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jóse iviinguet MICO
JOSÉ MINGUET MICO
LA ESPIRITUALIDAD DEL CATEQUISTA Presentación de: D. Javier Salinas Viñals Obispo de Ibiza
MÉXICO • SANTO DOMINGO VALENCIA
A mi sobrino Manolo, gran catequista y mejor sacerdote
PRESENTACIÓN
Segunda edición
PRINTEDIN SPAIN I.S.B.N.: 84-7050-339-1 Depósito Legal: V-1585-1993 ©by EDICEPCB. Almirante Cadarso, 11 Tfno.: (96) 395 72 93 - 395 20 45 Fax: (96) 395 22 97 46005 - VALENCIA (España) IMPRIME: GUADA Litografía S.L
Llevar a cabo una evangelización, como gusta repetir a Juan Pablo II, es la tarea más urgente y necesaria en el momento actual de la Iglesia. En esta gran tarea, la catequesis tiene la misión concreta de ser una introducción progresiva y sistemática en las insondables riquezas del misterio de Cristo. Se trata de acercar a los hombres a cuanto cree, celebra, vive y ora la Iglesia, tal como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, auténtico tesoro de la fe que presenta la novedad del Concilio situándola, al mismo tiempo, en la Tradición entera. Pero para esto, es necesaria la inestimable colobaración de los catequistas. No existe catequesis sin catequistas, pues, «en el fondo ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la experiencia de la fe?» El Mensaje de la fe se hace luz y vida de los hombres por medio de la mente, el corazón, la palabra y la vida de fe de los catequistas que el Espíritu Santo suscita en la Iglesia. Por todo esto, nada resulta más necesario, si quiere que la nueva evangelización sea realidad, que atender a la formación de los catequistas. En esta línea se encuentra el libro de D. José Minguet que tengo la alegría y el honor de presentar. Escrito con un fuerte aliento apostólico, propio de un audaz e inteligente predicador de la fe, y con
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un sentido de lo concreto, propio de quien vive la noble y sagrada tarea de ayudar a otros a caminar en la fe, este libro afronta el tema más hondo de la formación: la atención al «ser del catequista», es decir, a su condición de «testigo de la fe». De ahí su propuesta: mostrar los rasgos de la espiritualidad del catequista. En una primera parte, nos presenta sus fundamentos, los pilares sobre los que se edifica la personalidad del catequista, y que no son otros que la fe, la esperanza y la caridad, que el Espíritu Santo derrama en los corazones. En una segunda parte, nos introduce, a la luz de la experiencia de fe de los grandes personajes bíblicos, en aquellas actitudes que deben guiar al catequista en su tarea de comunicar el mensaje evangélico. Quien lea este libro, sobre todo si es catequista, se reconocerá de inmediato, como quien se mira en un espejo. Pero ahí no queda todo; este libro es una invitación a ir más lejos, a avivar la relación con Jesucristo presente en la Iglesia, fundamento y contenido de la misión del catequista. Como obispo, y también como antiguo delegado diocesano de catcquesis, agradezco a D. José este sencillo y alentador libro que tantos motivos y argumentos ofrece a los catequistas en el desempeño de su misión. Quiera el Espíritu Santo, por intercesión de la Virgen, madre y modelo de los cristianos, hacer fructificar iniciativas, como ésta tan nacesarias para impulsar una catequesis a la altura del momento actual de la Iglesia y de la sociadad. Javier Salinas Viñals Obispo de Ibiza
PRÓLOGO
Mucho y bien se ha escrito sobre la catequesis. Es el tema preferido de los pastoralistas. Preocupa desde siempre: el contenido, la dinámica, los materiales, la edad del catecúmeno, así como la formación del catequista. Las ayudas que han prestado la pedagogía como la psicología, han sido muy valiosas y con ellas se ha llegado a resultados muy positivos. Las distintas comisiones episcopales de enseñanza y catequesis han trabajado, desde sus respectivas misiones, con una efectividad evidente, en esta acción eclesial, destacándola por su importancia en el proceso global de la evangelización nueva. Por eso deseo entrar en este campo, en el que me encuentro como peón de brega, con los pies de puntillas, sin ánimo de querer hacer otra cosa que el aportar una experiencia, fruto de casi cuarenta años y ofrecerla a aquellas personas, que están sirviendo a la Iglesia, en sus respectivas parroquias o comunidades, por si les puede ayudar a descubrir su espiritualidad y así llegar a ser mejores catequistas. Me mueve a ello, dentro de la obediencia, el comprobar que muy poco se ha escrito sobre la espiritualidad del agente de pastoral más universal e importante de cuantos tenemos en la Iglesia.
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PRÓLOGO
Es una preocupación para muchos, al encontrarnos ante un nuevo curso, el poder contar con aquellos feligreses, que se van a encargar de la catequesis, a los distintos niveles. Cada vez se hace más urgente su preparación y, a veces, no tenemos tiempo ni ellos disponen de horas por su trabajo. El resultado es siempre el mismo: se hace lo que se puede, utilizando lo que tenemos a mano, con los objetivos a largo plazo siempre como proyecto y dando gracias, con todo merecimiento, a los que han querido aportar lo que tienen y son. Precisamente a ellos, mayores y jóvenes, hombres y mujeres, va dirigido este pequeño trabajo. Os merecéis todo el esfuerzo que supone, para un párroco, ponerse delante del ordenador y durante horas y horas, plasmar lo que debería ser la espiritualidad del catequista, del agente de pastoral más querido y valorado, por los que trabajamos en la evangelización. Os advierto que no soy un teórico, sino más bien un hombre práctico, al que le gusta la claridad y la sencillez en las exposiciones, aunque, a veces, me enrrolle un poco, sobre todo cuando hablo. Que el Señor Jesús ponga lo que falta, para que la espiritualidad del catequista se viva, como fundamento de toda la labor que se desarrolla en este campo tan importante en el momento actual de la Iglesia. Si alguien tiene que llevar al pueblo, a la base, a los jóvenes y a los niños el contenido y la formulación del Catecismo de la Iglesia Universal, ese debe ser el catequista, pero, hoy más que nunca, necesita vivir su fe y alimentarla cada día con lo que configura su peculiar espiritualidad, porque sólo así será efectiva y se verá cumplida su misión. Estamos en un momento muy importante y todo el esfuerzo, puesto en el empeño, será poco en comparación del fruto para el futuro de la Iglesia.
PRIMERA PARTE LA ESPIRITUALIDAD DEL CATEQUISTA
I
EL ETERNO PROBLEMA DEL SER Y EL HACER
A mí me gusta citar frases, que trasmiten la esencia de la sabiduría acumulada, muchas veces durante siglos y que definen verdades como puños. Una de ellas es: «nadie da lo que no tiene». Se aplica normalmente a las cosas materiales pero en nuestro caso yo creo que es válida para ser punto de arranque, incluso cuando se trata del carisma de catequista. Dentro y fuera de la Iglesia, existe una mayor preocupación por el resultado y el fruto e incluso por el número que por el ser de la actividad, la acción o el trabajo realizado. Sólo cuando son abiertamente negativos, salta la alarma y se pone en movimiento el análisis de lo que puede haber pasado. Y es que nos preocupa más el hacer que el ser, cuando sabemos todos que si no se es, no se puede obrar en consecuencia, porque nadie da lo que no tiene.
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Cuando se ha tratado de encontrar la identidad del catequista, ocupa más tiempo, páginas y se teoriza más del hacer que del ser. Y es que, a veces, se parte de supuestos falsos. Presuponemos demasiadas cosas a la hora de configurar este ministerio o servicio catequético. Suponemos una madurez de fe, que no existe, entre otras cosas, porque no se han dado los elementos necesarios y apropiados para poder crecer, aunque hemos intentado hacerlo. Pero la verdad es que existe más voluntad que madurez. Como suponemos una experiencia en la problemática de la conjunción fe y vida y tampoco está a la altura que se debe tener para ser un educador. Suponemos también, aunque tal vez menos, una firmeza en las propias convicciones, básica para poder trasmitirlas, ya que no disponemos de tiempo para conocer a fondo a las personas en su entorno social, laboral, familiar y nos fiamos de la oferta de buena voluntad. Y esto se está repitiendo durante mucho tiempo. Algo se ha avanzado, han nacido proyectos de catecumenados serios como escuela de formación y educación en la fe, pero no son para todos, salen con vocación minoritaria y con espíritu de grupo. Como dato, es positivo, pero no es lo que necesitamos para que, desde las comunidades parroquiales, salgan catequistas maduros en los que se pueda presuponer todo lo que un educador en la fe necesita en el mundo de hoy. Nadie da lo que no tiene y el catequista debe descubrir, dentro del campo de su carisma, lo que tiene y si no le basta, recurrir a tenerlo, para poderlo dar luego en sus comunicaciones y contactos con sus catecúmenos. Sólo partiendo del ser se puede programar, con efectividad asegurada, lo que desde el ser se puede hacer en consecuencia
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de lo que se es. Por eso es importante que podamos descubrir todo aquello que define el ser catequista como carisma, para intentar que se sea, antes de que se obre. Es verdad que para esta tarea se requiere tiempo. Pero vale la pena. Sólo quien es un conocedor del misterio salvífico de Cristo, puede iniciar a otros en este conocimiento, como sólo el que vive el Evangelio puede ofrecer un modo de entender la vida según el Señor Jesús y enseñar a orar desde su propia experiencia y celebrar la palabra y los sacramentos, desde su vivencia comunitaria. Ya sé que te puede resultar complicado y que puedes llegar a pensar que no es para ti, porque no tienes tiempo o porque no dispones de medios, no te preocupes, estamos hablando del ser y no del hacer. Y el ser eres tú y lo que quieras ser, unidos en tu propia realidad, potenciados por la llama a este carisma. Si quieres ser catequista, lo podrás conseguir, si eres llamado a ello, pero tendrás que descubrir lo que se necesita para serlo y empezar ya, en serio, a intentar conseguirlo. Sólo el que tiene puede dar, sólo quien es puede obrar en consecuencia de lo que es. El momento actual de la Iglesia presenta la gran ocasión, la oportunidad deseada por muchos, para emprender la tarea conjunta en la comunidad cristiana de poner al catequista ante la importancia de su «ser», descubriendo su espiritualidad, para poder luego obrar en consecuencia. Si es necesario parar la actividad o dedicar un poco de tiempo, creo que vale la pena. La Evangelización Nueva, el Catecismo, nuestro catecismo, nos lo están pidiendo.
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En esa línea estamos y esperamos encontrar a mucha gente dispuesta a ello. Tú puedes ser uno de ellos, de los que están de acuerdo en que nadie da lo que no tiene; de los que quieren dar, sin presuponer nada, partiendo de dentro hacia fuera, quedando cada día más lleno de Dios para poderlo comunicar a los demás, sobre todo a aquellos que llegan y cada día su número será mayor, para que alguien les indique el camino de la verdad y de la vida. Aparquemos los falsos presupuestos y entremos en la realidad, obrando en consecuencia.
II EL CATEQUISTA Y SU CARISMA
Creo que nadie, de entre los creyentes cristianos, ha dejado de tener, en un momento u otro de su vida de fe, a esa persona amable, abnegada, un poco mayor o tal vez joven, que le ha ayudado a «pasar» los cursos de preparación a algún sacramento. Junto con el maestro de la infancia, es una de las personas que han dejado más huella en casi todos los niños y niñas del mundo creyente. Había algo de especial, que no tenían las demás personas a las que conocíamos en la iglesia de pueblo o en las reuniones parroquiales. El catequista dejaba detrás de sí como una estela de bien hacer, bondad, comprensión o no se qué, que quedó grabada en nuestra mente. El ser catequista es una bendición, que nunca agradeceremos bastante. Sólo cuando lleguemos al Más Allá, nos daremos cuenta del papel realizado en la tarea de la evangelización.
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Porque ser catequista es un carisma, sencillo y humilde, es verdad, pero en definitiva es una gracia del Espíritu Santo, que, como todo carisma y como dice el Catecismo, está «ordenado a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo». Pero ser catequista no es fácil, ni complicado tampoco, sencillamente es algo que llega, siempre está la llamada, se vive y sin darse cuenta se hace realidad en el ámbito del ser cristiano. Por el bautismo y la confirmación, es verdad, todos los laicos podemos y debemos ser testigos del anuncio del Evangelio, pero no todos lo somos. Por eso no demos como supuesto lo que se tiene que demostrar. No caigamos en las afirmaciones de lo que debería ser y partamos de lo que es la realidad. A la hora de la verdad, de poco sirve creer en las suposiciones, si éstas se quedan en la esfera de lo que pudo haber sido y no fue. El catequista es un bautizado y confirmado. Es cierto. Sin estas premisas no existe la posibilidad de ser. Pero no es igual ser que estar. Y estar bautizado o confirmado, lo están todos aquellos que han recibido el sacramento, pero ser es una realidad que se puede ver y experimentar, básica en aquellos que son llamados a catequizar, para aquéllos a los que se les ha dado este carisma y para los cuales la vida es el vehículo que lleva a todas partes lo que anuncia. El catequista es el bautizado y confirmado, que, teniendo como base el ser y no el estar, se siente llamado a colaborar en el campo de la evangelización, con una acción eclesial propia, para la que necesita una vida espiritual con unas características definidas, según su carisma propio.
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Tal vez alguien piense que esto es propio de todo cristiano y tiene razón, porque todos estamos llamados a realizar esta tarea, pero la realidad no es ésta. Son muy pocos los que consiguen llegar con su vida a los demás y encima convencerles de que aquí está la verdad. Sí, deberíamos pasar por la vida dejando un reguero de verdad y vida, que llenara a las gentes, que comparten nuestro mundo, de una esperanza a la que aspiran y no llegan. Ésta es la misión del ser cristiano, pero mientras llega esa hora, nos tenemos que atener a lo que existe. Y la verdad es que no nos sale. Pero a ellos sí. Porque ésta es su misión y su carisma. La teoría la sabemos pero no la interpretamos o como dirían algunos, sabemos la letra pero no la música. Desafinamos. Por eso es necesario que nos planteemos el ser del catequista y descubramos su espiritualidad, para que sea como el pedagogo que enseñe a los demás a vivir la fe. Si partimos de lo que tenemos y queremos ir a lo que deberíamos tener en nuestras comunidades, ésta sería una buena base para ello, por la que bien vale parar un poco el hacer y dedicarle un tiempo al ser, sabiendo que el resultado va a darnos una amplitud y una profundidad que sin catequistas no la vamos a lograr. El nuevo Catecismo espera ser leído y aplicado para que las nuevas generaciones puedan beneficiarse de su contenido, el de siempre, pensado para el hombre de hoy. Por eso el catequista tendrá que actualizarse, pero sobre todo revisar su propia espiritualidad y acentuar aquellos aspectos que se requieren como más definidos, en su propio carisma, para poder llegar con mayor claridad y efectividad a la sociedad actual. Si siempre ha sido importante ser catequista, hoy lo es todavía más, por la urgencia de agentes, que, utilizando el nuevo material, aporten a la evangelización nueva su vivencia.
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Sentirse llamados o descubrir que lo estamos, es algo maravilloso. Es un acontecimiento, que vale la pena valorar en su dimensión, para poder vivir en el agradecimiento y la alabanza y la bendición continuas. Este carisma bien vale la pena. Que Dios se fíe de nosotros y ponga en nuestras manos el destino de su palabra y el futuro de nuestros catecúmenos es todo un acontecimiento a celebrar. Por eso es necesario meditar, entrar en nuestro interior, en el silencio del retiro y pedir la luz para poder ver con claridad la llamada. Porque no hay que oír, sino ver con claridad lo que oímos. Ellos también querrán ver lo que oyen de nosotros y les tendremos que enseñar. Es labor de tiempo de oración, pero se consigue. Dios habla y actúa para que veas con claridad lo que te está diciendo. Su Palabra acampó entre nosotros. Y vimos al Hijo de Dios entre nosotros. El catequista, ese llamado por Dios, que en este momento histórico está esperando la humanidad, puedes ser tú. No estaría de más que entráramos en el fenómeno del profetismo en Israel. Dios llama con fuerza a los que quiere que sean sus mensajeros y anunciadores de su Palabra. No les fue fácil a muchos de ellos, al contrario ofrecieron resistencia o buscaron excusas. Pero Dios estaba allí para ayudarles. El capítulo 6 de Isaías es para tenerlo presente siempre. Ya no hay carencias, ni pecados, ni falsas humildades, solamente Dios, que llama y tu respuesta personal de ponerte a punto, con el carbón encendido de la misión encomendada en la boca de catequista, confiando que el resto, como siempre, lo ponga Él. Porque el catequista no es un mero trasmisor de doctrina escrita y formulada, más o menos, en unos textos adaptados a la mentalidad del catecúmeno, sino un comunicador de vida,
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de la vida que él mismo ha descubierto en su camino de fe y ha optado por ella, configurando todo su ser y actuar a esta manera de vivir, según el carisma recibido. Difícil, es cierto, pero posible. Y hoy, más que nunca, el mundo espera la vida iluminada de los llamados, que han sabido dar la respuesta: ser catequistas. El esfuerzo realizado en el Catecismo, bien vale la pena, el otro esfuerzo personal, individual, de aceptación de un carisma tan bonito como universal, necesario en un mundo de increencia que necesita ser reevangelizado y más aún catequizado de verdad.
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III LA ESPIRITUALIDAD
Si todo cristiano tiene la misión de anunciar con su vida aquéllo en lo que dice que cree, madurando su fe personal día a día e intentando que no exista una ruptura entre su creencia y su modo de vivir, eso mismo se le pide al catequista pero de una manera peculiar, debido a su carisma. Y en esto consiste la espiritualidad de todo creyente cristiano, en vivir según lo que cree, fundamentando en su fe y en el contenido del mensaje evangélico, todos los actos de su vida. Siempre se ha tenido como esencial el testimonio de vida para una eficaz catequización; pero hoy es condición imprescindible para la evangelización nueva. Tal vez sea una de las condiciones que no hay que retocar en la actual «novedad» de proclamación o anuncio del Evangelio. La pregunta que se hace siempre el que escucha es si de verdad aquello se puede vivir y para demostrárselo sólo se requiere la vida del que anuncia.
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Por eso, si se pretende llegar a todos los que necesitan oír, con claridad y convicción se debe llevar la vida por delante. Y esto no se puede conseguir si no es con una vida interior definida y profunda en la que se vea la acción del Espíritu Santo, que actúa en nosotros ininterrumpidamente y con eficacia, en consonancia con nuestra disposición de escucha y puesta en marcha, que potencia el mismo Espíritu de una manera más fuerte, con el carisma de catequista. Una vida llena de Dios, que no termina nunca de llenarse, porque Dios es sorprendente y nuevo cada día que pasa en nuestra historia y que poco a poco va tocando a su fin. Una vida del espíritu que se encarna en nuestra materia, hecha de tierra y destinada a la tierra en la que nos movemos como casa de todos. Una vida enriquecida con la presencia de aquél, del que somos su imagen y que quiere estar presente en todo lo que hacemos para que salga bien, según es Él. Claro que para esto tendremos que tener a nuestro alcance todo aquello que sirve para la maduración y el crecimiento. Y ésta sería la tarea a realizar en nuestras comunidades: crear espacios y medios adecuados para que todo aquel que quiera dedicar algo de su tiempo a la evangelización nueva, en el campo concreto de la catequesis, pudiera llegar a esa vivencia, a esa manera de saber vivir la fe con las obras que le acompañan, para poder decir que está dentro de la espiritualidad propia del catequista, con sus rasgos que le definen como agente de la catequización. Sí, ya se que te resulta, de momento, un poco complicado todo esto, pero no creas, no es tanto como parece. Lo importante es que veamos claro lo que Dios quiere de nosotros y luego encontrar un pequeño hueco en nuestro tiempo para po-
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der pensar en silencio y luego ... ya verás que fácil resulta todo, porque en la tarea está El. Pero una cosa debe quedar, ya desde este momento, muy clara: que tenemos que tomarnos en serio la espiritualidad del catequista porque los tiempos nuevos y la evangelización nueva exigen catequistas «nuevos», conscientes de su pequeño pero gran carisma. El tiempo que dediquemos a la espiritualidad, a llenarnos de Dios y de su Palabra nunca será bastante, comparado con la importancia de la llamada a ser catequistas. Retiros, ejercicios, meditaciones, ratos de silencio y oración personal, plan de vida espiritual, todo es necesario para aquel, que dedique algo de su tiempo a la tarea de la catequesis, al trabajo del anuncio de Jesucristo, a la comunicación del camino, la verdad y la vida, eso que la gente anda buscando y no encuentra. Pero recordemos: nadie da lo que no tiene. Y Dios te lo quiere dar en tu encuentro personal con Él, para que tú lo des a los demás. Una vida llena de Dios, con la actividad normal de cualquier persona, llenando un espacio en la sociedad de hoy, diciendo siempre adelante con las obras, con la serenidad de ánimo que equilibra cualquier situación, eso es lo que se espera del nuevo evangelizador, del nuevo catequista, portador innegable de la seguridad perdida, en un mundo que la busca. El catequista, ese hombre que debe tener bien claro su origen: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza», que hizo posible la existencia de un ser con características de Dios, con parecidos divinos y supervivencia más allá de lu muerte, con un ser, imagen de otro ser y una vida scincjanle
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pero no igual, creación de todo un Dios, que le da unas características propias y definidas, que le distinguen de los otros seres animados de la creación. Por eso el catequista será lo que sea su aproximación al Creador en imagen y semejanza, teniendo claro que si ha sido llamado, éste carisma le añadirá un elemento nuevo a su personalidad, para poder edificar la Iglesia, en la parcela de la catcquesis, afirmando siempre, a veces incluso a destiempo, que Cristo es el Señor. El catequista es una creación sencilla y compleja, rica y pobre a la vez, nacida de las manos de Dios y acunada por la madre Iglesia, que con delicadeza sabe sembrar, preparar, dar y trasmitir una vida, la del hombre nuevo, llevándolo todo a cabo con la humildad del que se sabe llamado por el que «es» y nos hace partícipes de su ser. Y para llegar a esta vivencia de la fe, se requiere mucho tiempo de oración, de interiorización y de diálogo con Dios, que siempre espera nuestra llegada, que está dispuesto a «estar» con nosotros, que somos su imagen y semejanza.
IV VIRTUDES, DONES Y FRUTOS
i- Si la espiritualidad del cristiano tiene su base en las llamadas virtudes teologales, con mayor razón en el que va a iniciar a otros en el conocimiento de Jesús, como Señor y Redentor de la humanidad y de la creación entera y a los que sólo podrá llegar con el testimonio de vida, que resulta de la vivencia de la propia fe, compartida en las celebraciones litúrgicas de la comunidad a la que pertenece. Y volvemos a lo del principio: nadie da lo que no tiene. Difícilmente se puede iniciar en lo esencial de la fe, si previamente no se han descubierto los aspectos fundamentales del misterio cristiano, escondidos en el Evangelio y que van a ser la base del ser cristiano del catecúmeno, como miembro de la Iglesia. ^Los hechos que acontecieron en la plenitud de los tiempos, con la llegada de Jesús a nuestra historia y toda su
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La fe, la esperanza y la caridad, presentes en cada acto del «ser» cristiano, deberán configurar siempre cada una de las actuaciones de aquel que está llamado a comunicar a los demás, por su carisma, la verdad de la doctrina del que viene a salvar a todos. vLas virtudes teologales son el trípode imprescindible del modo de actuar del catequista. Por eso es necesario hablar de ellas y mucho. No podemos dejar a las gentes que comparten con nosotros el mundo de hoy, con las lagunas y vacíos de esta llamada posmodernidad. El hombre no puede vivir de espaldas a su propia realidad y ésta va más allá de lo material y caduco. La dimensión de lo trascendente no se puede eliminar, sin dejar al hombre minimizado, desposeído o expoliado. No tenemos ningún derecho, al contrario, tenemos la obligación de descubrir todo lo que es y puede llegar a ser.
trayectoria hasta la venida del Espíritu Santo, decisivos para la salvación del hombre^no sólo deben ser conocidos sino meditados y asumidos. No es asunto de lectura, sino de contemplación, de escucha en el silencio de los ratos de oración. Y como los acontecimientos evangélicos son tantos, pues uno no termina nunca, siempre queda para el día siguiente. Es algo impresionante poder asomarse al contenido de los cuatro evangelios, te quedas como lleno de admiración, agradecimiento y alegría al ver lo grandioso apoyado en lo sencillo, lo divino en lo humano, lo del más allá en lo del más acá y sobre todo el tener al alcance de la mano todo lo que puedes desear para ser feliz, para poderte realizar en plenitud, como lo que somos: Hijos de Dios. La fe, la esperanza y la caridad tienen su fundamento de vida en los acontecimientos de la vida de Jesús, teniendo como tales no sólo los hechos históricos sino también su «Palabra». Todo en Él respira fe, vive esperanza y ofrece caridad. Todo es pasado, presente y futuro, como queriendo decir lo que Él es: Dios-con-nosotros. Por eso el Nuevo Testamento es el punto de arranque y de llegada de toda espiritualidad, teniendo como base el contenido del Antiguo. La conducta humana está definida, desde siempre, en los escritos que nos relatan la vida de los personajes bíblicos, en los que quiso Dios dejar los rasgos de nuestra propia vida. Cada personaje tiene ese algo de Jesucristo que enriquece su definición y amplia su personalidad.
Con la fe, la esperanza y la caridad se llena y se equilibra, en su integridad, al ser que fue creado a imagen del Creador. Pero la virtud, según el Catecismo, es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Por lo que se deben tener muy en cuenta también, las llamadas «virtudes humanas». Éstas «son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regula nuestros actos, ordena nuestras pasiones y guía nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena. El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien».
Y en cada uno de ellos podremos encontrar ese algo de Dios que necesitamos para, día a día, llenar nuestra vida, para poder dar luego.
Junto con las virtudes teologales, cuatro son las virtudes cardinales con importancia capital. Son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
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Sin la prudencia, difícilmente podrá el catequista discernir todas las circunstancias del obrar el bien. La prudencia es la «regla recta de la acción» dice santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, según cita el Catecismo. Apoyándonos en ella podemos aplicar los principios morales sin temor a error, en los casos particulares que se presentarán en cada catequesis y podrá cada catequista superar «las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar». Con la justicia, podrá dar el catequista a cada cual lo suyo. A Dios lo que es de Dios y a los catecúmenos lo que se le debe dar como suyo. «El hombre justo, evocado con frecuencia en la Sagrada Escritura, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo». No es una virtud fácil en nuestros tiempos. Pero es necesaria y urgente. La búsqueda del bien, sin cansancios ni desfallecimientos y la firmeza en la pruebas, exige la fortaleza, esa virtud cardinal, presente siempre en la vida de todos los que han actuado en la palestra de la evangelización. Es la victoria sobre el temor y la que afianza la postura de afrontar, lo que llaman muerte, con la convicción de que sólo existe la Vida, después de la Resurrección de Jesucristo. Con la templanza se «modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados». Buena lección para nuestro mundo de despilfarro y gastos incontrolados. Una virtud que tiene varios nombres: «moderación» o «sobriedad» se le llama en el Nuevo Testamento, que tiene como línea de actuación la moderación, la discreción y que tiene su encanto incluso humano. La riqueza del carisma del catequista, se completa con los dones y los frutos del Espíritu Santo, puestos en acción. Es ló-
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gico que a quien se le confía la catequización se le potencie con la sabiduría, la inteligencia, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad y el temor de Dios. Son armas necesarias para la buena enseñanza de la doctrina hecha vida, del mensaje aceptado y vivido. Se nota enseguida la presencia de estos dones en la vida del catequista. Su enseñar es con autoridad, pero con santidad y gracia, portadores del germen de la fe para los que escuchan. Pero para que los catecúmenos «vean» la acción del Espíritu en la vida del catequista, aparecen los frutos «caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre,fidelidad,modestia, continencia y castidad». Virtudes, dones y frutos, todo un abanico de posibilidades y riquezas del Espíritu, a disposición del que quiera dar una respuesta positiva a la llamada del carisma de catequista. Anímate.
V LA FE
Dice el Catecismo que: «La fe es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y sus palabras». Por eso, hablar de la fe es evocar toda la Escritura. Para un catequista, que quiera serlo de verdad, las vivencias y acontecimientos de los dos testamentos, serán el alimento diario para crecer en la fe que, luego, tendrá que comunicar en sus catcquesis, según el carisma recibido. Nadie da lo que no tiene y menos aún en el campo de la catequización, porque la trasmisión se establece sólo desde la vivencia. Por eso la meditación asidua es necesaria. Es impresionante el contenido, la historia, el valor y la actualidad de ésta palabra corta, concisa y a la vez amplia y plu-
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ral. La fe es la trama donde se engarza toda la vida de elevación y trascendencia del hombre de todos los tiempos. Su presencia llena cada una de las páginas de la Biblia, haciendo posible la existencia del hombre integral, con capacidad de llegar más allá de la realidad de cada ser humano. Una mirada, desde dentro, a la creación entera, no sería un mal comienzo. Descubrir a todo un Dios Creador y Señor de todas las cosas, Poderoso y Padre a la vez, como aparece en los cinco primeros libros de la Biblia es un arranque necesario para pasar después a su actuación en las personas. Un primer encuentro podría ser Abraham, no en balde se le llama el padre de la fe. Un hombre que viene del paganismo, pero que busca siempre, desde la oscuridad, la respuesta a sus problemas y necesidades. Y cuando la encuentra, se queda con ella para siempre, a pesar de las dificultades. El Dios que le habla y que él descubre actuando en su vida, es lo que necesitaba para fundamentar su vida entera. Y pase lo que pase a Él se acogerá siempre. Es el punto de referencia necesario para todo creyente, pero más aún para todo catequista, para ti. Y podrán desfilar otras vidas y otros acontecimientos, que configuran la historia de salvación y anuncian a la vez lo que está por venir. El Antiguo Testamento es riquísimo en catcquesis sobre la fe y eso que no había llegado todavía el prometido Mesías. Se creía desde la promesa y la espera en Él. Y, por fin llega, en la plenitud de los tiempos y se llama Jesús, nacido de María, prototipo de todas las virtudes y en este caso de la fe. Siempre será ella la que con el silencio, el diálogo, el servicio o la mirada nos dirá en clave de fe lo que tengamos que hacer.
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La meditación sobre el nacimiento del Señor, abre todas las posibilidades a una fe incipiente. Es el Dios Niño, visto desde el Niño Dios. Creer que Dios se hace uno de nosotros y que ese uno de nosotros sea Dios es algo tan grande que por sí solo te lleva a situarte en una historia nueva de salvación. El misterio de la Navidad, tan rico en todos los aspectos, es inagotable en contenidos para la fe. Cada uno de los personajes, que aparecen en la escena de Belén, nos dan su catequesis sobre la fe. Desde los pastores, hombres humildes, rudos, curtidos en los fríos y metidos de lleno en un trabajo duro, son los primeros que responden a la invitación de creer que aquel niño recién nacido es Dios. No se requiere ni gran formación ni confort de vida, ni grandes luces ni conocimientos, sólo basta sencillez de corazón y esta asignatura la podemos aprobar todos sin distinción de clases, ni edades. Y los pastores creyeron y lo demostraron con sus vidas, porque anunciaron a todos lo que habían visto y oído al contemplar la realidad de la gruta de su querido Belén. No necesitaron de magistrales explicaciones ni de consultas de sabios, ni de clases especiales, sólo contemplaron y creyeron y así lo anunciaron. Fueron unos catequistas estupendos. Como tú y yo y tantos otros que estamos metidos en este mundo de la catequesis, a los que se nos pide contemplar en silencio y anunciar a viva voz. Hay mucho que contemplar en aquel lugar concreto de Israel en el que se asoman todos los hombres de buena voluntad a recibir la paz. Allí están presentes los profetas y los reyes y los jueces y los patriarcas del pueblo de Dios. Y allí se dirigen también los que vendrán detrás, en los siglos que dure la nueva historia de salvación. Es el punto de arranque. Sólo cuando se encuentra el hombre con el Jesús de Belén puede salir al mundo hasta llegar a Jerusalén.
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Es el primer recorrido de la fe y por eso el primer paso de toda espiritualidad catequética. Ser testigos del nacimiento de la Verdad. Contemplar al Niño Dios y creer en el Dios Niño, para salir luego, cogidos y guiados por la mano de un niño a recorrer los caminos de la fe. Y esto con la seguridad que da ver cumplidas las escrituras, realizadas las promesas contenidas en el Antiguo Testamento y llegado el tiempo de Dios. El año cero contiene un valor catequético, que bien vale pararse a meditarlo con toda su profundidad, sabiendo que toda espiritualidad, pero sobre toda la del llamado a evangelizar y catequizar tiene su inicio aquí en Belén de Judá. Pero no creas que todo termina aquí, no, esto es sólo el principio. Es la verdad, pequeña en apariencia pero grande en su realidad, que nos irá indicando paso a paso, en la vida de Jesús el gran contenido de su mensaje. Y llegará el día en el que caminaremos con Jesús hasta Egipto y por el camino, con la persecución en los talones, aprenderemos, por la fe en Él, lo que es no ser admitidos por los tuyos y tener que salir a un lugar extraño. Y volveremos con Él, porque con Él siempre se vuelve, a la casa paterna, a la Tierra Prometida, porque no se queda uno nunca en el destierro, lo creemos por la fe, sino que el Señor le devuelve a la libertad siempre. Y la historia de Israel se hará presencia y vida en Egipto con Faraón incluido. Y por la fe entenderemos su vida en Nazaret, donde crece en edad, pero también en la obediencia a la voluntad del Padre. Y por la fe sabemos que no fueron años perdidos en la oscuridad de un pequeño pueblo de Galilea, como pequeño te puede parecer a ti, tu propio pueblo o la parroquia en la que
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vives. Sí, fueron unos años muy bien aprovechados en el silencio, la oración y el diálogo con María y José, creando un modelo a seguir en el nuevo Israel que sería la Iglesia. Para creer que el carpintero del pueblo era Dios-con-nosotros se requería tener mucha fe. Y El quiso pasar por ahí, para que nosotros, apoyados en la fe, no nos hundamos, cuando la gente tampoco crea en nuestras catequesis o le cueste creer. Y la soledad que le deja la muerte de José, aunque tenga a su madre María. Y la llegada de su hora y la salida del hogar, dejando atrás su familia, amigos y recuerdos de la infancia y juventud. Sí, todo esto hay que meditarlo, porque supone una base fundamental para nuestra fe en Él. Como la soledad del desierto y el silencio de Dios para el pueblo elegido y después de los profetas y elegidos por Dios para llevar en la historia la promesa de salvación. Y más fe todavía deberemos tener para comprender el porqué del encuentro en el Jordán con Juan el Bautista. Pero era necesario que esto sucediera, era voluntad del Padre, para que nosotros, también por fe, podamos continuar catequizando o, tal vez, ser catequizados por otros. Siempre existirán estas situaciones, que, sólo por la fe, se pueden aceptar, porque en la fe está la humildad necesaria para ello. Y mucho tiempo tendremos que dedicar al gran acontecimiento del desierto, con el ayuno y las tentaciones. Creo que todos hemos pasado por esta situación, más aún, creo que continuaremos atravesando, de cuando en cuando, este desierto, con ayuno incluido, para poder superar las tentaciones de siempre. Existen demasiadas ofertas en nuestro mundo para quedar exentos de las seducciones del poder, del tener o del ser. Sólo la fe, nacida de una sincera meditación de
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la conducta de Jesús en esta situación nos ayudará a salir airosos, como Él. Y las tentaciones vienen, seguro. No podemos ser menos que el Maestro. Podrán llegar incluso en lo más santo de nuestro trabajo o en lo más sacrificado de nuestra entrega. Y llegarán cargadas de buenas palabras e incluso de palabra de Dios, bien es cierto que prestada o incluso mal interpretada, pero razonada a lo humano. Ya lo sabes, seguro, por propia experiencia. Pero aquel «tiempo» también tiene un límite, sólo son «cuarenta días». Luego la entrada de nuevo en el tiempo de la evangelización, el mejor que existe, porque es el de Dios. No creas que todo es así, no, también en la vida de Jesús existen los momentos de éxito y aceptación y seguimiento. Y aquí, la fe en Él, tiene un protagonismo enorme. No se le puede seguir hasta Jerusalén sin haber recibido, al menos, lo esencial de su mensaje. Y sólo la fe, crecida en la meditación y la oración personal, puede hacer posible, no sólo la escucha, sino, lo que es importante, la aceptación sincera, que marca la espiritualidad del catequista. Un día, a eso de las cuatro de la tarde, junto al Jordán, se encontraba Juan el Bautista y fijándose en Jesús, que pasaba, pronunció la gran catequesis: «he ahí el Cordero de Dios» y dos de sus discípulos, dejando a Juan siguieron a Jesús. Es el gozo más grande de un catequista, el ver que sus discípulos siguen al que es el Camino, quedándose el resto del día con Él, el resto de toda una vida, en la compañía del que sí que es el Maestro y Señor. Y seguirán los acontecimientos en la vida de Jesús, muchas cosas, personas, palabras llenan sus días y sus noches. Es una maravilla poder «ver» con calma y paz todo lo que es Él.
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Cada página del Evangelio es suficiente para quedarte horas y horas alimentando la fe en Él. Sólo hay algo que, a mí, no me llama la atención. Son los milagros. Los encuentro lo más natural del mundo, en las manos del Todopoderoso. Él es el Señor. Las personas sí y también sus palabras y gestos. Cuando encuentra a alguien que necesita de su ayuda, no rehusa hacerlo, si encuentra la poquita fe para que se realice lo que pide. Es impresionante su mirada, hacia dentro, a cada uno de los que se le acercan. El amor, la comprensión y la amistad están siempre presentes en aquella mano tendida, con la que siempre recibirá al que se le acerca, hasta sabiendo que sus intenciones no son buenas, pero pueden serlo. Lo mismo que le puede suceder a cualquier catequista. Las situaciones se repiten siempre. Sólo cuando se ha asumido, por la fe en Él su manera de ser y actuar es cuando no importa nada de lo que pase. Para ello se requiere meditar, rumiar, no pierde nunca la capacidad de asombrarse y de continuar creyendo. Porque como dice el Catecismo: «Creer entraña, pues, una doble referencia: a la persona y a la verdad; a la verdad por confianza en la persona que la atestigua». Y «por la fe creemos en Dios y creemos en todo lo que Él nos ha revelado y que la Santa Iglesia nos propone como objeto de fe».
VI LA ESPERANZA
Si el catequista, como María, debe meditar siempre en su corazón, las verdades de vida contenidas en el Evangelio y así dar solidez a su espiritualidad; para poder llegar a la vida de los demás, tiene que hacerlo desde una gran esperanza, que el Catecismo define como la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. Es la esperanza la que comunica al catequista esa energía interior que le hace fuerte en las dificultades, sabiéndose elegido para anunciar a los demás, con palabras que no son suyas, las verdades que le han sido comunicadas. Y de nuevo será la Escritura la que pondrá los ejemplos vivos, de hombres y mujeres que, apoyándose en ella, vencieron dificultades, desalientos, y oposiciones.
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Si Abraham es el punto de referencia en la fe, también lo es en la esperanza: supo esperar contra toda esperanza. Lo había intentado mil veces, sin ningún resultado. Había rezado a todos los dioses conocidos, hasta que le llegó la promesa del Dios Único y Verdadero. Él no lo conocía, pero supo creer y esperar. Y el hijo, que tanto esperaba, llegó, como Dios le había prometido. Luego vendría la tierra y con ella la plenitud de la esperanza cumplida. Es el caso de muchos que desean llegar a poseer la seguridad de la fe, pero no saben esperar, no tienen tiempo de espera, quieren que sea ya y claro, se quedan defraudados ante unos resultados que no son los que ellos esperaban, poniendo siempre por delante lo que hacen y esperando el resultado inmediato. Abraham supo esperar en el tiempo de Dios y en ese tiempo y no en el suyo, llegó lo que esperaba. Después, en la historia del pueblo de Israel, se sucedieron los personajes que llevaron la esperanza a una realidad hecha vida. Como pueblo, se le puede definir como el que ha sabido esperar, llevando la promesa recibida, aunque no ha estado a la altura de los tiempos de Dios y se pasó, quedando a la espera de lo que nunca llegará, porque ya vino y acampó entre nosotros. David el rey, fue consagrado siendo muy joven, pero no reinó hasta mucho tiempo después. Supo esperar, con tribulaciones e incluso peligro de muerte. Su tiempo estaba dentro del programa de Dios, no aceleró los días, ni anticipó acontecimientos, sencillamente esperó. Y era el ungido por Dios. Como supo esperar Zacarías, el padre de Juan el Precursor de Jesús. Es verdad que se quedó mudo, por no creer en la promesa, pero, en su mudez, supo esperar en el silencio impuesto, hasta que llegó lo que ya no esperaba: el hijo.
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Fue un ejemplo clave para los catequistas del futuro. Duda, no está seguro, ha esperado demasiado y ya es tarde para él y su mujer anciana y estéril y por eso no puede hablar hasta ver la promesa cumplida. Y entonces pronuncia el himno más bonito de una esperanza cumplida. A veces, nos pasa a casi todos, no queremos ver la mano de Dios, que es todopoderoso y esperamos demasiado en nuestras propias fuerzas. Y claro, nos fallan los cálculos, las previsiones no se cumplen y nos desmoralizamos. Es el momento de pensar en ellos, los que escribieron sus vidas en la historia contenida en la Biblia y meditar. Sí, meditación y esperanza van juntas, son magníficas compañeras del viaje del hombre por la tierra y armas indispensables para el catequista. Así lo hace María. Así lo vive con intensidad durante toda su vida. Ella supo esperar, meditando en su corazón todo lo que era «palabra» de Dios. El ejemplo de los hombres y mujeres, que le precedieron en la historia de su pueblo Israel, pusieron una base firme para lo que ella tendría que significar para todos nosotros. Y más aún para los que, como ella tienen la misión de proclamar la Palabra y darla a todos los hombres. Y con María, no podemos dejar en silencio a José, el carpintero de Nazaret. Él es el hombre del silencio en la espera de que todo lo que Dios le ha dicho se va a cumpür. Sabe esperar desde todas las situaciones y lugares donde le pone la voluntad del Señor. Obedece siempre, aunque esto le suponga sufrir y renunciar. Nazaret fue testigo de la espera, en el silencio, más bonita y bien llevada. Es como una llamada obligada a todo aquel que trabaja en el campo de Dios. Saber esperar juntos, ellos a
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los que nada faltaba, pero que se debían dar a los demás. Nazaret en el lugar de la tierra con más proyección de futuro para un catequista. Allí se oró con la palabra presente y se preparó la más efectiva catequización, la de Jesús. Yo me imagino las largas jornadas de trabajo en conversación llena de Dios y las familiares noches a la luz de la lumbre, teniendo la Ley y los Profetas por referencia y los salmos por materia de alabanza. Ellos sabían muy bien lo que era la esperanza. Esa virtud que, a veces, nos falta un poco a los que trabajamos hoy en continuar su obra. Un día a ellos, a los elegidos, a los apóstoles, les falla la esperanza, les corría prisa y el Señor les calmó la impaciencia, haciéndoles ver que el Padre ya sabe lo que hace falta para cada tiempo y lugar. Les llamó los hijos del trueno y uno de ellos era el futuro evangelista san Juan. También Pablo, tuvo que pasar por la experiencia de lo es saber esperar. Fue en Atenas. Le quemaba el celo de la Palabra y quería que todos respondieran. Se equivocó de lleno y Dios lo dejó para más tarde. No era el tiempo de la salvación, no estaba el terreno preparado. Y así todos. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la esperanza está presente en las vidas de aquellos, que han sido llamados a participar en el anuncio del mensaje de salvación. Tú y yo vamos detrás de ellos. No podemos quedarnos atrás. Esperemos. Y Él llegará, como siempre, porque es fiel a su promesa.
VII LA CARIDAD
Es la última de las tres virtudes teologales, pero la más importante, porque las articula y las ordena entre sí. La caridad, nos dice el catecismo, «es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios». San Pablo nos dirá que: «la caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta». De tal manera es esto así que si no se tiene caridad no se tiene nada ni se es nada. Por eso par el catequista, además de por ser cristiano, la caridad es virtud a practicar y desarrollar siempre, sin final posible, porque no termina ni siquiera en el cielo, donde la fe y la esperanza dejan de tener
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vigencia, porque se «ve» lo que se creía y se «tiene lo que se esperaba». El pueblo de Israel sabía muy bien del amor de Dios hacia ellos. Lo rezaban en el salmo cien, versículo cinco, cada vez que elevaban la oración de alabanza y de acción de gracias. El Señor ha estado siempre con el amor por delante cuando se ha tratado de su pueblo. La historia está como tejida de fibras del corazón de Dios para con aquellos que había elegido como portadores de su amor eterno hacia la humanidad entera. Así lo entendió Moisés y así lo vivió. El Señor se lo había revelado y él lo trasmitió. Durante toda su vida el amor a Dios no se separó del amor a los hombres, intercediendo siempre por ellos y pasando todas las penalidades y sufrimientos, que le llevaron, a veces, a desear dejarlo todo y morir. Pero la visión del Altísimo le mantenía en pie. Y volvió a Egipto y realizó la misión encomendada, por amor a Dios y a los hombres, a su pueblo. Las plagas le confirmaron, es verdad, que Él estaba presente, pero su corazón de hombre supo responder. Por eso la esperanza y la fe estaban trabadas en el amor y las tres hicieron posible que el Éxodo finalizara en la Tierra Prometida, aunque no llegara a entrar en ella. El amor superó la situación y el silencio del desierto. «Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma y con toda tu mente. Y amarás al prójimo como a ti mismo». Toda la Ley y los Profetas pendían de estos dos mandamientos. Era la vida de Israel, su futuro y su presente. Y durante siglos, con Moisés siempre como referencia, el pueblo supo del amor a Dios, escrito en su historia, y del amor al prójimo en cada momento de su vida presente, como mandato.
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No le fue fácil a Israel, durante ciertos períodos de su vida, el llevarlo a la práctica. Pero la Ley estaba presente con toda limpieza, en lostiemposde Jesús. Y así lo recibirá el Nuevo Israel. Los elegidos para llevar el mensaje salvador de Jesús de Nazaret, hasta los confines de la tierra, sabían del amor entendido en el sentido bíblico y predicado por el Maestro. Por amor, dentro de la caridad cristiana, ellos fueron los primeros en entender que nada vale más que el estar en las manos del que todo lo puede y todo lo supera, esto es en las manos del Padre. Contar en los planes de Dios para la salvación de los hombres es algo que desborda al ser humano. Poder amar a Dios con todo el ser, con todas las fuerzas, con toda el alma y al prójimo como Dios nos ama, colma la capacidad del hombre para la felicidad plena. Pedro y Andrés, Juan y Santiago y los demás discípulos, fueron testigos del amor con el que el Maestro vivió siempre de cara a todos los que se acercaban a El. Era su manera de ser. Cada gesto, cada palabra, cada movimiento estaba lleno de acogida, misericordia y amor. Todo le parecía posible con el amor por delante. Un día se le acercó una mujer pecadora y le lavó los pies con sus lágrimas y los secó con su pelo. Nadie entendió el gesto. Sólo el Maestro comprendió su situación y le perdonó mucho, porque amaba mucho. Las lágrimas también hicieron acto de presencia en una ocasión, provocadas por la muerte de un amigo Lázaro, a quien, según los presentes amaba mucho. Y es que la Palabra que acampó entre nosotros, era Amor. Y así actuó y así nos lo dejó en herencia. Su mandamiento es
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amar en la dimensión del amor de Dios. Todo un reto al esfuerzo humano y a las metas del creyente. Por eso la caridad, el amor, es fundamental en el catequista. Forma parte de su «seD>. Su manera de vivir la fe, en la esperanza, es el amor. Cada acto, cada palabra, cada catequesis, serán manifestación del amor cristiano, fundamento de todo lo que emane el llamado por Dios para ser su catequista. Y una cosa muy importante: la capacidad de amor, desarrollada en esta vida, nos acompañará en la otra. De modo que el amor pasa a ser lo que nos llevaremos al más allá, para allí amar en la medida en la que hayamos amado aquí. Aquellos catequistas que pasaron por nuestra vida de niños y jóvenes nos querían de verdad, se desvivían por nosotros y nos ayudaban a crecer en la fe. A lo mejor, no sabían demasiada teología pero habían aprendido a «ser» portadores de la verdad del Evangelio, que incluye, entre sus características primordiales, el amar. No olvidemos que el portador del carisma del catequista será siempre el amor.
VIII EL DESIERTO
El desierto es una situación bíblica real en la vida de todos y cada uno de los hombres.Su presencia y su intensidad están en proporción, casi siempre, con la calidad y la importancia de la misión asignada a cada uno, dentro de la historia de salvación. No hay ninguna página importante, dentro del proceso salvífico, sin que aparezca el desierto. Es una constante. Y es que en él, en ese «lugar» concreto de la creación, no hay nada, no existe el desarrollo de los procesos de vida de otras zonas, quedando todo encerrado en ese silencio, como de muerte, tic la inanición. Pero también el desierto tiene posibilidades, partiendo todas ellas de la nada, en las manos de Dios. La primera descripción, en el segundo versículo del Génesis, habla de «desierto», «vacío», «abismo», para, sobre la nada, presentar la acción creadora de Dios. Es una imagen que
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no debemos olvidar nunca: Dios actúa en la nada, haciendo aparecer las cosas y los seres. Parece como si se encontrara muy a gusto llenando la nada, haciendo desaparecer el desierto y creando la vida multicolor y plural, como imagen suya. Siempre el desierto se nos presentará como lugar de actuación de Dios. Y en ésta situación bíblica real se nos invitará, muchas veces, a entrar, para el encuentro con Dios, imprescindible en todas y cada una de las vidas de los catequistas, de la tuya. Entra sin miedos, sin voces, sin ruidos, en el silencio de Dios, en el desierto de tu interior, donde confluyen tu «nada» y el «todo» omnipotente del Creador. Cerca de En Karen está el desierto de san Juan Bautista, en el que, según la tradición, vivió el precursor durante algunos años, preparándose para la gran misión de anunciar a Cristo. Un desierto pequeño, pero limpio de toda vida, con espacios suficientes de soledad y rincones con ecos de brisas divinas. Allí encontró la ciencia del anuncio, la palabra justa y ajustada luego a la «voz». En aquel silencio profundo, pudo escuchar los hondos significados de los profetas y el sentido de toda la historia, la de Israel. Con todo el tiempo por delante, pudo entrar en contacto con él sin tiempo y quedar prendido en aquella maravilla de la plenitud de los tiempos. Era el lugar ideal para la escucha y la meditación, la alabanza sincera y la bendición. Sí, Juan Bautista entró en «su» desierto y sólo salió de él, para anunciar la Verdad, porque la había encontrado con toda nitidez, al saber aceptar aquella situación difícil, pero valorada por el pueblo elegido, como situación de paso de Dios. Sólo así pudo ser el gran catequista, sabiendo encontrar la palabra indicadora del camino recto y justo, que lleva a
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Jesucristo. Luego, sus discípulos pudieron encontrar lo que buscaban, porque él, Juan Bautista, les había catequizado perfectamente, enseñándoles las claves del encuentro con el anunciado por los profetas. Su interpretación de los acontecimientos, no era sólo producto del saber humano, sino que tenía su iluminación, como luz del desierto, que le daba la seguridad de la verdad. San Juan Bautista, cuya vida fue determinante en la historia de salvación, hombre elegido por Dios antes de nacer, con una familia santa y una parentela de excepción, con un ambiente propio de un aspirante a todo lo santo, con posibilidades de formación excepcionales, tuvo que entrar en el desierto, como paso necesario para estar en su sitio. No, no le valieron ni la visita del «Señor», como le llamó su madre Isabel, ni la estancia, durante tres meses, de María, de la que recibió los cuidados y los mimos y que era portadora de aquel al que él iba a anunciar. El desierto le esperaba como escuela de Dios, para sus clases particulares. Y allí, en esa misma escuela, se nos invita a entrar a nosotros, a matricularnos gratuitamente, para salir luego como catequistas, llenos de la ciencia del Espíritu. Es verdad que cuesta dejar el ruido y la actividad y el resultado inmediato de la acción, pero sin desierto no hay posibilidad de nada serio en la Iglesia. Por eso, una de las características de la espiritualidad del catequista, es el haber estado en ese «sitio» donde el silencio deja oír la Voz, que pronuncia la Palabra y que luego hay que anunciar a los demás. Es allí donde se aprende lo que hay que comunicar, siendo solamente la página en blanco donde Dios escribirá su mensaje, sin interferencias ni interpretaciones par-
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ticulares y personales, que desvirtúan el verdadero sentido del contenido salvador del Evangelio. Sólo en la tranquilidad y pobreza del interior del hombre, a solas con Dios, uno se siente tal cual, es decir: nada. Solamente allí, donde callan las cosas y más aún las personas, despojado de todo, se entiende el lenguaje nuevo, la palabra exacta y el pensamiento se centra en lo que es trascendente. Sí, es necesario entrar en el desierto contemplativo para poder despojarse de todo lo que «no es» y dejarse revestir de lo que «si es». Así lo hicieron todos los llamados, aquellos para los que Dios tenía inscrito su nombre en el grupo del carisma catequético. Así lo hacen aquellos llamados hoy, encargados de hacer realidad el mensaje contenido en el llamado «nuevo» Catecismo, y a los que se les espera con interés de cara al futuro de la Iglesia. Anímate y entra en tu desierto, allí te espera una gran misión.
SEGUNDA PARTE MEDITACIONES BÍBLICAS PARA CATEQUISTAS
I NOÉ OBEDIENCIA Y ESPERA
Era un hombre bueno, de esos que siempre hay en todos los pueblos y que toman parte en las historias positivas y que terminan bien. De talante sereno, trabajador y honrado como el que más. Su familia era normal, como también lo era su relación con los demás vecinos del pueblo. Un día, decisivo en su vida, le habló Dios, le llamó para encargarle una misión extraña. No entraba en sus planes diarios, ni estaba dentro de su trabajo habitual. Era algo grande y sin referencias en el mundo laboral, en el que estaba acostumbrado a moverse. Pero era el Señor quien lo mandaba y esto era suficiente para él. Porque creía en el Todopoderoso, a quien adoraba y bendecía siempre. Entró en el recogimiento, se adentró en el interior de su corazón y decidió ponerse en las manos del que pedía algo tan extraño, sin pedir explicaciones. Dios es Dios y todo lo sabe.
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Hizo planos, recogió datos, trazó proyectos, apoyándose en todo en las normas que Dios le había dado. Las medidas y los materiales estaban determinados y todo debía ser como lo había ordenado el Señor. No estaba habituado a hacer nada sin la familia, por eso cada uno se responsabilizó de una cosa, sus hijos y su mujer se pusieron a trabajar en la construcción de un arca, que les salvaría de las aguas. Parecía una tarea de locos y aparentemente así era. Una barca en la montaña era poco más que una locura y un mar en el secano un sueño de visionario loco. Esto sucede cuando se piensa como los hombres y no como Dios. Porque siempre sucede lo mismo, la barca es necesaria y salva y el mar es real y mata. Nadie entendía aquella locura, llevada de sol a sol, con el cansancio en el cuerpo y la mirada puesta en lo alto. Pero la misión encomendada, sin comprender demasiado su significado, su trascendencia, iba tomando cuerpo. LLegaron la madera y las cuerdas y el alquitrán. Se juntaron los brazos de la familia entera y a los pocos meses ya se adivinaba lo que se pretendía hacer. La espera era dura, porque no tardaron en aparecer las críticas y las burlas. Entraban dentro de la lógica humana y más aún si no se partía de una creencia firme en quien llama y ordena una misión, por pequeña que sea. Nadie entendía todo aquel trabajo inmenso y pesado. Todos trabajaban por una recompensa inmediata. Aquello no servía para nada, no era rentable el esfuerzo. Era una locura. Y Noé se mantuvo firme, sabía en quién creía y esperaba, en la obediencia, lo que se le había dicho. No reparó en nada.
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Aunque el cansancio hacía mella en su cuerpo, la esperanza le hacía sentirse fuerte y así animaba a los suyos. Sí, Noé supo esperar obedeciendo, sin ver los resultados de inmediato, sin encontrar signos de aquel diluvio anunciado. Pero sabía que Dios lo había dicho y esto le bastaba. Desde la lejanía en el tiempo, nos proyecta una luz fuerte a nosotros los creyentes de hoy, rodeados de increencia, idiferencia o crítica, pero con la misión del anuncio de la verdad de Dios, del anuncio de Jesucristo y nos indica el modo de actuar: obedecer en la espera, incluido todo: la paloma de la paz y el arco iris de la alianza y la supervivencia de la imagen de Dios en la creación, que es el hombre. Todo catequista tiene mucho que aprender de este gran hombre. La misión puede ser más grande o igual, pero siempre quedará en pie la respuesta esperanzada del que sabe que lo que Dios manda es posible, contando con su ayuda, que nunca falla. Saber esperar, obedeciendo, es básico para toda actuación en el campo de Dios. Las motivaciones contrarias, que estarán presentes en cada determinación, no deben impedir la construcción de lo que salva al hombre de la muerte. Por eso Noé es importante para ti, que te sientes llamado a la gran tarea de la catequización. Meditar en Noé te puede ayudar a saber esperar los resultados de Dios, en una tarea que te ha encomendado y que puedes realizar, aunque no veas los resultados. También tú tendrás ocasión de soltar la paloma de la paz o el cuervo del reconocimiento, para inspeccionar el estado de las cosas, pero en tu arca, con los que Dios te ha confiado, sigue esperando hasta el final.
II ABRAHAM LLAMADA Y RESPUESTA
No era, es verdad, un hombre del montón. Tenía un sitio en su mundo y un prestigio bien ganado en su ciudad. La familia le acompañaba y en ella estaba su apoyo de cara al futuro. Pero, como todo hombre, tenía su problema personal y familiar: ni tenía un hijo ni una tierra propia. Un problema grave en la sociedad en la que vivía. Intentó dar solución, recurriendo a los medios de que se disponía tanto en el campo de la ciencia como de la religión y no la encontró. Un hombre que podía ser feliz y no lo era. Pero no ocultó ni ignoró su situación, al contrario vivió pendiente de ella. En eso demostraba ser un hombre grande. Y un buen día, recibió el mandato: «sal de tu tierra, de tu parentela...» Era una voz distinta a las que había oído antes. Sonaba a seguridad y daba confianza. No sabía lo que quería
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decir ni a dónde le llevaría aquella salida que se le pedía. Pero su búsqueda, que era honrada, le animó a escuchar con atención y a ponerse en camino.
Por eso, cuando a Abraham se le pone a prueba, la respuesta es la correcta, no hay otra: obedece. Es lo que ha aprendido en el silencio de Dios.
Es una actitud positiva, que denota saber estar en la vida aceptando las circunstancias y que lleva siempre a buen fin lo que uno emprende. Abraham tiene mucho que enseñar al catequista. No es sólo el hombre de fe, es también el que sabe creer, el que sabe dar una respuesta a la llamada que recibe, dentro siempre de unas coordenadas que definen lo humano y lo divino, lo propio del hombre y lo propio de Dios.
Pero sabe cantar y saltar de alegría cuando la ocasión llega a su vida, cuando la promesa se cumple en su hijo Isaac. Lo encuentra todo la mar de sencillo. Es así porque así debe ser. Él, el Señor Dios es el dueño de la vida.
Y Abraham se puso en camino, salió de su parentela y se adentró en los caminos de Dios. Buscaba su realización plena y tenía fe en que el Todopoderoso no podía fallarle. El camino se hizo largo, difícil, con trechos sin indicaciones claras, pero Abraham continuó, no se volvió atrás. No era como él se esperaba, pero aquella llamada se merecía aquella respuesta. Un mundo nuevo se abrió a su observación. La tierra que pisaba, distinta a la que estaba acostumbrado a pisar, sería un día suya. Su paso era lento, pero seguro. Su admiración quedaba día a día llena y renovada. Dios continuaba actuando, marcando los pasos a dar. Pero llegó el silencio de Dios. Siempre llega el gran silencio, lleno de soledades y renuncias, que es la señal de la gran actuación del Señor. El espíritu no se curte como la carne, lo hace con bálsamo de contemplación. Por eso es necesario el silencio, que cura la palabras y sana el corazón. Es allí donde se encuentra uno a sí mismo, en la dimensión real de imagen de Dios.
Muchas veces, en la vida de los catequistas, sucede que la llamada es fuerte, a lo Abraham, pero puede que no sea así de clara y rotunda. No importa. Es suficiente que exista, que se dé, ya que lo importante es que también exista la respuesta y ésta en proporción a la llamada. Escucha, anímate a entrar en el grupo de los llamados a catequizar, sal de tu comodidad, de tu situación arregladita a tu medida y ponte en camino, como lo hizo Abraham. Lo demás, poniéndote en sus manos, lo realizará Él. Hacen falta muchos Isaacs en el mundo de hoy y éstos sólo llegan a través de hombres como Abraham que supo escuchar y dio la respuesta adecuada, fundada siempre en Dios. Realizar las grandes misiones de la historia, sólo está reservado a los grandes hombres, pero el mundo no es únicamente lo grande, también lo pequeño es importante. Y a esto podemos ser llamados, a catequizar. Y para ello, como Abraham a la llamada debe seguir una respuesta.
III JACOB EL RENGLÓN TORCIDO
Es verdad eso de que Dios escribe recto, con renglones torcidos. Y es así no sólo en teoría sino en la práctica y aplicado a las personas. Jacob es una afirmación de ello. No había nacido como primogénito y por ello no le correspondía heredar las bendiciones. Él era el más pequeño de los dos hijos de Isaac. Pero Dios hace las cosas «a su manera» y éste es el elegido. No hace nada, ni es merecedor de aquella elección, por parte del Señor de la historia. Sencillamente no se opone a los planes de Dios. Está allí donde debe estar. No le es fácil. Su hermano mayor es más raerte, sabe pelear, vive lleno de vigor y se prepara para ser el heredero. Pero Dios no mira las apariencias, sólo mira el corazón. Cuando la hora de Dios resuena en la historia de la salvación, allí están siempre los elegidos. Esta vez es un simple
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plato de lentejas y el cansancio de la acción. Pero es el momento que rompe la seguridad del hombre y pone en acto la fuerza de Dios en el débil. Jacob está en su sitio y con el plato preparado. Luego vendrán más días llenos de acción y de espera, mientras el anciano Isaac se apaga, agotando los últimos momentos, hasta su paso a la vida. Y sucederá lo que es salvación para la humanidad: que Dios actuará, a través de los hombres, conduciendo, como siempre, la historia. Siempre me ha gustado este hombre, clave en Israel. Su trayectoria es impresionante. No por casualidad llega a luchar con Dios en la noche decisiva de su vida, como no fue solamente un sueño lo de escalera con los ángeles. Su vida entera está enmarcada por la actuación de Dios y un saber estar del hombre, en este caso Jacob. Su historia, llena de sugerencias humanas a la sagacidad y talento natural, está escrita en clave de fe y naturalidad, interpretando la voluntad de Dios de una manera tan natural que parece como si no hiciera nada y es una maravilla. También él tiene que abandonar su familia, su casa paterna y aventurarse en los caminos abiertos de Dios. Sale, con lo poco que puede llevarse en su atillo y emprende su peregrinación, llevando consigo la fe y la presencia del que todo lo puede.
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Si no eres, en tu ambiente eclesial, uno de los primeros, no importa. Dios llama a los segundones, a veces, para misiones muy importantes. A Jacob lo llamó para ser el padre de los que iban a ser las cabezas de las doce tribus de Israel y le dio este nombre precisamente a él. Ya no te llamarás Jacob, te llamarás Israel; porque has sido fuerte... Sí, Dios escribe recto con renglones torcidos. Antes, ahora y siempre. Jacob, Israel, fue uno de esos casos. Tu puedes ser otro. No miremos el lugar que ocupamos en el escalafón. Miremos, más bien si el lugar en el que estamos es el correcto y tenemos el plato de lentejas preparado. Sencillamente, no nos importe ser renglones torcidos, porque en las manos de Dios podemos tener una escritura muy recta. Esa escritura, la fe hecha vida en nuestra historia personal, es la que ellos quieren leer, sin importarles cómo eran los renglones, antes de ser escritos. Eso es menos importante. Tal vez deberás tener experiencia de largas noches en oración, de tardes pasadas a la exposición directa de la acción del Señor, que pasa en el silencio y el recogimiento.
Y Dios actúa, se hace presente; pero también calla y guarda silencio. Siempre encontraremos esta situación, como una constante en la vida de aquellos llamados a la misión de llevar adelante la tarea de la salvación.
Tal vez la lucha de Jacob con Dios deberás asumirla, en tu vivencia personal. Tal vez, con sensatez y cordura deberás resolver algunos problemas, que te inquietan, pero que nunca deben quitarte la paz. Sí, tal vez deberás dedicar algo de tu tiempo a estar con Dios. Pero te lo aseguro, todo esto tiene un valor seguro: no habrá misión pequeña ni grande que se te resista. Dios y tú podréis con todo.
No te asuste la llamada, ni tampoco el largo camino, lejos de lo «tuyo». Es el mejor sitio para poder estar luego en tu tierra, con los tuyos, pero lleno de Dios.
Jacob, el hermano de Esaú, el llamado Israel por Dios, es todo un ejemplo a seguir, rico en experiencias y más aún en actitudes.
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Su camino es muy normal, en la vida de los llamados por Dios a realizar en la Iglesia la misión de catequizar en este mundo vacío de contenidos y falto de valores sólidos. Anímate. Vale la pena.
IV JOSÉ SERENIDAD Y MADUREZ
Es uno de los personajes bíblicos, más ricos en ejemplos de conducta equilibrada y madura. De una familia numerosa, con una convivencia accidentada, pero recta, ofrece ya desde pequeño una línea de actuación digna de ser resaltada. Su padre le amaba mucho, tal vez con demasiada vehemencia, lo que provocó la envidia de sus hermanos más mayores. Pero esto no le impidió crecer en la creencia del Dios de su abuelo Isaac y su bisabuelo Abraham. Sus vidas y sobre todo sus experiencias quedaron impresas, para siempre, en su mente y sobre todo en su corazón. Era la herencia recibida, que luego trasmitiría a sus descendientes. La túnica de colores, que su padre le regaló fue todo un símbolo. Su vida sería multicolor, plural, llena de contrastes y vivida en muchos lugares, muy distintos unos de otros.
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Cuando un día su padre le envió a interesarse por sus hermanos, que estaban un poco lejos, con los ganados de la familia, no tuvo miedo, a pesar de las caras que habían puesto cuando les comentó lo de los sueños. Su corazón estaba firme en el Señor. Se puso en camino, para no volver, sabiendo que su vida la llevaba Dios. Y sucedió que sus hermanos, por culpa de la envidia, mala compañera de camino, le alejaron de su casa. Pero Dios estaba con él, era su tiempo, el de la intervención divina, dejando las cosas en la dirección adecuada. Lo que más le dolió a José, no fue la venta, sino el destierro a una tierra extraña, con unos dioses raros y sin la posibilidad de rezar con sus padres, como solía hacerlo siempre. Él sabía que el hombre hace el mal, a veces, sin entenderlo, sin calibrar bien lo que está haciendo. Eran sus hermanos y en su corazón supo perdonar su acción, pero mandarle a una tierra de dioses extraños, eso le dolió mucho más. Pero Dios lo estaba esperando en Egipto. Su vida era demasiado importante, en la historia de salvación, que quería escribir con el pueblo de Israel. Allí, en la soledad más grande, sin familia, sin nada que le recordara su origen y el paso de Dios por su familia, quedaba en las manos del Todopoderoso, con el alma y el corazón limpios. El Alfarero podía modelar bien su vasija de barro, para destinarla a su función histórica. No protestó, calló. Interiorizó toda aquella esperiencia, aprendiendo lo que es sufrir, pero con la seguridad de una liberación. Su Dios, el Dios de sus padres no le podía fallar. Lo tenía todo en contra, de nada servían los sueños, ni las revelaciones ni las promesas heredadas. Sólo la esperanza tenía cabida en aquella experiencia dura.
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Y la luz se hizo. Alternando momentos difíciles con otros más llevaderos, por fin se vio en un sitio de honor, sin buscarlo, sin pretenderlo, con solo hacer lo que debía hacer. Y volvieron los recuerdos y la nostalgia de los ratos pasados con los suyos, allá en casa de su padre Jacob, de Israel. Aquellas situaciones cambiantes, le habían proporcionado madurez, al ser vividas con la serenidad del nombre que confía en el Señor. No lo tuvo fácil, no. Los acontecimientos le hicieron le «pegaron» fuerte, pero no le derribaron. Su fuerza estaba en el Señor. Ni la mujer de Putifar, ni los honores, ni los aplausos, ni los cargos le hicieron desviarse de su camino de Dios. Pero Dios quería una página de historia, llena de madurez y de serenidad, base de lo que iba a ser el cristianismo, para lo cual dejó que viniera una gran hambre sobre la región entera, salvando a Egipto, gracias a José. Esta situación provocó el encuentro, dramático y patético a la vez, de los vendedores y el vendido, aquéllos tendiendo la mano y éste llenando sus sacos de trigo. No apareció el rencor, porque no tiene cabida en un hombre que se fía de Dios, ni la represalia hizo acto de presencia. Dios volvía a escribir recto con renglones torcidos, porque le interesaba su pueblo, Israel y el futuro de la salvación del hombre. José estaba en su sitio, colocado por Dios, para ser el salvador de su pueblo. Los sueños se hacían realidad. Era lo inesperado, lo que los hermanos había hecho sin pretenderlo. Y es que Dios se vale de todo para llegar a su fin. Sólo la alegría y el gozo de recuperar a los suyos, hacen que José aparezca como lo que es, una autoridad en Egipto, un hombre importante en uno de los países de la tierra más im-
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portantes y poderosos. Hace fiesta y organiza actos llenos de esplendor. Son los suyos, que vuelven a estar unidos, junto con el padre Israel. La vida de José, pormenorizada, es fuente inagotable de catequesis, pero sobre todo es una gran catequesis para todos los catequistas del mundo entero. Sus situaciones pueden ser las nuestras, sus circunstancias pueden ser las nuestras, sus problemas pueden ser los nuestros, pero su respuesta debe ser la nuestra. Una respuesta de serenidad y madurez. Es verdad que esto no se consigue en un momento, no. Se requiere tiempo, pero vale la pena intentarlo. No importa la edad, ni la situación personal, sino la disposición a ser lo que Dios nos llame a ser, sabiendo que las dificultades no nos van a faltar, pero que la ayuda de Dios tampoco nos dejará. Ellos, los hermanos catecúmenos, que vendrán luego a por el trigo limpio de la doctrina cristiana, en tiempos de carestía y de sequedad de fe, nos necesitan allí, en el sitio querido por Dios, con el corazón abierto y las manos dispuestas a llenar los sacos vacíos de Dios.
V MOISÉS ACEPTACIÓN Y RENUNCIA
Había nacido en una época difícil para su pueblo. No tenía ni derecho a vivir. Para salvarlo de la muerte segura, le abandonan a su destino, metido en una cesta calafateada, en el gran río de Egipto. Parecía como si su vida, apenas estrenada, hubiera tocado a su fin. Pero aparece la mano del Dios de la historia, en la persona de una princesa, le saca de las aguas, le acoge en su casa y le adopta como hijo. La historia da paso siempre a las intervenciones divinas, cuando estas significan acontecimientos claves e importantes. Su infancia y su juventud fueron las de un príncipe del poderoso Egipto. Nada se regateó en su educación. Recibió lecciones de los mejores maestros y le adiestraron en las artes marciales, los mejores generales. Su nombre fue conocido por todos los habitantes del reino.
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Pero no era ese su sitio, ni estaba en su camino. Por eso un día, se veía venir, salió su raza y su sangre caliente de hebreo se sintió humillada en las personas esclavas que veía trabajar día y noche. Sucedió el cambio y la primera renuncia, la más llamativa de su larga historia. Pero no falló. Su respuesta era la aceptación. Y así fue su salida de Egipto, del palacio y del entorno familiar que había tenido durante tantos años. Las llamadas de Dios, son, a veces, silenciosas, pero otras veces son espectaculares. A Moisés le llamó Dios a lo grande, como iba a ser su misión. No se ahorró ninguna circunstancia en contra, ni ninguna situación desfavorable. Todo grande y contrario. Como para decir... no. Era mucho lo que iba a quedar atrás, sin posibilidad de retorno. Se cerraban todas las puertas y sólo quedaba la inmensidad del desierto. Sí, también en su vida, la de Moisés, aparece el desierto. Es el lugar que cura, que llena y que madura. A él no le quedaba otra alternativa, como luego le pasaría al pueblo de Israel. Y entró en el desierto, viendo en los oasis del recuerdo, los palacios, las mesas llenas de manjares y los armarios repletos de vestidos. No le fue fácil caminar sin nada, sin nadie a su lado, como estaba acostumbrado, como príncipe de Egipto. El desierto era real y duro. La renuncia era heroica, pero le sostenía el Señor, el mismo que extendió su mano de princesa y lo sacó del Nilo, el mismo que ahora le iba a sacar de la arena, para colocarlo en el palacio de la voluntad de Dios, cumpliendo la misión encomendada. Es impresionante este hombre, que camina por el desierto, con la misma firmeza que cuando lo hacía por las ricas alfombras del palacio real. Y es que la aceptación viene de lejos, yo diría que desde siempre. Cuando lo sacaron el agua, en su
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subconsciente quedó, para siempre, impresa la gratitud hacia ei que había extendido su mano fuerte y segura. Pero había más en su vida. Dios continuaba escribiendo con renglones torcidos y él era un renglón a utilizar, desde el desierto vacío, para llenarlo de la multitud de los hijos del Pueblo de Dios; desde su situación de perseguido por la justicia de Egipto, a liberador; desde su soledad en la huida, a ser el gran jefe de un poderoso ejército. Aceptación y renuncia o renuncia y aceptación, son las constantes de este hombre, llamado Moisés, que nos las brinda a todos aquellos que queremos seguir la llamada para conducir al nuevo Pueblo de Israel, la Iglesia, por los caminos de Dios. Tal vez nuestro nacimiento, no fue tan dramático como el suyo; pero también nosotros fuimos sacados de las aguas de la muerte, por la mano salvadora de la Iglesia en el bautismo, pasando a vivir como hijos del Rey del Universo. Es algo que, a veces, olvidamos o no tenemos presente. Es una realidad demasiado importante para dejarla de lado o en el olvido. Moisés, jamás olvidó su origen y su «nacimiento». Le ayudó a saber renunciar y a aceptar sus distintas situaciones y momentos. En todos ellos fue determinante saberse salvado por Dios de las aguas de la muerte. Y después del desierto, cuando Egipto quedaba muy lejos, llega la nueva vida, llena de sorpresas agradables, con una acogida «providencial». Era como un volver a empezar, con la aceptación de su nuevo mundo y la renuncia a un pasado lleno de vida y esplendor. Y es que el «ser algo» en la historia de salvación que, Dioi escribe día a día, en la vida de cada uno de nosotros, es co« menzar siempre, sin terminar nunca. Cada mañana, al ilcspcr-
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tar, al ponerse de cara a Dios, se adivinan aires de bendición y de presencias divinas, en el trabajo, la tribulación, el dolor o la alegría. Dios no renuncia a crear en nosotros su imagen y a hacer que, a su semejanza, construyamos sobre la roca de la confianza en Él ese mundo maravilloso, donde viven los rescatados de la muerte, del odio, el rencor o la envidia y que pasan al equilibrio del amor y la paz. Y Moisés continuará su camino, el suyo, el de la misión que se le encomienda y que llevará hasta el final. De nuevo el desierto, el retorno, Egipto y el mundo que dejó tiempo atrás. Allí le espera la lucha, los sinsabores, la incomprensión y hasta la envidia. También el desprecio de los que antes eran sus amigos palaciegos. Y la misión se llevará adelante, a pesar de todo, porque él, Moisés, se fía de Dios. Las plagas, no son más que una anécdota, importante, sí, pero más para los egipcios que para él, para el que Dios es el Todopoderoso, el de sus padres Abraham, Isaac y Jacob. La salida de Israel, el paso del Mar Rojo, la supervivencia en el desierto, el mamá o las codornices, como el agua de la roca, son acciones de la mano poderosa de Dios, como ya pasó antes y pasará siempre. Moisés, el hombre de la renuncia y la aceptación, que tiene mucho que decir a los catequistas todos, a ti y a mi, que ahora estamos en la tarea eclesial de la evangelización. Todo lo que luego dejó como normas y reglas para el gobierno de Israel, se debe a la aceptación y la renuncia que siempre marcaron su vida.
VI RUTYNOEMÍ FIDELIDAD Y EQUIPO
Existen en las Sagradas Escrituras muchos ejemplos de actuaciones en grupo, solidarias, que podrían ser la base de esta meditación. A mi me gustan estas dos personas, cuyas vidas se unen para ser fieles a su historia. No eran de la misma raza, ni profesaban la misma religión. Eran distintas en su educación y costumbres, pero les urna la buena voluntad, la bondad, el sentido común aplicado a todo lo que es vida. La mohabita Rut se había casado con un hijo de aquella mujer llegada de Belén de Éfrata. Fue feliz con su marido, hombre bueno y fiel seguidor de las leyes de Moisés. Pero murió Kylión, al igual que su hermano Majlón, casado a su vez con Orpá, ambos hijos de Noemí y quedó ésta con sus dos
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nueras. Una situación complicada, ya que estaban en Moab y no en Israel. Noemí, con toda la pena del alma, decidió aconsejar a sus dos nueras que volvieran a la casa de sus madres. Ella nada podía hacer en aquella situación. Orpá así lo entendió y decidió volver; pero no así Rut. Ella se quedó con Noemí, a pesar de los ruegos de ésta para que lo pensara mejor. Habían formado un equipo, primero de seis personas, luego con la muerte de los hombres, solo de tres mujeres y al final se quedaron solas Rut y Noemí. Había prevalecido la fidelidad, aprendida día a día en aquella convivencia familiar. Juntos había realizado proyectos, resuelto casos y llevado a buen fin pequeños y grandes deseos. No fue difícil la solución, pero tampoco lo tenía todo a favor. La decisión de Rut, con la gran carga de razonamiento humano, no le hizo dudar. Se quedó con su suegra, con la mujer extranjera, que había sido para ella como una madre. El equipo, mermado, reducido a la mínima expresión, no se deshizo, continuó. Cuando Noemí escuchó las palabras de Rut: «donde tú vayas, yo iré, donde tú habites, habitaré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios. Donde tu mueras moriré y allí seré enterrada. Que Yahveh me dé este mal y añada otro todavía, si no es tan sólo la muerte lo que nos ha de separar», comprendió que estaba todo decidido. Regresaron a Belén y su estado de pobreza y soledad llamaba la atención. Unidas en el dolor, el sufrimiento y la necesidad, funcionaron como equipo, dando una gran lección de
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fidelidad y de amor. Fue una catequesis de vida unida, de aceptación de la voluntad de Dios y de saber estar en cada momento de la historia en el lugar indicado por Dios. Luego llegaron los acontecimientos en los campos de Booz, el trabajo de Rut para mantenerse las dos, el cansancio en el trabajo de espigar y la recompensa, llegada del cielo, por mano del mismo Booz. Su actitud de servicio y fidelidad llamaron la atención de todos. No podía estar oculta una conducta como aquella. Y llegó lo inevitable. Dios premia siempre el buen hacer de la gente fiel. Booz se casó con Rut, usando el derecho de rescate, según la ley de Israel, al adquirir el campo de Noemí. El gesto de la sandalia fue el testimonio del trato. Y Noemí vio cómo la descendencia, que no había podido tener de sus dos hijos, le llegaba a través de Rut, la que le fue fiel en la desgracia y la soledad. Los caminos de Dios son inescrutables. Sólo el que está pendiente de ser fiel, los puede correr sin ningún riesgo. Está en la verdad. Y Rut quedó para siempre en la genealogía del Mesías. Su hijo Obed, fue el padre de Jesé, padre a su vez de David el Rey. Parece una historia de amor, un cuento oriental con todo lo necesario para alegrar y animar, pero aunque no fue un cuento sino una historia real, su finalidad es la misma: alegrar, dar confianza, ver que la fidelidad tiene su precio, pero tiene también su recompensa. Y lo que le pasó a este equipo, le puede pasar a cualquiera de los muchos equipos que funcionan en nuestras catequesis.
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Es fácil trabajar cuando son muchos los que colaboran, pero resulta ya más difícil hacerlo cuando merma la gente, queda al margen o se vuelve a su casa. Es entonces cuando habrá que mirar a Rut y Noemí, dos mujeres lejanas en el tiempo, pero muy cercanas a nosotros en el campo de la actividad de Dios, en el campo de la siega de la mies, que es mucha siempre y siempre también son pocos los segadores. Es fácil el desaliento, y muy humano, pero Rut no hizo lo que Orpá. Ella siguió fiel a su suegra y así llegó a escribir una de las páginas más humanas y delicadas de la historia de la salvación. Hacen falta muchas personas como Rut, en el campo de las catequesis. Acompañadas de las Noemí de turno, podrán hacer mucho, aunque sea en un pequeño grupo de dos, porque Dios estará siempre a su lado y El es fiel.
VII SAMUEL ESCUCHA Y DEDICACIÓN
Para las cosas de Dios, poco importa la edad. Dios llama cuando quiere y a quien quiere. A Samuel lo llamó desde el seno de su madre. Fue el fruto de la oración de una mujer afligida, que se sentía humillada. Pero la misión a la que le iba a destinar era muy personal. Por eso esperó su momento. Y es que el tiempo de Dios es impresionante. Cuando creció lo suficiente, cuando entró en la edad apta para ello, lo llevaron al santuario, lugar de la oración y la promesa, para que el sacerdote Eli lo dedicara al Señor en su servicio. Empezaba su catecumenado «oficial». Hasta entonces todo le fue dado, los demás decidieron por él. Y así empezó su larga vida dedicada al Señor de Israel. Un día, mejor dicho, una noche entró de lleno Dios en su historia y para ello necesitaba de una determinación personal.
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Ya no iban a ser los otros los de determinaran su camino, sino debía ser él mismo. Y llega la llamada. La primera respuesta es la del que está acostumbrado a obedecer a los demás, que son los que mandan siempre. Pero esta vez la voz es distinta. Su respuesta tiene que ser también distinta. Eli, hombre de Dios, comprendió pronto que el Señor estaba actuando directamente y dejó libre el camino. Su consejo fue el indicado. Y Samuel se encontró con el Señor, de cuya presencia no se apartó. Es un episodio de la historia sagrada que se suele repetir mucho. Se proclama cuando se habla de llamada y de respuesta. Se presenta como ejemplo de conducta de cara a Dios. Es un lugar muy propio para iluminar muchas catequesis, pero también es una cita obligada en la meditación del catequista, porque también para él tiene un mensaje interesante. Es un hombre, Samuel, que no elige el inicio de su encuentro con Dios. Nace en una familia creyente y es educado en ella hasta la edad apropiada. Luego se le lleva al santuario y es allí donde Dios le habla. Pero precisamente, Samuel no empieza su misión, hasta que se le presenta la oportunidad de dar una respuesta personal. A partir de ahí, todo será igual que para cualquier llamado, como lo será para ti, desde el momento que Dios te llame y te quiera conceder el carisma del «ser catequista». La vida de Samuel no es fácil. Su largo período de aprendizaje en el santuario, junto a Eli, le va a servir para saber estar en los momentos más difíciles como en los fáciles, ocupando el sitio del hombre de Dios. La historia, su historia, pasará por elecciones, nada sencillas, de reyes y ungidos del Señor. Sus actos serán observados con lupa, por el Rey y su corte, sabe-
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dores de que todo lo que haga Samuel, es importante y no tiene réplica humana. Y fue fiel en la escucha, como lo fue en la dedicación. En su vida había una cosa sobre todas las demás: oír la voz del Señor y ponerla, con toda fidelidad en práctica, a pesar de las dificultades y peligros que esto comportaba. Tal vez tu vida no llegue a tanto, pero algo sí tendrás que hacer, a veces, en el discernimiento de la verdad en tus catecúmenos. Al catequista le toca hablar y decidir y hasta «ungir» con la dedicación propia de un llamado, a los que Dios le ha confiado, a través de la Iglesia, para su educación en la fe. Y esto es muy importante que lo veamos con toda claridad. Bien es verdad que no podrá haber una buena dedicación, si no existe previamente, una muy buena escucha. Volvemos de nuevo al desierto, al silencio, a la oración. Es imprescindible este binomio para poder «estar» en el sitio que debe ocupar en la evangelización, todo catequista. Un momento delicado fue la elección del hombre que llegaba de la tierra de Benjamín, llamado Saúl, como Rey de Israel. Para Samuel, para el que Dios era todo, aquella unción significó un doblar la cerviz ante el Todopoderoso, acción sólo posible por las noches enteras de escucha. Y luego vinieron las guerras, las victorias y el auge del pueblo, respetado por los vecinos. Pero los caminos de Dios eran algo más complejos y cuando tras un largo período de reinado Saúl, tiene que ungir a un nuevo rey, no duda y arriesga todo. La llamada del Señor continúa y su respuesta también.
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Continúa escuchando y dedicando toda su vida ya madura a aquel que un día le llamó en el santuario de Silo. Vuelve, en tus momentos difíciles, cuando te encuentres ante decisiones fuertes, vuelve a la escucha y luego tendrás fuerzas para seguir dedicándole a Él. Tu carisma va por ahí.
VIII JOSÉDENAZARET PEDAGOGÍA DEL SILENCIO
Es el hombre clave para entender muchas cosas, que dijo Jesús. Su sitio en segunda fila, es su gloria. Su silencio, es la clara y gran pedagogía para hablar de las cosas de Dios. Sí, José de Nazaret, es el hombre a tener en cuenta en toda actuación cristiana. Su historia, entrelazada con la de María y luego con la de Jesús, tiene poco que contar, como propio y particular, pero su silencio, su prolongado silencio es la gran manifestación, la gran lección que deja este hombre de Dios, varón justo, como testimonio de lo que puede decirse sin palabras ni discursos. Es la catequesis callada, sin alardes, del bien hacer. Su historia no fue nada fácil. Parece como si su destino fuera la huida, el caminar sin pararse en ningún lugar por mu-
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cho tiempo, como el pueblo de Israel antes de llegar a la Tierra Prometida. Así le pasó él hasta llegar, por fin a Nazaret a la vuelta del destierro a Egipto. Y todo el recorrido lo hace en silencio, pero entandámonos, en el silencio dentro del tiempo de Dios. Sufre al tener que abandonar su Belén natal, donde estaban los suyos, porque no entiende de odios, ni de rencores y menos de persecuciones por ser descendiente de David, el Rey. Recala en Nazaret, en la Galilea de los gentiles. Lleva consigo unas cuantas herramientas y toda la esperanza puesta en Jahveh. El final de la promesa tiene que llegar. Entabla contacto con los de su tribu y se pone a trabajar, para no ser gravoso a nadie. Todo en silencio lleno de energía y sana dedicación a cuanto hace. Cuando el futuro le sonríe, en la mirada serena de María, parece como si el cielo se le abriese de golpe y se asomara la vida llena de felicidad. Pero no es ese el camino, de momento, que quiere el Todopoderoso para él. María tiene que partir para En Karen, a casa de Isabel, su pariente y la lejanía pondrá un tono de melancolía de enamorado. Luego los acontecimientos se precipitan y en pocos meses todo parece que le viene abajo. Pero calla y en su silencio le habla Dios. Los caminos de José, son espectacularmente duros y ásperos. Sólo un hombre justo, como era él, los trasforma en veredas verdes de esperanza cierta. Y así sucedió. Cuando vuelve María, ya de tres meses, juntos emprenden la tarea de la convivencia de cara al Señor de la historia. Qué gran catequesis de noviazgo y de familia nos dan en los meses
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que preceden al viaje a Belén. Callan, oran, se miran en silencio y se dicen las cosas más bellas y hermosas que jamás se hayan podido decir con palabras. Las tardes de sinagoga, las noches de sabath y los ratos de descanso en el trabajo diario, los llenaban de Dios para quedar llenos luego, en las horas de dedicación a los demás en las tareas del taller o de la casa. Pero quedaba mucho camino por recorrer en la vida de José. Un día llegó el edicto del emperador César Augusto, que les ordenaba desplazarse hasta Belén. De nuevo la desinstalación, las cosas precisas en un atillo y a caminar. Era su historia y también aquí calla. Acepta su sito en las manos de Dios y sigue. Lo de Belén ya fue demasiado. Ni los suyos, a los que había dejado apenas hacía unos años, le quisieron recibir. Nadie quiere problemas. Y tiene que recurrir a lo más pobre y humilde, sabiendo como sabía que estaba para llegar el Mesías, el Señor, al que estaban esperando desde hacía siglos. Pronto comprende que no es Belén su destino definitivo. A pesar de los pastores y de los Reyes, sabe que tendrá que caminar de nuevo. Y así es. De noche, como siempre sucede en la historia del pueblo de Israel, debe abandonar Belén y ponerse en camino, a toda prisa, hacia el país de Egipto, de tan negro recuerdo para todo israelita. El camino y la estancia son testigos de su silencio. Nada dijo, de nada se quejó. Todo estaba bien. Su lenguaje eran las obras bien hechas, el estar pendiente de los suyos, de María y Jesús, a los que tenía que alimentar y defender, pero, sobre todo, a los que tenía que querer con toda el alma.
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La vuelta a Nazaret es de un dramatismo grande y de una gran carga de bien hacer. Vuelve a los que un día le acogieron, al lugar donde encontró a María y recibió los primeros avisos del Altísimo. Allí tenía algo importante que decir, una vez más desde su silencio, con su conducta serena y difícil de entender. Los años que convive con Jesús, antes de su partida al Seno de Abraham, están llenos de dedicación, cuidado, enseñanza y oración. No creo que exista dicha mayor, ni recompensa más grande para un hombre, que ha sabido callar siempre, que morir en los brazos del autor de la Vida, acompañado por la mujer, madre de todos los hombres y para él, además, su esposa. Por eso, el silencio de este hombre, excepcional, justo, es la lección más grande de pedagogía catequética, que se pueda dar. Y que conste que la dio en la mejor escuela catequética de la historia, el hogar de Nazaret y teniendo por alumnos a María y a Jesús. Ahí es nada. Anímate, hombre, que con tu silencio activo, puedes hacer mucho, siendo como fue él: justo.
IX ANA LA PROFETISA EDAD Y SERVICIO
Una de las cosas, de tantas cosas, que nos demuestran que los caminos de Dios, son diferentes a los de los de los hombres, es la edad de los elegidos, de aquellos a los que en las Sagradas Escrituras, se les encomienda una misión, con características de futuro, para ejemplo de las gentes que llegarán más tarde y se integrarán en las distintas tareas de la salvación. Una mujer llamada, que transciende a su tiempo y a su mundo es Ana, la profetisa, la que aparece junto al anciano Simeón, en el relato de la circuncisión del Señor. Sí, es una mujer puesta en la vida de Jesús, que tiene mucho que decir a las generaciones futuras. Su voz, madura de tanto alabar y bendecir a Dios, es fuerte y capaz de dejarse oír por todos aquellos que, como ella, están pendientes, o quieren estarlo, de cuanto sucede en la «casa del Señor».
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Siempre me llamó la atención, ya desde que era pequeño, la edad, que, según el evangelio de Lucas, tenía esta mujer, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Dice: «de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años...» Por lo que, haciendo números, parece que tenía... bueno, digamos que muchos. Y estaba allí, en su sitio. Nadie le puede negar su dedicación, como nadie puede pasar de largo estos versículos sin detenerse un poco, como homenaje a la mujer bíblica, siempre excepcional y en su papel histórico, que transciende hasta nosotros. Su actitud de servicio no es sólo de presente, sino de más allá. Parece como si la noche y el día, los ayunos y las oraciones, de aquella larga vida, contaran no solamente en el tiempo de su historia personal, sino como punto de mira para nosotros, los que, a veces sólo tenemos algunos días, pocas, muy pocas noches y lagunas inmensas, vacías de ayunos y oraciones. Una mujer sin complejos de edad. Los demás pueden decir lo que quieran, ella está donde tiene que estar y punto. Una lección que nos hace falta a todos, pero más aún a aquellos que, por el cansancio, los cambios o las situaciones diversas de nuestras pequeñas y grandes comunidades, corremos el peligro de escudarnos en los «tiempos» llamados años, sin darnos cuenta que los «tiempos de Dios» son distintos a los nuestros. Continúa Lucas diciendo: «Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén». La misma Ana que antes ha dicho que tenía ... muchos años, de edad avan-
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zada, es la que habla a todos los que quieren escuchar, lo que ella ha visto realizarse en aquel niño, al que han puesto por nombre Jesús, cuando Simeón lo ha circuncidado. Yo me imagino a aquella mujer de edad avanzada, con los ojos pequeños y hundidos, con la cara surcada de arrugas bien trazadas, con el color de la piel oscuro, el pelo canoso y el mentón erguido, hablando a las gentes con lenguaje humano, reposado y fino, con palabras al alcance de todos y con tono humilde, firme y seguro. Sí, aquella mujer tenía cosas que decir, las había visto y por eso Lucas lo destaca. Una mujer de dentro de toda la vida. Como tantas y tantas de las que han existido y existen todavía. Son esos apoyos vivientes, que están pendientes siempre de lo que puede suceder en la Iglesia, necesarias para contar las maravillas del Señor y alabar y bendecir su nombre Esta página de Lucas, éstos versículos, tienen su continuidad en nuestras catequesis. Siempre estarán presentes. No faltarán a la cita. Su figura queda unida a las primeras comuniones, a las celebraciones. No prescindamos de ellas. Su historia es necesaria y más aún su vida de dedicación y entrega. Los niños, ellas también lo son un poco, necesitan de la palabra de cariño y comprensión. A veces, sólo el gesto es lo que llega y ellas lo tienen. Sí, ya lo sé, tienen mucha edad, pero también la tenía Ana y estaba allí y hablaba del niño ... Puede suceder también que sean ellas las que quieran dejar su sitio, porque ... son mayores. Bueno, será el momento de ver el auditorio, el ambiente y la necesidad. Pero lo que sí está claro es que pueden ser útiles y como Ana la profetisa, aún tienen su papel en el campo de la evangelización y la catequesis.
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Una figura bíblica, colocada en el evangelio de la infancia de Jesús, que, con voz de más de un siglo sabe hablar a las gentes, sin miedos ni prejuicios, haciendo lo que debe hacer. Ella ha visto al Mesías del Señor, ha escuchado al anciano Simeón y le basta. El tiempo de Dios ha entrado en el tiempo de los hombres y la historia de salvación ha entrado en su recta final. Es lo estaba esperando y su firme esperanza es todo una seguridad para avalar lo que dice. Hacen falta Anas. Hacen falta voces autorizadas por la carga de historia vivida y experiencia acumulada. Hacen falta testimonios llenos de días y noches de oración y alabanza, haces falta tú, tengas la edad que tengas porque Dios no tiene edad para «sus cosas».
X JUAN EL BAUTISTA LA VOZ Y LA VERDAD
No podía ser de otra manera. El era la voz que clamaba en el desierto, voz de la Palabra que acamparía entre nosotros. Y si esta Palabra era además la Verdad, la voz tenía que decir la verdad. Esta fue su misión. Unir voz y verdad, sellándolas con su sangre. El hijo de Zacarías era también el hijo de Isabel. En su corta, pero intensa vida, estarían siempre presentes las dos herencias, las dos características de cada uno de ellos: llenar el desierto de la mudez con palabras de alabanza y proclamar la gran verdad de Dios-con-nosotros cuando el encuentro con María. Y es que hay vidas que lo tienen claro desde el principio, sobre todo si quien lo aclara y lo define es la actuación directa
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LA ESPIRITUALIDAD DEL CATEQUISTA
de Dios. Los acontecimientos que acompañaron su nacimiento, ya hacían preguntarse a las vecinos sobre lo que iba a ser aquel niño. Su madre era muy mayor y estéril. Su padre, que se había quedado mudo nueve meses antes, empezó a hablar cuando le pidieron que escribiera cómo quería que se llamara el recién nacido. Todo un cúmulo de coincidencias, raras para unos, claras para otros. La mano de Dios estaba en todo aquello. Seguramente había llegado un gran profeta. Y más que un profeta, le llamó más tarde Jesús cuando hablo de él. Sí, Juan, el de En Karen, el hijo de los ancianos Zacarías e Isabel era un profeta nato. No le fue fácil llegar hasta el Jordán, donde lo encontramos bautizando con agua y llamando a los hombres a conversión. Su vida, aunque marcada con el dedo de Dios no fue fácil. Cuando a los pocos años de su nacimiento, se quedó huérfano de padre y madre, se marchó al desierto. Con lo que había aprendido en su casa paterna, con Zacarías e Isabel de «catequistas», entró en la casa grande del silencioso desierto, para recibir allí, calladamente, la doctrina y sabiduría de Dios. Estaba en la línea de los llamados, para los que es imprescindible el desierto, desnudez total de lo humano e inmersión total en lo divino. Allí sólo existe la hora del tiempo de Dios. Cuando salió de aquel desierto, donde pasó algunos años, el Jordán le acogió con la frescura propia del significado del agua en la Biblia. Y Juan continuó con su vida de asceta y su voz resonó con la fuerza recibida por el Espíritu. Y el mundo judío se llenó de alegría basada en la esperanza. Un profeta había aparecido. Y llegaron de todas partes y en las plazas y mercados e incluso en las puertas de las sinagogas y en el mismo Templo, se hablaba de aquel hombre en-
MEDITACIONES BÍBLICAS PARA CATEQUISTAS
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