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VICENTE LARCEL URTI
La Iglesia j la transición española
VICENTE CÁRCEL ORTI
LA IGLESIA Y LA TRANSICIÓN ESPAÑOLA
EDICEPí
ÍNDICE TESTIMONIOS PRESENTACIÓN INTRODUCCIÓN GENERAL
9 11 17
PRIMERA PARTE ANTECEDENTES REMOTOS (1939-1962)
1. 2. 3. 4. 5.
Colección: LO ETERNO Y EL TIEMPO N.35 Primera edición: Noviembre 2003 Fotocomposición:
EDICEP
PRINTED IN SPAIN I.S.B.N.: 84-7050-756-7 Depósito Legal: V-3933-2003
I. TODO EMPEZÓ CON EL CARDENAL GOMA, AL TERMINAR LA GUERRA Personalidad eclesial de Goma Primeros conflictos de Goma con el nuevo Régimen La cuestión del uso litúrgico de las lenguas catalana y vasca La carta pastoral de Goma censurada por el Gobierno La disolución de las Federaciones de Estudiantes Católicos
27 27 32 36 37 40
II. CONTINUÓ CON EL ARZOBISPO OLAECHEA EN LOS AÑOS CUARENTA
47
1. Personalidad eclesial de Olaechea 2. Contrario a la persecución religiosa republicana y a la represión política de los nacionales 3. Defensor de los detenidos políticos 4. Contrario al Referéndum institucional de 1947 5. Defensor de la familia frente a las propuestas gubernativas
47 53 55 62 67
III. CON EL CARDENAL HERRERA ORIA © by E D I C E P C.B. Almirante Cadarso, 11 / 46005 - Valencia-España Tfno.: (34) 96 395 20 45 • 96 395 72 93 FAX: (34)96 395 22 97 E-mail: [email protected] • www.edicep.com IMPRIME: GUADA Litografía SL
VALENCIA (España)
Y LOS PROPAGANDISTAS 1. Personalidad eclesial de Herrera Oria 2. Los Propagandistas y el Régimen
73 73 80
IV. CON EL CARDENAL PLA Y DENTEL EN LOS AÑOS SESENTA 1. Personalidad eclesial de Pía y Deniel
87 87
ÍNDICE
6 2. Polémicas con el ministro Secretario General del Movimiento, Solís 3. ...con el ministro de Asuntos Exteriores, Castiella 4. ... y con el ministro de Gobernación, Alonso Vega
90 98 102
V. CON LAS RESERVAS DE LOS OBISPOS AL RÉGIMEN 1. Ante el Referéndum de 1947 2. Sobre la política social y económica del Gobierno 3. Disconformidad de los obispos ante las Leyes Fundamentales
107 107 111 112
VI. Y CON EL TESTIMONIO DE SACERDOTES Y SEGLARES COMPROMETIDOS 1. Jesús Iribarren Rodríguez 2. Eugenio Merino Movilla 3. Tomás Malagón y Guillermo Rovirosa
117 117 119 126
SEGUNDA PARTE EL CONCILIO ABRIÓ NUEVOS CAMINOS (1962-1965)
1. 2. 3. 4.
I. IMPULSO RENOVADOR DEL BEATO JUAN XXIII Perfil humano y espiritual del papa Roncalli '
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que siempre fue mentor espiritual de su alma: el filósofo francés Maritain. Era antifascista por experiencia: conoció la persecución que el fascismo italiano desencadenó contra la FUCI (Federación de Universitarios Católicos), de la que el joven sacerdote Montini era capellán. Que Juan Bautista Montini viera con preocupación el levantamiento del 18 de julio de 1936 era lógico e inevitable. No porque estuviera, como es evidente, con el comunismo o con la sangrienta persecución que la República desencadenó contra la Iglesia, sino porque temía que de aquel alzamiento no surgiera una paz libre. Concluida la guerra, Mons. Montini, ya sustituto de la Secretaría de Estado vio siempre con preocupación la unión de la Iglesia española con los ejércitos vencedores. Y es sabido que se opuso tenazmente a la firma del concordato y sobre todo al apartado que ponía en manos del gobierno el control del nombramiento de los obispos. Todo esto no impedía naturalmente, que Montini tuviera un sincero cariño a España. En esto su postura era muy parecida a la de Pío XII. Tenía, como el papa Pacelli, una idea un tanto romántica de la religiosidad española, que para ambos se resumía en aquella famosa exclamación: «¡Oh, la católica España!» Apreciaba profundamente nuestra tradición católica y sentía una enorme admiración hacia santa Teresa -a la que proclamó en 1967 doctora de la Iglesia-, aunque evidentemente su estilo de espiritualidad, así como su cultura, eran franceses, más que españoles e, incluso, más que italianos. Tenía grandes amigos españoles y más que a ninguno admiraba a don Ángel Herrera a quien más tarde haría cardenal. El gran choque con las autoridades españolas se produjo con motivo del famoso telegrama del 3 de octubre de 1962. Telegrama que en España conocía todo el mundo como «el telegrama intercediendo por Grimau» cuan-
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do nada tuvo que ver con el líder comunista detenido, procesado y ejecutado en abril de 1963, siete meses más tarde del telegrama montiniano. La historia de este telegrama fue una simple petición de clemencia para un joven condenado a muerte por sus actividades en las Juventudes Libertarias y por haber colocado una bomba en la fachada del Instituto Nacional de Previsión que no produjo víctimas. Lo cierto es que sirvió para montar en España una campaña contra el entonces cardenal arzobispo de Milán. La prensa española se llenó de informaciones y editoriales sabiamente orientados desde el Ministerio de Información. ¿Se esperaba con ello crear un escándalo que impidiera la subida de monseñor Montini al trono de san Pedro en un futuro próximo? Éstos eran los cálculos que alguien se hizo en el Ministerio español de Asuntos Exteriores. Pablo VI, ya de Papa, muy repetidas veces mostró su interés y su cariño por España y su pueblo, pero mantuvo siempre una fuerte reticencia hacia el gobierno de Franco y en algunos casos se enfrentó dramáticamente con él, sobre todo con motivo de las ejecuciones ocurridas poco tiempo antes de la muerte de Franco, en septiembre de 1975. Pero hay algo que nunca agradeceremos suficientemente los católicos españoles a Pablo VI: — él fue, tenazmente el impulsor de la renovación conciliar de nuestra Iglesia; — el inspirador de la progresiva separación entre nuestra Jerarquía y el Estado; — el renovador cuidadoso de los miembros que componían nuestro episcopado, no en una dirección política sino pastoral. Pablo VI, que estudiaba uno por uno todos los nombramientos episcopales en el mundo entero, multiplica-
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ba este cuidado e interés en lo que a España se refería. Cuidaba de estar siempre perfectamente informado de España, no sólo a través de los informes que le pasaba la nunciatura, sino a través de otros que se buscaba permanentemente la Secretaría de Estado y de constantes diálogos con los obispos españoles. Se informaba de los menores problemas, seguía con pasión la marcha de nuestras diócesis, sufrió con la crisis de nuestra Acción Católica -calificó de «tragedia» la dimisión forzada de los consiliarios en 1966- y se alegró con todas las noticias que le llegaban sobre la positiva aplicación del Concilio. Creyó siempre radicalmente en la profundidad de nuestro catolicismo, que era, para él, uno de los más arraigados -si no el más- de nuestro continente y aun del mundo. Sufría sabiendo que en España no se le quería y hubiera hecho cualquier cosa por evitarlo. Proyectó varios viajes a España y sólo le detuvo el miedo a que su venida se utilizase políticamente. 2. Pablo VI y Franco En 1939, para celebrar la victoria de los nacionales, la Santa Sede, por medio de monseñor Montini, organizó con extraordinaria solemnidad un Te Deum en la iglesia del Gesú en Roma3. Creo que es la primera vez que el nombre del futuro Pablo VI aparece relacionado con el Régimen de Franco. Casi cinco lustros después, el domingo 7 de octubre de 1962, el cardenal-arzobispo de Milán pedía clemencia al general Franco en favor de varios estudiantes, condenados a muerte por sus actividades políticas violentas. Creo que fue la última vez que el nombre de Mons. Montini aparecía relacionado con el mismo Régimen. 3. L. SUÁREZ FERNÁNDEZ, Francisco Franco y su tiempo (Azor, colección de estudios contemporáneos) (Madrid, Fundación Nacional Francisco Franco, 1984), III, p. 77.
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Pocos meses después, ya no sería Mons. Montini sino Su Santidad Pablo VI quien mantendría una relación muy directa e intensa con la España de Franco. ¿Qué relaciones mantuvieron el Papa y Franco? «Externamente buenas, pero nada más que externamente buenas. Incluso cuando hablaba con Franco, hablaba muy bien del Papa»4. En sus mensajes de fin de año de 1964 y 1965 Franco elogió la obra del Concilio y de Pablo VI como una «inteligente y oportuna puesta al día», fruto de «la divina inspiración, origen de la eterna lozanía de la Iglesia»5. Franco elogió también la encíclica Populorum progressio con estas palabras: «Me ha gustado muchísimo, más que otras que tanta sensación causaron a la humanidad. Ésta es una de las mejores, pues toca con valentía muchas cuestiones de gran importancia para el bien de la humanidad, señalando obligaciones ineludibles de los países ricos para con los subdesarrollados. (...) Desde luego, repito que me ha entusiasmado la encíclica por lo bien que expresa todos los problemas que afectan a la humanidad, señalando soluciones» 6.
Pablo VI dijo al ministro de Justicia, Antonio María Oriol, que la fidelidad de Franco a la Iglesia le consolaba y animaba7, y tres años después, en la carta que le dirigió en 1968 pidiéndole que renunciara a la intervención del Estado en los nombramientos de obispos, le testimonió a Franco el debido aprecio por la gran obra que había llevado a cabo en favor de la prosperidad material y moral de la nación española y por su interés eficaz en el resurgimiento de las instituciones católicas después de la Guerra Civil. 4. Afirmación del cardenal Tarancón, que puede verse en sus Confesiones (Madrid, PPC, 1996) p. 256. 5. Ibid. 6. F. FRANCO SALGADO-ARAUJO, o.c, pp. 501-502. 7. L. SUÁREZ FERNÁNDEZ, o.c, p. VII, p. 252.
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Franco y su Gobierno se hallaban reunidos en Consejo de Ministros, celebrado en Barcelona, la mañana del 21 de junio de 1963, cuando supieron que el cardenal Montini había sido elegido por el Sacro Colegio Cardenalicio sucesor de Juan XXIII y había tomado el nombre de Pablo VI. «La noticia preocupa, por los recientes telegramas del entonces cardenal Montini. El propio Franco, comenta, con cara larga: "Un jarro de agua fría"»8. Sin embargo, López Rodó afirma que algunos ministros mostraron su preocupación por la actitud que adoptaría el nuevo pontífice con respecto a España al no haber sido atendido su telegrama en el que pedía clemencia para el comunista Grimau, que fue ejecutado 9. Franco cortó los comentarios diciendo: «Ahora, ya no es el cardenal Montini; ahora, es el papa Pablo VI»10. Y Lora Tamayo, ministro de Educación y Ciencia, que asistió a dicho Consejo de Ministros, comentó: «Así nos invitaba a olvidar incidentes anteriores, en reconocimiento de la suprema jerarquía de la Iglesia, que de tal modo respetaba»11. No fueron, sin embargo, buenas las relaciones con la Santa Sede durante el pontificado de Pablo VI. El momento de mayor tensión se registró el 12 de enero de 1973 cuando el ministro de Asuntos Exteriores, López Bravo, fue recibido en audiencia por el Papa y le hizo entrega de una carta personal de Franco, a la que me re8. Esto lo dice Manuel Fraga, que era ministro de Información y Turismo y fue quien dio la noticia de la elección del nuevo Papa a los ministros (Memoria breve de una vida pública, Barcelona, Planeta, 1980, p. 77). Este comentario del que entonces era ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, se refería a la intercesión anteriormente aludida 9. Pero esto no es cierto, porque nada tuvo que ver la intervención del cardenal Montini con el «caso Grimau», que muchos autores confunden con el de un estudiante catalán. El caso Grimau estalló ante la opinión pública mundial a mediados de abril de 1962. Grimau fue ejecutado en 1962. 10. L.LÓPEZ RODÓ,Memorias I, p. 384. 11. Ibid.
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feriré más adelante, acompañada de un extenso memorándum. Al ser nombrado, cinco meses después, ministro de Asuntos Exteriores, López Rodó pensó que debía hacer todo lo posible por evitar el endurecimiento de las posturas recíprocas de la Iglesia y del Estado, sin perjuicio de la firmeza del gobierno en aquellos casos en que estuviera plenamente asistido de la razón. No le parecía lógico que Franco, al final de sus años, se colocara en una posición de enfrentamiento con la Iglesia, cuando su postura habitual y su trayectoria más constante había sido justamente la contraria. El pontificado de Pablo VI (1963-1978) coincidió con los últimos doce años del Régimen de Franco y con los tres primeros años de la llamada transición política. Es decir, con los tres lustros cruciales de nuestra más reciente historia, que marcaron el paso del gobierno personal a la monarquía constitucional. Caballo de batalla durante muchos años fue el privilegio de presentación de obispos, directamente afectado por un decreto conciliar que pidió a las autoridades públicas que renunciaran a él, de acuerdo con la Santa Sede. De los otros privilegios en favor de la Iglesia y renunciables, el que de hecho se presentó a mayor discusión por interferencia de competencias fue el del fuero privilegiado del clero. Dada la necesidad de reformar el sistema concordatario vigente reconocida unánimemente por todos, se planteó la cuestión del cómo y cuándo. En orden a insertar en el ordenamiento español el principio de libertad religiosa, se hizo como hemos visto, previo acuerdo con la Santa Sede, mediante la reforma de nuestras Leyes Fundamentales, sin aguardar a una revisión total del concordato. Respecto a los demás puntos, especialmente el de los nombramientos episcopales, las posiciones oficiales del Vaticano y Madrid fijaron el cuándo
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y el cómo en forma diversa. Por parte de la Santa Sede, se proponía, primero, la renuncia al privilegio de presentación mediante su transformación en prenotificación oficiosa de los nombramientos episcopales y después se pasaría a la revisión del concordato. Así lo reflejó la carta que el 29 de abril de 1968 dirigió Pablo VI al Jefe del Estado. Contestando, Franco, en carta del 12 de junio de 1968, consideró el privilegio de presentación como parte fundamental del pacto solemne con la Santa Sede y, por tanto, se aceptaría su renuncia, no antes, sino simultáneamente y dentro de la revisión y puesta al día de todo el concordato. Fijadas inicialmente las posiciones y mantenidas en el fondo inalterables después de numerosas manifestaciones, sea de autoridades oficiales sea de particulares en la prensa en pro de una u otra posición, la vía elegida mientras vivió Franco fue la de revisar el concordato entero a una con el privilegio de presentación. Así se reflejó en el «Anteproyecto oficial de revisión del concordato». Las negociaciones fueron largas y complejas. Cuando murió Franco no se había llegado a resultado alguno concreto. La carta de Pablo VI a Franco decía: «Al Excelentísimo Señor Don Francisco Franco Bahamonde, Jefe del Estado Español. Nuestra responsabilidad de Pastor Universal y el amor que profesamos a esa noble y católica Nación, Nos inducen a dirigirnos personalmente a Vuestra Excelencia para exponer una cuestión delicada que tiene importancia en la vida de la Iglesia en España. Bien conoce Vuestra Excelencia que el concilio Ecuménico Vaticano II dirigió un ruego ardiente a aquellos Gobiernos que, por convención o costumbre, gozan de derechos o privilegios de elección de presentación o de designación para el cargo del Episcopado, a fin de que quieran renunciar a los mismos espontáneamente, de acuerdo con esta Sede Apostólica. Tal deseo se refiere, naturalmente también a España, que se encuentra en legítima posesión de los mencionados privilegios los cuales,
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sin embargo, no están en armonía con la nueva mentalidad que el Concilio ha interpretado, más que creado, en esta materia. En efecto, en el mundo católico es ya aspiración común de los Obispos, del Clero y de los seglares que la Santa Sede pueda proceder con plena libertad e independencia a nombrar y a instituir a los Obispos y, en este sentido, también en esa Nación se manifiestan fuertes y claras corrientes de la opinión pública. Estimulado Nos mismo por el deseo que expresaron los Padres Conciliares y convencido de interpretar los verdaderos intereses de España, no menos que los de la Iglesia católica, hacemos un llamamiento a Vuestra Excelencia y al Gobierno Español, que justamente se glorían de sus sentimientos católicos, para que quieran dar un ejemplo luminoso de plena uniformidad con las enseñanzas y peticiones de la Iglesia renunciando, antes de una posible revisión del Concordato, a privilegios que fueron concedidos por los grandes méritos religiosos de esa Nación, pero que ya no corresponden al espíritu ni a las exigencias de los tiempos, y dejando a la Santa Sede la libertad de proceder a la elección y al nombramiento de Obispos Españoles sin observar los vínculos ahora vigentes. De un rasgo tan noble derivarían ciertamente un nuevo y gran mérito para Vuestra Excelencia y su Gobierno y asimismo, de ellos estamos convencido, un prestigio ulterior para el catolicismo de la Nación Española ante el mundo. Vuestra Excelencia puede estar bien cierto de que la Santa Sede, por su parte, al hacer los nombramientos episcopales no tendrá otras miras que las de la prosperidad religiosa y espiritual cada vez mayor de esa Nación por Nos tan querida; y, en todo caso, la Santa Sede se encuentra dispuesta a comprometerse a notificar previamente y reservadamente al Jefe del Estado y al Gobierno el nombre del designado para el cargo de Obispo residencial afinde saber si no tienen que oponer al mismo objeciones precisas de carácter político general. Abrigamos la confianza de que Vuestra Excelencia, cuya filial devoción a la Iglesia y a esta Sede Apostólica conocemos, con alto sentido del mayor bien espiritual de la católica España, tendrá a bien acoger Nuestra respetuosa y esperanzada propuesta. No queremos dejar pasar esta ocasión histórica sin testimoniar a Vuestra Excelencia el debido aprecio por la gran obra llevada a cabo en favor de la prosperidad material y moral de la Nación Española y por su interés eficaz en el resurgimiento de las instituciones católicas después de las ruinas de la trágica y luctuosa crisis de la Guerra Civil y de-
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seamos asegurarle, con la expresión de Nuestra benevolencia, Nuestra Bendición Apostólica para Vuestra Excelencia, para su ilustre Familia y para toda la fidelísima Nación Española. El Vaticano, 29 de abril de 1968. Paulus PP. VI»12.
En su respuesta, Franco le expuso al Papa las razones por las que prefería que se hiciera una revisión total del Concordato antes de renunciar unilateralmente al privilegio de presentación de obispos. «Santísimo Padre: Vuestra venerada carta de 29 de abril último sobre tema de tanta trascendencia como es el de los nombramientos episcopales ha merecido por mi parte la másfilialacogida y detenida reflexión. El llamamiento paternal de Vuestra Santidad, reiterando el ruego formulado a este propósito por el II concilio Vaticano, ha de encontrar un inmediato eco en mi ánimo de fiel hijo de la Iglesia, sin olvidar aquellos imperativos de orden legal y político que atañen a mi deber y responsabilidad de gobernante y que respetuosamente someto a Vuestra consideración. El antiguo Derecho de Presentación para las sedes episcopales en España -reconocido a nuestros reyes en atención a la misión apostólica que la propia Iglesia les encomendó- fue modificado en su esencia por el Convenio de 1941 al trasformarse en un verdadero sistema de negociación, incorporado luego al Concordato de 1953, dentro de un contexto jurídico que establece recíprocos derechos y obligaciones. Este sistema, a nuestro juicio, ha sido compatible con la libertad de la Iglesia no sólo por los términos en que está regulado sino por la aplicación práctica de los mismos, inspirada siempre en el máximo respeto a los derechos y aun a los deseos de la Sede Apostólica. Por otra parte, no puede olvidarse que siendo el procedimiento para las designaciones episcopales en España parte fundamental de un pacto solemne entre la Santa Sede y el Estado español, como es el Concor12. P. V. AIMONE-BRAIDA, L'intervento dello Stato nelle nomine dei Vescovi con particolare riferimento a paesi non concordatari de 11'Europa occidentale (Roma, Cittá Nuova, 1978, pp. 74-77), y L. LÓPEZ RODÓ, Testimonio de una política de Estado (Barcelona, Planeta, 1987), pp. 216-218, y mi libro Pablo VI y España,pp.853-854.
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dato vigente, cualquier modificación, en virtud del Ordenamiento Jurídico español, necesita, además de la aprobación del Gobierno, el concurso de las Cortes. En cuanto a la opinión pública española a que se refiere la venerada carta de Vuestra Santidad -opinión que he de apreciar en su conjunto y cuyas diversas reacciones conozco por llevar tantos años al frente del Gobierno- estoy seguro de que no aprobaría una renuncia unilateral por parte del estado sin que al mismo tiempo se revisen aquellos otros puntos que, siguiendo las orientaciones de la Gaudium et spes, puedan constituir impedimento para el testimonio cristiano que reclama la sensibilidad del mundo actual. En estas circunstancias, mi Gobierno, sintiéndose intérprete de la Nación española y deseoso de acoger el ruego de Vuestra Santidad, está dispuesto a llegar a una revisión de todos los privilegios de ambas potestades dentro del espíritu de la Constitución conciliar antes citada y en consonancia con la declaración hecha pública a este propósito por nuestro Episcopado. Por las razones expuestas, confilialsinceridad y sin ningún apego personal a privilegios ni honores que puedan empañar el testimonio de mi fe católica ni de mi devota adhesión a la Cátedra de Pedro, estimo, Santísimo Padre, que una revisión y puesta al día del vigente Concordato perfeccionaría, después del segundo concilio Ecuménico Vaticano, las buenas relaciones felizmente existentes entre la Iglesia y el Estado Español. Con honda emoción he de agradecer a Vuestra Santidad la Bendición Apostólica para mí, para mi familia y para toda la Nación española que acompaña a su venerada carta, así como las palabras que dedica a la labor realizada por mis Gobiernos desde el día, venturosamente ya lejano, en que hube de tomar las armas como último recurso para detener la disolución misma de la sociedad civil y para "defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la Religión", en frase de Vuestro preclaro antecesor el papa Pío XI. Al tener el altísimo honor de poner esta carta en manos de Vuestra Santidad, me complace reiterar mi devota adhesión al Vicario de Cristo y solicitarfilialmentela Bendición Apostólica. Muy Santo Padre de Vuestra Santidad devotísimo hijo F. Franco»13.
13. lbid.
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Franco abogó siempre personalmente con benevolencia y discreción por la concordia en las relaciones Iglesia-Estado. Podrían citarse muchos hechos significativos, pero quizá el mayor de todos ellos fue el del llamado «caso Añoveros». El cardenal Tarancón, elogió en numerosas ocasiones, tanto en conferencias públicas como en programas de Televisión y en diversos libros -incluidas sus Confesiones-, el amor a Dios y a España de Franco «a quien sinceramente queríamos y admirábamos» 14. En los últimos quince años de su Régimen, cuando algunos sectores eclesiásticos comenzaron a promover el cambio político, la actitud de Franco hacia la Iglesia no varió. En su mensaje navideño de 1972 dijo: «Nuestro Gobierno, acorde con los sentimientos católicos de la casi totalidad de los españoles, ha mantenido invariablemente a lo largo de más de siete lustros su actitud de respeto y cooperación hacia la Iglesia. Todo cuanto hemos hecho y seguiremos haciendo en servicio de la Iglesia, lo hacemos de acuerdo con lo que nuestra conciencia cristiana nos dicta, sin buscar el aplauso ni siquiera el agradecimiento» l5.
Pocos días más tarde, hubo un nuevo intercambio epistolar entre el general y el Papa a propósito de la situación española. Franco envió al Papa -a través de su ministro de Asuntos Exteriores, Gregorio López Bravouna larga carta en la que expuso su profunda preocupación por la grave situación de la Iglesia en España y las repercusiones que tiene en la vida socio-política de la nación.
14. Así lo dijo expresamente en la homilía de la misa corpore insepulto, celebrada en la capilla del Palacio del Pardo el 20 de noviembre de 1975 (B.O. de la Archidiócesis de Madrid-Alcalá, 1 y 15 diciembre 1975, pp. 801-802). Puede verse también en el apéndice de este libro. 15. El mensaje fue difundido por la prensa nacional y publicado en Vida Nueva, n.864,p.8.
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«Madrid, 29 de diciembre de 1972. Al Sumo Romano Pontífice Su Santidad Pablo VI Santísimo Padre: Desearía confiar a Vuestra Santidad ciertas graves preocupaciones que llenan mi espíritu y que se refieren a la situación espiritual del pueblo español y a las relaciones entre la Iglesia y el Estado en España. Desgraciadamente -como bien lo sabe Vuestra Santidad- España no está inmune, como quizá no lo esté ningún país, de los males que aquejan a la Iglesia, aunque también aquí, como en otras partes del mundo, se den frutos espléndidos de su acción. Si bien como católico pudiera exponer mis opiniones sobre lo que mira al bien de la Iglesia, no desearía incurrir, ni en apariencia, en intromisión en la esfera eclesiástica; pero sí entra en el campo de mi responsabilidad y de mi conciencia poner de manifiesto una causa concreta de confusión y deterioro espiritual en España, con profundas repercusiones en la paz civil, y pedir que desde la jerarquía de la Iglesia se la combata con medios eficaces. Me refiero al afán de algunos eclesiásticos y de ciertas organizaciones, que se llaman apostólicas, de convertir a la Iglesia en instrumento de acción política. Preocupados con objetivos temporales, creen poder conseguirlos entrando en franca hostilidad con el Estado; esta tendencia se agrava a menudo por la fascinación de la violencia, característica de nuestros días, que llega a hacerlos participar en acciones subversivas o a tomar público partido a favor de los que vulneran el orden público y la integridad de la sociedad y del Estado, como si éste fuera un enemigo. Tales conductas resultan particularmente injustas cuando las asociaciones que las practican disfrutan un Régimen concordatario de privilegio, o cuando los ciudadanos que colaboran con ellas aparecen ante el pueblo revestidos de las órdenes sagradas, y, mientras por un lado atacan al Estado y a sus instituciones, por otro, invocando la autorización previa que establece el Concordato, impiden a la autoridad judicial esclarecer los hechos revestidos de indicios racionales de culpabilidad para hacer justicia por delitos comunes. Finalmente, completan este ingrato panorama aquellos eclesiásticos de diversa jerarquía y relación con la vida de nuestro pueblo que, obcecados por una imagen falsa y prefabricada de España y especialmente de su historia reciente, pronostican la ruptura de la continuidad de la vida política de mi país y propugnan medidas oportunistas de distanciamiento e in-
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cluso oposición partidista al gobierno. Quizá con ello quieren aplicar la teoría, nacida en países distintos del mío, de que la Iglesia necesita buscar en nuevos sectores sociales nuevos seguidores, lo que me parecería natural siempre que ello no sea una arriesgada operación, cuyos resultados pudieran limitarse al alejamiento de los que siempre han creído en ella. Estos factores patológicos se oponen no sólo a la doctrina tradicional sobre las relaciones de la Iglesia con los Estados sino también a la formulación de la misma hecha por el concilio Vaticano II. Ellos han creado un clima de malestar y falta de colaboración entre la Iglesia y el Estado, lo que no impide que por parte de la Iglesia se haga uso sistemáticamente estricto de sus derechos, civiles, económicos, fiscales y concordatarios, como lo demuestran las ciento sesenta y cinco denegaciones de autorización para el procesamiento de clérigos durante los cinco últimos años, muchas de ellas en asuntos muy graves, que suponen verdadera complicidad con movimientos separatistas, olvidando la estrecha relación que siempre existió en España entre la unidad nacional y la unidad religiosa. Repercusiones de este espíritu de distanciamiento, tan lejano de la sana cooperación, pueden hallarse igualmente en ciertas indudables extralimitaciones de la Conferencia Episcopal, órgano hoy día tan importante para las relaciones entre la Iglesia y el Estado, que contrastan con anteriores pronunciamientos de la Jerarquía española sobre asuntos de grave trascendencia nacional, tomados siempre por propia iniciativa, como fue la Carta colectiva de los obispos españoles a los de todo el mundo con motivo de la guerra en España, de fecha 15 de agosto de 1937, y otros que pudiera citar. Bien sé -y lo ha recordado Su Eminencia el cardenal secretario de Estado en carta que dirigió a mi embajador ante Vuestra Santidad el 11 de julio pasado- que a las Conferencias Episcopales no compete un poder jurisdiccional vinculante, sino que tienen como finalidad la orientación y la coordinación de la actividad pastoral, y que sus estatutos, por otra parte, no han recibido aún la aprobación definitiva. Pero es una realidad que algunos de sus miembros sienten hoy una irreprimible tentación de dedicar su actividad a materias que no les competen, y de las que normalmente sólo tienen un conocimiento superficial, sin que de ello se derive a mi entender beneficio para las almas, antes al contrario, detrimento de la deseable concordia en las relaciones de la jerarquía con el gobierno. Se confirma, una vez más, la trascendencia de la función seleccionadora de quienes deben desempeñar la altísima mi-
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sión episcopal, proceso en el que mis gobiernos han colaborado con la Santa Sede para encontrar los candidatos más idóneos, resultando en bien de la Iglesia el conocer los reparos que pudiera tener el jefe del Estado, en el ejercicio de su derecho de presentación. Por contraste, la actitud del Estado español respecto a la Iglesia no puede ser más correcta ni más clara; pero no puede el Estado defender a la Iglesia de sus propias divisiones internas, hoy tan marcadas. Nuestras Leyes Fundamentales proclaman que (la nación española considera como timbre de honor el acatamiento de la ley de Dios, según la doctrina de la Santa Madre Iglesia, Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación). De acuerdo con este precepto constitucional y su ordenamiento jurídico complementario, la Iglesia ve amparados sus derechos para el cumplimiento de su misión y personalmente me he ocupado siempre de que pueda ejercerlos en un contexto de libertad. Me doy cuenta, Santísimo Padre, de que problemas como los que relato, y que quizá no sean plenamente conocidos por Vuestra Santidad, puedan afligir dolorosamente Vuestro corazón. Yo también debo con frecuencia contener mi amargura ante muestras de ingratitud de eclesiásticos de diversas categorías, a pesar de los servicios prestados a la Iglesia por los gobiernos españoles. Como Jefe de Estado de esta nación católica y fiel al Pontífice de Roma que es España, movido por mi propia fe personal y por amor al pueblo que gobierno, confío al corazón paterno de Vuestra Santidad mi esperanza de que esta causa de confusión y discordia sea contenida, se evite el escándalo de grandes sectores de nuestra sociedad y la división espiritual de nuestro pueblo, y se corrijan las intromisiones de la jerarquía en cuestiones políticas, haciendo justicia a las responsabilidades del Estado en su esfera. En el mismo espíritu, Santísimo Padre, pido vuestra alta y venerada inspiración para mantener y garantizar para el futuro la sana cooperación entre el Estado español y la Iglesia, fuente segura de bienes para nuestro pueblo. Mi ministro de Asuntos Exteriores, a quien confío esta carta, podrá dar a Vuestra Santidad cuanta información ampliatoria quiera pedirle. Muy Santo Padre de Vuestra Santidad devotísimo hijo, Francisco Franco»16. 16. L. LÓPEZ RODÓ, Testimonio, pp. 218-220, ÍDEM, Memorias III, pp. 654656, y mi libro Pablo VIy España, pp. 855-857.
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La respuesta del Papa tardó en llegar seis meses. Fue también una carta larga y muy pensada: «Al Excelentísimo Señor Don Francisco Franco Bahamonde Jefe del Estado Español La visita que nos hiciera su ministro de Asuntos Exteriores, el día 12 de enero del presente año, ha adquirido relieve especial por la carta autógrafa de Vuestra Excelencia, que él depositó en nuestras manos juntamente con otros numerosos documentos. Queremos ahora asegurar a Vuestra Excelencia que la hemos recibido y considerado con la atención y respeto debidos a las altas intenciones que le han movido a abrirnos su ánimo, en una materia que llevamos tan dentro de nuestro corazón. En el período de tiempo transcurrido desde entonces, hemos continuado siguiendo con inmutable afecto y siempre con atenta solicitud el desarrollo de la vida de la Iglesia en esa nación tan querida para Nos. Por nuestra parte, desearíamos exponer ahora a Vuestra Excelencia nuestro pensamiento, al mismo tiempo que le manifestamos nuestros sentimientos de estima hacia su persona y de intenso afecto hacia todo el pueblo español. Nos es grato recordar cómo durante el pasado año, en ocasión de la tradicional visita "ad limina", hemos tenido el gozo de encontrar a muchos obispos de ese país. Examinando sus relaciones sobre el estado de las respectivas diócesis, escuchando y preguntando a tan dignos pastores, ha sido toda la España católica la que hemos visto como desfilar ante Nos: nombres ilustres de ciudades y de instituciones que han evocado en nuestro espíritu memorias de noble historia cristiana, de ínclitas generaciones de santos y misioneros; imágenes de belleza en toda la variedad de regiones, de tradiciones, de monumentos de arte y de fe. Pero era además -y quisiéramos decir sobre todo- la España de hoy la que se nos presentaba delante en el cuadro vivo de su gente, dedicada con fervor a las actividades, que los tiempos modernos exigen con urgencia para la vida del espíritu no menos que para la otra material. Es precisamente esta vitalidad espiritual del pueblo español -que, tal como nos ha parecido, no desmerece de las grandes tradiciones del pasado- a la que deseamos rendir homenaje. En efecto, no podemos ocultar a Vuestra Excelencia nuestra satisfacción al ver a la Iglesia en España empeñada en llevar a la práctica la renovación deseada por el concilio Ecuménico Vaticano II. Hemos po-
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dido comprobar el esfuerzo generoso que el Episcopado español está poniendo en esta labor, para dar una respuesta adecuada a los problemas pastorales planteados por los profundos cambios de la sociedad, según las características de ese país. Queremos asegurar a Vuestra Excelencia que la Santa Sede no cesa de seguir con atención esta acción de los obispos, con el debido respeto a sus responsables iniciativas, fruto de decisiones pastorales tomadas a veces no sin afán. En medio de este cuadro de actualización y de búsqueda es cierto que la Iglesia en España -como por lo demás en otros países- se halla ante perspectivas nuevas e, inspirándose en las normas conciliares, siente la necesidad de afrontarlas, con la autonomía que compete a su misión religiosa. Por su parte, Vuestra Excelencia ha creído deber manifestar la preocupación de que en este aspecto no queden suficientemente salvaguardadas las prerrogativas del Estado: piensa Vuestra Excelencia que ha llegado el momento para una más clara delimitación de los campos que corresponden a la acción propia del mismo Estado y de la Iglesia. Por lo que se refiere a esta auspiciada clarificación, Nos estamos de acuerdo -lo mismo ahora que en el pasado- y estamos también dispuesto a dar nuestra contribución para realizarla -en armonía con los principios del Concilio-, abrigando el ferviente deseo de que la Iglesia en España, en consonancia con su propia misión e incumbencia, pueda cooperar con el Estado al bien común del pueblo español. Del mismo modo, en cuanto a las relaciones de esta Sede Apostólica con España, nos sentimos en el deber de afirmar ante Vuestra Excelencia que su disposición no ha cambiado en absoluto: sigue teniendo como sello característico un sincero deseo de amistosa cooperación. Esta actitud de la Santa Sede supone fidelidadrigurosaa la norma de no interferir, por su parte, en la soberanía y autonomía del Estado español y a la vez significa también buena voluntad de resolver las cuestiones pendientes, entre ellas el problema de la revisión del Concordato (como lo confirmaba nuestro secretario de Estado en la carta que dirigió al señor embajador don Antonio Garrigues, en fecha 11 de julio de 1972). Pero no es nuestra intención entretener ahora a Vuestra Excelencia sobre este argumento, ni tampoco sobre otras cuestiones apuntadas en su carta o expuestas en la documentación de su ministro de Asuntos Exteriores; Vuestra Excelencia permitirá que tales cuestiones puedan ser tratadas mediante contactos entre el Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia con el mismo ministerio, al que se tiene intención
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de hacer conocer, del modo debido, el punto de vista de la Santa Sede sobre las acusaciones y las quejas dirigidas a la Iglesia y, a través de ésta, a la misma Santa Sede por algunos fenómenos señalados en la vida eclesiástica española, los cuales, por el contrario, hay que imputar más bien, en no poca medida, a las corrientes ideológicas que turban la sociedad moderna. La Iglesia no es ciertamente indiferente a tales fenómenos: trata de seguirlos según sus posibilidades y su competencia, con elfinde que no lleguen a prejuzgar el bien espiritual y civil de las nuevas generaciones, a las cuales dirige las solicitudes de su magisterio y la asistencia de su ministerio pastoral. Una preocupación sin embargo nos apremia más en estos momentos y no quisiéramos demorarnos ulteriormente en confiarla a Vuestra Excelencia: se trata de las diócesis todavía vacantes, que nos gustaría ver provistas rápidamente. En esta importantísima materia, como en todas las demás disposiciones de carácter eclesiástico referentes a España -queremos repetirlo una vez más a Vuestra Excelencia- la Santa Sede no abriga otra intención que la de inspirarse únicamente en criterios pastorales: la elección de los candidatos al episcopado quiere obedecer a la consideración del bien superior de las almas, sin otra clase de miras. Es al porvenir de la Iglesia en España donde queremos volver la mirada: por encima de los motivos de temor, creemos que prevalecen los signos de la esperanza. Dejando atrás -y, si es necesario, olvidándolo- cuanto en algunos episodios concretos haya podido turbar la serenidad y la concordia de los espíritus en el campo religioso, Nos quisiéramos -y estamos seguros de hallar eco profundo en Vuestra Excelencia- ver a todos empeñados en instaurar un ambiente sanamente constructivo, dentro del cual el pueblo español pueda moverse unido hacia horizontes altos y tranquilizadores. Presentamos al Señor estos votos en nuestras oraciones por España; los confiamos también al espíritu de ponderación y a la inspiración cristiana de Vuestra Excelencia, con la seguridad de que buscará el modo de favorecer su cumplimiento, mientras de corazón le otorgamos nuestra bendición apostólica. Del Vaticano, 31 de julio de 1973. Paulus PP. VI»I7. 17. L. LÓPEZ RODÓ, Testimonio, pp. 225-227, ÍDEM, Memorias III, pp. 680686, reproduce la carta en fotocopia de su original; en mi libro Pablo VI y España, pp. 857-858.
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Para complacer al Papa o a petición de éste, Franco concedió frecuentes indultos especiales. El primero de ellos con motivo del Año Santo 1950, pero en septiembre de 1975 sólo indultó a seis de los once condenados a muerte por delitos de terrorismo; los otros cinco fueron ejecutados. Pero esto ocurrió, según testimonio del cardenal Tarancón porque no se permitió que Pablo VI hablara personalmente con Franco: «Si Pablo VI habla con Franco, los indulta. ¡Claro que los indulta! Conociendo a Franco eso está más claro que el agua» 18 . Después sabemos que le escribió una carta personal a Pablo VI pidiéndole perdón por no haber podido acceder a su petición. En su último mensaje dirigido a los españoles y considerado como su testamento espiritual, hecho público tras su muerte, dejó escrito: «Quiero vivir y morir como católico. En el nombre de Cristo me honro y ha sido mi voluntad constante ser hijo fiel de la Iglesia, en cuyo seno voy a morir». Éstas y otras muchas expresiones del mensaje fueron glosadas por muchos obispos en sus homilías después de la muerte de Franco. En los funerales los obispos diocesanos hicieron pública su gratitud a Franco, alabaron la ejemplaridad de su vida privada, su testimonio de fe, su amor a la Iglesia, su servicio eficaz a España con inspiración cristiana y resaltaron sus actitudes religiosas y morales 19 . «Los testimonios episcopales constituyen un inusitado florilegio que, en algún caso, alcanza calidad hagiográfica», escribió monseñor Guerra Campos 20 .
18. Cfr. Pablo VI y España. Giornate di studio. Madrid 20-21 maggio 1994 (Brescia 1996), p. 256. 19. Las homilías de los obispos publicadas en sus boletines oficiales fueron recogidas en el B.O. del Obispado de Cuenca, febrero 1976, pp. 63-104. 20. J. GUERRA CAMPOS, l a Iglesia en España (1936-1975). Síntesis histórica: «B.O. del Obispado de Cuenca» n. 5, mayo 1986, pp. 101-195. La cita está en la p. 31.
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3. Discurso de Pablo VI en 1969 La situación religiosa española se agravó sensiblemente a partir de 1968 porque los problemas de los seglares llegaron también al clero y porque las tensiones intra-eclesiales, sobre todo entre sacerdotes y obispos, comenzaron a salir a la luz pública. El 24 de junio de 1969, Pablo VI, en su discurso dirigido a los cardenales de la Curia Romana, que acudieron a felicitarle con motivo de su fiesta onomástica, recomendó a los obispos españoles que dialogaran con sus sacerdotes especialmente con los jóvenes. Las palabras que Pablo VI dirigió expresamente a España, en el mensaje que venimos comentando, fueron las siguientes: «Permitidme dirigir un pensamiento de paternal afecto, no exento de cierta inquietud a España, a nuestros venerados hermanos en el orden episcopal; a los hijos, especialmente queridos, a quienes la ordenación sacerdotal ha hecho igualmente hermanos nuestros y colaboradores en el ministerio de la salvación; al mundo obrero, a los jóvenes y a todos los ciudadanos de aquella nación. Determinadas situaciones no dejan a veces indiferentes a nuestros hijos y provocan en ellos reacciones que, desde luego, no pueden encontrar suficiente justificación en el ímpetu del ardor juvenil, pero que, sin embargo, pueden al menos sugerir una indulgente comprensión. Deseamos de verdad a este noble país un ordenado y pacífico progreso, y para ello anhelamos que no falte una inteligente valentía en la promoción de la justicia social, cuyos principios ha perfilado claramente la Iglesia. Así pues, rogamos a los obispos -de quienes nos consta su laudable empeño en el anuncio del Evangelio- que realicen también una incansable acción de paz y distensión para llevar adelante, con previsora clarividencia, la consolidación del reino de Dios en todas sus dimensiones. La presencia activa de los pastores en medio del pueblo -y deseamos ardientemente que esta presencia pueda darse también pronto en las diócesis vacantes-, su acción, siempre inconfundible, de hombres de Iglesia lograrán evitar la repetición de episodios dolorosos y conducirán -estamos seguros- por el cardenal Daniélou, podríamos de-
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cir que el peor envilecimiento de la Iglesia sería el "justificar" ciertas situaciones que se crean de hecho cuando su misión es la de juzgarlas. Enviamos a todos los sacerdotes nuestra paternal bendición, Junto con una palabra de estimulo, de aliento, de cordial felicitación, expresando el deseo de que tengan siempre nítida ante sus ojos la visión de sus primordiales deberes, actuando en estrecha unión con sus obispos» 21.
Este discurso provocó comentarios encrespados en las primeras horas. La prensa de aquellos días presentó una colección de opiniones que iban desde el insulto apenas contenido hasta la reflexión acogedora, pasando por el silencio incomprometedor, y por ello comprometido, o la manipulación más o menos bienintencionada. La reacción de ciertos sectores de la prensa española contra el Papa, o contra los que informaban al Papa, fue muy violenta. Aquel discurso fue motivo de reflexión para los obispos y contribuyó a hacer sentir la necesidad de establecer un diálogo más decidido con el clero. Más adelante, este diálogo encontró su expresión en la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes de 1971. En aquel verano de 1969 se produjeron acontecimientos de tanta importancia como la llegada del hombre a la Luna o, en el plano nacional, la designación del príncipe de España, don Juan Carlos, como sucesor de Franco en la Jefatura del Estado, que el discurso de Pablo VI quedó en un primer momento como olvidado. El paso de los días produjo una calma poco esperanzadora. El discurso, en cuanto episódico y ocasión de violenta polémica, quedó muy atrás. Pero el diagnóstico, expresado ante una audiencia particularmente cualificada, seguía estando ahí, como advertencia sobria y desinteresada. Dolía la duda de saber si se le habría prestado 21. En dicho discurso, Pablo VI manifestó que sus mayores preocupaciones en aquel momento eran la situación en Vietnam, en Medio Oriente y en España (AAS 61, 1969,514-523). La versión castellana de las palabras del Papa está en Documentos de la Conferencia Episcopal Española 1965-1983, pp. 16-17.
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suficiente atención. La «España por el Papa», la de las consagraciones oficiales y las peregrinaciones masivas, tenía que abrir su conciencia eclesial a esta exhortación benditamente inquietante. En ella, en el seno de unas expresiones formuladas con particular delicadeza, se encontraba sinceridad, lealtad, cercanía. El discurso, por cuanto en él había de diagnóstico preocupado, de invitación exigente, produjo entonces un trauma: dolor agudo, irritación, desconcierto ante unas palabras no esperadas y para muchos difícilmente explicables. Una respuesta amañada de medias verdades, ante este discurso del Papa, era peligrosamente posible. Se recrudeció una cierta desconfianza que venía acompañando, ya desde tiempo, la figura del Papa Montini en la vertiente de sus relaciones con España. Y esta desconfianza crecía entre aquellos que gustaban de mostrarse más doctrinalmente seguros, más fieles a la cátedra de Pedro. El discurso de Pablo VI tuvo un denso significado para España. El discurso todo y la parte del mismo dirigida a nosotros fueron publicados por la prensa para conocimiento y meditación de todos los españoles. Pero, si esas palabras pudieron ser conocidas por todos y fueron quizá meditadas por muchos, por muy pocos fueron comentadas, y no en todos los casos con el equilibrio respetuoso que merecían. El silencio de los comentarios, que podía calificarse de reverente, pudo explicarse por la sorpresa y el dolor que muchos españoles sintieron al verse incluidos en un contexto que les parecía inadecuado. Como era habitual en este género de discursos, el Papa comentó los problemas y las situaciones concretas más graves que afligían a la familia humana y levantaban obstáculos más difíciles para la concordia entre los pueblos y para la tan deseada colaboración de las naciones al servicio de la paz. Y fue aquí donde el
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Pontífice habló del Vietnam, de Nigeria y del Oriente Medio, y de la guerra que azotaba a esos países desde hacía años. Era injurioso para el Papa atribuirle la intención y el propósito de alinear a España en los países que rompían la concordia o impedían la colaboración de los pueblos. En el discurso pontificio había un salto del tema de la guerra al tema de España, en el que se introdujo desde lejos con «atención cordial y espiritual». Después de aludir a Iberoamérica, a los países de Europa Oriental y al África, fue cuando «un pensamiento de paternal afecto» le decidió a hablar de España, a la que su «antigua y arraigada tradición cristiana» imponía exigencias iguales, si no superiores, a las que podían sentir otros países. Ya desde estas palabras se vio claramente que Pablo VI hablaba como Pastor de la Iglesia con amor sincero para guiarnos en caridad hacia objetivos apostólicos más permanentes y generales. En este contexto pastoral, que significaba y era amor a España y a sus permanentes valores cristianos, había que entender y recibir las palabras del Papa dirigidas a los responsables de la cosa pública, a los obispos y a los sacerdotes. Con respecto a los responsables de la cosa pública hay que decir en primer lugar que no hubo en el discurso del Papa, desde que concretamente empezó a hablar a España por su nombre, ninguna palabra, ningún concepto ni consejo, fuera de la alusión a las diócesis vacantes, que se refirieran al Gobierno de la nación. Pero de la exhortación que precedió inmediatamente a las palabras dedicadas a España se deducía claramente que también para el Estado español y para la sociedad española habían sido emitidos ciertos juicios, pues a Pablo VI le preocupan las tensiones que en el mundo se iban produciendo. Eran tensiones nacidas, en parte por lo menos, del retraso en «el reconocimiento de las legítimas aspiraciones de la persona humana». Los pue-
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blos de larga tradición cristiana debían aceptar aquellas aspiraciones asegurando a los miembros de la comunidad política una tranquila y dinámica vida social. El Estado español, no obstante, ante las palabras del Papa había de encontrar nuevas fuerzas para el estudio de los problemas y de las tensiones, para mirar más atentamente al presente y al futuro que al pasado, y para buscarles solución adecuada. Con prudencia, que es ley del gobernante, pero con decisión firmeza y continuidad, que también es ley del gobernante. El dinamismo que en la vida española se manifestaba y que, en buena parte era obra del propio Estado, pedía cauces, impulsos y buen timón para hacer rápidamente nuevas y decisivas singladuras. Todos los derechos de la persona humana, los primarios y los menos fundamentales, y todas las exigencias de la justicia social debían gozar de la protección de las leyes y debían ser promovidas por éstas. Quería el Papa para España un «progreso ordenado y pacífico», que es venturosamente anhelado de casi todos los españoles, y quería que los obispos se empeñaran en «una infatigable obra de paz y de distensión para llevar adelante la afirmación del reino de Dios en todas sus dimensiones». A la evolución de España habían de ayudar los obispos en su ministerio, con un creciente interés por las necesidades y derechos de la persona humana, dentro de unas buenas relaciones entre la Iglesia y el Estado. En la historia española de los últimos treinta años se habían sucedido prudentes intervenciones del Episcopado, siempre bien recibidas por el Jefe del Estado y sus gobiernos, y siempre beneficiosas para España y los españoles de más humilde condición. No había faltado también el magisterio episcopal, individual o colectivo, sobre los principales problemas de interés social. Pero también es cierto que los obispos habían huido de incidir en el intrusismo político, del que tantas veces y tan
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injustamente han sido inculpados. La orientación doctrinal de los problemas públicos, tal como parecía desearla Pablo VI, debía hacerse entonces desde la Conferencia Episcopal Española, más que desde cada cátedra episcopal. Con ello tendría mayor peso específico y se manifestaría más limpia de pareceres y puntos de vista personales. Este deber magisterial que tenían los obispos les obligaba, además, a estimular el progreso de la sociedad española educando al pueblo y especialmente a los dirigentes, en el sentido social y cívico que necesitan para ser actores y no meros espectadores de la evolución nacional. Merecían especial atención de parte de los obispos los movimientos apostólicos obreros y juveniles, porque ningún avance se promueve y consolida en la historia sin la participación de esos estamentos. 4. Pablo VI condena el terrorismo Las palabras pronunciadas a mediodía del sábado 27 de septiembre de 1975 por Pablo VI en la audiencia pública y ante millares de personas, en las que el Papa, fiel a su misión de Pastor de las conciencias cristianas y continuando la línea que en jornadas anteriores habían seguido, tras el episcopado español y los episcopados europeos, ofrecen una visión acertada de los últimos sucesos de España, dejando al margen las posibles valoraciones críticas y políticas. Pablo VI había intervenido ya en 1969 pidiendo a los secuestradores que liberasen al cónsul alemán Beihl. Ante el proceso de Burgos fue tan clara la reprobación de la violencia de los terroristas como la petición de clemencia para los condenados, lo que, obviamente, no contrastaba con la abierta condena de la violencia que la Santa Sede había hecho en repetidas ocasiones, miraba sobre todo a fomentar los sentimientos de pacífico
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entendimiento y de fraternal comprensión. El Papa no ocultó su alegría por los indultos concedidos en diciembre de 1970. Expresó entonces las mismas razones de defensa de la vida. Y público fue entonces su elogio, como pública fue después su crítica. La intervención vaticana fue neta ante el asesinato de Carrero Blanco. A los telegramas puestos a primerísima hora, cuando aún no era oficial que se tratara de un atentado se añadió más tarde la tremenda reprobación del crimen en Radio Vaticano y en L'Osservatore Romano. Sin embargo, al ministro López Rodó esto no le pareció suficiente y protestó ante el nuncio Dadaglio. Durante los funerales del almirante, el cardenal Tarancón pronunció una homilía -que puede leerse en el apéndice de este libro- en la que exaltó la figura del jefe del Gobierno asesinado por los terroristas de ETA: El crimen de la calle del Correo, en el que perdieron la vida nueve personas y más de cincuenta quedaron heridas, fue desde el primer momento condenado por el Vaticano. L'Osservatore Romano lo llamó el mismo día en que ocurrió (14 de septiembre de 1974) «execrando crimen» en su primera página. Y, personalmente, el Papa condenó el mismo crimen cuatro días más tarde con motivo del funeral de las víctimas. El domingo 21 de septiembre de 1974, durante la oración del Ángelus, Pablo VI pidió clemencia para los condenados a muerte en España. El Papa, después de comentar algunas cosas «buenas» ocurridas en las últimas jornadas, aludió a las cosas «tristes» que ensombrecían en aquellos momentos el panorama mundial. El Papa se refirió expresamente a los sucesos y situaciones que afectaban a España, Irlanda y el Líbano bajo el común denominador de la violencia. Refiriéndose a nuestro país dijo: «Y cosas tristes ¡son tantas!, como sabéis y podéis imaginar. Si hacemos mención de algunas es para recomendarlas a vuestra oración su-
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plicante. Entre las que hoy hieren nuestro corazón de Pastor hay algun que señalamos a vuestra sensibilidad humana y cristiana. Los condena dos a muerte de entre los terroristas de España, cuyos actos crimínale deploramos también nosotros, pero a quienes querríamos redimidos poruña justicia que sepa afirmarse magnánima en la clemencia» 22.
1975 fue un año horrible. Desde el «caso Añoveros» del año anterior las tensiones no habían cesado. Vinieron luego los terribles crímenes de ETA y aún no estaba lejos la sangre de Carrero en la que se quiso como involucrar de alguna manera a los obispos como lejanos responsables. Cuando los tribunales pronunciaron las once sentencias de muerte en septiembre de 1975, Pablo VI quedó tremendamente conmovido porque él siempre fue un enemigo de la pena de muerte, sobre todo si quien la aplicaba era un gobierno católico. Esto fue una constante en él. Y se sintió obligado a intervenir como en un asunto suyo, personal. Habló primero desde la ventana de su estudio privado que da a la plaza de San Pedro y, al mismo tiempo que condenaba y lamentaba los crímenes de los terroristas, pedía clemencia para ellos. Este gesto fue hecho independientemente de las campañas de prensa y de opinión de parte suscitadas por la noticia de la condena, y también de las peticiones o presiones extrañas. La Santa Sede no entendía con ello interferir en el juicio y en la condena de los dos terroristas (cosa que hacía mucha prensa, contestando tanto el procedimiento como la sustancia del juicio, y «politizando» la cosa); reconocía además el derecho de un estado a defenderse y a defender la vida de los propios ciudadanos y de los propios dependientes con medios legales. Pero, además de las razones de orden más general, que hacían a la Santa Sede siempre más sensible ante la condena a muerte (por lo que, cuando en casos 22. L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 39,28 septiembre 1975.
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semejantes se le pedía intervenir, el Papa no se negaba a hacerlo, por razones de caridad y de humanidad), la circunstancia del Año Santo y de tratarse de un país y de un Gobierno católicos era para la Santa Sede, motivo especial para cumplir en este caso un paso en favor de la clemencia en la justicia. En apenas 20 días, once personas fueron condenadas a muerte. Para seis de ellos la pena fue conmutada con treinta años de reclusión. Las ejecuciones de los cinco que no fueron indultados por Franco, tuvieron lugar a primeras horas de la mañana del día 27 y suscitaron indignación en todo el mundo. Sin embargo, en muchas de las reacciones internacionales se trató de protestas instrumentalizadas porque provenían de personas, instituciones o gobiernos que aprovecharon aquella dramática ocasión para ocultar sus propios crímenes, por no hablar de grupos parlamentarios que se inspiraban en Marx y en Mao y que demostraron claramente, con los saqueos, asaltos y atentados a establecimientos comerciales y a sedes diplomáticos en diversas capitales europeas, sus verdaderas intenciones violentas. En realidad se trató de discursos hipócritas de los diversos partidos comunistas -de cuya sinceridad se podía dudar con fundamento- ya que organizaban este tipo de protestas y manifestaciones solamente cuando los derechos humanos eran violados en aquella partes del mundo no sometidas al influjo del Régimen comunista soviético, donde tales derechos eran violados sistemáticamente todos los días. Se trató, como digo, en muchos casos de denuncias en sentido único, ya que, sobre todo los comunistas, no protestaban contra los campos de concentración soviéticos -no destinado solamente a los culpables de infracciones del orden civil sino sobre todo a los opositores del Régimen-y las ejecuciones sumarias por robos o delitos políticos o por motivos religiosos, como documentó por aquellas fechas Amnesty International al
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denunciar esta situación en más de cien países, comunistas y no comunistas. Se quiso también hacer creer a la opinión pública mundial que los ejecutados en España eran patriotas y opositores políticos, cuando en realidad se trataba de criminales y asesinos de personas inocentes y desarmadas, sorprendidas de repente cuando cumplían un deber civil y no militar. Pablo VI condenó enérgicamente el terrorismo y las ejecuciones en España porque toda vida es sagrada, porque no pertenece al hombre ni a la sociedad, ya que la dignidad, la libertad y la vida son dones de Dios y no de la sociedad y, menos todavía, de un Régimen político. Las palabras del Papa, difundidas por los medios de comunicación de la Santa Sede y recogidas por la prensa internacional, aunque silenciadas en España, fueron pronunciadas en el Aula Nervi, después de haber dirigido su palabra a los diversos grupos presentes. El Papa quiso confiar a todos la profunda aflicción de su corazón por las cinco ejecuciones capitales que se habían llevado a cabo unas horas antes en España, no obstante las muchas llamadas de clemencia que hizo él personalmente, hasta el último momento y que, por desgracia, no fueron escuchadas. He aquí las palabras de Pablo VI: «No podemos terminar este, nuestro paterno coloquio, sin confiaros la amargura que experimentamos hoy, por las dramáticas noticias que nos han llegado de la ejecución, esta mañana, de las personas condenadas a muerte en España. Remitiéndonos a cuanto tuvimos ocasión de declarar el domingo pasado. Nos renovamos la firme deploración por la serie de atentados terroristas, que han enlutado aquella nobilísima y a Nos tan querida nación y por la osadía de cuantos, directa o indirectamente, se hacen responsables de una tal actividad, considerada equivocadamente y asumida como legítimo instrumento de lucha política. Pero a esta condena debemos añadir también una vibrante condena de una represión tan dura que ha ignorado incluso los llamamientos que de todas partes, se han elevado contra aquellas ejecuciones. Y debemos, asimismo, recordar que también Nos, por tres veces hemos ne-
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dido clemencia. Y precisamente esta noche, tras haber sabido la noticia de la confirmación de las condenas, hemos nuevamente suplicado a quien corresponde, en nombre de Dios, para que se optase en vez de por el camino de la mortífera represión, el de la magnanimidad y el de la clemencia. Por desgracia no hemos sido escuchados. Y tanto más profunda es ahora nuestra amargura, en cuanto que este tristísimo episodio ha tenido lugar en el momento en que, en la alegría nos preparamos, junto con toda la Iglesia, a exaltar como también hemos recordado esta noche a las autoridades españolas a un ilustre hijo de España, con la canonización del nuevo santo san Juan Macías. En esta hora triste, elevamos una plegaria especial al Señor, para que acoja Él, Dios de la misericordia y del perdón, las almas de los pobres muertos y para que conforte a sus apenados parientes, mientras que una vez más todavía auguramos que sobre la querida nación católica, después de tanta, demasiada sangre vertida de diversas fuentes, descienda la deseada paz y con ella la justicia, en la renovada armonía de todos sus hijos» 23.
En la edición española de L'Osservatore Romano del 5 de octubre de 1975, que reprodujo las palabras del Papa, apareció un breve editorial titulado: «La clemencia no ha prevalecido», en el que, después de haber recordado el llamamiento hecho por Pablo VI el 21 de septiembre anterior y la nota de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, del 18 de septiembre -que cito más adelante- afirmaba: «La profunda turbación y aturdimiento que se ha difundido en la opinión pública por la ejecución de las cinco sentencias capitales, expresa este común sentimiento moral y humano, que se resiste a aceptar una "lógica" tan despiadada. El estupor y la pena se hacen particularmente vivos en nosotros, al considerar también que ni siquiera se han querido tener en cuenta los tres llamamientos a la clemencia hechos por el Santo Padre, y particularmente el último que dirigió al Jefe del Estado Español en la noche del día 26 de septiembre». 23. Publicado en el B.O. de la Archidiócesis de Madrid-Alcalá, n. 17,15 octubre 1975, p. 721. El texto original en lengua italiana está en Insegnamenti di Paolo VI, XIII, pp. 994-995.
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Cuando Pablo VI supo que el Consejo de Ministros había dado el «enterado» para las ejecuciones de la pena capital, se turbó profundamente y comenzó gestiones desesperadas para que Franco concediera el indulto a última hora. La razón que según Tarancón movió al Papa a una intervención tan dura fue un gesto ético y no político: «Él lo vio como un gesto profético e histórico. Desde luego ni fue una intervención política, ni él quiso atacar al Régimen español en concreto. Pablo VI estaba en aquella época obsesionadísimo por el tema de la pena de muerte. Se había dado cuenta de que no podía combatir el aborto si aceptaba la pena de muerte. Y estoy seguro de que él quería dar argumentos a los teólogos contra la pena de muerte como algo que un gobernante católico no debía tolerar ni ejecutar jamás (...) Yo estoy plenamente convencido de que las intervenciones de Pablo VI sobre temas españoles no sólo querían ser un servicio a la Iglesia, sino incluso una ayuda a las autoridades que se llamaban católicas. Él era consciente de que "en España no le querían" y sufrió mucho por ello, ya que realmente siempre quiso lo mejor para España» 24.
Como ya he dicho, en España no pudieron publicarse íntegras en la prensa las palabras del Papa, pero las publicaron Vida Nueva y Ecclesia, aunque esta última revista lo hizo con notable retraso. En efecto, las publicó en el n. 1.761, p. 6, del 18 de octubre, por lo que hubo reacciones negativas escritas de parte de algunos lectores de la revista. Unos afirmaban que la revista había dado «un mal paso» y otros que «había perdido la razón de existir». Esto exigió una puntualización, hecha en un editorial titulado «Ecclesia y la palabra del Papa», en el n. 1763, del 1 noviembre, cuando ya era nuevo director de la revista, Joaquín Luis Ortega. En él se afirmaba que la revista había «hecho un servicio honesto -aunque esta vez dolorido- a la verdad». 24. Ibid.,pp.238-239.
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Tanto Pablo VI como los obispos españoles tuvieron conciencia -es más, lo declararon públicamente- de que la gravedad de los acontecimientos había llevado a los jueces a infligir la más severa condena de que dispone la justicia humana, contra reos, o considerados tales -tras «procesos sumarios»- de asesinatos, crímenes y violencias. Lo que Pablo VI y los obispos pidieron fue sencillamente un gesto de piedad y de clemencia, un signo de humanidad, contra personas que los órganos judiciales del país habrían podido castigar con otras penas menos inhumanas que la condena a muerte y sobre todo rompiendo la cadena de la violencia que el asesinato de los cinco hombres desencadenó y llevó a mayor radicalismo y crueldad. En este sentido se manifestaron también en sus comentarios editoriales L'Osservatore Romano y la Radio Vaticana. 5. Campaña difamatoria contra Pablo VI A raíz del discurso pronunciado por Pablo VI el 27 de septiembre de 1975 en la prensa se desencadenó una campaña de ataques contra Pablo VI en octubre de 1975. Fuerza Nueva publicó el 11 de octubre un trafilete en el que denunciaba que el Papa había mentido públicamente porque había dicho que «no fue escuchado», mientras 6 de los 11 condenados a muerte fueron salvados. Unos interpretaban la clemencia como debilidad, otros exigían la intervención de los obispos como signo de alineamiento en la resistencia. En esas condiciones se apeló a Pablo VI para que pidiera la vida de los cinco condenados a muerte no indultados. El Papa hizo cuanto pudo. Y es cierto que seis habían sido administiados, pero esos cinco fueron muertos.
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El presidente Arias Navarro estuvo crispado y durísimo en su declaración al pueblo español ante las pantallas de Televisión Española, el 30 de septiembre. Arriba del 1 de octubre afirmaba que Franco había ejercido la clemencia «hasta límites que casi traspasaban las indeclinables exigencias de la justicia; para eso no necesitamos requerimientos, por altos que sean y por muy revestidos de paternal preocupación que aparezcan». Y a propósito de los atentados contra las fuerzas armadas, añadía: «Sin que, y ello es muy significativo, ninguna voz internacional, ninguna paternal intercesión, ninguna voz piadosa haya musitado una súplica o una oración por estos hombres asesinados en el cumplimiento de su deber». Como en anteriores ocasiones, también esta vez, ante palabras de Pablo VI que resultaban críticas para ciertas visiones nacionalistas, surgió toda una serie de reacciones y fenómenos que parecían ser ya una constante típica en España: por un lado, se dificultaba gravemente que las palabras del Pontífice pudieran llegar con íntegra objetividad a todos los españoles. Por un segundo lado, los periódicos y revistas que estaban más obligados por su historia a defender el limpio rostro del Pontífice se encerraron en un «cauteloso» silencio, como si hubieran tenido que cubrir el «desliz» de un Papa, al parecer mal informado; por otro, se desencadenó una teoría de críticas más o menos sordas, más o menos aparentemente respetuosas y en algún caso abiertamente calumniosas. El resultado fue que la comunidad española terminó por convencerse de que Pablo VI había cometido no sabemos qué misterioso pecado, había inferido a España no se sabe qué oculta ofensa, se había dejado llevar de no sabemos qué supuestos prejuicios antiespañoles que le habrían llevado a otra igualmente supuesta injerencia en los problemas políticos nacionales con un hipotético olvido de su misión de supremo pastor.
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Esta campaña se urdió con mezcla de medias verdades y de auténticos bulos. Periódicos que se decían serios lanzaron al aire afirmaciones como la de que el Vaticano se calló ante el asesinato de Carrero, lo cual no era cierto, como hemos visto. Y cientos y cientos de periodistas repitieron como papagayos tan curioso infundio. De nada sirvió el hecho de que esos mismos periódicos, que entonces lanzaron tal idea, publicasen en su día los telegramas que del Vaticano llegaron cuando aún temblaba la explosión del horrible atentado del almirante. De nada sirvió, porque el bulo siguió corriendo. Se buscaron después secretas raíces inventándose la historia de que un hermano de Juan Bautista Montini habría muerto en las brigadas internacionales durante la Guerra Civil española. Y la mentira circulaba por páginas periodísticas que se estimaban honorables. Alguien encontró otra raíz en una presunta intervención del cardenal Montini en favor de Julián Grimáu, en 1963. Y resulta que nadie parecía tener la memoria fresca o el archivo en orden para darse cuenta de que tal intervención se produjo en circunstancias muy distintas y referida a persona que nada tenía que ver con Grimáu. Pero todo el país repetía y repetía el bulo, deformaba los hechos y enlodaba la memoria del Papa. 6. Defensa de Pablo VI Ante esta intensa campaña desinformativa y denigratoria contra el Papa es necesario hacer algunas consideraciones y observaciones: 1. La primera para responder a una supuesta injerencia de Pablo VI en asuntos políticos españoles. Cuando algunas voces pretendían amordazar al Papa aludiendo a su condición de «Jefe de Estado extranjero», se olvidaban de dos realidades evidentes: que el Papa, como Pastor de la Iglesia universal, tiene no
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sólo el derecho, sino también el deber, de intervenir con su iluminación pastoral aprobatoria o reprobatoria, en todos los casos que afectan a las conciencias de sus hijos católicos. Y se olvidaban, además, de que ese derecho del Papa estaba garantizado por las leyes vigentes en España, pues ley vigente era el Concordato, que garantizaba la comunicación, sin impedimentos, del Papa con sus fieles. 2. La segunda puntualización era aún más innecesaria y casi ridicula. Cuando algún comentarista señalaba que el Papa recibía con sonrisas a gobernantes de países comunistas o a cabecillas semisalvajes de países africanos y que, en cambio, sólo parecía reservar sus exigencias para España, estaba, en realidad, ofendiendo a España y a nuestros gobernantes. Que el Papa exijiera más a una nación católica, que pidiera a los españoles el ideal que iba aún más allá de la estricta justicia, era, para nosotros, un honor y, para el Papa, casi un deber. 3. La tercera puntualización invitaba simplemente a leer las palabras pontificias tal y como fueron pronunciadas y a situarlas, después, en el marco de las intenciones con que realmente fueron dichas. Invitaba a ver en esas palabras lo que había: un juicio ético y cristiano y no jurídico o político, una visión moral del problema no una apuesta a favor o en contra de un Régimen. Recordar que si el Papa era enérgico en expresar su dolor por las ejecuciones, lo era aún más en su radical repulsa del terrorismo en sí y como arma política. Observar que el centro de la actitud del Papa era su oración por los muertos, por todos los muertos, por la sangre vertida «de diversas fuentes». Esforzarnos, sobre todo, por comprender las tres razones que habían guiado a Pablo VI en sus palabras, tal y como él mismo explicó en un texto posterior. «Lo hace por respeto al valor sagrado de la
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vida, por imperioso deber de su universal ministerio pastoral y por su entrañable amor a la noble y amadísima España». Pablo VI hizo mucho por España. Sus gestos y palabras un día los comprenderá la Historia y los valorarán en su verdadero peso los españoles futuros. En las palabras del Papa quedó expresada una defensa de la vida y no del terrorismo, una exigencia y no una ofensa a España, un deseo de ayuda y no de hostilidad hacia nuestros gobernantes. Ayuda y exigencia dolorosas, como toda reprensión paterna, pero más de agradecer porque al propio Papa le había costado dolor el decirlas. Pablo VI no carecía precisamente de información, ni lo hacía precipitadamente. Asumía con plena conciencia el riesgo de una impopularidad en España, como había asumido riesgos parecidos con otras decisiones a nivel universal. En aquellos momentos difíciles para nuestro país, tal vez lo que más necesitaba España eran verdaderos amigos. Y no eran los mejores los que siempre y en todo nos daban la razón, sino los que se atrevían a exigirnos los caminos mejores, más altos, ejemplares y difíciles. Entre estos amigos estaba el papa Pablo VI. A raíz de las ejecuciones de septiembre de 1975, se repitió hasta la saciedad en muchos medios de comunicación españoles, sobre todo los más vinculados al Régimen, que Pablo VI no había hablado del terrorismo ni de la violencia en España, lo cual era totalmente falso, ya que las intervenciones del Papa en los últimos años fueron numerosas. Y nos referimos a las intervenciones que se hicieron públicas, pues no faltaron otras a nivel diplomático. Nos parece, sin embargo, que simplemente las intervenciones que se hicieron fueron más que sobradísimas para justificar la injusticia de tales afirmaciones. El único órgano de prensa que se levantó en defensa de Pablo VI fue la revista Ecclesia, que en el número del 18
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de octubre publicó un hermoso editorial titulado «Pastor Universalis». Sin hacer referencia alguna a los sucesos de España, el artículo terminaba con estas palabras: «Al Papa, un católico, no puede jamás considerarlo como un extranjero, lejano de su propia cristiandad local. Somos católicos, universales, en tanto somos romanos; el Papa es romano en tanto que es universal; que se siente y es cabeza de las Iglesias locales (...) Le corresponde al Papa velar por el bien de la Iglesia universal y por el bien de cada una de las Iglesias locales. A esto dedica su vida».
Las palabras del Papa fueron acogidas con veneración y respeto por los obispos y el clero, aunque no faltaron por parte de algunos perplejidad y reservas. Ante la indigna campaña de ciertos órganos de prensa y ante la imposibilidad de responder a las acusaciones, el Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal se reunió con carácter de urgencia para estudiar las incidencias de la situación del país en el campo pastoral y el 9 de octubre demostró su adhesión incondicional al Papa y a la nunciatura. Es muy importante dejar bien claro, después de todo lo dicho, que Pablo VI tuvo un gran cariño por España, aunque sobre este tema giraron muchos mitos y muchas calumnias. Y todo porque siempre se confundía el Régimen de Franco con España. Que Montini ya desde muchacho era enemigo del fascismo y de todo lo que se le pareciera, era cosa sabida. Lo llevaba en la sangre y sus primeras experiencias juveniles con el Régimen de Mussolini fueron bien claras. Era normal que el Régimen de Franco no le entusiasmase. Pero eso no quiere decir que él no quisiera a España. La verdad es que él era un apasionado de España. «Yo creo -dijo el cardenal Tarancón- que él seguía teniendo la idea de la España supercatólica y que veía en nuestro país la reserva espiritual de occidente. Él siempre pensó que España podía ser el país paladín en la aplicación del concilio Vaticano II porque aquí se podía hacer la renovación sobre unas raíces cristianas que no tenía Centroeuropa y
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con una fuerza espiritual de la que carecía Italia. Y le dolía muchísimo el que le vieran como un enemigo nuestro. En la famosa entrevista con López Bravo en la que el ministro se atrevió a insinuar que el Papa estaba haciendo daño a España, Pablo VI quedó literalmente deshecho. Tanto que cuando yo le vi no muchos días después sintió la necesidad de desahogarse, me dijo que había sido la entrevista más amarga de toda su vida y me la contó con pelos y señales. En algún sitio la tengo transcrita tal y como me la contó. Pero la verdad es que él seguía apasionadamente la evolución española y que estaba enterado de todo con una información de cosas y personas que a mí mismo me impresionaba» 25.
7. Monseñor Benelli Mons. Giovanni Benelli26, personaje clave de la secretaría de Estado durante el pontificado de Pablo VI -pues fue sustituto de la misma- había estado algunos años de consejero en la nunciatura de Madrid con Mons. Antonio Riberi, y con él colaboró en la primera fase de la transición de la Iglesia con intervenciones que tuvieron repercusiones también en el ámbito estatal, pues no siempre su actuación fue bien vista por el Gobierno. Federico Silva Muñoz, que fue ministro de Obras Públicas, al hablar en sus memorias del desenganche de la Iglesia desde los años del Concilio, defiende el papel de Mons. 25. J. L. MARTÍN DESCALZO, Tarancón, el cardenal del cambio (Barcelona, Planeta, 1982), pp. 236-237. 26. Giovanni Benelli (Poggiole, Pistoia, 12 mayo 1921 - Florencia, 26 octubre 1982). Ordenado sacerdote el 31 octubre 1943, entró en el servicio diplomático de la Santa Sede el 1 octubre 1947y allí trabajó varios años con Mons. Montini, que entonces era el sustituto. Desde 1950 estuvo en las nunciaturas de Dublín, París, Río de Janeiro y Madrid y más tarde fue nombrado observador y después delegado de la Santa Sede ante la Unesco. El 11 junio 1966 fue elevado a la dignidad arzobispal con el título de Tusuro y destinado a Senegal como pro-nuncio apostólico y a la vez delegado apostólico para el África Occidental. Un año más tarde, Pablo VI le nombró sustituto de la Secretaría de Estado. El 1 junio 1977 fue nombrado arzobispo de Florencia y el 27 del mismo mes creado cardenal. Distintos aspectos de su personalidad han sido estudiados por diversos autores en el volumen // cardinale Giovanni Benelli (Roma, Studium, 1992).
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Benelli, a quien muchos acusaban de actividades políticas contra el Régimen, mientras afirma que el diplomático vaticano era un sacerdote cabal, que ejerció con gran discreción su delicada misión en Madrid 27. Dice textualmente: «Mons. Benelli no fue ni el autor ni el ejecutor de la política del desenganche. Era un diplomático vaticano de excepcional personalidad -y además un ejemplar sacerdote- que, por así decirlo, formaba parte, ciertamente muy importante, de lo que podríamos llamar, con poca propiedad, el equipo de Pablo VI; no hizo política desde la nunciatura; fue la caja de resonancia de lo que sabía por sus conversaciones con clérigos y seglares, de los momentos que estaba atravesando España. Ciertos grupos de unos y otros sí que fueron los grandes fautores del "desenganche". Por su amistad conocida con el pontífice se ha dicho que dirigía a los nuncios en Madrid, y esto no es verdad, soy testigo de sus tensas relaciones con el nuncio Riberi y de que su sucesor Monseñor Dadaglio estaba pilotado muy directamente por el Papa. Tampoco es cierto que estuviera entregado a ningún político, nos oía a todos, pero no apostó por nadie, en otro caso hubiera habido democracia cristiana en España. Al parecer el almirante Carrero, quizá sorprendido en su buena fe, consiguió su salida de España por un problema administrativo en la importación de un coche, incidente minúsculo que más valiera la pena no recordar por su nimiedad» 28.
Y el cardenal Tarancón, por su parte, al referirse a Mons. Benelli, cuando era sustituto de la secretaría de Estado, y a Mons. Casaroli cuando era secretario de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, escribe: «Igual que digo que con Benelli se hablaba de una manera y con Casaroli se hablaba de otra. Casaroli manifestaba unas preocupaciones muy vinculadas a lo que era la tradición de la Iglesia en España, mientras que Benelli, que había estado aquí, y conocía todo esto, tenía otra visión, creo yo, respecto de las características del proceso político que 27. F.SILVAMl)ÑOZ,Memoriaspo/ft¿cas(Barcelona,Planeta,1993),pp.83-89. 28. Ibid., pp. 88-89. En las pp. 166-167 habla de la preocupación de Benelli cuando era sustituto por la situación de España y de la campaña que se había levantado en España contra él.
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estábamos viviendo en el país. Consiguientemente valoraba y apreciaba todo eso en unos términos distintos. Términos con los que, a mi juicio, sintonizaba más el pontífice Pablo VI que con los términos en los que se manifestaba Mons. Casaroli en alguno de los problemas concretos que tuvimos»29.
8. El nuncio Riberi En España los años que correspondieron a la misión diplomática del nuncio Riberi 30 fueron extremadamente complejos, por estas dos causas principalmente: — por el enorme contenido renovador de los documentos del concilio Vaticano II y — porque el Régimen franquista se encontraba en su etapa final. La transición a la democracia era inevitable, transición que, por parte de la Iglesia, había comenzado ya durante la nunciatura de Antonio Riberi, que llegó a Madrid en 1962 y permaneció cinco años al frente de la nunciatura. Mons. Antonio Riberi y la primavera de 1962 marcaron un cambio. La problemática de anchura supranacional se impuso sobre la de fronteras adentro. El Concilio en su fase previa, pero extraordinariamente importante de aireamiento de problemas soterrados y primeras tomas de posición, estaba en aquellos meses en pleno auge. Riberi venía de las misiones, del tercer mundo. Cuando un año después Pablo VI sucedió a Juan XXIII, comenzó a correr29. J. L. MARTÍN DESCALZO, Tarancón, el cardenal del cambio, p. 58. 30. Antonio Riberi nació en Montecarlo, diócesis de Monaco, el 15 de junio de 1897. Ordenado sacerdote el 29 junio 1922, fue nombrado arzobispo titular de Dará y delegado apostólico en China 13 agosto 1934; consagrado el 28 octubre 1934, fue internuncio apostólico en China el 6 julio 1946, nuncio en Irlanda en 1955, nuncio en España 1962. Creado cardenal del título de San Jerónimo de la Caridad el 26 junio 1967. Murió en Roma el 16 de diciembre de 1967, sin haber llegado a tener cargo alguno en la Curia romana.
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se de boca en boca, entre muchos españoles, que el nuncio Riberi era amigo personal del nuevo Papa, pues eran del mismo curso en la Academia Pontificia y los dos se entendían bien. En 1962, a raíz de la llegada a Madrid del nuncio Riberi, comenzaron a percibirse las primeras señales de un cambio sensible en las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y, en concreto del nuncio Riberi se dijo que «inició una tarea de distanciamiento, aunque veía con simpatía la reforma» 31 . Mons. Riberi vivió en España mientras en la Iglesia dominaba el gran acontecimiento conciliar, que daría también nueva orientación a los representantes pontificios, ya que las nunciaturas -y lo siguen siendo- un doble puente tendido desde la Santa Sede, por una parte hacia las Iglesias locales y de forma más amplia y estricta hacia la comunidad eclesial íntegra del país en cuestión; por otra hacia el respectivo Gobierno, que en su función política, ha de coincidir en no pocos casos con los efectos públicos de la actitud religiosa del cristiano. Mons. Riberi no fue un nuncio inspector, ni siquiera controlador y tampoco supervisor de la obra del Episcopado. Asistió a un traspaso de facultades desde su jurisdicción delegada por el Pontífice, a la de los obispos en sus sedes respectivas o reunidos en asamblea (dispensas canónicas, privilegios pertenecientes al culto, etc.). La declaración conciliar sobre Libertad Religiosa, refrendada en la solemne sesión de 7 de diciembre de 1965, dejó en posición de figura histórica, al estado confesional tradicional y tuvo inmediatas consecuencias en España, pues en un Estado confesional previo a la aceptación de la declaración, el nuncio apostólico velaba en la precisión de formar parte, de enrolarse, en la situación política de ese Estado de derecho, a través de 31. M.FRAGA,o.c.,p. 35.
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las cláusulas de un Concordato. Esas normas estaban orientadas e imbuidas, no sólo de principios, sino de datos positivos, que como tales tenían su frontera excluyente, de la religión católica. Del nuncio apostólico, no podía decirse que fuese un diplomático más. Su actitud traspasaba la frontera de la mejor cordialidad y entraba en un terreno distinto. Mons. Riberi escogió una posición, leal, clara, que a algunos les costó aceptar, y en la atmósfera algo intensa que estaba viviendo España en aquellos tiempos, produjo apreciaciones menos justas por apasionadas o simplistas del nuncio que en 1967 se despedía con un indudable afecto a España en su corazón. Tal vez manifestó este afecto menos a nivel de Régimen y de política estatal. Pero, en cambio, manifestó más su interés y afecto por España a nivel de sociedad, porque las circunstancias así se lo pidieron. Mons. Riberi pudo equivocarse en algunas de sus actuaciones, que fueron difíciles en los cinco años su nunciatura de Madrid, a través de la real transformación que nuestro catolicismo atravesó, pero su gestión sentó las bases de la renovación postconciliar de nuestra iglesia, tan querida por Pablo VI. 9. El nuncio Dadaglio32 Fue el primer nuncio que vino a España después del Concilio, enviado por Pablo VI, que le conocía y estimaba, como se pudo comprobar en más de una ocasión, 32. El italiano Luigi Dadaglio, nació en Sezzadio (diócesis de Acqui) el 28 de septiembre de 1914 y fue ordenado sacerdote el 22 de mayo de 1937. Nombrado nuncio apostólico en Venezuela el 18 de noviembre de 1960 y arzobispo titular de Lero el 28 de octubre de 1961, fue destinado a la nunciatura de Madrid el 8 de julio de 1967, y en ella permaneció trece años hasta que en 1980 fue nombrado secretario de la Sagrada Congregación de Sacramentos y del Culto Divino. Se despidió de España el día 21 de octubre de 1980. Creado cardenal el 25 de mayo de 1985, fue nombrado Penitenciario Mayor y más tarde arcipreste de la Patriarcal Basílica Liberiana. Falleció en Roma el 22 agosto 1990.
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para que, colaborando con el Episcopado, promoviese la renovación conciliar en la Iglesia en España. El nombramiento de Mons. Dadaglio, fue bien recibido en Madrid. «Este hombre -según dijo el embajador Garrigues- goza de la confianza del Papa y de la Secretaria de Estado y va a jugar un papel interesante en estos años próximos en la evolución de la Iglesia en España y en las transformaciones políticas y sociales de nuestro país»33. Mons. Dadaglio sabía que llegaba a una nación con serios problemas políticos y sociales y con un porvenir difícil y dudoso. Por esto era consciente de que su postura debía ser forzosamente acogedora y dialogante. En su primer discurso -era el 14 de octubre de 1967- manifestó su deseo de relacionarse con todo el mundo, cualquiera que fuere «el campo de los valores que profesare, culturales, sociales o religiosos». Habló de sus deseos de que se constituyera una especie de «mesa redonda, de diálogo y de compresión». E hizo esta atrevida advertencia: «Por nuestra parte, no perderemos esfuerzo alguno para estar siempre presentes desde nuestro puesto, con cada una de las personas y cada uno de los sectores del país, que tengan algo que decir». Sin embargo, esta línea de conducta levantó suspicacias en algunos sectores políticos de nuestro país, porque ya desde los tiempos del nuncio Riberi, en los medios gubernamentales existía la convicción de que la nunciatura apostólica era algo así como un centro, en el cual se acogía favorablemente a los disidentes del Régimen franquista y que era asimismo el instrumento de una de las secciones de la Secretaría de Estado del Vaticano, que pretendía implantar la democracia en España. Pero Mons. Dadaglio nunca se dejó tentar por los gestos grandilocuentes y se esforzó, en cambio, por integrar, 33. L. LÓPEZ RODÓ, Memorias, I, p. 354.
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por observar, por esperar sin exageradas impaciencias; y de ese modo evitó enfeudar su actuación con uno de los dos sectores ya enfrentados: el integrismo y el progresismo. Las dos columnas en las que se apoyaban las relaciones Iglesia-Estado en España eran: — de un lado, la confesionalidad formalmente católica del Estado, consagrada en las leyes fundamentales entonces vigentes; — y de otro, un Concordato solemne y amplio, pero que muy pronto fue rebasado por el tiempo que caminaba con inesperada y extraordinaria rapidez y que hizo que resultase ineficaz para resolver las situaciones conflictivas que se plantearon y que enturbiaron hasta términos difícilmente creíbles, las recíprocas relaciones. Estas dos columnas estaban ya muy cuarteadas en 1967 y el nuevo nuncio fue perfectamente consciente de lo que suponía para su misión no poder apoyarse en ellos porque la confesionalidad católica del Estado español tras el concilio Vaticano II, tenía que girar necesariamente de un Régimen de mera tolerancia a un Régimen de defensa y garantía de la libertad religiosa, como un derecho inalienable de la persona humana; y de otra parte, el Concordato, al menos buena parte de su articulado, exigía una revisión, no sólo de forma, sino de fondo y contenido, ya que había que pasar de una Iglesia «protegida» por el Estado, a una Iglesia que sólo pedía que se le reconociera y protegiera su libertad de misión entre los hombres, pero sin condicionar su independencia. La actuación de Mons. Dadaglio en la etapa de la transición democrática fue fundamental para terminar definitivamente, en España con el viejo y debatido problema religioso. Gracias a su colaboración, en consonancia per-
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fecta con la Conferencia Episcopal Española y en consonancia también en aquel momento con el sentir mayoritario de la sociedad española, la cuestión religiosa dejó de ser un tema vivo, dejó de ser un tema polémico, dejó de ser un tema político. Esta labor, no fue exclusiva del nuncio Dadaglio, pero en ella su papel fue relevante. Los años que van de 1970 a la muerte de Franco fueron tal vez la etapa más difícil y dolorosa para el nuncio, por la situación misma de inestabilidad y de inseguridad de un Régimen político que estaba llegando a su final y la tensión latente, igualmente, en la Iglesia y en las asociaciones de laicos. Pero en esos años mantuvo el nuncio una actitud constantemente atenta y vigilante, y al mismo tiempo extraordinariamente respetuosa con los demás, proponiendo fórmulas de concordia y soluciones para lograr un no siempre fácil equilibrio. Había llegado entonces el momento de abandonar un estado de cosas que venía de siglos, y Mons. Dadaglio lo hizo con valentía pero sin estridencias. Por ello no planteó las relaciones entre la Iglesia y el Estado, anclándose en un pasado que no existía, sino que proyectó su acción diplomática hacia un futuro que ya se presentía: y ése fue su principal mérito. Él sabía que en aquel momento resultaba casi un imposible humano la sustitución del Concordato por otro texto jurídico del mismo tipo, aunque de diferente contenido, y demostró entonces, con gran sagacidad, su habilidad para jugar con el factor tiempo, un arma que con singular talento utilizó en muchas ocasiones, porque lo que es cierto es que para el momento de la nunciatura de Dadaglio a España, el Concordato de 1953 no cumplía su misión. La España que acogió a Mons. Dadaglio vivía en fuerte tensión por el enfrentamiento de dos mentalidades y de dos actitudes consecuentes a las mismas: — el inmobilismo y — las prisas por una rápida evolución.
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A su vez, la Iglesia con la que se encontraba felizmente convulsionada por el proceso de actualización lanzado por el Vaticano II y que tuvo su inevitable reflejo entre quienes aceptaron desde un principio lo que entrañaba de renovación eclesial y asumieron el compromiso que ello llevaba consigo, y quienes sin rechazarlo abiertamente, no le prestaron su adhesión, en dos puntos de la máxima importancia social y política: la libertad religiosa y la nueva concepción de las relaciones Iglesia-Estado. No tuvo ningún empacho desde el primer momento en aceptar la idea de un Estado no confesional, porque comprendía que la función del Estado y la función de la Iglesia son diversas, aunque no contrapuestas. Apuntó por ello a la libertad plena de la Iglesia y a la libertad plena religiosa para todos los ciudadanos. Fue un diplomático distinguido, discreto y hábil, que supo sacar partido de todo. Gozó de una gran lucidez y mantuvo siempre una enorme serenidad, sobre todo en los momentos más difíciles de su misión, ¡Que no fueron pocos! Mons. Dadaglio estuvo muy compenetrado también con Mons. Benelli, sustituto entonces de la Secretaría de Estado. Tal identificación fue al mismo tiempo personal e ideológica. Esa realidad tenía que influir en el pensamiento doctrinal y en la actuación pública del nuncio. La situación en que se encontraban muchos católicos en aquellos decenios años era sencillamente «conflictiva». Ello se debía a la interpretación y al ejercicio de los derechos cívicos de los ciudadanos y a las libertades políticas. Por esto se exigía que la Iglesia no apareciera en manera alguna ante el país, como aliada del poder, defensora de la represión y discriminación política, que ejercían los gobernantes. Muchos de ellos se profesaban católicos y actuaban contra otros creyentes, que eran partidarios de otras ideologías políticas. Difícil situación para los obispos y sobre todo para el nuncio:
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una situación que llegó a su punto más álgido cuando fue promulgado el día 22 de agosto de 1975, un decreto para la prevención del terrorismo. Fue muy expresivo su discurso dirigido a los obispos reunidos en Asamblea el año 1972. Allí expuso la libertad de la Iglesia, según la doctrina conciliar. Defendió, entre otras cosas, el derecho y deber de la Iglesia «de no desentenderse de los problemas de orden temporal; de ocuparse de ellos; de hacer oír su voz ante las injusticias; de ayudar con sus juicios morales a la construcción de un orden social y civil cada día más perfecto». A esta doctrina respondió siempre la conducta del nuncio Mons. Dadaglio. Por esto sufrió y por esto luchó, aplaudido por unos y vituperado sin respeto por otros. Fue correcta su conducta, cuando tuvo lugar aquel encierro de un centenar de personas -sacerdotes y laicosen la Nunciatura Apostólica el día 10 de noviembre de 1973. Simplemente, no fueron arrojados a la calle y se impuso el diálogo; aunque una tal presión estuviera lejos de la más elemental corrección y del respeto debido a aquel lugar por parte de los ocupantes. A fin de cuentas, entre otras cosas, pesaban sobre los manifestantes los hechos de la cárcel de Zamora y aquella Ley de Asociaciones, aprobada por las Cortes el día 22 de diciembre de 1964: tan opuesta a las libertades de los ciudadanos. Más correcto fue todavía, si cabe, el comportamiento de Mons. Dadaglio en el llamado y conocido «caso Añoveros». Fue el problema más grave acaecido durante su mandato: era el mes de marzo de 1974. Una homilía redactada por el entonces obispo de Bilbao, fue la causa de una gran tirantez entre la Iglesia y el Estado español. Se llegó al extremo de querer desterrar al obispo y su vicario general, y declarar al nuncio «persona non grata». La mayoría de españoles aplaudieron la firmeza de la Iglesia, que reclamaba su libertad e independencia en la persona del nuncio, de la Santa Sede y de la Comisión
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permanente del Episcopado. Como era de esperar, el nuncio fue acusado, entre otras cosas, de haber conseguido el nombramiento de obispos desafectos al Régimen franquista. La actuación de Mons. Dadaglio fue muy importante para la asimilación de las directrices conciliares en nuestro país y, por ello, se convirtió en un «signo de contradicción» dentro de la misma comunidad cristiana. Unos le alabaron porque apoyó decididamente la línea renovadora de la Iglesia, querida e impulsada personalmente por Pablo VI, que pasaba: — por la independencia de las dos sociedades y de los poderes a fin de que la Iglesia, libre de toda vinculación temporal, pudiese ser real y eficazmente el instrumento de reconciliación entre todos los españoles; — por la elevación al Episcopado de sacerdotes doctrinalmente seguros, fieles al magisterio del Concilio y del Papa y, por lo tanto, abiertos a las nuevas corrientes culturales con las que era necesario dialogar, según la afirmación del Concilio, y — por la nueva presencia de la Iglesia como institución en el mundo moderno, aceptando el reto que el futuro lanzaba contra el cristianismo y contra la Iglesia. Otros, sin embargo, con recta intención y con argumentos dignos también de consideración, creían sinceramente que la aplicación del Concilio a España, si no se realizaba con una exquisita prudencia y hasta con una marcada lentitud, podría producir conflictos graves, tanto en el aspecto religioso como en el político. Éstos eran partidarios, por lo tanto, de un ritmo lento, e incluso de una renovación diversa, para poder conservar, según ellos, las riquezas de una tradición de siglos que había conformado a nuestra Patria de una manera peculiar. Algunos consideraban que no podía prescindirse a
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priori de la unidad católica que había producido bienes extraordinarios en el decurso de los siglos. No es extraño, por consiguiente, que personas, y ciertos grupos auténticamente cristianos, mirasen con recelo a quien potenciaba, delicada pero decididamente, la renovación conciliar, siguiendo fielmente las directrices de Pablo VI. También es explicable que las informaciones que llegaban a Roma sobre la actitud y la manera concreta de proceder del nuncio, fuesen divergentes. Todas ellas estaban inspiradas, sin duda, por el amor a la Iglesia y a España. Aunque unos y otros entendían de distinta manera lo que estaban exigiendo esos momentos históricos. 10. El arzobispo Casimiro Morcillo34 En 1969 fue sucesor del cardenal Quiroga Palacios en la presidencia de la Conferencia Episcopal Española. Es 34. Nació el 26 de enero de 1904 en Soto del Real (Madrid), en el seno de una familia numerosa y cristiana. Ingresó en el Seminario diocesano de Madrid donde realizó los estudios eclesiásticos. Fue ordenado sacerdote el 19 de diciembre de 1926. Amplió estudios en París y se doctoró en Roma. Fue profesor de Literatura y Lengua en el Seminario durante tres cursos. Se dedicó a las Obras Misionales y a la Acción Católica; organizó el Congreso de Misiones en Barcelona, en 1929. En 1932 fue designado Consiliario Nacional de AC junto con el futuro cardenal Tarancón, con el que recorrió media España y desde entonces entabló una gran amistad. El 18 de julio de 1936 le sorprendió en Santander impartiendo un curso de AC. Una vez en zona nacional, organizó el primer Domund de España. En 1938, el obispo Eijo y Garay le nombró, primero, delegado y, después, vicario general de Madrid-Alcalá. Tras la guerra civil, trabajó en la reanudación del culto en las parroquias y en la reconstrucción de templos destruidos. Nombrado obispo auxiliar de Madrid-Alcalá, con el título de Agatópolis, el 25 de enero de 1943, fue consagrado en la basílica de San Francisco el Grande, el 9 de mayo. Su labor pastoral fue intensísima al igual que su tarea de organizador. Erigida la diócesis de Bilbao el 2 de mayo de 1950, fue preconizado su primer obispo el 18 de mayo. Elevado al arzobispado de Zaragoza, se hizo cargo de la nueva sede el 4 de diciembre de 1955. El beato Juan XXJXÍ le nombró subsecretario del concilio Vaticano II y participó en las fases preparatorias y en los cuatro períodos conciliares. Fue designado por el Jefe del Estado diputado y, más tarde, consejero del Reino, pero renunció a estos cargos apenas fue elegido presidente de la Conferencia Episcopal (26 de febrero de 1969). El 25 de marzo de 1964 fue nombrado primer arzobispo de Madrid-Alcalá. Falleció en Madrid el 30 de mayo de 1971.
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importante destacar esta fecha porque desde el año 1969 el Episcopado entró decididamente por los caminos de la renovación conciliar. En esos años había cambiado el contexto social y los problemas de la vida eclesial ya no eran los del año 1966. Un factor importante de la evolución del Episcopado fue el de la incorporación de una nueva generación de obispos a la Conferencia Episcopal, así como la apertura y flexibilidad de que dieron prueba muchos de los que ya eran obispos antes del Concilio. En apenas diez años, la Conferencia Episcopal experimentó una profunda renovación generacional. Figura menuda, austera, sobria y dinámica, Casimiro Morcillo encarnó con tesón y de modo ejemplar la personalidad de su pueblo serrano de origen: desprendido, sencillo, humilde, gran trabajador. Trabajó intensamente por la renovación de la diócesis madrileña, multiplicando las parroquias en sus siete años de su pontificado matritense. Fue una figura muy importante del Episcopado español, pues destacó: — por su especial interés y compromiso personal por la Acción Católica, — por las Misiones, — por la ayuda a las Iglesias de Hispanoamérica, — por sus dotes personales para la organización y modernización de las estructuras diocesanas, — por su clarividente previsión al promover la creación de nuevas parroquias en las zonas urbanas de gran crecimiento. — por su infatigable dedicación a cada comunidad diocesana en las visitas pastorales, en las que se examinaba personalmente del catecismo a millares de niños, y — por su cartas pastorales actuales, novedosas y profundidas teológicamente. En los años de la presidencia de Mons. Morcillo la Conferencia Episcopal:
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— intensificó la aplicación del concilio Vaticano II en España, — crecieron las tensiones entre diferentes tendencias dentro de la Iglesia, — así como las dificultades con el Gobierno para la orientación de un amplio sector de la Acción Católica, en posición crítica ante la situación política, y por otra parte acusada de excesivo «temporalismo». Al arzobispo Morcillo le correspondió un notable protagonismo en todas estas cuestiones. Los últimos acontecimientos políticos relacionados con su presidencia de la Conferencia fueron el famoso proceso de Burgos contra miembros de la ETA, y una nota en la que se manifestaba el apoyo a los obispos de San Sebastián (Jacinto Argaya) y Bilbao (José María Cirarda), cuyos escritos habían sido objeto de tergiversaciones en los medios de comunicación. Estos datos indican el clima enrarecido de la situación política y la preocupación de don Casimiro, ya enfermo, que pedía al vicepresidente, Mons. Tarancón, cardenal arzobispo de Toledo, que presidiera la plenaria del Episcopado en su ausencia obligada. Mons. Morcillo no fue un «resistente» a la renovación eclesial propugnada por el concilio Vaticano II, sino que, para la Iglesia en España e Hispanoamérica, fue un precursor en todas las iniciativas y proyectos renovadores más sensibles e importantes del catolicismo español de la posguerra, tanto en Madrid como en Bilbao y Zaragoza. Desde 1950 a 1965, para bastantes de aquellas actividades de renovación eclesial incorporó a Mons. Tarancón, que entonces era obispo de Solsona y después pasó a Oviedo. En los años anteriores e inmediatos al Concilio, en sus viajes a Madrid, Zaragoza era parada ordinaria mensual de Tarancón para convivir y preparar asuntos con Morcillo. En la residencia arzobispal de Zaragoza entre 1956 y 1958, hubo varias reunió-
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nes con quienes promovían la renovación en Francia: Boulard (pastoral de conjunto); Riobé, comprometido entonces (junto a Voillaume) en una espiritualidad de encarnación entre los más pobres, y después obispo de Orleáns; Chappoulie, obispo de Angers y primer Secretario del Episcopado francés. A todos los pudo conocer Tarancón, invitado por Morcillo, y con él proyectó planes pastorales. No fue ajeno, sino todo lo contrario, a la esperanza que floreció en España durante las sesiones del Concilio y después de su clausura. La declaración colectiva de los obispos españoles escrita en Roma, el día mismo de la clausura del Concilio (8 de diciembre 1965), tuvo en él a su principal inspirador. Él trabajó con denuedo para que las reticencias que algunos obispos mostraban ante las novedades conciliares se transformaran en pleno acatamiento y fidelidad a las decisiones tomadas. A él le correspondió, junto al cardenal Quiroga Palacios, protagonizar el primer quinquenio de aplicación del Concilio en España. Fue muy consciente de las gravísimas dificultades que les esperaban a los obispos, y de la trascendencia sociopolítica de cualquier decisión eclesial, porque, el Concilio, de modo inevitable, significaba una carga en profundidad en orden al cambio sociocultural y político. Y Mons. Morcillo quedó atrapado en el terreno minado de aquellos años: — en parte, quizá, por su propia concepción de los derechos y deberes de la Iglesia en la reciente historia española; — en parte, a causa de tantos que no supieron mantenerse en el punto de equilibrio, moviéndose desde el rechazo pleno del acontecimiento conciliar a una implantación adulterada e inauténtica del mismo. Pero todos estos problemas y tensiones nunca aminoraron su amor a la Iglesia y su compromiso en reno-
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varia, aunque se puede estar en desacuerdo con algunas decisiones que él tuvo que tomar o aceptar. No perdió pasión en el servicio eclesial en aquel apasionante y terrible quinquenio mientras veía que su morada terrenal se derrumbaba por la enfermedad. Una cierta soledad que le tocó vivir durante su larga y dolorosa enfermedad no se transformó en tristeza sino en espera del encuentro Dios.
III EL CARDENAL TARANCÓN Y LA CONFERENCIA EPISCOPAL
1. Personalidad eclesial de Tarancón Estamos ante la figura más emblemática de la Transición de la Iglesia en España, cuya tarea eclesial puede resumirse diciendo que fue un hombre que sacrificó siempre sus intereses singulares en aras del servicio al bien común -de la Iglesia y de España- y que contribuyó, de manera sobresaliente, y en algún modo decisiva, a la forja de una nueva conciencia colectiva, en medio de duras convulsiones sociales, y propulsó, así, una transición socio-política fundamental, sin nuevos choques sangrientos. Quizá se ha exagerado su protagonismo, porque muchos otros trabajaron con discreción y menos popularidad, pero, ciertamente, el cardenal Tarancón fue un personaje muy relevante popular e influyente en su tiempo, gracias a que supo orientar a la Iglesia española en años dramáticos y apasionantes y supo captar los deseos y aspiraciones de la mayoría de los católicos y sus opciones y actuaciones resultaron decisivas. Poco después de su muerte se publicaron una parte de sus memorias (Confesiones, Madrid, PPC, 1996), un libro muy parcial -como suelen ser todas los libros de memorias-, con muchas lagunas y juicios discutibles, pero con aportaciones y documentación muy importantes para el conocimiento de la Asamblea Conjunta, de los episodios consecuentes al asesinato del almirante Carre-
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ro Blanco, del episodio de Mons. Añoveros, la Asamblea cristiana de Vallecas de 1975 y las consecuencias de las ejecuciones de septiembre del mismo año, entre otros. Durante el concilio Vaticano II, su personalidad -que ya como rara avis dentro del episcopado español se había hecho oír con tonos abiertos desde su diócesis de Solsona-, encontró su verdadero acomodo eclesial. A partir del fin del Concilio y ya como arzobispo de Oviedo fue cuando empezó a irradiar en sus pastorales ideas elaboradas durante años y que en Solsona le habían producido más de un disgusto. La convergencia de opiniones que aparecen en torno a la figura de Tarancón 35 , en la transición política releva de mayor comentario. Después de un largo pontificado en Solsona, en 1964 fue nombrado coadjutor con derecho de sucesión y administrador apostólico «sede plena» de Oviedo, cuyo 35 Vicente Enrique y Tarancón nació en Burnana (Castellón), diócesis entonces de Tortosa, el 14 de mayo de 1907 Sus padres eran labradores Hizo los primeros estudios en el Colegio de Religiosas de Nuestra Señora de la Consolación, a pocos metros de su casa, y desde 1917 a 1928 estudió Humanidades, Filosofía y Teología en el seminario conciliar de Tortosa En 1930 obtuvo el doctorado en Teología en la entonces Universidad Pontificia de Valencia, siendo ordenado sacerdote el 1 de noviembre de 1929 en Tortosa Desde agosto de 1930 hasta marzo de 1933 fue coadjutor-organista de Vinaroz Dos años después de su ordenación sacerdotal se integró en la Casa del Consiliario de Madnd, institución ideada por el futuro cardenal Ángel Herrera Oria, donde junto con un equipo de sacerdotes se dedicó a la promoción de la Acción Católica Con este motivo, realizó viajes a Francia, Bélgica e Italia para conocer el funcionamiento de la Acción Católica en esos países Prolongó su labor de formación en la Acción Católica hasta 1938, dirigiendo semanas, cursillos, conferencias y actos de propaganda En 1938 ejerció como arcipreste en Vmaroz hasta 1943 Desde 1943y hasta 1946 fue arcipreste de Villarreal El 25 de noviembre de 1945 fue nombrado obispo de Solsona, donde estuvo 18 años En 1956 fue nombrado primer secretario del Episcopado español y viceconsihano nacional de la Acción Católica En 1964 fue nombrado arzobispo de Oviedo, en 1969, de Toledo y en 1971 de Madrid- Alcalá, donde permaneció hasta su jubilación en 1983 Falleció en Valencia el 28 de noviembre de 1994 Cfr J L MARTÍN DESCALZO, Tarancón, el cardenal del cambio (Barcelona, Planeta, 1982), libro-entrevista importante; Ma MÉRIDA, Entrevista con la Iglesia (Barcelona, Planeta, 1982), M* L BREY, Conversaciones con el cardenal Tarancón (Bilbao, Mensajero, 1994), J INFIESTA, Tarancón, el cardenal de la reconciliación (Madnd, Paulinas, 1995), C DE BLAS, Tarancón, el cardenal que coronó al
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arzobispo, Javier Lauzurica, se hallaba gravemente enfermo. Pero, antes de tomar posesión, falleció dicho arzobispo, con lo que Tarancón pasó a ser directamente arzobispo de Oviedo. Llegó a esta diócesis habiendo dado muestras de una capacidad poco común. Eran muchos ya los libros salidos de su pluma, sobre temas de espiritualidad y de apostolado. Sus orientaciones sacerdotales, guiaron a muchos. Brillaba por su dinamismo y eficacia de organización, que quedó patente en el Congreso Nacional de Espiritualidad y en la Comisión Nacional de Liturgia, que presidió, así como en su labor de Secretariado de la Junta de Metropolitanos, que desempeñó, como un preludio de lo que había de ser su labor años más tarde en la Conferencia Episcopal de España. Las expectativas que levantó su nombramiento para arzobispo de Oviedo no quedaron frustradas. En aquel 1964 la Iglesia estaba en plena travesía del concilio Vaticano II, que se clausuraría en diciembre del año siguiente. Tarancón fue en Asturias el incansable promotor del espíritu conciliar, que exigía un nuevo talante eclesial y el profundo cambio de la pastoral diocesana. Recorrió la diócesis dando conferencias sobre los decretos conciliares, reorganizó la Curia Diocesana dándole un sesgo netamente pastoral, dividió la diócesis en zonas pastorales, revisó los arciprestazgos y constituyó el primer Consejo del Presbiterio, según las disposiciones conciliares. El sistema de gobierno pastoral que estableció en
Rey (Madnd, Editonal Prensa Ibénca, 1995). La lista de las publicaciones del cardenal Tarancón puede verse en el trabajo que hicieron Ma T FERNÁNDEZ TEIJEIRO y J MARTÍN VELASCO, y publicaron en el tomo Al servicio de la Iglesia y del pueblo Homenaje al Cardenal Tarancón en su 75 aniversario (Madnd, Narcea, 1984, pp 311 -350) No todos estuvieron de acuerdo con la línea de Tarancón, como demuestran las obras de B PINAR, Mi réplica al cardenal Tarancón (Madnd, Fuerza Nueva, 1998), y del obispo de Cuenca, J GUERRA CAMPOS, Renovación de la comunidad eclesial (Madnd 1966), Ante el 1 de octubre la Iglesia y Francisco Franco (Cuenca \91A) y La ley del divorcio y el Episcopado español, 1976-1981 (Madnd 1981)
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la diócesis se caracterizó por un marcado tono participativo o de «gobierno en equipo», primero con los vicarios y provicarios y después con los vicarios generales y episcopales, con los que mantenía una reunión de consulta todas las semanas. Desde 1966 vino utilizando el Consejo Presbiteral y su Comisión Permanente. Esta última, se encargaba de los nombramientos para distintos cargos. Realizó igualmente un ensayo de pastoral obrera con sacerdotes obreros diocesanos y religiosos en la zona minera de Langreo. Contó con la colaboración de un buen grupo de sacerdotes y de seglares para esta tarea, que produciría amplios frutos en años sucesivos. De su actividad pastoral en aquellos años hay que señalar otros aspectos menos visibles. Estuvo siempre a disposición de todos y muy especialmente de los sacerdotes, de los religiosos y de las religiosas. Generoso y desprendido, dio de lo que tenía como patrimonio familiar para remediar necesidades de la gente sencilla. Y apenas hubo una parroquia necesitada o un proyecto de obras o de reformas materiales, que no recibiera una generosa ayuda suya, siempre dispuesto a repartir cuanto la diócesis ponía a su alcance. Su pontificado en Asturias solamente duró cinco años. Su trabajo en este lustro fue muy intenso y renovador, las circunstancias políticas y sociales de España eran críticas porque el Régimen estaba llegando a su fin, pero nadie podía asegurar nada sobre el futuro. Asturias era todavía entonces una plataforma importante del movimiento obrero y la situación socio-laboral provocaba huelgas reivindicativas, que siempre tenían un fondo político insoslayable. En aquellas circunstancias y en el ministerio episcopal en Asturias, con innegables sufrimientos, Tarancón adquirió una conciencia más profunda de la realidad de España en aquellos momentos. Intuyó la dimensión real del futuro que se avecinaba en el que la Iglesia, dejando antiguos privilegios y es-
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pecial protección del Estado, tenía que saber estar en la nueva situación y acompañar al país siendo fiel a su propia misión de apostolado. Comenzó a destacar en la Conferencia Episcopal como miembro de la Comisión Permanente y cuando ocupó la presidencia de la Comisión Episcopal de Liturgia (1964-71) coincidiendo con el tiempo de la renovación litúrgica del concilio Vaticano II. Realizó frecuentes viajes a Roma como miembro del «Consilium de Liturgia» y consultor para la reforma del Código de Derecho Canónico. Durante el Concilio fue miembro de la Comisión para la Disciplina del Clero y Pueblo Cristiano. Designado para ocupar la sede primada de Toledo en 1969, el papa Pablo VI lo creó cardenal del título presbiteral de san Juan Crisóstomo in Montesacro. Su homilía en la catedral primada fue un comentario actualizado del texto del apóstol san Pablo a los Efesios (5, 1): «Como hijos queridos de Dios, procurad pareceros a Él y vivir en el amor». La archidiocesis primada se preparaba para afrontar la renovación conciliar, tras el largo y fecundo pontificado del anciano cardenal Pía y Deniel. Por ello, las palabras de Tarancón en su primera homilía sonaron muy nuevas: «No soy vuestro superior, soy vuestro hermano; hermano y servidor de todos. Todos, hijos queridos de Dios, somos miembros de una familia divina. Como Dios se encarnó, la Iglesia debe vivir encarnada, inserta en la realidad, lo que postula cambios, prudentes pero decididos, como exige el Concilio y pide el Papa. Nada de inmovilismos». Recién llegado a Toledo envió a todos los sacerdotes un documento titulado: «Sugerencias para un programa pastoral», para ser estudiado individualmente y en grupo. En él: — se analizaban los cambios sociales, la necesidad de renovación dentro de una cierta continuidad, sin saltos en el vacío;
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— se aludía a los instrumentos pastorales, inspirados en el Concilio y ya iniciados por el cardenal Pía y Deniel; — se afrontaban problemas de fondo que afectaban a la vida de los presbíteros, a las estructuras pastorales y al laicado. Inmediatamente después de su llegada, visitó personalmente todas las parroquias de la capital, realizando visitas similares a conventos. En los meses de abril y mayo viajó mucho y tuvo encuentros con casi todos los sacerdotes diocesanos. Cuando llegó a Toledo había escrito unas 70 cartas pastorales y más de 300 alocuciones y exhortaciones. En Toledo publicó, entre otras, «La Acción Católica y el apostolado seglar», «Vocación, Seminario, Sacerdocio», «El arciprestazgo, unidad pastoral», «Normas concretas sobre el Seminario» y «El magisterio de Santa Teresa». Reorganizó el cabildo catedralicio conforme al derecho canónico, que respetó siempre, apelando a razones pastorales y fraternas, que aceptaron los capitulares. Remoledó la Curia diocesana, reestructuró los arciprestazgos y dio nueva concepción a las figuras de los vicarios y arciprestes. Ante el grave problema del Seminario, que sufría una gran disminución de vocaciones, invitó a dimitir a un pequeño grupo de profesores, cuyos métodos no creyó adecuados a los tiempos, y admitió alguna experiencia en el Régimen interno, que se reveló contraproducente. Por ello, fue su sucesor, don Marcelo González Martín, quien resolvió la situación. Durante sus dos años y medio de permanencia en Toledo no halló muestras de hostilidad, ni en el clero, que le fue fiel y obediente en su casi totalidad, como lo había sido con su predecesor Pía y Deniel, ni tampoco en las autoridades civiles y militares, con las que mantuvo relaciones correctas, aunque a veces un tanto frías. Sí hubo cierta malquerencia y oposición en algunos gru-
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pos políticos muy radicalizados, pero sin manifestaciones externas hostiles contra él. A la muerte del arzobispo de Madrid-Alcalá, Casimiro Morcillo, que era también presidente de la Conferencia Episcopal Española, en 1971, la Santa Sede le confió provisionalmente la archidiócesis de la capital de España como administrador apostólico. Durante seis meses, dividió su tiempo entre Toledo y Madrid hasta que el 4 de diciembre de ese mismo año se hizo pública la noticia de su traslado definitivo a la sede de Madrid-Alcalá. En breve carta se despidió de sus fieles, exponiendo que dejaba Toledo sólo por obediencia al Santo Padre, siendo consciente de la rareza del traslado desde la sede primada a una de «rango eclesial» inferior, pues Madrid no era entonces metropolitana. Según confesiones personales, ésta fue decisión personal de Pablo VI, quien le dijo: «Éste es un momento muy difícil para la Iglesia española. Usted va a ser presidente de la Conferencia Episcopal. Y necesitamos en Madrid y en la Conferencia una persona de confianza». Fue el primer cardenal que rigió la archidiócesis matritense, desmembrada de la de Toledo en 1885. El 10 de enero de 1972, hizo su entrada en la capital de España, donde continuó imprimiendo un sello de diálogo y de confianza en sus colaboradores. 2. Presidente de la Conferencia Episcopal Dos meses más tarde fue elegido presidente de la Conferencia Episcopal Española, de la que ya era vicepresidente desde febrero de 1969 y en la que, de hecho, ya ejercía como presidente «en funciones» desde la muerte de monseñor Morcillo. Tarancón fue el representante claro del ala más abierta de la Conferencia Episcopal y, con 35 votos, casi había igualado a Monseñor Morcillo (40 votos) en las elecciones anteriores para
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la presidencia de la Conferencia (1969), por lo que en las votaciones de 1972 fue el más firme candidato. Se ha dicho y se ha repetido que el propio papa Pablo VI -con el que Tarancón mantuvo estrecho contacto, al igual que con el cardenal secretario de Estado, Villot, y con el sustituto Benelli- apoyaba su candidatura, buscando con ello una renovación del Episcopado más acorde con el espíritu del Concilio y unas nuevas relaciones Iglesia-Estado. Tras de una presidencia interina de varios meses, fue elegido presidente de la Conferencia Episcopal desde 1972 a 1981. La polémica fue unida a su figura porque su vida pública al servicio de la Iglesia española suscitó no pocas contradicciones, debido a las peculiares circunstancias socio-políticas y eclesiales que enmarcaron su actividad y que le condujeron a situaciones conflictivas de solución difícil. De ahí las distintas valoraciones que se hicieron y quizá se hacen hoy36; aunque su apasionado amor a la Iglesia y a España estaban fuera de toda duda. Otros le vieron como un traidor a España («su» España) o la Iglesia («su» Iglesia), actitudes que afrontaba con cierto laissez faire levantino. Dirigió los destinos de la Conferencia Episcopal desde 1969 hasta 1981, siendo secretarios el obispo auxiliar de Oviedo, Elias Yanes, y el sacerdote Jesús Iribarren. En efecto, y caso único en la corta historia de la Conferencia Episcopal, fue reelegido como presidente del Episcopado en dos ocasiones, el máximo que permi36. Quizá uno de los eclesiásticos más críticos con la actuación pastoral del cardenal Tarancón fue S. MUÑOZ IGLESIAS, Así lo vimos otros (Valencia, Edicep, 2002), quien repasa unos cuantos acontecimientos de la reciente historia española, principalmente de Madrid, evocándolos desde su perspectiva personal, con independencia de criterio respecto al modo en que esos hechos hayan sido narrados por otros. Abarca desde los tiempos anteriores a la guerra española, hasta comienzos de los años 90. Se centra, sobre todo, en episodios en los que el propio autor intervino como protagonista.
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ten los estatutos de la Conferencia Episcopal, a pesar de que en la tercera elección tuvo que superar los dos tercios de los votos que estatutariamente se requieren para un tercer mandato. Así pues, dirigió al episcopado español durante los últimos años del Régimen de Franco y los primeros vacilantes de la Transición, y luchó por sus ideas claves: — la independencia de la Iglesia del poder político, — la no identificación de la Iglesia española con el Régimen y — la reconciliación de los españoles, superando definitivamente las heridas de la Guerra Civil española. En esta línea: — defendió la renovación del concordato, — impulsó los acuerdos parciales del Estado español con la Santa Sede, — se opuso a la creación de un partido político confesional, — se esforzó por extender la renovación conciliar en la Iglesia española y — por abrir las puertas a una Iglesia más tolerante y plural. Fue un buen transmisor de mensajes ante los medios de comunicación. Colaboró junto al nuncio Dadaglio en la renovación del episcopado, siempre preocupado por evitar las rupturas. Vinieron así obispos más jóvenes y más abiertos de talante también. Algunos sectores del Régimen confesional se oponían a estas transformaciones, lo que fue motivo de algunos conflictos públicos que forman parte inseparable de la biografía del cardenal. El día 20 de diciembre de 1973 fue asesinado el presidente del Gobierno, almirante Carrero Blanco. Tanto al salir del funeral como por la tarde, en el entierro, el arzobispo de Madrid fue increpado con las voces de «¡asesino!» y «¡Tarancón, al paredón!» por grupos de perso-
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ñas que proferían a la vez gritos en apoyo del cardenal primado, González Martín, quien marcha junto a él. Este hecho fue siempre recordado por el cardenal como uno de los días más amargos de su vida. Unos meses después, el 3 de marzo de 1974, fue informado de que un avión esperaba en el aeropuerto de Sondica para exiliar de España al obispo de Bilbao, Antonio Añoveros a causa de los contenidos de una homilía que había mandado leer en las parroquias de su diócesis. Tarancón se negó a colaborar con el Gobierno en esta operación y reunió al comité ejecutivo de la Conferencia Episcopal. Éste elaboró un borrador de decreto en el que se recordaba la pena de excomunión que el canon 2.341 decretaba sin más para los que «directa o indirectamente impiden la jurisdicción eclesiástica de un obispo». En aquellos días, el ministerio de Asuntos Exteriores llegó a tener redactada una nota de ruptura de las reacciones con el Vaticano, operación que el general Franco finalmente frustró. Expresó públicamente sus ideas sobre España en su homilía del 23 de noviembre de 1975, al concelebrar la misa del Espíritu Santo tras la entronización de los Reyes de España y en la que pidió a Don Juan Carlos ser el Rey de todos los españoles, un reino en el que quepan todos. «La fe cristiana -dijo entre otras cosas- no es una ideología política ni puede ser identificada con ninguna de ellas, dado que ningún sistema social o político puede agotar toda la riqueza del Evangelio, ni pertenece a la misión de la Iglesia presentar opciones o soluciones concretas de Gobierno en los campos temporales de las ciencias sociales, económicas o políticas. La Iglesia no patrocina ninguna forma ni ideología política, y si alguien utiliza su nombre para cubrir sus banderías, está usurpándolo manifiestamente». Era la expresión abierta de una opción por el pluralismo político de los católicos.
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Su acción tuvo una especial relevancia en la década de los setenta. La vida de la Iglesia durante estos diez años estuvo agitada por: — graves divisiones internas en la acción pastoral y en la misma doctrina de la fe, — disminución de vocaciones y — crisis de valores morales; al par que sostenida por: — una profunda y positiva renovación de la catequesis, — de la pastoral litúrgica, — de estructuras pastorales, — de clarificación de la misión de la Iglesia ante la sociedad civil. La vida política y social de este período se caracterizó por: — los conflictos sociales, — el auge del terrorismo y — la Transición política del Régimen del General Franco al sistema democrático. La actuación del cardenal Tarancón en este período, al frente de la Conferencia Episcopal, fue de decisiva importancia para que la Transición política se hiciera de forma pacífica. No se puede olvidar que en este período las tensiones internas de la Iglesia tuvieron múltiples conexiones con las tensiones de la vida política. La acción del cardenal como líder espiritual se orientó a promover: — la concordia, — el diálogo, — la reconciliación, — el respeto a los derechos humanos, — la independencia y — autenticidad de la misión de la Iglesia. Le acompañaron con su apoyo los obispos desde la Conferencia Episcopal.
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El 14 de mayo de 1982, al cumplir la edad reglamentaria, presentó su dimisión como arzobispo de Madrid, convencido de que se la aceptarían rápidamente. Pero este hecho tardó casi un año en producirse, hasta el 12 de abril de 1983. Protagonista y testigo de excepción de la vida de la Iglesia y de la evolución socio-política de España en la segunda mitad del siglo XX, el cardenal Tarancón publicó numerosos escritos en los que ofreció las claves de ese talante abierto y optimista que presidió siempre su actuación pública. Cuando Arias Navarro fue nombrado presidente del Gobierno, tras el asesinato del almirante Carrero Blanco, Tarancón le envió una carta, fechada el 31 de diciembre de 1973 37, felicitándole por su nombramiento y ofreciéndole la colaboración de la Iglesia en estos términos: «Aunque le habrá llegado mi telegrama de felicitación y mi ofrecimiento de colaboración cordial en la tarea importantísima que le han encomendado, me creo en el deber de expresarle más ampliamente mis sentimientos personales y los de la Conferencia Episcopal en estos primeros días de su mandato. Le he conocido y tratado como alcalde de Madrid y su amabilidad me da confianza para hablarle con absoluta sinceridad, seguro de que es fácil la inteligencia mutua y la colaboración leal. Créame, señor Presidente, que soy un convencido de la eficacia del diálogo abierto y amistoso y de la necesidad absoluta de una sincera colaboración entre las autoridades de la Iglesia y del Estado, ya que todos queremos servir de la mejor manera posible a nuestro pueblo que es sinceramente católico. Tenga la seguridad de que podrá contar siempre conmigo para ese diálogo y para esa colaboración. Puedo asegurarle, además, que la Conferencia Episcopal Española deseafirmementeesa colaboración que si no ha existido siempre en la medida que sería de desear, ha sido, quizá, por falta de un diálogo que, sin culpa de nadie, no se pudo realizar suficientemente.
37. V. ENRIQUE Y TARANCÓN, Confesiones, p. 623.
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Yo había iniciado, desde hace un par de meses, una serie de conversaciones con el fallecido presidente, el admirado almirante Carrero, y algunos otros señores ministros, y pude apreciar que era fácil aclarar muchas cosas y llegar a un acuerdo que podía ser ventajoso para todos. Espero confiadamente poder reanudar esas conversaciones, seguro de que podemos llegar a una inteligencia mutua que todos deseamos. Estoy siempre a sus órdenes y de corazón le deseo una gestión acertada y próspera en beneficio de nuestra querida España» 38.
Por su parte, Arias Navarro le respondió pocos días después, diciéndole: «Agradezco muy sinceramente su cordial carta del 31 de diciembre último, en que me reitera su felicitación y me expresa el ofrecimiento de inteligencia mutua y leal colaboración por parte de la Conferencia Episcopal. Consciente del acendrado espíritu católico de nuestro pueblo y de las enseñanzas del concilio Vaticano II en orden a distinguir con precisión los derechos y deberes que a losfielesconciemen por su pertenencia a la Iglesia, y los que les competen en cuanto miembros de la sociedad humana, me muestro identificado con su idea de que mediante un diálogo abierto y amistoso entre ambas potestades, pueda establecerse la colaboración e inteligencia a que Su Eminencia Reverendísima alude en su carta. En esa idea acojo con satisfacción su deseo de continuar las conversaciones iniciadas con mi predecesor, el llorado almirante Carrero Blanco, expresándole la confianza de poder reanudarlas una vez superada la agobiante tarea que en estos momentos pesa sobre mí, y ello con elfinde establecer el clima más propicio para una fructífera colaboración que sólo beneficios puede reportar tanto para la Iglesia como para el Estado» 39.
3. La Asamblea Conjunta Obispos-Sacerdotes de 1971 El libro Asamblea Conjunta Obispos-Sacerdotes (Madrid, BAC, 1971), que salió a las pocas semanas de haberse celebrado la asamblea, se agotó inmediatamente 38. Mí., p. 881. 39. 7&/rf.,p.882.
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y no ha vuelto a ser editado. Sus 747 páginas recogen los documentos esenciales de la misma, pero faltan la historia minuciosa y radicalmente verdadera de todas y cada una de las asambleas diocesanas así como construir documentalmente toda la historia de la elaboración y preparación de los documentos, lo mismo que un estudio de la evolución de la idea de la asamblea en el seno de la misma Conferencia Episcopal; el apoyo que la idea encontró, progresivamente creciente, en el seno de la Asamblea Plenaria; los obstinados esfuerzos de estrangulamiento realizados por parte de algunos miembros de la Comisión Permanente; las prisas a las que la Asamblea fue obligada por los mismos obispos que posteriormente la acusaron de precipitación. Algo de esto lo hizo el cardenal Tarancón al dedicar cien apretadas páginas de su Confesiones (pp. 423-523) a la Asamblea. Puede afirmarse que es la primera historia de la misma, ya que aborda todos los temas finales. Pero, es una pena, que esta aportación tan importante del fallecido cardenal no ofrezca un mayor apoyo documental, que hubiera dado a la misma un rigor y una autoridad de la que, en parte, carece pues al tratarse de simples «confesiones», da la impresión de que el cardenal quiere defender a toda costa un acontecimiento que él vivió apasionadamente -quizá demasiado apasionadamente-, mostrándose incluso en algunos momentos un tanto maniqueo, dando a entender que todo lo bueno estaba en una parte y todo lo malo en otra. La realidad fue mucho más compleja, y el mismo Pablo VI dijo -según lo que el mismo Tarancón refirió a los obispos- que en la asamblea había habido «defectos y fallos». En estas páginas hago una breve síntesis de este importante acontecimiento eclesial, destacando sus aspectos fundamentales. En 1969, la Conferencia Episcopal Española, de la que era presidente el arzobispo de Madrid, Mons. Casi-
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miro Morcillo, propuso directamente a la Secretaría de Estado una serie de temas para un estudio conjunto en el que participarían representantes de la Santa Sede y del Episcopado español. Los temas eran: el Apostolado Seglar y, principalmente, la Acción Católica en España (criterios seguidos por el Episcopado y razón de los mismos, hechos y documentos, actitud contestataria de los dirigentes seglares y de algunos consiliarios antes y después de cesar de sus cargos y altos refrendos que alegaban pública y privadamente); nombramientos de españoles para cargos en organismos internacionales dependientes de la Santa Sede (la CEE nunca era consultada ni todos los nombrados inspiraban confianza al Episcopado); estatutos de la CEE; participación de la CEE en la selección y propuesta de candidatos para el Episcopado; campañas contra el Episcopado español dentro y fuera de España, porque se afirmaba con frecuencia que la Santa Sede desaprobaba o no estaba conforme con las resoluciones y declaraciones del Episcopado español, sin que constara un desmentido por parte de la Santa Sede; presencia de obispos españoles en los dicasterios de la Curia Romana; la intervención de la Congregación para la Educación Católica en algunos seminarios, al margen de los obispos respectivos, y consecuencias que esto había tenido; criterios del Episcopado y de la Santa Sede sobre las relaciones de la Iglesia con el Estado en España y difícil situación del Episcopado por el silencio táctico de la Santa Sede ante su actuación. El cardenal Villot, secretario de Estado, respondió a Mons. Morcillo diciéndole que la nunciatura de Madrid era el cauce y trámite normal para que se estudiaran los temas propuestos por la CEE, ya que las representaciones pontificias tienen el deber de dar a conocer al Santo Padre y a sus instituciones de gobierno, el pensamiento, las necesidades, las aspiraciones y las instancias de
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los Episcopados locales a quienes, a su vez, transmiten orientaciones y consignas. La línea seguida en los nombramientos episcopales por la Santa Sede había logrado cambiar la faz de la Conferencia, en cuyo seno se constituyó una Comisión especial del Clero. Durante el año 1968 y parte de 1969 se realizó una amplia encuesta en la que participó el 75% de la población sacerdotal española (15.449 de los 20.114 sacerdotes). El primer resultado de ella fue la ponencia presentada a la plenaria de julio de 1969 y que produjo un gran impacto. En noviembre del mismo año la Conferencia decidió celebrar una asamblea plenaria conjunta de obispos y sacerdotes cuya preparación y organización se encomendó a la Comisión del Clero. Se celebró en septiembre de 1971, con la aprobación y bendición de Pablo VI40, y el Episcopado español, en la Plenaria del 29 noviembre-4 diciembre de 1971, calificaron la asamblea como un «hecho positivo y dinámico de la vida de la Iglesia en España», mientras decidieron hacer un trabajo de perfección de sus conclusiones. Pero contra este acontecimiento, quizá el más decisivo del postconcilio español, se desencadenó una batalla amparada por el Gobierno y promovida por la Hermandad Sacerdotal41 y otras asociaciones integristas. No se ahorró ninguna intriga y se llegó a la calumnia pública. Un documento crítico contra las ponencias de la asamblea -difundido por la agencia «Europa Press» el 21 de febrero de 1972- y cuya autoridad nunca se logró aclarar, aunque se enviaba con la firma del cardenal prefecto 40. Las actas de dicha asamblea fueron publicadas por el Secretariado Nacional del Clero en el volumen Asamblea conjunta obispos-sacerdotes (BAC 328), (Madrid, La Editorial Católica, 1971). 41. Las tesis de esta asociación han sido recogidas en el volumen documental Historia de un gran amor a la Iglesia no correspondido, (Madrid, Hermandad Sacerdotal Española, 1990).
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de la Congregación del Clero, sembró la confusión más absoluta, ya que fue orquestado por la prensa oficial, y logró rodear de sospecha de «desviacionismo» no sólo a las «conclusiones» votadas por obispos y sacerdotes, sino al mismo Episcopado español. El argumento que se comenzó a manejar desde ese momento y que creció en los años sucesivos, manejado hábilmente por el Gobierno, fue el de «desviación doctrinal» de la Conferencia Episcopal e incluso desobediencia a la Santa Sede. La Secretaría de Estado declaró el 3 de marzo de 1972 que las consideraciones y las conclusiones del mencionado documento no tenían carácter normativo ni habían recibido la aprobación del Papa, «a quien por lo demás no habían sido sometidas». La Asamblea Conjunta produjo un tremendo impacto en la vida religiosa del país, tanto en sentido positivo como negativo y aportó un factor acelerante en la revisión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado que ya estaba en curso. Como factor positivo hay que señalar que la asamblea permitió que el pueblo viera con claridad que la Iglesia estaba buscando -con valentía e incluso con un cierto riesgo- una real independencia; que estaba borrando en gran parte la idea, tan difundida entre los españoles, de que la Iglesia estaba sometida al Estado y a su servicio. La fama de Iglesia como freno al desarrollo social fue desapareciendo; incluso los que eran anticatólicos porque eran antifranquistas comenzaron a revisar sus ideas, percibiendo que se trataba de dos fenómenos independientes. Esto inevitablemente llevó -al menos en un primer momento- a un empeoramiento de las relaciones Iglesia-Estado: en 1966-68 el Estado tuvo conflictos con «algunos sacerdotes»; en 1968-70 tuvo problemas con «algunos obispos», en 1971 los conflictos fueron con «la Jerarquía» o con los «sacerdotes y obispos juntos». Estos conflictos se aceleraron. Usando un lenguaje políti-
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co podría decirse que al mismo tiempo que el Estado iba claramente hacia la «derecha», la Iglesia española parecía ir «hacia la izquierda», o hacia la independencia que era interpretada por el Estado como «izquierda» u oposición. Muchos ciudadanos se preguntaban si el choque sería inevitable. De hecho lo fue porque para la Iglesia española había llegado la hora de marcar su distanciamiento del Régimen al que había permanecido vinculada durante varios decenios. Este proceso se consiguió, no sin dificultades, gracias a la moderación, al equilibrio y a la inteligencia de la mayoría de los obispos. 4. Conclusiones polémicas La Asamblea Conjunta aprobó una serie de conclusiones que se referían a los cambios que debían introducirse dentro de la comunidad cristiana y también en la sociedad española en general; cambios que tendrían gran repercusión en la posterior Transición política. De las siete ponencias, la primera, titulada «Iglesia y mundo en la España de hoy», algo así como la Gaudium et spes del Concilio, fue la que más directamente afectó a nuestro tema, pues se dijo, entre otras cosas que «es necesario superar el inmovilismo que impida la real y efectiva aplicación del concilio Vaticano II. Tampoco debemos caer en un radicalismo utópico, que concluiría por dañar a la misma renovación que pretende promover» (n. 8). «También en la sociedad española hay en estos momentos problemas que deben preocuparnos como cristianos: la insuficiente realización de los derechos de la persona humana y la persistencia de graves desequilibrios económico-sociales» (n. 9). «Percibimos que en nuestro país queda mucho camino que recorrer en lo que se refiere al reconocimiento
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jurídico y a la realización de los derechos de la persona humana tal como son expuestos en la Pacem in terrís y en el Concilio» (n. 10). Seguidamente, en las conclusiones 11 a 20 se recogen algunos de esos derechos, como: — la «libertad verdadera de expresión»; — el «derecho de libre asociación y reunión sindical y política en un sano y legítimo pluralismo»; — la «participación responsable de todos los ciudadanos en la gestión y el control de la cosa pública»; — la «garantía suficiente del trabajo»; — el «desarrollo armónico de las diversas regiones españolas, así como de las ciudades y del mundo rural»; — «respeto y promoción de los legítimos derechos de las minorías étnicas y de las peculiaridades culturales de los diversos pueblos de España»; — «igualdad de oportunidades en el acceso a la cultura y reconocimiento efectivo del derecho de los padres a escoger la escuela de sus hijos»; — «real igualdad jurídica de todos los españoles ante las leyes»; — «derecho a la objeción de conciencia por motivos éticos o religiosos»; — «derechos a la integridad física que tutele al hombre de las torturas corporales o mentales». Se reafirmó el derecho y el deber de la Iglesia de «emitir juicios morales sobre situaciones concretas, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas» (n. 28). En esos casos, el sacerdote tiene grave deber «de oponerse a la injusticia con todas sus consecuencias» (n. 29). Si bien se añadió que en cuanto tal, el sacerdote «no se vea implicado como militante activo cualificado en ningún partido o grupo político» (n. 31).
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Sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, se pidió «eliminar toda situación real o aparente de mutua concesión de privilegios» (n. 37). En este aspecto la siguiente conclusión afirmaba: «Creemos necesario y urgente la revisión de la actual situación concordataria, por ser el vigente texto, superado, fuente de numerosos problemas y malentendidos» (n. 38). No fue aprobada, en cambio, otra proposición que decía: «En esta revisión parece preferible la elaboración de un nuevo concordato que responda a la actual situación socio-religiosa del pueblo español» (sí, 82; no, 175. En blanco, 16). Pero sí fue aprobada por 185 votos afirmativos y 54 negativos otra que prefería «acuerdos parciales que resuelvan problema por problema». Se pidió la supresión de «toda forma de discriminación cívico-política que tenga su origen en razones de fe o de religión». Una proposición muy importante para la evolución de la Jerarquía y la Iglesia en España, la n. 41, fue aprobada por 175 votos a favor y 54 en contra: «La Asamblea pide la supresión de toda intervención del Gobierno en el nombramiento de obispos». Así mismo, fue aprobada otra que pedía «la participación del Pueblo de Dios en cuanto tal en la elección de sus pastores», aunque se añadía prudentemente: «dentro de las formas que la Santa Sede -última decisoria en este terreno- encuentre oportunas» (n. 42). Se consideró «necesario que la Iglesia española, que ya ha dado algunos pasos en ese camino, no guarde silencio, especialmente su jerarquía, y que esté atenta y se pronuncie con prontitud y oportunidad pastoral ante aquellas situaciones y acontecimientos que afecten a los derechos humanos de la comunidad o de algunos de sus grupos» (n. 43). Teniendo en cuenta la presencia de obispos en el Consejo del Reino y en las Cortes, las siguientes conclu-
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siones contenían una especial problemática: «La Iglesia debe ser plenamente independiente del Estado y de cualquier sistema político-social, por lo cual, las relaciones entre las personas que ejercen autoridad en la Iglesia y en la sociedad civil deben ser tales que eviten todo confusionismo (GS 76)» (n. 44). «De acuerdo con la proposición anterior, los representantes de la Iglesia deben mantenerse al margen de los órganos de gobierno o de representación política (Cortes, Consejo del Reino...) otorgada desde el Poder» (n. 45). «Como signo que son de la unidad de la Iglesia, obispos y sacerdotes se abstendrán de tomar parte en todo acto de significación política que pueda originar división entre los fieles» (n. 46, que tuvo un índice de aprobación excepcionalmente alto, con 202 votos a favor y solamente 30 en contra). En conclusiones sucesivas: — se pidió la reforma del estatuto de los capellanes en el Ejército y las asesorías religiosas; — se insistió en que la Iglesia se despojase de todo poder económico y — renunciase a «toda realidad o apariencia de riqueza», y a estar alineada con los poderes económicos, etc. El resto de las seis ponencias, que trataron aspectos más específicos de la vida eclesial y el ministerio pastoral, incidió menos o nada en los problemas de las relaciones Iglesia-Estado-sociedad, ya tratados en la primera. No obstante, también aparecieron algunas conclusiones que pueden tener repercusiones en ese tema. Así, por ejemplo, en la ponencia segunda, acerca del «Ministerio sacerdotal y formas de vivirlo», la conclusión n. 33, trató el problema de la denuncia profética, tan vivo por entonces con ocasión de las denuncias, multas y cárceles de sacerdotes a causa de homilías
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consideradas subversivas por las autoridades gubernativas. Decía textualmente: «Como es función de la Iglesia sacar a la luz y enjuiciar privada y públicamente desde el Evangelio los problemas que afectan a los hombres, el ministerio, en el ejercicio de su servicio de la Palabra, ha de enjuiciar evangélicamente las situaciones concretas en que se encuentra la comunidad {Gaudium et spes, 76). La Asamblea afirma que es propio del ministerio y no de cualquier institución política o estatal, determinar el sentido eclesial y los límites intrínsecos del enjuiciamiento evangélico sobre situaciones concretas. En las confrontaciones sociopolíticas en las que una sola de las opciones esté conforme con la conciencia cristiana, teniendo en cuenta los derechos humanos fundamentales y la vigente doctrina de la Iglesia, el ministerio tiene que solidarizarse con ella. En el caso de confrontaciones en las que el ministro de la Iglesia no disponga de una única opción clara y concreta en el magisterio de la Iglesia, su actuación como ministro de la comunidad deberá tener en cuenta el juicio de la misma en sus diversos niveles y sectores, un conocimiento lo más completo y objetivo posible del problema, y, en todo caso, procurará que la comunidad avance hacia actitudes más evangélicas respecto al problema en cuestión».
Afirma el obispo Iniesta que «la misma longitud excepcional de esta nota y de sus muchos matices y aclaraciones reflejan la conflictividad y la susceptibilidad con que se vivía este asunto por entonces» 42 . En el mismo sentido, vienen tres conclusiones sobre el ministerio sacerdotal y su participación en lo político y social, destacando que «todo trabajo misional en orden a la educación de la persona humana tiene un valor político, positivo y fundamental», así como la educación cívica y política para el conjunto del pueblo (n. 34). Se reconoce la denuncia profética como «función propia del ministerio en la Iglesia» (n. 35). En la siguiente se trata de la actuación política del sacerdote mismo, distinguiendo entre el ejercicio de 42. A. INIESTA, Recuerdos de la Transición (Madrid, PPC, 2002), p. 62.
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sus derechos de ciudadano, reconocido como legítimo, y el ejercicio del poder político, del que se afirma que «ha de tener presentes los riesgos que el ejercicio de ese derecho pone a su fidelidad sacerdotal». Más adelante se matiza: «El sacerdote, en todo caso, puede y debe cooperar unido a cuantos aman y cultivan la justicia, sin violencias ni engaños la edificación del mundo en la verdadera paz» (GS 92-93)... Esto puede llevarle, en circunstancias sociopolítica ambiguas, en las que pueden darse conflictos al tener que tomar decisiones personales, siendo fiel a su conciencia, iluminada por el Evangelio». «En esta alambicada conclusión -sigue comentando Iniesta- se puede traslucir la delicada situación, no infrecuente por entonces, de algunos sacerdotes que por motivos de conciencia y por criterios de justicia social se comprometían más o menos con partidos de izquierda ¡clandestinos, naturalmente! A pesar de todo, creo que en este aspecto era más el ruido que las nueces. En realidad, fueron muy pocos los sacerdotes que se comprometieron en opciones políticas de partido, al menos por lo que yo sé de Vallecas, que era precisamente caldo de cultivo propicio a tendencias sociales y políticas de izquierdas. Más todavía: en un encuentro con las pequeñas comunidades cristianas de la Vicaría, que aglutinaban militantes muy activos, hicimos una encuesta sobre el compromiso eclesial, social, político y sindical. Teniendo en cuenta que la mayoría eran laicos y laicas, confieso que yo mismo me quedé sorprendido y hasta un poco decepcionado del resultado. No tengo a mano aquellos datos, pero en general recuerdo que su compromiso con la Iglesia y la comunidad cristiana era total, a tope, lo cual era de suponer y también motivo para alegrarse. El compromiso en obras sociales era también muy alto, cosa también muy buena y necesaria. En cambio, el compromiso sin-
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dical y político era muy bajo, lo que, visto desde la teología del laicado y teniendo en cuenta el ambiente de nuestra Vicaría, yo pensaba que suponía un vacío que habría que rellenar»43. En la ponencia VII, «Exigencias evangélicas de la misión del presbítero en la Iglesia y el mundo de hoy», aparece la famosa propuesta que tanto dio que hablar en su momento, con escándalo de la prensa del Movimiento, los políticos del Régimen y sus adeptos, bastantes sacerdotes y algún que otro obispo. Se refiere a la Guerra Civil y a la reconciliación entre los españoles: «La constatación de nuestras limitaciones y el reconocimiento de nuestros pecados, tanto individuales como colectivos, cometidos en el ejercicio de nuestro ministerio, nos lleva en estos momentos a pedir perdón por cuantas veces no supimos ser verdaderos ministros de reconciliación, evangelizadores y constructores de la comunión de nuestro pueblo».
Comenta Iniesta: «Al no ser aprobada por dos tercios, pasó a segunda votación, en la que tampoco fue aprobada. Y es interesante constatar los cambios de una a otra votación. En la primera: sí, 119; no, 69; con observaciones, 12; en blanco, 27. En la segunda, el sí sube hasta 130; el no baja a 66; no hay votos con observaciones, y solamente 9 en blanco. Lo cual quiere decir que entre los negativos, los en blanco y las observaciones, muchos se pasaron al sí, aunque tampoco llegó a los dos tercios necesarios. De todos modos, moralmente fue un signo de la Conjunta que anticipaba lo que después, con ocasión del Año Santo de 2000 y los gestos y discursos de Juan Pablo II, se ha considerado como purificación de la memoria histórica y necesidad de pedir perdón por los errores colectivos de otros tiempos. (Cosa que la Iglesia 43. Ibid.,pp.63-64.
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católica ya hizo entonces por boca de sus obispos y presbíteros, mientras que los sucesores de otros colectivos que también intervinieron en aquella locura fratricida -¡y de qué manera!- ni han hecho ni se les ha pasado por las mentes hacer. ¡Y encima lo han pedido y exigido a los que ya lo hicieron, y después se ha repetido por boca del presidente de la Conferencia Episcopal en la apertura de una Asamblea Plenaria, con toda solemnidad)» 44. 5. La Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal marzo de 1972 La XVI Asamblea Plenaria del Episcopado (6-11 de marzo de 1972) inauguró una nueva etapa pastoral, independiente y misionera que se fue acentuando en años sucesivos, aunque todavía mantuvo un confesionalismo que perduró hasta muchos años después. En dicha asamblea plenaria la Conferencia Episcopal renovó profundamente sus cargos directivos. El cardenal Tarancón fue elegido presidente y Mons. Elias Yanes, obispo auxiliar de Oviedo, secretario general. Para la presidencia de las 14 comisiones episcopales fueron escogidos en general obispos pertenecientes a la línea llamada «abierta» -o por lo menos de centro moderado- con alguna excepción. La asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal de marzo de 1972 alarmó a los sectores clericales más «integristas», ya que trataron de ver semejanzas con lo que había ocurrido en Holanda. Y, en concreto, tres puntos: 1. Una Jerarquía, cambiada con la intención de mayor apertura, que pretendía «abrirse» contra un mal llamado «inmobilismo»; 44. Ibid.,p.65.
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2. Un instituto (el de Pastoral de la Universidad de Salamanca), que daba sentido a esa apertura y la promovía a gran escala; 3. Un Sínodo (la Asamblea Conjunta de 1971), que la ponía en práctica, contra el parecer y la voluntad de muchos obispos y fieles. La transformación operada en la Jerarquía se puso en evidencia durante la citada asamblea plenaria de marzo de 1972. En sus votaciones, la negación del voto a los obispos dimisionarios y su concesión a los auxiliares tuvo como resultado inmediato la eliminación para las presidencias de las comisiones de los prelados más ancianos. La XVI Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal, de marzo de 1972, que dedicó la mayor parte de sus deliberaciones a la renovación de sus cargos directivos, se inauguró en un clima de tensión y nerviosismo informativo, a causa, principalmente, de la amplia divulgación que se había dado al documento de la Sagrada Congregación para el Clero. El discurso de apertura del cardenal Tarancón, reafirmado por las palabras de Pablo VI y la carta del cardenalsecretario de Estado, que el mismo cardenal Tarancón transmitió en su detallado informe clarificaron las dudas y confusión iniciales, permitiendo que el trabajo de la asamblea se centrase serenamente en los objetivos señalados en su convocatoria. El primero y más importante -como ya se ha indicado- fue la renovación de cargos. Un examen desapasionado y objetivo de la nueva composición de los organismos directivos de la Conferencia Episcopal mostraba con evidencia que los obispos habían buscado una renovación en la continuidad. La comisión permanente, sin duda el organismo más significativo, había cambiado en un cincuenta por ciento. Ocho prelados formaban parte de ella por primera
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vez. Los presidentes de las diversas comisiones episcopales eran todos nuevos, excepto uno que había sido reelegido. Había más juventud en los altos cargos, de los cuales tres no habían cumplido los cincuenta años. De todas formas, aparecía también claramente el deseo de continuidad. De los diecinueve miembros de la comisión permanente, sólo tres no asistieron al concilio Vaticano II. El resto eran obispos veteranos, muy experimentados en cargos representativos de la misma Conferencia Episcopal y nueve de ellos pertenecían a la anterior permanente. Comenzaba, por tanto, una nueva etapa de la vida de la Iglesia en España. Un reajuste directivo en los organismos nacionales del Episcopado, que proporcionaría dinamismo a los planes de pastoral. 6. Distanciamiento del Régimen El problema básico que encontró la Conferencia para aplicar a España las orientaciones conciliares, fue el de la vinculación de la Iglesia al Régimen de Franco, consecuencia de la actitud que tuvo que tomar, por ley de vida, en la Guerra Civil. No se puede olvidar, además, que el Estado, confesionalmente católico, era una tradición secular en España; era la tesis que siempre había presentado el Derecho Público Eclesiástico. Los obispos y la Santa Sede, por ese motivo, habían aceptado el Estado confesional. Creían que era la única solución correcta para España, mayoritariamente católica. Como el Concilio había proclamado explícitamente como tesis la libertad religiosa, y tan sólo admitía como excepción el Estado confesional que, por principio, no admite plenamente esa libertad, la Conferencia, en los primeros momentos de su andadura, se encontró con un problema difícil y complejo; prácticamente, resultaba insoluble.
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Fueron muchos los seglares, religiosos y obispos que, en un principio, creían necesario defender en España la confesionalidad del Estado y mantener, mientras se pudiera, la unidad católica. El hecho de haber vivido la guerra marcó a todos. La guerra, pensaban la mayoría, había sido una «cruzada», una lucha para defender el cristianismo y sus valores morales en contra del materialismo, léase comunismo. Y ceder en este punto, parecía una auténtica traición. Los obispos encontraron serios obstáculos a la hora de aplicar rectamente las orientaciones conciliares. Aunque muchos las habían aceptado de corazón. Hubo grandes indecisiones en los primeros tiempos. Pedían la libertad religiosa pero se mantenía a la vez la tesis confesional, que la hacía extraordinariamente difícil. En la década de los sesenta, sin embargo, y con el desarrollo económico, se produjo un cambio muy profundo en la sociedad española y también entre los católicos. La Conferencia Episcopal, al final de esa década, se rejuveneció, también notablemente. Los nuevos obispos eran distintos: reflejaban, lógicamente, el cambio que había producido en la sociedad y en la comunidad eclesial. Fue entonces cuando la Conferencia empezó a distanciarse del Régimen. No precisamente de sus principios, sino de su actuación. La Conferencia hizo unas denuncias proféticas en el documento sobre la pobreza en España, sobre la libertad de asociación -especialmente en el campo sindical-y se declaró abiertamente defensora y patrocinadora de los derechos humanos que no estaban suficientemente reconocidos. Estos primeros pasos fueron tímidos, pero sirvieron para que tanto la sociedad como el Estado se diesen cuenta de que la Iglesia quería asumir con decisión las orientaciones conciliares. Y empezaron los recelos de los políticos contra la Conferencia Episcopal. Es curioso que el mismo ministro de Justicia que, en años anteriores, había afirmado
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públicamente que los obispos no debían hablar por separado, sino a través de la Conferencia, afirmase entonces que ésta no tenía reconocimiento jurídico y que carecía de autoridad para terciar en esos debates. Fue entonces también cuando otro ministro afirmó públicamente que el documento de la Conferencia sobre libertad de asociación no era un documento oficial de la Iglesia, sino que manifestaba simplemente el parecer «de unos cuantos ciudadanos». La tensión fue creciendo, pero no se produjo un auténtico choque. Se vislumbraban claramente las dificultades que sugerían en el momento de aplicar definitivamente el Concilio a la realidad española. Ya en esos tiempos, había cambiado el panorama dentro de la Iglesia. Eran mayoría los que miraban más el futuro que el pasado, y estaban convencidos de que la Iglesia tenía que prepararse y tomar posturas claras. Y esto lo iba exigiendo también un pueblo que política, social y religiosamente, había iniciado un rumbo que lo alejaba cada día más de las posturas y hasta las convicciones anteriores. El cardenal Tarancón era vicepresidente de la Conferencia Episcopal cuando tuvo que presidir-como presidente en funciones por la enfermedad de Mons. Morcillo- la Asamblea Conjunta y también la plenaria en la que los obispos pusieron muchos reparos al «Proyecto de Concordato ad referendum». Estos acontecimientos ocurrieron en 1971 y marcaron definitivamente el rumbo de la Conferencia. Fue hasta cierto punto lógico que tanto los políticos como los grupos católicos que repudiaban la apertura de la Iglesia a la nueva realidad social, y veían con malos ojos la independencia de la Iglesia de todo poder, atacasen principalmente al que había tenido que presidir esos acontecimientos. No se utilizó aún la palabra «taranconismo», pero ya empezaron a hacer responsa-
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ble al cardenal Tarancón de la nueva marcha de la Iglesia. Decían que estaba aplicando indiscriminadamente los principios conciliares y las orientaciones de Pablo VI a la Iglesia Española. La única, según ellos, que mantenía la integridad de la fe y conserva las «saludables tradiciones». Y como presidente efectivo de ía Conferencia, eí cardenal Tarancón tuvo que llevar a la práctica las decisiones de la misma. Estas decisiones ya iban, de una manera clara, en el camino de la total independencia política, económica y social, de la Iglesia y del Estado. Muchos empezaron a darse cuenta entonces de que el talante de apertura y diálogo del cardenal recogía los deseos de la inmensa mayoría de la sociedad, tanto creyentes como no creyentes. Fue entonces cuando algunos políticos y periodistas empiezan a hablar de «taranconismo» para definir una actitud eclesial concreta y una actitud bien definida frente al Estado. Hubo comentarios fuertes de todo signo. Muchos informadores, trasladando a la Conferencia sus esquemas informativos políticos, hablaron de obispos fieles e infieles a Roma. Cosa que, objetivamente, era un absurdo. Y no sólo porque la comunión con el Papa ha sido siempre una de las condiciones esenciales en el ejercicio del ministerio episcopal, sino porque los obispos españoles -siempre y también entonces- fueron fidelísimos al sucesor de Pedro, que en aquel momento se llamaba Pablo, como antes se había llamado Pío o Juan. El cardenal Tarancón fue, además, escogido personalmente por Pablo VI para ejecutar su proyecto de renovación conciliar de la Iglesia en España. Bajo su presidencia, la Conferencia Episcopal tuvo a gala su fidelidad a la Santa Sede y la adhesión incondicional al magisterio de Pablo VI. En todas sus actuaciones obró siempre de acuerdo con la nunciatura apostólica y aceptó sin discusión cualquier consigna u orientación de la Santa Sede.
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Pero era necesario además que apareciera claramente delante de todos tanto la fidelidad de la Conferencia a la Santa Sede como el apoyo de la Santa Sede a la Conferencia Episcopal. Los obispos españoles estaban dispuestos no sólo a manifestar siempre claramente esa fidelidad sino a utilizar todos los medios que parecieran convenientes y que la Santa Sede desease para lograrlo. A cambio pedían que la Santa Sede acudiera en su defensa y ayuda cuando fueran denunciados por razones políticas y que manifestara su conformidad con las orientaciones de la Jerarquía española, como hizo Pablo VI en algunas ocasiones dando a entender que confiaba plenamente en el camino emprendido por la Conferencia Episcopal Española. Una repetición del hecho que se produjo en febrero de 1972 con la difusión abusiva del documento de la Secretaría de la Sagrada Congregación del Clero -hecho que Pablo VI deploró personalmente- hubiera sido funesto. No se podía olvidar que algunos españoles que, al parecer, tenían influencia en la Santa Sede, secundaban la postura del Gobierno Español y tenía interés en que apareciera la Conferencia Española en disconformidad con la Santa Sede. Esto era muy peligroso ya que, al no tener las conferencias episcopales, per se, una autoridad jurídica, sus decisiones, salvo casos concretos t no son vinculantes. Sólo cuando lo indica el Derecho Canónico o cuando la Santa Sede, por propia iniciativa, o a petición de la misma Conferencia, les da ese respaldo jurídico. Las Conferencias episcopales, sin embargo, tenían y tienen un gran peso moral. Y esto puede presionar y hasta coaccionar a determinados obispos, especialmente a los que por su carácter tímido o poca experiencia todavía en el ejercicio del ministerio tienden a apoyarse en las decisiones comunes.
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La acción del cardenal Tarancón tuvo una especial relevancia en la década de los setenta. La vida de la Iglesia durante estos diez años estuvo agitada por graves divisiones internas en la acción pastoral y en la misma doctrina de la fe, disminución de vocaciones, crisis de valores morales, al par que sostenida por una profunda y positiva renovación de la catequesis, de la pastoral litúrgica, de estructuras pastorales, de clarificación de la misión de la Iglesia ante la sociedad civil. La vida política y social de este período se ha caracterizado por los conflictos sociales, el auge del terrorismo, la transición política del Régimen del General Franco al sistema democrático. La actuación del cardenal Tarancón en este período, al frente de la Conferencia Episcopal, fue de decisiva importancia para que la transición política se hiciera de forma pacífica. No se puede olvidar que en este período las tensiones internas de la Iglesia tienen múltiples conexiones con las tensiones de la vida política. La acción del cardenal como líder espiritual se orientó a promover la concordia, el diálogo, la reconciliación, el respeto a los derechos humanos, la independencia y autenticidad de la misión de la Iglesia. Le acompañaron con su apoyo los obispos desde la Conferencia Episcopal. 7. Polémica con el presidente de Gobierno, Carrero Blanco El 4 de diciembre de 1972, Franco llegó a ser octogenario. No hubo ninguna celebración oficial. El Gobierno aguardó al siguiente Consejo de Ministros para felicitarle. El estado físico de Franco era más bien motivo de preocupación. En el Consejo de Ministros del 7 de diciembre, el almirante Carrero Blanco le felicitó en nombre del Gobier-
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no y pronunció unas palabras en las que se remontó al año 1936 y afirmó que la Guerra Civil fue en realidad una guerra por la independencia: «¿Es que alguien puede dudar de que si hubiera perdido la guerra, España no sena desde entonces un país comunista?, y ¿acaso los países comunistas tienen independencia política?» Se refirió también a la persecución religiosa. «En la España roja -dijo- se arrasaron los templos, en una segunda edición conegida y aumentada del sistemático incendio de iglesias con que se inauguró la II República española; se prohibió toda manifestación y, por el solo hecho de creer en Dios, fueron asesinados trece obispos, 7.933 sacerdotes, religiosos y religiosas y muchos millares de seglares, sin que, felizmente y para gloria de estos mártires, ni los pelotones de ejecución ni los tormentos de las checas soviéticas, fueran capaces de producir ni un solo caso de apostasía, no ya en los religiosos, sino tan siquiera en los seglares, entre los que se contaban mujeres, ancianos y muchachos casi niños». Su Santidad Pío XI decía en su encíclica Divini Redemptoris, el 17 de marzo de 1937: «El furor comunista no se ha limitado a matar obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y religiosas, buscando en modo particular a aquellos y a aquellas que precisamente trabajaban con mayor celo con los pobres y los obreros, sino que, además, ha matado a un gran número de seglares de toda clase y condición, asesinados, aún hoy día en masa, por el mero hecho de ser cristianos, o al menos, contrarios al ateísmo comunista. Y esta destrucción tan espantosa es realizada con un odio, una barbarie y una ferocidad que jamás se hubiera creído en nuestro siglo». A continuación se refirió a la ayuda que, en el orden material, había recibido la Iglesia: «Desde 1939 -precisó- el Estado ha gastado unos 300.000 millones de pesetas en construcción de templos, seminarios, centros de caridad y enseñanza, sostenimiento del culto, etc. Ningún gobernante, en ninguna época, ha hecho más por la Iglesia católica que Vuestra Excelencia, y ello, y esto es muy importante, sin otra mira que el mejor servicio de Dios y de la Patria, al que habéis consagrado vuestra vida con ejemplar entrega». «Es lamentable -añadió- que, con el transcurso de los añoú&üganos, entre los que se cuentan quienes por su condición y caráKteifctael-| nos debieran hacerlo, hayan olvidado esto, o no quieran racoftarldJ
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pero este hecho es lamentable especialmente para ellos, porque Dios sabe bien lo que hay en el corazón de los hombres y... Dios no olvida. Esto es lo que verdaderamente importa» 45.
El discurso, con indudable eficacia persuasiva ante las masas, indicaba que el Estado español, en sólo un aspecto material, había servido a Dios en su Iglesia aportando a ésta unos 300.000 millones de pesetas «en construcción de templos, seminarios, centros de caridad y enseñanza, sostenimiento del culto...» en los años que mediaban entre el 39 y el 72. Más de un español hubiera deseado saber qué cantidad anual había entregado el Estado a la Iglesia desde el comienzo de la guerra hasta 1972. La cantidad era, sin duda, impresionante. Pero, quizá no todos habían advertido que esas cifras sumaban datos muy heterogéneos. ¿Qué cantidades se habían empleado «en servicio de Dios» y qué cantidades «en servicio a la Patria»? El discurso admitía esta doble dimensión del empleo dado a esos 300.000 millones; pero, tal como se afirmaba, parecía que ambos conceptos eran sinónimos, o, al menos, inseparables. En el total de esos 300.000 millones se habían incluido muchos gastados en menesteres más patrióticos que eclesiales. Las obras de conservación, restauración, remozamiento de nuestro patrimonio artístico-religioso miraban tanto o más al servicio de la Patria que al servicio de Dios. El mantenimiento de nuestras históricas y modernas bibliotecas eclesiásticas pertenecía de lleno a los objetivos culturales de un Estado. Las aportaciones a los seminaristas para sus estudios eclesiásticos debían parangonarse con las concedidas a estudiantes de cualesquiera otras disciplinas. Y las subvenciones para 45. El discurso íntegro de Carrero Blanco fue publicado por la prensa diaria el 8 de diciembre de 1972.
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la construcción y mantenimiento de colegios y escuelas no eran sino formas concretas con las que todo Estado reconoce en la práctica el derecho fundamental de los hogares a elegir para sus hijos los centros docentes que ellos deseen. Pero aún cabía decir mucho más. ¿Cuánto se había ahorrado el Estado con la pluriforme aportación de la Iglesia al bien de la comunidad nacional? Sabido era que, en España, hasta un 80 por 100 de la juventud frecuentaba en su día los centros docentes de la Iglesia, y que hasta alcanzar esta ejemplar cota fueron muchos los miles de millones que el Estado se fue ahorrando, dado que las congregaciones religiosas y las diócesis le brindaban una solución del problema escolar, que el Estado mismo fue, en muchos años, incapaz de abordar con suficiente aliento. Sabida era igualmente la aportación de la Iglesia en el campo de las escuelas profesionales, cuando prácticamente no existían tales escuelas de creación estatal. ¿En cuánto debía valorarse esta aportación a la educación técnica de la juventud obrera y en cuánto los beneficios que tales instituciones habían aportado a nuestra industria? Por lo que hacía a hospitales, asilos, clínicas, guarderías infantiles, casas de misericordia, comedores, etc., la aportación de la Iglesia representaba tantos muy altos, que, evaluados en millones, arrojarían cifras fantásticas. Y ello sin contar lo que la sociedad española se ahorraba al no facilitar al personal religioso empleado en estas instituciones sino sueldos ridículos, muy por debajo de los salarios mínimos fijados por la ley. Gran parte del personal religioso incorporado a estas instituciones de beneficencia carecía, sin duda, de títulos profesionales; pero esta deficiencia, lamentable ciertamente, se había visto más que compensada por la dedicación generosa de tantos religiosos y religiosas a sus
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tareas asistenciales, y, sobre todo, por haber sacado las castañas del fuego cuando el Estado no podía hacer frente a tantas responsabilidades. Trescientos mil millones de pesetas eran, a no dudarlo, muchos millones. Merecían gratitud. Pero eran cuentas muy parciales. Había que comparar esas salidas con las otras -mucho más elevadas- que la sociedad española habría tenido que invertir si la Iglesia se hubiera cruzado de brazos ante tantas necesidades de los españoles. No todo, sin embargo, era cuestión de millones más o de millones menos, con ser tan importante este extremo. El respaldo moral de la Iglesia al nuevo Estado era invalorable. Respaldo moral que sirvió para aunar las voluntades en torno al nuevo Régimen. Respaldo moral que dio carta de legitimidad ante no pocos al alzamiento militar. Respaldo moral que consiguió para la nueva España el reconocimiento de las naciones. Respaldo moral que hizo de la causa de la cruz y de la causa de la espada una misma realidad. ¿Cómo se valoraba esto? Era ingrato desconocer esta aportación de la Iglesia, y así como la aportación del Estado a la Iglesia era merecedora de gratitud, más aún lo era la aportación de la Iglesia al Estado, porque, a la postre, resultaba muy difícil afirmar quién había sido el benefactor y quién el favorecido. El discurso aludía, además, a lamentables olvidos, refiriéndose, sin lugar a dudas, a sacerdotes y obispos, dado que se dirigía muy explícitamente a personas que «por su condición y carácter» eran las menos llamadas a olvidar todo lo que el nuevo Estado había hecho en favor de la Iglesia. Podía ocurrir, sin embargo, que estos tales no procedieran con lamentable olvido, sino impulsados por sus responsabilidades. La sociedad española de entonces no era la de treinta años antes. Numerosas voces de los
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más altos niveles de la Administración del Estado, entre otras, lo habían reconocido. Cabía, por ello, muy bien que la Iglesia de España, y precisamente para subrayar su agradecimiento, entendiera que debía responder a la nueva conciencia de la sociedad, hecha de mayor afirmación de los derechos humanos, de más alertada conciencia de la dignidad personal, de una afirmación más clara de sus derechos y deberes democráticos, de una mayor voluntad de participación en la gestión pública, de una libertad más amplia... Cuando la Iglesia comenzaba -porque se trataba tan sólo de un comienzo- a hablar de todos estos argumentos, no olvidaba lo que del Estado había recibido, sino que entendía que, en aquel momento histórico, su contribución al bien de la sociedad postulaba de ella una respuesta autorizada a los nuevos ideales de libertad, democracia y participación que bullían en el pueblo. En realidad, el almirante Carrero Blanco torció las cosas más de lo que hubiera convenido, planteando así los conflictos de Iglesia y Estado en términos de toma y daca. Su afirmación pública de que el Régimen de Franco llevaba ya dados a la Iglesia más de trescientos mil millones de pesetas armó la tremolina en la prensa de todos los matices. Hubo quien se apresuró a exigir que los obispos justificaran el empleo de esos miles de millones recibidos. Pero se trataba de cuentas del Gran Capitán: la suma, totalmente arbitraria, se refería a «cierto concepto de Iglesia» y a «cierto concepto de dinero». La reconstrucción nacional después de las destrucciones de la Guerra Civil habían pasado por diversas fases organizativas: fueron primero las «regiones devastadas», luego el Instituto Nacional de Colonización y, paralelamente, los presupuestos ordinarios de cada ministerio los que levantaron las parroquias destruidas como los ayuntamientos en escombros, las casas cúrales como los cuar-
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teles de la Guardia Civil, seminarios y cárceles, estadios y noviciados. Este discurso del almirante, difundido por la Prensa, y calificado como el «mazazo Carrero» por el diario madrileño Pueblo, molestó profundamente a muchos obispos pues no les parecía correcto que se tratase de pasar factura a la Iglesia de todo el dinero que el Estado le había dado desde el final de la guerra. Aparte de que la cifra que dio Carrero Blanco era exagerada, pues se había sacado de unos cálculos que le hicieron en el Ministerio de Justicia en unos folios y en los que había cosas tan graciosas como incluir entre lo dado a la Iglesia todo el coste de la construcción del Valle de los Caídos. La cifra parecía de las cuentas del Gran Capitán. Y, aparte de la cantidad, lo cierto es que los obispos siempre pensaron que el Estado ayudaba no a la Iglesia institución sino al pueblo español que quería ser católico. Ese pasar la factura pidiendo a cambio una pleitesía política fue lo que a muchos obispos les pareció absurdo. Frente al creciente clamor católico de que terminara de una vez el derecho de presentación en los nombramientos episcopales, el Régimen aumentaba su exigencia pretendiendo también la intervención en los nombramientos de los obispos auxiliares y llegando a insinuar que la Iglesia traicionaba al Estado introduciendo ecónomos en lugar de párrocos. Los políticos escuchaban con gusto los halagos de «su» prensa, sin caer en la cuenta de que interpretaba como voz del pueblo el eco de su propia voz en aquélla. La polémica sobre los obispos se agrió cuando esa prensa oficiosa y de ultraderecha apareó dos ideas, cada una de ellas agresiva: el derecho de presentación era sólo honorífico -¿se diría sólo honorífica la intervención de la Iglesia en el nombramiento de los gobernadores civiles? (comentó el Ya, del 5 de octubre de 1972)-; a cambio de ese mero formulismo, la que sí era
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verdadera y enorme era la aportación económica del Estado al personal, estructura y actividad de la Iglesia. Tarancón envió esta carta al almirante Carrero Blanco, para precisar algunos puntos a raíz de su afirmación sobre la ayuda económica que la Iglesia ha recibido del Estado: «Leí en la prensa el discurso que pronunció V.E. con ocasión del octogésimo aniversario del nacimiento de nuestro querido Caudillo (Q.D.G.) y aunque me sentí aludido y hasta herido -¿por qué no decirlo?- porque se juzgaba de mis intenciones y de mis sentimientos más íntimos -me había de considerar el primero entre los que "por su condición y carácter" menos debían olvidarse de ser agradecidos creí que era preferible callar- ¡lo he de hacer tantas veces!, porque suponía en V.E. recta intención -aunque me pareció, la verdad, que no andaba a la par la prudencia- y porque siempre estoy dispuesto a disimular y perdonar pro bono pacis para que no se rompa la concordia y hasta la cordialidad que debe existir entre las autoridades civiles y eclesiásticas en un país como el nuestro eminentemente -y hasta entrañablemente, me atrevería a decir- católico. Pero el eco que ha tenido su discurso -era de esperar- y los comentarios de todo género que ha suscitado y que pueden desorientar todavía más a nuestro pueblo sencillo fomentando el distanciamiento y hasta el recelo del pueblo de Dios en España respecto a la Jerarquía -a la Jerarquía Española y a la Santa Sede- me obligan a dirigirme a V.E, con todo respeto y con toda humildad pero con la entereza propia de un Pastor que tiene, además, alguna responsabilidad nacional como Presidente de la Conferencia Episcopal para pedirle en servicio a la verdad y a la justicia y por amor, no a las persona de los jerarcas sino al pueblo sencillo y creyente de España, que se aclaren debidamente las afirmaciones que V.E. ha dicho pública y solemnemente y que, además de inducir a la confusión y hasta al error, pueden ser causa de disensiones graves que no sabría calcular. Yo me atrevería a señalarle los siguientes puntos que necesitan aclaración: a) ¿A qué se han dedicado los 300.000.000.000 (trescientos mil millones) que V.E. engloba como ayuda del Estado a la Iglesia, durante estos treinta y tres años? Convendría que la opinión pública supiese exactamente en qué se han empleado para evitar equívocos.
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b) ¿Qué entiende V.E. en el discurso por LA IGLESIA? Forman parte de ella los treinta millones de católicos españoles o se refiere tan sólo a los Obispos, Religiosos y Sacerdotes? c) ¿Ha prestado la Iglesia algún servicio a la comunidad y al mismo Estado, significando esa ayuda un reconocimiento de dicho servicio y una manera de proporcionarle algunos medios -bastante módicos- para realizarlo o ha de considerarse como un mero "regalo" o como un "privilegio" que hay que agradecer y pagar? d) Parece que hubiese sido más honrado y más iluminador para la opinión pública comparar lo que se ha concedido a la Iglesia y lo que se ha empleado durante esos treinta y tres años en otras actividades, las deportivas, por ejemplo, por citar una de las menos trascendentales. Quizá con la comparación se hubiese evitado el impacto "escandaloso" que ha producido esa cifra, como si se tratase de algo excepcional dada a una sociedad ajena a la sociedad española. No se puede olvidar que lo que da el Estado a la Iglesia, a los Deportes, etc., es dinero de la sociedad que el Estado administra en beneficio de la misma sociedad. Comparando las cantidades de éstos y otros servicios con el deseo y hasta la necesidad que de ellos tiene el pueblo se podría juzgar rectamente. e) Si la guerra fue una CRUZADA -y nunca he dudado yo de ello; estoy totalmente de acuerdo con lo que dijeron los Obispos de entonces en la CARTA COLECTIVA- y como consecuencia de la guerra quedaron destruidos muchos templos y locales religiosos, parece, además de lógico, de estricta justicia que el Estado emplease una parte de lo que daba la comunidad que hizo la CRUZADA para satisfacer sus necesidades. Lo que más me ha conturbado y entristecido es que se ha tomado su afirmación como si V.E. quisiera pasar la factura a la Jerarquía en estos momentos. Comprendo que no sería ésa su intención. Pero en estas circunstancias, cuando se había hecho una gran campaña de prensa en la preparación de la última Asamblea de la Conferencia y se han dicho tantas cosas después sobre el tema tratando en la misma "Colaboración de la Iglesia, la sociedad y el Estado", no es extraño que se diese a sus palabras ese sentido. Y esto me parece gravísimo, no sólo bajo el punto de vista religioso y eclesial, sino incluso en un orden patriótico y político. ¿Cree V.E. que este procedimiento de insinuaciones malévolas o de francas acusaciones contra la Jerarquía -que tanto se prodigan, por
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desgracia, en agencias, periódicos y revistas afines al Gobierno- es eficaz para defender al Régimen y para conseguir la serenidad y la paz de nuestro pueblo? ¿Cree V.E. que el decir claramente o el dar a entender que la Jerarquía es "enemiga del Régimen" o que quiere "desengancharse" de él es una manera eficaz de defender el Régimen y de conseguir la unidad y la paz de nuestro pueblo? Como Obispo, aunque me duela en el alma que se produzca ese desconcierto en el pueblo, no me asusto demasiado por esos incidentes. La Iglesia está acostumbrada a esas acusaciones. V.E. recordará perfectamente, como lo recuerdo yo, que hace cuarenta años también los dirigentes políticos de la República acusaban a la Iglesia de "enemiga del Régimen". Todos tuvimos que pagar las consecuencias de aquello. Pero la Iglesia salió rejuvenecida de la persecución. ¿Cree V.E. que la excusa de defender a la misma Iglesia -no sé cómo pueda defenderse contra el Papa y los Obispos- y el aprovecharse de algunos sacerdotes o de algún miembro de la Jerarquía para oponerse a lo que indica la Santa Sede o la Jerarquía Española es el medio eficaz -no digo ya para defender a la Iglesia- sino para defender al mismo Régimen y conseguir la paz de nuestro pueblo? Precisamente porque siempre he creído -como Obispo y como español- mirando al bien de la Iglesia, al bien de mi Patria y al bien de la Autoridad pública -que no son éstos los procedimientos eficaces es mucho mejor el diálogo y la inteligencia mutua en un plan de cordialidad- cuando me di cuenta del clima que estaba creando la prensa con respecto al tema que había de tratar la Conferencia Episcopal tomé yo la iniciativa de hablar con el Gobierno y me reuní con los Sres. Ministros de Asuntos Exteriores y de Justicia-que son los que, según me han dicho, representan al Gobierno para tratar esos asuntospara darles la seguridad no sólo de que no intentábamos romper, sino que no queríamos plantear ningún problema. Incluso me ofrecí a hablar con ellos cuando la cosa estuviese madura para ponernos de acuerdo en la manera de hacer las cosas, porque si yo quiero y he de querer en conciencia la independencia de la Iglesia quiero con la misma fuerza y también en conciencia la cordialidad en las relaciones y estoy dispuesto a hacer todo lo posible -aunque sea incomprendido por las dos partes- para conseguirlo. Bien claramente manifesté mi posición en el discurso de apertura de la Conferencia que tenía la pretensión de crear un clima de serenidad y de confianza.
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Por eso me ha conturbado y entristecido tanto esa interpretación que aun sin entrar en los cálculos de V.E. - quiero creerlo- había de ser la que hiciesen casi todos los lectores. Creo que todavía estamos a tiempo para reconocer los fallos que cada uno hayamos podido tener y dialogar serenamente sobre lo que a todos interesa solucionar en paz, en armonía y en gracia de Dios. Lo que sí me attevo a decirle en nombro propio y en el de mis hermanos en el episcopado es que esos "procedimientos" -tanto respecto a la Conferencia Episcopal como a la Santa Sede- no sirven más que para empeorar las cosas con perjuicio de todos, menos de la Iglesia, créame, que ya ha pasado en sus veinte siglos de historia por todos los trances sin que haya fallado nunca la promesa de Jesucristo, a pesar de la fragilidad de quienes le representamos en la tierra. Perdóneme, Excelentísimo Señor, si alguna palabra ha podido molestarle. Le he escrito -bien lo sabe Dios- porque mi conciencia de Obispo y de español que quiero el bien de la Iglesia pero quiero, a la vez, como el que más, el bien de mi Patria y de las Autoridades que ahora la rigen, me ha obligado a ello. Le bendigo con todo afecto y me considero su amigo y s.s. en Cristo. P.S. Nadie conoce la existencia ni el contenido de esta carta. La he escrito yo personalmente para evitar cualquier indiscreción; soy consciente de mi responsabilidad. V.E. puede utilizarla como quiera -yo no la daré a conocer a nadie mas que, si acaso, al Caudillo por respeto y lealtad a su Persona-; tan sólo le suplico que de utilizarla lo haga íntegramente, para que esté claro mi pensamiento» 46.
La carta fue un poco dura, pero lo que más le dolió a Carrero fue que Tarancón enviase una copia a Franco, a quien le impresionó y le dijo algo al mismo Carrero. De hecho éste le escribió inmediatamente al cardenal «una carta humildísima, casi demasiado», que empezaba diciendo: «Quiero que sepa, señor cardenal, que su carta me ha dado el mayor disgusto de mi vida, porque para mí ser hijo de la Iglesia es mucho más importante que ser vicepresidente de Gobierno» 47. Y esa frase se la repi46. Reproducción fotográfica de esta carta en L. LÓPEZ RODÓ, Memorias III, pp. 649-653. 47. J. L. MARTÍN DESCALZO, o.c.,p. 192.
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tió más tarde en otra conversación con el cardenal, por eso Tarancón la usó después en la homilía de su funeral. «Este incidente es indicativo -según la opinión de López Rodódel creciente deterioro de las relaciones entre un sector de la Jerarquía eclesiástica española y el Estado. De una postura de progresivo distanciamiento iniciada con el cambio de signo de la Conferencia Episcopal a consecuencia del nombramiento de un buen número de obispos auxiliares al margen del privilegio de presentación y del acceso del cardenal Tarancón a la Presidencia de la Conferencia, se estaba llegando a una situación de tensión» 48.
Por otra parte, no sorprendía esta actitud del Gobierno porque no era nueva, ya que un año antes la agencia «Europa Press», a través de un Servicio de Información Religiosa, había divulgado a los cuatro vientos la noticia de que el Estado entregaba anualmente a la Iglesia, una subvención total de unos seis mil millones de pesetas. La información fue divulgada con fecha del 25 de noviembre de 1971. Desde el momento en que se hicieron públicas las gestiones de la Santa Sede, y las personales del Papa, en orden a hacer efectiva la libertad de la Iglesia en el nombramiento de los obispos conforme a los criterios establecidos en el Concilio, y se crearon las consiguientes tensiones en torno al Concordato de 1953, se podía prever que, de una forma u otra, la dependencia económica de la Iglesia respecto al Estado aparecería como un punto vulnerable en la posición de la Iglesia. La comezón por airear este asunto y trasladarlo a los medios de comunicación se hizo más aguda a partir de la Asamblea Conjunta, en septiembre de 1971. La libertad de la Iglesia se afirmó allí en formas muy diversas, que para no pocos resultaron sorprendentes hasta bordear los límites de lo que creyeron soportable. 48. L. LÓPEZ RODÓ, Memorias III, p. 327.
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No puede ponerse en tela de juicio la cantidad, máxime cuando había muchos, entre los enterados de estas cosas, que afirmaban la presencia de un obispo español, detrás del nuevo Servicio de Información Religiosa que divulgaba la agencia «Europa Press». Pero, aun admitiendo esa contundente cifra de los seis mil millones (lo que ya era mucho admitir) era necesario pedir que se desglosasen públicamente las partidas diversas con cuya suma se llegaba a esa cifra total. Se comenzaban a saber estos extremos con pelos y señales; pero, precisamente por ello, la opinión pública pedía que se descendiera a detalles. ¿Cuánto de ese dinero se dedicaba a la reconstrucción y sostenimiento de monumentos que, si eran religiosos, eran también obras de arte y que, en consecuencia, reclamaban la aportación del Estado fuera de toda consideración religiosa? ¿Por qué se sumaba como entrega a la Iglesia el total de las becas dadas por el Estado a los seminaristas y sacerdotes estudiantes y por qué no se consideraban esas partidas como ayuda estatal a unos ciudadanos que habían elegido libremente, en ejercicio de su derecho ciudadano, el estudio de la teología en lugar de entregarse, como sus compañeros, al estudio de la física o de la anatomía? Pero, aun prescindiendo de estas consideraciones elementales, ¿cuántos millones se ahorraba el Estado anualmente en materia de enseñanza y en el campo de la beneficencia y de la asistencia a los centros sanitarios por la presencia en estas esferas de elementos eclesiásticos? El seminario de la diócesis de Barcelona había afirmado por aquellas fechas que los centros de enseñanza de la Iglesia ahorraban a los presupuestos del Estado cantidades mayores que esos seis mil millones de la subvención estatal a la Iglesia de España. Si se añadía a ello lo que el Estado se ahorraba en los centros de beneficencia y de sanidad, colocando en ellos a religiosas con estipendios humillantes en lugar de pagar a perso-
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nal civil unos sueldos normales, ¿a cuánto ascenderían estos ahorros que la Iglesia de España deparaba a las arcas del Estado? De todos modos, no era cosa de entrar a ver quién pagaba a quién. Estamos plenamente convencidos de que el Estado salía muy beneficiado -y no sólo por lo que hacía a la economía- con aquella situación.
TERCERA PARTE IGLESIA-ESTADO-SOCIEDAD (1965-1982)
1. Nuevas relaciones tras el Vaticano II La Iglesia salió de la contienda asociada a los vencedores, aunque sabemos también que este bloque no era monolítico. Los obispos no aprobaron nunca los elementos totalitarios, pero esta protesta permaneció encubierta por los grandes medios de que disponía el Estado, prohibiendo pastorales episcopales, como la del mismo cardenal Goma, «Lecciones de la guerra y de la paz», en 1939. Sin embargo, no se puede simplificar lo que fueron las relaciones Iglesia-Estado durante los cuarenta años de aquel Régimen porque, en la medida en que lo permitieron las circunstancias, los obispos intervinieron en diversos momentos a pesar del clima general de armonía existente con las autoridades de un Estado, con el que la Santa Sede mantenía relaciones cordiales. A partir de los años cincuenta comenzaron a producirse los primeros pronunciamientos tímidamente críticos de los obispos. En 1950 se inició la etapa preparatoria del concordato de 1953, cuyo principio informador fundamental fue la confesionalidad católica del Estado. De él derivaron una serie de consecuencias jurídicas, recogidas en las cláusulas concordatarias, de las que unas las podemos calificar como favorables al Estado y otras favorables a la Iglesia. El lento proceso de transformación de la Iglesia alcanzó madurez durante el Vaticano II con documentos tan novedosos para el Episcopado y los católicos españoles como la constitución Gaudium et spesy el decreto
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sobre libertad religiosa. Nuestra Iglesia tuvo que realizar un gran esfuerzo para enfrentarse con la opción de aceptar las enseñanzas de un concilio ecuménico, que para ella representaba un giro radical en casi todos sus planteamientos pastorales y en sus relaciones con el Estado y con la comunidad política. Y aceptó este reto con valentía y con humildad, con la confianza puesta en Dios y con el deseos de mantenerse fiel al Evangelio, al Papa y al Vaticano II. El mismo día de la clausura del Concilio (8 de diciembre de 1965), el Episcopado Español, desde Roma publicó un documento «sobre acción en la etapa postconciliar» del que recojo dos afirmaciones especiales: «España vive un momento singularmente importante. Está empeñada en un ambicioso plan de desarrollo económico-social, del que es parte un plan de extensión cultural. La plena institucionalización de la vida política es, por otra parte, una preocupación general de la nación». Esa expectación se debía a la prometida Ley Orgánica del Estado que no sería realidad hasta 1967. Sobre la llamada «unidad católica», cuya razón había impedido los oportunos distanciamientos de la Iglesia respecto al Estado, los obispos dijeron: «Nos hemos adormecido a veces en la confianza de nuestra unidad católica, amparada por las leyes y por tradiciones seculares». Y era verdad que en ese sueño había dormido la doctrina episcopal durante el período republicano y en los tres primeros decenios del franquismo. Lo nacional según esa doctrina, no era posible al margen de lo católico. La noción «anti-España», que se repitió hasta la saciedad en ese tiempo, surgió precisamente como un efecto de la identidad «nacional-católica» de España. La fe quedó así mediatizada por el patriotismo y, correlativamente, el patriotismo por la fe. Pero el pluralismo político dentro de nuestra sociedad y, con él, el compromiso político de muchos católi-
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eos había tomado ya carta de ciudadanía. En la Conferencia Episcopal, erigida en 1965 y recién salida del Concilio, predominaba aún la doctrina tradicional. Por eso desde su presidencia y secretaría se intentó conciliar la doctrina del Vaticano II con la situación creada en los lustros anteriores. Un buen ejemplo de sí lo constituyó el documento que publicó la Comisión Permanente el 29 de junio de 1966, con sorpresa de no pocos obispos que iban a celebrar su IIIa Asamblea Plenaria unos días más tarde. En dicha reunión plenaria se leyó una carta firmada por una docena de prelados que protestaban por esta intervención dudosamente correcta, desde el punto de vista de los estatutos, y tuvo que intervenir el Consejo de Presidencia de los Cardenales, para arbitrar en el conflicto. La referida declaración lleva por título La Iglesia y el orden temporal a la luz del Concilio. Si se acusaba a los obispos de evadirse hacia los planteamientos abstractos, este documento era un buen ejemplo de ello. Aparte de las sutiles alabanzas que se tributaban al Régimen franquista, la tesis central consistía en relativizar las diversas opciones políticas que comenzaban a manifestarse públicamente en el seno de la Iglesia española. Ciertamente nadie podía monopolizar el Evangelio ni el Concilio en favor exclusivo de su opción política. Pero inexplicablemente los autores de ese texto nada dijeron del Régimen autocrático que había llegado a presentarse precisamente en nombre de la doctrina católica. Y así, en vez de pedir espacio político para ese pluralismo legítimo que se relativizaba desde el Evangelio, se desaconsejó a los sacerdotes y seglares católicos hacer juicios de valor sobre las leyes dictadas por ese Régimen autocrático. Sutil manera de abrir paso a aquella Ley Orgánica del Estado que elaboraba por entonces el propio general Franco, quien la presentaría a la nación con visos de Carta Constitucional del Estado Franquista. El Referéndum «dirigido» desde
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el poder se celebró en 1967 y los obispos recomendaron la participación como cuestión de conciencia (6 diciembre de 1966). El año 1966 fue para la Iglesia el más duro, complejo y difícil desde que finalizó la Guerra Civil. Existía en muchas diócesis una intensa ebullición y un difuso malestar que, en algunas regiones como Cataluña y Vascongadas, era seriamente preocupante. Siendo muchas las reservas del clero, del laicado y de la masa de fieles, existía públicamente la sensación de que la Iglesia española estaba enferma. Sin embargo, los espíritus más perspicaces creían que se trataba de una crisis de crecimiento y esperaban que España fuera muy pronto un elemento de gran utilidad para el catolicismo postconciliar. En lo que toca a la Acción Católica, se pasó en esos momentos por el punto más agudo de la crisis, como acabamos de ver. 2. Libertad religiosa Los obispos españoles estuvieron siempre muy preocupados por la propaganda protestante. Los metropolitanos, en una de sus primeros reuniones antes de la Guerra Civil, recomendaron a los obispos que emplearan contra ella los medios más eficaces, acudiendo a las autoridades civiles «cuando los propagandistas de la herejía quebranten las leyes patrias» y pidiendo su prohibición. Esta actitud se intensificó después de la guerra y quedó documentada en la primera instrucción colectiva de la postguerra, fechada el 28 de mayo de 1948, que había sido acordada en la conferencia de Metropolitanos de febrero de aquel mismo año. En este documento rehuyeron entrar en cualquier clase de polémica y no intervinieron en la campaña difamatoria contra el Régimen español. Se limitaron a recordar a sus fieles la doctrina tradicional de la Iglesia y el alcance de
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la legislación española, cuyo cumplimiento urgieron. Para la Jerarquía española, y en 1947, la situación era mucho más difícil. Eran bastante numerosos especialmente en Francia y en los Estados Unidos, los tratadistas católicos que estimaban necesario un paso más en el desarrollo doctrinal de la libertad religiosa y que creían superada la postura tradicional del magisterio eclesiástico. En virtud de esa influencia, de autores de nota, se daba el caso de que muchos católicos extranjeros secundaban la campaña protestante contra España por falta de información real y sobra de noticias tendenciosas que les llevaban a creer en la verdad de la persecución antiprotestante; pero muchos otros católicos estaban contra la postura de la Iglesia española por principio, dando a la tolerancia del culto privado el sentido de una auténtica persecución a las alturas de nuestro siglo. Sobre la situación de los protestantes en España durante el Régimen de Franco hay que distinguir una serie de etapas: — de 1937 a 1946, caracterizada por cierta tolerancia de cara al exterior; — de 1946 a 1956, singular por la escalada de intolerancia que en tal espacio de tiempo se observa; — de 1957 a 1965, conocida con el nombre de «era Castiella»; — de 1966 a 1975, donde la declaración de libertad religiosa por el Vaticano II primero y luego la experiencia de la Ley de Libertad religiosa de nuestro país, ocuparon primeros planos. La actitud de nuestro Episcopado era coherente con la postura oficial de la Iglesia en el período anterior al Vaticano II, cuando faltaban muy pocos años para la declaración conciliar sobre libertad religiosa y la introducción de la correspondiente ley en España, tras varios
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años de intenso debate, que comenzó incluso antes del Concilio. La aprobación del decreto conciliar sobre la libertad religiosa produjo un fuerte impacto en la mayoría de los obispos españoles que participaban en el Vaticano II. Los obispos españoles se opusieron hasta el final mismo del Concilio a toda modificación de la postura tradicional de la Iglesia en materia de tolerancia religiosa, pero, una vez aprobada por el Concilio y promulgada por Pablo VI la declaración Dignitatís humánete (7 diciembre 1965), la hasta entonces legítima oposición se cambio en adhesión total, demostrando lo sinceramente que se había incorporado el profundo sentido de la libertad religiosa. La declaración conciliar sobre la libertad religiosa suscitó notable expectación en amplios sectores del pueblo cristiano en España. Y esto se explica tanto si se tiene en cuenta el estatuto jurídico español de las minorías no católicas, como el sistema de relaciones entre la Iglesia y el Estado, condicionado por el hecho histórico y sociológico de nuestra unidad católica. Los no católicos esperaban con fundamento la revisión del ordenamiento jurídico que a ellos les afectaba en cuanto a su libertad civil y social en materia religiosa, llevada a cabo con sensatez «conciliar» y espíritu ecuménico. Los católicos se interrogaban inquietos por el futuro de la confesionaIidad del Estado español, proporcionada a las exigencias conciliares, así como por las consecuencias que podía tener para nuestra comunidad de fieles el desarrollo del pluralismo religioso en un Régimen de libertad religiosa civil y social; en esta línea, preocupó sobre todo el futuro de la unidad católica del pueblo español, que tanto a nivel teológico como pastoral, no podía por menos de ser considerada como un «valor religioso» y humano de primera categoría. El hecho es que para los españoles la declaración conciliar sobre la libertad religiosa apareció
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henchida no sólo de implicaciones teológicas y canónicas -que afectaban a la Iglesia universal- sino también de implicaciones pastorales, jurídicas e inclusive políticas, muy características del contexto español. En noviembre de 1966 los obispos dieron las primeras disposiciones para que, allí donde los acatólicos no tuvieran cementerio propio «o no existiera cementerio civil con la debida decencia», pudieran ser enterrados en el recinto del cementerio católico. Los obispos no se limitaban a hospedar caritativamente a los no católicos, sino que urgían al Gobierno para que los cementerios civiles fueran mantenidos «en condiciones de dignidad y decoro» y no abandonados como huertas. Sin embargo el Estado español se sintió en el fondo molesto ante la exigencia conciliar de traducir a normas políticas el principio de libertad religiosa. Finalmente, fue promulgada la ley del 28 de junio de 1967 por la que se regulaba el ejercicio del derecho civil a la libertad en materia religiosa, ya que no sólo no era posible adaptarla al nuevo ordenamiento jurídico del Estado español, sino que era en cierto modo insuficiente ante la misma concepción del concilio Vaticano II en que decía inspirarse. La nueva ley suprimió la situación de privilegio, al menos jurídicamente aparente, a favor de la Iglesia católica, y eliminó una cierta restricción de libertad para las demás confesiones religiosas. Al mismo tiempo, supuso el reconocimiento de la religión como elemento fundamental de la sociedad democrática y del Estado aconfesional. Con esta ley, el principio fundamental de la confesionalidad, se vio transformado por el Vaticano II en el sentido de que el Régimen de reconocimiento especial de la religión católica había de ser compatible en todo caso con el principio y consiguiente Régimen civil de libertad religiosa para todos los cultos. Por consiguiente, debía desaparecer el antiguo Régimen de tolerancia. El
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cambio transcendental se produjo mediante la reforma constitucional del artículo 6 o del Fuero de los Españoles, que recogía el nuevo principio, salvando el principio de la religión única de la nación. En efecto, en virtud de las disposiciones adicionales de la Ley Orgánica del Estado, el principio de tolerancia de cultos no católicos quedó modificado en principio de libertad religiosa. Y lo era con el mismo rango que tenía el antiguo principio de tolerancia, es decir, de precepto de ley fundamental. Por imperfecta que aún fuera esta ley, se había dado el paso de una confesionalidad excluyeme a una confesionalidad abierta con libertad religiosa, de una regulación de cultos no católicos mediante simples instrucciones ministeriales a una regulación estable por ley. 3. Crisis de la Acción Católica * Al constituirse la Conferencia Episcopal Española, la mayoría conservadora eligió una Comisión de Apostola1. Sobre la crisis de la Acción Católica, de la que Benzo llegó a ser una de las figuras más emblemáticas cfr. mi libro sobre Pablo VIy España (1963-1978). Fidelidad, renovación y crisis (Madrid, BAC, 19979; pp. 615, 620, 625, 626, 887,998, 999; y además otras tres obras fundamentales: la primera es Crisis y conflicto en la Acción Católica Española y otros órganos nacionales de Apostolado Seglar desde 1964. Documentos. Revisados y presentados por José Guerra Campos (Madrid, ADUE, 1989), el editor de estos documentos participó directamente en dicha crisis y conflicto como obispo secretario general de la Conferencia Episcopal y dio su versión personal de los mismos. Una interpretación antagónica la ofrece A. MURCIA SANTOS, Obreros y obispos en el Franquismo. Estudio sobre el significado eclesiológico de la crisis de la Acción Católica Española. Prólogo de J. B. Metz (Madrid, Ed. HOAC, 1995), que analiza y documenta el agitado período de 1968 a 1975, cuando los movimientos apostólicos entraron en grave crisis; obra polémica y dialéctica, puede ser interpretada como contestación clara y directa a la de Guerra Campos, como demuestran el tono general del libro y, sobre todo algunos ataques personales a dicho obispo. La tercera es de E. YANES ÁLVAREZ, La Acción Católica, un don del Espíritu (Madrid, Federación de Movimientos de Acción Católica Española, 2000), este breve libro, que parte de una conferencia, interesa para la historia porque la segunda parte cuenta la crisis de la ACE de 1966-68 y el contexto eclesial y político en que se produjo, exponiendo los pasos dados para avanzar desde aquella situación.
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do Seglar con el propósito, al parecer, de controlar la situación. Como era de esperar, a pesar de los encuentros de diálogo, el conflicto entre la Comisión y los consiliarios y dirigentes fue inevitable. Durante tres quinquenios había ido fraguándose, de modo progresivo e imperceptible, un peligroso equívoco entre el significado que daban a la Acción Católica los obispos y el clero de edad madura, entendiéndola como en los 20 años anteriores, y el que le daban desde dentro quienes vivían su transformación. Con las mismas palabras se expresaban distintas realidades. Chocaron dos concepciones de la AC: la que estuvo vigente hasta 1959 y la que se había desarrollado después. AI trato paternal, enérgico en ocasiones y siempre de positiva estimación y hasta de defensa, del cardenal Pía y Deniel, sucedieron las destituciones de los consiliarios en septiembre de 1966 y las medidas de intento de control de los movimientos especializados de AC acostumbrados hasta entonces a actuar con un amplio margen, a veces excesivo, de autonomía. La Acción Católica especializada tuvo como rasgo diferencial su preocupación por evangelizar los ambientes descristianizados: obreros, intelectuales, masas anónimas del suburbio. Utilizó como medios de formación la reunión de equipo con la revisión de vida y la trilogía jocista, aceptada por todos los movimientos, ver-juzgaractuar. En la España posterior a 1950 estos movimientos se mostraron claramente disconformes con las estructuras del Régimen, por creerlas en discrepancia con el Derecho Natural y la doctrina pontificia, aunque se autodefinían como católicas. Este dictamen moral y negativo sobre la situación política constituyó quizá el principal factor de distanciamiento entre la AC especializada y el Episcopado, al que se acusó de temporalismo, siendo aquella acusada, a su vez, por los obispos y por el Gobierno de un tem-
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poralismo de polo opuesto. En tales circunstancias desconcertaba particularmente que, mientras se aceptaba o no se condenaba el temporalismo potentísimo de algunas asociaciones y movimientos católicos, se discutiera y condenara el mucho más reducido de la HOAC o de la joc. Es cierto que la Acción Católica de Ambientes distanció a los militantes de las parroquias. Pero a ello contribuyó en gran proporción el movimiento de Cursillos de Cristiandad, muy benemérito en otros aspectos, pero que desarticuló los Centros Parroquiales para constituir grupos mesiánicos, con espíritu de «ghetto», que muy difícilmente desembocaron en las filas de la Acción Católica. Por otra parte, las parroquias adolecían de un inmovilismo que asfixiaba a estos militantes del ambiente, cuya espiritualidad era agudamente misionera. En ocasiones se sentían más a su gusto entre los alejados que en los círculos de la piedad tradicional. Esto, naturalmente, constituyó un peligro y, en no pocas ocasiones, una injusta exageración. También es verdad que disminuyó, al menos visiblemente, la cantidad de asociados de la ACE, sobre todo al concluir el Concilio. A esto respondían los dirigentes diciendo que, al ser más rigurosas las exigencias impuestas al militante, era lógico que la cantidad cediera a la calidad. Por otra parte, los militantes de los movimientos especializados rehuían sistemáticamente las grandes manifestaciones públicas a las que tildaban, con cierta exageración, de puramente triunfalistas. Es posible igualmente que la preocupación de muchos de ellos por los problemas públicos de la Iglesia y de España restaran vigor al trabajo apostólico individual en campos más reducidos, pero, a pesar de todo, la HOAC, la joc, la LLECA, etc., tuvieron cada vez mayor prestigio en los medios correspondientes y resultaba curioso que mientras, veinte años antes, se caricaturizaba a los
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miembros de la AC como «beatos y sacristanes», en la década de los 60 se les tachaba de ciudadanos peligrosos y hasta de criptocomunistas porque militaban en movimientos especializados de la misma AC. Muchos pensaron que constituían una interesante reserva para el futuro del catolicismo español, aunque los hechos posteriores y la situación actual han demostrado lo contrario. A lo dicho hay que añadir el serio impacto que produjo el Concilio entre los laicos españoles. Desde el comienzo lo siguieron con emocionada esperanza y con gran euforia, a veces exaltada e infantil. En general, no compartieron las actitudes del Episcopado español durante las sesiones conciliares y después de ellas. Esta discrepancia, junto con la política, estuvo en la raíz de la crisis que se desencadenó a partir de 1966. De una parte, los obispos, justamente preocupados por las tensiones de todos y la desobediencia de algunos, acentuaron la exigencia del jerarquismo como elemento imprescindible de la AC; de otra, los asociados de los movimientos y los sacerdotes consiliarios insistieron en que el laicado había adquirido en el Concilio un nuevo relieve y una mayor autonomía, y pidieron a la autoridad episcopal un estilo conciliar en el ejercicio de su gobierno pastoral. Las conclusiones de las VII Jornadas nacionales de la ACE (junio de 1966) en las que participaron dirigentes y consiliarios nacionales y diocesanos de todas las Ramas y Movimientos, fueron sometidas al presidente de la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar, que no las aceptó ni permitió publicarlas y que, poco después, las sometió a la Comisión Permanente del Episcopado, la cual adoptó tres decisiones de enorme repercusión en España y fuera de ella: — desautorizar las conclusiones de la asamblea nacional celebrada en junio de 1966;
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— prohibir las reuniones nacionales de verano de los diferentes Movimientos (medida atenuada posteriormente por el Pleno de la Conferencia); — sustituir simultáneamente a los cinco sacerdotes que ocupaban las consiliarías nacionales de más relieve. Esta última decisión sembró el desconcierto entre sacerdotes y dirigentes seglares, de suerte que en un primer momento apareció muy oscura la solución de la crisis. A una AC llena de méritos que reclutaba sus socios entre personas piadosas, actuaba fundamentalmente en torno al templo parroquial y aceptaba entusiasmada el Régimen de Franco, había sucedido otra de carácter más preocupada por los problemas de los ambientes laborales, profesionales y culturales, y con actitudes críticas frente al Régimen. Aquella AC tuvo sus méritos y sus riesgos y la nueva tenía los suyos, pero el proceso era irreversible por ser el resultado de una metamorfosis profunda de la sociedad y del catolicismo español. Ciertamente la sociedad española de los años 60 era más problemática y arriesgada que la anterior, pero los problemas existen de por sí y no los resuelve ni la añoranza ni el freno. A Mons. Guerra Campos, que fue secretario general de la Conferencia Episcopal Española y Consiliario General de la Acción Católica Española en aquellos difíciles años, debemos la publicación de una imponente colección documental que arroja abundante luz sobre acontecimientos que aparecían oscuros, confusos y contradictorios. Él mismo indica las claves históricas del conflicto y de la crisis, según aparecen en los documentos, y que podemos sintetizar de este modo: — usurpación de representatividad, — descuido de lo primordial cristiano, — y contagio marxista, Lo más grave de la situación fue que, por una parte, padecieron los programas apostólicos; y, por otra, se
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consumieron preciosas energías defendiendo apasionadamente unos el control, y haciendo valer los otros la necesidad de las iniciativas del laicado a la luz del Concilio, seguros de que éste les daba la razón. La situación fue muy compleja porque en el subsuelo del conflicto latían dos concepciones encontradas sobre la Acción Católica sobre el papel del laicado en la Iglesia y la preocupación de que la AC no produjera conflictos con el Régimen. No fue fácil, por tanto, encontrar soluciones satisfactorias para todos. Se intentó una superación gradual de la crisis, al menos evitando escollos y facilitando el diálogo y la confianza. Pero la crisis siguió sin resolverse, mientras la Iglesia estaba ya directamente comprometida con el complejo proceso de transición política. 5. Consiliarios polémicos: Benzo y Córdoba Sacerdote de gran capacidad intelectual, Miguel Benzo Mestre2 trabajó intensamente en el campo de la Ac2. Nació y murió en Madrid, respectivamente el 6 de julio de 1922 y el 2 de agosto de 1989. Después de haber estudiado dos años de la carrera de derecho en la universidad Central de Madrid, ingresó en el seminario diocesano de la capital de España, donde recibió la ordenación sacerdotal el 22 de mayo de 1948. Un mes más tarde fue nombrado ecónomo de Zarzalejo, ministerio que ejerció desde junio de 1948 hasta julio de 1951. Cursó estudios superiores en la universidad Gregoriana de Roma, desde septiembre de 1951 hasta junio 1954, consiguiendo el doctorado en teología. Después comenzó su magisterio como profesor de religión de la universidad de Madrid y fue también capellán nacional de la JUMAC, desde junio de 1954; profesor del seminario Hispanoamericano (1954-1966); director espiritual del colegio mayor Jiménez de Cisneros (1956-1959); consiliario de la Junta Nacional de AC (1959-1966) y de la ACN de R; profesor de religión de la facultad de ciencias de la universidad de Madrid (1960); profesor de la universidad pontificia de Salamanca (1965); catedrático del Estudio Teológico del seminario de Madrid (1977) y, por último, profesor de antropología del Instituto Superior de Pastoral, de Madrid. Publicó: Breviario para mi generación (Madrid, Ed. Victoriano Suárez, 1950), obra que recoge sus recuerdos del seminario y sus primeras vivencias en la parroquia de Zarzalejo, un pequeño pueblo de la sierra madrileña; Teología para universitarios
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ción Católica, con una visión amplia de las situaciones, si bien tuvo que separarse de la misma por divergencias con la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar en 1966, cuando comenzó la profunda crisis de la AC española, debido al enfrentamiento entre dos mentalidades distintas y contrapuestas a la hora de interpretar el papel de los laicos en la Iglesia tras el concilio Vaticano II, representadas por los obispos, por una parte, y los consiliarios y dirigentes seglares por otra; mentalidades tan radicalmente distintas que llevaron a la ruptura total y a una crisis insuperable, que supuso prácticamente la desaparición casi total de la antigua y gloriosa Acción Católica Española, que tanto bien había hecho a la Iglesia en las décadas anteriores, como auténtica organización apostólica que completaba y reforzaba la tarea pastoral de obispos y sacerdotes a todos los niveles sociales. Benzo impartió numerosos cursillos y dio charlas, conferencias, ejercicios, etc. y fue junto con Mauro Rubio, futuro obispo de Salamanca y con Tomás Malagón, consiliario de la HOAC, uno de los principales iniciadores de una nueva pastoral, con métodos renovados, del apostolado seglar. En 1964 tomó parte muy activa en las V Jornadas Nacionales para «analizar la distinta problemática del diálogo», «para mejor desempeñar el papel de puente entre la Iglesia y la sociedad», «para establecer los necesarios contactos entre la fuente de la vida religiosa y la vida profana a fin de que el
(1961); Los Sacramentos de la Eucaristía, el Orden y la Penitencia (1965); Moral para universitarios (1967); Sobre el sentido de la vida (Madrid, BAC, 1971); De este mundo y del otro (1976); Hombre profano. Hombre sagrado. Tratado de antropología (1978); Crisis y futuro del apostolado seglar, en AA. VV., Al servicio de la Iglesia y del pueblo Homenaje al Cardenal Tarancón en su 75 aniversario (Madrid, Narcea, 1984), pp. 141-147, breve reflexión sobre el problema central del apostolado seglar, tal como se ha planteado en la Iglesia Católica durante los últimos cien años, con alguna referencia a España; La Acción Católica en una Iglesia abierta al mundo. V Jornadas nacionales de Acción Católica (Madrid, Edic. Acción Católica, 1965).
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mundo terreno no quede privado del mensaje de la salvación cristiana», «para ayudar a la sociedad española en el establecimiento de un diálogo cada vez mayor y mejor» y en ellas tuvo una ponencia sobre los fundamentos lógicos de una concepción cristiana del diálogo. Pero en 1966 fue destituido como consiliario por el arzobispo de Madrid-Alcalá, Casimiro Morcillo, que era presidente de la comisión episcopal de Apostolado Seglar, después de haber recibido una carta de Benzo en la que éste le hizo ver la conveniencia de modificar algún tanto la rígida postura tomada por la comisión episcopal de Apostolado seglar a propósito de la tajante negativa a la petición de los máximos dirigentes de la Acción Católica, que pidieron que se les permitiese asistir a las reuniones de la asamblea de la Conferencia Episcopal de noviembre de 1967 para poder intervenir en las deliberaciones, aunque después se quedasen solos los obispos para tomar las decisiones que juzgasen convenientes. Éste fue el momento más álgido de la crisis, en la que se vio, según testimonio del mismo cardenal Tarancón, que el papa Pablo VI estaba con el sector más renovador del apostolado seglar en España mientras que los obispos de la mencionada comisión episcopal optaron por una línea pastoral más cerrada. Y el enfrentamiento de estas dos mentalidades contrapuestas produjo la crisis. Según el cardenal Tarancón, Benzo poseía una seria formación teológica y gran madurez humana, pero no se entendió con su obispo, Casimirio Morcillo cuando le pidió que revisase su actitud frente a la Acción Católica, petición que el obispo interpretó como acusación y por ello decidió destituir a Benzo del cargo de secretario general de la Acción Católica Española. Después se produjeron las destituciones de otros consiliarios y las dimisiones de los dirigentes nacionales de mayor solvencia, lo cual produjo mucho malestar en todas las asociaciones de Acción Católica. A partir de 1966 Benzo se dedi-
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có más a la universidad civil, donde desarrolló su apostolado entre profesores y alumnos, si bien durante los últimos años su influjo a nivel diocesano y nacional fue disminuyendo progresivamente y perdiendo la incidencia que había tenido en los primeros años del postconcilio con sus ideas renovadoras de apostolado seglar, materia en la que fue un gran experto, y como tal colaboró oficialmente con el episcopado español, llamado expresamente como consultor del mismo. José Manuel de Córdoba del Amo3, perteneció a la Federación de Estudiantes Católicos en sus años de universitario en Madrid. De vocación tardía, ingresó en el seminario de Madrid y después en el monasterio del Parral (Segovia), donde se ordenó sacerdote el 25 de febrero de 1951, y posteriormente se incardinó en la diócesis de Barbastro. También trabajó en las de Guadix, Cádiz, Granada y Sevilla. Fue profesor de religión del Instituto de Formación Profesional de Enseñanza Laboral, de Madrid, y desde 1958 hasta 1966, consiliario nacional del Movimiento Rural de Acción Católica (1960-1966), ministerio en el que cesó cuando cesaron otros consiliarios, como Miguel Benzo Mestre, Ramón Torrella, futuro arzobispo de Tarragona, Gastañaga, López Sáinz de Rozas, Rafael Belda, S.}., un nutrido y selecto grupo de sacerdotes que aportaron mucho y bueno a la AC en el campo de pensamiento y de la acción pastoral. Jubilado desde 1990, destacó siempre por su entusiasmo, valentía y amistad, con una personalidad muy acusada.
3. Nació y falleció en Madrid, respectivamente el 24 de septiembre de 1916 y el 19 de enero de 1995. Desplazado a Santander en 1966, ejerció allí el ministerio durante algunos años, hasta que regresó a Madrid, siendo nombrado capellán del Sanatorio Helios, de Guadarrama (1980-1986) y coadjutor de la parroquia de San Aurelio (1986-1990). Publicó varios libros, entre los que destaca Vidriera del sol.
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6. Acusaciones del Régimen contra la Iglesia A partir de 1968 la situación religiosa española se agravó sensiblemente porque los problemas de los seglares llegaron también al clero. Las tensiones intraeclesiales, sobre todo entre sacerdotes y obispos, comenzaron a salir a la luz pública. El 24 de junio de 1969, Pablo VI, en su discurso a los cardenales de la Curia Romana, recomendó a los obispos españoles que dialogaran con sus sacerdotes especialmente con los jóvenes. Por aquellas fechas se había agudizado además la problemática concordataria, surgida a raíz del Concilio, ya que tres disposiciones fundamentales del Vaticano II afectaron substancialmente a las relaciones que la Iglesia había mantenido hasta entonces con el Estado español: — la primera fue la declaración de libertad religiosa, — la segunda la exigencia de la libertad de la Iglesia en el nombramiento de sus pastores y — la tercera la disponibilidad de la Iglesia a renunciar a privilegios aún a los que había adquirido legítimamente. Todos los sucesos incluso los sangrientos, que se produjeron en la calle y que atentaron contra el Régimen, fueron de alguna manera atribuidos moralmente a la nueva postura doctrinal de la Conferencia Episcopal. Los ministros de Asuntos Exteriores, López Bravo y López Rodó, trataron de convencer a los altos dignatarios de la Santa Sede e incluso al mismo Pablo VI sobre la peligrosa conducta de los obispos españoles, sintiéndose ellos católicos responsables en la marcha de la Iglesia española. Los intentos de negociar un nuevo Concordato, al margen del Episcopado español, fracasaron rotundamente. Franco no renunció al privilegio de presentación de obispos, y esto repercutió desfavorablemente en la marcha de algunas diócesis españolas
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que estuvieron largo tiempo vacantes, pero ello contribuyó a distanciar más a muchos católicos del Régimen franquista. La reforma conciliar que en España tuvo la mejor acogida, como se demostró en el campo de la liturgia, navegó bajo todas estas tormentas que crearon confusión en los fieles sencillos y ahondaron las divisiones políticas entre el clero y aún entre los mismos obispos. El Gobierno hizo patente a la Santa Sede su preocupación porque, a su juicio, la Iglesia interfería en la vida política española, mayoritariamente católica, porque eclesiásticos politizados abusaban de la tribuna de la Iglesia, actuaban a veces al servicio de grupos subversivos, sembraban entre los fieles la desconfianza hacia sus autoridades civiles y enfrentaban entre sí al pueblo católico. La colaboración entre organizaciones católicas obreras y comunistas hacía que en casi todos los conflictos laborales de inspiración política, aparecieran mezclados miembros de las «Comisiones obreras» y sacerdotes que respaldaban dichas organizaciones con escritos, gestiones ante la autoridad civil, organización de colectas y, en ocasiones, con el pago de multas y socorros a huelguistas con cargo a los fondos de «Caritas» diocesanas. Por parte de la Jerarquía se toleraban actos como las Jornadas de «Fe cristiana y cambio social en Latinoamérica», organizadas en El Escorial por los campeones de la «Teología de la liberación». El sector eclesiástico más complaciente con esta situación era el mismo que atacaba los fundamentos ideológicos y morales que inspiraron el Alzamiento del 18 de Julio contra la «revolución marxista y anarquista». Existían vinculaciones notorias de ciertos grupos eclesiales con la agitación separatista vasca y catalana, temas de una problemática compleja, cuyas únicas vías
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de solución se encuentran en el marco de la.política interior española. Elementos revolucionarios trataron de utilizar estas cuestiones para levantar banderas de subversión al servicio de intereses extraños al país. Solamente una exigua minoría de la población local les siguió pero algunos grupos de sacerdotes vascos y catalanes se vincularon oficialmente a estos movimientos, amparándolos y fomentándolos. En el País Vasco estos elementos eclesiásticos minoritarios, se señalaron: a) Apoyando moral y materialmente, incluso desde los templos, toda clase de manifestaciones contrarias a la unidad española y favorables al separatismo vasco, y siendo inductores, cómplices y apologistas de actos de terrorismo y bandidaje, viéndose muchos de ellos implicados en procesos graves, b) Orquestando una campaña de desconocimiento de las autoridades legítimas, negando a éstas el derecho a la asistencia a actos religiosos en corporación, rehusando sistemáticamente celebrar actos religiosos ligados a la memoria o en sufragio de los que murieron en la «Cruzada española», precisamente defendiendo un ideal de cristiandad, así como eliminando de sus parroquias o iglesias todo símbolo patriótico. Ahora bien, frente a estas actitudes negativas, esos mismos sacerdotes se mostraron dispuestos a celebrar actos religiosos en memoria o sufragio de los adversarios de la unidad española, colocaron banderas separatistas en sus iglesias y llegaron a rehusar públicamente la obediencia a los obispos nombrados por la Santa Sede demostrándose defensores de una «Iglesia vasca». Preocupaba también al Gobierno el clima de tensión de que la Iglesia parecía querer impregnar su relación con el Estado y acusaba a la Secretaría de Estado del Vaticano de alimentar prejuicios contra el Régimen político español y de cultivar la imagen simplista de una Igle-
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sia dificultada en su labor evangélica por su vinculación a un Régimen «impopular», del que debía desolidarizarse ostensiblemente. De acuerdo con esta orientación, el nuevo Episcopado español estaba siendo reclutado sistemáticamente entre sectores eclesiásticos hostiles al Gobierno. Esto, según el mismo Gobierno, conduciría a una Jerarquía monocolor, nada representativa, obligada a tolerar excesos, empobrecedora y condicionadora de los canales de información de la Santa Sede. También acusaba el Gobierno a la Nunciatura Apostólica de ejercer presiones sobre los obispos para imponerles auxiliares de una significación determinada. En algunos casos, la elección de la Santa Sede recayó sobre personas que habían sido objeto de reparos en seisenas y ternas. El Gobierno constató una actitud sistemáticamente displicente de la Santa Sede hacia el Gobierno mismo, manifestada públicamente en varias ocasiones: Congreso Eucarístico de Colombia, canonización del beato Juan de Ávila, declaración de santa Teresa como doctora de la Iglesia (donde la presencia de la misión oficial española fue ignorada), discurso de Pablo VI en junio de 1969 ante el Colegio Cardenalicio (en que aludió a España como país que le inquietaba particularmente), acto conmemorativo de la Consagración de España al Sagrado Corazón (en el que se omitió el acostumbrado saludo del Pontífice al Jefe del Estado), y humillante trato que pretendió infligir al Jefe del Estado el legado cardenal Tabera en el VIII Congreso Eucarístico Nacional, celebrado en Valencia en mayo de 1972. Eran intolerables para el Gobierno las intervenciones de la Conferencia Episcopal Española en el terreno político, descendiendo al plano de las soluciones concretas a los problemas temporales. En particular, la mayoría de la Conferencia Episcopal: a) había apoyado las con-
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clusiones contrarias al Estado de la Asamblea Conjunta; b) había aceptado las ingerencias, algunas de ellas calumniosas, de la Comisión Justitia et Pax\ c) toleraba innumerables homilías de intención política, que fomentaban el rencor, la rebeldía y el desorden; d) favorecía una política de denegación sistemática de autorizaciones para procesar a eclesiásticos presuntos autores o cómplices de delitos tipificados, incluidos en el Código Penal, habiéndose dado 84 casos de denegación en cinco años. El Concordato de 1953 constituía el marco jurídico de las relaciones del Estado con la Santa Sede y la Iglesia católica en España. Fue en su día el resultado de la aceptación por el poder temporal de las tesis de la Iglesia. La Santa Sede lo consideraba reflejo de una época superada, pero parecía dispuesta a negociar otro concordato más acorde con las líneas del concilio Vaticano II. La Santa Sede se limitó a pedir al Estado español la renuncia al derecho de presentación mientras que el Gobierno ofreció en su día la revisión total y creyó haber hecho lo posible para dotar a las relaciones Iglesia-Estado de un instrumento adecuado. Creía el Gobierno que la situación descrita no era buena ni para la Iglesia ni para el Estado. Pero a falta de otro instrumento mejor se veía obligado a aplicar el concordato vigente, por imperfecto que fuera, con la seriedad máxima. Por ello expresaba su pesar por las reiteradas transgresiones a las estipulaciones concordatarias. Algunas de estas acusaciones del Gobierno eran completamente falsas, otras verdaderas pero exageradas. En cualquier caso demuestran el nivel de tensión a que habían llegado las relaciones entre la Iglesia y el Estado.
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7. La Iglesia anticipa la Transición política Franco ya decrépito entregó el Ejecutivo a su colaborador más fiel: el almirante Carrero Blanco, identificado con el continuismo y con las ideas político-religiosas de los grupos más integristas. El mismo Carrero, al felicitar a Franco en su 80 aniversario, cifró en 300.000 millones de pesetas la ayuda del Régimen franquista a la Iglesia. La denuncia de desagradecimiento, herejía y marxismo dentro de la Iglesia española, llegó a sus cotas más altas en discursos y declaraciones de hombres del Gobierno. En cumplimiento del Régimen especial penitenciario para los clérigos que prescribía el concordato de 1953, se trasladaron a la cárcel de Zamora a sacerdotes detenidos, en su mayoría vascos, que habían de protagonizar una serie de conflictos en las relaciones de los obispos con el Gobierno. En enero de 1973 el Episcopado español decidió que había llegado la hora de fijar su posición respecto a los derechos humanos tan conculcados en España y a las relaciones de la Iglesia con la comunidad política. Se había celebrado en Roma el convenio eclesial sobre las esperanzas de justicia y caridad y las citas que hicieron los obispos de aquel documento publicado por la diócesis del Papa, con la aprobación explícita de Pablo VI, molestaron especialmente al Gobierno de Carrero. «La acción en favor de la justicia y la participación en la transformación del mundo se nos presentan claramente como una dimensión constitutiva de la predicación del Evangelio», afirmaron los obispos en el documento sobre La Iglesia y la Comunidad Política, publicado el 23 de enero de 1973. Los obispos pidieron espacio político para el pluralismo social (n. 20) y en la segunda parte de su declaración expusieron los graves inconvenientes que entrañaba el Estado Confesional. El monopolio teológico de la Iglesia como inspiradora de la doctrina del
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Estado era ya absolutamente irreal y, por tanto, perjudicial para la misma Iglesia. Franco no había logrado institucionalizar la participación seria de los ciudadanos y era incapaz de reconciliar a los españoles que seguían enfrentados como vencedores y vencidos. La sucesión del franquismo se convirtió en la obsesión de todos los españoles responsables. Todo el mundo se temió lo peor y los obispos optaron en todo momento por la moderación y el cambio pacífico. El trienio 1973-1975 de estancamiento político fue también el más conflictivo para la Iglesia española. Baste citar someramente algunos hechos: ataques en la calle a sacerdotes en Bilbao (enero 1973) y en Madrid (30 abril 1973). Los sacerdotes detenidos en Zamora protagonizaron un tumulto dentro de la misma cárcel en la que prendieron fuego al altar portátil y otros muebles en noviembre de 1973. Un grupo de «cristianos progresistas» ocupó la nunciatura de Madrid en señal de protesta por las negociaciones secretas del Concordato. Aparecieron «pintadas» pidiendo la expulsión del nuncio Dadaglio y se insultó públicamente al presidente de la Conferencia Episcopal. El obispo de Segovia, don Antonio Palenzuela, que había hecho unas declaraciones sobre la situación de los sacerdotes presos en Zamora, estuvo a punto de ser procesado. El asesinato del Presidente del Gobierno, almirante Carrero, fue también ocasión de que la ultraderecha española «nacional-católica» hiciera nuevas inculpaciones morales al clero, a los obispos y especialmente al cardenal Tarancón. En enero de 1974 tomó posesión de la presidencia de Gobierno Carlos Arias Navarro, un hombre con quien el Ejército y el franquismo se sentían seguros, pero que en sus dos años y medio de mandato demostró su incapacidad para conducir la difícil transición política y llevó el enfrentamiento con la Iglesia a situaciones increíbles. Todos los conflictos de los diez años anteriores podrían
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haber tenido un valor anecdótico, si la postura intransigente de este último gabinete del franquismo no los hubiera capitalizado torpemente para dividir más a la Iglesia haciendo prácticamente imposible la acción moderadora de los obispos. Es verdad que existían dentro de la Iglesia grupos de sacerdotes y religiosos politizados, entre otras razones porque se negaba teórica y prácticamente la posibilidad a la acción política. Pero esta politización se daba entre los eclesiásticos tanto por la derecha como por la izquierda. La torpeza del Gobierno consistía en perseguir a los sacerdotes que defendían la justicia con textos conciliares y proteger descaradamente a los sectores eclesiásticos franquistas. Torpeza que se volvía en contradicción cuando exigían a los obispos imponer la disciplina y la unidad, quejándose de no poder reconocer en los obispos los interlocutores válidos para dialogar y negociar unas relaciones más pacíficas. Al mismo Gobierno le hubiera interesado contar con una Iglesia compacta seguro de que la postura resultante hubiera ido por el camino del realismo y de la moderación. Pero la persecución injusta impedía a la Jerarquía eclesiástica corregir los abusos de algunos sacerdotes multados o encarcelados por las autoridades civiles. Por esas fechas resultaba casi evidente a la inmensa mayoría de los españoles que el distanciamiento entre el Gobierno y la Jerarquía de la Iglesia no se hubiera podido evitar sin que la Iglesia se hubiera apartado de los intereses, derechos y libertades del pueblo, que el Vaticano II había reconocido como parte del Evangelio; que entre un Estado injusto, incapaz de encauzar las aspiraciones de la sociedad española y las fuerzas progresistas revolucionarias que desde espacios también eclesiales amenazaban con la ruptura violenta, la Jerarquía y la mayoría de los sacerdotes apoyaban la moderación, es decir, el camino de la reforma política pacífica; que la
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fórmula que la Jerarquía ofrecía para las relaciones entre la Iglesia y el Estado, fue la que se contiene en la constitución conciliar Gaudium et Spes(n. 76): autonomía e independencia de la Iglesia y la Comunidad Política cada una en su propio campo, sana colaboración entre ambas para el mejor servicio a la vocación personal y social del hombre. La misma fórmula conciliar de «mutua independencia y sana colaboración» la hizo suya el Episcopado español en el referido documento sobre La Iglesia y ¡a Comunidad Política aprobado por 59 votos contra 20. Los obispos afirmaban: «donde quiera que la colaboración Iglesia-Estado adopte formas que pudieran estar justificadas en un determinado tiempo o lugar, si hoy de hecho tuviesen aunque sólo fuera la apariencia de ligar a la Iglesia con una particular cultura o un determinado sistema político, sería necesaria una clarificación que salvaguarde la mutua independencia, garantizada en el ordenamiento jurídico» (n. 43). 8. Santidad y profecía en 1975 La Iglesia española necesitaba distinguirse del resto de la sociedad como comunidad religiosa. Para ser misionera en una sociedad desarrollada, democrática y pluralista, tenía que comprometerse más con la sociedad y menos con el Estado o Régimen político. Tenía, en fin, que apoyarse en los elementos estrictamente religiosos de su propia identidad: aceptación del Evangelio y conversión a Dios, celebración sacramental de la salvación y vida fraterna en el Espíritu Santo. Y para realizar este ambicioso programa intensificó la tarea de reconciliación nacional entre los españoles, hondamente divididos desde la Guerra Civil de 1936-39, porque el enfrentamiento ideológico no se mitigó durante el Régimen franquista. Los obispos españoles con
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ocasión del Año Santo de 1975 insistieron denodadamente en esa reconciliación que debería lograrse dentro de la Iglesia y dentro de la sociedad civil4. Con la instauración de la Monarquía, se dio un paso gigante en el reconocimiento de los derechos de todos los españoles. En los documentos episcopales de los cinco años sucesivos y especialmente con ocasión de la elaboración de la nueva Constitución en las Cámaras, los obispos insistieron particularmente en el tema de la participación, de la promoción de los derechos humanos, de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, y de un Régimen de libertad religiosa en el que la Iglesia fuera respetada, pero no privilegiada en relación con los otros grupos de ciudadanos. Los acuerdos firmados en enero de 1979 por la Santa Sede y el Gobierno Español constituyeron también un progreso en esa actitud reconciliadora de la Iglesia que demostró no pretender ninguna situación de privilegio político. Pablo VI quiso dedicar el Año Santo romano especialmente a la reconciliación, que para España fue profético, ya que en aquel tiempo tuvieron lugar varios acontecimientos que, entre conflictos y convulsiones, iban a dar a luz una nueva época de la historia, en la que al fin pudieran reconciliarse las viejas «dos Españas» enfrentadas. Para la Conferencia Episcopal de España, el tema del Año Santo no era una novedad, puesto que desde la Asamblea Conjunta, cuatro años antes, resonaba como una especie de «asignatura pendiente» la famosa proposición casi aprobada sobre la reconciliación de los españoles. Y era algo que después había tomado cuerpo en una reunión de la Comisión Permanente, en mayo del 73, en unos días de gran conflictividad social con 4. La reconciliación en la Iglesia y en la sociedad. Carta pastoral colectiva del 17 de abril de 1975 (Documentos de la Conferencia Episcopal, pp. 342-363).
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ocasión de diversos altercados en la celebración del Primero de Mayo, seguidos del asesinato de un policía en Madrid, en cuyo entierro aparecieron pancartas con insultos a Tarancón, pintadas ofensivas en las calles contra la jerarquía, agresión física a un sacerdote, amenazas a un obispo auxiliar, etc. En aquella reunión de la Permanente se recibió un informe detallado de lo sucedido en aquellos días, y se tomó la decisión de estudiar la manera de colaborar en la reconciliación de los españoles, con vistas al Año Santo, aunque éste todavía no había recibido de parte de Roma el aspecto especial de la reconciliación. Aunque el documento tardaría aún dos años en salir a la luz, esta primera toma de postura de la Permanente repercutió en las actuaciones de algunos obispos y afrontó algunos temas de gran interés para el momento político que vivía España y, en concreto a cuatro puntos esenciales en aquellas circunstancias, como eran: — el mundo laboral, — la concordia política, — el valor de la crítica y — la responsabilidad ante los conflictos. El documento tuvo gran acogida en general, y en muchos casos una valoración muy positiva: El mundo laboral El trabajo ha de entenderse como una de las expresiones más válidas de la inserción del hombre en la sociedad. La actitud ante el propio trabajo es factor determinante de una vida pacificada o, por el contrario, principio generador de conflictos y contradicciones insuperables. Los cristianos vemos en el trabajo profesional, realizado según las exigencias de la vocación personal, y en conformidad con el designio de Dios, el camino apto para desplegar las facultades humanas hacia la perfección personal. Paralelamente sabemos que el trabajo se ennoblece en la medida en que sirve al desarrollo de la comunidad humana, según el plan de Dios.
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El hombre se reconcilia con lo que su trabajo tiene de costoso cuando acepta, con espíritu de fe y con libertad interior, el sacrificio y la entrega a los demás, que concreta en su servicio a la comunidad. Pero esto exige a su vez que el trabajo sea justamente valorado y retribuido, y que la persona del trabajador sea reconocida y respetada en todos sus derechos. Por tanto, si la sociedad española quiere caminar hacia una reconciliación efectiva, es preciso que los trabajadores puedan hacer valer eficazmente sus derechos, y participar, con plena responsabilidad y sin temor a represalias, en la defensa de sus intereses y justas aspiraciones, tanto en la empresa como en la ordenación de la vida económica nacional. Y para ello es necesario avanzar hacia un más amplio reconocimiento jurídico de su derecho a unirse y actuar libremente en asociaciones auténticamente representativas (cfr. GS 68,75). La acción asociada de los trabajadores, junto con una acertada política social, no sólo ha de ir eliminando las discriminaciones e injustas desigualdades en la distribución de los frutos del trabajo, sino que debe promover transformaciones más profundas dentro y fuera de las empresas, en la misma ordenación de las relaciones entre las fuerzas productivas. La concordia política La verdadera reconciliación en la convivencia cívico-política supone, como ya hemos dicho (n. 18), espíritu de mutua aceptación y voluntad sincera de participar activamente en la tarea común. Todos somos miembros de la sociedad, y todos hemos de contribuir a transformarla y mejorarla. Esta tarea no se puede cumplir dignamente si los ciudadanos y grupos sociales no cultivan y difunden las virtudes morales, sociales y cívicas que, con el auxilio de la gracia divina, les capacitan para formar una nueva humanidad (cfr. Gaudium et spes, 30b). Y, a su vez, estas actitudes fundamentales se fortalecen y se hacen más operativas cuando las estructuras que sostienen y canalizan la convivencia responden, en lo posible, a una recta concepción de la persona humana y del bien común. En nuestra patria, el esfuerzo progresivo por la creación de estructuras e instituciones políticas adecuadas ha de estar sostenido por la voluntad de superar los efectos nocivos de la contienda civil que dividió entonces a los ciudadanos en vencedores y vencidos, y que to-
davía constituyen un obstáculo serio para una plena reconciliación entre hermanos5. La fidelidad al mandato de Cristo, que nos urge al mutuo perdón, debe hacer posible, en la vida privada y pública, lo que tan duro y difícil es para el corazón del hombre. Las nuevas generaciones que no vivieron aquel conflicto nos piden, y con razón, la generosidad suficiente para construir unidos en la esperanza un futuro más justo y más fraterno. Para avanzar en nuestro país por el camino hacia la reconciliación es necesario lograr un reconocimiento más efectivo de todos los derechos de las personas y de los grupos sociales, dentro de los límites del justo orden público y del bien común. A la vez que queremos recordar el deber ciudadano de acatar el ejercicio de la autoridad pública -regulado este por adecuadas normas jurídicas-, se hace necesario urgir la oportuna adaptación de las normas legales al avance progresivo de la conciencia cívico-social del país. El desajuste en este campo es un factor permanente de desequilibrio, incompatible con una sincera voluntad de reconciliación política. Más en concreto, consideramos obligado, como ya hemos dicho en otras ocasionas, que se garanticen eficazmente los derechos de reunión, expresión y asociación. Éste es un camino apropiado para eliminar la tentación de resolver los problemas de la convivencia política mediante el recurso a fórmulas violentas, ya tiendan a frenar el dinamismo natural de la sociedad, ya a provocar cambios estructurales en la misma. La progresivatomade conciencia del valor propio de las minorías y de su derecho a afirmar sus propias peculiaridades, dentro del respeto al bien común, ha de traducirse también en formas jurídicas adecuadas. Por otra parte, la verdadera reconciliación entre los diversos sectores socioeconómicos y las regiones de nuestro país, exige mayor justicia social en el tratamiento de los problemas de las áreas deprimidas, especialmente del campo, y en la atención de las migraciones, tanto hacia el exterior como en el interior. 5. «En este párrafo parece resonar el recuerdo de la proposición de la Asamblea Conjunta sobre el ministerio de reconciliación de la Iglesia para superar los ckrUw de la guerra civil y, al mismo tiempo, como anuncio y anticipo de la amnistía y