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Spanish Pages 718 Year 2019
BIBLIOTECA DIGITAL TEXTOS SOBRE BOLIVIA LOS VIRREYES DE AMÉRICA DEL NORTE, HISTORIA DE LOS INDÍGENAS NORTEAMERICANOS, LA INFLUENCIA INGLESA EN LOS ESTADOS UNIDOS DE NORTEAMÉRICA, ALEXIS DE TOCQUEVILLE, EL REINO UNIDO Y LA AMÉRICA COLONIAL Y EN LAS EDADES MODERNA Y CONTEMPORÁNEA, LA INFLUENCIA HISPANA EN LOS ESTADOS UNIDOS DE NORTEAMÉRICA, LA HISTORIA DE LAS COLONIAS NORTEAMERICANAS DESDE FINALES DE LA ÉPOCA MODERNA Y PRINCIPIOS DE LA CONTEMPORÁNEA, LAS DIFERENCIAS ENTRE LA AMÉRICA ESPAÑOLA, LA INGLESA Y LA PORTUGUESA FICHA DEL TEXTO Número de identificación del texto en clasificación filosofía: 2679 Número del texto en clasificación por autores: 36299 Título del libro: La historia indígena de Estados Unidos Título original del libro: An Indigenous Peoples’ History of the United States Traductor: Nancy Viviana Piñeiro Autor (es): Roxanne Dunbar-Ortiz Editor: Capitán Swing Derechos de autor: ISBN: 978-8494966705 Año: 2019 Número total de páginas: 717 Fuente: https://ebiblioteca.org/?/ver/144554 Temática: Historia de los indígenas norteamericanos
Hoy en día en Estados Unidos hay más de quinientas naciones indígenas reconocidas por el Gobierno federal que comprenden casi tres millones de personas, descendientes de los quince millones de nativos que habitaban esas tierras. El programa genocida que los colonos desarrollaron durante siglos ha sido omitido en gran medida de la historia, pero ahora, por primera vez, la historiadora y activista Roxanne Dunbar-Ortiz nos ofrece una historia de Estados Unidos contada desde la perspectiva de los pueblos indígenas. Abarcando más de cuatrocientos años, nos revela cómo los nativos americanos, durante siglos, han resistido activamente la expansión del imperio estadounidense, y desafía el mito sobre la fundación de Estados Unidos, exponiendo cómo la política contra los pueblos indígenas era colonialista y estaba diseñada para apoderarse de los territorios de los habitantes originales, desplazándolos o eliminándolos. Una política que, por cierto, fue muy elogiada en la cultura popular, a través de escritores como James Fenimore Cooper o Walt Whitman, así como desde las instituciones gubernamentales y militares más importantes.
Roxanne Dunbar-Ortiz
La historia indígena de Estados Unidos
Título original: An Indigenous Peoples’ History of the United States Roxanne Dunbar-Ortiz, 2015 Traducción: Nancy Viviana Piñeiro, 2019
Revisión: 1.0 14/09/2020
A Howard Adams (1921-2001) Vine Deloria Jr. (1933-2005) Jack Forbes (1934-2011)
Nota de la autora
C
omo estudiante de Historia, y habiendo realizado un máster y un doctorado en esa disciplina, estoy agradecida por todo lo que aprendí de mis profesores y de los miles de textos que estudié. Pero la perspectiva que presento en este libro no proviene de los profesores ni de mis estudios: es externa a la academia. Mi madre era en parte indígena —lo más probable es que fuera cheroqui —, nacida en Joplin (Misuri). Sin escolarizar y huérfana —perdió a su madre por tuberculosis a la edad de cuatro años, y tenía un padre irlandés nómada y alcohólico—, creció desprotegida y a menudo sin hogar junto a un hermano menor. Recogida por las autoridades en las calles de Harrah (Oklahoma), el pueblo donde mi padre había reubicado a la familia, mi madre terminó en hogares de acogida donde abusaron de ella, en los que pretendían usarla de sirvienta y de los que solía escaparse. A los dieciséis años conoció a mi padre, un descendiente de colonos escoceses-irlandeses, y se casó con él. Por ese entonces, él tenía dieciocho años y era un estudiante desertor que cuidaba el ganado en una extensa hacienda en la nación osage. Fui la última de sus cuatro hijos. Como éramos una familia de aparceros del condado de Canadian (Oklahoma), nos mudábamos de una hacienda a otra. Crecí entre comunidades indígenas rurales del antiguo territorio de las naciones cheyene y arapajó del sur, que había sido parcelado y entregado a los colonos a finales del siglo XIX. Cerca de allí estaba el internado federal para indígenas de Concho. En los pueblos, iglesias y escuelas negras, blancas e indígenas de
Oklahoma, regía una estricta segregación, es decir, que yo interactuaba poco con estos últimos. Mi madre se avergonzaba de ser medio indígena. Murió a causa del alcohol. En California, durante la década de 1960, participé activamente en los movimientos contra el apartheid y la guerra de Vietnam y a favor de la liberación de la mujer y, por último, en el movimiento panindígena que algunos denominaron Red Power (Poder Rojo). En 1970, Oso Loco Anderson, el destacado dirigente tradicionalista tuscarora, me convocó para trabajar en asuntos indígenas; insistía en que yo tenía que asumir mi herencia indígena, por muy débil que esta fuera. Aunque dubitativa al principio, después de la toma de Wounded Knee en 1973 comencé a trabajar a nivel local, en distintos lugares del país y en el extranjero con el Movimiento Indígena Estadounidense y el Consejo Internacional de Tratados Indios. También fui perito en causas judiciales, entre ellas, la de los acusados de Wounded Knee, que me permitió formar parte de debates con ancianos y activistas del pueblo siux lakota. Durante ese periodo volátil e histórico vivía en San Francisco, terminé mi doctorado en Historia en 1974 y luego comencé a dar clases en un nuevo programa de Estudios Indígenas Estadounidenses. Dediqué mi tesis a la historia de la tenencia de la tierra en Nuevo México, y entre 1978 y 1981 fui directora invitada del programa de Estudios Indígenas Estadounidenses de la Universidad de Nuevo México. Allí trabajé en la creación de un instituto de investigación y un seminario sobre desarrollo económico en colaboración con el All Indian Pueblo Council, la nación apache mescalera, la nación navaja y los Servicios Legales del Pueblo Dinébe’iiná Náhiiłna be Agha’diit’ahii (DNA), así como con estudiantes, miembros de la academia y comunidades indígenas. He convivido con este libro durante seis años. Lo comencé una decena de veces antes de definir el hilo narrativo. Cuando me invitaron a escribirlo para la serie Revisioning American History [Revisar la Historia Estadounidense], me dieron algunas pautas: debía tener rigor intelectual, pero, a la vez, ser relativamente corto y de lectura accesible para atraer a públicos diversos. Tuve serias dudas después de aceptar el proyecto. Si bien tenía que ser una historia de Estados Unidos según la han vivido los habitantes indígenas, ¿cómo podía hacerle justicia a esa experiencia tan variada que se extiende a lo largo de dos
siglos? ¿Cómo hacerla comprensible para el lector general, que probablemente tenga pocos conocimientos sobre historia indígena, por un lado, pero, por el otro, tal vez tenga, de manera consciente o inconsciente, una narrativa establecida sobre la historia de Estados Unidos? Dado que estaba convencida de la importancia intrínseca del proyecto, persistí, leí o releí libros y artículos de académicos, novelistas y poetas indígenas de Norteamérica, además de tesis no publicadas, discursos y testimonios: en verdad, un cúmulo de trabajo extraordinario. Llegué a darme cuenta de que se necesita una nueva periodización de la historia estadounidense que rastree la experiencia indígena, en contraposición a la división estándar: las etapas colonial, revolucionaria y jacksoniana, guerra civil y Reconstrucción, Revolución Industrial y Era Dorada, Nuevo Imperialismo, Progresismo, Primera Guerra Mundial, Depresión, New Deal, Segunda Guerra Mundial, Guerra Fría y guerra de Vietnam, seguidas de las décadas contemporáneas. Alteré esa periodización para reflejar mejor la experiencia indígena, pero no con la radicalidad necesaria. Se trata de un tema muy debatido entre los investigadores de temas indígenas estadounidenses. También quise dejar a un lado la retórica de la raza, no porque la raza y el racismo no tengan importancia, sino para destacar que los pueblos nativos fueron colonizados y despojados de sus territorios en cuanto que pueblos diferenciados, es decir, cientos de naciones, no como un grupo étnico o racial unificado. Colonización, desposesión, colonialismo de asentamiento, genocidio: son estos los términos que perforan hasta el núcleo de la historia de Estados Unidos y llegan a la fuente misma de su existencia. La imputación de genocidio, que hasta hace poco era inaceptable entre las clases dominantes del mundo académico y político estadounidense, ha venido ganando terreno a medida que las pruebas comenzaron a acumularse, pero es demasiado frecuente que esta imputación venga acompañada de una presunción de desaparición. Entonces, me di cuenta de que era crucial poner en claro a lo largo del libro la realidad e importancia de la supervivencia de los pueblos indígenas. Esta supervivencia como pueblos es consecuencia de siglos de resistencia y de una narración oral transmitida de generación en generación, y he intentado demostrar que se trata de una supervivencia dinámica, no pasiva. Sobrevivir al genocidio, por los medios que fuere, es
resistencia; algo que deben aprender los no indígenas para comprender mejor la historia de Estados Unidos. Espero que este libro sea un trampolín para sumergirnos en un diálogo sobre la historia, la realidad actual de la experiencia indígena y el significado y el futuro de Estados Unidos. Una nota terminológica: a lo largo del texto utilizo indistintamente los términos indígenas, indios y nativos. Los individuos y pueblos indígenas de Norteamérica por lo general no consideran ofensivo el término indio[1]. Por supuesto, todos los ciudadanos de las naciones indígenas prefieren que se empleen los nombres en su propia lengua, como diné (navajo), haudenosaunee (iroqués), tsalagi (cheroqui) y anishinaabe (ojibwe o chippewa). He usado algunos de los nombres correctos junto con opciones más difundidas, como siux y navajo. A menos que provenga de una cita, no uso el término tribu, sino comunidad, pueblo y nación. También me abstengo de recurrir a América y americano para referirme solo a Estados Unidos y sus ciudadanos. Esos términos de un flagrante imperialismo son molestos para el resto de los habitantes del hemisferio occidental, que también son americanos; en lugar de ellos uso Estados Unidos y estadounidense.
Introducción: Esta tierra Estamos aquí para educar, no para perdonar. Estamos aquí para iluminar, no para acusar. WILLIE JOHNS, Reserva Seminola Brighton, Florida[2]
B
ajo la corteza de esa porción de tierra llamada Estados Unidos de América —«desde California […] a las aguas de la corriente del Golfo», como reza la canción— están sepultados los huesos, las aldeas, los campos y los objetos sagrados de los indígenas estadounidenses[3]. Claman para que se escuchen sus historias a través de sus descendientes, que llevan consigo los recuerdos de cómo se ha fundado el país y de cómo llegó a ser lo que es hoy. No deberían haberse destruido deliberadamente las grandes civilizaciones del hemisferio occidental, evidencia misma de su existencia, ni debería haberse interrumpido la progresión gradual de la humanidad para colocarla sobre un camino de codicia y destrucción[4]. Se tomaron decisiones que forjaron ese camino hacia la destrucción de la vida: hacia el momento en el que hoy vivimos y morimos mientras el planeta se marchita, recalentado. Conocer y aprender esta historia es, al mismo tiempo, una necesidad y una responsabilidad para con los ancestros y descendientes de todas las partes
involucradas. Lo que ha escrito el historiador David Chang sobre el pedazo de tierra que luego se convertiría en el estado de Oklahoma es válido para la totalidad de Estados Unidos: «Nación, raza y clase convergían en la tierra»[5]. En Estados Unidos todo se reduce a la tierra: quién la supervisaba y cultivaba, quién pescaba en sus aguas y conservaba su vida silvestre; quién la invadió y la robó; cómo se convirtió en una mercancia («bienes raíces»), dividida en porciones, con fines de compra y venta en el mercado. Si bien las políticas y acciones de Estados Unidos hacia los pueblos indígenas suelen describirse como «racistas» o «discriminatorias», rara vez se las presenta por lo que son: típicos casos de imperialismo y de una forma particular de colonialismo, el colonialismo de asentamiento. Como explica el antropólogo Patrick Wolfe: «La cuestión del genocidio nunca está muy desvinculada de los debates sobre el colonialismo de asentamiento. La tierra es vida o, como mínimo, la tierra es necesaria para la vida»[6]. La historia de Estados Unidos es una historia de colonialismo de asentamiento: la fundación de un Estado sobre la base ideológica de la supremacía blanca; la práctica extendida del comercio de africanos esclavizados y una política de genocidio y robo de tierras. Quienes busquen una historia con final feliz, de redención y reconciliación, pueden observar a su alrededor y comprobar que tal conclusión aún no está a la vista, ni siquiera en sueños utópicos de una sociedad mejor. Escribir la historia de Estados Unidos desde la perspectiva de los pueblos indígenas obliga a repensar la narrativa nacional consensuada. Esta es errónea o deficiente no en sus hechos, fechas ni detalles, sino en su esencia. La aceptación del colonialismo de asentamiento y del genocidio es inherente al mito que nos han enseñado. Un mito que persiste no por falta de libertad de expresión ni escasez de información, sino por una falta de voluntad para formular preguntas que cuestionen el núcleo mismo de esa narrativa teledirigida acerca del origen de la nación. ¿De qué manera reconocer la realidad histórica de Estados Unidos puede servir para transformar la sociedad? Esa es la pregunta central que pretende responder este libro. En mis clases sobre los pueblos indígenas de Estados Unidos siempre comienzo con un ejercicio simple. Pido a los estudiantes que dibujen un mapa
muy básico del país en el momento de independizarse de Inglaterra. Casi siempre, la mayoría dibuja la forma aproximada que tiene el país en la actualidad, desde el Atlántico al Pacífico, es decir, el territorio continental que no se apropió sino hasta un siglo después de la independencia. Lo que se independizó en 1783 fueron las trece colonias británicas que abrazaban la costa atlántica. Cuando se los corrige, se avergüenzan porque en realidad lo saben. Yo les aseguro que no son los únicos. A ese ejercicio lo llamo «el test Rorschach del destino manifiesto», doctrina inserta en casi todas las mentes del país y del mundo. El test refleja la aparente inevitabilidad de la extensión y el poderío de Estados Unidos, su destino y el supuesto implícito de que el territorio era en el pasado terra nullius, tierra sin personas. La canción de Woody Guthrie «This Land Is Your Land» [Esta tierra es tu tierra] celebra que la tierra pertenezca a todos, y así refleja el destino manifiesto inconsciente con el que vivimos. Pero que Estados Unidos se extienda «de un radiante mar al otro» fue intención y creación de los fundadores del país. Tierra «libre» fue el imán que atrajo a los colonos europeos; muchos eran dueños de esclavos y buscaban tierras sin límites para sus rentables cultivos comerciales. Después de la guerra por la independencia, pero antes de que se redactara la Constitución estadounidense, el Congreso Continental emitió la Ordenanza del Noroeste. Fue la primera ley de la incipiente república y revelaba el móvil de quienes deseaban la independencia. Fue el borrador que permitió engullir el Territorio Indio protegido por Inglaterra («Territorio del Ohio»), ubicado al otro lado de los montes Apalaches y Allegheny. Inglaterra había ilegalizado los asentamientos en esa zona mediante la Proclamación de 1763. En 1801, el presidente Jefferson dio una descripción acertada de las intenciones de expansión continental horizontal y vertical del nuevo Estado colonizador: «Aunque los intereses actuales nos confinen a nuestros propios límites, es imposible no ansiar tiempos futuros en los que nuestra rápida multiplicación se extenderá más allá de esos límites y cubrirá todo el norte, si no el sur, del continente, con un pueblo que hable el mismo idioma, gobernado de manera similar por leyes similares». Esta visión del destino manifiesto tomó forma años después en la doctrina Monroe, en la que se anunciaba la intención de anexar o dominar los antiguos territorios coloniales
de España en las Américas y el Pacífico, intención que se pondría en práctica durante el resto del siglo. Las narrativas sobre el origen de una nación conforman el núcleo vital de la identidad aglutinadora de un pueblo y de los valores que lo guían. En Estados Unidos, la fundación y el desarrollo del Estado de colonos angloestadounidense implican una narrativa según la cual los colonos puritanos tenían un pacto con Dios para ocupar la tierra. Esa parte de la historia sobre el origen se ve respaldada y reforzada por el mito de Colón y la doctrina del descubrimiento. Mediante una serie de bulas papales de fines del siglo XV, las naciones europeas adquirieron titularidad sobre las tierras que «descubrieron», y los habitantes indígenas perdieron su derecho natural a ellas después de que los europeos llegaran y las reclamaran[7]. Como señala el profesor Robert A. Williams respecto de la doctrina del descubrimiento: En respuesta a los requisitos de una era paradójica de Renacimiento e Inquisición, los primeros discursos modernos occidentales sobre la conquista articulaban una visión de una humanidad unida por un estado de derecho que era posible descubrir únicamente a través de la razón. Para desgracia del indígena americano, el primer intento del oeste por realizar esta noble visión de una Ley de Naciones incluyó el mandato de que Europa subyugara a todos los pueblos cuyas divergencias radicales de las normas de conducta adecuadas derivadas de Europa hicieran necesarias su conquista y regeneración[8]. Según el mito de Colón, a partir de la independencia de Estados Unidos los colonos se vieron a sí mismos como parte de un sistema mundial de colonización. «Columbia», el nombre poético y latinizado que designa a Estados Unidos desde su fundación y a lo largo del siglo XIX, deriva del nombre de Cristóbal Colón. La «Tierra de Colón» se representaba —y aún es así— mediante la imagen de una mujer en esculturas y pinturas, mediante instituciones, como la Universidad de Columbia, y en innumerables topónimos, entre ellos, el de la capital nacional, el Distrito de Columbia[9]. El himno de 1789, «Hail, Columbia», fue el himno nacional en los comienzos y ahora se utiliza cada vez que el vicepresidente hace una intervención pública; el Día de Colón es fiesta nacional todavía en nuestros días, a pesar de que el mentado nunca puso un pie en el continente que reclamó Estados Unidos. Tradicionalmente, los historiadores del país que ansiaban tener
trayectorias exitosas en la academia y escribir libros de texto escolares que dieran buenas ganancias se convertían en protectores de este mito sobre el origen. Luego, con el revuelo cultural que se dio en el mundo académico durante la década de 1960, hijo del movimiento por los derechos civiles y del activismo estudiantil, los historiadores llegaron a exigir objetividad y equidad en la revisión de las interpretaciones de la historia estadounidense. Alertaron contra la moralina e instaron a reemplazarla por un enfoque desapasionado y culturalmente relativista. El historiador Bernard Sheehan, en un influyente ensayo, abogó por una comprensión de las relaciones entre indígenas, europeos y americanos en la historia temprana de Estados Unidos basada en la idea de «conflicto cultural»; escribió que ese enfoque «disipa el locus de la culpa»[10]. Sin embargo, en su esfuerzo por encontrar un «equilibrio», los historiadores diseminaron lugares comunes: «Hubo malos y buenos de ambos bandos»; «La cultura estadounidense es una amalgama de todos sus grupos étnicos»; «Una frontera es una zona de interacción entre culturas, no un mero lugar de avance de asentamientos europeos». Más tarde, los estudios posmodernos en boga insistieron en la «agencia» indígena bajo el velo del empoderamiento individual y colectivo, lo que implica que las víctimas del colonialismo son responsables de su propia desaparición. Quizá sea aún peor que algunos afirmaran (y todavía lo hacen) que colonizadores y colonizados experimentaron un «encuentro» y entablaron un «diálogo»; es decir, han encubierto la realidad con justificaciones y racionalizaciones: apología de un robo y un crimen unilaterales. Dado que ponen el foco en el «cambio cultural» y el «conflicto entre culturas», estos estudios pasan por alto preguntas fundamentales acerca de la formación de Estados Unidos y sus implicaciones en el presente y el futuro. Se trata de un enfoque de la historia que permite obviar sin preocupaciones tanto la responsabilidad presente frente al constante daño hecho por ese pasado como las cuestiones de reparación, restitución y reordenamiento de la sociedad[11]. El multiculturalismo se convirtió en la punta de lanza del revisionismo estadounidense en la etapa posterior al movimiento por los derechos civiles. Para que el esquema funcionara —y afirmara el progreso histórico del país—, había que dejar fuera de plano a las naciones y comunidades indígenas. En cuanto que pueblos con base territorial, sujetos a los tratados firmados, no se
ajustaban a la planilla multicultural, pero se los incluyó transformándolos en un grupo racial oprimido y amorfo, mientras que los estadounidenses de origen mexicano y los puertorriqueños han quedado disueltos en otro grupo, llamado «hispano» o «latino». El enfoque multicultural enfatizó las «contribuciones» de individuos de los grupos oprimidos a la supuesta grandeza del país. Entonces, se reconoció que los indígenas aportaron el maíz, las judías, el cuero de gamuza, las cabañas de troncos, las parkas, el sirope de arce, las canoas, cientos de topónimos, el Día de Acción de Gracias e incluso los conceptos de democracia y federalismo. Pero esta idea del indígena que con sus obsequios ayuda a establecer la nación y a enriquecer su desarrollo es una insidiosa cortina de humo utilizada para ocultar el hecho de que la existencia misma del país es resultado del saqueo de todo un continente y sus recursos. Las cuestiones fundamentales no resueltas respecto de tierras, tratados y soberanía indígenas no pueden hacer otra cosa que sabotear las premisas del multiculturalismo. Con él, el destino manifiesto ganó la partida. Por dar un ejemplo, en 1994 la editorial especializada en textos escolares Prentice Hall (parte del grupo Pearson Education) publicó un nuevo libro de texto para universidades sobre la historia de Estados Unidos, escrito por cuatro miembros de una nueva generación de historiadores revisionistas. Estos historiadores sociales radicales son todos académicos brillantes con puestos en prestigiosas universidades. El título del libro refleja la intención de sus autores y del editor: Out of Many: A History of the American People [De muchos, uno: historia del pueblo estadounidense]. La historia del origen de una nación supuestamente unitaria, si bien multicultural, se mantenía intacta. En el diseño original de la cubierta se veía un tejido de múltiples colores; la imagen pretendía reemplazar al desacreditado «crisol». En el interior, opuesta a la página del título, había una fotografía de una mujer navaja con vestimenta formal de gamuza y adornos de plata de ley y de turquesa. Detrás de ella, se mostraba una vivienda tradicional navaja, un hogan, y a la mujer arrodillada frente a un telar típico, tejiendo una alfombra casi terminada. ¿Cuál era su diseño? ¡Barras y estrellas! Ante mi objeción y explicación de que las tejedoras navajas trabajan por encargo, es decir, hacen el diseño que les piden, respondieron: «Pero es una fotografía real». Hay que reconocer que para la segunda edición reemplazaron la
fotografía de cubierta y quitaron la imagen de la mujer navaja de la portada, pero no modificaron el texto. Es esencial ser conscientes del marco de colonialismo de asentamiento en el que se inserta lo que escribimos sobre la historia de Estados Unidos si queremos evitar la holgazanería de la posición por defecto y la trampa de una creencia inconsciente y mitológica en el destino manifiesto. El tipo de colonialismo que han sufrido los pueblos indígenas de Norteamérica fue moderno desde sus comienzos: expansión de corporaciones europeas en el extranjero, apoyadas por los ejércitos de los Gobiernos, con la subsiguiente expropiación de tierras y recursos. El colonialismo de asentamiento es una política genocida. Las naciones y comunidades nativas han resistido el colonialismo moderno desde el comienzo con tácticas defensivas y ofensivas —al tiempo que luchaban por mantener los valores fundamentales y la colectividad—, que incluyen las formas actuales de resistencia armada de los movimientos de liberación nacional y lo que hoy algunos llaman terrorismo. En cada instancia han luchado por sobrevivir como pueblos. El objetivo de las autoridades colonialistas estadounidenses fue poner fin a su existencia como pueblos, no como individuos. Esa es la definición misma del genocidio moderno, en contraposición con instancias premodernas de violencia extrema cuyo objetivo no era la extinción. Estados Unidos, en cuanto que entidad socioeconómica y política, es el resultado de ese proceso colonial de siglos, que aún continúa. Las naciones y comunidades indígenas de hoy son el resultado de la resistencia a ese colonialismo, a través de la cual han mantenido sus prácticas e historias. Es sobrecogedor, pero no es un milagro que hayan sobrevivido como pueblos. Decir que Estados Unidos es un Estado colonialista no es formular una acusación, sino enfrentar la realidad histórica sin la cual gran parte de la historia del país no tiene sentido, a menos que borremos a los pueblos indígenas. Pero ellos resistieron y sobrevivieron y son testigos de esta historia. En la era de la descolonización a nivel mundial, durante la segunda mitad del siglo XX, los viejos poderes coloniales y sus apologistas intelectuales instalaron una contraofensiva, que suele denominarse «neocolonialismo», de la que surgieron el multiculturalismo y el posmodernismo. Si bien gran parte del revisionismo histórico estadounidense refleja la estrategia neocolonialista —el
intento de adecuar las nuevas realidades para mantener la dominación—, los métodos que esta emplea anuncian la victoria para el colonizado, ya que esos enfoques levantan una tapa que había estado bien cerrada por mucho tiempo. Uno de los efectos de este fenómeno ha sido la presencia de un número importante de académicos indígenas en las universidades estadounidenses, que están cambiando los términos de análisis. El principal desafío para los académicos que revisan la historia de Estados Unidos en el contexto del colonialismo no es la falta de información, tampoco es un problema metodológico. Indudablemente, las dificultades en cuanto a la documentación no son mayores que en cualquier otra área de investigación. Antes bien, el origen de los problemas ha sido la negación o incapacidad de los historiadores estadounidenses de comprender la naturaleza de su propia historia, la de Estados Unidos. El problema fundamental es la ausencia del marco colonial. A través de la penetración económica en las sociedades indígenas, las potencias coloniales europeas y euroamericanas crearon dependencia económica y desequilibrio comercial, luego incorporaron a las naciones indígenas a sus esferas de influencia y las controlaron indirectamente o mediante la figura de los protectorados, con la utilización indispensable de misioneros cristianos y del alcohol. En el caso del colonialismo de asentamiento estadounidense, la tierra fue el principal producto básico. Con indicadores tan obvios del colonialismo operante, ¿por qué tantas interpretaciones del desarrollo político-económico estadounidense son enrevesadas y oscuras y esquivan lo obvio? Hasta cierto punto, el surgimiento en el siglo XX de los estudios sobre historia del «oeste de Estados Unidos» o las Borderlands [zonas fronterizas] se ha insertado forzosamente en un marco de colonialismo de asentamiento incompleto y errado. El padre de ese campo de la historia, Frederick Jackson Turner, lo confesó en 1901: «Nuestro sistema colonial no comenzó con la guerra hispano-estadounidense [1898]; Estados Unidos había tenido una historia y una política coloniales desde el comienzo de la República, pero han sido ocultadas por frases como “migración interestatal” y “organización territorial”»[12]. El colonialismo de asentamiento, en cuanto que institución o sistema, necesita de la violencia o la amenaza de violencia para conseguir sus objetivos. Las personas no entregan su tierra, recursos, futuro o hijos sin pelear, y a eso
se responde con violencia. En el empleo de la fuerza necesaria para conseguir sus objetivos expansionistas, un régimen colonizador institucionaliza la violencia. La noción de que el conflicto colono-indígena es un producto inevitable de las diferencias culturales y los malentendidos, o de que ambas partes ejercen la violencia por igual, empaña la naturaleza de los procesos históricos. El colonialismo euroamericano, un aspecto de la globalización económica capitalista, tuvo una tendencia genocida desde el comienzo. El término genocidio se acuñó después de la Shoah u Holocausto y su prohibición quedó consagrada en la convención de las Naciones Unidas adoptada en 1948: la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. Esta medida no es retroactiva, pero es aplicable a las relaciones entre Estados Unidos y los pueblos indígenas desde 1988, año en que el Senado la ratificó. Los términos de la convención contra el genocidio también son herramientas útiles para el análisis histórico de los efectos del colonialismo en cualquier era. En la convención se considera que cualquiera de los siguientes cinco actos constituyen genocidio si son «perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso»: • matanza de miembros del grupo; • daño grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; • sometimiento intencionado del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; • medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; • traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo[13]. En la década de 1990, el término limpieza étnica se volvió útil para describir el genocidio. La historia de Estados Unidos, al igual que el trauma indígena heredado, no puede comprenderse sin enfrentar la cuestión del genocidio perpetrado por ese país contra los pueblos indígenas. Desde el periodo colonial, pasando por la fundación del país y extendiéndose durante el siglo XX, ese genocidio incluyó tortura, terror, abusos sexuales, masacres, ocupaciones militares sistemáticas, expulsiones de indígenas de sus territorios ancestrales e ingreso forzado de niños indígenas en internados de tipo militar. La ausencia de tan siquiera el mínimo indicio de arrepentimiento o sentimiento de tragedia en la celebración anual de la independencia nacional revela una profunda desconexión en la conciencia de los estadounidenses.
El colonialismo de asentamiento es inherentemente genocida, en términos de lo establecido en la convención contra el genocidio. En el caso de las colonias norteamericanas de Inglaterra y Estados Unidos, no solo se practicaron la exterminación y la expulsión, sino que además se buscó borrar la existencia previa de los pueblos indígenas, práctica que continúa hasta el presente. El historiador anishinaabe (ojibwe) Jean O’Brien llama a esta práctica de negación de la existencia indígena «los primeros y los últimos» (firsting and lasting). Por todo el continente, las historias locales, los monumentos y los carteles cuentan la historia del primer asentamiento: los fundadores, la primera escuela, la primera casa, todo lo que sucedió primero, como si no hubiera habido habitantes que prosperaron en esos sitios antes que los anglos. Por otro lado, la narrativa nacional también cuenta sobre los «últimos» indígenas o últimas tribus, como «el último de los mohicanos», «Ishi, el último indio» y End of the Trail [Fin del sendero], el nombre de una famosa escultura de James Earle Fraser[14]. Podemos identificar políticas genocidas implementadas por los Gobiernos estadounidenses, que están documentadas, en al menos cuatro periodos distintos: la era jacksoniana de traslados forzosos, la fiebre del oro en el norte de California, la era de las llamadas «guerras indias» en las Grandes Llanuras tras la guerra civil y el periodo de terminación de la década de 1950, que se analizarán en los siguientes capítulos. Es posible hallar casos de genocidio como política de Estado en documentos históricos y también en las historias orales de las comunidades indígenas. Un ejemplo típico, de 1873, es lo que escribió el general William T. Sherman: «Debemos actuar con determinación vengativa contra los siux, incluso hasta exterminarlos, a los hombres, las mujeres y los niños […]; durante un ataque, los soldados no pueden detenerse a distinguir entre masculino o femenino, ni siquiera discriminar según la edad»[15]. Como explicó Patrick Wolfe, la peculiaridad del colonialismo de asentamiento es que tiene por objetivo eliminar a las poblaciones indígenas y liberar la tierra para los colonos. El proyecto no se limita a la implementación de políticas gubernamentales, sino que se sirve de todo tipo de organismos, de milicias de voluntarios y de colonos que actúan por cuenta propia[16]. En la etapa posterior a las políticas de terminación de la década de 1950, surgió un movimiento panindígena a la par del poderoso movimiento
afroestadounidense por los derechos civiles y los movimientos de amplia base por la justicia social y contra la guerra, que se desarrollaron durante la década de 1960. El movimiento por los derechos indígenas logró revertir la política de terminación. Sin embargo, la represión, los ataques armados y los intentos de revocar tratados por la vía legislativa volvieron a comenzar a fines de la década de 1970, lo que dio origen al movimiento indígena internacional, que amplió significativamente el apoyo a la soberanía y los derechos territoriales indígenas en Estados Unidos. El siglo XXI nació siendo testigo de una creciente explotación de recursos energéticos que ejerce nuevas presiones sobre las tierras indígenas. La explotación que llevan a cabo las más grandes corporaciones, por lo general en connivencia con políticos de los niveles local, estatal y federal, e incluso con algunos Gobiernos indígenas, podría representar una derrota definitiva para las bases territoriales y los recursos de los pueblos originarios. Para el fortalecimiento de la soberanía indígena, el público en general tendrá que indignarse y protestar; para ello, a su vez será necesario que la población — aquellos que descienden de colonos e inmigrantes— conozca su historia y asuma su responsabilidad. La resistencia a estas poderosas fuerzas corporativas continúa teniendo profundas implicaciones para el desarrollo socioeconómico y político estadounidense y para su futuro. En Estados Unidos existen en la actualidad más de quinientas comunidades y naciones indígenas con reconocimiento federal, lo que representa casi tres millones de personas. Ellos son los descendientes de los quince millones de habitantes originarios de esas tierras, de los cuales la mayoría eran agricultores que vivían en pueblos. El sistema de reservas indígenas establecido por Estados Unidos viene de una larga práctica colonial británica en las Américas. En la era de la firma de tratados, desde la independencia hasta 1871, el concepto de reserva aludía a una porción reducida de base territorial que una nación indígena cede a cambio de recibir protección gubernamental por parte de los colonos y de la provisión de servicios sociales. Hacia finales del siglo XIX, con el debilitamiento de la resistencia indígena, el concepto comenzó a designar una porción de tierra que Estados Unidos extrae de su dominio público como gesto de benevolencia, como «obsequio» para los pueblos indígenas. La retórica había
cambiado y se decía que las reservas habían sido «otorgadas» a los indígenas o «creadas» para ellos. A partir de ese cambio, las reservas comenzaron a verse como enclaves dentro de los límites del Estado. A pesar de la realidad política y económica, la impresión que muchos tenían era que los pueblos indígenas se estaban aprovechando de lo que era de dominio público. Más allá de las bases territoriales que se hallan dentro de los límites de las trescientas diez reservas con reconocimiento federal —donde habitan 554 grupos indígenas—, los derechos indígenas a la tierra, el agua y los recursos se extienden a todas las comunidades reconocidas federalmente dentro de las fronteras de Estados Unidos. Esto es así ya sea «dentro del territorio adquirido originalmente o con posterioridad, y dentro o fuera de los límites de un estado», e incluye todas las parcelas y derechos de paso que desde ellas se extienden o hacia ellas se dirigen[17]. No todas las naciones indígenas con reconocimiento federal tienen bases territoriales más allá de los edificios gubernamentales; además, las tierras de algunas naciones indígenas, incluidas las de los siux en las Dakotas y Minnesota y las de los ojibwes en Minnesota, se han parcelado en múltiples reservas, mientras que las de unas cincuenta naciones indígenas desplazadas a Oklahoma se parcelaron por completo. Fueron divididas por el Gobierno federal en lotes individuales de propiedad indígena. El abogado Walter R. Echo-Hawk escribe: En 1881, la tenencia indígena de la tierra en Estados Unidos se había reducido abruptamente a 63.130.960 hectáreas. Para 1934, solo quedaban unas 20.234.282 hectáreas (un área del tamaño de Idaho y Washington) como resultado de la Ley General de Parcelación de 1887. Durante la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno se apoderó de 202.342 hectáreas más para uso militar. Más de cien tribus, bandas y rancherías cedieron sus tierras mediante distintas leyes del Congreso durante la era de la terminación de la década de 1950. Hacia 1955, la base territorial indígena se había reducido a tan solo el 2,3 % de su tamaño original[18]. Como resultado de la venta, confiscación y parcelación de tierras por parte del Gobierno federal, la mayoría de las reservas están muy fragmentadas. Cada parcela de tierra tribal, en fideicomiso o privada es un enclave separado, regido por múltiples leyes y jurisdicciones. En la actualidad, la nación diné (navaja) es la que tiene la base territorial continua más extensa: 6.400.000
hectáreas, o unos 64.000 kilómetros cuadrados, equivalente al tamaño de Virginia Occidental. Otras doce reservas son más extensas cada una de ellas que el estado de Rhode Island, de unas trescientas mil hectáreas; y otras nueve reservas son cada una más extensa que Delaware, que tiene casi seiscientas mil hectáreas. Otras reservas tienen bases territoriales menores a trece mil hectáreas[19]. Varios Estados nación independientes que tienen un escaño en las Naciones Unidas poseen menos territorio y poblaciones más reducidas que algunas naciones indígenas de Norteamérica. Hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos estaba en guerra con gran parte del mundo, como lo había estado contra los pueblos indígenas de Norteamérica en el siglo XIX. Esta última fue una guerra total, en la que se exigía al enemigo que se rindiera incondicionalmente o se preparara para la aniquilación. Tal vez era inevitable que las primeras guerras contra los pueblos indígenas, de no reconocerse ni repudiarse, terminaran por abarcar al mundo entero. Según la narrativa sobre el origen, Estados Unidos nació de la rebelión contra la opresión —contra un imperio— y, por lo tanto, es resultado de la primera revolución anticolonial por la liberación nacional. La narrativa se desprende de esa falacia: la ampliación y profundización de la democracia; el fin de la esclavitud tras la guerra civil y la posterior «segunda revolución»; la misión del siglo XX de salvar a Europa de sí misma… dos veces; y, en última instancia, la triunfante lucha contra el flagelo del comunismo, de la que Estados Unidos heredó la ardua tarea de mantener el mundo en orden. Se trata de una narrativa del progreso. Las revoluciones sociales de la década de 1960, encendidas por el movimiento de liberación afroestadounidense, pusieron en tensión la narrativa del origen, pero su estructura y periodización han quedado intactas. Después de la década de 1960, los historiadores incorporaron a las mujeres, los afroestadounidenses y los inmigrantes como grupos que han contribuido al bien común. De hecho, la narrativa revisada dio lugar al marco analítico de la «nación de inmigrantes», que impide ver con claridad la práctica estadounidense de la colonización y mezcla el colonialismo de asentamiento con la migración a los centros metropolitanos durante y después de la Revolución Industrial. A los pueblos nativos, si se los incluía, se los renombraba como «primeros estadounidenses» y, por lo tanto, se los presentaba como inmigrantes remotos.
El provincianismo y el chovinismo nacional que exuda la producción histórica estadounidense hacen difícil que las revisiones que hacen algún aporte adquieran autoridad. A los historiadores que intentan rectificar las distorsiones, tanto indígenas como algunos no indígenas, se los tilda de parciales, y con ese fundamento se les niega la publicación de sus trabajos. Los académicos indígenas indagan en las investigaciones y el pensamiento que han surgido en el resto del mundo colonizado por Europa; para comprender las experiencias históricas y actuales de los pueblos indígenas de Estados Unidos, se nutren de distintas corrientes y las aplican con creatividad, por ejemplo, el materialismo histórico del marxismo, la teología de la liberación en América Latina, los análisis psicosociales de Frantz Fanon sobre los efectos del colonialismo en el colonizador y el colonizado, y otros enfoques, que incluyen la teoría del desarrollo y la teoría posmoderna. Sin abandonar los análisis que pueden derivarse de esas fuentes, debido a la naturaleza «excepcional» del colonialismo estadounidense entre las potencias coloniales del siglo XIX, los académicos y activistas indígenas exploran nuevos enfoques. Este libro afirma ser una historia de Estados Unidos desde la perspectiva de los pueblos indígenas, pero no existe algo semejante a una perspectiva colectiva de los pueblos indígenas, así como no existe una perspectiva monolítica de los pueblos asiáticos, europeos o africanos. Esta no es una historia sobre las vastas civilizaciones y comunidades que prosperaron y sobrevivieron entre el golfo de México y Canadá y entre el océano Atlántico y el Pacífico. Esas historias las han escrito y las escriben los historiadores de los pueblos diné, lakota, mohawk, tlingit, muskogee, anishinaabe, lumbee, inuit, kiowa, cheroqui, hopi y de otras comunidades y naciones indígenas que han sobrevivido al genocidio colonial. Este libro intenta contar la historia de Estados Unidos como Estado de colonialismo de asentamiento, que, al igual que los Estados colonialistas europeos, aplastó y sometió a las civilizaciones originarias de los territorios que actualmente gobierna. Los pueblos indígenas, ahora en relación colonial con Estados Unidos, habitaron esas tierras y en ellas prosperaron por milenios antes de ser económicamente diezmados y desplazados a reservas fragmentadas. Esta es una historia de Estados Unidos.
01 Por la senda del maíz Los indígenas americanos, provistos de sílex y antorchas, vivían en armonía con la naturaleza, pero se trataba de un equilibrio inducido por medios artificiales. CHARLES C. MANN, 1491[20]
L
os humanoides existieron en la Tierra unos cuatro millones de años como cazadores y recolectores; vivían en pequeños grupos comunitarios y mediante sus desplazamientos descubrieron y poblaron cada continente. Hace unos doscientos mil años, las sociedades humanas, originadas en el África subsahariana, comenzaron a migrar en todas direcciones y sus descendientes terminaron poblando el globo. Hace unos doce mil años, algunos de esos grupos comenzaron a afincarse en sus lugares y a desarrollar la agricultura, en especial las mujeres, que domesticaron plantas silvestres y cultivaron otras. En cuanto que lugar de nacimiento de la agricultura y de los pueblos y ciudades que se erigieron luego, América es antigua, no es un «nuevo mundo». La domesticación de plantas se dio en siete lugares del mundo durante aproximadamente el mismo periodo, hacia el año 8500 a. C. Tres de esos siete lugares estaban en América y se basaron en el maíz: el valle de México y América Central (Mesoamérica), la región centro-sur de los Andes,
en América del Sur, y el este de Norteamérica. Los otros primeros centros agrícolas fueron los sistemas del Tigris-Éufrates y el río Nilo, el África subsahariana, el río Amarillo del norte de China y el río Yangtsé del sur de China. Durante este periodo, muchas de las mismas sociedades humanas que desarrollaban la agricultura comenzaron a domesticar animales. Solo en el continente americano la domesticación paralela de animales cedió terreno al manejo de la caza, un tipo de crianza de animales diferente de la que se practicaba en África y Asia. En estas siete áreas, las sociedades «civilizadas» con base en la agricultura se desarrollaron en simbiosis con los pueblos cazadores, pescadores y recolectores de las periferias; a muchos de ellos los fueron incorporando poco a poco a las esferas de sus civilizaciones, excepto a los que se encontraban en regiones no aptas para la agricultura. Maíz, sagrado alimento La agricultura indígena americana se basaba en el maíz. Se han hallado vestigios de su cultivo en la zona central de México que datan de hace diez mil años. De doce a catorce siglos después, la producción de maíz se había extendido por todas las áreas templadas y tropicales de América, desde el extremo sur de Sudamérica al subártico en Norteamérica, y desde el Pacífico al Atlántico en ambos continentes. Nunca se pudo identificar con certeza cuál es el grano salvaje a partir del cual se cultivó el maíz, pero los pueblos indígenas que tenían y tienen ese alimento como sustento creen que fue un obsequio sagrado de los dioses. Dado que no existen pruebas de la presencia del cultivo en ningún otro continente antes de su dispersión posterior a la invasión, su desarrollo es un invento único de los agrónomos originarios de América. A diferencia de la mayoría de los granos, el maíz no crece de manera silvestre y no subsiste sin atención humana. Además de múltiples variedades y colores de maíz, los mesoamericanos cultivaban calabaza y judía, que se esparcieron a lo largo del hemisferio, al igual que muchas variedades y colores de patata, que hace más de siete mil
años comenzaron a cultivar los agricultores andinos. El maíz, por ser un cultivo de verano, no resiste más de entre veinte y treinta días sin agua y menos tiempo aún a altas temperaturas. Muchas de las áreas en las que el maíz fue el alimento principal eran áridas o semiáridas, es decir, para cultivarlo era necesario diseñar y construir complejos sistemas de irrigación; estos se habían implementado al menos dos mil años antes de que los europeos supieran de la existencia de las Américas. La proliferación de la agricultura y los cultígenos no podría haber ocurrido sin los siglos de intercambio cultural y comercial entre los pueblos de América del Norte, Central y del Sur; los comerciantes llevaban consigo semillas y otros bienes y prácticas culturales. El amplio alcance y la capacidad de la producción indígena de granos impresionaron a los colonizadores europeos. Un viajero en la Norteamérica de ocupación francesa relató en 1669 que cada aldea iroquesa estaba rodeada por quince kilómetros cuadrados de maizales. El gobernador de Nueva Francia, tras un ataque militar en la década de 1680, informó de que había destruido más de un millón de fanegas de trigo (42.000 toneladas) que pertenecían a cuatro aldeas iroquesas[21]. Gracias a la tríada nutritiva compuesta por el maíz, la judía y la calabaza —que brindan una proteína completa—, las Américas estaban densamente pobladas cuando las monarquías europeas comenzaron a auspiciar sus proyectos colonizadores en el continente. La población total del hemisferio era de unos cien millones de habitantes hacia finales del siglo XV, de los cuales dos quintos se encontraban en Norteamérica, incluido México. Tan solo en la zona central de México había treinta millones de personas. En el mismo periodo, la población de Europa hasta los montes Urales era de unos cinco millones. Los expertos han notado que tales densidades de población solo eran posibles gracias a que los pueblos habían creado un paraíso relativamente libre de enfermedades[22]. No cabe duda de que las había, así como también tenían problemas de salud, pero el uso de medicinas a base de hierbas e incluso la cirugía y la odontología y, lo que es aún más importante, la higiene y el baño ritual mantenían las enfermedades a raya. Los colonos en todas partes de las Américas se maravillaban ante los baños frecuentes que tomaban los indígenas, también en épocas de bajas temperaturas. Uno de ellos comentó: «Van al río y se
zambullen y bañan todos los días antes de vestirse». Otro escribió: «Hombres, mujeres y niños, desde la temprana infancia, tienen el hábito del baño». Habiéndose originado en México, los baños de vapor con fines rituales eran comunes entre los pueblos indígenas de Norteamérica[23]. Ante todo, la mayoría de estos pueblos tenían dietas saludables, en gran parte vegetarianas, con el maíz por alimento principal, complementado por peces salvajes, aves y cuadrúpedos. Las poblaciones eran longevas, vivían bien y disfrutaban de numerosas temporadas de ceremonias y actividades recreativas. Desde México hacia arriba Al igual que sucedió en las otras dos masas continentales más extensas —Eurasia y África—, en las Américas la civilización surgió a partir de ciertos centros poblados y experimentó periodos de crecimiento e integración vigorosos, intercalados con otros de declive y desintegración. Cuando los europeos intervinieron en las Américas, había al menos doce centros de ese tipo. Si bien esta es una historia de la porción de Norteamérica hoy llamada Estados Unidos, es importante seguir la senda del maíz hasta sus orígenes y abordar brevemente la historia de los pueblos del valle de México y América Central, lo que suele denominarse Mesoamérica. Las influencias provenientes del sur tuvieron fuertes consecuencias en los pueblos indígenas del norte (en lo que hoy son Estados Unidos), y los mexicanos continúan migrando como lo han hecho por milenios, aunque ahora deban cruzar la frontera arbitraria que quedó establecida en la guerra de Estados Unidos contra México entre 1846 y 1848. Los primeros grandes cultivadores de maíz fueron los mayas, concentrados en una primera etapa en lo que hoy es el norte de Guatemala y el estado mexicano de Tabasco. Extendiéndose hasta la península de Yucatán, los mayas del siglo X construyeron ciudades-Estado —Chichén Itzá, Mayapán, Uxmal y muchas otras—, que hacia el sur llegaban hasta Belice y Honduras. Podían encontrarse aldeas, granjas y ciudades mayas desde los
bosques tropicales a las áreas montañosas y las llanuras costeras e interiores. Durante el auge de cinco siglos del que gozó la civilización maya, gobernaron conjuntamente el clero y la nobleza. También había una clase comercial diferenciada, y la densidad demográfica de las ciudades era considerable, no se trababa solo de centros burocráticos o religiosos. Las aldeas mayas en la región más lejana mantenían las características fundamentales de las estructuras de clanes y las relaciones sociales comunales. Allí trabajaban las tierras de los nobles, pagaban renta por el uso de la tierra y contribuían con impuestos y trabajo en la construcción de caminos, templos, casas para los nobles y otras estructuras. No se sabe con certeza si estas relaciones se entablaron mediante la explotación o la cooperación. Sin embargo, la nobleza conseguía sus sirvientes entre los prisioneros de guerra, delincuentes acusados, deudores e incluso huérfanos. Aunque el estatus de servidumbre no era hereditario, se trataba de trabajos forzosos. Una explotación de la mano de obra cada vez más pesada, impuestos y tributos más altos produjeron disensión y levantamientos, lo que desembocó en el colapso del Estado maya, del que surgieron sistemas de gobierno descentralizados. La cultura maya, que asombra a todos los que la estudian y suele compararse con la griega (ateniense), orbitaba alrededor del cultivo del maíz, y su religión también se construyó en torno a ese alimento vital. Por otra parte, el pueblo maya desarrolló el arte, la arquitectura, la escultura y la pintura empleando una variedad de materiales, entre ellos, el oro y la plata, que extraían y utilizaban para la joyería y la escultura, pero no como moneda. Rodeados de árboles del caucho, inventaron la pelota de goma y juegos de pelota que se practicaban en canchas, similares al fútbol moderno. Sus logros en matemáticas y astronomía son los más impresionantes. Hacia el año 36 a. C. habían concebido el concepto del cero. Trabajaban con números del orden de los cien millones y tenían un uso extendido de sistemas de fechas, que hizo posible las observaciones del cosmos y un calendario único en su tipo que señalaba el paso del tiempo hacia el futuro. Los astrónomos modernos se han maravillado ante la precisión de las tablas mayas del movimiento de la luna y los planetas, que se usaron para predecir eclipses y otros sucesos astronómicos. La cultura y la ciencia mayas, así como sus prácticas gubernamentales y económicas, influenciaron a toda la región.
Durante el mismo periodo de desarrollo maya, la civilización olmeca reinaba en el valle de México y construyó la gran metrópolis de Teotihuacán. La civilización tolteca, que dominó la región durante cuatro siglos, desde el 750 d. C, absorbió a los olmecas. Las ciudades toltecas ostentaban edificios colosales, esculturas y mercados, y además contaban con grandes librerías y universidades. Erigieron múltiples ciudades; la más importante fue Tula. El idioma escrito de los toltecas estaba basado en la forma maya, al igual que el calendario que usaban para la investigación científica, en particular la astronomía y la medicina. Otra nación del valle de México, los culhuas, construyó la ciudad-Estado de Culhuacán sobre la costa sur del lago Texcoco y la ciudad-Estado de Texcoco sobre la costa este del lago. A finales del siglo XIV, el pueblo tepaneca adquirió un impulso expansionista y sometió a Culhuacán, Texcoco y todos los pueblos que se encontraban bajo el control de ambas en el valle de México. Avanzaron con la conquista de Tenochtitlán, ubicada en una isla en medio del inmenso lago Texcoco y construida hacia 1325 por los aztecas, cuyo idioma era el náhuatl, que habían migrado desde el norte de México (actual Utah). Los aztecas habían llegado al valle en el siglo XII y estuvieron involucrados en la caída de los toltecas[24]. En 1426, los aztecas de Tenochtitlán se aliaron con los pueblos de Texcoco y Tlacopan y acabaron con la dominación tepaneca. Los aliados iniciaron luego una guerra contra los pueblos vecinos y finalmente consiguieron controlar el valle de México. Los aztecas surgieron como pueblo dominante en esa Triple Alianza y pasaron a tener autoridad tributaria sobre todos los pueblos de México. Sucesos análogos se dieron en Europa y Asia durante el mismo periodo, cuando los pueblos germánicos demolieron y ocuparon Roma y otras ciudades-Estado, mientras los mongoles de la estepa eurasiática invadían gran parte de Rusia y China. Al igual que en Europa y Asia, los pueblos invasores asimilaron y reprodujeron la civilización. La base económica del poderoso estado azteca era la agricultura hidráulica, que tenía el maíz como cultivo central. Además, prosperaron otros como la judía, la calabaza, el tomate y el cacao, que daban sustento a una población densa, concentrada mayoritariamente en los centros urbanos. Los aztecas también cultivaban tabaco y algodón; este último proveía la fibra para todas las telas y prendas de vestir. El tejido y los trabajos en metal fueron de
gran importancia; se elaboraban productos útiles además de obras de arte. Gracias a las técnicas de construcción, se hicieron enormes represas y canales de piedra, además de fortalezas de ladrillo o piedra. Había complejos mercados en cada ciudad y una red de comercio de amplia cobertura, que aprovechaba las rutas trazadas por los toltecas. Los mercaderes aztecas adquirieron la turquesa de los indígenas pueblo, que la extraían en lo que hoy es el sudoeste de Estados Unidos para venderla en la zona central de México, donde se había convertido en la más valiosa de las posesiones materiales y se empleaba como medio de intercambio o como forma de dinero[25]. Los sesenta y cinco artefactos hechos con turquesa que se encontraron en el cañón del Chaco, Nuevo México, dan prueba de que ese mineral fue un producto básico de gran importancia durante el periodo precolonial. Había otros bienes comerciables valiosos en el área, por ejemplo, la sal, que tenía un valor similar al de la turquesa. Los productos comerciables de cerámica requerían de una red de mercados interconectados, esparcidos en la región que abarca desde Ciudad de México hasta Mesa Verde, en Colorado. En las ruinas de Casa Grande, Arizona, centro comercial de la frontera norte, se hallaron conchas del golfo de California, plumas de aves tropicales del área de la costa del golfo en México, obsidiana de Durango, México, y sílex de Texas. La turquesa se utilizaba como moneda para adquirir plumas de guacamayo y loro de las áreas tropicales para distintos rituales religiosos, conchas marinas de los pueblos de la costa y pieles y carne de las llanuras del norte. Esta piedra se ha hallado en sitios precoloniales en Texas, Kansas y Nebraska, donde los wichitas operaban como intermediarios llevándola, junto con otros bienes, hacia el este y el norte. Los pueblos crees en la región del lago Superior y las comunidades de lo que hoy son las provincias de Ontario (Canadá) y de Wisconsin (Estados Unidos) adquirieron la turquesa mediante el comercio[26]. Los comerciantes de México también eran transmisores de rasgos culturales, como la religión de la Danza del Sol en las Grandes Llanuras y el cultivo del maíz entre los pueblos algonquinos, cheroquis y muskogees (creeks) de la parte este de Norteamérica, que llegó desde América Central. En las historias orales y escritas de los aztecas, cheroquis y choctaws se registran estos intercambios. Y en la historia oral cheroqui se relatan las
migraciones de sus ancestros desde el sur a través de México, al igual que en la historia oral de los muskogees[27]. Si bien parecía que los aztecas prosperaban en los aspectos cultural y económico, además de ser fuertes en lo militar y en lo político, en las vísperas de la invasión española su dominio iba en descenso. Debido a la presión del tributo ejercida mediante ataques violentos, los campesinos se rebelaron y hubo levantamientos en todo México. Moctezuma II, que asumió el poder en 1503, podría haber logrado reformar el régimen, tal como era su intención, pero los españoles lo derrocaron antes de que tuviera la oportunidad de hacerlo. El Estado mexicano fue aplastado y sus ciudades, arrasadas a lo largo de los tres años que duró la guerra genocida de Cortés. Los reclutamientos del conquistador en las comunidades que resistían al dominio azteca a lo largo y ancho de México ayudaron a hacer tambalear el régimen central. Cortés y sus doscientos mercenarios europeos nunca podrían haber derribado el Estado mexicano sin la insurgencia indígena que él cooptó. Los pueblos en resistencia que se aliaron con Cortés para acabar con el opresivo régimen azteca tampoco podrían haber sospechado los verdaderos objetivos de esos colonizadores españoles obsesionados por el oro ni de las instituciones europeas que les brindaron apoyo. El norte Lo que hoy es el sudoeste de Estados Unidos alguna vez formó, junto con los actuales estados mexicanos de Sonora, Sinaloa y Chihuahua, la periferia norte del régimen azteca en el valle de México. Se trata en su mayor parte de una región montañosa, árida y semiárida interrumpida por ríos, y es una base territorial frágil en la que las precipitaciones son un bien escaso y la sequía es endémica. Sin embargo, en el desierto de Sonora, actual zona sur de Arizona, hacia el año 2100 a. C. las comunidades indígenas ya practicaban la agricultura; sus canales de riego se remontan al año 1250 a. C. Los primeros rastros de maíz en la zona datan del año 2000 a. C. y se introdujeron mediante el comercio y la migración entre el norte y el sur. Los pueblos situados más al norte
comenzaron a cultivar maíz, judía, calabaza y algodón hacia el año 1500 a. C.; sus descendientes, los akimel o’dham (pimas), llaman a sus ancestros los huhugam (que significa «aquellos que han ido»), expresión que los europeos entendieron como hohokam. El pueblo hohokam dejó tras su paso canchas de juego de pelota similares a las de los mayas, edificios de varios pisos y campos de cultivo. La huella más impresionante que han dejado en la Tierra es haber construido una de las redes de canales de irrigación más extensas de la época. Desde el año 900 al 1400 d. C., los hohokams desarrollaron un sistema de canales de más de mil doscientos kilómetros de líneas troncales y cientos de kilómetros más de ramificaciones que alimentaban sitios locales. El canal más largo del que se tiene conocimiento tenía treinta y dos kilómetros. Los más extensos tenían entre veintidós y veinticinco metros de ancho y seis de profundidad, y muchos eran a prueba de pérdidas, revestidos con arcilla. Uno de los sistemas de riego transportaba agua suficiente para irrigar unas cuatro mil hectáreas[28]. Los agricultores hohokams tenían cosechas excedentarias para exportar, y su comunidad se convirtió en el punto de confluencia de una red de comercio que abarcaba desde México a Utah y desde la costa del Pacífico a Nuevo México y hacia las Grandes Llanuras. Para el siglo XIV, los hohokams se habían dispersado y vivían en comunidades más pequeñas. Los indígenas pueblo antiguos (anasazis) del cañón del Chaco en la meseta del Colorado —en la actual región de Four Corners: Arizona, Nuevo México, Colorado y Utah— prosperaron desde el año 850 hasta el 1250 d. C. Fueron los ancestros de los indígenas pueblo de Nuevo México e hicieron un trazado radial compuesto por más de seiscientos cuarenta kilómetros de caminos que partían desde el Chaco. Con un promedio de nueve metros de ancho, estos caminos seguían un curso recto, incluso a través de terrenos difíciles como colinas o formaciones rocosas. Las carreteras conectaban unas setenta y cinco comunidades. Hacia el siglo XIII, los indígenas pueblo antiguos abandonaron el área del Chaco y migraron; a lo largo de la zona
norte del valle del río Grande y de sus ríos tributarios, construyeron cerca de cien ciudades-Estado agrícolas más pequeñas. El Pueblo de Taos, en la parte más septentrional, era un importante centro comercial donde se intercambiaban productos derivados del búfalo provenientes de las llanuras, aves tropicales, cobre y conchas de México y turquesa de las minas de Nuevo México. El comercio en el Pueblo de Taos se extendía hacia el oeste hasta el océano Pacífico, hacia el este hasta las Grandes Llanuras y hacia el sur hasta América Central. Otros de los pueblos más importantes de la región, los navajos (dinés) y los apaches, son de ascendencia atabascana y migraron a la región desde el subártico varios siglos antes de la llegada de Colón. La mayoría de los dinés no migraron y permanecen en su tierra natal en Alaska y en el noroeste de Canadá. En sus orígenes eran un pueblo cazador y comerciante, interactuaron y se mezclaron con los indígenas pueblo y además se vieron involucrados en conflictos entre aldeas, producto de disputas por el uso del agua en las que grupos dinés y apaches se aliaban con una u otra de las ciudades-Estado ribereñas[29]. Los pueblos isleños del golfo de México y de la cuenca del Caribe eran parte esencial de los intercambios culturales, religiosos y económicos con los pueblos que habitaban los actuales territorios de Guyana, Venezuela, Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala, México, Texas, Luisiana, Misisipi, Alabama y Florida. El agua, lejos de ser una barrera para las relaciones comerciales y culturales, era un medio para conectar a los pueblos de la región. Las culturas y conexiones culturales precoloniales del Caribe han sido muy poco estudiadas porque muchos de estos pueblos, primeras víctimas de las misiones colonizadoras de Colón, fueron aniquilados, esclavizados y deportados, o más tarde, con el advenimiento del comercio transatlántico de esclavos, asimilaron a las poblaciones africanas esclavizadas. Los más conocidos son los caribes, los arawaks, los taínos y los pueblos de habla chibcha. A lo largo de las islas del Caribe y en su cuenca, también se encuentran los descendientes de cimarrones —comunidades indígenas y africanas mestizas— que lograron liberarse de la esclavitud, como los pueblos garífunas («caribes negros») que habitan la costa del Caribe occidental[30].
Desde el océano Atlántico hasta el río Misisipi, y hacia el sur hasta el golfo de México se extendía uno de los cordones agrícolas más fértiles del mundo, atravesado por grandes ríos. Con irrigación natural, con una flora y fauna abundantes y un clima templado, la región alojaba a múltiples naciones agrícolas. En el siglo XII, el valle del Misisipi tenía como punto principal una enorme ciudad-Estado, Cahokia, y otras tantas más construidas de barro, con pirámides escalonadas, muy similares a las de México. Cahokia albergaba una población de decenas de miles de personas, mayor que la de Londres durante el mismo periodo. Se esculpieron otros monumentos arquitectónicos en forma de gigantes pájaros, lagartos, osos, caimanes e incluso una serpiente de cuatrocientos metros. Estas hazañas de construcción monumental dan testimonio de los niveles de organización cívica y social de esta civilización. Llamados «constructores de montículos» por los europeos, antes de que estos llegaran el pueblo se había dispersado, pero su influencia llegó a extenderse por toda la mitad oriental del continente norteamericano a través de la cultura y el comercio[31]. Lo que hallaron los colonizadores europeos en el sudeste del continente fueron naciones compuestas por pueblos cuyas economías se basaban en la agricultura y su pilar era el maíz. Ese era territorio de los cheroquis, chickasaws y choctaws, y de los muskogees creeks y seminolas, junto con los natchez en la parte occidental, la región del valle del Misisipi. Hacia el norte se había conformado una notable estructura estatal federal, la confederación haudenosaunee —que suele denominarse las Seis Naciones de la Confederación Iroquesa—, compuesta por las naciones seneca, cayuga, onondaga, oneida y mohawk y, desde comienzos del siglo XIX, también por los tuscaroras. Este sistema incorporaba a seis naciones ampliamente dispersas y singulares, miles de aldeas agrícolas y terrenos de caza que abarcaban desde los Grandes Lagos y el río San Lorenzo hasta el Atlántico, hacia el sur hasta las Carolinas y hacia el interior hasta Pensilvania. Los pueblos haudenosaunees evitaban el poder centralizado mediante un sistema de democracia organizado en aldeas y clanes y basado en el manejo colectivo de la tierra. En esta sociedad matrilineal, el maíz, cultivo principal, se almacenaba en graneros; las madres del clan, las mujeres más ancianas de cada familia extensa, lo distribuían equitativamente. Muchas otras naciones se desarrollaron en la región de los Grandes Lagos, donde ahora la frontera
entre Estados Unidos y Canadá atraviesa sus reinos. Entre ellos, la nación anishinaabe (que otros llaman ojibwe o chippewa) era la más extensa. Los pueblos de las praderas ubicadas en la región central de Norteamérica se extendían desde el oeste de Texas hasta el subártico, entre el río Misisipi y las Montañas Rocosas. Pueden distinguirse varios centros de desarrollo en esa vasta región de pueblos agricultores que además dependían del bisonte: en las praderas canadienses, los crees; en las Dakotas, los siux lakotas y dakotas; y hacia el oeste y el sur, los cheyenes y los arapajós. Más al sur estaban los poncas, los pawnees, los osages, los kiowas y otras naciones, en una época en la que los búfalos llegaban a los sesenta millones. Las disputas territoriales fueron inevitables, y por eso se llegó a un avanzado desarrollo de las aptitudes diplomáticas y el comercio para la resolución de conflictos. En el noroeste del Pacífico, desde lo que hoy es Alaska hasta San Francisco, y a lo largo de los extensos canales navegables que conducen a las barreras montañosas, pueblos navegantes y pescadores gozaron de gran esplendor, unidos por su cultura, ceremonias en común y un comercio muy extendido. Se trataba de pueblos prósperos que vivían en un relativo paraíso de recursos naturales, entre los que estaba el sagrado salmón. Inventaron el potlach, la ceremonia de distribución o destrucción de bienes acumulados, lo que implica una cultura de reciprocidad. Crearon tótems de madera gigantes, máscaras y refugios tallados en enormes secuoyas y sándalos rojos. Entre esas comunidades con distintas lenguas estaba el pueblo tlingit en Alaska y los pueblos pescadores de salmón: los salishes, makahs, hoopas, pomos, karoks y yuroks. El territorio que se encuentra entre la Sierra Nevada, al oeste, y las Montañas Rocosas, en el este, ahora llamado Gran Cuenca, cuyo entorno era inhóspito, albergaba aun así a pequeñas poblaciones antes de la colonización europea, al igual que lo hace en la actualidad. En esa zona, los pueblos shoshone, bannock, paiute y ute administraron su entorno y se asentaron en aldeas de manera permanente. Gobernanza Cada nación, ciudad-Estado o ciudad indígena constituían un
pueblo independiente, autogobernado, con autoridad suprema sobre sus asuntos internos y en pie de igualdad con los otros pueblos. Entre los factores que integraban cada nación, además del idioma, estaban los sistemas de creencias y rituales comunes y los clanes de familias extendidas que abarcaban más de un pueblo. El sistema de toma de decisiones se basaba en el consenso, no en el gobierno de la mayoría, lo que desconcertaba a los agentes coloniales, que no podían encontrar funcionarios para extorsionar ni manipular. En cuanto a la diplomacia internacional, cada uno de los pueblos indígenas del oeste norteamericano era una nación soberana. Los colonizadores españoles, franceses y británicos, primero, y luego los estadounidenses firmaron tratados con esos Gobiernos. Existían varias formas de gobernanza indígena[32]. Al este del río Misisipi, los pueblos y federaciones de pueblos estaban gobernados por linajes familiares. El poder ejecutivo lo ejercía el anciano del clan más poderoso. La asunción del cargo y todas sus decisiones estaban sujetas a la aprobación de un consejo compuesto por los ancianos de los clanes que tenían representación en el pueblo. De esta manera, el pueblo tenía autoridad soberana sobre sus asuntos internos. En cada pueblo soberano ardía un fuego sagrado, símbolo de su relación con los seres espirituales. Un pueblo podía unirse a otros acatando el liderazgo de un solo líder. Los colonizadores europeos llamaron a estas agrupaciones «confederaciones» o «federaciones». Los haudenosaunees mantienen hoy en día un sistema de gobierno de ese tipo en plenas funciones. Varios elementos fundamentales de la Constitución estadounidense están inspirados en la Constitución de ese pueblo[33]. Oren Lyons, protector de la fe del Clan Tortuga y miembro del Consejo de Jefes, explica la esencia de su Constitución: «El primer principio es la paz. El segundo principio, la equidad, justicia para las personas. Y el tercero, el poder de las buenas mentes, de los poderes colectivos para ser de una sola mente: la unidad. Y la salud. Todos eran parte de los principios básicos. Y el proceso de debate: hacer a un lado la guerra como método para tomar decisiones y usar ahora el intelecto»[34].
Los muskogees (o creeks), seminolas y otros pueblos del sudeste tenían tres poderes de gobierno: una administración civil, el ejército y un poder que se ocupaba de lo sagrado. Los líderes de cada poder procedían de la elite, y otros funcionarios de menor rango, de clanes prominentes. En los siglos previos al colonialismo europeo se habían desarrollado tradiciones de diplomacia entre las naciones indígenas. Las sociedades de la parte este del continente tenían una elaborada estructura ceremonial para las reuniones diplomáticas entre representantes de distintos Gobiernos. En las federaciones de pueblos soberanos, el fuego que ardía en el pueblo principal representaba a todo el grupo, y cada pueblo miembro enviaba uno o dos representantes al consejo de la federación. Es decir, todos los que la componían estaban representados en la toma de decisiones. Los acuerdos celebrados en esas reuniones se consideraban compromisos sagrados que los representantes asumían no solo entre ellos, sino también con el poderoso espíritu que los observaba. Las naciones, por lo general, se aferraban a esos tratados por respeto al poder sagrado que era parte de ellos: las relaciones con el mundo espiritual eran un factor importante del sistema de gobierno[35]. El papel de la mujer en las sociedades del este de Norteamérica era variado. Entre los muskogees y otras naciones del sudeste, ellas rara vez participaban de los asuntos de gobierno, a diferencia de las mujeres haudenosaunees y cheroquis, que tenían mayor autoridad política. Entre las mohawks, oneidas, onondagas, cayugas, senecas y tuscaroras, ciertos linajes femeninos controlaban la elección de representantes masculinos para sus clanes en los consejos de gobierno. Ellos eran los representantes, pero las mujeres que los escogían tenían el derecho de hablar en el consejo, y cuando el representante era demasiado joven o inexperto para ser eficaz, una de las mujeres podía participar en el consejo en su nombre. Las madres del clan haudenosaunee tenían derecho a destituir a los representantes cuando fueran ineficaces. Charles C. Mann, autor de 1491: una nueva historia de las Américas antes de Colón, lo ha llamado «el sueño feminista»[36]. De acuerdo con el sistema de valores que impulsaba la construcción de consenso y la toma de decisiones en estas sociedades, el interés de la comunidad prevalecía sobre los intereses individuales. Después de que cada miembro de un consejo hubiera dicho su palabra, cualquier miembro que aún
considerara que la decisión era incorrecta podía dar su acuerdo para respetarlo por el bien de la cohesión de la comunidad. En los pocos casos en los que no se podía llegar al consenso, el segmento disidente podía apartarse de la comunidad y fundar una nueva en otro sitio. Similar era la práctica de casi cien pueblos autónomos del norte de Nuevo México. Custodios de la tierra Para el tiempo de las invasiones europeas, los pueblos indígenas ya habían ocupado cada rincón de las Américas, le habían dado forma, habían establecido extensas redes comerciales y caminos y sustentaban a sus poblaciones adaptándose a entornos naturales específicos, pero también modificaban la naturaleza para que esta se adaptase a los propósitos humanos. Mann relata que los pueblos indígenas utilizaban el fuego para moldear el paisaje precolonial norteamericano y domarlo. En el noreste, los agricultores indígenas siempre llevaban antorchas. Un observador inglés señaló en 1637 que estos usaban las antorchas «para prender fuego al campo en todos los lugares a los que llegan»[37], y también para cazar por la noche y hacer círculos de fuego en los que encerraban a los animales antes de matarlos. En lugar de domesticar animales por su cuero y su carne, las comunidades indígenas crearon paraísos para atraer alces, venados, osos y otros animales de caza mayor. Quemaban el sotobosque (estrato inferior del bosque compuesto por plantas bajas) para que los pastos más jóvenes y otras cubiertas vegetales que brotaran en la primavera siguiente tentaran a un mayor número de herbívoros y también a los predadores que se alimentaban de ellos; esto daría sustento a los humanos, que se alimentaban de ambos. Mann describe estos bosques en 1491: «El gran bosque de las regiones norteamericanas orientales, lejos de constituir la monumental maraña de árboles imaginada por Thoreau, era un caleidoscopio ecológico de huertos, zarzales, llanuras pobladas de pinares y extensos castañares, noguerales y robledos». Unos pocos kilómetros costa adentro en la actual Rhode Island, un explorador
europeo de los primeros tiempos de la conquista se maravilló porque los árboles estaban espaciados, de manera que el bosque «podía ser penetrado incluso por un extenso ejército». El mercenario inglés John Smith escribió que había podido atravesar a todo galope el bosque de Virginia. En Ohio, los primeros ocupantes ingleses de tierras indígenas a mediados del siglo XVIII se toparon con áreas de bosque que se parecían a los parques ingleses, porque podían pasar con sus carruajes entre los árboles. Manadas de bisontes merodeaban por el este desde Nueva York a Georgia (no es casualidad que a una ciudad de colonos en el oeste de Nueva York se la bautizara con el nombre de Búfalo). El bisonte americano era originario de las planicies del norte y del sur de Norteamérica, no del este; sin embargo, los pueblos nativos lo importaron desde el este a lo largo de un camino de fuego, a medida que transformaban el bosque en barbecho para que el animal sobreviviera lejos de su hábitat original. El historiador William Cronon ha escrito que, cuando los haudenosaunees cazaban búfalos, «obtenían un alimento que habían contribuido a producir». En cuanto al «Gran Desierto estadounidense», como llamaban los angloestadounidenses a las Grandes Llanuras, los ocupantes también lo transformaron en cotos para animales de caza. Haciendo uso del fuego, ampliaron los extensos pastizales y los mantuvieron. Cuando Meriwether Lewis y William Clark realizaron su expedición por el río Misuri, en 1804, según el etnólogo Dale Lott, «no exploraban un páramo desierto, sino un vasto pastizal mantenido por los indígenas estadounidenses para su propio beneficio». Estos crearon los jardines y las tierras de pastoreo más grandes del mundo y así prosperaron[38]. Los pueblos nativos dejaron una huella indeleble en la tierra con sus sistemas de caminos que comunicaban naciones y comunidades a lo largo de toda la masa continental americana. El académico David Wade Chambers escribe: Lo primero que cabe señalar sobre los antiguos senderos y caminos de los indígenas estadounidenses es que no eran solamente sendas en los bosques que seguían los rastros de animales con el principal objetivo de la caza. Tampoco es correcto describirlos como simples rutas que transitaban los pueblos nómadas durante las migraciones estacionarias. En realidad,
constituían un extenso sistema de carreteras que se extendía por las Américas y posibilitaba los viajes de corta, mediana y larga distancia. Es decir, las Américas precolombinas estaban enlazadas entre sí por un complejo sistema de caminos y vías que luego se convirtieron en las carreteras de los primeros colonos y, de hecho, más tarde fueron transformadas en autopistas[39]. Muchos caminos indígenas en Norteamérica seguían los cursos del Misisipi, el Ohio, el Misuri, el Columbia y el Colorado, el río Grande y otros cursos de agua importantes; también serpenteaban las costas del mar. Una de las vías principales se extendía a lo largo de la costa del Pacífico desde el norte de Alaska (desde donde los viajeros podían llegar en barca hasta Siberia) hasta un área urbana en el oeste mexicano. Uno de los ramales de ese camino atravesaba el desierto de Sonora y subía hasta la meseta del Colorado, para uso de poblados antiguos y, más tarde, de comunidades como las de los hopis y los pueblo en el norte del río Grande. Desde las comunidades de los indígenas pueblo hacia el este, los caminos llevaban a los viajeros a las llanuras semiáridas a lo largo de los ríos tributarios del río Pecos y hasta las comunidades ubicadas en lo que hoy es el este de Nuevo México, la saliente de Texas y el oeste del mismo estado. También había caminos que se extendían desde el norte del río Grande a las llanuras sureñas del oeste de Oklahoma, siguiendo los cursos de los ríos Canadian y Cimarrón. Los senderos trazados a lo largo de esos ríos y sus tributarios conformaron un sistema de vías desde el sudeste. Además, se conectaban con otros caminos que se dirigían al sudoeste, hacia el valle de México. Los del este conectaban los pueblos muskogees (creeks) en lo que hoy es Georgia y Alabama. Desde los pueblos muskogees se extendía una ruta principal hacia el norte, que atravesaba tierras cheroquis, el desfiladero de Cumberland y la región del valle Shenandoah, hasta la confluencia de los ríos Ohio y Scioto. Desde esa parte en el noreste del continente, un viajero podría llegar a la costa oeste tomando los caminos trazados a lo largo del río Ohio hasta el Misisipi, de este hasta la desembocadura del Misuri y por la costa del Misuri hacia el oeste hasta su nacimiento. De allí, otro camino cruzaba las Rocosas a través del Paso Sur en el actual estado de Wyoming hasta el río Columbia. El camino del río Columbia llevaba a un gran centro poblacional en la desembocadura del río en el océano Pacífico y se conectaba con el
camino de la costa del Pacífico. Maíz Norteamérica en 1492 no era una jungla virgen, sino una red de naciones indígenas, pueblos del maíz. El vínculo entre los pueblos del norte y del sur puede comprobarse a través de la difusión del maíz desde Mesoamérica. La ascendencia de los muskogees y los cheroquis, originarios del sudeste de Norteamérica, se remonta a las migraciones desde o a través de México. El historiador cheroqui Emmet Starr escribió: Es muy probable que el éxodo cheroqui desde México haya precedido al muskogee en varios cientos de años y haya abarcado un círculo mayor, cruzando el río Misisipi muchos kilómetros al norte de la desembocadura del Misuri, según indican los montículos […]. Probablemente, los muskogees hayan sido desplazados de México por los aztecas, por los toltecas o durante alguna de las otras invasiones tribales del noroeste en el siglo IX o antes. Prueba de ello son las costumbres y los artefactos que los creeks conservaron por mucho tiempo[40]. Otro escritor cheroqui, Robert Conley, da cuenta de la tradición oral según la cual los orígenes de ese pueblo se hallan en Sudamérica y en una posterior migración a través de México. Más adelante, después de las invasiones del Ejército estadounidense y la relocalización de los muskogees y cheroquis, muchos grupos tomaron rumbos distintos y buscaron refugio en México, al igual que otros pueblos que estaban bajo presión, como los kikapús[41]. Si bien es una tradición presente en todas las áreas agrícolas de Norteamérica, la danza del maíz verde continúa siendo más fuerte entre los muskogees. Los elementos de esta danza ritual son similares a los del valle de México. Aunque la danza adquiere distintas formas en cada comunidad, su esencia es la misma: una mujer maíz ancestral celebra el regalo del maíz. Estos pueblos mantienen importantes afinidades bajo el mismo manto del colonialismo.
Este breve panorama de la Norteamérica precolonial plantea la magnitud de lo que la humanidad ha perdido y refuta el mito del cazador errante del Neolítico, tan difundido por el colonialismo de asentamiento. Hablamos de civilizaciones que empleaban técnicas avanzadas de agricultura y tenían sistemas de gobierno. Es esencial comprender las migraciones de los pueblos indígenas y las relaciones que mantenían antes de la invasión, en el norte y el sur, y cómo el colonialismo las cercenó. Sin embargo, como veremos, las relaciones se están restableciendo.
02 Cultura de conquista El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, el exterminio, la esclavización y el sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros: tales son los hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos representan otros tantos factores fundamentales en el movimiento de la acumulación originaria. KARL MARX, «Génesis del capitalista industrial», en El capital[42]. Los comienzos El fallecido antropólogo Edward. H. Spicer escribió que los primeros europeos que participaron de la colonización de las Américas habían heredado de sus tierras de origen, ya sea España, Francia, Holanda o Inglaterra, culturas, relaciones sociales y costumbres ricas y antiguas. En su traslado a las Américas y tras su encuentro con los habitantes indígenas, habían abandonado en gran
parte su red de relaciones sociales europeas. En realidad, de lo que participaron fue de una cultura de conquista: violencia, apropiación, destrucción y deshumanización[43].
L
a observación de Spicer es acertada, pero la cultura de conquista no comenzó cuando los europeos cruzaron el Atlántico. Las instituciones europeas y la visión colonialista del mundo ya se habían formado varios siglos antes. Desde el siglo XI y a lo largo del siglo XIII, los europeos llevaron a cabo las Cruzadas para conquistar el norte de África y Oriente Medio, lo que tuvo como consecuencia la acumulación de una riqueza sin precedentes en pocas manos. Esta religión del lucro fue el elemento mortífero que trajeron consigo los mercaderes y colonos europeos a las Américas. Además de perseguir la riqueza personal, los colonizadores expresaron un fervor cristiano que justificó el colonialismo. Junto con él, llegó la tradición militar que también se había desarrollado en la Europa occidental durante las Cruzadas (literalmente, «llevar la cruz»). Aunque fueron los papas, comenzando por Urbano II, los que llamaron a realizar la mayoría de estas empresas, los ejércitos de los cruzados eran una unidad de mercenarios que prometía a los soldados el derecho de saquear pueblos y ciudades musulmanas, festines que les darían riquezas y prestigio a su regreso. Hacia finales del siglo XIII, el papado comenzó a ordenarles a estos mercenarios que también aplastaran a los «enemigos» internos que encontraran a su paso: paganos y campesinos en régimen de tenencia comunal de la tierra (los comunes) y, sobre todo, mujeres (como las supuestas brujas) y herejes. De esa manera, los caballeros y la nobleza podían confiscar las tierras y someter a la servidumbre a los campesinos que las habitaban. El historiador Peter Linebaugh señala que mientras que las Cruzadas antimusulmanas tuvieron por objeto controlar las lucrativas rutas de comercio musulmanas hacia el Extremo Oriente, las Cruzadas internas contra los herejes y los comunes buscaban aterrorizar a los pobres y, al mismo tiempo, reclutarlos para la rentable y aventurera, si bien sagrada, empresa: «Las Cruzadas, por lo tanto, fueron una estrategia asesina que buscó resolver una contradicción juntando a barones y comunes en la
caldera de la guerra religiosa»[44]. La primera población organizada por la fuerza con fines de lucro —cuyo trabajo fue explotado mucho antes de que fuera posible la explotación de ultramar— fue el campesinado europeo. Una vez despojados de su tierra, no tuvieron qué comer ni qué vender, salvo su trabajo. Además, naciones enteras, como Escocia, Gales, Irlanda, Bohemia, el País Vasco y Cataluña, fueron colonizadas y quedaron bajo el dominio de diferentes monarquías. Los moros y los judíos sefardíes sufrieron la conquista y deportación física de la península ibérica a manos de la monarquía de Castilla y Aragón, un proyecto de largo plazo que culminó con las expulsiones grupales en 1492, año en que Colón navegó hacia América. Las instituciones del colonialismo y los métodos de reubicación y deportación de personas y expropiación de tierras, si bien aún no se habían perfeccionado, ya se ponían en práctica hacia finales del siglo XV[45]. El surgimiento del Estado moderno en Europa occidental se basó en la acumulación de riqueza mediante la explotación de mano de obra humana y la expulsión de millones de productores de subsistencia de sus tierras. Los ejércitos que se encargaron de ese trabajo se beneficiaron de las innovaciones tecnológicas que les permitieron desarrollar armas de muerte y destrucción más eficaces. Cuando estos Estados extendieron su poder a ultramar para obtener aún más recursos, tierra y mano de obra, no estaban empezando de cero. Los pueblos del África occidental, el Caribe, Mesoamérica y los Andes fueron las primeras víctimas allende los mares. Les siguieron Sudáfrica, Norteamérica y el resto de América del Sur. Luego fue el turno del resto de África, el Pacífico y Asia. Los viajes marinos de los exploradores y mercaderes europeos de finales del siglo XV y principios del XVI no fueron los primeros en su especie. En ellos se usaron técnicas de viaje marino de larga distancia que provenían del mundo árabe. Antes de que los árabes se aventuraran hacia el océano Índico, los inuits (esquimales) habían estado surcando el círculo polar ártico en sus kayaks durante siglos y habían tenido contacto con muchos otros pueblos, al igual que hicieron los nórdicos, sudasiáticos, chinos, japoneses, peruanos y los pueblos pescadores melanesios y polinesios del Pacífico. Con toda probabilidad, los conocimientos marítimos de egipcios y griegos se
extendieron más allá del Mediterráneo, hacia los océanos Atlántico e Índico. Los mercaderes de Europa occidental que se lanzaron a los mares y las monarquías que les dieron apoyo tenían una sola diferencia con sus predecesores: habían desarrollado las bases que posibilitaban el dominio colonial y la explotación de mano de obra en esas colonias, que condujeron a la captura y esclavización de millones de africanos para transportarlos a las colonias americanas. La tierra como propiedad privada Junto con el cargamento, sobre todo en el caso de las últimas empresas colonizadoras británicas, los barcos europeos transportaron la incipiente noción de la tierra como propiedad privada. Esther Kingston-Mann, una especialista en la historia de la tenencia de la tierra en Rusia, ha reconstruido el proceso por el cual la tierra, en cuanto que propiedad privada, adquirió «estatus sagrado» en la Inglaterra del siglo XVI[46]. Los ingleses usaron el término cercamiento (enclosure) para designar la privatización de las tierras comunales. Durante ese periodo, los campesinos, que representaban la gran mayoría de la población, fueron desalojados de sus antiguas tierras comunales. Estas habían sido, por siglos, el sitio de pastoreo de sus vacas lecheras y ovejas, y su fuente de agua, madera para leña y construcción y plantas silvestres comestibles y medicinales. Sin esos recursos no podrían haber sobrevivido como agricultores, y no pudieron hacerlo tras perder acceso a sus campos. Durante los siglos XVI y XVII, no solo se privatizaron los comunes, sino que también se transformaron en tierras de pastoreo para la producción comercial de ganado ovino, dado que la lana era el principal producto de exportación y consumo interno; esto redundó en riqueza para unos pocos y pobreza para la mayoría. Privados del acceso a los antiguos comunes, los agricultores de subsistencia e incluso sus hijos no tenían otra opción que trabajar en las nuevas fábricas textiles laneras en pésimas condiciones, esto es, en los casos en que podían encontrar trabajo, ya que los niveles de desempleo
eran considerables. Con o sin empleo, la población desplazada estaba disponible para ejercer de colonos en las colonias británicas de Norteamérica, muchos con contrato de servidumbre (los llamados indentured servants), a cambio de tierras. Una vez cumplidos los términos del contrato, eran libres de ocupar territorio indígena y volver a ser agricultores. Así, el excedente de mano de obra significó no solo que esta fuera barata y que los fabricantes de lana tuvieran importantes ganancias, sino que además de allí provenían los colonos que se asentarían en las colonias: una «válvula de escape» para el país de origen, donde la pobreza podía desencadenar levantamientos por parte de los explotados. El estatus sagrado de la propiedad, reflejado en las tierras confiscadas a los agricultores indígenas y en el trato a los africanos como esclavos, ya estaba implantado en el impulso angloamericano de independencia de Gran Bretaña y en la fundación de Estados Unidos. A la privatización de la tierra se sumó una intención ideológica de tildar de violentos, estúpidos y perezosos a los campesinos que se resistieron. El Parlamento inglés, simulando luchar contra el atraso, criminalizó los antiguos derechos a las tierras comunales. Junto con la privatización de los comunes, y para facilitarla, se suprimió a las mujeres inventando la brujería, como ha planteado la teórica feminista Silvia Federici. Las acusadas de practicarla eran campesinas pobres, por lo general viudas, mientras que los acusadores solían ser individuos más ricos, es decir, los arrendatarios o empleadores de las víctimas, a cargo de instituciones locales o que tenían vínculos con el Gobierno nacional. Se alentaba a los vecinos a acusarse entre sí[47]. Se consideraba que la brujería era un delito mayoritariamente femenino, en especial durante el auge de la caza de brujas, entre 1550 y 1650, cuando más del 80 % de los acusados de brujería, juzgados, condenados y ejecutados eran mujeres. En Inglaterra, eran sobre todo mujeres mayores, por lo general, mendigas; a veces se trataba de esposas de jornaleros y casi siempre eran viudas. Entre las acciones e incidentes locales que eran indicio de brujería se encontraban: adeudar la renta, solicitar asistencia social, echar el «mal de ojo», mortandad local de caballos u otro tipo de ganado y muertes «misteriosas» de
niños. También se consideraban prácticas delatoras las relacionadas con la partería o los métodos anticonceptivos. El servicio brindado por las mujeres como curanderas, en los estratos más pobres, era uno de los vestigios de las instituciones precristianas y matrilineales que alguna vez predominaron en Europa. No sorprende que quienes se aferraron a esas prácticas comunales y las perpetuaron hayan sido quienes se resistieron con más fuerza al cercamiento de los comunes, base económica del campesinado y también de la autonomía de las mujeres[48]. Las almas traumatizadas a las que se había despojado de la tierra, así como su descendencia, se convirtieron en los colonos sedientos de tierra, seducidos para atravesar un vasto océano con la promesa de acceder a la tierra y ascender al estatus de pequeña nobleza terrateniente (gentry). Los colonos ingleses llevaron consigo la caza de brujas a Jamestown (Virginia) y a Salem (Massachusetts). En un lenguaje con reminiscencias del utilizado para condenar a las brujas, no tardaron en tildar a las poblaciones indígenas de hijos de Satán por naturaleza y «sirvientes del demonio» a los que había que asesinar[49]. Tiempo después, las autoridades justificarían los juicios por brujería alegando que los colonos ingleses habitaban tierras controladas por el demonio. Supremacía blanca y clase La visión de los colonizadores cristianos también incluía la creencia en la supremacía de la raza blanca. Como demuestra un himno evangélico protestante de 1878 —«¿Están tus ropas impolutas? ¿Son blancas como la nieve? ¿Están lavadas en la sangre del cordero?»—, la blancura como ideología no se reducía al color de la piel, si bien este es y sigue siendo un componente clave del racismo en Estados Unidos. La creencia en la supremacía blanca se remonta a las Cruzadas cristianas en los territorios de dominio musulmán y a la colonización protestante de Irlanda. Como si se hubiera tratado de una prueba de vestuario para la colonización de las Américas, esos proyectos forman las dos hebras que se entrelazan en la composición geopolítica y sociocultural de la
sociedad estadounidense. Las Cruzadas que se llevaron a cabo en la península ibérica (las actuales España y Portugal) y la expulsión de judíos y musulmanes fueron parte de un proceso que dio origen al núcleo ideológico del colonialismo moderno —la supremacía blanca— y a su justificación para llevar a cabo el genocidio. De las Cruzadas nació la ley papal de limpieza de sangre, y la Iglesia estableció la Inquisición para investigarla y determinarla. Antes de ella no se conocía en la Europa cristiana ni en ninguna otra parte del mundo, como ley o tabú, el concepto de raza biológica basado en la «sangre»[50]. A lo largo de varios siglos, en la España de dominio cristiano, al intensificarse la utilización de conversos y moriscos como chivos expiatorios, se popularizó la doctrina de la limpieza de sangre. Tuvo el efecto de otorgar privilegios psicológicos y, con el tiempo, legales a los «cristianos viejos», ricos y pobres, lo que borró las diferencias de clase entre la aristocracia terrateniente y los campesinos y pastores con escaso acceso a la tierra. Fuera cual fuese su condición económica, los «cristianos viejos» españoles tenían la posibilidad de identificarse con la nobleza. Como explica un historiador español: «La gente común miraba hacia arriba, con el deseo y la esperanza de ascender, y se dejaban seducir por ideales caballerescos: honor, dignidad, gloria y la vida noble»[51]. Lope de Vega, contemporáneo de Cervantes en el siglo XVI, escribió: «Soy un hombre, aunque de villana casta, limpio de sangre y jamás / de hebrea o mora manchada». Esta mentalidad que atraviesa las clases sociales también puede hallarse en la postura de los descendientes de los viejos colonos británicos en Norteamérica. Se trata, entonces, del primer caso de nivelación de clase basado en una similitud racial imaginada: el origen de la creencia en la supremacía blanca, ideología esencial de los proyectos coloniales en América y África. Como dijo Elie Wiesel en su famosa observación, fue en los primeros días del cristianismo cuando comenzó a construirse el camino hacia Auschwitz. El historiador David Stannard, en American Holocaust, advierte además de que el mismo camino condujo directamente al corazón de América[52]. La ideología de la supremacía blanca fue fundamental en la neutralización de los antagonismos de clase entre los sin tierra y los
terratenientes y en la distribución de tierras y propiedades confiscadas a los moros y judíos en Iberia, a los irlandeses en el Úlster, a los indígenas americanos y a los pueblos africanos. Gran Bretaña, que surgió como potencia colonial de ultramar un siglo después que España, absorbió de esta última aspectos del sistema de castas que pasaron a formar parte de sus racionalizaciones colonialistas, en particular, en lo que respecta a la esclavización de los africanos. Pero lo hizo en el contexto del protestantismo, según el cual un pueblo elegido debía fundar y erigir una Nueva Jerusalén. Es decir, los ingleses no solo adaptaron hábitos y experiencias de la colonización española, sino que tenían su propia experiencia pasada, que, de hecho, fue un imperialismo de ultramar. Durante la primera parte del siglo XVII, Inglaterra se dio a la conquista de Irlanda y declaró que en el norte había doscientas mil hectáreas disponibles para ocupar. Los que sirvieron a ese primer colonialismo de asentamiento provenían sobre todo del oeste de Escocia. Inglaterra ya había conquistado Gales y Escocia, pero nunca antes había intentado deshacerse de tantos indígenas y reemplazarlos por colonos como lo hizo en Irlanda. Hubo un ataque sistemático al antiguo sistema social irlandés, se prohibieron las canciones y música tradicionales, se exterminaron clanes completos, y a los que quedaron se los trató con brutalidad. Incluso intentaron establecer una reserva de «salvajes irlandeses». La colonización del Úlster fue, a la vez, la culminación de siglos de guerras intermitentes en Irlanda y la salida a esos conflictos. En el siglo XVII, el funcionario a cargo de la provincia irlandesa de Munster, sir Humphrey Gilbert, ordenó que: las cabezas de todos aquellos (del tipo que fueren) a los que durante el día se haya dado muerte deben cortarse de sus cuerpos y llevarse al sitio donde él [Gilbert] acampa durante la noche, y allí deben depositarse en el suelo a cada lado del camino que lleva a su tienda, para que nadie pueda entrar en ella por el motivo que fuere sin pasar por una fila de cabezas que utilizaba ad terrorem […]. [Traía] gran terror a las personas cuando estas veían las cabezas de sus padres, hermanos, hijos, familiares y amigos[53]. El Gobierno inglés pagó recompensas por las cabezas de irlandeses. Más tarde, solo pedían el cuero cabelludo o las orejas. Un siglo después, en Norteamérica se entregaban cabezas y cueros cabelludos de indígenas a
cambio de una recompensa. A pesar de que los irlandeses eran tan «blancos» como los ingleses, transformarlos en un «otro» extraño al que había que exterminar anunció lo que más tarde se considerarían prácticas racistas al aplicarse contra los pueblos indígenas de Norteamérica y los africanos. En esa coyuntura, tanto en las Cruzadas cristianas contra los musulmanes como en la invasión inglesa de Irlanda, se hace evidente la transición de las guerras religiosas a la modalidad de colonialismo genocida. A los irlandeses bajo dominio británico, ya bien entrado el siglo XX, aún se los consideraba biológicamente inferiores. A mediados del siglo XIX, influenciados por el darwinismo social, algunos científicos ingleses difundieron la teoría de que los irlandeses (y todas las personas de color) habían descendido de los monos, mientras que los ingleses descendían del «hombre», creado por Dios «a su imagen». Por lo tanto, estos últimos eran «ángeles» y los irlandeses (y otros pueblos colonizados) eran una especie inferior, a quienes el actual movimiento supremacista blanco de Estados Unidos Identidad Cristiana llama «la gente de barro», productos inferiores del proceso de evolución[54]. El mismo sir Humphrey Gilbert que había estado al mando de la colonización del Úlster estableció el primer asentamiento colonial inglés en Norteamérica, en Terranova, en el verano de 1583. En la antesala de la formación de Estados Unidos, el protestantismo perfeccionó de manera singular la creencia en la supremacía blanca como parte de su ideología político-religiosa. Narrativas terminales Según indica el actual consenso entre los historiadores, la transferencia masiva de tierras de manos indígenas a manos euroamericanas que tuvo lugar en las Américas después de 1492 no se debió tanto a la invasión, la guerra y la codicia material europeas, sino más bien a las bacterias que trajeron consigo los invasores involuntariamente. El historiador Colin Calloway es uno de los que ha propuesto la teoría: «Las enfermedades epidémicas habrían causado una despoblación masiva de las Américas, ya fueran ocasionadas por los invasores europeos o introducidas en sus propias casas por comerciantes nativos»[55]. Semejante afirmación
absolutista echa por tierra cualquier otro destino posible para los pueblos indígenas. El profesor Calloway es un historiador cuidadoso y muy respetado, que se especializa en pueblos indígenas de Norteamérica, pero en su conclusión expresa una suposición por defecto. El razonamiento por el que llega a tal suposición es ahistórico e ilógico, puesto que Europa misma perdió entre un tercio y la mitad de su población por causa de enfermedades infecciosas durante las pandemias medievales. Pero el carácter erróneo y ahistórico de esta visión consensual reside principalmente en que borra los efectos del colonialismo de asentamiento y sus antecedentes en la «Reconquista» española y en la conquista inglesa de Escocia, Irlanda y Gales. Para la época en que España, Portugal e Inglaterra llegaron para colonizar las Américas, los métodos con los que erradicaron pueblos o los sometieron a la dependencia y la servidumbre ya estaban arraigados y perfeccionados y eran efectivos. Si las enfermedades podían encargarse de semejante trabajo, no queda claro por qué los colonizadores europeos en América tuvieron que desatar guerras implacables contra las comunidades indígenas para obtener cada centímetro de la tierra que les quitaron: casi trescientos años de guerra colonial, seguidos por las guerras continuas libradas por las repúblicas independientes del hemisferio. Más allá de los desacuerdos sobre el tamaño de las poblaciones indígenas precoloniales, nadie duda del rápido descenso demográfico ocurrido en los siglos XVI y XVII, con sus variaciones temporales entre regiones, según el momento de comienzo de la conquista y colonización. Casi todas las áreas pobladas de las Américas se redujeron el 90 % tras el inicio de los proyectos colonizadores: las poblaciones indígenas, objetivo de estos proyectos, se redujeron de cien a diez millones de personas. Este suceso, referido por lo general como el desastre demográfico más extremo de la historia humana — planteado como algo natural—, rara vez era descrito como genocidio antes de que la aparición de los movimientos indígenas a mediados del siglo XX planteara sus cuestionamientos. El académico estadounidense Benjamin Keen reconoce que los
historiadores «aceptan de manera acrítica una explicación fatalista de “epidemia sumada a la falta de inmunidad adquirida” para dar cuenta de la reducción poblacional indígena, sin poner suficiente atención en los factores socioeconómicos […], que predisponían a los nativos a sucumbir incluso ante infecciones leves»[56]. Otros académicos están de acuerdo. El geógrafo William M. Denevan, si bien no ignora la existencia de enfermedades epidémicas, ha puesto el énfasis en el papel de la guerra, que reforzó el impacto letal de la enfermedad. Hubo enfrentamientos militares directos entre europeos y naciones indígenas, pero fueron más las ocasiones en que las potencias europeas enfrentaron a pueblos indígenas entre sí o a fracciones de una misma nación, en las que los aliados europeos ayudaban a uno o a ambos lados, como sucedió en la colonización de los pueblos de Irlanda, África y Asia. Denevan menciona a otros «asesinos», como la explotación en las minas, la frecuente matanza descarnada, la desnutrición e inanición como resultado del desbaratamiento de redes de comercio indígenas, pérdida de tierras y de la capacidad de producir alimentos de subsistencia, pérdida de la voluntad de vivir o reproducirse (y, por tanto, suicidio, aborto e infanticidio), deportación y esclavización[57]. El antropólogo Henry Dobyns ha llamado la atención sobre lo sucedido al interrumpirse las redes comerciales indígenas. Cuando las potencias colonizadoras tomaron el control de las rutas de comercio indígenas, los graves desabastecimientos resultantes —incluso de alimentos— debilitaron a las poblaciones y las obligaron a depender de los colonizadores, al tiempo que los productos manufacturados europeos reemplazaron los de origen indígena. Según los cálculos de Dobyns, cada cuatro años, los pueblos indígenas tenían uno de gran escasez de alimentos. En ese contexto, la introducción y el fomento del alcohol llevaron a las adicciones y la muerte; así se vio reforzado el desmoronamiento del orden y la responsabilidad social[58]. Estas realidades muestran que el mito de la «falta de inmunidad», también al alcohol, es pernicioso. El historiador Woodrow Wilson Borah se centró en el tema más general de la colonización europea, que también ocasionó despoblación en las islas del Pacífico, Australia, el oeste de América Central y África occidental[59]. Sherburne Cook —vinculado a Borah en la escuela revisionista de Berkeley, como se la llamaba— estudió el intento de destrucción de los indígenas de
California. Cook estima que hubo 2.245 muertes entre los pueblos del norte de California —los wintus, maidus, miwoks, omos, wappos y yokutes— durante los conflictos armados con los españoles a finales del siglo XVIII, mientras que unos cinco mil murieron por enfermedades y otros cuatro mil fueron trasladados a las misiones. Entre los mismos pueblos, en la segunda mitad del siglo XIX, las fuerzas armadas estadounidenses asesinaron a cuatro mil y las enfermedades mataron a otros seis mil. Entre 1852 y 1867, ciudadanos estadounidenses secuestraron a cuatro mil niños y niñas indígenas de esos grupos en California. La alteración de las estructuras sociales indígenas y la extrema necesidad económica obligaron a muchas mujeres a prostituirse en los yacimientos de oro, lo que minaba aún más los pocos vestigios de vida familiar que quedaban en estas sociedades matriarcales[60]. Los defensores de la postura estándar hacen hincapié en la atrición por enfermedad, a pesar de la existencia de otras causas tanto o más letales; y al hacerlo se niegan a aceptar que la colonización de América fue un plan genocida y no simplemente el trágico destino de poblaciones que no eran inmunes a las enfermedades. En el caso del Holocausto judío, nadie niega que murieran más judíos por inanición, trabajos forzados y enfermedades durante la encarcelación nazi que en las cámaras de gas; sin embargo, la creación y el mantenimiento de las condiciones que llevaron a esas muertes constituyen un genocidio sin lugar a dudas. El antropólogo Michael V. Wilcox pregunta: «¿Qué sucedería si los arqueólogos tuvieran que explicar la presencia actual de comunidades descendientes de indígenas quinientos años después de Colón, en lugar de su desaparición o marginalidad?». Wilcox insta a realizar un activo desmantelamiento de lo que llama «narrativas terminales», es decir, «versiones de la historia indígena que explican la ausencia, muerte cultural o desaparición de los pueblos indígenas»[61]. La fiebre del oro Buscando oro, Colón llegó a muchas de las islas del Caribe y las cartografió. Poco tiempo después, una decena de soldadosmercaderes hicieron lo propio con la costa atlántica desde las
provincias marítimas del norte de Canadá hasta el extremo más austral de América del Sur. De la península ibérica llegaban mercaderes, mercenarios, delincuentes y campesinos; se adueñaban de la tierra y los bienes de las poblaciones indígenas y declaraban que los territorios eran extensiones de los Estados español y portugués. Las monarquías confirmaban estos actos y la autoridad papal de la Iglesia católica romana los avalaba. En 1494 el Tratado de Tordesillas dividió el «Nuevo Mundo» entre España y Portugal con una línea trazada desde Groenlandia hacia el sur, a través de lo que hoy es Brasil. Se llamó «doctrina del descubrimiento» y otorgaba posesión a España de todo lo que se situara al oeste de esa línea, y a Portugal, de lo que estuviera al este. La historia es bien conocida. En 1492, Colón zarpó con tres embarcaciones en su primer viaje a petición de Fernando, rey de Aragón, e Isabel, reina de Castilla. El matrimonio de Fernando e Isabel, celebrado en 1469, había derivado en la unión de sus reinos, en lo que más tarde sería el núcleo del Estado español. Colón estableció una colonia de cuarenta hombres en «La Española» (actual República Dominicana y Haití) y regresó a España con esclavos indígenas y oro. En 1493, volvió al Caribe con diecisiete barcos, más de mil hombres y provisiones. Al llegar, se dio cuenta de que los habitantes indígenas habían asesinado uno tras otro a los hombres que dejó en su primer viaje. Después de establecer otro asentamiento, Colón regresó a España con cuatrocientos esclavos arawaks. Con siete barcos, volvió al Caribe en 1498 y llegó hasta la actual Venezuela; realizó un cuarto y último viaje en 1502, esta vez hasta la costa del Caribe de América Central. En 1513, Vasco Núñez de Balboa cruzó el istmo de Panamá y exploró la costa del Pacífico. Juan Ponce de León tomó posesión de la península de Florida en nombre de la Corona española en 1513. En 1521, después de un baño de sangre que duró tres años y del derrocamiento del Estado azteca, Hernán Cortés declara al actual México «la Nueva España». Al tiempo que Cortés aplastaba la resistencia mexicana, Fernando de Magallanes exploraba y trazaba un mapa de la costa atlántica del continente sudamericano, y más tarde se desatarían las guerras de España contra la nación inca de los Andes. En México y Perú,
los conquistadores confiscaron elaboradas piezas de arte y estatuas de oro y plata para fundirlas y utilizarlas como moneda. Durante el mismo periodo, los portugueses devastaron lo que hoy es Brasil y comenzaron a enviar millones de esclavos africanos a América del Sur: el inicio del lucrativo comercio transatlántico de esclavos. Las consecuencias de esta acumulación se manifestaron primero en la catástrofe que sufrieron los pequeños agricultores en Inglaterra y otras partes de Europa. Los campesinos pasaron a ser trabajadores pobres y dependientes, hacinados en los barrios urbanos precarios. Por primera vez en la historia de la humanidad, la mayoría de los europeos dependía para su supervivencia de una minoría rica, un fenómeno que el colonialismo de base capitalista extendería al resto del mundo. El símbolo de este nuevo desarrollo fue el oro, y también fue su moneda. La fiebre del oro impulsó las empresas colonizadoras, organizadas en una primera etapa para buscar el metal en bruto. Más tarde, la búsqueda se volvió más sofisticada: colonos y mercaderes establecían las condiciones necesarias para acaparar cuanto oro fuera posible. Así nació una ideología: la creencia en el valor intrínseco del oro a pesar de su relativa inutilidad real. Inversores, monarquías y parlamentarios diseñaban métodos para controlar el proceso de acumulación de riqueza y el poder que esta conllevaba, pero la ideología que daba sustento a la fiebre del oro movilizaba a los colonos a cruzar el Atlántico hacia un destino desconocido. Someter a sociedades y civilizaciones enteras, esclavizar países enteros y asesinar personas pueblo a pueblo no parecía un precio muy alto que pagar, ni se consideraba inhumano. Los sistemas de colonización fueron modernos y racionales, pero su base ideológica fue la locura.
03 El culto del pacto Porque toda la tierra que ves la daré a ti a tu descendencia para siempre. Génesis 13, 15 Estableceré un pacto contigo y con tu descendencia después de ti, de generación en generación: un pacto perpetuo, para ser tu Dios y el de tu descendencia después de ti. Génesis 17, 7 El mito de la prístina naturaleza salvaje Con el inicio del colonialismo en Norteamérica, se les quitó a los indígenas el control de la tierra; los bosques crecieron y se volvieron más densos, por lo que los colonos europeos que llegaron después no tenían conocimiento de cómo se había cultivado y esculpido el paisaje en el pasado. Los campos de maíz abandonados se llenaron de hierbas y arbustos. En Nueva Inglaterra los colonos talaron árboles hasta que el paisaje quedó casi desnudo[62]. Un geógrafo señala: «Por paradójico que parezca, no cabe duda de que había mucho más “bosque primario” en 1850 que en 1650»[63]. Por
otro lado, los angloamericanos que pudieron observar la gestión nativa del hábitat no comprendieron lo que veían. El capitán John Palliser, que viajó por las praderas en la década de 1850, se quejó del «desastroso hábito [de los indígenas] de prender fuego a la pradera por las razones más triviales y más que inútiles». En 1937, el naturalista de Harvard Hugh Raup afirmó que los «bosques abiertos como parques» sobre los que se escribió en el pasado habían sido «típicos de extensas áreas de Norteamérica desde tiempos remotos» y no podrían haber sido el resultado de prácticas humanas[64].
S
egún el mito fundacional de Estados Unidos, los colonizadores adquirieron una gran extensión de tierra habitada por grupos dispersos de pueblos ignorantes que casi no le daban ningún uso: afrenta imperdonable para la ética puritana del trabajo. Sin embargo, los registros históricos dejan claro que los europeos desplazaron con violencia a una extensa red de pequeñas y grandes naciones cuyos gobiernos, comercio, artes y ciencias, agricultura, tecnologías, teologías, filosofías e instituciones tenían un intrincado desarrollo, naciones que mantenían relaciones sofisticadas entre sí y con los ambientes que les daban sustento. A principios del siglo XVII, cuando los colonizadores británicos de Europa comenzaron a asentarse en Norteamérica, hacía ya mucho tiempo que gran parte de la población indígena había creado «un paisaje humanizado en casi todas partes», como explica William Denevan[65]. Los pueblos originarios habían establecido ciudades, granjas, construcciones monumentales de tierra y redes de caminos, además de haber constituido una gran variedad de gobiernos, algunos tan complejos como cualquier otro en el mundo. Habían inventado sofisticadas filosofías de gobierno, tradiciones de diplomacia y políticas de relaciones internacionales. Comerciaban utilizando caminos que atravesaban las masas continentales y los cursos de agua de las Américas. Es cierto que antes de la llegada de los europeos Norteamérica fue un «continente de pueblos», pero también lo fue de naciones y federaciones de naciones[66]. Muchos han señalado que de haber sido Norteamérica un territorio
salvaje, sin desarrollar, sin caminos ni cultivos, lo seguiría siendo hasta el presente, porque los colonizadores europeos no habrían podido sobrevivir. Estos se apropiaron de lo que ya habían creado las civilizaciones indígenas. Robaron tierras ya cultivadas, robaron el maíz, los vegetales, el tabaco y otros cultivos que llevó siglos domesticar, tomaron control de los «parques de ciervos» que las comunidades indígenas habían despejado y mantenido, utilizaron caminos y vías navegables existentes para desplazar sus ejércitos para la conquista y se valieron de indígenas capturados para identificar fuentes de agua, lechos de ostras y hierbas medicinales. El historiador Francis Jennings fue categórico cuando se refirió a lo que él llama el mito de que «América era una tierra virgen o silvestre habitada por no personas, llamadas salvajes»: Los exploradores e invasores europeos descubrieron una tierra habitada. Si en ese entonces hubiera sido naturaleza salvaje, es posible que aún lo siguiera siendo hoy, dado que en los siglos XVI y XVII Europa no tenía la tecnología ni el tipo de organización social necesarios para mantener, con sus propios recursos, colonias de avanzada a miles de kilómetros de casa. Incapaces de conquistar la verdadera naturaleza salvaje, los europeos eran muy competentes para conquistar otros pueblos, y eso es lo que hicieron. No se asentaron en tierra virgen: invadieron y desplazaron a la población local. Es un hecho tan simple que parece obvio[67]. La historia calvinista del origen Todos los Estados nación modernos afirman tener algún tipo de historia del origen que racionalizan y sobre la cual construyen su patriotismo o lealtad al Estado. Cuando los ciudadanos de los Estados modernos y sus antropólogos e historiadores ponen la mirada sobre lo que consideran sociedades «primitivas», identifican los «mitos fundacionales» de esas sociedades, historias pintorescas y simpáticas pero fantásticas, que no tienen sustento en la «realidad». Sin embargo, pareciera que muchos académicos estadounidenses no son capaces (o no quieren) someter el mito fundacional de su propio Estado nación al mismo escrutinio objetivo. Estados Unidos no es la única nación que ha forjado un mito fundacional, pero la mayoría
de sus ciudadanos creen que este es excepcional entre el resto de las naciones, y es esta ideología excepcionalista la que se utilizó para justificar la apropiación del continente y luego la dominación del resto del mundo. Se trata de uno de los pocos Estados que se han fundado sobre la base del pacto de la Torá hebrea o la versión cristiana tomada del Antiguo Testamento de la Biblia. Otros Estados basados en el pacto son Israel y la ahora extinta Sudáfrica del apartheid, ambos fundados en 1948[68]. Si bien los mitos fundacionales de estos tres Estados se basaron en las escrituras judeocristianas, no se fundaron como teocracias. Según los mitos, los ciudadanos fieles se han unido por voluntad propia y se juran mutuamente, y juran a su dios, formar y proteger una sociedad divina; a cambio, su dios les concede prosperidad en la Tierra Prometida. Las escrituras tuvieron una influencia generaliza en muchos de los pensadores sociales y políticos de Occidente, de cuyas ideas se alimentaron los fundadores de las primeras colonias británicas en Norteamérica. El historiador Donald Harman Akenson señala que «ciertas sociedades, en ciertas eras de su desarrollo» han recurrido a las escrituras en busca de una guía, y hace una comparación con el modo en que «el código genético humano opera psicológicamente. Es decir, este gran código, hasta cierto punto, ha determinado de manera directa qué iba a creer la gente, cuándo y qué harían»[69]. Dan Jacobson, un ciudadano de la Sudáfrica de dominio bóer, de padres inmigrantes, observa lo siguiente: al igual que los israelitas, y sus compañeros calvinistas en Nueva Inglaterra, [los bóeres] creían que habían sido escogidos por su dios para recorrer la naturaleza salvaje, encontrarse con los paganos y derrotarlos, y en su nombre ocupar una tierra prometida […]. Nunca los abandonó la conciencia de haber sido convocados por decreto divino para llevar a cabo la ineludible tarea histórica, y esta contribuyó tanto a su fortaleza como a su debilidad[70]. Los fundadores de las primeras colonias norteamericanas y, más tarde, de Estados Unidos tenían un sentimiento similar: ser depositarios de una oportunidad providencial para hacer historia. De hecho, como nos recuerda
Akenson, «es de las escrituras de donde la sociedad occidental ha aprendido a pensar históricamente». Según la ideología del pacto, el momento clave de la historia «está relacionado con ganarle “la Tierra” a las fuerzas extrañas y realmente malignas»[71]. El principal conducto hacia las escrituras hebreas y la ideología del pacto para los cristianos europeos fue Juan Calvino, el reformista religioso francés cuyas enseñanzas coincidieron con la llegada de la invasión europea y la colonización de las Américas. Los puritanos tomaron elementos de la ideología calvinista para fundar la llamada colonia de la bahía de Massachusetts, como hicieron los colonos calvinistas del cabo de Buena Esperanza cuando fundaron su colonia en Sudáfrica durante el mismo periodo. El calvinismo fue un movimiento cristiano protestante con un componente político separatista muy fuerte. De acuerdo con la doctrina de la predestinación, Calvino enseñó que el libre albedrío humano no existía. Algunos individuos reciben la «llamada» de Dios y están entre los «elegidos». Por lo tanto, la salvación no tiene nada que ver con las propias acciones: uno nace como parte de los elegidos o no, según la voluntad de Dios. Si bien los individuos no podían saber con certeza si eran parte de los elegidos, se consideraba que una evidente buena fortuna, sobre todo la riqueza material, era manifestación de pertenencia; por el contrario, la mala fortuna o pobreza, por no mencionar la piel oscura, eran signos de maldición. Akenson explica: «El atractivo de semejante doctrina para un grupo de colonizadores invasores […] es obvio, dado que uno podía determinar sin problemas que los nativos eran invariablemente profanos y malditos y que uno mismo estaba predestinado a la virtud»[72]. Puesto que otro signo de la justificación era la capacidad de un individuo de acatar las leyes de una sociedad bien organizada, Calvino predicó la obligación de los ciudadanos de obedecer a la autoridad legítima. En realidad, deben hacerlo incluso cuando esta recae sobre líderes malos (uno de los orígenes del dicho My country right or wrong [Bien o mal, es mi país]). Calvino condujo a los hugonotes por la frontera hacia Ginebra, tomó el control político de la ciudad-Estado y la declaró república en 1541. El Estado calvinista promulgó estatutos detallados que regían cada aspecto de la vida y designó funcionarios para hacerlos cumplir. Las leyes reflejaban la
interpretación calvinista del Antiguo Testamento; se obligaba a los disidentes a abandonar la república, y algunos incluso fueron torturados y ejecutados. Si bien para muchos ciudadanos estadounidenses la Constitución de su país representa un pacto con Dios, el mito fundacional de la nación se remonta al acuerdo llamado Pacto del Mayflower, el primer documento de gobierno de la colonia de Plymouth, nombrado así por el barco que llevó a unos cien pasajeros a lo que hoy es Cape Cod (Massachusetts) en noviembre de 1620. De los «peregrinos», todos hombres, cuarenta y uno escribieron y firmaron el documento. Invocando el nombre de Dios y declarándose leales súbditos del rey, los signatarios anunciaron que habían viajado a «Virginia», así llamaron los ingleses a la costa este de Norteamérica, «para establecer la Primera Colonia» y, por lo tanto, «pactar y combinarnos en un Cuerpo Político Civil» para ser gobernados por «leyes justas e igualitarias» promulgadas «por el bien general de la Colonia, hacia la cual prometemos la debida sumisión y obediencia». Los primeros colonos de la bahía de Massachusetts, fundada en 1630, adoptaron un sello oficial diseñado en Inglaterra antes de su viaje. La imagen central muestra a un indígena casi desnudo que sostiene un arco y una flecha endebles, inofensivos, y lleva inscrita la súplica: «Ven y ayúdanos»[73]. Casi trescientos años después, el sello oficial de los veteranos del Ejército estadounidense durante la «guerra hispano-estadounidense» (la invasión y ocupación de Puerto Rico, Cuba y las Filipinas) mostraba a una mujer desnuda postrada ante un soldado armado y un marinero y, detrás de ellos, un navío de guerra estadounidense. Se podría rastrear este tópico altruista recurrente desde aquel entonces hasta los comienzos de nuestro siglo XXI, cuando Estados Unidos aún invade países con la excusa de rescatarlos. En otros Estados constitucionales modernos, las constituciones van y vienen, y nunca se las considera sagradas con la misma vehemencia con la que los patriotas ciudadanos estadounidenses veneran la suya. Gran Bretaña no tiene una Constitución escrita; puede decirse que la Carta Magna se acerca a ello, pero no refleja el espíritu de un pacto. No fue de los ingleses de quienes los ciudadanos estadounidenses heredaron ese tipo de apego a la Constitución que se asemeja a un culto. Desde los peregrinos a los fundadores de Estados Unidos, e incluso hasta el presente, la persistencia cultural de la idea del pacto
y, por tanto, los cimientos del patriotismo estadounidense representan una desviación de la tendencia dominante en el desarrollo de las identidades nacionales. Puede decirse que el nacimiento del Estado de Israel en 1948 y el advenimiento del Partido Nacional en Sudáfrica fueron imitaciones de la fundación de Estados Unidos; no cabe duda de que muchos estadounidenses se identifican fuertemente con el Estado de Israel, como lo hicieron con el Gobierno afrikáner en Sudáfrica. Los políticos y ciudadanos patriotas de Estados Unidos se enorgullecen del «excepcionalismo». Los historiadores y teóricos del derecho caracterizan el modo de gobernar y el imperio estadounidenses como propios de una «nación de leyes» —en lugar de una dominada por una clase particular o grupo de intereses—, como si se tratara de una especie de santidad. La Constitución de Estados Unidos, el Pacto del Mayflower, la Declaración de la Independencia, los escritos de los «padres fundadores», el discurso de Gettysburg de Lincoln, el juramento de lealtad a la bandera (Pledge of Allegiance) e incluso el «Yo tengo un sueño», de Martin Luther King, todos se integran al pacto como documentos sagrados que expresan la religión oficial de Estados Unidos. Un aspecto de lo anterior se ha expresado con más visibilidad a comienzos del siglo XXI: la presión en favor de las armas, basada en la santidad de la Segunda Enmienda de la Constitución. En la primera línea de defensa de la Segunda Enmienda están los descendientes de los viejos colonos que dicen que representan al «pueblo» y tienen el derecho de portar armas para derrocar a cualquier Gobierno que a su juicio no respete el pacto divino. En un paralelismo con la idea de la Constitución de Estados Unidos como pacto, políticos, periodistas, maestros e incluso historiadores profesionales recitan, como si fuera un mantra, que Estados Unidos es una «nación de inmigrantes». Desde sus inicios, el país ha recibido —y en ocasiones solicitado y hasta sobornado— a inmigrantes para repoblar territorios que habían sido «depurados» de habitantes indígenas. Desde mediados del siglo XIX, se reclutó a inmigrantes para trabajar en las minas, arrasar bosques, construir canales y vías de ferrocarril y para explotarlos en fábricas y campos de cultivo comerciales. A finales del siglo XX, se reclutó a trabajadores técnicos y médicos. Los requisitos para obtener la ciudadanía
eran sencillos: adherirse al pacto sagrado a través del juramento de ciudadanía, prometer lealtad a la bandera y considerar a todo aquel que esté por fuera del pacto un enemigo o potencial enemigo del excepcional país que los ha adoptado, a menudo tras haber escapado del hambre, la guerra o la represión, que a su vez solían ser consecuencia del militarismo o las sanciones económicas estadounidenses. Sin embargo, por mucho que los inmigrantes se esfuercen para demostrar que son igual de trabajadores y patriotas que los descendientes de los colonos originales, y a pesar de la retórica de «E pluribus unum», continúan siendo sospechosos. La vieja guardia ante quienes se los juzga inferiores incluye no solo a los que pelearon en la guerra por la independencia de Inglaterra, que duró quince años, sino también, y esto quizás sea más importante aún, a los que pelearon y derramaron sangre (indígena) antes y después de la independencia para hacerse con tierras. Estos son los descendientes de los peregrinos ingleses, de los escoceses, escocesesirlandeses y hugonotes —todos calvinistas que tomaron las tierras otorgadas a ellos mediante el pacto sagrado, que precede a la creación de Estados Unidos como país independiente—. Fueron esos los colonos que se abrieron camino por los montes Apalaches hacia el fértil valle del Ohio, y fueron ellos quienes ofrendaron sacrificios sangrientos para su país. Para ser aceptados, los inmigrantes deben demostrar fidelidad al pacto y lo que este representa. El colonialismo de asentamiento y los escoceses del Úlster El principal grupo de colonos de frontera eran los escoceses del Úlster, también llamados escoceses-irlandeses o Scotch-Irish, como se autodenominaban[74]. Por lo general, los descendientes de estos escoceses-irlandeses dicen que sus ancestros llegaron a las colonias británicas desde Irlanda, pero el viaje tuvo más vueltas. Los escoceses-irlandeses eran protestantes de Escocia a los que habían reclutado los ingleses para colonizar seis condados en la provincia del Úlster, en el norte de Irlanda. Los ingleses les habían quitado a los irlandeses esas doscientas mil hectáreas a comienzos del siglo XVII y habían desalojado a los agricultores indígenas irlandeses que las ocupaban para ponerlas a disposición de los colonos, bajo
protección inglesa. Esto coincidió con el establecimiento de dos colonias inglesas en la costa atlántica de Norteamérica y con el inicio del colonialismo de asentamiento en esa región. Esos primeros colonos provenían en su mayoría de las Tierras Bajas escocesas. Escocia misma, junto con Gales, había sido una muesca más en el cinturón colonial de Inglaterra antes que Irlanda. La colonización británica del norte de Irlanda había presagiado la de las tierras indígenas en Norteamérica. Para el año 1630, los nuevos colonos del Úlster —veintiún mil británicos, entre ellos, algunos galeses, y 150.000 escoceses de las Tierras Bajas— superaban en número a los colonos británicos asentados en toda Norteamérica en la misma época. En 1641, los indígenas de Irlanda se rebelaron y mataron a diez mil colonos; aun así, los colonos escoceses protestantes continuaron llegando a raudales, y eran mayoría en algunas áreas que habían sido de dominio irlandés. Llevaron consigo la ideología calvinista del pacto, desarrollada por el escocés John Knox. Más tarde, John Locke, también escocés, secularizaría la idea del pacto para transformarla en un «contrato», el contrato social, mediante el cual los individuos sacrifican su libertad solo por consenso. El sistema económico estadounidense, ejemplo nocivamente efectivo de lo anterior, se basó en las teorías de Locke[75]. Así fue como los escoceses del Úlster se habían convertido en avezados colonialistas antes de engrosar las filas de colonos que llegarían en cantidades a las colonias británicas en Norteamérica a principios del siglo XVIII, muchos a trabajar bajo contrato de servidumbre. Antes de cruzarse con los indígenas americanos, los colonos del Úlster habían perfeccionado la técnica de arrancar el cuero cabelludo a las víctimas indígenas a cambio de una recompensa. Como muestran este capítulo y el siguiente, los escoceses-irlandeses fueron los soldados de infantería en la construcción del Imperio británico, y ellos y sus descendientes, las fuerzas de choque en el «movimiento hacia el oeste» norteamericano, es decir, la expansión del imperio continental estadounidense y la colonización de sus habitantes. En cuanto que calvinistas (en su mayoría
presbiterianos), contribuyeron al calvinismo de los primeros colonos puritanos y lo transformaron en la particular ideología de la clase colonizadora estadounidense[76]. En lo que fue una de las grandes migraciones de la historia, casi 250.000 escoceses-irlandeses abandonaron el Úlster para dirigirse a la Norteamérica británica entre 1717 y 1775. Si bien algunos lo hicieron por motivos religiosos, la mayoría habían perdido la batalla contra las políticas británicas en Irlanda, que dejaron en la ruina las industrias de la lana y el lino. Una prolongada sequía hizo que los malos tiempos empeoraran y entonces los colonos levaron anclas y cruzaron el Atlántico. Esta historia se repetiría una y otra vez en las expediciones de los colonos a Norteamérica; la mayoría de los migrantes terminarían siendo los perdedores sin tierra en el juego de Monopoly que fue el colonialismo de asentamiento europeo. La mayoría de los escoceses del Úlster eran pobres y tuvieron que firmar contratos de servidumbre para pagar su pasaje a Norteamérica. Una vez allí, se desempeñaron principalmente como colonos soldados. La mayoría desembarcaron en Pensilvania, pero luego migraron en grandes cantidades a las colonias del sur y otras zonas más alejadas, es decir, la frontera oeste de las colonias, donde ocuparon tierras indígenas no cedidas. Los escocesesirlandeses predominaron entre los colonos de frontera de ascendencia inglesa y alemana. Aunque la mayoría siguió pobre y sin tierras, algunos se convirtieron en mercaderes y dueños de plantaciones con mano de obra esclava, además de adquirir poder político. Diecisiete presidentes de Estados Unidos han tenido linaje escocés-irlandés, desde Andrew Jackson, fundador del Partido Demócrata, a Ronald Reagan, los Bush, Bill Clinton y Barack Obama por parte materna. Theodore Roosevelt describía a sus ancestros escoceses-irlandeses como «un pueblo severo, viril, audaz y resistente que formó el núcleo principal de aquel grupo de estadounidenses que fueron los pioneros de nuestro pueblo en la marcha hacia el oeste»[77]. Tal vez el hecho de que los escoceses-irlandeses hayan sido presidentes, educadores y empresarios tiene tanta incidencia como el hecho de haber engendrado un conjunto de valores individualistas importantes que incluían la santidad vinculada a la gloria que suponía la guerra. Integraron los cuerpos de oficiales y fueron soldados del ejército regular, además de conformar las milicias de
frontera que despejaban las áreas para su ocupación exterminando a los agricultores indígenas y destruyendo sus ciudades. En la guerra de los Siete Años, entre los británicos y los franceses (17541763), se combatió en Europa y en Norteamérica; en esta última, los colonizadores británicos la llamaron «guerra francesa e india» porque se trataba sobre todo de una guerra británica contra los pueblos indígenas, que en algunos casos establecieron alianzas con los franceses. Las milicias coloniales británicas estaban integradas mayormente por colonos de frontera de origen escocés-irlandés que buscaban tener acceso a tierras indígenas cultivables en la región del valle del Ohio. En el momento de la independencia de Estados Unidos, los escoceses del Úlster representaban el 15 % de la población de las trece colonias y la mayoría estaban agrupados en las áreas más lejanas. Durante la guerra de independencia de los colonos contra Gran Bretaña, la mayoría de los que habían emigrado directamente desde Escocia se mantuvieron fieles a la Corona británica y pelearon en su bando. Por el contrario, los escoceses-irlandeses integraron la primera línea de lucha por la independencia y fueron la columna vertebral de las fuerzas militares de Washington. La mayoría de los nombres de soldados en Valley Forge, sitio del campamento de las fuerzas continentales en Pensilvania, eran de origen escocés-irlandés. Se consideraban a sí mismos, como lo hacen sus descendientes, los verdaderos y auténticos patriotas: los que derramaron ríos de sangre para garantizar la independencia y hacerse con tierras indígenas adquiriendo derechos de sangre a ellas a medida que dejaban sus huellas sangrientas en todo el continente[78]. Durante las dos últimas décadas del siglo XVIII, primeras y segundas generaciones de escoceses-irlandeses siguieron trasladándose al oeste, hacia la región del valle del Ohio, Virginia Occidental, Kentucky y Tennessee. Fueron el mayor grupo étnico de la migración hacia el oeste y mantuvieron muchas de sus costumbres. Solían trasladarse tres o cuatro veces, adquirían y perdían la tierra antes de establecerse al menos de manera más o menos permanente. La inmensa mayoría eran agricultores, en lugar de exploradores o comerciantes de pieles. Despejaban los bosques, construían cabañas de troncos y mataban indígenas; formaban así una pared humana de colonización para el nuevo Estados Unidos y en época de guerra empleaban
con destreza sus habilidades de combate. El historiador Carl Degler escribe que «estos calvinistas resistentes y temerosos de Dios se convirtieron en un auténtico escudo humano de la civilización colonial»[79]. En el capítulo siguiente se explora el tipo de guerra contrainsurgente que perfeccionaron, que luego constituiría la base del militarismo estadounidense del siglo XXI. En poco tiempo, la religión calvinista de los escoceses-irlandeses, el presbiterianismo, quedó en segundo lugar en cantidad de fieles, solo detrás de la Iglesia congregacional de Nueva Inglaterra. Pero en la frontera menguó la devoción de los escoceses-irlandeses por la Iglesia presbiteriana formal. Nuevas ramificaciones evangélicas remodelaron las doctrinas calvinistas para descentralizar y eliminar la jerarquía presbiteriana. Si bien siguieron considerándose un pueblo elegido por el pacto y al que Dios había ordenado adentrarse en tierras salvajes para construir la nueva Israel, los escocesesirlandeses también se vieron a sí mismos, como lo hacen sus descendientes, como los verdaderos patriotas, con derecho a la tierra gracias a su sacrificio sangriento. De tierra sagrada a bienes raíces La tierra adquirida en Norteamérica gracias a un baño de sangre no necesariamente era concebida en términos de parcelas individuales de una finca que pasarían de generación en generación. En casi todas las generaciones, la mayoría de los colonos que peleaban por ella luego seguían desplazándose. En el sur, muchos perdieron sus propiedades a manos de las compañías de tierras que luego se las vendían a terratenientes que buscaban incrementar el tamaño de sus plantaciones con mano de obra esclava. Sin el trabajo no remunerado de los africanos esclavizados, un agricultor que tenía cultivos comerciales no podía competir en el mercado. Una vez en manos de los colonos, la tierra ya no era sagrada, como había sido para los indígenas, sino que se convertía en propiedad privada, un producto básico que podía comprarse y venderse, y cada hombre se convertía en posible rey o, al menos, en posible rico. Más tarde, cuando los angloestadounidenses ya habían ocupado y urbanizado
gran parte del continente, esta búsqueda de tierra y la santidad de la propiedad privada quedaron reducidas a una parcela con una casa en ella, y la «tierra» pasó a ser el país, la bandera, las fuerzas armadas, tal como versa la frase «la tierra de los libres» en el himno nacional o la canción «This Land Is Your Land», de Woody Guthrie. Se dice que quienes murieron luchando en guerras en el extranjero han sacrificado su vida para proteger «esta tierra», la que los viejos colonos habían adquirido derramando sangre. Pero sucede que la sangre fue mayoritariamente indígena. Aquellos fueron los colonos en los que luego se basaron los mitos nacionales, la carne de cañón, tarde o temprano descartable, usada para apropiarse de la tierra y el continente; los soldados de infantería del imperio; el yeoman farmer, pequeño agricultor propietario de tierras, descrito con romanticismo por Thomas Jefferson. No pertenecían a la clase dominante, aunque algunos lograron colarse y luego fueron incluidos por la clase poderosa como funcionarios electos y oficiales del Ejército, con lo cual se mantenía la fachada de una sociedad sin clases y un imperio democrático. Los fundadores fueron patricios ingleses, dueños de esclavos, importantes barones terratenientes o, en su defecto, exitosos empresarios que dependían del comercio de esclavos y las mercancías de exportación producidas por africanos esclavizados y de la venta de propiedades. Cuando la clase dominante aceptaba a los descendientes de los colonos, la gran mayoría presbiterianos o protestantes calvinistas, estos solían convertirse en episcopalianos, miembros de una Iglesia de elite vinculada a la Iglesia estatal de Inglaterra. Al estudiar las acciones sangrientas llevadas a cabo por los colonos para adquirir y conservar la tierra, la clase social es un elemento clave.
04 Huellas sangrientas Durante los primeros doscientos años de nuestro legado militar, los estadounidenses dependieron de artes de guerra que los soldados profesionales contemporáneos a ellos supuestamente aborrecían: arrasar y destruir aldeas y campos del enemigo; asesinar a mujeres y niños; asediar asentamientos para tomar cautivos; intimidar y brutalizar a enemigos no combatientes; asesinar líderes enemigos […]. En las guerras de frontera que tuvieron lugar entre 1607 y 1814, los estadounidenses forjaron dos elementos nuevos —la guerra ilimitada y la guerra irregular— respecto a su primer modo de hacer la guerra. JOHN GRENIER, The First Way of War[80]
A
días del asesinato de Osama bin Laden, el 2 de mayo de 2011, se dio a conocer que el grupo SEAL de la Marina, encargado de ejecutar la misión, había nombrado a su objetivo con el código «Gerónimo»[81]. En un informe del New York Daily News del 4 de mayo se comentaba: «Junto con las
imágenes ocultas del cadáver de Osama bin Laden y las dudas acerca de cuánto sabía Pakistán, uno de los misterios más grandes de la misión encubierta es por qué los agentes de inteligencia nombraron a su objetivo con el código “Gerónimo”». La elección del nombre no era un misterio para el Ejército, que también utiliza el término «Territorio Indio» (Indian Country) para designar territorio enemigo e identifica a sus máquinas de matar y sus operativos con nombres como UH-1B/C Iroqués, OH-58D Kiowa, OV-1 Mohawk, OH-6 Cayuse, AH-64 Apache, S-58/H-34 Choctaw, UH-60 Black Hawk (Halcón Negro), Thunderbird (Pájaro del Trueno) y Rolling Thunder (Trueno Rodante). Este último es el nombre militar dado al implacable bombardeo de saturación contra los campesinos vietnamitas a mediados de la década de 1960. Hay muchos otros ejemplos actuales y recientes de la persistencia de las sensibilidades colonialistas e imperialistas en el núcleo de una fuerza armada cuya base se remonta a las guerras desatadas contra las naciones y comunidades indígenas de Norteamérica. El 19 de febrero de 1991, el general de brigada Richard Neal, al informar a los periodistas en Riad (Arabia Saudí), afirmó que el Ejército estadounidense quería asegurarse una rápida victoria una vez que hubiera comprometido sus fuerzas terrestres en el «Territorio Indio». Al día siguiente, en un comunicado de protesta poco difundido, el Congreso Nacional de Indígenas Estadounidenses señaló que quince mil indígenas estaban prestando servicio en las tropas de combate desplegadas en el golfo Pérsico. Ni Neal ni ninguna otra autoridad militar se disculparon por el comunicado. El término «Territorio Indio» en casos como estos no es simplemente una expresión racista insensible y de mal gusto, dicha como de paso para referirse al enemigo. Antes bien, se trata de un término militar técnico, al igual que «daño colateral» o «artillería», que figura en manuales de instrucción militar y se utiliza regularmente con el sentido de «tras las líneas enemigas» y suele abreviarse como In Country. Este uso remite a los orígenes y el desarrollo de las fuerzas armadas estadounidenses, así como a la naturaleza de la historia política y social de Estados Unidos como proyecto colonialista. «Territorio Indio» es además un término legal que identifica la jurisdicción indígena bajo legislación colonial estadounidense, pero también es una importante herramienta para las naciones originarias en el momento de mantener y
ampliar sus bases territoriales en el proceso de descolonización. «Territorio Indio» como término jurídico incluye no solo las reservas reconocidas a nivel federal, sino también las reservas informales, las comunidades nativas dependientes, las parcelas y las tierras especialmente designadas[82]. Las raíces del genocidio En el libro The First Way of War: American War Making on the Frontier, 1607-1814, el historiador militar John Grenier ofrece un análisis indispensable de la guerra colonial contra los pueblos indígenas de los territorios norteamericanos reclamados por Gran Bretaña. El tipo de guerra diseñado y puesto en práctica mayormente por los colonos fue la base de la ideología fundacional y la estrategia militar colonialista del Estados Unidos independiente, una concepción de la guerra que continúa vigente en el siglo XXI[83]. Grenier explica que inició su estudio con el objetivo de rastrear las raíces históricas del uso de la guerra ilimitada por parte de Estados Unidos, un tipo de guerra que busca destruir la voluntad del enemigo y su capacidad de resistir utilizando todos los medios necesarios, pero sobre todo atacando a los civiles y sus sistemas de apoyo, como el suministro de alimentos. Denominada en la actualidad «operaciones especiales» o «conflicto de baja intensidad», ese tipo de guerra fue puesta en marcha por primera vez por las milicias coloniales contra las comunidades indígenas en Virginia y Massachusetts. Estas fuerzas irregulares, compuestas por colonos, buscaban quebrar cada aspecto de la resistencia y al mismo tiempo obtener información mediante la exploración del terreno y la toma de prisioneros. Lo hacían destruyendo aldeas y campos indígenas e intimidando a poblaciones enemigas no combatientes[84]. Grenier analiza el desarrollo del modo estadounidense de hacer la guerra desde 1607 hasta 1814, periodo en el que se forjó el Ejército de ese país, hasta su reproducción y desarrollo en el presente. El historiador estadounidense
Bernard Bailyn llama «bárbaro» a este periodo y lo describe como un «conflicto de civilizaciones», pero Bailyn representa a las civilizaciones indígenas como «merodeadores» de los que los colonos europeos debían deshacerse[85]. De este periodo formativo, sostiene Grenier, surgieron las características problemáticas del modo estadounidense de hacer la guerra y, por lo tanto, las características de su civilización, que pocos historiadores han reconocido. Al comienzo, los colonos anglos organizaron unidades de combate irregulares para atacar brutalmente y destruir a mujeres, niños y ancianos indígenas desarmados utilizando una violencia ilimitada en ataques constantes. Durante casi dos siglos de colonización británica, generaciones de colonos, en su mayoría agricultores, acumularon experiencia como Indian fighters [combatientes de indígenas] fuera de cualquier tipo de institución militar. Pudiera parecer que el conflicto anglofrancés fue el factor dominante de la colonización europea en Norteamérica durante el siglo XVIII, pero mientras en Europa grandes ejércitos regulares peleaban por objetivos geopolíticos, los colonos anglosajones en Norteamérica desataban una guerra irregular sangrienta contra las comunidades indígenas. Gran parte de los enfrentamientos que hubo durante los quince años que duró la guerra de los colonos por la independencia, sobre todo en la región del valle del Ohio y el oeste de Nueva York, se dirigió contra los indígenas que resistieron porque estos se dieron cuenta de que no les convenía tener un enemigo cercano compuesto por colonos con un Gobierno independiente, sino uno remoto en Gran Bretaña. Tampoco el Ejército estadounidense en ciernes de la década de 1790 llevó adelante operaciones típicas de las guerras entre Estados que se desataban en Europa en esa época. La guerra irregular fue el método utilizado para la conquista del valle del Ohio y el valle del Misisipi, incluso después de la fundación del Ejército profesional estadounidense en la década de 1810. Desde ese entonces, señala Grenier, los métodos irregulares se emplearon junto con operaciones de fuerzas armadas regulares. La principal característica de la guerra irregular es el uso de la extrema violencia contra civiles; en este caso, el objetivo era aniquilar por completo a la población indígena. Como comenta Grenier: «En los casos en los que existía una igualdad de poder aproximada e incluso los indígenas parecían
dominar la situación —como sucedió en casi todas las guerras de frontera hasta la primera década del siglo XIX—, [los colonos] estadounidenses no dudaban en recurrir a una violencia exagerada»[86]. Muchos de los historiadores que reconocen la excepcional violencia colonial unilateral la atribuyen al racismo. Grenier sostiene que en lugar de ser el racismo el que llevaba a la violencia, sucedía lo contrario: el impulso incontrolable de la violencia extrema de la guerra ilimitada era el combustible del odio. El autor argumenta: «Sucesivas generaciones de estadounidenses, tanto soldados como civiles, hicieron de la matanza de hombres, mujeres y niños indígenas un elemento distintivo de su primera tradición militar y, por ende, parte de una identidad estadounidense compartida. De hecho, solo una vez que los ciudadanos del siglo XVII y comienzos del XVIII hicieron del primer tipo de guerra un elemento fundamental del ser estadounidense, las generaciones siguientes de “aborrecedores de indios”, hombres como Andrew Jackson, convirtieron las guerras indias en guerras de raza». Por aquel entonces, las aldeas, tierras cultivables, poblados indígenas y sus naciones enteras constituyeron la única barrera a la total libertad de los colonos de adquirir tierra y riquezas. Una vez más, los colonos eligieron sus propios medios de conquista. A esos combatientes se los considera a menudo héroes valientes, pero asesinar a mujeres, niños y ancianos desarmados y quemar sus casas y campos no requiere de coraje ni sacrificio algunos. Así sucedió desde el establecimiento de las primeras colonias británicas en Norteamérica. Entre los primeros líderes de aquellas empresas se encontraban militares —mercenarios— que traían consigo experiencias de guerra adquiridas en las Cruzadas británicas imperialistas y antimusulmanas. Aquellos que formaron y encabezaron los primeros ejércitos coloniales, como John Smith en Virginia, Myles Standish en Plymouth, John Mason en Connecticut y John Underhill en Massachusetts, habían luchado en las encarnizadas, brutales y sangrientas guerras religiosas de Europa que se llevaron a cabo al mismo tiempo que los primeros asentamientos. Tenían una vasta práctica de incendio de poblados y campos y de asesinato de poblaciones desarmadas vulnerables. En palabras de Grenier: «Trágicamente para los pueblos indios de la costa este, los mercenarios emplearon un tipo de guerra similar durante las primeras épocas en Virginia y Nueva Inglaterra»[87].
Los colonos parásitos establecen la colonia de Virginia Los primeros colonos de Jamestown no tenían una vía de abastecimiento y no pudieron o no tuvieron la voluntad de cultivar la tierra ni cazar para su propio sustento. Decidieron que obligarían a los agricultores de la Confederación Powhatan —unas treinta entidades políticas— a proveerles de alimentos. El líder militar de Jamestown, John Smith, amenazó con matar a todas las mujeres y los niños si los jefes powhatans no alimentaban ni vestían a los colonos, además de darles tierras y proporcionar mano de obra. El líder de la confederación, Wahunsonacock, suplicó a los invasores: ¿Por qué tomas por la fuerza lo que podrías obtener con amor? ¿Por qué nos destruyes si te hemos dado alimento? ¿Qué puedes obtener mediante la guerra? […]. ¿Cuál es la causa de tu envidia? Nos ves desarmados, y estaríamos dispuestos a satisfacer tus pedidos si vinieras amistosamente y no con espadas y armas, como para invadir a un enemigo[88]. La amenaza de Smith se cumplió: en agosto de 1609 comenzó la guerra contra los powhatans y su destrucción se convirtió en el orden del día. La guerra se estiró un año hasta que el gobernador inglés Thomas Gage ordenó a las fuerzas movilizadas por George Percy, un mercenario que había combatido en los Países Bajos, que «tomaran venganza» y destruyeran a la población indígena. En su informe posterior al ataque, Percy se deleitaba con los espeluznantes detalles de la matanza de todos los niños y niñas. A pesar de las tácticas de los colonos para aterrorizarlos, los powhatans lograron proteger sus graneros y obligar a los colonos de Jamestown a guarecerse en sus fuertes coloniales[89]. Mientras tanto, los powhatans organizaron una confederación más fuerte. En 1622 atacaron todos los asentamientos ingleses sobre el río James; el saldo fue de trescientos cincuenta muertos: un tercio de los colonos. Incapaces de eliminar a la población indígena por la fuerza de las armas, los colonizadores recurrieron a lo que Grenier denomina «extinción de alimentos» [feedfight]: la destrucción sistemática de todos los recursos agrícolas indígenas[90]. Doce años más tarde se desató otro conflicto aún
mayor, la guerra de Tidewater (1644-1646). Más que una guerra, fue un enfrentamiento en el que los colonos asediaban constantemente las aldeas y los campos indígenas para hambrear a la población y que tuviera que dejar la zona. Le siguieron tres décadas de paz, por lo cual los colonos infirieron que la guerra total y la expulsión de los indígenas habían dado resultado. Las pocas familias que quedaron en el este de Virginia estaban bajo dominio absoluto de los ingleses. Quedaba claro, según comenta Grenier, que «los ingleses tolerarían a los indios en sus asentamientos o cerca de estos siempre y cuando no los vieran ni los oyeran»[91]. Ante la falta de recursos alimentarios y mano de obra indígena, los colonos introdujeron esclavos africanos y europeos con contrato de servidumbre para que se encargaran del trabajo. Para el año 1676, la población de colonos de Virginia había crecido vertiginosamente y los tabacaleros ingleses comenzaron a avanzar sobre las tierras del pueblo susquehannok. Cuando estos resistieron, comenzó una guerra que terminaría mal para los ingleses. En 1676, la Cámara de los Ciudadanos de Virginia formó una fuerza montada de ciento veinticinco hombres para recorrer un grupo particular de aldeas indígenas y así derrotar la resistencia susquehannock[92]. Ese fue el contexto inmediato de la llamada Rebelión de Bacon, adorada por los historiadores estadounidenses populistas y los que rastrean el inicio de la servidumbre racializada en las colonias británicas. La rebelión sucedió cuando los colonos agricultores anglosajones y sus sirvientes sin tierra —anglosajones y africanos— emprendieron por cuenta propia el asesinato de agricultores indígenas para quitarles sus tierras. Sin duda, los dueños de las plantaciones que gobernaban la colonia estaban preocupados por la naturaleza interracial del levantamiento. Poco después, la legislación de Virginia diferenció con más precisión entre trabajadores con contrato de servidumbre y esclavos y codificó el estatus permanente de esclavitud para los africanos[93]. Este punto es importante, pero hay una cuestión más general. La Rebelión de Bacon afectó el desarrollo de políticas genocidas dirigidas a los pueblos indígenas; a saber, la creación de riqueza en las colonias sobre la base de la tenencia de la tierra y el uso de agricultores colonos sin tierra o con pocas tierras como soldados rasos para extender aún más la frontera de colonización hacia territorios indígenas[94]. El hecho de que el líder de la rebelión, Nathaniel Bacon, fuera el acaudalado dueño de una
plantación revela la relación que había entre los colonos terratenientes ricos y los más pobres, generalmente, sin acceso a la tierra. El historiador Eric Foner acierta al concluir que la rebelión fue un juego de poder de Bacon contra el gobernador de Virginia, William Berkeley, y los propietarios de plantaciones aliados, dado que entre los financiadores de Bacon se hallaban otros propietarios acaudalados que se oponían a Berkeley[95]. En nombre de Dios Lo que ocurrió sobre la costa hacia el norte, durante la fundación y el crecimiento de la colonia de Nueva Inglaterra, fue diferente, al menos al principio. Apenas después de la llegada del Mayflower, en 1620, la viruela se había extendido desde los barcos mercantes ingleses situados en la costa hacia las comunidades pesqueras y agricultoras de los pequots tierra adentro, lo que redujo enormemente la población indígena del área que ocuparía la colonia de Plymouth. El rey James le atribuyó la epidemia a la «gran bondad y generosidad [de Dios] hacia nosotros»[96]. Como consecuencia, los supervivientes de las comunidades indígenas tenían pocos medios para resistir en ese momento el robo de tierras y recursos. Sin embargo, dieciséis años después, las aldeas indígenas se habían recuperado y se las consideraba una barrera al movimiento de los colonos hacia el territorio pequot en Connecticut. Un solo incidente violento desató una guerra puritana devastadora contra los pequots: es lo que se llamaría en los anales de la colonia y los futuros textos de historia «la guerra pequot». Los colonos puritanos, como si lo hicieran por instinto, se lanzaron de inmediato a una atroz guerra de aniquilación: entraban en las aldeas indígenas para matar a las mujeres y los niños o tomarlos como rehenes. Los pequots respondieron atacando los asentamientos ingleses, incluso el fuerte Saybrook, en Connecticut. Las autoridades del lugar le encargaron al mercenario John Mason que dirigiera una fuerza de soldados de esa colonia y de Massachusetts hacia uno de los dos fuertes pequots en el río Mystic. Los luchadores pequots
ocuparon uno de los fuertes, mientras que en el otro solo había mujeres, niños y ancianos: ese fue el objetivo de John Mason. Y lo que siguió, una matanza. Después de asesinar a la mayoría de los defensores pequots, los soldados prendieron fuego a las estructuras del fuerte y quemaron vivos a los habitantes que quedaban[97]. Ese tipo de guerra era desconocido para los pueblos indígenas[98]. Según sus modos de hacer la guerra, cuando se rompían las relaciones entre grupos y sobrevenía el conflicto, la guerra estaba muy mediada por rituales, se buscaba la gloria individual y había pocas bajas. Inevitablemente, las guerras coloniales hicieron que otras comunidades indígenas se aliaran a uno u otro bando. Durante la guerra pequot, las aldeas cercanas de los narragansetts se aliaron a los puritanos con la esperanza de conseguir una buena cantidad de cautivos, un buen botín y la gloria. Pero una vez terminada la carnicería, los narragansetts abandonaron el bando puritano con disgusto, porque los ingleses estaban «demasiado furiosos» y «asesinaron a demasiados hombres». Después de lograr que se considerara a los pequots el enemigo, los colonos se dispusieron a completar la destrucción. De los dos mil pequots que había al comienzo de la guerra, quedaron menos de doscientos, casi muertos de hambre. A pesar de que los pequots habían desistido y no tenían medios para defenderse, los colonos volvieron a atacarlos. La colonia le encargó al mercenario Mason y su banda de criminales compuesta por cuarenta hombres que incendiaran las pocas casas que quedaban en pie y también los campos[99]. En aquel entonces, el puritano William Bradford escribió en su diario History of Plymouth Plantation [Historia del asentamiento de Plymouth]: Los que escaparon al fuego fueron muertos a espada; algunos murieron a hachazos y otros fueron atravesados con el espadín, y así se dio buena cuenta de ellos en poco tiempo, y pocos lograron huir. Se piensa que murieron unos cuatrocientos esa vez. Verlos friéndose en el fuego era un espectáculo espantoso, al igual que los ríos de sangre, y horrible era el hedor que de allí emanaba, pero la victoria fue un dulce sacrificio y allí dieron oración a Dios, que había obrado tan maravillosamente por ellos poniendo a sus enemigos en sus manos, y les dio tan rápida victoria contra tan orgulloso e insultante enemigo[100]. Las otras naciones indígenas de la región evaluaron lo que les esperaba y
aceptaron el estatus tributario bajo autoridad colonial. Hacia finales del siglo XVII, los colonos anglosajones de Nueva Inglaterra comenzaron con las prácticas asiduas de la cacería de cueros cabelludos y de lo que Grenier identifica como ranging: el uso de fuerzas de vigilancia compuestas por colonos. Para entonces, la población no indígena de la colonia inglesa había aumentado seis veces, a más de 150.000 habitantes, lo que significa que los colonos penetraban más aún en las tierras indígenas. Estos llamaron guerra del Rey Felipe a la resistencia indígena que le siguió[101]. El pueblo wampanoag y sus aliados indígenas atacaron las fincas aisladas de los colonos utilizando un método de guerra de guerrillas que se basaba en la velocidad y la precaución a la hora de atacar y replegarse. Los colonos veían este tipo de resistencia con malos ojos y consideraban que se «escabullían»; por ello respondieron destruyendo las aldeas indígenas: nuevamente, la extirpación. Sin embargo, continuaron los ataques indígenas al estilo de las guerrillas, y el comandante de la milicia de Plymouth, Benjamin Church, comenzó a estudiar las tácticas de los originarios para desplegar una estrategia preventiva más eficaz. Solicitó al gobernador de la colonia un permiso para elegir entre sesenta y setenta colonos y alistarlos como «exploradores» (scouts), tal como los llamó, para lo que denominó wilderness war [guerra en tierras salvajes]. En julio de 1676 surgió entonces la primera fuerza organizada de colonos rangers. En palabras de Church, esta fuerza, compuesta por sesenta colonos y ciento cuarenta indígenas colonizados, debía «descubrir, perseguir, atacar, sorprender, destruir o reducir» al enemigo. La inclusión de combatientes indígenas en el bando colonial ha sido característica del colonialismo de asentamiento y de las ocupaciones extranjeras desde entonces[102]. Los colonos rangers podían aprender de sus aliados nativos y luego descartarlos. En las dos décadas siguientes, Church perfeccionó su método de aniquilación.
«Pieles rojas»
Los pueblos indígenas continuaron su resistencia incendiando asentamientos y matando y capturando colonos. Como incentivo para reclutar combatientes, las autoridades coloniales introdujeron un programa de caza de cueros cabelludos, que se convertiría en un elemento constante y duradero en la guerra de los colonos contra las naciones indígenas[103]. Durante la guerra pequot, los funcionarios coloniales de Connecticut y Massachusetts habían ofrecido recompensas, en un comienzo, por las cabezas de indígenas y luego solo por sus cueros cabelludos, puesto que era más fácil transportarlos en cantidad. Pero la caza de cueros cabelludos pasó a ser rutinaria a mediados de la década de 1670, tras un incidente en la frontera norte de la colonia de Massachusetts. La práctica comenzó a intensificarse en 1697, cuando la colona Hannah Dustin, habiendo asesinado a diez de sus captores abenakis en su fuga nocturna, presentó sus diez cueros cabelludos a la Asamblea General de Massachusetts y se la recompensó por dos hombres, dos mujeres y seis menores[104]. Dustin se convirtió rápidamente en heroína popular de los colonos de Nueva Inglaterra. La caza de cueros cabelludos pasó a ser una práctica comercial muy lucrativa. Las autoridades de las colonias habían dado con un método para alentar a los colonos a salir solos o en grupo a recolectar cueros cabelludos al azar a cambio de dinero. John Grenier señala que «entretanto, establecieron la privatización de la guerra a gran escala dentro de las comunidades estadounidenses de frontera»[105]. Si bien el Gobierno colonial con el tiempo aumentó la recompensa para los cueros cabelludos de adultos masculinos, bajó la de las mujeres adultas y eliminó la de los menores de diez años, no era fácil distinguir la edad ni el género de las víctimas, que tampoco se verificaban con cuidado. Aún peor, el cazador podía capturar a los niños y venderlos como esclavos. Estas prácticas eliminaron toda distinción existente entre los indígenas combatientes y no combatientes y crearon un mercado de esclavos indígenas. Las recompensas por cueros cabelludos se entregaban incluso en épocas de paz; estos, junto con los niños, se convirtieron en medios de intercambio, en moneda, y hasta pudo haber dado lugar a un mercado negro. No se trataba solamente de una empresa privada lucrativa, sino también de un medio para erradicar y someter a la población indígena de la costa atlántica angloestadounidense[106]. Los colonos dieron un nombre a los
cadáveres mutilados y sangrientos que iban dejando a su paso tras la cacería de cueros cabelludos: los llamaron «pieles rojas». Este tipo de guerra, forjada durante el primer siglo de la colonización mediante la destrucción de aldeas y campos indígenas, la matanza de civiles, el uso de rangers y la cacería de cueros cabelludos, se convirtió en la base de los ataques a indígenas en todo el continente hasta finales del siglo XIX[107]. Expansión colonial Habiendo arrasado con las poblaciones indígenas en gran parte de la costa desde Nueva Inglaterra hasta las Carolinas, otra ola de colonos empleó el mismo tipo de guerra al fundar la colonia de Georgia, a principios de 1732. Técnicamente, la zona era una parte de la Florida ocupada por los españoles llamada Guale. Desde el momento en que los primeros colonos ocuparon tierra indígena en Georgia, los rangers encabezaron la limpieza étnica despejando la región para la colonización británica. El brigadier James Oglethorpe, comandante en jefe de la colonia de Georgia, intentó convertir su pequeño ejército regular en una fuerza de rangers, pero no lo logró; por eso le encargó a Hugh Mackay Jr. organizar al ejército regular en una fuerza de rangers de la zona alta. Agente secreto para la colonia de Georgia y exoficial del Ejército británico, Mackay era un escocés de las Tierras Altas. Estos eran famosos por su rudeza y temeridad, en otras palabras: asesinos brutales. En esa época no era común poner a un oficial local de milicia al mando de fuerzas regulares del Ejército[108]. La población indígena de Georgia estaba compuesta mayoritariamente por la nación cheroqui. Los colonizadores se dieron cuenta de que sería imposible convencer a los cheroquis para que aceptaran defender a los colonos de Georgia si se desataba una guerra entre Gran Bretaña y España a causa de la injerencia británica en Guale. Los comerciantes de Carolina ya habían introducido la viruela y el ron en las comunidades cheroquis, causantes de muchas muertes y motivo de desconfianza hacia todos los ingleses.
Oglethorpe visitó los poblados cheroquis en persona, pero lo despreciaron. Mientras tanto, los agentes españoles también intentaban ganarse a los cheroquis para que pelearan en su bando contra los británicos. En el otoño boreal de 1739, a un paso de la guerra, Oglethorpe obtuvo el compromiso de algunas aldeas cheroquis a cambio de maíz, pero era consciente de que, como otras naciones indígenas, los cheroquis probablemente enfrentaran a una potencia colonial contra la otra en beneficio de sus propios intereses y podrían cambiar de bando en cualquier momento. En diciembre la invasión inglesa comenzó a penetrar aún más en territorio español. Los rangers anglos y escoceses y sus aliados indígenas destruyeron plantaciones españolas e intimidaron a las comunidades cimarronas en el norte de Florida, compuestas por familias indígenas locales y esclavos africanos que habían escapado de las colonias británicas. Los rangers arrasaban, saqueaban e incendiaban todo a su paso, mientras cazaban cueros cabelludos de indígenas aliados con los españoles y de esclavos fugitivos. Con una duración de más de un mes, las operaciones dejaron Florida devastada, en parte porque los españoles opusieron escasa resistencia. Durante la década de 1740, la Oficina de Guerra británica y el Parlamento encargaron la formación de dos compañías de colonos rangers y autorizaron a más de cien hombres para que desempeñaran servicio de tiempo completo en los Highland Rangers en Georgia[109]. Continuaron las incursiones para saquear el territorio y cazar cueros cabelludos. Una guerra que cambia la marea En la década previa al comienzo de la guerra franco-india (17541763), conocida en Europa como la guerra de los Siete Años, se desarrollaron conflictos en las fronteras británico-francesas en Nueva Inglaterra, Nueva York y Nueva Escocia, donde había aldeas indígenas de diversas naciones y colonos franceses conocidos como acadianos[110]. Un choque de intereses entre colonos británicos, comunidades indígenas y acadianos de la región de las actuales provincias marítimas canadienses derivó en un conflicto de cuatro años de duración que los británicos denominaron guerra del Rey
Jorge. A pesar de que Gran Bretaña había obtenido la posesión nominal de Nueva Escocia, no lograba controlar la población de acadianos ni las comunidades mixtas donde había matrimonios entre acadianos y pueblos mi’kmaq y malisset. Las aldeas acadianasindígenas insistían en mantener la neutralidad en las disputas entre británicos y franceses; la poderosa confederación haudenosaunee los apoyaba en ese aspecto. Pero los imperialistas británicos querían la tierra y permitieron que los colonos angloamericanos tuvieran un papel destacado en la lucha, que incluía recorrer la zona en busca de cueros cabelludos. Hacia el final de la guerra, la presencia militar británica en Nueva Escocia estaba compuesta en su mayor parte por los colonos rangers: esto puso en marcha la sostenida resistencia acadiana-indígena contra el dominio británico[111]. Cuando estalló la guerra franco-india, mientras el Ejército y la Armada británicos se concentraban en las posiciones imperiales francesas en las provincias marítimas, las fuerzas milicianas de colonos continuaban asediando las aldeas acadianas-indígenas, lo que derivó en la expulsión de los acadianos, conocida como la Gran Agitación. En cuestión de semanas, las fuerzas militares británicas y las milicias coloniales expulsaron de Nueva Escocia a cuatro mil no combatientes, y en la diáspora acadiana pereció al menos la mitad de ese número. Unos ocho mil evitaron la deportación internándose en el bosque. Así, los acadianos se convirtieron en la población más numerosa de colonos europeos en la historia de Norteamérica en ser forzosamente desplazada. Esta hazaña se logró mediante el asesinato, la intimidación y el saqueo. Para entonces, los colonos anglosajones no dudaban en considerar a los civiles desarmados de todas las edades como blanco de la violencia. El general de división Jeffrey Amherst —a quien debe su nombre la ciudad de Amherst, en Massachusetts— comandó el Ejército británico en el escenario norteamericano de la guerra de los Siete Años. En 1759, Amherst nombró al general Robert Rogers, experimentado líder de los Rogers’ Rangers de Nueva Inglaterra y posiblemente el ranger más famoso y admirado en lo que a conocimiento de las fronteras respecta, para encabezar una fuerza de colonos rangers, voluntarios británicos y exploradores aliados del pueblo
indígena stockbridge, que serían escogidos por el propio Rogers. Amherst les ordenó atacar una aldea abenaki que aún resistía en el valle del río San Lorenzo. Si bien Amherst le indicó a Rogers que no permitiera la tortura ni el asesinato de mujeres y niños, el comandante debía de conocer la reputación de estos rangers, de cuyas sangrientas redadas por las aldeas indígenas nadie se salvaba. Al encargarle esa misión a Rogers, Amherst estaba aprobando de hecho la guerra contrainsurgente de los colonos rangers. En general, el Ejército británico no solo toleraba la guerra sucia de los colonos, sino que además la empleó en la guerra cheroqui, la guerra franco-india y en su intento de aplastar la Rebelión Pontiac de 1763, en la que Amherst es más conocido por apoyar el uso de la guerra biológica contra el pueblo indígena[112]. Amherst le escribió a un oficial subordinado: «¿No sería posible planificar el envío de la viruela entre esas tribus de indios descontentos? Debemos, en esta ocasión, emplear cualquier estratagema a nuestro alcance para reducirlos». El coronel prometió hacer todo lo posible[113]. Luego Amherst dio órdenes de «someter [a las fuerzas pontiac y sus aliados] adecuadamente» hasta que «no haya ningún asentamiento indio a unas mil millas de nuestro territorio»[114]. En 1760, en el escenario sur de la guerra franco-india, los británicos vieron superada su capacidad de combate por la nación cheroqui, por lo que allí también recurrieron a los rangers. En la primavera boreal, cuando la nación cheroqui desafió la autoridad británica, Amherst se apresuró a enviar regimientos regulares a Charleston, al mando del coronel Archibald Montgomery, con la orden de castigar a los cheroquis tan rápido como fuera posible para que los soldados pudieran volver al norte y unirse al inminente ataque contra Montreal. En guerras anteriores contra las naciones indígenas, los comandantes británicos habían asignado misiones específicas a los grupos de rangers, pero en la guerra cheroqui incluso las fuerzas militares británicas regulares atacaron a no combatientes. Unos meses antes, el gobernador de Carolina del Norte había pergeñado la estrategia que usarían: En caso de que deba proclamarse una guerra, las tres provincias sureñas de Virginia y las Carolinas deberían emplear toda su fuerza, penetrar en todas las ciudades [cheroquis] que están en guerra con nosotros y destruirlas y tomar como esclavos cuantas esposas y niños sea posible, enviando a estos a las islas [Indias Occidentales] si tienen más de 10 años […], y entregar 10 libras
esterlinas por cada prisionero entregado en cada Provincia[115]. Ese fue el plan adoptado. El comandante Montgomery sabía muy bien que, incluso mediante la guerra irregular, el Ejército no podría derrotar a los cheroquis en su propio territorio y que necesitaría de los colonos y los indígenas aliados para utilizarlos como exploradores y guías. Sumó a sus fuerzas a trescientos colonos rangers, cuarenta miembros de la milicia local y cincuenta aliados catawbas. La nación cheroqui no había podido formar una confederación con los muskogees ni los chickasaws, por lo que sus aldeas eran vulnerables. El primer objetivo fue la ciudad autónoma cheroqui de Estatoe, con unas doscientas casas y dos mil habitantes. Las fuerzas de Montgomery incendiaron todos los hogares y construcciones; atrapaban a los que intentaban huir y prendían fuego a los que se escondían. Una tras otra, las ciudades ardían en llamas hasta que los cheroquis organizaron una resistencia con la fuerza suficiente para expulsar a los atacantes. Los británicos dijeron haber sofocado la resistencia cheroqui, pero no fue así, y estos sitiaron los fuertes de aquellos. Un año después, las fuerzas británicas atacaron nuevamente, esta vez con más fuerza, y aplastaron a los cheroquis en Etchoe, su capital, que además destruyeron. Luego se desplazaron a otras ciudades cheroquis, a las que también prendieron fuego. Durante la batalla de aniquilación, que duró un mes y fue unilateral, los británicos arrasaron quince ciudades y quemaron unas quinientas sesenta hectáreas de maíz. Cinco mil cheroquis pasaron a ser refugiados sin hogar y se desconoce el número de muertos[116]. Otra arma en la guerra fue el alcohol, que cobró mayor incidencia en el siglo XVIII. En 1754, un líder catawba conocido por los colonialistas ingleses como rey Hagler solicitó a las autoridades de Carolina del Norte: Hermanos, aquí hay algo en lo que ustedes tienen mucha culpa; y es que fermentan su grano en tubos, de los que toman y hacen fuertes bebidas. Las venden a nuestros jóvenes y muchas veces se las dan; se emborrachan con ellas [y] es esa la causa por la que a veces cometen esos crímenes que son ofensivos para ustedes y nosotros, y todo por el efecto de esas bebidas. Es también muy malo para nuestro pueblo, porque pudre sus entrañas y enferma mucho a los hombres, y muchos de los nuestros han muerto por los efectos de esa fuerte bebida, y sinceramente deseo que hagan algo para evitar que su gente se atreva a venderles o
darles cualquiera de esas fuertes bebidas, bajo ninguna circunstancia, pues ese será un gran medio para que seamos libres de que se nos acuse de crímenes que cometen nuestros jóvenes y evitará muchos de los abusos que ellos hacen bajo el efecto de esa fuerte bebida[117].
El rey Hagler siguió solicitando durante años un embargo al licor, sin conseguir nada. La victoria británica al final de la guerra franco-india, en 1763, significó el control inglés del comercio mundial, los mares y las posesiones coloniales durante un siglo y medio[118]. En el Tratado de París, Francia cedió Canadá y todo reclamo territorial al este del Misisipi a Gran Bretaña. En el transcurso de la guerra, los colonos anglosajones habían ganado fuerza numérica y seguridad en relación con los pueblos indígenas en los límites de las colonias de ocupación inglesa. Incluso allí, un número importante de colonos había ocupado tierras indígenas más allá de las supuestas fronteras coloniales y llegaron a la región del valle del Ohio. Para consternación de los colonos, poco después de la firma del Tratado de París, el rey Jorge III emitió una proclama que prohibía la ocupación británica al oeste de la frontera montañosa de Allegheny-Apalaches y ordenaba a quienes se habían establecido allí que abandonaran sus reclamaciones y retrocedieran al este de la frontera. Sin embargo, las autoridades británicas no asignaron suficientes tropas para garantizar que se aplicara el edicto eficazmente. En consecuencia, miles de colonos más cruzaron las montañas y ocuparon tierras indígenas. Hacia principios de la década de 1770, los colonos anglosajones comenzaron a sembrar aún más el terror en todas las colonias, y la especulación de la tierra en el oeste era desenfrenada. Sobre todo en las colonias del sur, los agricultores que habían perdido sus tierras por la competencia de las plantaciones más extensas, y que utilizaban mano de obra esclava, se apresuraban hacia las tierras del oeste. Estos colonos agricultores fijaron así, como explica Grenier, «un patrón prefigurativo de anexión y colonización estadounidense de naciones indígenas en todo el continente, que se extendería al siglo siguiente: una vanguardia de colonos agricultores que, dirigidos por experimentados “combatientes de indios”, exigiría a las autoridades y milicias de las colonias británicas, primero, y al Gobierno y al Ejército estadounidenses, después, que defendieran sus asentamientos; esto
constituye la dinámica central de la “democracia” estadounidense»[119]. Más tarde, se consideraría a la guerra franco-india como el factor desencadenante de la independencia de los colonos, de la que surgió la nación distintivamente «americana». Esta mitología se expresó en la novela de 1826 El último mohicano, en la que el autor —el especulador de tierras James Fenimore Cooper— creó una historia aprovechable sobre el colonialismo de asentamiento. Las adaptaciones que realizó Hollywood en 1932 y 1992 reforzaron esa mitología. Pero la película de 1940, basada en la novela superventas Pasaje al noroeste, que es considerada un clásico y sigue gozando de popularidad gracias a las repeticiones en televisión, va incluso más allá al representar a los mercenarios sedientos de sangre, los Rogers’ Rangers, como héroes por haber aniquilado una aldea de abenakis[120]. El territorio del Ohio La guerra de los colonos para independizarse de Gran Bretaña se desarrolló a la par que las «guerras indias» (1774-1783). En todas ellas, los colonos rangers utilizaron la violencia extrema contra los no combatientes indígenas con el objetivo del sometimiento o la expulsión definitivos. El gobernador británico de Virginia, John Murray, cuarto conde de Dunmore, se alió a los colonos británicos que querían tierras en el Territorio del Ohio (en parte porque él mismo era un especulador de tierras). En su opinión, ninguna política monárquica podía evitar que los colonos tomaran tierras indígenas. A principios de 1774, la nación shawnee de la región del valle del Ohio respondió a la incursión en sus tierras de cultivo y zonas de caza sitiando asentamientos ilícitos y expulsando a los agrimensores. Pareciera que los colonos estaban esperando una excusa para iniciar su sangrienta represalia. Dunmore envió a ciento cincuenta colonos rangers a Virginia para que destruyeran los pueblos shawnees y movilizó a la milicia de Virginia para invadir el valle del Ohio y «proceder directamente hacia sus Ciudades y, de ser posible, destruir sus Ciudades y almacenes y afligirlos de cualquier otro modo que sea posible»[121].
Durante la «guerra de Lord Dunmore», los shawnees y otros pueblos indígenas que habitaban lo que los separatistas anglosajones pronto llamarían el Territorio del Noroeste se dieron cuenta de que estaban luchando a vida o muerte contra esas bandas de colonos asesinos guiados por un rico especulador dispuesto a destruir su nación y borrarlos de la faz de la tierra. Esta toma de conciencia llevó a la aparición de otro factor recurrente en la embestida de las fuerzas coloniales: la presencia de una facción dentro de la nación indígena dispuesta a aceptar un humillante acuerdo de paz. Dunmore exigió los territorios de caza shawnees ubicados en lo que se convertiría tras la independencia estadounidense en el estado de Kentucky[122]. Si bien Virginia no obtuvo toda la tierra que exigió Dunmore, su guerra fue apenas el comienzo de un ataque contra la nación shawnee y sus aliados que duraría tres décadas. La resistencia de esa alianza estaba liderada por el gran Tecumseh, nacido en 1768 y criado junto a su hermano Tenskwatawa —también conocido como el Profeta y líder espiritual del movimiento— en medio de la guerra sin tregua contra su pueblo[123]. La guerra de Dunmore obligó a los shawnees a entablar una alianza con los británicos en contra de los separatistas en 1777. Los guerreros indígenas atacaron asentamientos dispersos de colonos a lo largo del valle alto del Ohio y expulsaron del territorio shawnee a cientos de colonos. Pero entre los británicos y los separatistas cambió la marea; esto le permitió al Congreso Continental concentrarse en el Territorio del Ohio y organizar una ofensiva para aniquilar a la nación shawnee. Quinientos combatientes separatistas, tanto milicianos como profesionales, desataron una guerra genocida. Masacrando a combatientes y no combatientes por igual, los rangers cayeron sobre las ciudades de la nación delaware, que aún mantenían su obstinada neutralidad, y torturaron y mataron a mujeres y niños. En un episodio particularmente escabroso, las tropas de colonos asesinaron a un niño delaware que estaba cazando pájaros solo. A esto le siguió una especie de enfrentamiento entre las tropas para ver quién tenía el derecho de arrogarse el «honor» por esa muerte. El Congreso Continental envió mil combatientes adicionales con órdenes de «proceder, sin demora, a destruir toda ciudad de las tribus hostiles de indios que [el brigadier general Lachlan McIntosh] considerara que más eficazmente contribuiría a castigar y aterrar a los salvajes
y controlar los estragos que causan en las fronteras». Los shawnees se apartaron del camino de los invasores para evitar los ataques, pero la matanza no cesó[124]. La escalada de extrema violencia por parte de los colonos en el Territorio del Ohio condujo a lo que sería tal vez el crimen de guerra más atroz, lo que demostró que ni la conversión indígena al cristianismo ni el pacifismo servían de protección contra el genocidio. Las misiones moravas en las devastadas comunidades delawares de Pensilvania habían dado origen a tres aldeas moravas-indígenas en las décadas previas al comienzo de la guerra por la independencia. Las tropas británicas desplazaron a los miembros de uno de esos asentamientos, llamado Gnadenhütten, en el este de Ohio, durante el combate en la zona, pero estos pudieron regresar a cosechar su maíz. Poco después, en marzo de 1782, apareció una milicia de colonos de Pensilvania bajo el mando de David Williamson y rodeó a los delawares, con la demanda de que evacuaran el lugar por su propia seguridad. En el grupo de delawares había cuarenta y dos hombres, veinte mujeres y treinta y cuatro menores. Los milicianos requisaron sus pertenencias para confiscar cualquier elemento que pudiera servir de arma y luego anunciaron que matarían a todos, bajo la acusación de haber dado refugio a delawares que habían matado a blancos. También se los acusó de haber robado las herramientas que poseían, porque tales elementos solo debían estar en manos de los blancos. Condenados a muerte, los delawares pasaron la noche orando y cantando himnos. Por la mañana, los hombres de Williamson hicieron marchar de dos en dos a más de noventa personas hacia dos casas y los asesinaron metódicamente. Un asesino se jactó de que había apaleado personalmente a catorce víctimas con un mazo tonelero, que luego entregó a un cómplice: «Me falla el brazo, continúa con el trabajo»[125]. Este suceso fijó una nueva vara para la violencia, y las atrocidades que lo siguieron superaron una y otra vez aquella atrocidad[126]. Un año antes, el líder delaware Buckongeahelas se había dirigido a un grupo de delawares cristianizados para decirles que había conocido a algunos hombres blancos buenos, pero que los buenos eran pocos: Hacen lo que se les antoja. Esclavizan a aquellos que no son de su color, aunque a ellos los haya creado el mismo Gran Espíritu que nos creó a nosotros. Nos harían a todos esclavos, pero como no pueden, nos matan. No se puede tener fe en sus
palabras. No son como los indios, que son enemigos únicamente durante la guerra y son amigos durante la paz. Ellos le dirán a un indio: «Mi amigo, mi hermano». Lo tomarán de la mano y en el mismo momento lo destruirán. Y así los tratarán también a ustedes en poco tiempo. Recuerden que en este día les he advertido acerca de amigos como esos. Conozco a los cuchillos largos: no se puede confiar en ellos[127]. De cómo los colonos obtuvieron la independencia Tanto los británicos como sus oponentes, los colonos separatistas, se dieron cuenta de que la clave de la victoria en la frontera sur de las trece colonias era conseguir una alianza con la nación cheroqui. A pesar de los ataques constantes a sus aldeas y cultivos, con refugiados y personas enfermas, la enorme nación cheroqui permanecía intacta, con un Gobierno en buen funcionamiento. Para lograr el apoyo de los cheroquis, las autoridades británicas suministraban armamento y dinero a sus ciudades, mientras que los separatistas intentaban convencerlos de que siguieran siendo neutrales bajo la amenaza de su total destrucción. La neutralidad era lo máximo a lo que podían aspirar los colonos. El comportamiento sanguinario de estos contra los pueblos indígenas había provocado el desprecio de los cheroquis, por lo que algunos decidieron tomar partido en su contra. Varias ciudades cheroquis que habían sufrido con más gravedad el ataque de los colonos rangers respondieron atacando sus asentamientos y destruyendo varios en las Carolinas en 1776. Apenas después de estos ataques, los separatistas anunciaron que estaban decididos a destruir a la nación cheroqui. La delegación de Carolina del Norte en el Congreso Continental declaró: «La flagrante e infernal vulneración de la fe de la que ellos [los cheroquis] son culpables los excluye de cualquier pretensión de piedad, y sin duda es la política de las Colonias del Sur llevar el fuego y la espada a las entrañas mismas de su territorio y hundirlos tan profundamente para que nunca más puedan levantarse ni perturbar la paz de sus
vecinos»[128]. En el verano y el otoño boreales de 1776, más de cinco mil colonos rangers de Virginia, Georgia y las Carolinas arrasaron el territorio cheroqui[129]. Willian Henry Drayton, líder de los separatistas anglosajones de Charleston, se había reunido con los cheroquis en 1775. Después del ataque cheroqui que desencadenó la campaña de tierra arrasada de los separatistas en 1776, Drayton recomendó que «la nación sea extirpada y las tierras pasen a ser de dominio público. Por mi parte, jamás daré mi voz para una paz con la nación cheroqui bajo ninguna condición que no sea su eliminación más allá de las montañas»[130]. A medida que los cheroquis se retiraban y abandonaban sus ciudades y campos, los soldados capturaron, asesinaron y quitaron el cuero cabelludo a mujeres y niños, sin llevarse ningún prisionero[131]. A mediados de la década de 1780, ochenta colonos rangers separatistas de Virginia atacaron a los shawnees en el sur de Ohio y dedicaron un mes a destruir y saquear sus ciudades y campos. Al mismo tiempo, la nación cheroqui recobraba el ímpetu de su resistencia y atacaba asentamientos de colonos dentro de su territorio. Como represalia, Carolina del Norte envió a quinientos rangers montados a quemar ciudades cheroquis, con la orden de «castigar a esa nación y someterlos a la obediencia». En el invierno boreal de 1780 a 1781, la milicia de Virginia, compuesta por setecientos hombres, asoló nuevamente la nación cheroqui. El día de Navidad, el comandante de la milicia escribió a Thomas Jefferson, por aquel entonces delegado del Congreso Continental por Virginia, para informarle de que un destacamento «sorprendió a un grupo de indios, [y se llevó] un cuero cabelludo y diecisiete caballos cargados con vestimentas y pieles y muebles»: un claro indicio de que se trataba de no combatientes que intentaban huir. El comandante también informó de que sus fuerzas habían destruido, hasta ese momento, las principales ciudades cheroquis de Chote, Scittigo, Chilhowee Togue, Micliqua, Kai-a-tee, Sattoogo, Telico, Hiwassee, y Chistowee, además de otras varias aldeas más pequeñas. En total, destruyeron más de mil hogares y quemaron o saquearon unas
cincuenta mil fanegas de maíz y otras provisiones[132]. En ese momento, las autoridades separatistas de Virginia y Carolina del Norte aunaron su personal y equipamiento y organizaron una fuerza que efectuó un profundo barrido de aniquilación por las ciudades cheroquis. Como resultado, los residentes huyeron hacia lo que hoy es la zona central de Tennessee y el norte de Alabama, lugares donde también se exterminó a las familias indígenas y se prendió fuego a sus ciudades. A lo largo de la guerra entre los colonos separatistas y las fuerzas de la monarquía, los primeros iniciaron una guerra total contra los pueblos indígenas, y en gran parte cumplieron con sus objetivos. Los cheroquis se vieron forzados a aceptar el estatus tributario, pero aun así continuaron los ataques. Pasaría casi medio siglo desde la independencia de Estados Unidos hasta la expulsión forzosa de la nación cheroqui del sur, pero los esfuerzos no cesaron. Para los colonos que ocupaban tierras indígenas al otro lado del límite establecido en la Proclamación Real del rey Jorge, de 1763, las guerras que emprendieron durante la guerra de independencia eran una continuación de las que sus ancestros y otros predecesores habían iniciado desde comienzos del siglo XVII. Algunos historiadores describen a los británicos como los organizadores de la resistencia indígena durante este periodo. No cabe duda de que la oligarquía colonial separatista que redactó la Declaración de Independencia en 1776 opinaba lo mismo. Sin embargo, como señala Grenier, los pueblos indígenas sabían muy bien que negociar con un imperio lejano traería resultados mucho más positivos que hacerlo con un Gobierno de colonos decididos a exterminarlos[133]. Los haudenosaunees Hacia mediados de la década de 1770, en el límite occidental de la colonia de Nueva York, al igual que en las colonias del sur, los colonos invadían y ocupaban territorio haudenosaunee (las Seis Naciones Iroquesas). Tal como sucedía con los cheroquis, los británicos y los separatistas sabían que estas naciones serían un factor importante en la guerra y, como también hicieron con la nación cheroqui, ambas partes enviaron a sus representantes a los
consejos haudenosaunees para solicitar apoyo. Cada nación miembro de la confederación tenía sus propios intereses específicos, porque cada una había tenido experiencias diferentes durante el siglo y medio previo de intromisiones británicas y francesas. Gran parte de la guerra franco-india había tenido lugar en sus territorios, y fueron los indígenas quienes pelearon en la mayoría de los enfrentamientos en ambos bandos. En 1775, la nación mohawk se alió a los británicos contra los colonos separatistas. La nación seneca los había considerado anteriormente un acérrimo enemigo, pero ante el advenimiento de la guerra separatista temían más a los colonos; por eso, los senecas siguieron la iniciativa mohawk y establecieron alianza con los británicos. Las naciones cayuga, tuscarora y onondaga permanecieron neutrales. Solo los oneidas conversos brindaron su apoyo a los colonos separatistas. Como respuesta a las decisiones de cinco de las naciones iroquesas, el general George Washington envió instrucciones por escrito al general de división John Sullivan para que tomara medidas preventivas contra los haudenosaunees «para arrasar todos los asentamientos del lugar […] de modo que el territorio no solo debe ser derrotado, sino destruido […]. Usted no atenderá ninguna propuesta de paz antes de que se lleve a cabo la total ruina de sus asentamientos […]. Nuestra seguridad futura depende de su incapacidad de perjudicarnos […] y del terror que les inspire la severidad del castigo que recibirán». Sullivan contestó: «Los indios verán que hay maldad suficiente en nuestro corazón para destruir todo lo que contribuya a su sustento»[134]. Para 1779, el Congreso Continental había decidido empezar por los senecas. Se reunieron tres ejércitos para arrasar las tierras de Nueva York y confluir en Tioga, la principal ciudad seneca, en la actual región norte de Pensilvania. Para acabar con los senecas y cualquier otra nación indígena que se opusiera a su proyecto separatista, tenían órdenes de quemar y saquear todas las aldeas, destruir las fuentes de alimento y convertir a los habitantes en refugiados sin hogar. Los Gobiernos separatistas de las colonias de Nueva York y Pensilvania ofrecieron rangers para el proyecto y, como incentivo para
el alistamiento, la asamblea de Pensilvania autorizó recompensas por cueros cabelludos de senecas, sin distinción de sexo o raza. Esta combinación de Ejército Continental, soldados profesionales, colonos rangers y cazadores de cueros cabelludos devastó la mayor parte del territorio seneca. Dado que la Confederación Iroquesa no estaba unida respecto de su postura en la guerra, el Ejército Continental no tenía prácticamente ningún obstáculo en su marcha triunfal y asesina. En lo que resultó ser otra situación típica resultante del colonialismo y del neocolonialismo europeo y angloamericano, se desató una guerra civil en el seno de la Confederación Iroquesa, en la que los mohawks destruyeron aldeas oneidas. Estos ya no podían proveer de información a sus aliados separatistas. Grenier observa: «Para 1781, después de tres temporadas de guerra india, la frontera de Nueva York se había convertido en tierra de nadie»[135].
05 El nacimiento de una nación Nuestra nación ha nacido en el genocidio […]. Somos quizás la única nación que intentó, como asunto de política nacional, aniquilar a su población indígena. Aún más, elevamos esa trágica experiencia a la categoría de noble cruzada. De hecho, incluso hoy no nos permitimos rechazar este vergonzoso episodio ni sentir remordimiento por él. MARTIN LUTHER KING[136]
L
os británicos abandonaron la lucha por el dominio de sus trece colonias en 1783, para redirigir sus recursos a la conquista del sudeste asiático. La British East India Company había estado operando en el subcontinente desde el año 1600 en un proyecto paralelo a la colonización británica de la costa atlántica norteamericana. Los británicos transfirieron a Estados Unidos su reclamación del Territorio del Ohio, lo cual significó una terrible pesadilla para todos los pueblos indígenas al este del Misisipi. La retirada británica en 1783 no puso fin a las acciones militares contra los indígenas, sino que fue el preludio a la colonización violenta y desenfrenada del continente. En las negociaciones entabladas para poner fin a la guerra, Gran Bretaña no insistió en que se tuviera consideración por las naciones indígenas que resistieron junto a ellos en la guerra de secesión de los colonos. En el Tratado de París,
de 1783, la Corona transfirió a Estados Unidos la propiedad de todo su territorio al sur de los Grandes Lagos, desde el Misisipi hasta el Atlántico, y al norte de Florida, bajo ocupación española. El líder muskogee creek Alexander McGillivray expresó la visión indígena mayoritaria en aquel momento: «Ver que nosotros mismos y nuestro país hemos sido entregados a nuestros enemigos y divididos entre los españoles y los estadounidenses es cruel y mezquino»[137]. El nuevo orden Las guerras se extendieron durante un siglo, sin merma y sin pausa, y en la marcha que atravesó el continente se utilizaron las mismas estrategias y tácticas de tierra arrasada y aniquilación, pero con una capacidad de ataque cada vez más letal. En cierto modo, incluso la palabra genocidio parece una descripción inadecuada de lo que sucedió; sin embargo, en lugar de horrorizarse, la mayoría de los estadounidenses cree que ese era el destino manifiesto de su país. Con la consolidación del nuevo Estado —Estados Unidos de América—, hacia 1790 se habían reducido considerablemente las posibilidades de las naciones indígenas de negociar alianzas con los imperios europeos rivales en contra de los odiosos colonos que intentaban destruirlos. No obstante, esas naciones habían desafiado la fundación del Estados Unidos independiente de una manera que posibilitó su supervivencia y dio origen a un legado —la cultura de la resistencia— que aún persiste. Cuando nació la república estadounidense, los pueblos indígenas, en lo que hoy es el Estados Unidos continental, habían estado resistiendo la colonización europea durante más de dos siglos. No tenían otra opción, habida cuenta de las aspiraciones de los colonizadores: la eliminación total de las naciones originarias y el impedimento de su supervivencia. Pero las sociedades indígenas precoloniales eran sistemas sociales dinámicos con una capacidad de adaptación intrínseca. La lucha por la supervivencia no requería del abandono cultural. Por el contrario, las distintas culturas utilizaron sus fortalezas preexistentes, como la diplomacia y la movilidad, para desarrollar nuevos mecanismos necesarios
para vivir en una crisis prácticamente constante. En ese proceso, siempre existe un núcleo duro de resistencia; sin embargo, esta también implica hacer concesiones ante el orden social colonizador, entre las que se incluyen la absorción del cristianismo en las prácticas religiosas existentes, el uso del idioma del colonizador, los matrimonios mixtos con los colonos y, más importante aún, con otros grupos oprimidos, como los esclavos africanos fugitivos. Sin la cultura de la resistencia, los pueblos indígenas que lograron sobrevivir y se hallaban entonces sometidos a la colonización estadounidense habrían sido eliminados mediante la asimilación individual. Al régimen legal de la nación independiente angloamericana se agregó un nuevo elemento: la firma de tratados. La Constitución de Estados Unidos menciona específicamente a las naciones indígenas solo una vez, pero de manera destacada, en el artículo 1, sección 8: «[El Congreso tendrá facultad para] Regular el comercio con las naciones extranjeras, entre los diferentes Estados y con las tribus indígenas». En el sistema federal, en el que todas las facultades no reservadas específicamente para el Gobierno federal recaen en los estados, las relaciones con las naciones indígenas son, a las claras, un asunto federal. Aunque no se los mencione como tales, los pueblos originarios están implícitos en la Segunda Enmienda. En las colonias se había requerido el servicio de colonos para integrar las milicias a lo largo de su vida, con el objeto de atacar y arrasar comunidades indígenas —incluidas las colonias del sur—, y más tarde las milicias estatales se usaron como «patrullas de vigilancia de esclavos». La Segunda Enmienda, ratificada en 1791, consagraba en la ley a estas fuerzas irregulares: «Siendo necesaria una milicia bien regulada para la seguridad de un Estado Libre, el derecho del pueblo a poseer y portar armas no será infringido». La persistente importancia de esta «libertad» detallada en lo que se conoce como Declaración de Derechos Fundamentales (Bill of Rights) revela las raíces culturales del colonialismo de asentamiento, que se manifiestan aún en el presente como un derecho sagrado[138]. Las guerras genocidas de Estados Unidos contra las naciones indígenas continuaron sin tregua durante la década de 1790 y se entrelazaron en el tejido mismo del nuevo Estado nación. Los miedos, las aspiraciones y la codicia de los colonos angloestadounidenses en los límites de los territorios
indígenas perpetuaron el estado de guerra e influyeron en la formación del Ejército estadounidense, al igual que las reclamaciones y las acciones de los colonos en la frontera oeste (el llamado backcountry) habían dado forma a las milicias coloniales en Norteamérica. Los propietarios de plantaciones extensas con mano de obra esclava querían ampliar sus dominios, mientras que los pequeños propietarios que no podían competir con aquellos y habían sido expulsados de sus tierras ahora buscaban otras baratas para dar sustento a sus familias. Los intereses de esos dos grupos de colonos estaban en tensión con los de las autoridades estatales y militares que pretendían conformar una nueva fuerza militar profesional basada en el Ejército de Washington. Justo cuando el Gobierno estadounidense y su Ejército estaban tomando forma, una serie de asentamientos en la periferia de las naciones indígenas amenazaban con separarse, lo que llevó al Ejército a establecer como máxima prioridad la rápida expansión hacia el territorio indígena. Durante el primer cuarto de siglo de la independencia estadounidense, una brutal guerra contrainsurgente sería clave en la destrucción de las civilizaciones indígenas del Territorio del Ohio y del resto del entonces llamado Noroeste[139]. La guerra total en Ohio prepara el terreno El primer Gobierno de Washington fue consumido por la crisis, fruto de su propia incapacidad de conquistar y colonizar rápidamente el Territorio del Ohio, sobre el que reclamaba soberanía[140]. Durante el periodo de la Confederación, antes de que se escribiera y ratificara la Constitución, las naciones indígenas de ese territorio tenían acceso a un suministro constante de armas británicas y habían establecido efectivas alianzas políticas y militares, la primera de ellas forjada por el líder mohawk Joseph Brant en la década de 1780. El Gobierno de Washington determinó que únicamente la guerra, no la diplomacia, podría quebrar las alianzas indígenas. El secretario de Guerra, Henry Knox, le dijo al comandante del Ejército de Fort Washington (actual Cincinnati): «Extender una protección defensiva y eficaz hacia una frontera tan extensa, contra grupos solitarios o reducidos de intrépidos salvajes,
resulta completamente imposible. No queda otro remedio más que extirpar en su totalidad, de ser posible, a los mencionados banditti»[141]. Estas órdenes no podían implementarse con un ejército normal que practicase la guerra regular. Si bien el Ejército estaba comandado por oficiales federales, los combatientes provenían casi en su totalidad de milicias compuestas por colonos de Kentucky. Estos no estaban acostumbrados a la disciplina militar, pero eran temerarios y estaban dispuestos a matar por un trozo de tierra o algunos cueros cabelludos a cambio de una recompensa. El Ejército encontró desiertas las aldeas de los miamis que planeaban atacar. Establecieron una base allí a la espera de un ataque indígena, pero el ataque no llegó. Cuando el comandante envió unidades reducidas para encontrar a los miamis, estas misiones de búsqueda y destrucción fueron emboscadas, y los miamis y los shawnees, bajo la dirección de Pequeña Tortuga (Meshekinnoqquah) y Chaqueta Azul (Weyapiersenwah), lograron que no quedara rastro de ellas. Los pueblos abandonados habían sido el anzuelo para conducir a los invasores a la emboscada. El comandante informó al Departamento de Guerra que sus fuerzas habían quemado trescientas construcciones y destruido veinte mil fanegas de maíz. Puede que sean datos veraces, pero su afirmación de haber desbaratado la organización política y militar indígena no lo fue. Según parece, Knox sabía que se necesitaría más que la destrucción de alimentos y propiedades para sofocar la resistencia. Ordenó a los comandantes reclutar quinientos rangers experimentados a caballo procedentes de Kentucky para quemar y saquear las aldeas y campos de los miamis sobre la costa del río Wabash. También debían capturar mujeres y niños para utilizarlos como rehenes al negociar las condiciones de la capitulación. Cuando cumplieron con estas órdenes, los errantes rangers demostraron lo que eran capaces de lograr con violencia desenfrenada y una total falta de escrúpulos y respeto por la población civil. Destruyeron los dos pueblos más importantes de los miamis y capturaron a cuarenta y cuatro mujeres y niños. Después enviaron advertencias a los otros pueblos de que les sucedería lo
mismo si no se rendían incondicionalmente: «Sus guerreros serán asesinados; sus pueblos y aldeas, saqueados y destruidos; sus mujeres e hijos, capturados; y pueden estar seguros de que quienes escapen a la furia de nuestros poderosos jefes no encontrarán reposo a este lado de los Grandes Lagos». Aun así, los indígenas del Territorio del Ohio continuaron luchando, con plena conciencia de las consecuencias. El líder seneca Plantador de Maíz llamó a los colonizadores «destructores de pueblos». Contó que durante la destrucción y el sufrimiento que infligieron las tropas sobre los iroqueses del oeste, «las mujeres senecas miraban atrás y empalidecían, y nuestros niños se colgaban del cuello de sus madres»[142]. A pesar del uso prioritario de milicias de colonos, el presidente Washington insistía en que el nuevo Gobierno debía formar un ejército profesional que aumentara el prestigio de Estados Unidos ante los ojos de los países europeos. También pensaba que el costo de los mercenarios, cuatro veces mayor que el de las tropas regulares, era demasiado alto. Pero cada vez que estas últimas se adentraban en el Territorio del Ohio, Washington se resignaba a valerse de quienes, en esencia, eran asesinos despiadados utilizados para aterrorizar la región, y así anexar las tierras que luego se venderían a los colonos. La venta de tierras confiscadas era la principal fuente de recursos para el nuevo Gobierno. Hacia fines de 1791, el Departamento de Guerra notificó a los ocupantes de Ohio que debían reunir a sus rangers para una ofensiva. El general de división Anthony Wayne, alias el Loco, fue el encargado de reestructurar las unidades del ejército que tenía a su mando para que funcionaran como fuerzas irregulares. Washington y otros oficiales eran conscientes de que no se podía confiar en Wayne, porque además era alcohólico, pero aparentemente esas características serían útiles para la guerra sucia que se avecinaba. Entre 1792 y 1794, Wayne reunió una fuerza combinada de soldados profesionales y un extenso contingente de experimentados rangers. Acogía con entusiasmo tácticas contrainsurgentes como la destrucción de alimentos y la matanza de civiles. Entre los mil quinientos rangers a caballo que participaron de la primera misión, estaban el talentoso William Wells y su grupo de rangers. Los miamis habían capturado a Wells cuando tenía trece años; vivió con ellos durante
nueve años y se casó con la hija del líder Pequeña Tortuga. Bajo el mando de su suegro, Wells había peleado contra los colonos invasores y el Ejército de Estados Unidos. En 1792, fue elegido para representar a la nación miami en una negociación con ese país, pero al llegar vio a un hermano de la familia de la que había estado separado durante una década. Lo convencieron de regresar a Kentucky y se desempeñó como ranger para el Ejército estadounidense[143]. Las tropas y los rangers de Wayne lograron entrar en el Territorio del Ohio y establecer una base que llamaron Fort Defiance (en el noroeste de Ohio), en lo que había sido el corazón de la alianza indígena encabezada por Pequeña Tortuga[144]. Posteriormente, Wayne dio un ultimátum a los shawnees: «Por compasión a sus mujeres y niños, vengan y eviten otro derramamiento de sangre». El líder shawnee Chaqueta Azul se negó al sometimiento y las fuerzas estadounidenses comenzaron a destruir aldeas y campos shawnees y a asesinar a mujeres, niños y ancianos. El 20 de agosto de 1794 en Fallen Timbers, la principal fuerza de combate indígena shawnee se vio superada. Incluso tras la victoria estadounidense, los rangers continuaron arrasando casas y maizales indígenas durante tres días. Después de dejar una zona de destrucción de unos ochenta kilómetros, las fuerzas invasoras regresaron a Fort Defiance. La derrota de Fallen Timbers fue un duro revés para las naciones indígenas del Territorio del Ohio, pero en la década siguiente reorganizarían la resistencia. La conquista estadounidense del sur de Ohio se formalizó en el Tratado de Greenville, de 1797; se trató de una victoria obtenida mediante una despiadada guerra irregular. Las naciones de la región ya no tenían a británicos y franceses para enfrentarlos a unos contra otros; antes bien, ahora tenían ante sí el decidido embate imperialista de una república independiente que tenía que consentir a los colonos si quería reclutarlos[145]. Tecumseh Durante la década siguiente, más colonos cruzaron los Apalaches, ocuparon tierras indígenas e incluso levantaron pueblos, en anticipación de lo que harían en el futuro inmediato el Ejército estadounidense, los especuladores de tierras y las instituciones
civiles. En el Territorio del Ohio, los hermanos shawnees Tecumseh y Tenskwatawa comenzaron a construir una resistencia mancomunada a principios del siglo XIX. Desde su centro organizativo, Prophet’s Town, fundada en 1807, Tenskwatawa y sus compañeros viajaron por los poblados shawnees fomentando un regreso a las raíces culturales, que la asimilación de prácticas y bienes de comercio de los angloamericanos, sobre todo el alcohol, habían erosionado[146]. En comunidades sometidas a la colonización y otras formas de dominación, sobre todo en contextos donde hay refugiados hacinados y en condiciones deplorables, el abuso de ese producto (y de las drogas) es una epidemia, como las enfermedades. Esto es así en todas partes del mundo, no solo entre los pueblos nativos de Norteamérica. El alcohol era un elemento de la caja de herramientas del colonizador, quien garantizaba que su obtención fuera fácil y económica. Los misioneros cristianos solían aprovecharse de estas condiciones disfuncionales para la conversión, y ofrecían no solo alimento y vivienda, sino también disciplina para evitar el alcohol. Pero esto mismo también constituye una forma de sometimiento colonial. Es significativo que Tecumseh no limitara su visión al Territorio del Ohio, sino que además concibiera organizar a todos los pueblos al oeste del Misisipi, al norte de la región de los Grandes Lagos y al sur del golfo de México. Visitó otras naciones indígenas instando a la unidad para desafiar la presencia de los colonos en sus tierras. Presentó un programa para poner fin a la venta de tierras indígenas a los colonos: solo así terminarían las migraciones de estos en busca de tierra barata y podría evitarse que Estados Unidos se estableciera en el oeste. Entonces, una alianza de naciones indígenas sería capaz de administrar los territorios como una federación. Su programa, su estrategia y su filosofía señalan el comienzo de los movimientos panindígenas en la Norteamérica anglocolonizada y fueron un modelo para la resistencia futura. Joseph Brant y Pontiac habían iniciado esa estrategia en la década de 1780, pero Tecumseh y Tenskwatawa forjaron un marco panindígena mucho más potente, gracias a la combinación de espiritualidad y política indígena, al tiempo que se respetaban las religiones e idiomas particulares de cada nación[147].
La alianza indígena que estaba desenvolviéndose generó una importante barrera ante la ininterrumpida ocupación angloamericana y la especulación y adquisición de tierras al oeste de los Apalaches. En movimientos de resistencia indígena anteriores, como los que habían liderado Pequeña Tortuga y Chaqueta Azul durante las negociaciones de paz posteriores a las desastrosas guerras estadounidenses de aniquilación, los líderes de las facciones se habían otorgado la función de acordar la venta de tierras sin el consentimiento de aquellos a quienes decían representar. Las comunidades colonizadas se habían vuelto económicamente dependientes de los bienes de comercio y las anualidades del Gobierno federal, con lo que incurrían en deudas que desembocaron en la confiscación de las pocas tierras que aún seguían en sus manos. La generación más joven sintió desprecio por esos jefes, porque consideraban que estaban vendiendo a su gente. Los colonos y los especuladores angloestadounidenses ejercieron cada vez más presión y lanzaron nuevas amenazas de aniquilación, lo que desató la ira y llamamientos a represalias, pero también un renovado espíritu de resistencia. Hacia 1810, las nuevas alianzas indígenas representaban un problema para los colonos que ocupaban los territorios de Indiana e Illinois, en momentos en que se avecinaba la guerra entre Estados Unidos y Gran Bretaña. Como temían que los británicos se unieran a la alianza indígena para obstaculizar el objetivo imperialista estadounidense de dominar el continente, los colonos redactaron una petición al presidente James Madison para exigir que el Gobierno actuase de manera preventiva: «La seguridad de las personas y la propiedad en esta frontera nunca podrá garantizarse efectivamente a no ser mediante la ruptura de la alianza formada por el Profeta shawnee en el Wabash»[148]. En 1809, el gobernador territorial de Indiana, William Henry Harrison, atormentó y sobornó a unos cuantos indígenas de las tribus delaware, miami y potawatomi para que firmasen el Tratado de Fort Wayne, que estipulaba que estas naciones entregarían su territorio, ubicado en el actual sur de Indiana, a cambio de un pago anual. Tecumseh condenó el tratado de inmediato y a quienes lo habían firmado sin la aprobación de los pueblos a los que representaban. Harrison se reunió con Tecumseh en Vincennes en 1810, junto con otros delegados de las naciones aliadas shawnee, kikapú, wyandot,
peoria, ojibwe, potawatomi y winnebago. El líder shawnee le informó a Harrison de que se dirigía al sur para sumar a la alianza a los muskogees, choctaws y chickasaws. Harrison, convencido de que Tenskwatawa, el Profeta, hermano de Tecumseh, era la fuente de esa renovada militancia indígena, dedujo que si destruía Prophet’s Town, aplastaría la resistencia. Esto presentaría a las claras cuáles eran las opciones de los muchos indígenas que apoyaban a los líderes militantes: ceder más tierras a Estados Unidos a cambio de dinero y bienes de comercio o sufrir una mayor aniquilación. Harrison decidió dar el golpe en ausencia de Tecumseh. Habiendo prestado servicio como ayudante de campo del general Wayne en los ataques de Fallen Timbers, sabía cómo evitar que las fuerzas regulares sufrieran una emboscada. Reunió a rangers de Indiana y Kentucky —experimentados asesinos de indígenas— y a algunos soldados regulares del Ejército estadounidense. En lo que hoy es Terre Haute (Indiana) los soldados construyeron el fuerte Harrison en tierra shawnee: símbolo de sus intenciones de permanecer en el lugar. Los habitantes de Prophet’s Town sabían del avance militar, pero Tecumseh les había advertido de que no entraran en combate porque la alianza aún no estaba lista para la guerra. Tenskwatawa envió exploradores para que observaran los movimientos del enemigo. Las fuerzas estadounidenses llegaron a las afueras de la ciudad en la madrugada del 6 de noviembre de 1811. Viendo que no tenía más alternativa que ignorar las instrucciones de su hermano, Tenskwatawa dirigió un ataque al día siguiente antes del amanecer. Solo tras la caída de unos doscientos residentes indígenas, las tropas lograron derrotarlos: quemaron el pueblo, destruyeron el granero, saquearon e incluso desenterraron cuerpos de sus sepulturas y los mutilaron. Esta fue la famosa «batalla» de Tippecanoe que convirtió a Harrison en un héroe de frontera para los colonos y más tarde contribuyó a que fuera elegido como presidente[149]. La destrucción de la capital de la alianza indígena por parte del Ejército estadounidense enfureció a los pueblos indígenas de todo el viejo noroeste e hizo que luchadores kikapús, winnebagos, potawatamis e incluso creeks del sur confluyeran en un cuartel británico, en el fuerte Malden, en Canadá, para dotarse de provisiones para el combate. En contra de lo que suponía Estados
Unidos, —que Tecumseh no era más que un instrumento de los británicos—, este se había negado a cerrar una alianza con ellos porque eran muy poco confiables. Pero ahora llamaba a una guerra contra Estados Unidos encabezada por los indígenas, unificada y coordinada, que los británicos podrían apoyar si quisieran, pero no controlar. El presidente Madison, en una alocución en el Congreso en la que buscaba una declaración de guerra contra Gran Bretaña, sostuvo: «Al estudiar la conducta de Gran Bretaña hacia Estados Unidos, nuestra atención se dirige necesariamente a la guerra que acaban de renovar los salvajes en una de nuestras extensas fronteras: una guerra que sabemos que no distingue edad ni sexo y destaca por sus características peculiarmente estremecedoras para la humanidad»[150]. Durante el verano de 1812, la alianza indígena asestó un golpe sobre las instalaciones y los asentamientos de colonos estadounidenses con poca ayuda de los británicos. Cayeron los fuertes de Estados Unidos ubicados en lo que hoy es Detroit y Dearborn. Entre los habitantes del fuerte Dearborn, el ranger de Kentucky William Wells fue asesinado y su cuerpo, mutilado como el de un despreciado traidor. En el otoño, las fuerzas indígenas atacaron asentamientos anglos en todo el territorio de Illinois e Indiana. Los rangers que intentaban rastrear y asesinar a los luchadores indígenas encontraban a su paso asentamientos destruidos y abandonados, con miles de colonos que habían tenido que abandonar sus hogares. Como respuesta, Harrison dio vía libre a las milicias en los campos y las aldeas indígenas, sin poner restricciones a su comportamiento. El jefe de la milicia de Kentucky reunió a dos mil voluntarios armados y a caballo para destruir pueblos nativos cerca de lo que hoy es Peoria, en Illinois; sin embargo, no tuvo éxito. Los indígenas sufrieron un revés en el otoño de 1813, cuando Tecumseh fue asesinado en la batalla del Thames y su ejército, destruido. A lo largo de los dieciocho meses que duró la guerra, milicias y rangers atacaron a civiles indígenas y destruyeron sus recursos agrícolas; dejaron tras de sí a hambrientos refugiados[151]. Ataque a la nación cheroqui En la región indígena no conquistada del viejo sudoeste, una resistencia similar se llevó a cabo durante las dos décadas siguientes
a la independencia estadounidense, con resultados trágicos semejantes, gracias al uso de la guerra de exterminio. Tennessee (previamente reclamada pero no ocupada por la colonia británica de Carolina del Norte) fue extraída de la nación cheroqui y se convirtió en estado en 1796. Su parte este, sobre todo el área circundante a la actual ciudad de Knoxville, era una zona de guerra. Los colonos, en su mayoría escoceses-irlandeses, estaban en guerra con los cheroquis que aún resistían, llamados «chickamaugas», para asegurar y ampliar sus asentamientos. Los colonos odiaban tanto a los indígenas a quienes intentaban desplazar como al nuevo Gobierno federal. En 1784, un grupo de colonos de Carolina del Norte, al mando del ranger John Sevier, se había separado del oeste de Carolina y había establecido un estado independiente llamado Franklin, con Sevier como presidente. Ni Carolina del Norte ni el Gobierno federal habían ejercido control alguno sobre los asentamientos en la región este del valle del Tennessee. En el verano de 1788, Sevier ordenó un repentino ataque preventivo a las ciudades chickamaugas, en el que resultaron muertos treinta aldeanos y los supervivientes debieron escapar al sur. Las acciones de Sevier sirvieron de matriz para las relaciones entre colonos y el Gobierno federal: los colonos implementaban la solución final del Gobierno federal, mientras que este último fingía limitar las invasiones de tierra indígena por parte de los colonos[152]. Ante la feroz resistencia de las naciones indígenas en el Territorio del Ohio y el enfrentamiento entre la nación muskogee y el estado de Georgia, el Gobierno de Washington buscó contener la resistencia indígena en el sur. Pero ahora los colonos estaban provocando a los cheroquis en lo que muy pronto sería el estado de Tennessee. El secretario de Guerra Knox dijo creer que la densidad del desarrollo colonial —la conversión de las tierras indígenas de caza en fincas agrícolas— agobiaría poco a poco a las naciones originarias hasta expulsarlas. Aconsejó a los líderes colonos que siguieran con sus edificaciones, que así atraerían a más colonos ilegales. Esta visión ingenua ignoraba que los agricultores indígenas estaban muy al tanto de las
intenciones que tenían los colonos de destruirlos y apoderarse de sus territorios. En el Tratado de Hopewell, de 1785, entre el Gobierno federal y la nación cheroqui, Estados Unidos acordó limitar la ocupación a la zona este de las montañas Blue Ridge. Unos cuantos miles de familias de colonos, que reclamaban casi medio millón de hectáreas de tierra precisamente en esa zona, no tenían intención de respetar el tratado. Knox vio la situación como un enfrentamiento con los colonos y una prueba de la autoridad federal al oeste de la cordillera, desde Canadá hasta la Florida española. Los colonos no creían que el Gobierno federal tuviera la intención de proteger sus intereses, un motivo para proceder unilateralmente. Ante los ataques constantes, los cheroquis estaban desesperados por detener la destrucción de sus poblados y campos. Muchos pasaban hambre, muchos más no tenían donde guarecerse y se desplazaban como refugiados; solo los luchadores chickamaugas hacían de fuerza protectora contra los experimentados colonos asesinos de indígenas. En julio de 1791, los cheroquis, a su pesar, firmaron el Tratado de Holston, por el cual renunciaban a toda reclamación territorial en el asentamiento de Franklin a cambio de una anualidad del Gobierno federal de cien mil dólares[153]. Estados Unidos no hizo nada para frenar la llegada de colonos al territorio cheroqui según el límite establecido en el tratado. Un año después de que este se firmara, se desató la guerra, y los chickamaugas, bajo el liderazgo de Arrastra Canoa, atacaron a los colonos y llegaron a sitiar Nashville[154]. La guerra continuó durante dos años; a los quinientos luchadores chickamaugas se sumaron muskogees y un contingente de shawnees de Ohio, encabezados por Cheeseekau, uno de los hermanos de Tecumseh, que luego sería asesinado en combate. Los colonos organizaron una ofensiva contra los chickamaugas. El agente federal responsable de asuntos indígenas intentó convencer a los chickamaugas para que dejaran de combatir, con el argumento de que los colonos de frontera eran «siempre terribles no solo con los guerreros, sino también con las inocentes e indefensas mujeres y los niños y ancianos». El agente también advirtió a los colonos de que no atacaran poblados indígenas; sin embargo, tuvo que ordenarle a la milicia que dispersara a una turba de trescientos colonos que, tal como describió, «a causa
de un fervor equivocado por servir a su país» se habían reunido para destruir «tantos poblados cheroquis como pudieran»[155]. Sevier y sus rangers invadieron las ciudades chickamaugas en septiembre de 1793, con la misión expresa de destruirlas por completo. A pesar de que el agente federal había prohibido atacar las aldeas, Sevier dio orden de que se emprendiera una ofensiva de tierra arrasada. Al decidir que el momento del ataque fuera durante la época de cosecha, el objetivo de Sevier fue hambrear a los residentes para que se rindieran. La estrategia funcionó. Poco después, el agente informó al secretario de Guerra que la región estaba pacificada, sin haberse registrado acciones indígenas desde «la visita que hizo el general Sevier a la nación [cheroqui]». Un año después, Sevier exigió la sumisión absoluta de las aldeas chickamaugas bajo amenaza de arrasarlas por completo. Al no recibir respuesta, un mes después, 1.750 rangers de Franklin atacaron dos aldeas, quemaron todas las construcciones y los campos —una vez más, en época cercana a la cosecha— y dispararon contra los que intentaban escapar. Sevier volvió a exigir que los chickamaugas abandonaran sus poblados y se retiraran a los bosques solamente con lo que fueran capaces de transportar. Escribió: «La guerra le costará mucho dinero a Estados Unidos, y algunas vidas, pero acabará con la existencia de su pueblo, en cuanto que nación, para siempre». Las restantes aldeas chickamaugas acordaron permitirles a los colonos permanecer en territorio cheroqui. En los asentamientos de colonos, los líderes despiadados como Sevier no eran la excepción, sino la regla. Una vez que tenían pleno control y obtenían lo que querían, hacían las paces con el Gobierno federal, que dependía, a su vez, de las acciones de estos colonos para expandir el territorio de la república. Sevier más tarde sería diputado por Carolina del Norte y luego gobernador de Tennessee. A día de hoy se idolatra a estos hombres como grandes héroes; encarnan la esencia del «espíritu estadounidense». Hoy, una estatua de John Sevier en su uniforme de ranger forma parte del Salón Nacional de las Estatuas del Capitolio de Estados Unidos[156]. Resistencia muskogee
Oficialmente, la nación muskogee se había mantenido neutral durante la guerra entre los colonos angloestadounidenses y la monarquía británica. Sin embargo, muchos muskogees habían aprovechado la ocasión individualmente para sitiar y hostigar a los colonos que vivían dentro de sus territorios nacionales en Georgia, Tennessee y Carolina del Sur. Cuando se formó Estados Unidos, la nación muskogee recurrió a la Florida española en busca de una alianza que detuviera el flujo de colonos hacia su territorio. España tenía interés en que la alianza sirviera de protección a sus dominios, que por ese entonces incluían el bajo Misisipi y la ciudad de Nueva Orleans. Los colonos creían que los muskogees y los funcionarios españoles, junto con los británicos, estaban confabulados para mantenerlos fuera del oeste de Georgia y la actual Alabama, y consideraban que la nación muskogee era la principal barrera contra su establecimiento permanente en la región, sobre todo en Georgia. Los muskogees llamaban a los colonos ecunnaunuxulgee: «personas que intentan con codicia arrebatar las tierras a la gente roja». El Gobierno federal negoció una nueva frontera, más asentamientos y comercio con la nación muskogee, a cambio de sesenta mil dólares al año en productos. Los colonos hicieron lo posible para incitar a los muskogees a entrar en guerra ignorando las disposiciones del tratado. Mataron a cientos de venados que se hallaban en los parques de venados de los muskogees con el fin de quitarles el sustento a los cazadores de este pueblo indígena, que también integraban las fuerzas de la resistencia. Pero el Departamento de Guerra era cómplice, ya que utilizaba el dinero que correspondía por tratado a los muskogees para dividirlos sobornando a los líderes (miccos); así, los insurgentes quedaban aislados de sus comunidades. Ochenta luchadores muskogees se unieron a los chickamaugas cuando aún estaban en combate, y juntos atacaron el distrito de Cumberland, en Tennessee, a principios de 1792, mientras otros dieron el golpe a los colonos en territorio muskogee. Fue entonces cuando los delegados shawnees, enviados por Tecumseh, llegaron desde el Territorio del Ohio para instar a los muskogees a expulsar a los
colonos de sus tierras, como habían hecho con éxito los shawnees hasta ese momento. El secretario de Guerra Knox le dijo por escrito al agente federal en Georgia que él sabía que los militantes muskogees eran «unos banditti y no representan a la totalidad ni a una parte considerable de esa nación. Las hostilidades de individuos surgen de sus propias inclinaciones, y no es probable que sean dictadas por los Jefes, ni por ningún Pueblo u otras clases respetables de Indios»[157]. Para esta época, durante el proceso de la colonización británica precedente y la posterior colonización estadounidense de la nación muskogee y otras naciones indígenas del sudeste, se hallaba bien firme una clase clientelar indígena —llamados compradors por los africanos y «caciques» en la América colonizada por los españoles— esencial para los proyectos colonialistas, una clase que dependía de los amos coloniales para su riqueza personal. Esta división de clase destruyó por dentro las tradicionales sociedades indígenas, relativamente equitativas y democráticas. Fue una pequeña elite que en el sudeste adoptó la esclavización de africanos, y algunos incluso se convirtieron en prósperos dueños de plantaciones, como las que había en el sur, sobre todo mediante el matrimonio con los anglos. Los puestos comerciales que establecieron los mercaderes estadounidenses dividieron aún más a la sociedad muskogee; muchos de sus miembros se vieron empujados hacia la economía estadounidense mediante la dependencia y la deuda y alejados de las firmas comerciales españolas y británicas, que anteriormente no los habían molestado. Este método de colonización por cooptación y deuda ha demostrado su eficacia dondequiera que las potencias coloniales lo hayan aplicado, pero solo cuando va acompañado de la violencia extrema ante cualquier signo de insurgencia indígena. Así se movió Estados Unidos por Norteamérica. Mientras que la mayoría de los muskogees continuaba con sus tradiciones democráticas, la elite tomaba decisiones y hacía concesiones en nombre de su pueblo, que traerían trágicas consecuencias para todos. En 1793 las autoridades federales identificaron quinientos poblados muskogees donde creían que residía la mayoría de los insurgentes. El secretario de Guerra Knox convocó a la milicia de Georgia para prestar servicio federal. El agente federal de asuntos indígenas notificó al Departamento de Guerra que los colonos se disponían a atacar a los
muskogees y solicitó que se desplegaran mil soldados federales para ocupar los poblados muskogees insurgentes. Si bien el Departamento de Guerra rechazó la petición y se pospuso la guerra, las inquietas milicias de Georgia desertaron y se precipitaron hacia territorio muskogee para saquear, incendiar y matar, aunque debieron esperar. Aun así, continuaron los ataques persistentes contra agricultores, comerciantes y ciudades muskogees. Durante el invierno boreal de 1793 a 1794, los colonos de la frontera de Georgia formaron un grupo armado de usurpadores sin tierra. Su líder, Elijah Clarke, era un viejo asesino de indígenas y había sido general de división en la milicia de Georgia durante la guerra de Independencia, en la que ordenó a los rangers destruir poblados y campos indígenas. Como héroe de la patria estadounidense, Clarke estaba seguro de que sus antiguas tropas jamás se alzarían en armas contra él. Clarke y sus rangers declararon la independencia de su propia república, pero las autoridades de Georgia lo capturaron y destruyeron el reducto rebelde. Sin embargo, la acción de Clarke envió un claro mensaje a las autoridades estatales y federales: los usurpadores sin tierras estaban dispuestos a tomar las de los indígenas. Para ese propósito, una década más tarde conseguirían el líder que necesitaban. Mientras tanto, la elite de los poblados muskogees logró marginar a los insurgentes, al tiempo que el Gobierno federal aumentaba los subsidios y la clase rica muskogee establecía puestos de comercio que ofrecían whisky barato para los muskogees empobrecidos[158]. La suerte está echada La exitosa intrusión de los colonos en el oeste de Georgia hizo que Alabama y Misisipi se convirtieran en los siguientes objetivos de la economía de plantación con mano de obra esclava, que se hallaba en rápida expansión y era, junto con la venta de tierras indígenas ocupadas por especuladores privados, esencial para la economía estadounidense en su conjunto. El régimen económico de la plantación necesitaba de vastas extensiones de tierra para sus cultivos comerciales, incluso antes de que el algodón fuera el rey; por ello se trata de un sistema que dejaba a su paso territorios
nacionales indígenas devastados y colonos anglos que luchaban y morían desplazando a las comunidades indígenas, pero, aun así, permanecían sin tierras, por lo que se dirigían a la siguiente frontera y volvían a intentarlo. La colonización estadounidense dio lugar al abominable gobierno de base esclavista en el viejo sudoeste, que prosperaría durante siete décadas más. A diferencia de lo que sucedía en el Territorio del Ohio, el Gobierno de Washington evitaba el uso de la fuerza y así se enemistaba con los colonos de la región. Al impedirles a estos que eliminaran a los muskogees, el Gobierno federal era considerado un enemigo, tal como lo habían sido las autoridades británicas para la anterior generación de decididos colonos. Sin embargo, la situación pronto cambiaría con la guerra muskogee de 1813 y 1814 (de la que se ocupa el siguiente capítulo). Como describe Robert V. Remini en Andrew Jackson and his Indian Wars, «el hombre de frontera [frontiersman] de Tennessee Andrew Jackson, al mando de las tropas regulares y de los hombres de frontera, garantizó personalmente que los creeks sintieran de lleno el impacto de la guerra total»[159]. Es decir, entre 1810 y 1815 se desarrollaron dos guerras simultáneamente: una, en el Territorio del Ohio —el «viejo noroeste»—, que terminó con la derrota de la alianza encabezada por Tecumseh, y la otra, la guerra contra la nación muskogee en 1813 y 1814. A diferencia del enfrentamiento de 1812 a 1815 entre Gran Bretaña y Estados Unidos, con el que se superponen estas dos guerras, la situación no volvió al estado de cosas anterior, sino que culminó con la eliminación del poder indígena al este del Misisipi. El factor determinante de la conquista estadounidense no fue la derrota de los británicos en combate en 1815, sino la guerra genocida y el desplazamiento forzoso[160]. Los líderes estadounidenses trasladaron la contrainsurgencia del periodo preindependentista hacia la nueva república; así imprimieron en el naciente Ejército federal un modo de hacer la guerra que tuvo tremendas consecuencias para el continente y el mundo. La guerra contrainsurgente y la limpieza étnica contra civiles indígenas continuaron definiendo el estilo de la
guerra estadounidense a lo largo del siglo XIX, con episodios que lo marcan, como las tres guerras contrainsurgentes contra los seminolas, pasando por la masacre de Sand Creek en 1864 hasta Wounded Knee en 1890. Los Ejércitos regulares habían incorporado desde el principio estas estrategias y tácticas como modo de hacer la guerra y solían recurrir a ellas, si bien era frecuente que permanecieran inactivos mientras las milicias locales y los colonos actuaban por cuenta propia aterrorizando a los indígenas no combatientes. La guerra irregular se llevaría a cabo al oeste del Misisipi tal como se había hecho anteriormente contra los abenakis, cheroquis, shawnees, muskogees e incluso los indígenas cristianos. Durante la guerra civil, los métodos de ese tipo de guerra jugaron un papel destacado en ambos bandos. Las fuerzas regulares confederadas, las guerrillas confederadas, como las encabezadas por William Quantrill, y la del general Sherman, por la Unión, todas desataron la guerra total contra los civiles indígenas. El mismo patrón se repetiría en las intervenciones militares estadounidenses desde Filipinas y Cuba hasta América Central, Corea, Vietnam, Irak y Afganistán. El efecto acumulativo va más allá del uso habitual de los medios militares y se convierte en la base misma de la identidad estadounidense. El hombre de frontera que lucha contra los indígenas y los «valerosos» colonos en sus carretas entoldadas son las imágenes icónicas de esa identidad. Otro indicador de esta identidad es la popularidad y el respeto de los que goza hasta la fecha el sociópata genocida Andrew Jackson. Hombres de la vida real como Robert Rogers, Daniel Boone, John Sevier y David Crockett, al igual que los ficticios, creados por James Fenimore Cooper y otros autores afamados, nos hacen evocar el «mito del estadounidense blanco esencial»; es decir, que el «alma estadounidense esencial» es asesina[161].
06 El último mohicano y la república blanca de Andrew Jackson La labor del colono es hacer imposibles hasta los sueños de libertad del colonizado. La labor del colonizado es imaginar todas las combinaciones eventuales para aniquilar al colono. FRANTZ FANON, Los condenados de la tierra[162]
E
n 1809, el Gobierno de Jefferson, sin consultar a ninguna de las naciones indígenas afectadas, compró el Territorio de Luisiana, que tenía 2.144.510 kilómetros cuadrados, a Napoleón Bonaparte. Su anexión duplicó el tamaño de Estados Unidos. El territorio comprendía la totalidad o parte de varias naciones indígenas, como los siux, cheyenes, arapajós, crows, pawnees, osages y comanches, entre otros pueblos del bisonte. También incluía el área que luego sería denominada Territorio Indio (Oklahoma), destino de reubicación de los pueblos indígenas provenientes del oeste del Misisipi. De la porción tomada surgirían en el futuro quince estados: la totalidad de lo que hoy son Arkansas, Misuri, Iowa, Oklahoma, Kansas y Nebraska; Minnesota al oeste del Misisipi; la mayor parte de Dakota del Sur y Dakota del Norte; el noreste de Nuevo México y el norte de Texas; las
porciones de Montana, Wyoming y Colorado al este de la divisoria continental; y Luisiana al oeste del río Misisipi, incluida la ciudad de Nueva Orleans. Este territorio comprimía las tierras ocupadas por España, entre las que se incluían Texas y toda región al oeste de la divisoria continental, hasta el océano Pacífico. Estas últimas pronto pasarían a integrar la lista de anexiones de Estados Unidos[163]. En su momento, para muchos estadounidenses la compra fue un medio estratégico para prevenir una guerra con Francia y al mismo tiempo garantizar el comercio en el río Misisipi. Pero más temprano que tarde algunos le echaron el ojo para asentarse allí, y otros propusieron un «intercambio» de tierras indígenas en el Viejo Noroeste y el Viejo Sudoeste por tierras al oeste del Misisipi[164]. Antes de dedicarse a la conquista y colonización de esa región, el Gobierno esclavista del sudeste completaría la limpieza étnica de los pueblos indígenas en esa zona. Andrew Jackson sería el hombre encargado del trabajo. Hacer carrera gracias al genocidio No fue la superioridad tecnológica ni la enorme cantidad de colonos lo que impulsó el nacimiento de Estados Unidos ni la expansión de su poderío por todo el mundo. La causa principal fue la voluntad del Estado colonialista de eliminar civilizaciones enteras para apropiarse de sus tierras. Esta tendencia de exterminio se volvió común en el siglo XX, con la toma del control militar y económico del mundo por parte de Estados Unidos. Así han culminado quinientos años de colonialismo e imperialismo europeos[165]. El astuto prusiano Otto von Bismarck, fundador y primer canciller del Imperio alemán, observó proféticamente: «La colonización de Norteamérica ha sido el factor decisivo del mundo moderno»[166]. Jefferson fue su arquitecto y Andrew Jackson, el encargado de implementar la solución final para los pueblos indígenas al este del Misisipi. Jackson fue un influyente especulador de tierras de Tennessee, además de
un político y acaudalado dueño de una plantación con mano de obra esclava, la Hermitage. También fue un veterano asesino de indígenas. Su familia encarnó el modelo de migración protestante de escoceses-irlandeses hacia las fronteras de los imperios. Los padres de Jackson y dos hermanos mayores llegaron a Pensilvania desde el condado de Antrim, en Irlanda del Norte, en 1765. Poco tiempo después, los Jackson se trasladaron a una comunidad escocesa-irlandesa en la frontera entre las dos Carolinas. El padre de familia murió tras sufrir un accidente mientras talaba árboles unas semanas antes del nacimiento de Andrew en 1767. Para una madre soltera con tres hijos, la vida era muy dura en la frontera. A los trece años y con escasa educación, Jackson comenzó a trabajar como mensajero para el regimiento local de los secesionistas de la frontera durante la guerra de Independencia. La madre de Jackson y sus hermanos murieron durante la guerra. Huérfano, tuvo varios trabajos y luego estudió Derecho y comenzó a ejercer la profesión en el Distrito Oeste de Carolina del Norte, que más tarde sería el estado de Tennessee. Gracias a su práctica jurídica, mayormente relacionada con disputas por tierras, adquirió una plantación cerca de Nashville, trabajada por ciento cincuenta esclavos. Jackson ayudó a que Tennessee se convirtiera en estado en 1796, luego fue nombrado su senador, mandato que abandonó un año después para ser juez en el Tribunal Supremo de Tennessee durante seis años. Siendo el especulador de tierras del oeste de Tennessee con peor reputación, Jackson se enriqueció tras adquirir una porción del territorio de la nación chickasaw. Fue en 1801 cuando se puso al mando de la milicia de Tennessee como coronel e inició su carrera de asesino de indígenas. Después de su brutal guerra de aniquilación contra la nación muskogee, Jackson continuó con la construcción de su carrera militar y política oponiéndose a los seminolas, en lo que se conoce como las guerras seminolas. En 1836, durante el segundo de estos ataques, el general del Ejército estadounidense Thomas S. Jesup reflejó la actitud popular de los anglosajones hacia los seminolas en esta sentencia: «El país podrá deshacerse de ellos solamente si los elimina». Para entonces, Jackson concluía su segundo mandato gozando de la mayor popularidad que hubiera tenido un presidente estadounidense hasta ese momento; la política de genocidio estaba arraigada en la más alta esfera del
Gobierno nacional[167]. En el sudeste, los choctaws y chickasaws tuvieron que valerse exclusivamente de los mercaderes estadounidenses una vez que la nueva república impidió por completo el acceso de los españoles a la Florida. Enseguida se vieron atrapados en el mundo del comercio estadounidense, lo que suponía para ellos incurrir en deudas y luego no tener otra manera de pagarlas que no fuera cediendo tierras a los acreedores, que solían actuar como agentes del Gobierno federal. No se trató de un resultado accidental, sino que el propio Jefferson lo previó y lo alentó. En 1805, los choctaws cedieron la mayor parte de sus tierras a Estados Unidos por cincuenta mil dólares, y los chickasaws entregaron las que tenían al norte del río Tennessee por veinte mil dólares. Así fue como muchos de ellos pasaron a ser participantes sin tierras de la expansiva economía de plantación, agobiados por las deudas y la pobreza[168]. La división de la nación muskogee (creek) y el surgimiento de Andrew Jackson como consecuencia de esta redundó en su ascenso final a la presidencia y la puesta en marcha de la solución final: la eliminación de todas las comunidades indígenas al este del Misisipi mediante la expulsión forzosa. Después de que los choctaws y los chickasaws perdieran la mayor parte de sus territorios, solo los muskogees continuaron resistiendo contra Estados Unidos. La nación muskogee era una federación de pueblos autónomos ubicados en los valles de los numerosos ríos que atraviesan los actuales estados de Alabama, Tennessee y parte de Georgia y Florida. Los llamados lower creeks (creeks de la parte baja) habitaban y cultivaban la parte este de esta región irrigada por los ríos Chattahoochee, Flint y Apalachicola, mientras que los upper creeks (de la parte alta) vivían al oeste de los primeros, en los valles de los ríos Coosa, Tallapoosa y Alabama. Después de la independencia estadounidense, los muskogees fueron divididos por el colonialismo de asentamiento. El primer grupo pasó a depender económicamente de los colonos y emuló sus valores, incluso el de poseer esclavos africanos. En gran parte, se debió al diligente trabajo del agente federal responsable de asuntos indígenas Benjamin Hawkins, que estaba a cargo del proyecto de «civilización» del Gobierno estadounidense y fue quien acuñó la
denominación «Cinco Tribus Civilizadas», que usarían los colonos para describir a las grandes naciones agricultoras del sudeste. La misión de Hawkins era inculcar valores euroamericanos a los indígenas —entre ellos, el fin de lucro, la privatización de la propiedad, la deuda, la acumulación de riquezas en pocas manos y la esclavitud— para que los colonos pudieran obtener las tierras y asimilar a los muskogees. En el momento de la independencia, cientos de colonos ocupaban ilegalmente tierras de muskogees en las ciudades de los lower creeks, donde Hawkins concentraba sus fuerzas, con lo que los muskogees habían quedado solos río arriba. Sin embargo, los más tradicionalistas de los upper creeks —que se habían aliado con Tecumseh y la confederación shawnee— comprendieron que ellos serían los próximos, porque veían cómo el proyecto de Hawkins, ya con veinte años de duración, transformaba a algunos ciudadanos de los pueblos de los lower creeks en acaudalados dueños de plantaciones y esclavos, mientras que la mayoría quedaba pobre y sin tierra. Los luchadores tradicionalistas, llamados Bastones Rojos por el color de sus espadas de madera, emprendieron la ofensiva contra los upper creeks colaboracionistas y los colonos, que culminó en 1813 en una guerra civil. Los Bastones Rojos generaron un caos que afectó el esquema de Hawkins, puesto que atacaban a cualquiera que estuviese vinculado a su programa. La efectividad del ataque, sin embargo, provocó una contraofensiva genocida no autorizada oficialmente por el Gobierno federal y encabezada por Andrew Jackson, que en ese entonces era jefe de las milicias de Tennessee. Jackson amenazó con formar su propio ejército mercenario para empujar a los muskogees «hacia el océano» si el Gobierno no lograba erradicar a los insurgentes[169]. Si bien Jackson y sus coterráneos de Tennessee dejaron claro que su objetivo era el exterminio de la nación muskogee, su retórica proclamaba la autodefensa. En una serie de misiones de búsqueda y destrucción de tres meses de duración llevadas a cabo antes del ataque final contra los Bastones Rojos, los mercenarios de Jackson asesinaron a cientos de civiles muskogees y persiguieron despiadadamente incluso a los refugiados hambrientos y sin hogar que buscaban cobijo y seguridad. A estas alturas, los Bastones Rojos habían acabado con gran parte del ganado de la nación muskogee con el objetivo de privar de alimentos a los soldados
estadounidenses y de eliminar de la cultura muskogee la influencia del colonizador[170]. Tanto los luchadores shawnees como los africanos que habían escapado de la esclavitud se aliaron con los Bastones Rojos. Junto a sus familias levantaron un campamento fortificado en Tohopeka, en el Horseshoe Bend, una curva del río Tallapoosa, en el actual estado de Alabama. Jackson se dispuso a movilizar contra los Bastones Rojos a los lower creeks y algunos cheroquis aliados. En marzo de 1814, con setecientos milicianos a caballo y seiscientos combatientes cheroquis y lower creeks, los ejércitos de Jackson atacaron el fuerte de los Bastones Rojos. Los mercenarios capturaron a trescientas mujeres y niños y los usaron como rehenes para inducir la rendición muskogee. De los mil insurgentes, entre Bastones Rojos y aliados, asesinaron a ochocientos. Jackson perdió a cuarenta y nueve hombres. Después de la batalla de Horseshoe Bend, como se la conoce en los anales de la historia estadounidense, las tropas de Jackson fabricaron riendas para sus caballos con tiras de piel que arrancaban de los cuerpos de indígenas muskogees, y se aseguraron de que «las damas de Tennessee» recibieran souvenirs extraídos de los cadáveres[171]. Tras la matanza, Jackson justificó las acciones de sus tropas: «Los demonios del Tallapoosa ya no asesinarán a nuestras mujeres y niños ni perturbarán la quietud de nuestras fronteras […]. Han desaparecido de la faz de la tierra […]. ¡Cuán lamentable es que el camino hacia la paz esté atravesado de sangre y se extienda sobre los cadáveres de los caídos! Pero se trata del designio divino, que inflige un daño parcial para producir el bien general»[172]. Horseshoe Bend marcó el final de la resistencia muskogee en su territorio original. Como ha señalado el historiador Alan Brinkley, las vicisitudes políticas de Jackson dependían del destino de los indígenas, es decir, de su erradicación[173]. En la capitulación que se vio obligada a firmar la nación muskogee en 1814, el Tratado del Fuerte Jackson, constaba que estos habían perdido según los «principios de la justicia nacional y la guerra honorable». Andrew Jackson, el único negociador estadounidense del tratado, insistió nada menos que en la destrucción total de la nación muskogee, algo que estos no tenían poder de rechazar ni negociar. Las condiciones de la rendición total sorprendieron al
pequeño grupo de muskogees que poseía plantaciones y esclavos, quienes pensaron que habían sido plenamente aceptados por los estadounidenses. Habían peleado junto a las milicias anglosajonas contra la mayoría compuesta por Bastones Rojos en la guerra que acababa de terminar y, sin embargo, se castigaba por igual a todos los muskogees. En vano se prosternaron ante Jackson estos «amistosos» durante la reunión de celebración del tratado para rogarle que se los exceptuara a ellos y sus posesiones. Jackson les respondió que el extremo castigo infligido contra ellos debía servir de lección para todos aquellos que intentaran oponerse al dominio estadounidense. Explicó: «En tales casos desangramos a nuestros enemigos para que recuperen la sensatez»[174]. El historiador militar Grenier considera que el «“desangramiento” de los muskogees señala el punto culminante en la historia militar estadounidense, siendo el final de las guerras indígenas al este de los montes Apalaches. […] La conquista del oeste no se garantizó mediante la derrota del Ejército británico en combate en 1815, sino por la derrota y la expulsión de los indígenas de sus tierras nativas»[175]. El tratado obligaba a los supervivientes muskogees a desplazarse al resto de sus tierras en el oeste, y Jackson, lejos de recibir castigo por sus métodos genocidas, obtuvo un nombramiento por parte del presidente James Madison como general de división del Ejército estadounidense. El territorio que más tarde constituiría los estados de Alabama y Misisipi ya se encontraba disponible para la ocupación angloestadounidense, una siniestra luz verde a la expansión de la esclavitud de las plantaciones. En la guerra muskogee se aplicó la limpieza étnica como política de Estado sobre la totalidad de una población indígena. Una táctica que, creada por Andrew Jackson para esa guerra, sería reconfirmada políticamente cuando este se convirtiera en presidente en 1828[176]. Los upper creeks que permanecían en Alabama se entregaron a Jackson y cedieron 9.307.769 hectáreas de sus tierras ancestrales a Estados Unidos en el Tratado del Fuerte Jackson. Los Bastones Rojos, por el contrario, se unieron a la resistencia de la nación seminola en los Everglades de Florida y así dieron paso a tres décadas más de resistencia muskogee, durante la cual los propietarios angloestadounidenses de esclavos, en particular Andrew Jackson, estuvieron decididos a destruir las ciudades seminolas, que ofrecían un
resguardo seguro a los africanos que escapaban de la esclavitud[177]. Antes de la colonización europea, la nación seminola no existía con esa denominación. Las ciudades ancestrales del pueblo indígena que más tarde se conocería como seminola estaban situadas a lo largo de los ríos ubicados en el área de las actuales Alabama, Georgia, Carolina del Sur y el noroeste de Florida. A mediados del siglo XVIII, Wakapuchasee (Guardián del Ganado) y su gente se separaron de los cowetas muskogees y se desplazaron al sur, hacia lo que era por entonces la Florida española. A medida que España, Gran Bretaña y luego Estados Unidos fueron diezmando las ciudades indígenas en todo el sudeste, los supervivientes —entre ellos, africanos autoemancipados— establecieron su refugio en territorio seminola en la región de los Everglades, en la Florida española. Las incursiones europeas llegaron en forma de ataques militares, enfermedades y disrupción de las rutas comerciales, lo que causó colapsos y realineamientos dentro y entre las ciudades[178]. La nación seminola nació de la resistencia e incluyó vestigios de decenas de comunidades indígenas, además de africanos fugitivos, a quienes las ciudades seminolas sirvieron de refugio. En el Caribe y Brasil, los esclavos de esas comunidades de fugitivos se denominan cimarrones, pero en Estados Unidos los africanos libertos fueron absorbidos en la cultura de la nación seminola. Por entonces, como ahora, los seminolas hablaban la lengua muskogee, y mucho después (en 1957) el Gobierno estadounidense los designó como «tribu india». Eran una de las «Cinco Tribus Civilizadas» a las que se ordenó que abandonaran sus tierras originales en la década de 1930 y se desplazaran al Territorio Indio (luego anexionado al estado de Oklahoma). Estados Unidos inició tres guerras contra la nación seminola entre 1817 y 1858. La extensa y feroz Segunda Guerra Seminola (1835-1842) fue la guerra extranjera más larga iniciada por Estados Unidos antes de la guerra de Vietnam. El Ejército estadounidense continuó desarrollando sus capacidades militares, navales y marítimas en una nueva estrategia contrainsurgente, esta vez contra las ciudades seminolas de los Everglades. Una vez más, las fuerzas estadounidenses atacaron a civiles, destruyeron fuentes de alimento y se propusieron terminar con el último insurgente que quedara en pie. Lo que los anales militares del país denominan la Primera Guerra Seminola (1817-1819) comenzó cuando las autoridades estadounidenses penetraron en la Florida
española ilegalmente en un intento de recuperar la «propiedad» de los dueños de plantaciones: antiguos esclavos africanos. Los seminolas resistieron la invasión. En 1818, el presidente James Monroe ordenó a Andrew Jackson, entonces general de división del Ejército, que se pusiera al frente de tres mil soldados para penetrar en la Florida, aplastar a los seminolas y recuperar a los africanos que convivían con ellos. La expedición arrasó una serie de asentamientos y luego capturó el fuerte español en Pensacola; logró derrotar al Gobierno español, pero no a la resistencia guerrillera seminola, y estos no aceptaron entregar a los antiguos esclavos. El senador Thomas Hart Benton, de Misuri, dijo en ese momento: «La ocupación armada fue la verdadera forma de ocupar un país conquistado», lo que refleja la combinación popular de militarismo e identidad cristiana basada en la supremacía blanca. Y agregó: «Los hijos de Israel entraron en la Tierra Prometida con instrumentos de labranza en una mano y las herramientas de la guerra en la otra»[179]. Estados Unidos se anexionó Florida como territorio nacional en 1819 y lo habilitó para la ocupación angloestadounidense. En 1821, Jackson fue nombrado comandante militar del Territorio de Florida. Los seminolas nunca pidieron la paz, nunca fueron conquistados y nunca firmaron un tratado con Estados Unidos, y aunque algunos fueron acorralados y enviados a Oklahoma en 1832 —donde se les dio una base territorial—, la nación seminola nunca ha dejado de existir en los Everglades. La mítica fundación del patriotismo de colonos Entre 1814 y 1824, tres cuartos de las actuales Alabama y Florida, un tercio de Tennessee, un quinto de Georgia y Misisipi y partes de Kentucky y Carolina del Norte pasaron a ser propiedad privada de colonos blancos, es decir, toda la tierra arrebatada a los agricultores indígenas. En 1824 se estableció la primera institución colonial estadounidense permanente. En sus comienzos, recibió el nombre de Office of Indian Affairs [Oficina de Asuntos Indios] y fue elocuentemente ubicada dentro del Departamento de Guerra; veintisiete años después, tras la anexión de la mitad de México, se la trasladó al Departamento del Interior. Con este traspaso, el
Gobierno federal mostró su excesiva confianza: creía que había terminado la resistencia armada indígena contra la agresión y la colonización estadounidense. Pero la resistencia se prolongaría otro medio siglo. Mientras que la supremacía blanca había sido la efectiva racionalización para el robo británico de tierras indígenas y la esclavización europea de africanos, la apuesta por la independencia por parte de lo que se convertiría en Estados Unidos de América fue más problemática. Democracia e igualdad de derechos no encajan bien con el dominio de una raza sobre otra, mucho menos con el genocidio, el colonialismo de asentamiento y el imperialismo. Fue durante la década de 1820 —el comienzo de la era de la democracia jacksoniana de colonos— cuando el peculiar mito fundacional estadounidense evolucionó para reconciliar retórica con realidad. Entre sus primeros escribas se encuentra el novelista James Fenimore Cooper. La reinvención del nacimiento de Estados Unidos que ha hecho Cooper en su novela El último mohicano se ha convertido en el mito fundacional oficial de la nación. Herman Melville dijo que se trataba de «nuestro novelista nacional»[180]. Cooper fue hijo de un congresista rico, un especulador de tierras que construyó Cooperstown (bautizada en su honor) en la zona norte de Nueva York, donde creció el escritor. Su ciudad natal se estrenó como puramente estadounidense con la fundación del Salón de la Fama del Béisbol en 1936, durante la Depresión. Expulsado de Yale, Cooper se alistó en la Marina, luego se casó y comenzó a escribir. En 1823 publicó The Pioneers [Los pioneros], el primer libro de su serie Leatherstocking Tales; los otros cuatro fueron: El último mohicano, La pradera, El buscador de pistas y El cazador de ciervos (este último, publicado en 1841). En todos aparecía el personaje Natty Bumppo, también llamado, según su edad, Leatherstocking [Medias de Cuero], Pathfinder [Buscador de Pistas] o Deerslayer [Cazador de Ciervos]. Bumppo es un colono británico que vive en tierras arrebatadas a la nación delaware y es amigo de un líder delaware ficticio llamado Chingachgook (el «último mohicano» del mito). A lo largo de la serie se narra la mítica creación del nuevo país desde la guerra franco-india (1754 a 1763), en El último mohicano, hasta la colonización de las llanuras a cargo de los migrantes que
viajaban en sus carretas desde Tennessee. Al final de la saga, Bumppo muere de viejo al filo de las Montañas Rocosas, con la mirada hacia el este[181]. El último mohicano, publicado en 1826, fue un éxito de ventas durante todo el siglo XIX y se sigue reeditando. Se han producido dos películas de Hollywood basadas en el libro; la más reciente, de 1992, año del quinto centenario de Colón[182]. Cooper pergeñó un contrapunto ficticio del lado oscuro de la nueva nación americana: el nacimiento de algo nuevo y maravilloso, en efecto, la raza estadounidense, un pueblo nuevo, resultado de la fusión de lo mejor de dos mundos, el indígena y el europeo. No se trata de una fusión biológica, sino de algo más efímero, que implica la disolución de lo indígena. En la novela, Cooper hace que los últimos nativos «nobles» y «puros» desaparezcan como lo dispondría la naturaleza tarde o temprano: el «último mohicano» entrega el continente a Hawkeye, el colono naturalizado, su hijo adoptivo. Esta útil fantasía podría parecer, a lo sumo, pintoresca, si no fuera por su implacable persistencia. Cooper tuvo mucho que ver en la creación del mito fundacional al que han contribuido generaciones de historiadores reforzando lo que el historiador Francis Jennings describió como «exclusión del proceso de formación de la sociedad y la cultura estadounidenses»: En primer lugar, ellos [los historiadores] excluyen a los amerindios (al igual que a los afroestadounidenses) de toda participación, excepto como contraste de los europeos y, por lo tanto, dan por sentado que la civilización estadounidense fue formada por los europeos en una lucha contra el salvajismo o la barbarie de las razas no blancas. La primera concepción implica la segunda: que la civilización resultante es única. En la segunda, se cree que la singularidad fue producto de las formas y los procesos de la lucha civilizatoria en una frontera específicamente estadounidense. O bien se cree que la civilización logró triunfar porque el pueblo que la traía consigo era singular desde el comienzo: un pueblo elegido o una superraza. De cualquier manera, no solo se cree que la cultura estadounidense es única en su tipo, sino mejor que el resto de las culturas, justamente por todo lo que la diferencia de ellas[183]. El excepcionalismo estadounidense atraviesa gran parte de la literatura producida en Estados Unidos, no solo las obras de los historiadores. Si bien Wallace Stegner condenó la devastación infligida por el imperialismo a los
pueblos indígenas y la tierra, reforzó la idea de la singularidad estadounidense reduciendo la colonización a un mero giro del destino que dio lugar a unas características encantadoras: Desde que Daniel Boone hizo su primera excursión a Cumberland Gap, los estadounidenses han sido errantes […]. Con un continente del que apoderarnos y un destino manifiesto que nos impulsa, no teníamos manera de eludir nuestra libertad. El acto inicial de emigración de Europa, un acto de desafiliación extrema y deliberada, fue el comienzo de un hábito nacional. Tampoco debe negarse que siempre nos ha estimulado esa libertad. La asociamos en nuestra mente con una huida de la historia, de la opresión, la ley y las obligaciones fastidiosas, con una libertad absoluta, y el camino siempre condujo hacia el oeste. Nuestros héroes populares y figuras literarias arquetípicas han reflejado con precisión ese lado de nosotros. Leatherstocking, Huckleberry Finn, el narrador de Moby Dick, todos son huérfanos y errantes; cualquiera de ellos podría decir: «Pueden ustedes llamarme Ismael». El Llanero Solitario no tiene más hogar que su montura[184].
El novelista y crítico británico D. H. Lawrence, que vivió dos años en el norte de Nuevo México, conceptualizó el mito fundacional estadounidense invocando al personaje de Cooper Cazador de Ciervos[185], un hombre de frontera: «Allí tenemos el mito de la América blanca en su esencia. Todo el resto, el amor, la democracia, el descenso a la codicia, es un acto secundario. El alma esencial americana es dura, aislada, estoica y asesina. Y nunca se ha dulcificado»[186]. La historiadora Wai-chee Dimock señala que las fuentes de no ficción de aquel periodo reflejaban la misma visión: Las revistas United States Magazine y Democratic Review lo han resumido muy bien argumentando que, mientras que las potencias europeas «conquistan solo para esclavizar», Estados Unidos, en cuanto que «nación libre», «conquista solo para conferir libertad». […] Lejos de ser antagónicos, «imperio» y «libertad» son instrumentalmente complementarios. Si el primero está para salvaguardar la última, esta, a su vez, sirve para justificar al primero. De hecho, la conjunción de ambos, libertad y dominio, le otorga a Estados Unidos su posición soberana en la historia: su destino manifiesto, como lo llamaron con tanto acierto sus defensores[187].
Reunir imperio y libertad —sobre la base de la apropiación violenta de tierras indígenas— en un mito útil permitió el surgimiento de un imperialismo populista de larga duración. Fue posible venderle al «pueblo» las guerras de conquista y limpieza étnica y hacer que sus jóvenes lucharan por ellas, prometiendo extender a toda la población oportunidades económicas, democracia y libertad. Es posible trazar un paralelismo entre el arco temporal de publicación de la serie de relatos Leatherstocking y la presidencia de Jackson. Quienes consumieron los libros en ese periodo y a lo largo del siglo XIX — generaciones de jóvenes hombres blancos— percibieron las novelas como un hecho, no una ficción, y como la base de la coalescencia del nacionalismo estadounidense. Detrás de la leyenda acechaba una figura de la vida real, el arquetipo que inspiró esos relatos, es decir, Daniel Boone, un icono del colonialismo de asentamiento estadounidense. Boone vivió entre 1734 y 1820, precisamente el periodo que abarca la serie Leatherstocking. Nació en Berks County (Pensilvania), en el límite con los asentamientos británicos. Es la encarnación de la expansión de la frontera colonial-indígena. Hacia el oeste se extendía el Territorio Indio, reclamado mediante la doctrina del descubrimiento por Gran Bretaña y Francia, pero sin presencia de colonos europeos, a excepción de algunos comerciantes, tramperos y soldados encargados de los puestos fronterizos. Daniel Boone murió en 1820 en Misuri, una parte del vasto territorio adquirido en 1803 mediante la llamada compra de Luisiana. Cuando Misuri se abrió a la colonización, la familia Boone encabezó el primer grupo de colonos. Su cuerpo fue sepultado en Frankfort (Kentucky), corazón del pacto divino en el Territorio del Ohio, en el Territorio Indio, por el que se había hecho la revolución y en el cual él había sido un explorador superhéroe, casi una deidad. Daniel Boone adquirió fama a los cincuenta años, en 1784, un año después de terminada la guerra de Independencia. El emprendedor de bienes raíces John Filson, con el fin de atraer colonos para que compraran propiedades en el Territorio del Ohio, escribió y autopublicó The Discovery, Settlement and Present State of Kentucke [El descubrimiento, población y estado actual de Kentucke], junto con un mapa para guiar a los colonos ilegales. El libro incluía un apéndice sobre Daniel Boone, supuestamente
escrito por él mismo. Esa parte del libro que relataba las «aventuras» de Boone luego se publicó por separado en la revista American Magazine, en 1797, con el título «Las aventuras del coronel Daniel Boone», y más tarde en forma de libro. Así nació una superestrella, el héroe mítico, el cazador, el «hombre que conoce a los indios», como describió Richard Slotkin a este arquetipo estadounidense: El mito del cazador que se había propagado sobre la figura del Daniel Boone de Filson sirvió como un marco dentro del cual los estadounidenses intentaron definir su identidad cultural, valores sociales y políticos, experiencia histórica y aspiraciones literarias […]. Daniel Boone, Washington, Franklin y Jefferson fueron héroes para toda la nación, porque sus experiencias hacían referencia a muchas de estas experiencias comunes o a todas ellas. «The Hunters of Kentucky» [Los cazadores de Kentucky], una canción popular que arrasó en todo el país entre 1822 y 1828, contribuyó a la elección de Andrew Jackson como presidente asociándolo con Boone, el héroe del oeste[188]. Sin embargo, el giro positivo que le dio la serie Leatherstocking al colonialismo genocida se basó en la realidad de la invasión, la ocupación, el ataque y la colonización de las naciones indígenas. Ni Filson ni Cooper crearon esa realidad, sino que crearon las narrativas que capturaron la experiencia e imaginación del colono angloestadounidense, relatos que, sin duda, fueron decisivos en la anulación de toda culpa relacionada con el genocidio y fijaron el patrón narrativo para los futuros escritores, poetas e historiadores estadounidenses. Comandante y jefe A Andrew Jackson se lo suele consagrar en la mayoría de los textos de historia estadounidense en algún capítulo titulado «La era de Jackson», «La era de la democracia», «El nacimiento de la democracia» o una variante similar[189]. El Partido Demócrata reivindica como fundadores a Jackson y Jefferson. Todos los años, organizaciones demócratas estatales y nacionales llevan a cabo eventos de recaudación de fondos llamados «cenas JeffersonJackson». Consideran que Jefferson fue el pensador y Jackson el
ejecutor en el proceso de construcción de una democracia populista que brindó participación plena en los frutos del colonialismo, sobre la base de las oportunidades que tuvieron los colonos anglosajones. Jackson llevó a cabo el plan original pergeñado por los fundadores, sobre todo por Jefferson, primero como líder militar en Georgia, luego como general del Ejército —encabezando cuatro guerras de agresión contra los muskogees en Georgia y Florida— y, por último, como presidente, orquestando la expulsión de todos los pueblos nativos al este del Misisipi hacia el llamado Territorio Indio. La difunta jefa principal cheroqui Wilma Mankiller escribió: El incipiente método del Gobierno estadounidense para lidiar con los pueblos nativos —un proceso que por entonces incluía el genocidio sistemático, el robo de propiedad y el total sometimiento— descendió a su punto más bajo en 1830, durante la política federal del presidente Andrew Jackson. Más que ningún otro en su cargo, utilizó el traslado forzoso para expulsar a las tribus del este de sus tierras. Desde el nacimiento mismo de la nación, el Gobierno de Estados Unidos llevó a cabo una operación realmente enérgica de exterminio y expulsión. Décadas antes de que Jackson tomara posesión del cargo, durante el gobierno de Jefferson, para muchos líderes de pueblos indígenas ya era una cruel obviedad que toda esperanza de autonomía tribal estaba perdida. Lo mismo ocurría para cualquier idea de coexistencia pacífica con los ciudadanos blancos[190]. No se trata de que Jackson tuviera un «lado oscuro», como pretenden racionalizar sus apologistas, algo que todos los humanos tenemos, sino que Jackson fue efectivamente «el Caballero Oscuro» en la formación de Estados Unidos como democracia colonialista e imperialista, una formación dinámica que sigue constituyendo el núcleo del patriotismo estadounidense. Cada uno de los presidentes más reverenciados —Jefferson, Jackson, Lincoln, Wilson, los dos Roosevelt, Truman, Kennedy, Reagan, Clinton y Obama— ha promovido el imperialismo populista, al tiempo que empezaba a incluir en la mitología dominante a otros grupos externos al núcleo de descendientes de los viejos colonos. Todos los presidentes posteriores a Jackson han seguido sus pasos. De manera consciente o no, se remontan a su figura para decidir qué es aceptable, cómo reconciliar la democracia y el genocidio y decir que este
último significa la libertad para el pueblo. Jackson fue un héroe militar nacional, pero sus raíces se encuentran en las comunidades fronterizas escocesas-irlandesas cuyos habitantes, a diferencia de él, continuaron en la pobreza, porque sus pequeñas fincas debían competir con extensas plantaciones de miles de hectáreas de algodón, trabajadas por cientos de africanos esclavizados. Para la población blanca rural y con tierras escasas, Jackson era el hombre que iba a salvarlos revirtiendo esa escasez, expulsión de los indígenas mediante; esto iba a fijar desde entonces los pasos de baile entre estadounidenses ricos y pobres bajo la apariencia de la igualdad de oportunidades. Cuando Jackson asumió su cargo en 1829, abrió la Casa Blanca al público; la concurrencia estaba compuesta, en su mayoría, por blancos humildes, pobres. El mandatario fue reelegido por un amplio margen en 1832, a pesar de que los colonos sin tierra habían logrado adquirir muy poca, y la poca que tomaron muy pronto la perdieron a causa de los especuladores, que la transformaron en plantaciones aún más extensas, con mano de obra esclava. El difunto biógrafo de Jackson, Michael Paul Rogin, señaló: El traslado forzoso de los indígenas fue el principal objetivo de las políticas de Andrew Jackson durante un cuarto de siglo antes de ser elegido presidente. Sus guerras indias y sus tratados dan cuenta del despojo del que fueron víctimas los indígenas del sur en aquellos años. Y el proceso de traslado forzoso que llevó a cabo durante su presidencia completó el trabajo. Durante los años de la democracia jacksoniana (1824-1852), cinco de los diez candidatos principales a la presidencia habían adquirido su reputación como generales en guerras indias o habían sido secretarios de Guerra, cuya mayor responsabilidad en ese periodo era interceder ante los indígenas. Sin embargo, los historiadores no han situado a los indígenas en el centro de la vida de Jackson. Han interpretado la era jacksoniana desde todas las perspectivas posibles, excepto la destrucción de lo indígena, a partir de la cual esa era se desarrolló históricamente[191]. Una vez elegido presidente, Jackson no vaciló en emprender el traslado forzoso de todos los pequeños agricultores indígenas y la destrucción de todas sus ciudades en el sur. En su primer mensaje anual al Congreso, escribió: La emigración debería ser voluntaria, dado que sería tan cruel como injusto
obligar a los aborígenes a abandonar las tumbas de sus padres y buscar un hogar en tierras lejanas. Pero se les debe informar claramente de que si permanecen dentro de los límites de Estados Unidos estarán sujetos a sus leyes. A cambio de su obediencia como individuos, serán protegidos, sin duda, en el goce de aquellas posesiones que se hayan acrecentado por medio de su laboriosidad[192]. Este lenguaje político en código apenas intenta poner un velo sobre la intención de trasladar forzosamente a las naciones cheroqui, chickasaw, choctaw, muskogee y seminola, seguidas por todas las otras comunidades indígenas al este del Misisipi, a excepción de las muchas que no pudieron ser acorraladas y permanecieron allí, sin tierras y sin reconocimiento, hasta las victoriosas luchas de algunas de ellas a finales del siglo XX. El estado de Georgia vio en la elección de Jackson una luz verde para reclamar la mayor parte del territorio cheroqui como tierra pública. La legislatura del estado resolvió que la nación cheroqui debía someterse a la ley de Georgia porque sus leyes y su Constitución eran nulas; aun así lograron llevar una causa penal contra el estado de Georgia al Tribunal Supremo de Estados Unidos. El presidente del tribunal, John Marshall, en veredicto por mayoría, dictó sentencia a favor de los cheroquis. Sin embargo, Jackson ignoró al Tribunal Supremo y alegó que John Marshall había tomado una decisión y él debía encargarse de hacerla cumplir si podía, aunque Jackson tuviera un ejército y Marshall no. Mientras la causa recorría su camino por los tribunales estadounidenses, en 1829 se descubrió oro en el estado de Georgia; rápidamente, unos cuarenta mil buscadores de oro pisotearon las tierras cheroquis, ocuparon, saquearon, destruyeron campos y reservas de caza y mataron. Con la autoridad que le otorgaba la Ley de Traslado Forzoso, aprobada por el Congreso en 1830, Estados Unidos redactó un tratado en el que se cedían todas las tierras cheroquis al Gobierno, a cambio de otras en el Territorio Indio. El Gobierno estadounidense encarceló a líderes cheroquis y clausuró su imprenta durante las negociaciones que sostuvo con un puñado de cheroquis escogidos especialmente, quienes dieron a Jackson las firmas fraudulentas que necesitaba como escudo para el traslado forzoso[193].
Sendero de lágrimas No solo se impuso un exilio forzado a las grandes naciones indígenas del sur, sino también a casi todas las naciones al este del Misisipi: setenta mil personas en total. Durante el periodo jacksoniano, Estados Unidos firmó ochenta y seis tratados con veintiséis naciones indígenas ubicadas entre Nueva York y el río Misisipi. En todos se disponen cesiones de territorio forzadas, con traslados forzosos. En lugar de irse al Territorio Indio, algunas comunidades huyeron a Canadá y México[194]. Cuando, en 1832, el líder sauk Halcón Negro regresó con su pueblo a sus tierras natales en Illinois para cultivar maíz, después de una estancia de invierno en Iowa, los colonos que habían ocupado sus tierras dijeron que los estaban invadiendo; como respuesta, se envió a la milicia del estado y a las tropas federales. La guerra de Halcón Negro que relatan los textos de historia no fue más que una matanza de agricultores sauks. Estos intentaron defenderse, pero estaban muriendo de hambre; entonces Halcón Negro se rindió izando una bandera blanca. Aun así, los soldados dispararon: sobrevino el baño de sangre. En su discurso de rendición, Halcón Negro habló del enemigo con amargura: Ustedes conocen la causa de nuestra guerra. Todos los hombres blancos la conocen. Deberían estar avergonzados. Los indios no somos embusteros. El hombre blanco habla mal del indio y lo mira con malicia. Pero el indio no dice mentiras. Los indios no roban. Si un indio fuese tan malo como el hombre blanco, no podría vivir en nuestra nación; se le daría muerte y los lobos se lo comerían entero […]. Les dijimos que nos dejaran tranquilos y se mantuvieran lejos; nos siguieron y asediaron nuestros caminos y se enroscaron alrededor de nosotros, como la serpiente. Al tocarnos nos envenenaron. No estábamos seguros. Vivíamos en peligro[195]. Finalmente, rodearon a los sauks y los llevaron a una reserva llamada Sac y Fox. La mayoría de los cheroquis habían resistido en su tierra natal a pesar de
las presiones de los Gobiernos federales de Jefferson en adelante para que migraran voluntariamente al área de Arkansas-Oklahoma-Misuri, dentro del territorio adquirido en la compra de Luisiana. Sobre el traslado forzoso, la nación cheroqui afirmó: Sabemos que algunas personas suponen que será una ventaja para nosotros trasladarnos más allá del Misisipi. Pensamos de otra manera. Nuestro pueblo piensa unánimemente de otra manera […]. Deseamos permanecer en la tierra de nuestros padres. Tenemos el derecho absoluto y original de permanecer sin interrupciones ni abusos. Los tratados celebrados con nosotros y las leyes de Estados Unidos hechas en cumplimiento de los tratados garantizan nuestra residencia y nuestros privilegios y nos protegen de los intrusos. Nuestra única demanda es que se cumplan estos tratados y se ejecuten estas leyes[196]. Ya en el año 1817, unos pocos contingentes de cheroquis se asentaron en Arkansas y en lo que más tarde sería el Territorio Indio. Luego hubo una migración más numerosa en 1832, después de la Ley de Traslado Forzoso. La marcha forzosa de la nación cheroqui en 1838, conocida como el Sendero de las Lágrimas, fue un arduo trayecto desde las tierras nativas remanentes de los cheroquis en Georgia y Alabama a lo que luego sería el noreste de Oklahoma. Después de la guerra civil, el periodista James Mooney entrevistó a algunos participantes en aquel traslado forzoso. A partir de testimonios de primera mano, describió la escena en 1823, cuando el Ejército estadounidense trasladó a los últimos cheroquis contra su voluntad: Por orden de [el general Winfield] Scott, se dispusieron las tropas en varios puntos del territorio cheroqui, en el que se levantaron empalizadas para reunir allí a los indios y retenerlos, en preparación para el traslado. Desde estas, se enviaron escuadrones de tropas para registrar, con rifles y bayonetas, cada pequeña cabaña escondida en las ensenadas o a orillas de los arroyos de montaña, para tomar prisioneros a todos sus ocupantes, como fuera y donde fuera. Las familias se sobresaltaban durante la cena por el repentino fulgor de las bayonetas en la entrada de sus hogares y se levantaban, para ser conducidas a golpes e insultos por las extenuantes millas del sendero que llevaba a la empalizada. A los hombres se los capturaba en sus campos o por el camino; a las mujeres, mientras hacían sus labores; a los niños, mientras jugaban. En muchos casos, al volver la vista una última vez mientras cruzaban la montaña, veían sus hogares en llamas,
encendidos por la horda ingobernable que seguía los pasos de los soldados para saquear todo tras ellos. Tal era el entusiasmo de estos criminales que a veces ahuyentaban el ganado y otros animales casi antes de que los soldados hicieran marchar a sus dueños en otra dirección. Los mismos hombres profanaban sistemáticamente las tumbas de los indios para robar sus pendientes de plata y otros objetos de valor depositados junto a los muertos. Un voluntario de Georgia, que más tarde sería coronel de la Confederación, dijo: «Combatí durante toda la guerra civil y he visto hombres destrozados por disparos y asesinados a miles, pero el traslado forzoso de los cheroquis fue la obra más cruel que jamás haya visto»[197]. De los diecisiete mil hombres, mujeres y niños cheroquis que fueron acorralados y a quienes se obligó a marchar en el crudo invierno, la mitad murió en el camino. Los muskogees y seminolas tuvieron una tasa de mortalidad similar durante su traslado forzoso, mientras que los chickasaws y los choctaws perdieron en el camino a alrededor del 15 % de su gente. El relato de un testigo presencial, Alexis de Tocqueville, el observador francés estrella en ese momento, refleja una de las miles de escenas similares ocurridas durante la deportación forzosa de los pueblos indígenas del sudeste: He visto con mis propios ojos muchas de las miserias que acabo de exponer; he contemplado males que me sería imposible describir […]. A finales del año 1831 me encontraba en la margen izquierda del Misisipi, en un lugar llamado Memphis por los europeos. Mientras estaba allí, llegó una numerosa tropa de choctaws (los franceses de Luisiana los llaman chactas); estos salvajes abandonaban su país e intentaban cruzar a la orilla derecha del Misisipi, donde esperaban encontrar el asilo que el Gobierno americano les había prometido. Estábamos en pleno invierno y el frío se dejaba sentir ese año con violencia desacostumbrada. La nieve había endurecido la tierra y el río arrastraba enormes bloques de hielo. Los indios llevaban consigo a sus familias, cargando con heridos, enfermos, niños que acababan de nacer y ancianos que iban a morir. No tenían ni tiendas ni carros; tan solo algunas provisiones y armas. Los vi embarcar para cruzar el gran río, y ese espectáculo solemne jamás se apartará de mi memoria. De aquella compacta muchedumbre no surgían sollozos ni quejas; todos guardaban silencio. Sus
desgracias ya eran antiguas y las sabían irremediables. Todos los indios habían entrado ya en el barco que debía transportarles; sus perros permanecían aún en la orilla. Cuando estos animales vieron finalmente que iban a alejarse para siempre, lanzaron a un tiempo espantosos aullidos y, arrojándose todos a la vez a las gélidas aguas del Misisipi, siguieron a sus amos a nado[198]. En su biografía de Jackson, Rogin señala que no se trató del final: «La desposesión de los indios […] no sucedió de una vez y para siempre durante los comienzos. Estados Unidos recomenzaba continuamente en la frontera, y a medida que se expandía a lo largo del continente, mataba, trasladaba forzosamente y llevaba a la extinción a una tribu tras otra»[199]. Contra todo pronóstico, algunos pueblos indígenas se resistieron al traslado forzoso y permanecieron en sus tierras tradicionales al este del Misisipi. A los ojos del Gobierno, las comunidades del sur que no se marcharon perdieron los títulos de propiedad de las tierras ancestrales y su estatus como indígenas, pero muchos sobrevivieron como pueblo y algunos lucharon con éxito a finales del siglo XX por el reconocimiento federal y el estatus oficial de indígenas. En el norte, sobre todo en Nueva Inglaterra, algunos estados se habían apropiado ilegalmente de tierras para crear sistemas de tutela y pequeñas reservas, co-mo las de los penobscots y los passamaquoddis en Maine, quienes ganaron litigios contra los estados y obtuvieron reconocimiento federal durante los movimientos militantes de la década de 1970. Muchas otras naciones nativas lograron aumentar sus bases territoriales. La persistencia de la negación Andrew Jackson nació en una familia de ocupantes ilegales durante el gobierno británico, en territorio indígena. Su vida siguió la trayectoria del imperialismo continental, puesto que hizo carrera apoderándose de tierras indígenas, desde la presidencia de Jefferson al exterminio de las naciones indígenas que habitaban al este del Misisipi. Este proceso fue el hecho central de la política estadounidense y la base de su economía. Dos tercios de una población de casi cuatro millones en el momento de la
independencia vivían a menos de ochenta kilómetros del océano Atlántico. Durante el medio siglo siguiente, más de cuatro millones de colonos cruzaron los Apalaches: una de las migraciones más importantes y vertiginosas de la historia mundial. Jackson fue un actor que posibilitó la puesta en marcha del proyecto imperialista del Estados Unidos independiente, pero también fue un exponente de la voluntad popular euroamericana que apoyó el imperialismo, puesto que este les ofrecía tierras prácticamente gratuitas. Cuando Jackson ejercía su poder militar y ejecutivo, surgió una mitología que delineó los contornos y la esencia de la narrativa estadounidense sobre el origen de la nación, narrativa que ha sobrevivido casi dos siglos y que hoy, a comienzos del siglo XXI, permanece intacta en forma de hipocresía patriótica, una religión cívica que fue invocada en el discurso de toma de posesión del cargo presidencial de Barack Obama en enero de 2009: Al reafirmar la grandeza de nuestra nación, sabemos que esa grandeza no es nunca un regalo. Hay que ganársela. Nuestro viaje nunca ha estado hecho de atajos ni nos hemos conformado con poco. No ha sido nunca un camino para los pusilánimes, para los que prefieren el ocio al trabajo o no buscan más que los placeres de la riqueza y la fama. Han sido siempre los audaces, los más activos, los constructores de cosas — algunos reconocidos, pero en su mayoría hombres y mujeres desconocidos en su trabajo— los que nos han impulsado en el largo y arduo sendero hacia la prosperidad y la libertad. Por nosotros recogieron sus escasas posesiones terrenales y cruzaron océanos en busca de una nueva vida. Por nosotros trabajaron en condiciones infrahumanas y se establecieron en el oeste; soportaron el azote del látigo y labraron la dura tierra. Por nosotros combatieron y murieron en lugares como Concord y Gettysburg, Normandía y Khe Sanh. Una y otra vez, esos hombres y mujeres lucharon y se sacrificaron y trabajaron hasta tener las manos en carne viva, para que nosotros pudiéramos vivir una vida mejor. Pensaban que Estados Unidos era más grande que la suma de nuestras ambiciones individuales, más grande que todas las diferencias de origen, de riqueza o bandos. Ese es el viaje que hoy continuamos[200].
Lo pronunció como un verdadero descendiente de viejos colonos. El presidente Obama mencionó otro elemento clave del mito nacional unos días más tarde en una entrevista para el canal de televisión Al Arabiya, de Dubái. Afirmando que Estados Unidos podría ser un mediador imparcial en el conflicto palestino-israelí, dijo: «A veces cometemos errores. No hemos sido perfectos. Pero si observa nuestro historial, como usted dice, Estados Unidos no nació como potencia colonial». La afirmación de la democracia necesita de la negación del colonialismo, pero negarlo no hace que desaparezca.
07 De un radiante mar al otro Estos españoles [mexicanos] son la raza de personas de aspecto más pobre que jamás haya visto; por lo general, no parecen más civilizados que nuestros indios. Criaturas de aspecto sucio, mugriento. CAPITÁN LEMUEL FORD, 1835 Que la raza india de México tiene que retroceder ante nosotros es tan cierto como que ese es el destino de nuestros propios indios. WADDY THOMPSON Jr., 1836
E
l capitán Lemuel Ford, del Primer Regimiento de Dragones, un cuerpo de caballería del Ejército estadounidense, anotó el comentario en su diario refiriéndose a los comancheros, comerciantes mexicanos del norte de ese país que se relacionaban y se casaban principalmente con los comanches de las llanuras. Waddy Thompson Jr. ejerció como diplomático estadounidense para México desde 1842 a 1844[201]. Las visiones racistas de oficiales del Ejército como Ford y diplomáticos como Thompson no eran la excepción. El odio al indígena y la supremacía blanca eran parte integrante de la «democracia» y la «libertad».
El poeta populista de la democracia jacksoniana, Walt Whitman, cantó odas a la masculinidad y la superraza angloamericana que se había consolidado a fuerza de imperialismo. En su calidad de entusiasta defensor de la guerra contra México en 1846, Whitman propuso que se desplegaran sesenta mil tropas estadounidenses en México para efectuar allí un cambio de régimen «cuya eficacia y permanencia serán garantizadas por Estados Unidos. Esto generará negocios, abrirá el camino a fabricantes y al comercio; hacia ellos encontrará su camino el inmenso capital muerto del país [México]»[202]. Whitman sustentó esta receta explícitamente en el racismo: «El negro, como el indio, será eliminado; es la ley de las razas, la historia […]. Llega un grado superior de ratas y luego se borra a todas las ratas inferiores». Todo el mundo se beneficiaría de la expansión estadounidense: «Anhelamos ver que nuestro país y su Gobierno lleguen lejos. ¿Qué tiene que ver el miserable e ineficiente México […] con la gran misión de poblar el Nuevo Mundo con una raza noble?»[203]. En septiembre de 1846, cuando las tropas del general Zachary Taylor tomaron Monterrey, Whitman anunció que se trataba de «otra prueba irrebatible de la indomable energía del carácter anglosajón»[204]. Los sentimientos de Whitman reflejaban el mito fundacional estadounidense establecido: el destino histórico era que los colonos de frontera reemplazaran a los pueblos nativos, y Whitman agregó su propio giro teórico a lo que más tarde se conocería como darwinismo social. Imperialismo estadounidense de ultramar El recorrido por el continente «de un radiante mar al otro» no fue una procesión natural hacia el oeste en típicas carretas, como se muestra en las películas del lejano Oeste. La invasión estadounidense de México la llevaron a cabo marines, por mar, a través de Veracruz, y la primera colonización de California se desarrolló en un principio desde la costa del Pacífico, a la que se llegó desde la costa del Atlántico por vía de Tierra del Fuego. Entre el río Misisipi y las Rocosas se extendía una vasta región controlada por naciones indígenas que no fueron conquistadas ni colonizadas por ninguna potencia europea, y aunque Estados Unidos logró
anexionarse el norte de México, no era posible que grandes cantidades de colonos llegaran a las minas de oro del norte de California o la región fértil del valle de Willamette en el noroeste del Pacífico sin que los acompañara un regimiento del Ejército. Entonces ¿por qué perdura la narrativa histórica popular estadounidense sobre un movimiento «natural» hacia el oeste? La respuesta es que aquellos que aún se aferran a ella siguen cautivos de la ideología del destino manifiesto, que plantea que Estados Unidos se expandió a través del continente para adoptar su tamaño y forma predestinados. Esta ideología da por normales las sucesivas invasiones y ocupaciones de territorios indígenas y de México, y no las considera casos de colonialismo ni imperialismo, sino lisa y llanamente un progreso señalado. Según este punto de vista, México no era más que otra nación indígena que había que aniquilar. También se describió la invasión estadounidense de México como la primera guerra «extranjera» de Estados Unidos, pero no lo fue. Para 1846, el país del norte había invadido y ocupado decenas de naciones extranjeras al este del Misisipi, que además fueron víctimas de una limpieza étnica. Y también hay que mencionar las guerras berberiscas. La primera línea del himno oficial del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, compuesta y utilizada a poco de terminada la invasión de México, que reza: «De los salones de Moctezuma a las costas de Trípoli», hace referencia en parte al periodo entre 1801 y 1805, cuando el presidente Thomas Jefferson envió a los marines a invadir la nación bereber de África del Norte. Esa fue la «primera guerra berberisca», cuyo objetivo aparente era convencer a Trípoli de que liberara a los marineros estadounidenses que tenía como rehenes y poner fin a los ataques «piratas» en sus barcos mercantes[205]. La «segunda guerra berberisca», en 1815 y 1816, terminó cuando el bajá Yusuf Karamanli, gobernante de Trípoli, aceptó no cobrar tasas a los barcos estadounidenses que entraran en sus aguas territoriales. Por aquel entonces, se encendió la llama de las guerras de independencia en las colonias españolas en América; los líderes de estas revoluciones se
inspiraron en la Revolución francesa y la Revolución haitiana. En 1801 surgió en Haití, colonia francesa del Caribe con economía esclavista de plantación, un movimiento de independencia cuya mayoría, compuesta por africanos esclavizados, logró derrocar a los dueños de las plantaciones y declarar un Estado nación independiente. Se trató del primer movimiento exitoso de liberación nacional sostenido en el mundo contra el colonialismo europeo. Según el mito predominante, los pueblos colonizados que lucharon por independizarse de España se inspiraron en la exitosa secesión estadounidense de Gran Bretaña, pero la afirmación es discutible. Simón Bolívar fue un destacado líder del movimiento independentista en América del Sur; en 1815 había visitado la Haití liberada, un viaje que agudizó su odio por la esclavitud e influyó en su abolición en las naciones independientes que formaban América del Sur. Bolívar y el libertador José de San Martín fueron fundadores de la república unitaria llamada la Gran Colombia, que sobrevivió desde 1819 a 1830 con Bolívar como presidente. Posteriormente, la Gran Colombia se dividió en los Estados nación de Venezuela, Colombia (que luego incluiría a Panamá), Ecuador, Perú y Bolivia. En América Central se formó una nación unitaria similar llamada Provincias Unidas de América Central, con la Ciudad de Guatemala como capital, que existió entre 1821 y 1841, para luego dividirse en los pequeños Estados de la actualidad. En ambos casos, las federaciones unitarias más extensas y fuertes fueron objeto de intervención y dominación económica por parte de los Imperios británico y estadounidense. El padre Miguel Hidalgo, que tuvo una participación decisiva en el movimiento de independencia mexicano, fue profundamente asimilado a la sociedad indígena de México; de hecho, la mayoría de los luchadores insurgentes del movimiento provenían de naciones indígenas. Y la mayoría de los que realmente combatieron en las luchas por la independencia lideradas por San Martín y Bolívar en América del Sur también eran indígenas, representaban a sus comunidades y naciones y peleaban por su propia liberación como pueblos. En un claro contraste, la guerra estadounidense por la independencia tuvo por enemigas a las naciones indígenas. Pronto las comunidades indígenas de las nuevas repúblicas sudamericanas padecieron el dominio económico y político de las elites nacionales terratenientes que
consolidaron su poder tras las guerras de independencia. Sin embargo, los pueblos indígenas cuyos ancestros lucharon contra el colonialismo español nunca han olvidado su importante papel en esos movimientos revolucionarios y saben que el proceso de liberación continúa. Los pueblos indígenas de América Latina sienten que esas revoluciones les pertenecen, mientras que la secesión estadounidense de Gran Bretaña fue la fundación intencional de una república blanca que planificó la eliminación de los pueblos indígenas en cuanto que sociedades colectivas de base territorial. El periodo de intervención estadounidense para anexionarse y dominar los antiguos territorios en las Américas no comenzó en 1898 con la guerra hispano-estadounidense, como se afirma en la mayoría de los textos de historia, sino casi un siglo antes, durante la presidencia de Jefferson, con la expedición de Zebulon M. Pike en 1806 y 1807. Esos historiadores que rastrean la «expansión continental» sin vincularla con las claras acciones del imperialismo estadounidense rara vez notan la yuxtaposición de tiempo y presidencia de las intervenciones en África del Norte y México en la víspera de su liberación de España. Al igual que la expedición de Lewis y Clark, finalizada el mismo año en que Pike comenzó la propia, la de Pike fue un proyecto militar ordenado por el presidente Jefferson. Lewis y Clark se habían dirigido hacia los confines del recientemente adquirido Territorio de Luisiana para recabar información sobre las naciones mandan, hidatsa, paiute, shoshone, ute y muchas otras que habitaban la inmensa extensión territorial entre las Rocosas y el Pacífico, delimitada al oeste y al sur por territorio de ocupación española y al norte por la Canadá británica[206]. Pike, junto con su pequeña fuerza de soldados y rehenes osages, había recibido órdenes de penetrar ilegalmente en el territorio español para recabar información que luego se usaría para una invasión militar. So pretexto de haberse perdido, Pike y su contingente se encontraron dentro del territorio del norte de Nuevo México, ocupado por España (actualmente, el sur de Colorado), donde «descubrieron» el pico Pikes y construyeron un fuerte. En última instancia, como sin duda habían planificado, las autoridades españolas los retuvieron bajo custodia y los transportaron a Chihuahua, México; así Pike y sus hombres pudieron observar y tomar notas sobre la región norte de ese país. Lo que es más importante, reunieron información sobre los recursos militares
y la conducta de España y sobre la ubicación de las poblaciones y civiles y su relación entre sí. Pike fue liberado y en 1810 publicó sus hallazgos. Con el título The Expeditions of Zebulon Montgomery Pike [Las expediciones de Zebulon Montgomery Pike], el libro fue un éxito de ventas[207]. La colonización estadounidense del norte de México La inestabilidad de la empobrecida nueva república de México en 1812, después de más de tres siglos de colonialismo español y una extenuante guerra de liberación nacional, la dejaba en estado de debilidad para defender su territorio de la agresión estadounidense. Con España fuera del camino, Estados Unidos podía llevar a cabo su propia política imperialista sin arriesgarse a desatar una complicada guerra con las potencias imperialistas europeas, algo que George Washington había mencionado en su discurso de despedida cuando alertó contra los «enredos extranjeros». Una vez que México obtuvo la independencia, su nuevo Gobierno abrió las fronteras al comercio inmediatamente, algo que las autoridades españolas nunca habían permitido. En 1812 el comerciante estadounidense William Becknell llegó a Taos, en la provincia mexicana de Nuevo México, desde San Luis y luego, en 1824, llegó un contingente comercial estadounidense encabezado por Sylvester Pattie[208]. Los comerciantes con base en San Luis —por ese entonces, el verdadero puesto de avanzada fronterizo del oeste estadounidense— comenzaron a extender sus negocios hacia Nuevo México. Hasta la publicación del libro de Pike, en 1810, los comerciantes estadounidenses habían mostrado poco interés en comerciar con México. El relato de Pike sobre las potenciales ganancias que podrían obtener los inspiró a lanzarse a capturar ese comercio[209]. Los comerciantes estadounidenses ayudarían a allanar el camino para el control político estadounidense del norte de México mediante lo que se dio en conocer como «el partido americano de Taos». Christopher Houston
Carson, alias Kit, jugaría un papel fundamental en el éxito de la invasión estadounidense del norte de México, al mismo tiempo que proseguía su tarea como mercenario colonial. Nacido en 1809 en Kentucky, Carson fue un buscador de pieles y emprendedor, además de destacado aborrecedor y asesino de indígenas, que había dejado el caserío familiar en Misuri a los dieciséis años para irse a Nuevo México. La mayoría de los ciudadanos estadounidenses que integraban el partido, incluido Carson, se casaban con familias adineradas de Nuevo México que se identificaban con los españoles y no habían apoyado la independencia de ese país, lo que hizo que se generara entre la clase gobernante local una fuerte afinidad con lo anglosajón. El papel de este grupo exclusivo era atraer y, por ende, monopolizar el comercio de pieles con tramperos indígenas y de otras procedencias, con el fin último de la anexión estadounidense. Como imán, los comerciantes ofrecerían productos manufacturados de bajo costo, desde prendas de vestir hasta utensilios de cocina, herramientas y muebles. San Luis estaba conectado con firmas comerciales transatlánticas en ciudades de la costa este, por lo que contaba con productos de mejor variedad y calidad que los de los comerciantes de Chihuahua, que se valían del puerto de Veracruz, en franca decadencia. El fuerte Bent (cercano a la actual La Junta, en Colorado) se convirtió en el centro del comercio de pieles en el norte de Nuevo México, solo equiparable a la American Fur Company de Jacob Astor en Norteamérica. Los comerciantes de Misuri burlaron la prohibición mexicana de las exportaciones de plata y oro (levantada durante un breve lapso entre 1828 y 1835) mediante el contrabando y el soborno[210]. Pronto San Luis reemplazó a Chihuahua como centro de distribución del comercio en el norte de México, y las elites de las provincias del norte del país pasaron a ser parte interesada en el objetivo estadounidense de incorporar el territorio a sus dominios. Ya en 1824, el senador de Misuri Thomas Hart Benton introdujo un proyecto de ley en el Senado en nombre de los ciudadanos de Misuri que proponía un estudio gubernamental de la zona entre el sendero de Santa Fe y la frontera con México. En 1832, el presidente Andrew Jackson comenzó a usar tropas estadounidenses para proteger las caravanas de mercaderías que se dirigían al norte de México por el sendero de Santa Fe y evitar que fueran interceptadas por indígenas, cuyos territorios
atravesaban sin permiso. Además de hacerlo en Nuevo México, los residentes estadounidenses sentaron las bases para la anexión de México también en Texas y California. Las Cortes españolas (Parlamento) habían promulgado una ley en 1813 que autorizaba a las autoridades provinciales a ceder tierras a individuos, incluso a extranjeros, práctica que continuó durante el Gobierno independiente mexicano hasta 1828. En 1823, el gobernante déspota de México Agustín de Iturbide promulgó una ley de colonización que autorizaba al Gobierno nacional a suscribir contratos de cesión de tierras con un empresario o promotor que debía reclutar a un mínimo de doscientas familias para concretar la adjudicación de las tierras. Con aplicación exclusiva en la provincia de Texas, eran los emprendedores esclavistas angloamericanos los que pedían y obtenían la mayoría de las cesiones, a pesar de que en México la esclavitud era ilegal; esto posibilitó que fueran dominantes en la provincia y que ese proceso derivara finalmente en la pérdida de Texas en 1836[211]. El senador Benton, su yerno, el capital John C. Frémont, y Kit Carson también allanaron el camino para la invasión de la región norte de California. A principios de la década de 1840, Benton y su hija Jessie —la esposa de Frémont— construyeron una imprenta booster[212] para atraer a los colonos al Territorio de Oregón y también a la provincia mexicana de California. Al mismo tiempo, Frémont y su guía Carson organizaron cinco expediciones para recabar información antes de la conquista militar. La tercera expedición entró ilegalmente en la región del valle de Sacramento desde el norte a principios de 1846, justo antes de que Estados Unidos declarara la guerra contra México. Frémont instó a los colonos anglos del valle Central a tomar partido por Estados Unidos a cambio de protección militar si se desencadenaba la guerra. Una vez que posicionaron un barco de guerra estadounidense para el combate, Frémont fue designado teniente coronel del Batallón de California, como si todo se hubiera planeado de antemano[213]. Las exploraciones y tareas de inteligencia llevadas a cabo por Pike y luego la infiltración en las provincias del norte de México y su colonización, encabezada por emprendedores estadounidenses, culminaron en invasión militar y guerra. Las fuerzas invasoras se abrieron camino luchando desde el principal puerto comercial de México, Veracruz, en el golfo de México, hasta
la capital, Ciudad de México, a casi 483 kilómetros de distancia. El Ejército estadounidense ocupó la capital hasta que el Gobierno mexicano aceptó ceder sus territorios del norte, según quedó estipulado en el Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848. Hacia finales de 1845, Texas había pasado a formar parte de Estados Unidos. Rápidamente, le siguieron California en 1850, Nevada en 1864, Colorado en 1876, Wyoming en 1890, Utah en 1896; pero Arizona y Nuevo México, con mayor densidad poblacional, no se convirtieron en estados hasta 1912. La Ordenanza Territorial de 1785 había establecido un sistema nacional para el topografiado y la distribución de tierras y, como ha señalado un historiador: «Con arreglo a la ordenanza de mayo de 1875, se rematarían las tierras indígenas al mejor postor»[214]. La Ordenanza del Noroeste, de 1787, a pesar de garantizar a los indígenas la utilización del suelo y la titularidad de las tierras, puso en marcha un procedimiento progresivo de colonización con el fin de anexionar los territorios mediante ocupación militar, estatus territorial y, finalmente, constitución de estados. Para esta última instancia, las condiciones estarían dadas cuando los colonos superasen en número a los indígenas; y a tal fin, en el caso del área de México cedida y en el territorio de la compra de Luisiana, se los eliminó o se los trasladó forzosamente. En este sistema, único entre las potencias coloniales, la tierra pasó a ser el producto básico de intercambio más importante para la acumulación de capital y la construcción del Tesoro Nacional. Es menester darse cuenta de la centralidad que tiene la venta de tierras en la edificación de la base económica de la riqueza y el poderío estadounidenses para comprender la política genocida de su Gobierno. Los apologistas del expansionismo estadounidense no consideran que la ordenanza de 1787 sea un reflejo del colonialismo, sino un medio para «reconciliar el problema de la libertad con el problema del imperio», en palabras del historiador Howard Lamar[215]. Tras la intervención en México, Estados Unidos debió enfrentar problemas más acuciantes que la reconciliación de las ideologías contrapuestas. Por un lado, en los territorios anexionados la gran mayoría eran indígenas o agricultores y ganaderos mexicanos, es decir, comunidades con acceso a la tierra. En cuanto a los navajos, apaches y utes, que habían resistido durante siglos todos los esfuerzos colonizadores de los españoles y
luego de las autoridades mexicanas, también resistieron ante el nuevo régimen colonial. Para entender cómo respondieron los pueblos de estas regiones a la invasión y conquista estadounidenses y cómo es hoy su particular relación con Estados Unidos, es esencial comprender su historia durante la colonización española. Los pueblos indígenas del norte de México durante la ocupación Aunque la Corona española había enviado a exploradores como Coronado y Cabeza de Vaca, entre otros, y había establecido puestos y ciudades comerciales y militares a lo largo de la costa atlántica norteamericana y en Florida, además de en la costa del Golfo hasta el Misisipi, el colonialismo de asentamiento español no comenzó al norte del río Grande hasta 1598. La misión colonizadora compuesta por soldados-colonos lanzó un brutal ataque militar contra las ciudades de los indígenas pueblo en Nuevo México e impuso instituciones estatales y religiosas. Los colonizadores se encontraron con una próspera agricultura de irrigación que daba sustento a una población repartida en noventa y ocho ciudades-Estado interrelacionadas (pueblos); en dos décadas las redujeron a veintiuna[216]. Pero, dados los extendidos rituales y numerosos días festivos religiosos de los indígenas pueblo, tal vez haya sido una provocación aún mayor que los misioneros franciscanos prohibieran esas prácticas religiosas e impusieran el cristianismo. A medida que la represión y la explotación laboral por parte de la Corona se intensificaban, los pueblo organizaron una revolución que recibió el apoyo de los navajos, los apaches y los utes, que no habían sido conquistados, y de las ciudades hopis al oeste, en la actual Arizona. A ellos se unieron las clases sirvientes y trabajadoras de indígenas cautivos y mestizos de la capital española de Santa Fe. En 1680, expulsaron a los españoles de Nuevo México: los pueblo permanecieron libres durante doce años, antes de que llegara otra misión colonizadora, esta vez permanente[217]. Así, durante otros ciento treinta años de régimen español, antes de la
independencia mexicana, los pueblo sufrieron un estricto control y se los obligó a proveer soldados de infantería para las incursiones españolas contra los navajos, los apaches y los utes, que nunca habían sido colonizados por los españoles. México expulsó a los franciscanos y dejó a los pueblo a su suerte, aunque gran parte de su territorio se lo habían apropiado los colonos de manera permanente. Las dos provincias mexicanas más extensas que fueron anexionadas a Estados Unidos, Coahuila y Tejas (Texas) —por entonces una sola— y California, estaban escasamente pobladas y no tan centralizadas ni organizadas como Nuevo México. Después de 1692, cuando la Corona española envió a un ejército a invadir y reocupar los territorios de los indígenas pueblo del río Grande, también tuvo como objetivo el control eficaz y la ocupación de California y Texas, en parte para crear una extensa zona de contención del imperialismo francés, británico y ruso, en competencia con los españoles. Después de dos siglos de dominación en las Américas, el Estado español se estaba desmoronando política y económicamente. Habiendo sufrido una baja en la producción de plata en sus colonias americanas y debido al aumento de la competencia con otras potencias europeas, los españoles decidieron mantener y extender sus dominios en el norte para contener el avance francés y británico en las zonas mineras del interior de Nueva España (México). España construyó fuertes y expropió tierras indígenas para entregarlas a colonos españoles con fines de agricultura y ganadería en lo que hoy es el estado de Texas. La primera ciudad española del estado, San Antonio, se levantó en 1718, junto con la fundación de la misión franciscana de San Antonio de Valero (El Álamo). Por el territorio se esparcían los fuertes, las misiones y los asentamientos españoles, sobre todo a lo largo del río Grande, desde Matamoros a Laredo. Entre los pueblos indígenas de Texas estaban los apaches lupines, los jumanos, los coahuiltecanos, los tonkawas, los karankawasis y los caddos, que eran más vulnerables a la colonización que los comanches y los wichitas en el oeste de Texas, por tener estos últimos mayor movilidad. Para la época de la independencia mexicana, la población indígena
en la provincia era de unos cincuenta mil, mientras que había unos treinta mil colonos españoles. Durante la primera década de independencia mexicana, alrededor de diez mil cheroquis, seminolas, shawnees y muchas otras comunidades de distintos pueblos indígenas al este del Misisipi evitaron el traslado forzoso al Territorio Indio y escaparon a la bota de hierro de Estados Unidos refugiándose en México. Una de esas comunidades pertenecía a la nación coahuila kikapú, desalojada de sus tierras tras la apertura de Wisconsin a la colonización. La nación tohono o’odam no se movió de su sitio, pero la frontera que volvió a trazarse en 1848 dividió su territorio. La independiente República de México otorgó tierras a sus distintas comunidades. Una vez que Texas dejó de ser parte de México, y al ser anexionada más tarde a Estados Unidos, muchos se desplazaron al sur de la nueva frontera impuesta[218]. La República de México abrió las puertas a la dominación estadounidense cediendo tierras a los inmigrantes anglos. Durante la primera década de independencia, unos treinta mil agricultores y dueños de plantaciones angloamericanos, junto con sus esclavos, se volcaron hacia Texas y recibieron cesiones de tierras para su explotación. Cuando el estado fue anexionado a Estados Unidos, en 1845, los colonos anglos llegaban a ciento sesenta mil[219]. México abolió la esclavitud en 1829; con ello se vieron afectados los planes de los colonos anglos de hacerse ricos explotando plantaciones con mano de obra esclava. Presionaron al Gobierno mexicano para que se echara atrás con la prohibición y solo obtuvieron un año de extensión para poner en orden sus asuntos y liberar a los esclavos; el Gobierno se negó a legalizar la esclavitud. Los colonos decidieron separarse de México y dieron comienzo a la famosa y mitificada batalla del Álamo, de 1836, en la que morirían los mercenarios James Bowie y Davy Crockett y el esclavista William Travis. Si bien técnicamente para los angloamericanos fue una derrota, el asedio del Álamo les sirvió para agitar las pasiones patrióticas; un mes después, en la decisiva batalla de San Jacinto, México entregó la provincia. Fue una enorme victoria para el Gobierno de Andrew Jackson, para los numerosos esclavistas sureños que pasaron a ser hacendados en Texas y, sobre todo, para el alcohólico colono guerrero Sam Houston. Este había sido gobernador de Tennessee y luego comandante en jefe del ejército texano, además de
presidente de la nueva «República de Texas», que con su ayuda adquirió carácter de estado en 1845. Una de las primeras medidas del Gobierno proesclavitud fue instaurar una fuerza contrainsurgente que —como indica su nombre, «Rangers de Texas»— adoptó el «modo estadounidense de hacer la guerra»: destruyeron ciudades indígenas, eliminaron naciones indígenas de Texas, practicaron la limpieza étnica y sofocaron las protestas de los texanos, exciudadanos mexicanos[220]. La Misión de San Francisco de Asís, también llamada Misión Dolores, fue una misión española franciscana establecida en la costa del Pacífico al mismo tiempo que el Presidio (base militar) de San Francisco; en 1776, año en que los angloamericanos declararon la independencia de Gran Bretaña. El cuartel tenía un doble propósito: proteger a la misión de los habitantes indígenas cuyos territorios estaba usurpando España y sitiarlos para forzarlos a vivir y trabajar al servicio de los frailes franciscanos en la misión. La Misión Dolores era la sexta de un total de veintiuna misiones franciscanas establecidas entre 1769 y 1823, año en que México las disolvió. La fundación de las misiones y los presidios desde San Diego y Los Ángeles y Santa Bárbara hasta Carmel, San Francisco y Sonoma traza el camino de la colonización de las naciones indígenas de California. El camino de ochocientos kilómetros que unía a las misiones se llamaba Camino Real. El Ejército español en California se dividía en cuatro distritos, cada uno con misiones franciscanas y presidios estratégicamente ubicados. El establecimiento del primer presidio en San Diego, en 1769, coincidió con el de la primera misión franciscana en California. El segundo presidio se levantó en Monterrey en 1770 para defender las seis misiones que había en la zona y también las minas de mercurio de los montes de Santa Cruz. Monterrey pasó a ser la capital de la California española y su único puerto de entrada para los cargamentos que salían de allí y hacia allí se dirigían; lo siguió siendo hasta 1846, cuando Estados Unidos tomó California. Los residentes californianos modernos tienen una visión extravagante y romántica de estas misiones franciscanas, que siguen siendo lugares turísticos populares, y de su fundador, Junípero Serra. Muy pocos turistas se percatan de que en el centro de las plazas de cada misión hay un poste de azote. La historia que simboliza ese artefacto no murió ni fue enterrada junto con las
generaciones de indígenas sepultados bajo el suelo californiano. Las cicatrices y el trauma han pasado de generación en generación. Para echar sal a la herida, el papa Juan Pablo II beatificó a Junípero Serra en 1988, el primer paso hacia la santidad. Los pueblos indígenas de California se sintieron insultados por este acto y se organizaron para evitar la santificación de alguien a quien consideran un exponente de la violación, tortura, muerte, hambre y humillación que padecieron sus ancestros y del intento de destrucción de sus culturas. Serra solía andar con soldados, secuestraba al azar a individuos y familias indígenas y registraba las capturas en sus diarios, como en el siguiente caso: «[Cuando] alguno huía de sus manos [las de los soldados], capturaban al otro. Lo ataban, y era necesario, porque, aun sujeto, se defendía, decía que no debían llevarlo, y se arrojaba al suelo con tanta violencia que rasguñaba y magullaba sus muslos y rodillas. Pero finalmente lo capturaban […]. Estaba muy asustado y perturbado»[221]. En 1878, un anciano kamia llamado Janitin le contó a un entrevistador la experiencia que vivió en la niñez: «Cuando llegamos a la misión, me encerraron en una habitación durante una semana […]. Cada día me azotaban injustamente porque no terminaba de hacer lo que no sabía hacer, y así sobreviví muchos días hasta que encontré la manera de escapar, pero me siguieron y me atraparon como a un zorro». Lo sujetaron a la picota y lo golpearon hasta que quedó inconsciente. Los pueblos indígenas de California resistieron este orden totalitario. Sus acciones de insurgencia constan en registros oficiales y en diarios, pero según parece habían despertado el interés de pocos historiadores antes de la era de los derechos civiles, en las décadas de 1950 y 1960, cuando los pueblos indígenas de ese estado comenzaron a realizar sus propias investigaciones. Descubrieron que ninguna misión se salvó de los levantamientos desde dentro ni de los ataques desde el exterior, por parte de comunidades a las que pertenecían los que estaban presos y por parte de quienes lograban escapar. Se formaron guerrillas de hasta dos mil personas. Sin esta resistencia, en la actualidad no habría descendientes de los pueblos originarios de California en el área colonizada por los españoles[222]. Protegidos por el Ejército estadounidense, desde 1848 los buscadores de oro que provenían de todas partes del mundo llevaron muerte, tortura, violación, hambre y enfermedades a los pueblos indígenas, en cuyos territorios
ancestrales se encontraban los codiciados campos de oro del norte y del este de San Francisco. Como describe Alejandro Murguía, a diferencia de los pueblos originarios, para quienes el oro era irrelevante, los del cuarenta y nueve «estaban enfermos de hambre de oro»: Hacían cualquier cosa por conseguirlo. Para llegar a California dejaban a sus familias, sus hogares, todo; navegaban ocho meses en embarcaciones malolientes y con vías de agua; otros, capitanes y marineros, desertaban de sus barcos en San Francisco y dejaban así una flota de bergantines, barcas y goletas abandonadas que se pudrían en los muelles. Cazaron todos los animales que pudieron encontrar y llenaron ríos y arroyos de limo, al cual no pudo sobrevivir el otrora abundante salmón. En un verano liquidaron las manadas de alces y venados, fuente de alimento para los nativos americanos. Los mineros se estafaban y mataban entre sí en los campos de oro[223]. En lo que fue un verdadero reino del terror, la ocupación y colonización estadounidense exterminó a más de cien mil indígenas de California en veinticinco años, lo que redujo a la población a treinta mil en 1870: posiblemente se trate del desastre demográfico más extremo de todos los tiempos[224]. Y también allí, contra todo pronóstico, los indígenas resistieron y vivieron para contarlo. De no ser así, no habría pueblos indígenas en el norte de California, puesto que el objetivo fue erradicarlos. Desde el comienzo de la fiebre del oro, estos «escarabajos del oro» invadieron territorios indígenas, aterrorizaron y asesinaron brutalmente a los que estaban en su camino. Parecía que estos colonos no necesitaban ayuda militar para pisotear a los residentes indígenas desarmados de las comunidades de pescadores esparcidas a lo largo de un paraíso abundante de bosques, ríos y montañas. La tarea que le quedó al Ejército estadounidense fue la de cercar a los hambrientos refugiados indígenas para transportarlos a reservas establecidas en Oregón y Oklahoma. El peso del hombre blanco La invasión y ocupación de México, de dos años de duración, fue una experiencia gozosa para la mayoría de los ciudadanos estadounidenses, como lo demuestra la poesía populista de Walt
Whitman. Su popularidad fue posible gracias al vigoroso nacionalismo, acelerado por la guerra misma, que confirmó, además, el destino manifiesto de Estados Unidos. Aparte de las nuevas armas de guerra y la capacidad productiva que había generado la incipiente revolución industrial, también hubo avances en las técnicas de impresión y publicación, con un aumento en el mercado de la publicación de libros desde 2,5 millones de dólares en 1830 a 12,5 millones en 1850. La mayoría de los libros publicados durante el lustro que va de los años previos a la invasión de México hasta los posteriores eran panfletos belicistas. Casi todos los colonos euroamericanos sabían leer y escribir; ese fue el periodo fundacional de la «literatura estadounidense», en la que los escritores James Fenimore Cooper, Walt Whitman, Edgar Allan Poe, John Greenleaf Whittier, Henry Wadsworth Longfellow, James Russell Lowell, Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau, Nathaniel Hawthorne y Herman Melville estaban activos: todos siguen siendo leídos, venerados y estudiados en el siglo XXI como escritores nacionalistas, no como colonialistas. Si bien algunos de ellos, como Melville y Longfellow, prestaron poca atención a la guerra, la mayoría o bien la apoyaba encarnizadamente o se oponía a ella. Whitman, defensor de ella, también estaba cautivado por los violentos asesinos de indígenas y mexicanos, los Rangers de Texas. Para él, la guerra levantaba la autoestima de la nación, y creía que un «verdadero estadounidense» no podría evitar sentir «este orgullo por nuestros ejércitos victoriosos». Emerson se opuso a esta guerra como se oponía a todas. Su rechazo, sin embargo, no solo tenía una base pacifista, sino que él también creía que la «raza» mexicana envenenaría a los angloamericanos mediante el contacto: el miedo al «corazón de las tinieblas». Emerson apoyaba la expansión territorial a cualquier precio, pero hubiera preferido que no se llevara mediante la guerra. La mayoría de los escritores de la época estaban obsesionados con el heroísmo. La oposición a la guerra estaba integrada por escritores que eran abolicionistas activos, como Thoreau, Whittier y Lowell. Creían que la guerra
era un plan de los propietarios de esclavos en el sur para extender la esclavitud, como un castigo hacia México por haberla abolido tras la independencia de España. Aun así, incluso los abolicionistas creían en el «destino manifiesto de la raza inglesa», como lo expresó Lowell en 1859, «de ocupar todo este continente y desplegar allí esa comprensión práctica en asuntos de gobierno y colonización que ninguna otra raza ha demostrado poseer en tal grado desde los romanos»[225]. Para James K. Polk, que ejerció la presidencia de Estados Unidos durante la guerra, la importancia de esta radicaba en que mostraba que una democracia podía seguir adelante y ganar una guerra en el extranjero con el mismo «vigor» con que lo podían hacer los Gobiernos autoritarios. Creía que un Gobierno civil electo, con su Ejército de voluntarios del pueblo, era aún más eficaz que las monarquías europeas con afán imperialista. Sentía que la victoria sobre México les demostraba a las potencias europeas que Estados Unidos era su par. Mostrarse invencible mediante una victoria militar ante un país débil: no fue a Ronald Reagan ni a George W. Bush a quienes se les ocurrió la idea. La tradición es tan vieja como el país. La guerra estadounidense contra México hizo más que posibilitar la anexión de más de la mitad de su territorio. A la guerra le siguió un debate que resultaría mortal: si el territorio adquirido permitiría la esclavitud; esto provocó una guerra civil que dejó un saldo de un millón de víctimas. La guerra civil estadounidense permitió la reorganización y la modernización del Ejército y la renovación de las operaciones de contrainsurgencia, es decir, las que tienen como objetivo a los civiles. Es posible encontrar un ensayo de esa renovación después de la guerra contra México, en la contrainsurgencia del Ejército estadounidense contra la feroz resistencia de los apaches en las porciones de territorio anexionadas en 1848 que más tarde conformarían los estados de Nuevo México y Arizona y a través de la nueva frontera hacia lo que siguió siendo parte de México. Para tal fin se utilizó al Primer y Segundo Regimiento de Dragones del Ejército estadounidense, cuerpos de caballería de elite muy bien equipados y entrenados para el terreno desértico. Durante el periodo comprendido entre la guerra contra México y la guerra civil, la resistencia indígena estuvo encabezada por el líder apache gila Mangas Coloradas, con el fin de mantener las tierras y el modo de vida ancestrales del
pueblo apache. Los dragones emplearon el «primer modo de hacer la guerra», la guerra total: instaban a los destacamentos a atacar los poblados apaches, destruir los cultivos y matar al ganado, asesinar a las mujeres, los niños y ancianos que allí quedaban mientras los jóvenes se encontraban en otros lugares peleando contra los dragones[226]. Este tipo de prácticas de guerra contra los pueblos indígenas continuó durante la guerra civil y luego aumentó su intensidad en las llanuras del norte y en el sudoeste, lo que dio lugar al término que el Ejército estadounidense utiliza a día de hoy en todo el mundo para referirse a territorio enemigo: «Territorio Indio».
08 «Territorio indio» Los búfalos eran abundantes nubes oscuras que se movían sobre las suaves colinas y llanuras de América. Y luego el acero destellante encontró el hueso y la carne. SIMON J. ORTIZ, from Sand Creek[227]
E
n vísperas de la guerra civil el Ejército estadounidense se dividía en siete departamentos, una estructura diseñada por John C. Calhoun durante el Gobierno de Monroe. Para el año 1860, seis de los siete departamentos, compuestos por 183 compañías, fueron emplazados al oeste del Misisipi: un ejército colonial para luchar contra los ocupantes indígenas de la tierra. En gran parte de las tierras del oeste, el Ejército era la principal institución del Gobierno estadounidense; las raíces militares del desarrollo institucional son profundas. El presidente Abraham Lincoln asumió la presidencia en marzo de 1861, dos meses después de que el sur se separara de la Unión. En abril, los Estados Confederados de América tomaron la base militar en el fuerte Sumter, cerca de Charleston, Carolina del Sur. De los más de mil oficiales del Ejército, 286 decidieron servir a los Estados Confederados; de estos, la mitad eran graduados de la academia militar de West Point y habían luchado contra los
indígenas, como Robert E. Lee. Tres de los siete comandantes de los departamentos asumieron el liderazgo del Ejército Confederado. Teniendo en cuenta solo su demografía, el sur tenía pocas posibilidades de triunfo, por lo que es aún más notable que haya persistido más de cuatro años contra la Unión. En 1860, la población de Estados Unidos era de casi treinta y dos millones, con veintitrés millones en los veintidós estados del norte, y unos nueve millones en los once estados del sur. Más de un tercio de esos nueve millones de sureños eran personas esclavizadas de ascendencia africana. Dentro de los Estados Confederados, el 76 % de los colonos no poseía esclavos. De estos, entre el 60 % y el 70 % tenía menos de cuarenta hectáreas de tierra. Menos del 1 % poseía más de cien esclavos. El 17 % de los colonos en el sur tenía entre uno y nueve esclavos, y solo el 6,5 % tenía más de diez. El 10 % de los colonos que no poseía esclavos tampoco tenía tierras, mientras muchos más apenas podían sobrevivir en pequeñas fincas de subsistencia. Dentro del Ejército Confederado los porcentajes eran similares[228]. Quienes, aún hoy, sostienen que la causa de la secesión del sur y la guerra civil fueron los «derechos de los estados» usan estas estadísticas para argumentar que la esclavitud no fue la causa de la guerra civil, lo cual es falso. En los estados del sur cada colono aspiraba a tener tierras y esclavos o a tener más tierras y más esclavos, dado que el estatus social y la riqueza dependían de la cantidad de propiedades. Incluso los pequeños agricultores y los que no tenían tierras recurrían al régimen esclavista: la plantación local era el mercado en el que los pequeños agricultores colocaban sus productos, y sus dueños contrataban a los colonos sin tierras como capataces y peones de campo. La mayoría de los colonos que no poseían esclavos apoyaron a la Confederación y lucharon por ella. Lincoln y su «tierra libre» para colonos La campaña presidencial de Abraham Lincoln recurrió al voto de los colonos con escaso acceso a la tierra, que exigían que el Gobierno pusiera en disponibilidad las tierras indígenas al oeste del Misisipi. A estos colonos se los conocía como free soilers («los de la tierra libre») en referencia a la tierra barata, libre de mano de obra
esclava. Nuevas fiebres del oro y otros incentivos trajeron consigo nuevas olas de colonos que ocupaban tierra indígena. Por ese motivo, algunos indígenas preferían una victoria confederada, porque podía dividir y debilitar a Estados Unidos, una nación cada vez más poderosa. Las naciones indígenas se vieron más afectadas por la guerra civil en el Territorio Indio que en cualquier otra parte. Como se analizó en el sexto capítulo, las naciones del sudeste —los cheroquis, muskogees, seminolas, choctaws y chickasaws (las «Cinco Tribus Civilizadas»)— fueron trasladadas por la fuerza de sus tierras originarias durante el Gobierno de Jackson, pero en el Territorio Indio reconstruyeron sus municipios, fincas, granjas e instituciones, incluyendo periódicos, escuelas y orfanatos. Si bien una pequeña elite de cada nación era adinerada y poseía africanos esclavizados y propiedades privadas, la mayoría continuó con sus prácticas agrarias colectivas. Las cinco naciones firmaron tratados con la Confederación, cada una por motivos similares. Sin embargo, dentro de cada nación había una clara división de clase, que suele expresarse erróneamente como un conflicto entre los llamados mixed-bloods, los mestizos, y los de sangre pura o fullbloods. Es decir, la minoría rica, asimilada y dueña de esclavos que dominaba la política estaba a favor de la Confederación, y la mayoría pobre y tradicional, que no poseía esclavos, quería permanecer fuera de la guerra civil angloestadounidense. El historiador David Chang descubrió que el nacionalismo muskogee y su bien fundada desconfianza en el poder federal tuvieron un papel fundamental en la alianza que esa nación entabló con la Confederación. Chang escribe: «La alianza del consejo creek con el sur ¿fue una defensa racista de la esclavitud y sus privilegios de clase o una defensa nacionalista de las tierras y la soberanía de los creeks? La respuesta debe ser: “Ambas”»[229]. En un principio John Ross, jefe principal de la nación cheroqui, abogó por la neutralidad, pero luego cambió de opinión por razones similares a las de los muskogees y solicitó al consejo cheroqui la autoridad para negociar un
tratado con los Estados Confederados. Casi siete mil hombres de las cinco naciones combatieron por la Confederación. Stand Watie, cheroqui, obtuvo el puesto de brigadier general del Ejército Confederado. Su Primera Brigada India del Ejército del Trans-Misisipi estuvo entre las últimas unidades en el campo de batalla en rendirse ante el Ejército de la Unión el 23 de junio de 1865, más de dos meses después de la rendición de Lee del Ejército de Virginia del Norte en el Palacio de Justicia de Appomattox, en abril de 1865. Sin embargo, durante la guerra muchos soldados indígenas se desilusionaron y se pasaron a las fuerzas de la Unión, junto a afroestadounidenses esclavizados que escapaban hacia la libertad[230]. Hay otra historia que es igual de importante, aunque se ha contado mucho menos. Algunos meses después de que se desatara la guerra, unos diez mil hombres —entre voluntarios indígenas, afroestadounidenses que se habían liberado e incluso algunos angloestadounidenses— iniciaron una guerra de guerrillas en el Territorio Indio contra el Ejército Confederado. Pelearon desde Oklahoma hacia Kansas; allí muchos se unieron a las unidades no oficiales de la Unión, organizadas por abolicionistas que habían sido entrenados por John Brown años antes. Probablemente, ese no haya sido el tipo de guerra que deseaba el Gobierno de Lincoln: un contingente multiétnico de voluntarios de la Unión que luchaban contra las fuerzas esclavistas en Misuri, donde los africanos esclavizados escaparon para unirse al bando de la Unión[231]. La autoliberación de los afroestadounidenses, que se daba en todo el sur, desembocó en la Proclamación de Emancipación presentada por Lincoln en 1863, que permitía a los africanos libres servir en combate. En Minnesota, estado libre de esclavitud desde 1859, hacia 1862 los siux dakotas estaban a punto de morir de inanición. Cuando organizaron un levantamiento para expulsar a los colonos, de mayoría alemana y escandinava, tropas del Ejército de la Unión sofocaron la revuelta y asesinaron a civiles dakotas, además de capturar a varios centenares de hombres. Se sentenció a muerte a trescientos prisioneros, pero, ante la petición de Lincoln de bajar el número, se eligió al azar a treinta y ocho: estos morirían en lo que fue el mayor ahorcamiento masivo de la historia del país. El venerado líder Pequeño Cuervo no se encontraba entre los ahorcados, pero fue asesinado el verano
siguiente mientras recogía frambuesas con su hijo; el asesino, un colono agricultor, recibió un botín de quinientos dólares[232]. Uno de los jóvenes supervivientes dakotas le preguntó a su tío sobre los misteriosos hombres blancos que eran capaces de cometer semejantes crímenes. El tío le respondió: Sin duda, son una nación sin corazón. Han convertido en sirvientes a algunos de su propio pueblo. Sí, esclavos […]. Pareciera que el mayor objetivo de sus vidas es adquirir posesiones: ser ricos. Desean poseer el mundo entero. Durante treinta años intentaron tentarnos para que les vendiéramos nuestra tierra. Al final, el estallido les dio todo y hemos sido expulsados de nuestro hermoso país[233]. El ejército genocida del oeste Para liberar a los soldados profesionales que estaban apostados en el oeste y que pudieran pelear contra el Ejército Confederado en el este, Lincoln convocó voluntarios para llevarlos al oeste. Los colonos respondieron: llegaban de Texas, Kansas, California, Washington, Oregón, Colorado, Nebraska, Utah y Nevada. Como había pocos confederados contra los que pelear, atacaban a los que tenían más cerca: los indígenas. Especuladores de tierras en el oeste del Trans-Misisipi buscaban conseguir la declaración como estados de los antiguos territorios mexicanos ocupados para atraer a colonos e inversores. Su avidez por llevar a cabo la limpieza étnica de los residentes indígenas y obtener el equilibrio demográfico necesario para conseguir la condición de estado generó una fuerte histeria antindígena y acciones violentas. Preocupado por la guerra civil en el este, el Gobierno de Lincoln hizo poco para evitar actos atroces, e incluso genocidas, por parte de autoridades territoriales integradas por voluntarios que aborrecían a los indígenas, como Kit Carson. La modalidad mediante la que se mantuvo la «ley y el orden» de los colonos fijó el patrón para el genocidio de posguerra. En el incidente más infame en el que hayan participado milicias, el Primer y Tercer Regimiento de Voluntarios de Colorado llevaron a cabo la masacre de Sand Creek. Si bien
se les había asignado custodiar el camino a Santa Fe, las unidades se ocuparon sobre todo de atacar y saquear las comunidades indígenas. John Chivington, un ambicioso político conocido como el «pastor guerrero», dirigió el Tercer Regimiento[234]. Hacia el año 1861, se recluyó a los cheyenes y arapajós desplazados y cautivos, bajo el liderazgo del gran pacifista Tetera Negra, en una reserva militar estadounidense llamada Sand Creek, cerca de Fort Lyon, en el sudeste de Colorado. Acamparon allí bajo una bandera blanca en señal de tregua, y con permiso federal para cazar búfalos y poder alimentarse. A comienzos de 1864, el gobernador territorial de Colorado les informó de que ya no podían salir de la reserva para cazar. A pesar de que cumplieron con la orden, el 29 de noviembre de 1864 Chivington llevó a setecientos voluntarios del Regimiento de Colorado a la reserva. Sin que hubiera habido provocación alguna y sin advertencia, atacaron y dejaron un reguero de cadáveres de ciento cinco mujeres y niños y veintiocho hombres. Incluso el comisionado federal de Asuntos Indígenas denunció la acción; dijo que las personas habían sido «masacradas a sangre fría por tropas al servicio de Estados Unidos». En una investigación de 1865, el Comité Conjunto del Congreso Estadounidense sobre la Conducción de la Guerra registró testimonios y publicó un informe en el que se documentaba lo sucedido después de las matanzas, cuando Chivington y sus voluntarios quemaron tipis y robaron caballos. Aún peor, una vez que el humo se había disipado, habían regresado para rematar a los pocos supervivientes mientras les arrancaban el cuero cabelludo y mutilaban los cadáveres de mujeres y hombres, jóvenes y viejos, niños y bebés. Luego decoraron sus armas y sombreros con partes de cadáveres —fetos, penes, senos y vulvas— y, en palabras del poeta acoma Simon Ortiz: «Los pusieron en sus sombreros a secar. Sus dedos grasientos / y resbaladizos»[235]. Cuando regresaron a Denver, exhibieron los trofeos ante el público idólatra en el teatro Apolo y en los bares. Sin embargo, a pesar del informe detallado de los hechos, no se castigó ni enjuició a Chivington ni a sus hombres, dejando vía libre para asesinar[236]. El coronel del Ejército estadounidense James Carleton formó el Ejército de Voluntarios del Pacífico en 1861, con base en California. En Nevada y Utah, un empresario de California, el coronel Patrick Connor, comandó una
milicia de mil voluntarios de ese estado que durante la guerra se dedicaron a masacrar en sus campamentos a cientos de shoshones, bannocks y utes desarmados. Carleton encabezó otro contingente de milicias hacia Arizona para eliminar a los apaches, que resistían la colonización liderados por el gran Cochise. Por ese entonces, Cochise señaló: Cuando era joven, caminaba por todo este territorio, por el este y el oeste, y no veía más que apaches. Después de varios veranos volví a caminar y vi que otra raza de personas había llegado para tomarlo. ¿Cómo puede ser? ¿Por qué los apaches esperan la muerte, por qué sus vidas penden de un hilo? […]. Los apaches alguna vez fueron una gran nación; ahora apenas son unos pocos […]. Muchos han sido muertos en batalla[237]. Tras una campaña de tierra quemada contra los apaches, a Carleton lo ascendieron: obtuvo el rango de brigadier general y quedó a cargo del Departamento de Nuevo México. Llevó a la experimentada máquina asesina que eran los Voluntarios de Colorado para atacar a los navajos y les declaró la guerra total. Convocó como comandante principal en el campo de batalla al omnipresente asesino de indígenas Kit Carson[238]. Con autoridad ilimitada y sin rendir cuentas a nadie, Carleton pasó toda la guerra civil en el sudoeste, participando en una serie de misiones de búsqueda y destrucción de los navajos. La campaña culminó en marzo de 1864, cuando se forzó a ocho mil civiles navajos a marchar más de cuatrocientos ochenta kilómetros hacia un campo de concentración militar en Bosque Redondo, al sudeste del desierto de Nuevo México, situado en la base militar de Fort Sumner. Se trata de una odisea que en la historia oral del pueblo navajo se recuerda como la «Larga Marcha». Un navajo llamado Herrero dijo: Algunos de los soldados no nos tratan bien. Cuando estamos trabajando, si nos detenemos un momento, nos patean o hacen algo así […]. No nos importa si nos castiga un oficial, pero no nos gusta que nos maltraten los soldados. Nuestras mujeres a veces van a las tiendas fuera del fuerte y hacen contratos con los soldados para pasar la noche con ellos, y les dan cinco dólares u otra cosa. Pero por la mañana les quitan lo que les habían dado y las echan a patadas. Eso pasa casi todos los días[239]. Al menos un cuarto de los cautivos murieron de hambre. No fue hasta 1868 cuando se liberó a los navajos y se les permitió regresar a su tierra natal, en lo que hoy es la región de Four Corners. El permiso no se debió a las
condiciones letales del campamento, sino a que el Congreso decidió que la reclusión era demasiado costosa[240]. Por estas nobles hazañas, Carleton fue nombrado general de división del Ejército estadounidense en 1865. Ahora dirigía el Cuarto de Caballería en incursiones de tierra quemada contra los indígenas de las llanuras. Estas campañas militares contra naciones indígenas fueron guerras extranjeras que se libraron durante la guerra civil estadounidense, aunque el fin de esta última no haya significado el fin de las primeras. Por el contrario, se mantuvieron constantes hasta finales de siglo, con más tecnología para asesinar y asesinos más capacitados, incluyendo unidades de caballería de afroestadounidenses. Muchas veces los oficiales y soldados desmovilizados tenían dificultades para encontrar trabajo y, junto a una nueva generación de jóvenes colonos que de otro modo estarían desempleados —y además buscaban aventuras violentas—, se unían al Ejército del oeste. Algunos oficiales aceptaron rangos de menor jerarquía para continuar la carrera militar. Dado que el foco de la guerra se hallaba en el oeste y que los logros militares para entonces se traducían en prestigio, riqueza y poder político, todo graduado de West Point quería avanzar en su carrera profesional ofreciéndose como voluntario en el Ejército. En algunos de sus diarios de combate se repite lo mismo que en los de las tropas que combatieron en Vietnam, Afganistán e Irak, cuyos miembros relatan haberse sentido atormentados por las atrocidades que vieron o cometieron. Sin embargo, la mayoría de los soldados perseveraba en su ambición de conseguir la victoria. Fueron destacados generales de la guerra civil los que dirigieron el Ejército del oeste, entre ellos, los generales William Tecumseh Sherman, Philip Sheridan (a quien se le adjudica la frase: «El único indio bueno es el indio muerto»), George Armstrong Custer y Nelson A. Miles. Después de 1865, el Ejército haría uso efectivo de innovaciones creadas durante la guerra civil. La ametralladora Gatling de tiro rápido, usada por primera vez en batalla en 1862, se usaría durante el resto del siglo contra civiles indígenas. Pero las innovaciones no tecnológicas quizá hayan sido aún más importantes, puesto que la guerra civil había afianzado una ideología patriótica extrema en el Ejército de la Unión, que se trasladó a las guerras indias. Las fuerzas estadounidenses pasaron a estar más centralizadas bajo el mando del
presidente, dependían menos de las contribuciones de cada estado y, por lo tanto, estaban menos controladas por estos. El prestigio del Departamento de Guerra fue en aumento dentro del Gobierno federal, por lo que tenía más libertad para enviar tropas a aplastar a los pueblos indígenas que desafiaran el dominio de Estados Unidos. La victoria del Ejército de la Unión sobre el de la Confederación transformó el sur en una nación casi cautiva, una región que a día de hoy continúa siendo la más pobre del país después de más de un siglo. La situación se parecía a la de Sudáfrica dos décadas después, cuando los británicos derrotaron a los bóeres (descendientes de los primeros colonos holandeses del siglo XVII). Como luego harían los británicos con los bóeres, en última instancia el Gobierno estadounidense permitió a la derrotada elite del sur regresar a sus posiciones de poder en la esfera local, y tanto los sureños como los bóeres pronto adquirieron poder político a nivel nacional. La poderosa clase gobernante sureña compuesta de supremacistas blancos ayudó a militarizar aún más el país, tanto es así que el Ejército prácticamente se convirtió en una institución sureña. Tras el eficaz experimento de la Reconstrucción para empoderar a exesclavos, el Ejército estadounidense de ocupación se retiró y los afroestadounidenses regresaron a un estado de semiesclavitud y privación de derechos a causa de las leyes de Jim Crow; así se formó en el sur una población colonizada. La política colonial precede a la implementación militar En plena guerra, Lincoln no olvidó al electorado free-soiler que lo había llevado a obtener la presidencia. Durante la guerra civil, y con los estados del sur sin representación, el Congreso, a instancias de Lincoln, aprobó la Ley de Asentamientos Rurales en 1862 y la Ley Morrill. Mediante esta última se transferían vastas extensiones de tierra indígena a los estados, en las que se establecerían universidades. La Ley del Ferrocarril del Pacífico otorgó a compañías privadas casi ochenta y un millones de hectáreas de tierras indígenas[241]. Con estos acaparamientos de tierras, el Gobierno estadounidense estaba violando múltiples tratados
firmados con las naciones indígenas. La mayoría de los territorios del oeste, entre ellos, Colorado, Dakota del Norte y Dakota del Sur, Montana, Washington, Idaho, Wyoming, Utah, Nuevo México y Arizona, tardaron en conseguir la condición de estados porque las naciones indígenas se resistieron a la apropiación de sus tierras y sobrepasaban en número a los colonos. Es decir, que el plan de colonización del oeste iniciado durante la guerra civil se llevó a cabo a lo largo de las tres décadas siguientes de guerra y apropiación de tierras. Conforme a la Ley de Asentamientos Rurales se entregaron a colonos 1,5 millones de propiedades al oeste del Misisipi: unos 121.400 millones de hectáreas (1,2 millones de kilómetros cuadrados) extirpadas a las propiedades colectivas indígenas y privatizadas para el mercado[242]. Esta dispersión de poblaciones de colonos sin tierras del este del Misisipi sirvió como «válvula de escape», ya que disminuyó las probabilidades de conflicto de clase en un momento en que la Revolución Industrial aceleraba el uso de mano de obra barata inmigrante. De la tierra apropiada mediante la Ley de Asentamientos Rurales, poco fue lo que recibieron las familias. En lugar de ello, se transferían a grandes operadores o especuladores de tierras. Parecía que las leyes se habían creado a tal efecto. Un individuo podía adquirir 453 hectáreas o más, aunque las solicitudes de lotes familiares y de adquisición preferente (ocupación legal) se limitaban a 65 hectáreas[243]. Un solicitante podía obtener un lote y su titularidad después de cinco años de ocupación o pagarlo en efectivo dentro de los seis primeros meses de adquisición. Luego podía obtener otras 65 hectáreas por adquisición preferente viviendo en otra porción de terreno durante seis meses y pagando 2,5 dólares por hectárea. Mientras tanto, también podía solicitar terrenos de 65 hectáreas para el cultivo de madera y 258 hectáreas en el desierto, y para ninguna de estas dos solicitudes se requería ocupar el lugar. Otros hombres de la familia u otros socios de la empresa podían solicitar terrenos adicionales en el desierto para aumentar aún más sus posesiones. Con la aceleración de la industrialización, la tierra como producto básico, «bienes raíces», siguió siendo la base de la economía
estadounidense y la acumulación de capital[244]. Las concesiones de tierras federales a los barones del ferrocarril, extraídas de los territorios indígenas, no se limitaban al ancho de las vías, sino que conformaban un tablero de secciones de 2,5 kilómetros cuadrados cada una que se extendía decenas de kilómetros a ambos lados del derecho de vía. Las empresas de ferrocarriles podían vender estas porciones de tierra en parcelas para ganancia propia. Mediante las leyes bancarias de 1863 y 1864, se establecieron una moneda nacional y bancos federales y se permitió al Gobierno garantizar bonos. Mientras los beneficiarios de la guerra, financieros e industriales como John D. Rockefeller, Andrew Carnegie y J. P. Morgan, usaban esas leyes para acumular riqueza en el este, Leland Stanford, Collins P. Huntington, Mark Hopkins y Charles Crocker aumentaban la suya en el oeste construyendo ferrocarriles con capitales del este sobre tierras concedidas por el Gobierno estadounidense[245]. Naciones indígenas, y también hispanos, se resistieron a la llegada del ferrocarril, que atravesaba sus granjas, campos de caza y hogares, y traía consigo a los colonos, el ganado, las alambradas de púas y los cazadores mercenarios de búfalos. En lo que sería un preludio de las décadas genocidas venideras, en 1867 y 1868 el Gobierno de Andrew Johnson envió a representantes del Ejército y diplomáticos a negociar tratados de paz con decenas de naciones indígenas. Los 371 tratados que se firmaron entre naciones indígenas y el Gobierno se promulgaron en su totalidad durante el primer siglo de vida de Estados Unidos[246]. El Congreso puso freno a la celebración de tratados formales en 1871 e incluyó una cláusula adicional en la Ley de Apropiación India que estipulaba «que de ahora en adelante ninguna nación o tribu dentro del territorio de Estados Unidos será reconocida ni aceptada como nación, tribu o poder independiente con el que Estados Unidos pueda celebrar tratados por ley. Con la salvedad, además, de que nada de lo aquí dispuesto podrá ser interpretado de manera que invalide o disminuya ninguna obligación de cualquier tratado legalmente celebrado y ratificado con cualquiera de esas naciones o tribus indias»[247]. Esta medida significaba que el Congreso y el presidente ahora podían hacer leyes que afectaran a una nación indígena sin negociar ni obtener su consentimiento. Sin embargo, también se reafirmaba el estatus legal soberano de las naciones
indígenas que tenían tratados con el Gobierno. Durante el periodo de celebración de tratados, se transfirieron al Estado unos cinco millones de kilómetros cuadrados de tierras indígenas, algunos mediante disposiciones de los tratados y otros mediante violaciones de los tratados vigentes. En su empeño por generar la dependencia económica de los indígenas y asegurar el cumplimiento de las transferencias de tierras, las políticas estadounidenses entregaron al Ejército la tarea de destruir la base económica de las naciones de las llanuras: el búfalo. Se los mató prácticamente hasta lograr su extinción: decenas de millones murieron en cuestión de décadas y apenas algunos quedaban en pie hacia la década de 1880. Los cazadores comerciantes solo querían las pieles; por eso dejaban que el resto del animal se pudriera. Los huesos se recogían y enviaban al este, donde tenían distintos usos. Fue sobre todo el Ejército el que ayudó a llevar a cabo la matanza de las manadas[248]. Una mujer de la nación kiowa, Anciana Mujer Caballo, podría haber estado hablando en nombre de todas las naciones en su lamento por la pérdida: Todo lo que tenían los kiowas provenía del búfalo […]. Más aún, el búfalo era parte de la religión kiowa. En la Danza del Sol había que sacrificar a una cría de búfalo. Los sacerdotes usaban partes del búfalo para realizar sus oraciones cuando sanaban a las personas o cuando cantaban a los poderes de arriba. Entonces, cuando el hombre blanco quiso construir el ferrocarril o cuando quiso cultivar o criar ganado, los búfalos aún protegían a los kiowas. Rompían las vías del ferrocarril y los jardines. Ahuyentaban al ganado de los campos. El búfalo amaba a su gente tanto como los kiowas amaban al búfalo. Hubo una guerra entre el búfalo y el hombre blanco. El hombre blanco construyó fuertes en el territorio kiowa, y los soldados búfalo de cabeza lanuda disparaban a los búfalos tan rápido como podían, pero los búfalos seguían avanzando, avanzando, incluso hasta el cementerio de la base militar en Fort Sill. No había suficientes soldados para detenerlos. Luego el hombre blanco contrató a cazadores para que no hicieran otra cosa que matar a los búfalos. A lo largo y a lo ancho de las llanuras anduvieron esos hombres, matando a veces hasta cien búfalos por día. Detrás de ellos venían los desolladores con sus carretas. Apilaban las pieles y los huesos en los vagones hasta que los llenaban, y luego llevaban las cargas a las nuevas estaciones de ferrocarril que se estaban construyendo, para que las embarcaran hacia el este, al mercado. A veces había pilas de huesos tan altas como un hombre, que se extendían un kilómetro y
medio por la vía del ferrocarril. El búfalo vio que sus días estaban contados. Ya no podría proteger a su gente[249].
Otro aspecto del desarrollo económico estadounidense que afectó a las naciones indígenas del oeste fue la dominación comercial. En todo el mundo, en las colonias europeas alejadas de sus centros de mando, los capitalistas mercantiles prosperaban a la par que los capitalistas industriales y los militares, y juntos determinaban el modo de colonización. Se organizaron casas de comercio, por lo general de propiedad familiar, para transportar productos a largas distancias por agua o por tierras escasamente pobladas. La fuente de productos básicos de los comerciantes en las regiones remotas eran los pequeños agricultores cercanos, los leñadores, los tramperos y los artesanos, como los trabajadores de la madera y los herreros. Los productos luego se enviaban a los centros industriales para obtener crédito, del que podían adeudar dinero. Así, a falta de un sistema de crédito indirecto, los comerciantes podían adquirir moneda para comprar productos extranjeros. Así, el comerciante pasó a ser la fuente principal de crédito para el pequeño operador y también para el capitalista local. El capitalismo mercantil prosperó en regiones coloniales; muchas de las primeras casas de comercio se abrieron en Oriente Medio entre sirios (libaneses) y judíos. Si bien el capitalismo mercantil iba desapareciendo hacia mediados del siglo XX, dejó su huella en las reservas indígenas, donde dependían de los puestos comerciales para obtener crédito, de un mercado para colocar sus productos y de productos básicos de todo tipo: una oportunidad para la superexplotación. Los mercaderes y comerciantes, por lo general mediante los matrimonios mixtos con mujeres indígenas, también llegaron a dominar el Gobierno indígena en algunas reservas[250]. Como señalamos más arriba, hacia el final de la guerra civil el Ejército estadounidense no perdía ocasión antes de que comenzara con plena fuerza la guerra «para ganar el oeste». Dado que se había convertido en una máquina de matar mucho más avanzada y contaba con tropas experimentadas, el Ejército emprendió el asesinato de civiles, búfalos y de la tierra misma; destruían los altos pastos naturales de las llanuras y plantaban pastos cortos
para el ganado, lo que desembocó en la pérdida del mantillo vegetal cuatro décadas más tarde. William Tecumseh Sherman terminó la guerra civil con el rango de general de división, y pronto estuvo al mando del Ejército reemplazando al héroe de guerra Ulysses S. Grant, que asumió la presidencia en 1869. Como comandante general hasta 1883, Sherman fue responsable de las guerras genocidas contra las naciones indígenas del oeste que aún resistían. La familia de Sherman perteneció a la primera generación de colonos que corrieron al valle del Ohio después de la guerra total que expulsó al pueblo shawnee de sus hogares, ciudades y fincas. El padre de Sherman, como premio, lo bautizó «Tecumseh» por el líder shawnee asesinado por el Ejército estadounidense. El general había sido un exitoso abogado y banquero en San Francisco y Nueva York antes de iniciar la carrera militar. Durante la guerra civil, precisamente en la famosa toma de Atlanta, dejó su huella como impulsor y ejecutor de la guerra total: campañas de tierra quemada contra civiles, que apuntaban sobre todo a acabar con las reservas de alimentos. Ese siempre había sido el modo colonial y estadounidense de hacer la guerra contra los pueblos indígenas al este del Misisipi. Sherman envió una comisión del Ejército a Inglaterra para que estudiara las campañas coloniales de ese país en todo el mundo con el fin de aplicar las exitosas tácticas inglesas en la guerra estadounidense contra los indígenas. En Washington, Sherman tenía que lidiar con los altos mandos del Ejército que se hallaban bajo la influencia del libro de Carl von Clausewitz De la guerra, un estudio sobre el conflicto entre los Estados nación europeos con ejércitos permanentes. Esta dicotomía entre entrenar al Ejército estadounidense para la guerra europea estándar y a la vez para aplicar los métodos coloniales de contrainsurgencia continúa en el siglo XXI. Si bien fue un hombre de guerra, Sherman, como la mayoría de la clase dominante del país, era en esencia un emprendedor, y su mandato como jefe del Ejército y su pasión era proteger la conquista anglosajona del oeste. Para él, el ferrocarril era un asunto de máxima prioridad. En 1867 le escribió a Grant: «No vamos a dejar que unos pocos indios ladrones y harapientos detengan el progreso [de los ferrocarriles]»[251]. Una alianza entre las naciones siux, cheyene y arapajó estaba bloqueando la ruta Bozeman, por la que miles de buscadores de oro desquiciados se lanzaron a los territorios indígenas en las Dakotas y Wyoming en 1866, para
llegar a los nuevos campos de oro que se habían descubierto en Montana. El Ejército llegó al lugar para protegerlos, y como parte de los preparativos para la construcción del fuerte Phil Kearny, bajo el mando del teniente coronel William Fetterman, ochenta soldados despejaron el camino en diciembre de 1866. La alianza indígena los venció en batalla. Extrañamente, tratándose de una guerra, la derrota del Ejército estadounidense quedó en los anales de la historia como «la masacre de Fetterman». Después de este suceso, Sherman le escribió a Grant, que aún era comandante del Ejército: «Debemos actuar con vengativa determinación contra los siux, incluso hasta exterminarlos, a los hombres, las mujeres y los niños». Sherman dejó claro que «durante un ataque, los soldados no pueden detenerse a distinguir entre masculino y femenino, ni siquiera discriminar según la edad»[252]. Para cumplir sus objetivos en el oeste, Sherman llevó a la peor encarnación de la guerra total, George Armstrong Custer, que demostró de inmediato su temple encabezando un ataque contra civiles desarmados el 27 de noviembre de 1868 en la reserva de los cheyenes del sur, en Washita Creek, Territorio Indio. Antes de este suceso, en la masacre de Sand Creek, perpetrada por el Regimiento de Voluntarios de Colorado en 1854, el líder cheyene Tetera Negra había escapado de la muerte. Él y otros supervivientes cheyenes tuvieron que dejar el Territorio de Colorado por una reserva indígena en el Territorio Indio. Algunos jóvenes cheyenes, decididos a resistir el confinamiento en reservas y el hambre, decidieron cazar y combatir con tácticas de guerrilla. El Ejército rara vez lograba capturarlos; Custer recurrió a la guerra total: asesinó a las madres, viudas, niños y ancianos confinados en la reserva. Cuando, por medio de espías indígenas en las filas del Ejército, Tetera Negra se enteró de que las tropas montadas del Séptimo de Caballería estaban dejando el fuerte para dirigirse a la reserva de Washita, él y su pareja montaron a caballo al amanecer, bajo una tormenta de nieve, desarmados, para intentar dialogar con Custer y asegurarle que no quedaban miembros de la resistencia en la reserva. Cuando Tetera Negra se acercó a las tropas levantando una bandera blanca, Custer dio la orden de disparar; un momento después, Tetera Negra y su compañera yacían muertos. Ese día, el Séptimo de Caballería asesinó en total a unas cien mujeres y niños cheyenes y luego partieron con macabros trofeos[253].
Soldados coloniales Muchas de las campañas genocidas intensivas desatadas contra civiles indígenas se llevaron a cabo durante el Gobierno del presidente Grant (1869-1877). En 1866, dos años antes de que Grant resultara elegido, el Congreso había creado dos regimientos de caballería compuestos en su totalidad por afroestadounidenses, que pasaron a llamarse «soldados búfalo». Gracias a la Proclamación de Emancipación, que entró en vigor en enero de 1863, para el año 1865 unos cuatro millones de africanos esclavizados eran ciudadanos libres. La legislación apuntaba a desmoralizar a los Estados Confederados, pero otorgó un tardío reconocimiento oficial a lo que ya era un hecho: muchos afroestadounidenses, sobre todo hombres jóvenes, se habían libertado uniéndose a las fuerzas de la Unión para escapar de la servidumbre[254]. Hasta 1862 se les prohibía a los afroestadounidenses servir en el Ejército por decisión propia. Ahora el Ejército de la Unión los incorporaba, pero les pagaba menos y los ubicaba en unidades separadas, al mando de oficiales blancos. El Departamento de Guerra creó la Oficina de Tropas de Color. Cien mil africanos armados prestaban servicio en la unidad; por su coraje y compromiso, eran los combatientes más eficaces y, a pesar de ello, tenían el índice de mortalidad más alto. Al final de la guerra civil, habían combatido 186.000 soldados negros, de los cuales 38.000 habían muerto (en combate y por enfermedad): una cantidad superior a las bajas totales de cualquier estado. El estado con mayor cantidad de bajas era Nueva York, cuyas tropas se componían principalmente de inmigrantes blancos pobres, sobre todo irlandeses. Después de la guerra, muchos soldados negros, al igual que sus compañeros blancos, permanecieron en el Ejército, y se los destinó a regimientos segregados apostados en el oeste para acabar con la resistencia indígena. Para muchos se trata de una trágica realidad, como si los antiguos esclavos
oprimidos y los pueblos indígenas sometidos a una guerra genocida debieran unirse por arte de magia contra el enemigo común, «el hombre blanco». Pero, en realidad, así es justamente como funciona el colonialismo en general y, en particular, la guerra colonial. Este funcionamiento no es exclusivo de Estados Unidos, sino parte de la tradición del colonialismo europeo desde el tiempo de las legiones romanas. Los británicos organizaron ejércitos enteros de tropas étnicas en el sur y el sudoeste de Asia, entre ellas, la más famosa, los gurkas de Nepal, que combatieron en una ocasión tan reciente como la guerra de Margaret Thatcher contra Argentina en 1983[255]. Por su parte, los soldados búfalo también eran parte de ese tipo de unidad militar colonial especialmente organizada. Como escribe Stanford L. Davis, descendiente de un soldado búfalo: Los esclavos y los soldados negros, que no sabían leer ni escribir, no tenían idea de las privaciones históricas ni del habitual propósito genocida del Gobierno estadounidense para con los indígenas estadounidenses. Los negros libres, aunque supieran leer y escribir, por lo general no tenían acceso a información imparcial de primera o segunda mano sobre la relación. A la mayoría de los blancos que podían acceder a ella no les importaba realmente la situación. Algo normal en nombre del «destino manifiesto». Para la mayoría de los estadounidenses, los indígenas eran salvajes incorregibles y obstinados. Era natural que aquellos que se encontraban más próximos a las facciones contendientes o sufrían sus amenazas buscaran la protección del Gobierno a toda costa[256]. Muchos negros optaban por el Ejército por cuestiones de supervivencia, puesto que recibían comida y refugio, paga y jubilación, e incluso algo de gloria. Estados Unidos tenía sus propios motivos para asignar tropas negras al oeste. Las poblaciones del sur y el este no querían tener en sus comunidades a soldados negros armados. También se temía que en caso de desmovilizarlos se saturara el mercado de trabajo. Para las autoridades estadounidenses era una buena manera de deshacerse de los soldados negros y de los indígenas al mismo tiempo. La guerra civil también sirvió de modelo para la rápida «americanización» de los inmigrantes. Inmigrantes judíos lucharon durante la guerra en ambos bandos; como individuos, estaban exentos del fanatismo estadounidense a un nivel que nunca antes habían experimentado.
Los exploradores indígenas y los soldados también eran esenciales para el Ejército, como individuos y como naciones que hacían la guerra a otras naciones indígenas. Muchas décadas después, los indígenas estadounidenses siguieron ofreciéndose como voluntarios en las guerras estadounidenses en porcentajes que superan por mucho al de sus poblaciones. Un ciudadano wichita, Stan Holder, explicó en un documental de 1974 sobre la guerra de Vietnam, Hearts and Minds, por qué se alistó. Desde que era niño escuchaba las historias de los mayores sobre los guerreros wichitas, y al mirar a su alrededor, los únicos guerreros que podía identificar eran los marines, así que se alistó en lo que él consideraba una sociedad de guerreros. No es casualidad que el Cuerpo de Marines evoque esa imagen en los jóvenes airados. Al igual que los hombres negros que fueron voluntarios en las guerras indígenas y prestaron servicio de otras maneras, los indígenas aprovechaban la seguridad y la gloria posible del Ejército colonialista. El propósito explícito de los soldados búfalo y del Ejército del oeste en su conjunto era invadir tierras indígenas y llevar a cabo una limpieza étnica para permitir la colonización anglosajona y el comercio. Como ha escrito el historiador indígena Jace Weaver: «En las guerras indias no peleó la caballería absolutamente blanca de los wésterns de John Ford, sino afroestadounidenses e inmigrantes irlandeses y alemanes»[257]. La inolvidable canción de Bob Marley «Buffalo Soldier» captura la experiencia colonial en Estados Unidos: «Decía que era un soldado búfalo / que ganaría la guerra por América»[258]. El Ejército del oeste era un ejército colonial con todos los problemas de los ejércitos coloniales y de ocupación, fundamentalmente, el odio de la población que vive bajo la ocupación. No sorprende que el Ejército estadounidense use el término «Territorio Indio» para referirse a lo que considera territorio enemigo. En gran parte, al igual que sucedió en la guerra de Vietnam, las guerras encubiertas de la década de 1980 en América Central y las guerras de principios del siglo XXI en países musulmanes, los voluntarios del Ejército contrainsurgente a fines del siglo XIX en el oeste estadounidense tenían que valerse de la inteligencia recogida por los nativos del lugar, informantes y exploradores. Muchos de ellos eran dobles agentes e informaban también a los propios, habiéndose unido al Ejército estadounidense con ese propósito. Al no poder encontrar guerrilleros, el
Ejército recurrió a las campañas de tierra quemada, hambreaba a los enemigos, atacaba y desplazaba a las poblaciones civiles: herramientas de la guerra de contrainsurgencia. Durante la contrainsurgencia soviética en Afganistán en la década de 1980, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados llamó a este efecto «genocidio migratorio»: un término adecuado para aplicarlo retrospectivamente a la contrainsurgencia estadounidense del siglo XIX contra los pueblos indígenas[259]. Aniquilación hasta la rendición total Las misiones de búsqueda y destrucción y las reubicaciones forzosas (limpieza étnica) del Ejército estadounidense en el oeste están adecuadamente documentadas, pero no suelen contemplarse a la luz de la contrainsurgencia. Mari Sandoz registró una de esas historias en su éxito de ventas de 1953, la obra de no ficción Cheyenne Autumn [Otoño cheyene], en la que John Ford basó su película de 1964[260]. En 1878, los grandes líderes de la resistencia cheyene, Pequeño Lobo y Cuchillo Desafilado, encabezaron una caravana de más de trescientos civiles cheyenes desde una reserva militar en el Territorio Indio, donde se encontraban en reclusión forzada, hasta su tierra natal en lo que hoy es Wyoming y Montana. Finalmente, el Ejército los interceptó, pero no sin antes emprender una dramática persecución de la que informaron los periódicos. En las ciudades del este surgió tal empatía que se les otorgó a los cheyenes una reserva dentro de lo que era su territorio original. Una hazaña similar fue la de los nimi’ipuus (del pueblo nez percé), al mando del jefe Joseph, que intentó liberar a su gente de la reclusión militar en Idaho y guiarla hacia el exilio en Canadá. En 1877, perseguido por dos mil soldados de la caballería estadounidense encabezada por Nelson Miles, el jefe nimi’ipuu guio a ochocientos civiles hacia la frontera con Canadá. Resistieron casi cuatro meses, tiempo en el que evitaban a los soldados y también luchaban en batallas de ataque y retirada en un área de 2.700 kilómetros. Algunos fueron cercados y llevados a Pauls Valley, Oklahoma, pero al poco tiempo se marcharon por sus propios medios y regresaron a su tierra en Idaho, donde
finalmente lograrían asegurarse una pequeña reserva. La contrainsurgencia militar más extensa de la historia de Estados Unidos fue la guerra contra la nación apache: de 1850 a 1886. Goyathlay, conocido como Gerónimo, fue el famoso líder de la resistencia apache durante su última década. Los apaches y sus parientes dinés, los navajos, no cejaron un instante en su resistencia a la dominación colonial cuando Estados Unidos anexionó su territorio como parte de la mitad de México apropiada en 1848. El Tratado de Guadalupe Hidalgo entre este último y Estados Unidos, que selló la transferencia del territorio, incluso estipulaba que ambas partes debían combatir a los «salvajes» apaches. Para 1877, el Ejército había desplazado forzosamente a la mayoría de los apaches a reservas inhóspitas en zonas desérticas. Con Gerónimo a la cabeza, los apaches chiricahuas resistieron su reclusión en la reserva que se les había asignado en San Carlos, Arizona. Cuando Gerónimo finalmente se rindió —jamás lo capturaron—, el grupo solo estaba formado por treinta y ocho personas, en su mayoría mujeres y niños, perseguidas por cinco mil soldados, dado que los insurgentes tenían un amplio apoyo al norte y al sur de la nueva frontera. La guerrilla persiste solo si tiene profundas raíces en las personas a las que representa, por eso se la suele llamar «la guerra del pueblo». Obviamente, la resistencia apache no suponía una amenaza militar para Estados Unidos, pero era un símbolo de resistencia y libertad. Y en eso radica la esencia de la guerra colonial de contrainsurgencia: no se tolera ninguna resistencia. El historiador William Appleman Williams acierta en describir el imperativo estadounidense como «aniquilación hasta la rendición total»[261]. Gerónimo y otros trescientos chiricahuas que ni siquiera eran parte de la fuerza de combate fueron rodeados y transportados en tren bajo custodia militar hasta Fort Marion, en Saint Augustine, Florida, donde se unieron a otros cientos de luchadores indígenas de las llanuras que ya estaban recluidos allí. En una notable negociación con el Gobierno, Gerónimo logró mediante un acuerdo la rendición de su banda en calidad de prisioneros de guerra, no de delincuentes comunes, tal como querían los Rangers de Texas, porque eso significaba la ejecución por parte de autoridades civiles. El estatuto de prisioneros de guerra validaba la soberanía apache y permitía que los prisioneros fueran tratados según el derecho internacional de la guerra. A
Gerónimo y su gente los volvieron a trasladar, esta vez a la base militar de Fort Sill, en el Territorio Indio, y allí vivieron hasta su muerte. El Gobierno estadounidense aún no había creado el término «combatiente ilegal» (unlawful combatant); lo hizo a comienzos del siglo XX, y así privó a los prisioneros de guerra legítimos de un trato justo de conformidad con el derecho internacional. Durante el gobierno de Grant, Estados Unidos comenzó a experimentar con nuevas instituciones coloniales, de las cuales la más perjudicial fue el sistema de internados, que tuvo como modelo la prisión de Fort Marion. En 1875, el capitán Richard Henry Pratt estuvo a cargo de transportar a setenta y dos prisioneros cheyenes y otros guerreros indígenas de las llanuras desde el oeste hasta Fort Marion, una vieja fortaleza oscura y húmeda. Después de encerrarlos en un calabozo y encadenarlos por un tiempo, Pratt les quitó las ropas, ordenó que les rasuraran la cabeza, les hizo vestir uniformes militares y les dio instrucciones como si fueran soldados. «Matar al indio y salvar al hombre» fue el lema de Pratt. Ese experimento «exitoso» lo llevó a fundar en 1879 la Carlisle Indian Industrial School, una escuela industrial para indígenas en Pensilvania, que sirvió de prototipo para los muchos internados militares federales establecidos a lo largo del continente poco tiempo después, y a los que se sumaron decenas de internados misioneros cristianos. La decisión de crear Carlisle y otros internados fuera de las reservas surgió de la US Office of Indians Affairs, luego renombrada como Bureau of Indian Affairs [Oficina de Asuntos Indios; BIA, por sus siglas en inglés]. El objetivo declarado del proyecto era la asimilación. Los niños indígenas tenían prohibido hablar su lengua madre o practicar su religión y se los adoctrinaba en el cristianismo. Al igual que en las misiones españolas en California, en los internados estadounidenses se golpeaba a los niños si hablaban su propio idioma, entre otras «infracciones» que eran expresión de su humanidad. Si bien se los despojaba de su lengua y de las capacidades propias de sus comunidades, lo que los indígenas aprendían en los internados era inútil a los fines de una asimilación efectiva; por el contrario, el resultado fueron múltiples generaciones de individuos traumatizados[262]. Justo antes del centenario de la independencia estadounidense, a finales de junio de 1876, el entonces teniente coronel Custer, al mando de doscientos
veinticinco soldados del Séptimo de Caballería, se preparó para lanzar un ataque contra los civiles que vivían en un conjunto de aldeas siux y cheyenes sobre el río Little Bighorn. Con Caballo Loco y Toro Sentado a la cabeza, los guerreros siux y cheyenes estaban listos para el ataque y acabaron con los agresores, Custer entre ellos, que póstumamente fue ascendido a general. Orgulloso perpetrador de múltiples masacres de civiles indígenas —desde la guerra civil, con su primer ataque contra cheyenes desarmados que estaban recluidos en una reserva en Wishita, dentro del Territorio Indio—, Custer «murió por vuestros pecados [colonialistas]», en palabras de Vine Deloria Jr.. [263] Un año después capturaron y encarcelaron a Caballo Loco; más tarde, lo asesinaron cuando intentaba escapar. Tenía treinta y cinco años. Caballo Loco fue un nuevo tipo de líder que surgió después de la guerra civil, al comienzo de las guerras de aniquilación que el Ejército emprendió en las llanuras del norte y en el sudoeste. Nacido en 1842, a la sombra de las Paha Sapa (Colinas Negras), se lo consideraba especial; era un niño tranquilo y taciturno. Las consecuencias del colonialismo ya estaban presentes en su pueblo, sobre todo el alcoholismo y la influencia misionera. Caballo Loco formó parte de los akicitas, una sociedad siux tradicional que mantenía el orden en los pueblos y durante las migraciones. También tenía autoridad para asegurarse de que los jefes hereditarios cumplieran con su deber, y era duro con los que no lo hacían. Durante su juventud, la principal preocupación era la profanación del territorio siux por parte de los inmigrantes. Un flujo regular de migrantes euroestadounidenses saturaba el camino hacia el Territorio de Oregón. Los jóvenes militantes siux querían expulsarlos, pero por entonces los siux dependían del camino para obtener provisiones. En 1849, el Ejército llegó y estableció una base en territorio siux: Fort Laramie. Se sucedieron enfrentamientos esporádicos, que dieron lugar a reuniones y acuerdos sobre tratados, la mayoría de los cuales eran documentos falsos del Ejército firmados por individuos no autorizados. Caballo Loco era un guerrillero nato y se convirtió en una leyenda para su gente. Si bien él y otros combatientes no estaban de acuerdo con el tratado de 1868 entre Estados Unidos y los siux, hubo cierto grado de estabilidad hasta que los soldados de Custer descubrieron oro en las Colinas Negras. Luego se desató una fiebre del oro: hordas de buscadores de todas partes convergían en territorio siux y causaban
estragos. Aparentemente, el tratado había sido una garantía de que esto no sucedería. Poco después, la batalla de Little Bighorn puso fin a Custer, pero no a la invasión. En el oeste los pueblos indígenas todavía resistían y los soldados todavía los perseguían, los encarcelaban, masacraban a civiles, los desplazaban y robaban a sus niños para arrastrarlos a internados remotos. Los apaches, kiowas, siux, utes, kikapús, comanches, cheyenes y otras naciones sufrieron ataques; una comunidad tras otra quedaban diezmadas. Para la década de 1890, si bien aún había algunos ataques militares en comunidades indígenas y continuaba la heroica resistencia armada, la mayoría de los refugiados se encontraban confinados en reservas federales; sus niños habían sido trasladados a internados para que desaprendieran su indianidad. Bailar la Danza de los Espíritus Desarmados, en campos de concentración, despojados de sus hijos, casi muertos de hambre; aun así, los pueblos indígenas del oeste hallaron una forma de resistencia que se propagó como un fuego salvaje desde su origen en Nevada en todas direcciones, gracias a un hombre sagrado paiute llamado Wovoka. Los peregrinos viajaban hasta allí para escuchar su mensaje y recibir indicaciones sobre cómo practicar la Danza de los Espíritus, a través de la cual el mundo indígena volvería a ser como había sido antes del colonialismo, los invasores desaparecerían y el búfalo regresaría. Era una danza simple que todos podían bailar, y solo se necesitaba una camisa específica que protegía a los bailarines de los disparos. En el siglo XX, la antropóloga siux Ella Deloria entrevistó a un hombre siux de sesenta años que recordó la Danza de los Espíritus que había visto hacía cincuenta años, cuando era niño: Éramos unos cincuenta, niños pequeños de entre ocho y diez años, emprendimos viaje por todo el territorio, atravesando colinas y valles, corrimos toda la noche. Ahora sé que corrimos casi cincuenta kilómetros. Allí, en el río Porcupine, acamparon miles de dakotas, todos muy apresurados y ocupados. En una gran tienda de campaña
abierta en los dos extremos se purificaba a las personas en grandes grupos, para la danza; los hombres por un lado y las mujeres por el otro, por supuesto […]. La gente, con las camisas sagradas y con plumas, ahora formaba un círculo. Nosotros estábamos en él. Todos se tomaron de las manos. Todos estaban tranquilos y respetuosos, y esperaban que sucediera algo maravilloso. Pero no era un tiempo de alegría. Todos se lamentaron con cautela y conmoción; sentían que sus muertos estaban al alcance de la mano. Los líderes marcaron el compás y cantaron mientras la gente bailaba en círculo dando pasos hacia el costado y hacia la izquierda. Bailaban sin descanso y sin pausa; se quedaban sin aliento, pero aun así continuaban, tanto como fuera posible. A veces, alguien que estaba totalmente exhausto y mareado caía inconsciente hacia el centro y allí se quedaba, «muerto». Enseguida los que estaban a su lado cerraban el círculo y seguían con la danza. Después de un rato, muchos quedaban así. Ahora estaban «muertos» y veían a sus muertos. A medida que volvían en sí, ella o él se sentaban muy despacio y miraban a su alrededor, confundidos, y luego comenzaban a sollozar desconsoladamente […]. No sorprende que al despertar al presente monótono y miserable después de una visión tan resplandeciente echaran a llorar como si sus pobres corazones se fueran a partir en dos de la desilusión. ¡Pero al menos habían visto! La gente seguía y seguía y no podía detenerse, día y noche, con la esperanza de tener una visión de sus propios muertos o al menos escuchar las visiones de otros. Preferían eso antes que el descanso, el alimento o el sueño. Y por eso creo que las autoridades pensaron que estaban locos, pero no. Estaban terriblemente tristes[264].
Cuando los siux comenzaron a practicar sus danzas en 1890, los funcionarios de las reservas informaron que estas eran molestas e imparables. Creían que las había instigado el líder de los siux tetons hunkpapas, Tatanka Yotanka (Toro Sentado), que en 1881 había regresado del exilio en Canadá para reunirse con su pueblo. Lo detuvieron y recluyeron en su hogar, bajo estricta vigilancia de la llamada «policía india». Toro Sentado fue asesinado por uno de sus captores el 15 de diciembre de 1890. Todo individuo y grupo indígena que viviera fuera de las reservas federales designadas se consideraba «promotor de disturbios», tal como lo expresó el Departamento de Guerra. Tras el asesinato de Toro Sentado, el Ejército emitió órdenes de detención para líderes como Pie Grande, responsable de
varios cientos de refugiados civiles que aún no se habían entregado en la reserva de Pine Ridge, la que les había tocado. Cuando Pie Grande se enteró de la muerte de Toro Sentado y de que el Ejército lo estaba buscando a él y a su gente —trescientos cincuenta lakotas, de los cuales doscientos treinta eran mujeres y niños—, decidió guiarlos hasta Pine Ridge, con temperaturas bajo cero, para rendirse. En su camino a pie se encontraron con las tropas estadounidenses. El comandante ordenó que los llevaran al campamento militar de Wounded Knee Creek, donde los rodearon soldados armados. El Ejército había emplazado dos ametralladoras Hotchkiss en la ladera de la colina, suficiente poder de fuego para aniquilar a todo el grupo. Por la noche llegaron el coronel James Forsyth y el Séptimo de Caballería, el viejo regimiento de Custer. Los soldados no se habían olvidado de que fueron parientes lakotas de estos refugiados hambrientos y desarmados los que habían matado a Custer y diezmado sus tropas en Little Bighorn catorce años atrás. Forsyth recibió órdenes de transportar a los refugiados a una empalizada militar en Omaha, pero agregó dos ametralladoras Hotchkiss más que apuntaban hacia el campamento y luego repartió whisky a sus oficiales. A la mañana siguiente, el 29 de diciembre de 1890, los soldados sacaron a los cautivos de sus campamentos y les ordenaron que entregaran sus armas. Los soldados requisaron las tiendas de campaña y confiscaron herramientas, como hachas y cuchillos. Sin darse aún por satisfechos, los oficiales ordenaron una requisa personal. Apareció un rifle Winchester. El joven dueño no quería desprenderse de su querido rifle, y cuando los soldados lo sujetaron, el rifle se disparó al aire. La matanza comenzó de inmediato. Las Hotchkiss disparaban un cartucho por segundo, segaron a todos excepto a algunos que pudieron correr rápido. Yacían muertos trescientos siux. Veinticinco soldados murieron por «fuego amigo»[265]. Se trasladó a los supervivientes, sangrando, a una iglesia cercana. Como era época navideña, la luz de las velas iluminaba el santuario adornado con plantas. En la entrada, una pancarta rezaba: «Paz en la tierra y buena voluntad hacia los hombres». El ataque del Séptimo de Caballería contra un grupo de refugiados lakotas desarmados y hambrientos que intentaban llegar a Pine Ridge para aceptar ser recluidos en una reserva, en los helados días de diciembre de 1890, simboliza el final de la resistencia armada indígena en el país. En los anales de
la historia militar estadounidense a esta matanza se la llama «batalla». Se condecoró a veinte soldados con medallas de honor del Congreso de Estados Unidos. En Fort Riley (Kansas), se construyó un monumento en homenaje a los soldados que murieron por fuego amigo. También se diseñó un gallardete de batalla para conmemorar el suceso, que se agregó a otros que se exhiben en el Pentágono, en West Point y en bases militares de todo el mundo. Lyman Frank Baum, un colono del territorio dakota, que más tarde sería conocido por su obra El maravilloso mago de Oz, editaba en ese momento el periódico Aberdeen Saturday Pioneer. Cinco días después de los repugnantes sucesos en Wounded Knee, el 3 de enero de 1891, escribió: «El Pionero [sic] ha declarado anteriormente que nuestra seguridad depende del total exterminio de los indios. Habiéndolos perjudicado por siglos, será mejor que los perjudiquemos una vez más para proteger nuestra civilización y borremos de la faz de la tierra a estas criaturas indómitas e indomables»[266]. Tres semanas antes de la masacre, el general Sherman había dejado claro que no se arrepentía de nada de lo que había hecho en sus tres décadas de genocidio. En una conferencia de prensa que organizó en la ciudad de Nueva York, Sherman dijo: «Los indios deben trabajar o morir de hambre. Nunca han trabajado, no trabajarán ahora y nunca van a trabajar». Un periodista preguntó: «Pero el Gobierno ¿no debería darles lo suficiente para que no mueran de hambre?». «¿Por qué? —respondió el general—. ¿El Gobierno debería mantener a 260.000 campistas aptos físicamente? Ningún Gobierno del mundo ha hecho semejante cosa»[267]. Un joven reaccionó a la masacre de Wounded Knee de manera representativa y también extraordinaria. Muchos Caballos asistió a la escuela Carlisle desde 1883 a 1888; regresó a su hogar despojado de su idioma, afrontando la cruda realidad del genocidio de su pueblo y sin medios tradicionales ni modernos con los que ganarse la vida. Dijo: «No había oportunidad de conseguir empleo, nada que pudiera hacer para tener alojamiento ni con que vestir, ninguna oportunidad de aprender más y quedarme con los blancos. Eso me desanimó y volví a vivir como lo hacía antes de ir a la escuela»[268]. El historiador Philip Deloria advierte: «La mayor amenaza para el programa de las reservas […] [era] el indígena disciplinado que rechazaba el regalo de la civilización y “volvía a la manta”, como intentó
hacerlo Muchos Caballos»[269]. Pero a Muchos Caballos no le resultó fácil encontrar su lugar. Deloria señala que este se había perdido el periodo esencial de la educación lakota, entre los catorce y los diecinueve años. Debido a su ausencia y a la influencia euroestadounidense, resultaba sospechoso entre su propia gente, e incluso ese mundo se había visto alterado por el caos y la violencia colonialistas. Aun así, Muchos Caballos volvió a usar la vestimenta tradicional, se dejó el cabello largo y participó en la Danza de los Espíritus. También se unió a un grupo de resistencia armada; estuvieron presentes en Pine Ridge el 29 de diciembre de 1890, cuando se trasladaron los cuerpos sangrientos desde Wounded Knee. Una semana después, fue con otros cuarenta guerreros montados a caballo que acompañaron a líderes siux a reunirse con el teniente Edward Casey para entablar posibles negociaciones. Los jóvenes guerreros estaban furiosos, pero ninguno más que Muchos Caballos, que se separó del grupo, se acercó a Casey por detrás y le dio un tiro en la cabeza. Los funcionarios del Ejército debieron pensárselo dos veces antes de acusar de asesinato a Muchos Caballos. Se enfrentaban al corolario de la reciente masacre de Wounded Knee, perpetrada por el Ejército, por la que los soldados habían recibido medallas de honor del Congreso. El juicio a Muchos Caballos fue sobreseído debido a que había un estado de guerra. Reconocer el estado de guerra era esencial para dar una fachada legal a la masacre. Wounded Knee destaca entre las últimas manifestaciones de acción militar contra los pueblos indígenas. Deloria señala que en los años anteriores comenzó a reemplazarse el imaginario del indígena guerrero tan extendido en la sociedad estadounidense por el de «los dóciles y pacificados indios que comenzaban a transitar el camino hacia la civilización». Luther Oso Erguido, por ejemplo, relata varias ocasiones en las que se exhibía a los estudiantes de la Carlisle Indian Industrial School como indígenas dóciles y moldeables. La banda musical de Carlisle tocó en la inauguración del puente de Brooklyn en 1883 y luego salió de gira por varias iglesias. Trasladaban a los estudiantes en carreta por las ciudades de la Costa Este. El mismo Oso Erguido fue exhibido en la tienda Wanamaker de Filadelfia, encerrado en una celda de vidrio en el centro del establecimiento y ocupado en clasificar y poner precio a las joyas[270].
La codicia es buena Durante la última fase de la conquista militar del continente, se depositó en el Territorio Indio a los refugiados indígenas que habían sobrevivido, apilados unos sobre otros, en reservas cada vez más reducidas. En 1883, se celebró en Mohonk, Nueva York, la primera de una serie de conferencias de un grupo influyente y adinerado de defensores del «destino manifiesto». Estos autodenominados «amigos de los indios» desarrollaron una política de asimilación, a la que al poco tiempo uno de los miembros del Congreso, el senador Henry Dawes, dio forma de ley: la Ley General de Parcelación de 1887. Como parte de su argumentación en favor de la parcelación de las tierras indígenas colectivas, Dawes dijo: «El defecto del sistema [de reservas] era evidente. Es el sistema de [el socialista] Henry George, con el cual no habrá iniciativa para hacer que el propio hogar sea mejor que el del vecino. No hay egoísmo, y este se encuentra en la base de la civilización. Hasta que esta gente no esté dispuesta a entregar sus tierras y dividirlas entre sus ciudadanos para que cada uno sea dueño de la tierra que cultiva, no progresarán mucho». Si bien la parcelación no generó el egoísmo deseado, se logró reducir la base territorial indígena a la mitad y profundizar tanto el empobrecimiento de los indígenas como el control estadounidense. En 1889 una parte del Territorio Indio se abrió a la colonización familiar e individual; el Gobierno federal llamó «tierras no asignadas» a las que quedaban disponibles después de la parcelación, en lo que se conoce como «la carrera de Oklahoma». Se había descubierto petróleo en el Territorio Indio, pero la Ley de Parcelación de Dawes no podía aplicarse a las cinco naciones indígenas que habían sido desplazadas del sur, porque, técnicamente hablando, sus territorios no eran reservas, sino naciones soberanas. Violando los términos de los tratados de traslado forzoso, el Congreso aprobó en 1898 la Ley Curtis, que eliminó unilateralmente la soberanía de esas naciones y ordenó la
parcelación de sus tierras. Los territorios indígenas excedían la suma de las parcelas de sesenta y cinco hectáreas, por lo que las tierras que quedaron después de la distribución se declararon como excedentes y se ofrecieron como tierras residenciales. En el Territorio Indio, la parcelación no avanzó sin que se opusiera una feroz resistencia. El tradicionalista cheroqui Redbird Smith movilizó a sus hermanos para revivir la sociedad secreta Keetoowah. Además de la acción directa, también enviaron abogados para presentar su alegato ante el Congreso. Cuando se hizo caso omiso de su reclamación, formaron una comunidad en Cookson Hills y se negaron a participar en la privatización de tierras. Los muskogees creeks también resistieron, con Chitto Harjo a la cabeza, cariñosamente apodado Serpiente Loca. Él dirigió la fundación de un Gobierno alternativo, cuya capital era un asentamiento llamado Hickory Ground. Participaron más de cinco mil muskogees. Harjo fue capturado y encarcelado; cuando quedó libre, llevó a su gente al bosque y continuó la lucha una década más. Las tropas federales lo asesinaron de un disparo en 1912, pero el legado de la resistencia encabezada por Serpiente Loca sigue siendo una fuerza poderosa en el este de Oklahoma. El historiador muskogee Donald Fixico describe un enclave de nuestros días en ese estado: «Hay un pequeño pueblo creek en Oklahoma dentro de la nación creek. Su nombre es Thlopthlocco. Thlopthlocco es una pequeña comunidad independiente que opera de manera casi independiente. No dependen mucho del Gobierno federal ni de la nación creek. Son una especie de grupo renegado»[271]. En 1907 se disolvió el Territorio Indio y el estado de Oklahoma ingresó en la Unión. De conformidad con la Ley Dawes y la Ley Curtis, se impuso la privatización de los territorios indígenas a la mitad de las reservas federales: la pérdida de tres cuartos de la base territorial indígena que aún existía tras décadas de ataques militares y acaparamientos de tierras arbitrarios. El proceso de parcelación continuó hasta 1934, cuando la Ley de Reorganización Indígena le puso freno, pero las tierras apropiadas nunca se devolvieron y sus antiguos dueños jamás recibieron compensación por sus pérdidas. Todos los pueblos indígenas de Oklahoma (excepto la nación osage) quedaron sin territorios colectivos, y muchas familias, sin siquiera un pedazo de tierra[272]. La nación hopi resistió la parcelación, pero obtuvo una victoria parcial.
En 1894, enviaron al Gobierno una petición firmada por todos los líderes y jefes de los pueblos hopis: A los Jefes de Washington: Durante los últimos dos años han venido extraños a inspeccionar nuestra tierra con catalejos y han hecho marcas en ella, pero poco sabemos qué significa. Como creemos que no tienen ninguna intención de perturbar nuestras Posesiones, queremos decirles algo sobre esta tierra hopi. A ninguno de nosotros nos han preguntado si debía separarse en lotes y entregarse a individuos, porque estos causarían confusión. La familia, la vivienda y el campo son inseparables, porque la mujer es el corazón de ellos, y de ellos es responsable. Entre nosotros, la familia rastrea sus lazos a partir de la madre, por eso todas las posesiones son suyas. El hombre construye la casa, pero la mujer es la dueña, porque ella la repara y la preserva; el hombre cultiva el campo, pero pone la cosecha al cuidado de la mujer, porque a ella le corresponde preparar el alimento, y el excedente de reservas para el trueque dependerá de su habilidad. El hombre cultiva los campos de su esposa y los campos asignados a los hijos que trae al mundo, e informalmente los llama sus campos, aunque en realidad no lo son. Incluso puede disponer de las cosechas obtenidas del campo que hereda de su madre, pero no del campo en sí mismo[273].
La petición continúa con la descripción de la sociedad comunal matriarcal y por qué sería impensable dividirla para el sistema de propiedad privada. Las autoridades de Washington nunca respondieron y el Gobierno siguió dividiendo las tierras, pero finalmente se dio por vencido gracias a la resistencia hopi. En el corazón de Nuevo México, las diecinueve ciudadesEstado de los indígenas pueblo bajo ocupación estadounidense organizaron la resistencia utilizando el sistema legal como medio de supervivencia, como lo habían hecho durante el colonialismo español y en su relación con la República de México. Tras haber perdido su estatus político autónomo ante México y ser considerados exciudadanos mexicanos ante la ley estadounidense, los colonos hispanos y anglos avanzaron durante décadas sobre las tierras ancestrales de los indígenas pueblo. Para estos últimos, la única vía posible era usar los tribunales estadounidenses de reclamaciones de tierras. El siguiente informe refleja el estatus que tenían los indígenas ante los ojos del poder judicial: En ocasiones, la sala del tribunal de Santa Fe se veía
amenizada por una cuadrilla de indios que hacia allí habían viajado desde sus distantes comunidades pueblo, como testigos de las cesiones de tierras. Por lo general, el gobernador de la tribu encabezaba estas delegaciones; exhibía un gran orgullo al avanzar a zancadas hasta el banquillo de los testigos y prestar juramento en la santa cruz; usaba una insignia en su pecho, una ancha faja roja en su cintura y llevaba una camisa blanca, cuya parte baja colgaba sobre su zona antártica como la falda de una bailarina de ballet, y debajo de la cual colgaban sus holgados pantalones de muselina blanca, al estilo de un chino de tintorería. La solemne e imperturbable reverencia que el gobernador ofreció a los jueces del estrado, en reconocimiento de su igualdad ante él en cuanto que dignatarios oficiales, y con esa grotesca vestimenta, habría sido suficiente para provocar el rebuzno desopilante de un burro muerto[274]. Sin haber obtenido resarcimiento por parte del tribunal debido a la violación de sus derechos territoriales colectivos, los indígenas pueblo no tuvieron otra alternativa que el régimen federal de fideicomiso. En su primer intento no lo consiguieron, pero en 1913 el Tribunal Supremo de Estados Unidos anuló el fallo anterior y declaró que los indígenas pueblo quedaban bajo tutela del Gobierno federal según el régimen de fideicomiso y declaró: «En esencia son un pueblo simple, ignorante e inferior»[275]. A comienzos del siglo XX, el escultor James Earle Fraser inauguró la monumental e icónica escultura El final del camino, que había creado especialmente para la triunfal Exposición Internacional Panamá-Pacífico en San Francisco, California. La imagen del indígena semidesnudo, exhausto y moribundo montado en su igualmente exhausto caballo proclamaba la solución final: la eliminación de los pueblos indígenas del continente. Al año siguiente, Ishi, el yani de California que había estado cautivo cinco años a manos de los antropólogos que lo estudiaron, murió y fue «el último indio». Durante este periodo se exhibieron decenas de imágenes populares sobre la desaparición del indígena. Rápidamente hizo su intervención la industria del cine y en las pantallas se asesinaba una y otra vez a los indígenas, a la vista de millones de niños, incluidos los niños y niñas indígenas. Con un triunfo militar absoluto en el continente, Estados Unidos se dispuso a dominar el mundo, pero los pueblos indígenas permanecieron y persistieron a medida que se desarrollaba el «Siglo Estadounidense».
09 Triunfalismo estadounidense y colonialismo en tiempos de paz La expansión de los pueblos de sangre blanca o europea durante los últimos cuatro siglos tiene una característica que nunca debería perderse de vista, sobre todo por parte de aquellos que denuncian esa expansión con argumentos morales. En general, el movimiento ha estado plagado de beneficios duraderos para la mayoría de las personas que ya habitaban las tierras sobre las que se llevó a cabo la expansión. THEODORE ROOSVELT, «The Expansion of the White Races», 1909[276] Y la marca que pusieron en las Colinas Negras, habían tallado a George Washington y a otros allí. Gente que no era dueña de ese pedazo de tierra, pero hicieron su tallado allí. Cualquiera se daría cuenta de que debes ir a Washington Europa y tallar mi cara allí. HENRY PERRO CUERVO[277]
i bien a primera vista podría parecer que el tema del imperialismo estadounidense en el extranjero excede el alcance de este libro, es importante detectar que allí se utilizaron los mismos métodos y estrategias empleados contra los pueblos indígenas en el continente. Al tiempo que Estados Unidos colonizaba con brutalidad a los indígenas americanos, los eliminaba, reubicaba y asesinaba, también buscaba la dominación de ultramar. Entre 1798 y 1827, el país inició veintitrés intervenciones militares: desde Cuba hasta Trípoli (Libia), pasando por Grecia. Entre 1831 y 1896 hubo setenta y una intervenciones de ultramar, en todos los continentes, y Estados Unidos dominaba la mayor parte de América Latina en términos económicos y a algunos países en términos militares. Las cuarenta intervenciones que tuvieron lugar entre 1898 y 1919 se llevaron a cabo con mayor peso militar, pero con los mismos métodos y, en ocasiones, con el mismo personal.
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Conexiones Entre las colonias estadounidenses establecidas durante 1898 y 1919 se encuentran: Hawái (antes llamadas islas Sándwich), Alaska, Puerto Rico, las islas Vírgenes, Guam, Samoa Estadounidense, las islas Marshall y las islas Marianas del Norte. La mayoría de ellas y una decena de islas más en el océano Pacífico, en el Índico y en el Caribe, que fueron despobladas para instalar bases militares y realizar pruebas con bombas, siguen siendo colonias (llamadas «territorio» y «Estado libre asociado» o «mancomunidad») en el siglo XXI[278]. Uno de los principales defensores del imperialismo transoceánico fue el exabolicionista William H. Seward, secretario de Estado de Lincoln, que consideraba que el destino de Estados Unidos era dominar el océano Pacífico. Seward hizo todo lo posible por hacer realidad ese destino percibido, incluyendo las disposiciones necesarias para la compra de Alaska en 1867. A principios de 1874, Estados Unidos inició el control militar de Hawái, y en 1898 anexionó las islas después de derrocar a la reina de Hawái, Liliuokalani. Después de que Hawái y Alaska pasaran a ser estados de la Unión tras la
Segunda Guerra Mundial, sus pueblos indígenas fueron sometidos a una dominación colonial similar a la aplicada contra los originarios del país americano[279]. Las empresas de ultramar fueron adquiriendo un apoyo público cada vez más exuberante hacia finales del siglo XIX. En su libro Our Country [Nuestro país], publicado en 1885 y éxito de ventas, el reverendo Josiah Strong, de la American Home Missionary Society, sostenía que Estados Unidos era paladín de la herencia anglosajona y, en cuanto que raza superior, tenía la responsabilidad divina de controlar el mundo. Para el año 1914 ya había seis mil misioneros protestantes estadounidenses en China y otros miles en una u otra parte del mundo no europeo, y permanecieron, como lo estaban desde inicios del siglo XVII, instalados en las comunidades indígenas estadounidenses. Estados Unidos construyó la «Gran Flota Blanca» naval, y para la época de la invasión y ocupación de Cuba había ampliado su Ejército de veinticinco mil a casi trescientos mil hombres, con los que debilitó el movimiento de independencia que se desarrollaba en la isla contra España. Mientras las tropas estadounidenses se dirigían al puerto de La Habana en 1898, el almirante George Dewey encabezó la intervención de la Marina en Filipinas, supuestamente para ayudar a una fuerza de treinta mil rebeldes indígenas filipinos que habían conseguido y declarado su independencia de España. Dewey se refirió a los filipinos como «los indios» y juró «entrar en la ciudad [de Manila] y mantener a los indios fuera»[280]. A Estados Unidos le llevó tres años más aplastar la resistencia «india» filipina; el Ejército utilizó técnicas de contrainsurgencia que se habían aplicado contra las naciones indígenas del continente norteamericano, incluyendo nuevas formas de tortura, como el simulacro de ahogamiento o «submarino», y estuvo al mando de muchos de los mismos comandantes. Veintiséis de los treinta generales estadounidenses apostados en Filipinas habían sido oficiales en las «guerras indias»[281]. El general de división Nelson A. Miles, que había estado al mando del Ejército en campañas contra los pueblos indígenas, esta vez estuvo al mando general del Ejército en la guerra de Filipinas. La continuidad existente entre la invasión y ocupación de naciones indígenas soberanas para lograr el control continental en Norteamérica y el
uso de las mismas tácticas en el extranjero para lograr el control global es clave para comprender el futuro de Estados Unidos en el mundo. El Ejército hizo posible esa continuidad. En su calidad de coronel durante la década de 1870, Nelson Miles había estado a cargo de perseguir hasta el último siux y de arrearlos como animales hasta las reservas, vigilados por tropas o por la policía india, recientemente entrenada. Las reservas no eran un refugio paradisíaco para los que estaban encarcelados allí. Pananiapapi relató los múltiples horrores de la vida diaria en la reserva de los siux yanktons, que no eran una excepción: En otra ocasión, cuando el general Sully se acercó, pasó por en medio de nuestro campo, llevó a su ganado hacia nuestro maíz y lo destruyó todo […]. Los soldados prendieron fuego a la pradera y quemaron cuatro de nuestras cabañas y todo lo que había en ellas […]. Los soldados están muy ebrios y vienen a nuestro lugar; tienen armas de fuego; persiguen a nuestras mujeres y disparan en nuestras casas y cabañas; un soldado se acercó y quería que uno de los jóvenes tomara alcohol, pero él se negaba y se dio la vuelta para irse; el soldado le disparó. Antes de que llegaran los soldados, teníamos salud, pero cuando llegaron, empezaron a ir por las indias y querían dormir con ellas, y como las indias tienen hambre, duermen con ellos para conseguir algo para comer, y entonces les da una enfermedad grave, y luego las indias van con sus esposos y les pasan la enfermedad grave[282].
Como se vio en el octavo capítulo, Miles también había dirigido a las tropas que persiguieron al jefe Joseph, líder de los nez percé, y a su gente cuando intentaban escapar a Canadá, y en 1886 Miles se hizo cargo de la campaña del Departamento de Guerra para capturar a Gerónimo poniéndose al mando de cinco mil soldados (un tercio de la fuerza de combate del Ejército) y de quinientos exploradores apaches a los que se obligó a prestar servicio, además de miles de colonos milicianos voluntarios. En 1898, siendo general en jefe del Ejército, Miles comandó personalmente las fuerzas armadas que ocuparon Puerto Rico. El segundo al mando, el general Wesley E. Merritt, dirigió la invasión militar de Filipinas. Había estado a las órdenes de Custer en los ataques contra la resistencia siux y cheyene. Como comandante de la ocupación de Filipinas estaba el general Henry W. Lawton, al que Gerónimo se había entregado, hecho que lo convirtió inmediatamente en un héroe por su «captura». Lawton había dirigido a las tropas en Cuba
antes de ir a Filipinas. Irónicamente, insurgentes filipinos bajo el mando de un hombre llamado Gerónimo mataron a Lawton en un ataque. Lo que habían aprendido estos oficiales en la guerra de contrainsurgencia en Norteamérica lo aplicaron contra los filipinos, como los oficiales más jóvenes aplicarían en incursiones futuras las lecciones aprendidas en Filipinas o, al menos en un caso, se las pasarían a un hijo. El general Arthur MacArthur, padre del general de la Segunda Guerra Mundial Douglas MacArthur, persiguió al líder de la guerrilla filipina, Emilio Aguinaldo, y finalmente lo capturó[283]. Por aquel entonces, Theodore Roosevelt era presidente. Su militarismo de sesgo corporativo, sobre todo, su rápido desarrollo de la Marina y su desempeño cuidadosamente estudiado como líder de la milicia de los Rough Riders [Jinetes Rudos] en Cuba lo llevaron a la presidencia. Era popular entre los colonos y las grandes empresas. Roosevelt se refirió a Aguinaldo como un «pawnee renegado» y señaló que los filipinos no tenían el derecho de gobernar su país solamente por el hecho de habitarlo. Doscientos mil soldados estadounidenses lucharon en Filipinas; las bajas fueron de siete mil hombres (el 3,5 %). Como resultado de la estrategia de tierra quemada del Ejército estadounidense (privación de alimentos, matanza de civiles y demás tácticas) y del desplazamiento, murió el 20 % de la población de Filipinas, la mayoría, civiles[284]. En 1904, Roosevelt pronunció lo que se conoce como el «corolario Roosevelt» a la doctrina Monroe. Estipulaba que cualquier nación que tuviera un «mal comportamiento crónico» —es decir, que hiciera algo para amenazar los intereses subjetivos económicos o políticos del país— sería militarmente disciplinada por Estados Unidos, que ejercería un «poder de policía internacional»[285]. A medida que la economía estadounidense se industrializaba a ritmo acelerado, el Ejército también intervenía con frecuencia a favor de las grandes empresas en conflictos internos entre las corporaciones y los trabajadores. Con ese fin se desplegaron las tropas durante la «gran huelga del ferrocarril» de 1877 —la primera paralización de trabajo a nivel nacional—, iniciada por trabajadores ferroviarios en protesta por los recortes salariales. La huelga comenzó en Virginia Occidental y pronto se extendió a lo largo de las vías del tren desde un océano al otro y de norte a sur. El general Philip Sheridan y sus
tropas fueron convocados y debieron abandonar las Grandes Llanuras, donde habían estado en campaña contra los siux, para detener la huelga en Chicago. La industrialización afectó la agricultura, puesto que la maquinaria reemplazó a las manos de los agricultores, y los cultivos comerciales terminaron imponiéndose. Los grandes operadores intervinieron y los bancos ejecutaron las hipotecas de los pequeños agricultores hasta dejarlos sin tierras. Los movimientos de agricultores, en su mayoría de tendencias socialistas y antimperialistas, se opusieron a la conscripción militar y a la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, a la que llamaban «la guerra de los ricos». Decenas de miles protestaron y llevaron a cabo acciones de desobediencia civil. En agosto de 1917, arrendatarios y aparceros blancos, negros y muskogees de varios condados del este y sur de Oklahoma se alzaron en armas para detener la conscripción militar, con el objetivo mayor declarado de derrocar el Gobierno estadounidense y establecer una mancomunidad socialista. Estos socialistas de base más radicales habían organizado su propio Working Class Union (WCU [Sindicato de la Clase Trabajadora]); los agricultores angloestadounidenses, afroestadounidenses e indígenas muskogees formaban una alianza muy diversa. Su plan era marchar a Washington D. C. para convencer a millones de trabajadores de que se armaran y se les unieran en el camino. Después de un día de dinamitar oleoductos y puentes en el sudeste de Oklahoma, los hombres y sus familias crearon una zona liberada en la que comieron, cantaron himnos y descansaron. Al día siguiente, pandillas fuertemente armadas, apoyadas por la policía y las milicias, detuvieron la revuelta, que se conoció como la Rebelión del Maíz Verde. Los que no lograron escapar fueron arrestados y sentenciados a prisión. En la actualidad, la rebelión se interpreta como la apagada voz de los que fueron expulsados de sus tierras, pero también refleja la crisis provocada por la parcelación forzada de los territorios indígenas y la realidad de un movimiento de resistencia multiétnico, un evento poco común en la historia colonialista de Estados Unidos[286]. Para la misma época, los agricultores indígenas sin tierra estaban iniciando una revolución en México. Antes de que el presidente Wilson nombrara al general John J. Pershing al frente de las Fuerzas Expedicionarias Estadounidenses en Europa en 1917, lo había enviado a dirigir tropas, sobre
todo de soldados búfalo, hacia México durante casi un año para detener la revolución en el norte liderada por Francisco Pancho Villa. La intervención militar no dio buenos resultados. Incluso las tropas federales mexicanas que combatían a Villa se molestaban con la presencia de los soldados estadounidenses. Prácticamente, el único éxito notable de la expedición militar en México fue el asesinato del segundo jefe en importancia después de Villa a manos de un joven teniente llamado George Patton[287].
Los mercados matan La expansión del poder militar estadounidense hacia el Pacífico y el Caribe no respondió al militarismo como fin en sí mismo. Antes bien, el objetivo fue asegurar el dominio de los mercados y los recursos naturales desarrollando un poder imperialista para proteger y ampliar la riqueza corporativa. Los pueblos indígenas en Estados Unidos se vieron gravemente afectados por la industrialización del país y el avance de las corporaciones. El historiador H. Craig Miner ha estudiado a las que se situaban en el Territorio Indio y así las define: Una organización legalmente autorizada por sus estatutos para actuar como individuo, caracterizada por la emisión de acciones y la limitación de las responsabilidades de sus accionistas al monto de sus respectivas inversiones […]; una persona artificial a la que no puede responsabilizarse de alguna manera que sea familiar al pensamiento de los indígenas estadounidenses. La responsabilidad individual podía esconderse en la personalidad corporativa: una abstracción legal[288].
La pujanza de las corporaciones trajo aparejada una nueva ola de ataques contra los Gobiernos, las tierras y los recursos indígenas. Después de que la creciente maquinaria militar estadounidense sofocara el poder militar y la resistencia de las naciones y comunidades indígenas tras la guerra civil, los líderes indígenas debieron dar su consentimiento para que sus pueblos pudieran sobrevivir. Miner sostiene que la «civilización industrial» disminuye
la importancia de las personas o comunidades que se cruzan en su camino y agrega que la civilización industrial no es exactamente lo mismo que la «industrialización», sino que se trata de algo bastante diferente y más ubicuo. La civilización industrial justificó la explotación y destrucción de sociedades enteras y la expansión sin consideración por la soberanía de los pueblos; fomentó el individualismo, la competición y el egoísmo como rasgos virtuosos del carácter[289]. El medio con que el Gobierno estadounidense aseguró la libertad corporativa para interferir en los territorios indígenas fue el régimen federal de fideicomisos, el mismo instrumento que debía servir para protegerlos. A finales de la guerra civil, los fondos que el Gobierno obtenía de la venta de tierras indígenas y las regalías no se distribuían a los ciudadanos de las reservas ni quedaban en manos de sus Gobiernos, sino que se mantenían en fideicomiso y se administraban en Washington. La Oficina de Asuntos Indígenas, sin el consentimiento de los pueblos indígenas, invirtió fondos provenientes de sus territorios en compañías de ferrocarril y diversos bonos municipales y estatales. A eso se destinaron, por ejemplo, el fondo nacional cheroqui y el fondo para huérfanos muskogees creeks. Los líderes indígenas conocían muy bien estas prácticas, pero no tenían el poder para detenerlas. No cabe duda de que protestaron, como lo demuestra una petición presentada por la nación chickasaw: «Los indígenas no prestaron este dinero; lo prestó Estados Unidos para aumentar el valor de sus múltiples estados […]. Pero ahora se intenta forzar a los indígenas a contribuir con su miseria al aumento de toda esta prosperidad y poder; y esto, además, cuando Estados Unidos, triunfante sobre los peligros que una vez lo acecharon, tiene más que nunca antes la posibilidad de ser liberal, aunque solo se le pide que sea justo»[290]. El funcionario cheroqui Lewis Downing, que en 1869 escribió que había que acordar reglas y respetarlas, señaló las diferencias entre los valores indígenas y los de los empresarios estadounidenses «en la laboriosidad, el hábito y la energía del carácter que es el resultado del desarrollo de la idea de acumulación». El libre desarrollo sin las limitaciones de las políticas de consenso no les bastará, declaró Downing: «A nosotros nos parece que una vez liberados de las amarras de los tratados, rodaremos y nos desplomaremos en el tempestuoso océano de la política y las leyes del Congreso, y el naufragio
será nuestro destino inevitable»[291]. Iniciada la década de 1920, los pueblos indígenas se encontraban en su punto más bajo en términos demográficos y en cuanto a las posibilidades de supervivencia, tras décadas de operaciones militares violentas durante la guerra civil y después de ella, a lo que se añade el robo federal de fondos indígenas garantizados en los tratados y las dos décadas de parcelación de sus tierras. Luego, el Gobierno de Estados Unidos impuso a los indígenas estadounidenses la ciudadanía mediante la Ley de Ciudadanía Indígena de 1924, algo que nunca habían solicitado, en un gesto de asimilación y disolución de las naciones nativas. La economía nacional estaba en auge, pero en todas partes la vida indígena se veía amenazada. Robert Spott, de la nación yurok, en el norte de California, veterano de la Primera Guerra Mundial, describió la situación de su comunidad, que podría aplicarse a todas. Dijo ante el Commonwealth Club de San Francisco en 1926: Hay muchas mujeres indígenas que están casi ciegas y comen una vez al día, porque no hay nadie para cuidarlas. La mayoría de estas personas se alimentaban de pescado, que ahora no pueden obtener, y de bellotas, y se están muriendo de hambre. Prácticamente no tienen ropa para cubrirse. Muchos niños que vivían en la parte alta del río Klamath han fallecido por enfermedad. La mayoría murieron de tuberculosis. No hay caminos hacia el lugar donde están los indígenas. El único camino que tienen es el río Klamath. Para llegar a los médicos tienen que llevar a sus hijos por el río Klamath hasta la desembocadura del Klamath. Hay treinta y ocho kilómetros hasta Crescent City, donde tenemos que ir a ver a los médicos. Nos cuesta veinticinco dólares. ¿De dónde van a sacar los pobres indígenas el dinero para pagar a un médico para sus hijos? Van de un sitio a otro a pedir dinero prestado. Si no lo consiguen, el pobre niño muere sin recibir ayuda. De aquí a cuatro o cinco años casi no quedarán más indígenas en el río Klamath. Vine aquí para notificarles que es necesario hacer algo. Debemos tener un médico y debemos tener una escuela para educar a nuestros niños y debemos tener un camino por el río Klamath, además de la orilla del río […]. Mi padre fue un jefe indígena y éramos dueños de todo lo que hay aquí. Cuando se parceló la tierra, solo le entregaron cuatro hectáreas, una pequeña granja que es casi todo arena y roca, con arbustos pequeños y secuoyas […]. A veces vemos pasar un automóvil. Es el Servicio Indígena. ¿Creen que el hombre que conduce el automóvil se detiene? Nunca tiene tiempo para los indígenas y el automóvil que lleva a alguien del Servicio Indígena de Estados Unidos pasa sin
detenerse, como un turista[292].
Además de los afroestadounidenses, los estadounidenses de origen mexicano y los inmigrantes chinos, los indígenas también eran objeto de la discriminación racial individual entre finales del periodo de Reconstrucción en el sur en la década de 1880 y mediados del siglo XX. La segregación de las leyes de Jim Crow reinaba en el sur, donde fueron linchados más de cinco mil afroestadounidenses[293]. Mientras la población negra huía del terror y la pobreza en el sur, creció demográficamente en las ciudades del norte y del centro, donde todavía se enfrentaron con discriminación y violencia. Chicago, Tulsa y decenas de ciudades quedaron arruinadas por los sangrientos «disturbios raciales» contra afroestadounidenses[294]. El racismo virulento y organizado de la década de 1920 se extendió a otras personas de pieles más oscuras. La pseudociencia de la eugenesia y la pureza racial fue más robusta en Estados Unidos que en Europa y consolidó la ideología del supremacismo blanco. En el caso de los pueblos indígenas, esto se manifestó en la política gubernamental de medir el «cociente sanguíneo» para determinar si alguien era indígena, en reemplazo de la cultura (sobre todo, el idioma) y la autoidentificación. Mientras que a los afroestadounidenses se los clasificaba como tales tan solo por tener «una gota de sangre» negra, los indígenas debían tener una fracción significativa para probar su grado de ascendencia.
Del New Deal a la política de terminación El New Deal de la década de 1930 trajo consigo algo de alivio para las naciones indígenas. Los programas del Gobierno de Roosevelt para combatir el colapso económico incluyeron un reconocimiento de la autodeterminación indígena. En 1933 Roosevelt nombró a un antropólogo, que se definía a sí mismo como socialista, en el cargo de comisionado de Asuntos Indígenas[295]. Se trataba de John Collier, que en 1922, cuando era un joven académico activista, fue contratado por la Federación General de Clubes de la Mujer (GFWC) para ayudar a los indígenas pueblo de Nuevo México en sus
reclamaciones de tierras, un proyecto que culminó con éxito cuando el Congreso aprobó la Ley de Tierras de los Indígenas Pueblo en 1924. Viviendo en el Pueblo de Taos, cuyos habitantes practicaban modos de vida tradicionales, Collier había aprendido a respetar las relaciones sociales comunales que observó en las comunidades indígenas y confiaba en que estos podrían autogobernarse satisfactoriamente e incluso inspirar un cambio hacia el socialismo en Estados Unidos. Comprendía que los indígenas rechazaran ser asimilados como individuos a la sociedad general —lo que buscaban institucionalizar las parcelaciones individuales de las propiedades colectivas indígenas y la Ley de Ciudadanía Indígena de 1924— y estaba de acuerdo con ellos. Como comisionado de Asuntos Indígenas, y consultando a las comunidades indígenas, Collier redactó el proyecto de ley Wheeler-Howard y presionó exitosamente para que se aprobara; el proyecto se convirtió en la Ley de Reorganización Indígena [IRA, por sus siglas en inglés] de 1934. Una de sus disposiciones, implementada de inmediato, era no continuar con la parcelación de territorios indígenas, aunque los terrenos ya parcelados no se iban a devolver. Otra comprometía al Gobierno federal a comprar tierras disponibles contiguas a las reservas para entregarlas a las naciones indígenas correspondientes. La disposición principal de la IRA, la formación de «Gobiernos tribales», era la más controvertida entre los propios indígenas. En un gesto hacia la autodeterminación, la ley no exigía a ninguna nación indígena la aceptación de sus términos, y varias de ellas, incluyendo la nación navaja, no lo hicieron. La IRA tenía sus limitaciones, puesto que no se aplicaba a las naciones nativas relocalizadas en Oklahoma; más tarde se elaboró una legislación aparte para sus circunstancias particulares[296]. La nación navaja, con la base territorial y la población más extensas entre los pueblos indígenas de Estados Unidos, rechazó con firmeza la firma de la IRA. La Gran Depresión de la década de 1930 fue, como dijo Sam Anjeah, presidente tribal navajo durante la posguerra, «la experiencia más devastadora en la historia [de los navajos] desde el encarcelamiento en Fort Sumner entre 1864 y 1868»[297]. Cuando Collier asumió su cargo como comisionado, en 1933, impulsó la reducción de las ovejas y las cabras de los navajos como parte del esquema de conservación del New Deal para detener el sobrepastoreo de
ganado. Presionó a los doce miembros del Consejo Navajo para convencerlos de que aceptaran la reducción a cambio de empleos poco probables en el Cuerpo Civil de Conservación como compensación por los ingresos perdidos. Collier sugería, sin fundamento, que la erosión del suelo en la reserva navaja causaba la sedimentación del embalse en la presa Boulder. Su acción posiblemente estuvo influenciada por el agronegocio, que buscaba deshacerse de todos los pequeños productores para favorecer a los colonos ganaderos de Nuevo México y Arizona[298]. Los navajos aún recuerdan el proceso con amargura. A la vista de los navajos, agentes del Gobierno mataban las ovejas y las cabras de un disparo y las dejaban pudrirse o las cremaban rociándolas con gasolina. Solamente en un sitio dispararon a treinta y cinco cabras y las dejaron pudrirse. De esa manera mataron 150.000 cabras y 50.000 ovejas. En entrevistas de historia oral se relatan las tácticas de presión que se ejercieron sobre los navajos, incluida la detención de quienes se resistían, y la abierta amargura por la destrucción de su ganado. Como dijo el miembro del Consejo Navajo Howard Gorman: Todos esos incidentes rompieron el corazón de muchos navajos, que permanecieron en duelo por años. No les gustó que mataran las ovejas; fue un desperdicio total. Eso es lo que decía la gente. Para muchos, el ganado era una necesidad y significaba la supervivencia. Algunos consideran que el ganado es sagrado porque es una necesidad de la vida. Ven el ganado como a una madre. La crueldad con la que trataron nuestro ganado es algo que nunca debería haber sucedido[299].
Además del trauma que vivieron los navajos, las reducciones empobrecieron a los dueños de pequeños rebaños. Para las naciones que aceptaron la Ley de Reorganización Indígena, es decir, la mayoría, una consecuencia negativa fue que las elites indígenas angloparlantes, que por lo general estaban alineadas con confesiones cristianas, firmaron la ley y así se formaron Gobiernos autoritarios que enriquecieron a unas pocas familias y socavaron las tradiciones comunales y las formas de gobierno tradicionales, un problema que continúa en la actualidad. Sin embargo, la IRA detuvo la parcelación y sentó un precedente para el reconocimiento de la autodeterminación indígena y los derechos
colectivos y culturales, una realidad jurídica que complicó las cosas para quienes buscaban revertir el incipiente empoderamiento de los pueblos indígenas en la década de 1950. El Gobierno de Truman se deshizo de John Collier, entre otros funcionarios progresistas nombrados por Roosevelt. Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, las actitudes de la clase dominante y el Congreso hacia las naciones indígenas pasó del apoyo de su autonomía a su eliminación como pueblos, mediante un nuevo régimen de asimilación individual. En 1946, el Congreso estableció la Comisión de Reclamaciones Indígenas y el Tribunal de Reclamaciones Indígenas para legitimar lo que hasta entonces eran apropiaciones federales ilegales de tierras indígenas protegidas por tratados. Entre 1946 y 1952 —la fecha límite para la presentación de reclamaciones—, se presentaron trescientas setenta peticiones que representaban ochocientas cincuenta reclamaciones en nombre de naciones indígenas. Aunque el objetivo manifiesto del Gobierno era legitimar la titularidad de las tierras apropiadas ilegalmente, el mecanismo de reclamaciones prohibía la restitución de tierras apropiadas ilegalmente y la adquisición de otras para compensar la pérdida. Los acuerdos se limitaban a la compensación monetaria basada en el valor de la propiedad en el momento de la apropiación y sin acumulación de intereses. Para echar más leña al fuego, cualquier gasto en que incurriera el Gobierno federal en representación de las naciones indígenas demandantes se deducía de la compensación total, es decir, se penalizaba a los indígenas por servicios que ellos no habían solicitado. El intervalo promedio entre la presentación de un reclamación y la obtención de resarcimiento era de quince años. Con la creación de la Comisión de Reclamaciones Indígenas, el Congreso estaba reconociendo que el Gobierno federal había tomado ilegalmente las tierras indígenas protegidas por tratados. Esa validación fue útil para las estrategias indígenas de fortalecimiento de la soberanía y restitución territorial, en lugar de la compensación monetaria. Pero, por otro lado, el proceso fue un trampolín hacia el fin del reconocimiento federal de las naciones indígenas. El Gobierno de Einsenhower no perdió tiempo en colaborar con el Congreso para debilitar la responsabilidad federal de los fideicomisos transfiriendo la educación indígena a los estados y la gestión del
sistema de salud indígena de la Oficina de Asuntos Indígenas al Departamento de Salud. Esta tendencia hacia la asimilación culminó en la Ley de Terminación en 1953 (Termination Act, Resolución concurrente número 108 de la Cámara), que disponía —en lenguaje orwelliano— que el Congreso debía, «tan pronto como fuera posible, actuar para liberar a las tribus mencionadas de la supervisión y el control federal y de todos los impedimentos y limitaciones aplicables especialmente a los indígenas». Con esta política se terminaría la protección federal del régimen de fideicomisos y la transferencia de pagos garantizada por los tratados y acuerdos. Dillon S. Myer, que había encabezado la Autoridad de Relocalización de Guerra, organismo encargado de la administración de los campos de concentración para ciudadanos estadounidenses de ascendencia japonesa, fue, significativamente, el comisionado de Asuntos Indígenas de Einsenhower que implementó la política de terminación[300]. El comisionado Myer señaló que el consentimiento indígena era irrelevante: «Debemos proceder aunque en algunos casos no contemos con la cooperación de los indígenas»[301]. Ese mismo año, el Congreso impuso la Ley Pública número 280, que le quitaba al Gobierno federal el poder de policía en las reservas y lo transfería a los estados. A pesar de que fue comiendo pedazo a pedazo la base territorial y la soberanía indígena y socavando la responsabilidad federal asumida en los tratados, el Gobierno estadounidense no tenía autoridad legal constitucional ni de otro tipo para privar a las naciones nativas reconocidas federalmente de su soberanía inherente ni de sus límites territoriales. Solo podía hacer que fuera casi imposible para ellas ejercer esa soberanía o, como alternativa, eliminar la identidad indígena por completo mediante la asimilación, una forma de genocidio. Ese fue precisamente el objetivo de la Ley de Relocalización Indígena de 1956 (Ley Pública número 949). Con financiamiento de la Oficina de Asuntos Indígenas (BIA), cualquier individuo o familia indígena podría reubicarse en alguna de las áreas industriales urbanas designadas a tal fin —el área de la Bahía de San Francisco, Los Ángeles, Phoenix, Dallas, Denver, Cleveland—, donde se abrieron oficinas de la BIA para organizar la asignación de viviendas y
empleos y ofrecer capacitación laboral. Este proyecto dio lugar a poblaciones urbanas indígenas extensas que se distribuyeron en comunidades donde ya vivían minorías de clase trabajadora pobres o con dificultades, que tenían ocupaciones de baja calificación o estaban en situación de desempleo de larga duración. Sin embargo, muchos de estos migrantes, en su mayoría jóvenes, se vieron influenciados por el movimiento por los derechos civiles que empezaba a surgir en las ciudades durante las décadas de 1950 y 1960 e iniciaron sus propios movimientos intertribales en los centros urbanos amerindios que ellos mismos establecieron. En uno de los destinos de relocalización más grandes, el área de la Bahía de San Francisco, este fenómeno culminaría con los dieciocho meses de ocupación de Alcatraz a finales de los años sesenta.
Comienza la era de los derechos civiles La fundación del Congreso Nacional de Indígenas Estadounidenses (NCAI, por sus siglas en inglés) en 1944 había marcado un resurgimiento de la resistencia indígena. En la década de 1950 surgió un extraordinario grupo de líderes amerindios, entre ellos, D’Arcy McNickle (del pueblo «cabeza plana» o salish), Edward Dozier (del pueblo santa clara), Helen Peterson (cheyene del norte, lakota) y decenas de otros miembros de naciones diversas. Sin su empeño, el periodo de terminación hubiera sido más perjudicial de lo que fue, y es posible que hubiera eliminado el estatus indígena por completo. Como resultado de la actividad organizativa, el Gobierno dejó de velar por la aplicación de la política de terminación en 1961, si bien la ley continuó vigente hasta su anulación, en 1988[302]. Sin embargo, para 1960 esta política se había aplicado contra más de cien naciones indígenas. Tiempo después, unas pocas lograron recuperar la tutela federal después de batallas legales y manifestaciones a lo largo de décadas, que ocasionaron dificultades económicas. Líderes indígenas como Ada Deer y James White, de la nación menominee, afectada por la política de terminación, tuvieron un papel fundamental en la lucha por conseguir que las causas de los indígenas llegaran al Congreso y la Corte Suprema en las demandas y apelaciones. El
movimiento de restitución atrajo publicidad mediante la organización de las comunidades y la acción directa[303]. La resistencia indígena de posguerra operaba ante un Estados Unidos mucho más rico y poderoso que antes, pero también en la era de la descolonización y los derechos humanos, que se inició con la creación de las Naciones Unidas y la implementación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y también de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio en 1948. Los líderes indígenas estaban prestando atención y se vieron inspirados por estos sucesos. La organización amerindia, como la de desegregación de los afroestadounidenses y el movimiento por el derecho al voto, se desarrolló en un contexto ideológico de anticomunismo nacionalista que se intensificó con la Guerra Fría y la carrera armamentista en la década de 1950. Este segundo gran Temor Rojo (el primero había sido inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial) tuvo como objetivo al movimiento obrero, bajo la fachada de la lucha contra la «amenaza comunista» de la Unión Soviética[304]. También atacó a los movimientos de ese periodo por los derechos civiles y la autodeterminación; el racismo se extendió y prosperó. Las guerras contra Japón y luego contra Corea, junto con la exitosa revolución comunista china, revivieron el miedo racista al «peligro amarillo», que se había propagado a principios del siglo XX. Los trabajadores migrantes mexicanos reemplazaron en gran parte a los trabajadores agrícolas asiáticos desplazados por el sistema de internamiento de los estadounidenses de ascendencia japonesa, pero en 1953 la Operación Espaldas Mojadas (por el despectivo mote de wetbacks con que se conocía a los inmigrantes ilegales, especialmente los mexicanos) ordenó la deportación de más de un millón de trabajadores mexicanos, y en el proceso sometió a millones de ciudadanos estadounidenses de ascendencia mexicana a órdenes ilegales de busca y captura. Los indígenas estadounidenses siguieron sufriendo brutalidades, incluyendo violaciones y detenciones en las ciudades fronterizas de las reservas, a manos de ciudadanos comunes y también de funcionarios de las fuerzas de seguridad. Los afroestadounidenses vivían una situación de continua segregación legalizada en el sur y de discriminación extralegal pero abierta en el resto del país. Luego, gracias al extenso y arduo trabajo de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (Naacp), en 1954 el Tribunal Supremo de
Estados Unidos ordenó el fin de la segregación en las escuelas públicas. Al año siguiente, años de organización persistente, pero poco difundida, por los derechos civiles —sobre todo en el sur— irrumpieron a la vista del público durante el boicot a los autobuses de Montgomery (Alabama). La respuesta de los blancos fue criminal: una campaña muy bien financiada por los White Citizens’ Councils [Consejos de Ciudadanos Blancos] organizados en todo el país, que acusó a los activistas por los derechos civiles de ser infiltrados y estar bajo influencia comunista. Cuando los «justicieros» blancos ponían bombas e incendiaban iglesias negras, se decía que eran «los comunistas» los que lo hacían para obtener apoyo a la causa por su integración. A medida que surgían en las colonias europeas en África y Asia los movimientos de liberación, Estados Unidos respondía con contrainsurgencia. La Agencia Central de Inteligencia (CIA) se creó en 1947 y creció en tamaño y alcance mundial durante el gobierno de Einsenhower, bajo la dirección de Allen Dulles, hermano del secretario de Estado, John Foster Dulles. La CIA instrumentalizó el derrocamiento de los Gobiernos democráticamente elegidos de Irán en 1953 y de Guatemala en 1954[305]. Guatemala había liderado el desarrollo del Instituto Indígena Interamericano, una iniciativa de 1940 basada en la firma de un tratado, en la que participaron Dave Warren y D’Arcy McNickle. Después del golpe, las oficinas centrales del instituto, que estaban en Guatemala, se reubicaron en Ciudad de México, pero allí no tenían el mismo peso. Las acciones encubiertas pasaron a ser el principal método de contrainsurgencia, si bien la invasión militar seguía siendo una opción, como en Vietnam después de una década de contrainsurgencia encubierta. Durante los sucesos que desencadenaron la guerra de Estados Unidos en Vietnam, la CIA preparó el terreno con su «guerra secreta» en Laos, donde organizó a los indígenas hmong como un ejército auspiciado por ella misma. Después de Irán y Guatemala, la CIA orquestó golpes de Estado en Indonesia, el Congo, Grecia y Chile, e intentos de asesinato o golpes fallidos en Cuba, Irak, Laos y otros países. Dos años antes de que John F. Kennedy asumiera la presidencia de Estados Unidos, el pueblo cubano, después de décadas de lucha y años de organización y guerrilla urbana y rural, derrocó al corrupto y despreciado dictador Batista, que había recibido apoyo y financiación de Estados Unidos
hasta su último suspiro. Después de la caída de Batista, la CIA pasó unos cuantos años intentando asesinar al líder revolucionario Fidel Castro e invadir la isla; el más famoso de los intentos fue el fiasco de la bahía de Cochinos en 1961. Muchos cubanos que huyeron de la isla hacia Estados Unidos después de la revolución fueron reclutados como agentes secretos de la CIA. La revolución en Cuba, a tan solo 145 kilómetros de la costa de Florida, sería una referencia ineludible para los jóvenes cada vez más radicalizados de Estados Unidos, pero aún más para los pueblos indígenas de América Latina, cuyos intereses confluían con los de los activistas indígenas del país del norte, que buscaban la autodeterminación.
10 La profecía de la Danza de los Espíritus Está llegando una nación Está llegando el mundo entero, está llegando una nación, está llegando una nación. El Águila ha traído el mensaje a la tribu. Canción lakota de la Danza de los Espíritus, «Maka’ Sito’maniyañ[306]»
La pequeña Wounded Knee se ha convertido en un mundo gigante. WALLACE ALCE NEGRO, 1973[307]
La nueva frontera
etenta años después de la masacre de Wounded Knee, cuando se decía que la conquista del continente estaba finalizada, y con la incorporación de Hawái y
Alaska como estados que completaron las cincuenta estrellas de la actual bandera, el mito de un pueblo estadounidense excepcional, destinado a poner orden en medio del caos, a estimular el crecimiento económico y reemplazar el salvajismo con civilización —no solamente en Norteamérica, sino en todo el mundo— demostró tener una enorme capacidad de permanencia. Una clave del éxito político de John F. Kennedy fue que revivió la «frontera» como tropo del imperialismo populista, basado abiertamente en el drama y mito popular de «poblar» el continente, de «domar» otro tipo de «salvajismo». En su discurso de asunción de la candidatura ante la Convención Nacional Demócrata de 1960, en Los Ángeles, como escribe el historiador Richard Slotkin, el candidato presidencial «le pidió a su público que lo viera como un nuevo hombre de frontera que enfrentaba un tipo de salvajismo diferente. “En esta noche miro hacia el oeste, hacia lo que fue la última frontera. Desde las tierras que se extienden tres mil millas detrás de mí, los pioneros de antaño renunciaron a su seguridad, a su bienestar y, en ocasiones, a sus vidas para construir un mundo nuevo, aquí, en el oeste. […] Hoy nos encontramos junto a una nueva frontera. […] Una frontera con oportunidades, riesgos y peligros desconocidos. Una frontera llena de esperanzas frustradas y amenazas”»[308]. El uso de la expresión «nueva frontera» para condensar su campaña se hacía eco de algunos debates sobre la historia estadounidense que se habían iniciado hacía más de seis décadas. En 1894, el historiador Frederick Jackson Turner había presentado su histórica «tesis de la frontera», y afirmaba que la crisis era resultado del cierre de la frontera, por lo tanto, era necesaria una nueva frontera para llenar el vacío ideológico y espiritual tras haberse completado el colonialismo de asentamiento. La «tesis de Turner» fue una escuela dominante en la historia sobre el oeste estadounidense durante la mayor parte del siglo XX. La metáfora de la frontera describía el plan de Kennedy de emplear el poder político para que el mundo fuera la nueva frontera de Estados Unidos. Un suceso central en esa visión fue la Guerra Fría, lo que Slotkin llama «una heroica participación en la “larga lucha crepuscular”» contra el comunismo, a la que la nación había sido convocada, como describió Kennedy en su discurso de toma de posesión. Al poco tiempo
S
de asumir la presidencia, esa lucha se materializó en un programa de contrainsurgencia en Vietnam. «Siete años después de la nominación de Kennedy —nos recuerda Slotkin—, las tropas estadounidenses describían Vietnam como “Territorio Indio” y a las misiones de búsqueda y destrucción como un juego de “indios y vaqueros”; además, el embajador de Kennedy en Vietnam justificó una escalada militar masiva apelando a la necesidad de echar a los “indios” del “fuerte” para que los “colonos” puedan plantar “maíz”»[309]. El movimiento de los pueblos indígenas que buscaba revertir lo que habían dejado generaciones de expansionistas de «frontera» continuó durante la guerra de Vietnam y obtuvo victorias significativas, pero, lo que es más importante, generó un cambio de consenso, voluntad y visión en favor de la autodeterminación y la restitución de tierras, que sigue vigente a día de hoy. La labor de los activistas para poner fin a la política de terminación y garantizar la recuperación de tierras, sobre todo de sitios sagrados, incluyó la lucha de sesenta y cuatro años de los indígenas taos con el Gobierno estadounidense en reclamación del Lago Azul, sitio sagrado en la sierra de la Sangre de Cristo (Nuevo México). El 15 de diciembre de 1970, en la que fue la primera restitución de tierras a una nación indígena, el presidente Richard M. Nixon promulgó la Ley Pública número 91-550, aprobada con una mayoría compuesta de miembros de ambos partidos en el Congreso. El presidente Nixon declaró: «Esta es una ley que representa la justicia, porque en 1906 se cometió una injusticia en la cual a los indígenas taos les quitaron las tierras afectadas por esta ley —48.000 acres—. El Congreso de Estados Unidos ahora devuelve las tierras a quienes pertenecen»[310]. En audiencias celebradas durante los años anteriores por el Subcomité de Asuntos Indígenas del Senado, sus miembros manifestaron que temían sentar un precedente al otorgar las tierras —con base en el uso ancestral, tratados o propiedad indígena— en lugar de una compensación económica. Como dijo un testigo que se opuso a la devolución de las tierras de los indígenas taos: «La historia de las disputas por la tierra en Nuevo México entre varios grupos de personas, incluyendo a los indígenas estadounidenses y los estadounidenses de ascendencia española, es bien conocida. Básicamente, cada acre de nuestro dominio público, ya sean parques nacionales, parques estatales o áreas
naturales, está amenazado por reclamaciones de varios grupos que dicen tener algún tipo de derecho ancestral a la tierra, en detrimento del resto […], actitud que solo puede verse alentada y fomentada por la aprobación de la presente legislación»[311]. Si bien los miembros del subcomité del Senado finalmente estuvieron de acuerdo con la reclamación de los taos convenciéndose de que se trataba de un caso único, en realidad el caso terminó sentando precedente[312]. La devolución del Lago Azul por tratarse de un sitio sagrado nos lleva a preguntarnos si no debería suceder lo mismo con otros sitios sagrados indígenas que aún son parques nacionales o estatales o tierras y cursos de agua que pertenecen al Servicio Forestal de Estados Unidos o a la Oficina de Administración de Tierras. La gestión del Parque Nacional del Gran Cañón fue parcialmente transferida a sus cuidadores ancestrales, la nación havasupai, pero no la de otras tierras federales. Unos pocos sitios, como la zona volcánica El Malpaís, sagrada para los indígenas pueblo, pasaron a ser monumentos nacionales por orden del Ejecutivo, en lugar de volver a manos de sus dueños como territorio indígena. La lucha más sobresaliente ha sido la de los siux lakotas por recuperar la Paha Sapa o Colinas Negras, donde se ha tallado el odioso monte Rushmore, que dejó una cicatriz eterna en el sitio sagrado. El Gobierno federal lo llama «templo de la democracia», pero es cualquier cosa menos eso; se trata más bien de un provocativo templo de la ocupación ilegal y el colonialismo.
Resurgimiento La devolución del Lago Azul de los taos no fue un regalo del cielo. Además de la lucha que llevaron a cabo los taos durante seis décadas, la restitución se dio en el marco de una creciente y renovada lucha indígena por la autodeterminación. La energía del movimiento quedó demostrada cuando veintiséis jóvenes activistas y estudiantes indígenas fundaron el Consejo Nacional de la Juventud Indígena (NIYC) en 1961, con sede en Albuquerque (Nuevo México). Los fundadores provenían de veintiuna naciones distintas,
algunos de reservas o pequeños pueblos y otros de familias que habían sido reubicadas lejos de sus hogares, e incluían a Gloria Emerson y Herb Blatchford (ambos navajos), Clyde Warrior (ponca de Oklahoma), Mel Thom (paiute de Nevada) y Shirley Hill Witt (mohawk). El antropólogo cheroqui Robert K. Thomas fue el mentor de los jóvenes militantes. Si bien se dedicaban principalmente a las luchas locales, su visión era internacional. Como expresó Shirley Hill Witt: «En tiempos en que nuevas naciones de todo el mundo están saliendo del control colonial, el derecho a elegir su propio camino supone una gran responsabilidad para las naciones más poderosas, que deben honrar y proteger esos derechos […]. Los indígenas de Estados Unidos bien podrían ser la prueba de fuego del liberalismo estadounidense»[313]. En 1964, el NIYC organizó las acciones de apoyo a la lucha indígena para proteger los derechos de pesca garantizados por tratado en el estado de Washington. El actor Marlon Brando se interesó por la situación y brindó ayuda financiera y publicidad. El movimiento fish-in (como se denominaba a las sesiones de pesca «ilegal» que organizaban los indígenas a modo de protesta) hizo que en muy poco tiempo la pequeña comunidad de Frank’s Landing (en el estrecho de Puget) llegara a la portada de los periódicos. Sid Mill fue arrestado allí el 12 de octubre de 1968. Explicó sus acciones con elocuencia: Soy un indígena yakima y cheroqui y un hombre. Durante dos años y cuatro meses he sido soldado del Ejército de Estados Unidos. Serví en combate en Vietnam, hasta que sufrí una herida grave […]. Por la presente renuncio a cualquier otra obligación de servicio o deber en el Ejército de Estados Unidos. Mi principal obligación ahora reside en el pueblo indígena que lucha por el legítimo tratado que permite pescar de manera habitual en las aguas del Nisqually, del Columbia y de otros ríos del Pacífico Noroeste, y es serles útil en esta lucha de la manera que sea posible. Un día como hoy hace tres años, el 13 de octubre de 1965, cuarenta y cinco agentes armados del estado de Washington agredieron brutalmente a diecinueve mujeres y niños en Frank’s Landing, en el río Nisqually, en un ataque atroz e injustificado […]. Resulta interesante que hace poco se hayan dado a conocer los restos de esqueletos humanos más antiguos hasta el momento hallados en la ribera del río
Columbia: los restos de pescadores indígenas. ¿Qué Gobierno o sociedad gastaría millones de dólares en recoger nuestros huesos, rastrear nuestros modos de vida ancestrales y proteger nuestros restos del deterioro, al mismo tiempo que devora la carne de nuestros vivos? Lucharemos por nuestros derechos[314].
Hank Adams y otros líderes locales fundaron la Survival of American Indians Association [Asociación por la Supervivencia de los Indígenas Estadounidenses], integrada por indígenas swinomish, nisquallis, yakamas, puyallups, stilaguamish y de otros pueblos del noroeste del Pacífico, para continuar con la lucha por los derechos de pesca[315]. La reacción de los pescadores deportivos anglos fue rápida y violenta, pero en 1973 catorce naciones pesqueras demandaron al estado de Washington, y en un reflejo de los tiempos de cambio, al siguiente año, el juez de distrito George Boldt falló en su favor. Validó su derecho al 50 % de los peces obtenidos «en los lugares habituales», designados en los tratados de la década de 1850, incluso en los casos en que esos sitios no estuvieran bajo control indígena. Fue una decisión emblemática en la historia de la soberanía indígena sobre territorios fuera de los límites designados de las reservas. El NIYC se veía a sí mismo como un motor que podía poner en marcha la organización local dirigiendo proyectos de organización comunitaria con acceso a fondos del programa «Guerra contra la Pobreza», del Gobierno de Johnson, cuya misión era implementar los principios de la igualdad económica y social consagrados en la Ley de Derechos Civiles de 1964. A mediados de la década de 1960 se trabaron alianzas interétnicas que incluyeron una amplia representación de los pueblos indígenas. El proceso culminó en la Campaña de los Pobres de 1968, liderada por el reverendo Martin Luther King, abocada a la organización de las comunidades y a realizar marchas en todo el país. En el último mes de planificación de la campaña, el 4 de abril de 1968, el doctor King fue asesinado. Al mes siguiente, miles de manifestantes llegaron a Washington D. C. y se reunieron en tiendas de campaña; permanecieron allí durante seis semanas[316]. Aunque en las comunidades indígenas las acciones locales se multiplicaron, la espectacular toma y ocupación de la isla de Alcatraz (Bahía de San Francisco) en noviembre de 1969, de dieciocho meses de duración,
captó ampliamente la atención de los medios. Estudiantes y miembros de comunidades indígenas que vivían en la bahía crearon una alianza llamada Indígenas de Todas las Tribus. Construyeron en la isla un pueblo pujante que atrajo peregrinaciones de indígenas de todo el continente y radicalizó a miles, sobre todo, a jóvenes indígenas. En particular destacaban las lideresas indígenas, como Madonna Thunderhaws, LaNada Means (War Jack), Rayna Ramírez y muchas otras que continuaron organizándose durante el siglo XXI. La proclama de los Indígenas de Todas las Tribus expresaba el nivel de solidaridad indígena conseguido y el buen ánimo generalizado: Nosotros, los nativos estadounidenses, reclamamos la tierra conocida como isla de Alcatraz en nombre de todos los indígenas estadounidenses, por derecho de descubrimiento. Queremos ser justos y honrados en nuestro trato con los habitantes caucásicos de esta tierra, y por la presente ofrecemos el siguiente trato: Compraremos la mencionada isla de Alcatraz por veinticuatro dólares (24), a pagar en cuentas de vidrio y pedazos de tela roja, un precedente sentado por el hombre blanco hace unos trescientos años con la compra de una isla similar. Daremos a los habitantes de esta isla una porción de la tierra que el Gobierno de los Indígenas Estadounidenses mantendrá en fideicomiso y que la Oficina de Asuntos Caucásicos tendrá a perpetuidad, mientras el sol siga saliendo y los ríos fluyan al mar. Además, mostraremos a los habitantes la manera adecuada de vivir. Les ofreceremos nuestra religión, nuestra educación, nuestros estilos de vida, para ayudarlos a conseguir el mismo nivel de civilización y así sacarlos a ellos y a todos sus hermanos blancos de su estado de salvajismo y desdicha […]. Asimismo, sería adecuado y simbólico que los barcos de todo el mundo que entran por el Golden Gate vieran primero tierra indígena y así recordaran la verdadera historia de esta nación. Esta pequeña isla sería un símbolo de las vastas tierras que alguna vez fueron gobernadas por indígenas libres y nobles[317].
A pesar de la satírica evocación de la historia del colonialismo estadounidense, el grupo presentó demandas serias para que se establecieran en Alcatraz cinco instituciones: un Centro de Estudios Indígenas Estadounidenses, un Centro Espiritual Indígena Estadounidense, un Centro Indígena de Ecología que haría investigaciones científicas para revertir la contaminación del agua y el aire, una Gran Escuela de Capacitación Indígena, que administraría un restaurante, brindaría capacitación laboral,
difundiría las artes indígenas y enseñaría «los nobles y trágicos hechos de la historia indígena, incluyendo el Sendero de las Lágrimas y la Masacre de Wounded Knee», y un memorial para recordar que en principio la isla se había establecido como prisión para encarcelar y ejecutar a indígenas californianos que se resistieron al ataque contra sus naciones[318]. Por orden de la Casa Blanca de Nixon, los residentes indígenas que quedaban en Alcatraz debieron evacuar la isla en junio de 1971. Los profesores indígenas Jack Forbes y David Risling, que estaban por crear un programa de estudios indígenas en la Universidad de California en Davis, negociaron una cesión de tierras por parte del Gobierno federal cerca de Davis, donde se podrían establecer las instituciones que exigían los ocupantes de Alcatraz. Se fundó una facultad indígena-chicana con un programa de dos años de duración, que también operaba como centro para el movimiento: la Universidad D-Q (Deganawidah-Quetzalcoatl), mientras que la UC-Davis se convirtió en la primera universidad estadounidense en ofrecer un doctorado en Estudios Indígenas Estadounidenses. Durante este periodo de protestas y activismo intensos, las alianzas entre los Gobiernos indígenas —incluyendo el Congreso Nacional de Indígenas Estadounidenses (NCAI), encabezado por el abogado siux Vine Deloria Jr.— lograron que las demandas se convirtieran en leyes. Un año antes de la toma de Alcatraz, los activistas ojibwes Dennis Banks y Clyde Bellecourt fundaron el Movimiento Indígena Estadounidense (AIM), que en sus comienzos patrullaba las calles de las urbanizaciones de viviendas sociales indígenas en Minneapolis[319]. El AIM adquirió carácter nacional y participó en los sucesos de Alcatraz. El final amargo de la ocupación de la isla mostraría, como escribieron Paul Smith y Robert Warrior, que «el futuro del activismo indígena pertenecerá a personas mucho más furiosas que las brigadas estudiantiles de Alcatraz. Los indígenas urbanos que se las arreglaban para tener una vida más allá de las botellas de vino barato cruelmente llamadas Thunderbird continuarían por el camino de la protesta»[320]. La guerra de Vietnam aún se hallaba en un punto álgido y la reelección de Richard Nixon en noviembre de 1972 era inminente; una coalición de ocho organizaciones indígenas —el AIM, la Hermandad Indígena Nacional de Canadá (luego rebautizada como Asamblea de las Primeras Naciones), el
Fondo de Derechos Humanos para los Pueblos Indígenas, el Consejo Nacional de la Juventud Indígena, el Consejo Nacional Indígena de Estados Unidos, el Consejo Nacional sobre Trabajo Indígena, el Consejo de Capacitación Indígena en Liderazgo y el Comité Indígena Estadounidense sobre Alcoholismo y Drogadicción— organizaron el Sendero de los Tratados Rotos. Armados con un informe de situación de veinte puntos centrado en la responsabilidad del Gobierno federal de poner en práctica los tratados y la soberanía indígenas, las caravanas partieron en el otoño boreal de 1972. Los vehículos y la cantidad de participantes se multiplicaban en cada parada y convergieron en Washington D. C. una semana antes de las elecciones presidenciales. Cientos de manifestantes procedentes de setenta y cinco naciones colgaron una pancarta en la fachada de la Oficina de Asuntos Indígenas que proclamaba: «Embajada Indígena Estadounidense» y entraron en el edificio para hacer una sentada. El personal de la BIA, en ese momento mayoritariamente no indígena, abandonó el edificio, y la policía del Capitolio cerró las puertas con cadenas tras anunciar que los manifestantes indígenas estaban ocupando el edificio ilegalmente. Ellos se quedaron seis días allí, el tiempo suficiente para leer documentos federales incriminatorios que revelaban graves problemas en la administración de sus responsabilidades fiduciarias, guardarlos en cajas y llevárselos. El Sendero de los Tratados Rotos consolidó las alianzas indígenas y el informe de veinte puntos[321], producto, sobre todo, del trabajo de Hank Adams, fue un modelo con el que estarían de acuerdo cientos de organizaciones indígenas. Cinco años después, en 1977, el informe sería presentado en las Naciones Unidas y serviría de base para la redacción de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de 2007. Tres meses después de la toma del edificio de la BIA, habitantes del pueblo lakota oglala en la reserva siux de Pine Ridge (Dakota del Sur) solicitaron ayuda al AIM para evitar un complot entre su Gobierno tribal — formado según la Ley de Reorganización Indígena— y el Gobierno federal, que había devastado a su pueblo y los había dejado en la pobreza. El pueblo se oponía al reino cada vez más autoritario de su presidente electo, Richard Wilson. Invitaron al AIM a enviar una delegación de apoyo. El 27 de febrero de 1973 se sostuvieron largas deliberaciones en el Calico Hall de Pine Ridge
entre los pobladores locales y líderes del AIM, encabezadas por Russell Means, ciudadano de Pine Ridge. Los activistas del AIM se hicieron muy conocidos después de su participación en el Sendero de los Tratados Rotos, y a su llegada, el FBI, la policía tribal y la unidad especial armada del presidente del Gobierno tribal, los Guardianes de la Nación Oglala (autodenominados GOON squad, «el escuadrón de los matones»), ya estaban en el lugar. La reunión finalizó con la decisión consensuada de que irían en caravana a Wounded Knee como protesta ante las fechorías del presidente y la violencia de sus matones. El contingente de fuerzas policiales siguió y rodeó a los manifestantes. En los días siguientes, cientos de hombres armados rodearon Wounded Knee, y así comenzó un cerco de dos meses y medio a los manifestantes, en el sitio de la masacre de 1890. Wounded Knee, una pequeña aldea de finales del siglo XX, estaba compuesta por poco más que un establecimiento comercial, una iglesia católica y la fosa común de cientos de lakotas asesinados en 1890. Ahora, vehículos con tropas armadas, helicópteros Huey y francotiradores rodeaban el sitio, mientras grupos encargados del abastecimiento, sobre todo mujeres lakotas, se abrían paso entre las filas militares y volvían a salir en la oscuridad de la noche.
Wounded Knee: 1890 y 1973 El periodo entre el «cierre de la frontera», marcado por la masacre de Wounded Knee en 1890, y la toma de Wounded Knee en 1973, que señala el comienzo de la descolonización indígena en Norteamérica, se vuelve comprensible si seguimos la experiencia histórica de los siux. La primera relación internacional entre la nación siux y el Gobierno de Estados Unidos se estableció en 1805 mediante un tratado de paz y amistad firmado dos años después de que ese país adquiriera el Territorio de Luisiana, que incluía a la nación indígena, entre muchas otras. Se firmaron acuerdos similares entre 1815 y 1825. Ninguno de esos tratados de paz tuvo consecuencias inmediatas en la autonomía política ni en el territorio de los siux. Hacia 1834, la competencia en el comercio de pieles y un mercado dominado por la Rocky
Mountain Fur Company obligaron a los siux oglalas a alejarse del Alto Misuri y dirigirse hacia el curso alto del río Platte, cerca del fuerte Laramie. Para el año 1846, siete mil siux ya se habían desplazado hacia el sur. Thomas Fitzpatrick, el agente responsable de Asuntos Indígenas durante ese año, recomendó a Estados Unidos que comprara tierras para establecer un fuerte, que sería el llamado fuerte Laramie. Fitzpatrick escribió: «Opino que es muy deseable un puesto en Laramie o sus cercanías; estaría casi en el centro del área de búfalos, hacia donde se acercan con rapidez todas las formidables tribus indias, y cerca del lugar donde tarde o temprano habrá una lucha por la supremacía [en el comercio de pieles]»[322]. Fitzpatrick creía que sería necesaria una guarnición de al menos trescientos soldados para mantener a los indígenas bajo control. A pesar de que los siux y Estados Unidos redefinieron su relación en el Tratado del Fuerte Laramie de 1851, a este le siguieron unos diez años de guerra entre ambas partes, que culminarían con el Tratado de Paz del Fuerte Laramie en 1868. Ambos tratados, si bien no redujeron la soberanía política de los siux, cedieron porciones extensas de territorio indígena mediante el establecimiento de fronteras reconocidas por las dos partes; además, la nación indígena otorgó concesiones a Estados Unidos que dieron carácter legal a una dependencia económica que iba en aumento. Durante el medio siglo previo al tratado de 1851, los siux se habían visto cada vez más envueltos en el comercio de pieles y pasaron a ser dependientes en cuanto a los caballos, las armas de fabricación europea, las municiones, los artículos de cocina de hierro, las herramientas, los textiles y otros productos de comercio que reemplazaron a sus objetos tradicionales. En las llanuras los siux abandonaron gradualmente la agricultura y se volcaron enteramente en la caza del búfalo para su subsistencia y para el comercio. Esta creciente dependencia del búfalo significó, a su vez, una mayor dependencia de las armas y municiones, que había que comprar con más pieles: un círculo vicioso que caracterizó al colonialismo moderno. Con la balanza inclinada a su favor, los comerciantes y el Ejército estadounidenses presionaron a los siux para que estos cedieran tierras y derechos de paso a medida que disminuía la población de búfalos. Las dificultades que padecieron los siux como consecuencia de los ataques constantes a sus comunidades, de los desplazamientos forzosos y de las
enfermedades y hambrunas resultantes hicieron mella en su capacidad de resistir la dominación. Para 1868, año de la firma del tratado con el Gobierno estadounidense, eran fuertes desde el punto de vista militar —siguieron siendo una fuerza de combate guerrillero efectiva a lo largo de la década de 1880, sin ser derrotados nunca por el Ejército de Estados Unidos—, pero su dependencia del búfalo y el comercio permitió el aumento del control federal cuando el búfalo fue exterminado deliberadamente por el Ejército entre 1870 y 1876. De allí en adelante, la lucha de los siux fue por la supervivencia. Pasaron de la dependencia económica de la caza y el comercio del búfalo a la dependencia del Gobierno estadounidense, que les daba raciones y productos, según se garantizaba en el tratado de 1868. El acuerdo estipulaba que «ningún tratado de cesión de cualquier porción o parte de la reserva que aquí se referencia y pueda ser de uso común tendrá validez o fuerza alguna contra los mencionados indios, a menos que sea formalizado y firmado por al menos tres cuartas partes de todos los indios adultos de sexo masculino». Sin embargo, en 1876, sin ningún tipo de validación y tras el descubrimiento de oro por parte del Séptimo de Caballería de George Armstrong Custer, el Gobierno estadounidense tomó las Colinas Negras (Paha Sapa), una gran extensión del territorio siux garantizada por el tratado, rica en recursos y que conformaba el centro de la gran nación siux, además de ser un sitio sagrado. Cuando los siux se rindieron, después de las guerras de 1876 y 1877, perdieron no solo las Colinas Negras, sino también el territorio del río Powder. La siguiente jugada de Estados Unidos fue modificar la frontera oeste de la nación siux, cuyo territorio, aunque atrofiado respecto del original, constituía un bloque continuo. Para 1877, después de que el Ejército los expulsara de Nebraska, solo quedó un bloque entre el meridiano 103 y el río Misuri: 90.649 kilómetros cuadrados de tierra que Estados Unidos había designado como Territorio Dakota (el siguiente paso hacia la estatalidad, en este caso, los estados de Dakota del Norte y Dakota del Sur). La primera de varias olas migratorias del norte europeo ahora penetraba en el Territorio Dakota del este, presionando contra la frontera siux del río Misuri. En el poblado angloamericano de Bismarck sobre el Misuri, la reserva bloqueaba el avance hacia el oeste del Ferrocarril del Pacífico Norte. Los colonos que se dirigían a Montana y al Pacífico Noroeste exigían que se abrieran vías a lo
largo de la reserva y se las defendiera. Los promotores que querían tierra barata para venderla a precios altos a los inmigrantes planeaban dividir la reserva. Salvo por las unidades de siux que aún luchaban, el pueblo indígena estaba desarmado, sin caballos y era incapaz siquiera de alimentarse y vestirse; dependían del Gobierno para recibir raciones. Luego llegó la parcelación de tierras. Incluso antes de que se implementara la Ley Dawes (o Ley General de Parcelación), una comisión del Gobierno estadounidense llegó a territorio siux desde Washington D. C. en 1888, con una propuesta para reducir la nación siux a seis pequeñas reservas: un esquema que liberaría aproximadamente 3.600.000 hectáreas a la colonización euroamericana. Fue imposible para la comisión reunir las firmas de tres cuartas partes de la nación siux, como se exigía en el tratado de 1868, y entonces regresó a Washington D. C. con la recomendación de que el Gobierno ignorara el tratado y se apropiara de las tierras sin el consentimiento indígena. El único medio para lograr ese fin era la legislación, ya que el Congreso había liberado al Gobierno del requisito de negociar un acuerdo. Así fue como el Congreso le encargó al general George Crook que encabezara una delegación para volver a intentarlo, esta vez con una oferta de tres dólares por hectárea. Tras una serie de manipulaciones y tratos con líderes de un pueblo que se moría de hambre, la comisión reunió las firmas necesarias. La gran nación siux fue fragmentada en pequeñas islas, que pronto quedarían rodeadas de inmigrantes europeos por todos los flancos, y la mayor parte de la reserva terminaría siendo un tablero con colonos establecidos en parcelas o tierras arrendadas[323]. La creación de estas reservas aisladas quebró las relaciones históricas entre clanes y comunidades de la nación siux y abrió áreas en las que se asentaron los europeos. También le permitió a la Oficina de Asuntos Indígenas ejercer un control mayor, apuntalado por su sistema de internados. Se prohibió, junto con otras ceremonias religiosas, la Danza del Sol, que todos los años congregaba a los siux y fortalecía su unidad nacional. A pesar de la débil posición de este pueblo en el contexto de la dominación colonial de fines del siglo XIX, lograron establecer una modesta actividad ganadera para reemplazar su economía previa basada en la caza del búfalo. En 1903, el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictaminó, en el caso Lone Wolf vs. Hitchcock, que una cláusula de apropiación del 3 de marzo de 1871
era constitucional y que el Congreso tenía «pleno» poder para administrar propiedad indígena. Así es como la Oficina de Asuntos Indígenas pudo disponer de tierras y recursos haciendo caso omiso de las disposiciones de los tratados anteriores. A esto le siguió una legislación que dispuso de las reservas para el establecimiento de colonos mediante arrendamiento e incluso se vendieron parcelas que se eliminaron de los fideicomisos. Para la década de 1920, casi todas las principales tierras de pastoreo estaban ocupadas por ganaderos no indígenas. Para la época del New Deal, también conocida como la era Collier, y la anulación de la parcelación que supuso la Ley de Reorganización, los no indígenas superaban en número a los indígenas en las reservas siux en una proporción de tres a uno. Sin embargo, la sequía que se extendió de mediados a finales de la década de 1930 expulsó a muchos ganaderos de las tierras siux y los indígenas compraron parte de esas parcelas, que habían sido de su propiedad. Sin embargo, resultó que los «Gobiernos tribales» impuestos después de la Ley de Reorganización fueron especialmente perjudiciales y divisivos[324]. Respecto de esa medida, el difunto Mathew King, viejo historiador tradicional de los siux oglalas (Pine Ridge), comentó: «La Oficina de Asuntos Indígenas redactó la constitución y los estatutos de esta organización con la Ley de Reorganización de 1934. Fue la introducción del autogobierno […]. El pueblo tradicional todavía se aferra a su tratado, puesto que somos una nación soberana. Tenemos nuestro propio Gobierno»[325]. Sin embargo, el «autogobierno» o neocolonialismo demostró ser una política de corta vida, dado que a principios de la década de 1950 Estados Unidos desarrolló su política de «terminación»: nuevas leyes ordenaron la erradicación gradual de cada reserva e incluso de los Gobiernos tribales[326]. En el momento de la terminación y relocalización, el ingreso per cápita anual de las reservas siux era de 355 dólares, mientras que en los pueblos cercanos de Dakota del Sur era de 2.500 dólares. A pesar de estas circunstancias, y para ejecutar su política de terminación, la Oficina de Asuntos Indígenas promovió la reducción de servicios e introdujo un programa para relocalizar a los indígenas en centros urbanos industriales; un alto porcentaje de siux se fueron a San Francisco y Denver en busca de empleo[327]. Mathew King ha descrito Estados Unidos como un país que a lo largo de
su historia fue alternando entre una política de «paz» y una de «guerra» en sus relaciones con las naciones y comunidades indígenas, y dijo que estos movimientos pendulares coincidieron con la fortaleza o debilidad de la resistencia de los nativos. King sostuvo que entre las alternativas de exterminio y terminación (políticas de guerra) y la preservación (política de paz), había periodos intermedios de abandono benévolo y asimilación. Ante la resistencia indígena organizada contra los programas y políticas de guerra, se otorgan concesiones. Cuando la presión disminuye, se diseñan nuevos esquemas para apartar a los indígenas de sus tierras, recursos y culturas. Estudiosos, políticos, legisladores y medios de comunicación rara vez describen la política estadounidense hacia los pueblos indígenas como colonialismo. King, sin embargo, creía que su nación había sido colonia de Estados Unidos desde 1890. La progresión lógica del colonialismo moderno comienza con la penetración económica y avanza gradualmente hacia una esfera de influencia, luego a un estatus de protectorado o control indirecto, ocupación militar y, por último, anexión. Esto se corresponde con el proceso que experimentó el pueblo siux en su relación con Estados Unidos. La penetración económica de los comerciantes de pieles hizo que los siux entraran en la esfera de influencia de Estados Unidos. La trasformación del fuerte Laramie de puesto comercial, centro del comercio con los siux, a puesto militar estadounidense a mediados del siglo XIX demuestra la relación esencial que existe entre el comercio y el control colonial. Un estatus de protectorado cada vez mayor, establecido mediante tratados, culminó en el tratado de 1868; a este lo siguió la ocupación militar, obtenida por medio de la violencia aleccionadora, como la que se vio en la masacre de Wounded Knee en 1890, y por último, la dependencia. La anexión por parte de Estados Unidos quedó marcada simbólicamente en 1924 mediante la imposición de la ciudadanía a los siux (y a la mayoría de los pueblos indígenas). Mathew King y otros siux tradicionales consideraron la toma de Wounded Knee en 1973 como un punto de inflexión, aunque le siguió una violenta reacción. Dos décadas de resistencia indígena colectiva, que culminó con Wounded Knee en 1973, derrotaron la política federal de terminación de la década de 1950. Aun así, los defensores de la desaparición de naciones indígenas
parecen no rendirse nunca. En 1977 se tomó otra medida hacia la «terminación»: decenas de proyectos legislativos intentaron derogar todos los tratados indígenas y terminar con sus Gobiernos y territorios protegidos por fideicomisos. La resistencia indígena también derrotó esas iniciativas con otra caravana a lo largo del país. Al igual que otros pueblos colonizados del mundo, los siux han llevado adelante esfuerzos descolonizadores desde mediados del siglo XX. Wounded Knee en 1973 fue parte de esa lucha, como también lo fue la participación en comités de las Naciones Unidas y en foros internacionales[328]. Sin embargo, a principios del siglo XXI, los economistas y políticos fundamentalistas del libre mercado identificaron las reservas indígenas de propiedad comunitaria como un bien que debe ser explotado y, con el pretexto de ayudar a poner fin a la pobreza de los indígenas en esos territorios, instaron a deshacerse de ellas: una nueva iniciativa de «terminación» y exterminio.
Las «guerras indias», modelo para la acción de Estados Unidos en el mundo La vinculación continua entre Wounded Knee en 1890 y Wounded Knee en 1973 es indicio de que hay una reinterpretación pendiente hace mucho tiempo de las relaciones indígenas-estadounidenses como modelo del imperialismo de Estados Unidos y sus guerras de contrainsurgencia. Como señaló Michael Herr, escritor y veterano de Vietnam, «bien podríamos decir que Vietnam es hacia donde nos llevaba el Sendero de las Lágrimas desde el principio, el punto de viraje y regreso para formar un perímetro de contención»[329]. El veterano de Vietnam y miembro de la nación seminola Evan Haney realizó esta comparación cuando declaró en las investigaciones Winter Soldier: «Los indios tuvieron que soportar las mismas masacres […]. Llegué a conocer a los vietnamitas y me di cuenta de que eran igual que nosotros […]. Crecí y viví con el racismo toda mi vida. De niño, miraba a los vaqueros y a los indios en la televisión y apoyaba a la caballería, no a los
indios. Así de equivocado estaba. Así de cerca estaba de mi propia destrucción»[330]. Da la casualidad de que el quinto aniversario de la masacre de My Lai en Vietnam fue en la época de la toma de Wounded Knee en 1973. Era difícil pasar por alto la analogía entre la masacre de Wounded Knee en 1890 y la de My Lai, en 1968. Junto con las noticias y fotografías de primera plana que mostraban la toma de Wounded Knee en tiempo real, había artículos con fotografías de la escena de mutilación y muerte en My Lai. Por ese entonces, el teniente William Rusty Calley cumplía su condena de veinte años en prisión domiciliaria en un cuartel de lujo en Fort Benning, Georgia, cerca de su ciudad natal. Sin embargo, siguió siendo un héroe nacional que recibió cientos de cartas de apoyo por semana y fue alabado por algunos que sostenían que era un prisionero de guerra detenido por el Ejército estadounidense. Uno de los más apasionados defensores de Calley fue Jimmy Carter, el entonces gobernador de Georgia. En 1974, el presidente Richard Nixon indultó a Calley. Uno de los actos documentados, entre muchos, que cometió Calley y ordenó cometer a otros en My Lai sucedió cuando vio a un bebé salir gateando de una zanja repleta de cuerpos mutilados, ensangrentados. Tomó al bebé de una pierna, lo arrojó a la zanja y luego le disparó a quemarropa. My Lai fue apenas una de las miles de matanzas dirigidas por oficiales como Calley, a quien, unas semanas antes de My Lai, se lo vio arrojar a un encorvado anciano a un pozo y luego disparar su rifle automático en la boca del pozo. La toma de Wounded Knee en 1973 suscitó en el periodismo una poco habitual investigación sobre la masacre del Ejército en 1890. En 1970, el bibliotecario universitario Dee Brown escribió el libro Enterrad mi corazón en Wounded Knee, que documentaba y relataba los sucesos de 1890, entre otros crímenes y tragedias similares que padecieron los indígenas en el siglo XIX. El libro tuvo un inesperado éxito de ventas, y así en 1973 el nombre de Wounded Knee era conocido por un amplio sector del público. En la portada de un periódico los editores publicaron dos fotografías juntas, cada una de una pila de cuerpos en una zanja, ensangrentados y mutilados. Una era de My Lai en 1968; la otra, de la masacre de lakotas en Wounded Knee en 1890. Si no hubieran tenido pie de foto, habría sido imposible detectar la diferencia de
tiempo y lugar. Durante la primera invasión estadounidense de Irak, un gesto destinado a borrar el síndrome de Vietnam, el 19 de febrero de 1991 el brigadier general Richard Neal, en su informe a los periodistas en Riad (Arabia Saudí), afirmó que el Ejército estadounidense quería garantizar una victoria rápida una vez que enviara sus fuerzas terrestres al «Territorio Indio». Al día siguiente, en una declaración de repudio poco difundida, el Congreso Nacional de Indígenas Estadounidenses hizo notar que quince mil indígenas estadounidenses estaban prestando servicio en las tropas de combate en el golfo Pérsico. Como hemos visto, el término «Territorio Indio» (Indian Country) no es una simple expresión racista e insensible, empleada sin gusto pero accidentalmente para designar al enemigo. Ni Neal ni ninguna otra autoridad militar se disculpó por la declaración, que continúa usándose en el Ejército y los medios, por lo general en su forma acotada, In Country, acuñada durante la guerra de Vietnam. Ambas formas son términos militares especializados, al igual que otros eufemismos como «daño colateral» (asesinato de civiles) o «artillería» (bombas), que figuran en manuales de entrenamiento y se utilizan habitualmente. Indian Country e In Country significan «detrás de las líneas enemigas». Su uso actual debería servir para recordarnos los orígenes y el desarrollo del Ejército estadounidense, así como la naturaleza de nuestra historia política y social: aniquilación hasta la rendición incondicional. Cuando se lanzó la redundante «guerra terrestre», que sería más preciso llamar un «tiro al blanco», por delante de los kilómetros de máquinas de matar se apostaron los vehículos de exploración blindados del Segundo Regimiento de Caballería Acorazado (ACR), una unidad de elite independiente que se volvió famosa durante la Segunda Guerra Mundial cuando condujo al Tercer Ejército del general Patton en su travesía por Europa. En la guerra del Golfo, el Segundo ACR actuó como explorador principal del Séptimo Cuerpo de Estados Unidos. Un comandante retirado del ACR comentó en una entrevista de televisión que el Segundo ACR se había formado en 1830 para luchar contra los seminolas y que tuvo su primera gran victoria cuando finalmente venció a esos indios en los Everglades de Florida en 1836. El Segundo ACR, en la vanguardia del ataque terrestre a
Irak, simbolizaba la continuidad de las victorias bélicas de Estados Unidos y la fuente de su militarismo: la guerra de Irak era otra guerra india en la tradición militar del país. Tras semanas de bombardeos de alta tecnología en Irak, seguidos de una caravana de tanques blindados que disparaban contra todo lo que se moviera, las Fuerzas Especiales estadounidenses entraron en los cuarteles de los oficiales iraquíes en la ciudad de Kuwait. Allí encontraron palomas mensajeras enjauladas y notas en árabe desparramadas en una mesa, por lo que interpretaron que los comandantes iraquíes se comunicaban con sus tropas, e incluso con Bagdad, usando palomas mensajeras. Soldados pertrechados de alta tecnología habían estado luchando contra un ejército que se comunicaba con palomas mensajeras: tal como hacían los shawnees y muskogees dos siglos atrás. Doce años después de la guerra del Golfo, una fuerza militar estadounidense de trescientos mil hombres invadió Irak nuevamente. Un informe muy poco leído de la corresponsal de la Associated Press Ellen Knickmeyer ilustra el poder simbólico de las guerras indias como fuente de la memoria y práctica militar estadounidense. Una vez más encontramos a los vehículos de exploración blindados y a sus tropas que vuelven a recorrer las históricas huellas sangrientas mientras hacen su «danza de guerra indígena seminola»: Los hombres del capitán Phillip Wolford saltaron en el aire y agitaron sus rifles descargados en una improvisada danza de guerra en el desierto […]. Con miles de tanques M1A1 Abrams, vehículos de combate Bradley, Humvees y camiones, la unidad de infantería mecanizada conocida como Puño de Acero sería la única división acorazada estadounidense durante el combate, y posiblemente enfrentaría cualquier defensa iraquí. «Entraremos en Irak como un ejército de liberación, no de dominación», dijo Wolford, de Marysville, Ohio, mientras ordenaba a los hombres de su Cuarto Batallón, 64.º Regimiento Acorazado, retirar las banderas estadounidenses que ondeaban en los tanques color arena. Después de una breve oración, Wolford comenzó a hacer una improvisada danza de guerra. Lo acompañaron soldados camuflados, que daban saltos en la arena mientras cantaban y blandían los rifles cuyos cartuchos habían vaciado con cuidado[331].
Historia no pasada En abril de 2007, parecía que todas las noticias hablaban de Virginia y eran sobre asesinatos: el asesinato de agricultores indígenas cuatrocientos años atrás, con la fundación de Jamestown, y la masacre en el Instituto Politécnico y Universidad Estatal de Virginia, el 16 de abril de 2007. Sin embargo, nadie comentó en los medios la yuxtaposición de estos hitos del colonialismo. Jamestown fue el famoso primer asentamiento permanente, que dio nacimiento a la Mancomunidad de Virginia, el epicentro colonial de lo que casi dos siglos después sería Estados Unidos de América, la colonia en la cual se estableció la capital, Washington, sobre el río cuya desembocadura se encuentra al norte de Jamestown. Unos años después de la fundación de Jamestown, disidentes ingleses establecieron la conocida y venerada colonia de Plymouth, con el auspicio de inversores privados y aprobación de la Corona —como fue el caso de Jamestown—, y con las mismas actividades mercenarias encarnadas por el capitán John Smith. Era el comienzo del colonialismo británico de ultramar, después de que la conquista y colonización de Escocia, Gales e Irlanda convirtiera a Inglaterra en Gran Bretaña. «El peor asesinato en masa», la «peor masacre» de la historia de Estados Unidos: así se describieron los asesinatos en el Politécnico de Virginia en 2007. Los descendientes de los indígenas masacrados discreparon. Llama la atención que con el circo mediático que generó la celebración del aniversario de Jamestown, y con la presencia de la reina británica, Isabel, y el presidente Bush, los periodistas no hayan podido comparar las masacres de indígenas powhatans por parte de una potencia colonial cuatro siglos antes con los asesinatos que un individuo trastornado cometió contra sus compañeros de clase. El tirador era hijo de la guerra colonial, la guerra estadounidense en Corea. Reflexionar sobre las cinco guerras más importantes de Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial —en Corea, Vietnam, Irak (1991), Afganistán e Irak (2003)—, entre destellos de la memoria histórica de Jamestown, el valle del Ohio y Wounded Knee, nos remite a la esencia de la historia estadounidense. Un hilo rojo de sangre conecta los primeros
asentamientos blancos en Norteamérica con el presente y el futuro. Como explica el historiador militar John Grenier: Se enseña a los estadounidenses que su cultura militar no aprueba ni alienta ataques ni asesinatos contra civiles, pero saben poco o nada sobre los casi tres siglos de guerras —antes y después de la fundación de Estados Unidos— que redujeron a los pueblos indígenas del continente a unas pocas reservas, mediante el incendio de pueblos y campos, el asesinato de civiles, la expulsión de los refugiados —paso a paso— a lo largo del continente […]. La violencia dirigida sistemáticamente contra no combatientes haciendo uso de medios irregulares, desde el comienzo, ha sido una parte central del modo estadounidense de hacer la guerra[332].
11 La doctrina del descubrimiento El látigo cubre la falla. D’ARCY MCNICKLE, The Surrounded[333] Libertad nativa, razón natural y survivance[334] son conceptos que se originan en narrativas, no en los mandatos de monarquías, papados, tradiciones severas o políticas federales. GERALD VIZENOR, The White Earth Nation[335]
E
n 1982, el Gobierno español y la Santa Sede (el Vaticano, Estado miembro de las Naciones Unidas sin derecho a voto) propusieron ante la Asamblea General que el año 1992 fuera celebrado en las Naciones Unidas como el aniversario de un «encuentro» entre Europa y los pueblos de las Américas, en el que los europeos llevaban los dones de la civilización y el cristianismo a los pueblos indígenas. Para escándalo de los Estados del Atlántico Norte que apoyaban la resolución de España (entre ellos, Estados Unidos y Canadá), la delegación africana completa se retiró de la reunión y regresó con una declaración rotunda de condena a la propuesta de celebrar el
colonialismo en un organismo establecido con el propósito de ponerle fin[336]. La «doctrina del descubrimiento» había metido la cabeza en el lugar equivocado. La resolución estaba muerta, pero no sería el fin de los esfuerzos de España, el Vaticano y otros en Occidente para hacer del quinto centenario una celebración. Tan solo cinco años antes de la debacle en la Asamblea General de la ONU, la Conferencia sobre los Pueblos Indígenas de las Américas en la sede de la organización en Ginebra había propuesto que 1992 fuera un «año de duelo» por el inicio del colonialismo, la esclavitud africana y el genocidio contra los pueblos indígenas de las Américas y que el 12 de octubre fuera declarado como Día Internacional de los Pueblos Indígenas del Mundo. A medida que se acercaba el quinto centenario, España se puso al frente de la oposición a las propuestas indígenas. España y el Vaticano también pasaron años y gastaron grandes sumas de dinero preparando su propia celebración de Colón, para lo cual solicitaron el apoyo de todos los países de América Latina, a excepción de Cuba, que se negó (y pagó por ello dejando de recibir inversiones de España). En Estados Unidos, el Gobierno de George H. W. Bush cooperó con el proyecto y organizó sus propios eventos. Finalmente, se llegó a un acuerdo: los pueblos indígenas obtuvieron una Década de los Pueblos Indígenas del Mundo, que comenzó oficialmente en 1994, pero se inauguró en la sede de la ONU en Nueva York en diciembre de 1992. Se declaró el 9 de agosto, no el 12 de octubre, como el Día Internacional de los Pueblos Indígenas del Mundo y fue galardonada con el Premio Nobel de la Paz la líder guatemalteca maya Rigoberta Menchú, decisión anunciada en Oslo el 12 de octubre de 1992, que enfureció al Gobierno español y al Vaticano. Los festejos del día de Colón fracasaron gracias a las múltiples y muy visibles protestas de los pueblos indígenas y sus aliados. En particular, aumentó el apoyo por el trabajo de los pueblos originarios en las Naciones Unidas para desarrollar nuevos estándares de derecho internacional. Según la centenaria doctrina del descubrimiento, las naciones europeas adquirieron los títulos de las tierras que «descubrieron», y los habitantes indígenas perdieron su derecho natural a esas tierras cuando llegaron los europeos y las reclamaron como propias[337]. Bajo este velo legal que cubre el
robo, las guerras euroestadounidenses de conquista y el colonialismo de asentamiento devastaron las naciones y comunidades indígenas, les arrebataron los territorios a los habitantes originarios y transformaron la tierra en propiedad privada, en «bienes raíces». La mayor parte de esas tierras terminó en manos de especuladores y operadores del agronegocio; muchas de ellas, hasta mediados del siglo XIX, eran plantaciones en las que se utilizaba otro tipo de propiedad privada: africanos esclavizados. Por arcaica que parezca, esta doctrina sigue siendo la base de leyes federales aún vigentes que controlan las vidas y los destinos indígenas e incluso sus historias mediante la distorsión.
El látigo del colonialismo Desde mediados del siglo XV a mediados del XX, la mayor parte del mundo no europeo fue colonizado según la doctrina del descubrimiento, uno de los primeros principios de derecho internacional que promulgaron las monarquías europeas cristianas para legitimar la investigación, elaboración de mapas y reclamación de tierras de otros pueblos fuera de Europa. La doctrina surgió de una bula papal emitida en 1455, que le permitía a la monarquía portuguesa apropiarse del África Occidental. Después del infame viaje exploratorio de Colón en 1492, auspiciado por el rey y la reina del incipiente Estado español, otra bula papal extendió el mismo permiso a España. Las disputas entre las monarquías portuguesa y española condujeron al Tratado de Tordesillas (1494), a instancias del papa, que además de dividir el globo en partes iguales entre los dos imperios ibéricos, aclaraba que solamente las tierras no cristianas eran afectadas por la doctrina del descubrimiento[338]. Así es que esta doctrina, en la que se apoyaban todos los Estados europeos, nació con el establecimiento arbitrario y unilateral de los derechos exclusivos de las monarquías ibéricas según el derecho cristiano canónico de colonizar a los pueblos extranjeros, derechos que luego se utilizaron en otros proyectos colonizadores monárquicos de Europa. La República francesa utilizó este instrumento legalista en sus proyectos coloniales de los siglos XIX y XX, tal
como hizo Estados Unidos apenas consiguió su independencia, cuando continuó la colonización de Norteamérica que habían comenzado los británicos. En 1792, poco después de la fundación de Estados Unidos, el secretario de Estado Thomas Jefferson afirmó que la doctrina del descubrimiento, desarrollada por los Estados europeos, era un instrumento del derecho internacional aplicable también al nuevo Gobierno estadounidense. En 1823, la Corte Suprema de la Nación emitió su fallo en el caso Johnson vs. McIntosh. En representación de la mayoría, el juez John Marshall sostuvo que la doctrina del descubrimiento había sido un principio establecido del derecho europeo e inglés vigente en las colonias norteamericanas de Gran Bretaña y que también era parte del derecho estadounidense. El tribunal definió los derechos de propiedad exclusivos que un país europeo adquiría a fuerza de descubrimiento: «El descubrimiento confería derechos de propiedad al Gobierno cuyos ciudadanos lo hubieran realizado o al Gobierno por cuya facultad se hubiera realizado, en contra de todos los demás Gobiernos europeos, y que esos derechos de propiedad podrían consumarse por vía de la posesión». Por lo tanto, los «descubridores» europeos y euroestadounidenses habían obtenido derechos de propiedad sobre las tierras indígenas por el simple hecho de haber izado una bandera. En palabras del tribunal, los derechos indígenas «de ninguna manera se hallan completamente ignorados; pero se ven necesariamente, hasta cierto punto, disminuidos». El tribunal agregó que los «derechos [indígenas] a la soberanía absoluta, como naciones independientes, eran necesariamente reducidos». Podían seguir habitando esa tierra, pero la propiedad era de la potencia descubridora, Estados Unidos. Más adelante, otra decisión determinó que las naciones indígenas eran «naciones domésticas dependientes». La doctrina del descubrimiento se da por sentada, de manera que rara vez se menciona en textos históricos o jurídicos publicados en las Américas. El Foro Permanente de la ONU sobre Cuestiones Indígenas, que se reúne anualmente durante dos semanas, dedicó la sesión completa del año 2012 a la doctrina[339]. La conferencia y el estudio de la doctrina se habían propuesto tres décadas antes, cuando los pueblos indígenas de las Américas comenzaron a hacer valer su presencia en el sistema de derechos humanos de la ONU. El
Consejo Mundial de Iglesias, la Asociación Unitaria Universalista, la Iglesia episcopal y otras instituciones religiosas protestantes, en respuesta a las demandas de los pueblos indígenas, han emitido declaraciones en las que se desvinculan de la doctrina del descubrimiento. La New York Society of Friends (organización cuáquera), al negar la legitimidad de la doctrina, afirmó en 2012 que claramente «aún posee fuerza de ley en la actualidad» y no es una mera reliquia medieval. Los cuáqueros señalaron que Estados Unidos racionaliza su reivindicación de soberanía sobre las naciones nativas, por ejemplo, en la causa del Tribunal Supremo Ciudad de Sherrill vs. nación indígena oneida, de 2005. En la declaración se afirma: «No podemos aceptar que la doctrina del descubrimiento haya sido alguna vez una autoridad verdadera para la apropiación forzada de tierras y la esclavización o exterminación de las personas»[340]. La resolución de la Asociación Unitaria Universalista (UUA) al respecto es particularmente potente y es un excelente modelo. La UUA «repudia la doctrina del descubrimiento como vestigio del colonialismo, feudalismo y prejuicios religiosos, culturales y raciales que no tienen sitio en el trato actual hacia los pueblos indígenas». La UUA resolvió «exponer la realidad histórica y el impacto de la doctrina del descubrimiento y eliminar su presencia en políticas, programas, teologías y estructuras modernas del unitarismo universalista; e […] invitar a socios indígenas a un proceso de Honor y Sanación (usualmente denominado Verdad y Reconciliación)». Además, alentaron a «otros organismos religiosos a rechazar el uso de la doctrina del descubrimiento para dominar a los pueblos indígenas» y resolvió colaborar con grupos para «proponer una resolución específica del Congreso que repudie esta doctrina […] y solicitar a Estados Unidos la plena implementación de los estándares de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas como parte del derecho y las políticas estadounidenses sin salvedades»[341].
Enredo de contradicciones En su intento de legitimar la construcción de un imperio a través de la
doctrina del descubrimiento, por un lado, y el mito del origen que busca una clara separación del Imperio británico, por el otro, los funcionarios estadounidenses se enredaron en contradicciones necesarias. La retórica suele ser desconcertante, sobre todo cuando hace referencia a la memoria cultural estadounidense de las guerras contra las naciones indígenas, como se hizo tras la declaración de la «guerra contra el terror», después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. A principios de 2011, un ciudadano yemení, Ali Hamza al Bahlul, se encontraba cumpliendo condena en Guantánamo como «combatiente enemigo», después de que un tribunal militar lo hubiera condenado por delitos vinculados con su servicio a Al Qaeda, en calidad de secretario de medios de Osama bin Laden. El Centro de Derechos Constitucionales (CCR) emitió una declaración previa a la audiencia de apelación de la sentencia de Bahlul. En su argumento a favor de mantener firme la condena de Bahlul, un abogado del Pentágono, el capitán de la Marina Edward S. White, se basó en un precedente de un tribunal del año 1818. En su informe de treinta y siete páginas para la comisión militar, el capitán White escribió: «No solo fue la beligerancia seminola ilícita, sino que, de manera similar al actuar de Al Qaeda en nuestros días, el modo mismo en que los seminolas iniciaron la guerra contra objetivos estadounidenses viola los usos y costumbres de la guerra». El CCR objetó el citado pasaje del informe del Gobierno: «El tribunal debería […] rechazar el llamativo amparo del Gobierno en las “guerras seminolas” en el siglo XIX, un genocidio que desembocó en el Sendero de las Lágrimas. —Y agregó—: La caracterización que hace el Gobierno sobre la resistencia indígena a Estados Unidos como “similar al actuar de Al Qaeda en nuestros días” no solo es factualmente errónea, sino abiertamente racista, y no constituye base jurídica legítima para confirmar la sentencia del señor Bahlul»[342]. En respuesta, el asesor jurídico del Pentágono emitió una carta para reafirmar que el Gobierno de Estados Unidos continuaba apoyándose en su precedente.
«Queremos seguir existiendo»
El tema de la autodeterminación de los pueblos es un fenómeno histórico reciente, inherente a la formación de los Estados nación europeos modernos y a la formación gradual de un sistema mundial imperialista que más tarde estaría liderado por Estados Unidos. La integración nacional y la formación del Estado sucedieron primero en la Europa occidental a medida que sus Estados implantaron colonias y regímenes coloniales en África, Asia, el Pacífico, las Américas y el Caribe y a medida que Estados Unidos fue estableciéndose como Estado independiente. Estas conquistas le dieron a los Estados europeos y a Estados Unidos acceso a vastos recursos y mano de obra y, a su vez, esto les permitió industrializarse y crear estructuras burocráticas eficaces y republicanismo político. Hacia el final de este proceso, con la descolonización de los dominios europeos en el siglo XX, la autodeterminación pasó a ser un asunto global de gran importancia, y con el tiempo incorporó a todos los individuos como ciudadanos de los Estados nación. La creación de estos Estados nación, y la redefinición de las fronteras nacionales que ello solía traer aparejado, supuso inevitablemente el planteamiento sobre qué comunidades nacionales, étnicas, religiosas y lingüísticas serían incluidas y si sería necesario su consentimiento o participación. Hay pueblos y naciones sin Estado propio, sometidos a una autoridad estatal que puede o no estar dispuesta a responder a sus demandas de autonomía dentro del Estado existente. Si el Estado no está dispuesto, los pueblos y naciones pueden insistir en su independencia. Ese es el trabajo de la autodeterminación. En Estados Unidos, las naciones indígenas que buscan la autonomía política o incluso la independencia están participando en la construcción de sus naciones: desarrollando gobernanza indígena y una base económica. Hace décadas que los activistas y organizadores originarios de Norteamérica vienen trabajando incansablemente para establecer la vigencia de tratados y fomentar y proteger la autodeterminación y la soberanía de las naciones indígenas. Las naciones buscan tener el control de sus instituciones sociales y políticas sin negociar lo que ellos consideran valores culturales únicos y esenciales. La preocupación central de los pueblos indígenas en Estados Unidos es convencer al Gobierno federal de que respete los cientos de tratados y otros acuerdos que ha celebrado con las naciones indígenas, como lo hacen dos
Estados soberanos. Nunca cesaron las demandas para que se ratifiquen los tratados y acuerdos, sino que desde el fin de la era de la «terminación» se han acelerado. Sin embargo, el concepto indígena de nación y soberanía difiere bastante del modelo occidental de Estado en cuanto que árbitro definitivo en la toma de decisiones, un Estado basado en la actuación policial. Antes bien, como ha explicado la abogada y activista Sharon Venne: «Conocemos las leyes que el Creador nos ha otorgado. Es una obligación. Es un deber. Es el futuro de [los hijos de] nuestros hijos. No podemos hacer como los no indígenas, que hacen las normas y reglamentos y los cambian cuando no les gusta la norma o el reglamento. El Creador nos ha dado las leyes. Debemos vivir esas leyes. Esta es la soberanía de los pueblos indígenas»[343]. Después del enfrentamiento de 1973 en Wounded Knee, el Movimiento Indígena Estadounidense reunió a más de cinco mil representantes indígenas, incluyendo América Latina y el Pacífico, en un encuentro de diez días de duración del que nació el Consejo Internacional de Tratados Indios (IITC), organismo que luego solicitó el estatuto de entidad consultiva no gubernamental ante la ONU, y lo recibió en 1975. El IITC avanzó en la organización de la primera conferencia sobre pueblos indígenas de las Américas, que se celebraría en las Naciones Unidas en 1977. En esa conferencia, la jueza tribal del pueblo cheyene del norte, Marie Sanchez, inauguró las sesiones: Miembros de esta conferencia, delegados, hermanos y hermanas aquí presentes: Somos el objetivo de una exterminación total y definitiva como pueblos. La pregunta que me gustaría plantear en esta conferencia a los delegados de otros países aquí presentes es: ¿por qué no nos han reconocido como pueblos soberanos antes? ¿Por qué tenemos que recorrer esta distancia para venir hasta ustedes? ¿No se han puesto a pensar en el intento sistemático y deliberado de Estados Unidos por suprimirnos? ¿No han pensado que esa fue la razón por la que no quisieron reconocernos como pueblos soberanos? Lo único positivo que siento que debería resultar de esa conferencia, si van a incluirnos como parte de la familia internacional, es que nos reconozcan, que nos den este reconocimiento. Solamente así podemos continuar viviendo como pueblos completamente soberanos. Y ustedes también, porque son parte de la familia de este mundo, ustedes también deberían estar muy preocupados, porque el enemigo común también es su enemigo, y ese enemigo también les impone políticas a sus Gobiernos. Los alerto
para que no sean tan dependientes del país bajo el que estamos, del Gobierno bajo el que estamos. Les hemos demostrado cuántos cientos de años hemos sobrevivido. Queremos seguir existiendo[344].
El trabajo internacional en las Naciones Unidas crecía lentamente al principio, pero hacia mediados de la década de 1980 confluían en él representantes indígenas de base de todas partes del mundo y se gestaban importantes iniciativas. La causa indígena mundial alcanzó un hito histórico en 2007 cuando la Asamblea General de la ONU aprobó la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. Fueron solo cuatro los miembros de la asamblea que votaron en contra, todos ellos provenientes de Estados colonizadores anglosajones: Estados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda y Australia. Más tarde, los cuatro, con algo de vergüenza, cambiaron su voto[345]. Las percepciones de la mayoría de los indígenas se reflejan en la opinión del profesor cheyene Leo Killsback respecto de que la declaración «saca a las culturas de Occidente de su viejo mundo de salvajismo y las acerca a la humanidad» y lo compara con lo sucedido al final de la Segunda Guerra Mundial: Tras la caída de la Alemania nazi, sus líderes fueron objeto de ostracismo público, se los juzgó, condenó y ejecutó por crímenes de guerra en los juicios de Núremberg. Esto dio lugar a la Convención contra el Genocidio y la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Miembros de la sociedad nazi reconocieron que el Holocausto había ocurrido y algunos tuvieron que visitar campos de concentración que estaban a metros de sus lugares de residencia. A partir de la verdad y la reconciliación, la sociedad alemana comenzó a reconstruirse a sí misma, y con el fin de su mundo salvaje, ellos y otros muchos países adoptaron leyes contra la negación del Holocausto. Es exactamente así como una sociedad pasó de una realidad a otra[346].
Para los pueblos indígenas de Norteamérica, una acción importante dentro del marco de derechos humanos de la ONU fue el mandato que recibió un relator especial, Miguel Alfonso Martínez, de investigar el estado de los tratados y acuerdos celebrados entre naciones indígenas y las potencias coloniales originales y Gobiernos nacionales que hoy reclaman autoridad
sobre las naciones indígenas por virtud de esos tratados. El informe sobre tratados, finalizado en 1999, es una herramienta útil para los pueblos originarios de Estados Unidos en sus luchas continuas por la recuperación de tierras y la soberanía. En la investigación se concluye que los derechos indígenas consagrados en los tratados tienen plena vigencia en la actualidad. Para llegar a esas conclusiones el relator especial se basó en gran medida en la Constitución de Estados Unidos, que en el artículo VI establece que «todos los Tratados celebrados o que se celebren bajo la autoridad de Estados Unidos serán la Ley Suprema del país; y los Jueces de cada Estado estarán por lo tanto obligados a observarlos, sin consideración de ninguna cosa en contrario en la Constitución o las leyes de cualquier Estado». El artículo I, sección 8, por su parte, incluye de manera explícita la relación con las naciones indígenas como parte de las facultades del Congreso: «Regular el comercio con las naciones extranjeras, entre los diferentes Estados y con las tribus indígenas»[347].
Reclamaciones de tierras Siendo que una gran parte de los territorios y recursos de las naciones indígenas en lo que hoy es Estados Unidos se han expropiado mediante guerras agresivas, robo directo y apropiaciones legislativas, los pueblos nativos tienen numerosas reclamaciones de reparación y restitución. Estas naciones han negociado una serie de tratados con Estados Unidos, que incluían transferencia de tierras y compensación monetaria, pero los territorios indígenas restantes han ido reduciéndose de manera constante debido a la apropiación federal directa por distintos medios y a la falta de cumplimiento por parte del Gobierno federal de su obligación de proteger las posesiones indígenas, según lo requerían los tratados. El Gobierno estadounidense ha reconocido algunas de estas reclamaciones y ha ofrecido compensación monetaria. Sin embargo, desde la intensificación del movimiento por los derechos indígenas en la década de 1960, las naciones indígenas han exigido la restitución de tierras protegidas por tratados, en lugar de la compensación
monetaria. Los nativos estadounidenses, incluyendo aquellos que son expertos jurídicos, no suelen utilizar el término «reparaciones» para referirse a sus reclamaciones de tierras y derechos consagrados por los tratados. En lugar de ello, reclaman el restablecimiento, la restitución o la repatriación de tierras adquiridas por Estados Unidos al margen de lo establecido en los tratados válidos. Estas reclamaciones por la devolución de las tierras y el agua y otros recursos ilegalmente expropiados podrían denominarse «reparaciones», pero no tienen un paralelo, por ejemplo, con las reparaciones monetarias adeudadas a los estadounidenses de ascendencia japonesa por su encarcelamiento forzado o a los descendientes de los afroestadounidenses esclavizados. No hay compensación pecuniaria que pueda compensar por las tierras robadas, sobre todo, las tierras sagradas que los pueblos indígenas necesitan para recuperar su cohesión social. Sin embargo, hay una forma de reclamación que pretende la compensación monetaria y podría servir de ejemplo para otros casos. De los cientos de litigios que los grupos indígenas han iniciado por el mal manejo de los fondos fiduciarios federales, la mayoría a partir de la década de 1960, el más importante y más conocido es la acción colectiva Cobell vs. Salazar, de 1996, resuelta en 2011. Los litigantes indígenas individuales, de muchas naciones distintas, sostuvieron que el Departamento del Interior de Estados Unidos, como administrador de los activos indígenas, había perdido, malgastado, robado o, de otro modo, desperdiciado cientos de millones de dólares a partir de la parcelación obligatoria que comenzó a finales de la década de 1880. Hacia finales de 2009, era claro que el fallo favorecería a los grupos indígenas cuando los principales demandantes, en representación de casi medio millón de individuos indígenas, aceptaron un acuerdo por 3.400 millones de dólares, propuesto por el Gobierno de Obama. El monto del acuerdo fue mayor que los quinientos millones que el tribunal probablemente hubiera ofrecido. Sin embargo, al llegar a un acuerdo, se sacrificó la explicación detallada del abuso de poder cometido por el Gobierno. Un periodista lamentó que «con este resultado, algunas personas involucradas en el caso, sobre todo los abogados, se harán ricas, mientras que muchos indígenas —muy probablemente la mayoría— recibirán un tercio de lo que cuesta alimentar a una familia durante
apenas un año»[348]. Otra forma importante de reparación es la repatriación de los restos de ancestros y elementos funerarios. Después de mucho luchar, especialistas indígenas en religión lograron que el Congreso promulgara en 1990 una Ley de Protección y Repatriación de Tumbas Indígenas (Nagpra, por sus siglas en inglés), que exige a los museos devolver restos humanos y elementos funerarios a las comunidades indígenas correspondientes. Es pertinente que el Congreso haya utilizado el término «repatriación» en la ley. Antes de la Nagpra, el Gobierno federal había empleado el mismo término para describir la devolución de los restos de prisioneros de guerra a naciones extranjeras. Las naciones indígenas estadounidenses también son soberanas, por lo que la caracterización de las devoluciones fue correcta[349]. Si bien la compensación por el mal manejo de los fondos fiduciarios y la repatriación de los restos ancestrales son victorias importantes, las reclamaciones de tierras y derechos consagrados en los tratados son fundamentales para la lucha de los pueblos indígenas por la reparación. El caso de la gran nación siux ejemplifica la persistencia de las naciones y comunidades para proteger su soberanía y sus culturas. Los siux nunca han aceptado la validez de la expropiación estadounidense de Paha Sapa, las Colinas Negras. El monte Rushmore es objeto de polémicas entre los indígenas estadounidenses porque se ubica en las Colinas Negras. Miembros del AIM encabezaron ocupaciones del monumento a partir de 1971. La devolución de las Colinas Negras fue la reclamación siux más importante durante la ocupación de Wounded Knee en 1973[350]. Gracias a una década de intensas protestas y ocupaciones, el 23 de julio de 1980, en el caso Estados Unidos vs. nación indígena siux, el Tribunal Supremo de Estados Unidos determinó que las Colinas Negras habían sido ilegalmente apropiadas y que debía pagarse una compensación equivalente al precio de oferta inicial, más intereses: casi 106 millones de dólares. Los siux rechazaron el dinero y siguieron reclamando la devolución de las colinas. El dinero se mantuvo en una cuenta remunerada, que para 2010 ascendía a más de 757 millones de dólares. Los siux creen que aceptar el dinero hubiera validado el robo de Estados Unidos de su tierra más sagrada. La determinación del pueblo indígena de repatriar las Colinas Negras atrajo la atención de los medios
nuevamente en 2011. El 24 de agosto de ese año se emitió un segmento del programa NewsHour de la cadena PBS titulado «Para la gran nación siux, las Colinas Negras no pueden comprarse por 1.300 millones de dólares». El periodista dijo que una reserva siux es uno de los lugares de Estados Unidos más difíciles para vivir: Pocas personas en el hemisferio occidental tienen menos expectativa de vida que en ese lugar. Los hombres viven en promedio hasta los cuarenta y ocho años, las mujeres, hasta los cincuenta y dos. Casi la mitad de los adultos mayores de cuarenta tienen diabetes. Las condiciones económicas son aún peores. Las tasas de desempleo se mantienen constantes por encima del 80 %. En el condado de Shannon, dentro de la reserva de Pine Ridge, la mitad de los niños vive en la pobreza y el ingreso promedio es de ocho mil dólares al año. Pero hay dinero disponible: un fondo federal que hora vale más de mil millones de dólares. Se encuentra aquí, en el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, hasta que nueve tribus siux retiren el dinero. El fondo se inició a partir de un fallo del Tribunal Supremo de 1980 que apartó 105 millones de dólares para compensar a los siux por la apropiación de las Colinas Negras en 1877, una cadena montañosa aislada, rica en minerales, que se extiende desde Dakota del Sur hasta Wyoming. El único problema: los siux nunca quisieron el dinero porque la tierra nunca estuvo en venta[351].
Que una de las comunidades más empobrecidas de las Américas rechace mil millones de dólares demuestra la importancia y el significado que tiene la tierra para los siux, no como recurso económico, sino como una relación entre las personas y el lugar, una característica trascendental de la resiliencia de los pueblos indígenas de las Américas.
Autodeterminación económica La relación entre el desarrollo económico y los pueblos indígenas en Estados Unidos no es un fenómeno del siglo XX. La colusión entre el ámbito empresarial y el Gobierno en el robo y explotación de las tierras y los recursos
indígenas es el elemento central de la colonización y constituye la base de la riqueza y el poder del país norteamericano. Hacia el final del siglo XIX, las comunidades indígenas tenían escaso control sobre sus recursos o su situación económica y solo recibían regalías por minería y arrendamiento, fondos mantenidos en un fideicomiso en Washington. Durante la «Guerra contra la Pobreza», del Gobierno de Johnson, la mayor parte del desarrollo económico en las reservas fue impulsado con financiación y subsidios de la Administración de Desarrollo Económico, la Oficina de Oportunidad Económica y otras agencias gubernamentales. La Oficina de Asuntos Indígenas creó un programa para atraer plantas industriales hacia las reservas, con la promesa de mano de obra barata e inversiones en infraestructura. El más extenso de esos experimentos fue el de la planta de montaje de la enorme empresa de electrónica Fairchild, en la nación navaja. Instalada en la ciudad de Shiprock (en la parte noreste de la reserva, en Nuevo México) en 1969, para 1975 la planta era el empleador industrial más grande de Nuevo México. Inicialmente, la fuerza de trabajo estaba compuesta por mil doscientos navajos. Para 1974, el número se había reducido a mil, pero los navajos aún eran el 95 % del total. Luego, durante los años 1974 y 1975, el número de navajos disminuyó a seiscientos. La oficina central de Fairchild en Mountain View, California, afirmó que los navajos estaban renunciando, algo muy común en la industria electrónica de ensamblaje. Para reemplazarlos se contrataba a no indígenas. Lo que en realidad había sucedido eran despidos, no renuncias. El Gobierno federal subsidiaba los salarios durante los seis meses de capacitación laboral, aunque el puesto no requería de mucha capacitación, y Fairchild estaba despidiendo a esos trabajadores a los que tendría que pagarles y contratando a nuevos aprendices sin costo alguno. Activistas locales navajos y exempleados de Fairchild, con la ayuda de líderes del Movimiento Indígena Estadounidense, organizaron una protesta en la planta, durante la que se ocuparon las instalaciones. Fairchild desmanteló la planta y la trasladó al exterior. Los manifestantes recuperaron documentos que revelaban que Fairchild estaba buscando un pretexto para romper el acuerdo de arrendamiento. La nación navaja había construido la planta según las especificaciones de Fairchild a un costo de tres millones y medio de dólares[352].
La Ley de Autodeterminación Indígena de 1975 validaba el control indígena de su propio desarrollo social y económico y la continuación de las obligaciones financieras federales según lo establecido en los tratados y acuerdos. De acuerdo con el nuevo mandato, un grupo de naciones indígenas con recursos minerales formaron el Consejo de Recursos Energéticos Tribales (CERT). Siguiendo el patrón de la federación de Estados productores de petróleo, la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo), el CERT buscaba renegociar las concesiones mineras que la BIA prácticamente había regalado a las compañías de energía. Las tierras indígenas al oeste del Misisipi tenían una cantidad considerable de recursos: el 30 % del carbón bajo en azufre de Estados Unidos, el 5 % del petróleo, el 10 % del gas natural y el 80 % del uranio. El CERT logró establecer un centro de información y acción en Denver para brindar asistencia técnica y legal a sus miembros. La nación apache jicarilla fijó un impuesto a la utilización de los recursos petroleros y gasíferos de sus tierras. Una impugnación jurídica corporativa contra ese impuesto llegó hasta el Tribunal Supremo, que determinó que las naciones indígenas tenían derecho a gravar a las corporaciones que operaban dentro de sus límites. El presidente navajo Peter MacDonald fue el motor principal en la fundación del CERT y su primer director. Pero muy pronto los jóvenes navajos, que percibían los inconvenientes de la destrucción ecológica, empezaron a cuestionar su esquema, en el que la minería era la base del desarrollo económico. La minería superficial de carbón y uranio en la nación navaja ya había hecho daño suficiente, pero luego se instaló una planta de gasificación de carbón para alimentar la planta de generación de electricidad que enviaba energía a Phoenix y Los Ángeles, aunque a los navajos les entregaba muy poca o ninguna. El activista navajo John Redhouse, que luego sería director del Consejo Nacional de la Juventud Indígena, estuvo al frente de la lucha contra la actividad minera irrestricta durante décadas, lucha que continuaron las nuevas generaciones[353]. Como muchas ciudades y estados del país en vías de desindustrialización durante la década de 1980, algunas naciones indígenas optaron por el juego como medio de obtención de renta. En 1986, formaron la Asociación Nacional Indígena de Juegos de Azar para presionar a los Gobiernos estatales
y federal y representar los intereses de sus miembros. Pero en 1988 el Congreso aprobó la Ley de Regulación de Juegos de Azar Indígenas, que les otorgó a los estados cierto nivel de control; para las naciones indígenas que gestionan casinos es una peligrosa cesión de soberanía. En la actualidad, las operaciones de juego indígenas conforman una industria de 26.000 millones de dólares anuales, que emplea a 300.000 personas y en la cual casi la mitad de las 564 naciones reconocidas por el Gobierno federal gestionan casinos de distinto tamaño. Las ganancias obtenidas se han utilizado de diversas maneras, algunas en pagos per cápita, otras en desarrollo educativo y lingüístico, vivienda, hospitales e incluso en proyectos de gran envergadura, como el Museo Nacional del Indígena Estadounidense, que depende del Instituto Smithsoniano. Una buena porción de las ganancias se destina a presionar a políticos de los Gobiernos estatales y del Gobierno federal. El poder de lobby de la industria del juego indígena en California, por ejemplo, ocupa el segundo lugar después del sindicato de guardias de prisión del estado[354].
La narrativa de la disfunción Los principales libros y medios de comunicación suelen revelar y denunciar la pobreza y disfunción social en las comunidades indígenas. Las tasas de alcoholismo y suicidio son mucho más elevadas que el promedio nacional y aún más altas que en otras comunidades que viven en la pobreza. En un libro de casos de estudio sobre pobreza y áreas desatendidas en situación de grave deterioro en Estados Unidos, el periodista Chris Hedges ofreció un relato vehemente sobre la reserva de Pine Ridge[355]. Por muy bienintencionadas y precisas que sean estas descripciones, sin embargo, pasan por alto las circunstancias específicas que reproducen la pobreza y el estigma social indígenas: es decir, la condición colonial. Como han remarcado Vine Deloria Jr. y otros activistas y académicos indígenas estadounidenses, hay un vínculo directo entre la supresión de la soberanía
indígena y la indefensión manifiesta en el deterioro de las condiciones sociales. Deloria Jr. explicó que para los siux todos tienen responsabilidades y rituales que llevar a cabo, relacionadas con una geografía particular. En su caso, se trata de los sitios que se encuentran en las Colinas Negras: «Algunos de los hombres sagrados dirán que muchos de los problemas sociales de los siux son resultado de haber perdido las Colinas Negras, porque no pueden cumplir con sus deberes y así contribuir a la creación continua. Como consecuencia, la gente comenzó a abandonarlos y empezaron a sufrir y a pelearse entre ellos»[356]. Al seguir ignorando los derechos conferidos en los tratados y negar la restitución de tierras sagradas como las Colinas Negras, el Gobierno federal impide que las comunidades indígenas cumplan con sus responsabilidades más elementales, según indican sus enseñanzas culturales y religiosas. En otras palabras, la soberanía equivale a la supervivencia: construir nación en lugar de genocidio. La etnógrafa Nancy Oestreich ofrece una descripción provocadora del alcoholismo entre indígenas, dice que es «la forma de protesta continuada más antigua del mundo»[357]. Los efectos de la colonización permanente forman patrones similares en las comunidades indígenas de las Américas y también entre los maoríes de Nueva Zelanda y los aborígenes australianos[358]. La experiencia de generaciones de indígenas estadounidenses en internados dentro y fuera de las reservas, manejados por el Gobierno federal o por misiones cristianas, contribuyó de manera significativa a la disfunción familiar y social que aún puede verse en las comunidades. Se dieron abusos infantiles, incluidos abusos sexuales —desde la fundación de las primeras escuelas por parte de los misioneros en la década de 1830 y el Gobierno federal en 1875, hasta el cierre o reforma de la mayoría en la década de 1970 —, que traumatizaron a los supervivientes y a su progenie[359]. En 2002, una coalición de grupos indígenas inició el Proyecto de Sanación de los Internados, que documentó mediante investigaciones e historia oral los abusos generalizados, que van más allá de las víctimas individuales y perturban la vida indígena en todos los niveles. Sol Alce fue el primer niño del muy tradicional Pueblo de Taos en asistir a la escuela industrial Carlisle, donde pasó siete años a partir de 1883. Después de un retorno difícil a la sociedad taos, contó su historia:
Nos decían que las costumbres indias eran malas. Decían que teníamos que civilizarnos. También recuerdo esa palabra. Quiere decir «ser como el hombre blanco». Estoy dispuesto a ser como el hombre blanco, pero no creo que las costumbres indias estén mal. Pero ellos nos enseñaron eso durante siete años. Y los libros decían que los indígenas habían sido muy malos con el hombre blanco, que habían incendiado sus pueblos y habían matado a sus mujeres y niños. Pero yo había visto a los hombres blancos hacerles eso a los indios. Todos usábamos la ropa de los hombres blancos y comíamos la comida de los hombres blancos e íbamos a las iglesias de los hombres blancos y hablábamos el habla del hombre blanco. Y así después de un tiempo también comenzamos a decir que los indios eran malos. Nos reíamos de nuestra propia gente y de sus mantas y vasijas y sociedades sagradas y danzas[360].
Las familias indígenas no conocían el castigo corporal, pero en los internados era una práctica rutinaria. Frecuentemente, el castigo se recibía por ser «demasiado indígena»: cuanto más oscura la tez del niño, más frecuentes y duras eran las palizas. Se le hacía sentir al niño que ser indígena era un delito[361]. Una mujer cuya madre vivió la experiencia de estar en un internado contó las consecuencias: Probablemente mi madre y […] sus hermanos y hermanas fueron los primeros de nuestra familia en ir a un internado […]. Y las historias que nos contó […] eran horrorosas. Los golpeaban. Había un compañero de clase muy joven —no sé cuántos años tenían, tal vez estaban en preescolar o en la primaria— que perdió una mano cuando lo mandaron a limpiar una máquina que horneaba pan o cortaba masa o algo así, y como castigo tuvo que estar arrodillado durante horas en el suelo helado del sótano […]. Mi madre vivió con rabia toda su vida, y creo que el hecho de que se los llevaran cuando eran tan jóvenes es parte de esa rabia —las consecuencias—, y de cómo fue para nosotros como familia[362].
El historiador ponca Roger Cabeza de Búfalo confirma ese testimonio: La idea del castigo corporal, tan ajena a las culturas tradicionales indígenas, pasó a ser un modo de vida para los estudiantes que volvían de su experiencia educativa. Pero en las décadas de 1930 y 1940 había en la mayoría de las comunidades nativas —en las que muchísimos jóvenes habían asistido, en los años previos, a los internados— una cantidad cada vez mayor de padres que utilizaban el castigo corporal en la crianza de sus hijos, de manera que, aunque no es posible probar el
vínculo directo, creo que puede verse con seguridad que las experiencias en los internados, donde el castigo corporal estaba a la orden del día, tuvieron [su] impacto en las generaciones futuras de indígenas[363].
El abuso sexual de niños y niñas también era moneda corriente. Una mujer recuerda: «Teníamos distintos maestros durante esos años; algunos embarazaban a las niñas y tenían que irse […]. [Un maestro] ponía sus brazos alrededor de esta muchacha y la acariciaba, a veces la subía a su regazo […]. Cuando yo ingresé, el señor M. me rodeaba con su brazo y deslizaba mi brazo hasta abajo frotándose con él. También frotaba su cara contra la mía». En una escuela de misioneros, un cura era conocido por sus insinuaciones sexuales: «Bueno, terminé junto a él [el cura] […] y de pronto empezó a tocar mis piernas […]. Yo me estaba poniendo muy incómoda y él empezó a intentar meterme las manos en el pantalón»[364]. Las monjas también participaban de los abusos sexuales: «Una monja estaba bañándome con una esponja y comenzó a excederse bastante con su baño de esponja. Así que le quité la mano. Separó mis piernas mientras me pegaba en la parte interna de los muslos con una correa. Nunca volví a detenerla»[365]. Gran cantidad de documentos y testimonios atestiguan la interminable resistencia de los niños y niñas en los internados. Escapar era la manera más común de resistir, pero también había actos de no participación y sabotaje, hablaban su lengua en secreto y practicaban ceremonias. Esto sin duda explica su supervivencia, pero para comprender el daño no hay explicación que alcance. El historiador mohawk Taiaiake Alfred pregunta: «¿Cuál es el legado del colonialismo? El despojo, la falta de empoderamiento y las enfermedades que dejó el hombre blanco, con toda seguridad […]. Sin embargo, el enemigo está a la vista: internados, racismo, expropiación, extinción, guerra, beneficencia»[366]. Las mujeres indígenas en particular se llevan la peor parte de la violencia sexual, tanto en sus familias como por parte de los colonos. Hace tiempo que la incidencia de violaciones en las reservas es astronómica. Las restricciones colonialistas a la autoridad de policía indígena en las reservas —otro legado más de la doctrina del descubrimiento y el menoscabo de la soberanía indígena— abrieron las puertas a los perpetradores de violencia sexual, que
saben que no habrá castigo a sus acciones[367]. En el sistema colonial estadounidense, la jurisdicción de los delitos cometidos en tierras indígenas corresponde a las autoridades federales y estatales porque la justicia nativa solo puede aplicarse a los residentes de las reservas, y en casos de delitos menores. Una de cada tres mujeres indígenas ha sido violada o sufrió un intento de violación, y la tasa de agresiones sexuales en mujeres indígenas estadounidenses es más del doble que el promedio nacional. Durante cinco años, después de la publicación de un duro informe de Amnistía Internacional en 2007, organizaciones indígenas y de mujeres, incluyendo la Organización Nacional para las Mujeres (NOW), presionaron al Congreso para que agregara una nueva sección a la Ley de Violencia contra las Mujeres (VAWA) de 1994 que abordaba la situación especial de las mujeres indígenas que viven en las reservas[368]. Esa disposición adicional iba a permitir que los tribunales de las naciones indígenas arrestaran y enjuiciaran a hombres no indígenas que entraban en las reservas y cometían violaciones. A finales de 2012, el Congreso, de mayoría republicana, negó la reautorización de la VAWA porque incluía esa disposición. Sin embargo, en marzo de 2013, la oposición se vio superada y el presidente Barack Obama firmó el proyecto enmendado para convertirlo en ley: un pequeño paso hacia la soberanía indígena.
Gobernanza indígena Durante generaciones, las naciones nativas, en ocasiones con la ayuda de Gobiernos federales o estatales, han tratado los síntomas del colonialismo. Pero con el surgimiento de los poderosos movimientos indígenas por la autodeterminación en la segunda mitad del siglo XX, esas naciones participaron en la redacción y establecimiento de un nuevo derecho internacional que apoya sus aspiraciones y comenzaron a trabajar en el apuntalamiento de su soberanía a través de la gobernanza. Mediante este trabajo, los pueblos indígenas de Estados Unidos han reconceptualizado sus formas actuales de gobierno sobre la base de nuevas constituciones que reflejan sus culturas específicas. El hecho de que los navajos estén pensando
en una futura Constitución expresa ese deseo. Como otras naciones nativas, la navaja, la más populosa y la que posee mayor base territorial, nunca ha tenido una Constitución. Otras tienen constituciones similares a la de Estados Unidos. Casi sesenta naciones indígenas adoptaron constituciones antes de 1934. Después de la aprobación de la Ley de Reorganización Indígena de ese año, otras ciento treinta naciones redactaron constituciones siguiendo directrices federales, pero sin participación significativa de sus ciudadanos[369]. El movimiento por la creación, revisión o rescritura de las constituciones ha gozado de un éxito notable en dos instancias durante la primera década del siglo XXI. Desde 2004 a 2006 la nación osage, ubicada en el noreste de Oklahoma, ha iniciado un proceso contencioso de reforma que produjo una nueva Constitución. El preámbulo refleja el contexto y contenido extraordinarios de esta nueva ley: Nosotros, los wah-zha-zhe, conocidos como pueblo osage, habiendo formado clanes en el pasado lejano, hemos sido un pueblo, y como pueblo hemos caminado sobre esta tierra y gozado de las bendiciones de Wah-kon-tah por más siglos de los que realmente podemos saber. Habiendo resuelto vivir en armonía, nos reunimos para que una vez más podamos unirnos como nación y como pueblo, apelando a los valores fundamentales que consideramos sagrados: Justicia, Equidad, Compasión, Respeto y Protección hacia los Niños, Ancianos, Todos los Seres y nuestro Ser. En homenaje a las generaciones de líderes osages del pasado y el presente, damos gracias por su sabiduría y coraje. Reconociendo nuestro antiguo orden tribal como base del actual Gobierno, reformado por primera vez en la Constitución de la nación osage de 1881, continuamos nuestro legado reorganizando nuestro Gobierno una vez más. La Constitución, creada por el pueblo osage, otorga por la presente a cada ciudadano osage un voto que es igual al de todos los demás y forma un Gobierno que es responsable ante los ciudadanos de la nación osage. Nosotros, el pueblo osage, sobre la base de haber sido pueblo por siglos, ahora fortalecemos nuestro Gobierno para preservar y perpetuar un modo de vida osage pleno y abundante que beneficie a todos los osages vivos y por nacer[370].
De manera similar, en 2009 la nación tierra blanca del pueblo anishinaabe (ojibwe) adoptó una nueva Constitución. Tierra blanca se encuentra en la
zona centro de Minnesota y es una de las reservas anishinaabes de ese estado, además de las que hay en Wisconsin, Dakota del Sur y Canadá. El preámbulo a la Constitución de la nación tierra blanca es revelador: Los anishinaabes de la nación tierra blanca son ancestros de una gran tradición de libertad continental, una constitución nativa de familias, asociaciones totémicas. Los anishinaabes crean relatos de razón natural, coraje, lealtad, humor, inspiración espiritual, survivance, altruismo recíproco y soberanía cultural nativa. Nosotros, los anishinaabes de la nación tierra blanca, para garantizar una soberanía inherente y esencial, fomentamos tradiciones de libertad, justicia y paz, y reservamos recursos comunes, y para garantizar los derechos inalienables de gobernanza nativa para nuestra posteridad, constituimos, decretamos y establecemos la Constitución de la nación tierra blanca[371].
Gerald Vizenor, ciudadano de esa nación, autor exitoso e intelectual destacado, participó en la redacción de la Constitución. Al explicar el concepto de survivance, que él mismo acuñó, subraya que se trata de un concepto que se origina en las narrativas indígenas: «Las convenciones de la survivance crean un sentido de presencia nativa por sobre la nihilidad y la victoria. Survivance es una presencia activa: no es ausencia, desarraigo ni olvido etnográfico; es la continuación de narrativas, no una mera reacción, por muy pertinente que esta sea. Los relatos de survivance son renuncias a la dominación, a los insoportables sentimientos de tragedia y el legado del victimry[372]»,[373] . La doctrina del descubrimiento se está disolviendo a la luz de estos profundos actos de soberanía. Pero ni las oscuras leyes coloniales ni el trauma histórico del genocidio desaparecen sin más con el paso del tiempo, desde luego no cuando las condiciones de vida y conciencia las perpetúan. El movimiento indígena de autodeterminación y soberanía no solo está transformando las comunidades y naciones indígenas del continente, sino también, y de manera inevitable, a Estados Unidos. Cómo se están logrando esas transformaciones es tema del capítulo final.
Conclusión El futuro de Estados Unidos Que la colonización incesante de naciones indígenas estadounidenses, personas y tierras le provee a Estados Unidos los recursos económicos y materiales que necesita para proyectar su mirada imperialista en todo el mundo es un hecho obvio dentro de lo que es, en esencia, la construcción nacional que una población de colonos hace de sí misma como democracia multicultural y multirracial cada vez más perfecta, y al mismo tiempo algo continuamente tapado por esa misma construcción […]. El estatus de los indígenas estadounidenses como miembros de naciones soberanas colonizadas por Estados Unidos continúa acechando y modificando su razón de ser. JODI BYRD[374]
L
a narrativa convencional de la historia estadounidense sigue segregando a las «guerras indias» como una subespecialización dentro de la dudosa categoría del «Oeste». Luego están los wésterns, las novelas baratas, las películas y los programas de televisión que casi todos los estadounidenses tomaron junto con la leche materna, y que para mediados del siglo XX eran populares prácticamente en cada rincón del mundo[375]. La arquitectura de la
dominación mundial de Estados Unidos se diseñó y puso a prueba durante este periodo de militarismo continental, que a su vez se alimentó de los cien años anteriores y generó sus propias innovaciones en la aplicación de la guerra total. La llegada del siglo XXI vio irrumpir en la escena mundial una nueva forma de militarismo e imperialismo estadounidense más descarada cuando la elección de George W. Bush significó la entrega del control de la política exterior estadounidense a una facción neoconservadora y belicista del Pentágono, que venía gestándose hacía mucho tiempo, y a sus halcones civiles. Sus siguientes ocho años de control político incluyeron dos invasiones militares de gran escala y cientos de pequeñas guerras en todo el mundo, que hicieron uso de las Fuerzas Especiales estadounidenses y establecieron un modelo que persistió una vez que el poder político de estos grupos había menguado.
«Territorio injun[376]» Un analista militar de renombre dio un paso al frente y estableció las conexiones entre las «guerras indias» y lo que él considera el brillante pasado y futuro imperialista del país. Robert D. Kaplan, en su libro de 2005 Gruñidos imperiales, presentó varios casos de estudio que representaban, a su entender, operaciones de gran éxito: Yemen, Colombia, Mongolia y Filipinas, además de complejos proyectos en desarrollo en el Cuerno de África, Afganistán e Irak[377]. Mientras los ciudadanos estadounidenses y muchos de sus representantes electos pedían el fin de las intervenciones militares —de aquellas de las que tenían conocimiento—, incluidas Irak y Afganistán, Kaplan celebraba las acciones de contrainsurgencia prolongadas en África, Asia, Oriente Medio, América Latina y el Pacífico. Presentó una guía explicativa del control de Estados Unidos en esas áreas del mundo basada en el hecho de que el país había conseguido la dominación continental en Norteamérica por medio de la contrainsurgencia y el empleo de la guerra total e ilimitada. Kaplan, investigador meticuloso y escritor influyente nacido en 1952 en la
ciudad de Nueva York, escribió para grandes periódicos y revistas antes de emplearse como «estratega geopolítico principal» para el think tank de seguridad privada Stratford. Entre otros puestos importantes, ha sido investigador principal del Center for a New American Security en Washington D. C. y miembro del Defense Policy Board, un comité asesor federal del Departamento de Defensa. En 2011, la revista Foreign Policy lo señaló como uno de los «cien principales pensadores globales» del mundo. Autor de varios libros que han sido éxitos de ventas, incluyendo Fantasmas balcánicos y Rendición o hambre, Kaplan se convirtió en uno de los principales impulsores intelectuales del poder mundial de Estados Unidos obtenido mediante el conocido y eficaz «modo estadounidense de hacer la guerra». Es el modo que puede rastrearse hasta llegar al periodo colonial británico descrito por el historiador militar John Grenier como una combinación de «guerra ilimitada y guerra irregular», una tradición militar «que aceptó, legitimó y fomentó ataques contra no combatientes, y su destrucción, y contra pueblos y recursos agrícolas […] en campañas de una violencia perturbadora, con las que buscaban cumplir sus objetivos de conquista»[378]. Kaplan resume su tesis en el prólogo a Gruñidos imperiales, al que titula «Territorio injun»: Al comienzo del siglo XXI, las Fuerzas Armadas estadounidenses ya se habían apropiado de toda la tierra y estaban listas para inundar de tropas sus más recónditas áreas de un momento a otro. El Pentágono dividió el planeta en cinco comandos de área, de manera similar a la división realizada por el Ejército estadounidense del Territorio Indio del oeste estadounidense a mediados del siglo XIX […]. Según los soldados y marines que conocí en el terreno en lejanos rincones del planeta, la comparación con el siglo XIX es […] acertada. «Bienvenido a territorio injun» era la frase que repetían las tropas, desde Colombia a Filipinas, incluyendo Afganistán e Irak. Con seguridad, el problema para el Ejército estadounidense no era tanto el fundamentalismo [islámico] como la anarquía. En realidad, la guerra contra el terrorismo se centraba en la domesticación de la frontera[379].
Kaplan prosigue con una ridiculización de las «elites en Nueva York y Washington» que debaten el imperialismo en «términos históricos, grandilocuentes», mientras que los individuos de los servicios armados
interpretan las políticas de acuerdo con las circunstancias particulares que afrontan y permanecen indiferentes o ignorantes ante el hecho de que son parte de un proyecto imperialista. Este libro muestra cómo funcionan el colonialismo y el imperialismo. Kaplan cuestiona el concepto de destino manifiesto sosteniendo que «no era inevitable que Estados Unidos tuviera un imperio en la parte oeste del continente». Por el contrario, afirma, el imperio del oeste fue resultado de «pequeños grupos de hombres de frontera, separados unos de otros por grandes distancias». Aquí Kaplan se refiere a lo que Grenier llama colonos rangers, que destruyen las ciudades, campos y provisiones indígenas. Si bien Kaplan resta importancia al papel del Ejército estadounidense en comparación con el que desempeñaron los colonos «justicieros», a los que iguala con las fuerzas especiales modernas, reconoce que el ejército regular brindó el apoyo letal para la contrainsurgencia de los colonos al aniquilar al búfalo, alimento de los pueblos de las llanuras, y realizar ataques continuos a los asentamientos para matar o retener a las familias de los luchadores indígenas[380]. Kaplan resume la genealogía del militarismo estadounidense actual: Mientras que en los umbrales del nuevo milenio el estadounidense promedio encontró inspiración patriótica en el legado de la guerra civil y la Segunda Guerra Mundial, cuando se enfrentó y derrotó a los males de la esclavitud y el fascismo, para muchos oficiales y suboficiales del Ejército estadounidense el momento decisivo fue la lucha contra los «indios». El legado de las guerras indias era palpable en la cantidad de bases militares repartidas por el sur, el Medio Oeste y sobre todo las Grandes Llanuras: ese vasto desierto y estepa que conforma el «corazón» histórico del Ejército, salpicado de famosos puestos de avanzada como los fuertes Hays, Kearney, Leavenworth, Riley y Sill. Leavenworth, donde se bifurcaban los senderos de Oregón y Santa Fe, ahora era el sitio de la Escuela de Comando y Estado Mayor; Riley, la base del Séptimo de Caballería de George Armstrong Custer, ahora era la de la Primera División de Infantería; y Sill, donde Gerónimo pasó los últimos años de su vida, ahora era el centro de artillería […]. Si bien fueron microscópicas en cuanto a su tamaño, fueron las rápidas e irregulares acciones militares contra los indios —inmortalizadas en bronce y óleo por Remington— las que dieron forma a la naturaleza del nacionalismo estadounidense[381].
Aunque Kaplan se basa principalmente en la fuente de la contrainsurgencia estadounidense de fines del siglo XIX, en una nota al pie informa de lo que aprendió en el Museo de Operaciones Especiales Aerotransportadas en Fayetteville (Carolina del Norte): «Es un hecho pequeño pero interesante el que los miembros de la 101.ª División Aerotransportadora, en preparación para su aterrizaje en paracaídas el Día D, se rasuraran al estilo mohawk y se pintaran la cara»[382]. Esto nos retrotrae a las guerras coloniales de la preindependencia, pasando por el periodo de independencia estadounidense y el mito popularizado por El último mohicano. Kaplan refuta el argumento de que los ataques al World Trade Center y al Pentágono del 11 de septiembre de 2001 hayan introducido al país en una nueva era de guerras y lo hayan llevado a establecer bases militares en todo el mundo. Kaplan señala correctamente que, antes de 2001, el Mando de Operaciones Especiales del Ejército había estado llevando a cabo maniobras desde la década de 1980 en «ciento setenta países por año, con un promedio de nueve “profesionales silenciosos” en cada misión. El alcance de Estados Unidos era extenso; su participación en los Estados más recónditos, proteica. En lugar del Ejército de ciudadanos conscriptos que combatió en la Segunda Guerra Mundial, ahora había un Ejército profesional que, igual que otras fuerzas imperiales a lo largo de la historia, disfrutaba del estilo de vida del soldado como fin en sí mismo»[383]. El 13 de octubre de 2011, en su declaración ante el Comité de Servicios Armados de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, el general Martin Dempsey afirmó: «No asumí la presidencia del Estado Mayor Conjunto para supervisar el deterioro de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, ni un estado final en el que esta nación y su Ejército no sean una potencia mundial […]. Eso no es lo que somos como nación». El regreso de la tortura legalizada Los cuerpos —cuerpos torturados, cuerpos sexualmente violados, cuerpos encarcelados, cuerpos muertos— aparecieron como tema principal durante los primeros años posteriores a los ataques de septiembre de 2011, durante el gobierno de George W.
Bush, a los que se respondió con una guerra de venganza contra Afganistán y con el derrocamiento del Gobierno de Irak. Los afganos que resistían a las fuerzas estadounidenses y otros que estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado fueron detenidos y, la mayoría, trasladados a una instalación carcelaria construida apresuradamente en la base militar de Guantánamo, isla de Cuba, tierra apropiada por Estados Unidos en su guerra de 1898. En lugar de otorgarles a los prisioneros el estatus de prisioneros de guerra, con el que habrían gozado de ciertos derechos de conformidad con las convenciones de Ginebra, se los designó como «combatientes ilegales», una calificación desconocida hasta el momento en los anales de la historia bélica de Occidente. Como tales, los detenidos fueron torturados por interrogadores estadounidenses y sometidos desvergonzadamente a observación por psicólogos civiles y personal médico. Como respuesta a los cuestionamientos y las condenas recibidos de distintas partes del mundo, un profesor de Derecho Internacional de la Universidad de California, John C. Yoo, con licencia para desempeñarse como fiscal general adjunto de la Oficina de Asesoría Jurídica del Departamento de Justicia, redactó en marzo de 2003 lo que se convirtió en el infame «Memorando de tortura». En ese momento, no se puso mucha atención a uno de los precedentes que Yoo utilizó para defender la denominación «combatiente ilegal»: el dictamen del Tribunal Supremo estadounidense de 1873 en el caso de los prisioneros indígenas modocs. En 1872, un grupo de hombres modocs encabezados por Kintpuash, también conocido como el capitán Jack, intentó regresar a su territorio en el norte de California después de que el Ejército los cercara y los obligara a compartir una reserva en Oregón. Las tropas estadounidenses y milicianos de Oregón rodearon al grupo de cincuenta y tres insurgentes y los obligaron a refugiarse en los estériles y rugosos campos de lava que circundan Lassen Peak, un volcán inactivo, y parte de su tierra ancestral, que conocían como la palma de su mano. Más de mil soldados al mando del general Edward R. S. Canby, exgeneral de la guerra civil, intentaron capturar a la resistencia,
pero no lo lograron, ya que los modocs habían iniciado una efectiva guerra de guerrillas. Antes de la guerra civil, Canby había desarrollado su carrera militar luchando en la Segunda Guerra Seminola y luego en la invasión de México. Se lo destinó a Utah en la víspera de la guerra civil, donde dirigió ataques contra los navajos, y luego comenzó su servicio en Nuevo México. Por lo tanto, Canby era un avezado asesino de indígenas. En una reunión de negociación entre el general y Kintpuash, el líder modoc mató al general y los otros comisionados cuando estos solo permitieron la rendición. En respuesta, Estados Unidos envió a otro exgeneral de la guerra civil con más de mil soldados de refuerzo, y en abril de 1873 estas tropas atacaron la fortaleza modoc; esta vez obligaron a los luchadores indígenas a huir. Tras cuatro meses de combate, que le costaron a Estados Unidos casi quinientos mil dólares —hoy casi diez millones— y las vidas de más de cuatrocientos soldados y un general, la reacción nacional contra los modocs fue la venganza[384]. Kintpuash y otros cautivos fueron encarcelados y luego ahorcados en Alcatraz y a las familias modocs se las repartió en distintas reservas. Embalsamaron el cadáver de Kintpuash y lo exhibieron en circos por todo el país. El comandante de la división militar del Pacífico en ese momento, teniente general John M. Schofield, escribió sobre la guerra contra los modocs en sus memorias, Forty-Six Years in The Army [Cuarenta y seis años en el Ejército]: «Si pudiera separarse a los inocentes de los culpables, la plaga, la pestilencia y el hambre no serían castigos injustos para los crímenes cometidos en este país contra los ocupantes originales de este suelo»[385]. Trazando una analogía jurídica entre los prisioneros modocs y los detenidos de Guantánamo, el fiscal general adjunto Yoo empleó la categoría jurídica de homo sacer: en el derecho romano, una persona apartada de la sociedad, excluida de sus protecciones legales, pero, aun así, sujeta al poder del soberano[386]. Cualquiera puede matar a un homo sacer sin que se considere un asesinato. Como señala Jodi Byrd: «Uno empieza a entender por qué en los infames memorandos de tortura de John C. Yoo del 14 de marzo de 2003 se citaban las comisiones militares de 1865 y el dictamen de 1873 “Prisioneros indígenas modocs” para articular un poder ejecutivo al declarar el estado de excepción, sobre todo cuando el dictamen en “Prisioneros indígenas modocs” señala explícitamente al indígena como homo sacer ante el Estado»[387]. Para
reforzar su argumento, Yoo citó el dictamen de 1873: No se puede pretender que un soldado de Estados Unidos sea culpable de asesinato si mata a un enemigo público en combate, como sería el caso si las leyes convencionales estuvieran vigentes y fueran aplicables a un acto cometido bajo tales circunstancias. Todas las leyes y costumbres de la guerra civilizada podrían no ser aplicables a un conflicto armado con las tribus indias en nuestra frontera occidental, pero las circunstancias que rodean a los asesinatos de [el general del Ejército] Canby y Thomas [comisionado de paz estadounidense] son tales que hacen que estos sean una violación tanto de las leyes de la guerra salvaje como las de la guerra civilizada, y los indígenas involucrados comprenden plenamente la bajeza y traición de su acto[388]. Byrd observa que, según esta línea de pensamiento, era posible matar legalmente a cualquiera que pudiera ser definido como «indio», y también se lo podía responsabilizar por crímenes cometidos contra cualquier soldado estadounidense: «Por lo tanto, en ese momento los ciudadanos de las naciones indígenas estadounidenses se convierten en el origen de lo que luego sería el combatiente terrorista apátrida en las enunciaciones de soberanía de Estados Unidos»[389]. Militarización multiplicada El archipiélago de Chagos está compuesto por más de sesenta pequeñas islas de coral aisladas en el océano Índico, a medio camino entre África e Indonesia, a unos mil seiscientos kilómetros al sur de la India. Entre 1968 y 1973, Estados Unidos y Gran Bretaña, esta última como administradora colonial, expulsaron forzosamente a los habitantes indígenas de las islas, los chagosianos. La mayoría de los dos mil deportados terminaron a más de mil kilómetros de allí, en Mauricio y las Seychelles, donde los arrojaron a la pobreza y los olvidaron. El propósito de esta expulsión era crear una importante base militar en una de las islas chagosianas, Diego García. Como si ser rodeados y expulsados de su tierra natal en nombre de la seguridad global no fuera suficiente crueldad, antes de ser deportados, los chagosianos tuvieron que ver cómo los agentes
británicos y soldados estadounidenses metían a sus perros en cobertizos sellados donde los gaseaban y les prendían fuego. Como escribe David Vine en su crónica de esta tragedia: La base de Diego García se ha convertido en una de las instalaciones militares estadounidenses más secretas y poderosas del mundo, desde la que se iniciaron las invasiones de Afganistán e Irak (dos veces), se amenazó a Irán, China, Rusia y naciones desde el sur de África hasta el sudeste de Asia, que además aloja un centro de detención secreto de la CIA para sospechosos de terrorismo de alto perfil, y es hogar de miles de miembros del Ejército y miles de millones de dólares en armamento[390]. Los chagosianos no son los únicos indígenas en el mundo a los que ha desplazado el Ejército estadounidense, sino que este ha establecido un patrón durante y después de la guerra de Vietnam de desplazamientos forzosos de indígenas de los sitios que considera estratégicos para sus bases militares. El pueblo del atolón Bikini en el Pacífico Sur y la isla de Vieques en Puerto Rico tal vez sean los ejemplos más conocidos, pero también está el pueblo inughuit de Thule, en Groenlandia, y los miles de okinawenses e indígenas de Micronesia. Durante la dura deportación de los micronesios en la década de 1970, la prensa puso algo de atención. Como respuesta a la pregunta de un periodista, el secretario de Estado Henry Kissinger dijo sobre los micronesios: «Allí hay solamente noventa mil personas. ¿A quién le importa?»[391]. Esta es una declaración de tolerancia al genocidio. Al comienzo del siglo XXI, Estados Unidos administraba más de novecientas bases militares en el mundo: 287 en Alemania, 130 en Japón, 106 en Corea del Sur, 89 en Italia, 57 en las islas británicas, 21 en Portugal y 18 en Turquía, entre otras. El número también incluía bases adicionales o instalaciones militares en Aruba, Australia, Yibuti, Egipto, Israel, Singapur, Tailandia, Kirguistán, Kuwait, Catar, Baréin, los Emiratos Árabes Unidos, Creta, Sicilia, Islandia, Rumania, Bulgaria, Honduras, Colombia y Cuba (Guantánamo), entre otras localizaciones en unos ciento cincuenta países, junto con las que se instalaron recientemente en Irak y Afganistán[392]. En su libro The Militarization of Indian Country [La militarización del
Territorio Indígena], la activista y escritora anishinaabe Winona LaDuke analiza los persistentes efectos negativos del Ejército en los indígenas estadounidenses considerando las consecuencias ocasionadas a la economía, la tierra, el futuro y las personas indígenas, sobre todo a los veteranos de guerra y sus familias. Los territorios indígenas de Nuevo México están infestados de sitios de almacenamiento de armas nucleares y los territorios shoshone y paiute en Nevada están marcados por décadas de pruebas nucleares en la superficie y bajo tierra. La nación navaja y algunos indígenas pueblo de Nuevo México han vivido décadas de minería de uranio a cielo abierto, con la consiguiente contaminación del agua y los efectos mortíferos en la salud. LaDuke escribe: «Estoy estupefacta con el impacto del Ejército en el mundo y en los indígenas de Estados Unidos. Es ubicuo»[393]. La politóloga Cynthia Enloe, que se especializa en la política exterior de Estados Unidos y su Ejército, observa que la cultura estadounidense se ha militarizado aún más a partir de los ataques al World Trade Center y el Pentágono. Al analizar esta tendencia lo hace desde una perspectiva feminista: La militarización […] [está] sucediendo a nivel individual, cuando se convence a una mujer que tiene un hijo de que la mejor manera de ser una buena madre es dejar que el reclutador del Ejército reclute a su hijo para que el hijo se levante del sofá; cuando se la convence de que lo deje ir, si bien de forma reacia, está siendo militarizada. No está tan militarizada como alguien que es soldado de las fuerzas especiales, pero igualmente está militarizada. Alguien que se entusiasma porque un bombardero a reacción sobrevuela un estadio de fútbol americano para inaugurar la temporada deportiva y se alegra de estar en el estadio para poder verlo está militarizado. Entonces, la militarización no tiene que ver solamente con la pregunta: «¿Cree que el Ejército es la parte más importante del Estado?» (aunque obviamente esto es importante). No se trata solamente de preguntar: «¿Cree que el uso de la violencia colectiva es la manera más eficaz de solucionar los problemas sociales?», que también es parte de la militarización. Pero además tiene que ver —sin duda en Estados Unidos— con la cultura común, cotidiana[394]. Sin embargo, como advierte John Grenier, los aspectos culturales de la militarización no son nuevos; tienen profundas raíces históricas que llegan hasta el pasado de colonialismo británico del país y atraviesan a lo largo de
tres siglos las implacables guerras de conquista y limpieza étnica. Más allá de su inherente utilidad militar, los estadounidenses también le hallaron un propósito a la primera manera de hacer la guerra: la construcción de una «identidad estadounidense» […]. El perdurable atractivo del mito idealizado de la «población» (no la conquista) de la frontera, ya sea por hombres «reales», como Robert Rogers o Daniel Boone, o ficticios, como la creación de James Fenimore Cooper, Nathaniel Bumppo, nos hace ver lo que D. H. Lawrence llamó el «mito del estadounidense blanco esencial»[395].
La astronómica cantidad de armas de fuego que poseen los civiles estadounidenses, con la Segunda Enmienda como mandato sagrado, también tiene una relación intrínseca con la cultura militarista. La vida cotidiana y la cultura en general están dañadas por el aumento de la militarización, y esto incluye a la academia, sobre todo a las ciencias sociales, dado que se recluta a psicólogos y antropólogos como asesores del Ejército. El antropólogo David H. Price, en su indispensable libro Weaponizing Anthropology, resalta que «la antropología siempre se ha alimentado entre las líneas de combate». La antropología nació de las guerras coloniales europeas y estadounidenses. Price, como Enloe, ve a comienzos del siglo XXI una aceleración de la militarización: «Hace mucho tiempo que se viene armando a la antropología y otras ciencias sociales, y el clima de miedo en Estados Unidos después del 11S, junto con recortes en el financiamiento académico tradicional, crearon las condiciones para una especie de tormenta perfecta para la militarización de la disciplina y la academia en su conjunto»[396]. En su serie documental emitida por la televisión por cable, que constaba de diez partes, y en el libro de setecientas páginas que lo acompañaba, La historia silenciada de Estados Unidos, el director Oliver Stone y el director Peter Kuznick preguntan: «¿Por qué nuestro país tiene bases militares en cada región del globo, llegando a más de mil según algunos cálculos? ¿Por qué Estados Unidos destina la misma cantidad de dinero a su Ejército que todo el resto del mundo junto? ¿Por qué aún tiene miles de armas nucleares, muchas en estado de alerta extrema, aunque ninguna nación representa una amenaza inminente?»[397]. Son preguntas clave y, sin embargo, Stone y Kuznick condenan la situación, pero no responden las preguntas. Los autores
consideran que la emergencia de Estados Unidos como única superpotencia mundial después de la Segunda Guerra Mundial es una marcada divergencia de las intenciones originales de los padres fundadores y del desarrollo histórico antes de mediados del siglo XX. Citan un discurso del Día de la Independencia del presidente John Quincy Adams en el que condenaba el colonialismo británico y afirmaba que Estados Unidos «no va al extranjero en busca de monstruos para destruir». Stone y Kuznick no mencionan que en ese momento Estados Unidos estaba invadiendo, sometiendo, colonizando y desplazando a los agricultores indígenas de sus tierras, que lo hizo desde su fundación y que lo seguiría haciendo a lo largo del siglo XIX. Al ignorar la base fundamental del desarrollo de Estados Unidos como potencia imperialista, no ven que el imperio de ultramar era el desenlace lógico del camino que el país eligió en el momento de su fundación. Norteamérica es una escena del crimen Jodi Byrd escribe: «La historia del nuevo mundo es el horror; la de Estados Unidos, el crimen». Sostiene que es necesario comenzar por el origen de Estados Unidos como Estado de colonos y su intención manifiesta de ocupar el continente. Estos orígenes contienen las semillas históricas del genocidio. Cualquier historia verdadera de Estados Unidos debe poner el foco en lo que les ha sucedido a los pueblos indígenas (y lo que ha sucedido con ellos) y lo que aún sucede[398]. No son solo los actos colonialistas del pasado, sino también «la colonización incesante de las naciones, los pueblos y las tierras indígenas de Estados Unidos» lo que le permite al país «proyectar su mirada imperialista a nivel mundial» con «lo que es en esencia la construcción nacional que una colonia de población hace de sí misma como una democracia multicultural y multirracial cada vez más perfecta», mientras «el estatus de los indígenas estadounidenses como miembros de naciones soberanas colonizadas por Estados Unidos continúa acechando y modificando su razón de ser». Aquí Byrd cita a la académica lakota Elizabeth Cook-Lynn, que detalla la conexión entre las «guerras indias» y la
guerra de Irak: La actual misión de Estados Unidos de convertirse en el centro del iluminismo político que es necesario mostrar al resto del mundo comenzó con las guerras indias y se ha vuelto la peligrosa provocación del propósito histórico de esta nación. La conexión histórica entre el suceso de Little Bighorn y el «levantamiento» en Bagdad debe ser parte del diálogo político de Estados Unidos si la ficción de la descolonización ha de suceder y la esperada deconstrucción de la historia colonial ha de hacerse realidad[399]. Lo que ocurre cuando los individuos suponen que no son cómplices en las estructuras de dominación y opresión es una «carrera hacia la inocencia»[400]. Este concepto captura la suposición comprensible que hacen los nuevos inmigrantes o los hijos de los nuevos inmigrantes en cualquier país: suponen que no pueden ser responsables de lo que sucedió durante el pasado en su país adoptivo. Tampoco son culpables los que ya son ciudadanos, aunque sean descendientes de dueños de esclavos, asesinos de indígenas o el mismísimo Andrew Jackson. Sin embargo, en una sociedad de colonos que no ha saldado cuentas con su pasado, cualquiera que sea el trauma histórico que entraña la ocupación de la tierra afecta las presunciones y los comportamientos de las generaciones en cada momento dado, incluyendo a los inmigrantes y los hijos de inmigrantes recientes. En Estados Unidos, el legado del colonialismo de asentamiento puede verse en las interminables guerras de agresión y ocupaciones; en los billones destinados a la maquinaria de guerra, las bases militares y el personal, y no a los servicios sociales y la educación pública; en las ganancias netas de las corporaciones, cada una de las cuales posee más recursos y fondos que más de la mitad de los países del mundo y, sin embargo, pagan impuestos mínimos y dan muy pocos empleos a los ciudadanos estadounidenses; en la represión de generaciones y generaciones de activistas que buscan cambiar el sistema; en la encarcelación de los pobres, sobre todo los descendientes de los africanos esclavizados; en el individualismo, cuidadosamente inculcado, que por un lado lleva a las personas a culparse a sí mismas por el fracaso personal y por el otro exalta la competencia descarnada de todos contra todos por el éxito, aunque
rara vez dé resultados; y en las altas tasas de suicidio, drogadicción, alcoholismo, violencia sexual contra mujeres y niños, falta de vivienda, abandono escolar y violencia con armas de fuego. Estos son síntomas —y hay muchos más— de una sociedad profundamente perturbada, y no son nuevos. El extenso e influyente movimiento entre las décadas de 1950 y 1970 por los derechos civiles, laborales, de los estudiantes y las mujeres expuso las desigualdades estructurales en la economía y los efectos históricos de más de dos siglos de esclavitud y guerras genocidas brutales iniciadas contra los pueblos indígenas. Por un momento, la sociedad estadounidense estuvo a punto de emprender un proceso de búsqueda de la verdad respecto de las atrocidades del pasado exigiendo el fin de las agresivas guerras y la pobreza, demandas protagonizadas por el enorme movimiento por la paz de la década de 1970 y la guerra contra la pobreza, la discriminación positiva, el transporte escolar obligatorio, la reforma penitenciaria, la igualdad de las mujeres y los derechos reproductivos, el fomento de las artes y las humanidades, los medios públicos, la Ley de Autodeterminación Indígena y muchas otras iniciativas[401]. Una versión más sofisticada de la carrera hacia la inocencia que ayuda a perpetuar el colonialismo de asentamiento comenzó a desarrollarse en la teoría de los movimientos sociales en la década de 1990, popularizada en el trabajo de Michael Hardt y Antonio Negri. Commonwealth: el proyecto de una revolución en común, tercer volumen de una trilogía, es uno de los tantos libros de una moda académica de principios del siglo XXI que busca revivir el concepto europeo medieval de los «comunes» como aspiración para los movimientos sociales contemporáneos[402]. La mayoría de los escritos sobre los bienes comunes apenas mencionan cuál será el destino de los pueblos indígenas en relación con la propuesta de que todas las tierras sean compartidas. Dos académicas y activistas canadienses, Nandita Sharma y Cynthia Wright, por ejemplo, no escatiman palabras al rechazar las reclamaciones indígenas de tierras y soberanía y las caracterizan como elitismo xenófobo. Creen que las reclamaciones indígenas son un «neorracismo regresivo a la luz de las diásporas mundiales que en todo el mundo emergen de su estado de opresión»[403]. La académica cree Lorraine Le Camp llama a este tipo de eliminación de
los pueblos indígenas en Norteamérica «terranulismo», remontándose a la caracterización que se hace en la doctrina del descubrimiento de las tierras supuestamente vacías: terra nullis[404]. Es un tipo de historia en la que nadie tiene la culpa. Desde la teoría de un futuro liberado sin fronteras ni naciones, de un impreciso concepto de «comunes» para todos, los teóricos descartan el presente y la presencia de las naciones indígenas que luchan por liberarse de situaciones de colonialismo. Por lo tanto, la retórica y los programas indígenas para la descolonización, la consolidación de sus naciones y la soberanía son, según este proyecto, inválidos e inútiles[405]. Desde la perspectiva indígena, como explica Jodi Byrd, «cualquier noción de bienes comunes que habla por los indígenas y como indígenas, pero que al mismo tiempo propone transformar la gobernanza indígena o incorporar a los indígenas en una multitud que luego podría residir en esas tierras forzosamente quitadas a los indígenas no hace nada por alterar la intención colonialista del proceso histórico inicial, que ahora se repite»[406]. Partes del cuerpo Otro aspecto de la demanda de dominio público estadounidense aparece simulado como ciencia. A pesar de la promulgación en 1990 de la Ley de Protección y Repatriación de Tumbas Indígenas (Nagpra), algunos investigadores, con el pretexto de lo científico, han peleado con uñas y dientes por retener los restos y elementos funerarios de unos dos millones de indígenas que se mantienen almacenados, en gran parte sin catalogar, en el Instituto Smithsoniano y otros museos y en universidades, sociedades históricas estatales, oficinas del Servicio de Parques Nacionales, depósitos y tiendas de curiosidades. Hasta la década de 1990, los arqueólogos y antropólogos físicos afirmaron necesitar los restos — que calificaban como «recursos» o «datos», pero raras veces como «restos humanos»— para la experimentación «científica», pero la mayoría estaban guardados en cajas al azar[407]. Con esta demanda, también cuestionan la definición de «indígena
estadounidense» y el derecho a la soberanía de los demandantes. Incluso acusan a los indígenas de oponerse a la ciencia por pedir la repatriación de los restos de sus parientes[408]. Sin embargo, desde que el antropólogo Franz Boas desacreditó las teorías de superioridad e inferioridad racial en 1911, sobre las que se basan ese tipo de investigaciones, hubo muy pocos análisis de partes del cuerpo de indígenas. Cuando Ishi —identificado por anglos en 1911 como el último yahi del norte de California— murió, en 1916, el antropólogo de la Universidad de California en Berkeley que lo había estudiado a él y a su cultura, Arthur Kroeber, insistió en que se realizara un entierro indígena tradicional y no una autopsia, según los deseos de Ishi. Cuando se le preguntó por el fin científico, Kroeber dijo: «Si se dice algo sobre el interés de la ciencia, digan en mi nombre que la ciencia se puede ir al carajo […]. Además, no puedo creer que materialmente haya algún tipo de valor científico. Tenemos cientos de esqueletos indígenas que nadie viene a estudiar»[409]. A pesar de la postura de Kroeber, retiraron el cerebro de Ishi y lo enviaron al Instituto Smithsoniano en Washington. Como señala el antropólogo Erik Davis, los cuerpos nunca han tenido valor científico, sino que se han convertido en un fetiche: «Una marca de valor, cuyo poder deriva específicamente del ocultamiento del referente al que en principio hacía referencia. Afirmo que la identidad indígena, y su forma material, el cuerpo indígena muerto, ha funcionado por muchísimo tiempo, y cada vez con más poder, como un fetiche que indica la posesión de la tierra por parte de los que ya la han conquistado»[410]. El fenómeno del «hombre de Kennewick» en la década de 1990 reveló mucho sobre la patología que menciona Davis. En 1996 se encontraron un esqueleto y un cráneo casi completos en la ribera de un río en la tierra tradicional de la nación umatilla, cerca de Kennewick (Washington). El médico forense del condado determinó que los huesos eran antiguos —de al menos nueve mil años— y que, por lo tanto, pertenecían a un indígena estadounidense. Según indicaba la ley Nagpra, debían entregarse a las autoridades umatillas. Pero un arqueólogo local, James C. Chatters, pidió examinar los restos. Varias semanas después, Chatters convocó una conferencia de prensa en la que anunció que los restos eran «caucasoides» y
tenían una historia que contar. Hasta ese momento se había prestado poca atención al hallazgo, pero a partir de las afirmaciones de Chatters se volvió una sensación pública atizada por titulares como: «Europeos invaden Estados Unidos: 20000 a. C.» (Discover), «¿Había alguien aquí antes que los indígenas estadounidenses?» (New Yorker), «Estados Unidos antes de los indígenas» (US News and World Report) y «A la caza de los primeros estadounidenses» (National Geographic). El arqueólogo había sacado una serie de conclusiones lógicas a partir de una premisa falsa: los restos eran antiguos; el esqueleto y el cráneo supuestamente no se parecían a los de los indígenas vivos, y serían más parecidos a los de los europeos modernos; por lo tanto, los europeos fueron «los primeros estadounidenses». El Instituto Estadounidense de Arqueología desestimó estas afirmaciones y denunció la ya desacreditada «ciencia» que determina las características raciales proyectadas en el tiempo. Aun así, las mentiras se metieron en la mente del público y en los medios prejuiciosos. Estaba claro que la polémica no era sobre la ciencia, sino sobre las reclamaciones indígenas de antigüedad, soberanía y derechos, y sobre el resentimiento de los colonos. Chatters lo dejó claro cuando lo entrevistaron para el programa de la CBS 60 Minutes: «La resistencia de la tribu a que se le hagan más pruebas al hombre de Kennewick se basa en gran parte en el miedo, miedo de que si alguien estuvo aquí antes que ellos, su estatus como naciones soberanas y todo lo que ello conlleva —derechos establecidos en tratados, casinos lucrativos, etc.— podrían estar en riesgo». El grupo supremacista blanco Asutru Folk Assembly hizo una declaración similar: «El hombre de Kennewick es pariente nuestro […]. Los grupos indígenas estadounidenses han rechazado firmemente esta idea porque perciben que tienen mucho que perder si su estatus como “primeros estadounidenses” queda anulado. No dejaremos que escondan nuestro patrimonio aquellos que buscan enturbiarlo»[411]. Chatters decía que el hombre de Kennewick «tiene muchas historias que contar […]. Cuando uno trabaja con estos individuos, se desarrolla una empatía, es como conocer a otro individuo íntimamente»[412]. Erik Davis, que llama a esta identificación del científico con los restos que estudia «ventriloquia patológica», señala que incluso el juez que se puso del lado de Chatters en la disputa con la nación umatilla se metió en la farsa y dijo que
los restos eran «un libro que se puede leer, una historia escrita en hueso en lugar de papel, como la historia de una región puede “leerse” observando capas de roca o hielo o los anillos de un árbol»[413]. Hace cuarenta y cinco años, el arqueólogo Robert Silverberg escribió sobre el atractivo de las «tribus perdidas» para los angloestadounidenses: «El sueño de una raza prehistórica perdida en el corazón de Estados Unidos era profundamente gratificante, y si los vencidos habían sido gigantes, blancos, israelitas, daneses, toltecas o gigantes judíos toltecas vikingos blancos, mucho mejor»[414]. Cualquier cosa menos indígenas, porque eso sería un recordatorio para los descendientes de los colonos anglos de que robaron el continente, se cometió genocidio y se repobló la tierra con colonos que buscan autenticidad, pero que nunca la encuentran, porque viven con la mentira, sospechan la verdad y la temen. Espíritus y demonios de los que hay que escapar Un símbolo viviente de la historia genocida de Estados Unidos, y una especie de consciencia subconsciente de ella, es la «Mansión Misteriosa de Winchester», un sitio turístico en el Valle de Santa Clara (Silicon Valley), en el norte de California. Ubicada a unos ochenta kilómetros al sur de San Francisco, se la promociona como la «casa de los espíritus» en carteles que comienzan a aparecer en Oregón hacia el norte y en San Diego al sur. Sarah L. Winchester, la acaudalada viuda de William Wirt Winchester, construyó la mansión victoriana para eludir a los espíritus, aunque no hay registro de que alguno haya logrado meterse en su casa. Podría decirse, tal vez, que el proyecto de la señora Winchester desde 1884 hasta su muerte, en 1922, fue un éxito. Es probable que hubiese estado al tanto de la difundida Danza de los Espíritus que se celebró en 1890 y terminó en el asesinato de Toro Sentado y la masacre de Wounded Knee. Los bailarines creían que la danza traería de vuelta a sus guerreros muertos. Tiene sentido que la señora Winchester sintiera la necesidad de protegerse de los espíritus de aquellos que habían sido asesinados con el rifle
de repetición Winchester que el padre de su difunto esposo había inventado y producido en 1866 y que luego perfeccionó diseñando modelos aún más letales. La señora Winchester heredó la fortuna acumulada por la familia de su esposo gracias a las ventas del rifle. Había un comprador mayoritario: el Departamento de Guerra de Estados Unidos. La razón principal de las compras ingentes del Departamento de Guerra: matar indígenas. El rifle era una innovación tecnológica pensada especialmente para las campañas del Ejército contra los indígenas de las llanuras después de la guerra civil. La mansión Winchester deja atónito a todo el que la recorre. Hay cinco pisos, más o menos, ya que están en distintos niveles. Las habitaciones, por sí solas, parecen normales, decoradas al estilo victoriano de finales del siglo XIX, pero hay más de lo que se aprecia a simple vista cuando se va de las salas a las habitaciones, a la cocina, a los armarios, y de un piso a otro. Varias escaleras no conducen a ningún sitio y hay escotillas secretas que ocultan las escaleras verdaderas. Las puertas de los armarios dan a paredes y algunos muebles son en realidad puertas que dan a los armarios. Enormes bibliotecas sirven de entrada a los cuartos contiguos. Parte de la casa no estaba terminada cuando murió la viuda, puesto que tenía a los constructores trabajando todos los días de sol a sombra, agregando habitaciones y trampas hasta el momento de su muerte. Los visitantes que recorren el hogar de la viuda quedan estupefactos y, tal vez, entristecidos por las pruebas que por todos los rincones muestran los miedos y la angustia de una persona perturbada mentalmente. Y, sin embargo, hay otra posibilidad: un sentido del andamiaje que sostiene a la sociedad estadounidense, una especie de holograma en las mentes de cada una de las personas del continente. Quizá la señora Winchester era más consciente de la verdad que la mayoría de las personas, y por ello temía sus consecuencias. De todas formas, Estados Unidos, que sigue encontrando o inventando enemigos en todo el mundo, que amplía lo que ya es una de las fuerzas militares más grandes del mundo y aumenta su red global de bases militares, todo en nombre de la «seguridad» nacional o global, ¿acaso no se parece a la señora Winchester, que intenta detener a los espíritus permanentemente? La culpa que se aloja en la mayoría se entierra y se expresa de otros modos, a una escala mayor, como una «regeneración mediante la violencia», para utilizar la expresión de
Richard Slotkin. El futuro ¿Cómo puede la sociedad estadounidense hacer las paces con su futuro? ¿Cómo puede reconocer su responsabilidad? El difunto historiador indígena Jack Forbes siempre recalcó que, si bien los vivos no son responsables de lo que hicieron sus ancestros, son responsables de la sociedad en la que viven, que es resultado de ese pasado. Asumir esta responsabilidad es un medio de supervivencia y liberación. Todos y todo en el mundo se ven afectados, en mayor parte de manera negativa, por la dominación e intervención estadounidenses, que por lo general son violentas y se realizan con métodos militares directos o a través de terceros. Es un asunto apremiante. El historiador y maestro Juan Gómez-Quiñones escribe: «Los antepasados y legados indígenas estadounidenses deben ser parte esencial de los programas de estudio desde el jardín de infancia hasta la escuela secundaria y de las investigaciones universitarias y exposiciones de posgrado […], con una plena integración de las historias y culturas indígenas en los programas académicos». Gómez-Quiñones creó una medida de inteligencia en Estados Unidos: el «coeficiente indígena»[415]. Los pueblos indígenas ofrecen posibilidades de vida después del imperio, posibilidades que no borran los crímenes del colonialismo ni implican la desaparición de los pueblos originarios colonizados vistiéndola de inclusión como individuos. Ese proceso comienza debidamente con el respeto a los tratados que Estados Unidos celebró con las naciones indígenas; la restitución de todos los sitios sagrados, comenzando por las Colinas Negras e incluyendo la mayoría de los parques y las tierras que posee el Gobierno federal, y de todos los elementos sagrados y los restos robados; y el pago de compensaciones suficientes para reconstruir y expandir las naciones indígenas. En el proceso, el continente se verá radicalmente reconfigurado, en términos físicos y psicológicos. Para que el futuro sea una realidad, se necesitarán
programas educativos exhaustivos y el pleno apoyo y la participación activa de los descendientes de colonos, africanos esclavizados, mexicanos colonizados y también de las poblaciones de inmigrantes. En palabras del poeta acoma Simon Ortiz: El futuro no estará enfadado con la pérdida y el desperdicio aunque la memoria sí. Estará allí: los ojos se volverán amables y profundos, y los huesos de esta nación se soldarán después de la revolución[416].
Agradecimientos
H
e dedicado este libro a Vine Deloria Jr., Jack Forbes y Howard Adams, tres académicos y activistas indígenas que fueron pioneros en el desarrollo de programas de estudio e investigación académica indígenas en la década de 1970. Mi mentor, y mentor y fuente de inspiración para muchos, Vine Deloria Jr. (1933-2005), dakota yankton de la gran nación siux, me recalcó la necesidad de que la soberanía indígena sea el marco y fundamento para la descolonización de la historia indígena estadounidense. Sostenía que la soberanía no es solo política, sino que es un asunto de supervivencia, y que la negación de las tierras y sitios sagrados es una forma de genocidio. Conocí a Vine cuando me convocó para trabajar en la defensa legal de Wounded Knee tras la ocupación de 1973. Colaboré como testigo pericial en la histórica audiencia del tribunal federal en Lincoln, Nebraska, en 1974, cuando Vine y un equipo de abogados implementaron el uso del tratado de 1868 entre los siux y el Gobierno estadounidense para validar la jurisdicción siux sobre los acusados de Wounded Knee a quienes se estaba juzgando en los tribunales federales. Vine también me convenció para editar y publicar las declaraciones de los ancianos siux y otros testigos de las audiencias, que duraron dos semanas, lo que sería una historia oral de la nación siux y su incesante lucha por la soberanía. El libro de 1977, con introducción de Vine, The Great Siux Nation: An Oral History of the Siux Nation and Its Struggle for Sovereignty [La gran nación siux: una historia oral de la nación siux y su lucha por la soberanía] se publicó en una nueva edición en 2013. Vine ya era un autor de
renombre cuando lo conocí, y publicó una decena de libros y artículos influyentes. Elaboró los primeros programas de estudios indígenas estadounidenses en la Universidad de California en Los Ángeles, la Universidad de Arizona y la Universidad de Colorado. Incluso antes de conocer a Jack Forbes (1934-2011), en 1974, su libro de 1960 Apaches, Navajos, and Spaniards fue central para la tesis de mi disertación sobre la tenencia de la tierra en Nuevo México. Jack fue un historiador activista de ascendencia powhatan-renapé que me inspiró para seguir este camino una vez que obtuve un doctorado en Historia. Fundó el Departamento de Estudios Indígenas Estadounidenses y su programa doctoral en la Universidad de California en Davis, y fue cofundador de la Universidad D-Q. Además de haber trabajado juntos en la elaboración de programas de estudios indígenas, colaboré con él en investigaciones sobre la lucha por la tierra de la nación pit river (California) y con la nación shoshone del oeste de Battle Mountain, en Nevada. Durante mi propio desarrollo político e intelectual en el estudio del colonialismo y el imperialismo en África y las Américas y mi apoyo a los movimientos de liberación nacional, encontré un alma gemela en 1975 cuando conocí a Howard Adams (1921-2001). Howard era un líder político métis de la zona rural de Saskatchewan (Canadá), marxista y profesor de Estudios Indígenas Estadounidenses en la UC-Davis, convocado por Jack Forbes. Howard fue el primer académico que conocí que había crecido en las mismas condiciones de pobreza que yo, y conversábamos mucho sobre eso. Su desgarradora y elegante historia autobiográfica de 1975 sobre los métis y su gran líder Louis Riel, Prison of Grass: Canada from a Native Point of View, ahora un clásico, se ha convertido en un modelo para mi propio trabajo de investigación y escritura. No habría sido posible una narrativa global de la historia estadounidense basada en la experiencia y perspectiva de los pueblos indígenas —lo que he intentado sintetizar en este libro— sin las investigaciones, los análisis y las perspectivas que han surgido de varias generaciones de intelectuales, historiadores, escritores, poetas, cineastas, músicos y artistas indígenas. Con su trabajo individual y colectivo, contribuyen a la descolonización de las narrativas y políticas dominantes que en el pasado han tapado en gran parte
las huellas de siglos de genocidio y políticas genocidas. Por lo tanto, contribuyen a la soberanía, la autodeterminación y la liberación nacional indígena. Este libro también se benefició de las conversaciones compartidas con Gerald Vizenor y Jean Dennison sobre los desarrollos constitucionales indígenas; con Andrew Curley, sobre ambientalismo y la nación navaja; con Waziyatawin, sobre la catástrofe del cambio climático para toda la humanidad, pero sobre todo para los pueblos indígenas; con Nick Estes, Daphne Taylor-García, Gloria Chacon y Michael Trujillo, sobre identidad indígena; con Susan Miller, sobre periodización histórica y uso de fuentes indígenas; con Elizabeth Castle, sobre historia oral; y con Rachel Jackson, en las conversaciones que venimos manteniendo hace una década, sobre las relaciones entre colonos e indígenas en Oklahoma. Quiero dar las gracias a mi brillante editor en Beacon Press, Gayatri Patnaik. Gayatri es el sueño de todo escritor, un editor práctico, duro pero siempre acertado. También fue de gran ayuda el trabajo cuidadoso e inteligente de la asistente de edición en Beacon, Rachael Marks. Me complace que este libro ocupe un lugar entre otros volúmenes de la serie ReVisioning American History de Beacon Press, y por ello quiero agradecer y honrar la memoria de Howard Zinn. Vaya también un gran agradecimiento a los que leyeron parte o la totalidad de los borradores y ofrecieron sugerencias fundamentales, además del apoyo tan necesario, en especial a Steven Baker, Steven Hiatt, Susan Miller, Aileen Chockie Cottier, Luke Young, Waziyatatawin y Martin Legassick. Por supuesto, solamente yo soy responsable de los errores e interpretaciones en el texto.
Lecturas sugeridas
L
a compilación esencial de historiadores indígenas estadounidenses, editada por Susan A. Miller y James Riding In, es Native Historians Write Back: Decolonizing American Indian History (Lubbock: Texas Tech University Press, 2011); incluye contribuciones de Donna L. Akers (choctaw), Myla Vicenti Carpio (apache, laguna, isleta jicarilla), Elizabeth Cook-Lynn (siux crow creek), Steven J. Crum (shoshone, paiute), Vine Deloria Jr. (lakota yankton), Jennifer Nez Denetdale (diné), Lomayumtewa Ishii (hopi), Matthew Jones (kiowa, otoe-missouria), Susan A. Miller (seminola), James Riding In (pawnee), Leanne Betasamosake Simpson (michi saagnik nishnaabeg), Winona Wheeler (cree) y Waziyatatawin Angela Wilson (dakota). Joanne Barker, Native Acts, Law, Recognition, and Cultural Authenticity, Durham: Duke University Press, 2011. —(ed.), Sovereignty Matters, Locations of Contestation and Possibility in Indigenous Struggles for Self-Determination, Lincoln: University of Nebraska Press, 2005. Ned Blackhawk, Violence over the Land, Indians and Empires in the Early American West, Cambridge: Harvard University Press, 2006. Jodi A. Byrd, The Transit of Empire, Indigenous Critiques of Colonialism, Minneapolis: University of Minnesota Press, 2011. Duane Champagne, Notes from the Center of Turtle Island, Lanham:
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ROXANNE DUNBAR-ORTIZ. San Antonio (EE.UU.), 1939 Creció en una zona rural de Oklahoma, hija de un granjero arrendatario y de una mujer de ascendencia india. Ha participado en el movimiento indígena internacional durante más de cuatro décadas y es conocida por su fuerte compromiso con los problemas de justicia social nacionales e internacionales. Dunbar-Ortiz se graduó en el San Francisco State College en 1963, especializándose en Historia. Comenzó sus estudios de posgrado en el departamento de Historia de la Universidad de California en Berkeley, pero se trasladó a la Universidad de California en Los Ángeles para completar su doctorado en Historia en 1974. Además de este, obtuvo el diploma de Derecho Internacional de los Derechos Humanos en el Instituto Internacional de Derechos Humanos de Estrasburgo, en 1983; así como un máster de Escritura Creativa en el Mills College en 1993. También fue profesora en el recién establecido programa de Estudios Indígenas de la Universidad Estatal de California en Hayward, y ayudó a fundar los departamentos de Estudios Étnicos y Estudios de la Mujer. Su libro de 1977, The Great Sioux Nation, fue el documento fundamental de lo que sería la primera conferencia internacional sobre pueblos indígenas de las Américas, que fue celebrada en la sede de las Naciones Unidas en Ginebra. Dunbar-Ortiz es también autora o editora de otros siete libros. Actualmente vive en San Francisco.
Notas
[1]
Por lo general, en el mundo de habla hispana la denominación «indio» se considera ofensiva. Por este motivo, se la ha evitado cuando no es parte de una cita textual o un término específico, como «territorio indio». (N. de la T.).