La imaginación socialista: El ciclo histórico de una tradición intelectual
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Siglo XXI Fernando Díez Rodríguez La imaginación socialista El ciclo histórico de una tradición intelectual

La tradición socialista presenta los rasgos propios de un ciclo histórico cerrado. A lo largo del siglo xix el socialismo exhibe el perfil de una tradición intelectual en la edad de la fuerza: se conforma un imaginario pletórico, caracte rizado por su empuje juvenil, ilusionado, visionario y confiado, que derrocha creatividad y una asombrosa ambición analítica. Con el cambio de siglo se abre un periodo de crecimiento y desarrollo, pero también de importantes conmociones internas que crearán divisiones insuperables en su seno. Según avanza el siglo xx , al perder relevancia la perspectiva humanista, la imaginación socialista se enfría y da prioridad a la visión política y económica. Finalmente, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, se apuntan los rasgos de una imaginación socialista congelada que no solo ha perdido la creatividad y el empuje de sus años de juventud, sino también la fortaleza y las certezas de un tiempo anterior de adusta prepotencia. Hoy, la izquierda vive incapaz de elaborar cualquier crítica teórica o de promover algún tipo de imaginación de lo alternativo y la esperanza de lo posible. ¿Está el futuro de los socialistas en redescubrir sus raíces, en una vuelta al utopismo y al humanismo? Fernando Díez Rodríguez, profesor del departamento de Historia contemporánea de la Universidad de Valencia, ha escrito sobre historia social e intelectual del trabajo e historia de los sistemas modernos de protección social. Es autor de Viles y mecánicos (1990), La sociedad desasistida (1993) y Utilidad, deseo y virtud (2001). En Siglo XXI de España ha publicado su obra magna Homo Faber. Historia intelectual del trabajo, 1675-1945 (2014). Diseño de portada RAG Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

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que favorecen el surgimiento de una aguda mentalidad crítica que nutre lo que conocemos como socialismo. Una nueva forma de imaginarse a los seres humanos y sus organizaciones económicas, sociales y políticas se confronta con otro tipo de representaciones bien distintas, ocupa un importante espacio, y se consolida como un referente para la detección y análisis de los problemas, la contestación movilizadora y el arbitrio de soluciones alternativas con un perfil reformista o revolucionario. La imaginación socialista mantuvo su vitalidad durante siglo y medio, vivió después un corto periodo de grave decadencia y hoy puede considerarse agotada. En estas condiciones, las circunstancias parecen favorables para hacer una reconstrucción global de su peripecia histórica. Verla desde el final facilita una mirada más ponderada, menos trufada de aquellas perturbaciones que siempre nos acechan cuando tratamos de fenómenos vivos con los que interactuamos activamente, cuando las valoraciones positivas y negativas propias del tráfago de la vida están a flor de piel. La consideración terminal de la tradición socialista nos permitirá establecer una mejor diferenciación de las etapas fundamentales de su ciclo vital, una presentación, espero que más matizada, de las diversas sensibilidades que la conforman, y una visión sintética del proceso de su extremo debilitamiento y desaparición. Esta mirada es oportuna para una revisión global, libre de los condicionantes propios de los procesos abiertos, de lo que puede ser reconstruido, enmendado y rejuvenecido para abrirlo a futuras posibilidades. Y esto es lo que haremos. La mirada será la propia de un historiador, y de lo que nos ocupamos es del socialismo histórico. La tradición socialista será examinada en su diversidad, aunque no en su totalidad. Hemos seleccionado una serie de propuestas que no solo son suficientemente representativas, sino que constituyen formulaciones especialmente sugestivas, incisivas e influyentes como para permitirnos presentar, a través de ellas, una visión de conjunto. Su diversidad será mostrada incidiendo en su variedad y evitando distorsionarla mediante la aplicación de algún principio jerárquico o teleológico. Huiremos de las distorsiones que suelen cometerse al establecer diferencias entre socialismos primitivos y evolucionados, utópicos y científicos, limitados y completos, infantiles y maduros. Este tipo de discriminaciones producen la alteración del examen histórico de los más antiguos, mientras que suelen privilegiar las formas temporalmente más avanzadas. Se pierde así la prestancia de una parte de la imaginación socialista, despreciando los numerosos elementos de sugestión e inteligencia que hay en ella, dificultándose, además, la comprensión de su poder de influencia. Si la despojamos de todos aquellos aspectos que podemos calificar como muy ligados a un espacio y un tiempo, idiosincrásicos y temporales, determinados por las circunstancias históricas singulares, todavía quedará un poso de ideas y propuestas incitantes, dispuesto para el juego inacabable de la discusión, la prospección y la imaginación, en asuntos que todavía nos preocupan y sobre los que el patrimonio diverso y rico del socialismo histórico puede tener algo que sugerirnos. ¿Tiene la imaginación socialista un espíritu definido que nos permita caracterizarla con alguna precisión? No es una pregunta a la que sea fácil responder. Y, sin embargo, se trata de algo importante para saber de qué

hablamos cuando nos referimos al socialismo. Respondamos que sí, pero recordando que lo hacemos desde la consideración histórica del mismo, la que caracteriza nuestro empeño. Desde esta perspectiva, el socialismo es un anticapitalismo con diversas formas, más o menos contundentes y explícitas, de plasmarse. Además de esto es también la propuesta de una nueva forma de sociedad completamente diferente al tipo de sociedades existentes. De igual manera que hay diversas formas de anticapitalismo, también las hay de presentar la imagen de lo que debería ser la sociedad socialista. Teniendo en cuenta estos dos aspectos, podemos afirmar que el núcleo central de la imaginación socialista es la instauración de una nueva organización económica, social y política que vendría a dar respuesta a los muchos y graves problemas de las sociedades presentes que se achacan al capitalismo, sistema económico al que se caracteriza por una honda e incorregible desigualdad económica y se califica como intrínsecamente injusto e inhumano. La posición anticapitalista exige terminar con la sociedad que se levanta sobre esta forma económica y dar paso a otra de nuevo cuño. El socialismo habla, pues, y lo hace críticamente, de capitalismo y de sociedad burguesa, pero hay que advertir que la mayor o menor incidencia en lo uno y en lo otro tiene su efecto sobre las modalidades históricas de lo que por él se entiende. De momento basta decir que, en el primer caso, lo económico desempeña un papel principal y lo burgués subordinado, mientras que, en el segundo, los aspectos sociales, culturales y morales adjudicados a la sociedad burguesa tienden a ocupar un lugar tan relevante como la misma indagación crítica de los males estrictamente económicos del capitalismo. Esta matización es importante para la recta comprensión del socialismo en su conjunto, así como para perfilar su significado histórico y sus avatares. Lo es porque facilita la distinción entre un socialismo tendencialmente más economicista y otro que podemos calificar de más cultural, moral y ético. En el primer caso, se habla prioritariamente de explotación económica, en el segundo de corrupción social, dos términos que hay que entender en el sentido hondo que alcanzaron en la propia imaginación socialista. El texto que presentamos examina, de manera más pormenorizada, la parte central del ciclo histórico del socialismo. Un periodo que se extiende entre finales de la primera década del siglo xix y el final de la Primera Guerra Mundial. Su comienzo lo ligamos simbólicamente a la aparición, en 1808, de la Teoría de los cuatro movimientos de Charles Fourier; consideramos que esta obra es el arranque de una prospección sistemática de asuntos que apuntan a la conformación de un imaginario específicamente socialista. Su final lo hacemos coincidir con el momento en que ya están presentes las formas principales del socialismo propias del siglo xx . Aquí concluye el periodo nuclear del socialismo, el largo tiempo en que este ha desplegado la totalidad de sus opciones fundamentales y ha mostrado la compleja variedad de su propuesta. Las formas del socialismo propias del siglo xx , aquellas que ya están completas en sus rasgos fundamentales a finales de la Gran Guerra, entrarán a partir de los inicios del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial en un proceso de crisis y difícil readaptación, suponiendo esto una verdadera conmoción de los diversos socialismos del siglo. Tal conmoción es considerada en estas páginas como el final de su periodo histórico, el ocaso definitivo de la imaginación socialista. Un final que tiene una estrecha relación con el debilitamiento, cuando no la negación, de la

condición histórica del socialismo como anticapitalismo y como fundador de un nuevo tipo de sociedad y un nuevo estilo general de vida. Vamos a dividir el examen del periodo nuclear mencionado en dos partes. La primera se detendrá en el socialismo decimonónico atendiendo a la variedad de sus análisis y propuestas. Son los años de juventud, un tiempo ilusionado y confiado que se prevale de la confianza y optimismo de lo nuevo e ilusionante. Derrocha imaginación, creatividad y, en ocasiones, una gran ambición analítica, y goza de la fascinación del bien y lo bueno que surgen desde abajo, desde la clase más postergada, sometida y empobrecida, para terminar imponiéndose bien mediante el convencimiento que induce la mejor alternativa posible, o bien mediante el cumplimiento de un destino irénico ineludible. Es la edad de la fuerza. En esta etapa están los utópicos, con sus diferentes tipos de utopismo y los grados distintos de elaboración de los mismos. También aquellos otros que se mueven fuera del recurso utópico y han contribuido, como los primeros, a enriquecer y completar los imaginarios socialistas del siglo xix . Las utopías están representadas por Charles Fourier y Étienne Cabet, con una particular atención al primero por haber elaborado la más acabada e influyente utopía socialista del siglo. Entre los socialismos no utópicos, o con un bajo y marginal perfil utópico, están los que llamaremos atelieristas, Pierre-Joseph Proudhon y Karl Marx. Todos ellos, los primeros y los segundos, comparten la confianza en el hundimiento irremediable del capitalismo y de la sociedad burguesa, incidiendo en lo uno y lo otro según modulen su peculiar sensibilidad crítica. Desde el punto de vista del argumento que organiza este ensayo, podemos afirmar que estamos ante una imaginación socialista pletórica que desprende el calor de una voluntad propositiva con inequívoca referencia humana; con una especial sensibilidad, por lo tanto, hacia el importante papel de la agencia humana en la idea del socialismo y en su proceso de construcción. La segunda parte centra su atención en lo que denominaremos el cambio decisivo. Está completamente determinado por dos hechos de gran importancia y con notables repercusiones. El primero de ellos es la aparición, a finales del siglo xix , del marxismo y la relevancia que este tendrá para la configuración del socialismo del siglo xx , al menos hasta poco más allá de rebasarse su mitad. Recién aparecido el marxismo como forma dominante del socialismo se abre en su seno una profunda crisis. Es un hecho de calado. La crisis tiene dos momentos principales. El primero, la aparición del revisionismo de Eduard Bernstein, una llamativa puesta en cuestión de las premisas fundamentales de socialismo marxista recién elaborado por uno de los marxistas más reconocidos del movimiento socialdemócrata del momento. El segundo vendrá un poco después y podemos caracterizarlo como la aparición de un socialismo radical que rompe con el marxismo ortodoxo de la socialdemocracia, al que caracterizará como un reformismo incapaz de realizar el desiderátum anticapitalista y dar paso a una verdadera sociedad socialista. De las formas del radicalismo la más importante por sus consecuencias será la que se fragua en el seno de la socialdemocracia rusa. En 1905 se produce una ruptura en el socialismo marxista ruso que tendrá un importante efecto posterior sobre el llamado marxismo de la Segunda Internacional, el marxismo ortodoxo socialdemócrata europeo. Esta divergencia será

conocida como marxismo-leninismo. De esta manera, entre 1891 (fecha en la que el Partido Socialdemócrata alemán se declara marxista) y 1905 (fecha de la Revolución rusa que propicia la definitiva ruptura de Lenin con el marxismo ortodoxo, desde posiciones radicales), tenemos ya las tres formas fundamentales de lo que será el socialismo en el siglo xx , hasta el cierre de su periodo histórico: marxismo de la socialdemocracia europea, revisionismo en sus diferentes variantes europeas, la bernsteniana y las posteriores, y marxismo radical, del que el marxismo-leninismo será la formulación más relevante por motivos fáciles de entender; la toma del poder del partido bolchevique, liderado por Lenin, en la Revolución rusa de 1917 y la posterior creación de la Unión Soviética y, en toda Europa, de los partidos comunistas de observancia marxista-leninista y obediencia soviética, fuertemente creados por escisión en el seno del movimiento socialdemócrata. El segundo fenómeno del cambio decisivo tiene un carácter muy distinto al anterior y afecta a cualquiera de las formas del socialismo del siglo xx , si exceptuamos las diferentes corrientes del anarquismo, un socialismo que tiene un recorrido limitado, en el espacio y el tiempo en este siglo, y que puede considerarse como una forma epigonal del socialismo decimonónico. De hecho, el fenómeno que ahora caracteriza esta transformación resultará mortal para el anarquismo. En torno a los años finales del siglo xix , el socialismo europeo abandonará su estrecha y exclusiva expresión en lo que vamos a denominar el paradigma social para sustanciarse, de manera no menos estrecha y exclusiva, en el paradigma político. Esto supone un verdadero cambio de agujas en la orientación del socialismo, con efectos muy importantes sobre aspectos fundamentales del mismo. En el cuerpo central de nuestra indagación esperamos que quede suficientemente claro lo que esto supuso. Baste, ahora, indicar que el socialismo decimonónico es un socialismo sin política, enteramente levantado sobre las espaldas de la sociedad representada por la clase trabajadora, mientras que el socialismo del siglo xx es un socialismo en el que la política y el Estado ocuparán un lugar decisivo para su implementación y, en la medida en que esto es así, propiciará la difuminación relativa de la sustancia social que caracterizaba al socialismo anterior. Cuando este cambio se ha producido la clase obrera sin política ni Estado es considerada como una clase inútil en sus capacidades para abolir el capitalismo y crear la nueva sociedad. Una matización importante es que una buena parte del socialismo del siglo xx rompió de tal manera con el paradigma social que no guardará la deseable prevención frente a la irrupción del paradigma político, ofreciendo un flanco debilitado a la absolutización del mismo, a la exaltación inmoderada de lo estatal y lo público, dos términos que generalmente el socialismo del siglo xx tenderá a confundir de manera voluntaria. En estas circunstancias, la tradición socialista da un completo vuelco, plantea nuevas soluciones y se crea nuevos problemas. Considerados en su totalidad, los socialismos del cambio decisivo conforman una imaginación socialista enfriada siempre en relación con los de la etapa anterior. El enfriamiento es un efecto de la pérdida de relevancia de la agencia humana y la creciente importancia que cobra la idea cientifista tanto del socialismo, como de la crisis definitiva del capitalismo. Esto se cumplirá en sumo grado en el marxismo de la socialdemocracia y en el comunismo marxista-leninista, y menos en el revisionismo bernsteniano, en

la medida en que recupera el interés por el componente ético del socialismo, precisamente por su alejamiento del cientifismo historicista en que había devenido el marxismo. La imaginación enfriada tiende a cubrir el socialismo de una acerada carcasa de objetividad, lo que le proporciona una fría dureza y le resta el calor propio de la combustión subjetiva de lo humano en sus dimensiones psíquicas y morales. En este sentido, el enfriamiento es una pérdida de la potencia imaginativa y creativa característica del socialismo decimonónico, Marx incluido. La imaginación socialista acaba con un apartado en el que se sintetizan las líneas fundamentales de la evolución del socialismo desde mitad del siglo xx hasta la desaparición de la Unión Soviética y el comunismo internacional a finales de la década de los ochenta, el desenlace. En esta evolución ocupará un lugar relevante la revitalización del revisionismo, no estrictamente bernsteniano pero que mantiene aspectos importantes de este, y el hundimiento del socialismo marxista en todas sus variantes, tanto la socialdemócrata, como la radical sustanciada en el marxismo-leninismo soviético y todos sus epígonos. Llegados al último cuarto del siglo, la imaginación socialista se ha volatilizado dando fin a un proceso que ya es detectable desde la década de los cincuenta. Es el tiempo de una imaginación socialista congelada. Si alguna sangre corre todavía por sus venas, es un fluido degradado y espeso, incapaz de reanimar ya un cuerpo macilento afectado por la frigidez de lo extinto. Quedará un «socialismo» que difícilmente puede incardinarse en la tradición que examinamos en estas páginas y que padecerá y manifestará un serio agotamiento social, político, ideológico y cultural, y una reincidente incapacidad para una elaboración teórica que afronte, con alguna profundidad y solvencia, los nuevos retos de los tiempos en toda su extensión y amplitud. En estas circunstancias, parecería que las alternativas críticas a los tipos de economía, sociedad, política, moralidad y cultura de nuestros días tendrían que replantearse mediante un proceso de innovación que exigiría un tipo nuevo de imaginación reactiva y propositiva. ¿Sería el inicio de un nuevo ciclo en el que, como en el anterior, los elementos utópicos, experimentales y analíticos tendrían que combinarse para propiciar un nuevo imaginario realmente imaginativo y cautivador? ¿Habría que reconsiderar el triunfo arrollador del paradigma político en materia de teoría crítica y recomponer un equilibrio, nunca logrado, entre las esferas de lo social y lo político? ¿Deberíamos revaluar la importancia de experiencias rupturistas, minoritarias y limitadas, frente al convencionalismo existente como ensayos de alternativas posibles? Son preguntas que rememoran el espíritu de aquel socialismo de la edad de la fuerza, confiado y esperanzado. LA EDAD DE LA FUERZA I. COMIDA, SEXO, AMOR Y TRABAJO Charles Fourier (1772-1837) fue un socialista harto peculiar. Entendió que el mundo presente, su organización económica, social y política, estaba condenado a desaparecer por las perturbaciones irremediables que padecía como si de una enfermedad incurable se tratara. Diagnosticó la naturaleza del mal y dedicó su esfuerzo y capacidades a elaborar una acabada representación de un nuevo mundo en el que encontrarían solución

definitiva los males del presente y en el que los seres humanos gozarían de una felicidad permanente. El socialismo de Fourier se sustancia en la elaboración de una utopía de altos vuelos que presenta dos características generales que la hacen singular. La primera es la extremada elaboración que en ella alcanza el tipo de sociedad alternativa que propone. Se trata, seguramente, de una de las utopías más acabadas de todas las que se han escrito y, sin duda, la que cumple en más alto grado esta condición entre las utopías socialistas. En segundo lugar, Fourier presenta su alternativa mediante un ejercicio extremado de pluma en el que la parodia y los neologismos son recursos constantes. El mundo que critica es puesto al revés para subrayar, mediante una ironía trufada de humor, las respuestas y soluciones que a sus males y perversiones ofrece la nueva sociedad que él despliega ante nuestros ojos. Las parodias y los neologismos se completan con una verdadera manía por las clasificaciones y una portentosa «imaginación del detalle». Todo ello acentúa lo mucho que su obra tiene de artefacto, de un descomunal artefacto textual mediante el cual se potencia la mirada escrutadora del autor, capaz de revelar, con un gran despliegue de creatividad e ingenio, aspectos de las realidades ordinarias del mundo totalmente ocultos para mentes más realistas, convencionales y comedidas. A la vez esto hace que la utopía de Fourier alcance un tono de desmesura y extravagancia no siempre fácil de digerir. Un tono que es, sin embargo, parte constitutiva e irrenunciable del producto de nuestro autor, del ingente esfuerzo de creación desplegado por un pensador que es, sin duda, una rutilante estrella del socialismo del siglo xix ; y no solo por lo que dice, sino por la alargada influencia que ejerció a lo largo del siglo. La imaginación socialista de Fourier es una propuesta novedosa e imaginativa si la comparamos con otros socialismos decimonónicos; una creación que, a pesar de su innegable capacidad sugestiva, fue pronto rechazada y aun despreciada en la mayor parte de sus elementos constitutivos, aunque no en todos ellos. La tradición socialista decimonónica no circulará por vías furieranas ni tampoco sabrá apreciar algunas cosas importantes que nuestro extravagante y genial autor supo atisbar. Y, sin embargo, a lo largo del siglo xix la figura de Fourier se mueve, reconocida o velada, entre las bambalinas de algunas grandes representaciones del socialismo, y no solo del socialismo, de la época. Figura un tanto fantasmal, demediada en la atención que se le presta, simplificada al reducirla a algún rasgo más aceptable, menos incómodo y molesto, de su ensoñación socialista. El socialismo de C harles F ourier El rasgo más singular del socialismo de Charles Fourier es su entera elevación a partir de un cimiento psicológico y asociativo: fisiología de las pasiones y organización societaria. El hombre de Fourier es esencialmente un ser de pasiones (pasiones en el sentido clásico del término, «facultades del alma») de tipo sensitivo, volitivo e intelectivo. Los seres humanos viven en sociedades civilizadas y el fundamento de toda civilización es la sistemática represión de las pasiones humanas cuya consecuencia es la completa perversión de las mismas. Civilización es un término clave del lenguaje crítico de Fourier y, por lo tanto, de lo que entiende por socialismo. Se trata de la instauración compulsiva de un pretendido orden enteramente

basado en la suspicacia más absoluta respecto a las pasiones naturales de los humanos y, consiguientemente, en la sistemática represión de las mismas. Así, las pasiones otorgadas por la divinidad a la naturaleza del hombre, con la posibilidad de su expresión libre, sin conflictos ni perversiones, se corrompen y transforman en contrapasiones, término con el que nuestro autor se refiere a las pasiones en la civilización. Un mundo de pasiones reprimidas y violentadas que presentan un amplio perfil conflictivo lo que conduce a la creación de férreas instancias de poder, orden y control. Esto supone la proliferación de comportamientos reprimidos que cursan necesariamente con costumbres viciosas y con una «moralidad» que no es más que la imposición y justificación de un vastísimo elenco de represiones pulsionales. En estas condiciones, Fourier ofrece su alternativa socialista que consiste en fundar un nuevo mundo, que él llama Armonía, en el que una organización asociativa de nuevo cuño posibilitará la recuperación del completo arsenal psíquico de las pasiones humanas en condiciones absolutas de expresión libre, pacífica y armoniosa, beneficiándose de las inimaginables posibilidades que esta revolución liberalizadora abrirá para conseguir la felicidad humana. El socialismo de Fourier requiere elaborar una detallada fisiología de las pasiones pues es, antes que nada, un movimiento para la liberación de la condición naturalmente apasionada de los seres humanos. Tal fisiología examina el cuadro completo de las pulsiones psíquicas en todo el recorrido de los órdenes del deseo. El socialismo es la restauración del ser humano mediante una organización social (societarismo) que posibilita y potencia la expresión armónica de su riqueza psíquica, de forma que los hombres alcancen la felicidad por la expresión y satisfacción libre de sus capacidades pulsionales y deseantes desiguales, diferentes y diversas. El socialismo de nuestro autor es una doctrina contracivilizatoria. Que plantee los males del mundo en términos de civilización dice algo importante sobre su pensamiento. Entre otras cosas que no es, prioritariamente, un anticapitalismo en el sentido más estricto del término. Por otra parte permite afirmar que, además de las formas puramente anticapitalistas del socialismo, hubo un socialismo que articuló toda su carga crítica desde una perspectiva no exclusivamente económica, sino psicológica, cultural y moral, aunque la crítica económica desempeñase también un papel importante en la propuesta. Fourier habla de civilización y no de capitalismo cuando levanta su voz contra los males que aquejan a la sociedad. Esto es así porque los males básicos que denuncia no son única ni prioritariamente los males de una economía, sino de un modo funesto de vida, de una «moralidad» desviada, de unos valores, hábitos y costumbres que corrompen a los individuos y el tejido social en toda su extensión, sin que la (des)organización económica desempeñe en su idea un papel hegemónico y determinante. El capitalismo entra en su crítica socialista en tanto economía de la civilización y, por lo tanto, como forma económica que produce infelicidad, desigualdades injustificables, dominación y sumisión, repugnancia laboral y conflictos permanentes entre sus agentes. Fourier pone un especial acento en las formas de la comercialización civilizada, pues esta fomenta necesariamente el engaño, el fraude y la degradación en los productos y los servicios que se comercializan; la avaricia de los comerciantes, la especulación y el dolo e injusticia de los tratos. En

cualquier caso el anticapitalismo de Fourier es, comparado con otros, matizado y limitado. Pueden rescatarse algunos rasgos típicos de esta economía para el socialismo, pero recuperándolos y haciéndolos funcionar en un contexto de organización social alternativa, el falansterio, la forma acabada y minuciosamente trabada de su idea societaria. Lo cierto es que, el capital, junto con el t rabajo y el talento, son fundamentos de la economía societaria armoniana. Se organiza esta mediante la generalización de un sistema cooperativo autónomo (asociación de producción y de consumo) para el que se necesita un capital que se invierte y recibe por ello sus justos beneficios. Las formas de lo económico siempre están más al servicio del potencial social que de los puros rendimientos, y esto es así porque de una economía lo que realmente le interesa es en qué medida puede movilizar la máxima expresión de la paleta pasional y deseante, así como el principio de atracción que esta expresión refuerza en los medios de la sociedad armoniana. En materia de potencial social, hay una serie de características que se pueden identificar con el capitalismo, como economía productiva y de mercado, que tienen mucho que aportar al nuevo mundo industrial y societario de Fourier. Esto tiene que ver con el amplio flanco que el capitalismo abre a la movilización de pasiones y deseos del tipo más variado. Algo que se perdería en una economía completamente socializada, con abolición de la propiedad de los medios de producción y de los bienes producidos y el ideal de un máximo igualitarismo económico, en su versión colectivista o estatalista, arrasador en materia de pasiones y deseos. Fourier es un defensor a ultranza de la propiedad, no de aquella que se establece sobre la división entre propietarios y asalariados, sino de la que instaura la propiedad asociada autónoma, o de los copartícipes, en materia de empresa de producción y de servicios. Una propiedad, a la vez personal y cooperativa, que debe preservarse si no queremos perder el espíritu que toda propiedad promueve, una pérdida irreparable para la construcción y el funcionamiento del socialismo. El espíritu de propiedad –afirma nuestro autor– es la palanca más potente que se conoce para electrificar a los civilizados; se puede estimar sin exagerar el doble de trabajo de un propietario comparado con el de un asalariado. Los obreros, de una lentitud y torpeza llamativas cuando trabajan por un salario, se convierten en campeones de diligencia cuando trabajan por su cuenta. Se debe, pues, como primera cuestión de economía política, estudiar la transformación de todos los asalariados en propietarios copartícipes o asociados. Detrás del socialismo de Fourier hay una fuerza capaz de llevarlo a su culminación, tanto en su dimensión personal como societaria: la atracción. La fisiología de las pasiones está intrínsecamente vertebrada por la fuerza de la atracción cuando de las pasiones en Armonía estamos hablando. Mediante esta corriente sustancial y vital, se produce una virtuosa relación entre el ámbito individual de expresión y combustión de las pasiones y la satisfacción social de las pulsiones desatadas. Todos los deseos se satisfacen en el medio social, pues todas las pasiones de su fisiología son pasiones con entidad social, aunque con diversos grados en la capacidad de movilizar la atracción. La infinidad de los deseos, «deseamos –afirma Fourier– demasiado

poco, y esto es lo que demostrará el cálculo de la atracción», no aísla a los individuos, no es por sí misma una amenaza de algún tipo de misantropía, sino que necesariamente los liga unos a otros en un acto de satisfacción compartida. Lo que encontramos en la civilización es una contrafuerza, la repulsión, que enfrenta a sus miembros en la medida en que la expresión reprimida de las contrapasiones crea necesariamente oposición de intereses, conflicto en la prosecución de los deseos, penosidad y rechazo de las actividades que, al no ser armonizables en la sustancia pasional que las promueve, al no poder ser expresión feliz de la misma, terminan trufadas de conflictividad, de choque de intereses necesariamente divergentes. Mediante la atracción, fuerza fundamental del socialismo de Fourier, se produce la virtuosa relación entre el ámbito individual de combustión de las pasiones y los deseos y la realidad, exclusivamente social, de expresión y satisfacción de los mismos en su formulación más variada, intensa y extensa. Toda la sociedad furierista está trabada por una vastísima y tupida red de atracciones que aseguran su cohesión y, a la vez, satisfacen a sus miembros en cualquiera de sus voliciones, necesariamente diferentes y desiguales. Pero esto no puede hacerse sin la presencia y acción de un poderoso mecanismo social que opera mediante estrictos requisitos clasificatorios, combinatorios y organizativos que garantizan el funcionamiento armónico de todo el sistema: la expresión libre y ordenada de las atracciones pasionales, la felicidad universal producida por la conflagración satisfactoria de las atracciones. Todas las pasiones, todas las atracciones, en un medio societario minuciosamente regulado y ordenado, el falansterio. Ninguna es rechazada o proscrita pero todo está necesariamente armonizado y trabado mediante esta forma superior y definitiva de organización social que posibilita la expresión y explosión controlada de la esencia psíquica de los humanos en toda su diversa gama, tanto desde el punto de vista cuantitativo como cualitativo. Es el societarismo el que obra y garantiza una verdadera transustanciación, el que hace que las pasiones y los deseos conculcados y contrariados de la civilización, se reconviertan en las pasiones y deseos propios de una naturaleza humana transparente, pacífica, solidaria y feliz. El socialismo de Fourier es, por su concepción apasionada y atrayente, un activismo extremo. Armonía es una sociedad infatigable. Una vez liberada, la atracción muestra todo su potencial activo e inagotable en las más diversas esferas. Activismo productivo y laboral; en los tratos e intercambios económicos; en la prosecución de los placeres más simples o más alambicados, materiales y espirituales; activismo en el trato social, en las empresas culturales, en la participación en diferentes agrupaciones de todo tipo, también en las instituciones que velan por el buen orden y el control del falansterio. En estas condiciones su socialismo es una economía productivista. La motivación de los agentes económicos descansa en una desbordante imaginación del deseo totalmente ajena a cualquier tipo de ascesis y próxima a la extrema vitalidad de un espíritu dionisiaco. El activismo es, entre otras cosas, la garantía cierta de una sociedad de la abundancia en cualquiera de sus formas posibles. Abundancia de bienes y servicios pero, también, abundancia exuberante de las formas del sexo y del amor, de toda clase de plétoras y lujos en los más diversos ámbitos de lo material y de lo espiritual. Un activismo no solo infatigable, sino también voluble y versátil. El ser humano de Armonía solo quiere y necesita un corto reposo, el mínimo biológico que reclama su cuerpo, un mínimo mucho más

reducido que el que se requiere en la estresante y deprimente vida civilizada y que, además, todavía se reducirá más en la medida en que las sucesivas generaciones de Armonía vean transformada su entidad biológica y se beneficien de los cambios inimaginables que se producirán en sus cuerpos y en sus espíritus. El carácter voluble y versátil de tal activismo viene dado por el impulso natural al cambio de actividad que se justifica por la tendencia innata a poner en ejercicio, de la manera más completa posible, la dotación pasional de cada persona en su expresión total. Actividades de corta duración, cambio continuo de actividad y de grupo de actividad. Fourier identifica este activismo con la felicidad, siendo la fatiga, física, psíquica y mental, el rédito penoso que la actividad produce en civilización. Este activismo no tiene relación alguna con el ascetismo, por suave y benevolente que este pueda ser. No plantea renuncia alguna pues es, en sí mismo, un activismo feliz y a nada hay que renunciar en una organización social que tiene como uno de sus pilares básicos el respeto y la promoción de la extremada polivalencia deseante de sus integrantes. Tal polivalencia encuentra en la jornada furierana la posibilidad cierta de su más alta satisfacción mediante la participación apasionada, y de corta duración, en todo tipo de agrupaciones (series pasionales) del más diverso cariz; siempre según el deseo y elección del activista, pero siempre en el marco organizativo societario que garantiza el ensamblaje armónico de los deseos y las elecciones. Nuestro autor proclama la plena identidad en Armonía del activismo y la felicidad y de esto sale un socialismo energético y armónicamente orgiástico. Fourier asume completamente la desigualdad natural de los seres humanos. Nada más perjudicial para la felicidad humana que el igualitarismo doctrinario. Se trata de la desigualdad de naturaleza, referida prioritariamente a la dotación pasional singular de cada individuo; una singularidad que no es solo diferencia, también es y tiene que ser desigualdad. Podemos entenderlo como una limitación de naturaleza, pues es imposible un ser humano que disponga, con la misma intensidad de pulsión, el cuadro completo que dibuja la fisiología de las pasiones de Fourier. También lo podemos entender como una peculiar sensibilidad de nuestro autor hacia el importante papel que la desigualdad tiene que desempeñar en la palestra universal de las atracciones. Uno de los criterios para la organización del falansterio será, precisamente, la fijación de un número mínimo de miembros y la elección de los mismos atendiendo a la natural desigualdad de los caracteres y tipos singulares para que estén representados todos los tipos posibles: Se reunirán 1.500 o 1.600 personas con una desigualdad graduada de fortunas, edades y caracteres, de conocimientos teóricos y prácticos; se procurará en esta reunión la mayor variedad posible, pues cuanta más variedad haya en las pasiones y facultades de los societarios, más fácil será armonizarlos. A esto hay que añadir el radical gusto de Fourier por aquellas diferencias y desigualdades que aseguran y promueven una conflagración muy viva de los deseos y pasiones del amor propio, necesarios, ente otras cosas, para desatar el activismo mediante el orgullo y la competición y, en general, las llamadas pasiones cabalísticas (pasiones de la intriga). Se perdería algo

importante en un socialismo cuyo desiderátum fuese la máxima igualdad y uniformidad posibles. El nuevo mundo societario no admite la moderación, tampoco cualquier forma, por suave que sea, de igualitarismo. Esto no haría más que convertir una sociedad viva, activa e infatigable, en una sociedad triste y mediocre y volver, así, a revivir el estado de civilización. El socialismo de Fourier descansa en un sistema de mínimos universales. No es solo un asunto de índole económica: la instauración de unos ingresos mínimos que erradiquen la pobreza y aseguren una vida material digna, en cualquiera de sus aspectos, a todos los societarios. La idea de mínimos afecta a diversos campos (desde el mínimo sexual, hasta una especie de renta mínima garantizada) y es un dispositivo universal de satisfacción básica de los deseos. Por una parte, evitan que condiciones especiales y singulares de los armonianos les impidan alcanzar un nivel de satisfacciones mínimo y digno. En la sociedad societaria no cabe la pobreza, pero tampoco la infelicidad debida a limitaciones específicas y objetivas de los asociados. Por otra parte, los mínimos son la garantía de que la amenaza de la insatisfacción severa no perturbe y corrompa el correcto funcionamiento de la atracción apasionada y no comprometa el juego libre que necesita para expresarse y potenciarse en toda su capacidad. Una vez establecidos los mínimos tiene que quedar, sin embargo, un espacio amplísimo para la desigualdad y la diversidad, para la libre expresión y confrontación social de las peculiaridades singulares. Es lo que exige la fisiología de las pasiones y la armonización de las condiciones que establece nuestro autor. Conformación múltiple y variada de pasiones y deseos en un nivel máximo de expresión, con todas las diferencias pasionales y grados posibles de ardores y comedimientos en los copartícipes. C omida , sexo , amor y trabajo Una vez sintetizadas las características esenciales del socialismo de Fourier, tenemos que ocuparnos de un rasgo singular y muy creativo de su propuesta. Se trata de una contribución muy significativa a la imaginación socialista decimonónica y a la tradición socialista en general. Nos referimos a la importancia que en Fourier alcanzan la comida, el sexo, el amor y el trabajo como elementos sustanciales, e imprescindibles, de su propuesta socialista. Todos ellos ocupan un lugar fundamental. La razón para que esto sea así es que los considera realidades esenciales de la naturaleza humana, que no pueden ser ni despejadas, ni preteridas. Todo lo contrario, mediante la plasmación armoniana de las pasiones y los deseos, pueden alcanzar por primera vez su grado máximo de desarrollo en condiciones del todo deseables. En Armonía tales realidades se convierten en poderosísimas instancias para la atracción y el desencadenamiento de la fuerza atractiva, el fluido vital, cohesionante y vivificante del socialismo de Fourier. Por estas razones, nuestro autor da toda la relevancia posible a comer, practicar sexo, enamorarse y trabajar, y fruto de esta atención es un inusitado desarrollo doctrinal en tales asuntos. Esto concede al furierismo una gran parte de su singularidad y hacen de él una forma de socialismo peculiar. Los elementos básicos de la naturaleza humana rencuentran su estatuto natural en el socialismo, rescatados de su condición reprimida, contrariada y corrompida.

Una de las ideas innovadoras de nuestro autor es que el socialismo es un nuevo orden social pero, en ningún caso, un cambio de la naturaleza humana. En esto Fourier va más lejos que la generalidad de los socialismos decimonónicos. Para él, el ser humano es un ser de pasiones y deseos, de expectativas harto diferenciadas, de impulsos egotistas, de sentimientos de emulación y competitividad, siempre al borde (civilizado) de la agresividad. Es esta una verdad que no puede soslayarse cuando de la construcción del socialismo se trata. Todo el sistema utópico de nuestro autor está al servicio de esta idea original. Es inútil, y desaconsejable, eludir o puentear la naturaleza humana cuando de un nuevo modelo de sociedad se trata. Las inclinaciones problemáticas son reconducidas mediante su liberación y expresión positiva y armoniosa en el falansterio, sin reprimirlas, ni negarlas. Con este tipo de presupuestos es aberrante defender un socialismo radicalmente social, sin individuos, o con individualidades artificiosas carentes de su verdadero y diverso psiquismo, un socialismo que pase por una decretada nivelación e igualación de los seres humanos. Sería una operación contra natura cuyos perversos efectos estarán necesariamente servidos. No puede haber socialismo sin las formas socialistas de la comida, el sexo, el amor y el trabajo. La forma furierista de la comida es la grastrosofía; la del sexo y el amor, el nuevo mundo amoroso, la del trabajo, el trabajo atrayente. Armonía es una manera de comer, practicar el sexo, amar y trabajar. Puede parecer limitado y aun extravagante y, ciertamente, nuestro autor es limitado cuando establece la relación prioritaria entre socialismo y fisiología de las pasiones, y extravagante, genialmente extravagante, en los desarrollos y las formas de organización societaria de la comida, el sexo, el amor y el trabajo. Y, sin embargo, resulta sugestivo cuando aborda estas cuestiones que se apartan completamente del canon socialista común, tal como se fraguó a lo largo del siglo xix , haciendo una contribución impagable a la imaginación socialista. De las tres realidades mencionadas, la que queda más lejos de la idea general del socialismo es la comida, la comida en su versión furierana; quizá porque nadie, fuera de nuestro autor, se planteó como un asunto imprescindible la alimentación en el socialismo. ¿Era necesario hacerlo? Parece que depende de lo que se entienda por socialismo, al menos cuando este asunto estaba históricamente más abierto. Lo del sexo y el amor es distinto. No hace falta esforzarnos demasiado para concederles un lugar destacado en la idea socialista, pues implican cuestiones decisivas como la liberación sexual, la posición y el papel social de la mujer y el modelo de organización familiar. Sin embargo, las propuestas rompedoras de Fourier, tal como aparecen en el nuevo mundo amoroso, tuvieron que esperar más de 100 años para ver la luz pública y despertar interés. Cuando llegamos al trabajo, la cosa cobra un cariz bien distinto ¿Qué debe hacer con el trabajo el socialismo? Una buena pregunta. Fourier lo tiene meridianamente claro. El socialismo es trabajo, un activismo laboral infatigable, y el trabajo del socialismo tiene que ser necesariamente trabajo atrayente. Comida

Charles Fourier estaba lejanamente emparentado con uno de los padres de la gastronomía, Jean Anthelme Brillat-Savarin. No es fácil establecer el grado de influencia que el segundo pudo tener en el primero. Lo cierto es que las perspectivas ideológicas con las que cada uno examina el asunto de la comida son diferentes, a la vez que hay importantes semejanzas entre ambos en cuestiones significativas. Los dos están obsesionados por establecer una epistemología de los alimentos y placeres de la mesa. Ambos promueven la munificencia e infinita variedad mediante las cuales el gusto, el refinamiento y el placer gastronómico ocupan una posición imprescindible en sus visiones del mundo. Los dos proponen un ordenamiento racional y placentero de los objetos y espacios del consumo gastronómico, mediante el cual los apetitos individuales y su función social son armonizados. Este ordenamiento placentero es la base desde la que ambos desarrollan un verdadero management de la comida. Pero, las semejanzas no pueden negar las diferencias. Fourier dice de Brillat-Savarin: Savarin era como todos los gastrónomos un simplista que ignoraba la gastrosofía… el arte de combinar los refinamientos del consumo y la preparación [de los alimentos]… el arte de combinar todas las ramas del sistema de producción y de subsistencias. La gastrosofía es más que gastronomía, de hecho la supera amplísimamente. La segunda tiende a quedarse en la mesa y sus aledaños, la primera es parte de un sistema social completo. La gastronomía –afirma Fourier– «se convierte en Armonía en una ciencia de alta política social [gastrosofía]». Fourier ve en la comida un lugar privilegiado para el despliegue del juego pasional pues siendo como es una realidad básica de la naturaleza humana, se caracteriza, además, por su enorme capacidad de propiciar y articular atracción universal. Es en la comida donde las leyes de la atracción son más comúnmente demostradas y más fácilmente armonizadas. Un lugar perfecto para el deseo, la sensualidad, los afectos, la competición y la intriga; para promover las pasiones del lujismo, del grupismo y del serismo en un medio de fáciles atracciones pasionales. Un matiz fundamental es que la gastrosofía es una ciencia del apetito, no de la saciedad. Todo lo que hace que una comida perturbe a la siguiente es un exceso de cantidad, un vicio de la higiene. La excelencia de los platos y de los vinos debe tener por objeto hacer más fácil la digestión y acelerar el deseo de la comida siguiente, y no lo contrario… La norma es que todo hombre prudente deberá tener siempre apetito, aunque se siente a la mesa nueve veces al día, en cinco comidas y cuatro intermedios… El apetito constante será una condición esencial para ser feliz en Armonía. El apetito tiene que ser insaciable, lo necesita la altísima capacidad de producción de la industria alimentaria armoniana con su organización en series o grupos pasionales de producción y servicios: «Las series se cansarán de seguir cultivando si ven despreciados sus frutos». La gastrosofía es una ciencia de la glotonería, de una glotonería no grosera, sino saludable y refinada. Una glotonería «higiénica» que no tiene las consecuencias negativas que produce en civilización y que es compatible con un apetito insaciable. Un saber que integra no solo el placer de la comida en su más rica gama de sensaciones sensitivas, sino también el de su

elaboración con sus infinitas y complejísimas posibilidades, el de la producción de los alimentos y las bebidas en toda su variedad posible, así como los placeres compuestos de la sociabilidad de la mesa en toda su diversidad atendiendo a las combinaciones de los comensales. El socialismo de Fourier es una sociedad gastronómica en la que la producción, la elaboración y el consumo de alimentos cumplen enteramente con la función de propiciar la expresión más viva de las pasiones que pueden movilizar, la organización de grupos de activistas apasionados para los más diversos cometidos que tienen que ver con la comida, y la superabundancia cuantitativa y cualitativa de los platos y los menús. La educación gastrosófica es el arte de adaptar los alimentos a cada uno de los 810 temperamentos posibles (según la combinatoria de las pasiones y sus múltiples graduaciones), de presentarlos en series graduadas según edades, estaciones, climas y otras circunstancias que se combinarán en el régimen diario de las comidas. En la sociedad civilizada no hay gastrósofos, solamente hay gastrólatras. Gentes y grupos que han confiscado los placeres de la mesa y conculcan el principio de atracción universal de la sociedad gastrosófica. Esta ocupa su lugar en Armonía y se extiende a toda la multitud obrera, apartada en todas las épocas de los placeres de la comida, haciendo participar al pueblo de aquella abundancia y refinamientos que la civilización reserva solo para los ociosos. Todos tienen que ser rescatados para la comida socialista. Esto no solo será parte de la felicidad de los humanos, sino que se movilizará así lo mucho que hay de juego pasional y de atracción en las actividades relacionadas directa o indirectamente con la mesa. Y ambas son cosas fundamentales en el socialismo furierista. Sexo y amor Charles Fourier desarrolló su idea del sexo y el amor en el nuevo mundo amoroso, un manuscrito inacabado e inédito, oculto durante mucho tiempo y que, finalmente, vio la luz en una fecha tan tardía como 1967. El dato es significativo pues nos indica que si la gastrosofía dejó muy poca huella en el movimiento furierista de la primera mitad del siglo xix , las ideas en materia de sexo y amor del maestro fueron totalmente obviadas. No parece que los tiempos, en general, y los asociados del movimiento furierista, en particular, estuviesen para teorías tan desembarazadas y escandalosas como las que Fourier desarrollaba en este explosivo texto. También estaban estas, ciertamente, en su obra publicada, aunque sin el desarrollo que alcanzaron en el escrito póstumo. El sexo y el amor, como la comida y el trabajo, están en el mismo centro del socialismo de Fourier. Lo están porque e ros es una fuerza natural y poderosa de atracción y multiplicación de todo tipo de alianzas entre los humanos, y este socialismo tiene que ser, en consecuencia, altamente erótico. Lo están porque el sexo y el amor conforman un vastísimo campo de movilización de toda la paleta de las pasiones. Pocos deseos son tan vivos como los que desata eros; el nuevo mundo tiene que satisfacerlos y hacerlo, además, en las condiciones de libertad, dignidad, plenitud y armonización esperables. Pocas pasiones y deseos son tan reprimidos y conculcados en

civilización, lo que explica que las pasiones y los deseos ligados al sexo y el amor sean, no precisamente un hontanar de experiencias, lujismos, afectos, ambiciones, competiciones e intrigas estimulantes, picantes y placenteras, sino más bien una sentina de resentimiento, violencia, rutina, subordinación, degradación, discordia e infelicidad. La sexualidad de la civilización es privación y lubricidad, con los efectos que pueden esperarse de esta nefasta combinación. El amor sexual es relación entre dos individuos en la que una tercera persona generalmente resulta superflua y perturbadora. Una visión en la que necesariamente prima la exclusividad y el sesgo antisocial, que Fourier entiende como un efecto del dominio absoluto del matrimonio monógamo. Lo que ha causado el error de todos los filósofos civilizados en materia de destinos del amor –dice– es que siempre han especulado sobre los asuntos del amor limitados a la pareja. Esto supone la proscripción de la profusión de relaciones sexuales, de los cambios de pareja o las combinaciones amorosas, materiales y espirituales, entre tres o más personas. A esto se añade el rechazo de la diversidad sexual, caso de la homosexualidad, o del cambio libre de opciones sexuales en los individuos. Todo se pervierte en civilización, el amor material y el espiritual, pues para nuestro autor no cabe el desarrollo de formas superiores de amor sin que las personas que a él aspiran satisfagan, o puedan satisfacer, en condiciones de libertad y dignidad y según sus apetitos, la relación sexual. El amor superior es el amor celadónico o platónico, «una inclinación completamente desprovista de deseo sensual». Amor objeto de burla entre los civilizados que se comportan en este asunto como verdaderos «profanadores sentimentales». Si la privación del placer sensual puede crear una especie particular de encanto y de vínculo en lo espiritual, ¿por qué privarse de él, y profanar el objeto que la naturaleza os había destinado para que le amarais celadónicamente? Fourier tiene entre los enemigos principales de su socialismo amoroso al matrimonio civilizado y su dominio indiscutible y abusivo en materia de sexo y amor. El matrimonio es siempre el lazo más limitado. Su correlativo en civilización es, necesariamente, el cornudismo. Si hay 76 tipos de cornudos, según la paródica clasificación de Fourier, es porque nuestras «constituciones no quieren admitir más que un tipo de amor, la monogamia». El cornudismo ampliamente extendido no es otra cosa que el derivado civilizado de la represión que la monogamia instaura en un terreno tan naturalmente propicio para las atracciones múltiples. Frecuentemente, el matrimonio civilizado es un lazo en el que la violación y el placer bruto alcanzan la legalidad cuando una joven esposa, notoriamente contrariada, no lleva a esta relación ninguna sombra de ilusión sentimental. Su desfloración no es menos admitida y moral a los ojos de la ley que a los de la religión. Las leyes de Armonía favorecerán la poligamia y la poliandria, así como una ilimitada rotación de las parejas o de cualquier otra composición amatoria. Armonía reconoce y libera la diversidad de la sexualidad humana y acaba

con la hipocresía de la moral civilizada. En estas condiciones, hombres y mujeres tendrán la misma oportunidad y derecho a compaginar marido, amante y amigo, relaciones plurales que son la expresión de deseos y pasiones diversas y que encuentran en el nuevo orden de Armonía una perfecta armonización, libre de tensiones y celos. Por otra parte, el libertinaje no tiene lugar alguno, pues es un mal hábito hijo de la represión sexual. La posición aherrojada, discriminada y dominada de la mujer es una condición de civilización que desaparece en Armonía. No puede haber socialismo sin la igualdad completa de hombres y mujeres. Esto lo afirma Fourier en la década de los veinte del siglo xix . Nada tiene que ver esta igualdad con una pretendida uniformación de ambos en tanto individuos; sin desigualdades en la constitución psíquica de los armonianos, sin desigualdades en la posición dentro de la asociación y en la capacidad deseante, ya lo sabemos, no puede haber armonía. «La felicidad del hombre en el amor –afirma Fourier– es proporcional a la libertad de que gozan las mujeres.» La mujer es igual al hombre en derechos y en placeres, y solo admitiendo esto puede haber socialismo. Las mujeres serán, a su vez, cada vez más libres en la medida en que serán cada vez menos fecundas. Es otro logro del socialismo furierano, pues es una consecuencia del nuevo régimen higiénico armoniano y de la misma gastrosofía, ciencia nueva de la alimentación con efectos benéficos en el perfeccionamiento de la propia fisiología humana. Fourier ve un futuro de mujeres cada vez más vigorosas y aptas para el placer y mucho menos para la concepción. En Armonía el sexo abandona los rincones obscuros del secretismo vergonzante propio de la civilización y alcanza una transparencia natural. Se recupera una inocencia perdida, la inocencia sexual que se había esfumado ante el engaño, el libertinaje, el comercio sexual, la brutalidad, la dominación y la violencia. En las nuevas condiciones, se recuperan la orgía y la bacanal como satisfacciones del alma y de los sentidos, celebraciones del sexo que «harán nacer para cada uno uniones de amor compuesto, de plena simpatía». En ellas, la mezcolanza sensual del preludio permitirá, «en la confusión de las caricias, verificar el material». Bacanales sexuales armonianas de conocimiento y reconocimiento que facilitan las relaciones sexuales y amorosas en el tráfago libre y natural de su transparencia. Estas liberaciones completas del cuerpo no son en Armonía depravaciones del alma, al contrario, en ellas cuanto más se libera el cuerpo, más podrá liberarse el alma. En Armonía «no se especula jamás con la impudicia»; «en la orgía, como en todo efecto de pasión, exige primero el vínculo sentimental entre todos los cooperadores». Fourier no es un libertino. Está completamente alejado de ser un Sade para el socialismo. La liberación sexual es en él la recuperación de la sexualidad propia de los humanos en las condiciones de naturalidad y amplísima expresión que les son propias, pero el sexo en Armonía no está reducido a una mera satisfacción, todo lo variada que pueda imaginarse, en las condiciones del libre ejercicio de los copartícipes. En el nuevo mundo amoroso las pulsiones sexuales siempre se conciben, en mayor o menor medida, trufadas de sentimiento, y se asume, además, una jerarquización de los impulsos y las atracciones que ordena el campo de la sexualidad con la

vista siempre puesta en las formas superiores de la atracción y el amor. Esta jerarquización tiene su trasunto societario en órdenes y clases de armonianos diferenciados por haber optado libremente por formas inferiores o superiores de amor. Hay, en Armonía, nobleza y plebe amorosa, pues hay diversos caracteres, inclinaciones y dotaciones pasionales. La nobleza amorosa no es un cuerpo exclusivo y permanente, pero tiene que existir, pues entre las combinaciones pasionales en Armonía uno de los resortes más preciados es el del amor espiritual o celadonía. La realización del nuevo mundo amoroso requiere del establecimiento de un mínimo sexual. Todo hombre y mujer tienen que tener asegurada la satisfacción de un mínimo de placer sexual, cumplida la mayoría de edad. No puede haber societarios sexualmente insatisfechos por las graves consecuencias que esto supondría. El sexo y el amor solo serán un elemento de la libertad humana y de la realización personal cuando eliminemos de ellos la coerción y la limitación que necesariamente introduciría la insatisfacción sexual. El mínimo elimina el miedo a la privación sexual que es un factor que pervierte y desvirtúa las relaciones amorosas entre los civilizados. El seguro de la gratificación física propicia que los lazos eróticos puedan ser más complejos y alcancen, en su complejidad, una mayor difusión. Además, la «manía por la posesión exclusiva» del enamorado perderá una parte de su fuerza, aquella que gravita sobre el riesgo de pérdida de una vida sexual activa. La necesidad de garantizar el mínimo sexual en el socialismo furierista, lleva a crear grupos especializados en filantropía sexual, caracterizados por la nobleza de su empeño, así como a la organización societaria de la prostitución. Se trata de armonianos que tienen una inclinación por estos cometidos sexuales, a los que, además, la sociedad furierista valora por la importante función que cumplen. En el caso de los filántropos sexuales, Armonía los distingue, de manera singular, con el honor público que merece su alto grado de altruismo. Las bacantes son prostitutas voluntarias que siguen por el país a los ejércitos industriales y aseguran a los miembros de sus series los servicios sexuales que solicitan. Las parejas del angelicato forman parte de la nobleza del amor celadónico y dedican una parte de su tiempo a la filantropía sexual, asegurando el mínimo sexual en aquellos casos en los que el deseo sexual tiene dificultades para movilizarse por la falta objetiva de atracción de aquellos a que buscan su satisfacción. Hombres y mujeres que por edad avanzada, por malformaciones, por un aspecto poco atractivo, etc., están alejados de la posibilidad de satisfacción sexual en condiciones aceptables. El nuevo mundo amoroso es el socialismo en su faceta sexual y amorosa. Conviene precisar lo que esto quiere decir. El sexo y el amor no son realidades humanas que tengan una relevancia prioritariamente individual, en la que se agotan los sentimientos y las satisfacciones que les son propios. Esto es así en civilización. No hay en el texto de Fourier un análisis psicológico del sentimiento amoroso en su dimensión puramente subjetiva. El amor es un asunto social y se organiza y regula socialmente. La liberación sexual no es algo que debamos interpretar en su dimensión individual e individualista. Fourier no se la plantea como una pura liberación de los impulsos, las satisfacciones y placeres del individuo. Es parte de un cambio revolucionario que busca ante todo reforzar el lazo social. El socialismo de Fourier es sexo y amor no solo porque son realidades fundamentales de lo

humano que tienen que ocupar su lugar imprescindible en la nueva sociedad, sino también porque en ellos anida de manera superlativa el fluido de la atracción que, no hay que olvidarlo, es la savia de su socialismo. El elemento que lo cementa y que garantiza la peculiar e intensa solidaridad que lo caracteriza. Si algún fin tiene este socialismo es la concordia, y esto es así por las propias condiciones en que tal socialismo se concibe y establece. No hay un Estado que lo implante, dirija y gobierne, tampoco una clase que sea el sujeto del conocimiento privilegiado y de los medios necesarios para realizarlo de manera colectiva. El socialismo de Fourier es estrictamente societario, todo él descansa en un sabio juego armonioso de las pasiones en un medio asociativo caracterizado por una libertad extremadamente ordenada y organizada, y trabado por el poderosísimo despliegue de la fuerza de la atracción, que este medio sabe liberar, potenciar y aprovechar en todo su poder y capacidad. Todo él pertenece, pues, al paradigma social. Trabajo Como ya apuntábamos, el trabajo resume el legado más persistente y activo del socialismo de Fourier. Ni la gastrosofía, todavía menos el nuevo mundo amoroso, pueden compararse con el trabajo atrayente a la hora de valorar la influencia del pensamiento de Charles Fourier en el socialismo decimonónico. Y, sin embargo, su socialismo es un nuevo mundo de comida, sexo, amor y trabajo, y lo es con las notas de activismo y exceso que son propias de su genio febril. Que los tres primeros estén en su socialismo es una verdadera novedad, pero no lo es menos, aunque pudiera parecer otra cosa, que también lo esté el último. El trabajo no es un fenómeno de la civilización que tenga que ser superado y eliminado, o al menos seriamente limitado. No está aquí Fourier. El trabajo forma parte de la naturaleza del ser humano que, al ser recuperada y potenciada por el socialismo, encuentra en este su estatuto natural atrayente, despliega todas sus potencialidades, y resulta un elemento imprescindible del nuevo mundo. Como ocurría con las otras dos realidades fundamentales, el trabajo está totalmente alterado en la civilización. Se malogra necesariamente al estar dominado por al juego de las contrapasiones civilizadas y por las fuerzas divergentes y discordantes que necesariamente promueven. En estas condiciones, es trabajo monótono, tedioso, penoso, repetitivo, embrutecedor, peligroso y repulsivo. Lesivo para la constitución física, psíquica y moral de aquellos que lo desempeñan. Sería una limitación considerar que el trabajo de las sociedades civilizadas es así por las condiciones materiales en las que se desarolla y por las graves desigualdades sociales que crea. La misma limitación se produciría si entendiéramos que la explotación laboral es la causa de los males del trabajo. No es esta la manera furierana de abordar el asunto. Detrás del problema del trabajo está la realidad civilizatoria subyacente. Desde este fundamento, podemos analizar y explicarnos las penosas condiciones materiales en que se realiza, las desigualdades sociales afrentosas que produce, y la explotación económica con la que cursa. No hay unas condiciones estructurales propias de un sistema económico, social y político, que expliquen la degradación del trabajo. El problema está más allá de lo que Fourier consideraría manifestaciones negativas epifenoménicas. El problema reside, en última instancia, en la conformación de los deseos y los

intereses en un medio social que, por su propia constitución, los contraría, los enfrenta y vuelve discordantes, los hace inarmonizables e instaura el conflicto permanente y la necesaria represión. En estas condiciones, el trabajo se vuelve repulsivo y está dominado por «una atracción divergente o falseada». El trabajador se mueve «por la necesidad, por la banalidad o por consideraciones morales». No hay gusto por el trabajo, no hay entusiasmo laboral. La «atracción divergente» es lo único que sabe crear la política y la moral civilizadas. Los civilizados aborrecen su industria, que es para ellos una alternativa de hambre o de aburrimiento, un suplicio en el que caminan a pasos lentos, con aire meditabundo y abatido. Toda atracción divergente constituye una repugnancia real, un estado en el que el hombre se impone, a su pesar, un suplicio. El orden societario es incompatible con este tipo de atracción; aun en las ocupaciones más repugnantes tiene que obrar, al menos, una «atracción indirecta». Hay que salvar, pues, todo el trabajo y todos los trabajos. Ninguno puede quedar fuera de la atracción directa o indirecta. Si hubiera trabajos no redimidos, prendidos de la atracción divergente, se plantearía de nuevo la necesidad de dedicar a alguna clase o grupo para que los ejecutasen en contra de su inclinación natural, «motivándolos» con recursos impropios del socialismo, caso del mero régimen de retribución salarial que compense la penosidad, u optando por la reducción máxima del tiempo de tales trabajos, lo que sería, a su vez, la aceptación del trabajo indeseable en una sociedad socialista. El trabajo atrayente no es un asunto tan solo de antropología filosófica del hombre armoniano en tanto que trabajador, lo es también de las condiciones de prodigalidad productiva y consumista que caracterizan al socialismo de Fourier. El trabajo atrayente es, en este sentido, el factor de la productividad desaforada propia de la economía armoniana. Fourier está lejos de la discusión sobre el maquinismo y su papel en las economías industriales de la época. Por una parte, está próximo a aquellos que consideraban que el trabajo y su organización (división del trabajo) resumían la cuestión central en materia de productividad. Por otra, su propia idea del socialismo impedía que cayese bajo cualquier tipo de fascinación por el maquinismo como solución al problema del trabajo, cuando este se asume como un problema. Esto es así porque su socialismo considera que el trabajo ni se puede, ni se debe eludir, todavía menos despejarlo arrinconándolo en un tiempo de trabajo mínimo. La profusión de riqueza en la sociedad socialista es todo lo pantagruélica que podamos imaginar bajo el impulso del utopismo más extravagante de nuestro autor. El hiperconsumismo socialista es la otra cara de esta enorme productividad, y de la necesidad de darle una permanente salida que aleje la amenaza de cualquier crisis de sobreproducción. Anularía esta la puesta en activo de los resortes psíquicos últimos en los que la producción y el consumo descansan. El activismo es, pues, un elemento central: activismo laboral, activismo gastronómico y activismo en el sexo y el amor. Así, la fatiga laboral no está en la atención de Fourier, tampoco las plétoras de la mesa o de los juegos eróticos. La condición atrayente del trabajo explica, en última instancia, el desatado activismo laboral del trabajador armoniano. En estas condiciones, simplemente, no puede parar.

La parodia furierista nos presenta la contraimagen del trabajador de la civilización mediante el recurso irónico de un armoniano que es feliz en el desempeño de una jornada enloquecida de trabajos, que enmendaría la plana a cualquier empresario y moralista civilizados en su versión más destemplada. La sustancia atrayente del trabajo la analiza Fourier mediante una extensa pesquisa sobre el trabajo apasionado. En esta operación nuestro autor se muestra singularmente sugestivo y por ella ocupa un lugar entre los teóricos del trabajo. En primer lugar, el trabajo atrayente es analizado desde las pasiones del lujismo (pasiones sensitivas ligadas a cada uno de los cinco sentidos). No puede admitirse un trabajo que sea incompatible con las facultades sensitivas de los seres humanos, pues dicha incompatibilidad es una fuente primaria de sentimientos divergentes que promueven la repugnancia del trabajo. Las manufacturas… no podrán provocar ninguna atracción si los talleres de la falange [falansterio] fueran de una suciedad repugnante como los nuestros que… no se prestan a las disposiciones de atractivo, de comodidad y a los móviles del entusiasmo. El lujo es el primer fin de la atracción, es su primera necesidad. Por lo que es difícil que esta nazca directamente en una industria de la que esté proscrito el lujo. Tal es el vicio de nuestros talleres civilizados. Fourier habla aquí de un trabajo que conculca cada uno de nuestros sentidos por la forma y organización en que se produce. Suciedad, marasmo en la disposición del lugar de trabajo, ruido agresivo, olores fétidos, fealdad de los talleres y de las fábricas, iluminación defectuosa, frío paralizante y calor sofocante, riesgo cotidiano de accidente laboral y, a largo plazo, de enfermedad profesional. El planteamiento de Fourier adelanta una nueva manera de entender las condiciones materiales y ambientales en las que el trabajo tiene que ser ejecutado, y la importancia que estas tienen para que el trabajo sea atrayente y, por lo tanto, un trabajo propio del socialismo. Una vez fijadas las condiciones generales del trabajo en su relación con el lujismo, hay que abordar el espinoso asunto de la retribución. Algo muy sensible para la constitución del trabajo atrayente; un problema crítico en el que, de nuevo, Fourier muestra su originalidad, se opone a otras propuestas de socialismo coetáneo, y abre una senda por la que discurrirán otros socialismos típicos de las décadas de los treinta y los cuarenta del siglo xix . La cuestión de la retribución tiene dos desarrollos importantes. El primero se sintetiza en la necesidad de implantar una renta social mínima. Una retribución básica que asegure a todos los armonianos un modesto y digno bienestar. Una medida que puede ser implantada por la riqueza superabundante propia de su socialismo. La razón de la medida nada tiene que ver con la libre opción de algunos armonianos de vivir de espaldas al trabajo, algo ni inimaginable ni aceptable por considerarse totalmente contrario a la constitución natural del ser humano y propio de las formas culturales civilizadas (odio al trabajo y predilección por el ocio); algo característico del trabajo divergente y repulsivo. La renta mínima busca liberar a los habitantes de Armonía de la necesidad perentoria de trabajar para cubrir las necesidades de subsistencia y para que tengan así la actitud

psicológica requerida por el trabajo atrayente; un trabajo que tiene que situarse completamente al margen del lazo negativo que la civilización establece entre trabajo y subsistencia. Más allá de la renta mínima, la retribución alcanza un desarrollo extraordinario, pues es asumida como una de las condiciones de la motivación laboral y como una amplia palestra para el juego de las pasiones y deseos. El salario desaparece como el tipo de referencia de la retribución del trabajo por ser una forma retributiva propia de la atracción divergente. El socialismo furierista es de copropietarios de las asociaciones productivas, animados por el tipo de motivación laboral (atracción directa) propia del propietario; un tipo de motivación muy superior a la del asalariado, tanto si consideramos la productividad industrial que puede movilizar, como las posibilidades que ofrece para la combustión de las pasiones. Nuestro autor acepta un sistema retributivo desigual (proporcionado a la importancia, cantidad, intensidad y calidad de los trabajos) referido a la pasión adquisitiva que tiene que ser alimentada y mantenerse plenamente viva en la sociedad socialista. La pasión adquisitiva mantiene una estrecha relación con la cábala de los ingresos (intrigas, cálculos y conjeturas) y esto es, a su vez, un venero inagotable de trabajo apasionado y atrayente.

Lo que ceba en más alto grado el activismo laboral no es, sin embargo, la retribución del trabajo y la pasión adquisitiva. En Fourier las motivaciones propiamente económicas de la acción social siempre ocupan un lugar subordinado respecto a las motivaciones psicológicas. De nuevo en esto Fourier es un pionero y un innovador. La parte más sugestiva de los análisis de Fourier sobre el trabajo atrayente está en las relaciones que establece entre el trabajo y las pasiones del grupismo y del serismo. Nuestro autor es el primero en destacar las posibilidades productivas y motivacionales del trabajo en grupo o en equipo. Realmente no hay rastro alguno del trabajo puramente individual en Armonía y esto es así porque el trabajo atrayente solo puede florecer mediante la concitación laboral de las pasiones sociales. El equipo es siempre el instrumento productivo acomodado tanto a la sociedad de la abundancia que exige Armonía, como al despliegue de toda la paleta posible de las pasiones que siempre son, para Fourier, de una u otra manera, pasiones sociales o, como dirían los ilustrados, pasiones del amor propio. Las series industriales se conciben como un conjunto de grupos de trabajo con una capacidad productiva apabullante. Los grupos de la serie se forman y traban mediante las pasiones del grupismo, por afinidades afectivas de sus miembros (amor, amistad o familismo). La serie industrial tiene internamente una constitución ternaria de grupos cuya misión es intensificar un grado funcional de desequilibrios y cohesiones entre los mismos, todo ello en aras de llevar a la máxima expresión el juego y la tensión pasional dentro de la serie industrial y explotar sus múltiples efectos beneficiosos: alianzas y rivalidades entre grupos, colaboración y competencia entre ellos, exaltación del orgullo de pertenencia al grupo y a la serie industrial. También facilidad para establecer relaciones apasionadas con otras series con cometidos productivos o de servicios distintos. Se conforma de esta manera la malla general de la atracción industrial de Armonía mediante una combinación de las pasiones afectivas que cohesionan a los grupos de las series y una permanente competitividad industrial que es elemento esencial tanto de la superproductividad armoniana, como del trabajo atrayente. Sin embargo, son las pasiones del serismo las que determinan el funcionamiento general de los grupos y las series industriales. La pasión mariposeante hace que el trabajo se realice en sesiones laborales cortas por un doble motivo. La atención concentrada y la intensidad de la vivencia en las condiciones del activismo laboral propio de Armonía, solo pueden sostenerse por un tiempo limitado. En segundo lugar, la variación de ocupaciones colma la pasión por la diversidad de dedicaciones (negación de la fijeza de la ocupación y de la monotonía ocupacional), y es también una exigencia de la inclinación a la pertenencia a diversos grupos de trabajo y los diversos tipos de sociabilidad que pueden encontrarse en ellos. La pasión cabalística, que ya mencionamos al hablar de la retribución del trabajo, alcanza en el trabajo de grupo un singular desarrollo. Las diferentes formas de cábalas son el factor más poderoso de motivación, tanto de los grupos, como de las series industriales en su constitución interna y en sus relaciones hacia fuera. La cabalística es la pasión de las rivalidades, el orgullo y las coaliciones. Toda corporación es orgullosa. Nuestras costumbres hacen del orgullo un vicio capital, las series apasionadas harán de él una virtud capital, una

virtud cívica de la que recogerán, entre otras ventajas, la emulación de los industriosos y la perfección de los productos. Es una potente fuente de autoestima, competencia, contienda, de emulación, combate y confrontación. En esta pasión se mezclan el honor, el juego, el espíritu deportivo, el espíritu de pertenencia al grupo, la rivalidad militar y aun dosis estimulantes de furia. Fuente de acuerdos permanentes o puramente estratégicos y ocasionales. Por último, la pasión compuesta o engranante, hace que en el medio privilegiado del grupo y las series, se combinen con facilidad y de manera natural todas las pasiones simples para constituirse en pasiones complejas con una capacidad inusitada de trabazón entre ellas. Solo socialmente las pasiones se pueden combinar en mezclas variadas que potencian en alto grado las capacidades de atracción de las pasiones simples o no agregadas. Comida, sexo, amor y trabajo son elementos fundamentales del socialismo de Charles Fourier. Si dejamos por un momento de lado la manera específica mediante la cual nuestro autor fundamenta que esto sea sí, lo que vemos es que su propuesta asume que estas tres dimensiones de lo humano tienen que ocupar el lugar que les corresponde en la nueva sociedad socialista, una posición central y no despejable o inatendida. Fourier hace mucho por examinar estas tres realidades, exponer las causas de su deterioro absoluto en las sociedades existentes y trazar las líneas firmes de su restauración en el socialismo. En esta operación queda manifiestamente claro que su idea del socialismo, y de los males del presente, es prioritariamente cultural y moral. Algo que se resume en su concepto de civilización y en su idea del socialismo como contracivilización. Fourier abre, en este sentido, una vía para la imaginación socialista, y para la crítica cultural. Lo que en esta primera parte de La imaginación socialista queremos subrayar es que, desde muy temprano, tenemos constancia del surgimiento de la idea del socialismo como un fenómeno prioritariamente cultural y moral. Una idea que a partir de mediados del siglo xix sufre una importante acometida que casi la dejará fuera de combate. Abandonamos a Fourier con una advertencia, una idea que solo podemos señalar en estas páginas. Hay un contenido larvado en su socialismo que apunta a una visión inquietante de la modernidad, y que inscribe en el mismo un rasgo moderno inesperado. Algo impensable en el siglo xix y en la mayor parte del xx y que, sin embargo, en la actualidad estamos en condiciones de considerar. El asunto se resuelve en el exceso de positividad de la imaginación furierana. La civilización es concebida como un abultado cuerpo de represiones y limitaciones de todo tipo y es superada mediante una felicidad identificada con la extrema y absoluta sobreabundancia de positividades. Una consecuencia llamativa de esto último es la superación definitiva de la fatiga, el cansancio y la saciedad. Ninguna actividad humana y social está fuera de este fenómeno y, por lo tanto, todas ellas se piensan como liberadas, por fin, de estas limitaciones y abiertas a su manifestación y expresión más ilimitada para realizar lo que podríamos denominar la celebración orgiástica del hedonismo. En la utopía de Fourier esto se logra por los efectos que la sociedad armoniana tendrá sobre la constitución biológica de los societarios. Armonía altera en profundidad la naturaleza somática y psíquica de sus miembros, haciéndolos aptos para el nuevo

mundo de la sobreabundancia de positividades. La fatiga, el cansancio y la saciedad son tenidos por barreras que aprisionan el hiperactivismo propio de los seres humanos liberados, cuando de deseos y satisfacciones se trata. Fourier entiende que esta liberación es el objetivo del socialismo. Pero Fourier es un hombre de principios del siglo xix . Está muy lejos de poder imaginarse lo que un capitalismo de última hora y, en no menor grado, los impresionantes logros tecnológicos actuales en todos los campos imaginables, también en materia de neurociencia y bioquímica farmacológica, pueden hacer por nosotros al respecto. Que Fourier careciese de la prevención necesaria ante un mundo que era, después de todo, puramente imaginario es más que comprensible. Lo llamativo es que los restos de un socialismo ya desarmado, el del siglo xxi , muestre tanta insensibilidad e inconsistencia en estos asuntos que, por motivos en última instancia no muy distintos a los de Fourier, termina por asumir, sin demasiadas prevenciones, como elementos con los que se construye un mundo feliz. Después de todo, ¿quién va a poner peros a la felicidad y posibilidades casi inimaginables del progreso tecnológico? ¿Quién al máximo activismo posible, en materia de deseos y satisfacciones, también en un desempeño laboral cargado de positividad y en las infinitas posibilidades del ocio más hiperactivo? Si algo cabe añadir es: bienvenido si es para todos. ¿Puede esperarse algo bueno del cansancio, hay alguna razón para valorarlo y preservarlo? ¿No sería posible acabar con él? ¿Tendríamos que arrepentirnos de su desaparición? Maurice Blanchot dijo: «El cansancio tiene un gran corazón». II. COMUNISMO El furierismo es coetáneo de la corriente del socialismo utópico auspiciada por Étienne Cabet (1788-1856), que se denomina a sí misma comunismo. El socialismo furierista y el comunismo son dos imaginarios socialistas muy distintos; la comparación entre ambos es interesante porque, ya desde tiempos tempranos, dibujan dos ideas del socialismo separadas por diferencias insalvables. Lo decisivo es el principio de igualdad o, si se quiere, la manera cómo concebían la relación entre socialismo e igualdad. Fourier entiende que el socialismo tiene que asumir necesariamente grados relevantes de diferencias y de desigualdades. Precisamente por ello necesitó introducir los mínimos universales, una cobertura general en los más variados aspectos de la vida que marcara el suelo a partir del cual Armonía pudiera hacer jugar a su favor las muchas virtualidades de la desigualdad. A esto añadía la necesidad de asumir la desigualdad personal como una condición propia de la naturaleza humana, que solo la civilización pervertía y convertía en un factor de injusticia, conflicto y sufrimiento. El comunismo de Cabet representa, en el siglo xix , la identificación más completa posible entre socialismo e igualitarismo. Y para que esto fuera posible, nuestro autor propuso un socialismo que se sustanciaba en una nueva forma de organización social entendida como comunidad unitarista. El socialismo de Cabet es un comunitarismo extremado que él mismo caracteriza mediante tres rasgos fundamentales: unitarismo, igualitarismo y fraternidad. El primero de ellos es definido de la manera siguiente:

La comunidad no forma más que una asociación, una sola sociedad, una sola nación, un solo pueblo, una sola voluntad de hacer trabajar y obrar con un solo interés para la unidad general, para la felicidad común. El seguidor más conocido de Fourier, pieza importante en la articulación del movimiento furierista, Victor Considerant, necesitó explicitar la diferencia entre el societarismo furierista y el comunitarismo cabetiano en la polémica entre estos dos movimientos sociales en la década de los cuarenta del siglo xix . Y lo expresó de manera contundente: La comunidad se funda en la igualdad absoluta de todos sus miembros: el que aporta un capital considerable, el que trabaja mucho o el que se distingue por su talento, no es mejor retribuido que aquel otro que nada ha proporcionado, el perezoso, el incapaz. La asociación [furierista] admite una jerarquía basada en las desigualdades y diversidad de aptitudes y facultades. Cada uno es retribuido proporcionalmente a su concurso a la obra general [dando por supuesto el mínimo universal]. La comunidad es reticente con las superioridades, tiende a hundirlas hasta un nivel aplastante; suprime toda emulación. La asociación favorece el libre desarrollo de los individuos y su movimiento ascendente. En lugar de suprimir toda especie de distinción y de privilegios, los multiplica hasta el infinito y los pone a disposición de todos. Detrás de esta defensa del societarismo frente al comunitarismo cabetiano late, en una época temprana, un importante problema: la motivación en el socialismo. Y se establece al respecto una profunda divergencia. En este asunto, el furierismo esgrime la sustancia psíquica de su socialismo, y la consecuente admisión de un amplio rango de diferencias y desigualdades propias del mismo, contra otro socialismo que presenta, a su juicio, una grave debilidad en una materia tan sensible como la motivación para la acción. El asunto es relevante, pues se trata de una temprana discusión sobre cuál pueda ser el fundamento de la acción en el socialismo. El furierismo entiende la acción social regida por toda una amplia gama de motivaciones de carácter natural. En este importante aspecto, asumía lo mucho que se había avanzado al respecto en el ámbito intelectual de la antropología filosófica ilustrada. Fourier incorpora, ciertamente de manera muy singular y extremada y con notables aportaciones y modificaciones, toda una tradición utilitarista liberal e ilustrada que floreció en los medios intelectuales del siglo xviii . Encontró esta en la condición general del hombre de pasiones un fundamento para la acción subjetivamente motivada, cobrando una gran relevancia el vasto mundo de los deseos, en general, y el deseo de felicidad en particular, a la hora de proponer un tipo humano activo en el que también estaban las clases trabajadoras y, por lo tanto, universal. El comunismo se construye desde sus inicios mediante la exaltación de una nueva idea de comunidad y el decidido alejamiento del individuo; ajeno, pues, a una subjetividad humana conformada por sus densas entretelas psíquicas. Esto, entre otras cosas, le obligará a esgrimir otro tipo de fundamento de la acción social. No puede recurrir ya a las pulsiones psíquicas de la naturaleza humana y tendrá que esgrimir otras instancias, de

rango trascendente, que, a fin de cuentas, tienen que proyectarse sobre los individuos para inducir en ellos el tipo de motivación que necesita. Para que esto pueda ser así, Cabet recurre a la razón, la perfectibilidad y la sociabilidad humanas. El ser humano es razonable, perfectible y esencialmente social. Esto último significa que «la sociedad es [lo] natural », por lo tanto lo prioritario, mientras que el individuo no alcanza tal prioridad pues solo tiene alguna entidad en tanto que pieza de la sociedad. Descalificada así la fundamentación puramente subjetiva de la motivación, por dilución del sujeto de la motivación, la condición razonable y perfectible de los seres humanos se convierte en instancia crítica para que el comunismo encuentre una vía para la motivación; un tipo de motivación que entenderá, por otra parte, de rango superior y más elevado que la del societarismo. En esta operación, el comunismo abjura de todo individualismo y de la misma noción de individualidad. El comunismo se entiende a sí mismo como una doctrina absolutamente razonable por el gran servicio que presta a la humanidad: la abolición de todas las desigualdades y la consiguiente felicidad universal que implanta. Por otra parte, asume la condición absolutamente perfectible de los humanos, y porque entiende que esto es efectivamente así, la educación y la experiencia pueden convertirse en las instancias para crear el tipo esclarecido de ser humano propio del comunismo. Todo esto lo expresa Cabet en una sintética aseveración: Creo que existen muy pocos hombres en los que la razón no sea lo que pudiera y debiera ser si la promueven una buena educación y una buena organización social. En la imaginación comunista, la pérdida de relevancia de las pasiones y los deseos humanos es sustituida por las virtudes comunistas; virtudes asentadas en aquella razón que el comunismo desvela y entroniza en su denuncia y combate contra el mundo descarriado y corrompido de la desigualdad y sus vicios: todas las «pasiones egoístas y antifraternales», dice Cabet, caso de la envidia, la ambición o la avaricia. Frente a estos vicios se levanta, ahora, «la fuerza de la fraternidad» cemento de la sociedad comunista, el espíritu de «sacrificio», superación del utilitarismo, y «todas las virtudes sociales». Ciertamente estamos muy lejos de la utopía armoniana en la que el cemento era la atracción, no la fraternidad; el espíritu, un hedonismo ajeno a toda ascesis y sacrificio; las virtudes no tenían lugar alguno en los medios de la fácil bondad de unos seres a los que Armonía rescataba de la represión sistemática que pervertía su condición bondadosa, restaurando una moral natural. El socialismo utópico, por ejemplo, el furierismo y el comunismo cabetiano, se planteaba estas cuestiones que tienen que ver con la motivación de la acción de manera ordinaria. Es un rasgo que debe ser subrayado, pues vendrán otros socialismos en los que este tipo de consideraciones desaparecerán completamente. En parte esto es así por la orientación psicológica, moral y cultural de los socialismos utópicos a la hora de desvelar los males de la sociedad presente y, además, por ese rasgo propio del utopismo que consiste en ofrecer una detallada imagen de la nueva sociedad socialista, incluida una teoría, a su manera, de la acción social

propia del socialismo. Desde esta perspectiva, el socialismo furierista mantenía todo el interés por el problema de conformación de la acción y sus motivaciones y lo resolvía mediante una relectura y una esforzada readaptación de una tradición anterior, ilustrada, no precisamente socialista. La elaboración era de tal calibre que este socialismo rebosaba activismo al estar más que sobrado de motivación subjetiva. El comunismo cabetiano anulaba la individualidad y se situaba completamente al margen de la tradición subjetivista de la teoría de las pasiones y el utilitarismo, y lo hacía así porque así lo exigía el imaginario socialista que él mismo se había creado. Su alma era el igualitarismo: La desigualdad es la verdadera causa original y primordial de todos los vicios y las desgracias de todas las sociedades… El remedio es la supresión de esta desigualdad y la reconstrucción de la sociedad sobre la base de la igualdad. En esta reconstrucción, la virtud comunista sustituye necesariamente a la pasión furierista. El igualitarismo es la superación de la desorganización económica y social propia del capitalismo laissez-faire y sus graves consecuencias conflictivas, necesita para sostenerse y ser efectivo de un modelo de comunidad unitaria y omnicomprensiva. En la comunidad desaparece toda desorganización, toda confrontación, toda pobreza, rasgos propios del capitalismo al que viene a reemplazar como si de un destino histórico se tratara. La nueva comunidad satisface por completo, y de manera definitiva, las ansias de bienestar de las clases trabajadoras: materiales, intelectuales y espirituales. El mismo Cabet nos dice que, una vez que recibió la iluminación de la desigualdad como causa original de todas las desgracias del sistema social, fue fácil seguir el camino hacia la educación en común, el trabajo en común, a la necesidad de la concentración de inmensos talleres e inmensos almacenes, a la multiplicación ilimitada de las máquinas, a la explotación de la tierra en común, al reparto de los frutos y los productos, en una palabra, a la comunidad. La comunidad cabetiana lo es en el sentido más fuerte y absoluto del término. Esto es así porque en ella se tienen que resolver completamente todos los males de la desigualdad hasta que desaparezca en todas sus manifestaciones. En esta línea, Cabet procede a la identificación de comunidad, sociedad, nación y pueblo, todo ello formando un solo conjunto con «una sola voluntad» y «un solo interés», una utilidad exclusivamente general y una felicidad puramente común. El comunismo es una comunidad que él define como una «asociación unitaria, igualitaria y fraterna». E insiste en la amplitud que tiene el unitarismo en su idea del comunismo: La asociación es unitaria, es decir, basada en la unidad de todo, la unidad en la nación o el pueblo, la unidad en el territorio, o el dominio, o la propiedad –que es indivisa, o común, o social, o nacional– la unidad en la industria… La comunidad no forma más que una asociación, una sola sociedad, una sola nación, un solo pueblo; una sola voluntad hace trabajar y obrar con un solo interés para la utilidad general, para la felicidad común.

La sociedad comunista se entiende como una progresión en la satisfacción de necesidades sociales que empieza por lo necesario, sigue por lo útil y, posteriormente, «cuando todos tengan de manera igualitaria lo necesario y lo útil», se ocupará de lo agradable. Se aleja completamente de aquella manera de entender el consumo como un factor, que junto con la producción, engrasa y desencadena las fuerzas de la concurrencia y de la emulación. Algo que establecieron los filósofos ilustrados y primeros economistas liberales y que recupera y adapta a su socialismo Charles Fourier. Cabet predica la abolición de la propiedad capitalista como rasgo ineludible de su comunismo. Creo que la institución de la propiedad, unida a la desigualdad y a la alienabilidad, adoptada por casi todas las naciones, ha sido un error y puede ser el más funesto de los errores… Creo que todos los males –opulencia, miseria, vicio, desgracias de la humanidad– subsistirán finalmente, inevitablemente, en tanto subsista la propiedad; y que si se quiere que cese el efecto, es necesario eliminar la causa. En este importante asunto se plantea, sin embargo, una cuestión que marca una divergencia en la imaginación socialista decimonónica. Una vez eliminada la propiedad privada, ¿qué pasa con la propiedad? Desde luego Cabet no propone un tipo de propiedad social tal como la entendía buena parte del socialismo de la época, también a su manera el furierismo: la propiedad social del cooperativismo productivo y de consumo que residía en el conjunto de los trabajadores de la empresa cooperativa y que debería extenderse hasta ocupar, como una red, todo el espacio económico de la nación para implantar un socialismo autogestionario. Vendría este a eliminar definitivamente el capitalismo: tanto la propiedad privada de los medios de producción, como la renta del trabajo bajo la forma del salario. Para el comunismo la cosa es bien distinta. Toda la propiedad es del pueblo trabajador y «es la sociedad o su representante –afirma Cabet– quienes deben administrar el dominio social o común… y distribuir todos los productos naturales y fabricados». Con esta idea de propiedad, el unitarismo comunista se extiende a la unidad nacional de la empresa agraria e industrial. Todas las ramas del sector agropecuario son una sola industria agraria y todas las del industrial forman «una sola industria social». Ambas son dirigidas «por una voluntad única». Consecuentemente, «es la sociedad la que debe dividir y dirigir el trabajo, organizar y situar los talleres, distribuir todos los obreros». Desde tiempos relativamente tempranos, el socialismo muestra ya dos formas básicas de entender la economía de su propuesta anticapitalista. Dos formas de organización social de las economías nacionales que se resumen en la cuestión central de la propiedad socialista y tendrán consecuencias de amplio calado, provocando tensiones importantes en el propio campo socialista. La corriente con mucho más extendida y dominante del socialismo decimonónico, hasta fechas muy avanzadas del siglo, es un socialismo cooperativo y autogestionario. En él la socialización de los medios de producción se produce al nivel de la empresa cooperativa y son los trabajadores de tales empresas los sujetos de la nueva propiedad colectiva.

Frente a esto, la vía comunista es bien distinta. El unitarismo cabetiano es una primera formulación del centralismo comunista en la medida en que nuestro autor necesita explicitar que es la sociedad, o su representante, quienes dirigen el «dominio social común». La unidad de empresa que articula la fórmula cabetiana parece sugerir un órgano central de gestión de la economía comunista, así como el representante de la sociedad podría ser alguna forma centralizada entendida como una articulación operativa de la comunidad comunista. Sin embargo, seamos precavidos. Sería del todo inapropiado entender esta especie de centralismo cabetiano en términos estatales y políticos, al modo y manera como lo solemos entender en nuestros días o como lo hizo, por ejemplo, el comunismo soviético. Las instancias superiores de administración remiten a una idea de tipo federativo, que viene a ser una emanación de la comunidad a la que representan sin sustancia propia fundada en algún tipo de autonomía. De todas formas, tendremos ocasión de constatar cómo las ideas básicas en torno a la propiedad socialista son determinantes no solo respecto a la configuración de los diferentes modelos de socialismo propios de los siglo xix , sino también, y es algo importante, respecto a la manera como se concibe, desde las diferentes formas del socialismo, la propia clase obrera y su papel en la implantación del socialismo y la gestión ordinaria del mismo. Un asunto al que volveremos más adelante y que nos iluminará sobre las razones por las cuales el comunismo de Cabet no muestra una particular sensibilidad intelectual para elucidar los elementos constitutivos de la clase obrera y, sin embargo, otros socialismos de la época tienen en este asunto un punto central de interés. Si queremos saber lo que Cabet propone en materia de retribución del trabajo, que ciertamente es muy poco, hay que ir a lo que dice sobre el trabajo en el comunismo, que es algo más, y particularmente significativo. Conviene subrayar que el tema del trabajo es una de las cuestiones fundamentales a la hora de investigar la imaginación socialista en toda su variedad. En este importante asunto, la divergencia entre el furierismo y el comunismo cabetiano no puede ser mayor. Podemos tomar esta divergencia como la señal del punto de partida de aquellas visiones del trabajo enfrentadas que marcaron profundamente el socialismo del siglo xix ; y que tendrán repercusiones importantes en la peripecia del socialismo, y del comunismo, en la primera mitad del siglo xx . Todos los niños –afirma Cabet– son educados para ser trabajadores; todos los ciudadanos son obreros; todos tienen el mismo interés; todos trabajan igual, proporcionalmente a sus fuerzas…. Todos los trabajos, siendo igualmente ordenados por la sociedad, deben ser igualmente considerados. Como es esperable todo trabajo es valorado, medido y retribuido de manera absolutamente igualitaria. El trabajo, sobre todo el trabajo, no puede ser la puerta abierta para la permanencia o el resurgimiento de las desigualdades. Además de esto, la comunidad o su representante localiza las industrias, organiza y planifica la producción y el trabajo, y asigna los trabajadores a las ocupaciones agrícolas e industriales. Si esto puede parecer a algunos una conculcación de la libertad, simplemente se tratará de gentes con un concepto individualista, limitado y equivocado, de la misma. La libertad individual se eclipsa ante el brillo cegador del sol de la justicia y la felicidad

para todos. Igualdad de los trabajos y en el trabajo, la misma consideración económica y social para todos los trabajos. No se puede ir más allá en materia de comunismo. Teniendo en cuenta este tipo de propuestas, ¿de qué trabajo habla el comunismo cabetiano? Para responder a esta pregunta primero hay que subrayar que tal comunismo es intensamente productivista y desprejuiciadamente modernista. El productivismo es una necesidad cuando el comunismo se entiende, así lo hace Cabet y así se hará después, como un reino de la riqueza y de la abundancia, no como una especie de reserva de la parsimonia, la contención, la reelaboración limitadora de la imaginación del deseo y algún tipo de espíritu espartano. Como en el caso del furierismo, aunque por medios totalmente distintos, la sociedad comunista se concibe como una sociedad feliz de la abundancia a la que se llega mediante una graduación de las satisfacciones comunes: primero lo necesario, después lo útil y, finalmente, lo agradable. El modernismo de la propuesta es la aceptación y exaltación, sin límites ni prevenciones, del maquinismo y la tecnología en general. Cabet entiende un industrialismo con un altísimo grado de concentración industrial que garantiza su enorme productividad. Un lugar común de la economía de la época, la identificación entre industrias grandes, economías de escala y productividad y, en consecuencia, la producción de una «enorme masa» de productos «para todo el pueblo». Los talleres y almacenes serán «inmensos, limpios, cómodos, saludables, elegantes en su interior y magníficos por fuera», un eco del lujismo industrial de Fourier. Sin embargo, Cabet no seguirá por la ruta de una completa reelaboración del trabajo para el comunismo, sino que abrirá otra bien distinta: la banalización del trabajo en el comunismo. La banalización debe ser entendida como el mejor ajuste posible entre trabajo y comunismo. Estamos ante los vagidos de un recurso intelectual que tendrá una larga vida en algunas corrientes singulares del socialismo, y no solo del decimonónico. Para Cabet, el trabajo no termina por encajar en la idea que se hace de la nueva sociedad. En su comunismo la felicidad no acaba de encontrar una compatibilidad con el trabajo, y la solución del problema es la esperable en unos tiempos en los que la Revolución industrial brindaba el espectáculo de los sectores punteros del vapor y el nuevo maquinismo, el factory system; los tiempos del «motor central» y el «autómata complejo» tal como los cantó Andrew Ure, «el Píndaro de la fábrica automática», en 1835. Una poderosa imagen que hacía hervir las cabezas de los reformadores sociales, proyectando lo que parecía ser la primera entrega de un futuro industrialista completamente mecanizado y seguramente automatizado. Todas las invenciones nuevas –dice Cabet– son acogidas [en el comunismo] pues benefician a todos sin perjudicar a ninguno. Las máquinas son multiplicadas hasta el infinito para aumentar la producción, para ejecutar todos los trabajos penosos, peligrosos y extenuantes. Toda la inteligencia de la nación, de una Nación de obreros perfectamente instruidos, se ejerce para descubrir nuevos procedimientos y nuevas máquinas. El maquinismo, funesto para los obreros en el capitalismo, nunca será un problema en el comunismo, todo lo contrario. El trabajador recupera en él toda su dignidad pues ya no será más que «una inteligencia directora de máquinas». Mediante la finta maquinista, Cabet enmienda a Fourier y al

furierismo en sus propios términos: «El trabajo honrado, respetado, no tiene más que una corta duración, es agradable y atrayente, y es una fuente inagotable de gozo intelectual y de felicidad». Esto es así porque las máquinas, en un sistema industrial muy concentrado y planificado, garantizan una enorme productividad, reducen drásticamente el tiempo de trabajo y se hacen cargo, además, de todo trabajo penoso y repulsivo para terminar dejando para el trabajador solo tareas fáciles y atractivas de supervisión y dirección de ingenios.

La imaginación utópica de Cabet es una ensoñación maquinista. El trabajo es una realidad que encuentra en el comunismo la respuesta a las cuestiones fundamentales de la productividad y del trabajo digno y agradable. Sin embargo, Cabet entiende que en todo caso el trabajo del comunismo tendrá que ser necesariamente un trabajo a tiempo muy parcial. Y tiene que acudir a un maquinismo exaltado para que este limitado trabajo sea atrayente y agradable. Fourier tenía una fe total en las posibilidades de un trabajo productivo atrayente convertido en elemento central de la vida de los hombres en el socialismo. En comparación, el trabajo de Cabet tiene una entidad un tanto indeterminada al no poder adjudicarle una posición central en el comunismo que defiende. ¿Por qué es esto así? En el comunismo cabetiano no cabe el examen de la entidad subjetiva y psicológica del sujeto que trabaja al no alcanzar relevancia alguna en su propuesta. Esto cierra un campo posible para encontrar los resortes de la motivación laboral de un trabajo no banalizado. Por ejemplo, ese tipo de resortes tan minuciosamente analizados por Fourier y que cubren todo el espectro laboral, todos los trabajos de la nueva sociedad industrial. El lujismo laboral e industrial, las series industriales y la amplia utilización que hacen de los resortes pasionales del amor propio, los incentivos retributivos desiguales, el mariposeo industrial, la sofisticada y masiva utilización de los equipos de trabajo y sus dinámicas propias, son soluciones furieristas en las que caben todos los trabajos del socialismo, los limpios y los sucios, los agradables y los penosos. Sin importar el maquinismo, ni la condición aparentemente negativa, algo propio de la civilización, de muchos trabajos. En materia de trabajos y trabajadores Fourier siempre encuentra un roto para un descosido a partir de su fisiología de las pasiones y la organización societaria de los trabajos. En Armonía, todo el trabajo es atrayente y por esto mismo el trabajo está entero en su socialismo, ajeno a cualquier tipo de banalización, ya sea mediante la reducción drástica del tiempo de trabajo, o mediante la disolución del trabajo en un ensueño maquinista. Privado de este tipo de recursos, el comunismo tendrá que distanciarse del trabajo y relativizarlo lo más posible. La solución es la utopía industrialista. Poco tiempo de trabajo y todo el trabajo posible para las máquinas, pues si el trabajo no puede ser asumido como atrayente para los individuos, difícilmente puede despejarse de alguna manera la condición esforzada que siempre se cierne sobre él y tiende a apoderarse de quien lo ejecuta. Una manera de soslayar esto sería concebir el trabajo como una obligación dictada por poderes o instancias superiores y que los trabajadores interiorizaran esta obligación como virtud. O, si se quiere, que lo aceptaran como una imposición por motivos trascendentales. Estaríamos hablando de instancias tales como la sociedad, la clase, el pueblo, la nación o el Estado. Se trata de un recurso que la utopía de Étienne Cabet no contempla, aunque en tiempos posteriores tendrá un recorrido notable, entre otros en el caso de comunismos muy reales. El industrialismo cabetiano despeja dos problemas. El primero, el problema general del trabajo al reducirlo a un tiempo corto de supervisión y dirección de máquinas; el segundo, la amenaza que el maquinismo supone para la generalización del trabajo simple e intensamente parcelado: un factor de miseria obrera y de alienación adjudicado al capitalismo concurrencial; una desgracia que en ningún caso se traslada al comunismo simplemente porque este trabajo ya no está en él. Ya es todo tarea de las máquinas. Todos son

beneficios cuando el maquinismo deja de estar al servicio del interés privado de los patronos capitalistas y se pone al entero servicio de la comunidad: productividad comunista, liberación de los obreros de las condiciones de la explotación y erradicación del trabajo simple y alienado. Por último, conviene recordar que, en este tipo de imaginación socialista, no cobran relevancia alguna los servicios. Todo se plantea en los medios de la economía productiva en su sentido más estricto. Ciertamente es un rasgo común en la época, no solo del pensamiento socialista. Pero de nuevo en este asunto Fourier se escabulle de la corriente dominante. Ningún trabajo, ninguna ocupación productiva y de servicios, quedan al margen de la atracción y, por lo tanto, todas las ocupaciones tienen su lugar en Armonía y a todas atiende el utopismo de Fourier. Una constatación que dice algo sobre el trabajo en su socialismo, algo que no encontramos en otros de la época, por ejemplo, en el comunismo cabetiano. Por motivos de su peculiarísima imaginación socialista, en su socialismo está, por primera vez, todo el trabajo: desde la fabricación de bienes y las labores agropecuarias hasta el cuidado de los enfermos y ancianos; desde la restauración hasta la prostitución. Lo mismo que el furierismo y la mayoría del socialismo de la primera mitad del siglo xix , el comunismo de Cabet rechaza radicalmente su implantación mediante la revolución. Una gran parte del socialismo francés, y Francia es la patria del socialismo en este periodo, defiende la vía reformista y evolutiva, la vía de la experimentación ejemplar y del convencimiento social para hacer realidad el socialismo en general, o el comunismo en particular. Hay en esto una fractura importante en la tradición socialista entre una corriente mayoritaria y otra muy minoritaria en esta época. La mayoritaria guarda una memoria negativa de la Revolución francesa, el único y grandioso referente revolucionario existente. El periodo jacobino les parece un horror por el enorme y sangriento coste social y humano que supuso para Francia; y no desean repetirlo en ningún caso. No será la generalidad del socialismo de las décadas de los treinta y los cuarenta del siglo xix la que haga una lectura positiva de la Revolución francesa y, todavía menos, la que considere que la vía revolucionaria es la vía del socialismo. Charles Fourier, junto con Saint-Simon, son los socialistas utópicos que se manifestaron más abiertamente contra la Revolución francesa, a la que vieron, en su etapa más revolucionaria, como un fenómeno cataclismático definido por la violencia, la crueldad y la ruptura momentánea y radical con cualquier principio de orden y legalidad existente. Otros, caso de Cabet, no se manifiestan de manera específica sobre la Revolución francesa, pero esto no obsta para que su propuesta de cambio económico y social se aparte completamente del imaginario revolucionario. Dejemos que nos lo explique el mismo Cabet. ¿La comunidad puede establecerse por la fuerza y la violencia? No; estoy convencido, profundamente convencido, que no puede establecerse… más que por la fuerza de la opinión pública, por la persuasión, por la convicción. Un partido, una minoría con coraje, aunque tuviera el Gobierno, intentaría en vano imponerla a la mayoría; sería una injusticia, sería tiranía, una locura. Lo que es posible, razonable, útil, es predicar y propagar la doctrina, discutir, persuadir, convencer. Cuando la opinión pública adopte la

comunidad, su establecimiento será fácil; yo no dudo que la opinión pública terminará por adoptarla, porque ella es la única doctrina verdadera, cuya verdad puede ser demostrada hasta la evidencia; la razón terminará siempre por tener razón . El comunismo será un triunfo de la razón y no de las armas. Y en este punto establece un principio que solo muy posteriormente, ya a principios del siglo xx , alcanzará toda su importancia y significación en la imaginación socialista. El comunismo será un triunfo de la democracia, pues la democracia será el vehículo privilegiado de la razón. El sufragio universal se incorpora al plan de reforma social de Cabet. La democracia es voluntad popular y esta abrirá el camino al comunismo, pues el comunismo es la verdad última del sistema social popular. Creo –afirma Cabet– que la reforma electoral y parlamentaria es algo previo y necesario, y que todos los demócratas deben adoptarla como medio de llegar pacíficamente a todas las reformas, aun al establecimiento de la comunidad, objetivo final de la democracia. Este tipo de manifestaciones no deben ser tomadas como una reivindicación del papel de la política en el comunismo. Nada más lejos del imaginario de Cabet y, en general, de la imaginación socialista de la primera mitad del siglo xix . El sistema político democrático, por ejemplo, el republicanismo democrático de mitad de siglo, es un medio, un instrumento temporal para la implantación del comunismo, para dar voz efectiva a la opinión pública, al conjunto de las clases trabajadoras que son la inmensa mayoría, y poder adoptar después, de manera fácil y sencilla, el ideal de la comunidad o comunismo, «objetivo final de la democracia». La razón, que socialmente está en la clase trabajadora, termina siempre por tener razón y la democracia republicana es una mera muleta para que esto sea así. La imaginación socialista decimonónica, en mayor o menor medida, siempre obra en el territorio de lo social y no de lo político. La reforma social termina por fagocitar necesariamente a la reforma política, pues ante lo social lo político carece de especificidad y de cualquier autonomía en el socialismo de la época. Cabet lo expresa cuando afirma que la reforma electoral y parlamentaria, y por lo tanto, el republicanismo democrático de sus días, es un medio para que la comunidad se implante pacíficamente, como debe ser. Su papel se volverá completamente prescindible cuando el comunismo sea una realidad efectiva. Es prescindible porque ha agotado completamente su función, y mantenerlo distorsionaría y finalmente desvirtuaría completamente el propio comunismo. La empresa comunista pivota, en su conjunto, sobre el cambio social, pero en ningún caso sobre un Estado que siempre sería una amenaza para la comunidad, desarrollando algún tipo de autonomía y poder respecto a ella. De todo el socialismo de la primera mitad del siglo xix fue Louis Blanc (1811-1882) quien mejor elaboró la idea de la necesidad del Estado para propiciar la implantación del socialismo. El Estado de Blanc es la república democrática y social, por ejemplo, la República francesa de 1848 en sus jornadas más obreras y rompedoras. Pero aun en este caso, una vez implantado el socialismo, la única opción del Estado es desaparecer, diluirse. Se trata de una línea de pensamiento que no solo atraviesa el socialismo de

estos años, sino que tendrá un eco posterior en Marx. En el conjunto del socialismo decimonónico, parece claro que la transformación, sea revolucionaria o no, es un asunto prioritariamente referido a la economía y la sociedad. Por ejemplo, a la abolición del capitalismo y la desaparición de las desigualdades y los permanentes conflictos fundados en él o, dicho de otra manera, a la supresión de las clases sociales y la implantación de una sociedad de trabajadores. Cuando esto llega a realizarse, no hay papel alguno para el Estado; más aún el Estado, como poder, se ve como una fuerza amenazadora o un impedimento para la realización plena de un socialismo que abjura de lo político. Saint-Simon hizo una de las formulaciones más exitosas de la contingencia histórica de lo político cuando proclamó que la sociedad socialista sería autoadministrada, pero en ningún caso gobernada. Después de todo, en la tradición occidental moderna el gobierno de la sociedad remite, de una u otra forma, al Leviatán hobbesiano, y el socialismo utópico, y no solo el que manifiestamente lo es, asume la necesidad no de controlar y gobernar el Leviatán mediante el establecimiento de límites legales que preserven su necesidad y laminen su inclinación despótica, sino de acabar de una vez por todas con él. Es la transustanciación de la sociedad la que finalmente convierte en prescindible lo político. El apoliticismo furierista se proyecta sobre una sociedad que en su organización falansteriana asume las pasiones y los deseos y, necesariamente, la diversidad y las desigualdades, siempre mitigadas mediante la implantación de los mínimos universales. El apoliticismo cabetiano resulta, a la postre, un poco más difuso en la medida en que coexiste en su pensamiento con el unitarismo comunista, con una idea fuertemente unitaria de la comunidad. ¿Quién responde del igualitarismo y de sus múltiples manifestaciones prácticas? ¿Quién puede garantizarlo? ¿Cómo planificar la economía, determinar la localización de las fábricas o asignar los trabajadores a las ocupaciones según criterios exclusivamente comunitaristas? Solo la opción puramente idealista del imperio de la razón parecería laminar estas dificultades: los acuerdos racionales y fáciles de unas subcomunidades que surgen con una vocación experimental, de difusión y convencimiento, entendidas como partes de una especie de cuerpo místico superior, la comunidad, que en sí misma sería una encarnación social de la razón comunista, entendida a su vez como razón universal. III. «LA HUMANIDAD ES LA OBRERA DE DIOS» Hay un socialismo de la primera mitad del siglo xix que contrasta tanto con el furierismo como con el comunismo cabetiano, e incorpora rasgos específicos que son necesarios para entender la imaginación socialista decimonónica en toda su amplitud. Los diversos socialismos de la primera mitad del siglo xix son elaboraciones sobradas de inteligencia y sugerencias, también de limitaciones y contradicciones. Se produjeron en una época en la que, a diferencia de la nuestra, abundaba un tipo de mentalidad optimista, muy abierta a las grandes posibilidades que podía ofrecer un futuro más o menos inmediato. Un optimismo exaltado está detrás de la corriente utópica que electriza el socialismo, aunque también podemos encontrarlo, más comedido y controlado, en otras formas en las que el utopismo apenas está presente, o es una especie de telón de fondo liso que condiciona en mucho menor grado la escena. Es precisamente esta moderación del optimismo y

de la utilización de la imaginación utópica, la que permite a este tipo de socialismo examinar y analizar de muy distinta manera, con otro tono y talante intelectual, algunas cuestiones relevantes que afectan al fondo de la propuesta socialista. En el caso que vamos a examinar, la filiación católica del socialismo fue un freno a su explosión utópica y propició una idea de la naturaleza humana bien distinta de la que representa en sumo grado Charles Fourier. Tampoco pudo aceptar una comunidad en la que tendía a disolverse toda individualidad y que tan ajena resultaba, por esto mismo, a un cristianismo en el que la responsabilidad y los deberes personales eran nota distintiva. Contribuye esto a crear un socialismo en el que cobra relevancia el esfuerzo y la penosidad que necesariamente espera a los que asumen el compromiso de crear la nueva sociedad y, por lo tanto, a esbozar una doctrina en la que el ingrediente ético, entreverado de un destacado componente ascético, alcanza una importante relevancia. L’Atelier, organe spécial de la clase laborieuse es un importante periódico obrero publicado en París entre 1840 y 1850. Está inspirado en las ideas de reforma social de Philippe Buchez, el primer teórico de las asociaciones de producción como alternativa a la organización del trabajo y la producción del capitalismo liberal contemporáneo. Buchez, y el mismo L’Atelier, solo son comprensibles en sus propuestas desde la importante corriente espiritualista que floreció en Francia en la primera mitad del siglo xix y que se concretó, entre otras tendencias, en un profundo reformismo neocatólico. El nuevo espiritualismo se articula por vías ciertamente poco familiares a la tradición católica convencional. La historia humana es reconsiderada mediante lo que podríamos llamar una primitiva teología de las realidades terrenas en que se asume la fe en el progreso de las sociedades hacia cotas superiores de libertad, de emancipación de los desheredados y, finalmente, de regeneración de la especie. Todo ello como parte del proceso del plan divino de redención de la humanidad, un plan de salvación que necesariamente comienza en este mundo, transformándolo según los altos principios de la buena nueva evangélica. Desde esta perspectiva, lo económico y lo social pasan a ser elementos imprescindibles de una nueva sensibilidad religiosa que buscará resituar el papel de la Iglesia, abriéndola a las realidades del mundo moderno y renovando y adaptando su magisterio.

Es notable la influencia que en este neocatolicismo tuvo Saint-Simon y el sansimonismo, el mismo Philippe Buchez militó en sus filas durante un tiempo. Conviene recordar que el autor de El nuevo cristianismo fue un reformador social que insistió en la necesidad de hacer de la reforma social una religión. Una religión que sacralizaba el destino último de la sociedad industrial que no era otro sino el bienestar de la clase más pobre, la de los trabajadores, y proporcionaba el lazo intenso de solidaridad necesario para llevarlo a cabo, la sagrada fraternidad universal. El cristianismo de SaintSimon es el corazón emotivo y moral de su sociedad industrial, la savia que alimenta la solidaridad que la articula. Si Saint-Simon dictamina que la sociedad industrial tiene que tener necesariamente un alma religiosa secular, los neocatólicos asumen completamente esta necesidad y para ello harán una lectura singular del propio catolicismo, religión divina, y de su capacidad para insuflar espiritualidad, significado histórico, fraternidad y eticidad a dicha sociedad y esto de manera, a su juicio, más absoluta y más realista al remitirse a una tradición evangélica de preocupación por los pobres y de denuncia de la injusticia de los ricos y poderosos. L’Atelier sintetiza en una frase feliz su espíritu neocatólico y el fundamento último de su socialismo: «La humanidad es la obrera de Dios». Resuenan en ella los ecos de una teología del progreso, de la eminencia de la clase obrera como la clase del progreso y de las condiciones de esfuerzo y abnegación que la esperan en el cumplimiento de su destino, a la vez secular y divino. Dicho destino es la superación definitiva de la sociedad industrial inorgánica e intrínsecamente conflictiva mediante la universalización de la Asociación obrera. Asociación que el periódico identifica con el modelo de asociacionismo productivo y de consumo que tuvo en Buchez el teórico de referencia a principios de la década de los treinta, y que pasará a ser el principio organizativo alternativo más extendido del imaginario socialista en los años centrales del siglo xix . Tengo pleno fundamento para afirmar –dice A. Corbon, redactor de L’Atelier – que la asociación, sustituyendo a la explotación, es una necesidad de nuestro estado social… [La asociación] es exactamente en el orden económico la revolución operada en el orden político; es la sustitución, en el interior del taller, del estado despótico por el estado democrático. Esto se escribe en 1849, después de la implantación de la Segunda República Francesa y su régimen democrático. La asociación obrera es una necesidad histórica. Viene a sustituir las instituciones económicas propias del capitalismo liberal considerado como un sistema para la explotación económica y laboral de los obreros, de la inmensa mayoría, de la clase que se identifica necesariamente con el pueblo o el conjunto de la nación, en beneficio de unos pocos. Hay algo más y es importante. El progreso de la humanidad camina indefectiblemente hacia la democratización política, el tipo de democratización que se ha conseguido en Francia con la Revolución de 1848. El proceso de democratización no se para en la organización política de la sociedad, sino que necesariamente, como espíritu de los tiempos, alcanza su verdadera dimensión en la organización productiva de la misma. La asociación obrera no es otra cosa que el movimiento de la imparable democratización de los talleres y las fábricas. Se trata de la implantación progresiva, y finalmente universal, de un nuevo tipo de

industria que cambia profundamente el criterio de propiedad, suprime los patronos capitalistas al volverlos completamente prescindibles, y convierte al conjunto de los obreros en propietarios y gestores de su taller o fábrica, dando así lugar a un tipo de empresas autogestionadas de copropietarios cooperantes. Una característica fundamental de la asociación es la existencia de un capital social mediante el cual puede realizar todas las operaciones necesarias en una rama productiva concreta. Este capital no es divisible y, por lo tanto, no es propiedad de cada uno de los cooperativistas, sino de la asociación en su conjunto. Se trata de «un capital social inalienable» que se constituye y crece por la aplicación de un porcentaje continuo de los beneficios anuales de la asociación. Según esto, los capitalistas nunca pueden ser admitidos en esta a título de copartícipes de los beneficios, algo que ocurría en el furierismo. De hecho, la implantación del régimen industrial asociativo busca la eliminación completa de la figura del capitalista industrial, también del financiero que obtiene beneficios mediante el préstamo de capitales. La eliminación del patrón, del dueño y dirigente de la fábrica y el taller, va más allá, sin embargo, de la erradicación de la figura de un mero capitalista industrial; busca también la eliminación de una figura que fácilmente representa el mando, la autoridad, en muchos casos el despotismo, como elementos de la organización productiva que se quiere erradicar. Y, sin embargo, los atelieristas, y en general el movimiento obrero de la asociación, quieren la supresión de los patronos no prioritariamente como reacción a su autoridad más o menos despótica, aspecto que podía variar sustancialmente en los medios del taller artesanal, o de la fábrica de la época, siempre con altas tasas de trabajo artesanal y una buena dosis de iniciativa productiva en manos de los maestros artesanos. La razón principal que se esgrime es que los patronos, sean mejores o peores, son prescindibles, son innecesarios, solo tienen cabida en el régimen injusto del capitalismo que, por este motivo entre otros, muestra graves debilidades históricas y, finalmente, la imposibilidad de que pueda subsistir en el futuro. Pone en manos de los patronos propietarios un beneficio que es una exacción ni justificada, ni justificable, por el ejercicio de una función innecesaria. El asociacionismo atelierista se presenta a sí mismo como la singular unión de un principio comunitarista y de otro individualista. En materia de producción, un capital social, un fondo común, impersonal e inalienable, compuesto por todos los medios necesarios de la producción. A la hora de la distribución, rechazo del salario capitalista e implantación de un régimen de retribución que está referido a la cantidad y calidad del trabajo efectivamente realizado, a lo que se añade la participación en los beneficios anuales de la empresa cooperativa. Se insiste, además, en la plena disposición que los individuos tienen de la renta de su trabajo y la propiedad privada que adquieren sobre los objetos de consumo. Todos son obreros de la asociación y todos participan en los beneficios del esfuerzo común mediante un sistema retributivo desigual referido a la productividad y un ingreso anual común fijado de acuerdo con los resultados económicos de la empresa colectiva.

En la asociación la propiedad es de dos tipos: es común e individual. La propiedad común, indivisible, inalienable, es el fondo social, el instrumento de trabajo; la propiedad individual es el fruto del trabajo, es decir, además del salario cotidiano, la parte de los beneficios que vuelven anualmente a cada asociado, y sobre los cuales tiene una plena propiedad y libre disposición. Retribuir convenientemente el trabajo es el medio para promover un consumo que crecerá indefinidamente. El aumento del nivel de vida de la población trabajadora en el sistema de la asociación será un factor inextinguible de crecimiento industrial y bienestar general. El socialismo de los atelieristas es un sistema mixto que combina un singular asociacionismo autogestionario de las empresas productivas, y se supone de servicios, y la permanencia de la entidad individualizada de los agentes económicos que adquiere su relevancia en materia de trabajo y de consumo. La mezcla de lo comunitario y de lo individual se combina en la orientación ideológica del movimiento, con la mixtura de su orientación «revolucionaria» y «conservadora». Lo primero referido a su peculiar anticapitalismo, a su socialismo, lo segundo a «la conservación de la fe religiosa, la observancia moral, el amor a la patria y el respeto a la familia y la propiedad», en palabras del periódico, «de todo aquello que es necesario para el orden, para el progreso, para la salud de la sociedad». ¿Cómo se construye el nuevo mundo de la asociación obrera? Los atelieristas comparten con el furierismo y el comunismo cabetiano la idea de que la implantación del socialismo no puede ni debe conseguirse mediante un golpe revolucionario, sino mediante la experimentación y la convicción, a lo que se añade la fe cierta de que el socialismo es el destino inexorable de la humanidad como superación necesaria de las graves injusticias y la miserable condición de la clase obrera bajo el capitalismo. Una idea bien implantada en la imaginación socialista de la primera mitad del siglo xix , que desarrolla una prevención muy arraigada frente a los efectos no deseados, y frecuentemente no previstos, del intento de cambiar el sistema social mediante un golpe raudo y violento. A esto se añade la necesidad de superar la contradicción existente entre la democratización política de la sociedad, una realidad visible en 1848, y la permanencia del régimen despótico, a la par que injusto, en el ámbito de la producción. La transformación de la explotación en asociación es para los ateleiristas un proceso pacífico, progresivo y de larga duración que avanza con el viento favorable del espíritu de los tiempos. Este rasgo tan extendido en el socialismo de la época adquiere un tono peculiar en el de filiación cristiana. Hay una insistencia singular en que el proceso de implantación del nuevo tipo de organización social será necesariamente un proceso dilatado y dificultoso. Son conscientes de que las resistencias a las que hay que hacer frente son fuertes y que la transformación del carácter de los que llevan adelante esta ingente empresa exige un cambio de mentalidad y cultura. Este cambio es, ciertamente, una necesidad de la razón histórica y así puede comprenderse y se puede confiar en su estatuto inapelable. Hay, sin embargo, un elemento providencial en la manera de verlo, y en esto el sustrato cristiano de este socialismo, con su reelaboración teológica específica, es un fundamento de calado. Pero, a la vez, este mismo sustrato agudiza la mirada de los atelieristas para ver las dificultades de todo tipo

que hay que vencer y, sobre todo, el tipo de fiel o militante que exige la empresa, especialmente en el largo periodo de la construcción del socialismo. El movimiento atelierista está así fuera de un utopismo que entiende que el advenimiento del socialismo es un proceso rápido y fácil, que no exigirá graves sacrificios en el largo periodo de la transición. Desde el punto de vista de la empresa asociada, las dificultades para su implantación y éxito son manifiestas. Hay que crear una empresa cooperativa, pero no cualquier tipo de cooperativismo. Hay que aceptar el principio de su capital social e inalienable, lo que supone que la salida voluntaria de los asociados que libremente constituyeron la asociación se producirá sin ningún tipo de compensación o recuperación de los fondos aportados. A esto se añade las dificultades y contrariedades ordinarias, o a veces extraordinarias, para consolidar la asociación como empresa de éxito. Todo ello en un largo periodo de formación del tejido asociativo, de logro de la necesaria masa crítica de tal tejido productivo para que el modelo mejore en sus expectativas de viabilidad y permanencia. El recurso al Estado, por ejemplo, a un Estado republicano con un decidido perfil social, es algo que no está en consonancia con la idea de asociación de los atelieristas. No confían demasiado en la posibilidad de que el Estado pueda ser realmente social y se oponen, además, a cualquier vía estatalista para la construcción del socialismo. Simplemente no creen en ella, pues consideran que por esta ruta el «socialismo» resultante sería una realidad pervertida y contraria a lo que el verdadero socialismo es como destino histórico de una humanidad responsable, libre, democrática y justa. Los atelieristas polemizarán intensamente con Louis Blanc y su idea socialista caracterizada por un jacobinismo instrumental. Un socialismo que, para su implantación, veía absolutamente necesaria la política intervencionista e impulsora de la República social. Una esperanza que sufrió un durísimo golpe con la deriva burguesa de la Segunda República Francesa. Fracaso del derecho al trabajo, fracaso de los talleres nacionales como realización de la propuesta alternativa de organización de la producción y del trabajo de la asociación obrera. En estas circunstancias especialmente dramáticas, la suspicacia frente a lo político que anidaba en la mayor parte del socialismo de la época se refuerza, centrándose la mirada, con ánimos renovados, en un socialismo que es ante todo, y sobre todo, un fenómeno puramente social y que debe encontrar en la sociedad las fuerzas y capacidades necesarias para llevarlo adelante contra viento y marea. Esto no obsta para que los atelieristas acepten que un Estado favorable pueda facilitar, con fondos públicos, la formación de los capitales sociales necesarios y, sobre todo, cambiar la legislación existente para dar viabilidad jurídica al tipo singular de cooperativismo que defienden. Siempre como actuaciones facilitadoras y nunca como manifestación de una política de intervencionismo estatal en la constitución, distribución y funcionamiento de las asociaciones, algo que queda totalmente en manos de los trabajadores que las crean, y de los acuerdos que las asociaciones puedan establecer para gestionar una economía con un sector cooperativo cada vez más extenso. En estas condiciones especialmente adversas, el socialismo tiene que contar con una vanguardia de elite. Ni pueden darse de manera inmediata a los

obreros los capitales sociales necesarios para organizar las asociaciones de producción, ni se puede confiar que el conjunto de la clase obrera, en su condición presente, disponga del compromiso y fuerza moral, tampoco de las capacidades de diverso tipo, que la empresa exige. La asociación debe comenzar con hombres de elite. Cuando este sistema nuevo haya conseguido una base sólida por el esfuerzo de sus fundadores, las naturalezas menos elevadas entrarán en él sin inconveniente y se educarán bajo el ejemplo de la fuerza y la necesidad… Muchas (asociaciones productivas) se han creado sin otro socorro que este capital moral del que he hablado; sin otro auxilio que la voluntad enérgica de abrir a los trabajadores la vía de su liberación. ¡He aquí los verdaderos pioneros del progreso! También habla el periódico en otros momentos de «una aristocracia de la abnegación». Frente al furierismo y el comunismo cabetiano, el socialismo atelierista presenta y exige un amplio perfil ascético que se separa radicalmente de aquellos otros socialismos de la facilidad y la felicidad. La construcción del socialismo exige una militancia de «hombres del deber», la expresión es de L’Atelier. Virtudes bien afianzadas de honestidad, frugalidad y honradez, de una acendrada laboriosidad, de prudencia, solidaridad fraternal, superación y posposición de los intereses propios e inmediatos. Una especie de santos laicos comprometidos en una tarea ingente de redención y transformación de unas realidades económicas, sociales y culturales heridas de muerte. El obrero de Dios que puede surgir y de hecho surge en los medios eminentes de la única clase virtuosa realmente existente. Los atelieristas, al igual que los furieristas, rechazan la identificación de socialismo e igualitarismo, una identificación que era crucial en la propuesta comunista. La reivindicación de un determinado tipo y grado de desigualdades afecta a ámbitos distintos, caso del trabajo y su retribución, y también a las esferas de lo psicológico y, especialmente, de lo moral. Lo primero tiene que ver con su sensibilidad aguda en materia de motivación productiva y laboral, lo segundo con la necesidad de que la sociedad socialista reconozca, honre y se beneficie de los desiguales grados de esfuerzo psíquico y virtud que se encuentran entre los humanos. A todo esto se añade la desigualdad de inteligencia y capacidades. En todos estos asuntos, los atelieristas y los furieristas no están dispuestos a reducir las desigualdades, y algunos rasgos básicos del comportamiento individual desigual, a meras consecuencias de un sistema económico, social y político pervertido e injusto. Los furieristas por una idea radicalmente irénica de la desigualdad, los atelieristas por algún grado de pesimismo antropológico que anida en su socialismo y que tienen una resonancia cristiana. Los problemas de la motivación y de la competencia ocupan un lugar importante en el socialismo atelierista y a ellos dedica el periódico un amplio espacio. Esto quiere decir que se plantean salvaguardar un amplio recorrido para la motivación laboral subjetiva, y que la nueva economía productiva de la asociación es vista como una economía que preserva el «principio activo» propio de la competencia. Ambos elementos se intentan reelaborar como propios de una economía que ha superado las

contradicciones y los conflictos que la motivación y la concurrencia encuentran en el capitalismo liberal. El fundamento de la argumentación reside en el hecho de que en la economía productiva de la asociación obrera desaparece la separación entre propiedad y trabajo. La propiedad y el trabajo son del conjunto de los copartícipes asociados que crean y llevan adelante la empresa cooperativa autogestionada. Desaparece la brecha insalvable entre los intereses de los patronos y los obreros, la fatídica relación inversa entre los intereses de los primeros y de los segundos, y esta transformación radical posibilita la aceptación de los principios que rigen la motivación laboral y la concurrencia económica general en un nuevo contexto virtuoso. En él podrán desplegar sus efectos positivos sin crear las gravísimas perturbaciones que son propias de un capitalismo definido por una competencia desatada, creadora de todo tipo de crisis y conflictos, y por su incapacidad absoluta para encontrar una solución viable al problema de la motivación laboral. La generalización del modelo económico de la asociación obrera, la llegada de este socialismo solidario y fraternal, liberará definitivamente a la nueva concurrencia de su carácter salvaje, particularista, completamente insolidario y corto de miras, y una vez así redimida, la concurrencia podrá desempeñar su papel vivificador. De la misma manera, la desaparición de la retribución salarial capitalista, posibilitará un nuevo régimen retributivo que podrá desplegar toda su capacidad motivadora al haber superado aquel condicionamiento insalvable que propiciaba salarios miserables e inseguros. El régimen retributivo que creaba la condición subconsumista del conjunto de la población obrera y que cercenaba de raíz el mecanismo natural de la motivación laboral, el más primario y simple, el que reside en el ingreso y el consumo. Los atelieristas tienen una idea de competencia en la que el aspecto económico se completa con el moral. La competencia es un rasgo imprescindible de toda sociedad humana y está íntimamente unido a la libertad y a la idea de progreso. Competencia económica de las empresas que alienta la eficiencia, el trabajo, la innovación, la perfección de los productos, concurrencia de ideas y proyectos, competencia de esfuerzos, de iniciativas, de pensamiento, de acción en los más variados órdenes de la sociedad. A esto se añade lo que puede hacer para mantener el precio de las mercancías en el nivel más bajo en beneficio del consumidor y para aumentar de manera incesante el consumo. Como todo socialismo, L’Atelier rechaza la forma liberal de la concurrencia, lo que en la primera mitad del siglo xix se denomina laissez-faire; completa desprotección y falta de interés por los explotados y humillados característica de una forma del capitalismo salvaje y brutal. Pero, frente a otros socialismos, muestra una especial sensibilidad frente al problema de la competencia, pues ve en ella una garantía imprescindible de la libertad y el progreso humano. ¿La asociación excluye el principio de la concurrencia? No, porque este supone, por el contrario, la libertad de los asociados. Si no [hay concurrencia] estaremos en el convento, la aniquilación del individuo, y esto no es la asociación… La emulación, siempre más potente, sin jamás llegar a ser hostil, perfecciona el trabajo, los procedimientos industriales, excita todos los descubrimientos y las innovaciones útiles, favorece una clasificación siempre más inteligente, siempre más armónica con las aptitudes de los trabajadores, los recursos y las necesidades… Creemos que

el principio de vida de la asociación, lo que le da su impulso y resorte, es la libertad de los asociados y su mutua emulación. La motivación laboral de los atelieristas encuentra su fundamento en un socialismo que preserva completamente la propiedad privada de la renta del trabajo y de todo aquello adquirido mediante la misma, sin entrar en precisión alguna sobre el tipo de cultura material que pudiera ser propia de tal socialismo. La retribución en la empresa asociativa es igualitaria solo si entendemos por ello que está enteramente referida a la condición social única de trabajador; todos son trabajadores y solo trabajadores, todos viven de la renta del trabajo, más el posible reparto de un parte de los beneficios de la asociación entre los copartícipes. Una vez establecida esta igualdad de condición (no hay rentistas, ni patronos con sus beneficios, ni inversores capitalistas, ni gentes ociosas), la renta salarial socialista es desigual y está enteramente referida al grado y proporción de lo que su beneficiario produce. «Cada uno es juez de sus deseos y necesidades, es responsable de satisfacerlos tanto como quiera dando a la sociedad un valor igual al de las riquezas que él desea». Esto tiene que ser así pues el socialismo tiene que conservar «el móvil incesante del trabajo y del progreso que consiste sobre todo en la libertad, los deseos y las necesidades de la personalidad humana». Como ocurría en el furierismo, aunque de muy distinta manera, hay en los atelieristas un fundamento psicológico de la motivación referido al vasto mundo de los deseos y su satisfacción. Sin embargo, el tema de la imaginación del deseo socialista cobra mucha más relevancia en el furierismo, en la medida en que la condición deseante del ser humano ocupa una posición central, y exorbitada, en un socialismo radicalmente hedonista y dionisiaco, totalmente alejado del espíritu comedido y la tonalidad ascética que impregnan el socialismo atelierista. La asociación obrera fue un extenso movimiento social de trabajadores artesanos, el tipo de trabajador dominante en la Primera Revolución industrial, si exceptuamos aquellos sectores productivos punteros y minoritarios organizados según las pautas del factory system. A estas alturas de nuestro examen de la imaginación socialista, debemos preguntarnos por la relación entre los socialismos de los que nos hemos ocupado hasta ahora y la figura del artesano. ¿En qué medida congenian cada uno de estos socialismos con la idea de una clase obrera movilizada en la que el artesano es la figura de referencia? Si nos planteamos la pregunta en este momento es porque el socialismo atelierista fue, realmente, un socialismo de artesanos, ideado por artesanos y en el que ocupa un lugar efectivo la figura eminente del artesano. En esta importante cuestión tenemos que hacer precisiones precavidas. En el caso del socialismo furierista debemos establecer alguna distinción entre Charles Fourier y el movimiento obrero furierista de las décadas de los treinta y los cuarenta del siglo xix . La doctrina socialista de Fourier, su construcción teórica, sobrevuela la realidad efectiva de un naciente movimiento obrero en el que el artesanado desempeña el papel decisivo, algo que ya no podrá ser así en el furierismo. Esta diferencia tiene que ver con la adaptación que el movimiento furierista tuvo que hacer de la doctrina de Fourier. Es lo que resalta un importante estudioso, Henri Desroche, cuando subtitula su obra La Société Festive, «del furierismo escrito a los

furierismos practicados». La ausencia de referencias al artesanado y al trabajo artesanal del fundador está en buena medida determinada por el sesgo teórico de su planteamiento. No alcanzan visibilidad efectiva cuando el foco está enteramente centrado en las pasiones, los deseos, los principios de la atracción universal y sus facultades armonizadoras, el trabajo atrayente y su intensa relación con las pasiones del lujismo, el grupismo y serismo. La sustancia laboral del trabajo atrayente puede ser perfectamente, y seguro que lo era en la cabeza de nuestro autor, trabajo artesanal, pero esta cualidad no alcanza la suficiente relevancia para Fourier a la hora de establecer los fundamentos de aquel trabajo. La fuerza electrizante de las pasiones oscurece y tiende a hacer irrelevantes las notas de manipulación, habilidad, inteligencia y, a veces, creatividad propias del trabajo artesanal. Y, sin embargo, son estas notas las que suelen ser tradicionalmente esgrimidas como factores de un trabajo realmente humano y atrayente en otras propuestas, socialistas o no. A esto hay que añadir que difícilmente se podía acomodar el sujeto de referencia de este socialismo de la comida, el sexo y el amor, a la figura del trabajador artesano, o cualquier otra realmente existente en la Francia o la Europa de la época. Por estos motivos, el artesano y el trabajo artesanal se desdibujan como figuras de referencia del socialismo de Fourier, algo que ya no podrá ser así en el movimiento furierista. De hecho, el furierismo viene a ser una adaptación de la doctrina pura del maestro a la realidad efectiva de un movimiento social de trabajadores artesanos en las décadas de los treinta y los cuarenta. Lo que ocurre con el artesano y el trabajo artesanal en el comunismo de Étienne Cabet es bien distinto. No es que falte su consideración y, por lo tanto, la debida atención; simplemente no están porque no tienen que estar. Aquí el trabajo atrayente ya no ocupa un lugar central, lo que siempre es una razón posible para valorar la importancia y virtualidades del trabajo artesanal, por ejemplo, al compararlo con las formas del trabajo simple. Estamos ante un socialismo cuyo imaginario, como hemos visto, está más allá del trabajo, y esto se pone de relieve cuando tal socialismo debe cursar con un tiempo mínimo de trabajo productivo o, en la medida de lo posible, con la completa sustitución del trabajo por las máquinas. En estas condiciones, ya lo sabemos, el trabajo, todo trabajo, se banaliza en extremo. Es obvio que, entonces, el artesano y el trabajo artesanal tengan poco que decir y ningún espacio importante que reclamar en la vida económica y social del socialismo. Simplemente son figuras y formas de un pasado del que se viene a decretar su ocaso. El discurso comunista de Cabet no dejará lugar alguno para el trabajo artesanal en el socialismo, pues el trabajo no desempeñará un papel relevante en este, soslayando así el examen de qué forma sería la más compatible con la nueva sociedad y humanidad que se proclama. El socialismo atelierista se sintoniza en una onda muy distinta, alejada tanto de Fourier como de Cabet. Todo lo que las páginas de L’Atelier dicen sobre el trabajo y los trabajadores tiene detrás el trabajo artesanal y la figura del artesano. El tipo laboral de este socialismo resume los rasgos ejemplares del artesano, y es este su campeón. El trabajo artesanal de los talleres y las fábricas produce el ser humano que mejor resume las cualidades de una clase virtuosa. Y esto en condiciones económicas y laborales que pueden ser presentadas con las tintas más negras sin que arañen la bruñida y resistente

superficie de su admirable condición humana; la que hace de ellos hombres del deber, constructores del socialismo, obreros de Dios. La clase virtuosa de los artesanos exhibe frente a la corrupción económica, social y moral del capitalismo del siglo y, más en general, de una clase burguesa egoísta y materialista, un sólido fuste humano en el que brillan la inteligencia, la creatividad, la honradez y honestidad, el sentimiento de compañerismo y fraternidad, la laboriosidad, la capacidad de sufrimiento, la prudencia y la morigeración, y un íntimo sentido de libertad. Toda la obra del socialismo atelierista se levanta sobre esta admirable figura. Ella lleva a cabo la experiencia de la nueva organización del trabajo y la producción, y sobre sus hombros descansa todo el peso de la difícil construcción del socialismo. Gentes del deber, de la ascesis, del trabajo infatigable bien hecho, de la cualificación y la esmerada manipulación, de la invención y la mejora de las herramientas, las máquinas y los métodos de producción, precisamente por ser la columna vertebral de la industria, por su permanente contacto cualificado con los materiales, las técnicas productivas y la organización del trabajo y la producción en los medios industriales. Gentes completamente capaces para hacerse cargo de la industria, que tienen todo lo que hay que tener para crear y extender la nueva empresa cooperativa y autogestionaria. Si el tono general del trabajador furierista es psicológico, el del trabajador atelierista es moral, sin que por ello se pierda la sensibilidad hacia los aspectos subjetivos de la figura que, como hemos visto, están plenamente activos en su imaginación socialista. Dimensiones de lo humano que se pierden en el comunismo cabetiano. Se apunta en este tipo de cuestiones, y en la manera como son abordadas por las distintas corrientes, una diferencia temprana e importante que marcará profundamente la deriva de los socialismos decimonónicos. IV. LA DEMOCRACIA INDUSTRIAL Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865) pertenece a la tradición de la asociación obrera siendo su socialismo la versión más elaborada e influyente de esta corriente. En el panorama general del socialismo, nuestro autor es una figura estelar que solo verá limitada su influencia en la medida en que, muy tardíamente en el siglo xix , el marxismo y en mucha menor medida el anarquismo vayan afianzando una posición que terminará por apagar su irradiación. Lo cierto es que desde la Revolución de 1848 hasta la Comuna de París de 1871 y la crisis definitiva de la Primera Internacional, a partir de 1872, Proudhon mantiene su importante influencia en el movimiento obrero europeo. En estas páginas, Proudhon aparece como la expresión más acabada de un imaginario que entiende que la llegada del socialismo solo será posible mediante una transformación revolucionaria de las relaciones económicas y sociales hecha enteramente desde la clase y por la clase. A esto deben añadirse dos especificaciones. La primera, que el socialismo es un movimiento que necesariamente tiene que surgir «desde abajo», sin intermediaciones del Estado ni de algún tipo de vanguardia obrera partidista, o de una intelectualidad contestataria de origen burgués que escrute y señale el camino del socialismo. La segunda, que la posibilidad de que el socialismo surja exclusivamente de la clase obrera es algo escrito en la propia historia de la misma, en la progresiva maduración de su consciencia de clase y en las realizaciones alternativas efectivas que ha sabido poner en marcha. El socialismo es un cambio socioeconómico que

necesita un tiempo para fermentar y crecer. Tiempo de experiencias organizativas y revolucionarias limitadas, con sus éxitos y fracasos, en las cuales la clase se construye y toma conciencia de sí, aclara sus objetivos definitivos y adquiere las capacidades y la necesaria confianza para cambiar un sistema económico, social y político progresivamente debilitado y, finalmente, sin futuro por sus contradicciones internas y por el extensísimo grado de exclusión social que lleva inscrito en su esencia. Proudhon no es un socialista utópico, a no ser que todo socialista que se interese directamente por el socialismo, por lo que este tiene que ser, sea de alguna manera un utopista. En cualquier caso, Proudhon criticará el utopismo de Fourier, de Cabet y cualquier otro que se configure como un sistema absoluto que se entrega al movimiento obrero como un programa idealmente acabado. De hecho, nuestro autor es el primero que utilizará la denominación «socialismo científico» para aplicarla a su propuesta. Frente a otros socialismos de la época, considera que el suyo está concebido, por primera vez, mediante un denodado y riguroso análisis de la propiedad capitalista y el irreductible conflicto entre el capital y el trabajo. Proudhon tiene los pies firmemente asentados en las realidades de su tiempo y en una clase obrera a la que pertenece biográficamente. Desde aquí ofrece un socialismo que él cree realista y viable. Para esta operación se esfuerza por poner a punto un elaborado aparato crítico para abordar las crudas realidades del capitalismo y aquellas antinomias que se producen en su seno y que necesariamente tendrá que afrontar el socialismo. Destacará, además, el fundamento sólido que ofrece una tradición obrera que, a pesar de todas sus deficiencias y limitaciones, es el único cimiento posible para hacerlo efectivo. Si por algo destaca la imaginación socialista de Proudhon es por su esfuerzo de atender estas dos dimensiones: la reactiva y la positiva. Si la primera es el fundamento de un cambio radical necesario, servido por una agencia humana realmente existente y conformada para tamaña empresa, la segunda ahonda en lo que es realmente socialismo, en qué consiste su práctica y cuáles son los principios básicos en los que necesariamente tiene que descansar. Un asunto que nuestro autor plantea, no como la realización de un programa idealmente acabado, sino como una construcción permanente fundada en la experiencia histórica de la clase obrera, sujeto exclusivo de la construcción del socialismo. Proudhon está convencido, desde 1840, de que la iniciativa del socialismo pertenece por entero a la clase, aunque esté lejos de pensar que los obreros tengan una conciencia nítida de su posición social y, todavía menos, dispongan de algún tipo de idea socialista común. Para que la clase sea una fuerza liberadora tiene que vivir una serie de experiencias históricas (organizativas y revolucionarias, caso de las revoluciones de 1789 y de 1848) y producirse en ellas una clarificación de ideas. Después de todo, la clase está profundamente afectada por la degradación a la que la ha sometido el sistema económico imperante: desde los efectos destructivos de la división del trabajo capitalista y la imposición del trabajo simple, hasta la erosión del trabajador como ser humano mediante un proceso general de alienación. Proudhon establece una diferencia entre la «condición plebeya» de la clase, caracterizada por la sumisión y la resignación, y la «condición obrera», caracterizada por la toma de conciencia de su situación y el espíritu revolucionario. Una cuestión siempre presente es cómo y mediante

qué tipo de transformaciones la clase dominada pasará de la condición de plebe a la condición obrera activa. La clase está, ciertamente, en una condición objetiva de oposición radical al sistema capitalista, pero solo una historia compleja de multitud de iniciativas y de grandes crisis revolucionarias hará que esta condición sea interiorizada como una firme posición anticapitalista de clase. Lo cierto es que las ilusiones subsisten y refuerzan la alienación obrera. El pasado plebeyo puede perfectamente encontrar un relevo en la tendencia de muchos obreros por soluciones que no solo no producen una liberación, sino que reproducen, en otro contexto, las condiciones de la alienación y el sometimiento. Proudhon es un crítico absoluto de toda doctrina que prometa el socialismo mediante una sustitución de las formas de la propiedad capitalista por otras formas, no menos funestas, de propiedad estatal, o comunitarista centralizada y unitaria al modo de Cabet. Es la ensoñación persistente de la unidad, de la autoridad, de la centralización, del estatalismo, de la planificación ejecutiva de la vida, del comunismo, la que tienta y tentará a los proletarios. Para nuestro autor no es más que el mismo mal con otro collar. Por aquí se reproducirá, por otros medios y quizá de manera más contundente todavía, la sumisión obrera y un sentimiento opresivo de resignación, por lo tanto la condición plebeya de la clase. Proudhon entenderá esto, por ejemplo, como la sustitución del capitalismo del laissez-faire por un capitalismo de Estado. En este, las grandes antinomias del sistema económico permanecen en toda su crudeza, sin encontrar una vía de resolución, aunque se proclame lo contrario. Son las antinomias de la propiedad, el valor económico, la división del trabajo, el maquinismo, el problema de la concurrencia y el monopolio, y un largo etcétera. El socialismo prudoniano, precisamente en tanto propulsado por la vasta tradición de la asociación obrera, produce un despliegue analítico que converge necesariamente en una teoría de la autonomía de la clase. Una autonomía de hecho, de derecho y de acción. De hecho, pues el capitalismo ha obrado históricamente la separación objetiva entre burguesía y proletariado. De derecho, pues la clase obrera encuentra en ella misma, sin necesidad de iluminaciones exteriores, todos los elementos para construir una nueva teoría de la justicia. Y de acción, pues existen las condiciones objetivas para la acción económica y social de la clase deliberadamente despojada de cualquier influencia de tipo burgués. Esta influencia puede ser de carácter político, por ejemplo, la del republicanismo burgués y su transustanciación en un pretendido republicanismo social que subrepticiamente inocula el principio estatalista. O de tipo intelectual y doctrinal: aquellos hijos, contrariados y contestatarios, de la burguesía que traen a la clase y su lucha liberadora prejuicios y maneras solo comprensibles por los rasgos idiosincrásicos de su posición social de origen, y que tan lejos están de la idiosincrasia y los valores propios de los trabajadores. La idea de la autonomía de la clase es una marca indeleble del socialismo prudoniano. Muchos socialistas podían estar de acuerdo con nuestro autor sobre la separación de las clases y la lucha irremediable entre la burguesía y el proletariado. Menos estarían dispuestos a aceptar todas las consecuencias

de la propuesta de Proudhon y, por lo tanto, las líneas maestras de su socialismo. Será este calificado despectivamente de «obrerista», pues en él son los obreros los creadores de su proyecto revolucionario y los únicos que tienen la aptitud y las capacidades para realizarlo. Un proyecto que se elabora, ciertamente con graves dificultades, pero también con espontaneidad, en el seno de la clase y que no puede encontrarse en algún tipo iluminado de intelectualidad contestataria ajena a la misma. En esta cuestión, la raíz última del asunto es la aceptación de la autonomía absoluta de la clase y la creencia de que el socialismo verdadero (es decir, no tergiversado y por lo tanto incapaz de ofrecer una verdadera alternativa histórica al capitalismo) solo puede ser una emanación directa de la condición objetiva de los trabajadores y de las experiencias organizativas propias de los mismos. Para que esto sea así la clase, una vez superada su condición plebeya, tiene que mostrarse dotada de unas capacidades proactivas en cualquiera de las dimensiones de su ser social. Proudhon está muy lejos de la idea de proletarización en tanto miseria material, psíquica, moral e intelectual, con la que operaban toda una serie de reformadores y revolucionarios preocupados por la cuestión social en las décadas de los treinta y los cuarenta del siglo xix , caso de Eugène Buret o del joven Friedrich Engels. Una figura que incidía, sin límite, en la postración de la clase por efecto de las relaciones capitalistas de producción. Una tesis, la de la proletarización, que, desde la perspectiva prudoniana, presentaba graves problemas a la hora de explicar el paso de la condición objetiva de clase a la conciencia de clase y, sobre todo, a la configuración de la misma como una fuerza revolucionaria completamente autónoma y con todo lo que hay que tener para realizar la gran empresa a la que se enfrentaba. Alejado de la imagen de la proletarización, Proudhon entiende que la clase tiene capacidad por sí misma, por sus aptitudes intelectuales, psíquicas y morales y por la vivencia inteligente de sus experiencias, para superar progresivamente, y con las dificultades esperables, la condición plebeya y alcanzar el estado necesario para devenir el poderoso, creativo y revolucionario agente social que tiene que ser. Nuestro autor cree firmemente que el socialismo o es autogestionario o no es socialismo y esto es así por la manera específica como entiende la absoluta autonomía de la clase. Si el socialismo es definido, como tiene que serlo según su criterio, por su intrínseco carácter liberador, democrático y necesariamente mutualista, será autogestionario. A no ser que se opte por alternativas «socialistas» que reproducen, por otros medios, la dominación, la explotación, la degradación y alienación de los obreros. Y que, por lo tanto, acaben por mantenerlos, a pesar de las proclamas, en su condición pasiva y sometida. Proudhon muestra un gran interés por las iniciativas y prácticas de la clase. Cobran así relevancia, como síntomas reveladores, las asociaciones de producción y de consumo de tipo cooperativo, las sociedades obreras de socorros mutuos y de resistencia, los clubs culturales y el sindicalismo de oficio propio de la época. Todo lo que es muestra palpable de la creatividad obrera, de sus capacidades de organización autónoma, todo lo que anuncia la posibilidad efectiva de un cambio y sugiere la forma típicamente obrera de llevarlo a cabo. Proudhon contempla aquel vasto movimiento vigorosamente anticapitalista en muchas de sus tendencias, trufado de

discusiones y teorizaciones diversas, organizado en el movimiento de la asociación obrera, que tanta importancia tenía en Francia en las décadas centrales del siglo xix . Un movimiento hecho de resonancias sansimonianas, furieristas y cristianas, quedando el comunismo cabetiano al margen del interés de nuestro autor por motivos fácilmente comprensibles. Proudhon conoce los éxitos y fracasos de las múltiples asociaciones obreras y asume como su tarea discutir los principios en los que se asientan, refutar las ensoñaciones que abrigan y hacer del asociacionismo obrero de producción un modelo de organización social con capacidad para revolucionar el conjunto de la economía y de la sociedad. Este es el contexto en el que se desarrolla su idea de la democracia industrial como la forma necesaria del socialismo. En su planteamiento, la necesidad objetiva de eliminación del capitalismo está articulada mediante la iniciativa de una clase plenamente capaz de esta tarea histórica y que, además, dotará a la misma de un perfil decididamente colectivo. Es precisamente esta peculiar manera «de clase» de entender el socialismo la que hace que este tenga que ser necesariamente una democracia industrial, en el sentido más pleno del término. En este tipo de socialismo, los poderes políticos singulares que modifican o desvirtúan su genuino espíritu democrático tienden necesariamente a perder su consistencia y aun la posibilidad de constituirse como tales. La revolución es la idea que surge de la situación de clase y de las prácticas obreras, es decir, una teoría revolucionaria propia de obreros y a la que estos acceden por sus experiencias, sus medios y capacidades. Proudhon rechaza la revolución desde arriba. Revisando la tradición socialista, constata que la revolución no nace de una elaboración teórica, o de la acción de un grupo altamente comprometido con el socialismo, sino de la práctica obrera, de las sociedades obreras, las asociaciones y el movimiento social, todo ello trufado con la singular cultura obrera realmente existente en la que destaca, además de todo un patrimonio de virtudes propias de la clase, un fuerte espíritu mutualista que será una base sólida para el nuevo sistema económico federativo de las empresas del socialismo autogestionario. Algo muy alejado de lo que mantendrán toda una serie de teóricos del socialismo que sostendrán, de una u otra manera, la exterioridad al menos relativa de la teoría y la práctica socialistas con respecto a la clase obrera. O lo que es lo mismo, la incapacidad de esta para superar, por sus propios medios, un mero reformismo económico y social y dar paso a un auténtico socialismo revolucionario. La revolución es la construcción de un sistema socioeconómico nuevo que acabe con las alienaciones propias del capitalismo. Por la revolución los obreros reconquistan la iniciativa en materia de producción y realizan los valores de libertad y de igualdad que son propios de su cultura de clase oprimida. Proudhon ve la separación entre capital y trabajo, origen de todo tipo de contradicciones, como un fenómeno antinatural que solo ha sido posible mediante la introducción, fortalecimiento y perpetuación del principio burgués de propiedad. Lo entiende como un acto de violencia, como una especie de atraco o expolio, pues la condición humana y social primordial establece que todo capital es trabajo. Proudhon utiliza la noción económica de valor-trabajo y, a partir de ella, defiende que el trabajo pertenece enteramente a los que trabajan. La propiedad capitalista realiza

aquella separación en beneficio de la burguesía y el socialismo es la restitución de aquel orden violentado mediante el monopolio y utilización de la fuerza en sus más diversas manifestaciones. En ningún caso puede ser el socialismo la perpetuación de aquella separación mediante la finta ideológica de una pretendida «socialización» que restablece el principio nefasto de una propiedad hurtada, aunque sea por otros medios y con otros beneficiarios. La empresa económica prudoniana ejerce la única propiedad justificada, la del conjunto de los copartícipes en el proceso productivo. Es la reapropiación por los productores de lo que les arrebató el capital. Esta reapropiación es la condición necesaria de todo el amplio proceso de desalienación. La gestión colectiva de la empresa hace que la dirección de la misma sea un cometido de todos sus propierarios-trabajadores, en caso necesario mediante un consejo revocable elegido por todos ellos. La retribución es siempre, y solo, retribución del trabajo, según tareas y responsabilidades, establecida y revisada si es necesario por todos, a lo que añade la participación en los beneficios de la empresa cuando es factible y en la proporción que en cada caso se decida. El obrero es un ser activo, tanto individual como colectivamente, responsable de la tarea productiva y de la participación reflexiva en la empresa, no solo con su trabajo, también con su «voz deliberativa». La idea prudoniana de la democracia industrial está completamente saturada por la obsesión de hacer de cada uno no solo un productor-consumidor, sino un agente activo, responsable de su acción y de su contribución al colectivo del que forma parte; bien entendido que cada partícipe es libre de abandonar la asociación según su voluntad. El socialismo de Proudhon, del que acabamos de presentar sus rasgos característicos, necesita una imagen particularmente consistente tanto de la clase como de los obreros que la forman. En esto se revela una de las peculiaridades más acusadas y singulares de la imaginación socialista prudoniana. Necesita un obrero a la altura de la revolución socialista y de la democracia industrial, también necesita el obrero y la clase que exige la organización federativa de la economía nacional y la gestión y dirección de un Estado estrictamente limitado y mínimo, el que se corresponde con la idea de un socialismo eminentemente social. La figura tiene que ser potente, pues es el exclusivo protagonista de la contestación y supresión del capitalismo, de la ardua construcción, desde abajo, del socialismo y de la organización autogestionaria de este en todos sus aspectos y niveles. Podemos mencionar algunas de las cualidades apuntadas: creatividad, inteligencia, decisión, honestidad, laboriosidad, iniciativa, consciencia, capacidad deliberativa, esfuerzo y espíritu de sacrificio. Se trata de un obrero con el que no ha podido la explotación capitalista. Se ha fortalecido, más bien, en la lucha anticapitalista y muestra sus capacidades e inteligencia en los movimientos revolucionarios y en las organizaciones que crea por su exclusiva iniciativa como respuesta, todo lo limitada que se quiera, a la opresión y miseria existentes. Proudhon, como otros socialistas del movimiento de la asociación obrera, tiene en la cabeza una figura de rasgos pronunciados, un obrero de carácter. De él afirma tener experiencia directa por su propia pertenencia biográfica y activa a la clase. Se trata de un obrero no degradado por la proletarización, que mantiene su fuste intelectual, psicológico y moral a pesar de los males que sobre él se ciernen.

Con sus muchas capacidades, no solo hará la revolución socialista, sino que asegurará que la nueva sociedad, en la que tiene el protagonismo estelar, pueda realmente funcionar. Proudhon dedicará sus esfuerzos teóricos a resolver un problema mayor que adquiere en su idea del socialismo una destacada e inusual importancia. Se trata de la antinomia de la división del trabajo y sus efectos sobre la figura del trabajador, tanto en el capitalismo como en el socialismo. Como es fácil de suponer por lo que llevamos dicho, se trata de un asunto crítico en el pensamiento de nuestro autor. Su propuesta no puede ofrecer, si no quiere fracasar, una solución superficial y poco precavida de este grave problema. Para entender por qué es esto así, hay que situar a Proudhon en aquella tradición que asume que el trabajo es un elemento imprescindible de la condición humana y que el socialismo tiene que tomarse completamente en serio el problema del trabajo. Y no solo porque el trabajo concita la parte fundamental de su crítica del capitalismo, sino porque las formas y la entidad del trabajo también resultan críticas más allá del capitalismo. Rebajar la importancia y el perfil del trabajo en el socialismo es, para nuestro autor, dejar una puerta abierta a la reproducción de las formas alienantes y explotadoras del trabajo que se querían abolir. A esto hay que añadir la perentoria necesidad que el socialismo autogestionario de la democracia industrial tiene de trabajadores inteligentes, esforzados, creativos y virtuosos. En materia del trabajo, Proudhon menciona, sin citarla, la aportación de Fourier. Contra la autoridad de las religiones, [el socialismo] había dicho que el trabajo no es una maldición de Dios, sino una condición de vida tan necesaria para nosotros como el beber, el comer y el amor. La antinomia de la división del trabajo es un dilema fundamental de las economías desarrolladas. El trabajo –dice Proudhon– al dividirse según la ley que le es propia, y que constituye la primera condición de su fecundidad, termina por negar sus propios fines y se destruye a sí mismo. La división del trabajo, sin la cual no hay progreso, ni riqueza, ni igualdad, subordina al obrero y hace imposible la igualdad, nociva la riqueza, e inútil la inteligencia. La economía política clásica había establecido la verdad de la división del trabajo y señalado que el camino hacia el crecimiento de la riqueza nacional residía en un incremento de la productividad que necesariamente pasaba por la intensificación del proceso de división del trabajo y el consecuente incremento de las formas del trabajo simple. La economía política –afirma Proudhon– nos advierte con voz terrible que a medida que progresa la industria, el artesano retrocede. Por su parte, el socialismo no ha resuelto la antinomia de la división del trabajo. Unos socialistas se quedan en la negación, en la antítesis de la antinomia, y oponen a la degradación que introduce la uniformidad del trabajo parcelado, la variedad del «mariposeo» laboral, la posibilidad de que cada uno pueda variar de ocupación «diez, quince o veinte veces por día», de nuevo una referencia al furierismo. Suponiendo que esta «danza industrial» fuera deseable y factible, Proudhon sentencia que en nada cambiaría la condición física, moral e intelectual del

trabajador de la división del trabajo. Otros socialistas aspiran tan poco a resolver la antinomia de la división del trabajo que asumen «la clasificación de los trabajadores en parcelarios, generalizadores o sintéticos» y terminan por proponer «una pluralidad como una síntesis». Se refiere Proudhon a los comunistas, a su defensa de la división del trabajo y del trabajo simple, y a su transustanciación en una Comunidad laboral en la que, de manera vicaria, cobra un sentido; se potencia el todo y se sacrifican las partes. Si hubiera todavía que ofrecer un paliativo a las notas negativas y alienantes del trabajo parcelado, prescindiendo de trascendencias adheridas, siempre queda el recurso de acortar lo máximo posible el tiempo de este trabajo mediante el recurso del mito maquinista. Un socialismo intensamente mecanizado en el que la máquina se encarga del trabajo y el trabajo queda como un resto molesto pero insignificante. Está claro –afirma Proudhon– que el socialismo pediría de muy buena gana la supresión del trabajo; y solo en la imposibilidad absoluta de llegar a este ideal […], lo abrevia, lo disminuye, lo varía, lo sazona y, finalmente, lo hace obligatorio bajo pena de censura y prisión. Cuando de trabajo socialista se trata, Proudhon utiliza la plantilla del trabajo artesanal (manipulación, habilidad, inteligencia, creatividad). Solo así es factible su figura del trabajador y del socialismo, que es la obra histórica de aquel. Se trata del único trabajo digno de tal nombre, el que protege y potencia la inteligencia, la motivación y la virtud del trabajador, escapando de las limitaciones del utilitarismo y su tendencia instrumentalizadora. Trabajo que admite las notas de felicidad y atracción, aunque sea trabajo esforzado, y que propicia en el trabajador una cultura laboral abierta a las esferas de la moralidad y la ética. Parapeto para que la degradación proletaria del trabajo simple no se apodere del obrero y lo degrade efectivamente, convirtiéndolo en un ser alienado; algo que se tiene por obvio en el capitalismo, pero también amenaza a cualquier tipo de socialismo que, por falta de prevención, no se plantee y elabore una cuidadosa teoría del trabajo socialista. Proudhon asume que el capitalismo es, cada vez más, capitalismo industrial y que la división del trabajo y la utilización de maquinaria son elementos decisivos de este capitalismo. Su tesis es que la división del trabajo y el maquinismo mantienen una relación antinómica entre ellos que no aceptan, ni por lo tanto están en condiciones de resolver, ni el capitalismo, lo cual es totalmente esperable, ni una parte del socialismo, lo cual es un despropósito. La estrategia de nuestro autor no es otra que establecer la separación entre maquinismo y división del trabajo y restablecer la posible relación virtuosa entre maquinismo y trabajo artesanal, un cometido propio de cualquier socialismo digno de tal nombre. Para esta operación Proudhon esgrime su singular idea de la máquina industrial. Citemos sus palabras, con el rebuscado lenguaje característico de su autor. La incesante aparición de las máquinas es la síntesis, la fórmula inversa de la división del trabajo; es la protesta del genio de la industria contra el trabajo parcelario y homicida. ¿Qué es, en efecto, una máquina? Una manera de reunir diversas partículas del trabajo que la división había separado. Toda máquina puede ser definida de este modo: un resumen de

muchas operaciones, una simplificación de resortes, una condensación de trabajo, una reducción de gastos. Bajo todos estos puntos de vista, la máquina es la contraposición de la división del trabajo. Así, por medio de la máquina, no podrá menos que haber restauración del trabajador parcelario, disminución de fatiga para el obrero, bajada de precio en los productos, movimiento en la relación de los valores, progreso hacia nuevos descubrimientos y aumento del bienestar general. Así como una nueva fórmula da una nueva fuerza al geómetra, así la invención de la máquina es una reducción de la mano de obra que multiplica la fuerza del productor, y se puede creer que la antinomia de la división del trabajo, si no está completamente vencida, estará por lo menos contrabalanceada y neutralizada. La tesis prudoniana es que la máquina puede propiciar la restauración del obrero parcelario arrancándolo de la dependencia del trabajo simple. La mecanización de la producción extiende las tareas en lugar de descomponerlas. Las máquinas pueden ampliar las cualificaciones del trabajador y no simplemente destruirlas. Todo esto obviamente en un sistema productivo socialista y no capitalista, pues en este último la tendencia es siempre a una intensificación de las antinomias entre maquinismo y división del trabajo, de manera que el maquinismo se convierte en la fase superior de la instauración del trabajo simple, o si se quiere en el retroceso imparable de la forma artesanal del trabajo. Todo ello por efecto de la propiedad privada de los medios de producción y del beneficio del capital y el tipo de organización del trabajo y de la producción que esto trae consigo, a lo que hay que añadir el tipo de bienes producidos y las cualidades generales del consumo típicos de la economía y sociedad capitalistas. La solución de Proudhon es lo más parecido a afirmar que las antinomias de la división del trabajo encuentran su superación en un modelo productivo que combina la tecnología maquinista más desarrollada y el trabajo artesanal. En la idea de nuestro autor, la división del trabajo pasa todas sus virtualidades productivas a la máquina, en un proceso continuo de desarrollo maquinista, y el trabajador se relaciona con ella como un artesano que maneja un instrumento técnicamente avanzado que necesita y potencia sus cualificaciones, su esmerada manipulación y su inteligencia. Proudhon se aleja de la idea de trabajo del socialismo de su época. Ni trabajo troceado y atractivo del mariposeo furierista, ni maquinismo utópico del comunismo cabetiano o similares. En la medida en que el socialismo no se ha planteado como algo fundamental resolver la antinomia de la división del trabajo y el maquinismo, tiene una decidida tendencia a la banalización del trabajo, en la teoría, y termina por imponerlo, en la práctica, con severidad reproduciendo su condición capitalista inalterada. Proudhon salva el trabajo en su forma artesanal, el único trabajo viable para el socialismo, en un modelo de sistema productivo en el que aquel se combina de forma virtuosa con el maquinismo más desarrollado. Desaparece así el trabajo estupidizante, alienante, descuidado, monótono, necesitado perentoriamente de su estricta jerarquización y gestión externa, algo propio de la parcelación exhaustiva de las tareas. Con su expresión abstracta y decimonónica, Proudhon cree haber encontrado la fórmula socialista del trabajo. Lo que hay que salvar es, por una parte, el aumento de la productividad y el abaratamiento del coste del

producto por efecto de la división del trabajo y, por otra, la recuperación del trabajo como actividad fundamental del ser humano, armonizable e inserta en la vida de este. Un trabajo con las notas necesarias de libertad e inteligencia. La solución que atisba Proudhon es la combinación de un proceso de mecanización tecnológicamente avanzado en lo que radicaría la posibilidad del aumento de la tasa de productividad y de riqueza, y un trabajo artesanal propio de un trabajador que se vale de máquinas complejas con avanzada tecnología. De esta manera encuentra «la recomposición que borra los inconvenientes de la división del trabajo, conservando sus efectos útiles», pues dicha división pasa a la máquina, pero no al trabajador creando trabajo degradado y degradante. La idea de nuestro autor se puede resumir en que la maquinaria podía perfectamente ampliar y potenciar las cualificaciones del trabajador, siempre que se redefina el modelo completo del sistema productivo lo que necesariamente pasa por redefinir, también, el tipo de cultura material y, por lo tanto, el consumo propio del socialismo. Para Proudhon ambas cuestiones tienen que ser abordadas, pues el socialismo tiene que ser necesariamente una alternativa a la cultura material y a los hábitos de consumo propios del capitalismo que él entiende completamente al servicio de un sistema productivo fundado en la propiedad privada del capital y de los beneficios que genera su reproducción. En estas condiciones, la cultura material y de consumo está al entero servicio del beneficio capitalista y entran en una espiral de interacciones según la cual la intensificación del consumo de los bienes como puras mercancías intensifica, a su vez, el sistema antinómico del maquinismo y la división del trabajo con la extensión imparable de cotas cada vez mayores de trabajo simple y destrucción del trabajo artesanal. Y a la inversa. La economía productiva del socialismo prudoniano presenta algunas características semejantes a lo que actualmente solemos denominar modelo productivo de especialización flexible. Entendería el industrialismo socialista como una economía de producción de bienes de calidad media y alta mediante la combinación de maquinismo tecnológicamente avanzado y formas cualificadas de trabajo que conservarían los rasgos fundamentales del trabajo artesanal. Esto obliga necesariamente, como hemos visto, a replantear el tipo de bienes producidos característicos del socialismo, el mercado específico que se acomodaría a la universalización de este tipo de bienes y la cultura material y de consumo que el modelo industrialista socialista necesita y tiene que propiciar. En el socialismo prudoniano hay elementos para avanzar en estas tres líneas de desarrollo. En cualquier caso, el socialismo tendría que mostrarse extremadamente cuidadoso en materia de cultura material y consumo para no reproducir la organización de la producción y el trabajo del capitalismo que se quiere suprimir. Si algo se atisba en Proudhon es una férrea oposición al modelo de crecimiento de los economistas clásicos que indefectiblemente cursaría con economías de escala, concentración industrial, intensiva división del trabajo, combinación de maquinismo y trabajo simple, abaratamiento de los productos, y crecimiento imparable de la demanda mediante una intensificación, principalmente interior, de los mercados. Un modelo que es totalmente congruente con la producción en serie de bienes estandarizados mediante la combinación de maquinismo y trabajo simple. Un modelo industrial que Proudhon caracteriza de intrínsecamente capitalista y que no debe tener

cabida alguna en el verdadero socialismo, precisamente, entre otras cosas, por los efectos irremediables que tiene sobre la única forma de trabajo que considera propia del mismo. Ciertamente, habría que definir las características y las relaciones laborales en un modelo de especialización flexible socialista que serían distintas a las que este mismo modelo puede presentar en economías capitalistas (algo parecido a lo que hoy suele denominarse especialización flexible posfordista ), pero son estas cuestiones que exceden lo que en estas páginas se trata. Proudhon representa el desarrollo más acabado en su tiempo de la tradición socialista de la asociación obrera. También la distancia más grande posible de este socialismo con respecto a la tradición del imaginario utópico. Como la mayor parte del socialismo de la primera mitad del siglo xix , Proudhon entiende que el trabajo tiene que ocupar un lugar central en la economía y sociedad socialista, pero plantea esta necesidad no solo como algo que tiene que ver con la naturaleza del hombre, sino con la posición central que el trabajo necesariamente debe ocupar en un socialismo que surge exclusivamente desde la clase obrera y que solo puede ser autogestionario. El socialismo prudoniano necesita un trabajador y una clase de perfiles bien definidos en los diversos aspectos de su entidad humana, individual y social; los necesita y los potencia, pues sin ellos lo que se denominará socialismo no será otra cosa que una forma deformada de capitalismo. Por otra parte, en la imaginación prudoniana, la crítica del capitalismo necesita perentoriamente una idea suficientemente precisa de lo que pueda ser el socialismo. Aunque solo sea para evitar la deriva del socialismo hacia la reproducción de los aspectos más negativos del capitalismo. En asuntos importantes como la forma de trabajo, se defiende la necesidad del trabajo artesanal para el socialismo y esto por dos razones principales. La primera, porque solo esta forma de trabajo propicia las condiciones necesarias para el desarrollo del trabajador que exige el socialismo autogestionario. La segunda, porque es el referente de la única forma de trabajo realmente humana, la que desarrolla condiciones deseables de eticidad social, tan necesarias en el socialismo, y la más identificable con la vida de personas libres y honestas, pues es la que mejor proporciona un sentido y significado a las biografías de unos seres inexcusablemente laborantes, además de garantizar una consistente inserción social de los mismos. V. EL SOCIALISMO COMO TEORÍA DEL ANTICAPITALISMO La posición de Marx (1818-1883) en la imaginación socialista es harto singular si la comparamos con los otros socialismos hasta ahora considerados. Vamos a señalar, de entrada, dos aspectos significativos que establecen una diferencia importante entre el primero y los segundos. La intención es subrayar el cambio de orientación que Marx introduce en el imaginario socialista decimonónico. Un cambio que, cualquiera que sea la valoración de este, tendrá una enorme repercusión en el socialismo de finales del siglo xix y del siglo xx . Por otra parte, alguna de estas diferencias nos permitirá lanzar una mirada hacia adelante y señalar la influencia de Marx en el socialismo posterior. Lo primero que salta a la vista es la pérdida de relevancia en Marx de aquellas dimensiones psíquicas, morales y culturales que tan presentes

estaban en los socialismos decimonónicos. Si por algo se caracteriza el socialismo marxiano es por la posición hegemónica que en él alcanza el análisis económico de tipo estructural, lo que supone, a su vez, la pérdida de significación analítica de otras esferas de lo humano. La hegemonía del análisis económico –sustancia de su teoría del anticapitalismo–, de la desaparición del capitalismo y de la necesidad del socialismo, se apodera del campo crítico y propositivo, relegando a un plano puramente epifenoménico las otras dimensiones mencionadas. Todo ello entraña un triunfo de su teoría crítica a la vez que un vacío profundo en la misma. Desde la mirada propia del socialismo de la asociación obrera, uno no sabe muy bien cuál es o debiera ser el perfil humano, psíquico y moral de la clase obrera de Marx, pues su noción de clase simplemente lo obvia por no necesitarlo. Siendo rigurosos, tal clase no se concibe como la verdadera y decisiva agencia humana del cambio socialista, ya que no alcanza en su pensamiento la necesaria condición de subjetividad para serlo. Esto es algo que, sin embargo, había sido trabajado en profundidad por los socialismos decimonónicos, dado el papel específico que asignaban a la clase, a la clase obrera efectiva que se sustanciaba en el movimiento asociativo de la época, en la lucha anticapitalista y en la construcción y gestión del socialismo. La consideración marxiana [*]  de la clase tenderá así a cobrar una entidad estructural, en la que resalta su condición de explotada y dominada, su posición en una lucha de clases inexorable, y su papel eminente en la abolición del capitalismo y la llegada del socialismo. Todo sobrado de abstracción teórica y falto de aquellos elementos psíquicos, morales y culturales que serían necesarios para considerar en su integridad a la clase obrera histórica. Respecto a la teoría de la acción social que subyace a su propuesta teórica, Marx parece contentarse con el armazón de un utilitarismo simplista, única horma de la motivación social y de los intereses de clase en la que se apoya toda su impresionante construcción crítica. Un utilitarismo, ampliamente recubierto de economicismo, que comparte con los economistas clásicos contemporáneos. El capitalismo necesariamente se debilitará por razones de tipo estructural y ofrecerá un flanco facilitador al triunfo del socialismo. En este proceso cumple un papel importante el conflicto de clases, el sufrimiento de la clase obrera y las extrema penosidad que caracteriza su vida en el sistema socioeconómico explotador y dominador. El capitalismo niega de raíz toda felicidad posible a la clase y esta solo podrá alcanzarla en el socialismo, cumpliéndose así el dictado de la lógica utilitarista por lo que a la clase obrera se refiere. Fourier había avanzado mucho trecho a la hora de definir qué era la felicidad en el socialismo y había entendido que cosas como el comer, el sexo, el amor y el trabajo tenían que ser redefinidos en este, pues el socialismo era para él una forma de vivir que exigía la más amplia consideración posible de lo humano. Y lo hacía sin apartarse de la filosofía utilitarista, aunque ciertamente con una completa y minuciosa reconsideración de los fundamentos psíquicos y morales de la misma. Los socialistas de la asociación obrera entendían que la clase estaba llamada a una ingente operación de lucha y de reconstrucción que tenía que llevar a cabo por sí misma y en las condiciones difíciles de un capitalismo que mantenía íntegras sus capacidades. A lo que seguía la necesidad de que la nueva economía y sociedad funcionasen debidamente, cerrando definitivamente el paso a lo dejado atrás. En estas condiciones, la ascesis, la

honestidad, el altruismo y, en general, los valores socialistas y una cultura propiamente tal y, por lo tanto, el socialismo como un modo normativo de vida cobraban una importancia decisiva, ajena a toda lógica utilitarista. Este tipo de diferencias hacen que los socialismos decimonónicos no desdeñen el recurso del utopismo, que su imaginación socialista se valga de la utopía, mientras que el socialismo de Marx tienda a separarse lo más posible de ella. El carácter estructural y riguroso del análisis económico que adopta el anticapitalismo marxiano se aleja lo más posible de las exigencias de una «imaginación» realmente imaginativa. El tipo de imaginación que respondía a la importancia que la atracción, la convicción y elección cobraban en los socialismos anteriores. Tres aspectos que propiciaban tanto la concepción de la clase obrera como agencia humana con connotaciones subjetivas, como la idea del socialismo como forma de vida alternativa frente a los males del presente. En todos los socialismos que hemos examinado hasta ahora –este es el segundo asunto que vamos a considerar en estos párrafos introductorios– encontramos, o bien una somera doctrina del anticapitalismo y una extensa presentación de las características propias del socialismo, o bien una elaboración más equilibrada de ambas. Lo primero está bien presente en Fourier y Cabet, lo segundo encuentra su mejor exponente en Proudhon. Cuando llegamos a Marx la situación es bien distinta. Si por algo destaca su obra es por ser la elaboración más extensa y teóricamente más rigurosa, de la crítica del capitalismo, mientras que los perfiles de lo que pueda ser el socialismo y la manera como este finalmente pueda instaurarse en las sociedades europeas contemporáneas figuran en ella como meros apuntes incompletos y faltos de una articulación precisa. Marx ofrece una esforzada y compleja explicación de las contradicciones endógenas que, según su análisis, aquejan al sistema económico y social capitalista, contradicciones que progresivamente se agudizan a medida que este llega a sus etapas más maduras. Nuestro autor presume, en virtud de este análisis, la tendencia hacia su fracaso por agotamiento histórico como modo de producción viable. Esta parte de su imaginario socialista está servido de manera nunca antes vista, con un rigor conceptual y analítico impresionante. Pero, una vez expedido el certificado de defunción del capitalismo, la obra de Marx solo ofrece retazos de socialismo, así como meras sugerencias de cómo pudiera producirse, de manera controlada, su final y la transición hacia el nuevo y definitivo tipo de organización económica y social. Llegados a este punto se plantean más preguntas que respuestas o, si se quiere, se deja un campo muy abierto, por incierto, a aquellas corrientes posteriores del socialismo que se autoproclamarán marxistas. No se puede afirmar, sin embargo, que estas puedan ser consideradas desarrollos necesarios y coherentes de lo que fue la obra efectiva de Marx, como si de un asunto de pura exégesis estuviéramos tratando. Conviene recordar que un problema recurrente de la tradición marxista siempre fue la relación entre Marx y el marxismo. En esta cuestión podemos encontrar las posiciones más extremas, desde la negación radical de que Marx pueda ser considerado, en ningún caso, como marxista, y aun que los marxismos históricos hayan supuesto una flagrante tergiversación del pensamiento de Marx, posición bien representada por Maximilien Rubel, hasta la presentación que los diferentes marxismos históricos hicieron de sí mismos

como los verdaderos hijos legítimos de Marx. Conservaron y preservaron su herencia inmarcesible y, en todo caso, como piadosos vástagos, supieron interpretar correctamente aquellas partes de su legado menos explícitas. Y no estamos, precisamente, ante un asunto de menor calado. Las preguntas que había que responder eran muchas y se referían a cuestiones de importancia. ¿En qué consiste realmente la revolución socialista y de qué manera hay que hacer el tránsito del modo de producción capitalista al socialista? ¿Cuál debería ser el papel de la clase obrera en todo este proceso? ¿Hay que reservar algún papel al Estado en la revolución socialista? ¿Y después de implantado el socialismo? ¿Tendrá alguna relevancia la política en la nueva sociedad y, en caso de que la tenga, de qué organización política estaríamos hablando? ¿Cuál será la organización efectiva de la economía en el socialismo? ¿Se estructurará la economía de forma centralizada o más bien federativa? ¿Cómo se organiza la producción socialista de bienes, cómo se distribuye entre los trabajadores la riqueza socialista? ¿Cuál será la forma socialista del consumo? ¿Cómo será la organización del trabajo en la nueva economía y en la nueva sociedad? ¿Tendrá el socialismo que crear una nueva ética del trabajo específicamente socialista o, por el contrario, optará por eliminar todo lo posible la necesidad de trabajo productivo y por liberar a los seres humanos de esta pesada carga? Si volvemos a centrarnos en la obra de Marx no podemos negar que hay en ella sugerencias para orientar las respuesta a algunas de estas preguntas, aunque esto de manera siempre limitada e incompleta, a veces contradictoria. La abrumadora teoría del anticapitalismo elaborada por Marx crea, sin embargo, algunos condicionamientos, no siempre suficientemente precisos, a la hora de desarrollar y completar temas fundamentales de la imaginación marxista. Lo que queremos decir es que su teoría del anticapitalismo adquiere tal vuelo y tal contundencia que necesariamente tendrá efectos, no siempre previsibles, sobre la manera marxista de entender el socialismo. El socialismo marxista estará condicionado por el abrumador aparato analítico y propositivo del anticapitalismo de Marx; y esto no tiene por qué ser considerado necesariamente como una ventaja; puede ser, también, un problema, en algunos casos un serio problema. Conviene tener en cuenta, como una cuestión previa, una matización importante a la hora de abordar la teoría del anticapitalismo de Marx. Hablando con propiedad, el autor de El capital no ofrece al público una teoría del anticapitalismo, sino la cruda verdad del capitalismo. Su obra principal no es una crítica de la economía política clásica, sino la crítica definitiva de la economía política, y esto quiere decir la abolición de toda economía política posible. Las nociones analíticas fundamentales de Marx, que tendremos ocasión de exponer, aquellas que cimientan toda su labor crítica, no son nociones que busquen ocupar un lugar dominante en la teoría económica de la época y que asuman la posibilidad de discusión, aceptando algún grado de igualitarismo epistemológico con otros conceptos analíticos rivales. Después de Marx, y utilizando una expresión de su gusto, toda teoría económica fuera de la suya será, necesariamente, «economía vulgar». Dicho de otro modo, una economía que ya no dice (ni puede decir) verdad alguna sobre el capitalismo y se ha convertido, consciente o inconscientemente, en

pura ideología, en el sentido marxiano del término. Lo sugestivo de Marx es que esta tarea, que hoy parece sobrada de prepotencia intelectual, se despliega con un aparato analítico de alto voltaje y una inteligencia fuera de toda duda. Ciertamente, esto no hubiera podido ser así si la teoría del anticapitalismo de Marx, construida a partir de la base analítica que le ofrecía aquella parte original de la economía política clásica que él admiraba y respetaba, no se hubiera completado con una potente concepción filosófica que es la que, en última instancia, posibilita intelectualmente concebirla como una aportación definitiva y concluyente. Todo esto tiene bastante que ver con el hecho de que Marx es un autor del siglo xix . Esta determinación de época lo mantiene al margen del eclecticismo analítico y teórico que será propio de tiempos posteriores. Por otra parte, lo que hoy nos parece prepotencia intelectual, es algo común en los medios intelectuales del siglo xix ; podía entenderse, entonces, como grandeza de pensamiento y altura de miras. En todo caso, el fuste unidimensional y absoluto del pensamiento anticapitalista de Marx, más el despliegue teórico y analítico con que es elaborado y, finalmente, la capa filosófica que todo lo envuelve para darle el sentido y la significación trascendentes necesarios, pueden ayudarnos a explicar el éxito que finalmente alcanzará. Un éxito sorprendente y, seguramente, fuera de toda previsión. Las tradiciones intelectuales de la teoría del anticapitalismo de M arx La teoría anticapitalista de Marx es compleja, y lo es en buena medida porque se articula mediante una combinación de tres tradiciones decimonónicas principales distintas y aun contradictorias entre sí. Marx nunca renunció a la herencia hegeliana, a su particular concepción del hegelianismo; si la hubiera abandonado, su teoría del anticapitalismo sería privada de su instrumento de orientación, de la brújula que permite dar un sentido progresivo a la marcha histórica de la humanidad oprimida hacia un destino de liberación y armonía. El hegelianismo proporciona a Marx una fundamentación filosófica, con el suficiente rigor intelectual, para ir donde el mero conocimiento empírico no permite ir; para dar un sentido teleológico a los cambios y las transformaciones que el análisis permite establecer, pero para los que no hay un fundamento consistente de direccionalidad en términos puramente empíricos. Marx es muy consciente de ello pues, a pesar de los vacíos ya apuntados de su imaginación socialista, su anticapitalismo pertenece por entero a esta tradición y está enteramente al servicio de la implantación definitiva del socialismo. El relato marxiano no permite una lectura reformista del capitalismo, pues este lleva inscrito en su código genético la enfermedad fatal que lo hará desaparecer. Tampoco es, en absoluto, un cuadro nihilista de la debacle del capitalismo pintado con los tonos tenebrosos de una crítica cultural apocalíptica. La muerte del capitalismo, decretada por la enfermedad terminal que anida en su seno, es la muerte necesaria que abre la posibilidad real del paso controlado hacia la fase definitiva de la organización económica y social de la humanidad. Esta transición no se produce por efecto de un mecanismo ciego de determinaciones objetivas, sino que necesita, además de estas y para otorgarles la dirección y el control necesarios, un sujeto social que

efectivamente está ahí y que es, él mismo, una creación del propio capitalismo y la expresión de su espíritu inapelablemente contradictorio. Contradictorio en un sentido dialéctico hegeliano, el que dota a la contradicción de un dinamismo teleológico. La teoría del anticapitalismo es elaborada por Marx utilizando los recursos conceptuales y analíticos de la economía clásica, la corriente de análisis económico que arranca con Adam Smith, tiene en David Ricardo a uno de sus más importantes teóricos, y acaba su andadura más creativa con John Stuart Mill, en las décadas centrales del siglo xix . Su anticapitalismo solo puede ser debidamente comprendido desde la economía clásica; en ella encuentra el rigor y los instrumentos para hacer lo que ningún socialista había hecho antes que él, y de ella se derivan las limitaciones y las dificultades que la aquejan. La teoría anticapitalista de Marx tiene, como no podía ser menos, un claro perfil decimonónico. Su destino, en tanto que análisis económico, estará parcialmente ligado a los problemas que también sufrirá la economía clásica cuando la forma histórica del capitalismo entre en las transformaciones que suelen relacionarse con lo que conocemos como Segunda Revolución industrial. Con los cambios en materia de producción, de consumo, de organización económica y social del trabajo, de extensión e intensificación de la economía de mercado y sus prácticas de todo tipo. A lo que hay que añadir la creación y consolidación de los estados extensos con nuevas capacidades de intervención económica y social, la política de masas y la progresiva implantación de las formas de la democratización política. Fenómenos que se apuntan en las décadas finales del siglo xix , pero que no alcanzarán toda su relevancia hasta los años de la Primera Guerra Mundial. La novedad más importante de la obra efectiva de Marx (de lo que realmente elaboró por escrito) es lo que en su obra principal El capital figura como subtítulo: «Crítica de la economía política». El giro de Marx con respecto a todo el socialismo anterior es hacer una teoría del anticapitalismo con todo el rigor conceptual y analítico que exigía la mejor economía política de su tiempo. Es decir, a la altura de los análisis del capitalismo llevados a cabo por aquellas figuras señeras de la economía clásica que Marx respetaba, principalmente Adam Smith y, sobre todo, Ricardo. Mediante esta ingente labor, que ocupó en gran medida los años más creativos de su vida, Marx pudo ofrecer al movimiento socialista un análisis crítico del capitalismo como nunca se había hecho hasta entonces, exhumando todos aquellos elementos que hacían de él un sistema de dominación, desigualdad y explotación económica. Al mismo tiempo, nuestro autor creía poder demostrar, en los términos más rigurosos, las razones por las cuales el capitalismo abrigaba en su seno, en tanto que sistema económico, contradicciones irresolubles que lo hacían históricamente inviable y lo llevaban a una muerte que podía ser prevista. Marx vio en la teoría del capitalismo de aquellos economistas más admirados por él, bien las señales o los síntomas de los graves problemas del capitalismo, bien los conceptos y desarrollos que, desde una mirada radicalmente distinta, podían ser utilizados para desvelarlos. En este sentido, Marx es uno de esos pensadores que extraen sus revelaciones más decisivas de aquella materia que parecería ser la negación más completa de las mismas.

Por último, es la tercera tradición, hay que señalar la importancia que el positivismo alcanzó en el imaginario socialista de Marx. La filosofía positivista había nacido a principios del siglo xix , pero solo alcanzó una posición dominante en el panorama intelectual europeo a partir de la mitad del siglo. El positivismo defendía el conocimiento empírico del mundo por métodos científicos, abandonando aquellas teorías epistemológicas que primaban la percepción sensorial. Marx había desarrollado pronto una intensa sensibilidad a la hora de establecer que la teoría del socialismo tenía que ser conocimiento científico, pero hasta su creciente interés por el positivismo en las décadas de los cincuenta y los sesenta del siglo xix , su idea de ciencia era de raíz hegeliana, y por lo tanto filosófica. El positivismo había desarrollado una idea muy distinta de Wissenschaft y Marx fue totalmente consciente que ello. Marx, como le ocurrirá a la generalidad del marxismo, es un desprejuiciado modernista, si utilizamos esta expresión para referirnos a un ferviente admirador de los logros de la ciencia y de la técnica, completamente convencido de que el desarrollo de estas fuerzas productivas y del conocimiento es acorde con la flecha del progreso y el proceso imparable de desmitificación y desacralización del mundo. A partir de 1850, Marx es un decidido positivista en aspectos importantes de su elaboración teórica del anticapitalismo, como tendremos ocasión de ver más adelante. En este sentido, nuestro autor asume los conocimientos científicos de su época y a ellos adapta algunos de sus presupuestos teóricos más importantes. A la vez, ve en el desarrollo científico, especialmente en la manifestación estelar del mismo en su época, el darwinismo, el gran servicio que la ciencia estaba haciendo en favor del materialismo y del ateísmo, así como a la demostración de la existencia efectiva del progreso. Sin embargo, el positivismo y el hegelianismo no eran formas de conocimiento que congeniasen fácilmente, más bien todo lo contrario. En esta confrontación, el Marx positivista no está por la consideración del hegelianismo como algo vetusto y acabado, y no lo está porque el propio positivismo provoca en él, a la vez que admiración, algunas significativas suspicacias; y, además, porque no está dispuesto a abandonar aquel hegelianismo que tan importante papel desempeña en la articulación y orientación de su imaginación socialista, como hemos visto más arriba. Marx rechaza un positivismo radical, al que tilda de «demasiado mecánico, demasiado anatómico», incapaz de explicar cómo puede cambiar históricamente la sociedad sin adjudicar un papel decisivo a la conciencia social, pues todo lo reducía a leyes fisiológicas. En palabras de Jonathan Sperber, si algo rechaza Marx es la posibilidad de la aplicación de la ciencia darwinista a la historia y al estudio de las sociedades humanas, lo que marca una frontera entre el positivismo, en este caso biológico, y la comprensión de la manera cómo se comportan los seres humanos en sociedad. En este tipo de cuestiones, mantiene su fidelidad al hegelianismo. La noción de ciencia, de raíces hegelianas, nunca fue abandonada del todo por Marx, pues insistía en que el conocimiento surgía de la lógica interna y oculta de los fenómenos observables empíricamente y no de las observaciones empíricas por sí mismas, aunque estas se llevaran a cabo con todo el rigor del método científico. Finalmente, la teoría marxiana del anticapitalismo reflejará esta difícil combinación de hegelianismo y de positivismo, según la cual los conocimientos positivos de la realidad, mediante el método de las ciencias emergentes, cobran un sentido histórico

por su reordenamiento aplicando el patrón de la dialéctica hegeliana. En su caso, el darwinismo podía ofrecer una corroboración científica general de la existencia del progreso, pero de ningún modo podía explicar cuáles son los mecanismos mediante los que el progreso, que ocupa un papel decisivo en el anticapitalismo marxiano, opera cuando de sociedades humanas estamos tratando. El materialismo histórico de Marx como filosofía del progreso y, en general, del desarrollo histórico, no cabe en el marco intelectual limitado del positivismo. Hegelianismo, economía clásica y positivismo son las tres principales tradiciones intelectuales sobre las que Marx levanta su original e influyente teoría del anticapitalismo y sus previsiones sobre la necesidad histórica del socialismo. Sin embargo, conviene señalar que hay también en nuestro autor, sobre todo en el joven Marx, una importante influencia del anticapitalismo romántico. El concepto de alienación, tal como aparece en los Manuscritos de economía y filosofía de 1844, presenta aspectos críticos propios de esta tradición intelectual. También es importante esta influencia en la compleja manera como Marx entiende el trabajo humano en sus primeros textos, por ejemplo, en su idea del trabajo como creación. Más adelante volveremos sobre esto último. Ciertamente, esta influencia perderá posteriormente buena parte de su prestancia, pero el pensamiento completo de Marx guardará, de principio a fin, un eco del anticapitalismo propio del humanismo romántico. La teoría anticapitalista de M arx Toda la teoría anticapitalista de Marx se levanta sobre una doble base: la teoría de la plusvalía y la tendencia decreciente de la tasa de ganancia del capital. Los rasgos más característicos de su imaginación socialista se derivan de estos dos cimientos teóricos y en ellos encuentran su justificación última. Nos referimos al proceso de división de la sociedad en dos clases fundamentales, clase burguesa o capitalista y clase obrera, a la relación intrínseca e irremediablemente conflictiva entre estas dos clases, la lucha de clases, a la posibilidad efectiva de que la clase obrera desarrolle una conciencia revolucionaria de clase, y a la tendencia incorregible del capitalismo hacia su crisis definitiva como modo de producción, lo que fundamenta, a su vez, la necesidad histórica del socialismo, de un socialismo que cuenta con la clase social que garantiza su triunfo. Si la teoría de la plusvalía explica, con el rigor del análisis económico, el carácter explotador del capitalismo y sus efectos sociales, la tendencia decreciente de la tasa de ganancia plantea la imposibilidad de que el capitalismo tenga oportunidad histórica alguna a medio o largo plazo. Estas son las dos condiciones esenciales del capitalismo que permiten comprender la verdad no maquillada de las relaciones sociales propias de este modo de producción y su incardinación en la flecha del progreso que necesaria, y dialécticamente, conduce al socialismo. La economía política marxiana y el hegelianismo dotan de un sentido profundo al guion básico sobre el que se levanta la ambiciosa idea del socialismo de Marx. La teoría de la plusvalía de Marx está enteramente montada sobre el principio del valor-trabajo de los economistas clásicos. El trabajo humano es la fuente del valor económico de los bienes producidos y el beneficio del

capital solo puede obtenerse a partir del valor que el trabajo incorpora a estos bienes mediante un procedimiento que denomina plusvalía capitalista. La principal aportación de Marx, en este importante asunto, es su análisis del mecanismo mediante el cual se produce la plusvalía. La empresa capitalista produce bienes económicos que son propiedad de los capitalistas, pues son los únicos propietarios del capital invertido para la producción de los mismos. El capital se compone de dos partes fundamentales. La primera es el valor que se invierte en todos aquellos medios de producción necesarios para producir un bien comercializable (materias primas, instalaciones, energía, maquinaria), a este capital Marx lo denomina constante. El segundo componente del capital es el valor que se utiliza para emplear a los trabajadores que producen dicho bien. Es el capital variable. Dicho de otra manera, el capital variable es aquel que paga los salarios del trabajo necesario para la producción de bienes-mercancía. La plusvalía se obtiene, según Marx, de la apropiación por parte de los capitalistas de una parte del valor producido por la fuerza de trabajo, y esta parte será tanto mayor cuanto menor sea aquella otra que queda en manos de los trabajadores en forma de salario. Para que esto pueda ser así tiene que darse la propiedad privada de los medios de producción, incluido el trabajo reducido a la condición de mera mercancía, y la posibilidad de que los capitalistas puedan, mediante una posición social dominante, establecer su ventaja económica respecto a la parte del valor-trabajo que se transforma en plusvalía capitalista y aquella otra que paga salarios. En último término, el beneficio capitalista surge de la plusvalía que no es otra cosa que valortrabajo no pagado, es decir, que no revierte por entero en aquellos que lo han generado, sino que sufre un proceso de expropiación en beneficio de los capitalistas. El interés de estos es aumentar su beneficio y esto tienen que hacerlo en un medio económico definido por el mercado libre y la libre competencia, lo que crea condiciones específicas que suelen presionar para el abaratamiento relativo de los productos que circulan como mercancías en el mercado competitivo. Desde un punto de vista teórico, el beneficio que surge de la plusvalía puede ser aumentado de dos formas distintas; entendiéndose que ambas solo pueden operar en las condiciones de un trabajo convertido en una mercancía más que circula en el mercado libre. La primera, la más simple, también la más limitada, consiste en prolongar el tiempo de trabajo, la jornada de trabajo, de manera que una vez que el trabajo ha creado el valor necesario para pagar el salario, quede un margen de tiempo mayor para generar la plusvalía y, por lo tanto, el beneficio capitalista. A este mecanismo Marx lo llama plusvalía absoluta. La producción de plusvalía absoluta –dice Marx– se consigue prolongando la jornada de trabajo más allá del punto en que el obrero se limita a producir un equivalente del valor de su fuerza de trabajo, y haciendo que este plustrabajo se lo apropie el capital. La producción de plusvalía absoluta es la base general sobre la que descansa el sistema capitalista. Obviamente tiene límites naturales y crea una correosa resistencia obrera, precisamente por su carácter tan crudo y manifiesto. La segunda forma de crear el beneficio capitalista consiste en un aumento de la productividad de la fuerza de trabajo, lo que Marx identifica con la extensión del maquinismo y, por lo tanto, con la manera en la que él, y Engels, entendían la Revolución

industrial: la plusvalía relativa, la forma madura de la plusvalía capitalista. La mayor productividad de la fuerza de trabajo creaba más plusvalía sin tener que aumentar continuamente el tiempo de trabajo al disminuir, por la mayor productividad del mismo, aquel otro tiempo necesario para crear el valor que paga el salario. La ganancia en productividad permite la reproducción aumentada de la plusvalía sorteando los límites y la rigidez propia de la plusvalía absoluta. Un aspecto esencial de la teoría de la plusvalía de Marx es que, bajo el capitalismo, el salario siempre tenderá a acomodarse a un nivel de subsistencia para la clase trabajadora. Ciertamente pueden producirse, a la manera como lo entendía Ricardo, variaciones históricas positivas en el nivel de vida básico de la clase, pero dentro de unos estrechos límites. Marx nunca superó la idea del subconsumismo del conjunto de la población trabajadora, y en esto compartía la posición dominante entre los economistas clásicos. Nada más lejos de su teoría que la posibilidad de un capitalismo consumista, que cambiara completamente la condición y posición económica de la clase trabajadora y transformase su cultura específicamente obrera. Las razones para que esto fuera así eran dos. La primera, más general, surgía del propio mecanismo de la creación de plusvalía, sin especificaciones, y establecía que entre el beneficio capitalista y el salario obrero había una relación negativa insoslayable, lo que explicaba la contradicción inherente a un sistema económico que solo podía crear riqueza capitalista produciendo pauperización obrera. La segunda, más específica, tenía que ver con la necesidad de la plusvalía relativa. En la medida en que la producción se mecanizara, la demanda de mano de obramercancía disminuiría, la presión para una disminución de los salarios se reforzaría por el desequilibrio en el marcado de trabajo entre oferta y demanda, y aumentaría el número de trabajadores eventuales y desempleados. A esto Marx lo denominaba la creación capitalista del «ejército de reserva» de población trabajadora. Un mecanismo que ayuda a explicar cómo el capitalismo más desarrollado, el que más riqueza está en disposición de crear, reproduzca, a la vez, la proletarización irremediable de la clase obrera. Estas condiciones son necesarias, entre otras, para explicar que el capitalismo necesite crear un mercado mundial para sus productos, dado el desequilibrio que genera entre producción y consumo en el interior de las economías en que impera y, a la vez, apunta a un tipo característico y periódico de crisis capitalistas: las crisis de sobreproducción. La tendencia decreciente de la tasa de ganancia del capital es el otro fundamento básico de la teoría anticapitalista de Marx. Como ya ocurría con la plusvalía, es una idea que nuestro autor toma de la economía política clásica, aunque remodelándola en profundidad. Los economistas clásicos, desde Ricardo hasta John Stuart Mill, mostraron una especial sensibilidad respecto a un fenómeno sorprendente: el capitalismo llegaría indefectiblemente a un estado estacionario por imposibilidad de mantener, a largo plazo, el crecimiento de la tasa de ganancia. De esta cuestión ofrecieron diferentes grados de elaboración teórica y fue Stuart Mill el que, a mitad de siglo presentó, con alguna precisión, el panorama que podría suponer la llegada del estado estacionario, haciendo del fenómeno una lectura positiva: fin del productivismo capitalista, equilibrio demográfico, efectos medioambientales positivos, relativización estructural de la

necesidad de crecimiento imparable de la riqueza material de las sociedades estacionarias y, consecuentemente, apertura de las mismas hacia el desarrollo de las facultades superiores y la búsqueda de bienes eminentes del todo deseables. El fundamento teórico del estado estacionario era la aplicación de la ley de rendimientos decrecientes en unas economías que, en palabras de E. A. Wrigley, se caracterizaban por ser economías orgánicas avanzadas. La procedencia agropecuaria de la mayor parte de las materias primas y de las fuentes de energía utilizadas en el proceso de industrialización que estaba en marcha, hacían inevitable, para los economistas de la época, la aplicación de la ley de rendimientos decrecientes y, consecuentemente, la aparición del estado estacionario. Un pronóstico pesimista que solo Stuart Mill se esforzó por trastocar en una oportunidad para un futuro económico y social sostenible y deseable. La verdad del estado estacionario se dilató en el tiempo más de lo que hubiera sido esperable en la medida en que los economistas clásicos no acabaron de entender las consecuencias del paso de una economía orgánica a otra inorgánica, y el desenganche que esto produciría respecto a la base agropecuaria de las materias primas de todo tipo y de las fuentes de energía tradicionales, incluida la humana. Este paso venía a anular la aplicación de la ley de rendimientos decrecientes y a abrir nuevas e insospechadas posibilidades de crecimiento económico, en general, y de la tasa de ganancia, en particular. Marx parece haberse desligado completamente, desde 1850, de la tesis del estado estacionario tal como obraba entre los clásicos. En ello pudo influir que hiciera una lectura optimista de los descubrimientos científicos y tecnológicos que dejaban inservible la idea clásica. En todo caso es seguro que él consideraba tener la clave para una reelaboración completa del fenómeno, que ya no consistía en su desactivación al vencer las dificultades de apreciación de los clásicos, sino que pasaba a hacer de él una realidad insoslayable en el marco económico propio del capitalismo, cualquiera que fuera el devenir del mismo en materia de desarrollo de las fuerzas productivas, o de los fundamentos orgánicos o inorgánicos de sus materias primas y fuentes de energía. Es así como la tendencia decreciente de la tasa de ganancia pasa a ocupar un lugar fundamental en la teoría del anticapitalismo de Marx, pues esta se convierte en su decreto histórico de defunción por agotamiento de su capacidad de generar el beneficio capitalista. Vista con la brújula hegeliana que marca el rumbo de la historia humana, el agotamiento inexorable del capitalismo que este fenómeno indica, más la disponibilidad histórica de una clase proactiva, creada por la dialéctica del amo y el esclavo propia del mismo capitalismo, permite pronosticar, sin duda alguna, que la eclosión de este modo de producción no deparará el espectáculo nihilista de un mundo arrasado por el desorden, la inseguridad y las carencias de todo tipo, sino el nuevo orden justo, controlado y perdurable del socialismo. Todo ello no como una posibilidad histórica de la que no pueda despejarse el riesgo, sino como un proceso cuya lógica está suficientemente establecida por el peculiar hegelianismo del materialismo histórico. La realización del beneficio que impulsa la actividad capitalista obliga a cada capitalista a moverse en dos frentes. Por un lado, en el proceso de trabajo, tiene que vérselas con la resistencia obrera frente a la generación

de la plusvalía y su intensificación. Por otro, en el proceso de la circulación, tiene que mantener la posición frente a los demás capitalistas para la realización de la plusvalía en forma de beneficios en un mercado competitivo. El proceso de mecanización es la forma más eficaz para aumentar la plusvalía, plusvalía relativa, en el proceso de trabajo, y esto hace que el capitalismo sea necesariamente muy activo y dinámico en la incorporación de maquinaria e invenciones tecnológicas. En el proceso de circulación, el punto crítico es la reducción de los costes de producción por unidad, lo que se sustancia en una competencia imparable e irreductible. La manera como el capitalismo sortea estas cuestiones es su necesaria evolución hacia la concentración industrial. Los métodos más avanzados de producción suponen instalaciones mayores y una utilización más intensiva del capital para la consecución de una mayor productividad y la consecuente reducción del precio de los bienes fabricados. La inversión de mayores cantidades de capital fijo por unidad de producción es el medio fundamental para lograr economías de escala. Esto supone, a la vez, unos gastos de amortización de este capital más elevados y unos costes de los factores auxiliares de la producción superiores por unidad de producción (energía, instalaciones y su mantenimiento, etc.). Para métodos más avanzados, la capitalización más alta supone unos costes no laborales más elevados, mientras que la mayor productividad supone costes menores por unidad de trabajo. El coste por unidad de producción debe descender, pues lo último ha de compensar lo primero, lo que concede un papel crítico a la extracción de plusvalía relativa a medida que el capitalismo evoluciona hacia su edad madura. El movimiento imparable del capitalismo hacia las economías de escala y la concentración industrial encuentra un límite en los niveles de conocimiento y tecnología dados. Según esta limitación, mayores incrementos en la inversión producirán cada vez menores reducciones en los costes por unidad de producción, lo que significa inferiores cuotas transitorias de ganancia para los métodos de más bajo coste, y la tendencia histórica a una cuota de ganancia decreciente. El modelo de Marx supone que los métodos más avanzados tienden a lograr un coste inferior del producto a expensas de una inferior cuota de ganancia. Y, sin embargo, el capitalismo concurrencial obliga a los capitalistas a adoptar estos métodos, pues solo así pueden bajar sus precios en el mercado y expandirse a costa de sus competidores, compensando así la cuota decreciente de ganancia. Hay diferentes influencias que pueden frenar este proceso: una mayor explotación, salarios más reducidos, capital constante menos caro, emigración del capital a regiones con mano de obra y recursos naturales más baratos, etc. Sin embargo, en la mente de Marx, estas tendencias operan con límites estrictos (rentabilidad, movilidad del capital y competencia internacional), lo que hace que el decrecimiento secular de la tasa de ganancia sea una tendencia dominante. Cada crisis del capitalismo desencadena la destrucción en masa de los capitales más débiles y una presión intensa sobre el nivel de vida de los obreros. Esta es la manera natural del sistema para recuperarse. Cada recuperación sucesiva desemboca, a su vez, en una mayor concentración y centralización capitalista y en unas tasas de ganancia y crecimiento inferiores a largo plazo. Las contradicciones empeoran con el tiempo, pero la crisis final se

producirá cuando la clase obrera haya desarrollado suficientemente su conciencia de clase y su organización para dar el golpe definitivo a un modo de producción agotado. Marx tuvo dificultades para fundamentar la tendencia a la baja de la tasa de ganancia, y era consciente de ello. De manera parecida a lo que pasó con la dificultad de los clásicos para superar la idea del estado estacionario (su incapacidad para valorar los síntomas del paso de la economía orgánica avanzada a otra inorgánica), Marx creía que el capitalismo sería incapaz de adoptar y utilizar sistemáticamente un tipo revolucionario de tecnología y maquinaria y formas totalmente distintas de gestión y organización del trabajo. Una vía de solución al problema de la tasa de ganancia era considerar que un nuevo salto en la productividad podría aumentar la tasa de plusvalía, la tasa de ganancia y los salarios de los trabajadores, todo a la vez; pero, para Marx, esto no era concebible en una economía capitalista. Solo el socialismo podía encontrar una salida eliminando las contradicciones y limitaciones subyacentes. Un vacío profundo en el pensamiento de Marx era la completa marginación de la esfera del consumo y sus posibilidades en una economía capitalista avanzada. Difícilmente pudo plantearse la conversión de la clase obrera en una clase consumista y los efectos que el consumo de masas podría tener sobre los cambios en el sistema productivo, la intensificación de los mercados, la comercialización de los productos y la propia tasa de ganancia del capital. Por no mencionar los efectos del todo indeseables del consumismo en la conciencia de clase, algo que venía a debilitar el papel imprescindible de una clase revolucionaria. Por otra parte, la teoría de la plusvalía capitalista estaba totalmente ligada a la teoría clásica del valor-trabajo. La mayor parte de los economistas clásicos, no todos, rompieron con la teoría del valor-utilidad que había desempeñado anteriormente, en el mercantilismo avanzado, un papel estelar en la definición económica de la riqueza y adoptaron la nueva teoría. Este cambio facilitaba, entre otras cosas, la fundamentación y el análisis de la economía capitalista como una economía eminentemente productiva, y convertía al trabajo productivo en el fundamento económico, social y político de la riqueza de las naciones. En el decurso de la ciencia económica, a partir de las décadas finales del siglo xix , comienzan a consolidarse nuevas propuestas de la teoría económica del valor que se ajustan mejor a las nuevas formas históricas de un capitalismo que ya no es el de la Primera Revolución industrial. El valor-trabajo, así como la división clásica entre trabajo productivo e improductivo, empiezan a ser vistas como parte de una teoría del valor económico de los bienes demasiado limitada para comprender el fenómeno de la riqueza en toda la extensión y diversidad que adquiere en la nueva fase del capitalismo. Es el arranque de lo que se conoce como revolución marginalista y subjetivista, así como de la llamada economía neoclásica. Cuando se asiente el nuevo paradigma de la ciencia económica, la teoría de la plusvalía tendrá necesariamente que abandonar el empíreo incontestable en el que Marx creía haberla situado y tendrá que volver a la palestra de la polémica en condiciones defensivas. Los cambios no eran, precisamente, cambios de la teoría del valor, de corte más o menos académico, lo eran de la forma histórica del capitalismo y estos planteaban serias objeciones a la teoría del valor-trabajo y, en consecuencia, a la teoría de la plusvalía enteramente construida sobre la misma.

La teoría del anticapitalismo de Marx, la parte más extensa y elaborada de su imaginación socialista, establece cuatro aspectos fundamentales. El carácter intrínsecamente explotador del capitalismo; la creación en su seno de una clase obrera necesariamente proletarizada; la lucha de clases o conflicto irreductible que aqueja a las relaciones sociales de producción capitalistas, y el progresivo debilitamiento y previsible colapso del modo de producción capitalista por la inadecuación absoluta del mismo para mantener la tasa de ganancia en las condiciones objetivas de un desarrollo de las fuerzas productivas propiciadas por él, pero que no puede ni controlar ni someter a la consecución de sus intereses propios. La lucha de la clase obrera agudiza las contradicciones del capitalismo, pues presenta batalla en un punto tan crítico como es la realización de la plusvalía capitalista. La lucha por el tiempo de trabajo, en el que se realiza la plusvalía, dificulta a los capitalistas la ampliación de la plusvalía que es la fuente del beneficio capitalista y de la ganancia. La concurrencia del sistema plantea, por su parte, inversiones cada vez más importantes y continuadas de capital constante, aumentando los costes de la producción, mientras que un mercado inmisericorde exige insistentemente mercancías a menor precio. Desde otro punto de vista, Marx considera que este capitalismo adquiere un tono cada vez más «social» en este proceso imparable, en la medida en que desaparece la empresa pequeña y mediana y se extiende la concentración industrial, las grandes unidades de producción, las únicas que pueden acometer las economías de escala mediante las cuales el capitalismo busca sobrevivir. Llegado el momento histórico crítico, las puertas se abren para el socialismo y se beneficiará este, en tanto modo de producción, de las transformaciones estructurales que el capitalismo más tardío y avanzado, el de tono cada vez más social, ha llevado a cabo en su vano intento de supervivencia. No se puede negar que estamos ante un relato imponente que agota las posibilidades que ofrecía el aparato conceptual de la economía clásica y los arcanos de la filosofía hegeliana. Sin embargo, las limitaciones de la imaginación socialista marxiana cobran un nuevo impulso a partir de aquí, más allá de su teoría anticapitalista. Es decir, a partir del momento en que hay que plantearse qué es socialismo y cómo se llega a él. En estas cuestiones, no podemos encontrar en su obra más que bosquejos imprecisos. Se trata de asuntos que tendrán que ser abordados más adelante por el marxismo en su proceso de elaboración histórica como ideología dominante de los partidos políticos socialistas de masas en los años finales del siglo xix y las primeras décadas del xx . Esbozos de socialismo Merece la pena, sin embargo, que nos detengamos en alguno de los retazos significativos que la obra de Marx nos ofrece sobre el paso al socialismo y la imagen del socialismo que tiene en mente. Se trata de asuntos que no alcanzan el suficiente desarrollo en Marx, pero que afectarán a la posterior evolución del marxismo. En 1852, en una carta a J. Weydemeyer, Marx afirma que la existencia de las clases no está vinculada más que a fases históricas determinadas del desarrollo de la producción; que la lucha de clases lleva necesariamente a la dictadura del proletariado y que esta dictadura no es más que una transición hacia la abolición de todas las clases y, por lo tanto, hacia una sociedad sin

clases, el socialismo. La presencia en Marx de la idea de la dictadura del proletariado como una fase de transición revolucionaria hacia el socialismo no alcanzó el desarrollo necesario. Hay, sin embargo, sugerencias que permiten atisbar la línea de pensamiento que en esta cuestión seguía Marx. En la Crítica al Programa de Gotha (1875), afirma: Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el periodo de la transformación revolucionaria de la primera a la segunda. A este periodo corresponde también un periodo de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado. En sus reflexiones sobre la Comuna de París de 1871, Marx creía ver una especie de esbozo de una forma de gobierno que sugería lo que podría ser la dictadura del proletariado. Un desmantelamiento del aparato del Estado existente y una transferencia del poder estatal al pueblo sublevado: la instauración de un consejo político elegido por sufragio universal, en el que la mayoría de sus miembros fueran obreros o «representantes reconocidos de la clase obrera». Marx creía que «La Comuna no tenía que ser un organismo parlamentario, sino una corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo». Para Marx la Comuna era el intento de instaurar en el poder a la clase obrera. El régimen de la Comuna habría devuelto al organismo social todas las fuerzas que hasta entonces venía absorbiendo el Estado parásito, que se nutre a expensas de la sociedad y entorpece su libre movimiento. La Comuna era para Marx una forma de gobierno en la que la clase obrera efectivamente gobierna, y en el que el proletariado ejerce la hegemonía política hasta entonces en manos de la burguesía. No se puede ir más allá en la precisión de lo que Marx entendía por dictadura del proletariado. Pero si algo puede inferirse de lo que dice es que su idea de dictadura del proletariado estaba muy alejada de la que teorizará Vladímir Ilich Lenin, convirtiéndola en un elemento central de la Revolución comunista y de la construcción del comunismo en Rusia. Nada hay en Marx que sugiera una dictadura del proletariado bajo la dirección de un partido. Tampoco permite una lectura de la misma en la que se establezca, como un objetivo a cumplir por esta dictadura, la eliminación violenta de los enemigos de clase del proletariado. Son estos asuntos que quedarán para el marxismo y sus tempranas divergencias en torno al socialismo y su implantación. En el asunto de la dictadura del proletariado, como en tantos otros de los que nos venimos ocupando, Marx es un pensador del siglo xix . Cuando habla de dictadura del proletariado, lo que realmente parece aflorar en la misma no es algo muy distinto a la idea que Proudhon podía tener del paso al socialismo y de la manera como se gobernaría una sociedad socialista. Marx compartía con Proudhon la idea de que el Estado necesariamente desaparecería en el socialismo triunfante y consolidado, aunque tendría un papel que desempeñar en la etapa de transición. En esta etapa, Marx se inclinaba por un gobierno de la clase obrera a través de un sistema de representación colectiva que nada tenía que ver con el fundado en una agrupación política única, que se entendiera a sí misma como vanguardia, intérprete y salvaguardia de los intereses de la clase proletaria. Lo que Marx

propone es una especie de órgano legislativo y ejecutivo que tiene que representar, lo más directamente posible, a la clase obrera y sus intereses revolucionarios. Hay aquí un agente revolucionario colectivo y no un partido revolucionario; después de todo, la revolución socialista se lleva a cabo necesariamente contra un capitalismo muy debilitado en el que ya se ha operado una alteración importante en el tipo de relaciones sociales que podían encontrarse en las épocas de juventud del mismo. Será después de Marx cuando se elabore una teoría mucho más perfilada y contundente de la dictadura del proletariado. En buena parte esto será una consecuencia del abandono de aquella idea marxiana que pronosticaba la implantación del socialismo como culminación del proceso histórico capitalista. Por una parte, debilitaba en extremo al propio sistema, por otra habilitaba una clase obrera fuertemente constituida en su capacidad de organización y en su conciencia; así como formas cada vez más «sociales» de organización industrial, llevando al modo de producción a las condiciones de madurez que facilitaban una transición revolucionaria de bajo perfil, con una temporal dictadura del proletariado también de bajo perfil político. Uno de los aspectos más llamativos de la imaginación socialista de Marx son las asombrosas peripecias que en ella vive su concepción del trabajo. Un asunto importante que dice mucho sobre la obra de Marx y que pasará al marxismo como uno de sus legados más conflictivos y comprometedores. Una de esas escasas cuestiones en las que los fragmentos de Marx sobre el socialismo son suficientemente reveladores y ofrecen una imagen poderosa, cargada de consecuencias y de difícil digestión futura. Otro de esos momentos, y son numerosos, en los que la obra de nuestro autor es una obra decimonónica en la que se expresa fehacientemente una imaginación socialista en la edad de la fuerza y del atrevimiento desprejuiciado. El camino que tenemos que recorrer en compañía de Marx lleva desde el trabajo a la fuerza de trabajo. De su concepción del trabajo en los años de juventud a la cristalización del trabajo como fuerza de trabajo (Arbeitskraft) en los años de su madurez y plenitud intelectual. El Marx de los Manuscritos de economía y filosofía de 1844 y, en general, de los escritos de juventud, maneja un concepto de trabajo complejo y heterónomo. Un concepto en el que podemos rastrear fácilmente diferentes tradiciones intelectuales que conforman sus diferentes dimensiones, ofreciendo una síntesis poco cohesionada y, por momentos, un tanto contradictoria: concepto de valortrabajo de la economía política clásica, dialéctica hegeliana, teoría feuerbachiana de la alienación, socialismo utópico y romanticismo. Marx presenta el trabajo, en esta época, como «la esencia del hombre», a veces como «la actividad [específica] de la especie [humana]». Mediante la concurrencia de tradiciones tan heterogéneas como las apuntadas, el trabajo como esencia del hombre presenta tres facetas fundamentales: trabajo como producción, como creación y como gratificación. La primera de ellas es la más persistente a lo largo de su obra y de la misma ya conocemos algunos rasgos fundamentales. El trabajo como creación supone que, además de producir objetos para la satisfacción de necesidades y de operar como un factor de cambio y sometimiento de la naturaleza, el ser humano se construye a sí mismo mediante el trabajo. Se hace un ser completo, siendo el trabajo la actividad superior del hombre. Por último, el trabajo como gratificación es una actividad que encierra en sí misma su recompensa y hay

en él, por lo tanto, un elemento de atracción, disfrute y felicidad. La denuncia de la alienación del trabajo bajo el capitalismo es la promesa de su completa desalienación cuando la producción pase a organizarse, en el socialismo, de una manera «verdaderamente humana». Entonces, «mi trabajo sería una libre expresión de mi vida» y dejará por lo tanto de ser incompatible con la felicidad. La compleja visión del trabajo del joven Marx se transforma profundamente en la medida en que elabora su rigurosa teoría del anticapitalismo. Cuando se abisma en esta empresa, el trabajo como producción ocupa todo el campo de sus preocupaciones y el trabajo como creación y gratificación quedan completamente relegados, al menos hasta que Marx tenga que sugerir algo sobre el trabajo, más bien sobre algo parecido al trabajo, en el socialismo. Quedará meridianamente claro, entonces, hasta qué punto el trabajo sale tocado de su peripecia marxiana. De manera repetida y categórica, el Marx de El capital, y de sus escritos preparatorios, niega que el trabajo productivo, en cualquiera de sus formas posibles, pueda ser creación y gratificación en el sentido que ambos términos tienen en sus escritos de juventud. Finalmente, el Marx maduro, dueño de su pensamiento definitivo, asume que la alienación está necesariamente en el trabajo y que este no puede desalienarse completamente, cualquiera que sea el modo de producción en el que se desempeñe, incluido el socialismo o comunismo. Un decidido giro hacia el Hegel más puro y un abandono de la influencia romántica. ¿Por qué esta deriva del pensamiento de Marx en materia de trabajo? A finales de la década de los cincuenta, Marx está muy interesado por las revelaciones de la nueva física, por la termodinámica y el problema de la conservación de la energía. La figura de referencia en este tipo de cuestiones es, en el siglo xix , Hermann Helmholtz, médico y fisiólogo que desarrolló su carrera en la Universidad de Berlín. Helmholtz niega que el movimiento muscular sea un efecto de las llamadas «fuerzas vitales» y demuestra, experimentalmente, que la actividad muscular libera calor, interesándose por la producción de calor como efecto de la contracción muscular. En 1847, publica un texto pionero de la termodinámica: Disertación sobre la conservación de la energía. En sus conferencias de esta época, Helmholtz propone la imagen de la naturaleza como Kraft, una imagen toda ella construida en los términos de la capacidad productiva del trabajo. El trabajo es visto como una fuerza mensurable y perfectamente comprensible en su funcionamiento mediante los principios físicos de la termodinámica, interpretándose las nociones de fatiga y de desempeño laboral como consumo de energía calórica. El cuerpo funciona como una máquina termodinámica y Helmholtz es el primero que desarrolla la idea de Arbeitskraft, fuerza de trabajo, para referirse a la nueva manera científica de entender el trabajo humano. Marx utiliza por vez primera, en 1857, la noción de Arbeitskraft y lo hace por dos motivos principales. Primero, porque encuentra en esta innovación de la idea de trabajo una importante contribución para perfilar la función central del trabajo en su teoría del anticapitalismo. La noción de fuerza de trabajo, tal como la establecía la nueva física, prestaba servicios muy interesantes a la idea de trabajo de su teoría de la plusvalía. La concepción del trabajador como una especie de máquina termodinámica, permitía un análisis mucho más perfilado de lo que

realmente ocurría en la producción de plusvalía y la apropiación de la misma por el capital. Segundo, Marx tuvo que sentirse especialmente atraído por una forma de entender el trabajo que se manifestaba como el último avance de la ciencia, despojaba al trabajo de sus ropajes románticos, y lo presentaba como una fuerza productiva reducida a sus principios fisiológicos y, por lo tanto, puramente materialistas. El Marx de mitad del siglo xix está muy abierto a la influencia del positivismo y a la necesidad de que su teoría del anticapitalismo estuviera completamente de acuerdo con los últimos descubrimientos de la ciencia. Es el caso del darwinismo pero, también, de la naciente termodinámica. La confluencia de la elaboración de una crítica del capitalismo según los rigores de la ciencia económica, la nueva manera de entender el trabajo y los avances de la física moderna modificaron profundamente la teoría general del trabajo de Marx, lo que tendrá consecuencias muy importantes para su teoría social y dejará un problemático legado al marxismo. Marx abandona la noción de trabajo y asume y utiliza sistemáticamente la de «fuerza de trabajo». Según la nueva acepción, el trabajo es necesariamente una necesidad intrínsecamente penosa, tal como demuestra la nueva física. Una actividad que remite en última instancia al consumo de energía calórica y a la fatiga, sustancias fisiológicas del trabajo; a la imposibilidad de una imagen del trabajador que pudiera asemejarse a una especie de perpetuum mobile infatigable y, por lo tanto, a una nueva figura que desarrolla su trabajo según el tipo de cadencia que explica la fisiología del trabajo, estrictamente condicionada por el tiempo de trabajo y la curva decreciente del esfuerzo laboral como establece la termodinámica. Marx encontrará en ello una buena explicación para los límites laborales de la producción de plusvalía y, por lo tanto, una buena cantera para las inevitables contradicciones que suponen para el capitalismo la creación y apropiación de plusvalía en la forma de beneficio. Esta imagen, ciertamente limitada del trabajo, pasará a dominar completamente su obra madura. El trabajo es una penosa necesidad y pasará a figurar en el imaginario de Marx como una limitación real de la libertad y de la posible realización personal, lo que tendrá consecuencias importantes a la hora de definir qué «trabajo» tendrá que haber en el socialismo. Las dimensiones creativa y gratificante del trabajo de los Manuscritos, se esfuman como livianos vapores desprendidos por la contundente acción calórica del nuevo concepto científico de trabajo. Un nuevo concepto que encontramos no solo en la obra madura de Marx, sino que también está, a su manera, en los escritos económicos de los primeros marginalistas, caso de William Jevons, en la década de los sesenta, y su idea de la desutilidad del trabajo y el comportamiento de la curva de desutilidad del mismo. La fuerza de trabajo de Marx puede definirse de diferentes maneras. Engels afirma que la fuerza de trabajo «es, en nuestra sociedad capitalista actual, una mercancía, como cualquier otra, pero muy particular. Tiene la particularidad de ser una fuerza productiva de valor, una fuente de más valor que el que ella tiene en sí misma». En este sentido la fuerza de trabajo es a la vez fisiológica y social, está dotada de una historicidad específica, pero podemos considerarla, al mismo tiempo, como una forma universal de energía (Kraft), pues pertenece a la esfera del «maquinismo»

termodinámico. En ocasiones aparece en la obra de Marx como un concepto fisiológico, «despojado de todo elemento social e histórico». La fuerza de trabajo es, a la vez, una medida de valor y una medida de energía y, dependiendo el aspecto que se esté primando en cada contexto, cobra relevancia su condición fisiológica, social o histórica. Marx entiende el trabajo como un modo esencial de conversión de energía en el terreno específico de la producción de mercancías. La introducción de la fuerza de trabajo como un concepto capital de su teoría del anticapitalismo es lo que, utilizando una expresión de Agnes Heller, hace que Marx pase del «paradigma del trabajo» al «paradigma de la producción». Marx pasa de la emancipación del hombre por el trabajo a la emancipación del trabajo productivo mediante una productividad superior y una organización social del trabajo que solo puede crear el socialismo. Marx se convierte en un productivista precisamente en la medida en que el ser humano tiene que liberarse lo más completamente posible del trabajo. El trabajo, frente a toda una tradición socialista anterior y a toda una saga de pensadores de la más variada adscripción ideológica en el siglo xix , no es considerado como un referente de la existencia humana. Y esto es en buena medida así porque, tanto en el capitalismo como en el socialismo, el trabajo, en su esencia, no es más que un modo de conversión de energía en condiciones de fatiga y limitación y constricción del ser que trabaja. El «paradigma de la producción» en los medios socialistas puede resolver el problema del trabajo y remitir el «paradigma del trabajo» al reducto estricto del capitalismo y la sociedad burguesa, obrando así su deseable desaparición histórica. El trabajo de Marx no podía estar más lejos del trabajo de Proudhon y otros socialistas decimonónicos. Marx desplegará una furibunda crítica contra Proudhon en La miseria de la filosofía, un escrito de 1847. Antes ya de concebir de manera perfilada su idea de «fuerza de trabajo», Marx despliega toda su capacidad irónica y satírica, de la que estaba sobrado, contra el Proudhon defensor del trabajo artesanal mediante su reconsideración de la división técnica del trabajo, y el nuevo papel que el maquinismo más avanzado podría desempeñar para recuperar una forma moderna de este tipo de trabajo en el socialismo. Algo parecido a lo que mucho después se denominará «sistema de producción flexible». Para Marx el capitalismo, y el socialismo después, ya no necesitarán nunca más «obreros sintéticos ». El proceso de la simplificación del trabajo por su división se ceba a sí mismo y no tiene vuelta atrás: Para el señor Proudhon, la concentración de los instrumentos de trabajo [mediante el maquinismo] equivale a la negación de la división del trabajo. En la realidad, sin embargo, ocurre lo contrario. A medida que se desarrolla la concentración de los instrumentos también se desarrolla la división y viceversa. He aquí lo que hace que toda invención en mecánica sea seguida de una mayor división del trabajo, y cualquier incremento en la división del trabajo conduce, a su vez, a nuevas invenciones mecánicas. Marx asume completamente la generalización del trabajo simple como la forma futura del trabajo productivo. En el capitalismo, como un fenómeno unido a la plusvalía y en entero beneficio del capital y la burguesía

capitalista. En el socialismo, como un fenómeno que tenderá necesariamente a la liberación de los seres humanos del trabajo y a transformarlo en «trabajo» específicamente socialista, lo que ahora significa actividades creativas y recreativas humanas ad libitum. El trabajo simple capitalista es uno de los factores de la proletarización (incremento de la explotación económica de la clase). El trabajo simple socialista es una verdadera bendición para la humanidad comunista en la medida en que puede ser absorbido completamente por las máquinas. Lo relevante es señalar, en este asunto, la pérdida completa de aquella sensibilidad psíquica, moral y cultural que, en socialistas como Proudhon, se mantenía viva para entender qué tenía que ser realmente el socialismo y cómo tenía que alcanzarse. Sensibilidad que hacía que se buscase necesariamente en el trabajo, la principal y más natural actividad humana, aquellos rasgos que no solo lo hacían compatible con el espíritu específico de la clase autogestionaria, sino que contribuían poderosamente a promoverlos y reforzarlos. Los términos en los que, en El capital, Marx señala el futuro socialista del trabajo, son conocidos. El trabajo en el socialismo responde a su tesis marxiana de los «dos reinos». En el «reino de la necesidad» el trabajo sigue siendo fuerza de trabajo, la única forma laboral posible para garantizar la producción de la riqueza que necesita la sociedad socialista, ya que el socialismo de Marx es una sociedad de la abundancia. Se trata de lo que podría denominarse «plusvalía» necesaria en la economía socialista, ya no de apropiación privada; aquel plustrabajo que es la fuente de la riqueza que obra al servicio de toda la sociedad. Marx, como ya señalamos, consideraba, sin demasiado fundamento, que el capitalismo nunca podría aumentar a la vez, la tasa de ganancia del capital, la productividad mediante avances tecnológicos decisivos y los salarios del conjunto de los trabajadores. Quedaba para el socialismo las imparables revoluciones tecnológicas, el aumento sin límite de la ganancia socialista y la mejora indefinida del nivel de vida y el bienestar general de la nueva sociedad sin clases, tanto en lo material, como en aquellas otras facultades de tipo creativo, intelectuales y artísticas; y en general la posibilidad de disfrutar de un ocio activo y enriquecedor, visto como la actividad de referencia de un ser verdaderamente humano. El «paradigma de la producción» en la sociedad socialista dice que el trabajo pierde completamente aquella posición central y determinante para la vida de las personas que tuvo en el capitalismo. La fuerza de trabajo es ahora un tiempo de trabajo lo más reducido posible, ejecutado en condiciones lo menos penosas y fatigantes, y en muchos casos, y quizá en un futuro no muy lejano, seguramente prescindible. Hay en el Marx maduro, y en esto se asemeja inquietantemente a Andrew Ure, el «Píndaro de la fábrica automática» en palabras del propio Marx –y a quien suele citar por extenso–, una ensoñación industrialista de alto voltaje. Más allá de un extremadamente limitado trabajo necesario, bien repartido y gestionado para que sea un tiempo de trabajo casi despreciable, se abre el vastísimo mundo del «reino de la libertad». «El reino de la libertad –dice Marx– solo empieza allí donde termina el trabajo impuesto por la necesidad y por la coacción de los fines externos». Este es el reino del «trabajo» socialista totalmente acorde con la autorrealización humana. Un «trabajo» libre, enteramente al servicio de la plena expresión y realización de las diferentes cualidades y dimensiones de los seres humanos. En el capitalismo y en el trabajo necesario del socialismo solo hay fuerza de trabajo. Si en el

capitalismo la fuerza de trabajo es todo el trabajo, en el socialismo el trabajo, lo que ahora se entiende por tal, está más allá de la fuerza de trabajo, pues es el ejercicio libre, «mariposeante», ad libitum, de todas aquellas actividades que hacen la felicidad de los hombres: recreativas, deportivas, artísticas, culturales, comunicativas, intelectuales. El trabajo feliz de Marx en la sociedad socialista de la abundancia y de todas las posibilidades imaginables. La muesca marxiana en la que aflora un utopismo de inspiración furierista. Una de las obsesiones del socialismo furierista era redimir todo el trabajo, hacer atrayente y feliz todo el trabajo. Asume así que el trabajo permanecería siendo un elemento absolutamente central del socialismo. Y cuando el furierismo habla de trabajo no se anda por las nubes, es trabajo productivo. Marx consideró, y así lo manifestó, que uno de sus mayores hallazgos era la separación entre trabajo y fuerza de trabajo. Todo el trabajo de la economía solo podía ser fuerza de trabajo. Esto fue importante para su teoría del anticapitalismo y sobre ello descansa, en última instancia, su teoría de la plusvalía capitalista. La definición de la fuerza de trabajo la había hecho Marx bajo la influencia positivista de los descubrimientos de la nueva física del calor, su conservación y su gasto. Si esto era favorable para perfilar la función del trabajo en la plusvalía capitalista, absoluta o relativa, necesariamente, dada la adscripción científica del nuevo concepto, también tenía que valer para el trabajo en el socialismo. Si el socialismo tenía que decir algo importante sobre el trabajo, lo más adecuado en este contexto era establecer una rotunda distinción entre trabajo y fuerza de trabajo. Sublimar el significado de trabajo para hacerlo plenamente acorde con la libertad y la elección humana, incluyendo, sin ningún problema, la posibilidad cierta de «mariposeo laboral» y dejar lo que solemos entender por trabajo enclaustrado en los estrechos límites del concepto de fuerza de trabajo. La cuestión es por qué denominar trabajo a las actividades del reino de la libertad. O si esto no planteará más confusiones que clarificaciones en la peliaguda cuestión del trabajo, en el capitalismo, en el socialismo o allí donde con él nos topemos. Finalmente en Marx, como ya ocurría en el socialismo cabetiano a su manera, el trabajo se banaliza mediante esta operación de delimitación y sublimación. El poco trabajo de la fuerza de trabajo socialista permanece necesariamente alienado, con una forma de alienación de perfil relativamente más bajo, si se quiere. Todo lo que se pueda hacer, mediante el desarrollo de las fuerzas productivas, para eliminar este trabajo será un logro de la humanidad. Y esto solo será posible en el socialismo. Solo en el socialismo los más altos y continuados niveles de mecanización y automatización, por lo tanto de continua revolución tecnológica, pueden asegurar la riqueza y acabar con el trabajo. Llegados a este punto, nuestro autor se ha desligado de las ideas filosóficas y románticas del trabajo como creación y gratificación. O, dicho en términos más precisos, la creación y la gratificación quedarán para su particularísima idea de «trabajo» y totalmente ausentes de la fuerza de trabajo. Ni en el furierismo, ni en el movimiento atelierista, ni en el prudonismo las cosas eran así. En el furierismo porque el trabajo se concebía como actividad atrayente y feliz que, junto con la comida, el sexo y el amor, ocupaba una posición central en su idea del socialismo por ser elementos esenciales de la naturaleza humana a los que no se podía, ni debía, renunciar. El furierismo

no era imaginable sin trabajo productivo, sin muchísimo trabajo productivo que nada tenía que ver con el ocio, por muy activo que fuera este. Pero, sin llegar a la parte más exaltada de su utopismo, el trabajo tenía que cumplir con las condiciones de su ejecución en los medios compatibles con el lujismo, unos medios que encontrarán una formalización más realista, ya a principios del siglo xx , mediante el desarrollo de la psicología y sociología industriales, así como la moderna «ciencia del trabajo». En estos mismos terrenos, también se desarrollarán todos aquellos aspectos del trabajo que en Fourier aparecían resumidos en sus ideas sobre trabajo y pasiones del serismo ( cabalísticas, mariposeantes y concordantes ). Asuntos que pasarán a ser vistos como propios no solo de la organización productiva del capitalismo o del socialismo, sino como condiciones generales de un industrialismo avanzado que supera, entre otros motivos por la movilización y contestación obrera, sus fases históricas más lesivas para el trabajo y los trabajadores. En la asociación obrera en general, y en el prudonismo en particular, el trabajo permanece como un elemento sustancial de la economía y la sociedad socialista, sin perder sus cualidades de fatiga y penosidad, pero recubriéndose de una espesa capa de moralidad y eticidad socialistas que lo llenan de sentido y propician un tipo de felicidad en el trabajo que se aleja de la idea furierista de felicidad, pues es la felicidad del cumplimiento exigente de un deber fatigoso. En este sentido, el trabajador del socialismo es aquel trabajador que en el capitalismo era miembro activo de la clase obrera entendida como clase virtuosa, viniendo el socialismo a liberar y potenciar en su máxima expresión las virtudes que eran el patrimonio histórico de la misma. Un tema de largo recorrido en los medios socialistas europeos que quedará, en muchas ocasiones, como la pervivencia de una cultura de las virtudes obreras en organizaciones socialistas de ideología marxista, alejadas teóricamente ya de este tipo de imaginario. Aquellos medios en los que el socialismo nunca perdió su condición ética, su sensibilidad en materia de honestidad y decencia; en aquel socialismo que nunca abjuró de un cierto ascetismo y austeridad, fundamento del altruismo, como condición necesaria de una vida alternativa realmente humana y feliz. Un socialismo que se construyó completamente al margen de la antropología filosófica utilitarista que, en sus diferentes y ciertamente muy distintas versiones, impregnaba toda la economía clásica y neoclásica y había pasado, como imagen de referencia de la teoría de la acción social, a Marx y, posteriormente, al marxismo. Lo que vendría a propiciar una identificación, muy poco precavida, entre socialismo, felicidad y hedonismo. La última característica de la imaginación socialista de Marx que vamos a considerar se deriva del tono radicalmente productivista del pensamiento de su autor. La teoría económica de Marx comparte con la economía clásica este productivismo y su corolario: un rígido concepto de la condición subconsumista de la clase obrera; algo totalmente coherente con los fundamentos ya señalados de su teoría del anticapitalismo. La tesis del subconsumo de la población trabajadora era un rasgo importante de la tradición analítica clásica postsmithiana. De entre los economistas clásicos, Ramsay McCulloch es de los muy escasos, sino el único, que mantiene viva la llama del consumismo popular a la altura de la década de los cuarenta del siglo xix , y lo hace mediante una revisión en profundidad de la ley de la población de Malthus y la creencia firme en su definitiva desactivación en las sociedades avanzadas de la Primera Revolución industrial. La teoría

demográfica de Malthus había contribuido, de manera decisiva, al surgimiento de la posición subconsumista. El capitalismo de la economía clásica no era, ni podía ser, ni imaginarse siquiera, un capitalismo del consumo de masas. En ello también influía la tesis sombría del estado estacionario, así como las condiciones particularmente rígidas en las que se planteaban la formación del capital, su inversión productiva y la propia teoría del salario (la llamada teoría del fondo de salarios ). Esto solo comenzará a cambiar, en la teoría económica, a partir de la década de los ochenta del siglo xix , cuando empieza a asentarse la revolución teórica del subjetivismo y el marginalismo y, en la percepción más generalizada, cuando la Segunda Revolución industrial de principios del siglo xx dé muestras, cada vez más fehacientes, de la irrupción de un capitalismo plenamente abierto a la movilización, extensiva e intensiva, del consumo popular y, en particular, del consumo de comodidades. La teoría anticapitalista de Marx es toda ella coherente con la tesis del subcomunismo obrero. Así lo dicta la teoría de la plusvalía y de la tasa decreciente de la ganancia del capital y así lo necesitan ambos principios fundamentales de la misma. Es lo que el marxismo codificará como pauperización, absoluta o relativa, de la clase obrera. Hoy sabemos, por novedosas investigaciones de finales del siglo xx , que la historia del consumo popular tiene una trayectoria más antigua de lo que se pensaba y, desde luego, bastante más cambiante, compleja y sorprendente de lo que antes se daba por supuesto. Los ilustrados liberales del siglo xviii tuvieron una percepción aguda de este fenómeno y, a partir de él, pudieron levantar una primera teoría del consumo y sus consecuencias de todo tipo. Sin embargo, esta tradición intelectual se pierde desde principios del siglo xix , cuando la economía del laissez-faire y de la Primera Revolución industrial entra en un ciclo histórico de recesión relativa del consumo popular y los economistas del momento desarrollen una intensa sensibilidad intelectual ante este fenómeno de subconsumo, que ellos identifican como algo propio de la economía capitalista. En el caso de Marx, el subconsumismo obrero adquiere una entidad singularmente aguda y permanente y esto es así porque sobre él se cierne la cruda luz de la teoría de la plusvalía. A esto hay que añadir la importancia que adquiere el subempleo sistemático, que él entiende como característico de un capitalismo que necesariamente crea un extenso ejército de reserva de la fuerza de trabajo. El subconsumismo obrero, desde esta perspectiva que hoy calificaríamos de sistémica, desempeña un papel importante en la explicación de la lucha de clases, así como en el desarrollo de la conciencia anticapitalista de clase obrera, dos elementos centrales de la teoría. La incomparecencia del consumo, determinada por la teoría del anticapitalismo de Marx, supuso dos debilidades futuras a la hora de adaptarla, bajo la forma de marxismo, a las nuevas condiciones del capitalismo de la Segunda Revolución industrial. Se planteará, en primer lugar, el importante problema que el desarrollo del consumo de masas planteará a la tesis de la pauperización obrera, y los efectos que su debilitamiento tendrá para la solidez de una conciencia de clase revolucionaria. Por aquí asoma la cabeza la vidriosa cuestión del aburguesamiento de la clase y la más que posible deriva puramente reformista de sus anhelos económicos y sociales. En segundo lugar, el vacío

del consumo subrayará la inexistencia en Marx de alguna puerta abierta hacia la dimensión psicológica de los seres y grupos humanos en aquellos aspectos relacionados con la motivación y, en general, con la acción social de tipo económico. La ausencia de la consideración de la dimensión psicológica de los seres humanos en materia de economía no era, precisamente, una mera continuidad decimonónica de un vacío anterior. El papel de lo psicológico en la actividad y los comportamientos económicos había recibido una seria atención tanto en los medios liberales de la Ilustración del siglo xviii , como en los del socialismo de la primera mitad del siglo xix . La consecuencia de todo esto es que el anticapitalismo de Marx es ajeno a la posibilidad de cualquier cambio verdaderamente significativo en materia de consumo popular en los medios de la economía capitalista, y a los serios retos que este tipo de cambio puede plantear a su imaginario socialista. Y nos estamos refiriendo al deseo, a la imaginación del deseo, a la relación entre deseo y consumismo y a sus efectos sobre la motivación laboral y, en general, económica. La ausencia de este tipo de asuntos tiene algún sentido si se enmarcan exclusivamente en una peculiar teoría del anticapitalismo que los omite de raíz. Ni el capitalismo puede ser consumista, ni el problema de la motivación puede ocupar lugar alguno, realmente merecedor de consideración, en el contexto de un capitalismo que siempre tiende a la proletarización de la clase obrera. Y la proletarización es entendida como una forma «libre» de trabajo realmente forzado, con manifestaciones de esto más o menos evidentes o escamoteadas, lo que obra en favor de convertir en fútil el problema del deseo y la motivación. Otra cosa es el legado que esto dejará al marxismo cuando tenga que plantearse no solo el problema del consumismo capitalista, sino las inexorables cuestiones ligadas a la motivación propia de una sociedad socialista o comunista realmente existente. En el marxismo el «paradigma de la producción», el marxiano y decimonónico, se las tendrá que ver con el «paradigma del consumo», propio de la nueva forma del capitalismo histórico de principios del siglo xx . Esto supone pasar del mundo de la penosidad, la fatiga y la pauperización capitalistas, en una palabra de la privación de la proletarización, al mundo de la magia del deseo y de la fantasía propio de una economía de mercado de masas muy desarrollada, con mercados cada vez más diversificados socialmente hablando y cada vez más obsesivos y creativos a la hora de proponer y vender todo tipo de satisfacciones y felicidades. La imaginación marxiana está mal preparada para afrontar este tipo de cambio. Algunos se agarrarán como a un clavo ardiendo a la pauperización obrera, modulándola de las maneras más imaginativas posibles. Otros desplazarán el corte crítico de su posición anticapitalista hacia aspectos culturales y morales. Los habrá que reverdezcan y vivifiquen el problema de la alienación y hagan de él un sustituto, mejor adaptado a los nuevos tiempos, de la pauperización. Y todavía los habrá que terminen por asumir el consumismo, integrarlo en su idea de felicidad como hedonismo socialista, y defender el derecho de la plena incorporación de la clase al mismo, sin mayores prevenciones ni problematizaciones. De todo hay. El capitalismo empezó a mostrar, desde principios del siglo xx , rasgos muy creativos y amenazadores en estos delicados asuntos. Pero lo cierto es que estas complicadas cuestiones no habían alcanzado relevancia alguna en el

pensamiento de Marx o, más bien, propiciaba este su relegación como cuestiones irrelevantes. Su obra nos deja la impresión de que, en materia de producción, trabajo, ocio y consumo, la sociedad socialista simplemente realizará la felicidad humana en las condiciones más deseables y dignas posibles. Y esto lo hace Marx recurriendo a vagas imágenes rescatadas del utopismo decimonónico. Parece como si, una vez desaparecido el capitalismo, en buena parte por las contradicciones endógenas que lo caracterizan y condenan, el socialismo o comunismo pudiese encontrar, mediante una experimentación carente de riesgo, la verdad de un sistema económico y social capaz de trascender fácilmente todas las tensiones y dificultades propias del periodo de su construcción y consolidación. El socialismo es presentado como un sistema que se ha zafado definitivamente del tiempo histórico, que ha superado el tiempo de los modos de producción, caracterizado por contradicciones internas, desigualdades y tensiones sociales irreductibles, y ha trascendiendo definitivamente el cambio revolucionario, es decir, el tipo de cambio que Marx limita al tiempo histórico. Si volvemos a la imaginación socialista decimonónica, lo que no alcanza relevancia alguna en Marx recibía una consideración relevante en la tradición anterior. Es el caso de Fourier y su insistencia en que el socialismo, tan psicológico y moral a su manera, necesariamente tenía que ser no solo una manera específica de consumir y gozar, sino un modo diferente y completo de vivir. Es el caso de los atelieristas y Proudhon, en los cuales los aspectos psicológicos, morales y éticos de la acción cobran una relevancia de primer orden en su imaginación, a la altura del protagonismo autogestionario reservado a la clase obrera. El consumo tenía que ser considerado desde una perspectiva necesariamente autorregulada y siempre marcada por una nota de ascesis y comedimiento, lo que supone, como ocurre en el furierismo, pero de manera distinta, conceder una importancia inexcusable a la dimensión cultural, psicológica y moral del socialismo. Este tipo de diferencias resultan importantes, entre otras, para establecer la diversidad de la imaginación socialista decimonónica, así como para subrayar la ruptura que en la misma supuso la irrupción de la teoría anticapitalista de Marx; un asunto que cobrará toda su significación y tendrá efectos de todo tipo cuando dicha teoría pase a ser el elemento vertebrador de lo que conocemos como marxismo: la adaptación del anticapitalismo de Marx a un vasto cuerpo doctrinal que pudiera ser el alma ideológica del movimiento social y político socialista en la época de la política de masas. Señalemos, para terminar, que hay en Marx algunas premisas significativas que solo cobrarán toda su importancia y trascendencia en el marxismo posterior. Podemos expresarlo afirmando que hay en él un presagio de lo que hemos denominado, en los párrafos introductorios de este ensayo, una imaginación socialista enfriada. Solo se hará plenamente presente esta con la instauración del marxismo. El proceso de enfriamiento será la consecuencia de una lectura específica, muy contundente, de los presagios a los que nos acabamos de referir. El eco que pudiera quedar de la sensibilidad humanista del anticapitalismo romántico en Marx será completamente desactivado, mientras que el cientifismo de tradición positivista, tan característico del Marx maduro, alcanzará un papel estelar. Se mantendrá la influencia hegeliana, pero reducida a una fría ortodoxia

sobre el desarrollo histórico de los modos de producción y la necesidad inexorable del socialismo; no ya como tendencia, sino como destino histórico indiscutible. En estas circunstancias, la clase proletaria tenderá a consolidarse como una idea de rasgos metafísicos, perdiendo relevancia los contornos subjetivos e individuales de este nuevo artefacto social y, con ellos, los elementos psíquicos, morales y culturales que permanecían vivos en el socialismo no marxiano y que habían perdido su presencia en Marx, completándose esta tendencia en el marxismo posterior. Solo el revisionismo de Eduard Bernstein reaccionará, débilmente, contra este proceso de enfriamiento. Lo hará en tanto se aleja de Marx y del marxismo, volviendo a desarrollar alguna sensibilidad para lo que se denominará un socialismo ético. [*]  En el texto se utilizan los términos marxiano (marxiana) y marxista. El primero se refiere a la teoría socialista tal como es eslaborada por Marx, mientras que el segundo se reserva para los socialismos que se inspiran y adaptan las ideas y el análisis de Marx. EL CAMBIO DECISIVO VI. MARXISMO El fenómeno más importante de la historia del socialismo es, sin duda, la llegada y el éxito del marxismo. Se trata de un acontecimiento tardío que tendrá consecuencias decisivas tanto en el plano doctrinal como en la práctica del socialismo en el siglo xx . Es un éxito llamativo y peculiar por dos hechos relevantes. El primero, la irrupción, desde una época muy temprana, de graves tensiones y rupturas en el seno de la corriente. El segundo, la relativamente corta vigencia histórica del marxismo como movimiento socialista vigoroso; un movimiento que, no hay que olvidarlo, nació para durar tanto como para acabar con el sistema socioeconómico vigente, y ocupar su lugar de manera permanente. Si situamos el comienzo del socialismo marxista en torno a la década de los ochenta del siglo xix , su crisis definitiva se anuncia a partir de mediados del siglo pasado. Finalmente, un socialismo marxista ya muy maltrecho, recibirá el golpe definitivo con la desaparición acelerada de los estados comunistas a partir de finales de la década de los ochenta del siglo xx . La llegada del marxismo supuso una importante ruptura en la imaginación socialista. Con su aparición dejamos atrás la tradición socialista decimonónica y entramos en el socialismo del siglo xx . Abandonamos la diversidad de los socialismos del siglo xix y nos situamos ante otro tipo bien distinto de diversidad, muy diferente, propia del socialismo del nuevo siglo. Parecería como si el marxismo hubiera dictado la sentencia definitiva sobre las diversas corrientes del socialismo existentes hasta entonces para encumbrar el socialismo de Marx sobre todos los demás, convirtiéndolo en el fundamento teórico de la nueva corriente que iba a ser dominante y, en esta misma operación, haciendo de la figura de Marx el referente absoluto de todo socialismo posible. Es a partir de 1880 cuando los términos «marxista» y «marxismo» comienzan a incorporarse al vocabulario socialista internacional. Marx y Engels nunca habían visto con agrado la utilización de la palabra «marxista»

para referirse a aquellos que se consideraban seguidores de sus teorías. Un término que, por otra parte, se solía utilizar con un claro tono peyorativo. Era, para ellos, caricaturesco y ridículo. En el contexto de la Primera Internacional obrera, las etiquetas onomásticas de este tipo eran una marca de sectarismo y Marx consideraba que el término era un intento de convertirlo en jefe de secta, y de reducir sus teorías a un mero corpus ideológico de carácter dogmático. «Yo no soy marxista», llegaría a afirmar. Lo último que Marx podía aceptar es que su teoría del anticapitalismo, el fundamento irrebatible de todo socialismo posible según su pensamiento, fuera una corriente más en la diversidad de los socialismos de la época. No lo era por el rigor científico y filosófico con que se analizaba el capitalismo y se pronosticaba la llegada necesaria del socialismo, creyendo haber puesto firmes cimientos en asuntos tan decisivos. El marxismo nace en el ámbito del movimiento socialista alemán de finales del siglo xix . Es a principios de la década de los ochenta cuando se produce en el seno de la socialdemocracia alemana la diferenciación entre un «socialismo ecléctico», muy condicionado por el hito histórico de Lasalle, y la nueva corriente marxista cuyo núcleo se organizará en tono a August Bebel y Karl Liebknecht. Este impulso de diferenciación estaba muy influido por Engels, todavía vivo, y tenía en su obra titulada Anti-Düring un texto básico que ofrecía la guía para la elaboración del marxismo como una forma de socialismo completamente sistematizada. Finalmente, el núcleo marxista de la socialdemocracia, con el decidido apoyo de Engels, alcanzará la hegemonía en el partido obrero alemán. La figura de Karl Kautsky representará, en este nuevo contexto, la irrupción de una nueva generación que es la que realmente llevará a cabo la elaboración doctrinal del marxismo como la nueva forma del socialismo para el presente y para el futuro. Un nuevo socialismo que, fundamentándose en la teoría de Marx que había alcanzado para entonces un gran prestigio en diversos medios socialistas, fuera el socialismo de nuevo cuño adaptado a las nuevas condiciones económicas, sociales y políticas de la Europa de finales del siglo xix . Kautsky será el principal responsable de la popularización y utilización oficial de los términos «marxismo» y «marxista». Las cosas habían cambiado y las reticencias respecto a estas denominaciones onomásticas han desaparecido para este socialista, gran admirador del darwinismo. El paralelismo entre Darwin y Marx era ya corriente en los círculos socialistas. Kautsky no tiene objeción alguna, todo lo contrario, para popularizar y oficializar una denominación para el socialismo equiparable a la de darwinismo. El marxismo elevará la figura de Marx como el gran descubridor de la ciencia de la sociedad, el materialismo dialéctico e histórico, y equiparará su talla intelectual a la del mismo Darwin, descubridor de la ciencia de la naturaleza, el materialismo biológico. Las dos fórmulas fundamentales, biológica una y social otra, de una teoría de la evolución que el marxismo articulará y perfilará como un aspecto decisivo de su imaginario socialista. Para comprender la aparición del marxismo conviene tener muy en cuenta el nuevo contexto en el que se mueve el conjunto del socialismo en el último cuarto del siglo xix . Es el periodo en el que puede apreciarse el arranque del giro político del socialismo o lo que hemos denominado, con otras palabras, cambio transcendental desde el paradigma social, que domina

todo el socialismo decimonónico, al paradigma político, que prevalecerá en el socialismo del siglo xx . La instancia política y su sustanciación estatal apenas tuvo una presencia marginal en la imaginación socialista del siglo xix , pues el socialismo era una alternativa al capitalismo que se construía completamente en los medios de lo económico y lo social, quedando el Estado como una creación enteramente burguesa, al servicio de la explotación capitalista, destinada a desaparecer cuando el socialismo alcanzase su plena instauración. Esto propiciaba un abstencionismo político que era el reflejo necesario de la particularidad y caducidad de lo político, y de la palestra puramente social que se entendía como la propia del conflicto de clases y la lucha de clases, de la organización de la clase y la conciencia de clase. Esta situación comienza a modificarse en torno a 1876, cuando los partidarios de la lucha política comienzan a ser mayoría en el seno del movimiento socialista. El ejemplo del partido socialista alemán será importante para la formación de otros partidos socialistas en Europa entre 1884 y 1892, todos ellos ya con una clara vocación de lucha política o, dicho de otra manera, asumiendo que la lucha de clases es ante todo una lucha política. El marxismo, primero el alemán y después los demás, se presenta a sí mismo desde sus inicios como un socialismo político y, por lo tanto, perentoriamente necesitado de teorizar la relación entre el socialismo y el Estado burgués, así como el papel del Estado en la implantación del socialismo; algo marginal, o inexistente, en los socialismos decimonónicos. Obviamente esto no era una consecuencia de la filiación marxiana del marxismo, pues es algo que Marx solo toca de manera marginal y como un asunto, en todo caso, de entidad temporal y de perfil teórico más bien bajo (nos referimos, por ejemplo, al concepto de la «dictadura del proletariado», un término que en manos de Marx poco tiene que ver, como hemos visto, con una forma de gobierno según la tipología académica de la ciencia política). La razón de este cambio tiene unas causas históricas de carácter estructural a las cuales el marxismo es especialmente sensible. Está relacionado directamente con los inicios de la nueva sociedad de masas y de la política de masas que empieza a mostrar sus contornos a finales del siglo xix , y de la que los éxitos electorales del partido socialdemócrata alemán es el signo de los nuevos tiempos. El proceso de democratización política, como manifestación principal de la política de masas, abre para el socialismo una nueva era en la que la lucha política, en unas sociedades en las que el sufragio universal se apunta o es ya una realidad efectiva, es un elemento determinante para desarrollar la nueva imagen y estrategia de la revolución socialista. Esta nueva imagen y estrategia está, por otra parte, muy condicionada por la manera como el marxismo emergente afronta e interpreta otro importante fenómeno de época: el desencadenamiento en el último cuarto del siglo xix de una larga crisis económica en Europa que cursa con un agravamiento de la inseguridad de vida de los trabajadores, la inestabilidad en las filas de la burguesía, y el fin del optimismo económico. En los medios marxistas de la socialdemocracia alemana esta crisis es vista como el «gran crac», el «derrumbe general», la entrada del capitalismo en su fase terminal y, por lo tanto, el arranque del proceso de su desaparición. Desde una lectura simplificada de los pronósticos de Marx, el marxismo cree que el capitalismo está mostrando, en esta larga y penosa crisis, su definitivo debilitamiento como modo de producción, mientras se manifiestan de manera evidente las

contradicciones insalvables que lo destruyen. El mismo proceso de democratización política es considerado como fruto de las luchas obreras, de la lucha de clases y, por lo tanto, como la manifestación política del debilitamiento de la dominación burguesa. Desde esta perspectiva, la lucha legal y parlamentaria en el seno de las nuevas democracias capitalistas pasa a ser un aspecto central de la lucha de clases y una vía hacia la revolución social. La toma del poder político mediante el proceso electoral del sufragio universal que permitirá a la clase obrera, la clase mayoritaria, ocupar el poder y conservarlo utilizando, en su caso, la violencia estrictamente necesaria contra los elementos reaccionarios que se opongan al dominio obrero y a aquellas medidas revolucionarias que se tomen para la implantación del socialismo. Todo ello en el contexto favorable de una época de debilitamiento terminal del capitalismo y de descomposición de la clase burguesa propiciados por la crisis. El marxismo socialdemócrata, u ortodoxo, subraya la idea de que todo este proceso que conduce al socialismo no responde, en absoluto, a una especie de decisionismo político de la clase obrera, o del partido que la organiza y promueve en ella la conciencia revolucionaria de clase, sino que se produce como consecuencia del debilitamiento terminal del modo de producción capitalista, tal como es previsto, como verdad apodíctica, por el marxismo emergente. El marxismo desarrolla una interpretación cerradamente evolucionista de las afirmaciones que obran en la teoría del anticapitalismo de Marx. Aquellos aspectos de la incapacidad de pervivencia histórica del capitalismo que se establecían en Marx como tendencia, como dinámica propia de este modo de producción, serán codificados en el marxismo como una ley histórica universalmente válida. Lo que en Marx era un principio dialéctico del movimiento histórico, una visión filosófica de la historia de inspiración hegeliana, pasa a ser en el marxismo simple y puro evolucionismo cientifista trufado de un positivismo sobrado. El sesgo decididamente evolucionista del marxismo, tan influido por el darwinismo, propicia, a su vez, el reforzamiento del determinismo económico que ya estaba en el propio Marx. Con una salvedad; el determinismo económico de este era una marca de los tiempos, aunque ciertamente se modulase en la teoría anticapitalista de Marx de una manera singular. De unos tiempos en los que la ciencia económica era la ciencia social que ocupaba una posición epistemológica indiscutiblemente dominante, siendo vista la economía como el fundamento necesario y determinante de toda la vida social. Algo muy decimonónico y compartido por la totalidad de los economistas clásicos. En materia de determinismo económico, el marxismo venía a revitalizarlo mediante una lectura estrechamente limitada del mismo en una época en que la ciencia social comenzaba a complicar extraordinariamente la comprensión de los principios y las esferas de la acción social. Pero en esta, como en otras cosas, el marxismo vulgariza, simplifica y esquematiza en aras del desarrollo de una teoría de la revolución socialista. El elemento nodular de la misma es económico, pues no es otro que la tesis de la implosión insoslayable del capitalismo como modo de producción viable, principio esencial del socialismo científico. Se trata de una «necesidad natural» que abre la puerta de la revolución social para la que el proletariado debe prepararse mediante su organización y movilización política en las filas de los partidos y sindicatos socialistas. Desde esta perspectiva, cobra todo su sentido la conocida afirmación de Kautsky: «Nuestra tarea no es organizar la

revolución, sino organizarnos para la revolución; no hacer la revolución, sino utilizarla ». August Bebel, por su parte, dictaminaba en 1884: «Al final, un hábil empujón hará que se hunda el viejo cascarón como un castillo de naipes». La ortodoxia socialdemócrata combina el objetivo último de la revolución socialista alcanzada por la vía parlamentaria, mediante el apoyo mayoritario de la sociedad (clase obrera) al programa máximo del partido expresado en las elecciones de sufragio universal, y la acción política reformista de la propia socialdemocracia (partido y sindicato) en el marco de las democracias parlamentarias burguesas. Un reformismo que se despliega en un amplio abanico de reformas que se entienden, no solo como una acción para la mejora de las condiciones de vida obreras bajo el capitalismo todavía existente, sino como una estrategia de la lucha de clases que, con sus éxitos limitados, alcanza dos tipos de logros. Por una parte, en la medida en que se consiguen tales éxitos, agudiza las contradicciones que debilitan estructuralmente al propio capitalismo; por otra, permiten la movilización, el fortalecimiento y la organización de la clase obrera y sus instituciones de lucha, políticas y laborales. La complicada relación entre revolución y reformismo será un aspecto fundamental para comprender la compleja y contradictoria historia del marxismo de la Segunda Internacional (1889-1914), y un legado muy problemático, causa de enconadas discusiones, que este marxismo dejará al socialismo marxista en general. El problema básico de esta relación son los efectos que los éxitos de las reformas pueden tener en la integración de la clase en las estructuras económicas, sociales y políticas existentes. Esto pone de relieve la contradicción que se produce cuando se combina el objetivo último de la revolución socialista con la estrategia, cada vez más consolidada en la práctica política socialdemócrata, del reformismo como programa político efectivo. Esta contradicción no fue ignorada, pero tampoco fue debidamente considerada en el marxismo de la socialdemocracia. Seguramente tiene esto que ver con una imaginación socialista que había hecho del derrumbamiento endógeno del capitalismo, y de la «necesidad natural» del socialismo, una de sus creencias más firmes, la tesis central de su ideario. Debe subrayarse que este marxismo, tan preocupado por la conquista del poder y tan seguro de la victoria final, deje en el aire, u ofrezca tan solo algunas vagas ideas, en materia tan importante como el proceso de transformaciones económicas y sociales que necesariamente tendrá que abordarse una vez ocupado el poder e iniciado el tiempo de la construcción efectiva del socialismo. Se apunta aquí algo que es propio, en diverso grado, de todo marxismo y que podemos considerar tanto un efecto de la férrea reacción antiutópica que lo caracteriza, como su inclinación por una especie de repentización según los retos que pueda plantear la realidad en cada momento. Esto parece anular, o al menos no situar en el lugar que debiera corresponderle, la labor de análisis y elaboración de las líneas maestras de la nueva forma de economía, sociedad y política que debería ser propia del socialismo. Un asunto para el que, como ya hemos visto, tampoco Marx ofrecía ninguna orientación sólida que guiase la transformación completa que se buscaba. Los marxistas no supieron valorar las dificultades que

surgirían durante la transformación socialista. August Bebel y Karl Kautsky eran de la opinión de que la socialización de la economía era un proceso fácil y que los capitalistas no podrían oponer una excesiva resistencia al mismo. La socialización era una especie de nacionalización mediante la cual el Estado pasaba a ser el propietario de las empresas capitalistas, poniéndose en práctica, en el periodo de paso al socialismo, una intensa política fiscal progresiva sobre la totalidad de las rentas de un capital moribundo que terminaría por agotarlo definitivamente. La expropiación de los medios de producción se entendía como un proceso relativamente simple, pues se partía del supuesto de la deriva «social» propia del capitalismo en su fase histórica más avanzada y terminal. La intensificación del proceso de concentración empresarial, con la completa eliminación de las empresas medianas y pequeñas, una tesis central de la deriva social de un capitalismo con irremediable tendencia monopolista, facilitaría la nacionalización de una economía ya muy concentrada. A la vez, este proceso de extrema concentración empresarial facilitaría la organización de una economía de planificación estatal, la forma de economía propia del socialismo. En lo político también reinaba la vaguead en las propuestas. La forma de Estado sería necesariamente una república democrática y parlamentaria, sin excluir los derechos y libertades, admitiéndose la retirada de los mismos a los enemigos de la revolución en la fase de implantación del socialismo. Debemos considerar como un fenómeno sorprendente el éxito que alcanza el marxismo en las dos décadas que cierran el siglo xix , un éxito que se alargará mediante una insospechada expansión, diversificación y fortalecimiento, durante la primera mitad del siglo xx . El denominado marxismo ortodoxo de la socialdemocracia termina siendo el socialismo propio de la Segunda Internacional socialista, y el Congreso de Basilea, de 1891 es la certificación de su completo éxito como doctrina de referencia del socialismo internacional. Este marxismo será la base ideológica de la mayor parte del socialismo al menos hasta la Gran Guerra. De esta manera, la elaboración, prioritariamente alemana, del marxismo alcanzó una dimensión internacional y fue el cimiento doctrinal de la mayor parte de los partidos socialistas europeos, Rusia incluida. Entre los logros de este marxismo primigenio hay que resaltar su labor de reducción de aspectos fundamentales, y harto complejo, de la teoría de Marx a un conjunto doctrinal sistematizado y caracterizado por la simplificación y el esquematismo ideológico. En esto destaca lo que algunos denominarán la «trinidad marxista»: un materialismo histórico reconducido a mero evolucionismo; una teoría simplificada de la plusvalía capitalista; y una fe indeclinable en la lucha de clases. Y como vitola, la definición del marxismo como el único «socialismo científico», precisamente por su adscripción marxiana y la lectura que se hace de la obra de Marx como ciencia de la sociedad humana, equiparada a la ciencia biológica de la humanidad que se adjudica a Darwin. El marxismo parecía arrojar una luz cegadora y arrebatadora sobre las causas de la explotación, la miseria y, en general, las graves dificultades de vida propias de los obreros, a los que, además, elevaba a la entidad de una verdadera clase destinada a cumplir los más elevados designios humanos e históricos. Esto otorgará al marxismo un aura casi inmortal, a pesar de todos sus inquietantes avatares políticos. Bajo ella se situarán todo tipo de gentes que profesan una alta sensibilidad social. El

marxismo se convertirá en la ideología de referencia de los pobres, los humillados y explotados, la única opción ideológica y política de la clase obrera que realmente merece este título y que tendrán que compartir aquellos que quieren realmente estar con la clase y, en general, con los pobres. Anunciaba la derrota inexorable de los explotadores y el advenimiento de una sociedad justa en la que desaparecerían las diferencias de clase y todo tipo de desigualdades. Un banderín de enganche irresistible. Además, el marxismo se constituye como un saber totalizador, un saber que ofrece una respuesta brillante y verdadera a los pretendidos arcanos de la historia de la humanidad, a los secretos mejor guardados de la economía política, a las graves tensiones que aquejan a la estructura social y a lo que realmente han sido los diversos sistemas económicos, sociales y políticos que la humanidad ha padecido hasta el presente. El éxito del marxismo tiene que ver con su capacidad para ser, a la vez, una ideología universal, un método de interpretación de toda la realidad, una concepción completa del mundo y un programa de acción. A esto hay que añadir su adaptación a la sociedad de la política de masas y al propio proceso de democratización que la acompaña; también su especial capacidad para el internacionalismo, propiciada por su creencia en la unidad esencial de la clase proletaria universal y en la universalidad y cosmopolitismo que anidan en la sustancia más honda del socialismo. El éxito del marxismo irá inmediatamente acompañado, sin embargo, de su profunda crisis. Se desatan muy pronto una serie de graves divergencias teóricas en el seno del movimiento internacional de la socialdemocracia marxista que, en los años anteriores a la Gran Guerra, tendrán importantes consecuencias. El inicio de la crisis del marxismo está estrechamente relacionada con el ciclo de prosperidad económica que comienza en 1896 o, lo que es lo mismo, con el final de la larga crisis finisecular del capitalismo europeo. También con los nuevos rasgos que presenta el propio capitalismo histórico a medida que se hacen más visibles los efectos de la Segunda Revolución industrial y sus transformaciones en materia de producción y consumo de masas. La primera confrontación interna es especialmente grave y dolorosa pues es protagonizada por una de las personalidades más señeras del propio marxismo socialdemócrata y, para agravarlo aún más, albacea testamentario de la obra teórica del mismísimo Engels. Eduard Bernstein se opone, de manera radical, a un elemento fundamental de la ortodoxia marxista: la tesis del derrumbe del capitalismo. Lo hace mediante la aceptación del hecho de que, con la superación de la grave crisis, está mostrando una fortaleza y resistencia que el marxismo había sido incapaz de valorar. A ello se añade otro fenómeno no menos sorprendente: la insospechada capacidad de integración social de la propia sociedad burguesa. Bernstein desplegará una profunda revisión de los postulados fundamentales del marxismo. Es lo que se conoce como «revisionismo»: una nueva idea del socialismo que rompe con los presupuestos marxistas y que Bernstein presenta como más coherente con la realidad del capitalismo avanzado y con las capacidades, no tenidas en cuenta, del poder de integración social de la sociedad burguesa que se corresponde con aquel. Por otra parte, unos pocos años más adelante la crisis del marxismo tendrá su manifestación en otra ruptura del consenso en el seno del marxismo socialdemócrata, abriéndose una segunda crisis que se añade a la anterior.

Ahora, el fondo de la divergencia tiene que ver con la idea de revolución socialista y con la relación, siempre problemática, entre reformismo y revolución. Para los nuevos marxistas críticos está cada vez más claro que el marxismo ortodoxo se ha instalado en la política reformista, está cada vez más integrado en el sistema político de la democracia burguesa y ha dejado realmente de lado la cuestión capital de la revolución socialista y la lucha social que esta necesariamente requiere. Esto articulará las corrientes de crítica marxista radical al marxismo ortodoxo, en un primer momento dentro del movimiento general de la socialdemocracia europea, posteriormente rompiendo con el mismo, situándose fuera y mostrando una llamativa e inesperada capacidad de influencia en el movimiento socialista europeo e internacional. La crisis del marxismo, tan temprana, es un aspecto de la imaginación socialista de finales del siglo xix y principios del xx cuya importancia no puede ignorarse. La divergencia revisionista prefigura y tendrá influencia en toda una serie de desarrollos del socialismo que irá derivando, sobre todo después de 1945, desde las posiciones cada vez más debilitadas y desdibujadas del marxismo ortodoxo, hacia otro «socialismo» puramente reformista y declaradamente no marxista, del que desaparecerá completamente el referente del anticapitalismo y la idea de revolución socialista. La divergencia radical, cuya más importante y decisiva manifestación será el denominado marxismo-leninismo, o comunismo moderno, introducirá novedades de hondo calado en su concepción general del marxismo y de la revolución socialista. Bajo su sombra teórica se realizará la primera revolución socialista de la historia en Rusia y, de la mano del comunismo soviético, pasará a ser, a partir de la década de los veinte del pasado siglo, una poderosa forma de socialismo que, respaldada por una gran potencia internacional, tendrá una inesperada influencia tanto en Europa como en otras partes del mundo. Una influencia que sería del todo impensable sin el éxito de la Revolución rusa. Un éxito solo comprensible, a su vez, en las singulares circunstancias que padeció Rusia como efecto del impacto de la Gran Guerra.

Debemos prestar ahora atención a los rasgos más característicos y sintomáticos de estas dos importantes corrientes que surgieron de la crisis del marxismo. Con el revisionismo bernsteniano queremos abarcar toda una imaginación socialista propia del siglo xx en la que el marxismo pierde toda su prestancia; también aquella otra que nunca fue marxista, pero que presenta características semejantes a las de este revisionismo (caso del socialismo fabiano inglés, por ejemplo). Con el marxismo-leninismo estamos ante otro imaginario muy distinto en el que el marxismo sigue ocupando un lugar decisivo, aunque se trate de un marxismo muy diferente del que acabamos de analizar como marxismo ortodoxo de la socialdemocracia. Tenderá este último a debilitarse y finalmente a desaparecer en manos de sucesivos revisionismos y de la propia deriva histórica de los partidos socialdemócratas europeos, especialmente a partir de mitad del siglo xx . Tenderá el otro a ocupar un lugar cada vez más relevante como el marxismo realmente existente y políticamente más activo, aunque esté determinado por una llamativa y férrea dependencia al país de la revolución comunista y sus intereses internacionales, a través de poderosas organizaciones políticas que velan por tal dependencia y por la pureza ideológica de los partidos comunistas nacionales. VII. REVISIONISMO El año siguiente de la muerte de Engels, en 1896, comienzan a publicarse una serie de artículos en la Neue Zeit, la revista teórica del Partido Socialista Alemán (SPD), con el título «Los problemas del socialismo». Su autor, Eduard Bernstein, era una de las figuras más importante e influyentes de la socialdemocracia alemana y del marxismo europeo en general. En 1899, estos artículos verán la luz en una versión revisada: Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia. Podemos considerar estos textos como el desencadenante, y a la vez la constatación, de la profunda y temprana crisis que se abría en el marxismo. Una honda revisión crítica que afectaba tanto al marxismo como a alguna de las principales ideas de la teoría anticapitalista del propio Marx. Y esto hecho por uno de los mejores conocedores de ambos. La crisis revisionista hay que situarla en su contexto: el final de la Gran Depresión finisecular y en comienzo de un periodo de prosperidad y desarrollo económico. La Gran Depresión (1873-1895) significó el final del capitalismo concurrencial decimonónico y la aparición de una novedosa forma de capitalismo histórico, muy diferente del anterior, el capitalismo de la Segunda Revolución industrial. Para este capitalismo la doctrina del marxismo ortodoxo no estaba bien preparada, entre otras cosas porque asumía la tesis de que el capitalismo era uno, con variaciones históricas despreciables: el capitalismo de los tiempos en que Marx había elaborado su teoría, el decimonónico, era el mismo capitalismo que había padecido la crisis y mostraba, ahora, algún signo, meramente aparente y transitorio, de superación de la misma. Una de las ideas más novedosas del revisionismo de Bernstein es el supuesto de que el capitalismo es un fenómeno histórico, que más que capitalismo hay capitalismos; que lo que denominamos capitalismo muestra una gran capacidad creativa y de adaptación lo que explica su dinamismo y durabilidad, así como la imposibilidad de predecir su derrumbamiento final como si de una muerte programada se tratara. Y esto

sin que negase las sucesivas e inexorables crisis que son propias de este tipo de economía de mercado. Hay una segunda cuestión que resulta decisiva para entender el arranque de la empresa revisionista de Bernstein. Afecta esta a la misma esencia del marxismo de la Segunda Internacional. La crítica y rechazo de la tesis del derrumbe del capitalismo permite replantear un problema, cada vez más evidente, de la socialdemocracia marxista: la contradicción entre la teoría y la praxis. La teoría del derrumbe y de la revolución socialista que lo propicia, y la praxis puramente reformista que el partido y el sindicato desarrollan en su acción política y social ordinaria. Un desequilibrio ideológico típico de este marxismo que suele sortearse mediante la relevancia efectiva de las políticas de reformas y el arrumbamiento de todo lo que afecta a la revolución en un rincón velado de la teoría, sobrado de indeterminaciones. Una de las ideas principales de Bernstein es la eliminación de esta contradicción que, según él, carece de toda base real. El rechazo de la tesis del necesario derrumbe del capitalismo, por invalidación empírica, dejará a las políticas reformistas como la única estrategia posible para la instauración de socialismo, lo que a su vez y por motivos fácilmente comprensibles convertirá la lucha por la democracia, en su sentido más amplio (económico, político y social), en la tarea central. Bernstein creía que su cometido no era otro que la revisión de las tesis del marxismo que habían sido alcanzadas por invalidación empírica. Pensaba que era fiel al espíritu de Marx y de Engels en la medida en que se esforzaba por preservar el carácter científico y riguroso del socialismo precisamente desarrollando la teoría revisionista. Así lo exigían los cambios profundos que se anunciaban a finales del siglo xix obligando a readaptar la teoría socialista a las nuevas condiciones de los tiempos. El giro del capitalismo finisecular era considerado por Bernstein como la irrupción de una forma económica regenerada que había desarrollado nuevos instrumentos de autorregulación. Todo hacía pensar que podría sobrevivir sine die. Esto provocó una grave divergencia entre Bernstein y Kautsky que procedía, en última instancia, de una lectura completamente diferente del momento histórico. Y en esto, el primero, según la opinión de Lucio Colletti, se adelanta y gana en visión anticipatoria al segundo, a Kautsky, pero también a Engels. Engels había propuesto en un texto tardío de gran importancia para el desarrollo del marxismo, una revisión de la táctica insurreccional del socialismo: la utilización del sufragio universal de las nacientes democracias como un arma para movilizar a la clase obrera y para profundizar las contradicciones de la sociedad burguesa y acentuar así su debilitamiento. Estamos hablando de la importante «Introducción» que escribió un año antes de su muerte, en 1895, para la publicación de La lucha de clases en Francia de Marx. Engels venía a avalar el programa político del marxismo ortodoxo y a establecer la condición meramente táctica de su política reformista. Esto salvaguardaba la necesidad de la revolución. Engels seguía pensando que los movimientos de concentración y autorregulación capitalistas no eran otra cosa que fintas defensivas de un sistema económico que mostraba, precisamente en ellas, los síntomas de su acabamiento. Bernstein, el albacea intelectual de Engels, propone algo completamente distinto. Lo que realmente está planteando es una profunda revisión del conjunto de la teoría marxista.

El nuevo capitalismo histórico presenta una serie de rasgos relevantes que tienen importantes efectos para el marxismo. La concentración industrial, que se intensifica en el nuevo capitalismo, no supone necesariamente una concentración en el mismo grado de los patrimonios económicos, y esto es así por el amplio crecimiento de las sociedades por acciones y por la tendencia a la popularización de la bolsa de valores entre las clases medias. Según esto, la concentración industrial, y en general empresarial, no cursa necesariamente con una reducción de los miembros de las clases poseedoras –tesis clásica para defender el aumento incesante de la desigualdad y la extrema polarización económica y social en el capitalismo avanzado–. A esto hay que añadir que el mismo proceso de concentración empresarial (de la producción y del capital) tampoco se comporta como Marx había predicho. Ciertamente se ha intensificado y extendido, pero esto no supone, en absoluto, la desaparición de una amplia masa de empresas pequeñas y medianas; siguen siendo muy numerosas y no se puede prever su eliminación. Hay que recordar que la inexorable tendencia a la concentración y las economías de escala era, para Marx y el marxismo, tanto la estrategia de un capitalismo acorralado para retardar la disminución de la tasa de ganancia del capital y el fin de su peripecia histórica, como la característica tendencia «social» del propio capitalismo avanzado en la fase terminal de su proceso crítico. Un rasgo que resultaba muy apropiado para subrayar la relativa facilidad del paso de la economía capitalista a otra socialista de tipo planificado, dada la extremada labor de concentración y simplificación del vastísimo tejido productivo que el propio capitalismo había tenido que realizar de manera forzosa. A esto se añadía el progresivo fortalecimiento de la clase obrera, y una mayor facilitación del desarrollo de su conciencia revolucionaria de clase, precisamente en el marco «social», favorable para este proceso, de las grandes industrias superconcentradas. Todo esto sería más difícil en el marco de una extensa dispersión empresarial de unidades productivas medianas y pequeñas, con escasos o muy escasos trabajadores y con graves dificultades para contribuir a la necesaria estructuración y concienciación unitaria de la clase. En el nuevo contexto de una importante concentración y de la permanencia de la estructura empresarial dispersa, el capitalismo no evita las crisis, pero puede atenuar su gravedad y superarlas. La tendencia a la concentración industrial, un fenómeno real, dota al capitalismo de una mayor capacidad para controlar las crisis de sobreproducción. Por otra parte, la superación por este capitalismo del carácter puramente concurrencial propio del capitalismo decimonónico, mediante una serie de medidas políticas de carácter proteccionista y una limitación efectiva de la libre competencia por acuerdos empresariales, alivia el impacto destructor de las crisis. El capitalismo no ha cumplido con la tesis marxista de la polarización social y la lucha de clases. La constatación es, de nuevo, empírica y se refiere a la mejora visible de las condiciones de vida de la clase obrera, que Bernstein entiende como efecto del nuevo capitalismo del consumo de masas y de las políticas reformistas del propio socialismo, partido y sindicato, en los estados democráticos de la época. Detrás de esto está la desactivación de la tesis de la pauperización general de la clase obrera en el modo de producción capitalista y su efecto sobre la lucha de clases. A pesar de la alternativa, ya planteada por Marx, de entender la pauperización no como absoluta, sino como relativa, la crítica bernsteniana afectaba, en cualquier

caso, a un punto muy sensible del marxismo. La pauperización de la clase obrera era la tesis que le prestaba su impactante fulgor crítico y revolucionario, era la manifestación palpable del capitalismo como sistema económico intrínsecamente explotador, era lo más cerca que el complicado concepto de la plusvalía capitalista podía estar de su popularización. Si se ponía en duda la pauperización, se perdía una buena parte del voltaje que alimentaba la incandescencia del movimiento socialista y su capacidad de fascinación más allá de las filas obreras. Habría que entrar, entonces, en disquisiciones pormenorizadas sobre comparaciones relativas de diferencias de renta y niveles de vida. Bernstein vio claramente que la tesis de la pauperización no podía esgrimirse, por motivos empíricos, en favor de una pretendida lucha de clases de tipo estructural que fuera el fulminante social del derrumbe final del capitalismo. Y a esto añade una revisión de calado de otro de los principios fundamentales del marxismo como teoría del anticapitalismo: la idea de la plusvalía capitalista en sí misma considerada. La ruptura con la tesis de la pauperización, con la extrema polarización social y la lucha de clases, supone la afirmación del mantenimiento de un vasto estrato de clases medias y, por lo tanto, el no cumplimiento del presupuesto teórico de la reducción de la estructura social bajo el capitalismo a una sociedad de dos clase, una muy reducida, rica y dominante, y otra muy extensa, sometida, explotada y con duras condiciones de vida. Dadas estas condiciones, que Bernstein ve cumplirse en el tiempo presente y aún más en el futuro inmediato que se avecina, el revisionismo se desprende de la teoría marxiana del valor y niega que sea un elemento imprescindible de la teoría socialista. Rechaza la entidad casi ontológica que esta teoría tenía en Marx y sigue teniendo en el marxismo de sus días. En su consideración, se trata de una «construcción intelectual», de un dispositivo teórico de interpretación de la realidad económica que no puede elevarse, en ningún caso, al rango de verdad científica absoluta: el principio esencial del capitalismo, el mecanismo efectivo y único de la explotación económica, la verdad que desvela, de una vez por todas, un misterio oculto y bien guardado. Nuestro autor admite que la teoría del valor de Marx puede perfectamente coexistir con otras diferentes, caso de la teoría del valor subjetivista y marginalista de los economistas neoclásicos. Todas ellas son, en opinión de Bernstein, construcciones intelectuales interpretativas, discutibles y seguramente parciales y contingentes, sin que ninguna de ellas pueda aspirar a ser la verdad indiscutible de la noción de valor económico. Y detrás de la relativización de la teoría marxiana del valor, va la relativización de la teoría marxiana de la plusvalía capitalista, enteramente montada sobre aquella. Una buena parte de los problemas que el revisionismo descubre en la teoría marxista, y en el propio Marx, pueden entenderse mejor desde la perspectiva de lo que este último planteó como concepción materialista de la historia (materialismo histórico), y los marxistas elevaron al rango de fundamento metodológico indiscutible del marxismo. Bernstein considera que el materialismo histórico ha acabado siendo un fatalismo histórico, un cerrado determinismo, especialmente tal como ha sido asumido por el marxismo. Los errores marxistas proceden de la propia teoría. Por ejemplo, el error respecto a los ritmos de desarrollo del capitalismo y su sentido último hay que buscarlo en el apriorismo dialéctico que Marx tomó de la filosofía hegeliana. Este apriorismo favoreció, en Marx y todavía más en el

marxismo, una idea evolutiva de las sociedades regida por el mecanismo hegeliano de la antítesis dialéctica. Esta funciona como una especie de plantilla metodológica que orienta indefectiblemente el curso completo de la historia y, más concretamente, el propio recorrido histórico del capitalismo y su deriva hacia el derrumbe final, con todos los aditamentos antitéticos señalados por el marxismo, que este proceso desencadena. La valoración de Bernstein es que este presupuesto puramente filosófico de Marx, agudizado y estereotipado por el marxismo, necesariamente violenta la posibilidad de la observación y el análisis con el rigor científico deseable. Bajo estas condiciones, el sesgo determinista, tanto en la observación como en el análisis, está servido y la teoría resultante se alejará necesariamente de la realidad con las consecuencias previsibles. El revisionismo de Bernstein tiene importantes efectos sobre la misma idea de lo que pueda ser el socialismo. Su minuciosa labor de zapa despoja al socialismo de cualquier pretensión de ser una necesidad histórica, un destino inexorable de la humanidad. El socialismo queda al albur de los tiempos y tendrá que demostrar en la práctica que es, eso piensa Bernstein, la mejor opción posible de organización económica, social y política para los seres humanos y sus sociedades. La revisión de la teoría anticapitalista de Marx y del marxismo, la idea bernsteniana del capitalismo histórico y su capacidad de adaptación y autorregulación en condiciones realmente novedosas respecto a otros capitalismos históricos anteriores, quiebran la complacencia de aquel socialismo sabedor, por anticipado, de que su soberbio y cruel enemigo estaba herido de muerte y llevaba inscrito en su rostro, para quien supiera verlo, un signo fatal. Dado que el socialismo no puede deducirse del propio desarrollo del capitalismo como una necesidad histórica, Bernstein introduce un giro que separa definitivamente su idea socialista de la divulgada por el marxismo. La justificación posible del socialismo tiene que ser prioritariamente de índole moral y el socialismo tiene que ser necesariamente un socialismo ético. Bernstein afirma en algún momento que es necesario un «retorno a Kant». El socialismo es un ideal ético, la meta de la humanidad civilizada que libremente escoge un futuro en el que se realizan los ideales más elevados de la moral y de la justicia. Con ello se opone a la concepción básica de Marx para el que el socialismo siempre se prevalece de una condición y carácter objetivos. La construcción del socialismo pasa a ligarse estrechamente al convencimiento mayoritario de la sociedad, no solo de la clase obrera, sino también de la mayor parte de la clase media, de que una empresa de esta envergadura merece realmente la pena por los muchos beneficios, de muy diverso orden, que puede proporcionar: una igualdad económica superior; la posibilidad de acabar con las crisis de superproducción típicas de la economía de mercado capitalista; la efectiva instauración de las libertades liberales de todo tipo que el estado burgués y la sociedad burguesa es imposible que puedan implantar en toda su amplitud, aunque las esgriman retóricamente en el juego político; un sistema universal de seguridad ante los riesgos básicos de la vida; la definitiva elevación de la clase obrera a la condición de plena ciudadanía y, en general, la eliminación de todo tipo de injusticias propias del capitalismo como sistema basado en la estricta y completa privatización de los recursos y de la riqueza de la nación. La suerte del socialismo se liga enteramente a la democracia, a su

profundización mediante reformas sociales y políticas, a la lucha legal y parlamentaria de los partidos socialistas y sus sindicatos, a las alianzas de los partidos socialistas con aquellos partidos burgueses de carácter más liberal y más abiertos a la revisión para alcanzar una posición dominante en los parlamentos. El socialismo revisionista se aleja completamente del uso de la fuerza revolucionaria, pues cree que es posible la transición democrática del capitalismo al socialismo, tanto por la evolución de las propias sociedades capitalistas avanzadas, como por los ideales que se resumen en este socialismo y su capacidad de atracción para la inmensa mayoría de la sociedad. Ahora, la garantía de las libertades ciudadanas ocupa un lugar prioritario y no hay problema alguno para subrayar las relaciones entre socialismo y liberalismo en este terreno. Al contrario, el socialismo asume y lleva a su máxima expresión la realización de las libertades liberales. Desde estos presupuestos, el rechazo a las diversas versiones posibles de la dictadura del proletariado no puede ser más radical. La transición del capitalismo al socialismo tiene que ser necesariamente gradual y de larga duración. En este extenso periodo la economía será una economía mixta, con sectores socializados y otros todavía de propiedad privada, pero todo ello con la necesaria supervisión de un Estado dominado parlamentariamente por el partido socialista y sus aliados políticos. Las relaciones de producción socialistas deben progresar a lo largo del tiempo dilatado del sistema mixto hasta alcanzar su plenitud, entendiéndose que este proceso tiene que estar completo cuando el poder político descanse completamente en manos del partido socialdemócrata y la democracia liberal pase a ser una democracia socialista. El revisionismo entiende que el proceso de democratización política funciona, por sí mismo, como una limitación del carácter clasista del Estado burgués tradicional. Es precisamente esta tendencia moderna, que puede observarse sintomáticamente en las democracias imperfectas de corte liberal o conservador de finales el siglo xix , la que da pie a la estrategia revisionista de ocupación legal del poder, de manera pacífica, por la socialdemocracia. Bernstein está convencido de que las relaciones entre clases, en el contexto de la nueva política y la nueva economía reformista, atenúan el antagonismo y posibilitan que una parte considerable de la burguesía evolucione gradualmente hacia posiciones socialistas. Las condiciones de vida obreras mejorarán en el sistema existente por obra principalmente de la lucha legal de los sindicatos socialdemócratas, lo que Bernstein considera y valora no solo desde el punto de vista de los logros materiales, sino desde el punto de vista moral e intelectual. Además, el movimiento sindical, con su programa cooperativista, que vuelve a ocupar un destacado lugar en el pensamiento de nuestro autor, y su acción en la promoción de todo tipo de asociacionismo obrero, desarrollará en la clase obrera aquellas capacidades de gestión y organización necesarias para la consolidación y éxito futuro del socialismo. La imaginación revisionista, dada la manera como entiende la implantación del socialismo, adopta un punto de vista completamente diferente del marxismo en cuestiones importantes y sensibles. Vuelven a cobrar relevancia algunos temas que ya la tenían en el socialismo anterior a Marx, y que la habían perdido tanto en este como en el marxismo. La implantación del socialismo ha dejado de ser un acontecimiento necesario tal como predecía el apriorismo dialéctico marxista y se ha convertido en un asunto

de elección y de convencimiento. En la tradición del socialismo decimonónico esto también era así, pero lo era de distinta manera. La elección y el convencimiento se producían por la exposición del conjunto de la población a la iluminación arrebatadora que proyectaba el experimento práctico de la fórmula socialista. Por eso era tan importante que grupos de gentes especiales, especiales por su grado de compromiso con el socialismo, estuvieran dispuestos a poner en práctica sus principios organizativos y de vida. Un experimentalismo social y comunitario de la fórmula que tendría un imparable efecto proselitista y que extendería el socialismo como una mancha de aceite hasta cubrir al conjunto de la sociedad. En el revisionismo, la elección y la convicción están directamente unidas al carácter democrático de las sociedades modernas y obran mediante los nuevos órganos de comunicación social, la libertad de expresión y de reunión y la política parlamentaria en condiciones de sufragio universal. Lo importante en todo esto es señalar que el socialismo vuelve a recobrar el carácter moral y ético que había perdido y que es fruto de entenderlo como un sistema alternativo de organización económica, social y política que se elige por convencimiento, es decir, por los ideales de diverso tipo que asegura realizar y que benefician a la inmensa mayoría de la sociedad, no solo a la clase obrera. Hay un segundo rasgo mediante el cual el revisionismo recobra la relación con el socialismo anterior a Marx. La idea de que el socialismo no llegará de la mano del materialismo histórico y del dispositivo objetivo que este inserta en la manera de producirse el cambio, hace que el revisionismo vuelva a prestar atención al viejo asunto de la formación de una clase obrera con capacidad para liderar el proceso de implantación del socialismo y participar, y propiciar activamente, el funcionamiento del nuevo sistema en las nuevas condiciones establecidas por el revisionismo, que ya no aseguran ni el triunfo ni el futuro de la empresa. Una especie de guiño prudoniano en el pensamiento de Bernstein. Sindicatos, cooperativas, mutualismo de diverso tipo, clubs de lectura, organización de un sistema de enseñanza específico para trabajadores, clubs deportivos, etc. Un vasto mundo asociativo y cooperativo que efectivamente existe en los medios de la socialdemocracia, especialmente alemana, pero que adquiere en el pensamiento revisionista una dimensión, función e interpretación teórica nuevas. Desde una perspectiva más general, esto introduce una transformación notable en el socialismo de la época del cambio decisivo pues, de nuevo, las dimensiones psicológicas, morales, culturales e intelectuales que habían perdido todo lustre en el marxismo adquieren un renovado sentido para la implantación y funcionamiento efectivo del socialismo. Una importante variación que surge en el mismo seno de la divergencia marxista en su etapa primigenia, una manifestación más de la temprana crisis del marxismo. Algo que puede considerarse como un logro, pero que se convertirá también a la larga, en el decurso histórico del socialismo no marxista del siglo xx , en un serio obstáculo, en una importante limitación que contribuirá, a su manera, al tardío y definitivo declive de las opciones no marxistas del socialismo. Después de todo, la nueva perspectiva del socialismo como fenómeno psicológico, cultural, moral y ético implica, de una u otra manera, la identificación del mismo con un modo de vida específico; se diferenciará de otros modos de vida y afectará a las más diversas dimensiones de lo humano, de lo económico y de

lo social, al orden de las mentalidades y las opciones individuales de las formas de vida. Esto terminará por entrar en conflicto con aquellas concepciones tendentes, a lo largo de un siglo xx ya muy avanzado, a acentuar la pluralidad, la multiculturalidad, las identidades con voluntad explícita de diferenciación y un amplio relativismo moral y ético. La crisis del marxismo se produce, en un primer momento, por la ruptura entre marxismo y revisionismo. No se trata de que el revisionismo haya dejado de ser socialismo, sino de la manera tan distinta como imagina la superación del capitalismo y la sociedad burguesa y la llegada y consolidación del mismo. Inmediatamente después de esta ruptura, un hondo desgarro en el débil consenso marxista, se desencadenarán otro tipo de reacciones bien distintas. Se producen estas en el seno del propio marxismo, sin pretender salir de él, y pueden ser consideradas, al menos en parte, como efecto de la aguda sensibilización en materia de anticapitalismo y socialismo desatada por la polémica entre marxismo y revisionismo. Son reacciones surgidas desde la reinterpretación del marxismo y sus tesis fundamentales, ahora caracterizadas por un acusado radicalismo. No solo toman una posición muy contundente contra el revisionismo, sino que también lo hacen contra lo que entienden son graves debilidades de un marxismo socialdemócrata que propicia necesariamente desarrollos revisionistas. Si se nos permite esta simplificación, diríamos que para finales del siglo xix y principios del siglo xx , el marxismo ha entrado en un proceso imparable de dispersión ideológica en el que podemos destacar cuatro tendencias principales: el revisionismo bernsteniano, que partiendo del marxismo se separa de este; el radicalismo marxista liderado por Anton Pannenkoek y Rosa Luxemburgo; el radicalismo marxista representado por Lenin y su idea del comunismo moderno y el propio marxismo ortodoxo de la socialdemocracia. Hasta ahora nos hemos detenido en el marxismo ortodoxo y en el revisionismo, no solo para determinar el arranque del cambio decisivo en la imaginación socialista y el desencadenamiento temprano de la crisis, sino porque ambos produjeron dos tipos de imaginación socialista muy diferentes y con un amplio recorrido en el siglo xx . Vamos ahora a examinar otro tipo de imaginación socialista propiciada por la crisis del marxismo; la de un marxismo que responde a la crisis mediante el proceso de radicalización de sus presupuestos teóricos. Por motivos comprensibles nos vamos a centrar en el radicalismo marxista-leninista, la versión más importante de la reacción radical por sus consecuencias para el socialismo y la historia mundial del siglo xx . Consecuencias que no podrían explicarse sin su relación con el éxito del proceso revolucionario que el partido bolchevique, liderado por Lenin, desencadenó en Rusia a partir de 1917. VIII. MARXISMO-LENINISMO Lenin es el líder y teórico marxista más influyente políticamente del siglo xx . Lideró el partido bolchevique durante el proceso revolucionario en Rusia y desempeñó un papel crucial en la creación del primer Estado socialista del planeta. Por iniciativa suya se creó, en 1919, la Internacional Comunista y a través de ella el ideario leninista se extendió por todo el mundo y contribuyó, de manera decisiva, a afianzar una nueva forma de socialismo marxista, el comunismo moderno, en buena medida a expensas del marxismo socialdemócrata.

Lenin militó en las filas de la socialdemocracia rusa. El Partido Obrero Socialdemócrata Ruso, fundado en 1898 y liderado por Gueorgui Plejánov y Pável Axelrod, se inspiraba en sus líneas doctrinales fundamentales en el marxismo ortodoxo de la Segunda Internacional, tal como fuera elaborado por Karl Kautsky y conformaba la línea ideológica del partido socialdemócrata alemán. En 1902, Lenin publica un folleto, ¿Qué hacer?, que tuvo un enorme impacto en las filas de la socialdemocracia rusa y marcó el inicio de la divergencia leninista con el marxismo ortodoxo del joven partido en el que militaba de manera muy activa. Fue este texto el que situó a nuestro autor en el centro de atención de los marxistas rusos. Para Lenin era una exposición de ideas, en materia de organización, absolutamente necesarias para un partido muy joven y mal estructurado, ideas que su autor entendía compatibles con el marxismo ortodoxo. Las propuestas resultaban a primera vista evidentes para una buena parte de los militantes de la socialdemocracia rusa. Lenin incidía en la necesidad de un partido clandestino, algo bastante obvio en la Rusia zarista, muy centralizado y disciplinado, y fuertemente cohesionado en torno a una estrategia y una ideología básicas. Clandestinidad, centralismo, disciplina y unidad ideológica era algo en lo que podían estar de acuerdo una mayoría de marxistas rusos que se preocupaban por establecer los contornos precisos de una organización que estaba, todavía, en una fase temprana e imperfecta de formación. Había en el texto, sin embargo, una llamativa cuestión de tono que sus críticos leyeron como una obsesión por «las cuestiones de organización». A esto se añadía la insistencia de su autor en la necesidad de entender la clandestinidad como la actividad subterránea de una vanguardia política. En estos asuntos, la posición de Lenin comenzaba a despertar suspicacias pues el supuesto habitual del marxismo ortodoxo era que la revolución socialista se produciría mediante la lucha de clases y los movimientos de las masas obreras en el medio propicio de los sistemas políticos democráticos, un medio que en Rusia debía ser previamente alcanzado mediante la lucha contra la autocracia zarista; lucha en la que la socialdemocracia tenía que estar absolutamente comprometida junto con aquellos otros partidos que buscaban la democratización del sistema político. Las ideas de Lenin fueron tachadas por sus críticos como una vuelta a la política de camarilla y a las conspiraciones de activistas tan característica de los movimientos de oposición radicales rusos del siglo xix . El mismo título del folleto, ¿Qué hacer?, no ayudaba mucho. Era el de la novela de un socialista agrario y populista llamado Nikolái Chernyshevski, y parecía un guiño a una tradición radical que practicaba una severa ascesis revolucionaria y era proclive a la acción de una minoría altamente comprometida. El folleto de Lenin pareció a algunos militantes la obra de un socialista agrario y populista disfrazado de marxista. Algo había de todo esto. La influencia del socialismo populista ruso era real en Lenin y explica tanto su temprana deriva hacia la idea del partido como organización clandestina y cerrada de activistas, como la asunción de la violencia como un arma imprescindible del cambio revolucionario. Dos elementos fundamentales del leninismo que su creador hará compatibles, mediante una novedosa síntesis, con una peculiar lectura de Marx y Engels lo que progresivamente le alejará del marxismo ortodoxo. Para aquellos a los que el folleto no les despertaba suspicacia alguna, resultaba muy atractiva la manera como se trataba el principio de jefatura

en el partido: dirección central que dirigiría férreamente a las organizaciones locales; organizaciones locales que tenían que dirigir las acciones de la clase obrera en sus demarcaciones; clase obrera industrial (proletariado) que debía liderar a los demás colectivos sociales de descontentos y oprimidos, caso de los campesinos empobrecidos y los pobres urbanos. Lenin criticaba con sorna la idea de socialismo que se atenía al modelo de la comuna rusa (el de los socialrevolucionarios), ridiculizaba la creencia en la posibilidad de eludir el desarrollo capitalista, y despreciaba totalmente la actitud moralizante de algunos socialistas mientras ensalzaba el socialismo científico de Marx y Engels. Y esto último será un rasgo indeleble del marxismo-leninismo. El desencadenamiento de la Revolución rusa de 1905, y las discusiones sobre el papel y la actitud del partido socialdemócrata en dicha revolución, abrieron una etapa de polémicas en el seno del socialismo marxista ruso y avivaron la divergencia de Lenin. El punto central de discusión se trasladó, ahora, desde la organización del partido, y la misma concepción del mismo, al hecho de la revolución: idea de revolución y su entidad específica con vistas a la implantación del socialismo. Tenemos, pues, llegados a este punto, planteados los dos grandes temas del leninismo, el partido y la revolución; cuestiones que serán decisivas para la ruptura con el marxismo socialdemócrata y abrirán una importantísima escisión por la izquierda que dará paso al comunismo moderno. Lenin interpreta lo que está pasando ante sus ojos en 1905 de manera muy distinta a los líderes del partido socialdemócrata ruso. El tono y el contenido de sus análisis dejan ya entrever hasta qué punto se separaba de los principios inamovibles de la socialdemocracia. El proletariado –dice Lenin– ya ha comenzado a tomar conciencia de sí como clase singular y a unirse en una organización de clase autónoma… En estas condiciones, el proletariado se sirve de toda conquista de la democracia, se sirve de todo paso delante de la libertad para reforzar su propia organización de clase contra la burguesía.

En estos textos aparentemente retóricos y aun un tanto anodinos, empieza a vislumbrarse uno de los principios fundamentales del leninismo. La Revolución, la de 1905, es y debe ser necesariamente lucha de «clase contra clase», y la democracia y las libertades que trae aparejadas son la condición puramente instrumental mediante la que el proletariado, de forma inmediata, tomará el poder político y pasará a dirigir el proceso revolucionario abierto según sus verdaderos intereses históricos, aquellos que han desvelado los padres fundadores del marxismo. Esta toma del poder se sustanciará en la formación de un gobierno de «dictadura democráticorevolucionaria del proletariado y los campesinos», mediante una coalición política de la socialdemocracia (partido del proletariado) y los socialrevolucionarios (partido del campesinado). Para el Lenin de 1905, los campesinos rusos, «aliados naturales de los obreros», tienen que estar detrás del proletariado en su combate por el socialismo, lo que, además de fortalecer a un proletariado todavía muy débil, acabará con cualquier tipo de compromiso posible entre el campesinado y la burguesía liberal, un actor social fundamental en la Revolución de 1905. El proletariado ofrecerá la tierra al campesinado para arrastrarlo a la revolución que liderará, y pondrá en evidencia ante sus ojos el programa agrario de la burguesía liberal. Lenin está negando la ortodoxia socialdemócrata de las dos revoluciones. Una primera democrático-burguesa que debería acabar con la autocracia zarista y llevar el capitalismo ruso a su estado de madurez. A lo que se añadía la implantación de una república democrática en cuyo marco político y social el proletariado no solo crecería numéricamente, sino que desarrollaría su formación como trabajadores de un capitalismo industrial avanzado, crearía importantes organizaciones de clase (partido y sindicato) y alcanzaría la conciencia y las habilidades necesarias para la inexcusable revolución socialista que vendría después, la segunda. Se caracterizaría esta por su bajo perfil violento en virtud del desgaste y las contradicciones, cada vez más acusadas e irreversibles, de un capitalismo decadente, y de la pérdida de hegemonía y dominio político y social, en beneficio de la clase proletaria, de una burguesía periclitada. Lenin se saltaba el tabú de Plejánov sobre el poder; pedía que los socialdemócratas liderasen ya un gobierno revolucionario con una completa desburguesización y radicalización de la Revolución de 1905. A lo que añadía la necesidad de que la revolución socialista rusa estuviera ligada a la posibilidad de una revolución similar en Europa, atribuyendo a la primera el carácter de un inicio, de una primera deflagración, de un proceso revolucionario que sería general. Sin esta revolución general, la revolución proletaria y el proceso de construcción del socialismo en Rusia tendrían que hacer frente a dificultades difíciles de superar. En 1916, Lenin publicó un segundo texto de referencia para la articulación del marxismo-leninismo, El Imperialismo, fase superior del capitalismo. En esta obra se perfilan algunas cuestiones ya planteadas por él anteriormente. Una es el convencimiento firme de la inminencia de una revolución socialista en Europa; la hiperventilación que necesitaría la revolución proletaria en Rusia. La otra es la incidencia en una cuestión importante de la tradición marxista que es llevada por Lenin a un punto álgido de expresión. Se trata del servicio que el capitalismo en su fase monopolista e imperialista presta a las posibilidades de éxito de la revolución socialista.

Lo primero se asienta en la imagen de un capitalismo plenamente maduro con hegemonía del «capital financiero» bancario sobre las demás formas del capital, así como de unas economías nacionales asentadas en la rivalidad económica, y necesitadas de mercados y recursos exteriores, lo que potencia en grado sumo el colonialismo y las tensiones, imposibles de resolver, entre los imperios coloniales. Esto lleva a Lenin a mantener la creencia, frente a Kautsky y Rudolf Hilferding, de la inevitabilidad del choque entre los imperios. La Gran Guerra no era otra cosa que una expresión bélica ejemplar de la fase superior del capitalismo y, por lo tanto, la señal del derrumbe de un sistema que terminaría sus días por las tensiones clasistas en el interior de las metrópolis que provocaría el imperialismo, por los inexcusables y gravísimos conflictos abiertos entre las potencias coloniales que no se podían evitar. Lo esperable era que en virtud de esto, o bien se desencadenaría una revolución socialista en los países capitalistas más maduros, o bien las guerras serían recurrentes hasta que tal revolución se produjese. Debemos recordar que la viabilidad de la revolución socialista en Rusia, en virtud de los efectos desestabilizadores de la Gran Guerra en una potencia europea participante en la misma, pero con un capitalismo deficientemente desarrollado, solo era posible para Lenin en la medida en que el país, tan propicio para su idea de revolución por su entidad de eslabón especialmente débil de este proceso histórico, fuera acompañada inmediatamente por un movimiento revolucionario europeo. Lo segundo, lo que el capitalismo en su fase superior lega para el éxito del socialismo, tiene que ver con la reconsideración leninista de un viejo tópico marxista. Lenin toma de Hilferding la caracterización del capitalismo maduro como «capitalismo monopolista de Estado». La imagen definitiva de este capitalismo es la Alemania de la Gran Guerra, con su política reguladora de la producción y del consumo en el marco de la economía de guerra. Es lo que se denominaba en la época «socialismo de guerra» (Kriegssozialismus). Desde este punto de vista, la fase superior del capitalismo, por efecto del imperialismo y el contexto necesariamente conflictivo y bélico que implantaba en Europa, potenciaba necesariamente, hasta niveles nunca vistos, una gigantesca economía de escala, con concentración industrial muy desarrollada y planificación económica centralizada. Esto dejaría un inapreciable legado estructural al socialismo que estaba a punto de irrumpir en la arena internacional. Y, en efecto, Lenin y algunos economistas cercanos al partido bolchevique, pronto verán en la Alemania de la Gran Guerra el modelo para establecer una economía socializada (estatalizada), sujeta a una planificación ejecutiva lo más centralizada posible. Y esto mediante el ejercicio de la violencia revolucionaria en una Rusia que pasaría inmediatamente al «socialismo de guerra», llamado, ahora «comunismo de guerra». Desde esta perspectiva, la guerra civil que se desató inmediatamente después de octubre de 1917, y que se considera directamente relacionada con el conflicto mundial, es el contexto bélico propicio para la revolución. Casi inmediatamente antes del exitoso golpe de Estado de Octubre, Lenin acaba la redacción de un folleto al que debemos prestar atención por lo mucho que dice sobre el imaginario leninista, y marxista-leninista en general. Se trata de El Estado y la revolución. Es una especie de manifiesto de la idea leninista de revolución en el momento en que esta era ya

inminente y sobre el decurso histórico de la misma hasta la implantación definitiva del comunismo. Un texto sorprendente, un tanto desvariado y hasta sonrojante. Está escrito dos meses antes del desencadenamiento del proceso revolucionario que comenzará con el desalojo por la fuerza del gobierno provisional, y se alargará durante los trágicos años de la guerra civil y del comunismo de guerra. Este proceso plasmará, en la práctica política, alguno de los principios más crudos que obran en este manifiesto, a la vez que negará completamente las predicciones futuras que en el mismo se hacen: la necesidad de una dictadura violenta y muy centralizada que despliega un extenso terror y la promesa de la extinción posterior, no ya de este gobierno de la revolución en armas, sino de todo tipo de Estado. En las mismas páginas está un Estado reforzado al extremo, con un indeclinable carácter impositivo y represivo, y el mismo Estado en su definitiva y completa extinción. El Estado y la revolución es la exaltación y el triunfo de la teoría, del cientifismo, de lo previsto y previsible, de lo que se despliega ante los ojos de aquellos que han alcanzado la visión verdadera con una férrea lógica. Y es, también, una ensoñación cargada de utopismo y de «idealismo», de ambos en el sentido menos aceptable por los padres fundadores del marxismo. Lo que estaba sugerido en ¿Qué hacer? y en las polémicas de Lenin en torno a la Revolución de 1905, cobra en El Estado y la revolución su expresión más acabada: la concepción del partido, el papel de la violencia política revolucionaria y el concepto de dictadura del proletariado. El partido aparece como la vanguardia del proletariado, vanguardia capaz de tomar el poder y de conducir a todo el pueblo al socialismo, de dirigir y organizar el nuevo régimen, de ser el maestro, el dirigente, el jefe de todos los trabajadores y explotados en la obra de construir su propia vida social sin la burguesía y contra la burguesía. La revolución socialista, conduce necesariamente al reconocimiento de la dominación política del proletariado, de su dictadura, de un poder no compartido con nadie y apoyado directamente en la fuerza armada de las masas. El proletariado se convierte en « clase dominante, capaz de aplastar la resistencia inevitable y desesperada de la burguesía». Hay clase dominante, hay pues necesariamente Estado, hay gobierno dictatorial y represivo de la vanguardia del proletariado que no es otra cosa que el partido bolchevique, pues solo este encarna las aspiraciones revolucionarias modernas del proletariado. Esto no pueden hacerlo ni los socialdemócratas, por su embrollada, desnaturalizada y equivocada idea de la revolución, ni los socialrevolucionarios, por su incomprensión del desarrollo de las fuerzas productivas y por errar completamente a la hora de entender las modernas relaciones sociales de producción, la lucha de clases del presente, y señalar el verdadero sujeto social de las revoluciones en marcha, el proletariado industrial. Lenin es plenamente consciente de las enormes limitaciones del proletariado ruso. Limitación cuantitativa en un país mayoritariamente agrario y rural;

limitación cualitativa, desde el punto de vista marxista, por las deficiencias de desarrollo del capitalismo industrial en Rusia. A la altura del tiempo en el que escribe el texto que examinamos, el proletariado ruso (la clase proletaria) es en buena medida, en la teoría leninista, una entelequia teórica. Algo que habrá que construir, pues, partiendo de una realidad muy limitada e imperfecta. Y esta será una de las prioridades de la revolución. Esto explica lo decisivo del partido del proletariado y la identificación que se hace entre proletariado y partido, siendo el partido (la minoría política que encarna el espíritu de un proletariado en buena parte inexistente) el llamado a crear un proletariado masivo en una Rusia que ya ha hecho la revolución socialista. ¿Qué revolución socialista? Esta es otra de las ideas fundamentales que Lenin se encarga de desarrollar en El Estado y la revolución. Su autor hace ya tiempo que ha roto con la tesis socialdemócrata de las «dos revoluciones». Ahora intenta precisar lo que sustituye a esta tesis en su pensamiento. En lugar de «las dos revoluciones», lo que se enuncia es la teoría de «los dos comunismos». Rechazar lo primero imponía la necesidad de afirmar lo segundo. Se trata de concretar, desde la nueva posición, cómo se producirá la implantación del comunismo como estado final. Si en la tesis de las dos revoluciones la burguesía democrática, junto con el proletariado, son la primera fase del advenimiento definitivo del socialismo, en la tesis de los dos comunismos, la dictadura del proletariado cumple este papel, y lo hará de manera bien diferente. Lo interesante es que en los dos casos el drama de la revolución socialista tiene necesariamente dos actos. El primer acto del comunismo (también denominado socialismo) es la fase revolucionaria que acaba con el capitalismo y con el dominio, y la existencia, de la clase burguesa. En esta fase, lo principal es la desaparición de la propiedad privada de los medios de producción, de intercambio y de financiación y, por lo tanto del capitalismo. También la desaparición de la burguesía en la medida en que es violentamente despojada de la base económica que la sostiene y le da poder, y estrictamente vigilados y reprimidos sus restos para cercenar cualquier intento de resurgimiento, de maquinaciones antisocialistas, asegurando su definitiva desaparición. El imaginario leninista introduce ahora una importante precisión. Se ha acabado con el capitalismo, pero no con el «derecho burgués» (un concepto general que se refiere a cuestiones de normas jurídicas y de cultura económica y laboral, y a las mentalidades a ella ligadas). Los trabajadores trabajan para empresas completamente socializadas (estatalizadas por el Estado proletario) y reciben de estas un salario proporcional al trabajo que han realizado, «deducida la cantidad de trabajo [retribución] que pasa al fondo social». En palabras de Lenin, la primera fase del comunismo no puede proporcionar todavía justicia ni igualdad: subsisten las diferencias de riqueza, diferencias injustas; pero no será posible ya la explotación del hombre por el hombre, porque no será posible apoderarse, a título de propiedad privada, de los medios de producción . El «derecho burgués» subsiste como regulador de la distribución de los productos y la distribución del trabajo entre los miembros de la sociedad. Las razones de Lenin para que esto sea necesariamente así es que, con el

derrocamiento del capitalismo, no puede darse por sentado que «los hombres aprenderán a trabajar inmediatamente para la sociedad sin tener que estar sujetos a ninguna norma de derecho». Además, «la abolición del capitalismo no crea de repente las premisas económicas para este cambio»; en buena parte porque el capitalismo con el que se acaba es un capitalismo deficiente y habrá que terminar por otras vías, socialistas, lo que aquel dejó sin acabar. La conclusión es que el comunismo pleno no se puede realizar en esta primera etapa y, por lo tanto, el Estado es todavía una necesidad imprescindible. Registro y control: he aquí lo principal, lo que hace falta para «poner en marcha» y para que funcione la primera fase de la sociedad comunista. Y hay que entender que «registro» y «control» tienen aquí, necesariamente, un sentido muy fuerte y contundente, relacionado con la necesidad de acabar lo que el capitalismo dejó a medio hacer por la temprana llegada de la revolución socialista en Rusia. Lo llamativo en vísperas de una conmoción de tal calado como la que abre la revolución rusa es que Lenin, su líder, se explaye, a partir de este momento de su exposición, sobre la indiscutible extinción del Estado que necesariamente tiene que producirse, y que identifica con la implantación de la segunda etapa del comunismo o comunismo definitivo. El Estado no se ha extinguido todavía del todo [en la primera etapa], pues persiste aún la protección del «derecho burgués», que sanciona la desigualdad de hecho. Para que el Estado se extinga completamente, le falta el comunismo completo. Ciertamente, mientras llega la fase superior del comunismo, los socialistas exigen el más riguroso control por parte de la sociedad y por parte del Estado sobre la medida del trabajo y la medida del consumo. […] El Estado solo se extinguirá por completo cuando la sociedad ponga en práctica la regla: «de cada uno según su capacidad; a cada uno según sus necesidades»; cuando los hombres estén ya tan habituados a guardar las reglas fundamentales de la convivencia y cuando su trabajo sea tan productivo que trabajen voluntariamente según sus capacidades . Lo sorprendente del texto y su contribución a la imaginación socialista, en este caso a la del comunismo moderno en sus años de gloria, es la amalgama disparatada entre la teoría de la revolución armada, la férrea dictadura del partido y la necesidad de una imperturbable violencia y terror político, aspectos muy bien representados en sus páginas, con la ensoñación de un utopismo simplista y vacío de sugestión imaginativa, al menos comparado con la tradición utópica del socialismo decimonónico. Un utopismo carente de toda elaboración y sofisticación, atropado en algunas ideas de Marx y Engels en sus escritos más prescindibles. Parecería que Lenin, y el leninismo, están enteros en la primera parte de El Estado y la revolución, la que profundiza sobre su idea de revolución política y la manera de llevarla a la práctica y que a esta se añade una segunda, los «dos comunismos», como una especie de imagen ilusionista que pudiera sublimar, ciertamente de manera harto simplista, los muchos sacrificios e imprevistos que parecerían

barruntarse con el tipo de proceso revolucionario que se propugna. Lo que no aparece por ningún lado es cómo puede ser posible transitar de la primera a la segunda fase, sobre todo cuando la primera consolida férreamente un Estado de partido, dictatorial y autoritario, extremadamente propenso, como de hecho ocurrirá, a su exacerbada burocratización, la que necesita la nueva gestión económica, política, social y cultural de la primera fase del comunismo vista como un logro a realizar en condiciones particularmente adversas. Para esto solo encontramos la fe en el dictamen puramente «idealista» de la teoría, aquella que afirma que desaparecidas todas las clases, también la necesidad histórica del proletariado como clase dominante (dictadura del proletariado), se extinguirá el Estado, pues este es únicamente el aparato político de la dominación de clase. Un argumento circular que apunta a las debilidades de la teoría del poder en un pensador y activista que había hecho del poder político una de las claves de su creación ideológica. Ya antes de la Gran Guerra, el problema del «derecho» y la cultura había creado discrepancias en el imaginario revolucionario del bolchevismo. La oposición a la tesis de Lenin en estas cuestiones la encabeza Aleksandr Bogdánov. Para este, la revolución socialista es una revolución total que, además de terminar con el capitalismo, tenía que acabar a la vez con cualquier resto del «derecho» y cultura burgueses. La divergencia es importante. Bogdánov aboga por una verdadera revolución cultural que complete la revolución económica, social y política, de manera que no tenga sentido hablar de «dos comunismos». Las tensiones entre Lenin y Bogdánov, y sus respectivos seguidores en las filas del bolchevismo, indican dos pensamientos bien distintos. Finalmente, este importante asunto se dirimirá, una vez abierto y avanzado el proceso revolucionario, en la agria polémica de la Proletkult (cultura proletaria). De ella sale victorioso el leninismo. En el fondo late la firme creencia de Lenin de que la revolución tiene que crear el proletariado ruso como clase; una creación que no ha podido hacer, o si se quiere completar, el capitalismo por su temprana y deseada desaparición. Y crear el proletariado como clase es hacer de él una clase trabajadora en el sentido que esto tiene en las economías industriales capitalistas y, además, consciente de su papel revolucionario en la construcción del socialismo que ya está en marcha. La Rusia soviética necesita un extenso y acabado proletariado del que carece, tanto en la ciudad como en el campo, y su primer objetivo es solventar esta carencia. Esto significa para Lenin, y para León Trotski, otro defensor a ultranza de esta tesis, que los obreros rusos desarrollen los comportamientos económicos y laborales, y los conocimientos técnicos, que la cultura burguesa ha sabido inculcar y extender en los medios obreros de los países capitalistas industrializados. La idea de cultura proletaria de Lenin es vulgar y limitada si la comparamos con los altos vuelos de la que esgrime Bogdánov y sus partidarios. Finalmente se reducirá a «enseñar a trabajar» al obrero ruso, y en este asunto la contribución del taylorismo se considerará insustituible, alfabetizarlo, capacitarlo en el manejo de una aritmética básica, y desarrollar en él una mentalidad, unas habilidades y una disciplina laboral acordes con el esfuerzo productivista que necesita perentoriamente una Rusia atrasada, lo que obligará a reforzar extremadamente en este asunto el «registro» y el «control» leninistas. Más adelante, ya en tiempos de Iósif Stalin, vendrá la creación y promoción de una singular motivación y cultura

laboral comunista, el trabajo de choque y la competición socialista, fundada principalmente en principios ideológicos, que sustituirá el tipo de motivación utilitarista propia del «derecho» y la cultura burgueses. Esta es la receta sorprendente de una revolución socialista que acaba definitivamente con el capitalismo y exacerba políticamente la consecución de logros que ella misma asume como burgueses. Como se comprenderá fácilmente, es esta una importante vía abierta para que por ella se desagüe toda la crítica socialdemócrata al marxismo-leninismo. La crítica que encontraba un punto de fuerza y coherencia en que fuera el propio capitalismo el que cumpliese con el desarrollo de aquellas actitudes fundamentales, y aquella formación técnica necesaria del conjunto de la clase, para que esta pudiese desempeñar un papel efectivo en la construcción económica del socialismo. Una tarea ingrata que haría de la manera más efectiva posible un modo de producción riguroso y desembarazado, condenado a la desaparición, pero que dejaría el patrimonio de toda una serie de mentalidades, actitudes y logros en la clase que el socialismo sabría integrar en su propuesta alternativa. Una manera de pensar que se plasmaba normativamente en la tesis socialdemócrata de las «dos revoluciones». En una fecha tan temprana como 1919, un importante miembro del Partido Socialdemócrata Ruso (menchevique), nos deja su visión crítica del comunismo bolchevique. Nos referimos a Yuli Mártov. Se trata posiblemente, a estas alturas, de la crítica mejor articulada de la Revolución rusa y la dictadura de partido, esgrimiendo argumentos que volverán a utilizarse posteriormente por las voces críticas de izquierda. Es interesante subrayar que Mártov, a pesar de su militancia socialdemócrata y de estar asustado por la dinámica violenta y militarizada de la Revolución de Octubre, no tuvo demasiadas dificultades para aceptarla como una consecuencia histórica previsible del fracaso del gobierno provisional, y de los dirigentes socialistas moderados de los soviets, frente a los graves problemas que tuvo que afrontar la Revolución de Febrero de 1917. Mártov deseaba impedir la dictadura del partido bolchevique y abrir un proceso de democratización con participación de todos los partidos socialistas rusos. Consideraba destructivas las «ilusiones utópicas» del partido de Lenin y estaba indignado con el terror bolchevique. Una cosa era conquistar el poder en la Rusia atrasada y otra bien distinta hacer uso de tal poder para introducir, de manera coactiva, formas socialistas de producción en «un país empobrecido y arruinado, en un momento en que sus fuerzas productivas estaban en franco declive y desmoronamiento». La aventura, advertía, acabará en desastre tanto para la clase obrera como para el movimiento de los trabajadores. Para Mártov, el único y fundamental requisito político para el socialismo, tanto en Rusia como en Occidente, era la democracia. Desde 1918, Mártov fue consciente de la fascinación que ejercía en Occidente el régimen bolchevique y lo que él denomina «sovietismo». Posteriormente hablará de «bolchevismo mundial» y entenderá que es su utopismo maximalista, y su antiparlamentarismo, lo que conquista amplios sectores del proletariado y aún de la intelectualidad europea. Justamente es esta preocupación por el bolchevismo mundial la que le llevará a publicar una serie de artículos en 1919. En ellos defiende que la sociedad socialista

tiene como «condición indispensable» el «máximo desarrollo posible de la iniciativa organizada» de las masas obreras, y esto resulta «absolutamente incompatible con el régimen dictatorial de una minoría y sus inevitables consecuencias: el terror y la burocracia». La fascinación del proletariado europeo por el bolchevismo maximalista y utópico era una señal de la regresión del movimiento obrero en los años posteriores a la Gran Guerra. Mártov ve la ciencia racional socialdemócrata, y la cultura europea de la que forma parte sustancial, en peligro de ser rechazada por una clase obrera bolchevizada. En esta condiciones, no existe ninguna garantía de que la lucha del proletariado no produzca, «como consecuencia objetiva», un orden sociopolítico «completamente distinto» del que inicialmente habían pretendido. Poco después Mártov formulará sus temores sobre una salida bonapartista, autocrática, de la «aventura bolchevique» y lo hará bastante antes de la toma del poder por Stalin. Desde 1918, había visto a los soviets convertirse en «un peligroso invento»: el alabado «poder de los soviets» se había convertido en «el poder estatal soviético» y en una «comisariocracia» que estaba burocratizando y arruinando la economía, sometiendo a los sindicatos y comités de fábrica y, finalmente, tras la victoria en la guerra civil, declarando fuera de la ley, y reprimiendo duramente, a toda la oposición socialista. Mártov vio con esperanza el lanzamiento de la Nueva Política Económica en 1921. Lo interpretaba como una renuncia al utopismo económico del «socialismo inmediato» pero, al mismo tiempo, era consciente de que los comunistas seguían sosteniendo fanáticamente «la utopía política de una dictadura comunista minoritaria». Dictadura que había degenerado en una burocracia de partido y de Estado, separada de sus raíces proletarias y originalmente soviéticas (soviets), y en vías de convertirse en «una burocracia situada por encima de las clases», una nueva «capa burguesa» que constituía la base social propicia para una «conclusión bonapartista de la dictadura roja». Tanto el marxismo socialdemócrata como el marxismo-leninismo son manifestaciones de una imaginación socialista enfriada. El enfriamiento se refiere principalmente a la pérdida de potencia imaginativa y creativa, y esta pérdida está determinada por la tendencia irrefrenable de estas dos formas del socialismo hacia la acentuación de los esquematismos y dogmatismos a la hora de conformar su sustancia ideológica. Algunos elementos con los que se desata este proceso estaban en Marx, pero ni el esquematismo ni el dogmatismo son característicos de su pensamiento. Es importante para que esto fuera así la variedad de tradiciones intelectuales que se concitan en su obra. También la manera como se articulan a lo largo de su biografía intelectual y las variaciones, los ajustes y los cambios que se producen a lo largo de la misma, actuando como factores de complejidad más que de simplificación. De estas tradiciones el materialismo positivista, en su caracterización más cientifista, dejará en el marxismo una impronta indeleble, con una particular capacidad para enfriar y trabar el método al que tiene que sujetarse el análisis, el mismo proceso analítico y las directrices programáticas que de todo ello se sigue. Esto supondrá el reforzamiento de la tendencia a la escolastización de la teoría y la pérdida de la libertad imaginativa necesaria para que goce de la viveza y el calor deseables. Si de este proceso podemos excluir en buena medida a Marx, sería difícil hacerlo con Engels, sobre todo el viejo Engels. En la deriva hacia el enfriamiento también actúa el cambio del paradigma social al político tal

como se produce en el marxismo. La falta de sensibilidad para la pérdida de un asiento social real para la teoría, que alcanza un grado llamativo, favorece una identificación muy poco prevenida entre marxismo y política. En un caso, esto propicia la estrecha identificación del socialismo con la política socialdemócrata, con escasa relevancia de la iniciativa social y la pérdida de foco de las transformaciones que el socialismo necesitaba realizar a pie de obra, por ejemplo, en el campo de las mentalidades, los comportamientos, usos y costumbres y, en general, en la cultura de su base sociológica, seguramente afectada por lo que ellos mismo reconocerían como la ideología dominante. En el otro caso, la política se apoderará, de manera implosiva, del socialismo e irá sometiéndolo a un proceso extremo de disecación de sus capacidades imaginativas, en la medida en que se trata de una política autoritaria, unitarista y de tendencia necesariamente totalitaria. De este proceso de enfriamiento de la imaginación socialista se salvará, relativamente, el revisionismo de Bernstein. Su singular idea del socialismo y la peculiar manera como liga el socialismo y la política, acentúa necesariamente los factores de convencimiento y elección a la hora de su implantación. Por este portillo vuelve a la importancia de la dimensión moral y ética del socialismo, su no reducción a un asunto exclusivo de bienestar material y social, y la capacidad y necesidad del mismo para movilizar y entusiasmar a la mayor parte de la sociedad, ya no solo a la clase más postergada y con más carencias de todo tipo. Habría que añadir que, tanto Bernstein como el revisionismo posterior en general, no se esforzaron precisamente por escrutar y concretar lo que esto pudiera significar. Y en esto último hay, también, una debilidad endógena de la imaginación socialista del siglo xx . EL DESENLACE IX. SOCIALDEMOCRACIA Y COMUNISMO EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX Los rasgos fundamentales de la imaginación socialista están completos en el largo periodo que hemos recorrido, entre Fourier y Lenin. Para la comprensión de la tradición socialista, esta es la época de referencia. La historia del socialismo en el periodo de entreguerras (1919-1939) encuentra su sentido a la luz de la historia del socialismo desde finales del siglo xix hasta la Primera Guerra Mundial. La crisis definitiva del socialismo en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial debe ser comprendida, tanto desde la pérdida absoluta de relevancia del socialismo decimonónico, salvando lo que de Marx pasará al marxismo, como desde la orientación que las formas del socialismo cobran en el siglo xx , en los años anteriores a la Gran Guerra. El siglo xx del socialismo es un siglo corto. Desde la década de los cincuenta empiezan a ser manifiestas las debilidades de la imaginación socialista en sus diferentes modalidades y se abre un periodo de crisis que se alargará hasta finales de los años ochenta. En este último apartado vamos a ocuparnos de dos cosas. En primer lugar, volveremos a aquel aspecto del cambio decisivo que se resume en lo que hemos denominado la sustitución de los paradigmas: el social por el político. Lo retomamos una vez acabada la labor expositiva realizada en el cuerpo central de este ensayo porque se trata de un asunto relevante, que

queremos destacar, para la comprensión general de la imaginación socialista. Es importante para tener una visión más cabal del conjunto de esta tradición y sus variaciones. En segundo lugar, lo aprovecharemos para señalar, de manera sintética, algunos rasgos generales y significativos de la decadencia definitiva de la imaginación socialista en la segunda mitad del siglo pasado, hasta su evaporización en una sustancia volátil e imprecisa. La síntesis, pues, del proceso terminal. Hemos podido constatar que la mayor parte del socialismo decimonónico entendía que este se producía en la sociedad y desde la sociedad. Los sujetos del cambio son los trabajadores asalariados no necesariamente proletarizados, y en esto último Marx es la excepción. El contexto del cambio es el ámbito de la producción en toda su extensión, aunque no falten ejemplos de su ampliación a otros terrenos; Charles Fourier es el mejor indicador de esto último. El socialismo del paradigma social se caracteriza por la nula o muy escasa relevancia que el Estado alcanza en el proceso de abolición del capitalismo y construcción del socialismo. Aun en el caso de que alcance alguna, siempre es de muy bajo perfil; además, el socialismo una vez realizado es incompatible con el Estado y el destino histórico de este es la desaparición. El socialismo posterior al cambio decisivo, dejando aparte los restos de prudonismo, el sindicalismo revolucionario francés y el anarquismo, deriva completamente hacia una idea en la que el Estado y sus instituciones desempeñan un papel imprescindible y decisivo. Podemos entender esta transformación como una adaptación, ciertamente muy voluntariosa, al fenómeno de la aparición de los estados extensos e intervencionistas y la política de masas, así como al surgimiento y desarrollo de las democracias de sufragio universal. En el caso del marxismo radical, también a las nuevas ideas sobre el papel de la violencia revolucionaria en el proceso de cambio, y la utilización de un Estado muy desarrollado y centralizado para la intensiva administración de la violencia propia de su idea de revolución. El Estado se convierte en la palanca decisiva tanto de la revolución como del proceso de implantación del socialismo. El marxismo, en su totalidad, y el revisionismo son socialismos del paradigma político, aunque con notables diferencias. El marxismo ortodoxo de la socialdemocracia se mantiene en los límites del parlamentarismo y la legalidad. Lo mismo ocurre, con mayor insistencia, con el revisionismo. En los dos, la acción parlamentaria en el Estado democrático de derecho resulta un elemento sustancial de la transformación social y, finalmente, del paso al socialismo. El marxismo radical, caso del marxismo-leninismo, bascula hacia una idea fuerte de revolución: toma del poder estatal mediante el golpe de Estado e inmediata apertura del proceso revolucionario; absoluta concentración unitaria del poder en el nuevo Estado y utilización autoritaria de todo ese poder mediante la fórmula de la dictadura del proletariado. Y todo ello con una concepción muy novedosa y contundente del papel del partido del proletariado, el Partido Comunista, revestido del marchamo de vanguardia del proletariado. Si en algún momento se esgrime la futura disolución del Estado, como hace Lenin en 1917, la propuesta resulta superficial, demagógica y circunstancial. El socialismo decimonónico, el propio Marx incluido, no hubieran podido entender esta especie de acoplamiento contra natura entre un Estado con irrefrenable tendencia totalitaria y la completa abolición de sí mismo y por sí mismo. No se podía estar más lejos de aquel socialismo decimonónico que entendía que la

asociación obrera (no el partido obrero) era el único sujeto colectivo para la transformación de la economía y la sociedad desde abajo, mediante procedimientos autogestionarios, fuera de las instituciones del Estado existentes y sin intención alguna de ocuparlas para ponerlas al servicio de la transformación que ansiaba. Lo político era visto como un elemento corruptor y destructor del tipo de cambio que se buscaba, un cambio no solo de las instituciones económicas y sociales, sino también de los propios seres humanos con él comprometidos y de su mentalidad y estilo de vida. Un cambio que afectaba a lo económico y la estructura social, pero que también tenía que realizarse en las esferas de lo psíquico, lo moral y lo cultural. Es llamativo que el socialismo del siglo xx no haya heredado y mantenido, de manera suficientemente desarrollada, aquella sensibilidad social que tan explícita fue en el socialismo decimonónico y se volcara, de manera muy poco precavida, hacia lo que hemos denominado el paradigma político. Es significativo que otra tradición económica, social y política típica del siglo xix , la liberal, sí supiera traspasar los límites decimonónicos sin perder este tipo de sensibilidad, con todas las matizaciones que queramos hacer a las formas mediante las que se expresa en el liberalismo del siglo xx , y mediante la permanencia del referente de lo que el liberalismo entiende como sociedad civil. En estas condiciones, lo estatal, revestido frecuentemente con la indumentaria más atractiva y amable, y ciertamente poco transparente, de lo público terminará por convertirse en un mantra del socialismo. Podemos establecer algún tipo de diferencias en la manera como el socialismo se incardina en el paradigma político. Las más claras son las que separan el marxismo-leninismo y el revisionismo de Eduard Bernstein y, más en general, el revisionismo que caracterizará a los partidos socialdemócratas europeos a partir de los años cincuenta, semejante al bernsteniano pero con alguna diferencia de no menor cuantía (el primero todavía es, a su manera, un anticapitalismo, cosa que desaparecerá completamente en el segundo). El marxismo-leninismo asume un paradigma político caracterizado por la exaltación y captación de todo el poder del Estado y, además, de manera absolutamente centralista y unitaria. Es la consecuencia de su teoría de la revolución, la gran innovación y principal contribución que este socialismo hizo a la imaginación socialista del siglo xx . En estas condiciones, el marxismo-leninismo abre la puerta al totalitarismo, lo que hace de este socialismo la expresión más potente y desprejuiciada del paradigma político. Algo distinto ocurre en el revisionismo. El socialismo se identifica, en última instancia, con el propio proceso de democratización política al que añade la liberación plena de la sociedad. Esto supone, en el revisionismo de Bernstein, la necesaria superación del capitalismo y de las estructuras sociales propias de la sociedad burguesa. El socialismo revisionista requiere la implicación masiva de la clase trabajadora, mediante el sufragio universal y el partido socialista (partido de clase), en el terreno político de la lucha legal y parlamentaria. A lo que añade la certeza de que en este recorrido la mayoría de las clases medias se sumarán a la acción política de los trabajadores; esto abre una vía para trascender las limitaciones y perturbaciones que, para el revisionismo, suponía la identificación de socialismo y clase obrera en los medios del capitalismo de la Segunda Revolución industrial. En este imaginario, la convicción y la elección son elementos decisivos para la llegada del

socialismo. El revisionismo ha abandonado definitivamente la llegada del socialismo por algún tipo inexorable de necesidad histórica (la muerte anunciada del capitalismo), tesis fundamental del marxismo ortodoxo de la socialdemocracia, lo que hace que tenga que volverse de manera plena hacia la democracia, la elección y la convicción políticas. La acción política de la clase trabajadora y las clases medias en el marco del sistema de la democracia liberal (sufragio universal y Estado de derecho) es la palestra para la implantación del socialismo. Pasa este a ser no una necesidad objetiva del desarrollo histórico o un acto decisionista de la voluntad revolucionaria del partido-clase, sino un ideal social y un deber ser, articulados en el marco de la convicción y elección políticas. El perfil del paradigma político es, en este caso, obviamente de menor perfil, pero sigue siendo un referente fundamental de la imaginación socialista del revisionismo, y no solo del específicamente bernsteniano, sino de toda la socialdemocracia posterior a la Segunda Guerra Mundial. En el marco efectivo de las democracias representativas del sistema de partidos, propiciará esto sus propias dinámicas internas, y no precisamente en la línea de establecer un mayor equilibrio entre sociedad y Estado, sino reforzando la inclinación estatista en la medida en que se refuerza y fortalece el sistema representativo y participativo de partidos, en este caso socialistas. El cambio de paradigma es un fenómeno fundamental de la imaginación socialista. Un fenómeno que solo es plenamente visible y analizable cuando incorporamos al estudio de la tradición socialista el socialismo decimonónico en su conjunto. Desde esta perspectiva, que es la de este ensayo, creemos que puede establecerse mejor lo que se gana y se pierde con cada uno de los paradigmas. También un incremento de la consciencia en la apreciación histórica del desarrollo de lo político en el siglo xx , y su eclosión en el tipo de Estado extenso que lo caracteriza. En general, podría afirmarse que la exaltación sobredimensionada de lo político debilita la esfera de lo social y, en el caso de la tradición socialista, potencia una especie de socialismo superestructural que encuentra en la intensificación del mismo uno de los factores de su disecación, debilitamiento y pérdida de vitalidad, hasta el agotamiento. Pasemos a la segunda parte de este apartado final. Hablemos de los últimos años de la imaginación socialista, de la conclusión de su periodo histórico en la segunda mitad del siglo xx . Nada realmente nuevo y creativo ofrece ya el socialismo en su fase final. Su incapacidad de regeneración se muestra en la aguda esclerosis comunista, en el extremado eclecticismo socialdemócrata y en una asombrosa incapacidad de elaboración teórica y propositiva. Todo ello hará que la imaginación socialista se esfume en una especie de hálito carente de vigor en el que la ilusión, la confianza y la esperanza brillan por su ausencia, mientras que las posiciones puramente defensivas pretenden llenar este vacío. El socialismo fue presa del dualismo reforma frente a revolución desde el comienzo del cambio decisivo. El conjunto de la socialdemocracia marxista y el revisionismo bernsteniano estaban del lado del reformismo, aunque de manera diferente, mientras que el marxismo radical, el comunismo, estaba enteramente del lado de la revolución. Durante la primera mitad del siglo xx

, el socialismo reformista, el ortodoxo y el revisionista, es un socialismo del estado final. Un socialismo que sigue creyendo que su objetivo no es otro que instaurar una sociedad socialista y que, por lo tanto, se declara anticapitalista. Era una característica inveterada de este socialismo la imprecisión de lo que entendía por estado final, así como la manera gradualista de articular la sustancia anticapitalista que fluía por sus venas; precisamente esto fue un factor importante en el surgimiento de las opciones reactivas del marxismo radical o comunismo. Dejemos, de momento, el caso del comunismo y centrémonos en la deriva de la socialdemocracia europea desde la década de los cincuenta. El socialismo, en su conjunto, el socialdemócrata y el comunista, salió muy fortalecido de la Segunda Guerra Mundial. En la parte socialdemócrata, todavía a finales de la década de los cuarenta y en la de los cincuenta, un buen número de socialistas mantenían la fe en el socialismo como meta mediante un avance gradualista en el que este se alcanzaría por saturación de reformas sociales y económicas en los países de democracia liberal. Lo primero en la línea abierta por la aparición, en la posguerra, de las políticas sociales avanzadas del Estado de bienestar, lo segundo mediante el desarrollo del proceso de nacionalizaciones de empresas y sectores económicos y la implantación de modelos de planificación de las economías nacionales, tal como se pusieron en práctica en algunos países de Europa occidental a partir del final de la guerra. El reformismo social y económico avanzado era contemplado como la introducción de elementos socialistas en el capitalismo, su crecimiento y expansión propiciaría su debilitamiento y desfiguración; seguramente el paso a alguna forma de socialismo. Lo llamativo es que esta visión no fuese acompañada por una teorización que reflexionase en profundidad lo que se quería decir. Algo que contrasta, y es un preocupante síntoma, con la importancia, el nivel y la profusión del análisis teórico como un rasgo distintivo de la vieja socialdemocracia, la de Kautsky, Bernstein, Hilferding y Otto Bauer y, en general, de la tradición teórica de la imaginación socialista desde sus comienzos. El reformismo de la socialdemocracia europea perderá pronto su vigor anticapitalista, practicará durante un tiempo, el inmediatamente posterior a la guerra, un anticapitalismo confuso y, finalmente, entrará en un proceso de revisionismo en el que desaparece la seña de identidad del socialismo desde sus comienzos, el anticapitalismo, y con él la filiación marxista de este socialismo. El colofón de esta deriva es que el socialismo como estado final deja de existir. El revisionismo, un segundo revisionismo, será, en sus diferentes modalidades, la sustancia de todo el socialismo socialdemócrata en los años de posguerra, principalmente a partir desde mediados de la década de los cincuenta. Se puede afirmar que el socialismo de esta época termina por ser hijo adoptivo del herético Bernstein, pero con alguna importante matización. Lo es en cuanto que asume completamente algunos principios básicos del liberalismo, caso de la ciudadanía y los derechos aparejados a la misma, incidiendo en la posibilidad de desarrollo de los mismos como compleción histórica de tales derechos, pero no como ruptura con la tradición política que los había alumbrado. Lo es en cuanto desarrolla una particular voluntad para las reformas de todo tipo en el marco político de las democracias parlamentarias y la economía capitalista. Lo es por la superación de la identidad entre socialismo y clase obrera y su plena

apertura a las clases medias. Lo es por la entidad electiva y de convicción que caracteriza a este socialismo. Pero no lo es por el abandono definitivo de la concepción del socialismo como estado final, algo que todavía estaba operativo, a su manera, en el socialismo bernsteniano. Esto último supuso la aceptación del capitalismo y la concepción del socialismo como una forma de entenderlo y gestionarlo. Algo parecido a una gestión social del capitalismo. Por cierto, una idea esta última que mantiene llamativas concomitancias con la posición que un peculiar economista clásico de última hora, John Stuart Mill, mantuvo en sus Principios de Economía Política, de 1848. Mill fue el primero que aventuró la idea de que la teoría de la producción y de la distribución en el capitalismo podían concebirse y practicarse de manera suficientemente separada, con las debidas precauciones, pues la primera no tenía por qué determinar completamente la segunda. Sería factible, pues, introducir un sesgo marcadamente social al capitalismo mediante formas socializadas de distribución de la renta, sin alterar sustancialmente su entidad como sistema económico, que debería mantenerse íntegra en la esfera de la producción. El giro arriesgado del socialismo a mitad del siglo xx planteaba un dilema preocupante y molesto: el posible éxito del socialismo para forzar al capitalismo a reformarse y mejorar las condiciones de vida del conjunto de la población, ¿estabilizaba y legitimaba al propio capitalismo? A su vez, los logros en esta materia, ¿debilitarían progresivamente la base sociológica para una corrección severa del sistema económico si esta fuera necesaria, dejando siempre abierta la posible resurgencia de sus formas menos deseables, menos sociales? Lo cierto es que los teóricos socialistas de posguerra contribuyeron muy poco a la comprensión de cómo se deberían arbitrar las reformas sociales y económicas bajo el capitalismo o cómo dirigirlo en su nueva fase socialdemócrata. Las relaciones establecidas en la época entre la socialdemocracia y el Estado de bienestar, las nacionalizaciones y la planificación económica arrojan luz sobre la deriva del segundo revisionismo socialista y las aporías con que este se encuentra; aunque debemos señalar que este tipo de relaciones, sobre todo en lo que toca a la segunda y tercera (nacionalizaciones y planificación) no figuraban en el programa político y las preocupaciones de algunos partidos socialdemócratas europeos. Sin embargo, en general, la socialdemocracia se planteaba una estrategia de socialismo asistencial (Estado de bienestar), articulada dentro de una economía capitalista reformada y regulada con un poderoso sector económico estatal (nacionalizaciones) y a través de un mecanismo de planificación económica. Este socialismo en el capitalismo presentaba notables problemas. La justificación socialista de las reformas sociales solía fundarse en su facultad para habilitar como ciudadanos completos al conjunto de la población, adjudicándoles nuevos derechos de tipo económico y social. Esto se hacía presentándolo como la continuación histórica del viejo proceso liberal y democrático de extensión e intensificación de los derechos de ciudadanía. Una especie de flujo continuo que propiciaba la anulación de la separación entre liberalismo y socialismo; separación que figuraba, sin embargo, como un estandarte en la mayor parte de la imaginación socialista histórica. Por aquí se alimentaba la disonancia cognitiva consistente en entender el socialismo como el agente político que vendría a completar lo que ya estaba

inscrito en el código genético del liberalismo histórico. Un proceso que tendía a disolver la especificidad socialista de la reforma social en un movimiento de amplio espectro ideológico en el que el liberalismo social, y el conservadurismo cristiano desempeñaban, en la misma época, un papel igualmente estelar. Ellos fueron, también, instancias decisivas de las políticas sociales más avanzadas. En asuntos de nacionalizaciones y planificación, las cosas no eran menos confusas y difíciles para el socialismo. La planificación económica y las nacionalizaciones fueron políticas características del periodo de posguerra que se presentaron, en general, como formas de gestión para la consolidación de un capitalismo más eficiente y regulado, menos expuesto a las crisis sistémicas, y más acorde con la idea del capitalismo en tiempos de Estado extenso e intervencionista, el tipo de Estado que se había reforzado en alto grado mediante las economías de guerra en los conflictos de guerra total propios del siglo xx . Algunos socialistas creían que el sector privado no podía crear riqueza de manera apropiada, garantizando el crecimiento económico sin graves sobresaltos. Entendían como necesario que el Estado se apropiara de algunos sectores claves de la economía mediante un programa de nacionalizaciones. En esto coincidían con aquellos otros que defendían las nacionalizaciones sobre la base, no socialista, de una necesaria racionalización del capitalismo: suministro eficaz de bienes y servicios a precios razonables y rebaja de los costes medios para una mayor productividad. Las nacionalizaciones parciales eran para una buena parte de los gobiernos europeos occidentales de posguerra un medio para conseguir una economía capitalista más eficaz y menos expuesta. Los países más nacionalizadores fueron Gran Bretaña, Francia y Austria. Significativamente se nacionalizó muy poco en Suecia y Noruega, dos países de referencia en materia de políticas sociales socialdemócratas avanzadas. En general el sector estatal, preferiblemente denominado público, nunca se convirtió en los países nacionalizadores en un sector poderoso e integrado, coordinado mediante unos principios económicos centrales ideados por planificadores y tecnócratas con un alto sentido cívico y «público». Fue Francia el país que más se sirvió del sector estatal para propósitos de planificación económica, y el que hizo el progreso más notable en planificación. La misma Francia que, por otro lado, contribuyó poco a la construcción del Estado de bienestar, siendo en este país un proceso tardío si lo comparamos con lo que ocurría en otras partes. Nacionalizar era un programa que estaba lejos de ser una política específicamente socialista. Se nacionalizó para modernizar aparatos productivos, para facilitar la planificación cuando esta se llevó a cabo, para evitar la pérdida de bienes nacionales (caso de Austria), para proteger el empleo, y aun para castigar a los industriales que colaboraron con los nazis (caso de Francia). Allí donde los socialistas eran fuertes, caso de Gran Bretaña y los países nórdicos, hubo poca o ninguna planificación y muchas diferencias en materia de nacionalizaciones. En Francia, donde la socialdemocracia era débil y la izquierda estaba muy dividida entre socialismo y comunismo, hubo un intento importante de planificación que no puede achacarse a la iniciativa socialista ni comunista.

Ni en materia de Estado de bienestar, ni de nacionalizaciones y planificación, el socialismo de posguerra pudo encontrar un programa realmente identificativo, pues eran terrenos que tenía que compartir con otras opciones políticas que tradicionalmente había calificado de burguesas. Solo aquellos, no solo socialistas, que creían en las reformas sociales como un fin en sí mismo aceptaban completamente la revitalización del capitalismo como un sistema eficaz y rentable que posibilitase el desarrollo de las ambiciosas políticas del Estado de bienestar, la posibilidad de una mejor redistribución de la renta y mejores oportunidades para todos. En cualquier caso, una política que exigía una enorme creación de riqueza y un sistema de fiscalidad muy desarrollado. Todo ello potenciaba y, sobre todo, legitimaba el capitalismo y nada tenía que ver con el socialismo como estado final. En la medida en que el nuevo revisionismo se apoderó del socialismo, la abolición de la propiedad privada de los medios de producción dejó de estar entre los objetivos socialistas. Al devaluar la importancia del asunto de la propiedad, también se redujo la importancia y el valor ideológico de las nacionalizaciones que, en todo caso, perdían una base de justificación (propiedad estatal, pública en lenguaje socialista, de algunos medios producción) para ser políticas meramente estratégicas y coyunturales. La frontera entre lo que es y no es socialismo se difumina de forma deliberada. El socialismo del segundo revisionismo se reviste de notas del realismo y pragmatismo y se arropa con la fina manta de unos valores socialistas que suelen expresarse con afirmaciones un tanto banales, desde el punto de vista de la elaboración teórica, como «la lucha contra la desigualdad y la pobreza», «que paguen más los que más tienen», y diversos mantras sobre la solidaridad, la vulnerabilidad, la exclusión social, etc. En la perspectiva histórica de este ensayo, despojos visibles de un naufragio que poco dicen sobre el tonelaje y dimensiones del navío hundido. El texto teórico más importante del nuevo revisionismo fue escrito por Anthony Crosland en 1956: El futuro del socialismo. El manifiesto político más importante de este revisionismo será el Programa del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) de Bad Godesberg de 1959. Crosland insiste en que el fin del socialismo es la realización de una mayor igualdad y que lo demás son medios posibles a utilizar de manera estratégica. Las nacionalizaciones y la propiedad «pública» de medios de producción y servicios están en la parte de los medios. El capitalismo de posguerra ha cambiado de manera radical, dejando obsoleta la tesis marxista de la imposibilidad de alcanzar la igualdad en una economía capitalista. Los rasgos más característicos del capitalismo han desaparecido: la regla absoluta de la propiedad privada, la sujeción de toda la vida a la influencia del mercado, la primacía del principio del beneficio, el gobierno neutral, la típica distinción laissez-faire entre la renta y la ideología de los derechos individuales. Además de esto, Crosland reacciona contra la influencia de la idea socialista de gentes como Sidney Webb y Beatrice Webb en una parte del socialismo existente, en este caso británico. Lo que Crosland denuncia es la honda prevención del socialismo fabiano sobre las ofertas del mercado capitalista y

la sustancia tendencialmente ascética de su entidad moral y cultural; lo que hay que calificar como una advertencia ante la deriva desprejuiciadamente hedonista del socialismo. Lo que ahora se predica es una visión liberal de la buena sociedad y de la buena vida que el socialismo hace enteramente suya. No necesitamos solo –dice Crosland– logros económicos, balanzas comerciales positivas, derechos sociales avanzados, sino también, más cafés al aire libre, calles más brillantes e iluminadas de noche, horas de cierre más tardías para los pubs, más teatros y cines, mejores y más amables hosteleros y restauradores, restaurantes más atractivos y limpios, más bares en la rivera del Támesis, más jardines placenteros al estilo del de Battersea, más murales y pinturas en las plazas públicas, mejores diseños de muebles, de loza, de vestidos de mujer… y así hasta el infinito. Parecería que el socialismo se quitaba definitivamente el pelo de la dehesa obrera y, sin mayores prevenciones y con un optimismo a toda prueba, se entregaba a los placeres ilimitados de «la buena vida liberal». Un asunto para el que ciertamente el capitalismo de finales del siglo xx mostraría tener la mejor disposición, los mejores medios y una oferta imposible de superar. Bad Godesberg significaba, por su parte, el abandono explícito del marxismo por el partido fundador del marxismo socialdemócrata y la renuncia definitiva del modelo de partido obrero para convertirse en una organización política de «amplia base». El sindicalismo socialdemócrata del nuevo espíritu revisionista, dejará definitivamente la defensa de las nacionalizaciones y optará por una colaboración intensa con los empresarios y las patronales. Para finales de la década de los cincuenta, en la mayoría de los casos, y no mucho después en los demás, los partidos socialdemócratas europeos abandonaron cualquier inclinación anticapitalista y su filiación marxista. La tradición histórica de la imaginación socialista encuentra aquí uno de sus finales, el de la tradición socialdemócrata, y aunque se siga hablando de socialismo lo cierto es que muy poco tiene que ver ya con la espesa tradición secular que nos hemos esforzado por reconstruir, resaltando en este resto su volatibilidad, su inconsistencia y su incapacidad teórica. Es significativo que en las dos últimas décadas del siglo pasado aparecieran algunas obras de autores destacados, generalmente de la izquierda, que certifican la crisis terminal del socialismo. Recordemos títulos hoy olvidados: El postsocialismo. Los nuevos caminos de la izquierda más allá del socialismo, de Alain Touraine; Adiós al proletariado. Más allá del socialismo, de André Gorz; Reflexiones sobre la revolución en Europa, de Ralf Dahrendorf; y Más allá de la izquierda y la derecha. El futuro de las políticas radicales, de Anthony Giddens. En este tipo de textos suele figurar un socialismo muy expuesto y sensibilizado con la ruptura de amplios movimientos de contestación, propios de los años sesenta, con el ideal universal y cosmopolita que caracterizó mayoritariamente a la imaginación socialista desde sus comienzos. Un ideal que durante un tiempo la socialdemocracia creyó poder identificar con una idea de ciudadanía, aunque ya no cosmopolita, que vendría a ser el sustituto de referencia de la idea, esta cosmopolita y universal pero socialmente más limitada, de clase obrera. El surgimiento del identitarismo y las llamadas culturas y políticas de la identidad en los años

setenta vendrán a alterar profundamente la sustancia histórica del socialismo para reescribir una agenda crítica y contestataria caracterizada por la profusión, diferenciación, y en algunos casos radicalización, de identidades colectivas que no deseaban ver reducido y subsumido su programa político, social y cultural en el principio universalista grabado de manera indeleble en la sustancia del socialismo histórico. Si el socialismo ya lo había tenido difícil con la sustitución de las clases sociales por la ciudadanía, todavía lo tendrá más con la difícil compaginación entre un concepto fuerte y abarcador de ciudadanía y las identidades singulares de cualquier tipo, cuando la primera se entendía en sentido universal, siendo el referente hegemónico, y el contexto político efectivo, para el planteamiento y la resolución, en sus términos, de todo tipo de problemas, desigualdades y reivindicaciones sociales, incluidos los de grupos o segmentos singulares de la sociedad. A esto hay que añadir, para completar el cuadro, un problema más de índole general: el socialismo histórico siempre encuentra dificultades extraordinarias para encontrar un acomodo fácil en los extensísimos desarrollos de las culturas hedonistas y emocionales que tanta importancia han adquirido en muestras sociedades postmodernas. Desde la perspectiva específicamente marxista, un estudio de Perry Anderson, publicado en 1970, plantea una buena síntesis del prontuario de debilidades y carencias de la teoría marxista desde 1920. Es, además, una buena muestra, para el lector interesado de hoy, de las ilusiones en las que un marxista a carta cabal se refugiaba para asegurar un futuro de marxismo redivivo en una época trufada de problemas y decepciones para el socialismo marxista. Su pronóstico resulta llamativo: un reencuentro futuro entre la teoría marxista y «las luchas colectivas de la clase obrera». Si de algo está carente todavía el marxismo, certifica Anderson, es de esta conexión, pues «solo cuando las masas son revolucionarias la teoría puede completar su vocación eminente», esa que parece no haber completado el marxismo hasta el presente. Y añade: «cuando hablen las propias masas, los teóricos, del género de los que ha producido Occidente durante cincuenta años, permanecerán necesariamente en silencio», pues entonces habrá surgido, «en las filas del mismo proletariado» el verdadero y esperado «intelectual orgánico» imaginado por Gramsci, el único que puede hacer la identificación entre la teoría y la clase. Sobran las palabras. La peripecia del socialismo comunista en la segunda mitad del siglo xx es bien conocida por la impactante espectacularidad de la implosión del comunismo soviético y la abolición del comunismo en los países del este de Europa dependientes de Moscú, todo ello visto en directo por televisión. También las impresionantes transformaciones en el gigante chino, en el que se pasó de manera fulgurante desde una de las formas más radicales y brutales de comunismo, la Revolución cultural maoísta, a una poderosa economía capitalista y una trasformación cultural acorde con los principios del consumismo y una feroz mentalidad competitiva de mercado, todo ello liderado por el Partido Comunista Chino. Fenómenos muy impactantes, y poco previsibles del siglo xx , que añadían un hecho sorprendente a los síntomas terminales de la imaginación socialista. El cambio ha sido tan extremo que si todavía se habla de socialismo, el comunismo ha desaparecido prácticamente de nuestro vocabulario teórico y político. Good bye Lenin.

La crisis del comunismo tuvo en 1956 una fecha de referencia. En febrero se celebró el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética que puso en marcha el proceso de desestalinización y dio paso al conocimiento general de los crímenes de Stalin. En este clima, que algunos entendieron propicio a las reformas, se produjeron dos importantes movimientos contestatarios en los países del socialismo real de Europa del este. En junio, el levantamiento popular en Polonia contra la subordinación del país al dictado soviético y con el objetivo de recuperar un régimen de libertades. En octubre se inició algo parecido en Hungría y enseguida alcanzó un grado de radicalización muy superior. La intervención del Ejército Rojo en Hungría favoreció que el movimiento cobrase los caracteres de una verdadera revolución anticomunista. Ya inmediatamente después de la muerte de Stalin, en 1953, la Alemania Oriental también había vivido las graves jornadas de una sublevación contra el partido comunista que ocupaba el poder. De estos movimientos contestatarios, el húngaro tendrá una profunda influencia sobre el comunismo occidental, abriendo la espita del alejamiento de figuras muy significativas que respaldaban, y concedían prestigio intelectual y cultural, a los partidos comunistas en los diferentes países; y favoreciendo, junto con el impacto de la denuncia del estalinismo en la propia Unión Soviética, un tímido movimiento revisionista, pronto laminado, del propio comunismo occidental. El caso italiano fue, en esto, el más relevante. Hasta 1968, año de una nueva revolución sangrientamente reprimida por el ejército soviético en Checoslovaquia y, también, de las conocidas como revoluciones juveniles del 68, muy críticas con las formas existentes del comunismo marxista en Occidente y en la Europa del este, la dialéctica bipolar de la Guerra Fría todavía pudo ofrecer una débil salvaguardia al mantenimiento del movimiento comunista internacional y al tipo de ideología que lo respaldaba. Los elementos de la crisis definitiva del comunismo eran manifiestos, aunque el poder militar, la entidad de potencia mundial en el marco de la Guerra Fría y el régimen dictatorial de la Unión Soviética, no facilitaran apreciarlos en su dimensión real. La crisis innegable del mito soviético, la evidencia de la complejidad de las sociedades occidentales y la imposibilidad de seguir manteniendo, ni siquiera como inspiración literaria, la idea de revolución de corte marxistaleninista, son factores que están detrás del surgimiento del canto de cisne comunista que fue el llamado Eurocomunismo en torno a la mitad de la década de los setenta. Se trata de un verdadero y abstruso revisionismo comunista que se aleja de Marx y de Lenin (considerados ahora meros «inspiradores») y se aproxima a la moderación política y a la colaboración con socialdemócratas y democristianos: lo que Enrico Berlinguer, el líder del Partido Comunista italiano, llamó el «compromiso histórico». Eurocomunismo democrático, abierto a una extensa colaboración con otras opciones políticas e ideológicas, sensible a las aportaciones del exterior y dispuesto a gobernar no según aquellos principios propios de la tradición con la que se identificaba, sino según la conveniencia general del país en el que actuaba. El Eurocomunismo, que tuvo su manifestación principal en los partidos comunistas italiano, español y francés, fue flor de un día y se desgastó rápidamente con el roce de sus propias contradicciones. No gustó a la izquierda radical, cada vez más minoritaria, desamparada y marginal, tampoco supo explicar sus pretendidas diferencias con la socialdemocracia realmente existente.

Finalmente, si el socialismo sigue manteniendo un soplo de vida puramente nominal y vegetativa, el comunismo ha desaparecido. Solo una lectura histórica de la imaginación socialista puede hacernos ver hasta qué punto es esto así y, por lo tanto, puede certificar la idea de que el ciclo histórico del socialismo es un tiempo cerrado. La imaginación socialista se ha congelado por agotamiento de sus capacidades vitales, por la esclerosis progresiva de sus articulaciones y la rigidez de su movimiento, por la pérdida fatal del calor que debiera desprender la combustión de la sustancia vital que ya no tiene. En estas penosas circunstancias no es infrecuente que el socialismo agotado tienda a amortizar como éxitos lo que realmente han sido fracasos. El patrimonio completo del socialismo a lo largo de su periplo histórico puede ser un reservorio de sugestiones e inspiraciones críticas para nuestras sociedades actuales, pero asumiendo en cualquier caso que todo está por hacer, que deberán surgir nuevos imaginarios y que nada se conseguirá si se pierde la libertad de espíritu necesaria para crearlos por una incapacidad para dejar de reconocernos en creencias pasadas convertidas en verdaderas trampas. Por no servir ni siquiera sirve la nómina tradicional de aspectos de la realidad social, política y cultural alrededor de la cual se articulaba la imaginación socialista histórica. Tampoco la tendencia, también histórica, de la misma a cerrase sobre sí, o a ser excesivamente discriminativa, por principio, a la hora de examinar con detenimiento visiones y análisis de tradiciones intelectuales ajenas a la misma. Quizá la nueva imaginación crítica tenga que empezar, como ocurrió con la socialista, por alguna forma de utopismo, experimentalismo y ensayismo con el fin de escrutar, sin limitaciones, los contornos de los problemas existentes y la posibilidad de avanzar una respuesta. También para introducir una nota de ilusión y esperanza. En cualquier caso, tenemos que recuperar el interés por el espectro más amplio posible de temas y problemas que debieran ser objeto de escrutinio, sin someter la mirada a algún canon de asuntos amortizados en lo que todavía pretendería pasar por una sensibilidad de izquierdas o simplemente socialista. Como si la nueva imaginación crítica pudiera contentarse con revitalizar la preocupación por los recortes de las políticas sociales, la pobreza, la distribución de la riqueza, la precarización del empleo y cosas parecidas, prevaleciéndose de una posición puramente defensiva y adocenándose sistemáticamente en la misma. Como si no hubiese toda otra serie de fenómenos de todo tipo de la más candente actualidad que se ciernen sobre nosotros de manera inquietante y sobrecogedora, nos afectan en nuestras vida, también en la más cotidiana, y a los que tendemos, sin embargo, a someternos pensando que, después de todo, gozan del marchamo de la exaltada e inmoderada modernidad con que se presentan. COMENTARIO BIBLIOGRÁFICO El presente comentario no es una bibliografía al uso. Recogemos tan solo algunas obras que han sido especialmente significativas para la elaboración de La imaginación socialista con el criterio de ofrecer una orientación al lector interesado. De la extensa producción de Charles Fourier, hay cuatro textos importantes para comprender su propuesta en profundidad: La teoría de los cuatro movimientos y de los destinos generales (Barcelona, Barral, 1974); El nuevo

mundo industrial y societario (México, Fondo de Cultura Económica, 1989 ) ; Traité de L’association Domestique Agricole (Nabu Press, 2012); y El nuevo mundo amoroso (Madrid, Fundamentos, 1975). Sobre Fourier y su pensamiento son excelentes dos aportaciones de Jonathan Beecher, «Parody and Liberation in the “New Amorous World” of Charles Fourier» ( History Workshop 20, 1985) y Charles Fourier. The Visionary and his World (University of California Press, 1986). El párrafo que cierra el apartado sobre Fourier está inspirado en La sociedad del cansancio, de Byung-Chul Han (Barcelona, Herder, 2012). También he encontrado en este texto la cita de Maurice Blanchot. Para Étienne Cabet, resultan más interesantes algunos folletos que su obra más conocida, Viaje por Icaria (Barcelona, Orbis, 1985). Entre su obra breve, destacaríamos Comment je suis communiste (1840); Douze lettres d’un communiste a un réformiste sur la Communauté (1841) y, por motivos obvios, Réfutation des doctrines de L’Atelier (1842). Todas ellas pueden consultarse en [ http://gallica.bnf.fr ]. Para saber más sobre Cabet y el comunismo cabetiano es muy recomendable, Christopher H. Johnson, Communism in France: Cabet and the Icarians, 1839-1851 (Cornell University Press, 1974). Sobre los atelieristas se puede consultar completo su periódico, L’Atelier. Organe spécial de la clase laborieuse, 1840-1850, en [ http://gallica.bnf.fr ]. Para situar este movimiento socialista en su época y entender el espíritu neocatólico que lo inspira, P. Bénichou, El tiempo de los profetas. Doctrinas de la época romántica (México, Fondo de Cultura Económica, 1984). Para el socialismo de la asociación obrera en su conjunto, Jacques Rancière, La nuit des prolétaires (París, Fayard, 1981) y «La escena revolucionaria y el obrero emancipador, 1830-1848» ( Historia Social 2, 1988). De Pierre-Joseph Proudhon son recomendables dos obras de su vasta producción: ¿Qué es la propiedad? (Barcelona, Folio, 2003) y Sistema de las contradicciones económicas o filosofía de la miseria (Madrid, Júcar, 1975). Más la segunda que la primera. Es muy sugestivo y abre interesantes vías de interpretación del pensamiento de Proudhon, Pierre Ansart, Proudhon. Textes et débats (París, Librairie Général Française, 1984). Un estudio en profundidad sobre el pensamiento prudoniano y su influencia, Jean Bancal , Proudhon. Pluralisme et autogestión. I Les fondaments. II Les réalisations (París, Aubier Montaigne, 1970). Tenemos que ser muy parciales en la recomendación de textos de K. Marx y F. Engels. De Marx es, obviamente, imprescindible El capital. Crítica de la Economía Política (Madrid, Akal, 2010) y, junto con F. Engels, El manifiesto comunista (Madrid, Akal, 2004). Los Manuscritos de economía y filosofía (Madrid, Alianza, 1969), del joven Marx, son importantes para poder fijar una visión de la evolución de su pensamiento en materias fundamentales. La lucha de clases en Francia de Marx es de consulta obligada por el «Prólogo» que le añadió Engels en 1895 y la influencia del mismo en el nacimiento del marxismo (Mocú, Progreso, t. I, 1978). Lo mismo ocurre en el Anti-Dühring de F. Engels (Madrid, Fundación Federico Engels, 2014). La posición clásica del marxismo frente al socialismo utópico, en F. Engels , Del socialismo utópico al socialismo científico (Moscú, Progreso, t. II, 1978). La crítica de

Marx a Proudhon, en Miseria de la filosofía (Aguilar, Madrid, 1969). Finalmente, es importante para la imaginación marxiana en una etapa avanzada de la vida de Marx, las Glosas marginales al Programa del Partido Obrero Alemán (Crítica al Programa de Gotha) (Moscú, Progreso, t. II, 1978). Para una contextualización de la obra de Marx y una visión general de su peripecia vital, se lee con interés y provecho la excelente biografía de Jonatham Sperber: Karl Marx. Una vida decimonónica (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2013). Algunas precisiones sobre aspectos, relevantes en nuestro texto, del pensamiento de Marx las hemos tomado de Agnes Heller, Teoría de las necesidades en Marx (Barcelona, Península, 1987) y Sociología de la vida cotidiana (Barcelona, Península, 1987). Para la influencia del positivismo en Marx es muy recomendable de Anson Rabinbach, The Human Motor. Energy, Fatigue, and the Origins of Modernity (University of California Press, 1992). La complejidad de la idea de trabajo en Marx, y las diversas tradiciones intelectuales y culturales a las que estuvo abierto, R. N. Berki, «On the Nature and Origins of Marx’s Concept of Labor» ( Political Theory 7, 1979, pp. 35-56). Sobre la aparición y desarrollo del marxismo, sus crisis y las corrientes resultantes, es una verdadera mina de información y análisis la monumental Historia del Marxismo, dirigida por Eric J. Hobsbawm en ocho volúmenes (Barcelona, Bruguera, 1979-1983). Para el revisionismo de Eduard Bernstein, puede consultarse su obra principal, Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia (México, Siglo XXI, 1982). Es muy recomendable, Lucio Colletti, «Bernstein y el marxismo de la Segunda Internacional», en Ideología y Sociedad (Barcelona, Fontanella, 1975). Un estudio clásico sobre el tema sigue siendo el de Bo Gustafsson, Marxismo y Revisionismo (Buenos Aires, Grijalbo, 1975). Para el marxismo-leninismo hay tres obras fundamentales de Lenin: ¿Qué hacer? (Madrid, Akal, 2015), El Imperialismo, fase superior del capitalismo y El Estado y la revolución (la primera en Obras escogidas, Moscú, Progreso, t. I, 1961; la segunda en ibid., tomo II). Una obra general sobre el socialismo en el siglo xx que hemos utilizado con provecho, Donald Sassoon, Cien años de socialismo (Barcelona, Edhasa, 2001). Para el nuevo revisionismo de la segunda mitad de la década de los cincuenta, C. A. R. Crosland, The Future of Socialism (Jonathan Cape, Londres, 1967). La posición marxista de Perry Anderson, en 1970, en sus Consideraciones sobre el marxismo occidental (Madrid, Siglo XXI de España, 2012). Por último, puede consultarse un artículo que escribí para la conmemoración del cincuentenario de la aparición de La formación de la clase obrera en Inglaterra, de E. P. Thompson. Este prestigioso autor resume biográfica e intelectualmente la crisis final del marxismo de manera ejemplar y su obra más famosa solo es comprensible desde esta precisa perspectiva. Fernando Díez Rodríguez, «La formación de la clase obrera en Inglaterra: E. P. Thompson y la crisis del marxismo», en Sociología Histórica 2 (2013), disponible en [ http://revistas.um.es/sh/ ].