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Spanish Pages 97 Year 2020
LTI
Alexanderplatz, 4
Víctor Klemperer LTI Apuntes de un filólogo Traducción de Adán Kovacsics
editorial minúscula BARCELONA
Título original: LTI. Notizbuch eines Philologen © 1975 Reclam Verlag, Leipzig © De la traducción: 2001 Adán Kovacsics Revisión: Marta Hernández © 2001 Editorial Minúscula, S.L. Sociedad unipersonal Av. República Argentina, 163 08023 Barcelona [email protected] www.editorialminuscula.com Primera edición: noviembre de 2001 Primera reimpresión: enero de 2002 Segunda reimpresión: septiembre de 2002 Tercera reimpresión: mayo de 2004 Cuarta reimpresión: mayo de 2007 Quinta reimpresión: noviembre de 2012 Sexta reimpresión: noviembre de 2014 Séptima reimpresión: octubre de 2016 Octava reimpresión: agosto de 2018 Novena reimpresión: febrero de 2020 Diseño gráfico: Pepe Far Fotografía de la cubierta: © J.R.A. Fotografía de la solapa: reproducida con permiso de Hadwig Klemperer Este libro se publica con una ayuda a la traducción de Goethe-Institut Inter Nationes, Bonn. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático. Preimpresión: Addenda, Pau Claris, 92, 08010 Barcelona Impresión: Romanyá Valls ISBN: 978-84-95587-07-7 ISBN edición digital (PDF): 978 -84 -123858-5-4 Depósito legal: B-26.189-2007 Printed in Spain
A mi esposa Eva Klemperer Hace veinte años, querida Eva, te escribí, ante la dedicatoria de una colección de ensayos, que no podía hablarse de dedicatoria en el sentido de un regalo mío para ti, por ser tú la copropietaria de mis libros, fruto todos ellos de una comunidad espiritual de bienes. Sigue siendo así hasta el día de hoy. En este caso, sin embargo, la situación es algo diferente que en mis publicaciones anteriores; esta vez tengo mucho menos derecho a dedicarte nada y estoy, al mismo tiempo, incomparablemente más obligado a hacerlo que en aquella época de paz en que nos dedicábamos a la filología, pues sin ti este libro hoy no existiría, como tampoco existiría hace tiempo su autor. Se necesitarían muchísimas e íntimas páginas para explicar los pormenores. Recibe, en cambio, la reflexión general del filólogo y pedagogo escrita en las páginas iniciales de estos apuntes. Tú sabes, y hasta un ciego debería percibirlo con su bastón, en quién pienso cuando hablo de heroísmo a mis oyentes. Dresde, Navidad de 1946 Víctor Klemperer
«El lenguaje es más que sangre.» Franz Rosenzweig Heroísmo (EN VEZ DE UN PREFACIO) Debido a nuevas necesidades, el lenguaje del Tercer Reich incrementó el uso del prefijo de privación ent [des-, de-]1 bien queda por ver, en cada caso, si se trataba de una nueva creación o de la adopción, por parte del lenguaje de la comunidad, de ciertas expresiones ya utilizadas en círculos especializados. Había que oscurecer las ventanas ante el peligro de los bombardeos aéreos; así pues, luego se requería el trabajo diario de «desoscurecimiento». En caso de incendio, los trastos y escombros no debían obstaculizar el paso a quienes acudían a apagar el fuego; así pues, se procedía al «desescombro». Era preciso explorar nuevas fuentes alimenticias: la amarga castaña de Indias fue «desamargada»... Para definir de una manera amplia la tarea más necesaria del presente, se ha acuñado una palabra formada por analogía: Alemania casi sucumbió del todo por causa del nazismo; el esfuerzo por curarla de esta enfermedad mortal se llama hoy en día «desnazificación». No creo ni deseo que esta horrorosa palabra tenga una vida duradera; desaparecerá y solo llevará una vida histórica, tan pronto como haya cumplido su deber actual. La Segunda Guerra Mundial nos mostró en múltiples ocasiones este proceso: una expresión todavía muy viva hace poco, aparentemente destinada a una existencia inextinguible, de pronto enmudece. Desaparece con la situación que la creó y en un futuro dará testimonio de ella como lo hace un fósil. Así le fue a la «guerra relámpago» [Blitzkrieg] y al adjetivo correspondiente, «fulminante» [schlagartig], así a las «batallas de exterminio» y a sus «cercos», así también a la «marmita ambulante» —hoy en día ya cabe señalar que se trataba del intento desesperado de retirada de las divisiones cercadas— como a la «guerra de nervios» y, por último, a la «victoria final». La «cabeza de puente» vivió entre la primavera y el verano de 1944; vivía aun cuando se 1. Las aclaraciones entre corchetes y las notas a pie de página son del traductor.
hinchó hasta alcanzar dimensiones grotescas. Pero luego cayó París, toda Francia se convirtió en cabeza de puente, y la expresión desapareció de golpe; solo las clases de historia del futuro la harán reaparecer ya petrificada. Otro tanto ocurrirá con la palabra más grave y decisiva de nuestra época de transición: algún día, «desnazificación» caerá en el olvido, pues habrá dejado de existir la situación a la que debía poner fin. Hasta entonces, sin embargo, transcurrirá un largo período, porque no solo ha de desaparecer la acción nazi, sino que también deben hacerlo las convicciones nazis, los hábitos de pensamiento nazi y su caldo de cultivo: el lenguaje del nazismo. ¡Cuántos conceptos y sentimientos han violado y envenenado! En el llamado «instituto nocturno» de la Universidad Popular de Dresde y en los debates organizados por la Asociación Cultural junto con la Juventud Libre Alemana, me llamó la atención más de una vez que los jóvenes se aferraran a argumentos del nazismo, con toda inocencia y en un esfuerzo sincero por remediar lagunas y errores de su formación desatendida durante todos esos años. Ni siquiera se daban cuenta; los usos lingüísticos heredados de la época anterior los confundían y los seducían. Hablábamos del sentido de la cultura, del humanismo, de la democracia, y yo tenía la impresión de que pronto se haría la luz, de que algo se aclararía en aquellas mentes tan llenas de buena voluntad..., y de repente, de forma inevitable, alguien se refería a un comportamiento heroico o a una resistencia heroica o al heroísmo en general. En el preciso instante en que este concepto entraba mínimamente en juego, la claridad desaparecía y volvíamos a meternos de lleno en los nubarrones del nazismo. No solo los jóvenes que acababan de regresar de los campos de batalla y del cautiverio y no se consideraban debidamente tenidos en cuenta y menos aún celebrados, sino también las muchachas que no habían prestado servicio militar: todos ellos estaban totalmente cautivados por esta dudosísima concepción del heroísmo. No cabía la menor duda, desde luego, de que no podía establecerse una relación realmente adecuada con la esencia del humanismo, de la cultura y de la democracia cuando se pensaba de este modo sobre el heroísmo o, mejor dicho, cuando se erraba de este modo al pensar sobre él.
¿Pero en qué contextos se presentó la palabra «heroico», con toda su parentela [Sippe]2 semántica, a una generación que en 1933 apenas había superado aún la fase del aprendizaje del abecedario? La respuesta sería, sobre todo, que siempre la vieron de uniforme, con tres uniformes diferentes, pero nunca de paisano. Allí donde el libro de Hitler, Mi lucha, establece directrices para la educación, lo físico suele ocupar, mayoritariamente, el primer plano. Le gusta emplear la expresión «fortalecimiento físico», extraída del léxico de los conservadores de la época de Weimar. Elogia el ejército del emperador Guillermo como la única institución sana y vital del «cuerpo del pueblo» [Volkskorper], sumido, por lo demás, en la putrefacción, y ve en el servicio militar sobre todo, o quizá exclusivamente, una educación destinada a fomentar la potencia física. Hitler asigna de modo expreso un lugar secundario a la formación del carácter; en su opinión, es una consecuencia más o menos automática cuando lo físico predomina en la educación y hace retroceder lo espiritual. El último lugar de este programa pedagógico lo ocupa, admitido de mala gana, puesto bajo sospecha y vilipendiado, el intelecto, su formación y su necesidad de nutrirse de saber. El temor al hombre pensante y el odio al pensamiento se manifiestan en diversas formulaciones. Cuando Hitler habla de su ascenso, de sus primeros grandes éxitos en los mítines, ensalza de igual modo su propia elocuencia y la combatividad de su servicio del orden, un pequeño grupo a partir del cual no tardaron en desarrollarse las SA. Las «tropas de asalto pardas», cuya misión se limita a la aplicación de la fuerza bruta y que solo deben abalanzarse sobre los rivales políticos que pueda haber dentro de la asamblea y expulsarlos de la sala, son sus verdaderos ayudantes a la hora de luchar por el corazón del pueblo, son sus primeros héroes, a los que describe como vencedores cubiertos de sangre, como doblegadores de la superioridad enemiga, como héroes ejemplares de históricas batallas libradas en salas de reuniones. Similares descripciones, idénticas convicciones y el mismo vocabulario se encuentran también en Goebbels, cuando narra su lucha por Berlín. No se trata de una victoria del espíritu, no es cuestión de convencer; la decisión final a favor de la nueva doctrina ni siquiera se debe a un burdo engaño perpetrado con los medios de la retórica, sino al heroísmo de los primeros hombres de las SA, a los «viejos combatientes». A todo esto, los relatos de Hitler y de Goebbels se complementan mediante una diferenciación experta establecida por una amiga nuestra, médica interna en 2. Término muy utilizado por el nazismo, equivale a clan, parentela, familia en sentido lato.
el hospital de una pequeña ciudad industrial de Sajonia: «Cuando por la noche nos traían de los mítines a los heridos —contaba ella a menudo—, yo enseguida sabía a qué partido pertenecía cada cual, aunque yaciera desnudo sobre la cama: los que tenían una herida en la cabeza causada por una jarra de cerveza o por la pata de una silla eran nazis, y los que tenían una herida en el pulmón causada por un estilete eran comunistas.» En cuestión de gloria, les ocurre a las SA lo mismo que le sucede a la literatura italiana; en ambos casos, el esplendor más grande, nunca más alcanzado, corresponde a los inicios. Desde una perspectiva temporal, el segundo uniforme en que se presenta el heroísmo nazi es el disfraz del corredor de coches: su casco, sus gafas de protección, sus gruesos guantes. El nazismo cultivó todas las disciplinas deportivas, y desde un punto de vista lingüístico ninguna lo influyó tanto como el boxeo; pero, a mediados de los años treinta, la imagen del heroísmo más frecuente y más fácil de retener es la del corredor de coches: después de su accidente mortal, Bernd Rosemeyer ocupa durante un tiempo casi el mismo lugar que Horst Wessel3 en la imaginación popular (Observación dirigida a mis colegas universitarios: sobre la relación recíproca entre el estilo de Goebbels y las memorias de la aviadora Elly Beinhorn, Mi marido, el corredor de coches, podrían realizarse interesantísimos análisis en los seminarios.) Hay un período en que los vencedores de las carreras automovilísticas internacionales son los héroes del día más profusamente fotografiados, al volante de sus bólidos, apoyados en ellos o incluso tumbados debajo de ellos. Aunque un joven no asocie su imagen interna del héroe con los musculosos guerreros, desnudos o embutidos en el uniforme de las SA, retratados en carteles o en monedas conmemorativas, sí la identificará con los corredores de coches; ambas encarnaciones del heroísmo tienen en común la mirada rígida que expresa una voluntad de conquista y una firme determinación de seguir adelante. A partir de 1939, el lugar del coche de carreras lo ocupa el tanque; el lugar del corredor, el conductor del blindado. (El soldado raso llamaba conductor no solo a este, sino también a los soldados que lo acompañaban en el carro de combate.) Desde el primer día de guerra, el heroísmo, sea por tierra, mar o aire, lleva siempre uniforme. ¿Hasta cuándo existirá una retaguardia, un «detrás del frente»? La doctrina de la guerra total se vuelve de una manera 3. Líder de las SA asesinado en 1930, creador de la Horst Wessel-Lied [Canción de Horst Wessel], que a partir de 1933 se convertiría en el segundo himno nacional.
atroz contra sus creadores: todo se convierte en escenario de guerra, el heroísmo militar se practica en las fábricas, en los sótanos, los niños, las mujeres y los ancianos sufren la muerte heroica que normalmente solo corresponde a los jóvenes soldados en el campo de batalla, a veces incluso llevando el mismo uniforme. Durante doce años, el concepto y el vocabulario propios del heroísmo se aplicaron de manera creciente, más y más exclusiva, a la actitud intrépida de desprecio a la muerte demostrada en alguna acción militar. No en vano el lenguaje del nazismo puso en circulación generalizada y convirtió en una de sus palabras preferidas un adjetivo nuevo y raro utilizado por los estetas neorrománticos: «combativo» [kampferisch]. «Guerrero», término demasiado estrecho, solo permitía pensar en asuntos bélicos y resultaba también demasiado evidente, revelaba agresividad y afán de conquista. ¡En cambio, «combativo»! Designa de un modo más general una actitud de tensión del alma, de la voluntad, reacia a cualquier renuncia y centrada en autoafirmarse, sea mediante la defensa, sea mediante el ataque, en cualquier situación de la vida. —Pero, señor profesor, ¡usted realmente no nos hace justicia! A nosotros..., no me refiero a los nazis, que no lo soy. Pero sí estuve en el campo de batalla durante todos estos años, con algunas interrupciones. ¿No es lógico que en tiempos de guerra se hable sobremanera del heroísmo? ¿Y por qué ha de ser falso el heroísmo que se demuestra en tales circunstancias? —Para el heroísmo no solo se necesita tener coraje y jugarse la vida. Eso lo consiguen cualquier matón y cualquier delincuente. En su origen, el héroe es alguien que realiza actos positivos para la humanidad. Una guerra ofensiva, acompañada, además, de tantas atrocidades como la de Hitler, no tiene nada que ver con el heroísmo. —Aun así, había entre mis camaradas muchos que no participaron en las atrocidades y que estaban firmemente convencidos, pues nunca se les había dicho otra cosa, de que librábamos una guerra defensiva, aunque atacáramos y conquistáramos, y de que nuestra victoria sería positiva para el mundo. Solo mucho más tarde, demasiado, comprendimos las verdaderas circunstancias… ¿Y no cree usted que en el deporte también puede desarrollarse un
verdadero heroísmo, que un logro deportivo puede ejercer, por su carácter ejemplar, un efecto positivo sobre la humanidad? —Claro que es posible, y sin duda hubo verdaderos héroes entre los deportistas y los soldados, incluso en la Alemania nazi. Aun así, observo en general con cierto escepticismo precisamente el heroísmo de estos dos ámbitos profesionales. En ambos casos se trata de un heroísmo demasiado ruidoso, demasiado lucrativo, demasiado satisfactorio desde la perspectiva de la vanidad para ser, la mayoría de las veces, auténtico. Sin duda, esos corredores de coches eran verdaderos caballeros de industria, sus arriesgadísimas carreras habían de beneficiar a las fábricas alemanas y, por tanto, a la patria, e incluso redundar en provecho de la comunidad, puesto que contribuían al perfeccionamiento de los automóviles. ¡Pero en todo ello intervenía tanta vanidad, tanto triunfo de gladiadores! Y lo que para los corredores eran los premios y las coronas de laurel, para los soldados eran los ascensos y las condecoraciones. En poquísimas ocasiones creo yo en el heroísmo cuando se presenta a voz en cuello ante la opinión pública, cuando su éxito resulta demasiado lucrativo. Tanto más puro y significativo es el heroísmo cuanto mayor es su silencio, menor su público, menos rentable para el héroe, menos decorativo. Lo que reprocho al concepto de héroe aplicado por el nazismo es precisamente su continua dependencia de lo decorativo, la fanfarronería de su presencia. El nazismo nunca conoció oficialmente un heroísmo honesto y auténtico. Y de este modo falsificó y desacreditó todo el concepto. —¿Niega usted que hubiera un heroísmo silencioso y auténtico en la época de Hitler? —En absoluto..., todo lo contrario. La época de Hitler generó el heroísmo más puro, pero en el terreno contrario, por así decirlo. Pienso en los numerosos valientes de los campos de concentración, en los numerosos ilegales intrépidos. Allí, el peligro de muerte y los sufrimientos eran incomparablemente mayores que en el frente, ¡y a ello se sumaba la total ausencia del elemento decorativo! Allí no le esperaba a uno la tantas veces celebrar a muerte «en el campo del honor», sino en el mejor de los casos la guillotina. No obstante, a pesar de la ausencia del elemento decorativo y a pesar también de la indudable autenticidad de su heroísmo, estos héroes poseían igualmente algo que los apoyaba y aliviaba en su fuero interno, pues
ellos también eran conscientes de pertenecer a un ejército, también creían firmemente y de forma justificada en la victoria última de su causa y podían llevarse a la tumba la convicción orgullosa de que su nombre resucitaría algún día rodeado de una gloria que sería tanto mayor cuanto más infame fuera en esos momentos su asesinato. »Sin embargo, sé de un heroísmo mucho más desolado, mucho más silencioso, de un heroísmo que carecía del apoyo de la pertenencia a un ejército, a un grupo político, que carecía de cualquier esperanza en un futuro esplendor y que se encontraba en la más absoluta soledad. Me refiero a las pocas esposas arias (no fueron muchas) que se resistieron a todas las presiones para que se separaran de sus maridos judíos. ¡Cómo transcurrió la vida cotidiana de esas mujeres! ¡Cuántas ofensas, amenazas, golpes y escupitajos soportaron, cuántas privaciones tuvieron que padecer por compartir la escasez normal de sus tarjetas de racionamiento con sus maridos, limitados a las tarjetas judías “subnormales”, mientras que sus compañeros arios recibían en las fábricas los suplementos correspondientes a los obreros que realizan trabajos pesados! ¡Qué voluntad de vivir debían mostrar cuando estaban enfermas de tanta humillación y de tanta torturante miseria, cuando los numerosos suicidios que se producían en su entorno sugerían de forma seductora el eterno descanso ante la Gestapo! Sabían que su muerte arrastraría de manera irremediable a sus maridos, pues el esposo judío, estando todavía caliente el cadáver de la mujer aria, era transportado en seguida al exilio asesino. Cuánto estoicismo, cuánta autodisciplina se necesitaban para animar una y otra vez al agotado, al maltratado, al desesperado. En el fuego graneado del campo de batalla, bajo el alud de escombros del sótano antiaéreo que empieza a ceder, incluso en vista de la horca, el efecto de un momento patético proporciona apoyo..., pero ¿qué sostiene a la persona en el día a día sucio, repugnante y agotador, que apunta a infinitos días idénticos en el futuro? Mantenerse firme en tal situación, tener la fortaleza necesaria para predicar y hasta imponer continuamente al otro la idea de que llegará la hora y de que es un deber esperarla, tener la fortaleza necesaria para conservarse en el aislamiento, en la ausencia de un grupo, pues la “casa de los judíos” no conformaba un grupo a pesar del común enemigo, del común destino y de su lenguaje grupal: todo eso constituye un heroísmo superior a cualquier otro.»
No, la época de Hitler no careció de heroísmo, desde luego, pero en el verdadero hitlerismo, en la comunidad de los hitlerianos, solo existió un heroísmo exterior, desfigurado y envenenado... Piense en el alarde de las copas y en el tintineo de las condecoraciones, piense en las ampulosas palabras de adulación, piense en los asesinatos inmisericordes… ¿Forma parte de la LTI la familia de palabras relacionadas con el heroísmo? De hecho, sí; porque abundan y definen por doquier la hipocresía y brutalidad específicas del nazismo. Además, están íntimamente vinculadas a las loas, a la condición de elegido de lo germánico: lo heroico pertenecía única y exclusivamente a la raza germánica. Y de hecho, no; porque, en muchos casos, todas estas distorsiones y exterioridades ya eran propias de tan sonora familia de palabras antes del Tercer Reich. Por eso la mencionamos en esta zona marginal que es el prólogo. Aun así, una variante debe contabilizarse como específicamente nazi. Por el mero consuelo que emanaba. Un día de diciembre de 1941, Paul K. volvió radiante del trabajo. Acababa de leer el parte de guerra, camino de casa: —Les va fatal en África— dijo. Le pregunté si lo reconocían..., porque normalmente solo informaban de sus victorias. —Escriben: «Nuestras tropas que luchan heroicamente.» «Heroicamente» suena a necrología, créame. Desde entonces, la palabra «heroicamente» sonó muchísimas veces a necrología en los partes de guerra y nunca nos engañó.
I LTI Existían la BDM4 y la HJ5 y el DAF6 e innumerables siglas más de este tipo. Como juego paródico al principio, como fugaz ayuda mnemotécnica, como una especie de nudo en la corbata poco después y a continuación como legítima defensa, como un SOS que me enviaba a mí mismo durante todos los años sucesivos de miseria, las siglas LTI se hallan en mis diarios. Unas siglas de hermosa carga erudita, como las sonoras expresiones de origen extranjero que el Tercer Reich gustaba de utilizar de vez en cuando: Garant [garante] impresiona más que Bürge, y diffamieren [difamar] más que schlechtmachen (Quizá no todos entendieran el vocablo de origen foráneo, y era sobre estos en quienes mayor efecto surtía.) LTI: Lingua Tertii Imperii, lengua del Tercer Reich. He recordado a menudo una vieja anécdota berlinesa que probablemente se hallaba en mi Glassbrenner, mi tomo bellamente ilustrado del humorista de la revolución de marzo de 1848..., pero ¿dónde estará mi biblioteca para consultarlo? ¿Tendría sentido preguntar a la Gestapo por su paradero?... —Papá —pregunta un muchacho en el circo—, ¿qué hace el hombre con aquel palo en la cuerda? —Niño estúpido, es un balancín del que se sujeta. —Ay, papá, ¿y si lo deja caer? —Niño estúpido, que lo está sujetando. En aquellos años, mis diarios me servían una y otra vez de balancín, sin el cual habría caído cientos de veces. En las horas de asco y desesperanza, en la infinita monotonía de un trabajo absolutamente mecánico en la fábrica, junto 4. Bund Deutscher Mádel [Liga de Muchachas Alemanas], una de las secciones de las Juventudes Hitlerianas; a partir de 1939, las muchachas entre 14 y 18 años debían ingresar obligatoriamente en ella. 5. Hitlerjugend [Juventudes Hitlerianas], organización juvenil del NSDAP fundada en 1929. 6. Deutsche Arbeitsfront [Frente Alemán del Trabajo], organización fundada en 1933, una vez prohibidos los sindicatos obreros libres.
a las camas de enfermos y moribundos, junto a las tumbas, en los momentos de apuro o de suma humillación o cuando el corazón ya no podía más físicamente, siempre me ayudaba esta exigencia que me planteaba a mí mismo: observa, analiza, guarda en la memoria lo que ocurre -mañana será diferente, mañana lo percibirás de otra manera; regístralo tal como actúa y se manifiesta en el momento-. Y muy pronto esta exhortación a ponerme por encima de la situación y a conservar la libertad interna se plasmó en una sigla secreta cada vez más eficaz: ¡LTI, LTI! Incluso si tuviese la intención, lo cual no es el caso, de publicar mis diarios de aquella época con todas sus experiencias cotidianas, los titularía con estas siglas. Podría entenderse en un sentido metafórico, pues así como se suele hablar del rostro de una época o de un país, la expresión de una época se define también por su lenguaje. El Tercer Reich se expresa con una uniformidad espantosa en todas sus manifestaciones y en toda la herencia que ha dejado: tanto en la fanfarronería desmesurada de sus pomposos edificios como en sus ruinas, tanto en el tipo de soldados y hombres de las SA y SS, profusamente retratados como prototipos ideales en carteles siempre diferentes y, no obstante, siempre iguales, como en sus autopistas y fosas comunes. Sin embargo, cuando uno ha ejercido durante décadas una profesión y lo ha hecho encantado, acaba más marcado por ella que por todo lo demás; así pues, en un sentido filológico literal y no metafórico, me aferré al lenguaje, que me sirvió de balancín para superar la monotonía de las diez horas en la fábrica, los horrores de los registros domiciliarios, las detenciones, los malos tratos, etcétera, etcétera. A menudo se cita la frase de Talleyrand según la cual el lenguaje sirve para ocultar los pensamientos del diplomático (o de una persona astuta y de dudosas intenciones). Sin embargo, la verdad es precisamente lo contrario. El lenguaje saca a la luz aquello que una persona quiere ocultar de forma deliberada, ante otros o ante sí mismo, y aquello que lleva dentro inconscientemente. Ese es también, sin duda, el sentido de otra frase: Le style cest l ’bomme: las afirmaciones de una persona pueden ser mentira, pero su esencia queda al descubierto por el estilo de su lenguaje. Tuve una experiencia extraña con este verdadero (filológicamente verdadero) lenguaje del Tercer Reich.
Muy al principio, cuando aún no estaba sometido a la persecución o como mucho sufría una muy moderada, quería saber lo menos posible de él. Harto del lenguaje de los escaparates, de los carteles, de los uniformes pardos, de las banderas, de los brazos estirados para el saludo hitleriano, de los bigotitos recortados al estilo de Hitler, huía, me sumergía en mi profesión, dictaba mis clases procurando por todos los medios no ver los bancos cada vez más vacíos delante de mí y trabajaba con la máxima concentración en mi estudio sobre la literatura francesa del siglo XVIII. ¿Para qué leer textos nazis? ¿Para amargarme la vida más de lo que me la amargaba la situación en general? Cuando algún libro nazi caía en mis manos por azar o por error, lo arrojaba después de leer el primer párrafo. Cuando la voz del Führer o de su ministro de Propaganda berreaba en alguna calle, daba un amplio rodeo para evitar el altavoz, y cuando leía el periódico procuraba escrupulosamente pescar los hechos puros y desnudos —ya bastante desoladores en su desnudez— en el repugnante caldo de discursos, comentarios y artículos. Luego, cuando depuraron al funcionariado y fui desposeído de mi cátedra, traté de aislarme aún más de la actualidad. Los miembros de la Ilustración, los Voltaire, Montesquieu y Diderot, tan poco modernos y tan denostados por todos cuantos se creían algo, siempre habían sido mis favoritos. Podía dedicar, pues, todo mi tiempo y toda mi capacidad de trabajo a esa obra, ya bastante avanzada; en cuanto al siglo XVIII, el Palacio Japonés de Dresde me venía como anillo al dedo; ninguna biblioteca alemana y quizá ni siquiera la propia Biblioteca Nacional de París podían suministrarme mejor material. Pero luego me golpeó la prohibición de utilizar la biblioteca, con lo cual me quitaban la posibilidad de trabajar en la obra de mi vida. A continuación vino la expulsión de mi casa y después todo lo demás, cada día algo diferente. Entonces el balancín se convirtió en mi instrumento imprescindible, y mi principal interés se centró en el lenguaje de la época. Observaba cada vez con mayor precisión cómo charlaban los trabajadores en la fábrica y cómo hablaban las bestias de la Gestapo y cómo nos expresábamos en nuestro jardín zoológico lleno de jaulas de judíos. No se notaban grandes diferencias; de hecho, no había ninguna. Todos, partidarios y detractores, beneficiarios y víctimas, estaban indudablemente guiados por los mismos modelos.
Traté de captar estos modelos, cosa sumamente fácil en cierto sentido, pues todo cuanto se decía y se publicaba en Alemania respondía a las normas del Partido; lo que de alguna manera se desviaba de la forma permitida no llegaba al dominio público; libros, periódicos, formularios y escritos oficiales, todo flotaba en la misma salsa parda, y la absoluta uniformidad del lenguaje escrito explicaba también la homogeneidad del lenguaje hablado. Pero así como para miles de otros habría sido un juego de niños acceder a estos modelos, a mí me resultaba tremendamente difícil y siempre peligroso y en ocasiones hasta imposible. El portador de la estrella judía tenía prohibido comprar o pedir prestado cualquier tipo de libro, diario o periódico. Lo que uno guardaba en casa, clandestinamente, suponía un peligro y era escondido bajo armarios y alfombras, encima de estufas y alzapaños, o conservado como material de combustión entre el carbón. Todas estas medidas solo servían, por supuesto, si uno tenía suerte. Nunca, nunca en toda mi vida, un libro me hizo retumbar tanto la cabeza como el Mito del siglo XX de Rosenberg. No porque supusiera una lectura extremadamente profunda, difícil de comprender o estremecedora para el alma, sino porque Clemens me golpeó durante varios minutos la cabeza con aquel tomo. (Clemens y Weser eran los torturadores especiales de los judíos de Dresde y se los solía clasificar como el «pegador» y el «escupidor».) —¿Cómo te atreves, cerdo judío, a leer un libro así?— gritó Clemens. Le parecía una profanación de la hostia.— ¿Cómo osas tener una obra de la biblioteca de préstamo? Solo el hecho de que, como pudo demostrarse, el libro hubiera sido prestado a nombre de mi esposa aria y de que rompiéramos la correspondiente hoja de apuntes antes de que llegaran a descifrarla me salvó entonces del campo de concentración. Todo material debía conseguirse de forma subrepticia y ser aprovechado a escondidas. ¡Y cuántas cosas no pude conseguir en absoluto! Cuando trataba de penetrar en las raíces de un problema, cuando, para ser breve, necesitaba material de trabajo científico o especializado, las bibliotecas de préstamo me dejaban en la estacada, y tenía prohibido el acceso a las bibliotecas públicas.
Alguien pensará quizá que algún colega o antiguo alumno que entretanto hubiera accedido a un cargo podrían haberme echado una mano y haber actuado como intermediarios de los préstamos. ¡Por el amor de Dios! Habría sido un acto de valentía personal, de riesgo personal. Existe un hermoso verso francés antiguo que citaba a menudo desde mi cátedra, pero cuyo sentido solo comprendí más tarde, cuando ya había sido desposeído de ella. Un poeta caído en desgracia recuerda con nostalgia a los numerosos amis que vent emporte, et il ventait devant ma porte, a los «amigos que el viento se lleva, y soplaba el viento ante mi puerta». Más no quiero ser injusto: encontré fieles y valientes amigos, pero entre ellos faltaban precisamente los colegas y las personas próximas a mi profesión. Así pues, entre mis apuntes y extractos siempre se hallan observaciones tales como: «¡Determinarlo más adelante!... ¡Completarlo más adelante!... ¡Responder más adelante!» Y luego, cuando ya decaía la esperanza en el «más adelante»: «habría que abundar en ello más adelante...» Ahora, cuando este «más adelante» aún no ha llegado a ser un presente pleno, pero lo será en el momento en que los libros emerjan de los escombros y vuelvan a circular, superando los problemas de comunicación (y en que uno pueda regresar al cuarto de estudio con la conciencia tranquila, después de haberse dedicado a la vita activa cooperando en la reconstrucción), ahora sé que, así y todo, no seré capaz de trasladar mis reflexiones y preguntas respecto al lenguaje del Tercer Reich de la fase de apunte a la de una obra científica cerrada. Para ello necesitaría más saber y, desde luego, una vida más larga de la que disponemos yo y (por el momento) cualquier otro mortal. Habrá que realizar un trabajo especializado enorme en los campos más diversos; germanistas y romanistas, anglistas y eslavistas, historiadores y economistas, juristas y teólogos, técnicos y científicos tendrán que resolver numerosísimos problemas singulares en ensayos y en tesis doctorales antes de que una mente atrevida y universal pueda osar describir la Lingua Tertii Imperii en su totalidad: en su totalidad al mismo tiempo sumamente miserable y de contenido sumamente rico. No obstante, el primer tanteo y el primer cuestionamiento de aspectos que aún no pueden fijarse pues todavía fluyen, el trabajo de la primera hora, como dicen los franceses, siempre poseerá, con todo, un valor para los verdaderos investigadores del futuro; y supongo que
también les resultará valioso ver el objeto de sus análisis en plena metamorfosis, en parte como crónica concreta de una experiencia y en parte ya con los conceptos propios de un estudio científico. Pero si es este el objetivo de mi publicación, ¿por qué no reproduzco los apuntes del filólogo extrayéndolos directamente de los diarios más privados y más generales de los años difíciles? ¿Por qué se condensa esto y aquello en un resumen general, por qué se agrega tan a menudo la perspectiva actual, la de la primera época poshitleriana, al punto de vista de aquel entonces? Quiero dar una respuesta precisa. Porque también interviene una intención determinada, porque no solo persigo un objetivo científico, sino también uno pedagógico. Mucho se habla hoy en día de la necesidad de extirpar la ideología del fascismo y mucho se hace también en ese sentido. Los criminales de guerra son juzgados, los «pequeños Pgs» [abreviación de Parteigenossen, «camaradas del partido»] (¡lenguaje del Cuarto Reich!) son apartados de sus cargos, los libros nacionalsocialistas son retirados de la circulación, las plazas Hitler y las calles Goring reciben otros nombres y los robles Hitler son talados. Sin embargo, el lenguaje del Tercer Reich parece tener que sobrevivir en algunas expresiones características; estas se han introducido hasta tal punto que parecen haberse convertido en propiedad permanente de la lengua alemana. ¡Cuántas veces, por ejemplo, he oído hablar, desde mayo de 1945, en discursos radiofónicos, en apasionadas manifestaciones antifascistas, de las cualidades de «carácter» o de la esencia «combativa» de la democracia! Son expresiones propias del núcleo —el Tercer Reich diría: del «centro esencial»— de la LTI. ¿Es una pedantería escandalizarse por ello, se manifiesta aquí el maestro de escuela que se oculta, según dicen, en todo filólogo? Me gustaría aclarar la pregunta mediante una segunda pregunta. ¿Cuál era el medio de propaganda más potente del hitlerismo? ¿Eran los discursos individuales de Hitler y de Goebbels, sus declaraciones sobre este o aquel tema, su agitación contra el judaísmo, contra el bolchevismo? Por supuesto que no, pues muchas cosas no resultaban inteligibles para las masas o las aburrían por su eterna repetición.
Cuántas veces en las fondas, cuando aún podía franquear su umbral sin la estrella, cuántas veces durante las alarmas aéreas en la fábrica, donde los arios disponían de un cuarto y los judíos de otro, y la radio se encontraba en el cuarto de los arios (como la comida y la calefacción )..., cuántas veces oí allí los naipes golpear las mesas y las conversaciones en voz alta sobre las raciones de carne y de tabaco y sobre el cine proseguir mientras el Führer o uno de sus paladines pronunciaban sus monótonos discursos, y eso que los diarios decían al día siguiente que todo el pueblo los escuchaba. No, el efecto más potente no lo conseguían ni los discursos, ni los artículos, ni las octavillas, ni los carteles, ni las banderas, no lo conseguía nada que se captase mediante el pensamiento o el sentimiento conscientes. El nazismo se introducía más bien en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sin tácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente. El dístico 7 de Schiller sobre la «lengua culta que crea y piensa por ti» se suele interpretar de manera puramente estética y, por así decirlo, inofensiva. Un verso logrado en un a «lengua culta» no demuestra el talento poético de quien ha dado con él; no resulta muy difícil darse aires de poeta y pensador en una lengua altamente cultivada. Pero el lenguaje no solo crea y piensa por mí, sino que guía a la vez mis emociones, dirige mi personalidad psíquica, tantos más cuantos mayores son la naturalidad y la inconsciencia con que me entrego a él. ¿Y si la lengua culta se ha formado a partir de elementos tóxicos o se ha convertido en portadora de sustancias tóxicas? Las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico. Si alguien dice una y otra vez «fanático» en vez de «heroico» y «virtuoso», creerá finalmente que, en efecto, un fanático es un héroe virtuoso y que sin fanatismo no se puede ser héroe. Las palabras «fanático» y «fanatismo» no fueron inventadas por el Tercer Reich; este solo modificó su valor y las utilizaba más en un solo día que otras épocas en varios años. Son escasísimas las palabras acuñadas por el Tercer Reich que fueron creadas por él; quizá, incluso probablemente, ninguna. En Composición poética o estrofa de dos versos que expresan un concepto completo. "Los dísticos griegos y latinos se componían generalmente de un hexámetro seguido de un pentámetro". 7.
muchos aspectos, el lenguaje nazi remite al extranjero, pero gran parte del resto proviene del alemán prehitleriano. No obstante, altera el valor y la frecuencia de las palabras, convierte en bien general lo que antes pertenecía a algún individuo o a un grupo minúsculo, y a todo esto impregna palabras, grupos de palabras y formas sintácticas con su veneno, pone el lenguaje al servicio de su terrorífico sistema y hace del lenguaje su medio de propaganda más potente, más público y secreto a la vez. Poner en evidencia el veneno de la LTI y advertir de él..., creo que esto es más que mera pedantería. Cuando, para los judíos creyentes, un utensilio de cocina se ha vuelto impuro desde la perspectiva del culto, lo purifican enterrándolo. Muchas palabras del habla nazi deberían ser enterradas por mucho tiempo —algunas para siempre— en una fosa común.
II Preludio El 8 de julio de 1932 vimos, señalan mis diarios, la película El ángel azul, una obra que es «ya casi todo un clásico». Lo que se concibe y se realiza con forma épica siempre aparecerá simplificado y tenderá a lo sensacionalista cuando adopta forma dramática o, más aún, cinematográfica; así pues, Profesor Unrat de Heinrich Mann es sin duda superior a El ángel azul, pero la película es desde luego una obra maestra, un logro artístico de los actores. Jannings, Marlene Dietrich y Rosa Valetti actuaban en los papeles principales, y hasta los personajes secundarios transmitían una vida intensísima. Aun así, solo en escasos momentos me atrapó o me cautivó cuanto ocurría en la pantalla; una y otra vez surgía en mi mente una escena del noticiario anterior; el tambor mayor seguía bailando —y me refiero a «bailar» en un sentido literal— ante o entre los actores de El ángel azul. La escena se desarrollaba después de la toma de posesión del gobierno de von Papen. La titularon así: «Día de la batalla de Skagerrak; la guardia de marina del palacio presidencial pasa por la puerta de Brandeburgo.» He visto muchos desfiles en mi vida, tanto en la realidad como en el cine. Conozco el significado del paso de parada prusiano; cuando nos adiestraban en el Oberwiesenfeld de Munich decían: «¡Aquí tienen que hacerlo al menos tan bien como en Berlín!» Pero ni antes ni, en particular, después, a pesar de todas las paradas ante el Führer y de todos los desfiles de Nuremberg, he visto algo comparable a lo que contemplé aquella noche. Los hombres levantaban las piernas de tal manera que las puntas de las botas daban la impresión de superar las de las narices y todo parecía un único impulso, una única pierna, y en la postura de todos esos cuerpos, no, de ese único cuerpo, había una tensión tan forzada que el movimiento parecía petrificarse, como petrificados estaban ya los semblantes, de tal modo que la tropa daba una impresión de ausencia de vida y, a la vez, de suma animación. Sin embargo, yo no tenía tiempo, o, para ser más preciso, no tenía espacio libre en el alma para resolver el enigma de la tropa, que solo servía de segundo plano a un personaje que la dominaba y me dominaba también a mí: el tambor mayor. 8 8. A principios de los años veinte, Hitler se hacía llamar «el tambor».
El hombre que iba a la cabeza del desfile apretaba contra la cadera la mano izquierda, con los dedos bien separados, o, para ser más preciso, curvaba el cuerpo buscando el equilibrio precisamente en esa izquierda que le servía de apoyo, mientras el brazo derecho enarbolaba bien alto el bastón y la pierna que era proyectada hacia arriba daba la impresión de querer alcanzar el palo con la punta de la bota. Así flotaba el hombre, monumento sin pedestal, oblicuamente en el vacío, y se mantenía misteriosamente erguido en virtud de un espasmo que lo recorría de arriba abajo, que afectaba incluso a los dedos de sus manos y pies. Su demostración no era un mero ejercicio, sino tanto una danza arcaica como una marcha militar; el hombre era a la vez faquir y granadero.9 Tensiones y distorsiones espasmódicas similares se veían por aquellos años en los cuadros expresionistas, se oían en los poemas expresionistas, pero en la vida misma, en la vida insulsa de la ciudad más insulsa, tenían el efecto contundente de una novedad absoluta. Y resultaban contagiosas. La gente se arrimaba gritando a la tropa, los brazos parecían querer agarrar a los soldados en un gesto frenético, los ojos abiertos de par en par de un joven situado en primera fila expresaban un éxtasis religioso. El tambor mayor fue mi primer encuentro estremecedor con el nacionalsocialismo, al que hasta el momento había considerado, a pesar de su expansión, una aberración deleznable y pasajera de algunos insatisfechos menores de edad. Allí vi por primera vez el fanatismo en su forma específicamente nacionalsocialista; desde esa figura muda vino a mi encuentro por primera vez el lenguaje del Tercer Reich.
9
Soldado de infantería encargado de lanzar granadas de mano. Formaba a la cabeza del regimiento por su elevada estatura.
III Característica básica: la pobreza La LTI es pobre de solemnidad. Su pobreza es fundamental; es como si hubiese prestado voto de pobreza. Mi lucha, la biblia del nacionalsocialismo, se publicó por vez primera en 1925, y desde entonces su lenguaje quedó básicamente fijado, en el sentido literal de la palabra. Mediante la «toma del poder» por el Partido en 1933, pasó de lenguaje de grupo a lenguaje del pueblo, es decir, se apoderó de todos los ámbitos públicos y privados: de la política, de la jurisprudencia, de la economía, del arte, de la ciencia, de la escuela, del deporte, de la familia, de los jardines de infancia y de las habitaciones de los niños. (Un lenguaje de grupo siempre abarcará solo los ámbitos a los que se refiere su cohesión, no la vida entera.) Por supuesto, la LTI se apoderó también, y con particular ahínco, del ejército; de hecho, existe cierta reciprocidad entre el lenguaje militar y la LTI, o, para ser más preciso, el lenguaje militar influyó primero en la LTI y luego esta corrompió el lenguaje del ejército. Por eso hago particular hincapié en esta irradiación. Hasta el año 1945, casi hasta el último día —el Reich10 se seguía publicando cuando Alemania estaba ya en ruinas y Berlín, cercada—, se siguieron imprimiendo cantidades ingentes de literatura de todo tipo. Octavillas, diarios, revistas, libros de texto, obras científicas y literarias. A pesar de toda su duración y extensión, la LTI siguió siendo pobre y monótona, y uso la palabra «monótona» con la misma literalidad que antes el verbo «fijar». Cuando se me brindaba la oportunidad de leer —a menudo he comparado mis lecturas con un viaje en globo, que debe confiar en el viento y prescindir de una verdadera dirección—, estudiaba ora el Mito del siglo XX, ora un Anuario de bolsillo para el comerciante al por menor, hojeaba ora una revista jurídica, ora una farmacéutica, leía novelas y poemas que podían publicarse en aquellos años y oía hablar mientras barría la calle o a los obreros en la sala de máquinas: impresos o hablados, eran siempre los mismos tópicos, el mismo tono de voz, con independencia del nivel cultural de quienes los utilizaban. Y la LTI, tan todopoderosa como pobre, y todopoderosa precisamente por su pobreza, reinaba incluso entre las 10. Semanario nazi fundado en 1940 por Goebbels.
víctimas más perseguidas y por tanto, necesariamente, entre los enemigos mortales del nacionalsocialismo, incluso entre los judíos, en sus cartas y conversaciones y hasta en sus libros, mientras aún pudieron publicarlos. He vivido tres épocas de la historia alemana, la del emperador Guillermo, la de la República de Weimar y la de Hitler. La República dio plena libertad a la palabra y a la escritura, de una forma que podría calificarse de suicida; los nacionalsocialistas se jactaban de forma abierta de aprovechar únicamente los derechos otorgados por la Constitución cuando atacaban sin miramientos las instituciones y las principales ideas del Estado utilizando todos los recursos de la sátira, del sermón y de la soflama. No existían limitaciones en el ámbito del arte y de las ciencias, de la estética y de la filosofía. Nadie se sentía ligado a un dogma ético y estético, todo el mundo podía elegir libremente. Se solía elogiar esta polifónica libertad espiritual calificándola de enorme y decisivo progreso respecto a la época imperial. Pero ¿fue la época del emperador Guillermo realmente mucho menos libre? En mis estudios sobre la Ilustración francesa me llamó a menudo la atención un parentesco decisivo entre las últimas décadas del ancien régime y la época de Guillermo II. Desde luego, bajo Luis XV y Luis XVI existía la censura, se utilizaba la Bastilla para los enemigos del rey y para los ateos y había un verdugo, y se pronunciaron una serie de sentencias sumamente severas que, así y todo, no son demasiadas si se reparten por toda la época. Y los miembros de la Ilustración lograban publicar y difundir sus escritos una y otra vez, muchas veces casi sin trabas, y cada pena que recaía en uno de ellos solo servía para consolidar y dar a conocer los textos rebeldes. De manera muy parecida, bajo Guillermo II aún dominaba la severidad moral y absolutista y de vez en cuando se celebraban procesos por delitos de lesa majestad, de blasfemia o contra la moral. Sin embargo, el verdadero dominador de la opinión pública era el Simplizissimus. Debido al veto imperial, Ludwig Fulda no recibió el premio Schiller que le concedieron por su Talisman; pero el teatro, la prensa y las revistas satíricas se permitían críticas al orden establecido cien veces más mordaces que la del dócil Talismán. Y para entregarse sin prejuicios a cualquier tendencia procedente del extranjero, así como para experimentar en los ámbitos de la literatura, de la
filosofía y del arte, bajo Guillermo II tampoco existían trabas. Solo en los últimos años del imperio la necesidad de la guerra obligó a la censura. Después de recibir el alta médica en el hospital militar, yo mismo trabajé durante bastante tiempo como perito en la oficina de control de libros AltoEste, donde se revisaba, conforme a las normas de la censura especial, toda la literatura destinada a civiles y militares de esa enorme región administrativa, y donde se procedía con bastante mayor severidad que en las oficinas de censura del interior. ¡Con qué generosidad se actuaba, qué pocas veces se decretaba una prohibición! En las dos épocas que abarco desde mi experiencia personal existía una libertad literaria tan amplia que los poquísimos casos de aplicación de la mordaza deben considerarse excepcionales. Como consecuencia, no solo se desarrollaron libremente los ámbitos generales del lenguaje, en cuanto discurso y escritura, en cuanto forma periodística, científica y poética, y no solo existían corrientes literarias generales tales como el naturalismo, el neorromanticismo, el impresionismo y el expresionismo, sino que también pudieron desarrollarse estilos plenamente individuales en todos los campos. Hay que tener presente esta riqueza, que floreció hasta 1933 y que luego se extinguió de golpe, para comprender del todo la pobreza de la esclavitud uniformada que constituye una de las principales características de la LTI. La causa de esta pobreza parece evidente. Una tiranía organizada hasta el último detalle controla que la doctrina del nacionalsocialismo se mantenga intacta en todos sus aspectos, incluido el lingüístico. Siguiendo el ejemplo de la censura papal, en las portadas de los libros referidos al Partido puede leerse lo siguiente: «El NSDAP no tiene objeciones contra la publicación de esta obra. El Presidente de la Comisión Examinadora Oficial del Partido para la Defensa del Nacionalsocialismo.» Solo puede tomar la palabra quien pertenece a la Reichsschrifttumskammer [Cámara de publicaciones del Reich],11 y la prensa solo puede publicar lo que le impone una oficina central, variando a lo sumo mínimamente el texto obligatorio para todos: pero esta variación se limita a revestir los tópicos fijados para todo el mundo. En los 11. Incluida en la Reichskulturkammer [Cámara de Cultura del Reich], organización que reunía a todos los «creadores culturales», fundada en 1933.
últimos años del Tercer Reich se desarrolló la costumbre de leer el viernes por la noche en la radio berlinesa el artículo de Goebbels que se publicaba el sábado en el Reich, y de ese modo se fijaba en las mentes lo que hasta la semana siguiente debían transmitir todos los periódicos que se hallaban dentro del territorio sometido al poder nazi. Así pues, unos cuantos individuos proporcionaban a la colectividad el modelo lingüístico válido para todos. Sí, en última instancia quizá fuera solo Goebbels quien determinaba el lenguaje permitido, pues no solo aventajaba a Hitler en claridad, sino también en lo regular de sus manifestaciones, sobre todo porque el Führer se sumía cada vez más en el silencio, en parte para callar como una divinidad muda, en parte porque ya no tenía nada importante que decir; y los pocos matices que aún encontraban un Góring o un Rosenberg, por ejemplo, eran insertados por el ministro de Propaganda en su tejido lingüístico. El poder absoluto que ejercía la ley lingüística de un diminuto grupo e incluso de un solo hombre se extendía por todo el ámbito de habla alemana, con una eficacia tanto mayor cuanto que la LTI no distinguía entre lenguaje hablado y escrito. Antes bien, todo en ella era discurso, todo en ella debía ser apelación, arenga, incitación. No existía ninguna diferencia de estilo entre los discursos y los artículos del ministro de Propaganda, por lo que sus artículos podían ser declamados con suma comodidad. «Declamar» [deklamiereri] significa literalmente: hablar con voz sonora, a voz en cuello o, para ser aún más literal, a voz en grito. El estilo válido para todo el mundo era, pues, el del agitador que grita como un charlatán. Y en este punto se descubre otra causa más profunda bajo el motivo evidente de la pobreza de la LTI. La LTI no era pobre solo porque todos se veían forzados a adaptarse al mismo modelo, sino en particular porque, optando por una autolimitación, siempre expresaba solo un aspecto de la esencia humana. Cualquier lenguaje que puede actuar libremente sirve a todas las necesidades humanas, sirve a la razón y al sentimiento, es comunicación y diálogo, monólogo y oración, petición, orden e invocación. La LTI sirve únicamente a la invocación. Con independencia del ámbito privado o público al que pertenezca un tema —no, esto es falso, pues la LTI no conoce un ámbito privado que se diferencie del público, como tampoco distingue entre lenguaje escrito y hablado—, todo es discurso, todo es público. «Tú no eres
nada, tu pueblo lo es todo», reza una de sus consignas. Esto significa: tú nunca estarás contigo mismo, nunca solo con los tuyos, estarás siempre ante tu pueblo. Sería por tanto erróneo decir que la LTI apela en todos los ámbitos exclusivamente a la voluntad. Pues quien apela a la voluntad invoca al individuo, aunque se dirija a la colectividad compuesta por seres individuales. La LTI se centra por completo en despojar al individuo de su esencia individual, en narcotizar su personalidad, en convertirlo en pieza sin ideas ni voluntad de una manada dirigida y azuzada en una dirección determinada, en mero átomo de un bloque de piedra en movimiento. La LTI es el lenguaje del fanatismo de masas. Cuando se dirige al individuo, y no solo a su voluntad, sino también a su pensamiento, cuando es doctrina, enseña los medios necesarios para fanatizar y sugestionar a las masas. La Ilustración francesa del siglo XVIII tiene dos expresiones, temas o cabezas de turco favoritos: el embuste de los curas y el fanatismo. No solo no cree en la verdad de las convicciones clericales, sino que ve en cualquier culto una estafa ideada para fanatizar a una comunidad y explotar a los fanatizados. Nunca se escribió un manual más descarado del embuste clerical que Mi lucha de Hitler (eso sí, la LTI no habla de embuste de los curas, sino de propaganda). El mayor enigma del Tercer Reich seguirá siendo el hecho de que este libro pudiera y hasta debiera ser difundido entre la opinión pública y que aun así Hitler accediera al poder y lo retuviera durante doce años, a pesar de que la biblia del nacionalsocialismo llevaba años circulando antes de la toma del poder. Y nunca, nunca en todo el siglo XVIII francés, la palabra fanatismo (con el correspondiente adjetivo) ocupó una posición tan central y se utilizó con tanta frecuencia (invirtiéndose totalmente su valor) como en los doce años del Tercer Reich.
IV Partenau En la segunda mitad de los años veinte conocí a un joven que acababa de alistarse en el ejército alemán como aspirante a oficial. Su tía política, viuda de un colega mío de la universidad, una mujer muy de izquierdas y apasionada admiradora de la Unión Soviética, nos lo presentó disculpándolo un poco. Que era un joven realmente amable y bondadoso, dijo, y había elegido su profesión con un corazón puro, sin ningún chovinismo, 12 sin ningún afán sanguinario. En su familia, añadió, los hijos eran párrocos u oficiales desde hacía generaciones; su difunto padre había sido párroco, su hermano mayor estudiaba teología y él, Georg, consideraba el ejército como el sitio idóneo para él, sobre todo porque era excelente en gimnasia y malo en latín; y sus subordinados sin duda estarían a gusto bajo su mando. A partir de entonces nos encontramos a menudo con Georg M., y consideramos muy acertada la opinión de su tía. Sí, incluso mostraba una integridad inocente y natural cuando las cosas ya no funcionaban de una manera demasiado íntegra a su alrededor. Desde su cuartel de Stettin, donde esperaba el ascenso a teniente, nos visitaba a menudo en Heringsdorf, aunque las ideas del nacionalsocialismo ya se difundieran con intensidad por aquel entonces y los oficiales y académicos prudentes evitaran frecuentar círculos izquierdistas o, peor aún, judíos. Poco más tarde, M. fue trasladado a un regimiento de Konigsberg, y durante años no supimos nada de él. Solo en una ocasión nos contó su tía que se estaba formando como aviador y que se sentía feliz como deportista. En el primer año del régimen de Hitler —yo todavía ocupaba mi cargo y procuraba alejar de mí cualquier lectura nazi—, cayó en mis manos una obra primeriza publicada en 1929, Partenau, de René Hesse. No sé si se llamaba La novela del ejército alemán en el subtítulo o solo en la solapa; sea como fuere, se me quedó grabada esta definición general de la obra. Desde una perspectiva artística, era un libro pobre: un relato largo, en el marco de una novela sin resolver, demasiados personajes borrosos al lado de los dos protagonistas, 12. Preferencia excesiva por todo lo nacional con desprecio de lo extranjero.
demasiados planes estratégicos que solo podían interesar al experto, a un futuro miembro del Estado Mayor; en definitiva, una obra carente de equilibrio. No obstante, el contenido, que, de hecho, solo pretendía caracterizar al ejército alemán, enseguida me llamó la atención y más tarde reapareció una y otra vez en mi memoria. La amistad entre el teniente coronel Partenau y el terrateniente aristócrata Kiebold. El teniente coronel es un genio militar, un patriota empedernido y un homosexual. El terrateniente solo querría ser su discípulo, pero no su amante, y el teniente coronel, concebido como un personaje trágico, se suicida. La desviación sexual queda más o menos glorificada y adquiere los tintes heroicos de una verdadera amistad masculina, y el patriotismo insatisfecho remite sin duda a Heinrich von Kleist. Todo está escrito en el lenguaje expresionista, a veces pretencioso y enigmático, de la época de la Primera Guerra Mundial y de los primeros años de la República de Weimar, semejante, por ejemplo, al estilo de Fritz von Unruh. Pero Unruh y los expresionistas alemanes de aquellos años eran pacifistas, humanistas y, a pesar de su amor al país, cosmopolitas. Partenau, en cambio, rebosa ideas revanchistas, y sus planes no son meras fantasmagorías; habla de «provincias subterráneas» ya existentes, de la estructura subterránea de «células organizadas». Solo falta, dice, un líder sobresaliente. «Solo un hombre que fuera más que un guerrero y un constructor sería capaz de despertar su energía secreta durmiente y convertirla en un instrumento flexible y poderoso.» Cuando se encuentre a este líder genial, creará espacio para los alemanes. Trasplantará a Siberia a treinta y cinco millones de checos y miembros de otros pueblos no germánicos, y su espacio actual en Europa será aprovechado por el pueblo alemán. Este tiene derecho a ese espacio debido a su superioridad humana, aunque su sangre lleve dos mil años «contaminada por el cristianismo»… El aristócrata Kiebold se muestra entusiasmado por las ideas de su teniente coronel. «Moriría mañana mismo por los sueños e ideas de Partenau», declara. Y más tarde le dice al propio Partenau: «Has sido la primera persona a la que he podido preguntar con toda tranquilidad por el verdadero significado de conceptos tales como conciencia, arrepentimiento y moral, en comparación con los de pueblo y país, tras lo cual ambos sacudimos la cabeza en señal de profundo rechazo.» Como hemos señalado, la obra se publicó en 1929. ¡Qué anticipo del lenguaje y de las convicciones del Tercer Reich! Por aquel entonces, cuando apunté las
frases decisivas en mis diarios, solo podía intuirlo. Y consideraba excluida la posibilidad de que tales convicciones se transformaran en actos, de que «conciencia, arrepentimiento y moral» de todo un ejército y de todo un pueblo pudieran acabar realmente neutralizados. Me pareció la fantasía desenfrenada de un individuo desequilibrado. Y así debían de entenderlo en general, porque de lo contrario no se explica que un texto tan subversivo se publicara durante la República… Presté el libro a nuestra amiga de los soviéticos; acababa de regresar de unas vacaciones en la casa de campo de los padres de su sobrino. Al cabo de unos días nos lo devolvió sin mostrar ninguna extrañeza: que le resultaba del todo familiar, dijo, tanto por el estilo como por el contenido. Y que habría que observar detenidamente al autor. «Georg, ese joven del todo inocente y apartado de la literatura, escribe hace tiempo en el mismo lenguaje y juguetea con las mismas ideas.» ¡Cómo se adaptan a su entorno las naturalezas mediocres e inocentes! Más tarde recordamos que, ya en Heringsdorf, el joven buenazo hablaba de la «guerra alegre y refrescante». Por aquel entonces lo considerábamos la adopción irreflexiva de un tópico. Pero los tópicos acaban apoderándose de nosotros. «El lenguaje que crea y piensa por ti...» Luego oímos varias veces a la tía hablar de la evolución de su sobrino. Como oficial de aviación, se había convertido en un gran señor. Despilfarrador y carente de escrúpulos, convencido de sus derechos como héroe y señor. Derrochaba en botas, ropa y vino. Se encargaba de los pedidos para el comedor militar y recibía lo que en estratos más bajos se denominaban puntos de rana. «Tenemos derecho a una buena vida —escribía—, porque nos la jugamos todos los días.» No solo la propia: el joven buenazo también jugaba con la vida de sus subordinados. Lo hacía con tal falta de escrúpulos que hasta sus maestros y modelos se hartaron. Como jefe de un escuadrón, mandó realizar un vuelo de prácticas tan arduo y peligroso a pesar de las inclemencias del tiempo que tres de sus hombres lo pagaron con sus vidas. Como el accidente costó, además, dos valiosos aviones, el asunto acabó en un proceso contra él, que por aquel entonces ya había alcanzado el rango de capitán. La sentencia lo condenó a ser excluido del ejército. Poco después estalló la guerra; no sé qué
se hizo de M., pero a buen seguro lo reincorporaron a la tropa. Difícilmente se mencionará Partenau en las futuras historias de la literatura; pero debería desempeñar un papel muy importante en la historia intelectual. El rencor y la ambición de los lansquenetes 13 desilusionados, hacia los cuales las jóvenes generaciones alzaban la vista como si fuesen héroes, constituyen una de las raíces profundas de la LTI. Se trata de lansquenetes específicamente alemanes. Había antes de la Primera Guerra Mundial un chiste muy difundido, referido a la psicología de los pueblos. A miembros de varias naciones les ponen «El elefante» como tema de una redacción libre. El norteamericano escribe un texto titulado: «Cómo maté a mi elefante número mil»; el alemán, en cambio, habla «De la utilización del elefante en la segunda guerra púnica». La LTI contiene numerosos americanismos y componentes extranjeros, tantos que a veces hasta podría pasarse por alto el núcleo alemán. Pero este existe, y de una manera terriblemente decisiva: nadie podrá aducir la excusa de que se trataba de una mera infección venida de fuera. El lansquenete Partenau no es un producto de la fantasía, sino el retrato típico y clásico de numerosos contemporáneos y colegas de profesión; y es, además, un hombre erudito que no se ha familiarizado tan solo con las obras del Estado Mayor alemán: también ha leído a Chamberlain, a Nietzsche, el Renacimiento de Burkhardt, etcétera, etcétera.
13.
Lansquenete (en alemán: Landsknecht, "servidor del país"; de «Land», tierra o país, circunscripción administrativa, y «Knecht», servidor, empleado público) es el nombre con que se designó a algunos mercenarios alemanes que operaron entre el siglo XV y el XVII. La palabra original en nuevo alto alemán temprano es Lanzknecht, de pronunciación más cercana a la palabra empleada en español.
V De los diarios del primer año Algunas páginas sobre cómo va penetrando en mí, poco a poco, pero de forma incesante. Hasta el momento, la política, la vita pública, han quedado generalmente fuera de las páginas de los diarios. Desde que ocupaba la cátedra de Dresde, me advertía de vez en cuando: ahora has encontrado tu tarea, ahora perteneces a tu ciencia..., no te dejes distraer, ¡concéntrate! 21 de marzo de 1933: Hoy se celebra la «ceremonia de Estado» [Staatsakt] en Potsdam.14 ¿Cómo puedo trabajar sin pensar en ella? Me ocurre como a Franz en Gótz von Berlichingen de Goethe: «Todo el mundo, no sé cómo, siempre me remite a ella.» Pero sí sé cómo. En Leipzig se ha nombrado una comisión para nacionalizar las universidades. En el tablón de anuncios de nuestra universidad cuelga un largo aviso (que, según cuentan, también cuelga en otras universidades alemanas): «Cuando el judío escribe en alemán, miente»; en el futuro, cuando publique en lengua alemana, debería calificar sus libros como «traducciones del hebreo». Para abril se anunció un congreso de psicólogos, que debía celebrarse aquí en Dresde. El Freiheitskampf incluía un artículo incendiario: «¿Qué se ha hecho de la ciencia de Wilhelm Wundt?... ¡Qué judaización!... ¡Eliminar!» Tras lo cual se suspendió el congreso..., «para evitar que algunos participantes fueran importunados». 27 de marzo: Aparecen nuevas palabras o las viejas adquieren un sentido nuevo y especial o se forman nuevos compuestos que no tardan en solidificarse y en convertirse en estereotipos. En el lenguaje exaltado, siempre de uso obligado pues conviene mostrar entusiasmo, las SA se llaman ahora «el ejército pardo». Los judíos extranjeros, sobre todo los franceses, ingleses y norteamericanos, hoy en día suelen recibir el nombre de «judíos del mundo». Con la misma frecuencia se utiliza la expresión «judaísmo internacional» y, de hecho, se supone que «judío del mundo» y «judaísmo mundial» son traducciones de dicho término al alemán. Desde luego, se trata de una traducción ominosa: ¿o sea que los judíos ya solo se hallan en el mundo cuando están fuera de Alemania? ¿Dónde se encuentran entonces cuando están dentro? Los judíos del mundo practican una «propaganda difamatoria» y difunden «supuestas atrocidades», y cuando aquí contamos 14. Alusión a la ceremonia de apertura del primer Reichstag del Tercer Reich.
mínimamente lo que ocurre a diario, estamos practicando «propaganda difamatoria» y somos castigados por ello. Entretanto se prepara el boicot de las tiendas y de los médicos judíos. La distinción entre «ario» y «no ario» lo domina todo. Podría elaborarse un diccionario del nuevo lenguaje. En una tienda de juguetes vi una pelota que llevaba impresa la cruz gamada. ¿Habría que incluir esta pelota en el diccionario? (Pronto se promulgó una ley de «defensa de los símbolos nacionales», que prohibía estos adornos en juguetes y estupideces similares, pero la cuestión de los límites de la LTI siempre me ha interesado.) 10 de abril: Una persona con un veinticinco por ciento de sangre no aria es «ajena a la raza». «En caso de duda decide el especialista en investigación racial.» Limpieza de la sangre,15 como en la España del siglo XVI. Pero entonces se trataba de fe y ahora, de zoología + negocio. Hablando de España: parece una broma de la historia universal que el «judío Einstein» sea invitado ostentosamente a ocupar una cátedra en una universidad española y que él acepte la invitación. 20 de abril: Otra ocasión festiva, otra fiesta del pueblo: cumpleaños de Hitler. «Pueblo» se emplea tantas veces al hablar y escribir como la sal en la comida; a todo se le agrega una pizca de pueblo: fiesta del pueblo, camarada del pueblo, comunidad del pueblo, cercano al pueblo, ajeno al pueblo, surgido del pueblo… ¡Lamentable el congreso médico de Wiesbaden! De forma solemne y repetidas veces, dieron las gracias a Hitler como «salvador de Alemania»..., aunque la cuestión de la raza no esté aún resuelta, aunque «extranjeros» tales como Wassermann, Ehrlich y Neisser también hayan alcanzado importantes objetivos. Entre mis «compañeros de raza» del entorno más próximo hay gente que considera este doble «aunque» un acto de valentía, y eso es lo más lamentable del asunto. No, lo más terriblemente lamentable es tener que ocuparme sin cesar de esta locura de la diferencia racial entre arios y semitas, es tener que ver continuamente el espantoso ensombrecimiento y esclavización de Alemania desde un único punto de vista, el del judío. Me parece un triunfo del hitlerismo sobre mi persona. No se lo quiero conceder. 15. En castellano en el original.
17 de junio: ¿De qué nacionalidad es Jan Kiepura? El otro día prohibieron un recital suyo en Berlín. Entonces era el judío Kiepura. Luego actuó en una película producida por el consorcio Hugenberg. Entonces era el «célebre tenor de La Scala de Milán». Más tarde le silbaron en Praga por cantar una canción alemana: Esta noche o nunca. Entonces era el cantante alemán Kiepura. (Más tarde me enteré de que era polaco.) 9 de julio: Hace unas semanas dimitió Hugenberg, y su partido nacionalalemán «se autodisolvió». Desde entonces observo que el «levantamiento nacional» ha sido sustituido por la «revolución nacionalsocialista», que a Hitler se lo llama más a menudo el «canciller del pueblo» y que se habla del «Estado total». 28 de julio: Se ha celebrado una ceremonia junto a la tumba de los «liquidadores de Rathenau». Cuánto desprecio, cuánto inmoralismo o cuánta moral marcadamente aristocrática se oculta tras este sustantivo, tras el hecho de elevar el asesinato al plano de una profesión. ¡Y qué seguros deben de sentirse para utilizar tal lenguaje! Pero ¿cómo se sienten seguros? Desde luego, hay también mucha histeria en los actos y las palabras del gobierno. En algún momento habría que estudiar la histeria del lenguaje en particular. ¡Esa eterna amenaza de la pena de muerte! Y, el otro día, la interrupción del tráfico de viajeros entre las 12:00 y las 12:40 con el fin de «perseguir, en toda Alemania, mensajes e impresos hostiles al Estado». Hay en ello miedo en parte directo y en parte indirecto. Quiero decir que este truco destinado a crear tensión, copiado de las películas y novelas sensacionalistas de estilo norteamericano, es por supuesto un recurso propagandístico calculado, como también producto directo del miedo, y, además, que solo recurre a tal tipo de propaganda quien lo necesita, quien siente precisamente miedo. ¿Y qué significan, por ejemplo, los repetidos artículos —la repetición continua parece ser, desde luego, uno de los principales recursos estilísticos de su lenguaje— sobre la triunfal batalla del trabajo en Prusia Oriental? Muy pocos pueden saber que se trata de una simple copia de la battaglia del grano de los fascistas; pero hasta el más tonto debería darse cuenta de que durante la cosecha escasean los parados y, por tanto, de que el retroceso momentáneo
del paro en Prusia Oriental no implica un descenso continuo y generalizado del número de desempleados. Sin embargo, observo el síntoma más claro de su inseguridad interna en la actitud del propio Hitler. Ayer, en el noticiario, una película sonora; el Führer pronuncia algunas frases ante una gran asamblea. Aprieta el puño, tuerce el gesto, no es un discurso, sino más bien un gritar desenfrenado, un estallido de cólera: «El 30 de enero, ellos (se refiere por supuesto a los judíos) se reían de mí... ¡Ya se les pasará la risa...!» Ahora parece todopoderoso, y quizá lo sea; pero el tono y los gestos de esta grabación expresan a las claras una rabia impotente. ¿Y habla uno siempre, como hace él, de duración milenaria y de enemigos aniquilados cuando se está seguro de dicha duración y de dicho aniquilamiento? Salí del cine casi con un atisbo de esperanza. 22 de agosto: Desde los más diversos sectores sociales le llegan a uno señales de cierto hartazgo de Hitler. El pasante F., que no es ninguna lumbrera, pero sí un buen muchacho, me interpela en la calle vestido de paisano: —No se extrañe cuando me vea con el uniforme de los Cascos de Acero, 16 pero con el brazalete de la cruz gamada. Debo llevarlo..., pero la obligación no nos cambiará en absoluto. Los Cascos de Acero siguen siendo los Cascos de Acero y son mejores que las SA. ¡Y de nosotros, los nacionalistas alemanes, vendrá la salvación! La señora Krappmann, sustituta de la mujer de la limpieza, casada con un funcionario de Correos: —Señor profesor, el 1 de octubre la asociación Jovialidad de los empleados de Correos de la sección A 19 será sometida a las directrices del Partido. Pero los nazis no recibirán nada de sus fondos; se organizará una salchichada para los señores y luego se ofrecerá café y postres a las señoras. Annemarie, siempre sin rodeos como buena médica, cuenta la frase de un colega que lleva el brazalete con la cruz gamada:
16. Grupos paramilitares de ex combatientes de la Primera Guerra Mundial.
—¿Qué vamos a hacer? Es como la compresa de las señoras.17 Y Kruske, el verdulero, informa de la última oración vespertina: «Buen Dios, hazme mudo para que no vaya a parar a Hohnstein.» 18¿Me estoy haciendo ilusiones cuando extraigo esperanzas de todo esto? La locura absoluta no podrá sostenerse cuando acabe la borrachera del pueblo y empiece la resaca. 25 de agosto: ¿De qué sirven los síntomas del hartazgo? Todos tienen miedo. Había llegado a un acuerdo con Quelle & Meyer para publicar «La imagen alemana de Francia», que debía aparecer primero en la Neuphilologische Monatsschrift, dirigida por el rector o profesor Hübner, un académico sumamente moderado y bondadoso. Hace unas semanas me escribió en tono afligido, preguntándome si podía aplazar por el momento la publicación del estudio; que en la editorial existían «células de empresa [Betriebszellen] (extraña palabra que combina lo mecánico y lo orgánico..., ¡este nuevo lenguaje!), que la intención era mantener una revista especializada de cierto nivel y que los directores políticos carecían de un verdadero interés por la especialidad... Entonces me dirigía la editorial Diesterweg, para la cual mi trabajo sumamente objetivo y provisto de abundante material debía suponer un maná llovido del cielo. Rechazo inmediato; se aducía como motivo que el estudio «solo miraba hacia atrás» y «omitía los puntos de vista racistas [vólkisch]»19 Las posibilidades de publicar están cercenadas..., ¿cuándo me amordazarán? En el semestre de verano aún me protegía el hecho de haber sido «soldado en el frente»..., ¿hasta cuándo durará la protección? 28 de agosto: De ningún modo debo desanimarme, pues el pueblo no participará por mucho tiempo en esto. Dicen que Hitler se apoyó sobre todo en la pequeña burguesía, lo cual era evidente. Nos apuntamos a una «excursión sorpresa». Dos autobuses llenos, unas ochenta personas, el público más pequeñoburgués imaginable, todas personas afines, todo totalmente homogéneo, nada de clase obrera ni de 17. Juego de palabras en alemán entre Armbinde [brazalete] y Damenbinde [compresa]. 18. Fortaleza convertida en campo de concentración. 19. Volkisch, término traducido por «racista» en la versión de Mi lucha autorizada por la Editora Central del Partido Nacional Socialista alemán, publicada en Ávila en 1935 . Este adjetivo deriva de la palabra Volk [pueblo].
burguesía más alta y de pensamiento más liberal. En Lübau, parada para tomar el café, con actuaciones cabaretísticas de los acompañantes o guías de los autobuses: lo habitual en estas excursiones. El presentador empieza con un poema patético dedicado al líder y salvador de Alemania, a una nueva comunidad del pueblo, etcétera, etcétera, o sea que recita todo el rosario nazi. La gente se mantiene en silencio y apática, y el aplauso de una única persona al final, aplauso del todo aislado, denota la falta absoluta de asentimiento. Luego, el hombre cuenta una historia que, según dice, presenció en una peluquería. Una señora judía pide que le ondulen el pelo. —Lo siento, señora, pero no puedo. —¿Cómo que no puede? —¡Imposible! El Führer aseguró solemnemente en el boicot a los judíos, y eso sigue siendo válido a pesar de las leyendas negras que circulan por ahí, que en Alemania no se le debe tocar el pelo a ningún judío. Risas y aplausos durante minutos. ¿No puedo sacar una conclusión? ¿No son el chiste y su acogida importantes para cualquier análisis sociológico y político? 19 de septiembre: En el cine, escenas del congreso del Partido celebrado en Nuremberg. Hitler consagra nuevas banderas de las SA tocándolas con la «bandera de sangre» de 1923. A cada contacto entre los estandartes se oye un cañonazo. ¡Si esto no es una mezcla entre especificación teatral y eclesiástica! Con independencia de cuanto ocurre en el escenario..., el simple nombre de «bandera de sangre». «Mirad aquí, dignos hermanos: martirio de sangre sufrimos.» Mediante estas únicas palabras, todo el entramado nacionalsocialista se eleva del plano político al religioso. Y la escena y la palabra surten desde luego su efecto, la gente permanece sentada, entregada, absorta; nadie tose ni estornuda, no se oye crujir ningún papel ni chupar ningún caramelo. El congreso del Partido, una ceremonia de culto; el nacionalsocialismo, una religión... ¿Y yo pretendo convencerme de que sus raíces son débiles y de escasa profundidad? 10 de octubre: Mi colega Robert Wilbrandt vino a vernos. ¿Estábamos dispuestos a acoger a un huésped peligroso para el Estado? Había sido despedido de la noche a la mañana. La fórmula para el estrangulamiento reza así: «Poco fiable políticamente.» Desenterraron el caso del pacifista Gumbel, al que había apoyado en Marburgo. Además, había escrito un librito sobre
Marx. Quiere viajar al sur de Alemania y sumirse en su trabajo en un pueblucho recóndito... ¡Si yo pudiera! La tiranía y la inseguridad aumentan día a día. Despidos en el círculo judaizado de los colegas de mi especialidad. Olschki en Heidelberg, Friedmann en Leipzig, Spitzer en Marburgo, Lerch — ario al cien por cien— en Münster, por «vivir en concubinato con una judía». Hatzfeld, rubio y de ojos azules, católico piadoso, me preguntó atemorizado si yo seguía en mi cargo. Al responderle quise saber por qué temía por su persona, que no tenía nada de semita. Me envió la separata de un estudio; bajo su nombre ponía con tinta: «Cordiales saludos -25%.» Las revistas filológicas especializadas y la revista de la asociación universitaria se mueven de tal manera en la jerga del Tercer Reich que cada página da ganas de vomitar. «La férrea escoba de Hitler»; «la ciencia sobre bases nacionalsocialistas»; «el espíritu judío»; «los novembristas» (los revolucionarios de 1918). 23 de octubre: Me restaron una «Ayuda invernal voluntaria» del sueldo; nadie me consultó nada de antemano. Según dicen, se trata de un nuevo impuesto del que uno no puede excluirse, como tampoco puede hacerlo de ningún otro; la voluntariedad consiste solamente en la posibilidad de pagar una cantidad superior a la fijada, aunque para muchos esta «posibilidad» oculta una coacción apenas disimulada. Pero, con independencia del hipócrita adjetivo, ¿no es ya el propio sustantivo un encubrimiento de la coacción, una petición, una apelación al sentimiento? Ayuda en lugar de impuesto: forma parte de la comunidad del pueblo. La jerga del Tercer Reich sentimentaliza; eso siempre resulta sospechoso. 29 de octubre: Repentino ucase,20 que interviene decisivamente en el plan de estudios de la universidad: la tarde del martes ha de quedar libre de clases, pues en esa franja horaria todos los estudiantes son llamados a participar en ejercicios deportivo-militares [Wehrsport]. Casi al mismo tiempo me topé con la palabra en una cajetilla de cigarrillos: marca Wehrsport. Mitad máscara, mitad desenmascaramiento. El servicio militar obligatorio está prohibido por el Tratado de Versalles; el deporte está permitido. Así pues, oficialmente no hacemos nada prohibido, pero sí un poquito, y lo convertimos en una pequeña amenaza, insinuamos un puño que aún, por el momento, solo apretamos en el bolsillo. ¿Cuándo descubriré una palabra verdaderamente sincera en el lenguaje de este régimen? 20.
Edicto del zar de la antigua Rusia. Decisión autoritaria sin apelación.
Anoche vino a vernos Gusti W. después de permanecer durante cuatro meses en Turo, donde se alojó en casa de Karin Michaelis junto con su hermana Maria Strindberg. Según parece, allí se reunía un pequeño grupo de exiliados comunistas. Gusti cuenta detalles espantosos. «Supuestas atrocidades», claro está, que solo pueden explicarse en secreto, en susurros. En particular sobre la desgracia que sufre Erich Mühsam a sus sesenta años de edad en un campo de concentración especialmente cruel. Podríamos retocar el refrán y decir: lo peor es amigo de lo malo; realmente empiezo a considerar casi humano y europeo el gobierno de Mussolini. Me pregunto si habría que incluir las palabras «exiliados» y «campos de concentración» en un diccionario del lenguaje hitleriano. Exiliados: es una denominación internacional que designaba a los huidos de la gran Revolución Francesa. Brandes titula «Literatura de exiliados» un volumen de su historia de la literatura europea. Luego se hablaba de los exiliados de la revolución rusa. Y ahora precisamente existe un grupo de exiliados alemanes —¡donde ellos están se halla la verdadera Alemania!—, y «mentalidad de exiliado» es un popular mot savant. Así pues, esta palabra no necesariamente tendrá en el futuro el olor a carroña del Tercer Reich. Campo de concentración, en cambio... Yo solo había oído la palabra cuando era niño, y entonces tenía un matiz exótico-colonial nada alemán: durante la guerra anglo-bóer se hablaba mucho de los compounds o campos de concentración, donde los bóers prisioneros eran vigilados por los ingleses. Luego, el término desapareció del todo del habla alemana. Y ahora reaparece de golpe y designa una institución alemana, una institución de tiempos de paz, dirigida sobre suelo europeo contra alemanes, una institución duradera y no una medida bélica provisional contra los enemigos. Creo que en el futuro, cuando se pronuncie la palabra «campo de concentración», se pensará en la Alemania de Hitler, única y exclusivamente en la Alemania de Hitler… ¿Será por insensibilidad y pedantería que me aferró siempre, y cada vez más, a la filología de esta miseria? Hago realmente examen de conciencia. No; es una cuestión de autoconservación. 9 de noviembre: Hoy, un total de dos participantes en mi seminario sobre Corneille: Lore Isakowitz, con la tarjeta amarilla de los judíos; el estudiante Hirschowitz, no ario, de padre turco, poseedor de la tarjeta azul de los apátridas —los auténticos estudiantes alemanes tienen tarjetas pardas. (Una
vez más, la cuestión de la delimitación: ¿forma esto parte del lenguaje del Tercer Reich?) ¿Por qué tengo un número tan bajo de oyentes? Resulta inquietante. El francés ha dejado de ser una de las asignaturas de libre elección preferidas por los estudiantes de magisterio; se considera poco patriótico, ¡y peor aún si las clases sobre literatura francesa las imparte un judío! Ya casi se necesita cierta dosis de valentía para acudir a mis clases. Pero a ello se suma que ahora escasean los oyentes en todas las asignaturas: los estudiantes están excesivamente ocupados en ejercicios «deportivomilitares» y en una docena de actos de ese tipo. Y por último: precisamente en estos días, todos, literalmente todos, deben echar una mano, casi sin cesar, en la propaganda electoral, participar en desfiles, actos, etcétera, etcétera. Es el mayor espectáculo circense, propio del circo Barnum, que he visto de Goebbels hasta ahora, y no logro concebir que pueda superarse. El plebiscito a favor de la política del Führer y de la «lista única» para el Reichstag. A mí, todo el asunto me parece lo más torpe y burdo imaginable. Plebiscito... Quien conozca la palabra (y quien no la conozca, se la hará explicar) verá que está irremediablemente ligada a Napoleón III, y Hitler no debería dejar que lo asocien con él. Y la «lista única» muestra demasiado a las claras que el Reichstag tiene los días contados como parlamento. La propaganda es en su totalidad un espectáculo circense tan perfecto —la gente lleva pegatinas con el «sí» en la solapa del abrigo, y a los vendedores de esos distintivos no se les puede decir que no sin despertar sospechas—, es tal la violación del público, que, de hecho, debería provocar el efecto contrario al deseado… De hecho..., pero hasta ahora siempre me he equivocado. Juzgo como un intelectual, y el señor Goebbels cuenta con una masa embriagada. Y, además, con el miedo de los cultos. Sobre todo porque nadie cree que se respete el voto secreto. Ya ha conseguido una victoria enorme sobre los judíos. El domingo se produjo una escena repelente con el matrimonio K., al que tuvimos que invitar a tomar café. Digo «tuvimos que» porque el esnobismo de la mujer, que repite como una cotorra, sin ningún espíritu crítico, cualquier opinión nueva o recién o ída, nos saca de quicio hace tiempo; pero el marido, aunque le guste desempeñar el papel del sabio Nathan, siempre me pareció un hombre bastante razonable. Y el domingo declaró que, «con gran dolor del alma», había decidido, al igual que la Asociación Central de Ciudadanos Judíos, votar
«sí» en el plebiscito, y su mujer agregó que el sistema de Weimar había resultado inviable y que era preciso «poner los pies en el suelo de los hechos». Yo perdí la cabeza, golpeé la mesa con el puño, de tal modo que saltaron las tazas, y pregunté al hombre a voz en grito, una y otra vez, si consideraba o no consideraba criminal la política de este gobierno. Él respondió muy dignamente que yo no tenía derecho a plantear esta pregunta y me preguntó a su vez con tono sarcástico por qué seguía en mi cargo. Le contesté que yo no había sido nombrado por el gobierno de Hitler, que no estaba a su servicio y que confiaba en sobrevivirlo. La señora K. insistió, por su parte, en que era preciso reconocer la personalidad genial del Führer —realmente dijo Führer —, cuyo increíble efecto era innegable y al que nadie podía sustraerse... Hoy casi querría disculparme un poco ante los K. por mi vehemencia. Entretanto he oído opiniones muy parecidas de varias personas judías de nuestro círculo. De gente que pertenece sin duda al sector intelectual y que en general puede considerarse gente de pensamiento sereno y autónomo… Existe una ofuscación que actúa sobre casi todos. 10 de noviembre, noche: La culminación de la propaganda la he oído hoy al mediodía en la radio de Dember (nuestro físico judío, ya despedido, pero en negociaciones para conseguir una cátedra en Turquía). Esta vez la organización diseñada por Goebbels, quien luego actuó de presentador de su propia puesta en escena, fue realmente una obra maestra. Todo se basaba en el trabajo y en la paz para permitir un trabajo pacífico. Primero el ulular 21 generalizado de las sirenas en toda Alemania y el minuto de silencio en toda Alemania..., por supuesto, lo aprendieron de Estados Unidos y de las celebraciones de la paz después de la Primera Guerra Mundial. Luego, aunque no resultara mucho más original (véase Italia), pero realizado con absoluta perfección, el marco en torno al discurso de Hitler. Sala de máquinas en Siemensstadt. Durante minutos enteros, el ruido de la fábrica a pleno volumen, martilleos, matraqueos, retumbos, silbidos, chirridos. A continuación la sirena y el canto y el paulatino enmudecimiento de las ruedas que se detenían. Acto seguido, surgiendo del silencio, el informe del mensajero, pronunciado con toda calma, con la voz profunda de Goebbels. Y solo después Hitler, ÉL, durante tres cuartos de hora. Por primera vez escuché todo un discurso suyo, y mi impresión fue básicamente la de siempre. En general, una voz demasiado excitada, demasiado gritona, a menudo ronca. 21.
Aullar o dar alaridos. Producir [el viento] un silbido largo, semejante al alarido, al introducirse con fuerza por rendijas y otros sitios.
Con la diferencia de que esta vez numerosos pasajes fueron pronunciados con el tono llorón de un predicador sectario. ÉL pregona la paz. ÉL propaga la paz. ÉL quiere el «sí» de Alemania no por ambición personal, sino para proteger la paz de los ataques de una pandilla internacional y desarraigada de mercaderes que por mor22 de sus beneficios azuzan sin escrúpulos a pueblos integrados por millones de personas, los incitan a luchar unos contra otros... Desde luego, conocía todo esto hacía tiempo, así como las bien estudiadas interrupciones desde el público («¡Los judíos!»). Pero a pesar de ser todo muy trillado, a pesar de la hipocresía que clamaba al cielo y que debía ser percibida incluso por el más sordo, adquiría un efecto nuevo y especial debido a una característica de la propaganda preparatoria que considero la más importante y, de hecho, la decisiva entre todos sus logrados detalles. En el anuncio y en los avances se decía lo siguiente: «Descanso entre las 13 y las 14 horas. En la decimotercera hora, Adolf Hitler vendrá a los trabajadores.» Es, evidentemente, el lenguaje del Evangelio. El Señor, el Redentor, viene a los pobres y a los perdidos. Astuto hasta en la forma de indicar el tiempo. Las trece horas —o, mejor dicho, la «decimotercera hora»— suena a «demasiado tarde», pero EL hará el milagro, para él no existe el «demasiado tarde». La bandera de sangre en el congreso del Partido ya pertenecía a este ámbito. Pero esta vez se ha superado la estrechez de la ceremonia religiosa, se ha desechado el disfraz remoto en el tiempo, la leyenda de Cristo se ha trasladado al presente: Adolf Hitler, el Salvador, viene a los trabajadores de Siemensstadt. 14 de noviembre: ¿Por qué hago reproches a K.S. y a los otros? Cuando ayer se anunció el triunfo del gobierno: 93% de los votos para Hitler, 40 millones de «síes», 2 millones de «noes»; 39 millones a favor del Reichstag (la famosa «lista única»), 3 millones de votos «nulos», me sentí tan perplejo como todo el mundo. Por mucho que me dijera, en primer lugar, que el resultado era la consecuencia de las coacciones y, en segundo, que sin duda había sido amañado, teniendo en cuenta la total falta de control, así como que la noticia llegada de Londres de que allí admiraban sobre todo el hecho de que en los campos de concentración la mayoría votara que «sí» debía de ser el producto de una mezcla de falsificación y chantaje..., por mucho que me dijera todo esto, estaba y sigo bajo los efectos del triunfo de Hitler. Loc. prepos. cult. Por causa de. Palabra que se utiliza en la expresión por mor de, que indica que una cosa se hace por el bien de otra o por consideración a alguien. 22.
Recuerdo la travesía que realizamos hace veinticinco años de Bornholm a Copenhague. Por la noche nos habían trastornado la tormenta y los mareos; a la mañana siguiente, protegidos por la costa y con el mar en calma, disfrutábamos del sol en cubierta y esperábamos el desayuno con ilusión. En eso, una niña que estaba sentada en un extremo del largo banco se levantó, corrió hasta la barandilla y vomitó. Un segundo más tarde su madre, sentada a su lado, se levantó e hizo otro tanto. Acto seguido se levantó el hombre que se sentaba al lado de la madre. Luego un muchacho y a continuación... El movimiento avanzaba con regularidad y rapidez, siguiendo la línea del banco. Nadie quedó excluido. Faltaba mucho para llegar a nuestro extremo: allí, la gente observaba con interés, se reía, ponía cara de burla. Los vómitos se fueron acercando, las risas remitieron y la gente empezó a correr hasta la barandilla también en nuestro extremo. Yo observaba con atención y me observaba a mí mismo con igual atención. Que existía algo así como una observación objetiva, decía yo para mis adentros, y que me había formado para ejercerla, que había algo así como una voluntad férrea, y me hacía ilusión el desayuno... En eso, me tocó el turno y me vi obligado a acercarme a la barandilla, como todo el mundo. He reunido aquí la materia prima de mis diarios, correspondiente a los primeros meses del nazismo y referida a la nueva situación y al nuevo lenguaje. En aquella época me iba incomparablemente mejor que en los años posteriores; seguía en mi cargo y en mi casa y podía observar casi sin ser molestado. Por otra parte, aún no estaba en absoluto insensibilizado; habituado a vivir en un Estado de derecho, tomaba por el infierno más profundo aquello que más tarde solo me parecería, a lo sumo, su antesala, el limbo de Dante. Sea como fuere, por mucho que empeoraran las cosas, todo cuanto descubrí más adelante respecto a las convicciones, a los actos y al lenguaje del nazismo ya se vislumbraba en aquellos primeros meses.
VI Las tres primeras palabras nazis La primerísima palabra que se me impuso como específicamente nazi, no por su origen, sino por su aplicación nueva, se relaciona para mí con la amargura de perder por primera vez una amistad a causa del Tercer Reich. Hacía trece años, nosotros y T. habíamos llegado al mismo tiempo a Dresde, más concretamente a la Universidad Politécnica, yo como catedrático y él como estudiante de primer curso. Él era algo así como un niño prodigio. Los niños prodigio decepcionan a menudo, pero él parecía haber superado intacto la edad que es peligrosa para ellos. De origen muy pequeño burgués y muy pobre, había sido descubierto durante la guerra de una manera que podría calificarse de novelesca. Un célebre catedrático venido de fuera quería que le mostraran cómo funcionaba una máquina nueva en el campo de pruebas de una fábrica de Leipzig; debido a las incorporaciones al servicio militar faltaban ingenieros; el único montador presente en aquel momento no sabía qué hacer y el catedrático estaba enfadado... En eso, un aprendiz embadurnado de grasa salió de debajo de la máquina y proporcionó la información precisa. Había adquirido los conocimientos necesarios prestando atención a cosas que en principio no le incumbían y estudiando por las noches. El catedrático le ayudó, la enorme energía del muchacho creció con los éxitos y muy poco después el estudiante de primaria superaba casi el mismo día su examen para oficial de metalurgia y el de bachillerato. Luego se le presentó la oportunidad de ganarse la vida en una profesión técnica y estudiar al mismo tiempo. Su talento matemático-técnico le seguía siendo útil: en plena juventud, aun careciendo del título de ingeniero, consiguió un puesto importante. La universalidad de su afán de cultura y de su pensamiento lo acercó a mí, que por desgracia me siento totalmente ajeno a todo lo matemático y técnico. Venía a vernos a casa; de invitado pasó a ser, poco más o menos, un hijo adoptivo; medio en broma, pero en parte también en serio, nos llamaba padre y madre, y sin duda participamos en cierta medida en su formación. Se casó temprano y la relación próxima y cordial entre nosotros se mantuvo inalterada. A ninguno de los cuatro implicados se le habría ocurrido pensar que la relación pudiese acabar perturbada por las diferencias políticas.
En eso llegó el nacionalsocialismo a Sajonia. Observé en T. los primeros síntomas de un cambio de postura. Le pregunté cómo podía simpatizar con esa gente. —No quieren nada distinto que los socialistas—respondió—, también son un partido obrero. —Pero ¿no ves que quieren la guerra? —A lo sumo una guerra de liberación en beneficio de toda la comunidad del pueblo y, por tanto, también de los trabajadores y de la gente humilde... Empecé a dudar de la amplitud y fortaleza de su mente. Intenté hacerlo entrar en razón desde otro lado: —Has vivido durante años en mi casa, ya sabes cómo pienso y a menudo decías haber aprendido mucho de nosotros y coincidir con nosotros en tus valoraciones morales..., ¿cómo puedes entonces apoyar a un partido que me niega la condición de alemán y la humanidad por causa de mi origen? —Te lo tomas demasiado en serio, babba. (El uso del dialecto sajón sin duda pretendía introducir un matiz ligero en la frase y, en general, en la discusión.) El follón con los judíos solo sirve de propaganda. Ya verás, cuando Hitler acceda al poder, tendrá otras cosas que hacer que insultar a los judíos… Pero el follón surtió su efecto..., incluso sobre nuestro hijo adoptivo. Al cabo de un tiempo le pregunté por un joven al que conocía. Se encogió de hombros: —Está en la AEG, ya sabes lo que significa... ¿No?... «Todos auténticos germanos» [Alies Echte Germanen]. —Se rió y se extrañó de que no me riera con él. Luego, después de un tiempo sin vernos, nos llamó por teléfono para invitarnos a comer. Era poco después de la toma de posesión de Hitler. —¿Cómo van las cosas en vuestra empresa? —le pregunté.
—Muy bien —respondió—. Ayer pasamos un día grandioso. Había unos cuantos comunistas insolentes en Okrilla y organizamos una expedición de castigo. —¿Qué hicieron? —Nada, hacerlos pasar por un túnel de porras y darles un poco de aceite de ricino,23 nada sangriento, pero, eso sí, muy efectivo. Una expedición de castigo. Expedición de castigo [Strafexpedition] es la primera palabra que percibí como específicamente nazi, la primera de mi LTI y la última que oí de T.; colgué el auricular sin rechazar siquiera la invitación. Todo lo que podía imaginar en cuanto a arrogancia brutal y a desprecio a la diferencia se resumía en esta palabra, Strafexpedition. Sonaba a colonialismo, se veía una aldea de negros rodeada, se oía el chasquido del látigo de piel de hipopótamo. Más tarde, este recuerdo, a pesar de su amargura, me resultó en cierta medida consolador, aunque el consuelo no durara mucho, por desgracia. «Un poco de aceite de ricino»: era evidente que esta operación imitaba usos y costumbres de los fascistas italianos; todo el nazismo me parecía una mera infección italiana. Así como se disuelve la niebla matutina, el consuelo desapareció ante la verdad que se fue revelando; el pecado básico y mortal del nazismo era alemán, no italiano. Como millones de personas, yo sin duda habría olvidado el término nazi (o fascista) de «expedición de castigo» si no hubiese guardado relación con mi experiencia personal: de hecho, la expresión pertenece a los inicios del Tercer Reich y la mera fundación de este régimen hizo que acabara superada e inutilizada como lo es la flecha por la bomba que se lanza desde un avión. Las expediciones de castigo privadas y parecidas más que nada a una actividad deportiva dominical fueron sustituidas enseguida por las operaciones policiales de carácter regular y oficial, y el aceite de ricino, por el campo de concentración. Y seis años después del inicio del Tercer Reich, la expedición de castigo convertida en operación policial y limitada a mero asunto interno alemán fue ensordecida por el estruendo de la guerra mundial, considerada por sus desencadenadores como una suerte de expedición de castigo contra toda clase de pueblos despreciados. Así se 23. El aceite de ricino es un líquido amarillento que a menudo se emplea como lubricante y
en laxantes.
extinguen las palabras... En cambio, las otras dos que definían el polo contrario —¡tú no eres nada, yo lo soy todo!—, no precisaron de un recuerdo personal para quedar grabadas en la memoria; quedaron grabadas hasta el final y no serán olvidadas en ninguna historia de la LTI. El siguiente apunte lingüístico de mis diarios señala: «ceremonia de Estado» [Staatsakt]. Goebbels escenifica la primera de una serie por aquel entonces aún inabarcable el 21 de marzo de 1933 en la iglesia del cuartel de Potsdam. (Extraña insensibilidad de los nazis a la comicidad satírica a la que ellos mismos se exponían; ¡uno querría creer realmente en su inocencia subjetiva! Convirtieron la melodía del carillón de dicha iglesia, «¡Sé siempre fiel y sincero!», en sintonía de su radio berlinesa, y situaron la farsa de sus plenarios ficticios del Reichstag en un teatro, concretamente en la ópera Kroll.) Este es sin duda un sitio donde el verbo perteneciente a la LTI aufziehen [montar] se puede aplicar correctamente; el tejido de las «ceremonias de Estado» se montaba siempre siguiendo el mismo modelo, aunque en dos versiones, con o sin féretro en el centro. La suntuosidad de las banderas, desfiles, guirnaldas, coros y fanfarrias, de toda la parafernalia que rodeaba al discurso, se mantenía siempre igual, basada en el modelo mussoliniano. Durante la guerra, el féretro ocupaba el centro con creciente frecuencia y el atractivo ya un tanto mustio 24 de este recurso propagandístico perdió fuerza debido a su mala reputación. Tan pronto como un general muerto en combate o en accidente recibía sus exequias de Estado, empezaba a correr el rumor de que había caído en desgracia o había sido eliminado por orden del Führer. El hecho de que pudiesen surgir tales rumores, ciertos o no, testimonia la proporción de verdad que se atribuía a la LTI y la proporción de mentira de que se la creía capaz. La mayor mentira que pudo expresar nunca una ceremonia de Estado, mentira ya demostrada en el ínterin, 25 fueron los funerales por el Sexto Ejército y su mariscal. La idea era aprovechar la derrota con la mira puesta en el heroísmo del futuro, atribuyendo una resistencia fiel hasta la muerte a quien es, de hecho, se habían dejado apresar para no sacrificarse como miles y miles de sus camaradas por una causa absurda y criminal. En su libro sobre Stalingrado, Plivier dio a esta ceremonia de Estado un efecto estremecedor y satírico. 24. Que está triste, abatido o melancólico. 25. Intervalo de tiempo que transcurre entre dos acciones o etapas.
Desde un punto de vista meramente lingüístico, la palabra posee una doble carga. De un lado, afirma y con firma un hecho real: que las distinciones que concede el nacionalsocialismo son reconocimientos del Estado. Contiene, pues, el L'État, c'est moi del absolutismo. A continuación, añade a la afirmación una pretensión. Una ceremonia de Estado pertenece a la historia del Estado y es, por tanto, algo que debe guardarse para siempre en la memoria de un pueblo. Una ceremonia de Estado posee un significado histórico particularmente solemne. Y he aquí la palabra que el nacionalsocialismo derrochó a mansalva desde el principio hasta el fin. Se toma tan en serio, está tan convencido o pretende convencerse tanto de la duración de sus instituciones, que cualquier bagatela que le interese, cualquier cosa que toque, es de importancia histórica. Considera histórico cualquier discurso pronunciado por el Führer, aunque diga cien veces lo mismo, es histórica cualquier reunión del Führer con el Duce, aunque no altere en absoluto la situación; es histórica la victoria de un coche de carreras alemán, es histórica la inauguración de una autopista, y se inaugura cada carretera y cada tramo de cada carretera; es histórica cada fiesta de acción de gracias por la cosecha, es histórico cada congreso del Partido, es histórico cualquier día de fiesta de cualquier tipo. Y como el Tercer Reich solo consiste en días de fiesta —podría decirse que estaba enfermo de ausencia de días normales, mortalmente enfermo, así como un cuerpo puede estar mortalmente enfermo por falta de sal—, considera históricos todos sus días. ¡En cuántos titulares, en cuántos editoriales y discursos se usó la palabra, que quedó despojada de su venerable resonancia! Necesitará todos los cuidados imaginables para recuperarse. Prevenir del mismo modo contra el uso frecuente de la expresión «ceremonia de Estado» resulta hoy en día superfluo, por cuanto ya carecemos de Estado.
VII Aufziehen [montar] Doy cuerda al reloj, doy cuerda a un juguete automático, monto la urdimbre en el telar [en alemán, el verbo es siempre aufziehen], se trata en todo momento de una actividad mecánica ejercida sobre un objeto inanimado que no opone resistencia. Desde allí, desde el juguete automático, el trompo zumbador automático, el animal de peluche capaz de caminar y de mover la cabeza, el camino conduce a la aplicación metafórica del término: le tomo el pelo a una persona [aufziehen]. Es decir, me burlo de ella, la convierto en personaje cómico, en muñeco; la explicación de lo cómico propuesta por Bergson, según la cual lo cómico consiste en la automatización de lo animado, se ve aquí confirmada por el uso del lenguaje. Sin duda, aufziehen es en este sentido, por muy inofensivo que parezca, un peyorativo. (Así denomina el filólogo cualquier significado «empeorado» o disminuido de una palabra; el nombre del emperador Augusto, el Sublime, tiene como peyorativo el del payaso de circo llamado «el tonto Augusto».) En la época moderna, aufziehen adquirió un significado especial laudatorio y al mismo tiempo, sin embargo, decididamente peyorativo. De una publicidad se decía que estaba bien montada o montada a lo grande [gross aujgezogen]. De un lado, significaba habilidad comercial y publicitaria, pero al propio tiempo sugería exageración, fanfarronada, incongruencia entre la cosa pregonada y su valor real. El verbo se presentaba en todo su sentido peyorativo cuando un crítico teatral consideraba que el autor había «montado a lo grande» esta o aquella escena. Es decir, el escritor en cuestión no era un creador honesto, sino más bien un escribidor mecánico carente de escrúpulos (y un seductor del público). Muy al principio del Tercer Reich pareció por un momento que la LTI asumiría este sentido metafórico de reprobación. Los periódicos nazis ensalzaron como acto patriótico la destrucción, llevada a cabo por unos valerosos estudiantes, del «Instituto de Investigación Sexual del profesor Magnus Hirschfeld, montado en plan científico». Hirschfeld era judío; por
tanto, su Instituto estaba «montado en plan científico» [wissenschaftlich aufgezogen], pero no era verdaderamente científico. Pocos días más tarde se demostró, no obstante, que el verbo ya no implicaba nada peyorativo. El 30 de junio de 1933, Goebbels declaró en la Escuela Superior de Política que el NSDAP «había montado una gigantesca organización de varios millones de personas en que se concentraba todo, teatro del pueblo, festivales del pueblo, turismo deportivo, excursionismo y canto, y era apoyado con todos los medios por el Estado». «Montar» [aufziehen] pasa a ser algo del todo honesto, y cuando el gobierno rinde cuentas triunfalmente de la propaganda previa al referéndum del Sarre, habla de una «acción montada a lo grande». A nadie se le ocurre ver nada propagandístico en la palabra. En 1935, Holle & Co. publica la versión alemana de un libro inglés titulado Seiji Noma, la autobiografía del magnate de la prensa japonés. Allí se señala con pleno reconocimiento: «Entonces decidió [...] montar una organización ejemplar para formar a oradores estudiantiles.» La insensibilidad respecto al sentido mecanicista del verbo se deduce del hecho de que a menudo se refiera a una organización. Aquí se manifiesta una de las mayores tensiones existentes en el seno de la LTI: mientras que insiste por doquier en lo orgánico, en lo crecido de forma natural, está al mismo tiempo inundada por expresiones mecánicas y no percibe la ruptura de estilo y la falta de dignidad que supone utilizar combinaciones tales como «una organización montada». —Queda por ver si se puede responsabilizar a los nazis del verbo aufziehen— me objetó F. En el verano de 1943, ambos trabajábamos durante el turno de noche en el mismo tambor mezclador de tés alemanes; era un trabajo particularmente duro, sobre todo por el calor, ya que, debido a la terrible polvareda, teníamos que taparnos la cabeza y la cara como los cirujanos; en las pausas nos quitábamos las gafas, las mascarillas y los gorros —F. solía llevar un viejo birrete de juez, pues había sido consejero en el tribunal regional—, nos sentábamos en una caja y charlábamos sobre la psicología de los pueblos, cuando no sobre la situación bélica. Como todos los habitantes de la «casa de
los judíos» situada en la angosta Sporergasse, murió en la noche del 13 al 14 de febrero.26 Respecto a aufzieheny afirmaba haber oído y leído la palabra ya hacia 1920 en un sentido del todo neutro. —Al mismo tiempo y de manera parecida que plakatieren [publicitar mediante carteles]. Le contesté que desconocía el uso de aufziehen en el sentido neutro de aquel entonces y que la asociación, en la memoria, con el verbo plakatieren permitía deducir la existencia de un matiz peyorativo. Pero sobre todo —y se trata en este caso de una opinión en la que me baso por principio en todas mis reflexiones en este ámbito—, nunca me interesa determinar la primera utilización de una expresión o de un matiz, pues en la mayoría de los casos resulta imposible; cuando uno cree haber hallado al primero en emplear la palabra correspondiente, siempre encontrará luego a un predecesor. Pedí a F. que consultara, por ejemplo, el artículo «superhombre» en el Büchmann: allí vería que la palabra se remonta a la Antigüedad. Yo mismo encontré no hace mucho a un «subhombre» en el Stechlin de Fontane, a pesar de que los nazis se sienten orgullosos de sus subhombres judíos y comunistas y de la correspondiente «subhumanidad». Bien pueden sentirse orgullosos de ello, como Nietzsche de su superhombre a pesar de sus célebres precursores. Pues una palabra, un determinado matiz o un determinado valor de una palabra solo cobran vida dentro de una lengua, solo se vuelven realmente existentes, cuando se introducen en el uso lingüístico de un grupo o de la comunidad y se mantienen allí durante un tiempo. En este sentido, el «superhombre» es sin duda una creación de Nietzsche, y el «subhombre» y el aufziehen neutro y carente de toda burla corren a cuenta del Tercer Reich. ¿Habrán desaparecido con el fin del nazismo? Yo hago lo posible para que así sea, pero no puedo ocultar mi escepticismo.
26.
Noche del bombardeo de Dresde por los aliados.
Redacté este apunte en enero de 1946. Un día después de acabarlo, celebrábamos una reunión de la Asociación Cultural de Dresde. Se reunía una docena de personas que, por haber sido elegidas, demostraban poseer un grado especial de cultura y debían por tanto actuar de modo ejemplar. Se trató de organizar una de esas semanas culturales tan corrientes en la actualidad y, en particular, una exposición de arte. Según uno de los presentes, varios de los cuadros donados en nombre de la «solidaridad popular», que debían incluirse en la exposición, eran simples mamarrachos. Enseguida le contestaron: «¡Imposible! Si organizamos una exposición de arte aquí en Dresde, debemos montarla a lo grande y de manera impecable.»
VIII Diez años de fascismo Invitación del consulado italiano de Dresde a acudir el domingo 23 de octubre de 1932 por la mañana a la presentación de la película titulada Diez años de fascismo y expresamente anunciada como film sonoro, pues en aquel entonces aún existían las películas mudas. (Aquí habrá que señalar entre paréntesis que, en alemán, Faschismus ya se escribe con «sch» y no con «se», es decir, que la palabra ya ha adquirido carta de naturaleza. Sin embargo, catorce años más tarde, ejerciendo de inspector estatal en los exámenes de bachillerato de un instituto de humanidades, pregunto a un alumno por el significado de la palabra, y me contesta sin titubear: «Viene de fax, antorcha.» No es estúpido, seguramente ha sido Pimpf27 y Hitlerjunge [Joven Hitleriano], colecciona sellos y ha visto el fasces de los lictores en los sellos italianos de la época de Mussolini, que sin duda también conoce por los muchos años de lecturas en latín, pero aun así ignora el significado de la palabra fascismo. Sus compañeros lo corrigen: «Viene de fascis.» Pero ¿cuántos otros no tendrán claro el significado básico de la palabra y del concepto, si un estudiante educado en el nazismo lo desconoce?... Una y otra vez me entra la duda: ¿qué puede afirmarse con certeza sobre el saber y el pensamiento, sobre el estado psíquico y espiritual de un pueblo?) Por primera vez veo y oigo hablar al Duce. La película es un logro artístico. Mussolini habla desde el balcón del palacio de Nápoles a la multitud; tomas de la masa y primeros planos del orador, las palabras de Mussolini y los sonidos de respuesta de los interpelados. Se ve cómo el Duce se infla literalmente para pronunciar cada frase, cómo frena el impulso un momento para crear luego una expresión facial y corporal de suma energía y tensión, se oye la entonación ritual, eclesiástica, de sermón apasionado, donde siempre suelta solo frases breves, a las que todos reaccionan afectivamente, sin realizar ningún esfuerzo intelectual, aunque no entiendan el sentido o, mejor dicho, precisamente cuando no lo entienden. La boca gigantesca. En 27. Miembro del Jungvolk [Pueblo joven], sección de las Juventudes Hitlerianas a la que pertenecían los muchachos de entre 10 y 14 años.
ocasiones, movimientos típicamente italianos de los dedos. Y el aullido de la masa, los gritos de entusiasmo o, cuando se nombra al enemigo, silbidos estridentes. Y, una y otra vez, el saludo fascista, el brazo estirado. Desde entonces lo hemos visto y oído repetirse miles y miles de veces, con ligerísimas variaciones, en forma de escenas grabadas en el congreso de Nuremberg o en el Lustgarten berlinés o ante la Feldherrnhalle de Munich, 28 etcétera, etcétera, de tal modo que la película sobre Mussolini nos parece una obra normal y corriente, en absoluto extraordinaria. Pero así como el título de Führer es tan solo una versión alemana del Duce, y la camisa parda solo una variación de la camisa negra italiana, y el saludo alemán solo una imitación del saludo fascista, la utilización cinematográfica de tales escenas como recurso propagandístico y la escena en sí, el discurso del líder ante el pueblo reunido, fueron copiados en Alemania del modelo italiano. En ambos casos se trata de poner al líder en contacto directo con el propio pueblo, con todo el pueblo, y no solo con sus representantes. Si nos remontamos en el tiempo siguiendo la línea de este pensamiento, toparemos necesariamente con Rousseau, en particular con su Contrato social. Cuando Rousseau escribe como ciudadano de Ginebra, es decir, cuando tiene en mente las circunstancias de una ciudad-Estado, su imaginación considera lógico y natural dar a la política una forma antigua y mantenerla dentro de los límites propios de la ciudad, pues la política es el arte de dirigir una polis, una ciudad. Para Rousseau, el hombre de Estado es el orador que se dirige al pueblo reunido en la plaza; para Rousseau, las celebraciones deportivas y artísticas en que participa la comunidad del pueblo significan instituciones políticas y recursos publicitarios. La gran idea de la Unión Soviética consistió en extender, mediante la aplicación de los nuevos inventos técnicos, mediante el uso del cine y de la radio, el método espacialmente limitado de los antiguos y de Rousseau a lo ilimitado, en permitir al líder y hombre de Estado dirigirse realmente y personalmente «a todos», aunque este «todos» equivaliera a millones de personas, aunque miles de kilómetros separaran a los diversos grupos. De este modo se devolvió al discurso la importancia que en la Antigüedad poseía entre los medios y deberes del hombre de Estado y se le dio, de hecho, una importancia 28.
La Feldherrnhalle (Templo de los Generales, a veces también Feldherrenhalle, traducido como Salón del Mariscal) es una logia situada en Múnich, Baviera, Alemania.
superior, por cuanto en lugar de Atenas se abarcaba todo un país y más de un país. Sin embargo, el discurso no solo cobraba mayor importancia que antes, sino que también alteraba, necesariamente, su esencia. Al dirigirse a todos, y no solo a los representantes elegidos del pueblo, debía resultar comprensible para todos y, por tanto, más popular. Popular es lo concreto; cuanto más tangible sea un discurso, cuanto menos dirigido al intelecto, tanto más popular será. Y cruza la frontera hacia la demagogia o la seducción de un pueblo cuando pasa de no suponer una carga para el intelecto a excluirlo y a narcotizarlo de manera deliberada. En cierto sentido, la plaza festivamente adornada, la sala o la arena, decoradas con banderas y pancartas, donde se habla a la multitud, pueden considerarse parte del propio discurso o incluso su cuerpo; el discurso está incrustado y escenificado en este marco, es una obra de arte total dirigida tanto al oído como a la vista; al oído doblemente, ya que el bramido de la multitud, sus aplausos y muestras de rechazo surten sobre el oyente un efecto cuando menos tan poderoso como el discurso en sí. Por otra parte, el tono del discurso se ve sin duda influido, sin duda teñido de forma palpable por la escenificación. La película sonora transmite esta obra de arte total en su plenitud; la radio sustituye el espectáculo ofrecido a la vista por la locución, que corresponde al informe del mensajero de la Antigüedad pero refleja fielmente el excitante doble efecto auditivo, el responsorio espontáneo de la masa. («Espontáneo» forma parte de las palabras preferidas de la LTI; ya se hablará de ello en su momento.) En alemán, a Rede [discurso] y reden [hablar, discurrir] solo les corresponde el adjetivo rednerisch [declamatorio], que, desde luego, no tiene buena aceptación: una actuación «declamatoria» siempre está bajo la sospecha de ser pura bambolla.29 Casi podría hablarse de una desconfianza hacia el orador innata al carácter del pueblo alemán. Los pueblos románicos, en cambio, ajenos a esta desconfianza y proclives a apreciar al orador, distinguen claramente entre lo oratorio y lo retórico. Orador es para ellos un hombre honesto que procura convencer mediante la 29. Pomposidad fingida o falsa apariencia importante o rica de algo. Cosa fofa, abultada
y de poco valor.
palabra y que, en un esfuerzo sincero por manifestarse con claridad, se dirige tanto al corazón como a la inteligencia de sus oyentes. El adjetivo oratorio es una alabanza con que los franceses cubren a los grandes clásicos del pulpito y del teatro, a un Bossuet y a un Corneille. La lengua alemana también cuenta con tales grandes oradores, como Lutero o Schiller. Para lo sospechosamente «declamatorio» se utiliza en Occidente el término «retórico»: el rétor —que se remonta a la sofística de los griegos y a su decadencia— es el fabricante de tópicos, el ofuscador de la inteligencia. ¿Pertenece Mussolini a los oradores o a los rétores? Sin duda, estaba más cerca del rétor que del orador, y en el transcurso de su desgraciada evolución acabó totalmente entregado a lo retórico. Pero algunos detalles que suenan a «declamatorios» para el oído alemán de hecho no lo son, porque apenas se distinguen de la tonalidad propia del habla italiana. Popolo di Napoli! ¡Pueblo de Nápoles! Así se inició la arenga en aquella celebración del aniversario fascista. Para el oyente alemán, suena un tanto ampuloso y arcaizante. Sin embargo, recordé un folleto publicitario que un repartidor me diera en Scanno poco antes de la Primera Guerra Mundial. Scanno es una pequeña ciudad de los Abruzos, y los abruzos se enorgullecen de su fuerza física y de su coraje. Unos almacenes recién inaugurados hacían publicidad de sus productos, y el encabezamiento rezaba así: Forte e gentile Popolazione di Scanno! Qué sencillo parece, en comparación, el «¡pueblo de Nápoles!» de Mussolini. Cuatro meses después de escuchar a Mussolini oí por primera vez la voz de Hitler. (Nunca lo vi, nunca lo oí hablar en directo, pues estaba prohibido a los judíos; al principio se me presentaba a veces en películas sonoras, luego, cuando me prohibieron el cine y tener un aparato de radio, oí sus discursos o algunos fragmentos por los altavoces instalados en las calles y en la fábrica.) El 30 de enero de 1933 ocupó el cargo de canciller, el 5 de marzo debían celebrarse las elecciones que lo confirmaran en su puesto y crearan para él un Reichstag dócil. Los preparativos de las elecciones, de los cuales formó parte el incendio del Reichstag —¡otro elemento de la LTI!— se realizaron a gran escala. El hombre no podía dudar de su éxito; habló desde Konigsberg, absolutamente convencido de su triunfo. A pesar de la invisibilidad y de la distancia del Führer, pude establecer una comparación general con el discurso que Mussolini había pronunciado en Nápoles. Ante la fachada iluminada del hotel de la estación principal de Dresde, desde donde el altavoz transmitía el discurso, también se agolpaba una muchedumbre entusiasta; hombres de las SA se hallaban en los balcones, haciendo ondear grandes
banderas con la cruz gamada, y un desfile con antorchas se acercaba desde la plaza Bismarck. Solo oí fragmentos del discurso, de hecho, más sonidos que frases. No obstante, ya en aquel entonces tuve exactamente la misma impresión que se repetiría en los años sucesivos hasta el final. ¡Qué diferencia respecto al modelo de Mussolini! El Duce, por mucho que se le notara el esfuerzo físico con que insuflaba energía a sus frases, con que procuraba dominar a la multitud agolpada a sus pies, el Duce siempre seguía la corriente sonora de su lengua materna, se entregaba a ella a pesar de toda su voluntad de dominio, era, incluso cuando se deslizaba de lo oratorio a lo retórico, un orador sin distorsiones, sin espasmos. Hitler, en cambio, fuera solemne, fuera sarcástico —las dos tonalidades que le gustaba alternar—, Hitler siempre hablaba o, más bien, gritaba de manera espasmódica. Incluso en el momento de máxima agitación, uno puede conservar cierta dignidad y calma interna, cierta seguridad en sí mismo, un sentimiento de armonía con uno mismo y con su comunidad. Hitler, el rétor consciente, exclusivo y fundamental, carecía de todo eso desde el principio. Incluso en el momento del triunfo se mostraba inseguro, acallaba a gritos a los adversarios y sus ideas. Nunca hubo serenidad, nunca hubo musicalidad en su voz, en el ritmo de sus frases, siempre solo burdos latigazos dirigidos contra los otros y contra sí mismo. Su evolución, sobre todo en los años de guerra, transcurrió desde el agitador al acosado, desde las invectivas espasmódicas, pasando por la ira y la ira impotente, a la desesperación. Nunca entendí cómo pudo, con sus burdas frases muchas veces construidas de manera lesiva para la lengua alemana, con una retórica evidente y totalmente contraria al carácter lingüístico del alemán, ganarse a las masas y cautivarlas y sojuzgarlas durante un período tan terriblemente largo. Pues por mucho que se atribuya a la influencia prolongada de una sugestión que existió en su día, así como a la acción de una tiranía carente de escrúpulos y al terror («prefiero creer en la victoria a que me ahorquen», decía un chiste berlinés de la última fase), queda el hecho espantoso de que la sugestión pudo gestarse y perdurar en millones de personas hasta el último momento, en medio de todas las atrocidades.
En las Navidades de 1944, cuando ya había fracasado la última ofensiva alemana en el oeste, cuando no podía caber la menor duda respecto al desenlace de la guerra, cuando, camino de la fábrica o de casa, los trabajadores que venían a mi encuentro me susurraban, a veces en voz no tan baja: « ¡Animo, camarada, que esto no durará mucho!», hablé con un compañero de fatigas sobre el ambiente que se intuía en el país. Era un comerciante muniqués, por su carácter mucho más muniqués que judío, un hombre reflexivo, escéptico, poco dado al romanticismo. Le hablé de las frecuentes palabras de consuelo con que me topaba. Me contestó que a él le pasaba lo mismo, pero que no les concedía ninguna importancia. Según él, la masa seguía confiando ciegamente en el Führer. —Aunque haya entre nosotros un porcentaje de personas contrarias a él: basta que pronuncie un único discurso aquí, y todos volverán a pertenecerle, ¡todos! Al principio, cuando en el norte de Alemania no lo conocía nadie, lo oí hablar varias veces en Munich. Nadie puede resistírsele. Yo tampoco. No hay manera de resistírsele. Pregunté a Stühler en qué se basaba ese carácter irresistible. —No lo sé, pero no hay manera de resistírsele— fue la respuesta terca e inmediata. Y en abril de 1945, cuando todo había concluido incluso para el más ciego, cuando todos despotricaban contra el Führer en la aldea bávara en la que nos habíamos refugiado, cuando no cesaba el desfile de soldados a la desbandada, siempre aparecía entre los desilusionados y amargados y hartos de la guerra alguno que otro empeñado en asegurar con labios llenos de fe y mirada rígida que el 20 de abril, día del cumpleaños del Führer, se produciría el «vuelco», empezaría la triunfal ofensiva alemana: que el Führer lo había dicho, que el Führer no mentía, que había que creerle por encima de cualquier argumento racional. ¿Cómo se explica este milagro innegable? Existe una explicación psiquiátrica ampliamente difundida que apruebo en todos sus puntos y que solo querría complementar mediante una puntualización filológica. En aquella noche del discurso del Führer en Konigsberg, un colega que había visto y oído repetidas veces a Hitler me dijo que, según él, el hombre acabaría
sumido en un delirio religioso. Yo también creo que tendía a tomarse por un nuevo Redentor alemán, que la sobreexcitación de la megalomanía vivía en él en continuo conflicto con los delirios paranoicos, de modo que ambos estados patológicos se exacerbaban recíprocamente, y que desde esa patología la infección se contagió al cuerpo del pueblo alemán, debilitad o y anímicamente trastornado por la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, desde la perspectiva del filólogo creo también que la retórica descarada de Hitler surtió un efecto tan poderoso precisamente porque penetró, con la virulencia de una peste que aparece por primera vez, en un lenguaje al que hasta entonces no había atacado, porque en el fondo era tan poco alemán como el saludo imitado a los fascistas, como el uniforme imitado al fascismo —sustituir la camisa negra por la parda no es desde luego un invento muy original—, como toda la parafernalia decorativa de los actos de masas. No obstante, por mucho que el nacionalsocialismo aprendiera de los diez años precedentes de fascismo, por mucho que existiera en él una infección debida a bacterias ajenas: en última instancia fue o devino una enfermedad específicamente alemana, una degeneración proliferativa de la carne alemana, y, a causa de una reintoxicación venida en este caso de Alemania, el fascismo sin duda criminal, pero no tan bestial, sucumbió al mismo tiempo que el nazismo.
IX Fanático Cuando era estudiante, me irritó una vez un filólogo inglés que calculó las veces en que se tocaba el tambor, la trompa u otro tipo de música bélica en la obra de Shakespeare. Incapaz de entenderlo, lo califiqué de árida pedantería... Ya en 1940, señalé en mis diarios de la época de Hitler: «Tema para un seminario: comprobar en cuántas ocasiones los estamentos oficiales utilizan términos tales como “fanático ” y “fanatismo ”, en cuántas ocasiones los emplean también las publicaciones que nada tienen que ver directamente con la política, las nuevas novelas alemanas, por ejemplo, o las traducciones de lenguas extranjeras.» Tres años más tarde vuelvo sobre el tema exclamando « ¡inconcebible!»: «El uso es legión, la palabra “fanático” aparece tantas veces “como los tonos en un instrumento de cuerda, como la arena junto al mar”. Pero más importante que la frecuencia es el nuevo valor de la palabra. Ya lo mencioné en su día, en mi estudio sobre la literatura francesa del siglo XVIII, y citaba un extraño pasaje de Rousseau, al que probablemente muy pocos han prestado atención. Ojalá haya sobrevivido el manuscrito...» El manuscrito sobrevivió. Fanatique y fanatisme son palabras utilizadas con un sentido crítico por los miembros de la Ilustración francesa, crítico por dos motivos. En su origen — la raíz reside en fanum, el santuario, el templo—, un fanático es una persona sumida en un arrobo religioso, en estados espasmódicos de carácter extático. Como los miembros de la Ilustración combatían todo cuanto condujera al ofuscamiento o a la eliminación del pensamiento, y como atacaban con particular ahínco todo tipo de superstición religiosa, en cuanto enemigos de la Iglesia, el fanático es el verdadero rival de su racionalismo. El prototipo del fanatique es para ellos Ravaillac, asesino, por fanatismo religioso, del buen rey Enrique IV. Cuando sus adversarios acusan, a su vez, de fanáticos a los miembros de la Ilustración, estos niegan serlo aduciendo que su celo no es más que una lucha contra los enemigos de la razón y que en su polémica solo recurren a los medios de la razón. Dondequiera que penetre la ideología de la Ilustración, el concepto de lo fanático siempre se asocia con un sentimiento de rechazo y de reprobación.
Como todos los otros miembros de la Ilustración — sus correligionarios en cuanto «filósofos» y «enciclopedistas», antes de que se aislara y empezara a odiarlos—, Rousseau también utiliza el término «fanático» en sentido peyorativo. En La profesión de fe del vicario de Saboya, dice lo siguiente respecto a la aparición de Cristo entre los exaltados judíos: «En el seno del fanatismo más furioso se oyó la voz de la suprema sabiduría.» Pero acto seguido, cuando el vicario, ejerciendo de portavoz de Jean-Jacques, ataca la intolerancia de los enciclopedistas casi con mayor vehemencia que la de la Iglesia, se encuentra un largo pasaje que reza así: «Bayle ha demostrado perfectamente que el fanatismo es más pernicioso que el ateísmo, lo cual es incontestable; pero se cuidó mucho de decir algo no menos verdadero: que el fanatismo, aun siendo sanguinario y cruel, es, sin embargo, una pasión grande y fuerte que eleva el corazón del hombre, que le hace despreciar la muerte, que le da un impulso prodigioso y que solo debe ser dirigida de mejor manera para extraerle las más sublimes virtudes; en cambio, la irreligión y, en general, el espíritu razonador y filosófico inducen a aferrarse a la vida, envilecen y vuelven afeminadas las almas, concentran todas las pasiones en la bajeza de los intereses particulares, en la abyección del yo humano, y minan de este modo secretamente los verdaderos fundamentos de cualquier sociedad.» Aquí ya se produce una revalorización total del fanatismo, que pasa a ser una virtud. Sin embargo, a pesar de la fama mundial de Rousseau, el cambio quedó oculto en este pasaje y no surtió ningún efecto. Lo que el romanticismo extraía de Rousseau no era la glorificación del fanatismo, sino de la pasión en cualquier forma y por cualquier causa. En París, en las proximidades del Louvre, se alza un pequeño monumento, hermoso y delicado: un jovencísimo tambor que se lanza hacia adelante. Toca a generala, genera euforia, representa la euforia de la Revolución Francesa y del siglo siguiente. La figura distorsionada de su hermano «fanatismo» no atravesó la Puerta de Brandeburgo hasta 1932. Hasta entonces lo fanático siguió siendo, a pesar de aquella secreta alabanza, una pasión mal vista, algo a medio camino entre la enfermedad y el crimen. En alemán no existe un término capaz de suplir plenamente esta palabra, ni siquiera cuando se la libera de su aplicación originaria, exclusivamente centrada en lo cultural. Eifern [mostrar celo, acalorarse, exaltarse] es una expresión más inofensiva; cuando uno oye la palabra Eiferer [exaltado], se
imagina más bien a un predicador apasionado que a un bruto desaforado. Besessenheit [posesión] define un estado patológico y, por tanto, perdonable o digno de compasión, más que una actuación peligrosa para la comunidad y causada por dicho estado. Schwärmer [entusiasta] tiene una tonalidad muchísimo más clara. Desde luego, Lessing, buscador constante de la claridad, ya sospecha del entusiasmo [Schwärmen]. «No lo entregues (escribe Lessing en Nathan, el sabio) a los entusiastas de tu populacho.» Pero pregúntese uno si pueden intercambiarse los epítetos en combinaciones trilladas tales como «un oscuro fanático» o «un simpático entusiasta», es decir, si puede hablarse de un oscuro entusiasta y de un simpático fanático. La sensibilidad lingüística se opone a ello. Un entusiasta no se obceca, sino que se eleva más bien del suelo, ignora las circunstancias reales y asciende entusiasmado a las alturas imaginadas del cielo. Para el emocionado rey Felipe, el marqués de Posa es un «extraño entusiasta». Así pues, la palabra «fanático» resulta intraducible e insustituible en alemán; como expresión valorativa lleva siempre una fuerte carga negativa y define una característica amenazadora y repelente. Aunque en algún artículo necrológico sobre un investigador o un artista se lea a veces la fórmula de que era un fanático de su ciencia o de su arte, este elogio siempre oculta el matiz de un particularismo refractario, de una inaccesibilidad desagradable. Antes del Tercer Reich, a nadie se le habría ocurrido decir «fanático» como una valoración positiva. Y el valor negativo se adhiere de manera tan imborrable a esta palabra, que incluso la LTI la utiliza a veces en tal sentido. Hitler habla en Mi lucha de modo despreciativo de los «fanáticos de la objetividad». La hímnica monografía de Erich Gritzbach titulada Hermann Góring, la obra y el hombre, un libro publicado en pleno apogeo del Tercer Reich, cuyo estilo es toda una retahíla de tópicos lingüísticos nazis, habla del odiado comunismo y señala que esta doctrina errónea educó a los seres humanos para convertirlos en fanáticos. Pero en este caso se trata de un desliz casi cómico, de una recaída casi inconcebible en el lenguaje de épocas anteriores, cosa que incluso le ocurre en casos aislados al gran maestro de la LTI: Goebbels habla en diciembre de 1944 (basándose, sin duda, en el ya citado pasaje de Hitler) del «fanatismo embrollado de algunos alemanes incorregibles». Hablo de una recaída cómica; pues, como el nacionalsocialismo se basaba en el fanatismo y practicaba la educación para el fanatismo por todos los medios
disponibles, «fanático» fue durante la era del Tercer Reich un adjetivo que manifestaba reconocimiento en términos superlativos. Significaba la exacerbación de conceptos tales como «valiente», «entregado», «constante», o, para ser más preciso, una concentración gloriosa de todas estas virtudes, y hasta el más mínimo matiz peyorativo desapareció del uso habitual de esta palabra por parte de la LTI. En los días festivos, en el cumpleaños de Hitler, por ejemplo, o en la celebración de la toma del poder, no había artículo periodístico, ni felicitación, ni proclama dirigida a una unidad militar o a alguna organización, que no incluyera un «juramento fanático» o una «profesión fanática de fe», que no demostrara una «fe fanática» en la duración eterna del imperio hitleriano. ¡Y más aún durante la guerra, sobre todo cuando las derrotas no podían ocultarse! Cuanto más sombría se mostraba la situación, tanto más se manifestaba la «fe fanática en la victoria final», en el Führer, en el pueblo o en el fanatismo del pueblo como virtud alemana fundamental. La utilización máxima desde el punto de vista cuantitativo se alcanzó después del atentado del 20 de julio de 1944 contra Hitler: la palabra aparece literalmente en todas y cada una de las innumerables profesiones de lealtad al Führer. Esta frecuencia en el campo político iba acompañada de la utilización en otros ámbitos, entre los novelistas y en la conversación cotidiana. Donde antes se decía o se escribía «apasionado», ahora se decía «fanático». Necesariamente, el concepto sufrió cierto debilitamiento» cierta pérdida de dignidad. En la mencionada monografía sobre Góring, el mariscal del Reich es ensalzado, entre otras cosas, como «fanático amigo de los animales». (En este caso, la connotación reprobatoria inherente a la expresión de «fanático artista» ha desaparecido del todo, pues Góring es descrito como el hombre más afable y sociable que podamos imaginar.) Queda por ver si el debilitamiento implicaba también una desintoxicación de la palabra. La respuesta podría ser afirmativa, aduciendo que la palabra «fanático» se utiliza ahora de manera irreflexiva y se llena de un sentido nuevo, que pasa a designar una feliz mezcla de coraje y entrega apasionada. Pero no es este el caso. «Lengua que crea y piensa por ti...», veneno que absorbes inconscientemente y que surte su efecto... No podemos insistir lo bastante en ello. Sin embargo, al líder del Tercer Reich en materia lingüística, que procuraba conseguir el efecto óptimo del veneno estimulante, el desgaste de la palabra
debía de parecerle un debilitamiento interno. Así pues, Goebbels se vio obligado al absurdo de buscar un superlativo más allá del superlativo. En el Reich del 13 de noviembre de 1944 escribía que la situación solo podía salvarse «mediante un fanatismo feroz». Como si la ferocidad no fuera el estado necesario del fanático, como si pudiese existir un fanatismo dócil. El pasaje marca la decadencia de la palabra. Cuatro meses antes había celebrado su máximo triunfo, había recibido, por así decirlo, los máximos honores que podía conceder el Tercer Reich, los honores militares. Sería una tarea especial observar cómo la tradicional objetividad y la sobriedad casi coqueta del lenguaje militar oficial, sobre todo de los boletines bélicos diarios, se vieron inundadas poco a poco por la ampulosidad del estilo propagandístico de Goebbels. El 26 de julio de 1944, el parte oficial de guerra aplicaba por primera vez el adjetivo «fanático» a los regimientos alemanes, en un sentido elogioso. Nuestras «tropas que luchan fanáticamente» en Normandía. En ninguna parte se ve con tan cruel claridad el enorme abismo que separa el modo de pensar militar de la Primera Guerra Mundial del de la Segunda. Un año después de la caída del Tercer Reich ya podemos argumentar con singular solidez que «fanático», palabra clave del nazismo, nunca perdió realmente su veneno, a pesar de su utilización excesiva. Pues mientras fragmentos de la LTI se extienden por doquier en el lenguaje del presente, «fanático» ha desaparecido. De ello puede deducirse con absoluta certeza que, durante esos doce años, el verdadero hecho se mantuvo presente, pese a todo, en la conciencia o en el subconsciente del pueblo: el hecho, concretamente, de que una mentalidad próxima tanto a la enfermedad como al crimen fue considerada durante años como la virtud suprema.
X Literatura autóctona Por muy lejos que se hallaran de mi ánimo los asuntos de mi especialidad en los años del terror, a veces se me presentaba el rostro ingenioso e irónico de Joseph Bédier. Forma parte de la profesión de un historiador de la literatura investigar las fuentes de un motivo, de una fábula, de una leyenda, y en ocasiones esta actividad propia de la profesión se convierte en enfermedad profesional, en manía: todo debe remontarse muy lejos en el tiempo y en el espacio. Cuanto más lejano es algo, tanto más erudito es el investigador que ha descubierto su remoto origen. Aún recuerdo la ironía en la voz de Bédier cuando, desde su cátedra en el Collége de France, se refería al presunto origen oriental o «druídico» de algún cuento cómico o piadoso o de algún rasgo literario. Señalaba Bédier que ciertas situaciones e impresiones pueden generar las mismas manifestaciones en las más diversas zonas y épocas, por cuanto en algunos aspectos la identidad de la naturaleza humana demuestra ser independiente del tiempo y del espacio. La primera vez lo recordé en diciembre de 1936, aunque fuera por un asunto que poco tenía que ver con su persona. Fue durante el proceso contra el asesino de Gustloff, un agente nazi que operaba en el extranjero. Charlotte Corday de Ponsard, un drama francés escrito hace casi cien años, célebre en todo el mundo durante mucho tiempo, utilizado a menudo como lectura obligatoria en las escuelas alemanas y (muy injustamente) olvidado y despreciado a continuación, tiene por tema el asesinato de Marat. La asesina llama a la puerta, decidida a matar al hombre al que considera un perro sanguinario carente de escrúpulos, un monstruo situado fuera de toda ligazón humana. Una mujer le abre, y ella se estremece: ¡por el amor de Dios, tiene una mujer, alguien lo ama! Grand Dieu, sa femme, on raime! Pero luego lo oye nombrar a un ser querido como próxima víctima de la guillotina, y entonces le clava el puñal. La declaración del acusado Frankfurter ante el tribunal de Chur sonó como si esta escena se hubiese trasladado a la época moderna conservando con suma precisión los elementos esenciales y determinantes. Estaba decidido a matar a ese perro sanguinario, la señora Gustloff le abrió la puerta, él titubeó..., un hombre casado, grand Dieu, on l’aime. Pero entonces oyó a Gustloff hablar por teléfono: «¡esos cerdos judíos!», y en ese momento disparó... ¿Debo suponer que Frankfurter leyó
Charlotte Corday? Prefiero citar la escena del proceso de Chur en mi próximo curso sobre Ponsard, como prueba a posteriori de la autenticidad humana de este drama francés. Las observaciones de Bédier no se referían tanto al ámbito de la literatura pura como, más bien, al campo más primitivo de la etnología, y a este precisamente pertenecen los otros hechos que me hicieron pensar en él. En otoño de 1941, cuando ya no podía hablarse de un pronto final de la guerra, oí mencionar a menudo los accesos de ira de Hitler. Accesos de ira al principio, accesos de cólera más tarde; según decían, el Führer había mordido un pañuelo, una almohada, se había arrojado al suelo y había mordido la alfombra. Después — los relatos provenían siempre de gente humilde, trabajadores, vagabundos, carteros confiados y, por tanto, imprudentes—, después «se había comido los flecos de la alfombra», solía devorarlos, lo llamaban «devorador de alfombras». ¿Es preciso remontarse aquí a las fuentes bíblicas, a Nabucodonosor, el comedor de hierba? La expresión «devorador de alfombras» podría definirse como germen de una leyenda. No obstante, el Tercer Reich también creó auténticas leyendas, plenamente desarrolladas. Una de ellas la oímos por boca de una persona muy sensata poco antes de estallar la guerra, cuando Hitler se hallaba en el apogeo de su poder. Aún poseíamos la casita en la parte alta de la ciudad, pero ya estábamos muy aislados y vigilados, y se necesitaba bastante valor para visitarnos. Un comerciante de la zona baja, que nos había suministrado mercancías en tiempos mejores, se mantenía fiel a nosotros, nos traía los productos necesarios una vez a la semana y nos contaba en cada ocasión todo cuanto consideraba consolador y apropiado para animarnos. No se dedicaba a la política, pero lo indignaban la evidente corrupción, injusticia y tiranía del nacionalsocialismo. Además, todo lo veía desde la perspectiva de lo cotidiano y del sentido práctico; no era un hombre muy culto ni tenía amplios intereses, la filosofía no era lo suyo y la religión tampoco parecía serlo. Ni antes ni después del caso que describiré ahora lo oí hablar de asuntos eclesiásticos o trascendentales. En definitiva, era un tendero pequeñoburgués que solo se distinguía de cientos de miles de sus iguales por el hecho de no dejarse embriagar por los tópicos y mentiras del gobierno. Normalmente nos entretenía con algún escándalo del Partido —descubierto y luego vuelto a
enterrar—, alguna quiebra fraudulenta, la compra de un cargo mediante soborno o algún chantaje indisimulado. Después del suicidio de nuestro alcalde, un hombre salpicado de manera irremediable por la corrupción— obligado a suicidarse y enterrado luego con todas las honras, en algo así como una ceremonia de Estado en miniature—, V. insistía una y otra vez: —Ustedes esperen, que han sobrevivido a Kalix. ¡También sobrevivirán a Mutschmann y a Hitler! Así pues, este hombre sensato, protestante para más señas, es decir, sin una infancia impregnada de historias de santos y de mártires, nos contó lo siguiente con la misma credulidad natural con que solía relatarnos las pequeñas infamias de Kalix y las grandes de Mutschmann. Un Obersturmführer [jefe de los escuadrones de asalto] de las SS, en Halle o en Jena —el tendero proporcionó una información muy precisa sobre el lugar y las personas, pues todo le había sido comunicado «con todas las garantías» por «fuentes absolutamente fiables»—, un alto oficial de las SS, pues, había llevado a su mujer a una clínica privada para el parto. Echó un vistazo a la habitación; sobre la cama colgaba una imagen de Jesucristo. —Quite de ahí ese cuadro —exigió a la enfermera—, no quiero que lo primero que vea mi hijo sea un judío. La monja, temerosa, dio una respuesta evasiva, señalando que ya se lo d iría a la madre superiora. El hombre de las SS se marchó, no sin antes repetir la orden. A la mañana siguiente, la madre superiora lo llamó por teléfono: —Tiene usted un hijo, señor Obersturmfuhrer, su esposa se encuentra bien, y el niño también es robusto. Además, se ha cumplido su deseo: el niño nació ciego… ¡Cuántas veces se criticó en la época del Tercer Reich la inteligencia del judío, escéptica e incapaz de creer! Pero el judío también produjo y creyó su leyenda. A finales de 1943, después del primer bombardeo aéreo importante de Leipzig, oí varias veces contar lo siguiente en la «casa de los judíos»: en 1938, los judíos fueron sacados de sus camas a las 4.15 de la madrugada y
llevados al campo de concentración. Y esta vez, todos los relojes de la ciudad se detuvieron a las 4.15, durante el bombardeo. Siete meses antes, arios y no arios se habían encontrado en el terreno común de lo legendario, tan crédulos los unos como los otros. El álamo de Babisnau. Extrañamente aislado, significativo y destacado, curiosamente visible desde numerosos puntos, se alza en la cadena de colinas situada al sureste de la ciudad. A principios de mayo me contó mi mujer que había oído nombrar varias veces el álamo de Babisnau en el tranvía. Al cabo de unos días, oí lo mismo en la fábrica: ¡el álamo de Babisnau! Pregunté por qué lo mencionaban. Y me respondieron: porque florece. Y eso ocurre en contadas ocasiones: ocurrió en 1918, y en 1918 se firmó la paz. Enseguida intervino una trabajadora: no solo en 1918, sino también en 1871. —Y en otras guerras del siglo — añadió una que trabajaba de capataz. Y el mozo generalizó: —Cada vez que florecía, se firmaba la paz. Al día siguiente dijo Feder: —Aquello fue una auténtica migración al álamo de Babisnau. Realmente florece que da gusto. A lo mejor llega la paz, a pesar de todo... Nunca hay que rechazar del todo las creencias populares. Feder, aquel de la estrella judía y del gorro para protegerse del polvo que había fabricado con su viejo birrete de juez.
XI Fronteras borrosas Los alumnos de primaria ya aprenden hace tiempo que no existen fronteras fijas entre los reinos de la naturaleza. Menos se ha difundido y reconocido que el ámbito de lo estético carece del mismo modo de fronteras estables. Para clasificar el arte y la literatura modernos —en este orden, porque empezó la pintura y la siguió la literatura—, se utiliza la pareja de conceptos «impresionismo-expresionismo»; en este caso, las tijeras conceptuales deben cortar y separar de manera impecable, puesto que se trata de dos contrarios absolutos. El impresionista se entrega a la impresión de las cosas y reproduce cuanto ha absorbido: es pasivo, se deja influir por la vivencia de cada momento, es otro en cada instante, carece de un núcleo anímico fijo, unitario y duradero, de un yo siempre idéntico. El expresionista parte de sí mismo, no reconoce el poder de las cosas, sino que les pone su impronta, su voluntad, se expresa en y a través de ellas, las plasma de acuerdo con su carácter: es activo, y su acción está dirigida por la auto-conciencia segura de sí misma de un yo invariable y duradero. Perfecto. Sin embargo, deliberadamente, el artista de la impresión no reproduce la imagen objetiva de lo real, sino solo el qué y el cómo de lo que ve; no el árbol con todas sus hojas, ni la hoja individual con su forma determinada, ni el verde o el amarillo en sí mismos, ni la luz en sí de una hora del día o de una época del año, de una situación climática, sino la masa de hojas que confluyen y que su ojo capta, y el color y la luz que se corresponden con su ánimo del momento, con su estado anímico, que él impone a partir de sí mismo a la realidad de las cosas. ¿Dónde está entonces la pasividad de su comportamiento? En lo estético es tan activo, es un artista tan expresivo como su contrario, el expresionista. El antagonismo solo se produce en el campo de la ética: el expresionista, seguro de sí mismo, instaura leyes fijas para sí y para su entorno y conoce la responsabilidad. El impresionista, hombre fluctuante que cambia de hora en hora, reivindica el comportamiento inmoral para la irresponsabilidad propia y ajena. No obstante, también aquí las fronteras resultan inevitablemente borrosas. Partiendo de la sensación de desamparo del individuo, el impresionista llega
a la compasión social y a la intervención activa a favor de las criaturas oprimidas y descarriadas; no existe diferencia entre un Zola y unos hermanos Goncourt en el campo impresionista y un Toller, un Unruh y un Becher en el expresionista. No confío en las consideraciones puramente estéticas en los ámbitos de la historia de las ideas, de la literatura, del arte, de la lengua. Es preciso partir de posturas humanas básicas; los medios de expresión sensibles pueden ser los mismos, aun siendo los objetivos totalmente opuestos. Esto es particularmente válido para el expresionismo: tanto Toller, a quien el nacionalsocialismo mató, como Johst, nombrado presidente de la Academia en el Tercer Reich, pertenecían a la corriente expresionista. La LTI hereda de los expresionistas, o comparte con ellos, las formas del énfasis en la voluntad y el impulso tormentoso.30 Las revistas de los jóvenes expresionistas, que por aquel entonces aún aspiraban a ser reconocidos, se llamaban Die Aktion [«La acción»] y Der Sturm [«La tempestad» o «El asalto»]. Como los izquierdistas más radicales, como los bohemios más hambrientos del mundo artístico, frecuentaban en Berlín el Café Austria, situado junto al puente de Potsdam (también acudían al Café des Westens, más conocido y elegante, aunque allí abundaban más los que ya habían triunfado y también se reunían otras «corrientes»), y en Múnich, el Café Stephanie. Esto ocurrió en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial. En el Austria esperábamos durante la noche electoral de 1912 los telegramas de prensa que iban llegando y lanzamos gritos de júbilo cuando se anunció la victoria socialdemócrata número cien; creíamos que las puertas a la libertad y a la paz se abrirían de par en par y para siempre… Las palabras Aktion y Sturm se trasladaron hacia 1920 del afeminado café a la viril cervecería. Aktion formó parte, desde el comienzo hasta el final, de las palabras foráneas imprescindibles y nunca vertidas al alemán de la LTI e iba asociada a los recuerdos de los heroicos tiempos iniciales, a la imagen de quien aún blandía la pata de una silla; Sturm se convirtió en denominación de un grupo en la jerarquía militar —el Sturm número cien, el Sturm de caballería 30. Stürmisches Vorwärtsdrängen, alusión al Sturm und Drang, movimiento prerromántico alemán del siglo XVIII.
de las SS—, aunque en ello también participaba la tendencia a germanizar ciertos términos y a establecer nexos con la tradición. El uso más difundido de la palabra Sturm es al mismo tiempo el más oculto, pues ¿quién sabe aún, o sabía en los años de poder absoluto del nazismo, que SA significaba Sturmabteilung [Sección de asalto]? SA y SS, la Schutzstaffel [Escuadra de protección], o sea, la guardia pretoriana, adquirieron tal autonomía en cuanto abreviaturas que ya no son siglas representativas de algo, sino que poseen significado propio, dejando caer en el olvido aquello que en su día representaban. Escribo obligadamente SS con la línea curva de los caracteres normales de imprenta. En la época de Hitler existía en las cajas de imprenta y en el teclado de las máquinas de escribir oficiales un tipo especial, anguloso, para escribir SS. Correspondía a la runa germánica de la victoria y había sido creada en su memoria. Por otra parte, sin embargo, también guardaba cierta relación con el expresionismo. El adjetivo zackig [dentado, picudo, anguloso, pero también enérgico, osado] formaba parte de las expresiones utilizadas por los soldados en la Primera Guerra Mundial. Un saludo militar bien marcial, una orden, un discurso pueden ser zackig, todo cuanto implica un gasto de energía concentrado y disciplinado es zackig. Define una forma esencial de la pintura expresionista y del lenguaje literario expresionista. Sin duda, la idea de zackig fue lo primero que surgió en la mente de una persona libre de consideraciones filológicas cuando vio el signo nazi de las SS. Mucho antes de que existiera el signo nazi de las SS, ya se veía en color rojo en las casetas de los transformadores, con una advertencia escrita debajo: « ¡Cuidado, alta tensión!» En este caso, la S angulosa era evidentemente la imagen estilizada del rayo. ¡El rayo, símbolo tan querido por el nazismo, debido a su acumulación de energía y a su rapidez! Por eso, las siglas SS bien podían ser una encarnación directa o una expresión pictórica del rayo. La doble línea quizá insinuaba asimismo una energía más intensa, puesto que en las banderitas negras de las agrupaciones infantiles aparecía un solo rayo «anguloso», o sea, por así decirlo, media SS.
A menudo intervienen diversos factores a la hora de formar algo, sin que quien da la forma sea consciente de ello. A mi juicio, sucede también en este caso: SS es ambas cosas a la vez, es imagen y carácter abstracto; es cruzar la frontera hacia lo pictórico, es escritura pictográfica, es volver al aspecto sensible del jeroglífico. Sin embargo, quienes en la época moderna utilizan estos métodos que borran las fronteras son precisamente los antípodas más decididos de los expresionistas y de los nacionalsocialistas seguros de sí mismos, son los que dudan, los que desintegran el yo y la moral, son los decadentes. Guillaume Apollinaire, polaco nacido en Roma y ardiente defensor de su patria electiva, Francia, poeta y experimentador literario, pinta combinando letras: las palabras de la frase «un cigarro encendido que humea» [un cigare allumé qui fume] están impresas de tal manera que la espiral del humo ascendente, formada por las letras correspondientes, surge de la línea recta de la palabra «cigarro». Dentro de la LTI, la forma angulosa especial de SS significa, a mi entender, un nexo de unión entre el lenguaje icónico del cartel y el lenguaje en un sentido estricto. Existe otro nexo de unión de este tipo: se trata de la antorcha vertical, vuelta hacia arriba o hacia abajo y dibujada asimismo con trazos angulosos, la runa del florecimiento y del marchitamiento. En cuanto símbolo de la muerte, solo se utilizaba en lugar de la cruz en las necrológicas; en cambio, vuelta hacia arriba, no solo sustituía a la estrella en los anuncios de natalicios, sino que se empleaba asimismo en el sello de farmacéuticos y panaderos. Podría suponerse que estas dos runas adquirieron la misma carta de naturaleza que las siglas de las SS, por cuanto también se veían estimuladas por las dos tendencias: una, al aspecto sensible, otra, al teutonismo. Sin embargo, no es así en absoluto. En diversas ocasiones, siempre durante varias semanas seguidas, tomé apuntes para establecer una relación estadística entre la utilización de los signos rúnicos y la de la estrella y la cruz. Leía regularmente (siempre nos llegaba, quién sabe de dónde, a la «casa de los judíos», a pesar de que no podíamos abonarnos a él ni guardarlo siquiera en la habitación ) uno de los diarios neutrales de Dresde —neutral en la medida de lo posible para un periódico, es decir, en comparación con un periódico adscrito al Partido de forma declarada— y, con cierta frecuencia, el Freiheitskampf el órgano del
Partido en Dresde, así como el ZX4Z,19 que había de demostrar un nivel más alto, ya que debía representar al país ante el extranjero, sobre todo después del obligado enmudecimiento del Frankfurter Zeitung. Se suponía que las runas aparecerían con mayor frecuencia en el órgano del Partido que en los otros diarios y había que tener en cuenta también que el DAZ31 solía servir a los círculos específicamente cristianos para insertar sus anuncios. Aun así, el número de runas del Freiheitskampf no superaba excesivamente el de los otros periódicos. El número máximo de runas se alcanzó sin duda tras las primeras grandes derrotas, sobre todo después de Stalingrado, porque el Partido aumentó la presión sobre la opinión pública. Pero incluso por aquellas fechas, cuando el número diario de necrológicas por los soldados caídos en el frente alcanzaba las dos docenas más o menos, las escritas con la runa eran a lo sumo la mitad y muchas veces solo llegaban a una tercera parte. A todo esto, siempre llamaba la atención que precisamente las necrológicas en apariencia más nazis se aferraran a la estrella y a la cruz. Algo similar ocurría con los anuncios de natalicios: apenas la mitad, y a menudo muchísimos menos, presentaban la runa, y la omitían con frecuencia precisamente los anuncios más nazis —pues existía todo un estilo LTI para los anuncios de natalicios, bodas y fallecimientos. El motivo de la nopenetración, de la no-adopción de estas runas de la vida, la positiva y la negativa, cuando el emblema de las SS se había impuesto totalmente, es fácil de indicar. SS era una denominación del todo nueva de una institución del todo nueva; SS no debía sustituir nada. La estrella y la cruz, en cambio, son desde hace casi dos milenios los signos representativos del nacimiento y de la muerte, las dos instituciones más antiguas e inalterables de la humanidad. Se habían introducido a demasiada profundidad en la imaginación del pueblo para que pudieran desarraigarlas. Pero si las runas de la vida se hubiesen impuesto a pesar de todo y hubiesen dominado de manera absoluta durante la época de Hitler, ¿habría tenido yo problemas para establecer las causas de tal fenómeno? ¡En absoluto! Al igual que antes, con la misma facilidad y buena conciencia, habría escrito que era de prever. Que la tendencia general de la LTI se inclina hacia lo sensible, y si el volver-sensible se puede conseguir remitiéndose a la tradición germánica —en este caso, mediante un signo rúnico— será doblemente bienvenido. En cuanto signo tipográfico «anguloso», diría, la runa de la vida remite a la imagen de las SS; en cuanto símbolo ideológico, a los rayos de la rueda solar, a 31. Dresdener Allgemeine Zeitung.
la cruz gamada. Por la combinación de todas estas causas, concluiría, lo más natural del mundo es que las runas de la vida acabaran suplantando, necesariamente, a la cruz y la estrella. Ahora bien, si de lo no ocurrido puedo afirmar que debería haberse producido con los mismos buenos argumentos que los que aplico a lo ocurrido realmente..., ¿qué he demostrado en realidad, qué he despojado de su secreto? Fronteras borrosas, inseguridad, dudas y titubeos también en este caso. La postura de Montaigne: Que sais-je, ¿qué sé? La postura de Renán: el signo de interrogación, el más importante de los signos de puntuación. La postura de extrema oposición a la terquedad y a la confianza en sí mismo propias de los nazis. Entre ambos extremos oscila el péndulo de la humanidad y busca la posición central. Antes de Hitler y durante la época hitleriana se insistía hasta la saciedad en que todo progreso proviene de los tercos y en que todas las inhibiciones se deben a los partidarios del signo de interrogación. No es del todo seguro, pero sí sabemos con toda certeza otra cosa: que únicamente las manos de los tercos están manchadas de sangre.
XII Signos de puntuación En los individuos y en ciertos grupos se puede observar a veces cierta preferencia característica por este o aquel signo de puntuación. Los eruditos gustan del punto y coma; sus exigencias lógicas piden un signo de separación más decidido que la coma, pero no tan limitador como el punto. El escéptico Renán señala que nunca se podría utilizar con suficiente frecuencia el signo de interrogación. El movimiento prerromántico del Sturm und Drang gastaba una cantidad enorme de signos de exclamación. La primera época del naturalismo tiene en Alemania cierta querencia por los guiones: las frases, las series de pensamientos, no se plasman con la lógica esmerada del que escribe sentado ante su escritorio, sino que se interrumpen, sugieren, quedan inacabadas, poseen un carácter fugaz, saltarín, asociativo, como corresponde a un monólogo interior o a una conversación acalorada, sobre todo entre personas poco acostumbradas a pensar. Podría suponerse que la LTI, retórica en el fondo y siempre dirigida al sentimiento, sería adicta a los signos de exclamación, como el Sturm und Drang. Pero no es así; al contrario, parece utilizar ese signo con bastante moderación. Es como si todo se constituyera con tal naturalidad en apelación y exclamación que no necesitara ningún signo de puntuación especial..., pues ¿dónde están las afirmaciones simples, ante las cuales pudiera destacarse la exclamación? En cambio, la LTI emplea hasta la saciedad aquello que me gustaría llamar el entrecomillado irónico. El entrecomillado simple y primario no significa más que la reproducción literal de algo dicho o escrito por otro. El entrecomillado irónico no se limita a esta cita neutra, sino que pone en duda la verdad de lo citado y declara que son mentira las palabras comunicadas. Ya que en el discurso hablado esto se expresa simplemente tiñendo la voz con un tono de burla, el entrecomillado irónico guarda una estrecha relación con el carácter retórico de la LTI. No fue ella quien lo descubrió. Cuando en la Primera Guerra Mundial los alemanes se jactaban de su cultura superior y despreciaban la civilización
occidental, tratándola de logro menor y meramente exterior, los franceses nunca olvidaban las comillas irónicas al mencionar la «culture allemande», y a buen seguro la aplicación irónica del entrecomillado coexistió con su uso neutro desde el momento mismo en que surgió el signo. En la LTI, sin embargo, la utilización irónica supera con creces la neutra. Precisamente porque le repugna la neutralidad, porque siempre ha de tener un enemigo, siempre ha de denostar a un enemigo. Cuando los revolucionarios españoles consiguen una victoria, cuando tienen oficiales o un Estado Mayor, se trata necesariamente de «“victorias” rojas», de «“oficiales” rojos», de un «“Estado Mayor” rojo». Lo mismo ocurre luego con la «“estrategia”» rusa, lo mismo con el «“mariscal” Tito» de los yugoslavos. Chamberlain y Churchill y Roosevelt son siempre solo «“hombres de Estado”» entre comillas irónicas; Einstein es un «“científico”», Rathenau, un «“alemán”», y Heine, un «poeta “alemán”». No existe el artículo periodístico, la reproducción de un discurso, que no esté plagado de tales comillas irónicas, que tampoco faltan en los estudios detallados de carácter más sereno. Forman parte de la LTI impresa como del tono de Hitler y de Goebbels; les son innatas. En el año 1900, en mi último curso de bachillerato, tuve que escribir una redacción sobre monumentos. Una de las frases rezaba así: «Después de la guerra del setenta, en casi cada plaza mayor alemán a se alzaba una Germania victoriosa con la bandera y la espada; podría enumerar cien ejemplos.» Mi maestro, hombre escéptico, escribió con tinta roja al margen: « ¡Traer una docena de ejemplos para la próxima clase!» Solo encontré nueve y quedé curado para siempre de la manía de llenarme la boca de cifras. Aun así, y a pesar de que en mis consideraciones sobre la LTI tengo mucho que decir sobre el abuso de las cifras, podría escribir con la conciencia tranquila respecto al entrecomillado irónico: «Podrían enumerarse miles de ejemplos.» Uno de estos miles, todos muy uniformes por lo demás, reza así: «Se suele distinguir entre gatos alemanes y gatos “de lujo”.»
XIII Nombres Corría por los institutos de enseñanza secundaria un viejo chiste que se fue heredando de generación en generación; ahora que el griego solo se enseña en escasísimos institutos, a buen seguro ya no circula. El chiste rezaba así: ¿cómo surgió la palabra alemana Fuchs [zorro] de su equivalente griego alopex (ἀλώπηξ)? Surgió siguiendo este orden evolutivo: alopex, lopex, pex, pix, pax, pux, Fuchs. No había pensado en la broma desde el bachillerato, o sea, desde hacía más de treinta años. El 13 de enero de 1934, sin embargo, resucitó de pronto con enorme vitalidad del olvido, como si acabase de mencionarla el día anterior. Ocurrió durante la lectura de la circular semestral n° 72 de la universidad. El rector nos comunicaba que nuestro colega, el catedrático no titular y concejal nacionalsocialista Israel, había vuelto a adoptar el antiguo apellido de su familia «con la debida autorización del ministerio». «En el siglo XVI se llamaba Oesterhelt, y en la región de Lusacia este nombre pasó por diversas deformaciones, por Ues-terhelt, Isterhal (también Isterheil y Osterheil), Istrael, Isserel, etcétera, hasta llegar a Israel.» De este modo, me llamaba por vez primera la atención el capítulo de los nombres de la LTI. Más tarde, siempre que pasaba por delante de la flamante placa con el apellido de Oesterhelt —colocada en la puerta de un jardín situado en el barrio suizo—, me reprochaba observar, una vez más, este especial capítulo sobre todo sub specie Judaeorum. Ciertamente, el asunto no se agota tan solo en la temática judía y tampoco es un capítulo que pertenezca de forma única y exclusiva a la LTI. En cualquier revolución, sea de carácter político-social, artístico o literario, siempre intervienen dos tendencias. De un lado, está la voluntad de lo completamente nuevo, donde el énfasis se pone con ahínco en la oposición a todo lo vigente hasta el momento; de otro, la necesidad de establecer un nexo con el pasado, de contar con una tradición justificante: en este caso, no se es del todo nuevo, se regresa a aquello contra lo cual pecó la época que debe ser superada, se vuelve a la humanidad, a la nación, a la moralidad, a la
verdadera esencia del arte, etcétera, etcétera. Ambas tendencias se manifiestan con claridad en las denominaciones y cambios de nombres. La costumbre de poner el nombre y apellido de un adalid de la nueva situación a un recién nacido o a una persona que ha de cambiarse de nombre se limita, sin duda, básicamente a América y, en particular, a la América negra. La gran revolución inglesa profesa el puritanismo y se regodea en nombres del Antiguo Testamento, que gusta de reforzar con alguna cita bíblica (Josué, alaba al Señor, alma mía). La gran Revolución Francesa busca sus figuras ideales en la Antigüedad clásica, sobre todo en la romana, y cualquier tribuno del pueblo se da a sí mismo e impone a sus retoños nombres sacados de Cicerón y de Tácito. Del mismo modo, un buen nacionalsocialista pone el énfasis en su parentesco de sangre y de espíritu con los germanos, con los hombres y dioses del norte. La moda wagneriana y un nacionalismo existente desde hacía tiempo aportaron el trabajo previo, los Horst, Sieglinde, etcétera, ya existían en abundancia cuando surgió Hitler; además del culto a Wagner, y quizá incluso con más fuerza que dicho culto, también intervinieron a continuación el movimiento juvenil, los cantos de los Wandervogel [Aves migratorias]. Sin embargo, el Tercer Reich convierte casi en deber y en uniforme lo que hasta entonces solo era una moda o una costumbre entre otras. Si el líder de las juventudes nazis se llama Baldur, ¿cómo va uno a quedarse rezagado? Aún en 1944 encuentro en un periódico de Dresde seis nombres claramente germanos en nueve anuncios de natalicios: Dieter, Detlev, Uwe, Margit, Ingrid, Uta. Los nombres dobles, unidos por un guión, son particularmente populares por su sonoridad, por su doble profesión de fe, es decir, por su carácter retórico (y, por tanto, por su pertenencia a la LTI): Bernd-Dietmar, Bernd-Walter, Dietmar-Gerhard... También es característica de la LTI la siguiente fórmula en los anuncios: Klein Karin, Klein Harald [Pequeña Karin, Pequeño Harald]; al nombre heroico de las baladas se le añade una pizca de sentimiento edulcorado y se consigue así un exquisito sabor a cebo. ¿Exagero mucho cuando hablo de uniformización? Tal vez no, en la medida en que una serie de nombres tradicionales se tornaron en parte sospechosos y algunos hasta fueron directamente prohibidos. Los nombres cristianos estaban muy mal vistos; sus portadores podían despertar con facilidad la sospecha de pertenecer a la oposición. Poco antes de la catástrofe de Dresde cayó en mis manos, como papel de envolver, un ejemplar del Illustrierter
Beobachter, correspondiente, si no me equivoco, al 5 de febrero de 1945. Había allí un artículo llamativo titulado «Heidrun». Llamativo por hallarse en el oficialismo periódico nazi (se trataba del suplemento del Vólkischer Beobachter).32 En el transcurso de aquellos años recordé en más de una ocasión una extraña escena de una obra de Grillparzer. El sueño, una vida, último acto. El joven héroe está irremediablemente implicado en un crimen sangriento y no le queda más remedio que pagar su culpa. En eso se oye un reloj, y el héroe susurra: « ¡Escucha! ¡Ya suena! Faltan tres horas hasta que despunte el día. / Poco tiempo, y todo habrá pasado.» Se despierta por un instante e intuye vagamente que solo lo ha atormentado un sueño, un sueño pedagógico, una posibilidad irrealizada de su yo. «Fantasmas, apariciones nocturnas, / delirios de enfermo si prefieres, / y los vemos porque ardemos por la fiebre.» Ese «tres horas hasta que despunte el día», la conciencia borrosa de la culpa, suena a veces en las publicaciones de partidarios de Hitler, pero nunca con la claridad de este artículo tardío dedicado al nombre de Heidrun; con la diferencia de que, cuando despertaron, demasiado tarde, los delirios febriles de los hitlerianos no se esfumaron como espectros; ellos habían asesinado realmente... En el artículo sobre el nombre de Heidrun, el autor se burla doblemente de sus camaradas de Partido. Si los padres, escribe, cometieron antes de separarse de la Iglesia (paso obligado para los miembros de las SS y para los nazis más ortodoxos), si cometieron en una fase menos alemana de su vida el error de bautizar a su primogénita con el nombre de Christa, luego trataron de exonerar más o menos a la pobre criatura con la ayuda de la ortografía, obligándola a escribir su nombre semioriental con una inicial alemana: «Krista.» Y para rematar la expiación, la segunda hija recibía el nombre muy germano y pagano de «Heidrun», que el buen alemán medio consideraba una versión germana de Erika. De hecho, sin embargo, señala el artículo, Heidrun es la «cabra celestial» de las Eddas, lleva hidromiel en las ubres y persigue con avidez al macho cabrío. Se trata, pues, de un nombre nórdico muy poco adecuado para una muchacha… ¿Habrá servido la advertencia del artículo para proteger a algún niño? Se publicó tarde, menos de tres meses antes del derrumbe. En el servicio de búsqueda de la radio oí nombrar hace escasos días a una Heidrun de Silesia… 32. Asociación excursionista juvenil creada a finales del siglo XIX.
Mientras Christa y nombres similares aún tienen cabida en el registro civil a pesar de su mala reputación, los nombres extraídos del Antiguo Testamento están prohibidos: ningún niño alemán puede llamarse Lea o Sara; si a algún párroco ajeno a la realidad se le ocurre admitir tal nombre, el funcionario del registro civil denegará la inscripción, y la queja del párroco será rechazada con indignación por las instancias superiores. En la medida de lo posible, se procuraba proteger de tales nombres a los «camaradas del pueblo». En septiembre de 1940 vi en las carteleras un anuncio de una iglesia: «Héroe de un pueblo, oratorio de Hándel.» Debajo ponía, con letras temerosamente pequeñas y entre paréntesis: «Judas Macabeo; nueva versión.» Por esas mismas fechas leí una novela histórica traducida del inglés: The Chronicle of Aaron Kane. La editorial Rütten & Loening —¡la misma que publicara la gran biografía de Beaumarchais del judío vienés Antón Bettelheim!— se disculpaba en la primera página, aduciendo que los nombres bíblicos de los personajes se debían a su puritanismo y a las costumbres de la época y del país, por lo cual no podían cambiarse. Otra novela inglesa —cuyo autor no recuerdo— se llamaba en alemán Queridos hijos. El título original, indicado con letras minúsculas en la página de créditos, era O Absalom! En los cursos de física había que callar el nombre de Einstein y la unidad de medida de la frecuencia, el hercio [Hertz] y no podía ser designada con este nombre judío. No obstante, como a los «camaradas del pueblo» alemanes no solo se los quería resguardar de los nombres judíos, sino, más aún, de cualquier contacto con los judíos, estos eran marginados de la manera más concienzuda posible. Y uno de los recursos esenciales para tal marginación consistía en marcarlos con nitidez mediante el nombre. Quien no tenía un nombre inequívocamente hebreo, es decir, un nombre como Baruch o Recha, de escasa difusión en la lengua alemana, debía añadir «Israel» o «Sara» a su nombre. Debía comunicarlo en el registro civil y a su banco, no debía olvidarlo a la hora de firmar y había de recordar a sus corresponsales que, a su vez, no lo olvidaran cuando se dirigiesen a él por carta. Si no estaba casado con una mujer aria y no tenía ningún hijo con ella —la esposa aria por sí sola no sirve—, debía llevar la estrella amarilla. La palabra «judío» insertada en la estrella, cuyas letras trataban de imitar la escritura hebrea, se asemejaba a un nombre que se lleva sobre el pecho. En la puerta del pasillo nuestro nombre aparecía dos veces; encima del mío figuraba la estrella ju día, y debajo del de mi mujer, la palabra
«aria». En mis tarjetas de racionamiento pusieron primero una «J» aislada, luego imprimieron la palabra «judío» en diagonal sobre la tarjeta, y por último la palabra «judío» figuraba en cada uno de los minúsculos cupones, es decir, un total de sesenta veces en la misma tarjeta. Cuando se hablaba oficialmente de mi persona, siempre se decía «el judío Klemperer»; cuando me había de presentar a la Gestapo, llovían golpes si no me presentaba diciendo en un tono suficientemente zackig [enérgico]: «Aquí está el judío Klemperer.» El desprecio se puede acrecentar poniendo en lugar de la simple forma asertiva la apelación imperativa y recurriendo al apostrofe: un día leí en un diario algo sobre mi primo, el músico emigrado en su día a Los Angeles: «Judío Klemperer ['Jude' en vez de Jude] huido del manicomio y apresado de nuevo.» Cuando se nombraba a los odiados «judíos del Kremlin», Trotski y Lirvinov, siempre se hablaba de Trotski-Bronstein y Litvinov-Finkelstein. Cuando se nombraba a Laguardia, el odiado alcalde de Nueva York, siempre se decía «el judío Laguardia», o al menos «el medio judío Laguardia». Y si, a pesar de todo el acoso, a una pareja judía se le ocurre traer un niño al mundo, no pueden poner un engañoso nombre alemán a su «cría»... Aún oigo cómo el Escupidor increpaba a una elegante anciana: —¡Se nos ha escapado tu cría, judía marrana, así que vamos a acabar contigo! En efecto, acabaron con ella, pues a la mañana siguiente ya no despertó de su sueño inducido por una sobredosis de Veronal. El gobierno nacionalsocialista les ofrece toda una paleta de nombres judíos para elegir. Parecen extraños y muy pocos poseen esa dignidad plena propia del Antiguo Testamento. En sus estudios titulados Desde Semi-Asia, Karl-Emil Franzos contaba cómo adquirieron los judíos galitzianos sus apellidos en el siglo XVIII. Fue una medida del emperador José II, introducida conforme a la Ilustración y al humanismo. Sin embargo, por ortodoxia, muchos judíos se mostraron reacios a aceptar los nuevos nombres; para burlarse, los funcionarios subordinados obligaron a los recalcitrantes a utilizar apellidos ridículos y embarazosos. La burla que en aquel entonces se había practicado contra la voluntad del legislador, fue aplicada deliberadamente por el gobierno nacionalsocialista; no solo pretendía marginar a los judíos, sino también «difamarlos». Como medio para ello se ofrecía el yiddish, que por sus formas léxicas parece a los alemanes una deformación del alemán y que les suena feo y burdo. Por
supuesto, solo el germanista de profesión sabe que el yiddish expresa precisamente el secular apego de los judíos hacia Alemania y que su pronunciación se corresponde en gran parte con la de un Walter von der Vogelweide y de un Wolfram von Eschenbach. ¡Ya querría ver yo al catedrático de filología alemana capaz de referirse a este hecho en su seminario! Así pues, a la lista de nombres admitidos para los judíos se agregaron sobrenombres judíos tales como Vógele, Mendele, etcétera, en parte desagradables y en parte ridículos para el oído alemán. En la última «casa de judíos» que habitamos leí una placa característica en una puerta, donde padre e hijo figuraban uno al lado de otro: Baruch Levin y Horst Levin. El padre no debía agregar Israel..., Baruch ya era bastante judío, aún provenía de una zona judía polaca y ortodoxa. El hijo, por su parte, podía prescindir del nombre de Israel porque era mestizo, porque su padre se había sentido atraído por la germanidad hasta el punto de contraer matrimonio con una alemana. Hubo toda una generación de Horst judíos, cuyos padres no daban abasto a la hora de poner énfasis y más énfasis en algo rayano ya en el teutonismo. Esta generación de Horst sufrió menos que sus padres bajo los nazis..., me refiero al sufrimiento psíquico, por supuesto, ya que ante los campos de concentración y las cámaras de gas no existían las diferencias generacionales, un judío era un judío. No obstante, los Baruch se sentían expulsados del país de sus amores, mientras que, en el caso de los Horst — siendo judíos al cien por cien, numerosos Horst y Siegfried se vieron obligados a añadir Israel a su nombre—, los más jóvenes con templaban la germanidad con indiferencia y en gran parte incluso con hostilidad. Criados en el mismo ambiente de romanticismo perverso que los nazis, eran sionistas… He vuelto a caer en el análisis de asuntos judíos. ¿Es culpa mía o del tema? Este debería tener también un aspecto no judío. Y, efectivamente, tal aspecto existe. La voluntad de sumarse a la tradición cuando tocaba poner un nombre afectó incluso a los contemporáneos que por lo demás procuraban distanciarse del nazismo. El director de un instituto de enseñanza media, que prefirió jubilarse antes que ingresar en el Partido, gustaba de hablarme de las primeras proezas de su nietecito Isbrand Wilderich. Le pregunté cómo había
llegado el muchachito a tal nombre. La respuesta fue de este tenor, literalmente: —Así se llamaba un hombre de nuestro clan [Sippe], que llegó de Holanda en el siglo XVII. El director, al que un catolicismo piadoso protegía de la seducción hitleriana, demostraba su infección nazi por el mero uso del término Sippe. Sippe, palabra neutra en el lenguaje antiguo, equivalente a parentela, a clan, a familia en sentido lato, y luego descendida al nivel de un peyorativo, como Augusto, acaba elevada al plano de una solemne dignidad. Las investigaciones genealógicas se convierten en deber moral para cualquier «camarada del pueblo». En cambio, la tradición es apartada sin miramientos cuando se opone al principio nacional. En este proceso interviene también una típica cualidad alemana, a menudo ridiculizada como pedantería: la minuciosidad. Gran parte de Alemania fue colonizada por los eslavos, y la toponimia responde a este hecho histórico. El principio nacionalista del Tercer Reich y su orgullo racial, sin embargo, son reacios a aceptar toponímicos que no sean germanos. Así pues, el mapa acaba depurado hasta en el más mínimo detalle. De un artículo aparecido en el Dresdener Zeitung el 15 de noviembre de 1942 y titulado «Topónimos alemanes en el este» apunté lo siguiente: en Mecklemburgo, se suprimió el adjetivo «Wendisch» [sorabo o wenda] en numerosos nombres de pueblos, en Pomerania se germanizaron 120 toponímicos eslavos, en Brandeburgo unos 175, y sobre todo se pusieron nombres germanos a las aldeas de la región de Spreewald. En Silesia se alcanzó un total de 2.700 modificaciones germanizantes, y en la circunscripción de Gumbinnen —donde resultaban chocantes sobre todo las terminaciones lituanas, «pertenecientes a una raza inferior», y donde, por ejemplo, se «nordificó» Berniglauken, que pasó a llamarse Berningen—, en la circunscripción de Gumbinnen se cambió el nombre de 1.146 municipios de un total de 1.851. La voluntad de acoplarse a la tradición se manifiesta asimismo cuando es cuestión de teutonizar los nombres de las calles. Los concejales y alcaldes más antiguos y desconocidos fueron desenterrados e identificados con suma pedantería en los letreros de las calles. Una calle recién trazada en la cadena
de colinas que transcurre al sur de Dresde se llama Tirmannstrasse, y bajo el nombre se señala lo siguiente: «Magister Nikolaus Tirmann, alcalde, fallecido en 1437.» En otros letreros de calles situadas en la periferia leemos textos similares: «Concejal del siglo XIV » o «Redactor de la crónica de la ciudad en el siglo XV»… ¿Era Joseph [José] un nombre demasiado católico o solo se pretendía dejar sitio para un pintor romántico y, por tanto, de marcado carácter alemán? Sea como fuere, la Josephstrasse de Dresde pasó a denominarse Caspar-DavidFriedrich-Strasse, aunque esto provocara más de un problema en Correos; cuando vivíamos en una «casa de judíos» de esta calle, recibimos numerosas cartas con la siguiente dirección: Friedrich-Strasse, casa del señor Caspar David. Una mezcla de publicidad moderna y de amor al orden gremial y estamental se manifiesta en los sellos de Correos, en que a los nombres de las ciudades se les agrega una frase con el fin de definir su particularidad. Como ya viene de antiguo, «Leipzig, ciudad de ferias» no es ningún invento nazi, pero sí lo es el siguiente sello: «Cleve, taller del buen calzado infantil.» En mis diarios apunté también: «Fallersleben, ciudad de la fábrica Volkswagen.» En este caso, el sello contiene, además del aspecto corporativo y de la publicidad industrial, un sentido claramente político: destaca una localidad industrial particular, una fundación engañosa, favorita del Führer; pues el prometedor «coche del pueblo» [Volkswagen], que atraía el dinero de la gente modesta, de hecho estaba proyectado de entrada como coche de guerra. Claramente políticos y puramente propagandísticos eran los sellos glorificadores: «Múnich, ciudad del Movimiento» y «Nuremberg, ciudad de los congresos del Partido». Nuremberg se hallaba en la llamada Traditionsgau [comarca de la tradición], con lo cual se pretendía definir esta región como escenario de los gloriosos inicios del nacionalsocialismo. Gau por provincia implica, una vez más, establecer un nexo con el teutonismo, y cuando se incorporan regiones puramente polacas a la Warthegau, la denominación alemana legaliza el robo de tierras extranjeras. Algo semejante ocurría con la denominación de «marca» para designar las regiones fronterizas. Marca Oriental [Ostmark]: así se incluía Austria en la Gran Alemania, Marca Occidental [Westmark]: así se anexionaba Holanda. La voluntad de conquista actuaba con más descaro
todavía cuando la ciudad polaca de Lodz perdía su nombre y recibía el de Litzmannstadt, por su conquistador en la Primera Guerra Mundial. Al escribir este nombre, veo delante de mí un sello especial: Gueto de Litzmannstadt. En eso surgen nombres que han entrado en la geografía infernal de la historia: Theresienstadt, Buchenwald, Auschwitz, etcétera. Y junto a ellos aparece un nombre que escasísimas personas conocen: solo nos afectaba a nosotros, a los de Dresde, y aquellos a quienes más afectó, han desaparecido todos. Campo judío de Hellerberg: en otoño de 1942 instalaron allí en miserables barracones, más miserables aún que los destinados a los prisioneros rusos, al reducido resto de los judíos de Dresde, y desde allí fueron enviados al cabo de escasas semanas a la muerte en las cámaras de gas de Auschwitz; solo quedamos los pocos que vivíamos en matrimonio mixto. Así he vuelto, a pesar de todo, al tema judío. ¿Es culpa mía? No, es culpa del nazismo, única y exclusivamente culpa suya. Pero ya que he ido a parar (por así decirlo) al patriotismo de campanario después de verme obligado a conformarme con meras alusiones y apuntes tomados al azar sobre este tema enorme, que bastaría, de hecho, para escribir toda una tesis doctoral —tal vez exista un departamento de Correos que pueda completar el material—, quiero narrar también una pequeña falsificación de documentos que me implica a mí, personalmente, y que contribuyó a salvarme la vida. Estoy seguro de que mi caso no habrá sido el único. La LTI era un lenguaje carcelario (de los carceleros y de los encarcelados), y del lenguaje de las cárceles forman parte necesariamente (como actos de defensa) las alusiones veladas, las ambigüedades, las falsificaciones, etcétera. Waldmann tuvo más suerte que nosotros, después de que nos salvaran de la destrucción de Dresde y nos trasladaran a la base aérea de Klotzsche. Nos habíamos arrancado la estrella judía, habíamos salido del perímetro urbano de Dresde, nos habíamos sentado junto con arios en el interior de un vagón, en resumen: habíamos cometido todo un rosario de pecados mortales, cada uno de los cuales nos habría supuesto la muerte si hubiéramos caído en manos de la Gestapo.
—En la guía de Dresde— dijo Waldmann —hay ocho Waldmann, y yo soy el único judío entre ellos... ¿A quién puede llamar la atención mi apellido? Pero mi caso era bien distinto. Apellido judío muy extendido más allá de la frontera bohemia— Klemperer nada tiene que ver con el oficio de fontanero [Klempner] y sino que significa el llamador, el servidor de la comunidad que llama por la mañana a las puertas o ventanas de los devotos, para despertarlos y exhortarlos a realizar las oraciones matutinas—, solo estaba representado por unas pocas y conocídimas personas en Dresde, y, para colmo, yo era el único que quedaba después de tantos años de terror. La supuesta pérdida de todos mis documentos podía despertar sospechas, y a la larga resultaba inevitable tratar con las autoridades: necesitábamos tarjetas de racionamiento, necesitábamos billetes— aún éramos muy pulidos y creíamos en la necesidad de tales papeles... Casi en el mismo instante recordamos un frasquito que contenía un remedio para mí. En la receta, escrita con letra de médico, mi nombre se podía cambiar en dos sitios fácilmente modificables. Bastaba un punto para convertir la «m» en «in», y una raya milimétrica transformó la primera «r» en «t». Así pues, Klemperer se convirtió en Kleinpeter. Difícilmente existiría una oficina de Correos que registrara a todos los Kleinpeter residentes en el Tercer Reich.
XIV Manga carbones [Kohlenklau] En la primavera de 1943, la oficina de empleo me envió como peón a la fábrica de tés y plantas medicinales Willy Schlüter, que había crecido hasta alcanzar considerables dimensiones debido a los encargos del ejército. Primero me asignaron un puesto de embalador: debía poner el té acabado en cajas, trabajo monótono donde los haya, pero muy llevadero desde el punto de vista físico. En efecto, no tardaron en asignarlo exclusivamente a mujeres, y fui a parar a las salas de fabricación, a los tambores de mezcla y a las máquinas de corte; cuando llegaba gran cantidad de materia prima, el grupo de judíos debía ayudar también a descargar y a almacenar. Al té Schlüter — como a todos los sucedáneos de té en aquella época, sin duda— le ocurría lo que a cualquier regimiento: solo el nombre se mantenía igual, mientras que el contenido cambiaba de continuo; metían allí todo cuanto se conseguía en el momento. Una tarde de mayo me hallaba yo en el sótano alto y bien ventilado, un espacio unitario que se extendía bajo toda un ala del edificio. Exceptuando unos cuantos huecos y los estrechos pasillos, el enorme almacén estaba lleno hasta los topes, y solo quedaba un resquicio justo debajo del techo. Se apilaban grandes sacos, llenos a rebosar de espino blanco, tila, brezo, menta y ajedrea; lanzados por la ventana del patio sobre un tobogán, se deslizaban hacia abajo y se acumulaban a tal velocidad que no había tiempo material para trasladarlos a su sitio. Yo ayudaba a separar y seleccionar los sacos amontonados y admiraba a los mozos que, con aquella carga burda y pesada sobre las espaldas, emprendían la ardua escalada hasta llegar a los lugares que quedaban libres. A mi lado se reía una oficinista que acababa de bajar con un encargo: —Mangacarbones [Kohlenklau] es realmente genial, podría actuar en un circo. Pregunté a un compañero a quién se refería, y recibí una respuesta llena de compasión y condescendencia, como si debiera saberla cualquiera que no fuese ni ciego ni sordo:
—Por supuesto a Otro, al recadero, que así lo llaman todos. Miré al hombre señalado con un movimiento del mentón, lo vi avanzar sobre la cresta de la montaña de sacos, desplazarse a gran velocidad en posición agachada, lo vi depositar, moviendo la espalda, los hombros, la cabeza como una oruga, el saco en un hueco que quedaba en la hilera contigua a la pared y meterlo luego estirando los brazos al máximo. En esta posición se parecía en cierta medida a un gorila, a una figura legendaria: los brazos eran brazos de simio, el ancho torso se asentaba sobre unos muslos gruesos y demasiado cortos, las piernas dibujaban una «O», los pies anchos embutidos en unos zapatos planos se adherían al suelo inseguro como si fuesen los tentáculos de un pulpo. Cuando se dio la vuelta, vi que su cara era similar a la de un sapo y que el pelo oscuro le cubría la frente baja y los ojos diminutos. En efecto, ya había visto repetidas veces una figura, una postura y un semblante más o menos parecidos en muros y carteleras, sin haberles prestado particular atención hasta el momento. Los carteles nazis presentaban siempre el mismo aspecto. En todo momento endilgaban al transeúnte el mismo tipo de luchador brutal, rígido y obstinado, con la bandera, el rifle o la espada, con el uniforme de las SA, de las SS o del ejército, o incluso desnudo; siempre aparecía la misma expresión de fuerza física, de voluntad fanatizada, siempre eran los músculos, la dureza y la indudable ausencia de todo pensamiento las características propias de esta publicidad por el deporte, la guerra o el sometimiento a la voluntad del Führer. «¡Somos los siervos del Führer!», exclamó en tono patético un catedrático de instituto ante un grupo de filólogos de Dresde poco después de que Hitler accediera al poder; desde entonces, la palabra me alcanzaba a voz en grito desde todos los carteles y sellos especiales del Tercer Reich; y cuando se representaba a mujeres, se trataba de heroínas nórdicas, esposas de los héroes nórdicos. Era realmente perdonable que solo prestara fugaz atención a estos carteles, sobre todo porque, siendo portador de la estrella, procuraba desaparecer cuanto antes de la calle, donde nunca me hallaba a salvo ni de los insultos ni de las aún más embarazosas demostraciones de simpatía. Todos esos carteles miserablemente heroicos solo trasladaban al ámbito gráfico los elementos más monótonos de la ya de por sí monótona LTI, sin enriquecerla en absoluto. Tampoco había en ningún sitio una vinculación estrecha, una mutua elevación entre la representación gráfica y la consigna correspondiente a esos dibujos que se encontraban por docenas. Frases como «¡Führer, ordena y te seguiremos!» o «¡Con nuestras banderas está la
victoria!» quedaban grabadas como meros lemas, como simples consignas, y no conocí ningún caso en que diseño y frase (o palabra) se compenetrasen hasta el punto de evocarse mutuamente. De hecho, tampoco había observado nunca que el personaje de un cartel del Tercer Reich se introdujera en la vida como ocurría en este caso, en que Mangacarbones, palabra e imagen a la vez, se apoderaba de todo el personal de una fábrica. Así pues, miré el cartel con detenimiento: en efecto, ofrecía algo nuevo, era un trozo sacado de un cuento, de una balada de fantasmas, apelaba a la imaginación. Hay en Versalles una fuente inspirada en las Metamorfosis de Ovidio; las figuras que se deslizan por el borde de la fuente ya están en parte bajo los efectos de la magia, su forma humana empieza a transmutarse en forma animal. Así exactamente se configuraba Mangacarbones; los pies ya pertenecían casi al ámbito anfibio, la punta de la chaqueta parecía el muñón de una cola, y la postura agachada del ladrón que se aleja furtivamente se asemejaba a la de un cuadrúpedo. Al efecto propio de un cuento de hadas que tenía la imagen contribuía también la afortunada elección del nombre: popular y desenfadado, cercano a la vida cotidiana por el uso de Klau en vez de Dieb [ladrón], pero al mismo tiempo poético y elevado por encima de lo cotidiano mediante la aliteración y la audacia del sustantivo compuesto (compárese con Fürsprech [«intercesor»; como en Kohlenklau, la segunda parte del compuesto no es otro nombre, sino un verbo]). Con esta simbiosis, la imagen y la palabra se grababan en la memoria como el nombre de las SS y el signo especial que les correspondía. Luego se intentó, algunas veces, proceder de manera similar, pero nunca se alcanzó el mismo efecto. Allí estaba la «tumba de centavos» [Groschengrab] para designar algún tipo de derroche..., resulta sintomático que ya no recuerde cuál; la aliteración es buena, pero la palabra es menos jugosa que Mangacarbones y el dibujo no cautiva tanto. Y luego había también un fantasma de las heladas [Frostgespenst] que entraba por la ventana goteando y amenazando con toda suerte de calamidades, pero en este caso faltaba la palabra fácil de retener. Quien más se acercaba al Mangacarbones era sin duda el fisgón siniestro que se deslizaba como una sombra, cuya figura inquietante advertía durante meses, en escaparates, quioscos y cajas de cerillas, del peligro de los espías. Pero el lema correspondiente, Feindh'órt mit [Enemigo también escucha] —extraño para el oído alemán debido a un americanismo, la supresión del artículo—, estaba gastado cuando surgió
aquel hombre fantasmal; las palabras ya habían aparecido bajo numerosas imágenes de tipo narrativo, por así decirlo, donde el enemigo maligno, sentado en un café y oculto tras un periódico, escuchaba una conversación mantenida, imprudentemente, en la mesa contigua. El efecto directo de Mangacarbones se demuestra en algunas copias y variantes: hubo un «Mangahoras» y un dragaminas llamado «Mangaminas», y en el Reich apareció una imagen dirigida contra la política soviética con el siguiente subtítulo: «Mangapolonia»... A Mangacarbones se lo veía también, inalterado, en el marco de un espejo de mano; debajo se leía lo siguiente: «Mírate en el espejo: ¿eres tú o no eres tú?» A menudo, cuando alguien dejaba abierta la puerta de una habitación caldeada por la estufa, alguien gritaba: «¡Que viene Mangacarbones!» Sin embargo, una insignificante escena que presencié en la calle en 1944, en una época, pues, en que Mangacarbones ya no formaba parte de las imágenes más nuevas y actuales, ilustra mejor que todo lo que he descrito — incluido el sobrenombre de Otto, el recadero— el efecto particular de este cartel, uno más entre numerosísimos otros. Una mujer joven luchaba en vano con su testarudo hijito. El chaval se soltaba una y otra vez de su mano, se detenía sollozando y no quería seguir. En eso, un señor mayor, que había presenciado la escena al igual que yo, se acercó al pequeño, le puso la mano en el hombro y le dijo con voz grave y serena: —¿Vas a portarte bien y obedecer a tu madre? ¿Vas a ir con ella a casa? Porque, si no, ¡te llevaré a casa de Mangacarbones! Por un instante, el niño miró aterrado al caballero. Luego rompió a llorar lleno de angustia, corrió hacia su madre, se agarró de su falda y gritó: —¡Mamá, a casa! ¡Mamá, a casa! Existe un relato de Anatole France muy propicio para la reflexión, creo que se llama El jardinero Putois. Putois es presentado a los hijos de una familia como un ser amenazante, como un coco, y así queda grabado en la imaginación de los pequeños, así se inserta luego en la formación de la generación siguiente y crece hasta convertirse en un dios familiar, en una divinidad por excelencia. Si el Tercer Reich se hubiese mantenido por más tiempo, Mangacarbones, surgido de la imagen y de la palabra, habría tenido todos los números para convertirse en personaje mítico.
XV Knif Oí por primera vez la palabra Knif dos años antes de estallar la guerra. Berthold M., que había venido a cerrar aquí sus últimos negocios antes de viajar a América (« ¿Para qué voy a dejarme estrangular poco a poco? ¡En unos cuantos años nos volveremos a ver!»), Berthold M. contestó así a mi pregunta de si creía en una larga duración del régimen: Knif! Y mientras la indiferencia burlona y un tanto fingida se convertía finalmente, a pesar de todo, en amargura, que, a su vez, debía mantenerse oculta, pues así lo exigía el bushido33 berlinés, añadió con tono enérgico: Kakfif dirigí una mirada interrogativa, y él señaló, condescendiente, que me había convertido en un provinciano y no tenía ni la menor idea de Berlín: —Allí, todo el mundo lo dice una docena de veces al día. Knif significa Kommt nicht in Frage [imposible] y Kakfif, Kommt auf keinen Fall in Frage [del todo imposible]. La sensibilidad para captar el lado sospechoso de un asunto y el humor crítico siempre han sido características berlinesas fundamentales (por lo que hasta el día de hoy no acabo de entender cómo el nazismo pudo imponerse en Berlín); por eso, los berlineses comprendieron ya a mediados de los años treinta el aspecto cómico de la manía de las abreviaciones. Y cuando se le puede dar un matiz un tanto indecente a lo cómico, lo picante duplica el efecto de la broma: así surgió, como antídoto para las noches berlinesas que la gente pasaba en los sótanos debido a los bombardeos, la siguiente fórmula para decir buenas noches: Popo, es decir, Penne ohne Pause oben! [Sobaré arriba sin parar]. Más tarde, en marzo de 1944, hubo una seria advertencia pública y oficial por el uso excesivo y abusivo de las «palabras mutiladas», como llamaban a las abreviaciones. Un diario cualificado como el DAZ a veces dedicaba su columna diaria titulada «Nuestra opinión» a temas lingüísticos. En esta 33. Código moral de la casa guerrera japonesa en la Edad Media.
ocasión se refería a una orden de las autoridades destinada a contrarrestar la expansión de las abreviaciones que desfiguraban la lengua. Como si un decreto hubiera podido reducir aquello que ellos mismos siempre habían cultivado y seguían cultivando, aquello que brotaba sin intervención de nadie, automáticamente, de la esencia misma de las autoridades que en ese momento pretendían impedir tal proliferación. Se preguntaba el diario si un grupo de sonidos como Hersta der Wigru. aún merecía el calificativo de alemán; se hallaba en un diccionario de economía y significaba: Herstellungsanweisung der Wirtschaftsgruppe [Instrucciones de fabricación del grupo económico]. Desde un punto de vista temporal, entre estas muestras del humor popular berlinés y esta primera observación del DAZ se inserta algo que tiene toda la apariencia de un intento de sofocar la mala conciencia y de atribuir las culpas a otro. Un artículo publicado en el Reich (del 8 de agosto de 1943), con el poético título de «Inclinación y obsesión por la brevedad», responsabiliza al bolchevismo de las «monstruosidades lingüísticas» de la abreviación; a estas monstruosidades se opone, dice, el humor alemán; por supuesto, añade, existen también las abreviaciones logradas que son (¡cómo no!) creaciones del pueblo alemán, tales como Ari por «artillería», ya difundida en la Primera Guerra Mundial. Todo es falso en ese artículo. De hecho, las abreviaciones son siempre creaciones artificiales y surgen tan poco del pueblo como el esperanto: en la mayoría de los casos, el pueblo solo suele contribuir con imitaciones burlescas. Formas tales como Ari son excepciones. Y el reproche de la auto ría rusa de las monstruosidades lingüísticas tampoco puede sostenerse desde una posición razonable. Tal reproche se remonta, por cierto, a un artículo publicado tres meses antes (el 7 de mayo) en el Reich. Allí se decía lo siguiente de la enseñanza del ruso en el sur de Italia, zona ya liberada del fascismo: «Los bolcheviques han enterrado la lengua rusa bajo una marea de cacofónicas palabras abreviadas y artificiales..., los alumnos del sur de Italia aprenden una jerga.» Es posible que el nazismo copiara muchos elementos del bolchevismo por mediación del fascismo italiano (para luego falsearlos definitivamente, como todo cuanto tocaba ese rey Midas de la mentira); pero no tuvo que robarle la
formación de las abreviaciones, puesto que desde principios del siglo XX y en particular desde la Primera Guerra Mundial estaban en boga por doquier, en Alemania, en los países europeos, en todo el mundo. En Berlín existía desde hacía tiempo el KDW (Kaufhaus des Westens [Grandes Almacenes de Occidente]), y mucho antes existía ya la HAPAG. Una bonita novela francesa se titulaba Mitsou; Mitsou es la abreviación de una empresa industrial francesa y al mismo tiempo el apelativo de una amante entregada, y esta erotización puede considerarse una señal segura de que la abreviación como forma había adquirido carta de naturaleza en Francia. Italia poseía algunas abreviaciones especialmente ingeniosas. En este proceso, pueden distinguirse tres planos: el más sencillo se limita a juntar determinadas letras, como, por ejemplo, BDM ; el segundo forma un grupo fonético susceptible de pronunciarse como una palabra; y el tercero adopta una palabra ya existente en la lengua y la relaciona con aquello que expresa como abreviación. La palabra de la creación, «Fiat» (¡hágase!), designa un flamante automóvil de las Fabbriche Italiane Automobili Torino, y el noticiario cinematográfico de la Italia fascista se llama Luce (Luz), nombre formado con las iniciales de la Lega universale di cinematografía educativa. Goebbels inventó la abreviación HibAktion para la campaña «¡Todos a las fábricas!» (Hinein in die Betriebe!)» Pero era una expresión que solo servía para la utilización oral; impresa, carecía de la necesaria corrección ortográfica para ser perfecta. 34 De Japón nos enteramos de que un muchacho y una muchacha que se vestían y se comportaban al estilo europeo-americano eran llamados «Mobo» y «Mogo», modern boy y modern girl. Por último, lo mismo que con la expansión espacial de las abreviaciones ocurre también con su expansión en el tiempo. ¿No es ikhtys el pez, lema y símbolo de las primeras comunidades cristianas, una abreviación de este tipo, puesto que contiene las iniciales de las palabras griegas correspondientes a «Jesucristo, Hijo de Dios, el Redentor»? 34. Porque en la expresión oral se percibe la palabra Hieb [golpe].
Ahora bien, si la abreviación se extiende de tal manera por el tiempo y el espacio, ¿hasta qué punto puede considerarse una característica especial o un mal especial de la LTI? Para responder a esta pregunta, procuro recordar la misión que se asignaba a las abreviaciones antes del nazismo.