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J. M. GONZÁLEZ RUIZ DENIS MANDOUZE LINTANF RAMÓN ECHARREN
LA IGLESIA QUE JESÚS NO QUISO Presentación de JEAN LATREILLE
EDICIONES PAULINAS EDITORIAL VERBO DIVINO
PRESENTACIÓN
Podría trazarse sin ningún esfuerzo todo un arco iris de posturas. Nuestro siglo no es un siglo indiferente ante la Iglesia.
En el presente libro los capítulos de Denis, Mandouze, Lintanf, Latreille corresponden a la obra original francesa L'Eglise que ]ésus a voulue?, publicada por Editions Du Chalet de Lyon, y traducida por Alfonso Ortiz/Los restantes capítulos han sido escritos expresamente para esta edición/© Ediciones Paulinas (Protasio Gómez 15 - Madrid 27)/Impreso en Tip. «San Pablo» (Coslada, Madrid)/Dep. leg.: M. 17884-1972 /Printed in Spain.
ha verdad que la Iglesia está en discusión, como han puesto de relieve repetidas encuestas realizadas por diversos órganos de información. Siempre ha estado en discusión, bajo muy diversas perspectivas. Partiendo de nuestros días y ciñéndonos a una época reciente, la Iglesia, en tiempos del Concilio, se presentaba joven y hermosa. En tiempos de Pío XII se gloriaba de sus éxitos temporales y parecía que era capaz de servir de fundamento a Europa. Cuando Pío XI fundaba la JOC, se podían albergar todas las esperanzas. Sin embargo, se hablaba también por entonces de la «descristianización» del mun7
do moderno, como si el mundo hubiese sido alguna vez cristiano. Se acusaba a la Iglesia de haber «perdido» a la clase obrera, como si la hubiésemos «poseído» alguna vez. Se les reprochaba a los cristianos su ineficacia política..., o su eficacia demasiado evidente y demasiado indiscreta. Estas cuestiones dependen de contingencias históricas e incluso actuales.
sanamente crítica, hacia nuestra vida concreta, vemos que existe cierto desnivel.
La única cuestión verdadera que puede aceptar la Iglesia es la de su fidelidad a Jesucristo. ¿Es la Iglesia como Jesús quiso que fuera? Y la respuesta a esta cuestión no puede encerrarse en pocas palabras. Ningún apologista se atrevería a sostener que la Iglesia ha sido conforme siempre con el pensamiento de Jesús. Ningún crítico, por violento que sea, podría negar que la Iglesia ha realizado alguna cosa. La cuestión ¿cuál es la Iglesia que quiso Jesús? no es por tanto un fuego verbal, oratorio o retórico.
Es el mismo movimiento que el que obliga al cristiano a reformar su vida personal: deja que las exigencias evangélicas pesen sobre su vida. Y la contemplación refleja se llama tradicionalmente «examen de conciencia».
La cuestión de la Iglesia es una verdadera cuestión, en el sentido de que nosotros, los cristianos, no la recibimos de fuera, sino que brota de lo más profundo de nuestra fe. Cuando leemos el Evangelio nos damos cuenta de cierto número de exigencias que pesan sobre nuestra vida. Cuando intentamos escuchar la llamada del Espíritu que nos anima, estas exigencias no pueden minimizarse. Entonces, cuando nos dirigimos, con una mirada nece8
Todos los «reformadores» han presentado su experiencia de esta manera. Y si es verdad que no todos los «reformadores» son espirituales, lo cierto es que todos los espirituales son más o menos «reformadores».
Así pues, se trata de provocar, ante todo, un examen de conciencia eclesial. Es indudable que esta reflexión se ve ayudada por las críticas de los no creyentes. Nuestros hermanos no creyentes tienen el derecho de pedirnos cuentas, tal como lo sugiere san Pedro en su Epístola. Muchas veces obligan a los cristianos a despertarse bajo el pinchazo de una frase de Nietzsche o de Marx. Entonces, ya no se trata de un examen de conciencia, sino de un esfuerzo de discernimiento que ellos han provocado. Entre estas críticas que se nos dirigen, ¿cuáles se basan en sus doctrinas ideológicas y cuáles corresponden a las exigencias del Evangelio? Cuando Celso nos reprocha que esta9
mos demasiado cerca de los pobres, la cosa resulta ridicula. Cuando Marx nos acusa de estar demasiado cerca de los ricos, esto supone para nosotros una sacudida. ¿Es que puede pensarse acaso que la Iglesia es impecable? ¿No dijo Jesús que su reino era un campo en donde crece la cizaña junto al buen grano? ¿No veía a sus apóstoles traer a tierra peces buenos y malos? La verdad es que, para honra de la iglesia, estas parábolas no le han servido nunca de invitación al fatalismo. El que haya que tolerar durante algún tiempo la cizaña, no ha servido nunca de excusa o de justificación para los desórdenes. Es conocida la anécdota: el emperador, después de haber maltratado a los griegos, quiere excusarse ante Ambrosio aludiendo al pecado de David; y obtiene esta respuesta: «Si has imitado a David en su pecado, imítalo en su arrepentimiento». De la misma manera, la parábola de la cizaña mezclada con el buen grano condena a los inquisidores, pero no justifica a los pecadores. Ño dispensa del esfuerzo de conversión personal o colectiva. Por eso, resulta difícil responder a la cuestión: «¿Es la Iglesia tal como Jesús la quiso?» Se puede responder «sí» o «no», con tal que no resulten las frases demasiado equilibradas. 10
Sí; Jesús quiso que hubiera una Iglesia, y no podía querer otra cosa distinta, ya que, si quiso un Reino, no podía evitar sembrar su semilla. Y el medio temporal tenía que ser de la misma naturaleza que el fin perseguido. Por tanto, se puede hablar de una Iglesia de la tierra y de una Iglesia del cielo, ya que existe cierta continuidad necesaria de la una a la otra, lo mismo que hay una continuidad entre el Jesús anterior a la Pascua y el resucitado. También la Iglesia llegará transfigurada, pero conservada, al acontecimiento de la Parusía. Sí, Jesús quiso esta Iglesia fundada concretamente sobre el colegio apostólico. Pero Jesús no quiso {en el sentido del verbo querer) que Judas fuera un traidor, ni quiso al incestuoso de Corinto, que sin embargo forman parte de la Iglesia. Y Pablo no toleró que el incestuoso se quedase en la Iglesia sin recibir una buena reprimenda. Y los no-violentos de nuestro siglo xx se quedan extrañados de su intransigencia. Jesús no quiso romper la caña cascada, pero se enfrentó con el orgullo de los fariseos. Admitió en su Iglesia a las prostitutas y a los ladrones, pero no toleró el descaro de Herodes. Y no es que tolere el pecado de los pobres más que el pecado de los ricos. A todos les pide que dejen su pecado, tanto si se llama dinero, como adulterio, pretensión o cualquier otra cosa. II
Jesús admitió en su Iglesia a hombres y a mujeres muy distintos: a los pescadores del lago y a los recaudadores de impuestos, a mujeres ricas y a mujeres pobres, a los hombres de la ley y a los zelotes, a los centuriones {esto es, a los militares) y a los niños. ¿Por qué milagro esos hombres, que naturalmente habrían de oponerse, llegaron a comprenderse? Por el milagro de Pentecostés, el milagro que los curó a todos de la «confusión» y de la dispersión de Babel. Nuestro siglo percibe con toda conciencia el problema de las lenguas. Debería meditarse más en el misterio de Babel y de Pentecostés. La maldición de la incomprensión mutua no caerá más que en el día de la reconciliación por el Espíritu. Y de ese Espíritu hemos recibido ya las arras. Hoy, como ayer, no tenemos más que un signo eficaz de unidad; y no aquella unidad perfecta que deseaba Jesús. Y todos lamentamos que la unidad no sea más visible.
ta el hecho de que hay muchas moradas en la casa de su Padre. Sea cual fuere nuestro temperamento, todos estamos llamados a una conversión. Porque unos desean espontáneamente la unidad y los otros la diversidad. Los que desean la unidad corren siempre el peligro de imponer la uniformidad o de lamentarla. Su punto débil consiste en quejarse de todo lo que está en contra de su concepción personal: incapaces de comprender la admirable riqueza del creador, tienden a reducirla a lo que ellos han podido captar. Los que se proclaman anarquistas en materia de religión, desprecian demasiado pronto la unidad por la que Jesús rezó. No quieren escuchar la oración de Jesús y prefieren conceder sus favores a esa sinceridad que dispersa, en vez de a la verdad que reúne. JEAN LATREILLE
consiliario de la JOC de Lyon
Nunca deseó Jesús para su Iglesia la uniformidad, sino la unión, que es una cosa muy distinta. Y los primeros cristianos se mostraban muy sensibles a esta función de Jesús como unificador: Jesús es el que reúne a los hijos del Padre que estaban dispersos, llama a cada uno de los hombres en concreto y no ocul12
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TRES IGLESIAS QUE JESÚS NO QUISO DEMOCRÁTICA INSTITUCIONALIZADA IDEAL José M.a González Ruiz
A la luz de la eclesiología del Nuevo Testamento podemos fácilmente distinguir, en su realización histórica, las «Iglesias» que Cristo decididamente no quiso. a) Una comunidad democrática La democracia es un sistema político, según el cual todo el poder de la sociedad viene únicamente del «pueblo». Lo difícil es determinar qué se entiende por «pueblo». En la democracia ateniense el pueblo era solamente el conjunto de hombres libres, a pesar de que los esclavos constituían la mayoría aplastante de la población. En el moderno sentido de democracia —la «democracia formal»— el pueblo está de he17
cho constituido por las fuerzas activas del capital, que son las que pueden montar eficazmente la propaganda electoral en función de la elección de unos determinados candidatos. Las «democracias populares» (aunque se trate de una tautología) de inspiración marxista pretenden haber superado la democracia formal, pero todavía no han encontrado la fórmula para que realmente el pueblo —en toda su policromía— sea el que realmente gobierne la cosa pública. A través de todo el Nuevo Testamento se ve claro que la Iglesia que Jesús funda viene ya de arriba, preparada de antemano. El Apocalipsis (21,2) la describe como «una nueva Jerusalén de Dios, bajando del cielo». La carta a los Efesios (4,1-16) insiste en que la Iglesia existe antes que sus miembros, ya que queda constituida por una convocación previa de Dios. En las parábolas evangélicas la Iglesia es comparada a una semilla que crece, pero siempre el sembrador es Cristo o Dios. Pero hay otra consideración importante a este respecto: una democracia implica no solamente el que el pueblo sea fuente exclusiva del gobierno, sino el que realmente haya «gobierno». Ahora bien, la Iglesia que Cristo funda no 18
es un sistema de gobierno. A este respecto la narración de Lucas es decisiva: «Los discípulos estaban discutiendo entre sí sobre quién de ellos tenía más categoría». Jesús les dijo: «Los reyes dominan sobre sus pueblos, y los poderosos se hacen llamar benefactores. ¡No hagáis vosotros semejante cosa! El que entre vosotros esté más arriba, ha de portarse como el más bajo, y el superior como el subordinado» (Le 22,24-26). Es previsible que esta nueva dialéctica fuera difícil de guardar sobre todo teniendo en cuenta que el «reino de Dios», que esperaban los judíos, era considerado según las categorías de una sociedad humana concreta. ¿Cómo imaginar unas comunidades, en las que indudablemente debería haber diversidad de carismas y funciones con una determinada vertebración, sin que eso supusiera la existencia de cierto «gobierno», aunque fuera mínimo? Un enorme esfuerzo en este sentido lo realiza san Pablo en su relación con las comunidades fundadas por él. Fijémonos sobre todo en Corinto, en cuya comunidad se había cometido un desacato a la «autoridad» del Apóstol. La comunidad se indigna ante lo que estima una injuria contra Pablo, pero el propio Pablo exhorta a la comunidad a que sea generosa en su perdón, entre otras cosas porque él mismo tiene necesidad de ello, ya que no so19
portaría psicológicamente una situación tan tensa. Y al hacer esto Pablo quiere evitar el que sea considerado un tirano —aunque fuera un tirano paternal— de la comunidad corintia. «Y no es que nosotros pretendamos dominar en vuestra fe, sino todo lo contrario: somos unos meros colaboradores de vuestra alegría; pues en la fe os mantenéis firmes» (2 Cor 1,24). El análisis filológico exige que el complemento del verbo «dominar», más que un sustantivo abstracto, se refiere a un sujeto personal (individual o colectivo). Por eso creemos que aquí, como en otros lugares (Gal 1,23; 6,10), «fe» tiene un sentido comunitario: la comunidad de los creyentes. Es ésta una idea muy frecuente en san Pablo, sobre todo en su correspondencia con Corinto: el Apóstol es un humilde «servidor», un mero «ministro de Cristo», no un tirano de la comunidad de los creyentes: «Pues no nos proclamamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por razón de Jesús» (2 Cor 4,5). Lejos de Pablo el presentarse ante la comunidad como un kyrios, un «señor», usurpando la función única y exclusiva de Jesús. La misma idea preside ya el comienzo de la primera carta a los Corintios: «Pues ¿qué es Apolo? ¿Y qué Pablo? Meros ministros, a través de los cuales habéis sido hechos creyentes,
y a cada uno según el Señor le ha dado» (1 Cor 3,5). El paralelismo con 2 Cor 1,24 es impresionante: si Pablo es un «mero ministro a través del cual se han hecho creyentes», lógicamente no puede constituirse en un «dominador de la comunidad de los creyentes». Así, pues, Pablo no pretende «tiranizar la comunidad creyente de Corinto», sino que, por el contrario, sigue en su postura evangélica de humilde «siervo» y «ministro» de aquella iglesia, que él mismo ha fundado sobre el cimiento - Cristo (1 Cor 3,10-11), y sobre la que ejerce su «servicio» apostólico. El reverso de la frase ilumina aún más esta postura servicial del Apóstol: «Sino, todo lo contrario, somos unos colaboradores de vuestra alegría». La «alegría» es un concepto típicamente mesiánico, que aparece en la Biblia como la gran señal del eón futuro. En el judaismo posterior la alegría va íntimamente envuelta en la espera de los últimos tiempos. En los evangelios, incluido san Juan, la alegría es un concepto típicamente mesiánico, unido estrechamente con la idea de «reino de Dios»: «Entra en la alegría de tu Señor» (Mt 25,21-23). Aquí «alegría» adquiere, como «fe», un sentido comunitario: la comunidad del gozo. San Pablo sigue claramente esta misma línea. Cuenta a la alegría entre los dones del Es-
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píritu (Gal 5,22; Rom 14,17), a la que constantemente exhorta a sus lectores (1 Tes 5,16; 2 Cor 13,11 etc.). Lo más interesante para nuestro punto de vista es la función social que Pablo asigna a la alegría: ella es signo de la comunión de los miembros del Cuerpo de Cristo. La alegría es una especie de brisa saludable que produce un efecto vital a través de una constante simbiosis entre los miembros del Cuerpo de Cristo. La alegría corre de Pablo a los fieles y de éstos al Apóstol, colmando lagunas, igualando diferencias y haciendo aumentar, en definitiva, las dimensiones vitales de la Iglesia. Y así la alegría de Pablo «es de todos sus fieles» (2 Cor 2,3), «el desbordamiento de la alegría de las iglesias de Macedonia ha colmado y compensado su extrema pobreza» (2 Cor 8,2); la vuelta del Apóstol a Filipos es «para provecho de los fieles y para alegría de la fe», de suerte que los filipenses «reciban un aumento de esta alegría en Cristo Jesús por medio de la presencia del Apóstol entre ellos» (Fil 1,2526). Por eso Pablo, a su vez, pide a los filipenses que ellos, por su parte, se conviertan de receptores en dadores de alegría para él: «Colmad mi alegría» (Fil 2,2); así también hay que entender las frases cariñosas con que a veces Pablo adjetiva a sus fieles: «Gloria y alegría nuestra» (1 Tes 2,19-20), «alegría y corona mía» (Fil 4,1); en el mismo sentido había dicho 22
ya claramente a los tesalonicenses que «su propia alegría tiene una eficaz repercusión en la marcha vital de la comunidad» (1 Tes 3,9). Finalmente, esta idea de la intercomunión de la alegría encuentra su máxima expresión en el verbo paulino «con-alegrarse». La repercusión estoica, que indudablemente encontramos en la doctrina de la IglesiaCuerpo en 1 Co 12 y Rom 12, es enriquecida con una aportación original paulina: los estoicos hablaban de una intercomunión en el «compadecer» {sympázeia, sympásjein), pero a Pablo esto le parece pobre, teniendo en cuenta su noción bíblica, lograda ya en la primitiva comunidad cristiana, de la fuerza vital de la alegría; por ello añade al «com-padecer» el «conalegrarse»: «Y si padece un miembro, com-padecen juntamente todos los miembros; y si un miembro es honrado, se con-alegran juntamente todos los miembros» (1 Cor 12,26). En este sentido mismo Pablo comunica su alegría a los filipenses, para que éstos, a su vez, se la devuelvan a él: «Yo me alegro, y vosotros alegraos también y con-alegraos en provecho mío» (Fil 2,17-18). Así pues, nos encontramos con que «alegría» posee un sentido dinámico y operativo, que la eleva a principio generador del crecimiento del Cuerpo de Cristo. La alegría es una fuerza vital que empuja hacia adelante a la Iglesia, 2?
Así, pues, cuando veamos que entre los miembros de una Iglesia o comunidad eclesial hay un excesivo respeto, que a veces alcanza el tono máximo de terror, podemos decir tranquilamente que se trata de una «iglesia» que Jesús no quiso.
chaconamente en el NT acerca del carácter «ministerial» o «servicial» de las funciones ejercidas por los que aparentemente podrían ser considerados «los de arriba». La negación de «democracia» para el mecanismo interno de las comunidades eclesiales se funda precisamente en la absolutez del «señorío» de Cristo, que es el único que realmente está por encima de todos los miembros de la comunidad. E incluso la distancia que hay de Cristo a cada uno de los miembros de la comunidad es exactamente la misma: nadie puede arrogarse, en función de su cargo eclesial, una mayor cercanía al Señor: «No es misión mía daros los puestos de mi derecha y mi izquierda; ésos los recibirán los que mi Padre haya destinado para ello» (Mt 20,23).
Y precisamente porque Cristo no fundó una iglesia «democrática», no podemos admitir que nadie —absolutamente nadie— se alce, dentro de la iglesia, con la pretensión de ejercer un «poder». El afirmar que la Iglesia no es democrática lleva consigo la admisión de un mínimum: en la Iglesia, en cuanto comunidad de seres humanos, no hay nada de «poder», ni siquiera en aquellos que son los preferidos en la convocación divina: los de abajo, el pueblo. Con mucha mayor razón, por consiguiente, no se puede admitir que los de arriba se arroguen el poder. Y así se explica que se insista tan ma-
He aquí, pues, aunque a primera vista parezca paradójico, cómo la negación de una iglesia democrática equivale a la afirmación de una iglesia esencialmente popular. En la Iglesia nadie debería alzarse con ninguna clase de poder, ni siquiera el propio «pueblo». Todos deberían situarse a la misma distancia del único Señor de la comunidad, que es Cristo. Esto obliga a los que de alguna manera «presiden» a considerarse únicamente «servidores» de todos los demás y, por lo tanto, dependientes de ellos. Una iglesia, cuyos «dirigentes» pretendan poder realizar sus «funciones» inde-
la «plenitud» de Cristo, hasta que llegue «a la medida de su talla y de su madurez» (Ef 4,13). En una palabra: la alegría es considerada por Pablo como una vacuna eficiente contra el peligro de «gobierno» que puede amenazar al mecanismo interno de las comunidades eclesiales. El «gobierno» —aún el más moderado de todos, el de los «benefactores»— produce entre los miembros de una comunidad un clima de seriedad e incluso de terror.
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pendientemente de la base, no es ciertamente la Iglesia que Cristo quiso y que san Pablo nos describe tan minuciosamente. Y no se diga que en este caso habría peligro de «demagogia», ya que «demagogia» significa precisamente todo lo contrario: el intento de «conducir» al pueblo. En la Iglesia los dirigentes deberían, en cierto modo, «dejarse conducir» por el pueblo, ya que están a su servicio. La demagogia no es nada más que la máscara de la tiranía y de la autocracia. Pero en una comunidad, donde por definición no debería nunca haber «gobierno» o «poder», no surgiría la tentación de la demagogia. b) Comunidad-institución La crisis fundamental de la Iglesia hoy se refiere a su «institucionalización». Con esta expresión no aludimos al hecho de la «organización» de la Iglesia, tal como la quiso Jesús y dentro de los límites que claramente hemos visto trazados en todo el Nuevo Testamento. Por «institucionalización» entendemos el hecho de que la Iglesia se inserta en el cuadro de las costumbres e instituciones de una sociedad, convirtiéndose así en parte integrante de ella. Esta «institucionalización» puede hacerse 26
—y de hecho así se ha hecho a través de la historia— en dos maneras. La primera es sencillamente que la Iglesia pertenece de lleno a la sociedad, formando parte de sus instituciones. Ordinariamente a las iglesias así «institucionalizadas» se les encomienda la tarea de custodiar el «orden» moral, dentro siempre de los límites del poder constituido y según sus intereses. Los «hombres de Iglesia» podrán tener alguna autoridad sobre los dirigentes de la sociedad, aunque siempre dentro de los rígidos cánones de una ética política perfectamente adecuada a los intereses del poder constituido. La segunda forma de «institucionalización» la alcanza la Iglesia cuando ella misma se organiza a imagen y semejanza de la sociedad profana. En este caso, todo el mensaje eclesiástico asume un aspecto muy parecido al de un Estado civil. Se oganiza la Iglesia como un gran imperio, dividido en regiones y en provincias, al frente de las cuales se ponen hombres hábiles en el gobierno y de absoluta confianza del vértice imperial. Una Iglesia así institucionalizada, termina fácilmente por convertirse en rival de la sociedad civil, hasta el punto de que ella misma se convierte en sociedad civil. Este es el origen del llamado «poder temporal» de los papas, que hoy queda reducido al minúsculo Estado de la Ciudad del Vaticano. 27
Ahora bien, ambas formas de institucionalización van contra el sentido del Evangelio: no fue así como Cristo quiso expresamente que fuera la Iglesia. Ciertamente la Iglesia fue querida por Cristo como un grupo organizado, pero siempre colocado frente a toda clase de poder. En el documento más antiguo del cristianismo —el segundo evangelio— se desarrolla ampliamente una «cristología del Hijo del Hombre». Cristo es presentado como la «alternativa humana» («un hijo de hombre»: un ser con rostro humano) frente a los «rostros bestiales» del poder terreno (cfr. Dan 7; Ap passim). Jesús es ciertamente rey, pero su reino no es de este mundo (Jn 18,36); por eso, no será nunca presentado como una «alternativa de poder humano» frente a los «poderes bestiales», sino sencillamente como una «alternativa humana» frente al «poder», que, en cuanto tal, siempre tendrá algo de bestial. El «poder» es considerado en el Nuevo Testamento como un espacio de tentación, aunque sea inevitable su uso e incluso su aceptación. Paralela a la «cristología del Hijo del Hombre» hay una «eclesiología del Hijo del Hombre», o sea una concepción de la Iglesia como «grupo humano» frente a los aspectos «bestiales» de la sociedad, sobre todo en su vértice. El ideal, pues, de la Iglesia no es insertarse en 28
el ámbito del poder temporal, sino mantenerse a la suficiente distancia frente a semejante poder, para poder cumplir su misión de ofrecer la alternativa de un «rostro humano» a los eventuales aspectos «bestiales» del poder. De aquí se deduce que es esencial a la Iglesia una actitud de «inadecuación» frente a todo poder constituido. Pero hay que reconocer que la Iglesia, compuesta de hombres, no podrá cerrar los ojos a las realidades que la rodean y en cuyo seno se alojan precisamente sus propios miembros. Por eso será necesaria una difícil actitud dialéctica que se obtiene únicamente con la vivacidad de una fe constantemente vivida y renovada. Pero, sin embargo, debemos reconocer que la distancia frente al poder constituido no es la misma que la distancia [rente ai poder ambicionado. Quiero decir que cuando hay una lucha contra el poder constituido porque ha demostrado hasta la saciedad su aspecto opresor y tiránico, los grupos que combaten contra este poder, aunque ellos también ofrezcan una alternativa de poder, se encuentran en una posición más pura, al menos durante el período de lucha. Por eso se comprende que la Iglesia corra menos riesgo al luchar juntamente con estos grupos «revolucionarios», dado su temporal alejamiento del poder y su actual pureza en el difícil itinerario hacia un poder que se desea más puro. 29
Pero a pesar de todo, la Iglesia no debe nunca olvidar el riesgo de impureza que lleva consigo toda clase de poder temporal. Por eso debe estar atenta, aun en el período de lucha, a no dejarse arrastrar por el bello ideal revolucionario, ya que toda revolución lleva siempre en su seno el germen de la contrarrevolución, o sea del aspecto «bestial» de todo poder constituido.
Pero si queremos ahondar todavía más en esta íntima exigencia de desinstitucionalizar a la Iglesia, la tenemos que situar en el hecho de que la Iglesia está pasando rápidamente de una situación «sacral» a una situación «secularizada».
ción», pero no se especifica el sentido concretísimo de esta expresión. El Nuevo Testamento es de suyo el comienzo de un largo proceso de secularización. En el Antiguo Testamento lo «sagrado» estaba, por así decirlo, adecuado a las fronteras de un determinado pueblo: Israel. Por eso, el nacionalismo israelita estaba todo él impregnado del concepto de «sacralización»: Israel era un pueblo «sagrado», porque su razón de ser era precisamente su vínculo con Dios (cfr Lev 11, 44-45; 19,2; 20,7-26; 21,6-8). Pero el Nuevo Testamento considera a toda la humanidad como espacio «sacralizable», y he aquí por qué, aunque a primera vista parezca paradójico, se inicia con ello un auténtico proceso de «secularización». Efectivamente, la «secularización» quiere decir sustancialmente que las realidades humanas, sobre todo las sociales y las políticas, no se definen en función de un acontecimiento religioso, sino que tienen en sí mismas entidad suficiente como para ser calificadas por motivos estrictamente «seculares». A partir del mensaje evangélico un pueblo no debería ser definido en función de su templo nacional, porque «ha venido el tiempo en que ni en el monte Garizim ni en Jerusalén los hombres adorarán a Dios» (Jn 4,21).
Pero, antes que nada, hay que aclarar los términos. Se habla demasiado de «seculariza-
Sin embargo, el cristianismo histórico no logró poner en práctica el ideal trazado por el
¿Por qué tantas precauciones? Verdaderamente el aspecto alienante de todo poder constituido es su pretensión de controlar a todo el hombre. Pero el hombre tiene también sus cotos: un hombre no puede jamás ser agotado por otro hombre. La Iglesia tiene la misión de ofrecer gratuitamente un mensaje revelado, una esperanza dirigida precisamente a esta zona incontrolada del hombre. Por eso debe colocarse estructuralmente al margen o frente de todo poder. He aquí el profundo porqué de su desinstitucionalización.
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mismo Cristo, y, a pesar del indiscutible universalismo religioso introducido y promovido por la Iglesia, el proceso de secularización quedó bloqueado, dando paso a un nuevo proceso de resacralización, ciertamente de mucha mayor amplitud que el israelita. Y así surgió aquella realidad «sacral» que se ha llamado la «cristiandad». Una nueva sociedad, ciertamente no vinculada al pequeño concepto de pueblo o de raza, surgió en el seno del nuevo mundo. Para llegar a ser ciudadano de primera clase en aquella sociedad, había que ser cristiano. Era una sociedad «cristiana». Repito que, a pesar de la semejanza de este hecho político-religioso en relación con el pueblo sagrado de Israel, la realidad de la sociedad cristiana superaba ampliamente la estrechez del nacionalismo sacro de los judíos. Pero tenemos que reconocer que el ideal evangélico no podía identificarse con aquella realidad. Había que desmontar la nueva sociedad sacral y liberar el espíritu evangélico de las amarras sociales, políticas y jurídicas, que lo habían oscurecido y degradado. Pero, al llegar aquí, la Iglesia no estaba en condiciones de romper libremente por sí misma aquellas amarras, que la habían convertido en un elemento esencial de la dirección y organización de la sociedad humana. Así se explica que los esfuerzos realizados por las entidades sociales y políticas para reconquistar su autonomía 32
—por otra parte, querida por el Evangelio— chocaran con la dureza de los dirigentes eclesiásticos, que —lógicamente, o sea, según la lógica del pecado original— rehusaban renunciar a los poderes que desde siglos les venían concedidos. Y aquí está el comienzo del anticlericalismo, que, en punto de partida, debería haber sido simplemente una reivindicación evangélica, pero que de hecho se convirtió en un signo de irreligiosidad, ya que los dirigentes eclesiásticos condenaban estos esfuerzos secularizadores, presentándolos como intentos antieclesiales, antievangélicos y hasta antirreligiosos. Lógicamente los «secularizadores», conforme iban construyendo la «ciudad secular», se alejaban de la Iglesia, del Evangelio, de la religión, de Dios. Pero, si bien se considera, aquella proporción inversa entre «secularización» y «fe» era completamente artificial, ya que era debida a la falsa identificación que los dirigentes eclesiales habían hecho entre «cristianismo» y «cristiandad». No es ahora el momento de examinar todo el proceso de secularización que se ha ido desarrollando lentamente desde el Renacimiento en adelante. Baste decir que en el ámbito del mundo católico el concilio Vaticano I I ha supuesto el ocaso definitivo de la vieja cristian33 3
dad. Lógicamente aquellas zonas del Occidente «cristiano», que estaban más vinculadas al ejercicio del poder temporal, serán las más resistentes a constatar este inevitable ocaso y a actuar en consecuencia. Es el caso de Italia, donde el poder temporal de los papas conserva todavía un reflejo, simbolizado en el Estado Vaticano. Sin embargo, en España la Iglesia se está haciendo consciente del inevitable proceso de secularización y empieza a comprender que, lejos de estropear la fe, la hará más viva y operante. Pero lo más curioso es que, al menos en Europa, el «desorden establecido» no está nada conforme con esta desinstitucionalización de la Iglesia. Efectivamente, en toda Europa, más o menos, se observa un creciente conflicto entre las iglesias y la sociedad dominante. Hasta ahora, esta sociedad dominante, aunque expresamente no profesara un confesionalismo cristiano, se nutría de hecho de una ideología cristiana, que cubría y sacralizaba con su prestigio todo el montaje socio-político, cuya quintaesencia es precisamente el Estado. Mientras las iglesias sancionaban dócilmente este estado de cosas, no había conflicto propiamente dicho. Incluso, el propio Estado —más o menos descaradamente— ayudaba financieramente a las propias instituciones eclesiásticas. Sin embargo, recientemente las iglesias, 34
volviendo a una reconsideración del mensaje evangélico, han descubierto lo ilógico de su enfeudamiento a la sociedad dominante, y han intentado recobrar su libertad profética, a costa de las innegables pérdidas de privilegios y de ayudas políticas y financieras. Esto ha engendrado, entre Iglesia y Estado, un curioso conflicto, hasta ahora inédito: el Estado pretende discutir a la Iglesia la legitimidad de su «nueva» interpretación del Mensaje cristiano, oponiéndole como válida la propia interpretación. En una palabra: el Estado no ha perdido todavía la nostalgia de los tiempos de la cristiandad, sobre todo cuando había ya conseguido de los dirigentes eclesiales que dejaran de ser peligrosos rivales de su poder, y se contentaran con ser funcionarios asalariados, encargados de bendecir y sacralizar el nuevo y gigantesco montaje del gran «desorden establecido».
c) Comunidad ideal Finalmente, si hay algo que Cristo no quiso para su Iglesia es precisamente el que fuera una realidad ideal. El verdadero ideal que Cristo propuso fue el «reino de Dios», una realidad escatológica, que, si bien empieza ya a existir en el seno de 35
la historia humana, es de suyo una epifanía transhistórica. Ahora bien, esta tentación de idealismo ha combatido a la Iglesia desde dos ángulos, aparentemente opuestos, pero que en el fondo partían del mismo principio y convergían hacia unas mismas metas. Hay un idealismo que podríamos llamar de tipo angelista. La Iglesia sería solamente la comunidad de los que buscan a Dios, desentendiéndose completamente de las cosas de este mundo. Según este esquema, «Dios» es solamente una realidad transcendente que no tiene más contacto con este mundo que el de la «aventura» de arriesgarse a peregrinar por él en busca de «almas» que le sigan, dejándolo todo y poniéndose únicamente a la escucha de su voz atemporal y ahistórica. F. Nietsche estuvo muy acertado cuando, describiendo esta corriente «cristiana» (que él creía era la única), definió al cristianismo como un «platonismo para el pueblo». La otra corriente cree que una iglesia ideal sería la que en esta tierra y en esta historia realizara el reino de Dios. Naturalmente el reino de Dios tiene que ser visible y, por ende, debe encarnarse en las personas, en las instituciones privadas y públicas y, sobre todo, en el mismo poder de la sociedad. En el fondo de la «institucionalización» eclesial, que acabamos 36
de definir, se halla precisamente este triunfalismo transhistórico. Ambas corrientes, aunque aparentemente diversas, coinciden en hacer de la Iglesia una situación ideal, intocable, inmutable. Ambas coinciden también en una actitud clara de triunfalismo: angélico o terrestre. Ahora bien, la Iglesia que soñó Jesús era un campo sembrado de trigo y de cizaña (Mt 13, 23-30.36-43). Y el mismo Jesús afirma expresamente que el «campo» es el mundo (Mt 13,38). Naturalmente la Iglesia tendrá que preocuparse por la conservación y propagación de lo que ella considera como «trigo limpio»; pero no puede utilizar medios represivos para hacer desaparecer la cizaña. Ambos —trigo y cizaña— tienen por igual una misteriosa franquicia para poderse desarrollar «hasta el día de la siega», que expresamente se identifica con el «final de la Historia» (Mt 13,39). Podríamos hablar en este sentido de «un derecho de cizaña» de origen divino positivo: «dejad que ambos crezcan juntos hasta el día de la siega» (Mt 13,30). Mientras tanto, tiene que haber una coexistencia de la verdad y el error, del mal y el bien. Querer suprimir por medios coercitivos el error de la conciencia errónea o sus manifestaciones es un pecado de impaciencia escatológica: «No juzguéis antes de tiempo: dejad que 37
venga el Señor» (1 Cor 4,5). La Iglesia no ha recibido misión para ejercer este «juicio eficaz» en el período de maduración escatológica, que constituye la historia de la salvación. Solamente al final, cuando Cristo vuelva en su parusía, «los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre» (Mt 13,43). Mientras tanto, la Iglesia tiene que aceptar el «derecho divino» que misteriosamente posee la cizaña de coexistir con todas las manifestaciones de la gracia en la gran era del mundo. Esta relativización de la Iglesia hace de ella una comunidad humana «relativizadora». La Iglesia no puede olvidar que su misión es hablar de Dios a los hombres y estar siempre celosa del único «señorío» de Cristo. El contenido esencial del kerygma que la Iglesia proclama al mundo es: «¡Cristo es el Señor!» El Estado no puede usurpar el ámbito eclesial del «señorío» de Cristo, adjudicándose una tarea kerygmática o soteriológica, que incumbe a la Iglesia en exclusiva; y la Iglesia no debe nunca pretender rivalizar con el Estado en la confección de proyectos técnicos en orden a la construcción y regulación de la sociedad. Esta tensión se rompe cuando alguna de las partes se excede en sus funciones, contaminándose de las ajenas, concretamente: a) cuando el Estado cree ser la última ins38
tancia de las posibilidades humanas, atribuyéndose un poder absoluto e incontrolable. Este exceso puede también tomar forma concreta bajo el disfraz del «Estado cristiano»: en este caso el Estado ha usurpado la función eclesial, amordazando paternalistamente a la Iglesia en nombre de una supuesta ayuda a su labor evangelizadora; b) cuando la Iglesia se organiza interiormente a la manera de la sociedad civil, constituyendo para ésta un rival más o menos poderoso: la intrusión del «poder temporal» en las personas y funciones eclesiásticas va directamente en contra de aquella «sumisión a las autoridades supremas», de la que habla san Pablo en Rom 13. Frente a un Estado absolutista la Iglesia tiene que defender su «libertad religiosa», o sea la libertad de proclamar públicamente el señorío de Cristo. Ahora bien, este señorío de Cristo implica una exclusividad transcendente: no hay más que un solo Señor, y los demás son «esclavos de Cristo» (Col 2,22-4,1; Ef 6,5-9). Por consiguiente, la Iglesia no puede quedar muda frente a los frecuentes conatos de los distintos «señores» que intentan, desde el poder, producir y mantener una discriminación humana cualquiera: el kerygma de la Iglesia debe clamar contra la concentración de los bienes o valores humanos en pocas manos, ya que esto 39
supone un atentado contra la unicidad del señorío de Cristo. En este caso, una supuesta neutralidad política de la comunidad cristiana frente a un poder «señorial» es una traición al núcleo de su credo: «Jesucristo es el Señor». El kerygma eclesial no se mantiene en las nubes de un cómodo angelismo, sino que debe aterrizar en picado dondequiera que se produzca una idolización del poder, o sea una usurpación del único señorío de Cristo. Pero, para que la Iglesia pueda cumplir esta misión de denuncia profética contra la usurpación señorial del poder estatal, tiene que mantenerse pura y limpia en su propia mísmidad, o sea debe evitar contaminarse de «sociedad civil», reduciéndose a su condición de espacio religioso desde donde se proclama el único señorío de Cristo. Una Iglesia comprometida con el Estado —por la adjudicación de privilegios sociales, de monopolios escolares, de representación sociológica— tiene poderosamente limitada su propia libertad religiosa, su capacidad de denuncia profética. En este sentido, se comprende que una reducción de la Iglesia a su dimensión estrictamente religiosa, lejos de evadirla frente a su ineludible tarea mundana, la capacita para cumplir su misión de sal de la tierra y luz del mundo. La contaminación «civil» desvirtúa la sal eclesial y hace opaca la luz evangelizadora. 40
En una palabra: ambas corrientes «idealistas» caen en el mismo bache. La corriente «triunfalista» rebaja el reino de Dios a las dimensiones de una manifestación temporal y espacial del mero poder humano, incluso asumiendo lo que este poder tiene de «irredimible», ya que —según la concepción del Nuevo Testamento— siempre será un «espacio de tentación». En este caso la Iglesia renuncia a su trascendencia y se contamina de «sociedad civil», resignándose a seguir todos los avatares de ésta, fuera y al margen de la auténtica historia de la salvación. La corriente «angelista», aun intentando evadirse de este peligro, vuelve a caer en él, pero con mayor peligro que la otra corriente, ya que carece de conciencia de su propia situación. Efectivamente, una Iglesia «angelista» es una magnífica colaboradora de los abusos de un poder opresor y totalitario. Este silencio de la Iglesia es agradecido por este tipo de poder, e incluso es recompensado económicamente: con tal de que se prolongue ese silencio, el poder está dispuesto a financiar el culto angelista y a no escatimar nada para que las nubes del mejor incienso formen un telón denso, que a los ojos de los «creyentes» oculte la realidad de la opresión y de la explotación. La Iglesia que Jesús quiso fue una Iglesia más modesta y más realista: ni evasiva ni po41
lítica, sino profética. O sea: ni indiferente ante las grandes realidades sociales y políticas que la circundan, ni convertida en sucedáneo de las técnicas de regulación social que los hombres de cada tiempo y de cada lugar (incluso los mismos cristianos) tiene que ir construyendo fatigosamente a través del tiempo y del espacio. JOSÉ M.a
GONZÁLEZ RUIZ
teólogo y publicista
LA IGLESIA FUNDADA POR CRISTO Y DEFINIDA EN LA ESCRITURA 42
Henri Denis
INTRODUCCIÓN
Queremos interrogar sobre la relación de la Iglesia con Jesucristo: ¿Cuál es la Iglesia que quiso Jesús? Más en concreto, preguntamos si la Iglesia de hoy puede reconocerse en la Iglesia de la Escritura, tal como nos la atestigua el Nuevo Testamento. Antes de llevar más lejos nuestra investigación, podría resultar provechoso —en plan introductorio— poner en claro el porqué de esta cuestión. ¿Por qué estas revisiones, más o menos desgarradoras? ¿Por qué poner en duda, después de tantos siglos, lo que hasta ahora ha sido considerado como evidente, esto es, que la Iglesia no puede ser más que la Iglesia de Cristo? La verdad es que semejantes cuestiones no 45
son completamente nuevas. Podríamos citar no pocos períodos de la historia que ya las plantearon. Sin embargo, en la actualidad conocen una fuerza nueva, un poder nuevo de interrogación. Y esto es lo que forma un contraste con el pasado más reciente. No hace mucho tiempo todavía (hablamos de los decenios que precedieron inmediatamente al concilio Vaticano II), los católicos demostraban en este aspecto una tranquilidad serena. La doctrina tradicional podría resumirse en una fórmula popular digna de todo respeto: «La Iglesia es Cristo» (tal era la teología de Juana de Arco e incluso la de Bossuet). Por lo que se refiere al ministerio jerárquico, aseguraba la rectitud dogmática y la rectitud moral. La fidelidad de los cristianos se alimentaba, durante la misa dominical, con la predicación de los sacerdotes, muchas veces fecunda, pero que no permitía ninguna réplica y con la participación en el sacrificio, que permitía satisfacer las obligaciones más importantes del practicante. No es posible ver cómo, en semejante contexto (aunque lo hayamos caricaturizado un poco), era posible preguntarse si semejante Iglesia era la que Jesucristo había querido: la cosa resultaba evidente. La crisis que conocemos en la actualidad —que algunos llaman crisis de identidad cris-
tiana— tiene su origen en el cambio cultural que estamos atravesando. Ante el desarrollo de las ciencias humanas e históricas, la Iglesia se ha convertido en objeto cultural, susceptible de someterse a la crítica a la que todo está sometido. La ciencia histórica examinará, «con toda objetividad», cuál es exactamente esa pretensión de la Iglesia de ser idéntica con el proyecto del hombre Jesús de Nazaret. Al mismo tiempo, se hace sentir la crisis de la autoridad, a medida que se va afirmando la autonomía del hombre: fácilmente se comprende que aquel argumento del magister dixit no puede bastar para aplacar las exigencias de la conciencia. Más aún, nuestra época conoce una crisis escatológica o, hablando más sencillamente todavía, una crisis de «fines»: ¿para qué esta Iglesia? ¿Para qué esta salvación? ¿Qué es lo que pasa con ese fin del mundo que anuncia? Todos conocemos este fenómeno: cuando el hombre no sabe con qué porvenir tiene que enfrentarse, entonces se debilita el dinamismo que lo atrae hacia delante y se interroga sobre el valor de su presente, remontándose a sus orígenes. Y ésta es la cuestión que nos preocupa: la Iglesia, al interrogarse por sí misma, ¿no tendrá necesidad de volver a sus orígenes? Y entonces nos vemos llevados a decir en primer lugar en nuestro fuero interno, y des47
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pues públicamente: ¿pero cuál es esa Iglesia que Jesús quiso? ¿Es ésta, la que tenemos ante la vista? Ciertamente, no se niega a Jesús en su existencia histórica (esto sería otro problema); ¿pero qué pasa con su proyecto auténtico? ¿Quién nos dirá si este proyecto no ha sido traicionado, si no se ha desviado, si no se ha amortiguado? Por consiguiente, se impone un retorno a la fuente, con el deseo de una mayor fidelidad al pensamiento de Jesús de Nazaret. Al acabar con estas observaciones preliminares, nos encontramos frente a un doble problema: — por una parte, una teología de la Iglesia; en otros términos, la cuestión que se plantea sería ésta: ¿quiso Jesús una Iglesia?; o más en concreto: ¿la Iglesia está fundada en Jesucristo? — por otra parte, una teología de la Escritura en su relación con la Iglesia; puesto que la Iglesia tiene que volver a sus orígenes, la cuestión que se plantea es la siguiente: ¿por qué la Iglesia tiene que ser conforme con la Escritura?; o también: ¿cómo se define a la Iglesia en la Escritura? Estos dos tipos de problemas están intrínsecamente ligados entre sí. Creo que no hay
que separarlos ni confundirlos. Mi punto de partida podría formularse de este modo: no puedo decir cómo se define a la Iglesia en la Escritura, si no afirmo de antemano cómo se basa esa Iglesia en Jesucristo; por otra parte, no puedo contentarme con una Iglesia fundada en Cristo, si no explico cómo define su rostro la Escritura. Por tanto, orientaremos nuestro estudio en torno a estas dos palabras: una Iglesia «fundada», una Iglesia «definida». Espero que estas dos palabras quedarán pronto claras. Desearía también que esta postura que he adoptado suscite ciertas críticas, ciertas reacciones y, por consiguiente, ciertos retoques y matizaciones.
1. - UNA IGLESIA FUNDADA EN JESUCRISTO
¿Por qué una Iglesia? Todos conocemos la cuestión que continuamente se plantea. Conocemos también dos tipos de respuestas clásicas, que en la actualidad resultan insuficientes. La primera consiste en presentar a la Iglesia como una institución que sólo depende de la voluntad de Dios, como una prolongación casi física de la gracia manifestada en Jesucristo, como el lugar exclusivo de la Salvación. La segunda respuesta es me-
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ramente humana: la Iglesia es necesaria por razones sociales, porque el hombre es un ser que no puede existir ni vivir más que en sociedad; la razón de ser de la Iglesia, en este caso, no sería distinta de la razón de ser de cualquier organismo social, que pretende superar el enclaustramiento de los individuos. Todos experimentamos cierta reticencia ante estas dos respuestas: una resulta demasiado absoluta, mejor dicho, demasiado naturalista y demasiado dogmatizante, y parece que no da cuenta de las verdaderas relaciones entre Jesús y su Iglesia; la otra es demasiado débil, muy poco teológica, no parece homogénea con la cuestión que se ha planteado y que es de naturaleza teológica. ¿Habrá otro tercer camino? Antes de intentar buscar este tercer camino, me gustaría detenerme en unas cuantas consideraciones que resultarán útiles a nuestro propósito. Cuando planteo la cuestión: «¿Se puede encontrar una Iglesia encontrando a Jesús?», estoy poniendo ya el dedo en una tensión, en una disociación posible entre Jesús y la Iglesia. Por eso, me siento tentado a reducir esta tensión, bien sea por argumento o, más bien, por una afirmación dogmática (es Dios el que así lo quiere), o bien con una consideración meI
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ramente humana (el ser humano no puede existir más que en sociedad). Pero precisamente lo que nos importa en este caso es que sea posible esta disociación entre Jesús y la Iglesia. Esta disociación se presenta con mayor claridad si pensamos que la única relación posible no es solamente la de Jesús con la Iglesia, sino también la de Jesús con el cristianismo. En efecto, vislumbramos que se puede interrogar a la Iglesia en nombre del cristianismo, que incluso se la puede discutir apenas reconozcamos cierta separación entre Cristo y la Iglesia. Bonhoeffer decía: «En el propio cristianismo se encierra un núcleo enemigo de la Iglesia». ¿Quién de nosotros no lo ha experimentado también? Pero entonces, para saber si verdaderamente ha querido Jesús una Iglesia, ¿vamos a volvernos de espaldas a la ciencia, y la ciencia más segura en esta ocasión, esto es, la ciencia exegética? ¿No me va a demostrar la Escritura, gracias a un estudio serio y riguroso, que las cosas son así, que Jesús y la Iglesia son inseparables? De esta forma podremos evitar la trampa «dogmática» y el argumento puramente sociológico. Sin embargo, esta solución no parece admisible, por no ser adecuada a su objeto. Quiero decir lo siguiente: La Escritura, consideindn en su aspecto exegético, no puede dar 51
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una respuesta a la cuestión de saber si la Iglesia está fundada en Jesucristo. Una ciencia, aunque sea exegética, no puede proporcionar una respuesta más que dentro del orden de las cuestiones que plantea. Pues bien, no creo que la cuestión de la fundación de la Iglesia en Cristo le pertenezca a una ciencia que llegue a unos resultados hasta cierto punto constrictivos. Si la exégesis llega a unos resultados —por otra parte preciosos— sobre este punto, es por estar ya englobada en una pre-lectura de tipo teológico. La cuestión de la fundación de la Iglesia en Jesucristo es una cuestión más radical que las que estudia la exégesis, por ser la respuesta a la cuestión que, en cierto modo, hace posible a la misma exégesis. ¿Qué camino hemos de escoger? Quizás, el más sencillo; esto es, volver a Jesús, tal y como se nos da hoy, ayer y mañana. Volver a Jesucristo tal como se nos da, es rechazar a la vez un decreto divino y una argumentación puramente humana; es hacer un acto de fe en el que vaya incluida tanto la fuente de la reflexión teológica como la acogida a la realidad más concreta y más tangible. Después de todo, este acto de fe no es indigno del hombre, ya que llega hasta lo más profundo de lo que hay en él: para ser hombre, hay que creer también en el hombre. 52
Procuremos, por tanto, volver a Jesucristo tal y como se nos da. Nos es posible afirmar esto: No hay (no habrá jamás) Jesucristo sin Iglesia, lo mismo que tampoco hay Iglesia sin Jesús. La realidad de la fe no puede prescindir de esta afirmación, si quiere ser fiel a sí misma. En otras palabras, hay una fundamentación radical de la Iglesia en Jesucristo. Y por consiguiente, Jesús no es el fundador de la Iglesia; es más que fundador, es —según la frase de san Pablo— el fundamento (permanente) de la Iglesia. «Jesús no está solamente en el origen del cristianismo. El es mucho más que un fundador que, con una autoridad divina, haya establecido las estructuras y los poderes de la jerarquía. No hubiera podido serlo, en el caso de tener realmente tiempo para ello, más que de una forma sumaria, adaptándose a las condiciones psicológicas y sociales de aquel tiempo. Jesús es mucho más que el bienhechor humano-divino que enriquece a los cristianos con sus méritos infinitos. De esa forma los confirmaría paradójicamente, de una forma indirecta, en una práctica religiosa relativamente exterior y limitada, que se bastase a sí misma y esto fue precisamente lo que procuró que superasen sus discípulos» '. 1 M. LEGAUT, Introduction a l'intelligence du passé et de l'avenir du christianisme, p. 243.
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Si Jesús es el fundamento de la Iglesia, esto quiere decir que no hay Iglesia sin una actuación del Espíritu Santo; y ese Espíritu que actúa en ella no es más que el Espíritu de Jesús. Jesús actúa en la Iglesia únicamente por medio de su Espíritu y de su Espíritu reconocido. Nadie puede decir que Jesús es el Señor más cjue en el Espíritu Santo, esto es, en la Iglesia. Tenemos aquí lo que podría llamarse la intuición original de la fe cristiana, intuición que no proviene de ninguna demostración. De este modo, podremos comprender mejor el sentido de aquel tercer camino que buscábamos rnás arriba. En efecto, las relaciones de Jesús y de su Iglesia están siempre bajo la amenaza de un desgaste por exceso o por defecto. — Por exceso; o sea, cuandoNla voluntad de Cristo sobre su Iglesia no necesita ser reconocida en la fe y por la fe, sino que se apoya en cierto número de medios humanos, que asegurarían por sí mismos y de una forma casi material o automática la continuidad entre Jesús y la Iglesia. En ese caso, se identificaría pura y simplemente a la Iglesia y a Cristo. — Por defecto; o sea, cuando esa continuidad entre Jesús y la Iglesia no es más que el fruto de la suma de las conciencias individuales. En ese caso, se separaría prácticamente a Cristo de su Iglesia, ya que el único vínculo que i
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queda es el de Jesús con cada uno de los creyentes individuales. En realidad, la Iglesia se da con Jesús: es a la vez inseparable de él y no identificable con él. La intuición de la fe cristiana consiste precisamente en ver lo que los ojos no ven, en reconocer un don de Dios en donde el hombre no encuentra más que un producto histórico, en descubrir a Jesús resucitado como Aquel que nos reúne ya a todos, esto es, en entrar en una Iglesia que ya existe, a pesar de que la Iglesia está siempre por hacer. Me gustaría indicar a continuación cómo esta intuición lleva dentro de sí una exigencia de racionalidad, que ilumina las relaciones de la Iglesia y de Jesús. La primera luz que esto me da, se refiere a la intimidad de las relaciones entre Cristo y la Iglesia. En cierto modo, el fundamento de la Iglesia se me da siempre con la Iglesia misma, y nunca sin ella (la Iglesia) y sin él (Cristo). No puedo partir de una razón humana para encontrar luego una Iglesia. La Iglesia y Jesús se me dan siempre juntos, el uno en la otra. Por eso, la mayor parte de los teólogos no se contentan con fundamentar a la Iglesia en una palabra de Jesús, ni siquiera en su conducta y en sus mi55
lagros, ni tampoco (aunque no lo minimicen) en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo, sino más bien en la persona misma de Jesús 2. La segunda luz que esto me da se refiere a la naturaleza de esta Iglesia. ¿Puedo escoger entre una Iglesia espiritual (invisible) y una Iglesia sociológica (empírica)? Sé muy bien que no tengo derecho para ello, en nombre de mi misma fe. Porque mi fe me concede precisamente el poder de percibir el vínculo con Jesús, en el seno de esa misma Iglesia visible. «La Iglesia es el lugar donde se realiza la representatividad de Cristo para la humanidad. La Iglesia es la realización del mundo en Jesucristo, el espacio donde se estructura según su verdadero ambiente. La Iglesia es la realización continua de la Encarnación» 3. O también: «La Iglesia es la presencia de Cristo, lo mismo que Cristo es la presencia de Dios» 4. Me gusta detenerme en estas fórmulas: me dicen que, no solamente la Iglesia está basada en Jesús sino que la presencia de Jesús (y su acción) se me dan también en la Iglesia. 2 Cfr. H. KUNG, La Iglesia, Barcelona, 1970, tomo I, pp. 107-115 3 A. DUMAS, Une théologie de la réalité, Dietrich Bonhoeffer, p. 90. (Trad. cast.: Una teología de la realidad: Dietrich Bonhoeffer, Bilbao, 1971). ' Ibid., p. 100.
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La tercera luz que esto me da, no sólo ilumina las relaciones de Cristo con la Iglesia, sino las relaciones de Cristo con todos los hombres. Si la Iglesia es una Palabra de Cristo, es también Palabra sobre la creación, lleva a cabo (sacramentalmente) la realidad de la creación en Cristo, me revela que la humanidad ha sido creada como una unidad, y me dice por consiguiente que el mundo se ha reconciliado en Cristo 5. En efecto, no tengo que considerar a la Iglesia como un espacio cerrado, aunque sea el espacio de Jesucristo. Mi fe me permite reconocer o, mejor dicho, «conocer» (en el sentido paulino) la misma realidad del mundo en el Señor Jesús, por medio de la Iglesia (nos encontramos aquí con la teología de san Pablo, que fue luego la de san Ireneo). Podría desarrollarse este punto, señalando especialmente cómo semejante visión de la Iglesia en el reconocimiento de la libre iniciativa de Dios establece un vínculo inalienable entre Cristo y lo creado. En otras palabras, es el acto de Dios, realizado totalmente en Jesucristo, el que sirve de base a la verdad antropológica. El reconocimiento de Cristo en la Iglesia sería, de esta forma, el fundamento de la autenticidad del propio hombre 6. 5 6
Ibid., p. 98. Cfr. H. U. VON BALTHASAR, De l'intégration, pp. 89-90.
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Al llegar a este punto de nuestra reflexión, podemos comprender cómo resulta indudablemente inútil preguntarse si Cristo ha querido o no ha querido fundar una Iglesia, ya que el propio Jesús es el principio vivo y permanente de esa Iglesia, la Iglesia de la realidad, la Iglesia que descubre lo real del mundo. Podemos hacer también aquí nuestra aquella expresión de Bonhoeffer: «La Iglesia es Cristo (persona colectiva), que existe en una forma de comunidad» 7. Por tanto, hay siempre un más allá de la Iglesia, donde nos1 encontramos y reconocemos a Jesucristo (cfr los discípulos en el camino de Emaús). Jesús no es un pensamiento, un mensaje, una exterioridad en relación con una sociedad (aunque sea una sociedad divina), que hable de El: Jesús es aquel que no se conoce y no se manifiesta más que bajo la forma de la comunidad eclesial, por impulsos de su Espíritu. Toda realización auténtica de la Iglesia es en cierto modo el cuerpo de Cristo. Y si tomo la expresión «cuerpo de Cristo» en su sentido más obvio, reconozco en la Iglesia un aspecto tnarial, ya que María «proporcionó» el cuerpo a Jesús 8 : es la visibilidad radical de la Iglesia. Y también reconozco en ella un aspecto apos7
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A. DUMAS, o. c, p. 99.
Cfr. H. U. VON BALTHASAR, O. C, pp. 85-88, 257-267. Dice en la p. 87: «La humanidad que responde al Hijo de Dios histórico... tiene que llevar dentro de sí, en su estructura visible y en su interioridad, algo de la moral marial».
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tólico, sobre el que volveremos más tarde, en la medida en que Cristo les habló a los apóstoles y habla con ellos (Cristo es Palabra). Y finalmente reconozco en ella un aspecto que tiene su origen en la muerte y resurrección de Cristo, el aspecto pentecostal, según el cual la Iglesia no puede vivir de Jesús más que en el Espíritu y por el Espíritu, esto es, en el misterio de la fe. Como conclusión de este primer punto (que no es todavía más que un esbozo de nuestro tema), podríamos decir que la única forma según la cual podemos conocer a Jesús en la fe es la forma eclesial. Hablando en términos escuetos, podríamos finalmente contentarnos con una fórmula muy sencilla: no ya «Jesús es la Iglesia», sino «Jesús es Iglesia». Jesús es Iglesia para nosotros, desde que lo reconocemos tal como es. Quizás por eso mismo, cuando la Iglesia se dirige auténticamente a los hombres de este tiempo, hace vislumbrar no ya algo de sí misma (lo cual, después de todo, es secundario), sino algo de Cristo, algo de Dios y algo del hombre: y entonces este «algo» es insustituible. Nuestra respuesta nos ha llevado a un punto preciso. ¿Cristo ha querido a la Iglesia? Hemos respondido que la Iglesia «es» (algo parecido ocurre con la respuesta al an est, a propósito de la existencia de Dios). Pero, ¿de qué 59
Iglesia se trata? ¿Cuál es la Iglesia que Jesús ha querido? (Se trata del quid est del misterio de Dios). Una cuestión tremenda y muy seria. Porque, si la Iglesia es lo que decimos en su fundamento, si no está fundada más que en Jesús, si se nos presenta entonces como un «conjunto» que incluye la fe, la Escritura, y todas sus estructuras, esa Iglesia, ¿no corre el peligro de «devorar» a Cristo, de sustituirlo? ¿Nos podrá dar la Iglesia de Jesús al Jesús de la Iglesia? Si en el cristianismo hay un núcleo enemigo de la Iglesia, quizás hay también en la Iglesia un posible núcleo enemigo del mismo Jesús. Es lo que vamos a examinar, al considerar cuál es la Iglesia «definida» por la Escritura.
2. - UNA IGLESIA DEFINIDA POR LA ESCRITURA
No es lo mismo decir que la Iglesia está fundada que decir que «se define». Una Iglesia no fundada no puede mantenerse (se hunde); una Iglesia no definida no puede captarse (se escapa). Por tanto, tiene que haber un vínculo precioso entre estas dos calificaciones de la Iglesia. Por eso, resulta necesario decir en qué se define la Iglesia. Sin esa definición, el rostro del mismo Cristo tampoco podría reconocerse, o bien la imagen podría identificar60
se con un Cristo cualquiera: el Cristo de nuestras necesidades, el Cristo de nuestros deseos o de nuestras ideologías. La cuestión tiene su importancia: se trata de saber cómo y en qué puede ser reconocido Jesucristo como el Señor de su Iglesia. Creemos que es interesante buscar esta respuesta en la Escritura. Y entonces, la cuestión que estamos intentando comprender desde el comienzo de este estudio podría formularse de este modo: ¿Cómo una Iglesia fundada en Cristo es una Iglesia definida por la Escritura? Antes de contestar a esta pregunta, me parece oportuno echar una ojeada general sobre la manera con que han concebido los teólogos y los exegetas las relaciones entre Jesús y su Iglesia según la Escritura. Nos vamos a limitar, por fuerza de las circunstancias, a las etapas más recientes de esta reflexión. No hace mucho tiempo (veinte o treinta años, todo lo más) todavía se concebía la relación entre Cristo y la Iglesia según un tipo histórico-jurídico. Había que señalar según los textos cómo y cuándo fundó Cristo su Iglesia, cómo la quiso, como si se tratara de un edicto o de un decreto. Recordemos ciertas afirmaciones de los textos (aquellos probatur thesis); y, para citar solamente el más célebre, aquel texto de Mt 16 (la profesión de fe de Cesárea), uno de los pocos en que figura la palabra «Igle61
sia». En lo que se refiere al vocabulario, en seguida se dieron cuenta de que la teología escriturística de la Iglesia no residía únicamente en los textos que contenían la palabra Ecclesia, sino en otros más importantes (sobre todo, en el caso de san Pablo). De todas formas, esta carta histórico-jurídica de la Escritura corría el riesgo de falsear a la propia Escritura, reduciéndola a un manual de derecho canónico. En un segundo tiempo (que representa el esfuerzo exegético más importante de estos últimos años), se puede decir que hemos asistido a un retroceso de la historicidad de Jesús o, más exactamente, a una revaluación de la historicidad de los relatos evangélicos. Entendámoslo bien: no queremos decir que estuviera en peligro la historicidad del hecho de Cristo; queremos solamente recordar (se trata de un bien común de la exégesis contemporánea) que los evangelios no podían ser considerados como unos reportajes históricos, limitados a una colección de hechos en bruto. Los evangelios son un testimonio, una catequesis, una profesión permanente de fe. En el período que estamos considerando, la exégesis provoca por tanto cierto movimiento, según el cual Jesús desaparece tras la letra de la Escritura (se llega hasta tener miedo de garantizar la autenticidad de algunas palabras puestas en labios de Cristo; el problema de la ipsissima verba); pe62
ro entonces, ocurre algo sumamente significativo: cuanto más se esconde a Cristo en la Escritura, más se va interiorizando la Iglesia en esa misma Escritura y menos puede concebirse a la Iglesia en unas relaciones de mera exterioridad con Cristo. La Iglesia se hace más interior a la Escritura, lo mismo que al propio Jesús. Todos sabemos las consecuencias que pueden sacarse de los problemas planteados, y sobre las cuales no nos vamos a extender ahora: en la última fase (dominada por la exégesis de Bultmann), se ha visto cómo se introducía la duda sobre la capacidad que tiene la Escritura de garantizar la positividad de Cristo y de su misterio. Para mantener la fe, no habría más remedio que confiar en el veredicto de la conciencia subjetiva, interpelada existencialmente por la Palabra de Dios. Algunos se preguntaron entonces con razón si Jesús y su Iglesia no estarán condenados a desaparecer juntamente, en un destino común, apenas se reduzca la Escritura a ser una interpelación de la conciencia creyente. De todas formas, lo que me gustaría que quedara en claro de este esquema, es que jesús y la Iglesia están unidos, y esto en la misma Escritura. Ya que es la misma Escritura la que atestigua esta solidaridad. 63
Ha llegado el momento de preguntarnos concretamente en qué nos resulta indispensable el Nuevo Testamento para definir a la Iglesia de Jesucristo. El texto conciliar sobre la Revelación (la Constitución Dei Verbum) nos ha recordado enérgicamente el lugar único de la Escritura en la Iglesia: «La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo la sagrada liturgia nunca ha cesado de tomar y repartir el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo. La Iglesia ha considerado siempre como suprema norma de su fe la Escritura unida a la Tradición, ya que, inspirada por Dios y escrita de una vez para siempre, nos transmite inmutablemente la palabra del mismo Dios; y en las palabras de los apóstoles y de los profetas hace resonar la voz del Espíritu Santo. Por tanto, toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir por la Sagrada Escritura» n. 21).
Para aclarar la manera con que la Escritura define a la Iglesia, o también la forma con que la Escritura desempeña el papel de regla suprema de la fe, voy a desarrollar tres aspectos de esta «definición», tres elementos de esta regla de fe. 1. Por la Escritura y en la Escritura, la 64
Iglesia es definida (y volverá a definirse continuamente) como una Iglesia fiel a su origen indestructible El mérito del Nuevo Testamento, en su relación con el Antiguo, no está únicamente en ser el testimonio de los que vieron y escucharon al Verbo de vida, sino en que ha hecho existir siempre para nosotros el acto histórico de la palabra de Dios, en la que se ha manifestado el Amor hasta la muerte. Esta palabra se ha convertido en Escritura, pero esto no impide que esa Escritura sea Palabra. Hay entre las dos una especie de simbiosis indisociable, que hace que la Escritura aparezca como un cuerpo, y que se haya podido hablar con razón no sólo del cuerpo eucarístico de Cristo, sino de su cuerpo escriturístico. Pues bien, la ley de la fidelidad para todo ser vivo consiste en no querer pasar por encima de su cuerpo ni negarlo. La ley de la fidelidad de la Iglesia a sí misma consiste también en asumir el cuerpo de las Escrituras, en dejarse penetrar de él, en leerse continuamente a través de él, en aceptar ser «juzgada» por él. En este sentido, se puede decir que la Iglesia tiene que dejarse «determinar» por aquello de donde ha salido, esto es, por su origen. Semejante origen «define» toda la historia de la Iglesia en cada uno de sus momentos. En concreto, esta regla «genética» de la fe cris65
tiana actúa en la constitución misma del cuerpo de las Escrituras, desde los primeros años de la Iglesia. En efecto, incluso durante su génesis constitutiva, el cuerpo escriturístico del Nuevo Testamento —esto es, de la Nueva Alianza en Jesucristo— era ya una especie de principio de regulación del desarrollo de la Iglesia primitiva, algo así como la regla de fidelidad de la Iglesia a sí misma; y esto, en virtud del vínculo fundamental de este cuerpo con la Palabra de Dios revelada en Jesucristo. Tal es el caso de los evangelios, pero también el de las cartas de san Pablo, que contienen sin embargo muy pocas palabras de Cristo 9. Esta relación permanente de la Iglesia con su cuerpo escriturístico no tiene que concebirse, sin embargo, de una manera simplista y en definitiva material. Se trata de la relación con una letra, ciertamente inefable, pero que, de hecho, es la huella de una Palabra viva y trascendente, de un mensaje que hace estallar su envoltura, aunque sin disolverla jamás. Se trata exactamente, en la Escritura, del testimonio del Espíritu de Dios, que confiere por eso mismo a esta Palabra un poder de actualización inagotable. Esto explica por qué la Escritura exige continuamente no solamente ser leída y releída, sino también ser explotada, explicada, comentada y puesta en obra ' H. KUNG, o. c, tomo I, pp. 37-49.
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(«Bienaventurados los que oyen la Palabra de Dios y la ponen en práctica»). Estamos tocando aquí un pensamiento muy estimado para los antiguos, esto es, que la teología no es fundamentalmente más que una lectio divina, una lectura incesante de la Escritura, bajo el movimiento del Espíritu Santo, y esa Escritura tiene que arrostrar entonces las civilizaciones y las culturas para descubrir su tesoro, siempre antiguo y siempre nuevo. Se trata de la trascendencia de la Palabra inscrita en la Escritura, que es la que permite a la Iglesia reconocerse como Tradición viva y luchar incesantemente contra las traiciones siempre posibles. Me gustaría que quedara bien claro, después de esta primera reflexión, cómo la Iglesia fundada en Cristo es una Iglesia «ligada»: ligada a su origen histórico, ligada al testimonio apostólico, ligada a su cuerpo escriturístico, ligada finalmente a su Fundamento. La Escritura es para la Iglesia la prueba de que no pueds encontrar su fundamento mas que en Aquel que la funda, el Señor Jesús. 2. Por la Escritura y en la Escritura, la Iglesia se encuentra también definida por un principio comunitario inherente a ella misma En esto está resumido todo el avance de las investigaciones exegéticas de los últimos años. En efecto, es una tentación constante de 67
cierto cristianismo convertir el Evangelio en un libro que interpela solamente a la conciencia individual, dispuesta a continuación a buscar los medios de una organización social. La Iglesia sería en cierto modo una realidad exterior a la Escritura. Me parece que esta forma de ver las cosas está en contra de la propia Escritura. Los libros del Nuevo Testamento, tanto por su diversidad como por sus convergencias, son en cada una de sus líneas el testimonio de una comunidad de fe; resultan totalmente incomprensibles sin ella. Esto quiere decir que es la Iglesia la que ha escrito la Escritura, en el mismo momento en que tenía conciencia de no ser su Autor, esto es, en el momento en que obedecía a la Palabra del Señor, ya que estaba ligada por esa Palabra omnipotente, gracias a la acción del Espíritu Santo. Podemos decir, en otras palabras, que la Escritura no puede ser más que eclesial, lo mismo que la Iglesia está ligada a la Escritura. Me gustaría aquí relacionar el cuerpo escriturario con el cuerpo eucarístico. Efectivamente, en la Eucaristía la Iglesia se llama Cuerpo de Cristo, se reconoce Cuerpo de Cristo, por pura gracia. Esto quiere decir que, al celebrar la muerte y resurrección del Señor bajo los signos del pan y del vino, la Iglesia «experimenta» en cierto modo su principio comunitario sacramental: ella es comunidad, por la gracia de Dios. Cristo, como capacidad de reunir a su Iglesia, es 68
anterior a esa misma reunión. De la misma manera —o al menos de una manera análoga—, cuando el Señor dice en la Escritura: «Esto es mi cuerpo», se trata de una Palabra que irá siempre por delante de nosotros, antes de que nosotros la pongamos por obra para hacer memoria de El. Continuando con esta reflexión, me gustaría también recordar la feliz tensión, testimoniada en el Nuevo Testamento, entre la Iglesia que existe realmente, que se expresa y que reúne, por una parte, y por otra ese reino anunciado y prometido que parece desbordar totalmente a la Iglesia. En efecto, se ha advertido muchas veces que en los evangelios se trata muy pocas veces de la Iglesia como tal, y muchas veces del Reino. Tal es, en concreto, el caso de las enseñanzas de las parábolas. Esto nos recuerda precisamente que el principio comunitario de la Iglesia, tal como está atestiguado en la Escritura, no atañe únicamente a la Iglesia, sino a todo el mundo y a toda la humanidad. La Iglesia se ve «desbordada» por Aquel que es capaz de reunirlo todo en El. Hablaba de una feliz tensión, porque creo que nos encontramos aquí con la paradoja fundamental del Evangelio. Lo que la Iglesia tiene del Evangelio y lo que le resulta más precioso, es algo que no le pertenece: es una palabra para el mundo, una palabra para la comunidad humana universal. Cuando la Escritu69
ra da testimonio del Reino, da testimonio de un Cristo que no ha venido simplemente a hacer una Iglesia, sino a salvar al mundo entero. Por eso la Iglesia, para ser fiel a sí misma (fiel a su «definición»), tiene que sentirse siempre desbordada por el Evangelio. El Evangelio del Reino es la razón de ser de la comunidad eclesial, pero el Reino evangélico es siempre mayor que ella. La Iglesia de la Escritura, por consiguiente, se define por esa tensión fundamental entre la Iglesia y el Reino de Dios. No pedimos: ¡que reine tu Iglesia!; sino: ¡que venga tu Reino! Tal es la oración que mantiene a la Iglesia en pie en medio del mundo. 3. Por la Escritura y en la Escritura, la Iglesia se define finalmente como Iglesia apostólica Este me parece el terreno más arriesgado, ya que se trata de una cuestión discutida ampliamente. En el marco de este estudio, me gustaría hacer todo lo posible para no suscitar demasiadas discusiones. En primer lugar, hemos de precisar un primer punto: el sentido de la palabra «apostólica». Este calificativo, añadido a la Iglesia, no significa ante todo esa especie de dinamismo que consiste en hacer discípulos, en trasmitir una verdad o una Buena Nueva que quema los labios, en el sentido en que se habla hoy de 70
espíritu apostólico y misionero. La calificación de la Iglesia como apostólica quiere decir esencial y originalmente que la Iglesia, lugar de nuestra fe, es la Iglesia de los apóstoles. Pero apenas hemos establecido esta afirmación, empiezan a surgir las dificultades. En otras palabras, hemos de explicar qué es lo que significa Iglesia de los apóstoles. Para explicarlo de la mejor manera posible, quizás convenga que nos apoyemos en la palabra de san Pablo, cuando afirma que la Iglesia descansa sobre el fundamento de los apóstoles (y de los profetas, esto es, de los apóstoles en cuanto profetas). ¿Qué es lo que nos dice de nuevo la Escritura cuando habla de esta relación de la Iglesia con los apóstoles? Ya hemos recordado, en la primera parte, que Cristo es el fundamento permanente de la Iglesia. Por tanto, esto quiere decir que hay como un fundamento en el interior del único Fundamento. El fundamento apostólico califica necesariamente al fundamento crístico de la Iglesia: en cierto modo, es interior a él. Procuremos averiguar el sentido de este fundamento apostólico. Cristo es el único Salvador, el único Señor de su Iglesia desde su resurrección hasta el fin del mundo: él es el una-vez-para-siempre de la Iglesia; en cierto modo, todo el desarrollo de la historia de la Iglesia está ya encerrado en su 71
misterio totalmente realizado. Pero los apóstoles (incluyendo a san Pablo) son algo así como el una-vez-para-siempre de Cristo. Son los testigos únicos e insustituibles del origen histórico de la Iglesia, la garantía de su fidelidad. Ese testimonio no se reproducirá ya nunca más; la Escritura es la prueba más sencilla de esto, ya que la Escritura no se volverá nunca a escribir de nuevo. Esto quiere decir, por tanto, que la Iglesia no puede ser fiel a sí misma, sin ser fiel al testimonio apostólico. Por eso decíamos que la Iglesia se definía también por la Escritura como una Iglesia regida por la norma apostólica. Las dificultades reales surgen cuando se pregunta uno en qué consiste exactamente esta norma apostólica. En otras palabras, ¿qué 'es ese una-vez-para-siempre de los apóstoles? ¿Será acaso que tenemos un eco de ellos en el testimonio de la Escritura, o bien que ese unavez-para-siempre de la función apostólica sigue siendo actual, siempre actual, sin cesar por ello de ser único? Creemos que se trata aquí de hacer una opción y que esta opción es una opción a favor de la Escritura. Pero creemos también que esta opción a favor de la Escritura (en su relación con la Iglesia) no es quizás el fruto de la lectura exclusiva de la Escritura. Las consecuencias de la opción que se adopta en este caso tienen gran importancia. En |
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efecto, si se admite que la función apostólica en la Iglesia no es solamente ocasional, esto es, que no se agota en el acontecimiento histórico del papel de los apóstoles, sino que conserva una actualidad viva en la Iglesia, se sigue de ahí que el ministerio apostólico es esencial en la Iglesia, durante todo el tiempo, para que siga siendo apostólica y, de esta forma, fiel a la Escritura. Para decirlo en pocas palabras, el papel del ministerio apostólico en la Iglesia no puede ser una nueva norma que sustituya a la Escritura; será más bien un papel de signo y de servicio a la vez: signo de una comunión evangélica, que no será nunca el fruto de los esfuerzos humanos, sino un don del Señor; servicio de la fe cristiana, que nunca se medirá por las obras, sino que estará siempre situada bajo la primacía del Dios de todas las gracias 10. Finalmente, el ministerio apostólico no será nunca más que el servicio de la Iglesia, servicio que se hace en nombre de Cristo para que la Iglesia pueda ser siempre apostólica. Paradójicamente, este ministerio que aparece normalmente como una función, no es solamente una función, sino un servicio autorizado que le señala a la Iglesia la necesidad de recibirse a sí misma del único Señor. En efecto, esta función apostólica actúa en 10 A nuestro juicio, bastaría esto para explicar la naturaleza sacramental del ministerio apostólico.
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la Iglesia y para la Iglesia algo que pertenece a la esencia misma del cristianismo, esto es, su total gratuidad. ¿Cómo podría existir realmente la Iglesia si no tuviera conciencia de que no da más que lo que ha recibido antes? También para ella, como para cada cristiano, valen las palabras del Señor: «El que quiera ganar su vida, la perderá; el que la pierda por mí, la salvará». La Iglesia no puede perder su vida al servicio de Cristo, si ese mismo Cristo no le da la gracia de perderla. Este creemos que es el sentido del ministerio apostólico en la Iglesia: recordar y significar continuamente a la comunidad cristiana a Aquel que es su fuente, una fuente de comunión universal. Añadamos una última observación a propósito de este ministerio apostólico. Se refiere al sentido del Magisterio o del ministerio apostólico de la Palabra. Después de todo lo dicho está claro que no se pueden poner en el mismo plano los tres términos de la trilogía: Escritura, Tradición, Magisterio. La Escritura es la regla original de la fe eclesial. La Tradición es su relectura, viva y permanente, en el encuentro con las culturas y las civilizaciones. En cuanto al Magisterio, se define por relación con la una y con la otra. En primer lugar, está sometido a las reglas de la Escritura y a la autoridad de la Palabra de Dios; se trata de un punto impor74
tante recordado por el concilio Vaticano II. El Magisterio está igualmente situado en el corazón de una Tradición viva, de la que no es ni mucho menos la fuente; por consiguiente, reconoce la obra del Espíritu Santo, que anima al Pueblo de Dios y le hace sacar del tesoro del Evangelio las cosas antiguas y las cosas nuevas. El Magisterio, por consiguiente, es un servicio, o mejor dicho, un aspecto de ese servicio que designamos más ampliamente con el nombre de ministerio apostólico. ¿Qué ocurre con ese servicio relativo a la predicación de la Palabra de Dios? ¿Cómo puede decirse que el Magisterio apostólico es el guardián del depósito de la fe, teniendo en cuenta que no es su «posesor»? Creemos que somos fieles a la Iglesia fundada en Jesucristo y definida por la Escritura, al afirmar que este servicio del Magisterio apostólico es un don de Cristo a su Iglesia, para la fidelidad de su fe. Si ese servicio no sustituye a la autoridad de la palabra, sino que está sometido a ella, y si por otra parte sabe acoger las cuestiones legítimamente planteadas por aquellos que ejercen una función doctoral (con el mismo espíritu de servicio), se puede decir que el Magisterio le permite a la Iglesia seguir siendo fiel —en el hoy de su fe— a la Palabra de Dios que atestigua la Escritura. 75
Entonces, la tarea del Magisterio tiene siempre un aspecto pastoral: señalarle a la Iglesia creyente que su fe sigue siendo un don, en la fidelidad a los apóstoles, y mantenerla en la unidad de la comunión de Cristo, esto es, en una caridad en donde la verdad y la libertad se realizan mutuamente. Las anteriores reflexiones necesitarían ser matizadas, para poder sacar las debidas consecuencias. Me voy a permitir enumerar algunas de ellas. En primer lugar, la imposibilidad de una Iglesia meramente invisible. Voy a citar una vez más el pensamiento de Bonhoeffer, trascrito por A. Dumas: «El primer lugar de la Iglesia es el mundo. Cuando la Iglesia se hace no espacial, se hace inaferrable e intangible, vive en la fuga de sí misma, se ha convertido en mundo, sin que el mundo se haya convertido en Iglesia. Lleva la existencia de un Caín fugitivo» n . Una Iglesia invisible es una Iglesia cuyo mismo cuerpo escriturístico se iría poco a poco volatilizando. Otra consecuencia, que se desprende de todo nuestro estudio: si es verdad que la Iglesia «es», por la sola gracia de Cristo, la Escritura es la que nos dice continuamente «lo que» es. En otras palabras, tiene que definirse con11
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A. DUMAS, O. C, p.
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tinuamente por la Escritura, bajo el movimiento del Espíritu. Esto quiere decir (y el Vaticano II ha acabado convenciéndonos de ello) que no hay más que una Iglesia posible: la semper reformanda, semper purificanda. La Iglesia encuentra incesantemente en la Escritura y en la relectura de la Escritura, por medio de la Tradición, el principio de su renovación permanente. Una última consecuencia: esta Iglesia definida por la Escritura no es una Iglesia monolítica; está hecha de diversidades, que se encuentran y se arraigan en la comunión de la fe. ¿Cómo puede esta Iglesia de la comunión ser fiel a sí misma sin explotar? Este tema será objeto de una reflexión. Lo único que voy a adelantar es que el ministerio apostólico se presenta hoy esencialmente como el servicio de la comunión, como una especie de regulación de la eclesialidad de Jesús, porque Jesús no puede ser cualquier Iglesia. El ministerio apostólico es, por tanto, un servicio del Espíritu Santo para la comunión auténtica entre Jesús y su Iglesia, con vistas al anuncio del Reino prometido n. 12 Convendría decir unas palabras sobre otra consecuencia: esa Iglesia definida objetivamente ¿no será también la Iglesia de la «experiencia» de los cristianos, especialmente de una experiencia espiritual? Aquí estamos tocando problemas muy vivos: la interpretación de un Evangelio mitizado, la regeneración espiritual mediante la unión espiritual con Jesús (sin el
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Nos toca ahora sacar la última conclusión. Será, como lógicamente tiene que ser, de naturaleza dialéctica, esto es, que encierre dos afirmaciones complementarias e interiores la una a la otra: — Por una parte, es imposible concebir el Reino y buscarlo con conocimiento de causa, sin esa comunidad de fe que se llama Iglesia y sin la Escritura que define su contenido, bajo la autoridad ¿el único Maestro, Jesucristo. Si no, no es solamente la Iglesia lo que se disuelve, sino también la misma Escritura, convirtiéndose en una cantera donde cada uno puede ir a buscar lo que guste, utilizando la Palabra evangélica a su capricho. — Por otra parte, es imposible identificar a la Iglesia con Jesucristo y con su proyecto, en virtud misma de la trascendencia actual del Reino venidero y en razón de una Escritura que atestigua esa distancia bienaventurada entre Cristo y la Iglesia. La Escritura protege a la Iglesia de la tentación de erigirse en posesora del proyecto de Jesucristo. peso de ciertas instituciones), etc. ¿No es esto una invitación a conciliar en la actualidad algo que parece inconciliable: la objetividad de Cristo, del Evangelio y de la Iglesia, por un lado, y los derechos de la conciencia y de la libertad espiritual, por otro? Tampoco aquí hay que oponer lo que es preciso absolutamente unir. Si no, la autoridad eclesial ahogaría las conciencias, o bien las conciencias rechazarían toda norma distinta de ellas mismas.
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Me parece que los dos términos de esta dialéctica representan una afirmación fundamental del Vaticano II, de la que todavía no hemos sacado todas las consecuencias, a saber, que la Iglesia es de naturaleza sacramental. Decir que la Iglesia es sacramento de Jesucristo, es reconocer el vínculo indisoluble entre Jesús y su Iglesia, y al mismo tiempo apelar continuamente del «signo» a la realidad que lo supera. Quisiera añadir, por último, algo sobre la actitud espiritual y práctica de la Iglesia. Yo propugnaría de buen grado que se rechazaran dos cosas: rechazar la buena conciencia, lo mismo que la mala conciencia. Esas dos actitudes provienen del mismo mal: de una Iglesia que no puede situarse verdaderamente delante de su Señor. Ya sabemos qué es lo que engendra la buena conciencia: la suficiencia espiritual y el imperialismo farisaico. También sabemos cuáles son los avatares de la mala conciencia: el deseo de justificación y la apologética de las obras. Pero la Iglesia no es así. La Iglesia encierra el proyecto de Jesucristo y el proyecto del mundo, a pesar de su indignidad y de su pecado: la Escritura lo atestigua. Esa Iglesia cree en la regeneración del mundo y de sí misma, gracias a Aquel que está figurado en ella. Esa figura no es tanto una fotografía exacta como un signo misterioso. Pe79
ro, aceptar a Jesucristo es aceptar a la Iglesia. La Iglesia querida por Cristo será tanto más Iglesia cuanto menos segura esté de sí misma; y estará tanto menos segura de sí misma cuanto más ponga su seguridad en el Señor. HENRI DENIS
vicario episcopal de Lyon
¿LA IGLESIA ES FIEL AL EVANGELIO? 80
André Mandouze
He aquí una cuestión muy seria. No tengo intención de contestar a la ligera, de una forma maniquea, que satisfaría a unos y disgustaría a otros, por el simplismo o por el extremismo que representaría tal respuesta. Tampoco quiero ponerme a hacer equilibrios, intentando quedarme con todas las ventajas, como esas personas que desean conservar los dos extremos de la cadena y que acaban trabándose en ella y cayendo. No voy a intentar reseñar la lista de premios que podemos concederle a la Iglesia, ni tampoco voy a entregarme a un ataque sistemático contra ella. Sería demasiado fácil y vulgar. Me contentaré con proponer tres tiempos a vuestra reflexión. Nos encontramos con dos términos que hay que conjugar: la Iglesia y el Evangelio. Creo 83
que podríamos empezar estudiando lo que puede haber en estos términos de ambigüedad o de claridad. En un segundo tiempo, reflexionaremos sobre las diversas relaciones que la dialéctica de la historia ha podido introducir entre estos dos términos; tanto la historia antigua como la reciente. Finalmente, la tercera cuestión que me gustaría plantear (o mejor dicho, que el movimiento mismo de la historia nos incita a plantear) se relacionará con el porvenir y la formularé de esta manera, ¿en qué condiciones puede la Iglesia ser fiel al Evangelio? Esto podría llevarnos a suprimir, o al menos a atenuar, el aspecto dubitativo o, en todo caso, el acento interrogativo de la cuestión general que nos planteamos aquí: «¿Cuál es la Iglesia que quiso Jesús?» Si, efectivamente, llegamos a comprender un poco mejor cuál es la Iglesia que quiso Jesús, esto será la prueba tangible de que leer juntos el Evangelio (en el sentido a la vez nuevo y tradicional que puede dársele a este término de lectura) nos permitirá prácticamente discernir mejor cuál es la Iglesia que quiso Jesús.
1 . - LOS DOS TÉRMINOS DE LA DIALÉCTICA
A priori podría parecer a algunos un tanto inútil empezar por aclarar dos términos que, para la mayoría de nosotros, tienen que ser suficientemente conocidos: Iglesia, Evangelio. Pues bien, personalmente creo, como buen discípulo de Sócrates, que siempre resulta importante plantear las cuestiones evidentes, porque es precisamente en ellas donde se tropieza. Puesto que la cuestión planteada es: «¿Fidelidad o infidelidad?», está claro que el tipo de respuesta puede variar mucho según el contenido que se dé a los términos implicados. Especialmente se corre el peligro de caer en una especie de petición de principio, en una especie de sofisma —que llevaría necesariamente a dar vueltas y más vueltas—, si se consideran como evidentes cosas que no son tan evidentes. Ante la reflexión pueden darse, partiendo de distintos puntos de vista, cuestiones y, por consiguiente, respuestas que chocan entre sí o se aclaran mutuamente. Por ejemplo, podríais escoger este tipo de respuesta: «La Iglesia ha sido fiel al Evangelio». Esta afirmación se apoya en los dos siguientes presupuestos: «Iglesia, muy bien; Evangelio, muy bien». Y esto significa: si el Evangelio y la Iglesia coinciden exactamente el uno con la otra, es que no hay problemas 85
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entre ellos, que nunca ha habido problemas. También podríais escoger una respuesta concordista, pero de tono muy diferente: «La Iglesia funesta merece tener un Evangelio mezquino». ¡Qué fidelidad tan ridicula!; la Iglesia tiene el Evangelio que merece, y el Evangelio tiene la Iglesia que merece! Pero puede darse también la respuesta inversa: «La Iglesia no ha sido fiel al Evangelio. El Evangelio estaba muy bien, ¡pero la Iglesia...!» O bien, se dirá por el contrario: «La Iglesia está muy bien; la Iglesia es una fuerza de orden auténtica. Es mucho mejor que la vaguedad del Evangelio. Desde Cristo se ha avanzado mucho, y se ha puesto remedio a todo eso». Ya veis cómo las cosas no son tan evidentes. ¿Qué Iglesia? Me gustaría plantear esta cuestión a la luz de una proclama que recibí el domingo pasado y de una carta que me llegó el lunes, pidiendo mi intervención en dos formas opuestas. El domingo, al salir de San Eloy, mi parroquia de París, los integristas —que vinieron el año pasado a fastidiar a unos feligreses que participaban en un Gospel-Night en donde coexistían (¡qué horror!) el gregoriano y el jazz— 86
volvieron de nuevo para distribuir un programa antes de la Semana de la Unidad. Se podía leer allí: «Los católicos les plantean cuatro preguntas a los protestantes: — SI o NO, ¿admitís hoy la presencia REAL, EFECTIVA, aunque invisible, de Jesucristo EN EL SAGRARIO? — SI o NO, ¿reconocéis la maternidad divina de la Santísima Virgen María, MADRE DE DIOS? — SI o NO, ¿consentís en someteros desde ahora al PAPA, sucesor del apóstol san Pedro a quien se le confió, Y SOLO A EL, la autoridad sobre todos los cristianos sin excepción? — SI o NO, ¿estáis dispuestos a arrodillaros ante el confesionario, para recibir el sacramento de la Penitencia instituido por Cristo? En caso afirmativo..., no hay nada esencial que os separe de la fe católica. ¡Unios a la Iglesia Católica! La unidad se realizará de esta forma alrededor de la única verdad, LA VERDAD CATÓLICA. Si no..., ¿para qué hablar de unidad, si persistís en vuestros errores y no poseemos la misma fe? ¡LA UNIDAD, SI, pero la Unidad sin la Verdad, NO!»
He procurado respetar aquí la distribución 87
gráfica, pero os reservo ciertos comentarios un poco largos en donde se explica por qué Lutero dejó sus hábitos (solamente para casarse con una monja, desde luego) y a continuación se refiere en términos simplistas cómo empezó el cisma anglicano... por unas cuantas reformas litúrgicas. «Se va sustituyendo sucesivamente el altar por una simple mesa; el Oficio celebrado de cara al pueblo sustituye al Oficio celebrado de espaldas a él; la comunión recibida de pie sustituye a la comunión de rodillas; la confesión general en común en la Iglesia sustituye a la confesión privada... Se suprimieron las velas y la ceniza, los cantos del Kyrie y del Gloria; se sustituyó el nombre de «misa» por el de «cena del Señor»; se permitió la comunión bajo las dos especies, etc., etc.».
El programa termina diciendo que siempre ha habido cardenales y obispos herejes. Lo digo con claridad. No es únicamente mi hermandad con los cristianos protestantes la que me obliga a avergonzarme de este texto, de que este texto haya podido escribirse por unas personas que se llaman católicos. Es todo mi ser el que se niega a reconocer en este texto un testimonio de Iglesia. La Iglesia no puede hablar así. ¿Dónde está aquí la apertura, la catolicidad precisamente, esto es la universalidad? ¿Dónde está aquí el sentido, o al 88
menos la intuición, del «reino que no es de este mundo»? La única excusa que podría invocarse en favor de estos defensores encarnecidos de la tradición, es precisamente esta paradoja: su ignorancia absoluta de la Tradición que creen invocar. Esas personas se imaginan que es algo terrible recibir la comunión de pie: no saben que, al menos en ciertas partes del Imperio, la genuflexión era precisamente la señal de que uno se inclinaba... ante el César. No saben tampoco que, en el siglo iv, san Agustín ponía el cuerpo de Cristo en la mano de los fieles. Y así todo lo demás. Pero en el horizonte opuesto surge otra cuestión. La revista Esprit ha sacado dos números especiales: uno, en 1946, titulado Mundo Cristiano y Mundo Moderno; el otro, en 1967, titulado Nuevo Mundo y Palabra de Dios. Desde hace un año, los colaboradores de esta revista están trabajando pacientemente en la elaboración de un nuevo balance. Este balance no será, como los anteriores, «dicotómico». En efecto, se ha intentado interrogar a la Iglesia desde dentro, y se han enviado varios cuestionarios a algunos de sus miembros. Os voy a leer un extracto de este cuestionario. «Nuestras cuestiones tienen que hacerse radicales, pues sería una falsa tranquilidad detenerse en problemas de institución y de costum89
bres, por muy importantes que sean (como el del celibato de los sacerdotes), e incluso en aquellos problemas de lenguaje y de cultura que ocuparon un espacio tan importante en nuestro último número especial de 1967. Hemos de confesar que la incertidumbre recae en lo esencial: ¿En qué creemos? ¿Quién es nuestro Dios? ¿Nuestro Cristo? ¿Cuál es nuestra relación con el Evangelio? ¿Cuál es la Iglesia que vivimos y que queremos? (...). Procuremos, por tanto, responder tan directamente como podamos a estas cuestiones, de las que somos portadores, diciendo francamente cuál es el punto en que tropezamos».
El autor de este cuestionario, para llegar hasta el fondo, precisa: «Hay una Iglesia a punto de morir, y hay otra que está naciendo».
¿Quiere decir esto que la primera de estas Iglesias es la «integrista» y que la segunda será la «progresista»? Sería demasiado fácil. El redactor prosigue: «Lo mismo que antes la religión se condensaba en preceptos morales, ahora tiende en muchos casos a condensarse en preceptos políticos. Se trata de un gran progreso si pensamos en el pasado cercano. Pero, a pesar de las apariencias, ¿no se irá hacia una especie de nuevo integrismo (la Revolución deducida de la Revelación), o bien hacia una dicotomía entre fe «pura» y una «ciencia social» materialista?» 90
Algunos, al responder a este primer cuestionario, decían que en este esfuerzo por «imaginarse una Iglesia que no quiere ser simplemente guardiana de los dogmas», una manera conveniente de plantear las cuestiones sería «hablar a aquel que se confiesa cristiano como a un hombre que no lo es». Esta fórmula puede parecer paradójica. A mí me parece totalmente desconcertante, y diría que no vale simplemente para un cristiano considerado individualmente, sino que se dirige a los cristianos tomados colectivamente, como si fueran hombres que no son cristianos o, al menos, que no lo son todavía. Podéis adivinar cómo, en esta última hipótesis, hay que procurar imaginativamente superar la Tradición, colocándose en las condiciones primarias de la recepción de una noticia, de una buena nueva, de la Buena Nueva. El que no es todavía cristiano, se encuentra precisamente en situación de espera. Os he leído estos dos textos para señalaros cómo la dialéctica que está sobre el tapete supera en mucho las dimensiones conocidas de eso que muchas veces se designa de una forma simplista como integrismo y progresismo. Hay desde luego una cierta manera de eludir estas dos cuestiones: no es culpa mía si son sobre todo los integristas los que las rechazan. Además, hay formas diversas de plantear válidamente estas cuestiones: yo tampoco estoy muy 91
seguro de que, con sólo sus dimensiones políticas, el progresismo sea capaz de responder a todas ellas. He aquí pues, según creo, en relación con la Iglesia, un primer punto sumamente importante: implica y exige que se sigan planteando cuestiones, que no se crea que todo está decidido. Hay un último ejemplo significativo que nos invita a plantear el problema en términos más generales: el otro día escuchaba un diálogo entre el cardenal Danielou y mi cantarada Mauricio Clavel sobre los problemas de la alienación (pensando sobre todo en los jóvenes). Al cabo de dos años de actividad militante sumamente generosa, algunos se han dirigido a Clavel diciéndole: «Estamos saliendo de dos años de alienación por exceso de... actividad militante». Entonces, es posible llegar a lo contrario de lo que se busca, si cierto frenesí os impide reflexionar y os hace olvidar aquello mismo que está en juego. ¿Qué Evangelio? Pasemos al segundo término: el Evangelio. ¿Qué Evangelio? Prescindo de problemas que me parecen estar ya superados, los problemas propiamente canónicos. Cuando nos damos cuenta de que, para las Biblias ecuménicas, han podido ponerse de acuerdo los protestantes y 92
los católicos en un texto tan difícil como la Carta a los Romanos, que han logrado superar las divergencias que se habían ido acumulando sobre este particular, creo que podemos pensar que han quedado superadas numerosas cuestiones. Más ejemplos todavía, que no son ni mucho menos negativos: nadie se pone ahora a discutir las cuestiones secundarias sobre el autor de la Carta a los Hebreos; tampoco nos ponemos a discutir para saber si, bajo el nombre de Mateo o de algún otro evangelista, se encierra uno o varios autores sagrados distintos. La Revelación no se ve afectada por ello, y los exegetas católicos y protestantes están ahora de acuerdo en cierto número de puntos: géneros literarios, estratificaciones, etc., etc. Por consiguiente, el problema se sitúa en otro sitio. Y se plantea en unos términos que no son quizás tan nuevos como ordinariamente se cree. Resulta que yo tengo la oportunidad, o quizás la falta de oportunidad, de sentirme sensibilizado ante esta cuestión por una especie de balanceo entre dos tipos de parroquia: por un lado, diversas iglesias o comunidades de París; por otra parte, mi parroquia en una aldea cercana a París. Cuando voy a ésta, ¿cuál es el Evangelio que se me anuncia? Un Evangelio que insiste esencialmente en el mal, el pecado, el infierno, la primera guerra mundial y los horrores de la juventud actual. Cuando 93
en los alrededores se matan dos o tres muchachos que viajan en coche, al salir de un baile, muchos se quedan con la impresión de que «les está bien empleado». ¡Curioso Evangelio! ¿Dónde está en él la Buena Nueva? Por contraste —y no solamente en París—, la Buena Nueva es muy distinta, y en definitiva puede convertirse en la de un Evangelio en donde no hay absolutamente nada de malo, en donde nada queda ya del pecado, en donde —naturalmente— el cielo ocupa el mismo lugar que el infierno (suprimido) y en donde en el fondo nadie se pregunta siquiera si existe Dios: se ha caído, según se dice, en el horizontalismo más absoluto. Sí, ¿qué Evangelio? Yo creo que mi experiencia es también la vuestra. Si os trasladáis de lugar tan frecuentemente como yo, seguramente os habréis encontrado con este problema. Pero tampoco el problema es tan simple como parece a primera vista: no digo que mis exegetas aldeanos estén totalmente equivocados, y que ciertos sacerdotes llamados «de choque» tengan toda la razón. Tampoco afirmo lo contrario. Presento unos hechos. Antes de juzgar, hemos de vérnoslas, según se dice, con la «fenomenología»: las cosas son como son en la Iglesia actual, y conviene considerar su contexto. La palabra «Evangelio», por ejemplo, se 94
presenta todavía hoy como complemento de «palabra». Todavía se oye decir: «Es palabra de Evangelio». Y esto significa: «No hay nada que cambiar, es algo que se ha dicho una vez para siempre, es un dogma, es... palabra de Evangelio». Pero, si queréis interrogar a los que os hablan de «palabra de Evangelio», no prolonguéis mucho vuestras preguntas, ya que las respuestas serán tanto más firmes cuanto menos hayan leído el Evangelio. Al ser más exterior, el Evangelio se presenta aquí como una cosa que «se sostiene», en vez de una palabra que nos sostiene y que nos permite sostenernos. Para otros, ¿qué es «esa cosa» que se llama evangélica? Es aquello que, en un contexto moderno, toman muy en serio cierto número de personas: es, en definitiva, la no violencia. El Evangelio es precisamente eso que predicó un «manso»; y esto no suscita problemas. Hemos visto en ciertas circunstancias a algunos no violentos que, sentándose sobre la acera, resultan mucho más difíciles de «meter en vereda» que los que se dicen violentos. Al contrario, también hay algunos para quienes el Evangelio es el manifiesto de un ser de cierta violencia, y de una violencia poco común. El mismo Señor, en cierta ocasión, tomó el látigo contra los mercaderes del templo. Echó a la calle sus negocios. No se quedó con los 95
brazos cruzados. Acordaos de cómo trató a los «mandarines» de su época, y sobre todo a los mandarines religiosos {sepulcros blanqueados, raza de víboras), y cómo puso al publicano sobre el fariseo. Es evidente que hay cierto tipo de violencia en el Evangelio. Demos un paso más: Evangelio y política. Un tema que está de moda. Para algunos, el Evangelio es rigurosamente apolítico: «Mi reino no es de este mundo». Para otros, el Evangelio se compromete en la situación: «Dad al César..., dadle a Dios...». Incluso para otros, en el Evangelio todo es política y, según ellos, esto explica que lo esencial sea el vaso de agua .por el que seremos juzgados. Por consiguiente, el problema, tanto en la práctica cotidiana como en la política social, estará en saber mantener cierta actitud humana. Así pues, sin que sea necesario ir más lejos, vemos perfectamente cómo hay personas que apelan aparentemente a la misma Iglesia y al mismo Evangelio, sin hablar de lo mismo. Hemos de tomar conciencia de estas contradicciones para sacar las consecuencias. Querámoslo o no, las referencias son aquí muy distintas: un Jesús iluminado, un Cristo apasionado, un Cristo prudente, un Cristo revolucionario... ¿Cuál es el verdadero Cristo? Se nos pregunta: ¿cuál es la Iglesia que quiso Jesús? ¿Pero de qué Jesús se trata? 96
2. - LA DIALÉCTICA Y EL PASO DE LA HISTORIA
Se nos está escapando la cuestión. ¿No habría medio de ir más lejos para intentar responder, o al menos responder mejor? Aquí es donde las investigaciones modernas que nos ofrece no solamente la historia, sino también la lingüística y la semántica pueden prestarnos su ayuda. Considerando los términos de Evangelio o de Iglesia fuera de su contexto, nos estamos condenando a no ver absolutamente nada. Por el contrario, atando lo que no debería estar roto, situando de nuevo las cosas en su contexto, estudiando las relaciones interiores de la Iglesia y del Evangelio, estos términos se nos presentan paradójicamente —pero verdaderamente— más claros que cuando los consideramos aislados. Entonces, vamos a ver cómo funciona este complejo. En primer lugar hemos de advertir que el Evangelio, la Iglesia y Cristo (aun cuando mi expresión parezca un tanto irreverente) se muestran cargados de una herencia. Aquí es donde la historia empieza a intervenir. No podemos prescindir de la historia. No podemos decirnos: «Vamos a prescindir de todo lo pasado. Volvamos al año cero de la era cristiana». La cuestión se presenta aquí algo así como la búsqueda del arquetipo de un manuscri97
to. No poseemos ese arquetipo: no tenemos de él más que algunos testimonios posteriores. Entonces, vamos a restablecer idealmente lo que tuvo que ser el primer testimonio, pero, una vez más, sabiendo que no lo tenemos y que hemos de tener en cuenta esta falta. No podemos prescindir de una tradición: la tradición —incluso la manuscrita— se refiere a algo concreto, se refiere a algo que es la vida. De ahí, en caso de fracasar, la ironía cruel de unas situaciones que no podíamos prever. Se trata de un testimonio que el filólogo se limita a comprobar: la palabra «tradición» y la palabra «traición» tienen la misma raíz (la palabra tradere). Nos encontramos con una ambigüedad manifiesta: tradición y traición es lo mismo. Nuestro problema tan famoso de la fidelidad no consistirá, por consiguiente, en primer lugar, en plantear las cosas de forma simplista y sectaria, diciendo: Ser infiel es necesariamente lo mismo que ser malo, que jugar sucio, esto es, algo que no me gusta: lo otro, por el contrario, es ser bueno, es... todo lo contrario. En el orden de la historia viva —historia sagrada o no sagrada, eclesiástica o no eclesiástica, eclesial o no eclesial— la manera de presentarse las cosas manifiesta una ambigüedad que hace que la fidelidad no sea lo normal: la infidelidad se encuentra por todas partes. Por consiguiente, la fidelidad será algo que necesita ante todo una reflexión, y luego una 98
acción, y muchas veces una actitud heroica. No podéis decir, prescindiendo del elemento demasiado humano: «¿A mí me interesa sólo la persona de la Iglesia?» ¿Cómo podríais alcanzarla en su ser visible, sino a través de cierto personal que se multiplica, se diversifica, que tiene diversas costumbres, buenas o malas? Podemos dar un paso más para decir que la Iglesia, muchas veces, ha sido tanto más infiel al mensaje evangélico cuanto que, en esas mismas ocasiones, creía que hacía, por el contrario, todo lo posible para ser más fiel, para salvar su fidelidad. Estar obsesionado por la infidelidad, no es sin duda la mejor manera de ser fiel al Evangelio. Os diré, por ejemplo, que yo me sentía inquieto al leer en Le Monde el otro día, cómo el cardenal Marty se quejaba de que le acusaran de ser de derechas o de izquierdas. Respondía: «Yo no estoy ni a la derecha ni a la izquierda, ni aquí ni allá» — «¿Entonces, dónde está usted, monseñor?» ¿No es ésta la respuesta seria que se le podría dar? Siempre tiene que estar uno a la derecha o a la izquierda de otro. Hay que procurar estar, y esto es lo difícil. Volvamos a esa tendencia normal de la Iglesia a ser infiel. ¿Cómo se manifiesta esta tendencia? Voy a estudiarlo en cuatro planos distintos; podrían examinarse muchos más. Va99
mos a contentarnos aquí con estas cuatro tentaciones de infidelidad de la Iglesia. La herencia del Dios de la Iglesia Decía hace un momento que la Iglesia ha tenido que cargar con una herencia. ¿Por qué? Ha tenido que recibir la herencia de un Dios que no era totalmente el suyo. Quiero decir que nadie nace siendo cristiano: nos vamos haciendo cristianos (lo mismo que, según la fórmula tan conocida, nadie nace militar, sino civil). Esto fue especialmente verdad al comienzo de la historia de la Iglesia. Antes de que existiera Constantino, tuvo que pasar cierto tiempo. Y luego vino Constantino. Aquello fue catastrófico, y todavía no lo hemos logrado superar. En el preciso instante en que se procuraba salir del paganismo —que lo había mezclado todo— y separar a la Iglesia del Estado, he aquí que se convierte el emperador, después de haber cometido no pocos crímenes. Y entonces, inmediatamente, se da la vuelta a la sartén: los malos, los paganos, son ahora a quienes tenemos que perseguir los cristianos, exactamente lo mismo que anteriormente eran ellos los que nos perseguían a nosotros. Al mismo tiempo, se heredaba otra situación. Los historiadores de las religiones estudian, en efecto, cómo en el siglo iv estaba ya 100
superado el politeísmo. Se había llegado ya a cierta tendencia hacia la unidad. Reinaba ya el Summus Deus. En África, por ejemplo, se había llamado Baal, y luego se había convertido en Saturno para pasar luego a ser el «Dios Padre». Los pastores de aquella época se dirigían a unas mentalidades que estaban empapadas de esta «tradición». Se apoyaban en estas mentalidades exactamente como otros pastores, en otras circunstancias, se habían apoyado en el platonismo, o en el aristotelismo, y como se apoyan ahora en el marxismo, para hablar a las gentes según la mentalidad de su época. Sin tener en cuenta que, en la otra tradición —que esta vez era la de Abraham— había también algunos pasajes —de los que hoy se prescinde— en donde el Dios de los ejércitos ocupaba un papel predominante. El hecho es que aquel primer movimiento, que «tentó» necesaria y naturalmente a la Iglesia, no tuvo reparos en admitir ciertos elementos exteriores al mensaje, a fin de impresionar a las gentes entre las que vivía, para conducirlas al verdadero Dios, aunque fuera a través de caminos peligrosos. La tradición de los «santos» y de los mártires El camino hasta Dios pasa por medio de los hombres. Para llegar a Dios, hay que empezar 101
llegando a otros, o sea, a unas gentes que, en el origen de la tradición, se presentan como «separados», como gentes que pertenecen a una minoría, a una minoría que quiere actuar para convertirse en mayoría. Se les ha dicho: «Id, predicad, bautizad». Pero, al mismo tiempo, tienen cierta conciencia de sí mismos. En los viejos textos cristianos, esta especie de reconocimiento de identidad hace que se les llame sancti, esto es, «puros» (mejor que santos, en el sentido moderno de la palabra). Nos encontramos ya, al comienzo de la Iglesia, con personas propiamente «edificantes». Incluso a veces lo son hasta el punto de dar su vida: son los mártires. Pero he aquí que la conversión de Constantino les quita esta oportunidad. Se puede creer a un testigo que se hace matar. Pero ahora ya no se les mata. Entonces, para seguir su «edificación», inventan otra cosa: se inventa la función no tan brillante de «confesor». Nos encontramos ya con algunos de esos representantes alrededor de san Cipriano. El hecho de haberse librado en el último momento, o por milagro, del filo de la espada o de los dientes de las bestias, les daba derecho a discutir a veces las decisiones del obispo, cuya gestión y cuya vida corriente eran consideradas naturalmente como menos «edificantes». Luego, cuando fue totalmente imposible que hubiera «confesores», por la sencilla razón 102
de que ya no había persecución, se hicieron monjes: paradójicamente ésta era una nueva manera de proseguir en el desierto de la edificación de los cristianos que no habían creído necesario llegar hasta allá. Llegaban lo más lejos posible, en su huida a lo más profundo del desierto, pero también en su práctica de las proezas ascéticas. No hay más que ojear los sabios estudios del padre Festugiére para quedarse muy «edificado». No hay que enfrentarse con los magistrados paganos, sino tutear en el desierto con los osos y los leones. Los domestican (que es una manera de «convertirlos»). Se suben a unas columnas de donde únicamente bajarán para poder disciplinarse mejor o dedicarse a una contemplación más tranquila: se alimentan únicamente con lo necesario para que los demás sepan que todavía sigue uno viviendo y que, cuando llega el momento supremo, lo encuentren a uno momificado bajo el sol. Más tarde, cuando esta manera de vivir resulta literalmente «excéntrica», la edificación busca nuevas soluciones. En vez de eremitas, se hacen «cenobitas»: en vez de soportar a los animales, procuran soportarse mutuamente, lo cual es, en cierto aspecto, una prueba todavía más tremenda. Sin embargo, llegan a hacer tan bien las cosas que se cierra el círculo y, mezclando de nuevo las formas de vivir que habían estado separadas al principio, intentan 103
imponer el reglamento del «desierto» a los cristianos de la ciudad. Y he aquí que, de pronto, se confunde en gran parte la condición eclesial y la condición monacal, y, en particular, sin prever las dificultades que todos palpamos en este aspecto, se inventa el celibato eclesiástico. Y sabemos actualmente que, incluso cuando se busca la «desclericalización», el clericalismo ha encontrado en este debate una buena oportunidad para poder seguir adelante. Esto es lo que ocurre con la segunda tentación, la de esta clase de fidelidad infiel: no solamente se ha querido sacar a las personas de donde estaban para llevarlas a un Dios con una herencia ambigua (como era la primera «tentación»), sino que, siguiendo por este mismo camino, se les ha querido llevar hacia él a través de algún desierto, para hacer de ellas una especie de pueblo santo muy lejos de este mundo.
La ciudad cristiana Y he aquí la tercera tentación, que precisamente parece que nos obliga a abandonar los espacios del desierto por los muros de la ciudad. No entra en este trabajo la numeración de examinar las circunstancias históricas que nos han conducido a esta realidad de la que 104
percibimos las situaciones que nos ha proporcionado. En efecto, sería menester ante todo remontarnos hasta san Agustín para ver cómo sus experiencias sucesivas de maniqueísmo y de platonismo pudieron ponerle en el camino de esta distinción entre las dos ciudades. Habría que ver a continuación cómo, por otra parte, afirma con toda energía que, durante la «peregrinación» de la humanidad por la tierra, estas dos ciudades están de hecho íntimamente mezcladas {perplexae, permixtae, dice en latín): esto implica, a modo de corolario, que muchos hombres que creemos que están fuera de la Iglesia forman parte de ella, y al revés. Habría que ver además cómo, mientras que la fidelidad va dejando paso poco a poco a la infidelidad ante este gran pensamiento, se ha llegado prácticamente a dos cristiandades distintas, cómo se ha llegado a una política sacada de la sagrada Escritura y finalmente a un orden y a una Iglesia que carecen de Evangelio y de espíritu evangélico. Y entonces se comprendería mejor cómo, por reacción, esta última infidelidad ha engendrado eso que podemos llamar el movimiento de los cristianos progresistas, cuyos herederos —aunque ellos no siempre crean que lo son— son hoy muy numerosos; esos cristianos han querido mostrar ante todo, en la práctica de una política «autónoma», que el Evangelio 105
puede inspirar una acción en favor de una mayor libertad y una mayor justicia entre los hombres. La escuela y la cultura cristiana Sin embargo, en el plano de la educación, y no ya en el de la política, hay una cuarta tentación a la que ha sido casi imposible que no sucumbiera la Iglesia en el curso de su historia. Al comienzo de la Iglesia, nacían normalmente paganos y, al hacerse cristianos, se creían obligados a rechazar la cultura profana o, al menos, a utilizarla lo menos posible. Luego reflexionaron un poco. Se dijeron: los «despojos de los egipcios» son nuestros; podemos recuperarlos y «convertirlos». Y se pusieron a recuperarlos y a reconvertirlos con todo empeño. Finalmente, los clérigos llegaron a ser pronto los únicos hombres cultos. Recogieron toda la herencia del tiempo anterior. Fueron sobre todo los únicos que podían transmitir el tesoro de los antiguos. Más tarde se repartieron la herencia como hermanos: los jansenistas se ocuparon del griego, los jesuítas del latín. Luego, vino Jules Ferry y la invención de la escuela laica. Desde luego, ésta parecía diabólica y fue condenada. Pero, a pesar de todo, algunos cristianos enviaron a sus hijos a 106
estas escuelas. Hubo profesores cristianos que consideraron normal enseñar allí. Aunque en la actualidad algunos retrógrados intentan frenar este movimiento, es evidente que se trata de un movimiento irreversible. Con toda normalidad, la Iglesia —que no había asumido esta carga, como antes la de los hospitales, más que para responder a ciertas urgencias y de forma vicaria— va reconociendo cada vez más que esta «misión» de educación, si no está totalmente «cumplida», resulta en todo caso secundaria. Conozco a ciertos hombres y a ciertas mujeres que están al frente de instituciones y de escuelas cristianas, y que preferirían verse libres de ellas. Experimentan cada vez con mayor intensidad el deseo de anunciar el Evangelio de otra forma y plenamente. En contra de las tentaciones Para concluir este segundo punto en el que he intentado señalar cómo la historia ha podido pesar sobre la dialéctica entre la Iglesia y el Evangelio, repasaré muy rápidamente en sentido inverso las cuatro tentaciones más importantes que tenemos los cristianos. Partiendo siempre de la imagen engañosa que corre el peligro de imponerse a nosotros, por el hecho de unos compromisos inherentes a la situación humana de la Iglesia, me gustaría sen107
cillamente hacer saltar unas hipotecas y, aunque sin proponer soluciones milagrosas, subrayar por última vez los condicionamientos de los que hemos de librarnos, si queremos tener alguna oportunidad de ser menos infieles. 1. El Evangelio no es en primer lugar un curso de enseñanza dogmática, sino que es esencialmente un espíritu que da testimonio del Espíritu Precisamente por ser un espíritu, y a fin de tener la oportunidad de servirlo mejor, se ha intentado dejarlo fijo en un catecismo. Cuando pienso en esos tremendos manuales del tiempo de mi juventud, que contribuyeron a convertir la palabra catecismo en sinónimo de curso dogmático a base de preguntas y respuestas, puedo medir mejor la gravedad del contrasentido que hay en todo ello. La misma palabra catecismo debería haber sugerido, por el contrario, en virtud de su misma etimología griega, la acogida y el eco profundo que el mensaje evangélico, cuando es debidamente respetado, tiene que encontrar necesariamente en el corazón de la conciencia humana. Cuando pienso además en esa pretensión sacrilega de agotar los misterios, insinuando que se tiene una respuesta para todo, me digo que lo que es precisamente «no católico» en esta pretensión es 108
esa voluntad lamentablemente humana de querer encerrar lo infinito del Señor Dios dentro de los límites estrechos de nuestro cerebro humano. 2. El Evangelio no es en primer lugar un código ético-social o ético-político, sino que, precisamente por revelarnos a un Dios hecho carne, nos prohibe el confort de las situaciones adquiridas En efecto, en el mismo pasaje donde se nos dice que en el reino de los cielos no habrá lugar para los impuros, se reconoce en una mujer infiel o en una prostituta el tipo de aquellos a quienes Cristo ha venido precisamente a salvar, y cuya conversión es la más generosa. El mismo pasaje que nos invita a abandonar todas nuestras riquezas para seguir al Maestro con toda disponibilidad, admite sin embargo que puede haber todavía algo que «dar al César». Y podríamos seguir de esta forma distribuyendo los textos evangélicos inspirados todos ellos, que nos presentan alternativamente a Jesús como un manso soñador o como un peligroso revolucionario. 3. El Evangelio no es en primer lugar el fundamento de una institución clerical o para-clerical, sino que subordina al soplo agitado y tempestuoso del Espíritu el conjunto de una ins109
titución religiosa que solamente tiene sentido en El Porque, si es verdad que Jesucristo no rompió con la Sinagoga y que no dejó de hablar en las sinagogas, tampoco dejó de dirigirse al pueblo por las calles y los campos, proclamando la supremacía del culto «en espíritu». Y, si envió a los discípulos a bautizar hasta los confines de la tierra, no fue por espíritu de triunfalismo, sino porque sabía que la justificación de la sal no se encuentra en la propia sal y que el «pequeño resto» no tiene sentido más que en relación con el todo. 4. El Evangelio no es en primer lugar el libro que conserva lo sagrado, sino que, en un mundo en donde, si Dios lo decide así, todo puede prestarse a ser «sacramento», hemos de deducir que, por eso mismo, el terreno infinito de io profano es infinitamente digno de respeto Quaecuntque sunt, bona sunt: «todo lo que es, es bueno», dice san Agustín en las Confesiones. Y por lo que atañe a Jesús —ese Jesús que afirmaba que la ley se cumpliría hasta la última jota—, parecía complacerse precisamente en trastornar los valores tradicionales. Recordemos, ¡la santidad del sábado cae ante la Salvación de un asno! Después de esto —sobre todo si, como es lógico, no veis ningún límite para la cristianización y el bautismo de todo y 110
de todos—, ¡empezad a definir aquel famoso « específico cristiano »! Por tanto, no hay más remedio que admitir que es el propio Jesucristo el que, para «la Iglesia que quiso», deseó que la contradicción llegase hasta el corazón mismo de ella. Lo que es cierto de todas las formas es que no definió «la Iglesia que El quiso». Porque, si la hubiese definido, aquello hubiera sido el medio más seguro para matarla, incluso antes de que naciera. 3. - ALGUNAS CONDICIONES PARA LA FIDELIDAD DE LA IGLESIA AL EVANGELIO
El tercer punto de mi exposición —un punto que me parece capital— es el siguiente: ¿en qué condiciones puede la Iglesia ser fiel al Evangelio? Si es verdad que la Iglesia y el Evangelio son realidades tan complejas, si es verdad que la fidelidad es naturalmente una cosa tan difícil, lo que más nos tiene que importar es esto: las condiciones de la fidelidad de la Iglesia al Evangelio. En un punto como éste —y en conformidad con lo que dijimos anteriormente—, afirmo que nadie tiene en la Iglesia el derecho de sustituir a Jesús. En otras palabras: nadie tiene derecho a ser más cristiano que Cristo. En el fondo, todos los integrismos, de cualquier 111
género que sean, se reducen a la pretensión de ser más cristianos que Cristo, lo mismo que hay algunos más realistas que el rey. Al oír a algunos, podría decirse que, cada mañana, hablan con Dios por teléfono. Están seguros de sí mismos: tienen su respuesta para cada día, para cada mes, para cada año, para cada momento; no tienen ninguna duda, y, por consiguiente, están tan seguros de sí mismos que, en el resto de aquel día, de aquel mes, de aquel año, de aquella vida, pueden prácticamente poner a Dios entre paréntesis. Creo que es precisamente ésta la actitud que tenemos que evitar. Sería realmente demasiado fácil cargar todos los errores anteriormente reseñados a espaldas de una Iglesia imposible de aferrar, que no tuviera más que hacer y deshacer desde arriba. Empeñarse en «liquidar» en un santiamén todas las dificultades que el análisis ha revelado que no puede evitar la Iglesia, sería una especie de juego de manos. En el fondo, la Iglesia somos nosotros; cada uno de nosotros tiene una parte en ella. En la medida en que acusamos a la Iglesia, nos acusamos a nosotros mismos. Pero también, en la medida en que aceptamos esta acusación de nosotros mismos como punto de partida, estamos dando un paso legítimo hacia la conversión de la Iglesia. Porque nuestro primer paso es presentarnos delante del Señor, admitiendo nuestros pecados: Domine, non sum dignus... Por
consiguiente, resulta sospechoso todo ataque a la Iglesia que provenga de un cristiano que obra como si estuviese fuera de ella y se considerase como indemne de esas críticas. Todo esto parece muy sencillo —y hasta simplista—, pero de hecho, es la única actitud que puede permitirnos y puede permitirle a la Iglesia entrar en aquel proceso que Juan XXIII llamó «aggiornamento» y que, en otra época, se llamó «reforma»: una manera de re-hacerse, de transformarse. De estas primeras observaciones se deduce una serie de consecuencias que nos parecen otras tantas condiciones para la fidelidad de la Iglesia al Evangelio. 1. Entre las condiciones requeridas para esta mayor fidelidad, está en primer lugar, el que la Iglesia, esto es, cada uno de nosotros, aprenda a conocerse tal como es, y aprenda a leer o a releer el Evangelio. Estamos en una época de «relectura». Se vuelve a leer a Marx, se vuelve a leer a Hegel o a Platón. Para muchos de nuestros contemporáneos, esto quiere decir que todas las interpretaciones anteriores eran falsas o equívocas. De ahí a pretender que sólo su interpretación es buena, no hay más que un paso, muy fácil de dar. El dogmatismo no está muerto, ni siquiera entre los contestatarios. Si es así, admito perfectamente que se hayan podido cometer varios
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contrasentidos en la interpretación de los autores pasados. Por tanto, me parece totalmente normal que el Evangelio caiga bajo una comprobación que lo quiera hacer y deshacer todo. Precisamente porque se trata de una cosa tan sumamente importante y tan sumamente difícil, exijo... que se empiece por leer o releer con todo cuidado el Evangelio. En efecto, me siento escandalizado al ver a cierto número de personas que se sienten orgullosas de los métodos nuevos para la interpretación de los autores, especialmente de los autores antiguos, y que quieren tener en cuenta las leyes lingüísticas, del psicoanálisis, y de los diversos contextos, pero que prescinden de esos métodos cuando se trata del Evangelio. ¿Será acaso, que sin darse cuenta de ello, ese sentido de «palabra de Evangelio» que anteriormente criticamos les hace designar como «relectura» lo que nunca han leído de verdad? Me parece muy bien que se «desmitifique» el Evangelio. Más aún, sería preciso que esto no se hiciera a base de unos análisis superficiales, que muchas veces asustan y que hacen eco al modernismo más engañador, esto es, a un modernismo retrasado varios decenios en comparación con los estudios tan serios que hoy practican los verdaderos exegetas. Una vez más, me parece que la primera condición de una verdadera fidelidad al Evangelio 114
es prepararse para leerlo, y para leerlo debidamente. 2. La segunda condición, naturalmente, es que para leer el Evangelio verdaderamente, hay que ir más allá de una lectura puramente conceptual o erudita. Podría tratárseme realmente de «mandarín», si creyese de verdad que la fe —que tiene que animar toda la vida humana— supone en todo lector del Evangelio conocimientos exegéticos, literarios, epistemológicos, teológicos. El obrero, el empleado o el hombre de negocios moderno, cuando llega por la tarde reventado a su casa, no puede ponerse a «estudiar». Esto es asunto de los hombres de pluma o de libros. Pero sería extraño que aquel hombre caminante que era el Señor hubiese creído obligatorio que todos tuviéramos ese medio para acercarnos a él. No se trata, ciertamente, de que nosotros, intelectuales e intelectuales cristianos, nos formemos algunos «complejos». Entre otros deberes, nos corresponde ayudar a «leer el Evangelio» a los que no tienen por oficio leerlo. Pero, muchas veces, lo cierto es que me he quedado maravillado ante personas que no tenían ni mucho menos una cultura exegética, pero que mantenían una frescura de acogida y una reacción ante el texto evangélico, que penetraba por sus poros hasta su alma. Ellos mismos entraban en las intimidades del texto sagrado 115
con una agudeza que nos dejaba a nosotros boquiabiertos. Es evidente que hay que leer el Evangelio para vivir el Evangelio. Y vivir el Evangelio es ir más allá de algo meramente conceptual. Es alcanzar a la persona de Cristo, a través de todas las dificultades de una tradición de orden literario, filosófico, teológico, etc., etc. Hay que repensar ciertamente los problemas referentes a la tradición de la palabra para llegar hasta el Espíritu, en vez de atenernos a la letra. Pero precisamente, antes de que nuestros estudios pongan entre el Evangelio y el hombre contemporáneo los obstáculos de una erudición masiva y pretenciosa, lo que hemos de procurar es reducir, para nosotros y para nuestros hermanos, el camino que nos separa de Cristo a través de los siglos. 3. Cuando digo que hemos de reducir el camino, esto significa, especialmente en la época en que estamos, disponiendo de nuevos medios para estudiar los textos, que debemos separar en nuestra lectura la cizaña del trigo bueno. Más exactamente, conviene ayudar a «desacralizar» cierto número de cosas que nunca deberían haber sido «sacralizadas». Hemos de hacer lo mismo que aquellos sabios bolandistas que «sacaron del nicho» a los santos, apeándolos del pedestal en donde nunca deberían haberlos puesto en las catedrales. No solamente se han 116
canonizado a personas cuya vida es muy discutible, sino que se ha llegado a canonizar a algunos «santos» que jamás han existido. ¡Que tengan cuidado algunos cardenales modernos cuando hablan de canonizar a las personas demasiado aprisa! Así pues, desempolvemos las cosas en nuestra Iglesia, con verdadera exigencia, pero con tal que no se trate de «escamotearlas». Pienso especialmente en el malestar de algunos ante las transformaciones litúrgicas actuales. Es que muchas veces no nos hemos dado cuenta de que teníamos que explicar las cosas, y explicarlas a fondo. Los cristianos y los hombres en general son menos tontos de lo que a veces se piensa. Pueden soportar que les expliquemos el fondo de las cosas. Incluso me atrevería a decir que la Iglesia les debe esta clase de explicaciones y de autocrítica por su parte. Pongamos un ejemplo. La Iglesia holandesa está gobernada por un teólogo muy notable. Hace unos años escuché al cardenal Alfrink denunciar con energía los peligros de una mariología que estaba a punto de caer en mariolatría. Se trataba de una postura valiente. Hoy sería también muy interesante repasar los problemas referentes a la Virgen María, en vez de aburrirnos diciendo avemarias sin atención ninguna... Otro ejemplo: el santoral y los santos habían llegado a ocuparlo todo. Dominaban en 117
todas partes. Se veía uno aplastado por los santos. Ahora que, con razón, los hemos echado fuera, sería necesario explicar a los fieles que estábamos engañados, que ha habido errores y que esos errores de la Iglesia son normales en la medida que la Iglesia es también humana. Me gustaría citar el ejemplo de aquel que está ocupando actualmente la sede episcopal de Agustín. Cuando era párroco de Hussein-Dey, su iglesia no era bastante grande para contener a los fieles, sólo había sitio para las estatuas. Entonces se dijo: «Entre el mármol (o el cartón piedra) y las personas vivas, hay que optar por las personas vivas». Entonces colocó cierto número de estatuas a la puerta. Algunos podrían haberse escandalizado si no se les hubiese dicho: «Yo prefiero las personas vivas a las estatuas. Pero, si de verdad queréis las estatuas, os las podéis llevar a vuestra casa». Algunos efectivamente se las llevaron. Pero, al cabo de cierto tiempo, todavía se podían ver algunas en la puerta. Entonces el padre Scotto dijo: «De todo esto deduzco que no las apreciáis mucho. Por consiguiente, las voy a suprimir». He aquí una pastoral activa en donde se toma al pueblo por testigo, se discute con él y se le explican las cosas. La Iglesia ha sacralizado demasiado: que desacralice. Se me dirá que ya no se sacraliza como antes, por ejemplo en el caso de los desfiles militares. ¿Creéis que es así? Reciente118
mente, algunos se han quedado tan contentos al poder proporcionar una iglesia, que era nada menos que una grande y venerable catedral de Francia, para una reunión de jefes de Estado: si no hubiera habido esa iglesia para reunirlos, el Elíseo se habría visto en apuros; tanto más cuanto que aquel muerto tan ilustre —contestatario en espíritu— les había prohibido a los poderosos venir a tributarle honores en aquella circunstancia y, al preferir su aldea a la catedral de París, había tenido la incongruencia de estar ausente en la ceremonia... 4. Otra condición —que también es negativa— es que desconfiemos siempre que se apela a una religión o a una fe que apaña nuestros asuntos. No se trata de que, jugando a ser estoicos, prefiramos escoger regularmente lo que no nos va, lo que siempre tendríamos que aceptar a contrapelo, como si fuéramos masoquistas. Pero, en la medida en que procuro alcanzar a Jesucristo, tengo que saber que El viene a desbaratar nuestros proyectos. Sé muy bien que El nunca «apañó» las cosas en el plano terreno. No ha hecho más que complicar las cosas, de un cabo a otro de mi vida. Y de una manera general se las ha complicado a la Iglesia. ¿No dijo que suprimiría la paz de nuestras familias? Conocéis perfectamente, lo mismo que yo, aquellos textos tan duros. Pero también sabéis que muchos procuran suavizarla
los, acudiendo a toda clase de intentos «radical-socialista-cristianos»..., para quedarse con el copo, con la tierra y el cielo. Por mi parte, no creo que el mensaje cristiano pueda encontrarse en esos apaños en donde uno se queda con todas las ventajas. Por el contrario, creo que con Jesucristo hay que poner fin a todas las buenas palabras, a todos los fáciles consuelos, a todos los providencialismos demasiado bonitos. Con El, ya no podemos seguir jugando a ese buen Dios, hablando con El, en vez de escucharle. Lo cierto es que la verdadera función de la teología no consiste ante todo en hablar sobre Dios, sino en hablar a Dios y sobre todo en oír lo que Dios dice. 5. Una de las condiciones —esta vez positiva— que me parece esencial para nuestra fidelidad al Evangelio, es que relacionemos estrechamente la adoración a ese «Padre a quien no vemos», con el servicio al «hermano a quien vemos». Voy a darle aquí la palabra a un teólogo español, José María González Ruiz, el cual —en vez de oponer, como se hace demasiado fácilmente en la Iglesia actual, el horizontalismo y el verticalismo— denuncia la falsedad de este nuevo maniqueísmo: «La religión o religación del hombre con Dios no existe realmente fuera de las categorías de dar y recibir: Dios se da al hombre como «Se120
ñor» absoluto, y, por consiguiente, el hombre no puede acceder a Dios más que como «esclavo» total. La religión bíblica es esencialmente «paternalista»: la paternidad, en su sentido absoluto, sólo se realiza en Dios: no llaméis padre a nadie en la tierra: pues el único padre vuestro es el del cielo (Mt 23,9). Y precisamente porque el «paternalismo» se agota en las relaciones entre Dios y el hombre, no puede subsistir en las relaciones interhumanas: entre los hombre las categorías son totalmente horizontales: de fraternidad» '
Es éste un texto extraordinario, porque, realmente, en vez de yuxtaponer dos posiciones falsas, señala cómo solamente en la medida en que tenemos todos un solo Padre, podemos tener también, los unos con los otros, relaciones verdaderas, profundas, auténticamente fraternales. Toda jerarquía que pretenda desempeñar un papel análogo al del Señor resulta sacrilega. Yo creo que se encierran aquí consideraciones de enorme importancia. Esta afirmación simultánea de la paternidad de Dios y de la fraternidad entre los hombres tiene como consecuencia lo siguiente: le corresponde a cada hombre la iniciativa de abrirse lo más posible, de escoger el universalismo contra toda clase de racismos, de escoger un itinerario que 1
J. M. GONZÁLEZ RUIZ, Pobreza evangélica y promoción humana, Nova Terra, Barcelona, 1968, 59-60.
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tenga en cuenta la actitud de Dios mismo con nosotros, y en particular la actitud fundamental que llamó a Israel a abrirse al conjunto de las naciones. Nosotros no tenemos derecho a cambiar la justicia para con todos por unas cuantas microcaridades. 6. Ultimo punto. Si no nos toca a nosotros ocupar el lugar del Padre, tampoco debemos dejar nunca de sentirnos desconcertados por esa idea, mejor dicho, por ese hecho, de la encarnación, de un Dios que ha enviado a su Hijo para salvarnos. Desgraciadamente, muchas veces nos contentamos con «recitar» la realidad de nuestra salvación, como si fuera una cosa lógica, mientras que la encarnación del Hijo de Dios sigue siendo aquella cosa escandalosa, incomprensible, misteriosa, que trastornó a los sabios, y que hizo tachar de locos a los cristianos. Dios llegó hasta el fondo, o sea, hasta la muerte, hasta el punto de sentirse abandonado en la cruz. Nosotros debemos llegar hasta el fondo de nuestra fidelidad, pero nos olvidamos de aquel grito del Señor Jesús. Sé muy bien que, llevando hasta el fondo esta reflexión, sorprendí y quizás escandalicé a los asistentes a las Jornadas Universitarias de Metz, recordando, según las intuiciones de José María González Ruiz, aquella prueba espiritual de Cristo en el momento de su muerte. Sin embargo, este >
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tema del desamparo de Cristo es el que nos presenta el Nuevo Testamento. No tenemos derecho a escamotearlo. «San Pablo dice que «Dios envió a su hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para liberar a los que estaban bajo la ley y otorgarles la adopción filial» (Gal 4,4). La adopción era, en la constitución de la familia antigua, un recurso ofrecido por la religión y las leyes al que no tenía heredero natural para perpetuar su descendencia y asegurar con ello la continuidad del culto doméstico y la transmisión de los bienes. Para adoptar era necesario no tener hijos, o, si se tenían, había que expulsarlos de la familia, abdicando de la patria potestad... Dios, de una manera misteriosa e inefable, echa fuera de sí a su propio Hijo, para poder adoptar a los extraños» 2.
El misterio de la redención llega hasta allí, el escándalo llega hasta allí. Entonces, yo me planteaba y me planteo ahora esta cuestión: en esta Iglesia actual en donde todo se derrumba, en donde todo cambia, en donde Dios parece que ya no es Dios, en donde Cristo parece que ya no es Cristo, quizás no hemos estado nunca en una situación tan propicia para captar el último camino por el que nos quiere llevar el Señor. Al considerar la transformación actual de la Iglesia, las pérdidas que tiene que con2
Ibid, p 50.
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sentir, se plantea uno la cuestión: ¿no habrá llegado la hora en que, para poder adoptar visiblemente a todas esas personas innumerables que no pertenecen a la Iglesia, el Señor, asociándonos más de hecho al sacrificio de su Hijo, nos expulsa a nosotros los cristianos, de una forma aparente o real, durante algún tiempo, del marco de su familia al que estábamos demasiado habituados? Si es ése el precio que hay que pagar por la asunción de todos los hombres en la Iglesia de Jesucristo, entonces creo yo que vale la pena. Creo que, por este hecho, estamos viviendo un período apasionante que nos permitirá quizás replantear fundamentalmente el problema de la fidelidad. Voy a concluir. Nadie ha visto al Padre; pero a Jesucristo sí que se le ha visto; lo vieron sus discípulos, que pueden atestiguar de su vida, pueden atestiguar de lo que hizo, pueden atestiguar también de su muerte y de su resurrección: éste es el primer punto. El segundo punto podría resumirse en esta fórmula —tan desconcertante, tan santa, y tan mal interpretada muchas veces— de mi maestro san Agustín: «Ama y haz lo que quieras». Esa libertad total, esa libertad extra-, ultra-, para- o intra-institucional, para la que cada uno de nosotros —y la Iglesia en su conjunto— nos vemos interpelados, esa libertad en el «hacera está absolutamente condicionada por el amor. 124
Pero ese amor no puede llamarse Amor, más que cuando ha sido medido por la regla que Cristo nos sugería: «Sed perfectos, como vuestro Padre es perfecto». No somos nosotros los que vamos a señalar la medida de nuestro amor. Como decía también san Agustín: «La medida del amor es amar sin medida». Un programa admirable, pero que estaría fuera de toda posibilidad humana si la locura divina no hubiera tenido la sabiduría de proponernos el medio de pretender la libertad total de ese amor sin límites. Y este medio es precisamente esa invitación urgente y constante del Señor a que nos demos cuenta, con toda la Iglesia, de nuestra perpetua infidelidad al Evangelio y, al mismo tiempo, a que basemos el progreso de una posible fidelidad en hs exigencias sin medida de Aquel que recapitula realmente en su ser la Buena Nueva y la Iglesia del Reino. ANDRE MANDOUZE
profesor de La Sorbona
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UNIDAD Y OPOSICIONES EN CRISTO Jean-Pierre Lintanf
«No tengo aún cincuenta años y he visto en mi vida tales cambios que no sé cómo vivo. No sé adonde irá a parar todo esto. ¿Qué harán los que ahora nacen, por poco tiempo que vivan?», escribía en 1560 santa Teresa de Avila. Lo mismo nos pasa a nosotros: no sabemos cómo vivir; y la dificultad mayor de muchos cristianos es esa impresión angustiosa de haber perdido esa fuerza, esa certeza, esa seguridad y tranquilidad que les confería su pertenencia a una Iglesia segura, estable, unificada y reconocible por todas partes. Hoy surgen las divisiones, múltiples y profundas, en el seno de la comunidad creyente; y son tan numerosos los análisis, tan patentes las experiencias de este hecho, que vais a permitirme que prescinda de una descripción —que 129 4
podría resultar apocalíptica— del «estallido» de la Iglesia. Impulsados por sus pastores, despertados a la conciencia política por la exigencia misma de la caridad mejor comprendida, los cristianos se comprometen. Pero entonces entran en un mundo discutido, en donde los análisis son cada vez más divergentes, imperados de ordinario por una precomprensión que está en función de un ambiente o de una cultura; entran en un mundo en que las opciones, por consiguiente, tienen que provenir de una elección libre, sobre la base de convicciones profundas. Hace poco tiempo un estudiante me preguntaba con toda seriedad si tendría que adherirse al occidente o a la izquierda proletaria. Ya pasó el tiempo en que, prácticamente como un solo hombre, los cristianos tenían que rechazar en bloque la república o los socialismos, para votar en masa por la democracia cristiana. Al situarse políticamente desde la extrema derecha hasta la izquierda, los cristianos sienten ya entre sí, no solamente unas cuantas disensiones corteses, sino unas divisiones profundas, que pueden llevarlos hasta enfrentarse violentamente. También parece como si el pensamiento cristiano se fuera desmenuzando. Nada queda ya del Doctor común, nada de la Filosofía perenne, sino solamente un montón de sistemas, de teologías, una multiplicación desconcertante 130
de esfuerzos para una nueva inteligencia de la fe. Exégesis, estructuras eclesiales, ministerio presbiterial, eucaristía, resurrección, valor del lenguaje dogmático o teológico, son puntos, entre otros muchos, en donde las divergencias arrastran no pocos conflictos y dramas, y donde la no intervención jerárquica la viven algunos como si se tratase de una cobardía inadmisible. Está lejos de haberse conseguido la unanimidad en torno a ciertos documentos como la Populorum progressio o la Humánete vitae y, comentando este último documento', un teólogo alemán llegará hasta invitar a los cristianos a que recen por el pobre papa Pablo VI, que, por sus actitudes, se ha puesto prácticamente fuera de la Iglesia. Parece como si se rechazara y se despreciara a la autoridad. Podría uno imaginarse que, al menos, en el interior de la vida eclesial, existe la unidad. ¡Ni mucho menos! La oposición vuelve a aparecer entre la catequesis y los movimientos apostólicos, y entre esos mismos movimientos. Las asambleas litúrgicas agrupan unas veces a los que creen en el latín y otras a los que no creen en él. Se llegará hasta rechazar la asamblea parroquial para acudir a un sitio lejano a escuchar una misa en latín o a buscar en alguna eucaristía doméstica una verdadera fraternidad, una verdadera comunión. 1
«Esprit», n. 375, noviembre 1968.
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Más profundamente todavía, la misma fe parece como si no fuera ya el lugar de la comunión y de la unidad. Desmitificando y desmitologizando a diestro y siniestro, horizontalizando, y no parando hasta hacer que Dios muera, algunos se empeñan en proclamar que la fe «es un estilo de vida fraternal», mientras que otros abrazan en su corazón el Credo de Pablo VI. Y las reacciones que todo esto suscita no hacen más que acentuar la explosión y la aparente desintegración: cólera e indignación en unos, exhortaciones vehementes al orden y a la unidad en otros; júbilo de no pocos que dicen: «Hay que destruir la Iglesia para que vuelva a nacer»; y, según creo, descontento en todos. Sin embargo, nos encontramos con una afirmación radical e irrecusable: «Que todos sean una sola cosa. Como tú, Padre, en mí y Yo en Ti, que también ellos sean una sola cosa en nosotros, para que el mundo crea que Tú me enviaste» (Jn 17,21). Me resultaría imposible creer en el Dios único revelado en Jesucristo, si los testigos que nos ofrecen su testimonio no tuviesen entre ellos nada en común. Llamarse cristiano carecería totalmente de sentido, si cada uno le diese a esta palabra un significado particular. El cristianismo sería una ilusión si no llegase a enunciar y a vivir una unidad efectiva; no sería más que una ficción y una ima132
ginación fuera de la Historia, si no llegase a hacerse visible en su coherencia espiritual. Entonces es muy fácil de comprender la urgencia de una reflexión seria sobre este tema de las oposiciones y de la unidad en Cristo. Vamos a proceder en cuatro tiempos de diferente amplitud: — Las causas de esta situación. — Algunas actitudes peligrosas que conviene denunciar. — Tres principios o «claves», que nos permitirán comprender mejor lo que ocurre. — Algunas reflexiones o jalones de un largo camino que hay que recorrer. 1. - CAUSAS DE ESTA OPOSICIÓN
«Para comprender una cosa, hay que conocer sus orígenes», dice Aristóteles. Entonces, ¿cómo se ha llegado a esta situación? Evidentemente, resulta demasiado fácil proclamar que «los hombres son malos», que el «mundo es malo», que «el corazón del hombre está lleno de tinieblas», y aue la fe se pierde, por el hecho de que el diablo es, como está escrito en Pour qu'il régne 2, no solamente el 2 Es un grueso volumen editado por «La Cité Catholique» Es el breviario y la suma del integrismo.
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primero de los revolucionarios, sino el primero de los reformistas. Como trasfondo de nuestra reflexión sobre las causas de la situación actual, habría que tener presentes las enormes transformaciones que ha conocido nuestra Iglesia cristiana durante los siete últimos siglos de nuestra Historia occidental. Hubo una época en que la Iglesia y el Imperio se identificaban prácticamente entre sí, apoyándose mutuamente en sus intenciones totalizantes, jerárquicas, unitarias y uniformes; era el tiempo de «el Mundo en la Iglesia», que suscitaba una civilización calificada con el nombre de cristiana. Luego, en el siglo xvi, la crisis de la conciencia europea se trasformó en crisis de la Iglesia. Mientras que ciertos teólogos españoles intentaban convencerse de que los indios de América no tenían alma, el hombre moderno descubría y afirmaba su autonomía, reclamaba su independencia. «Y sin embargo, da vueltas»: Galileo no iría a la hoguera ni los reyes a Canosa. Es el tiempo de «la Iglesia y el mundo»: dos entidades que se reconocen más distintas de lo que se había creído y que habrán de conocer un largo período de enfrentamiento, de búsqueda de coexistencia, de determinación de identidad. En el Sínodo de 1970, un cardenal decía todavía: «La Igksia es como un coche 134
que necesita un arreglo del motor y una revisión de la carrocería; va a emprender el camino... y se encontrará con los hombres en algún sitio». Finalmente llegó el tiempo —estamos en él— en donde no se habla ya de «la Iglesia y el mundo» —sino de «la Iglesia en el mundo». Cada vez se hace más viva la conciencia de que la comunidad de creyentes brota de la comunidad humana, vive en y con esta comunidad humana, está ordenada a esta comunidad humana y que la Iglesia no es más que una emergencia significativa de la Humanidad total. Precisamente, lo que estamos viviendo en la Iglesia de hoy, es lo que la humanidad vive. Resulta radicalmente importante comprender que no hay una crisis de la Iglesia, sino una crisis más general, que afecta al conjunto de la humanidad, y que necesariamente tiene que repercutir en la vida de los creyentes. Los «cambios» en la Iglesia no son más que el impacto, inevitable, de una mutación enorme que conocen nuestras culturas, de una crisis que atraviesa nuestro mundo. En este aspecto me gustaría decir lo siguiente: dejando abierta la cuestión de saber si es más fácil o más difícil para un organismo como la Iglesia cristiana ponerse radicalmente en cuestión, frente a una nueva situación que se presenta como un desafío y que exige nue135
vas soluciones, siento la tentación de pensar, por mi parte, que en el mundo actual sólo la Iglesia cristiana ha emprendido en su seno una verdadera revolución. Una revolución política que no se presenta bajo términos de internacionalización, de soluciones económicas mundiales, de discusión de los sistemas educativos, no tiene más que un interés limitado. La Iglesia, por su parte, parece como si se hubiese enfrentado con los datos fundamentales de su constitución, de su historia, de su mentalidad. Frente a esta actitud, los proyectos políticos en curso me parecen, proporcionalmente, como unas reformas sin importancia. Y creo que hemos de alegrarnos de ello. Entre las modificaciones profundas que afectan al hombre contemporáneo en su vida personal y social, me he fijado —si no por casualidad, al menos de una forma un tanto arbitraria— en tres modificaciones que, según creo, permiten comprender el porqué de esas «oposiciones» entre los cristianos: la valoración del sujeto, el lenguaje y la búsqueda de mediaciones comunitarias. El sujeto Querámoslo o no somos herederos de una larga tradición subjetivista que tiene su origen en Descartes, y que ha llegado a valorar hasta 136
el extremo al hombre-sujeto y su libertad personal. En la Edad Media, el hombre, aunque era reconocido como persona, era más objeto que sujeto, situado siempre en la escala de los seres (un escalón entre muchos otros), en medio de un encadenamiento de jerarquías sagradas o sacralizadas, sometido siempre a unas reglas, metido en unas estructuras, fijado en un «estado». Ese estado era absolutizado y proclamado como «voluntad de Dios». Esta sacralización de un estado, que hacía que uno naciera esclavo o señor y que Dios lo quisiera de esa forma, fue considerada como algo lógico hasta una época muy reciente. Aquel célebre novelón «Jacobo el pordiosero» ha manifestado con cuánta energía utilizaban los señores y no pocos hombres de Iglesia aquel argumento de que empeñarse en cambiar su «estado» equivalía a oponerse a la voluntad de Dios. Recordemos que hace poco menos de un siglo León XIII escribía todavía, el 17 de septiembre de 1882, en una encíclica a la Tercera Orden de san Francisco: «En fin, la cuestión de las relaciones entre ricos y pobres que tanto les preocupa a los economistas quedará totalmente regulada cuando quede firmemente establecido y confirmado que la pobreza no carece de dignidad; que el rico tiene que ser misericordioso y generoso y que el pobre ha de estar contento de su suerte y 137
de su trabajo, ya que ni el uno ni el otro han nacido para esos bienes perecederos y éste tiene que llegar al cielo por la paciencia y aquél por la liberalidad».
Unos años antes, en una de sus primeras encíclicas, el mismo León X I I I (28 de diciembre de 1878) proponía como modelo de la sociedad terrena a la jerarquía y organización de los nuevos coros de los ángeles. Actualmente, al rechazar todo fixismo y toda sacralización de un estado, el hombre está convencido de que puede cambiar el mundo y su propia condición; al considerarse como la primera y última referencia, rechaza toda norma intrínseca, todo orden prestablecido, toda naturaleza previa. Y de aquí se sigue una actitud dinámica e inventiva y un gran deseo de fidelidad a sí mismo, de autenticidad, que es la única norma aparentemente aceptada. El hombre moderno desea participar, definir, hacerse oír, ya que, según afirma, todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y en derecho. Hubo un tiempo en que el pueblo de Dios estaba compuesto, en su mayor parte, de alfabetos; las prescripciones doctrinales en materia de fe y de costumbres tenían que llevarse aún muy lejos, tanto para los fieles como para los pastores; acordémonos de los manuales que 138
utilizaban los confesores. El hombre de hoy siente como un yugo y una tutela inadmisible lo que antes era una dirección auténtica y útil. Preocupado de su «verdad» interior, consciente del misterio y de la complejidad del «yo», se muestra poco inclinado a aceptar soluciones draconianas del misterio humano o a escuchar respuestas preparadas de antemano a las cuestiones que le constituyen y lo atormentan. Aspirando a que le reconozcan los demás, quiere tomar una parte importante en la decisión y en las decisiones de su destino. Sensible a la proliferación de los medios de comunicación social, prolongaciones inesperadas de sí mismo para la recepción y la emisión, quiere escuchar, saber, conocer, y quiere también hablar, expresarse, hacerse oír. Decreta rabiosamente el fin de las minorías que tienen el poder y el saber —las «élites», los clérigos— y que disponen prácticamente a su gusto de todos los demás, de la «masa» del pueblo. Por mi parte, estoy profundamente convencido de que lo que hay de nuevo en la actualidad, no es tanto el hecho de las divergencias, como la expresión posible y realizada de esas divergencias. Las divergencias y las oposiciones han existido siempre, pero no se expresaban. No tenemos la ingenuidad de pensar que la segunda parte de la Suma de Santo Tomás sea la mejor descripción de las costumbres del pueblo cristiano en el siglo XIII, o que los 139
cánones del concilio de Trento sean la mejor descripción de la fe o de las costumbres de la Iglesia católica-romana en el siglo xvi. Si los pequeños colonos que ocupaban las tierras que rodeaban a las grandes abadías medievales (espacios que se han convertido en zonas privilegiadas de la falta de fe en el mapa de Francia) hubiesen tenido posibilidades de expresión, es cierto que hoy tendríamos en nuestros archivos famosos documentos contestatarios. La fe de los teólogos o de los ambientes cultos de los siglos pasados no es perfectamente representativa de la fe y de la conducta cotidiana del pueblo cristiano, de esos fieles de antaño que a veces recordamos con una ternura sospechosa. Se callaban, pero las distancias y las diferencias podían ser enormes.
que dijeron aquellos ambientes cultos que sabían y podían expresarse. Actualmente, esas experiencias cristianas múltiples se dicen, se afirman, y el imperialismo dogmático o disciplinar no responderá a la pregunta planteada por tantas voces. La realidad viva de la fe, ¿no ha sido y no es una presencia de Dios oculta en esas experiencias? Podría ser la inmensidad de la fe y de la piedad del pueblo de Dios la que llevase consigo una relativízación de los discursos oficiales.
Descifrar eso que se ha llamado3 el enigma de las experiencias o de las creencias cristianas, analizar la disensión entre las formulaciones oficiales y la experiencia cristiana colectiva, sería un estudio muy instructivo. Al dar cierto privilegio a la historia de las ideas, partiendo de los textos elaborados por los clérigos, no podemos imaginarnos la múltiple variedad de una vida cristiana, enigmática y dudosa a veces. De hecho, no tenemos motivos para identificar o reducir el cristianismo a lo
Nos encontramos ahora con esta paradoja: El instrumento por excelencia de la comunicación y de la unidad, el lenguaje, se ha convertido de hecho en una de las fuentes más importantes de división y de incomprensión mutua. Cuando se habla de los problemas del lenguaje, no se trata desde luego de la traducción o del vocabulario. Se trata más profundamente de la toma de conciencia de este dato fundamental: todo hombre —por tratarse de un ser histórico— está profundamente condicionado por una cultura, uno de cuyos elementos
3 M. DE CERTEAU, Y a-i-il un langage de l'unité?, en «Concilium», n. 51, p. 86.
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Pero esta observación nos lleva a un segundo punto: la cuestión del lenguaje. El lenguaje
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!
esenciales es el lenguaje. Lo mismo que no existe la civilización, tampoco existe la cultura, y por eso no existe tampoco el lenguaje, sino unos lenguajes. En el siglo XIII, san Alberto Magno y santo Tomás, introdujeron el pensamiento griego, que habían recogido antes los árabes. En una Europa cristiana, unificada hasta el extremo en su pensamiento y en su filosofía, según una tradición esencialmente platónica y agustiniana, la aparición del pagano Aristóteles se vio denunciada como una aparición diabólica. Se abrió la crisis. Santo Tomás fue puesto en el índice y los estudiantes tuvieron que marcharse de París a Orleans. La crisis se vio pronto superada y santo Tomás se convirtió en el doctor común, legando a los siglos sucesivos un lenguaje que se convirtió en el lenguaje de todos. Pero he aquí que en nuestros tiempos ya no es un nuevo lenguaje el que aparece, sino diez y hasta cien lenguajes. Etnología, sociología, psicología, lingüística, psicología social, comunicaciones a escala mundial; a través de todo este enorme despliegue, el hombre moderno descubre a la vez la suma variedad, las riquezas y los límites del discurso humano. Está convencido de que se le ofrecen unos nuevos instrumentos, que pueden ayudarlo en la inteligencia de su fe. El estructuralismo se introduce en la exégesis, la poética quiere iluminar 142
el acto de fe, y la simbólica ayuda a vivir los sacramentos. Pues bien, antes de juzgar, de discernir, de rechazar, se impone un primer trabajo, que no resulta nada fácil: ¡intentar comprender! La Fontaine recorría todo Versailles: «¿Ha leído usted a Baruch?» Hoy habría que preguntar a diestro y siniestro: «¿Ha leído usted a Ernesto Bloch, a Moltmann, a Buber, a Foucault, a Klein, a Tillich, y tantos otros?» ¡«No, no los he leído!» «Entonces, no vale la pena discutir». De la multiplicación brota la relativización y se descubre —algo que siempre se había afirmado, pero sin medir sus consecuencias— que las formulaciones teológicas más ordinarias, las propias formulaciones dogmáticas están íntimamente ligadas a una cultura, a un lenguaje entre otros varios. En su enseñanza, la Iglesia, sobre todo desde el concilio de Trento, utilizaba un lenguaje teológico, y este lenguaje formaba la base de la escolástica; pues bien, este lenguaje se ha deshecho. Si queremos vivir con los hombres de este tiempo, hacerles escuchar el anuncio de Jesucristo, ¿qué lenguaje vamos a utilizar? Para situar el misterio de Jesucristo, ¿vamos a contentarnos con recoger el maravilloso concilio de Calcedonia y utilizar las categorías de Naturaleza y de Persona? Cuando se leen los recientes estudios sobre la palabra «naturaleza», de la que se llegan a presentar sesenta 143
significados distintos, ¿cómo extrañarse de la dificultad en entender y en comprender ciertos pasajes de la Humanae vitae? En fin, se ha descubierto que la misma formulación del Nuevo Testamento, expresión privilegiada de la fe y de la primera comunidad creyente, está profundamente condicionada por el lenguaje y la mentalidad de una época, de una cultura; ¿es que podría ser de otra manera? Por consiguiente, parece cierto que las difíciles cuestiones del lenguaje son una de las principales razones de eso que se nos presenta como una explosión, como una dispersión del pensamiento cristiano. La mediación comunitaria La tercera fuente de diversidad, e incluso de división, tiene su origen en la explosión de las estructuras sociales tradicionales. No haremos más que mencionar este punto, sin desarrollarlo. El cristiano, que hasta hace poco estaba sostenido, llevado, y mantenido por una estructura de tipo tribal —la aldea, la familia—, encontraba en la parroquia una reproducción de ese universo de la tribu, fundado esencialmente en las relaciones interpersonales. Actualmente, ante el hecho de una civili-
zación urbana, ante el hecho de la multiplicación de los medios de comunicación, el hombre experimenta una trasformación total de su universo relacional. Extraño quizás al compañero con quien comparte el asiento del autobús, pero vinculado a una multitud de grupos de organismos, de ambientes, el hombre tiene que aceptar, por una parte, como elemento de su personalidad humana, un número considerable de «relaciones amplias», y por otra parte, tiene que buscar el lugar en donde pueda desarrollarse su «relación estrecha». La comunidad cristiana tradicional parece ser que ya no le puede satisfacer; la pertenencia a la Iglesia católica, la pertenencia a una parroquia —aunque se la haya proclamado comunidad parroquial— ya no le basta y siente en muchos casos la necesidad absoluta de una mediación comunitaria verdadera entre su subjetividad y su vocación a lo universal. De ahí esa proliferación de células de base, de comunidades de base, que se crean por cooptación y que engendran una nueva diversidad, al mismo tiempo que provocan la explosión de los grupos tradicionales4.
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Cfr CASIANO FLORISTAN, GONZÁLEZ RUIZ, DENIS Y OTROS.
Comunidades de base, Ed. Marova, 1972, Madrid. 144 145
2. - TRES ACTITUDES QUE EVITAR
Nos gustaría denunciar a continuación tres actitudes frente a una situación que también es nueva; actitudes que son una trampa muy peligrosa. La primera actitud consiste en un esplritualismo desencarnado, que proclama la unidad en una especie de cielo empíreo Se trata de una huida hacia arriba de aquel que se niega a ver la realidad llena de conflicto y de desgarrones. El modelo de esta actitud podría ser cierta forma de vida en común, que muchas veces apreciamos en la vida religiosa. Puro formalismo, que rechaza el enfrentamiento y las diferencias, que cae en una falta total de realismo que arruina a las personas y a los grupos, una caridad que arrincona el amor, en donde todos ponen cara de quererse, de estar bien unidos, de navegar «por el espacio liso y maravilloso de la utopía» (Michel Foucault), multiplicando los discursos vacíos que no tienen ningún arraigo en lo real. Se da la unidad, se quiere la unidad, pero la escatología nunca es la descripción de la Historia presente, y los discursos piadosos, las proclamas genéricas, sin ningún impacto ni alcance, no arreglan nada. Decir que uno está en contra de todas las violencias es una cosa; denunciar146
la con el dedo, llamarla por su nombre e intentar aplastarla, es otra. La segunda actitud consiste en proclamar la necesidad de «tomar las riendas en la mano» Nostálgicos, sin darse cuenta, recordando muchas veces un pasado definitivamente superado, defensores de modelos anticuados, algunos piden una reacción vigorosa. ¡Que se afirme la autoridad, que se barra a los rebeldes, que todo el mundo entre en vereda! ¡Que la Iglesia —ella por lo menos—, en medio de un universo en movimiento y umversalmente inestable, nos ofrezca un punto fijo, una estabilidad en medio de la continuidad! ¡Que frente a esa explosión universal de mentalidades y de estructuras, la Iglesia por lo menos ofrezca el espectáculo de una fuerza unificada! Pero es una ilusión creer que la Ley nueva de Jesucristo pueda imponerse por el camino de la fuerza, que la fe pueda conservarse tan rica y tan pura a base de definiciones y con la ayuda de un cortejo de inquisidores, que la unidad pueda asegurarse gracias a una centralización a ultranza y a una uniformidad implacable. El texto que vamos a citar manifiesta con toda evidencia cómo una intuición exacta puede llevar a conclusiones demasiado rápidas: «Hoy más que nunca los cristianos tienen que ser Uno, hoy más que nunca tienen que tomar
una postura en todos los problemas de la vida, hoy más que nunca tiene que haber unanimidad en la acción: sólo un hombre puede dirigir, sólo un hombre puede enseñar, sólo un hombre puede mandar: Pedro y sus sucesores. Y no hemos de extrañarnos al ver, que poco a poco, lo que los obispos fueron antaño en sus diócesis, hoy sea el Papa el que tome en sus manos esta misión, ya que no sería conveniente para la Iglesia ni para el mundo que en cada obispado hubiese posturas diferentes y a veces contradictorias. Si la Iglesia quiere ser una en un mundo que se unifica, es menester que hable el Papado, que hable muchas veces y que lo dirija todo. Por eso este siglo xx es una nueva aurora en la Iglesia, la aurora de una era nueva, de una era pontifical, así como también la aurora de un mundo universal, de una sociedad internacional, donde los estados desaparezcan, los obispados pierdan su soberanía, dejándole a Pedro y a sus sucesores la dirección general de todo el movimiento católico, de toda la acción católica, de todo su apostolado» 5.
«Lo que más profundamente me ha herido, escribe el padre Congar, es el no haberme encontrado con la contradicción, que siempre acepto, sino haberme encontrado con el odio». Desconfiemos de esos exclusivismos tremendos, que, por otra parte, demuestran muchas veces aquellos mismos que exigen con más fuerza la libertad de expresión.
3 . - T R E S PRINCIPIOS, TRES «CLAVES»
Me parece que en la actualidad las actitudes tienen todavía más importancia que los objetos. Por eso me gustaría proponer tres principios generales, tres «claves», que quizás nos permitan llegar más fácilmente a comprender ese inmenso cambio que estamos experimentando. La primera de esas claves es sociológica, la segunda psicológica y la tercera más bien teologal.
La tercera actitud es la del particularismo aterrador
Clave sociológica
Otros, convencidos de la razón de sus análisis, del acierto de sus opciones, absolutizarán sus propias posiciones, cayendo en una intolerancia acompañada de desprecio y de odio.
Según ciertos sociólogos *, los individuos y los grupos se trasforman y evolucionan según el siguiente proceso ineludible. 6
5
P. BEYER, Le souverain pontife, centre vital et unité de l'Bglise: en «Út regnet», agosto 1955.
COHEN-SEAT y FOUGEYROLLAS, L'action sur l'homme;
cinema et televisión, Paris 1961. 149
Al principio, tanto para el individuo como para el grupo, se encuentra una «sistemática»; una representación del mundo simplificada y rígida, que nadie pone en duda. El niño dispone en su origen de una sistemática de este género, que le permite responder a muchas cuestiones que nunca se ha planteado como cuestiones; el clásico manual de teología usado en los seminarios dispensaba a muchos clérigos de preguntarse sobre lo esencial o sobre la razón de cierto número de afirmaciones. Viene luego la «temática»; es el momento en que surgen en el grupo o en el individuo ciertas cuestiones que todavía no tenían respuesta, o interrogaciones inquietas sobre respuestas que parecen incompletas, falsas o impuestas. La sistemática se rompe y brotan cuestiones de la propia vida, que se presentan como desconcertantes. En ese momento, la sistemática se defiende de dos maneras. O bien, pasa al contraataque, acusando al «cuestionador», de tener mal espíritu y de ser un impertinente. O bien, intenta abrirse un poco, integrando la nueva cuestión, pero sin ponerse en cuestión a sí mismo en cuanto a sistema totalizante. El período preconciliar fue un período de temática, durante el cual abundaron las actitudes que acabamos de mencionar. Viene finalmente la «problemática». Se pasa, no sin esfuerzos, del desorden de la te150
mática a la fase en que los problemas claros quedan separados de las cuestiones que brotaron espontáneamente. Se pregunta uno de qué se trata y se da uno cuenta de que la sistemática anterior no basta para resolver esos nuevos problemas. Una nueva aportación (por ejemplo, la de las ciencias humanas, la de los conocimientos históricos, el estudio más profundo de la Tradición), permitirá plantear sin temor ciertas cuestiones claras y presentar algunos elementos de solución. La evolución de la concepción de la Iglesia desde el Vaticano I hasta la Constitución conciliar Lumen gentium del Vaticano II, representa maravillosamente el paso de una sistemática (Vaticano I) a una problemática {Lumen gentium), a través de una temática (recuérdese los enfados de muchos teólogos durante los años 1950 a 1960). ¿No cesaría el malestar de algunos si se hicieran conscientes de este paso, individual y colectivo, que damos sobre tantos aspectos de nuestra vida cristiana? Clave psicológica El hombre es el único animal prisionero de su infancia; continuamente se ve arrastrado para atrás; no logra surgir a sí mismo más que a costa de ir traspasando puertas. Supe-
rando los sueños de las satisfacciones inmediatas del deseo, los sueños de fusión, que no son más que regresiones, tiene que tender en cada instante hacia una madurez que nunca se alcanzará por completo. La vida religiosa, la vida de fe, puede ser una tentación de regresión fundamental, un refugio en un seno maternal, en un pecho que hay que mamar hasta el fin de los días. Pero si puede serlo, «debe» ser, por el contrario, el lugar privilegiado de la madurez. También aquí, en la vida de fe, en la vida cristiana, las cadenas del deseo, los sueños de la unidad fácil y poco costosa, tienen que romperse gracias a la intrusión de la realidad7, de la alteridad y de la muerte. En educación, por ejemplo, puedo pensar en los hijos que tendré. Pero cuando están allí, el principio de realidad es imperativo; para poder realizarme como padre, tengo que aceptar al niño tal como es, y no tal como lo he soñado. Y el hijo no es el calco de sus padres (alteridad); en cierto modo, mortifica los proyectos del padre; profetiza por su propia existencia la muerte del padre. Jesús siguió este camino. No pudo realizar su misión ni alcanzar su madurez de Hijo de 7 Si Freud habla del «principio de realidad» en el sentido en que aquí lo entiendo, no habla del «principio de alteridad», y lo que dice del «principio de muerte» es distinto de lo que aquí recuerdo.
hombre más que a través del fracaso (realidad), la alteridad (su soledad en Getsemaní) y la muerte. La resurrección sólo podría alcanzarse por estos caminos. Por encima de los sueños locos de unidad, de amor, de concordia universal, ¿somos capaces de admitir la idea de que la unidad sólo podrá ser verdadera por el reconocimiento de la realidad, por la aceptación de la alteridad, por el camino de una muerte multiforme? ¿Hemos llegado a comprender que no hay un ser vivo, un cuerpo físico o un cuerpo social, que pueda prescindir de tensiones y de distorsiones para llegar a dar a luz su propia identidad? Clave teologal La tercera «clave» es una observación teologal. El Dios de Jesús es el Dios de Abraham de Isaac, de Jacob; es el Dios de la Promesa, del Éxodo, del desierto; aquel que saca a Abraham de su pueblo, a Moisés de su tranquilidad, es el Dios ante nosotros, el Dios que viene. El cristianismo no es una epifanía perfecta. Jesús ha resucitado, pero la Pascua no ha acabado todavía, puesto que los miembros del cuerpo no han terminado su tránsito al Reino. Lo mismo que la Historia es «esperanza de 151
Historia», también la venida de Dios es «esperanza de venida». Si es verdad que hemos de plantear el problema actualmente en términos de fidelidad a nuestros orígenes, a la tradición, también es cierto que hemos de plantearlo en términos de creación, de porvenir, de esperanza. El nomadismo cristiano no consiste en aguardar el paso último al Reino del Padre, sino en vivir, aquí abajo, como extraños y peregrinos».
Ittdón de un pluralismo teológico, es una cosa; un conflicto vital sobre Jesús o sobre su IgleNIN, CB otra. Conviene por un lado no caer en un ircnismo fácil, calificando todas las oposiciones entre los cristianos de pluralismo sano y normal; y por otro lado, no hablar con horror de la túnica desgarrada apenas dos cristianos dejan de estar de acuerdo en cualquier cosa. Creatividad
4. - JALONES
Después de haber procurado señalar algunas causas de esta situación de oposiciones en el seno del pueblo cristiano, y después de haber determinado una especie de óptica general, podemos ahora proponer algunas reflexiones, que serán como jalones para el largo camino que todavía nos queda por recorrer. Discernimiento necesario Desconfiemos ante todo del confusionismo pasional. La división en el plano de las opciones políticas, cuando sabemos que no existe ningún proyecto cristiano total sobre el mundo, es una cosa; la búsqueda de un nuevo modelo de sacerdocio ministerial, es otra. La acep154
El cristianismo es histórico. Por eso tenemos una raíz, un pasado, del que nadie puede renegar. Pero puede uno arraigarse hasta tal punto que se hunda en la tierra, siendo así que las raíces no son más que la condición para que una planta pueda crecer, viva y sólida, a todos los aires. Tenemos que asumir a la Iglesia en su actividad histórica y renovar nuestra creatividad. Hay demasiadas estructuras que hacen pesado al cuerpo eclesial, demasiadas rutinas sacralizadas, que no permiten ya distinguir entre lo esencial y lo secundario. La llamada a la tradición tiene que ser lúcida, y quizás sea necesario, por ejemplo, recordar vivamente a las personas enamoradas del gregoriano, que se escandalizan al ver cómo la Iglesia abandona lo que se llama «el canto milenario del pueblo cristiano», que el primer manual de canto 155
gregoriano para uso de las parroquias, editado por Solesmes, ¡no tiene más de cincuenta años! La llamada a la tradición tiene que saber apreciar veinte siglos de historia de pensamiento y de vida; presentar algunos extractos de encíclicas del siglo pasado como «verdad de fe católica», resulta un poco ingenuo y no muy serio. El espíritu infantil no es, según Piaget, esa inmensa posibilidad de creación que se desea, y nuestro realismo cristiano tampoco es querer lo imposible. «Sed perfectos como el Padre celestial es perfecto»; esto quiere decir: «Podéis estar siempre corriendo para realizar lo que os pido», o mejor: «Tenéis que correr continuamente», si queréis responder a mi llamada; yo os espero siempre un poco más allá. La primera función unificante de la jerarquía, ¿no debería ser esa invitación constante a la creatividad, a la renovación, bajo el soplo del Espíritu? Si así fuera, muchas oposiciones se presentarían entonces como aspiraciones a traducir de una manera multiforme la llamada de Jesús a los hombres de este tiempo, más que como el abandono de la unanimidad, modelo de los tiempos antiguos.
156
El otro Como tercera propuesta, me gustaría recoger esta afirmación que se ha repetido tantas veces: «Hay que aceptar al otro. No salamente tolerarlo, sino aceptarlo como otro, como diferente». Pero yo subrayaría lo siguiente: mi aceptación del otro, lejos de ser vivida por mí como una condescendencia o como un mal necesario, traduce mi convicción profunda de que yo solo —por muy inteligente y generoso que pueda ser— no puedo pretender expresar la tatalidad del misterio cristiano. Siempre habrá infinitamente más en el misterio de Jesús y de la Iglesia que lo que un hombre o una época hayan podido o podrían decir o manifestar de él. Entonces, ¿cómo no desear que el hombre de una nueva cultura, técnica o bantú, intente aplicar su propia experiencia a la Palabra, para una nueva epifanía histórica, intelectual, de Jesús Salvador? Si los propios evangelistas nos han proporcionado, cada uno según su genio y su cultura, testimonios a la vez tan diversos y tan concordes; si esos que llamamos espontáneamente los «grandes momentos de la Iglesia» han sido, de hecho, momentos de crisis, en los que ciertos hombres supieron inventar nuevas respuestas a los auténticos desafíos lanzados por su tiempo, ¿cómo no alegrarnos ante el prodigioso pulular inventivo de este siglo, aun cuando
a veces nos parezca un poco anárquico y sea preciso ese discernimiento que mencionábamos hace poco? Un reglamentarismo estúpido, que confunde la unidad con la uniformidad, oculta con frecuencia una esclerosis total, mientras que las diferencias en la reflexión o en las experiencias, sucesivas o concomitantes, manifiestan claramente que hay siempre mucha mayor riqueza en lo implícito vivo que en lo explícito y formulado. La unidad como objetivo Puesto que es imposible traducir totalmente en un lenguaje o en un comportamiento humano el misterio de comunión revelado en Jesús, hemos de concebir la unidad como un dinamismo, como un objetivo, y no solamente como un dato. La unidad se logra mediante una convergencia a la vez reconocida y deseada. Santo Tomás nos recuerda que el acto de fe no se termina en el enunciado de la fe, sino en la realidad; y como les gusta decir a nuestros hermanos protestantes, hay que distinguir la fides quae creditur (la creencia, el dogma, lo que se cree) y la fides qua creditur (el acto, el movimiento, el don de sí a Jesucristo y a su promesa). Desde luego, la fe no tiene fuerza más que por su contenido y no es esa «pura llamada» que a veces parece presentar Bult-
mann; la Palabra está allí, como referencia viva, presentada por una Iglesia viva; pero la adhesión fundamental al misterio de Jesús, ¿no es más importante, en realidad, que la exactitud de la fórmula, la ortodoxia decretada, de la que puede preguntarse si engendrará necesariamente, por encima de una sumisión de todos, una verdadera unidad? Concederle la primacía a la intención, al objetivo, con cierta tolerancia ante las expresiones, no lleva necesariamente a un relativismo o a un indiferentismo doctrinal; lo afirmo con una libertad tanto mayor cuanto que creo profundamente en la teología, y no me gusta escuchar o leer cierto número de variaciones, que me parecen bastante ligeras, sobre la Palabra de Dios, sobre Jesús o sobre su Iglesia. Pero también sé que los hombres de este tiempo —y nosotros lo somos— no aceptan una proclamación, un modelo de vida que no compagine con la verdad de su experiencia. Y sigo empeñado en creer que el Espíritu, que actúa en el corazón de todo creyente, puede llevarlo a decir o hacer algo más que tonterías o disparates. Y esto nos lleva a una nueva observación, sobre el papel de la jerarquía ante la unidad.
Papel de la autoridad jerárquica Instituidos para el servicio privilegiado de la Palabra y del pueblo de Dios, sucesores de los apóstoles y garantía de fidelidad, los obispos tienen una rrisión privilegiada para la unidad de los cristianos. En primer lugar, no hemos de vacilar en inscribirnos dentro de cierta relativa ruptura frente a una tradición corta. No nos olvidemos de que la idea de «magisterio» es reciente. Desde el punto de vista del vocabulario (cito unas palabras del P. Congar dirigidas a una reunión de obispos)8, la palabra Magisterio en su sentido moderno data de Pío IX, o sea, desde hace poco más de un siglo. Y en su sentido recentísimo de «el» magisterio proviene de Pío XIII. Se ha hinchado excesivamente, como una especie de valor autónomo, de oráculo que, en virtud de carisma, podía contestar a todo. Pues bien, esto no sólo es exagerado, sino falso. Lo confiesa el propio magisterio; lo ha dicho bien claramente la Gaudium et spes: «no se tiene una respuesta para todo». Pero si el magisterio no es un oráculo, puesto que él también, compuesto de miembros del pueblo de Dios, no es más que mediación 8 Cuarto coloquio de Ephrem, marzo de 1970 (Secretariado general del episcopado), p. 126.
y, por tanto, realidad humana e histórica, la verdad es que desempeña un papel privilegiado en relación con la unidad. Se trata de un 'papel bastante difícil de precisar y, sobre todo, de ejercer. ¿Cómo se le podría caracterizar? Ante todo, por una gran capacidad para escuchar. Si el Espíritu Santo es comunión, solamente la escucha recíproca de la Iglesia atenta al magisterio y del magisterio atento al conjunto de la Iglesia, conducirá a una vida de fe fecunda. Y no creamos que es fácil esa tarea de escuchar y comprender. Además, por una capacidad y por una función privilegiada de discernimiento. El negarle a la jerarquía una función prudencial de discernimiento, que pueda llevar a una intervención directa frente a tal afirmación de un teólogo o frente a tal actitud de una comunidad cristiana, equivaldría a negar un elemento esencial de la estructura eclesial católica. Responsable privilegiado de la Palabra trasmitida, símbolo y garantía de la unidad del pueblo de Dios, deseoso de asegurar la creatividad arraigada en una tradición, de establecer el vínculo entre los diversos intentos de llegar a la verdad, el obispo representa, no ya una pura llamada al pasado, ni el freno o el control minucioso, sino la prudencia en la que se encuentra a sí misma la comunidad y se reconoce por encima de sus propios intentos. 161 11
Fuente directa de la Palabra, responsabilidad de discernimiento, garantía de seguridad de una comunidad de creyentes que la respeta, he aquí las tres funciones de la jerarquía que, reunidas en un solo haz, son la promesa de la unidad y de una palabra coherente de los cristianos. La Eucaristía Los cristianos han reconocido siempre un signo privilegiado de su unión, de su comunión: la eucaristía. Pero el signo de unidad se ha convertido en signo de división, en lugar de oposición. Al rechazar el formalismo de muchas eucaristías de signos caducos e ilegibles, al desechar una celebración cuya unidad no perciben, al no admitir que se pueda celebrar nada juntos cuando no hay nada que compartir, ciertos cristianos buscan en esas liturgias domésticas más jugosas la posibilidad de celebrar sacramentalmente una fraternidad y una forma real de compartir. A primera vista esta contestación y esta reivindicación son sanas y aceptables, pero encierran una grave amenaza. Mi abuelo era tonelero en una aldea de Bretaña; tenía 14 hijos; en su casa no vi nunca la mesa puesta sin un cubierto de más; cuan162
do alguno mostraba su extrañeza, mi abuelo o mi abuela le decía: «Es para quien pase». Nuestras comidas humanas celebran una comunión y un reparto, pero sabemos muy bien que esa comunión y ese reparto nunca son completos, y que nuestras comuniones humanas, familiares o amigables, son exclusivas. Aquí es donde se muestra la exigencia fundamental de la hospitalidad. Si la eucaristía es el sacramento de la fraternidad ya realizada, es también el sacramento de la unidad dada por Dios en Jesucristo, de la reconciliación universal que hay que instaurar. Anunciar la muerte del Señor, es tomar en serio la no-realización plena de la reconciliación querida por el Padre en Jesús. Una eucaristía que no dejara sitio al extraño, que no reuniese más que a los que están ya reunidos, sería un señuelo. Entonces, nuestras diferencias, nuestras divergencias, y hasta nuestras oposiciones, me parece a mí que podríamos y deberíamos llevarlas a esa eucaristía común; allí aprenderíamos a reajustar las Cosas, a atender y a escuchar a los demás; volveríamos a descubrir la exigencia de la verdad de nuestras vidas y, recobrando fuerzas para el largo camino hacia la unidad del Reino que allí celebramos, aprenderíamos a creer los unos en los otros 9. ' Cfr C H . DUQUOC, Vivre l'Eucharistie, en «Lumiére et vie», n. 94. 163
Conclusión Me gustaría concluir con una llamada a la esperanza. La Historia de los hombres, precisamente por ser historia viva de hombres vivos, no puede realizarse más que por caminos inciertos y tortuosos. No hemos de meternos con el buen Dios; es preciso reconocer que ni los unos ni los otros disponemos de los principios de dirección y de regulación que bastaría aplicar para llevar al hombre a la auténtica plenitud, cuyo rostro podríamos trazar. En medio de este mundo en gestación tenemos una misión que cumplir, pero sabiendo que cualquier intervención de nuestra parte hará brotar nuevos problemas. Por tanto, hay que aceptar nuestra pobreza y confiar en el Espíritu, tínico señor de la Historia y del que sabemos que está actuando en el mundo. Ese Espíritu nos presenta siempre caminos que desconciertan al corazón del hombre y, si es cierto que no todo movimiento indica la presencia del Espíritu, también es cierto que no hay presencia del Espíritu sin movimiento y sin un continuo planteamiento de nuestras cuestiones fundamentales. En la medida en que los responsables, clérigos, pastores, etc., pretendieran quedarse fuera de esas agitaciones que transtornan al hombre de hoy y que superan en amplitud y en pro164
fundidad a todas las revoluciones de la Historia, serían por su parte responsables del desequilibrio, del desorden y del desconcierto, al acentuar las distorsiones en vez de tender a la armonía. El ideólogo que se aferra a su sistema, el teólogo prisionero de sus categorías, el responsable que no puede deshacerse de la idea aristocrática de una sociedad piramidal, llevan el peso de una dura responsabilidad; se les escapa la realidad, y aparecen —sin que ellos se den cuenta— otras nuevas formas de comunión y de intercambio. El progreso de la historia puede, en definitiva, hacer que resulten caducos todos los antiguos modelos, todas las referencias clásicas, pero lejos de descargar al hombre de su responsabilidad para entregarle en manos del fatum, ese progreso de la historia no hace más que acentuar esa responsabilidad y hacerla más imperativa y más pesada. Porque siempre hay que volver al hombre. Sólo el hombre tiene la llave de su edificación según el corazón de Dios, frente a un mundo que, continuamente, al filo de cada época de la historia, le obliga a ir haciéndose cada vez mejor. Este tiempo tiene que ser salvado, lo mismo que todos los demás: en vez de lamentar la miseria de los tiempos, tenemos que acordarnos de que nadie ha visto nunca gemir a la levadura por no estar fermentada la masa; nosotros somos la levadura, para el pan de hoy y para el de mañana, no para la masa de ayer. 165
San Pablo nos dice (¡qué lejos está su lenguaje de nosotros!): no seáis sólo hombres psíquicos (esto es, gente inteligente), sino hombres pneumáticos (inspirados por el Espíritu, el pneuma). Es lo que se me ocurre: seamos pneumáticos. ¿Y qué es lo que se le pide a un pneumático, sino que esté hinchado? Hinchémonos bien de ese soplo del Espíritu, para creer que el Reino está llegando, y precisamente por medio de nosotros; hinchémonos bien para creer los unos en los otros; hinchémonos para encajar los golpes duros; hinchémonos para creer en la unidad dada y en la unidad buscada que todos hemos de conseguir. Hinchémonos para convencernos, por encima de todos los temores de que los riesgos más temibles son también las oportunidades más hermosas. JEAN-PIERRE LINTANF
LA IGLESIA ANTE EL DESAFIO DEL TIEMPO 166
Ramón Echarren
INTRODUCCIÓN
No pretendo jugar a las adivinanzas o a hacer predicciones sobre sucesos que pueden producirse durante los próximos años. Hablar de las perspectivas que podemos vislumbrar para la Iglesia en estos años supone ceñirse, no sin una cierta osadía, a los resultados de un doble análisis: — uno consistente en la proyección, en el futuro próximo, de las líneas maestras de una evolución que, con más o menos claridad, con inevitables tensiones y balbuceos, se está ya produciendo en la Iglesia. El futuro siempre depende del pasado; el mañana siempre depende 169
del hoy y del ayer. Esta constatación es la que permite la «profecía» sociológica o estadística que, si no es infalible, al menos permite una cierta aproximación respecto a la marcha de una sociedad concreta; — otro consiste en lo que podría llamarse «intuición por simpatía», es decir, una intuición del futuro, fruto del conjunto de vivencias tenidas en una realidad social de la que se participa con una particular intensidad. Gracias a Dios, los cristianos —y los obispos vamos dejando de ser una excepción— vivimos cada día el misterio cristiano, nuestra fe, nuestra pertenencia a la Iglesia de un modo cada vez más original, más personal y menos institucional, menos rutinario: cada vez tiene menos fuerza en nosotros un «status social» previamente definido o un papel social prefabricado. Ello nos está obligando a todos a sumergirnos de lleno en la corriente vital del pueblo de Dios, en su marcha por esos misteriosos caminos que el Espíritu va abriendo ante nuestros ojos, un poco admirados y, a veces, también, un poco asustados. Y cuando se padece con todo el pueblo de Dios —«padecer con» es lo que significa simpatía—, cuando
se participa de sus alegrías y tristezas, de sus afanes e inquietudes, de sus búsquedas y hallazgos, de sus dudas y seguridades, entonces es posible intuir por dónde va la vida, hacia dónde tiende, cómo tiende, cómo se va perfilando el futuro en sus grandes líneas. Hablar, pues, de perspectivas no es hacer una quiniela de hechos concretos, no es jugar a adivino. Hablar de perspectivas es, en el fondo, hablar de los resultados de una proyección en el futuro de lo que ya intuimos o sabemos que ya, más o menos embrionariamente, vivimos en el presente o hemos empezado a vivir en los últimos tiempos. Hablar de perspectivas supone también tener en cuenta aquellas realidades que se extinguen, más o menos dulce o violentamente, que van desapareciendo en un inexorable proceso de extinción. Antes de entrar de lleno en el tema, quisiera hacer unas precisiones. Ante todo quiero decir algo que, a Dios gracias, comienza a ser un tópico, pero que conviene recordarlo siempre: al hablar de la Iglesia voy a hablar de Iglesia; es decir, que no me voy a referir sólo ni a los obispos, ni a los sacerdotes, ni a determinadas estructuras, ni a ciertos costumbrismos que arrastramos desde 171
hace decenas o centenas de años. Al hablar de Iglesia me voy a referir al pueblo de Dios en su conjunto real, con sus luces y sombras, con sus virtudes y sus defectos, con sus fidelidades y sus rutinas... Creo que sólo acercándose a una visión real de la totalidad del pueblo de Dios se puede llegar a intuir por dónde van los impulsos que el Espíritu promueve en la comunidad cristiana, en esa realidad compleja y llena de paradojas que es la Iglesia o el conjunto de iglesias locales que se integran en una nación concreta. Ello significa que en nuestro análisis; — no puede desconocerse la importancia de las minorías. Dios reparte los carismas como quiere. La historia de la Iglesia está llena de ejemplos de personas y grupos, solos e incomprendidos en su tiempo, que supieron descubrir por dónde iba a marchar la historia de la salvación concretada en la Iglesia de Cristo; — debemos tomar conciencia, en segundo lugar, de la poca importancia de las anécdotas: la marcha de la Iglesia no la detiende el comportamiento concreto de determinado grupo, de determinado sacerdote, de determinada asociación o, incluso, de determinado obispo. La esperanza cristiana nos debe poner a sal172
vo de pesimismos resultantes de hechos concretos, por muy contrasignos que sean, por mucho que nos molesten y duelan. Por supuesto que nos solidarizaremos con esos hechos; incluso procuraremos contrapesarlos con la corrección fraterna o con la denuncia profética. Pero el cristiano debe saber leer el rumbo esperanzador de la Iglesia entre las mallas de signos y contrasignos en que se desenvuelve su vida concreta. Nuestra reacción ante determinadas anécdotas no debe ser la de los apóstoles en medio de la tempestad. Hemos de ser hombres de fe y de confianza, es decir, hemos de ser siempre optimistas; — debemos tomar conciencia, por último, de la radical importancia de aquellas líneas que aun combatidas en un momento dado, tienen tal vitalidad evangélica que son verdadero fermento, verdadera levadura, de una vida que, porque Dios lo quiere así, acabará siendo en toda la Iglesia. Sentadas estas premisas, vamos a pasar a hablar de las perspectivas de la Iglesia española. Por supuesto que no intento agotar el tema. Ello nos exigiría mucho tiempo. Me voy a fijar simplemente en algunos puntos que tal 173
vez ni siquiera sean los más fundamentales, pero que, según mi opinión, son los más significativos y son los que van a tener una considerable importancia en el desarrollo de la vida de la Iglesia en los próximos años.
1. - IGLESIA Y SOCIEDAD
Uno de los elementos esenciales que definen o que están definiendo lo que algunos han llamado «nuevo rostro» de la Iglesia española, es el que se refiere a las relaciones de la Iglesia con la sociedad civil. El punto de partida fue el Concilio y su mirada al mundo. El punto de apoyo está siendo el descubrimiento del hombre real por parte de la Iglesia. El resultado es que la Iglesia se ha puesto en un estado de búsqueda existencial de su propia identidad, de su puesto en el mundo, del lugar que le corresponde en una sociedad nueva. Las implicaciones de esta búsqueda son muchas. La Iglesia está descubriendo o re-descubriendo que el cristianismo: — no es una doctrina filosófica, en competencia con otras filosofías, que puedan 174
enseñarse o aprenderse como una asignatura más a nivel académico; — no es tampoco una explicación científica, ni del mundo, ni de la historia, en competencia con las ciencias positivas, aunque entrañe, eso sí, una visión determinada del mundo y del hombre; — no es tampoco ni una ideología ni un partido político, que presente programas de transformación del mundo a través de la obtención del poder en cualquiera de sus formas (poder económico, político, social, técnico, comercial...) o que aglutina hombres con una visión homogénea de los medios temporales que hay que poner en marcha para construir un determinado modelo de sociedad, o que presenta como ideal ese modelo determinado de sociedad a la inteligencia y a las aspiraciones de los hombres; — no es tampoco un «ghetto» que encierre en su seno hombres separados del resto de los hombres: hombres puros que no quieren contaminarse de los males del mundo; — no es tampoco una fuerza social que quiere imponer una forma de vida o que desea obligar a los hombres a ser buenos en contra de su voluntad libre. 175
La Iglesia está descubriendo que su ser se centra en una vida; una vida que se transmite y no se enseña simplemente; una vida que se realiza y se manifiesta mediante un testimonio; una vida que se fundamenta en realidades que son misterios inexpíicabíes en ios que se cree o no se cree; una vida que se recibe como un don gratuito a partir de un acto libre, personal y plenamente responsable de aceptación de que Cristo, el Hijo de Dios, ha muerto y ha resucitado y, así nos ha liberado de todos los poderes del mundo, nos ha hecho hombres libres, hombres, además, capaces de ser levadura de un mundo diferente, que está ya en nosotros y que, al mismo tiempo, hemos de construir con nuestro esfuerzo; una vida que difícilmente se puede encerrar en cuadros racionales o racionalistas —como se ha intentado hacer durante siglos—- o en estructuras estáticas e inflexibles. Estos descubrimientos colocan a la Iglesia en un puesto inédito dentro de la sociedad. Tan inédito que está desconcertando a todos aquellos que siguen pensando en esquemas clásicos. Corno consecuencia lógica, este desconcierto está suponiendo, al mismo tiempo, una crisis y una clarificación. — Una crisis en los hombres que han vivido, viven y desean vivir una fe sin riesgos, una fe segura, que se reduce a fór176
muías en las que creer y en normas que cumplir. No es que se haya perdido nada de lo que haya que creer ni nada que haya que cumplir. Pero las actitudes que exige hoy la fe sí han cambiado: ya no se trata de aprender fórmulas y aceptarlas, sino hacerse vida con Cristo y de hacer vida su mensaje, con toda la riqueza de su contenido, integrándose además plenamente en el flujo incontenible de la historia de la salvación de la que Cristo es «alfa y omega»; ya no se trata de cumplir unos preceptos como quien cumple un código de la circulación, sino de convertir toda la vida en un solo acto de fidelidad total a las exigencias del Evangelio, de forma que las bienaventuranzas se conviertan en ley neutral de víclít pitra el cristiano y el cumplimiento ilc* los mandamientos sea la consecuencia lój>ica de un permanente estado interior del que se ha convertido a Cristo y sigue convirtiéndose cada día. Toda crisis es buena. Toda crisis es una llamada de Dios a la conversión. Toda crisis es una gracia de Dios. Y así hay que considerar esta crisis de la que ahora hablo. Pero toda crisis produce una clarificación. Es decir, toda crisis lleva a una situación clara de opción; exige, por la radicalidad y tota177 12
lidad que entraña a nivel de decisiones, el optar por «ser» o «no ser». Y así la Iglesia se va purificando y se irá purificando cada día más, liberándose de los que conciben el cristianismo como una simple instalación religiosa que dé reposo a la conciencia o como un seguro respecto a un posible más allá en el que no se acaba de creer del todo, seguro que tranquiliza y permite el goce tranquilo y egoísta del más acá. Esta crisis y esta clarificación, gracias a Dios, van a ir agudizándose. Y digo que gracias a Dios porque, con su ayuda, sólo así la Iglesia irá encontrándose a sí misma en unos hombres que vivirán en fe pura, sin apoyos racionales o sin apoyos de complicadas explicaciones de misterios inexplicables; en esperanza pura, sin apoyos en instituciones que aseguren el más acá tanto como el más allá; en caridad pura, amando a hombres que nos odiarán, nos despreciarán y hasta nos perseguirán, o porque denunciamos el pecado que sustentan o porque hemos roto una cómoda instalación religiosa que comenzaba a no tener apenas nada que ver con el cristianismo. Pero los descubrimientos —o re-descubrimientos, mejor— a los que me he referido más arriba, suponen algo más. Suponen que la Iglesia —lo hizo en el Concilio y lo sigue haciendo, con mayor o menor intensidad, cada día— se está sacudiendo de muchas adherencias extrañas a su fisonomía 178
que se le habían ido como pegando a lo largo de los siglos. Ello supone, dicho en pocas palabras, una vuelta sin paliativos a Cristo y al Evangelio. No se trata de despreciar la tradición. Pero la tradición cristiana no es el costumbrismo. La tradición cristiana es la «traída de Cristo» a cada momento histórico. La peculiar presencia de Cristo en cada momento de la historia de la Iglesia, liberada de los elementos meramente culturales y transitorios de cada país o de cada época, constituye un elemento de auténtica tradición. Como auténtica tradición es la actual presencia de Cristo actuando en su Iglesia. Pero como decía antes, esto supone que la Iglesia vuelva sin paliativos a mirarse en Cristo, a adoptar su misma imagen, a vivir su misma vida, a aceptar en toda su profundidad su mensaje, a ser de nuevo voz de Cristo con palabras de Cristo. La consecuencia de ello es que la Iglesia está rompiendo los moldes de su situación social vigente durante muchos años. La Iglesia ha aceptado una nueva postura, una postura en la que las relaciones con el mundo son del todo nuevas, como nuevas fueron las relaciones de Cristo con el mundo. De una parte «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez los gozos y espe179
ranzas, tristezas y angustias de los dicípulos de Cristo» (GS, 1). De esta manera la Iglesia va encarnándose en la totalidad de los hombres en sus sentimientos más profundos. Y al mismo tiempo la Iglesia se va desidentificando con todo grupo, estrato o clase social determinada. Pero además, y al igual que Cristo, se encarna especialmente en los pobres y en cuantos sufren. Ello le desidentifica especialmente con los ricos y con cuantos gozan en este mundo. Ello no quiere decir que no desee que se salven los ricos: pero les dice claramente que su salvación deberá pasar por las bienaventuranzas y les advierte, llena de amor: «¡Ay de vosotros los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo» (Le 6,24). Pero todavía hay algo más. Cristo fue enviado por el Padre a evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos (cfr. Le 4,18); así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana. Más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su fundador pobre, paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo (LG, 8). Ello significa que cada día la Iglesia se encarna más en los más débiles, en los pobres y los oprimidos. Se fija más en los que el mundo considera perdidos, y, en consecuencia, se desidentifica cada día más con los ricos, con los poderosos, con los opresores, 180
con los que el mundo considera seguros y salvados. Todo esto no es ya una realidad en nuestra Iglesia. No sólo no es una realidad sino que podríamos señalar muchísimos contrasignos de los que todos somos de algún modo responsables. Pero lo que creo que es verdad es que la Iglesia se ha puesto ya en camino con este rumbo y que los años que tenemos delante de nosotros representarán un paso más hacia lo que comienzan a ser aspiraciones intensamente sentidas en el seno de la comunidad cristiana. Más aún, creo que esta marcha es ya algo irreversible en la Iglesia y que nada ni nadie podrá detenerla. Cuando el Espíritu Santo impulsa a su Iglesia hacia el cumplimiento de unas exigencias evangélicas y hace conscientes en el pueblo de Dios estas exigencias, ya no hay fuerza humana, a pesar de nuestras cobardías e infidelidades, que pueda detenerlo. De otra parte, y sin entrar en el tema de la confesionalidad del estado, la declaración conciliar sobre la libertad religiosa, la Lumen gentium y la Gaudium et spes han hecho que la Iglesia tienda cada vez más intensamente a independizarse de todo poder temporal, a marginarse voluntariamente de toda forma de gobierno, en parte para que el ejercicio del derecho de libertad religiosa de todos y cada uno de los ciudadanos sea una realidad; y en parte también porque al igual que «Cristo realizó la 181
obra de redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de salvación a los hombres» (LG, 8). La Iglesia está tomando conciencia de que la señal mesiánica por excelencia es que «los pobres son evangelizados», y ha comenzado a pensar, hablar y actuar en consecuencia. Por ello pienso que son unos ingenuos los que piensan que las conclusiones de la asamblea conjunta fueron una especie de invento de unas minorías o de unos grupos de presión que querían hacer un ambiente. Creo que es todo lo contrario: aquellas conclusiones fueron la expresión de una vida, la expresión de una realidad eclesial que cada día irá madurando con más intensidad en la vida de la Iglesia. En un acto libre y voluntario, con una motivación estrictamente evangélica, sin sutilezas jurídicas, la Iglesia está queriendo salir de una situación de instalación, de privilegio, de alineación con los poderes y poderosos del mundo, para acercarse al verdadero ideal evangélico. Es también un proceso irreversible que veremos intensificarse día a día, mes a mes, año a año. La Iglesia ha comenzado a aspirar a ser Iglesia pobre e Iglesia de los pobres. El proceso será largo: las conversiones no son gestos automáticos. Cuanto más verdaderas son, más cuestan, más indecisiones y dudas pueden producir a sus protagonistas. Pero el camino está abierto. 182
Todo ello, todo este cambio en la situación social de la Iglesia, las consecuencias más visibles de este cambio (a nivel de comportamiento de cristianos, de asociaciones o de movimientos, de comunidades a nivel de relaciones de Iglesia y Estado; a nivel de estatuto social del obispo y del sacerdote; a nivel de la acción pastoral de todo el pueblo de Dios: seglares, religiosos, sacerdotes, obispos...), no pueden menos de producir tensiones, críticas, desconfianzas, acusaciones. Es lo normal y será lo normal en los años que tenemos por delante. Y deberá ser normal, de ahora en adelante, siempre. En la Iglesia ha comenzado a soplar un «élan» profético y todos sabemos cuál es la suerte de los profetas, cuál fue la suerte del profeta Jesús, el Hijo de Dios. Creo no equivocarme si digo que, dada la postura cada día más nítida de la Iglesia, se van a agudizar, por parte de un sector de cristianos, las acusaciones de que la Iglesia se mete en política, de que está adoptando un postura de rebeldía, de oposición respecto a la autoridad civil, de oportunismo político o social, de que está entrometiéndose en lo temporal, etc. Que la Iglesia se mete o se ha metido en política, creo que en parte es verdad: toda despolitización entraña de algún modo una decisión de alcances políticos. Cuando la Iglesia se ha decidido de verdad a despolitizarse, es lógico que se la acuse de politización. La diferencia 183
es que se trata de un último acto politizable. También aquí cabe decir que el camino está abierto, que la Iglesia ha comenzado a andarlo. Hay otro aspecto de esa posible politización de la que se acusa a la Iglesia y es el de su creciente intervención pastoral en el terreno de los derechos humanos y en el terreno de lo social. Si a esta intervención se califica de política es debido en gran parte a que en nuestra sociedad se entiende por política todo lo que dice relación a la dimensión social del hombre, todo lo que dice relación a los derechos fundamentales del hombre, todo lo que se refiere a las relaciones sociales del hombre. Efectivamente, en tal concepción de la política, la Iglesia se mete en política. Pero vayamos al fondo de lo que sin duda va a seguir constituyendo uno de los centros de interés de la vida de la Iglesia en el futuro inmediato. No cabe duda que tras los que lanzan esta acusación contra la Iglesia o contra determinados sectores del pueblo de Dios, eclesiásticos o seglares, existe una ideología según la cual «lo cristiano» lleva consigo la individualización y la privatización del mensaje de Cristo. Según esta ideología, el mensaje de Cristo tiene como destinatario exclusivo la conciencia individual del hombre: el mensaje de Cristo en su transcendencia, nada tiene que decir respecto al orden temporal. La pastoral de la Iglesia 184
—dirán— debe reducirse al ámbito exclusivo de lo personal, al ámbito de su interioridad que, después, desde el individuo y sólo desde el individuo, se proyectará en la vida social. Esta postura es, sin duda, típicamente liberal y tuvo su expresión un día en el slogan «los curas a la sacristía». Hoy dentro de una mentalidad neocapitalista, adopta formas más sutiles, llevando a un extremo bíblica y teológicamente inaceptable el principio válido de la autonomía de lo temporal. Por supuesto que nadie pone en duda ese principio. Precisamente por reconocer esa autonomía, la Iglesia se independiza de todo poder temporal. Pero de ahí no se puede concluir que el mensaje de Cristo se reduzca al área de lo privado. Creo que como resumen casi perfecto de lo que va a ser la postura de la Iglesia en este campo y como respuesta a las acusaciones que se lanzan contra la Iglesia en este terreno, podemos leer lo que fue el voto del cardenal Tarancón en el sínodo de 1971. Podríamos contestar, por supuesto, con todos los documentos conciliares, pontificios y sinodales de los últimos tiempos, pero no conseguiríamos nada, ya que la acusación llega también a esas esferas. El voto del cardenal Tarancón sintetiza de manera perfecta la tradición verdadera de la 185
Iglesia así como todo lo que nos aporta la revelación y los actuales estudios bíblicos y teológicos: «Frecuentemente se acusa a la Iglesia en nuestros días de invadir el campo de la política y promover la justicia entre los hombres por mero oportunismo ante la apostasía de los que no poseen. Esta doble acusación tiene algo que ver, a mi modo de entender, con el hecho de que en nuestra predicación se disocian indebidamente el anuncio de la salvación y la doctrina que intenta crear en el mundo unas condiciones más justas en la convivencia de los hombres y de las naciones. Creo que ha llegado el momento de preguntarnos hasta qué punto se puede seguir presentando este esfuerzo de la Iglesia como dos acciones distintas, paralelas entre sí o yuxtapuestas, como si una fuera puramente sobrenatural y la otra meramente terrena. ¿Qué relación existe entre la salvación que constituye la misión de la Iglesia y la justicia de la que aquí estamos tratando? La salvación, tal como se revela en la Sagrada Escritura, no es una salvación «a-histórica» a la que se añade la justicia como algo previo o posterior; se trata, por el contrario, de una acción de justicia en favor de los débiles y oprimidos del mundo por medio de la cual se revela la salvación de Dios y Dios mismo. 186
Para comprender el sentido de esta afirmación, debemos tener en cuenta los datos siguientes: 1. - En las culturas antiguas, en las que vive y se desarrolla Israel, el soberano representa una institución de instancia superior que tiene por función primordial defender los derechos del que no puede defenderse por sí mismo (el huérfano, la viuda...). El poder no era, por tanto, concebido, en aquel medio cultural, en términos de simple poder, sino en función de la justicia, es decir, para que se viese claramente que la justicia consistía en defender a los que no podían defenderse. 1
2. - Dios asume esta experiencia humana para revelarse. El libro del Éxodo presenta a Dios entrando en la historia, como presentando su tarjeta de visita, no tanto como el infinito y el absoluto omnipotente, sino como el Salvador que viene a hacer justicia: a liberar a un pueblo de esclavos. Por otra parte, precisamente para manifestarse a los hombres, Dios escoge no a un pueblo poderoso, sino a un pueblo que sufre la opresión. De esta manera, la noción misma de justicia liberadora de toda forma de opresión, está necesariamente unida a la revelación misma de Dios en la Biblia. Por eso se comprende que a lo largo de la historia de Israel, Dios sale constantemente en favor del de187
recho del oprimido cuando el hombre no lo hace. Esta constante del actuar y del revelarse mismo de Dios, se pone especialmente de manifiesto en la espectación escatológica (Cfr Sal 97). 3. - Dios se revela así como Salvador y como Justo, todo a un tiempo y en un mismo movimiento. Hasta tal punto que esta revelación fundamental del Dios de la Biblia, configura la vida ciudadana, dando una dimensión teológica a la justicia humana. Lo encontraremos claramente no sólo en el Decálogo y en el Código de la Alianza, sino en las mismas instituciones, sobre todo en el rey, cuya función principal consiste en defender al que no puede defenderse (Sal 71). El libro de la fraternidad de Israel y de las denuncias de los profetas (Amos, Miqueas, Isaías) se sitúa en este mismo concepto de la justicia. 4. - También en este sentido se sitúa la expectación del Rey mesiánico: el Salvador ha de venir para implantar la justicia (Is 11; 58; 61 y Sal 71). El Nuevo Testamento nos presenta a Cristo como el Rey mesiánico esperado que viene a proclamar y a instaurar ese reino de la Justicia; Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia; Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia. 188
La justicia, en la Revelación, no se plantea en términos de posesión o propiedad, ni se limita a dar a cada uno lo suyo (concepto romano-occidental de justicia), sino que se caracteriza por su empeño en la defensa eficaz del débil y del oprimido. 5. - La Iglesia tiene que recoger esta revelación y hacerla presente al mundo con su vida y su mensaje. Si no hiciera esto dejaría de ser la Iglesia de Cristo. En el corazón mismo de su misión debemos situar no solamente el anuncio de la justicia, sino la puesta en práctica de esa misma justicia total, terrena y escatológica por la que los hombres de cada momento histórico tienen acceso a la imagen reveladora de Dios mismo. Estas sencillas reflexiones nos llevan a un planteamiento más profundo, más radical y a la vez más evangélico de toda nuestra actividad pastoral. Ante todo para actualizar el testimonio de la Iglesia. Es cierto que la liberación que la Iglesia ha de anunciar es ante todo y en general la liberación de la servidumbre del pecado. Pero entre las actuales formas de pecado hay que incluir ciertamente algunos hechos sociales, como el colonialismo, la dominación cultural o económica, la opresión, etc. La gracia de Dios en la que el hombre es liberado no se le da individual189
mente, sino también socialmente, tanto por la mediación de la comunidad eclesial, como para que llegue a toda la realidad social. Ciertamente se plantean hoy no pocos problemas sobre la genuinidad, competencias y límites de la Iglesia en el ámbito social. Pero estos problemas no pueden resolverse en modo alguno con una alineación de las realidades de este mundo o introduciendo una dicotomía entre la salvación y la justicia. Este testimonio de la Iglesia se fortalecería al máximo si la misma Iglesia se mostrara a sí misma ante los hombres como un brillante signo de justicia» '. Estas palabras del cardenal Tarancón contestan suficientemente a los que acusan a la Iglesia de intromisión en lo temporal y de oportunismo y, al mismo tiempo, iluminan lo que, cada día más, va a ser la actitud de la Iglesia en su esfuerzo por ser fiel al Evangelio y a la historia de la salvación. Para los que piensan que en la Iglesia se está dando un creciente clima de oposición, de rebeldía, de ingratitud, me atrevería a decir que encuentro su postura llena de lógica, dada la situación que se ha dado de hecho durante mu1 Véase, en esta misma línea, el trabajo lustitia Dei, Iustitia et Liberatio hominis in Sacra Scriptura, del P. Alfaro, presentado a los padres sinodales. El P. Alfaro fue perito del sínodo para el tema de justicia.
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chos años, pero les pediría de todo corazón que analizaran seriamente sus juicios. No es oposición el ponerse al lado de los pobres, de los que sufren, de los oprimidos, más que para aquellos que se sienten enfrente de los pobres, de los que sufren, de los oprimidos. La Iglesia cada día estará más cerca de los débiles y, naturalmente, estará más lejos de los fuertes. Pero ello no supone que odie a éstos, ni que se oponga a ellos ni que los combata. Lo que hace es amar a los débiles, ponerse junto a ellos y sufrir lo que ellos sufren, y hace todo ello para liberarlos con la Buena Nueva. Buena Nueva que es y será siempre no sólo un mensaje esperanzador y salvador para los pobres, sino también una crítica continua del pecado en todas sus formas. No es rebeldía realizar la denuncia profética, realizar la función de conciencia crítica de la sociedad. Por el contrario, es el fruto directo e inseparable del amor. El cristiano sabe que el reino de Dios no llegará nunca a realizarse hasta el fin de los tiempos. La Iglesia es cada día más consciente de que el amor, la paz, la justicia, la verdad, la libertad y la santidad no se dan ni se darán nunca en una sociedad concreta. Por eso el cristiano es —ha de ser— siempre un insatisfecho: siempre verá en la sociedad en que viva una gran distancia respecto al cumplimiento de las notas del Reino. Y de ahí nace, en el cris191
tiano y en la Iglesia, la necesidad de realizar tanto la corrección fraterna como la denuncia profética. Por amor, tanto a las víctimas del mal como a los pecadores, la Iglesia tiene la obligación gravísima de denunciar todo aquello que se opone al Reino. De una parte, por amor, quiere liberar a los oprimidos, tanto individual como socialmente considerados. Y lo hace con la fuerza (fuerza humanamente débil) de la palabra. Ya van pasando los tiempos en que la Iglesia quería ser fuerte en el mismo plano de los poderes de este mundo, para conseguir mejorar la sociedad. La Iglesia quiere ser humana y socialmente débil, para que estando con los débiles brille solamente la fuerza de la Palabra de Dios. Y con esa palabra, la Iglesia denuncia el mal allá donde lo encuentre. Así la Iglesia continúa la acción profética del Señor. De otra parte, también por amor, quiere liberar a los opresores, a los que detectan el mal, de su pecado. Y tampoco lo quiere hacer por la fuerza de los medios humanos sino con la sola fuerza de la Palabra de Dios, buscando su conversión, el que se conviertan", vivan y se salven. Y porque la Iglesia y los cristianos tienen ante los ojos el modelo de la sociedad escatológica (rezamos en el Padrenuestro «venga a nosotros tu Reino»), también realizan, siempre por 192
amor, la denuncia profética de las estructuras cuando descubren que éstas están lejos del Reino y de sus notas, y entrañan pecado, un pecado que supone la inferiorización injusta de muchos hermanos. La Iglesia no es como la sociedad civil: no intenta que los hombres sean buenos a través de medios humanos: leyes, orden público, defensa del orden establecido, moralidad pública, tribunales, etc. La Iglesia desea la conversión y la salvación de todos los hombres. Y la conversión empieza siempre con la toma de conciencia del pecado. Por ello, cuando la Iglesia denuncia el mal, lo hace para provocar la conversión, una conversión liberadora que ha de ser sincera, libre, personal. Y como muchos pecados y sus consecuencias en los que sufren, nacen no de individuos sino de situaciones y estructuras sociales, la Iglesia debe denunciar las mismas estructuras cuando éstas están sustentando y provocando situaciones y actos individuales y colectivos contra la paz, el amor, la verdad, la justicia, la libertad y la santidad. No se trata, por tanto, de rebeldía el denunciar proféticamente el mal, el pecado, sino de un gran acto de amor, un acto de amor que puede llevar a sufrir la persecución. Desgraciadamente, a lo largo de los siglos y desde Oriente hasta Occidente, la gran tentación de 193
los hombres ha sido siempre afirmar de una u otra forma que ya se había conseguido la sociedad perfecta. Ante esta afirmación, la Iglesia se siente con la vocación recibida de Cristo de actuar de conciencia crítica de la sociedad y llamar la atención a los hombres de que el Reino no llegará hasta el fin de los tiempos y que. por tanto, hay pecado en la sociedad. Aquí tendríamos también la razón por la que la Iglesia no debe identificarse con ningún poder temporal: ello supondría dificultar gravemente su acción profética. La postura de la Iglesia podrá y deberá ser de leal colaboración con los que gobiernan. Así lo ha dicho el Concilio. Pero esta colaboración hay que entenderla precisamente desde esta perspectiva: la Iglesia, voz de los sin-voz, permanente conciencia crítica de la sociedad, débil con los débiles, ofrecerá a los que gobiernan, a través de la Palabra, su voz de alerta de todo aquello que en la sociedad es pecado o fruto del pecado. ¿Hay mejor servicio que éste? Al mismo tiempo, llevándoles la Buena Nueva, va llevando a los pobres hacia su liberación en Cristo, una liberación que supone, como ideal, vivir para los demás hasta tal punto que perder la vida ya no tiene importancia; una liberación que supone sentirse hermano de todos los hombres, sentirse hijos de Dios, sentirse libre de toda forma de odio y de egoísmo, 194
sentirse perdonado por Dios y libre de pecado, sentirse poseedor de una palabra que transforma al hombre y puede transformar el mundo, sentirse íntimamente libre ante todos los poderes alienadores del mundo, sentirse seguro ante el futuro y la muerte, sentir que se posee toda la inmensa dignidad de ser persona como un valor que está por encima de todo valor de este mundo. Por último no es ingratitud el que la Iglesia se esfuerce, en un acto de fidelidad a su propio ser, en vivir según su modelo Jesucristo. Si la gratitud consistiera en que la Iglesia, por haber recibido unos bienes y unos privilegios, fuera infiel a su misión y tuviera que permanecer muda, estaría pecando, simultáneamente, de escándalo (induciendo al pecado a través de su omisión en su actividad profética) y de infidelidad (incumpliendo su deber de continuar a través de los siglos la misma acción de Cristo): en una palabra, estaría dejando de evangelizar y ¡ay de ella si no evangelizare!; ¡ay de nosotros si no evangelizamos! Resumiendo, digamos que la opción misionera, la opción por la evangelización, está cargada de consecuencias y tiene repercusión en toda la vida de la Iglesia. Sin entrar en las leyes y exigencias que esta decisión entraña, digamos que la evangelización no puede desarrollarse plenamente sin incidir en el mundo tem195
poral en que vive el hombre: vida familiar, cultura, economía, tiempo libre, política... Y es aquí donde es necesario reafirmar el derecho y el deber que tiene la Iglesia de ejercer esta misión emitiendo juicios morales sobre estas realidades con competencia propia (GS, 76,40; AA, 7). Reconociendo sin ambigüedades la autonomía del orden temporal (GS, 36) y de la comunidad política (GS, 76), podemos señalar estos niveles en el ejercicio de esta misión: a) Proposición del «ideal evangélico»: la Iglesia iluminada con la luz que mana de la resurrección del Señor, que ha restaurado la creación, propone al hombre un ideal: autorrealización plena en Cristo, «principio y modelo de esa humanidad renovada a la que todos aspiran, llena de amor fraterno, de sinceridad y espíritu de paz» (AG, 8). b) Crítica permanente de las estructuras temporales. Desde este ideal evangélico que relativiza todas las realizaciones concretas porque ninguno traduce plenamente el reino, la Iglesia debe dar su juicio sobre las estructuras denunciando aquellas que esclavizan al hombre e impiden su verdadero crecimiento y valorando y estimulando aquellas que la favorecen. 196
LJ ii nuevo nivel sería ya la acción de los i ristianos que, fieles a los valores supremos del I wangelio, buscan traducirlos en la vida social .i través del compromiso temporal y político, optando libremente entre una legítima variedad, por una solución técnica concreta. Juntamente con otros hombres de buena voluntad, afinarán conforme a su conciencia, su conocimiento de los problemas, las posibilidades que se ofrecen. A la luz de estos principios, la Iglesia en cuanto tal, por una parte, ha de sentirse totalmente libre frente a opciones concretas sean del signo que sean; pero, por otra parte, totalmente comprometida con la realidad temporal a través del ejercicio de su función profética, como tal Iglesia, y la acción de los cristianos, libremente decidida en conformidad con el Evangelio y su testimonio colectivo aunque militen en opciones diferentes. Si la Iglesia apoyara «indiscriminadamente» opciones concretas frente a otras igualmente legítimas en el ámbito de la fe, haría política. Pero la Iglesia no puede ser acusada de hacer política o meterse en política, sino que realiza una verdadera acción pastoral cuando ejerce su misión en el mundo temporal. Es más, cuando se dan situaciones claramente lesivas de la dignidad humana, la neutralidad política de la Iglesia se convierte automáticamente 197
en opción política concreta, y su silencio la hace cómplice y culpable 2. Y debe quedar claro que la denuncia profética de la Iglesia no tiene por objeto sólo determinados sectores sociales sino que debe alcanzar a toda la sociedad en su complejidad real, porque el amor de la Iglesia alcanza a todos los hombres y a toda la sociedad. La denuncia profética tiene como esencial finalidad liberar simultáneamente al oprimido y al pecador, es decir, al que sustenta la opresión. Piénsese, por ejemplo, en la obligación que tiene la Iglesia de denunciar toda forma de totalitarismo que aliene al hombre: totalitarismo ideológico, cultural, religioso, político, económico, comercial, etc. Es claro que la Iglesia debe reconocer todo lo bueno que hace un gobierno concreto o que hacen unos gobernantes. Pero al mismo tiempo y por amor a ellos, en cuanto que son per sonas y con especial razón si son cristianos y también por amor a los ciudadanos, debe denunciar lo que en la sociedad está produciendo dolor, sufrimiento, alienación... para que los gobernantes se esfuercen, por encima de intereses políticos parcializados, por cumplir su tarea primordial de defensores de los pobres y oprimidos, pues para eso y fundamentalmen2 Ponencia 1.* de la Asamblea conjunta de obispos y sacerdotes.
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te para eso han sido llamados por Dios al alcanzar el poder, un poder que debe ser servicio y servicio de justicia, es decir, que tienda a que los que están socialmente inferiorizados dejen de estarlo, alcancen la mayor igualdad posible respecto al resto de los ciudadanos. La Iglesia debe inducir a los ciudadanos a respetar a los gestores del bien común, sean de la tendencia que sean. San Pablo dirá (y no podemos olvidar en qué momento lo dice) que «es preciso someterse no sólo por temor al castigo sino también en conciencia. Por eso precisamente pagáis los impuestos, porque son funcionarios de Dios, ocupados asiduamente en su oficio. Dad a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuesto; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor (cfr Rom 13,1-7). Pero, al mismo tiempo, la Iglesia, y con igual fuerza, debe inducir a los gobernantes a que amen y respeten a los ciudadanos, sean de la tendencia que sean. La Iglesia pedirá a los ciudadanos que respeten y amen las leyes, pero simultáneamente y con igual o mayor fuerza, si cabe, pedirá a las leyes, a los que las promulgan y a los que las aplican, que respeten al ciudadano, a todo ciudadano, a su libertad y demás derechos fundamentales y, por encima de todo, que respeten su dignidad de seres humanos. Así hay que entender a san Pablo y así hay que entender el «dad al César lo que es del 199
César y a Dios lo que es de Dios». Así hay que entender la libertad de la Iglesia y su amor por todos, gobernantes o gobernados. Sólo así la Iglesia no hace política, se coloca en una postura evangélica al margen de toda política, transciende toda política para cumplir su verdadera misión salvadora y liberadora: la Iglesia no es un partido, ni es un poder, ni es un sindicato; la Iglesia, voz de los sin-voz, es la Palabra hecha pueblo como prolongación de la Palabra hecha carne. La Iglesia, siguiendo los pasos del Señor, está optando por los pobres, y optar por los pobres supone una actitud que no se improvisa, que entraña todo un giro en la vida, del cual es muy difícil apartarse una vez que se ha iniciado, a instancias del Espíritu, como camino definitivo. Esperemos que los años inmediatos representen un período de clarificación en este campo, un período en el que los cristianos vayamos siendo cada vez más fieles a nuestra misión profética. Todo lo dicho hasta ahora está produciendo un notable cambio en la imagen social de la Iglesia. Tal vez por primera vez desde los tiempos del liberalismo, la Iglesia vuelve a estar mal vista por los estratos más altos de nuestra sociedad. Y, como es lógico, ello va a significar, de forma cada día más acentuada, que 200
el ser cristiano de verdad en nuestra sociedad, va a ser algo mal visto. Ya lo es en el mundo obrero, ya lo es en muchos sectores del mundo universitario, ya ha comenzado a serlo en la alta burguesía, ya lo es también en muchos sectores de la juventud. El hecho es de lo más interesante de cara al futuro. Confesar a Cristo va a volver a tener el mismo sentido que en tiempos de los apóstoles. De momento, el fenómeno es ambiguo: se discute a la Iglesia, bien sea desde el desprecio, bien sea desde la ciencia, bien sea desde la política, bien sea desde la ortodoxia, bien sea desde la tradición (entendida como rutina costumbrista), bien sea desde la instalación, bien sea desde la revolución, etc. Pero dentro de esta ambigüedad, el hecho que ya se da y que va a intensificarse en los próximos años, es que el confesarse cristiano va a suponer un acto casi heroico. Una prueba de ello es algo que probablemente también se va a intensificar en estos años y es el de confesar la fe con calificativos: «Soy cristiano pero de los de antes»; «soy cristiano, pero no de estos que están de moda ahora»; «soy cristiano, pero no practico»; «soy cristiano, pero no quiero saber nada de esos curillas jóvenes»; «soy cristiano, pero no comulgo con la Iglesia oficial»; «una cosa es el papa y otra Montini»; 201
«una cosa es el cristianismo y otra la política eclesiástica», etc., etc. Dentro de este fenómeno, hay que situar también un notable cambio en el estatuto social de obispos y sacerdotes. También este hecho se intensificará. Es la creciente difuminación de la figura del obispo y del sacerdote como jerarquías sociales o civiles, ya no se acepta —en amplios sectores sociales— ni su magisterio, ni siquiera su papel de guía de la comunidad. En algunos de esos sectores se trata del resultado inmediato de que el obispo o el sacerdote se han desidentificado respecto al modo de pensar de sus integrantes: el obispo o el sacerdote ha pasado de ser un líder que expresaba su sentir, a ser un testigo del Evangelio, del Reino y voz de los pobres; la consecuencia es la eliminación del que se aceptaba como autoridad social y no como profeta. En realidad hay que pensar que el obispo o el sacerdote eran aceptados y obedecidos no a partir de motivaciones evangélicas o eclesiales, sino en cuanto en ellos recibían el apoyo de una fe sociológica en la que se mezclaban elementos religiosos no cristianos y elementos sociales o de identidad social. En este contexto hay que situar la creciente crítica social de la Jerarquía. En otros sectores se trata de un problema más complejo: es cuando la jerarquía, algunos sacerdotes y obispos, han perdido contacto con sectores del pueblo de Dios que han evolucio202
nado en una línea de búsqueda de purificación de su fe a partir de una vuelta al Evangelio. Es un problema mucho más de coyuntura que el anterior, pero que no deja de producir tensiones y dificultades, y las seguirá produciendo en los próximos años. Esta puede ser la gran prueba, la piedra de toque de la genuinidad de la fe, de la esperanza y del amor, para muchos de los cristianos que se han lanzado, con la fortaleza del Señor, a vivir el Evangelio en su pureza virginal. Para estos cristianos, el problema será compatibilizar la comunión eclesial con sus pastores, con su fidelidad radical a la Iglesia y a un Evangelio que es siempre de Iglesia para ser verdadero Evangelio. Es muy probable que asistamos a la creciente superación de una problemática demasiado eclesiastizada y veamos cómo los cristianos comienzan a dejar de mirarse en el espejo, para mirar al mundo y plantearse menos las relaciones internas para plantearse más una acción misionera, un testimonio evangelizador, un ser fermento del mundo, luz del mundo y sal de la tierra, con independencia del comportamiento de determinados cristianos y de determinados eclesiásticos. En todo caso, estamos entrando en un camino en que de nuevo van a estar vigentes dentro de muy poco tiempo las palabras de Pablo (1 Cor 1,17; 4,13; 2 Cor 6,3): «Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a pre203
dicar el Evangelio. Y no con palabras sabias para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues el mensaje de la cruz es una necedad para los que se pierden»... «Así, mientras los judíos piden señales y los griegos sabidurías, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles». «A nadie damos ocasión alguna de tropiezo, para que no se haga mofa del ministerio, antes bien nos presentamos en todo como servidores de Dios: con mucha constancia en tribulaciones, necesidades, angustias, en azotes, cárceles, sediciones; en fatigas, desvelos, ayunos; en pureza, ciencia, longanimidad, benignidad; en el Espíritu Santo, en amor sincero, en la palabra de verdad, en el poder de Dios; mediante las armas de la justicia: las de la derecha y las de la izquierda; en gloria e ignominia, en calumnia y en buena fama; tenidos por impostores, siendo veraces; como desconocidos, aunque bien conocidos, y como quienes están a la muerte, pero vivos; como castigados, aunque no condenados a muerte; como tristes pero siempre alegres; como pobres aunque enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos». «Afrentados, bendecimos y perseguidos lo soportamos; difamados, respondemos con afabilidad; hemos venido a ser hasta ahora como desecho del mundo, como estropajo de todos». 204
2. - LA IGLESIA EN SU PROPIA VIDA
¿Cómo puede evolucionar la Iglesia en su propia vida? Hemos visto lo que pueden ser las líneas maestras de la evolución de la Iglesia en sus relaciones con el mundo. No creo que haya que insistir en que esa evolución esta estrechamente conexa con la evolución de la Iglesia en su propia vida. Como línea puente entre todo lo dicho y lo que vamos a ver ahora, habría que poner tres factores centrales: la creciente personalización de la fe, la intensificación del vivir comunitario de la fe y de la Iglesia, y el paso, cada día más acelerado, de una Iglesia de cristiandad a una Iglesia de misión. El punto de partida de una Iglesia de cristiandad ha sido una sociedad en la que, porque todos sus miembros se declaraban cristianos, la sociedad como tal también se declaraba cristiana. En una Iglesia de cristiandad es lógico que se dé una permanente osmosis entre lo social y lo cristiano. Su pastoral será característicamente sacramental. Con ello la Iglesia se convierte en una especie de central de servicios y los sacramentos en una especie de artículos que se administran o se ofrecen a la demanda de los fieles. En un cuadro así, la Iglesia no se ve im205
pulsada a evangelizar (todos son cristianos), sino a acentuar un esfuerzo de conversión meramente moral (la moral casuística alcanza una importancia desmesurada), a urgir el cumplimiento de los preceptos, a plantear su acción en una línea no tanto catequética cuanto de enseñanza religiosa (que dé por supuesta la aceptación del credo), a reducir la pastoral a unas relaciones entre los sacerdotes (únicos responsables de la acción pastoral) y los fieles (únicos receptores de la acción pastoral). Los hombres se dividen en cristianos que practican y cumplen los mandamientos o se confiesan cuando no cumplen y en cristianos que no practican o practican ocasionalmente y que no cumplen los mandamientos aunque siguen afirmando su fe. Autoridades civiles y eclesiásticas aparecen en un mismo nivel: ambas tienen idénticos subditos y ambas coinciden en la forma de ejercer la autoridad, ambas buscan parecidos objetivos, ambas tienen la misma esfera de influencia. Los hechos sociales y los religiosos están estrechamente vinculados: no se sabe si las fiestas de la vendimia son ocasión para rendir culto a la patrona del pueblo o si las fiestas en honor de la patrona del pueblo son ocasión para celebrar los festejos de la vendimia. Tampoco acaba de saberse quién preside las fiestas: si el cura o el alcalde.
Podríamos estar hablando horas de las características de una Iglesia de cristiandad. Lo importante es tomar conciencia de la necesidad de superar una forma de vivir la Iglesia, forma vigente durante siglos, y válidamente vigente probablemente ya que venía exigida por un modo de ser de la sociedad (no tiene sentido criticar el pasado desde nuestras actuales premisas, aunque lo que sí tiene sentido es criticar la permanencia del pasado cuando éste ya no tiene razón de ser...). No es afirmar nada nuevo el decir que una Iglesia de cristiandad está dejando paso a una Iglesia de misión. Detrás del hecho hay una larga serie de fenómenos sociales que están transformando el mundo y que no me voy a detener a describir: urbanismo, industrialización, migraciones, socialización creciente, etc., etc. Junto a estos fenómenos existen otra larga serie de fenómenos socio-religiosos que nos llevaría mucho tiempo examinar: secularización, desacralización, descristianización, desmitificación de lo religioso, etc. La realidad es que la Iglesia se encuentra ante una sociedad nueva, ante un hombre nuevo y ante una situación religiosa nueva. La desaparición de una Iglesia de cristiandad responde, simultáneamente, a una doble causa: los cambios indicados de una parte, y de otra el esfuerzo de la misma Iglesia por dar
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una respuesta adecuada a una realidad nueva, es decir, al esfuerzo de la misma Iglesia por seguir siendo fiel a la misión esencial que Cristo le ha encomendado, en una realidad social y socio-religiosa totalmente nueva. España país de misión El abandono de una situación de cristiandad por parte de la Iglesia está costando y va a seguir costando un gran esfuerzo y no pocas tensiones e incomprensiones: hay en nuestra Iglesia muchos románticos que siguen soñando con un pasado en el que una Iglesia instalada producía beneficios a los que a ella pertenecían, especialmente a aquellos que ocupaban puestos privilegiados que lo eran, al mismo tiempo, desde el punto de vista religioso, eclesiástico, social, económico, político, psicológico, etc. Veamos brevemente algunos de los factores que están produciendo esa radical transformación en la única Iglesia de Cristo, en una Iglesia siempre joven a pesar de sus veinte siglos de existencia.
detenimiento, se descubre que hay sectores en nuestro país en los que el 95% de los que a ellos pertenecen se encuentran al margen de la vida de la Iglesia, al margen del Evangelio. Ello significa, simple y llanamente, que España es, en estos momentos, país de misión, que España necesita ser evangelizada; que la Iglesia no puede mantenerse en una actividad puramente sacramentalizadora. En segundo lugar, habría que señalar que incluso entre los que se mantienen unidos a la Iglesia muchos lo hacen a partir: — o de una rutina social que poco o nada tiene que ver con el Evangelio y con una auténtica vida de Iglesia (p. e. la consideración de los sacramentos como puros ritos religiosos); — o de unas motivaciones religiosas pero no cristianas. Lo religioso supone un movimiento interior del hombre hacia un ser superior, Dios, dueño de los destinos del hombre. En el cristianismo, la iniciativa la toma Dios, que se ofrece a través de su Hijo Jesús, el cual, vencedor de la muerte, resucitado de entre los muertos, nos revela una realidad de salvación y liberación v \m camino de esperanza y amor al cual el hombre responde con una plena acep-
Ante todo habría que señalar la toma de conciencia de que en España se han apartado, de hecho, de la Iglesia entre el 70 y el 80% de los cristianos. Si el análisis se hace con más 208
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tación que entraña la conversión, el seguimiento de Cristo, el amor incondicional a los hombres y, por el bautismo, la misma filiación adoptiva de Dios. Ante estos hechos, la Iglesia comienza a reconvertir todo su ser y todo su actuar. La Iglesia comienza a sentirse, ser y actuar en una línea evangelizadora, misionera, en la que, sin negar la importancia central de la Eucaristía y los sacramentos y sin negar la fuerza santificadora y evangelizadora de los mismos, la acción profética se convierte en la preocupación primera de su vida. Ello, sin duda, se acentuará e irá alcanzando a toda la pastoral de la Iglesia. La Iglesia seguirá haciendo lo mismo que siempre, pero lo hará, lo ha de hacer o lo irá haciendo con un talante nuevo, misionero, evangelizador, con un talante en el que la Palabra y su proclamación ocupen un puesto privilegiado, que coloree toda la acción de la comunidad cristiana. La opción por la misión supone una transformación radical de toda la vida de la Iglesia. Supone la superación de todos los rasgos de cristiandad que todavía perduran en la Iglesia. Supone la superación de toda una forma de relacionarse los cristianos entre sí (obispos, sacerdotes, religiosos y seglares). Supone la su-
peración de toda una forma de relacionarse la Iglesia con el mundo. Si la mayoría de los cristianos no pasan por el templo, ello significa que la evangelización ya no puede pasar exclusivamente por el templo. Significa que para que la Palabra, el mensaje llegue a los hombres, la Iglesia, los ministros de la pastoral (sacerdotes y seglares) deben salir del templo para evangelizar. Por otra parte, el optar por la fe va dejando ya de ser un acto resultante de una presión social, para convertirse en un acto plenamente personal, en una acción libre de aceptación de Cristo y su Evangelio. Este proceso de personalización o de desocialización de la fe se va a intensificar considerablemente en los próximos años. Si ser cristiano va a ser algo socialmente mal visto, aceptar ser cristiano va a ser una verdadera aventura personal, en la que no intervendrán condicionamientos sociales favorables sino todo lo contrario. Creo que no es muy aventurado afirmar que estos años serán testigos tanto de la acentuación del final de un cristianismo social en España como de la creciente afirmación de un cristianismo personalizado, consciente en cada miembro de la Iglesia, de un cristianismo en el que la pertenencia a la Iglesia suponga la conversión a Cristo, la aceptación plena e incondicional de Cristo, de su mensaje y de todas
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las exigencias que entraña, por muy radicales que éstas sean. El paso de un cristianismo «sabido» a un cristianismo «vivido», la personalización de la fe no va a suponer, sin embargo, una individualización de la fe, sino todo lo contrario. La personalización de la fe supone descubrir que la fe no es sólo vivencia sino con-vivencia. Una Iglesia misionera entraña el descubrimiento de la dimensión comunitaria de la fe. Es posible que hasta este momento la afirmación de la dimensión comunitaria de nuestro ser cristiano, la dimensión comunitaria de la vida de la Iglesia no haya pasado de ser una declaración abstracta de carácter teológico. En este momento, sin embargo, asistimos a la maravilla de cómo esa declaración pasa a ser un hecho existencial en la Iglesia. El Concilio tiene varias afirmaciones en esta línea. «Cristo, el único mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia, santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos» (Lumen gentium, 8). En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia (cfr He 10,35). Sin embargo, fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no 212
aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente (LG, 9). El cristiano ha comenzado a descubrir, y lo seguirá haciendo, que la pertenencia a la Iglesia a partir de la fe se realiza integrándose en una vida comunitaria, y que esta integración se ha de realizar de una forma concreta, localizada, real y efectiva. Simultáneamente ha descubierto que la forma más sencilla y más real de hacer vida esta aspiración es integrarse en una comunidad pequeña y desde ella, en comunidades más amplias, hasta integrarse en la comunidad universal. La consecuencia de esta búsqueda o de este hallazgo ha sido, de una parte, el inicio de la superación de las unidades administrativas o jurídicas como medio exclusivo de incorporación de la Iglesia y de participación comunitaria en su vida, y, de otra parte, el florecimiento de comunidades cristianas que aspiran a una más plena realización de la vida cristiana. La pequeña comunidad (y aquí podríamos recordar los Hechos de los Apóstoles) no sólo refuerza el sentido de pertenencia real a la Iglesia, la realización caritativa de la fe a un nivel de verdadera fraternidad cristiana, una participación comunitaria en la Eucaristía y en los 213
sacramentos, sino que además excluye un ser cristiano que se consume en el anonimato, en la privatización, en el ámbito de las necesidades subjetivas de lo puramente religioso. Por otra parte, la vida comunitaria lleva necesariamente consigo la necesidad sentida de ,una catequesis que sea un verdadero profundizar en el conocimiento vital de los misterios salvadores de Cristo. Y así está haciendo su aparición en España, con frecuencia de la mano de las comunidades, una paulatina sustitución de la enseñanza religiosa por una catequesis en el sentido más estricto, más cristiano del término. La superación de la privatización de lo religioso en el ámbito de la vida comunitaria, entraña igualmente el descubrimiento de la necesidad de proyectar la fe personal en todos los ámbitos de la vida humana. De ahí nacerá, inevitablemente, el compromiso misionero, a nivel personal y comunitario (entendiendo éste en un sentido eclesial) y el compromiso temporal, a nivel individual (entendiendo éste en un sentido pluralista, aconfesional) y colectivo. La sistemática recepción de la Palabra crea en la comunidad y crea en cada uno de sus miembros una dinámica nueva de creación misionera, de proyección misionera de la propia vida que, con Cristo, presente allá donde se reúnen dos o más en su nombre, se convierte en signo de una liberación que se ha recibido 214
como don gratuito y que necesita, para realizarse, convertirse en don gratuito para los demás. La sistemática recepción de la Palabra y los sacramentos en el seno de una vida comunitaria, crea en los miembros de la comunidad una dinámica nueva que les impulsa a proyectarse, codo con codo, con todos los hombres de buena voluntad y según los dictámenes de la propia conciencia, en un compromiso temporal que arranca de un amor total a los hombres y que consistirá esencialmente en el esfuerzo total del cristiano por hacer tender la sociedad civil hacia las características del Reino (paz, amor, verdad, justicia, libertad, santidad), características que habrá empezado a intuir como realizables en el ámbito de la propia vida de la comunidad cristiana, no como realidades políticas, sino como promesas escatológica del Señor, que comienza a tomar cuerpo en su Iglesia. Como es lógico, toda esta transformación, todo este enriquecimiento de nuestro vivir cristiano, ni es masivo, ni se realiza sin titubeos, sin dificultades, sin tensiones y hasta sin equivocaciones. La desinstalación de la Iglesia y de nuestra fe entraña riesgos y dificultades. El paso de un vivir pasivo a un vivir comunitario activo, personal y comprometido, de la fe, exige un esfuerzo que entraña riesgos y dificultades. Pero la vida, toda vida, cuando es verdadera vida, supone un mucho de aventura, 215
de riesgo, de inseguridad. La fe da certezas pero no seguridades. La fe da esperanza y amor, pero no la comodidad de lo que ya está hecho. En Cristo todo está hecho y todo está por hacer. Lo hecho, lo admirablemente acabado en, por y con Cristo es el fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza porque es, al mismo tiempo, siempre actual y futuro final del todo cierto. Lo «por hacer» nos lo ha dejado el Señor como misión que es prolongación de su propia misión y vida y lo hemos de construir en, por y con Cristo, en una permanente aventura compartida con toda la humanidad que, nos exige creer, esperar y amar en la estupenda oscuridad del porvenir sobre la que nosotros, y sólo nosotros, podemos proyectar la luz del que es Principio y Fin, Alfa y Omega de la historia y del hombre, pero que ha dejado a éste, hecho a su imagen y semejanza, libre y responsable para ir configurando ese porvenir según le dicte su inteligencia y su voluntad (cfr LG, 17). De aquí nacerá la libertad del cristiano para optar en su compromiso en lo temporal, sin más límites que los que le dicte su propia conciencia iluminada por la Revelación y con el convencimiento permanente de que efectivamente puede equivocarse en su opción y que puede también pecar. Esta misma conciencia de sus limitaciones llevará al cristiano a una no menos permanente revisión de vida, a un 216
contraste comunitario de sus actitudes, motivaciones y acciones, a un enfrentar su vida con la Palabra con el fin de purificar continuamente su ser y su actuar, a un encontrarse frecuente con Cristo en la Eucaristía, en los sacramentos, en la palabra, en la oración. Creo que no es preciso insistir en todos los elementos contenidos en este giro que va tomando la vida cristiana y, como consecuencia, la vida de la Iglesia o que va tomando la vida de la Iglesia y, como consecuencia, la vida cristiana. Aunque ya lo he apuntado antes, quisiera insistir en el nuevo sentido de responsabilidad que, como consecuencia de todo lo dicho, está naciendo y se reafirmará en estos años, en cada cristiano, respecto a la misión de la Iglesia. Roto el esquema de una Iglesia de cristiandad en la que sólo los sacerdotes asumían la responsabilidad pastoral en tanto que los fieles permanecían en una postura pasiva de recepción de la acción pastoral, el Pueblo de Dios, cada comunidad cristiana está comenzando a sentirse y ser el protagonista de la Pastoral de la Iglesia. De ahí ha nacido el redescubrimiento de la importancia de los carismas, de los dones, que el Espíritu concede a cada cristiano para la construcción del Cuerpo de Cristo. 217 15
Así está naciendo una verdadera conciencia de corresponsabilidad en los cristianos. Cada vez con más insistencia la Iglesia buscará la desclericalización de su propia acción pastoral y la incorporación de todos los cristianos a una acción de la que todos deben ser y sentirse responsables, tanto a nivel de programación como a nivel de ejecución. Ello está llevando a una reconversión de las relaciones de la jerarquía con los fieles que se continuará cada día más. El sacerdote y el obispo cada vez serán menos los hombres de lo sacro y cada vez más serán los profetas que guían al Pueblo de Dios estando a la escucha de lo que el Espíritu habla a su Pueblo o a través de su Pueblo; cada vez serán menos jerarcas y cada vez serán más pastores que, cercanos a su comunidad, formando parte viva de ella, viviendo sus mismas tristezas, angustias, gozos y alegrías ofrecen cada gota de su vida en un servicio de unidad, de paz, de animación evangélica, de amor; cada vez serán menos la autoridad constituida, en el sentido humano de este término, para ser cada vez más «modelo para los fieles en la palabra, en el comportamiento, en la caridad, en la fe, en la pureza» (Tim 4,12) que exhorta al anciano como a un padre, a los jóvenes como a hermanos (cfr Tim 5,1), que no se deja llevar de prejuicios o de favoritismos (cfr Tim 218
5,22), que no busca el enriquecerse sino que busca la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la paciencia en el sufrimiento, la dulzura (cfr Tim 6,6; 9; 11); cada vez serán menos los miembros de una «casta» para ser, cada vez más miembros del Pueblo de Dios que, compartiendo las mismas fatigas de los hombres, engendran la comunidad de fe vivida en la palabra, anuncian la futura y definitiva comunidad de Cristo, y en tanto transcurre el tiempo que ha de pasar hasta que llegue el Reino, celebra en nombre del Señor el memorial de su muerte y resurrección como acontecimiento central de la vida de la comunidad, acontecimiento que está fuera del tiempo y que es al mismo tiempo recuerdo, presencia y esperanza de un futuro definitivamente feliz en el que ya no habrá ni lágrimas, ni injusticias, ni dolor, ni maldad ni muerte, ni pecado. Los fieles, por su parte, cada vez serán menos religiosos para ser cada vez más cristianos; cada vez vivirán un cristianismo más personal para vivir cada vez menos un cristianismo menos ambiental; cada vez vivirán menos una fe individual para vivir cada vez más intensamente una fe comunitaria; cada vez vivirán menos un cristianismo privatizado para vivir cada vez más un cristianismo que entrañe toda la dimensión social del Evangelio; cada vez se moverán menos en una postura de pertenencia pasiva a la Iglesia para asumir cada 219
vez más intensamente un papel activo, responsable y lleno de iniciativa en la acción pastoral; cada vez buscarán menos la Eucaristía y el sacramento como puros ritos o como preceptos, para vivir cada vez más la Eucaristía y el sacramento como acontecimientos de fe; cada vez buscarán menos teorías religiosas o alimentos piadosos, para acercarse con más afán cada día a la palabra de Dios contenida en la Escritura; sin despreocuparse de los mandamientos, cada vez menos reducirán la moral cristiana a un conjunto literal de preceptos para intentar cada vez más intensamente vivir las bienaventuranzas y el seguimiento de Cristo en el cumplimiento profundo y completo de la ley en lo que ésta tiene de totalidad liberadora; cada vez vivirán menos un cristianismo de evasión, para vivir, cada vez más, un cristianismo comprometido. La Iglesia, por último, como institución y como Pueblo de Dios, se planteará cada día con más énfasis el cumplimiento de las notas del Reino en su propio seno; buscará con todas sus fuerzas, en la totalidad y en cada uno de sus miembros, realizarse en amor, paz, verdad, justicia, libertad y santidad. La creciente comunicación desde la base a la cumbre va dando a los pastores una idea clara del pensar y del sentir del Pueblo de Dios. La consecuencia no es que la autoridad dismi-
nuya, sino que se ilumina; ni que el pueblo cristiano se sienta más cargado de poder arbitrario, sino que se siente más fiel y más en comunión con sus pastores. A este punto quisiera hacer una alusión a una realidad a la que me he referido varias veces un poco de pasada: la de las crecientes tensiones en la vida de la Iglesia. Creo sinceramente que, por desgracia, en adelante, no sólo no van a desaparecer estas tensiones sino que van a permanecer y hasta aumentar. Pero su contenido va siendo notablemente diferente al de años anteriores. Estamos asistiendo a un radical cambio de signo en lo que se ha llamado «contestación». «Es un hecho comprobado que el fenómeno contestario, se va desvaneciendo o porque su parte de razón va siendo incorporada con paso seguro a la vida de la Iglesia o porque su parte de sin razón hace saltar el muro a los extremistas sin esperanza» (Editorial de «Ya», del 6 de enero de 1972). Creo que esta afirmación es del todo cierta, pero me atrevería a matizarla en el sentido de que, conforme la jerarquía va estando más cerca de las vivencias evangélicas que nacen en el seno del pueblo de Dios, conforme la •jerarquía se va apoyando más que'en la autoridad o en el código (como soportes centrales
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de su misión de guiar al pueblo de Dios y de unirlo en una comunión auténtica), se va apoyando más en la Palabra de Dios, en la vida de ese pueblo de Dios en el que actúa el Espíritu, en los signos de los tiempos (a través de los cuales también habla Dios), en la tradición verdadera (cuya mejor expresión en el momento actual es la doctrina contenida en el Vaticano II), en una teología renovada en lo que va teniendo de coincidencia de diversos pareceres de pensadores e investigadores cristianos, la contestación se va trasladando del progresismo al conservadurismo. Hay un sector de la Iglesia que hasta ahora se ha apoyado fuertemente en la afirmación de una comunión con la jerarquía, que cuando la jerarquía ha dejado de compartir su ideología (traducción cultural de la fe), está adoptando una postura de crítica contra la jerarquía, creando al mismo tiempo todo un cuadro de razones para avalar una postura demasiado inconsecuente respecto a los argumentos que le han servido de apoyo durante muchos años. Lo más llamativo de este fenómeno, viejo en Europa (en Francia y en Bélgica empezó en 1870) pero nuevo en España, es que esta postura comienza a expresarse en cuadros intelectuales, se organiza en formas asociativas, crea medios de expresión y de comunicación social y vuelve a las viejas posturas europeas de ha222
cer distinciones entre la persona y el pastor; de juzgar desde la ideología las decisiones pastorales de los pastores, aplicando, según coincidan o no, las categorías de ortodoxia o heterodoxia; de considerar el legítimo pluralismo en el pensar y actuar de fieles y pastores, con argumento, según el cual se justifica o no la obediencia o la comunión, etc. Constato el hecho. No emito juicio alguno. Sólo pido a Dios que nos conceda el don de la unidad (que no es homogeneidad), del amor, del respeto, de la comprensión, de la superación de todo deseo de juzgar al prójimo, de la valentía para la corección fraterna (pero fraterna de verdad), de la superación también de todo dogmatismo (que es diferente de la fe en el dogma), de todo afán proselitista (que no es lo mismo que afán misionero), de todo radicalismo (que en el fondo es adorar ídolos aunque no sean de barro), de toda cerrazón al diálogo, de todo lo que sea agresividad, odio, prejuicios, calumnias, etc., etc. Como cierre a este capítulo se me ocurre repetir unas palabras del P. Llanos, recogidas en «Eucaristía» (6 de enero de 1972): «Mientras el mundo se une, en busca de un mismo destino, en defensa de peligros y amenazas comunes, se ofrece una oportunidad providencial para que la Iglesia pueda realizar como nunca su vocación católica. No será la vieja idea de 223
la cristiandad, puesto que la unidad del mundo se realiza en medio del pluralismo; pero será Iglesia más cerca del Evangelio, más levadura en la masa. No tendrá ya un enemigo declararo —ni turcos, ni comunistas—, pero un poco los enemigos surgirán por todas partes, para que no falle la palabra del Evangelio de que os perseguirán». A estas palabras añadiría otras del Concilio: «Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la Cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso» (LG, 9).
CONCLUSIÓN
Para concluir quisiera confesar que tal vez mi exposición haya tenido mucho de deseo, de un deseo que se apoya, eso sí, en realidades que ya se viven en nuestra Iglesia. He querido evitar anécdotas para fijarme más en líneas profundas por las que parece 224
avanzar la vida de la Iglesia. Creo que aventurar un pronóstico sobre lo que va a pasar en las diferentes diócesis, en la tramitación del Concordato, en las relaciones Iglesia y Estado, etc., etc., con ser importantes, no pasan de ser consecuencias anecdóticas de una vida más profunda que es la que debe fundamentar nuestras expectaciones inmediatas. No quisiera dejar la impresión de que asistimos a una total ruptura en la continuidad de la vida de la Iglesia. Quisiera dejar la impresión contraria: de que la Iglesia, en constante referencia a Cristo, está dotada por El con la inmensa capacidad de, simultáneamente, adaptarse a las culturas vigentes y mantener una línea de independencia respecto a esas mismas culturas, línea que no es otra que la de la presencia de Cristo y de su Espíritu y la de la fidelidad al Evangelio. Ahí hay que poner el énfasis cuando se habla de continuidad y de permanencia en la vida de la Iglesia. Lo demás no son sino accidentales adaptaciones a culturas que, tarde o temprano, pasan. Gracias a Dios la Iglesia, cuando el mundo cambia, siempre acaba volviendo a su ser más original, en un acto supremo de fidelidad a Cristo, su cabeza, y al Evangelio, a la Buena Nueva por El proclamada para volver a encarnarse en un mundo nuevo y en unos hombres 225
nuevos. Así repite en su vida el maravilloso acontecimiento de un Dios que se hace hombre para compartir en todo, menos en el pecado, el destino de los hombres. Y así la Iglesia se rejuvenece, abandona unas situaciones en las que corre el peligro de ser estructura vacía: un lugar de instalación, o una institución que cobija unos sentimientos religiosos llenos de elementos sociales, y vuelve a ser vida, comunión, realidad salvadora dinámica, lugar, donde los que han creído en Jesucristo, pueden llegar a encontrar la paz, el amor, la fraternidad, la justicia, la libertad, la santidad y desde el cual pueden proyectar estas notas hacia un mundo y hacia unos hombres que, aún sin saberlo, están hambrientos del Reino. RAMÓN ECHARREN
obispo auxiliar de Madrid
ÍNDICE 226
págPresentación (JEAN LATREILLE, consiliario de la
JOC de Lyon)
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Tres Iglesias qu.s Jesús no quiso: democrática, institucionalizada, ideal (JOSÉ M.a GONZÁLEZ RUIZ, teólogo y publicista) a) Una comunidad democrática b) Comunidad-institución c) Comunidad ideal
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La Iglesia fundada por Cristo y definida en la Escritura (HENRI DENIS, vicario episcopal de
Lyon)
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Introducción 1. - Una Iglesia fundada en Jesucristo 2. - Una Iglesia definida por la Escritura ¿La Iglesia es fiel al Evangelio? (ANDRE DOUZE, profesor de La Sorbona)
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MAN-
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1. - Los dos términos de la dialéctica 85 2. - La dialéctica y el paso de la historia 97 3. - Algunas condiciones para la fidelidad de la Iglesia al Evangelio 111
Unidad y oposiciones en Cristo (JEAN-PIERRE LINTANF)
1. 2. 3. 4.
- Causas de esta oposición - Tres actitudes que evitar - Tres principios. Tres «claves» - Jalones
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133 146 149 154
La Iglesia ante el desafío del tiempo (RAMÓN ECHARREN, obispo auxiliar de Madrid) 167 Introducción 1. - Iglesia y sociedad 2. - La Iglesia en su propia vida Conclusión
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