante una curiosa paradoja: Borges sería exaltado por la crítica francesa en nombre de ciertos valores literarios a los que Borges se opuso toda su vida». Su artículo concluye diciendo enfáticamente: «hacer de Borges un discípulo de Pierre Menard es tan aventu-

50.  Saer, 1997, 37. 51.  Molloy, 1999, 52. 52.  Piglia, 1988, 157-159. 53.  Molloy, 1999, 55-56.



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rado como identificar la filosofía política de Shakespeare con las ambiciones truculentas de Macbeth”.54 Como se ve a través de lo dicho, los guiños creativos borgeanos a veces no son interpretados por algunos como guiños, sino como miradas (también a Cervantes le ha pasado que se cite como modelo de estilo lo que él ridiculizaba como escritura: es el problema al que se sujeta el irónico inteligente cuando los lectores no están a su altura); es allí entonces donde comienza otra historia: la de tomarse teóricamente en serio la destrucción de la razón apoyándose en el desjerarquizante presupuesto ficcionalizador borgeano como fundamento55 y convirtiendo así la lógica (y también la ética) en una narrativa más, en un simulacro representativo configurado lingüísticamente, ligado a los parámetros de una retórica estética sin sujeto, trascendental. Este punto —la capitalización de la conversión de lo fáctico en simulacro representacional retóricamente manipulado— es donde, con diferente valuación ética, la novela histórica contemporánea se encuentra con el texto de White y, a través de la influencia borgeana, capitaliza a su favor la incapacidad de alcanzar la revelación de «la verdad», pero como señala Carmen Perilli: «Se trata de aceptar los diferentes regímenes de verdad histórica. La historia como artefacto literario no niega su intención de discurso veraz, pero tampoco su carácter de discurso».56 Éticamente, la formulación de la duda —sobre la legitimidad discursiva o la propia racionalidad— y el acento sobre el carácter de fictio de la discursividad no tienen el mismo peso enunciados por Borges —o por novelistas— en la ficción que por White en sus ensayos académicos: al segundo le es exigible el ejercicio crítico-argumentativo por sobre la omnitextualización estética, a los primeros no. Las consecuencias éticas de ese gesto desrealizador de la historia, básicamente inscripto en la crisis de la representación, no tienen el mismo peso ni las mismas consecuencias aplicadas dentro de un discurso lógico-argumentativo que dentro del estético ficcional: dentro de éste la duda sobre el medio de representación es ficción de duda, crítica expresión estética de la posibilidad de una representación realista, y alienta la posibilidad de otra visión; dentro del lógico-crítico, destruye su propio presupuesto y su propia legitimidad, porque afectando la jerarquía y la diferenciación de las funciones del lenguaje, afecta sus propias categorías de trabajo, los propios principios genera-

54.  Saer, 1997, 39-40. 55.  De que dentro de ese cosmos transgenérico, muchos se han basado más en lo que se aproxima a las ficciones que en lo que se aproxima al ensayo, dan prueba tanto textos de Foucault como de Baudrillard. 56.  Perilli, 1994, 33.

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les y se transforma en una pseudo-filosofía de la imposibilidad de representación lógico-crítica. Si extendemos la metáfora matemática de «ficción al cuadrado»57 para denominar ese «género borgeano» que se autocuestiona en su propia escritura, podría decirse que la operación de elevar al cuadrado la ficción se realiza en sus relatos bajo el signo de raíz cuadrada de la propia ficción;58 y como tal, es sólo exploración demostrativa, heurística estético-cognoscitiva, tanto como ciertos principios matemáticos (afirmar que x es igual a sí mismo, por ejemplo) en consecuencia, en la novela histórica que se rige por esta influencia, el arte de enunciar el principio, supera a la historia; en cambio, hecha bajo el mismo signo de raíz cuadrada en la crítica, la operación se cumple en su desarrollo y el resultado es especulación autoanulada, autodestrucción del principio rector. Evidentemente, las consecuencias ideológicas que el acto materializa son diversas: utilizar el motivo de la imposibilidad de legítimo conocimiento como topos estético en la obra artística sólo amplía su dimensión estética; utilizarlo en un texto referencial crítico, —y cabe señalar que el texto histórico lo es, ya que como señala Michel De Certeau «no sustituye a la praxis social, pero es su testigo frágil y su crítica necesaria»59 — como consecuencia inmediata produce una ambiguación del discurso argumentativo que, inhibiendo su posibilidad de existencia aseverativa, invalida la crítica institucional: el discurso de White (como el de Derrida o Geertz), extremado, lleva a pensar que si no existe conocimiento de la historia (o de la filosofía, o de la antropología) más allá del retórico-estético, no existe mediación transformadora e intervención lógico-racional en la praxis configuradora del mundo —no era, sin duda, éste el pensamiento de Tucídides, en sus reiteradas advertencias a Atenas—. Así como en el texto de White la razón se devora a sí misma esfumando la historia en la palabra —en la retórica—, en la novela histórica actual la historia se devora a sí misma develando su impotencia absolutizadora, pero volviéndose crítica de la absolutización en la propia construcción de la versión —en la construcción de su palabra— ya que al asumir el gesto destructivo en los límites constructivos de su propia ficción —como hace Borges—, 57.  Rincón, 1995, 144. 58.  Esta descripción del proceder técnico de la literatura borgeana, que comenzó siendo una intuición personal basada en la cita de Rincón, es también la que luego pude corroborar que elige Italo Calvino en su texto de 1984 sobre Borges para caracterizar la metodología compositiva del escritor argentino: «con Borges nace una literatura elevada al cuadrado y al mismo tiempo una literatura como extracción de la raíz cuadrada de si misma: una “literatura potencial”» (el texto fue traducido en 1999 y publicado en Borges múltiple, en 1999 por la UNAM. La cita se encuentra en la pagina 214. 59.  De Certeau, 1993, 64.



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la historia, lejos de destruirse en la novela histórica, se autolegitima como posibilidad, como búsqueda, como cambio y la novela así «fija los signos de una marca emblemática de la historia»:60 hace de la multiplicidad la nueva verdad revelando su propia dificultad de establecer una versión; en ello radica su novedad y su transgresión; como dice Elmore: […] el efecto estético precede en importancia al poder explicativo […] aunque el manejo erudito de fuentes conecta a las ficciones históricas con la historiografía, es importante subrayar una diferencia decisiva: en la escritura novelesca, el despliegue de un saber arcano y específico se convierte fundamentalmente en un rasgo expresivo, en una marca de estilo […] el propósito didáctico se subordina al deseo de recalcar que el escritor es, ante todo, un artífice.61

Ese artífice retoma la antigua conexión de la historia con la poética y crea una imaginativa mentira matizada de «verdad» —o mejor, de materialidad— histórica, mentira que, como han señalado tanto Jitrik en su texto sobre la novela histórica como Mier en un artículo reciente «revela algo intolerable de la verdad: su densidad variable, elusiva, las calidades graduales de su sombra».62 Si el discurso histórico encuentra su horizonte de realización en la determinación racional hacia un régimen de verdad basado en la evidencia de los hechos documentados y en la coherencia positivista que les asigna una explicación causal, el discurso de la novela histórica lo encuentra en su consistente construcción de un régimen mixto de mentira-verdad que transgrede la lineal y aparente causalidad de los hechos para inscribir su palabra en una utopía que presentifica el olvido, y mostrarse entonces como vehículo «para entender la articulación entre realidad empírica y realidad simbólica»63 o como agrega Mier, «para recobrar el sentido de lo propio, de lo vivido en el marco de la reciprocidad de la memoria […], para restaurar con los juegos del lenguaje la identidad del sujeto en un entorno que lo excluye, que ha allanado su memoria». Iluminando aspectos insólitos, negados o escondidos del discurso oficial que había presentado el hecho previamente, la novela histórica lo despliega en sus contrastes, en sus controversias; este gesto, propio de la novela histórica en general, se potencia en la novela histórica latinoamericana contemporánea, ya bien problematizando el lenguaje, ya bien mostrando puntos de vista silenciados (mujeres, indígenas, marginales, etc.); la mentira se convierte entonces en saludable al impedir la naturalización de una percepción que, como figura ins60.  Ainsa, 1997, 113. 61.  Elmore, 1996, 100-01. 62.  Jitrik, 1995, 11; Mier, 2002, 106. 63.  Jitrik, 1995, 36.

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titucional —oficialista— es parcial y, por ello, aunque no siempre llanamente mentirosa, al menos de veracidad incompleta. Como marca otra vez Mier: […] la novela histórica funda por si misma otra verosimilitud, emerge como un género, funda las reglas de su propia inteligibilidad como trabajo literario, reclama su propia historicidad, teje los acontecimientos de una historiografía de la escritura literaria que le permite fundar su relación singular, desconcertante, con otros géneros del relato, que surge no sólo de su capacidad para conjugar la verdad y la mentira, sino también para hacer de ambas la materia que alimenta la pulsión propia de la escritura, del deslizamiento metafórico, del ahondamiento enigmático de la alegoría.64

De Certeau asevera, por una parte, que «las sociedades estables dan lugar a una historia que atiende especialmente a las continuidades y tiende a dar valor de esencia humana a un orden sólidamente establecido», y que «la operación histórica se refiere a la combinación de un lugar social, de prácticas ‘científicas’ y de una escritura»; por otra parte, añade: «no hay relato histórico donde no esté explicitada la relación con un cuerpo social y con una institución de saber; además es necesario que haya ‘representación’; debe formarse el espacio de una figuración». Refiriéndose a la diferencia entre historia y literatura, agrega: «Mientras que la novela debe poco a poco llenar de predicados el nombre propio que coloca en su principio (por ejemplo: Julien Sorel), la historiografía lo recibe ya lleno (por ejemplo: Robespierre) y se contenta con efectuar un trabajo sobre el lenguaje referencial».65 Si tenemos en cuenta, además de las mencionadas afirmaciones de De Certeau, las de Jitrik cuando dice: «lo que a partir de lo que ‘no’ es, peculiarizaría la novela histórica, es la referencia a un momento ‘considerado como histórico y aceptado consensualmente como tal’ y, por añadidura, cierto apoyo documental realizado por quien se propone tal representación», o bien que: «las novelas históricas resultan de una ecuación, pensada como muy equilibrada, entre dos cualidades que se dan por ciertas: la de la veracidad de un documento y la de la reinterpretación de una retórica o de ciertas reglas de una práctica» y por último que: […] si un poema o una novela cualquiera se constituyen sobre experiencias, lecturas difusas e imaginación, una novela histórica, con similares mecanismos, se constituye sobre un documento, pero hace lo mismo que las escrituras de primera mano y puede terminar, como termina, independizándose del dato, reencontrándose con su propia dimensión.66

64.  Mier, 2002, 111 y 118. 65.  De Certeau, 1993, 64, 68 y 101. 66.  Jitrik, 1995, 21, 22 y 23.



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Sobre esas consideraciones particulares de ambos autores críticos puede trazarse entonces, por deslizamiento, una caracterización del procedimiento de la novela histórica contemporánea: ésta, como la propia historia, también recibe nombres y espacios plenos de predicados, pero no se contenta sólo con el trabajo interpretativo expresado en la función referencial de su discurso, sino que su principal logro está dado por el trabajo artístico y por la función estética, que vuelven alegórica la apelación referencial. Es decir que, si bien la operación de la novela histórica se refiere también al cruce y la intersección de ese lugar social con una escritura, en lugar de las prácticas científicas, se encuentran las prácticas estéticas: es en éstas donde se forja el espacio de la figuración —alegórica— de la representación, porque si bien la racionalidad histórica —la materialidad fáctica— constituye su fundamento, no se limita a mostrarla —como pretende hacerlo la historiografía—, sino que la explicará creativamente: […] como la intención es literaria, hay una modificación que, a través de cierta inteligencia de las cosas, imprime un sentido a la representación, configura una finalidad propia que quizá no estaba en los discursos representados […] no representa pasivamente sino que intenta dirigir la representación hacia alguna parte, es teleológica […] su finalidad mayor [es] el acercamiento a una identidad.67

Además, si bien se explicita en ella con claridad también la relación con un cuerpo social —porque el saber histórico restablece «el lazo entre lo colectivo y lo individual que un saber no histórico disocia»—,68 la relación con una institución de saber no es imprescindible, lo que permite no atender tanto a las continuidades como a las discontinuidades y a los vacíos, actitud a través de la cual su escritura tiende a no esencializar órdenes férreamente establecidos por los discursos oficiales. Podría definirse entonces la relación entre los espacios de figuración de la novela histórica y de la historiografía diciendo que la labor simbolizadora de la escritura se configura más libremente en la primera que en la segunda, ya que la novela histórica puede trabajar creativamente sobre el acto potencial —pre-histórico, irrealizado— que yace en el seno del momento histórico efectivo: en el movimiento dialéctico entre memoria y olvido69 —presenciaausencia, sistémico-extrasistémico—70 que da sentido a la historia y a la propia cultura, elige y convierte en sistémico (memoria) lo que era extrasistémico

67.  Mier, 2002, 126. 68.  Jitrik, 1996, 16. 69.  Lotman-Uspenskij, 1979, 74-5. 70.  Lotman, 1979, 95.

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(olvido) y al hacerlo convierte la dialéctica entre ambos factores en un acto estético que exalta o realza una pre-historia imaginada. Cuando privilegia la faz del olvido invalidando la selectividad de la memoria —de la presencia— que impone la historia oficial, no necesita hacerlo, como ésta, atada coercitivamente a la referencialidad atinente a los reductivos elementos fácticos de un momento histórico; esa referencialidad se vuelve en ella un recurso estético, un valor simbólico. Cuando el olvido se vuelve presencia, se manifiesta un deseo de memoria, y como señala Mier: «Desear la memoria» dentro de las fronteras del género de la novela histórica, parece conducir así a asumir el régimen analítico e interpretativo de la historiografía, a doblegarse ante el imperio de un determinismo de los acontecimientos, acoger los reclamos pedagógicos de los ideales consagrados del comportamiento y condescender al allanamiento de la experiencia en el trayecto de la interpretación historiográfica, orientada ya teleológicamente según los reclamos de un progreso; pero también «desear la memoria» es inscribir la palabra en las fracturas de la racionalidad histórica, en los relieves del silencio abiertos por las utopías discordantes, privilegiadamente, una utopía de la escritura. Estas tareas insostenibles imponen al acto narrativo una forma peculiar de la invención de los actos humanos y los perfiles de la subjetividad que los hace posibles. En particular, quizás el «deseo de la memoria» socava la monotonía y la razón del reclamo pedagógico, inscribe la escritura en un ámbito de la experiencia que disloca las tecnologías del progreso moral.

En ese novelado espacio histórico de figuración, el causalismo positivista de la representación historizada se vuelve alegórico: metáfora de su propia imposibilidad. De este modo, según continúa Mier: La escritura, en la novela histórica, hace posible la exhibición del acto extremo, irrecuperable, de un lenguaje ofrecido en su vacuidad de certeza, como garantía de la alianza de quien escribe en la palabra de los otros, y la opacidad del curso material de los acontecimientos. En la escritura de la novela histórica, la fuerza que impulsa la verdad singular de lo narrado es el desbordamiento irónico de la evidencia histórica, la revelación de las estrategias del olvido, la palabra hiperbólica que suple la exclusión de lo vivido o su derrumbe elíptico en las caudas de la metáfora. La novela histórica restaura, paradójicamente, la inteligibilidad y el sentido de los acontecimientos con el enrarecimiento radical del lenguaje, con la evidencia del enmudecimiento del pasado que alimenta el deseo y la invención de la memoria, recobra la fuerza de la evocación colectiva con la exploración limítrofe de las raíces incalificables de la alegoría, revela las arborescencias del silencio con la apuesta límite de la metáfora como recurso privilegiado para inventar otra inteligibilidad de la historia.71 71.  Mier, 2002, 116 y 119.

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Basta una breve cita, tomada de la novela Ansay, de Martín Caparrós, para ejemplificar el sentido de lo dicho por Mier: «[…] la identidad es efectivamente siempre un modelo para armar, las piezas de una cabeza rota a reconstruir según las directivas de un modelo que jamás ha tenido ni pies ni cabeza».72 Se manifiestan así claramente los objetivos diversos de ambas escrituras —la historiográfica y la novelística—; como ha dicho Andrés Rivera en un Congreso de narradores de ficción histórica en la Universidad del Litoral: El objetivo de la historia es la verdad histórica. El objetivo de un relato es la ficción. Y si el narrador toma la materia histórica, la materia histórica tiene exactamente el mismo estatuto que, digamos, la materia empírica. Es una metáfora de ciertas ideas, percepciones, sentimientos, emociones, que el narrador tiene sobre el mundo. […] Es imposible tratar de reconstruir la historia a través de la ficción, porque para empezar me parece un trabajo totalmente inútil. Ya es imposible o casi imposible, o dificilísimo para los historiadores desentrañar la verdad histórica con documentos, archivos, pruebas, etc., etc., y además la ficción pretendería desentrañarla, digamos, con la imagen poética.73

Al respecto, Perilli señala además: «La ausencia del enunciador en el discurso histórico, su construcción como sujeto vacío de la enunciación, como Uno uniformemente aseverativo, obliga a ligar al hecho histórico al privilegio de ser. Se cuenta lo que ha sido, no lo que no ha sido o lo que ha sido dudoso».74 Podemos agregar a todo ello, entonces, otra afirmación de De Certeau sobre la escritura de la historia: «La actividad que produce al sentido y que establece una inteligibilidad del pasado, es también el síntoma de una actividad experimentada, el resultado de acontecimientos y de estructuraciones que ella misma cambia en objetos pensables, la representación de una génesis organizadora que se le escapa».75 Así, si la historia pretende ser el relato de lo que ocurrió, ligado al ser, la novela histórica es el relato de lo que podría haber ocurrido, pero decir que es «el no ser del propio ser» podría funcionar también como una caracterizacíón de la novela en general, entonces, de modo más convincente puede decirse que es el no ser de lo que ha sido. Como se ha señalado desde Aristóteles hasta LaCapra: «Indeed, the more pertinent contrast between historiography and fiction might be on the level of events, where historians, as distinguished from writers of fiction, may not imbricate or treat in the same way actual events and ones they invent».76 72.  Caparrós, 1984, 202. 73.  Rivera, 1995, 58. 74.  Perilli, 1994, 26. 75.  De Certeau, 1993, 60. 76.  LaCapra, 2001, 14.

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Miguel Russo señalaba en el mismo ya mencionado congreso: «La literatura, cuando bucea en la historia, no pretende dar cuenta del hecho ocurrido mediante leyes administradas por las ciencias sociales. No es la acción desarrollada la que determina lo posible de ser narrado, sino, por el contrario, las consecuencias inesperadas por los propios protagonistas»,77 lo que, según nuestro epígrafe lotmaniano, se relacionaría con el «punto de bifurcación» que impone a la peregrina Clío el momento de reflexión ante la encrucijada en la que se encuentra, en medio de la avalancha de materia que se autodesarrolla. Como escribe el Castelli-personaje de Rivera en La revolución es un sueño eterno: «el destino es una casualidad que se organiza. Solamente los malos comediantes desconocen esa verdad tan irrefutable como el infierno. Palabra de griegos, padres de la tragedia».78 La novela histórica —y en particular cierta novela histórica latinoamericana contemporánea— es esa duda reflexiva de Clío acerca de las posibilidades de organización de la materia, acerca de la viabilidad de los caminos que se le abren en un momento crítico, es su exploración de las posibilidades ante las que se sitúa y la realización estética de la contingencia de lo que no elegirá. Por esto mismo, si en la historia lo particular actúa como frontera de lo pensable, en la novela histórica funciona como apertura hacia lo impensado; si, como reconoce Trevor Roper, «history is not merely what happened: it is what happened in the context of what might have happened»,79 es justamente la novela histórica la que se encarga de explotar ese contexto potencial «desvelando los mitos, símbolos y la variedad etnocultural de una realidad que existía, pero que estaba opacada por el discurso reductor y simplificador de la historia oficial».80 En consecuencia, lo que la escritura de la novela histórica cambia en objeto pensable no es necesariamente experimentado. Podría decirse que esta afirmación vale —aristotélicamente— para todo tipo de ficción literaria, pero la disparidad sustancial de la ficción histórica es que se basa —a diferencia de la novela en general— en la periferia contextual de una experiencia espacializada local y temporalmente —datable— que funciona como referencia, es decir que el referente es un saber preexistente, disponible, casi siempre ya ordenado y normativizado según ciertos acuerdos sociales que le confieren una forma determinada en relación con la lucha por el poder político; esos acuerdos, siempre violentos e impuestos por la lucha por el poder, confieren legitimidad a ese saber y, por consecuencia, valor histórico.81 77.  Russo, 1995, 94. 78.  Rivera, 1995c, 137. 79.  Trevor-Roper, 1980, 15. 80.  Ainsa, 1997, 113. 81.  Jitrik, 1995, 72.

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Sin embargo, esa referencialidad —a diferencia de las experiencias «positivistamente causalizadas» a través de las explicaciones que dan sentido al discurso historiográfico— es, como ya señalamos, alegórica, metáfora de otras relaciones trazables que resuenan simbólicamente en la composición estética, «representación que convoca la certeza de un pasado que no tiene otro lugar que la discordia de las evocaciones»;82 así, lo que en la escritura de la historia —y de la primera novela histórica— es tranquilizadora y pedagógica locación causal de los hechos, en buena parte de la novela histórica latinoamericana contemporánea se transforma en transgresiva dis-locación de la causalidad de esos mismos hechos. Por otra parte, en la novela histórica contemporánea en particular, a diferencia de lo que indicaba De Certeau para el discurso historiográfico, la génesis organizadora no se escapa, sino que queda expresada como proceso al describir, en los límites de la ficción que se vuelve metaficción en su propia huella narrativo-descriptiva, la propia dificultad de creación del texto artístico como producto, señalando simbólicamente, en ese proceso escritural, la misma dificultad de escribir objetivamente, de modo científico, la historia, pero como ya dijimos, la duda dentro de la ficción es ficción de duda, gesto estético más que imposibilidad real. En ese carácter de prehistoria o historia imaginada y de realidad predominantemente estética de la novela histórica latinoamericana contemporánea subyace, por lo tanto, el fundamento para demostrar la inconsistencia de las peticiones positivistas de verdad que se le hacen, porque si «el texto de la historia, siempre sujeto a revisión, duplica el obrar como si fuera su huella interrogante […]» y, «arriesga el enunciado de un sentido que se combina simbólicamente con el hacer»,83 no hay necesaria duplicación en la novela, ya que el sentido no se combina simbólicamente sólo con el hacer, sino también con los espacios vacíos de la praxis, completados por la imaginación, por consiguiente, como señala LaCapra: Truth claims are neither the only nor always the most important consideration in art and its analysis. Of obvious importance are poetic, rhetorical, and performative dimensions of art which not only mark but also make differences historically (dimensions that are differentially at play in historical writing as well). But my general point is that truth claims are nonetheless relevant to works of art both on the level of their general structures or procedures of emplotment —which may offer significant insights (or, at times, oversights) suggesting lines of inquiry for the work of historians (for example, with respect to transgenerational processes of «possesion» or haunting)—

82.  Mier, 2002, 113. 83.  De Certeau, 1993, 64.

52 Cecilia M. T. López Badano and on the level of justifiable questions addressed to art on the basis of historical knowledge and research.84

El talento imaginativo no responde a la ética de la verdad ni puede limitarse a ella, y cuando se le exige que se ajuste a otra lógica diversa de la de la ficción, es porque no se ha aceptado la autenticidad alegórica de la posibilidad, por lo tanto, no se ha captado el propio régimen interno de validez histórica potencial, que permite trabajar no sólo en el marco de lo que ocurrió y está documentado —como lo hace la historiografía y como lo hacía la novela histórica tradicional— sino particularmente sobre el contexto de lo que podría haber ocurrido en la periferia de una materialidad tomada como simbólica referencia, como alegoría de la propia historia. La mentira adquiere así, en la novela histórica, un valor ético al ser alegoría de la posibilidad, apertura de caminos diversos de los trillados y fosilizados por la historia oficial. Lo dicho en nuestro análisis permite notar entonces que, respecto de la novela histórica y de la historia, existen dos tipos de reclamos críticos en cierto modo «impertinentes genéricamente»; éstos funcionan como peticiones cruzadas que invierten los criterios de adscripción y pertinencia a una noción —histórica e historizada más que «tradicional»— de género (la misma que pretende borrarse tras la omnitextualización retórico-lingüística). Se trata, por un lado, del mencionado reclamo de veracidad hecho a los autores de ficción histórica contemporánea desde cierta inflexibilidad fundamentalista, atada a los patrones originales, luckacsianos, de la novela histórica, apelando, en nombre de un público más masivo que el de la historia, a una ética de la verdad (y no a la validez o verosimilitud) que no rige dentro de la ficción; por el otro, de la petición hecha a los historiadores acerca de ser «carnivalesque historians» utilizando las técnicas dialógicas de la novela innovadora (el Ulises), desde una postura como la de LaCapra en los ochenta, más radicalizada que la que manifiesta actualmente (patente ya en la cita que acabamos de consignar, del 2001). Ambos tipos de peticiones implican una contradicción en términos, cuya carencia de sentido se revela en la inversión: no se puede pretender dialogismo donde se intenta anular el sujeto de la enunciación y crear un discurso, a su vez, aseverativo, como no se puede respetar la pretendida univocidad de la «verdad» donde el sujeto de la enunciación es múltiple, diverso, mutante y ficcional. Estas peticiones ignoran, además, que la pertinencia genérica indica también una pertinencia en la direccionalidad del texto hacia su «para quién», es decir, los principios de la recepción y, por consiguiente, de la crítica que se les 84.  LaCapra, 2001, 15.



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aplica, así como la noción de público lector, diversos en ambos casos y en general mucho más amplio el segundo cuando de ficción se trata —siempre hay un público más numeroso dispuesto a la lectura de una novela histórica que a la de un libro de historia—, puesto que, como señala también De Certeau: «El público no es el verdadero destinatario del libro de historia, aun cuando sea su apoyo financiero y moral [...] los pares y los colegas la juzgan según criterios científicos diferentes de los del público, y decisivos para el autor desde el momento en que pretende hacer obra historiográfica».85 Si bien los criterios de pares y colegas inciden sin duda en la escritura ficcional, la direccionalidad de un texto de esta índole es primeramente hacia el público, y aun cuando la novela histórica de calidad apele a la lectura crítica, al respecto son diversas sus expectativas de las de la historiografía, ya que, en todo caso, el juicio especializado que se espera no está vinculado al principio cientificista de la objetividad o la «verdad», sino a una valoración estética especializada, refinada profesionalmente en el conocimiento de la teoría literaria y en una historia selectiva de lectura, es decir, de plano diversa de la que espera el discurso histórico. Un texto espera de la crítica la validación estética de su retórica creativa; el otro, la validación racional de su lógica interpretativa. Por todo lo dicho, en lugar de pretender deconstruir ambos géneros aplicándoles las normas de su alter ego, más bien debería aceptarse su distinción y una posibilidad (aunque no siempre pertinente) de mutua retroalimentación, ya que, como dice no sin cierta ironía Kramer: History departments will never advertise for «carnivalesque historians» with poetic «historical imagination» unless they follow White or LaCapra toward (or even beyond) a radical, literary redefinition of both historical writing and historical reality. At the present time, however, most historians resist such redefinition because they seem to lead straight into relativism and straight out of reality.86

Respecto de la retroalimentación, puede afirmarse que la novela histórica contemporánea ha aprendido a hablar en los silencios del discurso historiográfico, a ser testigo crítico de su positivista vocación absolutizadora, de su hoy insostenible soberbia cientificista, revelando una historia que, aunque no «verdadera», se vuelve más «auténtica» que la fáctica en su apertura psicológico-antropológica. Mientras tanto, como señala Ainsa: La historia como disciplina, por su parte ha incorporado el «imaginario» a sus preocupaciones, al «objeto» mismo de su estudio, rastreándolo en los

85.  De Certeau, 1993, 75. 86.  Kramer, 1989, 121-122.

54 Cecilia M. T. López Badano orígenes de la historiografía y dando a “la imaginación” un nuevo estatuto; de una «realidad» histórica en estrecha relación dialéctica con los acontecimientos. Lewis Mumford en su historia temática La cultura de la ciudades sostiene que «los hechos de la imaginación pertenecen al mundo real al igual que los palos y las piedras». La historiografía se enriquece así con los mitos, leyendas, creencias, ideas fuerza movilizadoras y se diversifica en historia temática (locura, sexo, costumbres «micro-historias» y hasta la historia de los sueños), al punto de reconocer que el imaginario social puede, incluso, crear el hecho fáctico, el acontecimiento que será fuente del saber histórico ulterior.87

Puede concluirse entonces con LaCapra que «In brief, the interaction or mutually interrogative relation between historiography and art (including fiction) is more complicated than is suggested by either an identity or a binary opposition between the two, a point that is becoming increasingly forceful in recent attempts to reconceptualize the study of art and culture».88 Consecuentemente con estas citas, nuestro trabajo ha intentado deslindar las diferencias de ambos tipos de discursos: las de sus expectativas de recepción y crítica; también, bosquejar los rasgos de la novela contemporánea latinoamericana; trataremos entonces de analizar detalladamente, a partir de aquí, en el próximo apartado, cuáles son sus características particulares más sobresalientes tal como se configuran en el fin de siglo y entrando al nuevo milenio.

La novela histórica latinoamericana reciente Y ahora ¿qué hacemos? ¡Diseñar formas geométricas, siluetas que siguen estrictamente el Canon!… Hemos perdido espontaneidad, fuerza, belleza!… -¡Cling! ¡Cling!-. Dices que dejo inacabadas mis obras, y es cierto… Pero ¿adivinas por qué?… ¡Porque soy incapaz de crear nada de acuerdo con el Canon!…89 José Carlos Somoza, La caverna de las ideas

Hemos dicho que la novela histórica trabaja sobre la potencialidad, sobre el no ser del ser, o podría decirse mejor, sobre «el no ser de lo que fue/ha sido» para marcar justamente cómo se juega la diferencia entre la novela en general (el no ser del ser) y la novela histórica en particular (el no ser de lo que fue/ha sido) a través de este juego verbal que señala como posibilidad ficcional tanto el pasado distante como el inmediato (diferencia cronológica 87.  Ainsa, 1997, 114. 88.  LaCapra, 2001, 15. 89.  El que habla es un escultor ateniese, mientras esculpe.



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aún considerada por algunos críticos para establecer la condición de histórica de una novela); ahora bien, ¿cuáles son las características de lo que tiende a denominarse como novela histórica del postboom y/o novela histórica postmoderna? Cuando se intenta despejar este interrogante, surge, inmediatamente a su consideración, el problema del grado de precisión de los términos que se usan para categorizarla: —«novela del postboom» o «novela postmoderna»— y en qué grado estos términos definitorios —amplios y ambiguos— se distancian o se superponen en una literatura tan variada como es la latinoamericana contemporánea, ramificada en muchas más corrientes que la cantidad de literaturas nacionales —si fuera válida aún hoy la pertinencia del término— que integran ese colectivo. En un conjunto plural como Latinoamérica se suman perfiles étnicoregionales tan diversos como lo andino, lo conosureño, lo caribeño, etc., quizás con sólo dos puntos de fusión: por un lado, la lengua estándar —no los dialectos, imbuidos ya bien de distintas lenguas indígenas, ya bien de los modismos diversos en las zonas de alta y variada migración europea— que hace percibir ese colectivo literario como mucho más integrado y uniforme que el europeo o el asiático. Por el otro, un punto que no es precisamente el que explota la novela histórica, asentada hoy sobre la particularidad más que sobre lo arquetípico de la historia común de rasgos dictatoriales que en algún momento le dio cierta unidad: la similitud creciente de la vida de las clases medias urbanas empobrecidas (ya «clase un cuarto» —o un octavo—, como dijo algún cómico argentino) en las grandes ciudades, la crisis de los valores familiares burgueses tradicionales, el surgimiento indeclinable de la subjetividad femenina y/o gay-lésbica aportando puntos de vista previamente negados o ensombrecidos. Por todo ello, es necesario precisar, al menos en rasgos generales, qué se entiende por novela postmoderna y qué por novela del postboom y cuáles son los puntos de superposición; es conveniente aclarar también que no entraremos aquí en debate acerca de lo que constituyó la «nueva novela latinoamericana» ni el realismo mágico —hay sobre ello ya trabajos extensivos, como los de Menton, Williams o Swanson— excepto en su funcionalidad respecto de un término tan abarcador como postboom. Tal vez una de las citas más representativas para abordar el giro de la novelística a fines de siglo y comienzos del nuevo en Latinoamérica es la que abre un conocido artículo de David Viñas, ya a principios de los ochenta: Quizás estas impresiones alrededor del proceso de la nueva narrativa de América Latina marquen un itinerario que va de la euforia a la depresión. Circuito que […] se desplaza de un «momento caliente» hacia otro «momento frío»

56 Cecilia M. T. López Badano (caracterizado, en general, por su inmovilismo). O mirando ese proceso por el revés de la trama: desde una coyuntura impregnada de fervor (y de intenso activismo que fue definiéndose paulatinamente por un notorio voluntarismo) hacia otra circunstancia histórica donde ese «frío» […] puede ser leído a la luz de aquello de «si los cuerpos no se mueven, las cabezas piensan».90

Y si esta cita de Viñas sirve para comenzar a hablar del tema de la literatura en este período, una reciente de García Canclini sirve para caracterizar socioculturalmente las dos décadas finales del siglo e imaginar el pronóstico incierto sobre lo que vendrá: Escuchamos que los años ochenta fueron la década perdida de América Latina por el crecimiento cero de la región. ¿Cómo llamar a los años noventa? Fue, entre otras cosas, la década de la impunidad: de la atropellada apropiación del patrimonio latinoamericano por corporaciones transnacionales y de gobernantes que privatizaron hasta lo que daba ganancias con el pretexto de que algunas empresas estatales no eran rentables. Vaciaron los soportes económicos y destruyeron las condiciones de trabajo local que hacen creíble la existencia de las naciones. Achicaron, así, la posibilidad de participar digna y competitivamente en la globalización.91

Cuando a fines de los 70 declina la influencia de la revolución cubana y los nacionalismos populares —y/o populistas— ya han sido pisoteados por botas militares, esa tendencia que significaba, según Viñas mismo insinúa, practicar la literatura en la proximidad de la muerte o, podría agregarse, en el exilio para los que escaparon a tiempo, hacia los 80 comienza a virar nuevamente hacia la reflexión sobre el fracaso de las utopías de bolivarianismo agiornado que habían sustentado esa práctica comprometida, sin demasiado espacio para la irresolución y la incertidumbre durante la exaltación de la militancia, y más adelante se hará cargo también de la corrupción, la impunidad (El vuelo de la Reina, de Martínez) y la descomposición social (La virgen de los sicarios o El desbarrancadero, de Vallejo). A partir de aquel momento, será la duda —como se ha visto ya en diversas literaturas en épocas de crisis— la nueva matriz literaria: del utópico mito que realiza un valor desde una perspectiva ético-política y, en la afirmación de su respuesta, va acentuando el descubrimiento del ser —latinoamericano— a la par que «subordina la observación a la fantasía creadora»,92 se pasa a un trabajo epistemológico-experimental cuestionador que, al autoincluir criterios de análisis crítico sobre sus propios procedimientos, linda con lo teórico —en la novela en general, ficcionalizando la teoría literaria; en la novela histórica 90.  Viñas, 1981, 13. 91.  García Canclini, 2002, 106. 92.  Swanson, 1995, 4.



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en particular, arremetiendo contra las certezas progresistas de la historiografía poaitivista—. Como señala Pons: […] en la novela histórica contemporánea […] se sugiere que el presente histórico desde el que se recuerda el pasado está lejos de representar un momento histórico superado por el progreso, sino más bien implica el resultado de proyectos inconclusos, de promesas incumplidas y de un proceso de modernización que derivó en una Historia de dictaduras, dependencia y dominación, y en una gran incertidumbre sobre el presente y el futuro.93

Si esta escritura surge en el momento en que, como dice Berman parafraseando a Marx «todo lo sólido se desvanece en el aire», ya que […] nuestro pasado, cualquiera que haya sido, es un pasado en proceso de desintegración; anhelamos aprehenderlo, pero es escurridizo y carece de base; volvemos la mirada en busca de algo sólido en que apoyarnos, sólo para encontrarnos abrazando fantasmas. El modernismo de los años setenta fue un modernismo con fantasmas.94

Si, además, como marca Elmore, la «peculiar inscripción de la mortalidad en el cuerpo mismo de los textos es, en suma, uno de los rasgos centrales de la novela histórica y la historiografía» ¿qué mejor forma de confrontar con los fantasmas del pasado que la novela histórica?, es decir, reactualizando un género donde el muerto circula como fantasma, como ausente presentificado en la huella de una escritura en duda, donde «la representación no sólo evoca a su objeto sino que, a la vez, lo conmemora».95 El discurso de ese género además se contrapone a la historiografía en otro sentido: si ésta supone que puede trazar un límite irreductible entre pasado y presente, y no cree en la presencia de los muertos organizando la experiencia contemporánea, la novela histórica de los últimos años impugna esa certeza racionalista convocando a los fantasmas a través de la inscripción de la mortalidad pretérita en el conflicto presente, de la lucha de los vivos recortándose sobre el molde de la experiencia de los muertos. La curva parece trazarse en ese discurso desde una especie de aseverativa «sociología de lo imaginario»96 en novelas como El otoño del patriarca o El señor presidente, a una ambigua indagación epistemológica (en el sentido de elucidación de sus propias reglas de trabajo) acerca de su configuración, hecha en clave de ficción. El plano técnico-compositivo es funcional, estratégico, y por tanto, más recortado sobre la inmanencia de la patria chica que sobre el 93.  Pons, 1996, 25. 94.  Berman, 2001c, 351. 95.  Elmore, 1996, 20 y39. 96.  Zeraffa cit. en Perilli, 1994, 29.

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mito trascendente de la patria grande, pero sin que esto implique nacionalismo, sino más bien, cuestionamiento de la tradición, y por lo tanto, distancia crítica de lo que se ha consolidado —y esencializado— como «identidad nacional». El camino lo había abierto Roa Bastos con Yo, el Supremo, caracterizada por Juan Manuel Marcos en lo que podría denominarse «su manual de odio contra los autores canónicos del boom» como «una novela que parodiaba los estereotipos oficiales de la hagiografía historiográfica, una compilación que expresaba la más grave revisión de la escritura narcisista y autocomplaciente de los discípulos borgianos»;97 lo continuó García Márquez con El general en su laberinto; justamente por su condición liminal, sobre estas novelas se encuentran artículos tanto defendiendo su modernidad como su postmodernidad. En México es exponente de esta estética un trabajo como el de Del Paso en Noticias del imperio; el de Rodríguez Juliá en Puerto Rico; en Argentina lo es tanto la novelística de Saer como la misma Respiración artificial, de Piglia y también la constante interrogación histórica de Andrés Rivera; para ejemplificar, baste citar los escritos de Castelli —el iluminado orador de la revolución de mayo de 1810, a quien la lengua se le está pudriendo en un cáncer que lo enmudece, obligándolo a la escritura en todos sus registros— en La revolución es un sueño eterno, del propio Rivera: ¿Qué nos faltó para que la utopía venciera a la realidad? ¿Qué derrotó a la utopía? ¿Por qué, con la suficiencia pedante de los conversos, muchos de los que estuvieron de nuestro lado, en los días de mayo, traicionan la utopía? ¿Escribo de causas o escribo de efectos? ¿Escribo de efectos y no describo las causas? ¿Escribo de causas y no describo los efectos? Escribo la historia de una carencia, no la carencia de una historia.98

En ese límite entre lo que fue (mito) y lo que será la nueva tendencia, en que «se replantean las relaciones entre la épica, el mito y la utopía»,99 se sitúa también, por ejemplo, La novela de Perón, de Martínez (1985), graficando perfectamente la conjunción de las tendencias: hunde sus raíces en el mito cuando indaga en la genealogía patagónica de Perón, planteándola con reminiscencias de Cien años de soledad; problematiza la escritura de la historia —en las diversas versiones sobre el mismo hecho (por ejemplo, el encuentro de Perón con Lonardi) sin privilegiar ninguna, o en el simbolismo de los ojos de la mosca (simbolismo que, a su vez, inquiere sobre la épica y la representación)— y por último avanza hacia la indagación sobre el fracaso de la utopía en la violencia desencadenada y la irracionalidad de una magia vacía de contenido (los rituales de López Rega) —magia que, a su vez, se vincula con una 97.  Marcos, 1986, 14. 98.  Rivera, 1995c, 57. 99.  Perilli, 1994, 32.

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gnosis desencajada de su origen en un espacio mitificado (que ahora se ha historizado violentamente)—. En general, a través de la reflexión, que en algunos casos no es sólo indagación histórica sino también historiográfica —es decir, sobre las versiones de la historia y consecuentemente, sobre su escritura— la visión acerca de la historización —más violenta aún en su acelerado alejamiento del mito previo— impugna el paradigma historicista del progreso liberador, aproximándose más bien a la visión catastrófica del Benjamin de las Tesis sobre la Historia; en este sentido, es literatura postfascista que no puede evadir las heridas impresas tanto a la ilusión por parte de las dictaduras desaforadas como al «avance social» por parte del neoliberalismo: es, como las Tesis —como la imagen del ángel— una mirada desde la cicatriz, cicatriz presente, en algunos países, desde la Conquista. Un caso paradigmático de impugnación del paradigma «progresivo» plasmado incluso en la técnica textual, es el cuento «Las dos orillas», en El naranjo, de Fuentes, donde el personaje de Jerónimo de Aguilar, recuperado de unas breves menciones en la crónica de Bernal Díaz del Castillo —uno de los acompañantes de Cortés y su traductor antes que Malintzin, puesto que había llegado a América en expediciones anteriores y convivido con los indios— narrará desde la muerte. El recurso es utilizado explotando su poder inédito de expresión de la posibilidad fallida, ya que al relatar desde la omnisciencia de la muerte, el narrador puede enmendar, puede rectificar el camino de las posibilidades, al menos en el deseo que no se ha cumplido en la historia fáctica. La conciencia distante que da la muerte es el mejor camino de expresión de la hipótesis inhibida por la faz material de la historia, de lo que no fue pero podría haber sido, cambiando el curso fáctico de esa historia; es el camino que se abre naturalmente a la ficción porque explora en la posibilidad negada ya definitivamente: «¿Qué habría pasado si lo que sucedió no sucede? ¿Qué habría pasado si lo que no sucedió sucede?».100 La materialización en técnica compositiva de esa expresión de hipótesis fallida es la distribución de la historia en parágrafos de numeración invertida, del 10 al 0; el relato desde la muerte dispuesto en conteo regresivo permite alterar la visión hegeliano-marxista y evolucionista de una historia que camina hacia la síntesis futura en su realización. El orden creciente de la vida se invierte y, en lugar de esa positivista linealidad ascendente de la numeración, se utiliza la otra, «la forma de este relato que es una cuenta al revés, ha sido identificada demasiadas veces con explosiones mortales, vencimientos de un contendiente, u ocurrencias apocalípticas», por consiguiente, el conteo inver100.  Fuentes, 1993, 0.

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tido permite narrar lo que no fue y presentarlo como el advenimiento violento y divino de una posibilidad inédita. En el número cero —intruso en un conteo de capítulos— como en el nacimiento crístico, el lector se halla frente al metafórico pesebre donde se gesta la posibilidad: el triunfo de la hipótesis sobre la realidad, de la palabra en las dos orillas, pero en esa hipótesis que sólo puede numerarse con la cifra de la negación o la nada, la orilla desgarrada y mutante es la que imprime su marca de sangre y fuego —la bomba o el cohete de su venganza— en la estática faz de la Metrópolis, invirtiendo la pertenencia del triunfo. En estas narrativas, en general, no se intenta ya la certeza soberbia de proponer mágicas respuestas causales que explican la direccionalidad de un universo en construcción, donde hay un fin y se sobrestiman los medios para alcanzarlo, sino que se insiste más bien en el cuestionamiento metodológico para dar con lo que ha conducido a la prematura ruina de ese mundo en ciernes, en el que se vive en extrañamiento existencial cuando el fin ha sido pisoteado y los medios ya no existen, o más bien, se han convertido en deuda interna y externa, es decir: planteo de áreas de conflicto más que de áreas de su superación, o dicho de otro modo, expresión irresuelta del conflicto. Esa misma condición —la destrucción de lo que aún no había terminado de construirse— que posiciona la estética más claramente que nunca en el hablar desde la falta o desde la lastimada presencia, pone desde el vamos piedras en el camino de un planteo etiquetador «modernidad-postmodernidad» y su relación con la noción de «progreso», más apto para el manejo dentro de concepciones eurocéntricas o norteamericanas que para ser usado de un modo ligero dentro de Latinoamérica. Para ejemplificar este punto, basta citar un fragmento de «El último tren en Jujuy», del escritor jujeño Héctor Tizón, que retoma García Canclini para hablar de lo que sucede con las culturas que —por ser excluidas de la globalización— pierden lo que tenían de local, cuando no sólo se les quita el sustento económico y social, sino que también se les impone el borramiento de su significado, construido previamente en red, cuando lo local no existía en sí, sino en el marco de lo nacional. Hablando en este contexto de lo que implicó la suspensión de los ferrocarriles de por parte del gobierno menemista en Argentina, corona la explicación con esta cita: […] desde mi casa no muy lejana de las vías ferroviarias hace un siglo trazadas y trajinadas, rumbo a Bolivia, escucho un tren que apenas de detiene y pasa y pienso que será uno de los últimos. La postmodernidad ha llegado también a estas tierras. Atravieso el flaco bosque de eucaliptus que separa el confín de mi casa y los predios ferroviarios y en el borde me quedo, junto al gaucho Demetrio Hernández […] Es el atardecer, casi de noche, y el tren arrastra una decena de vagones semiiluminados, lleno de indígenas trashu-



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mantes rumbo a la frontera. Yo no digo nada. El gaucho Hernández dice, sólo por decir: «Se para para nada, ya ni siquiera toma agua, como antes». Yo digo entonces, sólo para que no dure el silencio: «Dicen que ya no pasará». Él me mira. “Por el progreso del Primer Mundo”, digo. Y él dice: “He oído hablar de eso”. «¿El progreso significa la muerte, don Hernández?», pregunto yo. Y él, cuando el último tren arranca, dice «No. No significa nada».101

La misma respuesta de don Hernández es la que Eladia Blázquez escribe como tango: «Y me duele que sea cierto, con dolor del más profundo, porque si esto es Primer Mundo, ese mundo ¿dónde está? ¡si parece la utopía de un mamao!102 Voy a hacértela bien corta: se afanaron103 con la torta, el honor y la verdad». Es sin duda la que seguramente compartirían los «recicladores» que canjean basura por alimentos con el reciente plan bogotano de limpieza urbana, o los «cartoneros» que revuelven día a día la «postmoderna» basura de Buenos Aires, buscando cajas de computadoras, impresoras o electrodomésticos, pero también, comida cada vez más escasa o inexistente entre los residuos,104 o los timadores allí —el film Nueve Reinas expone con claridad esa filosofía de la apariencia, del simulacro—, o los arrebatadores en Santiago y en el Distrito Federal, o las ya ingobernables pandillas de las favelas cariocas: los filmes Barrio 13 al desnudo y Amores perros dan cuenta de ello para México; Ciudad de Dios, basada en la novela testimonial homónima de Paulo Lins (1997), para Río de Janeiro. Esa es la respuesta que no puede dejar de encontrar nuestra literatura que, como en La virgen de los sicarios, se vuelve también shockeante film. Sin embargo, aún contando con el carácter de extrapolación de la noción de postmodernidad, tan conflictiva para ser usada socialmente en América Latina, el 101.  García Canclini, 2002, 88. Es interesante repensar esta cita en el contexto de lo que produjo en Argentina la reposición de dos líneas ferroviarias de larga distancia en el 2002: el tren fue esperado con lágrimas en los ojos y hasta con orquestas en varios lugares entre Buenos Aires y Posadas (en el extremo noreste del país) o Santa Fe. 102.  Lunfardismo (el “lunfardo” es el argot rioplatense) por “borracho”. 103.  Lunfardismo por “robar”. 104.  Buenos Aires, tanto en el contexto nacional como internacional, ha sido una ciudad con fama de derroche, particularmente, de alimentos. Durante mi infancia, los bolivianos, los paraguayos o nuestros propios provincianos, solían mirar con horror los restos del pan del día sobre los tachos de basura, y los perros urgueteaban las bolsas buscando los huesos sin pelar de los bifes de costilla de la cena, o se acercaban a los obreros de la construcción o de los servicios urbanos (gas, luz) que debían efectuar arreglos en las calles, cuando hacían allí el asado del mediodía: sabían que algo encontrarían; esto se extendía a las principales ciudades, particularmente, las de la pampa húmeda. Los taxistas reaccionarios solían bromear con la imposibilidad de una revolución de izquierda en Argentina, porque allí no había hambre en los populosos núcleos urbanos. Aún en mi adolescencia, en los mercados, los polleros regalaban grandes bolsas de menudos y alas de pollo, que nadie compraba (los de vaca sí cotizaban mejor, aptos para los sectores de más bajos recursos, para algunos enfermos o para los animales domésticos): hoy en día se venden en los supermercados y es parte de la comida que compran los sectores empobrecidos (los maestros, por ejemplo) que antes accedían a la carne.

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concepto resulta operativo para su arte, entendido no en el modo reduccionista facilitador, sino a la manera de un manierismo metahistórico, como esboza Umberto Eco105 autorreflexivo, cuyos rasgos —«discontinuity disruption, dislocation, decentering, indeterminacy, and antitotalization»106— en América Latina requieren ser leídos en el marco de las historias político-culturales locales que les dan su sentido particular —como sugiere Jean Franco—:107 en esta acepción, e intentando «revestir» la extrapolación, lo utilizaremos de aquí en más. Trabajando sobre los restos de lo que fue, la literatura del período llega, como señala Perilla, a «un discurso disfórico que se interroga sobre las causas de la derrota». Ese discurso ya no puede ser la palabra creadora como aseveración onmiabarcativa, centrada en la genealogía del mito, sino las fragmentarias voces ambiguas que reconstruyen una memoria incierta, la palabra detectivesca que indaga en las ruinas, en los vestigios a los que se aferra; el mundo se ha fragmentado y, como sugiere también Perilli: Se trata de buscar los jirones que puedan resguardar las pequeñas verdades. No existe el gran relato, las totalidades se han fracturado. Sólamente podemos preservar los fragmentos, leer en los márgenes. Recortes de periódicos, cartas, imágenes perdidas, voces, todo texto es útil, sirve para reconstruir el texto histórico. El sujeto no maneja la realidad que se conforma como una trama enigmática y siniestra donde la verdad es derrotada.108

Esta estética de la duda que, como hemos dicho, coincide en los niveles nacionales —sobre todo en el Cono Sur— con el fracaso de los ideales «revolucionarios» y con la redemocratización centrista y/o neoliberal postdictatorial (esto es lo que marca su particularidad), a nivel internacional es concurrente tanto con el avance de nuevos medios de comunicación y de sus efectos (los sistemas de simulación computarizados y la incidencia en los esquemas de credibilidad de la idea aparejada de «realidad virtual», por ejemplo) como con las consecuencias del fenómeno descripto en el apartado anterior en términos de «crisis de representación» vinculada al «giro lingüístico», que apareja una consecuente radicalización de la crítica del lenguaje (en este sentido es donde abrocha la generalidad teórica de la postmodernidad). En la narrativa literaria, la crisis tiene que ver con el cuestionamiento profundo de la representación realista iniciada por Borges entre otros, pero podría decirse que frente a este planteamiento, la literatura latinoamericana 105.  We could say that every period has its own postmodernism just as every period would have its own Mannerism (and, in fact, I wonder if postmodernism is not the modern name for mannerism as metahistorical category). Eco, 1984, 66. 106.  Williams, 1995, 10. 107.  Franco, 2002, 210-212. 108.  Perilli, 1995, 30 y 31.

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contemporánea se abre en dos corrientes: una avanza sobre la fractura de la representación realista, se interroga sobre la pertinencia de los medios de representación y en ocasiones continúa y extrema recursos estilísticos ya propios del boom; la otra ficción, más sencilla, más «plana» estilísticamente, se aferra a un realismo temático que, en lo formal, sólo llega a quebrar en ocasiones la linealidad temporal. Esas dos tendencias a veces pueden encontrarse en obras diversas de un mismo autor, como se ve, por ejemplo, en la distancia que existe entre Santa Evita y El vuelo de la Reina (2002). Trabajar sobre los rasgos que delinean las mencionadas vertientes quizás sea uno de los caminos que ayuden a dirimir las divergencias y a trazar las convergencias —los campos superpuestos— entre lo que se denomina «postboom» y lo que se denomina «postmodernidad» en la literatura reciente de América Latina, y nos acerque a la pista de una definición más satisfactoria que las disputas sostenidas hasta el momento respecto de ambos términos, pero sin perder de mira que es prácticamente imposible catalogar el arte literario contemporáneo latinoamericano bajo etiquetas rígidas cuando la mezcla y la hibridación genérica son características sobresalientes.

La novela histórica postmoderna contemporánea en América Latina Sin duda, la postmodernidad literaria latinoamericana lleva el ineludible sello borgeano y siempre se insiste —como ya hemos visto en el apartado anterior— en la influencia ejercida por algunos de sus relatos en particular, sobre los que nos hemos detenido, pero hay uno que se relaciona quizás más estrechamente que el resto con la crítica del realismo literario y es el que está en la base de la lucha extremada en estos autores contra la pretensión realista y los medios de la representación literaria: se trata de «Funes, el memorioso». Sarlo capta inequívocamente ese sentido del relato: Funes es una imagen hiperbólica de los devastadores efectos del realismo absoluto que confía en la fuerza «natural» de la percepción y en la verdad espontánea de los hechos. Funes ignora los procesos de construcción de la realidad y, por lo tanto, es incapaz de pronunciar un discurso que lo libere de una esclavitud absoluta frente a la mímesis. Si el tiempo fuera infinito (como lo es para Dios) la memoria de Funes ya no sería un obstáculo. Pero la ficción, como todo relato, descansa sobre el principio de que el tiempo pone un límite a lo que sucede en el transcurso de la narración.109

109.  Sarlo, 1993, 77.

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¿Cómo representar, entonces, para no ser como la memoria de Funes? ésta será la idea básica que animará la estética de la duda, ya que, como señala Avellaneda (aunque para la literatura argentina, la afirmación puede hacerse extensiva a toda la que en Latinoamérica conjuga los rasgos que detallaremos a continuación): Negarse al canon realista es pues negarse en este momento a la hegemonía de un solo discurso estético y a la de una interpretación homogeneizadora y simplificadora de la cultura (y de la realidad). Para negarse a la hegemonía del discurso único realista los nuevos narradores destruyen los dos rasgos fundamentales de ese discurso: su pretensión cognitiva («… el destino de los textos que se precian de representar la realidad o la vida: les resulta imposible trascenderla» Chejfec), y su insistencia en su valor de verdad, en la correspondencia con el referente lingüístico o histórico.

¿Cómo trascender la realidad, volviéndola símbolo en lugar de mímesis? ¿cuáles y cómo son los procesos que construyen esa realidad —literaria y no literaria— y se materializan como texto? Situarse productivamente en la autoconciencia narrativa bajo el signo de esas preguntas propicia un intercambio textual entre imaginación, teoría y crítica literaria, o entre invención, historia e historiografía, co-fundiendo sus sentidos cuando confluyen indiferenciadamente en la textura de la ficción y creando también un nuevo subtipo genérico: la novela historiográfica, es decir, un tipo particular, un subconjunto inscripto en el conjunto de la novela histórica, cuyo tema central es cuestionar las concepciones de la historia —Martínez, Rivera, Piglia brindan ejemplo de ello en Argentina, Rodriguez Juliá en Puerto Rico—. De esa interrelación en tirante dinamismo deriva la constitución de una trama desgarrada en fragmentos heterodoxos, de difícil clasificación genérica, donde se tensan y compiten oralidad y escritura, presencia de los mass media e ilustración, configurando uno de los rasgos sobresalientes de la novela latinoamericana postmoderna contemporánea: un mundo que ya no es completo ni acabado y se astilla en voces donde el autor cede el timón de la autoridad narrativa a otras versiones y lo real no se duplica, sino que se dispersa en interrogadora y ambigua multiplicación; un tramado que, en definitiva, como continúa diciendo también Avellaneda para la literatura argentina del período, es Mezcla de registros; desacuerdo entre la figura semántica esperada y la figura semántica obtenida; convivencia de prácticas instaladas en categorías que se creen irreconciliables. Discurso mestizo, en suma, es la respuesta al canon narrativo realista […]. Este discurso mestizo parece mejor equipado que el discurso unidireccional realista para dar cuenta también de las culturas populares […].110 110.  Avellaneda, 1985, 584 y 585.

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En este punto se vuelve necesario abrir nuestra sintética descripción en un espectro de explicaciones de algunos conceptos manejados allí en forma amplia, como por ejemplo, establecer cuáles son las vinculaciones que pueden trazarse en este contexto a partir de la oposición aparentemente paradójica entre «autoconciencia narrativa» y «pérdida de autoridad sobre la narración» e insertar el debate tanto en el nuevo concepto, dinámico y en formación, de identidad, como en un punto de la historia de la crítica y la lectura. Una vez que se toma conciencia de que el orden de lo real no se corresponde simétricamente con el orden del discurso, el camino de la representación literaria se torna espinoso, controvertido, y se conjugan en él dos actitudes entrecruzadas que no suelen ser excluyentes: la de la autoconciencia narrativa y la de la pérdida de autoridad «autorial» sobre la narración; ambas derivan de la misma pregunta e intentan resolverla combinándose en la factura artístico-textual: ¿es posible impugnar los medios de representación a la vez que se representa? La autoconciencia o autorreflexividad narrativa que expone los mecanismos de su difícil juego creativo racional da cuenta de las dificultades inherentes a esa racionalidad de la representación desnudándolas; se centra en la pregunta cualitativa —sobre las modalidades empleadas por el narrar—, en el «cómo» que posibilita la representación, y da lugar a la metaficción. En cambio, la pérdida de autoridad autorial narrativa da cuenta de lo que podría denominarse «la imposibilidad cuantitativa de la mímesis realista»; se centra en las preguntas sobre la historia contada, es, entonces, indagación —forzosamente inacabada e incompleta— sobre el objeto de la representación, sobre el orden de los hechos y por ende, sobre una tradición en cierto modo fosilizada; da lugar a las perspectivas múltiples, a una polifonía no omnisciente. Por una parte, sobre la metaficción puede decirse que esta categoría se entiende como los comentarios del narrador sobre el proceso de creación, es decir, como la autoconciencia reflexiva del género sobre sí mismo, autoreflexividad a través de la cual la ficción alude a su propio carácter ficticio, a su condición de constructo y, mostrando su convencionalidad o tematizando su proceso de escritura, ejerce su propia «puesta en abismo». Respecto del término, Carlos Rincón señala: Los impulsos principales para acuñar el término metafiction provinieron del interés despertado por la tensión señalada [entre la construcción de la ilusión ficcional y el rompimiento de esa ilusión] y su coincidencia con la reorientación lingüística por la que pasaban las ciencias humanas a finales de los sesenta. La premisa básica dentro de esa renovación llevó al reconocimiento de la función del lenguaje en la construcción y mantenimiento de «nuestro» sentido de la realidad cotidiana.111 111.  Rincón, 1995, 144.

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Al tiempo que la reflexión filosófica apunta a demostrar que la «realidad» es un producto del lenguaje y con ello hace colapsar el sentido de abstracción inscripto en la idea de verdad, adscribiendo ésta a una manera siempre parcial de representar, la ficción, para innovar, debe cambiar su rumbo desenmascarando la propia ley. El texto se pliega sobre si mismo y al hacerlo adquiere el rasgo metaficcional: la superación conciente de su condición de representación a través de la práctica estética, que desmenuza la propia construcción y su costado de dificultad. En el proyecto que revela su propia «cocina», su imposibilidad, su limitación, el arte vuelve a ser totalidad «conjugación de la fragmentación en integración» si parafraseamos a Julio Ortega; entonces, si bien se gobierna por las versiones múltiples, por el zapping y la mutación, explicita su inconsciente en el texto y lo psicoanaliza domándolo en la escritura. Si el mundo es un texto de ficción, un constructo, la ficción, revelando ante el lector su propio mecanismo compositivo, desenmascara la regla constructiva del mundo. Como dice también Ortega en general sobre este tipo de novelas del último período del siglo: […] la literatura renuncia a reflejar o imitar la «realidad»; su capacidad crítica es otra, se basa ya no en su determinismo sino en su condición de metáfora de esa realidad: el lenguaje es aquí la historia […] los distintos rostros son diferentes instantes en una figura cuya posibilidad de orden radica en la transmutación […]. Por un lado […] el narrador quiere apresar los más diversos niveles de realidad en el único nivel que posee: la escritura. Por el otro, con esta estructura el narrador revela sus propias tensiones con los referentes, porque en la nueva literatura son las formas y su ordenamiento, la estructura del relato, lo que anuncia su visión de mundo.112

Justamente es este consignar la imposibilidad en la posibilidad escritural del texto, domesticándola estéticamente y volviéndola praxis, uno de los trazos del arte literario postmoderno, del manierismo contemporáneo —como ya señalamos— que surge cuando se ha perdido el sentido de la totalidad en una sociedad fragmentada en las imágenes massmediáticas de proximidad falsa, impostada; una sociedad que, en el brillo de esas imágenes parcializadas, recortadas y mostradas como retazos por el ojo de cerradura ampliado de la lente de las cámaras, escinde realismo —o hiperrealismo en ocasiones, si atendemos a la cultura mediática— de realidad, y es cada vez más opaca para un entendimiento abarcador, global, para un pensamiento totalizador. Por otra parte, en estas novelas, a la par de la metaficcionalidad que desrealiza la protectora certeza de la estabilidad formal, se erigen voces múltiples 112.  Ortega, 1991, 7 y 5-6.

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para atenuar —o directamente borrar— el dominio autorial unídimensional; con ellas se busca trascender la faz plana de la representación unívoca en los ecos diversos de una memoria astillada que se presenta entonces como siempre incompleta e inabarcable. Se forja de este modo la pérdida de autoridad narrativa omnisciente en el perspectivismo de la polifonía textual logrado a través de esas voces y versiones heterogéneas —materialización, a su vez, de estratos sociales y sus registros e ideologías diversos, «debate de valores»—.113 Obviamente, no es un acto gratuito comprometer en la factura estética del texto contrastivos estratos sociales que, a través de la variedad de sus registros, manifiestan ideologías diversas: en tanto que «debate de valores», la emergencia socialmente significativa de esas formas de «otredad» en la esfera cultural, al ser retomadas en la literatura, desestabiliza el canon y la tradición. El gesto desestabilizador muestra que «What counted as ‘high culture’ implied boundaries and margins that could only be crossed by imperiling the integrity they maintained. Yet tramps, outcasts, layabouts, the unspeakable, the ‘something’ persistently haunt the portals of the literary institution as if they are the ghosts of a guilty conscience, demanding admittance»114 y también que «la exigencia categorial de segregación neta entre ‘alto’ y ‘bajo’ ha perdido su poder de persuación y, en consecuencia, estamos en mejores condiciones para entender las presiones políticas y las contingencias históricas que dieron forma a las posiciones clásicas del modernismo»115 —aun a las del discutido «modernismo latinoamericano», como podría ser el caso de «civilización-barbarie»—. Cuando se desnivelan los términos de polaridades consagradas al enfocar en ellas la mira estética y fundirlas a través de la palabra creadora, se plantea —tácita o explícitamente, según sea el texto literario concreto— una discusión también sobre la mutación del concepto de identidad (nacional) y sobre su previa materialización —fosilización, más bien— tanto cultural en el sentido de «tradición», como propiamente estética, en el sentido de «canon», intentando abrirlo hacia una noción dinámica, múltiple, negada, es decir, intentando desesencializarlo. ¿Qué significaba «identidad nacional» hasta no hace muchos años? García Canclini describe las connotaciones del término, válidas aún hasta los últimos golpes militares y sostenidas a sangre por ellos: Tener una identidad equivalía a ser parte de una nación o una «patria grande» (latinoamericana), una entidad espacialmente delimitada, donde todo lo compartido por quienes la habitaban —lengua, objetos, costumbres— marcaría diferencias nítidas con los demás. Esos referentes identitarios, históri113.  Sarlo, 1987, 43. 114.  Franco, 2002, 201. 115.  Huyssen, 1989, 286.

68 Cecilia M. T. López Badano camente cambiantes, fueron embalsamados en un estadio «tradicional» de su desarrollo y se los declaró esencias de la cultura nacional. Aún son exhibidos en los museos, se los transmite en las escuelas y los medios masivos de comunicación, se los exalta en discursos religiosos y políticos, y llega a defendérselos, cuando tambalean, mediante el autoritarismo militar.

A partir del eclipse de los gobiernos militares, cuando las economías de América Latina se transnacionalizan, agravando la pendiente de empobrecimiento y marginación social iniciada por las dictaduras, varios factores comienzan a erosionar ese concepto de identidad nacional: por un lado, el flujo comunicacional se acrecienta, no sólo ayudado por los avances de los medios (televisión satelital, por ejemplo) sino también por la presencia del fax y, luego, de internet, que aceleran las comunicaciones al punto de la instantaneidad; por el otro, se vuelven más comunes los desplazamientos, tanto de turistas, como los numerosos de «exiliados económicos» pauperizados de otros países, no sólo latinoamericanos —como los argentinos en Chile o México, o los peruanos en Brasil o en la misma Argentina (grupo que antes no era tan habitual como el de países limítrofes)— sino también de serbios, bosnios, croatas, ucranianos, o de grupos de mayor poder adquisitivo, como los coreanos y chinos en varias colectividades latinoamericanas; así los límites geográficos nacionales se estiran y se sobreimprimen simbólicamente a través de los migrantes. Como concluye Canclini: Ahora, los estudios sobre nación y cultura, en América Latina y en otras regiones, descreen de esas identidades forzadas (Monsiváis, Nun, Ortíz, Sarlo) y de esa etapa de integraciones voluntaristas. Abandonan cualquier pretensión de definir razas, radiografiar la pampa, catalogar esencias identitarias. Hay quienes siguen hablando de identidad en los discursos políticos y antropológicos, entendida como el «repertorio de acciones, lengua y cultura que permiten a cada persona reconocer que pertenece a cierto grupo social e identificarse con él» (Warnier, 1999: 9). Pero este mismo autor finalmente prefiere hablar, más que de identidad, de identificación, para aludir a su sentido contextual y fluctuante. […] Otros prefieren llamar a esas estructuraciones históricas «mapas de sentido», según la expresión de la brasileña Suely Rolnik (Pavón, 2001). Los mapas simbólicos se modifican, aunque las fronteras geopolíticas se mantengan: por ejemplo, cuando una porción significativa de una nación vive, como los cubanos, los mexicanos y los salvadoreños, en el extranjero.116

Entonces ya no es fácil hablar de macro identidad nacional, sino más bien de micro identificaciones dinámicas; tanto en la continuidad urbana como en la contigüidad de los nuevos medios de comunicación, la presencia del otro se 116.  García Canclini, 2002, 39 y 41.



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vuelve ineludible; trae aparejada una liberadora y dinámica noción de variedad, pero también una inapelable sensación de extrañamiento y amenaza. La novela contemporánea latinoamericana no puede ignorar este hecho y, al recuperar voces silenciadas y/o explorar en subjetividades étnicas o sexuales basadas en la disidencia, antes ocultas, recupera tanto la variedad como el extrañamiento arrojándolos en contra de una noción estática de identidad. Por ello podría decirse que estas novelas «postmodernas» —y las históricas en particular—, se estructuran como las megalópolis y pueden ser leídas con las mismas inflexiones que éstas: como un palimpsesto cultural. Dice Jean Franco: […] since the megalopolis cannot be imagined as a totality, community, identity and subjectivity have had to be rethought or refashioned from fragments and ruins. Not surprisingly in this situation there is a preoccupation with maps, lost landmarks, fragments of information, and with the uncertainty of memory in the aftermath of historical trauma.117

Así como en las megalópolis la historia se recontruye en la mezcla de estilos arquitectónicos de los que a veces sólo quedan residuos, en estas novelas, las escrituras borradas en la última faz del palimpsesto se rastrean en las huellas intertextuales, que abren la lectura hacia las dimensiones negadas u olvidadas; poniendo la lupa sobre el mapeado intertextual fragmentario, se derivan las connotaciones que reconstruyen una genealogía de la actualidad y revelan la presencia del pasado en el presente. Implicar en el texto las voces ajenas —nuevas y antiguas—, las ideologías acalladas en la configuración de la tradición, lo arranca del canónico museo previo que se reconfigurará dinámicamente en él; en la propia huella estilística que lo sustenta, su escritura se vuelve lugar de tematización del antagonismo y la lucha, como las conflictivas calles de las polis contemporáneas. El nuevo concepto de identidad en ciernes se presenta, entonces, literariamente como una máquina montada por la integración paradójica de voces que no logran su síntesis sino como factura estética, a través de la confluencia entre lo verdadero y lo falso, entre lo personal y lo colectivo, entre la historia documentada y las leyendas urbanas móviles, en permanente construcción, entre la realidad y el deseo o el miedo que la tiñen en cada reedición de la versión. Síntesis sólo estética —y carnavalesca— que materializa la imposibi-

117.  Franco, 2002, 190. Un dato que me llamó poderosamente la atención visitando Ciudad de México es que la gruesa guía de calles y colonias del DF incluyera en su primera hoja un sobre con una lupa. Si bien la guía más común de Buenos Aires y Gran Buenos Aires es de un número de páginas apenas inferior a la del DF, la escala más grande de los mapas aún permite leerlos sin lupa, aunque produce la misma sensación de desorientación cardinal.

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lidad de fijar una identidad nacional como ámbito oficial unívoco, sin las fisuras de la multiplicidad y, por lo tanto, evita la fetichización. Puede decirse entonces, a modo de corolario, que la pérdida de autoridad autorial a la cual nos referimos, implica que ya no se confunde la racionalidad unidimensional de la representación con su objetividad, y muestra que el entramado complejo de la memoria —y por consiguiente, de la tradición— no puede ser creado desde una sola conciencia omnisciente, si quiere aproximarse a «una noción de la verdad como construcción de sentidos, de la verdad como proceso y no como resultado, que es afín a la idea de la significación literaria como productividad, como intersección de perspectivas textuales»,118 a una noción de «verdad» entendida como un estadio en titubeante mutación permanente. Estos recursos textuales descriptos —autoconciencia narrativa traducida en metaficción, y pérdida de la autoridad narrativa, traducida a diversidad de voces en una pluralidad estilístico-discursiva— acentuados al límite en las novelas de las últimas décadas, tienen una vuelta de tuerca más usados en combinación con la intertextualidad que vincula temporalidades diversas en la novela histórica postmoderna contemporánea latinoamericana. Por una parte, en esta clase de novelas, la metaficcionalidad se presenta como una fuerza contradiscursiva que, permeando el discurso «histórico», desestabiliza su orden racional de producto intelectual normativo y pone metafóricamente en cuestión la solidez de la escritura historiográfica; se demuestra, en la propia poética del texto, que el efecto estético precede en valor al poder explicativo, didáctico. Al exponer su «cocina» contradiscursivamente (como dificultad o imposibilidad de narrar) en la poética del relato, la novela histórica simboliza la historiografía como simulacro, como fictio, como construcción voluntarista que avanza a tientas, intentando una ilusoria restauración, en lucha contra la impotencia de la representación, contra lo inaprehensible del objeto y contra la legendarización consecuente. Cuando en esta clase de novelas el trabajo obsesivo sobre el lenguaje se revela también como trabajo de revisión de la ideología, se lleva a cabo una lectura estética de la política, y la duda, más que sobre el sentido abstracto de verdad, se particulariza y se cierne sobre el sentido de verdad relacionado con la dificultad de escribir y transmitir «objetivamente» la (H)historia, apartada del propagandismo social pedagogizante, ya que, como dice el personaje cronista de Rodriguez Juliá en La noche oscura del niño Avilés: «Como ocurre en estos casos, la verdad fue variando según la fantasía de la gente».119

118.  Sarlo, 1987, 44. 119.  Rodriguez Juliá, 1991, 9.



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Por otra parte, el quiebre en voces múltiples de la noción de identidad, apartándola del «museo de la tradición» —que en gran medida ha tenido que ver con la consolidación de las historias «oficiales» latinoamericanas— la opone al discurso nacionalista. Perilli habla, para la novela histórica argentina del período de una «inversión del discurso superficial que moldeó nuestra nacionalidad»: la «patria», antes vinculada a la letra —a la «épica triunfalista de los vencedores»—120 ahora es presentada como desrealización o desintegración de la letra (ya en la recreación de la oralidad, ya en la del discurso mediático) desencubriendo la voz de los vencidos. Si en los discursos nacionalistas y, como dice Elmore, «en la retórica de la identidad nacional» se adjudica «tanto valor al territorio y a la historia» y esto es comprensible, «ya que ambos asientan en el espacio y el tiempo la convicción de pertenecer a una comunidad de compatriotas, a un Pueblo»,121 en la ficción histórica contemporánea, la multiplicidad de voces populares en contrapunto estilístico con las voces oficiales previas, desmonta las premisas tradicionales (y en tanto que tradición «poco revisadas críticamente» —como diría Habermas—) de los letrados discursos nacionalistas sobre la identidad y los carnavaliza, o explora sus espacios de mitificación haciéndolos revelar su «artificiocidad», su compostura de «fictio» en el sentido de realización artificial. Podría decirse que, en este proceso, el discurso histórico-ficcional desterritorializa la historia «oficial» en la palabra al asignarle voz a quienes no la habían tenido, y presentifica la geografía de una marginalidad previamente negada por la letra. Así, la novela histórica postmoderna contemporánea latinoamericana, como hecho estético literario, a través de la conjunción de los dos factores mencionados —autoconciencia narrativa y pérdida de autoridad autorial sobre la narración— aplicados a elaborar como ficción acontecimientos o personajes históricos y/o a historizar la invención de acontecimientos ficticios, impugna los medios de representación de la historia a la vez que la representa, en particular, en sus dimensiones previamente mutiladas por el discurso oficial; pero esa representación muestra también que la (H)historia misma, apartada siempre de la posibilidad de conocimiento vivencial, queda mediada por un discurso «construido» (más múltiple, massmediático y fragmentario cuanto más cercano a la contemporaneidad sea su tema), contaminado de ficción, de leyenda voluntarista. Con este gesto, los textos se autopresentan no sólo —como ya mencionamos— como una lectura estética de la política, sino también como una política de la representación que, como afirma Rincón: «a la vez que se muestra 120.  Perilli, 1995, 40 y 32. 121.  Elmore, 1997, 13.

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consciente de la sobredeterminación textual, se articula en formas escriturales que buscan inscribirse dentro de un (supuesto) orden de la mímesis».122 La mímesis es supuesta en tanto que polimorfa e inabarcable, por lo tanto, se da cuenta de este modo del realismo como una pretensión tan imposible como la memoria de Funes, pues se muestra que, más allá de la captación del precario equilibrio entre autonciencia y pérdida de autoridad que sostiene la estética de los textos, no hay caminos únicos entre el orden de lo representado y el orden de la representación. En la frágil estabilidad devenida tensa posibilidad a través de la estética de la letra cuestionante —en tanto que en su unidad plasma lucha y diversidad— se capta la falibilidad de todo saber histórico «realista» que se pretenda absoluto. Surge así en la novela histórica —y en la novela en general— «un discurso literario que problematiza las relaciones naturales e ‘inmediatas’ con el referente, afirma la cualidad convencional de toda representación y pone en escena el pacto narrativo que hace posible no sólo la escritura sino la lectura de un texto de ficción»,123 pero el pacto narrativo escenificado, en tanto que es también maniobra estética constructora de una cartografía interpretativa de los diversos modos de lectura, no puede completarse sin esa conciencia «supratextual» que implica al lector en la propia estrategia discursiva, ya que, como oportunamente señala Jitrik: Es evidente que el surgimiento de nuevas maneras de leer ha gravitado en la evolución de la novela histórica, desde su ortodoxia realista inicial y su idea de servicio; la lectura, ese gran modificador, ha hecho pasar a segundo plano no sólo la estrategia de la novela histórica sino también su funcionalidad […] lo histórico deja de estar al servicio de una causa o de implicar una fundada elección del período para pasar a ser nivel genotextual, oportunidad para una transformación literaria cada vez más exigente y arriesgada.124

Ahora bien ¿qué competencia se requiere de esa conciencia «supratextual» implicada en la estrategia discursiva? o más bien ¿qué «lector modelo» busca —y diseña— este tipo de narrativa? Para responder a estas preguntas, es imprescindible tomar en cuenta un rasgo estilístico en particular, que si bien lo mencionamos, no lo habíamos detallado hasta el momento: la intertextualidad, en el sentido de mosaico de citas, de absorción y transformación de saberes literarios previos. Como señala Rincón «el acto de escritura intertextual es un acto de memoria, memoria entendida como arquitectura cultural general, en donde se hallarán pretendidamente ‘todos’ los textos de ‘todos’ los 122.  Rincón, 1995, 198. 123.  Sarlo, 1987, 42. 124.  Jitrik, 1995, 26-27.



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tiempos, pero que está en permanente reconstrucción»,125 es decir: la intertextualidad se presenta como una memoria actualizada en la reinterpretación que reescribe el sentido de la historia, demostrando que el pasado no está cerrado, sino integrado al presente en el régimen de la citación. El lector necesita construir en la lectura su versión de la historia (también relativa, aunque más abarcadora y polifónica) a través de los contrastes de la interpretación, pero para ello debe manejar una amplia competencia históricoliteraria, ya que estas novelas, al poner en contacto la historia con la representación —con las variantes de la interpretación—, se plantean también como historicidad de la representación, es decir, como un hito en la historia del representar, pues, según Jitrik: En los últimos treinta años, más o menos, el antiguo concepto [de novela histórica] estalló dando lugar a manifestaciones que tienen que ver con la historia de la literatura y, aún más, de la escritura, más que con la historia propiamente dicha. Ello se debió, seguramente, al proceso general de modificación de los conceptos literarios o, más bien, a una cierta expansión de capacidades o virtudes inherentes a la escritura entregadas a su propia libertad.126

La historicidad se hace evidente como mapa interpretativo para esa «conciencia supratextual» sólo en la captación de la intertextualidad; por ello no puede decirse que sean textos de fácil acceso aun cuando se presenten como masivamente convocantes por su temática y por su superficie «tersa» en apariencia, como Santa Evita o Los perros del paraíso (Posse) o La noche oscura del niño Avilés. Estas nuevas maneras «intertextuales» de leer no han surgido en todo caso de la nada, sino redireccionadas por la crítica especializada —ya que, como indica Wesseling en particular para los últimos años «there has been a vital exchange between literary theory and literary practice»—127 que ha incidido sobre el público culto128 mucho más claramente que en el caso del texto historiográfico —justamente en el redireccionamiento de la historia de la lectura—. La crítica ha construido un puente de acceso entre el público y el texto

125.  Rincón, 1995, 184. 126.  Jitrik, 1995, 27. 127.  Wesseling, 1991, 10. 128.  Respecto de esta apreciación, debe pensarse que la tirada inicial de una novela como Respiración artificial fue de tres mil ejemplares: indudablemente, no es un texto masivo. Sí puede parecerlo Santa Evita, que prácticamente de inmediato se transformó en best seller, pero nuestro análisis, al poner de relieve sus conexiones intertextuales, mostrará que, aunque la lectura parezca accesible, no lo es el mapeado de sus connotaciones estéticas. Sí ese mapa no puede leerse, las conexiones no se realizan como connotación, y la lectura se vacía; de ello da prueba la crítica que se le efectuó, por ejemplo, en el New York Times de la que nos ocuparemos al tratar el tema.

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literario histórico contemporáneo de estas características, vinculándolo a un tejido que es también el de la historia de la literatura y, en definitiva, el de la problematización del valor referencial de la palabra. A través de este tipo de escritura intertextual los textos funcionan «como un espacio cuya dinámica se funda en la escritura como lectura de otros textos»;129 se da en ellos un encastre de la historia de la lectura con la teoría crítica, que se problematiza en la metaficción, pero cuando —como hemos señalado ya— las oposiciones lógicas se han disuelto y las jerarquías ontológicas se han cuestionado a través de la hibridación genérica en una mezcla textual proteica de ficción y realidad, crónica e invención, historia y leyenda, la teoría crítica, al ficcionalizarse también en ese contexto de «escritura entregada a su propia libertad», se convierte, más que en el ancla que fija un sentido, en el timón de una alegoría múltiple del acto de lectura contra la comprensión cerrada de la historia: a esa rebelión antihistoricista apuntan todos los recursos que hemos mencionado del nuevo género.

La novela histórica del post-boom Antes de comenzar con este tema, cabe aclarar que no profundizaremos en el análisis aplicado de los rasgos particulares de este tipo de narrativa, sino que más bien nos ocuparemos de una caracterización general, un tanto abstracta, dado que, por la índole del tema principal de este trabajo, nos interesa más la novelística de rasgos postmodernos. Para distinguir los rasgos de esta narrativa, debe pensarse primero que, como categorización literaria, la de boom nunca ha sido demasiado satisfactoria, pues más que un criterio estético, marca una tendencia comercial temporal de mercado, que mezcla a autores de vanguardia con otros ya consagrados en aquel momento y por ende, a veces con estilos muy diversos entre si. No obstante ello, como criterio temporal funciona, y cuando se utiliza, se sabe que hay implícita una referencia a la literatura que empieza a producirse a fines de los cincuenta y abarca en particular la producción de los sesenta y los primeros setenta, por lo tanto, cuando se habla de post-boom, se entiende esa corriente más popular y accesible («reader friendly»), que surge a fines de los setenta y se extiende hasta la contemporaneidad, tendencia en la que podría considerarse un precursor al Puig de Boquitas pintadas más aún que el de La traición de Rita Hayworth y más claramente aún, al de El beso de la mujer araña tanto como a gran parte de la obra de Skármeta, entre los autores sobresalientes, de los que puede encontrarse una lista más exhaustiva en Shaw.130 129.  Perilli, 1995, 37. 130.  Shaw, 1995, 11-12.



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Justamente por la cuestión temporal, es que puede pensarse también en una superposición de campo entre la novela del post-boom y la novela postmoderna, pero consideraríamos a ésta, cuyos rasgos acabamos de describir, como un conjunto incluido dentro del primero, que puede, además de sumar algunas características de la literatura del post-boom, agregar las diferenciales que ya hemos puntualizado. Después de todo, como señala Tornés Reyes, para la novela del postboom, la época de ambas: […] es la del dominio de los Medios de Comunicación. […] su crecimiento ha estado emparentado al de los nuevos narradores. De alguna u otra manera la mayor parte de ellos ha tenido que ganarse la vida —o se la ganan todavíatrabajando para ellos. […] Incorporan la enorme experiencia técnica de los mass media al corpus de sus obras, se apropian sin prejuicio alguno de sus efectivos procedimientos. De ahí, por ejemplo, el gusto por la frase corta, la precisión en el enfoque o encuadre de la anécdota, expresión o personaje; el manejo de metáforas no rebuscadas y el tono poético directo: la recreación de climas; la intercalación de spots publicitarios y de variadas clases de segmentos radiofónicos con fines paródicos y reprobatorios, pero asimismo con el interés de captar de inmediato la atención del lector. Estos recursos, naturalmente, reciben un esmerado tratamiento literario; se convierten de burdas enunciaciones en refinados textos artísticos que conducen el acto intelectivo en un ejercicio de efectos mentales opuestos al del mecanismo audiovisual. Vale decir: se efectúa una acción descodificadora más perfecta con el fin de mostrarle al receptor la nocividad del mensaje que los Medios ocultan.131

Ahora bien ¿cómo caracterizar con precisión los rasgos del postboom? Como dice Shaw al comienzo de uno de sus artículos sobre el tema y sobre la polémica intelectual desatada al respecto: «Probably the hottest topic in the criticism of contemporary Spanish American fiction at this time is the question of nomenclature. Should we speak of the Post-boom, Postmodernism, Postcolonialism, Poststructuralism, Hyperrealism or what?»132 El hecho de tratar de establecer con desesperación cuestiones de nomenclatura binaria en ocasiones, parece ser una de las preocupaciones sobresalientes de parte de la academia norteamericana, que coincide con la desesperación de las oficinas adminastrivas por determinar con claridad la inderterminable procedencia étnica de los habitantes del país en una época de nacionalismos fracturados, fronteras superpuestas y mutantes, mixtura en todos los aspectos en que esto pueda entenderse, incluyendo el literario. Este campo del arte que el pensamiento digital no puede reducir a opciones binarias, sigue moviéndose en un continuum analógico difícil de categorizar, a

131.  Tornés Reyes, 1996, 42-43. 132.  Shaw, 1999, 153.

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pesar de ello, trataremos de esquematizar algunos rasgos definitorios que consideramos relevantes de un panorama complejo reducido a dos opciones. Intentando ya sistematizar los rasgos de lo que tratamos de incluir dentro de la nomenclatura «post-boom», podría decirse que esta clase de textos también encarnan, como la novela postmoderna, una reacción ante la idea de «progreso», pero evidenciada en un bagaje de recursos diferentes, que son los que permiten hablar de un grupo de textos o de escritores «whose work both represents […] a reaction against that of the Boom writers and cannot be reasonably interpreted in Postmodernist terms»,133 reacción llevada a cabo en la forma de una «desliteraturización»,134 opuesta también a la «sobretextuación», o «sobreliteraturización» de la novela postmoderna latinoamericana —términos que me permiten pensar en la inclusión hasta de la crítica literaria dentro de la propia ficción—. Considerar la «desliteraturización» como rasgo es lo que le permite a Marcos —aunque no sea él quien menciona el término— caracterizar por momentos el postboom en términos estéticos de ausencia más que en el análisis estético de la presencia, cuando, luego de una parrafada de desprecio por los autores latinoamericanos consagrados entre los cincuenta y los setenta, en la que ni Neruda ni Borges se salvan, dice: «Esta escritura invierte el código tradicional con que la crítica canónica del ‘boom’ ha evaluado al género. Estas breves narraciones radican su valor en aquello que no tienen, de que se han despojado, de que se ha sabido despojar».135 Ahora bien, la «desliteraturización» —entendida como ausencia de juegos estetizantes— es lo que produce que estos textos sean muchas veces mejor bienvenidos fuera de los límites de su espacio geográfico de producción que dentro de él, debido a su facilidad de traducción por la escasa complejidad estética, a su facilidad de lectura para quien lo hace en español como segunda lengua por el manejo de registros coloquiales, y a su trabajar de un modo «light» en ocasiones —conste que evito la generalización ya que no me considero autorizada, por número de lecturas al respecto, para generalizar— sobre lo que podría denominarse «la vulgata» del propio país o de Latinoamérica para un extranjero: la dictadura, la represión, la religiosidad como ejemplos. Algunos temas locales se vuelven entonces hibridados estereotipos de exportación en los que se desactiva y se amansa la carga social, domesticándola a veces en relatos que fluyen fácil y en los que se incluye la presencia más o menos central de historias de amor antes excluidas. Respecto del amor, 133.  Shaw, 1989, 159. 134.  Gutiérrez Mouat, 1988, 9. 135.  Marcos, 1986, 19.

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cabe señalar que Shaw indica «the writers were much more interested in exploring the tabus on the open presentation of sexuality in fiction than in exploring the role of love» y luego hace una distinción de género: The post-boom writers who […] grew up between the arrival of the pill and the emergence of Aids, could take sexuality much more for granted; while the emergence of the phalanx of new women novelists ensured that love, whose role in every day life is after all a matter of simple observation, should return to a prominent position in fiction.136

Una novela como La cofradía del mullo del vestido de LA VIRGEN PIPONA, de Alicia Yáñez Cossio, es un compendio de las características que acabamos de detallar en el último párrafo, aunque es imposible afirmar que su lectura no sea placentera, sobre todo para quien no exige complejidades —y complicidades— de refinamiento estético y busca leer una historia «latinoamericana» accesible. El fenómeno de la recepción se agudiza si, por la secuencialidad narrativa lineal, los textos pueden ser llevados al cine, como en el caso de algunos de los de Isabel Allende. Los autores a veces reciben importantes premios que los legitiman por parte de las editoriales que consideran la venta como un factor esencial, luego acceden como jurados a los mismos concursos, y el sistema se reproduce ad infinitum. Respecto de la novela histórica y la membresía en concursos, uno de los casos paradigmáticos en Argentina es el de la ya desaparecida María Esther de Miguel. Por supuesto, considerar la «desliteraturización» como característica tiene sus dificultades: ¿dónde ubicar novelas como La fiesta del chivo de Vargas Llosa o El vuelo de la reina, de Martínez? Cumplen con varias de las características de las novelas más notables del post-boom y, si las comparamos con obras previas de los mismos autores, la «desliteraturización» es evidente, sin embargo, la primera con su superposición de temporalidades diversas o su ubicuidad, así como la segunda con sus cortes abruptos de temporalidad y sus juegos regresivos, expresan una idea «cinematográfica» del tiempo, que procede por simultaneidad o contraste sin facilitar la tarea del lector, sólo como juego textual; es precisamente la preservación de un gesto estético de la narrativa literaria más que su prosa periodística, lo que las «literaturiza», haciéndonos sentir en presencia de grandes narradores. Las características simplificadoras mencionadas hacen que, a veces, el descubrimiento de los autores por parte de su propio país —si llega— se haga con posterioridad a su traducción a otras lenguas, como sucedió con Soriano en la Argentina (y aun el reconocimiento del público no lo convirtió en autor 136.  Shaw, 1995, 14.

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de culto académico local). Otras veces, a los que hemos pertenecido a las academias locales nos asombra la popularidad de la que gozan en la academia norteamericana ciertos autores/as que en sus países son poco menos que desconocidos excepto por su genealogía, y que se les dediquen artículos o tesis, pero quizás esto tenga que ver con una metodología de trabajo de los estudiantes, que por no provenir en general de carreras literarias, están más inclinados a focalizar el abordaje de los textos en aspectos temáticos (viajes, testimonio) o sociológico-culturales (género, etnia) que en los propiamente artístico-literarios (estrategias de producción del sentido estético) cuya consideración develaría desde otro ángulo lo sociológico-cultural (mientras que el movimiento inverso es prácticamente imposible). José E. González consuma en un muy buen artículo una cuidadosa reseña crítica de los textos publicados abonando el desarrollo del debate postmodernidad/post-boom y junto con Shaw, deriva dos características definitorias más: «el rechazo a la experimentación literaria y el regreso al realismo»,137 pero entendido como un retorno a una trama lineal configuradora, que no busca deslumbrar al lector con desafíos constructivos, sino entretenerlo, atraparlo en el desarrollo de la historia. Podría agregarse que este regreso a la importancia de la trama realista hace que la historia se despegue de la reflexión filosófica —apartándose, por lo tanto, cuando es histórica, de los cuestionamientos historiográficos de composición textual que señalamos para el otro tipo— y deslizándose, en muchas ocasiones, hacia lo testimonial; también suele ser testimonial la construcción lingüística que la apuntala, las elecciones léxicas que marcan su trazo, selecciones casi documentales del habla de los diversos grupos urbanos; de ese habla, caos controlado en la escritura, sin duda uno de los grandes méritos del postboom, dice Marcos: […] los relatos del postboom despliegan un discurso que, lejos de reclamar la admiración del lector por la orfebrería individual del poeta, configuran una trama de situaciones y tipos que se iluminan y complementan para establecer una imagen dialéctica del conflicto social y lingüístico»138 y también Tornés Reyes: En cuanto al lenguaje, es inobjetable el privilegio que conceden los nuevos novelistas al habla coloquial, a la oralidad cuyos referentes son los adolescentes o grupos de marginados de los grandes núcleos populares, figuras que no hacen gala de la exuberancia barroca y cultista que dominó en la etapa anterior. El discurso busca la sobriedad la enunciación precisa, condición que no debe interpretarse como abandono del lirismo de la redacción.139

137.  González, 1999, 110; Shaw, 1995, 15. 138.  Marcos, 1986, 18. 139.  Tornés Reyes, 1996, 40.



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Decir que la narrativa del postboom «se identifica, a nivel de contenido, con la inclusión de la cultura popular (y otros puntos de vista anteriormente marginalizados)» suena escaso, precisamente porque éste es uno de los campos que diseña la superposición de ámbitos más que un deslinde con la estética postmoderna, pero de lo que afirma el artículo sí es interesante tomar el aspecto de «un regreso a la escritura de crítica o protesta social»140, aunque cabe señalar que la protesta se lleva a cabo a veces de modo estereotípico más que del modo «arquetípico» característico del boom y, mucho más claramente que en el período del boom, a través de personajes de marginalidad social, pero en todo caso, este último rasgo puede pensarse como uno preferencial, no como diferencial, que vincula a varios textos con el campo del delito, entendido en el sentido articulador amplio que le adjudica Josefina Ludmer. De allí también el deslizamiento hacia el policial, que le hace decir a Tornés Reyes que: La literatura policial de indudables méritos estéticos ha dejado su huella en la novelística del postboom. […] su influencia logramos visualizarla en el giro neopolicial que experimentan algunos de los nuevos textos en sus historias, en el ritmo vertiginoso de la acción, en el uso continuado del diálogo, en la creación de zonas de suspenso y en la dureza de los personajes.141

Respecto de la marginalidad de los personajes en las novelas históricas o con rasgos históricos, puede pensarse por ejemplo en los protagonistas expresidiarios, ladrones y gay de Plata quemada, de Piglia (1997) o, desde el punto de vista de las focalizaciones previamente marginadas en esta clase de narrativa, tomar en cuenta la importancia de cómo los diversos personajes femeninos construyen la imagen del emperador Iturbide en La corte de los ilusos, de Rosa Beltrán o como Cristobalillo, paje de Bartolomé de Las Casas, y una india obligada a la prostitución, se forjan la imagen de Sevilla y del mundo español de la conquista al que han sido transplantados en El cielo a dentelladas, de Antonio Sarabia, ambas novelas mexicanas, de 1995 y 2001 respectivamente, que dan voz a los «subalternos», pero también, podría contrarrestarse esa visión focalizada desde la marginalidad —aunque no la del delito como estructurador de la trama— tomando en cuenta una novela como La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa (2000). Uno de los logros ineludibles del postboom es, sin duda, la redefinición de la mujer —como autora y como personaje con punto de vista privilegiado— frente a su ausencia o a su segundo plano en las corrientes precedentes; este protagonismo ha hecho dar un giro a la novela histórica, épica tradi140.  González, 1999, 109. 141.  Tornés Reyes, 1996, 46.

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cionalmente masculina, ya que precisamente textos como Juanamanuela, mucha mujer, de Martha Mercader (1983) o como el citado La corte de los ilusos (novela ganadora del premio Planeta-Joaquín Mórtiz) hubieran sido impensables unos años antes. El rasgo más inusual del primero es el hecho de novelar la biografía de una escritora como J. M. Gorriti, prácticamente marginal en el canon argentino —y no precisamente por falta de mérito literario—, redescubriendo su valor en el campus intelectual de tres países: Bolivia, Perú y Argentina; el del segundo, es que el «relato de poder» esté construído desde focalizaciones femeninas con el objeto no sólo de reconstruir las vidas privadas y las emociones reprimidas de las mujeres que rodean al emperador Iturbide, sino de demostrar que la política se construye en la intersección del grandilocuente mundo público masculino, exhibido ya en la narrativa precedente, con las mezquindades del mundo privado femenino, antes omitido (idea que no deja de estar presente también en la novela de Mercader). A través de la acallada observación del gineceo, las «grandes» acciones masculinas se leen de otro modo, y la apariencia de heroísmo y majestad que dan las vestiduras imperiales se transforma en desnudo egoísmo, en megalómana inmadurez: cuando la pluma femenina reescribe desde lo privado el mito público de un héroe de la Independencia y sus excesos de típico macho latinoamericano, lo reduce a la efímera sombra de sus napoleónicas ambiciones, lo desviste (de hecho, no es arbitraria la centralidad del personaje de la modista y de la impostura del vestido para llenar majestáticamente el vacío de lo que no existe); en esa intersección de esferas invisible en la narrativa previa, se revela que cuando una mujer escribe sobre el mito del héroe a quien ve desnudo, puede destruir no sólo el mito del heroísmo, sino el propio mito de la «andreia». Esto es consecuente con lo que Tornés Reyes observa sobre la concepción de la historia en los novelistas del postboom que tocan el tema: En cuanto al tratamiento de los temas históricos, el postboom sobresale por respetar la Historia, pero sin deificarla. La revisan críticamente despojándola de la marmórea superficie con que la recubrió la historiografía burguesa, o incluso, socialista. Se interesan por recuperar al ser de carne y hueso, por humanizar la vida de los próceres y descubrir detalles olvidados o intencionadamente soslayados de estos o de aquella.142

Ahora bien, siguiendo con el tema del rechazo a la experimentación que apuntábamos al inicio, retornamos aquí a los términos en que dejamos la relación con la idea de progreso dentro de las dos corrientes literarias que estamos deslindando, y lo haremos a través del texto de González; es necesario 142.  Tornés Reyes, 1996, 35)



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considerar su opinión para permitirnos discrepar en un punto con él, aunque no en las líneas generales del artículo; dice: El prestigio de la experimentación o la creación de nuevas técnicas proviene al menos en parte de cierta asociación con una idea de progreso literario. Esta visión de la literatura experimental como la «más avanzada» le debe mucho a la lectura del modernismo que hicieron y promovieron Adorno y el grupo de teoría crítica asociado a la escuela de Frankfurt y que en América Latina defendieron críticos influyentes como Ángel Rama. […] El rechazo de la experimentación técnica por parte de varios escritores del post-boom tiene mucho que ver con una revisión e incluso eliminación de estas ideas de progreso y de la función privilegiada del arte en la sociedad. […] Es posible que la relación que existe entre el surgimiento del post-boom y el postmodernismo pueda aclararse si prestamos atención a la eliminación de la noción del progreso artístico que es común a ambos.143

En nuestra opinión, para efectuar el deslinde de características, es más acertado centrarse en una noción que parta de la consideración de una «reacción diversa» ante la idea de progreso —como ya señalamos— que en una noción que sostenga su «eliminación», al menos por parte de la narrativa postmodernista. Como explicación, aduciremos que la novela histórica postmoderna reacciona ante la idea de «progreso» —histórico y literario— de un modo filosófico-textual, es decir, demostrando en su propio «cuerpo literario» la dificultad de representar. Los escollos que opone la representación —y la interpretación— son también «representados» a través de un gesto intelectualizante, asentado, por una parte, sobre el matiz reflexivo que aporta la metaficción —como cuestionamiento de la eficacia y la transparencia de los medios de representación por medio de una neo-representación crítica—; por otra parte, sobre el elitismo de la referencia intertextual a una tradición, principalmente escritural, en la que se sitúa la creación y respecto de la que se posiciona más allá, apelando, a su vez, a una competencia diacrónica de lectura; piénsese por ejemplo en la mención al axolotl en los delirios de Carlota en Noticias del Imperio o en la complejísima estructura intertextual del capítulo 8° de Santa Evita, armado a su vez como un «jardín de senderos que se bifurcan». Sin embargo, desde el punto de vista artístico-creativo, ese gesto intelectualizante se sitúa aún dentro de una concepción estética percibida de modo progresivo, donde el «avance» queda marcado justamente a través de la reescritura crítica o paródica del canon materializada como evidencia intertextual, sitúandose con ello más allá de éste y no a su lado; por eso mismo la actitud se vuelve, paradójicamente, de «evolución diacrónica», ya que piensa su pro-

143.  González, 1999, 121-122 y 123.

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cedimiento y sus mecanismos como inscriptos en el marco de una contestación o superación del género tal como se presentaba precedentemente, o como una extremación de los recursos previos.144 Si la novela histórica postmoderna reacciona ante la idea de «progreso», entonces, de un modo «evolucionista diacrónico» —aunque desencantado, y no eufórico como el precedente, pero sí todavía desafiante— y no a través de su supresión, la actitud de reacción de la novela del postboom es considerablemente menos elitista o más masiva: al proponer la lectura sincrónica, se exime de la tradición; se mueve en paralelo al canon en el mejor de los casos y, en otros, en una forma involucionista o regresiva, que se cumple como un retorno al realismo aunque no a sus convicciones aseverativas. Podría agregarse que la conciencia de que ya no es posible una confianza ilimitada en las posibilidades de la representación o de las convicciones aseverativas pasa más por una formulación lingüística (de los autores en entrevistas o de algunos de sus personajes en el texto) que por una estética inherente a la «filosofía» del texto, es decir: puede estar incluida en lo que se cuenta, pero no encarnada estéticamente en el cómo se cuenta ni en las elecciones constructivas que sostienen la raigambre textual. De lo dicho se concluye que en algunos puntos se encuentran estas dos corrientes: si bien en la experimentación técnica progresiva que configura la superficie diacrónica de los textos «postmodernos» subyace aún la noción de escritura como trabajo, cara a la modernidad, y no es tan clara la presencia de esta idea en la superficie sincrónica de los textos vinculados al postboom, en ninguno de los dos tipos de textos, ya por presencia, ya por ausencia de esta noción, parece existir la función pedagógica que la modernidad adjudicaba al arte; ambas corrientes, en su habilitación «estética» de lo popular, evitan la idea de una redención por la cultura: en la pérdida de lo pedagógicoredentor, coinciden entonces las dos. 144.  Me cuesta aquí disimular mis preferencias por las novelas de rasgos estéticos más complejos, en lo que Jean Franco, en una charla personal en la escuela de verano de la Boston University (sobre Latin American cultural studies), me diagnosticara como «nostalgia adorniana»—heredada en parte de Beatriz Sarlo y en parte de las lecturas teóricas que la Universidad de Buenos Aires demanda—; es la misma nostalgia que me hace mirar con sorprendida admiración un film como Amores perros, y con cierto aburrimiento otro que ha resultado de culto internacional, como La ciénaga, de la salteña Lucrecia Martel, calificado por los críticos del New York Times así como por la crítica francesa como uno de los diez mejores de su año de estreno, alabado también por T. E. Martínez. Admito el diagnóstico, aunque no espero redenciones por el arte, sin embargo, las preguntas sustanciales quedan en pie: ¿qué constituye la cualidad estética de un relato (literario o cinematográfico)? ¿su narración fluyente o su capacidad de deslumbrar de un modo desafiante mi capacidad interpretativa?; si a la literatura le quitamos la “literaturidad” ¿sigue siendo literatura o se transforma en periodismo, en testimonio, en otro tipo de relato?; en definitiva, uno puede preguntarse qué es la literatura en los inicios del siglo xxi.

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Epílogo: ¿criterios del nuevo siglo? Con lo dicho hasta aquí hemos pretendido delinear parámetros para abordar en el futuro a más autores vinculados a esta estética, que, como vemos, ya tiene firmes trazos definidos. Ahora bien, una vez trazadas, al menos en líneas generales, las características básicas de las dos corrientes tratadas intentando deslindarlas y organizar un panorama que ya surge más o menos claro para los ochenta —y cuyos rasgos pueden extenderse a varios textos de los noventa— ¿qué decir de los textos que empiezan a surgir, conjugando de un modo admirable elementos de las dos corrientes? ¿cómo clasificarlos? La pregunta surge a partir de una novela histórica de factura tan original como La caverna de las ideas, de José Carlos Somoza (nacido en Cuba pero llevado a España al año), editada en Madrid en el 2000, reeditada por el Instituto Cubano del Libro de La Habana en el 2002 y ya traducida al inglés y al francés; de él se han editado también, entre otras cosas, Dafne desvanecida, finalista del prestigioso premio Nadal (2000), concurso que ha catapultado a autores de la solvencia de Juan José Saer entre los latinoamericanos; Silencio de blanca, ganadora del concurso La sonrisa vertical, y Miguel Will, obra teatral histórica con la que ganó el concurso de los 450 años de la muerte de Cervantes, pieza de la que él mismo escribe en el prólogo «Como pretende reflejar su título, Miguel Will intenta describir la relación, al menos ‘espiritual’ o ‘creativa’ entre Cervantes y Shakespeare» […] «Se inspira en la fascinante posibilidad de que Shakespeare leyera el Quijote, hallara en la novela personajes tan gigantescos como los suyos, se obsesionara con ellos e intentara, de alguna forma, llevarlos al teatro... ¡ni más ni menos que en los últimos años de su vida, cuando ya había escrito toda su obra!».145 Debe ser representada, como el teatro shakespeareano, por hombres travestidos. Quisiera, entonces, para terminar, referirme brevemente a algunas de las características de La caverna de las ideas, cuyo armado pone de manifiesto la precariedad de las taxonomías —usadas prescriptivamente— cuando aparecen productos como ella, revelando que el gesto de enumerar rasgos, muchas veces resulta tan ambiguo, frágil e irrisorio como el de la enciclopedia china de «El idioma analítico de John Wilkins». En un texto inclasificable en corrientes por el momento, la presencia de los mejores trazos del postmodernismo, junto con otros del postboom, y la adición del espíritu pedagógico del arte acorde con la modernidad, declaran de él sólo que es una novela, ya que, como dice la enciclopedia china, tanto los «amaestrados» como los que «se agitan como locos» son animales, aunque también «innumerables» y «etcétera». Veamos entonces qué rasgos hacen 145.  Somoza, 1999, 9.

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que La caverna de las ideas parezca, además, por momentos, haber sido dibujada «con un pincel finísimo de pelo de camello» —¿el de Velázquez? — y por momentos, esculpida con un cincel griego. Básicamente, el texto toma del postboom su factura policial, aunque hay guiños a dos novelas italianas de culto y a su reverencia borgeana: por un lado, la estructura de los asesinatos y algunos personajes tienen cierta deuda con El nombre de la rosa, de Umberto Eco, sólo que los crímenes, en lugar de sucederse en un monasterio medieval, lo hacen en torno a la Academia platónica, en la Atenas de la postguerra del Peloponeso. Por el otro, su intento de ficcionalizar al lector establece cierta complicidad con el Calvino de Se una notte d´inverno un viaggiatore. También, en cuanto a Eco, se vislumbra una burlona complicidad teórica, en particular, con el de I Limiti dell’Interpretazione y con el de Interpretation and overinterpretation. De la experiencia narrativa del postboom —del último García Márquez, por ejemplo— también se toman las imprevistas reverencias a un humor que humaniza y/o «desacraliza» lo serio, véase, por ejemplo, la breve descripción de Platón: «solía abrir mucho sus inmensos ojos grises de retorcidas pestañas y enarcar las cejas hasta una altura casi cómica, o, por el contrario, fruncirlas como un sátiro de áspero ceño. Ello le otorgaba justo la expresión del hombre que, sin previo aviso, recibe un mordisco en las nalgas».146 El fragmento revela también que la concepción del lenguaje es de un registro más elevado que la «cotidianeidad» a la que apela en general el postboom, aunque como en esta corriente, se dista del lirismo o se hace deliberada burla de él con un aire en ocasiones cervantino. Por la índole del tema de fondo —la filosofía clásica— la selección léxica es acorde con personajes vinculados a la Academia y con los textos del período, pero se evitan los barroquismos sintácticos en una exquisita parodia de los diálogos platónicos que, aunque no es absolutamente coloquial en sus inflexiones, sí es accesible a un público amplio: a pesar de manejar por momentos complicados temas filosóficos, lo hace en un modo abordable, que permite al lector que no ha leído los diálogos platónicos —ni los debates modernidad-postmodernidad— acceder a la explicación de temas como la alegoría de la caverna, en una forma sencilla, sucinta y sin el estilo de un «injerto pedagógico». De las novelas postmodernas toma la factura estética de los rasgos formales: no sólo por la apelación constante a un lector que recorra diacrónicamente la intertextualidad emergente, sino por su composición crecientemente metaficcional. Respecto del primero puede decirse que si bien la novela se disfruta más en la exploración de su diacronía —los siempre breves y sobrios comentarios de temas culturales del momento, como por ejemplo, el desarro146.  Somoza, 2000, 233.



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llo de la tragedia griega, y en particular, la producción euripídea— desconocer los textos clásicos y leerla «sincrónicamente» no inhibe «el placer del texto» (como sí sucede con una novela como Respiración artificial en relación con el canon argentino). Respecto del segundo rasgo, cabe explicar por qué hablamos de «metaficcionalidad creciente»: desde el inicio, la novela se mueve en dos niveles de ficción, materializados también en el plano gráfico; la parte superior de la página desarrolla la historia policial, con el típico motivo de un manuscrito hallado; la parte inferior está dedicada a las, al principio, breves notas a pie de página del traductor —otra implícita reverencia a Borges—, que funcionan como una pedagogía al lector, pero esta pedagogía es titubeante, y no siempre se revela como acertada, sino más bien como una obsesión interpretativa satirizada. En el inicio, esto puede molestar al lector «diacrónico», porque da la apariencia de un texto que, desde las notas al pie, catequizara sobre el propio credo estético de la parte superior de la página, y que ello sucede cuando el lector no necesita —ni quiere— ser catequizado en medio de una narración policial interesante, que es una reverencia, también, a «La muerte y la brújula». Luego, la intriga interpretativa que comienza a gestarse en la parte inferior, estéticamente dilatoria también del suspense del plano superior, al sumar personajes y cobrar un sentido obsesivo, irá canibalizando la parte superior en un juego absolutamente original de fusión que se patentiza en el capítulo 8°, pero se preanuncia antes, como necesidad de equilibrar «el peso de Atlas» que significa la parte superior. Del juego de imbricación irá surgiendo, entre otras cosas, la clave interpretativa del texto, gradualmente transformado en un manual de lectura sobre la interpretación postmoderna o en una pedagogía interpretativa del arte contemporáneo, cuya intriga es reverencia, esta vez, a «Ruinas circulares». No quiero avanzar más detalles sobre la construcción de la novela, aún no transitada por la crítica académica, pero sí remarcar que si bien es, por el engaste cronológico de su temática, una novela histórica que respeta y valora el «campus intelectual» de la época en la que se inserta —fascinación homoerótica incluida—, como lectores, nos instruye más sobre la historia de la interpretación en si, que sobre la historia fáctica; en todo caso, los estereotipos que se revisan no son los históricos ni los historiográficos, como habíamos visto en la novela histórica propia de los últimos años, sino los interpretativos, y en ello radica su riqueza intelectual. Deliberadamente se aparta de los temas locales latinoamericanos y se inserta en la temática internacional, en el corazón de la filosofía clásica planteada por tradición —etnocéntricamente— como filosofía universal, aunque podríamos decir que «a buen entendedor…», si escuchamos con oídos con-

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temporáneos un diálogo como éste, hablando de un imperio bélico —que por otra parte, no deja de llevarnos a la temática de la indagación postmoderna sobre la derrota de los ideales de la que ya hemos hablado—: —La plebe, furiosa, insulta a los espartanos en honor a Dioniso —dijo Diágoras, despectivo. […] Confunden la borrachera con la libertad, el festejo con la política. ¿Qué nos importa en realidad el destino de Tebas, o de cualquier otra ciudad, si hemos demostrado que nos trae sin cuidado la propia Atenas? Heracles Póntor, que, como buen ateniense, solía participar en los violentos debates de la Asamblea y era un modesto amante de la política, dijo: —Sangramos por la herida, Diágoras. En realidad, nuestro deseo de que Tebas se libere del yugo espartano demuestra que Atenas nos importa mucho. Hemos sido derrotados, sí, pero no perdonamos las afrentas. —¿Y a qué se debió la derrota? ¡A nuestro absurdo sistema democrático! Si nos hubiéramos dejado gobernar por los mejores en lugar de por el pueblo, ahora poseeríamos un imperio… —Prefiero una pequeña asamblea donde poder gritar a un vasto imperio donde tuviera que callarme —dijo Heracles, y de repente lamentó no disponer de ningún escriba a mano, pues le parecía que la frase le había quedado muy bien. —¿Y por qué tendrías que callarte? Si estuvieras entre los mejores, podrías hablar, y si no, ¿por qué no dedicarte primero a estar entre los mejores? —Porque no quiero estar entre los mejores, pero quiero hablar. —Pero no se trata de lo que tú quieras o no, Heracles, sino del bienestar de la Ciudad. ¿A quién dejarías en el gobierno de un barco, por ejemplo? ¿A la mayoría de los marineros o a aquel que más conociera el arte de la navegación? —A este último, desde luego […] pero siempre y cuando se me permitiera hablar durante la travesía. […] Te olvidas de que el privilegio de hablar consiste, entre otras cosas, en el privilegio de callar cuando nos apetece. Y déjame que ponga en práctica este privilegio, Diágoras, y zanje aquí nuestra conversación, pues lo que menos soporto en este mundo es la pérdida de tiempo, y aunque no sé muy bien lo que significa perder el tiempo, discutir de política con un filósofo es lo que más me lo recuerda. […]147

Quizás habría que repensar ahora, a los inicios del siglo xxi, los rasgos apuntados sobre esta novela, como una necesidad de las literaturas «diaspóricas» que empiezan a producirse en la superposición de mundos culturales: necesidad de explicar lo propio al mundo que nos acoge —como Santa Evita—; necesidad de explicarse la tradición en que nos insertamos —La caverna de las ideas— sin dejar de lado los problemas de codificación cultural, que derivan, invariablemente, en problemas de traducción e interpretación, pero esto es sólo una hipótesis que, como los buenos vinos, necesitaría de más tiempo de añejamiento para su degustación: el tiempo que nos insumiría observar al menos la década en ciernes. 147.  Somoza, id., 89-91.

Capítulo II

SANTA EVITA: CADÁVER EXQUISITO DE PASEO POR EL CANON



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Evita vive Graffitti peronista de los setenta ¡Viva el cáncer! Graffitti antiperonista del 52 Le cadavre exquis boira le vin nouveau. Poema surrealista Entramos juntos a la cámara mortuoria. Sobre su lecho dormía para siempre el espectro de una rara, tranquila belleza, liberada, al fin, del cruel tormento de una materia hasta el límite corroída y de la tortura mental sostenida por la ciencia que,esperando el milagro, prolonga el suplicio. Pedro Ara, El caso Eva Perón Poco a poco, Evita fue convirtiéndose en un relato que, antes de terminar, encendía otro. Dejó de ser lo que dijo y lo que hizo para ser lo que dicen que dijo y lo que dicen que hizo. [...] Todo relato es, por definición, infiel. La realidad, como ya dije, no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo. Tomás E. Martínez, Santa Evita Cuando los buitres te dejen tranquila/ y huyas de las estampas y el ultraje empezaremos a saber quien fuiste. [...] Cuando hagamos escándalo y justicia el tiempo habrá pasado en limpio/ tu prepotencia y tu martirio, hermana. María Elena Walsh, «Eva», Cancionero contra el mal de ojo Ella se fue / solo quedé/ patria en remate /llorando.… Patria en mierda, colonia/ mujer,/ mujer querida. Leónidas Lamborghini. «Payada», en Partitas.

Consideraciones históricas imprescindibles para una «Tanatografía» de Evita Una nación se imagina a sí misma, se inventa a sí misma, y en esa invención encuentra su sentido. Una nación es, al fin de cuentas imaginación, como bien lo ha establecido Bennedict Anderson. Tomás E. Martínez, «Historia y ficción: dos paralelas que se tocan». —Le he contado la verdad— nos dijo Cabanillas, cuando se apagó la cámara empuñada personalmente por Tristán Bauer–. Pero sólo la parte de la verdad que quise contarle. Miguel Bonasso, «Instantáneas de un Cadáver», Radar.

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Previo a nuestro análisis de la novela Santa Evita será conveniente hacer algunas marcaciones de índole general, casi una advertencia: el presente capítulo no pretende deslindar lo históricamente verdadero de lo verosímil de la historia, pues, como Jitrik, considero que «en todo el libro se entabla una lucha entre dos principios capitales de la narrativa: la verosimilitud y la credibilidad. Por aquella algunos se inquietaron con Santa Evita; por la credibilidad, ese libro es un hito en la narración de la, o de una, historia» («Lo nacional»). Al mismo Alfonso Crespo —historiador y diplomático boliviano, director del diario La Razón de La Paz— le resultó difícil apartarse de la tentación ficcionalizadora cuando escribía su bien documentada biografía de Eva: la inicia con un bello epígrafe que pulsa la cuerda de la sugestión encantadora del relato: Había una vez, en un país remoto, una actriz joven y bella, que se ganaba afanosamente la vida. Cierto día, el rey la vio en un estadio y, cautivado por ella, la hizo su esposa. Cuando el rey estuvo en peligro, ella convocó al pueblo para defenderlo. Fue tan implacable con sus enemigos como generosa con los humildes, entre quienes repartió dádivas y consuelo. Murió muy pronto devorada por el cáncer. Su pueblo no la olvidó jamás. Aquella mujer se llamaba Teodora. Fue emperatriz de Bizancio, hace quince siglos.1

Si bien tampoco es nuestro propósito hacer hincapié en los textos históricos o sociológicos sobre Eva Perón y, menos aún, sobre el fenómeno peronista, sino más bien, sobre su tratamiento literario y sobre la textura de estas capas ficcionales en la novela, sí es necesario tener en cuenta algunas consideraciones de sociólogos e historiadores como para datar lo que denominaría «la biografía (¿o tanatografía?) de Eva»: sobre su biografía política, cabe señalar que Eva, que convivía con Perón desde el 43, hace su aparición histórica durante el movimiento popular de octubre del 45, que reclama la libertad de Perón; acerca de la importancia simbólica de esa fecha, han señalado Sigal y Verón en su análisis sobre el discurso del peronismo: 1.  La transcripción de una breve biografía de Teodora dada por el diccionario Salvat sostiene la comparación de Crespo: Emperatriz de Bizancio, esposa del gran emperador Justiniano (5O8548). Era actriz e hija de un guardián de osos del hipódromo. Fue primero la amiga y después la esposa del Emperador, y al decir de sus contemporáneos, era de una belleza soberana. Desde el descubrimiento de la Historia secreta de Procopio, en el siglo xvi, Teodora ha sido presentada como una vulgar cortesana, desfigurando a la gran emperatriz que realmente fue. Colaboró en un modo constante en la obra de gobierno de su esposo, de tal manera, que en muchas empresas de Justiniano se descubre el talento y la sagacidad política de Teodora. Cuando la famosa sedición de Nika en 532, dio muestras de gran entereza, oponiéndose a la huída de su esposo, que hubiera ocasionado la pérdida segura de la monarquía. Después de su muerte en 548, Justiniano fue perdiendo cada vez más su energía y abandonando sus tareas de gobierno. Teodora, rodeada de la majestad y pompa de su corte Bizantina, aparece en uno de los dos bellos mosaicos del siglo vi que decoran el presbiterio de la basílica de San Vital de Ravena.



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La iconografía del peronismo necesitaba hacer del 17 de octubre un movimiento espontáneo, no articulado organizacionalmente por nada que precediera a Perón y que requeriría al corazón como fuerza motriz. Así, el 17 de octubre será para el peronismo el resultado de los agotadores recorridos de Evita, quien habría ido de barrio en barrio apelando al pueblo trabajador. Y poco importa que investigaciones históricas muestren hoy el papel de las organizaciones obreras en el movimiento del 17 de octubre y que otras prueben que Eva Perón se había quedado obedientemente en su casa.2 En verdad, el 17 de octubre fue el nacimiento del pueblo, no porque fuera un movimiento espontáneo sino porque así fue nombrado por Perón desde los balcones de la Plaza de Mayo.3

Y más recientemente, el sociólogo Carlos Altamirano concluye sobre la relevancia política de la misma fecha: El 17 de octubre, la «revolución de los descamisados» […] afianzó en el nuevo movimiento, que ya comenzaba a llamarse peronismo, la sensibilidad populista que sería uno de sus rasgos distintivos. Un nacionalismo de masas, popular, afín con el carácter de la fuerza política naciente, tomó la primacía sobre cualquier otra variante del pensamiento nacionalista.4

Sobre la «tanatografía» de Eva (nos ocuparemos más acabadamente de su obra en otro parágrafo), es necesario señalar que la historia-mito acerca de su muerte empieza a constituirse a partir de su apoteósico funeral: para demostrar que la realidad supera a la ficción respecto del tema de la muerte y del velatorio de Eva, pueden verse en distintos libros las fotografías del ritual y apreciar la alucinante cantidad de flores que literalmente «empapelaron» las calles por las que el cortejo pasaría. Como ha dicho Abel Posse en el 2002 en un artículo para el diario La Nación: «logró una muerte grande, de repercusión universal, homérica». Un episodio de esa índole jamás se había visto, ni volvió a verse, en Buenos Aires, ni aun considerando la parafernalia desplegada por la última dictadura militar para la llegada del Papa, como mediador, durante la Guerra de Malvinas, en 1982 (claro que en épocas más austeras), ya que, como dice Sarlo en el mismo ejemplar del diario La Nación: Con la muerte de Eva, simbólicamente, el peronismo culminaba, dado que no hay una prueba mayor del imperio que tenía sobre los sujetos que el hecho de que la veneración fuera duradera después de la muerte […] La infinitud de lo sublime se alcanza sólo por el camino del exceso. Se sabe, la belleza necesita de afecciones y sentimientos que respondan a una medida humana. En cam2.  Nota de los autores: Torre, J.C., «La CGT y el 17 de octubre de 1945» en Todo es Historia, n° 106, febrero 1976. Fraser, N., y Navarro, M. Eva Perón, Ed. André Deutsch, Londres, 1980, pp. 62-63. 3.  Sigal y Verón, 1986, 118. 4.  Altamirano, 2001, 29.

92 Cecilia M. T. López Badano bio, lo sublime se origina en el desborde incalculable de esa medida. En este sentido, lo que rodeó a la muerte de Eva Perón y sobre todo, el tratamiento de su cadáver, tienen el carácter ilimitado y terrible de lo sublime pasional.

No estará de más tampoco incluir al menos una página de un historiador argentino de la talla de Halperín Dongui para referenciar acabadamente el significado socio-político de la muerte de Evita: La segunda etapa peronista iba entonces a ser de perpleja y desazonada experimentación política; puesto que la coyuntura impone un nuevo equilibrio entre las bases urbanas del peronismo y las demasiado sólidas bases rurales de la economía exportadora, para el régimen se trata de hallar la fórmula que le permita sobrevivir tomando en cuenta esa circunstancia nueva. Las posibilidades políticas son dos: o una liberalización que permita a las fuerzas conservadoras aproximársele sin escándalo o un creciente autoritarismo que le permita emanciparse de su demasiado estricta dependencia de los sectores populares urbanos; ambas serán recorridas reiteradamente, y en desordenada sucesión, en esta última etapa de gobierno peronista. Si hay muchas razones para entender el paso a esa etapa final, hay un hecho que no se vincula con ellas, pero parece marcar el momento de la transición: la muerte de Eva Perón, el 26 de julio de 1952. De nuevo una muchedumbre, ahora silenciosamente paciente, invade el centro de Buenos aires; espera a lo largo de horas el breve momento en que podrá contemplar, bajo cristal y envuelta en los reflejos violáceos de una sabia iluminación, a la que fue a la vez la Dama de la Esperanza y la Abanderada de los Trabajadores, personificación del nuevo Estado por primera vez benévolo a las capas populares, pero a la vez, de esas capas mismas, del rencor acumulado en su largo silencio por un pueblo acaso demasiado manso. Así desaparecía la figura que mejor había encarnado lo que el movimiento peronista significaba para la mayoría de sus seguidores, y también de sus adversarios. Sin duda Eva Perón había expresado la ambigüedad profunda de ese movimiento, y ella no sólo a través de sus personales actitudes, de su apasionada rebeldía contra pautas heredadas que escondía mal una implícita aceptación de esas pautas mismas, sino también y sobre todo la función de intercesora que se había asignado en el orden peronista, que hubiese sido totalmente innecesaria si en efecto las masas movilizadas bajo el signo político hubiesen sido tan hondamente transformadas en el proceso como gustaba de suponerse. Ello no impedía que Eva Perón, con su oratoria deliberadamente brutal (que la había ganado, junto con muy vasta popularidad, odios muy hondos y tenaces) personificara mejor que nadie lo que en el peronismo había de literalmente intolerable aun para algunos de los apoyos del régimen. Su desaparición parecía remover un obstáculo a la distensión política, y abrir para el movimiento peronista un horizonte sin duda más incierto, pero también —acaso— nuevas posibilidades de inserción en el marco político-social argentino.5 5.  Halperín Donghi, 1972, 74-75.

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La versión del Dr. Ara acerca de los momentos inmediatos a la muerte de Eva, durante esa noche de julio, cuando él llega a las proximidades de la residencia presidencial en compañía de quienes, a pedido de Perón, habían ido a buscarlo, es quizás —entre los relatos no producidos por historiadores— el más «objetivo» de lo que empezaba a suceder cuando todos creían que Evita quedaba excluida de la política con la muerte: Sin que la radio hubiera transmitido todavía la noticia, la policía tenía acordonados los alrededores y suspendido el tráfico. Una multitud silenciosa se iba acumulando, sin embargo, ante las verjas del palacete y en los jardines vecinos. En la noche invernal, muchas mujeres rezaban arrodilladas en el húmedo suelo portando en sus manos velas encendidas. Junto a ellas, cientos o miles de hombres en silentes grupos. Nadie nos conocía; más al ver que los guardias nos abrían paso preguntaban: —¿Es verdad, señor, que Evita ha muerto? Sin contestar seguíamos adelante fuertemente impresionados por la piedad y el sincero dolor de aquellas gentes.6

El fenómeno nunca visto del funeral se extenderá rápidamente a la literatura que, en diversas versiones, dará cuenta de él: un cuento de David Viñas («La señora muerta») se centra en el tema de un episodio imaginario sucedido en la cola para «adorar» al cadáver, mientras Onetti, en el 53, capta el fenómeno con realismo, y posteriormente, tanto Eduardo Galeano como María Elena Walsh, lo interpretan poéticamente, creando caminos que también le permitirán a Martínez avanzar. Onetti dirá: Las puertas no se abrían y la multitud comenzó a porfiar y moverse. Los policías dejaron de ofrecer vasitos de café enfriado y de inmediato aparecieron vendedores de chorizos, de pasteles, de refrescos entibiados, de maníes, de frutas secas, de chocolatines. Poco ganaron porque el primer contingente comenzó a llegar a las nueve de la noche y provenía de barriadas desconocidas por los habitantes de la Gran Aldea, de villas miseria, de ranchos de lata, de cajones de automóviles, de cuevas, de la tierra misma, ya barro. Ensuciaban la ciudad silenciosos y sin inhibiciones, encendían velas en cuanta concavidad ofrecieran las paredes de la avenida, en los mármoles de ascenso a portales clausurados. A algunas llamas las respetaban la lluvia y el viento; a otras no. Allí fijaban estampas o recortes de revistas y periódicos que reproducían infieles la belleza extraordinaria de la difunta, ahora perdida para siempre.

La versión de Galeano es lírica y sucinta: «ante el cuerpo de Evita, rodeado de claveles blancos, desfila el pueblo llorando. Día tras día, noche tras noche, la hilera de antorchas: una caravana de dos semanas de largo […] Muerta 6.  Ara, 1974, 60.

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Evita, el Presidente Perón es un cuchillo sin filo».7 María Elena Walsh, más atenta que él a la manipulación política, poetiza: Calle Florida, túnel de flores podridas. Y el pobrerío se quedó sin madre llorando entre faroles con crespones. Llorando en cueros, para siempre, solos. Sombríos machos de corbata negra sufrían rencorosos por decreto y el órgano por Radio del Estado hizo durar a Dios un mes o dos. […] Flores podridas para Cleopatra. Y los grasitas con el corazón rajado, rajado en serio. Huérfanos. Silencios […] Un vendaval de luto obligatorio. Escarapelas con coágulos negros.8 El siglo nunca vio muerte más muerte. […] Y el odio entre paréntesis, rumiando venganza en sótanos y con picana. Y el amor y el dolor que eran de veras gimiendo en el cordón de la vereda. Lágrimas enjugadas con harapos, Madrecita de los Desamparados. Silencio que hasta el tango se murió. Orden de arriba y lágrimas de abajo. […] Se pintó la república de negro mientras te maquillaban y enlodaban. En los altares populares, santa. Hiena de hielo para los gorilas9 pero eso sí, solísima en la muerte. Y el pueblo que lloraba para siempre sin prever tu atroz peregrinaje. 7.  Galeano, 1986, 461 y 175. 8.  Alicia Dujovne Ortíz (biógrafa de Evita y también de M. E. Walsh) comenta que Walsh «fue expulsada de la escuela donde enseñaba por no haberse cosido el pedacito de tela negra» que indicaba el luto (287), lo que le da sustrato a la metáfora aquí utilizada como a lo que sigue, acerca de la represión. 9.  Término ampliamente utilizado en Argentina para designar al antiperonismo y a los antiperonistas de la década del cincuenta. Su origen data de una canción popular de la década que fue resemantizada por la radio de aquellos días. En ese momento, el término designaba en particular al oligarca reaccionario católico o al militar liberal (ala de las FFAA opuesta al populismo nacionalista de Perón, que será la que lo derrocará posteriormente); no cabía en esa denominación la izquierda antiperonista (a la que pertenecía, por ejemplo, Julio Cortázar en aquel momento). Actualmente el término designa mucho más ampliamente a los antiperonistas y hasta antes del menemismo, se podía recibir la acusación de ser «gorila de izquierda». Durante el menemismo, cuando algunos de los encarnizados enemigos del peronismo de aquellos días pasaron a ser ministros al frente de diversas carteras, comenzó a hablarse de la «gorilización del peronismo o del Justicialismo en manos de Menem» —«el gorila musulmán»—.



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Con mis ojos la vi, no me vendieron esta leyenda, ni me la robaron. Días de julio del 52 ¿Qué importa dónde estaba yo? […]10

Por otra parte, una de las confirmaciones acerca de que, en Argentina y respecto del mito de Eva, la realidad supera la fantasía más desbordada —como dice Julio Ortega sobre el «exceso de realidad» en Latinoamérica: «la noción de que los límites del mundo americano no son los del lenguaje es parte de la fábula autorreflexiva de un continente a veces inenarrable, por asombroso, inexhaustible, por abundante»—11 es un episodio no suficientemente conocido, que rescata la antropóloga Juana Baumgartner, acerca de que Eva, quien no tuvo una tumba sino varios años después e incluso en el exterior y con nombre falso, tuvo, sin embargo, un entierro simbólico, mientras la embalsamaban; comenta: Al borde del caos nacional, en medio de lo que quizás haya sido el velatorio más largo de la Historia y el culto más corto, Perón, sintiendo un peligro real o potencial para la preservación y apropiación del cuerpo, acortó la vigilia. Eva fue simbólicamente sepultada en Chivilcoy en el panteón de la familia legítima de los Duarte (la misma familia paterna que en su niñez y juventud la había repudiado como bastarda), mientras su cuerpo se sometía por un experto español, el Dr. Ara, a un proceso de embalsamamiento de un año en el edificio de la CGT, dándole al final una apariencia entre marmórea y metálica, que más tarde haría dudar a la gente de su origen humano.12

¿Cuáles fueron las características de ese «entierro simbólico»? Las conozco accidentalmente, no porque se hayan difundido de manera oficial: los sindicalistas peronistas de Chivilcoy forzaron a todos los trabajadores a participar de un simulacro de velatorio, a cajón cerrado, vacío obviamente, en la sede local de la CGT (Confederación General del Trabajo; usaremos esta sigla a partir de aquí para referirnos a la institución); allí, la gente que se acercaba (la mayoría obligatoriamente si trabajaba en relación de dependencia) debía darle el pésame al líder de la organización sindical (el secretario local de la CGT, cuyo apellido era Vicente) como se le daba, en la Capital Federal, a Perón. Luego, se les impuso la participación en un cortejo que escoltaría a pie, payasescamente, el mismo cajón vacío hasta el cementerio local, distante a unos cinco kilómetros. del centro de la ciudad. Los que se negaron a participar 10.  Walsh, Ma. Elena, 1976, 93-94. 11.  Ortega, 1997, 63. 12.  Baumgartner, 1997, 144.

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en la dramatización fetichista13 del entierro (algunos de ellos, militantes de izquierda o del partido radical), fueron golpeados y/o encarcelados. La fuente de esta versión es el Dr. Horacio Coccioli, de Chivilcoy, empleado actualmente en la Comisión de Asuntos Constitucionales de la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Lo que sigue, fue agregado el 4/4/2002, por e-mail, ante un pedido mío de los datos que pudiera recabar en Chivilcoy: Con respecto a mi padre Arturo Coccioli, cuando ocurrió el evento fue «patoteado» por los «muchachos» de la CGT local y le dieron algunos golpes. No fue encarcelado. Así y todo, el viejo no quería ir al velatorio, pero el dueño del diario La Razón de Chivilcoy, Don Simón Vázquez, protector de mi padre y antiperonista, le manifestó que las cosas estaban feas, y que si no asistía tenía que despedirlo de la empresa. Mi padre fue. Mi hermana me contó ayer, telefónicamente, que los alumnos estaban parados a la vera de las calles viendo pasar el cortejo, y que vió a papá y había sentido mucha vergüenza y tristeza porque sabía que papá no quería estar allí. También me refirió que todos los acompañantes del féretro fueron obligados a llevar brazaletes negros en señal de duelo. En efecto existe en el cementerio de Chivilcoy una bóveda de la familia Duarte, así se las denomina en el pueblo, no con el término de panteón. Es una construcción muy importante y ornamentada donde se da cabida a varios difuntos de la familia. Como podrás deducir es una demostración de prestigio y posición social. No podría decirte en este momento si el ataúd «trucho» [falso] fue dejado en esa bóveda, es algo a confirmar. Lo cierto es que la familia Duarte despreciaba a Eva, creo que más que nada porque les hacía recordar las andanzas extraconyugales del viejo Duarte, teniendo en cuenta que estamos hablando de una caracterizada familia católica.

Su padre le dijo también que el ritual se había repetido en otras ciudades del interior de la provincia de Buenos Aires, pero no he podido confirmar el hecho más allá de la palabras de Juana Baumgatner, que se refieren exclusivamente a esa ciudad; tampoco he podido corroborar el dato de que el féretro vacío haya sido efectivamente dejado en la bóveda de los Duarte. Sin duda Borges conocía este episodio, quizás multiplicado infinitamente en otras sedes provinciales de la CGT y por eso titula «El simulacro» a su cuento sobre la manipulación y el uso político del velatorio14 del que Sarlo 13.  Elvira Matorel, psicóloga argentina que, al tiempo de redacción de este trabajo, escribìa una tesis de Maestría sobre las representaciones de Eva Perón, al leer esto, me consignó: «¿Dramatización fetichista o ceremonia simbólica? No es lo mismo. El fetiche hace de tapón al vacío; lo simbólico da marco al agujero (la falta real) que se presenta como tal». Las dos visiones son válidas, pero prefiero mantener la de la fetichización. 14.  Uno de los escasísimos cuentos suyos con datos históricos y personajes evidentemente datables, junto a «Guayaquil», respecto de la entrevista entre Bolívar y San Martín; por los datos históricos «encriptados» en otros relatos suyos en general, confróntese Balderston.



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hace un exquisito comentario en La pasión y la excepción15 libro cuya primera parte («Belleza») está enteramente dedicada a la figura simbólica de Evita. Efectivamente, la voluntad de pasear el cadáver existió, y dice Llorca: «Sus restos mortales estuvieron expuestos quince días y después la CGT quería pasearlos por todo el país. La madre de Eva quiso poner fin al espectáculo, pero José Espejo le respondió: «Usted sería la madre de Evita y podría ejercer derechos mientras vivía, pero ahora Eva Perón pertenece al pueblo». Por otra parte, Llorca añade —aunque sin mencionar la fuente— datos aún más sorprendentes: Un ejemplo de lo que fue esta devoción popular es que se reprodujo en escayola una mano de Eva, que fue enviada a provincias y se formaban increíbles colas para poderla besar. Al morir, un taller porteño fabrica un cirio descomunal, de dos metros de altura, destinado a arder cien años en memoria de Eva Perón. Ostentaba su efigie y una leyenda diciendo: «A mediodía anocheció». Durante cien años, el ministro de Salud pública, a quien se debía la idea, y sus sucesores lo encenderían el 26 de cada mes, a las 7:25 de la tarde y lo apagarían a las 8:25, hora de su muerte.16

Todos los ejemplos históricos demuestran otra vez que la ficción es una copia deforme de la multifacética, fantástica y necrofílica realidad política argentina, como ha dicho Carlos Fuentes en la nota que, para el diario La Nación, comenta el texto de Martínez: «sigue siendo cierto que la novela difícilmente compite con la historia en Latinoamérica […] había que tirar los libros al mar, la realidad los había superado». Sobre esa necrofilia —politizada— que varios señalan (incluido Onetti en su cuento sobre Eva), puede agregarse el hecho de que, en los primeros tiempos del gobierno de Alfonsín, la tumba de Perón fue profanada a diez años de su entierro en Chacarita, y alguien —quizás de los grupos militares o parapoliciales «desocupados» ya de la tortura— cortó y robó sus manos. No se sabe aún quienes fueron los autores del hecho y el episodio se silenció posteriormente;17 la tumba no tenía cierres de seguridad ni otro tipo de custodia. Ara fue encargado del tratamiento del cadáver, requisito imprescindible para sustituir —como dice Sarlo en el mencionado artículo de La Nación— en 15.  Sarlo, 2003, 112-114. 16.  Llorca, 1980, 229. 17.  Sobre ello, ya en tiempos de Menem circulaba un chiste de humor negro: «¿Dónde están las manos de Perón…? ¡En el cogote de Menem!», aludiendo al supuesto deseo de Perón de estrangular a Menem por la campaña privatizadora y por el giro neoliberal del «justicialismo». Dos cosas curiosas se juegan en esto: por un lado, la mutilación fue, al parecer, una tortura más o menos frecuente en los campos de concentración nacionales; por el otro, según Dujovne Ortíz, Perón había dicho que se cortaría las manos antes de estimular las inversiones extranjeras, sobre todo, las norteamericanas (297), en consecuencia, el acto profanatorio adquiriría también un valor metafórico.

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la memoria popular futura, a Eva por «ese ícono de sí misma en que la había convertido el embalsamamiento»; el proceso se inició la misma noche de la muerte para poder mostrarla inmediatamente y, luego de la prolongada exposición, fue continuado en la CGT, con un costo de cien mil dólares para el patrimonio nacional; el médico se hizo cargo también de la custodia posterior, hasta que se construyera el monumento en donde se la enterraría. Tiempo después de la caída de Perón, cuando habían pasado tres años y tres meses de la muerte bajo la tutela de Ara, quien tenía su «estudio» instalado en la CGT, junto al cadáver, la momia fue secuestrada por los militares, después del golpe autodenominado «Revolución Libertadora», en 1955; el secuestro fue el inicio de la denominada «Operación Cadáver», luego «Operación Evasión». Eduardo Galeano da una buena síntesis lírica de los fenómenos que se suceden a la caída de Perón: Mientras fusila obreros en los basurales, la dictadura militar argentina decreta la inexistencia de Perón, Evita y el peronismo. Queda prohibido mencionar sus nombres y sus fechas. Sus imágenes son delito. Se manda demoler la residencia presidencial, hasta la última piedra, como si contagiara la peste. Pero, ¿qué hacer con el cadáver embalsamado de Evita? Ella es el símbolo más peligroso de la soberbia de la chusma, el estandarte de la soliviantada plebe que durante diez años se ha paseado por el poder como Perico por su casa. Los generales arrojan el cuerpo dentro de una caja, bajo una etiqueta de Equipos de radio, y lo mandan al destierro. Adónde, es secreto. Dicen que dicen que a Europa, o a una isla en medio del mar. Evita se convierte en una muerta errante, que viaja en secreto por lejanos cementerios, expulsada del país por los generales que no saben o no quieren saber, que ella yace en su gente.18

Con la demolición de la residencia, se perdió la exquisita arquitectura del Palacio Unzué, construido a fines del siglo xix al mejor estilo europeo; en ese terreno, que se mantuvo años baldío, hoy se levanta la nueva Biblioteca Nacional: todo el peso de sus libros cae sobre la memoria de la cama donde murió Eva.19 18.  Galeano, 1986, 191-192. 19.  Como recuerdo personal, puedo añadir algo: durante mi niñez siempre me había llamado la atención que en una zona de hermosa edificación, donde la propiedad aún hoy cotiza más alto, se mantuviera una misteriosa empalizada, si mal no recuerdo, rubricada con desprolijos vidrios rotos en su tope, sobre la que se veían entrelazar, sin orden, árboles silvestres; nadie hablaba del lugar, ni siquiera a fines de los sesenta. A pesar de haber leído hace poco en La pasión según Eva, de Posse, la dirección de la residencia, por esa pérdida de referencias exactas en ciertas zonas que uno tiene en las grandísimas ciudades aun cuando se trate de la propia, sólo haciendo la presente investigación tomé conciencia de que el terreno es el mismo que hoy ocupa la Biblioteca, trasladada en los noventa desde el decadente edificio de la calle México, donde trabajó Borges. Este hecho suma una prueba más a las metáforas locales del espacio civilización-barbarie que se inician en el siglo xix, arrebatándoles la pampa y la patagonia a los indígenas para entregar la primera a los inmigrantes y la segunda a los intereses laneros ingleses, o construyendo el Zoo ciudadano y el parque más bello y europeo en el terreno de la quinta de Rosas, y el Jardín Botánico donde tenía el arsenal su policía.



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Respecto de la cita de Galeano, agregamos que las órdenes no fueron dadas sólo por generales, como él indica, sino también por almirantes, ya que la Marina tuvo un papel protagónico en el derrocamiento de Perón, con menos fisuras que la participación del ejército. Con esas coercitivas disposiciones empieza el misterioso y macabro peregrinaje del cuerpo, secuestrado en la CGT el 22 de diciembre de 1955, que culmina en un descanso provisorio, en tumba milanesa, bajo nombre falso, luego de ser trasladado en el vapor italiano Conte Biancamamo «en una operación de intriga internacional que apoyó el propio Vaticano», como señala Bonasso en su artículo de Radar. Hay versiones semicontradictorias al respecto, pero coinciden en que Moori Koëning (el militar custodio) y Doña Juana (madre de Eva) se vieron en Chile, —donde ella y sus hijas se asilaron— para intentar acordar un destino final de restitución familiar que no se cumplió. A partir de allí, la versión de Dujovne, por ejemplo, dice: El militar obtuvo su autorización para enterrar a Evita digna y secretamente. Por decreto N° 37, Aramburu ordena a Moori Koëning que deposite los restos en el nicho 275 de la sección B del cementerio de Chacarita. Pero Moori Koëning desobedece. Conserva a Evita y la contempla. Puede que antes, en algún momento, la haya enterrado en un terreno baldío cerca de la Avda. General Paz, quizás durante el episodio que le costó la vida a la mujer de Arandia […] Pero alguien se lo fue a contar a Francisco Manrique, que la creía tranquilamente instalada en su nicho N° 275. Manrique fue a visitar a Moori Koëning, que le mostró su tesoro. Y Aramburu, al que Manrique puso al corriente del asunto, destituyó a Moori Koëning considerándolo enfermo y lo reemplazó por el Coronel Cabanillas. El mayor Arandia y el capitán Frascoli también fueron expulsados del Ejército. Manrique convoca entonces al mayor Hamilton Díaz y al Coronel Gustavo Adolfo Ortíz. (Años más tarde este último, pariente lejano de la autora de este libro, contó la historia en familia). Ambos militares fueron los encargados de transportar la momia hasta un país europeo con la colaboración de un cura italiano presentado por otro argentino, el padre Rotger. Fuera de esas personas, nadie sabría en qué lugar enterraban a Evita. Pero el sitio preciso tampoco ellos deberían saberlo. El Vaticano se encargaría de todo. Semanas después, el cura italiano volvió a Buenos Aires con un sobre que contenía todos los datos sobre el paradero de los restos. El presidente Aramburu se negó a abrirlo y lo puso en manos de un notario, pidiéndole que, cuatro semanas después de su muerte, se lo entregara al que en tal momento fuera el presidente de la Nación. Curiosamente, pensaba que el notario iba a sobrevivirlo.20

20.  Dujovne Ortiz, 1995, 296.

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La versión de Julie Taylor —otra investigadora del fenómeno «Eva»—, a partir del encuentro, dice: Aramburu y Moori Koëning esperaban impedir que el representante legal de Perón obtuviera el cadáver. Aunque la madre de Eva continuó sus negociaciones con el gobierno argentino, y diferentes gobiernos con los años continuaron formulándole promesas, nunca logró nada en cuanto a sus esperanzas de sepultar a su hija con su familia. Cualquiera que sea la razón, el cadáver quedó entre otros cajones que contenían materiales de radiotransmisión hasta el 8 de junio de 1956. El sucesor de Moori Koëning como director del Servicio de Información, el Coronel Mario Cabanillas, accidentalmente descubrió el cuerpo mientras revisaba el contenido de las cajas del edificio. Cuando el presidente de la Nación fue informado del incidente, se volvió a emitir la orden para una sepultura cristiana y el jefe de la casa militar, el capitán Francisco Manrique, fue encargado de la operación. Versiones posteriores, basadas en documentos del Servicio de Informaciones del Ejército, permiten una mayor reconstrucción de los acontecimientos. Al parecer, el Servicio de Informaciones emitió una orden para que los restos fueran entregados a un monje jesuita, ahora muerto, identificado con las iniciales C.D.T.. El 4 de enero de 1957, ese monje entregó al presidente Aramburu los documentos que atestiguaban que él se había ocupado del cadáver, asegurándose del secreto de su lugar de descanso mediante el recurso de enviar cinco ataúdes distintos a destinos diferentes. En presencia de Manrique, Aramburu agregó una nota que decía: «El comandante en jefe de las fuerzas armadas, un año después de mi muerte, procederá a devolver los restos al pariente más próximo, si con ello se promueven el entendimiento y la paz nacionales».21

El coronel Héctor A. Cabanillas aparece en la novela como Tulio Ricardo Corominas y es el peregrinaje del cadáver lo que ocupa los principales capítulos; algunos detalles son de difícil comprobación histórica, como el hecho de la existencia de copias vinílicas; otros, si bien pueden parecer una exageración atribuible al realismo mágico, son historia, como el asesinato de la mujer de Arandia por el propio Arandia, creyendo que era un espía accediendo al lugar de su casa donde lo guardaba, o el hecho de que solieran aparecer velas y flores junto a los lugares que el cuerpo «clandestinizado» iba ocupando transitoriamente. El hecho «mágico» de las velas y flores tiene su explicación material en la propia división de las Fuerzas Armadas a la caída del peronismo, entre una oficialidad proveniente de sectores de la alta burguesía católica y de la oligarquía urbana, contraria a Perón, y una suboficialidad integrada mayormente por

21.  Taylor, 1981, 116.



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humildes jóvenes provincianos de sectores marginales, para quienes la incorporación a las FFAA era la única posibilidad de inclusión a un cierto estatus social traducido en uniforme y salario, que sin duda no daba ni la fábrica ni un oficio y que tampoco exigía, como la Iglesia, el celibato. Algunos de ellos eran reclutados en sus provincias con tentadoras ofertas de estudio; otros, los «enganchados», eran los que decidían permanecer después del Servicio Militar obligatorio; estos suboficiales eran aún leales a Perón (y más aún a Eva) aunque guardaran silencio para conservar el rango. La decisión de secuestrar y expatriar el cuerpo fue el acto que comenzaría a probar la supervivencia simbólica de Evita —como dice Naipaul «sus enemigos ayudaron a santificarla»—22 y que, como señala Bonasso en el mencionado artículo de Radar, inaugura «una metodología que veinte años más tarde se convertiría en sistema con los cuerpos de miles de desaparecidos». ¿Qué sentido tenía el exilio de su momia, si no se la hubiese percibido desafiante en su revolucionaria vitalidad? Acerca de esa amenaza de «actuación política» latente en «ella», dice Dujovne Ortíz: «Isaac Rojas expresó ese temor con una fórmula de una asombrosa precisión: había que «excluir al cadáver de la vida política»,23 ¿por qué?, la explicación puede encontrarse en Sarlo, quien describe en el citado artìculo de La Nación el significado de su cuerpo en la política, y hablando tanto de esa imagen «acorazada por las joyas» como de que «el cáncer inmaterializa el cuerpo de Eva», dice acerca del desgaste notorio de Evita en una de sus últimas fotografías en vida: En su cuerpo se condensan las virtudes del régimen peronista y se personaliza su legalidad. Su cuerpo es aurático, en el sentido que tiene esta palabra en los escritos de Walter Benjamin. Produce autenticidad por su sola presencia; quienes pueden verlo sienten que su relación con el peronismo está encarnada y es única […]. El cuerpo extenuado de la foto [una de las últimas tomadas en vida] no es sólo un cuerpo material, sublime en su sufrimiento, sino un cuerpo político tanto más significativo cuanto más se acerca a la muerte. El cuerpo político debe subsistir. La batalla por el cadáver de Eva Perón tiene que ver, en un nivel simbólico, con esto. Esa batalla puede ser analizada en varias dimensiones (la ritualidad estratégica del peronismo primero, la repugnante revancha del antiperonismo después) […] El régimen peronista no tenía sucesión hereditaria y el golpe de estado interrumpió brutalmente su continuidad política. Pero allí estaba, perfecto con la indeleble perfección de lo petrificado, el cuerpo de Eva. Tanto el amor como el odio político identificaron lo mismo en ese cuerpo que ambos bandos quisieron poseer para siempre.

22.  Naipaul, 1983, 116. 23.  Dujovne Ortiz, 1995, 293.

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El paranoico recelo militar era, entonces, por supuesto, que el lugar donde fuera sepultado ese «cuerpo político» convertido en imperecedero, se constituyera en un santuario popular y en un punto crucial de la oposición y la construcción de la memoria y resistencia peronistas. Como ha dicho Norberto Galasso: Respecto al cadáver de Evita, también se produjeron desinteligencias pues mientras los más desorbitados proponían someterlo al fuego o entregarlo en alta mar a las fauces de las bestias marinas, los «moderados» pretendían apelar a la inteligencia, pero no encontraban el modo de ocultarlo. Ambos grupos coincidían, a su vez, en que era preciso evitar las peregrinaciones y manifestaciones que aquella muerta podría suscitar.24

La actitud «culposa», de base católica, de los «moderados», fue lo que salvó al cuerpo de terminar quemado o en el fondo del río o del mar.25 Paola Cortés Rocca y Martín Kohan hacen un comentario respecto del carácter «inverso» que adquiere el exilio del cadáver: En la repatriación de cadáveres se juega una política de la supervivencia simbólica, pero en el caso de Evita el procedimiento es más drástico y más intenso, porque no se trata de una repatriación sino de una expatriación. El exilio es la condición previa para la reparación postrera y la repatriación de los cadáveres, pero el caso de Eva Perón tiene como particularidad que es el propio cadáver lo que se exilia.26

La reaparición del cuerpo en la escena política luego de su exhumación en 1971 no sólo no es casual, sino que es uno de los hechos que permiten ligarlo a la metaforización de la nación dividida y asolada por el militarismo: las brumas del silencio lo habían cubierto durante casi diecisiete años y era imposible desentrañar la verdad, «un lugar en el mapa». Es el cuento «Esa mujer» de Rodolfo Walsh (del que nos ocuparemos más adelante en su ligazón intrínseca con Santa Evita y de donde proviene la frase encomillada), escrito en los primeros años sesenta27 y publicado posteriormente, el primer texto literario que pone de relieve, en clave policial, la preocupación de algunos por desentrañar el misterio, y la obstinada resistencia militar a proporcionar datos para esclarecer la nebulosa leyenda. Ese diálogo en busca de datos, que no obtiene respuesta definitiva, cuyos personajes no del todo ficticios (ya que según el prólogo de Walsh, la entre24.  Galasso, 1996, 6. 25.  Esta postura “piadosa” no se repitió —como indicamos con Bonasso— ya con algunos militantes “desaparecidos” durante los 70/80, arrojados sedados al agua desde aviones, en ciertas ocasiones, siguiendo el “cristiano” consejo de capellanes militares, como se deduce de las declaraciones de militares “arrepentidos” —Scilingo, por ejemplo—. 26.  Cortés Rocca; Kohan, 1998, 78-79. 27.  En una nota introductoria al libro en que se presenta el cuento (Los oficios terrestres) Walsh dice que el relato fue armado en dos días: uno de 1961 y otro de 1964.



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vista existió) son un periodista (Walsh) y un coronel que ha tenido a su cargo la «protección» (Moori Koening), se rematerializó con otros protagonistas, en 1970, en un interrogatorio no periodístico, con más presiones y con final sangriento; es ésta la historia que se debe conocer para saber por qué los restos de Evita reaparecieron en 1971 y con qué consecuencias nacionales. El 29 de mayo de 1970, dos hombres se presentaron en la casa del General Pedro Eugenio Aramburu, sanguinario integrante de la «Revolución Libertadora» y ex-presidente de facto; tras engañarlo, lo secuestraron y lo trasladaron a un pequeño pueblo situado en la provincia de Buenos Aires. En breve, en un comunicado del grupo autodenominado Montoneros, éste se hizo responsable del secuestro y anunciaron que Aramburu sería juzgado por un «tribunal revolucionario». Según los relatos que circularon, acuñados por los propios secuestradores, fue sometido a un interrogatorio y luego se decidió su ejecución. Parte del interrogatorio al que se lo sometió consistió en desentrañar la autoría de los fusilamientos posteriores al golpe (que Galeano menciona y Walsh investigó) y el misterio de la tumba de Evita, pero tampoco Aramburu dijo mucho. Fue entonces «ajusticiado» y, al día siguiente, un nuevo comunicado llegó a los diarios, diciendo que el cuerpo no sería devuelto a su familia «hasta el día en que los restos de nuestra querida compañera Evita sean devueltos al pueblo». Este hecho es, precisamente, el punto de flexión para la interpretación de los últimos treinta años de la historia nacional; Sarlo dice al respecto: Sin duda, la violencia había sido un tópico de las fuerzas de izquierda en el período inmediatamente anterior, pero si se excluye episodios breves y aislados, no había sido practicada con la persistencia y la convicción metodológica que caracterizó al período que se abre con el asesinato de Aramburu. También es evidente que las fuerzas armadas habían ejercido la intervención en el poder político, desde los planteos, presiones, reclamos hasta el golpe de estado y la reclusión de presidentes. Pero es ésta la primera vez en el siglo xx, si se exceptúa la represión a los huelguistas de la patagonia, que eligen llevar a cabo la liquidación física del enemigo, según modalidades abiertas y clandestinas, elaborando al mismo tiempo un discurso que justificara esta intervención, novedosa por su sistematicidad.28

Era la primera operación espectacular de Montoneros. Al respecto, dicen Fraser y Navarro —fuente también del relato anterior, a la que se suma, además, mi recuerdo—: «There had been strong feelings about the unknown fate of Evita’s body, but the inclusion of this demand in the communiqué cast doubt on the seriousness of the document».29 28.  Sarlo, 1987, 31. 29.  Fraser; Navarro, 1996, 187.

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El almirante Rojas (otro golpista) no creía, como tanta gente en aquel momento, en el poder de la guerrilla ni en el asesinato, y ofreció el cuerpo como rescate, desconociendo (al parecer) la existencia de la carta dejada por Aramburu a su abogado. Cuando la policía halló el cuerpo del ejecutado, la carta llegó a manos del general Augustín Lanusse, nuevo presidente de facto. Aquí, como se ha notado en las citas previas, difieren nuevamente las versiones sobre el contenido del sobre y el tiempo que el notario demoró en enviarlo, entre las cuatro semanas de Dujovne y el año de Taylor.30 De hecho, el sobre permitió continuar con la investigación en el cementerio milanés, búsqueda que estuvo a punto de fracasar por el espionaje de1 sector derechista del peronismo implicado en la masacre de Ezeiza, que seguramente pretendía resecuestrarlo para ser quienes se lo reintegraran a Perón. La exhumación del cuerpo de la aparente italiana María Maggi de Magistris, supuesta emigrante muerta en Argentina en 1952 y sepultada allí en 1957 luego de pasar por Bonn, se llevará a cabo el 2 de septiembre de 1971, en medio de un episodio tragicómico con los humildes operarios del cementerio, que Martínez, tomando la declaración del coronel involucrado, narrará de este modo en la serie de artículos «La tumba sin sosiego» —en el número 6 titulado «Último acto» — escrita para el diario El País: Por fin, abrimos la tapa del ataúd. Me paralizó la sorpresa. Estaba todo lleno de polvo de ladrillo, de cascotes. El aire se llenó de una bruma bermeja, y hasta que no se despejó no pudimos ver el cadáver que seguía allí, intacto. Uno de los operarios se inquietó al verlo. ¿Acaso esta mujer no murió en febrero de 1951?, dijo en alta voz. Todos asentimos. ¿Se dan cuenta? Lleva en la tumba más de 20 años y parece que siguiera viva. ¡Es una santa!, gritó otro de los operarios. Entonces cayeron todos de rodillas rezando el Ave María y repitiendo ¡Miracolo! ¡Miracolo! Una vez más, la sabiduría de la Iglesia acudió a salvarnos. Dos de los hombres estaban despavoridos y querían salir. La hermana Giuseppina los detuvo y les dijo: ¿no ven que ha sido embalsamada? Esa simple verdad los tranquilizó. De todos modos, tuve que repartir otra vez miles de liras para que se calmaran y juraran secreto.31

El cadáver volvía a ser prenda política al determinar a Lanusse a decidir el retiro de los militares del poder, abriendo el país a elecciones en las que, por primera vez desde el 55, el hasta ese momento proscripto peronismo participaría como partido. El cuerpo le fue restituido el 4 de septiembre a Perón, quien lo haría reexaminar con el Dr. Ara por esos días, para luego conservarlo en el altillo de la quinta de Puerta de Hierro. 30.  Dujovne Ortiz, 1995, 296; Taylor, 1981, 116. 31.  La declaración del coronel puede seguirse también en el documental Evita, la tumba sin paz, filmado por Tristán Bauer en 1996 con guión de Miguel Bonasso.



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Sobre este punto, según Dujovne, hay notables diferencias entre el informe acerca del casi perfecto estado del cadáver que hace Ara en el 71 y el que sus hermanas dan a conocer recién en el 85 (con relación también al 71, cuando fueron asimismo convocadas a Madrid) acerca de notorias profanaciones y marcas. El informe de Ara en su libro habla, por ejemplo, del aplastamiento de la nariz, adjudicándolo a la presión de la tapa del cajón, mientras que Erminda Duarte, en su libro inmediato a la visión del cuerpo restituido, dice: Miro tu frente serenísima y la sábana que te cubre, miro tu cadáver castigado […] Ocupas todo el largo de la mesa en que yaces y tu cabellera cae tan crecida que parece ignorar tu muerte, cae espesa, casi luciente, y es poca la distancia que no la deja tocar el suelo. No ha sido mutilada como lo han sido tu cara y una de tus manos […] Tu frente continúa siendo serena pese a que muestra un puntazo en la sien derecha y la señal de cuatro golpes. Veo un gran tajo en tu mejilla derecha y lo que queda de tu nariz destrozada, casi completamente destrozada […] a la mano derecha le han cortado el tercer dedo, el del corazón. […] Miro las plantas de tus pies desnudos cubiertas por una lámina de brea. ¿Qué significado tiene esa capa mineral en las plantas de tus pies? ¿En qué suelo de brea has estado parada, sostenida por tu propia muerte?32

Al respecto, la versión de José Miguel Vanni, quien también estuvo presente en la restitución de los restos y quedaría luego encargado de su custodia en la residencia madrileña al retorno a Argentina de Perón y su tercera mujer, en su libro con dedicatoria a ella, no es radicalmente diferente de la de Erminda: El cadáver —aparte del lodo que lo ensuciaba— no tenía otros desperfectos que los causados intencionalmente por alguna mente extraviada: señales de golpes en la cara y el cuello, puntazo en la sien derecha, fuerte golpe en la nariz, que resultó la parte más dañada. Un dedo de la mano derecha, el tercero, hallábase cortado. Las plantas de ambos pies estaban cubiertas de espesa brea».33

Dujovne añade que, al abrir el cajón, Perón, con una expresión típica de nuestro lunfardo, exclamó «¡Qué atorrantes!» [sinvergüenzas] y se puso a llorar.34 Perlongher, en cambio, en su breve ensayo «Joyas macabras», posiblemente siguiendo la versión de Ara, da al tema un giro sarcástico: «su cadáver embalsamado estaba intacto: sólo había perdido la pintura de las uñas, aún cuando la manicura había tenido la precaución de revocarlas con esmalte 32.  Duarte, 1972, 11-12 y 13. 33.  Vanni, 1985, 206. 34.  Dujovne Ortiz, 1995, 312-313.

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Revlon».35 Alude al hecho de que Eva —conciente quizás de la futura exposición de su cadáver y de la «espectacularización» de su muerte— le pidió a su manicura que, en cuanto muriese, quitara el esmalte rojo de sus uñas, y las pintara con uno transparente. Allí comienza la historia del retorno a la presidencia del decadente General —que Martínez narra en La novela de Perón— regreso que se inicia con la masacre de Ezeiza, sigue en condena a la clandestinidad de la guerrilla juvenil que lo había sostenido y se le descarriaba, en mandato trunco por la muerte, en ascenso ya desembozado al poder de su funesto secretario López Rega, alias «el Brujo», convertido primero de oscuro funcionario policial en su valet y auxiliar en Madrid, y luego devenido consejero de la viuda y nefasto jefe del tristemente célebre grupo parapolicial Alianza Anticomunista Argentina («Triple A») del cual el propio Tomás Eloy Martínez ha sido víctima. Estos hechos se precipitaron tras la asunción presidencial de la vicepresidente, es decir, la insignificante tercera mujer de Perón, María Estela Martínez, «Isabelita»: una copera sin luces a quien había conocido en un bar para hombres de Panamá. Casi nadie en la Argentina podía concederle relevancia política más allá de ser su mujer, dada su manifiesta incapacidad, incluso, para hablar en público; su presencia enfurecía a los sectores juveniles, cuyo eslogan grosero para con ella a partir de Ezeiza fue: «no rompan más las bolas, Evita hay una sola». Sobre este período político, Sergio Ramírez, escritor y ex vicepresidente de Nicaragua, ha escrito, también para el diario El País, unas líneas iluminadoras —«La novela ha muerto, viva la novela»—, con motivo del otorgamiento del premio Alfaguara de novela a Martínez; luego de hablar de su admiración por lo que imaginaba, como latinoamericano «de la periferia», de esa Argentina descripta por Darío como centro cultural y granero del mundo, a la cual todos deseaban parecerse, dice: Pero luego aprendimos también, y Tomás Eloy ha sabido mostrarlo muy bien en sus novelas, que gracias a nuestro juego letal de correspondencias, Argentina era también una república bananera. Si no, nunca se pudo haber dado allá una historia como la de Isabel Martínez, una bailarina de bataclán recogida por el general Perón en un sórdido cabaret de Panamá durante las vueltas de su exilio, para encumbrarla más tarde como su sucesora en la Casa Rosada, donde contó, para mejor gobernar, con el auxilio de López Rega, un oscuro burócrata que se convirtió en el poder detrás del trono gracias a su prestigio en las artes de la brujería, a la compra de políticos y a que jefeaba una banda de asesinos para eliminar a sus enemigos. En estos términos, Buenos Aires venía a ser desde entonces como Managua.

35.  Perlongher, 1997, 202.



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Mientras tanto, el cuerpo había sido dejado en Madrid y los Montoneros ya se habían hecho cargo —junto con la Juventud Peronista— de la voluntad de lucha de Eva en el coreado «si Evita viviera, sería Montonera», extremándola en forma desorbitada. Sobre el eslogan y otros textos que el grupo llegó a publicar, Sigal y Verón concluyen: Uno de los aspectos fundamentales de la recuperación imaginaria de la historia, que constituye algo así como una última tentativa de la juventud por reencontrar la legitimidad de su posición de enunciación junto a Perón, pone en juego la figura de Evita: en torno a la imagen y la palabra de Eva Perón se elabora […] una de las maniobras claves para comprender este retorno exacerbado del pasado histórico en el presente de 1973. […] Convirtiendo a Evita en una ‘montonera’, la JP trata de apoderarse del lugar en el cual el discurso de vanguardia y el discurso de la lealtad incondicional pueden fusionarse en el plano simbólico, y abre así un espacio que sólo existe en la medida en que puede ser nombrado a través de la evocación de un mito».36

El grupo, una vez más, irá más allá del eslogan y las publicaciones protagonizando un nuevo operativo para exigir a Perón la repatriación del cadáver: resecuestran, ahora de la bóveda familiar, el cadáver de Aramburu;37 lo que obtendrían de Perón, en cambio, es que los arrojará a la marginalidad (origen de la guerrilla tucumana) el 1° de mayo de 1974, ya que cuando en la manifestación en Plaza de Mayo los sectores radicalizados juveniles comienzan a presionarlo contra la derecha sindical, él toma partido por ésta y los echa diciéndoles «Mercenarios imberbes. Imbéciles infiltrados por el marxismo»38 ante lo cual se retiran dejando desierta parte de la plaza, a partir de allí, Montoneros será un movimiento clandestino, con epicentro en Tucumán. Evita seguía imponiendo su voluntad, su cadáver seguía vivo y se incluía otra vez en la vida política —la realidad superaba una vez más a la ficción, contradiciendo el deseo del almirante Rojas— y, luego de la muerte de Perón, retorna a su país el 17 de noviembre de 1974 (bajo la custodia del mencionado Vanni, quien viajaría en el avión con «ella» en la repatriación), por obra de «Isabelita», la cual, según Llorca: […] envía una misión especial que sale el 14 de noviembre, jueves, a las 8:30 en un avión fletado por Aerolíneas Argentinas y una delegación compuesta por 36 personas, bajo la dirección de José López Rega, que emprende un viaje a Europa. Solamente Rega sabe la misión que han de cumplir. Después de recorrer varias ciudades europeas, en una acción de despiste, el avión aterrizó 36.  Sigal y Verón, 1986, 188 y 192. 37.  Fraser y Navarro, 1996, 191; Dujovne Ortíz, 1995, 315. 38.  Crespo, 1980, 427.

108 Cecilia M. T. López Badano en Barajas el día 15, López Rega era portador de una carta de Estela Martínez de Perón dirigida a Franco. Se acercaba el segundo aniversario del retorno de Perón. Se quería trasladar el féretro de Eva para que reposara junto al de su marido en Los Olivos.39

Estos hechos se dan ya en el marco de la sanguinaria existencia de la Triple A y del descontrol de la guerrilla, que culminarán en nuevo golpe militar (24 de marzo de 1976) con las secuelas conocidas de represión, saqueo nacional y muerte. Los militares le restituyen definitivamente el cuerpo a su familia el 22 de octubre de 1976, entonces quedará por fin enterrado a varios metros de profundidad y, según Martínez en la mencionada serie para el diario El País, bajo tres placas de acero «cada una de las cuales tiene una cerradura con claves de combinación», en el oligárquico cementerio de Recoleta, en la discreta bóveda 56. Esa bóveda hoy en día no concita atención nacional más allá de algunas visitas nostálgicas, y de figurar, a partir del film de Parker, en las guías turísticas ciudadanas, lo que hace que algunos extranjeros de diversas procedencias se acerquen, quizás buscando más a Madonna que a Eva Perón. Fraser y Navarro dan una acertada descripción del panteón: It is an outwardly unimpressive tomb, but it is more than it appears to be. There is a trapdoor in its marble floor leading to a compartment which houses two coffins; and under that compartment, there is another, to which a second trapdoor gives access. Evita’s coffin is in the lower compartment. The installation only key to it. It is said to be proof against even the most ingenious grave-robbers and capable of whitstanding any bomb attack, even a nuclear one. It reflects a fear: a fear that the body will disappear from the tomb and that the woman, or rather the myth of the woman, will reappear.40

Tal vez ese viaje hacia Recoleta haya sido el último y sólo su mito siga escapando de donde ya nadie intenta perturbar su quietud, pero cuando llegó allí, su cáncer ya había hecho irreparable metástasis en la nación. La metáfora, que quizás puede parecer exagerada y subjetiva, fanáticamente contraria al peronismo, nos viene sugerida por un texto de Kristeva: El cadáver (cadere, caer), aquello que irremediablemente ha caído, cloaca y muerte, trastorna más violentamente aún la identidad de aquel que se le confronta como un azar frágil y engañoso […] así como un verdadero teatro, sin disimulo ni máscara, tanto el desecho como el cadáver, me indican aquello que yo descarto permanentemente para vivir. Esos humores, esta impureza, esta mierda, son aquello que la vida apenas soporta, y con esfuerzo. Me en39.  Llorca, 1980, 294. 40.  Fraser y Navarro 1996, 192.



La novela histórica latinoamericana entre dos siglos 109 cuentro en los límites de mi condición de viviente. De esos límites se desprende mi cuerpo como viviente. Esos desechos caen para que yo viva, hasta que, de pérdida en pérdida, ya nada me quede, y mi cuerpo caiga entero más allá del límite, cadere-cadáver. Si la basura significa el otro lado del límite, allí donde no soy y que me permite ser, el cadáver, el más repugnante de los desechos, es un límite que la ha invadido todo […] El cadáver —visto sin Dios y fuera de la ciencia— es el colmo de la abyección. Es la muerte infestando la vida. Abyecto. Es algo rechazado del que uno no se separa, del que uno no se protegé de la misma manera que de un objeto. Extrañeza imaginaria y amenaza real, nos llama y termina por sumergirnos.41

Pero es necesario, para legitimar nuestra aparentemente hiperbólica interpretación acerca de la metástasis, que el lector tenga en cuenta también que, en su último discurso, pronunciado el 1° de mayo de 1952, cuando era ya por completo conciente de su cáncer y de que pronto moriría, Eva dijo: «Yo le pido a Dios que no permita a esos insensatos levantar la mano contra Perón, porque ¡guay de ese día! Ese día […] yo saldré con el pueblo trabajador, viva o muerta, yo saldré con las mujeres del pueblo, yo saldré con los descamisados de la patria, para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista», palabras que retoma Feinmann sobre el final de su guión cinematográfico, filmado por Juan Carlos De Sanzo en 1997 con el protagonismo de una estupenda Esther Goris. Hoy en día, efectivamente, de aquella Argentina no quedan en pie ni los ladrillos, aunque no podamos determinar empíricamente y con exactitud cuál fue la participación del fantasma de Evita en ello, mientras, el «culto evitista» va cambiando, como señalan Martuccelli y Svampa: La evocación de Evita […] se expresa como una devoción sin falla. Pero, a pesar de esta permanencia, en la actualidad se percibe una variación importante, producto del desapasionamiento progresivo de la vida política e ilustrado por la pacificación de los debates o de las actitudes hacia la persona de Evita. Esta se evidencia en la ruptura que se establece entre las personas de edad y las generaciones más jóvenes que, sin significar el fin de la presencia de Evita en los discursos populares, señala su inserción en un registro diferente. […] Más allá de los clivajes ideológicos que algunos [testimonios] han intentado establecer, lo que resalta en el recuerdo de Evita es el vínculo establecido con lo político.42

41.  Kristeva, 1989, 10-11. 42.  Martuccelli y Svampa, 1997, 321.

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Lecturas críticas de la novela En mi propia obra me he esforzado por trabajar en los márgenes de la historia para averiguar, en el otro lado de la frontera, qué pasa con la verdad de un personaje real cuando se lo investiga a través de la ficción y qué pasa con la verdad de un personaje ficticio cuando entra en el espacio de la realidad, tal como lo haría un ser vivo. Tomás E. Martínez, «Historia y ficción: dos paralelas que se tocan».

Santa Evita ha sido traducida a numerosas lenguas y actualmente, a varios años de su aparición, cuenta ya con algunas lecturas críticas además de las que iremos mencionando a lo largo del trabajo (Oviedo, Salem, Corpa Vargas, Vargas Llosa) planteadas en artículos, parágrafos de libros, tesis y disertaciones. Entre estas últimas, sólo en Estados Unidos se registran seis que toman el tema, cinco de ellas consideran la novela de Martínez, la restante, de 1985, considera las transformaciones de nombres y apelativos de Eva María Ibarguren que van marcando su identidad hasta devenir «Santa Evita» después de su muerte: Burchett, Brenda H. Transforming Eva Perón, from Eva María Ibarguren to Santa Evita: A burkean perspective. University of Maryland College Park. De las cinco restantes, la de María Gabriela Muñiz es de Master y contempla las diversas perspectivas desde las que el personaje de la novela es construido, cómo ha incidido la globalización en ello y cómo se despliegan en la novela los diferentes estratos culturales de la sociedad que, a su vez, resignifican la imagen de Eva en cada interpretación (marginalidad, autoritarismo, patriarcalismo y globalización), combinados en un texto mutante:«Santa Evita»: La imagen polifacética. Texas A & M University Kingsville, 2000. Entre las cuatro tesis doctorales, la de Griselda Zuffi (actualmente publicada bajo el título de Demasiado real, Corregidor, 2004) se dedica en exclusividad a la obra de Tomás Eloy Martínez y tiene un capítulo para Santa Evita, en ese momento, de aparición reciente. Ese texto se retrabaja en su artículo publicado al respecto, Tras los silencios de la historia. La narrativa «post» testimonial de Tomás Eloy Martínez. Pittsburgh, 1996, del que tomaremos algunos otros conceptos más adelante y presenta la obra del escritor a través de los cruces entre biografía, narrativa testimonial periodística, cuestiones de género y ficcionalización de la historia para concluir acerca de las diferencias entre la narrativa del boom y la del «postboom» en su uso de las figuras dictatoriales mitificadas. Las otras tres también le dedican un capítulo a Santa Evita, pero en relación con otras novelas contemporáneas de temática histórica. En orden cronológico, estas disertaciones son la de Magdalena Perkowska-Álvarez: Historias



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híbridas: el postmodernismo y la novela histórica latinoamericana, 19851995, Rutgers, New Brunswick, 1997, donde la perspectiva se aborda desde la postmodernidad en América Latina, entendida como redefinición del espacio histórico propio, en desafío de teorías americanas y europeas que plantean la cancelación de la historia en la postmodernidad. En su capítulo 4°, se analiza la resignificación de la historia argentina partiendo de la obsesión con el cuerpo de Eva Perón y, a su vez, éste como intertexto que materializa la heterogeneidad social local y la complejidad de su imaginario colectivo. En la de Alejandro Susti:«Seré millones» Eva Perón: melodrama, cuerpo y reinvención. Johns Hopkins University, 2000, se analiza el «fenómeno» Eva Perón a través de examinar un repertorio vasto, tanto de textos narrativos como de artefactos culturales a través de los cuales su figura es reinventada. Parte de la revisión histórica de la apropiación, por parte del peronismo, del imaginario popular a través del aparato propagandístico (radioteatro, discurso político y propaganda radial), para discutir luego cómo estos modos retórico-narrativos han afectado la interpretación de la vida de Eva; focaliza entonces su análisis tanto en las mencionadas novelas de Posse y Martínez como en la citada biografía de Dujovne Ortíz, pasando luego a la consideración del culto «evitista» en torno a su muerte. La disertación de Leticia Romo Autor y lector: representación de la realidad en tres novelas del post boom. University of North Carolina at Chapel Hill, 2001, como su título lo indica, se inclina por analizar la problemática de la relación autor-lector creada dentro de algunos textos contemporáneos, entre los que considera también a Santa Evita, para concluir acerca de cómo la expansión del rol del lector, el crecimiento del uso de multimedia como parte del texto y la reevaluación de la «objetividad» del discurso histórico en la literatura latinoamericana contemporánea han llevado a los escritores tratados a cuestionar y borrar la diferencia entre ficción y realidad. Entre las lecturas locales argentinas, puede rescatarse la de Norberto Galasso43 como paradigmática de la arcaizante exigencia de realismo positivista sobre la novela histórica contemporánea. Éste, desde su desaforado peronismo, no compartiría en absoluto la opinión acerca de la «objetividad» de la novela respecto de Eva que sustentaremos en nuestro análisis. En capítulos de su libro como «La conveniencia de novelar a Perón»; «Evita convertida en Santa» o «También la Santa va al infierno» se ocupa de intentar lapidar la escritura de Martínez, mientras lo que en realidad queda de manifiesto a través de sus reclamos positivistas respecto de «la verdad», es que no puede remontar la altura estética del texto. 43.  Es autor de Discépolo y su época, de 1967, Vida de Scalabrini Ortiz, de 1970 y, junto con J. J. Hernández Arregui, Del peronismo al socialismo, de 1986.

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El escritor representa una buena muestra de lo que pasa entre «los acólitos» cuando una imagen de Eva no responde exactamente a la creada oficialmente por el peronismo; por ejemplo, respecto de la escena en que, por boca del peluquero, se cuenta la fuerte discusión entre Perón y Eva luego de la manifestación popular que exige el nombramiento de ella como vicepresidente, donde Perón frena su ímpetu acerca de ser nombrada señalándole su enfermedad: «Tenés cáncer. Estás muriéndote de cáncer y eso no tiene remedio» dice: Martínez excede aquí los límites que un creador literario debe imponerse cuando los protagonistas de sus novelas son personajes históricos La novela histórica, al humanizar a los protagonistas del pasado, los acerca al lector pero sus defectos o virtudes deben fundamentarse en datos ciertos, no en odios personales. Seguramente, el diario La Nación provocaría un escándalo si en una biografía de Mitre, éste apareciese pinchándole un ojo a un adolescente, pues si bien Don Bartolo fue responsable de la muerte de miles de gauchos en el interior, la fantasía del novelista no puede adjudicarle un horror de ese tipo que, aunque sea ficción, impacta al lector y se graba en su memoria, mezclando realidad y fantasía. Del mismo modo, la crueldad extrema con que se pinta a Perón en esta escena, excede lo tolerable en un novelista e ingresa lisa y llanamente en el «calumnia, que algo queda», usado por políticos o intelectuales al servicio del odio internacional.44

No compartimos la apreciación de «crueldad extrema» sobre esa escena —que Feinmann retomará de manera similar en su guión: «estás enferma, Chinita. Tenés cáncer, carajo ¡tenés cáncer!»— excepto que consideremos cruel la violación del tabú de nombrar el cáncer. Si de una evaluación «cuantitativa» de la intensidad de la crueldad se tratara, sin duda, Onetti va más lejos, cuando en «Ella» se refiere a Eva diciendo «aquellos litros de morfina dejaron de respirar». Las palabras de Galasso revelan que aún persiste en ciertos sectores conservadores (como fue siempre el peronismo —un conservadurismo populista ¿o «popular»?—) una exigencia arcaica de apego a los archivos y registros documentales para la novela histórica moderna, en el sentido de la novela histórica tradicional —que, cuanto mucho, se permitía el desplazamiento temporal o la elipsis para recrear fielmente el pasado como el lector podía concebirlo—. Martínez en esa escena crea el documento «llenando agujeros negros» e inventa el relato de la reunión de la CGT de agosto del 51, narrada por el peluquero Alcaraz, a quien, éticamente, previo a la escritura, le explica la escena y le pide su autorización para usar su nombre. El peluquero, ya viejo y enfermo, asumiendo sus limitaciones se comportó con mucho más tino que algunos críticos esencialistas: «Su descripción es errónea», le dijo al autor. «¿Cuál es 44.  Galasso, 1996, 31-32.



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el error?». «Nunca fui tan inteligente» respondió Alcaraz, y luego firmó la autorización sin leer aún el texto».45 Para cuestionar la imagen «no oficial» de Evita, Galasso hace también atribuciones erróneas, como es la de adjudicarle un texto polémico de Copi a Martínez, cuando es su propia lectura fanática la que pierde el hilo con que el autor entreteje el cadáver exquisito a través, también, de las palabras de Copi creando a su Eva, ya que Martínez dice claramente en la página 199 de Santa Evita: «Hace muchos años vi en París Eva Perón, una comedia —¿o drama?— de Copi. Ya no me acuerdo de quién hacía de Evita. Me parece que Facundo Bo, un travesti. Grabé durante uno de los ensayos o copié de Copi un monólogo en francés que luego él me tradujo con los residuos de lengua que le quedaban [...] Era así más o menos» [...] Cabe aquí una breve explicación sobre la ambigua interpretación que podría dársele en esta cita a «residuos de lengua»: si bien Copi era argentino, fue llevado de niño a París (nació en una familia adinerada, que huyó de Perón), donde se escolarizó y retornó al país solo entre los 15 y los 22 años. Su español nunca fue tan perfecto como su francés (en París llegó a la cúspide de su producción y murió de SIDA inmediatamente después de recibir el Premio de la Ville de París al mejor autor dramático, también a los pocos días de cumplir 48 años, en 1987). A continuación de lo aquí citado, Martínez sigue con el texto de Copi (la visión teatral de Eva desde la óptica gay, de la que ya hemos señalado aspectos en III.3.b) que, con escasas modificaciones, aparece en la reciente traducción y publicación de la obra teatral original. El fragmento que Galasso le atribuye a Martínez para criticar su visión de Eva es exactamente: «Iba a las villas miseria, repartía billetes y les dejaba todo a los grasitas: mis joyas, el auto, mis vestidos. Volvía como una loca, toda desnuda en el taxi, sacando el culo por la ventanilla».46 Al perder ese hilo, Galasso hace una lectura lineal, conservadora, impropia del «lector modelo» (pensamos en Lector in fabula, de Eco) al que apunta Martínez; busca un texto de discurso autoritario, pensado en términos de verdades esenciales e indiscutibles, que clausure toda ambigüedad y suponga un receptor pasivo, entonces deja de percibir que esa Eva es traidora y héroe al mismo tiempo, mostrando así claramente que, en Argentina, sucede con los peronistas y las versiones no «oficiales» de Eva lo mismo que sucede con la Iglesia y los creyentes fundamentalistas respecto de todas las interpretaciones no convencionales de Cristo. Lo que queda de manifiesto en esta tensa defensa de un criterio de verdad que controle la escritura —y la lectura— es lo que ya había afirmado lúcidamente J. J. Saer años antes: 45.  Martínez cit. en Bach, 1998, 19-20. 46.  Martínez, 1995, 199; Copi, 2000, 81; Galasso, 1996, 38.

114 Cecilia M. T. López Badano El criterio de verdad histórica, entendido como control de la representación directa de la realidad histórica en las obras literarias, es más bien una petición de principio: quienes lo manejan, saben ya cuál es la realidad histórica que desearían ver representada, o sea que cierta concepción de la realidad histórica es ya parte constitutiva de la tentativa de verificación de la realidad en las obras lliterarias.47

Lo dicho pone de manifiesto que estas lecturas sobre novelas históricas, en su búsqueda positivista de una «verdad», a la que de modo subliminal relacionan con la ética, equivocan el ámbito de esa petición ética al perder de vista la cuestión de la legitimidad en relación con el género del texto producido (novela versus historia), ya que, como indicara Ludmer: No se puede separar la farsa de la verdad de su textualidad política, porque siempre supone algún tipo de representación estatal o institucional que la enuncia y a la que se dirige. Y sólamente allí constituye delito. Pero tampoco se la puede separar de su textualidad literaria, porque coincide con la definición de ficción y allí no es delito. La farsa de la verdad es el lugar donde lo político, lo jurídico, lo cultural y lo literario se funden y dividen a la vez, por el eje de la legitimidad. Es ilegítima en el campo del Estado y legítima en el campo del arte y la literatura y hasta la define.48

Sin considerar ese juego ambivalente, trazado en el borde entre mentira y verdad para atacar las ilusiones realistas, es imposible penetrar el sentido del relato histórico-estético que constituye Santa Evita, su potencial lúdico y su carácter de denuncia política y reflexión historiográfica. En el exterior, una de las lecturas críticas llamativa por su negatividad es la que el New York times hizo a través de su especialista, Michiko Kakutani, en el 96, cuando la novela apareció en inglés. The first thing that occurs to the reader of Tomas Eloy Martinez’s new novel, Santa Evita, is why did it take so long for someone to write an ambitious postmodern novel about Eva Peron? [...] The second thing that occurs to the reader of Santa Evita is that it’s a pity the novel isn’t better. Although Mr. Martinez’s narrative is enlivened by some magical and highly perverse set pieces, though it possesses moments that genuinely illuminate the bizarre intersection of history, gossip and legend, the novel as a whole feels leaden and earthbound. In the end, it gives the reader neither a visceral sense of Evita’s life nor an understanding of the powerful hold she has exerted on her country’s imagination. [...] The word Evita, Mr. Martinez observes in another chapter, comes from the verb «To avoid. To evade. To elude». In the case of this novel, Evita not only 47.  Saer, 1989, 112. 48.  Ludmer, 1999, 2-3.



La novela histórica latinoamericana entre dos siglos 115 manages to elude the machinations of the military officers who longed to dispose of her corpse, but also eludes the imagination of Mr. Martinez.

Si lo único que se buscaba en el texto era un poco de perversión y necrofilia al estilo de un gótico Sade postmoderno, habría sido mejor leer un best seller contemporáneo de vampiros. Si se buscaba un retazo de «verdad» histórica que aclarara el mito-enigma nacional argentino de Evita, bastaba con la banalización del tema en el film de Alan Parker (peligrosamente parecido, en los aspectos ideológicos que simplifica, al maniqueo ideario norteamericano sobre ella, o a las biografías melodramatizadas para hispano-americanos lectores del Miami Herald, al estilo de la de Eunice Castro). No era necesario leer («profanar», si aprovechamos el contexto de santidad creado paródicamente) una novela pensada desde la más exquisita sabiduría literaria, menos, cuando se confiesa haberla leído en una awkward translation. Por esa técnica estética que me llevará tantas páginas describir —la que crea la eficacia de la novela en relación con su libertad creativa—, diría que es imposible hacer una crítica del valor literario de Santa Evita sin saber algo de literatura latinoamericana, y es imperdonable cuando esas críticas ligeras se hacen en un diario como el New York Times. Si alguien se doctoró en literatura comparada con una tesis sobre «La construcción de la imagen del árbol en la literatura contemporánea» (por elegir un ejemplo al azar), leyendo textos en traducción inglesa, y sin conocer acabadamente el entorno cultural que los produjo, es prácticamente imposible que pueda comprender el valor estético de una obra escrita con toda la sabiduría literaria hispanoamericana del siglo xx. Seguramente Carlos Fuentes sabe algo más de cultura, historia y literatura latinoamericana que Kakutani, por eso es llamativo el resultado de oponer a la crítica del New York Times el panegírico cierre de su nota crítica en La nación, cuando apareció la novela y la leyó seducido —¡en la lengua original en que fue escrita!—: Alucinante novela gótica, perversa historia de amor, impresionante cuento de terror, alucinante, perversa, impresionante historia nacional à rebours Santa Evita es todo eso y algo más. Es la prueba del aserto de Walter Benjamin: cuando un ser histórico ha sido redimido, se puede citar todo su pasado, tanto las apoteosis como los secretos.

Una opinión similar a la de Fuentes expresa Alberto Manguel, investigador de la historia de la lectura cuyo padre fuera embajador en Israel durante el gobierno de Perón: What he has accomplished is, in my opinion, the most powerful work of fiction to come from Latin America since the publication of One Hundred Years

116 Cecilia M. T. López Badano of Solitude. «Work of fiction» is a misnomer: Martínez uses the devices of the novelist but only to better establish his facts, in the tradition of Jules Michelet or Lytton Strachey. This artful telling allows him to grasp Evita´s huge myth, made up of historical events that have since echoed and grown in the popular imagination, and give it a coherent narrative shape. Thanks to Martínez, Santa Evita now has the verisimilitude of fiction. […] Astonishing, intelligent, horrific, humorous, compassionate, in Santa Evita Martínez has told a story more rivetting than any tabulation, and in the process he has reinventend a country and its heroine far beyond the mere circumstances of one person and one place.49

Otros comentarios críticos que pueden oponerse al de Kakutani, escritos, sin duda, con tanto conocimiento de la cultura latinoamericana como el de Fuentes y el de Manguel, son los de dos críticos y profesores en la academia norteamericana: David Foster (Arizona) por un lado y, por el otro, Andrés Avellaneda (Florida) quienes, también la han leído en la lengua original. El primero, dice: […] «Santa Evita, sin duda el mejor tratamiento ficcional de Eva Perón hasta la fecha» y habla también de: […] la textura delirante del relato de Martínez, en donde hecho y ficción, análisis sobrio y fugas grotescas, le dan vuelta al obsesivo fetichismo del que el cuerpo […] ha sido objeto entre todos los interesados […] Aunque hay otras fuentes de información sobre este relato necrófilo […] nadie lo ha contado con el mismo grado de humor negro que Martínez.50

El segundo señala: […] la novela Santa Evita […] donde las apasionantes peripecias del cadáver desaparecido a partir de la misión Köening […] palidecen ante la pesquisa de un narrador/detective que se plantea entender la entera historia del país al descifrar el destino del cadáver. El cuerpo muerto de Eva se convierte así en clave viviente, de modo que de la interpretación del destino-en-curso del cadáver dependa el de los seres vivos que pueblan Argentina; y si el cadáver mata, lleva a la perdición de muchos, también hace vivir, rescata a quienes, recreándolo, pueden vampirizarlo, como el narrador en su escritura.51

Esa seducción arrasadora de la historia y de la propia novela, arrasó también con el crítico español Migel Mora, que prologa su reportaje al escritor en El País de este modo:

49.  Manguel, 1997, 68 y 70. 50.  Foster, 1999, 530. 51.  Avellaneda, 2002, 128-129.



La novela histórica latinoamericana entre dos siglos 117 [Tomás Eloy Martínez] Te envuelve en su red de palabras y no hay forma de escaparse. Lo sigues absorto, y basta. Más o menos lo mismo pasa leyendo Santa Evita, esa novela mito que suma y trasciende los influjos de su protagonista y de su autor y te atrapa desde el primer párrafo. Martínez dice que «la literatura es un juego entre verdad y mentira, y que lo importante no es qué es verdad o mentira, lo importante es el juego». Y eso hizo Santa Evita: lo que era mentira antes de que se publicara la novela, en 1995, se convirtió en verdad, y lo que era verdad se volvió mentira. Mentiras o verdades en todo caso irresistibles: el libro se ha publicado ya en al menos 35 países, ha seducido a cientos de miles de lectores y amenaza claramente con seguir ejerciendo su poder más allá del tiempo, de su autor y quizá de su protagonista.

Ante este contrapunto crítico que puede establecerse entre quienes conocen una cultura y una lengua y quienes no, y dejando de lado las exigencias positivistas, cabe aquí, para cerrar, una pregunta: ¿puede una novela histórica interesar a quien no le importa la comprensión del entorno que produjo los propios hechos que se relatan en ella? ¿a quien lee un palimpsesto sólo como la irrelevante receta escrita en su capa superficial?. Posiblemente, la respuesta más frecuente sea «no». En cuanto a la respuesta de la primera pregunta que formula la crítica de Kakutani —«why did it take so long for someone to write an ambitious postmodern novel about Eva Perón?»— nos llevará varias páginas responderla; esperamos que nuestras razones sobre una estética compositiva que tomó años de esfuerzo creativo producir, queden claramente expuestas y resulten convincentes. Cabe señalar que este apartado acerca de las lecturas críticas, se había cerrado a fines del 2003; ahora, para su edición española, la revisión de actualización efectuada indica otros textos —sin duda, sobre Eva Perón han aparecido muchos más, pero nos centraremos sólo en los que tocan la literaturización de Eva, y en particular, consideran en algún punto la novela de Martínez— por ejemplo: la Dra. María José Punte, que ya en 1997 había publicado un artículo acerca de las novelas de Martínez y de Posse sobre Evita al que nos referiremos más adelante (En b. Literatura y metaliteratura nacional en Santa Evita: de la tierra infernal de la barbarie al cielo de la civilizada canonización) publica en Tel Aviv, en el 2004, un artículo titulado «La novela en la encrucijada de la historia: una nueva lectura del peronismo en la narrativa argentina» —centrado en particular en la narrativa de los 80— que expande a texto crítico y lo publica en 2007 con el título de Estrategias de supervivencia: tres décadas de peronismo y literatura, donde trata de responder la pregunta sobre qué sucede con la petición de verdad cuando lo que se ficcionaliza es la historia, y lo hace ejemplificando a través del peronismo en la historia nacional argentina. Aparece también la tesis de Eric Michael Jiménez, en el Departamento de Castellano del Harverford College, del 2004, enteramente dedicada a las rela-

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ciones entre el cuerpo de Evita y sus efectos sobre los personajes de la novela, pero escrita en un español de principiante e imbuida de cierto desconocimiento cultural que se suple con bibliografía. Más informada, madura —apasionada en su escritura— resulta la tesis doctoral de Susana Rosano —con quien he compartido algunas mesas de conferencias sobre el tema en USA, cuando ambas éramos estudiantes de postgrado— presentada con el título de Rostros y máscaras de Eva Perón: Imaginario populista y representación (Argentina, 1951-2003) ante la University of Pittsburg en abril del 2005, y actualmente publicada por la editorial rosarina Beatriz Viterbo. Retoma allí una hipótesis del combativo escritor y profesor David Viñas: los textos que representan a Eva responden a la escritura de La razón de mi vida (la pseudoautobiografía de Eva Perón de la que nos ocuparemos en otros apartados) des-escribiéndola y dándole un nuevo giro, en donde lo melodramático continúa siendo central. Los libros y las películas que la toman por personaje se encargan de exasperar su mito. Entre las virtudes de esta tesis —escrita por quien ha padecido la historia argentina en carne propia, ya que su hermano es uno de tantos desaparecidos (asesinados políticos) por ser militante— está la reposición de los contextos de producción y recepción de los textos ficcionales con los que trabaja, lo que le permite trazar las distintas visiones de Eva, de 1960 a 1990, y relacionar cuerpo y política, según ella, uno de los logros originales del peronismo, que vincula también con el melodramatismo a través del cual los textos logran descentrar la imagen tradicional femenina de madre biológica para alcanzar la de maternidad simbólica del pueblo. En el 2004 se distribuye Cuerpo femenino, duelo y nación: un estudio sobre Eva Perón como personaje literario, de Bibiana Paula Plotnik, profesora en la Oglethorpe University, del estado de Atlanta, en los Estados Unidos. Allí la autora recorre exhaustivamente veintitrés obras literarias (cuentos, novelas, poemas, teatro; no pasa por los films, como Rosano) que a lo largo de cuarenta años en Argentina tuvieron a Eva como personaje. Si bien Plotnik es Dra. en Letras, también es psicóloga, por lo que en su texto adquiere importancia relevante la revelación de un imaginario nacional multiforme que se manifiesta a través del lugar simbólico que ocupa Eva como personaje en cada una de esas producciones literarias: del deseo desplazado al desajuste de la utopía fracasada con su muerte, se muestra el gesto melancólico nacional que perpetúa en la escritura lo irremediablemente perdido: no sólo un cuerpo, sino un ideal moderno de equidad social. Como veremos a continuación, el peronismo es uno de los fenómenos políticos relevantes de la historia argentina del siglo xx, de modo que seguirá concitando interpretaciones. Aquí hemos tratado de dar cuenta al menos de los que consideran a la novela en cuestión.

Capítulo III

LA NOVELA



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El cadáver personaje y sus relaciones con el canon latinoamericano Quiero que mi literatura sea como un cordón umbilical que demuestre que Argentina es parte de Latinoamérica, y no como la tradición ensayística intelectual argentina asegura, un fragmento desprendido e ignorado de Europa. Tomás Eloy Martínez, reportaje de Griselda Zuffi.

En cuanto a las consideraciones sobre la novela, puede decirse que Santa Evita es, ante todo, un texto de difícil clasificación; ya como texto histórico, ya como texto literario, transgrede las categorías del género novela histórica en su sentido canónico. Aunque sus rasgos temáticos y estilísticos impiden, a su vez, apartarla de éste, son los encargados de insertarla en una concepción postmoderna de la historia novelada —aquella concepción que rastrea y se alimenta en la conflictiva de su propio origen—, idea que también analizaremos. Carlos Fuentes, en el mencionado artículo periodístico, da una visión sintética y acertada del propósito del autor: Tomás Eloy Martínez vuelve a los surtidores mismos de esta paradoja latinoamericana, [la de que la realidad supere a la ficción] para recordarnos, primero, que en ella se encuentra el origen de la novela; enseguida, para someter la paradoja a la prueba de la biografía (la vida y muerte de un personaje histórico, Eva Perón), y finalmente para devolver una historia documentada y documentable a su verdad verdadera, que es la ficción.

Situándola en el canon de la ficcionalización de la historia latinoamericana, de Santa Evita puede decirse lo mismo que ha dicho Julio Ortega sobre algunas novelas biografistas latinoamericanas de las últimas décadas: Parten, justamente, de la ilusión de vida, o sea, del protocolo mimético [de] que presumen la biografía como memoria emotiva, la política como irracionalidad nacional, la historia como reescritura de la actualidad. Pero el contrato de lo verosímil, de lo creíble como una suspensión de lo no creíble, de lo objetivo como un mutuo relato, es precisamente el espacio revertido por estas novelas: se lo postula y sostiene para incluir al lector, pero pronto la mímesis cede ante la fuerza conflictiva de lo representado.

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El crítico advierte que, por ejemplo, en el metafórico canibalismo de Lituma en los Andes hay «un gesto del devoramiento de la novela por lo real»; podría decirse entonces que ese gesto se invierte en Santa Evita, donde el mito y la ficción devoran lo real. Asimismo, como él añade acerca de El general en su laberinto, también en nuestra novela objeto «el pasado no está terminado de hacerse, porque el origen es aún el modelo del porvenir. Así la ilusión de vida termina en réquiem, lo verosímil es una concertación de fantasmas»1 Una característica diferencial de Santa Evita respecto de gran parte de las novelas pertenecientes al género en su manifestación tradicional, es que la mayoría de éstas son historias de vida, de realizaciones, de triunfos o fracasos que van (aunque el orden cronológico del relato pueda alterarse en el orden artístico de su constitución —como en La muerte de Artemio Cruz—) desde el nacimiento del héroe cuya gesta se narra, hasta el momento de su muerte, donde el relato se corta porque se vacía la continuidad. Santa Evita, en cambio, es el relato de la historia de una muerte y una muerta, por lo tanto, la trama, a diferencia de la de cualquier novela histórico-biográfica, se construye en dos direcciones contrapuestas: la historia de muerte como culminación —que es una historia de vida, como cualquier biografía cerrada—, marcha hacia atrás; la historia de la muerta —la del cuerpo itinerante incorruptible, que lleva la (H) historia dentro—, avanza hacia adelante. Como historia de una muerta —de su cuerpo muerto— (historia en la propia cancelación de la historia) la novela es, en sí misma, un oxímoron: novela histórica dual en tanto que biografia (el ala amarilla de la mariposa soñada, como enseguida veremos) y negación de la biografía en la inauguración de una tanatografia (el ala negra), pero la tanatografía encierra la clave de la historia nacional reciente, ya que en ese cuerpo muerto-historia viva se responden las preguntas como «¿cómo hemos llegado a este punto?» y «¿qué hay en nuestro pasado que pueda explicar la actualidad?», buscando, a través de la estética del texto, que la empatía o la antipatía se transformen en comprensión. Como indica Gutiérrez Mouat: «la muerte no se narra para atrás sino para adelante, alejándose del tiempo de la biografía que fluye en sentido contrario y en el orden inverso al de la historia. Uno de los efectos de este procedimiento temporal es desvincular al sujeto de su biografía»,2 aunque señalaría que no comparto la idea de desvinculación de la biografía, sino más bien, la de una relación de funcionalidad multiplicadora respecto de ésta. Esta reunión de dos movimientos contrapuestos se manifiesta como estática conjugada en el presente del narrador, y en la página 65 se simboliza como imagen en el sueño en que percibe la Eva mariposa: 1.  Ortega, 1997, ambas citas en 92. 2.  Gutiérrez Mouat, 1997, 328.



La novela histórica latinoamericana entre dos siglos 123 Pasaron algunas noches y soñé con ella. Era una enorme mariposa suspendida en la eternidad de un cielo sin viento. Un ala negra se henchía hacia adelante, sobre un desierto de catedrales y cementerios; la otra ala era amarilla y volaba hacia atrás, dejando caer escamas en las que fulguraban paisajes de su vida en un orden inverso al de la historia, como en los versos de Eliot: En mi principio está mi fin./ Y no lo llamen inmovilidad: / alli pasado y porvenir se unen. / Ni movimiento desde ni hacia, / ni ascenso ni descenso. / Salvo por ese punto, el punto inmóvil.

Davies nota algo similar a lo señalado cuando dice «Evita personifies both eternity and transience, movement on the one hand and stasis on the other, as conveyed in the image of the butterfly with a black wing moving forwards and a yellow wing flying backwards».3 Además, puede agregarse que en esa construcción, Evita, en tanto que ala amarilla, vital, que marcha hacia atrás, es sujeto, mientras en tanto que ala negra, muerte, cadáver, es objeto, pero justamente es la relación entre estas dos visiones en la novela la que produce, como síntesis de su dialéctica, el engrandecimiento de su vida contada, como en las hagiografías, desde la dignidad póstuma de la canonización que, a su vez, se deconstruye aquí en parodia, apta para una santa pagana, arrabalera. Lo que hasta el momento se le ha escapado a la crítica es que esas dos direcciones tienen una clara significación borgeana: si el punto de comienzo de la historia es la agonía de Eva, uno de esos sentidos, el de la Eva-cadáver, la Eva objeto de la memoria que la recrea, es el de constituirse, para Martínez, en su Beatriz Elena Viterbo (nombre que ya en Borges aludía claramente a un Dante y a un Homero paródicos4 y a las mujeres que convocan, una, la memoria; la otra, la guerra) y, por el contexto de ese cuento, que se inicia con la agonía de Beatriz, Eva representa entonces —en su faz social— un Aleph en el que se contemplan las contradicciones de la historia argentina. La otra dirección —la de la Eva que retrocede a su infancia, la de la Evasujeto de su propia historia que obsesiona la memoria personal del escritor— va hacia la constitución de una Teodelina Villar que aluda a «El Zahir» —a su vez, uno de esos «seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente»—. Para corroborarlo, basta comparar las agonías en los inicios tanto de «El Aleph» como de Santa Evita y ver en «El Zahir» el tratamiento del tema de la muerte de la muchacha cursi que «buscaba la irreprochable corrección de cada acto» pero «las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de París o de Hollywood»:

3.  Davies, 2000, 417. 4.  En Respiración Artificial, uno de los personajes de la novela de Piglia afirma que el apellido «Daneri» del soberbio y narcisista escritorzuelo, es una deliberada contracción paródica de «Dante Alighieri» (157).

124 Cecilia M. T. López Badano La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo muríó, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un sólo instante ni al sentimentalismo ni al miedo […] comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella […] muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación.5 Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. Se le habían disipado ya las atroces punzadas en el vientre y el cuerpo estaba de nuevo limpio y sin lugar. Sólo la idea de la muerte no le dejaba de doler. Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope.6 El seis de junio murió Teodelina Villar. Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. […] En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores. En alguna etapa de la confusa noche del seis, Teodelina Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será tan memorable como ésta; conviene que sea la última ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores la dejé, perfeccionando su desdén por la muerte.7

No profundizaremos aquí, sino en el capítulo acerca de la influencia borgeana sobre la novela, en estos intertextos, pero con lo dicho, puede afirmarse entonces con Fuentes del artículo periodístico, que «Evita se muere. Pero muerta, Eva Perón va a iniciar su verdadera vida. Esta es la esencia de la alucinante novela de Tomás Eloy Martínez»; esa «esencia» es la historia melodramática de cómo «her death continues the theatre of her life»,8 por ello es que puede afirmarse la relación de funcionalidad con su biografía en lugar de su apartamiento y, que la novela es un oxímoron en tanto que historia de un cadáver. Podría decirse también —a través de estos paralelismos borgeanos— que Santa Evita es la historia de un cuerpo itinerante que identifica y define la locura ideológica de una nación. Dice Corpa Vargas que James Polk, al reseñar la novela, estima que esta creación de Martínez transforma la «locura» individual (incluyendo la del autor), en psicosis nacional y ella agrega: «el crítico extranjero se aproxima a una verdad histórica mucho más de lo que él mismo cree».9 Justamente es en ese cuerpo donde —como ha dicho Sarlo acerca del 5.  Borges, 1974, 593, 589 y 617. 6.  Martínez, 1995, 11. 7.  Borges, 1974, 589-590. 8.  Davies, 2000, 420. 9.  Corpa Vargas, 54.



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peronismo- «por primera vez en la historia coincide de modo sorprendente para todos, una identidad política con identidades culturales y sociales».10 Protagonismo, entonces, de un cuerpo nómade: el de la mujer a quien las diversas y contrastivas interpretaciones en torno al significado de la posesión de su momia luminosa, cargada de sentidos políticos, erigen, como se dijo, en un campo magnético-cadáver exquisito (Aleph y Zahir al mismo tiempo) que tuvo en vilo y erizado durante más de dos décadas, el destino nacional. Como protagonista, Eva personaje se inscribe así en una tradición literaria, ya que, como señala Perilli «desde Gálvez hasta Borges, desde Arlt hasta Rivera, todos nuestros escritores y artistas insisten en la construcción de un espacio artístico donde lo perverso, el mal y el poder se adjudican a enigmáticas figuras femeninas».11 Este cadáver-personaje es, en cierto sentido, también deudor de la desmesura del realismo mágico latinoamericano, y se aproxima, en algunas fases de su dimensión estética, a la insignificante madre soltera del dictador de El otoño del patriarca —otro cadáver itinerante, pero movido por la voluntad política de exhibición y no de ocultamiento— la descripción de cuya muerte y consiguiente sacralización mantiene, a su vez, una deuda con la historia de Eva Perón y su espectacular velatorio. Para explicar esta relación puede decirse que si bien la madre del dictador no es el personaje protagónico, brillante y multifacético que constituye Evita —y su momia— en la novela que abordamos —quizás porque no se representa ni es un personaje político como era Eva—, sí la descripción de sus exequias hecha por García Márquez tiene un deliberado parentesco con lo que fueron en la realidad los históricos funerales de Evita, y es precisamente él en aquel texto quien, a través de ese personaje, da una idea mágica de lo que ya había comenzado a suceder históricamente con Eva apenas muerta, marcando la ruta de la noción de milagro y santidad que se abrirá campo en la literatura posterior que la ficcionaliza. Dice García Márquez: Y era que su madre de mi vida Bendición Alvarado había acabado de respirar, y entonces desenvolvió el cuerpo nauseabundo y vio en el resplandor tenue de los primeros gallos que había otro cuerpo idéntico con la mano en el corazón pintado de perfil en la sábana, y vio que el cuerpo pintado no tenía grietas de 10.  Sarlo, 2001, 38. Esta cita, breve y utilísima para contextualizar el peronismo, continúa así: «Por primera vez se incorporan a la esfera pública nacional los habitantes de las provincias más lejanas. En este sentido, y no sólo en un sentido ideológico que habría que discutir en profundidad, el peronismo es nacionalizador. En el curso de diez años, casi nadie queda fuera de una máquina gubernamental extensa y gestionada eficazmente como agencia cultural y política. No se puede exagerar el impacto del peronismo en la sociedad argentina de los últimos cincuenta años. Partió el campo intelectual y cultural con un corte nítido de profundidad inédita y, en muchos casos, irreversible». 11.  Perilli, 1995, 17.

126 Cecilia M. T. López Badano peste ni estragos de vejez sino que era macizo y terso como pintado al óleo por ambos lados del sudario y exhalaba una fragancia natural de flores y por mucho que lo restregaron con caliche y lo hirvieron en lejía no consiguieron borrarlo de la sábana porque estaba integrado por el derecho y por el revés con la propia materia del lino, y era lino eterno.12

Se inicia así el mito divino que el dictador aprovecha para obligar al pueblo a la veneración (deuda intertextual también con el cuento «El simulacro», de Borges, que García Márquez seguramente conocía), y que es el mismo mito de santidad, por cierto construida y manipulada voluntaria e involuntariamente, que se asocia a la figura de Eva en la creencia popular y se teje desde su «homérico» funeral, sólo que en García Márquez, la desmesura mágica surge de la propia insignificancia del personaje, mientras que en el funeral histórico de Eva, pretende exaltar la propia «desmesura» innovadora de su obra política. Por todo lo dicho, Santa Evita es entonces la epopeya de una heroína «postfuneraria», construcción de la historia donde ya no era previsible la historia, y por ello mismo, novela histórica e historiográfica —entendiendo en ello su abordaje de versiones diferentes— diversa; como la contratapa de la edición de Seix Barral anuncia, «el personaje central de esta novela es un cuerpo. Un cuerpo que, con la muerte, cobra una dimensión inesperada y redefine en forma mítica a la mujer que fue en vida». Podría agregarse que la muerte no sólo redefine a la mujer pasada, sino también a la nación futura, cuando ese perturbador cadáver embalsamado al que es imposible ya convertir en detritus, fantástico además por sublevado e insurrecto, se torna símbolo de la resistencia peronista, de la división nacional silenciada y encubierta, de lo que pretendía dejarse, de algún modo, fuera de la historia que se imponía como oficial, es decir, en metáfora de la presencia insoslayable del pasado en el presente. Así, ese cuerpo, de exótico e imprevisible destino, muerto pero aún rebelde, cuyo periplo describe Martínez ya en 1995, amansado ¿definitivamente? en su destino final de yacer en el principesco cementerio oligárquico y grandilocuente de Buenos Aires, es también, enterrado bajo acero, una parábola del peronismo devenido sumiso menemismo vendido (regalado) a la rapiña de la oligarquía local. Como más tarde dirá su autor: «Cada vez que las sociedades están a punto de cambiar de pie, los primeros síntomas de ese cambio aparecen en las novelas. La imaginación fue siempre más rápida que la realidad […] En la novela es posible descubrir los modelos de realidad que se avecinan y que aún no han sido formulados de manera conciente».13

12.  García Márquez, 1975, 137. 13.  Martínez, 2002, 32.

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Por ello la novela prefigura la pacificación —oligárquica domesticación— del peronismo del mismo modo que Walsh, en su cuento sobre el secuestro del cadáver, había prefigurado el destino de tortura y muerte de los desaparecidos, destino que a él le tocó encarnar, asesinado en la calle por militares, sin la suerte final salvadora del cadáver de Eva. Veamos entonces cómo se trabajará al personaje para lograr los fines propuestos. En el tercer capítulo, entre las páginas 61 y 62, el autor presenta así a su futura/o protagonista: A medida que me iba hundiendo en las parvas de papeles, descubría más y más indicios de que los cadáveres no soportan ser nómades. El de Evita, que aceptaba con resignación cualquier crueldad, parecía sublevarse cuando lo movían de un lado a otro. […] Las almas tienen su propia fuerza de gravedad: les disgustan las velocidades, el aire libre, el ansia. Cuando alguien rompe los cristales de su lentitud, se desorientan, y desarrollan una voluntad de maleficio que no pueden controlar.

El relato se construye, a partir de allí, como cadáver exquisito estético de todas las interpretaciones de Eva —idea sobre la que retornaremos más adelante— y se erige sobre un cuerpo muerto en el exacto sentido que Elena Garro poetiza en Los recuerdos del porvenir: «No todos los hombres alcanzan la perfección de morir, hay muertos y hay cadáveres, y yo seré un cadáver», se dijo [Dorotea] con tristeza; el muerto era un yo descalzo, un acto puro que alcanza el orden de la Gloria; el cadáver vive alimentado por las herencias, las usuras y las rentas».14 De esto nos da la pauta el autor cuando coloca como primer epígrafe una cita de Sylvia Plath, de «Lady Lazarus», 23-29 de octubre de 1962 que dice: «Morir es un arte como cualquier otro. Yo lo hago extremadamente bien». Así, el cuerpo muerto de Eva Perón crece paradójicamente vivo en la leyenda cuasi tutankamónica que saquea la propia historia de su vida breve e intensa, redefiniéndola, y es esa posibilidad de saqueo reordenador y corrosivo determinado por el cadáver insepulto o expatriado lo que traza la diferencia entre cuerpo muerto y cadáver con el mismo alcance con que aparecía ya en la tragedia de Sófocles: Eteocles es el muerto; Polinices, el cadáver, aunque las razones de los Creontes y las Antígonas variaran en las diversas versiones posteriores. En esta acepción, en el cuerpo muerto se termina una historia, mientras que el cadáver sigue reorganizándola, robándole partes que legendariza, magnificando el pasado e inquietando el presente, en el mismo sentido en que lo hace el texto organizando estéticamente las versiones, también como cadáver 14.  Garro, 1997, 16.

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exquisito o abierto campo magnético de las interpretaciones populares y literarias polisémicas en su intersección. A Eva, como a Polinices, se le proscribió la perfección del morir; tratando de soslayar su historia (que quizás no habría tenido tanto dramatismo posterior si se la hubiese aceptado) se condena su cuerpo a la usura de esa propia historia por temor a la herencia proveniente de una vida política que no había durado más de siete años, desde su aparición pública en el mencionado octubre del 45, junto al movimiento popular que consigue la libertad de Perón encarcelado, hasta su muerte (su «paso a la inmortalidad», como se decía en los medios masivos) de un cáncer uterino que dejó avanzar irresponsablemente (quizás agravado por una anorexia que ningún biógrafo menciona como tal, pero que varios insinúan sin rotularla) y aun abofeteando a Ivanissevitch —el médico y ministro de educación que le señalara la necesidad de reposo y tratamiento— absorbida como estaba por el trabajo para con sus «descamisados». Esos casi siete años de controvertida vida pública son los que sostienen la «vitalidad» del cadáver embalsamado, sumándose a las macabras realidades y leyendas tejidas sobre el cuerpo. Sarlo ha dicho recientemente: «un sólo cadáver argentino nos ha proporcionado, en los últimos tiempos, una verdadera acumulación de planos documentales y ficcionales, como si no hubiera forma de pensar la profanación del cuerpo de Eva Perón fuera del marco del sensacionalismo».15 A esos planos y aristas recurre Martínez escarbando en el sensacionalismo, bordeándolo, indagando en cómo lo que podríamos denominar «sensacionalismo evitista» ha devenido canon, un canon que él pretende seguir construyendo en el «cuerpo textual» de su novela. Así, tanto en éste como en la historia, el cadáver se transforma en problema político y vocación de control para los sucesores del régimen; como dicen Cortés Rocca y Kohan sobre el cuento de Walsh: Desde la posición política que representa el coronel, el problema que plantea ese cadáver es que es eterno: el doctor Ara lo ha puesto más allá del transcurso del tiempo, y lo que había en él de muerte se ha detenido, en favor de una perduración definitiva que tiene menos que ver con la muerte que con la inmortalidad. Podría decirse que la tarea que se le presenta a la Revolución Libertadora es la de matar al cadáver de Eva Perón. Es decir, devolverlo al ciclo de la muerte del que lo rescató el doctor Ara.16

Cuando se le impide la naturalidad de la muerte igualadora, se la convierte en conflictivo cadáver y se la obliga a la leyenda de su cuerpo incorruptible, sacralizada reliquia política laica, que es memoria histórica itinerante, rebelde, 15.  Sarlo, 2001, 152. 16.  Cortés Rocca; Kohan, 1998, 80.



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mitificada en la sublevada momia que no acepta su destino tan incierto como el del peronismo sin ella; es el personaje (histórico) del Coronel custodio —Moori Koening— a quien Martínez le hace poner esto en palabras, ya en el primer capítulo (34), en un diálogo ficcional con el embalsamador: —Usted sabe muy bien lo que está en juego —dijo el coronel y se levantó a su vez— No es el cadáver de esa mujer sino el destino de la Argentina. O las dos cosas, que a tanta gente le parecen una. Vaya a saber cómo el cuerpo muerto e inútil de Eva Duarte se ha ido confundiendo con el país. No para las personas como usted o como yo. Para los miserables, para los ignorantes, para los que están fuera de la historia. Ellos se dejarían matar por el cadáver. Si se hubiera podrido, vaya y pase. Pero al embalsamarlo, usted movió la historia de lugar. Dejó la historia dentro. Quien tenga a la mujer, tiene al país en un puño, ¿se da cuenta? El gobierno no puede permitir que un cuerpo así ande a la deriva.

En consecuencia, a diferencia de la mayoría de las novelas históricas y, particularmente, de las biográficas, en que la magnitud de una vida condiciona la grandeza o la pequeñez de la muerte —como en el Bolívar de El general en su laberinto, de García Márquez— en Santa Evita es la desmesura de la locura en torno a su cadáver —reliquia maldita para unos, sagrada para otros— lo que reorganiza su vida y agiganta su obra, porque es la momia-metáfora de la nación, quien, paradójicamente, se resiste a morir (como espíritu reivindicador, revolucionario, del peronismo) y se constituye en un insólito protagonista mudo del relato. El mutismo de la momia itinerante —tan opuesta a la locuacidad del pensamiento final de Bolívar en El general en su laberinto— es lo que impresiona por su originalidad, ya que se constituye en el primer personaje literario muerto y silente, volviendo más resaltante la desmesura de las versiones que se tejen en su entorno. Ese silencio ya había sido preanunciado por Martínez en La novela de Perón, en una exquisita referencia, y es el motivo que expande en Santa Evita, planteando una auto-intertextualidad. En aquella novela, cuando el cadáver le es restituido a Perón y yace insepulto en el altillo de Puerta de Hierro, en Madrid, dice: De pronto para las orejas. ¿Y eso, y eso?. Ah, es el silencio que está entrando. Viene del altillo donde reposa ella, a salvo en este mundo. Eva, el ave: lo que ahora ve volar es su mudez. Llueve un poco de polvo. ¿Ella lo vierte: polvo, un polen de nada sobre los objetos, una hojarasca sin ton ni son? Qué más podría soltar Evita sino la desmemoria que lleva encima, los tantos años sin pensamiento, la humedad de los no lugares donde ha dormido: armarios, sótanos, carboneras, almacenes de barcos. ¿Cuál es la estela que va dejando?: ¿este silencio, este olvido? Y

130 Cecilia M. T. López Badano aun así, el General envidia esa eternidad: la gloria que ya está de vuelta, que nada necesita de nadie.17

Sin embargo, como dijimos, en estas dos novelas (la de Márquez y la de Martínez), la función de la escritura de construcción del «héroe» es lo que converge en la misma senda: hacer persistir al personaje, reinventado, en la memoria colectiva, como dice Elmore «la única inmortalidad disponible en el mundo moderno es la de las obras: la historia ofrecerá un sucedáneo terrestre de la salvación»18 y Martínez lo explicita en la novela: «así como detestan ser desplazadas de un lugar a otro, las almas también aspiran a que alguien las escriba. Quieren ser narradas, tatuadas en las rocas de la eternidad. Un alma que no ha sido escrita es como si jamás hubiera existido. Contra la fugacidad, la letra. Contra la muerte, el relato». Se cumple así, en ambos textos, lo que Michel De Certeau afirma sobre el discurso histórico: El discurso sobre el pasado tiene como condición ser el discurso del muerto. El objeto que circula por allí no es sino el ausente, mientras que su sentido es ser un lenguaje entre el narrador y sus lectores, es decir entre presentes. La cosa comunicada opera la comunicación de un grupo consigo mismo por medio de esa remisión a un tercero ausente que es su pasado. El muerto es la figura objetiva de un intercambio entre vivos.19

En esa remisión al muerto como intercambio entre vivos, se juega, en estas novelas históricas, el espacio simbólico de la «inmortalización» (espacio amplificado en Santa Evita, en tanto que narración de la propia historia de intercambio de los vivos con la muerta, con el cadáver), pero a pesar de que en los dos casos la función de la escritura sea, en el fondo, la misma, y el cuerpo del/de la líder opere como metáfora de una ideología en ambas (la liberación y la confederación latinoamericana en una; la resistencia peronista bajo diversas dictaduras en la otra), el procedimiento es inverso: García Márquez parte de la grandeza titánica del mito del Libertador hacia su humanización desmitificadora, hacia su lectura unívoca de Bolívar, aunque contrastante con la oficial; encoge el mito en la realidad del cuerpo desmejorado, anémico, muriente. Martínez, en cambio, vivifica el cuerpo deteriorado por el cáncer mostrando la saludable vitalidad resistente del cadáver; parte de la inmediatez humana de la vida hacia la titánica mitificación de la muerte recuperando todas las voces posibles que narran a Eva desde los extremos del arco social; recupera así, artísticamente, una intuición de Naipaul escrita sobre su visita a la

17.  Martínez, 1989, 91. 18.  Elmore, 1996, 91. 19.  De Certeau, 1993, 62-63.

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Argentina de los setenta: «La historia de Eva Perón se ha perdido; ahora sólo queda la leyenda».20 Aun a pesar de que uno desmitifica y el otro sigue el proceso inverso, las escrituras vuelven a converger al revelar una crisis del consenso respecto de la historia «oficial»: una por presentar la imagen del héroe enfermo, semirraquítico y empobrecido, opuesta a la versión oficial del Instituto Bolivariano —y distante de las réplicas ecuestres que pueblan las plazas, desde el centro del Perú hacia el Caribe—, el otro por oponer el mutismo de la momia a la desmesura del cadáver exquisito configurado con las versiones del mito y la historia —mitificando para desmitificar— ambos autores delatan, a través de la constitución estética del texto, que las mitologías oficiales sobre las que se ha edificado la nación ya no son consensuadamente persuasivas, por consiguiente, su convocante masividad deviene conflictiva y paradójica en la escritura, y esto a su vez revela —como discurso para los vivos, para los contemporáneos que establezca la lectura— que la identidad nacional es un lugar de disputa y contradicción asentado sobre el mito y la mentira. El ejercicio estético y la producción artística de otra cara de los «héroes» en ambas novelas (poniendo en cuestión la versión hegemónica —en El general en su laberinto—, o develando la imposibilidad de conocer «la verdadera historia» en las versiones de un mito, —en Santa Evita—) inscriben en la poética del relato el problema de la objetividad y la restauración del pasado a través de conjugar la historia «tangible» (la del «héroe» y su relación con el país —la historia «histórica», si vale la redundancia—), la del «ellos» o el «nosotros», con la historia íntima, intangible, que busca revelarse a través de la propia creación: la del proceso creativo, escritural, es decir, la del yo escribiente. Se crea así, como señala Diana Salem en su comentario crítico «una malla invisible donde el lenguaje, una exhaustiva pesquisa, una reconstrucción fantasmagórica, y la búsqueda de la estructura precisa forman un todo».21 En esta conjunción textual en la que ficción política y ficción literaria se relacionan, desnudando el secreto del artificio creativo privado, se desnuda también el artificio de la práctica simbólica nacional, porque al ser la historia lo que se presenta, a través de la misma poética, como escritura y proceso — compostura de fictio—, se revelan las artimañas a las que se sujetó, asimismo, la construcción de la identidad social fundante y se discute la legitimidad de la representación política y de sus procesos de verificación y falsificación, próximos a los de la literatura. Es en la fusión (de graficados procesos creativos subjetivos e intuidos procesos creativos sociales) que la representación histórica estética trasciende más 20.  Naipaul, 1983, 135 21.  Salem, 1999, 348.

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allá, adquiriendo un valor de representación política, donde los dilemas de la creación artística se transforman, además, sobre la elaborada textura artesanal de la narración, en las paradojas constructivas de la política. En este sentido, como también marca Ortega ya bien sobre la novelística de Fuentes en tanto que disputa en torno a la índole de la verdad; ya bien sobre la de Bryce, en tanto que disputa en torno de la voz, o sobre las mencionadas novelas de Vargas Llosa, en tanto que disputa sobre la tesis, o ya bien en García Márquez, en tanto que disputa en torno a la alegoría, Santa Evita, como versión conflictiva y multifacética de la historia, reúne en su relato estas discusiones diversas: duda de la verdad, de las voces, de las tesis y de las alegorías, y en su textura, como cada una de esas novelas, demuestra «su pasión de esclarecimiento de la naturaleza híbrida y fronteriza del relato, así como su indagación de una subjetividad capaz de rehacer las explicaciones y las representaciones».22 Por último, puede decirse que también durante el proceso creativo que configura al texto, el cadáver político exquisito deviene cadáver exquisito textual, disonante armonía de voces que cuentan, cada una, su parcial verdad, por un lado, materializando en el andamiaje estético la búsqueda y la restitución de un cuerpo político ausente, embalsamándolo y canonizándolo en la novela como producto y, por el otro, probando la validez de una reciente mención de Huyssens en un reportaje de Flavia Costa: «la efectividad de las políticas de la memoria depende de su multiplicidad, de su forma coral»23. Justamente es esa forma coral, no unívoca, la que resalta compositivamente Martínez y son esas estrategias las que intentaremos rastrear luego de hablar de la construcción del personaje vivo, de Eva en acción y su obra.

El personaje viviente: Capas de realidad y ficción para construir la «hagiografía» de Evita Esos trajes que empilchás [vistes] no concuerdan con tu cuna, pobre mina pelandruna [mujer tonta] hecha de seda y percal… En fina copa e’cristal 22.  Ortega, 1997, 93. 23.  Para que la breve referencia no quede forzada o descontextualizada, citamos aquí el fragmento completo: «Un error frecuente es tomar un trabajo, como el Museo Judío de Berlín, o el Parque de la memoria, o La lista de Schindler de Spielberg, o Shoah de Claude Lanzmann, y analizarlo aisladamente, como si esa obra proveyera un modelo o antimodelo de la conmemoración “correcta”. Creo que es una aproximación equivocada, porque si bien hay trabajos mejores que otros, la efectividad de las políticas de la memoria depende de su multiplicidad, de su forma coral».



La novela histórica latinoamericana entre dos siglos 133 hoy tomás ricos licores, y entre tantos resplandores se adivina tu arrabal… Callejera. Tango de Enrique Cadícamo It is possible that every nation finds its identity not in the profusion of its landscapes or in its multitudinous histories, but in a single face or name. If that is the case, at the core of Argentina’s imaginaire, lies Evita. Alberto Manguel. «The return of the Mummy»

Desde las primeras líneas de la novela, Eva es dibujada como una muchacha cursi, más o menos frívola y de sentimentalismo burdo: como el/la protagonista de cualquier hagiografía que se precie, su personaje no puede nacer de la luz de la conciencia, sino de las sombras de la vanidad; es desde esas tinieblas desde donde el personaje comenzará a ganar gradualmente a sus adeptos. Esa imagen —mal que les pese a los adoradores— no escapa a la historia: para comprobar que Martínez no es peyorativo y también ver cómo pensaba esa muchachita pueblerina, al menos en sus primeros tiempos y mientras fue actriz, basta con leer, por ejemplo, la nota publicada en Sintonía, N° 423, del 10 de junio de 1942, escrita por ella (pero seguramente corregida en su ortografía y refinada al menos en partes de la selección léxica por algún corrector de estilo de la editorial) sobre «El encanto del perfume en la mujer». El escrito, de incuestionable banalidad, es recogido aun por un ferviente admirador político como Fermín Chávez: Para la mujer moderna, el perfume es una necesidad, de él dependemos tanto o más que los hombres dependen del tabaco. ¿Qué digo del tabaco? Del planchado de ropa, de los viajes en tranvía, colectivo o auto, de la lectura, el café y el club. El perfume es parte esencial de la mujer, cuyos atractivos contribuye a realzar. Es, en la vida social y de relación, un medio imprescindible de destacar nuestras personalidades.

Hasta ahí, el texto podría haber sido escrito por cualquiera de las modelos no muy inteligentes contemporáneas a la que alguna de las perfumerías relevantes le hubiera pagado para mencionar su nombre (se nombra allí a Coty), pero si se atiende a la fecha, debe pensarse que fue escrito en los albores de la IIa Guerra Mundial, a la que se refiere del siguiente modo: Muchas mujeres temen que, a consecuencia de la situación actual, los perfumes pueden faltar o escasear en parte un día no lejano. No creo que tal temor esté justificado. Es cierto que las esencias de que se hacen vienen de Europa, y con la dificultad de transporte que se ha hecho sentir últimamente, quizás

134 Cecilia M. T. López Badano no lleguen como antes. Pero el consumidor tal vez no alcance a sentir más diferencias que la de un gradual y justificado aumento en los precios […] Por mucho que se diga, no hay motivo para pensar que los perfumes pueden escasear sensiblemente. Sea como sea, los hombres son galantes siempre, y no harán nada que termine dejándonos a nosotras, las mujeres, sin ese indispensable complemento que tanta utilidad nos presta en la vida moderna.24

¿Cómo no pensar, leyendo esto, que la mujer que poco más adelante afirmará en La razón de mi vida que todo lo que es se lo debe a Perón y que sin la visión política de éste no es nada, no tiene algo de razón? Algunos biógrafos más líricos, como Crespo, se refieren a la relación entre ambos en términos de «Galatea y Pigmalión».25 Sin duda alguien le abrió los ojos para mirar un mundo menos fútil que el de que una guerra sangrienta pusiera a las mujeres en riesgo de quedarse sin perfume. El modisto Paco Jamandreu, aun cuando la admira tan insobornablemente como para describirla como «aquella mujer, mezcla de Lana Turner con Isabel de Inglaterra, algo demasiado fuerte para mis alegres años» (s/n), hace, en sus memorias, una descripción del piso adonde se mudara cuando comenzó a ascender en su carrera artística y ya mantenía relaciones con Perón, así nos permite asomarnos a sus gustos y a su noción de estética, luego modificados gradualmente en el contacto con las más refinadas casas de alta costura que la vistieron, ya que, así como quizás le deba a Perón su visión política, le debió a los modistos finos su futura elegancia: En el living había muebles muy costosos, pero tan mal combinados que uno podía sentirse Mme. Recamier tirado en un diván de brocato, y de repente pasaba a ser Milonguita, parado ante el enorme piano que Eva sólo abría para hacer limpiar, pues tocaba muy de cuando en cuando, sobre el cual una enorme carreta de madera regalada por gente de Catamarca, con una vasija de zinc para poner plantas adentro, chorreaba agua sobre el interior del piano.26

La imagen que de ella va construyendo el modisto a partir del diseño de su ropa, se convierte en una cuestión de estado, con un dualismo que ella misma le exige: la Eva trabajadora de la Fundación, de tailleurs discretos, y la Eva pública de las galas del Colón y el viaje a Europa «ahí mariconeá todo lo que quieras: tules, lentejuelas» (s/n). Sarlo describe en estos términos la necesidad política del atavío en el mencionado artículo periodístico:

24.  Chávez, 1996, 161-162. 25.  Crespo, 1980, 340. 26.  Jamandreu, 1981, s/n.

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Paco Jamandreu fue una pieza de la máquina que montó un espectáculo político inédito. Le dio a Eva el look ultramoderno, ese look Garbo de mujer trabajando como una Ninotchka del peronismo […] Estos atavíos de ceremonia son tan sobrecargados y las joyas tan espectaculares que casi no pueden ser juzgados en relación con la moda, sino como construcciones arquitectónicas sobre el cuerpo emblemático del régimen […] Los trajes de las reinas no son de ‘buen gusto’ sino magníficos, porque revisten cuerpos excepcionales. Son los atuendos de un ser que encarna la representación ideal de una nación; y, en el caso de Eva, no se trataba sólo de la mujer de un presidente, sino del cuerpo del estado justicialista. Por eso, los vestidos de Eva Perón fueron cuestión de estado. Su belleza representaba el suplemento de felicidad y de ‘vida buena’ que el peronismo se proponía asegurar al pueblo.

En el fondo del relato de Martínez, entonces, esa Eva real, modelada al principio por el cine rosa americano y luego por la alta costura, es la chica provinciana, animosa, cursi y rústica cuya ambición no le permite soportar la asfixia de un pueblo de la llanura pampeana, donde la única posibilidad de escape estaba dada por la pantalla: la mediación que libera de una realidad aplastante en su bochornosa igualdad cotidiana. Cualquier similitud con los personajes de Puig, no es mera coincidencia, porque esa Eva podría haber huido de Boquitas pintadas o de La traición de Rita Hayworth, ya que no parece tampoco arbitrario en Puig que uno de los personajes, escritora de un diario en 1947, con lenguaje kitsch de radioteatro y mal tango, en esta última novela, se llame precisamente Esther (y esté obsesionada con una bicicleta para su pequeño sobrino —regalo que Eva solía hacer a los niños—),27 si consideramos que éste era uno de los seudónimos que algunos opositores daban a Evita, tomándolo de la letra del tango Milonguita, de Linning y Delfino —que se reproduce en parte en la página 131 de Santa Evita, y se alude en la 256 de Puig— ya que la biografía de Evita tenía puntos fuertes de contacto con la del personaje de este tango —Esthercita o «Milonguita»— de 1919, coincidentemente, el año de su nacimiento. El parentesco ineludible entre algunos personajes de Puig y el ideario del peronismo no sólo es señalado en un artículo de Pamela Bacarisse sino que, específicamente sobre el capítulo aludido de La traición de Rita Hayworth, el profesor Avellaneda, aunque sin notar que la lúdica elección del nombre refuerza su hipótesis, dice, hablando de la politización de la literatura de los setenta por medio de Eva y de su «dramatis persona» asomando en los textos como condensación oral de todo su discurso:

27.  Puig, 1968, 236-263.

136 Cecilia M. T. López Badano Puig es el primero en excavar por dentro de ese architexto para activar literariamente el imaginario reivindicatorio y la conciencia política de marginación oralizados por una Eva viviente. Una Eva viva, no sólo por ser 1947 su tiempo de alto vigor, sino por la energía y la acción potencial que se cifra en el discurso de marginación y de resentimiento transmitido por esa Esther/Eva.28

Volviendo a la Eva histórica, pero muchachita aún, Galeano, quizás no muy lejos de la realidad, la imagina así en «1935»: Parece una flaquita del montón, paliducha, desteñida, ni fea ni linda, que usa ropa de segunda mano y repite sin chistar las rutinas de la pobreza. Como todas vive prendida a los novelones de la radio, los domingos va al cine y sueña con ser Norma Shearer y todas las tardecitas, en la estación del pueblo, mira pasar el tren hacia Buenos Aires. Pero Eva Duarte está harta. Ha cumplido quince años y está harta: trepa al tren y se larga. Esta chiquilina no tiene nada. No tiene ni padre ni dinero; no es dueña de ninguna cosa. Ni siquiera tiene una memoria que la ayude. Desde que nació en el pueblo de Los Toldos, hija de madre soltera, fue condenada a la humillación, y ahora es una nadie entre los miles de nadies que los trenes vuelcan cada día sobre Buenos Aires, multitud de provincianos de pelo chuzo y piel morena, obreros y sirvientas que entran en la boca de la ciudad y son por ella devorados: durante la semana Buenos Aires los mastica y los domingos escupe los pedazos. A los pies de la gran mole arrogante, altas cumbres de cemento, Evita se paraliza. El pánico no la deja hacer otra cosa que estrujarse las manos, rojas de frío, y llorar. Después se traga las lágrimas, aprieta los dientes, agarra fuerte la valija de cartón y se hunde en la ciudad.29

Desde la primera cita epigráfica que la caracteriza en Santa Evita —a ella, como asimismo, a la novela— Martínez insiste en el tema de la mediación: «Quiero asomarme al mundo como quien se asoma a una colección de tarjetas postales», tomado no casualmente de una entrevista en otro número de la revista a la que ya aludimos (una de las más populares de chismes de la farándula), de 1944. ¿Cuál es el sentido aludido, para situar la cita en la destacada posición inicial de la novela? La clave radica quizás justamente en la mediación ingenua, y tal vez por eso la elige Martínez —además de como «instrucción de lectura», según el vocabulario de Eco en Lector in Fabula—: antes que el mundo (que desde su pueblo sólo conocía por fotos —por tarjetas postales—) Eva prefería su representación; la postal antes que el paisaje, el melodrama radial antes que

28.  Avellaneda, 2002, 131. 29.  Galeano, 1986 120-21.

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la vida que ella actúa más que vive (esto lo prueba el hecho de que buena parte de sus discursos fueron escritos por Muñoz Azpiri, autor de radioteatros). La novela, entonces, debe leerse también así; como un símil melodramático, es decir, siguiendo la metáfora, como una postal —las imágenes-escamas que caen del ala amarilla de la mariposa—, no como el paisaje, y esa sugerencia metafórica se reitera en el texto, cuando en la página 54 se dice que uno de los «simulacros» vinílicos de Eva que Ara le presenta a Doña Juana «leía una tarjeta postal enviada siete años atrás desde el correo de Madrid», o en el título del penúltimo capítulo: «Una colección de tarjetas postales». En más de una oportunidad, el autor deja en claro la falta de educación y de talento artístico que padecía Eva, en la página 183 aparece una de las «perlas»: En septiembre de 1943 la contrataron en Radio Belgrano para interpretar a las grandes mujeres de la historia […]. En las primeras audiciones maltrataba el idioma español con tanta saña que el ciclo estuvo a punto de ser suspendido. Hizo decir a Isabel de Inglaterra «Me muero de indinación, biconde Ráli» aludiendo tal vez a sir Walter Raleigh, que no era vizconde. Y en un diálogo improbable de la emperatriz Carlota con Benito Juárez, exclamó: «no le perdono que tenga tan mal conceto de mi amado Masimiliano». Quizá la corrigieron durante el corte comercial, porque en la entrada siguiente dijo, con ponderable esfuerzo: «¡Macksimiliano sufre, sufre, y yo me vuá volver loca!».

El fragmento citado por Martínez —que corrobora en su artículo periodístico Carlos Fuentes, oyente a sus quince años de aquellos radioteatros— puede parecer impío y exagerado para con las habilidades lingüísticas de Evita, pero varios textos dan prueba de que esa visión del autor —sea la cita del radioteatro ficción o realidad— no es arbitrariamente corrosiva, y vuelven, además, irrisorio e increíble el comentario de Erminda Duarte —su hermana— cuando escribe: «¡con qué pasión desentrañabas la personalidad de cada heroína y vertías su imagen con la voz ardorosa que después se convirtiera en clamor ante los hombres y mujeres del pueblo!».30 Eran proverbiales «sus famosos berrinches, sus lapsus estratégicos con lenguaje de bar y prostíbulo, su negativa a adherirse al protocolo consagrado»;31 entre las citas sobre su vocabulario se encuentran, por ejemplo, las que rescata Jamandreu en sus memorias, por ejemplo, lo que le dice contestando sus sugerencias acerca de la decoración del piso: «Bueno, basta, mocoso, que vos venís para hacerme los vestidos, no a redecorar mi casa, que bastante guita [dinero] he tirado al pedo», o como se refería a los ministros cuando los hacía esperar —«que aguanten esos cornudos. Para la mierda que hacen bien pueden 30.  Duarte, 1972, 73. 31.  Foster, 1999, 531.

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esperar»—32 o, finalmente, en su defecto, puede darse una ojeada al cuaderno de apuntes que originaron La razón de mi vida —«que la presentaba como una madre buena idealizada»—33 y atender, además, a la diferencia entre los rústicos apuntes originales y el libro redactado por el periodista Penella de Silva bajo la firma de Eva. Antes de desarrollar esta última observación con ejemplos, es conveniente agregar algunos datos sobre la figura de ese «periodista-Eva», y sobre la idea original del texto autobiográfico que resulta de la relación de Penella con la pareja política. González Crespo da algunos datos interesantes acerca de ello y una sucinta biografía de éste: Penella de Silva había sido corresponsal español en el frente alemán, en 1943. Por problemas con altos oficiales germanos y sobre todo, por no aceptar a pies juntilla la ideología nacionalsocialista, fue expulsado sin más trámite. Era, con todo, un escritor y agudo periodista. Algún tiempo más tarde se relacionó en Suiza con un diplomático argentino, quien fue el que lo indujo a visitar Sudamérica. Le había dicho a Penella que el gobierno del general Perón posiblemente reconocería sus valores como escritor. En realidad fue Penella quien había reconocido los valores del entonces coronel Juan Perón, cuando, mucho antes de que éste pensara en presentarse en elecciones, había escrito en un artículo que se difundiría en la Argentina, que el coronel llegaría a la presidencia de su país… ¡Un vaticinio escrito en 1944! Bien pronto llegó Penella hasta la mismísima Evita en Buenos Aires. Coincidieron ambos en los aspectos esenciales del proceso que se estaba desarrollando en la Argentina, y fue cuando, como consecuencia de los insistentes pedidos de las mujeres peronistas, surgió la idea en el español de que la primera dama escribiera efectivamente su autobiografía. Ella estaba pensando en un folleto; en una corta reseña para ser publicada para sus compañeras de la Fundación y la rama femenina. Penella la asistiría —le dijo a Evita— en el trabajo, si le resultaba necesario. Nadie pensaría que la idea de un simple folleto se convertiría, a poco andar, en la base para los apuntes de un libro completo».34

Es necesario hacer notar que Naipaul, sin nombrar al periodista, señala sobre el texto: «lo escribió un español que más tarde se quejó de los muchos cambios que las autoridades peronistas habían hecho a su libro»35 y que, en un artículo del 98, Graciela Michelotti-Cristóbal, sin mencionar la fuente, adju32.  Jamandreu, 1981, s/n. Por una descripción meramente lingüística de las características rioplatenses del lenguaje de Evita en la novela, puede consultarse el artículo de María Teresa Echenique Elizondo. 33.  Marie Langer, cit. en Vezzetti, 1994, 48. 34.  González Crespo, 1996, 36-37. 35.  Naipaul, 1983, 134.



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dica la revisión final a Raúl Mendé, de quien dice «escritor a su vez contratado por Perón para reemplazar a Penella da Silva, cuyo marcado interés por el aspecto feminista del personaje le costó el fracaso de su proyecto».36 Respecto de la escritura base de Eva para el texto, en los facsímiles que ocupan las páginas 86 a 100 del libro de González Crespo —indudablemente, un partidario—, pueden leerse ejemplos como: «desir», «empesó», «vocasión», «ofresido», «nesesario», «deviles», «ensima»; carencias de acentuación como: «veria», «mas» (tarde), «tambien»; alteración de la grafía (aunque esto podría ser por apuro y descuido) como: «enfrenatron», «combatrilo»; errores gramaticales y de puntuación como: «se los voy a hacer» (pluralización incorrecta del objeto, refiriéndose a «el libro») por «les voy a hacer» o frases ambiguas como: «El 17 de octubre el pueblo hizo que el coronel Perón retornara a su corazón. nunca (sic) olviden esa fecha, puesto que fue la primera vez que los poderosos insensibles retrocedieron ante la fuerza del pueblo los que no querían que se imponga (sic) la justicia social». En relación con la cursilería del manuscrito básico, puede verse en el mencionado texto de Crespo una comparación entre fragmentos de los apuntes originales y la redacción definitiva de La razón de mi vida, quizás buenos ejemplos sean: «vimos cuando asumió Perón la terrible injusticia que había en nuetro país y eso me indignó hasta el corazón» «estaba indignada, hasta que conocí a Perón yo tenía la vocasión de artista después me llenó una vocasión por hacer y por ayudar a los más déviles y yo me uní a el queriendolo y queriendo lo que el pensaba y hacía», frente al texto de Penella (cursi también, pero de impecable redacción) que en el tercer capítulo escribe: Sentí, ya entonces, en lo íntimo de mi corazón, algo que ahora reconozco como sentimiento de indignación. No comprendía que habiendo pobres hubiese ricos y que el afán de éstos por la riqueza fuese la causa de la pobreza de tanta gente pero aunque no pueda explicarse a si mismo, lo cierto es que mi sentimiento de indignación por la injusticia social es la fuerza que me ha llevado de la mano.

Luego, en el cuarto: «Mi vocación artística me hizo conocer otros paisajes, dejé de ver las injusticias vulgares de todos los días». No obstante la abismal diferencia (también y claramente, entre el número de las escasas páginas del cuadernillo y el de las nutridas de las memorias), González Crespo habla de quien «redondeó y pasó en limpio» el libro. Por más datos, como ser, acerca de la diferencia entre autor y narrador en el texto, puede leerse el artículo de David Foster al respecto, citado en nuestra bibliografía.

36.  Michelotti-Cristóbal, 1998, Spring, 135.

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A pesar de esta apreciaciones, evidentes respecto de La razón de mi vida, Dujovne Ortíz le adjudica sin dudar la escritura de Mi mensaje, su testamento (lega sus joyas a Perón y al pueblo, para un fondo destinado a viviendas populares —que nunca se construyeron—), texto que, según la biógrafa, escribiera en la cama, ya postrada por la enfermedad, y que Perón publicó sólo en mínima parte, por considerarlo demasiado incendiario; también estuvo luego perdido hasta que fue reencontrado y publicado íntegramente. De su prosa dice: Al no tener otro modelo que sus Muñoz Azpiri o sus Mendé, Eva retoma su modo de expresión pero lo hace arder con un fuego que lo empobrece aún más, un fuego reductor que no cocina sino que carboniza. Su lenguaje no está hecho de palabras sino de puros gritos: aullidos contra la Iglesia y el Ejército. Se expresa sin ambages pero no sin retórica. Por su veracidad, esas palabras hubieran podido ser las de una profetisa, pero resultan impotentes dentro de su violencia misma. Su cáncer la expresaba con mayor claridad.37

La razón de mi vida, en cambio, tuvo mucho más peso oficial: fue texto de lectura obligatoria en todas las escuelas, entre otros en los que, a alumnos de primer grado, se les enseñaba a leer con la frase «Eva me ama», o en los que Eva aparecía en la tapa, vestida de hada, con varita mágica y a punto de tocar con ella a niños jugando. Su carácter de obligatoriedad lo instaura la ley N° 14126, del 17 de julio de 1952 y la instrucción del Ministerio de Educación de la Nación en el Expte. N° 50152/52, del 21 de julio de 1952, cuyas transcripciones se encuentran el el texto de González Crespo, en el que también se denuncia que el 15 de noviembre del 55 los militares quemaron secretamente más de noventa mil ejemplares.38 Dejando atrás estos datos y las disquisiciones comparativas acerca de la escasez de talento lingüístico-cultural de Eva, puede retomarse el texto de Martínez, quien luego de poner en relieve la inobjetable falta de éste, muestra cómo las carencias familiares, educativas y culturales de Evita serán suplidas con su voluntarismo y la fuerza de su personalidad, y también, de su resentimiento social de bastarda pobre de un hacendado rico que quizás había pagado a su abuelo por su madre (y a quien esta última evidentemente veneró hasta su muerte en un accidente automovilístico). Al respecto, no hace falta aquí escarbar en pormenores que ya han sido previamente descriptos por todas las biografías y en los que Martínez no ahonda más que los demás, pero sí cabe un detalle: cuando Eva llegó al poder, su «árbol genealógico» fue inmediatamente de público conocimiento, rastreado por sus enemigos políticos, y la moral de su madre fue siempre piedra 37.  Dujovne Ortiz, 1995, 282. 38.  González Crespo, 1996, 25-30 y 34.

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de toque: aunque evidentemente todos los hijos de Doña Juana fueron del mismo padre, era soltera y peor aún, luego de la muerte de Duarte, para sobrevivir, no sólo cosía, sino que llegó a mantener una especie de pensión en la que albergaba viajeros de paso. Muy probablemente, no tenía ningún trato sexual con ellos, pero ya esto era suficiente para que la pacata moral de la época la condenara. Eva silencia estas historias desde el poder, alterando partidas de nacimiento, prohibiendo la publicación de sus fotos previas de modelo y actriz, legislando sobre los bastardos, casando concubinos, pero lo cierto es que el pasado se filtra, aunque nadie se atreviera a echárselo públicamente en cara, y seguramente la escena en que la niña inocente descubre el peso de la ilegitimidad, en la humillación padecida en el velorio de su padre, frente a la mujer y los hijos «legales» (a quienes seguramente ni llegaron a ver), tan bien resaltada por Alan Parker y en la mayoría de las biografías, marcó su vida futura. Sobre esa anécdota, es llamativo que, ya en los setenta, cuando casi nadie se hacía cruces frente a la ilegitimidad de un hijo, Erminda, su hermana, en su libro de recuerdos sobre Eva, invente una escena tan diversa de la real, tratando de alterar el pasado al escribir: «Antes de partir [del velatorio] nos despedimos de nuestras hermanas, hijas del primer matrimonio de papá, que quedaban más tristes que nosotros, ya que al morir papá, su orfandad era completa, puesto que hacía muchos años habían perdido a su madre» o: «nuestra vida hogareña fue hermosa».39 A esta altura, todo el mundo sabía que eso era una mentira, porque Estela Grisolía, legítima mujer de Duarte y perteneciente al «patriciado» de Chivilcoy, sobrevivió a su marido, pero el comentario y su evidente necesidad de crear un pasado diverso en que ellas fueran superiores moralmente a sus hermanastras al menos en algo, prueba sin lugar a dudas cuánto pesaba la ilegitimidad y la bastardía en el espíritu de estas mujeres de pueblo. Es también en ello que se nutren las características resaltadas por Martínez sobre la subjetividad de Eva, lo que la transforma, tanto en la novela como en la vida, de segundona actriz en protagonista, en amante de militares, y de allí, en la esposa de Perón y su mano derecha política, «abanderada de los descamisados» a través de su obra benéfica, pasando, en los primeros años de los cuarenta, «de la segunda línea del show-business a la primera línea de la política», dice Sarlo en el mencionado artículo periodístico, transformándose también —en la biografía histórica— en la mujer contradictoria capaz de arrancarle a Franco el indulto de Juana Doña a la vez que de salir a pelear a patadas, de noche, con los ferroviarios en huelga contra el peronismo, arrancando entre

39.  Duarte, 1972, 20 y 37.

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insultos a algunos guardabarreras de sus casillas, con tanto énfasis y fanatismo como para que aparecieran grafitis diciendo: «Viva Perón, viudo».40 Entre los episodios de crítica sutil que Martínez resalta en la novela —en la pagina 163— se destaca, por ejemplo, un breve fragmento de entre aquellos en los que el autor habla de la obra de la Fundación Eva Perón —piedra de toque, para los historiadores, tanto de las críticas como de los ensalzamientos— y comenta acerca de las dentaduras postizas que la institución hacía hacer por encargo para los indigentes: Dientes nuevos y máquinas de coser eran los regalos más frecuentes de Evita. Cada mes, en la Fundación ella recibía cientos de paquetes con moldes de encías y paladares y, a vuelta de correo, mandaba las dentaduras con el siguiente mensaje: «Perón cumple. Evita dignifica. En la Argentina de Perón, los obreros tienen el comedor completo y sonríen sin complejos de pobreza».

En la enunciación del mensaje, no debe pasar desapercibido el sin complejos de pobreza, en lugar de «sin pobreza», así /pobreza/, no es el núcleo del modificador circunstancial (y lo que se intenta eliminar), sino el núcleo del modificador indirecto del circunstancial, y no puede ser eliminada como problema: la modificación indirecta distancia la realidad del deseo y desnuda una verdad social: la justicia distributiva estatal de resarcimiento, por más voluntariosa (y compensatoria) que sea, jamás será igualadora ni eliminará la pobreza, y de ello da cuenta la etiqueta, sea su inscripción real o ficcional. En cuanto a la realidad histórica del episodio, aunque se encuentran sin dificultad pruebas acerca de la existencia de la entrega de máquinas de coser, bicicletas, trajes de novia y otra parafernalia «indemnizadora», el tema de las dentaduras es más dificil de rastrear, ya que si bien la Fundación llegó a tener un número considerable de médicos que incluso viajaron en unidades móviles de campaña a dar asistencia a víctimas de terremotos en Perú y Colombia, como asimismo es notorio que Eva creó una escuela de enfermería, he encontrado sólo un rastro de la existencia real de las dentaduras postizas en esa corte de los milagros que fue la institución. Esa huella está en uno de los testimonios que recoge Rodolfo Walsh en ¿Quién mató a Rosendo?, libro de investigación absolutamente fundado en testimonios directos o en constancias de expedientes judiciales que, según él en la contratapa del texto: «Fue inicialmente una serie de notas publicadas en el semanario CGT a mediados de 1968. Su tema superficial es la muerte del simpático matón y capitalista de juego Rosendo García, su tema profundo es el drama del sindicalismo peronista a partir de 1955».

40.  Crespo, 1980, 278.



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Allí Walsh narra la historia de vida y el testimonio de Francisco Granato, un sindicalista de la «Resistencia» (el movimiento obrero que surge a la caída de Perón) luego despedido de Shell, donde trabajaba. El autor relata —con marcación de itálicas que mantenemos— algo que también es útil para ver cómo se procedía en la Fundación, donde Evita atendía personalmente a los solicitantes (dato este último también notorio en la novela de Martínez): Toda su vida a los saltos, con esas cuatro o cinco escenas que moldearon su carácter y que ya eran él mismo: Eva Perón en su piedad besando al vecino anciano y tuberculoso; la lluvia en el rancho inundado; el patrón Kun que lo mandaba al carajo y la huelga que hizo temblar a la Shell […]: «Era una noche, no sé en qué tiempo fue, bueno, esto fue hace muchísimos años». Debió ser en el 51, cuando su madre recibió la carta de la Fundación, fue con él, hicieron las horas de espera hasta la medianoche, conversando el chocolate y los sándwiches de miga, hasta que ella los recibió, y la madre pidió la máquina de coser, pero también las chapas para terminar la pieza, y al fin, con un supremo esfuerzo, la dentadura postiza. —Si no fuera demasiado abuso. Vio, con esa humildad de todos los humildes, que les parece que siempre piden mucho, y Evita le dice: «No, si eso no lo pide nadie; al contrario, necesitamos gente que pida eso, para que los médicos puedan estudiar», y le hizo un chiste como agradeciéndole que se atreviera a pedir los dientes postizos para ella y para el viejo. A los dos o tres días llegó el camión con las chapas, las camas, los colchones, la bolsa de azúcar, las tazas, los platos, las ropas, las hormas de queso, las dentaduras postizas.41

En todo caso, hay testimonio de la existencia, no de si esas dentaduras casi seriales eran utilizables, pero seguramente podían convertirse en un objeto más de veneración, en otra «reliquia» de la santa; respecto de este tipo de testimonio popular recogido por Walsh, y tantos otros que acumulan Martuccelli y Svampa, puede decirse con estos investigadores: «En todos ellos la persona de Evita forma parte de una vivencia personal que se concibe como formando parte esencial de la propia identidad».42 En cuanto a la Fundación, uno de los mitos difundidos la sitúa como surgida no sólo del enfrentamiento contra las oligárquicas damas de beneficencia, sino contra su concepto limosnero de la propia asistencia social —Martínez ubica esta versión justamente como elemento 3°, «el Robin Hood de los años cuarenta», del mito de Evita en la página 186 de la novela y la escena descripta aparece de modo similar en el film de De Sanzo—, sin embargo, Navarro ha probado que el traspaso de la Sociedad de Beneficencia al Estado no fue una decisión de Evita, sino una decisión política previa, relativa a la elaboración de un nuevo concepto de salud pública por parte del gobierno, que tiene su inicio 41.  Walsh, Rodolfo 1997, 53-54. 42.  Martuccelli y Svampa, 1997, 321.

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en octubre de 1943 y se continúa con la transferencia en septiembre de 1946,43 lo que queda reafirmado en las fechas que traza Carmen Llorca, describiendo su historia y su estructura: La Obra de Ayuda social María Eva Duarte de Perón se transformó en Fundación en junio de 1948. Previamente había funcionado como un centro asistencial que se nutría de aportaciones ocasionales y carecía del rango jurídico y de la amplitud que luego fue adquiriendo, a medida que asumía funciones amparada en su nuevo carácter jurídico, ya que al convertirse en Fundación se regulaba por un estatuto de acuerdo con las normas establecidas por el Ministerio de Justicia. Eran miembros natos de su Consejo Directivo el Ministro de hacienda y el Secretario General de la CGT. Los vocales estaban designados la mitad por la Fundación y la otra mitad por representantes obreros de los Sindicatos. El padre Hernán Benítez fue el consejero religioso, impuesto por Eva, después de un enfrentamiento con las autoridades religiosas de la Argentina, que pretendían tener el privilegio de designar a las monjas y sacerdotes que trabajasen en la Fundación.44

Fue alimentada con los aportes «voluntarios» de todos los empleados de la Nación (descuentos de un día de salario, por ejemplo) y «donaciones» de empresarios; Halperín Donghi la describe así: La Obra Social por ella organizada a través de la fundación que llevaba su nombre, no sólo llegó muy eficazmente a ese quinto estado al cual los avances del cuarto no habían tocado; sus servicios fueron finalmente utilizados por grupos cada vez más amplios de población, y contribuyeron a quitar aspectos importantes de la función asistencial de manos de las organizaciones privadas de inspiración piadosa y composición aristocrática que en el pasado habían recibido del Estado atribuciones y fondos para ejercitarla. En la fundación iban a coexistir, de manera característica en la Argentina peronista, una arbitrariedad de sabor arcaico, que dejaba caer las gracias desde lo alto a una multitud edificada y agradecida, y tendencias a la modernización que el debilitamiento de la hegemonía de una clase alta muy tradicionalista en su modo de encarar sus relaciones con el resto del cuerpo social hacía posibles; junto con mucha obra inútil y mucho derroche suntuoso, que llevó a la Fundación a parecer en algún momento el instrumento de una forma colectiva y algo delirante de consumo conspicuo, a esa vasta obra social se deben algunos hospitales de organización inesperadamente eficiente, y las primeras tentativas de introducir entre los problemas dignos de atención pública el de la difícil adaptación de migrantes internos al nuevo contorno urbano. Arcaísmo y modernidad eran puestos —y muy abiertamente— al servicio de una finalidad política; la Fundación era el lazo de unión entre el gobierno y esos sectores genéricamente populares que el peronismo llamó los humildes.45 43.  Navarro, 2002, 40-41. 44.  Llorca, 1980, 188. 45.  Halperín Donghi, 1972, 77.



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Según González Crespo, el faraónico edificio cuya construcción se inició por aquellos tiempos y «que Evita no pudo ver terminado, fue posteriormente utilizado por la venganza antiperonista como una de las actuales sedes de la Facultad de Ingeniería»46 —otro ejemplo de las metáforas espaciales que mencionamos acerca de la voluntad de cubrir con «civilización» lo que se considera «barbarie»—. Sobre la valoración del intento compensador de Evita a través de la Fundación, quizás la hipótesis (psicologista) más lúcida sea la de Dujovne; a través de su interpretación —expresada en su capítulo sobre Eva— puede explicarse tanto la búsqueda incansable del cadáver por parte de los partidarios, como la actuación posterior de Montoneros y la debacle final en que todo el país quedó sumido: No han quedado las obras, pero sí su sentido. Evita tuvo una capacidad asombrosa y completamente femenina de estar ahí, presente, dando. Pero dando ¿qué?. Sus regalos fueron mucho más que una casa, una muñeca, un colchón, una pelota de fútbol, una máquina de coser o unos dientes postizos. Símbolos de rebeldía más que de posesión, los regalos de Evita queman en la memoria por el impulso que despiertan. La oposición al peronismo no se equivocó al considerar que el régimen tenía que ver con el fascismo, ni al denunciar la presencia nazi en Argentina, ni al subrayar que el peronismo frenaba la evolución normal de los sindicatos de izquierda —ese movimiento obrero esclarecido, anarquista, socialista y comunista surgido en la Argentina en los albores del siglo—, ni al poner de relieve el autoritarismo de perón y Evita, la censura, la tortura y los múltiples atentados a la libertad. Pero sí se equivocó al encontrar humillantes y al calificar de limosnas los objetos que Evita regalaba, considerándolos dádivas adormecedoras y simples paliativos a la miseria. Es que es difícil entender lo que se esconde tras la máscara de un obsequio destinado a un pobre. ¿Desprecio, aprecio?. En este caso se escondía una orden, la orden de desear. Nadie que la haya recibido puede quedarse quieto. Para seguir parafraseando a Borges (y al surrealista Magritte), esas muñecas no eran muñecas. Esos colchones no eran colchones. Eran bombas. Contenían la explosión del deseo que es lo contrario exacto de la resignación. El mensaje de Evita no es haberse muerto por buena y abnegada ni por no haberse permitido otra cosa: es haber ofrecido millones de objetos cargados de una rabia indestructible, consciente de que, tarde o temprano, los destinatarios cumplirían con el mandato de estallar.47

Esos objetos entregados casi personalmente por Eva en la Fundación son lo que materializa su concepto de la ideología peronista —la «doxa peronista», si cabe la expresión— y la misma política como ella la entendía y como «el

46.  González Crespo, 1996, epígrafe de foto, página s/n entre 60 y 61. 47.  Dujovne Ortíz, 1998, 98-99.

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pueblo peronista» siguió entendiéndola y sintiéndola más que pensándola. Naipaul hace de ello una interpretación cruda: «Recuerdo muy bien que estuve muchos días triste», escribió en 1952, en La razón de mi vida, «cuando me enteré que en el mundo había pobres y había ricos; y lo extraño es que no me doliese tanto la existencia de los pobres como el saber que al mismo tiempo había ricos». Fue la base de su acción política. Predicaba un odio y un amor sencillos. Odio a los ricos: «¿Debemos incendiar el Barrio Norte?» les decía a las multitudes. «¿Tengo que darles fuego?» Y amor al pueblo: utilizaba esta palabra una y otra vez, y la convirtió en parte integrante del vocabulario peronista. Exigía tributo a todos para la Fundación Eva Perón; y permanecía hasta las tres, las cuatro o las cinco de la madrugada en el Ministerio de Trabajo, regalando dinero de la fundación a los suplicantes, dispensando una justicia personal. Ésta era su «labor»: una visión infantil del poder, la justicia y la venganza.48

Es Posse quien, también en un artículo periodístico, da una buena clave para la interpretación de esa idea de la política, al señalar: «Eva trabajaba veinte horas. Sólo entiende el poder como poder dar». Es decir: Eva entiende la política como asistencialismo compensatorio para los necesitados, como justicia distributiva estatal de resarcimiento, pero esto, por sí sólo, no elimina la pobreza, sólo ofrece sustitutos al deseo del pobre: una fantasía igualadora que irrita a quienes se sienten despojados para que los otros tengan una ilusión. Martínez, no pretende, como Dujovne, explicar, y a través de ejemplos como el mencionado de las dentaduras, intenta en todo momento salir ileso de la polaridad entre la Lady Macbeth prostituida que diseñaron los enemigos y la entregada benefactora que veneraban los acólitos. Así, la vida de Eva, vivida desde la grandilocuencia barata de los personajes interpretados por ella en el melodrama radiofónico, se patentiza es sus citas atribuidas, como «volveré y seré millones» o históricas como «renuncio a los honores, no a la lucha», muchas de las cuales sirven de título a algunos capítulos. Esto se suma a la historia documentada (la Fundación, el renunciamiento —a la vicepresidencia—, fragmentos de La razón de mi vida, el cáncer, el embalsamamiento, el peregrinaje del cuerpo) y a ello se agrega el comentario tanto de la ficción generada por Eva, como de los ataques fanáticos que algunas de estas interpretaciones literarias han despertado. Como puede notarse entonces, Martínez se mueve con la imagen de Eva sin escamotear ni la crítica sutil para con su demagogia —no para con su obra— popular pública, ni la admiración para con su pujanza interior, privada. Lo importante es centrarse en el melodrama y en el mito más que en la mujer, y podría agregarse, en la veta masculina del mito, es decir, en esa 48.  Naipaul, 1983, 127.



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faz amenazante, de mujer fálica, de «la Señora» —entendiendo aquí por «fálica», como lo piensa Kraniauskas, a «una mujer que ha ocupado un espacio político que ha sido rigurosamente codificado como masculino»—: Focaliza entonces la imagen que resulta creada por el estupor de los hombres al ver al Esclavo trocado en Amo en un país machista, es decir, esa representación masculina «abundantemente diseminada a través de la iconografía peronista y anti-peronista»,49 ribete sobresaliente de la Eva del imaginario cuya equívoca interpretación corrige David Foster con tanto acierto: No cabe duda de que el atractivo básico de Evita ha sido el de la mujer fuerte, capaz de aumentar el poder que le permite desafiar a la sociedad machista, adoptando a menudo los signos exteriores mismos del poder del macho. Aun así, la mujer no se convierte en el macho, sino que lo desplaza a través del gesto desconstructivo de una presencia cuidadosamente elaborada que pone en tela de juicio la «naturalidad» de la pose masculinista, y al mismo tiempo señala cómo el poder y la presencia son construcciones complejas que conllevan comportamientos igualmente complejos.

Quizás justamente por ello Martínez elude tópicos propios de una banalización interpretativa, como ser el de vincularla con un supuesto feminismo, visión surgida a partir de versiones reduccionistas sobre la adjudicación del voto femenino, trilladas desde cierto feminismo naif. Cabe aclarar aquí que denomino «naif» al feminismo que no problematiza el controvertido discurso de Eva respecto del lugar social de la mujer, ese feminismo que «dentro y fuera de América Latina, apoyándose en los exitosos esfuerzos de Evita por obtener el voto para la mujer argentina en 1947, le ha concedido un estatus de prototipo».50 Al respecto, es necesaria una aclaración sobre la Eva real, aunque Martínez no se adentre en esa faz «feminista»: a pesar de la instauración de sufragio femenino por aquellos días —que también implicó militancia discriminada por sexos51 y apoyo femenino incondicional para el liderazgo paternalista de Perón— su posición con referencia a la mujer es absolutamente conservadora, aunque la divergencia entre su actuación personal y su discurso respecto de la mujer a veces muevan a una confusa interpretación, de la que en los 60, es víctima el propio Sebreli (quien corrige su lectura en los 90 en otro libro). El sociólogo, en medio de una interpretación socio-psicologista, en boga por la época en que escribe el texto (de ineludible filiación al ideario de la izquierda intelectual de la postguerra en Francia y con epígrafe de Crítica de la razón dialéctica de Jean Paul Sartre), toma y analiza tanto la imagen de Eva

49.  Kraniauskas, 1994, 113 y 112. 50.  Foster, 1999, 530 y 529. 51.  Más datos sobre ello pueden hallarse en Guy, 1994, 229.

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como algunas citas muy ilustrativas de La razón de mi vida; usando la edición que la editorial Peuser hiciera del libro en 1951, dice: Eva Perón se burla un poco de las sufragistas: «No era soltera ni entrada en años, ni era tan fea por otra parte para ocupar puesto así… que por lo general en el mundo, desde las feministas inglesas hasta aquí, pertenece casi con exclusivo derecho a las mujeres de ese tipo…» (265) […] «La verdad, lo lógico, lo razonable es que el feminismo no se aparte de la naturaleza misma de la mujer. Y lo natural de la mujer es darse, entregarse por amor, que en esa entrega está su gloria, su salvación y su eternidad. ¿El mejor movimiento feminista no será tal vez entonces el que se entregue por amor a la causa y a la doctrina de un hombre que ha mostrado serlo en toda la extensión de la palabra? De la misma manera que una mujer alcanza su eternidad y su gloria y se salva de la soledad y de la muerte dándose por amor a un hombre, yo pienso que tal vez ningún movimiento feminista alcanzará en el mundo gloria y eternidad si no se entrega a la causa de un hombre (61)».52

A pesar de estas citas y otras parecidas, la dedicatoria del libro es para Simone de Beauvoir, lo que David Foster lee como sugerencia de la filiación feminista de Eva, y Marisa Navarro, más directamente, en un reciente artículo, habla de ese libro de Sebreli en estos términos: La Evita feminista de Sebreli está basada en una idea confusa de lo que había sido el feminismo en la Argentina o de lo que era ese movimiento para Simone de Beauvoir, ya que en los años sesenta ella no se definía como tal. Los hechos no le dan la razón a Sebreli, pues no hay pruebas de que a fines de los años treinta y principios de los cuarenta, cuando todavía había un movimiento de mujeres que luchaba por el sufragio en la argentina, Evita se acercara a los grupos feministas. Por otra parte, cuando en el gobierno del General Edelmiro J. Farrell se empezó a discutir la posibilidad de dar el voto a las mujeres, las feministas en su gran mayoría estuvieron abiertamente en contra, pero Evita no se pronunció ni a favor ni en contra, aún cuando Perón estaba a favor. En su autobiografía […] trata muy mal a las feministas. Para ella eran «mujeres cuya primera vocación debió ser indudablemente la de hombres […] Parecían estar dominadas por el despecho de no haber nacido hombres, más que por el orgullo de ser mujeres».53

Respecto del voto femenino, Navarro había escrito ya un interesante capítulo acerca de la historia de la petición en Argentina, que culmina con su adjudicación durante el peronismo. En él elude las concesiones triviales y dice:

52.  Sebreli, 1964, 61-63. 53.  Navarro, 2002, 14-15.



La novela histórica latinoamericana entre dos siglos 149 No hay duda de que Evita participó en la campaña en favor del voto femenino, [durante el gobierno peronista] pero ella no jugó un papel decisivo en la aprobación de la medida. Emprendió la lucha por el voto al final de ésta, ya que las feministas argentinas habían tratado de obtener el sufragio desde principios de siglo. Cuando se incorpora al movimiento, el Senado de la República ya había aprobado un proyecto de ley. Además lo hace en momentos en que las condiciones para la adopción del sufragio eran propicias, tanto en el país como en el resto del mundo. En Latinoamérica, las Conferencias de Estados Americanos, se pronunciaban por el sufragio desde la Octava Conferencia. Esta tuvo lugar en Lima en 1938 […] para cuando termina la Segunda Guerra Mundial, las mujeres ya podían votar en Ecuador, Brasil, Uruguay, Cuba y El Salvador. La promulgación de la Ley 13.010 de ninguna manera puede verse como consecuencia directa de la acción de Evita. Sin desmerecer para nada el papel que cumplió en la conquista del voto femenino, el examen imparcial de los hechos revela que éste fue el resultado del apoyo entusiasta que Perón le prestó al proyecto desde un principio, de la composición de las Cámaras, mayoritariamente peronistas, y de la falta de oposición por parte de la minoría. En el sentido más amplio, es además la culminación de un largo y arduo proceso en el que participaron numerosas agrupaciones de mujeres que conformaron el movimiento feminista argentino.54

El tema fue, además, la piedra de toque del enfrentamiento entre Victoria Ocampo —la brillante intelectual directora de la revista Sur— y Evita, que culmina en la humillante encarcelación de la primera durante cuatro semanas, en una prisión para prostitutas, por orden de Eva —experiencia a la que Victoria aludirá brevemente en el número 237 de la revista Sur, a la caída del peronismo—55 motivada por los discursos de Victoria en contra de la adjudicación del voto por parte de un gobierno militar (lo que movía a otras anteriores militantes pro-voto femenino a negarse también, pensando en el uso político que se haría de ello) y no de un Parlamento elegido en comicios honestos, palabras que fueran reproducidas en los diarios de la oposición, como La prensa en aquel momento.56 La diferente «cosmovisión» de ambas mujeres respecto de este punto es origen de otro texto teatral, que ficcionaliza unos improbables encuentros entre ambas; en el primero de los tres (cada uno en un acto), Eva visita a Victoria para conseguir su apoyo en la lucha por el voto femenino: la obra Evita y Victoria, de Mónica Ottino, representada con éxito en Buenos Aires, con diálogos ilustrativos de sus personalidades opuestas, como:

54.  Navarro, 1994, 185-186. 55.  Por más detalles véase Sarlo, 2001, 20. 56.  Navarro, 1994, 193.

150 Cecilia M. T. López Badano Eva: ¿Me detesta? Victoria: Sí E: ¿Porque no escribo versitos ni sé hablar francés? V: Su ignorancia es su problema. E: Grave error, señora, mi ignorancia es su problema. O bien: «V: Es joven, ahora rica y es ignorante, lo que le da una gran seguridad».57

Esa Eva, como dice Avellaneda «muestra, al debatir con Victoria Ocampo, la fuerza que ya la ha convertido en Evita».58 Otra prueba para trazar un panorama del conservadurismo de Eva respecto de la mujer se obtiene leyendo su discurso del 23 de febrero de 1951, ante Perón, cuando acude al Salón Blanco de la Casa Rosada para presentar la adhesión del movimiento femenino, antes de las primeras elecciones en que votarían las mujeres; ¿qué feminista hablaría así?: Nosotras, mi general, no queremos nada más que usted nos utilice. No pensamos más que por vuestra cabeza, no sentimos más que por vuestro corazón, y no vemos más que por vuestros ojos. No tenemos caudillos, ni caudillas que auspiciar. Nosotras no queremos más que a Perón, porque nuestro fin político es la dignificación del pueblo argentino y la grandeza de la patria y estamos seguras que sólo con un hombre, con Perón, podremos realizar nuestros ideales de una Argentina justa, libre y soberana.59

Aún a pesar de discursos tan explícitos como éste, algunos estudiosos de su personalidad afirman cosas como: «Defendió con su ejemplo la independencia de la mujer frente al tradicional machismo latinoamericano. Rompe el mito de la mujer objeto»60 y lo que escriben gana primeros premios de ensayo. Volviendo una vez más al texto de Martínez, puede afirmarse que, a través de su recuperación del mito, logra para su protagonista una tensa ecuanimidad entre heroísmo y traición, y la novela se construye, entonces, desde lo que podríamos denominar una implacable admiración, que no es, por consiguiente, indulgente con errores ni piadosa con la cursilería. El personaje-cadáver exquisito que surge de ello es, en su cuidadoso armado, una decantada destilación, producto de la mixtura tanto de la ficción previa inspirada en Eva —Evita como literatura nacional—, como del rumor popular —Evita como leyenda urbana— y de los documentos y recortes coleccionados durante décadas de febril trabajo de archivo —Evita como historia—.

57.  Ottino, 1990, 27-28 y 75. 58.  Avellaneda, 2002, 134. 59.  Llorca, 1980, 249-50. 60.  Deutsch et altri, 1983, 32.

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Sobre Eva como leyenda urbana y como literatura, puede decirse que la ficción culta había trabajado varias veces sobre los relatos orales previamente al texto de Martínez, pero nunca recuperando las voces populares. El Dr. Ara reseña algunos de los rumores que empezaron a circular ya durante el velatorio, y en ellos se encuentra el germen de cuentos como el de Onetti, el de Borges o del mismo episodio de Evita muñeca oculta en el cine que utiliza Martínez. Dice Ara: [Las opiniones increíbles] indudablemente, constituyeron el germen de la serie de bulos que rodando, rodando durante tres años, llegaron hasta el gobierno provisional; y en octubre de 1955 lo movieron a investigar si lo que guardábamos en la CGT era realmente o no un cadáver humano. No los vamos a reseñar en todas sus variedades; vaya sólo una síntesis. Para empezar, una señora extranjera de elevada posición social díjome, adoptando un aire misterioso: —Yo no sé, doctor, lo que han hecho con esa pobre mujer, pues la han dejado reducida al tamaño de una muñeca; seguramente no llega a un metro de la cabeza a los pies. Por lo visto, según nuestra dama, habíamos resuelto el que creíamos insoluble aunque inútil problema de encoger los huesos en veinticuatro horas y sin sacarlos del cuerpo. Unas señoras, confundiendo las sombras producidas por las luces del otro lado con el color de la piel, afirmaban muy serias que se estaba poniendo negra. Otras, en cambio, sostenían que era imposible que a la señora se la hubiera podido conservar tan bonita: debía de ser artificial; y sin detenerse aquí, pasaaron a propalar que desde semanas o meses antes de la muerte ya se tenía preparada otra cabeza estupendamente imitada. Para algunos, sólo era verdad lo que se veía a través del óvalo de cristal: es decir, la cabeza y el cuello; todo lo demás —afirmaban segurísimos— hubo de ser quemado a causa de su enfermedad. […] el consejo de dar fin al espectáculo debía ser incluido en mi carta del 29 de julio al Presidente. y eso que aún no conocía el fabuloso proyecto de no sé quién, según el cual un cortejo fúnebre nunca visto llevaría la figura yacente de Evita en exposición por todas las provincias y territorios argentinos durante varios meses. Desde luego, por lo conversado con el general Perón el día 6 de agosto, puedo afirmar que semejante traslado no estuvo jamás en la imaginación del presidente.61

En estas leyendas urbano-políticas se ve claramente lo que señala Jean Franco: «in more recent historical novels […] history is emancipated from documentary sources, even when these underpin the narrative, and gives way to myth».62 Por ello mismo quizás son tan sugestivas y se mezclan de tal modo con la realidad histórica que no falta quien las tome como tal sólo porque aparecen en la novela entre hechos documentados, como sucede en el texto sobre Evita de la periodista mexicana Alma Guillermoprieto, donde puede 61.  Ara, 1974, 79-80. 62.  Franco, 2002, 236.

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leerse «todo lo que sigue es cierto y está sustentado por hechos recogidos y expuestos de una manera casi documental en Santa Evita»63 y habla, por ejemplo, de las varias copias del cuerpo construidas por Ara, copias cuya existencia es incomprobable históricamente, y menos aun lo es que un científico con las características intelectuales de Ara se haya prestado a ello. Sobre Evita como historia, podemos añadir que Martínez obtuvo diversas becas de investigación, por ejemplo, en 1983, en respuesta a una propuesta presentada ante el Woodrow Wilson Center de Washington, pudo trasladarse a esa ciudad, con acceso a la biblioteca del Congreso y a los Archivos Nacionales, para completar la recopilación de antecedentes iniciada en Madrid, como periodista, durante el exilio de Perón. Esto le permitió escribir La novela de Perón. También obtuvo la beca Guggenheim en 1988, ambas ya en el exilio americano, cuando las amenazas y las bombas colocadas contra él por la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) lo obligaron a salir del país, incluso antes del advenimiento de la última dictadura militar, primero con destino a Venezuela, luego a EEUU. La novela contiene esas tres esferas y, al atraparlas y combinarlas indiferenciadamente, repite sobre los lectores más avisados el seductor gesto de captación de vehementes fieles que produjo el personaje histórico sobre los ciudadanos. A través de ellas el autor intercala vida y muerte, memoria y mitificación, oralidad y escritura, superpuestos registros para la ambiciosa construcción del «personaje total» que toda hagiografía —aun ésta, paródica— implica en su objetivo de «definir la solitaria singularidad del individuo»,64 desde el pecado o la frivolidad hasta el testimonio y la entrega sacrificial de la vida. Es necesario aclarar aquí que, si bien los detalles del pedido de canonización de Evita (66) —fuera de la metáfora textual de la santidad que titula el libro, y se expande como motivo— pueden parecer parte de la desmesurada ficción (¿realismo «mágico»?) a un extranjero, el reclamo ante la Santa Sede fue histórico. En su texto, Juana Baumgartner relaciona explícitamente la caída de Perón con su creciente hostilidad contra la Iglesia, según ella, motivada por el tema de la canonización: «No es sorprendente que entre 1954 y 1955, período en que Perón puso mayor presión a la Iglesia sobre el asunto de la canonización, y ésta sospechara el origen y la autoría de la maniobra, la relación entre Juan Perón y la Iglesia se deteriorara grandemente acelerando su caída».65 Sin embargo, como señalan Martuccelli y Svampa: La Evita «mística» o «santa» no pertenece, hoy como ayer, a la clase trabajadora, sino a la construcción de las clases medias y sobre todo al discurso de los líderes peronistas: sindicalistas, políticos, propagandistas, empresarios. 63.  Guillermoprieto, 2001, 24. 64.  Foster, 1999, 537. 65.  Baumgartner, 1997, 128.

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Por el contrario, Evita, y el discurso sobre Evita, reúne y transforma tres imágenes: la femineidad, el poder espiritual o místico y el liderazgo revolucionario. Un conjunto de elementos que favorecen la identificación de grupos ubicados en los márgenes de la sociedad y de la autoridad institucionalizada. Es el doble encuentro de la «mujer» y de la «muerte» que dan toda su eficacia simbólica al mito de Evita, por el cual, Evita se emplaza fuera de las formas sociales estructurales, fuera de las instituciones públicas, más allá de las reglas y de las categorías formales. El recuerdo de Evita (y su «culto») forman así parte de un conjunto de mecanismos simbólicos de identificación por el cual los sectores menos incluidos, social y culturalmente, se sienten incorporados a la nación.66

Es justamente, entonces, la farsa hagiográfica de Martínez lo que da más sentido al hecho de haber resaltado, al inicio, la frívola rusticidad de la muchachita actriz de los sectores bajos, de pésima dicción ¿no era acaso San Agustín —por mencionar un ejemplo entre tantos— un vacuo pecador que luego, en su evolución espiritual, llega a concebir ciudades terrenales y celestiales? ¿no hay algo de brutal caricatura de San Francisco en ese discurso potente y lunfardo, simplificador, de Eva, que se dirige a sus hermanos humildes mientras comienza a desprenderse de sus joyas? En esa paródica hagiografía, que es además, en estilo, palimpsesto y cadáver exquisito, Martínez también articula, como metaliteratura, las voces ajenas del periodismo y la literatura. Vargas Llosa percibe claramente este «anárquico orden» en su comentario periodístico sobre el texto: Como todo puede ser novela, Santa Evita lo es también, pero siendo, al mismo tiempo, una biografía, un mural sociopolítico, un reportaje, un documento histórico, una fantasía histérica, una carcajada surrealista y un radioteatro tierno y conmovedor. Tiene la ambición deicida que impulsa los grandes proyectos narrativos, y hay en ella, debajo de los alardes imaginativos y ambatos [¿embates?] líricos, un trabajo de hormiga, una pesquisa llevada a cabo con tenacidad de sabueso y una destreza consumada para disponer el riquísimo material en una estructura novelesca que aproveche hasta sus últimos jugos las posibilidades de la anécdota. […] El orden con que está organizada Santa Evita es asimétrico, laberíntico y muy eficaz.

Intentaremos ahora, entonces, analizar el «ordenado caos laberíntico» que genera la seducción de la novela. Mecanismos estético-compositivos. a) El cadáver exquisito 66.  Martuccelli y Svampa, 1997, 321.

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Para quien maquilla la historia, todo cadáver es un cadáver exquisito. Bolívar, yo soy, film de Jorge Alí Triana ...y la mujer histérica como posibilidad cierta de figura emblemática nacional. La mujer histérica argentina como prócer. El cadáver embalsamado de Evita demostró un comportamiento decididamente histérico. En cualquier caso, la mujer histérica como contraparte del escritor neurótico. Se preguntó si todo esto podía llegar a interesarle a la gente de la Fundación. Rodrigo Fresán. Historia Argentina.

El problema que es necesario abordar ahora es el de la constitución estética que sostiene la trama, es decir ¿cómo darle coherencia estética a la ficcionalización y, a la vez, a la expresión política de la mitificación? ¿cómo es posible tejer ese gran mito-tango que sea melodramática ficción, y a la vez, política e historia? Esas son las preguntas que pretendemos responder de aquí en adelante. Los tres estratos de la novela mencionados al final del parágrafo anterior (el de la literatura nacional, el de la leyenda urbana y el de la historia), se construirán, además, sobre un doble movimiento, por un lado, el control autoral de la historia, de la secuencialidad que va desde la agonía hasta la muerte y desde el embalsamamiento al secuestro y la clandestinidad en manos militares, atravesando el discurso político; control mantenido en las escenas íntimas ficcionalizadas por la imaginación del autor. Por el otro lado, el desamparo del detectivesco periodista que intenta atrapar a la verdadera Eva y persigue la huella incierta del cadáver enterrado en la lejanía, en las voces ya populares, ya cultas, que construyen la trama del mito. Ese permanente pasaje en el sistema pronominal entre narrador-protagonista y personajes, cuando es entre el yo y el él-ellos-ellas (todas y cada una de las mujeres relacionadas a Eva), es desplazamiento entre psicología e ideología, entre lo privado y lo público, entre intimidad e historia, pero cuando es entre el yo y el ella, el deslizamiento será también entre autorreflexión y creación, entre subjetividad y construcción del objeto, construcción que es, además, apasionada obsesión, enfermiza relación amorosa que gesta al personaje, tanto en su faz histórico-social, como en su valor de indeleble marca identitaria personal, en consecuencia, dice en la página 204: «Así voy avanzando, día tras día, por el frágil filo entre lo mítico y lo verdadero, deslizándome entre las luces de lo que no fue y las oscuridades de lo que pudo haber sido. Me pierdo en esos pliegues, y Ella siempre me encuentra. Ella no cesa de existir, de exis-



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tirme: hace de su existencia una exageración». Como en la tradición de cierta novelística argentina, la mujer es incluida como punto de referencia en el que pivota y se acrecienta la conciencia masculina. En este segundo movimiento —el del desamparo creador del detective— se diseña el campo magnético del cadáver exquisito intertextual y se desvanece gradualmente el control absoluto de la autoría, se da, como efecto estético, un borramiento del autor ante el agigantamiento del protagonismo del cadáver, protagonismo que las diversas voces sostienen a través de sus versiones «canonizadoras». Es necesario aclarar aquí esta aparente contradicción entre «control autoral» y «borramiento del autor», gestos estéticos que pueden señalarse como extremos oscilatorios del doble movimiento ya señalado. El pilar que soporta estas actitudes polares es el hecho de que el autor se crea —y se usa— como personaje —actitud ya inaugurada en La novela de Perón, pero a partir del desdoblamiento entre Zamora y Martínez, ambos como personajes—, generando una diferencia entre autor —externo al texto— y narrador-personaje —implícito—, diferencia que a la vez el autor enmascara —bajo su propio nombre— en la textura del relato, donde, para el lector ingenuo que lee la novela como testimonio periodístico, ambos se confunden en uno. El autor organiza racionalmente la construcción del suspense en la estrategia narrativa del texto, midiendo su efecto de mecanismo exacto en la sabia disposición del material, que, como en Puig, se armará casi por montaje (las postales, la imágenes que caen de las alas de la soñada mariposa) dejándolo, como a aquel, fuera del propio dispositivo literario, mientras que el narradorpersonaje —constructo táctico del autor— se aturde, se turba irracionalmente y, por ello, cede la palabra a las versiones, borrándose como creador en la propia desorientación que el autor le crea, pero ésta es sólo una controlada maniobra lúdico-estética del autor «real». Retomando la característica antes mencionada —la existencia de dos diversos niveles polares— evidente en Santa Evita y compartida con otras novelas históricas postmodernas, puede decirse que es descripta por Wesseling del siguiente modo: The metahistorical dissection of historiography proceeds via shifts from one level of historical discourse to a lower, more fundamental one. The first level, that of the historian’s discourse, is shown to reflect the subjective preoccupations of the historian and his narrative instruments, rather than historical reality. The second level, the sources on which historical discourse is grounded, is also presented as tinged by subjective desires and perhaps even deliberate forgery. The final level to be dismantled is that of the res gestae itself. Postmodernist writers deprive the historical events that constitute the referent of historiography of its self/evidence by suggesting that the making of history

156 Cecilia M. T. López Badano follows fictional scenarios which, in their turn, have likewise been determined by linguistic tropes and topoi.67

Si bien los dos movimientos se superponen en la textura del relato, podría decirse que, por una parte, el autor convencional narra, ficcionalizando, los hechos conocidos: los momentos finales de la vida de Evita, la locura del militar custodio, los avatares nómades del cadáver, que impregna de tragedia a los que toca en su paso. Por otra parte y mientras tanto, el narrador-personaje «periodista al acecho» trabaja en palimpsesto sobre la leyenda en la que se va involucrando, construyendo el cadáver exquisito textual en el que, como en el palimpsesto —y como en la propia identidad nacional— van emergiendo todas las escrituras y los topoi previos. El profesor Oviedo, de la University of Chicago, encuentra, en su artículo para La Jornada Semanal, en el palimpsesto uno de los elementos más atractivos de la novela, y dice: El proceso de la novela ha sido largo y tortuoso. Martínez empezó a escribirla en 1991, seis años después de La novela de Perón, y tuvo que redactarla tres veces. Narrativamente, lo interesante es que el autor ha dejado trozos del palimpsesto a la vista y ha hecho del trabajo de escribirla un tema que se entremezcla con el de las andanzas del cadáver incorruptible de Evita. Vemos al narrador escribiendo esta novela, fracasando, entrevistando testigos, consultando fuentes e informes.

La técnica del cadáver exquisito, presentado a su vez en palimpsesto, es una versión refinada de la heteroglosia que cristaliza en otro concepto de autoría, multifacético y más próximo a la compilación. Ahora bien ¿qué es un cadáver exquisito? ¿A qué nos referimos cuando aludimos al texto como tal? Se denomina así al juego-técnica de escritura a varias manos que impulsaron los surrealistas y que consistía en que cada persona escribiera una o más palabras, y el siguiente agregara una o más, sin saber precisamente lo que había escrito el anterior, siguiendo un orden gramatical lógico (un sustantivo que suma un adjetivo, que suma un verbo y los complementos). En ese juego-creación, el primer verso que se obtuvo fue: «Le cadavre exquis boira le vin nouveau», de donde la técnica tomó su nombre. El proyecto estético surrealista disipaba así el control de la razón y del gusto, asordinando en el método la conciencia de sí en beneficio de la impersonalidad de una mano escribiente; con ello se ponía en cuestión, tanto al sujeto creador por sí mismo, como al sentido de cada palabra y a la propia estabilidad de la comunicación humana. 67.  Wesseling, 1991, 135.

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Sobre el empleo de estas técnicas automáticas por parte de los surrealistas, dice Brophy: The acknowledgement and exploitation of an unconscious in creative work allowed the Surrealists to step aside from their creations; for the dominance of the unconscious in creative work heralded the death of the personality. The artist and writer entered a realm of unconscious impersonality. Chance provided one method of holding back the involvement of a concious personality. Reason´s role was limited to ‘taking note or, and appreciating the luminous phenomenon’ (Breton, 1972 a, p. 37) produced by the unconscious. Along with chance, collaborations also worked to produce texts which defied psychoanalytic or author-based interpretations. The folded-paper drawings (‘The Exquisite Corpse’ exorcises as they were called) diminished authorship as an individual responsibility.68

Cabe señalar aquí que lo que del uso de la técnica descripta queremos resaltar en el presente capítulo no es la vertiente vanguardista y experimental de la inconsciencia que fue tan cara a los surrealistas —y que de ningún modo puede adjudicarse a una novela en la que la conciencia formal casi de policial domina la construcción—, sino la multivocidad de la autoría graficada a través de esa técnica sumando coherentemente voces diversas que son, a su vez, tanto multiplicidad de las Evas como divergencias interpretativas, discursivas, ideológicas y, como tales, diferencias de concepción identitaria. Precisamente, como herramientas exploratorias, son más bien el valor de la muerte de la personalidad, la función registradora de la razón y la disminución de la responsabilidad individual de la autoría, los elementos de la mencionada cita que nos interesan en función de la novela, ya que le son imprescindibles para mantener en su construcción la efervescencia del mito colectivo. De ese procedimiento surrealista dijimos ya también en nuestra introducción, que acentúa el esteticismo justamente porque habla, a su vez, de un cadáver exquisito histórico, presente, constituyendo un remedo estético-ficcional del cuerpo exquisito y rebelde real. Es entonces en este demiúrgico gesto artístico de crear un oxímoron —la momia vital, el personaje-cadáver— donde se descifra la división entre novela histórica como arte e historiografía como ciencia humana; la huella de esa diferencia se encuentra en otra cita de De Certeau: La muerte obsesiona a Occidente. Desde este punto de vista el discurso de las ciencias humanas es patológico: discurso del pathos —calamidad y acción apasionada— en una confrontación con esa muerte a la que nuestra sociedad ya no considera como modo de participación en la vida. Por su cuenta la historiografía supone que es imposible creer en este tipo de presencia de

68.  Brophy, 1998, 145.

158 Cecilia M. T. López Badano los muertos que ha organizado (u organiza) la experiencia de civilizaciones enteras, y por lo tanto ya es imposible «tenerlos en cuenta», debemos, pues, aceptar la pérdida de una solidaridad viva con los desaparecidos, trazar un límite irreductible. Lo perecedero es su base; el progreso, su afirmación. En uno está la experiencia que compensa y combate el otro.69

En este sentido, el discurso de Santa Evita (como el de la ciencia humana) también es «patológico» en su obsesión con la muerte —con lo perecedero que se ha vuelto imperecedero—, pero cuando en la estética textual —en el cadáver exquisito literario, en la factura misma de la novela— los restos no se doblegan en detritus para seguir constituyendo historia, la muerte es participación en la vida y el cuerpo-personaje organiza, con voluntad insojuzgable, los hilos de una trama que la historiografía había acallado. El dispositivo formal del cadáver exquisito le permite al autor insertar en la historia, de manera variada, voces que cuentan las realizaciones de Eva, material histórico-biográfico sobre su obra política, y también, ficcionalizar la subsiguiente necrofilia imperante en la custodia que los militares se arrogaron sobre el cuerpo y que, para buena parte de los implicados, derivó en drama, muerte y/o en locura —como ha sucedido con la momia del faraón— encendiendo con más fuerza el mito de «esa mujer» o «la yegua», seudónimos con los cuales los militares y la oligarquía la mencionaban para no pronunciar su verdadero nombre. En el texto cadáver exquisito —como en la identidad nacional— se combinan polifónicamente las voces heterogéneas que multiplican la historia hasta darle su resonancia mítica: Evita es entonces, también, otro cosido (cocido) Frankenstein literario hecho con la carne de todas las historias que la cuentan: estético engendro montado sobre las sucesivas transmutaciones que hacen de la Cenicienta de los «descamisados» y los «grasitas», la Bella Durmiente real a quien Martinez resucita y despierta con el poder del verbo, haciéndola andar, muda y sugerente, sin el torpe paso de aquel golem literario. El método mencionado será su estrategia para presentar el relato semidocumental de una vida donde la juxtaposición de voces, graficadas en estilos de escritura diversos, provee un sentido testimonial, pero algunas de esas mismas «pruebas» pasan a ser su propio eco sugestivo, su propio fantasma bello, en la selección y ficcionalización de partes, aunque sean documentos verdaderos, como sucede con los fragmentos del diario de Ara integrados al texto. Esta afirmación última acerca de la estetización de algunas fuentes se justifica con un orden de lectura: si se lee el diario de Ara después de la novela, buscando al rutilante personaje de dos caras que la ficción de Martínez crea —el católico piadoso, sensato, carente de imaginación en la página 28 y el 69.  De Certeau, 1993, 19.



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científico delirante y desorbitado del diario semiapócrifo en la 29—, la desilusión puede ser fuerte: más allá de los datos utilísimos, escritos con la mentalidad del científico que se siente arrasado contra su voluntad por un mito que no maneja y en el que está implicado, al menos, profesionalmente, sólo se encuentra al primero; el segundo Ara, el soberbio fraguador de imágenes — postmodernos simulacros— que no se perfila en el auténtico diario, es muchísimo más interesante que ese aburrido médico de prosa detallista e impecable, movido por la preocupación de dejar a salvo su buen nombre y honor. Así, por la misma estetización, se duda de todas las fuentes y nos dice en la página 143: «Las fuentes sobre las que se basa esta novela son de confianza dudosa, pero sólo en el sentido en que también lo son la realidad y el lenguaje: se han infiltrado en ellas deslices de la memoria y verdades impuras». La combinación de interpretaciones dispuesta como cadáver exquisito en el que cada uno escribe su versión del mito en palimpsesto sobre las otras, erosiona la univocidad y la autoría en la conjunción de voces que se genera. Los fantasmas del deseo y del temor que se perfilan tras cada voz e interpretación, encarnan así siempre en el cadáver, electrizándolo para que resuene legendario, vivo en la estructura coral de la memoria, exactamente como mencionaba Huyssens en su reportaje de nuestra cita previa. Las voces diversas son la química imprescindible en que Martinez embalsama y canoniza literariamente a Eva convirtiéndola en ese objeto estético y popularmente sagrado que se sitúa en la palabra más allá de la palabra, del mismo modo que el cuerpo detenido en la incorruptibilidad se había situado más allá de la muerte y más allá de la historia. Justamente en lo que para algunas interpretaciones de la novela parece radicar lo criticable, en la nuestra radica la estética y la «literaturidad».70 Un cadáver embalsamado debe impresionar por su conjuradora perfección paródica, por su irradiar vida en donde ya no existe aliento: el cadáver exquisito que ha tejido el autor sobre el cuerpo embalsamado debe trasuntar la vitalidad artística de la interpretación a través de usar la química estática (estética) de las fuentes que, como intérprete, ha dinamizado. La propuesta parece ser la de embalsamar, en una, las Evas diversas y construir con ella otro cuerpo refractante, sacralizado en las versiones, no la de hacer su cirugía estética.

70.  Vale insertar aquí al respecto el comentario de una anécdota: en el xxiii° congreso de LASA: el profesor John Kraniauskas, del Birkbeck College, discutió en una ponencia algunas imágenes literarias de Eva. Un comentario suyo —«las ciencias sociales se han ocupado de Perón; la literatura, de Eva»— me animó a preguntarle por qué no había considerado también en su presentación la novela que nos ocupa. Su respuesta fue que consideraba que el texto no asumía los riesgos de las fuentes utilizadas. En el torbellino entre mesas y ponencias, la afirmación, aunque atendible, me dejó insatisfecha: me preguntaba qué riesgo asume un embalsamador, más allá de prolongar el sueño de vida deteniendo una belleza difícilmente capturada.

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Es por esto que tanto Evita —el personaje real— como la propia novela y, a su vez, la identidad nacional —por la metáfora que tiene como uno de sus términos a Eva—, son presentadas entonces como una máquina surrealista para integrar en la confluencia entre lo verdadero y lo falso, entre la historia documentada y la leyenda móvil, en permanente construcción, entre lo personal y lo colectivo. Este movimiento de integración implica la asunción de una función marginalizada en la construcción de la historia: la imaginación estética literaria. Es en este punto donde disentimos de la afirmación de Hutcheon que Wesseling retoma y problematiza en forma más convincente acerca de que en la novela historiográfica postmoderna no hay dialéctica significativa entre lo fáctico y lo ficcional, sino oposición paradójica,71 ya que en Santa Evita puede hablarse de una dialéctica entre ambos a través de la imaginación estética (por ello es tan difícil diferenciar allí lo verdadero de lo verosímil). El producto final —la síntesis— que surge de esa conjunción entre historia e imaginación estética es el texto como mito —que devela a su vez los mecanismos estatales de la construcción del mito canonizador en la historia oficial de los «héroes»— en el que Eva (hoy tan síntesis de historia y ficción como la novela y ya irrenunciablemente cadáver exquisito) se vuelve un objeto interior y exterior al autor al mismo tiempo: el punto de intersección omnívoro entre lo subjetivo y lo objetivo en el que se abre la puerta tanto a su personalidad de melodramática mujer política, como a la personalidad del autor, nos dice en la página 390: «Hubo un momento en que me dije: Si no la escribo, voy a asfixiarme. Si no trato de conocerla escribiéndola, jamás voy a conocerme yo». En este sentido, Evita —realidad y ficción— es síntesis en tanto que rasgo distintivo de la argentinidad: ya en el fervor de la aprobación, ya en el del disenso, nos identifica, porque el problema de su cuerpo errante es el mismo que el de la identidad nacional: la paranoica saturación de ideología, entendiendo este término en su máximo valor de alienación, es decir, cuando ya es imposible percibirla como tal porque lo político «implacablemente impulsado por reificación acumulada, finalmente se ha convertido en un genuino Inconsciente».72 71.  Hutcheon, 1988, 100, 106, 213, 22; Wesseling, 1991, 155-156. 72.  (Jameson, cit. en White, 1999, 172. Para aclarar aquí en qué sentido se habla de ideología, política, reificación y alienación, cabe señalar una frase que Osvaldo Soriano pone en boca de uno de los personajes de No habrá más penas ni olvido —novela sobre el enfrentamiento entre dos facciones del peronismo–: «––¿Bolches? ¿Cómo bolches? pero si yo siempre fui peronista…, nunca me metí en política.» (32). La misma es retomada de modo casi idéntico por Leonardo Favio (director de cine, peronista) para ponerla en la boca de Gatica, personaje protagónico del film Gatica, el Mono, sobre la vida del boxeador que dedicó sus triunfos a Perón —y cuya trayectoria funciona en el film como metáfora del ascenso y caída de su clase social (y del propio peronismo)—: «Yo nunca me metí en política… siempre fui peronista». En las citas se percibe claramente cómo la reificación acumulada ha convertido lo político en «genuino inconsciente».



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Si la voz del autor no es sólo la suya, sino la de la nacionalidad acechada y agraviada en el cadáver —y también la de los agraviadores—, el cuerpo, tanto el real perseguido como el texto literario construido, es un objeto de encuentro colectivo con resonancia mítica que se instala en el centro de la sociedad y se convierte, para el autor y para los lectores, en la vía para conocerse y transformarse: objeto de autorreflexión individual y colectiva y puesta en evidencia de ideologías contrastivas, pero justamente lo que determina su condición de síntesis, es poder evidenciar las contradicciones ideológicas de la argentinidad, conjugando en la leyenda las interpretaciones extremas, como veremos a continuación.

b) Literatura y metaliteratura nacional en Santa Evita: de la tierra infernal de la oralidad bárbara al cielo de la civilizada canonización. Y no encuentro ahora qué nombre preciso dar a esa penumbra épica en la que los argentinos fuimos civilizados a golpes de barbarie. Tomás E. Martínez, «Historia y ficción: dos paralelas que se tocan».

Martínez ha indagado acerca del tema de la necrofilia en Argentina —y de ello da cuenta el artículo del que hemos tomado el epígrafe— también de su estetización literaria, por consiguiente, en su texto y en el marco de ese canon argentino sesgado por la tensión de los polos civilización-barbarie, el cadáver de Evita puede relacionarse con otro cadáver (político y literario) de características opuestas: el de Juan Lavalle en Sobre héroes y tumbas, novela de Ernesto Sábato publicada en 1961. El autor le hace decir a uno de los militaresm en la página 15: «Cada vez que en este país hay un cadáver de por medio, la historia se vuelve loca. Ocúpese de esa mujer, coronel. [...] Desaparézcala, acábela. Conviértala en una muerta como cualquier otra» y luego, en el su reportaje con Wiñarzki, afirma: «Todos recuerdan la odisea del cadáver de Juan Lavalle, que se iba pudriendo a medida que los soldados trataban de preservarlo de los enemigos llevándolo por la Quebrada de Humahuaca». Justamente el «todos» se le debe a Sábato más que a los libros de historia, por ello, ambos textos son relacionables: el cadáver de Lavalle —quien había envejecido años en días, en una mirada, durante la huída— se descompone irremisiblemente luego de que lo asesinaran por casualidad, sin saber quien era, tras una puerta. Con él, se descompone también, momentáneamente y por largo tiempo en Argentina, el ideario militar de los unitarios —que se

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autopensaban como «civilización»—, arrasado por los ejércitos federales —la barbarie— o desahuciada en el exilio la mayoría de sus portadores intelectuales (como Sarmiento, Mármol o Echeverría). «Ciento sesenta y cinco hombres galopando furiosamente durante siete días por un cadáver»; «Pedernera ordena hacer alto y habla con sus camaradas: el cuerpo se hincha, su olor es insoportable. Habrá que descarnarlo para conservar los huesos y la cabeza. Nunca la tendrá Oribe». Así, en el cuerpo de Lavalle —como también hemos sugerido acerca del cuerpo enfermo de Bolívar en El general en su laberinto— se pudre un ideal que había tenido unidos, luchando por la independencia, sólo veinticinco años antes, a quienes después se pensarían y manifestarían como bandos irremisiblemente opuestos (unitarios-federales); en el de Eva, incorruptible, sustraído al tiempo en lo mejor de su edad y lo peor de su padecimiento, se preserva, en cambio, una ideología opuesta: la prolongación titubeante y corporativamente sindicalizada, del federalismo nacionalista en el peronismo. En este sentido, ese cadáver íntegro lleva adentro la historia de la tensión nacional, intacta y hecha desafiante mito reivindicativo en la manipulación. Un cuerpo (el de Lavalle) pide con modestia sustraerse al tiempo histórico, volver a la tierra y a la naturaleza, perder la obscenidad de exhibir la descomposición: Sufres por mi, pero deberías sufrir por ti y por los camaradas que quedan vivos. Yo no importo, ahora. Lo que en mí se corrompía, tú lo estás arrancando y las aguas de este río lo llevarán lejos, pronto ayudará a una planta a crecer, quizás con el tiempo se convierta en flor, en perfume [...] así sólo quedarán de mi los huesos, lo único que en nosotros se acerca a la piedra y a la eternidad.73

El otro exhibe —pone en escena— con soberbia, el tiempo histórico detenido como eterno espectáculo obsceno para la veneración: Esa mujer —le oigo murmurar—. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada [...] Ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire ¿sabe? Con todo, con todo…74 […] la piel de Evita se había tornado tensa y joven, como a los veinte años. Por las arterias fluía una corriente de formaldehído, parafina y cloruro de zinc. Todo el cuerpo exhalaba un suave aroma de almendras y lavanda. El Coronel no pudo apartar los ojos de las fotos que retrataban a una criatura etérea y marfilina, con una belleza que hacía olvidar todas las otras felicidades 73.  Sábato, 1986, 356, 359 y 360. 74.  Walsh, Rodolfo, 14-15.



La novela histórica latinoamericana entre dos siglos 163 del universo. La propia madre, Doña Juana Ibarguren, se había desmayado durante una de las visitas al creer que la oía respirar. Dos veces el viudo la había besado en los labios para romper un encantamiento que tal vez fuera el de la Bella Durmiente. De las transparencias del cuerpo brotaba una luz líquida, inmune a las humedades, a las tormentas, y a las desolaciones del hielo y del calor. Estaba tan bien conservada que hasta se veía el dibujo de los vasos sanguíneos bajo el cutis de porcelana y un rosado indeleble en la aureola de los pezones.75

Con los dos cuerpos, el país se volvía loco; en la cuenta de Lavalle y en la desesperación de la Legión por salvar su cabeza, estaba aún pendiente el cobro del cadáver de Dorrego, líder federal por él asesinado. En la cuenta de Eva, y en la desesperación militar por alejar su cuerpo, estaba pendiente un ¿ingenuo? modelo de compensación por justicia distributiva: la reivindicación de los «cabecitas» (del «aluvión zoológico», como gustaba decir la oposición), del mundo rural que se volvía urbano en el abandono del campo para pasar a la fábrica. Puede decirse de lo que materializa su cuerpo incorruptible lo mismo que señala Svampa acerca de Martínez Estrada y su visión del peronismo: «Invasión mestiza […] revancha histórica; son los vencidos de Caseros que regresan».76 Si el peronismo es leído intelectualmente como la invasora revancha histórica de los derrotados de Caseros, se vuelve ineludible retomar aquí, entonces, la consideración de la polaridad civilización-barbarie y la resimbolización, en el siglo xx, de esta antinomia de cuyo surgimiento como dispositivo de interpretación política durante el siglo xix ya hemos hablado en la introducción. Para operar su resignificación contemporánea al peronismo es conveniente tener en cuenta la siguiente cita de Svampa: La Argentina es un país que tiene cuatro grandes tradiciones políticas: existe una tradición política democrática que comienza con Yrigoyen y se prolonga en ciertos partidos políticos. Existe una tradición política populista democrática que encuentra su expresión más completa en Perón; existe una tradición política liberal que marca el nacimiento del país como república moderna. Existe también una tradición política autoritaria que desde 1930 ha marcado profundamente al país. Los avatares de la imagen «Civilización o Barbarie» atraviesan de manera diferente a estas distintas tradiciones políticas. Más claro: la historia particular de los empleos y funciones de esta imagen ha dado forma a la tradición política liberal, puesto que ella se instaló como imagen fundacional en el dispositivo simbólico de la ideología liberal. Ella ha

75.  Martínez, 1995, 26. 76.  Svampa, 1994, 252. La batalla de Caseros, el 3 de febrero de 1852, marcó la derrota de Rosas. Aún hoy, tanto localidades, como calles y parques (uno de los más bellos de la Capital) conmemoran ya el nombre, ya la fecha.

164 Cecilia M. T. López Badano marcado igualmente la tradición democrática, cuestionando la posibilidad de la sola ligitimación por la vía del sufragio universal. Ella influyó doblemente en la tradición populista, a través de la proyección del fantasma de la barbarie vista en el peligro del desborde del cuadro democrático, pero también a través de la asociación de dos ejes, a saber, el de una barbarie revalorizada históricamente en función del desarrollo del Pueblo-Nación. Por último, de manera más amplia, ella se insertó en la tradición política autoritaria, asociada a valores tradicionales y jerárquicos identificados con la Iglesia y el Ejército, estableciendo un puente entre esta última y la tradición política liberal-conservadora.

En la tradición política populista, Perón se daba discursivamente un lugar de exterioridad respecto de las masas mientras que Evita reforzó su inclusión en ellas, y si bien su discurso no se apartaba del de él en su ideario, al volverlo emocionalmente crudo —melodramático— a través de la simplificación retórica y de lo destemplado de sus expresiones, era más contundente en su vociferante antiintelectualismo, lo que exacerbó la recorporización del fantasma de la barbarie en ella. Como concluye Svampa: Evita encarnó el costado más oscuro del peronismo: aquel que asociaba la legitimidad a la figura del Pueblo-Uno, identificado con los valores de la Patria. Ella fue la guardiana privilegiada de dicha realización […] Como las masas peronistas, tuvo varios rostros y cumplió diversos roles: […] a través de su violencia verbal, reforzó la creencia en la actualización política de la barbarie, cuya irreductibilidad cultural se fusionaba con el fantasma de la barbarie totalitaria.77

Para notar cómo Eva viene inserta literariamente en esa polaridad que Martínez intenta anular en el espectro de voces y escrituras múltiples, basta pensar que el relato «Esa mujer», de Walsh, es una de sus fuentes principales (retornaremos más detalladamente al tema en III.3.c) y que en éste, se dice «¡Está parada!… ¡la enterré parada, como Facundo, porque era un macho!»,78 exultante afirmación del Coronel de la que Kraniauskas señala: «Con este «grito» del coronel, «Esa mujer» internaliza la tradición política y cultural denominada «barbarie» por el liberalismo autoritario argentino, cuya figura paradigmática fue Facundo Quiroga»,79 por lo tanto, esa masculinizadora similitud también está puesta dentro tanto del cadáver real (momia) como del cadáver exquisito (texto). Entre los extremos de la tensión antinómica, Martínez elige claramente las Evas que los autores enrolados en la «civilización» produjeron interpretándola como «barbarie» y conjurándola, y excluye las que podrían leerse como producto de la misma «barbarie», es decir, las Evas diseñadas por partidarios 77.  Svampa, 1994, 11 y 241-242. 78.  Walsh, Rodolfo, 18. 79.  Kraniauskas, 1994, 112.



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peronistas que la endiosan (obviamente, no podía desconocerlas). Entonces, en el cadáver exquisito, de las Evas de los partidarios rescata, como hemos dicho, sólo la de Walsh, que no es justamente una Eva, sino una ausencia, un inhallable cuerpo sin nombre, secuestrado por un militar loco, un inencontrable «lugar en el mapa». Entre las Evas extranjeras del cadáver exquisito escrito por los otros que se teje en el texto —como metaliteratura y constituyendo lo que podríamos denominar un entrelazado hipertexto de desjerarquización ficcional de metatextos— desfilan entonces, en la página 203, la de Tim Rice y Andrew Lloyd: «La ópera, el musical (¿cómo se llama eso?) [...] ha simplificado y resumido el mito»; la que canta una soprano negra en un decrépito teatro de New Brunswick, frente a espectadores negros que comen pochoclo: «pero cuando Evita agoniza, dejan de masticar y también lloran, como Argentina»; la de Onetti —rioplantese, pero uruguayo— en «Ella». Fuera del tenso binarismo civilización-barbarie, Martínez elige las Evas revulsivas, es decir, por un lado, como dijimos, las Evas de los extranjeros, quienes —excepto Onetti, que viviera largos años en Buenos Aires— están exentos de la enfermedad ideológica argentina hasta el punto de mezclarla con el Che (la Eva de Alan Parker), la lavan de ideología (polar), la carnavalizan a través de la desjerquización de su ideario; por el otro, las Evas de los gays (Copi, Perlongher), quienes autoinstalados deliberadamente fuera de la ideología patriarcal que la polaridad enunciada teje en cualquiera de sus extremos, la colocan junto a ellos en el margen, la homologan a si y dice en la 199: «Quienes mejor han entendido la yunta histórica de amor y muerte son los homosexuales. Todos se imaginan fornicando locamente con Evita. La chupan, la resucitan, la entierran, se la entierran, la idolatran. Son Ella, Ella hasta la extenuación». De la Eva de Copi dice, en la 200: Copi no tuvo la calle que había tenido Evita, y en ese texto se nota. El lenguaje tiende a la onomatopeya y a la histeria, remeda la desesperación y la insolencia con que ella fue elaborando un estilo y un tono que no han vuelto a repetirse en la cultura argentina. Pero Copi escribía con buenos modales. No se puede quitar de encima la familia con poder ni la infancia rica (su abuelo fue, recuérdese, el Gran Gatsby del periodismo argentino), sus mierdas huelen a la place Vendome y no a los albañales de Los Toldos, está lejos de la brutalidad analfa con que hablaba Evita.

En la omnívora ficción que ya en ese capítulo corroe la realidad mitificándola, agrega, en la misma página, el histórico incendio del teatro de París que la estrenara «las llamas se veían desde la Rue Claude Bernard, a doscientos metros», a manos de peronistas furiosos. Sobre el episodio, en la biografía de

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Copi que precede al texto en la reciente traducción argentina, puede leerse una prueba de la existencia de ese largo brazo violento del peronismo (incluso transoceánico), atacando las lecturas «sacrílegas»: El 2 de marzo (de 1970) se estrena Eva Perón en el teatro de l´Épée de Bois, con el Grupo TSE, puesta en escena de Alfredo Arias, escenografía de Roberto Plate, vestuario de Juan Stoppani y las actuaciones de Facundo Bo, Marucha Bo, Phileppe Bruneaus, Jean-Claude Drouot, y Michele Moreti. Los críticos armaron un escándalo, en particular el del diario Le Figaro, que la llamó «pesadilla carnavalesca» y «mascarada macabra». La pieza tiene un enorme éxito y sufre un atentado terrorista durante una representación. No hay heridos, pero el teatro queda muy dañado. La obra sigue en cartel aunque con custodia policial. Desde entonces, Copi tuvo prohibida su entrada a la Argentina hasta 1984.

Obviamente, el tradicional conservadurismo peronista no podía aceptar una intepretación travestista de Eva, como dice Foster, «maliciosamente antiperonista», centrada en los últimos días de su vida, en la que la primera emblemática palabra es «merde» y en la que Eva escapa, luego de matar a su enfermera para dejarla en su lugar, aun a pesar de que la versión «señala su coraje ante la estructura de poder que la niega y bloquea sus deseos, coraje ante su enfermedad (a la cual se le da también un significado sociopolítico) y coraje por darse cuenta de que será monumentalizada, convertida en un ícono público al servicio de intereses ajenos».80 Otra prueba de la represión de las lecturas no-oficiales que agrega Martínez en ese capítulo de desjerarquización ficcional de la crítica, es la mención de la demanda judicial que se iniciara contra Perlongher luego de la publicación, en una revista intelectual de izquierda (El porteño), de los cuentos de «Evita vive (en cada hotel organizado)» en los 80. Curiosamente, tanto los panfletos arrojados en el atentado contra el teatro parisino como la enunciación de la demanda, tienen el mismo inconfundible sello nacional(ista): frases del tango «Cambalache»; en los primeros: «que falta de respeto, que atropello a la razón»; en la segunda: «que falta de respeto, qué despliegue de maldad insolente». Es justamente Perlongher quien inicia, en los mencionados relatos, una malinterpretada —por parte de los políticos peronistas— hagiografía pagana de Eva, muy distante temáticamente del fundante inicio policial de Rodolfo Walsh, y también, de los mecanismos estéticos «canonizadores» de Martínez (quien margina y minusvalora el tema de la sexualidad de Eva, mientras Perlongher, como Copi, lo centra metafóricamente). Por ello, en el cadáver exquisito —o en uno de los links de ese hipertexto literario que es Santa Evita— Martínez, en la página 201, le reserva el lugar 80.  Foster, 1999, 532.



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central al escritor-poeta ya que para él, en los poemas y en los dos relatos sobre ella donde vuelve de la muerte, repartiendo droga —«Evita Vive». 2— o como huracán sexual entre «maricas» (conste aquí que como tal se define el yo narrativo del autor, trabajando incluso desde declinación femenina) —«Evita Vive». 1—, Perlongher: «la entiende mejor que nadie. Habla el mismo lenguaje de la toldería, de la humillación y del abismo. No se atreve a tocar su vida y, por eso, toca su muerte [...] Contemplándola desde abajo la endiosa y como toda Diosa es libre, la desenfrena». La historia de las diversas ediciones del cuento «Evita vive» se reseña brevemente en un asterisco de la pagina 191 de Prosa plebeya: «Evita vive» puede ser considerado un auténtico cuento maldito en la historia de la literatura argentina. Blasfemia, aguda comprensión del tema y osadía se unen en este texto que el autor fechó en 1975. Antes que en castellano se conoció en inglés, como «Evita Lives», traducido por E. A. Lacey e incluido en My deep dark pain is love (selección de textos de Winston Leyland. Gay Sunshine Press, San Francisco, 1983). Luego se publicó en Suecia como «Evita vive», en Salto mortal n° 8-9, Jarfalla, mayo de 1985; y al fin en Cerdos y Peces n°11, abril de 1987, y luego en El Porteño nº 88, abril 1989. La publicación de este cuento en Buenos Aires causó una polémica pública de la cual se hizo cargo una nota editorial firmada por el Consejo de Redacción de la revista El Porteño («Un mes movido») en el número de mayo, publicándose además una respuesta de Raúl Barreiros («Evita botarate los dislates»), entonces Director de Radio Provincia de Buenos Aires.

Cabe aclarar que Cerdos y Peces era en principio un suplemento de la revista El porteño dedicado a arte underground (su título derivaba de un hexagrama del oráculo del I-Ching, que se refiere a los dos animales considerados de sensibilidad inferior en esa cosmogonía); aproximadamente un año antes de la publicación de Perlongher allí, había comenzado a editarse independientemente y ya no tenía la misma repercusión que dentro de la revista, por ello, la aparición del cuento ahí pasó casi completamente desapercibida, pero no sucedería lo mismo dos años después con la de la revista, de circulación masiva entre políticos.81 81.  De que los cuentos fueron una historia maldita, puedo dar testimonio, ya que por aquellos días era asidua lectora de la publicación mencionada —excelente revista de izquierda, editada por una cooperativa de periodistas independientes, con un amplio rango de notas que iban desde la política nacional e internacional hasta la literatura y el arte—; recuerdo la fuertísima impresión que me causó su lectura, en el marco de un gobierno alfonsinista desgastándose por su propia impotencia e impericia sobre los límites entre autoridad y autoritarismo (sin ejercer el primero claramente contra los boicoteadores reaccionarios en los medios) y por un peronismo que le hacía imposible la vida política. Sentí que ese cadáver saludable volvería a traer problemas y que la publicación les costaría cara, aún en tiempos tan democráticos como los de Alfonsín, porque el peronismo tradicional no soportaría a esa Eva marginal y revulsiva.

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Sin duda los editores sabían a qué se exponían cuando, en medio de un dossier sobre el peronismo titulado «El peronismo como vendaval erótico» los incluyeron como único texto de ficción en el suplemento, con la siguiente inscripción irónica y capciosa (estilo que caracterizaba al grupo): El cuento «Evita vive (en cada hotel organizado)», de Néstor Perlongher, tuvo que esperar más de una década para que la extinta Cerdos & Peces se decidiera a publicarlo. Su título hace referencia a la consigna del Movimiento de Inquilinos Peronistas de los años 70, cuando soplaban aires bien distintos. Hoy El Porteño lo incluye en este suplemento mientras ruega a Alá para que a Perlongher y a estos redactores no les suceda lo que a Salman Rushdie.

Y lo esperable sucedió efectivamente: el mes posterior a la publicación —que aparecía entre la noche del último día del mes y el primer día del siguiente— fue de locura para el equipo de periodistas. El consejo de redacción, en el número de mayo, en una nota titulada «El affaire Evita. Un mes movido» hizo un extenso detalle cronológico de los acontecimientos vividos, que iban desde amenazas teléfonicas a los periodistas y de bombas para la redacción, hasta que los diferentes bloques del Concejo Deliberante coincidieran en condenar el texto interpretándolo como un artículo más de la revista (no como ficción); desde que un diario prestigioso como La nación, en un recuadro del día 5, hablara de «un artículo supuestamente revelador de aspectos íntimos de la vida de Eva Duarte de Perón»; hasta que la Gobernación de la provincia de Buenos Aires les anunciara el retiro de publicidad y que, a través del Concejo Deliberante, el peronismo intentara que la Municipalidad de la Ciudad de la ciudad hiciera lo mismo. Casi con tono de súplica, cierran la nota diciendo «Queríamos recordar que ‘Evita vive (en cada hotel organizado)’, de Néstor Perlongher, es un cuento, mal que le pese a La nación». Para mantener el balanceo ideológico que los caracterizaba, en la misma página de esa nota, publican otra, «Evita botarate los dislates», de Raúl Barreiros, en ese momento, director de Radio Provincia de Buenos Aires, que vale la pena reproducir para ver claramente qué susceptibilidades hería tocar a Eva aunque fuera en la ficción: Se pueden confundir los discursos políticos con los poéticos. Apuntan a diferentes lugares y persiguen propósitos distintos, a veces. El Porteño publicó en sus páginas, de las cuales sólo una muy pequeña parte se dedica a lo político, algunas ficciones de corte erótico que involucran a Evita. Descripciones precisas y prolijas acerca de fingidas acciones —en este caso sexuales— fueron escritas con el clásico estilo de Perlongher por él mismo, un artista de mediana fama.

Luego de hablar de la indignación política causada y de aclarar que defiende la libertad de prensa, agrega:



La novela histórica latinoamericana entre dos siglos 169 Sin embargo, también pienso que cuando hay una osada y valiente revista que se anima a buscar un espacio en la vanguardia y a hacer estas cosas a un mes de las elecciones, no puede luego protestar por el revuelo que se arme. Crear agujeros y escándalos es tarea de vanguardias. Las voces indignadas de sectores políticos tensos y celosos no pueden distinguir, entre la niebla de las tensiones preelectorales, un discurso del otro; y sólo ven una agresión a sus símbolos, en una campaña caracterizada por el mismo eje semántico. Cada comunidad política, religiosa, militar o académica tiene sus sacralizaciones. Evita pertenece a la comunidad peronista, la Virgen María a la religiosa, Roca a la militar y San Martín a la académica. Tomar a Evita como personaje es más barato en costos sociales, el peronismo se banca [aguanta] todo y nada le hace mella. Quisiera saber qué hubiese pasado si se hubiera hecho jugar el mismo rol erótico a Balbín o a Federico Pinedo en la misma historia quilombera [grosería por «liera» o «agresiva»]. No se hizo porque Perlongher sabe que encarnó el último lamento de una clase media irritada y gorila llevada al paroxismo de su opinión en una escritura literaria, ya que sólo la pasión hace escribir. Yo creo que al peronismo, ser objeto de las intenciones del odio y el amor de la póiesis le conviene, fortalece su espíritu y cada palabra lo fija y contribuye al mito con esa fuerza irracional e inconsciente que es la mayor prueba de su humanidad».82

Como se desprende del escrito —aunque Barreiros tampoco interpreta cabalmente la profunda admiración de Perlongher por Eva ni su enloquecida metáfora de amor y marginalidad— el cadáver de Evita seguía saludable y vivo políticamente aún en 1989. Fue el loco desenfreno de esa diosa literaria pagana «sacrílega» (como se dijo en la demanda iniciada contra Perlongher) —que los políticos no eran capaces de leer en su genialidad metafórica, pero que sí es captada y descripta por Martínez en una iluminada comparación con la resurrección en el Evangelio de Juan de la página 201— lo que le costó a Perlongher ser demandado por «atentado al pudor y profanación», como a Copi le había costado el incendio del teatro parisino pensarla desnuda, como prostituta crística, ofreciendo su cuerpo a los pobres. Este tipo de apropiaciones desde lo sexual, aunque sea metafóricamente, es, evidentemente, algo que, como señala Foster «puede parecerles espantoso a los peronistas tradicionales, que nunca tuvieron nada parecido a un compromiso ideológico por la reestructuración de la sexualidad más allá del voto femenino y, concomitantemente, de un papel más importante para la mujer en el proceso político peronista».83

82.  Cooperativa de Periodistas Independientes Ltda., 1989, N°s 88 y 89. 83.  Foster, 1999, 531.

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A Perlongher quizás no sólo no le perdonaban tocar la visión oficial de su «santa», sino haber hecho, en las escasas dos carillas de «Joyas macabras», la más brillante interpretación de los efectos del «show» peronista: [...] los efectos interpretativos y retóricos del show peronista parecen relacionarse con cierto melodrama radionovelesco —«teatro del aire»— que hacía estragos en los corazones sensibles de las masas. Sumado a una épica reivindicativa de viejo cuño anarquista, este discurso sentimental se tornaba irresistible [...] el peronismo supo combinar la exaltación festiva de las masas con un paternalismo descaradamente autoritario; «organizó», sí, a los trabajadores, pero confinándoles en las células de un sindicalismo de Estado. Esta doble tensión dejó como saldo un incesante refuerzo de la máquina del Estado policial-militar, con mecanismos que dictaduras posteriores supieron muy bien aprovechar.84

Como gay en Argentina —y por lo tanto marginal— conocía perfectamente —tanto como Eva— el lenguaje de la humillación ejercida por el autoritarismo machista de los cuerpos represivos estatales locales, y eso es lo que grafica en «Evita vive. 2», cuando Eva, única mujer —fálica, drogada, y aun así, crística resurrecta— es capaz de detener a la partida policial que invade la orgía gay recordándole al comisario que ella le había llevado una bicicleta a su casa cuando era niño, descubriéndole y chupando, como testimonio, una recordada berruga, es decir, evocándole, en el gesto, su origen marginal y la hermandad de clase de ambos. Ya pasando propiamente a las Evas del canon tratadas por Martínez, es decir, a las de la «civilización», las elecciones —que abren el texto, y particularmente el capítulo VIII, como hipertexto a diversos «links» literarios— tienen una fundamentación estética: reproducir, dentro de la propia novela, la polaridad civilización-barbarie (Eva, como «mitotexto» narrado, es los dos polos al mismo tiempo) para anularla en la «literaturización», para exorcizarla en la escritura, devorándola en la ficcionalización y desactivándola como ideología o marco interpretativos. Para lograr este fin, en la novela deben cristalizarse los extremos culturales: la distancia que va desde Borges al último de los «grasitas» (la hermosa Evelina) pasando por la cultura gay, todos atrapados en el «embalsamamiento» literario del propio código que dominan, materializando así, estéticamente, en un sólo texto, lo que es también el itinerario desde la más ramplona oralidad —las Evas milagrosas de la oralidad popular (nacidas en buena medida de los «dones prodigiosos» de la Fundación)— a la más elevada escritura —los autores revulsivos que la divinizan paganamente o los canónicos que la bar84.  Perlongher, 1997, 201-02



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barizan—, trayecto en el que, podríamos decir metafóricamente, cada calamar se cocina en su tinta, adjudicando a «tinta» un doble sentido que explotaremos más adelante. Entre las Evas de la tradición literaria rioplatense previa a Santa Evita, desfilan la demoníaca de Martínez Estrada en su Catilinaria, la alegórica de Cortázar en El examen, la Eva-muñeca de Borges en «El simulacro» (El hacedor), la de Onetti en «Ella». Cabe señalar aquí algunas de sus particularidades y, también, de los rasgos de las que se silencian. Para enmarcar la descripción, es conveniente acotar que respecto de la representación de la irrupción del peronismo de la que son tributarios los escritores de la época; dice el profesor Avellaneda: La irrupción del peronismo fue percibida por las clases medias urbanas como una agresión de sectores ajenos que intentaban apropiarse indebidamente de espacios políticos y culturales que no les correspondían; el topos de invasión, obsesivo en la literatura de esos años, se vincula fuertemente con ese modo de percibir la realidad social y cultural de la época […] muchos […] escritores llegan a la conclusión —para Borges melancólica, para Julio Cortázar misteriosa, para Ezequiel Martínez Estrada apocalíptica— de que el peronismo constituía un cierre y un balance, después del cual nada será lo mismo.85

El texto de Martínez Estrada (¿Qué es esto? Catilinaria) se inscribe en la línea de lo hecho por él anteriormente y de su continuidad con el pensamiento sarmientino, pero en un registro pesimista, signado por la conciencia de que el progresismo había fracasado —idea que ya era notoria en Radiografía de la Pampa—. No se lo puede calificar de ensayo, sino más bien, de panfleto y, en cuanto al tema Evita, su nivel es el de la exaltada diatriba, como Martínez mismo cita, incluso con sugerencias de zoofilia. Sin embargo, existe una diferencia entre este escritor y algunos de sus compañeros de la revista Sur, como las Ocampo, Bioy Casares y Borges: tras las airadas reacciones ante el peronismo expuestas en su producción, cuestionará, como señala Bracamonte, «la política represiva y antipopular del proceso signado por la Revolución Libertadora posterior a la caída del peronismo».86 La novela de Cortázar fue escrita antes de la muerte de Eva, pero permaneció inédita hasta 1986; es un texto caótico, grotesco, en el que un grupo de amigos andan por un Buenos Aires insólito: próximo y ajeno a la vez, donde se cumplen rituales extraños, algunos más elitistas —como absurdas citas de lectura de clásicos en una rara casa—; otros, multitudinarios, a los que se vuelca en peregrinación la gente que llega en los trenes desde las provincias —como 85.  Avellaneda, 2002, 104-05. 86.  Bracamonte, 1996, 133.

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acudir a la Plaza de Mayo a adorar un hueso—. Dice uno de los personajes: «La gente no viene sólo por el diario. Ninguna campaña publicitaria puede explicar ciertos furores y ciertos entusiasmos. Me han dicho que los rituales son espontáneos, que a cada rato se inventan nuevos». Entre la multitud, en el medio de un círculo: [...] los tipos se tenían del brazo y rodeaban a una mujer vestida de blanco, una túnica entre delantal de maestra y alegoría de la patria nunca pisoteada por ningún tirano, el pelo muy rubio desmelenado cayéndole hasta los senos. Y en el redil había dos o tres hombres de negro, achinados y enjutos, Clara los vio que oficiaban algo, que servían en la ceremonia con movimientos de pericón87 desganado [...] Uno de los tipos de negro se acercaba a la mujer, le puso la mano en el hombro. —Ella es buena —dijo—. Ella es muy buena. —Ella es buena —repitieron los otros. —Ella viene de Lincoln, de Curuzú Cuatiá y de presidente Roca —dijo el hombre. —Ella viene —repitieron los otros. —Ella viene de Formosa, de Covunco, de Nogoyá y de Chapadmalal.88 —Ella viene. —Ella es buena —dijo el hombre. —Ella es buena. La mujer no se movía, pero Clara pudo verle las manos pegadas a los muslos; abría y cerraba los dedos como en una histeria que va a saltar de golpe. le entró miedo, y además, asco de darse cuenta que cómo había podido había podido [...] pero cómo había podido, al final, murmurar con los otros «Ella es buena» [...] Juan y Stella iban cortándose por la derecha, el cronista como a remolque. Los siguieron con esfuerzo porque todo el mundo peleaba por ver a la mujer que era buena, que venía de Chapadmalal. Clara se apretaba a Andrés, iba con los ojos cerrados, respirando a jadeos. «Canté con ellos, recé con ellos. he firmado, he firmado.» Era estúpido, pero algo en ella un pedazo de ella liberándose por un momento del resto había asumido el ritual, tragado la hostia, consentido. —Tengo miedo, Andrés —dijo muy bajo. Él pensaba por encima de eso, pero desde eso. «Armagedón», pensó. «Oh pálida llanura, oh acabamiento».89

87.  Danza folclórica nacional. 88.  Nombres de localidades provincianas nacionales. 89.  Cortázar, 1986, 48 y 50-51.



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Los hombres —la multitud de los «cabecita»—90 son niebla y se transforman en clima enrarecido, como sugiere Martínez en la página 197: «en hongos y brumas envenenadas. El terror que flota en el aire no es el terror a Perón sino a Ella, que desde el fondo inmortal de la historia arrastra los peores residuos de la barbarie. Evita es el regreso de la horda, es el instinto antropófago de la especie, es la bestia iletrada que irrumpe, ciega, en la cristalería de la belleza». El sentimiento frente a esa mujer diversa es de indefensión, y el intento de adaptación mecánica, desde la incomprensión e inexplicable, produce autorechazo, más extrañamiento. La misma actitud que revelan en Cortázar muchos de los personajes de los cuentos de Bestiario y más específicamente aún de los de «Casa tomada», pero aquí, a diferencia de en los cuentos, la refercialidad antiperonista es explícita aunque el fenómeno cautiva es un propia inexplicabilidad, como se ve en el fragmento. El cuento de Borges sobre Eva pasa al tema de la muerte, como dice Avellaneda: «Borges da comienzo a una tradición textual sobre los restos, sobre lo que resta dentro de la muerte de Eva: una Eva pensada en la muerte, cerrada por dentro del marco de su muerte». En él se narra la llegada de un hombre a un pequeño pueblo chaqueño, con una caja en la que lleva una muñeca rubia. Los vecinos arman un altar para el «ataúd» al que rodean de flores y velas y pagan por dar el pésame al payasesco enlutado. El relato termina en la desrealización, en la consideración de la realidad como farsa: «El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología»91, con ello, como señala nuevamente Avellaneda: «se cierra la curva de sentido: el funeral no existe porque tampoco existió Evita (doblemente negada en el texto a ser Eva Duarte y no Eva Perón)».92 Sobre el texto de Borges, Martínez señala, en la página 199 de la novela, lo que podríamos denominar el contrasentido del sentido, ya que si bien apunta a «poner en evidencia […] la falsificación del dolor a través de una representación excesiva», lo que logra, aun a pesar de sí, es «un homenaje a la inmensidad de Evita», que queda representada como «la imagen de Dios mujer». Martínez entra también, una página antes, al relato de Onetti —escrito en el 53 y publicado en el 93— y muestra cómo el autor espera la desaparición del 90.  «Cabecita negra» era el apodo despectivo que la clase media urbana, en gran medida descendiente de inmigrantes europeos, daba, por el color de su cabello, a los provincianos descendientes de indígenas que se incorporaban a los puestos inferiores (operarios, personal de servicio). Quizás sea ésta una de las razones de la tintura rubia de Eva; aunque no hubiera indígenas en sus antepasados inmediatos ni tuviera rasgos indios, su cabello era oscuro —castaño—, como el de gran parte de la población. 91.  Borges, 1974, 789 92.  Avellaneda, 2002, 124 y 123.

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cadáver «en un verdor siniestro». A este relato, Avellaneda, en la página que acabamos de citar de su artículo, le adjudica una perspectiva de simétrica oposición respecto de la desrealización borgeana; en él el cadáver no es farsa, sino presencia absoluta, ya que se subraya el «Ella era, en increíble realidad…», lo que genera una invertida especularidad con la falsificación borgeana. La visión de estos autores, quienes, como continúa Avellaneda «a pesar de las diferencias ideológicas que los separan, resultan emparentados por la servidumbre semiológica a un cuerpo muerto de Evita pensado como cierre y clausura», resulta opuesta a la de los autores revulsivos reseñadas al principio, producidas en 1960-1970 (época de resignificación política del peronismo en la Argentina), para quienes existe, como él mismo afirma, una «Evita erotizada que es postulada como viva más allá de la muerte, y que puede garantizar la existencia de un paraíso en la tierra». Las señaladas son las referencias absolutamente textuales —y metatextuales— que construyen a Evita, pero se puede citar alguna intertextual, implícita y también del cuerpo vital, de esa hostia pagana viviente en la muerte que para muchos es el cuerpo de Eva: la luz líquida que fluye de su cadáver, el resplandor azul que el Coronel percibe parpadear en ella en la página 279, son deudores de la imagen de la Eva sugerida que construye también Rodrigo Fresán en la página 58 de su cuento «El único privilegiado» —deudor, a su vez, de la Eva desnuda de Walsh—, ya como metáfora de la percepción de otra generación (más joven) acerca de ella: «Yacía sobre la cama. Desnuda y perfecta. Su cuerpo parecía emitir un débil reflejo azulado. Caminé hacia ella como quien camina por el fondo del mar y su propio resplandor la hizo diferente a mis ojos. Su rostro parecía otro sin dejar de ser el mismo. Era el rostro de una santa». Hay, además, deuda con Fresán en la idea del comportamiento histérico del cadáver de Eva, que encuentra su correlato en el escritor neurótico, señalada en uno de nuestros epígrafes. Volviendo a la estructura general de Santa Evita, a la imagen de Eva que se va tejiendo en la novela como el capullo del que surgirá la mariposa, puede decirse que, así como la elevada escritura elitista exorciza, como hemos visto, el divino demonio de Evita mientras la oralidad y la marginalidad la santifican, el gesto de «demiurgia estética» que la crea es presentar la «desbarbarización» como «canonización» literaria, tanto en el sentido estético como en el religioso que conviven en el término. Evita es conjurada incorporándola al canon, pero no ya como «barbarie», sino participando de la «civilización» —canonización—, de ahí que sea «santa», una santa integrada textualmente al panteón del canon (canonizada) en una hagiografía literaria. Así como Sarmiento había confesado «inventé anécdotas a designio» — para crear a Facundo—, Martinez también inventa, pero si en el Facundo la explicitación de la contradicción entre civilización/barbarie («contradicción



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insuperable, antidialéctica que concibe la política en términos de guerra, porque su superación implica la aniquilación del adversario») constituye, como señala Feinman M, «la unidad profunda de ese texto»,93 la unidad del texto de Martínez está dada por el esfuerzo de congeniar y volver dialécticos los opuestos en una síntesis que es, como «cultura nacional», la metafórica y problemática síntesis histórica argentina inscripta en un cuerpo incorruptible: el intento «canonizador» pone entonces a ese cuerpo más allá de la disputa, en el sitio donde las palabras configuran la materia (estética) y Evita es un objeto para armar a través de sus milagros. Entre las interpretaciones de Eva inscriptas en el cadáver exquisito textual de Santa Evita, son notoriamente omitidas las Evas literarias de los partidarios; esta selección excluyente —silencioso descarte que no puede atribuirse a ignorancia, dada la profundidad de la investigación literaria que se documenta continuamente en el texto— tiene quizás también una fundamentación estética más que una ideológica («gorila»), como podría parecer a primera vista en una lectura tendenciosa: los autores peronistas no son fieles al estereotipo cultural de su clase y de su medio social («no se puede ser culto y peronista»), lo traicionan con la escritura, es decir: escribiendo desertan del modelo de la barbarie cuyo lema peronista era «alpargatas94 sí, libros no». Conste que no aludimos con esto a un presupuesto que suscribamos como afirmación, sino a la presencia real de un estereotipo, generalizado en Argentina especialmente a partir de los propios esloganes peronistas que enfurecían a los intelectuales, como el que acabamos de mencionar, y de la ardiente prédica antiintelectualista en favor de la visión idealizada de Eva respecto de «los descamisados», que veía en estos «humildes» «hombres simples que no han aprendido a mentir, que tienen sentimientos puros y superiores. La humildad es también una virtud cristiana contrapuesta a la soberbia, que es uno de los vicios mayores que Evita asigna a la oligarquía, y a los intelectuales».95 El estereotipo es, por supuesto, una estilización pedagógica, porque, por un lado —aunque pocos, y más por los años setenta que por los cuarenta o cincuenta en que sólo contaría a Leopoldo Marechal— el peronismo ha tenido sus intelectuales universitarios, y por el otro, «los humildes» no lo eran al menos en el sentido idealizado que les asignaba Eva, y de ello da perfecta cuenta aun un partidario como Favio, que en el mencionado film Gatica, el Mono, aun considerando la seducción que sobre él ejerce la figura del boxeador como paradigma de una clase social, no ignora su prepotente soberbia ignorante. Pero es justamente el estereotipo lo que desencadena la consecuencia estética 93.  Feinmann, 1988, 82. 94.  Un tipo de calzado barato, de lona, con suela de yute o goma. 95.  Svampa, 1994, 241.

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de la omisión, ya que Martínez quiere asumir solo, y desde la vereda de la civilización, la tarea de la canonización-literaria-no-pagana, como se verá más adelante. Como ejemplos de literatura peronista no utilizada por Martínez pueden citarse la página de Nicolás Olivari sobre Eva —la misma que utiliza el modisto Jamandreu para iniciar su libro— y los versos de Homero Manzi, ambos textos recopilados posteriormente por Venturini y Chávez junto a alguno de María Granata y de Teresa Parodi —cantautora peronista— entre los autores de renombre, y reunidos con los de otros, de prestigio nulo. Tampoco «Eva Perón en la hoguera», extenso y estupendo poema de Lamborghini, ni la — mala— novela de Mabel Pagano, Eterna. Es necesario aclarar aquí que no es el propósito del capítulo desarrollar una crítica de la variada literatura peronista sobre Eva no considerada en Santa Evita, pero si es imprescindible, en todo caso, extender la última afirmación hecha para que no suene arbitraria e infundada: considero que la novela es mala porque allí, desde una técnica autobiográfica convencional, se diseña una Eva que no está hecha a la altura de sus emociones, sino a la medida de una intelectualización de sus emociones de la que ella no parece haber sido capaz, peligrosamente parecida a la que construye Penellas en La razón de mi vida sobre los apuntes del cuaderno. El lenguaje correcto de la articulación del yo en la autobiografía le resta absolutamente credibilidad, y el fracaso no radica en el uso de la primera persona, sino en que ese yo sea reflexivo y escritural, recurso absolutamente inverosímil en tanto que una mujer como Eva jamás podría haberse autonarrado escrituralmente, por el predominio en ella de la acción (en un sentido re-accionario y melodramatizado) frente a la reflexión táctica y/o autocognoscitiva. De todos modos, hay quien le ha dedicado a la novela Eterna un libro de elogiosas críticas, poniéndola aun por encima de Martínez por su «realismo» —la conservadora pretensión positivista impuesta a la novela histórica—.96 De que el problema de la verosimilitud autobiográfica no depende, para Eva personaje, del uso de la primera persona, sino de la postulación de un yo no escritural, da cuenta maravillosamente Lamborghini, reescribiendo líricamente, en el 72, algunos capítulos de La razón de mi vida: la verosimilitud del texto deslumbra construida desde un yo femenino simple e incoherente y, sin embargo, «realizativo», pragmático (como era el que parece traslucirse en Eva); porque ese yo no es reflexivo, brilla de autenticidad, ya que el autor resuelve la ecuación de construir algo tan intelectual como un poema en primera persona, aunque desde un yo ágrafo (o sólo dueño de la grafía melodramática degradada del radioteatro). Tomo un breve ejemplo para graficar: 96.  Véase Corpa Vargas, 2000.



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mi empresa, los comienzos, cuando advertí: lo imposible: palabra. cuando advertí, empecé a ver. por eso: aquí estoy, quiero servir, empecé. lo imposible: palabra.97

Del poema dice Avellaneda «habla una Eva oral y viva que deshace la escritura de su libro/guión tanto por la dicción jadeante de quien quiere decirlo todo de golpe […] como por la anáfora pedagógica de quien habla desde la barricada».98 Todo lo dicho —y el «no uso» que hace Martínez de estos textos— parece probar que los discípulos sólo atestiguan el milagro, pero no pueden «canonizar»: porque la letra nunca les ha pertenecido, el autor no puede, entonces, embalsamarlos —textualizarlos— en, y a través de, su «propio» código; siguiendo con la metáfora que prometimos explotar: como esos calamares no tienen el patrimonio de la tinta —en el sentido de «escritura» y canon, al menos, según el estereotipo nacional— no pueden «cocinarse» allí. Pero aún cuando dominen la «tinta» y la escritura se vuelva flexible en su trazo, de que el discípulo sólo atestigua enajenado el prodigio, pero no puede canonizar, da debida cuenta también la novela La pasión según Eva, de Posse, cuya aparición fue prácticamente conjunta con la de Santa Evita. A pesar de que el título señala la marca de un intento divinizador paralelo al de Martínez, la seducción del milagro, encegueciendo al autor, inhibe el logro. No es Eva quien narra su «Pasión» en el texto, sino otras voces, y en función de la llegada de la muerte como lugar fundante del relato, pero una hagiografía que desatiende el pecado para sólo exaltar el sacrificio, vuelve inverosímiles los portentos, pierde el balance y el contrapeso aun a pesar de la multiplicidad de las voces, porque la arrobada fe ingenua sólo es aceptable en la oralidad de los inocentes de la tinta (de la letra); en la técnica racional de la escritura, pierde ingenuidad: se vuelve artificio persuasivo, propaganda. Si bien el autor intenta alcanzar una recuperación «coral» de la memoria, la pretensión queda ahogada por la excesiva y sospechosa sintonía reverencial —genuflexa— de las voces, que vuelve tendenciosa y pedagógica la conmemoración, pero no puede negársele un logro al texto, que es el de presentarse «como un proceso de generación de otra «no vida» —como la llama Posse— en una cuenta

97.  Lamborghini, 1972, XIII, 66. 98.  Avellaneda, 2002, 132.

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regresiva que dura nueve meses y culmina en el momento de su muerte»,99 es decir, el logro estético de crear a Eva gestando y pariendo su propia muerte. Una cita de Jean Franco acerca de la similitud entre las tramas de ciertas novelas semanales y las historias religiosas, lleva a pensar en la diferencia entre la novela de Posse y la de Martínez justamente por lo que dice acerca de las hagiografías: [En la historia religiosa] las diversas persecusiones y eventos de la vida de una persona santa tienen un sentido trascendental una vez que se ven desde la perspectiva de Dios. Sin embargo, cuando este tipo de expresión se despliega en una sociedad secular, provoca un problema narrativo. La trama cuenta sólo parte de la historia, puesto que no hay un sistema de creencia universal sobre el que pueda descansar. De esta manera el sentido de los acontecimientos no queda claro, a menos que nos sea interpretado por la voz extra-narrativa, cuya autoridad es deliberadamente vaga.100

Precisamente, Posse quiere ocupar el lugar del «ojo de Dios» —por ello el narrador principal, a cuya palabra se vuelve constantemente, es el padre Benítez, confesor de Eva— entonces, la perspectiva divina, aplicada al laicisismo de la política, termina pareciéndose demasiado al panfleto. Martinez, en cambio, no pretende «trascendentalizar», sólo canoniza paródicamente, porque sabe con claridad que no hay avales universales y que, por muchas que sean las versiones, son sólo partes de una totalidad inabarcable cuya complejidad es tan inaccesible como la de la lógica divina, por ello una remarcada voz extranarrativa es la de Borges, entonces, —como veremos más adelante—, tomando la mano del pretendido dueño de la otra Beatriz, es decir, de Beatriz Viterbo, —«su» Dante paródico— como éste la de Virgilio, hace suya la misión de un recorrido inverso: quitar a Eva —a su despótica Beatrice arrabalera— del infierno de la barbarie para colocarla como santa en ese cielo del canon en donde Borges había grabado el zénit. Aunque como vemos, no todas las voces tienen el mismo derecho de narratividad en el texto, y algunas, como las voces femeninas cultas que narran a Eva, están directamente ausentes, esto no inhibe la polifonía de la novela, sólo en este aspecto polifónico, ambos textos —el de Martínez y el de Posse—, comparten algo, por ello, es difícil compartir la tesis de Punte acerca de que «las dos novelas parten curiosamente del mismo objetivo y llegan a metas semejantes en cuanto a la imagen de Eva que logran transmitir»,101 la lectura de los textos, demasiado inmediata a su producción, le oculta el hecho de las rivalidades políticas, y por lo tanto, el ver que una de las imágenes es postmoderna, 99.  Michelotti-Cristóbal, 1998, Spring, 138 100.  Franco, 1996, 66. 101.  Punte, 1997, 125.



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autorreflexiva, de santidad paródica, donde se juega con la canon-ización, y la otra, más convencional —aunque sí, innovadora en estilo— donde se pretende crear «realmente» una imagen quasi sagrada. Veamos ahora, antes de trabajar sobre los intertextos, cuál es la concepción estética que informa el relato y, coherente con la ideología de la época en cuestión, justifica y valida la ausencia de voces femeninas narrando a Eva en la novela de Martínez.

c) El mito-tango macho: Santa Evita y el «gender system». No habrá ninguna igual, no habrá ninguna, ninguna con tu piel ni con tu voz. Tu piel, magnolia que mojó la luna, Tu voz, murmullo que entibió el amor. No habrá ninguna igual, todas murieron en el momento en que dijiste adiós… Ninguna. Tango de Homero Manzi. Se dice de mi, Se dice que soy fiera, que camino a lo malevo, que soy chueca y que me muevo con un aire compadrón, […] Si charlo con Luis, con Pedro o con Juan, hablando de mi los hombres están. […] Se dicen muchas cosas, mas si el bulto no interesa, ¿por qué pierden la cabeza ocupándose de mi? Se dice de mi… Milonga de Ivo Pelay.

Si lo que se buscaba era que todas las voces tuvieran el mismo derecho de narratividad en el texto —y de allí la polifonía de la novela— ¿por qué se omiten las escrituras femeninas que narran a Eva, incluido el resentimiento de Victoria Ocampo, y las palabras cursis aunque sentidas de la propia Erminda Duarte? La única voz literaria femenina culta que aparece en la novela, son los cuatro versos de Silvina Ocampo, en la página 70, que no hacen directa mención a Eva, sino a «los tiranos», y del discurso celebratorio y póstumo, elegíaco, de Erminda, se vampiriza alguna anécdota (la quemadura con aceite hirviendo) que se pone en la melodramática voz de Doña Juana. Una respuesta simplificadora podría inducirnos a pensar que muchas de las mujeres que escribieron a Eva, en algunos casos, ficcionalizándola —con diverso grado de talento y acierto, como ya hemos ido indicando— (Erminda

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Duarte, Mabel Pagano, Mónica Ottino, María Elena Walsh) le adjudican un carácter marcadamente feminista cuando, como vimos, Eva no lo tuvo, pero la afirmación resultaría arbitrariamente generalizadora: la Evita de Erminda es su «hermanita», una Eva niña, íntima, familiar, compasiva, protectora y solidaria, pero no podría decirse que feminista —casi ni siquiera política—; la de Ma. E. Walsh, tampoco es una Eva feminista, sino familiar, aunque no en el sentido íntimo de Erminda, sino en el social, «Madrecita de los desamparados», «hermana» que deja huérfanos desvalidos frente a un aparato represivo que comienza a aceitarse ante su ausencia política, una «a quien se quiere en su fuerza original y primera, independiente hasta de los partidismos: ni la Eva de las hagiografías —‘[cuando] huyas de las estampas’—, ni la Eva blasfemada‘[cuando huyas del] ultraje’ (versos 72-73)» (Avellaneda 132). ¿Por qué entonces ese empecinamiento estético en construir a Eva sólo como mito amenazador de una estereotipada identidad masculina (presente incluso en el discurso gay cuando Copi piensa a Evita personificada por un travesti de pelo en pecho en la representación teatral), pero no en su potente faceta de mito de identificación femenina (que rescata en parte la Hermosa Evelina en el «Qe viban lamujeres»)? —el mismo mito de identificación que recupera Puig en el «Diario de Esther» que ya hemos mencionado—. Esa es, precisamente, la significación primordial que se juega en algunos de los textos producidos por mujeres, como ser, en la estéticamente fracasada fantasía autobiográfica de Pagano, y en la obra teatral de Ottino, asomando detrás de la simpatía por el personaje y el embeleso que éste ejerce aún sobre el de Victoria Ocampo: la misma seducción identificatoria que hace que Alma Guillermoprieto termine su nota biográfica preguntándose «¿se habrá parecido a mi?». Intentaremos elaborar una respuesta al interrogante acerca de la selección del corpus literario, y ésta no puede darse declamando acusaciones desde un feminismo fundamentalista y/o esencialista, formuladas contra las omisiones y avasallamientos del patriarcado falocéntrico, sino desde el análisis de una estética enraizada en lo popular: en distintos momentos de nuestro trabajo hemos sugerido que Santa Evita es una novela-mito-tango, ahora bien ¿cómo probar esa filiación? ¿qué relación puede establecerse entre esa filiación y la omisión del discurso femenino? Veamos cómo responder la primera pregunta; dice Martínez en la pàgina 195: La tradición oral va de mano en mano, el agradecimiento es infinito. Cuando llega el momento de votar, los nietos piensan en Evita. Aunque algunos digan que los sucesores de Perón han saqueado a la Argentina y que Perón mismo los traicionó antes de morir, de todos modos entregarán sus votos en el altar de los sacrificios. Porque me lo pidió el abuelo antes de morir. Porque el



La novela histórica latinoamericana entre dos siglos 181 ajuar de mi madre fue un regalo de Evita.102 Uno busca, lleno de esperanzas, el camino que los sueños prometieron a sus ansias.

Así, lo que el autor escribe deliberadamente sin comillas a partir del último punto y seguido, en la frase final de la cita elegida, es el comienzo de la letra del tango Uno,103 uno de los más populares de Enrique Santos Discépolo, y prácticamente ningún argentino puede leer esas palabras sin darles el ritmo apropiado del compás tanguero de dos por cuatro. Esto se suma a que ya había aparecido antes, en la 131, un fragmento de la letra de Milonguita, de Linning y Delfino, aludiendo al mencionado seudónimo de Evita. Por supuesto, tampoco es arbitraria en la cita la elección del más popular de los poetas del tango —junto con Homero Manzi— puesto que fue uno de los autores que se plegó ideológicamente a la propaganda oficial peronista aun cuando había sido víctima anterior de otra censura: fue uno de los primeros en sufrir la impuesta por el militarismo siempre latente y ya inminente en 1929 —antes del golpe que en 1930 derrocara a Irigoyen— que prohibió la 102.  No hay ficción en esta afirmación de Martínez: es lo que se oía repetidamente hasta hace poco entre los peronistas «no instruidos» que en el primer lustro del siglo cuentan con unos cincuenta o sesenta años y recuerdan el peronismo de sus padres, o los menores de esa edad, que recuerdan el de sus abuelos. Ante las alianzas menemistas con la oligarquía antiperonista de los cincuenta, que sesgaban el país hacia el canibalismo neoliberal y las privatizaciones fraudulentas (cuyo resultado futuro algunos «mesiánicos» izquierdistas veíamos claramente, sin mesianismo, sólo con capacidad de deducción) intenté convencer al portero del edificio donde vivía —sanjuanino humilde, de escolarización primaria completada a los tumbos en escuelas nocturnas paternalistas— del suicidio colectivo que significaba para los trabajadores (y para el capital nacional) reelegir a Menem. Su respuesta fue: «voy a votarlo porque el peronismo es el único partido que nos dio algo… el único juguete que tuve de chico fue la Masseratti de madera que me mandó Evita». La muchacha que hacía la limpieza me dio una respuesta parecida: «Mi abuelita, que me crió, me pidió que siempre votara al peronismo, porque es el único partido que nos dio algo». Respuestas como éstas son las que impulsan en la Argentina la circulación, con variantes, de un chiste «gorila» que algunos italianos dicen, también circulaba en la Italia de Mussolini: «Hay tres cosas que no se puede ser al mismo tiempo: honesto, peronista e inteligente, porque si se es peronista y honesto, no se es inteligente; si se es peronista e inteligente, no se es honesto, y si se es honesto e inteligente, no se puede ser peronista». 103.  El tango, con música de Mariano Mores, se estrenó en 1943; para permitir una adecuada contextualización —al menos la misma que haría un tanguero—, transcribimos la parte de la letra que sigue inmediatamente a continuación de la cita de Martínez: [...] Sabe que la lucha es cruel y es mucha pero lucha y se desangra por la fe que lo empecina. Uno va arrastrándose entre espinas y en su afán de dar su amor sufre y se destroza hasta entender, que uno se ha quedao sin corazón... Precio del castigo que uno entrega por un beso que no llega o un amor que lo engañó. Vacío ya de amar y de llorar tanta traición.

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emisión radial de algunas de sus letras más difundidas, a través de un decreto del Ministerio de Marina que calificaba de «español impropio» al «lunfardo» (slang rioplatense) de sus letras.104 Traer a colación a Discépolo en un contexto de adoración al peronismo como el que trata Martínez allí, adquiere, entonces, un matiz de ironía, ya que, en la década de los cuarenta, un espaldarazo decisivo tanto para la anulación de la queja social en el tango como para la inclusión definitiva de éste en el ideario cultural del conservadorismo popular sería, según Donna Guy que: Como secretario de Trabajo y Previsión Social del gobierno militar, el Coronel Perón se encontró con un grupo de letristas de tango que se oponían a la crítica contra las palabras en lunfardo. Aun cuando Perón probablemente no hizo nada para contener la campaña represiva, la entrevista le permitió acercarse a un grupo de letristas de tango y transmitir sus ideas sobre la necesidad de realizar una reforma social. Por fin, varios de ellos, incluso Enrique Santos Discepolo, se convirtieron en defensores de la política cultural peronista. Este encuentro con los letristas de tango fue importante porque mostró que Perón sabía hasta qué punto era fácil suprimir o manipular la cultura popular a través de los medios. En el futuro, fueran amigos o enemigos de Perón, los letristas tuvieron que alterar primero las letras y luego el contenido social de sus tangos. Si se proponían lamentarse por las relaciones sociales o las condiciones económicas, tenían que referirse a incidentes del pasado. El presente y el futuro peronista, con todas sus mejoras sociales legisladas, negaban cualquier posibilidad de que la clase obrera tuviera motivos de queja.105

Justamente, esas entrevistas también de Evita con un Discépolo convertido al peronismo (quizás ficcionalizadas) entre ambos ya enfermos, son objeto de una conmovedora escena en el guión de Feinmann y en el film de De Sanzo. Lo cierto es que a partir de esos años de reverencia tanguera, serán claros tanto el vuelco de la temática de las letras hacia la atemporalidad del amor, como la selectividad con que se encarará el repertorio existente para establecer el predominio de unos temas sobre otros. En medio del tejido del texto, la utilización por parte de Martínez de la cita de Discépolo explícitamente pero, a la vez, enmascarada en la prosa para un lector sin «competencia» en tango, va más allá de la mera representación de Uno, ampliándola hacia la idea del peronismo —o más precisamente, del culto a Evita— como la Babel de la vidriera de Cambalache, en el sentido discepoliano del lugar en donde «ves llorar la Biblia junto a un calefón», y donde todo se confunde, volviéndose ambiguo y desjerarquizado, incluso semánticamente, con el mismo sentido de carnavalización que Bajtin explora en 104.  Ya durante la última dictadura militar (1976-82) sus temas fueron nuevamente objeto de censura: prohibieron la emisión de Cambalache. 105.  Guy, 1994, 228.



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Rabelais, aunque sin esa desmesura festiva: este es un carnaval periférico, de inmigrantes pobres y campesinos recién llegados a las ciudades que se industrializan, transformándolos en nuevo proletariado urbano. Cabe señalar que este modo de citación tanguera, perceptible y evidente para algunos lectores locales, pero enmascarada para los extranjeros y absolutamente encriptada en las traducciones, es común a varios autores nacionales: el título de Soriano No habrá más penas ni olvido106 da cuenta de ello, así como algún fragmento Los perros del paraíso,107 de Abel Posse entre los más notorios. Esta percepción discepoliana de Martínez acerca del peronismo (o del «evitismo») puebla gran parte de los capítulos de la novela y el fragmento en cuestión en particular; también es la que Feinmann pone en labios de Evita en su charla con su encargado de Prensa, acerca del diputado Cooke (que provenía de la izquierda): «no jodás, Apold, Cooke no es comunista (súbitamente enojada) ¿qué es el peronismo entonces? ¿un cambalache? Vos sos nazi, Cooke es comunista…». Aunque Cambalache no se mencione precisamente en ese fragmento de la novela sino más adelante, en la página 200, en el contexto del «evitismo» fanático que origina los atentados y/o demandas judiciales contra las «sacrílegas» interpretaciones de los escritores gay, es el tema musical que siempre se recuerda junto a y se asocia con Uno como los más populares del autor. Es, entonces, este contexto básico de periférico carnaval discepoliano lo que le da al texto la cadencia lingüística e ideológica de nuestra música popular: Santa Evita es tango, y el tango es un discurso macho, de poetas machos, que se autoidentifica como tal; para comprobarlo, basta oir uno, altamente coincidente con la biografía de Evita: Por qué canto así, de Celedonio Flores con música de José Razzano, de 1943 (fue grabado como recitado posteriormente por Julio Sosa, con el fondo musical de La cumparsita): Pido permiso señores que este tango... este tango habla por mi, y mi voz entre sus sones dirá, dirá por qué canto asi: porque cuando pibe, 106.  Frase del tango Mi Buenos Aires querido, de Gardel y Le Pera. 107.  A modo de aclaración para algún lector curioso: el fragmento en cuestión es aquel en el se habla de la impresión que en Colón despierta, en la iglesia, la primera visión de la muchacha que será su esposa. El tango utilizado —influenciado en su lírica por un modernismo dariano ya en decadencia— es Misa de once, con letra de Armando J. Tagini y música de Juan Guichandut, editado en 1929, y Posse lo cita en extenso, sólo que, en la versión original, el narrador del tango describe en segunda persona la impresión que le produce la joven, y Posse lo hace en tercera (74). Cabe señalar también que este tango no pertenece al repertorio más difundido, por lo que los lectores “no tangueros” no notan el anacrónico y paródico intertexto.

184 Cecilia M. T. López Badano porque cuando pibe, me acunaba en tango la canción materna pa’ llamar el sueño y escuché el rezongo de los bandoneones bajo el emparrado de mi patio viejo porque vi el desfile de las inclemencias con mis pobres ojos llorosos y abiertos y en la triste pieza de mis buenos viejos cantó la pobreza su canción de invierno, y yo me hice en tangos, me fui modelando en barro, en miseria, en las amarguras que da la pobreza, en llantos de madre, en la rebeldia del que es fuerte y tiene que cruzar los brazos cuando el hambre viene y yo me hice en tangos porque... ¡porque el tango es macho! ¡porque el tango es fuerte! tiene olor a vida, tiene gusto... a muerte porque quise mucho, y porque me engañaron y pasé la vida masticando sueños porque soy un árbol que nunca dio frutos porque soy un perro que no tiene dueño porque tengo odios que nunca los digo porque cuando quiero, porque cuando quiero me desangro en besos porque quise mucho, y no me han querido por eso, canto, tan triste... ¡por eso!

Por ello, si como señala Sarlo, «construir un corpus es inevitablemente una operación que privilegia formas de significar, tipologías, temas ideológicos»,108 Martínez, al seleccionar los textos que construyen el corpus de Santa Evita como cadáver exquisito textual, elige, para la faz intelectual del discurso, representarlo sólo como cuerpo (femenino) atisbado por machos letrados, y para ello silencia todas las voces femeninas cultas, tal como lo hacían las letras del tango. Es necesario tener en cuenta que, a principios de la década de los veinte (o más exactamente, en 1919, con el estreno por Gardel de Mi noche triste) el tango había iniciado su camino hacia la popularización, la legitimidad y la fama, que continuará cuando comienza a ser incluído en películas y posteriormente, en un camino inverso de popularidad, cuando se dramatizan algunas letras en el radioteatro de los cuarenta. Esto exigió un marcado adecentamiento, ya que había surgido como una danza de burdel, bailada entre hombres que mataban el aburrimiento de esperar el turno, mientras las mujeres estaban ocupadas 108.  Sarlo, 1987, 47.



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atendiendo a sus clientes. Los primeros temas, en general, burdos y soeces en sus alusiones sexuales, daban acabada cuenta de elementos prostibularios. Además, cabe considerar que en Argentina la prostitución fue legal hasta 1936, durante el pico inmigratorio que arrojaba hombres extranjeros solos sobre las ciudades donde la población crecía velozmente, y Buenos Aires era considerada uno de los centros de trata de blancas.109 En este sentido y en ese momento, delito sexual y delito económico se aunaban en la conversión del cuerpo femenino —muchas veces, además, extranjero— en mercancía importable y consumible. Como ha dicho Carmen Perilli: A comienzos de siglo el delito sexual se vincula aún más estrechamente al delito económico, en la medida en que se comercia y se explota los cuerpos de las mujeres inmigrantes. La trata de blancas engendra un tipo muy especial de gender system, en el se disocia la madre republicana de la madre inculta o indigna. La negra y la india no tuvieron otra posibilidad que aceptar el lugar de la ilegitimidad en el linaje. La madre inmigrante, ligada al mundo del trabajo, es el complemento de la prostituta cuyo cuerpo es mercancia. El universo de la prostitución está íntimamente ligado al discurso de la ciudadania ya que, al igual que el extranjero, la prostituta no posee derechos civiles.110

Ese gender system disociado y vinculado a la ciudadanía (ya que protegía «el honor» —en su magro sentido vaginal de «virginidad»— de las mujeres locales frente a la degradación de las extranjeras solteras), es lo que trabaja tanto la novela —donde Evita es, alternativamente, la Santa, o «la Yegua» y «el último pedo de la barbarie»—, como su correlato, la lírica del tango con la que, como hemos intentado demostrar, se emparenta. Desde sus inicios «morales», esas letras, ya de estética tardo-modernista, dejan de contar lo soez del prostíbulo para comenzar a narrar, volviéndolas creíbles, o bien historias de prostitución de un romanticismo invertido —la Cenicienta que se degrada— (como la de «Esthercita» o la de la «Galleguita» —mujeres que dejaban el percal que vestía a las obreras por la seda de las batas de prostitución—), o bien historias truculentas de celos y pasión, de mujeres asesinadas a cuchilladas en los amplios patios de los «conventillos»111 por hombres que no soportaban la idea de que otro las «poseyera». La lírica popular casi exclusivamente masculina que se configura en sus letras —no se registran letristas mujeres por esos años al menos entre los tan-

109.  Véase Guy, 1994, por más datos al respecto. 110.  Perilli, 1995, 16. 111.  320Amplias casas de vecindad –inquilinatos– en algún momento anterior señoriales, cuyos cuartos, en general en torno a un patio y venidos a menos, se rentaban a distintas familias pobres que convivían allí en estado de promiscuidad y hacinamiento.

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gos más difundidos— se toca con la estética literaria del melodrama: ambas son narrativas configuradas en la exageración hiperbólica, en la exhibición efectista de sentimientos desmesurados que exigen sacrificios —viscerales— y silencios —secretos indecibles— más que cultura dialógica y soluciones racionales. La mujer diseñada por el tango es, en general, mujer narrada, discurso fabricado sin su participación, y cuando en sus letras se le da al mundo femenino una fictio de biografía y palabra, esa ficción se ve realizada sobre el discurso directo y lo que surge es también una mujer masculinizada, avasalladora, muy similar a la Eva representada por los hombres, como se ve en el tango Arrabalera, de Cátulo Castillo: Mi casa fue un corralón de arrabal bien proletario, papel de diario el pañal del cajón en que me crié… Para mostrar mi blasón, pedigreé modesto y sano, oiga che… presénteme… Soy Felisa Roverano… Tango gusto… no hay de qué… Arrabalera como flor de enredadera que creció en el callejón… Arrabalera […] si me gano el morfi [comida] diario ¡qué me importa el diccionario ni el hablar con distinción! […].

Después de la cancelación de la prostitución legal, el tango será más claramente un lamento de complicidades asociales entre «gomías» [amigos] de café barrial. Ese plañido de filosofía cínica en que se iba convirtiendo, podía dirigirse como ruego o muestra de cariño o de despecho a una mujer a quien se construye a través de una mirada externa, ajena, a veces ofuscada, que nunca incluye el punto de vista femenino y se nutre en un ethos romántico superpuesto al ethos salvífico de lo virginal y/o maternal en el mito católico; en ellos, la condición heroica femenina se materializa como modelo de, y/o apelación a una capacidad de sufrimiento, paciencia y aguante desmesurados, que responden a fines redentoristas. Pertenece a la década de los cuarenta (en plena tensión entre lugares de legimitidad e ilegitimidad en el diseño de un pretendido linaje frente a la estabilización de la avalancha inmigratoria) la idealización de la mujer etérea y lejana, fragmentaria (por ser construida con los retazos que la vista, y no el entendimiento, abarca: «el sombrerito triste» «el tapado marrón», las manos que

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«son palomas que tienen frío»), sin la materialidad tangible de la prostituta en su hábitat: Malena de Homero Manzi, Gricel de José María Contursi, María de Enrique Cadícamo, son producto de ese momento, cuando el salón del burdel era ya sólo una reminiscencia del pasado que se apartaba. Por supuesto, cualquier similitud con la parodia hagiográfica de la inasible y multifacética Eva, en Martínez no es mera coincidencia, sino hábil manejo del registro cursi y «macho» del melodrama —tanguero—, por eso, la historia de Santa Evita es tango y, en ese sentido, mito masculino, el mito-tango macho que espía un cuerpo femenino en medio de un silencio nacional donde «sus ojos se cerraron, y el mundo sigue andando», como se escucha en el tango de Gardel y Le Pera que lleva ese nombre.. Pero el mito femenino construido por el macho urbano en el tango tiene, como dijimos, dos caras: la legítima santa mariana, volátil, madre que redime, y la ilegítima puta rastrera a quien, enmascaradamente, se explota. En este sentido, estéticamente, el texto también puede leerse de los dos modos: donde Eva se desmaterializa en la enfermedad, asciende a los cielos y es redentora madre tanguera de arrabal, ala negra de la mariposa canonizada en el discurso de los humildes; donde es cuerpo presente (frente a la ausencia que es en el cuento de Walsh), la palabra de machos cultos que la bordea y la construye, es también, veladamente, el discurso del proxeneta que lucra con ella, exponiéndola ante quienes quieren apropiársela. Eva, exhibida literariamente por Martínez, es cuerpo femenino desnudo, y como señala Perilli, «el cuerpo femenino es el Cuerpo propiamente dicho; cuerpo perverso en la medida en que es cuerpo espiado, prohibido, enigmático a la vez que emblema de la diferencia y la otredad»;112 así como en el primer tango, ese cuerpo femenino es mercancía que sólo el hombre regentea y exhibe, sin privarse de cierto sensacionalismo, para su venta en la prostitución: Evita entra en la lógica accesible del mercado (literario) —es producto industrial en tanto que entra en la industria cultural hecha texto— y, en la medida en que se busca un equilibrio entre creación, compresión —amplio acceso de público— y rentabilidad, esa elección incide estéticamente en el lenguaje, de características más populares, más masivas (en el sentido de la narrativa de Puig), y menos estilizadas que el de La novela de Perón. Vargas Llosa, en su artículo periodístico, ha opinado sobre ese particular lenguaje, por momentos tan al borde de la cursilería (de la misma cursilería de Eva y del radioteatro, si no olvidamos la constitución del símil melodramáticotanguero, de la postal en lugar del paisaje):

112.  Perilli, 1995, 40.

188 Cecilia M. T. López Badano Y, para describir un día sin sol y con frío, el narrador estampa esta locura futurista: «Por las calles desiertas se desperezaban las ovejas de la neblina y se las oía balar dentro de los huesos». (Por alegorías menos pastoriles llamó D’Annunzio a Marinetti «poeta cretino con relámpagos de imbecilidad».) Ahora bien, si separadas de su contexto estas y otras frases similares dan escalofríos, dentro de él son insustituibles y funcionan a la perfección, como ocurre con ciertas cursilerías geniales de García Marquez o Manuel Puig. Tengo la certeza de que, narrada con una lengua más sobria, menos pirotécnica, sin los excesos sensibleros, las insolencias melodramáticas, las metáforas modernistas y los chantajes sentimentales al lector, esta historia truculenta y terrible sería imposible de creer, quedaría aniquilada a cada página por las defensas críticas del lector. Ella resulta creíble —en verdad, conmovedora e inquietante— por la soberbia adecuación del continente al contenido, pues su autor ha encontrado el preciso matiz de distorsión verbal y estética necesario para referir una peripecia que, aunque congrega todos los excesos del disparate el absurdo, la extravagancia y la estupidez, resuelta por todos sus poros una profunda humanidad. La magia de las buenas novelas soborna a sus lectores, les hace tragar gato por liebre y los corrompe a su capricho. Confieso que ésta lo consiguió conmigo, que soy baqueano viejo en lo que se refiere a no sucumbir fácilmente a las trampas de la ficción. Santa Evita me derrotó desde la primera página y creí me emocioné, sufrí, gocé y, en el curso de la lectura, contraje vicios nefastos y traicioné mis más caros principios liberales [...].

Sobre estas palabras, cabe señalar que quizás por el marco acotado en espacio que da la crítica en un periódico, hay algo que al escritor se le escapa: esa lengua nada sobria, pirotécnica, plena de excesos sensibleros y de insolencias melodramáticas, de metáforas modernistas y de chantajes sentimentales al lector que Vargas Llosa percibe acertadamente, es también, como ya hemos remarcado, la lengua henchida de golpes bajos sensibleros de una época del tango y de algunos de sus letristas, pero a él se le escurre el referente, como puede sucederle a cualquier lector culto extranjero que no haya sido acunado con tango como la mayoría de los porteños hoy maduros; es por eso, sin duda, que una traducción suena awkward, tanto como le sonaría a cualquier porteño leer la versión en inglés de un tango con rasgos «lunfardos». Griselda Zuffi, en su artículo de aproximación crítica a la novela (parte de su tesis doctoral), señala que en el relato «la historia se narra desde lo personal, exhibiéndola como memoria, deseo, y sentimiento»;113 para los conocedores del tango, es fácil notar que esas mismas palabras pueden aplicarse exactamente a la estética narrativa de las letras tangueras, ya que como memoria, por ejemplo, varios tangos escritos entre fines de los años veinte y principios de los años treinta, poetizan sucesos de la crónica policial contemporánea (algunos, 113.  Zuffi, 1998, 871.



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también, crímenes políticos), en general sobre asesinato de mujeres o agresiones contra ellas y uno, de Celedonio Flores, titulado Por seguidora y por fiel, que cuenta la historia de una mujer marcada a cuchillo en la cara por un malevo luego de resistirse a él por amor a otro hombre, incluso, termina diciendo: Y una noche hecha de luna se entrevistó el arrabal sintética noche triste de crónica policial, porque la horrible amenaza se cumplió cobarde y cruel: la mina [mujer] lleva una marca por seguidora y por fiel.

En cuanto al deseo y sentimiento en la estética narrativa tanguera y su parentesco con la de la novela, bastan mínimas pruebas para corroborar la similitud: pensando en el loco desasosiego de Moori Koëning por «Persona» (uno de los seudónimos del cadáver de Eva), —o en el del narrador (no el autor) Martínez en el final del texto—, oigamos un fragmento de Quiero verte una vez más de José María Contursi, de fines de los años treinta: Quiero verte una vez más y en mi agonía, un alivio sentiré y olvidado en mi rincón más tranquilo moriré [...] Sangre que ha vertido el corazón al evocarte... ¡fiebre que me abraza la razón, sin olvidarte!

O bien, pensando en la muerte de Eva, oigamos fragmentos del ya mencionado tango Sus ojos se cerraron, —otra breve muestra ilustrativa y uno de los éxitos contundentes de Gardel—, pero atendiendo en particular a las desaforadas metáforas del final, de similitud zoológica con la que menciona Vargas Llosa: Sus ojos se cerraron, y el mundo sigue andando su boca, que era mía, ya no me besa más; se apagaron los ecos de su reír sonoro y es cruel este silencio que me hace tanto mal.

190 Cecilia M. T. López Badano Fue mía la piadosa dulzura de sus manos que dieron a mis penas caricias de bondad, y ahora que la evoco, hundido en mi quebranto, las lágrimas, trenzadas, se niegan a bajar, y no tengo el consuelo de poder llorar. ¿Por qué tus alas, tan cruel, quemó la vida? ¿por qué esta mueca siniestra de la suerte? Quise abrigarla y más pudo la muerte ¡cómo me duele y se ahonda mi herida! Yo sé que ahora vendrán caras extrañas con su limosna de alivio a mi tormento; todo es mentira, mentira es mi lamento, hoy está solo mi corazón. Como perros de presa, las penas traicioneras, celando su cariño, galopaban detrás, y escondida en las aguas de su mirada buena, la muerte agazapada, marchaba a su compás. En vano yo alentaba, febril, una esperanza; clavó en mi carne viva sus garras, el dolor, y mientras, en la calle, en loca algarabía, el carnaval del mundo gozaba y se reía, burlándose el destino, me robó su amor. ¿Por qué tus alas, tan cruel, quemó la vida?… (Bis de la estrofa completa)

Esta letra ayuda a considerar no sólo con qué cadencia de tango gardeliano los acólitos podían pensar y sentir la muerte de Eva —también llegaron después «las caras extrañas» en las de Isabel y López Rega, siempre resistidos—, sino cuál es el compás que bate las alas de la mariposa de Martínez, esas que



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«tan cruel quemó la vida» o de la «Payada» de las Partitas de Lamborghini, referida en nuestros epígrafes introductorios. Indudablemente, el lenguaje sobrio, de mesurada estética, ha quedado en La Novela de Perón; Santa Evita es radioteatro, melodrama tanguero para los fieles acólitos descamisados en que nos convierte la adicción al próximo capítulo, como le sucedió a Vargas Llosa hasta el punto de olvidar, como confiesa, sus principios liberales. Veamos ahora cómo se postmoderniza esta letra tanguera y sus intertextos.

d) De Borges a Walsh como Virgilios, pero en la senda de Puig: la postmodernización de los intertextos Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el inifinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Jorge Luis Borges. Algunos de los mejores escritores argentinos han persistido en construir ficciones «pudorosas y racionales», mientras, alrededor, la realidad argentina, el carácter argentino, se esmeran en ser irracionales y estridentes. Sin el impudor nacional, sin la voluntad de exhibicionismo, no serían posibles el rumor y el chisme, que en las novelas de Manuel Puig, fluyen como una incesante conciencia de lo histórico. Tomás E. Martínez, «Historia y ficción: dos paralelas que se tocan»

Cabe aquí, y antes de adentrarnos en el análisis, una marcación biográfica sobre Rodolfo Walsh, que será útil para que el lector dimensione en nuestro análisis el alcance de su participación como personaje y como sustrato metaliterario de Santa Evita. De este sobrio escritor, asesinado por la dictadura en el 77, dice la periodista Laura Haimovichi en una nota periodística: Tuvo tiempo de meter los sobres en un buzón. La suerte de su emblemática «Carta» de resistencia estaba echada. Las copias tendrían destino y, por lo tanto, sentido. En el que fue uno de sus últimos gestos, Rodolfo Walsh logró difundir —denunciar así— los crímenes de la Junta Militar de la última dictadura mediante el texto que había escrito en la víspera. Y enfatizar, contra la objeción de la conducción de Montoneros (la organización político-militar a la que pertenecía y de la que se estaba alejando), que la miseria de la gente provocada por

192 Cecilia M. T. López Badano el poder económico era la peor violación a los derechos humanos. Más aún, incluso, que la represión. Ese 25 de marzo de 1977 [...] le tendieron una emboscada para asesinarlo y hacer desaparecer su cuerpo. El periodista y escritor, autor de esa trilogía narrativa del crimen político en la Argentina que conforman Operación masacre, ¿Quién mató a Rosendo? y El caso Satanowsky caminaba por San Juan y Entre Ríos. Poco antes se había despedido de su mujer, Lilia Ferreyra, en la estación Constitución. Andaba con su disfraz de jubilado —actitud apocada, pantalón y camisa marrón, sombrero de paja— y su vieja cédula con el falso nombre de Norberto Freire. Era el mismo documento que había usado durante su investigación sobre los fusilamientos de civiles en los basurales de José León Suárez de junio de 1956. El militante político, el periodista de anteojos gruesos con marco oscuro, el inteligente ajedrecista y el escritor insoslayable que se anticipó varios años a la famosa novela de Truman Capote A sangre fría con sus crónicas minuciosas y noveladas de asesinatos reales, murió cuando un «grupo de tareas» de la Escuela de Mecánica de la Armada lo acorraló para secuestrarlo, matándolo a tiros, mientras él intentaba defenderse con su pequeña pistola Walther PPK calibre 22. La investigación judicial por su desaparición hoy forma parte de la investigación por la verdad en el marco de la causa ESMA. [...] Descendiente de una familia de irlandeses,114 nació en Choele Choel, Río Negro, el 9 de enero de 1927. «En las mejores épocas mi padre era mayordomo de estancia. En las peores, rondaba el puerto buscando trabajo», contaba. Su madre, Dora, era fanática de la lectura y compartía ese placer con sus hijos. Durante poco tiempo estudió en una escuela religiosa de Capilla del Señor y estuvo como pupilo en el Instituto Faghi, de Moreno, creado para huérfanos e hijos de irlandeses pobres. Ese fue el escenario del ciclo de sus cuentos irlandeses: Los oficios terrestres, «Un oscuro día de justicia», «Irlandeses detrás de un gato». Monjas y curas con sus mismos ancestros le abrieron el territorio de la lengua inglesa y así descubrió a Hemingway, Melville y Faulkner. El bachillerato lo completó en Buenos Aires, adonde arribó en el 41. Después inició estudios de filosofía que abandonó para repartirse en múltiples oficios: oficinista de un frigorífico, lavacopas, vendedor de antigüedades, criptógrafo, limpiador de ventanas, obrero. Entre el 45 y el 47 participó en la organización de derecha Alianza Libertadora Nacionalista. Consiguió un trabajo como corrector en la Editorial Hachette y se hizo periodista. Durante los tempranos días de la Revolución Cubana, acompañado por su segunda esposa, Estela Blanchard, fundó en La Habana la agencia de noticias Prensa Latina junto a Gabriel García Márquez y los argentinos Rogelio García Lupo y Jorge Masetti. Pero al tiempo, volvió a Buenos Aires para dirigir

114.  La comunidad irlandesa en Argentina es la primera en número en Latinoamérica y la segunda en el exterior después de la de EEUU. Ya Joyce, en el cuento «Eveline» de Dublinenses, pone por protagonista a la muchacha tentada por su novio marino a irse con él a Buenos Aires. Además, el padre del Che Guevara (Guevara Lynch) era hijo de madre irlandesa.



La novela histórica latinoamericana entre dos siglos 193 el periódico de la CGT de los Argentinos liderado por el gráfico Raimundo Ongaro, ingresó en Montoneros y, tras el golpe militar de Videla, creó la Agencia Clandestina de Noticias».

Hinde Pomeraniec también comenta, en otra: Rodolfo Walsh es el cronista de guerra de la Argentina furiosa del siglo xx. Su trabajoso viaje por la historia política del país se traduce en sus ensayos y en sus investigaciones. Una de ellas, Operación masacre, es ya un nombre propio dentro de la literatura argentina. En Operación..., el narrador comienza, de modo casual, a investigar la masacre de militantes peronistas en 1956. Con su épica del periodista en busca de la verdad, Walsh logró una novela extraordinaria por el vértigo de su narración, por estructura y por lenguaje. Y creó un eslabón clave en la memoria de un país de recuerdos flacos.

Una de sus hijas también fue Montonera y asesinada en el 76; otra es hoy diputada por la izquierda. Como vemos en estas notas biográfícas, sus preocupaciones literarias son bastante próximas a las de Martínez. Santa Evita hace explícita la conexión con Borges mencionando «La muerte y la brújula», determinante del modo de escritura, y con Walsh, desde su presencia como personaje y en la propuesta argumental, continuadora de «Esa mujer» —relato ya mencionado— que dará el motivo central y las preguntas abiertas sobre las cuales asentarse. Ambos autores proporcionarán, por consiguiente, partes de la técnica y el estilo, y la estructura policial. Sin embargo, pueden trazarse también algunas divergencias: la diferencia clara entre Walsh y Borges al respecto, es que en el primero, como en Martínez, el delito lo comete el Estado, y a la vez, la diferencia entre Martínez y Walsh, es que para Martínez no hay verdad ni justicia que se busque restablecer ni narrador-investigador justiciero, reparador.115 La única reparación posible ya no es el periodismo en busca del hecho verdadero, sino la recuperación de la memoria ficcionalizada en la literatura, ya que, como señala Uzín «ni el periodismo, ni la historia pueden dar la verdadera dimensión de los hechos: sólo la literatura como realismo mágico puede hacerlo»116 (La cita es válida también aquí aunque, en su contexto, se refiere sólo a La novela de Perón).

115.  Amar Sánchez ha escrito un interesante artículo sobre los cambios de «legitimidades» en el género policial latinoamericano introducidos desde Borges a la actualidad, pasando por Walsh. Si bien no analiza el caso concreto de Martínez, su lectura puede ampliar considerablemente este punto aplicada a la novela que nos ocupa, cuando dice, por ejemplo: «Walsh lee en Borges la fractura de la articulación entre crimen, verdad y justicia; sobre ésta se sostienen sus relatos policiales. Sus textos son el momento culminante de un proceso de ‘desintegración’ de las certezas iniciado por Borges» (15). 116.  Uzín, 1996, 151.

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Borges, por otra parte, le da, además, la guía tutelar dantesco-virgiliana que mediatiza la lectura estética de la historia: Hablamos ya de la relación que se establece entre Eva-Beatriz Viterbo como construcción de una memoria evocativa y Aleph donde se percibe el mundo, y Eva-Teodelina Villar como obsesión personal y Zahir que fija la realidad volviendo irrelevante todo lo demás, pero es necesario detenerse más sobre la construcción de esta relación. Sobre «El Aleph» dice el escritor Juan García Ponce: Es sencillo descubrir la relación entre el propósito de Dante en relación con Beatriz y el de Jorge Luis Borges en relación con Beatriz Viterbo. Pero el primero que reconoce la distancia que separa a propósitos tan similares es Jorge Luis Borges. El suyo, en cierta forma, no puede dejar de ser una parodia del original. Esto aumenta su melancolía y también determina su forma. Y la perfección de su forma hace que el milagro se realice y el propósito se logre, pero de una manera invertida o, como a Borges le gustaría decir, degradada. No hay un ascenso hacia Beatriz a la que se encontrará en las puertas del cielo para conducirnos; hay un descenso hacia la realidad de la muerte en la que la identidad se detiene ante el carácter del universo […] Pero junto a la realidad de la muerte de Beatriz Elena Viterbo, que permite «consagrarse a su memoria» está la otra realidad, fuera del tiempo y más allá de la muerte, de la literatura, que por eso es siempre fantástica.117

Esta reflexión puede ser retrabajada para aplicarla a Martínez desde la óptica de una parodia dual, porque el tema ya no es —como en Borges— sólo parodia de Dante, sino parodia al cuadrado en su paso por la referencia borgeana. En esa operación ya no existe la melancolía, y a través de la superposición de influencias entre Eva-Beatriz (Viterbo)-Eva-Teodelina, ese sentimiento sutil queda sustituído por la misma obsesión que persigue al personaje de «El Zahir» para cuyo yo: «noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la recordaba», como para Martínez «si me acercaba a ella me alejaba de mi […] apenas daba vuelta la página, Evita se me perdía de vista y yo me quedaba asiendo el aire. O si la tenía conmigo, en mi, mis pensamientos se retiraban y me dejaban vacío». El punto clave de la construcción de la intertextualidad Beatriz-Eva se encuentra en la invocación a la amada cuando se la quiere reconstruir como memoria. En el cuento, ante el retrato mudo, imagen sustraída ya del tiempo humano, el personaje Borges, «en una desesperación de ternura» le dice: «—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges»; Martinez dice, a su vez, ante su fracaso de narrar a Eva: «Evita, repetía, Evita, esperando que el nombre con-

117.  García Ponce, 1999, 244.



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tuviera alguna revelación: que ella fuera, después de todo, su propio nombre. Pero los nombres nada comunican: sólo son un son ido, un agua del lenguaje». El punto clave de la construcción de la intertextualidad Beatriz-Eva se encuentra en la invocación a la amada cuando se la quiere reconstruir como memoria. En el cuento, ante el retrato mudo, imagen sustraída ya del tiempo humano, el personaje Borges, «en una desesperación de ternura» le dice: «Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges»; Martinez dice, a su vez, ante su fracaso de narrar a Eva: «Evita, repetía, Evita, esperando que el nombre contuviera alguna revelación: que ella fuera, después de todo, su propio nombre. Pero los nombres nada comunican: sólo son un son ido, un agua del lenguaje».118 Justo luego de la invocación, cuando Martínez, como Borges, cae en la desolación de la falta de respuesta y, también como éste, en el —como vuelve a señalar Ponce— «reconocimiento de la inutilidad del propósito de aplicarse a un culto absoluto» ante el silencio de la amada, ya que sus «Beatrice» no pueden conducirlos al «lugar fuera del tiempo, en el que su[s] identidad[es] estará[n] fija[s] para siempre, como le ocurre a Dante»,119 llega el turno redentor de la recuperación en el Aleph y en la literatura, es decir, en la representación y en el simulacro frente a «nuestra mente porosa para el olvido».120 Como señalaba Ponce para «El Aleph» en la mencionada cita, también en Santa Evita se da la inversión de la búsqueda de Dante: no un ascenso hacia la inmortalidad de Beatrice, sino un descenso hacia la mortalidad que ha dejado suspendida su identidad (como la de Beatriz Viterbo) en un universo cambiante, por lo tanto hay que reconstruírsela, inmortal sólo en el cielo de la literatura —recuperación del mito en el mito—: «Contra la fugacidad, la letra. Contra la muerte, el relato», como nos dice en la página 62. Retomaremos más adelante al análisis de la influencia de otros relatos borgeanos; ahora cabe ocuparnos de la relación que el texto establece con la obra de Manuel Puig, casi un opuesto estilístico de Borges: Borges usaba la desrealización ficcionalizante como artificio intelectualizador, como erudito elitismo en el canon de la «civilización» —en este sentido es «mediatizador»—; Puig, desde otra perspectiva, vanguardista, rompe ese canon revolucionando las formas de narrar al usar la desjerarquización —genérica más que temática— como popularización, como técnica de acceso a otras esferas sociales a través de los discursos que ese público conocía. Como sobre él señala Avellaneda: Practicando la mezcla y el montaje de residuos de la cultura de masas con discursos de saberes prestigiosos, de historias orales de vida con falsa do118.  Borges, 1974, 592 y 624; Martínez, 1995, 63. 119.  García Ponce, 1999, 245. 120.  Borges, 1974, 628.

196 Cecilia M. T. López Badano cumentación escrita, los relatos de Puig hicieron posible la existencia de un texto que, simultáneamente, era y no era literatura; que estaba en el borde de los géneros; que era tanto inventio como reproductio, tanto creación como copia; que estando narrado y firmado, negaba al mismo tiempo la validez de un sujeto productor del texto. Un discurso como éste pudo existir porque afirmaba que las oposiciones sémicas no son pertinentes.121

Esa afirmación puede hacerse extensiva a Santa Evita, según la hemos descripto ya, por consiguiente, puede decirse que tanto Walsh y Borges —explícitos— como Puig —implícito— dan la técnica para recorrer el camino que desentrañe las claves del misterio y, de la juntura revulsiva de estas tres influencias temático-estilísticas tan diversas, surge la novela, como estallido, en la sumatoria, de cada uno de los géneros que esos autores individualmente había producido. A su vez, desde la presencia «virgiliano-dantesca» de Borges, Martínez logra dominar la estructura laberíntica, instalándose productivamente en lo que Bloom ha planteado con claridad en un reportaje que le realizara Gamerro: «Borges —no sólo con sus cuentos, sino también con sus ensayos— puede guiarnos de manera abierta y consciente, más que ningún otro, en toda la tradición, hacia el interior de lo que yo llamaría el laberinto de la literatura». Así, sobre los tres diversos estratos discursivos en los que —como hemos dicho ya— se asienta la construcción del texto (el de la literatura nacional, el de la leyenda urbana y el de la historia), opera el omnívoro nivel de la textualización ficcional, ya que tanto estas tres capas como las tres influencias literarias, se homologan en la ficción que las canibaliza, exactamente como sucede en los textos borgeanos: todos los discursos se desjerarquizan, carnavalizándose en la letra del gran tango nacional que ya hemos descripto. Como ha dicho Elisa Calabrese también sobre La novela de Perón: «Al ficcionalizar textos de procedencia diversa y especialmente aquellos de origen no fictivo, pone en cuestión su legitimidad y permite el juego de las interpretaciones valorativas. Elabora así lo que me atrevo a llamar contramemoria».122 Esa «contramemoria», que se gesta desde la pretendida objetividad aprendida por el autor en sus años de periodismo, es lo que hace estallar el género, ya en su faz de novela histórica, ya en su faz de policial, ya en su testimonialidad, y precisamente por ser las tres cosas al mismo tiempo, cuando se pasa, en el lenguaje, de la novelización de lo histórico utilizada como táctica textual en La novela de Perón, a la técnica inversa de «verificación» periodística de lo imaginario (e histórico en parte) en Santa Evita; él mismo afirma:

121.  Avellaneda, 2002, 111. 122.  Calabrese, 1994, 66.



La novela histórica latinoamericana entre dos siglos 197 En el libro más reciente alteré mi estrategia. En vez de narrar escrupulosamente situaciones reales utilizando técnicas de la novela (por ejemplo, como en el caso de A sangre fría, de Capote), inventé situaciones que relaté como lo haría un periodista. El efecto es el contrario. Me inserté a mí mismo como protagonista y dije que había estado, que vi y que leí los archivos. Entonces uno termina creyendo que los acontecimientos ocurrieron de verdad.123

Tan periodístico es el texto producido que Carlos Fuentes, en su artículo periodístico, compara su estructura con la con la de Citizen Kane: El formalista ruso Víctor Schklovsky admiró la temeridad de los escritores capaces de revelar el entramado de sus novelas, exhibiendo impúdicamente sus métodos. […] Tomás Eloy Martínez pertenece a ese club. Santa Evita está construida un poco a la manera del Ciudadano Kane, de Orson Welles, con testimonios de un variado reparto que conoció a Evita y a su cadáver: el embalsamador, el mayordomo, la madre Juana lbarguren, el proyeccionista del cine donde el ataúd estuvo escondido —segunda película—, detrás de la pantalla. El peinador de la señora, los militares que se ocuparon de su cadáver. A todos ellos, sin embargo, los trascienden dos autores. Uno de ellos, abiertamente, es Tomás Eloy Martínez. Es consciente de lo que está haciendo. «Mito e historia se bifurcan y en el medio queda el reino desafiante de la ficción.» Quiere darle a su heroína una ficción porque la quiere, en cierto modo, salvar de la historia: «Si pudiéramos vernos dentro de la historia —dice TEM— sentiríamos terror. No habría historia porque nadie querría moverse». Para superar ese terror, el novelista nos ofrece, no vida, sólo relatos.

El estallido de los géneros se produce, entonces, justamente por confluencia, es decir, en la creación de no ficción e historia, pero de un modo testimonial falsificado a través de un periodismo documental apócrifo. Ese falso periodismo invierte los procedimientos narrativos de Walsh, porque con la estrategia de «verosimilizar» periodísticamente relatos inventados, el autor pone en juego en el texto el recurso borgeano de negativización, o anulación, de los procesos de verosimilitud y certidumbre que el lector espera, sobre todo, de la novela histórica y de la literatura testimonial, y crea una especie de «periodismo borgeanizado» que, a su vez, se cuenta en términos de la temática de Puig. Así, en las versiones que el discurso periodístico del yo (periodista real) «contamina» transfigurando el melodrama, Eva no es sólo Beatriz-Teodelina, Aleph social y Zahir personal, sino también traidora y héroe y jardín donde los senderos se bifurcan —«un delta intrincado de historias», como nos dice el autor en la página 170— donde lo culto y lo popular coinciden volviéndose paradójicos en la mezcla. 123.  Martinez, cit. en Bach, 1998, 19.

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El discurso periodístico-testimonial se vuelve, en su intertextualidad, carnavalización de la mediación y de la «verdad». Con este gesto «verosimilizador» —en lugar del «ficcionalizador» utilizado en La novela de Perón— si bien el lenguaje que construye a Santa Evita se convierte en el opuesto del de la novela precedente, el efecto discursivo es el mismo, como vuelve a señalar Calabrese: «el juego de versiones o el desmontaje de lo oficialmente legitimado»,124 a través de voces alternativas ya que «there is no single, essential, real Evita to be uncovered, not is there an authoritative story to be told about her posthumous life».125 Con la técnica borgeana de la falsa atribución y la dudosa fuente, el autor hace que el narrador recorra, aparentemente desorientado, el laberinto que el periplo del cuerpo —y de la literatura sobre Eva— dibuja, quitándola del infierno de barbarie en que la colocó el canon previo para canonizarla en el cielo de la civilización literaria argentina. A través de este trayecto, como en el «cadáver real-cadáver exquisito textual», se produce otro paralelismo: «laberinto geográfico real (periplo del cuerpo)-laberinto histórico-literario textual (las versiones histórico-literarias de Eva)» y la estructura estética de la novela materializa la estructura factual ubicua de la manipulación ideológico-política. Por ello entonces, una de las fuentes literarias transparentes que Martínez toma de la ficción para armar la novela, es «Esa mujer», de Walsh, apertura político-literaria del tema en la que se narra, con estructura de policial, la locura de un militar que custodia un cuerpo femenino;126 así nos dice en la página 56: «El cuento alude a una muerta que jamás se nombra, a un hombre que busca el cadáver —Walsh— y a un coronel que lo ha escondido». En él, Eva (aunque no se la nombre) es también —como ya hemos dicho— un ausente cuerpo-metáfora de la nación —al menos, de la parte peronista de la nación— arrebatada y profanada por el paranoico militarismo «gorila». Kraniauskas dice al respecto: «Leído como texto histórico-cultural ¿de qué trata «Esa mujer», qué tematiza? Precisamente el hecho de que Eva Perón, como fetiche político, ¡era una de las ‘fuentes de producción simbólica’ más importantes del peronismo! Es decir, un elemento fundamental del ‘peronismo imaginario’ —y fascinante—».127 Sarlo compara la ausencia del cadáver de Eva en ese cuento con la ausencia de lo macabro de los campos de concentración en el film Shoa diciendo: 124.  Calabrese, 1994, 66. 125.  Davies, 2000, 416. 126.  En los primeros años del gobierno democrático (bajo el mandato de Alfonsín), el cuento se llevó a la TV en una serie de muy buenos unitarios sobre relatos de autores nacionales, que se difundió por el canal oficial. Un estupendo Arturo Maly encarnaba al paranoico coronel. 127.  Kraniauskas, 1994, 108.

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«Walsh escribió un cuento, quizá de los mejores de la literatura argentina, donde ese cadáver, el de Eva Perón, como en la película de Lanzmann, era una ausencia»128 y justamente en este punto radica la diferencia entre Walsh y Martínez: para hurgar en el sensacionalismo, el segundo debe apuntar a la presencia, a la perenne y obscena presencia del cuerpo-mito. Walsh termina su propio relato diciendo «la voz del coronel me alcanza como una revelación: —Es mía —dice simplemente—. Esa mujer es mía»; en ese final, no sólo se aprecia la «vitalidad» del cadáver (que es una mujer y no un cuerpo muerto) sino que mujer y «patria» se homologan bajo la posesión militar. Desde la mención a Walsh, también una nueva referencia borgeana se instala inextricablemente a través de la propia figura autoral detectivesca y a partir de la especularidad tanto con Walsh como con el coronel: los paralelismos «a la Borges» entre la vida de Walsh y la de Martínez son, por cierto, ineludibles: los dos periodistas, escritores, inteligentes, comprometidos políticamente, y provincianos en la Capital, aunque fuera distinto el sello de las persecuciones políticas padecidas y uno haya sobrevivido a ellas y el otro no. Por otra parte, el coronel de Martínez es, además, una magnífica prolongación del de Walsh. Sobre el texto punzante de Walsh, dice David Viñas: Dos cuentos memorables, excepcionales, tiene Rodolfo Walsh: el primero es Esa mujer, donde se produce una coreografía cargada de simetrías entre el periodista y el coronel, y que concluye —boxísticamente— cuando uno de los contrincantes, en esa dialéctica mezcla de escolástica y de marivaudage, logra quedarse con el centro del escenario mientras al otro sólo le queda hacer mutis. En este sentido, Esa mujer se convierte en un drama por el dominio del espacio textual.129

Puede agregarse también que allí y en torno al cadáver, espacio literario textual y espacio histórico-político nacional se juegan por primera vez para el peronismo como metáfora dramática, y el «mutis» del periodista derrotado es también el mutis político al que el militarismo obligó al partido «justicialista»; dice, también en la página final: «Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca». Es justamente la puerta walshiano-borgeana que se abre en el cadáver exquisito de las Evas literarias, lo que le permite a Martínez dominar el espacio textual del que Walsh había sido erradicado, por el Coronel en el texto literario; masacrado por la dictadura, en el mundo fáctico; en consecuencia, Martínez toma en la novela el lugar del que Walsh ha sido desplazado en el cuento para 128.  Sarlo, 2001, 152. 129.  Viñas, 1996, 217.

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ocuparse de la búsqueda no ya del cadáver, sino de las huellas escondidas de su historia, y responder las preguntas que habían quedado con crípticas respuestas o directamente sin respuesta en el las dos páginas finales del cuento original: —¿La sacaron del país? —Si. —¿La sacó usted? —Sí. —¿Cuántas personas saben? —Dos —¿El Viejo sabe? Se ríe. —Cree que sabe. —¿Dónde? No contesta. —Hay que escribirlo, publicarlo. —Sí. Algún día. Parece cansado, remoto. —¡Ahora! —me exaspero—. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!. La lengua se le pega al paladar, a los dientes. —Cuando llegue el momento… usted será el primero. —No, ya mismo [...] Se ríe. —¿Dónde, coronel, dónde?

Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí. En el gesto estético de elegir ese lugar de continuidad puede comprobarse una de las afirmaciones de Hutcheon: «Postmodern intertextuality is a formal manifestation of both a desire to close the gap between past and present of the reader and a desire to rewrite the past in a new context».130 Esa posición le permite al autor subsanar las «costuras» de tanto material diverso, logrando darle continuidad literaria desde la textura de una narración cuasi policial cuyo discurso mediador condensa cientos de «memorias» y en la que él es, entonces —como lo era Walsh en su carácter de periodista— personaje atrapado en la historia, necrófilo detective seducido por el resplandor de «sol líquido» que el cadáver deja como vindicatoria estela, quemando con su fuego de locura a quien osa profanarlo. La referencia a Walsh allí es crucial en al menos dos sentidos ligados entre sí: por un lado, se instala en el nudo significante de la novela que es el capítulo segundo, por el otro, marca el nuevo intertexto borgeano determinante —otra voz literaria del cadáver exquisito—: los cuentos «Tema del traidor y

130.  Hutcheon, 1988, 118.



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del héroe» y «La muerte y la brújula»; se vuelve imperativa aquí, entonces, una explicación más detallada. Es posible hablar del capítulo mencionado como «nudo significante» tanto porque en él Evita se transforma en la musa tiránica como porque es avanzado éste donde se da la primera intervención del autor como personaje, con el consiguiente giro desde una narración clásica a la de rasgos postmodernos; esta «postmodernización» se da en el paso narrativo desde diversas terceras personas (Evita moribunda, el coronel que será su «guardián», Doña Juana, el embalsamador) que se deslizaban con el movimiento seductor de los mejores personajes novelescos, atrapados en sus pensamientos y en sus diálogos, hacia una abrupta primera persona testimonial en la página 55: «En esta novela poblada por personajes reales, los únicos a los que no conocí fueron Evita y el coronel» que sesga el relato y que a partir de allí será presencia intermitente. La inserción del autor como narrador-personaje en el texto es uno de los rasgos estilísticos que determinará la cualidad postmoderna de la novela, ya que a partir de que ello sucede, la narración se transforma, además, en metarrelato acerca de la imposibilidad de narrar en la 63: «Sabía lo que deseaba contar y cuál iba a ser la estructura de mi narración. Pero apenas daba vuelta la página, Evita se me perdía de vista». A su vez, cualidad postmoderna y metarrelato acerca de la imposibilidad de narrar, se vinculan directamente a «metaficcionalidad» (con los rasgos que ya han sido descriptos): en el momento preciso de la historia del pensamiento en que reflexiones historiográfico-filosóficas (como la que mencionamos de White en nuestra introducción teórica) apuntan a demostrar que la «realidad» es un producto del lenguaje y con ello hacen colapsar el sentido de abstracción inscripto en la idea de verdad, adscribiendo ésta a una manera siempre parcial de representar, una novela como Santa Evita, para innovar, debe cambiar el rumbo de la representación lineal de la historia y de «la realidad» desenmascarando su propia ley constructiva. Éste es un fenómeno que tiene lugar en la novela metaficcional en general y diseña también la cartografía de su lectura como representación, pero en particular, en esta novela histórica que nos ocupa, la metaficcionalidad, en tanto que incluye la advertencia sobre la constructividad de la fictio como estrategia de lectura en el texto, apela a la presencia de un lector que arme su propia noción de historia nacional ante la probada falibilidad —o ambigüedad— de una tradición cuando se toca con la subjetividad. Si ese lector arma su propia Eva (invariablemente subjetiva) sobre todas las versiones de Eva, se inscribe un rasgo más acotado en la metaficción: la duda, más que sobre el sentido abstracto de verdad —como en la narración metaficcional en general— se cierne sobre el sentido de verdad relacionado con

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la posibilidad de conocer «objetivamente» la Historia nacional (y la «esencia» del peronismo, y a la propia Eva). La (H)historia misma, que queda apartada de la posibilidad de conocimiento vivencial y mediada por discursos, y sobre todo, por imágenes massmediáticas —fotos, filmes, retazos de Eva— se revela como fictio —una fictio donde la política deviene espectáculo— rasgo que se vuelve aun más patente si se tiene en cuenta que Evita —como personaje histórico y como personaje ficcional— surge del mundo de la representación espectacular y es, además, la sucesión de tarjetas postales a la que el autor alude: la postal, no el paisaje, como también señalamos. El lector deberá construir entonces su versión —su postal— (también relativa, aunque más abarcadora y polifónica) en los contrastes del juego entre representación e interpretación. El giro metaficcional hace que la novela también se transforme en reflexión sobre la representación en la 65: «[...] historia significa búsqueda, indagación: el texto es una búsqueda de lo invisible, o la quietud de lo que vuela», y sobre su función de producto ideológico y productora de ideología, como señala Hutcheon; así dice en la misma página: «Tardé meses en amansar el caos. Algunos personajes se resistieron. Entraban en escena durante pocas páginas y luego se retiraban del libro para siempre [...] pero cuando se iban, Evita no era ya la misma, le había llovido el polen de los deseos y recuerdos ajenos. Transformada en mito, Evita era millones». Cada vez que el autor interviene —como narrador-personaje— el juego estilístico del desplazamiento desde las diversas terceras personas a la primera testimonial —garantizadora de verosimilitud de lo increíble y desmesurado— patentizará la condición postmoderna, puesto que también se desplaza el protagonismo desde el personaje-cadáver hacia el personaje detectivesco que, reflexionando en su creación, construye al personaje-cadáver. Como dice Hutcheon: «In historiographic metafiction the very process of turning events into facts through the interpretation of archival evidence is shown to be a process of turning the traces of the past (our only access to those events today) into historical representation». El desplazamiento determina además la conjunción contradictoria entre la subjetivación testimonial del propio punto de vista y la objetivación de la ambigüedad contrapuntística de los puntos de vista restantes, que es a su vez contrapunto entre autorreflexión y documentación, característica literaria que Hutcheon también señala como postmoderna: «This contradictory conjunction of the self-reflexive and the documentary is precisely what characterizes the postmodern return to story in poetry as well».131

131.  Hutcheon, 1989, 31, 57 y 64.



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Dijimos, además, que la referencia a Walsh marca un nuevo intertexto determinante: los cuentos «Tema del traidor y del héroe» y «La muerte y la brújula». Por un lado, en el primer cuento: «Ryan, dedicado a la redacción de una biografía del héroe, descubre que el enigma rebasa lo puramente policial» y los paralelismos «de la historia de César y de la historia de un conspirador irlandés inducen a Ryan a suponer una secreta forma del tiempo, un dibujo de líneas que se repiten» (curiosamente, Walsh, como hemos dicho, descendía de irlandeses), y también se representan los hechos como perdurarán «en la memoria apasionada de Irlanda»132 (o de Argentina). Durante la investigación, el bisabuelo Kilpatrick, como la «madre» Evita, serán al mismo tiempo héroes y traidores, ya que como ha dicho Molloy en su análisis de ese cuento: La fachada estable se agrieta y en esas grietas Ryan descubre otra versión de su antepasado. No el héroe sino el traidor que colabora, antes de su muerte, en la fabricación de su última imagen heroica, la que urde Nolan, la que perdura en la historia «y en la memoria apasionada de Irlanda» y la que por fin confirma, por su inacción, el narrador […] se corrige una versión del pasado intolerable, que ya por patriotismo, ya por conveniencia, es necesario reprimir […] [Kilpatrick] cubre la falla —la cobardía, la traición- con la imagen del héroe nacional, […] el héroe revolucionario […] un lector avisado, el indagador que conduce la pesquisa, descubre la versión escondida […] El narrador de […] «Tema del traidor y del héroe» [queda] atrapado en la trama […] La historia vela una falla vergonzante y el narrador, vuelto historiador revisionista, al descubrirla queda atrapado en y por ella.

Narrador presa del propio relato que también, en el cuento, forma parte de la trama de Nolan, demostrando que «las versiones que nos llegan del pasado son inconclusas porque, sobre todo, encubren algo que se percibe como vergonzoso y escondible […], es obvio que se encubre lo siniestro […] es decir, lo que procura ansiedad»;133 en este sentido, el autor, al descubrir lo siniestro, trabaja sobre el sensacionalismo, exponiéndolo. Además de lo dicho, puede agregarse sobre la lectura de Martínez sobre Eva y acerca de ésta sobre el lector, lo mismo que dice Molloy sobre la de Ryan: «La lectura de Ryan —que es a la vez anverso y reverso: descubrimiento del traidor que deja de lado, exaltación del héroe que se decide a publicar— se enriquece con la postulación que hace del argumento el primer narrador. Por fin, el cuento […] aumenta, multiplicándose, con la lectura del lector».134

132.  Borges, 1974, 496, 497 y 498. 133.  Molloy, 1991, 108-9 y 110. 134.  Molloy, 1999, 68.

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Por el otro lado, Martínez dice en la pàgina 57: «El coronel de «Esa mujer» se parece al detective de ‘La Muerte y la Brújula’. Ambos descifran un enigma que los destruye [...] el coronel de Walsh también espera un castigo que va a llegar fatalmente, aunque no se sabe de dónde [...] todo por haberse apoderado de Evita». Esto cobra importancia justamente por la relación especular que dijimos que se traza, porque al ser él personaje-detective, como Walsh, el Coronel y el detective de Borges, también será condenado (al menos a perderse en los laberintos) por tratar de apropiarse de Evita, su musa despótica, su Beatrice infernal, que se constituye, además, para todos ellos, en el Zahir de la obsesión —«porque el tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir»—;135 es en ese mismo capítulo segundo donde, al aparecer por primera vez como personaje entrevistando a la viuda y a la hija del coronel (en medio de la referencia a Walsh y a Borges) la mujer se lo advierte en la 59: —La culpa la tuvo Evita —repitió la viuda—. Toda la gente que anduvo con el cadáver acabó mal. —No creo en esas cosas —me oí decir. La viuda se puso de pie y yo sentí que era hora de irme. —¿No cree? —su tono de habla había dejado de ser amistoso. —Que Dios lo ampare, entonces. Si va a contar esa historia, debería tener cuidado. Apenas empiece a contarla, usted tampoco tendrá salvación».

Así culmina este capítulo crucial, instalando la novela en la definitiva variedad y polaridad genérica que la recorre a partir de allí, desgarrando el clasicismo biográfico de los primeros capítulos, zambullendo la prosa en la autorreflexión postmoderna y demostrando que «postmodern novels question the possibility, as well as the desirability, of the humanist separation of history and art from ideology».136 Lo que cautiva a partir de allí es la fuerza de lo narrado, la técnica de montaje y la tensión de lo policial: el afán de descubrir a la inalcanzable Eva real bajo la crisálida narrativa de todas las Evas, la necesidad de frenar el loco nomadismo de su cadáver, de desbarbarizar —y aquietar— a Eva instalándola en el civilizado cielo del canon. El policial-periodístico no exime al autor de utilizar también, como ya hemos apuntado, ciertas técnicas del melodrama, particularmente, en la ficcionalización de algunos diálogos imaginados desde la obsesión por recrear las voces como si se estuvieran oyendo en ese instante, en un film, al igual que en

135.  Borges, 1974, 595. 136.  Hutcheon, 1988, 194.



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Puig, y con el aliento que sobrevuela las letras tangueras y los radioteatros que Eva había interpretado, así, nos dice en la 15: —Sabés que mañana o pasado me voy a morir. Si te pido que vengas es porque necesito encargarte algunas cosas. —Pedíme lo que quieras. —No abandonés a los pobres, a mis grasitas. Todos estos que andan por aquí lamiéndote los zapatos te van a dar vuelta la cara un día. Pero los pobres no, Juan. Son los únicos que saben ser fieles. —El marido le acarició el pelo. Ella le acarició las manos. —Hay una cosa que no te voy a perdonar. —Que me case de nuevo —trató de bromear él. —Casate las veces que quieras. Para mi, mejor. Así vas a darte cuenta de lo que has perdido. Lo que no quiero es que la gente me olvide, Juan. No dejés que me olviden.

Sin duda, esos diálogos —entre Eva moribunda y su madre, entre Eva vital y Perón, entre la madre y el embalsamador, entre los militares y sus adláteres, etc.— son el espacio privilegiado para la ficción y la caracterización de los otros personajes que intervienen en la historia; el resto oscila entre lo incuestionablemente histórico, lo delirantemente legendarizado, la alucinación personal de la búsqueda y la autorreflexión y la duda de las fuentes (falsificadas algunas, como ya hemos señalado) que también construyen y sostienen la novela, instalándola en la estética postmoderna y haciéndola estallar como género en la articulación de fuentes e influencias diversas. La paródica santidad de Evita en la novela —su canonización textual— se constituye entonces en la mezcla entre un cadáver nómade acosado por el temor ajeno que busca exorcizar el mito y logra sólo potenciarlo, una fanática Santa Juana-Ingrid Bergman pletórica de ambición política, y una Dama de las Camelias de la periferia y el subdesarrollo, cuyo Armando, al que renuncia sin renunciar, es el pueblo argentino, también inscripto como voz en el cadáver exquisito del relato desde anécdotas casi anónimas: en los «testimonios» de los que la conocieron y la endiosaron porque gracias a ella tenían un traje de novia, una bicicleta o una casa, en la creada voz de su peluquero, en las cartas que Eva recibía en la fundación, como la que se ficcionaliza en la página 68: Mi qerida Evita, no boi a pedirte nada como asen todos por aqi, pues lo unico qe pretendo es que leas esta carta y te acordés de mi nombre, yo se qe si vos te fijás en mi nombre aunque sea un momentito lla nada malo me podra pazar y yo sere felis sin enfermedades ni pobresas. Tengo 17 anio y duermo en los colchones que la otra nabidad dejastes de regalo en mi casa. Te qiere mucho, la ermosa Evelina [...] Qe viban lamujeres.

En definitiva, como el autor mismo comenta en la 203:

206 Cecilia M. T. López Badano Cada quien construye el mito del cuerpo como quiere, lee el cuerpo de Evita con las declinaciones de su mirada. Ella puede ser todo. En la Argentina es todavía la Cenicienta de las telenovelas, la nostalgia de haber sido lo que nunca fuimos, la mujer del látigo, la madre celestial. Afuera es el poder, la muerta joven, la hiena compasiva que desde los balcones del más allá declama «no llores por mi Argentina».

Evita —la mujer recuperada detrás de su vital cadáver— es entonces las múltiples inflexiones del deseo personal y colectivo, o mejor, el polémico espacio sincrético —el Aleph— de cruce entre la proyección del deseo popular y la del miedo oligárquico (su cuerpo como «delta de historias» o jardín de los senderos que se bifurcan): un sujeto en constante mutación que siempre puede convertirse en su propio opuesto en las «historias contadas con aversión por sus detractores pero con respetuoso temor o admiración por sus seguidores».137 Su cadáver es el prisma que refracta las ideologías volviéndolas un arco iris de interpretaciones, así como el texto cadáver exquisito de Martínez es también un objeto dinámico: palimpsesto e intertextualidad de un mito histórico que sigue construyéndose en cada reinterpretación, arco iris tendido entre las distantes orillas de la realidad histórica, la leyenda popular y la ficción refinada; justamente en tanto que todo ello, es también indeleble marca identitaria de la nacionalidad, pero manifestada como síntesis carnavalesca, que materializa la imposibilidad de fijar una identidad nacional como ámbito oficial unívoco, sin las fisuras de la multiplicidad. Es esta lograda síntesis (síntesis, no oposición de elementos) lo que impide (a pesar de la desesperada voluntad de los lectores argentinos en particular) descubrir a cada paso qué es mentira y qué es verdad, qué es historia y qué ficción y obliga a dejarse llevar sin intentar preguntárselo al autor; como él mismo ha dicho en su crítica periodística a La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, en el diario El país, quien intentara hacerlo no advertiría que «la eficacia de cualquier novela —histórica o no— está en relación directa con su libertad». Como broche final, puede citarse otra vez el mismo artìculo, ya que se le aplica a la perfección lo mismo que él ha dicho acerca de la citada novela de Vargas Llosa: Cada novela crea, como se sabe, su universo propio de relaciones, sus crepúsculos, sus lluvias, sus primaveras, su propia red de amores y de traiciones. Ese conjunto de leyes no tiene por qué ser igual a las leyes de la realidad. Su única obligación es engendrar una verdad que tenga valor por sí misma, que sea sentida como verdadera por los que leen. Ese prodigio es difícil de lograr en cualquier novela, pero es aún más difícil de lograr en una novela que tra-

137.  Foster, 1999, 531.

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baja sobre el tejido de la historia reciente, porque en ese caso cada lector cree tener una verdad distinta, que se contradice con las verdades de la ficción. Los personajes históricos establecen en La fiesta del Chivo una relación dialéctica con la imaginación y hasta corrigen a veces la imaginación. Así, la novela sigue escribiéndose en la realidad: es un relato no clausurado, una historia en movimiento.

Lo mismo puede decirse de Santa Evita ya que, en efecto, su historia en movimiento no concluye cuando el cadáver queda al fin enterrado en Recoleta; literariamente, ya en el capítulo tercero se da el ¿último? traslado, en el que mueren en un accidente el sargento y el cabo que llevaban su cuerpo, y que se suma a otro, camino a Barajas, antes del retorno a Buenos Aires, también con muertos. Aunque pacificado (¿definitivamente?) el cuerpo cuando se lo entierra, convirtiéndolo al fin en el cuerpo muerto en lugar del cadáver —justamente en el período de la dictadura más sangrienta, que acabará aplastando los resabios «sediciosos» del peronismo entendido aproximadamente como Eva lo entendía— la historia sigue columpiando el mito de Evita desde la locura de los militares, desde las preguntas sin respuesta, desde el final cíclico y abierto por la obsesiva necesidad de Martínez, en su última frase, de seguir escribiendo a Eva. Este final también revela cuál ha sido la condena para el detective-autor: se ha convertido en otro coronel Caronte que lleva a Eva en su barca en un intento de conocerse en ella: «En la soledad de Highland Park, me senté y anoté estas palabras: ‘Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir’». El final autorreflexivo y metatextual retoma el principio en esa frase, y el narrator agrega, con el delirio con que había caracterizado al coronel —que es también el delirio y la fijación obsesiva a que se sabe condenado el personaje Borges de «El Zahir»—: «Desde entonces, he remado con las palabras, llevando a Santa Evita en mi barco, de una playa a otra del ciego mundo. No sé en qué punto del relato estoy. Creo que en el medio. Sigo, desde hace mucho, en el medio. Ahora tengo que escribir otra vez.». Dijimos que Walsh, desde «Esa mujer», ha dado el argumento y las preguntas abiertas; también consideramos la cita de Viñas sobre ese cuento interpretado como «un drama por el dominio del espacio textual».138 A esa luz interpretativa, puede deducirse entonces que el final que Martínez elige no es arbitrario: si en el cuento de Walsh, el militar cerraba diciendo «esa mujer es mía», excluyendo al periodista del espacio textual, Martínez ha recuperado a «esa mujer» y la lleva consigo; en el espacio textual, ahora Eva es suya, viaja en el barco de su literatura. Sin embargo, hay una diferencia crucial entre la posesión de Evita por el coronel y la que ostenta Martínez: uno la quería para esconderla, para inhibir 138.  Viñas, 1996, 217.

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la memoria, para reencauzar autoritariamente el curso «desviado» de la historia convirtiendo a Eva en ausencia; el otro, para exhibirla, para volverla canon y —como su Zahir— compulsión de la memoria, por eso, no puede frenar su escritura: al dejar de ser del coronel, Eva es de todos por la mediación del espacio textual al que el autor accede febrilmente; puede decirse entonces «esa mujer es suya» cuando dibuja una nueva cartografía de ella «devolviéndole al público la posibilidad de comunicarse e identificarse con ese cuerpo político desaparecido durante dictaduras» ya que «poner a dialogar los discursos culturales y convertir la experiencia de lo privado en un acto colectivo. Esto es parte de la reflexión política y literaria del país que despliega el texto», como señala también Zuffi.139 En este sentido, la compulsión del autor por la escritura de Eva, cumple las funciones rituales y simbolizadoras que también marca De Certeau para la escritura de la historia: Por una parte, en el sentido etnológico y cuasi religioso del término, la escritura desempeña el papel de un rito de entierro; ella exorcisa a la muerte al introducirla en el discurso. Por otra parte, la escritura tiene una función simbolizadora; permite a una sociedad situarse en un lugar al darse en el lenguaje un pasado, abriendo así al presente un espacio: «marcar» un pasado es darle su lugar al muerto, pero también redistribuir el espacio de los posibles, determinar negativamente lo que queda por hacer, y por consiguiente utilizar la narratividad que entierra a los muertos como medio de fijar un lugar a los vivos. El ordenamiento de los ausentes es el reverso de una normatividad que se dirige al lector viviente y que establece una relación didáctica entre el remitente y el destinatario [...]. La escritura sólo habla del pasado para enterrarlo. Es una tumba en doble sentido, ya que con el mismo texto honra y elimina. [...] Así, puede decirse que hace muertos para que en otra parte haya vivos. Más exactamente, recibe a los muertos producidos por un cambio social, con el fin de que quede marcado el espacio abierto por ese pasado y para que todavía sea posible articular lo que aparece con lo que desaparece.140

Pero si Eva viaja en la barca de los vivos —y todos somos, en parte, sus Carontes y ella el Zahir de los argentinos y el Aleph de la historia nacional reciente— no es fácil fijar nuestro espacio de vivos, y la pregunta que queda latente es, entonces ¿cómo «articular lo que aparece con lo que desaparece»? Ese quizás sea el problema de la identidad nacional. Tal como Martínez afirma, en el mencionado comentario periodístico sobre La fiesta del Chivo, «las ficciones pueden siempre iluminar con una luz nueva las cosas que antes fueron contadas como hechos» por eso, su relato, aunque no responda las preguntas identitarias, logra crear una nueva Eva 139.  Viñas, 1996, 217. 140.  De Certeau, 1993, 116-117.



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(suya, obsesiva presencia frente a la escamoteada por el coronel), a caballo entre el melodrama, la historia, y el mito canonizador de un cadáver mágico que desde el «sol líquido» de sus entrañas detenidas, persistirá en la memoria de los lectores más allá de su biografía y más vivo que su realidad de muerte sin descomposición. Cadáver exquisito en tanto que cuerpo muerto irradiante en cada interpretación expresada sobre ella, y en tanto que texto de voces múltiples —en cada línea diferente escrita por otra mano—, donde como en el mito, la autoría se desvanece en función de las versiones del héroe. Quizás eso mismo —un cadáver exquisito— sea la identidad nacional. Cuerpo luminoso hecho letra, en cuya química se refractan las interpretaciones que lo sostienen vivo, momia-reliquia que, enterrada, continúa hasta sus últimas instancias la metáfora del cuerpo pacificado y amansado de la «ideología» peronista —de la parte peronista de la nación—, de la doxa populista que termina en un cementerio oligárquico y se aquieta finalmente, también como marca identitaria, en el emblema de su opuesto: el abándonico padre estanciero, feudal. La novela se publica en plena era menemista, cuando varios funcionarios del nuevo gobierno «justicialista» —antes encarnizados opositores del peronismo— hacen virar definitivamente la «ideología» hacia el canibalismo neoliberal (iniciado durante la dictadura), las privatizaciones fraudulentas (cuando Perón había nacionalizado), y el enriquecimiento ilegítimo de una minoría inescrupulosa que celebra su éxito con «pizza y champán» (aludimos aquí al libro de investigación, casi del mismo título, de Walger, en que se describe profusamente este momento de fiesta y corrupción del menemismo). El crudelísimo texto de Naipaul de los setenta, escrito luego de peregrinar por Argentina tratando de desentrañar qué era realmente el peronismo y en qué se sustentaba su ideología, aunque en muchas observaciones sobre lo nacional resultaba —y resulta— desinformado, excesivo, superficial y despectivo, resultó lapidariamente cierto en su diagnóstico sobre el peronismo: La primera revolución peronista se basó en el mito de la riqueza, de una tierra que esperaba que la saquearan. Ahora la riqueza ha desaparecido. Y el peronismo es como una parte de la pobreza. Es protesta, desesperación, fe, machismo, magia, espiritismo, venganza. Lo es todo y no es nada. Quitad a Perón y la histeria será incontrolable. Quitad a las fuerzas armadas, guardianes estériles de la ley y el orden y el peronismo, triunfante, se desintegrará en un centenar de peleas dispersas, cada hombre identificando a su propio enemigo.141

Como el propio Martínez ha dicho en el ya mencionado artículo periodìstico «a veces hay más verdad en las mentiras de la ficción que en las verdades aparentes de la realidad». 141.  Naipaul, 1983, 133-134.

CONCLUSIÓN



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Para terminar, a modo de reseña conclusiva, queremos revisar los puntos en los que nos hemos centrado: nuestro intento hasta aquí ha sido, por una parte, revisar las nociones vigentes sobre la ficcionalización de la historia, y derivar de ello una crítica acerca de ciertas nociones «académicas» sobre la ficcionalidad del discurso histórico, centradas en la retórica entendida sólo como estética, que a nuestro entender, desactivan su poder de configurador fehaciente de la memoria. Al mismo tiempo —y pensamos que lejos de la contradicción— hemos emprendido la defensa del discurso histórico ficcional de la narrativa contemporánea latinoamerica —cuya retórica sí puede entenderse en términos de estética— destacando su poder de advertencia acerca de los riesgos implícitos en la fosilización de las versiones historiográficas cerradas a la indagación, cuando se aceptan indiscutidamente como verdad, como tradición, como identidad, como único configurador excluyente de la memoria cultural desde el primado de una sola voz «autorizada». Por otra parte, hemos intentado caracterizar los rasgos que se vislumbran en la producción histórico-literaria contemporánea en América Latina, y diferenciar las particularidades estético-compositivas de las dos corrientes — postmodernidad, postboom—que se perfilan actualmente con nitidez en ese campo en el último tramo del siglo. Sobre ello y a modo de síntetisis, diremos entonces que, como hemos visto hasta aquí, las dos nociones —de procedencia diversa— por momentos se imbrican y por momentos se distancian: se superponen cuando definen un espacio temporal, o rasgos estéticos más generales, como la hibridación de tradiciones letradas y populares; se diferencian en el planteo intelectual del texto, en su actitud frente al canon y frente al lector. Los conceptos, diversificados, resultan operativos cuando se utilizan para caracterizar cambios en la evolución de los modos configuradores del relato: así, por un lado, postboom se usa para definir la narrativa latinoamericana de los setenta en adelante, esa que reacciona contra la voluntad totalizadora —florida y estetizante— de los autores del boom; se acentúan en ella los particularismos antropológico-culturales, la cotidianidad urbana, la exposición de lo popular, y la inmediatez de lo «real» —hiper-realismo—, se manifiesta el influjo de los medios de comunicación masiva, e incluso, de la práctica de una sexualidad liberada de tabúes a partir de la contracepción medicinalmente regulada, práctica que comienza a variar a partir del SIDA y cuya alteración se registra también temáticamente ya, en novelas como El desbarrancadero, donde el sexo es prac-

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ticado en la amenazante inmediatez de la muerte y/o la actitud presuntamente liberadora y distintiva, anarquista, del pasado al respecto, ha conducido ella. Por el otro lado, «postmodernismo», si bien es un término foráneo tomado en préstamo, que necesita ser revisado y reeditado en el marco de las historias culturales locales, se usa para definir la escritura que problematiza los códigos de la ficción, de la identidad nacional, como en algunos textos de Ricardo Piglia, y hasta del estatuto del género, como en otros de Diamela Eltit. En ninguna de las dos corrientes descriptas se derivarán admoniciones morales ni se manifestará una valoración ética de los actos por parte de los autores respecto de sus personajes. Como para reseñar lo tratado hasta aquí, diríamos entonces que la novela histórica de los últimos años somete a revisión crítica el pasado «histórico», y también los modelos cognoscitivos con los que la historiografía se ha aproximado tradicionalmente a éste; con ello, paradójicamente, «historiza» los mitos acerca de la configuración «tradicional» de la identidad nacional, coadyuvados, en ocasiones, por las historias oficiales locales, por ello No es posible entender la novela histórica contemporánea, en suma, sin desandar el trayecto del género ni evaluar su relación con el discurso historiográfico: la crónica de la forma permite iluminar su fondo. Este examen revela que no basta una brecha de décadas o siglos entre el presente de la escritura y el de los personajes para que una narración ficcional pertenezca al rubro histórico. Se necesita, además, que esa distancia temporal se inscriba en la poética del texto bajo el signo de la mortalidad, del deslinde entre los vivos y los difuntos […]1

En su indagación sobre la configuración de la «tradición» y con ello, sobre lo que «enlaza una práctica interpretativa a una praxis social», como llama De Certeau al movimiento implicado en la «historicidad de la historia»2 —o en su «historización»—, el discurso adquiere matices autorreflexivos, que lo aproximan a una epistemología volcada a problematizar el papel de la fosilización de la memoria, a corroer el concepto de identidad nacional. Se plantea así la divergencia teleológica entre discurso históríco (positivista) y discurso histórico-novelístico, ya que, en relación con el mundo representado, la novela de este tipo erosiona la noción de una secuencia histórica «progresiva» o de evolución, tal como la concibe la modernidad, al romper el sentido de temporalidad histórica a través de los anacronismos impuestos por las voces del pasado irrumpiendo en el presente. El discurso histórico (positivista) es conclusivo, apunta a construir las certezas del conocimiento «verdadero», que como señala Steinberg, «asume su 1.  Elmore, 1997, 39. 2.  De Certeau, 1993, 35.



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significación total cuando puede oponerse a la suspensión de la alternancia entre lo verdadero y lo falso, característica de la narración de ficción»; la oposición en él es también entre lo documentado y lo no documentado, los vivos y los muertos, el pasado y el presente diferenciados en un corte; su diversidad discursiva se apoya en lo concluyente del documento. El discurso histórico novelístico, en cambio, duda de toda certeza, «trata de la relativización del discurso homogéneo, de una verdad que deviene densa por la intervención de la mentira»;3 se apoya en la memoria —que puede apelar tanto al documento como a su ausencia— pero también se apoya en la leyenda popular, en el rumor, lábiles factores corales que jamás son conclusivos, sino más bien, abiertos al sondeo, a la variación. A estos configuradores de duda positiva queda sujeta la historia en la ficción; cuando los escenifica en el texto, como constructo subordinado al elemento coral de la memoria, se torna conjetural, no aseverativa, indagación abierta, exploración no conclusiva de la presencia del molde del pasado en los conflictos irresueltos del presente. El intertexto es, a esta clase de ficción, lo que el documento a la escritura de la historia, de ahí que ese proceso de intertextualidad adquiera una nueva funcionalidad: el cotejo de códigos. Todos estos factores, concertados y yuxtapuestos en el discurso históricoficcional, explican la renuncia a la voz autorial unívoca como autoridad narrativa, sustituyéndola por el coro de voces múltiples, de puntos de vista plurales, en los que se rescatan las perspectivas marginales, reivindicando estratos humanos que no habían tenido representación como sujetos históricos. El autor crea el debate de valores y presenta los puntos de vista diversos cediéndoles el timón del relato; el lector los pone en diálogo, activando sus contradicciones para cuestionar, o relativizar, premisas tenidas por verdad, «tradiciones no revisadas». El resultado estético en la novela «postmoderna» es un símil de polifonía textual de rasgos manieristas, manierismo que, justamente, nos permite hablar de «postmodernidad» y distingue a esta clase de relatos de la «sincronía narrativa» de la novela del postboom. Como ya hemos señalado reiteradas veces, esta estética de la duda se puede situar perfectamente dentro de la genealogía del propio canon latinoamericano, a través del «género» que inicia el propio Borges —y continúa, para la historia, Roa Bastos—, por ello es difícil inscribirlo llanamente en «la postmodernidad», ya que no es un mero fenómeno reflejo o continuador de la postmodernidad europea o norteamericana —que por otra parte, reconocen también, en gran medida, una genealogía estética en Borges—. Al respecto, Williams mismo, aun cuando enmarca el fenómeno dentro de los rasgos europeos y norteamericanos de la corriente, señala: 3.  Steinberg de Kaplan, 2000, 8 y 10. El original está en francés; la traducción es mía.

216 Cecilia M. T. López Badano Umberto Eco claims that the postmodern is born at the moment when we discover that the world has no fixed center, and that, as Foucault taught, power is not something unitary that exists outside of us. This moment occurred in Latin American literature with the rise of Borges, who became a seminal figure for both many European theorists and latin American postmodern novelists in the 1960s and 1970s, even though the now-classic Borges fiction they were reading dated back to the 1940s.4

Cuando el concepto se inserta en el marco de las historias político-culturales locales que le dan su sentido particular y también, en el marco de la historia literaria latinoamericana en general, se observa que esa problematización de la historia y la identidad ya cabía también previamente en el imaginario arguediano y en su preocupación acerca de la imposibilidad de definir un ethos nacional sin fisuras entre la cultura indígena y la hispana, la oralidad popular y la letrada ilustración, temática no ajena tampoco a varios escritores mexicanos. Llegados a este punto, conviene cerrar sintetizando brevemente algunos rasgos sobresalientes en la novela histórica de los últimos años: a) Se produce una derogación ya bien del personaje, ya bien del suceso «épico», reinscribiéndolos desde situaciones íntimas, conjeturales, contradictorias. La derogación del personaje puede verse, por ejemplo en las ya mencionadas La corte de los ilusos —donde el emperador se reduce a su fasto visto desde los ojos femeninos—, en El cielo a dentelladas, —donde Las Casas pierde su centralidad histórica frente a Cristobalillo al ser mostrados como adolescentes—, en La revolución es un sueño eterno, donde el magistral orador de la revolución que fue Castelli se reduce a un escribiente despojo de lengua enferma y amputada. La derogación del suceso épico se puede observar en Mapocho, de Nona Fernández, donde el conflicto entre el conquistador y el héroe indígena, dos ejes de la nacionalidad, se presenta como una atracción homoerótica y un «temor» al incesto: temor a reconocer un origen mestizo; también en El entenado, de Saer, donde la conquista se expone en parámetros invertidos —poniendo en evidencia la manipulación fetichista de la otredad y su esencialización, que termina siendo negadora del otro— y donde la épica se convierte en observación antropológica al incorporar la novela, como señala Pons, los discursos «etnográfico e historiográfico modernos en su función de documentación percepción y producción de la realidad histórica del Nuevo Mundo, particularmente en lo que respecta al concepto de salvaje y la relación identidad/otredad en la construcción de identidades».5

4.  Williams, 1995,13. 5.  Pons, 1996, 213.



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b) Ruptura de la secuencia histórica, con la aparición de anacronismos, improbables relaciones causales, observable por ejemplo, en Los perros del paraíso, de Posse. Tanto a) como b) son observables también en los cuentos de El naranjo, de Carlos Fuentes. c) Ficcionalización del personaje histórico (Colón , Castelli, Iturbide, Evita) e historización de figuras ficticias (Ansay, el niño Avilés). d) En varias novelas aparece un historiador o un periodista como personaje: implícitamente sitúan el discurso histórico como un componente más de la construcción especulativa de la historia (La novela de Perón, Santa Evita, Mapocho). El detalle de estos rasgos nos ha servido para definir parámetros con los que abordar, más adelante, el estudio de la novela de Tomás Eloy Martínez, que se presenta como paradigmática de una de las dos corrientes, y para situarla en un contexto más amplio, con el que indudablemente se relaciona, pero no dejamos de advertir que estos parámetros descriptivos, si bien son válidos hasta el momento y podrían servir más adelante para analizar otros autores vinculados a esta estética, no pretenden ser prescriptivos acerca de la forma de producción artística que ya parece comenzar a diseñarse, lo que hemos perfilado en nuestra notas sobre una novela tan original como la de Somoza, que conjuga rasgos de estéticas diversas. Como ya hemos dicho en la introducción, la elección del objeto de análisis no ha sido arbitraria, sino que constituye el núcleo de una preocupación ideológico-intelectual, por ello mismo, por un lado, esperamos que nuestra postura acerca de considerar como un elemento crítico destructivo la discusión corriente sobre la ficcionalización de la historia desde la retórica, y considerar como un elemento crítico constructivo la ficción historiográfica, aporte algún significado al debate académico acerca de la crisis de la representación; por el otro lado, desearíamos que la crítica estético-literaria que hemos configurado sobre Santa Evita acerque algún significado enriquecedor al debate nacional argentino, y sirva de guía de lectura —también de los conflictos nacionales— al lector extranjero.

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