La idea de la libertad en el Renacimiento [1a ed] 8476680066, 9788476680063


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La idea de la libertad en el Renacimiento [1a ed]
 8476680066, 9788476680063

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LA IDEA DE LA LIBERTAD EN EL — ^CIMIENTO o EL J. CAPPELLETTI 152 |'C37 ‘¡1985

y__

HISTORIA DE LAS IDEAS PAPEL 451/EDITORIAL LAIA

© Ángel J. Cappelletti, 1986 Diseño y realización de la cubierta: Enríe Satué Primera edición: junio, 1986 Propiedad de esta edición (incluido el diseño de la cubierta): Editorial Laia, S.A., Guitard, 43, 08014 Barcelona ISBN: 84-7668-006-6 Depósito legal: B. 17845-1986 Impreso en Romanyá/Valls, Verdaguer, í, Capellades (Barcelona) Printed in Spain

No hay cosa más libre que el entendimiento humano. S or J uana I nés de la Cruz

Prólogo

Los ensayos reunidos en este volumen tienen una unidad temática. Aunque escritos en épocas y circunstancias diver­ sas, son fruto de una misma búsqueda y responden a un in­ tento único, el de analizar las perspectivas de la libertad en un período en que se le abren nuevos caminos (al mismo tiempo que se le cierran otros antiguos). En el Renacimiento hay, en efecto, una múltiple afirmación del hombre, aunque también se levantan inesperadas barreras a la realización de sus destinos. En todo caso, la afirmación no es uniforme ni unívoca. Se realiza contra la teología católica y contra la filo­ sofía escolástica (Bruno, Servet, Erasmo), pero asimismo con­ tra la nueva teología de Lutero (Erasmo) y de Calvino (Ser­ vet); contra el monacato (Rabelais, Erasmo, Bruno); contra el nuevo absolutismo de los reyes (Etienne de la Boetie) y contra el imperialismo colonialista (Bruno). Hay en el Renacimiento una afirmación de la libertad del individuo y una negación de la misma con la consolidación de las monar­ quías absolutas y con el surgimiento del Estado centralizado; una afirmación de la libertad con la ruptura de la pirámide feudal y una negación de la misma con la desaparición de las comunas medievales; una afirmación de la libertad con el de­ sarrollo del espíritu crítico y una negación de la misma con el surgimiento del capitalismo mercantil, de la usura, de las lealtades nacionales. La libertad es representada y vivida co­ mo libertad frente al destino (Calderón), frente al poder po­ lítico y militar (Lope) y frente a la presciencia divina (Tirso de Molina) o como creación de valor y pugna por el ideal (Cervantes). Es pensada como libertad individual (Rabelais), como libertad volitiva o libre albedrío (Erasmo), como liber­ tad política o crítica de los fundamentos del Estado (Etienne de la Boetie), como libertad religiosa (Servet) y como liber­ tad filosófica (Bruno). Tal vez sirvan las siguientes páginas para revelar la complejidad y la trascendencia histórica de esta idea y para hacer comprender que, también hoy, como hace cuatro siglos, muchas veces, al ser por una parte afir­ mada, es negada por otra.

1 Tres dramas y una epopeya de la libertad

El quehacer específico de toda la filosofía occidental, des­ de sus remotos orígenes jónicos, es una meditación sobre la esencia. Cuando esta meditación se profundiza hasta llegar a la raíz misma de la esencia se convierte en una inquisición de la libertad. En determinados períodos de la historia del pensamiento, aquéllos precisamente en que éste intenta reedificarse sobre cimientos nuevos, la idea de la libertad fundamenta toda la problemática, aun cuando esta misma idea resulte luego sis­ temáticamente negada. En los orígenes del pensamiento moderno, Descartes y Spinoza plantean el problema del Ser como un problema de la libertad. En los orígenes de la filosofía contemporánea, Kant y Fichte, Schelling y Hegel encuentran en la libertad la clave del Ser. Es claro que, así como la meditación sobre la esencia es accesible desde muy diversas perspectivas y plantea múlti­ ples problemas, así también la inquisición de la libertad pue­ de ser emprendida por muchos caminos e implica innumera­ bles interrogantes. Fundamentalmente, sin embargo, todos los problemas se reducen a dos: o se pregunta por la libertad positiva, por la libertad como principio absoluto e incondicionada acción, o se pregunta por la libertad negativa, por la libertad con re­ lación a algo o a alguien. La libertad negativa, genéricamente una, implica a su vez la posición de tantas cuestiones como sean los objetos que determinen su negatividad. De esta manera se producen esencialmente tres proble­ mas parciales: se trata de la libertad del hombre con res­ pecto a la Naturaleza, con respecto al poder político y con respecto a Dios.

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En cuanto a la libertad positiva, su carácter absoluto, es decir, su no-relatividad, la hace inescindible. El pensamiento español, pensamiento eminentemente pe­ ninsular, que por motivos diversos, aunque no muy difíciles de discernir, ha permanecido desde la aurora de los tiem­ pos modernos al margen del quehacer especulativo de Euro­ pa, no ha eludido sin embargo, durante su Edad de Oro, la meditación de la libertad. Más que en Suárez y sus planteos sustancialmente esco­ lásticos, más que en Báñez y Molina empeñados en la dispu­ ta de la premoción física, más que en Vitoria y su doctrina sobre los derechos de los indios americanos, más que en Mariana, belarminiano fautor del tiranicidio, el tema de la libertad es cálida y eficazmente acogido por los grandes poe­ tas de la época. En éste, como en otros muchos casos, el genio hispánico moderno se solidariza con la problemática vital de Europa no a través de la especulación filosófica, inmovilizada den­ tro de una férrea armadura teológica, sino por medio de la poesía, eternamente móvil dentro del dúctil polimorfismo de sus musas. El problema de la libertad como negación es el problema de la libertad relativa. En su posición están implicados, por consiguiente, los términos de una relación y la relación misma, esto es, el su­ jeto que inquiere y requiere la libertad, el objeto de cuya relación surge la libertad y la relación que se presenta como una lucha entre sujeto y objeto. En tal sentido el problema se pone como drama. Y es en la poesía dramática, la más viviente y popular expresión del arte de la Edad de Oro es­ pañola, donde se plantea el problema con las tres cuestiones parciales que hemos señalado. Y son precisamente los tres más grandes dramaturgos de la época quienes asumen esas tres cuestiones. La más elemental de ellas, la que representa el momento primario (y, tal vez por eso, la que hiere de una manera menos inmediata la sensibilidad), la que nos pone en presen­ cia del hombre en lucha con las fuerzas ciegas (y despótica­ mente humanas) de la Naturaleza, es encarnada por obra de Pedro Calderón de la Barca en la trabajada arquitectura del verso cuasi barroco.11 1.

Sobre el hombre y la naturaleza en el monólogo de Segismundo, Alfonso R eyes, Trazos de historia literaria, Buenos Aires, 1951, p. 11-81. c fr.

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El problema sube a las tablas con el nombre de La vida es sueño. El título mismo de la obra parece traducir en verbo poé­ tico una tesis metafísica. Una fácil asociación de ideas nos remite a la concepción vedántica del velo de Maya.2 Y sin embargo, el verdadero sentido filosófico de la obra difiere mucho de una mera afirmación acosmística. Segismundo, el protagonista, encarna la existencia huma­ na predeterminada, inmovilizada por un «destino», radical­ mente negada en su subjetividad por la Naturaleza, que la ahoga en un seno acerbo e inconmensurable. Los astros lo han condenado cruelmente a la crueldad; lo han formado para ser el hombre más atrevido, el príncipe más cruel y el monarca más impío. Basilio, su padre, el Ministro fiel de la Naturaleza, el sa­ bio que cree dominarla o remediarla sometiéndose a ella, si­ guiendo el más profundo y general principio de la praxis naturalista (simila similibus), agrega cadenas a las cadenas y lo encierra desde su niñez en una lóbrega prisión. Allí se lamenta Segismundo, el esclavo de las estrellas, que se siente nacido para ser su señor. Sin embargo, como Basilio no es sólo un Ministro de los astros sino también un Rey de los hombres, no puede igno­ rar que ... el hado más esquivo la inclinación más violenta, el planeta más impío, sólo el albedrío inclinan, no fuerzan el albedrío. Por eso, decide probar a Segismundo: le ceñirá la corona del reino humano con tal que él sepa ceñirse la corona del reino de la Naturaleza, conquistándola en una hazaña de li­ bertad. Para ello decide trasladarlo a la corte, es decir, a la so­ 2. Parece que una de las fuentes de La vida es sueño fueron las le­ yendas sobre la juventud de Buda.

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ciedad de los hombres, y como es preciso que el príncipe cautivo no advierta el tránsito, se lo adormece. Pero pedir a la debilidad humana, apenas liberada de su cadena externa, que rompa la íntima cadena del destino, es harto pedir. Segismundo no se muestra capaz de hacerlo, y por eso, porque continúa siendo esclavo de los astros, en el ámbito de la comunidad humana no libera sino esclaviza y oprime: arroja a un criado por la ventana, pretende forzar a una noble dama. Su existencia en la corte ocurre, como siempre, determi­ nada por una implacable necesidad. La Naturaleza la maneja, la plasma, la configura: produce su «destino». Y cuanto más libre se siente como señor y dueño de libertades ajenas, tanto más esclavo viene a ser. A tal punto que Basilio, mediante la providencia del sueño, lo devuelve a su prisión. Recién entonces, vuelto a las tinieblas, puede ver Segis­ mundo la luz. Comprende así que no ha despertado de un sueño sino que en un sueño ha vivido y vive; comprende que sus lágrimas, sus cadenas, toda su amarga existencia, constituyen una pesadilla. En una pesadilla es imposible es­ capar a los íncubos que la pueblan y arquitecturan la an­ gustia. La única vía de libertad es el despertar. Ahora bien, despertar significa volver a la realidad cic la vigilia. Pero, si la vida, en cuanto existencia determinada por la Naturaleza, es sueño, el despertar del sueño será abrir los ojos a una nueva vida sin determinación y preñada de posi­ bilidad, será arribar a la libertad por la realidad. E inversa­ mente, será también llegar a la realidad por la libertad. Por­ que, en efecto, la vida real, la existencia plena y creadora, sólo se da en el mundo del espíritu, al cual no se arriba sino por una hazaña de la libertad. Y así, ese Segismundo que se decide contra los astros perversos quintaesenciados en su car­ ne, no sólo conquista su libertad al despertar del sueño de la Naturaleza sino que también despierta del sueño de la Natu­ raleza por una conquista de su libertad. (En el reino del Es­ píritu los medios se identifican con los fines.) Un motín popular lo saca nuevamente de su cárcel y lo lleva a la conquista del trono. Pero ahora ya no necesitan dormirlo (añadiendo sueño al sueño): el príncipe está des­ pierto y sabe, en su vigilia, que el trono que más le importa conseguir es el de su propia naturaleza:

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Porque ya vencer aguarda mi valor grandes victorias, hoy ha de ser la más alta vencerme a mí... Asciende así, simultáneamente, a ambos tronos; conquista al mismo tiempo los dos reinos, y cuando Basilio, vencido, se arroja a sus pies, Segismundo no sólo perdona al Rey sino que también corrige al sabio, ministro de la Naturaleza: ... Señor levanta, dame tu mano que ya que el cielo te desengaña de que has errado en el modo de vencerla... De esta manera, con un desenlace que implica la instaura­ ción del Reino del Espíritu sobre el Reino de la Naturaleza, adquiere el drama el significado de una afirmación perentoria de la libertad humana en el Universo. Segismundo es el ar­ quetipo del hombre que se levanta a sí mismo por encima de los astros en el vuelo de la afirmación ética. La vida es sueño porque todo lo natural en la estricta determinación de su proceder causal no es sino fenómeno, apariencia. El sujeto de este sueño es un ser bifronte que duerme y padece la inexorable pesadilla de la Naturaleza, pero que puede despertar en cada instante, por un acto sobe­ rano de su voluntad, a un mundo de vigilia, a la realidad noumenal del Espíritu. Así como el mundo fenoménico es dado y acaece, el mun­ do noumenal no se da sino que se conquista y se construye. El hombre-súcubo se convierte, al pasar del sueño a la vi­ gilia, en el hombre-demiurgo. Y la humillante pasividad fren­ te a la Naturaleza se transforma en gloriosa actividad que se proyecta perpetuamente contra ella. El Universo no es negado entonces para dar lugar a la contemplación de una realidad supraempírica y suprarracional (como en la filosofía advaita) sino para y por la acción que edifica la realidad específicamente humana de la vida moral.3 3. «Es posible que Descartes conociera la obra antes de escribir o en plena producción de su Discurso del Método, publicado en 1637, lo que explicaría muchas de las características del pensamiento del filó­ sofo francés», observa A. Valbuena Prat. No se puede excluir la posi­ bilidad de que también la leyera Kant, y es seguro que Schopenhauer la conocía y valoraba altamente.

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Sin embargo, romper las cadenas de la Naturaleza no sig­ nifica ser libre frente al Poder político. Esta libertad exige una nueva conquista y una nueva ha­ zaña, plantea un nuevo problema, comporta un nuevo drama. Lope de Vega lo encarna en Fuenteovejuna. El protagonista no es aquí un hombre solo sino un pue­ blo entero. En la lucha contra los astros era necesario un hombre que llevara en sí, en cierta manera, la representación de to­ dos los hombres. Por eso, Calderón elige a Segismundo, un príncipe. En la lucha contra el príncipe, el héroe no puede ser sino el pueblo entero, un pueblo de siervos: Fuenteovejuna. La fatalidad de las celestes esferas queda sustituida aquí por la arbitrariedad de la historia que se revela en la voluntal del Señor. En efecto, lo que en la Naturaleza niega la libertad es la presencia de leyes inflexibles, lo que en la So­ ciedad la aniquila es la ausencia de leyes, lo cual somete a los hombres al arbitrio del hombre. Don Fernán Gómez de Guzmán, comendador de Calatrava, se sustituye, con su voluntad anómica, a toda norma ob­ jetiva e impersonal. Ahora bien, en el plano de la comunidad humana, cuando la «persona» niega la impersonalidad de la ley, las «perso­ nas» quedan impersonalizadas. El comendador ha agraviado a los villanos de Fuenteove­ juna en la honra de sus mujeres. Y ésta es la forma más cabal del arbitrio ciego, puesto que al profanar el sexo, se­ creto alambique donde la carne destila espíritu convirtiendo el impulso en amor, destruye el más íntimo santuario de la personalidad. En esto consiste la calidad trascendente de la deshonra. Los villanos saben que el amor es una fuerza espiritual que rige al universo: El mundo de acá y de allá, Mengo, todo es armonía. Armonía es puro amor porque el amor es concierto, dice uno de ellos. Y poco más adelante agrega: Dijo el cura del lugar cierto día en el sermón que había cierto Platón

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que nos enseñaba a amar, que éste amaba el alma sola y la virtud de lo amado. Por eso, porque saben que el amor verdadero se consu­ ma siempre como relación entre dos almas, la lujuriosa inso­ lencia de Fernán Gómez los subleva a todos de vez, como a un hombre único. Fuenteovejuna es quien marcha contra el comendador al grito de: ¡Mueran tiranos traidores! Fuenteovejuna, comunidad de amor y de ira, es quien: rompe, derriba, hunde, quema, abrasa. Fuenteovejuna, en fin, quien rinde su libertad en la sangre: ¡Fuenteovejuna, Fernán Gómez muera!4 La masa llega a ser una unidad real y concreta en la lu­ cha por el ideal común, y este ideal es siempre, y en todo caso, la libertad, en cuanto libertad significa la raíz de toda realización espiritual y, por consiguiente, de todo ideal. Por eso, Fuenteovejuna es también una y fuerte ante el dolor. El juez, enviado por los reyes para averiguar quién fuera el verdadero autor de la muerte de Fernán Gómez, atormenta uno por uno a los miembros de la comunidad vi­ llana y no obtiene por respuesta sino un nombre único: —¿Quién mató al comendador? —Fuenteovejuna, señor. El mismo Juez, cuyo intento se cifra últimamente en el deseo de destruir la unidad del pueblo libre, ha de volver decepcionado y convencido de que, culpable o no, Fuenteove4. «El villano honrado no reconoce la existencia de una diferencia ilc nivel moral y humano que estaría determinada por la situación en la jerarquía de las clases feudales; no acepta la escala de valores ha­ bituales en el teatro, según la cual la palabra villano es sinónima de traición y miedo, mientras la palabra noble significa nobleza y genero­ sidad», observa, a propósito de Fuenteovejuna, N. S almón (Recherches sur le théme paysan dans la «comedia» au temps de Lope de Vega, Borileaux, 1965, p. 841).

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juna es una unidad en la libertad. Por eso, se dirige al Rey diciendo: A Fuenteovejuna fui de la suerte que has mandado y con especial cuidado y diligencia asistí haciendo averiguación del cometido delito. Una hoja no se ha escrito que sea en comprobación, porque, conformes, a una, con un valeroso pecho, en pidiendo quién lo ha hecho, responden: Fuenteovejuna. La unidad del pueblo en la libertad es indestructible, no se pueden discernir en ella clases o individuos: Y pues tan mal se acomoda el poder averiguar, o los has de perdonar o matar la villa toda. En realidad, poco importa lo que el Rey haga, poco emo­ ciona la salvación de la villa por el perdón que aquél le otor­ ga: de hecho, Fuenteovejuna está ya salvada cuando rescata su libertad en la sangre y la consolida en el tormento. El drama de Lope representa así el momento heroico de la masa que se unifica como una gran Persona para salvar a cada persona de la despersonalización por obra del Poder personal.5 Pero he aquí que este Poder amenaza al hombre no sólo desde la cúspide de la sociedad sino también desde la cús­ pide del Universo. Al margen de la comunidad, el hombre debe librar una nueva e interior batalla contra Dios. Tirso de Molina ha poetizado esta lucha en su drama El condenado por desconfiado. Su héroe, o por mejor decir, sus dos héroes, son indivi­ duos puros, al margen de la Sociedad. Paulo es un santo ere­ 5. Menéndez Pelayo llama a Fuenteovejuna «drama épico de senci­ lla e imponente grandeza».

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mita que ha dejado la compañía de los hombres, Enrico es un empedernido criminal a quien los hombres repudian. En la perspectiva estrictamente religiosa en que se plan­ tea el drama, sólo el santo y el criminal son capaces de lu­ char con Dios, porque sólo ellos, por encima de las conven­ ciones humanas, han sabido llevar hasta el extremo su pro­ yecto personal, lo cual equivale a decir, su interés y su pa­ sión por Dios. Porque, ya sea mediante una directa búsqueda, ya mediante un absoluto rechazo, el santo y el criminal han hecho de Dios el centro de su vida. Paulo, después de muchos años de penitencia, pide al Se­ ñor una señal de su salvación. Y aquí comienza su caída. El demonio, vestido de Ángel de Luz, le revela que su des­ tino eterno será el mismo de Enrico, hijo de Anareto. Dios que en él repares quiere porque el fin que aquél tuviere, ese fin has de tener. Cuando Paulo encuentra a Enrico, «el peor hombre del mundo», su santidad se convierte en crimen. Puesto que Dios lo ha condenado, quiere «obedecerlo» mereciendo su conde­ na. Su vida se proyecta desde entonces como esclavitud con respecto a Dios. Y aunque éste sigue luchando con él para liberarlo de tan abyecta sumisión, aquél se aferra a sus ca­ denas. Dios es un señor que no quiere siervos, pero el hombre es un ser libre que quiere un señor. El infierno, en tal sentido, no es otra cosa sino la voluntad de ser esclavo, es decir, la voluntad de ser salvado por otro. Y Paulo, a quien Dios mismo puede mover a un acto de li­ bertad, es en definitiva, «el condenado por su esclavitud». Porque todo lo puede tolerar Dios, incluso que los hombres se hagan «esclavos del demonio» (Cfr. el drama de Mira de Amezcua), menos su voluntad de hacerse «esclavos de Dios».6 Esto, en efecto, implicaría negar el sentido de la Creación, que tiene su centro y su meta en la libertad del hombre. Esto implicaría negar el sentido de la Redención, que se realiza por la libérrima elección que el Verbo hizo de su carne y de su cruz. Esto implicaría, en fin, negar la misma libertad de Dios. Paulo sólo confía en el «decreto divino»: 6. Menéndez Pelayo dice que El esclavo del demonio de Mira de Amezcua es «hermano menor de El condenado».

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Esta palabra me ha dado Dios: si Enrico se salvó también yo salvarme aguardo. Pero en medio del fuego infernal advierte el hecho supre­ mo de su libertad y exclama: de los tormentos que paso sólo a mí me doy la culpa, pues fui causa de mi daño. Enrico, por el contrario, aunque se niega hasta el fin a liberarse de su servidumbre con respecto a Dios (que no se da aquí bajo la forma del «decreto» sino bajo la forma opues­ ta de la «misericordia»), en el último instante de su vida, mediante una única y soberana decisión, cambia el sentido de la misma y se coloca por encima de la misericordia divi­ na, obligando a Dios a reconocerle como hombre Ubre y dig­ no del Cielo. El Cielo, en efecto, no es otra cosa sino la consumación perfecta de la libertad frente a Dios. Sólo posee al Señor quien sabe hacerse a sí mismo Señor. Pues aunque lo que aparece, a primera vista, como causa de la salvación (o de la condenación) es «la misericordia» (o el «decreto»), en realidad la misericordia sólo se produce por el acto libre del hombre que se autodetermina (así como el «decreto» sólo se cumple por la falta de tal acto libre). El condenado por desconfiado representa así, sin que el autor mismo tenga de ello conciencia, el drama esencial del Renacimiento: la lucha del hombre por su propia afirmación como ser trascendente. Al margen de los planteos escolásticos, a los cuales res­ ponde sin duda la intención de Fray Gabriel Téllez, su obra adquiere de este modo un significado tanto más universal cuanto más lejos escapa de su irreprochable ortodoxia teo­ lógica. Después de ella sólo hay lugar para la batalla de la liber­ tad absoluta, que no puede sostenerse en un drama, puesto que no dice relación a ningún término sino que se plantea co­ mo gesta de la creatividad pura. Su ámbito no puede ser sino la epopeya. Y en la Edad de Oro española esta epopeya está repre­ sentada por la historia de Don Quijote de la Mancha. El ca­ ballero Don Quijote es el creador de su mundo, un Universo pleno de sentido, rico de valores, superabundante de formas.

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Este Universo se sobrepone a la estructura espacio-tem­ poral mediante un acto de plena afirmación, la cual consti­ tuye, en los términos de la narración, la locura de Don Quijote. Y esta locura no es sino la embriaguez de la libertad deba­ tiéndose en el seno de la Nada. En primer término, hace con sus manos su armadura y su lanza; luego crea a Rocinante, sublime corcel, en la flaca car­ ne de un rocín cansino. Como todo verdadero creador, crea su demonio, y éste es Sancho. El grueso escudero que ca­ balga un mulo, resulta, a través de la gesta quijotesca, el tentador que pone trabas de burla y de prudencia a la pa­ sión creadora del Hidalgo. Sancho se llama la anti-libertad, el hombre que vive de y para las cosas, que es determinado por ellas, que no hace su mundo sino que es hecho por el mundo. Al fin encuentra en una ínsula la medida de sus deseos. Como todo verdadero creador, Don Quijote crea también su Amor. Porque a quien bien sabe mirar le resulta claro que Dulcinea no es la Amada sino el Amor mismo que in­ forma sus hazañas y guía sus empresas. Sin Dulcinea no puede concebir la acción, porque sin Amor tampoco Dios puede crear. Como todo verdadero creador, Don Quijote siente en oca­ siones una honda melancolía que no es sino la tristeza de la Nada implacable: por eso se ha llamado a sí mismo «el Caballero de la triste figura». No sería difícil, aunque sí tal vez demasiado largo, enu­ merar las etapas del Génesis cervantino y demostrar cómo se mueve en ellas la libertad. Baste recordar que en esta sin­ gular gesta el Creador es al propio tiempo Redentor. Cada uno de sus periplos, cada una de sus hazañas, cada una de sus desdichas, constituye una aventura de libertad y al propio tiempo un esfuerzo de liberación. ¿Será necesario evocar a los galeotes, a la dama cautiva, al muchachito azo­ tado? Para la libertad absoluta crear es redimir y redimir es crear.7 Como Cortés al rendir a Moctezuma, como Pizarra al ven­ cer al Inca, como Elcano al abrazar el globo de la tierra, la 7. Unamuno opina que el episodio de la liberación de los galeotes es «una de las más grandes aventuras, si es que no la mayor de todas ellas» (Vida de Don Quijote y Sancho, I, cap. XXII). Pero eso es asi, precisamente porque allí Don Quijote que, como forjador de mundos ideales, es el paladín de la libertad absoluta, encama su acción crea­ dora en una hazaña concretamente liberadora.

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esforzada hazaña del Quijote rinde, vence y rodea el Imperio de la Nada, pero, a diferencia de los conquistadores de la tierra, su lanza no esclaviza sino que redime conquistando. La aventura descubridora y colonizadora que emprende España en su Edad de Oro encuentra un parangón poético y una antítesis metafísica en la aventura imperecedera del Quijote, descubridor, colonizador y redentor del Ser en la hazaña de la libertad.

2 y la libertad individual

El Renacimiento produjo tres grandes utopías: una humanístico-cristiana (Utopía de Moro), otra metafísico-mágica (La ciudad del Sol de Campanella); otra científico-tecnológica (La Nueva Atlántida de Bacon). La primera y la tercera se dieron en Inglaterra, la segunda en Italia. En Francia apare­ ció, en cambio, una obra singular que, como el Quijote en España, tiene mucho de anti-novela, pero que, por otra par­ te, no deja de proponer también una utopía, hasta cierto punto análoga a las antes mencionadas. Se trata de Las gran­ des e inestimables crónicas del grande y enorme gigante Gargantúa y de los cuatro libros que le siguen, sobre las hazañas de Pantagruel. Frangois Rabelais, monje y doctor en medici­ na, es su autor. Gargantúa y Pantagruel constituye una narración tal vez única en la historia de la literatura occidental. El espíritu del humanismo renacentista se una en ella a un medievalismo po­ pular de acentos goliardescos. Pareciera una mezcla de Chaucer y el Arcipreste de Hita con Pico della Mirándola y Erasmo. La no fingida erudicción greco-latina se ve aligerada por una auténtica coprolalia plebeya, tanto más regocijante cuan­ to más ajena a toda pornografía. Sus personajes se caracterizan por una vitalidad hiperbó­ lica, cuya más típica manifestación parece ser el ilimitado culto a Baco (Cfr. Vallet, Rabelais, le livre et le vin - «Revue des langues romaines» - 78-1969). Pero el espíritu del huma­ nismo se refleja claramente en su negación de los valores de la guerra y en su antimonasticismo. La contienda desatada por los pasteleros de Lerné simboliza, en su motivación ba­ nal, el origen de las guerras entre príncipes cristianos (I 25), sus procedimientos innobles y brutales (I 26), la barbarie de dichas guerras. Picrochole es el arquetipo del señor feudal, cuya ambición no se detiene ante nada, ni siquiera ante proyectos bélicos de proyección absurda y desmesurada magnitud (I 33), mien­ tras Grandgousier, que emprende la guerra con pesar y con­

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tra su gusto (I 28), que agota todos los medios para evitar­ la, y no sólo los de la diplomacia (I 30, 31) sino también los de la justa y superabundante reparación (I 32), puede consi­ derarse como el símbolo del príncipe humanista. El trato cor­ tés y benevolente que da al prisionero Touquedillon (I 46) contrasta abiertamente con el que le dispensa a éste su pro­ pio soberano Picrochole (I 47). «Ya no es tiempo de conquis­ tar reinos con perjuicio del prójimo, el hermano cristiano. Esta imitación de los antiguos Hércules, Alejandros, Aníbales, Escipiones, Césares y otros tales es contraria a la enseñanza del Evangelio, que nos manda no invadir hostilmente las tie­ rras de los demás, sino defender, salvar, regir y administrar cada uno sus países y tierras, pues, a lo que los sarrace­ nos y los bárbaros llamaban en otro tiempo proezas, noso­ tros lo llamamos ahora pillaje y maldad», dice Grandgousier, con palabras que Moro y Erasmo habrían, sin duda, aproba­ do (I 46). Una vez derrotados sus enemigos les dirige un dis­ curso que comienza así: «Nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros antepasados de tiempo inmemorial, han sido de tal parecer y naturaleza que, para conmemorar los triunfos y las victorias, prefirieron los monumentos y trofeos erigidos por la gracia en los corazones de los vencidos, a los levanta­ dos por la arquitectura en las tierras por ellos conquistadas, porque estimaban mucho más el vivo recuerdo de los huma­ nos, conquistado por la libertad, que la muda inscripción en arcos, columnas y pirámides, la cual está sujeta a las incle­ mencias del tiempo y la envidia de los hombres» (I 50). La institución monástica, atacada de una parte por Lutero y los reformadores en nombre de un cristianismo puramente bíblico, lo fue también, de otra parte, por muchos humanis­ tas como Erasmo, en nombre de un ideal antiascético de autorrealización ética y estética. Moro enumera entre las causas principales de la miseria del pueblo inglés la superabundan­ cia de monjes y clérigos; Erasmo no oculta su aversión a la institución monástica, y al enclaustrado quisiera sustituirlo por «el caballero cristiano». Los monjes de Rabelais constituyen una caricatura de la frailería en el otoño de la Edad Media y en los inicios del Renacimiento. Él mismo había sido benedictino primero y franciscano después (Cfr. Gilson, Rabelais franciscain, París1955), y durante sus viajes por Francia, Italia y Alemania (Cfr. Heulhard, Rabelais, ses voyages en Italie, son exil a Metz, París-1891), tuvo ocasión de establecer contactos con las más diversas órdenes y congregaciones monásticas. Pero su camino no es el ataque frontal (Lutero) o la crítica razo­

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nada (Erasmo), sino la ironía basta y la sátira impregnada de sal gruesa. El monje viene a ser para Rabelais el gran pa­ yaso de la obra, el exponente de una humanidad ridicula y contrahecha, debajo de la cual se oculta, sin embargo, el ger­ men de la humanidad auténtica. Esta se halla encarnada en el hermano Juan des Entommeures, a quien describe dicien­ do que era «joven, galán, vivaz, diestro, osado, audaz, resuel­ to, alto, delgado, agraciado de rostro, de nariz grande, buen despachador de horas, gran apurador de misas, que no hacía maldito caso de las abstinencias y, para decirlo todo, un ver­ dadero monje, si alguno hubo desde que el mundo monjil se monjeó de las monjerías» (I 27). El hermano Juan es el ver­ dadero héroe de la guerra contra Picrochole. Pero lo es en la medida en que, a diferencia de sus cofrades, entregados a invocaciones y letanías, se enfrenta valerosamente al invasor (I 27), en la medida en que sabe beber y comer tanto como pelear, y sabe conversar amenamente tanto como beber y co­ mer (I 39), en la medida en que se constituye en un verdade­ ro antimonje, dotado de todas las alegres y activas virtudes que el monacato desdeña (I 41, 42, 43, 44, 45). A fin de premiar su valor y su arrojo en la guerra, Gargantúa instituye para él la Abadía de Théléme, después de re­ compensar también a todos sus soldados (I 51). El monje rehúsa, en efecto, el ofrecimiento que le hace de varias abadías ya existentes, porque no quiere —dice— gobernar monjes (lo cual lo hace por cierto muy poco monjil). Solicita, en cambio, que se le permita fundar una de acuerdo con su propio plan. En verdad, lo que funda en Théléme (cer­ ca de la ribera del Loira, a dos leguas del bosque de PostHuault,1 precisa Rabelais, como queriendo dar visos de rea­ lidad a la noticia), es una anti-abadía, que será poblada por anti-monjes. Su regla es diametralmente contraria a todas las reglas conocidas. En primer término, puesto que todas las abadías están amuralladas, aquélla se manda con^Ruir sin muros que la cerquen. «Donde hay muros —dice el hermano Juan— hay, delante y detrás de ellos, mucha murmuración, envidia e in­ trigas mutuas».2 A esta primera disposición simbólica se añade otra que no lo es menos: la supresión de todos los relojes y cuadrantes. 1. Como recuerda Jacques B oulenger (Rabelais. Oeuvres complétes. París, 1970, p. 147), «Théléme» significa «vouloir», «desir», del grie­ go OsAyjimc. 2. Cito la traducción castellana de Teresa Suero y José María Claramunda (Barcelona, 1971), la cual, sin embargo, no es tan fiel como sería de desear.

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Puesto que en los monasterios todo estaba medido por ellos y sujeto al tiempo, aquí los trabajos se distribuyen según la ocasión y la oportunidad lo sugieran. La libertad a que aspira el humanismo renacentista se hace patente, pues, en este romper límites y fronteras tanto en el espacio como en el tiempo. El hombre nuevo —que con Giordano Bruno destrozará las concéntricas esferas del universo ptolomaico y con Galileo la física aristotélica de los cuatro elementos y de los lugares naturales— sobrepasa con Rabelais estas murallas artificiosa­ mente levantadas ante su personalidad autónoma por el as­ cetismo monástico del Medioevo. Más aún; así como en muchos cenobios de la época se usa­ ba, cuando en ellos entraban mujeres (púdicas y honestas, se entiende), limpiar todo cuanto ellas habían tocado, así en Théléme se limpiará con cuidado todo cuanto toquen mon­ jes y monjas que por cualquier motivo penetren allí. Difícil­ mente se podría expresar de un modo más drástico el ideal de una comunidad opuesta a la vida monacal. Como en los conventos no entraban sino mujeres «tuertas, contrahechas, locas, insensatas, deformes y con mil defectos físicos» y hombres «asmáticos, mal nacidos o impedidos para...», en Théléme no se admiten sino «las hermosas, bien formadas y bien nacidas y los hermosos, bien formados y bien nacidos».3 Al medieval desprecio del cuerpo (que había llevado a al­ gunos teólogos a pensar que el mismo Cristo debió ser un hombre feo sino defectuoso) contrapone Rabelais el culto griego de la belleza física. Junto a los valores morales e in­ telectuales le parece necesario consagrar en su monasterio la hermosura y la prestancia del cuerpo. Ningún rasgo ubica quizá mejor que éste la utopía rabelaisiana en el contexto axiológico del Renacimiento. La idea del voto como vinculación y servidumbre es igual­ mente rechazada en beneficio del supremo valor de la libertad individual. Si hasta entonces, después del año de noviciado, tanto hombres como mujeres se veían compelidos a perma­ necer en los monasterios de por vida, en Théléme cada uno entrará y saldrá cuando le pareciere.4 3. El texto francés dice: «Feut ordonné que la ne seroient repceues sinon les belles, bien formées et bien naturées, et les beaulx, bien forméz et bien naturéz». 4. La perpetuidad de los votos monásticos preocupó a Erasmo y a otros muchos humanistas no menos que a Lutero y los reformadores (que directamente suprimieron el monacato).

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Más aún, puesto que todos los religiosos estaban obligados a castidad, pobreza y obediencia, en el utópico cenobio de Théléme cada uno podrá casarse como y con quien quisiere, podrá tener todo el dinero que quisiere y pudiere acumular y no deberá dar cuenta a nadie de sus actos (I 52). Al explicar después cómo fue dotada la abadía por Gargantúa, satiriza Rabelais las tradicionales fundaciones hechas desde épocas pre-carolingias por reyes y señores, y al mismo tiempo señala con la jocundez de la hipérbole y el escrúpulo de la contabilidad el carácter utópico-festivo de Théléme. Su arquitectura, de desmesuradas proporciones y lujo inaudito, responde, por lo demás, sólo parcialmente a los nuevos cánones establecidos (o reestablecidos) por el arte re­ nacentista. El edificio hexagonal, con una torre redonda de sesenta pasos de diámetro en cada ángulo y con seis pisos (Nótese el predominio del número seis. En la Ciudad del Sol de Campanella el número clave es el 7), cien veces más es­ pléndido que las más espléndidas construcciones de la época (Bonivet, Chambord, Chantilly) tiene 9.332 habitaciones, «ca­ da una de ellas provista de antecámara, retrete, guardarroplias bibliotecas y galerías con pinturas históricas (I 53). Sobre la puerta central se lee, en grandes letras antiguas, una inscripción donde se especifican las personas que son no gratas y las que son bienvenidas en Théléme. Así, por ejem­ plo, se prohíbe la entrada a «hipócritas, necios, viejos, fari­ seos, fingidos míseros»,5 a «santurrones, camanduleros con pantuflas, indigentes arropados con pieles, frailes licenciosos y gorrones»,6 a «escribanos zampatortas de heno, clérigos, pa­ santes, falsos amantes del pueblo, provisores, escribas y fa­ riseos»,7 a «usureros, avaros, ávidos siempre de atesorar, ladi­ nos, holgazanes, encorvados, chatos».8 En cambio, son bienvepas, capilla y salida a una gran sala», y está dotado de am5. Dicen los versos del texto original francés: Cy n’entrez pas, hypocrites, bigotz, Vicux matagotz, marmiteux, boursoufléz. 6. En el original: Haires, cagotz, caffars empantoufléz, Gueux mitoufléz, frapars escornifléz. 7. En francés: Cy n'entrez pas, maschefains, practiciens, Clers, basauchiens, mangeurs du populaire, Oíficiaulx, scribes et pharisiens. 8. Dice el texto original: Cy n’entrez pas, vous, usuriers chichars, Briffaulx, leschars, qui toujours amassez, Grippeminaulx, avalleurs de frimars, Courbéz, camars...

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nidos los nobles caballeros «rozagantes, festivos, alegres, lindos en general, todos gentiles compañeros», y las damas de alta alcurnia, «flores de hermosura y celestial rostro, de busto erguido, talante honesto y juicioso» (I 54). Para tales gentes estaban dispuestos todos los lujos y re­ finamientos. Así, «delante de la habitación de las damas, para que éstas pudieran recrearse, había entre las dos torres, en el exterior, las lizas, el hipódromo, el teatro, y las piscinas con sus baños miríficos de triple suelo, provistos de todos los aparatos y abundante agua y mirra». A la salida de dichas habitaciones estaban los peluqueros y perfumistas, «por cuyas manos pasaban los hombres cuan­ do visitaban a las damas». Esos mismos perfumistas «proveían todas las mañanas a las habitaciones de las damas de agua de rosas, de naranjo y de mirto, y además colocaban en cada una un precioso pebetero en el que se evaporaban una serie de drogas aromáticas».9 Por otra parte, «todos los gabinetes, cámaras y salas esta­ ban tapizadas de diversas maneras, según las estaciones del año. El pavimento estaba cubierto de paño verde. Las camas, de brocado. En cada antecámara había un espejo de cristal con marco de oro puro, guarnecido de perlas, de tal tamaño, que podía realmente reflejar una persona de cuerpo ente­ ro» (I 55). Todos estos detalles, que hoy podrían no parecer excesi­ vos, lo eran sin duda en una sociedad donde la inmensa ma­ yoría de los hombres vivía en chozas junto con sus animales domésticos y donde las ciudades eran por lo común hedion­ dos muladares. Se trataba, en efecto, de contraponer del modo más radical posible los nuevos ideales del humanismo con las reglas ascéticas de una vida consagrada, por principio, a mortificar de todas maneras el cuerpo. Y para ello Rabelais despliega toda la gama de su hedonística fantasía quinientesca. Los vestidos de las mujeres eran «según la estación del año, de tisú de oro y rizado de hilo de plata, de raso encar­ nado bordado en hilo de oro, de tafetán blanco, azul, negro, tostado, de sarga de seda, de terciopelo o raso con hilillos de oro en diversas figuras». Además, «los rosarios, anillos, ca­ 9. Uno de los rasgos de la antigua ascética monacal (originado en­ tre los Padres del desierto, muchos de los cuales, según los hagiógrafos, no se bañaron jamás en muchos años) que más chocan a los há­ bitos del hombre de nuestros días (o, por mejor decir, a las clases me­ dias urbanas de América, hoy) es el desprecio del aseo corporal y aun de todo cuanto halaga el sentido del olfato. Como se ve aquí, ya Ra­ belais se rebela contra esta forma de mortificación.

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denas y collares estaban guarnecidos de piedras preciosas, carbunclos, rubíes, balajes, diamantes, zafiros, esmeraldas, turquesas, granates, ágatas, berilos y perlas» y, de modo se­ mejante, el vestido de los hombres daba muestras de princi­ pesca suntuosidad, con sus jubones «de tisú de oro y plata, terciopelo, raso, damasco o tafetán» y sus espadas «con em­ puñadura dorada, la vaina de terciopelo y del color de las calzas y la contera de oro y orfebrería». El mundo fabuloso de la riqueza indiana acude en la fantasía del monje huma­ nista a sustituir las burdas estameñas y los sacos pilosos de la Tebaida (I 56). Las órdenes religiosas se regían por reglas más o menos estrictas, que determinaban todos los aspectos de la vida de los monjes: su comida, su vestido, su trabajo, su oración, su estudio, etc. Desde la regla de Basilio Magno hasta la de Benito de Nursia; desde la de los canónigos regulares de San Agustín hasta la de los hermanos menores de San Francisco, todas implicaban una serie de prohibiciones y de imperati­ vos, de prescripciones y de proscripciones que cuadriculaban la vida del religioso. El vigoroso humanismo de Rabelais se rebela contra todas ellas en una afirmación absoluta de la libertad individual. El monje ideal, el thelemita, es nada más y nada menos que un individuo integral. «Toda su vida se regía —dice— no por leyes, estatutos o reglas, sino según su querer y libre ar­ bitrio». Nada estaba mandado ni prohibido: «Se levantaban de la cama cuando les parecía bien, comían, bebían, trabaja­ ban, dormían cuando de ello tenían deseos. Nadie los desper­ taba, nadie los obligaba a beber ni a comer ni a hacer cosa alguna». Su regla era la negación de todas las reglas, puesto que no contenía sino esta cláusula: «Haz lo que quieras».10 Rabelais, olvidando el dogma del pecado original, tan im­ placablemente interpretado por Lutero (que defiende, contra Erasmo, el «siervo arbitrio»), sostiene, en efecto, que los hombres «tienen por naturaleza un instinto y un acicate que los impulsa siempre a seguir acciones virtuosas y los aparta del vicio, instinto al que ellos (los thelemitas) llamaban “ho­ nor”». He aquí al caballero cristiano, liberado, según una nueva versión del mensaje paulino, del yugo de la ley. La sujeción es lo que hace perder al hombre su inclina­ ción a lo bueno y noble; el deseo de quebrantar el yugo de una servidumbre para la que no ha sido hecho es lo que 10. En el original francés: Fay ce que vouldras.

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provoca la violación de la ley, «porque nos encaminamos siempre hacia lo prohibido y codiciamos lo que se nos niega».11 Esta comunidad de hombres y mujeres libres, amantes de la belleza y de la vida, en la antítesis más cabal del monacato, tal como Rabelais lo concibe. En su mente es también el núcleo de una humanidad nueva, cuya aurora cree estar en­ treviendo en la nueva lírica de Petrarca, en la narrativa chis­ peante de Heptamerón, en la erudición prodigiosa de Erasmo, en sus propios comentarios a Hipócrates y Galeno. Pero tal humanidad es, sin duda, fruto de selección y flor de aristocracia, siquiera sea del espíritu. Su libertad no comporta, en modo alguno, la «vis expansiva» que parece consustancial con la misma ni la exigencia de universalidad que le es propia en las utopías posteriores. Es indudable que la igualdad, valor supremo en Campanella y aun en Moro, no tiene un lugar privilegiado en la abadía, donde la exquisitez de la autonomía supone la exis­ tencia de una numerosa cohorte de artesanos (orfebres, lapi­ darios, bordadores, sastres, tiradores de oro, terciopeleros, tapiceros) que trabajan para los religiosos, y de servidores (peluqueros, cocineros, halconeros, etc.), que proveen a sus gustos y placeres. Y, si bien es cierto que, como dice Servier (Historia de la utopía, p. 86): «No hay que buscar un siste­ ma económico en la abadía de Théléme ni un afán de repar­ tición de las riquezas», también es verdad que todo hace su­ poner una repartición desigual y un sistema clasista que re­ produce por lo menos el de los antiguos monasterios, dotados de vasallos y de siervos. Más aún, el «enigma profético, hallado en los cimientos de la abadía, sobre una gran lámina de bronce», donde se pre­ dice (I 58) la llegada de sembradores de discordia «que can­ sados del ocio y el reposo, irán libremente y en pleno día a sobornar a gentes de toda condición para que tengan alter­ cados y parcialidades», y el advenimiento de una era en la cual «el hijo atrevido no temerá la vergüenza de sublevarse contra su padre; aun los grandes de alta alcurnia veránse acometidos por sus vasallos y el deber de honrar y reveren­ ciar perderá entonces todo orden y distinción, pues dirán que cada cual a su vez debe ir a lo alto y de allí volver», no1 11. Esta idea se encuentra también en Lutero, aunque en un con­ texto m u y diferente y referida a la dialéctica del pecado, la servidum­ bre y la gracia (Cfr. M oore , La Réforme állemande et la litterature frangaise - Recherches sur la notorieté de Luther en France, Strasbourg, 1930; L. Febvre, Le probléme de l'incroyance au XVIé siécle, París, 1943, Parte 2, libro I, capítulo II).

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es sino una profecía de las revueltas populares y quizá, con­ cretamente, de aquella revolución campesina que los prínci­ pes alemanes, alentados por Lutero, no dudarán en anegar en sangre. Para prevenir esta insurgencia —que Engels considerará movimiento precursor de la revolución socialista— parece surgir Théléme, «arca destinada —como dice Servier— a transmitir por encima de las aguas de un nuevo diluvio un ideal aristocrático de ciencia, de buenas costumbres y de li­ bre pensamiento».

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3 y la libertad volitiva

Erasmo

El siglo xvi fue el escenario histórico de dos movimientos ideológicos fundamentalmente contrarios, aunque coinciden­ tes a veces en sus resultados y, sobre todo, en sus puntos de vista críticos y en sus negaciones: el Humanismo y la Re­ forma. La Edad Media representó un multisecular esfuerzo por sintetizar en Europa dos culturas y dos cosmovisiones opues­ tas, la judaica y la helénica. Este gigantesco esfuerzo, inicia­ do ya por los Padres de la Iglesia (tales como Justino Mártir y Clemente de Alejandría) en el siglo n, no había concluido nunca sino en síntesis provisorias o, mejor decir, en equili­ brios precarios. Una serie de circunstancias históricas, que obraron como catalizadores, pusieron fin al mismo tiempo al feudalismo y a este extraño pero tan familiar maridaje de la Biblia con Platón y Aristóteles. Tal disolución (que se produjo más o menos contemporá­ neamente al descubrimiento de América y la apertura de las rutas de Oriente, a la invención de la imprenta y del nacio­ nalismo) no tuvo lugar sino a través de un doble y antagóni­ co intento de restaurar en su prístina fuerza la Antigüedad clásica (Humanismo) y la religión bíblica (Reforma). Porque, aun cuando la mayoría de los humanistas no renegaron nunca de la Biblia y de la religión cristiana, todos, en mayor o menor grado, quisieron reducirla a los patrones helénicos, y, aun cuando la mayoría de los reformadores no pudieron desechar el enorme bagaje cultural proveniente de la Hélade (sin el cual, la teología y aun la misma exégesis bíblica ha­ bría resultado imposible), todos, en mayor o menor medida, desearon hacer prevalecer por encima de cualquier otra con­ sideración (filosófica, moral, estética, etc...), la revelación bí­ blica. Humanistas y reformadores eran enemigos de la cultu­ ra medieval, pero por razones contrarias: los primeros que­ rían minimizar el aspecto específicamente judaico de la misma, los otros, reducir su herencia helénica. Esto no signi­ fica, naturalmente, que no se dieran humanistas en la forma

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que eran en el fondo reformadores, como Melanchton, y tam­ bién reformadores de profesión que eran humanistas por vocación, como Zwinglio (W. Kohler opina que en éste se da una verdadera síntesis entre Humanismo y Reforma). Lo cierto es que, en principio y en el terreno de las cosmovisiones, la oposición no pudo ser más clara y tajante. La concepción helénica del mundo tiene como clave de bóveda una objetividad, esto es, un orden suprapersonal o, si se prefiere, prepersonal; la concepción bíblica una subje­ tividad, es decir, una persona absoluta. En la primera, los valores y la verdad tienen su fuente en algo anterior a todo «yo» (ya sea en la inteligencia objetiva, ya en la materia); en la segunda, un «yo» absoluto origina y mide todo bien, toda belleza y aun toda verdad. En la primera, el hombre es, ante todo, entendimiento; en la segunda, voluntad y arbitrio. La primera podría encontrar su símbolo en Anaxágoras, que muestra el orden de las estrellas como su patria; la segunda, en Abraham, dispuesto a sacrificar a su unigénito Isaac, por mandato de Jehová. En el siglo xvi, el Humanismo trata de colocar la primera concepción por encima de la segunda y aun (en los casos más radicales y autoconsecuentes) en lugar de la segunda; la Reforma, por el contrario, se propone restablecer en su pureza judaica la segunda «Weltanschaung» en desmedro de la primera. El Iluminismo es en el siglo xviii una continua­ ción del primer intento; el Idealismo alemán, en el siglo xix una nueva tentativa de síntesis o una reedición de la Esco­ lástica, pero ya por encima del dogma teológico y de la es­ tructura eclesiástica. Erasmo, nacido y educado en las postrimerías del siglo xv, representa tal vez mejor que nadie, el Humanismo del Re- j nacimiento. Entre los humanistas hubo sin duda pensadores ¡ más radicales (Valla, Pomponazzi, etc.), más audaces en sus ; concepciones socioeconómicas (Moro), en sus intentos de fra-j ternidad universal (Nicolás de Cusa) o de sincretismo filoso- j fico-religioso (Pico de la Mirándola). Pero ninguno reunió de un modo tan armónico el ideal estético literario del clasicis- j mo greco-romano con el ideal ético-religioso del Evangelio, ] entendido como moralidad natural. El hombre es, para Eras­ mo, ante todo, un ser dotado de razón, y la razón una tenden- ] cia esencial hacia el bien, de tal modo que, así como el perro nace para cazar y el pájaro para volar, el ser humano nace] para amar y ejecutar acciones buenas (Cfr. L. Febvre, Le pro ¡¡ bléme de l’incroyance, p. 339). Su propósito de «restaurar la teología» se concreta, enl

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primer lugar, en una restauración del texto bíblico, y, en se­ gundo lugar, en la búsqueda de una religión sencilla, vivien­ te, evangélica, capaz de proporcionar una segura norma de vida y una serena paz de espíritu. Se trata de imitar a Jesús más que de discutir sobre su naturaleza o su persona. Hay que reemplazar la recargada, supersticiosa y farisaica liturgia al uso por un culto simple, acorde con el espíritu de la pri­ mitiva Iglesia. Para Erasmo, la esencia de la religión es el co­ nocimiento, pero no un conocimiento abstracto y metafísico, sino concreto y moral. A este conocimiento le sigue, pues, in­ mediatamente una praxis, cuya esencia se reduce, a su vez, a la caridad. Esto es lo que el propio Erasmo denomina «la filosofía de Cristo», al modo de Arnobio y de Minucio Félix, de Rabelais y de Petrarca. Cabe preguntar, naturalmente, ante esto, si tan extrema purificación y simplificación del cristianismo no comporta el riesgo de hacer desaparecer su especificidad religiosa. ¿Qué quedaba para él de dogmas tales como la Trinidad, la divini­ dad de Cristo, la transubstanciación eucarística? En el fondo de su alma es posible que los relegara a la superestructura mitológica del cristianismo y a veces hasta se atrevía a ma­ nifestarlo así. La estructura misma, el fondo perenne y divi­ no de la religión cristiana, se reducía al precepto del amor o, como él mismo decía, «no era otra cosa que una verda­ dera y perfecta amistad» (citado por L. Febvre, Le probléme de Vincroyance, p. 347). ¿Cabía una aproximación más cabal de la teología cristiana al Platón del Banquete y al Cice­ rón del Laelius? Melanchton, no indiferente por cierto al Humanismo, pero básicamente luterano y adepto de la Reforma, «fue a este respecto —como dice Delumeau— testigo de admirable luci­ dez» o, por lo menos, de admirable lógica y consecuencia, al escribir: «Pedimos dos cosas a la teología: consuelo contra la muerte y contra el juicio final. Lutero nos las da. La ense­ ñanza moral y civil es cosa de Erasmo». Hay por eso algo de equívoco en Mark Pattison cuando dice que en Erasmo «the Humanist and Reformer were pretty equally mixed» (Essays, Oxford, 1889, I, p. 79). Por otra parte, Erasmo no sentía ningún gusto por la me­ tafísica, y aunque por razones muy distintas a las de Lutero, no quería saber nada con lo que en las universidades se en­ señaba como «filosofía». El aborrecimiento pertinaz hacia el más o menos bárbaro latín de la Escolástica lo condujo a odiar el contenido mismo

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de la Escolástica, hasta el punto de no dejarle ver en toda la filosofía del Medioevo latino más que un cúmulo de banali­ dades rotundas y vanas sutilezas. Es claro también que su ge­ nio tenía bien poco de esa capacidad para la abstracción cua­ litativa que constituye la esencia del talento metafísico. Era, en cambio, un moralista de la estirpe de Cicerón y de Séneca; mucho más afin a Montaigne que a Spinoza; un moralista por temperamento, unido a un filólogo por vocación y profesión. La teología que pretendía restaurar era, según dijimos, una ética que florecía tras la exégesis, poco literal y no muy alegórica, pero esencialmente moral, del texto bí­ blico y particularmente del Nuevo Testamento. Nacido y formado en un ambiente cultural semejante al de Lutero y los Reformadores, Erasmo dirije contra las insti­ tuciones eclesiásticas de su época críticas de contenido aná­ logo pero de sentido opuesto. Lo que con ellas pretende es ciertamente la restauración de un cristianismo más puro y más originario, más cercano al modelo de la iglesia primitiva. Pero Erasmo entiende por esto lo contrario de lo que en­ tiende Lutero. No se trata para él de un cristianismo menos pagano (lo cual quiere decir, en cierta medida, más judaico) sino precisamente de un cristianismo más pagano, siempre que el término «paganismo» se utilice como sinónimo de «pensamiento y cultura greco-latinos». En ninguna parte se puede comprender quizá mejor la ac­ titud crítica del gran humanista holandés hacia la Iglesia y la sociedad de su tiempo que en el Elogio de la locura y en los Coloquios. En viaje desde Italia hacia Inglaterra, concibe la primera. «Adelantándose a las alegres chanzas que le prometía la con­ versación con Moro, nació en su espíritu aquella obra maestra de buen humor y discreta ironía, Moriae Encomium, Elogio de la locura. El mundo como escenario de la locura univer­ sal; la locura como elemento indispensable para hacer posi­ ble la vida y la sociedad, y todo ello puesto en boca de la Stultitia, la locura en persona (auténtico antitipo de Miner­ va)*, que en un panegírico de su propio poder y utilidad, se alaba a sí misma», dice J. Huizinga (Erasmo, Barcelona, 1946, p. 101). En una época de guerras frecuentes y de interminables conflictos que oponían entre sí no sólo a la Cristiandad y al Islam sino también a los príncipes cristianos, Erasmo con­ sidera la guerra como algo imbécil y sin sentido «¿Hay cosa más estúpida —se pregunta— que entablar lucha por no sé qué causa, de la cual ambas partes salen siempre más perju-

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dicadas que beneficiadas?» Por otro lado, en lo referente a las hazañas bélicas, «son los bribones, los alcahuetes, los cri­ minales, los villanos, los estúpidos y los insolentes y, en fin, la hez del género humano quienes ejecutan hazañas tan ilus­ tres, y no los luminares de la filosofía» (Elogio de la locura, cap. XXIII).1 Lutero no condena en modo alguno la guerra, pero los re­ formadores que lo hacen (como los menonitas algo más tar­ de) lo hacen por razones muy diferentes. Erasmo se burla de las supersticiones y de aquella clase de hombres que «se complace en escuchar o explicar falsos milagros y prodigios y nunca se cansa por maravillosas que sean, de recordar fá­ bulas de espectros, duendes, larvas, seres infernales y otros mil portentos semejantes, los cuales cuanto más se apartan de la verdad, con tanto mayor placer son creídos y hacen titi­ lar los oídos con afán más deleitoso». De la misma manera escarnece el culto vulgar de los san­ tos y de las imágenes. Parientes de los anteriores considera a «quienes profesan la necia pero agradable persuasión de que si ven una talla o una pintura de San Cristóbal, esa es­ pecie de Polifemo, ya no se morirán aquel día, o que si sa­ ludan con determinadas palabras a una imagen de Santa Bár­ bara, volverán ilesos de la guerra, o que si visitan a San Eras­ mo en ciertos días, con ciertos cirios y ciertas oracioncillas, se verán ricos en breve». Pocos escritores del siglo xvi, aun dentro del campo pro­ testante, han llevado tan lejos sus sátiras contra la corrupta piedad de la época: «De la misma manera que en San Jorge han encontrado a otro Hércules, lo propio han hecho con San Hipólito, cuyo caballo casi llegan a adorar, teniéndolo devotamente adornado con jaeces y gualdrapas. A menudo se concitan los favores del santo con alguna ofrendilla y tienen por digno de reyes el jurar por su casco de bronce. Y ¿qué diré de estos que se ilusionan halagadoramente con fingidas compensaciones de los pecados y, por encima de lodo error, miden, como una clepsidra, los tiempos del Pur­ gatorio, los siglos, los años, los meses, los días y las horas, a modo de una tabla matemática? ¿O de aquellos que, valién­ dose de ciertos signos y ensalmos que algún piadoso inven­ tor ideó para bien de las almas o para su propio lucro, se loI. I. Cito según la traducción de Pedro Voltes Bou (Buenos Aires, 1oS4). La crítica de la guerra que hace aquí Erasmo encuentra un lógiMi complemento en su crítica al etnocentrismo y al naciente naciona­ l i s m o (Cfr. cap. XLII).

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prometen confiadamente todo, riquezas, honores, placeres, harturas, salud perpetuamente próspera, vida longeva, loza­ na vejez y, en fin, la estrecha vecindad con Cristo en los cielos, cosa la última que no quieren que ocurra sino lo más tarde posible, es decir, cuando emigran a su pesar de los placeres de esta vida, a los que se aferran con los dientes: entonces es cuando quieren sustituirlos por las delicias ce­ lestiales?» (Elogio de la locura, cap. XL). En uno de los Coloquios, titulado El naufragio, satiriza el culto de la Virgen y la mariolatría: «Los marineros cantando el “Salve Regina” imploraban a la Virgen madre, llamándola estrella del mar, reina del cielo, señora del mundo, puerto de salvación, e implorándola con otros muchos títulos que nunca le dan las sagradas escrituras» (La traducción es mía). Y habla de un cierto inglés que prometía montes de oro a la Virgen de Walsingham, si llegaba vivo a tierra, mientras otros prometían muchas otras cosas al madero de la cruz que se encontraba en tal o cual lugar, considerando que el voto ca­ rece de valor si no se expresa el sitio (en que está la Virgen o el santo o la reliquia), como si los santos —añade un per­ sonaje (Antonio)— no habitaran en el cielo. Apenas Calvino, el severo y rígido reformador de Ginebra, habla más duramente contra la idolatría de los santos; ape­ nas el tumultuoso Lutero se expresa así contra las indulgen­ cias y la idea del Purgatorio. Pero la intención es opuesta: Lutero está empeñado en ne­ gar el valor de toda obra (y no sólo de las prácticas supers­ ticiosas) para la salvación. Su finalidad es afirmar el valor singular y exclusivo de la fe y la imputación externa de los méritos de Cristo para lograr la justificación. Erasmo ve en todas esas prácticas y creencias, y sin duda en muchas otras, hechos irracionales y ridículos, incompatibles con la piedad cristiana y evangélica, porque son incompatibles con la razón y con la lógica de la vida (por no decir nada del buen gusto). Aunque reivindica para los dominios de la locura a gra­ máticos, poetas, juristas y filósofos (capítulos XLIX-LII), con nadie se ensaña más que con los teólogos. Lo hace, sin em­ bargo, con cierto no disimulado temor y escudándose, desde luego, en la máscara de la Stultitia: «Quizá sería mejor pa­ sar en silencio por los teólogos y no remover esta ciénaga ni tocar esta hierba pestilente, no sea que, como gente tan su­ mamente iracunda y severa, caigan en turba sobre mí con mil conclusiones, forzándome a una retractación y, caso de que no accediese, me declaren en seguida hereje. Con este rayo suelen confundir a todo el que no se les somete». Advierte

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con ironía la suficiencia dialéctica de los mismos y su sutileza vana: «Se hallan tan fortificados con definiciones magistrales, conclusiones, colorarios, proposiciones explícitas e implícitas y tan bien surtidos de subterfugios, que no serían capaces de prenderles ni las mismas redes de Vulcano, pues lograrían escurrirse a fuerza de estos distingos que cortan los nudos con la misma facilidad que el acero de Tenedos; hasta tal punto están provistos de palabras recién acuñadas y de voca­ blos prodigiosos. Además son capaces de explicar a su capri­ cho los misterios más profundos: cómo y por qué fue creado el mundo; por qué conducto se ha transmitido la mancha del pecado a la descendencia de Adán; cómo concibió la Virgen a Cristo; en qué medida y cuánto tiempo lo llevó en su seno; y de qué manera en la Eucaristía subsisten los accidentes si n substancia.» La teología escolástica había llegado a fines de la Edad Media a un nivel de inusitada sutileza, pero se trataba de una sutileza pueril y con frecuencia sin sentido. Al lado del labe­ rinto, formado en el siglo xvi por la «confusión de realistas, nominalistas, tomistas, albertistas, ockamistas, escotistas» y otras innumerables «sectas», el panorama de la teología del siglo xm parece aún sobrio y sencillo. Ahora, dice la Stultitia por boca de Erasmo, «hay otras cuestiones más dignas de los grandes teólogos, los iluminados, como ellos dicen, las cuales, cuando se plantean, les llenan de agitación: ¿Existe el verda­ dero instante de la generación divina? ¿Existen varias filia­ ciones de Cristo? ¿Es admisible la proposición que dice: Paler Deus odit filium? ¿Habría podido tomar Dios la forma de mujer, de diablo, de asno, de calabaza o de guijarro? Y una calabaza, ¿cómo hubiera podido predicar, hacer milagros y ser crucificada? Si Pedro hubiese consagrado durante el tiem­ po que Cristo permaneció en la cruz ¿qué habría consagrado? ¿Se comerá y se hablará después de la resurrección de la car­ ne? ¡Como si se precaviesen ya contra la sed y el hambre!» El espíritu de aquel Adam Parvipontanus, dialéctico del si­ glo xn, en cuya escuela, situada sobre la orilla del Sena, se discutían cuestiones tan profundas y trascendentes como ésta: «Cuando un cerdo es llevado al mercado ¿es el hombre o la cuerda quien lo sujeta?», había inundado la teología de la baja Escolástica. A Erasmo le correspondió una tarea crítica semejante a la de Juan de Salisbury con respecto a Comificius, aunque

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más ardua por el hecho de haberse generalizado entre los teó­ logos el estilo cornificiano.23 El humanista que pretendía al mismo tiempo «restaurar» la fuerza de la lengua latina y la del Evangelio de Cristo no podía encontrar nada más contrario a sus catárticas aspira­ ciones literario-religiosas que esta suerte de teología, de la cual la latinidad salía tan mal parada como el mensaje de Cristo. ¿Qué tienen que ver con la palabra de Jesús «las innume­ rables sutilezas aún más tenues acerca de las nociones, las formalidades, las quiddidades, las hecceidades, que escapan a la vista y sólo pueden distinguir ojos como los de Linceo, cuya mirada veía entre densas tinieblas las cosas que no exis­ ten siquiera?». El hecho de que se hable de «quidditates» o «haecceitates» le parece ya un atentado contra el buen gusto consagrado por Cicerón y Virgilio en la lengua del Lacio. La misma locura se ríe de ellos al considerar «que pasan por más teólogos cuanto más bárbara y duramente hablan» y que «balbucean con tal oscuridad, que nadie sino los tarta­ mudos mismos pueden comprenderlos, y reputan por con­ ceptos ingeniosos todo lo que el vulgo no entiende». Estos teólogos, tan soberbios como ignorantes, consideran indigno de su sublime ciencia el someterse a las normas de la gra­ mática, y Erasmo con acerba ironía comenta: «Singular pri­ vilegio el de los teólogos si sólo a ellos estuviera concedido hablar incorrectamente, pero lo tienen que compartir con muchos míseros remendones.»’ Pero esto no es todo. Su ciencia no sólo contradice la gra­ mática y el buen gusto sino también el espíritu y la praxis de los Apóstoles y de los Padres de la Iglesia. Aquí la ironía de Erasmo llega a su cénit. En las escuelas de teología de la época «es tan profunda la doctrina y tanta la dificultad, que tengo para mí —dice, por boca de Stultitia— que los apóstoles precisarían una nueva venida del Espíritu Santo si tuvieran que habérselas con estos teólogos de hoy». En efec­ to, «los apóstoles, que sin duda consagraban con devoción, 2. Cfr. E. G il s o n , La Philosophie au Moyen Age, París, pp. 278-279. 3. D. F. S. T h o m p s o n («The Latinity of Erasmus», en Dorey, Erasmus, Albuquerque, 1970, p. 119), dice que, mientras en el Enchiridion hay muy pocas palabras raras de autores antiguos, «The Praise of Folly shows quite the contrary phenomenon in the last respect, being crammed with verbal trouvailles from Erasm us’ favourite reading as well as from the vocabulary of scholastic dialectic (wich Erasmus is by no means loth to borrow) and clerical eloquence».

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si se les hubiera interrogado acerca de los términos a quo y ad quem, o sobre la transustanciación, o de cómo el mismo cuerpo puede a la vez ocupar dos lugares distintos, o de las diferencias que pueden hallarse en el cuerpo de Cristo, ora cuando está en el cielo, ora cuando está en la cruz, ora en el sacramento de la Eucaristía, o en qué momento preciso se verifica la transustanciación —ya que las palabras en cuya virtud se realiza, como cantidad discreta, se pronuncian su­ cesivamente—, no es posible que sus respuestas alcanzasen a la agudeza de los escotistas en la definición y explicación de todo lo que he dicho». Aquellos seguidores e inmediatos discípulos de Cristo co­ nocieron personalmente a la madre de éste, pero ¿podrían acaso haber demostrado tan filosóficamente, esto es, con tal acopio de silogismos y pruebas de las premisas mayores y menores, y distingos y contradistingos, y citas y autoridades su inmaculada concepción, como lo hacen los teólogos actua­ les?, se pregunta Erasmo. La audacia de éste aunque, encubierta siempre por la más­ ca ra de la locura, raya a veces en la herejía o, por lo menos, en lo que entonces podía considerarse como tal. En definiti­ va toda la ciencia de los teólogos de la época (o casi toda) se reduce para él «a mil estupideces que atiborran e hinchan sus cabezas que imagino no había de estarlo tanto la de Júpiter cuando para dar a luz a Minerva pidió su hacha a Vulcano». El ejemplo de los apóstoles y los primeros cristianos es confrontado muchas veces por Erasmo con la conducta de los teólogos de su tiempo. Con ello, al modo de los reforma­ dores pero con muy diferente espíritu e intención contrapone la iglesia del siglo xvx a la de los siglos iniciales del cris­ tianismo. Cuanto más cerca en el tiempo y en la vida se halla uno de Cristo más se aplica a practicar las virtudes evangé­ licas y menos a disertar vana y sutilmente sobre los misterios divinos. El ideal de una religión cristiana si no carente de dogmas y misterios por lo menos con una dogmática mínima y lo más racional posible se transparenta en críticas como las siguien­ tes contra disputadores e hinchados teologizantes: «Pedro re­ cibió las llaves y las recibió de Aquel que no las hubiera confiado a indigno, pero no sé, empero, si entendió y, desde luego, no llegó a la sutileza de saber cómo un hombre puede llevar las llaves de la ciencia careciendo en absoluto de ella. Estos apóstoles bautizaban por todas partes y, sin embargo, jamás explicaron la causa formal, material, eficiente y final del bautismo, ni hay mención en ellos de su carácter deleble

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e indeleble. Adoraban a Dios en espíritu, sin atender más que a las palabras del Evangelio: “Dios es espíritu y en es­ píritu y en verdad se le debe adorar”, pero no consta que les fuese revelado entonces que se deba adorar del mismo modo una mala imagen de Cristo pintada con carbón en una pared, a condición de que tenga dos dedos extendidos, larga cabellera y una aureola con tres rayas sobre el occipucio» (Elogio de la locura, cap. LUI). Si los teólogos son tan duramente vapuleados por Erasmo en el estilo con que Clemente de Alejandría vapulea a los gnósticos, no lo son menos los religiosos y monjes, de ma­ nera que, después de criticar al cerebro de la Iglesia, se apli­ ca con rigor a criticar su corazón. Parecidos a los teólogos en su felicidad —dice la locura— «son los que se hacen llamar vulgarmente religiosos y mon­ jes, nombres impropios a más no poder, pues buena parte de ellos está apartada de la religión, y no hay a quien más se encuentre por todas partes». Y añade: «No sé quién sería más desdichado que esta gente si no acudiese yo en su auxi­ lio de mil maneras. Tan aborrecido de todos es este gremio, que el encontrárselos casualmente por la calle se tiene por cosa de mal agüero, lo cual no les impide tenerse a sí mismos en alto concepto». Les achaca ante todo su ignorancia, su suciedad, su adulona holgazanería: «En primer lugar, estiman como suprema perfección estar limpio de toda clase de conocimientos, tan­ to, que no saben ni leer. Cuando en la iglesia cantan con voz asnal los salmos, con ritmo, pero sin sentido, creen de veras halagar placenteramente los oídos de Dios. Algunos de ellos explotan ventajosamente los harapos y la suciedad, berreando por las puertas para que les den un trozo de pan, sin dejar posada, carruaje, barco que no recorran, con grave perjuicio de los demás mendigos. Estos hombres lisonjeros, con su suciedad, su ignorancia, su rusticidad, pretenden des­ vergonzadamente representarnos a los apóstoles». Se ríe Erasmo, hablando por boca de Stultitia,. de las mi­ nuciosas reglas matemáticas que rigen la vida de los mon­ jes, cuya omisión tienen éstos casi por sacrilegio, pero se in­ digna por el hecho de que tales minucias generen odios y se antepongan a la única y suprema ley evangélica de la caridad: «Pues a causa de estas nimiedades no sólo tienen en poca es­ tima a los demás, sino que se desprecian entre sí, y aunque han hecho profesión de caridad apostólica, se lanzan a enor­ mes tremolinas contra los que llevan cinturón distinto del suyo o hábito de color un poco más oscuro».

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El cristianismo evangélico, que Erasmo reduce a la cari­ dad, se contrapone así al monacato, con todas sus prácticas superfluas. ¿De qué vale llevar cilicio por fuera y finísima ropa milesia por debajo o evitar todo contacto con el dinero pero no con el vino y las mujeres? ¿A qué viene esta prolife­ ración de órdenes y congregaciones diferentes, como si no fuesen bastante la profesión y el nombre de cristiano? La mayor parte de los monjes —dice Stultitia— «conceden tanta importancia a sus ceremonias y tradicionadlas, que pien­ san que el Paraíso no es bastante recompensa para tanto me­ recimiento, sin tener en cuenta que Cristo, despreciando todo esto, solamente les exigiría su precepto de la caridad». Pareciera que Erasmo considera al monacato como una especie de «cristianismo accidental» o, mejor todavía, como una caricatura grotesca del Evangelio. Entre los monjes de la época, en efecto, uno hacía ostentación de no haber comi­ do nunca más que pescado; —nos dice— otro vertía cien azumbres de salmos; el de más allá enumeraba sus mil ayu­ nos, consistentes en no hacer más que una sola comida, aun­ que tan abundante que con ella casi podía reventar; aquél exhibía un cúmulo de ceremonias que siete barcos no podrían transportar; uno se gloriaba de no haber tocado jamás, sin guantes, una moneda de plata; otro decía que se había em­ brutecido por el largo silencio, etc. «Pero Cristo, cuando vea que no lleva traza de acabar esta lista de méritos, les inte­ rrumpirá exclamando: ¿De dónde ha salido esta nueva casta de judíos? En verdad os digo que yo no conozco más que mi ley, y es la única cosa de que no he oído ni una palabra. En aquel tiempo, prometí de modo manifiesto y sin cober­ tura de parábola alguna, el reino de mi Padre, no a las co­ gullas, ni a los votos, ni a los ayunos, sino a las obras de ca­ ridad» (Elogio de la locura LIV).A El ataque al monacato no podía, al parecer, llegar más allá. El propio Erasmo sintió desde su juventud una aversión invariable por la vida monástica que había abrazado en el convento agustino de Steyn, y en cuanto el obispo de Cambray, Enrique de Bergen, le ofreció un puesto de secretario, aprovechó para dejar el claustro y no retomó a él jamás (Cfr. Huizinga, op. cit., pp. 28-29). Es verdad que, mientras estaba en el convento, llegó a es­ cribir un De Comptemptu mundi, que corresponde a un elo­ gio de la vida monástica, pero, según él mismo confesaría4 4. El Elogio de la locura y los Coloquios fueron puestos en el In­ dice por la Iglesia Católica después de la muerte de Erasmo.

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más tarde, lo hizo para complacer a un amigo que deseaba atraer con engaños a su primo hacia el monasterio (Alien, Opus Epistolarum Erasmi, N.° I, t. I, p. 18). Es verdad tam­ bién que en los Coloquios hay uno, el quinto, en que la com­ paración de la vida militar con la monacal deja a ésta muy bien parada. Pero ello se explica porque de una parte el tér­ mino de comparación está dado por un oficio para Erasmo poco cristiano, como es el del soldado, y de otra por un gé­ nero de vida monacal bastante puro, como es el de los car­ tujos. Según dice el interlocutor que los representa, no hacen vida judaica: «Vida cristiana trabajamos acá por hacer e si no alcanzamos la perfición a lo menos no faltan los deseos», y cuando el soldado los acusa: «Ponéis toda vuestra confian­ za y felicidad en vestir de tal manera, comer tales viandas y en rezar tal número a tales tiempos y en otras cerimonias semejantes, e tanta cuenta hacéis de esto que os descuidáis del estudio y ejercicio de la piedad evangélica», el cartujo responde: «No me meto en juzgar que facen los otros; pero yo en ninguna de esas cosas me fío, sino en Jesu Cristo y en la pureza de conciencia con que se alcanza el cumplimien­ to de sus promesas».5 La sátira de Erasmo se extiende de los monjes al clero en general. Así, en los Adagia, critica con humor, pero no sin dureza, la comercialización de la liturgia y de los sacramen­ tos: «No se confiere el bautismo, esto es, no puedes llegar a ser cristiano, si no pagas; y con estos preclarísimos auspi­ cios entras por las puertas de la Iglesia... ¿Pero qué se con­ sigue gratis de éstos (de los clérigos), a los cuales se les com­ pra hasta la sepultura, aunque se encuentre en lugar ajeno? Entre los paganos había un sepulcro común para la misma plebe (Hor. Sat., I, 8, 10), había un sitio en donde se podía enterrar gratis a quien quisiera. Entre los cristianos ni si­ quiera es posible cubrir con tierra a los muertos, si no ad­ quieres un pedacito de terreno de un sacerdote, y por una suma mayor se te dará un lugar amplio y magnífico. Si paga­ res mucho, te será permitido podrirte en el templo, cerca del altar mayor; si dieres poco, recibirás la lluvia a cielo abier­ to, entre los plebeyos». (La traducción es mía.) También Lutero, monje y agustino como el propio Eras­ mo, expresa en muchas ocasiones su repudio del monacato y de la vida monacal. Sin embargo, su punto de vista es 5. Cito aquí la sabrosa, aunque arcaica, traducción castellana de 1532, reproducida en la edición de Espasa Calpe (Buenos Aires), con prólogo de Ignacio Anzoátegui.

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opuesto al de Erasmo. Lutero no pretende que ceremonias, ayunos y cilicios, sean sustituidos por «la pureza de la con­ ciencia» con que se alcanza el cumplimiento de las promesas de Cristo, sino por la fe incondicionada en los méritos de Cristo, suceptibles de ser externamente imputados al alma pecadora y corrupta «ex radice». Para ser grato a Dios, dice Erasmo, no son necesarias todas esas prácticas judaicas en que tanto confía la mayor parte de los religiosos y monjes de la época: se precisa una recta disposición de la voluntad, dirigida a la justicia y al amor de Dios y del prójimo. Pero para Lutero esto es imposible. Entre la santidad de Dios y la bajeza del hombre media un abismo insondable, y la sola pretensión de salvarlo mediante las buenas obras constituye una tarea ridicula y blasfema. Erasmo desea restituir en la Iglesia la sencillez de la vida evangélica cifrada en el amor a Dios, que se traduce obliga­ damente como amor al prójimo: apela a la buena voluntad del hombre y espera una reforma de la Cristiandad que sea ante todo reforma moral promovida por la predicación de la Palabra de Dios (que, en el fondo, coincide con la enseñanza de los grandes filósofos y poetas de la Antigüedad grecolatina). Se trata de rectificar la voluntad iluminando el entendi­ miento. Lutero confía poco en el entendimiento, considera a la fi­ losofía como la gran prostituta, pero, sobre todo, no confía nada en la voluntad, radicalmente corrompida por el pecado. Si Erasmo tiene como guías a Justino Mártir, a Clemente de Alejandría y a Orígenes, Lutero se afilia al partido de Taciano y de Tertuliano, y no está lejos del «credo quia absurdum». Nada tan ajeno a la verdad, según él, como la concordan­ cia entre Platón y el Evangelio. Nada más ajeno a su propó­ sito que una interpretación ética del mensaje de Cristo. «Brus­ camente, descubrió un camino completamente diferente. En lugar de buscar una rigidez y un esfuerzo excesivo de su vo­ luntad débil, el cristiano que se dejara llevar simplemente, experimentando, con una indecible mezcla de alegría y de te­ rror, la acción única, poderosa, de una voluntad sobrenatural, infinitamente santa y verdaderamente regeneradora; el peca­ dor que, desesperando totalmente de sí mismo y de sus obras, no se agotara queriendo huir del infierno, sino que llegara a aceptarlo, como mil veces merecido, y en lugar de luchar para ser vencido, se refugiara “bajo las alas de la gallina”, pidiendo a la plenitud divina el don de lo que le falta, ¿no conocería, finalmente, la paz y el consuelo? Revolución total, de una singular audacia. Un momento antes, la actividad fu­

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riosa y vana del gladiador que hincha sus músculos tan sólo para sucumbir. Ahora, la pasividad total y bendita del resig­ nado que, confiándose vencido antes del combate, no pone nin­ guna esperanza si no es en el exceso mismo de su derrota» (Lucien Febvre, Martín Latero, un destino, México, 1966, p. 58). Erasmo tampoco es un gladiador, pero cree que el hombre puede luchar y vencer y justificarse. Cree en la naturaleza humana y, sin desconocer la problemática teológica del pe­ cado original y de la gracia, tal como la plantea San Agustín, se inclina en la práctica (ya que no explícitamente en la teo­ ría) hacia la posición de Pelagio. Para Lutero, ciertamente más agustiniano que Erasmo, el pecado original hace impo­ sible una moral natural, y la justificación, que deja intacto el pecado, sobreviene por una imputación externa y absoluta­ mente gratuita de los méritos de Cristo. Sin duda, el humanista de Rotterdam veía en la «pasivi­ dad» luterana una cobarde renuncia a la fortaleza, al coraje, a la autoconfianza propia del hombre antiguo. Y frente a esta cuasi oriental resignación se remitía a la viril santidad de Sócrates, como al más cabal anuncio de la santidad de Cristo. En el fondo de la cuestión yacía el problema del libre al­ bedrío. Una afirmación consecuente de la naturaleza humana, sobre todo si se la hacía desde un ángulo ético, implicaba la afirmación de la libertad de la voluntad humana para fijar los cauces de la acción y para determinar los rumbos de la exis­ tencia. Los filósofos cristianos que trataron de salvar, aunque sólo fuera en parte, el valor de la naturaleza del hombre des­ pués de la caída (como santo Tomás), se esforzaron en primer término por demostrar que el pecado original no había logra­ do aniquilar la originaria libertad concedida por el Creador al alma humana. Para Lutero tal libertad dejó de existir con el pecado, ya que el alma quedó corrompida desde su más profundas raíces. A decir verdad, Erasmo en su lucha contra el «siervo al­ bedrío» de Lutero, va mucho más allá de las posiciones de­ fendidas por santo Tomás y por los teólogos ortodoxos, hasta coincidir casi con Pelagio. Y no sin cierta razón dice F. X. Kiefl que «con su concepto de la libre, no corrompida naturaleza humana, estaba intrínsecamente mucho más ale­ jado de la Iglesia católica que Lutero» (citado por Huizinga). La posición de Lutero, tertulianista, comportaba un inten­ to de afirmar la concepción bíblica del mundo y de la vida con exclusión de toda injerencia «pagana», esto es, greco-latina y lilosófica; la actitud de Erasmo, origenista, suponía, por el contrario, el propósito de presentar un cristianismo acorde

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con el humanismo antiguo; casi, se diría, una «christianity not mysterious», como John Toland al final del siglo siguiente o una «christianity as oíd as creation», como Matthew Tindal, a comienzos del xvn o una «reasonable christianity», como, a fines del mismo siglo, John Locke. La ortodoxia católica supone una voluntad de síntesis en­ tre la cosmovisión judaica y la filosofía helénica: reconoce el libre albedrío, pero, teniendo muy en cuenta los efectos del pecado original, lo limita al máximo y lo pone al amparo de la gracia. Erasmo había mantenido siempre frente a Lutero y a la Reforma una actitud neutral, de prudente expectativa: por una parte era el primero en augurar cambios profundos en el cuerpo decrépito de la Iglesia; por otra, desconfiaba con razón del sentido que a tales cambios estaba imprimiéndole Lutero. De todas maneras, pocas cosas eran más ajenas a su personalidad intelectual que una controversia teológica. Pero las presiones de parte de amigos y protectores y la misma situación de la cristiandad, violentamente conmovida por la Reforma protestante, que amenazaba no sólo la estructura tradicional de la Iglesia sino también, a los ojos de Erasmo, los más altos valores morales y la cultura misma del occi­ dente latino, lo obligaron a atacar —con toda la cortesía y la moderación de que era capaz, sin duda— el presupuesto bá­ sico de la doctrina luterana de la gracia. «Al fin Erasmo se vio conducido, a pesar de todo, a hacer lo que siempre había intentado evitar: escribió contra Lutero» (Huizinga, op. cit., p. 225). A instancias de Enrique VIII, «Defensor Fidei»; de Jorge de Sajonía; del mismo pontífice romano, Adriano VI, se decide, pues, a dejar de ser un simple testigo del drama religioso de su tiempo. Pretende, sin duda, disipar los rumo­ res que, según le comunica su amigo el valenciano Vives, le asignaban claras simpatías por el luteranismo. Pero para ello necesitaba escoger, como dice Huizinga, «un punto en que di­ firiese esencialmente de él»; más aún, un punto que afectase la naturaleza del hombre y la esencia misma de la religión. Con Lutero coincidía total o parcialmente en cuestiones ta­ les como el ayuno, la disciplina monástica, las prácticas li­ túrgicas, el culto de los santos y de las reliquias, los sacra­ mentos, las indulgencias, el primado de Pedro, etc. Sin em­ bargo, de él difería en algo más básico y esencial, y las res­ puestas que podía dar a cuestiones tales como ¿Qué es el hombre? y ¿Cuáles son sus relaciones con la Divinidad?, eran absolutamente contrarias e irremediablemente incompatibles con las que daba Lutero.

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«De este modo llegó por manera natural al punto donde se abría mayor abismo entre sus caracteres, entre sus con­ cepciones de la esencia de la fe y, por ello, al central y eterno problema del bien y del mal, del pecado y la coacción, de la libertad y la esclavitud, del hombre y de Dios. Lutero con­ fesó en su réplica que aquí se había tocado, efectivamente, en el punto vital de la cuestión» (Huizinga, op. cit., p. 227). La diatriba sobre el libre albedrío (De libero arbitrio diatribe) apareció en el mes de septiembre de 1524. Lutero, que ya antes, en polémica con la autoridad papal, había defendido la tesis de que el libre albedrío no es sino una palabra vacua, puesto, que, después del pecado original, el hombre no puede no pecar, respondió publicando en diciembre del año siguien­ te un tratado cuyo título era ya una declaración de guerra al humanismo optimista y naturalista (semipelagiano o directa­ mente pelagiano) de Érasmo: Sobre el siervo albedrío (De servo arbitrio). «Como en ninguna otra obra, —dice Huizin­ ga— la doctrina de Lutero en De servo arbitrio significa una recrudescencia de la fe y un paroxismo de sus concepciones religiosas». Erasmo no era, para él, sino «Epicuri de grege porcus», y toda su enseñanza puro «barro y fango». Desde el principio utilizó Lutero, como dice Delumeau, esta argumen­ tación: «O el libre albedrío puede conducirnos a la salvación y la gracia es inútil; o no posee ese poder, y es una palabra vacía. Decir que el hombre no puede desear el bien sin la gracia, es reconocer que el libre albedrío sólo es capaz de pecar» (op. cit., p. 47). La actitud de Lutero supone una absoluta renuncia a la personalidad humana, constituida precisamente como tal (co­ mo un per se) por la capacidad de autodeterminarse, en aras de la personalidad (y de la libertad) absoluta de Dios. Para él, se trata, sin embargo, de asegurar en el abandono de la fe (y en la renuncia a las obras, que son fruto de la libertad), la salvación de la persona humana. Este «abandono» no pue­ de identificarse simplemente con la «sumisión» islámica, y es vivido por el mismo Lutero, que se remite a San Pablo, como «libertad cristiana»: libertad del que cree y confía incondi­ cionalmente en Dios frente a la ley, a las obras, al pecado y a la virtud, entendidos como «servidumbre judaica» (o, podría decirse, «musulmana»). Extremando estas ideas se hubiera reencontrado con ciertos aspectos de la mística medieval ale­ mana, con los hermanos del libre espíritu, con el Eckhart voluntarista de la primera época (con los cuales estaba his­ tóricamente vinculado a través de la Theologia Deutsch). Pero era demasiado «semítico» en su concepción de Dios, demasía-

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do apegado a la idea del Pacto y de la transgresión, a la idea de Dios como Juez, como Verdugo y como Señor absoluto (al modo de los Príncipes del Renacimiento), como para lle­ gar a ello. Para Lutero, el mundo hubiera carecido de senti­ do sin la ley del Talión y sin la eternidad ígnea del infierno. Y ¿qué importa la libertad cuando se trata de ponerse a sal­ vo de un eterno dolor? ¿No constituye más bien un peligro gravísimo en la medida en que implica un gravísimo riesgo? Erasmo, a quien Lutero llama «irreflexivo», peca tal vez de excesivamente reflexivo y cauto en sus planteos acerca del li­ bre albedrío. Entre las muchas dificultades que suscita el tex­ to de la Sagrada Escritura —comienza diciendo— «apenas hay un laberinto más difícil de recorrer que el del libre al­ bedrío» (vix ullus labyrinthus inexplicabilior quam de libero arbitrio). El problema ocupó tanto a los filósofos como a los teólogos, pero con más trabajo que provecho. Pocos años an­ tes (1519) había dado lugar a una pública controversia en Leipzig, entre el católico Eck y el reformado Karlstad. Luego había sido replanteado «con mayor vehemencia» (vehementius) por Lutero. John Fisher, obispo de Rochester, y más tarde víctima, como Tomás Moro, de Enrique VIII (otro de los jefes de la Reforma), lo había refutado ya, en 1523, en su Assertionis Lutheranae Confutado.6 Erasmo quiere hacer lo mismo (experiar et ipse), para ver —dice con singular mo­ destia, que contrasta con la sacra soberbia de Fray Martín— si también por nuestra pequeña discusión se puede tornar más clara la verdad (num ex nostra quoque conflictatiuncula veritas reddi possit dilucidior). Está plenamente consciente de la fuerza de su adversario y escucha la voz de quienes, impresionados por esa fuerza que sacude en aquellos días la Iglesia y el Imperio, se preguntan: «¿Se atrevería Erasmo a competir con Lutero, esto es, una mosca con un elefante?» (Erasmus audet cum Luthero congredi, hoc est cum elephanto musca?). Pero a éstos les recuerda que él nunca ha jurado por Lutero, es decir, que jamás ha adherido a la Reforma, y que tiene tanto derecho a disentir de él como cualquier hom­ bre de otro hombre cualquiera. El propio Lutero no debe lomar a mal —añade— que alguien se le oponga, puesto que él se ha opuesto no sólo a todos los doctores de la Iglesia sino también a sus concilios y pontífices. No tiene en cuenta, sin embargo, que el Reformador, an­ 6. John Fisher se opuso al divorcio y al segundo matrimonio de En­ rique VIII, y publicó en España (Alcalá de Henares, 1530) una obra que lleva el significativo título de De causa matrimonii serenissimi Re­ ñís Angliae.

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ciado en una fe tanto más irrebatible cuanto más personal, reivindica para sí una nueva especie de infalibilidad. La modestia del humanista, que no es metafísico ni quiere ser teólogo (en el sentido en que lo es Lutero y sus congéne­ res católicos, por lo menos), se revela en el hecho de que Erasmo, aunque conoce las diversas opiniones que sobre el libre albedrío han expuesto quienes le precedieron, no preten­ de analizarlas y juzgarlas, mas se conforma con afirmar que de alguna manera existe (arbitrar esse aliquam liberi arbitrii vim). Lutero aborda la cuestión con grandes recursos y suma habilidad —dice— pero no me convence (Et quamquam ille rem ómnibus praesidiis magno spiritu versat agitque, mihi tamen, ut ingenue fatear, nondum persuasit). De todas ma­ neras, como sabe que puede equivocarse, está dispuesto a discutir, no a juzgar; a investigar, no a dogmatizar; a apren­ der, si se le trae algo más correcto y profundo (eoque dispu­ ta torem agam, non iudicem; inquisitorem, non dogmatisten; paratus a quocumque discere, si quid afferatur rectius aut compertius). En todo caso, su espíritu irenista, que podría compararse al de Moro y al de Nicolás de Cusa, le impide aceptar todo polémica que hiera la concordia cristiana antes que ayude a la piedad (quae citius laedant Christianam concordiam, quam adiuvent pietatem). El irenismo de Erasmo se distingue, sin embargo, y se singulariza, por estar vinculado a un cierto agnosticismo, no necesariamente reñido ya con la ortodoxia, aunque contenga en germen los Dialogues concerning natural religión, que dos siglos más tarde daría a luz Hume. En el fondo, Erasmo es también aquí ciceroniano y re­ vive el espíritu del De natura deorum. «Hay, en efecto, en las cosas divinas —dice— ciertos santuarios en los que Dios no ha querido que se penetre más, y si allí intentamos penetrar, cuanto más adelante lleguemos, más y más nos veremos en­ vueltos en sombras, para que así sepamos que la majestad de la sabiduría divina no se puede investigar y que la mente humana es muy endeble» (Sunt enim in divinis literis adyta quaedam, in quae deus noluit nos altius penetrare, et si pene­ trare conemur, quo fuerimus altius ingressi, hoc magis ac magis caligamus, quo vel sic agnosceremus et divinae sapientiae maiestatem impervestigabilem et humanae mentís imbecillitatem). En lo que toca al libre albedrío, Erasmo opina que hay que contentarse con la verdad genérica, cuyo contenido dog­ mático está medido por la necesidad moral y pastoral: so­ mos libres para ser mejores (si somos buenos) y para en­

mendarnos (si vivimos en pecado), aunque siempre con la ayuda divina, sin la cual ni la voluntad humana ni el propó­ sito pueden ser eficaces. Cuestiones tales como la de la pre­ ciencia divina de los futuros contingentes, la de la voluntad humana activa o pasiva en la consecución de la salvación eterna, etc., le parecen, en todo caso, irreligiosa y superflua curiosidad. Hay cosas que Dios ha querido que permanecieran abso­ lutamente desconocidas para nosotros, como el día de nuestra muerte y el del juicio final. Otras, que mandó que escrutára­ mos sólo para que lo adoráramos en místico silencio. Hay también en la Sagrada Escritura muchos pasajes cuya ambi­ güedad ninguno fue capaz de aclarar, como aquéllos donde se trata de la distinción de las personas en la Trinidad, de la unión hipostática y del pecado contra el Espíritu Santo. En cambio, con toda claridad nos dio a entender cuáles son los preceptos que han de cumplirse para vivir bien (Quaedam voluit nobis esse notissima, quod genus sunt beni vivendi praecepta).7 Pero concedamos que la cuestión del libre albedrío pueda y deba ser planteada públicamente, cual Lutero lo ha hecho; admitamos también las razones que lo han llevado a consi­ derar la Biblia como única fuente de la Revelación: ¿Se pue­ de acaso despreciar el pensamiento de tantos ilustres autores griegos y latinos, antiguos y modernos, que sobre el asunto han tratado, ya ex profeso, ya ocasionalmente? De todos ellos ninguno, excepto Manes y John Wiclef, ha negado el libre al­ bedrío, pues a Lorenzo Valla (cuyos trabajos de crítica tex­ tual el propio Erasmo había utilizado y dado a conocer) los teólogos no lo tienen muy en cuenta. Lutero, se opone, pues, por empezar, a Orígenes, Basilio, Crisóstomo, Cirilo, Juan de Damasco, Teofilacto de Achrida (entre los padres griegos); a Tertuliano, Cipriano, Arnobio, Hilario, Ambrosio, Jerónimo, Agustín (entre los padres latinos), para no decir nada de los teólogos escolásticos del Medioevo, como Tomás de Aquino, Duns Escoto, Durando de san Porciano, Gil de Roma, Gre­ gorio de Rímini, Alejandro de Hales, y a los más famosos

7. Entre las disputas teológicas que han concitado más discordia y odio que provecho, menciona la de la Inmaculada Concepción de Ma­ ría, que enfrentaba desde la Edad Media a franciscanos y dominicos y recién será zanjada con la definición dogmática de mediados del si­ glo xix.

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doctores contemporáneos, como Juan Capreolo y Gabriel Biel.8 Lutero, esgrimiendo su criterio de la Escritura como única autoridad, argüirá que lo que él enseña se halla claramente allí. Pero si la Escritura es tan clara al respecto, contesta Erasmo, ¿cómo se explica que tantos ilustres varones, du­ rante tantos siglos, y acerca de un asunto tan importante, la hayan interpretado mal? Al utilizar tal argumento, el huma­ nista se pone de parte de la ortodoxia, que reivindica la tra­ dición eclesiástica como una de las fuentes de la fe, pero so­ bre todo se pone de parte del espíritu histórico (e incipiente­ mente historicista) del humanismo del Renacimiento, que no se resigna a borrar todo el pasado del pensamiento en aras de una súbita y absoluta verdad, como la que Lutero pretende haber hallado. Por una parte, encontramos en las Escrituras muchos pa­ sajes que parecen afirmar directamente el libro albedrío del hombre —dice Erasmo— Pero, por otra, hay en ellas otros lugares que parecen negarlo por completo. Ahora bien, las Escrituras no pueden contradecirse, puesto que han surgido de un mismo espíritu divino. Por consiguiente, es preciso examinar estas aparentes contradicciones, a fin de superarlas. Para ello —añade, esbozando el método que ha de seguir en la discusión del tema— primero hemos de enumerar los pasa­ jes que confirman nuestra opinión: luego, trataremos de re­ solver las dificultades que presentan aquellos que parecen adversarla. Pero, antes que nada, cree preciso definir lo que se en­ tiende por «libre albedrío», a saber: «la fuerza de la voluntad humana por la cual puede el hombre aplicarse a las cosas que conducen a la salvación eterna, o alejarse de ellas» (vim humanae voluntatis, qua se possit homo aplicare ad ea quae perducunt ad aetemam salutem aut ab iisdem avertere). En el Eclesiástico (15, 14-18) se dice que Dios creó al hom­ bre y lo dejó luego en manos de su deliberación y que Adán fue dotado de una razón incorrupta por la cual podía dis­ cernir lo que se había de buscar y evitar. Nuestro intelecto fue oscurecido por el pecado, pero no se extinguió; nuestra voluntad, depravada hasta el punto de no poder buscar lo me­ jor con sus recursos naturales, se vio obligada a servir al pecado al que una vez se había adherido libremente, pero por 8. Lutero estudió poco los escritos de los escolásticos del siglo x m y permaneció ajeno, en especial, al tomismo. En cambio, leyó el Co­ mentario sobre las Sentencias de Gabriel Biel, que había introducido el nominalismo en Alemania, y aprendió de memoria muchas páginas de este autor (L. F ebvre, Lutero, p. 48).

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la gracia divina nuevamente, al perdonársele el pecado, fue hecha libre. La diferencia entre pelagianos y ortodoxos con­ siste, a este respecto, en que para los primeros se puede lo­ grar la salvación sin el auxilio de una nueva gracia, mientras para los segundos la voluntad puede perseverar en el bien (aunque nunca sin sentir la tendencia al mal que le dejó el primer pecado) mediante la gracia que siempre y en cada ocasión la ayuda. El punto de vista personal de Erasmo, coincidente a pri­ mera vista con la ortodoxia, pero indudablemente mucho más próximo al de Pelagio que al de Lutero o Agustín, se expresa en esta frase: «Así como en aquellas cosas que carecen de gracia (hablo de la gracia peculiar) la razón fue oscurecida, no extinguida, así es posible que en las mismas la fuerza de la voluntad no haya sido enteramente extinguida sino que se haya tornado ineficaz para las obras buenas» (Quemadmodum autem in his, qui gratia carent (de peculiari loquor), ratio fuit obscurata, non extincta, ita probabile est in iisdem voluntatis vim non prorsus extinctam fuisse, sed ad honesta inefficacem esse factam.) Aunque el libre albedrío recibió una herida con el pecado de Adán, no puede decirse que haya sido muerto: fue cierta­ mente debilitado, y así, antes de recibir la gracia somos más propensos al mal que al bien; pero no fue aniquilado o abo­ lido, a no ser en cuanto la enormidad de nuestros crímenes o el inveterado hábito del pecado, convertidos en nueva natu­ raleza, de tal modo ofuscan nuestra mente y obstaculizan nuestra libertad que la una parece extinguida y la otra perdida. Enumera, pues, Erasmo, siguiendo a san Agustín, cuatro clases de gracia. La primera de ellas no es sino la libertad «ínsita en la naturaleza», por la cual un hombre puede «ha­ blar, callar, sentarse, ponerse de pie, ayudar a un pobre, leer los libros sagrados, oír una prédica» (loqui, tacere, sedere, surgere, sublevare pauperem, legere libros sacros, audire contionem). Esta libertad no la puede destruir ningún pecado, y aunque, según la opinión dé algunos (opinión que evidente­ mente Erasmo no comparte), con ella no se puede merecer nada para la vida eterna, ha de ser considerada como una gracia. En efecto, así como es mayor milagro la creación y la conservación del mundo que la curación de un leproso, pero a lo segundo se le llama así y a lo primero no, también es más gracia que cualquier otra la libertad que tenemos de elegir entre una cosa y otra, aunque por el hecho de ser ella común a todos los hombres no se la denomine de tal modo.

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La segunda gracia es la estimulante; la tercera la coope­ rante; la cuarta la perfeccionante. Quienes, como Agustín, más se alejan de Pelagio (qui longissime fugiunt a Pelagio), dice Erasmo, «atribuyen muchísi­ mo a la gracia, casi nada al libre albedrío, y, sin embargo, no lo niegan del todo». Otros, en cambio, como Lutero, sostienen una opinión más dura (durior est istorum opinio), a saber, «que el libre albe­ drío para nada sirve sino para pecar y que sólo la gracia pro­ duce en nosotros la obra buena, no por el libre albedrío o con el libre albedrío, sino en el libre albedrío, de tal modo que nuestra voluntad no obre aquí más de lo que obra la cera cuando es modulada por la mano del plástico con cual­ quier forma que al artesano le parece» (liberum arbitrium ad nihil valere nisi ad peccandum, solam gratiam in nobis operari bonum opus non per liberum arbitrium aut cum libero arbi­ trio, sed in libero arbitrio, ut nostra voluntas hic nihilo plus agat, quam agit cera, dum manu plastae fingitur in quacumque visum est artifici speciem). Pero la opinión más dura (durissima omnium sententia) va aún más allá. Es la de los deterministas, para quienes el libre albedrío «es una palabra sin sentido y que nunca sirve ni sirvió de nada ni en los ángeles ni en el primer hombre, ni en nosotros; ni antes de la gracia ni después de ella, sino que Dios obra en nosotros tanto las obras malas como las buenas y todo lo que se hace se hace por pura necesidad» (li­ berum arbitrium inane nomen esse nec quicquam valere aut valuisse vel in angelis vel in Adam vel in nobis, nec ante gratiam nec post gratiam, sed deum tam mala' quam bona operari in nobis, omniaque quae fiunt, esse merae necessitatis). Contra estas dos últimas opiniones la dura, de Lutero, y la durísima, de los deterministas, se propone escribir Erasmo, aunque a decir verdad tampoco está del todo conforme con la de Agustín y, en el fondo de su alma, más se inclina por Pe­ lagio que por la doctrina ortodoxa. Para ello, aduce una larga serie de pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento, en que Dios, al dirigirse a los hombres, está suponiendo su capa­ cidad para elegir y su libertad. Pero no deja de enumerar también aquellos lugares de la Escritura en que parece negarse más bien el libre albedrío, mostrando (con ayuda de Orígenes) que en realidad no se trata sino de tropos o modos de hablar. Tampoco elude el problema de la preciencia divina en vin­ culación con el determinismo, pero es claro que su poco gus­

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to por la especulación y su escasa disposición para las suti­ lezas de la metafísica le impiden una verdadera profundización del tema. «Allí donde hay una pura y perfecta necesidad no puede haber merecimiento alguno, ni acciones buenas ni malas. Y a propósito de esto no puede negarse que la actividad divina concurre en todo acto, siendo todo acto una cosa y un cierto bien, como el abrazar a una adúltera o el desearlo. Por. otra parte, la maldad del acto no proviene de Dios sino de nuestra voluntad, a no ser que pudiera decirse, como se dijo, que Dios produce en nosotros en algún sentido la maldad de la voluntad, porque le permite ir donde quiere y no la retiene por medio de su gracia» (Ad haec negari non potest quin ad omnem actum concurrat operatio divina, cum omnis actio res quaedam sit atque etiam bonum quodam sit, velut adulteram complecti aut hoc ipsum velle. Ceterum actus malitia non proficiscitur a deo, sed a nostra volúntate, nisi quod deus, ut dictum est, dici posset aliquo sensu malitiam voluntatis operari in nobis, quod eam sinat iré, quo velit, nec revocet per suam gratiam.) Esta es, en resumen, la posición de Erasmo, teólogo más afecto al estudio filológico de la Biblia que a la disputación silogística, y más interesado por la moral que por la metafísica. Poner a salvo el libre albedrío es, para él, poner a salvo la naturaleza humana, es reconocer su dignidad de agente mo­ ral y espiritual, es rechazar la imagen de un Dios caprichoso e inescrutable, hecho a la imagen del déspota oriental y del soberano absoluto que tendía a predominar en Europa occi­ dental al morir el Medioevo.

4 Etienne de la Boetie y la libertad política

Durante mucho tiempo se ha considerado a Etienne de la Boetie como un defensor de la soberanía popular contra la doctrina, corriente en el siglo xvi, del derecho divino de los reyes. Se lo ubica así en el partido de los antimaquiavélicos del Renacimiento, en la línea de Hubert Languet (Vindiciae centra tyrannos), de Fran^ois Hotman (Franco-Gallia), de George Buchanan (De iure regni apud Scotos) y de Juan de Mariana (De rege et regis institutione)J Sin embargo, más que reivindicar el derecho del pueblo a elegir sus gobernan­ tes, Etienne de la Boetie cuestionó la idea misma del go­ bierno y del Estado; más que un demócrata fue un anarquis­ ta. Con razón lo consideran como tal Max Nettlau y la ma­ yoría de los historiadores del anarquismo. A decir verdad, la libertad política que postula no es la de un Estado de dere­ cho, con representación y control popular, sino más bien una sociedad no dividida entre gobernantes y gobernados. Más que «un verdadero clásico de la tradición liberal y democrá­ tica», como lo ve Vermorel, es un verdadero clásico de la tradición antiestatal y ácrata. Un ilustre antropólogo, no hace mucho fallecido, Pierre Clastres, advierte que la obra de La Boetie «remite a la afirmación, implícita pero básica, se­ gún la cual la división no es una estructura ontológica de la sociedad y que, por consiguiente, antes de la desgraciada aparición de la división social, dicha estructura estaba nece­ sariamente en conformidad con la naturaleza del hombre, era una sociedad sin opresión y sin sumisión». Y acertada­ mente agrega: «A diferencia de Jean Jacques Rousseau, La Boetie no dice que esta sociedad quizá no haya existido nun­ ca. Aunque su recuerdo se haya extinguido en la mente de los hombres, aunque él mismo, La Boetie, no se haga ilusio­ nes sobre la posibilidad de su retorno, lo que sí sabe es que, antes del actual infortunio, ésa era la forma existencial de la1 1. 1908.

Cfr. G. B arriére , Etienne de la Boetie contre Machiavel, París,

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sociedad».2 Lo único que Clastres parece reprocharle a La Boetie (si puede esto considerarse un reproche) es que, al diagnosticar la naturaleza de la enfermedad que gangrena a todos los cuerpos sociales divididos, en lugar de enunciar los resultados de un análisis comparativo de las sociedades divi­ didas y las no divididas, se limite a expresar los efectos de una oposición lógica. Lo que La Boetie no podía conocer sino «a priori» —reconoce Clastres— podemos aprehenderlo hoy empíricamente, a partir de la observación directa. Para el antropólogo contemporáneo, las sociedades primitivas y a-his­ tóricas, que constituyen el objeto privilegiado, sino exclusi­ vo, de la etnología, son en realidad sociedades sin Estado, «que despliegan su forma de ser en la ignorancia de la divi­ sión, por existir antes del fatal infortunio». La Boetie no hace más que comprobar el hecho fundamental de todas las socie­ dades históricas y, muy particularmente, de las sociedades modernas, que se inician con el Renacimiento y la Reforma: la división esencial, perpetua, básica, entre gobernantes y go­ bernados. Por eso, —dice Clastres— «es, en realidad, el fun­ dador desconocido de la antropología del hombre moderno, del hombre de las sociedades divididas» y «anticipa, con más de tres siglos de distancia, la empresa de un Nietzsche —con más razón aún que la de Marx— de pensar la decadencia y la alienación». Aunque hay muchos puntos oscuros y no pocas lagunas en la biografía de Etienne de la Boetie, pueden con­ signarse como muy probables los siguientes datos: Hijo de un teniente del senescal del Perigord (prematuramente falle­ cido), nació en Sarlat, el 1 de noviembre de 1530. Fue criado y educado por su tío, cura de Bouilhonas. Estudió humani­ dades, al parecer, en el colegio de Guyena,3 y, más tarde, dere­ cho civil en la Universidad de Orleans. Logró, en todo caso, una vasta cultura humanística y un perfecto dominio de las lenguas clásicas. A comienzos de 1553 obtuvo el cargo de con­ sejero en el Parlamento de Burdeos.4 Durante un viaje que 2. P. C lastres, La voluntad de ser siervo, «El viejo topo», 32, mayo de 1979, p. 56 (Cfr. La Sociedad contra el Estado, Caracas). 3. B onnefon considera que el hecho no es verosímil, p o rq u e Mon­ taigne, que estudió en el Colegio de Guyena desde 1539 a 1546, sólo lo conoció más tarde en el Parlamento (Oeuvres completes d’Etienne de la Boetie, Genéve, 1967, p. xv). 4. «Desde los primeros tiempos de su presencia en el Parlamento, La Boetie se distinguió por una escrupulosa conciencia en el cumpli­ miento de su función. Los registros nos informan que asistía muy re­ gularmente a las sesiones y lo vemos sentarse sucesivamente en las di­ versas cámaras. La Corte le confía inclusive algunos trabajos particula­ res» (B onnefon , op. cit., p. xx).

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emprendió a Médoc, cayó gravemente enfermo de disentería. Se recogió en casa del cuñado de Montaigne, en Germignan, no lejos de Burdeos, y allí murió el 18 de agosto de 1563 sin haber cumplido todavía 33 años.s Su obra, no demasiado extensa, fue publicada por Mon­ taigne. Comprende las traducciones del Cinegético o Caza de fieras de Jenofonte; de la Carta consolatoria a su mujer y de las Reglas del matrimonio de Plutarco.6 Hem Day dice que La Boetie fue, después de Nicolás Oresme, el primer tra­ ductor de Aristóteles al francés.7 Entre sus obras originales hay que contar una colección de veintinueve sonetos, al es­ tilo de Du Bellay que, pese a los elogios de Montaigne, no pa­ rece tener gran mérito poético,8 y algunos poemas latinos, no demasiado inspirados.9 En prosa compuso una Memoria refe­ rente al Edicto de enero de 1562, recién publicada en 1922 por Bonnefon, quien la encontró en Aix en Provence. La obra que hizo célebre a Etienne de la Boetie, la única que probablemente merece sobrevivir a su autor, es el Dis­ curso sobre la servidumbre voluntaria (Discours de la servitude volontaire), llamado después el Contra uno (Contre un). 5. En una carta que escribe a su propio padre, Montaigne refiere las vicisitudes de la enfermedad y los últimos momentos de la vida de La Boetie. 6. En la carta prólogo a la versión de Les regles de marriage de Plutarque, dirigida a Monsieur de Mesmes, consejero del rey, dice Mon­ taigne que La Boetie fue «le plus grand homme, a mon advis, de notre siécle»; en la que antepone a la traducción de la Lettre de consolation de Plutarque a sa femme, llama al mismo La Boetie «ce mien cher frére et compaignon inviolable». 7. La traducción del Económico de Aristóteles (o, mejor dicho, de un discípulo de Aristóteles) no pertenece, como lo ha demostrado Egger, seguido por Bonnefon, a La Boetie, sino a Gabriel Bounin. 8. Entre los poemas franceses pueden recordarse el titulado Sur la traduction des plaintes de Bradamant au X X X I I chant de Loys Arioste, dedicado a su mujer, Marguerite de Carie (Jamais plaisir il n'ay pris a changer), seguido por la versión del mismo canto XXXII del Orlando furioso, y una Chanson (Si j ’ay perdu tant de vers sur ma lyre). Los sonetos no son mejores que estos mediocres poemas, pese al juicio entusiasta de Montaigne. La versificación es pobre y, con frecuencia, convencional. Alguno de ellos resulta, sin embargo, interesante por el tono emotivo que evoca muchos pasajes del Discurso, como, por ejem­ plo, el XV (C’ en’ est pas moy que l’on abuze ainsi) o el XXVIII (Si contre Amour je n’ay autre deffence). 9. Entre los poemas latinos, cabe recordar el que comienza: «Montane, ingenii iudex aequissime nostri»; el dedicado a su mujer, Margerite (Quae pectus tremulum túrbida gaudia); el titulado «Ad Musas, de antro Medono Cardinalis Lotharingi» (Dic, o Calliope, chori magistra); el que trata de la derrota del emperador Carlos (Gallica Germanus modo qui temerarius arma); la sátira «In adulatores poetas» (Ne sibi me socium, ne speret. Charole quisquís); la elegía «De morte Julii Cae-

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Montaigne dice que la escribió a los dieciséis años y medio.*101 Editada por vez primera, aunque no completa, en el año 1574, en Le Reveilte matin des Frangois, tres años más tarde es publicada, con el texto íntegro, en las Mesmoires des Etats de France sous Charles le Neuviesme, antología preparada por protestantes suizos. Al año siguiente es reimpresa en la ter­ cera edición de dicha antología, con varias modificaciones que tergiversan el original para adecuarlo a los fines políticoreligiosos del editor. Sobre esta edición se basan las que hi­ cieron en el siglo xix Lamennais y Vermorel. En 1853, Z. Pa­ yen hizo una edición más confiable, fundándose en un ma­ nuscrito copiado inmediatamente del original, que perteneció a Des Mesmes, un amigo de Montaigne. Después del propio Montaigne, el Discurso de La Boetie tuvo un gran admirador en Lamennais, quien veía en él una reivindicación de la soberanía popular, unida a la idea de Dios como garante de la misma.11 Lo considera dominado e inspi­ rado por el sentimiento de amor a la justicia y a la humani­ dad, que se expresa negativamente como odio a la tiranía. En análoga línea interpretativa, Vermorel, que publica en 1835 una edición comentada del Discurso, encuentra allí «un amor tranquilo y sereno de la libertad y una previsión de la fraternidad social que lo acercan mucho más a nuestras sim­ patías modernas (que a Languet y los tribunos de la Liga) y hacen de él un verdadero clásico de la tradición liberal y democrática». Mucho antes, sin embargo, parece que Richelieu, según dice Tallemant de Réaux, intentó leer la obra de La Boetie y la adquirió a buen precio a un bibliófilo de la época. Al­ gunos críticos han visto en la Conjuration du Comte Jeansaris Scaligeri» (O vide, versu si queam superstite); y el más extenso de todos, «Ad Michaelem Montanum» (Prudentiam bona pars, vulgo male crédula, nulli). Ciertamente no son versos de un gran poeta; a penas merecen el dictado de «correctos». 10. M ontaigne, Essais, I, 28. 11. M ontaigne, al editar y prologar el Discurso, lo dedicó a Monsieur de Lansac, capitán de los cien gentilhombres de la casa del rey, como adecuado presente «tant pour estre party premierement, comme vous sgavez, de la main d’un gentilhomme de merque, tres grand homme de guerre et de paix, que pour avoir prins sa seconde fagon de ce personnage que je sgay avoir esté aymé et estimé de vous pendant sa vie». Lamennais reeditó el Discurso (París, 1835, Daubiée et Cailleux) con «un violento prefacio», según dice Bonnefon. Y esto resulta muy significativo, ya que también él unía la fe en un Dios garante de la li­ bertad y la justicia con el más violento odio por la opresión y la ti­ ranía.

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Louis de Fiesque, obra anónima editada en París en 1665, un eco de la misma y no es improbable que pocos años después puedan hallarse también «acentos laboecianos» en las prime­ ras páginas del Tractatus Theologico-politicus de Spinoza.12 En el siglo xvm Marat lo imita y hasta lo plagia, al pare­ cer, en Les chames de Vesclavage, que publica en Londres en 1774, pero prestándole un acento jacobino, que hace de la obra de La Boetie un panfleto revolucionario.13 Pierre Leroux interpreta el Discurso de La Boetie como «una bella declamación filosófica y republicana», pero no más que como una «declamación». Con ello no quiere decir «que el estilo sea ampuloso, ni los principios poco sólidos» sino que, como ya veía Montaigne, se trata de una obra «verdade­ ra en sus principios, espléndida en la belleza de sus ideales», pero con metas imposibles de realizar. En otras palabras, se trata, según él, de una «utopía». La Boetie rechaza no sólo el gobierno de uno solo (monarquía) sino también el de mu­ chos (república). «La dominación de varios es la repetición del poder de uno solo. Pero puesto que el mal es tener un amo y que el mal está en la dominación del hombre sobre el hombre, no conviene ni un solo amo ni varios amos: simple­ mente no hay que tener amo». Este ideal le parece «magnífi­ co» a Leroux, pero su «buen sentido» de socialista reformista lo obliga a preguntar en seguida: «Pero ¿cómo no tener ni uno ni varios amos? ¿Cómo no tener amo?» Y contesta: «La Boetie no da la respuesta, ni nadie la ha dado hasta ahora.» Como «el prudente Ulises», el «prudente» socialista Leroux «prefiere la monarquía a la anarquía».14 La verdad es que, si La Boetie hubiera conocido el sentido que la palabra «anar­ quía» adquiriría en boca de su compatriota Proudhon, no la hubiera desechado tan fácilmente como Leroux. Cualesquiera hayan sido los móviles psicológicos que im­ pulsaron a La Boetie a escribir su opúsculo, no se puede re­ ducir el significado del mismo a la respuesta indignada de 12. M. Abensour , M. G auchet , Las lecciones de la servidumbre y su destino, en E. de La Boetie, El discurso de la servidumbre voluntaria, Barcelona, 1980, p. 13. 13. Ibid., p. 14. El Discurso fue publicado en 1789, «traduit de franqoís de son temps en fran^ois d'aujourd’hui, par l’Ingénu, soldat dans le régiment de Navarre», y al año siguiente otra vez, como apéndice a la octava de las filípicas «dediées aux représentants de la nation». 14. Pierre Leroux , Discours sur la doctrine de l'humanité, Segunda parte, Segunda sección de «De la Science politique jusque a nos jours, La Boetie, Hobbes, Montesquieu et Rousseau», Revue Sociale, agostoseptiembre de 1847, pp. 169-172. Cito la traducción incluida en la edición antes nombrada (nota 11) de El discurso (pp. 105-115).

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un joven humanista ante la injuria de un alabardero cortesa­ no, como hace D’Aubigné,15 ni siquiera a la reacción espon­ tánea de un adolescente enamorado de la justicia frente a la sangrienta represión de los rebeldes de Guyena por parte del condestable de Montmorency, como supone De Thou. El apro­ vechamiento y la manipulación del Discurso por parte de los hugonotes (cuyo republicanismo teocrático e inquisitorial no era mucho más cónsono con la «acracia» de La Boetie que la monarquía absoluta de los reyes católicos) se hace posible gracias a las «prudentes» reservas de Montaigne, que no se atreve a publicarlo. Es creíble, sin duda, que La Boetie pre­ firiera haber nacido en Venecia antes que en Sarlat y que le pareciera más tolerable la república que la monarquía o aun la monarquía limitada (constitucional, se diría después) que la absoluta, pero evidentemente lo que le interesa no es de­ terminar qué forma de gobierno es mejor (o menos mala) sino averiguar el origen de esta desgracia fundamental, de este original pecado, que supone la aparición del Estado y la di­ visión de la sociedad entre gobernantes y gobernados. Desde este ángulo bien se comprende por qué, más que un republica­ no, es un anarquista. Es preciso hacer notar, sin embargo, algo que la lectura del texto revela a cualquier lector: el joven humanista que odia al poder político y que se lamenta amar­ gamente por su aparición, no anticipa ninguna fórmula, nin­ guna receta, ningún proyecto para la construcción de la so­ ciedad sin gobierno (y, obviamente, sin clases). Este hecho no puede interpretarse según hace Leroux, como un reconoci­ miento de la imposibilidad de dicha sociedad (lo cual redu­ ciría, de facto, el Discurso a la nada infrecuente condición del alegato antimonárquico). Quiere decir simplemente que el autor se conforma con señalar la no-necesidad del poder político y, más aún, la carencia de fundamento positivo del Estado. Con entera razón señala Clastres, al comienzo de su ensa­ yo Libertad, desventura, innombrable: «No se da con frecuen­ cia pensamiento más libre que el de Etienne de la Boetie. Tampoco la singular firmeza de este comentario escrito por un joven aún adolescente. Quizá pudiéramos hablar de un Rimbaud del pensamiento». Las fuentes del Discurso deben buscarse, ante todo, en los historiadores romanos (Suetonio, Tácito) y griegos (Jenofonte, Plutarco), así como en los poetas antiguos (Homero, Virgilio, Terencio, etc.). El tono es evidentemente estoico o cínico-estoi­ 15. D ’aubigné, Histoire universelle, París, 1890, IV, p. 189.

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co. Clastres apunta la posibilidad, no desestimable por cierto, de que el joven humanista haya tenido presente la organiza­ ción social de los pueblos «salvajes» de la recién descubierta América, que ignoraba la básica división entre gobernantes y gobernados y rechazaba la idea del Estado, pueblos «sin Dios, sin ley y sin rey». En todo caso, como ya hemos señalado en otro ensayo sobre La Boetie, no debe olvidarse nunca que el Discurso es una obra original, en la cual se plantea una cues­ tión radical, no tratada explícitamente por ninguno de los fi­ lósofos políticos de la época. Mientras se fundan los Estados nacionales y se consolida la monarquía absoluta, La Boetie se atreve a preguntar: «Cómo es posible que tantos hombres, tantas ciudades, tantas naciones aguanten a veces a un tirano solo, que no tiene más poder que el que le dan, que no tiene capacidad de dañarlos sino en cuanto ellos tienen capacidad de aguantarlo, que no podría hacerles mal alguno sino en cuan­ to ellos prefieren tolerarlo a contradecirlo».16 Extraordinario y al mismo tiempo muy común es que una multitud de hom­ bres baje la cabeza y sirva miserablemente a un príncipe, sin ser obligada a ello por la fuerza sino hechizada por el prestigio del mismo, a quien no debe temer (porque, siendo uno solo es mucho más débil que los muchos) ni debe amar (porque es cruel e inhumano).17 Puede suceder que un pue­ blo entero se vea obligado a someterse por la fuerza, y en ese caso no cabe sino lamentarse o, mejor, esperar la ocasión para romper la sujeción en el futuro. Puede suceder también que un pueblo deba reconocer los beneficios prestados por un alto personaje (en la defensa, previsión, etc.) y en ese caso se le han de conceder honores condignos; más aún, si el pue­ blo se comprometió a obedecerlo, tal vez no sería sabio des­ pojarlo de su posición para obligarlo a convertirse en tirano verdaderamente tal. Lo que no se puede aceptar, ni tolerar ni comprender es que miles de millares de hombres sirvan, 16. Citamos según nuestra traducción, publicada en Rosario, Argen­ tina, por el «Grupo editor de estudios sociales», en 1968 (reproducida después en «Ruta», de Caracas, en 1979), la cual está hecha a partir del texto francés editado en «Les Cahiers de Pensée et Action», Bruselas, 1954. 17. Con estas ideas se inicia, según Bonnefon, el largo fragmento del Discurso publicado por vez primera en el Reveilíe-matin des Franq o ís , en 1574. Sayous sospecha que en esta publicación intervino el ju­ rista Hotman. Cujas cree que quien tradujo el fragmento al latín fue Jacques Donneau; A. Baillet opina, en cambio, que fue Teodoro de Beza, uno de los corifeos de la Reforma; otros, finalmente, suponen que fue el médico protestante Nicolás Barnaud (Cfr. B onnefon , op. cit., p. 403).

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por propia decisión, a un miserable tirano: «Pero ¡oh buen Dios! ¿qué podrá ser eso? ¿Cómo diremos que se llama? ¿Qué desgracia es? ¿Qué vicio o, más bien, qué desgraciado vicio? ¡Ver un número infinito de personas que no obedecen sino sirven, que no son gobernadas sino tiranizadas, que no tienen bienes ni padres, ni mujeres, ni hijos, ni siquiera la propia vida que les pertenezca! ¡Sufrir los pillajes, las lasci­ vias, las crueldades, no de un ejército, no de un campamento bárbaro contra el que habría que defenderse exponiendo la sangre y la vida, sino de uno solo, y no de un Hércules o de un Sansón, sino de un único hombrecillo, que la mayor parte de las veces es el más cobarde y afeminado de la nación, no acostumbrado a la pólvora de las batallas sino, y con gran pena, a la arena de los torneos, no capaz de mandar por fuer­ za a los hombres sino enteramente incapaz de servir con vileza a la menor mujerzuela!» La indignación y la vergüen­ za que el adolescente siente por pertenecer a esa humanidad envilecida y degradada, respira con fuerza inigualada en las antítesis nada retóricas de este párrafo.18 Ni siquiera pode­ mos decir que esto sea cobardía, ya que cualquier vicio (igual que cualquier virtud) reconoce un límite,19 asignado por la misma naturaleza humana, y resulta imposible suponer que miles de millares de hombres se asusten de uno solo, del mismo modo que resulta enteramente inverosímil que el co­ raje de uno solo sea suficiente para derrotar un ejército o para sojuzgar un reino.20 Se trata, en realidad, para La Boetie, de un protovicio, de un archipecado, cuya gravedad es tal que ni siquiera se le puede dar un nombre, que la conciencia no puede representarse ni la lengua es capaz de designar: «¿Qué monstruoso vicio es, pues, este que ni siquiera mere­ ce el nombre de cobardía, que no encuentra palabra suficien­ temente denigrante, que la naturaleza niega haber hecho y la lengua se rehúsa a nombrar?» Se trata, en realidad, del pecado original, por el cual los hombres, llamados a ser por naturaleza libres e iguales, unidos por los lazos de la solidá­ is. Nada más alejado de la verdad psicológica y literaria que el juicio de Saint-Beuve, que no ve en el Discurso de La Boetie sino «una declamación clásica y una obra maestra de segundo año de retórica». 19. La idea es, sin duda, más aristotélica que estoica y responde a la concepción de la virtud moral como término medio entre dos vicios opuestos que el estagirita defiende en la Ética a Nicúmaco (1105 a 26-35) 20. «Lo que lo indigna sobre todo —comenta B onnefon (op. cit., p. XLII), es que el pueblo olvida su poder, porque él es fuerte, ya que es el número, en beneficio de un hombre que es débil, ya que es uno solo.»

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ridad y de la amistad, dentro de una estructura social hori­ zontal sin solución de continuidad, se hicieron siervos, esta­ blecieron la básica distinción entre gobernantes y gobernados, fundaron el Estado y, renunciando tanto a la libertad como a la igualdad originarias, instituyeron una sociedad fractura­ da y una estructura social vertical y jerárquica. La historia antigua (a la cual recurre siempre La Boetie con gusto) demuestra que un puñado de griegos puede derro­ tar a cincuenta mil persas, cuando aquéllos luchan por su li­ bertad y éstos para despojarlos de ella. Desgraciadamente, con más frecuencia, la historia antigua y la moderna nos de­ muestran que un solo hombre puede subyugar a una multitud e imponer su arbitrio a un pueblo entero. «Cosa extraña es oír hablar de la valentía que la libertad infunde en el corazón de quienes la defienden; pero esto, que sucede en todos los países, entre todos los hombres, todos los días, a saber, que un hombre maltrata a cien mil y los priva de su libertad, ¿quién lo creería si sólo lo oyera decir y no lo viera? Y si ello no sucediera sino en países extraños y lejanas tierras y se relatara, ¿quién no pensaría que es algo fingido e inven­ tado antes que hecho verdadero?» Pero este hecho, tan fre­ cuente como extraño, tan cotidiano como paradójico, puede remediarse con un expediente tan simple como extraordina­ rio. Según La Boetie, para acabar con cualquier tiranía no es necesario luchar directamente contra ella ni combatirla con la espada o con la palabra; basta con no hacer caso de ella y con no obedecer sus órdenes. Si los hombres no sus­ tentan un gobierno, éste cae por sí mismo; si no lo mantie­ nen de pie, se derrumba; si no lo cargan sobre sus espaldas, se precipita al suelo. No hagáis nada —dice— dejad de obe­ decer, y el más poderoso de los Estados se vendrá abajo y toda servidumbre quedará aniquilada. En lugar de proponer el tiranicidio, como Mariana, concibe un medio tanto más ra­ dical cuanto menos violento: la desobediencia general. Con­ tra lo que Leroux supone, La Boetie no se desentiende ente­ ramente de los medios para realizar la libertad y la igualdad. Estos medios parecen, sin duda, muy cercanos a la resisten­ cia pasiva o a la no-violencia que propondrán en nuestro si­ glo Tolstoi y Gandhi. Pero no suponen una negación absoluta de toda violencia, según lo demuestra la admiración que La Boetie no oculta por personajes tales como Bruto, Casio, Harmodio, Aristogítón, etc.21 Considera, de todas maneras, que 21. «La pasión que aquí domina —dice también B onnefon (op. cit., p. XLI), es ese ardiente amor a la libertad que produce a veces los Harmodios y los Traseas, pero templado por el respeto a la justicia, y

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mucho más eficaz y mucho más revolucionario y radical que el hecho violento (el atentado, la insurrección armada, etc.), es la desobediencia colectiva, es decir, lo que luego se de­ nominará la huelga general. Y esta idea surge de la compro­ bación fundamental: Ningún gobierno puede mantenerse sin la colaboración (activa y pasiva) de los gobernados; nadie puede mandar si no se le obedece o, mejor todavía, si no se le escucha en absoluto. Al gobernante «no es necesario com­ batirlo, no es necesario destruirlo; él mismo se destruye, con tal que el país no se avenga a servirlo, no es preciso quitarle nada sino no darle nada, no es preciso que el país se tome el trabajo de hacer algo en pro de sí mismo, con tal de que no haga nada contra sí mismo». Lo que no deja de asombrar y de abrumar a La Boetie es, pues, el hecho de que los pueblos se dejen devorar, «ya que con dejar de servir estarían a sal­ vo». Siendo tan fácil el remedio y tan dolorosa la enferme­ dad, ¿cómo comprender la universal persistencia de la mis­ ma? He aquí que «el pueblo se sujeta a servidumbre, se corta el cuello y, pudiendo elegir entre ser siervo y ser libre, aban­ dona su independencia y toma el yugo; consiente en su pro­ pio mal o, más bien, lo persigue». Ahora bien —pregunta La Boetie, con una asombrada ansiedad que ciertamente no tiene nada de retórica, aun cuando los políticos «realistas» de la derecha y de la izquierda puedan considerarla ingenua— «si para tener libertad no hace falta más que desearla, si no se necesita más que un simple querer, ¿se hallará en el mundo una nación que la considere todavía demasiado cara, cuan­ do la puede lograr con un solo deseo; que se niegue a querer recobrar un bien que debería rescatar al precio de su sangre y cuya pérdida hace que todo hombre considere desagradable la vida y la muerte deseable?». Así como un fuego se extingue sin necesidad de echarle agua con sólo no proporcionarle más combustible, así los ti­ ranos consolidan y aumentan su poder por la obediencia que se les presta, «pero si no se les da nada y no se les obe­ dece, sin combatirlos ni golpearlos, quedan desnudos y deshe­ chos, y no son ya nada, como cuando la raíz carece ya de jugo o alimento y la rama queda seca y muerta».*22 En una se vuelve a encontrar ese culto a la fraternidad que honraba a la mo­ ral estoica». 22. La resistencia pasiva que aquí propone La Boetie como medio suficiente para poner fin a cualquier servidumbre política, ha logrado en nuestro siglo una demostración histórica con el movimiento que condujo a la independencia de la India, bajo la guía espiritual del Mahatma Gandhi.

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vehemente parodia del «sic vos non vobis», increpa a la hu­ manidad, caída en el pecado original de la sociedad dividida, gubernamental y jerárquica: «¡Pobres y miserables pueblos insensatos, naciones obstinadas en vuestro mal y ciegas para vuestro bien, que os dejáis quitar de delante lo más bello y limpio de vuestra renta y que dejáis saquear vuestros campos, robar vuestras casas y despojarlas de los muebles antiguos, de vuestros padres! Vivís de tal modo que no os podéis jactar de que nada sea vuestro y parecería que fuera gran suer­ te para vosotros el compartir por mitades vuestros bienes, vuestras familias y vuestras vidas. Y todo este estrago, esta desdicha, esta ruina os vienen no de vuestros enemigos, pero sí, ciertamente, del enemigo, de aquel a quien vosotros hacéis tan grande como es, por quien marcháis tan valientemente a la guerra, por cuya grandeza no rehusáis exponer vuestras personas a la muerte. El que tanto os domina no tiene más que dos ojos, no tiene más que dos manos, no tiene más que un cuerpo, y no tiene nada que no tenga el hombre más hu­ milde de entre el grande e infinito número de los que habitan nuestras ciudades, a no ser la ventaja que vosotros le conce­ déis para que os destruya. ¿De dónde ha sacado tantos ojos con que os espía, si vosotros no se los disteis? ¿Cómo tiene tantas manos para golpearos, si no las toma de vosotros? Los pies con que pisotea vuestras ciudades ¿de dónde los saca si no de los vuestros? ¿Cómo se atrevería a convocaros a la guerra, si no estuviera de acuerdo con vosotros? ¿Qué os podría hacer, si no fuerais encubridores del ladrón que os saquea, cómplices del asesino que os mata y traidores a vo­ sotros mismos? Sembráis vuestros frutos para que él los con­ suma; amuebláis y llenáis vuestras casas para dar materia a sus pillajes; criáis a vuestras hijas para que él pueda satis­ facer su lujuria; criáis a vuestros hijos, para que, en el me­ jor de los casos, los lleve a sus guerras, los conduzcan a la carnicería, los haga ministros de su codicia y ejecutores de sus venganzas; quebráis vuestras personas en el trabajo para que él pueda complacerse en sus delicias y revolcarse en su­ cios y bajos placeres; os debilitáis para hacerlo más fuerte, más duro en teneros corta la rienda; y de tantas indignida­ des, que las mismas bestias o no podrían sentir o no podrían aguantar, podéis libraros si tratáis, no ya de libraros, sino solamente de querer hacerlo. Resolveos a no servir más y he aquí que ya sois libres. No quiero que lo empujéis o lo tiréis por tierra, sino sólo que no lo sostengáis, y lo veréis, como un gran coloso a quien se le ha sustraído la base, caer por su propio peso y romperse». Esta fórmula no aprovecha

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desdichadamente sino a quienes no la precisan, porque quie­ nes han olvidado el alto valor de la libertad son incapaces de librarse de la opresión y la enfermedad no tiene remedio para ellos; quienes, por el contrario, la tienen siempre pre­ sente y aborrecen por eso toda tiranía, necesariamente se le­ vantan contra ella y reconquistan, a la corta o a la larga, lá libertad perdida. Pero aquí se plantea, en todo caso, un grave problema: ¿Cómo ha podido eclipsarse en la mayoría de los hombres y de los pueblos un sentimiento tan originario y natural, cual el amor a la libertad, y ser sustituido por la perversa volun­ tad de servir y de ser esclavo? Hay, sin duda, en la naturaleza humana una tendencia a obedecer a los padres y a conformarse con los dictados de la razón: no hay, en cambio, ninguna inclinación natural a ser siervo de otro hombre. Por instinto amamos y obedece­ mos a nuestros progenitores, y así se funda y se conserva la institución familiar; por una exigencia de nuestra alma ra­ cional, en cuyo seno están las semillas de todas las verdades, obedecemos a la razón. Nada es más claro en la naturaleza, sin embargo, que el hecho de la igualdad humana: todos los miembros de la especie han sido producidos con la misma materia y a partir del mismo molde; todos han sido dotados de la facultad de hablar y todos pueden comunicarse con los demás por el lenguaje. Nada es más claro, pues, que, de acuerdo con los designios de la naturaleza, ningún hombre ha sido creado para ser siervo de otro hombre. Estas tesis de La Boetie tienen una innegable raigambre estoica y reproducen evidentemente ideas de Séneca, de Zenón, de Marco Aurelio. Hasta se les podrían encontrar antece­ dentes en sofistas tales como Antifón o Hipias. Pero adquie­ ren un singular relieve ético-político en el siglo de Hobbes y de Maquiavelo, en la época en que la Iglesia católica y la Iglesia luterana bendicen el absolutismo de los reyes, en los días de Enrique VIII y de Felipe II. El acento republicano (que más bien resulta anarquista) adquiere en la pluma del desamparado adolescente francés una resonancia trágica y una dimensión profética. Con nosotros —dice— surge la li­ bertad y, al mismo tiempo, la ineludible obligación de defen­ derla hasta la muerte. Cuando los hombres pretendemos ol­ vidar tal obligación, la naturaleza, por medio del comporta­ miento de los animales no racionales (en los cuales obra de un modo directo o instintivo), se encarga de hacérnosla pre­ sente y hace resonar en nuestras mentes el grito de «¡Viva la libertad!» Como Díógenes y Antístenes, como el autor cí-

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nico-estoico de las Epístolas pseudo-heraclíteas, enumera La Boetie un ejemplo tras otro de animales que prefieren morir antes que perder su innata libertad. Pero si todas las bestias tienden a ser libres y rechazan por instinto la servidumbre, ¿qué es lo que ha podido desnaturalizar en grado tal el alma humana, creada para ser libre, hasta borrar en ella toda tra­ za de su originaria dignidad y toda conciencia de su derecho a la libertad? La historia nos enseña que un pueblo puede ser sujuzgado por dos caminos: A) por la fuerza de las armas, tal como les sucedió a los atenienses, vencidos por las armas de Alejandro; B) por el fraude o, para ser más exactos, por el autoengaño, como les pasó a los siracusanos cuando, ate­ morizados por los enemigos externos, concedieron la suma del poder a Dionisio (el cual fue, para ellos, peor que todos los enemigos de afuera). Lo cierto es que con insólita facilidad echan los hombres al olvido su originaria libertad y su dignidad innata. Algunos, nacidos y criados bajo un gobierno tiránico, obedecen por hábito y se someten suponiendo que se conforman a la con­ dición natural de la convivencia humana. Les basta con que se les permita vegetar. Y hacen espontáneamente lo que sus antepasados se vieron obligados a hacer por la violencia. Esto nos enseña que la primera causa de la servidumbre (y, más concretamente, de la sociedad dividida entre gobernantes y gobernados o, en otras palabras, del Estado) es el hábito. «Pero, ciertamente, la costumbre, que tiene en todo gran po­ der sobre nosotros —dice— en ningún caso posee una fuerza tan grande como en esto de enseñamos a servir y, como cuen­ tan de Mitridates que se habituó a beber veneno, en enseñar­ nos a tragar y a no hallar amarga la ponzoña de la servidum­ bre». Aunque la naturaleza tiene sobre nosotros gran poder, debe confesarse que mayor todavía lo tiene el hábito o la costumbre. «Digamos, pues, que para el hombre resultan na­ turales todas las cosas con que se nutre y a las que se acos* tumbra, pero sólo es puro aquello hacia lo que lo llama su simple y no alterada naturaleza.» Así, la primera causa de la servidumbre voluntaria es la costumbre: «los más bravios ca­ ballos al comienzo muerden el freno y después se habitúan a él; mientras poco antes daban golpes contra la silla, ahora se atavían con las guarniciones y muy orgullosos se pavonean bajo la barda». Igual cosa sucede con la mayoría de los hom­ bres: «Dicen que siempre han estado sujetos, que sus padres han vivido así; creen que están obligados a tolerar el mal, se engañan con el ejemplo, y ellos mismos fundan sobre la lon­ gitud del tiempo el derecho de posesión de quienes los tira­

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nizan; aunque, en verdad, los años no dan nunca el derecho de obrar mal sino que hacen más grande.la injusticia». Por suerte, «se encuentran siempre algunos, mejor nacidos que los demás, que sienten el peso del yugo y no pueden dejar de sacudírselo, que jamás se habitúan a la sujeción y que, como Ulises, el cual por mar y por tierra buscaba siempre el humo de su casa, no pueden dejar de pensar siempre en sus privilegios naturales y de recordar a sus predecesores y su primitivo ser». La segunda causa de la servidumbre voluntaria es la pu­ silanimidad y la cobardía. La sujeción genera espíritus teme­ rosos y produce ánimos afeminados y blandos. Sin entusias­ mo y sin coraje, embrutecidos y ajenos a todo alto ideal, marchan así los siervos a la guerra, mientras que los hom­ bres libres luchan por sí mismos, por sus parientes y amigos, por su propia estima y dignidad, desplegando su coraje y su alegría en el combate: «Los hombres sujetos a servidumbre no tienen alegría en el combate ni rudeza; van al peligro casi como atados y todos embrutecidos, y no sienten hervir en su corazón el ardor de la libertad que hace despreciar el pe­ ligro y enciende el deseo de conquistar, por una bella muerte junto a los compañeros, el honor y la gloria. Entre los hom­ bres libres prima la emulación, cada uno por el bien común y cada uno por sí mismo; esperan tener todos su parte en el mal de la derrota o en el bien de la victoria. Los hombres sujetos, en cambio, además del coraje guerrero, pierden en todas las otras cosas la fogosidad y tienen un corazón vil, ba­ jo e inepto para todas las cosas grandes. Los tiranos saben bien esto y cuando ven que toman tal camino, para someter­ los mejor, todavía los ayudan». Así como proscriben los libros y persiguen el saber, los cuales «dan a los hombres, más que ninguna otra cosa, el sentido ,y la capacidad de reconocerse a sí mismos y de odiar la tiranía», fomentan los juegos y es­ pectáculos públicos, los burdeles, las tabernas y todo cuan­ to contribuye a ablandar los ánimos y a formar hombres dé­ biles y sumisos. «Los teatros, los juegos, las farsas, los espec­ táculos, los gladiadores, las bestias extrañas, las medallas, los cuadros y otras drogas semejantes eran para los pueblos an­ tiguos el alimento de la servidumbre, el precio de la libertad y los instrumentos de la tiranía».23 La tercera causa de la servidumbre voluntaria es el miedo a lo misterioso y a lo sagrado. A fin de asegurarse, más allá 23. Un eco de estas ideas puede encontrarse en el primer escrito juvenil de J. J. R ousseau, el Discours sur les Sciences et les arts.

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del hábito y de la cobardía, la sumisión de los hombres, los gobernantes recurren a lo sobrenatural y acaban por rodear­ se de un aura de misterio. «Los reyes de Asiria y aun después de ellos, los de Media, no se presentaban en público sino lo menos posible, para hacer sospechar al populacho que eran algo más que hombres y dejar en esta fantástica creencia a la gente, que con gusto se entrega a la imaginación en las cosas que no puede juzgar por sus ojos. Así, muchas nacio­ nes que estuvieron bastante tiempo bajo el imperio asirio, con dicho misterio se acostumbraron a servir y sirvieron con más gusto: al no saber qué amo tenían ni siquiera si tenían alguno, temían todas de oídas a quien nadie había visto nun­ ca. Los primeros reyes de Egipto casi no se mostraban sin llevar, ya un gato, ya una rama, ya fuego, sobre la cabeza, y al hacer esto, por la rareza de la cosa, inspiraban a sus súb­ ditos cierta reverencia y admiración, cuando, a mi juicio, no hubiera debido servir sino de pasatiempo y risa a gente que no hubiera sido demasiado tonta o demasiado sumisa». Al­ gunos gobernantes llegaron a atribuirse un poder curativo milagroso o mágico, como Pirro, rey de Epiro, cuyo dedo gordo curaba el mal del bazo, o Vespasiano, emperador de Roma, de quien se dijo que enderezaba a los cojos, devolvía la vista a los ciegos, etc. La fe en lo sobrenatural —sugiere La Boetie anticipándose a sus compatriotas, los iluministas del siglo xvm— resulta muchas veces el más sólido sostén de la tiranía y el mejor escudo contra la rebelión.24 Pero La Boetie no se conforma con enumerar y analizar agudamente las causas de la servidumbre (y el origen del gobierno y del Estado) sino que intenta también desmontar la maquinaria del poder político. Error muy común es, según él, creer que la fuerza de un gobernante se funda en las armas de sus sol­ dados. Mucho más importante que un ejército es la complici­ dad de un conjunto de hombres, partícipes de sus latrocinios, encubridores o colaboradores de sus crímenes. Estos pilares de la tiranía suelen ser no más que cinco o seis; los cuales tienen, a su vez seiscientos cómplices, que extienden la in­ fluencia y el poder de aquéllos, y, en última instancia, del gobernante. Los seiscientos están asistidos por seis mil, que los sustentan y participan de su fuerza. Y detrás de los seis mil viene la ingente cohorte de la complicidad, integrada no ya por seiscientos o seis mil sino por cien mil millones de 24. El Barón de H o l b a c h generaliza y radicaliza estas ideas y h a c e de la religión, como Critias en la Antigüedad, un fraude sacerdotal para asegurar el poder del clero y de los reyes (Cfr. Le systéme social, 1773; La politique naturelle, 1773, etc.).

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individuos, sujetos al tirano por la cadena de sus bajas pa­ siones y de sus crímenes. «En suma, se llega a la conclusión de que por los favores o subfavores, por las ganancias o re­ ganancias que se logran con los tiranos, al fin son tantos aque­ llos a quienes la tiranía parece ser provechosa como aquellos a quienes la libertad sería agradable.» Se erige así la lúgubre pirámide del poder político, templo siniestro de la degrada­ ción humana. El gobernante domina a unos valiéndose de otros y encuentra apoyo precisamente en quienes deberían derrumbarlo. «Así, el tirano reduce a servidumbre a unos súb­ ditos por medio de otros, es guardado por aquellos de quie­ nes, si algo valiesen, debería guardarse, y, como suele decir­ se, para partir el leño hace cuñas con el leño mismo.» La condición de los servidores y cómplices no es, por cierto, en­ vidiable. «Sin embargo, al ver a esa gente que sirve al tirano para lograr sus fines con la tiranía y con la servidumbre del pueblo, frecuentemente me causa asombro su perversidad y algunas veces siento lástima de su estupidez; porque, a decir verdad, ¿qué otra cosa significa acercarse al tirano sino ale­ jarse de la propia libertad y, por así decirlo, apretar con ambas manos y abrazar la servidumbre?» Dios, concebido por La Boetie como el antitirano y el antimonarca, tiene reser­ vado para los tiranos (es decir, para los gobernantes y sus cómplices) un sitio particularmente espantoso en los in­ fiernos.25

25. Ya P latón asignaba penas particularmente graves en el más a llá para los tiranos (Gorgias, 525 D).

5 Miguel Servet y la libertad religiosa

«Miguel Servet tiene el singular privilegio de haber sido quemado en efigie por los católicos y en persona por los pro­ testantes», dice Roland H. Bainton, al comienzo de su exce­ lente biografía, Servet, el hereje perseguido. Y, poco más adelante, agrega: «Al margen de su dramática muerte y de la controversia consiguiente, Servet es una figura fascinante por haber reunido en una sola persona el Renacimiento y el ala izquierda de la Reforma. Fue a la vez discípulo de la Academia Neoplatónica de Florencia y de los anabaptistas. La gama de sus inquietudes y sus logros apunta al tipo del “hombre universal” del Renacimiento: Servet fue un sabio en medicina, geografía, estudios bíblicos, teología.» Nacido en Tudela de Navarra (según dice en el proceso de Vienne) o, con mayor seguridad (según expresa en Gine­ bra), en Villanueva de Sigena, en la provincia aragonesa de Huesca,1 en 1509 o, más probablemente, en 1511, entra muy joven al servicio de Fray Juan de Quintana, miembro de la orden de frailes menores y personaje importante en el go­ bierno y la administración. Estudia derecho en la ultra-orto­ doxa universidad de Toulouse12 y, retornado al servicio de Quintana, presencia, con él, la coronación del emperador Car­ los V en Bolonia, el 30 de julio d e ! En busca del magisterio de Erasmo, máxima lumbrera del humanismo y sapientísimo escrutador de las Escrituras, pasa luego Servet a Basilea. No lo encuentra ya allí, pero perma­ 1. Su familia paterna, según Pompeyo G ener , pertenecía a la anti­ gua nobleza catalana y casi todos sus miembros varones se dedicaron al derecho, habiendo sido uno de ellos magistrado en Lérida y otro ca­ nónigo de la Seo de Urgel y de Zaragoza. Su familia materna, en cam­ bio, según el citado biógrafo, era aragonesa y tenía entre sus ascen­ dientes a los infanzones de Aragón (Pasión y muerte de Miguel Servet, París, p. 190). 2. G ener opina que antes de salir de su villa natal, Servet conocía ya perfectamente el latín, el griego y el hebreo. Si esto fuera cierto, habría sido notablemente más precoz que Erasmo, el cual no aprendió griego ni hebreo sino en su edad adulta (op. cit., p. 193).

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nece, no obstante, en la ciudad, durante casi un año, como huésped del reformador Ecolampadio. Por otra parte, Erasmo se negará siempre a oírlo. «¿Quizás el anciano, acusado desde hacía tiempo de simpatías retros­ pectivas por el arrianismo, tuvo un movimiento de retroceso al ver a un verdadero antitrinitario buscar apoyo en él? ¿O había adivinado en el aragonés a uno de aquellos alum­ brados españoles que se apoderaban de sus ideas para ade­ rezarlas a su manera?», se pregunta M. Bataillon (Erasmo y España, México, 1966, p. 427). En mayo de 1531 se dirige a Estrasburgo. Dos meses des­ pués sale a la luz en Hagenau su primera obra teológica, el De Trinitatis erroribus, que no había hallado editor ni en Estrasburgo ni en Basilea. Vuelve a esta última ciudad, pero en abril del siguiente año aparece, también en Hagenau (y en las mismas prensas de Setzer), su segundo libro, los Dialogi de Trinitate. En ambos escritos examina y critica el dogma de la unidad de Dios y la trinidad de las personas divinas, pro­ poniendo una solución modalista, semejante a la que defen­ dieron en la Antigüedad Sabelio y Noeto. Y aunque sus ideas suscitan algunas simpatías entre los anabaptistas, en la ex­ trema izquierda de la Reforma, provocan al mismo tiempo gran escándalo e indignación en católicos, calvinistas y lute­ ranos, esto es, en todas las iglesias establecidas. Ya en mayo de 1532, apenas un mes después de la apari­ ción de los Dialogi, la inquisición española empieza a mover en Zaragoza su aparato represivo contra el joven hereje. En junio lo requiere también la Inquisición de Toulouse. Por otra parte, Ecolampadio y los reformadores comienzan a ges­ tar contra él un odio mayor todavía que el que le profesan los católicos. Lutero, no sin cierto menosprecio racista, lo llama «el moro». La cristianidad entera le niega el derecho a expresarse y aun a vivir. Servet desea por un momento refugiarse en «las nuevas islas», en las recién descubiertas tierras americanas y, como sugiere Bainton, «quizá pensó unirse a la expedición de Welser a Venezuela».3 Tras una breve permanencia en Lyon, opta finalmente por establecerse en París, donde con el seudónimo de Michel de Villeneuve, se dedica a trabajos editoriales y se hace correc­ tor de pruebas para el famoso editor Aldo Manucio. En Pa­ rís conoce a Calvino, «antítesis perfecta de Servet, corazón duro, envidioso y mezquino, entendimiento estrecho, pero cla­ 3. Algo parecido sucedería en el siglo siguiente con Spinoza, quien en un momento dado pensó también en emigrar a Curasao.

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ro y preciso, organizador rigorista, inflexible y sin entrañas; nacido para la tiranía al modo espartano; escritor correcto pero seco, sin elocuencia y sin jugo; alma de hielo, esclavo de una mala dialéctica; sin un sentimiento generoso, sin una chispa de entusiasmo artístico; alma cerrada a todas las frui­ ciones de lo bello».3bis Mas, como el clima espiritual de París se vuelve, a causa de la intolerancia, tan poco respirable como el de Suiza, escapa nuevamente a Lyon, donde en 1535 apa­ rece, en la imprenta de los hermanos Trechsel, su gran edi­ ción de la geografía de Tolomeo (Ptolomaei Geographicae Enarrationis libri octo). Esta obra (1535) lo hizo merecedor del título de «padre de la geografía comparada», que le dis­ cernía su biógrafo Tollin (cit. por Menéndez Pelayo). Al año siguiente publica su primer obra médica, Apología contra Leonardo Fuchs (In Leonardum Fuchsium Apología), en la cual defiende a Champier contra Fuchs en la polémica que ambos sostienen a propósito del método de Galeno y el de Avicena y los árabes. Un año más tarde, pero ya en París de nuevo, saca a la luz el segundo de sus tratados médicos: Ra­ zón universal de los jarabes (Syruporum universa ratió), don­ de analiza la doctrina de Galeno y de los árabes sobre el papel de los jarabes en la digestión, defendiendo la tesis de aquél contra éstos, a saber, que no tienen valor alguno. En los años siguientes se llegó a imprimir cuatro veces. Curiosamente hasta este momento no había hecho, sin embargo, Servet estudios regulares de medicina. Sus conoci­ mientos los debía, tal vez, al trato con un médico humanista de Lyon, el doctor Sinforiano Champier. Por consejo de éste se dirige a París y se inscribe, el 24 de marzo de 1538, como alumno de la Facultad de Medicina. Encuentra allí grandes profesores como Fernel y Guenther, e ilustres colegas como Vesalio. Estudia en el colegio de Calvi y después enseña en el de los lombardos. '' Mientras tanto pronuncia una serie de conferencias sobre geografía, que atrae a gente tan ilustre como el arzobispo Palmier. Su interés por la astronomía (vinculada, por una parte, a la geografía y, por otra, a lo que llamamos hoy astrologia) le vale una acusación en la Facultad de Medicina: se le imputa el enseñar la influencia de los astros en la salud y el destino de los hombres. Servet publica, para defender sus ideas, que en este tema no tienen mucho de heterodoxas, una Disceptatio pro astrologia, esto es, un Discurso en favor i bis. M. M enéndez P elado, Historia de los heterodoxos españoles, Madrid, 1978, I, p. 887.

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de la astrología, impresa y repartida a toda prisa en 1538. La obra es retirada luego de la circulación por orden de Par­ lamento. (Recién en 1958 aparece la primera traducción fran­ cesa, por F. Rude.) Pero no puede saberse si este proceso corta sus estudios y tiene que dejar las aulas antes de gra­ duarse o si logra obtener al fin el doctorado. Aunque su nom­ bre no aparece en las listas de graduados de la facultad pari­ siense, Servet se presenta luego en Ginebra como «doctor en medicina», y cuando firma en Lyon el contrato para editar la Biblia de Pagnini, ostenta igualmente dicho grado académi­ co. El mencionado contrato tiene fecha de 1541. Mientras tanto, Servet reside en Charlieu (no sin haber hecho antes algunas visitas a Lyon, Avignon y Lovaina) donde ejerce la medicina, con cierto éxito, al parecer, ya que es objeto de un ataque armado por parte de un colega envidioso. En 1541, acogido a la protección del arzobispo Palmier y a la amistad del editor Trechsel, pasa a Vienne, en las cercanías de Lyon, donde residirá más de una década. AI tiempo que se dedica al ejercicio de la medicina inicia una serie de importantes trabajos científicos y literarios. El mismo año de su llegada saca la segunda edición de Tolomeo; traduce al español varios escritos de gramática y cuida una edición española de la Suma Teológica de Tomás de Aqui­ no, pero trabaja sobre todo en la gran edición, en siete to­ mos, de la Biblia, que aparece en Lyon en 1545 (Biblia sacra cum glossis, interlinari et ordinaria, Nicolai Lyrani postilla et morálitatibus, Burgensis additionibus, et Thoringi replicis... Omnia ad Hebraeorum et Graecorum fidem iam primum suo nitori restituía, et variis scholiis illustrata). S. Kot descubrió hace poco en Stuttgart un manuscrito que contiene otra obra de Servet: Declarationis Jesu Christi filii dei libri V. Su obra más importante, tanto desde el punto de vista teológico (porque representa la exposición más madura y completa de sus ideas sobre la Trinidad, la Iglesia, la justi­ ficación y los sacramentos), como desde el punto de vista mé­ dico (porque anuncia el descubrimiento de la circulación pul­ monar de la sangre), es la Restauración del Cristianismo (Christianismi Restitutio), que sale a la luz en Vienne en 1553 y es la última de las que escribe. La obra llega a Ginebra. Un fanático calvinista, que en Francia hubiera sido quemado por la Inquisición y que, a su vez, hubiera quemado, si ello estuviera en su mano, a cual­ quier católico, denuncia a Servet como hereje y lo pone ante el tribunal de la Inquisición. El mismo Calvino, indirecta­

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mente requerido por ésta, se encarga de enviar un ejemplar de la Restitutio, proporcionando así al Santo Oficio una bue­ na prueba de la culpabilidad de Servet. Éste es encarcelado el 4 de abril. Pero logra escapar el día 7. Sus bienes son con­ fiscados y se lo condena a ser quemado en efigie, junto con sus libros, cosa que se realiza puntualmente (cfr. P. Cavard, Le procés de Michel Servet á Vienne, Vienne, 1953). No sabemos dónde se oculta Servet durante los cuatro me­ ses siguientes. El 13 de agosto es arrestado, por orden de Calvino, en Ginebra, donde se encuentra de paso, en camino hacia Italia. Que Servet tuviera amigos entre los «libertinos» de Gine­ bra parece muy probable, dadas sus ideas sobre la libertad religiosa; que se valiera de su influencia contra Calvino, como han sugerido Baumgener, J. Orr y otros autores posteriores, es una conjetura sin base histórica alguna.4 El proceso que en seguida se le sigue es un claro ejemplo de la intolerancia protestante, la cual en este momento (y si se exceptúa a los anabaptistas) no tiene nada que envidiar­ le al fanatismo inquisitorial de los católicos. Calvino se cree obligado a vengar el honor de Dios y, evangélicamente, hace condenar a su enemigo a la última pena.5 Como dice D. Schaff (Enciclopaedia of Religión and Ethics, de Hasting, IV, 719 b), en la meca del calvinismo «no sólo la sedición y el adulterio eran penados con la muerte, sino también la blasfemia, la herejía y la idolatría, derivándose

4. A este propósito escribe Pompeyo G en er : «Servet n o tuvo n u n c a intención de intervenir en las luchas políticas, y menos en el gobierno de Ginebra, y sí sólo de difundir sus ideas, a los ginebrinos, como a todos los cristianos. Era un propagandista y no un político conspira­ dor; mucho menos un ambicioso ávido de poder» (op. cit., pp. 228-229). 5. Ya antes de lograr la condena y muerte de Servet, Calvino había conseguido que se expulsara de Ginebra al teólogo saboyano Castalión, uno de los pocos defensores de la tolerancia religiosa en el campo de la Reforma (Cfr. S. Z w eig , Castalión contra Calvino; E . M. W ib u r , A History of Unitarianism, Cambridge, 1945; B. B ecker, Autour de Mi­ chel Servet et de Sébastien Castellion, Haarlem, 1953). Éste, en su libro De Haereticis, condenará en 1554, el juicio y muerte de Servet: «Ser­ vet no había combatido a Calvino más que con las armas de la razón y con escritos; Calvino tenía el deber de no combatir más que con las mismas armas. No se domina el mal más que con el bien; no se disi­ pan las tinieblas más que con la luz». También había hecho desterrar Calvino al ex-carmelita Bolsee, que atacaba su doctrina de la predesti­ nación y le echaba en cara el hecho de presentar a Dios como un tirano (Cfr. J. L ecler, Histoire de la tolérance au siécle de la Reforme, París, 1955).

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la justificación de estas penas del Antiguo y Nuevo Testa­ mento».6 El 27 de octubre de 1533, Servet es quemado vivo, con el beneplácito de todos los reformadores suizos, en Champel. Como sesenta y siete años más tarde, Giordano Bruno en el Campo dei Fiori, permaneció fiel a sus ideas hasta la muerte. Cuando le instan a que diga: «Jesús, hijo eterno de Dios, ten piedad de mí», para salvarse del suplicio, él exclama, valiente­ mente, mientras las llamas asedian su indefenso cuerpo: «Jesús, hijo de Dios eterno, ten piedad de mí». Con sólo haber cambiado la posición del adjetivo, advierte Farel, hubiera conservado la vida. Pero la verdad vale para él mucho más que la vida.7 Su martirio es un signo de perpetua acusación contra la Iglesia cristiana. Decir, como algunos historiadores protestantes, que «Servetus was no wise or humble seeker after truth. He was odd, cantankerous, unbalanced, abusive, and arrogant» (Owen Chadwick, The Reformation, 1968, p. 199), no sólo no alcanza a disculpar a estas iglesias sino que parece incriminarlas aún más a través de sus representantes actuales.8 6. Pedro Caroli, pastor de Lausana, había acusado antes al propio Calvino de arrianismo, con lo cual lo sensibilizó para siempre sobre la cuestión de la Trinidad. Esto explica, en particular, su reacción vio­ lenta frente a las ideas de Servet al respecto (Cfr. Richard S tauffer , La Reforma, Barcelona, 1974, p. 85). 7. «Al castigar a Servet, Ginebra y Calvino lo hacían teniendo en cuenta, no tanto que era un hereje como que era autor de una doc­ trina “anárquica" que, entonces, se creía susceptible de poner en pe­ ligro el orden social. Melanchton, que había reprobado la represión de los campesinos en 1525, felicitó a Calvino» (Jean D elameau, La Reforma, Barcelona, 1973, p. 61). Esto pone de relieve el carácter libertario de las ideas de Servet, por contraposición a las conservadoras ideas de Calvino, Lutero, Melanchton, etc. El teólogo luterano Tollin reconoce, con sinceridad que lo honra, que no es sólo Calvino sino la Reforma toda quien sobrelleva la culpa de la muerte de Servet. 8. V oltaire , quien en una carta enviada en mayo de 1757 al Mercare de France acusaba a Calvino de ser el verdadero asesino de Servet y decía que aquél «tenía un alma atroz», escribió luego en su Ensayo sobre las costumbres (III, 133): «Lo que aumenta aun mi indignación contra Calvino y la piedad para con su víctima es que Servet, en sus obras publicadas, reconoce de una manera clara, la divinidad eterna de Jesucristo... Cuando Calvino vio a su enemigo entre rejas, le prodigó todo género de injurias y de malos tratamientos, tal cual hacen los cobardes cuando son los dueños. Esta barbarie que se autorizaba con el nombre de Justicia, podía, además, ser calificada como un insulto al derecho de gentes. Un español que pasa por una ciudad extranjera, ¿puede esta ciudad ajusticiarle por haber puesto sus sentimientos per­ sonales en sus publicaciones, sin haber dogmatizado, ni en esa ciudad

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Calvino, dice Pompeyo Gener, en su conocida obra ServetReforma contra Renacimiento-Calvinismo contra Humanismo, «no contento con haberle hecho perecer en la hoguera... se hace aprobar su conducta por todas las demás iglesias re­ formadas». Y, aunque no cuenta con el beneplácito formal de la Iglesia Católica, que por entonces lucha a brazo partido contra él, tiene, sin duda, su aprobación implícita, ya que consumó en la colina de Champel lo que la Inquisición había comenzado en su tribunal lyonés. El pensamiento teológico de Servet es doblemente revo­ lucionario. En primer lugar —y en ello consiste su heterodo­ xia más evidente, la que le valió el título de «archihereje» y le concitó el odio unánime de católicos y reformados— re­ duce la trinidad de personas divinas, que la Iglesia confiesa oficialmente desde el Concilio de Nicea, a la unidad de una persona, que asume diversos modos o se denomina según tres personas diferentes. Este unitarismo no es, en esencia, diferente al de Sabelio y Noeto, aunque a él se añade una concepción místicamente cristocéntrica, inspirada en el neo­ platonismo del cuarto evangelio. En segundo lugar —y éste es el paso más audaz, a pesar de que su carácter metafísico y no propiamente dogmático, suscitará menos la atención de inquisidores y reformadores— reduce la personalidad divina a la unidad profunda y esencial de todas las cosas, inspirado en el neoplatonismo, en los li­ bros herméticos y, tal vez, en heterodoxos medievales tales como Escoto Erígena, David de Dinant y Amaury de Benes. Se trata, pues, de reducir las tres personas del dogma ecle­ siástico a una sola, pero, además, de reducir, la personalidad divina de la concepción bíblica a la superpersonalidad (que es, por tanto, impersonalidad) de la suprema esencia neoplatónica. Del trinitarismo al unitarismo (o, si se prefiere, al modalismo); del unitarismo al panteísmo (o, si se quiere, al mo­ nismo emanatista). La teología trinitaria de Servet es sabeliana, aun cuando él ignorara, sin duda, la exposición que hace Hipólito Romano, en su refutación de todas las here­ jías, de la doctrina de Noeto y el patripasianismo. En realidad, aparte de la Biblia, sus fuentes principales ni en otro lugar alguno que dependiera de ella?» (cit. por Gener). A. Dufour ha publicado no hace mucho nuevos documentos relacio­ nados con el juicio contra Servet (Mémoires et documents publiés par la Societé d’Histoire et d’Archéologie de Genéve, XL, Ginebra, 1961, pp. 483496).

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son algunos padres prenicenos y preconstantinianos, como Tertuliano e Ireneo. A propósito de la Trinidad toma del primero la idea de la «economía» y del segundo la de «dis­ pensación». Como bien dice J. E. Carpenter, para el teólogo aragonés, la Trinidad es una trinidad de manifestaciones o de modos de operación. Tales manifestaciones o modos de operación se refieren a la creación y al tiempo, no al ser de Dios en sí mismo, esto es, a su eternidad. En realidad, cuan­ do Dios, como dice San Pablo (1 Col. 15, 28), sea todo en todo, «la economía de la Trinidad cesará» (De Trinitatis erroribus, p. 82). El Padre es eterno y también el Verbo lo es, en cuanto es el modo en que Dios se expresa a sí mismo; y el Espíritu Santo igualmente, en cuanto representa el poder de Dios en el alma de los seres humanos. No se trata de un subordinacionismo arriano, como el que profesan ciertos anabaptistas contemporáneos suyos sino de un unitarismo modalista, que excluye, como verdaderamente impensable, la idea de una substancia divina en tres personas diferentes. Esta imagen —ya que no este concepto— de Dios es, para Servet, mons­ truosa. Se trata, dice, de un cancerbero. Dios es una substan­ cia, que se manifiesta de tres modos; no, en manera alguna, que existe en tres hipóstasis o personas. Hasta cierto punto parece coincidir, pues, con sus paisanos priscilianistas, que reducían la Trinidad al triple nombre de una única persona. El concilio de Nicea y la promulgación constantiniana del dogma trinitario han tergiversado la enseñanza bíblica y la tradición de la Iglesia primitiva. Adviértase que Servet recha­ za el primero de los llamados concilios ecuménicos, a dife­ rencia de los anglicanos, que admiten los cuatro primeros, y de los calvinistas y luteranos, que reconocen su conformidad con las Escrituras (Cfr. Metz, Historia de los Concilios, Bar­ celona, 1971, p. 15). Con un movimiento que es a la vez racionalista (hijo del Humanismo, que ama las ideas claras) y místico (hijo del mis­ ticismo hermético-neoplatónico, hermano del anabaptismo), Servet reivindica para la cristiandad la fe en un Dios no contradictorio y, al mismo tiempo, inefable. Cuando este modo en que se expresa la divinidad, el Ver­ bo eterno, se une con el hombre elegido, Jesús, aparece el hijo de Dios, es decir, Cristo. Pero la encarnación del Verbo tiene un significado no sólo soteriológico sino, más aún, cos­ mogónico, ya que, como dice G. H. Williams, es «paradigma del proceso por el cual la luz creadora está penetrando siem­ pre la materia para formar las cosas creadas».

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De esta manera se explica el carácter cristocéntrico de la teología de Servet, quien llega a decir: «No hay ninguna otra persona de Dios sino Cristo... La Divinidad entera del Padre en él está» (De Trinitatis erroribus, p. 112). Dios transciende el ser y el entendimiento, dice con Plotino y los neoplatónicos en general. De él más bien conocemos lo que no es, que lo que es, agrega siguiendo los pasos de Dio­ nisio Areopagita y la teología negativa. Nadie conoce a Dios sino a través del modo en que él mismo se nos manifiesta, esto es, a través del Verbo o de la Sabiduría. De tal manera, la suma transcendencia se hace inmanente a las cosas, ya que en el Verbo se hallan desde la eternidad los modelos o ar­ quetipos de todos los seres y el Verbo es la forma verdadera de cada uno de ellos. Todos son lo que son por esta forma y ni el hombre sería hombre, ni el oro, oro, ni la piedra, piedra, sino porque el Verbo, esto es, la Idea divina, está en cada uno de esos seres, haciendo que sean lo que son y, al mismo tiempo, revelando en ellos a Dios y haciéndolos parte de Dios mismo. Un párrafo de la Christianismi Restitutio, citado por Menéndez Pelayo, dice: «Dios es incomprensible e incomunica­ ble; pero se revela a nosotros por la Idea, por la persona, en el sentido de forma, especie o apariencia externa. Dios es la mente omniforme y de la sustancia del espíritu emanaron los ángeles y las almas; es el piélago infinito de la sustancia, que lo esencia todo, y que da el ser a todo y sostiene las esen­ cias de todas las cosas». «Por contener en sí las esencias de todas las cosas, se nos muestra como fuego, piedra, electricidad, una varilla, una flor, toda otra cosa. No se inmuta él porque una piedra sea vista en Dios. ¿Se trata de una verdadera piedra? Claro que sí: Dios es madera en la madera, piedra en la piedra, por tener en sí el ser de la piedra, la forma de la piedra. Consi­ dero, por lo tanto, que es una verdadera piedra porque tiene la esencia de la forma, aunque no la materia de la piedra» (Christianismi Restitutio, p. 589, cit. por Bainton).9 9. Pompeyo Gener, que no es un filósofo ni un historiador de la filosofía, acierta en lo esencial al decir: «Para convencerse de que fue un panteísta místico no hay más que examinar su sistema. En todos los escritos de Servet se ve como si estuviera poseído de una embria­ guez divina. Las ideas de luz, energía y vida, en él son sinónimas de divinidad, y en su mente lo iluminan todo. Hablando de la divinidad se entusiasma y siente en Dios el infinito increado y eterno que com­ prende todas las cosas conocidas y por conocer, y aun lo que ni si­ quiera soñar podemos» (op. cit., pp. 249-250).

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Ahora bien, el Verbo o la Sabiduría de Dios es Cristo. De ahí el carácter cristocéntrico del pensamiento servetiano, al que ya hemos aludido. Citemos, aunque extenso, otro texto de la Restitutio (pá­ ginas 280-81), que Bainton transcribe: «Cristo todo lo llena. Por Él hizo Dios el mundo y por Él está lleno el mundo. Des­ ciende a las más grandes profundidades y sube a las más sublimes alturas, y llena todas las cosas. Él camina en alas del viento, cabalga sobre los aires y mora donde habitan los ángeles. Está sentado en el centro de la tierra y mide los cie­ los con su palma y las aguas con el hoyuelo de su mano... Es natural que camine ahora Cristo como lo hacía entre no­ sotros, como lo hacía en los campos de Israel. Cristo anda ahora entre cirios, es decir, en medio de las iglesias, como el Apocalipsis enseña claramente. Mirad que ahora el taber­ náculo de Dios está con los hombres y él habitará con ellos. El interior de nuestro corazón es el lugar donde Cristo ha­ bita entre los hijos de Israel. No está su sitio en ninguna parte concreta del cielo, como algunos piensan... Habita so­ bre todos los cielos y dentro de nosotros. Tienen un sentido carnal los que separan a Cristo de nosotros y lo colocan a la derecha del Padre. Nosotros decimos que Cristo está en aquel cielo que los ángeles mismos no alcanzan. Está en el tercer cielo, donde y de donde llena todas las cosas, más allá de todo cuerpo tangible. Cristo es un cuerpo espiritual en el nuevo cielo que está dentro de nosotros. Sólo en Cristo está Dios, y sólo en él está el origen de la deidad. En ninguna parte inspira Dios sino en el espíritu de Cristo, en ninguna parte habla sino por la voz de Cristo. A nadie ilumina sino por la luz de Cristo. El cuerpo de Cristo es comunicable a muchos en la cena eucarística por un lazo misterioso que nos unifica a todos, de modo que somos miembros de su cuerpo por su carne y por sus huesos. El cuerpo de Cristo y el cuerpo de la iglesia son una misma carne, como lo es la carne del hombre y de su esposa... Están equivocados los que dicen que Cristo no puede ser comido y en cambio lo colocan en cierto lugar del cielo. No saben dónde está Dios los que no conocen a Cristo. Nada divino tenemos en el mun­ do sino a Cristo, ni lo tendremos hasta el día del juicio, en el que Cristo nos presentará ante la presencia del Padre». El panteísmo se torna así pancristismo. El cuerpo de Cris­ to constituye la síntesis de todos los cuerpos: «El mismo cuerpo de Cristo es la mismísima plenitud, en la cual todas las cosas se realizan, se encuentran, se reúnen y se reconci­ lian, a saber. Dios y el hombre, el cielo y la tierra, la circun­

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cisión y el prepucio» (Dialogorum de Trinitae libri dúo, 17). La «coincidentia opositorum» de Heráclito, que Hipólito Ro­ mano reprochaba a Noeto, se encuentra así también en este noetiano del Renacimiento. Cristo es identificado, por eso, con el alma del mundo: «Es el alma del mundo; más aún que el alma, pues por Él vi­ vimos no sólo la vida temporal sino también la eterna» (Dia­ logorum de Trinitate libri dúo, 3, 125 V).10 He aquí, sin duda, como dice Menéndez Pelayo en sus Heterodoxos españoles, una «especie de orgía teológica» y un «torbellino cristocéntrico», pero es difícil darse cuenta por qué el tan erudito como rancio escritor español considera por esto a Servet como «fanático escapado de un manico­ mio», cuando no tiene sino palabras de encendido elogio para Juan de la Cruz o para cualquiera de los místicos «ortodo­ xos», a no ser que la cordura se identifique con la teología oficial y con la iglesia establecida. Otro de los cargos que le valieron a Servet la hoguera de Champel fue su doctrina del bautismo. Como los anabaptis­ tas, niega la validez del bautismo de los niños, ya que dicho sacramento representa el nuevo nacimiento del hombre re­ dimido mediante un ofrecimiento plenamente consciente de la propia vida a Cristo. Parece que el propio Servet se hizo bautizar por inmersión en 1591, cuando tenía 30 años. Imitando a Cristo —dice— to­ dos los fieles deberían hacer lo mismo. El bautismo carece de valor para quien no tiene pleno uso de razón. Ahora bien, según Servet, ésta se logra sólo a los veinte años, y sólo en­ tonces estamos capacitados para distinguir plenamente el bien del mal. En realidad, hay en la teología de Servet puntos de coin­ cidencia con los reformadores y con la Iglesia católica, pero, en conjunto, ella constituye un todo diferenciado y bien ori­ ginal. Nadie como él, entre todos los teólogos (católicos o pro­ testantes) de su siglo fue tan libre en su pensamiento. Por una parte, con los católicos y contra los luteranos, se esfuerza por mostrar el valor de las buenas obras para la sal­ vación; por otra, en la cuestión de la Cena, se inclina hacia la posición luterana, contra Calvino; por otra, en fin, niega 10. Sería interesante comparar las ideas de Teilhard de Chardin, cuya ortodoxia católica ha sido muchas veces cuestionada, con el pancristismo de Servet, tan vinculado a la noción de evolución como po­ día estarlo una doctrina del siglo xvi (Cfr. Claude C uénot , Pierre Teilhard de Chardin, Madrid, 1967, pp. 183-186; N. M. Wildiers, Teilhard de Chardin, Barcelona, 1963, pp. 131-160).

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con Calvino y Lutero el primado papal. En lo tocante a la predestinación se opone violentamente a Calvino. En su jui­ cio sobre la Iglesia y el clero se une a los anabaptistas. En la cuestión de la astrología judiciaria concuerda casi con To­ más de Aquino. Conserva, como advierte Jean Delumeau (La Reforma, Barcelona, 1973, p. 60), la liturgia y el purgatorio; pero niega el pecado original y la Trinidad. Puede decirse, con este último autor, que de él, de Caste­ llón y de los socinianos deriva el deísmo del siglo de las luces; pero, en verdad, sería más propio todavía recordar que a tra­ vés de su teología neoplatonizante el teísmo se encamina al panteísmo. Según Menéndez Pelayo, «por haber sido Miguel Servet un alma naturalmente enamorada y mística, no es su unidad tan yerta, vacía y abstracta como la de los socinia­ nos». «La influencia neoplatónica es muy visible en todas sus doctrinas teológicas principalmente en cuanto respecta a las hipóstasis de la unidad; declaróse por eso contra el dogma de la Trinidad, diferenciándose originalmente de los demás antitrinitarios», dice José Ingenieros (La cultura filosófica en España, Buenos Aires, 1955, p. 80). El aporte principal de Servet a la historia de la ciencia es su descubrimiento de la circulación menor o circulación pul­ monar. Aun cuando el mecanismo de dicha circulación y la forma en que el corazón mantiene el flujo circulatorio no quedó en­ teramente aclarado hasta Harvey (Cfr. W. C. Dampier, Histo­ ria de la Ciencia, Madrid, 1972, p. 146), no puede ponerse en duda que, en un célebre pasaje de la Restitutio, el médico-teó­ logo formuló con claridad la idea de que la sangre pasa del ventrículo derecho al izquierdo no a través de puros orificios ubicados en el septum, como sostenía Galeno, sino a través de los pulmones. Parte de este texto (traducido por P. Gener) dice así: «El espíritu vital empieza a encontrarse en el ventrículo izquierdo del corazón, gracias sobre todo a los pulmones que lo producen. Este espíritu vital proviene de una mezcla, operada en los pulmones, del aire aspirado con la sangre sutil elaborada que el ventrículo derecho del cora­ zón comunica al izquierdo. Mas esta comunicación no se hace en modo alguno por la pared media que separa el cora­ zón, como vulgarmente se cree, sino con un magno artificio: por el ventrículo derecho, después que la sangre sutil ha sido puesta en movimiento mediante un largo circuito a tra­ vés de los pulmones. Los pulmones la preparan, volviéndola brillante y viva, y de la vena arteriosa es vertida a la arteria

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venosa. En seguida, en esta misma arteria venosa, la sangre es mezclada al aire aspirado, y así queda purgada de toda su fuliginosidad». Servet advierte, sin duda, que la arteria pulmonar, que une el lado derecho del corazón con los pulmones, es dema­ siado voluminosa para las necesidades de irrigación sanguí­ nea de los pulmones, por lo cual la cantidad de sangre que lleva debe servir para algo más. De esto infiere que la opera­ ción allí realizada constituye el cambio de la sangre venosa (oscura) en sangre arterial (clara), mediante la incorporación del aire inspirado y la descarga de los residuos, y que esta sangre arterial fluye de los pulmones al lado izquierdo del corazón, mediante la vena pulmonar.11 Un fuerte argumento en favor de esta doctrina (tan herética para los médicos ga­ lénicos como la doctrina antitrinitaria para los teólogos orto­ doxos) lo encuentra en el hecho de que la circulación pulmo­ nar no se produce en el embrión, que no respira sino a tra­ vés de la madre. La libertad científica que reivindica para sí Servet no es en su género menos radical que la libertad teo­ lógica de que hace gala. El primero de los problemas históricos que se plantean a propósito de este genial descubrimiento fisiológico es el de determinar si fue verdaderamente tal descubrimiento o si, por el contrario, Servet tomó sus ideas de algún autor an­ terior. Ibn al-Nafis, médico de origen egipcio o sirio, que murió en 1288 o 1289 en Damasco, en su comentario a la parte ana­ tómica del Canon de Avicena, refuta las opiniones de éste y de Galeno sobre la circulación en el corazón y los pulmones y «establece en términos inconfundibles que la sangre venosa no puede pasar del ventrículo derecho al izquierdo a través de poros visibles del septum sino que debe pasar a través de la “artería venosa” al ventrículo izquierdo y formar allí el “espíritu vital”». (G. Sarton, Introduction to the History of Science, vol. II, parte II, p. 1110). Pero, en primer lugar, la1 11. «Discípulo de Silvio (Servet) reexamina todo el problema y con­ cluye que la sangre, puesto que a través de la arteria pulmonar penetra en los pulmones en cantidad mayor de la necesaria para la alimentación del pulmón, después de efectuada en el pulmón mismo la mezcla con el neuma (que no puede ocurrir en los atrios cardíacos por la escasez del espacio), vuelve al corazón por las venas pulmonares», dice Arturo Castiglioni (Historia de la Medicina, Barcelona, 1941, p. 411). (Cfr. N. M ariscal y GarcIa, Discurso sobre la participación que tuvieron los médicos españoles en el descubrimiento de la circulación de la sangre, Madrid, 1921).

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autenticidad de esta teoría, como dice Sarton, no está aún confirmada, y, en segundo término, no existe absolutamente ninguna prueba de que la misma fuera conocida por Servet; más aún, resulta altamente improbable que la conociera. Es seguro, en cambio, como ya antes dijimos, que Servet fue condiscípulo de Vesalio en París. Ahora bien, éste se ha­ bía atrevido a contradecir a Galeno en lo referente a la cir­ culación de la sangre entre las dos partes del corazón. En su obra De humani corporis fabrica (1534), sostiene que la san­ gre no puede fluir directamente de una parte a la otra a tra­ vés del tabique intermedio o septum, ya que éste es tan grue­ so y compacto que resulta imposible suponer el paso de una sola partícula a través de él. A tal conclusión arribó el gran anatomista flamenco mediante una prolongada práctica de la disección, esto es, a través de investigaciones empíricas. Sin embargo, aun habiendo dejado en claro el error de Galeno, no llegó Vesalio a proponer una teoría propia sobre la circu­ lación menor. Sus trabajos, de todos modos, constituyeron el punto de partida para Servet. De manera que, aun cuando se ponga en duda el hecho de que Servet practicara, a su vez, un estudio directo de la anatomía humana, la base empírica se halla por lo menos en los trabajos previos de Vesalio. Por otra parte, no se puede negar que los motivos que condujeron a Servet a la formulación de su teoría de la circulación menor son fundamentalmente especulativos y tienen que ver sobre todo con sus doctrinas metafísicas y teológicas. En un plano muy genérico conviene recordar, con J. Pelsener {La Reforme du XVIéme siécle á Vorigine de la science moderne en La Science au seiziéme siécle, Colloque de Royaumont, 1957, p. 159), que así como el monoteísmo suele ser hostil al desarrollo de la ciencia, el panteísmo parece, por el contrario, altamente fa­ vorable al mismo. Y, en la medida en que Servet se inclina al panteísmo, su filosofía lo predispone a la investigación de la naturaleza. Tanto más cuanto que se trata de un panteísmo dinámico, en el cual el Todo infinito asume de continuo nue­ vas formas. No por nada, como ya dijimos, Hipólito vincula­ ba a Noeto (cuya teología trinitaria comparte Servet) con Heráclito y, a través de éste, con los jónicos, cuyo panteísmo hilozoísta fundamentó e impulsó los primeros pasos de la astronomía, de la meteorología, de la química y de la biología científica. No por nada, pocos años después de Servet, en di­ versas obras publicadas desde 1584 en adelante, llega Giordano Bruno, independientemente tal vez de Servet, a afirmar por motivos puramente especulativos, la circulación de la san­

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gre en el cuerpo humano. Pero Servet no habría podido desa­ rrollar concretamente su teoría de la circulación sanguínea sin superar antes los escollos que le presentaban Aristóteles y Galeno. El antiaristotelismo de Giordano Bruno, que es, en cierta medida, el de Servet, se cifra principalmente en la crítica a su cosmología finitista, estática y jerárquica. En particular, Aristóteles, con su teoría de los lugares naturales, que expli­ ca el movimiento de todos los cuerpos en el mundo sublunar, reserva el movimiento circular (que es el movimiento perfec­ to, puesto que no tiene principio ni fin) al mundo astral. Nin­ gún cuerpo terrestre y, por ende, tampoco el cuerpo humano puede admitir un movimiento natural que no sea imperfecto, esto es, que no tenga contrarios, que no esté limitado por un principio y un fin. El infinitismo panteísta y dinámico de Servet, que, apoya­ do en el neoplatonismo y en la tradición hermética, se con­ trapone clara, aunque no siempre explícitamente, al aristotelismo, encuentra que Dios es principio, medio y fin de todas las cosas y que, por tanto, todo movimiento es, en realidad, circular. Nada impide, pues, a nuestro médico-metafísico con­ cebir el movimiento de la sangre como una circulación que comprende en sí al corazón y los pulmones, como un movi­ miento perfecto, carente de contrarios. Galeno, por su parte, defiende la teoría de que en el cuer­ po humano existen tres funciones fisiológicas superpuestas: 1) la función vegetativa, que rige la nutrición y tiene su cen­ tro en el hígado, la cual se lleva a cabo a través de la sangre oscura que transita por las venas; 2) la función animal, que rige el movimiento muscular, cuya sede es el corazón, y que opera a través de la sangre que corre por las arterias; y 3) la función nerviosa, que rige la sensación y el pensamiento, tiene su principal residencia en el cerebro y funciona por medio del fluido nervioso o espíritu animal. En general, durante el medioevo se tendía a explicarlo todo mediante la tríada. En la tierra hay tres clases de seres: minerales, vegetales y animales. Los animales, a su vez, son terrestres, aéreos y acuáticos. Y así sucesivamente, hasta cul­ minar en Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Al negar el dogma teológico de la Trinidad, Servet rompe con este esquematismo triádico. «De la misma manera que negaba la suprema Trinidad —dice Stephen F. Masón (His­ toria de las ciencias, Barcelona, 1966, pp. 250-251)— Servet ne­ gaba también la jerarquía triádica de espíritu natural, vital y animal en el cuerpo humano, pretendiendo que «en todos

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ellos hay la energía del único espíritu y de la única luz de Dios». En particular, no había dos clases de sangre diferen­ ciadas por los espíritus natural y vital, sino una sola sangre, porque sólo había una clase de espíritu en la sangre, ya que «el vital es el que es llevado de las arterias a las venas, en lo que es llamado lo natural». Siguiendo a Empédocles y no alejándose mucho del Anti­ guo Testamento, Servet llegó a afirmar que la sangre era el alma, lo cual fue considerado naturalmente como una herejía más.12 Las ideas, comúnmente aceptadas, de Galeno, acerca de los tres fluidos y de los dos tipos de sangre eran, sin duda, un escollo difícil de salvar para quien quisiera hablar de cir­ culación sanguínea, ya que, como dice el citado Manson, «un movimiento en gran escala de sangre desde las arterias a las venas y viceversa, que era lo que requería la circulación, ha­ bría significado la completa mezcla de lo que se consideraba como fluidos completamente distintos, cada cual con su fun­ ción separada». Este escollo quedó superado desde el mo­ mento en que el unitario Servet afirmó la identidad de la san­ gre arterial y la venosa. Es claro que Servet no llevó hasta el final las consecuen­ cias de su crítica a Aristóteles y a Galeno y, por eso, se limitó a sostener la circulación pulmonar sin explicitar la idea de circulación mayor. Esto se debió tal vez al hecho de que Ser­ vet deseaba poner de relieve principalmente el papel del aire en la purificación y nutrición de la sangre, contra lo sostenido por Aristóteles y los médicos antiguos, que sólo asignaban al aire el papel de refrigerante. La idea de la circulación menor de la sangre fue retomada pocos años después de la muerte de Servet por Columbus, en Padua, quizá siguiendo las huellas de aquél, pero, en todo 12. «Sorprende a primera vista que el descubrimiento de la circula­ ción menor sea consignado por su autor en un libro de abstrusa teo­ logía. No debe extrañar el suceso, empero, si se tiene en cuenta la significación de la sangre dentro de la antropología teológica de Ser­ vet. Éste veía en el alma humana una encamación de la divinidad; y tomando a la letra varios textos de la Sagrada Escritura, creía que la sede orgánica y consustancial de esa emanación vivificadora es y sólo puede ser la sangre. Gracias a la sangre podría hallarse el alma en todo el cuerpo y lograría el hombre su condición de ser divino; de ahí la índole sacra del humor hemático y el religioso afán de Servet por conocer su curso en el cuerpo del hombre» (P. Lain E ntralgo, Historia de la Medicina - Medicina moderna y contemporánea - Barcelona, 1954, p. 73) (Cfr. H. T ollin , Die Entdeckung des Blutkreislauf durch Michael Servet, Jena, 1876).

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caso, sin nombrarlo. Hacia fines del siglo también la expu­ sieron Cesalpino, un médico, y Giordano Bruno, un filósofo que, como Servet, había de subir a la hoguera por hereje. Pero más recientemente, con Harvey, la teoría de la circula­ ción menor se complementa con la de la circulación mayor a través de todas las partes del cuerpo, por venas, arterias y capilares. Le cabe, en todo caso, a esta genial figura del Renacimien­ to y de la Reforma, que fue Miguel Servet, el haber roto con la tradición galénica así como había roto en teología con la tradición ortodoxa, nicénica y constantiniana. Toda su obra de teólogo y de médico representa un monu­ mento a la libertad de pensar.13 Al adversar la tradición de Nicea y la teología escolástica por una parte, la tradición ga­ lénica y la medicina universitaria por la otra, se constituye en uno de los adalides del espíritu libertario del Renacimien­ to, siempre dispuesto a romper vallas y a superar fronteras. Las ideas de Servet sobre libertad religiosa y científica son, por lo demás, paralelas y homologas a su concepción del mundo (Cfr. D. Cantimori, Castellionana et Servetiana, «Rivista di Storia d’Italia», 1955). En efecto, un universo sin fronteras, en el cual la vida circula libremente y en el cual todo se reduce, en definitiva, a Dios y a su personificación absoluta, que es Cristo, difícil­ mente resulta compatible con las ideas de límite y de jerar­ quía. Allí todos los seres son iguales en la unidad divina y crística y, por lo mismo, todos son libres, en la medida en que no tienen un lugar eternamente prefijado en el Todo. To­ dos gozan de la suprema libertad de Dios en Cristo. Por otra parte, Servet no se contenta con practicar la más completa libertad en sus trabajos científicos y en sus especu­ laciones teológico-metafísicas. También reivindica para todos los cristianos y para lo hombres todos esa libertad. En la defensa que hace de sí mismo ante los jueces ginebrinos el 22 de agosto de 1553, considera «que es una nueva invención, ignorada de los apóstoles y discípulos de la Igle­ sia antigua, perseguir criminalmente por la doctrina de la 13. Dice Pompeyo G en er : «Servet se apoyaba siempre en la historia que cambia, en la independencia móvil de la razón y solo contra todos, defendía lo que creía como cierto, aunque previera ya su fin trágico.» En su soledad, sin embargo, el hereje español estaba seguro de tener a su lado a Cristo, que es el Alma del Mundo. Por eso, al responder a las acusaciones de Calvino, corroboradas por las firmas de otros trece teólogos, escribe: «Miguel Servet firma solo, pero tiene en el Cristo un fiador seguro» (op. cit., pp. 206 y 209).

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Escritura o por cuestiones que dependan de ella» (cit. por Menéndez Pelayo). La más amplia tolerancia teológica fue defendida inmedia­ tamente después de la muerte de Servet por quienes más cerca estaban de su pensamiento (unitarios, anabaptistas) y precisamente por quienes condenaron como horrendo crimen su ejecución en manos de Calvino, cuya Defensio orthodoxae fidei de sacra Trinitate contra prodigiosos errores Michaelis Serveti constituye el más repugnante monumento de la into­ lerancia reformada. Defendieron a Servet con tanta libertad de espíritu como cristiana piedad el anabaptista David Bruck; el insigne hu­ manista e implacable acusador de Calvino, Castalión (Cf. no­ ta 5) y, con más fuerza tal vez que ninguno, el italiano Mino Celso de Siena, en su brillante ensayo De haereticis capitali supplicio afficientibus. Pero fue otro español, antitrinitario y probable seguidor de Servet, Antonio del Corro, quien expre­ só en términos más claros y universales las exigencias de la libertad religiosa. De él dice Menéndez Pelayo (op. cit., II, p. 112): «En realidad de verdad, Corro tenía más de librepen­ sador que de calvinista ni de luterano. Es casii-el único de nuestros protestantes que, en términos expresos, invoca la universal tolerancia o más bien libertad religiosa. La quiere hasta para los católicos.» Y cita las siguientes palabras del mismo: «Viva cada uno en libertad de su conciencia; tenga el libre ejercicio de la predicación y de la palabra, conforme a la sencillez y la sinceridad que los apóstoles y cristianos de la primitiva iglesia observaban. Paréceme, Señor, que los reyes y magistrados tienen un poder restricto y limitado, y que no llega ni alcanza a la conciencia del hombre».

6 Giordano Bruno y la libertad filosófica

«En la hoguera de Miguel Servet acaba el panteísmo anti­ guo; en la hoguera de Giordano Bruno comienza el panteísmo moderno. No sé qué oculto lazo une a estos dos hombres y hace recordar siempre al uno cuando se habla del otro. Pa­ reciéronse no sólo en lo aventurero y errante de la vida y en el término desastroso de ella, sino en sus condiciones geniales, en el poder de la fantasía, en la viveza y lucidez, mezclada con extravagancia, de su entendimiento y en la tendencia sinté­ tica. Parécense también en la concepción primera de Dios como unidad vacía y abstracta, de la cual todas las cosas emanaron. Uno y otro profesan la doctrina de la sustancia única y ambos aprendieron en libros neoplatónicos.» 1 Parécense además —aunque esto se le haya escapado al erudito y estrecho Menéndez Pelayo— en la profunda vincu­ lación que dentro del pensamiento de ambos existe entre uni­ dad e infinitud por una parte y libertad por la otra. Así como Servet rompe con la estática y jerárquica concepción del cuerpo humano, propia de la medicina galénica, así Giordano Bruno hace explotar el limitado y jerárquico universo aris­ totélico, liquidando toda esfera y toda muralla. La unidad del cuerpo humano se hace patente, para Servet, en la perpetua circulación de la sangre, infinita con la infinitud del movi­ miento circular, encarnación y símbolo de la libertad de una marcha que no conoce otra barrera sino la de la muerte. La unidad del universo se revela, para Bruno, en su esencial identidad con Dios, que por ser infinito no puede ser sino uno ni producir sino un efecto uno e infinito, con lo cual su necesidad se revela como libertad (de ser todo y producirlo todo). Frente a esta esencial analogía, las demás similitudes que podrían señalarse entre Servet y Bruno resultan secundarias. Así, por ejemplo, la teología antitrinitaria; la negación de la 1. M. Menéndez P elayo, Historia de los heterodoxos españoles, Ma­ drid, 1978, I, pp. 925-926.

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transustanciación, del culto de los santos y de la jerarquía eclesiástica, etc. Por otra parte, la personalidad de Bruno, su pensamiento y su estilo, son tan típicamente renacentistas que no resulta difícil señalar allí similitudes con otras figuras de la época. Así, por ejemplo, Maurice de Gandillac ha hecho notar que los diálogos brunianos están «llenos de letanías burlescas a lo Rabelais».2 Y hasta se ha llegado a suponer (G. Toffanin, Fine del Umanesimo, Torino, 1920), que el Hamlet de Shakes­ peare encarnaría a uno de los secuaces de Bruno, poseídos por la dionisíaca concepción Degli eroici furori (hipótesis que Benedetto Croce considera «fantástica»).3 Sería interesante, en todo caso, estudiar la idea de la libertad cristiana en Lutero frente a la idea de la libertad filosófica en Bruno; la idea del libre albedrío en Erasmo y la idea de la libertadnecesidad del Nolano. No dejaría de producir interesantes re­ velaciones un análisis del arte barroco en relación con las concepciones brunianas del infinito en movimiento y con el propio estilo literario del filósofo. Nosotros nos limitaremos a mostrar la conexión entre la idea metafísico-cosmológica básica de unidad-infinitud y la idea o, mejor aún, el ideal de libertad en la obra de Bruno. Nació éste en Ñola, ciudad de Campania en 1548. Su padre Giovanni era un hidalgo a las órdenes del gobierno de ocupa­ ción español. Al ser bautizado se lo llamó Filippo, pero cam­ bió este nombre por el de Giordano, cuando entró, a los die­ ciséis años, en el convento de los dominicos de Nápoles. No tardó allí en sobresalir, tanto por la agudeza del ingenio y la amplia memoria como por la independencia de su juicio. Ya por entonces se hace sospechoso por sus poco ortodoxas opi­ niones acerca del culto de los santos y de las imágenes, pero adquiere creciente fama como cultor de la mnemotecnia o arte de la memoria. Según él mismo refiere al bibliotecario de la abadía de San Víctor en París, «fue llamado de Nápoles a Roma por el papa Pío V y por el cardenal Rebiba, y trans­ portado allí en carroza para hacer una exhibición de su me­ moria artificial».4 Esto ocurrió en 1571. Al año siguiente, fue ordenado presbítero y celebró misa en el convento de San Bartolomé. En 1575 accedió al grado de doctor en teología. 2. M. de Gandillac, La Filosofía del Renacimiento, Madrid, 1980, p. 304. 3. Cfr. E. Fenu, Giordano Bruno, Morcelliana, 1938, p. 21. 4. Documenti della vita di Giordano Bruno, ed. V. S pampanato, Firenze, 1933, pp. 42-43, cit. por Francés A. Yates, L'Arte delta memoria, Tormo, 1972, p. 183.

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Mientras tanto había pasado a vivir en el famoso convento de la Minerva, en Roma. La fama de su ingenio especulativo y literario «duttílisimo, tutto lampeggiamenti e bagliori», co­ mo dice Fenu,5 era ya grande dentro de la Orden, pero no menos grandes eran las suspicacias que su pensamiento audaz y su lengua libérrima suscitaban. Vuelto al convento de Nápoles, se atrevía a defender la doctrina de Arrio frente al Concilio de Nicea, inspirado tal vez por Erasmo (sospechoso, aunque nunca convicto de arríanismo), por los unitarios ita­ lianos (como Fausto y Lelio Socino) o, en definitiva, por el mismo Servet (el cual no era, sin embargo, arriano sino más bien sabeliano). Lo cierto es que no tardó en ser acusado ante la Inquisición. Para huir de ella, dejó el convento napo­ litano, «prisión estrecha y negra» (febrero de 1576), y se es­ condió en la urbe romana. Pero poco después logró escapar también de Roma y de Italia, cuyas paredes de ortodoxia no dejaban respirar a su entendimiento. «La patria del filósofo —dijo— es la tierra toda». Pasó a Saboya y después a Gine­ bra, como su predecesor hispánico Servet. Calvino, para suer­ te de Bruno, ya había muerto. Aunque durante mucho tiempo dudaron los historiadores de su conversión al calvinismo, el descubrimiento de ciertas cartas documentales depositadas en el archivo de la iglesia reformada ginebrina, por obra de Dufour, ha aclarado definitivamente tales dudas. Bruno, que ya no concedía a las diferencias dogmáticas mayor importan­ cia, convencido de la esencial revolución que en la concep­ ción del mundo significaba la moderna filosofía «nolana», pa­ rece haber cumplido esta conversión como una mera formali­ dad para poder enseñar en Ginebra. No tardó, sin embargo, en procurarse allí un nuevo conflicto, al atacar al profesor de filosofía Antonio de la Faye. Los piadosos discípulos de Calvino no llegaron a quemarlo, pero lo encerraron en dura pri­ sión, como sospechoso de herejía, y lo forzaron a retractarse de muchas opiniones teológicas heterodoxas, lo cual hizo tan despreocupadamente como al abrazar la confesión calvinista. De todas maneras no tardó en huir también de la Roma reformada, para dirigirse primero a Lyon y luego a Toulouse, donde logró un doctorado en filosofía y durante un bienio comentó y refutó el De anima de Aristóteles. En 1581 la gue­ rra político-religiosa que ensangrentaba a Francia lo llevó a París. También allí, en la Sorbona, dictó un curso libre sobre mnemotecnia y logística luliana. Logró la protección de En­ rique III, a quien dedicó su obra De umbris idearum (Sobre 5. Op. cit., p. 15.

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las sombras de las ideas), la más importante quizá de cuan­ tas compuso sobre el arte de la memoria. Ello no impidió, sin embargo, que una vez más teólogos ortodoxos y filósofos aris­ totélicos levantaran sus voces contra él. El monarca lo puso a salvo, enviándolo a Londres, como protegido de su emba­ jador en la corte inglesa, Miguel de Castelnau. En Inglaterra desarrolló una fecunda labor literaria. Sus tres diálogos metafísicos, La cena de le ceneri (La cena de las cenizas), De la causa, principio e uno (Sobre la causa, el prin­ cipio y el uno) y Del infinito universo e mondi (Sobre el in­ finito universo y los mundos), en los cuales encontramos el meollo de su sistema filosófico, los escribe en Londres (aun­ que los imprime en Oxford) en 1584. Entre ese año y el si­ guiente saca a la luz también los tres diálogos morales: Spaccio della Bestia trionfante (Destierro de la bestia triunfado­ ra), Degli eroici furori (Sobre los furores heroicos) y Cabala del cavallo pegaseo con l’aggiunta del asino cilenico (Cúbala del caballo de Pegaso, con el agregado del asno de Cileno).6 Por otra parte también ocupó una cátedra en la universi­ dad de Oxford, donde sus desaveniencias con el claustro iban más allá de las cuestiones doctrinales. Bruno atacó con sin igual acritud a los «scholars» ingleses, se burló de su igno­ rancia, de su ingenio tosco, de la estrechez aldeana de sus opiniones. Ante ellos se presentó no sólo como el más alto fruto de la culta Italia sino también como «ciudadano del mundo», «hijo del padre Sol y de la madre tierra». De vuelta en Francia en 1585, enseñó en el Colegio de Cambrai y, como resultado de las lecciones allí tenidas, publicó, en 1586, sus obras Centum et viginti articüli de natura et mundo (Ciento veinte artículos sobre la naturaleza y el mun­ do) y Figuratio aristotélica physici auditus (Figuración del tratado de Aristóteles sobre el oido físico). Tras un vano in­ tento de reconciliarse con la Iglesia romana, pasó a Alemania. Viajó a Maguncia, y de allí pronto a Wittemberg, donde se entendió mejor con los luteranos que con los calvinistas, tan irreductibles al racionalismo como al espíritu «místico» del nolano. En Wittemberg publicó, entre otros libros, el De lampade combinatoria lultiana (Sobre la lámpara combinatoria de Lulio), en 1587. Más de un año y medio permaneció allí. En 1588 vivió en Praga, en la corte de Rodolfo II, donde es­ cribió Articüli CLX adversus mathematicos et philosophos 6. Cfr. A. Guzzo, I Dialoghi del Bruno, Torino, 1932, F. Tocco, Le opere latine di Giordano Bruno esposte a confróntate con le italiane, Firenze, 1889.

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(Ciento sesenta artículos contra los matemáticos y filósofos) y De specierum scrutinio et lampade combinatoria (Sobre la investigación de las especies y la lámpara combinatoria). El mismo año lo encontramos en Marburgo donde fue adversa­ do por los discípulos del lógico Ramus, que dominaban la universidad local. El antiaristotelismo de los ramistas era evi­ dentemente distinto (y mucho menos trascendente) que el de Bruno. De Marburgo pasó a Helmstádt, donde publicó, en 1589, entre otras obras, el De magia mathematica (Sobre la magia matemática) y el De rerum elementis et causis (Sobre los elementos y causas de las cosas). A Frankfurt arribó en 1590 y ya en 1591 publicó tres importantes obras latinas que constituyen el mejor complemento de sus diálogos metafísicos italianos: De triplici mínimo et mensura ad trium speculativarum scientiarum et mültarum activarum artium princi­ pia libri V (Sobre el triple mínimo y la triple medida con res­ pecto a los principios de las tres ciencias especulativas y de muchas artes prácticas, cinco libros); De monade, numero et figura líber, item de innumerabilibus (Sobre la mónada, el número y la figura, un libro y también sobre los innumera­ bles); De immenso et infigurabili, seu de universo et mundis libri VIII (Sobre lo inmenso y lo no representable, esto es, sobre el universo y los mundos, ocho libros). De Frankfurt pasó a Zurich, donde algunos años más tarde (1595) saldría publicada su Summa terminorum metaphysicorum (Suma de términos metafísicos). Mientras tanto la nostalgia tal vez de la tierra itálica y las tentadoras ofertas del patricio Giovanni Mocénigo, que desea­ ba aprender de él los secretos de la memoria, lo decidieron a trasladarse a Venecia. Durante unos meses fue así Bruno preceptor del joven noble, pero éste no tardó en sentirse de­ cepcionado con tales enseñanzas: el filósofo exponía la nue­ va filosofía «nolana», llamada, según él, a revolucionar el pensamiento y la cultura toda de Occidente, y Mocénigo es­ peraba sólo la revelación de ocultas fórmulas mnemotécnicas o quizá también alquímicas y mágicas. Resentido y mezquino, denunció a Bruno ante la Inquisición, que lo encarceló el 23 de mayo de 1592. El proceso largo, irregular y complicado se prolongó du­ rante casi ocho años, primero en Venecia y luego en Roma. Entre las principales acusaciones que se presentaron contra el filósofo estaba, como es lógico, la negación de los dogmas básicos de la ortodoxia católica: el de la Trinidad y el de la encarnación del Verbo. También se lo acusó de negar la transustanciación y la misa, de reducir los milagros de Cristo a

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actos de ilusionismo mágico; de afirmar la pluralidad de los mundos; de inclinarse a creer en la metempsicosis. Mucho lo perjudicó asimismo su predilección por los estudios mági­ cos (tan comunes, sin embargo, entre filósofos y humanistas de la época). Y, por si esto fuera poco, se le imputó asimismo el haber arrojado al Tíber a quien en Roma lo delató ante la Inquisición. El 8 de febrero de 1600, en el Palazzo Madruzzi, pronuncia­ ron los jueces del «sacro» tribunal su sentencia y condenaron a Bruno, fraile apóstata y rebelde, como hereje impenitente y pertinaz. Nueve días más tarde, al amanecer del 17 de febre­ ro, fue quemado vivo en el Campo dei Fiori. Afrontó la es­ pantosa muerte con una serenidad y una fortaleza que hu­ biera envidiado Séneca y que sólo puede ostentar quien tiene la plena convicción de la verdad de su doctrina. En 1889 se le erigió allí mismo una estatua, que es al mismo tiempo ce­ lebración de la libertad filosófica llevada hasta el heroísmo y acusación perpetua a las instituciones, los hombres y las ideas que encendieron aquella hoguera.7 El Universo aristotélico es eterno, o infinito en el tiempo, puesto que no tuvo comienzo ni tendrá fin. Dios o el Acto Puro, causa final del mismo, es tan eterno como él. A esta infinitud temporal no le corresponde, sin embargo, una infi­ nitud espacial. Para el estagirita, el Universo es único y finito. En su centro se encuentra la tierra, fija y carente de cual­ quier movimiento. Alrededor de ésta se mueven, con un mo­ vimiento circular perfecto, una serie de esferas concéntricas, constituidas por éter y animadas con un alma intelectiva inmortal. La última esfera, la más perfecta de todas, está directamente movida por el Motor inmóvil. Según el sistema astronómico de Calipo de Cízico, a quien Aristóteles seguía, el número de tales esferas es de treinta y tres, pero a fin de poder explicar el movimiento total de los astros en el cielo, se ve obligado el estagirita a elevar este número hasta cua­ renta y siete (Cfr. Metaph., 1074 a). Más allá de la última esfera no hay materia ni espacio alguno. Para solucionar las muchas dificultades que presen­ taba este sistema geocéntrico, propuso luego Aristarco su 7. Sobre la vida de Bruno puede consultarse: V. S pampanato, Vita di Giordano Bruno, con documenti editi ed inediti, Messina, 1921. Sobre su proceso y su muerte: A. M ercati, II Somrriario del processo di Giordano Bruno, Cittá del Vaticano, 1942; L. F irpo , II processo di Giordano Bruno, Napoli, 1944. También puede leerse el drama de Morris West, El hereje. Ya en el siglo pasado, C. Bassols publicó en Madrid (1879) una drama en verso sobre la pasión y muerte del filósofo.

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propio sistema heliocéntrico, pero el mismo no fue en genereil aceptado en su época. Toda la ciencia astronómica pos­ terior se dedicó a perfeccionar el geocentrismo, el cual culmi­ nó con Ptolomeo. Éste, para dar razón de los complejos movimientos astrales, asimiló y desarrolló el sistema de ór­ bitas excéntricas y de epiciclos, ideado por Hiparco.8 El Universo aristotélico era, pues, no sólo finito sino tam­ bién jerárquico. Giordano Bruno propone una concepción díametralmente opuesta, en la que el Universo es infinito y sin barreras ni jerarquías. Para Aristóteles, la tierra es el centro; para Bruno, el centro está en todas partes. Para Aristóteles, cada astro y cada esfera posee una intrínseca y esencial dig­ nidad según su mayor proximidad respecto al primer cielo y al Motor inmóvil; para Bruno, puesto que no hay centro ni última esfera continente, puesto que cada astro y cada átomo resume en sí la totalidad del Cosmos, la misma idea de jerar­ quía carece de sentido. Pero esta afirmación de la igualdad cósmica no podría con­ cebirse en un Universo lleno de murallas y de límites inter­ nos, que coartaran el movimiento de los cuerpos y su libre circulación, como es el caso del Universo aristotélico-ptolomaico. Bruno niega todos esos límites; concibe un Cosmos sin murallas y afirma así, junto a la igualdad, la libertad de los seres. Por eso, en La cena de le ceneri se presenta a sí mismo como «aquel que ha abarcado el aire, penetrado el cielo, re­ corrido las estrellas, traspasado los límites del mundo, hecho desaparecer las fantásticas murallas de las primeras, octavas, novenas, décimas y otras esferas que se habrían podido aña­ dir, según las opiniones de vanos matemáticos y la ciega vi­ sión de vulgares filósofos». La cosmología de Bruno y, junto con ella, su metafísica, se fundamenta en el nuevo sistema astronómico de Copémico. Este canónigo de Frauenberg había sostenido, en la prime­ ra mitad del siglo xvi, que el sol ocupa el centro de nuestro sistema planetario. La tierra gira cada año en torno a él, y tiene además otros dos movimientos: da vueltas alrededor de su eje (cada veinticuatro horas) y tuerce dicho eje (lo cual ocasiona los solsticios y equinoccios). En 1543, al publicar su obra De revolutionibus orbium caelestium, dejaba inaugurada la astronomía moderna, basada en la observación y en el prin­ cipio de economía de la naturaleza y del pensamiento. Sin embargo, aunque Copérnico considera su sistema como 8. Stephen F. Masón, Historia de la ciencia, p. 61.

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algo más que una mera hipótesis, según bien lo advertía Gassendi y según el propio Giordano Bruno hace notar en La cena de le ceneri, tal sistema resulta para éste imperfecto o incompleto. No afirma, en efecto, la infinitud del Universo, y al considerar al sol como centro del sistema solar lo juzga igualmente como el centro del Cosmos, lo cual no tiene sen­ tido si éste carece de límites. Es claro que también en la afirmación de la infinitud del universo tiene Bruno predecesores. Y al decir esto no nos refe­ rimos únicamente a autores más o menos oscuros, como Tilo­ mas Digges, que fue contemporáneo de Bruno,9 sino al Car­ denal de Cusa101y a los venerables padres del pensamiento fi­ losófico griego, como Anaximandro y Anaxímenes.11 Pero defender la infinitud del Universo quiere decir, para Bruno, borrar límites y romper cadenas; reivindicar para el hombre, que no es ya el habitante privilegiado del centro in­ móvil del Cosmos, la libertad y el sentido de la aventura y del riesgo. Así como un siglo antes Colón había demostrado, sin proponérselo, que Europa no era el único continente ha­ bitado ni necesariamente el centro de la humanidad, así Bru­ no quiere probar que ni la tierra ni el sol constituyen el cen­ tro único e inmóvil del Cosmos. Y así como el descubrimien­ to de Colón libera al hombre europeo de la servidumbre que lo ata a su tierra y lo proyecta a través del desconocido océa­ no hacia desiertos y selvas llenas de peligro, hacia descono­ cidos y deslumbrantes imperios, hacia insospechadas y exó­ ticas culturas, así la nueva concepción del universo que Bruno propone intenta suscitar una nueva y libérrima humanidad, dispuesta a explorar, aunque no sea más que con la mente, los insondables abismos cósmicos y a despreciar todas las ima­ ginarias murallas (que no son sólo las de la astronomía aristotélico-ptolomaica sino también las de la teología escolástica y las del dogma católico) hacia la infinitud del Universo que no es otra cosa sino la infinitud de Dios.12 Ya en La cena de le ceneri (diálogo tercero) refuta, como consecuencia de esta visión infinitista del Todo, las ideas de los astrónomos de su época sobre el tamaño de los astros y 9. Cfr. P. O. K risteller , Eight Philosophers of the Italian Renaissance, Stanford, 1969, p. 136. 10. Cfr. K. V olkmann -S chluck , Nikolaus Cusanus - Die Philosophie im Ubergang vom Mittelalter zur Neuzeit, Frankfurt, 1957. 11. Cfr. R. M ondolfo , L’infinito nel pensiero dei greci, Firenze, 1934. 12. Cfr. E. N amer, Giordano Bruno ou l'univers infini comme fondement de la philosophie moderne, París, 1966; G. Greenberg, The Infi­ nite in Giordano Bruno, New York, 1950.

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se opone a la artificiosa simetría que éstos intentan introdu­ cir en su imagen del universo. Allí mismo, como nueva y consecuente expresión de su antiaristotelismo, defiende vigorosamente la homogeneidad del Cosmos y niega toda distinción entre una materia sublu­ nar (integrada por los cuatro elementos), sujeta a un movi­ miento lineal, y una materia astral (constituida por el quinto elemento o éter), dotada únicamente de un movimiento cir­ cular (o perfecto). De esta manera se opone a la concepción eminentemente jerárquica del aristotelismo y, junto con la libertad, reivindica en el universo la igualdad: «Los otros glo­ bos que son tierras, no son en ningún aspecto diferentes de éste (la tierra) en cuanto a la especie; la desigualdad se da sólo por el hecho de ser más grandes o más pequeños».13 Es verdad que Bruno, en el cuarto diálogo de La cena de le ceneri, con una actitud que podría llamarse «averroísta», distingue entre la religión, que tiene por objeto dirigir la vida y dictar normas de conducta para la mayoría (el pueblo), y la filosofía, cuya misión es enseñar a una minoría (los sabios) la naturaleza de las cosas y la verdad pura. Es verdad asimismo, como han señalado Fenu y otros va­ rios autores, que Bruno suele mostrar un gran desprecio por la plebe junto con una exaltación exagerada de su propio va­ ler y una seguridad dogmática en sus afirmaciones que hacen decir a W. Zabughin que ningún otro filósofo le causa la im­ presión de una tan áspera tentativa de dictadura intelectual.14 Se trata del mismo tipo de desprecio que sentía Heráclito, dirigido contra la estupidez y la ignorancia, y no contra de­ terminada clase social o profesión, ya que, sin duda, entre la plebe que Bruno desprecia y abomina se cuentan los docto­ res de Oxford, la mayoría de los aristócratas y cortesanos, casi todos los obispos y dignatarios eclesiásticos, etc., ade­ más de la gran masa de los campesinos y artesanos. Una ac­ titud semejante encontramos en Voltaire y otros enciclope­ distas. La adoración «sui generis» de las propias opiniones se le ha reprochado a Marx. Y no por eso hemos de considerar a Voltaire, Marx y compañía, como parece pretender Fenu, «in contradizione aperta col libero pensiero».15 Es claro que, al negar el geocentrismo y al dejar de consi­ 13. «Bruno no separa los dos problemas del universo infinito y la pluralidad de los mundos, y las soluciones positivas que les da le pa­ recen implicarse mutuamente», dice P. H . M ic h e l (La cosmologie de Giordano Bruno, París, 1962, p. 251). 14. W. Zabughin , Storia del Rinascimento Cristiano, Milano, 1924. 15. Op. cit., p. 31.

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derar a la tierra como centro inmóvil y sagrado del Univer­ so, la humanidad pierde su carácter privilegiado y es, en cier­ to modo, desacralizada. Es una de tantas razas inteligentes que pueblan los infinitos mundos. Pero esta desacralización no se produce sino como efecto de una universal sacralización, no surge sino como consecuencia de la afirmación de que Dios no es el creador personal y libre de un Universo temporal y finito sino la Causa inmanente, impersonal y nece­ saria de un infinito y eterno Universo. Con lo cual bien puede decirse que apunta Bruno a una más radical sacralización y a una igualdad más universal y profunda: todo está en todo, todo es divino y todo es, por consiguiente, supremamente bueno. Como todo panteísta, Bruno democratiza el Cosmos en Dios. Cierto que, para él, la humanidad no tiene una uni­ dad de origen ni desciende de un ancestro común. Pero esto lo sostiene precisamente porque antes ha defendido con en­ tusiasmo la tesis (ya muy cara a los estoicos y aun a los primeros filósofos jónicos) del origen común, de la genérica consanguineidad y del universal parentesco de todos los se­ res en el Cosmos. Héléne Vedrine ha insistido en el hecho de que en Bruno el individuo se hace «inesencial». Es preciso, sin embargo, aclarar esto. Para el nolano, el verdadero y único individuo es el Todo, pero este Todo (Universo-Dios) está presente, en cuanto es Dios, con la integridad de su ser, aunque no con la integridad de sus modos de ser, en cada una de las partes (individuos). De tal manera, el individuo, lejos de ser negado, es sublimado, ya que se identifica con el Todo y con Dios. Por otra parte, como cada individuo representa un modo del ser, resulta a la vez único e irrepetible, sin dejar de ser universal e idéntico al Todo. No sólo el modo de ser del hombre en ge­ neral sino el de cada hombre singular adquiere el carácter de plena y absoluta irrepetibilidad. Lo que Bruno rechaza, en todo caso, es la unidad artificio­ sa del Imperio y de la fe, que supone una sociedad jerárquica al estilo aristotélico y medieval. Como dice M. de Gandillac, «Bruno desconfía de todos los Césares que sueñan con uni­ ficar el mundo, con imponerle una sola ley y una sola fe». Juzga que «el obstáculo de los mares y de las montañas es benéfico para la paz, deplora las técnicas que aproximan los pueblos, y, sin captar en su estructura propia el fenómeno de la expansión capitalista, subraya el desastroso balance de las grandes exploraciones».16 16. Op. cit., p. 315.

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Él, que se precia, como vimos, de haber «penetrado el cielo, recorrido las estrellas, traspasado los límites del mun­ do», no ve, por eso, con simpatía la empresa de Colón y de los colonizadores españoles. Con un antiimperialismo y un anticolonialismo que alguien podría calificar de «ingenuo» y que nosotros llamaríamos más bien «metafísico» (sin matiz peyorativo alguno), sostiene que los conquistadores hispanos, con su cruz y su espada, sólo han logrado «perturbar la paz del prójimo, violar las patrias propias de las regiones, con­ fundir lo que la previsora naturaleza distinguió, redoblar los defectos mediante el comercio y agregar vicios a los vicios de cada pueblo, propagar mediante la violencia nuevas locu­ ras e implantar demencias inéditas allí donde no existen, mostrando, en fin, más sabio al que es más fuerte: enseñar nuevos cuidados, instrumentos y artes de tiranizarse y asesi­ nar el uno al otro».17 A este anticolonialismo añade una exaltación del trabajo manual que difícilmente resulta compatible, en aquella épo­ ca, con una defensa de la sociedad tradicional y feudal, y una prédica de la justicia civil y social que tiene tal vez su origen en el estoicismo (con su doctrina del universal parentesco de los seres y su panteísmo o cuasi-panteísmo), pero que con­ firman también, contra lo que muchos historiadores actuales (por reacción contra una fácil apologética del librepensamien­ to finesecular) sostienen, que Bruno no fue solamente un hombre libre y una fuerte individualidad cosmopolita sino también un campeón de la libertad y de la igualdad desde la perspectiva cosmológico-metafísica que le fue propia, sin que esta perspectiva le impidera muchas veces arribar al plano de lo socio-político. Lo más importante, sin embargo, es, a nuestro juicio, el sentido de libertad cósmica que representa la cosmología de Bruno al romper las esferas y la finitud aristotélico-ptolomaicas, el cual es inseparable de su sentido de la igualdad cós­ mica, al negar el geocentrismo y afirmar la homogeneidad de todas las partes del Universo y el omnicentrismo. La Weltanschaung escolástica y medieval queda privada de sus últimos fundamentos a partir de estas tesis fundamen­ tales del nolano: 1) El Universo es no solamente eterno sino también infinito espacialmente y no está limitado por una primera esfera o último cielo ni posee límites internos que dividan una zona de otra. Un móvil puede moverse ad infinitum sin que ninguna muralla lo detenga, 2) Todo se mueve 17. Cit. por Gandillac, op. cit., pp. 315-316.

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dentro del Universo y nada permanece quieto a no ser el Todo o el Universo mismo, 3) Siendo el Universo infinito, no tiene ningún centro fijo sino que el centro está en todas partes, 4) No hay, dentro del Universo, un solo mundo sino infinitos (es decir, infinitos soles, tierras, lunas, etc.), 5) No tiene sen­ tido, dentro del Universo infinito, señalar un arriba y un abajo, un lugar superior y otro inferior, etc., 6) Todas las partes del Universo están integradas por la misma materia y no se puede suponer que ciertos elementos constituyan los cuerpos terrestres (agua, aire, tierra, fuego) y otro los cuer­ pos astrales (éter), 7) El Universo está dotado de vida y cons­ tituye, por eso, un «animal sanctum et venerabile», 8) No se puede contraponer, por tanto, de un modo absoluto, lo vi­ viente y lo no viviente, lo orgánico y lo inorgánico. Todos los seres son, en diversa medida, vivientes y animados, 9) El Uni­ verso es efecto necesario y eterno de Dios. Dios y el Univer­ so no se distinguen sino como el Todo concentrado y el Todo desplegado. Dios es el Universo considerado en su unipluralidad, el Universo es Dios considerado en su pluriunidad, 10) Un Dios infinito no puede ser causa de una Universo finito. Dios no es libre para crear o no crear. Dios necesita del Uni­ verso tanto como el Universo de Dios, 11) Dios es a la vez trascendente e inmanente al Universo. Dios infinito y el infi­ nito Universo son dos aspectos de una misma realidad, dos caras de una misma moneda, 12) La noción de un Dios per­ sonal y, con ella, la posibilidad de una revelación y de una religión positiva y sobrenatural, desaparecen por completo, 13) Toda religión de esta clase tiene, sin embargo, una finali­ dad práctica: no revela ninguna verdad sobre el ser y, en particular, sobre el Ser absoluto, pero da normas y establece obligaciones para la masa del pueblo, es decir, para la mayo­ ría de los ignorantes, 14) La verdadera religión no es sino la verdadera filosofía, 15) Dios es la única verdadera sustancia y las criaturas constituyen los accidentes de la misma,18 16) En la sustancia actual se identifican la materia y la forma, 17) La materia universal es un substratum informe, potencial y pasivo, 18) La forma universal es una fuerza activa, única, inmanente, que lleva en sí las formas de todos los entes y que las infunde en la materia: equivale al Alma del Universo, 19) El Alma universal hace que el Universo constituya una unidad y una unidad viviente, 20) El Universo (y todo lo que 18. Cfr. H. V. V edrine , La conception de la nature chez Giordano Bruno, París, 1967, pp. 281-286.

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en él existe), en cuanto es viviente y es divino, es bello y es bueno. La negación del antropomorfismo divino y de la persona­ lidad de Dios es también una manera de afirmar la personali­ dad del hombre. Dios no aparece así, por cierto, como el más allá y el más arriba sino como el más adentro y el más ínti­ mo ser de cada ser (y, en particular, del ser humano). Se ha sostenido, y no sin razón, que el panteísmo consti­ tuye un punto de partida y un trasfondo metafísico más acor­ de con el desarrollo de la ciencia físico-natural que el teísmo. Y, si ello es así, bien puede comprenderse que la filosofía de Bruno no sólo se origina en determinadas teorías científicas (Copérnico) sino que prepara la aparición de los futuros desarrollos astronómicos y físicos (Newton, etc.).19 Es igualmente claro que un panteísmo como el de Bruno supone una negación de cualquier religión positiva y de cual­ quier revelación. En este sentido tiene razón Menéndez Pelayo cuando considera a Giordano Bruno como más alejado del cristianismo que Miguel Servet. De hecho, Bruno es, sin duda, uno de los más directos predecesores de Spinoza en su exégesis racionalista de la Biblia y, a través de Spinoza, de todo el racionalismo teológico de los siglos xvm y xrx. Finalmente, en cuanto su panteísmo implica un monismo dinámico, trae consigo la aspiración a una sociedad móvil y progresista, abierta al cambio, liberada del peso de la tradi­ ción, y al mismo tiempo ajena a todo orden estático y a toda jerarquía propiamente dicha. Desde este punto de vista sería miope o injusto quien negara al filósofo de Ñola la condición de ancestro de las concepciones socio-políticas del iluminismo y de la democracia moderna.

19. Según Francés A. Yates (Giordano Bruno e la tradizione ermetica, Barí, 1969, p. 273), la filosofía del nolano «conduce directamente a la magia: el Todo es uno y el mago puede fiarse en las escalas de ocultas simpatías que inervan la naturaleza entera». Pero no debe ol­ vidarse que la ciencia y la magia constituyen dos variantes de una mis­ ma actividad que se da fundamentalmente en una Weltanschaung mo­ nista, por oposición a la religión propiamente tal, que supone siempre un básico dualismo.

índice

Prólogo................................................................................7 1 Tres dramas y una epopeya de la libertad . . . 9 2 Rabelais y la libertad individual.............................. 21 3 Erasmo y la libertad volitiva.....................................31 4 Etienne de la Boetie y la libertad política . . . 55 5 Miguel Servet y la libertad religiosa........................ 71 6 Giordano Bruno y la libertad filosófica . . . . 89

LA IDEA DE LA LIBERTAD EN EL RENACIMIENTO «HAY EN EL RENACIMIENTO UNA AFIRMACIÓN DE LA LI­ BERTAD DEL INDIVIDUO Y UNA NEGOCIACIÓN DE LA MIS­ MA CON LA CONSOLIDACIÓN DE LAS MONARQUÍAS AB­ SOLUTAS Y CON EL SURGIMIENTO DEL ESTADO CENTRA­ LIZADO. CON EL DESARROLLO DEL ESPÍRITU CRÍTICO, HAY EN EL RENACIMIENTO UNA MÚLTIPLE AFIRMACIÓN DEL HOMBRE QUE SE REALIZA CONTRA LA TEOLOGÍA CATÓLICA Y CONTRA LA FILOSOFÍA ESCOLÁSTICA (BRU­ NO, SERVET, ERASMO), PERO ASIMISMO CONTRA LA NUEVA TEOLOGÍA DE LUTERO (ERASMO) Y DE CALVINO (SERVET); CONTRA EL MONACATO (RABELAIS, ERASMO, BRUNO) Y CONTRA EL ORDEN FEUDAL DEL MEDIOEVO (LOPE DE VEGA, BRUNO) PERO TAMBIÉN CONTRA EL NUEVO ABSOLUTISMO DE LOS REYES Y CONTRA EL IM­ PERIALISMO COLONIALISTA». (DEL PRÓLOGO DEL AUTOR)

HISTORIA DE LAS IDEAS PAPEL 451/EDITORIAL LAIA