La Europa suicida, 1870-1933 : historia del antisemitismo
 9788485501366, 8485501365

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LA EUROPA SUICIDA 1870-1933

LEÓN POL1AKOV

Historia del antisemitismo LA EUROPA SUICIDA 1870-1933 Prefacio de J o r g e Se m p r ú n

Traducción del francés de J o s e p E lia s

Muchnik Editores

Título original: Hístoire de rantisémitisme L’EUROPE SUICIDAIRE 1870-1933 © 1977 Calmann-Lévy, París © 1981 pata España y América Muchnik Editores. S.A., Balines 357, Barcelona-6 ISBN: 84-85501-36-5 Depósito legal: B. 31.474-1981 Impreso en España - Printed in Spain

PREFACIO de Jorge Semprún

Con este volumen llega la obra monumental de León Poliakov hasta las fronteras de nuestra propia historia. O sea, de nuestra propia memoria, la de una generación hecha — ¿o deshecha, más bien?— en el fragor de la Segunda Guerra mun­ dial. Para nosotros, el antisemitismo no es una mera aberra­ ción intelectual, sin duda abyecta, pero que pueda ponerse en­ tre paréntesis, considerarse como un fenómeno histórico se­ cundario. Para nosotros, el antisemitismo es el síntoma esen­ cial del Mal absoluto y como tal hay que tratarlo, extirpán­ dolo de la sociedad sin miramientos, radicalmente, y cualquie­ ra que sea el ropaje ideológico que lo encubra. Para nosotros. Auschwitz no es sólo el nombre de un campo de exterminio masivo del pueblo judío, sino también un hito de la historia universal. No por casualidad terminaba Tbeodor Adorno su Dialéctica Negativa, libro clave y cumbre de su pensamiento, con una reflexión filosófica sobre la posibilidad de existir «des­ pués de Auschwitz».

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No por casualidad, tampoco, se esfuerza el antisemitismo actual, miserablemente disfrazado de «objetividad» histórica, en negar la realidad del genocidio, la realidad de las cámaras de gas en las que perecieron atrozmente millones de judíos eu­

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ropeos. No es el momento, ahora, en el breve espacio de este prólogo, de desmontar el mecanismo de sofismas, de falseda­ des y de razonamientos esquizofrénicos que los llamados «his­ toriadores revisionistas» utilizan para intentar demostrar que las cámaras de gas son un invento de la propaganda (sionista, claro está). Diré sencillamente que con los mismos artilugios lógicos podría demostrarse que la muerte no existe, que es un puro mito, tal vez un invento de las religiones para ame­ drentar a los hombres. Y es que, en efecto, de la muerte no hay testimonio directo. Nadie podrá nunca contarnos qué es la muerte, decirnos cómo la ha vivido. Nadie tampoco podrá contarnos cómo es la muerte en una cámara de gas, porque los que vivieron, segundo por segundo, aquel horrendo morir de angustia y de asfixia sólo son hoy tenue recuerdo de ceniza y de humo sobre las llanuras desoladas de Polonia. Sin embargo, y por delirante que sea, el intento una y otra vez repetido estos últimos años de negar la existencia de las cámaras de gas, a pesar de los vestigios materiales, de los tes­ timonios indirectos — ya que directos no puede haber, acabo de recordarlo—- y de los mismos documentos nazis, clarísimos y contundentes, dicho intento es significativo. Demuestra que está acercándose el tiempo — ¡y ojalá me equivoque!— de una nueva explosión de antisemitismo. Sin duda no se utili­ zarán esta vez los mismos argumentos que en la época que con tanta minucia y erudición analiza en este ensayo León Po­ liakov. Uno de los rasgos específicos del antisemitismo es, en efecto, su carácter proteico, su multiforme adecuación a las cambiantes coyunturas históricas. Así, no se nos hablará ahora de los Protocolos de los Sabios de Sión, ni se invocarán teo­ rías raciales desprestigiadas y hasta irrisorias. Probablemente él antisemitismo de hoy se nos presentará como mero antisio­ nismo, como mera defensa, pongamos por caso, de los dere­ chos del pueblo palestino a poseer su propio Estado. Para decirlo con otras palabras: es muy posible que el antisemi­ tismo de hoy se disfrace de vestiduras ideológicas «de izquier­ da». No es casual, a este respecto, que las tesis de Robert Faurisson, prototipo francés de la escuela revisionista ya men­ cionada, sean divulgadas y sostenidas por los residuos del gru­ po ultra-izquierdista de La Vieille Taupe.

Prefacio

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Hacer frente a esta campaña es tan urgente como ineludi­ ble. Ello exige ser capaces de comprender el nexo ideológico y político que une la defensa del Estado de Israel con la lucha permanente contra el antisemitismo. Hoy por hoy, y aunque no nos gustaran los dirigentes de dicho Estado (¡cuántos di­ rigentes de tantos Estados nos disgustan, sin que pongamos por ello en entredicho el derecho de estos últimos a coexistir con nosotros!), aunque criticáramos tal o cual aspecto de su política, la afirmación del derecho de Israel a mantenerse en paz en un territorio garantizado por la comunidad de tas na­ ciones es el punto primero de cualquier toma de posición so­ bre la cuestión judía. Quien no entienda esto, y en nuestro país son muchos los que parecen no entenderlo, podrá procla­ mar con cuánta fuerza quiera sus opiniones de izquierda, pero no dejará por ello de ser juguete de la forma actual y solapa­ da del ancestral antisemitismo. * En realidad, y la obra de León Poliakov lo ha ido demos­ trando a lo largo de los siglos que su visión histórica abarca, d problema radical que él ser judio nos plantea — a todos nosotros; a los hombres, genéricamente, tanto a los que no somos judíos como a los que lo son— es el problema del Otro. El problema de la Alteridad. El judío es, en efecto, el Otro, por definición y antonomasia, al menos en el universo cul­ tural de lo que viene llamándose Occidente. Hay que enten­ der ese destino histórico de la alteridad u otredad judia. En­ tenderlo y respetarlo. Entender y respetar la fabulosa historia de un pueblo que, incluso en las teóricamente mejores condi­ ciones de asimilación, o acaso de fusión secular con la. comu­ nidad nacional en que se desenvuelve su vida, sigue siendo Otro, y tiene que seguir siéndolo para ser lo que es, lo que nunca llegará, sin embargo, a ser plenamente, porque esa des­ garradura del ser Otro no le separa sólo de los demás pueblos, de las demás naciones, sino que también le separa de sí mismo, imprime su alteridad en lo más profundo de sti propia mismidad. Pero esa dteridad es, a la vez, lo que hace del pueblo

I # Europa suicida judía* un fermento universal, capaz de fecundar culturas y modps ñe vida muy diversos, de expresar de la forma más sutil $ refinada los matices de muy diferentes tradiciones nacionales. *

Por ello es el antisemitismo la forma más acabada del antibumanismo. Por ello es necesario meditar en la experiencia histórica que León Poliakov desmenuza aquí, para todos no­ sotros. Nunca mejor dicho aquello de De te fabula narratur... La historia del antisemitismo es, en efecto, la historia de nues­ tros fracasos, de nuestros errores, de nuestros crímenes. En­ tenderlo cabalmente, y fundar en esa comprensión una práctica social, no es tarea de un día, sin duda. Pero ninguna otra tarea puede pretender ser más necesaria ni más radical, hoy por hoy. Barcelona, julio 1981

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INTRODUCCION

Hubo un tiempo — que suele recibir el nombre de La Belle Époque— en que las altas esferas europeas apuntaban la gran probabilidad, tardía o temprana, de un reinado judío en Occi­ dente. No me refiero a la corte de San Petersburgo, ni al ce­ náculo de Bayreuth, sino a hombres tan diversos, y tan hos­ tiles al antisemitismo, como Georges Clemenceau, Friedrich Nietzsche o el conde León Tolstoi. Es difícil clarificar los da­ tos reales que originaban esta creencia apocalíptica, sobre todo por lo que atañe al dominio que mayor impacto causaba en­ tre los más contemporáneos, es decir el dominio financiero y económico. La presente obra ofrece indicaciones relativamente concre­ tas sobre la actuación de los judíos en el asentamiento y con­ solidación del régimen comunista soviético: una evaluación de esta índole, ya intentada por Wilhelm Sombart en el caso de la Alemania wilhelmiana, suscita aún mayores dificultades cuando se trata de una economía capitalista.1 Dicho sea, por lo demás, con todas las reservas que caben a propósito de esa trampa elemental, aunque de constante eficacia, que consiste en atribuir fundamentalmente a determinados banqueros ju­ díos (o a bolcheviques judíos) unas conductas de judíos ban­ queros (o de judíos bolcheviques), es decir la trampa de de­ jarse engañar por las leyendas antisemitas. Me parece que el estudio de esta obsesión cultivada al me­ nos por una parte de las élites europeas — obsesión que sus nietos ignoran o sepultan en las honduras del inconsciente—

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presenta un interés real y múltiple. Y me parece asimismo que no menos ha de enriquecernos el estudio de la popularización de estas creencias, con relación al progreso de las técnicas de influencia o embrutecimiento de las masas, y al socaire de las angustias que se propagaron en ambos lados del Atlántico du­ rante y después del sangriento conflicto de 1914-1918. ¿Acier­ to al pensar que, visto desde este enfoque, el antisemitismo se establece a la vez como un símbolo y un agente del desasosie­ go o de la decadencia de Europa? ¿Y que esta maraña sociopolítica, cuyas directas secuelas —problema de los judíos y «di­ sidentes» soviéticos, caldera del Cercano Oriente, rango inter­ nacional de Alemania, y no sigo— mantienen una multiplici­ dad y una imbricación entre sí, merece que la conozcamos y la meditemos ampliamente, en este último cuarto del siglo xx? Sea el lector quien opine cuando el libro toque a su fin. Espero que al mismo tiempo comprenda que sus lagunas y omisiones merecen circunstancias atenuantes. La elaboración de los tres volúmenes precedentes se atuvo a la regla común en temas de gran dimensión histórica, fiándose sobre todo de otros libros. Pensé que con éste habría de suceder lo mismo. Para mi asombro, tuve que admitir, durante mi trabajo, que las pasiones desencadenadas en agosto de 1914 siguen falsean­ do la historiografía en su sentido más específico. Así es como, sin abandonar el surco trazado por los mandamientos de unión patriótica de la Primera Guerra mundial, los temores judeófobos imperantes en los países de la victoriosa Entente conti­ núan sometidos al silencio, tras haber pasado ya medio siglo, muy al contrario de lo que ocurre con el caso germánico, cui­ dadosamente estudiado en cantidad de países. Los mismos his­ toriadores sionistas o israelitas suelen plegarse a esta rutina historiográfica, tan cómoda para aquéllos de obediencia comunis­ ta o marxista. Con objeto de ver claro, no tuve más remedio que partir prácticamente de cero (exceptuando el caso de Ale­ mania), y escrutar entonces la prensa francesa, inglesa y rusa de esos años, o recurrir a fuentes ocasionales de toda índole, incluidos algunos testimonios orales. A fin de cuentas, creo que esta imprevista sobrecarga ha sido la causa de que omi­ tiera el estudio de ciertas importantes cuestiones, sin que por ello renuncie a plantearlas más adelante.

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No obstante, no me parece vital que una obra titulada La Europa suicida prescinda de estudiar la evolución de las men­ talidades árabes o el desamparo de los judíos polacos y ruma* nos del primer tercio de este siglo, pues la suerte se decidía en otras tierras. Además, en mi intento de comprender su desarro­ llo, ¿cómo podía dejar de tener en cuenta las enseñanzas deri­ vadas de mis investigaciones precedentes? Tanto en la España católica del siglo xvi como en la Europa laica del xrx, la pro­ fusión de ghettos («emancipación», entendida en un amplio sentido de la palabra) planteaba a cristianos y judíos por igual unos problemas angustiosos que sólo podían resolverse de uno u otro modo con el correr de las generaciones. A finales del siglo xrx, es decir, durante la era del sufragio universal, aquel enfrentamiento ya olvidado desde tiempo atrás en la península ibérica parecía alcanzar su apogeo en Europa occidental, ins­ tilando en las mentes la perspectiva de un reinado judío y hastiando a los «ciudadanos de confesión israelita» hasta el punto de reavivarles la chispa sionista. Las esperanzas de una reconciliación inmediata quedaban desmentidas por el espectácu­ lo de la Rusia imperial, donde parecía esbozarse un proceso de orden similar, dado que la inepcia de los últimos zares conde­ naba a cinco millones de judíos a portarse como súbditos des­ leales, sembrando así entre los demás una confusión que mez­ claba la adhesión al orden establecido y la judeofobia. Vemos entonces, tanto antes como después de 1917, que hay aficionados y profesionales que exportan a Occidente la mentalidad de la policía rusa y sus falsedades; y que el Times y el Intelligence Service las aprovechan para sabotear la polí­ tica de posguerra de Lloyd George; y que la Iglesia católica reactiva el tema de los judíos deicidas para contrarrestar el pro­ yecto sionista. Si todas estas propagandas se sostenían y enla­ zaban entre sí, ¿en qué medida contribuyeron a la desmorali­ zación general y, específicamente, a la subida hitleriana? Preguntas de este tipo encierran, por encima de las difi­ cultades que provoque su desmesura, un escollo específico. Por mucho que el antisemitismo recurra, cuando se vuelve homi­ cida, al argumento de la conspiración mundial de los judíos, argumento político-policial y originado como tal por la com­ petencia de los servicios especializados que también poseen a

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su vez un cariz conspirador y unos archivos inaccesibles,2 ¿hasta qué punto el investigador, con sus propósitos de aclarar el rastro dejado en la historia mundial por las confabulaciones policiales que explotan la «teoría del complot», no corre el riesgo, obligado a barajar por lo demás las seducciones de una lógica maniquea, de sucumbir igualmente a un delirio inter­ pretativo? En el caso de las primeras fuentes de la visión hit­ leriana, por ejemplo, este riesgo es patente, pues las gnosis ultrasecretas y otras afiliaciones cuyos orígenes se remontan a la India o a la Atlántida, siguen teniendo adeptos que, sin ser necesariamente unos farsantes, no cesan de embaucar al pú­ blico. Hay que reconocer que la teoría del complot, como es­ quema explicativo y por mucho que moleste, es aún hoy mu­ cho más satisfactoria para la mente que cualquier otra: desde una óptica transcendente, hasta resulta inevitable como modo de lectura de los padecimientos del mundo en que vivimos, pues todas las culturas abundan en divinidades malignas (la suposición de que creer en demonios valió como raíz para el concepto de causalidad se remonta a Lévy-Bruhl y a Albert Einstein...).3 Y dicha teoría también se hace omnipresente, al menos como germen, en sus versiones inmanentes: pensemos por ejemplo en los «Ellos», en ese poder misterioso que con tanta habilidad saca a relucir, en el momento oportuno, los grandes crímenes o las guerras lejanas y otras catástrofes para distraernos de las prevaricaciones y flaquezas de los regímenes establecidos. Bajo esta forma laicizada o moderna, no cabía por menos que explotar ampliamente semejante tendencia, y debe­ mos creer en la existencia de un trazado directo que lleva de los primeros grandes mistificadores mistificados del siglo xvm , Adam Weishaupt y el abate Barruel — a través de las alterna­ tivas y emulaciones entre Policía y Conspiración, de Fouché a Lenin— a los maniqueísmos totalitarios del siglo xx, que aca­ baron restaurando a los judíos, plenamente o no, en su inicial función teológica de negación y destrucción. Sin embargo, ape­ nas existe un esbozo del estudio de esta teología.4 Por lo que atañe a su articulación esencial, la de la reducción a los asun­ tos sublunares del principio del Mal, añadiré que, relacionada como está a las grandes corrientes del pensamiento occiden­ tal, exige que la estudien desde la perspectiva más general de

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la revolución mental, cuando en el período de la ciencia, «Lu­ cha de clases» o «Lucha de razas» sustituyeron a la Providen­ cia divina en su función histórica clave.5 El modo que luego adoptaron los mass media transnacionales para acabar vulgari­ zando o traicionando estas historiografías concurrentes, exal­ tándolas como Santas Escrituras, o al contrario, percibidos ellos mismos a la larga como si sólo fueran ruido y furia, desacredi­ tándolos hasta el nihilismo, constituye otro tema de reflexión.* Volviendo a lo que decía: si, como supongo, he podido en lo esencial respetar las proporciones, por lo que se refiere a la función histórica de las obsesiones antisemitas, tal vez se deba a que desde hace algunos lustros he comenzado mi investiga­ ción mediante el estudio de las auténticas fuentes primeras del mito de la conspiración judía, contemporáneas del cisma intrajudío con que se inició nuestra era, cuando se denominaron y distribuyeron sus valores supremos. Lo cual a su vez permite que comprendamos mejor por qué, entre la cohorte de enemi­ gos designados, asociados o no a la estirpe fundadora —tem­ plarios o cátaros, brujas, magos, y otros acólitos del Maligno, herejes o papistas, jesuítas o francmasones, peligro amarillo o pangermanismo, Moscú o Wall Street— , los judíos (bien sea en lo que fueron, o bien transmutados por el implacable me­ canismo de las profecías cumplidas por sí solas) conservan aún en el siglo xx, semánticamente disfrazados si hace falta, su te­ mible prioridad.

Muchos han sido los apoyos y sugerencias de que he go­ zado durante la redacción de la presente obra. Vaya ante todo mi gratitud a Roger Errera y a Patrick Girard, que leyeron y comentaron el manuscrito por entero, y luego a Arthur Goldschmidt, Michel Heller, Pierre Nora y Jean-Pierre Peter, que examinaron y criticaron diversos capítulos. Gracias a su cor­ dial atención, pude eliminar numerosos errores. Además, Serge Moscovici fue tan amable que leyó, y aprobó, la digresión epistemológica de la Conclusión. De manera más general, el seminario y los coloquiqs de nuestro «Grupo de estudio del racismo» del C.N.R.S. me estimularon de formas diversas: que­ rría destacar muy particularmente los intercambios, de viva

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voz o epistolares, con mis generosos amigos Colette Gillaumin (C.N.R.S.) y Gavin Langmuir (Stanford University). Por lo demás, tampoco estoy seguro de haber sido capaz de concluir el presente volumen sin los estímulos que en 1973 me prodi­ gó L. T. S. Littman. París, diciembre de 1976 L P. C.N.R.S.

PRIMERA PARTE 1870-1914

I.

LOS PAÍSES GERMANICOS LA IM AG EN DEL JUDIO

En mi anterior volumen, hacía constar (en 1968) que, «con­ trariamente a lo que sucede con el tema del judío en la litera­ tura francesa o inglesa, el del judío en la literatura alemana del siglo xix nunca ha inspirado ninguna tesis universitaria, se­ guramente poTque los resultados de semejante tarea hubiesen sido tan penosos como monótonos». Tiempo después, en 1973, apareció un trabajo de esta índole, obra sin embargo de un universitario francés, Pierre Angel.7 En la misma Alemania, pese a la abundancia de brillantes estudios publicados entre­ tanto sobre la historia de los judíos, sigue faltando una inves­ tigación que les aluda como imagen literaria. De modo que así parece confirmarse mi suposición. Lo que ocurre es que una historia social o política trata de situaciones en donde el judío suele presentarse a la sociedad como banquero, político o ideó­ logo antes que como judío, mientras que una historia literaria tiene la obligación de asumir sus propios deseos o fantasmas, especialmente a través de «tipos» perfilados que pueden no te­ ner más que una lejana relación con la realidad (y este fue pre­ cisamente el caso de los judíos) pero que prevalecen como mo­ delos, Nathan el Sabio por ejemplo, o como antimodelos, por ejemplo Shylock. No obstante, es curioso que las letras y las ideas alemanas, tras la aparición del personaje de «Nathan», óbra del viejo Lessing, se limitaran preferentemente a la contra­ imagen, a la descripción malévola o hasta amenazadora. Y así se explica que la imagen del judío conserve en cier­

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to modo visos de maldición, tanto para los universitarios como para los ensayistas, tanto en la penitente Alemania de Adenauer como veinte años después.* Por lo que atañe a la edad de oro de la literatura alemana, y también al discurso filosófico, de Kant a Hegel y a Marx, me basta con citar en este aspecto mis anteriores trabajos. Si nos ceñimos a la segunda mitad del siglo xix, la actitud de sus principales autores, es decir de aquéllos cuyo recuerdo se ha insertado en la posteridad, podría resumirse mediante la frase «aut mde, aut nihil». «No conocí nunca a un alemán que quisiera a los judíos», comentaba Nietzsche, quien por su par­ te constituía una brillante excepción a la regla; si pretende­ mos saber por qué esto era así, Nietzsche ya aventuraba en el mismo contexto un inicio de respuesta, denunciando la inma­ durez o la fragilidad política y cultural de los alemanes de su tiempo. «Son de antes de ayer y de pasado mañana — Aún no son de hoy (...) El alemán no es, deviene, “evo­ luciona” (...) No sabe digerir sus vivencias, nunca lleva totalmente a cabo sus propósitos. La profun­ didad alemana no pasa de ser, con excesiva frecuen­ cia, más que una “digestión” penosa y diferida.» Sin duda, podríamos añadir que esta digestión funcionaba además con lentitud porque había más judíos en Alemania que en Italia o en Francia; no obstante, hay que tener en cuenta que, cuando rige un proceso asimilador, los factores es­ tadísticos sólo desempeñan un papel de subordinación, si se trata en cualquier caso de una minoría ínfima; lo que impor­ ta son los complejos de persecución y la megalomanía compen­ sadora que acarrean inmadurez y fragilidad. Ya he comentado, en otro texto, las racionalizaciones misticopolíticas de tales complejos: a nivel literario y filosófico, se manifestaban, según cánones, por el miedo y el odio a los judíos. Cojamos pues al autor más leído de la Alemania imperial, Gustav Freytag, cuya obra maestra, Solí und Haben (1855), al­ canzó una tirada de 500 ediciones sucesivas y figuró en todas las bibliotecas familiares. Sus dos protagonistas, el alemán An-

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ton Wohlfart y el judío Veitel Itzig, cuyos nombres ya poseen una resonancia simbólica, encaman respectivamente la virtud y el vicio; con objeto de exponer mejor sus intenciones, Freytag rodea a su «Itzig» de otros seis judíos que, salvo una excep­ ción, son casi tan repugnantes como él, mientras que en la mul­ titud de personajes alemanes que pululan por la obra, sólo hay un único ser de esa calaña. Tal como apunta Pierre Angel, cuyo análisis acabamos de resumir, la inserción del alemán malo, Hippus, y la del judío bueno, Bernhard, responden al esfuer­ zo de «garantizar la buena fe y la imparcialidad del autor», ase­ gurándose así la convicción de los lectores.9 Una pedagogía simplista de índole similar caracteriza el bestseller n.° 2 de la novela burguesa alemana, el Hungerpastor (1864) de Wilhelm Raabe. Aquí, Veitel Itzig se llama Moses Freudenstein; tan ambicioso y codicioso como él, se convierte, cambia de nombre y se mofa de su amigo de infancia, el bon­ dadoso pastor Hans Unwirrsch: «Tengo derecho a ser alemán donde se me antoje y tengo derecho a privarme de este honor cuando me convenga... ¡Desde que ya no nos condenan a muer­ te por envenenar pozos y degollar niños cristianos, nuestra po­ sición es mejor que la vuestra, arios de pacotilla!» Podemos añadir que la tipificación de los demás personajes de la no­ vela resulta menos maniquea que en Freytag. A tal fin, Pierre Angel emite la suposición de que «la gran novela de Wilhelm Raabe ejerce una acción al menos tan nefasta como la de Gustav Freytag, aunque o precisamente porque está mucho más matizada».10 Tras este vistazo a los escritores que poblaron de judíos su escenario, examinemos ahora a quienes no los tuvieron en cuen­ ta, al menos como creadores. En la obra del delicado narrador Theodor Fontane, aparece episódicamente un profesor de di­ bujo judío, descrito con simpatía; y en un poema, evocaba con amable condescendencia a los Abraham, a los Isaac y a otros Isrád, flor de una «nobleza prehistórica», que le visitaron para tributarle pleitesía, a raíz de su 75° aniversario: «Todos me han leído. Todos me conocen desde hace mucho tiempo, y esto es lo esencial. — Venga pues, Cohn.» Pero, al mismo tiempo, le escribía a su mujer: «A medida que pasan los años, me vuelvo más partidario de una clara separación... Los judíos en su casa,

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los cristianos en la suya... Lessing causó un daño enorme con su historia de los tres anillos».11 En los cuentos «nórdicos» de su contemporáneo Storm, no aparece ningún personaje judío; pero en la correspondencia que entabla con su amigo suizo Gottfried Keller, descubrimos un párrafo característico: Storm se enfurecía con el «impúdico judío» Eber, que había cali­ ficado al cuento como género literario menor, y el ciudadano de la libre Helvecia tuvo que objetarle: «La judeidad de Eber, que yo ignoraba, no tiene nada que ver con este asunto. También Von Gottschall, cristiano de pura cepa germánica, no cesa de clamar que cuento y novela son géneros infe­ riores... Mi experiencia me ha probado que por cada judío mal educado y vociferante hay dos cris­ tianos que lo son tanto o más, hayan nacido en Francia o en Alemania, sin hacer excepción de los suizos.» 12 A nivel filosófico, existían si cabe opiniones aún más ta­ jantes. Ya sabemos cómo Kant, Fichte o Hegel criticaban a los judíos y el judaismo dentro del marco de sistemas metafísicos que todavía se aferraban a la teología luterana, pese a que progresivamente se fueran distanciando de ella.13 Veamos aho­ ra cómo se las arreglaba Schopenhauer quien, tras romper las últimas amarras, afiliaba el mensaje evangélico al budismo, con­ siderando que Moisés no era más que un legislador o «rodri­ gón» extranjero y bárbaro: «Como una hiedra que, buscando apoyo, se enla­ za en torno a un rodrigón de tosca talla, se adapta a su deformidad, la reproduce exactamente, aunque sin privarse del adorno de su propia vitalidad y de su encanto, ofreciéndonos un aspecto de lo más grato, asi la doctrina cristiana surgida de la sabi­ duría de la India ha envuelto el viejo tronco, tan heterogéneo para ella, del tosco judaismo; lo que hemos debido conservar de la forma fundamental de dicho tronco es algo muy distinto, algo vivo y verdadero, por ella transformado...»

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Lacontinuación del párrafo sugiere que el temperamento atrabiliario de Schopenhauer no podía soportar la idea de un Creador satisfecho con su Creación: «[En el cristianismo] el Creador separado del mun­ do, mundo que él ha sacado de la nada, se identi­ fica con el Salvador y, a través de él, con la huma­ nidad; es el representante de la humanidad y la redime, por cuanto ésta había incurrido en falta con Adán, hallándose desde entonces apresada por los lazos del pecado, de la corrupción, del dolor y de la muerte. Esta es la visión que poseen tanto el cristianismo como el budismo: el mundo ya no puede presentarse bajo la luz del optimismo judío, que consideraba que “todo está bien” ; no, se trata más bien del diablo que ahora se llama “príncipe de este mundo” . . . » 14 El furor que embargaba a Schopenhauer cuando irrum­ pía contra el omnipresente «hedor judío» (foetor judaicus), expresión que le servía para interpretar la creencia en la bon­ dad del Creador y en el libre albedrío, sugiere que para este denigrador de la filosofía clásica no era cuestión de ideas pu­ ras, sino que «los judíos» designaban en su opinión, como en la de los teólogos medievales, a todos aquéllos que discrepa­ ran de su pensamiento. En efecto, proponía que la metafísica tradicional se limitara «a las sinagogas y a las tertulias filosó­ ficas, que en el fondo no difieren tanto entre sí»; pero los ju­ díos, aseguraba, eran mucho peor que los hegelianos.ls Por eso, usaba de todos los medios para aumentar las diferencias exis­ tentes entre los defensores de la Antigua Ley y la Nueva Ley: «Los judíos son el pueblo elegido por su Dios, que es el Dios elegido por su pueblo, y esto es una cosa que sólo afecta a él y a ellos.» Y más lapidario todavía: «La patria del judío son los demás judíos.» 16 En realidad, Schopenhauer vituperaba a los judíos adoptan­ do una óptica metafísica y espiritualista. Pero, ¿qué decir de su adepto «neovitalista» Eduard von Hartmann, también lia-

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mado «el amalgamista»,17 ese filósofo del inconsciente, citado con tanta frecuencia, aunque erróneamente como ahora vere­ mos, en calidad de precursor de Freud? Tras elaborar hacia 1875-1880 el programa de una religión científica del futuro,1* Hartmann se empeñó en publicar su opinión filosófica sobre las campañas antisemitas, que por esa época causaban furor en Ale­ mania.19 Comenzó observando que dichas campañas contrarres­ taban de modo enojoso una asimilación completa, dicho de otra forma una desaparición de los judíos, y la descripción que lue­ go ofrece de los odios populares enfrentados con «esa ralea pa­ rasitaria» (Schmartzerbrut) no carece de interés; sin duda, no se equivocaba cuando exclamaba que era aparentemente imposi­ ble lograr que los hijos de Israel comprendieran la precariedad de su situación en los países germánicos. Por lo demás, de­ sarrollaba largamente las habituales trivialidades sobre su «negatividad», sobre su falta de espíritu creador y sobre su acción insidiosamente corruptora, citando como ejemplo a Heine; me­ nos trivial era apenas la comparación con las mujeres: «Esta literatura judía no puede tener más continuidad que una lite­ ratura femenina, pues cuando se trata de trocar tesoros espi­ rituales contra un plato de lentejas, las mujeres aún superan a lps judíos.»20 A decir verdad, cuesta entender que Hartmann pudiera agitar en tales condiciones el espectro del peligro ju­ dío, llegando a escribir: «Aunque los judíos dispersos se apo­ deraran de la dominación mundial, seguirían dependiendo de los pueblos subyugados en los dominios del arte y de la cien­ cia, así como en los del lenguaje y de la técnica.» 21 Más nota­ ble es aún el capítulo que dedicaba a la «raza». Se las arregla­ ba para plantear la cuestión de saber si los judíos eran racial­ mente superiores, o inferiores, a los alemanes; la respuesta, es­ cribía, dependía del comportamiento sexual de las mujeres (dado que los hombres eran «naturalmente polígamos»): si las judías se sentían atraídas por la virilidad germánica, significa­ ba entonces que su razá era inferior —y viceversa— ; no obs­ tante, evitaba sacar conclusiones, sin duda por no disponer de la información que el tema requería. Con todo, si resultaba que los alemanes satisfacían a las muchachas judías, concluía Hartmann, «lo único que se deduce es que el tipo actual del judaismo denota una inferioridad por obra del instinto sexual.

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Ahora bien, nadie podrá dudar de que este tipo ha decaído y degenerado a raíz de las circunstancias históricas...».22 Cabe suponer que Nietzsche se refería a Hartmann cuando exclamó: «¡Qué alivio encontrar un judío entre los alemanes! Cuánto embrutecimiento, qué rubiales, qué ojos azules; qué estulticia...».23 Dan ganas de parafrasear: ¡qué alivio encon­ trar un Nietzsche entre los filósofos alemanes! Ciertamente, también él, metido en el tema de la «raza semita», pagaba tributo a las divagaciones científicas de su tiempo, pero lo ha­ cía para sacar en seguida unas conclusiones que sólo admiten la calificación de paradójicas porque iban a contracorriente de la opinión común: algunas citas provocadoras alcanzan, a un si­ glo de distancia, un sonido casi profético: «¿Qué debe Europa a los judíos? Mucho bien, mu­ cho mal, y sobre todo esto, que procede de lo me­ jor y de lo peor, el gran estilo en moral, la temi­ ble majestuosidad de las exigencias infinitas, de los símbolos infinitos, el sublime romanticismo de los problemas morales, es decir el elemento más atrac­ tivo, más tentador, más exquisito en esos juegos de color y esas seducciones cuyo reflejo abarca hoy día el cielo de nuestra civilización europea, un cie­ lo vespertino quizás a punto de extinguirse. Nos­ otros que, entre los espectadores, somos artistas y filósofos, sentimos un agradecimiento con respecto a los judíos.» {Más allá del bien y del mal, §250.) En Aurora, Nietzsche, culminando un extraordinario des­ arrollo que aludía tanto a las virtudes de los judíos, «superio­ res a las virtudes de todos los santos», como a sus malos mo­ dales e inextinguibles rencores de esclavos insurgentes,24 acábaba centrando en ellos todas sus esperanzas con vistas a una regeneración del género humano. De tal modo, coincidía inopi­ nadamente con los visionarios católicos de su tiempo, con Gougenot des Mousseaux y con Léon Bloy: «Entonces, cuando los judíos puedan enseñar como obra suya gemas y copas de oro de una calidad tal

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La Europa suicida que los pueblos europeos, con su experiencia más breve y menos profunda, no saben ni jamás supie­ ron producirlas, cuando Israel haya transformado su eterna venganza en una eterna bendición de Eu­ ropa: vendrá entonces ese séptimo día para que el viejo dios de los judíos pueda regocijarse de sí mis­ mo, de su creación y de su pueblo elegido — ¡y to­ dos, todos nosotros queremos regocijarnos con él!» (Aurora, §205, «Del pueblo de Israel».)

Ocurre que al evocar de este modo al viejo Jehová y no a Cristo, Nietzsche se abstenía de dar el último paso, es de­ cir de recuperar un cristianismo frente a los judíos, a la mane­ ra de Voltaire y de tantas otras grandes inteligencias, que su­ pieron reservarse este aspecto de la caída.25 Nietzsche, no obs­ tante, hubiera traicionado su propia personalidad si, también en esta cuestión, no hubiera invertido el signo. En Humano, demasiado humano¿ Nietzsche justificaba, con palabras más meditadas y más precisas, el agradecimiento que Europa debía a los judíos: «...hubo librepensadores, sabios y médicos judíos que mantuvieron en alto la bandera de las luces y de la independencia intelectual bajo las más du­ ras presiones personales; gracias a sus esfuerzos, hemos conseguido en gran parte que haya triun­ fado una explicación del mundo más natural, más razonable y en todo caso libre de mitos; hemos conseguido que no se cortaran los nexos civiliza­ dores que hoy nos unen a las luces de la civiliza­ ción grecorromana. Mientras el cristianismo ha he­ cho todo lo posible por orientalizar a Occidente, el judaismo en cambio ha contribuido sobre todo a que se occidentalizara de nuevo; y esto significa en cierto modo que ha logrado que la misión y la his­ toria de Europa fueran una continuación de la historia griega.» (Humano, demasiado humano, §475, conclusión.)

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Cuando se planteaba el presente, Nietzsche se entregaba a «jocundas divagaciones» imaginando apareamientos entre ofi­ ciales prusianos y muchachas de Israel que dotaran al Brandenburgo «de una dosis de intelectualidad cuya ausencia tan cruel­ mente se nota en esta provincia». Percibía con excelente agu­ deza que, en su mayoría, los judíos alemanes sólo pretendían fundirse en el seno de las poblaciones cristianas, sin duda, so­ breestimaba sus posibilidades, y ante todo, su cohesión interna. «Es evidente que los judíos, si quisieran o si les obligaran, y eso parecen buscar los antisemitas, po­ drían alcanzar desde ahora la preponderancia y li­ teralmente el dominio sobre Europa entera; tam­ bién está claro que ni lo pretenden ni hacen pro­ yectos en este sentido. De momento, lo que quie­ ren y ansian, y hasta con cierta insistencia, es de­ jarse absorber y disolver en Europa y por Europa ; aspiran a encontrar un lugar donde puedan esta­ blecerse, un lugar que los admita y los respete, para poner término al fin a su vida nómada de ju­ dío errante. Convendría tener en cuenta esta as­ piración, esta tendencia, que acaso revela una cierta atenuación de los instintos; convendría favorecerla. Por eso, quizás fuera útil y legítimo expulsar del país a esos antisemitas vocingleros...» 24 No existía tal vez categoría humana que Nietzsche des­ preciara y detestara tanto como la de los «antisemitas vocin­ gleros» (entre los que destacaba su cuñado Bemhard Forster). Aun así, Nietzsche caía en una doble trampa, pues también él era de los que atribuía a los judíos unos poderes casi sobre­ humanos, al tiempo que relacionaba dichos poderes con la cons­ titución hereditaria del pueblo judío, con su «sangre». Seme­ jante actitud le situaba como hijo de su época y también de su país. Estas obsesiones germánicas que, tal como ahora ve­ remos, adquirieron formas políticamente virulentas cuando sé fundó el Reich unificado alemán y que por lo tanto corres­ pondían, al menos en parte, a una proyección sobre los judíos •de los nuevos apetitos y sueños imperialistas, quedan muy

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bien ilustradas por dos o tres escritos fechados en vísperas de la Primera Guerra mundial. En 1911, el economista Werner Sombart publicaba su cé­ lebre tratado sobre Los judíos y la vida económica. Por consi­ guiente, enfocaba un área en donde teóricamente los juegos ima­ ginativos debían ceñirse aunque fuera mínimamente a unas ci­ fras. De hecho, no pasó de repetir la fantástica tesis, que se remonta a los jóvenes hegelíanos Bruno Bauer y Karl Marx,27 de una identidad entre «capitalismo» y «judaismo», una tesis, dicho sea de paso, cuya pervivencia tropezó con extrañas di­ ficultades.24 Un breve arrebato poético de Sombart nos resume la quintaesencia de su obra: «Como un sol, Israel se alza sobre Europa; dondequiera que aparezca, surge una vida nueva, mien­ tras que en las tierras que abandona, todo lo florecido hasta ahora desfallece y se marchita».29 Las refutaciones que cun­ dieron de inmediato no menoscababan la autoridad de la te­ sis.30 Al año siguiente, Sombart completaba su escrito mediante un folleto sobre El porvenir de los judíos, en donde los pro­ blemas de la economía capitalista daban paso a los de la cul­ tura alemana. El texto afirmaba que los judíos controlaban, o al menos condicionaban de forma decisiva, toda la vida de la cultura nacional: el arte, la literatura, la música, el teatro y sobre todo la prensa importante; circunstancia debida, según el folleto, al hecho de que eran, en promedio, mucho más inte­ ligentes y más industriosos que los alemanes.31 Superioridad, seguía diciendo Sombart, que se hallaba arraigada en la «san­ gre» judía y que planteaba un problema cuyas dimensiones re­ sultaba falaz omitir, puesto que se trataba del «mayor proble­ ma del género humano».32 ¿Cómo resolverlo? A su juicio, una expulsión general ame­ nazaba con provocar una catástrofe indecible para la vida eco­ nómica nacional: «Demasiado sabemos cómo acabaron España y Portugal, después de echar a los judíos», y también la propia Francia sufría aún las consecuencias de la revocación del edicto de Nantes, en 1685.33 Por lo que respecta a una asimilación y una fusión progresivas, pensaba que éstas se oponían a «las leyes de la naturaleza»; ¿no solían ser estériles los «matrimo­ nios mixtos»? Y cuando no lo eran, ¿no corrían el riesgo los hijos de sufrir ataques de neurosis o de locura?, «un mal agüe­

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ro parece flotar sobre las mezclas sanguíneas entre la raza judía y los pueblos nórdicos».34 Esta advertencia se incrementaba a base de consideraciones de orden estético. En un mundo lla­ mado a uniformizarse, a «americanizarse», capaz de lograr que Alemania «reventara a fin de cuentas por su pureza y su rubiez», ¿cómo prescindir de ese ingrediente irreemplazable cons­ tituido por los judíos? «Qué pobreza envolvería al mundo si éste sólo constara de americanos burlones; o incluso, si sólo constara de griegos risueños. Nunca querremos separamos de estas tristes y profundas miradas judías.»35 Así pues, los hi­ jos de Israel debían seguir enriqueciendo a Alemania con su precioso toque de exotismo, pero a condición de saber mante­ nerse en su sitio, y también de velar ellos mismos por la pu­ reza de su raza: «No nos tienta una papilla medio blanca, me­ dio negra.» Sombart, de este modo, acababa preconizando una política de apartheid al pie de la letra, impuesta por una ma­ yoría «inferior» a la minoría «superior» judía. Quizás el lector del_ último cuarto del siglo xx no acierte a entender por qué motivo el brillante erudito Werner Sombart, que fue uno de los fundadores de la historia económica, y cuya amplitud de miras y sonriente ironía se pueden apreciar en los diversos comentarios ya citados, llegaba a fijar en su pró­ jimo esta mirada de zootécnico. Pero así se demuestra hasta qué punto la «filosofía veterinaria», que con el tiempo se con­ vertiría en doctrina oficial del I II er Reich, ya había adquirido derecho de ciudadanía entre las élites de la Alemania wilhelmiana. Como la mayoría de autores aceptaba a fortiori una dife­ renciación psicofisiológica entre «semitas» y «arios», sus dis­ cusiones se centraban sobre todo en la calidad racial de las respectivas entidades, y hubo muchos judíos alemanes que se relegaron a sí mismos a un rango de raza inferior. Con fre­ cuencia, el fenómeno se explicaba por un trágico desdobla­ miento del patriotismo, que por entonces se definió mediante la frase «El patriotismo de los judíos consiste en el odio de sí mismos» (frase que completaba, sin contradecirla, la de Schopenhauer, antes citada). Ya hemos comentado en otros textos36 varios casos de este género; limitémonos a resumir aquí el más interesante de todos ellos. Vale la pena saber que Otto Weininger había nacido en

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Viena, el núcleo germánico más ardiente de la agitación antijudía, y la única ciudad europea que vio, en 1897, cómo su­ bía al poder una candidatura municipal antisemita, elegida por sufragio universal. Weininger tenía entonces diecisiete años; poco después, se entregó a la composición de un tratado psicofilosófico que le hizo célebre, aunque no feliz; tras haber bus­ cado inútilmente un consuelo en el bautismo, se suicidaba a la edad de veinticuatro años. Su obra se titulaba El sexo y el carácter (hay una traducción francesa fechada en 1975). Sus quinientas páginas trataban de la inferioridad moral e intelec­ tual de la mujer; en su conclusión, condenaba aún con mayor crueldad al judío, diferente de la mujer por cuanto ésta, al menos, creía en algo, a saber en el hombre, mientras que el judío se hallaba desprovisto de creencia de forma absoluta. Aunque Weininger precisara claramente que el judaismo no era a sus ojos más «que una orientación de la mente, una consti­ tución psíquica, que podía manifestarse en cualquier individuo, pero que había encontrado en el judaismo histórico su mani­ festación más grandiosa», no por ello se alteraba el principio de contraste que él mismo señalaba entre el infinito de los germanos y el cero de Israel. Su libro finalizaba con una in­ vocación apocalíptica: «El género humano espera un nuevo fundador de religión, y la pugna se acerca a su fase decisiva, como en el año Uno de nuestra era. De nuevo, la humanidad puede elegir entre el judaismo y el cristianismo, entre el comercio y la cultura, entre . la mujer y el hombre, entre la especie y el indivi­ duo, entre la nulidad y el valor, entre la nada y la divinidad; no existe un tercer reinado...» El Mesías que él anunciara en estos términos le demostró su gratitud. «Fue el único judío que mereció vivir», decía H it­ ler al citarle, en tiempos de la «solución final». Podemos citar asimismo al joven germanista Moritz Goldstein, que también repitió por cuenta propia estas concepcio­ nes corrientes de un conflicto germano-judío, aunque reaccio­ nara de otra forma, que casi le llevó igualmente al suicidio.

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«Cada vez está más daro, escribía en 1912 en un artículo de mucho impacto, que la vida cultural alemana está pasando a manos de los judíos. No es esto lo que esperaban y lo que querían los cris­ tianos, cuando permitieron que los parias de su am­ biente participaran en la cultura... Por lo tanto, de­ bemos enfrentarnos a un problema: nosotros ju­ díos, nos hemos convertido en los administradores de los bienes espirituales de un pueblo que nos niega los derechos y las capacidades requeridas para tal fin.» Seguía la descripción de una empresa, rama por rama o musa por musa, descripción similar a las que practicaban Sombart, Hartmann y otros tantos, es decir hinchada hasta unas dimensiones difíciles de precisar, a un nivel determinado abso­ lutamente por el subjetivismo y además exasperado por los juegos de la pasión contradictoria, por esa Hassliebe u odio amoroso que encuentra su mejor ejemplo en las rdaciones en­ tre Richard Wagner y sus intérpretes o admiradores judíos.*7 Por su parte, Moritz Goldstein también sucumbía ante los miasmas wagnerianos, sobre todo en su conclusión, al empon­ zoñar un problema muy real desafiando a unos y a otros, tan­ to a los alemanes, fueran anti o pro judíos, como a los judíos integrados que «se tapaban los oídos»: «Estamos combatiendo en dos frentes. De un lado tenemos como enemigos a los imbéciles y envidio­ sos germanocristianos, que han convertido la pala­ bra “judío” en una injuria, para calificar de “judío” a todo lo que viene de los judíos, y de este modo mancillarlos y desacreditarlos. No menospreciamos estas directrices ni sus consecuencias; están más extendidas de lo que ellos mismos se figuran, y todo alemán que no quiera tener nada en común con ellas debería, por una cuestión de defensa pro­ pia, examinar atentamente la posibilidad de guar­ dar afinidades. El otro lado lo ocupan nuestros peores enemigos,

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La Europa suicida los judíos que no quieren darse cuenta... A ésos, hay que desalojarlos de sus posiciones demasiado ostensibles, que les permiten representar un falso tipo de judío, a ésos hay que acallarlos y extermi­ narlos poco a poco, para que nosotros judíos po­ damos gozar de la existencia de una sola manera, la que consigue que un hombre pueda sentirse or­ gulloso y libre: librando un combate abierto con un adversario de su misma condición.»

Comentando casi medio siglo después su provocador ar­ tículo, Goldstein escribió que se había inspirado en las cos­ tumbres universitarias germánicas, y sobre todo en la negati­ vafrecuente de batirse a duelo con judíos. «La negativa im­ plicaba, y debía implicar, que el judío era un ser sin “honor” . Dada mi condición de estudiante alemán, no le veíá la gracia a esta concepción infantil del honor. Me hería profundamente. Sentía que había que hacer algo para cambiar nuestra situación, pero no sabía q u é ...» 38 Ya vemos que, por lo que se refiere a la inspiración del artículo todo se limitaba a un duelo imaginario, a un suicidio'. Goldstein también relataba que después de su publicación,39 que suscitó violentas y diversas reacciones, se interesó primero por el sionismo, aunque sin poder decidirse a llegar hasta el fondo intentando la difícil experiencia del retorno a la tierra. Asi pues, se resignó a dirigir en Berlín una colección de autores clásicos, como eminente germanista que era, hasta que la his­ toria decidiera otra cosa. Poco después de que le licenciaran, recibió la desagradable sorpresa de ver que su ensayo apare­ cía íntegramente reproducido en una de las primeras obras oficialmente antisemitas del I II er Reich, Die Juden in Deutschland (1935), bajo el título de Los judíos en calidad de adminis­ tradores de la cultura alemana...

Campañas antisemitas y neopaganas Dos obras, publicadas respectivamente en 1871 y en 1873, preceden los inicios de la agitación antisemita en Alemania y

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¿n Austria; uno y otro utilizaban argumentos ya sabidos, pero que, recogidos por la prensa y discutidos en las reuniones públi­ cas, pudieron disponer esta vez de una audiencia mucho más amplia que la que obtuvieron todas las publicaciones anteriores del siglo xx. El «Judío del Talmud» (Talmudjuden) del canónigo Auguste Rohling, basado especialmente en el tema del crimen ri­ tual, no era más que un plagio del clásico «Judaismo desen­ mascarado» (1700) de Eisenmenger.40 Sin embargo, los títulos que poseía Rohling, catedrático de la universidad imperial de ftaga, conferían a su escrito una autoridad superior. La igno­ rancia que tenía del Talmud redundó en su favor, pues sus falsedades o sus toscos errores, denunciados por teólogos más serios, multiplicaban las polémicas y aseguraron una gran pu­ blicidad al libro. En 1885, perdió un proceso por difamación de forma tan escandalosa que tuvo que abandonar su cátedra universitaria; tal circunstancia no obsta para que conservara adeptos a través de toda la Europa católica, hasta el punto de que, en 1889, se publicaban en Francia tres traducciones de su «Judío del Talmud», debidas a tres traductores distintos.41 Los doce procesos por crimen ritual que, entre 1867 y 1914, se abrieron contra judíos en el área germánica (y que, a excepción de uno,® terminaron con absoluciones) pueden atribuirse en gran parte a su agitación, certificada en Roma por el órgano oficioso Civiltá Cattolica * : Mientras que el católico Rohling, epígono del antijudaísmo ¡Cristiano bajo su forma más sanguinaria, representa el pasado, €n cambio el ex socialista ’Wilbelm Marr, que trasladó el de­ bate al terreno racial, anuncia el futuro. Se le atribuye la in­ tención del término «antisemitismo», que no tardó muchos ifios en alcanzar una difusión internacional; también supo hajbjer vibrar la nota apocalíptica, que ya percibimos en Gobineau O en Wagner; su propio texto, sin embargo, aparecía en mo­ mentos más propicios. Para entenderlo, conviene que demos pjü repaso a la situación de los judíos en la naciente Alemania Seilhelmiana. Las victorias militares, seguidas de la unificación del país, tóauguraban una era imperial que también prometía ser una jpá de prosperidad. Las nuevas esperanzas o los apetitos de la

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burguesía alemana se dejaban ilustrar por una cifra: el número de sociedades por acciones de toda índole fundadas en el trans­ curso de un solo año, 1872, era dos veces más elevado que el número de sociedades fundadas entre 1790 y 1867. Los judíos, que sólo constituían el 1 % de la población, participaban de forma notable (aunque difícil de evaluar con precisión) en este movimiento especulativo, y además participaban con mayor al­ borozo por cuanto alcanzaban una emancipación definitiva, al menos en teoría, gracias al mismo acto de fundación del Reich alemán. Bien es verdad que su situación material gozaba de un promedio de mayor prosperidad que la de los cristianos, faci­ litando a sus hijos unos estudios universitarios que éstos em­ prendían con el habitual ardor de los liberados; si nos atene­ mos a las cifras (proporcionalmente, se entiende), los judíos tenían diez veces más estudiantes que los protestantes y quince más que los católicos; en las universidades alemanas, de cada ocho estudiantes uno era judío, hacia 1885. Más sorprendente resulta aún el caso de las universidades de Viena o de Praga, pobladas por un tercio de estudiantes judíos. No obstante, el gran tema de la «invasión» se nutría además en otra fuente, pues hay un nuevo dato que parece aún más significativo: en Berlín, las familias cristianas mandaban al colegio a una can­ tidad de chicos que duplicaba la de chicas, mientras que entre los judíos esta diferencia apenas se hacía perceptible — como aún hoy suele ocurrir, en los países llamados industrializados. Desde esta óptica, podemos entrever un estilo de vida distinto al de los cristianos, como anticipo de un futuro que aún tar­ daría mucho en llegar; como el desprecio por la mujer suele ir emparejado con el que inspira el judío, captamos así uno de los resortes característicos de un antagonismo que difícilmente se dejaba inscribir a cargo exclusivo de la diferencia religiosa (máxime teniendo en cuenta que por lo que se refiere a la condición femenina, protestantes y católicos casi adoptaban la misma actitud).44 De ahí se desprende el recurso a otros es­ quemas explicativos. «El judío se convirtió en el símbolo de la modernización y de la sociedad moderna, y si le odiaban era por esta condición.» Así resume el problema el historiador Dírk van Arkel.4S La idea de «progreso» que pese a todo nos sugiere el siglo pasado, podía parecer entonces obra del Dia­

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blo, o el mismo Diablo ocultándose bajo el antifaz del progre­ so, para el inconsciente de los cristianos o de los ex cristianos. Por lo demás, volviendo a Wilhelm Marr, ya se encarga­ ba éste de adelantarse a estas cuestiones, tildando de idiotas (blodsinnig) las polémicas religiosas. Se presentan argumentos de esta índole, escribía, «cada vez que la gente quiere cometer estupideces o infamias»; y proclamaba su intención de defen­ der a los judíos contra toda persecución religiosa. Su librito, titulado La victoria del judaismo sobre el ger­ manismoZ6 resultó aún más oportuno por cuanto el boom de 1871-1872 tuvo una continuidad desastrosa en 1873, que arrui­ nó a muchos pequeños especuladores. Por consiguiente, las nue­ vas costumbres financieras no impugnaban en absoluto las cos­ tumbres judías; y los judíos, explicaba Marr, acababan de ga­ nar la partida, gracias a sus «cualidades raciales», que les ha­ bía permitido resistir todas las persecuciones. «No merccen ningún reproche. Han luchado contra el mundo occidental du­ rante dieciocho siglos. Han vencido a este mundo, lo han so­ metido. Somos los perdedores, y es natural que el vencedor ¡Exclame Vae victis... Estamos tan ajudiados que ya no hay nada qüe pueda salvarnos, y una brutal explosión antijudía sólo lo­ grará retrasar el hundimiento de la sociedad ajudiada, sin que $é pueda impedir.» 47 (No ha habido ningún antisemita que se haya preocupado de explicar por qué los arios se dejaban ajudiar tan fácilmente, mientras que los judíos eran incapaces de arianizarse.)48 «Ya no detendréis la mayor misión del semitis­ mo. El cesarismo judío — lo repito con mi más íntima convic­ ción-— no es más que una cuestión de tiempo, y sólo cuando éste cesarismo haya alcanzado su punto culminante surgirá qui­ zás un “dios desconocido” que venga a ayudarnos...» • Semejante visión encierra a la vez algo de Gobineau y de Marx (recordemos que también este último anunciaba en 1844 (pie el judaismo, que él identificaba con la burguesía, había alcanzado «la dominación universal»).49 «Las angustias de un piiéblo subyugado hablan por mi pluma, concluía Wilhelm Marr fingiendo que se dirigía a los judíos; de un pueblo que hoy gime bajo vuestro yugo, igual que vosotros gemísteis bajo el nuestro, ese yugo que no obstante con el paso del tiempo [jabéis conseguido implantar en nuestros hombros. Ha empeza­

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do para nosotros el “crepúsculo de los dioses”. Vosotros sois los dueños, nosotros los siervos... Finis Germaniae.» 50 En po­ cos años, el fúnebre escrito conoció una docena de ediciones; a nivel práctico, su autor hizo gala de cierto optimismo/pues­ to que en 1879 fundaba una «Liga antisemita». En 1874, el periodista Otto Glagau desarrollaba una ar­ gumentación análoga, aunque de acentos menos revoluciona­ rios, o menos apocalípticos, en una serie de artículos publica­ dos por la revista popular Die Garteniaube, que tenía una ti­ rada aproximada de 400.000 ejemplares. «La judería, escribía, no trabaja, explota la producción manual o intelectual del pró­ jimo... Esta tribu extranjera ha sometido al pueblo alemán y le está chupando hasta la médula. El problema social es esen­ cialmente el problema judío; todo lo demás no es más que un engañabobos.»51 En 1875, dos grandes periódicos de influencia, que se opo­ nían a la política interior de Bismarck, siguieron una línea pa­ recida: el protestante Kreuzzeitung y el católico Germania. Uno y otro utilizaban conceptos raciales, sin que les pareciera nada reprensible; de este modo, el Germania no tenía reparos en afir­ mar que la persecución de los judíos nunca se había debido a motivos religiosos, sino que representaba la protesta de la raza germánica contra la intrusión de una tribu extranjera.52 Hay que decir que el órgano católico no tardó en bajar el tono, y que acabó renunciando a toda agitación antijudía, mientras que la prensa protestante en conjunto mantuvo su tono hos­ til hasta la llegada del I II er Reich. Cabe añadir asimismo que un colaborador del Kreuzzeitung, Hermann Goedsche, alias «Sir John Retcliffe», fue el autor de la novela fantástica Biarritz, que proporcionó un primer cañamázo de los Protocolos de SiónP En Alemania, el antisemitismo corrió a cargo sobre todo de los luteranos, de igual modo que en Austria y en Fran­ cia fue asumido por los católicos; siguiendo esta línea, llegó a convertirse, durante el siglo del sufragio universal, en una ac­ titud típica del «grupo de consulta» mayoritario y de un cier­ to estilo anónimo, el que nombra o define a los demás, y con­ sidera su propia primacía como un hecho obvio.5* Vemos por lo tanto que en Alemania el signo de Lutero preside la agitación de la prensa hasta prolongarla a la agita­

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ción callejera. El pastor Adolf Stoecker, capellán de la corte imperial, surgido él mismo de un medio obrero, procuraba combatir la influencia de la socialdemocracia atea sobre las ma­ sas obreras, o, como decía él mismo, «deshacer la Internacio­ nal del odio mediante una Internacional del amor».55 Con tal objeto, fundó en Berlín, en 1878, su «partido cristiano social de los trabajadores». Una considerable multitud de obreros asis­ tió al mitin contradictorio de la inauguración, pero fue un ora­ dor socialdemócrata quien se ganó los votos; la moción adop­ tada declaraba que el cristianismo se había manifestado como un mal remedio para los agobios del género humano, y cifra­ ba sus esperanzas en el socialismo. Aun así, Stoecker perseveró en su agitación, sin gran éxito, hasta que se le ocurrió actuali­ zar el tema: «Las exigencias que dirigimos al judaismo.» Esta vez pudo comprobar que había acertado y descubrió una exce­ lente plataforma de unión; conque cada vez centró más su agi­ tación en los temas antisemitas, aunque éstos, de cara al par­ tido, ocasionaran una afluencia de artesanos, pequeños tende­ ros y funcionarios cuyo número era muy superior al de obre­ ros propiamente dichos. Por consiguiente, en 1880-1881, Berlín llegó a ser teatro de escenas de violencia, máxime teniendo en cuenta la interven­ ción de agitadores nada cristianos como Bernhard Forster, el cuñado de Nietzsche, o el joven maestro Ernst Henrici. Bandas organizadas asaltaban a los judíos en las calles, los echaban de los cafés, les rompían los cristales de las tiendas. En provincias, ardieron algunas sinagogas. El número de agitadores iba en aumento, y el historiador Paul Massing, que ha estudiado sus carreras, ha podido esbozar una especie de retrato-robot del activista antisemita de aquella época: era «más urbano que al­ deano; indiferente, si no hostil a la Iglesia antes que partidario de la devoción cristiana; y con más frecuencia miembro de una clase “instruida" que no de una clase “ignorante”. Las más vi­ rulentas formas de antisemitismo se difundían a través del país entero por obra de maestros, estudiantes, oficinistas, pequeños funcionarios y secretarios de toda índole; miembros de los mo­ vimientos de “reforma de la vida", vegetarianos, adversarios de la vivisección y adeptos de los cultos “naturistas”. De estos am­ bientes, ajenos al campesinado, de la nobleza rural o del clero

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reaccionario, tan obtuso y cerril como jamás pueda haberlo sido, procedían los fanáticos enemigos de los judíos».56 Este retrato valora claramente la correlación entre el anti­ semitismo radical o pasional y determinadas chifladuras que de­ mostraban una inadaptación a la vida moderna, e incluso la dificultad de existir. Sin embargo, Massing se ha olvidado de mencionar el culto más temible, el del Walhalla o del apoca­ lipsis germánico, que encontró en Richard Wagner, sumo sacer­ dote, con sus rencores y sus fobias, a un representante apoteósico.57 Debemos añadir que este retrato, establecido para la Alemania sobre todo protestante, exigiría varios retoques en el caso de Francia, y resultaría totalmente falso atribuido al imperio ruso. En efecto, el antisemitismo racista hallaba en el área germánica un terreno especialmente abonado, pues por ciertas razones históricas, había arraigado ?hí mucho mejor que en otros sitios una interpretación racial de la historia58 hasta el punto de que los mismos defensores de los judíos veían en el conflicto un enfrentamiento entre «sangre extranjera» y «sangre semita», y preconizaban los matrimonios mixtos como remedio, con vistas a una fusión de estas «sangres».59 Así se ex­ plica igualmente que el movimiento sionista, que (salvo raras excepciones) dejaba indiferentes a los judíos franceses, o has­ ta les asustaba, encontrara abundancia de partidarios en Aus­ tria, donde nació, o en Alemania. En 1880, Bernhard Forster, inspirado por unos días pasa­ dos en el Bayreuth wagneriano,60 lanzaba la idea de elevar una instancia antisemita que reclamaba un censo especia] para los judíos que vivían en Alemania y su total exclusión de las fun­ ciones públicas y de la enseñanza; al cabo de unas semanas, se habían recogido 225.000 firmas; pero, aunque los estudian­ tes respaldaron la instancia en gran número, sólo hubo un pro­ fesor universitario, el astrónomo Johann Zollner, que corriera el riesgo de firmarla. Aun así, poco tardó en verse involucrado el orgulloso cuerpo profesoral alemán, empeñado hasta enton­ ces en mantenerse al margen de cualquier barullo. La primera intervención partió de uno de los catedráticos que regían el pensamiento de la juventud nacionalista alemana, el historia­ dor Heinrich Treitschke. Según una línea que no era muy excepcional en su país y en

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¿u siglo, Treitschke combinaba una viva fe luterana con ¿1 culto a la guerra fresca y alegre.41 El incremento de los judíos le tenía preocupado, al menos desde 1871: «El enojo contra la colosal pujanza de los judíos aumenta en todas partes, le escribía a su mujer, y me estoy temiendo una reacción, un mo­ vimiento antijudío de la plebe».62 En una carta posterior, elo­ giaba la belleza de la raza germánica con estos términos: «La diferencia decisiva reside en los ojos y en las caderas: siguen siendo el privilegio de los pueblos germánicos, privilegio que ,nb poseen en cambio los eslavos y los latinos».63 Cuando la agi­ tación antisemita bajó a la calle, multiplicando escándalos e in­ cidentes, se decidió a dar su opinión sobre el tema. En noviembre de 1879, Treitschke publicaba un breve texjtó que trataba de las relaciones judeocristianas, titulado «Nues­ tras perspectivas».64 Estas no le parecían brillantes; también él evocaba'cl espectro de la dominación judía y acribillaba de sarcasmos a la «joven tropa de vendedores de pantalones nacidos en Polonia», cuyos hijos no desaprovecharían la ocasión de conífcéítirse en los dueños de la bolsa y de la prensa alemanas. Ahora bien, a su juicio, un abismo imposible de cubrir se abría entre el «Ser germánico» y el «Ser oriental». «¡Los judíos son nuestra perdición!», exclamaba, y luego aseguraba que los me­ jores alemanes, «los más cultivados, los más tolerantes», com­ partían esta idea en el fondo de sus corazones. Por consiguien­ te, la agitación antisemita no era a sus ojos más que una «reac­ ción brutal y odiosa, aunque natural, del sentir popular germá­ nico contra un elemento extranjero». El texto de Treitschke suscitó un sinfín de polémicas uni­ versitarias; sobre todo, como hizo constar su principal refutador, el gran latinista Theodor Mommsen, esta intervención ha­ lla otorgado una «respetabilidad» (anstándig) al antisemitisÉoo, le había «quitado los calzoncillos del pudor». Ahora bien, creciente agitación, advertía Mommsen, amenazaba con des­ encadenar «una guerra de todos contra todos», y calificaba las campañas de los antisemitas como un «aborto del sentimiento nacional».65 Hasta el fin de sus días, Mommsen no cejó de lu­ char contra el patrioterismo y el racismo germánicos, contra '«los locos nacionales que quieren sustituir el Adán universal por un Adán germánico, cargándolo con todos los esplendores

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de la mente humana».66 Pero en su réplica a Treitschke, tam­ bién él hablaba de «la desigualdad que subsiste entre el occi­ dental alemán y la sangre semítica»; y también él proponía con cierta insistencia que los judíos se convirtieran, para pagar ple­ namente el «precio de ingreso en una gran nación». El cris­ tianismo, explicaba, era el único nexo que subsistía entre los hombres civilizados, «dentro de la mezcolanza de los pueblos de la tierra. Quedarse al margen de este circuito cerrado, in­ sertándose no obstante en el seno de una nación, es posible pero difícil y peligroso». Tal vez su actitud no hiciera más que reflejar la intolerancia cultural que caracterizaba por en­ tonces a las grandes naciones europeas. Podemos añadir que, a excepción del historiador Heinrich Gratz, los refutadores ju­ díos de Treitschke se sintieron patrióticamente obligados a afir­ mar la perfecta asimilación de sus correligionarios, y el filósofo Hermann Cohén confesó incluso sin pestañear que todos hu­ bieran deseado tener el mismo aspecto físico que los alemanes.67 Veamos cuál podía ser este aspecto a ojos de un joven univer­ sitario judío: «No, el hombre no pertenece a nuestra raza. Es un hombre de los bosques germánicos. Cabellos muy rubios, ca­ beza, mejillas, cuello y cejas cubiertas de pelo, y casi ninguna diferencia de color entre la piel y los cabellos»; esta es la des­ cripción que en una carta de 1882, dirigida a su novia, hacía Sigmund Freud de un director de clínica al que había sido re­ comendado.6* De modo que, una vez instaurada esta respetabilidad cul­ tural del antisemitismo, los movimientos y partidos antisemitas se multiplicaron; se celebraron congresos internacionales (Dresde 1882; Chemnitz 1883); muchas corporaciones de estudian­ tes decidieron excluir a los judíos de su círculo; para colmo, una usanza que pasa por ser específicamente germánica (pues sólo existió en Austria y Alemania) prohibía que los estudian­ tes se batieran a duelo con los judíos. Para el teutón, el due­ lo es una acción moral,, para el judío, es una mentira conven­ cional, escribía en 1896 un comentarista;69 por consiguiente, ni siquiera aquellas actitudes judías dispuestas a dejarse matar eran dignas de crédito. Un universitario que se había dado a conocer por sus tra­ bajos filosóficos y su crítica de la religión, Eugen Dühring, muí-

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tiplicó a partir de 1880 sus tratados antisemitas, de títulos pretenciosos e interminables (Die Judenfrage ais Rassen—> Sit­ ien— und Kulturfrage, 1881; Der Ersatz der Religión durch Vollkommeneres und die Ausscheidung des Judentums durch den modernen Volkergeist, 1885; y otros por el estilo). Este sodaldemócrata privado de sus derechos civiles aseguraba que sólo un régimen socialista sería capaz de meter en cintura a los judíos; Friedrich Engels, alarmado por la influencia que Dühríng ejercía en las masas, le dedicó especialmente una volumi­ nosa defensa e ilustración del materialismo dialéctico («El AntiDüfaring», 1878).70 También podríamos citar al orientalista Adolf Wahrmund, que ponía a los alemanes en guardia contra el «nomadismo dominador» y la «madurez racial» de los ju­ díos.71 Sin embargo, todos los escritos pseudocientíficos de esta índole quedaron eclipsados en 1900 por la Génesis del si­ glo X IX , del wagneriano angloalemán Houston Stewart Chamberlain. Esta Biblia racista de altos vuelos, que incluye un ca­ pítulo de más de cien páginas dedicado a la organidad de Je­ sús, alcanzó una gran influencia en su época, con admiradores tan diversos como el emperador Guillermo II, el presidente Theodore Roosevelt, Bernard Shaw y León Tolstoi.72 En Austria, la prédica del antisemitismo a gran escala co­ rrió primeramente a cargo de Georg von Schonerer, un agita­ dor que reivindicaba el socialismo anticlerical y el nacionalismo germánico, y que sobre todo se apoyaba en los estudiantes. Por más que la situación en el multinacional imperio de los Habsburgo pareciera más propicia a la exaltación antijudía, aunque fuera porque la dominación cultural y económica de los judíos fuera menos ilusoria que en Alemania, la verdad es que el anti­ semitismo activo tardó bastante en desarrollarse. El historia­ dor Dirk van Arkel, que ha consagrado un notable estudio al antisemitismo austríaco, prueba que éste logró adquirir una ver­ dadera consistencia únicamente después de que se modificara la ley electoral, que era censual: sólo la capa superior, 3 % de la población, tenía derecho a votar, hasta que una ley de 1882 extendió este derecho a la burguesía media e inferior, a los ar­ tesanos y pequeños propietarios.73 No hay nada que evidencie mejor la unívoca relación entre el sufragio universal y las cam­ pañas antisemitas que ya hemos mencionado en la introducción.

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Hacía tiempo que preexistían en Austria las supersticiones anti­ judías y hasta su forma de expresión «racial»; la novedad con­ sistió en su ruidosa explotación política; por si fuera poco, di­ chas campañas reunían en tropel a militantes convencidos y antisemitas por conformismo, o por oportunismo. Pronto se hizo evidente que, sobre todo en Viena, una for­ mación política que quisiera atraerse a los artesanos no tenía ninguna posibilidad de éxito sin una plataforma antisemita; también los propios obreros, al revés de los obreros alemanes, se mostraban receptivos (de Viena surgió en esa época ía co­ nocida frase: «El antisemitismo es el socialismo de !os imbé­ ciles».) 74 Karl Lueger, político católico, supo explotar la co­ yuntura. Lueger era el líder del «partido cristiano social aus­ tríaco», que seguía el mismo programa que el homónimo par­ tido berlinés del pastor Stoecker. En 1887, inscribió el anti­ semitismo en sus banderas; combatido por la gran burguesía y el alto clero austríacos, aunque muy estimulado por el papa León X III y el cardenal Rampolla, atentos a las aspiraciones del proletariado urbano, condujo a su partido de victoria en victoria y logró al fin que le eligieran alcalde de Viena casi por unanimidad. No parece, sin embargo, que esto justifique el entusiasta tributo que Hitler le rendía en «.Mein Kampf» ” pues los judíos no tuvieron que padecer su gestión; «A mí me toca decidir quién es judío», le gustaba decir; y en más de una ocasión, asistió a los oficios de la sinagoga, luciendo los atributos de su función.76 En Alemania, fue menor el éxito obtenido por los parti­ dos antisemitas. Las diversas ligas y asociaciones rivalizaban con acritud, y no hubo ninguna que alcanzara la preponderan­ cia; debieron esperar a 1887 para que un solo militante anti­ semita, el joven folklorista Boeckel, consiguiera ingresar en el Reichstag. En las elecciones de 1890, su partido, el Antisemitische Volkspartei, lograba cuatro escaños gracias a los 48.000 votos que recogió (sobre siete millones de electores). Pero en 1893, el número de votos fue de 260.000, y el número de es­ caños se elevó a dieciséis.77 Llegados a esta fase, los antisemitas «puros» comenzaron a preocuparse por la magnitud de sus em­ bustes (aunque tales invenciones jamás igualaron, como ya ve­ remos, la exorbitancia de las de ciertos autores franceses) y,

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aobre todo, por su desdén de la legalidad. Tomemos como ejem­ plo al maestro de escuela Hermann Ahlwardt, condenado por malversación de fondos y otros delitos de derecho común que, en consecuencia, le privaron de su cargo. Emulando a Wilhelm Marr, había titulado su escrito más notorio: «El desesperado combate entablado por los pueblos arios contra la judería»,78 y 'algunas de sus acusaciones eran muy concretas. Reprochaba al fabricante de armas Lowe que hubiese suministrado 425.000 fu­ ciles defectuosos al ejército alemán, por orden de la Alianza Isfaelita universal, fusiles «menos peligrosos para el enemigo que para nuestros soldados». Sus críticas encontraron un eco, •¿J. menos entre sus electores: «Cuanto más monstruosas son Jas acusaciones de Ahlwardt, más aclamaciones recibe», comen­ taba un contemporáneo.79 Todo ello motivó que, en 1891, se ¡constituyera una «Asociación de defensa contra el Antisemitis­ mo», con la participación de gente tan notable como el alcalde 'de Berlín Funk von Dessau, Theodor Mommsen, el biólogo Rudolf Virchow y hasta Gustav Freytag (el autor del pérfido Solí und Haben). Dicha Asociación declaraba que su principal ¡objetivo consistía en el saneamiento de las costumbres políti­ cas nacionales, y no en defender a los judíos.80 El éxito electoral de 1893 marca el cénit de la agitación ¿antisemita en Alemania (y, en rigor, el de toda la relativa a Eu­ ropa occidental). Luego, comenzó a menguar, y el grupo anti­ semita del Reichstag se fue disgregando poco a poco (seis es­ caños en 1907, tres en 1912). Es posible que algo tuviera que ver con todo ello la «Asociación de defensa», aunque los ver'daderos motivos de este aparente declive responden a procesos jnuy distintos. En realidad, se nota el inicio de una evolución dicotómica: por un lado, disolución del antisemitismo que im­ pregna a gran parte del cuerpo social alemán; por el otro, con­ centración casi esotérica. No es difícil comprender la disolución. Durante la última década del siglo xix, Europa entraba en la era de las grandes rivalidades imperialistas, y de este modo los rencores y los miedos arcaicos que constituyen la base del antisemitismo en­ contraron, en parte al menos, nuevos cauces. Esto no quiere decir que las ambiciones coloniales o el im­ perialismo económico fueran exclusivos del antisemitismo; y,

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de hecho, los ambientes nacionalistas, o sea la mayor parte de la burguesía y de la aristocracia, manifestaban por regla gene­ ral una hostilidad más o menos pronunciada con respecto a los judíos, aunque sólo fuera a título subsidiario. Las polémicas cubrieron incluso un terreno a la vez muy nuevo y muy anti­ guo, el de la Biblia. Si bien desde el siglo x v i i i ciertos teólogos ponían en en­ tredicho la ética del Antiguo Testamento, desvalorizándola con relación al Nuevo, ahora la arqueología y sus disciplinas aso­ ciadas permitían lanzar un ataque contra un frente mucho más amplio. Dicho ataque corrió bajo la dirección del asiriólogo Friedrich Delitzsch quien, en 1902, se propuso demostrar, si­ guiendo el lema Babel oder Bibel?, que las grandes tradiciones mosaicas se inspiraban en la cultura mesopotámica y que ade­ más esta última era éticamente superior a la cultura hebraica (visión forzosamente amparada por la ética burguesa de la Belle Époque). El emperador Guillermo II honró con su pre­ sencia las conferencias de Delitzsch, cuya tesis causó sensación. Protestaron los teólogos ortodoxos, mientras que por su parte los rabinos hablaron de ese «elevado antisemitismo» de la ele­ vada crítica bíblica. No se equivocaban sin duda; los grandes eruditos luteranos, como Wellhausen, Harnack o Schürer, no sólo menospreciaban sistemáticamente el judaismo postexilió sino que, llegado el caso, cuando en sus bibliografías citaban las obras de sus colegas judíos, las marcaban con un signo con­ vencional que el rabino Félix Perles comparaba amargamente con la estrella amarilla.11 A nivel general, en vísperas de la Primera Guerra mundial, todos los partidos y movimientos nacionalistas o conservadores se hallan imbuidos de antisemitismo con mayor o menor fuer­ za, de tal modo que sólo había dos grandes formaciones polí­ ticas, la socialdemocracia y el «Zentrum» católico, que no mani­ festaran una hostilidad por los judíos. Leyes no escritas les prohibían las carreras militares y administrativas, y hay pruebas múltiples de que su aislamiento social iba en aumento.82 Ni siquiera la guerra de 1914-1918 y la sagrada unión de rigor remediaron la situación; sin embargo, los judíos hicieron gala de la misma embriaguez patriótica que sus compatriotas, y hasta se excedieron; mientras que Walter Rathenau enderezaba

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;J# economía de guerra alemana, el poeta Emst Lissauer composu popular Canto de odio contra Inglaterra (Hassgesang gegen England) y Hermana Cohén se esforzaba en demostrar que los judíos de todos los países estaban éticamente obliga­ dos a tomar partido por Alemania,33 hasta los mismos dirigen, te» sionistas austroalemanes proclamaban que Alemania com­ batía por la verdad, el derecho, la libertad y la civilización, mundial.84 Es evidente que los judíos movilizados combatían y morían del mismo modo que los demás soldados, pero a ciertos niveles militares y civiles cundió la sospecha de que no lo hacían en cantidad suficiente. Esta sospecha dio pie a que el alto mando prescribiera, en octubre en 1916, un censo sistemático de los militares judíos, cuyos pormenores ya leere­ mos más adelante; de esta manera, se cumplía uno de los pri­ meros deseos de los activistas de finales del siglo xix. A partir de los primeros años del siglo xx, ya se había constituido en las esferas dirigentes un virulento núcleo anti­ semita, como lo demuestran sobre todo las reacciones ante los disturbios revolucionarios que se iban extendiendo por toda Rusia, disturbios comúnmente atribuidos a la acción subversiva de los judíos. Guillermo I I en persona apuntaba en el margen de un informe consular sobre las manifestaciones de enero de 1905 en Riga; «¡Los judíos, como siempre!» y «Aquí sucederá lo mismo»; no obstante, en lugar de preocuparse por el futuro, intentaba pescar en río revuelto y agravar los problemas de su imperial primo, el zar de todas las Rusias. De este modo, cuando un día después del pogrom de Kichinev, se enteró de que el gobierno ruso había dictado nuevas restricciones anti­ judías, daba orden «de comunicar todo esto a los Rothschild y a sus consortes, para que cortaran los víveres [al gobierno ruso]», y no sabemos si disfrutaba más con el fallecimiento del régimen zarista o con los apuros de los judíos. (A propósito «le la repugnancia que sentían las tropas rusas en disparar con­ tra los pogromistas cristianos, comentaba: «Todos los hombres alemanes y principalmente todas las mujeres alemanas piensan igual»; y enterado de que algunos judíos rusos se habían refu­ giado en Alemania, exclamó: «¡Echad fuera a esos cerdos!».) Por lo demás, las fantasmagorías antijudías de las autori­ dades rusas acababan contaminando a los mismos diplomáticos

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con sede en San Petersburgo: para el embajador alemán Alvensleben, cabía la posibilidad de «utilizar razonablemente la pala­ bra judío como sinónimo de revolucionario»-, para su colega austríaco Aehrental, el manifiesto constitucional promulgado en defensa propia por el zar en octubre de 1905 estaba casi redactado «en jerga» (o sea en yiddish), y el conde W itté, que lo había escrito, pretendía convertir a los judíos en dueños de toda Rusia. Tal como observa el historiador Hans Helbrontier, de quien sacamos estos datos, «desde antes de 1914, y en ambientes eminentemente respetables, se asentaron los cimien­ tos de la transformación de un antisemitismo de salón en formas virulentas de odio que luego caracterizaron el período de entreguerras».85 Aún así, parecía que las organizaciones de antisemitas «pu­ ros» se hubiesen hundido en la impotencia, por esa época. Ha­ bían acabado desmenuzadas en una multitud de grupúsculos y sectas con nombres esotéricos o neopaganos: el Hammerbund, animado por el «gran maestro» (Altmeister) Theodor Fritisch, el Urdabund, el Walsungenorden, Artamanen, Oslara, y cuántos más. Como se suponía que los judíos manipulaban a los arios gracias a sus conocimientos del camuflaje y del secreto, los adep­ tos de Fritsch quisieron hacer lo mismo, actitud que además venía estimulada, de diversas maneras, por una tradición euro­ pea ya venerable (insistiremos sobre ello en los siguientes capítulos). En 1912, fundaron una logia antisemita secreta, la Qermanenorden, que a su vez dio origen a la «sociedad de Thulé», clandestinamente relacionada con los inicios del partido nazi».86 Fue empero la revista austríaca Ostara la que, ya a partir de 1905, exhortó públicamente a los arios para que exterminaran a los subhombres simios, por medio de sus ra­ diaciones eléctricas «corporales» o de cualquier otra forma: se ha comprobado que ciertos adolescentes que luego, en la ma­ durez, utilizaron con esta intención otros procedimientos más realistas, y sobre todo Adolf Hitler y Heinrich Himmler, prestaban oído atento a tales incitaciones.87 Es evidente que nada informaban de los judíos todos estos escritos y toda esta verborrea, y mucho en cambio de sus autores y organizadores; éstos, con sus visiones, expresaban sus propios sueños, proyecciones y fantasías megalómanas. Hubo

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además algunos antisemitas aislados que publicaban por cuen­ ca propia miles de libros y folletos cuyos títulos y temáticas alcanzaban niveles igualmente delirantes.88 Vale la pena rete­ ner dos nombres. Nuestros volúmenes precedentes ya han exa­ minado largamente el caso de la Génesis del siglo xix y de Su autor, Houston Stewart Chamberlain, yerno de Richard Wagner y guía espiritual de Guillermo II. Arthur Dinter no Atenía tantas pretensiones, y así se explica que su novela racista El pecado contra la sangre no llamara la atención de las élites; en cambio, entre 1911 y 1931, sus ventas rozaron la cifra de 600.000 ejemplares. Lo que la «Génesis» y el «Pecado» tenían en común eran sus aspiraciones a una cientificidad, su invoca­ ción de las leyes inexorables de la naturaleza que rigen la eterna lucha del judío contra el ario. De hecho, también este era el denominador común de todas las formas y variantes de la ideología racista o antisemi­ ta, que consistía, como muy bien ha visto Peter G. Pulzer, en ana «anticiencia» en sumo grado, copiando los métodos aje­ nos y recurriendo a su aplastante autoridad, «manejando con ,im eclecticismo terrorífico la biología, la teología y la psicolo­ gía para construir su teoría de la raza».89 Después de todo, no ha de extrañarnos que la época del Kulturpessimismus, con lás culminaciones germánicas de la ciencia occidental, origine su propia imitación repelente y fraudulenta. ■ También serán las frustraciones de la civilización cientí­ fica e industrial las que, hacia 1900, provoquen en Alemania y en Austria la aparición de auténticas contrasociedades, precur­ soras, bajo la forma de movimientos juveniles organizados, los Wandervógel, «aves migradoras», y la Freideutsche Jugend, o las asociaciones más tradicionales de gimnastas, alpinistas y ciclistas. Estos jóvenes de ambos sexos aspiraban a una vida comunitaria y «natural», alejada de las ciudades y de las arti­ ficiales convenciones de la sociedad de adultos. También querían dar la espalda, al menos al principio, a las estúpidas querellas y componendas políticas de dichos adultos; pero, dado el clima intelectual de la época, su sed de pureza no podía dejar de Exponerlos al contagio del racismo, y su búsqueda terminó tra­ duciéndose por el adjetivo judenrein («depurado» o «puro de judíos»).90

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En Austria, los Wandervogel, el movimiento más impor­ tante, pretendió una pureza de judíos desde que se fundara en 1901; en vísperas de la Primera Guerra mundial, la exclusión se extendió a los eslavos y a los «latinos». En Alemania, el problema suscitó largas discusiones; finalmente, se decidió que cada sección podía resolverlo a su manera (siguiendo la pauta marcada por las corporaciones estudiantiles de comienzos del siglo x ix )91 La Freideutsche Jugend admitía a los judíos, aun­ que con tendencia a agruparlos por secciones o grupos parti­ culares. En las asociaciones gimnásticas y deportivas, la exclu­ sión de los judíos se sitúa asimismo a principios del siglo xx y, también aquí, las primeras iniciativas parten de Austria: por lo demás, en provincias, no había a veces posibilidad de excluir a nadie, aunque ello no era óbice, al parecer, para que se proclamara el principio de pureza todavía con mayor firmeza. Frente a este ostracismo, hubo muchos jóvenes judíos que, a imagen de las asociaciones germánicas, formaron asociacio­ nes judías, llamadas a ser el vivero de los futuros cuadros sio­ nistas. A tanto llegó el contagio del ejemplo que el célebre pensador religioso Martin Buber (1878-1969) también acabó considerando la «comunidad de sangre» como el substrato in­ dispensable de la «identidad espiritual».92 ¿Debe extrañarnos entonces que los movimientos juveniles germánicos se convir­ tieran en cantera de los activistas del nacionalsocialismo?

II.

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Con anterioridad al «Caso» Si quisiéramos medir la fuerza del antisemitismo en un país por la cantidad de tinta vertida a propósito de los judíos, no cabe duda de que la Francia de finales del siglo xix se llevaría la palma. En efecto, el caso Dreyfus sigue siendo el proceso más clamoroso de todos los tiempos; pero, entre otras consecuen­ cias, logró que el antisemitismo francés alcanzara una resonan­ cia que puede parecer artificial. Da igual que unos consideren

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este caso como una vergüenza nacional y otros como una gloria nacional — sin duda, fue las dos cosas a la vez— , la cuestión es que, a partir de 1894, reavivó decuplicándola una agitación que, como ya ocuría en los países germánicos, comenzaba a di­ luirse. Durante algunos años, Francia llegó a ser prácticamente la segunda patria de todas aquellas personas que de uno u otro modo se sentían afectadas por el debate internacional en tomo a los judíos. Sus perspectivas históricas han quedado falseadas, hasta tal punto que un brillante autor ha querido considerar el Caso como un ensayo general (felizmente abortado) del na­ zismo.93 Lo que pasa es que, aun antes de su estallido, Francia fue, en el mundo occidental, el segundo centro de las campañas antisemitas de tipo moderno, y que asimismo no hubo tercer centro; a tal fin, por lo tanto, se entabló una especie de diá­ logo franco-alemán, que provoca la tentación de preguntarnos si no fue indicio de una cierta afinidad, remontándonos qui­ zás a épocas muy lejanas, cuando los descendientes de Carlotnagno reinaban en las dos márgenes del Rín y la futura Ale­ mania se llamaba «Francia oriental»...94 Pero, sea como fuera, si por un lado el antisemitismo francés copió el antisemitismo ger­ mánico por el otro correspondía a una tradición diferente y pro­ cedía de fuentes autóctonas. De uno u otro modo, influían en Francia ciertas secuelas de la Revolución. Prolongaciones ideológicas directas, ante todo: ya hemos visto hasta qué punto los movimientos socia­ listas, fueran «utópicos» o «científicos», con la sola excepción del saint-simonismo, estaban manchados de antisemitismo.95 Durante la década de 1880, sin embargo, tomaron el relevo los militantes del campo adverso, católicos sobre todo para quienes la Revolución era la encarnación del Mal, un Mal atribuido i un complot tramado por fuerzas anticristianas y antifrancesas ¡ocultas. ; Fue en Francia precisamente donde, al cristalizar el drama revolucionario, se formó esa escuela de pensamiento según la cual los complots montados por enemigos del género humano constituyen la máxima clave de la historia universal. Esta es­ cuela, que durante el siglo xx ha tenido en los nazis a sus principales aunque no únicos adeptos, posee la enojosa tenden­ cia de basar sus pruebas más perentorias en la ausencia de

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pruebas, puesto que la eficacia de una sociedad secreta se mide mejor, por definición, en base al secreto con que sabe cubrir sus actividades. ¿Acaso la mayor astucia del Diablo no es la dé hacer creer que no existe? Convicciones de esta índole per­ miten que el denunciante gane en todo momento.96 Por lo que atañe a la Revolución de 1789, el enemigo invisible quedó per­ sonificado al principio por los protestantes, pero desde 1807 se habla ya de una conspiración judía; los protestantes pasa­ ron entonces a un segundo plano, mientras que judíos y franc­ masones se convertían en protagonistas, alterna o conjunta­ mente.57 A fin de cuentas, se suponía que los conspiradores actuaban casi siempre en nombre del Diablo o del Anticristo, que (según revelaciones de Léo Taxil, aclamadas por todo el episcopado francés) les daba sus instrucciones por telégrafo o por teléfono: cuando leemos estas hazañas de «Satanás Franc­ masón» 98 pensamos que fue en la Francia de Louis Pasteur y de Ernest Renán donde se batieron los máximos records de la credulidad humana. Por lo que respecta al «complot judío» en su versión mo­ dernizada, con la subsiguiente postergación del Diablo, crece la intriga en Francia bajo el Segundo Imperio, a raíz de una última y escandalosa historia de niño judío raptado por las auto­ ridades pontificias para bautizarlo sin permiso (el caso Mortara, 1858). Napoleón III, que se disponía a liberar Italia, mandó sin ningún éxito representantes a Pío IX. El conflicto envenenó la «cuestión romana» y sin duda contribuyó de muchas mane­ ras a apresurar el desmántelamiento del Estado eclesiástico. Por su parte, un grupo de judíos franceses adoptó la resolución de crear un órgano internacional para la defensa de los derechos de sus correligionarios, la «Alianza israelita universal». Está claro que también sus dirigentes anhelaban la desaparición del poder temporal de la Iglesia, y hasta «la próxima caída del papa».99 Incurrieron entonces en las iras de Louis Veuillot, el auténtico jefe del catolicismo francés, mientras que otros auto­ res de menor cuantía les imputaban la responsabilidad de las desgracias del Estado pontificio o incluso las de todo el mundo católico.100 Rápidamente, los antisemitas de muchos países con­ sideraron que la «Alianza», con sede en París, era el órgano supremo de la conspiración mundial judía: hubo que esperar

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p que concluyera la Primera Guerra mundial para que esta ver­ sión quedara definitivamente suplantada por la de los Sabios de Sión, también elaborada en París, como ahora veremos. Bien es verdad que bajo el largo pontificado de Pío IX (1848-1876), los católicos franceses u otros aún no desatan una guerra abierta en contra de los judíos, y esta moderación quizá responda al temperamento proverbialmente conserva­ dor del papa, dado que es tradición venerable de la Santa Sede mostrar cierta solicitud por el «pueblo testigo». En Italia, la oficiosa Civilta Cattolica lanza invectivas contra los judíos sola­ mente en nombre de Cristo; en Francia, el jesuita Nicolás Deschamps, el gran experto en la «teoría del complot», se abstiene de citarlos cuando escribe su obra sobre las «sociedades secretas».101 Muy otra es la situación bajo el pontificado de León X III, y sin duda se trata de algo más que de una coin­ cidencia, pues está claro que un simple cambio de pontificado tto origina trastornos de tanta gravedad como los que se re­ querían para que la sensibilidad de aquellos cristianos militan­ tes acabara aficionándose a las campañas antisemitas. ¡j Así pues, bajo la I II República, la agitación antijudía sigue oliendo obra inicialmente, como en el pasado, de la «izquier­ da» anticlerical, pero dicha agitación no llega muy lejos, sobre lodo si tenemos en cuenta que al fracasar la Comuna los prin­ cipales jefes socialistas huyen o van a la cárcel. Posee un cariz en parte anticapitalista y en parte racial o racista; será Ernest Renán,102 bajo este último prisma, quien actúe como autori­ dad principal, aunque tampoco faltan referencias a Voltaire o a Jules Michelet. Figuran además Gustave Tridon (Da Mdopbisme juif, compuesto en la cárcel, entre 1886 y 1888), Auguste Chirac, que no sin razón podía escribir a Drumont en 1887: «He abierto todas las puertas que tú derribaste»,103 y el blanquista Eugéne Gellion-Danglar ,104 Veamos unas breves mues­ tras del estilo de este último, calcado en parte del de Renán: «... Michelet, en su hermoso libro La Bible de l’humanité... estableció una nítida y luminosa opo­ sición entre los pueblos del día y los pueblos de la noche (...) Está muy claro que la rama aria o indoeuropea es la única que ha producido gran­

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La Europa suicida des civilizaciones y la única que posee una noción de justicia y un concepto de belleza (...) Todo nos demuestra la degeneración y creciente decaden­ cia de la raza semítica... Pet0 &ún podemos temer cualquier resultado ante la infiltración de su sangre y de sus doctrinas en las poblaciones y civilizaciones de esencia aria. Por consiguiente, hay que velar y combatir, y repetir el grito cje Catón el Viejo: «Et insuper cernea delendam esse Carthaginem», que puede traducirse por este otro grito de Voltaire: «¡Aplastemos al infame!» (...) La gran fortaleza del semitismo es la Iglesia católica, apostólica y ro­ mana, tal como actualmente está constituida, ver­ dadero Estado dentro del listado... único peligro social, azote internacional de los más temibles...» Eugéne O e l l i o n -D anglar , Les Sémites et le sémitisme.

Por lo que atañe al bando católico, antes de la década de 1880, se limitó a publicar una sola obra antijudía, obra que además reserva varias sorpresas al lector, pues sus páginas osci­ lan abiertamente entre el odio y un ai*i0r ferviente. Se trata, en 1869, de Le Juif, le judáisme et la judáisation des peuples chrétiens del caballero Gougenot des Mousseaux, que por esta obra recibió la bendición de Pío IX. Es en efecto un revoltijo de todas las acusaciones antijudías antiguas y mo­ dernas; alude largamente a los venenos destilados por el Talmud y la Cabala, a los daños causados por la Alianza israe­ lita universal y a los crímenes rituales, sin olvidar una última conjuración anticristiana, urdida en I t al¡a p0r el francmasón judío «Piccola Tigre».105 Sin embargo, pese a deplorar estos errores y crímenes de los judíos, Gougenot les manifiesta un respeto y una admiración infinitos, ha$ta el punto de descri­ bir en estos términos a sus contemporáneos emancipados: «El judío es un señor que cayó agobiado y envi­ lecido por la miseria, que s^ rebajó de mil maneras y que se fabricó una máscala Con su propia mugre, pero que conoce el valor de sangre y que se yer-

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gue al menor soplo. Mirad, pues, cómo recupera hoy los atributos de su nobleza con la misma soltura y displicencia de un hombre que, tras aceptar la as­ querosa manta de una posada para cubrirse durante una noche glacial, lava su cuerpo al amanecer y viste otra vez sus ropas de la víspera.» 106 Gougenot des Mousseaux se merece un sitio entre Alfred de Vigny 107 y Léon Bloy, en calidad de portavoz de una cier­ ta idea francesa del «pueblo elegido»; mayor es su representatividad por ser lo contrario de un genio. Cree que la triun­ fal entrada de los judíos en la sociedad se explica no sólo por su superior inteligencia sino también por una vitalidad •¡misteriosa, por «una extraña superioridad física, sin que hasta el momento haya razón alguna sacada del orden natural que ía explique de manera aceptable».108 En este aspecto, Gouge­ not serefería a los trabajos de su amigo Jean Boudin, el fun­ dador de la «estadística médica».109 : Sucede sin embargo que los judíos no cesan de tramar com­ plots anticristianos y de fomentar revoluciones, -tal como las prescribe el Talmud, «ese código salvaje, cuyos preceptos de odio y rapiña se mezclan con las doctrinas de la magia caba­ lista, que profesa la más alta idolatría»; «por eso, mientras «ó llegue el día de la destrucción del Talmud, el judío será un Sér insociable».110 Este día, que ya se acerca, irá precedido de Crudelísimos sacrificios, pues el judío es «un personaje alta¡jBiente profetizado por la Iglesia, terrible, lúgubre»; no ha de tardar en venir este día, sin embargo, y el judío se reintegra­ rá entonces a «la casa de su padre». Por fin, «para asombro ^ Salvación del mundo», asumirá sus verdaderas funciones «el pueblo siempre elegido, el más noble y el más augusto de los ^iteblos, el pueblo surgido de la sangre de Abraham, a quien debemos la madre sin mácula, el Salvador, Hijo de Dios hecho ihombre, y el colegio íntegro de los apóstoles, colmado enton­ ces por las bendiciones del Cielo, que se mezclarán sin tregua É los gritos de reconocimiento y a las bendiciones de los homIftes».111 |/|í De este modo, lo que más nos interesa de Gougenot des Mousseaux, cuyo libro por lo demás pasó desapercibido en su

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época, es que expone sin tapujos las contradicciones o la am­ bivalencia del «antisemitismo cristiano», de una forma que en su caso parece rozar la herejía. Nos interesa luego por ver que se anticipa a Léon Bloy, el pensador católico que ha sabido expresar estas antinomias con un fervor y un descaro sin igual, creemos, en la historia cristiana. Quizás nos convenza el testi­ monio de los siguientes párrafos: «La historia de los judíos intercepta la historia del género humano del mismo modo que un dique intercepta un río para elevar su nivel.» ¿Para elevar esta historia hasta dónde? Apa­ rentemente, para lograr que se aproxime al Absoluto, gracias a la concordancia misteriosa que existe entre la abyección más perfecta y las glorias divinas. Los judíos son «un puñado de barro maravilloso»... La perspectiva así adoptada es, como escribe Jacques Petit,112 audazmente la de Dios, siempre inase­ quible para la razón humana. Y sin embargo, Bloy intenta al­ canzarla, por medio de vertiginosas alternancias. Así pues, ¿qué son los judíos? Son, como dice Gougenot des Mousseaux, «... un pueblo de donde salieron los Patriarcas, los Profetas, los Evangelistas, los Apóstoles, los Amigos fieles y todos los primeros Mártires; sin que me atreva a mencionar a la Virgen Madre y a nues­ tro Propio Salvador, que fue el León de Judá, el judío indecible, capaz sin duda alguna de pasarse toda una eternidad previa ansiando este linaje». Pero también son el pueblo «encajonado por la sensatez de la Edad Media en pocilgas reservadas y obligado a cubrirse con unos pingos especiales para que los demás pudieran re­ huirlo. Cuando no había más remedio que tratar a estos hediondos, la gente lo disimulaba como si se cometiera una infamia y después se purificaba de cualquier manera. El oprobio y el peligro de su con­ tacto eran el antídoto cristiano para librarse de su pestilencia, pues Dios mantenía en un perpetuo apartamiento a semejante gentuza.» 113

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Volvamos ahora a los antisemitas integrales y, en cierto modo, positivistas de este siglo temiblemente ingenuo. Después de Gougenot, y a excepción de un fragmento de Jas profecías milenaristas de un tal abate Chabauty,114 hay que esperar a los años 1880-1881 para que renazca el tema del complot judío. Por esta época, los católicos franceses, diez años después del desastre colectivo de 1871, empezaban a acu­ mular sus derrotas particulares (separación de la Iglesia y del Estado, leyes escolares, ley sobre el divorcio, debida esta últi­ ma al judío Alfred Naquet) que les predisponían a descargar sus acusaciones sobre el tradicional chivo emisario. Sin em­ bargo, en Francia, no sería lícito hablar de un antisemitismo ¡plenamente autóctono, pues las primeras campanadas de esta índole se refieren a las campañas emprendidas en el extranjero. Y así, en julio de 1881, la revista católica Le Contemporain, ¡(conmovida al principio, indaga sobre los pogroms rusos: «La ¡actual persecución de los judíos en Rusia y las escenas más turbadoras de los crímenes y saqueos que están sufriendo las familias israelitas en este país nos inducen forzosamente a preguntarnos por qué este pueblo ha de ser objeto de un odio tan violento...» 115 Las campañas antijudías, sigue diciendo la revista, también causan estragos en Alemania y en Rumania; luego declara que no acierta a comprender el motivo de todos estos fenómenos, a falta de otros datos, sólo puede publicar fiel trabajo que un tal Calixto de Wolski acaba de presentarle. Ahora bien, este autor, visiblemente enviado por el gobierno ruso, explica que los judíos son los únicos culpables de sus propias desgracias, puesto que «persiguen desde tiempo inmemorial y por todos los medios la idea de reinar en la tierra». demostración se apoya en los escritos del converso ruso Jacob Brafman 116 y en una falsedad aún más transparente, el Discur­ r o del rabino, sacado de una novela publicada en Berlín, en 1868, por Hermán Goedsche y luego incorporado en ciertas versiones de los Protocolos de los sabios de Sión.117 Por el contrario, la Revue des questions historiques se ba­ ilaba en una fuente romana para declarar en abril de 1882: «El judaismo gobierna al mundo, y hay que sacar la conclusión ¡Inevitable de que o la masonería se ha vuelto judía o el judaismo •fce ha vuelto francmasón».118 Este fuente era la bimensual Civil-

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t i Cattolica, que en 1880 había empezado a atacar a los judíos respaldando las últimas violencias, desde su sección «Crónica contemporánea». Sus campañas se prosiguieron de forma casi ininterrumpida hasta los últimos años del siglo xix, para con­ tinuar esporádicamente hasta mediados del xx, aprovechando cualquier circunstancia, escándalos financieros, caso Dreyfus, o hasta el primer congreso sionista de Basilea,119 y sobre todo explotando el viejo reproche de crimen ritual, cuya inanidad ya habían querido proclamar muchos soberanos pontífices del pasado.120 Dado que la Civilta Cattolica era, desde su funda­ ción en 1880, el órgano oficioso de la Santa Sede, no parece ilícito admitir una relación entre la llegada del papa reforma­ dor León X III, en 1878, y la nueva línea emprendida por la revista. Más peliagudo resulta juzgar la influencia que pudieran ejercer sus denuncias sobre la actitud de los católicos france­ ses; habida cuenta de que hay que esperar hasta 1886-1887 para presenciar el inicio en Francia de campañas antisemitas a gran escala, nos contentaremos con citar una especie de «nihil obstat», al menos para empezar. Así se explica que el decano de los sacerdotes antisemitas franceses, el abate Chabauty, que en 1880 ya había lanzado su obra Ftanc-Magons et Juifs bajo el pseudónimo de «San Andrés», pudiera publicar en 1882 bajo su verdadero nombre de eclesiástico otra obra titulada Les Juifs, nos maitres. De igual modo cabe entender los pego­ tes antijudíos que aparecen a partir de 1881 en las reediciones de la obra del Padre Nicolás Deschamps, los furores antisemi­ tas del ultramontano Louis Veuillot y otras hostilidades de índo­ le similar.121 Mayor repercusión obtuvo sin duda en 1882 la bancarro­ ta de Eugéne Bontoux, fundador de la banca l'Union genérale, destinada a manejar los capitales de la burguesía católica y a servir los intereses de los legitimistas y de la Iglesia. Bontoux no vaciló en atribuir su hundimiento, que causó la ruina de muchos pequeños ahorradores, a las intrigas de los Rothschild; la gente le creyó fácilmente, y la enorme impresión que pro­ dujo el escándalo encontró su reflejo en las obras que inspiró a los tres novelistas más importantes de la época: Mont-Oriol de Maupassant (1887), L ’Argent de Zola (1891) y Cosmopo-

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lis de Paul Bourget (1893), así como una treintena de obras menores.122 De forma general, va en aumento la producción de obras antisemitas, y hacen su primera aparición algunos periódicos especializados: el VAntijuif en París, 1881, y el VAntisémifique m en Montdidier, 1883, por más que su existenda es efímera y desaparecen al cabo de pocos números. El l’Antisémitique ya se distingue por una mala fe delirante que arremete contra «la alianza jesuítico-judaica, o Alianza israelita universal» (pero el l’Univers de Louis Veuillot no le va a la zaga ,24) y se inventa un discurso de Adolphe Crémieux, que promete a los judíos «todas las riquezas de la tierra», discurso que, recogido primeramente en Alemania, se difundió luego por toda Rusia (sobre todo gracias a los desvelos del célebre eslavófilo Iván Aksakov).125 Lamentablemente, la proyección francesa también se ejercía de esta manera. Aun así, visto desde París, el antisemitismo demagógico y febril, el antisemitismo de la calle, sigue siendo todavía una desconcertante manía extranjera. A finales de 1882, Le Fígaro escribe: «Un movimiento antisemítico, tal como hoy se está produdendo en algunos puntos del globo, sería objeto en Fran­ cia de pública chacota».126 Datos más concretos nos proporciona el minucioso estudio del historiador Pierre Sorlin sobre el caso del diario La Croix y otras publicaciones editadas por La Bonne Presse. «Hasta el verano de 1886», concluye, «La Bonne Presse parece ajena al antisemitismo».127 Por lo que se refiere a la socie­ dad católica bien pensante, según testimonio de Marcel Proust, ésta reservó una acogida favorable a los judíos durante la déca­ da de 1880, y sólo con el caso Dreyfus «todo lo que era judío pasó a un nivel inferior, tratárase incluso de la dama elegante, y oscuros nacionalistas subieron a ocupar su sitio».12® Por su parte, en 1890, el nacionalista Maurice Barres escribía: «El antisemitismo no era más que una tradidón un poco vergon­ zosa de la antigua Francia, cuando, en primavera de 1886, Drumont lo rejuvenedó mediante una fórmula que causó escán­ dalo».129 Pensándolo bien, creemos lícito afirmar que, en conjun­ to, e incluyendo al sector católico, la estructura social francesa tardó bastante en seguir la pauta extranjera, bien fuera la de Berlín, San Petersburgo o Roma.

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En efecto, hubo que esperar a la primavera de 1886 para que el éxito fulgurante de La France juive de Édouard Drumont creara un nuevo clima y allanara el camino de la agitación anti­ semita a gran escala. Con la Vie de Jésus de Ernest Renán, La France juive fue el best-seller francés de la segunda mitad del siglo xix: 114 ediciones en un año, 200 ediciones en total, sin contar una edición popular abreviada, y varias «continua­ ciones». (La France juive devant Vopinion, La fin d’un monde, La demiére bataille, Le testament d’un antisémite — obsérvese el tono desesperado de todos estos títulos.) ¿Cuál fue la razón de este triunfo repentino? Drumont era un buen periodista, y su enorme volumen, cuyo índice contenía más de tres mil nombres, era una crónica escandalosa que de­ nunciaba no sólo a los inevitables Rothschild y otros «hijos de Abraham», sino también todo lo que en Francia llevara ape­ llido, por poco que sus poseedores hubieran mantenido relacio­ nes con los judíos. Está claro que el libro ofrecía así motivos de interés, aunque no tanto como para que Drumont luciera una aureola de profeta, «revelador de la Raza» (Alphonse Daudet), «el mayor historiador del siglo xix» (Jules Lemaitre), «observador visionario» (Georges Bernanos).130 Quizás sea Bernanos quien nos descubra una primera clave del éxito de La France juive, cuando él mismo describe los tiempos presentes como «una época en que todo parece desli­ zarse por un plano inclinado a una velocidad que cada día se acrecienta», y cuando añade que la «obra de Drumont respira una especie de terror físico, carnal».131 Independientemente del temaj no cabe duda de que este pesimismo visceral suscitaba ecos fácilmente en el bando antilaico y antirrevolucionario, nos­ tálgico de aquellos buenos tiempos que para este bando se con­ fundían con el Ancien Régime. Además, existía una manera de enfocar el asunto. Cuando Drumont escribía ya en la primera página, confrontando dos entidades odiosas: «El único que se ha beneficiado con la Revolución es el judío. Todo viene del judío; todo regresa al judío», mataba dos pájaros de un tiro. Más adelante, la gloriosa Francia de antaño, «la Francia de las Cruzadas, de Bouvines, de Mariñano, de Fontenoy, de San Luis, de Enrique IV y de Luis XIV», prestaba declaración contra el judío, puesto que «se ha obstinado en cerrarle las puertas, ha

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convertido su nombre en la más cruel de las injurias».132 Así pues, la Francia «judía» de Drumont era simplemente la Francia 133 moderna, republicana y laica (asimismo, La Croix opinaba que «cualquiera que pretenda ignorar a Jesús ya es judío por una faceta principal»); sólo después de más de mil páginas que describen el ajudiamiento de Francia, y en conse­ cuencia la emancipación de los judíos, Drumont reconocía la simplicidad de sus propósitos: «¿Y qué veis al terminar este libro de historia? Yo sólo distingo una figura y es la única que os he intentado mostrar: la figura de Jesucristo insultado, cubierto de oprobios, lacerado por las espinas, cru­ cificado. Nada ha cambiado desde hace mil ocho­ cientos años... Sigue en todas partes, colgado de los escaparates populares, expuesto a los abucheos de los suburbios, ultrajado por la caricatura y por la pluma de este París infestado de judíos tan obstina­ dos en el deicidio como en tiempos de Caifás...» 134 ¿Debe extrañarnos que La France juive encontrara a sus más entusiastas lectores entre esos «bondadosos sacerdotes» incitados por Drumont a «explicar que la persecución religiosa no es más que el prólogo de la conspiración organizada para arruinar a Francia»? 135 Pero, sin duda, su mayor habilidad consistió en «rejuvenecer la fórmula» (Barres), supeditando parte de su argumentación a los prestigios de la ciencia. Todo su primer libro, que citaba el respaldo de lumbreras tan poco clericales como Littré y Renán, exploraba el contraste existen­ te entre «el semita mercantil, codicioso, intrigante, sutil, astu­ to» y «el ario entusiasta, heroico, caballeresco, desinteresado, franco, confiado hasta la candidez. El semita es terrícola... el ario es hijo del cielo (...) [el semita] vende gafas o fabrica lentes de anteojos como Spinoza, pero no descubre ninguna estrella en la inmensidad de los cielos como Leverrier»,134 y así por el estilo. Tras ajustarse a la ciencia de su siglo, Dru­ mont, unas cien páginas más lejos, iniciaba a su modo la rees­ critura de la historia de Francia y, evocando a los judíos a tra­ vés de los actos o las palabras de San Luis y de Bossuet, enla­

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zaba con los tradicionales yerros del antijudaísmo cristiano. «Como un falso católico de los de verdad, parece usted poseer mucha indulgencia por los judíos conversos», ironizaba Alexandre Weill.137 Y, en un suplemento, Drumont efectivamen­ te llegaba a escribir: «La conversión de un judío constituye el mayor alborozo que pueda experimentar la Iglesia de Jesucristo, y conozco al respecto algunos hechos verdaderamente enteroe­ cedores».138 A fin de cuentas, la importancia de los triunfos de Dru­ mont puede atribuirse a este sincretismo teológicorracista; sin­ cretismo que, dado el ámbito que ha propiciado, resalta en múltiples publicaciones oficialmente católicas, por ejemplo en las «Semanas religiosas» diocesanas. La de Reims, 1892, lo demuestra: «La familia Rothschild no es una familia france­ sa, es de raza judía, ¡es de nacionalidad alemana!» O, el mismo año, la de Clermont: «Alemanes y judíos, que no tienen ni la sangre de nuestra raza, ni la fe de nuestros padres, ni siquie­ ra el instinto de nuestra hermosa familia francesa, nos han tratado como si fuéramos vencidos y esclavos, y están dispues­ tos a echarnos de nuestra propia casa a puntapiés en el trase­ ro».139 También La Croix, ya abiertamente antisemita, opo­ nía a la «raza judía» no una raza cristiana, sino la «raza fran­ ca»,140 y en otra ocasión escribía que «al margen de toda idea religiosa», sería absurdo pensar que un judío pudiera volverse francés.141 Recíprocamente, el abate Lémann, un judío converso, pretendía asumir, con una humildad más que cristiana, su responsabilidad de judío por el crimen de la Crucifixión.142 Es obvio que, a partir de 1886, el tema judío se convirtió en un tema de moda, un auténtico filón tanto para novelis­ tas como para periodistas. De forma característica, el mismo título de la obra de Drumont fue utilizado en seguida por Calixte de Wolski (La Russie juive, 1887) y por Georges Meynié (L ’Algérie juive, 1887); en 1900, aparecía una Autriche juive (de Fr. Trocase), en 1913 una Angleterre juive (de «Doedalus»), y el propio Drumont prometía estudiar el azote semita a escala internacional en una Europe juive que nunca se publi­ có.143 Dicho esto, la literatura antisemita francesa de la Belle Époque se cuenta por cientos, incluso por miles de títulos.144 No es fácil dar una idea de la riqueza de variantes de la «teo­

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ría del complot» elaborada a la sombra de la France juive; el caso tuvo una secuela quizás inevitable, debida al abate Renaut, doctor en derecho canónico, cuando éste se propuso desen­ mascarar al mismo Drumont, tildándole de conspirador judío: «Drumont sabe y anuncia casi siempre lo mismo: “Somos la raza superior, el mundo nos pertenece y somos los dueños del mundo” (...) El carro de la revolución avanza triunfal llevando & Roma al jefe israelita de la francmasonería, para que ocupe el trono del Papa, vicario de Jesucristo.» (L ’Israélite Édouard Drumont et les sociétés secretes actuellement, París, 1896, pp. 641-643.) En el caso de obras que no perseguían miras tan altas, sobre todo novelas, descubrimos tendencias eróticas que rara vez se insertaban en la gazmoñería alemana o rusa. Tal como apunta Jeannine Verdés-Leroux, «se percibe una atracción, una fasci­ nación en el sitio que esta literatura concede a la mujer, pero también en el hecho de que globalmente se le atribuye una belleza. La mujer judía es asimismo motivo de repulsión: es impúdica, lasciva y fría a la vez, venal; posee una belleza tur­ bia e inquietante».145 De manera más general, el antisemitismo francés, si lo comparamos sobre todo con el de los alemanes, se caracterizaba por un toque de frivolidad cuyos efectos leniti­ vos resultan innegables. Diversos escritos de la época pueden dar la impresión de que el antisemitismo pasaba a ser en Francia, hacia 1890, una lespecie de monopolio católico. En septiembre de 1890, La Croix se proclamaba con orgullo «el periódico más antijudío de Francia»; 146 en marzo de 1891, el primer número de una hoja efímera que se tituló L’anti-Youtre, deploraba que «hasta hoy, los clericales han sido los únicos que han atacado a la jude­ ría»,147 y en pleno apogeo del caso Dreyfus, Georges Clemen­ ceau no decía otra cosa, haciendo constar que «el antisemi­ tismo sólo es un nuevo clericalismo que está cogiendo ven­ taja».14* Más o menos por la misma época, un redactor de La Croix escribía a su director, el P. Vincent de Bailly: «El caso de la judería vuelve a apasionar a todos los cristianos... Un buen número de semincrédulos comienzan a pensar que en Fran­ cia los católicos son los únicos franceses de verdad»,149 consti­ tuyendo así el antisemitismo en atributo exclusivo de la catoli-

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ddad. Pero no todos los católicos opinaban igual,150 ni tampoco, por su parte, el antisemitismo laico, cientista e íntegramente racista carecía de paladines. La imperecedera inspiradón voltairiana,151 por ejemplo, se manifiesta en los popularísimos escritos, tan ponderados por S. Freud, del ensayista y psicólogo Gustave Le Bon: «Los ju­ díos no poseen ni artes, ni ciencias, ni industria, ni nada de lo que constituye una civilización... No hay ningún pueblo, ade­ más, que haya dejado libro tan cargado de relatos obscenos como los que a cada instante contiene la Biblia.» 152 Por su parte, el filósofo materialista Jules Soury, amigo y valedor científico de Maurice Barres, se expresaba en términos de crian­ za animal o de avicultura: «El producto fecundado del huevo de un ario o dé un semita deberá reproducir los rasgos biológicos de la raza o de la especie, cuerpo y alma, con la misma seguridad que el embrión, el feto, el joven y el adulto de cualquier otro mamífero. Criad un judío en una familia aria desde su nacimiento (...) ni la nacionalidad ni el lenguaje habrán modificado ni un átomo de las células germinales de este judío, ni por consiguiente de la estructura y de la textura hereditarias de sus tejidos y sus órganos.» 153 No en vano Soury creía haber descubierto «el substrato cerebral de las operaciones racionales».154 También podemos dtar al antropólogo iluminado Georges Vacher de Lapouge quien, temiendo la extinción de los arios, consignaba en 1887 esta visión efectivamente profética: «Estoy convencido de que, durante el siglo que viene, habrá matanzas por uno o dos grados de más o de menos en el índice cefálico... los últimos sentimentales podrán presenciar copiosos exterminios de pue­ blos».155 Y otros muchos,' capaces de manejar «las inexorables leyes de la naturaleza» a su antojo.156 En la vida política, el campo socialista, pese a que inicia­ ra un tardío distanciamiento de una ideología que se estaba convirtiendo en el patrimonio de la burguesía católica, aún con­ taba en sus filas, hacia 1900, es decir recién concluido el caso

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Dreyfus, a varios antisemitas convencidos como el médico Albert Régnard o el célebre abogado belga Edmond Picard, mientras que René Viviani o Alexandre Millerand, por ejem­ plo, adoptaban una actitud ambigua.157 Dicha ambigüedad, sin Embargo — o lo que tendamos a calificar retrospectivamente con esta palabra— , parecía reinar a todos los niveles: en 1892, ¡durante una reunión muy contradictoria, los mismos Guesde j Lafargue no dudaron en rivali2ar con dos colaboradores de Drumont,158 y todavía en enero de 1898, el partido socialista, según texto que firmaban Jaurés, Sembat y Guesde, no daba Ja razón ni a los partidarios ni a los enemigos de Dreyfus, por Considerarlos respectivamente oportunistas y clericales: «¡Pro­ letarios, no os alistéis en ninguno de los clanes de esta guerra civil burguesa!» 159 Había otros ideólogos que querían com­ binar, como en Alemania, socialismo y antisemitismo. A prin­ cipios de 1890, se había creado en París, bajo la presidencia tte Drumont, una «Liga antisemítica nacional de Francia», cuyo vicepresidente Jacques de Biez, se calificaba de «nacionalsocia­ lista». Este movimiento bajó a la calle e intentó proletarizarse, teniendo como animador al azaroso marqués de Mores, jefe de lina pandilla de descargadores de les Halles y de carniceros de fe Villette.160 También como en Alemania, se constituyó enton­ ces un grupo antisemita en la Cámara de diputados: en noviem­ bre de 1891, alcanzó 32 votos favorables un proyecto de ley que pedía la expulsión general de los judíos.161 También como lin Alemania, surgieron autores que pretendían demostrar la arianidad de Jesús, patrióticamente afiliado por Jacques de Biez a la raza celta.162 Y no obstante, el antisemitismo francés |iíO admite una comparación correcta con el antisemitismo germánico. ? A tal fin, conviene que recordemos algunos puntos ya evo­ cados, una laxitud de los principios, que no dejaba de reladoOarse con la afición a la farsa e incluso con el arte de la misti­ ficación. Observamos la diferencia de las respectivas concep­ ciones si, por ejemplo, nos atenemos a las circunstandas que, jfea abril de 1892, presidieron la fundación de La Libre Parole, P célebre órgano de Drumont, este periódico estaba financiado [jpor un tal Gérin, un especulador que, dos años antes, había l«cho un llamamiento a los judíos para costear la lucha contra

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el antisemitismo; y como administrador-gerente figuraba Gas­ tón Cremieux llamado Wiallard, un judío converso.163 Esta tolerancia sui generis imperaba no sólo en los asuntos financie­ ros sino también en las cuestiones de honor; los antisemitas, en contra de lo que sucedía en Alemania, no se negaban a batirse con los judíos. Después del memorable duelo DrumontArthur Meyer, y pese a su escandaloso desenlace,164 hubo otros muchos, entre los que destacó el duelo Morés-Armand Mayer, de trágico final; al día siguiente de la muerte del oficial judío, Drumont, en La Libre Parole, lamentaba que una sangre tan valerosa no se hubiera derramado al servicio de la patria, en un campo de batalla,165 y por toda Francia cundió una intensa emoción (un periódico de provincias de escasas simpatías por Israel comentaba: «Quienquiera que lleve espada no tiene el alma judía»).166 Desde esta óptica, el «bautismo de sangre» puri­ ficaba las tareas de los judíos a título postumo, y un judío muerto se convertía en un judío bueno; semejante concepto del honor militar, patéticamente compartido por algunos comba­ tientes judíos de la Primera Guerra mundial,167 habrá de repe­ tirse más tarde entre los antisemitas del «Estado francés» de Vichy y ante todo, según documentos que lo certifican, en el propio mariscal Pétain.168 En contrapartida, podemos situar las deudas que los grandes tenores del antisemitismo contraían fácilmente con los judíos (por ejemplo, el marqués de Mores con el aventurero Cornelius Herz, por mediación de Drumont, o el traidor Ferdinand Esterhazy, que solía asistir a oficiales judíos, con el barón de Rothschild);165 no cabe duda de que ambos bandos creían imponer su astucia, pero juegos de esta índole no acostumbran a encerrar convicciones muy profundas.

Los historiadores de la economía nos dicen que, a partir de 1882, Francia conoció un prolongado receso que duró hasta 1890 aproximadamente. Estas fechas límite se hallan indica­ das respectivamente por el crac de la «Unión générale» y por las dificultades del «Banco de crédito»; se extendió la opinión de que ambos casos eran imputables a los judíos, y especial­ mente a los Rothschild.170 Sin embargo, otra quiebra mucho más estridente se grabó infinitamente mejor en la memoria

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Colectiva: alcanza un nivel internacional, hasta el punto de que aún hoy, en Moscú o en Leningrado, se utiliza la palabra Panamá para denominar un timo de suma envergadura, como se hacía en la Francia de la Belle Époque (en tal sentido gené­ rico, ya asoma algún «panamá» en los Protocolos de los sabios de Sión, por ejemplo).171 El mecanismo del «Panamá» original era muy sencillo: como resultaba imposible abrir el canal por medio de las técnicas empleadas, los fondos recogidos servían «n creciente proporción para comprar el silencio o las compli­ cidades de los políticos y de la prensa. Por citar la concisa ex­ plicación de Drumont, «la fórmula consistía (...) en recurrir a la prensa para que afluyera el dinero de los suscriptores, para ¡mantener siempre en vilo el entusiasmo de la prensa; así transcurrieron ocho años...».172 Figuraba en el centro del escán­ dalo un vejete tozudo y megalómano, el «héroe de Suez» Ferdinand de Lesseps, secundado por su hijo; luego, se escalo­ naban en círculos concéntricos un puñado de corruptores, varias adecenas de parlamentarios y centenares de periodistas corrom­ pidos, y decenas de miles, si no más, de pequeños ahorradores arruinados.173 Ahora bien, como los principales corruptores eran Judíos (Lévy-Crémieux, Jacques de Reinach, Cornelius Herz, Arton), dan ganas de dedr que por una vez la propaganda anti­ semita no era arbitraria. Basta remitirse entonces a los escritos de la época para comprobar que, de todos modos, los judíos hubieran cargado con las culpas. En efecto, mucho antes de que no se hicieran públicos íos nombres de los principales instigadores Cornelius Herz y el barón de Reinach, La Croix, tomando postura en favor de los Lesseps, ya lanzaba acusaciones contra judíos imaginarios: «Dejan que Panamá perezca, porque esta sociedad quiso actuar sin acogerse a la tutela de los financieros judíos»; más aún, este periódico, por razones políticas que Pierre Sorlin resume muy bien, se abstuvo de vituperar a Herz y a Reinach incluso cuando sus nombres ya corrían de boca en boca.174 Igual ocu­ rrió con Drumont, que sin embargo dedicó casi doscientas páginas al escándalo, en La demiére bataille (1890); aún así, Sus críticas no pasaron de meterse con Lesseps, ese «bellaco que ha sido el causante de que tantos infelices se suicidaran»,175 y con las costumbres de su tiempo. Si en otro capítulo acu­

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saba a Cornelius Herz y más generalmente a los judíos, ¡lo haría porque los consideraba como los malos consejeros del gene­ ral Boulanger! Y por una vez comparaba positivamente, en una nota, a los judíos Rothschild con los cristianos Lesseps.176 No obstante, conviene añadir que al cabo de poco tiempo, en otoño de 1892, fue La Libre Parole de Drumont, recién fun­ dada, la que provoca el escándalo político y se asegura de golpe su propio lanzamiento, gracias a los informes sobre los parla­ mentarios implicados que le suministraba el propio Reinach, con la esperanza de salir a cambio bien librado...177 Una vez dicho esto, ¿hay que añadir que el papel de insti­ gador, tan en consonancia aquí con una milenaria demonología cristiana, desempeñado por los intermediarios que rodeaban a los Lesseps, contribuyó a la magnitud del escándalo? Tal como en 1897 escribía Émile Zola, «debemos al antisemitismo la peligrosa virulencia que entre nosotros han adquirido los escán­ dalos de Panamá»;178 en 1907, el historiógrafo judío Isaic Levaillant creía poder precisar: «Durante esta campaña, anti­ semitas y socialistas se han puesto de acuerdo, unos para desa­ creditar el régimen republicano y parlamentario, otros para herir al capitalismo».179 En tal aspecto, también podemos recor­ dar todos aquellos «chistes judíos» que pierden buena parte de su sal o de su gracia con sólo substituir a Leví por Martín, al judío bueno por el cristiano bueno. Está claro que no hacía falta ser un antisemita militante ni un ahorrador arruinado para reaccionar ante las «disertaciones sobre Cornelius Herz y las prosopopeyas sobre el barón de Reinach» que llenaban las co­ lumnas de la prensa,180 ni para aguzar el oído por el mero hecho de que alguien pronunciara apellidos «semíticos» que al mismo tiempo eran nombres casi siempre de resonancia ger­ mánica, con mucho impacto por esa época. Así se explica que los judíos pasasen no sólo por judíos sino también por alema­ nes a ojos de sus adversarios, que sin embargo se veían devol­ ver la pelota cuando los primeros, de común acuerdo con sus amigos, afirmaban haciendo gala de la mejor exactitud que lo que sí procedía de Alemania era el antisemitismo.181 Quizás haya llegado el momento de describir en pocas palabras lo que de verdad representaban los judíos en Francia, a finales del si­ glo XIX.

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Su cifra total no sobrepasaba los ochenta mil (0,02 % de la población francesa), y más de la mitad vivían instalados en París. Rara vez, acaso nunca, una cantidad tan pequeña ha hecho hablar tanto de sí; lo que ocurre es que habían alcanzado efec­ tivamente, según la predicción de Alfred de Vigny, «la cum­ bre de todo en los negocios, las letras y sobre todo las artes y la música...».182 A tal fin, cabe señalar que por regla general son los nietos del ghetto quienes, a la «tercera generación», hacen acopio de los más espectaculares éxitos, y esto en todos I q s dominios de la existencia. De este modo, los financieros pueden entrar en oposición con los sabios, y los advenedizos